9505063113 Patagonia.pdf

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EDICIAL panorama

Dirigido por Graciela Schneier-Madanes

PATAGONIA Una tormenta de imaginario

Í ndice

Mapa: Una región a la escala inhumana César Vapñarsky

Preámbulo a una deambulación Graciela Schneier-Madanes

1.

Epopeya de la mirada

Polvo patagónico Jean Canesi ¿Cómo explicar esa extraña atracción, donde lo fascinante le gana a lo racional, que ejerce esta tierra perdida en el extremo del Occidente, tierra castigada por crueles vientos? Visitada primero por aventureros y luego por exploradores científicos, antes de tornarse la tierra preferida por los pacifistas ecológicos. Una historia rica en leyendas, quimeras y otros espejismos, en la que la decepción juega un papel nada despreciable.

Historias para ver Philippe Grenier La mirada que puede tener un europeo de fin del siglo XX para con la naturaleza patagónica se construye integrando y depurando tres visiones sucesivas de esta naturaleza: en primer lugar, la de un obstáculo por vencer para los navegantes que se dirigen hacia los “mares del Sur”; luego, la de un “Lejano Oeste” para ser explotado por los jóvenes Estados argentino y chileno; y finalmente, la de un espectáculo para los amantes de la naturaleza, y para los turistas de los países ricos.

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Índice

Viaje a lo patagónico Philippe Taquet O de cuando Alcide y Charles visitaban Carmen. Geología, zoología, botánica, antropología, en el siglo XIX la Patagonia fue escenario de distintas investigaciones realizadas por dos jóvenes naturalistas apasionados, Charles Darwin y Alcide d’Orbigny, que pudieron elaborar así sus concepciones sobre el desarrollo de la vida la tierra.

El efecto Ushuaia Philippe Grenier Situada en los confines de Tierra del Fuego, ciudad cuya extrema australidad es motivo de orgullo, Ushuaia es objeto de una reputación mítica que no resiste la dura realidad. Aquí reinan el mercantilismo y la chapa ondulada. Pero si bien esta ciudad se ha transformado en una zona franca, sigue siendo el punto de partida de fantásticos paisajes que, en su caso, no son nada míticos.

En los confines de la nostalgia, de la utopía y del olvido Philippe Grenier En la vida y obra de Jean Raspail, la Patagonia representa medio siglo de fervor y de descubrimientos, así como tres novelas: Le jeu du roi; Moi, Antoine de Tounens, roi de Patagonie y Qui se souvient des hommes... “Que se utilice el nombre de Ushuaia para un programa de televisión me da tristeza y rabia”, nos dice. “Para comprender esa parte del mundo, hay que mirarla con los ojos del que sabe que ha de morir allí.”

2.

La gesta patagónica

Un western en busca de productor Jacques Soppelsa Donde se descubre que las dos Américas comparten un destino común donde la epopeya del western tiene un papel fundador. Mitologías y horrores singularmente vecinos, indios masacrados, fiebre del oro, pasiones científicas y aventureras, e incluso idéntica voluntad de olvidar que estos territorios tenían una historia mucho antes de que los descubrieran los europeos.

Patagonia

Paz en las armas, paz en las almas. La conquista del Desierto Jean Canesi Prosperidad, pacificación, desarrollo económico y elevación de las almas: los nobles ideales no les faltaban ni a los militares que redujeron las tribus indias, ni a los misioneros que los evangelizaron. Como telón de fondo, una deliberada voluntad de “reducción de lo indígena”.

Los pueblos olvidados Rodolfo Casamiquela La historia de los tehuelches (los patagones del mito) comienza con las bandas de cazadores llegados de Asia, vía América del Norte a principios de la era cuaternaria. En el transcurso de su periplo asimilaron las influencias culturales de las etnias presentes y desarrollaron todo un modo de vida y de expresión artística. Las masacres, el alcohol y las enfermedades los aniquilaron. La lengua tehuelche se extinguió hacia 1960.

El Far South: latifundistas y anarquistas Osvaldo Bayer Como si fueran pocos sus contrastes y contradicciones, la tierra patagónica fue escenario de un levantamiento de peones rurales tal vez único –en cuanto a número de participantes y extensión territorial– en el continente sudamericano. Tuvo un carácter épico que lo tornó legendario. Un levantamiento de los siervos de la tierra con características anarquistas, en la década del veinte, en una región de interminables latifundios de propietarios en su mayoría europeos, preferentemente británicos.

Los chilotes Philippe Grenier Los chilotes, oriundos de la isla de Chiloé (Chile), son muy numerosos aquí. Durante mucho tiempo se los consideró inmigrantes, y se les asociaba todo un vocabulario despectivo. Una mano de obra sobreexplotada, cuyo aporte esencial a la historia patagónica habrá de ser reconocido un día.

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Índice

3.

Fragmentos de palabras

1995: un viaje interior por los márgenes de la Patagonia austral Cristian Aliaga Es un páisaje con matices muy sutiles, tanto que el ojo no los percibiría si no se agotara en la contemplación. Excepto por las variaciones de la tierra y del cielo que deslumbran, ninguna otra evidencia surge de esos lugares.

Neuquén, Ushuaia, Trelew: tres prisiones extremas Alicia Dujovne Ortiz “Cuando no hay límites, uno se siente prisionero”, escribió Héctor Bianciotti. Perdidas en las extremidades del mundo, rodeadas del inmenso espacio, tres ciudades patagónicas, Neuquén, Ushuaia y Trelew, tendrían el triste privilegio de albergar cada una un penal legendario para delincuentes comunes y presos políticos. La hija de uno de estos últimos desgrana sus extraños recuerdos infantiles.

Antología sobre el fin del mundo Fragmentos y cuentos seleccionados por Graciela Schneier-Madanes Un homenaje a los que soñaron y contaron la Patagonia. Con Herman

Melville, Blaise Cendrars, Marc Blancpain, Bruce Chatwin, John Byron,

Jean Raspail, Julio Verne, Francisco Coloane, Roger Caillois, Antoine de

Saint-Exupéry, Alicia Dujovne Ortiz y dos cuentos del más famoso

escritor de la Patagonia, Asencio Abeijón.

Bibliografía Biografía de los autores

P atagonia

P atagonia

Una tormenta de imaginario Dirigido por Graciela Schneier-Madanes

EDICIAL

Edición impresa

Traducción: Clara Maranzano Corrección: Martha Sofía Quintana Diseño de tapa: Nicole Verdier de Musset Coordinación de edición: Virginie Rouxel Primera Edición Título original: Patagonie. Une tempête d’imaginaire © by les Éditions Autrement. Série Monde. 1996 © EDICIAL S.A - 1998. Rivadavia 739 (1002) Buenos Aires - Argentina Tel.: 342-8481/82/83 ó 343-1150 Fax directo: 343-1151 e-mail:[email protected] http://www.ssdnet.com.ar/edicial ISBN: 950-506-311-3 IMPRESO EN LA ARGENTINA - Printed in Argentina Edición digital Construcción a cargo de Libronauta © EDICIAL S.A, 2002 Rivadavia 739 (1002) Buenos Aires - Argentina © Libronauta, 2002 Perú 267 (1067) Buenos Aires, Argentina ISBN: Reservados todos los derechos.

Queda rigurosamente prohibida sin la autorización por escrito de Edicial S. A. y Libro­

nauta Argentina S. A., la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio

o procedimiento incluidos la reporgrafía y el tratamiento informático. Fotocopiar libros es realizar un uso abusivo y colectivo de la fotocopia sin el consenti­ miento de los editores. Por ser una práctica ampliamente difundida en escuelas, cole­ gios y universidades, el fotocopiado amenaza el futuro del libro, pues pone en peligro el equilibrio económico de la industria y priva a los autores de una justa remuneración.

Una región a la escala inhumana La población de la Patagonia se resume en algunas inadecuaciones que mues­ tran hasta dónde pueden confundirse aquí los puntos de referencia mentales de la geografía humana: • Primera desigualdad fundamental: 1,5 millones de habitantes, es decir el 5% de la población nacional, en casi un tercio de la superficie total del país (880.000 km2). • Segunda desigualdad: las dos terceras partes de la población de la Patagonia se agrupan en menos de un décimo de la superficie de la región. Dicho de otro modo, la sub-población se ve agravada por una gran concentración de los habi­ tantes alrededor de cuatro zonas poblacionales. - El alto valle de Río Negro ha sacado provecho del auge de sus industrias agroalimentarias y sus recursos energéticos: hoy cuenta con más de 500.000 habi­ tantes, la mitad de los cuales vive en las aglomeraciones de Neuquén-Cipoletti, ¡donde la población se ha duplicado prácticamente cada diez años desde 1957. - La región de Comodoro Rivadavia, rica en explotaciones de petróleo y gas natural, cuenta con 190.000 habitantes, la mayoría agrupados en la ciudad del mismo nombre. - La zona de los Lagos y Montañas (170.000 habitantes) se organiza principalmente alrededor de la ciudad de San Carlos de Bariloche, centro turístico y cien­ tífico de renombre internacional, y también de Esquel, San Martín de los Andes, Junín de los Andes y El Bolsón. - El valle inferior de Chubut cuenta con unas 150.000 almas agrupadas en el triángulo formado por Trelew, Rawson y Puerto Madryn. Fuera de estas cuatro zonas la regla es “máxima dispersión”. En efecto, queda el último tercio de la población, medio millón de habitantes (462.900 para ser precisos), que vive en los nueve décimos del resto del territorio restante. • Aquí aparece una tercera desigualdad fundamental: la mitad del tercer ter­ cio se agrupa en 12 ciudades (como el caso de Ushuaia); la otra mitad se repar­ te entre 53 pueblos, 76 aldeas y... el aislamiento más completo. Para la anécdota estadística observemos que 67.900 personas viven fuera de toda localidad, dispersas en el “viento malo” de la Patagonia... en los lugares donde la vida humana es posible, es decir, fuera de los glaciares, de los lagos, de los pantanos y de las mesetas basálticas particularmente inhóspitas. César Vapñarsky Traducido del francés por Clara Maranzano

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Zona del Alto Valle y su periferia



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TIERRA DEL FUEGO Ushuaia

Cabo de Hornos

Provincia Zona de poblamiento

Dedico este libro a mi hija, Marie Do, para que siempre lleve consigo “un poco de Patagonia”. Vaya mi agradecimiento a Rodolfo Casamiquela, que fue el pri­ mero en alentar este proyecto, así como a Jean Marie Fran­ chomme, Alfredo Corti y Guillermo Gasió, cuyas investigacio­ nes y originales puntos de vista ayudaron a escribir esta obra. Ediciones Autrement agradecen también a la familia del escri­ tor Asencio Abeijón por habernos autorizado a reproducir los cuentos del presente volumen. Graciela Schneier-Madanes

Preámbulo a una deambulación

Graciela Schneier-Madanes

L

a “idea patagónica” se vende bien y su marketing está en buenas manos. Hoy en día, una parte de nuestros contem­ poráneos se deja arrastrar en una corrida colectiva hacia el oro verde y el oro blanco del continente austral. Cantidad de citadinos de países ricos, hartos de confort, tecnología y contaminación, es­ tán dispuestos a ir en busca de una especie de paraíso perdido en esta región olvidada por los dioses. Tierra extrema por su localización, la Patagonia se está volvien­ do tierra de lo extremo, de sensaciones fuertes, propicia a las ha­ zañas deportivas y al endurecimiento del cuerpo y del alma. Pero la “idea patagónica” ha recorrido un largo camino antes de llegar a esta notoriedad mediática. Nació un día de octubre de 1520, cuando Magallanes se internó en el estrecho que llevaría su nombre y cuando se designó con el nombre de “patagones” a los indígenas que los marinos veían como a los gigantes de las nove­ las de caballería. Durante tres siglos, la Patagonia fue en verdad una encarnación geográfica y política de lo vacío y lo desconocido. Un territorio po­ blado por algunos miles de nómades, envuelto en leyendas maca­

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bras y mitos delirantes. La cartografía de esas épocas nos muestra que los europeos siempre consideraron a la Patagonia una terra nullius, tierra de nadie. A su alrededor –por tierra y por mar– se multiplicaron los viajes de conquistadores, exploradores, aventu­ reros y estudiosos: nombres como Drake, Sarmiento, Cavendish, Schouten, Cook, Fitz Roy, d’Orbigny, Darwin, Dumont d’Urville, contribuyeron a forjar la leyenda. Desde luego, la Patagonia cederá más tarde a la presión de la historia –económica, social y política– de dos jóvenes Estados en formación, la Argentina y Chile. Los territorios son “pacificados”, divididos en zonas, cartografiados, y se hace el meticuloso inven­ tario de sus riquezas. La Patagonia entra entonces en regla y toma su lugar en el proceso de integración nacional, al término del cual se constituyen inmensas estancias de cría extensiva de ovejas, fa­ voreciendo la inserción de la economía argentina en el mercado internacional. La llegada de diferentes inmigraciones europeas se concentra entonces alrededor de ciertos puntos: Carmen de Patagones-Viedma, General Roca, Neuquén, Trelew, Esquel, San Car­ los de Bariloche, Comodoro Rivadavia, Río Gallegos y Ushuaia. Pero entonces, ¿la Patagonia ha revelado ya todos sus secretos? De ningún modo. Posee una notable aptitud para excitar la curio­ sidad y la imaginación; lo demuestran todos los escritores y viaje­ ros famosos, desde Neruda hasta García Márquez, pasando por Blaise Cendrars y Saint-Exupéry, cuyas obras atraviesan, rodean o sobrevuelan este fragmento del continente. Lo demuestran tam­ bién esas cohortes de turistas que asisten a la caída de un glaciar en el lago Argentino, o al acoplamiento de las ballenas en directo y al alcance de la mano; que hacen esquí frente al canal de Beagle o atraviesan una estepa jurásica en un tren antediluviano, home­ naje rodante a la gloria de Denis Papin... Viajar a la Patagonia es una prueba, incluso para quienes se han preparado especialmente para ello. ¿Cómo se puede ser patagón?, se pregunta uno al atravesar esta región inhóspita, castigada por el viento y la nieve. Pero, a la inversa, ¿cómo no enamorarse de esta región, después de haber navegado entre rocas y arrecifes en un estrecho de Magallanes dominado por bosques primarios y glacia­ res, después de haber caminado siguiendo huellas de dinosaurio

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en Santa Cruz, después de contemplar un fósil de helecho o, sim­ plemente, después de asistir cada tarde a la explosión de un cre­ púsculo multicolor y brutal? Para el lector europeo, esta tierra del fin del mundo represen­ ta ciertas reminiscencias suspendidas en la memoria: el recuerdo de una lectura (los hijos del capitán Grant cazando un guanaco), el eco de una aventura lejana (“los locos del Cabo de Hornos”), el Principito (“dibújame un cordero”), las aventuras de Jean Mer­ moz y de sus compañeros de la Aeropostal. Pero todo eso es algo muy vago, la imagen de un territorio de trazado incierto y de divi­ siones administrativas artificiales. De allí esta fascinación por el “terreno baldío” que hay que recorrer, reconocer y mostrar.

Tormenta de imaginario La idea patagónica constituye, ante todo, una tormenta en nuestro imaginario. Más vale poner en orden nuestras ideas y tra­ tar de ver la realidad. Fue Europa la que creó y alimentó toda una mitología patagónica durante cuatro siglos. Esta cadena de mitos empieza con la aparición del primer “gigante” patagón. Seguirá así hasta el siglo XVIII, con la leyenda de la ciudad de los Césares, que sitúa en las profundidades patagónicas una ciudad llena de oro, poblada por conquistadores hartos que gozan de la más com­ pleta felicidad. El invencible Cabo de Hornos, cuyo mero nombre aterrorizó y estimuló a la vez a generaciones enteras de marinos que querían cruzar los límites de lo imposible, dio origen a la gloriosa leyenda de los cabohornianos que unió a través de los siglos –desde 1630– a los temerarios vencedores de ese peligroso confín. La Patagonia engendró en el siglo XIX a un Don Quijote francés: Orélie-Antoine de Tounens, soberano de un reino de quimeras que se extendía desde la Araucanía hasta la Patagonia. Aún hoy, cierta discreta cofradía perpetúa una tradición que atribuye a sus miem­ bros cargos honoríficos y títulos nobiliarios de dicho reino.

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El desfile de mitos no se agota aquí. Citemos, por ejemplo, al rumano Jules Popper, rey de los buscadores de oro y de los rufia­ nes de Tierra del Fuego; o a Butch Cassidy y su compañera, pro­ tegiendo su amor perseguido en el Chubut. Más cerca aún, la le­ yenda de la Aeropostal nos ofrece el ejemplo de algunos caballe­ ros que desafiaban las tormentas para transportar bolsas de correo de Buenos Aires a Trelew o a Comodoro. Y Ushuaia, cuyo nombre –pero no su imagen– se popularizó en Francia gracias a un progra­ ma de televisión dedicado a la búsqueda de lo extremo, ese nom­ bre que significa simplemente “la bahía que mira hacia el este”. Detrás de estos mitos brillantes y potentes se desarrolla una his­ toria más prosaica y terrena, hecha de conflictos de intereses y de luchas por el poder, con fondo de rivalidades entre Chile y la Ar­ gentina, que sigue su inexorable camino a lo largo de los tiempos. En el proceso de ocupación del territorio argentino, la Patago­ nia sólo representa en definitiva una tierra detrás de las pampas, conquistada, explotada y rentabilizada en el marco de un orden económico de tipo latifundista. Implantación de colonos, guerra contra el indígena, conquista militar sistemática, inmigración y va­ loración de las tierras se sucedieron según un proceso bien esta­ blecido. A partir de finales del siglo XIX, la Patagonia es el reino de la cría extensiva de ovejas. Entre 2 y 12 hectáreas por animal, puertos para el embarque de lana sucia y sin peinar y, al servicio del sistema, una mano de obra de jornaleros compuesta en partes iguales por europeos pobres y chilotes. Tanto los capitales como la clase dirigente vienen de Europa, so­ bre todo de Gran Bretaña. En esta época se echaron las bases de una oligarquía patagónica cuyo poder ha perdurado hasta nuestros días, sin más amenaza que la de la “República roja” a comienzos de los años veinte, como eco de los acontecimientos vividos en Rusia: una revuelta de jornaleros que el ejército nacional ahogó en sangre. Después de esta fase de conquista y de integración, la Patago­ nia se transformó en un mundo “finito” en el sentido de que se la conoce ahora en toda su extensión y diversidad. De allí esa invita­ ción para el geógrafo a sintetizar sus principales aportes físicos, humanos y económicos.

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Para alegría de los geógrafos En efecto, este lugar del mundo constituye un sitio escogido pa­ ra los geógrafos de todos los horizontes. Ofrece en un espacio de­ limitado, una yuxtaposición de paisajes contrastados, erizados de montañas, atravesados por ríos tumultuosos y coronados por relu­ cientes glaciares. Todos los materiales para una geografía especta­ cular se reúnen en esta parte del continente, encerrada entre dos océanos y dividida en dos vertientes asimétricas: al este, la Pata­ gonia hecha de pisos sucesivos que bajan al mar; al oeste, una cos­ ta irregular, roída por la lluvia y coronada por un espeso bosque, tierra amada por Pablo Neruda. Las distancias se miden en miles de kilómetros: así, el cartel de Ushuaia nos dice que se halla a 1 500 kilómetros de la Antártida y a 3 200 de Buenos Aires. Las estan­ cias locales, grandes propiedades de cría de ganado ovino, cuen­ tan en general con 100.000 hectáreas (y a veces 500.000). Con una población dispersa, poco numerosa (1,5 millón de ha­ bitantes), repartida de manera desigual, el informe que mide la densidad demográfica (1,5 habitante por km2) es poco significativo. Según el punto de vista que se adopte, se hace la separación en­ tre la parte continental de la Patagonia y el archipiélago de Tierra del Fuego; si se toma como referencia el eje representado por la cordillera de los Andes, se habla entonces de una Patagonia orien­ tal opuesta a la Patagonia occidental. Sin embargo, geógrafos, geó­ logos, botánicos y biólogos están de acuerdo en definir a la Pata­ gonia oriental como la Patagonia propiamente dicha, es decir, la vertiente atlántica de los Andes, y la meseta patagónica, que se ex­ tiende en pisos sucesivos hasta el océano. Esta Patagonia en sentido estricto, la que nos interesa en parti­ cular, es una estepa seca barrida por un viento permanente y sal­ picada por algunos oasis. Al norte, la bordea el río Colorado. Al sur, se prolonga en el archipiélago de Tierra del Fuego, que une el estrecho de Magallanes con el Beagle. Más allá de esta geografía física, la administración económica aplicada a estos territorios da origen a una organización del espa­ cio compuesta por enclaves especializados, agrícolas o mineros, con un fondo de cría de ovejas. Así fue como se dibujó una lógica

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organizativa que durante largo tiempo consistió en unir estos en­ claves a través del ferrocarril o rutas de tierra con los puertos so­ bre el Atlántico, constituyéndose de este modo otros tantos ejes estructurantes. Este dispositivo en paralelo oeste-este es una ré­ plica atenuada del eje mayor del valle agrícola de Río Negro. La integración norte-sur de la Patagonia ha estado ligada desde 1950 a la ávida prospección de la metrópolis: dos ejes meridianos se agregan a los transversales para bosquejar una verdadera red que enmarca, a lo largo de la montaña y de la costa atlántica, las llanuras centrales, más abandonadas. Se constituyeron de este modo cinco regiones pobladas, cada una con su historia: Neuquén y el valle de Río Negro, el triángulo Trelew-Rawson-Madryn, en la desembocadura del río Chubut, la red de cinco ciudades turísticas alrededor de Bariloche, la ciudad petrolera de Comodoro Rivada­ via y, finalmente, Ushuaia. Dado que la cría de ganado ovino decae, la población rural ac­ tiva tiende a disminuir. No obstante, la Patagonia sigue dando la­ na argentina, dependiendo de los inviernos más o menos duros. Durante largo tiempo la Patagonia estuvo dividida en cinco te­ rritorios dependientes del Estado nacional. Sólo a partir de 1956 se les reconoció su condición de provincias, lo que para Tierra del Fuego ocurrió en 1990. De todos modos, sobre ellas pesa la som­ bra tutelar del Estado federal. Las dinámicas fronterizas, muy ac­ tivas hasta los años treinta, sufrieron los efectos de los períodos de cierre y de “desarrollo separado” de Chile. La frontera se abre hoy en una perspectiva de integración económica a través del trabajo fronterizo y de las comunicaciones.

El tiempo patagónico Para hacerse una idea precisa de la vida local y escuchar las preocupaciones de los habitantes, lo más simple es pasar revista a la prensa patagónica. Para ello basta con recorrer el diario Río Negro, fundado en 1913 y que tiene la mayor tirada en la región, el diario El Patagó­

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nico de Comodoro Rivadavia, creado en 1967, o también el diario de Ushuaia. A lo largo de las páginas aparecen el peso de las limi­ taciones climáticas y la dureza de la vida local: decenas de miles de ovejas muertas por el frío durante el invierno representan aquí un simple leitmotiv. De esta manera se dibuja un panorama domi­ nado por el impacto de las medidas nacionales: la privatización de las empresas públicas (petróleo, carbón, hierro), la crisis de los bancos patagónicos o la de las empresas pesqueras, que represen­ tan una fuente de desempleo y de estallidos sociales. Un acontecimiento local ganó la primera plana de la prensa na­ cional. Así a comienzos de los años noventa los telespectadores de Buenos Aires pudieron descubrir en sus noticieros a los mineros que habían sido despedidos al cerrar las minas de Sierra Grande o de Río Turbio. Por el contrario, ciertas medidas positivas de de­ sarrollo ocupan también un amplio espacio: una parte de Río Tur­ bio vuelve a ser un polo de atracción turística; la organización del complejo deportivo de La Hoya, en Esquel, al pie de los Andes (té galés y esquí), o la creación de zonas francas en Santa Cruz. Detrás de esta crónica de la vida patagónica asoma la angustia cotidiana ligada a la conjunción de las distancias, el aislamiento y las inclemencias del tiempo (rutas cerradas, psicosis por la falta de combustible, frecuentes accidentes, inundaciones del río Sen­ guerr, etcétera). Como contrapartida, la Patagonia está hoy am­ pliamente “desenclavada” ya que se halla regada y conectada por poderosos satélites. La vida local sigue en gran parte el ritmo de los acontecimientos de la vida asociativa, fiestas, mercados locales, conciertos, bailes, actividades deportivas o religiosas animadas por los salesianos; y se halla muy impregnada por los símbolos de la vida familiar, casa­ mientos (de blanco), bautismos y comuniones. El resto no es más que rutina y preocupaciones: crisis familiares, malestar de los jóve­ nes por la falta de perspectivas... En suma, el común destino de muchas regiones del mundo. Así y todo, esta actualidad cotidiana, aunque muy replegada en sí misma, no desoye los ecos del mundo exterior: el atentado en el subterráneo parisino del invierno de 1995 figuraba en la primera página de los diarios patagónicos.

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Desde luego, en estos parajes colmados de riquezas naturales las asociaciones ecologistas aparecieron hace ya muchos años, apoyadas por numerosos científicos de los centros de investiga­ ción de Bariloche o de Puerto Madryn, haciendo incluso oír su voz en el debate internacional. Al hojear un álbum de fotos de Comodoro Rivadavia entre 1900 y 1940, se tiene el sentimiento de que el tiempo transcurre en cá­ mara lenta: muchas imágenes corresponden exactamente –salvo por el color sepia– a la fisionomía actual de la ciudad (bazares, sin­ dicatos, hoteles, campos de petróleo). ¿Habrá que admitir la exis­ tencia de un “tiempo patagónico”? La vida política, por su parte, es más animada de lo que se po­ dría imaginar a priori. El hecho de compartir los recursos locales con el Estado federal es objeto de ásperas discusiones sobre el te­ ma “nuestro petróleo” o “el imperialismo porteño”, y los patagó­ nicos se sienten siempre más o menos “explotados” por Buenos Aires. Habitualmente muy disputadas, los pobladores siguen con entusiasmo las elecciones por la gobernación. De manera más general, la cultura patagónica es hoy día un substrato de iniciativas individuales y de costumbres locales, co­ mo la semana cultural de El Bolsón. Ya no conserva las huellas de los habitantes indígenas, aunque se supone que los sonidos del lonkomeo son una herencia musical tehuelche. Esta cultura es, co­ mo en toda la Argentina, europea, norteamericana, latinoamerica­ na... Así, en el Chubut, la tradición medieval del recital de poemas de la Eisteddfod (estar sentado), en idioma galés, que da lugar al encuentro literario anual más famoso de la Patagonia (que se realiza en español desde hace sólo unos treinta años). En realidad, no se puede hablar de identidad patagónica, sino más bien de identidades locales que corresponden a pequeñas co­ munidades compuestas por la suma de soledades individuales. Re­ cordemos que son los “NYQ” (nacidos y quedados) y los “VYQ” (ve­ nidos y quedados) los que forman la esencia de los patagónicos.

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Ciencias naturales, naturaleza para la ciencia Desde siempre, la Patagonia atrae tanto a los estudiosos como a los aventureros: no es casual que en la primera mitad del siglo XIX se cruzaran los caminos de d’Orbigny y de Darwin en esta re­ gión del mundo que constituye, en cierto modo, un fragmento de la memoria del planeta. Esta región tiene la triple ventaja de ofre­ cer una profusión de objetos de estudio, un campo de observación y de experimentación privilegiado, así como un marco propicio para los trabajos científicos: un laboratorio al aire libre, tamaño natural. La primera experiencia “científica” para los visitantes es la vi­ vencia del “tiempo geológico”. Muchos fenómenos o esplendores de estas latitudes están asociados a procesos que se miden en mi­ llones de años. La depresión donde corren los ríos Colorado y Ne­ gro en el umbral de la Patagonia representaría así una “cicatriz geológica” aparecida al fracturarse la masa continental patagóni­ ca, fragmento del continente primitivo austral, hace unos 300 mi­ llones de años. Más lejos, Patagonik Park recibe a todos los pa­ leontólogos, profesionales o aficionados, en el lugar donde en 1976 se exhumó un nido de dinosaurios bebés, que aportó valiosa información sobre el comportamiento de los animales del período jurásico. Más al norte, en Chubut, las huellas fósiles permiten aprehender los comportamientos familiares o gregarios de estas manadas gigantescas. Dejemos pasar ahora algunas decenas de millones de años. A esta fauna, la Patagonia agrega un jardín botánico, como lo mues­ tra la flora preservada y “momificada” de Baquero, en Santa Cruz, que permite reconstituir los perfumes, colores y formas de flores y de insectos de la era cretácea. Más cerca de nosotros, hace unos 30 millones de años, el medio ambiente patagónico, cálido y húmedo, ofrecía una frondosa vege­ tación. Los océanos avanzaron y retrocedieron sucesivamente so­ bre las tierras, dejando al pasar depresiones tales como el lago Na­ huel Huapi. También dejaron grandes sedimentaciones como Coi­ hue Huapi, que revelan la exhuberante vida que reinaba en esta región.

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También es posible demostrar a través de profundos estudios geológicos que en una época relativamente reciente las dos Amé­ ricas, la del Norte y la del Sur, se alejaron y acercaron sucesiva­ mente, favoreciendo así los intercambios de fauna y los flujos mi­ gratorios. Es importante comprobar que los ancestros de una es­ pecie tan típicamente autóctona como el guanaco, animal de la fa­ milia de las llamas, son originarios del norte, así como lo son las llamas mismas, el oso, el ciervo y el pecarí. Otro episodio significativo que revolucionó la configuración del suelo y del clima es el “reciente” ascenso de la Cordillera. Es por ello que la Patagonia tiene hoy esta fisionomía de estepa árida, mientras que la vertiente chilena recibe todas las lluvias. Los epi­ sodios de la glaciación marcaron definitivamente a la Patagonia. Pero ha llegado el momento de que aparezcan los primeros hombres en la escena patagónica, tan sólo 12.000 años antes de nuestra era. El arte rupestre está omnipresente en la Patagonia, en general grabado y geométrico en el norte, naturalista (manos en negativo y positivo, guanacos, pumas) en las mesetas centrales y meridionales que llegan hasta el estrecho. Los grandes frescos rupestres de río Pinturas, al noroeste de Santa Cruz, se cuentan entre los más famosos. Hay que mencionar también los de las es­ tancias de las mesetas centrales, no abiertos al público, que nos ilustran sobre todo un modo de vida y nos revelan la gran diversi­ dad de adaptación humana al ir poblándose la América austral, así como nos dan una representación del mundo ya relativamente elaborada. Época del pensamiento positivista y del método experimental, el siglo XIX verá multiplicarse las misiones científicas en la Pata­ gonia: d’Orbigny, Darwin, Moreno (para no citar más que a las principales figuras), observarán, recogerán y clasificarán piedras, plantas y animales, analizando al pasar los usos y costumbres de los indígenas. En el siglo XX, las investigaciones se organizan más y se institu­ cionalizan. El CENPAT (Centro Nacional Patagónico), situado en Puerto Madryn, cerca de la Península Valdés, representa una ver­

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dadera ciudad de estudiosos dedicada totalmente a la Patagonia. Reúne en un espíritu pluridisciplinario a equipos de biólogos, pa­ leontólogos, geólogos, zoólogos y botánicos. Es el caso también del CADIC (Centro Austral de Investigaciones Científicas) en Ushuaia, la universidad más austral del mundo continental, la uni­ versidad del Comahue en Neuquén y el Centro Atómico de Bari­ loche. En definitiva, es la Patagonia en todas sus facetas la que es­ tudian los mejores especialistas, trabajando directamente sobre el terreno. El patrimonio natural de la región es en verdad increíble. La di­ versidad de parajes, desde el cabo de Hornos hasta el lago Argen­ tino, pasando por el glaciar Perito Moreno y los bosques petrifica­ dos, merece el calificativo de excepcional. Las especies animales y vegetales, algunas particulares de la región, son muy numerosas. Citemos el guanaco, el ñandú y el cóndor de los Andes, sin olvidar las ballenas, tres mil de las cuales “retozan” en las aguas cercanas a la península Valdés. En cuanto a los vegetales, el espléndido alerce, llamado el “rey Alerce”, árbol gigante de la Cordillera sur, se ha transformado en una de las especies protegidas por la Con­ vención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de la Fauna y de la Flora (CITES). Sin embargo, la importancia de los problemas de diversificación y de erosión de los suelos mues­ tra la fragilidad de esta naturaleza. La cría extensiva de ovejas ha llevado a una dramática desertización. Paralelamente, la introduc­ ción no controlada de especies exóticas, entre ellas el castor y la liebre, ha producido verdaderas calamidades en Tierra del Fuego. Por otra parte, resulta difícil aplicar una política internacional de preservación de las especies prohibiendo por ejemplo la caza de la ballena, o frenar la contaminación petrolera provocada por los oleoductos que atraviesan las pingüineras del sur. Esta increíble riqueza, esta inmensa reserva de memoria y de naturaleza, despierta hoy día un creciente interés, al tiempo que crea una nueva responsabilidad. Aquí aparecen con particular agudeza los problemas dejados en suspenso para el siglo XXI. ¿Có­ mo conservar este patrimonio esencial para la Humanidad?

Una región a la escala inhumana

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El movimiento ideológico que llevó al primer plano el proble­ ma del medio ambiente desembocó en la cumbre de Río, llamada Cumbre de la Tierra, en 1992; la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo da lugar a dos convenciones jurídicas con fuerza de ley. Se trata de impulsar una acción internacional a fin de frenar la destrucción de los hábitats naturales y de los ecosistemas, teniendo en cuenta a la vez las de­ sigualdades entre el mundo rico y el pobre. La cumbre movilizó la opinión internacional, favoreció la aplicación de políticas mundia­ les y legitimó los movimientos en favor del medio ambiente. La Patagonia ha sido promovida a los primeros lugares de las grandes causas ecológicas. Amenazada por la sequía y la disminución de la cantidad de sus especies, se ha transformado en una preocupación mayor para la Argentina, signataria de la convención. A mediados de los años cincuenta, en un contexto de mundiali­ zación del turismo, comenzaba el redescubrimiento de la Patago­ nia con un retorno a la naturaleza. Definida como tierra “maldita” y “horrible” en el siglo XIX, la Patagonia se vuelve “hermosa” re­ pentinamente; las expediciones científicas se tornan mucho más deportivas y, desde el comienzo del siglo, la precupación por su fauna y su flora amenazadas provoca la creación de los primeros parques nacionales destinados a su reconstitución y salvaguarda. La aventura extrema nació de la fascinación por la montaña, du­ reza de las paredes, aislamiento, mal tiempo; los lugares clave son el Fitz Roy, el Paine y el Sarmiento en Chile. Los nuevos cabohor­ nianos, por su parte, han comenzado a surcar los mares de estas lejanas y tormentosas latitudes. La yuxtaposición brutal de los pai­ sajes ha reforzado aún más este extremismo de las impresiones: estepa y montaña, zonas polares y templadas, con glaciares en los bosques y finalmente, el contraste entre mar y alta montaña. Pero si la Patagonia provoca un interés unánime, es sobre todo porque nos remite a la imagen inmaculada de un paraíso perdido. En el comienzo era su “virginidad” lo que provocaba interés; hoy se trata de buscar una aventura interior, una ruptura radical con la cotidianeidad del mundo occidental. La idea de purificación más o menos radical que hace correr a los “aventureros” atrae más fá­ cilmente al público, ya que esta tierra es percibida como una tie­ rra que no pertenece a nadie (y por lo tanto todo es posible).

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Frente a esta ambigua demanda de aventura se ha constituido, desgraciadamente, una oferta turística cuestionable dirigida úni­ camente a los hermosos restos de una “naturaleza natural”. Guías y agencias proponen siempre el mismo recorrido en una naturale­ za señalizada, con el carácter “salvaje” justo y necesario para reci­ bir tours, mochileros, ejecutivos internacionales y hasta aficiona­ dos a los viajes “terapéuticos”. Pero ante esta fuente de ingresos, esencial para la reconversión económica, son muchas las regiones patagónicas en crisis que se dedican al eco-turismo. En esta tierra a la vez nueva e inmemorial, espacio de sueño y de aventura, de esperanza y de codicia, violenta y atractiva, frágil y temible, el mito y lo real no terminan de chocar y confundirse. Para dar cuenta de esta realidad patagónica, fascinante pero tam­ bién compleja y problemática, imaginamos este libro como una trama hecha de impresiones, de conocimientos científicos, de in­ tervenciones literarias a la vez sentimentales e ilustradas, soñado­ ras y documentadas: en una palabra, una deambulación en varias dimensiones para que todos vean el lugar donde empieza y termi­ na el mundo...

Traducido del francés por Clara Maranzano

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Polvo patagónico Jean Canesi ¿Cómo explicar esa extraña atracción, donde lo

fascinante le gana a lo racional, que ejerce esta

tierra perdida en el extremo del Occidente, tierra

castigada por crueles vientos? Visitada primero por

aventureros y luego por exploradores científicos,

antes de tornarse la tierra preferida por los

pacifistas ecológicos. Una historia rica en leyendas,

quimeras y otros espejismos, en la que la decepción

juega un papel nada despreciable.

U

n bosquejo de mundo, abandonado por el Creador, el ter­ cero o cuarto día... O también, una obra incompleta, llena de promesas, pero destinada a dormir en el taller del artista, a la espera de una hipotética vuelta de la inspiración. Por la ventanilla del avión de Aerolíneas que sobrevuela Río Ga­ llegos, tengo mi primera vista panorámica de la tierra patagónica: una masa oscura y sombría, agrietada, elevada en ciertos lugares, manchada de moho vegetal, que encierra en su materia refractaria los reflejos de un cielo cambiante, con una cruz enigmática en un rincón. Y todo evoca una composición de Tàpies, con la dimensión de un horizonte desesperadamente vacío. Un momento después, en la pasarela del avión, llega el primer contacto con el protagonista de la escena patagónica: un viento inextinguible y furioso que agrede todo lo que pretende levantar­

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se ante él, obligando a casas, árboles y seres a aferrarse al suelo para mantener su presencia. Gris y tormenta sobre la Patagonia. Río Gallegos, luego Trelew, Comodoro Rivadavia, Puerto Madryn... Todas las escalas de nuestro periplo patagónico tienen sin duda la misma fisionomía: caseríos de madera, de piedra y de chapa, dispuestos a lo largo de calles en ángulo recto, donde se precipitan las borrascas. A lo largo de estas imágenes se impone la evidencia de una Pa­ tagonia sin salida para muchos itinerarios individuales que vinie­ ron a caer(se) aquí, en un escenario prehistórico, donde el último de los dinosaurios parece haber citado a los paleontólogos, millo­ nes de años después, para exhumar su osamenta fosilizada. A través de los siglos serán muchos los que se presten a la aven­ tura patagónica: exploradores, conquistadores, misioneros, estu­ diosos, buscadores de oro, cazadores de focas, presidiarios, “soldados de la conquista interior”, propietarios de estancias... ¿Por qué entonces esta región del globo sigue estando subpoblada, su­ bexplotada y subadministrada? El misterio de la Patagonia es un secreto a voces: el viento nos da la respuesta ya en la primera noche que pasamos en suelo pa­ tagónico. Sólo la ilusión o la necesidad pueden inspirar un viaje a esta región del mundo. Si desaparecen, llega el momento de par­ tir. Esta tierra no crea en el hombre que la transita ni raíces ni nostalgia. Al término de una odisea patagónica, sentimos la gran tentación de poner las fotos sobre la mesa y tejer entre ellas los la­ zos de un apretado relato. ¿Pero de qué sirven las opiniones a fa­ vor o en contra si en los hechos se llega a un punto muerto? Qui­ zá sea mejor atenerse a una percepción global erigida a priori –una suerte de gestalt de la realidad patagónica–, agregando al Diccionario de las ideas preconcebidas un artículo “Patagonia” con la siguiente definición: Tierra de América austral semivirgen y destinada a permanecer así. Parece de cierta utilidad desarrollar aquí el hilo de una genea­ logía de la idea patagónica, con el fin de atrapar la irreductible es­

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pecificidad de un sitio que posee, en grado supremo, un doble poder de atracción y de desilusión, antes de volver a visitar esta tie­ rra de promesas incumplidas y decepciones anunciadas.

El coro de los náufragos Recuerdo de viaje: la partida, en el puerto de Ushuaia, de un modesto pesquero en un mar de tinta, agitado por furiosos sobre­ saltos, con seis abrigados marinos indios a bordo: humilde embar­ cación golpeada por la tempestad ya antes de soltar amarras y cuya sirena lastimera es apagada por el viento. Una imagen que pa­ rece evocar el subtítulo “Embarque hacia el naufragio”, tan gran­ de es la desproporción entre los medios humanos y la furia de los elementos. Zona de grandes turbulencias a lo largo de todo el año, el estrecho de Magallanes siempre exigió a los marinos que toma­ ban su canal para ganar el Pacífico un pesado tributo de averías y vidas humanas. Se dice que sus entrañas ocultan cientos de navíos que perecieron con todo y tripulación a lo largo de los siglos. Más al sur, la ruta del Cabo de Hornos, a lo largo de la costa oriental de Tierra del Fuego, castigada por tempestades aterrorizantes y gla­ ciales, también está salpicada de escollos, algunos de los cuales se pueden ver perfectamente desde la costa, cuando baja la marea. Hoy se hace difícil investigar en ese cúmulo de tragedias olvi­ dadas para extraer los hechos y actos dignos de alimentar cuentos y leyendas de los mares patagónicos. Primero hubo lo que podría­ mos llamar “naufragios fundadores”, los de los exploradores que abrieron el camino a costa de pruebas inconmensurables. Como la goleta Santiago, que formaba parte de la flota de Magallanes y naufragó en la costa de Santa Cruz el 22 de mayo de 1520, antes de que los otros cuatro barcos de la expedición, que rescataron a los sobrevivientes, siguieran su travesía hasta el otro océano, el cual, por la calma que ofrecía en contraste, pronto se ganó el nom­ bre de “Pacífico”. Después de estos precursores, la leyenda mal­ dita de las orillas patagónicas se alimenta con cantidad de narra­

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ciones macabras, entre las que podemos seleccionar algunos “nau­ fragios escogidos”. En primer lugar, el de Sarmiento y Gamboa y sus compañeros cuya flota, ya considerablemente diezmada al lle­ gar al estrecho, logró fundar así y todo en 1584 la Ciudad del Rey Felipe. A partir de allí la historia se vuelve realmente infernal: hambre, dispersión, enfrentamientos con los indios, motines, re­ presión y, para terminar, cadáveres que se pudren en las chozas, esperando ser descubiertos algunos años más tarde por el británi­ co Cavendish, quien rebautizará el lugar como Puerto Hambre. A comienzos del siglo XVIII, Shouten y Le Maire, los pioneros holan­ deses del Cabo de Hornos, vivieron una desventura análoga con la desaparición del Hoorn, devorado por las llamas. En el siglo XVIII, el abuelo de lord Byron naufragó durante una expedición militar británica dirigida contra Chile. El relato de esta aventura, publi­ cada veinticinco años más tarde por el ancestro de Harold Childe, llegado a vicealmirante, contiene todos los ingredientes del horror de los mares australes: desacuerdos, revueltas, asesinatos, desnu­ trición, abandono de los inválidos en una isla desierta, torturas in­ fligidas por los indios... antes de que los sobrevivientes lograran llegar en una barcaza a la guarnición española de la isla de Chiloé. De esta manera, a través de los siglos, estas lejanas latitudes han exigido siempre cantidad de sacrificios humanos. En 1891 se pro­ duce el naufragio más romántico, el del archiduque Juan Salvador de Habsburgo, que se lanza al estrecho de Magallanes a bordo de una goleta, solo junto a una misteriosa desconocida, sepultando así en el mar austral el secreto de un amor imposible, apenas dos años después del drama de Mayerling, del cual había sido prota­ gonista. Seis años más tarde, uno de los últimos bastiones de la marina a vela, un barco de tres mástiles, de 110 metros de largo, encalla definitivamente en una playa de Tierra del Fuego oriental, para alegría de los indígenas, que se sirven de su estructura en madera para sus necesidades domésticas. Su mascarón de proa –perfil estilizado de la duquesa de Albany, sobrina-nieta de la reina Victoria– decora hoy día el museo naval de Ushuaia. El siglo XX agregó los naufragios del cielo a los del mar. En Tre­ lew, un modesto monumento conmemora la apertura, en 1925, de

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la línea regular Buenos Aires-Comodoro Rivadavia-Trelew: Saint­ Exupéry y sus compañeros de la Aeropostal desafiaron así las in­ clemencias de los Andes patagónicos, arriesgando la vida por unas cuantas sacas de correo. De estas “águilas” de los tiempos de paz, que tuvo su lote de mártires, surge el nombre de Henri Guillaumet, quien, desaparecido en la Cordillera, reapareció algu­ nas semanas más tarde, luego de una alucinante caminata que afrontó nada más que con su instinto de supervivencia.

Patagones y patagonizantes Desde el acercamiento de Magallanes, la Patagonia no es sólo esa terra incognita, erizada de escollos y de algas gigantescas; apa­ rece también como una tierra poblada por distintas tribus indíge­ nas que los navegantes descubrirán, entre los siglos XVI y XVIII, gracias a una escala o... a un naufragio. Fascinación, diversión, desprecio o piedad, los distintos senti­ mientos que las poblaciones aborígenes inspirarán a los viajeros no son más que las distintas caras de un mismo desconocimiento. El encuentro con los patagones se vio marcado por un mito ya muerto: el de los gigantes patagónicos. Todo se remonta al mo­ mento en que Magallanes recala en la bahía de Santa Cruz, duran­ te el invierno de 1520: Pigafetta describe su primer encuentro con un hombre inmenso (los tripulantes no le sobrepasaban la cintu­ ra) y pintarrajeado que baila, canta y se arroja polvo en la cabeza... en señal de bienvenida. Muy pronto Magallanes hará que se lleven a dos de esos gigan­ tes para exhibirlos en Europa; pero ninguno de los dos sobrevivi­ rá a las peripecias del viaje. En estas condiciones, permanecerá la incertidumbre y el rumor crecerá: serán muchos los viajeros que afirmarán haber visto hombres cuya altura varía a menudo entre 9 y 12 pies, es decir, ¡casi 3 metros! Publicado en 1767, el relato de John Byron está ilustrado con grabados donde se ven minúsculos

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ingleses haciendo gestos amistosos hacia Patagones dos veces más voluminosos que ellos. Sólo en el siglo XIX los relatos de los viajeros –d’Orbigny, Mus­ ters y algunos otros– terminan definitivamente con esta tenaz le­ yenda y les devuelven a los Patagones proporciones más justas, las de hombres relativamente altos para su época. De este modo, la desaparición de esta leyenda precedió en poco a la de las tribus que la habían inspirado, pues en el siglo XIX se acelera la historia para los Patagones. La historia de la solución final. Pero no nos an­ ticipemos. Detengámonos un poco en la geografía de una huma­ nidad que hoy ya no existe. Al norte, del lado argentino, estaban los tehuelches, pueblos nómades y guerreros que durante largo tiempo sembraron el te­ rror entre los colonos argentinos, en la llanura de la región de Río Negro. Eran un poco los hunos de estas tierras australes que con­ jugaban, con terrible maestría, cabalgatas, borracheras, correrías, festines de carnes crudas y secuestro de mujeres blancas. Al norte, pero del otro lado de los Andes, se extendían los terri­ torios de los mapuches y de los huiliches, tribus sedentarias, pero cuyos temibles jinetes vencieron a los sucesivos invasores incas, españoles y chilenos. Más al sur, entre los Andes y el Atlántico, los puelches, nóma­ des, vivían en grupos restringidos de algunas familias, buscando sobrevivir, pero con un espíritu mucho menos belicoso: ellos eran los “gigantes” patagónicos descubiertos por los exploradores, de Magallanes a Bougainville. Más al sur aún, en los canales del archipiélago de Tierra del Fuego, sobrevivían miserablemente algunas tribus aborígenes co­ mo la alacaluf, la ona, y la yámana, que enfrentaban las inclemen­ cias del tiempo en pobres canoas y totalmente desnudas. Al ver a los miserables fueguinos, durante su segundo viaje a bordo del Beagle, el gran Darwin pronunció: “No me imaginaba cuán enor­ me es la diferencia que separa al hombre salvaje del hombre civi­ lizado, diferencia más grande que la que hay entre el animal sal­

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vaje y el doméstico.” ¡Todo está muy bien! La civilización debía triunfar finalmente, incluso en estos remotos parajes desolados y casi inaccesibles. Las misiones jesuitas no tuvieron el mismo éxito aquí que en Paraguay, y les pasaron la posta de la evangelización a los salesia­ nos; éstos tejieron, a partir de Viedma y de Río Grande, una red de congregaciones y de escuelas religiosas que se extendería por toda la Patagonia y Tierra del Fuego. Llevados por el celo y el pu­ dor, los sacerdotes se preocuparon primero por vestir a los indios que vivían desnudos, pero con el cuerpo untado con una grasa protectora. Balance de ese paso forzado del “nudismo” a lo “textil”: miles de muertos por hipotermia, en nombre del principio “mejor muertos que desnudos”. Sin duda los indios cristianos sir­ vieron de guías y de intérpretes entre los colonos y las tribus re­ beldes, abrazando por su parte los santos sacramentos con un fer­ vor sin igual que los hacía preferir el bautismo al casamiento cris­ tiano monógamo. Otro aporte memorable de la civilización, los convoyes de con­ trabando de alcohol, controlados por militares chilenos y argenti­ nos sobre la frontera, irrigaron a las valientes tribus araucanas y patagonas, propagando hábitos de ebriedad que no podían dejar de debilitar el potencial militar de estos irreductibles guerreros. Desgraciadamente la historia ya estaba en marcha y no podía de­ tenerse. En 1876 ya existía el frigorífico: la Patagonia, a semejan­ za de la Pampa, estaba destinada por intereses económicos a transformarse en una región de cría extensiva, dedicada a la ex­ portación. Así pues, la pacificación era una prioridad. ¿Qué decir de esta pacificación, sino que fue llevada a cabo a la perfección? Colonos móviles poderosamente armados y apoyados por la artillería rastrillaron la región al sur del río Negro en la Ar­ gentina y del río Biobío en Chile, rechazando y masacrando pata­ gones y araucanos. Enfrentados en una “guerra sucia”, militares chilenos y argentinos cumplieron ambos con su deber: ganaron; los vencedores fueron recompensados con tierras, y la Patagonia se transformó en una zona de quietud y de prosperidad, abierta al flujo de los colonos europeos y de los capitales británicos. Se ha­

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bía terminado con las tropas indígenas, con los Toquis Calfucurá, con Namuncurá, su hijo, y Quillapán, jefes supremos de las tribus patagonas y araucanas de ambos lados de la cordillera. Acorrala­ dos, diezmados, los asentamientos rebeldes terminaron por someterse: los que sobrevivieron se transformaron en sirvientes de las estancias recién creadas. Sus descendientes, más o menos mesti­ zos, frecuentan hoy las calles de las ciudades costeras, Trelew, Co­ modoro y Puerto Madryn.

Los confeti de la colonización De esta manera se daba vuelta la página. Una vez solucionado el problema indígena, la Patagonia se fue poblando inmediata­ mente. Y así sigue un siglo más tarde. Esta población de muy ba­ ja densidad, concentrada en gran parte en algunas ciudades coste­ ras, presenta sin embargo un fascinante mosaico étnico y socioló­ gico. Uno de los componentes más importantes del proceso pobla­ cional de la Patagonia fue la instalación, desde 1865, en el estado de Chubut, no lejos del actual Puerto Madryn, de una comunidad galesa de 150 almas, conducida por un pastor evangélico. Rawson, Trelew, Gaiman... este predominio galés se inscribe en el nombre de las aglomeraciones. Estos colonos trajeron consigo todo un mo­ do de vida plagado de valores religiosos y morales, salpicando los duros paisajes del Chubut con coquetas casas de ladrillo y minús­ culas capillas anglicanas para el recogimiento y la oración luego del trabajo. Lo cual demuestra que, al menos para estos pioneros, la aventura patagónica fue también una aventura espiritual. Los otros confeti de población son menos homogéneos y no tan fácilmente localizables. Estas tierras australes de la Argentina también atrajeron a colonos de las regiones más pobres de Italia y de otros países de Europa, que vinieron a ofrecer su trabajo en las estancias y los frigoríficos durante los años de prosperidad y lue­ go echaron raíces aquí. Después llegaron los vascos, los alemanes y los contingentes de Europa central y oriental, para probar suer­

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te en el comercio o en la explotación de las concesiones atribuidas por el gobierno argentino a medida que retrocedía la frontera. Esta lluvia de confeti atañe en primer lugar al universo restrin­ gido y elitista de los estancieros que forman la infraestructura so­ cioeconómica de la Patagonia, incluyendo Tierra del Fuego. Que­ rer entrar al mundo de los estancieros es jugar un poco al juego de las cuatro familias, ya que así de preponderante es en la Pata­ gonia el poderío conjugado de los Braun (judíos rusos) los Menén­ dez (asturianos) los Behety (vascofranceses) y los Nogueira (por­ tugueses), que tejieron entre todos, desde finales del siglo XIX, lazos capitalísticos y de sangre. Si ampliamos el círculo de los estan­ cieros conocidos –unos 40 nombres en total–, contamos 19 britá­ nicos, 9 alemanes, 7 españoles y 4 franceses... pero ningún argen­ tino de raíz. Unas cuarenta familias que se repartían en total nada menos que 2.500.000 hectáreas. A través de los años la estancia se ha transformado en una em­ presa diversificada que integra las actividades principales –esqui­ la de ovejas, transporte por tierra y por mar, comercialización– y emplea fácilmente varios centenares de personas. La estancia tipo ofrece invariablemente a la mirada del visitante una casa principal de estilo inglés, con un edificio de un solo cuerpo y galerías que dan a patios interiores, un aeropuerto privado y espacios reserva­ dos para la producción: corrales, hangares y área de transbordo para los atados de lana bruta. El orden económico patagónico conoció su apogeo con la edifi­ cación en Buenos Aires de la sede social de la Compañía de explo­ tación de la Patagonia, ex edificio Menéndez Behety, que yergue su monumental fachada a sólo dos cuadras de Plaza de Mayo. Para la oligarquía estanciera no hay duda de que esta edad de oro está terminada: la crisis de los años treinta pasó por aquí y esta economía de monoproducción se vio afectada por la evolución desfavorable del mercado internacional. Merced a la deforesta­ ción y a la erosión, el suelo se fue desertizando rápidamente en muchas zonas. Pero si bien el boom económico pertenece al pasa­ do, las propiedades de más de 10.000 hectáreas todavía represen­

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tan más del 60% de las tierras explotables. Es decir que el estan­ ciero sigue siendo, después de más de un siglo, un personaje cla­ ve de la colonización de la Patagonia. Para el observador que mira hoy el desfile de rostros de la in­ migración patagónica en el aeropuerto de Trelew, el caleidoscopio que encuentra no deja de ser alucinante: faces germánicas de bi­ gotes a la Bismarck, caras que podrían ser buscadas por la policía, barbas anarquistas ítaloargentinas mezcladas en hipotéticos com­ plots, grupos de técnicos japoneses de la industria petrolera, silue­ tas redondas de negociantes siriolibaneses... No falta ningún in­ grediente o casi ninguno en el cóctel sociológico patagónico. Al­ gunos porteños de llamativa y vieja elegancia completan el cua­ dro, funcionarios “expatriados” dentro de su propio país o milita­ res que vuelven a una lejana guarnición. No se puede confundir a estos “residentes” con la ruidosa cohorte de turistas norteameri­ canos, europeos y brasileños que bajan en Trelew para ir hacia las costas de la península Valdés a través de Puerto Madryn. Pero, si bien hablamos de caleidoscopio, Trelew no puede re­ sumir por sí sola toda la diversidad humana de la Patagonia. En la ruta que conduce de Río Gallegos a Calafate, los acompañan­ tes indígenas son chilenos, así como muchos de los peones de las estancias de la región. Al norte, en la región helvetizante y tiroli­ zante de Bariloche y el parque Nahuel Huapi, muchos hoteleros y comerciantes son ciudadanos chilenos de origen europeo: nota­ ble infracción al desmembramiento del mítico reino de Patagonia-Araucanía, entre dos naciones que cultivan sus diferencias y su rivalidad.

Coexistencia fría y política del mal vecino Durante mucho tiempo la Patagonia representó una tierra de nadie: vasta zona desértica y poco conocida, protegida por la ru­ deza y violencia del clima. Sólo las rutas marítimas que bordean sus costas, la de Hornos y la del estrecho de Magallanes, desper­

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taban el interés de España y de sus poderosos rivales en esta par­ te del mundo. De hecho, el germen de la controversia territorial vivía ya en el proceso de descolonización. Desde su independencia, el joven es­ tado chileno reivindica la herencia del reino de Chile de la época colonial, es decir: la soberanía sobre toda la Patagonia, desde el Pacífico hasta el Atlántico, al sur del paralelo 42. El primer acto de soberanía se presentará sólo hacia mediados del siglo, con la toma de posesión oficial del estrecho de Magallanes y la fundación, en 1848, de Punta Arenas. Este fue el inicio de una lacerante que­ rella, pues la Argentina se apresuró a cuestionar los derechos de Chile sobre la Patagonia situada al este de la Cordillera, que en ese momento era casi totalmente terra incognita. En esta pulseada geopolítica, las relaciones de fuerza son más importantes que los derechos. Así Chile, sumido en la guerra del nitrato con los países vecinos, firmó en 1881 un tratado que le atribuye a la Argentina las zonas situadas al este de una “línea de las más altas cumbres que dividen las aguas”. Fatal imprecisión geográfica, pues en estos relieves glaciarios, la línea divisoria de aguas se sitúa sensiblemente más al este que la línea de las cum­ bres. Todo ello determinó un regateo de veinte años gracias a los oficios de Gran Bretaña: a lo largo de 900 kilómetros de frontera entre el paralelo 41 y el paralelo 49 hubo que escalar, delimitar, dar nombre a las montañas, los glaciares, lagos y cursos de agua. Un trabajo titánico para llegar, en 1902, a un intrincado compro­ miso que dejó insatisfechas a ambas partes. Esta tensión ha per­ durado a lo largo del siglo XX. Del lado argentino hay una mayor integración de los territorios patagónicos al territorio nacional y las regiones chilenas limítrofes ejercen gran atracción. Del lado chileno, la vigilancia sobre estos problemas de fuerzas políticas y militares es cada vez mayor. El minibús de turistas que deja Río Gallegos para ganar en territorio chileno la embarcación que lo llevará a Tierra del Fuego puede encontrarse imprevistamente con una patrulla de ciencia ficción que escruta con binoculares la nube de polvo del horizonte, por encima de una frontera invisible. Impresión que confirma la pre­

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sencia, en el avión de Aerolíneas que va a Ushuaia, de numerosos oficiales del ejército argentino de regreso luego de un permiso. Esto sin contar las unidades de la marina chilena que surcan las aguas del estrecho de Magallanes y del canal de Beagle. Uno se da cuenta rápidamente de que la atmósfera corresponde a una paz armada. Paz armada y perturbada por incidentes de frontera a ve­ ces sangrientos, sobre todo en la época en que las juntas militares llegadas al poder en ambos países hacían alarde de patriotismo. El descubrimiento de importantes reservas de gas y de petróleo en Tierra del Fuego empeoró las cosas, y estas dos naciones cris­ tianas, a punto de declararse la guerra, apelaron a una mediación del Papa. Una bendición, desde luego, para los miles de turistas que cada año hacen un crucero alucinante en los canales de Tie­ rra del Fuego, entre Punta Arenas, chilena, y Ushuaia, argentina. En esta versión austral de El Desierto de los Tártaros que opone a ambos países desde tiempos inmemoriales, Chile le gana amplia­ mente a la Argentina por la calidad de sus poetas en estos parajes helados: Francisco Coloane, cuyos cuentos condensan todas las lo­ curas y la desolación de Tierra del Fuego, y Pablo Neruda, que debe a la Araucanía de su infancia el haber sido toda su vida un “poeta de la intemperie y del bosque frío”.

El Bolsón: los ecologistas les dan la bienvenida Si existe en la Patagonia un sitio donde reine la felicidad y la tranquilidad, lejos de las tormentas y del polvo, ese lugar es El Bolsón. El Bolsón, simbólicamente, es un poco el tercer vértice de un triángulo que asocia esta pequeña ciudad con Katmandú y la región del Larzac, en Francia. Es también, en ciertos aspectos, una especie de valle donde se cultivan los secretos de salud, equi­ librio y longevidad, al abrigo de los desastres de la civilización. Pe­ ro aquí la mayoría de los habitantes, multidiplomados y multime­ diatizados en su mayor parte, fueron al Bolsón en busca de un mo­

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do de vida más auténtico, y algunos incluso en busca de una expe­ riencia espiritual. A este feliz valle se accede por una ruta recien­ temente asfaltada, y sobre todo en avión, en una compañía de la provincia de Río Negro que une Bariloche y El Bolsón con bimo­ tores a hélice para una docena de pasajeros. Cuando el ruido de los motores llega al valle, los trabajadores de los campos abando­ nan inmediatamente sus tareas agrícolas para subir a sus camione­ tas e ir a buscar a sus visitas. Así vive El Bolsón, al ritmo de esos vuelos que lo conectan con el mundo exterior. Más que en la pequeña ciudad semiagreste se­ miturística, estación media de montaña, al fin y al cabo muy tri­ vial, la magia del lugar reside en las múltiples propiedades indivi­ duales dedicadas a los cultivos frutales y florales. El pequeño mer­ cado de El Bolsón ofrece una profusión de frutas que parecen provenir del jardín del Edén: frutillas, frambuesas, grosellas, ce­ rezas... pero también dulces y múltiples especies de hongos traí­ dos por cultivadores que sólo algunos años antes eran ingenieros atómicos, biólogos o expertos en inteligencia artificial. Estos inte­ lectuales venidos de todos los horizontes, víctimas del síndrome de Cándido, de Voltaire, se dedican a cultivar su jardín, en este va­ lle privilegiado por su microclima y alejado del siglo XX y de su contaminación. El Bolsón fue, a comienzo de los años setenta, un avatar austral del sueño hippie que supo adaptarse con inteligencia a la moder­ nidad, transformándose en una microsociedad ecológico-bucólica. La población de El Bolsón es en sí misma un concentrado de Eu­ ropa occidental y oriental, con una significativa capa yanqui y un componente medio-oriental, libanés y judío muy marcado. En es­ te sofisticado universo agropastoral, que prefigura tal vez el tercer milenio, viejos señores originarios de Europa terminan de hacer olvidar su pasado de colaboracionistas durante la Segunda Guerra Mundial: dicen que el secretario del mariscal Pétain vivió en El Bolsón por muchos años... pero, ¿a quién le importó? Alrededor de El Bolsón la luz pura del verano cae sobre una na­ turaleza hecha de cascadas, lagos y bosques primitivos. Aquí el otoño es una sinfonía en tres colores: rojo, naranja y amarillo. Pe­

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ro el invierno andino es largo y duro. Pobres de aquellos que no tienen un carácter lo suficientemente templado como para en­ frentar la prueba del frío y del aislamiento. Sobre todo porque los deportes de invierno no prosperaron. La modesta estación de Ce­ rro Perrito, instalada bastante cerca no pretende atraer las multi­ tudes de esquiadores que prefieren las pistas de Bariloche o de San Martín de los Andes. Pero El Bolsón tiene un éxito que no cesa desde hace un cuarto de siglo: el flujo de los que llegan com­ pensa ampliamente las aleatorias deserciones. Este valle feliz de la Patagonia representa una excepción radical, a la vez geográfica, climática, sociológica y económica: algo así como la “concesión patagónica” de la sociedad posindustrial del siglo XXI.

La Patagonia chic Pero volvamos al corazón de la Patagonia patagonizante y bra­ madora. Esta región inhóspita, poblada de leyendas macabras, con su conjunción de subpoblación y poco desarrollo, ¿cómo puede aún, y hoy más que nunca, ejercer semejante poder de fascinación? La primera respuesta reside en la configuración de su relieve: la Patagonia es, de forma esquemática, una Siberia al pie de los glaciares del Himalaya, con los paisajes del polo Sur como telón de fondo. Con semejantes puntos a favor, la Patagonia no podía dejar de transformarse, tarde o temprano, en uno de los lugares obligados del turismo de aventura, ya que puede garantizar a los visitantes sensaciones fuertes y evasión absoluta. Esta moda la preparó en realidad el discreto esnobismo afecto, desde hace medio siglo, a ciertos sitios privilegiados de estas lati­ tudes. Después de la Segunda Guerra Mundial, Bariloche impuso su notoriedad, drenando hacia sus hoteles una rica clientela por­ teña, paulista y norteamericana que se acercaba a disfrutar del es­ quí alpino fuera de estación. Siguiendo al presidente Eisenhower, gran cantidad de norteamericanos vinieron a practicar la pesca de­ portiva en los torrentes y lagos de la región de Esquel, en la pro­

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vincia de Chubut. Aproximadamente en la misma época, las haza­ ñas de los alpinistas norteamericanos y europeos, Bonatti y Terray a la cabeza, terminaron con la reputación de invencibles de las cumbres de los Andes patagónicos. Paralelamente, ciertos nave­ gantes solitarios vencían, casi burlándose de ellas, las dificultades del estrecho de Magallanes y de la ruta de Hornos. Para el espa­ cio Patagonia-Tierra del Fuego, había llegado la hora de la desmi­ tificación y de la trivialización turística. Sobre todo porque la cre­ ciente corriente ecológica hizo de la Patagonia, durante el último cuarto de siglo, y en primer lugar de la península Valdés, una de las primeras reservas animales y vegetales: el peregrinaje hacia la Patagonia se transformó, en cierto modo, en un peregrinaje hacia los orígenes del mundo. Desde entonces, el turista del Norte que lo desee puede fácilmente, a partir de Buenos Aires, tomar los vuelos de las líneas de cabotaje argentinas y desgranar las princi­ pales etapas de un periplo patagónico: Viedma, puerta de la Pata­ gonia, Bariloche, Trelew, con la imperdible visita a la península Valdés, Río Gallegos, seguida de la no menos imperdible excur­ sión al lago Argentino. Quienes no temen a las sacudidas ni a las inclemencias del tiempo irán en automóvil hasta Punta Arenas, si­ guiendo la costa que Magallanes descubriera hace casi medio mi­ lenio; antes de llegar a una ya mítica Ushuaia. Situada al borde del canal de Beagle, Ushuaia es una ciudad pionera que se aburre, esencialmente poblada por funcionarios y militares argentinos, técnicos petroleros y empleados de las empresas de la zona fran­ ca: una población atraída por ventajosos salarios más que por la aventura, y que espera “la baja”. El visitante del mes de agosto puede caminar en el parque na­ tural que bordea el canal de Beagle y contemplar un paisaje de la­ gos y de cascadas heladas, con caballos en libertad que pastan en la nieve. Por la tarde, desde la ventana del hotel que da al canal y al glaciar, verá un crepúsculo austral que cae sin piedad sobre es­ te paisaje del fin del mundo. El visitante del verano escuchará a las agencias de viaje locales que le proponen excursiones en vele­ ro a los canales del archipiélago y cruceros hacia la Antártida, sin más. Quizás sea eso la Patagonia chic: ofrecer a viajeros mediana­ mente motivados, en condiciones medianamente onerosas y me­

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dianamente incómodas, la posibilidad de seguir las huellas de grandes aventureros por sitios que antes eran inaccesibles. Confirmado. La Patagonia fascina y decepciona. Pero decepcio­ na menos de lo que fascina. El viaje a la Patagonia es un poco el adiós al viaje a la otrora tierra de los Hombres, es decir, el viaje hacia lo desconocido, la aventura y el encuentro con el Otro. El viaje a la Patagonia representa así el último de los viajes, an­ tes de la aventura interestelar que espera a las nuevas generaciones. Según los comentaristas de Saint-Exupéry, fue en la Patagonia que éste concibió el personaje de El Principito. En realidad, no sería nada sorprendente, pues en esta región primitiva es muy fá­ cil dormirse a mil leguas de cualquier lugar habitado, en el polvo, entre las manadas de ovejas, y despertarse una mañana con una vocecita que nos dice: “Por favor, ¡dibújame una Patagonia!”. Traducido del francés por Clara Maranzano

Historias para ver

Philippe Grenier

La mirada que puede tener un europeo de fin del siglo XX para con la naturaleza patagónica se construye integrando y depurando tres visiones sucesivas de esta naturaleza: en primer lugar, la de un obstáculo por vencer para los navegantes que se dirigen hacia los “mares del Sur”; luego, la de un “Far South” para ser explotado por los jóvenes Estados argentino y chileno; y finalmente, la de un espectáculo para los amantes de la naturaleza, y para los turistas de los países ricos.

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no quisiera decirlo todo acerca de la Patagonia: crear un inventario a partir de la suma de conocimientos acumula­ dos durante cuatro siglos. Así, uno hablaría de lo insólito y lo trivial, la sequedad y humedad extremas, los campos de dunas y los glaciares gigantes, el mar dentro de la montaña, los paisajes más alegres y la siniestra estepa de matas negras, esos arbustos os­ curos que a veces lo cubren todo, hasta el horizonte; los bosques enanos de Nothofagus1 sobre los que se camina, tan inextricables son que sostienen las pisadas, y los árboles más imponentes. Tam­ bién mencionaríamos los animales más extravagantes, como esos patos vapor, que abren un surco en la calma superficie de los fior­ dos, haciendo vibrar sus cortas alas; o los guanacos, que Pigafetta, 1. Esta familia de hayas australes, diversificada en algunas especies de hojas perennes o caducas, es el árbol esencial del bosque patagónico. El nirre (nothofagus an­ tarctica) ocupa las posiciones extremas, en altitud, tomando una dimensión enana.

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el cronista del viaje de Magallanes, intenta describir mezclando el asno, el camello, el caballo, el ciervo y la oveja... Pero hay que elegir. Sin embargo, ¿la mirada de un europeo de fin de siglo, mirada de un momento y de un lugar, puede acaso re­ tener lo esencial? Mejor mostremos cómo esa mirada sobre la Pa­ tagonia se construye, integrando, depurando y olvidando las mira­ das del pasado: en este complejo movimiento se pueden distinguir a grandes rasgos tres momentos de esta manera de ver a la natu­ raleza patagónica: primero como obstáculo, luego como recurso, y ahora, como espectáculo.

La Patagonia-obstáculo El 21 de octubre de 1520, cuando Magallanes llega a la entra­ da oriental del estrecho que llevará su nombre, han pasado unos treinta años desde que Colón creyó llegar a las Indias por el oes­ te al tocar las Antillas por primera vez. Desde 1513, se sabe que existe el Pacífico, ya que se lo descubrió desde el istmo de Darien. ¿Pero cómo llegar hasta él, si no es bordeando la costa del Brasil y bajando siempre más hacia el sur, buscando lo que el navegante español Francisco de Hoces,2 a comienzos del siglo XVI, llama un acabamento de tierra? La Patagonia es en primer lugar ese apéndice a lo largo del cual, a finales de 1520, Magallanes busca un hueco para pasar al oeste. Ha comprobado ya que el Río de la Plata no es la salida pa­ ra el Moluco, pasa un invierno horrible sobre la costa atlántica al sur de esta falsa salida y hace de los primeros hombres que en­ cuentra allí los “gigantes patagones”, inventando simultáneamen­ te la Patagonia.

2. Citado por el cronista de la expedición de La Cabeza, p. 204, cf. nota 3.

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La Patagonia es descubierta como por obligación: hubiera sido mejor que fuera menos larga y sobre todo, menos hostil. ¡Duran­ te cerca de cuatro siglos, la Patagonia será entonces algo que hay que rodear! Deben rodearla los ingleses, corsarios o no, siempre en busca de itinerarios inesperados para acosar al imperio español de América; deben rodearla los españoles que, desde el Pacífico o el Plata, tienen que vigilar estas costas, por expresa orden de Ma­ drid; deben rodearla otras naciones, Holanda, Francia, ansiosas ante la idea de contrabandear con la América española, y que a partir del siglo XVI multiplican reconocimientos y operaciones más o menos lícitas; deben rodearla los marinos del mundo entero cuando, en el siglo XIX los progresos de la navegación y la mundia­ lización creciente de los intercambios comerciales hacen de este rodeo de la Patagonia un itinerario marítimo obligado, hasta la apertura del canal de Panamá. Así, la Patagonia es durante largo tiempo un asunto de marinos, que la describen y la bautizan desde sus barcos. Hay de esta forma un revelador contraste entre la toponimia esencialmente inglesa de las aguas y de las costas, y la española –o incluso indí­ gena, y mucho más tardía– del interior de las tierras. Vista por la gente de mar, la Patagonia plantea el doble problema de costas que se juzgan sólo por sus escalas o sus obstáculos, y de climas cu­ yas rarezas desafían el entendimiento. El conocimiento que se constituye sobre la Patagonia es un co­ nocimiento naturalista: hay muchos “patagones” vagando por las costas, pero son nómades. Capturados en las distintas escalas, du­ rante largo tiempo sólo provocan asombro filosófico y piedad. A las anotaciones marginales y fantasiosas sobre ellos –hasta el siglo XVIII se discutirá seriamente sobre el tamaño real de sus pies– se opone ese conocimiento cada vez más preciso que los mismos ob­ servadores construyen sobre la naturaleza patagónica, cuyos se­ cretos deben ser develados, pues de esto depende la vida. ¡Qué extraordinaria cantidad de obstáculos levanta la Patago­ nia contra los barcos que se le acercan! He aquí la punta intermi­ nable de un continente, en un hemisferio mucho más oceánico, ergo, más húmedo y fresco que el hemisferio boreal; este conti­

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nente tuvo la mala idea, hace millones de años, de derivar lenta­ mente hacia el oeste, produciendo así en su “delantera” esa gigan­ tesca quilla que es la Cordillera andina; en su extremo meridional, derivando hacia el sudeste, los Andes fueguinos se resignan a su­ mergirse progresivamente mucho más allá de los 50 grados de la­ titud, en parajes ya manchados por los hielos antárticos. Estos An­ des meridionales, justo al borde del Pacífico con más de 2000 y a veces 4000 metros de desnivel, exaltan aún más la furia de los grandes vientos del oeste oponiéndoles sus paredes perpendicula­ res: en estas latitudes, los vientos circundan el globo prácticamen­ te sin más obstáculo que esta Cordillera. Esta composición patagónica es de una simplicidad esquemáti­ ca: cuanto más viento obstaculizado, más precipitaciones que se transforman en un diluvio casi perpetuo y, por el viento, excesiva sequedad; a los huracanes que confunden al oeste tierra y mar bajo trombas de agua, les suceden al este huracanes secos, que pe­ lan el suelo y ahogan el horizonte en nubes de polvo. Las glaciaciones complicaron aún más las cosas transformando la costa oeste, a lo largo de casi dieciséis grados, en un laberinto de islas y de penínsulas flanqueadas por incontables escollos y se­ paradas por canales de extravagante diseño. Bastó con que en el cuaternario la temperatura media bajara algunos grados para que las toneladas de agua que caen sobre la pared andina se transfor­ maran en toneladas de nieve, y éstas en un casquete glaciar de unos 2000 kilómetros de extensión meridiana. De esta suerte de réplica austral de Groenlandia que sumerge el conjunto de relie­ ves descendieron enormes corrientes de hielo que taladraron pro­ fundamente sus lechos y arrojaron al Pacífico todo lo que no era roca sólidamente afianzada. Cuando el deshielo libera aguas de fusión, el mar ocupa toda la red de antiguos lechos glaciarios y anega parcialmente el relieve perfectamente aleatorio de eleva­ ciones y hondonadas del flanco oeste de la cadena. He aquí el marco donde los indios circulaban en canoas, esa “región monta­ ñosa sumergida en parte” como escribe Darwin en una de sus fra­ ses que muestran todo un paisaje con pocas palabras, mientras se anuncian algunos siglos de minuciosos relevamientos para los hi­ drógrafos marinos.

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Para los navegantes, se trata de pasar lo más rápido posible pa­ ra alcanzar sin más las Indias orientales por el oeste; o bien, de unir directamente a Europa con la costa oeste de la América es­ pañola; o también, de estudiar esta costa patagónica para dominar mejor el rodeo de este rincón del mundo. Rápidamente se ve que es más peligroso pasar demasiado mar adentro, hacia el sur, que permanecer cerca de la costa, más al norte. La ruta de Hornos se abre sesenta años después que la del Estrecho y, dos siglos más tarde, el cronista de la expedición española de La Cabeza (17851786)3 recoge opiniones contrastadas al respecto: el sur propone hielos flotantes y escorbuto en las tempestades de las latitudes al­ tas, el norte, “un laberinto ya conocido –como escribe el inglés Cook, considerado el mejor navegante de su tiempo– fuente de retrasos y de incalculables peligros”. Desde el siglo XVI, algunas aventuras asombran la imaginación de los contemporáneos y abren un florilegio alimentado con his­ torias de mar fantásticas y espantosas a la vez, como sólo la Pata­ gonia es capaz de ofrecer. Por ejemplo, es el caso de la increíble odisea de Sarmiento, que partió de España en 1581 con 23 barcos, de los cuales sólo cinco llegan al estrecho diez y ocho meses más tarde. Allí funda durante el verano de 1584 dos ciudades y a par­ tir de aquí la historia se divide en destinos paralelamente trágicos: los “colonos” mueren de inanición, en luchas intestinas, o comba­ tiendo contra los indígenas, hasta que el corsario inglés Caven­ dish, quien por casualidad rescata a unos veinte sobrevivientes, les permite narrar la tragedia y rebautizar la Ciudad del rey Felipe como “Puerto-Hambre”; en cuanto a Sarmiento, emprende un viaje de rutina entre ambas colonias y no logra volver al estrecho. Errar en los canales, reconstruir barcos más pequeños con res­ tos de los más grandes, luchar contra las rebeliones, dejar en tie­ rra pseudocolonos que son más bien amotinados condenados a muerte, esperar días bajo la lluvia: he aquí la vida de los navegan­ tes patagónicos; durante más de dos siglos, la cantidad de desapa­ 3. Relación del último viaje al Estrecho de Magallanes de la fragata de Sm Santa Ma­ ría de la Cabeza en los años 1785 y 1786. Extracto de todos los anteriores desde su descubrimiento impresos y manuscritos y Noticia de los habitantes, suelo, clima y producciones, Madrid, 1788, 3670 p. + apéndice de 128 p.

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recidos será lo suficientemente elevada como para llenar de fan­ tasmas la misteriosa “Ciudad de los Césares”, que se cree existe en alguna parte más al norte, en los bosques de la Cordillera, y hacia la cual los reyes de España envían vanas expediciones hasta fi­ nes del siglo XVIII. El aprendizaje marino de la Patagonia, que lleva a naciones rivales a una celosa competencia, se transforma en un eterno re­ mendar conocimientos fragmentarios: descubrimientos manteni­ dos en secreto, fabulaciones alimentadas de buen grado, glosas agregadas continuamente a las observaciones originales, hacen del desciframiento de estas costas un verdadero trabajo de Penélope. A los españoles que, en el siglo XVI, dejan propagar la idea de que el estrecho se habría tapado definitivamente al oeste, responde la obstinación de los ingleses que, a partir de la exitosa travesía de Drake en 1578, lanzan seis expediciones en dieciséis años. Mientras tanto, relatos más o menos profesionales, comenta­ rios y rumores construyen poco a poco la verdad –o el mito– sobre estas “horribles regiones”. Hay que recorrer estos escritos para ver cómo cada testigo, con palabras sencillas y la propia experien­ cia, intentó expresar lo indecible acerca de esta naturaleza patagó­ nica. Citemos a Bougainville que evoca “climas que no tienen pa­ rangón con el peor invierno de París”; y también “el tiempo (que se vuelve) tan malo que parecía hermoso un momento antes. Tal es la naturaleza de este clima; las variaciones climáticas se suce­ den con tal prontitud que es imposible prever sus rápidas y peli­ grosas evoluciones”. Aquí está todo dicho, en términos precisos y sobrios. Darwin, a bordo del Beagle, en 1834, lucha en vano du­ rante quince días para cruzar el Cabo de Hornos: “el mar tiene un aspecto terrible, parece una inmensa llanura móvil, cubierta aquí y allá por la nieve.” Finalmente, vemos en el siglo siguiente al ma­ rino y alpinista británico Tilman, que es sin embargo un viejo co­ nocedor de las situaciones extremas y, antes de intentar el primer cruce de los Hielos patagónicos desde los canales del oeste, resu­ me sus lecturas preparatorias: “Estaban las tempestades del Atlántico Sur y las temibles mareas en el estrecho. Los canales de la Patagonia eran víctimas de violentas corrientes de vientos más

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violentos aún. [...] Sus costas estaban deshabitadas, eran rocosas, y en general desprovistas de lugares donde echar anclas.” Las tres etapas del rodeo evocadas por Tilman ofrecen cada una un aspec­ to particular de esta “Patagonia-obstáculo”. Se trata primero de la costa este, sobre la cual el intrépido inglés Musters escribe en 1871 que, desde la desembocadura del río Negro hasta el estre­ cho, “arrecifes, terribles tempestades y remolinos se combinan para hacer de ésta casi la más peligrosa de las costas conocidas”. Como es casi desértica hasta los parajes de San Julián, hacia el pa­ ralelo 50, la dificultad para los navegantes era no acercarse a esta tierra ni demasiado pronto ni demasiado tarde, para no pasar de largo la entrada de Magallanes, marcada por el famoso cabo de las Once mil Vírgenes. Carmen de Patagones en la desembocadura del río Negro, Puerto Deseado, San Julián o la isla Pavón, en la desembocadura del río Santa Cruz, son así otros tantos anclajes provisorios en este descenso titubeante hacia el sur, y no puertos que abren el camino hacia tierra adentro, tierra de la que estos marinos no esperan nada. Acceder al Pacífico exige enfrentar el Cabo de Hornos o el es­ trecho, rodeando Tierra del Fuego por el sur o el norte; aquí cada islote, cada bahía, cada punta y cada estrechez entre las som­ brías montañas sumergidas lleva un nombre, en general inglés, pero también español u holandés, más raramente francés. Nom­ bres que transmiten el miedo –isla Furia, isla de la Desolación, bahía Desolada–, o los inconvenientes –seno Obstrucción, seno Última Esperanza–, el alivio –bahía de la Salvación– o la esperan­ za de una protección divina. Nombres, sobre todo, que recuerdan a grandes navegantes y otros menos ilustres, a los barcos que los transportaron –canal de Beagle, canal Barbara–, a las ciudades o países de donde vinieron –fue la ciudad de Hoorn, en los Países Bajos, la que envió a Le Maire y Schoten para intentar cruzar es­ te confín por el extremo sur. Así, a través de una toponimia tan personalizada, esta naturale­ za patagónica que parece vacía se ve en realidad humanizada, o habitada por el recuerdo de todos los marinos, exploradores y científicos que la enfrentaron. De siglo en siglo, cada relato de

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viajero, cada narración de expedición recuerda las enseñanzas de los pasos anteriores, los invoca más bien como una mediación ne­ cesaria que haría menos desigual la inevitable batalla. ¡Qué tortuoso designio eligió la Providencia para el Estrecho! Éste retrasa a voluntad el paso entre dos universos completamen­ te diferentes: hay que penar para ganar hacia el oeste el mundo de los huracanes casi permanentes, también hay que penar, desde el oeste, para salir de ese infierno, hallar la entrada correcta y des­ cubrir hacia el este los paisajes calmos de las estepas. A media dis­ tancia, donde el Estrecho hace ese codo tan pronunciado hacia el noroeste, el cabo Froward marca la separación entre estos dos mundos: es allí donde “los golpes del viento se tornan de una vio­ lencia excepcional, suele desatarse la lluvia o la nieve, y las costas son difíciles de ver”, como lo indican las modernas Instrucciones náuticas británicas. Lo que Bougainville, dos siglos antes, resumía con la exclamación: “¡Imposible imaginar algo más terrible!” Del paso de Hornos limitémonos a decir que dio origen a la ex­ presión “cabohorniano”, lo que ningún otro cabo en el mundo pu­ do hacer. El término puede designar al barco o al marino que lle­ va consigo, evocando siempre riesgos fuera de lo común, aventu­ ras heroicas, vagabundeos y tragedias. Ya sea que se navegue lo más cerca posible del cabo de Hornos, para empezar a cruzarlo, ya que se aleje uno lo más rápido posible una vez llegado al Pací­ fico, la tierra patagónica no tiene más uso aquí que el de un últi­ mo recurso, si se alcanza a dejar el barco: “No lejos de Hornos, –aseguran las Instrucciones náuticas francesas de 1904 acerca de Tierra del Fuego– se hallan algunos yámana que hablan inglés y que son ‘confiables’, y hay abundante apio silvestre para los que padecen escorbuto en las costas de la isla l’Hermite, a nivel de las mareas”. ¿Cómo resumir en unas cuantas líneas el mundo de los cana­ les, explorado sin cesar durante cuatro siglos, y sin embargo no to­ talmente conocido aún en 1950? Por más que España aceptó ha­ cer de Chiloé, hacia el paralelo 42, los “límites de la cristiandad”, instalar allí los más meridionales de sus establecimientos perma­ nentes y dejarles todas las costas más al sur a los “nómades del

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mar”, siempre persiguió a los ingleses, sospechados de querer es­ tablecerse allí; y los ingleses, por su parte, nunca renunciaron a lanzar ataques sorpresa hacia Chile, a través de los canales. Así pues, les debemos a los marinos de ambas naciones rivales el ordenamiento progresivo de esta mezcla aparentemente incom­ prensible de tierra y de agua; las primeras evocaciones plenas de horror de estas costas “terribles”; los primeros relatos, monótonos en realidad, de las interminables tempestades –el leitmotiv obliga­ do de todas las bitácoras es: “El día siguiente, el tiempo siguió siendo muy malo”–; las primeras descripciones de los williwaws, esos “torbellinos de agua que el viento eleva a la altura de las montañas y que a veces corren en direcciones opuestas”, escribe Bougainville; las primeras odas en honor al kelp (Macrocystis py­ rifera), esas inmensas algas que miden a veces 100 metros y que calman las aguas y señalan los arrecifes: Darwin las comparará con los bosques terrestres de la zona intertropical y Neruda las canta­ rá como las “cabelleras del mar”; y muchas historias fascinantes como la de John Byron, antepasado del poeta, que naufragó en 1741 al sur del golfo de Penas, logró llegar a Chiloé con ayuda de indios chonos y deleitó a toda Inglaterra, antes que el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, con el relato de su aventura. Fue allí también que Stokes, el primer comandante del Beagle, murió en 1829... como consecuencia de un shock nervioso provocado por una tempestad.

La Patagonia-recurso El siglo XIX cambia la mirada de los hombres. Además de los europeos que siguen auscultando metódicamente los parajes cos­ teros, con fines siempre más científicos que prácticos, aparecen los dos estados creados en el sur de la excolonia española: argen­ tinos y chilenos se vuelven protagonistas de la exploración de otra Patagonia bien terrestre a la que no hay que rodear sino incorpo­ rar al nuevo territorio nacional, y poblarla. La Patagonia no es más

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la periferia de un imperio único administrado desde Madrid, sino la herencia que dos Estados rivales deben compartir, Estados que desean afirmar e incluso extender su reciente soberanía. ¿Qué papel tendrá la “naturaleza” patagónica en este caso? No sería exacto imaginar que se trata de tomar posesión de este terri­ torio por sus recursos. En primer lugar, se trata de una lógica de ocupación progresiva de los territorios: en el caso de las Provin­ cias Unidas del Plata, lleva a los argentinos casi desde la periferia de la Pampa hasta las márgenes septentrionales de la Patagonia; y los chilenos se lanzan a la conquista, o a la reconquista del espa­ cio, en gran parte rebelde, situado entre el Biobío y la gran isla de Chiloé. En ambos casos, la Patagonia es el objetivo y su ocupación consolidará estos emprendimientos. Pero, para tomar posesión legal de ella, el argumento de la ocu­ pación efectiva es el más convincente, con tal que dicha ocupa­ ción se vea promovida por un discurso sobre sus “riquezas natura­ les”. Es así como, desde Darwin hasta el periodista porteño Pay­ ró, la Patagonia deja de ser “una triste soledad [...] donde la muer­ te parece reinar en lugar de la vida”, para acceder a la envidiable posición de “Australia argentina”. Lo que hay que destacar en esta verdadera mutación de la vi­ sión es el tiempo que llevó: el tratado que enuncia los principios de delimitación de las Patagonias chilena y argentina se firmó en 1881, muchos años después de la creación de los dos Estados; y el trazado oficial de la frontera se fija recién en 1902, con el arbitra­ je británico, sobre 94.000 kilómetros cuadrados de territorios, de los cuales 54.000 se atribuyen a Chile. Así, en los albores del siglo XIX, la Patagonia es todavía una tie­ rra desconocida; la leyenda de los “Césares” lo prueba. Lo que se sabe en esta época, gracias a Darwin, no es particularmente alen­ tador. El joven naturalista observa al este, en las cercanías de Puerto Deseado, “la capa probablemente más considerable de guijarros que exista en el mundo”, más al sur, intentando remon­ tar los rápidos del río Santa Cruz, describe “las áridas llanuras, las plantas deformes y los arbustos espinosos” que cierran el horizon­

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te, recuerda que “todos los intentos por colonizar esta costa del Atlántico al sur del paralelo 41 han fracasado”, y hace un juicio de valor aún más negativo sobre la otra Patagonia, la de los Cana­ les, donde “el hombre –nos dice– está más degradado que en cualquier otra parte del mundo”. Darwin se vuelve famoso dema­ siado rápido como para que se desmientan sus afirmaciones, y aún en 1930, a través de la pluma de Irarrazaval –jurista y diplo­ mático que hace el inventario de los “errores geográficos y diplo­ máticos” de Chile en Patagonia– los chilenos se maldecirán por haber creído en este “falso oráculo”: la primera Geografía física publicada en Chile en 1871 sigue a Darwin, estudioso europeo y lo que es más, inglés, presentando a la Patagonia como “un in­ menso desierto”. Los testimonios de los cautivos europeos de los tehuelches, al sur (el inglés Bourne, en 1849), o de los indios pampas al norte (el francés Guinnard, en 1861), testimonios inmediatamente conoci­ dos en Norteamérica, no son los indicados para mejorar esta im­ presión: Bourne evoca una región “horrible”, calificativo tantas veces atribuido a todo lo patagónico, clima, paisajes y habitantes, “desolado más allá de toda descripción” y Guinnard, que se pre­ senta no sin exagerar como “el único que hasta hoy haya podido penetrar tanto en la Patagonia”, se obstina en demostrar que lo mejor que se puede hacer, si se encuentra uno “por casualidad” en la Patagonia, es huir lo más rápido posible para escapar de los fe­ roces bandidos del desierto. Él mismo logrará escapar, después de tres años de cautiverio, ¡matando dos caballos en trece días de ca­ balgata desenfrenada! Por su parte, Chile sigue la tradición colonial española: contro­ lar la ruta marítima para fundar finalmente en 1845 un estableci­ miento sobre la costa norte del estrecho; el fuerte Bulnes anuncia Punta Arenas pero, a decir verdad, la Argentina no se mostrará ofuscada ya que apenas apoyará los esfuerzos de un hombre tan notable como Luis Piedrabuena. Considerado en su época como el mejor marino de la Patagonia éste se había establecido en nom­ bre de la Argentina en el bajo río Santa Cruz, se había aliado con los tehuelches y había alertado en vano al gobierno de Buenos Ai­ res sobre las excursiones chilenas.

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Sin embargo, todo cambia después de 1850: ambos países quie­ ren terminar definitivamente con el problema de los indígenas –araucanos al oeste, pampas al este– y abrir así las puertas hacia la Patagonia. En esta época justamente, un oscuro procurador de Périgueux decide hacer de esta tierra de nadie su imperio propio, la “Nueva Francia”: una vez llegado a caballo, más o menos clan­ destinamente, al bosque del sur de Chile, Orélie-Antoine de Tou­ nens proclama, el 17 de noviembre de 1860, el “Reino de Arauca­ nia” ¡y tres días más tarde elabora un mandato judicial donde le anexa la Patagonia! Sólo la enérgica reacción de Chile, la inercia persistente del gobierno de Napoleón III –tal vez aleccionado por el fracaso de su protegido Maximiliano en México– y las divisiones crónicas de los indios, convenientemente emborrachados por los militares chilenos que los enfrentan, terminarán en quince años con el obstinado Tounens. ¿Es acaso su fracaso el que lo convier­ te en un dulce iluminado, y a su aventura la hace materia obliga­ da de algunas páginas “exóticas” en casi todos los escritos poste­ riores sobre la Patagonia? Pues los franceses, bajo Luis Felipe, ha­ bían decidido tomar posesión del estrecho, y habían claudicado a regañadientes ante los chilenos. Y, en el momento en que los indios de ambos lados de los Andes se veían afectados por las em­ presas de los “cristianos”, la idea de unificar sus esfuerzos no era totalmente irrealista: ¿acaso estaba excluida cierta bifurcación de la historia y que se constituyera una especie de Canadá indio de las antípodas? En todo caso, esta historia sigue despertando co­ mentarios contrastados de parte de los autores chilenos, argenti­ nos y franceses que la examinan. Lejos de ser simple y llanamen­ te ridículo, el episodio Tounens denunciaba la existencia de un va­ cío político que había que colmar. El libro de George Musters –otro inglés– es ideal para demos­ trar que vale la pena conquistar la Patagonia. Este cazador empe­ dernido, que viaja por gusto y por cuenta propia, según dice –si bien pronto se sospecha que trabaja para Su Majestad–, efectúa entre el invierno de 1869 y el otoño de 1870, la cabalgata más lar­ ga jamás realizada por un blanco en la Patagonia, ya que une Pun­ ta Arenas con la desembocadura del río Negro. En su relato (que lleva como subtítulo “Un año de excursiones por tierras no fre­

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cuentadas [...]”) explica que toda la pared oriental de los Andes, que recorre con sus guías tehuelches, es mucho más amena que el resto de la Patagonia, con su caza de plumas y de pelo, sus buenos pastos y sus puntos de agua, en el límite del inmenso bosque del oeste, adonde penetra varias veces. Si bien es extraño que, en un primer momento, los chilenos re­ tengan de Musters sólo sus comentarios negativos sobre el trayec­ to de Punta Arenas a Santa Cruz,4 los argentinos descubren en todo caso una Patagonia de ensueño. Aquí lo vemos al final de su viaje, en las cercanías del lago Nahuel Huapi: “De vez en cuando, tres o cuatro de entre nosotros cruzaban el arroyo para buscar frutillas en las laderas de las colinas vecinas, o trepaban a los altos árboles para juntar los insípidos hongos amarillos que se adhieren a las ramas, o bien, nos acostábamos entre las violetas silvestres para disfrutar del ocio”. Después de Musters se multiplican los reconocimientos de la Argentina hacia el oeste, siguiendo una inspiración de tipo patriótico-naturalista, cuyo mayor exponente será Moreno, el perito que más tarde será consultado con frecuencia para apoyar las reivindi­ caciones argentinas: antropólogo, paleontólogo, observador tam­ bién de todos los fenómenos naturales, se confiesa movido por un “patriotismo ciego”, y con su libro de 1879, reeditado el mismo año por el gobierno, inaugura un tipo de escrito que se transfor­ mará en un clásico: se trata de un alegato argumentado a favor de una Patagonia colonizable. El tratado fronterizo de 1881, impues­ to a un Chile acaparado desde hacía dos años por una guerra con Perú y Bolivia en el norte, declara oficialmente argentina a esta Patagonia. No entremos en esta disputa, aún existente, alimentada desde hace más de un siglo por la convicción que tiene cada uno de los países de haber entregado demasiado al otro. Notemos más bien la malicia con la que los Andes patagónicos se divierten compli­ 4. Musters lo hace en pleno invierno, sufre el cruel frío y ve en esta pampa sólo un “vacío melancólico y monótono”, mientras que este sector es menos árido y, en esa época, con más caza que la estepa pedregosa que le sucede más al norte.

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cando la tarea de los negociadores. Cuando éstos deciden en 1881 que la “línea de frontera [...] pasará por las más altas cumbres de la Cordillera que dividen las aguas”, los primeros peritos com­ prueban rápidamente que, a menudo, esta línea divisoria de las aguas se halla considerablemente corrida hacia el este, varias de­ cenas de kilómetros respecto de una línea de cumbres formida­ blemente trabajada por los glaciares cuaternarios y la erosión más vigorosa de los cursos de agua del oeste. Estas dos paredes andinas ofrecen pues un terreno ideal para la disputa, ya que los grandes lagos de barrera glaciaria de la pa­ red oriental drenan a veces hacia el Pacífico: imaginemos los lagos de la pared italiana de los Alpes corriendo hacia el Ródano o hacia el Rin, y el Po reducido a uno de estos ríos chicos, ríos empe­ queñecidos que cruzan como extranjeros las llanuras patagónicas, perdidos dentro de valles demasiado vastos para ellos... ¿Y qué se hace cuando la famosa línea divisoria queda sepultada bajo las im­ ponentes masas glaciarias de los hielos continentales? ¿Dónde marcar la frontera en una cordillera que hace agua, en canales que, como el Beagle, deciden bifurcarse sin advertir claramente a los marinos que, años antes, lo bautizaron ingenuamente con un solo nombre? Es menester entonces explorar, cartografiar, bautizar cursos de agua, lagos, cumbres y valles; a partir de 1880, argentinos y chilenos se ocupan de hacerlo. Dos estilos de expedición: al oeste, con barcos de guerra, balleneros para avanzar en ríos torrentosos que pronto se ven cortados por rápidos y obstaculizados por los tron­ cos que bajan por las pendientes inundadas, aunque rectas, bajo la masa siempre verde de un bosque inexpugnable, y finalmente, el sendero abierto con el hacha por los chilenos; al este, largas ca­ ravanas de caballos que cruzan la estepa. Un único objetivo: orde­ nar ese embrollo de cumbres y cursos de agua. Ordenar significa nombrar para apropiarse, y la nueva toponimia de esta Patagonia fronteriza proclama antes que nada el carácter chileno o argenti­ no de los lugares. Los más disputados son los enormes lagos de más de 100 kilómetros de largo, admirables mares interiores a ve­ ces encerrados en los oscuros bosques de la Cordillera y que tam­

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bién se extienden hacia el este hasta la estepa, donde templan el clima por la enormidad de sus masas: ¡a estos lagos se les reservan los nombres más prestigiosos de la historia o de la geografía de ambos países! Y si la corona de Inglaterra decide en 1902 que la frontera debe cortar estos lagos, vemos entonces, para el mismo lago, al “libertador” San Martín, del lado argentino, tomar la posta de O’Higgins, padre de la patria chilena; o también, al héroe ar­ gentino Pueyrredón suceder al chileno Cochrane y, para el más grande de los lagos, el topónimo Buenos Aires, que cambia al oes­ te por el nombre del general Carrera, uno de los padres de la in­ dependencia chilena. La exploración se acompaña también de un discurso sobre la naturaleza que toma un giro extrañamente ambiguo, a medida que la colonización acumula éxitos y fracasos, en proporciones varia­ bles según el humor de los observadores: la Patagonia es percibi­ da a la vez como un Far West inagotable que se abre ante argen­ tinos y chilenos, y como una tierra difícil e ingrata que recompen­ sa poco y nada a esos pioneros esforzados– términos trillados de la retórica oficial– que tuvieron el valor de enfrentarla. Este discurso es necesario, en su primera versión, porque ayu­ da a justificar las reivindicaciones territoriales. Abramos por ejemplo el Viaje a la Patagonia austral de Moreno, que narra en 1876-1877 –más de cuarenta años después del intento de Fitz Roy y de Darwin– cómo remontó el río Santa Cruz y “descubrió” el lago que bautiza con el nombre de su país, Argentino. Este joven ex­ plorador de veintisiete años refleja, sin demasiado espíritu crítico, el cientificismo beato de su época: conocer la naturaleza permiti­ rá someterla, escribe, y “el mundo será entonces el digno pedes­ tal del hombre”. Y Moreno tranquiliza a sus lectores sobre el cli­ ma de Santa Cruz, comparable, hasta el Cabo de Hornos, “al de las islas de Gran Bretaña, desde la Mancha hasta el norte de Es­ cocia”; imagina ciudades costeras, más al norte, como “las de los fiordos de Noruega”; sueña con barcos a vapor que remontan los ríos para ir a buscar a los lagos de la Cordillera lignito, madera, la­ na de los guanacos que habrá que domesticar. He aquí la región del lago Nahuel Huapi “convertida en la provincia más rica de la

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República”, y el mismo lago Argentino surcado por barcos y ro­ deado de populosas ciudades. Saltemos veinte años y miremos a Roberto Payró, quien en las quinientas páginas de su Australia argentina –el título lo dice todo– pinta también un cuadro entusiasta de estas tierras del sur “todavía ignoradas y vírgenes, pero generosas y maternales para los caracteres bien templados”. Payró lee a Darwin y reduce a su justa proporción las inclemencias de un clima “que no llega a los extremos que se ha dicho”; y se dibuja entonces para Tierra del Fuego “un inmenso futuro, con sus bosques colosales, sus minas, sus viveros de peces, de crustáceos [...], sin contar las ballenas”. Habría que confrontar estos sueños con la realidad, mostrar que la Patagonia fue en sus comienzos no tanto la tierra elegida por las razas nórdicas sino una prisión para forajidos, un asilo pa­ ra proscritos de sospechosa ideología y un reparo para “hombres de fortuna”, como se los llamaba antaño. Las grandes sociedades de cría de ganado prolongaron impunemente hasta el siglo XX una tradición de explotación de tipo colonial, la Sociedad Anónima de Tierra del Fuego, no lejana en su inspiración y sus métodos de la Compañía de la bahía de Hudson. El tema del abandono –peor a veces, de la hostilidad– de ambos Estados frente a sus propios co­ lonos aparece en todos los escritos; el entusiasta Payró da muchos ejemplos. Una concepción “minera” de la valoración de los recursos los agotó más que administrarlos. En suma, más de un siglo de “valoración de los recursos” deja una Patagonia extrañamente va­ cía, cuya población se concentra cada vez más en raros enclaves urbano-portuarios: población móvil, compuesta esencialmente, como lo explican los patagónicos de raíz, por “VYQ” –venidos y quedados– y de “NYQ” –nacidos y quedados.5 En todo caso, lo que impacta a los viajeros de nuestro siglo si­ gue siendo el vacío terrible de este rincón del mundo. Estos via­ jeros toman la posta de los profetas del siglo pasado. Desde luego, están los que buscan el “desierto” y se regocijan al encontrarlo, 5. Como si lo importante no fuera la diferencia entre el inmigrante y el nativo del lugar, sino el hecho de quedarse en vez de irse.

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operando así una última conversión de miradas, como veremos más adelante. Pero pensamos aquí en aquellos que buscan al hom­ bre y sus obras, y que, como Théroux de Patagonie-Express,6 una vez llegados al término de su viaje sólo ven un “espacio deshidra­ tado [...] donde pocas cosas vivas (han) sobrevivido”, donde los pueblos, “señalados como ciudades”, se componen en realidad de “seis edificios chatos sacudidos por los vientos [...], cuatro árboles espaciados, un perro rengo y algunos pollos”, que estiman, como el paleontólogo Simpson7 en 1934, al término de una estadía de dos años entre Comodoro y Sarmiento, que “sólo hay dos razones válidas para visitar esta tierra, la curiosidad y el anzuelo de la ga­ nancia [...], pero dos miserables manadas de ovejas y algunas go­ tas de petróleo no son de real interés: la verdadera contribución de la Patagonia al mundo es su riqueza en fósiles”; o que se inte­ rrogan, como S. Mansfield, que vino en 1978 para observar las ba­ llenas de la península Valdés: “¿Qué diablos hago aquí?”, y “¿Có­ mo sobrevivir en este inmenso vacío?”.8 Y si creyéramos, equivocadamente por otro lado, que estas son visiones de extranjeros que vieron poco o mal a la Patagonia, abra­ mos entonces Lago Argentino, la hermosa novela de Juan Goya­ narte, quien nos cuenta en 1946 cómo “un puñado de hombres in­ tenta ver hasta qué punto la vida es compatible con las fuerzas in­ mensamente superiores y adversas de las montañas, de los torren­ tes, de las nieves, de los vientos y de la soledad, [...] y luchan pri­ mero para vencerlas, luego para subsistir, y finalmente para no ser aniquilados”. A esta Patagonia sólo nos queda enfrentarla jugando, porque es terrible y bella.

6. Paul Théroux, Patagonie-Express, París, Grasset, 1988. 7. G. Gaylord Simpson, Attending Marvels..., 1934, reeditado en 1982. 8. S. Mansfield T., Dusk on the Campo. a Journey in Patagonia, New York, Holt & Cy Ed., 1991.

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La Patagonia-espectáculo En 1970 y 1989, hago dos visitas al glaciar Perito Moreno, esa monstruosa lengua que el Hielo continental sur extiende sobre un brazo del lago Argentino. A veinte años de distancia, asisto al mismo espectáculo fasci­ nante de las colosales paredes de hielo, a veces de 100 metros de alto, que en todo momento, en uno de los puntos del inmenso frente que se ve entero desde la costa opuesta, caen con estrépito en las aguas, haciendo entrechocarse con una enorme ola los ice­ bergs de azul irreal; idéntico telón de fondo también, montañas perdidas en la bruma de una tormenta que ruge al oeste, casi de manera permanente. Nada ha cambiado... o casi: allí donde veinte años antes había que armar una carpa al término de un camino incierto, en un lugar desierto y protegerla con gran esfuerzo de la furia de los vientos con pilas de ramas secas recogidas en el bos­ que de hayas antárticas, hallamos hoy un estacionamiento, una cantina, barreras, un sendero y carteles que dan consejos a los vi­ sitantes. El “paraje” ha sido “arreglado”, el glaciar se ha transfor­ mado en uno de los primeros lugares del turismo patagónico, ce­ lebrado con énfasis por todas las guías turísticas. Esta naturaleza primitiva, elemental y brutal –bosque, hielos y aguas que según pasan las horas viran de un azul grisáceo a un azul profundo y sombrío–, se ha vuelto un espectáculo para ver, lo más cómoda­ mente posible, en una excursión de medio día: una ruta asfaltada nos acerca hasta allí desde el centro turístico de Calafate, a tres horas de automóvil de la ciudad costera de Río Gallegos, donde nos deja el avión. Sólo algunos años más tarde descubrí estas líneas de J. Dela­ borde: “La sensación de que estaba solo, en su casa –habla del gla­ ciar–, rey de sus dominios, que no existían más que para él, perdi­ do en su propia contemplación como un primitivo Narciso salva­ je, me llenaba de una felicidad donde se entablaba también una suerte de fraterna complicidad entre él y mi gusto por la soledad y el silencio.”9 El glaciar Perito Moreno ya no está solo: el mismo 9. J. Delaborde: Mes voyages en Patagonie, en Terre de Feu, au cap Horn et au détroit de Magellan, de 1958 a 1981, París, Laffont, 1981, 212 p.

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carácter excesivo de esa naturaleza patagónica, que antes ahuyen­ taba o desalentaba a viajeros y colonos se trocó, para el mercado internacional del turismo, en una “ventaja comparativa”. Esta verdadera inversión de la mirada para con la Patagonia, si bien se acelera después de 1950, comienza a operarse ya desde fi­ nes del siglo XIX. Sin embargo, la impresión dominante en esa épo­ ca es la de la “horrible tristeza” de la Patagonia; esta impresión aparece como un leitmotiv en las páginas del joven Moreno evo­ cadas más arriba, se trate de las estepas desoladas del este o de los Andes, aparentemente semejantes a los Alpes, según Moreno, pe­ ro en realidad tan “tristes, ignorados y anónimos” que hasta los hielos flotantes del lago Argentino que descubre le parecen sinies­ tras “lápidas”. A lo largo de todo el siglo pasado se nota cierto viraje progre­ sivo del placer: al placer, aún relativo, de la expedición utilitaria –descubrir para viajar con mayor seguridad o para valorizar– le sucede el que se espera de la expedición científica –recorrer para conocer– y finalmente, el que busca el deportista: enfrentar lo peor, para vencerlo. Así es como el último callejón sin salida de la tierra se transforma en un terreno de aventuras “extremas” para citadinos hastiados, casi como el Himalaya –y más que el Himala­ ya tal vez, en cierto sentido, por ser más accesible y proponer a la vez mar y montañas. El siglo XX es el de la toma de posesión de este doble terreno de juego; las montañas ya no se miran desde lejos y tienen finalmente sus pioneros, sus héroes y sus poetas. Todos ellos investi­ gan, bautizan y conquistan, cada uno con los medios técnicos de su generación. Una nueva toponimia, sobre todo italiana, pero también francesa, alemana y anglosajona, termina de colmar los vacíos de los mapas anteriores allí donde antes se designaba con números y se delimitaban sumariamente anónimos espacios gla­ ciarios o rocosos. El reverendo padre Alberto de Agostini, que en el fondo sólo tiene de religioso su lirismo y su inspiración toponí­

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mica, bautiza muchos glaciares y cimas;10 el alemán Reichert tiene el mérito de haber intentado en vano y con tremenda obstina­ ción, durante veinte años, entre 1914 y 1933, el cruce del glaciar continental; Saint-Loup, por su parte, autor de una obra profética e inspirada, Monts Pacifique, publicada por las ediciones Arthaud en 1950, identificó los “grandes problemas” de los Andes patagó­ nicos: el Fitz Roy, ese “estandarte desplegado contra un cielo donde el poniente prepara la cabalgata de sus Walkirias de nubes”, el Cerro Torre y “su grito de aguja loca [...] cada vez más inhumano a medida que uno se acerca a él” y el Sarmiento, “quizás con el Torre, la montaña más bella de América”, y “tal vez realmente inaccesible”. Saint-Loup explica muy bien, después de Agostini, la tentación que representan estos Andes Patagónicos para unos eu­ ropeos cuya edad de oro de la conquista de las altas cumbres por los caminos más difíciles ha llegado ya a su fin: estos Andes pro­ ponen “las últimas cumbres vírgenes de la tierra” y lo absoluto de la dificultad, con sus paredes de granito verticales y lisas y, sin em­ bargo, acorazadas de hielo y castigadas por el huracán. En menos de veinte años, todos estos “problemas” se resuel­ ven, desde el San Lorenzo (3700 metros, vencido por el mismo Agostini en 1944) , hasta el Sarmiento (ese “iceberg de 2400 me­ tros” que flota en el mar a los 54 grados de latitud) pasando en 1952 por el Fitz Roy (3440 metros, cuyo vencedor, Terray, escribi­ rá que es “la experiencia más agotadora” que haya vivido jamás, “donde más me acerqué a los límites de mis fuerzas y de mi va­ lor”). El mítico Cerro Torre es escalado en 1959 en dramáticas condiciones por los italianos Cesare Maestri y Toni Egger, dos de los mejores alpinistas de la época, mientras que el Hielo continen­ tal es cruzado en ambos sentidos, desde la costa oeste de la Pata­ gonia, por el británico Tilman, en 1952. 10. Glaciar Pío Nono, Cordón Pío XI, cerro Don Bosco, etc. Agostini, que se presenta como un “geógrafo explorador” y no como un alpinista –el calificativo de ex­ plorador debía parecerle más conveniente para un sacerdote– recorre incansable­ mente los Andes patagónicos durante la primera mitad del siglo, y publica no menos asiduamente relatos y guías turísticas, preparando así la entrada en escena de la Patagonia. Una frase, extraída de su monumental obra Andes Patagónicos –2ª edi­ ción, Buenos Aires, 1945, 446 p., muestra su tono.

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La evolución es la misma, e igualmente rápida, para el terreno del juego marítimo: el rodeo del cabo de Hornos por placer plantea al comienzo el mismo desafío formidable nacido, en este caso, menos de lo desconocido que del terror legendario que inspiran los mares australes. Si se trata de citar uno solo de todos los rela­ tos que estos nuevos cabohornianos del siglo XX cuentan de sus periplos, debemos mencionar el del argentino Vito Dumas, el pri­ mer navegante por placer que pasó el cabo de Hornos y además, solo y en invierno. El 20 de junio de 1943 lo vemos a 400 millas al este-sudeste del cabo de Hornos, después de seis días de tempes­ tad: “Al frío de la atmósfera se agrega el del terror que provoca es­ te nombre, cabo de Hornos [...] angustia de la espera, originada por todo lo que oí sobre esta región [...] de todas las tempestades, la peor es la que flota, invisible, en la atmósfera de espanto”.11 Pero algunos años después, repetidos éxitos y distintos progre­ sos técnicos llevan a esta hazaña legendaria al simple nivel de la práctica deportiva, y en 1974, una pareja de navegantes, los Van God, se atreven a concluir que “ese espantapájaros, el cabo de Hornos, no es tan espantoso”. Es ya la época en que la Patagonia se vuelve definitivamente un terreno lúdico, en el sentido de que el épico enfrentamiento de una naturaleza casi sobrenatural, se transforma en triviales prácticas naturales. La conquista de la na­ turaleza patagónica ha terminado, y correlativamente, el espectáculo de esta naturaleza empieza a organizarse, desplegán­ dose a la vez en todo el espacio presentable como auténticamen­ te patagónico y concentrándose también en los lugares y los temas justamente más... espectaculares. Principal etapa de esta organización: defender la naturaleza creando grandes parques nacionales, en la zona andina justamen­ te, a ambos lados de la frontera. La Argentina precede a Chile en este movimiento, ya que la mayoría de sus grandes parques son delimitados en los años treinta, es decir, unos treinta años antes que los de la Patagonia occidental. A escala europea, los espacios naturales que se preservan de los daños fatalmente ligados a la 11. La Route impossible, Vito Dumas, París, ediciones Maritimes et d’Outre-Mer, 1991.

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ocupación pionera podrán parecer enormes.12 A escala patagóni­ ca estas superficies son relativamente modestas: menos del 10 por ciento del total, y en la Argentina, menos del 3 por ciento, ya que Chile “clasificó” mucho más fácilmente espacios insulares y mon­ tañosos totalmente desiertos por ser inhabitables. Así, desde el Parque Nacional Lanín, de 37.800 hectáreas, al norte de Bariloche, hasta el Parque Nacional de Tierra del Fuego, 63.000 hectáreas, para la Argentina; desde el Parque Nacional Pueyhue, 177.000 hectáreas, contiguo al Lanín, hasta el de Cabo de Hornos, 63.000 hectáreas, para Chile, la mayoría de las “belle­ zas naturales” y de los distintos ecosistemas de la Cordillera y del pie de montaña patagónico deberían ser protegidas del hombre y, a la vez, ofrecidas al turista, lo que en la Patagonia como en todos los parques nacionales del mundo no deja de ser un poco contra­ dictorio. Además, en el caso de la Patagonia, a menudo se trata menos de conservar una “naturaleza virgen”–lo es sólo en la imaginación interesada de los “actores” del turismo– que de impedir que con­ tinúen los destrozos cometidos desde hace casi un siglo y que todos los viajeros han visto: la prueba más visible son esos cientos de miles de hectáreas de bosques quemados, sobre todo en la pared andina oriental, más seca y así, más sensible al fuego. Activamente explotadas, ciertas especies emblemáticas de los paisajes patagónicos casi han desaparecido, como el alerce (Fitz­ roya Cupresoides), conífera gigante de a veces tres mil años, que compite con la sequoia por la majestad de su porte,13 o el ciprés de los Guaytecas, de madera totalmente incorruptible incluso en la Patagonia. Algunos de los especímenes más notables de la fau­

12. Más en teoría que en la práctica, pues a las decisiones oficiales de crear estos parques le siguen tardíamente y de forma incompleta medidas efectivas de protección y de ordenamiento. 13. Del lado argentino, el Parque Nacional Los Alerces protege los últimos exponentes de estos árboles, y del lado chileno, el alerce –o lo que quedaba de él– terminó por ser declarado monumento nacional en 1975.

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na autóctona han sido diezmados:14 cérvidos como el huemul, o el modesto pudú (40 centímetros de alto), el zorro gris, el huillín (es­ pecie de nutria), o el puma, sin duda el ser más odiado por los criadores patagónicos. La alteración del medio original continuó con la introducción de una flora y fauna extranjeras: se hallaron hasta 140 especies vegetales traídas de Europa por colonos sin duda tan nostálgicos como mal informados; jabalíes, liebres y cone­ jos, estos últimos tan numerosos que se han vuelto intrépidos, ciervos y castores, los cuales se mostraron muy eficaces para alzar barreras en los valles de Tierra del Fuego y anegar los bosques. Sea como fuere, el turista convenientemente condicionado se sen­ tirá menos impresionado por estas transformaciones que asom­ brado por la suntuosa trilogía que pueden brindarle, así y todo, es­ tos parques nacionales; montañas surcadas por glaciares, bosques aparentemente primitivos, lagos cristalinos de colores cambiantes como los del cielo, cada parque propone, a partir de estos tres ele­ mentos, a lo largo de los 1800 kilómetros de la Cordillera patagó­ nica, su propia composición, infinitamente variada.

Quizás sea justamente demasiado enorme y sea más fácil fijar el interés de los visitantes canalizando su flujo. Hojeando lo que se publica desde hace algunos años sobre la Patagonia, guías de viaje y sobre todo fotografías,15 se creería que la naturaleza aquí parece contenida en un pequeño número de “escenas” intensa­ mente promovidas como importantes lugares del turismo interna­ cional de este fin de siglo, cada una con su función propia. Prime­ 14. El alemán Andreas Madsen, estanciero solitario al pie del Fitz Roy desde 1903 evoca en sus recuerdos esta fauna original: “Cuando cierro los ojos y vuelvo al pasa­ do, me produce tristeza y pesadumbre recordar el bosque de antes, con sus millares de ciervos paciendo apaciblemente, sin temor al hombre; con sus millares de zorros grises, plateados o colorados, igualmente sin temor, que a veces seguían al caballo como perros, o se metían entre éstos, o se sentaban en círculo alrededor del campa­ mento, casi a la luz del fogón, esperando se les lanzara un hueso o un trozo de carne. Reabriendo los ojos, contemplo al bosque de hoy, quemado y desnudo, sin un ciervo en millas y millas; el zorro colorado se ha extinguido, y no es fácil ver uno gris en todo el año. [...] El verdadero “pioneer” no destruye. 15. Ver por ejemplo los libros de títulos sugestivos de B. Chatwin y P. Théroux, Nowhere is a Place: Travels in Patagonia, Sierra Club Book, San Francisco, 1992, o Terres extrêmes, Vilo, versión francesa de 1993 de una obra publicada en Alemania.

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ro el glaciar Perito Moreno y su cómplice, el lago Argentino, que despliegan el espectáculo casi permanente de las fuerzas de la naturaleza.16 Del lado chileno, hacia el paralelo 47, la Laguna San Rafael, unida al glaciar del mismo nombre que baja del San Valen­ tín, el pico más austral de la Cordillera, propone un tema análogo, más tranquilo: pero allí se pueden ver, desde un barco proceden­ te de Puerto Montt, o sobrevolándolos en helicóptero, los ice­ bergs “más cercanos al Ecuador”. Dos montañas, el Fitz Roy y, más al sur, en territorio chileno, el Paine, cuyas agujas de roca cristalina son casi tan fantásticas co­ mo las del Fitz Roy, proponen a los visitantes de ambos parques (600.000 y 181.000 hectáreas respectivamente) el espectáculo o el desafío de sus paredes de ensueño. Al norte, en el límite de la Pa­ tagonia, en una latitud de clima ya más amable y controlando la entrada del vasto Parque de Nahuel Huapi (760.000 hectáreas), encontramos el “paraíso tirolés de Bariloche” (P. Théroux); pero estas cabañas, las fábricas de chocolate, los funiculares, muchas rutas y turistas, ¿son acaso la Patagonia? Totalmente al sur, por el contrario, en el Parque Nacional del Cabo de Hornos, el visitante con algo de dinero contempla la esencia de la Patagonia: un pe­ ñasco negro castigado por las olas, alrededor del cual planean nubes de pájaros difíciles de identificar con, además, el paso por una de las dos ciudades “más australes” del mundo, donde los chilenos relegan a la condición de aldea a la argentina Ushuaia para que Punta Arenas, más al norte, conserve el título. En todo caso, el conjunto no puede dejar de proponérsele al turista posmoderno, ávido de visiones “extremas”. Un tour a la Patagonia salvaje inclu­ ye finalmente, al este, fuera de la Cordillera, dos etapas obligadas: el “Monumento Nacional” de los bosques de araucarias, vivas hace 150 millones de años y petrificadas luego por el silicio de las ce­ nizas volcánicas que las sepultaron;17 y las costas y aguas de la pe­ 16. El primero hace de barrera al segundo, cuyas aguas suben y empujan al primero, cada cuatro o seis años; luego, el ciclo recomienza. La ruptura de la barrera pue­ de preverse con cierta precisión; los turistas son entonces más numerosos aún, pues el Japón contribuye con su cuota. 17. Situado en lo que ahora es el desierto costero, a 150 km al oeste de Puerto Deseado, hacia el paralelo 48; en los parajes del parque Lanín, los únicos bosques de araucarias residuales, fuera de los de Brasil meridional, serían explotados sólo de manera “selectiva”.

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nínsula Valdés, tardía (1974) e incompletamente clasificadas como parque provincial: justo al sur del río Negro y de Viedma, es aún hoy el único sitio donde la fauna marina más rica del mundo sub­ siste y comienza a reconstituirse, a pesar de los cazadores que du­ rante dos siglos visitaron sus costas. Las frías aguas de la corrien­ te de las Malvinas, una ancha plataforma litoral, mareas amplias y costas muy diversificadas, acantilados, guijarros y playas, explican que todos los eslabones de la cadena ecológica estén presentes aquí, desde el plancton hasta la orca, pasando por las ballenas francas, los elefantes y los leones marinos, los otarios y los delfi­ nes, los pingüinos, cormoranes y una infinidad de otros pájaros marinos: desde julio hasta comienzos del verano austral es el ma­ yor lugar de amor y atención del Atlántico Sur. Naturaleza-obstáculo, naturaleza-recurso, naturaleza-espectáculo, la Patagonia siempre ha sido todo esto, invitándonos a con­ cluir que no existe una naturaleza patagónica “en sí” sino más bien distintas miradas, múltiples y cambiantes. Si quisiéramos hacer un cuadro “objetivo” no habría ya más razón para dejar de lado o pri­ vilegiar la mirada del forastero, o la del biólogo marino, el glació­ logo, el geólogo o el hidrógrafo, la del paleontólogo... Y es quizás porque las guías publicadas en Europa tienen una idea muy pobre de todo esto que en general se limitan al hechizo de lo “extremo” y de lo “inolvidable”. Al fin de cuentas, de estas tres visiones principales de la Pata­ gonia, que se suceden sin que por ello las primeras desaparezcan totalmente, es la última la que parece más conveniente para las sociedades dominantes de este fin de siglo; a punto tal que las so­ ciedades locales, argentina y chilena, adaptan su mirada –autóno­ ma por un momento, cuando se planteaba hacer de este lejano sur la Siberia o el Canadá de las antípodas–, y hablan cada vez más de la Patagonia como uno de los paraísos mundiales del turismo ecológico.18 La naturaleza patagónica se ve atrapada entonces como en un doble y contradictorio movimiento: acorralada primero, reducida 18. Así, los chilenos terminaron de abrir a lo largo de más de 1500 km una carretera austral que, a los 48° de latitud alcanza el río Baker y cuya finalidad parece ser esencialmente turística.

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y finalmente encerrada dentro de los parques nacionales, lo cual resume cómo se la ha tratado desde hace un siglo y medio, y el tu­ rismo ecológico que puede terminar por matar esta naturaleza pretendiendo amarla, ni más ni menos que como en el resto del mundo. Sin embargo, esta naturaleza es exaltada y valorizada al extremo en una visión deformante que sólo retiene la excepcional belleza de sus paisajes todavía “naturales”. No obstante, hay que recordar que la Patagonia también tiene hombres y una historia. Ahora que se publican, con unos cincuen­ ta años de retraso para algunos de ellos, los cuentos del que se presenta como el Jack London de la Patagonia, podremos al fin modificar nuestra mirada.19

Traducido del francés por Clara Maranzano

19. F. Coloane, Tierra del Fuego, cuentos, Santiago de Chile, Zig-Zag, 1956. La pri­ mera traducción norteamericana de este escritor nacido en Chiloé se realizó en 1991, con Cape Horn and Other Stories from the End of the World, Pittsburgh. Mu­ chas otras riquezas siguen siendo desconocidas para los lectores europeos, como la novela de R. Azócar, otro chilote, Gente en la isla, Santiago, 1938, o los pintorescos volúmenes de recuerdos del argentino A. Abeijón, Memorias de un carrero patagó­ nico, Buenos Aires, Galerna, 1973 a 1977.

Viaje a lo Patagónico Philippe Taquet O de cuando Alcide y Charles visitaban Carmen.

Geología, zoología, botánica, antropología,

en el siglo XIX la Patagonia fue escenario de distintas

investigaciones realizadas por

dos jóvenes naturalistas apasionados,

Charles Darwin y Alcide d’Orbigny,

que pudieron elaborar así sus concepciones

sobre el desarrollo de la vida en la tierra.

vez no haya otra región en el mundo de la que se haya “ Talhablado tanto y que sea menos conocida que la Patagonia,

considerada, desde hace más de doscientos cincuenta años como la patria de un pueblo de gigantes que sólo existieron en la imagi­ nación de los primeros viajeros, muy bien secundada en sus enso­ ñaciones por la credulidad de unos y la ignorancia de otros.” Es­ tas líneas corresponden a un viajero naturalista francés, Alcide Dessalines d’Orbigny, cuya descripción de la América meridional sigue siendo “uno de los monumentos de la ciencia del siglo XIX”, como escribió su colega y viajero naturalista británico Charles Darwin en el relato de su largo periplo alrededor del mundo, du­ rante el cual también visitó la Patagonia. Ese relato, El Viaje del Beagle, fue un gran éxito editorial y su autor, Charles Darwin, con su concepto de la evolución de las especies por la selección natu­ ral, se transformó en una de las glorias de la ciencia. No es menoscabar el genio de Darwin recordar todo lo que la idea de la evolución debe, como lo reconocía él mismo, a las ideas

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desarrolladas por Jean-Baptiste Lamarck sobre la transformación de las especies. Estas ideas fueron publicadas más de cincuenta años antes que las concepciones darwinianas en la Philosophie zoologique. Tampoco es menoscabar el genio de Darwin recordar que la primera gran descripción de la naturaleza y de los hombres de la Patagonia la realizó ese viajero francés oriundo de La Ro­ chelle, cuya obra Voyage dans l’Amérique méridionale hoy día es casi desconocida a pesar del interés que presenta. La obra de d’Orbigny, fundador de la micropaleontología, e inventor del nombre de muchos de los estratos geológicos que hoy se emplean universalmente, sigue siendo poco conocida en Francia y en el extranjero. Charles tenía unos veintitrés años cuando se hizo a la mar en el Beagle, el 27 de diciembre de 1831. Cuando cinco años antes, el 31 de julio de 1826, Alcide deja el puerto de Brest, al oeste de Francia, a bordo de la corbeta La Meuse, es un joven de veinti­ cuatro años enviado por el Museo Nacional de Historia Natural de París. Parte hacia América del Sur para estudiar las faunas y flo­ ras actuales y fosilizadas, la historia de las montañas y las costum­ bres de los habitantes de ese inmenso continente del que poco se sabe entonces. D’Orbigny goza de un crédito de 6000 francos por año que apenas le permiten cubrir sus necesidades. Su periplo du­ rará ocho años y le dedicará ocho meses a la Patagonia. Darwin parte en un viaje de circunnavegación que durará casi cinco años y durante el cual deberá someterse a un capitán autócrata y capri­ choso, el capitán Fitz Roy, que durante parte del viaje se dedicó al cabotaje y al transporte de mercancías sin autorización del Al­ mirantazgo. Cruzando océanos y montañas, ríos y llanuras, nuestros dos jó­ venes naturalistas van sucesivamente a explorar, descubrir, descri­ bir y llevar a sus respectivos países una amplia cosecha científica. Mientras que Darwin daba la vuelta al mundo, d’Orbigny visitaba sucesivamente Brasil, Uruguay, Argentina, Chile, Perú y Bolivia. El resultado de sus observaciones representa nueve volúmenes con quinientas ilustraciones y mapas en colores, cuyo primer tomo se editará en 1835 y el último en 1846. Darwin publica sus ob­

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servaciones en El viaje del Beagle, cuya primera versión es publi­ cada en 1839; ésta se amplía en 1845 y se transforma en el Jour­ nal of Researches into the Natural History and Geology of the Countries visited during the Voyage of HMS Beagle round the World under the Command of the Capt. Fitz Roy R.N., que será luego el Naturalist’s Voyage round the World y por fin simplemente el Voyage of the Beagle. Alcide conocerá poco a poco los trabajos de Charles. Charles leerá poco a poco las observaciones de Alcide. Como naturalistas escrupulosos que son, uno citará los trabajos del otro y viceversa. Alcide y Charles harán un alto en la Patagonia, el primero en 1829, el segundo en 1833, en particular en un lugar que era en­ tonces el último sitio “civilizado” de la Patagonia septentrional an­ tes de las hostiles extensiones del gran Sur, es decir, en la desem­ bocadura del río Negro: allí se había construido un fuerte sobre una pequeña prominencia, Carmen, o Patagones, hoy llamada Carmen de Patagones.

Alcide “Sería difícil imaginar una residencia más triste que ésta. Bas­ ta con representarse, sobre una colina totalmente despojada, o que ofrece por toda vegetación algunos brezos tristes y dispersos, un pequeño fortín que apenas anuncian algunas troneras de cañón y la bandera que lo corona; un poco por debajo, en la pendiente de la ladera que se inclina hacia el río, entre quince y veinte casi­ tas rodeadas de algunas empalizadas con destino a retener los ca­ ballos y el ganado; de tarde en tarde, sobre una y otra orilla, un pequeño número de árboles desmedrados que parecen crecer a su pesar en un suelo ingrato y no hacen más que subrayar la excesi­ va desnudez del resto del paisaje en todas las direcciones y hasta el horizonte más remoto”. [...] Pero d’Orbigny es recibido maravi­ llosamente por los habitantes de Carmen, por los oficiales de la guarnición, por los comerciantes y sus familias. Emocionado, una

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noche escucha la obertura de Robin de los Bosques, interpretada al piano por un alemán. En 1829, la situación alrededor de El Carmen es de lo más confusa. La guerra de la Banda Oriental, la banda de territorio si­ tuada al este del Río de la Plata, es decir el Uruguay, ha espanta­ do a los negociantes de Buenos Aires; los gauchos dejaron el nor­ te del país para refugiarse en la Patagonia; algunos caciques indios que comercian con los blancos también están presentes dentro del fuerte. Por el contrario, fuera de él los araucanos, los patagones o tehuelches y los puelches se enfrentan o se reconcilian para ata­ car el fuerte y capturar los animales que pastorean en los alrede­ dores. Los ataques son en general las noches de plenilunio para permitirles luego replegarse. D’Orbigny deberá combinar sus tra­ bajos e investigaciones científicas con los períodos de sitio del fuerte, con la inseguridad latente, con el rigor del invierno austral, con las consecuencias de un violento huracán que destruirá el barco en el que contaba volver a Buenos Aires. “Estaba entusiasmado: todo me parecía nuevo. Hasta los pája­ ros que mejor conocía me parecía verlos por primera vez, tan con­ vencido estaba de que en la Patagonia no volvería a encontrar na­ da de lo que ya había visto”. [...] A partir del 17 de enero de 1829 y durante ocho meses, d’Orbigny va a recolectar en la Patagonia 107 especies de aves, 117 especies de plantas, 178 especies de co­ leópteros, cantidad de mamíferos, crustáceos, bivalvos, etcétera. Visita las salinas naturales de la región, va a orillas del río Negro a un saladero donde se matan hasta 10.000 cabezas de ganado a la vez para salarlas y convertirlas en charque. D’Orbigny se muestra horrorizado por el sufrimiento de los animales a los que se les cortan las patas traseras y se deja agonizar durante horas en el piso; queda indignado por la ferocidad de los gauchos. Luego asiste a la caza de los elefantes marinos (Mirounga leonina) a lo largo de la costa oceánica. Esos enormes mamíferos marinos son apreciados por su piel y su grasa. El hocico de los machos termina con una trompa arrugada de unos 30 centímetros de largo que se hincha cuando se enojan, de allí su nombre. Se instalan en las islas desier­ tas y salvajes, permanecen ocho meses en tierra y sólo en las cos­ tas arenosas. Son muy inteligentes y pueden ser domesticados.

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D’Orbigny relata: “Mucho tiempo antes de llegar allí, mis com­ pañeros y yo nos sentimos atacados por gritos horribles, similares a los bramidos de toros furiosos, lo que nos anunció que la caza había comenzado. [...] Al llegar, tuve que presenciar un espectá­ culo desagradable y que no deja de tener algo de horroroso. Gran cantidad de colosos anfibios luchaban con el mismo número de europeos, quienes les clavaban en el vientre largas lanzas, mien­ tras que un grupo de indígenas hundían en el hocico de otros de esos animales troncos en llamas, y los mataban así fácilmente. Pues, a pesar de su aspecto terrible y la enormidad de su tamaño, en general son dóciles, poco temibles y siempre hacen más ruido que mal.” D’Orbigny estudia también a los lobos marinos (Otaria jubata)... ¡y mata él mismo algunos de ellos con su fusil!, no sin escri­ bir luego: “Experimentaba un sentimiento de honor hacia esa ma­ tanza, sobre todo cuando recordaba con cuánto coraje había teni­ do que armarme para decidirme a matar a unos pobres animales casi sin defensa, cuya mirada tan tierna parecía pedirme la vida, mientras yo me creía obligado a darles muerte, para interés de la ciencia. Me los habían recomendado de manera especial como algo que faltaba en el museo de París1. Ahora bien: al naturalista se le perdona que a menudo se muestre cruel por necesidad.” Alcide d’Orbigny se dirige hacia la ensenada de Ros, al sur; en esta pequeña bahía, estudia una balaenóptera varada en la costa, de unos 19 metros de largo. Captura y describe a un cóndor, ob­ serva a los loros de la Patagonia que anidan en los acantilados y se dedica a cazar y a estudiar a los “avestruces” sudamericanos, los ñandúes. D’Orbigny examina una decena de especímenes y esti­ ma que existe una especie distinta a la Rhea americana, que lla­ mará Rhea pennata. Se interesa por las maras, por la liebre pata­ gónica (Dolichotis), por los chañares, esos arbustos espinosos, tor­ tuosos, casi sin hojas, típicos de la vegetación patagónica.

1. “El inmortal Cuvier quiso dedicarme algunos de sus preciosos instantes. Yo reci­ bí de él amplias directivas verbales sobre lo que podía hacer en América para el conjunto de la zoología.”

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D’Orbigny se dedica también a la historia de los establecimien­ tos españoles en la Patagonia, hace la descripción de Carmen de Patagones y sus alrededores y pasa largas horas con los indígenas. “Rodeados tres meses de tribus de patagones o tehuelches, de puelches, araucanos e incluso de algunos fueguinos, llevados por los patagones desde las orillas del estrecho de Magallanes, pudi­ mos observarlos a todos comparativamente, no sólo en lo físico, sino también en sus hábitos, sus costumbres, su religión; tomar no­ ciones muy amplias de sus respectivas lenguas y establecer voca­ bularios de sus términos usuales. Todo el tiempo que no pasába­ mos en excursiones, lo empleábamos en reunir en nuestras moradas, o en visitar en sus casas a estas diversas naciones, en interro­ garlas mediante buenos intérpretes; pues ya habíamos advertido que las observaciones superficiales o hechas muy apresuradamen­ te perjudican a la ciencia más de lo que la sirven.” D’Orbigny se apasiona por las concepciones filosóficas de los patagones tehuel­ ches, describe su manera de enterrar a los muertos, su interpreta­ ción y uso de las estrellas y de las constelaciones, etcétera. Termi­ na con los famosos gigantes descritos por el caballero Pigafetta durante la expedición de Magallanes. Después de realizar nume­ rosas mediciones de los patagones, llega a la conclusión de que su altura media no es ni sorprendente, ni gigante, sino que está cer­ ca de 1,673 metros. Finalmente, después de un último sitio al fuerte de Carmen y un ataque al amanecer el 22 de julio, durante el cual nuestro na­ turalista debe cambiar su red para cazar mariposas por un fusil, los atacantes se retiran y el 5 de agosto un barco trae refuerzos. El 1 de septiembre de 1829, d’Orbigny deja la Patagonia para dirigir­ se a Buenos Aires, y de allí, a Valparaíso. En su obra, d’Orbigny le dedica 291 páginas a la historia, fau­ na, flora e indígenas de la Patagonia. Los volúmenes de geología y de paleontología cuentan también con numerosas observaciones y la edición de dos volúmenes sobre el “hombre americano de América meridional considerado bajo sus aspectos fisiológicos y morales”, dedicados al barón Alexandre de Humboldt, le permite presentar una síntesis antropológica y etnológica fundamental, ce­ lebrada más tarde por el americanista Paul Rivet, fundador del Museo del Hombre de Francia.

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Charles Charles Darwin llega a su vez a la desembocadura del río Ne­ gro el 3 de agosto de 1833. Se encuentra impaciente y, como es­ criben sus excelentes biógrafos Desmond y Moore, “estaba ansio­ so por saber si podía encontrar algunos buenos fósiles en Améri­ ca del Sur. Con profundo descontento se enteró de que el francés Alcide d’Orbigny había trabajado en la región durante seis meses, recogiendo los mejores especímenes para el Museo de París. Era exasperante. Darwin había pagado el viaje de su bolsillo para ha­ llar al gobierno francés financiando a uno de los suyos, permitién­ dole recorrer las pampas con una subvención durante seis años. Esto hablaba a las claras de la seriedad con que los franceses abor­ daban la ciencia. “Tengo el temor egoísta –escribe– de que pueda obtener lo mejor de todas las cosas buenas.” Pero Darwin también pone manos a la obra. Observa y descri­ be: “Hace cuarenta años, bajo el antiguo gobierno español, una pequeña colonia fue establecida en este sitio; y aún hoy sigue sien­ do la posición más austral (lat. 41°) en esta parte oriental de la cos­ ta americana, habitada por el hombre civilizado. [...] A la ciudad se la llama, indistintamente, El Carmen o Patagones. Está cons­ truida en el flanco de un acantilado que domina el río, y numero­ sas casas incluso han sido implantadas en la arenisca. El río tiene un ancho de 200 a 300 yardas, y es profundo y rápido. Las nume­ rosas islas, con sus sauces llorones y sus promontorios achatados, vistas en hilera, brindan bajo un sol centelleante una vista pinto­ resca.” También Darwin va a visitar las salinas y estudia los cristales de sal y de yeso. El 11 de agosto, parte por tierra hacia Bahía Blanca, al norte, cruzando el río Colorado. Observa el comporta­ miento de las llamas salvajes, visita el campamento militar del ge­ neral Rosas, observa a los indígenas y cómo fabrican “bolas”, bo­ leadoras de piedra que, atadas a una cuerda, se utilizan para la ca­ za. Después de llegar a Bahía Blanca visita la localidad de Punta Alta, donde recoge los restos de grandes animales terrestres desa­ parecidos que fueron descritos en detalle por el paleontólogo in­

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glés Richard Owen y que se encuentran desde entonces en el Co­ legio real de cirujanos en Londres2. Darwin se hace así de una soberbia colección de restos de grandes mamíferos extinguidos: perezosos y tatúes gigantes; crá­ neos y huesos de los miembros del megatherium, gran herbívoro de la familia de los desdentados (cuyo primer espécimen fue des­ crito por Cuvier), del megalonyx, del mylodon (Mylodon darwi­ nii), del scelidotherium que casi alcanza el tamaño de un rinoce­ ronte y del que encuentra un esqueleto casi completo. Darwin se interesa luego por las aves del norte de la Patagonia, en particular por los ñandúes; piensa que junto con los Rhea americana (que entonces llamaba Struthio americana) existe otra especie (Strut­ hio darwinii). Hoy sabemos que estas grandes aves corredoras de América del Sur están representadas por dos tipos de ñandúes: el ñandú común (Rhea americana) y el ñandú de Darwin (Pterocne­ mia pennata, bautizado por d’Orbigny). De este modo, el ñandú de Darwin lleva un nombre dado por... d’Orbigny3. Así pues, las observaciones y los trabajos de nuestros dos naturalistas se imbri­ can y algunos de ellos son publicados al mismo tiempo; nuestros dos viajeros se rinden homenaje mutuamente, aunque no siempre estén de acuerdo. “Cuando estaba en el río Negro –escribe Dar­ win– oí hablar mucho de los incansables trabajos de este natura­ lista, Alcide d’Orbigny, desde 1825 a 1833, quien atravesó largas porciones de América del Sur, reunió una colección y ahora está publicando sus resultados con tal grado de magnificencia que lo colocan en la lista de los viajeros a América en segundo lugar des­ pués de Humboldt.” Darwin se interesa también por los tatúes, cuyas tres especies de América del Sur estuvieron representadas en el cuaternario por formas gigantes, los glyptodontes; la especie más pequeña, el piche (Dasypus minutus) es consumida de buen grado por nues­ 2. D’Orbigny había recogido en las costas del Paraná, más al norte, el húmero de un mamífero notongulado que fue el primer mamífero precuaternario de América del Sur descrito y nombrado (Paleotoxodon paranensis). 3. El ñandú común abarca cinco subespecies distribuidas del Brasil a la Argentina central. El ñandú de Darwin comprende dos subespecies: el Pterocnemia pennata pennata (D’Orbigny) de la Argentina meridional, es decir de la Patagonia, y el Pte­ rocnemia penata garleppi del altiplano andino, al sur del Perú.

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tros viajeros, y Darwin agrega: “Es una pena matar a animales tan simpáticos, sin embargo, como decía un gaucho afilando su cuchi­ llo sobre el caparazón de uno de ellos: ‘Son tan mansos’”. La cu­ riosidad de Darwin no tiene límites, examina lagartijas y serpien­ tes y el peligroso trigonocéfalo, que según Cuvier se encuentra en un subgénero de las serpientes de cascabel, intermedio entre és­ tas y las víboras. En efecto, la extremidad de su cola sólo vibra en un punto levemente alargado. Darwin nota con gran perspicacia cómo cada carácter, aun cuando parece independiente en cierto grado de la estructura, tiene tendencia a variar gradualmente. Así, este trigonocéfalo tiene en ciertos aspectos la estructura de una víbora y su comportamiento es el de una serpiente de cascabel; y ya se puede sentir la preocupación de Darwin por examinar en la naturaleza los objetos vivos buscando intermediarios. Darwin a su vez se muestra horrorizado por la crueldad de las costumbres y por la ferocidad de los combates, por el tratamiento inhumano reservado a los indígenas en las luchas entre colonos y pobladores locales. A su vez, cuando pueden, los indígenas no per­ donan a sus víctimas. “Aquí, cada uno está plenamente convenci­ do de que es una guerra justa porque se hace contra los bárbaros. ¿Quién podría creer que, en esta época, tales atrocidades puedan cometerse en un país cristiano civilizado?” Después de volver a Buenos Aires, Darwin regresa a la Patago­ nia por mar y llega a Puerto Deseado, admira inmensas mariposas y recoge numerosos insectos, crustáceos y organismos marinos a lo largo de las costas. Descubre en el continente una nueva espe­ cie de cetáceo (Opuntia darwinii) y estudia en detalle a los guana­ cos. Las manadas de guanacos acostumbran dejar sus excremen­ tos todos juntos, en el mismo lugar. “Esta costumbre, conforme a lo que dijo D’Orbigny, es común a todas las especies del género; y es muy útil para los indios del Perú, que utilizan los excremen­ tos como combustible y no les cuesta tanto recogerlos.” Darwin se apasiona por la geología de la Patagonia y comprue­ ba que toda esta porción del continente se ha elevado en bloque hasta una altura de 300 a 400 pies, como lo prueba la presencia de caracoles marinos. Cerca de Puerto San Julián descubre la mitad

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de un esqueleto de Macrauchenia, tan grande como el de un ca­ mello, y Darwin se interroga: “¿Qué es lo que pudo exterminar tantos grandes mamíferos? La mente es llevada irresistiblemente hacia la idea de una gran catástrofe; pero ésta, para destruir los animales, grandes y pequeños, tanto en el sur de la Patagonia, en Brasil y en la Cordillera del Perú como en América del Norte hasta el estrecho de Behring, hubiera tenido que sacudir toda la es­ tructura del globo terrestre. No obstante, un estudio de la geolo­ gía de la Plata y de la Patagonia lleva a la conclusión de que todas las características del país resultan de cambios lentos y graduales”. Alcide d’Orbigny en su estudio sobre la geología patagónica com­ prueba que su colega intenta probar: 1) que los animales fósiles son de una época pasada reciente; 2) que pudieron vivir cerca de los lugares donde se encuentran, bajo una temperatura poco dife­ rente de la que existe ahora. Y agrega: “Es evidente que los animales fósiles de las pampas fueron eliminados antes de la creación de la zoología actual, como consecuencia de los movimientos ca­ tastróficos de levantamiento de la Cordillera de los Andes”. Así, nuestros dos grandes naturalistas van a explicar la extin­ ción de los mamíferos sudamericanos de manera diferente: d’Orbigny, discípulo de Cuvier, autor del discurso sobre las revolucio­ nes del globo, a través de acontecimientos súbitos y catastróficos; Darwin, admirador del geólogo Charles Lyell, a través de aconte­ cimientos progresivos, graduales. De esta manera, desde 1835, la Patagonia es también el lugar donde se enfrentan dos grandes es­ cuelas del pensamiento. Aún hoy los especialistas siguen deba­ tiendo para saber si la historia de la Tierra y la historia de la vida son el resultado de una evolución o, por el contrario, el fruto de sucesivas revoluciones. En el primer caso, la evolución de las es­ pecies corresponde al éxito de los más adaptados; en el segundo, la evolución de las especies no es más que el éxito de los más afortunados. Darwin continúa su viaje, se detiene en la desembocadura del río Santa Cruz, lo remonta en una expedición de veintiún días en canoa, examina en esta oportunidad las corrientes de basalto, y mata un cóndor (con gran pena, como su colega francés), cóndor

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que describe desde un punto de vista biológico y de comporta­ miento. Luego nuestros viajeros llegan hasta Tierra del Fuego, donde el Beagle había ya navegado bajo la dirección de Fitz Roy en un primer viaje. Encuentran y estudian a los fueguinos, se ven impresionados por su indigencia y escriben, equivocadamente, que los habitantes de Tierra del Fuego, son caníbales y que se comen a las ancianas. ¡D’Orbigny tenía razón al destacar la impor­ tancia de los buenos intérpretes! De regreso a bordo del Beagle, Darwin llega hasta las Islas Malvinas. De allí, la expedición toma finalmente el “canal de Beagle” para alcanzar el Pacífico.

Epílogo El 6 de febrero de 1977, Rodolfo Casamiquela, entonces director-fundador del CENPAT, me recibió en su país para realizar una visita en forma de peregrinaje. Algunas horas de avión habían bastado para unir París con Viedma. La primera excursión fue al fuerte de Carmen de Patagones, hoy transformado en museo. Su responsable me explicó con entusiasmo el papel de los corsarios franceses que ayudaron a los argentinos a vencer a sus rivales brasileños. La luz, los juegos de las nubes y del sol sobre las llanuras de la Patagonia son incomparables. En esta porción del fin del mundo, el hombre común nos habla de... ¡Alcide d’Orbigny! Los habitan­ tes de Viedma expresaron, en vano, en varias oportunidades el de­ seo de levantar, con el beneplácito de Francia, un monumento en homenaje a Alcide en la desembocadura del río Negro; pero parece que las autoridades diplomáticas francesas de los años setenta nunca oyeron hablar del famoso naturalista. En la costa, la lobería con sus lobos, leones y elefantes marinos disfruta del sol. Hoy en día están felizmente protegidos. Es­ tos cientos de mamíferos marinos, cuya piel y aceite ya no son co­ diciados, descansan y componen un magnífico espectáculo sono­ ro, donde se mezclan los gritos de los machos que defienden su

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harén, los chillidos de los loros de la Patagonia (Cyanoliseus pa­ tagonus) de color verde amarillento, y el ruido de las olas; un es­ pectáculo que no ha cambiado desde las visitas de Alcide y Charles. A lo largo del río Negro, Rodolfo Casamiquela me lleva tras las huellas del famoso megatherium, cuyo gran esqueleto fascinó a paleontólogos franceses e ingleses. Tras las “huellas” es exactamente el término que conviene, pues el mejor conocedor de la pa­ leontología patagónica descubrió una pista de unas veinte huellas de patas posteriores de uno de estos desdentados gigantes, y que muestra de manera espectacular la bipedia de este animal. Las huellas están impresas y fosilizadas en los sedimentos cuaternarios que dejó recientemente el río Negro. Rodolfo es el digno heredero de dos célebres paleontólogos ar­ gentinos, Carlos y Florentino Ameghino, dos hombres que a par­ tir de 1870 fueron las primeras figuras de la paleontología argen­ tina. Ellos hicieron conocer realmente, después de las visitas ex­ ploratorias de Alcide y Charles, una enorme masa de especímenes fósiles de la Patagonia. Florentino, el gran paleontólogo, vivió en Europa de 1878 a 1881. Sus contactos con Francia tuvieron feli­ ces consecuencias ya que se casó con una francesa, Léontine Poirier, quien se transformó en su eficiente colaboradora. Rodolfo Casamiquela me llevará luego en una larga gira de varios miles de kilómetros en dirección al sur y luego al corazón de la Patagonia. Las decenas de miles de cabezas de ganado ovino y bovino se dispersan en estancias de 30.000 hectáreas. En el mar que rodea a la península Valdés, las ballenas vienen a saludarnos y, si nos adentramos en la península, vemos entre los chañares, aquí y allá, manadas de ñandúes y de guanacos. Por la noche, en el fogón, nos aguarda un pequeño tatú, un pi­ che, asado en su caparazón. El amigo Rodolfo, que sabe cantar la milonga tanto como descubrir esqueletos de dinosaurios en las capas del cretáceo del río Negro, del Chubut, de Santa Cruz, me ha­ bla de su infancia en Ingeniero Jacobacci, pequeña aldea perdida, único punto de agua entre la costa y la Cordillera capaz de alimen­

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tar las calderas del tren que cruza la Patagonia de este a oeste. Fuera de la existencia del tren, ¿las cosas han cambiado realmen­ te en la Patagonia desde las visitas de Alcide d’Orbigny y de Char­ les Darwin? La naturaleza es siempre tan hermosa y austera, los animales hoy están protegidos. ¿Y los indígenas? Han desaparecido casi todos. Los tehuelches no son más que un puñado, mientras que los fueguinos, cuyo nú­ mero d’Orbigny estimaba en 4000, ya no existen. ¿La desaparición de los indígenas de la Patagonia fue gradual o súbita? He aquí un tema de meditación para los naturalistas que disertan sobre la ex­ tinción de los grandes mamíferos o de los dinosaurios. La respues­ ta es evidente, por desgracia: fue gradual y catastrófica, y esta de­ saparición programada fue realizada por el representante de una especie particularmente prolífica y agresiva, representante de la especie llamada Homo sapiens. Bajo el cielo estrellado de la Patagonia, bajo las constelacio­ nes del Ñandú, del Guanaco y de las Boleadoras, me duermo acurrucado en mi manta, acunado por el viento, el pampero. Veo a Alcide y a Charles, del brazo, en encendida discusión, saliendo del Carmen, uno con su red para cazar mariposas, el otro con su cuaderno de apuntes y su libro de poemas de Milton, El Paraíso perdido; se alejan lentamente hacia el sur, y sus cabellos, patillas y barbas blancas dibujan en torno de sus cabezas una luminosa aureola.

Traducido del francés por Clara Maranzano

Bibliografía DARWIN, Charles, Journal of Researches into the Geology and Natural History of the Various Countries visited by HMS Beagle, Henri Colburn, 1839; ed. rev., 1845-1860; Wad, Lock & Bowden, 1894. DARWIN, Charles, The Voyage of the Beagle. Annotated and with an Introduction by Leonard Engel, American Museum Nat. History, Anchor Books, 1962.

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HOFFSTETTER, R., Les Rôles respectifs de Bru, Cuvier et Garriga dans les premiè­

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HOFFSTETTER, R., Les Paléomammalogistes français et l’Amerique latine, 87º con­

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ORBIGNY, Alcide Dessalines d’, Voyage dans l’Amerique méridionale, exécuté pendant les années 1826-1833, t. 1 (1835), Parte histórica; t. 2 (1835-1843), Par­ te histórica. Atlas de la parte histórica (1846); t. 3., 3ª parte, Géologie, 1842, 4ª parte, Paléontologie, 1842. ORBIGNY, Alcide Dessalines d’, L’Homme américain (de l’Amerique méridionale) considéré sous ses rapports physiologiques et moraux, t. 1 y 2, París, Pitois-Levrault y Cía., 1839. ORBIGNY, Alcide Dessalines d’, Voyage dans les deux Amériques, nueva edición, París, Furne Jouvet y Cía., 1867. Ver también Patagonia, terra del silenzio, Erizzo ed., Centro studi ricerche Liga­ bue, Venecia, 1980, CASAMIQUELA, R., “Il popolamento indigeno della Patago­ nia”; LIGABUE, G., “Le comunità di cacciatori australi”; TAQUET, P., “Il passato geologico della Patagonia”.

El efecto Ushuaia

Philippe Grenier

Situada en los confines de Tierra del Fuego, ciudad cuya extrema australidad es motivo de orgullo, Ushuaia es objeto de una reputación mítica que no resiste la dura realidad. Aquí reinan el mercantilismo y la chapa ondulada. Pero si bien esta ciudad se ha transformado en una zona franca, sigue siendo el punto de partida de fantásticos paisajes que, en su caso, no son nada míticos.

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l Boeing 727 de Aerolíneas Argentinas deja la ciudad de Río Grande, perdida entre una pradera vacía y el Atlántico gris, en su camino hacia el sur; se eleva por encima de los bosques y de los glaciares de los Andes fueguinos, intactos y hermosos co­ mo en el primer día de la creación, cae literalmente sobre el canal de Beagle, y por enésima vez cumple con el milagro de posarse so­ bre la corta pista del aeropuerto de Ushuaia. El espectáculo de esta Noruega austral es tan excepcional y tan fugaz que uno no tiene tiempo de ponerse nervioso. Luego, el shock. Ushuaia aparece de golpe –a su medida, pues no tiene más que 30.000 habitantes– como una de las ciudades más feas que existen: de una fealdad contagiosa, invasora, que desborda el tejido urbano, a juzgar por los espacios ya vagamente humanizados que la rodean de una doble aureola de villas de emergencia, del lado de la ciudad, y de bosques saqueados del lado exterior. El centro de la ciudad, rígidamente recortado en islo­ tes cuadrados que dan a todas las calles perpendiculares a la cos­

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ta una pendiente de 15%,1 ignora absolutamente que, en la misma zona, unas admirables hayas australes podrían ocultar el estilo heteróclito de las construcciones. Al este, los colores saltones de las grandes fábricas de montaje, nuevas y flamantes, se recortan con crudeza sobre las tristes casuchas que crecieron a su alrede­ dor. Al oeste, el reciente desarrollo urbano yuxtapone de manera anárquica casas hechas con cualquier cosa, pequeños conjuntos de chalets y casas de departamentos a la vez triviales y disparatadas. La “Comisión permanente de planificación urbana” confirma esta impresión cuando concluye así su informe de 1989: “Disper­ sión urbana y crecimiento espacial exagerados, desagregación físi­ ca, desarticulación del espacio público, falta de equipamientos y de servicios, déficit habitacional creciente, marginalidad social, destrucción del patrimonio, depredación del paisaje, contamina­ ción de los cursos de agua, no son más que las marcas visibles del deterioro continuo de la ciudad”. Así es Ushuaia: en el extremo del territorio nacional, a más de 3000 kilómetros de Buenos Aires, es ahora el reflejo, parcial pero significativo, de lo que vienen “eli­ giendo” los argentinos desde hace veinte años. ¿Por qué una ciudad semejante todavía puede hacernos soñar? ¿Y cómo se mantiene el sueño? De hecho, uno no va a Ushuaia pa­ ra visitar la ciudad: todas las guías y relatos de viajes, sin confesar­ lo demasiado, terminan por convencer a su lector de que en Ushuaia no hay nada digno de ver. Chatwin, quien primero rinde el homenaje de rigor a “la ciudad más austral del mundo”, evoca con su puntillismo habitual el huerto del burdel cerca de la caser­ na, y luego se pierde en digresiones; nada más sabremos sobre Ushuaia. Casi veinte años antes, otro trotamundos famoso, P. Matthiessen, insiste sobre todo en su llegada y su partida de Ushuaia, y recuerda él también que “Ushuaia es conocida sobre todo por su posición geográfica”.2 Una revista como Géo, que gusta de las aproximaciones azarosas con tal que éstas alimenten los 1. Los vehículos que toman estas calles tienen la prioridad en invierno respecto de los que van por las calles paralelas a la costa. 2. P. Matthiessen, The Cloud Forest, a Chronicle of the South American Wilderness, p. 106, 1ª edición, 1961, Nueva York, Penguin Travel Library, 1989.

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sueños, afirma que “Ushuaia vio pasar los barcos del mundo ente­ ro” e indica que el whisky y los cigarrillos cuestan poco en este puerto franco cuyo “principal mérito es ser la ciudad más austral del mundo”.3 Una reciente guía sobre la Argentina intenta “ir más lejos”, como se dice hoy día, ubicando la ciudad en los “confines del fin del mundo”, pero parece renunciar a mostrarla, ya que és­ ta le provoca al autor de la obra “una impresión indescriptible” –los paisajes de los alrededores son simplemente “soberbios”.4 En realidad, leer estos escritos modernos sobre Ushuaia nos permite sobre todo verificar cómo nuestra época ve y modela al turista: es un consumidor de distancia, ahorrativo con su tiempo y poco interesado en la exactitud y la verdad, poco interesado por captar, y aún menos comprender, la originalidad de lo que va a “visitar”. “Si bien Ushuaia evoca para algunos sólo el título de un fa­ moso programa de televisión francés, también es el nombre de la ciudad más austral del mundo.” En dos líneas introductorias de las páginas sobre Ushuaia, la Guía del trotamundos5 nos lo dice todo sobre el “efecto Ushuaia”. Título de una programa que muestra distintas hazañas con un fondo de paisajes insólitos, sím­ bolo absoluto del exotismo o más bien, para usar la jerga moder­ na, de lo “extremo”, se eligió este término porque designa un lu­ gar situado al final de todo, y por extensión, una realidad que pa­ rece insuperable: ¿cómo competir en frescura natural con el espu­ mante producto Ushuaia? Este lugar, sin embargo, es accesible para el turista común. Denunciemos pues el efecto Ushuaia y tra­ temos de ver y de comprender. Comprender es a menudo volver a explicaciones generales, es correr el riesgo de disipar el sueño y de trivializar. Pero es mejor entrar en la realidad de las cosas, percibir la parte de verdadera originalidad: aunque se vaya reduciendo continuamente, esta par­ te siempre subsiste. También es –¿por qué no?– anticipar y así atenuar la decepción inevitable, o transformarla en irrisoria, para consolarse: ¿qué prueba más tragicómica del “desencanto del 3. Géo, nº 96, París, febrero de 1987, p. 94. 4. Guide del’Argentine, París, Edit. de la Manufacture, 1994, p. 276. 5. Guide du Routard, Chili-Argentine, París, Hachette, 1992, p. 171.

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mundo” que esos negocios de la avenida San Martín con sus enor­ mes carteles de Guerlain y Lancôme, Cerruti y Grundig, K-Way y Samsonite?

Hombres de Dios y de la Reina En primer lugar, volvamos al pasado, a esa evolución que hizo entrar en la modernidad, a partir de 1869, a la “bahía que mira hacia el este”, como la habían bautizado los yaganes, primeros habi­ tantes del lugar: el resultado es esta pequeña ciudad industrial y turística, dotada desde 1980, como lo indica con cierta compla­ cencia al borde del asombro el autor de un Panorama dinámico de la geografía regional de la Patagonia, “de modernos hoteles, un canal de televisión, un diario, dos colegios secundarios, uno técni­ co, seis escuelas primarias, dos hospitales, dos clínicas privadas, dos cines y una estación de radio”.6 Hay tres momentos importantes, tres influencias decisivas en esta apertura: primero, la de Inglaterra, que actúa a través de sus misioneros, uno de los medios clásicos de la penetración imperia­ lista en el pasado; luego, la de los Estados Unidos, o más precisa­ mente de la Tennessee Gas and Oil: salto decisivo hacia la moder­ nidad, la explotación de los hidrocarburos ha reemplazado la ac­ ción evangelizadora y su eficacia para abrir Ushuaia al mundo ex­ terior no es menos importante; por fin, la de las multinacionales de todo el globo que, a partir de 1980, llevan a Ushuaia a un de­ sarrollo de ciudad-hongo. Los primeros residentes permanentes de Ushuaia son misione­ ros ingleses; lo que es más: vienen de las Islas Malvinas. De esta manera, preceden en quince años a la División Expedicionaria del Atlántico Sur, cuyo jefe, el coronel Lasserre, al izar la bandera na­ cional al lado de la de la misión, el 12 de octubre de 1884, toma 6. H. Cuevas, “Patagonia”, Buenos Aires, Soc. Arg. de Estudios Geográficos, serie especial, nº 8, 1981, p. 317.

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posesión oficial de esta parte de Tierra del Fuego en nombre de la Argentina. Los marinos que durante su última escala en la isla de los Estados acaban de ver a los presos de San Juan De Salva­ mento, no pueden menos que alabar la “educación exquisita” de estos misioneros que “hasta tienen tazas para tomar el té”.7 Sin embargo, hombres de Dios y de la Reina, estos misioneros sólo hablan inglés... o yagán, ya que han podido agrupar alrededor de su establecimiento a unos 300 indígenas. De esta manera, el coronel Lasserre, antes de partir hacia el norte les deja el género necesario para confeccionar otras banderas argentinas. Menos de un año después, el 27 de junio de 1885, Ushuaia se transforma en la capital del nuevo “Territorio Nacional de Tierra del Fuego”, que será el último de este tipo en la Argentina hasta los años 80, es decir, un espacio conquistado administrado directamente desde la Capital Federal.

El desafío de la prisión Comienza entonces una lenta carrera de varias décadas para in­ corporar el puesto, luego la aldea, a la vida del país pues, con la toma de posesión oficial, el lejano poder de Buenos Aires conside­ ra que lo esencial está hecho: es la conclusión lógica del tratado de 1881 que ha delimitado la frontera con Chile. Ésta corta la Tie­ rra del Fuego en línea recta, sobre el meridiano, para tocar el ca­ nal de Beagle a algunos kilómetros al oeste de Ushuaia. Así, la ri­ val chilena Punta Arenas, mucho mejor ubicada sobre el estrecho de Magallanes, es la que sigue recibiendo a todos los barcos a va­ por que rodean América por el sur, dirige una minibúsqueda de oro que por un momento hace pensar en una remake de la aven­ tura californiana o australiana y aprovecha –más que Río Grande o Río Gallegos, en situación desfavorable sobre las costas hostiles 7. E. Belza, En la isla del Fuego, Buenos Aires, Encuentros, 3 tomos, 1974, 1975 y 1977, p. 86 del tomo I.

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del Atlántico– el desarrollo de las grandes sociedades de cría de ganado que, por otro lado, ignoran los trazados fronterizos. El pe­ riodista argentino Roberto Payró, que en 1898 va al sur para visi­ tar lo que gusta imaginar como la Australia de la Argentina, com­ prueba con despecho que, frente a este “triste pueblo” que es Us­ huaia, “rodeado como por una muralla de bosque negro y frondo­ so”, Punta Arenas, “la joya de Magallanes [...] el Montevideo del sur...”, da la impresión de una alegre actividad.8 A los 5000 habi­ tantes de la capital regional chilena, Ushuaia les opone durante el primer censo de 1895 sólo 221 “urbanos”, de los cuales 90 son in­ dígenas, más 60 marinos de paso, sin contar los indios salvajes... y los náufragos, que hacen pesar de manera crónica sobre los resi­ dentes el riesgo de escasez. Ushuaia apuesta sin embargo a la colonización penal –siempre mirando al modelo anglosajón–, y en 1902 se dota de una prisión militar. Pero Ushuaia no es Sydney, la Tierra del Fuego no es Aus­ tralia, y si la prisión sobrevive hasta 1947, en un aislamiento casi absoluto que facilita el control de los prisioneros, permite a la ciu­ dad abrir los bosques que la rodean. Los presidiarios trabajan co­ mo leñadores que proveen a la localidad de madera para calentar­ se y de postes para la línea telegráfica del norte. Son testigos ac­ tuales de ese pasado mítico y sin embargo reciente las pendientes devastadas que rodean la ciudad y, en lugares transformados en museo, las sugestivas fotografías, como la de Simón Radovitzki, “condenado número 71, anarquista”, dice la leyenda, muy elegan­ te en un traje con chaleco y sombrero. Condenado a cadena per­ petua por haber asesinado al jefe de policía de Buenos Aires en 1910, indultado en 1930 por el presidente Yrigoyen, lucha contra Franco durante la Guerra Civil Española y muere en México en 1956. No parece merecer el desprecio de Chatwin. Otra fotogra­ fía más conforme con la idea que se tiene de un reo es la de El Pe­ tiso Orejudo, “detenido a los 16 años –leemos debajo– por haber asesinado a tres niños y haber intentado matar a otras ocho cria­ turas” quien morirá en 1944 en la prisión de Ushuaia. 8. R. Payró, La Australia argentina, op. cit., p. 155-160.

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En esta larga travesía de la primera mitad del siglo, que da a Us­ huaia en 1960 apenas 3400 habitantes, cabe destacar el asombro­ so lugar de los yugoslavos de la isla de Bratch, sobre la costa dál­ mata frente a Split; ejemplo de un movimiento migratorio alimen­ tado a partir de un único hogar, el correo y el boca a boca entre vecinos que ofician como agencia de inmigración. Los nacidos y quedados ya evocados en esta obra descienden en parte de estos dálmatas cuyo espíritu pionero triunfó sobre todos los obstáculos, por más duros que hayan sido los primeros años. Uno de esos dál­ matas recuerda todavía, ochenta años más tarde, la exclamación de un tío que desembarcó en 1908: “Si esto es América, ¡mierda de América!”. Sin embargo, las condiciones de vida en Bratch no tenían nada que envidiarles a las de Tierra del Fuego. Las noventa familias italianas llegadas de Udine después de la Segunda Guerra Mundial no tendrán la misma tenacidad –o bien su vida anterior había sido demasiado fácil– pues pronto no quedan más que seis, ya que las demás parten hacia el norte en busca de parajes más clementes y sobre todo, menos aislados. Es que hasta 1957, sólo la vía maríti­ ma une a Ushuaia con el resto del mundo. Sin embargo, los últi­ mos eslabones de la Cordillera que separan a la ciudad de la de Río Grande, a menos de 150 kilómetros a vuelo de pájaro, no re­ presentan un obstáculo infranqueable; pero Ushuaia sólo puede ofrecer caracoles, o madera, difícil de extraer porque los bosques que revisten las partes más bajas de las montañas presentan un inexpugnable desorden vegetal y árboles en parte muy ancianos. Nada que justifique, desde la óptica casi colonial que rige las re­ laciones de la Argentina con su periferia, un desenclavamiento real. “Cada 31 de diciembre –señala todavía en 1962 un observa­ dor atento– el diario de Ushuaia, al recapitular los acontecimien­ tos destacados del año que termina, no deja de mencionar la esca­ sez de pan y la llegada de papas podridas o llenas de petróleo”.9 La ruta de Río Grande, esbozada en 1937 en forma de camino de 9. R. Gaygnard, “La mise en valeur pionnière de la Terre de Feu”, en Les Cahiers d’outre-mer, número 58, Bordeaux, 1962, p. 132-133.

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herradura, se comienza sólo en 1949 y se termina ocho años más tarde; ¡pero qué ruta! ¡En 1960, cubrir 230 kilómetros en verano llevaba catorce horas!

El gran boom El descubrimiento de gas natural y de petróleo en Tierra del Fuego da un nuevo impulso al desarrollo de Ushuaia. Los yaci­ mientos conciernen a la costa atlántica y la zona de explotación se extiende hacia el norte en dirección al estrecho; pero, como Ushuaia ofrece el único puerto cómodo, profundo y protegido, la Tennessee Gas and Oil Corporation, principal concesionario desde 1959, toma la decisión de establecer aquí su mayor punto de unión de campamentos petroleros con el mundo exterior; así la Tennessee Argentina une esta vez Ushuaia con Río Grande a tra­ vés de una verdadera ruta, pero el asfalto, lujo supremo en estas lejanas latitudes, sólo llega mucho más tarde.10 Ya se piensa en el turismo: a 20 kilómetros al oeste, se crea en 1960 el Parque Na­ cional de Lapataia y desde el año siguiente una ruta llega hasta él; la ciudad es declarada puerto franco y el primer crucero hace es­ cala allí en el verano de 1962. El impulso decisivo se produce durante la década de los 80, pe­ ro es siempre el mundo exterior el que lo provoca, a través de ciertas limitaciones –la amenaza de conflicto con Chile–, o a tra­ vés de ciertas demandas –es el momento de las diásporas indus­ triales y también de la búsqueda, a escala planetaria, de “paraísos” turísticos “vírgenes” y “auténticos”. Simultánea y contradictoria­ mente, Ushuaia conoce un boom industrial y turístico que la tri­ vializa y se torna un mítico y comercializado símbolo de lo lejano. El primer programa televisivo francés llamado Ushuaia se emite en 1987. Si bien la legislación de excepción que estimula la indus­ trialización de la Patagonia comienza a ser promulgada en 1972, 10. En 1989, la ruta estaba asfaltada sólo en 60 kilómetros.

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ésta tiene un efecto real sólo algunos años más tarde, en el contex­ to de la disputa con Chile. Cien años después del Tratado de las Fronteras, el problema del Beagle sigue sobre el tapete: ¿cuál debe ser el trazado oficial de este famoso canal-frontera, al este de Ushuaia, allí donde se abre ampliamente sobre el Atlántico y se llena de islas? ¿Acaso dobla en ángulo recto hacia el sur, dejando estas islas al este, en territorio argentino, o sigue directamente hacia el este, dejando entonces al sur estas islas en litigio, en territo­ rio chileno? Darwin y el capitán Fitz Roy ya no están aquí para opinar, pero a ciento cincuenta años de distancia sus escritos son auscultados, así como la topografía del fondo submarino y, mientras se espera el veredicto de la reina de Inglaterra, luego de los juristas de La Haya y finalmente del Papa, a los rivales les conviene estar siem­ pre más presentes en el lugar. Frente a Ushuaia, sobre la otra ori­ lla del Beagle, Chile hace de Puerto Williams, desde 1952, una co­ muna de pleno ejercicio: este pueblo de soberanía sólo existe pa­ ra “contrarrestar la atracción y la influencia que había comenzado a ejercer Ushuaia, la dinámica localidad argentina vecina”, como escribe uno de los poetas autorizados de la gesta chilena en la Patagonia.11 Afrenta imperdonable a la reputación internacional de Ushuaia, Puerto Williams, con más de 1000 habitantes, no es tal vez aún una ciudad, pero ya es, de manera indiscutible, ¡la locali­ dad más austral del mundo! Es en este contexto de competencia nacionalista que la Argen­ tina suprime los últimos obstáculos para que las multinacionales que quieran establecer sus industrias en Tierra del Fuego puedan hacerlo. Los resultados son elocuentes: la isla cuenta en 1964 só­ lo con 62 personas ocupadas en la industria –exceptuando las ac­ tividades de extracción– ¡y el censo de 1986 señala que hay cerca de 7000! En Ushuaia, la cantidad de establecimientos industriales pasa, en seis años (1980-1986) de 12 a 42, la mano de obra em­ pleada de 500 a 2500 personas y, resultado también del refuerzo 11. M. Martinic, Historia de la región magallánica, universidad Magallanes, Pun­ ta Arenas, 2 tomos, 1992, p. 1159.

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de las guarniciones, la población de la ciudad se triplica en diez años alcanzando, según se estima, los 35.000 habitantes en 1989. Todos los elementos de estas actividades de montaje –electrodo­ mésticos, herramientas eléctricas y plásticas esencialmente–, son importados, y todo sale hacia el norte del país, compitiendo así con las demás industrias. La mano de obra, por su parte, viene de todos los puntos del país, e incluso de los países vecinos como Bo­ livia y Paraguay, donde vive tan mal que acepta enfrentar el shock de ser transferida a una región fría –menos de 10 grados centígra­ dos de temperatura media en verano–, ventosa, lluviosa y lejana. Llega entonces la resaca del país, declaran los “NYQ”, con el des­ precio y la inquietud que en todas partes sienten los lugareños respecto de los inmigrantes recién llegados. Esta nueva población es muy pobre, desamparada, y está dispuesta a soportarlo todo; sin embargo, Hitachi, Grundig y sus émulos prefieren emplear a las mujeres, tal vez porque éstas son aún más dóciles, mientras que los hombres viven de changas, trabajan en verano en la construc­ ción, y se dedican luego a reparar las casuchas provisorias que le­ vantan rápidamente en donde pueden. El déficit y el costo de las viviendas decentes son tales en este contexto de economía de mercado –digamos más bien de capitalismo salvaje protegido por el Estado, versión fin de siglo XX–, que estos pobres diablos, actores a su pesar de este crecimiento pionero tan artificial, se ven abandonados a la improvisación más completa. De esta forma, en 1989, de las 6600 viviendas censadas en la ciudad, los servicios municipales califican a 3000 como “preca­ rias”, y 1650 están “sobre trineos”: dos ruedas o vigas del largo de la vivienda que les permitirán irse sin tener que desarmar todo en caso de que los expulsen del terreno ocupado ilegalmente. De allí ese asombroso aspecto que ofrece Ushuaia en cuanto se sale del centro: una especie de villa de emergencia en vías de consolida­ ción. Las casas de madera o de aglomerado, sostenidas a veces por postes –¿contra el viento? ¿contra los aludes?– de todo tipo y de todas dimensiones, a veces sin terminar, a veces cuidadosamente pintadas, se tornan más alegres sobre escombros jalonados de ar­ bustos bajos y postes telegráficos: las pendientes de morena, ho­ radadas aquí y allá por las palas mecánicas para trazar provisorias

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vías de acceso, exhiben sus entrañas, montones de bloques y de piedras envueltas en arcilla o arena. Este andrajoso paisaje se vuelve lúgubre bajo el cielo sombrío y el fondo de montañas ne­ gras que lo circunda, pero puede parecer también totalmente in­ sólito y como irreal cuando en el crepúsculo, una extraña luz fría ilumina de manera oblicua estos cubos ciegos hacia el oeste, pin­ tados de colores claros y diseminados al azar en terrenos baldíos. El tablero central de Ushuaia, quince cuadras, o bloques, de oeste a este, por cinco de sur a norte, recuerda lo que se ve en toda América Latina, con una diferencia única pero notable: ¡no hay Plaza de Armas! Si el visitante sabe resistir la atracción tramposa que intentan ejercer los negocios del centro de la ciudad, puede gozar del placer sutil de un paseo por los nuevos barrios del oes­ te, donde ciertos ensayos arquitectónicos poco convincentes –y tildados por la población de manera irónica como “Monte Galli­ nero”, la “colina del gallinero”, o “las Nereidas”, por la marca de sardinas– no impiden soñar: pues caminamos por las calles Fuegia Basket, Lucas Bridges o Tekenika...12 Lo que nos muestra con asombro, una vez más, la capacidad del hombre para romper y a la vez alimentar el imaginario... Sin embargo, no hay que limitar­ se a Ushuaia, pues esta ciudad no es un fin en sí misma, no es un punto terminal, sino todo lo contrario, un punto de partida. Y esta vez, lo que podría faltar no son los objetivos, sino la posibilidad de ir a donde se debe ir. Las agencias de viaje lo saben muy bien y logran concentrar, a veces en dos días, la “visita”, al oeste, del parque nacional de Lapataia, una excursión en barco en el Beagle, la visita a la estancia de los Bridges al este, y el regreso por la ru­ ta, unos 50 kilómetros, a través de los bosques y la turba. En cuan­ to a los que disponen de tiempo y dinero, tienen el Hornos en quince días, en barco, a 910 francos el día: tarifa de 1995. Pero los que desean salir de los caminos conocidos y gastar menos pueden ir hacia el este, a la salida de la ciudad, y tomar un va­ 12. Fuegia Basket –así llamada por sus captores– es la niña fueguina de nueve años que el capitán Fitz Roy embarca por la fuerza hacia Inglaterra durante su primer viaje en 1826 y regresa tres años más tarde a Tierra del Fuego. Lucas Bridges es el jefe de la misión religiosa inglesa en la época de la toma de posesión argentina. Te­ kenika, o Teke uneka, significa en yagán: “No entiendo lo que dice usted.”

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go sendero a lo largo del Beagle para impregnarse de bosque pa­ tagónico, mirar sobre la orilla escarpada los viejos Nothofagus tor­ turados por el viento, el agua verde y azul de transparentes cale­ tas, y las largas cabelleras rojas y castañas de las algas abrazadas a los arrecifes. También pueden pasar la estación de esquí, mirador habitual propuesto a los turistas justo sobre Ushuaia, subir en al­ gunas horas por un camino no demasiado difícil a la cima del mon­ te Martial, a 1400 metros de altitud, para hallar la soledad total y el rugir del viento, sin el cual no se sabe qué es la Patagonia; y desde allí, contemplar hacia el sur, hacia el Hornos, si el horizonte se despeja durante un minuto o una hora, la infinita sucesión gris azulada de islas y canales; o dirigir la mirada a sus pies, a la inmen­ sa boca rectilínea del Beagle, al borde de la cual Ushuaia, esta vez reducida a poca cosa, recupera finalmente, gracias al silencio, el rostro heroico de un establecimiento humano perdido en los con­ fines de la tierra de los hombres.

Traducido del francés por Clara Maranzano

En los confines helados

de la nostalgia, de la utopía y del olvido Jean Raspail En la vida y obra de Jean Raspail, la Patagonia representa medio siglo de fervor y de descubrimientos, así como tres novelas: Le jeu du roi; Moi, Antoine de Tounens, roi de Patagonie y Qui se souvient des hommes... “Que se utilice el nombre de Ushuaia para un programa de televisión me da tristeza y rabia”, nos dice. “Para comprender esa parte del mundo, hay que mirarla con los ojos del que sabe que ha de morir allí.”

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n mi larga historia con la Patagonia, lo que hoy asombra es el tiempo que duró mi iniciación en esa lejana y mítica re­ gión: entre mi primer viaje y la publicación de Qui se souvient des hommes..., en 1986, pasaron más de treinta y cinco años. Todo empezó en 1951 con una expedición transamericana Tie­ rra del Fuego-Alaska, cuyo objetivo era probar un automóvil. Salí de Buenos Aires para llegar a Tierra del Fuego por la ruta, que en ese momento ni siquiera llegaba hasta Ushuaia. Crucé dos veces la Patagonia; una vez bajando, la otra subiendo. En esa época los franceses prácticamente desconocíamos estas latitudes. Ushuaia era una prisión que nadie conocía y tenía sólo tres mil habitantes. Luego volví para recorrer el estrecho de Magallanes y los brumo­ sos canales patagónicos a bordo de un barco de vigilancia chileno, con base en Punta Arenas: fue durante este periplo que pude ver al último de los alacaluf, a bordo de su bote, al que los marinos chilenos entregaban un paquete de provisiones y tabaco. Algunos metros y algunos miles de años me separaban de ese sobrevivien­ te de la prehistoria...

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Luego vino el tiempo del alejamiento y la decantación. Me hice una biblioteca patagónica, donde figuraban en particular los re­ cuerdos de los exploradores, conquistadores y viajeros: Magalla­ nes, Drake, Byron, Darwin y el pastor William, así como testigos menos conocidos: tal el argentino Menéndez-Behety, autor de las Crónicas australes, gran conocedor de la región, gracias al papel que su familia tuvo y tiene aún hoy en la Patagonia. Trabajé con documentos apasionantes como las Memorias del pastor William, que murió de agotamiento. Fue durante ese período que la histo­ ria de Antoine de Tounens estimuló mi propia sensibilidad: el des­ tino novelesco del jurista de Périgueux que se transformó en so­ berano imaginario de Araucania y de Patagonia dio origen al libro Moi, Antoine de Tounens, roi de Patagonie. La Patagonia que volvía a ver en los libros me revelaba, mejor aún que la exploración física, su dimensión mítica, la de una nueva frontera siempre más lejana que invita a la aventura, a la supera­ ción personal y a cruzar todos los límites. Un humus novelesco, en suma, fértil en héroes y antihéroes. En el capítulo de la mitología patagónica, haría especial mención a la ciudad de Puerto Hambre, que fue a fines del siglo XVI escenario de una tragedia desmesura­ da: la de la agonía colectiva de una colonia de dos mil españoles donde había agricultores, artesanos, monjes, sacerdotes y un obis­ po, todos víctimas de la misma maldición. Mucho más que una consecuencia del clima –falta de sol, humedad, vientos continuos, aridez del suelo–, yo veo aquí un fenómeno de tetanización ligado al terror sagrado y al sentimiento de aplastamiento y de impoten­ cia que estos lugares inhóspitos inspiraban en los colonos. Para comprender esta región hay que realizar un largo camino personal, dejar a un lado la mirada superficial del explorador, via­ jero o colonizador europeo y verlo con los ojos de aquel que sabe que ha de morir allí. Fue este cambio de perspectiva lo que inten­ té hacer en Qui se souvient des hommes..., donde se trata la larga agonía del pueblo alacaluf. Para construir esta novela, me inspiré mucho en los importantes trabajos del etnólogo Joseph Emperaire. La elección del pueblo alacaluf tiene un valor ejem­ plar, pues se trata de una tribu de pescadores nómades, cuya men­ talidad y modo de vida provienen directamente de la prehistoria.

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Nómades desde tiempo inmemorial en el estrecho de Magalla­ nes, a partir del siglo XVI asisten al paso de las sucesivas olas de invasores: españoles, ingleses, holandeses y franceses. Confronta­ do a la civilización, este pequeño pueblo toma conciencia de su debilidad y de su inutilidad, hasta el momento en que se les im­ pone la elección inconsciente de la desaparición, que se expresa a través de la esterilidad de sus mujeres. Lo único que le queda por hacer a Lafko, personaje emblemático del libro que atravie­ sa los siglos, es inclinarse por última vez sobre los remos, solo en su bote frente a la tempestad, para hallar la caleta al reparo de los vientos donde podrá abandonarse a su último sueño. Los alacaluf murieron de desesperación. Les sucedió a ellos y sucedió en otras partes del mundo. En mis tres libros sobre la Patagonia invito al lector a viajar al espíritu de esta tierra y a compartir lo que constituye la esencia mítica de esta zona austral. Desde luego, la del tercer milenio, con su fama mediática de escenario de la “aventura extrema” no es ya mi Patagonia, pues carece precisamente de esta dimensión de ex­ periencia espiritual que constituye el hilo conductor de mi obra li­ teraria. ¡La superación personal nada tiene que ver con los bíceps! Siento cierta nostalgia por la época en que los navegantes pagaban un caro tributo al cabo de Hornos y al estrecho de Magallanes. El cabo de Hornos es el cementerio más grande de barcos a vela en el mundo. Hoy día las carreras pocas veces dan lugar a accidentes. Cuando los barcos naufragan en el mar del cabo de Hornos, el hombre recupera la dimensión de lo sagrado. El mar debe cobrar su tributo. Que usen el nombre “Ushuaia” para un programa de televisión francés me da tristeza y rabia. Pero para mí, la Patagonia será siempre la fidelidad a un símbolo, la bandera de Antoine de Tou­ nens. Para los miembros de nuestra pequeña cofradía, el rey go­ bierna eternamente. Es el mito. Testimonio recogido por Graciela Schneier-Madanes Traducido del francés por Clara Maranzano

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Un western en busca de productor

Jacques Soppelsa

Donde se descubre que las dos Américas comparten un destino común donde la epopeya del western tiene un papel fundador. Mitologías y horrores singularmente vecinos, indios masacrados, fiebre del oro, pasiones científicas y aventureras, e incluso la idéntica voluntad de olvidar que estos territorios tenían una historia mucho antes de que los descubrieran los europeos.

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stá bien visto decir, aquí y allá, que la historia de la Pata­ gonia no tiene nada que ver con la del Lejano Oeste nor­ teamericano, el verdadero, el único, el de la Frontera, tan caro a Turner. “Las falsas simetrías rozan la leyenda. No hay fantásticas cabalgatas. No hay caravanas de colonos que se dirigen al oeste. ¿Existe un Lejano Oeste argentino?” Esta cita, extraída de una re­ ciente obra de geografía universal, habla a las claras. En primer lu­ gar –sin duda los mitos persisten a través de los tiempos– porque evocar las caravanas de los colonos yanquis para negar la compa­ ración con la historia patagónica no deja de ser divertido. En rea­ lidad, después de la colonización de la llanura del Mississippi, en el sentido estricto del término, comenzó la de las orillas california­ nas, con el descubrimiento de las primeras pepitas de oro en la sie­ rra de Klamathe. Muy pocos aventureros, luego colonos, tomaron los caminos con sus carretas que el cine multiplicó sin límites. Los mayores contingentes llegaron al Lejano Oeste por mar: alrededor del 30% por el golfo de México y el istmo de Panamá. Y el 60% por la ruta infernal del cabo de Hornos siguiendo precisamente la cos­

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ta patagónica, e incluso haciendo escalas allí. Y el no man’s land de las Tierras Altas de los Estados Unidos sólo se reabsorberá al­ gunas décadas más tarde con la colonización voluntarista de Okla­ homa, último estado metropolitano de la Unión. Luego, porque la comparación, en muchos niveles, roza lo evidente y merece al menos ser esbozada. Desde luego, la Patagonia no es el Gran Oeste norteamerica­ no. Allí casi no se habla la lengua de Shakespeare (admitiendo que sea la lengua de este último la que se habla en Reno o Spokane), sino la de Cervantes. Desde luego, la Patagonia no cuenta con ciu­ dades tan dinámicas como las que bordean las Rocallosas o la cos­ ta californiana. Desde luego, la Patagonia y su vecina Tierra del Fuego están lejos de tener el crecimiento económico, o el desa­ rrollo, de los estados occidentales de la primera potencia del glo­ bo. Y no obstante, en muchos aspectos, cuando se echa una mira­ da a la historia patagónica, con más razón a sus protagonistas, reales o ficticios (¿pero no es casi lo mismo?) debemos reconocer que la epopeya patagónica se parece en mucho a la leyenda que ilus­ tra la del western norteamericano.

Lejano Oeste y Patagonia: dos “fin del mundo” Antes de evocar a grandes rasgos las siluetas de algunos de los actores eminentemente singulares que contribuyeron a tejer una saga patagónica particularmente rica, debemos recordar cuatro o cinco rasgos comunes, elegidos adrede como ejemplos en distin­ tas áreas. El Lejano Oeste y la Patagonia son, ante todo, dos “fin del mundo”. ¿Y qué mejor para que surjan descubridores, aventu­ reros, estudiosos, conquistadores, pioneros, delincuentes de toda laya, que un fin del mundo? Dos “fin del mundo” en las fronteras de la Tierra y además, descubiertos recientemente (hace menos de quinientos años, nada en comparación con los albores de la his­ toria de la Humanidad). Recientemente, al menos desde la óptica estrictamente europea. Pues, después de todo, según los especia­

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listas, los onas y otros alacaluf, llegaron a las latitudes australes del continente americano desde los horizontes del norte, alrededor del año 12.000 antes de J. C. El litoral californiano es reconocido por primera vez en la his­ toria de la navegación europea en 1542. El litoral patagónico es descubierto oficialmente, para la inmensa mayoría de los historia­ dores y por lo tanto del público general, por Fernando Magalhães, alias Magallanes, en 1520. Esto está confirmado en su bitácora por el florentino Pigafetta, compañero de viaje particularmente atento y prevenido. Lo que no es tan seguro es que, en definitiva, Ma­ gallanes podría no ser más que un brillante segundo en la búsque­ da de las costas de la Patagonia. Otro florentino, Amerigo Vespuc­ ci, durante su segundo viaje, en 1501-1502, al servicio del reino de Portugal, habría descendido después de reconocer el Río de la Plata, más allá del paralelo 53, y una vez en estos parajes, habría entrevisto la costa. Se acerca a ella, aparentemente, a menos de veinte leguas marinas. Pero la tempestad y la ausencia manifiesta de toda ensenada o rada natural lo disuaden de ir más lejos. Vol­ verá a Lisboa el 22 de julio de 1502. En cuanto a su último viaje, no se sabe prácticamente nada, sino que habría ido más lejos aún. Entonces, ¿Magallanes o Vespucci? En el segundo caso, ironía de la historia, Magallanes, involuntariamente, al quitarle la gloria del descubrimiento de la Patagonia, habría “vengado” en cierto modo al desdichado Cristóbal Colón, frente al “impostor” Amerigo Ves­ pucci, ¡pues fue este último quien “legó” su nombre a... América! Otro tema de controversia es el nombre de Patagonia. Según una tesis sólidamente enraizada, viene del español “pata”, es de­ cir pie. Al ver a los primeros especímenes de indios onas o arau­ canos, Magallanes habría exclamado: “¡Ah! ¡Qué patagones!” Una vez más, le debemos esta anécdota al inevitable Antonio Pigafet­ ta. El exadjunto del embajador de Roma en la corte de Carlos I de España, caballero de Malta además, describe minuciosamente a los aborígenes: cubiertos con pieles y cueros, los enormes pies en­ vueltos en lanas, el rostro pintado de ocre y bermellón. De gran estatura. ¡Son muy altos! Pigafetta, no sin cierta exageración nos dice: “Nuestros hombres les llegaban a la cintura.” Aborígenes pa­

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cíficos al comienzo, lo que no cuadra con la otra tesis clásica de un “patagón” forjado a partir del vocablo griego que significa “rugi­ do”. Y el cronista Fernández de Oviedo no duda en hacer decir a su héroe, Juan de Arcizaga: “Vimos más de dos mil indígenas, lla­ mados patagones [...] por sus pies tan grandes.” Pero como al interrogarse sobre la génesis de la América aus­ tral nada es verdaderamente ciento por ciento confiable, esta eti­ mología es cuestionada hoy más que nunca, pues no podemos dejar de recordar que ocho años antes de pasar por “su” estrecho, Magallanes estaba en España. Allí habría podido tomar conoci­ miento de un best-seller de la época, una novela que celebraba las hazañas del caballero Palmiro y de su hijo Primaleón. Este tipo de obra era muy apreciada por los conquistadores... cuando sabían leer. Y entonces, ¿qué hace Palmiro cuando desembarca en la “is­ la misteriosa”? Enfrenta en un combate de titanes a un monstruo: el “gran Patagón”. ¡Un monstruo que tiene como esclavos a un ejército de salvajes también llamados “patagones”! En 1510, García Ordóñez de Montueldo publica, también en Madrid, las Hazañas de Esplandian. Su heroína, la reina de las Amazonas negras, Califa, dará su nombre en 1542 a California, y no se trata de una simple coincidencia. En cuanto al Gran Pata­ gón, reaparece, otra vez rodeado de salvajes, por el lado de Jaén, en el Perú, más o menos en la misma época, pero esta vez con ca­ beza de perro. Estos dos “fin del mundo” revelan también semejanzas muy se­ rias en el plano de los datos orográficos e incluso climáticos. Aquí y allá idéntica organización general, a gran escala, de la base físi­ ca. Una áspera y monumental cordillera longitudinal (Andes del sur, Rocallosas del norte) que bordea el océano Pacífico a lo largo de miles de kilómetros. Este enorme arco de piedra supera los 6000 metros de alto. El Aconcagua (6959 metros) y su vecino, el Mercedario, casi alcanzan los 7000 y son superados únicamente a nivel mundial por el Himalaya. Las precordilleras del este posibi­ litan el contacto con las inmensas Planicies Altas o pampas. Alti­ planos y valles interiores se suceden en el corazón de las forma­

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ciones montañosas. Estas regiones, que por siglos han originado mitos y leyendas, revelan también numerosos puntos comunes, desde la Gran Cuenca norteamericana hasta el pie de montaña patagónico. En sus granjas aisladas, adosadas a las Tierras Altas del Lejano Oeste, los primeros colonos de Nebraska creían, según el poeta, “estar a treinta millas del agua, a veinte millas del bosque, ¡pero a menos de diez millas del infierno!”. Los de Chubut, de Río Negro o de Santa Cruz, tan aislados como los anteriores, en los confines de la Tierra, hubieran podido compartir esta sensación cotidiana. Y tal como lo recuerda aquí, no ya el poeta sino el historiador, “a lo largo del siglo XIX, los vientos de la Patagonia lograron que más de un pionero se volviera loco”.

Eldorado y la ciudad de los Césares Estos dos “fin de la tierra”, casi vacíos, también despiertan el apetito de toda clase de soñadores. California, tanto como las re­ giones septentrionales de América del Sur, es Eldorado. La Pata­ gonia, el mito de los Césares. A decir verdad, toda la “aventura americana” tuvo su halo ma­ ravilloso hasta el siglo pasado. Cuando Ponce de León llega a la península de Florida, cree descubrir el río del paraíso, luego, la Fuente de la juventud. En el siglo XVI, Orellana da el nombre de Amazonas al gigantesco río que remonta. Desde 1531, Diego de Ordas navega por el Orinoco para alcanzar el reino mítico de Me­ ta; el reino del cacique cubierto de oro, El Dorado. Durante más de dos siglos, la Patagonia se ve profundamente marcada por la búsqueda frenética del reino de los Césares. Hacia 1550, uno de los tenientes de Valdivia, Jerónimo de Alderete, cruza la Cordille­ ra a la cabeza de doscientos hombres. Su objetivo: entrar en con­ tacto con la ciudad de los Césares. Pronto debe enfrentar a una tribu de tehuelches y sus tropas se desbandan. En 1553, otro te­

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niente, Francisco de Villagra, cruza el paso de Villarica, pero la muerte de su jefe lo disuade de ir hacia el este. Las desventuras del capitán Francisco César (simple homóni­ mo) en las llanuras del sur no dejan de hacernos recordar –¿otra coincidencia?– las del mayor yanqui Stephen Boyd quien, a co­ mienzos del siglo XIX, partirá al frente de una expedición científico-militar enviada (y muy bien pagada) por el joven gobierno de Washington, hacia las terra incognita del Lejano Oeste. Pero vol­ vamos a 1621. Casi un siglo después de la seudoexpedición de Francisco César la aventura recomienza. Ese año, Diego Flores de León llega hasta el admirable paraje del lago Nahuel Huapi. Parece ser que algunos meses antes, Pedro Hernández había lle­ gado ya a estas orillas por la ruta más difícil del río Peulla. Flores de León no le oculta sus objetivos a su compañero, el padre jesui­ ta Mascardi: encontrar la ciudad encantada de los Césares. Esta búsqueda se apoya en la profunda lectura de muchas obras. Como el tratado del historiador Enrique de Gandía que afirma: “Estos Césares viven en casas de mármol. Tienen vasijas de azurita, de plata y de oro.” A pesar del fracaso de Saavedra, que intentó lle­ gar desde Buenos Aires hasta el río Negro, o del de Gerónimo de Cabrera, quien cruza la pampa con ochenta carretas en 1622, desde Córdoba, del noreste hacia el sudoeste –sin encontrar a los Cé­ sares ninguno de los dos–, el citado Mascardi no retrocede ante ningún sacrificio. Escribe a los Césares cartas en español, en grie­ go, en latín, en italiano, en araucano y hasta en poya y en puelche, las dos lenguas tehuelches. Cartas que no tendrán respuesta. Pe­ ro durante unos ochenta años se multiplicarán los testimonios de los aventureros que dicen haber estado en una ciudad mágica, ha­ ber entrado en contacto con los aborígenes, cubiertos de oro y de plata; mejor aún, haber sido testigos directos de distintos mila­ gros. En 1774, en plena era de las Luces y de la Enciclopedia, Ig­ nacio Pinuer asegura con vehemencia que “los Césares viven en el corazón de una fortaleza, tienen vajilla de plata y oro, y los habi­ tantes de la ciudad encantada son definitivamente inmortales”. Es fácil imaginar la atracción de semejante ciudad. Sobre todo cuan­ do Pinuer agrega: “He reunido las informaciones más dignas de fe. He reunido los mejores documentos sobre este tema. No se

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puede dudar de la existencia de la ciudad de los Césares.” Pala­ bras que la Iglesia condenará, por cierto. La misma Iglesia que, en cuanto al mito de los Césares, va a enarbolar definitivamente una explicación más concreta a fines del siglo XVIII: “César” provendría simplemente del término te­ huelche Sesar kaike, una planta comestible.

Aventureros españoles, holandeses, ingleses Paralelamente, una gama increíble de aventureros de toda laya va a llegar a la Patagonia y a Tierra del Fuego –como en América del Norte– durante casi tres siglos. De toda laya... y de todos los horizontes. Españoles, evidentemente. Acabamos de mencionar a algunos. En el pedestal de la historia local encontramos todavía a un tal Diego Flores de Valdez, que en 1581, al frente de unos 25 barcos y 20.000 colonos, intenta fundar una serie de pueblos fortificados “contra la piratería inglesa”. Españoles también en su mayoría los jesuitas Guillelmo, Enrique, Hoyo, tras los pasos de Mascardi ya citado. Guillelmo crea, a comienzos del siglo XVIII, los primeros recorridos de cría ovina en la región de la precordillera. Soporta­ rá dos años antes de que sus ovejas sean envenenadas (¿por los indios?). En 1702, el padre Hoyo descubre el mítico paso de Vuel­ hetech. Muere envenenado en 1716. Su sucesor, el padre Elgue­ ra, es asesinado por los indios, y su misión, incendiada en 1707. Son tiempos duros para este puñado de religiosos que intentarán entrar en esta tierra patagónica sin éxito alguno, o casi, hasta que abandonan definitivamente la zona tras la expulsión de la orden. Y sólo a finales del siglo el franciscano Menéndez, proveniente de Chiloé, retomará la iniciativa “en búsqueda de un lago mágico” una vez más, con el objetivo confesado a medias de hallar la ciu­ dad de los Césares. Menéndez terminará su periplo en el corazón de la pampa meridional, en la sierra de la Ventana, cerca de la ac­ tual ciudad de Tandil, es decir, ¡a algunas horas de los suburbios de Buenos Aires!

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Holandeses, como Jacob Mahu, quien en 1529 se aventura con cinco navíos en el estrecho, pierde uno y deriva en la tempestad hasta la tierra de Graham. O como John Spielbergen, cuya expe­ dición financiada por la Compañía Oriental de las Indias, descu­ bre un ona, un “indio gigantesco”; o el siniestro Cliver Van Noort, que a su regreso se enorgullece de haber masacrado “cientos de salvajes”; o Isaac Le Maire. Este último está convencido de que existe un paso hacia el oeste a partir del sur del estrecho de Ma­ gallanes. Pero es su segundo, Guillermo Cornelius Schouten, quien en 1516 rodeará oficialmente por primera vez el mítico ca­ bo en el extremo de las tierras americanas, un cabo que bautiza como su ciudad de origen, Hoorn. La leyenda del cabo de Hornos acaba de nacer. Ingleses, obviamente. Como Holton, Andrew, Spencer, Smith, Gordon, todos ellos dominados, si no aplastados, por la excepcio­ nal figura de sir Francis Drake. Drake realiza su “viaje al fin del mundo” entre 1577 y 1580. Todavía hoy nos preguntamos acerca de los objetivos precisos de este hijo de pescadores. Su expedición está financiada oficialmente por sir Francis Wellsingham y algu­ nos otros notables londinenses “para conquistar nuevos lugares de comercio en las terras australis.” Pero el mismo Drake le confia­ rá luego a su segundo, Thomas Doughty (el mismo segundo al que hará ejecutar por tentativa de rebelión, cerca de San Julián), que está buscando “una salida occidental sobre el Pacífico, pasando el noroeste”. Y ciertos historiadores británicos, como Pole, evocarán “una misión secreta al servicio de la reina Isabel para efectuar in­ cursiones en la costa occidental de América del Sur y establecer­ se en nombre de la corona”, lo cual no es incompatible. Al frente de 170 hombres y 5 barcos, entre ellos el Pelican, Drake deja Inglaterra el 12 de diciembre de 1577. Captura una nave portuguesa en las cercanías de las islas de Cabo Verde, bor­ dea la costa oriental del sur del continente latinoamericano y lle­ ga al estrecho de Magallanes el 6 de septiembre de 1578. Un es­ trecho que se ha transformado decididamente en el lugar de moda. En la misma época Lachillero, desde Valdivia, lo cruza en sen­ tido inverso. Una tempestad hace derivar la expedición inglesa

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más allá del paralelo 57. ¿Ve entonces el (futuro) cabo de Hornos? Si fuera así, sería él quien verdaderamente descubrió el “mito”. Lo que es seguro, por el contrario, es que con su periplo va a probar que Tierra del Fuego es un archipiélago. Descubre luego una isla, que bautiza “Isabel” (que ciertos autores asimilan hoy toda­ vía al cabo de Hornos), una isla tan “misteriosa”, para tomar la ter­ minología de Julio Verne, que va a terminar por desaparecer. Aquí también se plantean dos hipótesis: la isla Isabel se hundió luego en las profundidades del océano, en una región afectada regularmente por convulsiones de tipo volcánico; o bien, se fue desha­ ciendo lentamente, y hoy está reducida a un vulgar banco, el ban­ co Pactolus, que aflora al oeste de Tierra del Fuego. La expedición llega luego al estrecho de Drake, remonta las costas de Chile y del Perú hasta el istmo de Panamá y el litoral ca­ liforniano. ¡El otro Lejano Oeste! Llega al paralelo 48, es decir, la latitud de la actual ciudad de Seattle. Pero una nueva tempestad la obliga a bajar hasta el paralelo 38, a la derecha de la bahía de San Francisco. Cierta vajilla de cobre descubierta en 1936 habría pertenecido a su flota. Durante más de diez años la historia del intrépido navegante se desdibuja entonces en la de América. Llega a las Molucas (donde excomulga a su capellán) luego vuelve a Plymouth donde invierte sus ganancias –unas 500.000 libras esterlinas– en la compra de una abadía, en Buckland, Devon. Su mujer muere algunos meses después de su regreso. Vuelve a casarse en 1585 para retomar los mares en 1586. Desembarca en Florida, derrota a los españoles en San Agustín, retorna al viejo mundo donde, en 1587, en las nari­ ces del rey de España, ataca a la marina española en la misma ra­ da de Cádiz. Pasan diez años y, después del extraordinario episo­ dio de la caída de la Armada Invencible, cruza una vez más el océano para llegar a América del Sur. Hace una escala en Puerto Rico y luego en Portobelo, donde Drake halla la muerte. El 27 de octubre de 1595 sus restos son arrojados al Atlántico. Drake. Un asombroso vínculo durante su primer periplo, entre nuestros dos Lejano Oeste. Un corsario capaz de todas las auda­ cias y de todos los récords. En esta materia, como lo estableció mi­

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nuciosamente el historiador norteamericano Riesenberg en su es­ tudio sobre el cabo de Hornos, Cavendish, el otro británico, reco­ rrió el estrecho de Magallanes en cuarenta y nueve días. Caven­ dish, para la pequeña historia, es cronológicamente quien prime­ ro se inscribe en la lista negra de los defensores de la naturaleza: habría masacrado más de 15.000 pingüinos en Puerto Deseado durante su viaje. Lo que no le traería buena suerte: la epopeya de Cavendish termina mal, obviamente de manera pintoresca. Su barco es literalmente devorado por cantidad de gusanos y orugas. A Magallanes le habría llevado veintisiete días, y a Drake apenas dos semanas, superando además múltiples afrentas en un medio ya marcado por la maldición: hacia 1525, de los siete navíos de García de Loyzaga, no vuelve ninguno; diez años más tarde, la ex­ pedición de Simón de Alcazaba termina en desastre. En cuanto a los tres barcos de Alonso de Camargo, el primero naufraga, el se­ gundo pasa el invierno en la Isla Grande de Tierra del Fuego y sus pocos sobrevivientes alimentan (si se puede decir así) la leyenda de estas regiones implacables; el tercer barco deriva hacia el Gran Sur y, a la zaga de los últimos onas y alacaluf, su fantasma sigue paseándose desde hace siglos por las noches glaciales del canal de Beagle.

Estudiosos, pioneros, buscadores de oro e iluminados Con los años, y luego con las décadas, la aventura por la aven­ tura, el descubrimiento por el descubrimiento se fueron confun­ diendo, como en el Lejano Oeste, con objetivos de conquista, in­ tereses políticos, incluso estrictamente económicos y comerciales. El papel de los mitos resucitados de la Edad Media o del Renaci­ miento mediterráneo, primordial en los primeros tiempos, se fue desdibujando poco a poco. La evangelización representa uno de los cuatro fundamentos de la colonización, en las fronteras de la Patagonia como en Cali­ fornia. Estas últimas ven desaparecer insensiblemente al con­

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quistador, al corsario o al misionero en pro de nuevas figuras: el estudioso, el pionero, el buscador de oro. Sin embargo (y no es ésta la menor de las originalidades de estas misteriosas tierras australes) durante el siglo XIX todavía tienen aquí su sitio el loco y el iluminado. Iluminado... con serios matices. Pensemos en la epopeya del padre Cardial, a mediados del siglo XVIII, en la del padre Faulkner, hacia 1775, dos anglosajones cuyos suntuosos proyectos de coloni­ zación futurista son ridiculizados por cantidad de contemporá­ neos, pero tomados muy en serio por la corona de España. Fren­ te a sus tentativas, los españoles van a comenzar a fortificar el li­ toral patagónico con la creación de San Julián (en Santa Cruz), de San José de Chubut y de Carmen de Patagones-Viedma en Río Negro. Pensemos también en George Musters, un siglo más tar­ de. Capitán de la Real Armada inglesa, cruza la Patagonia de nor­ te a sur. Una cabalgata de tres años que va a dejar huellas. Como por casualidad, veinte años después, con la “Conquista del De­ sierto” de la que ya hablaremos, es una poderosa compañía britá­ nica la que obtiene la concesión de las tierras más propicias para la cría de ganado bovino en el norte de la Patagonia, por noventa y nueve años. ¡Concesiones que coinciden precisamente con la ru­ ta que tomara Musters! ¿Iluminados? ¿Idealistas? ¿Enviados oficiales? El ejemplo del francés Antoine de Tounens es particularmente elocuente: jurista del Périgueux que se autoatribuyó títulos de nobleza, quien de­ sembarcó intempestivamente desde Buenos Aires en el centro de la pampa, bajo el Segundo Imperio, y se proclamó rey de Arauca­ nía el 17 de noviembre de 1860, y tres días más tarde, rey de Pa­ tagonia, con el nombre de Orélie I. Si evocamos a grandes rasgos estos personajes fuera de lo co­ mún, no podemos olvidar una ola nada despreciable de viajeros y de expediciones: los estudiosos de las exploraciones científicas. Desde luego, durante los tres primeros siglos del “descubri­ miento”, de la conquista, de la penetración europea en estas tie­ rras australes, el interés científico de las expediciones siempre es­

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tá presente en la imagen del Lejano Oeste, donde botánicos, na­ turalistas, cartógrafos y geólogos acompañan a los militares oficial­ mente enviados por Washington. Pero, a partir de mediados del si­ glo XVIII, y con más razón a lo largo del XIX, se multiplican las ex­ ploraciones francamente científicas. Entre los “grandes”, Jean Narborough estudia escrupulosa­ mente las costumbres de los indígenas de la costa chilena y carto­ grafía el estrecho de Magallanes. En 1764, el francés Louis Antoi­ ne de Bougainville, brillante matemático, autor consagrado de un tratado sobre el cálculo integral, edecán del marqués de Mont­ calm en su desdichada campaña canadiense, ocupa las Malvinas por propia iniciativa. Un año más tarde, John Byron se apresurará a plantar el pabellón británico en una de las islas, aunque había sido enviado expresamente a efectuar relevamientos de tipo orográ­ fico y estudios antropológicos. Todo se arreglará en 1767. Duran­ te unos dos siglos, ingleses y franceses se entienden para ceder las Malvinas a la corona de España. En esta fecha, la monarquía francesa le confía a Bougainville el mando de una expedición de reconocimiento científico alrededor del mundo. La fragata La Boudeuse cruza el Atlántico, el estrecho de Magallanes, evita el cabo de Hornos, descubre Tahití (“nueva Citera”), las islas Samoa, las Nuevas Hébridas, las Salomón. Bou­ gainville vuelve a Francia después de haber vencido múltiples di­ ficultades en su camino. Cruzará también con facilidad las trampas de la historia: secretario del rey en 1772, después de la publi­ cación de su Voyage autour du monde, jefe de escuadrón en Amé­ rica del Norte en 1779, vicealmirante en 1781, sobreviviente de las masacres revolucionarias de 1792, senador del Imperio, Louis Antoine de Bougainville va a entrar en la inmortalidad sobre todo dando su nombre, en el Pacífico, a la isla más grande de las Salo­ món y al estrecho que separa Malakula de Espíritu Santo, en las Nuevas Hébridas; y, en América del Sur, a las buganvillas, ese ar­ busto ornamental indisociable, todavía hoy, del encanto de las es­ tancias argentinas. Bougainville evitó el cabo de Hornos en su periplo alrededor del mundo. Lo que no hizo su émulo, Jean François de Galaut,

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conde la Pérouse. Este último, como Bougainville, no sólo ilustra la voluntad de la monarquía francesa de ocupar un lugar en el te­ rreno de los descubrimientos de este fin de siglo, tanto desde la óptica política como desde la de los datos científicos, sino que también muestra la interpenetración de hecho de ambas Améri­ cas, luego de ambos “Lejano Oeste”, en esta doble búsqueda. La Pérouse y sus dos navíos, La Boussole y L’Astrolabe (el astrolabio, otro símbolo) cruzan el cabo de Hornos en 1785, avan­ zan hasta los parajes de las islas Sandwich y en junio de 1786 se encuentran cerca del monte Elias, en Alaska. La Pérouse explora ampliamente el litoral californiano, hasta Monterrey, parte hacia Macao, Manila, Tonga... y desaparece en 1788 en los arrecifes de Santa Cruz. Peter Dillon, un racionalista eminente que en 1826 aporta las pruebas formales del naufragio de esta embarcación, no duda en escribir: “Bougainville evitó el cabo de Hornos. La Pé­ rouse y su segundo, de Langle, desafiaron al cabo infernal antes de penetrar en el Pacífico. Bougainville volvió sano y salvo a Pa­ rís, y en enero de 1793, cuando Luis XVI es conducido a la muer­ te, mientras que Bougainville, perdonado por los revolucionarios, pasa sus días tranquilamente en su castillo de Normandía, el rey de Francia, preguntará por última vez al pie de la guillotina: ‘¿Qué se sabe del señor de La Pérouse?’” Bougainville, La Pérouse. Los franceses ocupan un lugar envi­ diable en la galería de las expediciones científicas en América aus­ tral. Citemos también a Bonpland (seudónimo de Amédée Gou­ geaud) quien acompaña a Alexandre de Humboldt durante su via­ je de cinco años a través de América, entre 1799 y 1804, antes de volver definitivamente al Nuevo Mundo –vía Buenos Aires– en 1817, donde publica su obra de veinte años de naturalista y mue­ re en mayo de 1858, a los 85 años, en su estancia de Santa Ana de Corrientes. Pero un poco más tarde, en el capítulo de los grandes estudio­ sos, la Patagonia se verá marcada, ante todo, por la estatura del in­ glés Charles Darwin. Después de él, y a lo largo del siglo XIX, la Patagonia se convierte en el laboratorio viviente de cantidad de estudiosos de todos los horizontes: Enrique Libanus Jones, cartó­

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grafo del norte patagónico; Moreno; los suizos Claraz y Heusser; el inglés Wharton; el francés Dumont d’Urville, oficialmente a cargo de una misión científica, pero en realidad preocupado por estudiar la posibilidad de implantar una colonia francesa en las costas del estrecho; los chilenos Simpson, Latorre o Ramón Serra­ no, el “redescubridor” de los Onas de la Isla Grande; los italianos de la corbeta Magenta, Giglioli y Soppelsa, o de la corbeta Pisani, Roncagli y Lovisato. Estos últimos, además del minucioso estudio del litoral austral de Tierra del Fuego, participarán con Bove en las primeras investigaciones geopolíticas realizadas entre argenti­ nos y chilenos para la delimitación de sus fronteras. Más que simbólico: en 1882, la Academia de Ciencias de París organiza una gran expedición con múltiples objetivos científicos relativos a las áreas de antropología, etnología, botánica, geología y astronomía, de resultados importantes para su época con la ob­ servación en altas latitudes de Venus y del Sol. El Museo del Hombre de Francia conserva más de trescientos clichés. Finalmente, los científicos acompañan a Roca en su “Campaña del Desierto”, como los técnicos Lista –el mismo que explorará el interior de la Isla Grande–, Onelli, Ameghino o Burmeister. Una Campaña del Desierto que nos autoriza a evocar también dos per­ sonajes indisociables de la historia de la Patagonia durante el últi­ mo siglo: el cazador de indios y el bandido. Dos personajes que, más que cualquier otro, nos hacen entrar nuevamente en el uni­ verso más conocido del western norteamericano.

Zonas refugio Pero, ante todo, abramos un último paréntesis: estos confines de la Tierra también representaron, aquí y allá, una tentación in­ creíble de zonas refugio para minorías étnicas, políticas y religio­ sas perseguidas. “Jurgis había oído hablar de América. [...] ¿No se decía acaso que en esa parte del mundo todos los hombres son li­ bres, ricos o pobres? América era la Tierra prometida. [...] Con tal

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que se llegara a reunir el dinero para la travesía, se podía estar se­ guro de que después todas las preocupaciones terminarían”, escri­ be Upton Sinclair en The Jungle, en 1905. A mediados del siglo pasado, huyendo de los ingleses, un puña­ do de galeses detrás del reverendo Matthews desembarca en el Río de la Plata. El objetivo del reverendo es claro: “Desde la Edad Media y la anexión del reino galés a la corona inglesa, las relacio­ nes entre ambos pueblos siempre fueron tensas y los conflictos siempre se arreglaron para beneficio del opresor londinense.” En defensa de la lengua celta y de la cultura galesa, los fieles del re­ verendo Matthews se instalan hacia 1865 en la desembocadura del río Chubut, lejos del peligro inglés. Su colonia va creciendo con la llegada de compatriotas que huyen de la crisis económica en Ga­ les, provocada por la declinación del carbón y de las minas de hie­ rro. Los colonos galeses van a infiltrarse a lo largo del valle medio del río Negro y hasta el pie de la Cordillera. Hoy día, de Rawson a Trelew, sin hablar de Gaiman, pueblo galés si los hay, unos quin­ ce mil descendientes, lejos de los valles caros a Richard Llewellyn, a 12.000 kilómetros de Cardiff o de Swansea, perpetúan los prin­ cipales rasgos de la civilización celta, para alegría de los turistas estivales. Gaiman figura dentro de las etapas obligadas de los me­ jores tours, con el glaciar Perito Moreno o el lago Argentino, co­ mo Salt Lake City y sus mormones están asociados al Gran Cañón o al parque Yellowstone. La Patagonia como el Noroeste norteamericano están casi va­ cíos cuando aparecen aquí y allá los primeros puñados de colonos. Las poblaciones indígenas van a representar rápidamente una fuerte competencia para los recién llegados. Sin embargo, los pri­ meros contactos, tanto al norte como al sur, están teñidos de una atmósfera amistosa. Hasta mediados del siglo XIX, el “genocidio” amerindio parece haber respetado casi siempre lo que los blancos llamaban las “leyes de humanidad”. Los indios no fueron aniqui­ lados, sino corridos por el hambre resultante de la destrucción del medio operada por los pioneros... En los Estados Unidos, escenario mayor del western, la inte­ gración progresiva del Oeste en el orden político y económico de

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la joven nación comienza hacia 1848. Parte por parte, los terrenos de caza de los indios son ocupados, se aplasta cualquier in­ tento de resistencia y se deja lo que queda de las tribus indígenas en reservas, garantizadas para siempre, pero invadidas al menor descubrimiento. Por su parte, la Patagonia tuvo a sus Custer, sus Crazy Horse y sus Gerónimo. Tanto como Tierra del Fuego. El episodio del “mu­ ro” de la frontera, cruel –y perfectamente inútil– donde soldados y obreros murieron por centenares, “una Muralla China en minia­ tura”, inspirada por Alsina, revela las divergencias de los políticos del siglo pasado respecto de los indígenas que ocupaban las tierras más o menos codiciadas. La conquista de la pampa, iniciada por Rosas, las guerrillas del jefe ranquel Yanquetruz, las incursiones del cacique pehuenche Calfucurá, alimentan la crónica amerindia durante varias décadas. Con el general Roca, llamado Zorro, que lanza la Campaña del Desierto a partir de 1878, suena la última hora de las civilizaciones amerindias. Namuncurá, hijo de Calfu­ curá, Pincén o el famosos Saihueque, terminan como Toro Senta­ do o Gerónimo. Peor aún, a comienzos de este siglo, más al sur, en Tierra del Fuego, se multiplicarán las exacciones respecto de las últimas tri­ bus locales. Los blancos llegarán a contratar mercenarios, verda­ deros cazadores de cabezas “pagados a dos dólares por par de ore­ jas de indio”. Andy MacLennan, por ejemplo, se vanagloriará al regresar a Gran Bretaña, de un trofeo de caza de más de mil ca­ bezas. Su compatriota escocés, Sam Hyslop, tendrá menos suerte. Después de haber masacrado a unos cien onas, los sobrevivientes lo capturarán y lo arrojarán vivo desde lo alto del acantilado de Haberton, que domina el canal de Beagle. Un genocidio que continúa hasta 1923-1924; sustituido, por así decir, por la política de las reservas, los estragos del alcoholismo y las enfermedades venéreas. En suma, una siniestra copia de la “solución” del problema indio en el Lejano Oeste. Estos pueblos sólo sobrevivirán en la memoria de algunos etnólogos pues, como en los Estados Unidos, hasta la Gran Revolución cultural de los años sesenta, la desaparición de los indígenas sigue siendo tema

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tabú en la Argentina. Mencionar el genocidio es de muy mal gus­ to en los salones de Palermo Chico o de Belgrano; y sobre todo en las gigantescas estancias de Santa Cruz o de Río Negro.

Butch Cassidy y sus amigos En el corazón de la Patagonia se establecerá finalmente una ci­ vilización agraria de cría de ganado, comparable a la de las tierras altas de los Estados Unidos, pero con una diferencia: que aquí el ganado bovino de los ranchos y los vaqueros son reemplazados por hiperestancias dedicadas a la cría de ovejas. La distancia de los centros urbanos, la precariedad de los medios de comunicación, la fragilidad de los instrumentos modernos del derecho, de la justi­ cia, generarán durante todo el siglo pasado, como en Arizona o en Nevada, un abanico particularmente rico de outlaws, de bandidos fuera de la ley. En este aspecto parece difícil hallar un mejor ejemplo de unión simbólica entre los dos Lejano Oeste que esas tres figuras legendarias, inmortalizadas por la prensa primero y luego por la pantalla: Butch Cassidy, Etta Place y Sundance Kid. El mormón Leroy Parker, alias Butch Cassidy, Harry Longabaugh, alias Sundance Kid y Etta Place, nieta del conde de Essex, monopolizaron la crónica en los Estados Unidos a finales del siglo pasado. Como Jesse James, los hermanos Dalton o Calamity Jane, el trío infernal –the Wild Bund– multiplica los asaltos a bancos y trenes en Arizo­ na, Utah y Nevada. Nadie los puede atrapar. Durante el invierno de 1900-1901, en un asalto al banco de Winnemucca, en Nevada, los gángsters escapan por milagro de la policía local. Luego se ha­ llan las huellas de su paso en Nueva York, donde Etta hace que el Kid le regale un reloj de Tiffany’s. ¿Huyen entonces de los Esta­ dos Unidos con la complicidad del abogado Preston, emparenta­ do con un administrador de bienes raíces que se dedica en espe­ cial a la gestión de grandes estancias en la Patagonia? ¿Los dos Preston, también mormones, obtienen el visto bueno de la policía

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y de los detectives de la agencia Pinkerton? Lo seguro es que, en mayo de 1901 el peón Diego Alvarez se encuentra en la ruta del río Blanco, cerca de Cholila, en Chubut, con tres extraños jinetes armados hasta los dientes con carabinas Winchester y revólveres Mauser. Lo seguro es el feroz asalto al banco inglés de Río Galle­ gos el 2 de enero de 1903, el del tren de La Mata en 1906, el del campamento de Los Tilos, en 1907; el asesinato del gerente de la cooperativa de Arroyo Pescado en 1909, en Esquel y el secuestro del estanciero Ramón Otero en Nueva Lubeka en 1911. El 9 de diciembre de 1911, en Río Pico, dos gringos asaltan el negocio de los hermanos alemanes Hahn. Caen en una emboscada y son de­ capitados. El teniente Blanco cobrará 5000 dólares por cada uno, y al año siguiente presentará las cabezas de ambos bandidos con­ servadas en alcohol. Sin embargo, un colono galés, David Gibbon, que había reconocido formalmente al Kid, se retracta. Los dos gángsters abatidos en Río Pico son Evans y Wilson, dos segundo­ nes. Más tarde, otro colono pretenderá que uno de los dos cadá­ veres es el de un joven inglés, John Gardner, amante despechado de Etta Place. Esta última habría regresado a Denver, en Colora­ do, para ser operada del apéndice, versión edulcorada de una ble­ norragia, según el historiador Horario; o para dar a luz un hijo ile­ gítimo, según Chatwin... Sus huellas se habrían hallado formalmente en Colorado Springs en 1932, donde su hija Betty Weaver será condenada por asalto a mano armada, junto a Pancho Villa, durante la revolución mexicana. Cassidy y el Kid morirán y resucitarán muchas veces. Podemos ver sus tumbas en la Argentina, en Chile, en Uruguay y en Boli­ via, donde el cineasta Goldman los hace morir en San Vicente de la Minera. Butch reaparece en México, en San Francisco, en Alaska, hasta en Circleville, en Utah, con su hermana Lula Par­ ker, en 1926; a miles de kilómetros de Cholila donde, como lo re­ cuerda Hugo Pratt, pasaron también en 1905 el joven Corto Mal­ tés y Rasputín, luego de la guerra ruso-japonesa y la odisea de Manchuria...

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La epopeya de la Aeropostal La epopeya del Lejano Oeste es también, desde luego, la Ae­ ropostal, los nombres de Mermoz, Guillaumet y Saint-Exupéry. A fines de los años veinte, las líneas aéreas se van organizando poco a poco. En 1928, Jean Mermoz se ocupa de unir Buenos Aires con Santiago, y el 13 de mayo de 1930 logra cruzar por primera vez el Atlántico Sur en el hidroavión Laté 28, Le Comte-de-Vaux. ¡De Toulouse a Santiago, el correo llegó en cinco días! La epopeya de la aviación patagónica es también Cambaceres, piloto argentino que relatará minuciosamente en su libro las tri­ bulaciones de los pioneros de la línea patagónica. Fue sobre todo Saint-Exupéry quien abrió esta última el 20 de octubre de 1929 con escalas en San Antonio Oeste, Trelew (¡donde captura una foca!) y Comodoro Rivadavia. Vuelos cotidianos de diez y ocho horas, la mayor parte de noche, en condiciones terribles, magistralmente descriptas en su obra Vuelo nocturno. La epopeya de lo extremo es también Pierre Guillaumet y el cruce de la Cordillera. El 13 de junio de 1930, su avión cae en los Andes durante su cruce número noventa y dos. Guillaumet sale ileso por milagro. Camina durante cinco días en condiciones cli­ máticas apocalípticas. Agota sus últimas fuerzas contemplando fo­ tos de su mujer. Se halla en tal estado que, cuando finalmente en­ cuentra a una india y a su hijo, éstos huyen espantados. Pero vuel­ ven al oírlo decir: “Soy el aviador perdido. Muchos pesos...”. Gui­ llaumet, rescatado por Saint-Exupéry en persona, confiará a su amigo: “Te juro que ningún animal hubiera hecho lo que hice yo.” Pero en su diario de a bordo relata el accidente con mayor sobrie­ dad: “13 de junio de 1930, Santiago-Laguna del Diamante. Aterri­ zaje en plena Cordillera. Vuelco. Violenta tormenta de nieve. Re­ greso a pie el 19 de junio.” He aquí a un héroe. Todo parece decididamente posible bajo la Cruz del Sur: lo odioso, como las terribles masacres durante la gran huelga de los peones, en los años veinte; lo concreto, como el descubrimiento de ricos yacimientos de hidrocarburos en Comodoro Rivadavia y la reciente valorización del gas natural, repetición casi idéntica de

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la aventura del oro negro del Lejano Oeste a comienzos del siglo; lo cosmopolita, desde el anarquista ruso Radovitzki, encarcelado en la prisión de Ushuaia, hasta el norteamericano Slocum, primer navegante solitario, salvado de los bandidos por clavos de tapice­ ría; lo maravilloso, desde el “faro del fin del mundo” que tanto amaba Julio Verne, hasta las hazañas de Saint-Exupéry y de la Ae­ ropostal. Entonces, ¿Patagonia, es el otro western? Raúl Alfonsín, que propuso hace algunos años llevar la capital federal de Buenos Aires a Viedma, o su sucesor, Carlos Menem, que sugiere abrir la Patagonia a las olas de inmigrantes de Euro­ pa del Este, deben haber meditado sobre El oro de Blaise Cen­ drars: “Un día (Suter), tuvo una iluminación. Todos, todos los via­ jeros que desfilaron por su casa, los mentirosos, los conversado­ res, los jactanciosos, los charlatanes e incluso los más taciturnos, todos emplearon una palabra inmensa que le confiere toda su grandeza a los relatos. Los que dicen demasiado y los que no di­ cen lo suficiente, los fanfarrones, los temerosos, los cazadores, los bandidos, los traficantes, los colonos, los tramperos –todos, todos, todos hablan del Oeste, en definitiva, no hablan más que del Oeste.”

Traducido del francés por Clara Maranzano

Bibliografía Casamiquela, Rodolfo, El otro lado de los viajes, Editorial Universitaria de la Pata­ gonia, 1994.

Paz en las armas, paz en las

almas. La Conquista del Desierto

Jean Canesi Prosperidad, pacificación, desarrollo económico y elevación de las almas: los nobles ideales no les faltaban ni a los militares que redujeron a las tribus indígenas, ni a los misioneros que las evangelizaron. Como telón de fondo, una deliberada voluntad de “reducción de lo indígena”.

L

os argentinos del siglo XIX solían designar con el nombre de “desierto” a los vastos territorios todavía ocupados por esos no-seres que eran los indios: la pampa al sur de Buenos Ai­ res, las estepas patagónicas, las estribaciones andinas, estas regio­ nes constituyeron durante largo tiempo una tierra de nadie, limi­ tada al norte por una “frontera” peligrosamente cercana a Bue­ nos Aires. Desde luego, la conquista del desierto representaba una fatali­ dad histórica, pues la ocupación de estas tierras estaba inscripta en la lógica de expansión nacional del nuevo Estado argentino. Lo único que retardaba este proceso era el estado de guerra civil más o menos larvario que vivía por entonces el país, desgarrado duran­ te medio siglo por las luchas entre unitarios y federales. Durante

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ese período reinó en la frontera una situación incierta, hecha de alertas y de momentos de calma. A esta conquista del extremo sur del continente sólo le faltó el impulso épico de un John Ford o de un John Wayne para acceder a la notoriedad cultural y transnacio­ nal del western yanqui. Sin embargo, los protagonistas argentinos de la “Guerra del Desierto” no tenían la sensación de desempeñar papeles peque­ ños en una obra menor. Lo prueba el discurso pronunciado en el Congreso por el general Roca en vísperas de la ofensiva final: “Es necesario ir a buscar al indio directamente a su territorio para someterlo o expulsarlo [...]. En nombre mismo de nuestra dignidad de pueblo viril estamos obligados a someter [...], por la razón o por la fuerza, a este puñado de salvajes que destruyen nuestra riqueza principal y nos impiden ocupar definitivamente, en nombre del progreso y de nuestra propia seguridad, los terri­ torios más ricos y más fértiles de la República [...]. Bastará con ocupar Choele Choel, Chichinal, la confluencia del Limay y del Neuquén y el valle alto de este último hasta los Andes para hacer que en el futuro desaparezca todo peligro. [...] La población po­ drá extenderse sobre vastas llanuras y los lugares de cría de ganado podrán multiplicarse”.

Fortines y malones: extraña paz Durante la conquista, los españoles habían sometido a la mayo­ ría de las tribus indígenas: sólo algunas tribus del sur y del oeste andino habían defendido su independencia y preservado su modo de vida. Se trataba de poblados esencialmente nómades, que igno­ raban la frontera entre Chile y Argentina, y a los que el descubri­ miento del caballo, importado por los europeos, les confería una temible movilidad. La independencia no cambió en nada este estado de cosas, aunque la nueva Constitución proclamaba la igualdad, perfectamente ficticia, entre los criollos y los indios. La colonización ha­

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bía detenido de hecho su progresión en una línea delimitada apro­ ximadamente por los ríos Colorado y Salado. Más allá de esta “frontera”, los indios seguían con su existen­ cia de correrías y de contrabando de la época colonial, marcada por la captura de animales –ganado salvaje y ganado robado en las estancias– que eran luego llevados hacia Chile para ser vendidos allí; el negocio de las armas y del alcohol les daba la posibili­ dad a los europeos inescrupulosos de enriquecerse rápidamente, no sin riesgos. A lo largo de la frontera, la línea divisoria entre civilización y barbarie se había materializado en la edificación de fortines que supuestamente defendían a la población europea de las incursio­ nes indias, los “malones”. Desafortunadamente, mal comunicadas entre sí y compuestas por tropas mediocres que incluían cantidad de marginales y de delincuentes afectados de oficio a la lucha con­ tra el indio –los “destinados”–, las guarniciones de los fortines re­ sultaron incapaces de detener a los malones. En el Museo de Be­ llas Artes de Buenos Aires y en muchos museos del interior, gran cantidad de grabados y estampas de esa época representan estas incursiones de lanceros indios, así como su regreso, en compañía de ganado y de mujeres blancas secuestradas: testimonios de la psicosis que se vivía en la frontera durante el siglo pasado.

Calfucurá, el viejo de las Salinas Grandes La resistencia indígena a la ocupación del “desierto” no hubie­ ra podido ser lo que fue sin la personalidad de Juan Calfucurá, que se impuso como jefe supremo de las tribus rebeldes, de 1835 a 1873. Este cacique pehuenche, venido de la Araucanía chilena, fue mucho más que un jefe de guerra valiente y temido, famoso por su audacia y su crueldad. Fino observador de la vida política argentina y de sus contradicciones, no dudó en lanzar todas sus fuerzas a la batalla, en la época en que llegaban a su pico máximo los antagonismos entre Buenos Aires y la Confederación, bajo las

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presidencias de Rosas y de Urquiza; su gran ofensiva contra la ciu­ dad de Azul en 1855, que sembró el pánico entre los colonos de la frontera y alimentó su leyenda, terminó con la pérdida de más de 60.000 kilómetros cuadrados y de 2500 hombres criollos. Explotando sin reservas una relación de fuerzas que por enton­ ces le era favorable, Calfucurá multiplicó las incursiones en la pampa, muy lejos de su cuartel general patagónico situado en los cañones de las Salinas Grandes. En 1859, invadió la ciudad de Ba­ hía Blanca; en 1864, peleó junto a las tribus aliadas en la provin­ cia de Córdoba, lanzando luego terribles ofensivas, impresionan­ tes por el número de víctimas... y de cautivas. No obstante, Calfucurá sabe mejor que nadie que el tiempo no trabaja a su favor. El fin de la guerra del Paraguay liberó a una par­ te de las fuerzas armadas y la consolidación del orden constitucio­ nal y la normalización de la situación política se encaminan finalmente, luego de la elección de Sarmiento como presidente. Sobre todo, la conquista de nuevos espacios para el desarrollo de la agri­ cultura y la cría de ganado para su exportación supone la pacifica­ ción definitiva de los poblados indígenas de la pampa y de las ba­ ses patagónicas. En 1872, un Calfucurá envejecido lanza una ofen­ siva general sobre varios distritos de la provincia de Buenos Aires pero, el 11 de marzo de 1872 sufre una gran derrota en San Carlos –la primera de su reinado–, frente a las tropas del general Rivas. Desalentado y herido en su orgullo, el viejo jefe muere algunos meses más tarde en su retiro de Chilihue sobre el río Negro. Es el fin de una época para la resistencia indígena. Designado por la asamblea de las tribus, Namuncurá, hijo de Calfucurá, re­ toma la lucha; pero no logra igualar a su padre en prestigio, en au­ toridad, ni en talento.

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Roca o la lucha final En la frontera, la lucha ha recomenzado a comienzos de 1870, pero la ventaja ha cambiado de campo. El ministro de Guerra, Al­ sina, decide reforzar y modernizar la línea de los fortines desarro­ llando entre los puestos un sistema de alerta y de socorro en caso de ataque indio. Además, la frontera se ha materializado con una trinchera que impide, si no el paso de los jinetes, al menos el del ganado tradicionalmente capturado por los indios. En estas condi­ ciones, los malones de la era Namuncurá son más difíciles y menos provechosos. La decadencia de la confederación indígena se acelera, y Namuncurá es derrotado en 1877. El general Roca, que sucede a Alsina a su muerte, a diferencia de su predecesor es un resuelto partidario de la guerra ofensiva. Quiere terminar con el contrabando de ganado con Chile echan­ do a los indios de la zona comprendida entre los ríos Negro y Neu­ quén. Cinco columnas de caballería extremadamente móviles pa­ saron a la ofensiva en la primavera de 1879; bien entrenadas, bien informadas sobre los movimientos del enemigo, armadas con nue­ vas carabinas Winchester las tropas de Roca no tuvieron dificulta­ des para aventajar a los indios armados con boleadoras y lanzas tradicionales, completadas con algunas pecheras. La operación militar se transformó rápidamente en una carnicería. La Conquis­ ta del Desierto tuvo su Napoleón, el teniente coronel Napoleón Uriburu, el vencedor de Neuquén quien, sobrepasando las órde­ nes de Roca, acorraló a los indios más allá del río y masacró una cantidad muy superior al efectivo de su propia tropa. Diezmada y debilitada, la resistencia se prolongó algunos años más, hasta la rendición de Namuncurá en 1884, y al año siguiente la de Saihue­ que, el más poderoso de los caciques del sur. Algunos de los excompañeros de Calfucurá huyeron hacia la Cordillera y Chile. Otros indios se hundieron en las regiones aus­ trales de la Patagonia, donde se dispersaron para dedicarse a acti­ vidades pastoriles prometidas a un futuro de expoliación y de re­ chazo progresivo hacia las tierras más pobres. Más al sur aún, los aborígenes de la región del estrecho de Magallanes, onas, yáma­

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nas y alacalufes, fueron sistemáticamente acorralados y abatidos por los nuevos ocupantes de la región, criadores, buscadores de oro o cazadores de nutrias. El alcohol y las enfermedades impor­ tadas hicieron el resto. Los indios hechos prisioneros durante la Campaña del Desierto fueron deportados en condiciones inhu­ manas a Carmen de Patagones primero y luego a Buenos Aires, donde se los hizo desfilar por Avenida de Mayo antes de afectar­ los a trabajos forzados. Popular instigador de la Guerra del De­ sierto, el general Roca había sido elegido presidente de la Repú­ blica en 1879.

La pacificación de las almas Llegados en 1875 a Buenos Aires en pequeña cantidad, donde ejercían su sacerdocio en el seno de la comunidad italiana de la ciudad, los salesianos participaron en la Campaña del Desierto co­ mo capellanes del ejército del general Roca. En una primera etapa comenzaron a evangelizar a las tribus sometidas o aliadas. Tras la derrota de Namuncurá, se dispersaron rápidamente en una Pa­ tagonia que todavía no estaba totalmente pacificada, así como en Tierra del Fuego, donde los colonos hacían sufrir los peores tra­ tos a las tribus aborígenes del sur. La leyenda dice que don Bos­ co, superior de la orden de los salesianos, recibió en sueños un mensaje divino que le indicaba extender la civilización cristiana en el sur del continente americano. Lo cierto es que en unos treinta años la red de misiones cubrió el conjunto de este vasto te­ rritorio bajo el impulso del cardenal Cagliero, obispo de la Pata­ gonia, y de monseñor Fagnano, prefecto apostólico de Tierra del Fuego. Desde Viedma, nueva capital de la Patagonia sometida por las tropas de Roca, la influencia salesiana se difundió rápidamente sobre las orillas de los ríos Colorado y Negro (Fortín Mercedes, Coronel Pringles, Conesa, Choele Choel), las estribaciones andi­ nas (Junín de los Andes, Chos Malal), el extremo sur del continen­

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te (Chubut, Santa Cruz, Río Gallegos) y Tierra del Fuego (Cabo Peñas). Más al norte, las misiones se extendieron por la vasta pam­ pa, a partir de Bahía Blanca. Hoy día es difícil medir objetivamen­ te la considerable obra de los salesianos en este territorio, dado que desde entonces ha habido una gran influencia de los movi­ mientos de descolonización, de derechos humanos y de la denun­ cia del etnocentrismo (Lévi-Strauss). El lector occidental de fines del siglo XX no puede tolerar la dosis fantástica de conciencia lim­ pia y de paternalismo en las obras editadas en los años treinta y cuarenta que alaban las misiones salesianas, pues la misión evan­ gelizadora y civilizadora del hombre blanco nos es hoy muy ajena. De todas maneras, hay que reconocer que don Bosco mismo ha­ bía dado el tono en su Plan de las misiones salesianas, definiendo las líneas que regían la acción de los misioneros: 1 - Reducir a los indígenas a la vida civil y cristiana por inter­ medio de sus hijos. 2 - Reducir a los indígenas a un nuevo modo de vida civilizado por medio del trabajo productivo (artesanías, administración, agri­ cultura). 3 - Reducir a los indígenas a través de las ventajas y satisfaccio­ nes morales de la vida social. 4 - Reducir a los indígenas mediante la práctica de la religión y de las virtudes cristianas desde la infancia. Este programa de “reducción” del indígena fue puesto en mar­ cha y continuado por los sacerdotes sin desfallecimiento. En 1926, después de casi cincuenta años de apostolado salesiano, el balan­ ce de su implantación era imponente: veinte parroquias, treinta iglesias o capillas públicas, y casi otros treinta oratorios; pero tam­ bién tres hospitales y una veintena de asociaciones de caridad, sin contar veintiún colegios, cinco escuelas agrícolas y veintisiete es­ cuelas profesionales. El centro del dispositivo salesiano estaba re­ presentado por el monumental colegio Don Bosco de Viedma, concebido para quinientos religiosos, setecientos cincuenta alumnos externos y ciento cincuenta pupilos.

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Desde luego, la acción evangelizadora de los salesianos, así co­ mo su enseñanza, se dirigía en gran parte a los colonos y a sus fa­ milias que desde 1880 llegaron a la Patagonia. Pero los salesianos también tuvieron un papel importante junto a los indios, predi­ cando y bautizando a los pueblos indígenas y difundiendo a gran escala la educación primaria y la enseñanza técnica. Su mayor éxi­ to de “propaganda” fue la conversión del viejo cacique Namuncu­ rá y de toda su familia. Monseñor Cagliero mismo relató compla­ cido cómo recorrió 1500 kilómetros a caballo, respondiendo al pe­ dido del viejo jefe indio, para reunirse con él en la región de los Andes, donde vivía retirado con su clan, y cómo tuvo que adminis­ trarle a ese anciano de 86 años el bautismo, la comunión y la con­ firmación, con pequeños intervalos, para permitirle morir en la paz del Señor. Monseñor Cagliero tomó a su cargo al joven Cefe­ rino Namuncurá, hijo del famoso cacique, quien abrazó la voca­ ción religiosa antes de morir en estado de beatitud durante un via­ je a Roma en compañía de su protector: la Patagonia cristianizada ya tenía su santo indígena. A diferencia de los jesuitas del Paraguay, los salesianos no fue­ ron capaces de organizar y proteger a las comunidades indias. Así y todo, la acción personal de ciertos eclesiásticos permitió suavi­ zar el destino de las poblaciones y moderar la brutalidad de las au­ toridades administrativas y de los colonos. El padre Domingo Mi­ laneso, llamado con deferencia “Padre del indio” por los indíge­ nas, tuvo así un importante papel en la normalización de las rela­ ciones con los caciques y en la lucha contra las injusticias sufridas por los indios. Monseñor Cagliero en persona reclamó al goberna­ dor –y obtuvo– la liberación de numerosos adolescentes de 12 a 14 años, indios en su mayoría, detenidos en la gran prisión de Viedma y mezclados con delincuentes y prostitutas, para hacerlos educar en las escuelas salesianas. En el archipiélago de Tierra del Fuego, la solicitud de los Sa­ lesianos para con los aborígenes víctimas de una implacable cace­ ría humana tuvo consecuencias funestas para los alacalufes: la mi­ sión salesiana de la isla Dawson en Chile se transformó en la tumba de los últimos “indios boteros”. A cargo de los padres y herma­

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nas de María Auxiliadora, los últimos alacaluf murieron –¿o se de­ jaron morir?– de tristeza y de anemia, víctimas de la nostalgia de un universo perdido, del desequilibrio en la alimentación y de una disciplina de vestimenta estúpida, pues la superposición de ropas húmedas no los protegía contra el frío como la grasa de foca que antes cubría sus cuerpos desnudos. Por más indudable que haya sido, la dedicación de los padres salesianos no puede hacernos olvidar que fueron también y ante todo, los agentes –pacíficos– de la solución para el problema del indio al término de la Guerra del Desierto: bautizando y alfabeti­ zando a los hijos de los vencidos, enseñándoles, junto con las vir­ tudes cristianas, las tareas manuales y los trabajos de la tierra, les permitieron ocupar el lugar que les correspondía en el nuevo orden económico y social impuesto por la conquista... Reducir, decían... Al evocar el doblegamiento de las poblaciones indias de su Araucanía natal, Pablo Neruda escribió que los blancos utilizaron para ello todas las armas a su disposición: alcohol, carabina, ley y temor del castigo divino, destilado en la conciencia de los indíge­ nas a través de los misioneros. Cuando monseñor Cagliero murió en 1926, el país lo honró con un suntuoso funeral en la Catedral de Buenos Aires. La obra realizada por el prelado recibió los elo­ gios que merecía. La Patagonia era tranquila, laboriosa y próspera; algunas fami­ lias de la oligarquía reinaban en la economía regional y algunos cientos de religiosos reinaban en las almas de los colonos y de los indígenas. Sólo Dios podía prever que la gran crisis de los años treinta, que afectó al comercio internacional, oscurecería esta imagen radiante de una Patagonia ejemplar.

Traducido del francés por Clara Maranzano Bibliografía Misiones salesianas de la Patagonia, Imprenta Misión Salesiana, 1929. Centenario de la Campaña del Desierto, Universidad Nacional, Mendoza, 1981.

Los pueblos olvidados Rodolfo M. Casamiquela La historia de los tehuelches (los patagones del

mito) comienza con las bandas de cazadores

llegados de Asia, vía América del Norte a

principios de la era cuaternaria. En el

transcurso de su periplo asimilaron las

influencias culturales de las etnias presentes y

desarrollaron todo un modo de vida y de

expresión artística. Las masacres, el alcohol y

las enfermedades los aniquilaron. La lengua

tehuelche se extinguió hacia 1960.

El nombre

C

omo California, nombre que deriva de Calaifa la Reina de las Amazonas, Patagonia deriva de Patagón; ambos perso­ najes pertenecen a la mitología folklórica española de la época, di­ fundida en América a través de las novelas de caballería, lectura obligada de las tripulaciones de las carabelas en los interminables viajes transoceánicos. “Patagonia”, “Estrecho de los Patagones”, “vía de agua que la separa de Tierra del Fuego”, son topónimos nacidos del primer contacto de los europeos con el finis terrae americano: la visita de Hernando de Magallanes en su periplo pionero de circunvalación del planeta. En homenaje a su hazaña, el Estrecho de los Patago­ nes había de recibir su nombre; no la porción continental, que re­ tuvo el suyo de Patagonia, alimentado precisamente por la seduc­ ción del mito.1 1. Adviértase que, desde el inicio, con enfoque histórico-geográfico, Patagonia y Tierra del Fuego (o Tierra de Magallanes, después) son dos conceptos distintos.

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El primer mito europeo que arribó a la Patagonia, fue el de los “gigantes patagones”, hombres de colosales corpulencia y estatu­ ra: “Patagonum Regio ubi incole sunt gigantes 9,8 ad summun 10 pedes long” (Pieter Keer, 1598), y que había de arrastrarse hasta el siglo XVIII. Sólo sobrepasado en longevidad por el segundo, con­ temporáneo con él, aquel de la “Ciudad de los Césares” exporta­ do desde el Río de la Plata a partir –quizá– del viaje del capitán Francisco César a “tierra adentro” en 1528. Si el otro se refería a los indígenas de la Patagonia continental, hoy llamados “tehuelches”, éste tenía como protagonistas a euro­ peos, habitantes de una ciudad fundada por españoles extraviados que habrían alcanzado la inmortalidad, y en la que todo era de oro y plata.

El concepto Patagonia (“la Patagonia” prefieren decir sus habitantes) es hoy una región natural;2 pobladores y geógrafos convienen en ello. La pregunta es ¿cuál? Al pasar nos hemos referido a una con­ tinental –por oposición, por ende, a otra insular; esto es Tierra del Fuego.3 Con otro enfoque, tomado ahora como referencia al eje, de sentido Oriental o en sentido estricto, por oposición a otra Oc­ cidental. Pero no son simétricas: sí, de Sur a Norte, ambos con­ ceptos comparten la faja andina hasta grosso modo los 41°, por el lado oriental se continúa, en la porción extraandina adyacente, hasta los 36°. Su límite septentrional está conformado por los ríos Barrancas-Colorado. (En sentido estrictísimo dicho límite sería el de los cursos Limay-Negro.) En tanto, por el lado occidental, la Patagonia sólo alcanza el océano Pacífico –en el concepto de los

2. ¡No un país!, aunque la confusión aparece en diferentes libros y mapas hasta en el presente siglo. 3. Véase nota 1. La inclusión de Tierra del Fuego en el concepto de Patagonia nos hace hablar de una “Patagonia en sentido latísimo”.

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geógrafos chilenos– entre el Estrecho y los 46° 30’, es decir la pe­ nínsula de Taitao: se trata del islario de la “Patagonia Occidental” de aquéllos (nosotros agregaríamos “por excelencia”). Y en cuanto a la “Patagonia por excelencia”, es decir la que piensan la mayoría de los visitantes, se circunscribe a la Oriental extraandina, la “Meseta patagónica”, una serie de planos inte­ rrumpidos por serranías de diverso origen y conformación, que descienden desde los 1500 m en la cordillera de Los Andes hasta enfrentar al Atlántico, con cotas diversas, sin –en términos gene­ rales– la antesala de una faja propiamente litoral. Es el dominio del viento, casi permanente, huracanado a ratos; de los grandes contrastes térmicos (+35° a -35° centígrados) en el centro de su continentalidad, de la formación fitogeográfica de la estepa; del “ñandú petiso” y el guanaco, las solas presas dignas de las flechas y boleadoras de los tehuelches históricos.

El poblamiento indígena La historia del poblamiento indígena de la Patagonia es toda­ vía tan imprecisa como la de su concepto como región.

Los cazadores especializados Comenzando por los aludidos tehuelches (patagones) la suya comenzó por el arribo, a fines del Pleistoceno, de bandas de caza­ dores paleolíticos, de jabalina, provenientes de Asia vía América del Norte, en pos de presas mayores como el mastodonte y el ca­ ballo americano, extinguidas hoy en buena medida tal vez debido a su propia actividad cinegética.

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Para alcanzar el fondo de la Patagonia –por vía continental– tanto las presas dichas –también asiático-norteamericanas–4 como sus cazadores debieron atravesar verdaderos filtros, constituidos alternativamente por travesías –grandes extensiones desérticas sin agua– y poderosos cursos de agua, como el Limay-Negro y el San­ ta Cruz.5 Hablamos de “filtros compuestos” en los casos en que ambos tipos de filtros se superponen, como en el sistema Colorado-Travesía entrerriana-Negro, o Chubut-Senguerr-Travesía lito­ ral atlántica. Precisamente son estos filtros, cuasi barreras, los que condicio­ naron la verdadera estratificación étnica de la Patagonia continen­ tal, en lo que a estos cazadores especializados respecta. Basado en coherencias somáticas y culturales –a partir de lo lingüístico–, un etnólogo patagónico, Federico Escalada, propuso en su momento el rótulo de “Complejo Tehuelche” para englobar a sus representantes históricos, sí que con la inclusión de los gru­ pos de cazadores de la isla Grande de Tierra del Fuego: los onas. Actualizada y pulida por nosotros, la propuesta sería la del si­ guiente cuadro:

4. Aunque esperable, y muy probable, todavía no es seguro que estos cazadores in­ cluyeran en su dieta las grandes especies sudamericanas autóctonas, como los pilo­ sos (megaterios), armadillos gigantes (gliptodontes), etcétera. 5. Aparte de que el Chubut y, sobre todo, el Senguerr –hoy menores– traen por mo­ mentos poderosa correntada, en conjunto forman un conspicuo “filtro compuesto”. En cuanto al río Deseado, ha de haber sido un colosal río a fines del Pleistoceno; hoy es apenas un hilo de agua.

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Isla Grande de Tierra del Fuego

Onas

Del Sureste (Haus) Del Centro-Sur (Silknan-shelknan)

Del Norte (Hanekenk) Australes (Aónikénk)

Complejo Tehuelche

(Entre el estrecho de Magallanes y el río Santa Cruz)

Meridionales

Boreales (Tewsen) (Entre el río Santa Cruz y el río Chubut)

Tehuelches Patagonia Continental (Oriental) Septentrionales

Australes (Güñüna künna) (Entre el río Chubut y los ríos Limay-Negro) Boreales (Al Norte de los ríos Limay-Negro) Véanse los comentarios que siguen.

Comentarios El primero es que, en lo que a la aparente unidad somática se refiere, entre otros, a los rasgos compartidos de alta estatura y gran corpulencia –que precisamente alimentaron el mito de los “gigantes patagones”– hay que sumar la morfología y robustez del cráneo, dolicocéfalo (como en todos los biotipos antiguos de Amé­ rica). Con ellos, los antropólogos físicos clásicos distinguieron la “raza Patagónica o Pámpida”. A estar con uno de ellos (Marcelo Bórmida), sin embargo, al Sur del filtro-compuesto de los ríos Chubut-Senguerr-Travesía litoral, el aporte de genes de otra entidad racial –la “Fuéguida”– introdu­ jo elementos de diferenciación, apenas visibles para el lego, con lo que se podría hablar de dos subtipos de la raza Pámpida, al Norte y al Sur, respectivamente, de dicho filtro. Con ello, los tehuelches meridionales y los onas compartirían el segundo subtipo.

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El segundo comentario es, precisamente, que los onas históri­ cos (pues hay rastros en el interior de la isla Grande de un pobla­ miento más antiguo) no son sino los tehuelches meridionales arri­ bados a ella en tiempos relativamente cercanos: a estar con el gra­ do de diferenciación lingüística, a lo sumo un par de milenios; personalmente, creemos que mucho menos. Dado que para tiempos tan recientes no es posible especular con cambios geográficos o topográficos de significación –como podría ser una cubierta de hielo sobre el estrecho de Magallanes–, hay que aceptar que los antepasados de los onas (históricos) bene­ ficiaron alguna forma de embarcación, práctica abandonada –del mismo modo que abandonaron la boleadora, arqueológica en la is­ la Grande– después de su asentamiento. Por lo demás, existe in­ formación de los siglos XVI y XVII de “gigantes” tripulando canoas en el estrecho de Magallanes. El tercer comentario es que las etnias representantes del “Complejo Tehuelche” no se limitaron a los territorios al Sur de la línea del Limay-Negro: tanto en el ámbito pampeano6 como en el patagónico (actual provincia del Neuquén, Patagonia Norocciden­ tal) existieron pueblos filiables como tales, según la fórmula tipo somático “patagónido” y cultura de cazadores a distancia estricta­ mente afín a la del conglomerado pantehuelche (véase después) –aunque carecemos de información acerca de su lengua. Se trata de uno de los diferentes pueblos que araucanos (véase después) y españoles trasandinos denominaron “puelche(s)”, “gente del Este” en lengua araucana, que se movían alternando la meseta con la precordillera andina, entre los ríos Agrio-Neuquén y Limay. Más allá de lo somático, identificatorio prima facie en función del contraste con los restantes tipos físicos (biotipos) presentes en el ámbito, según veremos en seguida, el carácter de “pantehuel­ ches” de estos pueblos está dado por los siguientes rasgos: uso de 6. Le pertenecieron, con alta probabilidad, los indígenas llamados “querandíes”, con los que primero contactaron los españoles fundadores de Buenos Aires.

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mantos largos de pieles (“quillangos” en el vocabulario patagóni­ co); “turbantes” sui generis conformados por una cuerda torcida enrollada en la cabeza y en la que insertaban flechas; arco y fle­ chas; aljabas; toldos de cuero; ponían énfasis en la caza, con com­ plemento de recolección.

Los cazadores-pescadores-recolectores Para desarrollar este punto, que agota prácticamente el análi­ sis de poblamiento prehispánico de la Patagonia, debemos volver brevemente sobre el tema de los “filtros” geográficos. Se ha dicho antes que los cazadores especializados arribaron al fondo del “embudo” de América del Sur hacia fines del Pleistoce­ no. Desde entonces, obviamente, distintas influencias culturales los alcanzaron a lo largo de la docena de milenios que median hasta el presente: de ello da inmejorable testimonio la evolución del arte rupestre, que ilustra “estilos” muy diferentes y, para casi todos ellos, de origen probadamente alóctono.7 Sin embargo, dichas influencias fueron mínimas al Sur del filtro-barrera del río Santa Cruz, ámbito que muestra una notable historia cultural, lineal, muchísimo más conservadora que aquella del área al Norte de dicho curso, en la que se registran influencias, crecientes en función del tiempo, procedentes de la Patagonia Noroccidental y de la Pampa, a su vez receptoras de otras de origen andino y de las sie­ rras centrales del actual territorio argentino. Hídricos, resulta líci­ to definirlos como pueblos “con horror al agua” (hidrófobos) y de este modo pueblos no sólo continentales, es decir propios del ám­ bito de la Patagonia extraandina o de la Meseta, sino, sobre ello, propiamente terrestres. Y, a esta altura, véase de qué manera otras etnias contemporá­ neas, a favor de una actitud diametralmente opuesta con respecto al agua, es decir hidrófilas, abordaron y poblaron idéntico ámbito 7. Aunque es probable que todos, a través de diferente simbología, hayan estado re­ lacionados con la idea grandiosa del acceso al Más Allá.

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–plus aquel de los lagos y bosques subandinos. Para ello, simplemente, utilizaron el litoral marino como ruta general de avance8 e ingresaron al continente remontando los cursos de los diferentes ríos; para el caso, cabe agregar que el estrecho de Magallanes obró como un río más, gigantesco, aunque de agua salada. Los beneficiarios de estas culturas que, en su mayor parte sin restar preeminencia a la caza de grandes presas la complementa­ ban con un mayor énfasis en la caza menor y/o la recolección y la incorporación de la pesca, pertenecen a tres entidades diferentes desde el punto de vista somático (racial). En la nomenclatura tra­ dicional, se trata de fuéguidos, huárpidos y láguidos (quizá varian­ te de un mismo biotipo primario).9 Los últimos, inmigrantes desde el actual Brasil (de donde deri­ va el nombre: Lagoa de Somidouro), todavía representados en el Sur de ese país por los grupos indígenas beneficiarios de lenguas denominadas Ge (ye), tuvieron importante protagonismo, aparen­ temente en momentos diferentes a lo largo de milenios, en el lito­ ral de lo que hoy constituye la provincia de Buenos Aires. Menor –y tardío– en el litoral nororiental de la Patagonia, por el que des­ cendieron hasta sobrepasar levemente el paralelo 42. El conocimiento de estos pueblos se basa esencialmente en do­ cumentos arqueológicos, aunque varios de sus rasgos fueron in­ corporados por los tehuelches históricos (como la práctica de la segunda sepultura, el uso del tembetá, probablemente la covada, etcétera). Coherentemente, es posible que mantuvieran identidad étnica –en un proceso de absorción creciente por los nombrados– todavía durante los siglos XVI y XVII; podrían pertenecerles los in­ dígenas beneficiarios de chozas de ramas contactados en el río Chico del Chubut (afluente austral de este río epónimo) y en el 8. Aunque también conocieron los filtros geográficos: la península de Taitao, en el li­ toral pacífico, fue uno de ellos, y determinó así la frontera entre dos pueblos históri­ cos (chonos y alacalufes). 9. Todos estos tipos eran dolicocéfalos, como los pámpidos. De alta estatura, longilí­ neos, los huárpidos; medianos y robustos los láguidos; y muy bajos, de esqueleto de­ licado aunque igualmente robustos, los fuéguidos.

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valle medio del río Negro, respectivamente por el español Alcaza­ ba en 1535 y por el criollo Hernandarias en 1606. Son los últimos testimonios históricos. Aunque hasta el presente no ha aparecido ningún resto de em­ barcaciones en los yacimientos, es altamente probable que las po­ seyeran de alguna clase –dada la ausencia de árboles en la costa atlántica, presuntamente balsas de fibras vegetales flexibles–. Lo cierto es que nuestros láguidos remontaron los ríos patagónicos, como el Negro y presuntamente el Colorado y el Chubut-Chico –hasta los lagos Colhue Huapi y Musters, en donde se encuentra un enclave arqueológico atlántico. Por el río Negro avanzaron hasta por lo menos el Limay inferior, y es posible que hayan alcanza­ do sus nacientes, en el gran lago Nahuel Huapi, pero falta la prue­ ba arqueológica. Muy curioso es señalar que en los aludidos yacimientos litoral­ atlánticos bonaerenses y norpatagónicos las poblaciones láguidas aparecen como literalmente conviviendo con otras fuéguidas, con las que aparentan haber beneficiado una cultura grosso modo co­ mún y con las que terminaron por mestizarse en grado variable también con los tehuelches, pero diacrónicamente. Hay que apresurarse a señalar, sin embargo, que si los láguidos –y/o lagoides– sólo sobrepasaron escasamente, por la vía litoral mencionada, el límite de los 42°, los fuéguidos –y/o fuegoides– aparecen en los yacimientos sin solución de continuidad: en la cos­ ta atlántica, a lo largo del estrecho de Magallanes y en el litoral pa­ cífico, hasta el extremo meridional del área propiamente conti­ nental del actual Chile. Esto no significa que el sentido del poblamiento (es decir de la progresión de estas oleadas fuéguidas) haya sido Atlántico-Pacífico y literalmente Norte-Sur. Antes bien, por el contrario, indicios de variado carácter a lo largo de la costa pacífica sudamericana, y aún norteamericana,10 parecerían abonar con más fuerza un es­ 10. En la península de California aparece un biotipo –precisamente denominado “califórnidos”– que se le asemeja de manera notable.

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quema de signo precisamente contrario. De un modo u otro, pa­ recen haber estado presentes en el estrecho de Magallanes, con los pámpidos, a fines del Pleistoceno. Lo cierto es que estos pueblos hidrófilos, históricamente nave­ gantes –aunque esto no haya sido controlado en el litoral atlánti­ co, en donde los testimonios de su presencia son sólo arqueológi­ cos– no sólo circunvalaron el mapa de la Patagonia continental, y se internaron en ella de diversas maneras, como veremos, sino que ocuparon nomádicamente, el vasto islario de la Tierra del Fuego –¡hasta el Cabo de Hornos! ¡Hasta la Isla de los Estados!– en los mares reputados como los más procelosos del mundo. Históricamente los conocemos como yámanas, al Sur del estre­ cho de Magallanes; alacalufes, desde esta vía de agua hasta la pe­ nínsula de Taitao, en los 47° de latitud; chonos, por el Norte de ella hasta el continente. Todos identificados, más allá de lo racial, por una economía de cazadores de grandes presas –desde mamí­ feros marinos como ballenas semivaradas, lobos marinos y focas, hasta continentales, como ciervos y guanacos–, al lado de otras pe­ queñas, incluidas muchas aves, pesca y recolección de mariscos –ambas de variadas formas– y de huevos y vegetales varios. Si la dispersión de estos pueblos se produjo de Norte a Sur, se­ gún lo expresado, correspondería a los chonos –beneficiarios ori­ ginales por lo demás del “curanto” o comida en hoyos, con piedras calientes, vigente como folklórica y hoy culta– la invención que habría de resultar decisiva desde el punto de vista etnodinámico: aquella de la canoa de tablas. Esta embarcación a primera vista simple se construía en su forma primitiva con tres tablas de aler­ ce, la una a modo de plano de base y quilla y las otras laterales, el todo curvado (“arrufado”) a proa y popa para sobresalir del agua. La elección del alerce –árbol varias veces centenario– se debía a la longitud, rectitud y liviandad de su madera, imputrescible, sus­ ceptible de ser convertida en tablas, subiguales, por el simple em­ pleo de cuñas. Las tablas se unían entre sí, calafateadas con la en­ trecorteza del propio alerce, convenientemente agujereadas, por medio de cuerdas vegetales.

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A diferencia de los cazadores continentales, estos grupos hu­ manos, a favor de un físico especialmente adaptado para el frío, la humedad y las inmersiones, el mareo y el vértigo, y con metabo­ lismo basal muy elevado producto de la aparente capacidad de transformar las proteínas en hidratos de carbono, poblaron alter­ nadamente todos los sitios aptos de la faja costera del continente y las islas, e incursionaron en los ríos, los bosques y las montañas. Armando y desarmando sus “piraguas”, como las llamaron los españoles, estos pueblos fueron capaces de atravesar –por tierra– el istmo de Ofqui en la mencionada península de Taitao, imposi­ ble de circundar por mar, y ganar los mares y tierras australes. Po­ co más al Sur, la desaparición del alerce obligaría a su reemplazo por cortezas de diferentes árboles del Bosque Austral o Andino Patagónico, lujuriante en un ámbito en que, por obra y gracia de la Cordillera que ataja los vientos occidentales cargados de humedad, contrasta violentamente con la Patagonia Oriental, o propia­ mente dicha: 5000 mm anuales de lluvia contra 300. En el extremo Sur del área de nuestro interés –y del continen­ te sudamericano– las mezclas con los pueblos de cazadores terres­ tres fueron inevitables, y dieron origen a diferentes pueblos meta­ mórficos de primera mano –según vimos– como los tehuelches meridionales-onas en conjunto o de segunda mano, como los onas del Sureste de la isla Grande de Tierra del Fuego (haus) o la por­ ción más austral de los tehuelches, respectivamente mestizados con yámanas orientales y alacalufes meridionales (guaicaros). En el otro extremo, por un lado conformaron el sustrato étni­ co del Sur del actual Chile continental, históricamente –ya muy araucanizados– cuncos y huilliches (de Chile). Por el otro, atrave­ sada la cordillera andina, los grupos de canoeros de los lagos su­ bandinos de las actuales provincias del Neuquén y del Río Negro. Históricamente, se diferenciaron en por lo menos dos etnias: los “pehuenches”, acuáticos, de canoa aparentemente monóxila, do­ cumentados en el lago Huechu Lafquén, y los “puelches”, pira­ güeros, en el gran lago Nahuel Huapi y contiguos hacia el Sur. Sa­ bemos poco de estos pueblos, fantasmales, absorbidos por sus ve­

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cinos tehuelches a lo largo de los siglos XVII y XVIII; los segundos fueron aparentemente una mera diferenciación regional de los chonos, del occidente de los Andes. Para terminar con el inventario étnico de la Patagonia Oriental durante los siglos XVI y XVII, resta mencionar un pueblo sui gene­ ris, establecido, como los puelches cazadores (no-canoeros) revis­ tados más atrás, en el ámbito subandino-extraandino de la provin­ cia del Neuquén, pero en este caso al norte del curso del Agrio­ Neuquén, verdadero filtro que subdividía dicho territorio en dos áreas subiguales. Se trata de los pehuenches (“gente de las arauca­ rias”, Araucaria araucana, árbol conífero andino) pero diferentes de los canoeros mencionados antes –aunque es posible que dispu­ sieran igualmente de alguna forma de embarcación. Con ellos en­ tra en escena un nuevo ingrediente somático: el huárpido de la lista de biotipos dada más atrás. Culturalmente, debieron alternar la caza del guanaco y el ñan­ dú en la meseta y el ciervo (huemul) en la andina-subandina con la recolección, con especial énfasis en las semillas –“piñones”– de la araucaria, de alto valor alimenticio. Los pehuenches las benefi­ ciaron de diversa manera, y para su conservación idearon los silos subacuáticos, técnica que inhibía su germinación espontánea. Otros rasgos de su cultura fueron la choza cónica de cuero, las raquetas para la nieve, la bebida colectiva en hoyos forrados con cuero. Poco más sabemos de esta etnia que desapareció como tal a lo largo del siglo XVIII, absorbida en las corrientes de la tehuelchi­ zación y la araucanización, a las que nos referiremos acto seguido.

Los grandes procesos etnodinámicos históricos La exposición sucinta de estos procesos, puestos en marcha du­ rante la primera mitad del siglo XVII es imprescindible para iden­ tificar a los protagonistas de los capítulos finales del poblamiento indígena. Sus factores claves resultan:

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En lo étnico, la dinamización y correlacionada expansión de sentido general Sur-Norte de los pueblos tehuelches (“tehuel­ chización”); la dinamización del pueblo araucano (trasandino) y correlacionada expansión de sentido general Oeste-Este (“araucanización”); en fin, la irrupción de los europeos (espa­ ñoles), en ambos lados de los Andes y su expansión (“hispanización-criollización”). Resumen o fórmula que necesita los siguientes comentarios ampliatorios: Primero, el presentar a los araucanos, un pueblo de cultura andina, somáticamente ándidos, como los incas (de estatura mediana, robustos y, a diferencia de todos los presentados hasta aquí, braquicéfalos), cultivadores primitivos, de bastón y tala y roza, y por ende semisedentarios; dueños de grandes casas de madera y paja, de tejido, cerámica y platería de excelente factura. Radica­ dos en la cordillera de la Costa, el valle central –longitudinal o axial– y la faja pre-andina del territorio del actual Chile entre los ríos Biobío y Toltén, un área pequeña, fragosa y densamente fo­ restada, muy húmeda, ubicada en frente –cordillera de los Andes de por medio– de la parte central de la actual provincia argentina del Neuquén. En seguida, el enfatizar el papel de la difusión del caballo, in­ troducido por los españoles, como factor dinamizante –verdadero detonante de los procesos en análisis–; a favor de su posesión los tehuelches septentrionales alcanzaban el área del Río de la Plata, con centro en la naciente ciudad de Buenos Aires, en los prime­ ros lustros del siglo XVII. Cabe pensar que en Neuquén sucedía lo propio. Al tiempo que comenzaban a atravesar, montados, la Cor­ dillera grupos de indígenas trasandinos (denominados “aucas”, so­ bre los que volveremos acto seguido). El tercero, que si la “tehuelchización” supuso el desplazamien­ to y la ocupación efectiva –dentro del juego de desplazamientos del nomadismo– de los territorios abordados, no fue éste el caso de la araucanización ni de la hispanización. En estos dos casos pri­ vó, decididamente, la difusión cultural sobre la racial, genética, y

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como este proceso –verdadero fenómeno– se produjo a través de una cadena de pueblos sucesivos, cabe hablar de transculturación en el sentido primario o literal de la expresión. Es precisamente el caso de los aucas (voz kechua, incaica, adoptada por los araucanos, que significa “salvajes”), que pode­ mos clasificar en boreales y australes, con origen étnico y geográ­ fico totalmente diferente. Los primeros, de afinidades andinas, ocupaban, en el hoy Chile, los terrenos que se extienden al Norte del río Biobío; los segundos, parte del sustrato fuéguido, o de los canoeros, araucanizados, procedían de los terrenos al Sur del río Toltén. Es decir ambos por fuera de las fronteras de la Araucanía propiamente dicha. Es decir, eran grupos araucanizados,“panaraucanos” si se quiere, pero no araucanos veros. De un modo o de otro, estos aucas sólo llegaban –y así continuaron durante el siglo siguiente– en plan de comercio y rapiña, espe­ cialmente de caballos y vacunos, y nunca produjeron asentamien­ tos estables en territorio cisandino. Lo propio los españoles-criollos, que no trascendían el entorno de la incipiente Buenos Aires. Con estas salvedades, puede proseguirse y completarse rápido la prosecución del complejo proceso a través de los siguientes mo­ mentos: 1) Siglo XVI. Expansión de los grupos cazadores puelches (“puelches intermedios”) del Sur de la actual provincia del Neu­ quén a territorio trasandino, en relación con la guerra “de la Arau­ canía” entre españoles y araucanos (y pueblos araucanizados). 2) Siglo XVII. Expansión de los tehuelches septentrionales hacia Neuquén y el ámbito pampeano en general. Contrario sensu, ex­ pansión de los aucas, boreales y australes, hacia el Neuquén y el área pampeana. Gravitación de la lengua araucana en el Sur del Neuquén. Permanencia de la lengua local (pehuenche) en el Nor­ te del Neuquén. Arribo de la lengua araucana a la hoy provincia de Buenos Aires. 3) Siglo XVIII. Hegemonía de la lengua araucana en el Neu­ quén. Desaparición de la lengua pehuenche en el Norte. Desapa­

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rición de las otras lenguas regionales citadas (“puelches”). Perma­ nencia (bilingüismo) de la lengua tehuelche septentrional en el Sur; arribo de los tehuelches meridionales al Neuquén y a la pro­ vincia de Buenos Aires. Expansión de las modas araucanas en todo el Neuquén y la Pampa: tejido, vestimentas, platería. Expan­ sión de las modas hispano-criollas: vestimentas, apero del caballo. Este siglo podría ser definido como el del equilibrio. De allí en adelante la araucanización habría de hacerse masiva, en lo cultu­ ral y aun en lo somático. Y avanzaría considerablemente la criolli­ zación en el área pampeana. Pero no podemos abandonarlo sin un par de observaciones fundamentales: una, que si bien la presencia de pueblos panarau­ canos era cotidiana en el Neuquén y La Pampa, éstos no produje­ ron durante el siglo XVIII asentamientos estables. Los araucanos propiamente dichos faltaban por completo. La otra observación es que, en la Pampa Central (actual pro­ vincia de La Pampa), o “Pampa Seca”, al Oeste de la hoy provin­ cia de Buenos Aires, o “Pampa Húmeda”, en el dominio del mon­ te de algarrobo y caldén (especies arbóreas de Prosopis), surgía una nueva etnia: los mamüllche (“gente del monte” en araucano), más conocidos por “ranqueles” (deformación de rangküllche, “gente de los carrizos”, una gramínea a modo de caña). Eran el resultado del metamorfismo in situ de un pueblo de ca­ zadores nómadas –presunto miembro pampeano del “Complejo tehuelche”, que se extendía entre los ríos Carcarañá por el Norte y Quinto-Salado por el Sur, y entre las sierras de Córdoba y San Luis por el Oeste y los ríos Paraná y de La Plata por el este. Fue­ ron los primeros aliados de los españoles fundadores de Buenos Aires y después –por la brutalidad de éstos– sus primeros enemi­ gos, que habrían de prenderle fuego. Se los conoció primero por querandíes, después por tubichaminíes y/o pampas del río Cuarto o cordobeses, etcétera (siglos XVII y XVIII). Muy araucanizados a través de influencias esencialmente andinas (de los pehuenches araucanizados) y criollizados, comenzaron a figurar con nombre propio, es decir identidad étnica, a mediados de dicho siglo, y es­

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taban destinados a un importantísimo protagonismo en la historia del siguiente, hasta el final de la hegemonía indígena en el ámbi­ to pampeano. 4) Siglo XIX. El siglo XIX merece un tratamiento especial por haberse producido en su segunda parte ese ocaso trágico (con la segunda “Conquista del Desierto” programada y ejecutada por el general Roca) y por la complejidad de los movimientos étni­ cos y acontecimientos que lo precedieron. Ordenémoslos cro­ nológicamente:

I) Como consecuencia de las luchas entre españoles y criollos en Chile por la independencia del país, de gran repercusión en la Araucanía y traducidas en feroces enfrentamientos entre “tribus”, hacia los primeros lustros de ese siglo un conjunto de éstas optó por cruzar la Cordillera y radicarse en territorio cisandino. Esta vez se trataba de grupos propiamente araucanos, conocidos como “voroganos” unos (de Vorohue, un paraje cercano al actual Temu­ co) y “arribanos” los otros, es decir pre-cordilleranos. Se establecieron en una suerte de faja que corre grosso modo a lo largo de la línea longitudinal que hoy sirve de límite entre las provincias de La Pampa y Buenos Aires. Las razones de la elec­ ción, estratégicas, fueron en principio dos: la primera, la relativa cercanía del interior de la Pampa Húmeda, rica en ganados caba­ llar y vacuno. La segunda, la existencia misma de un vacío demo­ gráfico, de una verdadera “tierra de nadie”, provocada por el an­ tagonismo siempre latente, y muchas veces traducido en acciones bélicas, entre los ranqueles que acabamos de ver, al Oeste, y los tehuelches septentrionales, al Este.

II) Los ranqueles representaban tradicionalmente la principal amenaza para las estancias de la frontera del mundo criollo, que circunvalaba la Pampa Central; por un lado por su ubicación es­ tratégica; por el otro, porque los tehuelches, durante la primera mitad del siglo se comportaron, a través de alianzas, más bien co­

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mo “indios amigos”, aliados del Gobierno y los estancieros de Buenos Aires, que apenas trascendieron, durante muchos años, el límite del río Salado. Juan Manuel de Rosas, celebérrimo caudillo gaucho, era en la década del treinta ambas cosas: el hacendado más fuerte de la provincia de Buenos Aires y su Gobernador, investido de faculta­ des especiales que lo convertirían en un verdadero tirano. En 1832 dejó momentáneamente el gobierno (para retornar fortalecido) con la finalidad de realizar una expedición militar or­ gánica para desarticular (definitivamente, se proponía) el crecien­ te poderío de los indígenas pampeanos-norpatagónicos, aunque sus principales enemigos, según se dijo, eran los ranqueles, enca­ bezados por el cacique Yanquetruz (de abolengo andino). Para llevarla a cabo se valió, al lado de cuerpos militares, en una táctica de pinzas, de sus auxiliares indígenas naturales, los te­ huelches, que lo acompañaron en el ala Sur, a su cargo directo. Pero al propio tiempo se alió con los araucanos, deseosos de de­ sembarazarse de sus potenciales enemigos ranqueles, situados a su espalda. Aunque logró en principio su objetivo central, destruir –mo­ mentáneamente– a éstos, no pudo acabar con Yanquetruz que se refugió en la Cordillera. El resultado de las acciones, a la corta, sin embargo, no fue el esperado. Sencillamente, los araucanos, sin competencia, hu­ bieron de reemplazar progresivamente a los ranqueles en sus malones (expediciones relámpago, de saqueo) a la frontera de Buenos Aires. A esta altura, se producía la radicación en la Pampa del cacique Calfucurá, “pehuenche”, es decir del mismo modo andino y, por ende, enemigo –secular– de los araucanos, simplemente traslada­ dos de escenario. Calfucurá, viejo frecuentador del área en plan de comercio, eligió para instalarse –se dice que invitado o incita­ do por el propio Rosas– un punto geográficamente clave en la

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Pampa Central, al Sur del territorio ranquel y al Oeste de los arau­ canos y los tehuelches bonaerenses. Al propio tiempo, puerta na­ tural de los caminos que, desde Buenos Aires, conducían a la Cor­ dillera. En ella, por lo demás, mantuvo a su hermano, Reuquecu­ rá, nexo con la Araucanía y poderoso cacique él mismo. Este sistema, al lado de sus condiciones de diplomático, habría de convertir a Calfucurá, en muy pocos años, en el cacique más poderoso de todos los tiempos. A favor de una estrategia alterna­ tiva de alianzas étnicas elaboró una verdadera federación indíge­ na y, hasta su muerte, hacia fines de la década del sesenta, se cons­ tituyó en el terror de la frontera de Buenos Aires. A su sombra, la hegemonía indígena en el ámbito pampeano cre­ cería de tal manera que se hizo insoportable para los intereses eco­ nómicos de los hacendados de la faja circumpampeana referida. Había que concluir con el poderío del “indio” y el general Julio Ar­ gentino Roca –con la ambición de la Presidencia que le aseguraría una campaña feliz contra ese enemigo terrible– concibió, y luego desató (en 1879), la “Segunda Conquista del Desierto”. La definiti­ va, que culminaría en 1885 con la entrega del cacique tehuelche septentrional Saihueque, establecido en el Sur del Neuquén. No hubo propiamente batallas; a favor del fusil Remington, del conocimiento de los caminos y las aguadas “del desierto” por ba­ queanos, ex cautivos de los indígenas, de la agilidad y la calidad de las tropas montadas preparadas por Roca, las acciones se convir­ tieron en una sableada terrible, con miles de muertos –en mayor medida por sus secuelas– y prisioneros, que aquél habría de diri­ gir y acompañar en buena medida directamente en carroza.

Epílogo Para ese entonces, los indígenas pampeanos habían sufrido una larga evolución, que en lo cultural-económico transitó por la transformación en cazadores nómadas montados, la conversión en pastores-cazadores nómadas de caballo, y de vacunos después, la

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semisedentarización y hasta un incipiente cultivo en algunas tri­ bus (como los ranqueles, los indígenas amigos en Buenos Aires, y en la Cordillera). Correlacionadamente la adquisición de una “cultura del cuero” de caballo y vacuno, el reemplazo de los cue­ ros de guanaco en toldos y vestimenta; la adquisición del tejido y la platería araucanos y la ropa de ese origen y criollo, al lado del tabaco y, el alcohol (¡el alcohol!, la gran clave de la decadencia cul­ tural entre los tehuelches), el azúcar y otros “vicios” como se de­ cía entonces. Y las enfermedades importadas, claro, como la virue­ la y sus muchas variantes, que diezmaban a los indígenas. En aquel ámbito, y en el Neuquén, a pesar de estos flagelos, el número de indígenas creció considerablemente en el tiempo his­ tórico. No así en el patagónico, en donde tras un momento de auge, se produjo un general descenso. De un modo u otro, la Pata­ gonia al Sur del Limay-Negro se mantuvo mucho más conservado­ ra que el resto. Lo cierto es que, producida la derrota general y desbandada de los indígenas pampeanos y norneuquinos, contra los que se había llevado la guerra –Roca, a diferencia de Rosas, no distinguía entre los grupos étnicos y su enemigo era globalmente “el indio”–, los intereses económicos, principalmente de los hacendados bonae­ renses, obraron para su continuación. Sumado esto a la tirantez de las relaciones con Chile, que ambicionaba la posesión de la Pata­ gonia, hizo que la ocupación prosiguiera: por la captura de Sai­ hueque, ya mencionado, del Sur del Neuquén –a pesar de los tra­ tados de amistad firmados con Buenos Aires–, caudillo general en definitiva de las tribus tehuelches septentrionales; incluso algunas tehuelches meridionales que poco y nada tuvieron que ver en toda esta historia. Apréciese, a esta altura, el valor profundo de las raíces étnicas: Los sobrevivientes de los indígenas ranqueles, los descendien­ tes de Calfucurá y aquellos de los pehuenches neuquinos, huye­ ron hacia la Cordillera y Chile. Los sur-neuquinos, hacia el Sur del Limay, lo propio que los descendientes de los tehuelches del Centro-Sur de Buenos Aires, cuyos últimos caciques de importancia fueron los hermanos Catriel.

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Una vez en la “Patagonia propiamente dicha”, a lo largo de la última década del siglo, las tribus se dispersaron,se desgranaron y los grupos se asentaron, por fin, ya en unidades familiares, fueron convertidos en pastores –sedentarios– de ovejas y, progresivamen­ te, corridos a los peores campos por los hacendados “blancos” más hábiles, con la complicidad de la justicia y los agrimensores, y ro­ deados de alambradas. Era el fin de la cultura, y hasta de la iden­ tidad étnica, un proceso que todavía se arrastra trágicamente en la Patagonia continental. En tanto, en la isla Grande de Tierra del Fuego los onas, que se habían mantenido al margen de las vicisitudes pampeano-patagónicas y desconocían el caballo, luchaban con arco y flechas con­ tra los primeros ganaderos –ovejeros– blancos y los buscadores de oro. Y los yámanas, contra el alcohol y los loberos, y los errores de la catequización, protestante y católica que al agruparlos contri­ buía a la difusión de las enfermedades europeas. (Hoy no queda un solo tehuelche puro; la lengua tehuelche septentrional se extinguió en 1960 y queda una decena de hablan­ tes de la meridional. Ninguno de la ona, cinco o seis –sólo muje­ res– yámanas hablantes; una treintena de alacalufes. Unos 250.000 parlantes de araucano en Chile y 20.000 en la Argentina, con absoluta probabilidad todos portadores de genes blancos...)

Los blancos Caraí, “señores”, los llamaron los indígenas guaraníes en el río de la Plata; como kadday lo aceptaron los tehuelches septentrio­ nales, que se hizo qadde entre los meridionales y koliot entre los onas. Winka los bautizaron los araucanos, quizá deformación de inka, por los indígenas peruanos con los que habían combatido en Chile 50 años antes de la conquista española. Los blancos: europeos primero, criollos después –argentinos y chilenos–, los europeos después nuevamente en la Patagonia. Al filo más tarde del siglo, en el momento de conformación de la Pa­ tagonia presente, la que heredamos sus descendientes.

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Españoles, italianos, europeos de toda Europa, norteamerica­ nos, árabes, etcétera, etcétera. Son los pioneros. Pero antes de proseguir, para terminar, acéptese una pequeña recapitulación histórica de lo que podemos llamar los grandes ja­ lones del poblamiento (blanco). Primero fue la hoy Carmen de Patagones, cerca de la desem­ bocadura del río Negro: en 1779, con lo que se erige en la única ciudad patagónica (hoy Patagones-Viedma, río Negro de por me­ dio) de origen virreinal. Es la única de una serie de fundaciones atlánticas llevadas a cabo por los españoles en respuesta a una po­ tencial invasión inglesa. Corrían tiempos de los Borbones en Es­ paña y se abandonaban no sólo la “fiebre del oro” y las riquezas fáciles, reemplazadas por la colonización, sino el trato inhumano para con los indígenas. Después, en el otro extremo circa 1850, la hoy ciudad-puerto de Punta Arenas, sobre el estrecho de Magallanes. Sucesivamente, el asentamiento galés, en 1865, en el valle in­ ferior del río Chubut, en la Patagonia Oriental Central, un encla­ ve que habría de extenderse a la Cordillera (Esquel) en los tiem­ pos inmediatamente posteriores a la “Conquista del Desierto”, y que mantiene buena parte de su perfil cultural hasta el presente. La factoría del navegante patagónico –nacido en Carmen de Patagones– Piedrabuena, en la boca del río Santa Cruz; la misión del reverendo Bridges, destinada a yámanas, en Ushuaia, sobre el Beagle; las misiones salesianas en Río Grande –todo esto en la is­ la Grande–, y en la isla Dawson, Tierra del Fuego, destinada a onas la primera y, artificialmente, a yámanas, alacalufes y onas la segunda. Eran centros condensadores de un poblamiento difuso, de visionarios, de hombres de trabajo y aventureros que venían a “quemar las naves” para radicarse en la nueva tierra. La Tierra Prometida... Son los pioneros, un aluvión multiétni­ co con miles de diferencias y un denominador común: la fe irre­ nunciable en hacer de la Patagonia una potencia.

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Tal fue el papel de este estrato de poblamiento, con una sola idea de progreso y dispuestos fanáticamente a concretarla, que su presencia es obligada en toda definición que quiera ensayarse pa­ ra encorsetar culturalmente a la multiforme Patagonia. A la luz de lo recorrido hasta aquí juntos, ensayemos una que, como se verá, parte de lo negativo: como quiera que se la acote geográficamen­ te, la población de la Patagonia no tiene un origen étnico común. No tiene un folklore propio diferenciable de aquel de las áreas ve­ cinas. No tiene una entonación regional propia, diferenciable de aquella del ámbito pampeano. Todo esto la separa de los ámbitos central y septentrional de la Argentina, a pesar de que Buenos Ai­ res capital y su entorno hayan sufrido del mismo modo el impac­ to europeo (español e italiano fundamentalmente): nada había en común, en efecto, hace cuarenta años, con un provinciano –hasta 1957 la Patagonia estuvo integrada por territorios, sin autonomía– del Noroeste del país, panlatinoamericano, en lo cultural y lo ge­ nético (criollo, mestizo de cercana ascendencia indígena); y muy poco con un porteño, es decir, el oriundo de Buenos Aires. Completando por lo positivo la definición, puede apelarse a un sustrato indígena, sí que complejo, de todas maneras común; una historia geográfica y de poblamiento comunes; y la realidad co­ mún de los pioneros. Hoy quedan en la Patagonia los nietos y bisnietos de los pione­ ros, sepultados por un aluvión de población amorfa, proveniente de distintas partes del país, atraída por oportunidades efímeras de trabajo y carente del nervio de los pioneros; sin objetivos pensa­ dos de radicación definitiva y por ende sin fe, sin arraigo y sin his­ toria. El resultado es una suerte de decadencia generalizada, de­ sesperanzada, sin iniciativa propia.

El Far South: latifundistas

y anarquistas

Osvaldo Bayer Como si fueran pocos sus contrastes y contradicciones, la tierra patagónica fue escenario de un levantamiento de peones rurales tal vez único –en cuanto a número de participantes y extensión territorial– en el continente sudamericano. Tuvo un carácter épico que lo tornó legendario. Un levantamiento de los siervos de la tierra con características anarquistas, en la década del veinte, en una región de interminables latifundios de propietarios en su mayoría europeos, preferentemente británicos.

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odo comenzó a fines del siglo pasado, cuando los británicos llevaron las primeras ovejas desde las islas Malvinas (Fal­ kland) a tierra continental patagónica. Esos británicos –en su ma­ yoría escoceses– vieron en las tierras patagónicas un futuro promi­ sorio. Además, la Argentina dependía, en cierto sentido, de la in­ fluencia económica británica y poca importancia daban los gobier­ nos argentinos a los territorios del sur. Bienvenidos, pues, los bri­ tánicos y sus ovejas para los gobernantes conservadores-liberales de Buenos Aires. La oveja determinará el fin de los indios tehuelches. Estos pri­ meros habitantes de las hoy provincias de Santa Cruz y Chubut se alimentaban preferentemente de la carne de guanaco y se vestían y protegían del clima extremo con el cuero de este animal, el lla­ mado “quillango”. Cuando llegó la oveja, el guanaco –mostrando una vez más que todo lo autóctono, fuera fauna o seres humanos era más débil que lo que provenía de Europa– comenzó a retirar­ se desde las zonas costeras hacia la cordillera. A falta de guanacos,

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el indio tehuelche recurrió entonces a ese “guanaco blanco” y más pequeño que era la oveja, para alimentarse y vestirse. Al no tener sentido de la propiedad, creyó que la oveja –lo mismo que el guanaco– pertenecía a la naturaleza y no a los nuevos dueños europeos de la tierra. Los que sí tenían sentido de la pro­ piedad eran los estancieros recién llegados que condenaron a muerte, por derecho propio, a los “ladrones”. En las estancias re­ cién establecidas se reclutaron “cazadores de indios” a los que se pagaba por par de orejas o por testículos de tehuelches. Eliminado el indio, la Patagonia sur pasará a ser una tierra ar­ gentina explotada por latifundistas y comerciantes extranjeros y trabajada por peones chilenos. Los dueños de la tierra conquista­ rán esas extensísimas regiones con las ovejas, las caballadas y los chilotes1. Sin el trabajo silencioso de los chilotes, sin su resisten­ cia al clima riguroso de esas planicies frías y de continuo viento, sin su explotación casi a nivel de esclavitud, no se hubieran podi­ do formar las enormes fortunas de los triunfadores.

Historias de ovejas Por la concesión de tierras fiscales dada desde Buenos Aires en 1893 se repartieron 2.517.274 hectáreas que beneficiaron a los bri­ tánicos Hallyday, Scott, Rudd, Wood, Waldron, Grienshild, Hamil­ ton, Saunders, Reynard, Jamieson, Mac George, Mac Clain, Fel­ ton, Johnson, Woodman, Redman, Smith, Douglas y Ness; a los alemanes Eberhard, Kark, Osenbrüg, Bitsch, Curtze, Wahlen, Wagner, Curt Mayer y Tweedie; a los franceses Bousquet, Guillau­ me, Sabatier y Roux; a los españoles Montes, Rivera, Rodolfo Suá­ rez, Fernández, Noya y Barreiro; al norteamericano Clark, al chileno Urbina y al uruguayo Riquez. Es decir, ningún argentino. 1. Nacidos en Chiloé.

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Pero bastaría describir el poder económico acumulado por la familia Braun para darnos la imagen de quiénes eran los verdade­ ros dueños de ese extensísimo territorio. En 1920, en la época en que se iban a iniciar las huelgas rurales, Mauricio Braun poseía en sociedad con su hermana Sara Braun la Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego con 1.376.160 hectáreas, más 572.950 hectáreas arrendadas, es decir, un total de 1.949.110 hectáreas en explota­ ción. En ese territorio se tenían 1.250.000 lanares que producían cinco millones de kilos de lana, 700.000 kilos de cuero y dos mi­ llones de kilos de carnes y menudencias. Además, Mauricio Braun poseía en Santa Cruz y Chubut las siguientes estancias: Coy-Aike, de 100.000 Ha; Quichaura, de 117.500 Ha; Pepita, de 77.000; Laurita, de 57.500; Laura de 10.000; con la familia Anchorena, la estancia 8 de Julio, de 90.000 Ha; con Ernesto von Heinz y Rodol­ fo Stubenrauch, Tapi-Aike, de 50.000. Además poseía la San Elías, de 20.000; las estancias Tres Brazos, La Porteña, Montenegro, Ga­ llegos Chico y Dinamarquero; con Santiago Frank, La Federica; con Segard y Cía, la Huemules, y otras 18 estancias más, eran de su propiedad exclusiva o las que compartía con otros estancieros. Pero la familia de Mauricio Braun no sólo poseía eso, sino mu­ cho más. A principios de siglo ya era propietaria de la Compañía Minera Cutter Cove, de explotación del cobre; del Banco de Chi­ le y Argentina, con sucursales en las poblaciones portuarias santa­ cruceñas Río Gallegos, Puerto Santa Cruz y San Julián, y la casa matriz en Punta Arenas, Chile. Era dueña de los frigoríficos de la sociedad South American Export Syndicate Ltd. con plantas en Río Seco, Punta Arenas, Puerto Deseado, Río Grande, Puerto Sa­ ra, Puerto Borries y Puerto Natales. Fundó la compañía de segu­ ros La Austral y era accionista de la empresa telefónica de San Ju­ lián, la compañía de electricidad de Punta Arenas y la usina eléc­ trica de Puerto Santa Cruz. Además, poseía la curtiembre La Ma­ gallanes, una fábrica de calzados y la Sociedad Explotadora de La­ vaderos de Oro. No sólo la familia Braun era topoderosa en el sur chileno y argentino. Había otros dos personajes, José Menéndez y José Nogueira que en pocos años habían pasado de pequeños co­ merciantes a terratenientes y al dominio de los resortes económi­ cos de ese verdadero Far South. Como en las grandes monarquías,

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Braun, Menéndez y Nogueira se unieron no sólo como sociedades anónimas, sino también como familias. Sara Braun, hermana de Mauricio Braun, se casó con José Nogueira, y Mauricio Braun se casó con Josefina Menéndez Behety, hija de José Menéndez, for­ mando la familia Braun Menéndez. El poder en la Patagonia esta­ ba dado por la fórmula: tierra, más producción de lana, más su co­ mercialización, más el dominio de su transporte. Fue así como los Braun, Menéndez y Nogueira buscaron poseer los caminos del mar, de acuerdo con aquella máxima: “si quieres dominar la tierra, sírvete del mar”. Ya en 1884 se constituye la firma armadora Mau­ ricio Braun y Scott, y en 1892 se forma la empresa marítima Braun y Blanchard, en la cual Mauricio Braun poseía el 80 por ciento del capital. Antes que éste, ya José Menéndez dominaba con su flota las rutas sureñas. Mauricio Braun ve en la caza de la ballena una nueva fuente de ganancia y funda la Sociedad Ballenera de Maga­ llanes con factoría en la isla Decepción. Y por supuesto, para toda industria naval hace falta un astillero, y Mauricio Braun lo instala en Punta Arenas. Por último, Menéndez y Braun resolvieron la fu­ sión de sus negocios constituyendo la Sociedad Anónima Importa­ dora y Exportadora de la Patagonia. La parte comercial de ésta po­ seyó comercios de ramos generales en todas las ciudades y puer­ tos patagónicos. En 1914 incorporaron a su flota mercante cinco buques de gran calado para el transporte de pasajeros y carga en­ tre Buenos Aires y el sur argentino y chileno.

Las ideas anarquistas En ese régimen medieval se van formando los sindicatos anar­ quistas. La influencia llegó a través de los tripulantes de los barcos que venían desde Buenos Aires y hacían escala en los peque­ ños puertos patagónicos. Desde las organizaciones que se fueron formando en esos puertos se inició la información e inscripción de peones del campo: primero a los esquiladores, que trabajaban en la temporada de la esquila de la lana, y luego a los peones oveje­ ros –los pastores a caballo– que cuidaban los rebaños todo el año.

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Las ideas anarquistas habían llegado al Río de la Plata con las oleadas de inmigrantes españoles e italianos a fines del siglo die­ cinueve y principios del veinte. Los socialdemócratas alemanes perseguidos por Bismarck llegarán a Buenos Aires y serán los que enseñen marxismo en un club político fundado por ellos, el Vorwärts. El anarquismo será la ideología mayoritaria del movimiento obrero en esos primeros años. La Federación Obrera de Río Gallegos se fundó en 1910. Se nota la ideología anarquista en su declaración de principios: “Pro­ curar el ingreso a la Sociedad de todos los obreros organizando és­ ta lo más libremente posible”. Fue el herrero asturiano José Mata, calificado por la policía como “sujeto anarquista militante”, quien tuvo la idea de fundar esa organización. Los sindicalistas eran en su mayoría españoles de Asturias, pe­ ro también había italianos, polacos, alemanes, algún francés y también árabes. La primera huelga de campo tuvo lugar en la es­ tancia Mata Grande, del británico Patterson, en 1914. Éste, con ayuda de la policía logró vencer a los huelguistas, que fueron apa­ leados y sufrieron cárcel. A partir de ese momento comenzarán una serie de huelgas, que van demostrando cada vez más fuerza y mejor organización. En 1916 ocurre en la Argentina un gran cambio político: toma el poder el primer gobierno elegido en las urnas. El presidente, Hipólito Yrigoyen, hizo una política populista, con la aprobación de leyes obreras y dándole al sindicalismo papel protagónico en la vida civil. Pero Yrigoyen tendrá momentos muy difíciles. En octu­ bre de 1917 ocurrirá en el mundo algo que repercutirá con toda fuerza no sólo en Europa sino también en la lejana América Lati­ na: la Revolución Rusa. En la Argentina, gran parte de la izquier­ da y del movimiento obrero creyeron también que había llegado el momento de las reivindicaciones. En Buenos Aires tendrá lugar una huelga metalúrgica con caracteres revolucionarios, en enero de 1919, episodio que pasó a la historia con el nombre de Sema­ na Trágica. Yrigoyen se verá en la disyuntiva de parlamentar o re­

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primir. Igual que Ebert y los socialdemócratas en Alemania que, ante la rebelión de los Espartaquistas se aliaron con los Frei Korps de extrema derecha, Yrigoyen procederá a reprimir brutalmente a los obreros rebeldes con ayuda del ejército y de agrupaciones de extrema derecha formadas por jóvenes de la aristocracia y la alta clase media de Buenos Aires. La represión causó la muerte de cientos de obreros. Lo que no había hecho en tal magnitud el go­ bierno oligárquico anterior, de los conservadores-liberales, lo efectuó el populista Yrigoyen. Dos meses después actuará de la misma forma en el levantamiento de los obreros del quebracho, en el norte de Santa Fe, en las posesiones de La Forestal, un es­ tablecimiento de propiedad británica. El tercer caso similar que deberán enfrentar Yrigoyen y sus radicales será el de la Patagonia, en 1921. En 1920 se producirá en el mercado internacional la crisis de la lana por la caída de su precio. En ese año, el mercado de Lon­ dres estaba abarrotado. No se habían podido vender dos millones y medio de fardos de Australia y Nueva Zelanda. La lana argenti­ na ni siquiera esa suerte había tenido: no pudo salir de los puer­ tos locales. Lo mismo ocurría en Estados Unidos. Los buenos tiempos de la Primera Guerra Mundial, cuando el dinero fluía a manos llenas, habían terminado para la Patagonia. Sufría así el destino de toda región condenada a la explotación de un solo pro­ ducto: cuando el precio de la lana subía, significaba prosperidad; cuando descendía, como ocurrió en 1919, las consecuencias eran desocupación, miseria, represión, baja de salarios, crisis general, desaliento del comercio regional y alarma en los estancieros. Es­ tos últimos habían lanzado un pedido de auxilio a Yrigoyen, aun­ que el presidente les resultara muy poco simpático. En efecto, el presidente radical había osado atacar dos veces consecutivas los “sagrados intereses” de los latifundistas patagónicos. Había reim­ plantado las aduanas en el lejano sur para controlar importacio­ nes y exportaciones y ordenó remensurar los campos. Esto signi­ ficó que muchas estancias tuvieron que “achicarse” considerablemente, ya que se habían apropiado de mucho más de lo que les correspondía.

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Estas dos medidas ponían coto a una serie de prerrogativas y derechos adquiridos per se. Al mismo tiempo, se creó un clima de autodefensa de los grandes propietarios que se unieron para resis­ tir todo lo que tuviera olor a fisco y a funcionario gubernamental. Fue precisamente el nuevo juez letrado de Santa Cruz, doctor Ismael Viñas –de extracción radical, amigo del presidente Yrigo­ yen– quien rompió la tradición por la cual todos los funcionarios del gobierno y los jueces patagónicos respondían a los intereses de los estancieros o eran meros agentes de éstos. El juez Viñas inicia­ rá, ante los sorprendidos representantes de las sociedades anóni­ mas, juicio por defraudación al fisco contra uno de los más pode­ rosos establecimientos ganaderos: The Monte Dinero Sheep Far­ ming Company. También el decidido juez Viñas iniciará juicio contra The San Julian Sheep Farming Company por posesión in­ debida de bienes. Las organizaciones obreras de Buenos Aires, por su parte, es­ taban profundamente divididas. Existían dos centrales obreras. La FORA del Quinto Congreso (anarquistas ortodoxos) y la FORA del Noveno Congreso, en la que predominaban los sindicalistas apolí­ ticos, socialistas e independientes. Esta última central era partida­ ria del diálogo con el gobierno radical. Tal división dentro del mo­ vimiento obrero, que era centro de grandes polémicas en Buenos Aires, no había llegado al seno de la Federación Obrera de Santa Cruz con asiento en Río Gallegos. El dirigente obrero más capaz de Río Gallegos fue el español Antonio Soto, de principios anarquistas, de apenas 22 años de edad, nacido en Galicia y por eso apodado por amigos y enemigos como el “gallego” Soto. Había llegado a la Patagonia como tramo­ yista de una compañía teatral de Buenos Aires que hacía giras ar­ tísticas por el interior del país. Durante una huelga de empleados de hotel y de estibadores de playa, Soto intervino motu proprio como orador en una asamblea. Será así que los integrantes del sin­ dicato le pedirán que se quede en Río Gallegos para ayudar con las tareas sindicales.

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Soto da un gran impulso a la Federación Obrera y hace impri­ mir el periódico 1º de Mayo. Envía además delegados a las estan­ cias para explicar a los peones rurales qué significa la organización obrera y la lucha por las reivindicaciones sociales. Cita nombres como Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Malatesta. Aunque la base ideológica es anarquista no deja de poner como ejemplo a la Re­ volución Rusa. Hasta allí aún no había llegado a saberse la gran ofensiva bolchevique de Lenin y Trotski contra todo lo que fuera anarquista. En esa Río Gallegos, de apenas cuatro mil habitantes, casi en el confín del mundo, aislada de los grandes centros de po­ blación por las distancias, a miles de kilómetros de aquella calde­ ra de rebeliones que era la Europa de los años veinte, flameaba la roja bandera en un pequeño local donde se agrupaban las espe­ ranzas de los que sólo tenían para ofrecer su fuerza de trabajo. El 1 de octubre de 1920 se producirá un factor desencadenan­ te. La Federación Obrera había organizado para ese día un home­ naje público a Francisco Ferrer, pedagogo catalán, padre de la educación racionalista, fusilado once años antes en Montjuich, Cataluña. Crimen que avergonzó a la humanidad y que fue inspi­ rado por el ala más conservadora de la España monárquica. Pero el gobernador Correa Falcón prohibe el acto. Los obreros respon­ den con la huelga general por 48 horas. La ciudad amaneció en pie de guerra. La gobernación no sólo movilizó a toda la policía, sino también a los guardiacárceles que vigilaban las calles con armas largas. Los obreros recurren al juez Viñas para que la justicia permita el acto. El juez lo permite y es el primer triunfo de los obreros sobre el gobernador, y por elevación sobre el representan­ te de los latifundistas. Halagados por el triunfo declaran el boicot contra tres comercios que no cumplían con las leyes laborales. El gobernador responde con toda fuerza allanando el local de la Fe­ deración Obrera y metiendo presos a diez sindicalistas de nacio­ nalidad española. Ante esta medida, la Federación Obrera decla­ ra el paro general en todo Santa Cruz, que es acatado por los tra­ bajadores. El paro obrero se va extendiendo como una mancha de aceite en las estancias. El gobernador recurre a la fuerza, y la po­ licía actúa con energía y brutalidad contra los huelguistas. Aquí ocurre algo notable: los pequeños comerciantes, principalmente

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las casas de comida y los hoteles humildes cuyos clientes eran los peones rurales son solidarios con los huelguistas, mientras que el comercio grande apoya al gobernador. Finalmente, ante la exten­ sión de la huelga, el gobierno nacional ordena la libertad de los presos. En noviembre de 1920, la Federación Obrera lanza un mani­ fiesto pidiendo reivindicaciones para los trabajadores rurales. En él se decía: “La cotización del hombre no alcanza para sus explo­ tadores a la cotización del mulo, del carnero y del caballo”. Y se presenta el primer pliego de condiciones. Sorprende hoy la humil­ dad de sus pretensiones. Se solicitaba que se dieran cuartos dignos para los peones y que en ellos no durmieran más de tres. Era común en ese tiempo –y lo sigue siendo hoy en algunas estancias– que a los peones se les diera camastros de madera, sin colchones, sólo con un cuero lanar para poner debajo y otro para taparse. Pe­ dían que la iluminación de noche fuera por cuenta del patrón y so­ licitaban un paquete de velas por mes. También exigían que las instrucciones del botiquín de primeros auxilios estuviera en espa­ ñol y no en inglés. Además solicitaban el aumento de salarios pa­ ra carreteros, campañistas, ovejeros y puesteros. Antonio Soto, ese joven gallego anarquista, de 1.84 de altura, de claros ojos azules, de cabello castaño casi rubio, iba a ser el re­ presentante de toda esa masa de trabajadores de campo en su ma­ yoría descendiente de los antiguos mapuches, pequeños, bien morenos, acostumbrados al sufrimiento y la discriminación desde ha­ cía siglos. Ese Antonio Soto sabrá movilizar a los empleados de la ciudad también por aumentos para ellos. A Correa Falcón y a los estancieros les esperaban horas difíciles. Pero, hombres enérgi­ cos, acostumbrados a mandar, sabrán enfrentar a los díscolos. Co­ rrea Falcón reunirá a todas las “fuerzas vivas”: la Sociedad Rural, la Liga del Comercio y la Industria, la guardia ciudadana, llamada también “guardia blanca” y la Liga Patriótica. Esta Liga Patrióti­ ca era una organización antiobrera nacionalista, de extrema dere­ cha, organizada en Buenos Aires pero que se había extendido en todo el país. Estaba integrada por oficiales del ejército y la mari­ na de guerra, propietarios, comerciantes, miembros de la iglesia

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católica, profesionales y estudiantes universitarios pertenecientes a la alta burguesía. Se había formado como consecuencia del temor al peligro de que se extendiera el bolchevismo y el anarquis­ mo. Sus postulados eran la defensa de la propiedad, la familia y la patria. Para dar fuerza a su petitorio, la Federación Obrera declara la huelga en el campo. Las peonadas abandonaron el trabajo y se or­ ganizaron formando una gran columna que iba de estancia en es­ tancia tomando como rehenes a propietarios, administradores y capataces y engrosando sus filas con las peonadas. El paro será unánime. Los estancieros entrarán en negociacio­ nes, pero los huelguistas rechazan la primera propuesta. Los es­ tancieros –y ya actúan en forma directa desde Buenos Aires los potentados Mauricio Braun y Alejandro Menéndez Behety, hijo de José Menéndez– contestan enviando a obreros “libres” desde la capital. Cuando los primeros trabajadores “rompehuelgas” se dirigen con custodia policial a las estancias son atacados a tiros por los huelguistas. Desanimados solicitan ser embarcados de nuevo para volver a Buenos Aires. El intento de quebrar la huelga había fracasado. El movimiento huelguístico se extiende a los otros puertos y sus zonas de influencia: en Puerto Deseado paran los ferroviarios y los empleados de comercio. Una columna de manifestantes es baleada por la policía y la guardia blanca, y cae muerto un ferro­ viario. El paro es también total en los Puertos Santa Cruz y San Julián. El gobierno nacional resuelve intervenir. Lo hace enviando tropas de marinería y reemplazando al gobernador Correa Falcón. Mientras se espera al nuevo gobernador, Correa Falcón envía a la policía al interior para que disuelva la columna huelguista en­ cabezada por “El Toscano”. Los huelguistas perderán un hombre y quedarán dueños de la situación. En Río Gallegos, los huelguis­ tas queman los depósitos de gasolina. El gobierno local se ve en dificultades y pide ayuda a Buenos Aires mientras decide defen­

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der la ciudad: “Todos unidos ante el peligro” titula el diario de los estancieros. Pero quien dirá basta a este problema cada vez más complicado será el gobierno británico. Hará saber al presidente Yrigoyen “su preocupación por la suerte de vidas y propiedades de los súbditos británicos”. Yrigoyen sabe muy bien que Gran Breta­ ña tiene naves de guerra en las Malvinas (Falklands) y no quiere ningún conflicto. A la protesta británica adhieren Alemania y también Chile, ya que los mismos latifundistas de la Argentina tienen propiedades en Chile y temen la extensión del movimiento huelguístico más allá de la cordillera. Yrigoyen envía además un escuadrón de caballería del ejército, que llegará hasta la estancia La Vanguardia, pero no podrá seguir porque sus fuerzas son mucho menores que las de los huelguistas. Éstos habían ocupado la estancia El Tero, ubicada no muy lejos de Río Gallegos; de allí se dirigirán a un lugar que hoy se conoce co­ mo el “Cañadón de los huelguistas”. Por último, marcharán hasta la estancia La Anita, de la familia Menéndez Behety, y la ocupa­ rán. Eran unos 600 hombres. En ese lugar rechazan a la policía, que debe retirarse y pierde un hombre. Ante esta realidad, Yrigo­ yen ordena al regimiento 10 de Caballería marchar a la Patagonia a solucionar definitivamente el problema. Al mando del mismo va el teniente coronel Héctor Benigno Varela, oficial de su confian­ za, de extracción radical. El nuevo gobernador de Santa Cruz, capitán Yza, y las tropas de Varela llegaron casi al mismo tiempo. Después de estudiar a fondo la situación tanto Yza como Varela aceptan las condiciones de los obreros. En un escrito, el teniente coronel Varela reconoce el grado de explotación que sufren los obreros del campo y que ese, precisamente, había sido el origen del prolongado movimien­ to huelguístico. Se firma así el primer convenio rural patagónico que los estancieros aceptaron a regañadientes. Pero nadie sospe­ chaba que ese final feliz de la primera huelga no era nada más que el preludio para la gran tragedia.

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Los blancos y los rojos Después del triunfo en el campo, Antonio Soto y sus compañe­ ros querían terminar también con la explotación del personal de los frigoríficos, casi todos de propiedad de capitales de Estados Unidos y que se hallaban en la mayoría de los puertos patagónicos para preparar la carne de oveja que se exportaba. Los obreros de los frigoríficos eran reclutados en Buenos Aires y llevados duran­ te la temporada de verano al lejano sur. Las condiciones eran me­ dievales. Por ejemplo, en Buenos Aires se obligaba a firmar a los obreros un contrato por el cual se les retenía una quinta parte del jornal por si “directa o indirectamente contribuyera a disturbios u obstaculizaciones del trabajo”. En ese caso “perderá la cantidad así retenida”. Es decir, se lo castigaba si intervenía en acciones huelguísticas. Además, se le descontaba el pasaje en barco y debía pagar cincuenta pesos por mes por su propia manutención. La Federación Obrera presentará un pliego de condiciones para esos obreros. Como no es aceptado por la patronal, se decla­ ra la huelga. Pero esta vez se perderá. El nuevo gobernador radi­ cal, el capitán Yza, apoyará de entrada a los empresarios y envia­ rá a la policía contra los huelguistas. Fue una sensible derrota de la Federación Obrera. Una victoria para los patrones quienes desde ese momento pasaron a la ofensiva. Correa Falcón, ya co­ mo gerente de la Sociedad Rural, la organización de los latifun­ distas, se hace fuerte y con el total apoyo de los estancieros re­ suelve no cumplir el convenio rural firmado por el teniente coro­ nel y el gobernador Yza. Desde el campo van llegando a la Sociedad Obrera las noticias de que los patrones siguen pagando los jornales de antes de la huel­ ga rural y que no cumplen con las otras condiciones estipuladas. Ante estos hechos un grupo de acción de la huelga, capitanea­ do por “El Toscano” se independiza de la Federación Obrera y co­ mienza a actuar por su propia cuenta. Se autotitula “El Consejo Rojo” y anuncia que impondrá “el socialismo en la Patagonia”. El grupo estaba integrado, además, por el “68”, un ex penado de la cárcel de Tierra del Fuego que llevaba con orgullo el birrete del

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uniforme de preso con ese número; por Frank Cross, norteameri­ cano, ex cowboy; Zacarías Caro, argentino, también ex preso de Tierra del Fuego; Ernst Reith, alemán, de larga melena; Fritz Heersen, alemán, pelirrojo, y Santiago Díaz, chileno, buen cono­ cedor de la cordillera. Es típico de los grandes conflictos rurales que se produzcan actos de bandidaje con aparición de grupos que aprovechan la ocasión para su propia conveniencia. “El Toscano” y su “Consejo Rojo” comienzan a asaltar estancias y a robar ganado con el pretexto de reivindicaciones obreras. Esto complica a Antonio Soto y a los demás dirigentes sindicales, quienes desa­ prueban la actitud de los salteadores rurales, lo que fue aprove­ chado al máximo por los latifundistas que protestaron ante el go­ bierno nacional, en Buenos Aires, calificando de “bandoleros” a los integrantes de la Federación Obrera. Las acciones de “El Tos­ cano”, en total, fueron muy reducidas, porque se trataba de un grupo pequeño que actuaba en esas enormes distancias. Los diarios de Buenos Aires aprovecharon los asaltos de “El Toscano” y su gente para iniciar una gran campaña haciendo aparecer toda acción sindical como inspirada por los “bandole­ ros patagónicos”. Se iba preparando así a la opinión pública para justificar la gran represión que vendría después. Los Braun y Menéndez Behety se manejaban en Buenos Aires con sus pares, los máximos poderes económicos y así influian en el gobierno nacional. Antonio Soto, ante la nueva circunstancia de que los patrones no cumplían con el convenio firmado, comenzó a recorrer el inte­ rior patagónico para esclarecer a las peonadas y prepararlas para una segunda huelga. Los peones rurales esperaban con ansiedad que la Federación Obrera hiciera cumplir el convenio rural. Esta organización toma una resolución a principios de octubre: ya ha comenzado el baño y la esquila de lanares en los campos patagónicos y, por ese moti­ vo, estancia donde no se cumple el convenio, se para. Una tras otra, las estancias quedan inmovilizadas.

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El gobierno local reacciona con violencia, allana los locales obreros y detiene a todos los dirigentes que se hallan todavía en las ciudades portuarias: Río Gallegos, Puerto Santa Cruz, San Julián y Puerto Deseado, que son embarcados en un buque de guerra y de­ portados del territorio de Santa Cruz. Antonio Soto, que en ese momento se hallaba en la estancia Bella Vista, pierde el contacto así con parte de los otros dirigentes sindicales. Quedan sólo en ac­ ción aquellos que estaban en el campo. Y éstos declaran el paro ge­ neral en todo Santa Cruz, ciudades y campo. Era el 28 de octubre de 1921. El manifiesto de huelga finaliza diciendo: “Compañeros: abandonad las tareas hoy a las 14 horas si aún no lo habéis hecho y venid a hacer obra solidaria engrosando nuestras filas y cumpli­ réis así con vuestro deber de trabajadores conscientes. El paro ge­ neral ha sido decretado y debe ser absoluto en todas las faenas del campo y del pueblo. Trabajadores, ¡conciencia!”. Se iniciaba así la larga marcha de los obreros hacia el interior del territorio para resistir desde allí. Una larga marcha hacia la muerte.

El sistema adoptado por los obreros fue el siguiente: se mar­ chaba en columnas, estancia por estancia. En cada una de ellas se hacían asambleas para convencer a los peones de unirse a las co­ lumnas, se tomaban las caballadas para inmovilizar a policías y guardias blancos, y se obligaba a administradores y empleados de alta jerarquía de las estancias a acompañarlos en calidad de rehe­ nes. Así, en el interior del extenso territorio se formaron cuatro grandes columnas de no menos de medio millar de obreros rura­ les cada una. La de Río Gallegos, cuyo principal responsable era Antonio Soto, anarquista; la de Puerto Santa Cruz, a cuyo frente iba Ramón Outerello, también español y anarquista; la de San Ju­ lián, a cargo de Albino Argüelles, argentino, de ideología socialis­ ta; y la de Puerto Deseado, a cargo de José Font, gaucho argenti­ no, sin ideología política. Éste fue un caso de solidaridad. José Font, apodado “Facón Grande” por la daga de gran tamaño que calzaba en la cintura, era dueño de una tropa de carretas que transportaba la lana del interior de la Patagonia hasta los puertos.

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Pero aceptó comandar la cuarta columna huelguista por solidari­ dad con los peones rurales. Los huelguistas dominaban ahora el campo, pero los estancie­ ros habían ganado la capital, Buenos Aires. La presión sobre el go­ bierno nacional no sólo la hacían los latifundistas patagónicos, sino también sus aliados, los propietarios de la pampa bonaerense a través de la todopoderosa Sociedad Rural de Buenos Aires, y tam­ bién la embajada británica, que nuevamente hizo saber al gobier­ no con palabras inequívocas que no iba a tolerar que algunos de sus súbditos o sus propiedades sufrieran daño alguno. Los estancieros querían que el gobierno enviara al general Martínez con tropas para terminar con las huelgas. Pero Yrigoyen trató de mostrar su neutralidad y envió nuevamente al teniente coronel Varela, su correligionario y, además, amigo. Pero le da ins­ trucciones muy diferentes a las de la primera huelga. Esta vez se­ ñala que hay que “acabar de raíz con los conflictos”. Cuando Varela y dos regimientos, el 10 y el 2 de Caballería parten de Buenos Aires en el crucero “Almirante Brown”, los diarios locales publican noticias terroríficas de lo que ocurre en la Pata­ gonia. Se informa sobre el secuestro y la violación de mujeres, ase­ sinato de administradores de estancias, de saqueos e incendios. Las noticias que llegan desde el Sur hasta tienen resonancia en la Bolsa. Todo un clima preparado: luego podrá demostrarse que na­ da de eso era verdad. Hasta el 31 de octubre Soto había levantado las peonadas de las estancias Buitreras, Alquinta, Rincón de los Morros, Glencross, La Esperanza y Bella Vista. De allí se dirigía a Lago Argentino, junto al ventisquero Perito Moreno donde lo esperaban ya, en huelga, los peones rurales de esa zona. La huelga general se hace por la li­ bertad de los sindicalistas presos, y en particular, para que cada es­ tancia cumpla con el convenio rural. Al 5 de noviembre ya todo el sur de Santa Cruz está paralizado. No hay estancia que trabaje. La policía, mientras tanto, ha obtenido un triunfo: logra captu­ rar a “El Toscano” y a su “Consejo Rojo”, que son presentados an­

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te la prensa como los líderes huelguistas, y remitidos a la cárcel de Río Gallegos. De Puerto Santa Cruz, mientras tanto, ha salido la columna de Ramón Outerello, quien marcha hacia el interior del territorio y toma la localidad de Paso Ibáñez, punto estratégico importante porque allí se halla la balsa que cruza el correntoso río Santa Cruz. La policía de Puerto Santa Cruz destruye el local obrero, la biblio­ teca obrera y la imprenta. La región es abandonada por los admi­ nistradores y empleados administrativos de las estancias, quienes huyen hacia las ciudades. Los establecimientos de campo quedan abandonados. Los úni­ cos que se resisten a abandonar su propiedad son los estancieros de “El Cifre”, los alemanes Schroeder, matando a tres peones ru­ rales de una partida de huelguistas que intentaban ocupar la es­ tancia. El resto de los huelguistas huye y entonces sí, los Schroe­ der, ante el peligro de que los peones vuelvan con refuerzos, se di­ rigen a Puerto Coyle donde son recibidos como héroes por los de­ más refugiados. El teniente coronel Héctor Benigno Varela y sus tropas llegan a Río Gallegos el 9 de noviembre de 1921. Los está esperando el gobernador interino, mayor Cefaly Pandolfi. El gobernador titular se ha marchado a Buenos Aires por orden del gobierno nacional. En esto se ve el juego del presidente Yrigoyen. Durante la repre­ sión no van a estar en Santa Cruz ni el gobernador, Mayor Yza, ni el juez letrado, doctor Viñas. Deja el campo libre al teniente co­ ronel Varela para que lleve a cabo la represión sin problemas. Se­ rá el dueño de la región. El primer edicto que hace publicar el militar dirá lo siguiente: “Queda terminantemente prohibido entenderse en lo sucesivo con representantes o miembros de sociedades obreras, las que no se­ rán consideradas en ningún carácter legal”. Es decir, de entrada, el comandante Varela no deja ningún lugar a dudas: viene a repri­ mir a los obreros, a pesar de que éstos están en su derecho de ha­ cer huelga porque los patrones no cumplieron con el convenio de trabajo.

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Para hacer más dramático el momento, a la llegada de las tro­ pas todo el comercio y los hoteles de la ciudad cierran sus puertas en señal de duelo por “los crímenes cometidos por los huelguis­ tas”. La puesta en escena da sus resultados: los soldados se sien­ ten los salvadores de la sociedad. En su primer informe a Buenos Aires, Varela da el siguiente cuadro: “El trabajo está totalmente paralizado, los dueños de estancias, administradores, mayordomos y capataces, salvo los que habían conseguido huir abandonando todo en poder de los revoltosos, se encontraban prisioneros y se desconocía su suerte, hasta el extremo de asegurarse que muchos habían sido asesinados, incendiándose las estancias y cometiendo toda clase de depredaciones. Puede decirse que la situación de los habitantes era de una excitación nerviosa tan grande que más pu­ diera llamarse desesperante”. Pocas horas más tarde será aún más tajante: “Considerando que todo el orden se halla subvertido, que no existía la garantía in­ dividual, del domicilio, de la vida y las haciendas que nuestra Constitución garante; que hombres levantados en armas contra la Patria amenazaban la estabilidad de las autoridades y abierta­ mente contra el Gobierno Nacional, destruyendo, incendiando, re­ quisando caballos, víveres y toda clase de elementos, aprecio la si­ tuación como gravísima”. ¿Qué había pasado con Varela? ¿Por qué la segunda huelga es subversiva y se trata de un levantamiento “contra la Patria” y, en cambio, la primera, según él mismo lo había escrito, fue sólo un movimiento en busca de reivindicaciones? ¿Por qué había cam­ biado Varela? ¿O es que habían cambiado las órdenes de Yrigo­ yen? Precisamente esa dualidad de proceder es lo que va a con­ fundir a los huelguistas quienes estaban seguros de que el ejérci­ to iba a actuar de la misma manera que la vez anterior: de árbitro y de que haría cumplir el convenio. Esa creencia de los obreros será la carta ganadora que empleará Varela. Desde el comienzo de su segunda intervención, Varela tomó su misión como un caso de guerra. Tenía que vencer, derrotar y ani­ quilar al enemigo que, de acuerdo con la orden que traía, eran los obreros. Ahora bien, ¿cómo derrotar a una fuerza diez veces supe­

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rior? ¿Cómo vencer con sólo doscientos soldados que no conocían el terreno, que no estaban acostumbrados al viento y al clima pa­ tagónicos y que en su mayoría eran de origen tan humilde como los huelguistas? En todo esto hay una clave: si Varela se lanza a derrotar a fuer­ zas diez veces superiores en número es porque sabe que los obre­ ros no están organizados militarmente ni tienen armas suficientes y que, por sobre todo, no quieren problemas con el ejército. Tan­ to Varela como sus oficiales: Anaya, Campos y Viñas Ibarra hablan de los huelguistas como de “fuerzas militarizadas, perfectamente armadas y mejor municionadas”. Esto de las armas quedará en descubierto cuando después de la rendición de los obreros los mismos partes darán cuenta de que el número de prisioneros duplica o triplica el número de armas tomadas, y que tales armas son de muy poca calidad, viejos Winchester o muy pocos Savage, arma ésta, si bien nueva, de ninguna manera comparable con el al­ cance de las que poseían los regimientos de caballería enviados. Varela sabe bien con quién va a combatir. Ya los conoce de la primera huelga. Son chilotes, con dirigentes asturianos, muy pocos gallegos, alemanes, italianos, algún polaco, y un par de rusos y yugoslavos. Europeos que creen en “la humanidad” y se pierden en ilusiones tolstoianas o bakuninistas o recitan frases de Ma­ latesta. Varela sabía muy bien todo esto. Y para él fue un paseo, más bien podría calificarse un safari por la impunidad y la fero­ cidad con que se limpió a la Patagonia de anarquistas y obreros rebeldes. El primer “combate” tendrá lugar en Punta Alta y será prota­ gonizado por Viñas Ibarra y sus soldados. En todos los “combates” morirán solamente obreros, salvo el de Tehuelches, como después veremos, en el que será muerto un soldado. Ese fue realmente el único enfrentamiento. En Punta Alta, el parte militar señala que cayeron muertos cinco huelguistas y se tomaron 45 prisioneros. Es curioso, y el hecho se repetirá en todos los “combates”, que los muertos fueran justamente los dirigentes sindicales. En general, de acuerdo con el testimonio –medio siglo después– de militares, policías, estancieros y altos empleados de las estancias, el método

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represivo fue el siguiente: cuando el ejército avistaba a una gran masa de huelguistas se enviaba a algún suboficial con bandera blanca para entrar en conversaciones, para lo cual se invitaba a los dirigentes obreros a dirigirse al cuartel general de Varela y allí lle­ gar a un arreglo del conflicto. Como justamente los huelguistas creían que Varela estaba bien predispuesto hacia ellos, enviaban de inmediato a sus mejores hombres. Cuando éstos llegaban al campamento militar, Varela los tomaba prisioneros y los fusilaba de inmediato. Luego se enviaba nuevamente a un uniformado co­ mo parlamentario para solicitar se enviaran también a los delega­ dos obreros de estancia “porque había problemas para la solu­ ción”. Cuando llegaban, Varela empleaba el mismo método y los fusilaba. Luego arremetía contra los campamentos huelguistas, atacándolos sin previo aviso. Las peonadas, ya sin dirigentes, huían a campo traviesa antes de caer muertos por las balas. Así fueron los famosos “combates” de que hablaban los partes milita­ res. El autor de esta investigación habló largamente cincuenta años después con el coronel Schweitzer, quien en 1921-22 fue –con el grado de teniente primero– ayudante de campo de Vare­ la. Schweitzer reconoció y justificó el método. Señaló que Varela tenía que cumplir la orden presidencial de terminar por las bue­ nas o por las malas con las huelgas patagónicas, que las tropas eran muy inferiores en número a las columnas huelguísticas, que los soldados –además– desconocían el territorio patagónico, en el cual, en cambio, los peones rurales eran verdaderos baqueanos.

La larga marcha hacia la muerte En Cañadón León serán fusilados Ramón Outerello, los otros dirigentes de Puerto Santa Cruz, los delegados de estancia y un número no determinado de peones rurales, en su mayoría chilenos. En una estancia de la zona de San Julián serán fusilados Al­ bino Argüelles y un número determinado de dirigentes sindicales, delegados de trabajadores rurales y simples peones. Es decir, en días apenas, Varela, con una increíble actividad signada por la bru­

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talidad y la transgresión de las leyes elimina a los huelguistas del centro de Santa Cruz. Ahora le quedaban las dos columnas prin­ cipales. La del Norte, comandada por el gaucho Facón Grande y la del Sur de Antonio Soto. Pero en el Norte, el comandante Varela sufrirá una derrota a manos de los trabajadores rurales. La columna de Facón Grande ve venir a las tropas de Varela y cree que es la policía. Cuando Va­ rela abre el fuego, los obreros le responden y el militar y su tropa huyen 40 kilómetros hasta la población más cercana. Llevan un soldado muerto y varios heridos. Desde ese lugar, el militar –por el telégrafo del ferrocarril– convoca a Facón Grande y a los otros dirigentes sindicales que lo secundan. El gaucho acepta y se diri­ ge al campamento militar. Allí, los representantes obreros son ro­ deados por los militares, tomados prisioneros y fusilados horas después. Los partes posteriores de Varela, llenos de contradiccio­ nes, dejarán en claro el método empleado. Las enormes distancias no permitían una comunicación rápida entre los diversos grupos de huelguistas. Todo tenía que hacerse a caballo ya que los pocos automóviles con que contaron los huel­ guistas bien pronto se quedaron sin combustible. El telégrafo es­ taba en poder de los militares o de otras autoridades en las ciuda­ des. De manera que en ningún momento Soto se enteró de lo ocu­ rrido con las otras columnas. Pero sí tuvo la experiencia por la cual, cuando junto con una partida de pocos peones rurales se ha­ llaba recorriendo el campo, fue atacado sin previo aviso a orillas del arroyo El Perro por tropas del ejército, a pesar de los gestos amistosos que hicieron los obreros a los soldados. En ese ataque fueron muertos veinte peones rurales. Soto se dio cuenta allí de que esta vez el ejército venía a reprimir. Después de ese episodio, la columna de Soto, de más de 600 peones rurales, se concentra­ rá en la estancia “La Anita”. Todo un símbolo, ya que era el esta­ blecimiento modelo de los Menéndez Behety. El capitán Viñas Ibarra, que comandaba las tropas en el Sur, se aproximó hasta pocos kilómetros del lugar y exigió a Soto la rendi­ ción incondicional antes de entrar en conversaciones. Soto descon­ fía del militar y le hace responder que la que tiene que resolver es

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la asamblea. En ese sentido será fiel, hasta el final, al principio anarquista de que el único poder lo tiene la asamblea de base. En esa asamblea se mostraron claramente tres posiciones: la de Soto, que aconsejó seguir la huelga, marchar de estancia en estan­ cia ocupándolas temporariamente y abandonarlas cuando se apro­ ximara el ejército. Señalaba que ya estaba muy adelantada la épo­ ca de la esquila y que los estancieros iban a tener que pactar y cumplir el convenio ya que, sin los peones, no se podían volver a poner en actividad los campos. Advirtió a los peones que no había que rendirse a las tropas. La segunda posición la representó un anarquista de origen alemán, Pablo Schultz, quien sostuvo que no había que moverse de “La Anita” ni menos rendirse. Que si el ejército atacaba ellos eran muchos más y que no podían ser venci­ dos. Al contrario, que si demostraban fuerza y entereza, ésa iba a ser la mejor carta de triunfo para posteriores conversaciones. La tercera posición fue la representada por los peones chilenos, que eran la mayoría. Su delegado manifestó que los peones chilenos no querían ningún enfrentamiento con el ejército argentino. Que lo único que solicitaban era que se les diera trato humanitario y una paga justa, para lo cual aceptaban la rendición ante el ejérci­ to como prueba de buena voluntad. La asamblea duró muchas horas, en las cuales tanto Antonio Soto como Pablo Schultz trataron de convencer a los asambleístas de que no debían dividirse y se­ guir sí con la huelga hasta lograr el triunfo. Finalmente se votó y triunfó por amplia mayoría la moción del delegado chileno. Era la primera vez que Soto perdía una asamblea y sería, por otra parte, su última en territorio argentino. A continuación Soto tomó la palabra para informar que él no se iba a rendir porque estaba en contra de sus principios y agregó que los que pensaban como él, lo siguieran. En cambio, el alemán Schultz se quedó, por discipli­ na sindical, para cumplir con lo que había aprobado la asamblea soberana, aunque él estaba en contra de la moción de rendirse. Soto partirá a caballo con sólo doce de sus compañeros con rumbo hacia la cordillera. Los demás se rindieron. El capitán Viñas Ibarra ordenará que los obreros entreguen todas sus armas y formen en filas. Luego hará venir a los estancieros y administradores que acompañaban a la columna militar o habían sido rehenes de

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los huelguistas para que señalaran a los sindicalistas, a los delega­ dos de estancia y a todos aquellos que hubieran demostrado mala conducta en el trabajo o hubieran protagonizado reclamos u otros actos de rebeldía. Además, todo aquel chileno que no tuviera sus papeles en orden o no pudiera demostrar haber trabajado en algu­ na estancia, fue también separado. Todos fueron fusilados en una larga jornada hasta bien entrada la noche. Los primeros en ser fu­ silados fueron Schultz y el delegado chileno que propuso aceptar la rendición, de apellido Fariña. Viñas Ibarra procederá de la misma manera que Varela y Anaya en las zonas de Puerto Santa Cruz, San Julián y Puerto Desea­ do. A los condenados a muerte se les hacía primero cavar sus pro­ pias tumbas, luego se los castigaba duramente a latigazos en pre­ sencia de los demás peones prisioneros no seleccionados, para que aprendieran lo que les esperaba si alguna vez volvían a rebelarse. A los suboficiales y soldados se les dio el derecho de botín de las pertenencias tanto de los fusilados como de los prisioneros: es decir, el poco dinero que tenían, los caballos y los certificados de propiedad de los mismos, los quillangos y todo objeto de valor que poseían. La matanza de La Anita fue la peor de toda la campaña de Varela, quien llegó a esa estancia al día siguiente de la rendi­ ción. Mientras que el parte oficial señala en forma imprecisa que “hubo unos siete muertos” y 420 “revoltosos prisioneros”, los es­ tancieros, administradores y policías, en declaraciones posteriores calculaban los fusilados en esa estancia “entre 120 y 130” y tanto los peones prisioneros como los diarios de izquierda en Buenos Aires hacían ascender ese número a 480.

For he is a jolly good fellow Después de la represión, las tropas regresaron a los puertos donde se les tributó un recibimiento apoteótico. En el acto cen­ tral, en Río Gallegos, la colectividad británica le cantó al teniente coronel Varela el For he is a jolly good fellow y en los discursos se

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le otorgó el título de héroe y defensor de la propiedad y de la de­ mocracia. Se hicieron gestiones, además, para que Varela fuera designado gobernador de Santa Cruz. El militar había cumplido con creces los deseos de los poderes económicos. Más aún, en de­ terminado momento los estancieros –durante la campaña– habían comenzado a preocuparse porque si Varela seguía con la cruenta represión temían quedarse sin peones esquiladores para la zafra lanera. Pero ya todo había pasado y ahora Varela recibía los honores. Aunque todo no iba a resultar tan fácil para él. En Buenos Aires, por diversos conductos, en especial por telegramas directos del gobernador interino Cefaly Pandolfi al gobierno central, se fueron conociendo detalles de la masacre. Las tripulaciones de los barcos relataron en los sindicatos de Buenos Aires lo que comentaban los testigos de los fusilamientos. La central anarquista en la capital inició una campaña de denuncia y actos de protesta. Esto en se­ guida fue imitado por la FORA sindicalista ya que, ante la magni­ tud de la tragedia, ésta no podía ser silenciada. Pero la diferencia estaba en que mientras los anarquistas señalaban como principal responsable al presidente Yrigoyen, la FORA sindicalista hacía re­ caer la culpa en el teniente coronel Varela, al cual acusaban de ha­ ber actuado por su cuenta. El ambiente se fue caldeando, el tema fue asumido por la oposición política y llegó así al Congreso de la Nación. El debate fue brillante. Tal vez uno de los mejores de la historia del parlamentarismo argentino. La oposición vino muy bien informada y describió en todos sus detalles la represión en todos los sectores, la crueldad empleada, las acciones contrarias a toda legalidad. El diputado De Tomaso, luego de comprobar que fueron falsos los cargos de vandalismo hechos contra los huelguis­ tas dirá: “Yo denuncio al teniente coronel Varela por haber abusa­ do de sus funciones, por haber cubierto de oprobio las armas de la Nación, por haber ordenado él personalmente o por intermedio de sus subalternos fusilamientos en masa sobre el propio campo de hombres tomados al azar”. Pero luego, el diputado informante no se conforma con acusar a Varela, sino que pregunta a la bancada oficialista: “¿Quién es el que le dio las órdenes para fusilar? [...] ¿Acaso el teniente coronel Varela ha realizado esas escenas que yo

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califico de salvajismo obedeciendo a instrucciones secretas del go­ bierno?” y se responde a sí mismo: “No quiero creer que haya un ministro argentino y mucho menos un presidente que al enviar tropas al Sur haya dado la instrucción cruel e impía de fusilar so­ bre el propio campo a los obreros en huelga”. La oposición solicitará la formación de una comisión investiga­ dora que se traslade de inmediato a la Patagonia para esclarecer la verdad de lo ocurrido. Es la gran oportunidad que tiene esa de­ mocracia nacida hacía apenas cinco años. La solicitud era: que se haga una investigación a fondo y que caiga quien tiene que caer: Varela, por haberse extralimitado en las órdenes dadas por Yrigo­ yen, o el propio Yrigoyen, si había dado esa orden tan drástica. Aquí estaba en juego la democracia misma. El diputado opositor De Tomaso ve que la mayoría no aproba­ rá la investigación y advierte: “Si no se vota la comisión investiga­ dora con el pretexto de esperar que el ministro de Guerra haga por su cuenta el sumario militar se prestaría la aquiescencia para que aquella enorme brutalidad quede sin sanción, ni siquiera moral”. Y luego tiene palabras premonitorias: dice que de esa manera se abre el camino a una dictadura militar. Los hechos le darán la ra­ zón. Yrigoyen, ocho años después será derrocado por el general Uriburu que instalará una dictadura y quebrará así la continuación democrática en el país. El proyecto de comisión investigadora será rechazado por los votos de los diputados radicales. Yrigoyen guardará silencio pese a los ataques de la prensa de izquierda y de los sindicatos anarquis­ tas. Con respecto a Varela, el presidente de la Nación mantendrá una posición dual. Ni lo respaldará ni lo ascenderá, pero le dará un cargo importante con mando de tropas. La masacre patagónica quedará impune, como la matanza de sus primeros habitantes: ma­ puches, ranqueles, pehuenches y tehuelches, en el siglo anterior. Un año después, apenas a cincuenta metros de su domicilio fue muerto el comandante Varela. El autor del atentado resultó ser el anarquista alemán Kurt Gustav Wilckens, quien fue detenido.

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Se trataba de un pacifista tolstoiano, nacido en el Norte de Alemania. De familia de la alta burguesía de Bad Segeberg perteneció como soldado a la guardia selecta del Káiser pero luego, en un via­ je de aprendizaje con otros estudiantes por Estados Unidos, leyó a Tolstoi y a los clásicos del socialismo libertario y decidió ser obre­ ro. Cuando fue detenido después del atentado contra Varela, llega­ ron sus antecedentes policiales desde Estados Unidos. Se lo deno­ minaba allá “el rojo más peligroso del Oeste”. Había trabajado al comienzo en una fábrica de pescado. En esa fábrica se envasaban las mejores partes del pescado en envases de lujo para los barrios de alto poder de compra y los restos de tales pescados en envases baratos para los barrios proletarios. Wilkens aconsejó a los demás obreros a cambiar el sistema: se envasaban las mejores partes en envases baratos para los humildes y los restos en envases de lujo para la burguesía. Descubierto el hecho, Wilckens fue cesanteado. Fue, entonces, a trabajar a las minas donde protagonizó un paro general de mineros en Arizona. El gobierno local prohibió la huel­ ga y deportó a Wilckens y a otros 1.118 mineros a Columbus (Nue­ va México) a un campo de confinamiento. De allí se escapa pero es detenido y, por tener ciudadanía alemana, ya que Estados Unidos estaba en guerra con ese país, es llevado al campo de prisioneros de Fort Douglas. Vuelve a escapar pero es apresado nuevamente y, al fin de la guerra, expulsado a Alemania. En su país natal, en cír­ culos anarquistas, se entera de que en la Argentina hay un fuerte movimiento anarquista y que la Patagonia es un verdadero paraíso. Vuelve a su ciudad natal, renuncia a su herencia en beneficio de sus hermanos y resuelve embarcarse para la Argentina y fundar en la Patagonia una colonia agrícola sobre los principios de la igualdad entre los hombres y el respeto a la naturaleza. Trabaja en el Norte patagónico en la cosecha de fruta en Río Negro y allí se entera de la masacre de obreros rurales a manos de Varela. Vuelve a Buenos Aires, se informa bien de lo ocurrido y espera que se haga justicia. Pero el Congreso, el Poder Judicial y el Ejecutivo, callan. Wilckens –de pocas palabras– dirá en una asamblea obrera que “si Varela si­ gue viviendo cometerá otras masacres obreras”. Su atentado es pre­ parado en todos sus detalles. Y así lo ejecuta, primero la bomba y luego los seis balazos. Varela muere fusilado.

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La muerte de Varela fue aplaudida por toda la izquierda, sin ex­ cepción. El proletariado consideró a Wilckens un héroe del pue­ blo. Se imprimieron volantes y folletos sobre la vida de Wilckens y los cantores criollos de las pampas le dedicaron sus canciones. Los anarquistas ponían a sus hijos recién nacidos el nombre extranjero de Kurt Gustav, en homenaje al atentador preso. Cuando Wilckens entró en la cárcel fue saludado con aplausos y vivas por los presos políticos y comunes. Pero, seis meses después, el anarquista ale­ mán fue asesinado mientras dormía en su celda por el guardiacár­ cel Pérez Millán Temperley. El asesino había ingresado al servicio penitenciario pocos días antes sólo con el evidente propósito de matar a Wilckens. Pertenecía a la aristocracia argentina y formaba parte de la Liga Patriótica, la organización ultraderechista. En su ingreso como guardiacárcel estaban complicadas las autoridades y era una concesión al ejército y a la derecha. La muerte de Wilckens produjo la furiosa reacción de los obre­ ros quienes declararon en Buenos Aires y otras ciudades la huelga general. La policía atacó el local central de la FORA, pero los anar­ quistas se defendieron durante varias horas hasta que, ya sin balas, fueron detenidos. El saldo será de un policía muerto y tres heridos mientras que los obreros sufrieron dos muertos, 17 heridos graves y 163 deteni­ dos. Allí no se acabarán los enfrentamientos. Los anarquistas toma­ ron como una cuestión de honor vengar la muerte de Kurt Gustav Wilckens y de los peones rurales fusilados. Para proteger a Pérez Millán Temperley, los jueces lo hicieron pasar por insano y fue llevado al manicomio. En ese lugar, en una habitación aislada de los demás internados, estaba asegurado de todo ataque. Pero hasta allí le alcanzará la larga mano de la venganza. Llegar hasta Pérez Millán Temperley era difícil. Pero, en el mismo manicomio, en un pabellón alejado, se hallaban internados los presos comunes que sufrían alteraciones mentales. De ese pabe­ llón se le permite salir al “loquito bueno”, Esteban Lucich, un in­ sano de buena conducta y nada peligroso, quien es el encargado de limpiar el cuarto de Pérez Millán Temperley. Meses después

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del ingreso al manicomio de Pérez Millán Temperley traen al pa­ bellón de delincuentes insanos, desde la lejana cárcel de Tierra del Fuego, a un personaje fascinante, digno de un Dostoiewski o de un Chejov. Se trata del profesor Germán Boris Wladimirovich. Es médico y biólogo, había ejercido la cátedra universitaria en Zu­ rich, lugar adonde había emigrado después de haber actuado en la Revolución Rusa de 1905. Más tarde se exiliará en la Argentina ante amenazas contra su vida. En Buenos Aires toma contacto con anarquistas y es detenido por activista en la Semana Trágica de Buenos Aires, en 1919. Para solventar un diario en idioma ruso de ideología anarquista participa en un asalto y es apresado y conde­ nado a prisión perpetua a cumplir en Tierra del Fuego. Nunca se sabrá cómo llegó a saber en la cárcel la muerte de Wilckens pero, a partir del traslado de Pérez Millán Temperley al manicomio de Buenos Aires, Boris Wladimirovich comienza a demostrar que no está bien en sus cabales y comete actos que convencen al director de la cárcel de Tierra del Fuego de que el extraño ruso sufre pro­ fundas alteraciones psicológicas. Como en el lejano sur no se lo puede tratar se lo traslada al manicomio de Buenos Aires, justamente al pabellón de presos comunes donde está el “loquito bue­ no” Esteban Lucich. Allí los anarquistas –que evidentemente ha­ bían preparado el acto conspirativo– le hacen llegar a Wladimiro­ vich un arma, a pesar de que se halla bajo custodia rigurosa. Días después, Wladimirovich habla con el demente Esteban Lucich, quien todas las mañanas es dejado pasar al cuarto de Pérez Millán para hacer la limpieza. Wladimirovich le entrega a Lucich el arma recibida y le ense­ ña a manejarla y a esconderla. Le explica que cuando se halle an­ te Pérez Millán Temperley deberá apuntarle, decirle: “esto te lo manda Wilckens”, y apretar el gatillo. En la mañana del 9 de no­ viembre de 1925, Lucich cumplió al pie de la letra lo que le ha en­ señado el profesor Wladimirovich. Pérez Millán Temperley mori­ rá horas después. Este sería el último capítulo de esta historia pa­ tagónica que terminaba en Buenos Aires.

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Las tumbas sin cruz Durante más de medio siglo no se habló más de la masacre obrera patagónica. Se formó una especie de leyenda negra. Nadie quería hablar de ella, principalmente en la Patagonia. Allí volvió el pleno poder a los grandes intereses económicos. Y ellos hicie­ ron su propia historia. Las tumbas de los obreros asesinados que­ daron sin cruces. La Iglesia Católica guardó silencio sobre la ma­ sacre. Los sindicatos obreros, sus bibliotecas y sus imprentas fue­ ron destruidos. Desaparecieron durante casi medio siglo. El sin­ dicalismo peronista no reivindicó las luchas obreras patagónicas. Para él la historia comenzó en 1943, cuando el coronel Perón lle­ gó al poder mediante un putsch. Pero la historia no olvida. En 1993 los representantes comuna­ les de Río Gallegos bautizaron una calle con el nombre de Anto­ nio Soto, el legendario líder huelguista. Lo mismo ocurrió en Puerto Deseado con Facón Grande. La escuela primaria de la po­ blación de Gobernador Gregores lleva el nombre de José Font, precisamente el nombre de Facón Grande. En cambio, a los re­ presores no los recuerda ninguna calle, monolito, ni monumento alguno. La tumba de Varela, en el Panteón Militar del cementerio de la Chacarita, en Buenos Aires, tiene una sola placa: “Los británicos residentes en la Patagonia a la memoria del teniente coronel Vare­ la, ejemplo de honra y disciplina en el cumplimiento del deber”.

Los chilotes Philippe Grenier Los chilotes, oriundos de la isla de Chiloé (Chile), son muy numerosos en la Patagonia. Durante mucho tiempo se los consideró inmigrantes, y se les asociaba todo un vocabulario despectivo. Una mano de obra sobreexplotada, cuyo aporte esencial a la historia patagónica habrá de ser reconocido un día.

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mpuero G. pronto cumplirá ochenta años. Me hace entrar en el fogón de su pequeña cabaña, a orillas del canal de Beagle, a unos diez kilómetros al este de Ushuaia, en plena soledad; trabaja como cuidador de la estancia. Y tomando mate, como dirían allá, hablamos de sus años en la Patagonia. Una familia de 12 hijos –8 niños, 4 niñas– cerca de Ancud, en la Isla Grande de Chiloé: la tierra es demasiado pequeña, eviden­ temente. El padre trabaja ya por temporadas en la “sección hielo del Frigorífico”, en Punta Arenas, a más de mil kilómetros al sur. El hijo mayor se va a los veinte años, y Ampuero lo acompaña al cumplir los diez y ocho, en 1928: como cada primavera, 400 tem­ poreros se apretujan en el barco de la línea que los lleva en tres días de Castro, en la Isla Grande, a Punta Arenas. En su primer viaje a la Patagonia, Ampuero no es más que un peón común y sil­ vestre, según su pintoresco lenguaje. La estancia es argentina, el capataz... neozelandés.

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Servicio militar del lado chileno, en Punta Arenas, en 1929; lue­ go es tomado como temporero en el Frigorífico de Puerto Natales, a 200 kilómetros al norte; continúa así en una estancia situada “hacia arriba”, es decir, hacia el norte; “por el recorrido no más, uno tiene aspiraciones para conocer”. Luego pasa a la Argentina, y de estancia en estancia, sube de jerarquía, se vuelve campanista –el que va por las mañanas a juntar los caballos para los peones–, vuel­ ve al sur por la costa atlántica –“costeando por abajo”– para ir a tra­ bajar en las explotaciones auríferas, hallar un puesto de enfarda­ dor, de “marcador” de ovejas o de castrador a diente. Este laborioso trayecto, lleno de disputas con patrones y capa­ taces, de hastío por la tarea demasiado dura o demasiado monóto­ na, de deseos irrefrenables de ir a conocer otros lados, “hacia arri­ ba”, “hacia abajo”, “del otro lado del alambre de púas” –es decir, de la frontera–, dura veinticinco años, antes de volver a Chiloé por primera vez desde 1928. Pero la vida es demasiado ingrata allí, con demasiadas epidemias de tizón, enfermedad que en los años demasiado húmedos arruina la única producción agrícola comer­ cializable de la isla: la papa; el peso “moneda nacional” argentino se cotiza mejor que el peso chileno, y “la patria es el lugar donde uno puede ganarse la vida”. Así pues, Ampuero vuelve a la Pata­ gonia argentina, de Ushuaia a Río Gallegos. Nuevo regreso a la is­ la natal en 1972, quería “poblar”, instalarse en el suelo familiar y echar raíces. Pero impulsado quizás por el deseo de vagabundear, o por no haber tierra suficiente para cultivar, o fuerzas para des­ brozar, pasados los sesenta años invoca un diferendo conyugal y vuelve a irse a la Argentina. Y como “a esta altura del partido no se puede hacer milagro”, helo aquí finalmente, después de haber tenido un puesto ambulante en Ushuaia durante siete años, con­ vertido en cuidador de esta estancia fueguina. Un pequeño huer­ to de papas, las frutillas silvestres, la carne de alguna oveja acci­ dentada y las ramas caídas para leña le permiten vivir casi de ma­ nera autónoma, sueño de todo chilote auténtico, a la espera de poder cobrar la magra pensión que desde el centenario de Ushuaia, en 1984, se decidió acordar a los pobladores con más de cuarenta años de residencia en Tierra del Fuego. En 1948 también trabajó para la marina de guerra en Ushuaia.

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Casi todos vienen de Chiloé La Patagonia está llena de hombres como Ampuero, emigran­ tes chilotes cuyas vidas están repletas de episodios, saltos, catás­ trofes evitadas o no, golpes de suerte y grandes y pequeñas mise­ rias: ellos “hicieron” la Patagonia, o ayudaron a hacerla de manera tan decisiva, tan continua, que aquí se sienten en su casa; ésta es su tierra, son sus dominios, y los recorren según lo necesiten o deseen. En la actualidad los habitantes de Aisén, de Magallanes, de las ciudades y estancias argentinas pueden llamarse aiseninos, puntarenenses, santacruceños... pero casi todos vienen de Chiloé, desde hace una, dos, tres generaciones o aún más, pues el primer contingente de chilotes –183 personas en 40 familias–, se embar­ có en 1868 hacia Punta Arenas, casi duplicando en ese momento la población de la ciudad que recién se fundaba. ¿Cuántos vinieron, o cuántos permanecen en la Patagonia? Aquí las estadísticas, con sus imprecisiones, se tornan incompren­ sibles si no se recurre a la psicología social y a la geopolítica. Al principio las cifras sólo hablan de “chilenos”, los argentinos dicen sólo “los chilenos” para designar a los inmigrantes del vecino país, y los mismos chilotes se presentan primero como chilenos; sin em­ bargo, basta preguntar por el origen de los interlocutores para que surjan todos los lugares de la toponimia chilote, los Rilán, Terai, Lemuy, Ritoque, Quicavi, Mechuque, etcétera. Pero estos chilo­ tes arraigados aquí, muchas veces argentinos, quieren recordar a pesar de todo y ante todo, su condición de chilenos. Y si bien cada uno de los dos “países hermanos” invoca a su vez a los chilenos más que a los chilotes, es porque Chile está orgulloso de que sus nativos ratifiquen con esta invasión pacífica el hecho de que la Pa­ tagonia es una, y que por ende... ¡Pero no reabramos el debate! Y lo mismo ocurre del lado opuesto, porque la Argentina teme y de­ nuncia, usando el mismo término simplificador, el supuesto peli­ gro de una chilenización, incluso involuntaria.1 1. Este temor se expresa ya en 1881. “El interés que tienen los trabajadores de Chi­ le por todas las tierras de Neuquén hacia el sur es tan vivo que yo estoy convencido de que [...] todos los proletarios del Chile austral van a extenderse por esta zona de aquí a dos años”, estima un militar argentino en el diario El independiente de Rosa­ rio el 23 de marzo de 1881.

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“¡Chilote tenía que ser!”, entre la gente de las estancias la fór­ mula pretende dar la clave inmediata de un comportamiento in­ comprensible o condenable.2 Sin embargo, todo el mundo reco­ noce que los chilotes tienen cualidades de trabajadores dóciles y competentes, “buena gente, simple y resistente”3 y que “como buenos rotos chilenos, aun estando con las tripas afuera, siempre dicen que están bien...”.4

El chilote, ¿“viajero” a su pesar? ¿300.000, 400.000 ó 500.000? Las cifras siempre fluctúan se­ gún los autores y la coyuntura política. De todas maneras, ¿por qué son tantos los chilotes en la Patagonia? Aquí habría que evo­ car esa especie de Irlanda de las antípodas que fue Chiloé: una po­ blación prolífica, confinada a las orillas menos hostiles de una Is­ la Grande casi totalmente ocupada por latifundios improductivos, población que cultiva parcelas de papas siempre insuficientes, y que multiplica los trabajos para sobrevivir: en las tierras vecinas de los colonos alemanes de Llanquihué, justo al norte, desde el si­ glo XIX; en los cipresales, los bosques de cipreses del archipiélago de los Chonos, para extraer las estacas de los viñedos del centro de Chile; o también en los canales de la Patagonia occidental pa­ ra recolectar caracoles para las fábricas de conservas regionales ampliando aún más el espacio de sus salidas temporales. De esta manera, el chilote es viajero, como él mismo dice, por necesidad tanto o más que por gusto, y cuando el ganado conquistó la estepa patagónica se transformó “providencialmente” –dijeron enton­ ces los que ven la armonía “natural” de las relaciones entre el ex­ plotado y el explotador– en la mano de obra temporal que necesi­ 2. Cf. el admirable cuento de F. Coloane, De cómo murió el chilote Otey. 3. M. Martinic, cronista minucioso de la Magallanía chilena, en Magallanes, sínte­ sis de tierra y gentes, Santiago de Chile, 1972. 4. L. Loyola, en un curioso opúsculo de 1969, Chilenos en Río Turbio (que alaba al mismo tiempo el recibimiento argentino y la calidad humana de los chilotes), San­ tiago de Chile, 1969, 92 p.

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taban los estancieros.5 Así se fue armando toda una compleja or­ ganización de enganchadores o contratistas que empleaban a los comparsas, esos equipos que cada primavera dejaban Chiloé para la esquila, y algunos de cuyos miembros prolongaban, a veces in­ definidamente, su estadía lejos de Chiloé, enviando dinero a la fa­ milia que había quedado en la isla, al principio regularmente; lue­ go, estos giros se espaciaban, el viajero se casaba otra vez en la Ar­ gentina y no volvía nunca. Simbiosis perfecta, de algún modo, ya que en general estos trabajadores nunca ganaban lo suficiente co­ mo para dejar de hacer sus “temporadas”,6 y si olvidamos que la isla, privada de su mano de obra masculina, apenas si podía prote­ ger sus campos y pastos del siempre amenazante renoval,7 y así engendraba la emigración que la iba debilitando. Pero los chilotes hicieron funcionar la explotación ovina de la Patagonia, desde el humilde lugar que les tocó. También se dis­ persaron en las ciudades, fueron portuarios, albañiles, trabajado­ res en las minas argentinas de carbón de Río Turbio; también fue­ ron constructores de barcos, loberos (cazadores de lobos marinos), y pescadores; hicieron todo lo que se podía hacer en este te­ rritorio vacío, con sus manos como único recurso. 5. Aporte tan poco digno de atención, desde el punto de vista de la historia “oficial” que, incluso una obra tan importante como La Historia de la región magallánica, de M. Martinic, Punta Arenas, 1992, 1424 p., sólo le dedica un párrafo especial a dicho aporte de los chilotes en la colonización de Magallanes; de hecho, están tan presen­ tes y son tan “naturales” como el aire y el agua... ¡son obvios! La “trascendencia de la inmigración europea”, por el contrario, es saludada como se debe (págs. 854-860 entre otras). 6. En 1930, por ejemplo, se calcula en Chiloé que una temporada de seis meses en Magallanes deja 250 pesos de beneficio neto, el equivalente a 312 kg. de pan, es de­ cir, menos de lo que consume la familia tipo chilote en ausencia del hombre. ¿Ba­ lance irrisorio? No, dirían los chilotes, pues gracias a este “viaje” la familia no murió de hambre... 7. El renoval es el crecimiento de la vegetación arbórea que se realiza a gran veloci­ dad en el clima siempre templado y muy húmedo de Chiloé. Los chilotes “exporta­ ron”, en toda la parte de la Patagonia donde el desbrozador debe enfrentar al bos­ que, un vocabulario específico del espacio rural chilote que se divide entre el terreno limpio y el semilimpio pues faltan el tiempo o las fuerzas para terminarlo, el re­ noval, el bosque está volviendo a ganar el terreno conquistado; y el monte, el bosque denso aún virgen que jamás se ha podido empezar a limpiar.

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El fin de una época Esta época ya ha terminado y todo parece conspirar en este sentido. La lana se vende mal, hay que deslastrar las pasturas de­ masiado dañadas por la erosión y como en todo el mundo, “hay que achicar gastos”; en lugar de los peones a caballo aparecen pe­ queñas motos todo-terreno que transportan a un hombre y dos pe­ rros, uno puntero que hace ir más lento al rebaño cuando es pre­ ciso, el otro, culatero, que lo hace ir más rápido. Además, en ple­ na crisis económica, la Argentina “produce” también en abundan­ cia su propia mano de obra temporera, cada vez reparando menos en las condiciones de trabajo que se le ofrece, y así es como los mestizos de indios de las provincias del Norte compiten en las es­ tancias patagónicas con los esquiladores chilotes. La grave tensión por el Beagle generada en 1978 detuvo de manera tajante duran­ te algunos años la migración proveniente de Chile. Durante los ochenta, Chiloé se transformó rápidamente en un importante lu­ gar de la salmonicultura mundial y ofreció así, a su ejército de tra­ bajadores en reserva, el empleo que ahora difícilmente se halla en la Argentina. Por otra parte, durante cierto tiempo, el peso chileno se cotizó mucho mejor que el inestable austral argentino. ¿Entonces los chilotes en la Patagonia son sólo una visión del pasado? A pesar de las apariencias, la coyuntura económica actual es demasiado inestable para poder hacer esta afirmación. Quizás nos demos cuenta un día que exportar vía aérea el salmón fresco para adornar la mesa de los países del Norte, explotando la mano de obra chilote, no es en realidad un ejemplo de “desarrollo sos­ tenible”. De todas maneras, los vínculos entre Chiloé y la Patago­ nia no se han roto. En todo el vasto espacio que va desde el río Negro a Tierra del Fuego, la diáspora chilote sigue pensando en la tierra abandonada, sigue soñando a veces con un hipotético re­ greso a lo propio, esas hectáreas de tierra raramente vendidas, confiadas a la familia o a un vecino.

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Resta esa “cultura” patagónica que se forjó desde hace un si­ glo y que mezcla, hasta Tierra del Fuego, los aportes tan contras­ tados del chilote y del gaucho, el curanto8 y el mate, el arte del marino y el del jinete, la tradición del desbrozador de su propio campo y la del criador que galopa por la estepa. Quedan por fin esos ancianos que guardan en su memoria una parte irremplaza­ ble de la historia de la Patagonia, y que habría que escuchar antes de que sea demasiado tarde, con el mismo respeto que se tiene por los viejos libros.

Traducido del francés por Clara Maranzano

8. Plato típico de Chiloé: frutos de mar cocidos tradicionalmente al estofado en un pozo cavado en la playa, entre guijarros y papas. Actualmente se presenta una ver­ sión modificada para los turistas.

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1995: un viaje interior por los márgenes de la Patagonia Austral Cristian Aliaga Es un paisaje con matices muy sutiles, tanto que el ojo no los percibiría si no se agotara en la contemplación. Excepto por las variaciones de la tierra y del cielo que deslumbran, ninguna otra evidencia surge de esos lugares.

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na tormenta de viento levanta la carpa de un circo, con todos los animales en su interior, y la deposita en el mar. A la mañana siguiente, la marea recoge los cuerpos de los leones, los caballos y otras fieras variadas para arrojarlas sobre la playa helada. Gabriel García Márquez imaginó ese suceso, pero lo situó en un lugar real: Comodoro Rivadavia, en la Patagonia Austral, 1963 kilómetros al sur de la capital de la Argentina.1 Fernando Pessoa, quien tampoco ha estado jamás en estos lugares, escribió en su Oda marítima que “los vientos de la Patagonia tatuaron mi imagi­ nación con imágenes trágicas y obscenas”.2 ¿Cuáles son los rasgos que explican el atractivo de las tierras australes? Esta “fama” tiene que ver con el paisaje, que incluye llanos inmensos, valles, canales, ríos, montañas cordilleranas y cientos de kilómetros de costas sobre el Océano Atlántico; pero 1. García Márquez, Gabriel, El otoño del patriarca, Buenos Aires, Editorial Suda­ mericana, 1975. 2. Pessoa, Fernando, Oda marítima, Caracas, Monte Ávila Editores, 1977.

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también con la idea que da origen al misterio, que es la de un te­ rritorio interminable que esconde la virginidad a cada paso, en el que vive apenas una persona por kilómetro cuadrado. En estos tiempos de satélites, aviones y barcos sofisticados muchos mitos han desaparecido, pero la seducción de la “lejana tierra” perma­ nece en la mente de muchos hombres. Y la seducción persiste, aunque el cronista haya decidido ex­ cluir sistemáticamente los lugares turísticos para relatar lo que es­ tá detrás de la meseta imperturbable, monótona ante los ojos fríos, la vegetación achaparrada, casi inexistente. Unos 18 kilómetros al norte por la ruta 281 está Tellier, un pa­ raje de pocas almas, ajeno a los turistas que pasan raudos rumbo a Puerto Deseado. Tellier amanece en el boliche, una luz mortecina encendida a las seis de la mañana en la soledad de la pampa. El sol no ha sali­ do y la temperatura es de dos grados bajo cero, pero el dueño tiene su gorra encasquetada y se ha puesto los mocasines, cosidos tra­ bajosamente con hilo de atar, sin medias. Su orgullo está en el mos­ trador y el espejo europeo, de cuatro metros cuadrados y sesenta años de antigüedad, que sirve de fondo al despacho de bebidas. Cruzando la ruta, a unos cuarenta metros del bar, está la esta­ ción de ferrocarril, abandonada. Pararon los trenes y se acabó todo, dice el bolichero, y sigue como si la presencia del cronista fue­ ra innecesaria. Y cuenta: Así como está dejaron la estación hace veinte años. Es de pie­ dra, por eso está igual. Le sacaron las tejas del techo y las vigas de madera dura. Después empezaron a crecer los yuyos adentro, pe­ ro nunca levantaron las vías. Yo me he hecho viejo, tengo setenta años, esperando que el tren vuelva a pasar. A veces escucho que llega, pero es cualquier ruido. Uno viaja en colectivo, ahora, y ve la línea de estaciones solitas junto al camino, con los tamariscos que han plantado hace tanto tiempo. Hay un gobernador ahora, escuché en la radio, que piensa hacer correr los trenes otra vez por la misma vía. Ha comprado hasta un puente en Buenos Aires

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y vagones a España, y dicen que irá desde Deseado a Las Heras y hasta Chile tal vez. Si pasa me agarro una botella de caña quema­ da y me siento en el andén a ver pasar todos los trenes. Y si algu­ na vez subo no vuelvo más, aunque, ¿a quién voy a dejarle el bo­ liche, con el espejo que mi padre trajo en barco, sin que se rompa, hasta este lugar perdido del mundo?

La Lobería: El alemán que esperaba a Hitler El banco del alemán, decorado con dibujos bávaros, está sobre un cerro que enfrenta al Océano Atlántico, aproximadamente a mitad de camino entre Caleta Olivia y Comodoro Rivadavia, en te­ rritorio de Santa Cruz. Viajando hacia el norte se ve a la izquier­ da, a pocos metros de la ruta 3, el testimonio concreto de un nazi real o de un loco poseído por el delirio nazi. Sólo los más viejos lo recuerdan, difuso entre la leyenda y la realidad. A pocos kilómetros del banco, en La Lobería, unos pocos vehí­ culos están estacionados junto al almacén y bar, solitario ante el Golfo San Jorge, instalado por el vasco David Altuna hace más de cinco décadas y ahora atendido por sus descendientes para recibir a la gente del campo y a los viajeros, escasos, que se detienen aquí. Es domingo a la tarde y en el salón –edificado a pocos metros de las derruidas instalaciones que servían para cazar a los lobos marinos a garrotazos y luego extraer el aceite– varios parroquianos participan del diálogo sobre el alemán. Algunos aseguran que era un oficial de las SS, que llegó casi a finales de la Segunda Guerra con la misión de construir un refugio seguro. Dicen que ése era el lugar ideal para el desembarco del inmenso tesoro de los nazis que los jerarcas traerían consigo en su fuga de Alemania. Un viejo de cabello rubio, enjuto, dice que el alemán fue su amigo. No faltaré a la verdad, dice, voy a repetir lo que él me de­ cía sentados en el banco. Habla junto al fuego, en primera perso­ na y con tono centroeuropeo:

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El Führer llegará, yo lo espero y todo está dispuesto. El azul Atlántico es un justo marco para un jefe, él vendrá y yo lo estaré esperando. Serán diez submarinos, o más, los de la flota imperial. Repletos de joyas de todas las casas reales europeas, de oro para preparar otras guerras. Él no ha muerto, no podían matarlo. Ya ha partido hacia aquí, pero sigue un derrotero de sinuosidades y ca­ letas fantasmas para eludir los barcos asesinos de banderas rojas, blancas y azules. He de escuchar a los almirantes y miraré las car­ tas náuticas marcadas con gruesos lápices y así sabré los rumbos justos que están pasando antes de llegar a la Patagonia. Sueño con que el jefe sea recibido con devoción. Cerca de este lugar hay una ciudad llamada Comodoro Rivadavia: en una empresa petrolera izaban la bandera con la svástica hasta hace poco tiempo, me han mostrado fotos. En la Patagonia cabe Alemania varias veces, y ofi­ ciales de nuestro ejército se están radicando en Bariloche y en toda la cordillera. Aquí haremos un imperio más soberbio aún para salir a la caza de Europa y del mundo todo. He hecho las cosas tal como Göering me las pidió. Adquirí diez mil hectáreas que abar­ can doce kilómetros de costa frente al Atlántico y veinte mil cabe­ zas de ganado ovino. La estancia ha sido puesta en marcha al mismo tiempo que los trabajos de construcción subterránea. Un hombre joven lo interrumpe sin mirarlo, y el anciano no in­ siste: por toda respuesta bebe su copa de anís. Con el relator en­ mudecido, todos los presentes aseguran que el alemán del banco fue solamente un loco que apareció un día por el lugar, imaginan­ do una llegada inminente tras la derrota alemana y, sencillamen­ te, se quedó a esperarla durante décadas. Cuando el alemán desa­ pareció, sólo quedó el banco, que algunos viajeros llegan a divisar con asombro en medio de la soledad, y la gente del lugar respeta como a un extraño monumento.

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Arroyo Chalía: Quilchamal, un cacique centenario La colonia El Chalía exhibe su desolación durante el año ente­ ro. Aquí, en el extremo suroeste de Chubut, a apenas cuarenta ki­ lómetros de la frontera con Chile, el comienzo del invierno ahon­ da la preocupación y la pobreza. Como las demás comunidades indígenas de Chubut y de Santa Cruz, va desintegrándose sin remedio. Los jóvenes enfilan hacia las ciudades en busca de trabajo, y casi todos terminan en los cor­ dones de miseria que rodean a Comodoro Rivadavia. Son tehuelches. Desde el siglo pasado han ido desapareciendo inexorablemente, luchando en los malones, usados como mano de obra barata y mezclándose con otros grupos humanos. Hoy el ex­ terminio continúa con métodos más “sutiles”: la marginación en los confines de su propia tierra, la negación o la banalización de su cultura, la inexistencia de aportes concretos para su subsisten­ cia. Nadie puede contar mejor la historia de estos pueblos que Ro­ dolfo Casamiquela. Los chiquitos corren, pulóveres raídos, zapatillas azules con agujeros, silenciosos alrededor de los ranchos de El Chalía. Aquí, ni el ganadero más avezado podría sacar su flacura a las ovejas, es­ casos puntos blancos, rebaños de la pobreza. Llegan los fríos de diez grados bajo cero, lo que hace falta es de comer, leña, esas cosas que el gobierno manda de vez en cuan­ do, dice una mujer rodeada de hijos muy pequeños. Algunos ma­ ridos son peones en los puestos, dice, pero vienen con poco, cuan­ do la nieve los deja pasar. Aquí rebotan como nunca las palabras de Manuel Quilchamal, cacique de El Chalía durante medio siglo, que había nacido en 1879 y pasó largamente los cien años con la memoria impecable: Si canto, y canto porque sé, voy a hablar de mi pueblo. Usted me dirá qué pueblo es el mío, porque ve esos quioscos de coca-cola en los nguillatunes, y a los puebleros que vienen a mirarnos co­

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mo bichos o como jugadores de pelota desde adentro de las ca­ mionetas. Pero mi pueblo es, todavía, no le miento. Nos han alam­ brado el campo los raza blanca, los turcos, los gallegos. Termina­ mos acá donde nos ve, en la pampa más pelada de Arroyo Chalía. ¿Usted ve un pasto, acá, en Chalía? Yo canto en lengua y los nietos de mis nietos no entienden. No saben que yo hablaba así a todos reunidos, hace mucho, y enten­ dían. Canto porque sé, porque mi pueblo durará mientras cante. Quedamos pocos, olvidados de nosotros como mis nietos. Pero mi pueblo es, no le miento. Yo he conferenciado con Roca, y no le he mentido. ¿Qué clase de hombre sería yo si hubiera mentido? No me importa ya adónde puedan ir mis huesos. He vivido ciento seis años y he visto llegar los alambrados, la ginebra, los mercachi­ fles, los milicos con papeles escritos para echarnos. Ahora me im­ portan los que quedan, estos chiquitos que ni piensan que son te­ huelches y que tendrán vergüenza de hablar la lengua cuando crezcan. No hay lugar, parece, para nosotros. Yo ya no importo, ¿pero ellos? Acá vienen, a veces, los profesores y piden que repita los cantos y anotan en unas libretas y yo les pregunto cómo hacemos nosotros cuando los chicos lloran de hambre y las nevadas tapan el camino. Quilchamal tiembla, pero no es el frío. Recuerda, tiene esa desgracia. Acordarse es tan grave como ponerse a pensar, eso le pasó al hijo de Curaleo, piensa en círculos Quilchamal, cacique en sueños. Curaleo chico, recuerda, llegó al boliche como a las ocho. Traía una botella de litro, eso era raro, y arrancó en seco nomás con un brindis por su casamiento. Agradeció a Mendía, su suegro, por el regalo de cinco ovejas para formar la majada. En silencio, varios pensaron en su suerte: veinte años y ya con majada propia. Se dio una larga parrafada sobre cuestiones de la vida y la desgra­ cia que trajeron los raza blanca: la botella no era de tinto, era de antisárnico. Se la tomó en pocos tragos y al rato estaba muerto.

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Curaleo chico pensó mucho, recuerda Quilchamal, y el que piensa mucho puede matarse. Él, a los 106 años tiembla de recor­ dar, esa es la desgracia, aunque no tenga miedo. Nos están alambrando el campo los raza blanca, señor, le dijo el cacique Quilchamal a Roca, el general. Antes había muchos animales, mucha yegua, mucha vaca y oveja, le dice, pero ahora dejan a los animales del lado de adentro de los alambres y a mi gente afuera. Yo le digo con respeto esta cuestión, señor general, yo para qué voy a hablar mentiras. No sería hombre si mintiera. ¿Un general sabe eso? El problema de recordar es el temblor, piensa el cacique mien­ tras avanza hacia Chalía. Cuida de no dormirse, de no caer del ca­ ballo que avanza pisoteando las mentiras del general, la baba de coroneles y mercachifles que ha acumulado el siglo con su viento. Quilchamal duerme, en realidad, aferrado al animal que lo conduce a la muerte en un malón sin esperanza. Duerme en me­ dio de un malón sin lanzas ni enemigos. Para la muerte basta el viento helado y la nieve que cae sobre los últimos tehuelches, puntitos en medio de la pampa, animales sin leña ni carne; últimos herejes de la llanura repleta de rocas. Morirán sin duda, o peor aún: olvidarán hasta su nombre en las villas de Comodoro Rivadavia, Trelew y Río Gallegos. Quilchamal no recuerda nada que no le produzca dolor, salvo el lejano tiempo de sus antepasados, libres en la Patagonia sin alambrar, mucho an­ tes de la Campaña al desierto del general Roca, y se amarra como un jinete a su desgracia.

Holdich: Atando las raíces con hilo sisal La nieve es un manto igualitario que desdibuja los límites de la pampa seca. Apenas los alambrados, cubiertos hasta la mitad, dan idea del rumbo que lleva el camino. Las ruinas de la Estación Hol­ dich se elevan en medio de la blancura. Hasta los rieles ha vendido como chatarra el gobierno nacional, aunque unos cacareos de gallina despiertan el oído entre el silencio absoluto.

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Aquí vive El Tumbado: él no revela otra forma de llamarlo ni hay a la vista quien deba utilizarla. Es oscuro, como un manto de barniz bajo la luz de la tarde. Entre la mendicidad y la mística, no construyó sino una cocina junto a los restos de piedra. Tengo más de lo que puedo tomar, dice. El viento se matiza con remolinos sobre el piso de tierra, recién barrido con matas de alpataco. El Tumbado vive aquí, sin caballo ni vehículo alguno, a casi cuarenta kilómetros del primer lugar po­ blado. Lo que fuera la casa del jefe de estación es ahora el galline­ ro, cubiertas con chapas las aberturas de la construcción inglesa. El Tumbado relata con curiosa coherencia, no se detiene salvo para tomar u ofrecer mate: en este lugar que llaman Holdich, pomposa e inútilmente, bajo el pulgar cada día pero nadie muere; eso es bueno, y yo descanso de una turba de asesinos que me si­ guen en un carromato desde el otro invierno. Todo el tiempo me miran cuando hablo, y además hay varias le­ guas de acá hasta el próximo boliche: por eso me quedo a tomar mi vino acá. Allá, en los pueblos, la nieve es una marea finita que cae sobre la ruta. No alcanza a juntarse porque la humedad del asfalto la de­ rrite. Siempre el fango puede más que la nieve, salvo acá, donde nadie pasa, y en la montaña, donde quisiera vivir para siempre aunque la altura me ahogue. Llega un momento en que no se pue­ de respirar sin coca, me contó el Peruano, y los pulmones se des­ bocan. Hay que quedarse quieto, muy quieto, y ver pasar la vida para estar tan arriba, dice. Vos vivís ahí, dice el Peruano, y alrede­ dor saltan los perros. Él es de un pueblo que se llama Sicuani, cer­ ca del Cuzco, y dice que nadie ve un peso desde hace quinientos años. De los incas sólo han quedado piedras que aplastan a todos los pobres del Perú, dice. He plantado lechugas para este año. Crecerán bajo la nieve, eso no es problema, pero sufrirán mucho con el viento de la pri­ mavera. Vuela la tierra que sostiene las raíces y tengo que atarlas con hilo sisal. A veces alguna sobrevive y yo preparo las ensaladas

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más resistentes de la Argentina y llamo al Peruano para mostrarle y le convido aunque tengan un poco de gusto a tierra, total con el tinto no se nota. Hay cosas más ásperas que tragar. Yo tengo verduras porque sé regarlas. Tengo casi cien troncos que fui tajeando para juntar el rocío y tarritos de tomate al natu­ ral donde la nieve se acumula en cantidades adecuadas para de­ rretir sobre la cocina a leña. Ahora, escuché en la radio, van a construir un acueducto con caños de un metro de alto. Cien kiló­ metros de viaje para el chorro que vendrá desde el lago atravesan­ do el desierto. Tendremos agua cuando ya no podamos beberla.

Neuquén, Ushuaia, Trelew:

tres prisiones extremas

Alicia Dujovne Ortiz “Cuando no hay límites, uno se siente prisionero”, escribió Héctor Bianciotti. Perdidas en las extremidades del mundo, rodeadas del inmenso espacio, tres ciudades patagónicas, Neuquén, Ushuaia y Trelew, tendrían el triste privilegio de albergar cada una un penal legendario para delincuentes comunes y presos políticos. La hija de uno de estos últimos desgrana sus extraños recuerdos infantiles.

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s porque en esa época yo tenía cinco años que mi viaje a Neuquén ha quedado completo en todos sus detalles, apa­ rentemente fútiles, pero de los cuales guardo el recuerdo como si fueran el resumen perfecto de una situación. Era el verano de 1944, el verano del sur. En Buenos Aires, mi madre y yo habíamos tomado un tren que cruzaba largamente las pampas verdes manchadas de vacas y de caballos, para hundirse finalmente en la nada patagónica. El viaje duró dos días y dos no­ ches. Mi memoria guarda la sensación de calor, de sed, y la de la naranja que mi madre logró encontrar en un tren que no tenía agua. Acostada sobre la sábana, intentaba refrescarme sacando el pie por la ventanilla. Un pequeño pie rosado, nuevo, orgulloso de oponer resistencia a un viento de fuego y de desafiar los pincha­ zos de los granos de arena o de polvo. La naranja, también llena de arena, crujía entre mis dientes. Iba a ver a mi padre, ausente desde hacía un año. Era preso político en el penal de Neuquén.

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En la segunda secuencia que por misteriosas razones mi me­ moria infantil recortó borrando el resto, mi madre y yo camina­ mos por una calle arenosa flanqueada a ambos lados por la misma nada que se ve desde la ventanilla del tren, y por el correr de un agua muy clara y muy brillante. El fondo de estas acequias está hecho de piedras multicolores con arco iris (desde entonces, ver piedras brillantes bajo el agua me produce la misma fascinación). Cada vez que veo un arroyo o incluso un charco, tengo ganas de sacarme los zapatos para mojarme los pies. –No tenemos tiempo–, dice mi madre, –tu padre nos espera. Mirá, ¿ves? Está ahí. “Ahí”, es la prisión: un edificio negro al fondo de un camino blanco. Los niños nunca miran lo que está lejos. No se fijan en el horizonte, sino en lo que está cerca. Sin ese “ahí” pronunciado con una voz particular, yo no hubiera alzado la vista ni sentido el escalofrío de esa mancha oscura en la luz radiante. Tercera secuencia: mi padre está todo canoso. Antes de su par­ tida, lo recuerdo muy bien, tenía el cabello negro con toques de azul. Era la época en que me llevaba al parque para buscar a Tar­ zán, que nunca apareció a pesar de nuestros llamados. Ahora, frente a ese padre desteñido, me balanceo tímidamente, primero en un pie, luego en el otro. Un policía gordo nos acompaña. Mi padre pidió –lo sabré más tarde– que el encuentro no se realice en la celda, para que yo no me impresione. Sé que el policía es gor­ do porque observo el cinturón girando a su alrededor y tocando con el dedo los bastoncitos que lo componen, alargados en la cin­ tura como el policía mismo. –Son caramelos, –dice mi padre. Pero nadie hace el gesto de ofrecerme uno, y por mi lado, tampoco pido. No sé lo que son las balas, pero siento que mi padre ha dicho “caramelos” en lugar de otra cosa. Esa cosa que no dijo me da miedo. Retiro mi dedo como si los bastoncitos quemaran. Cuarta secuencia: ahora es mi madre la que no quiere nombrar un objeto pero, esta vez, la transformación de la palabra me hace

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reír a carcajadas. Fuimos a un negocio para comprar una bacini­ lla, pues me niego a ir al baño del hotel que huele mal. Mi madre es joven, linda, y demasiado distinguida en ese lugar perdido, donde los indios mapuches la observan de reojo. ¿Qué hace aquí esta dama de Buenos Aires, sola con su hija? Sólo hay una respuesta posible: es la mujer de un prisionero. Al sentirse descubierta, mi madre no se atreve a pronunciar la palabra justa frente al comer­ ciante. En su lugar, dice: –Busco un recipiente. Y sus manos modelan en el aire la forma de una cosa incierta, pero capaz de contener otra. –¿Pero qué recipiente y para contener qué cosa? –insiste el co­ merciante. Termina comprando una ensaladera y me dice al salir: –Con esto te vas a arreglar. Sin embargo, nunca me ha ocultado nada: desde la encarcela­ ción de mi padre, miembro del comité central del Partido Comu­ nista Argentino, siempre me ha dicho la verdad. Inclusive intentó explicarme el comunismo de la siguiente manera: un día, todos vi­ viremos en casas todas idénticas, con una diferencia: que en algu­ nas los estantes estarán llenos de salchichas y en otras, llenos de libros. Mi madre era escritora, y el tono con el que pronunciaba “salchichas” y luego “libros” me hacía sentir el mayor de los des­ precios por los que elegían las primeras. Por el contrario, la prisión de mi padre era más difícil de ima­ ginar que las casas del comunismo, todas iguales. Mi padre preso me enviaba cartas con hermosos leones que dibujaba para mí, pe­ lo por pelo. Pero nunca me dibujaba su cárcel. Y como mis pre­ guntas se hacían cada vez más urgentes, mi madre, que debía ir a Neuquén, había decidido llevarme con ella. Así, esta mujer valien­ te que podía tomar semejante decisión, resultaba incapaz de de­ signar por su nombre a un recipiente que hiciera pensar en los ex­ crementos.

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Quinta y última secuencia: mi madre llora frente a un señor más gordo aún que el policía, y que tiene una gran verruga junto a la nariz. Es el director del penal. Quiere que volvamos a Buenos Aires. –La visita terminó, señora, –nos dice. –Ahora regresen a su casa. Mi madre se enoja con él y le habla muy fuerte, pero de pron­ to se pone a llorar, me toma de la mano y sale de la oficina. Ya es­ tamos en el pasillo cuando me suelta la mano y yo vuelvo atrás, blandiendo mi puño y gritándole al carcelero: –Vas a ver vos, ¡te voy a reventar la verruga!

La mentira del padre Carlos Dujovne permaneció de 1943 a 1945 en esta prisión pa­ tagónica, de la que parecía haber guardado los recuerdos más en­ cantadores. Su relato era tan seductor que por poco más uno hu­ biera deseado pasar una temporada allí. Según él, los comunistas encarcelados en 1943, justo después del golpe militar del coronel Farrell, habían aprovechado esos años de encierro organizando su vida con el consabido sentido de la disciplina que los caracteriza. Es por ello que, mientras que los presos comunes se enfermaban, los comunistas por su parte estaban en perfecta salud. Hacían gimnasia, habían dejado de fumar y se daban mutuamente cursos de historia argentina y universal, y lecciones de ruso. Un camara­ da ucraniano dirigía un coro y todo el mundo cantaba canciones de su país. ¿Por qué no cantar tangos o folklore argentino? –Porque esas músicas no están hechas para ser cantadas de a varios, –respondía mi padre con un tono parecido al de las “salchi­ chas” de mi madre. Sólo después de su muerte me decidí a interrogar a sus ex-camaradas, encarcelados en Neuquén con él, en especial a Juan Jo­ sé Real, cuyo nombre de guerra era Máximo, y al historiador Luis

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V. Sommi. Y sólo entonces comprendí porqué mi padre se había llenado de canas en la prisión. En el relato de Sommi, como en el de Máximo, los presos dor­ mían en pleno invierno sobre tablas de madera sin colchón ni mantas, que había que levantar durante el día. Por culpa de la hu­ medad en las celdas de ese edificio centenario, contrajeron reu­ matismo. A menudo comían carne podrida. Los coros ucranianos habían existido, es cierto, pero el enorme ucraniano que los había organizado había perdido el juicio en esa prisión del sur y había terminado sus días en un asilo de alienados. En cuanto al obeso director a quien yo había amenazado con reventarle la verruga, se llamaba Vergamini. Cuando Perón llegó al poder en 1945, liberó a los últimos comunistas todavía detenidos, entre los que estaba mi padre, y destituyó a Vergamini por haberlos maltratado tanto.

Crímenes, mitos y política Dos años más tarde, en 1947, Perón terminará con otro absce­ so, el de la tristemente célebre prisión de Ushuaia, en Tierra del Fuego. “El penal de Ushuaia –había dicho entonces con su estilo ini­ mitable– un penal cuyo aspecto de misterio pesaba sobre la ima­ ginación de cada argentino, como medio inhumano de reclusión de los delincuentes e incluso, como leyenda, impidiendo el desa­ rrollo y el progreso de esta tierra de promesas, ha sido cerrado de­ finitivamente, y el país ha sido liberado para siempre de esa trági­ ca pesadilla.” ¿Por qué hablaba de leyenda? Ese penal para reincidentes ha­ bía sido creado en 1902, pero desde 1884, Ushuaia había servido de prisión. No era obra del azar. A partir del tratado sobre las fronteras firmado con Chile en 1881, y también de la Campaña del Desierto del general Roca, que terminó con la eliminación pu­ ra y simple de los indios de la pampa y de la Patagonia, el sur de

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la Argentina había sido elegido como el territorio ideal para una “colonización penal”. Pero el aura legendaria de Ushuaia provenía de los “peligrosos criminales” que purgaban allí su condena, cuyos crímenes vivían en el imaginario popular, y todo hacía pensar que sufrían malos tratos, si no torturas. ¿Quién no sintió escalofríos en la Argentina, hacia 1912, al escuchar la historia del Petiso Orejudo, ese joven asesino de niños, encarnación viva de la tipología criminal de Lombroso? Y sobre todo, ¿quién no soñó con Simón Radovitzki, el judío anarquista que, en 1910 asesinó al coronel Ramón Falcón, jefe de la policía? Enviado a Ushuaia, Radovitzki logró escapar, pero fue capturado otra vez. Expulsado más tarde de la Argenti­ na, vivió en Montevideo. Luego sus huellas se pierden. Para los anarquistas argentinos era un héroe. Para la niña que –ironía del destino– esperaba en un minúsculo departamento del barrio de Flores, en la calle Ramón Falcón, el regreso de su padre, judío co­ munista prisionero en Neuquén, Radovitzki era, y sigue siendo, una imagen imborrable.

La opción del exilio Dejando a un lado el paisaje “canadiense” de los lagos de la precordillera, Neuquén es una meseta árida donde los indios ma­ puches, oriundos de Chile, se arrastran aún en la miseria, la indi­ gencia y el olvido de sí mismos. En Ushuaia, donde vivieron un día los indios onas, altos y fuertes, y los yámana, de ancho pecho y dé­ biles piernas –pues era un pueblo de remeros–, las montañas ne­ vadas protegen las casas de un viento que, en la costa, obliga a los árboles a encorvarse en actitudes suplicantes. En cuanto a Trelew, rica en petróleo, fue fundada por los inmigrantes galeses. Aquí el viento se acuerda también de los indios tehuelches, desaparecidos como todos los demás. Tres cárceles prometidas a la “colonización penal” de una tie­ rra donde la población primitiva fue exterminada. Tres cárceles

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con distintos paisajes alrededor, pero todas hundidas en el vértigo del extremo sur, ese sentimiento de estar en la parte de abajo del globo acrecentado por el sentimiento de abandono. Por distintas razones y en diferentes épocas, los prisioneros de Ushuaia, de Neuquén y de Trelew conocieron el horror del alejamiento abso­ luto, perdidos en el medio de un viejo mar seco, donde las piedras grises guardan la huella de los animales antediluvianos. Un horror que la extensión ilimitada de la llanura argentina aumenta aún más: como dice Héctor Bianciotti, oriundo de La Pampa, cuando no hay límites, uno se siente prisionero. Un día, muchos años después de la muerte de mis padres, y cuando vivía yo en mi exilio parisino, una palabra que mi madre repetía sin cesar, “opción”, cuando Carlos estaba en Neuquén, me vino desde muy lejos. Leía las cartas enviadas por mi padre desde el fondo de su prisión, cuando de pronto vi esa palabra. He aquí lo que era la famosa opción: el gobierno les había ofrecido la liber­ tad a los presos políticos, con la condición de que dejaran la Ar­ gentina –como lo había hecho antes con Simón Radovitzki. Para el judío de origen ruso que era mi padre, partir era algo natural: ¿no había vuelto a hacer al revés el viaje de su propio padre, nacido en Moldavia? ¿Y no había vuelto acaso a la Unión Soviética en 1923? En cuanto a mi madre, de familia argentina, soñaba con viajar. Pa­ ra ella, la opción hubiera sido la ocasión de una formidable aven­ tura que se abstuvo de vivir pues, de común acuerdo, decidieron quedarse en la Argentina, por mí, para no privarme de mi país. Treinta y cuatro años después, a fines de los años setenta, ese mismo país se había transformado en una prisión tal que, aceptan­ do finalmente la vieja “opción” rechazada por mi padre, partí al exilio con mi hija, como si la palabra oída en mi infancia hubiera quedado por allí, en alguna parte, indicándome la dirección de la salida.

Traducido del francés por Clara Maranzano

Antología

sobre el fin del mundo Fragmentos y cuentos seleccionados por Graciela Schneier-Madanes

Un homenaje a los que soñaron y contaron la Patagonia. Con Herman Melville, Blaise Cendrars, Marc Blancpain, Bruce Chatwin, John Byron, Jean Raspail, Julio Verne, Francisco Coloane, Roger Caillois, Antoine de Saint-Exupéry, Alicia Dujovne Ortiz y dos cuentos del más famoso escritor de la Patagonia, Asencio Abeijón.

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odo eso y también las maravillas que yo esperaba de los pai­ sajes y de los vientos patagónicos contribuían a empujarme hacia mi deseo. Herman Melville, Moby Dick, 1851.

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a Patagonia... sólo la Patagonia es lo indicado para mi inmen­ sa tristeza... la Patagonia y un viaje a los mares del Sur.

Blaise Cendrars.

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ambién nos contó que los patagones vivían en las tierras de la “nueva extremidad del mundo”, del otro lado del planeta ¡y que llevaban, comparados a nosotros, la cabeza hacia abajo! Se­ cretamente, pensábamos que la abuela divagaba, pero la urgíamos a que continuara. Marc Blancpain, Un roi sans divertissement: Orélie-Antoine Ier, roi d’Araucanie et de Patagonie, Périgueux, Pierre Fanlac, 1970.

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os cartógrafos representaban a Tierra del Fuego como el ca­ bo norte de Antichthon y la cubrían de las correspondientes monstruosidades: gorgonas, sirenas y el rocho, ese cóndor gigan­ tesco que era capaz de transportar elefantes en sus garras. Dante ubicó su colina del Purgatorio en el centro de Antichthon. En el Canto 26 del Infierno Ulises, impulsado por su loco curso hacia el sur, avista la isla montañosa elevándose sobre el mar, mientras las olas azotan su embarcación. [...] Tierra del Fuego es, pues, la tierra de Satanás, donde las llamas parpadean como luciérnagas en las noches de verano y donde, en los círculos cada vez más estrechos del Infierno, el hielo aprisiona las formas de los traidores como pajas en el vidrio. Esta es, quizá, la razón por la cual no desembarcaron. Bruce Chatwin, En la Patagonia, Buenos Aires, Sudamericana, 1979, págs. 163-164.

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odo el mundo sabe que el Wager, que formaba parte del es­ cuadrón de lord Anson, encalló en una costa desierta en los mares del Sur. La presente obra es el relato exacto de las aventu­ ras y de las calamidades de una parte de su tripulación que, tras cinco años de sufrimientos increíbles, tuvo la dicha de volver a su patria, cruzando mares desconocidos y regiones desiertas... John Byron, Naufrage en Patagonie, París, Utz, 1994.

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aweskars: los Hombres. Antes del tiempo de los extranjeros, que los llamaron Alacaluf, o bien Pecherais, no tenían otro nombre. Durante miles de años, habían vivido solos en el centro de ese laberinto líquido, sin concebir que hubiera otros semejan­ tes a ellos más allá de las islas y de los canales multiplicados al infinito. Al amanecer, al atardecer, al mediodía, tres océanos furio­ sos. Por encima de sus cabezas, un cielo siempre negro y bajo, y una red de vientos crueles. No tenían otra conciencia del mundo. Más allá de un tiro de piedra, la tierra firme no les era propicia, custodiada por espíritus maléficos. La montaña los aterrorizaba. Sólo el agua era su elemento. Jean Raspail, Qui se souvient des hommes..., París, Robert Laffont, 1986.

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Paganel no había terminado su interrogatorio. ¿Dónde Pero estaba ese prisionero? ¿Qué hacía? [...] Las respuestas no se hicieron esperar; supo que el europeo era esclavo de una de las tribus indias que recorren el país entre el Colorado y el río Negro. [...] A la mañana siguiente los viajeros volvieron a emprender con renovada animación el camino rumbo hacia el este. La llanu­ ra, siempre triste y monótona, formaba uno de esos inmensos es­ pacios que se llaman travesías* en la lengua del país. El suelo ar­ cilloso, expuesto a la acción de los vientos, presentaba una hori­ zontalidad perfecta; no se veía ni una piedra, ni un guijarro, ex­ cepto en algunos barrancos áridos y secos y en las orillas de las charcas artificiales, obra de los indios. [...] El 26, la jornada fue cansadora. Querían llegar al río Co­ lorado. Excitados por los jinetes, los caballos fueron tan veloces que esa misma tarde, a los 69° 45’ de longitud, arribaron al her­ moso río de las regiones pampeanas, cuyo nombre indio es CobuLeubu, lo que significa “gran río”. Después de un largo recorrido, va a echar sus aguas al Atlántico, pero en su desembocadura se produce una curiosa particularidad: la masa de agua disminuye al aproximarse al mar, ya sea por imbibición, ya por evaporación; lo cierto es que la causa de este fenómeno no está perfectamente de­ terminada. Al llegar al Colorado, el primer cuidado de Paganel fue el de bañarse “geográficamente” en sus aguas, coloreadas por una arci­ lla rojiza. Se sorprendió de encontrarlo tan profundo, lo que se debía únicamente al deshielo producido por los primeros soles del verano. Además, la anchura del río era bastante considerable pa­ ra que los caballos pudieran atravesarlo a nado. Felizmente, algu­ nos cientos de toesas más arriba se encontraba un puente de zar­ zos, sostenido por tiras de cuero y suspendido a la manera india. El pequeño grupo pudo, pues, cruzar el río y acampar en su orilla izquierda. Antes de dormirse, Paganel quiso anotar en su mapa el curso exacto del Colorado, lo que hizo con particular atención, a falta del Yarou-Dzangbo-Tchou, que corría sin él, allá en las mon­ tañas del Tibet. * En castellano en el original. N. del T.

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Durante los dos días siguientes, 27 y 28 de octubre, el viaje se realizó sin incidentes. Siempre la misma monotonía y la misma es­ terilidad del terreno. Jamás hubo un paisaje menos variado, jamás un panorama más insignificante. Julio Verne, Los Hijos del Capitán Grant, Buenos Aires, Sopena, 1938, págs. 98, 99, 100 (Tomo I).

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ecordó su primer encuentro con aquel oficial borracho en el bar de Punta Arenas, que casi lo confundiera con un tenien­ te del ejército austro-húngaro por el uniforme... ¡Era nada menos que el tal Novak, que ahora trotaba fugitivo a su lado con la misma derrota montada en las ancas! [...] En aquella ocasión el co­ mandante de la escolta de Popper había pagado con una extraña moneda que el dueño del bar no quiso aceptar sin antes haberla pesado en una balanza para oro. Eran exactamente cinco gramos de este metal, acuñados por el anverso con un gran “5” atravesa­ do por la palabra “gramos”, y con una orla que decía “Lavaderos de oro del Sud”, y en el reverso, “Julio Popper - Tierra del Fuego - 1889”. Francisco Coloane, Tierra del Fuego, Santiago de Chile, Zig-Zag, 1956, págs. 9 y 10.

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e aquí los confines de una llanura monótona y hostil. Por aquí corre el viento más rápido del planeta. Viene trayendo desde el polo miles y miles de flechas heladas que atraviesan cualquier protección y se derriten cruelmente en las venas y los huesos, donde parece gestarse el calor de la vida. El hombre, vestido con las pieles de los animales que saca a pastorear, camina vacilante bajo la insistente presión de las ráfagas. Sus manos buscan ávidas cualquier apoyo que le permita gastar menos energía, la valiosa energía necesaria para vencer la violencia incansable de la tempestad. En los peores días, debe reptar. ¿Qué vegetación resiste tales embates? [...] Los barcos cargan los fardos de lana acumulados a lo largo de las playas de los estuarios y bahías. A cambio, dejan máquinas, muebles, libros, todo lo que los primeros habitantes de una tierra salvaje pueden reclamar de los lejanos puertos de la civilización. Roger Caillois, Patagonie, París, Confluences,1946.

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Julián está a la vista; aterrizaremos dentro de diez minu­ “ San tos”. El radionavegante pasaba la noticia a todos los puestos

de la línea.

Sobre dos mil quinientos kilómetros, desde el Estrecho de Ma­ gallanes hasta Buenos Aires, puestos semejantes se escalonaban; pero éste se abría sobre las fronteras de la noche, como en África, sobre el misterio, la última poblada sometida. El radiotelegrafista pasó un papel al piloto: —“Hay tantas tormentas, que las descargas llenan mis teléfo­ nos. ¿Dormirá usted en San Julián?” Fabien sonrió; el cielo estaba calmo como un acuario, y todas las escalas, a su frente, señalaban: “Cielo puro. Viento nulo”. Res­ pondió: —“Continuaremos”. Antoine de Saint-Exupéry, Vuelo nocturno, Buenos Aires, Tor, 1933, págs. 14 y 15.

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a estancia La Maciega los esperaba al final del camino. Alre­ dedor, nadie. Sólo el espacio. Fue allí donde Perón aprendió a hablar solo, a imitar a los animales, a no sentir frío, ni sed, ni sen­ timientos. Fue también allí donde, cazando guanacos, se inició en el arte de la estrategia, tanto militar como política. Para cazar a esos altivos animales que miran ofendidos como las llamas y los ca­ mellos pero que cultivan una curiosa especialidad (escupir certe­ ramente en el ojo), había que desorientarlos con falsas señales. No sabemos si Perón fue víctima de la escupida, pero sí que utilizó las falsas señales con los seres humanos. Alicia Dujovne Ortiz, Eva Perón: la biografía, Buenos Aires, Aguilar, 1995, pág. 75.

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Junto a los grandes relatos, como los de Saint-Exupéry o Herman Mel­ ville, existe otra literatura, más modesta, emparentada con la tradición oral y la crónica. Estos narradores nos cuentan lo que vieron con un len­ guaje simple, directo, comprensible para todos... A través de sus obras se dibujará la vida cotidiana, fotografiada “en sus raíces” si podemos decir así, en su autenticidad pura. Y al mismo tiempo, y he aquí otro punto en común, de estas descripciones se des­ prenderá una crítica, a veces virulenta, de la sociedad y de las condicio­ nes de vida de la gente más humilde. Surgirá entonces una moraleja, que podríamos llamar sabiduría popular, amenizada con consejos, pues la ex­ periencia que acaba de vivirse y las lecciones aprendidas deben compar­ tirse con todos. Los autores patagónicos así inspirados son muchos: ante todo Asencio Abeijón. Pero también Gregorio Alvarez, Diego Angelino, Elías Chucair, David Aracena, Donald Borsella, Aquilino E. Isla, Héctor Mandes, Luisa Peluffo, Héctor A. Peña. Para leerlos, hay que intentar recrear la atmós­ fera de una velada junto al fuego y luego dejarse arrullar por ellos. De­ jarse llevar por ese trabajado suspenso que mantiene a la vez una mira­ da cómplice con el lector y distante respecto del relato. Un poco como pa­ ra decirnos: “estoy contando una historia donde introduzco a propósito lo maravilloso y lo misterioso, ingredientes que estimulan y mantienen despierto el interés del público, pero no debemos olvidar que mi historia es real.” Françoise Thanas

Noches sin pilchas ni fuego en Pampa del Castillo Los carreros, muy divertidos en esa reunión de campamento matizada por el relato detallado y en pintoresca forma por el nutria­ dor fracasado, le pidieron que contara algún nuevo percance de su iniciación como patagónico, y el catalán no se hizo rogar, recomen­ dando a algunos españoles recién llegados de su país que prestaran atención porque las cosas en la práctica no eran tan fáciles como parecían desde el fogón. No le agradó la forma de trabajo que tenía en una comparsa de vascos, portugueses e italianos y algún criollo, que se ocupaban de

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contratas de alambrados, aguadas, etc., y un buen día salió a caba­ llo desde Pampa del Castillo rumbo a los bajos del Mangrullo, donde había un belga y algunos vascos amigos recién establecidos con ovejas que cuidaban en campos sin alambrar. No había camino mar­ cado, pero a él, con lo poco que había andado y lo mucho que ha­ bía oído conversar en los fogones, le parecía que ya sabía suficien­ te como para rumbear solo, cortando campo. Con el anochecer cer­ cano se halló zigzagueando entre tupidos matorrales de malaespi­ na, molle, calafate, que desgarraban su ropa y también el “cuero” sin tener la seguridad de que iba en buen rumbo. El caballo, ya al tanto del escaso dominio que el jinete tenía sobre él, ex profeso se metía por los matorrales más espinosos, fregando contra ellos las piernas doloridas del hombre, ya ensangrentadas, como si con ello pretendiera convencerlo de que era la hora de acampar. Al pasar por un lugar, donde un matorral de molle de caracterís­ ticas especiales y una osamenta de guanaco le hicieron conocer que hacía menos de una hora ya había pasado por el mismo, tuvo la cer­ teza de que había perdido el rumbo, y daba vueltas desorientado. La cosa, en la práctica, ya no le parecía tan fácil como en rueda de fo­ gón. Insistió, y tomando como guía un cerro inconfundible, comen­ zó a marchar hacia él. Lo perdió de vista al cruzar una hondonada, pero al salir de ésta siguió su marcha hacia el mismo, ya seguro de haberse orientado como un criollo viejo, pero esta seguridad se le esfumó cuando luego de casi una hora de marcha se halló nuevamente en el lugar del matorral y la osamenta de guanaco. Perdió la serenidad. No podía comprender cómo daba vueltas para volver siempre al mismo lugar. Ya no le era posible orientarse. La forma de los cerros, que le habían recomendado como buena guía, a él le parecían ahora todos iguales, y lo confundían más. Hasta el sol, guía principal y la más recomendada, ahora le daba la im­ presión de que se estaba poniendo por donde debía aparecer en la mañana. ¡Todo al revés! La típica confusión del extraviado. Vueltas y más vueltas, para caer siempre al mismo lugar. Pero en la rueda del fogón del campamento (cátedra de novi­ cios), había oído decir que en situaciones como la que él pasaba en el momento, no es conveniente marchar de noche. Se debe acam­ par y acostarse hasta que la salida del sol lo oriente de nuevo. Lo que dice Martín Fierro: “Observe con todo esmero, en donde el sol aparece”. Y más adelante: “Y si duerme, la cabeza ponga para el lao

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que va”. Esto último no lo pudo cumplir, porque ya no sabía para qué lado iba. Optó por desensillar, ató el caballo a soga para que comiera algo, y a unos veinte metros de distancia preparó su cama con el re­ cado y se acostó, teniendo la precaución de colocar a la cabecera el revólver y el cuchillo, de acuerdo a lo escuchado en los fogones y se durmió sin comer. Habría dormido una hora, cuando un fuerte bufido del caballo, acompañado del crujir de matorrales aplastados, lo despertó asus­ tado en medio de la mayor oscuridad. Su espanto pudo ser motiva­ do por cualquier animal inofensivo que apareció de improviso, pe­ ro el catalán de inmediato pensó en el puma o algún bandido, y aunque le habían dicho en el fogón que el león es cobarde ante la presencia del hombre, no sentía interés en hacer una comproba­ ción personal al respecto. No obstante hizo coraje, y tomando el re­ vólver salió del lecho y se dirigió, en paños menores, hacia donde había atado el caballo, para apaciguarlo, cosa que debió haber hecho con un simple silbido, sin abandonar las pilchas. Al ver acercarse esa figura con ropas desconocidas en medio de la oscuridad, sin siquiera anunciarse con una voz o un silbido apa­ ciguador, el caballo se asustó más, y en la espantada dio un tirón cortando el lazo que lo sujetaba, alejándose con trote y bufar rece­ loso. Entonces le silbó, y el animal se detuvo a observarlo, con piafar receloso. En su apresuramiento y falta de práctica, el catalán quiso acercarse corriendo a agarrar al animal y tropezó contra un matorral cayendo al suelo. Este movimiento imprudente y la extraña vestimenta asustaron más al caballo, que comenzó a alejarse al trote, perdiéndose pron­ to entre la oscuridad y los matorrales, rumbo a la querencia. Lo persiguió unos metros, pero comprendiendo que no lograría alcan­ zarlo y renegando contra sí mismo por su falta de táctica y su im­ prudente apresuramiento, resolvió volver a acostarse y dormir hasta la llegada del día. Caminó unos cien pasos en la oscuridad buscando la cama, sin dar con ella. Casi a tientas desanduvo lo andado sin hallarla. Se pu­ so más intranquilo, caminó tanto a la izquierda como a la derecha varias veces, y ni señales de las pilchas. Ya asustado, anduvo en idas y venidas varias veces, variando el rumbo en cada una, pero todo fue inútil.

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Ya desesperado, comenzó a caminar en círculo, abriendo el mismo cada vez más, convencido de que así, al fin, tendría que trope­ zar con la ansiada cama, pero aunque anduvo circulando casi una hora, sólo consiguió lastimarse en las espinosas matas, tropezar en los mogotes y hasta tropezar con un zorrino, que lo roció con su de­ sagradable líquido. Por suerte, al salir de la cama se había calzado las botas que le resguardaban los pies de las espinosas tunas y de las piedras. Estaba afligido. Primero le pareció un gran contratiempo el ha­ ber perdido el rumbo; luego le pareció que eso era una insignifi­ cancia comparado con la pérdida del caballo, y ahora eso le parecía cosa de juguete frente a la desgracia de perder la cama, quedando en medio del campo, la oscuridad y el frío sin pantalones, saco ni gorra. ¡Y qué largas son las noches en el Sur en el mes de mayo! Para contrarrestar la brisa helada que llegaba de la Pampa del Castillo quiso prender fuego, pero se tironeó los pelos de rabia al darse cuenta de que había dejado en el pantalón los fósforos y un pedernal que llevaba por si se humedecían aquéllos. ¡Cuántas ve­ ces le habían dicho los veteranos que en la Patagonia, cuando se duerme a campo, conviene no desvestirse, por si hay que levantar­ se de improviso, o el viento le vuela las pilchas! Pensó que entre tanta oscuridad el león podría saltarle encima sin que pudiera hacer uso del revólver. ¿Por qué, en vez del revól­ ver no llevó los fósforos? Haciendo fuego, el puma no se atreve a arrimarse. Lamentaba no haber emprendido el viaje acompañado por un perro, que lo habría sacado de todos esos apuros. ¡No acer­ taba ni una! Recordó haber leído y oído decir que los indios para hacer fuego se valían de dos palos de leña que frotaban con fuerza entre sí, y de inmediato resolvió hacer lo mismo. A tientas, recogió dos palos de malaespina, y con renovado aliento comenzó a frotarlos entre sí durante media hora adoptando las más diversas posturas, hasta que comenzó a sentir calambres, consiguiendo hacer que se calentaran un poco, pero sin señas de encenderse, por más que repitió la operación varias veces. Al fin abandonó la tentativa sin más beneficio que el de entrar en calor y sudar por la violencia del movimiento de frotar. Esto motivó que luego, debido a la humedad del sudor, el frío se hiciera sentir con más intensidad. Entonces comenzó a saltar, hizo

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flexiones, bailó y zapateó... Se sentía ridículo y pensó en la opinión que se formarían sobre él en sus pagos si lo vieran en medio de la noche helada y oscura del desierto patagónico bailando jotas y fan­ danguillos, solo, en paños menores y con las botas. Los bailes dis­ minuían el frío, pero lo cansaban, y en cuanto se quedaba quieto diez minutos aumentaba el tormento del frío. Sólo el grito de los zorros interrumpía el silencio de la noche. Caía una ligera helada y las horas parecían ser eternas. Todos los movimientos realizados para combatir el frío lo habían agotado y el sueño amenazaba vencerlo. Pero reaccionaba con fuerza de volun­ tad, recordando las advertencias de que una persona en tal situa­ ción, si se entrega al sueño, aunque sea sólo por un minuto, es casi seguro que no despierta más. Comenzó a caminar lentamente, como para no cansarse y entu­ mecerse totalmente de frío. Caminaba encogido, tropezando vuel­ ta a vuelta con matas y mogotes, y en cada caída sentía deseos de no levantarse; pero luego, aunque con dificultad, se incorporaba y seguía. Forzaba la vista tratando de descubrir algún vestigio de au­ rora. Ya no le interesaba el rumbo ni pensaba hallar su cama. Cami­ naba para no morir, con un lento y errante andar. Le parecía hallar­ se en las tinieblas de un infierno helado. Lastimado por las espinas se tambaleaba al borde de su última resistencia cuando notó en el horizonte el primer vestigio de la au­ rora, que se presentaba precisamente en el lado opuesto al que él esperaba. No cambió rumbo, porque de cualquier forma, no sabía adónde iría a parar. Volver por sus rastros, en ese terreno pedrego­ so, sólo lo podría hacer un veterano. El tan esperado día lo tomó en el filo de una elevada planicie y, desde ella, observó en el bajo una columna de humo que se elevaba recta, favorecida por la mañana serena, indicando la presencia de una vivienda a unos tres mil me­ tros de distancia. Galvanizado por el alegrón, se lanzó por la cuesta abajo sin ha­ cer caso de los montes cuyas espinas terminaban de desgarrar sus ropas interiores y también parte de la piel. Recién se detuvo cuan­ do los perros, sorprendidos por su presencia, le salieron al encuen­ tro ladrando amenazadores y encrespados. Los contuvo la voz del puestero, un vasco que salió a la puerta con el cuchillo en una ma­ no y una costilla de asado en la otra y se quedó perplejo mirando esa extraña aparición que los perros rodeaban recelosos.

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El catalán conoció al puestero, por haberse hospedado juntos en el hotel de Comodoro Rivadavia, y le dijo: “Buen día, don Ignacio. ¿No me conoce?”. El vasco lo conoció más por el acento catalán que por la figura, y exclamó en su sonora y característica modalidad vasca: “Pero, caramba, Jacinto, ¿qué andando pasando hombre, qué andando pasando? ¡Arrediez! Pero, ¿dónde dejando ropa y ca­ ballo, Jacinto, dónde dejando, hombre?”. Luego lo tomó de un bra­ zo y lo entró, siempre diciendo: “¡Pero pasando cocina, hombre, pasando cocina y churrasqueando, después contando!”. Como alegre de tener compañía, el vasco pasó el porrón de Bols y luego mate, mientras arrimaba el asado al fuego para que no en­ friara. Le prestó unas bombachas, un saco y una boina para que se vistiera, y momentos después, el catalán, entre bocados de asado y tragos de vino de la bota, contaba su cómica y amarga aventura que jamás olvidaría, narración que el vasco interrumpía con sus es­ truendosas carcajadas, expresiones en lengua de su tierra y palma­ zos en las rodillas, como si el pobre catalán estuviera contando una alegre aventura en la que se hubiese divertido mucho. Luego de oír totalmente la relación del percance le dijo, a ma­ nera de consuelo: “¡No haciendo mala sangre, Jacinto, no haciendo mala sangre, hombre, porque todos recién llegados de Europa pa­ sando igual hasta poner baqueanos, sí... sí! Cuando yo recién llega­ do, queriendo un día caballo arisco boliar, como ver a hacer a crio­ llos. Pero boliadoras enredando cuerpo mío y una bola golpeando cabeza, y vasco Ignacio caer de caballo, y quedando dormido en campo más de una hora, quedando dormido, sí... sí”. Luego ensilló dos caballos y salieron juntos en busca de las pil­ chas extraviadas. En cinco años, el vasco se había convertido en un veterano patagónico y cortando rastro con ayuda de los perros pronto hallaron la cama del catalán a unas dos leguas de distancia. Dos leguas que, con las vueltas dadas por el hombre durante la no­ che, sumaban más de seis, y... además, los bailes y zapateos. Pero lo que más exasperó al pobre catalán en cuanto hallaron las pilchas fue notar que, a menos de cinco metros de donde se hallaba la cama, estaban los dos palos de leña que con tanto ahinco y desespe­ ración había frotado entre sí tratando de encender fuego a la ma­ nera de los indios, y también las marcas dejadas en la tierra por sus furiosos bailes y zapateos ensayados para no acalambrarse de frío... Era el colmo.

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¡Perecer casi de frío y sueño, casi encima de las abrigadas pil­ chas, donde además tenía los fósforos...! Después observaron el trozo de lazo dejado por el caballo al huir, comprobando que se había cortado, debido a que había sido “mascado” por un zorro hambriento, seguramente el mismo que provocó la primera espantada del caballo y despertó al hombre. Un silbido y una voz dados desde la cama habrían bastado para ahuyentar al zorro y entonces no habría habido aventura. El vasco, cada vez más divertido con las vicisitudes del catalán, que lo hacían quejarse de la Patagonia, decía: “¡Paciencia, Jacinto, paciencia hombre! ¡Porrazos de Patagonia, ya pronto aquerencian­ do... sí, sí! ¡Yo nunca dejando Patagonia, no, no...! ¡Pero a lo que es, nunca tampoco volviendo agarrar boliadoras...! ¡Arrediez, hombre! ¡Dicen que cabeza de vasco dura, pero a lo que es, esas bolas mu­ cho más duras... sí, sí!” El original remedo de la forma de hablar del vasco que el cata­ lán hacía con el no menos original acento de su tierra divertía a los carreros, quienes insistían en el relato de nuevas aventuras, hasta que el típico ruido de una ráfaga de viento al castigar el monte anun­ ció cambio de tiempo. Entonces comenzó el renegar y decir malas palabras. El Sol se había puesto con horizonte rojizo en el Oeste, y poco después los remolinos de arena que el viento arrastraba, pusie­ ron de mal humor a los troperos que preveían tal vez para varias se­ manas de ventarrones, que había que afrontar de cara. Y cada cual, en medio de rezongos, se fue a meter entre las pil­ chas de la cama que el viento pugnaba por arrancar. Asencio Abeijón, “Noches sin pilchas ni fuego en Pampa del Castillo”, en Memorias de un carrero patagónico, Buenos Aires, Galerna, 1973.

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El tumbiador Después de un recorrido agotador de casi cuatro leguas, la tro­ pa de chatas ha acampado en las inmediaciones de un zanjón pro­ visto de agua algo salobre pero pasable para tomar mate, casi a la puesta del sol, con tiempo muy bueno, y que se aprecia más lue­ go de varios días de ventarrones. Diez carreros, y algunos pasajeros que viajan con sus familias en la caravana, rodean el agradable fogón en que chirrían los asados, mientras circulan los últimos mates que preceden a la cena. Sin mucho apuro llega en ese momento un jinete que se baja del caballo después de pedir permiso, pero antes de que se lo con­ cedan. Recorre la rueda de personas que circundan el fogón, sa­ ludando a todos, uno por uno, con extrema amabilidad, como si se tratara de viejos conocidos, y dando la mano incluso a los niños de menos de dos años. Acepta sin hacérsela repetir, y al tiempo que recibe un mate, la invitación a desensillar y pegar un tajo, pero aclara que lo hace por no despreciar, y para que no lo tomen por rogado, porque la ver­ dad es que está muy apurado y tiene mucho que hacer. Siempre con la palabra en la boca, agrega que a pesar de lo mu­ cho que tiene que hacer y de tantas preocupaciones que lo tienen sin apetito, ya que se ha encontrado con buenos amigos, los va a acompañar en la churrasqueada. Sobre la misma conversación saca el cuchillo de la cintura y, con singular maestría, corta un buen pedazo de asado, alabando la habilidad del cocinero, mientras que con el rabo del ojo ob­ serva por dónde anda en circulación la bota de vino para ponér­ sele lo más cerca posible, encontrándose con ella como “por pu­ ra casualidad”. Algunos de los carreros, que lo conocían, en voz baja hicieron saber a los demás que se trataba de un tumbiador profesional. El tumbiador es un tipo característico de la Patagonia, llamado así por su permanente costumbre de recorrer, con su caballo, su perro y sus mañas, amplias zonas de la región, parando varios días en cada casa, siempre sin trabajar, comiendo tumba de arriba, hasta que los dueños de casa empiezan a ponerle mala cara.

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Abunda bastante, y es un verdadero maestro de la simulación y la vagancia caminera, no carente de gracia. Anda siempre en busca de trabajo, pero nunca lo encuentra por su gran habilidad en esquivarle: antes de llegar a un puesto o estancia, por disimuladas averiguaciones hechas de antemano, ya sabe que en ese lugar no necesitan a nadie para trabajar. Cuando los lugares de su predilección no abundan, porque en todas partes hay trabajo y requieren peones, el tumbiador llega si­ mulando que campea un caballo, o cualquier otro animal, con mu­ cha urgencia, con lo cual deja el terreno preparado para una ale­ jada oportuna, en caso de que le ofrezcan trabajo con insistencia. Para el buen tumbiador no hay secretos en lo referente a las mañas necesarias para prolongar todo lo posible su permanencia en un lugar que le resulta cómodo. Si en la casa hay niños, el tum­ biador siempre busca la forma de hacérseles simpático. Su viveza de vago experimentado, y que dispone de tiempo pa­ ra observarlo todo, le indica que en los niños está la debilidad de los padres. Casi siempre tiene la precaución de llegar cerca del anochecer, cuando ya está cercana la hora de cenar. Mientras está en la cocina, afanándose en dar conversación in­ teresante a los presentes, observa con disimulo cuando en la me­ sa ponen un plato más. Él, que mentalmente ha contado cuántos son en la casa, sabe que ese plato es para él, pero se hace el de­ sentendido y sigue charlando. Recién cuando los de la casa se aprestan a sentarse a la mesa, el tumbiador se levanta y tiende la mano como para despedirse. Cuando le dicen que se quede a comer, medio se hace el inte­ resante y exclama: “Pero... ¿No se me hará tarde?”, y cuando le di­ cen que ya le han puesto el plato en la mesa se hace el sorprendi­ do, y acepta la invitación diciendo: “Pero... ¡no se hubieran moles­ tado...! ¡Y bueno... ya que está..!”, y se sienta a la mesa, y se segui­ rá sentando por muchos días, si los dueños de casa no lo echan o le ofrecen trabajo. Si en la casa nota muy buena predisposición para invitarlo, se hace repetir la invitación dos o tres veces pero, si nota que hay al­

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go de frialdad, entonces acepta al primer invite, para evitar el ries­ go de que no se lo repitan y lo dejen ir. La llegada de un tumbiador a una casa de campaña equivale a la llegada de un correo noticioso: él trae noticias de toda clase y, si no las tiene, las inventa. Procura siempre que éstas sean de la conveniencia o agrado de los dueños de casa. Por el tumbiador se sabe que Fulano está por vender las ovejas y poner boliche. Que a Zutano le robaron un ca­ ballo, y que no dio cuenta a la policía porque no tenía los certifi­ cados del animal. Que la viuda de Mengano se está por casar con un hombre mucho más joven que ella y que a Perengano le pega­ ron una puñalada porque lo encontraron carneando ajeno. En el transcurso de la primera comida, el tumbiador sondea el ambiente creado por su llegada, y si lo halla favorable, de inme­ diato comienza a preparar el terreno para prolongar su estada por el mayor tiempo posible, siempre que no se le atraviese el fantas­ ma del trabajo. Una de sus tretas, por ejemplo, es la de decir que Fulano le ha­ bía dicho que, sin falta para esta fecha, lo iba a esperar en este lu­ gar. Dice que le extrañó mucho no encontrarlo allí, porque había quedado en traerle unos certificados de mucha urgencia y unos pesos que le debe desde hace tiempo. Agrega que el tal Fulano le recomendó mucho que no dejara de venir a ese lugar y que, en caso de que él no hubiera llegado lo esperara, porque seguramente iba a llegar de un momento a otro. Con fingida preocupación manifiesta que la impuntualidad de Fulano lo perjudica mucho, porque tiene mucho que hacer, y que no puede perder tiempo. Que de ninguna manera hubiera venido, si no fuera porque Fulano le aseguró que estaría esperándolo aquí. A lo mejor le ha pasado algo. Lo de los pesos por cobrar di­ ce que no le interesaría tanto, pero lo que siente son los certifica­ dos y el tiempo que pierde, teniendo tanto que hacer. Por supuesto, todo lo que dice con respecto a Fulano son men­ tiras, pero le sirven al tumbiador como pretexto para pedir permi­ so por unos días de estada hasta que llegue Fulano que, a lo me­ jor, “llega esta misma noche, como puede llegar dentro de unos días, porque me está pareciendo que es algo macaneador”. Y así,

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con poca diferencia de pretextos en cada lugar, inicia siempre el tumbiador cada racha de tumbiada. Generalmente, el tumbiador es madrugador, lujo que puede permitirse porque siempre está descansado, pero su madrugada, aunque él hace alarde continuo de ella, es una cosa inútil, ya que se pasa la mañana sin hacer nada, sentado al lado del fuego, gas­ tando la leña que no corta y la yerba que no paga. Cuando la patrona se apresta para ir hasta el pozo a traer un balde de agua, el tumbiador, muy diligente, le toma el balde de las manos y se apresura a traer el agua. Rara vez llega a cortar unos palos de leña para la cocina: por lo general, sus tareas de comedido las limita a afilar los cuchillos, carnear un capón, hacerle un banquito al nene, traer la vaca y otros trabajitos que no requieren sudor. La psicología de un tumbiador experimentado le indica que la forma más práctica para pasarse los días comiendo tumba en casa ajena es no caer en desgracia ante la patrona de la casa. Por lo tan­ to, trata por todos los medios de congraciarse con ella. Sabe que, aun cuando el hombre es el que da las órdenes en la casa, siempre lo hace procurando no contrariar lo que piensa la mujer y que, por lo mismo, si alguien en la casa no es muy del agrado del patrón no por ello debe tener miedo de que lo echen; pero si ese alguien le es antipático a la patrona, ya puede ir prepa­ rando las pilchas, porque en cuestión de días tendrá que salir con ellas al hombro cañadón arriba, espantando teros, porque el pa­ trón lo ha echado. Por ello, en forma disimulada o por intermedio de terceros, es­ tudia el carácter e inclinaciones de la patrona de casa. El hijo pre­ dilecto de ésta es también el preferido del tumbiador. A él le hace pequeñas atenciones, y cede a sus caprichos. Ya le construye un pequeño látigo, o unas boleadoras de juguete, lo pasea en su caballo, le caza un pajarito o lo lleva a traer la vaca. Si se entera de que la patrona aborrece a determinada persona de la vecindad, el tumbiador no desperdicia oportunidad de ha­ blar mal de esa persona en su afán de congraciarse.

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Es muy habituado a dormir a la intemperie, pero cuando tiene pocas pilchas, acepta dormir en el galpón o en alguna pieza desti­ nada a guardar cachivaches, en la cual cuelga la infaltable cola de vaca para sostener el peine grueso de peinarse y el fino para des­ piojarse, a la cabecera de la cama, tendida en el piso, y junto al también infaltable espejito con un dibujo femenino que, según él, le regaló Fulana. Si de casualidad tiene pilchas buenas, tal como un quillango o una lona, entonces prefiere dormir a campo raso, y se alegra si llueve o hace frío, porque ello le da la oportunidad de hablar de lo buenas que son sus pilchas, en especial del quillango, hecho con cueritos de chulengo, “que cazó él” y que le cosió Mengana, y con el cual “se ríe del viento y las heladas”. Así pasa los días, comiendo de arriba, sin trabajar, y mintiendo a gusto. De tanto en tanto, se sube a alguna meseta y desde allí otea el horizonte lejano, como demostrando su impaciencia, por­ que Fulano no llega. Después regresa fingiéndose enojado y como hablando solo, pero en la seguridad de que los chicos lo oyen y que luego se lo contarán a los padres, se pasea nervioso, diciendo que Fulano, con su tardanza, lo ha jodido, porque le está hacien­ do perder una punta de pesos y... ¡teniendo tanto que hacer...! Algún fingido malestar, que quién sabe qué puede ser, es tam­ bién un motivo que utiliza el tumbiador para quedarse unos días más en tal o cual lugar. Pero esta estratagema la usa poco porque el malestar para ser bien fingido tiene que demostrarlo también con falta de apetito a la hora de comer, lo cual no es del agrado de ningún tumbiador. Finalmente, cuando se entera de que tal o cual día el dueño de casa tiene que limpiar una aguada, traer unas carretas de leña o encerrar las ovejas para curar sarna, resuelve cambiar de aires. Si el dueño le ofrece pagarle para que se quede unos días más y le ayude a realizar esos trabajos elude el compromiso diciendo que él, de buenas ganas se quedaría a ayudarle sin cobrarle nada, pero que le es completamente imposible hacerlo, porque para es­ tos días quedó comprometido para ir a tal estancia, a construir un corral o una aguada y que de ninguna manera puede demorarse un día más porque tiene mucho que hacer y el estanciero se le va

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a enojar si se demora, porque no quiere que nadie le haga los tra­ bajos si no es él. Dice que la culpa es de Fulano, porque le hizo perder tantos días por esperarlo; de lo contrario tendría tiempo de hacer los tra­ bajos en los dos lugares. “En cuanto lo encuentre”, agrega, “le voy a cantar las cuarenta y capaz que hasta le pego unos planazos, pa­ ra que no sea macaneador”. En ocasiones, el tumbiador llega a una estancia donde están trabajando, pero lo hace justo cuando las tareas tocan a su fin. Ayuda a hacer lo muy poco que falta, lamentándose a cada mo­ mento por no haber llegado antes, por culpa de Fulano, que no lo dejaba salir de su casa, porque sin él no sabía hacer unos trabajos que tenía entre manos. También culpa a Fulano diciendo que “lo engañó para que no se fuera sin terminarle esos trabajos”. Que también le dijo que los trabajos en esta estancia recién comenza­ ban mañana y que, por eso, él llegó cuando terminaban las tareas, creyendo que recién empezaban. Y haciéndose el afligido exclama a cada momento: “¡Qué lástima que llegué tarde!” Estratagemas parecidas usa siempre. En oportunidades, pasa todo un invierno en determinada casa, sin trabajar, comiendo en la mesa con los dueños y engordando el caballo en el potrero ajeno. Los dueños lo soportan porque la escasez de peones es mucha en la Patagonia y tienen la esperanza de que al llegar la época de los trabajos puedan contratarlo como operario, porque el tumbia­ dor, según él, sabe hacer de todo. Pero al aproximarse la época de actividad, fingiendo haber re­ cibido una carta urgente de un amigo o familiar que “se halla muy enfermo y quiere que él se vaya a poner al frente de la estancia”, ensilla su caballo y se manda a mudar, lamentando la mala suerte de que justo ahora, que viene la época de los trabajos y que él iba a ayudar sin cobrarle nada, le llega esta mala noticia que lo obliga a marcharse. Esto no impide que, meses más tarde, y con nuevos pretextos, llegue de nuevo a esa estancia, a repetir la tumbiada, trayendo ya en su mente la disculpa necesaria para irse cuando comience la temporada de tareas.

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Por lo general, la conversación del tumbiador es insulsa y ala­ banciosa; habla casi siempre de sí mismo, contando sus propias hazañas, comúnmente imaginarias. Los éxitos que ha visto realizar a otras personas, los cuenta co­ mo hazañas hechas por él y los numerosos papelones que él ha hecho se los atribuye a otros. Su charla versa, casi siempre, sobre pe­ leas, domas, carreras, trabajos fuertes, éxitos amorosos, etcétera, en los cuales siempre se coloca como el personaje sobresaliente. A veces tiene un pañuelo o una tabaquera vistosamente borda­ da que ha comprado, o bien, en algunas de las veces que ha esta­ do preso en Rawson, se la ha hecho algún compañero de pabellón. Con ella se hace el indiferente y la exhibe seguido, con fingido disimulo. Si se la piden para verla, la entrega con fantasía dicien­ do que se la regaló Fulana o Zutana, que casi siempre son mucha­ chas lindas y admiradas en amplias regiones, pero que al tumbia­ dor nunca le han dado ni los buenos días. Cuando de alguna estancia lo han echado por flojo o por char­ latán nunca lo cuenta, pero si nota que el asunto ha trascendido, él se hace el reservado y misterioso, y en forma indirecta y como haciéndose el que no quiere decirlo, charla en forma ambigua, co­ mo para que se crea que lo han echado por amores afortunados, por envidia, debido a su gran habilidad en todos los trabajos y por­ que él no es amigo de andar con cuentos. Las estancias grandes, especialmente cuando el mayordomo es inglés o alemán, son terreno prohibido para el tumbiador. Si llega antes de la puesta del sol, pidiendo permiso para de­ sensillar y pasar la noche, le contestan que todavía el sol está alto y que, por lo tanto, aún tiene tiempo de llegar hasta el puesto de Fulano o hasta el boliche de Mengano. Cuando el tumbiador es zorro viejo y llega justo a la puesta del sol y con el pretexto de que tiene el caballo cansado, le dan permiso para pasar la noche, pero a la mañana siguiente, en cuanto sale el sol, le arriman el caballo al palenque, lo cual, en el campo, significa una insinuación terminante a que, en cuanto termine de tomar mate y churrasquear, ensille su caballo y se mande a mudar a otra parte.

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El tumbiador nunca cuenta que en tal estancia lo echaron o no le dieron permiso para desensillar, porque ello indicaría que es persona mal vista y serviría de mofa. Él cuenta que el “míster” (mayordomo) es muy amigo suyo y que le insistió mucho para que se quedara unos días en la estan­ cia, cosa que él, pese a la gran amistad que lo une al mayordomo, no pudo aceptar porque tiene mucho que hacer. Agrega que el “míster” le rogó mucho para que se quedara de capataz, aunque sea por unos meses, pagándole muy buen sueldo y una habitación en la estancia, pero que él no lo aceptó porque esa plata él la saca en dos patadas en cualquier lugar en que se ponga. El tumbiador va siempre acompañado de un perro, tan inútil como el dueño, al cual alaba continuamente como insuperable perro ovejero, diciendo que es capaz de salir solo al campo, solo repunta las ovejas, solo corta rastro y solo trae las haciendas al corral. Asegura que en muchas partes le han querido cambiar una ma­ jada por el perro, pero que él no aceptó el cambio porque, como tiene tanto que hacer, el perro le es indispensable. Otro tanto hace con el caballo, que muchas veces es ajeno, pe­ ro si es de su propiedad a cada momento y con cualquier pretex­ to, muestra el certificado del Juez de Paz. Exagera el monto de la suma en que lo ha comprado, como también las condiciones sobresalientes del animal. Repite que en tal o cual región (siempre lejana para que no le averigüen la ver­ dad), corriendo carreras con su caballo, ganó plata como agua y que se vino de esos lugares porque ya nadie le quería correr y por­ que en esta zona en que se halla, tiene mucho que hacer. Si en el apero o la vestimenta tiene alguna prenda buena la ex­ hibe jactanciosamente, muy en especial en presencia de mujeres. Las prendas ordinarias que tiene, ya se trate del rebenque, las riendas, las botas, etcétera, el tumbiador siempre, y con cualquier motivo, dice que no son suyas. Que las suyas se las prestó a Fula­ no o Mengano por hacerle una gauchada y que éste, en lugar de

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devolverle las suyas, que eran de mejor calidad, le devolvió estas porquerías después de mucho tiempo. Dice que estas cosas le pasan a él por ser demasiado bueno, pe­ ro que desde hoy no le va a prestar nada a nadie. Es difícil establecer, por conversación, de qué lugar es un tum­ biador, porque de cualquier región que se hable el tumbiador siempre asegura que él conoce esos lugares como la palma de la mano. Lógicamente, en su condición de vago ambulante conoce mu­ cho, pero ni la mitad de lo que él asegura conocer. Cuando escucha conversaciones referentes a regiones distan­ tes, presta una disimulada atención, grabando en su memoria nombres de personas, lugares y acontecimientos. Esto después le sirve para mencionarlos como cosas vividas o presenciadas por él, asegurando que ha estado en esas zonas y ci­ tando nombres como prueba de ello. Por estas causas es que si a un tumbiador se le cuentan los años de vida por el tiempo y la can­ tidad de lugares en que asegura haber estado, siempre resulta que tiene noventa o cien años más de los que figuran en sus documen­ tos personales. Nunca falta en la charla imaginativa de un tumbiador la men­ ción de una tía muy rica, un padre estanciero o un hermano doc­ tor, de familia muy distinguida, que se hallan en lugares lejanos y que vuelta a vuelta le escriben para que vaya con ellos, pero él no quiere ir porque gracias a Dios y a sus buenos brazos y habilidad para el trabajo nunca le faltan sus buenos pesos en el bolsillo. De inmediato y como atajándose con tiempo, agrega: “única­ mente en este momento me encuentro sin plata, por habérsela prestado a Fulano, pero creo que hoy ha de llegar a devolvérme­ la, aunque me parece que ya está tardando demasiado”. El tumbiador es muy poco afecto a albergarse en los pueblos por la razón de que los fonderos casi siempre lo tienen catalogado por alguna cuenta atrasada que él había quedado en pagar sin fal­ ta en cuanto venda la lana, cobre unos miles de pesos que le debe esta o aquella gran estancia por fletes que le hizo con su tropa de diez chatas o reciba un giro que le manda su tía millonaria para

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que le vaya a administrar las estancias. Le asegura al fondero que el giro, seguramente, va a llegar mañana o pasado, pero que él no puede quedarse a esperarlo porque tiene mucho que hacer. Para completar la farsa sale un momento a recorrer los boli­ ches del pueblo a la espera de que le paguen las copas y al poco rato llega de nuevo al hotel, con aires de que ha solucionado el problema. Le dice al fondero que recién viene del Banco y que le dejó orden al gerente para que mañana, en cuanto llegue el giro, se lo pa­ gue al hotelero, para que éste se cobre su cuenta y el resto se lo tenga hasta que él vuelva. Luego le pide al fondero que le preste unos pesos para el viaje y que luego también se los descuente de la plata del giro, que va a llegar mañana o pasado. Le dice que el sobrante se lo guarde hasta que él vuelva, pero que si en caso le llega a hacer falta pla­ ta, que la use no más sin reparo y que después arreglarán porque él no lo va a apurar. De este modo, si el fondero no tiene la suficiente cancha en lo que es un tumbiador, además del dinero del hospedaje, perderá lo que le preste para el camino y hasta que llegue el giro imaginario. Suele trasladarse al pueblo con motivo de los festejos de algu­ na fecha patria, en la que se realizan actos populares con sus co­ rrespondientes asados con cuero, carreras, sortijas y tabeadas. En estas últimas, actuando como grupí de algún jugador ven­ tajero en tabeadas o carreras, no le es difícil armarse de algunos pesos que le ayudan a aumentar sus fanfarronadas. Pero de pronto la noticia llega a oídos del comisario, quien hace traer a su despacho al tumbiador y luego de unas horas de ca­ labozo y un buen sermón le da unas horas de plazo para que de­ saparezca del pueblo, o trabaje. El tumbiador opta, sin vacilar, por desaparecer del pueblo, y de la zona si es necesario. De nuevo en el campo, en cada población en que hace escala, cuenta profusamente y con exageración su estada en el pueblo; sus grandes gastos; lo caro que cuestan los hoteles; sus hazañas en las domas y carreras; sus éxitos amorosos, etcétera.

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Sólo omite contar la verdad sobre el emplazamiento policial. A cambio de ello, dice que en el pueblo todos le pedían que se que­ dara y que el Comisario, del que es muy conocido, se puso muy contento en cuanto lo vio y que a la fuerza lo llevó a su casa, para que no anduviera gastando en hotel. Con gran soltura cuenta que por nada lo quería dejar salir, ofreciéndole su casa por todo el tiempo que quisiera quedarse. Asegura que posiblemente el comisario se quedó resentido por el desaire que le hizo al no aceptarle la invitación, pero que a él no le importa porque, aunque son muy conocidos desde hace tiempo, él no la va con los milicos, y además no podía demorarse más porque tiene mucho que hacer. Alguna changa muy aliviada, algún cuerito de zorro o chulen­ go, cazados sin mucho esfuerzo, y algunos pesos prestados (que devolverá en cuanto le paguen una tropilla de un pelo que vendió, pero que todavía no le han pagado un peso) forman el presupues­ to con que el tumbiador va tirando. Esto, en lo que se relaciona con su presupuesto real, porque en lo referente al imaginativo, lo forman la venta de lana de la estan­ cia tal o la herencia que está por recibir. El tumbiador, a fuerza de mentir y contar grandezas llega, con el tiempo, a creer sus propias mentiras y en la convicción de que también los demás se las creen y lo consideran personaje de im­ portancia, se posesiona en tal forma del papel, y en lugar del po­ bre diablo que en realidad es, él se imagina ser un valiente, traba­ jador, rico y muy listo. El tumbiador que se menciona al principio de estas líneas y que es como un caldo de todos los de su especie no demuestra mucho apuro por acostarse o seguir viaje: repleto de mate, asado y con buenos tragos de vino, sentado cerca del fogón, con un au­ ditorio en el que no faltaban las damas y que según a él le parecía se admiraban de las cosas que contaba, se hallaba como en un pa­ raíso y seguía su charla alabanciosa. Algunos de los presentes, europeos novicios en las modalida­ des patagónicas y que no conocían aún a este espécimen, le creían sus exageraciones: no llegaban a entender las guiñadas de ojos y

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frases irónicas de los que ya llevaban varios meses o años en el Sur, ni las tiradas de lengua que los carreros le hacían al tumbia­ dor para divertirse con sus embustes... Finalmente, el patrón de la tropa de carros, gran conocedor del ambiente patagónico, se pone de pie y guiñando un ojo a los pre­ sentes por sobre el hombro del tumbiador, dice: “Bueno, muchachos: vamos a dormir porque mañana al amane­ cer tenemos que remover la carga de algunas chatas. Tal vez el amigo que nos acompaña en el fogón nos pueda dar una mano en ese trabajo tan pesado. ¿Verdad, amigo?” No le falló el tiro al veterano carrero. El tumbiador se puso de pie diciendo: “Muy bien pensado, patrón. Lástima que yo no les podré ayudar porque ahora que me acuerdo, mañana al amanecer tengo que estar sin falta en el establecimiento de Zutano, quien desde hace tiempo me anda insistiendo para que le tome las ove­ jas a medias. Yo no quiero, porque tengo mucho que hacer, pero la hija de Zutano, que tiene dieciocho años, es la que más me insiste para que me quede con ellos. Tengo que seguir viaje esta misma no­ che”. “¡Qué macana... que no nos pueda ayudar...!”, dicen a coro los carreros. Saben que al amanecer, el tumbiador estará muy lejos de donde haya trabajo. Asencio Abeijón, “El tumbiador”, en Memorias de un carrero patagónico, Buenos Aires, Galerna, 1973.

Fragmentos y cuentos seleccionados por Graciela Schneier-Madanes

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Biografía de los autores Asencio Abeijón

Chofer, camionero, arriero, obrero del petróleo, diputado, comenzó su carrera de escritor como periodista. Sus relatos aparecerán primero en el diario El Patagónico, luego serán reunidos en volúmenes: Apuntes de un carrero patagónico, 1971; Recuerdos de mi primer arreo, 1974; El Vasco de la carretilla, 1986.

Cristian Aliaga Nació en la Argentina en 1962, y se graduó en Comunicaciones en la Universidad Nacional del Comahue. Se inició en el periodismo en 1981 en el diario Río Negro y actualmente se desempeña como director periodístico del diario El Patagónico (Comodoro Rivadavia) y es profesor en la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco. En 1993 fundó la Editorial Universitaria de la Patagonia, que dirige desde entonces.

Osvaldo Bayer

Jean Canesi

Escritor e historiador argentino, autor entre otras obras de Los Vengadores de la Patagonia trágica, Buenos Aires, 1975 (3 tomos), que inspiró el filme La Patagonia rebelde, Oso de plata en el festival de Berlín de 1974.

Polígrafo itinerante. Colaboró en varias obras de las ediciones Autrement.

Rodolfo Casamiquela

Científico argentino pluridisciplinario ­ paleontólogo, antropólogo especialista en las culturas indígenas - conoce profundamente la Patagonia. Director hasta 1995 del CENPAT (Centro Nacional Patagónico), autor de numerosas obras y artículos científicos.

Biografía de los autores

227

Alicia Dujovne Ortiz

Escritora argentina. Autora, entre otras obras, de L’Arbre de la Gitane, Gallimard, 1991 y Eva Perón, Grasset, 1995.

Philippe Grenier

Jean Raspail

Geógrafo, investigador del CNRS, especialista en el cono sudamericano. Autor, entre otras obras, de Chiloé et les Chilotes, marginalité et dépendance, Edisud, 1984.

Escritor, autor, entre otras obras, de Qui se souvient des hommes..., Laffont, 1987.

Graciela Schneier-Madanes

Arquitecta-geógrafa, investigadora del CNRS. docente del Instituto de altos estudios de América Latina. Dirigió, entre otras obras, Buenos Aires, Ed. Autrement, colección Monde, HS nro. 22; Río de Janeiro, (en colab.) Ed. Autrement, colección Monde, HS nro. 42.

Jacques Soppelsa

César Vapñarsky

Philippe Taquet

Geógrafo, profesor de la Universidad de París I, fue asesor cultural en la embajada de Francia en Argentina.

Investigador del CONICET, especialista en Patagonia, autor de numerosas obras científicas.

Paleontólogo. Bajo su dirección en el Museo nacional de historia natural de París se iniciaron los trabajos de la Gran Galería de la evolución. Autor de L’Empreinte des dinosaures, París, Odile Jacob, 1994.

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