Alava.la Verdad De La Mentira

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Índice

Dedicatoria Agradecimientos Introducción. ¡Nos pasamos la vida mintiendo y escuchando mentiras! Capítulo 1. ¿Por qué mentimos tanto en las relaciones afectivas y de pareja? Empezamos a mentir desde muy pequeños Mentiras en la primera cita. Mentir para seducir y manipular El caso de Elena Mentir en lo más íntimo: en nuestra sexualidad El caso de Sergio y Clara Mentir por venganza, utilizando a los hijos, cuando no asumen que la relación ha terminado El caso de Luis Mentira e infidelidad El caso de Paloma El caso de Álvaro Capítulo 2. Mentira y personalidad. ¿Hay personas que mienten más que otras? El narcisista que miente en beneficio propio, incluso para justificar su agresividad El caso de Antonio Personas con altos niveles de psicopatía que mienten para explotar y aprovecharse de otros El caso de Roberto y Aurora Personas deshonestas y maquiavélicas que solo buscan su propio beneficio El caso de Ángela Personalidad y baja autoestima: el autoengaño. Mentir para encubrir nuestros fracasos El caso de Sagrario Personas inseguras y con altos niveles de ansiedad. Mentir para caer bien a los demás El caso de Verónica Los introvertidos mienten más que los extravertidos El caso de Raúl y Carla Capítulo 3. Personas que mienten para aprovecharse de los que están a su lado Personas egoístas, que mienten y buscan siempre su propio beneficio El caso de Francisca Personas que mienten para extorsionar y manipular El caso de Rocío y Carlos Personas que mienten para dar pena El caso de Ernesto y su familia Capítulo 4. Las mentiras en el trabajo Mentir para engañar y conseguir un trabajo El caso de Jaime Mentir para encubrir fallos y lograr prebendas El caso de Pepe y Raquel Mentir para esconder nuestras adicciones

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El caso de Andrés (alcohol) El caso de Javier (ludopatía, juegos de azar) Estudios sobre la mentira en el trabajo Capítulo 5. Personas con mucha exposición pública con tendencia a mentir Políticos que tienden a mentir. Claves que nos ayudarán a identificarlos ¿Castigamos mucho a los políticos que mienten? Estudios e investigaciones sobre la mentira en los políticos Estudios sobre las consecuencias de las mentiras de los políticos Capítulo 6. ¿Somos conscientes de nuestras propias mentiras? ¿Nos sentimos culpables? El autoengaño para escondernos de nuestra «verdad» El caso de Pilar y Rafael Mentirosos compulsivos, que mienten sin ninguna necesidad y que a veces terminan creyéndose sus propias mentiras El caso de Fernando y Cristina Mentira y culpabilidad. ¿Se siente culpable el mentiroso? El caso de Juan Estudios sobre el autoengaño Capítulo 7. Las mentiras más dolorosas de nuestra vida El hijo que se entera, a los 21 años, de que es adoptado El caso de Miguel Padres ingenuos con hijos acosadores El caso de los padres de Belén El daño de los celos, la susceptibilidad, las interpretaciones erróneas…; las «falsas mentiras» El caso de Lucía Cuando el materialismo y el egoísmo vencen a la ilusión y al amor El caso de Pablo y Paula Capítulo 8. Principales errores a evitar No seamos ingenuos: la mayoría de la gente miente todos los días El caso de Pepa No te engañes permitiéndote mentir en pequeñas cosas…: drogas blandas que terminarán machacando tu vida El caso de Samuel Internet: ¡cuidado con los embaucadores! ¡No te relajes con lo que te suena bien! El caso de Inmaculada e Isaac No permitas que te engañen por debilidad o por una mal entendida generosidad El caso de Alfredo y Mar Capítulo 9. Reglas de oro a seguir Tengamos las ideas claras: la mayoría de las mentiras no se producen por altruismo, sino por egoísmo El caso de José Antonio y Alfonso Pongámonos en «guardia», si queremos descubrir las mentiras El caso de Ana La verdad puede traer sorpresas; la mentira, sufrimientos El caso de Jesús No contestes a todas las preguntas que te hagan El caso de Irene Capítulo 10. Análisis científico de las mentiras. Qué ocurre en el cerebro cuando mentimos La mentira patológica La mentira a nivel fisiológico

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Principales tipos de mentiras Principales consecuencias de las mentiras Capítulo 11. Cómo descubrir cuándo nos mienten y cómo actuar con los mentirosos. principales investigaciones Cómo desenmascarar a los mentirosos Cómo se pueden identificar las mentiras Por qué unos mienten mejor que otros Por qué es más fácil engañar a unas personas que a otras Capítulo 12. Reflexiones finales. ¿Triunfan más los mentirosos? ¿Mentir nos ayuda a conseguir determinados fines? Cuando está justificado mentir. ¿Hay mentiras positivas, altruistas? No expresar lo que pensamos o sentimos ¿es mentir? Bibliografía Notas Créditos

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A todas y cada una de las personas que formáis el equipo de Psicología de Álava Reyes y de ApertiaConsulting. Gracias por vuestra valentía, generosidad y por vuestra entrega. Con especial afecto a los recién incorporados, que nos habéis enriquecido con vuestra experiencia y vuestro entusiasmo. Y muchas gracias también a mi familia y a mis amigos, por permitirme disfrutar cada día de vuestro cariño.

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Agradecimientos

Gracias de forma muy especial a Daniel Peña y a Natalio Fernández. Daniel, has realizado un trabajo fantástico, como es habitual en ti, lleno de rigor en la documentación que sustenta gran parte de los contenidos de este libro. ¡No podíamos tener mejor director de I+D en nuestro equipo! Natalio, gracias siempre por contar contigo en cada proyecto, sabes que valoro tanto tu amistad, como infinita es tu cultura y tu entrega.

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Introducción ¡NOS PASAMOS LA VIDA MINTIENDO Y ESCUCHANDO MENTIRAS!

No nos engañemos: ¡mentimos como bellacos! Algunos pensarán que esta afirmación es una exageración, pero la realidad es que la mentira, lejos de disminuir, aumenta cada día, y lo hace en proporciones parecidas a como se elevan los niveles de infelicidad de muchas, muchísimas personas. ¿Mentimos por costumbre, o lo hacemos para protegernos? ¿Mentimos para caer bien, agradar e impresionar a los que nos rodean?; ¿para obtener alguna ventaja adicional?; ¿para crear una buena imagen? ¿Mentimos por inseguridad?; ¿por debilidad?; ¿porque tenemos la autoestima baja? ¿Mentimos por cariño?; ¿por humanidad?; ¿para ser educados y diplomáticos?; ¿para esconder algo que hemos hecho mal?... ¿O mentimos para engañar, manipular y aprovecharnos de los demás? Hay quien mantiene que es imposible vivir sin mentir, que la mentira es una defensa necesaria en un mundo difícil como el actual, lleno de trampas y obstáculos. Pero ¿cómo podemos sobrevivir a una existencia plagada de mentiras? Esta podría ser la pregunta que se hacen millones de personas, o el título de una película de terror. Seguramente, uno de los grandes misterios de la vida es la facilidad que tenemos para mentir, simular o falsear la realidad. Resulta curioso, pues, que…

... aunque el ser humano está diseñado para decir la verdad, todas las investigaciones demuestran que mentimos al menos una vez al día.

Llevo muchos años en mi profesión, pero cada día me sigue sorprendiendo la incapacidad que muestran muchas personas para detectar las mentiras propias y ajenas. Con frecuencia, la causa o el origen puede deberse a grandes dosis de ingenuidad o a la ausencia de «alertas» ante el engaño. Lo grave es que esta carencia puede condicionarnos y amargarnos la existencia.

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Desde la psicología, sabemos que las mentiras son responsables de gran parte de nuestro sufrimiento, pero, a pesar de esta evidencia, la mayoría de la gente no es consciente de hasta qué punto el engaño y la manipulación están presentes en sus vidas.

Este libro pretende ser un instrumento de reflexión importante; por ello, desde el principio, desearía que cada lector lo hiciera suyo, y que aplicase lo que aquí está escrito a su propia realidad. En este sentido, si nos esforzamos y retrotraemos a nuestra infancia, quizá nos acordemos de cómo nos retrotraemos sentimos al descubrir por primera vez que alguien mentía. Seguramente, el impacto fue grande y estuvo en consonancia con el significado que esa persona tenía para nosotros. No es lo mismo que fuese un niño, un hermano o un amigo; en ese caso, aunque nos extrañase y nos llenase de incredulidad, la mentira no tendría la trascendencia que nos habría ocasionado si el que mentía fuese un «mayor», y en especial si ese adulto fuera una de las principales referencias para nosotros: padres, educadores, abuelos… Algo parecido le ocurrirá al adolescente o al joven; a pesar de la edad, seguirán sorprendiéndose al observar con qué facilidad la gente miente. Ellos, a su vez, mentirán con frecuencia para asegurarse la aceptación del grupo, de sus iguales, de sus amigos, o de los que tienen más influencia o «liderazgo» en su círculo. También mentirán para deslumbrar o conseguir la admiración de los chicos o las chicas que les gustan, en una etapa de la vida en la que siguen siendo muy dependientes de la aprobación de los demás. Y ¿los adultos? ¿Por qué mienten? ¿Por qué basan parte de su vida en el engaño, en el halago o en la manipulación? ¿Qué ocurre para que los introvertidos mientan más que los extravertidos?; ¿por qué las personas con poca confianza en sí mismas, o las personas egoístas o individualistas, mienten tanto? Sabemos que mienten los niños, los adolescentes, los adultos, los amigos, los jefes, los empleados, los compañeros de trabajo, la familia, la pareja… ¿Hay alguien que no haya escuchado mentiras a su alrededor? Y lo que es más elocuente, ¿existe alguna persona que no haya mentido en algún momento de su vida? Nos sentimos decepcionados y engañados cuando descubrimos que nos mienten, pero ¿qué ocurre cuando somos nosotros quienes mentimos, cuando tratamos de justificar nuestras mentiras como un bien o un mal necesario? ¿Dónde se rompe el círculo? ¿Mentimos porque nos mienten, o nos mienten porque mentimos? Hoy sabemos que mienten incluso las personas altruistas, aunque lo hagan con otros fines.

Para la mayoría, las mentiras más dolorosas son aquellas que tienen lugar en las relaciones afectivas. 8

Aunque en general mentimos más a los extraños que a nuestras parejas, estudios psicológicos demuestran que en la relación con la pareja mentimos desde el principio; de hecho, el 92 por ciento de las personas reconocen haber mentido en alguna ocasión a sus parejas. A lo largo de los capítulos del libro, analizaremos en profundidad la verdad de las mentiras. Hay mentiras sociales; mentiras narcisistas; mentiras psicopáticas; mentiras para salvar la vida; mentiras de trabajo, a los compañeros, a los amigos, a nuestra familia…; y mentiras dirigidas a nosotros mismos. Cuando profundizamos en estas últimas, resultan sorprendentes los mecanismos del autoengaño. Identificaremos también las llamadas mentiras patológicas, y aquellas que forman parte de determinados trastornos como la simulación, la confabulación, los trastornos ficticios, el trastorno límite de la personalidad, los delirios…

Tan importante como saber por qué mentimos son las consecuencias de las mentiras, el daño y el dolor que provocan, el engaño que conllevan y el sufrimiento que arrastran.

Vamos a tratar de exponer la verdad de la mentira, los mecanismos de las mentiras —los propios y los ajenos—, para aprender a identificarlas, pues…

... en contra de lo que pudiéramos pensar, la mayor parte de las mentiras pasan inadvertidas.

Esto ocurre porque nos cuesta mucho detectar las señales indicativas de que alguien nos está mintiendo, y porque generalmente tendemos a juzgar los mensajes como ciertos. Veremos por qué unas personas mienten mejor que otras. La capacidad para mentir sin ser descubierto depende de diferentes factores y de muchos recursos; recursos que algunos sujetos han desarrollado increíblemente.

Analizaremos por qué es más fácil engañar a unas personas que a otras.

¿Mienten más los hombres o las mujeres? ¿Cómo actúan las personas suspicaces ante la mentira? ¿Influye nuestro estado de ánimo en nuestra capacidad para detectar

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mentiras? Y en cuanto a los políticos que tienden a mentir, ¿cuáles son las claves que nos ayudarán a identificarlos?

Conocer la verdad de las mentiras puede explicarnos nuestra felicidad o nuestra infelicidad, nuestra plenitud o nuestra insatisfacción, nuestra alegría o nuestro sufrimiento.

Nos sumergiremos en un mundo tan impactante como desconocido, e intentaremos aprender a detectar las mentiras, las nuestras y las de los otros. Nos entrenaremos para desenmascarar al mentiroso, para desactivarlo y, cuando la ocasión lo requiera, para «volver» la mentira en su contra. De esta forma, conseguiremos que la manipulación y el engaño no se apropien de nuestra existencia, ni de nuestros sentimientos.

Desde la psicología sabemos que podemos aprender a vivir sin que la mentira nos prive de la verdad de nuestra vida.

Invito al lector a que nos adentremos en uno de los principales enigmas: la VERDAD de las MENTIRAS de nuestra VIDA.

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Capítulo 1 ¿POR QUÉ MENTIMOS TANTO EN LAS RELACIONES AFECTIVAS Y DE PAREJA? Yo no divido el mundo entre hombres modestos y arrogantes. Divido el mundo entre los hombres que mienten y los que dicen la verdad. MOHAMED ALÍ

Comenzábamos

la introducción con una cascada de preguntas: ¿mentimos por costumbre, o lo hacemos para protegernos?; ¿mentimos para caer bien, agradar e impresionar a los que nos rodean?, ¿para obtener alguna ventaja adicional?, ¿para dar una buena imagen?; ¿mentimos por inseguridad?, ¿por debilidad?, ¿porque tenemos la autoestima baja?; ¿mentimos por cariño?, ¿por humanidad?, ¿para ser educados y diplomáticos?; ¿para esconder algo que hemos hecho mal?; ¿o mentimos para engañar, manipular y aprovecharnos de los demás?

En general, la gente miente cuando cree que le compensa, que gana algo haciéndolo, pero también cuando estima que de esa forma evita un reproche, una amonestación o una sanción.

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EMPEZAMOS A MENTIR DESDE MUY PEQUEÑOS Un niño nace sin malicia y piensa que las cosas son como las ve: blancas o negras. No entiende que alguien mienta. Su mente está diseñada para aprender, y lo hace a través de la observación y la experimentación constantes; por eso mira y analiza todo lo que pasa a su alrededor; de hecho, no para de moverse, de jugar y de explorar. Esa observación será uno de los principales recursos de su vida; un recurso que le permitirá desarrollar su inteligencia y adaptar su comportamiento a las circunstancias o exigencias del medio. Cuando un niño constata una mentira, la mirada que aparece en su rostro está llena de sorpresa e interrogación, como si sus ojos saltasen de sus órbitas, intentando descifrar un hecho incomprensible para él. No entiende que alguien pueda mentir, y mira a su alrededor buscando una explicación que le tranquilice, que ponga de nuevo las cosas en su sitio. Su reacción dependerá del «golpe» emocional que experimente. Si presenció la mentira de un niño, es posible que llore de rabia y de impotencia, pero, aunque lo pase mal, no será nada comparable a si la mentira que observó procedía de un adulto. Entonces su rostro reflejará una sorpresa y una tristeza infinitas, producto de la desolación y la pena que en ese momento le embarga. Su pequeño mundo se ha venido abajo, y parte de su existencia posterior la pasará intentando descubrir las mentiras de su vida: las de los otros, pero también las suyas. A través de nuestras experiencias, aprendemos a mentir desde pequeños. En un principio, el niño puede empezar a mentir para «competir» en igualdad de condiciones con los críos que le rodean. Puede llegar a pensar que no compensa decir siempre la verdad, que los que mienten llevan ventaja, pues muchas veces esas mentiras no son descubiertas. Pero lo habitual es que mienta para evitar alguna consecuencia negativa para él: algún castigo, recriminación o sermón. También es muy frecuente que los niños mientan o intenten engañar sobre sus conocimientos. Los niños suelen copiar o hacer trampas en los exámenes. El 80 por ciento de los estudiantes afirman haber copiado en algún momento de su vida académica, y el porcentaje incrementa en los últimos años con el uso generalizado de internet y las nuevas tecnologías (Williams, Nathanson y Paulhus, 2010). La probabilidad de mentir en los exámenes está relacionada con variables de personalidad (psicopatía, impulsividad, búsqueda de sensaciones) (Nathanson, Paulhus y Williams, 2006; Williams et al., 2010) y con factores emocionales como la culpa. Con frecuencia, el niño, como el adolescente, el joven o el adulto, mentirá para ganarse el cariño y la aprobación de quienes le rodean, intentando ofrecer la imagen que los otros esperan de él.

Mentir por agradar puede implicar ciertas dosis de debilidad y de falta de confianza en nosotros mismos. 12

Hasta ahí, todo está bastante claro; incluso esa fragilidad es muy propia del ser humano, pero…

... los esquemas se nos rompen cuando vemos que hay personas que mienten con maldad, que lo hacen a pesar de que son muy conscientes de que con su acción, con su mentira, van a provocar daño, sufrimiento y, muchas veces, injusticia a su alrededor.

¿Cómo es posible, nos preguntamos, que una persona actúe con tanta vileza y que, aun sabiendo las consecuencias tan nefastas de sus falsedades, siga cometiéndolas? ¿Es que no somos sensibles al bien?, ¿no buscamos la equidad y la justicia?, ¿no actuamos desde el razonamiento y la lógica? ¿Todas las personas que mienten son perversas?, ¿son seres egoístas que solo persiguen su bienestar?, ¿individuos a los que no les importa el dolor que provoquen en los demás? Muchos argumentarán que no es lo mismo mentir para «protegernos», para dar una buena imagen de nosotros mismos, que mentir para injuriar, calumniar o desacreditar…, y tienen razón. Una cosa es el autoengaño, o el tratar de engañar a los demás sobre nosotros, y otra, muy diferente, es buscar nuestro beneficio, provocando deliberadamente, con nuestras mentiras, el sufrimiento ajeno. Vamos a ver a continuación una mentira muy extendida y, por desgracia, muy conocida para la mayoría, mentir para seducir.

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MENTIRAS EN LA PRIMERA CITA. MENTIR PARA SEDUCIR Y MANIPULAR Los psicólogos sabemos que en las relaciones de pareja se miente desde el principio. Aunque nos sorprendan los datos, los trabajos que se han realizado son bastante concluyentes. El 90 por ciento de los participantes en el estudio de Rowatt y sus colaboradores admitieron estar dispuestos a mentir en una primera cita. (W. C. Rowatt, M. R. Cunningham y P. B. Druen, 1999). Pero una cosa es el flirteo de la primera cita, esa especie de juego para intentar impresionar a la otra persona, y otra muy diferente es encadenar una mentira tras otra en la relación.

Curiosamente, y no por casualidad, en las relaciones afectivas es donde parece que estamos más «ciegos».

Se trata de una ceguera muy selectiva; la persona implicada es la que menos detecta las señales que nos indican que el otro está mintiendo. Es como si tuviera delante una cortina que le impide ver todos los indicadores y los avisos del engaño. En general, suele ser alguien del entorno de la persona engañada quien antes se da cuenta y activa las primeras alertas, al comprobar claras incongruencias entre la información que nos han dado y la realidad que observamos. Al principio, nos extrañamos cuando constatamos situaciones poco coherentes. A pesar de la evidencia, no esperamos que alguien mienta en sus relaciones afectivas, pero una vez que saltan las alarmas, los hechos resultan inapelables; inapelables para todos, menos para quien los padece en primera persona y que es la principal víctima del engaño. En esas circunstancias, amigos, familiares, compañeros…, sin pretenderlo, de repente se ven inmersos en una situación muy delicada: ¿cómo decir a una persona cercana que alguien «especial» no está siendo leal con su cariño y le está mintiendo en la relación? ¡No hay más ciego que el que no quiere ver! Con esta frase me resumía un familiar la impotencia que sentían para hacer ver a su hermana que su pareja era un fraude, un impostor, que se había inventado un personaje para conquistar y embaucar a nuestra amiga. Como suele ser habitual en mis libros, vamos a tratar de ilustrar los diferentes apartados con el relato de algunos casos reales. Al igual que hicimos en La inutilidad del sufrimiento,1 llamaremos Elena a la primera persona que nos sirve de ejemplo.

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El caso de Elena

Elena era el prototipo de una buena persona, una mujer sensible y luchadora, a la que nunca le habían regalado nada y que se había esforzado al máximo por abrirse camino en la vida. Se consideraba a sí misma una persona muy normal, trabajadora, con buenos amigos; generosa, algo tímida, pero con mucho tesón y una enorme fuerza de voluntad. De repente, las cosas parecían sonreírle. Después de varios años con contratos en precario, por fin trabajaba en algo que le gustaba y para lo que se sentía muy preparada. La guinda del pastel había llegado de la mano de Mario, un chico apuesto, siete años más joven que ella, que parecía cumplir todos los requisitos que podían enamorar a Elena. Pero… ¡no era oro todo lo que relucía! Su hermana y su mejor amiga le habían pedido por favor que viniera a vernos, pues tenían fundadas sospechas de que Elena estaba siendo víctima de un enorme engaño, a través de una calculada y vil «puesta en escena». Para ellas, ¡Mario era un impostor, una persona «sin principios» que dejaba mucho, muchísimo que desear! Vengo porque mi hermana y mi mejor amiga se han puesto muy pesadas, están convencidas de que Mario, mi pareja, me miente. Yo sé que solo quieren lo mejor para mí, pero me fastidia que cuando por fin consigo ser feliz, y encuentro al hombre que siempre he buscado, se empeñen en que no me conviene, en que soy una ingenua y tengo una venda en los ojos que me impide ver sus engaños. Me han insistido en que no perdía nada viniendo a verte. Me ha costado mucho dar el paso, pero me regalaron uno de tus libros y te he escuchado varias veces en la radio y me pareces una persona que inspira confianza, así que ¡aquí me tienes! ¡Seguro que pensarás que es una tontería!, pero no soporto tanta presión. Además, me siento muy mal, porque le he comentado a Mario que iba a venir, y aunque le he ocultado el auténtico motivo, se ha puesto como una fiera. Le he dicho algo que sí que me ocurre con frecuencia, y es que a veces me encuentro muy cansada y con mucha ansiedad, y quería ver si me podías ayudar, pero se ha enfadado mucho y me ha dicho ¡que si estoy loca!, que no tiene sentido venir al psicólogo, que no lo necesito, que seguro que me vas a llenar la cabeza de ideas raras, y que los psicólogos solo sirven para aprovecharse de las personas cándidas e inocentes como yo. Curioso, ¿verdad? Al final los tres, mi hermana, mi amiga y él, coinciden en que soy una ingenua.

Los psicólogos nos fijamos tanto en las palabras que pronuncia una persona como en su comunicación corporal, en sus gestos, en sus ademanes, en el tono, el timbre, el volumen de su voz; en sus pausas, en las dudas y vacilaciones que refleja su rostro…, y 15

la mirada de Elena, mientras nos presentaba su caso, expresaba una tristeza tan profunda como profundo era el miedo que sentía cuando trataba de quitar importancia a los argumentos que su amiga y su hermana esgrimían en contra de Mario. Solo por amor hacia ellas, y por temor al engaño, había hecho el enorme esfuerzo de venir a la consulta para tratar de encontrar la tranquilidad y la paz que desde hacía tiempo no sentía. Como fácilmente podemos imaginar, todo en Elena eran resistencias; resistencias a examinar y evaluar de forma objetiva los hechos, resistencias a admitir que quizá su pareja fuese un fraude; resistencias, en definitiva, a que su «cuento de hadas» se viniera abajo. En estas situaciones, la experiencia acumulada y los muchos años trabajando como psicóloga me indican que tenemos que ir despacio, con un cuidado y una sensibilidad extrema, para no provocar que la persona se sienta tan débil, tan vulnerable que se arroje en manos del «impostor», ante su falta de fuerzas para enfrentarse a la realidad y para poder combatir el dolor que le produce la mentira de que está siendo objeto. Nos preparamos, pues, para una buena «acogida». Le comenté a Elena que estuviera tranquila, que mi misión no era romper parejas que se querían bien y que sabían respetarse, pero que recapacitara sobre los auténticos motivos que les podían llevar a su amiga y a su hermana a plantearle unas dudas tan delicadas: ¿qué ganaban ellas con la ruptura de su relación con Mario, en qué les beneficiaba, acaso se habían mostrado con anterioridad reticentes a otras relaciones de Elena? Nuestra amiga se quedó más tranquila, pero a la vez sorprendida con mi planteamiento, y después de pensarlo en profundidad comentó que, en realidad, ellas estaban deseando verla feliz; de hecho, siempre la animaban para que se relacionara más, para que conociera más hombres, y cuando les dijo que había un joven que le gustaba, se alegraron mucho. Elena vivía por su cuenta desde los 27 años, ahora rondaba la frontera de los 40. Su hermana y su amiga estaban felizmente casadas, y deseaban por encima de todo que ella encontrase la pareja que tanto buscaba; un hombre sensible, generoso, con quien pudiera compartir su vida y los valores que para Elena resultaban cruciales. A medida que fuimos completando la «historia» de Elena, las sospechas sobre el comportamiento de Mario se acrecentaban; por eso era importante desactivar los primeros ataques que él pondría en marcha, y que ocurrirían en cuanto viese que las dudas sobre su conducta empezaban a hacer mella en Elena.

En estos casos, las descalificaciones que realiza el «mentiroso» hacia las personas que pueden descubrirle son inmediatas. Como no tienen argumentos sólidos para defenderse, se dedican a atacar a quienes están haciendo que su «historia» se tambalee. Su objetivo es claro: cuanto más débil esté su presa, cuanto más la aíslen de su entorno, de las personas que más la quieren, más fácil les resultará que siga cautiva en sus redes.

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Por eso quise adelantarme a esa situación futura, para desactivarla desde el principio; de tal forma que cuando comenzaran los primeros ataques de Mario hacia la familia y la amiga de Elena, estos no conseguirían sembrar dudas en ella, pues esas preguntas ya se las habría hecho y tendría claro cuáles eran las respuestas. Simultáneamente, teníamos que empezar a realizar un análisis muy objetivo y profundo de los hechos; por ello, le pedí a Elena que «registrase» todo lo significativo que ocurriera en las siguientes semanas en la relación con su pareja; es decir, que anotase lo más literal posible lo que Mario decía, también lo que ella contestaba, en aquellas situaciones que habíamos determinado que podían resultar más esclarecedoras.

Si hay algo que «delata» al mentiroso, es la incoherencia de los hechos; la falta de correspondencia entre lo que dice y lo que hace, la imposibilidad de comprobar sus «credenciales», el desmoronamiento de ese cúmulo de falsedades sobre los que ha edificado una identidad inexistente.

La falta de respeto por parte de Mario era constante. Por ejemplo, él se empeñaba un día sí y otro también en quedarse en la casa de Elena. Ella aún tenía muchas dudas y le había manifestado en reiteradas ocasiones que de momento prefería que no viviesen juntos, pero él actuaba como si la decisión ya estuviera tomada, y hacía tiempo que había hecho una copia de las llaves de la casa. Cuando le pregunté a Elena cómo es que él las tenía, recordó que, en realidad, un día que estaban comprando en un centro comercial, sin anunciárselo ni preguntárselo previamente, Mario se acercó a un establecimiento donde hacían copias de llaves y le dijo que sacara todas de la casa, que siempre venía bien tener una copia. A Elena le dio vergüenza discutir allí y accedió a su petición, pensando, de forma errónea, que luego podría recuperar el juego. Los registros y las anotaciones que con disciplina realizaba Elena nos mostraban numerosas pruebas sobre las mentiras y las fabulaciones en que constantemente incurría Mario, así como sobre la falta de respeto que mostraba hacia las opiniones o argumentos de Elena. Le daba igual lo que ella pensase, al final siempre se hacía lo que él decía. Además, estaba claro que Mario había construido una estrategia para apartarla de sus amistades y de su familia. Nunca le decía directamente que no les viese, que no quedase, pero se las ingeniaba para que así fuera. En paralelo, desencadenaba una feroz campaña para desprestigiar a todas las personas que eran importantes en la vida de Elena. Con relación a las visitas al psicólogo, aunque al principio se mostró muy beligerante, después se relajó un poco cuando vio que Elena, aparentemente, estaba tranquila y no parecía distante con él.

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Pronto tuvimos un material tan contundente como esclarecedor. En las primeras sesiones constatamos infinidad de situaciones en las que Mario faltaba a la verdad; en realidad, su vida era un cúmulo permanente de mentiras y de fantasías. Elena no salía de su asombro; al principio, como sucede habitualmente en estos casos, intentaba disculpar los engaños de Mario. En esa primera fase, yo desempeñaba el rol contrario al que seguro esperaba Elena. En lugar de atacar a Mario, le comentaba a Elena que buscase posibles explicaciones a esas mentiras, que quizá había algo que no habíamos teniendo en cuenta y que podría explicar por qué Mario mentía; en definitiva, y para sorpresa de Elena, buscábamos razones que pudieran condicionar las conductas de nuestro mentiroso recalcitrante. Ni que decir tiene que la mayoría de las veces no encontrábamos ni una sola excusa que justificase tanta mentira. Pero este «ejercicio» fue muy positivo para Elena, pues le permitió coger fuerzas y ganar confianza y seguridad en sí misma. Al no sentirse forzada, y respetarle el ritmo y el tiempo que ella necesitaba para asimilar el fraude de que estaba siendo objeto, Elena por fin estuvo en condiciones de hacer frente al engaño que estaba padeciendo y reaccionar ante ello. En realidad, Mario había mentido sobre aspectos clave de su vida: no había estudiado ninguna carrera; en contra de lo que había manifestado, venía de una familia humilde, lo cual no es ningún demérito, pero él se había empeñado en hacer creer que procedía de una familia muy bien situada; no tenía ningún piso a su nombre y su cuenta en el banco estaba en números rojos; trabajaba en una empresa como vendedor a comisión, muy lejos del puesto de director comercial que había dicho que tenía, y debía prácticamente todo el importe del flamante coche que había adquirido hacía poco; en realidad, más bien lo debía Elena, pues le pidió a ella que le avalase, con el pretexto de que en esos momentos tenía su dinero en inversiones muy rentables, que no convenía tocar… Pero no nos engañemos, a pesar de la contundencia de estos hechos, necesitamos trabajar mucho con Elena su autoestima (que había quedado por los suelos), la confianza en sí misma, su equilibrio emocional, su seguridad en su propia valía, su capacidad para perdonarse por su «ingenuidad» y quererse de nuevo, antes de que tuviera las fuerzas suficientes para romper de forma definitiva con Mario. Y remarco lo de romper de forma definitiva, porque en estos casos son muchas las personas que ante la constatación de las mentiras rompen en un primer intento, pero también son demasiadas las que de nuevo vuelven a caer en la misma red, esa relación de dependencia que ha logrado tejer el impostor. Elena consiguió romper con tanta mentira y tanta falsedad, a la par que logró no «quebrarse» internamente. Hubo una fase durísima cuando se dio cuenta de que en Mario todo era mentira, que la había conquistado con una estrategia llena de falsedades, que la estaba utilizando para intentar vivir a su costa, que se había aprovechado de su ingenuidad, de su buen corazón, de su deseo de sentirse amada por un hombre. Afortunadamente, consiguió salir fortalecida de esta amarga experiencia, pero no fue 18

fácil y, como nos dijo en su última sesión, estaba convencida de que no lo habría conseguido sin ayuda profesional. —La psicología me ha salvado la vida. Cuando por fin empecé a cuestionar sus mentiras, él reaccionó de forma brutal, con una agresividad que nunca le había visto antes, insistiendo en que tú eras la culpable de todo y que tenía que dejar inmediatamente de venir a las consultas; ese fue el momento en que me di cuenta de que, por mucho que me costase reconocerlo, él no me quería nada, solo pretendía engañarme. A Mario no le importaba mi sufrimiento, era un egoísta que quería vivir a mi costa; menos mal que reaccioné. Gracias por haberme dado las fuerzas para hacerlo y gracias por haber tenido paciencia y haber confiado en mí —concluyó. —Elena, el mérito es enteramente tuyo —le respondí—. Tú has conseguido mirar «con ojos de ver» la realidad que ponía al descubierto las mentiras de que eras objeto. Eres tú quien ha sido capaz de luchar para descubrir la verdad, de haber sido valiente en medio del dolor, de haber conseguido liberarte de las garras del engaño, de haber conquistado tu libertad y haber recuperado el respeto hacia ti misma. Tú has aprendido de la experiencia que has vivido, y lo has hecho sabiendo estar al lado de los que te quieren de verdad, sin fallarte a ti misma y conservando la esperanza en el futuro; en ese futuro que sin duda te cogerá más fuerte y con más sabiduría para disfrutarlo. Es una realidad que, en situaciones como las vividas por Elena, las personas que son objeto de estos engaños quedan tan debilitadas que, en general, necesitan ayuda psicológica. Ayuda para darse cuenta de las mentiras que las envuelven, para ser conscientes de su realidad; ayuda para no hundirse cuando descubren el fraude; y ayuda para ser capaces de «liberarse», sin que su autoestima se venga abajo. Las personas de su entorno, las que se dan cuenta de estos hechos, estarán lealmente al lado de «la víctima», de la persona que sufre las mentiras, y harán bien en no caer en las provocaciones del mentiroso, pero cuando las mentiras rompan tanto el corazón de quien las padece, conviene que busquen ayuda profesional para que esa persona pueda afrontar una de las vivencias más dolorosas de su vida, la de ser engañada en lo más profundo de sus sentimientos.

Hay que estar muy fuerte emocionalmente para despertar de un sueño que parecía maravilloso, y que en realidad era una pesadilla camuflada por continuas mentiras para seducirnos y engañarnos en nuestra afectividad.

En el caso que nos ocupa, seguramente, el objetivo final de Mario, como bien apuntó nuestra protagonista, era vivir a costa de ella. Sabía que las mentiras que había empleado para seducirla eran de mucho calado, y que el tiempo corría en su contra, por eso quería acelerar todas las fases en su relación con Elena, quería vivir ya en su casa, quería ilusionarla con la idea de tener hijos, quería aislarla de sus amistades y su familia, 19

quería disfrutar de bienes materiales a los que difícilmente tendría acceso por sí mismo; quería, en definitiva, tenerla atrapada para que cuando descubriese sus engaños fuera incapaz de liberarse, y se sintiese tan débil, tan insegura, tan humillada que no tuviera fuerzas para terminar con la relación. En su caso, hubo un momento que fue muy consciente de que su castillo de naipes se le podía venir abajo; había algo que se había escapado a su plan: la intervención psicológica. Por ello, cuando se dio cuenta, intentó por todos los medios que Elena dejara de venir a la consulta. Afortunadamente, cuando lanzó este ataque nuestra amiga ya era capaz de hacerle frente, y en ningún momento contempló la posibilidad de abandonar el tratamiento. Además, por si quedasen dudas sobre sus intenciones, le pusimos ante una prueba de fuego que terminó por desenmascararlo. Le comenté a Elena que, si de verdad la quería, no tendría ningún inconveniente en venir él a la consulta, que se lo pidiera, que yo estaría encantada de analizar con él algunos hechos que resultaban muy extraños en su comportamiento, y que seguro que él, que nada tenía que ocultar, vendría para ver cómo podía mejorar su relación con Elena. Ni que decir tiene ¡que nunca apareció!

Las personas que han hecho de la mentira el fin de sus vidas, en general, son muy hábiles cuando se trata de detectar el punto débil de sus víctimas.

Mario se había dado cuenta de que Elena era una buena persona, una mujer que estaba en una edad «vulnerable», que quería llenar el vacío que había en su vida en el terreno de la afectividad de la pareja, y tenía muchas ganas de encontrar un hombre que la quisiera. Se dio cuenta y decidió que el fin justificaba los medios. Pero no nos confiemos, no pensemos que el caso de Elena es algo extraño, que se da pocas veces. Aunque no confluyan tantas mentiras juntas, seguro que hay muchas personas, mujeres y hombres, que, en mayor o menor medida, han vivido o viven, al menos parcialmente, situaciones parecidas, donde una persona querida ha abusado de su confianza y, lo que es aún peor, ha abusado de su amor. Recordemos, como comentábamos al principio de este capítulo, que el 90 por ciento de los encuestados admiten que están dispuestos a mentir en su primera cita para seducir. Conviene, en consecuencia, que seamos conscientes de esta realidad y que empecemos a entrenarnos en la apasionante tarea de aprender a diferenciar entre la verdad y la mentira, entre las personas honestas y aquellas que no tienen escrúpulos y se saltan todos los límites para conseguir sus objetivos; en definitiva, vamos a emprender un camino apasionante que nos ayudará a desarrollar recursos y habilidades que nos protejan de los que quieren conseguir sus propósitos a través de subterfugios y atajos, abusando de la candidez de las buenas personas.

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Acabamos de ver cómo Mario mintió para seducir y manipular, y lo hizo sin sentirse culpable en ningún momento por el fraude y el dolor que estaba ocasionando; al igual que Mario, hay personas que se justifican siempre, por muy viles que sean sus mentiras, y a pesar de las graves consecuencias que puedan originar con ellas. Son personas que se envilecen, que se llenan de odio y se vacían de sentimientos. Por cierto, el análisis exhaustivo que hicimos sobre las conductas y actitudes que manifestaba Mario, cada vez que lo «pillábamos» en una mentira, nos enseñó que, en su caso, los indicadores más objetivos de que mentía eran: Elevación muy notable del tono de voz. Mayor duración de las pausas cuando hablaba. Aumento considerable de las frases negativas. Por lo demás, en contra de la creencia habitual, la fijeza en la mirada no es un indicativo fiable de que una persona no mienta; de hecho, Mario era capaz de sostener la mirada sin pestañear durante un largo periodo de tiempo, a la vez que en ese mismo espacio temporal había encadenado una mentira tras otra. En cualquier caso, el elemento crucial que resultó más ostensible en sus mentiras fue la constante falta de coherencia entre lo que decía y lo que hacía; su aparente amor hacia Elena en nada se correspondía con la agresividad que mostraba cuando ella le pedía explicaciones por algo. De la misma forma, su desprecio hacia todo lo que ella manifestaba no encajaba con la conducta que tiene una persona que quiere de verdad y que respeta las opiniones, las creencias y los valores de la persona amada. Elena se liberó, pero seguro que hay muchos Marios dispuestos a buscar una presa fácil que caiga en sus redes, en las redes de sus mentiras y en las trampas de sus vidas.

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MENTIR EN LO MÁS ÍNTIMO: EN NUESTRA SEXUALIDAD Son muchas las parejas que tienen dificultades en el ámbito sexual, en sus relaciones más íntimas y personales. Comentábamos en el libro Amar sin sufrir:2 «La afectividad es un factor clave, seguramente el más esencial en la relación de la pareja». Cada persona vive su afectividad con tal intensidad que le cuesta imaginarse que los demás no tengan las mismas necesidades, y experimenten emociones semejantes. La mujer es en especial sensible y vulnerable en esta área. Puede luchar contra la adversidad, sobrecargarse de tareas y asumir responsabilidades que no le competen, para que la convivencia no se resienta, puede sentirse insatisfecha en el trabajo y decepcionada por la vida que le está tocando vivir, pero necesita encontrarse bien afectivamente. Ese es su principal motor y su punto de equilibrio, pero también puede constituir su mayor fuente de insatisfacción. Para el hombre también es importante sentirse bien afectivamente, pero a otro nivel. El hombre busca y necesita ser admirado, quiere que lo valoren, que lo vean competitivo, dominante, valiente, práctico…; se encontrará de maravilla si la mujer le dice que se siente feliz, que él cubre todas sus necesidades y expectativas. El tema de la sexualidad es otro punto especialmente delicado. Aquí las hormonas desempeñan un papel esencial e influyen mucho en el comportamiento de la pareja. En esta área podríamos destacar: Los hombres poseen unos niveles de testosterona mucho más elevados, entre 10 y 20 veces más. Por eso, ellos suelen manifestar más apetito sexual que las mujeres. Los hombres relajan sus tensiones con el sexo; por el contrario, si las mujeres están preocupadas por algo, no quieren relaciones sexuales; quieren afecto, caricias, manifestaciones llenas de ternura y paciencia. Los hijos constituyen otro punto importante en las relaciones afectivas. La pareja no siempre coincide en la necesidad de tener hijos, uno puede desearlo y otro no. Los métodos anticonceptivos también son una fuente importante de desacuerdos en la pareja. Las mujeres están hartas de tener que ser ellas quienes tomen las medidas para no tener hijos, y a los hombres no les gusta generalmente el uso del preservativo. Pero a bastantes parejas les cuesta hablar de las dificultades que tienen en sus relaciones sexuales y, cuando por fin lo hacen, a veces omiten detalles importantes o mienten en su sexualidad, o en sus emociones más profundas.

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El caso de Sergio y Clara

Sergio y Clara llevaban dos años de casados cuando por fin se decidieron a pedir ayuda psicológica. En contra de lo que suele ser habitual en muchas parejas, en este caso era Clara quien se mostraba más insatisfecha, ante el escaso número de relaciones sexuales que tenían. Ambos coincidían en que la convivencia era muy agradable, se llevaban bastante bien y, cuando por fin tenían relaciones, estas estaban llenas de ternura y de cariño. Pero Clara pensaba que algo pasaba, ambos querían tener hijos, pero ella decía que, al ritmo de sus actuales relaciones, sería una auténtica lotería que se quedara embarazada. No utilizaban métodos anticonceptivos desde hacía año y medio, pero en los últimos meses las relaciones eran tan esporádicas que apenas alcanzaban una media de una relación cada 8 o 10 semanas. Clara le había preguntado repetidas veces a Sergio si había otra mujer en su vida, pero él siempre contestaba de forma muy rotunda, y enfadado, negando esa posibilidad.

Cuando empezamos a trabajar con ellos, algo resultaba extraño desde el principio; los dos tenían un alto nivel cultural, un trabajo con el que se sentían satisfechos, unos ingresos que les permitían vivir bien, una convivencia muy armónica, pero unas relaciones sexuales con cuentagotas, lo que era extraño en una pareja que solo llevaba dos años de casados. Lo más curioso es que, además, esa falta de interés por parte de Sergio en las relaciones sexuales se había manifestado desde la misma noche de bodas. A Clara siempre le había inquietado que durante el noviazgo Sergio apenas había intentado tener relaciones: cuando ella se insinuaba, él le decía que en ese tema era muy conservador y que, precisamente porque estaba convencido de que era la mujer de su vida, no quería utilizarla y tener con ella la típica aventura, quería casarse, tener hijos y construir la familia que los dos anhelaban. La realidad es que tenían dos formas de ser muy diferentes: Clara era bastante extravertida, incluso impulsiva, muy vital y espontánea; por el contrario, Sergio era más reservado, más controlado, muy agradable en el trato, pero muy hermético en la manifestación de sus emociones. Al contrario de lo que les sucedía a la mayoría de las parejas que acuden a consulta a causa de dificultades en sus relaciones sexuales, quien se quejaba amargamente de la poca frecuencia de estas relaciones era Clara, y no Sergio. De hecho, el primer día Sergio intentó una maniobra poco inteligente, pues me preguntó (en presencia de Clara) si no era verdad que hoy día, con las presiones y el cansancio que tenemos, la frecuencia de las relaciones sexuales en las parejas había descendido mucho, 23

y añadió que él, de hecho, tenía compañeros que estaban en su media (una relación cada dos meses). —Tú sabrás lo que te han dicho tus compañeros, Sergio —respondí—, pero ¿cuánto tiempo llevan casados o teniendo relaciones sexuales con sus parejas? Clara contestó por él: los compañeros a los que se refería superaban los 50 años y llevaban cerca de treinta con sus parejas. Ese día, al escribir el resumen de la sesión, anoté: «Mal comienzo, Sergio no está siendo sincero y sus primeros intentos se han dirigido a que Clara no le presione tanto. Como está muy bloqueado y poco preparado para abrirse de verdad, seguiremos un programa “lento”, aunque las posibilidades de éxito son escasísimas». La conducta de Sergio era muy sospechosa y poco compatible con la respuesta sexual que cabe esperar en un hombre de 30 años. En general, cuando una de las dos personas se siente muy presionada y con cierto miedo al fracaso en las relaciones sexuales, preparamos un programa que incluya unas fases de acercamiento, de juegos amorosos, de desarrollo de su afectividad y sus caricias, pero sin ningún tipo de presión; por cierto, prohibimos explícitamente que en las primeras fases se mantengan relaciones. Cuando les contamos que empezaríamos con ejercicios de Focalización Sensorial, que en las primeras fases excluían el coito y la penetración, observamos que, tal y como habíamos previsto, Sergio lo agradeció mucho y Clara se mostró más escéptica, pero estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para desbloquear la situación. Gran parte de dichos ejercicios se desarrollan sobre la base de las investigaciones que en su momento realizaron William Masters y Virginia Johnson. En la Focalización Sensorial de la fase I se prohíbe a la pareja realizar el coito, pero se les anima a que, desnudos y en un ambiente muy relajado y diferente del habitual — con música, velas, cremas…—, utilicen todo lo que les ayude a sentirse más cómodos y exploren sus cuerpos y jueguen con ellos, acariciándose primero uno y después el otro, y a que se concentren en sentirse bien cuando son acariciados y en que su pareja descubra nuevas sensaciones placenteras cuando le toca al otro acariciar. Podrán acariciar cada punto de su cuerpo, excluyendo en esta fase las caricias en los pechos y en los genitales. Es un ejercicio muy placentero. Siempre insistimos en que todo son caricias y que no tiene que haber exigencias, con lo cual eliminamos la ansiedad previa y la sensación de fracaso que se pueden tener a raíz de experiencias anteriores. El objetivo fundamental es restablecer la intimidad sexual en la pareja. Cada fase deberá durar un mínimo de una semana, pero no se pasará a la fase siguiente hasta que no se hayan conseguido plenamente los objetivos de la anterior. Siempre se les anima a que hablen durante estos juegos, que cuenten a la otra persona cómo se están sintiendo, que digan qué les gusta más, que verbalicen lo que necesitan para sentirse aún mejor…; se trata de informar sobre cómo reacciona nuestro cuerpo. 24

En la fase II las caricias se repetirán, pero ahora ya podrán incluir los pechos y los genitales, aunque se prohíbe que tengan orgasmo y, por supuesto, no habrá penetración. La realidad es que en esta segunda fase muchas parejas «desobedecen», se dejan llevar y pueden llegar a alcanzar unos orgasmos maravillosos. En la fase III se pide que se acaricien a la vez, mutuamente, mirándose con ternura, pero sin buscar el orgasmo. En la fase IV el objetivo de las caricias será tener un orgasmo extravaginal, sin realizar el coito. En la fase V se realizará la penetración, pero de nuevo el objetivo es obtener un orgasmo extravaginal, y en la fase VI podrán tener un coito normal, sin restricciones. Nuestra pareja realizó muy bien las tres primeras fases, pero en la cuarta, aunque los dos manifestaron que habían alcanzado el orgasmo, nos dimos cuenta, por la forma de enfatizar de Sergio, que de nuevo estaba mintiendo; en realidad solo Clara consiguió su orgasmo. En esa sesión les pedí, como de costumbre, hablar a solas con cada uno de ellos 10 minutos para ver cómo se habían sentido. Cuando entró Sergio, se mostró aparentemente muy contento, diciendo que había tenido un orgasmo muy placentero; le dije que se tranquilizase, que conmigo no tenía que fingir y que, para que no sintiera ansiedad (seguramente estaba ya muy preocupado porque en la fase quinta sí que debía haber penetración), los dejaríamos otra semana en esta fase, pero de nuevo le pregunté: —Sergio, ¿no te parece que sería mejor que me dijeras tu verdad? Él se sintió muy turbado, bajó la cabeza y dijo que no sabía bien a qué verdad me refería y que, en cualquier caso, le incomodaba mucho mi pregunta. Cuando una persona no está preparada para verbalizar su verdad, es mejor no insistir, porque, ante la presión, puede empezar a mentir para no afrontar su realidad. La semana siguiente los dos vinieron muy eufóricos, habían tenido orgasmos muy placenteros y, esta vez, por fin, reconoció Sergio, se había permitido concentrarse en su propio placer, sin estar tan pendiente de que Clara alcanzase su orgasmo. Quise dar a Sergio otra semana más antes de pasar a la fase quinta, pero insistió en que estaba preparado y se sentía muy bien y capaz de dar el siguiente paso. Lo que siguió fue el desencanto de Clara y la frustración de Sergio, que, desde el primer intento, no consiguió mantener la erección un tiempo mínimo. Así, de nuevo, se sintió bloqueado por la ansiedad, y Clara, muy impaciente al comprobar que llegaban a un punto en el que no avanzaban y, en voz alta, le preguntó si lo que le ocurría es que ella no le gustaba. Como de costumbre, Sergio mintió y dijo que eso era una tontería, que él estaba enamoradísimo y lo único que necesitaba era no sentirse presionado. Por mi parte, tenía muy claro qué le pasaba a Sergio, por ello decidí no prolongar una «representación», la que él estaba llevando a cabo viniendo a terapia con Clara; de nuevo le comenté varias veces que no podría ayudarle si él no se abría y verbalizaba sus dificultades, y que me daba mucha pena ver cómo Clara sufría pensando que no era 25

atractiva y que no le gustaba a él lo suficiente, pero de nuevo decidió huir, sonreír y decir que no sabía muy bien a qué me refería, pero que me estaba confundiendo. En ese punto, opté por no preguntar más a Sergio y respetar su decisión, pero yo no podía limitarme a servir de «tapadera», con la excusa de que necesitaban terapia de pareja. En esa sesión les comuniqué a los dos que interrumpíamos la terapia. Ante la sorpresa y decepción de Clara, les dije que no podíamos continuar, que necesitaban tiempo para asimilar su situación, para hablar entre ellos, para verbalizar lo que realmente ocurría; es decir, que les tocaba caminar solos. Cuando me despedí, en un aparte, le dije a Sergio: «¿No te da pena lo que está sufriendo Clara? ¿Y no te das pena tú mismo al negar algo que sabes que es obvio?». Entonces se derrumbó, y aproveché para decirle que él y yo sabíamos lo que le pasaba, pero que yo no podía seguir con una terapia durante la cual uno de los actores no decía la verdad. Le insistí en que recapacitara sobre su situación, en que no tenía sentido mantener por más tiempo su «mentira»; ni él ni Clara se lo merecían. Dos meses más tarde, me llamó Sergio y me dijo que se iban a separar. —Bien —le manifesté—, ¿le has dicho a Clara lo que de verdad te pasa? ¿Queréis que os ayudemos en esta nueva etapa? Aunque la conversación era por teléfono, el tono de su voz, sus titubeos, sus suspiros y sus respiraciones profundas me indicaban que su ansiedad era máxima, pero quiso cortar mis preguntas, diciendo que llamaba porque él seguía queriendo mucho a Clara y le gustaría que la apoyásemos para afrontar la separación, pues estaba muy deprimida. En este punto, volví a insistir: «Sergio, ¿conoce Clara el auténtico motivo por el que os separáis?». Tras una larga pausa respondió: porque ella quiere tener hijos y yo no. «Veo que sigues mintiendo, Sergio, desde luego le mientes a Clara y, seguramente, te mientes a ti mismo». Aquí por fin estalló y, llorando, exclamó: «¿Pero cómo le voy a decir la verdad? ¿Cómo le voy a decir que me gustan los hombres? Te juro que lo he intentado, tú la conoces y sabes que es una gran persona, pero todo ha sido inútil». Sergio, por fin, dejó de mentir y de mentirse. Hoy vive con un hombre, aunque no quiere que su familia ni sus amigos lo sepan (es su decisión), y Clara lo pasó fatal hasta que entendió que el problema no era ella. —¿Sergio es homosexual? —preguntó un día. —Esa es una pregunta que debe contestar él, Clara —respondí. —María Jesús, tú sabes que él nunca lo admitirá —añadió ella. —Bien —le dije y, con una amplia sonrisa, enfaticé—: Pero ese, en todo caso, será su problema, no el tuyo. Tú puedes volver a ser feliz porque tienes todo el derecho de serlo y porque además eres una persona alegre, optimista, vital, con mucha capacidad para amar y ser amada, así que solo nos queda una cosa. —¿Cuál? —preguntó Clara. —Recuperar la ilusión, recuperar las ganas de vivir, recuperar la confianza en ti misma, la esperanza en tu futuro, y para ello hay que empezar ya, hoy mismo. Hoy 26

mismo puedes poner tu cerebro a tu favor y programarlo para que vuelvas a disfrutar de cada segundo, de cada minuto, de cada momento de tu vida. Clara decidió por fin liberarse; sintió que, efectivamente, ella no era responsable de aquel matrimonio fallido, de aquella experiencia tan extraña y, con la generosidad que la caracteriza, decidió no pasar factura a Sergio.

Las mentiras en la esfera de la sexualidad son muy dolorosas y, en contra de lo que pudiéramos pensar, muy numerosas.

Hay muchos hombres y mujeres que viven una gran mentira. Están casados «socialmente», conviven en muchos casos con sus maridos y mujeres, pero sienten una soledad y una marginación muy dolorosa. Con frecuencia, tienen relaciones en paralelo; relaciones homosexuales o heterosexuales; pero relaciones que prefieren no sacar a la luz. Sergio es un exponente típico, pero seguramente solo es la punta del iceberg, hay millones de personas que mienten en su sexualidad. En estos casos, la lógica es la mejor ayuda que podemos aplicar. Un hombre joven, que acaba de empezar su relación con una mujer, una relación en la que ambos son libres para vivir su sexualidad, no suele mostrarse inhibido, ni temeroso, ni incapaz de mantener relaciones con regularidad. Cuando estas dificultades se dan, algo pasa, pero la solución nunca es la mentira, ni el ocultamiento; la solución es el afrontamiento de la verdad. A continuación, veremos otro caso que nos demuestra la complejidad del ser humano; complejidad que nos puede llevar a traspasar líneas que rayan en lo inhumano, y pocas cosas hay menos humanas que utilizar a los hijos para vengarnos de su propio padre.

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MENTIR POR VENGANZA, UTILIZANDO A LOS HIJOS, CUANDO NO ASUMEN QUE LA RELACIÓN HA TERMINADO Esta es otra de las mentiras que, desafortunadamente, vemos con demasiada frecuencia en las consultas de psicología, y que resultan muy dolorosas, porque hay adultos (me cuesta llamarlos padres) que no dudan en utilizar a los hijos en sus intentos de venganza. Son personas que mienten con el firme propósito de hacer daño y de provocar el máximo perjuicio posible. Justifican sus acciones amparándose en que se sienten engañadas o traicionadas en sus sentimientos. No les importa el medio, no se paran a pensar en el dolor y el sufrimiento que están ocasionando a sus hijos: el fin justifica sus conductas, por indignas que estas puedan resultar. Con los lógicos matices y diferentes circunstancias, el guion de estas «historias dramáticas» casi siempre sigue una serie de patrones comunes. Por lo general, se trata de dos personas que han tenido una relación intensa; habitualmente, de índole afectiva, que ha podido prolongarse en el tiempo; que tienen hijos comunes, o de otras relaciones, pero una relación que ha llegado a su fin, al menos para uno de los miembros. El drama surge cuando, al no ser un final «consensuado o compartido», una de ellas puede empeñarse en no admitir que la relación ha terminado e intenta, como si de una posesión se tratase, que la otra persona dé marcha atrás y desista de su decisión de acabar con la relación, y, para ello, es capaz de utilizar cualquier medio, incluso algo tan perverso como la mentira, el engaño y la manipulación de los hijos. Al principio, pueden intentarlo por las «buenas» o, directamente, pasan a la manipulación o a la extorsión, pretendiendo que el otro se sienta culpable, pero si ven que no logran sus objetivos, no dudarán en mentir, engañar o falsear hasta extremos inverosímiles. Lo dramático es que muchas veces consiguen sus objetivos, y terminan machacando y hundiendo no solo a quien «libremente» quiso terminar con una relación que le asfixiaba, o le empobrecía como persona, sino también a los hijos que, con total indefensión, son víctimas inocentes de las maquinaciones y mentiras de quien, lejos de quererlos y protegerlos, solo busca una cruel venganza.

El despecho es una de las emociones más innobles e impropias del ser humano, pero ¡cuánto despecho hay en esta sociedad donde muchos creen que las personas son pertenencias y actúan con ellas como si se tratase de mercancías que se pueden comprar o vender, usar o tirar, maltratar y odiar!

Quizá algunos piensen que estoy adoptando un tono trágico, y lo entiendo perfectamente, pero si hubieran sido testigos de tanta maldad, tanta injusticia como a 28

veces hemos tenido que contemplar los psicólogos en el ejercicio de nuestra profesión, coincidirían en que hay que intentar poner fin a comportamientos tan reprobables, que llenan de vergüenza y estupor a cualquier persona con un mínimo de sensibilidad.

Ante estos hechos, siempre vuelvo a echar en falta esa formación, ese entrenamiento en las principales leyes y principios de la psicología, que nos permitirían tener recursos para defendernos de personas manipuladoras, posesivas y egoístas, que en algunos casos presentan, además, determinadas patologías y que pueden arruinar la vida de quienes les rodean y son objetivo directo de sus miserias.

Esos principios son los que intentamos desarrollar en las personas que, como Luis y sus hijos, se sienten impotentes ante los ataques de los que están siendo objeto, y nos piden ayuda para reconducir su vida y volver a respirar y sentir un mínimo de libertad y de justicia.

El caso de Luis

Luis era un hombre de bien. Estaba casado, tenía dos hijos y era una persona muy querida por su entorno: amigos, compañeros, familia… En el aspecto profesional, tenía un buen puesto en su empresa, donde le valoraban mucho, incluso le habían propuesto para un proyecto muy interesante fuera de España, con gran proyección, pero había renunciado a él, pues implicaba trasladarse a vivir a otro país, y su mujer se había negado en redondo, y él sabía que eso significaba dejar de ver a sus hijos. Aparentemente, de cara al exterior, su vida iba bien, pero Luis estaba soportando una auténtica tortura. Llevaba tres años intentando separarse. Desde el primer momento quiso llegar a un acuerdo con su mujer; estaba dispuesto a ceder al máximo en el tema económico, pues para él sus hijos eran lo más importante de su vida, y quería que la separación se produjese en el mejor ambiente posible. Pretendía conseguir la custodia compartida, pero los tres últimos años habían sido un suplicio, y nada parecía indicar en el horizonte que el final estuviese próximo. Solo su mejor amigo conocía las auténticas circunstancias de su vida, las vicisitudes y penalidades que Luis aguantaba cada día. A pesar de que su amigo le había insistido en que cortase ya, que no lo intentase más, que lo pusiera en manos de un buen abogado, pues su mujer nunca iba a ceder por las buenas, ya que todo en ella era odio y deseos de venganza, Luis no pidió ayuda hasta que comprobó que su mujer, la madre de sus hijos, era capaz de todo, incluso de provocar el sufrimiento de los niños, con tal de conseguir su propósito. Ella tenía una 29

meta en su cabeza: debilitarlo y hundirlo, para que desistiera de su intención de separarse.

Como Raquel, su mujer, veía que Luis cada vez estaba más firme en su objetivo y, al parecer, un abogado al que había consultado le había dicho que él tenía muchas probabilidades de conseguir la custodia compartida, ella decidió ir en tromba, «a por todas», sin ningún tipo de límite, y un domingo por la tarde, sin previo aviso, reunió a los niños en el salón con el anuncio de que tenía que comunicarles algo muy grave. Ante el estupor de Luis, y sin pestañear, Raquel les dijo que su padre era un canalla, que se había engolfado con una sinvergüenza y que quería abandonarles y dejarles en la ruina, que en realidad su padre nunca les había querido, que tenían que saber algo muy doloroso. En este punto, ante la perplejidad de Luis, les dijo que su padre nunca había querido tener hijos, que habían nacido porque ella se empeñó y, una vez que llegaron, él siempre se había dedicado a disimular, a hacer como si los hijos le importasen, pero que la verdad es que a ella le hacía la vida imposible y como era un canalla, un asqueroso egoísta, ahora había decidido que se marchaba con una golfa. Parece que Luis estuvo en estado de shock varios días. No acertaba a comprender cómo su mujer había sido capaz de mentir con tal vileza, de inventarse aquella historia tan inverosímil, con el único objetivo de que él desistiera en su empeño de separarse, y para ello, para conseguirlo, Raquel no había dudado en provocar un sufrimiento tan cruel, tan desgarrador, en sus hijos. Fue precisamente al advertir la desolación de sus hijos, al contemplar sus caras llenas de estupor y dolor, y de una angustia infinita, cuando sintió su impotencia. Era consciente de que sus hijos le necesitaban más que nunca, pero estaba tan impactado que no sabía por dónde empezar, ni cuál era la mejor forma de ayudarles. Por este motivo, decidió venir a consulta. A pesar de que habían pasado varios días de aquel suceso tan amargo, Luis no conseguía relatar aún lo acontecido sin llorar amargamente y venirse abajo. Los hechos habían terminado con una auténtica «puesta en escena» por parte de la madre, quien, en un tono trágico, siempre delante de los niños, le dijo que se fuera de casa aquella misma tarde, que, si en realidad lo iba a hacer a escondidas al día siguiente, no esperase más, que no hiciera sufrir a sus hijos marchándose al trabajo y no volviendo ya nunca, que no desapareciera como un canalla, que fuera valiente y se fuese en aquel momento. Como Luis se resistía, y los niños estaban llorando presos de la angustia que estaban viviendo, Raquel decidió «apretar» aún más y empezó a meterse con los padres de Luis, los abuelos, diciendo que ellos le protegían y que también eran unos falsos, que nunca les habían querido. En ese momento, los niños estallaron, se taparon los ojos, en medio de un llanto desgarrador, y Raquel, en voz baja, le dijo a Luis que, o se marchaba en ese instante, o no pararía de contarles a sus hijos lo canalla que era él y toda su familia. 30

Finalmente, Luis salió de casa aquella tarde a empujones, con los niños intentando interponerse entre él y la madre. Estaba roto por el dolor y la impotencia que sentía ante tanta mentira, tanto engaño y tanta maldad. Le parecía que estaba viviendo una pesadilla terrible, pues, según nos relataba, Raquel actuaba como si estuviera «poseída», con todo el odio del mundo reflejado en su rostro. Pero aún le quedaban por vivir momentos angustiosos, como su vuelta a casa al día siguiente. Según nos contó, su dolor y su sorpresa fueron infinitas cuando su hijo y su hija lo miraron asustados y se tiraron a sus brazos diciéndole: «¡Papá!, ¿por qué nos dejaste ayer, por qué no viniste, por qué te fuiste a ver a los abuelos, por qué estabas enfadado con nosotros, por qué no nos llamaste por teléfono?; ¿de verdad ya no nos quieres?»... Esa tarde seguramente los niños se habían quedado muy alterados con lo sucedido y con la marcha de su padre, y a pesar de que este llamó varias veces por teléfono para intentar hablar con sus hijos, Raquel había apagado el móvil y desconectado el fijo. Parece que la madre, lejos de tranquilizarlos, les había insistido en que tenían que saber la verdad, que ellos no le importaban a su padre, que nunca les había querido, que se habría ido con su amante y, ante los intentos de los niños por llamar por teléfono a su padre, les comentó que él había sido tajante y le había asegurado que no quería hablar con ellos, que por eso no les llamaba aquella noche. Los hechos habían sucedido de forma vertiginosa. Luis se sentía entre la espada y la pared. El abogado que le había buscado su amigo le dijo que si quería pelear por la custodia de los niños, no debía abandonar la casa, a pesar de que entendía que era un infierno vivir así. La siguiente semana intentarían presentar la demanda de separación, pero el juicio aún podría tardar varios meses y, en casos como aquel, el hecho de haberse marchado de casa podría ser una baza en su contra. Una situación ¡penosa!, realmente trágica, pero, además, Luis por nada del mundo quería dejar solos a sus niños. Con estos antecedentes, y con un padre totalmente destrozado, intentamos analizar cómo estaban los hechos en los principales frentes. Hablé con su abogado para preguntarle directamente cómo veía él la situación, y así poder preparar a Luis para lo que tuviera que enfrentarse en los próximos meses, pero lo más urgente era SALVAR A LOS NIÑOS, conseguir que, a pesar de todo lo que estaban viviendo, pudieran recuperarse y sintieran el apoyo y el cariño incondicional de su padre. Puesto que si intentábamos ver a los niños en la consulta la reacción de la madre aún sería más virulenta y agresiva hacia sus hijos, decidimos que lo mejor era ayudarles a través de Luis y del colegio. Para ello, necesitábamos tener todos los datos posibles de lo que estaba pasando en la vida de los niños, cómo lo estaban afrontando, cómo lo manifestaban en los diferentes ámbitos: casa, colegio, con la familia…, y Luis fue una gran ayuda. Apuntaba literalmente las principales conductas de los niños, las «actuaciones» de la madre, su propio comportamiento, cómo reaccionaban los hijos ante las conductas de los padres… En paralelo, nos pusimos en contacto con el colegio, para ver cómo estaban acusando los niños la situación tan trágica que estaban viviendo. La 31

colaboración del colegio fue total. Conocían muy bien a Luis, pues siempre había sido un padre muy implicado en la educación de sus hijos y, desde el primer momento, intentaron mitigar al máximo los efectos que estaba teniendo en los niños la situación familiar. A la mínima señal de alarma nos avisaban, para que pudiéramos actuar y contrarrestar los miedos que sentían los niños. Evaluamos con mucho rigor cómo estaban viviendo los niños este drama. Luis hizo todos los registros (anotaciones) que le pedimos y que nos permitían, desde fuera, saber qué estaban sintiendo los niños. Analizamos sus conductas, sus silencios, sus miradas, sus juegos, el comportamiento de la madre, las reacciones de Luis…; de esta forma, le tranquilizamos y le fuimos proporcionando pautas muy concretas sobre cómo debía comportarse y ayudar a los niños en cada momento, en función de las situaciones que se daban en casa y de las conductas y emociones que sus hijos presentaban. Por fortuna, aunque, como en este caso, no sea posible ver a los niños, es mucho lo que se puede hacer, y Luis pronto comprobó que podía ayudar enormemente a sus hijos; que estos confiaban en él, que sentían su cariño incondicional, que poco a poco eran capaces de no hundirse ante tanta tensión, que se tranquilizaban al sentir la seguridad y el equilibrio emocional que en todo momento mostraba su padre; que Luis, a pesar de los intentos de tensionar el ambiente por parte de la madre, no caía nunca en la provocación y trataba de contrarrestar los efectos en los niños con enormes dosis de paciencia, haciendo gala de un control emocional fantástico, que actuaba como parachoques ante los ataques virulentos de la madre y que protegía en lo más profundo de sus sentimientos y emociones a los niños. Los registros nos mostraron cómo intentaba su mujer provocarlo todos los días para que perdiese el control; cómo le insultaba constantemente, le llamaba pelele de mierda, maltratador, mal padre, hijo de…, y todo lo que se le ocurría. Por suerte, conseguimos que Luis se sobrepusiera emocionalmente. El estímulo de actuar bien para que sus hijos no sufrieran era poderosísimo en él, y, aunque fue extraordinariamente difícil, no cayó en las provocaciones de su mujer, y consiguió sorprenderla cada día con su conducta asertiva (segura), tranquila y relajada. Su mujer le increpaba: «¿Cómo puedes estar así? ¿Es que no tienes…?». Algo muy difícil de conseguir, pero que Luis logró, es la utilización del sentido del humor con los niños, como medio de desdramatizar las alteraciones que contemplan en el adulto. Cuando Raquel se mostraba especialmente dramática, Luis hacía algún guiño o gesto de complicidad a los niños, y después, en cuanto podía, trataba de utilizar el humor para desdramatizar la situación.

Los niños agradecen extraordinariamente el uso del humor en las situaciones difíciles.

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Por otra parte, en cuanto las circunstancias lo permitían, Luis intentaba que sus hijos estuvieran con otros niños y pudieran volcarse de nuevo en sus juegos y vivencias infantiles. Con relación a su familia, nuestro protagonista no tuvo más remedio que contarles lo sucedido aquel fatídico domingo por la tarde, cuando Raquel decidió utilizar a los niños para que desistiera de su voluntad de separarse. Los padres no salían de su asombro ante el relato de Luis, y, aunque desde hacía mucho tiempo veían que Raquel era una persona muy inestable emocionalmente y muy agresiva, nunca pensaron que podía llegar al extremo de machacar a sus hijos, en su intento de vengarse de su marido. Lo que más costó fue convencerles de que su papel debía centrarse en dar cariño y afectividad a sus nietos, y no embarcarse en desacreditar y hacer frente a las mentiras de su nuera. Incluso, decidimos que viniesen un día a consulta, para que pudiéramos tranquilizarles, para responder a todas sus dudas, y entrenarles en el cometido que debían tener con sus nietos. En realidad, los niños se lo pusieron más fácil de lo que ellos pensaban, y aunque en un principio estaban un poco asustadizos, pronto volvieron a disfrutar de sus abuelos. Además, al no sentirse presionados, ellos mismos, al cabo de dos meses, les contaron lo que había pasado en casa, con esas preguntas típicas que hacen los niños cuando quieren convencerse de algo: «¿Verdad, abuelo, que papá es bueno, que él sí que quería tener hijos…?». Ni que decir tiene que los abuelos les dijeron que nunca habían visto a su hijo tan feliz como cuando ellos nacieron, que él siempre deseó tener niños, pero que además estaba muy orgulloso de ellos y no paraba de repetir: «¡Qué feliz soy con mis hijos! ¡Qué maravillosos son! ¡No los cambiaría por nada en el mundo!». Pero cuando constatamos que los niños habían dado un paso de gigante, fue cuando les dijeron, también a los abuelos, que «mamá se equivoca, ella no conoce bien a papá, nosotros sabemos que papá es bueno y nos quiere mucho». No obstante, no todo fue bien: Luis tuvo que esperar mucho tiempo, demasiado, para conseguir, legalmente, que sus hijos no sufrieran las mentiras, las tensiones y las presiones de su madre. A pesar de todo, durante ese tiempo, que se hizo eterno, sí logró mitigar, en gran medida, los efectos tan devastadores que estas conductas podrían haber originado en la vida de sus hijos. Cuando analizamos cómo «actuaba» Raquel cada vez que mentía ostensiblemente, vimos que el signo externo más visible respecto a las señales vocales era la ELEVACIÓN DEL TONO DE VOZ, y en las señales verbales, el INCREMENTO DE FRASES NEGATIVAS. Este análisis permitió que Luis pudiera anticiparse, en cuanto veía estos signos, a las mentiras de Raquel, actuando de forma muy eficaz para desactivar el impacto que pudieran tener en los niños. Pero no nos engañemos; no todo el mundo consigue el entrenamiento y la habilidad que alcanzó Luis para proteger de forma tan eficaz a sus hijos. Como él mismo decía: «después de esto, cualquier cosa que me suceda en la vida me parecerá una tontería». 33

Con frecuencia, la justicia no resulta todo lo eficaz y rápida que desearíamos; a veces, tan siquiera resulta justa, y los niños pueden ser las principales víctimas de estas mentiras, pero siempre podemos y debemos prepararnos para afrontar la situación en las mejores condiciones, para no hundirnos —que es el principal objetivo del mentiroso—, para sacar lo mejor que llevamos dentro y para proteger el bien más preciado que tiene cualquier padre sensible: sus hijos. Ante estas situaciones, conviene encauzar muy bien nuestras energías, que siempre son limitadas, para que los diferentes frentes que se abren ante nosotros no nos hagan alejarnos y dejar de responder a lo principal: la ayuda que necesitan los niños. Luis supo no perder el control de su vida, no se dejó arrastrar por los graves acontecimientos que se sucedieron, no cayó en la provocación continua de que era objeto, no malgastó ni un ápice de su energía en la queja y el lamento, pues comprendió que no podía adoptar el papel de víctima y transmitir más sufrimiento a sus hijos. Su misión era muy importante: tenía que proteger a sus hijos, y para ello necesitaba infundirles seguridad y esperanza, y eso era algo que solo él podía hacer. Nuestro protagonista entendió que…

... tenemos que adelantarnos al mentiroso; tenemos que entrenarnos para saber cuándo va a mentir y cómo va a hacerlo, para desactivarlo, y la mejor desactivación es no caer en la provocación. Si nosotros llevamos el control, seremos los dueños de la situación.

Es posible que muchos de los lectores, ante la descripción de este caso, sientan algún grado de identificación con lo que vivió Luis y sus hijos, y se pregunten si, realmente, alguien en su sano juicio puede actuar como lo hizo Raquel con sus hijos. La realidad es que desde la psicología vemos numerosos casos en que padres o madres utilizan el dolor de sus hijos contra sus parejas o sus ex. En función de las mentiras que se manejen, y de las conductas que presenten, podemos hablar o no de mentira patológica.

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MENTIRA E INFIDELIDAD La infidelidad está presente en un gran número de relaciones afectivas. Muchas personas piensan que el último en darse cuenta es quien padece la infidelidad, y eso generalmente es cierto, aunque no siempre se cumple esa regla. Los principales estudios que se han realizado al respecto nos demuestran que la mayoría de los encuestados reconocen que la mentira más importante que han contado en su vida fue a sus parejas, y lo han hecho para encubrir hechos importantes tales como infidelidades. En las consultas de psicología, una parte importante de los casos que vemos son de pareja, y, curiosamente, no por casualidad, muchas veces la petición de ayuda psicológica coincide con la vivencia, el comienzo o el descubrimiento de una infidelidad. El cambio de nuestros hábitos de vida influye también en el origen y el medio en el que se desarrollan un porcentaje importante de infidelidades. Ya hemos comentado en libros anteriores3 que en España tenemos horarios laborales muy amplios y una productividad en comparación bastante baja; pero el hecho es que hay muchas personas que piensan que sus parejas no pueden serles infieles, con el argumento de que no tienen tiempo, pues se pasan la vida en el trabajo. Sobre este particular, en un estudio que hicimos, sobre una muestra superior a 1.500 personas, vimos que una parte importante de los casos de infidelidad se daban con compañeros de trabajo. Si lo pensamos detenidamente, no debería extrañarnos este hallazgo; si nos pasamos gran parte de nuestra vida en el trabajo, al final muchos compañeros terminan convirtiéndose en amigos, en confidentes y, en algunos casos, en amantes. Lo que resultó muy curioso de este estudio es que por cada 18 casos en que la mujer descubre una infidelidad en su pareja, los hombres solo descubren 1 caso de infidelidad en sus mujeres.

Las mujeres tienden a ser más observadoras y están más atentas ante comportamientos o señales que puedan indicar una posible infidelidad; por el contrario, muchos hombres actúan con enorme ingenuidad.

Vamos a exponer dos casos que nos ilustran sobre infidelidades en el trabajo.

El caso de Paloma

Paloma era una mujer de 41 años que llevaba dieciséis años con su actual pareja, diez ya de casados, y tenía dos hijas de 7 y 5 años, a las que adoraba. 35

La relación con su marido era buena: compartían aficiones y valores y se sentían cómodos el uno con el otro, aunque, después de tanto tiempo, lógicamente, había desaparecido la pasión del principio. Esto ocurría al menos en su caso, pues Juan siempre se mostraba dispuesto a incrementar la frecuencia de las relaciones sexuales. Paloma argumentaba que ella seguía sintiéndose atraída por su marido y cuando tenían relaciones disfrutaba mucho, pero reconocía que llegaba a casa muy cansada, al límite de sus fuerzas y las pocas energías que le quedaban las dedicaba a las niñas. Por encima de cualquier otra consideración, sus hijas eran su principal prioridad. De hecho, desde que habían nacido, su mayor preocupación era poder pasar más tiempo con ellas. Pero algo inesperado ocurrió en un viaje de trabajo y esa era la razón por la que Paloma vino a vernos. No puedo continuar así ni un día más, todo a mi alrededor se tambalea, me siento fatal conmigo misma, llena de dudas y de reproches; por favor, necesito poner en orden mi vida, tengo una angustia que no me deja ni respirar. Por una parte, vuelvo a sentirme viva, llena de emociones y sensaciones que hacía años no tenía, y, por otra, me detesto con todas mis fuerzas; no puedo mirar a mis hijas ni a mi marido, siento que les he fallado, que me he dejado llevar por un impulso que me hizo sentirme veinte años más joven, pero que ahora me pesa como una losa… Y, lo peor de todo, es que me cuesta renunciar, me cuesta resignarme y ahogar estos latidos, este sinvivir que me atenaza como si fuera una adolescente.

Paloma se encontraba en un estado de ansiedad y de reproches constante. Por una parte, sentía que así no podía vivir y, por otra, pensaba que si renunciaba, algo se terminaba para siempre. Era difícil asumir que a sus 41 años no podía ya experimentar esas emociones únicas en la vida: sentir de nuevo cómo todo su cuerpo vibraba, se excitaba, se encendía y se apagaba con la presencia y la ausencia de ese compañero, de ese amigo, con el que había tenido «un encuentro» en un viaje de trabajo. Los hechos se habían desencadenado a una velocidad de vértigo. Entonces, Paloma tenía un puesto de responsabilidad en su trabajo, aunque hacía años había rechazado un ascenso, porque implicaba viajes continuos y una mayor dedicación de tiempo. En aquel momento sus hijas eran muy pequeñas; de hecho, la segunda apenas tenía unos pocos meses y optó por renunciar a esa promoción. Ahora estaba en un segundo nivel. Era muy valorada por su actual director, y fue precisamente él quien le pidió que lo sustituyera en un viaje de trabajo, pues le coincidía con otro evento. Paloma pensó que solo serían dos días y que, en realidad, lo que había que exponer ante unos clientes importantes era el trabajo que ella y otro compañero desarrollaban en

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la dirección, por lo que accedió, previo consenso con su marido, y tras dejar perfectamente solucionado el tema de las niñas. En realidad, para nuestra protagonista este viaje había supuesto un estímulo, una bocanada de aire fresco y la posibilidad de demostrar su alta valía en el trabajo, por lo que, una vez resueltos todos los temas logísticos, lo afrontó con el entusiasmo que Paloma ponía siempre en todas sus actividades. Ella y Javier, el compañero en dirección que estaba a su mismo nivel, trabajaron mucho en la presentación que debían realizar. Finalmente, la exposición ante el cliente había sido brillante. Los dos estaban eufóricos cuando terminaron y, tras recibir las felicitaciones por su buen trabajo, se fueron a cenar juntos para celebrarlo. Los hechos se sucedieron casi sin darse cuenta: de las risas y la confianza que siempre habían mostrado, pasaron a comentar sus sueños, las ilusiones que tenían desde jóvenes… Pronto se sintieron muy a gusto, extraordinariamente alegres y cómodos; hasta el punto de que las risas se convirtieron en miradas llenas de complicidad, de ternura, de cariño, de ilusión compartida… y de pasión prohibida. —Fue una noche mágica —recordaba Paloma—, aunque cuando me desperté y comprendí lo que había sucedido, no sabía dónde meterme. Ahora la situación con Javier es muy incómoda, nos vemos todos los días, y aunque en el viaje de vuelta yo le dije que debíamos olvidar lo que había pasado, que yo quería a mi marido y a mis hijas, él me contestó que respetaría mi voluntad, pero que no me engañara, que no se arrepentía de nada, que los dos nos gustábamos y era una pena renunciar a una relación tan maravillosa. Paloma lo resumía muy bien: «Me debato entre la emoción y la resignación; la emoción de sentirme de nuevo joven, atractiva, llena de vitalidad y de energía…, y la responsabilidad que me invade al pensar en mis hijas, en mi marido, en esa vida que hemos construido y que yo no puedo romper por egoísmo o por inmadurez». Nuestra protagonista se asfixiaba en su vida llena de rutinas, de esfuerzos y obligaciones. Ni siquiera era capaz de disfrutar con las niñas. Incluso estando con ellas, no dejaba de recordar aquella noche mágica; una y otra vez venían a su mente las escenas que se habían sucedido y, una y otra vez, se quedaba de nuevo sin respiración, envuelta en una extraña sensación de felicidad y de turbación, de plenitud y de vacío. En realidad, cuando empezamos a trabajar en su situación actual, poco a poco, fue recuperando cierto control, y lo hizo a medida que fue poniendo en orden su cabeza y su corazón. Aunque le costaba un mundo, se dio cuenta de que lo que había pasado aquella noche era un cúmulo de acontecimientos y emociones que se habían producido en un escenario muy favorable. Estaban contentos por el resultado de la presentación, relajados después del esfuerzo, desinhibidos con la conversación, la cena, el alcohol… Habían retirado sus defensas, incluso parte de su pudor, y la pasión terminó apoderándose de ambos. 37

«¿A quién no le gusta sentirse de nuevo llena de vida?», preguntaba Paloma. Es importante que en esta fase la persona tenga la oportunidad de expresar lo que siente, de verbalizarlo, de rebelarse, de resignarse, de enfadarse…, hasta reencontrarse y aceptarse de nuevo. Nuestra protagonista necesitó varias sesiones, durante las que analizamos la situación que estaba viviendo, la que había vivido, la que le gustaría vivir… Reflexionamos sobre su pasado, sobre su presente y sobre el futuro que deseaba construir, y llegó un momento en que se dio cuenta de que también había tenido esta fase de ingravidez, de locura y frenesí en los inicios de su relación con Juan, y fue consciente —cuando ya pudo asumirlo— de que esta fase también pasaría si continuaba la relación con Javier, pero lo que no pasaría sería el malestar consigo misma, su insatisfacción por haber priorizado la pasión al amor, al amor auténtico por sus hijas, pero también al amor que seguía sintiendo por su marido. Paloma entendió que, a pesar de aquella noche, seguía enamorada, aunque al cabo de dieciséis años el amor es diferente; es una mezcla de convivencia, de responsabilidades compartidas, de instantes de felicidad y plenitud, de alegrías y dificultades. Paloma no se veía a sí misma conviviendo con Javier al cabo de unos años, y ese pensamiento la llenaba de turbación e inseguridad; por el contrario, la visión de una vida al lado de Juan, incluso ya sin las niñas, la llenaba de paz y serenidad, de una serenidad no reñida con la felicidad. Su determinación fue tan fuerte que decidió zanjar definitivamente la cuestión con Javier. Le manifestó que había sido muy bonito lo que habían vivido aquella noche, pero que tenía muy claro que no quería que volviera a repetirse, que su futuro y su felicidad estaban con Juan. A pesar de la conversación, resultaba muy incómodo verse todos los días; afortunadamente, Javier la vio tan decidida que terminó desistiendo en su empeño, y lo hizo cuando constató, una y otra vez, que en cuanto buscaba un gesto de complicidad en Paloma, lo único que encontraba era una mirada llena de lejanía y distanciamiento. Pero lo que le resultaba incomodísimo a Paloma era vivir con esa MENTIRA. Sentía que debía contarle a Juan lo que había sucedido. Le extrañaba profundamente que él no hubiera notado nada, solo una vez, a los pocos días de aquel viaje, le dijo que la veía algo ausente, pero se quedó tranquilo cuando Paloma le comentó que no pasaba nada, que solo estaba muy cansada, y que le costaba dormir bien, pero que seguro que en unos días se le pasaría. Analizamos con detalle la situación. Paloma sentía que había sido desleal, infiel, que Juan no se merecía que le hubiese engañado…, y que por respeto, por coherencia y porque él era una buena persona, debía decirle lo que había pasado. Sin duda, Paloma sentía una gran aversión hacia la mentira; por eso pensaba que debía decirle la verdad a Juan, confesar lo que pasó aquella noche y confiar en que la perdonase. 38

Esta es una decisión que debe tomar siempre la persona implicada. Aquí el psicólogo no debe influir, aunque sí informar y ayudar, para que la opción que aquella elija no esté condicionada por creencias erróneas o supuestos equivocados. No es lo mismo engañar deliberadamente a alguien, incluso a veces con un sentimiento de revancha o de venganza, que haber vivido algo tan poco premeditado y buscado como le había sucedido a Paloma.

Los estudios sobre la mentira nos demuestran que las mujeres tienen una mayor sensibilidad y aversión a la mentira; tienden a percibir la mentira como algo más inaceptable que los hombres, con independencia de que se trate de sus parejas o de amigos. Además, sus reacciones emocionales son más intensas al descubrir la mentira (T. R. Levine, S. A. McCormack y P. B. Avery, 2009).

Pero ese planteamiento, aunque demuestra nobleza, a veces no es la mejor opción. En realidad, Paloma debía plantearse cuál era el objetivo último que perseguía al contarle a Juan lo sucedido. ¿Quién iba a sentirse mejor, ella o Juan? ¿Su amor saldría fortalecido? ¿Demostraría su cariño a través de su confesión? ¿Mejoraría su vida en común?... En definitiva, ¿a quién ayudaría su revelación? Sin duda, aunque al principio del tratamiento hubo algunos momentos difíciles, esta fue la fase más delicada de todo el proceso, pues a Paloma le costaba entender por qué debía plantearse estos interrogantes cuando, en realidad, sentía que se quedaría más tranquila confesando la verdad. Fueron tres sesiones muy intensas, llenas de preguntas y respuestas, de confrontaciones y evasiones, pero por fin Paloma comprendió que si exponía lo sucedido aquella noche era más por ella que por su marido y sus hijas. La situación entre ambos podría complicarse mucho, Juan sufriría lo indecible, incluso podría plantearse terminar la relación, pero ella internamente se sentiría mejor consigo misma… Sin embargo, ¿era esa la solución?, ¿poner todo en peligro, provocar un sufrimiento atroz en su pareja, para que ella se sintiese mejor?

A veces, la mayor prueba de generosidad es callar; callar cuando deseamos hablar; omitir incluso el relato de un hecho que nos liberaría, pero que sumiría a la otra persona en una zozobra y un sufrimiento gratuitos.

Cuando una persona lamenta profundamente lo que hizo, como le ocurría a Paloma, lo importante es que tenga claro qué quiere hacer con su vida, que vea si de verdad está enamorada de su marido, si desea seguir a su lado y quiere hacerlo con lo mejor de su ser, con todo el amor que es capaz de sentir y toda la generosidad que puede ofrecer. 39

Mentimos cuando nos preguntan por algo que hemos hecho y lo negamos.

Soy muy consciente de que este es un tema muy delicado y que, seguramente, muchas personas tienen sus propias opiniones y creencias, con criterios, valores o principios morales, absolutamente respetables, pero Paloma no estaba mintiendo, estaba ocultando un hecho; un hecho que la llenaba de inquietud y de culpabilidad.

Muchas personas piensan que una relación implica una renuncia absoluta a su libertad. Asumen que ya no pueden tener su propio espacio y se sienten en la obligación de dar cuenta de todo lo que hacen, incluso de lo que piensan, pero ¡cuidado!, ¡esto es un error!, un error que en casos extremos podría llevar incluso al maltrato o la vejación.

Cuando tengamos dudas, planteémonos en profundidad si una relación es más sana cuando nos obligamos a contar todo lo que hacemos, cuando la vivimos como si estuviéramos en una especie de libertad vigilada, cuando actuamos como niños pequeños que necesitan el beneplácito constante de la otra persona para que nos certifique que somos buenos. En definitiva, ¿debemos renunciar a ser nosotros quienes llevemos el control y la valoración de nuestra vida?

No confundamos el respeto con una relación de falta de libertad. El amor auténtico significa generosidad, nunca esclavitud.

Paloma comprendió que una cosa es MENTIR y otra NO DECIR o SILENCIAR un hecho. Asumió que a veces es más difícil vivir con nuestros errores que pedir una absolución que nos tranquilice y que traslade la carga y la presión a la otra persona. La mejor forma de «compensar» lo que consideró un gran error fue volcarse en los suyos, en su marido y en sus hijas, y, para ello, Paloma trabajó muy duro para aclarar sus ideas, objetivar los hechos y perdonarse a sí misma. Ese perdón, por fin, le permitió sentirse en paz, y desde ese equilibrio consiguió lo que más ansiaba: la tranquilidad y la felicidad; la suya y la de su familia. Al cabo de un año de aquellos sucesos, Paloma me llamó para decirme que estaba muy bien, que cada día disfrutaba más con su marido y sus hijas, que se había reconciliado con ella misma y que ahora comprendía que habría sido un error contar a su

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marido algo que empezó y acabó aquella misma noche; algo que, por mucho que lo sintiera, no se podía borrar, ni dar marcha atrás para que no hubiera sucedido. —¡Por fin no me siento mal conmigo misma!, pero ¿dónde está el límite? — terminó inquiriéndome. Paloma, que es una persona coherente, que no busca excusas, se había preguntado durante un tiempo si no se estaba engañando a sí misma, si no había optado por la vía fácil. Su argumento era: «Si no te descubren, no te preguntan, y si no te preguntan, no tienes ocasión de mentir. ¿No es eso demasiado cómodo? Si no te descubren puedes ser infiel, luego tú te perdonas y hasta la siguiente vez». —El límite lo has encontrado muy bien —respondí—, el límite está en los valores de cada uno y en el respeto hacia la otra persona. El límite se habría traspasado si tú, lejos de optar por dejar la relación y volcarte en tu marido y en tus hijas, hubieras alimentado el engaño y te hubieras volcado en cómo vivir esa relación paralela, entonces habrías vivido una vida llena de MENTIRA. Tú te impusiste un límite difícil, pero lo lograste. Tenías claro que querías luchar por vuestro amor, y lo hiciste desde la verdad contigo misma, enfrentándote a la desnudez de tus sentimientos. Tú fuiste valiente y optaste por renunciar a una relación que te proporcionaría cierto placer, pero que cada día te habría obligado a mentir y engañar a tu marido. Paloma —concluí—, tiene mucho mérito lo que has conseguido. Si lo analizamos en profundidad, advertiremos que Paloma fue capaz de actuar con coherencia y con generosidad. No escatimó esfuerzos ni sacrificios para apuntalar y fortalecer la relación con Juan. Confesar lo que había ocurrido aquella noche habría abierto una herida innecesaria, una hemorragia difícil de cortar, que nada positivo habría aportado a la relación y que habría levantado un muro en medio de los dos; el muro del dolor sin consuelo, de la duda permanente y de la incertidumbre continua. Un muro difícil de franquear e imposible de olvidar.

No decir todo lo que hacemos no es mentir, es ocultar, y a veces hay sucesos de nuestra vida que deben guardarse en nuestra intimidad.

El relato de este caso nos puede ayudar a ver la diferencia con otra infidelidad, donde se dio una mentira permanente.

El caso de Álvaro

Álvaro tenía 51 años, un hijo y una mujer de la que presumía mucho socialmente, pero a la que respetaba poco. 41

A los tres años escasos de casarse ya tuvo su primera «aventura». En lo físico, resultaba atractivo, y era un auténtico narcisista; constantemente buscaba el éxito fácil y la adulación del público, en especial del femenino. En el ámbito profesional estaba bastante estancado. Aunque era un hombre listo, hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que hay que esforzarse mucho para progresar, dedicar demasiado tiempo y energías, y había decidido que a él no le compensaba, por lo que trabajaba lo justo para no quedar señalado negativamente. Parecía que tenía muchos amigos, pero la realidad era que en una ocasión en que se sometió a una intervención quirúrgica fueron pocos los que se preocuparon por su evolución. La relación con su hijo era escasa desde que surgieron los primeros conflictos con la llegada de la adolescencia. Cuando Gonzalo era pequeño, sí que le gustaba jugar con él; en realidad, eran como dos niños, como dos colegas al mismo nivel, pero cuando a los 13 años empezó con esa etapa típica de rebeldía, en la que cuestionaba todo lo que sus padres hacían o decían, Álvaro se sintió muy perdido y hasta decepcionado, y, poco a poco, se fue alejando.

Con estos antecedentes, quizá resulte extraño que Álvaro acudiera a un psicólogo. Efectivamente, no creía demasiado en la labor que podríamos realizar con él, pero se sintió forzado a venir por las circunstancias que estaba viviendo. Los acontecimientos habían sucedido en las dos últimas semanas de forma vertiginosa. Lourdes, la mujer de Álvaro, veía que este inventaba cualquier excusa para llegar tarde a casa. Habitualmente, no habría reparado demasiado en este hecho, pues ella trabajaba más horas que su marido, pero coincidió que a su madre le habían detectado una grave enfermedad y había cogido unos días para poder estar con ella en las primeras fases del tratamiento, que incluía una intervención quirúrgica muy delicada. Fue entonces cuando comprobó con extrañeza cómo Álvaro decía que tenía una racha de mucho trabajo y no le quedaba tiempo para ir a ver a su suegra al hospital, pero cuando llegaba a las tantas de la noche a casa, su aspecto recordaba más a un dandi que viniese de un acto social que a una persona agotada por el exceso de trabajo. Una noche que llegó muy tarde y demasiado «contento», se desencadenó la tormenta. El hijo de ambos, que acababa de cumplir 18 años, estaba muy molesto con la actitud de su padre. Era consciente de que su abuela, a la que estaba muy unido, se encontraba grave y que su madre estaba agotada y muy preocupada. No comprendía cómo su padre no mostraba el mínimo interés por su abuela, ni cómo, lejos de apoyar a su madre, llevaba una temporada como si estos acontecimientos no tuvieran nada que ver con él; estaba siempre ausente, con un comportamiento muy extraño, solo atento a su teléfono móvil y a su aspecto físico. Esa noche la situación estalló. Álvaro llegaba eufórico, con una risa descontrolada y, como era habitual en él las últimas semanas, solo 42

pendiente de los mensajes que constantemente recibía en el móvil. Su hijo, al ver la escena, lo increpó, recriminándole que fuese capaz de estar pendiente solo de los mensajitos del móvil, sin preocuparse para nada por lo que estaba sucediendo. Le reprochó que no hubiera ido ni una vez a visitar a su abuela, y que se mostrase tan ajeno al dolor que él y su madre sentían. Entonces, su padre, hasta ese momento risueño y despreocupado, empezó a hacerse el ofendido y le dijo que no toleraba que le hablase así, agitando con tanta vehemencia las manos que se le cayó el móvil; en ese instante, sí que pareció muy preocupado y su cara cambió de color. Su hijo se percató del detalle, fue más rápido que él y cogió su móvil, justo en un momento en que entraba un mensaje en unos términos demasiado íntimos y comprometedores. El muchacho se quedó bloqueado al leer el texto, y acto seguido, vociferando, le preguntó a su padre qué tenía que decir (mostrándole la pantalla del móvil), qué excusa se iba a inventar esta vez, qué relación tenía con «esa zorra que le enviaba esos mensajes»… Su madre —que hasta ese instante se había mantenido sin intervenir— les pidió a los dos que no discutiesen, le rogó a su hijo que los dejase solos y le preguntó directamente a su marido qué pasaba. Este, como de costumbre, echó balones fuera y dijo que lo único que ocurría era que tenían un hijo insoportable, que no tenía el mínimo respeto por su padre y que ella haría bien en afearle su conducta. Pero Lourdes no estaba esa noche para discursos sobre la educación de su hijo y, alzando la voz (algo poco habitual en ella), le preguntó qué tenía que decir ante los mensajes que su hijo había leído en voz alta. A pesar de las evidencias, Álvaro empezó a balbucear diciendo que lo podía explicar todo. Lourdes le miró con desolación y, con una voz rota por el cansancio, le dijo qué tenía que explicar, que ella siempre lo había respetado, que aunque él a veces se comportaba de forma infantil, ella lo atribuía a que él sufría la típica crisis de los cincuenta, y estaba teniendo una paciencia infinita con él, pero que lo de las últimas semanas ya no tenía justificación: sabiendo él lo importante que era para ella su madre, que le habían detectado una grave enfermedad, y que la acababan de operar, él, lejos de estar a su lado, apoyándola en esos difíciles momentos, llegaba bebido a casa, con signos evidentes de habérselo pasado muy bien, y no precisamente en el trabajo, y con la desfachatez de estar enviándose mensajes con alguna joven conquista, que probablemente ni sabría que estaba casado… Álvaro no solo no asumió los reproches de su mujer, sino que se hizo el digno, el ofendido, y empezó a tratar de justificar lo injustificable. Pero esta vez fue diferente, Lourdes estaba demasiado quemada, demasiado cansada, demasiado dolida y humillada como para escuchar pacientemente sus mentiras. De repente, se levantó y le dijo que se marchase de inmediato de casa. Esa noche Álvaro comprendió que la batalla estaba perdida, pero al día siguiente, por primera vez, se acercó al hospital para ver a su suegra y buscar la ocasión de ablandar a Lourdes. La visita apenas duró diez minutos, pero cuando ya se despedía, aprovechando que estaba otro familiar en la habitación, Álvaro insistió en que a Lourdes le convenía dar un paseo para despejarse un poco. La escena siguiente fue patética, 43

Álvaro le dijo que tanto ella como su hijo se equivocaban y habían malinterpretado los mensajes. Con un cinismo digno de mejor causa, intentó argumentar que todo era un montaje, que estaba haciendo un favor a una amiga que intentaba dar celos a su pareja mandando mensajes comprometidos a Álvaro, que era como un juego, al que él había accedido solo para ayudar a su amiga. Lourdes le dijo que no siguiera inventando más, que se sentía muy débil, muy agotada, que no podía pensar con claridad y que necesitaba unos días para decidir cómo actuar, que, al margen de su posible infidelidad, se había sentido muy sola, muy decepcionada por su actitud y su comportamiento durante las últimas semanas. Como era típico en él, Álvaro en aquel momento prometió el cielo y la tierra, suplicó que le permitiera quedarse en casa, insistió en que él la cuidaría, volvería corriendo en cuanto terminase cada día el trabajo y le demostraría cómo la quería. Al cabo de una semana, Lourdes le dijo que no le creía, que le parecía todo muy ficticio y que pensaba que los dos necesitaban ayuda psicológica; ella, para recuperarse del impacto y del dolor que sentía, y él, para que empezara a madurar, asumiera su edad y las circunstancias de su vida. Si aceptaba venir a terapia, tenía que saber que a partir de ese momento tendría que comprometerse a vivir de verdad como una familia, no como un soltero con todas las libertades del mundo y sin ninguna responsabilidad. Álvaro accedió pensando que con esto la situación estaba salvada. Resulta curioso comprobar cómo algunas personas están tan acostumbradas a mentir que creen que pueden engañar incluso a psicólogos expertos. Nuestro protagonista hizo una auténtica puesta en escena el primer día que vino a consulta. En estos casos, intentamos verles al principio por separado. Todo en él era sobreactuación y simulación, pero sus palabras grandilocuentes, la elevación del tono de voz, el aumento de los periodos de latencia, la excesiva duración de las pausas, el empleo constante de frases negativas nos indicaban que estábamos ante un mentiroso compulsivo. Le comenté que no tenía sentido venir a terapia si no estaba dispuesto a implicarse y abrirse de verdad. Respondió que estaba encantado de venir. Entonces le dije que dejara de fingir, que como psicóloga detectaba rápido cuándo una conducta no era espontánea. Curiosamente, Álvaro se sintió muy sorprendido cuando le expliqué todos los detalles que había observado en su comportamiento y que me demostraban que estaba mintiendo. Se quedó tan impactado que apenas volvió a hablar el resto de la sesión; de repente, contestaba con monosílabos, y cuando intentaba hilvanar una frase, rápidamente se cortaba, me miraba y se paraba. Al final, llegamos a un acuerdo, tendríamos una segunda sesión, pero solo continuaríamos si en serio se implicaba en el tratamiento , si quería profundizar de verdad en su situación actual, en lo que él sentía, en la persona que era, en lo que quería ser, en sus motivaciones más profundas…

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A lo largo de esa semana, entre la primera y la segunda sesión, le pedí que realizara una serie de registros, de anotaciones, que escribiera cada vez que fuese consciente de que estaba mintiendo o simulando, pero también que escribiera cuando se sintiera mal, anotando literalmente cuáles eran los pensamientos que en ese momento tenía en su cabeza. Transcurridos siete días, Álvaro volvió a la consulta. Los dos primeros días había hecho algo parecido a un diario, y a partir del tercero no había vuelto a escribir. Comentó que le resultaba muy duro desnudarse de esa forma y que no estaba seguro de querer cambiar, pero que como sabía que tenía que ser sincero, sí que había decidido que le gustaría aprender algunos «trucos» psicológicos que le pudieran ayudar en su relación con los demás. Lógicamente, los psicólogos no estamos para enseñar «trucos» que puedan ser utilizados para «manipular», y así se lo manifesté a Álvaro, y le dejé muy claro que nunca lo haría, pero observé un pequeño avance y le dije que, al menos, valoraba que hubiera sido capaz de decir una verdad, que quería aprender trucos que le permitiesen tener VENTAJA en sus relaciones. Aunque negó una y otra vez que ese fuese el auténtico objetivo, acordamos que si venía la semana siguiente, sería porque estaba dispuesto a mirarse de verdad por dentro y asumir las consecuencias de sus comportamientos. Estuvimos dos meses trabajando en su autoconocimiento, en la asunción de sus responsabilidades, en la superación de sus hábitos compulsivos de mentir. Profundizamos en cómo hay variables de personalidad que han mostrado una relación muy alta con la tendencia a mentir. Él era bastante narcisista, y también muy inmaduro, con un estilo de apego «evitador». Álvaro comprendió que era muy egoísta, a diferencia de Lourdes, quien había reaccionado dándole una nueva oportunidad, intentando abordar el problema con él y sin cortar la relación hasta ver cuál era su evolución. Lourdes tenía muchos motivos para terminar con Álvaro, pero no quiso tomar una determinación en medio del dolor; prefirió trabajar su afectividad, recuperar la confianza y elevar su autoestima, para poder ser objetiva. Lourdes sabía que tenía que tomar una decisión. En el fondo, era consciente de que siempre había protegido a Álvaro y de que hacía ya muchos años que esperaba poco de él; quizá, de forma errónea, se había resignado a tener una relación sin ruido, sin grandes emociones, pero sin discusiones. Ahora, cuando a su madre le quedaban pocos meses de vida, se había dado cuenta de que somos muy vulnerables a la enfermedad, de que eso hace que nos replanteemos la vida, de que nuestra salud y la de las personas queridas no las podemos comprar. Ahora, por fin, había decidido que no le compensaba vivir engañada, sumida en la mentira. Finalmente, un día le comunicó a Álvaro que valoraba sus esfuerzos, que se daba cuenta de que por primera vez estaba intentando cambiar, pero que ya era tarde, que ella 45

se encontraba agotada, llena de dolor, y con educar a un hijo ya tenía bastante. —Me equivoqué —le dijo a su marido—, pensé que podía asumir tu inmadurez, pero ahora sé que ya no tengo ni fuerza, ni energías, ni ganas para convivir con alguien que solo piensa en sí mismo. Álvaro, tengo que aprender a cuidarme y a quererme; algo que por cierto tú sabes hacer muy bien. Álvaro fue consciente de que todo había terminado, y aunque había «aparcado» su relación con una chica veinte años más joven, tampoco estaba entusiasmado ante la perspectiva de tener enfrente a una Lourdes distinta, a una mujer mucho más exigente, que ya no le iba a tolerar sus mentiras, sus incongruencias y su egoísmo. Reconoció que en el fondo él era feliz sintiéndose libre, sin ataduras, cultivando relaciones superficiales y mintiendo siempre que le viniese bien. En la última consulta, comentó que estaba demasiado habituado a mentir, que muchas veces lo hacía sin necesidad y que, siendo sincero, no podía comprometerse a una relación sin infidelidades. «¡No he nacido para ser fiel!», sentenció. Las diferencias entre Paloma y Álvaro son enormes. Los dos fueron infieles, pero mientras Álvaro se justificaba, no se sentía culpable e intentaba seguir amparándose en las mentiras, Paloma afrontó su verdad y asumió que se ganaría su propio perdón y, para ello, la mejor forma de hacerlo era proponiéndose ser cada día más feliz y transmitiendo esa felicidad a su marido y a sus hijas.

Cuando hablemos de infidelidad ¡no lo hagamos en genérico!, hay muchos perfiles de personas infieles, muchas circunstancias, muchos atenuantes o agravantes. Los psicólogos sabemos que, hoy día, las posibilidades de ser infieles se multiplican, y, no nos engañemos, en muchas, muchísimas ocasiones, esas infidelidades no se descubren.

Pero…

... no todas las infidelidades tienen la misma base de mentira; en muchos casos, la infidelidad se vive como un derecho y, en otros, como una señal de alarma que nos hace reaccionar y plantearnos cuál es la verdad de nuestra vida y cuál la de nuestra relación. Cuando una persona piensa que tiene derecho a ser infiel, la mentira será una constante en su vida.

En estos casos, la mentira y la posible justificación de los actos que aquella encubre irán casi siempre unidas de la mano. Si estas personas consideran que tienen derecho a 46

ser infieles, salvo algunas excepciones, lo habitual es que no se sientan mal por ello. Por el contrario, y no es un tópico, a veces la infidelidad nos puede sorprender con las defensas bajas.

Cuando las personas son básicamente fieles, de inmediato se sienten mal, preocupadas y arrepentidas por su infidelidad. Entonces sus reacciones son muy diferentes. No tratan de autoengañarse, pueden ser muy duras consigo mismas y, una vez superado el estado de shock que les ha producido su infidelidad, tienden a encauzar todas sus energías y su determinación en no volver a ser infieles, y lo más frecuente es que lo consigan. En el fondo, son personas de «verdad», que odian la mentira, aunque puedan optar por callar o silenciar la realidad.

En Álvaro veíamos casi todos los rasgos que suelen acompañar a las personas infieles y que hacen que sus mentiras se descubran con mayor facilidad: Sobreactuación (son grandes actores). Simulación (no tienen límites para simular o tratar de generar determinados sentimientos o emociones en los demás). Palabras grandilocuentes (para enfatizar el mensaje). Elevación del tono de voz (para compensar sus mentiras). Aumento de los periodos de latencia. Excesiva duración de las pausas. Empleo constante de frases negativas. Por el contrario, Paloma era auténtica en la expresión de sus emociones y sus sentimientos. Sus pesadumbre y sus remordimientos eran constantes, también su necesidad de dejar las cosas claras. Por ello, quería hablar con Juan; por ello, le costó tanto silenciar un hecho del que se sentía tan culpable. Nuestra experiencia nos demuestra que en casos como el de Paloma es difícil e improbable que vuelvan a darse situaciones de infidelidad. Por el contrario, después de ese suceso, lo más habitual es que la vida de la pareja mejore. Justo lo contrario que suele acontecer en relaciones como la de Álvaro y Lourdes, que terminan dándose cuenta de que no hay una base suficiente de cariño y de amor para continuar, y deciden poner fin a lo que hacía tiempo ya debería haber terminado. Una vez que hemos visto la mentira en una de las esferas más dolorosas de nuestra vida, en nuestra afectividad, vamos a tratar de adentrarnos en una temática apasionante: por qué hay personas que mienten más que otras.

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CONVIENE RECORDAR En general, la gente miente cuando piensa que le compensa, aunque también puede hacerlo para evitar un reproche. Con frecuencia, el niño —como el adolescente o el adulto— mentirá para ganarse el cariño y la aprobación de quienes le rodean, intentando ofrecer la imagen que los otros esperan de él. Hay personas que mienten con maldad, y lo hacen a pesar de que con su acción van a provocar daño y sufrimiento. El mentiroso intenta descalificar a las personas que pueden descubrirle. Lo que más delata al mentiroso es la incoherencia de los hechos. Solo cuando estamos fuertes emocionalmente somos capaces de enfrentarnos al mentiroso. El mentiroso es muy hábil para seleccionar a sus víctimas y captar sus «puntos débiles». Las mentiras en la sexualidad son muy dolorosas y muy numerosas. El despecho es una de las emociones más innobles e impropias del ser humano, pero muchas personas mienten por despecho, y lo hacen a pesar de que los hijos sean los primeros en sufrir las consecuencias. Tenemos que intentar adelantarnos al mentiroso; entrenarnos para saber cuándo va a mentir y cómo va a hacerlo, para desactivarlo; y la mejor desactivación es no caer en la provocación. Las mujeres tienden a ser más observadoras y están más atentas ante comportamientos o señales que puedan indicar una posible infidelidad; por el contrario, muchos hombres actúan con enorme ingenuidad. No confundamos el respeto con una relación carente de libertad. El amor auténtico significa generosidad, nunca esclavitud. Con frecuencia, es más difícil vivir con nuestros errores que pedir un perdón que nos tranquilice. No decir todo lo que hacemos no es mentir, es ocultar, y… a veces hay sucesos de nuestra vida que deben guardarse en nuestra intimidad. Cuando una persona piensa que tiene derecho a ser infiel, la mentira será una constante en su vida.

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Capítulo 2 MENTIRA Y PERSONALIDAD. ¿HAY PERSONAS QUE MIENTEN MÁS QUE OTRAS?

Todas las investigaciones demuestran que la tendencia natural del ser humano es a no mentir, de hecho, el engaño es un comportamiento de riesgo. ¿Por qué mentimos entonces? Sin duda, depende mucho de la forma de ser, de los valores personales, del entorno, de las circunstancias que nos rodean…; pero, en general, muchas personas mienten cuando creen que les conviene, que sacan provecho con ello. Ponen en una balanza los beneficios que pueden obtener y los riesgos o los costes de sus mentiras, y cuando piensan que les compensa, mienten. Mi experiencia como psicóloga, con muchos años de trabajo, me ha demostrado que…

... las personas que más mienten son las que tienen un fondo de inseguridad e insatisfacción que les lleva a falsear su realidad.

Aunque también podemos mentir para evitar determinadas consecuencias negativas. Este es un comportamiento muy típico en los niños: cuando saben que han hecho algo mal, tratan de ocultarlo y, poniendo cara de «buenos», dicen que ellos no han sido… En general, a los niños los pillamos fácil en sus mentiras, pues son bastante espontáneos y sus gestos les delatan. Curiosamente, en su conducta de mentira van de un extremo al otro: o bien tienden a mirar hacia el suelo, o fijan la mirada muy desafiantes; o hablan bajito, que casi no se les oye, o suben excesivamente el volumen de voz; o tardan en responder o lo hacen demasiado rápido… Un adulto con sensibilidad y capacidad de observación sabe bastante bien cuándo un niño está mintiendo. El problema llega cuando ya no somos capaces de distinguir bien al mentiroso, y esto coincide en especial con la llegada de la adolescencia; no obstante, hay casos de niños que mienten mucho antes y lo hacen de forma reiterada. Este hecho, por sí solo, es un signo muy preocupante que debería activar nuestras alarmas. 49

Pero hay muchos adultos que se comportan como niños, que mienten de forma continua, y lo hacen para obtener ciertos beneficios o para eludir determinadas responsabilidades, aunque a veces algunos mienten por rutina o por costumbre, sin que ello les suponga ventaja alguna. Los principales estudios que se han realizado sobre este tema nos demuestran también que la frecuencia de la mentira está relacionada con ciertas características de personalidad; especialmente, aquellas denominadas la «tríada oscura» —narcisismo, maquiavelismo y psicopatía—. En concreto, las personas con altos niveles de narcisismo tienden a mentir, sobreestimando su propia capacidad para mentir, y sus mentiras persiguen su propio beneficio. Las personas con altos niveles de psicopatía tienden a mentir más y sin ninguna razón o beneficio, o bien con el objetivo de explotar a otros. Por último, las personas con altos niveles de maquiavelismo tienden a decir más mentiras piadosas (white lies: P. K. Jonason, M. Lyons, H. M. Baughman y P. A. Vernon, 2014). Vamos a tratar de exponer algunos de los casos en que las mentiras tienen como objetivo encubrir nuestros fracasos, justificar nuestra falta de control o intentar caer bien a los demás. Empezaremos con el ejemplo de una persona narcisista que, fundamentalmente, mentía y se mentía a sí misma para justificar su falta de control y su agresividad.

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EL NARCISISTA QUE MIENTE EN BENEFICIO PROPIO, INCLUSO PARA JUSTIFICAR SU AGRESIVIDAD Las personas narcisistas con comportamientos agresivos difícilmente reconocen su falta de autocontrol; al contrario, tienden a echar la culpa a los demás, para tratar de justificar lo injustificable.

La mayoría de las veces su agresividad tiene origen en los pensamientos distorsionados y subjetivos que presentan. Pensamientos que provocan reacciones poco acordes con los hechos.

En general, las personas agresivas son impacientes, inmaduras, inestables emocionalmente y con dificultades en sus relaciones sociales.

Con los extraños, al menos en una primera fase, pueden esforzarse para ocultar su agresividad; sin embargo, con las personas con las que tienen más confianza, o con las que se sienten más seguros, tienden a presentar una falta enorme de control. En la mayoría de los casos, las conductas de irritación, provocación, agresión han sido una constante en sus vidas, y las han tenido desde edades muy tempranas; aunque en algunas ocasiones aparecieron tras algún suceso traumático. Los comportamientos agresivos tienden a presentarse primero en el seno de la familia y, con frecuencia, ahí permanecen enmascarados durante bastante tiempo, hasta que sus manifestaciones traspasan este ámbito y se hacen evidentes también en otras áreas, como en las relaciones afectivas, de pareja, amigos, o en el entorno laboral. En el caso siguiente, las conductas agresivas eran constantes y se activaban en casi todas las esferas de la vida de nuestro protagonista, un joven narcisista que hacía la vida insoportable a los que le rodeaban.

El caso de Antonio

Antonio tenía 26 años cuando nos pidió ayuda. Acababa de perder su trabajo, tras una situación conflictiva que se había producido con dos técnicos, en presencia de su jefe y del cliente afectado. Él sostenía que su comportamiento había sido el adecuado y que no se arrepentía de nada. Sin embargo, los hechos eran concluyentes. Se trataba del segundo trabajo que perdía en menos de un año y los dos empleos los había conseguido a través de su padre. 51

Antonio quiso estudiar una ingeniería superior, pero al final tuvo que contentarse con sacar la técnica. Vivió este hecho como un gran fracaso y, aunque rápidamente culpó de ello al sistema educativo vigente, que no estaba preparado para asumir inteligencias como la suya, lo cierto es que prohibió a su familia (padres y hermanos) que se lo contasen a nadie; de tal forma que su círculo de amigos (que era muy reducido), su novia y la mayor parte de la familia ignoraban que no hubiera terminado la carrera superior. Era muy narcisista, tenía un concepto muy elevado de sí mismo y se mostraba muy impositivo en sus relaciones con los demás. Con su novia tenía una relación muy difícil. Ella le había dejado dos veces, por consejo de sus padres, y tras una pelea intensa, en la que él se había mostrado muy violento, de nuevo habían roto.

Cuando vimos a Antonio, estaba más preocupado por recuperar a su novia que por intentar analizar qué fallaba en su relación con los demás, con el resto del mundo, y qué ocurría para que le terminasen echando de los trabajos y estuviese enfrentado a su familia, a sus amigos… Nuestro protagonista había ido ya al psicólogo de pequeño; de nuevo, la causa habían sido las conductas agresivas que presentaba en casa y en el colegio, con sus compañeros y profesores. Su argumento siempre era el mismo: son los demás los que me provocan y no asumen que yo tengo mejores ideas y soy más inteligente que ellos. Su padre estaba desesperado con él. Tenía una pequeña empresa, se había matado siempre a trabajar, y cuando terminó la carrera, Antonio se empeñó, en contra del criterio de su progenitor, en que él podía aportar mucho a la empresa familiar. En menos de tres meses se había peleado con casi todos los empleados del padre, con dos clientes y con tres proveedores. El padre le buscó un trabajo con un amigo, porque veía que su hijo terminaría arruinando su negocio, y porque pensó que al no ser el hijo del dueño tendría una actitud menos beligerante. El resultado es el que ya sabemos: en el primer trabajo duró cinco meses y, en el segundo, tampoco llegó al medio año. Cuando analizamos pormenorizadamente el caso, vimos que Antonio era incapaz de interpretar con objetividad los hechos. Él siempre se sentía en posesión de la verdad, despreciaba a la mayoría de la gente, aunque fueran personas de reconocido prestigio y sobrada solvencia; rápido acudía a la descalificación y a la provocación, hasta el extremo de mostrar una agresividad casi permanente. En el último trabajo, se había enzarzado con dos técnicos, a los que responsabilizaba de los fallos que se habían producido en una obra, y lo hizo además delante del jefe y del cliente. Como los técnicos trataron de defenderse, pasó del insulto verbal al enfrentamiento físico, lo que provocó la reacción inmediata de su jefe, que le dijo que no quería volver a verle. Ahora todo su empeño era denunciar a la empresa 52

porque, según él, le habían hecho mobbing. Una empresa cuyo director trabajaba desde hacía más de treinta años con su padre, y donde le habían aceptado por razones solo de amistad, a pesar de su poca experiencia y de sus antecedentes. Obviamente, una de nuestras primeras tareas consistió en convencerle para que no efectuase esa denuncia tan absurda, basada en mentiras e interpretaciones del todo subjetivas, y que en nada se correspondían con la realidad de los hechos. Cuando exploramos en profundidad cómo eran sus relaciones actuales, comprobamos que Antonio no se hablaba con ninguno de sus hermanos. Él era el mayor; eran tres chicos, y dos años atrás había provocado una situación límite, en la que agredió a su hermano pequeño y descalificó al mediano, delante de la novia del segundo, y ante la presencia atónita de su abuela y su madre. A su novia la conocía desde el colegio. Siempre había sido una persona con poco carácter, muy insegura y dependiente de Antonio, pero en dos ocasiones, la agresividad había pasado de las broncas verbales a la agresión física, y los padres de la chica se habían presentado en la casa de los progenitores de Antonio para pedirles a estos que intercedieran y preguntarle a él si, de verdad, había sido capaz de «tocar» a su hija. La primera vez nuestro protagonista lo negó por completo, y la segunda trató de justificarlo, diciendo que ella estaba insoportable y que, en realidad, solo fue un empujón para que reaccionase; ahí fue cuando le dijeron que no volvería a ver a su hija y, para no correr riesgos, la enviaron a realizar un máster fuera de España. Antonio constantemente se mentía a sí mismo y mentía y trataba de engañar a los demás, para tratar de justificar su agresividad y su falta de control. En estos casos…

... el primer objetivo con las personas agresivas es conseguir que asuman su responsabilidad; que sean capaces de realizar un análisis objetivo de su situación, de su forma de ser, de la falta de equilibrio emocional que presentan; que dejen de engañarse permanentemente y que afronten las consecuencias de sus actuaciones.

Tardamos más de un mes en lograr que Antonio empezara a enfrentarse a su realidad, a su cruda verdad. Solo cuando lo hizo pudimos conseguir que comenzara a realizar análisis objetivos, y asumiera que necesitaba ayuda psicológica, para no ser un peligro para sí mismo y no constituir una fuente de conflictos permanente para los demás. Al principio, ponía muchas excusas: siempre la culpa la tenían los otros. Para él, los que le rodeaban eran poco inteligentes y actuaban con mucha torpeza, al no reconocer que él era más brillante y más listo que todos juntos. El cambio empezó a producirse cuando un día le expuse crudamente su realidad, cuando le dije que resultaba difícil entender que no se diera cuenta de que era un 53

esclavo. —¡¿Un esclavo?! —exclamó. —Sí, un esclavo. —Y puntualicé—: Y constituyes un peligro para los que te rodean y vives atenazado, encogido y condenado a no disfrutar de la libertad, porque no eres capaz de pensar y razonar como una persona libre. Fue muy duro para él reconocer que desde hacía muchos años no pensaba con un mínimo de racionalidad, que constantemente tenía impulsos que no controlaba, reacciones que se le escapaban y una agresividad constante hacia todo lo que le rodeaba. Tuvo que admitir que era un cobarde que no había querido enfrentarse a la verdad, porque tenía miedo de no saber reaccionar. Esta era la causa de que no quisiera comprometerse a lo que él consideraba un imposible: ser dueño de sus emociones. Se dio cuenta de que era un peligro, incluso para las personas que supuestamente él apreciaba, porque en el fondo era incapaz de querer. No sabía quererse a sí mismo y no había aprendido a amar. El entrenamiento fue una carrera de obstáculos continua: cuando parecía que progresaba, de nuevo mostraba alguna falta de control que nos obligaba a volver casi al punto de partida. Tardó cuatro largos meses en empezar a ser dueño de sus emociones, y solo al cabo de seis meses de tratamiento, por fin pudimos estar seguros de que controlaba su agresividad y de que no buscaba excusas que justificasen sus conductas, sus enfados y sus salidas de tono. Se dio cuenta de que se mentía a sí mismo cada vez que se alteraba y empezaba a hiperventilar (respirar rápida y superficialmente), y de que mentía a los demás cuando se le disparaba una especie de tic en el ojo y empezaba a gritar. —Tus gritos tratan de esconder tus mentiras —le dije—. Solo cuando notes que no tienes el pulso acelerado, que tu cara está relajada y que no sientes ningún tipo de agresividad, entonces podrás estar tranquilo al saber que en esos momentos eres capaz de pensar con objetividad y de razonar. En Antonio, su impulsividad y su falta de control estaban en la base de sus mentiras. Lo que más nos costó fue que asumiera que se mentía a sí mismo, que no había nada que pudiera justificar su agresividad; esa agresividad que, en su caso, era la demostración palpable de su incapacidad para razonar y ser objetivo, para ser dueño de sus emociones, para no herirse y herir innecesariamente, para ser flexible y tolerante; en definitiva, de su incapacidad para ser PERSONA. —¿Y mi novia? ¿Nunca la podré recuperar? —No, Antonio —le dije—. Ella es muy vulnerable, le causaste un daño enorme y, a pesar de la dependencia que tenía de ti, está luchando con todas sus fuerzas para recuperar su dignidad, pero aún necesita trabajar mucho para ser una persona más segura y menos influenciable. Ella no quiere volver a sufrir, y tú tienes que respetar su decisión.

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En este caso, los padres de la chica habían actuado bien; a ella le habría costado un mundo no ceder a sus peticiones, no claudicar ante sus promesas… Necesitaba tiempo para trabajar su independencia, tiempo… y no verle, no tener noticias de él. Antonio había sido una influencia muy negativa para su novia. La había intentado apartar de sus amigos, de su familia…; la había convencido de que ella no valía nada, de que la única suerte en su vida era tenerle a él. En estos casos, a veces hay que asumir que hemos perdido lo que aparentemente más queríamos, porque si de verdad amamos a alguien y sabemos que para esa persona somos un peligro y un recuerdo doloroso de vivencias duras y vejatorias, tenemos que tener la valentía de decirnos la verdad: y la verdad para Ana consistía en encontrarse a sí misma, en recuperar su confianza perdida, su dignidad…, y eso pasaba por no volver con Antonio, por no correr el riesgo de abrir de nuevo un frente que había estado lleno de mentiras y vejaciones. Pero también para nuestro protagonista era preferible que se enfrentase a una realidad sin ningún tipo de apoyos, sin personas con las que se sentía seguro y confiado. En el campo profesional, el camino estaba claro. Él se buscaría, sin la ayuda de su padre, el siguiente trabajo. Llamó a sus dos jefes anteriores y les pidió por favor que cuando pidiesen referencias suyas mencionasen en especial su trabajo técnico (que a pesar de todo era aceptable) e intentasen no profundizar en el aspecto de la relación con sus compañeros. —No les he pedido que mientan —trataba de justificarse—, solo les he rogado que no se extiendan en detalles que me resultarían muy perjudiciales. Por cierto, mientras consiguió su siguiente trabajo (tardó casi ocho meses), asumió que tenía edad suficiente para no pedir dinero a sus padres, por lo que trabajó su autocontrol también a la hora de no gastar y de ayudar en tareas en su casa y en la casa de su abuela (un trabajo muy digno, le dijimos). —Un trabajo muy duro —reconoció—, pero un paso adelante en mi regeneración. Finalmente, lo último que le costó controlar fueron sus aires de grandeza. Siempre iba presumiendo de los orígenes y de la posición holgada que tenía su familia. Admitió que, en realidad, aunque era cierto, él no tenía ningún mérito en ello, así que mejor sería no hacer ostentación de algo circunstancial, que, además, podía provocar incomodidad en alguno de sus interlocutores. El tercer empleo por cuenta ajena fue el definitivo. Como no encontraba trabajo como perito, empezó como ayudante. Para él fue una cura de humildad que le vino de maravilla. No obstante, las cosas no fueron fáciles y aún tardó dos años más en tener un puesto acorde con su preparación; dos años que constituyeron un entrenamiento en el control de sus impulsos, especialmente, cuando se sentía disgustado con los demás. Cuando Antonio perdió el miedo y dejó de mentirse a sí mismo, fue capaz de ser objetivo y razonable con los demás. Empezó a sentirse bien cada vez que ayudaba a alguien. Se dio cuenta de que la generosidad nos ayuda en nuestro camino hacia la 55

felicidad; por el contrario, la agresividad, esa agresividad que él tanto mostraba, al restarnos humanidad, nos acerca al reino animal.

Con las personas que mienten para justificar su agresividad no tenemos que ser compasivas, aunque conviene manifestarles nuestra confianza en que, si se lo proponen, serán capaces de cambiar. La mejor forma de ayudarles es ponerles de manifiesto su esclavitud. Las limitaciones que conllevan su falta de control y las consecuencias que provocan en sí mismos y en los demás.

Antonio aprendió la lección. Sus padres actuaron muy bien. A sus hermanos les costó bajar sus defensas y tratarlo con normalidad, pero pasado un tiempo comprendieron que tenían ante sí la mejor versión de Antonio, una que no creían que existiera. La prueba de fuego fue cuando decidió que tenía edad suficiente para dejar las comodidades de su casa y compartir piso con un amigo, un compañero de su nuevo empleo, con el que trabajó algo tan difícil como intentar ser flexible y facilitar la convivencia. Tuvieron algún que otro desencuentro, pero Antonio rápidamente reconocía sus errores y aprendía de ellos. Otro momento muy duro fue cuando se enteró de que su exnovia tenía una relación muy estable y estaba viviendo con un chico que había conocido durante su máster fuera de España. Todo su interés era volver a verla y conocer al chico; de hecho, intentó organizar un viaje con la excusa de que necesitaba unas vacaciones, pero definitivamente asumió que no tenía ningún derecho a irrumpir de nuevo en la vida de la que había sido su novia y desistió en su empeño. —Era para protegerla —se justificaba—. Yo la conozco muy bien y quiero ver si ese chico la merece. —Ella no te ha llamado, Antonio —le dije—, no te lo ha pedido, y en el fondo sabes que no eres el más indicado para hacer esa estimación. Deja en paz lo que está tranquilo, lo que no te incumbe; no actúes como si ella fuera de tu propiedad, y céntrate en seguir mejorando, que aún te queda un largo camino. Otra característica de las mentiras narcisistas es que emplean muchas omisiones y exageraciones para evitar la vergüenza. Quienes estén leyendo este libro y reconozcan en sí mismos o en otros esa falta de control emocional que lleva a una agresividad siempre injusta e injustificable, que no se engañen, que sean conscientes de que los responsables de su agresividad son los propios afectados, y que lo mejor que pueden hacer es asumir que su falta de control emocional les lleva a ser esclavos de sus impulsos y a constituir un peligro para sí mismos y para

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las personas que les rodean. En muchos casos, necesitarán ayuda profesional. Es deseable que tengan la valentía de pedirla y de ponerse en el camino de la verdad. Los que estén a su lado, que no entren en sus provocaciones, pero que nunca toleren sus vejaciones. Si queremos ayudarles, pongámoslos enfrente del espejo que les muestre su falta de control, que les impida buscar justificaciones para sus conductas irracionales. Y cuando nos sintamos sin fuerzas para conseguirlo, recordemos también que los psicólogos y los profesionales de la salud estamos para ayudarles también a ellos, para facilitarles los recursos que les permitan no ser víctimas de esa falta de control y de agresividad que, repito, es más propia del reino animal. Antonio pidió ayuda, pero la mayoría de las personas agresivas no lo hacen. Su vida es una mentira continua. Primero se mienten a sí mismos y luego intentan engañar a los demás, para justificar su falta de control. Si ellos no buscan ayuda, que al menos los que están alrededor no pierdan la esperanza, que sepan que, a pesar de las dificultades, seguro que desde la psicología les podemos ayudar Unos mienten para engañarse, para justificar su agresividad, sin embargo otros mienten directamente para manipular, para explotar al prójimo. Este comportamiento suele observarse en personas con altos niveles de psicopatía.

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PERSONAS CON ALTOS NIVELES DE PSICOPATÍA QUE MIENTEN PARA EXPLOTAR Y APROVECHARSE DE OTROS Quizá algunos lectores puedan pensar que los casos de personas con altos niveles de psicopatía son minoritarios, pero la realidad nos demuestra lo contrario. Suelen ser personas con comportamientos claramente antisociales, aunque pueden mostrarse muy desinhibidos, pero la principal característica es su falta de empatía; es decir, su ausencia de sensibilidad y cercanía hacia la situación que sufren los demás. Por otra parte, aunque pueden mostrarse agresivos y tiranos, no experimentan remordimientos por sus conductas. Ellos tienen sus códigos propios de comportamiento, y solo se sienten culpables si infringen sus reglamentos; los suyos, no los códigos sociales comúnmente establecidos. Cuando conocen a alguien que les interesa para sus fines, se muestran muy hábiles, intentan agradar y hasta pueden resultar ocurrentes y divertidos, pero en el momento en que se sienten seguros, en que piensan que ya tienen poder sobre la otra persona, aparece su auténtico yo, un yo egoísta, déspota y con frecuencia cruel, que hace la vida muy difícil, por no decir imposible, a sus víctimas. El siguiente caso puede servirnos para ver cómo se comportan estas personas y cómo podemos librarnos y liberarnos de ellas.

El caso de Roberto y Aurora

Aurora tenía 45 años cuando vino a consulta. En la primera sesión le pregunté al menos en dos ocasiones su edad, pues su apariencia física se correspondía más con una persona cercana a los sesenta años. Su pelo estaba totalmente blanco y poco cuidado, acorde con el resto de su aspecto físico y su vestimenta. Su rostro y toda su figura eran el claro exponente de una persona que llevaba muchos años de sufrimiento a sus espaldas, y a la que ya no le quedaban fuerzas ni para alzar la mirada. Estaba muy preocupada por su hijo de 14 años, que cada día se mostraba más déspota y agresivo con ella. Además, recientemente, les habían llamado del colegio para decirles que era un niño poco sociable, que parecía disfrutar con conductas vejatorias hacia sus compañeros. Esta fue la señal que había activado todas las alarmas de Aurora. A pesar de que, en apariencia, la principal preocupación era su hijo, el padre de la criatura no había mostrado el mínimo interés por venir al psicólogo; muy al contrario, parece que salió riéndose del colegio y mostrándose orgulloso de su vástago. Rápidamente vimos que detrás del problema de su hijo se escondía un drama en la vida de nuestra protagonista.

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Aurora era una persona sensible, afectiva, afable y generosa, que apenas tenía contacto con su familia y sus amistades de siempre. Había conocido a su marido cuando tenía 29 años y, aunque siempre le pareció algo extraño, se había sentido atraída por su forma de ser, algo enigmática. Ella trabajaba en una empresa como administrativa y él era uno de los principales proveedores que tenían. Al principio él pareció muy interesado por Aurora; su actitud era muy halagadora hacia ella. Pronto la colmó de regalos, y le dijo que era la persona que siempre había buscado, con quien quería compartir su vida y formar una familia. Curiosamente, la madre de Aurora fue la primera en darse cuenta de que Roberto no era trigo limpio, y así se lo dijo a su hija, pero nuestra protagonista pensó que eran los típicos miedos de una madre que teme perder el puesto de honor que tiene en la vida de su hija. A sus amigas tampoco les había gustado demasiado Roberto, pero vieron tan entusiasmada a Aurora que pensaron que, simplemente, era un hombre un poco raro y absorbente, que había descubierto a una chica muy generosa y la quería solo para él. Pero pronto Roberto empezó a mostrar sus altos niveles de psicopatía, y lo hizo ya en el viaje de novios. Fue muy rudo y egoísta en las relaciones sexuales, hasta el extremo de que Aurora empezó a sentirse menospreciada, cuando no vejada. Ante sus demandas de mayor ternura, le respondió que ya estaba harto de tanta zalamería, que ya no eran novios, y que ahora se trataba de tener pronto un hijo (que era su principal objetivo) y de asumir que él era el jefe de familia. No habían pasado tres meses cuando Aurora comprendió en toda su dimensión lo que significaba ser jefe de familia para Roberto. Aunque ella también trabajaba fuera, él no hacía nada en casa, y se mostraba muy irascible cuando las cosas no estaban como a él le gustaban. Nuestra protagonista intentaba multiplicarse para que no se enfadara, se esmeraba con la comida, con la ropa, con la limpieza para que todo estuviera a su gusto, pero Roberto siempre parecía dispuesto a montar una escena con cualquier excusa, y no paraba de decirle lo inútil que era: «Si hubiera sabido que eras tan torpe, no habría cargado contigo». Aunque Aurora pronto pensó que su boda había sido una gran equivocación, cuando quiso darse cuenta ya estaba embarazada y se sentía sin fuerzas para nada, salvo para intentar volcarse en su próxima maternidad. Cuando dio a luz constató que Roberto no sentía nada por ella, solo estaba preocupado y ansioso por comprobar que su hijo había nacido sano… ¡y que se parecía a él! Pero el parto había sido difícil. Aurora había perdido mucha sangre y se había quedado muy débil, por lo que su madre les pidió encarecidamente que fueran a su casa, para cuidar a su hija, pero Roberto se negó en redondo, por lo que la abuela decidió trasladarse a la casa de la pareja un par de semanas, hasta que Aurora estuviera

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recuperada; pero al tercer día su yerno la echó, con el argumento de que Aurora ya estaba perfectamente para cuidar al niño y no debía «malacostumbrarse». Cuando Aurora agotó el permiso de maternidad, él insistió en que pidiera una excedencia para cuidar al niño y así evitar llevarlo a la guardería. Aunque, por una parte, nuestra protagonista sentía necesidad de liberarse un poco y, por otra, tenía ganas de reincorporarse al trabajo, pensó que lo mejor para el niño era quedarse en casa con ella, y fue entonces, según ella, cuando firmó su «sentencia de muerte». Si hasta esa fecha Roberto había sido un marido poco afectivo, distante y muy exigente con ella, a raíz de la excedencia su actitud aún empeoró más y se mostraba como un señor «feudal», al que su esposa debía rendirle pleitesía. Aunque Aurora intentó reincorporarse al trabajo repetidas veces, él se negó por completo, argumentando que el niño era lo primero y que, además, «para la birria de dinero que ganaba», mejor se quedaba en casa atendiéndoles a él y a su hijo… Y como él pagaba todo, ella no tenía derecho a nada. Poco a poco fue perdiendo el contacto con sus amigas y con su familia, pues Roberto insistía en que su suegra era una mala influencia para el niño, y apenas consentía en que viese a su nieto. Como suele suceder en estos casos, Aurora se volcó en su hijo y trató de convencerse que no tenía otra opción que aguantar las descalificaciones y las humillaciones continuas de Roberto. Alguna vez que ya no podía más y le había expresado a su marido que quería separarse, este la amenazaba diciéndole que no volvería a ver a su hijo, que ya se las apañaría él para demostrar que era una inútil, que estaba incapacitada para educar a su hijo, y que no soñase con seguir viviendo a su costa, pues él jamás le pasaría dinero. El niño, de pequeño, era cariñoso con su madre, pero al ver cómo la trataba su padre, al principio intentó ponerse en medio y defenderla; después, pasó a afearle su incapacidad para defenderse, y, finalmente, desde hacía dos años, había terminado por ser un «imitador» de su progenitor y mantenía con ella la misma actitud que Roberto. Cuando su hijo empezó a mostrarse agresivo y déspota con ella, se sintió tan fracasada, tan hundida y tan insegura que ya no tuvo fuerzas para intentar poner límites a su hijo y, al mismo tiempo, sintió que no le quedaban ilusiones para vivir. Pero la llamada del colegio la hizo reaccionar; comprendió que su hijo se estaba convirtiendo en un «monstruo» como su marido y que no podía permanecer impasible ante ello. —Mi marido está mal —nos dijo el primer día de consulta—; está mal de la cabeza. Yo no sé exactamente lo que tiene, pero no es normal que esté siempre enfadado e insatisfecho. Apenas tiene amigos y cuando los ve finge y parece hasta simpático, pero es una persona cruel, que disfruta haciéndome daño, humillándome, que miente constantemente, hasta el punto de que en su vida todo es una ficción, un teatro, todo es mentira.

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Como siempre, lo primero que hicimos, además de mostrar nuestra cercanía y nuestra felicitación porque hubiera dado el paso de reaccionar e intentar luchar por rescatar a su hijo, fue pedirle que escribiera, durante la siguiente semana, todas las situaciones en que su marido o su hijo se mostraban agresivos, que escribiera siempre que mentían, que la insultaban… —Pues no voy a parar de escribir —contestó Aurora. Para estos casos, les damos una especie de plantilla, lo que llamamos una Hoja de Registro, que nos permite analizar de forma objetiva la realidad que está viviendo, y que a la persona le facilita la forma de recoger todo lo que está sucediendo. Le pedimos a Aurora que durante la primera semana cumplimentase la siguiente hoja de registro. HOJA DE REGISTRO (1) Día/Hora

SITUACIÓN (Dónde estamos, quiénes y qué estamos haciendo)

RESPUESTAS FISIOLÓGICAS (Qué sentimos a nivel físico)

RESPUESTAS COGNITIVAS (Qué estamos pensando en esos momentos)

De esta forma, Aurora empezaría a identificar las reacciones fisiológicas tan intensas que experimentaba en su día a día, y que la agotaban, y los pensamientos que estaban asociados a aquellas. A continuación, una vez que ella hubo descubierto hasta qué punto su organismo le mandaba señales de «alerta» para que reaccionara, se encontró en condiciones de

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profundizar en el análisis de las conductas que tenían lugar en su familia. Para ello, le pedimos que en la siguiente semana cumplimentase la Hoja de Registro número 2. HOJA DE REGISTRO DE CONDUCTA (2) Día/Hora

SITUACIÓN ¿Dónde estáis, quiénes y qué hacéis?

CONDUCTA PROBLEMA Qué hace o dice la persona (literalmente)

Respuesta de otras personas presentes (literalmente, qué hacen o dicen)

Qué podría haber hecho o qué he hecho diferente

Aurora lo hizo muy bien: cada vez que se generaba alguna tensión o se producía una discusión en casa, anotaba literalmente la hora y el día en que ocurría; dónde estaban, con quién y qué hacían; a continuación, qué hacía la persona que mostraba una conducta agresiva, cómo reaccionaban los otros (literalmente qué contestaban o hacían, y ante eso, de nuevo, qué contestaba la persona o las personas agresivas) y, finalmente, con relación a sí misma, qué podría ella haber hecho de forma diferente. Como ejemplo, veamos uno de los registros que cumplimentó Aurora: HOJA DE REGISTRO DE CONDUCTA (2) Día/Hora SITUACIÓN ¿Dónde estáis, quiénes y qué hacéis? Día 7 a las 21 h.

CONDUCTA PROBLEMA Qué hace o dice la persona (literalmente)

Estamos en el Mi marido dice que la comida salón los tres, está sosa y mi hijo añade que cenando. «esto es una mierda de comida».

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Respuesta de otras personas presentes (literalmente, qué hacen o dicen) Les digo que tenemos que acostumbrarnos a comer sano, y tanta sal no es buena.

Qué podría haber hecho o qué he hecho diferente

Tenía que haberles dicho que la próxima vez cocinen ellos.

Contestación (a mi Les digo que no tienen intervención). derecho a tratarme así, me Marido: «¡Mira quién fue a pongo a llorar sin parar. hablar, la ilustrada!». Hijo: «¡Cállate de una puta vez, me das asco!».

Me tenía que haber levantado de la mesa y haberme marchado.

Sin duda, teníamos un trabajo muy intenso por delante. Efectivamente, padre e hijo la insultaban y la humillaban a diario. El análisis que hicimos de la problemática que estaba viviendo Aurora nos indicaba que, sin duda, primero teníamos que empezar por ella. Era urgente que pudiera mirarse de nuevo a sí misma, que recuperase su confianza, su autoestima y su dignidad, y para eso, por suerte, no necesitábamos ni a su marido ni a su hijo. Nuestro foco de trabajo fue Aurora. Poco a poco, vio que sus pensamientos le pertenecían y, en estos momentos, solo contribuían a que se hundiera y se debilitara cada día más (no paraba de pensar que era una persona despreciable, que cada día se dejaba humillar, vejar, que no merecía vivir, y no tenía fuerzas para reaccionar). Empezamos a sustituir esos pensamientos por otros más positivos y más objetivos. Ella no era una persona despreciable; por el contrario, era una persona sensible, enormemente generosa, que estaba muy débil, pero que tenía capacidad para reaccionar y conseguiría hacerlo… Poco a poco, fue sintiéndose mejor con ella misma, aumentando su autoestima, recuperando poco a poco su confianza… Cuando ya la vimos preparada, empezamos la siguiente fase, con su hijo. Eran muchas las conductas y actitudes a corregir, y sabíamos que no podíamos contar con la ayuda del padre, pero podíamos empezar a poner determinados límites a las conductas agresivas y humillantes de su hijo. Este se quedó sorprendido cuando vio que, de repente, su madre no lloraba, no entraba en sus provocaciones y, cuando él se quejaba de algo, por ejemplo, de la comida, se levantaba, le quitaba el plato y lo tiraba a la basura. Con mucha paciencia y una perseverancia a prueba de todo, Aurora consiguió que su hijo, primero, se sorprendiera; luego, que se 63

quejase; después, que intentase provocarla por otros medios, y, finalmente, que empezara a cambiar las conductas hacia su madre. Su marido, al principio, se reía; después, incrementaba su agresividad, en la medida en que veía que Aurora reaccionaba y ponía límites a su hijo; pero llegó un momento en que le pasó como a su vástago, se quedaba atónito ante la firmeza y la seguridad que mostraba Aurora. Finalmente, cuando se sintió con fuerzas, cuando comprendió que había llegado al máximo de lo que podía conseguir en su casa, decidió que lo mejor para ella, y también para su hijo, era separarse, y con toda la decisión que le había faltado durante años, puso una demanda de separación y, curiosamente, en lugar de sentirse abrumada, por primera vez en mucho tiempo se sintió libre y en paz consigo misma. Cuando le preguntamos a Aurora qué era lo que más le había hecho reaccionar y lo que más daño le había causado en su relación, su contestación fue: —LA MENTIRA. La mentira en que vivía mi marido fue lo que más daño me causó, la mentira que empleó para embaucarme y conquistarme primero y para debilitarme después, una vez casados. Esas mentiras con las que intentaba hundirme, haciéndome creer que yo no valía nada, que era una persona miserable y cobarde, que había tenido la suerte de «engancharle» y vivir a su costa. Esas mentiras con las que me ridiculizaba delante de sus amigos. Esas mentiras con las que me hizo creer que mi familia y mis amigas me despreciarían si él les contase el tipo de persona asquerosa que yo era… En definitiva, esas mentiras que me dejaron sin fuerza, que me hundieron y que luego vi cómo mi hijo las repetía. Cómo se estaba convirtiendo en el mismo ser despreciable, egoísta y cruel que era su padre. —Tú sabes que eres una persona valiente y generosa, Aurora —le dije en la última sesión—, que has sido capaz de salir de una situación de constante maltrato y que has logrado lo que parecía un imposible. Tienes mucho mérito, la convivencia con alguien como tu marido, con los altos niveles de psicopatía que presenta, es un infierno para cualquiera, pero supiste poner punto final, y, a partir de este momento, se terminaron sus mentiras. Hoy te has ganado el derecho de vivir una vida libre, una vida de verdad: TU VIDA.

Es muy difícil escapar de las mentiras que utilizan las personas que presentan altos niveles de psicopatía, pues tienen una crueldad sin límites y una falta de empatía total. Estas personas no se sienten mal por lo que hacen, no experimentan pena ni remordimiento hacia el dolor y el sufrimiento que provocan; solo se rigen por sus propios códigos, por las mentiras que llenan sus vidas vacías de sentimientos y repletas de carencias.

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Son personas antisociales que saben elegir bien a sus víctimas. Nunca buscan a alguien como ellos; por el contrario, seleccionan a personas que sobresalen por su sensibilidad, incluso por su ingenuidad y por su empatía, por pensar en los demás ante que en ellas mismas. Para completar la tríada oscura, que mencionábamos al principio de este capítulo, nos falta mostrar cómo mienten las personas con altos niveles de maquiavelismo. De nuevo, son personas que abundan mucho más de lo que pudiéramos pensar.

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PERSONAS DESHONESTAS Y MAQUIAVÉLICAS QUE SOLO BUSCAN SU PROPIO BENEFICIO El término maquiavélico puede parecer muy restrictivo, pero si nos preguntásemos si conocemos a personas que buscan satisfacer sus deseos o necesidades, por encima de otras consideraciones, sin importarles el bienestar de los demás, seguramente, la mayoría contestaríamos de forma afirmativa. Comentábamos que las personas con puntuaciones altas en maquiavelismo tienden a decir más mentiras sobre sí mismas con el objetivo de manipular a los demás, siempre que no perciban que estas personas pueden vengarse o «pillarles».

Los maquiavélicos tienden a ser personas envidiosas, insatisfechas con su realidad y deshonestas en sus comportamientos, que mienten y traicionan fácilmente nuestra confianza y buscan dañar nuestra reputación.

Quizá una de las mayores dificultades que tenemos para identificarlas es que suelen ser personas populares, incluso en muchos casos socialmente influyentes, y que pueden tener éxito profesional. Un éxito que, con frecuencia, está anclado en conductas y actitudes muy egoístas con los que les rodean. Cuando ostentan situaciones de poder, por ejemplo en el trabajo, pueden provocar mobbing (acoso) hacia sus compañeros o sus colaboradores. El caso de Ángela nos ilustrará sobre cómo actúan estas personas.

El caso de Ángela

Cuando la conocimos, Ángela vivía en un estado de continua ansiedad. Era una persona muy agradable, sociable, competente profesionalmente, que suscitaba confianza y simpatía a su alrededor. Aunque pasó una temporada muy difícil cuando descubrió, cinco años atrás, que su marido la engañaba con una «amiga», se había repuesto de aquel trance y hacía un año que había vuelto a casarse. En el trabajo siempre había sido una persona muy valorada por sus compañeros y sus jefes. Ocupaba un puesto de responsabilidad, con dos personas a su cargo, y figuraba en la lista de personas con talento de su empresa, que seguían un plan de formación que facilitase su futuro desarrollo profesional. Estaba embarazada de seis meses y tenía un niño de seis años de su anterior matrimonio.

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Aunque todo parecía sonreírle, cuando vino a vernos estaba a punto de cogerse una baja por depresión.

Cuando analizamos su caso en profundidad, vimos que a una antigua compañera, a la que ella había ayudado mucho cuando entró en la empresa, la habían ascendido tres meses atrás, y ahora, que estaba a su mismo nivel, le hacía la vida imposible a nuestra protagonista. Ángela no acertaba a comprender qué estaba pasando. Ella siempre le había brindado su amistad y su ayuda a esta persona, por eso no se explicaba qué había sucedido, pero la realidad era muy evidente: jamás había tenido problemas con su jefe y últimamente este parecía desconfiar de ella; de hecho, le había llamado dos veces la atención por fallos que ella no había cometido, pero de los que esa compañera había responsabilizado a Ángela. Algo parecido estaba ocurriendo con otro compañero; de repente, sin saber la razón, este se mostraba muy suspicaz con nuestra protagonista. Otra sorpresa en la misma línea fue cuando una de sus colaboradoras le dijo que se sentía muy decepcionada con ella, que siempre la había considerado una gran persona y una excelente jefa, pero ahora se había dado cuenta que en realidad utilizaba a la gente para ascender en la empresa. Pero la gota que colmó el vaso fue cuando en una reunión del grupo de profesionales con talento de la empresa, se le acercó una amiga que la quería mucho, y le dijo que tuviera cuidado, que la famosa «compañera» pretendía descalificarla, haciendo circular una serie de mentiras sobre Ángela, para dañar su reputación. Ángela, que además estaba teniendo un embarazo difícil, se vino abajo, empezó con una ansiedad que afectaba a todos los aspectos de su vida, que le impedía descansar y que la agotaba, pues estaba en permanente estado de alerta. No paraba de preguntarse: ¿qué le he hecho yo? ¿Cómo puede decir estas mentiras sobre mí? ¿Qué puedo hacer? ¡No entiendo nada! Lo que a Ángela le resultaba más difícil de encajar eran las mentiras continuas que esta mujer difundía sobre ella. Los registros (anotaciones) que le pedimos sobre las conductas de esta «compañera» y sobre los sucesos «extraños» que se estaban produciendo en su trabajo nos desvelaron una realidad muy patente: estaba ante alguien con altos niveles de maquiavelismo, que cumplía todos los requisitos que se dan en estas personas. Su compañera mentía de manera constante; tergiversaba las confidencias que en algún momento le pudo hacer Ángela; tenía como objetivo dañar su reputación a fin de que la sacasen de la lista de personas con talento (y, de paso, poder optar ella a una promoción que prácticamente nuestra amiga tenía conseguida); sus conductas mostraban una envidia permanente: le fastidiaba hasta que fuese una chica físicamente agradable; se 67

apropiaba del mérito de trabajos que había realizado Ángela y su equipo, e intentaba, por todos los medios, que se hundiera física y emocionalmente, para que le dejase el camino libre. Afortunadamente, Ángela había pedido ayuda profesional, pues resulta muy difícil hacer frente a estas personas que mienten sin piedad, que tergiversan todo lo que ocurre a su alrededor, que se obsesionan con conseguir sus fines a costa de lo que sea; personas que no parecen tener límite en sus conductas deshonestas. Lo primero que hicimos, como siempre, fue centrarnos en recuperar a Ángela, en conseguir que volviera a sentirse bien consigo misma, que descansara, que su sueño fuera reparador, que no se despertarse en un estado de permanente ansiedad, que no cayera en las provocaciones constantes de esa compañera y que empezara a recoger pruebas y evidencias irrefutables que demostrasen hasta dónde llegaba su maquiavelismo. Ángela lo hizo muy bien. Cuando consiguió las primeras pruebas habló con su jefe, con su equipo, con las personas con las que trabajaba todos los días y puso al descubierto los hechos que demostraban las mentiras continuas en que incurría esta compañera. Como buen prototipo de persona maquiavélica, cuando vio que su plan podía volverse en su contra, empezó a recular e intentar sofocar «el incendio», y en parte lo consiguió, logró que su jefe directo no tomase represalias contra ella, lo convenció de que en realidad todo era un cúmulo de malentendidos, que nunca había existido mala intención por su parte y que no volvería a suceder. Su jefe la creyó, pero ante la mayoría quedó en evidencia. Ángela, que no era una persona beligerante, llegó un momento en que se sintió satisfecha con lo conseguido y consideró que no merecía la pena seguir desenmascarando a la conspiradora. —Tú verás —le dije—; es lógico que quieras terminar con esta pesadilla, aunque esta mujer volverá a las andadas, e intentará buscar nuevas víctimas, y quizá ahí te plantees si no debías haber concluido el trabajo que has empezado; de todas formas — remarqué—, si le haces ver que aún te quedas con una serie de pruebas, que sacarás a la luz en cuanto vuelva a intentar algo parecido, es posible que se controle algo más cuando tenga la tentación de volver a hacer con alguien lo que intentó contigo.

El único límite ante el que reacciona una persona maquiavélica es cuando piensa que sus mentiras pueden volverse en su contra. Debemos impedir que abuse de nuestra generosidad quien es capaz de actuar desde la envida, la mentira y la crueldad.

Ángela observó que en el caso de esta persona podíamos descubrir que mentía a través de algunos indicadores que, en ella, siempre se daban: 68

Mostraba gran rigidez en los movimientos de sus manos y de sus piernas. Poseía poca inmediatez; es decir, tardaba en responder ante algunas preguntas directas. Alargaba las pausas en sus respuestas. Elevaba mucho el tono de su voz. De todos modos, no pensemos que todas las personas que presentan altos niveles de psicopatía mienten de la misma forma. Recordemos que no es fácil detectar cuándo alguien miente, y que solo un entrenamiento exhaustivo y una observación muy rigurosa nos permitirán descubrir los indicadores de que alguien está faltando a la verdad. Una vez vistos ejemplos de esta tríada oscura: narcisismo, psicopatía y maquiavelismo, vamos a exponer otros casos en que personas, sin estas características en su personalidad, también son capaces de hacer de la mentira el eje de sus vidas. Empezaremos por una mentira muy dolorosa: aquella en que nos autoengañamos y nos mentimos a nosotros mismos.

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PERSONALIDAD Y BAJA AUTOESTIMA: EL AUTOENGAÑO. MENTIR PARA ENCUBRIR NUESTROS FRACASOS De nuevo, esta es una conducta que podemos aprender ya desde la infancia. Alumnos que pasan de dar excusas para justificar sus notas a mentir sobre ellas; adolescentes que no han alcanzado las expectativas y buscan atajos para eximir responsabilidades… Pero mentir para encubrir fracasos también es propio de personas inseguras, con la autoestima baja, con poca confianza en sí mismas…, que piensan que el éxito es sinónimo de valía y tratan de representar un «papel» ante los demás, y que, a veces, terminan por creerse sus propias mentiras. El siguiente caso nos puede resultar muy ilustrativo. En él podemos ver muy bien los mecanismos del autoengaño.

El caso de Sagrario

Sagrario tenía 37 años cuando vino a vernos. En principio, se sentía muy insatisfecha en todas las áreas de su vida: con su marido, con sus hijos, con su trabajo, con sus amigos… Cuando alguien nos dice que «todo va mal», nos preparamos para un intenso trabajo. Lo habitual en estos casos es que la persona esté instalada en la queja, que su estilo de pensamiento sea bastante rígido y que se muestre muy resistente a realizar determinados cambios. Según nos contaba, se había pasado la vida esforzándose y, sin embargo, se sentía profundamente insatisfecha. Era una mujer atractiva, a simple vista parecía alegre y simpática, que tendía a caer bien al principio en sus relaciones, pero llegaba un momento que la gente parecía cansarse de ella. Su formación era buena, pero desde hacía catorce años seguía en el mismo puesto de trabajo; por alguna razón, en su empresa no la habían promocionado y esta era otra de las «espinas» que tenía clavadas.

Cuando empezamos a trabajar con ella, vimos que un área que también le preocupaba mucho eran sus relaciones sexuales, pues eran poco satisfactorias y le costaba alcanzar el orgasmo con su marido. Pronto descubrimos que algo no encajaba. Estábamos ante una persona agradable, bien preparada, simpática y ocurrente, sin especiales problemas en su entorno, pero que, al cabo del tiempo, parecía suscitar un cierto rechazo. La evaluación que efectuamos no dejó lugar a dudas. Sagrario era una persona muy rígida, con un nivel de autoexigencia altísimo hacia sí misma y hacia los demás. Hasta 70

que terminó la carrera había tenido mucho éxito (buena estudiante, chica guapa y simpática…), y ahora se sentía muy frustrada y profundamente insatisfecha con todo lo que la rodeaba. Vimos que incluso su mejor amiga también se había distanciado de ella y apenas la veía, con la excusa de que andaba muy mal de tiempo. Su marido la quería mucho, pero se sentía incapaz de combatir el estado de frustración constante que tenía su mujer. Por otra parte, reconocía que sus relaciones sexuales no eran buenas, aunque, profundizando, nos comentó algo que resultó definitivo: curiosamente, Sagrario siempre se había mostrado muy sexual y satisfecha con las relaciones sexuales; de hecho, solo hacía cuatro meses que ella le había confesado a su marido que, en realidad, lo hacía para que él se sintiera bien, pero que raramente alcanzaba el orgasmo cuando estaban juntos, ¡y llevaban diecicocho años manteniendo relaciones íntimas! Con sus hijos tampoco la relación era buena; algo mejor con el niño, que era el pequeño, pero de nuevo se sentía muy defraudada con ellos: pensaba que no eran capaces de reconocer el sacrificio que ella hacía, cómo se pasaba el día corriendo para que todo funcionase bien en sus vidas… Cuando le pedimos que escribiese literalmente lo que pensaba en esos momentos de insatisfacción, que anotase todas las preguntas y las quejas que le surgían al cabo del día, vimos que no se concedía un momento de paz y de alegría, y cuando ahondamos en el estilo de sus pensamientos, en los mecanismos de sus emociones, en su forma de analizar el mundo, de examinar de forma constante a las personas que la rodeaban, su problemática emergió al exterior. Primero se hizo visible la punta del iceberg, pero pronto surgió toda la insatisfacción que había acumulado durante los últimos catorce años, y que empezó a desencadenarse justo después de terminar sus estudios. En ese instante pasó de ser una estudiante atractiva, desinhibida, alegre y de éxito, tanto en el aspecto académico como en sus relaciones sociales, donde tenía casi a la mitad de los chicos de la clase «enamorados» de ella, a convertirse en una persona responsable, con novio formal, que debía intentar conseguir un trabajo cuanto antes, pues además en su casa estaban atravesando una crisis económica importante. A partir de ese momento, Sagrario trató de convencerse a sí misma de que empezaba otra nueva etapa, que exigía un comportamiento diferente por su parte. Aunque era una persona muy creativa, el trabajo que consiguió era bastante técnico, poco adecuado a su perfil, y aunque su novio le insistió en que no lo cogiera, pues no la veía para ese cometido, Sagrario decidió que era un gran éxito ser de las primeras de su promoción que lograba un trabajo, por lo que, aunque no le gustaba nada el contenido, se engañó a sí misma y pensó que era un puesto muy adecuado para ella, que, si hasta ahora había conseguido todo lo que había querido, esto también lo lograría. Así que se puso manos a la obra, comentó a sus amigos, a su familia y a todo el que la quisiera oír que había conseguido el trabajo de su vida e intentó adaptar su imagen y su forma de actuar 71

para aparentar más edad y generar mayor confianza entre sus compañeros, su jefe y los clientes. A partir de ahí, Sagrario cambió, y cambió profundamente y para peor; en realidad, dejó de ser ella misma, para convertirse en alguien que no existía. Si eres muy creativa, no es fácil que además seas ordenada y rigurosa en el trabajo, y eso le empezó a pasar factura a nuestra amiga. Por más que resultaba evidente para todos (para sus compañeros, su jefe…) que no se le daba bien su trabajo, que no tenía aptitudes para ello, Sagrario no lo admitió y siguió engañándose a sí misma y buscando disculpas del estilo de que todos le tenían envidia, que su jefe temía que ella brillase más que él y por eso era tan duro con ella, que le perjudicaba ser guapa y joven… Entró en una dinámica muy autodestructiva: se vestía como una señora mayor, no se arreglaba, siempre se mostraba seria (pensando que eso le daba puntos), y se empeñaba en lo imposible: triunfar en un trabajo que no se adecuaba para nada a su perfil. Al cabo de dos años Sagrario se había convertido en una persona muy amargada, resentida, huraña y, en no pocas ocasiones, agresiva con su entorno, con sus compañeros, su jefe, su marido, sus amigos, sus padres… Fue como si se embarcara en una cruzada contra el resto del mundo, por más que su marido le dijo que podía encontrar otros trabajos, no quiso escuchar a nadie que le aconsejara marcharse, pues para ella sería un gran fracaso, el primero importante de su vida. Al principio, trató de disimular y a su familia y a sus amigos les decía que todo iba bien, que estaban encantados con ella. Cuando pasaron ya unos años y la gente se extrañaba de que no progresara, que no le dieran puestos de más responsabilidad, de nuevo se engañó y se autoconvenció de que estaba siendo objeto de mobbing en el trabajo. La espiral cada vez se hizo más grande, hasta que Sagrario empezó a creerse sus propias mentiras, a pensar que todos se habían confabulado contra ella; a partir de ahí, se convirtió en la persona insatisfecha y agresiva que era ahora. Todo el resto de su mundo rodó por una pendiente. Con sus padres tenía una relación durísima: no paraba de reprocharles que la obligaran a ponerse a trabajar nada más terminar la carrera, lo cual no era cierto; consideraba que su marido tenía más éxito profesional gracias al sacrificio que ella hacía, lo cual tampoco se correspondía con la realidad; en cuanto a sus problemas en el trabajo, al principio mintió a sus amigos y les dijo que era la «reina» de su empresa, y como al cabo de un tiempo esa mentira era insostenible, buscó excusas para enfadarse con ellos; sus hijos adoraban a su padre (que era mucho más simpático y cariñoso con ellos), y decidió que eran unos ingratos que no reconocían su esfuerzo y su valía. Cuando por fin Sagrario se miró de verdad al espejo, cuando dejó de buscar atajos, fue capaz de descubrir y asumir su verdad; esa verdad llena de amargura, de análisis 72

erróneos y de tensiones innecesarias. Sagrario admitió que se había equivocado con la elección del trabajo y no supo, ni quiso, rectificarlo. Ella era muy creativa, tenía un perfil incompatible con su puesto en la empresa, pero se resistió a admitir su primer fracaso, y con ello entró en una dinámica de mentiras constantes y de insatisfacciones permanentes. Desde la psicología, lo que le ocurrió fue muy claro. Dejó de ser la chica alegre, simpática, ocurrente, llena de éxito y glamour con los chicos, y se convirtió en una persona amargada en cuanto dejó de ser ella misma, para intentar ser la antítesis; es como si hubiera matado lo más genuino de su ser. El resto vino añadido. En el fondo era una persona rígida e insegura, que quería agradar. En realidad, a ella le habría gustado aplazar sus primeras relaciones sexuales con su novio; de hecho, aunque tomaban precauciones, siempre tuvo mucho miedo a quedarse embarazada, y, curiosamente, a pesar de su atractivo, no se gustaba desnuda, por lo que su comportamiento en la intimidad era muy poco espontáneo; no obstante, no quería reconocer sus miedos ni sus limitaciones, y por eso fingió durante años en las relaciones sexuales. Con sus amigos de siempre no quería que viesen que no había triunfado, de manera que, al principio, les mintió y, al cabo del tiempo, cuando era imposible mantener sus mentiras, terminó alejándose de ellos. Con las personas del trabajo, en realidad nunca se había mostrado como era, y la persona falsa en que se había convertido suscitaba rechazo en los demás. Al final…

... esa primera mentira dirigida a nosotros mismos se convierte en una negación de nuestras posibilidades de ser felices.

Pero una vez que Sagrario admitió que se había engañado a sí misma, nos propusimos que recuperase su confianza e incrementase su autoestima y, cuando por fin lo consiguió, decidimos que era el momento de cambiar de trabajo, de buscar algo que de verdad se adecuase a su auténtica forma de ser, a la creatividad y el ingenio que llevaba dentro. Empezó muy desde abajo en su nuevo trabajo pero, curiosamente, en menos de dos años había conseguido una importante promoción. Volvió a vestirse como a ella le gustaba, y no como pensaba que debía hacerlo, poco a poco recuperó su alegría y su espontaneidad y, cuando se quiso dar cuenta, sus hijos estaban encantados con esa nueva madre que había surgido. Cuando Sagrario se reconcilió consigo misma, volvió a nacer a sus 37 años, pero con la ventaja que da una vida intensamente vivida.

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Las mentiras que causan más infelicidad y que son más difíciles de erradicar son las que nos decimos a nosotros mismos.

Al cabo de unos meses había recuperado a sus amigos más íntimos. Todo sucedió de una forma bastante natural; al principio tuvo que esforzarse para llamarles y quedar con ellos. Le costó conseguirlo. Se mostraron reticentes; en realidad, no les gustaba aquella mujer oscura e insatisfecha en que se había convertido, pero cuando descubrieron que había vuelto la Sagrario de antaño, que lejos de formular continuos reproches, se la veía de nuevo feliz, abandonaron sus reticencias y le abrieron otra vez las puertas de su amistad. Al cabo de un par de meses le preguntaron qué le había pasado para que hubiese cambiado tanto, por qué se había mostrado tan enfadada con el mundo, tergiversando todo lo que pasaba a su alrededor. A Sagrario le costó no mentirles, pero habíamos trabajado mucho para que dijera la verdad, así que les reconoció que todo venía de la insatisfacción consigo misma, de su falta de éxito profesional, de la amargura del primer gran fracaso de su vida. Fue muy clarificador cuando sus amigos le comentaron que eran conscientes de que algo fallaba. «Ahora lo entendemos —le dijeron —, TE MENTÍAS A TI MISMA. Estabas siempre enfadada y te mostrabas muy agresiva; a la mínima buscabas una excusa para hacernos sentir mal». Efectivamente…

... a veces, cuando nos mentimos a nosotros mismos, la forma de manifestarlo hacia el exterior es con una actitud muy agresiva, llena de reproches continuos que tratan de justificar nuestra profunda insatisfacción.

Sagrario aprendió la lección, se dio cuenta de que no podemos engañarnos permanentemente, de que somos humanos y como tales nos equivocamos. Fue consciente de que…

... el problema no es cometer errores, la tragedia es no asumirlos.

Si nos negamos a ver nuestros fallos, no aprendemos; no seremos capaces de rectificar y de incorporar la sabiduría que nos ofrece la experiencia. Pero si resulta muy duro mentirnos a nosotros mismos, hay otro tipo de mentira que también resulta muy dolorosa, y difícil de admitir: cuando mentimos para caer bien a los demás. 74

PERSONAS INSEGURAS Y CON ALTOS NIVELES DE ANSIEDAD. MENTIR PARA CAER BIEN A LOS DEMÁS Los psicólogos sabemos que esta es una de las mentiras más frecuentes. ¡Cuántas personas mienten para intentar agradar y ofrecer la imagen que creen que los demás esperan de ellas! Es lo que llamamos deseabilidad social.

Mentir para caer bien a los demás es lo que hacen especialmente las personas inseguras, con altos niveles de ansiedad y baja autoestima.

Con frecuencia, para encubrir las mentiras anteriores, pueden encadenar una mentira tras otra. Cuando esta circunstancia ocurre en el seno de las relaciones familiares o de pareja, llega un momento en que, tarde o temprano, estas mentiras se hacen muy visibles; por el contrario, cuando ocurre con extraños, tienden a quedar en la impunidad. La persona que miente para intentar agradar o sorprender favorablemente vive en una especie de realidad «paralela», en la que puede llegar a inventar en todas las esferas de la vida: en relación con el trabajo, respecto a sus ingresos, a sus propiedades, a su familia, a los amigos que tiene… Al final, su existencia se convierte en un estado de intranquilidad permanente, aunque a veces, de tanto mentir, la frontera entre la verdad y la mentira resulta difícil de distinguir para ellas mismas, y terminan por creerse parte de sus mentiras. Lo más habitual es que un día todo salte por los aires y aflore tal entramado de mentiras que incluso las personas más cercanas se extrañen de no haberse dado cuenta antes de lo que estaba pasando. El caso de Verónica nos puede resultar muy ilustrativo.

El caso de Verónica

Verónica tenía 24 años cuando todo su mundo saltó por los aires. Siempre había vivido intentando agradar a los que tenía a su alrededor, y si para eso tenía que inventarse algo, lo hacía sin ningún tipo de pudor, por lo que sus padres estaban muy alertas ante sus mentiras y sus fantasías. Pero lo que había sido una especie de juego terminó convirtiéndose en un hábito muy peligroso. Verónica no había tenido éxito en los estudios, pero poseía una habilidad especial para las relaciones sociales, y pronto encontró un trabajo que le iba a la medida: dependienta en unos grandes almacenes. Ahí sí que había triunfado, y como una parte de

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su salario eran comisiones por sus ventas, todos los meses conseguía un sueldo muy aceptable, claramente por encima de la media de sus compañeros. Verónica se sentía triunfadora en el terreno laboral, tanto que, para impresionar, le hizo creer a su novio que su salario era casi un 50 por ciento más alto de lo que en realidad cobraba, y que tenía ahorrada una cantidad importante de dinero. El problema vino cuando su novio le dijo que había encontrado una buena oportunidad, un piso a muy buen precio, y como podían permitirse dar la entrada, le pidió que pusiera su parte…

Entonces fue cuando comprendió que necesitaba ayuda y, siguiendo el consejo de sus padres, vino a vernos. Parece que, como era habitual en ella, al principio trató de buscar una excusa; primero le dijo a su novio que el piso no le gustaba, a continuación le comentó que, en realidad, había prestado parte del dinero a una amiga que se encontraba en una situación delicada, pero el novio le insistió que ya era hora de que se lo devolviera y que le reclamase el dinero. Como veía que por ahí no conseguía parar el golpe, les pidió a sus padres el dinero que le faltaba, pero estos, que estaban muy preocupados al ver que Verónica derrochaba sin parar, le dijeron que NO, que aprendiese a ahorrar y que, si necesitaba el dinero, lo pidiese al banco para que se acostumbrase a no gastar tanto. Sin embargo apenas dos días después de esta conversación, los padres tuvieron la confirmación de que su hija había vuelto a mentir. Se enteraron cuando el novio de Verónica les llamó por teléfono y les insistió para que la convencieran de que le pidiese a su amiga el dinero que le había prestado, pues tenían una buena oportunidad para dar la entrada para un piso, y no entendía las pegas que ella ponía. A partir de ahí, es fácil adivinar lo que ocurrió. Los padres llamaron a Verónica a capítulo y esta, al principio, intentó decir que había sido una confusión, que su novio no había interpretado bien lo que ella le había dicho…, pero al final ¡se vino abajo! y terminó confesando hasta dónde llegaban sus mentiras: había mentido al novio con el sueldo que ganaba, con los ahorros que tenía, incluso con lo que ganaban sus padres… Su argumento fue muy claro: —Mi novio viene de una familia con dinero, nunca les ha faltado de nada, a los 18 años sus padres le compraron un coche carísimo, siempre fue bien en los estudios, tiene un buen trabajo…, así que yo ¡no le podía contar la verdad!, por eso le dije que ganaba mucho más, que me habían hecho jefa, que tenía ya bastante dinero ahorrado, que vosotros también tenéis una buena posición económica… ¡No podía hacer otra cosa! Sus padres estaban desolados: cuando por fin Verónica parecía que había encontrado a un chico serio y responsable (había tonteado con otros chicos poco recomendables), resultó que de nuevo ¡volvía a las andadas!, y había hecho de su relación una mentira constante. 76

Lógicamente, cuando vimos a Verónica, todo su interés era ver cómo podía salir del paso sin contarle la verdad a su novio. Este es uno de los momentos más difíciles de nuestro trabajo: convencer a una persona que tiene que afrontar las consecuencias de sus mentiras, y además hacerlo sin buscar excusas. Como bien nos podemos imaginar, nuestra amiga no solamente había mentido a su novio sobre su sueldo, ahorros, dinero de la familia; también había extendido estas mentiras a su entorno más cercano, incluyendo los amigos y los padres de su novio. El primer objetivo fue diseñar un programa para que Verónica fuese capaz de dejar de mentir. Para conseguirlo, teníamos que elevar de inmediato su autoestima (lo que no era fácil en las circunstancias actuales) y mejorar la confianza en sí misma. Simultáneamente, le dijo a su novio que había venido a consulta pues le había mentido en relación a su salario y sus ahorros, y sabía que no volvería a confiar en ella si no trabajaba esa inseguridad suya, que le había llevado a falsear la realidad. Verónica le comentó que, en realidad, ella lo sentía tan superior que le dio miedo confesarle la verdad, pues, en contra de lo que pudiera parecer, en el fondo era una persona que se valoraba bastante poco a sí misma, que se sentía muy fracasada en los estudios y que pensaba que no podría gustarle a alguien como él; un chico triunfador, con una familia estupenda. Su novio se quedó impactado; no era capaz de reaccionar. No entendía cómo le había podido mentir así, pero como la quería, y mucho, accedió a no cortar la relación en ese momento y darle el margen de tiempo que Verónica le pidió. Su mayor miedo era que ella no fuese capaz de comportarse como una persona «normal» y siguiera en esa espiral de mentiras y fabulaciones. Finalmente, él le preguntó si podía ayudarla de alguna manera y ella le pidió que viniera a vernos. Se ve rápido cuándo una persona está muy enamorada de otra, y este era el caso de su novio. Le explicamos el mecanismo que había llevado a una chica como Verónica a mentir, siempre condicionada por sus deseos de buscar la aceptación de los demás. Le contamos los peligros que esto tenía, la vulnerabilidad que su novia presentaba ante la valoración de las personas de su entorno y cómo él la podía ayudar. No resulta fácil estar alerta por una parte ante la inclinación a mentir que tiene la persona a quien quieres, y por otra parte darle la seguridad y la confianza que necesita. La realidad es que su novio lo hizo muy bien. Supo mostrarse exigente cuando la ocasión lo requería, y cariñoso y cercano en los momentos en que era consciente de que ella lo estaba pasando mal. Por su parte, Verónica siguió escrupulosamente el programa que diseñamos para que pudiera ser una persona con más confianza en sí misma, libre, en cuanto a no que no dependiera tanto de la valoración de los demás para sentirse bien, a la par que hacía frente a ese hábito tan arraigado que la llevaba a mentir sin ninguna necesidad. ¡Le costó un mundo!; estuvo a punto de abandonar dos veces. Se sentía incapaz porque, sin darse

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cuenta, de repente había vuelto a mentir a un compañero, a un cliente…, pero siguió y siguió hasta que logramos el objetivo. Sus padres también jugaron un papel muy importante en el programa. En su caso, estuvieron muy atentos al mínimo signo que veían, y actuaron con decisión y dureza (en los términos que habíamos convenido), pero también le ofrecieron toda su fuerza, toda su confianza en su auténtica valía, en sus posibilidades de alcanzar la meta. La convulsión en la pareja fue tan importante que, cuando ya estaban conseguidos los primeros objetivos, su novio pidió un tiempo de reflexión; se había desgastado mucho en todo el proceso, su familia se había enterado de la mentira de Verónica y, aunque hasta esa fecha ella les había caído bien, intentaron por todos los medios que él la dejase. Verónica fue consciente de que podía perderle, pero asumió que ese era el riesgo que había corrido con sus mentiras, y el coste que le serviría para vacunarse, para que jamás volviese a encontrarse en una situación parecida. —Quizá esta relación me llegó demasiado pronto —reflexionó en la consulta un día —; habría sido mejor que le hubiese conocido ahora, cuando ya soy dueña de mis actos y puedo controlar mis mentiras. —Quizá —contesté—, pero, seguramente, solo con una amor tan grande como el que tú sientes por él has conseguido la fuerza y la determinación que has tenido para superar tu dependencia de la valoración de los demás. Esa dependencia que te llevaba a una mentira tras otra. Al final, pasados tres meses, su novio le dijo que la echaba muchísimo de menos y que, aunque aún tenía mucho miedo de volver a sufrir un desengaño, sentía que los dos se merecían una nueva oportunidad. Al principio, su relación fue muy difícil, hasta que él se convenció de que el cambio era auténtico y que Verónica estaba «vacunada». Curiosamente, el momento en que por fin creyó que los dos estaban a salvo fue después de una dura conversación con los padres de él. Estos le recriminaron a Verónica su conducta pasada y le dijeron que no confiaban en ella, que estaban muy disgustados de que su hijo estuviera tan «enganchado» y que estarían siempre alertas. Verónica les contestó que lo entendía, que probablemente en su caso ella haría lo mismo y que no quería prometerles nada, pues sabía que su palabra para ellos no tenía ningún valor, pero que esperaba demostrarles con los hechos que había cambiado, que había aprendido a fuego la lección. Ese día su novio le preguntó por qué no les había contado lo de su promoción en el trabajo (una promoción absolutamente real y ganada con mucho esfuerzo). Verónica le contestó que no necesitaba hacer méritos ante ellos, que esa fase de intentar buscar la aprobación de los demás se había terminado, que esperaba que poco a poco la fuerza de la realidad los convenciera de su cambio, pero que, en última instancia, con quien necesitaba sentirse bien era consigo misma, y que estaba segura de que si lo conseguía no volvería a mentir.

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Por suerte, nuestra protagonista fue capaz de salir del hoyo más profundo, de reaccionar y entender que se debía un respeto, que su valía no estaba en lo que opinasen los demás, sino que radicaba en sí misma, en la coherencia que demostrase en su vida. Cuando Verónica se dio cuenta de que para sentirse bien no necesitaba el beneplácito de los demás, por fin alcanzó la libertad y el bienestar que tanto había anhelado desde que era pequeña, desde los tiempos en que fracasaba en los estudios. Tanto su novio como sus padres se preguntaban cómo podía mentir tan bien, y cómo podían detectar sus mentiras. Les pedimos que recordasen, que analizasen con rigor, cómo era la conducta de Verónica cuando mentía; los tres reconocieron que había una señal clara e inequívoca: cuando contaba una mentira, sonreía mucho, miraba intentando agradar al máximo y enfatizaba demasiado lo que decía; era como si necesitase poner mucha fuerza en su expresión, para hacer más creíble su mentira. En situaciones como la de Verónica, sí que intentamos que las personas que las quieren conozcan los mecanismos y la puesta en escena de sus mentiras, pues al principio el hábito lo tienen tan arraigado que les cuesta un mundo no mentir, casi lo hacen sin darse cuenta. Por ello, cuando las personas cercanas les dicen ¡ALTO!, les ayudan a que puedan reaccionar y cortar la mentira en el origen. De esta forma, su entrenamiento para decir la verdad es más rápido y eficaz. Pero no nos confundamos, resulta muy difícil dejar de mentir cuando experimentas deseabilidad social; cuando erróneamente sientes que, para sentirte bien, necesitas dar la imagen que tú crees que los demás esperan de ti. Verónica lo consiguió porque llegó un punto en que todo lo que valoraba se venía abajo, en que sus mentiras rebotaron contra el muro de la verdad y tuvo un gran objetivo, una gran ilusión para luchar: sentirse bien con ella misma y no necesitar la aprobación de los demás. Si somos capaces de valorarnos, de encontrarnos bien con nosotros mismos, no dependeremos tanto de lo que opinen los otros.

Si aprendemos a querernos bien, habremos conquistado nuestra independencia y nuestra libertad.

Verónica superó su tendencia a mentir y lo consiguió cuando dejó de buscar excusas; excusas a las que constantemente acuden quienes no tienen control sobre sus emociones y sus conductas.

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LOS INTROVERTIDOS MIENTEN MÁS QUE LOS EXTRAVERTIDOS Las personas introvertidas, en general, no se sienten cómodas en las relaciones sociales; de hecho, buscan cualquier excusa para evitar esas interacciones que les provocan ansiedad. Por el contrario, los extravertidos disfrutan cuando están con otras personas; el contacto con los demás les llena de energía y vitalidad y, a diferencia de los anteriores, pueden sentirse ansiosos cuando están solos. Sabemos que no existen personas cien por cien introvertidas o extravertidas, pero sí que prevalece una tendencia sobre la otra en nuestra forma de sentir y comportarnos. Con frecuencia, el introvertido piensa que es más «profundo» que el extravertido, pero le gustaría tener su «don de gentes», esas habilidades que le permiten sentirse cómodo en presencia de otros. Pero ¡cuidado con los estereotipos! Por ejemplo, los introvertidos pueden ser grandes oradores; eso sí, les cuesta menos hablar ante un auditorio de cien personas que tener una conversación a solas con una. Los psicólogos sabemos que son muy frecuentes las parejas mixtas; los extravertidos tiran de los introvertidos para que se relacionen más, para que no se encierren y tengan una visión más positiva de la vida; en definitiva, para que aprendan a divertirse y no se tomen la vida tan «en serio»; en contraposición, el introvertido aporta profundidad en sus análisis, pues generalmente su capacidad de observación y de reflexión es alta. En relación con el tema de la mentira, los resultados parecen claros, así las investigaciones de D. A: Kashy y B. M. DePaulo (1996) y B. Weiss y R. S. Feldman (2006) concluyeron que…

... los introvertidos mienten más que los extravertidos.

El siguiente caso nos puede servir muy bien para ver cómo se comportan ante la mentira una pareja «mixta» (hombre introvertido y mujer extravertida).

El caso de Raúl y Carla

Raúl y Carla llevaban quince años juntos. Se habían casado hacía once años y tenían un hijo de 10 y una niña de 8 años. Era una pareja que llamaba bastante la atención. Él era muy reservado y se le veía incómodo en las relaciones sociales; por el contrario, Carla era una persona simpática y alegre, que disfrutaba mucho rodeada de gente.

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Se habían conocido en una boda, cuando tenían 26 y 23 años respectivamente. Ambos eran amigos de los novios y les habían sentado en la misma mesa, pero mientras Carla había disfrutado al máximo y no había parado de reír y charlar con todos los invitados, Raúl, por el contrario, apenas había abierto la boca, hecho que llamó bastante la atención de Carla, hasta el extremo de sentir curiosidad por un chico que parecía tan serio, tan distraído y absorto en sus pensamientos, en medio de la multitud. Al final, Raúl se había sentido extraordinariamente cómodo con nuestra amiga y consiguió entablar una conversación sobre temas diversos, que a Carla le resultaron muy interesantes. Se casaron a los cuatro años y todo iba aparentemente bien, hasta que sus formas de ser tan distintas empezaron a chocar. Lo que antes les hacía gracia, ahora les exasperaba, y Raúl volvió a las andadas, a demostrar su faceta más solitaria y menos sociable. Él se refugiaba mucho en su trabajo, pero surgió un problema cuando cometió un error importante; se había equivocado en un cálculo de un proyecto y, al darse cuenta, lejos de admitir públicamente su fallo, trató de ocultarlo y para ello empezó a encadenar una serie de mentiras, que le llevaron a un estado de ansiedad permanente.

Cuando vino a vernos, llevaba dos meses sin poder desconectar; no descansaba bien por las noches y su rendimiento en el trabajo se había resentido al máximo. Su jefe le había preguntado en dos ocasiones qué le pasaba, pues se alteraba con cualquier contratiempo y estaba empezando a mostrar una irritabilidad que no era propia en él. En casa, la convivencia hacía aguas por todos los sitios. Con sus hijos se mostraba implacable y muy impaciente. A la mínima saltaba, les regañaba y no paraba de castigarles, hasta el punto de que su mujer, contrariamente a lo que era habitual en ella, se sentía en la obligación de liberar a los niños de unos castigos que consideraba desproporcionados e injustos. La semana anterior Carla le había dicho que necesitaban hablar, y ante las excusas de Raúl, una noche en que ya estaban acostados los niños, le dijo: —Raúl, sé que algo te preocupa; tú no eres una persona injusta, ni déspota, pero llevas una temporada que estás muy agresivo con los niños, que saltas a la mínima en casa, que no descansas por la noche y que todo te molesta, ¿qué ha ocurrido, qué te preocupa tanto para que hayas cambiado de esta forma? La respuesta de Raúl fue que estaba cansado y que lo dejase en paz, pero Carla, lejos de callarse, le pidió que no mintiera, que la mirase a los ojos, que repitiera otra vez que no pasaba nada, porque si era así, ella no aguantaba más. Le dijo que trabajaba tanto o más que él (Carla era consultora y tenía un horario muy extenso y un trabajo con mucha presión).

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—Pero eso —añadió— no me impide tener buena cara e intentar estar bien con los niños; no me impide ocuparme de gran parte de las cosas en la casa, mientras que tú te encierras en ti mismo y apenas colaboras; no me impide intentar crear un buen ambiente en esta familia, contestar a los amigos y a tus padres cuando llaman… Y no me impide ser lo suficientemente inteligente como para darme cuenta de que algo grave te pasa, y —concluyó— más vale que me digas qué te ocurre Raúl, porque de lo contrario tendré que pedirte que te vayas de casa, que nos dejes tranquilos, hasta que hayas resuelto tus problemas y hayas encontrado la paz que ahora no tienes. Finalmente, Raúl estalló y le confesó sus miedos y sus mentiras. Le dijo que llevaba varios meses angustiado en el trabajo, sin saber cómo salir del atolladero en que se había metido. Carla, que siempre había sido muy pragmática, le dijo que necesitaba ayuda profesional. Raúl se resistía esgrimiendo aquello de que nadie podía ayudarle, que el fallo estaba ahí y ningún psicólogo podía hacer que no hubiera ocurrido. Carla sentenció: —El fallo está ahí, pero un psicólogo te ayudará a salir de la situación en que te has metido y te hará ver que no te puedes pasar la vida huyendo o mintiendo.

En la mayoría de los introvertidos, sus mentiras son muy elaboradas, muy pensadas y muy argumentadas, por lo que resulta difícil descubrirlos.

Cuando hicimos un análisis en profundidad de lo que había ocurrido en los últimos meses, pero también de los patrones de actuación que se daban en Raúl, este se quedó muy sorprendido al constatar con qué frecuencia mentía, cómo había desarrollado un hábito y una facilidad extraordinaria para mentir, para elaborar excusas o eludir responsabilidades. Lo llevaba haciendo tanto tiempo, durante tantos años, que muchas veces no era consciente de ello. Como suele suceder en estos casos, la solución a lo que más le preocupaba no fue tan difícil: hubo una modificación del proyecto y entonces pudo subsanar su error; eso sí, admitiendo previamente que había cometido algún fallo en los cálculos anteriores. En cuanto se quitó el peso de encima de esa serie de mentiras encadenadas, que pensó que le costarían su puesto de trabajo, se relajó y empezó a ser la persona reservada pero cordial y paciente que todos conocían. Lo más complicado fue que admitiera su tendencia a mentir, pues si no lo hacía, difícilmente podríamos trabajar en la detección y superación de sus mentiras. Su mujer fue clave en el proceso. A petición nuestra, y con su consentimiento, vino un día a sesión y ahí le expuso que, en realidad, a ella no le preocupaba que fuera serio, que pudiera quedar y salir con los amigos, que buscase siempre excusas para estar solo en casa, que no le promocionasen en su trabajo, seguramente por su carácter, pero lo que sí que le importaba era que mintiese. —Y tú —le dijo— mientes mucho, tanto que a veces creo que no te das ni cuenta. 82

En esa sesión le indicó que ella lo conocía, que era consciente de sus limitaciones, pero lo que no iba a admitir era que sus hijos tuvieran el ejemplo de un padre que, además de poco sociable, fuera un mentiroso. Concluyó su exposición con una frase muy contundente: «O controlas tus mentiras, o no eres digno de vivir nuestra verdad, la de tu hijo, tu hija y la mía». Raúl aún intentó mostrar algunas resistencias las semanas siguientes, pero como le pedíamos que anotase literalmente lo que pasaba entre una sesión y otra, no tuvo más remedio que rendirse a los hechos. Por fin, se dio cuenta de que mentía, de que incluso lo hacía en asuntos irrelevantes, y lo hacía para evitar respuestas extensas que llevasen a conversaciones que no le apetecía tener; mentía cuando le preguntaban en el trabajo cómo iba todo: siempre contestaba con un lacónico: «¡Todo bien!» —aunque en una de esas ocasiones en que sus compañeros le veían con gesto ausente, su hijo había cogido una infección que les tenía muy angustiados a él y su mujer—; mentía cuando los amigos le preguntaban por su futuro profesional (que estaba estancado desde hacía varios años), y él decía que bien, que estaba contento en su trabajo; mentía a sus hijos cuando se quejaban de que estuviese siempre tan serio, y él respondía que tenía muchas preocupaciones, que su trabajo era muy difícil; y se mentía a sí mismo cuando consideraba que, en realidad, lo que pasaba era que él era una persona profunda y auténtica, que huía de la superficialidad existente a su alrededor. Se mentía cuando intentaba justificarse para no salir, argumentando que esos amigos eran insoportables, o que estaba demasiado cansado como para aguantar y ser paciente con sus padres, a quienes consideraba unos cotillas y unos pesados. Raúl se dio cuenta —y de nuevo ahí le ayudó mucho su mujer— de que tenía un estilo de mentira muy depurado y muy «evitador». Cuando quería inventar una excusa, sistemáticamente sonreía y contestaba de forma lacónica, con alguna disculpa convincente, como, por ejemplo, que estaba muy cansado, para cortar a su interlocutor y no dar lugar a más preguntas. Cuando eran sus hijos quienes le preguntaban, en ocasiones, por qué no quería salir con los amigos o por qué no quería que los abuelos viniesen a casa, adoptaba una actitud cómplice y les decía que, en realidad, esos amigos eran insoportables y los abuelos eran buenísimos, pero algo pesados (en estos casos, intentaba utilizar cierto sentido del humor, para que los niños sonrieran, no siguieran preguntando y se quedaran satisfechos). Cuando quería librarse de colaborar más en casa, se ponía adulador con Carla y le decía que, en realidad, él era un patoso y ella lo hacía todo maravillosamente bien. Dentro de su forma de mentir no había un punto intermedio, o bien sus respuestas eran lacónicas (fundamentalmente, con las personas que tenía menos relación o confianza) o bien se extendía mucho en ellas, con argumentos en apariencia consistentes, con los que cerraba el «diálogo» y daba por terminado el «asunto». 83

Entre los signos más evidentes de sus mentiras, además de la tensión que podía percibirse de forma clara en los músculos de su frente, sus cejas se arqueaban como si intentasen tocar su cuero cabelludo; el periodo de latencia en su respuesta era demasiado largo, aunque, como era consciente de ello, trataba de disimular y lo rellenaba con alguna frase dilatoria del estilo de: «Es posible», «si lo pensamos bien», «si analizamos los hechos»; de esta forma, se daba a sí mismo un tiempo para pensar y decidir la estrategia y el argumento de su mentira. Al final, Raúl se convenció de que tenía mucha suerte en su vida. Tenía a su lado a una gran compañera, una mujer alegre, agradable y paciente con sus excusas; unos hijos simpáticos y cariñosos, llenos de vida; un trabajo sin excesivas presiones; muy pocos, pero buenos amigos; unos padres que eran mayores, pero que aún tenían buena salud; y decidió que podía mejorar, que no tenía excusas para mentir; que su mujer, y todos los que le querían, merecían el esfuerzo, pero que fundamentalmente lo haría por él, por sentirse mejor consigo mismo, más auténtico, más sincero; en definitiva, más libre. Pero no pensemos que para Carla todo eran desventajas en su relación con una persona introvertida como Raúl. Como ella misma reconocía, su marido le aportaba tranquilidad y serenidad; además, valoraba mucho sus análisis profundos, su estilo de reflexión racional y objetivo: —Es un buen complemento —nos dijo un día—; aunque algunos amigos se extrañan de nuestras diferencias, la realidad es que Raúl me aporta equilibrio y, además, sé que me quiere mucho, y en su cariño no hay mentiras. Como hemos podido ver, Raúl tenía un estilo «evitador» en su forma de mentir. Con todo lo expuesto, podemos concluir que…

... la inseguridad y la falta de confianza en nosotros mismos dispara la frecuencia de las mentiras.

CONVIENE RECORDAR Las personas que más mienten son las que tienen un fondo de inseguridad e insatisfacción, que las lleva a falsear su realidad. Las personas narcisistas echan siempre la culpa a los demás. Las personas agresivas son impacientes, inmaduras, inestables emocionalmente y con dificultades en sus relaciones sociales. Con las personas que mienten para justificar su agresividad no tenemos que ser compasivas, aunque conviene manifestarles nuestra confianza en que, si se lo proponen, serán capaces de cambiar. Las personas que presentan altos niveles de psicopatía tienen una crueldad 84

sin límites y no experimentan pena ni remordimiento hacia el dolor y el sufrimiento que provocan. Los maquiavélicos tienden a ser personas envidiosas, insatisfechas con su realidad y deshonestas en sus comportamientos, que mienten y traicionan nuestra confianza y buscan dañar nuestra reputación. El único límite ante el que reacciona una persona maquiavélica es cuando cree que sus mentiras se pueden volver en su contra. Las mentiras que causan más infelicidad y que son más difíciles de erradicar son las que nos decimos a nosotros mismos. Mentir para caer bien a los demás se da especialmente en personas inseguras, con altos niveles de ansiedad y baja autoestima. Los introvertidos mienten más que los extravertidos. Sus mentiras son muy elaboradas, por lo que resulta difícil descubrirlos. La inseguridad y la falta de confianza en nosotros mismos dispara la frecuencia de las mentiras. Si aprendemos a querernos bien, habremos conquistado nuestra independencia y nuestra libertad.

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Capítulo 3 PERSONAS QUE MIENTEN PARA APROVECHARSE DE LOS QUE ESTÁN A SU LADO

Los

psicólogos sabemos que esta es una práctica muy habitual, que resulta especialmente dolorosa, porque la persona que miente tiende a aprovecharse de los que están a su lado; es decir, de las personas más cercanas, con las que en muchos casos hay relaciones de familia, compañerismo, cercanía o amistad. En este capítulo vamos a tratar algunas de las mentiras más dolorosas que podemos vivir, porque vienen de personas cercanas, a las que habitualmente queremos, y que lejos de respondernos desde el cariño lo hacen desde la mentira y la manipulación.

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PERSONAS EGOÍSTAS, QUE MIENTEN Y BUSCAN SIEMPRE SU PROPIO BENEFICIO Los egoístas difícilmente tienen límites. Mienten con frecuencia y son capaces de causar daño a otros con tal de lograr beneficios personales.

A veces, también pueden mentir para ocultar sus miserias y evitar consecuencias negativas. En el fondo, los egoístas son muy autoindulgentes consigo mismos, se toleran todo, y encuentran justificaciones para las conductas y las mentiras menos nobles. Las personas egoístas son peligrosas. Sitúan en primer plano su propio interés, solo se preocupan por ellos y no ayudan a los demás. Para ellos, valores como la justicia y la equidad ocupan un lugar secundario; todo gira alrededor de sus intereses. Sin duda, todos conocemos a personas egoístas, pero seguramente el egoísmo que nos resulta más difícil de asimilar es el que puede presentar alguien muy cercano a nosotros. En general, los padres actúan con mucha generosidad con sus hijos; por eso resulta tan duro admitir que tu propia madre te mienta y lo haga para justificar su egoísmo.

El caso de Francisca

Francisca tenía 79 años y siempre había mostrado un carácter fuerte, siendo bastante autoritaria, poco afectiva y exigente con los demás. A medida que fue cumpliendo años y que físicamente se sintió más vulnerable, se volvió más tiránica, más egoísta y más manipuladora. A su marido lo tenía agotado. No había día que no se levantase protestando, quejándose por todo, lamentándose por su mala salud, aunque, después de numerosas pruebas, los médicos habían concluido que estaba muy bien para su edad. Pero no lo admitía, y un día sí y otro también de nuevo iba al centro de salud para que su médico le cambiase el tratamiento que tenía para la artrosis o le prescribiese nuevas exploraciones. Tenía dos hijos. El primero era su preferido, y se parecía mucho a ella. Cada cierto tiempo, a pesar de tener ya 54 años, aparecía por casa de sus padres para pedirles dinero con cualquier excusa. Se había acostumbrado a vivir por encima de sus posibilidades y, aunque sus mentiras cada vez se hacían más patentes, no tenía el mínimo reparo en inventarse las historias más variopintas. Quien realmente se preocupaba por los padres era su hija, y, aunque tenía un trabajo muy agotador y dos hijos en edades difíciles, todos los días se acercaba a verles, les 87

llevaba la compra, preparaba incluso la comida del día siguiente y trataba de que estuvieran bien atendidos…, pero ya había tirado la toalla: ¡tampoco podía más!

De hecho, fueron la hija y el marido de Francisca quienes vinieron a consulta. Tenían poca esperanza de que ella cambiase, pues la conocían muy bien y sabían que era una persona muy egoísta y manipuladora, pero ¡estaban agotados! y necesitaban que les ayudásemos para ver cómo podían reconducir la situación. Cuando analizamos el caso en profundidad, vimos que, salvo con su hijo mayor, con el resto de sus allegados, Francisca siempre había sido una persona profundamente egoísta, que se había acostumbrado a «manejar» a casi todos los que tenía a su alrededor. Su marido era como un cero a la izquierda para Francisca; no le tenía en cuenta para nada; no le importaba que él tuviera problemas cardiacos; lo único importante en su mundo eran ella y su hijo. Por su hija nunca había sentido un especial afecto. A pesar de que jamás les había dado problemas, de que había conseguido mejores resultados en los estudios que su hermano, siempre pensó que era como su marido, una persona sin carácter y sin valía. La situación había llegado a unos niveles insostenibles. Francisca le exigía a su marido que vendiese la herencia que había recibido de su familia (una casa en el pueblo y unas tierras), para que su hijo se comprase un piso más grande y un coche nuevo. Por otra parte, cada día se mostraba más exigente con su hija, insistiéndole en que ella estaba muy mal y que debía pensar más en sus padres. La presión había llegado al punto más álgido hacía dos semanas, cuando le había dicho que era una mala hija, que en realidad su marido ganaba dinero suficiente y que, apretándose un poco, ella debería dejar de trabajar para cumplir con su principal obligación, que era cuidar de sus padres. La principal preocupación del padre y de la hija era cómo traer a consulta a Francisca, pero les aclaré que no se preocupasen, que no era necesario. La experiencia nos demuestra que una persona egoísta no reacciona ante la lógica y los argumentos racionales; solo lo hace cuando se producen determinados hechos que van en contra de sus intereses. En consecuencia, nos propusimos trabajar con ellos, que eran las principales víctimas del egoísmo de Francisca. De forma disciplinada, escribieron las conductas más significativas que presentaba nuestra protagonista, sus quejas, manipulaciones, extorsiones, mentiras… Pasadas tres semanas, ya teníamos muy claros cuáles eran los patrones de sus mentiras. Era importante que los dos, padre e hija, supieran diferenciar las quejas y mentiras de Francisca sobre su salud, la puesta en escena que hacía, de los síntomas y manifestaciones que podrían indicarnos problemas reales de salud. Las observaciones no dejaban lugar a dudas: nuestra protagonista se pasaba el día quejándose de sus dolores, y lo hacía recurriendo a una especie de lamento muy infantil, 88

con un ruido muy gutural, que acompañaba de un torrente de verbalizaciones y frases en negativo, donde no paraba de decir que así no podía seguir, que tenían que encontrar lo que tenía, que cualquier día se iba a morir… Por el contrario, el día que de verdad se sentía mal, cuando los dolores o el malestar eran auténticos, su expresión no era de queja, sino de susto. En esas contadas ocasiones casi no hablaba, respiraba con ansiedad y el miedo se reflejaba en su rostro. Una vez que tuvimos claro que la mayoría de sus quejas eran mentiras que encadenaba para que le hicieran caso, para tenerlos a todos preocupados y poder manipularlos mejor, empezamos con un programa «a medida» que nos permitiera desactivar la tiranía de Francisca. El marido estaba al límite de su resistencia y su salud; por otra parte, le preocupaba mucho que su mujer estuviera empeñada en vender el único patrimonio que les quedaba, además de la casa en que vivían, sabiendo que para lo único que serviría el dinero obtenido era para que su hijo lo dilapidase. Con toda la lógica, argumentaba que esa casa y esas tierras representaban una seguridad, un colchón, con el que poder afrontar en un futuro los gastos extraordinarios que pudieran presentarse. La hija, además del cansancio infinito que acumulaba, ya no podía soportar más la presión de su madre; especialmente desde que a Francisca se le había metido en la cabeza que pidiera una excedencia para cuidarles. El chantaje emocional era evidente: su madre le decía que si no lo hacía toda su vida se arrepentiría de haberlos abandonado en sus últimos años. La estrategia a seguir era muy clara. Acordamos que tenían que mandar señales inequívocas a Francisca de que estaban muy seguros y tranquilos con sus propias conciencias, y que, además, estaban convencidos de que ella no tenía nada grave, por lo que, en consecuencia, actuarían desde la lógica y no condicionados por la manipulación. Como el marido tenía un problema de corazón, lo último que le convenía era sufrir disgustos y tensiones; además, él se sentía muy feliz cuando iban a su pueblo, donde aún vivía un hermano suyo y varios primos, pero hacía dos años que no habían vuelto, porque Francisca alegaba que si ella se ponía enferma, allí no tenía a su médico cerca. En consecuencia, decidimos que había llegado el momento de que él se tomara unas vacaciones, de que se fuera unas semanas a su pueblo, a disfrutar de la paz del lugar y de la familia que todavía le quedaba. Pero, esta vez, padre e hija se adelantaron a las posibles manipulaciones de Francisca y, en lugar de avisar con tiempo del viaje (ella siempre se las apañaba para ponerse «enferma» el día anterior), la sorprendieron, y, cuando volvió un día del ambulatorio, donde, como siempre, había ido a ver a su médico, se encontró con una nota en la que su marido le decía que se iba unas semanas al pueblo, que quería estar con su familia y que dejaba el móvil en casa, pues allí casi no había cobertura y necesitaba descansar (obviamente, su hija tenía el teléfono fijo de su tío, por si necesitaba localizarle, en caso de emergencia). Francisca no se lo podía creer

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y, cuando por fin reaccionó, llamó en repetidas ocasiones a su cuñado, pero no consiguió hablar con su marido, por lo que, al cabo de una semana, desistió de seguir llamando. En cuanto a su hija, decidimos que ya no iría todos los días a la casa de sus padres; eso sí, hablaría por teléfono todas las mañanas con su madre, pero solo acudiría a verla cuando esta no se quejase. Tal y como esperábamos, Francisca intentó todas las tretas posibles: llamaba a su hija exigiéndole que fuese a verla, pero en cuanto empezaba a alzar la voz, su hija colgaba el teléfono. Su desesperación llegó al extremo de llamar a su hijo para pedirle que fuese a verla (algo que nunca hacía), que estaba fatal, que se lo dijese a su hermana, que la iban a encontrar muerta cualquier día. Por supuesto, su hijo no acudió —nunca lo hacía como no fuese para conseguir algo—y se excusó pues estaba muy ocupado, sin embargo llamó de inmediato a su hermana recriminándole que tuviera abandonada a su madre. Pero, lógicamente, habíamos previsto esa llamada y, en cuanto se produjo, su hermana le arguyó que si estaba tan preocupado que fuese a ver a su madre, que ella llevaba muchos años haciéndolo, y, en cuanto este empezó a protestar, le contestó que ya era mayorcita para aguantar su egoísmo y colgó el teléfono. A la hija de Francisca le costó un mundo mantenerse firme, pero se dio cuenta de que era lo mejor que podía hacer, por ella, por su familia, por su marido y sus hijos, por su padre y por su madre. Francisca comprobó cómo su marido cada vez pasaba más tiempo en el pueblo que en su casa de Madrid, y además él insistía en que no hacía falta que lo acompañase, que entendía que estuviera más tranquila cerca de su médico y su ambulatorio. Su hija comprendió que tenía derecho a tener una vida propia y que, en realidad, su madre estaba bien, y lo último que necesitaba es que fomentasen sus manipulaciones. Las mentiras de Francisca se redujeron cuando se dio cuenta de que, cuanto más mentía, más sola la dejaban y menos caso le hacían. Por fin, padre e hija lograron liberarse de la tiranía a las que les tenía sometidos el egoísmo de nuestra protagonista. Esta, cuando constató que había perdido gran parte de su poder de influencia y que se pasaba el día sola, accedió a algo que hacía años su hija le había propuesto y a lo que ella siempre se había negado: se apuntó a una clase de manualidades y otra de gimnasia para personas de la tercera edad. Como era de esperar, Francisca se percató de que estaba mejor de salud desde que estaba más entretenida, desde que salía más de casa, quedaba a caminar con dos vecinas y hacía ejercicio. Otro efecto añadido fue que, tal y como habíamos previsto, en la medida en que Francisca vio que su marido y su hija eran menos manipulables, empezó a valorarlos más y a quejarse menos. Finalmente, Francisca se volvió más «humana», empezó a mentir menos, ya no hacía tanto teatro; pero no nos confundamos, es muy difícil convivir y tratar con personas egoístas. Estas, además de pensar solo en ellas, suelen presentar una 90

insatisfacción permanente; no valoran lo que tienen y desean lo que les falta o lo que ven en otras personas.

Una faceta muy peligrosa de los egoístas es que son capaces de hacer daño a otros, incluso a personas cercanas que les quieren, con tal de conseguir sus fines. La persona egoísta difícilmente se siente mal consigo misma. Su vida es una demanda continua, una exigencia permanente, que contrasta con su falta de generosidad.

Vamos a tratar de exponer otro caso en el que, de nuevo, vemos hasta dónde son capaces de llegar con sus mentiras algunas personas que no tienen unos mínimos principios éticos.

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PERSONAS QUE MIENTEN PARA EXTORSIONAR Y MANIPULAR Si hay algo fácil de manipular, son las emociones. Cuando sentimos cariño o admiración, nuestras defensas bajan, como lo hace la fuerza de nuestro razonamiento.

Hay estados en los que nuestra vulnerabilidad aumenta. Esto ocurre, especialmente, cuando la persona se siente sola, baja de ánimo, triste, desanimada, cansada o enferma.

En esas circunstancias, somos presas fáciles de la mentira, la extorsión y la manipulación. Por otra parte, ante los extraños nos mostramos más alertas, pero con los compañeros de trabajo, con las personas con las que convivimos muchas horas, si además parecen mostrarnos afecto, podemos actuar con mucha ingenuidad y, sin darnos cuenta, creemos con demasiada facilidad lo que nos dicen, y puede no ser verdad. Esto fue lo que le sucedió a Carlos.

El caso de Rocío y Carlos

Carlos era un excelente profesional, tenía 36 años y de él dependían quince personas. Una constante en Carlos era que intentaba hacer la vida fácil a todos los que trabajaban con él. Había sufrido recientemente una ruptura amorosa y, en contra de lo que era habitual en su carácter, se sentía muy triste, alicaído, solo y, lo que es peor, se sentía sin esperanza y sin ilusiones. En esas condiciones, ni tan siquiera le apetecía hacer deporte, a pesar de que el ejercicio físico siempre había sido su gran refugio, su mejor aliado en los momentos en los que su estado de ánimo estaba bajo. La gente que estaba a su lado intentaba animarle; él sonreía y agradecía el esfuerzo, pero prefería concentrarse en sacar adelante el trabajo y se mostraba resignado en cuanto a las relaciones afectivas. Un día, sus compañeros más cercanos decidieron darle una sorpresa y le invitaron a una representación musical; aunque a Carlos no le apetecía nada, sentía que no podía desairarlos y aceptó ir con ellos.

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Curiosamente, Rocío, una de sus colaboradoras más jóvenes, con la que no tenía excesiva relación, fue quien le había sugerido la idea a sus amigos y se había encargado de sacar las entradas y de reservar en un restaurante muy agradable para cenar. Esta compañera, de paso, se apuntó también al evento y, a partir de aquel día, su cercanía con Carlos se hizo muy patente.

Cuando Carlos vino a vernos, estaba envuelto en un mar de dudas; no sabía muy bien si lo que aún tenía con Rocío era amistad, agradecimiento, cariño, pasión…; lo que sí sabía es que se sentía muy humillado por ella, muy engañado, pues había jugado con sus sentimientos sin importarle para nada el dolor que pudiera infligirle, a pesar de que hacía apenas tres meses que ella le había insinuado que estaba enamorándose de él. Al principio, Carlos le había dicho que le agradecía mucho sus palabras, pero que no estaba preparado para empezar una relación, y menos con una compañera de trabajo, que además era diez años más joven que él. Rocío, lejos de hacerle caso, siguió buscando por todos los medios las ocasiones para estar a solas con él y quedar a tomar algo fuera del trabajo. Cuando Carlos volvió a decirle que necesitaba un periodo de calma, ella le tranquilizó, comentándole que lo entendía perfectamente, que no se preocupase, que ella se había dado cuenta de que lo que sentía por él era una amistad muy bonita, y que solo pretendía que se animara y no se encerrara tanto en sí mismo. Y este fue el principio del fin para Carlos. Ingenuo, creyó en las palabras de Rocío, bajó sus defensas y, cuando quiso darse cuenta, estaban una noche juntos en su casa. Analizándolo en retrospectiva, incluso en aquel momento, Carlos se sentía muy intranquilo y confuso, e intentó no llegar a más, pero Rocío estaba lanzadísima y de nuevo le dijo que no se preocupase, que se dejase llevar, que le apetecía mucho hacer el amor con él, pero que eso no significaba ningún compromiso, que ella se sentía muy atraída, pero que solo quería que tuvieran una noche maravillosa. «Mañana», concluyó, «seguiremos siendo dos buenos amigos». Las semanas siguientes fueron frenéticas, llenas de encuentros y de pasión. Rocío era una amante muy experta, que constantemente buscaba novedades en sus relaciones y que resultaba irresistible en la cama. La alarma había surgido hacía un mes, cuando una tarde que volvía al despacho después de una gestión, vio a Rocío en un coche, en una calle cercana, besándose apasionadamente con un joven al que no conocía. Le costó asumir la escena, había decidido dejarse llevar en esta relación, pero era obvio que, en aquel momento, se sentía muy atraído, al menos sexualmente, por Rocío. Al día siguiente, Carlos le preguntó qué tal estaba y le comentó que no se encontraba en el trabajo cuando él regresó la tarde anterior. Ella, sin inmutarse, con un tono absolutamente tranquilo, le manifestó que había venido a buscarla una amiga que lo 93

estaba pasando mal, y que se había ido con ella para estar a su lado en aquellos difíciles momentos. Carlos no dijo nada; no salía de su asombro, pero se sintió muy vulnerable y muy dolido por la mentira y comprendió que estaba mucho más enganchado a Rocío de lo que había pensado. Durante las dos semanas siguientes, Carlos volvió a intentar rehuir a Rocío, pero de nuevo ella daba por hecho que pasarían algunas noches juntos, y ambos se entregaban a unas relaciones sexuales intensas y placenteras que parecían no tener fin. Pero las alarmas de nuevo se activaban cuando Rocío, sin dar explicaciones, de repente desaparecía y no daba señales durante tres o cuatro noches seguidas. Ambos intentaban ser discretos en la relación, pero le sorprendía cómo pasaba de buscar su mirada cómplice a actuar como si no le viese en el trabajo; justo en esos días era cuando se marchaba con prisas y sin despedirse. Carlos estaba muy extrañado, pero prefirió no preguntar nada, recordando que tenían un supuesto pacto, por el que eran «amigos» y, para qué negarlo, amantes, pero no pareja. Una tarde, de repente vio a Rocío bastante decaída y le preguntó si le pasaba algo. Ella le dijo que se estaba planteando hacer horas extras en la empresa de un amigo, porque le apetecía mucho comprarse un coche nuevo, con el que poder ir algunos fines de semana a ver a sus padres (que vivían en otra ciudad). La razón de las horas extras era que con su sueldo no podía permitirse el coche de «capricho» que ella quería. A Carlos aquello le extrañó, pero pensó que ella bien merecía ese regalo y que, de paso, así no tendría que hacer horas extras en otro sitio y, además, podría acompañarla también algún fin de semana, pues, extrañamente, nunca había conseguido que estuvieran juntos un sábado o un domingo. Rocío siempre le decía que tenía que ir a ver a sus padres, o que había quedado con la célebre amiga que lo estaba pasando tan mal. Una vez obtenido el coche, Rocío se acostumbró a querer salir a cenar a sitios caros, a que Carlos la acompañase a comprarse ropa un día sí y otro también (ropa que siempre pagaba él), pero seguía poniendo excusas para no quedar los fines de semana, aunque, eso sí, de vez en cuando le pedía que le comprase dos entradas para alguna actuación a la que quería ir con su «amiga». Un día, uno de sus mejores amigos del trabajo le dijo que había visto a Rocío y a su novio a la salida del teatro (del teatro del que él había pagado dos entradas para Rocío). Carlos se quedó perplejo y, con un gesto muy forzado, intentando aparentar la calma que no tenía, le dijo que no podía ser, que él no creía que Rocío tuviese novio. Su amigo lo miró incrédulo: —Pues para no ser su novio —le dijo—, no paraban de morrearse; de hecho, estaban tan embelesados que preferí no saludar a Rocío para no cortarles el rollo. Aquel día, Carlos no pudo resistir más y le confesó a su amigo la relación tan extraña que tenía con Rocío. Este se sintió muy incómodo y con cara de disgusto le dijo: «Carlos, ¿no serás tú quien le ha comprado ese coche tan espectacular?». Carlos admitió que Rocío resultaba insaciable con sus caprichos: el coche, la ropa, los restaurantes 94

caros, las entradas exclusivas a los sitios y eventos de moda… Con un gesto muy serio, su amigo le preguntó: «Carlos, ¿no te habrá pedido que le des el puesto de responsable de…?». En ese momento, Carlos comprendió que Rocío había jugado con él; claro que le había insinuado que le gustaría mucho tener ese puesto (que significaba un aumento importante de salario); de hecho, Carlos llevaba una semana pensando qué hacer y cómo decirle a Rocío que no podía acceder a su petición; por una parte, le gustaría dárselo a Rocío y satisfacer su demanda, pero era una persona muy justa en el trabajo, y ya había decidido que otro compañero estaba mejor preparado y se lo merecía más. En realidad, Rocío conocía muy bien sus reacciones y se había dado cuenta de que Carlos no era partidario de acceder a su petición, por lo que llevaba varios días castigándole sin quedarse ninguna noche con él. Esa noche Carlos la pasó en blanco, analizando el engaño que había sufrido y descubierto. Se sintió muy mal consigo mismo, ¡había actuado con una ingenuidad asombrosa! A la mañana siguiente ya había decidido que necesitaba ayuda psicológica. Cuando vino a vernos, su petición de ayuda fue contundente: —¡No puedo sufrir más! ¡Una compañera de trabajo me tiene loco; pensé que yo le gustaba, pero me he dado cuenta de que solo me quiere para ascender y utilizarme además como un cajero automático! Soy un gil… ¡Qué ingenuo he sido!; pensaba que ella estaba enamorada de mí, y lo único que ha hecho ha sido engancharme como a un adolescente. ¡No he podido caer más bajo! Y lo peor de todo es que, a pesar de lo que he descubierto, sé que aún puede hacer conmigo lo que quiera. Por favor, nunca pensé que alguien pudiera mentir de esta forma. Ella sabía muy bien que yo no quería iniciar una relación nueva. He sido como una marioneta en sus manos… Carlos había sido víctima de un engaño cruel. No podía sospechar que Rocío fuera capaz de simular un cariño que no sentía, y de simultanear además la relación con él y con su «novio». Se sintió humillado cuando comprendió que solo le había buscado porque sabía que era un ingenuo; un ingenuo con dinero y con poder del que se podía aprovechar y al que, con un poco de suerte, podría intentar convencer para que le concediera en su trabajo un ascenso que no merecía. Rocío se había destapado en toda su plenitud. Carlos comprendió que no había sido capaz de ver en ella a la persona egoísta y ambiciosa que llevaba dentro; una persona diez años más joven, pero muy calculadora, que se había burlado de sus sentimientos y se había aprovechado del estado de desolación y debilidad en el que se encontraba, después de su ruptura anterior. —No quiero venganza —me manifestó—, solo quiero recuperar mi dignidad y ser dueño de mis emociones, quiero sentirme bien conmigo mismo, quiero actuar de forma justa en el trabajo y cerrar todas las heridas que ahora tengo abiertas. Afortunadamente, aunque Carlos se sentía muy débil, sí que tenía las ideas claras sobre lo que quería conseguir; por lo que, a pesar de la dificultad del caso, me mostré 95

optimista. Los psicólogos sabemos que ese es un requisito crucial —tener las ideas claras — y un buen punto de partida para superar estas situaciones en las que hemos sido víctimas de un entramado de mentiras, perfectamente orquestado, para adueñarse de nuestras emociones. Pero como muy bien reconocía nuestro protagonista, aún estaba muy débil, y ante una persona sin escrúpulos y con la ambición de Rocío, dicha debilidad podía ser muy peligrosa, hasta que consiguiéramos que Carlos recuperase el control pleno de sus emociones. En este punto, después de tres sesiones de evaluación, el programa a seguir constaría de dos fases; en la primera y más urgente, trabajaríamos la recuperación del equilibro emocional de Carlos, la mejoría de su estado de ánimo actual, aceptarse de nuevo a sí mismo, recuperar su confianza y lo que él llamaba su «dignidad». En la segunda fase ya podría enfrentarse a Rocío con garantías de éxito; de todas formas, para no correr ningún riesgo, lo entrenaríamos previamente en el desarrollo de diferentes técnicas de asertividad (autoafirmación), así como en la detección y el afrontamiento de las mentiras e imposturas que aún intentaría Rocío. La dificultad máxima residía en que la persona que le había manipulado era una compañera de trabajo, que ya nos había demostrado claramente hasta dónde era capaz de llegar para conseguir sus objetivos y que, por el perfil que presentaba, no se iba a quedar quieta; teníamos que adelantarnos a los posibles pasos y acciones que ella pudiera intentar. Necesitábamos ayuda mientras durase la primera fase, para que Carlos no se encontrase solo ante situaciones aún difíciles para él, como, por ejemplo, que Rocío se presentase por la noche en su casa, bien para ablandarle, seducirle, bien para chantajearle o intentar amenazarle. En este punto, aunque a Carlos le costaba pedir favores personales, vimos que le vendría muy bien que su mejor amigo, que a estas alturas conocía perfectamente toda la historia, se quedase algunas noches con él en su casa. Por suerte, se daba la circunstancia de que este amigo no vivía con su novia, por lo que, aunque se quedó extrañado por la petición de Carlos, accedió sin problemas a acompañarlo. Oficialmente, Carlos comentaría en la oficina que a su mejor amigo le estaban haciendo obras en su apartamento y que, mientras estas durasen, se quedaría en su casa. En paralelo, teníamos que cerrar cuanto antes los frentes que aún estaban abiertos, adelantándonos a posibles acciones por parte de Rocío. En este sentido, la siguiente medida fue elegir y hacer público el ascenso del compañero que ocuparía el puesto vacante que tenía en su equipo. Pero antes de dar este paso, Carlos hizo algo que le costó un mundo, y fue adelantarse y comunicar al director general que podía haber algún problema con este nombramiento, pues aunque no tenía dudas de que la persona que proponía era el profesional más preparado, cualificado y que más merecía la promoción, quería advertir que quizá podría recibir alguna queja por parte de una persona de su equipo, de Rocío, que se había postulado con gran empeño para este puesto. El director 96

le dijo que se quedara tranquilo, que no entendía tal preocupación, que seguro que nadie cuestionaría este nombramiento, y menos Rocío, que era muy joven y poco preparada para dicho cargo, y que además a él también le parecía que la persona que había designado era la idónea. Ahí fue cuando Carlos, tragando saliva, le comentó que se veía en la obligación de poner en su conocimiento un asunto muy personal; fue entonces cuando le dijo que desde hacía pocos meses había mantenido relaciones íntimas con Rocío, y se temía que ella encajara mal este nombramiento e intentase alguna maniobra de desprestigio, bien hacia su compañero recién ascendido o hacia él mismo. El director reaccionó con ostensible incomodidad, le dijo que no le gustaban nada esos conflictos, que ya sabía que él no era partidario de que los problemas de relaciones personales se trasladaran a la empresa y que le sorprendía que Carlos, que siempre había sido exquisito en este ámbito, estuviera ahora inmerso en una situación tan delicada, en que una compañera podría haberse sentido utilizada por él. A Carlos le habría encantado decir que, en todo caso, el engañado había sido él, pero aguantó el chaparrón y le dijo al director que estuviera tranquilo, que él nunca había utilizado ni utilizaría su puesto en la compañía para favorecer determinadas relaciones, pero que no estaba seguro de cómo reaccionaría Rocío y por eso había querido ser sincero, adelantarle el tema y prevenirle. Carlos lo pasó muy mal en esa reunión con el director general. En la siguiente sesión que tuvimos nos comentó que quizá había sido un error revelarle la situación, y que realmente nadie en la compañía podía pensar que Rocío merecía el puesto. La reacción de nuestro protagonista era lógica; para él había sido muy humillante dar esa información al director general y se había sentido molesto con la posibilidad de que él hubiera podido pensar que, quizá, Carlos se había servido de su posición para facilitar una relación con una colaboradora diez años más joven. Le comenté que entendía su frustración y que ojalá no pasara nada, pero que, como psicóloga con mucha experiencia, me sorprendería que Rocío no intentase alguna maniobra, y que, en cualquier caso, pronto saldríamos de dudas, pues al día siguiente se haría público el nombramiento. Curiosamente, esa misma noche, como veía que Carlos estaba muy distante con ella, Rocío se acercó a su casa y se quedó muy sorprendida al ver que quien le abría la puerta era el amigo de Carlos. Pero, lejos de cortarse, con celeridad hizo gala de sus habilidades y cuando Carlos, en tono serio y muy tajante, le dijo que le agradecería que no se presentase en su casa sin llamar, intentó coquetear directamente con su amigo, diciéndole que si él iba a consentir que no invitasen a cenar a una chica joven y agradable, que se había dado la paliza para ir a verles y alegrarles la noche. El amigo sonrió y dijo: «Esta es la casa de Carlos y parece que no quiere que estés». En ese momento, Carlos se levantó, se dirigió a la puerta y con voz firme, señalando la salida, dijo: «Rocío, ¡no vuelvas a venir!». Prueba de fuego superada, pensó Carlos. Pero al día siguiente de la sesión recibí, por la tarde, una llamada suya: «No me lo puedo creer», me dijo, y me contó que no habían pasado ni cinco minutos después de hacerse público el nombramiento, cuando Rocío entró en su despacho sin llamar, 97

sabiendo que estaba reunido, y, sin importarle para nada quién estaba presente, dijo en voz alta que cómo era posible que Carlos le hubiese prometido el puesto y ahora se escondiera para no dar la cara… «¡Pero esto no va a quedar así!», amenazó. De inmediato, había recibido una llamada del director general para comentarle que su secretaría le había informado que Rocío quería verle, y que a él le molestaban profundamente estas historias en que se mezclaban lo personal y lo profesional. Carlos se disculpó, le dijo que lo entendía muy bien y que a él le acababa de montar un numerito en el despacho. —Esto te pasa —sentenció el director— por no separar el trabajo de tu vida afectiva. Carlos le manifestó que había aprendido la lección, que no volvería a suceder y que sentía enormemente la situación. El director general, que de ingenuo tenía poco, le dijo a la secretaría que comunicase a Rocío que no la podía recibir, que cualquier cosa que tuviera que decirle lo hiciera a través de su director; es decir, de Carlos. —Bueno —comentó Carlos—, al menos el director general no la ha recibido, pero seguro que ahora volverá a intentar verme de nuevo. —Tranquilo, Carlos, claro que volverá a verte —le dije—, y tienes que estar preparado, pues utilizará todos sus recursos: podrá mostrarse enfadada, dolida, se hará la víctima… y si ve que por ahí no consigue nada, intentará de nuevo darte lástima, ponerse cariñosa, seducirte… Lo que tienes que tener claro es que, en ningún momento, ni en la oficina, ni fuera, deberás estar a solas con ella. Si llama a tu despacho, no la veas a solas; haces como el director general: le dices que pida hora a tu secretaria y que, si es algo urgente, se lo comunique a su responsable —mando intermedio entre Carlos y Rocío—, pero en ningún momento la recibas a solas. Como habíamos previsto, Rocío intentó chantajearle en las semanas siguientes, pero como vio que Carlos estaba muy firme, muy cortante, que cuando un día irrumpió por las bravas en su despacho él inmediatamente salió y fue a buscar al compañero-amigo que había visto a Rocío con su novio, y cuando volvió con él al despacho, con voz firme le dijo a Rocío que los dejase a solas, que necesitaban trabajar… a partir de ese momento, se dio cuenta de que poco podía hacer ya. El problema se solventó definitivamente cuando ella le mandó un mensaje diciéndole que lo iba a denunciar por acoso. Ese mismo día Rocío recibió una llamada del abogado de Carlos, quien, en tono muy grave, le informó de que su cliente le había comunicado el chantaje que pretendía hacerle y que de inmediato tomarían medidas. —Por cierto —añadió—, mi cliente tiene las facturas de todo lo que le ha pagado en los últimos meses, incluyendo un coche de alta gama; desde luego, cualquier juez verá en dos minutos lo que aquí ha sucedido. Rocío mentía constantemente, era manipuladora, ambiciosa, una persona sin límites morales o éticos, pero no era tonta. Entendió que su intento de chantaje podía volverse 98

en su contra y al día siguiente llamó al abogado de Carlos para decirle que quería llegar a un acuerdo, que entendía que Carlos tenía una posición dominante y que no quería perder su trabajo, pero que si en algún momento intentaba hacer algo contra ella, que Carlos supiera que tenía grabaciones muy comprometedoras de sus relaciones íntimas. —Muy bien —le comentó el abogado—; por cierto, sepa usted que en esta oficina grabamos las conversaciones. A partir de ahí nos dedicamos a que Carlos aprendiera todo lo que esta experiencia le había deparado, a fin de no cometer determinados errores en el futuro. Simultáneamente, trabajamos para que se reconciliara consigo mismo y volviera a creer que hay buenas personas, aunque muchas, muchísimas, son capaces de mentir para conseguir sus objetivos. Al analizar detalladamente el caso, vimos que las principales señales de que Rocío mentía eran que tenía un comportamiento muy histriónico; sus risas, sus gestos, sus miradas… todo en ella era una impostura, una puesta en escena, que las personas sinceras no utilizan y que dejaba al desnudo sus mentiras. —¡Como actriz no tenía precio! —exclamó Carlos el último día que nos vimos. —No te creas —le respondí—; las actrices tienen que trabajar mucho, y entre otras competencias y habilidades necesitan mucha resistencia a la frustración, pues es una carrera profesional muy compleja, donde puedes pasarte muchos años en papeles secundarios, y no parece que Rocío tenga ese perfil. En definitiva, tengamos cuidado, pues las personas con tendencia a mentir también lo harán en el entorno personal y laboral, y, ahí, precisamente ahí, con frecuencia las consecuencias pueden ser duras y muy injustas.

Las personas mentirosas, que no tienen límites ni valores, pero que son hábiles y listas, elegirán muy bien a sus víctimas, e intentarán extorsionarlas y manipularlas para jugar con ventaja y conseguir sus objetivos; y lo harán no a través del esfuerzo, sino por medio del engaño.

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PERSONAS QUE MIENTEN PARA DAR PENA Esta es otra práctica muy frecuente: ¡cuántas personas conocemos que nos producen rechazo, pues se pasan la vida quejándose, intentando dar pena, pero sin coraje o determinación para enfrentarse a su verdad! Cuando analizamos su historia, resulta muy habitual que tengan este patrón de conductas desde pequeños, aunque a veces surge a raíz de algún acontecimiento traumático, ante el que no tuvieron fuerzas para reaccionar, o a partir del cual se sintieron muy reconfortados con el apoyo que recibieron de las personas que estaban a su alrededor. En uno u otro caso, sus conductas, como sus mentiras, arrastran años de trayectoria. En principio, tienden a caer bien. Generalmente, se muestran agradables, con una actitud muy abierta para contar su vida y hacernos partícipes de sus sentimientos.

Tienden fácilmente al halago y tratan de conquistar a sus «víctimas» diciéndoles que se sienten muy bien en su presencia, que les generan mucha confianza, que es un alivio compartir sus preocupaciones..., pero llega un momento en que pasan de las confidencias a las exigencias y se convierten en una pesada carga, de la que resulta difícil liberarse.

En esa dinámica de dependencia emocional que establecen, mediante la cual solo parecen sentirse bien cuando tienen «público» que escuche sus quejas, llega un momento en que son conscientes de que pueden resultar pesados, de que la gente intenta tomar distancia y huye de ellos, pero entonces, lejos de reaccionar, activan el repertorio de mentiras, con el objetivo de dar pena y manipular los sentimientos de las personas que les rodean; especialmente, de aquellas que son generosas, que se muestran más pacientes y que son más sensibles a su estrategia de explotación de la lástima. Su forma de actuar siempre es la misma: confidencias que despiertan el interés o la pena de su «víctima», halago hacia su forma de ser («¡Qué bien me escuchas, cuánto me ayudas!»), nivel de exigencia cada vez más alto, reclamo continuo de atención y uso de la pena para evitar la retirada o la liberación de la persona engañada.

Alguien podría pensar que estas conductas son más propias de mujeres, pero se equivocan. Siempre hay personas que tratan de dar pena, y no lo hacen en función del género, sino del fin que persiguen.

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El siguiente caso nos ayudará a ver las distintas fases y etapas que se producen en estas historias interminables, que acaban con la paciencia y las buenas intenciones de sus interlocutores.

El caso de Ernesto y su familia

Ernesto tenía 45 años cuando conocimos a su familia. Berta, su mujer, le había pedido hacía tres años que viniese a vernos, que necesitaba ayuda psicológica, que era un desgaste enorme vivir con él, pero no lo hizo, siguió con sus mismas costumbres, con sus quejas permanentes, hasta que un día su mujer le dijo que lo dejaba, que había terminado con su paciencia y que, además, se sentía profundamente engañada. Según nos relató ella, que fue quien al final vino a consulta, Ernesto llevaba quejándose toda la vida, desde pequeño. Su familia y sus amigos decían que siempre le recordaban intentando dar pena a todo el que se dejaba, pero su tragedia actual es que gran parte de esas quejas, supuestamente basadas en su mala suerte, en que sus hermanos eran más brillantes, en que en el trabajo no le valoraban, en que los compañeros le hacían la vida imposible, en que tenía una salud endeble…, se habían vuelto contra él. Su castillo de naipes se vino abajo cuando sus mentiras quedaron al descubierto. No era cierto que su salud estuviese resentida; tampoco que en su trabajo sufriera acoso y por eso no le promocionaban; su salario era superior al que oficialmente había comunicado a Berta, su mujer; de hecho, había «escondido» una cuenta en un banco, adonde desviaba una parte de su retribución. Tenía tal costumbre de mentir para dar pena que llegó un momento en que su vida se había convertido en una gran mentira; mentira que, cuando estalló, le condujo a su soledad actual.

Su historia era bastante típica. Era el segundo de un total de tres hermanos. Su hermano mayor era muy brillante y su hermana pequeña, muy responsable, alegre y sociable. Es posible que al principio, de pequeño, intentara compararse con su hermano mayor, pero pronto debió de sentir que él no era tan inteligente, ni tan brillante, ni tan buen deportista; así que escogió otro camino para destacar, para tener protagonismo y empezó a cimentar su fama de chico endeble, que no comía bien, que no hacía deporte porque se cansaba, que tampoco estudiaba mucho porque se sentía débil… Su madre fue su mejor aliada y su peor ayuda. Siempre sintió pena por él, pues pensaba que, al contrario de sus hermanos, no destacaba por nada. Ernesto fue un chico muy sobreprotegido por ella, y pronto se dio cuenta de que «aparentar debilidad y cansancio» tenía sus ventajas. 101

Con su padre la relación era muy distante; en el fondo, su progenitor pensaba que su madre le estaba echando a perder y que su hijo se había convertido en un chico débil, sin espíritu de superación, que siempre estaba intentando dar pena, especialmente a su madre. Sus hermanos siempre le vieron como un caso perdido, pero como eran buenas personas, intentaban ayudarle en todo lo que podían: con los estudios, con los amigos… Cambió de carrera dos veces y al final terminó una diplomatura media en una universidad privada, con una matrícula cara y poco nivel de exigencia hacia los alumnos. Su familia entonces «lo colocó» en una empresa a través de un contacto del padre y desde entonces seguía allí. En realidad, tenía un buen sueldo (aunque siempre había mentido a su mujer sobre este tema) y sus padres los habían ayudado a pagar el piso donde vivían. Sus amigos le rehuían desde hacía años y solo conservaban ciertas relaciones gracias a los esfuerzos de su mujer. Según nos contó Berta, el drama surgió cuando la hija mayor quiso marcharse un curso a estudiar fuera de España, antes de empezar el bachillerato. A toda la familia le pareció muy bien, pero él se negó, argumentando que no tenían dinero para ello. Seguramente, lo que pretendía era dar lástima para que los abuelos pagaran el curso en los Estados Unidos, pero el padre conocía con bastante exactitud el sueldo de su hijo y las cuentas no le cuadraban. En aquel momento, su mujer no lograba entender la actitud de Ernesto. Era cierto que no nadaban en la abundancia, pero, controlar los gastos un poco, podían costear perfectamente el curso de su hija. Cuando se lo dijo, a él no se le ocurrió otra excusa que inventarse que no podían disponer de ese dinero, pues no se sentía bien de salud y quizá lo podrían necesitar en un futuro; no obstante, puntualizó, si tenía tanto empeño podía pedir el dinero a sus padres. Conviene aclarar que los padres de Berta vivían con una pensión muy modesta y su capacidad de ahorro era, por tanto, muy limitada. Finalmente, un día todo se descubrió, como suele suceder en estos casos, por casualidad. Ernesto llevaba tres semanas sin aparecer por casa de sus padres, intentando tensar la cuerda para que el padre cediera, y diciéndole a su madre que estaba muy débil, muy cansado; que creía que tenía colon irritable y que todo se debía a la tensión que soportaba y a la poca generosidad de su padre. Su madre, preocupada, decidió ir a verle a casa y, de paso, llevarle la correspondencia que durante esas semanas había recibido en su domicilio; correspondencia de un banco, de una cuenta que su hijo tenía desde hacía muchos años. Pero cuando llegó a casa, Ernesto aún no estaba. Dejó las cartas encima de la mesa del salón y Berta, al verlas, las miró sorprendida, pues no sabía que su marido tuviera una cuenta en aquel banco… Al final, cuando Ernesto apareció y vio las cartas, se puso tan nervioso y cogió la correspondencia con tal premura que su mujer exigió ver esas cartas.

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El resultado final fue que nuestro protagonista llevaba años desviando una parte de su salario a esa cuenta, que estaba solo a su nombre. Empezó a hacerlo a los pocos meses de casarse, por lo que, en la actualidad, había acumulado una cantidad de dinero muy importante, que daba para pagar varios cursos de sus hijas en el extranjero. Su mujer se sintió tan engañada, tan sorprendida en su buena fe, tan quemada por esa actitud egoísta que decidió que no quería seguir unida a un hombre que no le aportaba nada, que solo pensaba en él, que se pasaba la vida quejándose, intentado dar pena, haciéndose el enfermo…, sin importarle nadie más. En ese momento, decidió que necesitaba ayuda para poder liberarse del sentimiento de pena que su marido le inspiraba y acometer otra etapa nueva en su vida, en la que no hubiera más mentiras, más engaños ni más manipulaciones. Ernesto reaccionó como cabía esperar. Primero, negándolo todo, diciendo que el dinero no era suyo, que no le pertenecía, que le estaba haciendo un favor a un amigo que estaba separado para que su mujer no le dejase en la ruina…; después, cuando vio que era imposible mantener esa mentira, se hizo el enfermo, se metió en la cama, dejó de comer… Pero nada le dio resultado; esta vez la decisión de su mujer era muy firme: aquella gran mentira había puesto al descubierto la verdad de la vida de su marido, sus miserias y egoísmos, cómo llevaba años tratando de dar pena a los demás mediante el engaño y la manipulación de sus sentimientos. Cuando Berta vino a vernos, su objetivo era claro: coger distancia emocional, dejar de sentirse mal por liberarse de una persona tan egoísta, tan llena de mentiras, que solo pensaba en sí mismo. Además, estaba muy preocupada por sus hijas y quería que la ayudásemos para que la separación les afectase lo menos posible. Sabía que no había otra opción, pero tampoco quería revelarles a las niñas el auténtico motivo que la había llevado a tomar esta decisión; por encima de todo, quería evitarles el daño y el desengaño de descubrir a un padre egoísta y manipulador. Y lo consiguió. Sus hijas aceptaron bien la separación; en realidad, aunque estaban en plena adolescencia, no mostraron la más mínima rebeldía; en el fondo, conocían bien a su padre y se daban cuenta de que era un egoísta. No tuvieron ninguna duda; quisieron quedarse con su madre, a pesar de que el padre intentó presionar y amagar a Berta diciendo que iba a pedir la custodia compartida, pero todos fueron conscientes de que lo hacía más por un motivo económico que porque le interesasen de verdad sus hijas. Cuando vio que todo estaba perdido, Ernesto insistió en que quería venir a consultarnos. Berta accedió, pues era una gran persona y, a pesar de todo, no le guardaba rencor; no obstante, como nos temíamos, su objetivo no era que le ayudásemos a cambiar, a crecer, a ser una persona madura, capaz de abandonar la mentira en la que había vivido toda su vida; lo único que quería era que convenciéramos a su mujer para que volviera con él. Cuando se dio cuenta de que sus intentos eran infructuosos, que nunca íbamos a entrar en su «juego», empezó a representar el resto de su repertorio: se hizo el enfermo, el deprimido..., hasta que un día, de forma muy tajante, le dijimos que 103

nuestra misión no era encubrir engaños, sino destapar las mentiras y posibilitar que las personas afrontaran su verdad. Le podíamos ayudar para que reaccionase y comenzar una nueva etapa en su vida en la que la mentira se quedara en el pasado, si él decidía empezar a vivir desde la verdad. Solo cuando se convenció de que había tocado fondo, de que nadie, ni tan siquiera su madre, iba a caer en sus mentiras, empezó a reaccionar, pero el pronóstico en estos casos resulta poco optimista. Lo habitual es que, más pronto que tarde, los mentirosos como Ernesto intenten buscar otra víctima a la que seguir mintiendo, una persona sensible que sienta lástima y que les haga la vida fácil. Alguien con la generosidad que él nunca sintió. En definitiva, ¿cómo podemos actuar con una persona cercana que trata de engañarnos para darnos pena y conseguir así los cuidados y la atención que no se merece y que no se ha ganado? La respuesta es clara, tenemos que desnudarlos ante sus mentiras, enfrentarlos a sus miserias, y la mejor forma de hacerlo es retirándoles nuestra atención, impidiendo que se aprovechen de nuestro afecto y de nuestra generosidad. Si con sus mentiras no obtienen lo que buscan, habrá alguna posibilidad de que rectifiquen y sean conscientes de que deben cambiar, pero si por lástima o por pena seguimos prestándoles atención, solo conseguiremos que sigan siendo unas personas inmaduras y egoístas, que no merecen el cariño ni el respeto de los demás.

La pena es para las personas que sufren, no para los impostores que tratan de aprovecharse de nuestro afecto y de nuestra sensibilidad.

Berta, sus hijas, sus suegros y sus cuñados, todos tuvieron claro que Ernesto no necesitaba su apoyo, sino su reprobación, y la mejor forma de ayudarle fue desde el alejamiento.

CONVIENE RECORDAR Los egoístas no tienen límites. Mienten con frecuencia y son capaces de causar daño a otros con tal de lograr beneficios personales. Su vida es una exigencia permanente, que contrasta con su falta de generosidad. Las emociones son fáciles de manipular. Cuando sentimos cariño o admiración, nuestras defensas bajan, como lo hace la fuerza de nuestro razonamiento. Las personas mentirosas elegirán muy bien a sus víctimas, e intentarán 104

extorsionarlas y manipularlas para jugar con ventaja y conseguir sus objetivos; y lo harán no a través del esfuerzo, sino por medio del engaño. Las personas que quieren «dar pena» tienden fácilmente al halago y tratan de conquistar a sus «víctimas» diciéndoles que se sienten muy bien en su presencia…, pero llega un momento en que pasan de las confidencias a las exigencias y se convierten en una pesada carga, de la que resulta difícil liberarse. Debemos sentir pena por las personas que sufren, no por los impostores que tratan de aprovecharse de nuestro afecto y de nuestra sensibilidad.

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Capítulo 4 LAS MENTIRAS EN EL TRABAJO

Siempre insistimos en que, nos guste o no, la realidad es que nos pasamos gran parte de nuestra vida en el trabajo, conviviendo con compañeros, jefes, clientes…, y, en ese escenario, todos los días pueden darse numerosas ocasiones para mentir… o decir la verdad. Mucha gente se sigue sorprendiendo al ver cómo hay personas que mienten sin ningún tipo de pudor en el trabajo. Pero no creamos que los únicos que mienten son los trabajadores a título personal, también lo hacen las instituciones. Hay empresas que «obligan» a mentir a sus empleados, y seguro que innumerables personas han perdido sus empleos por no querer ser cómplices de engaños o mentiras fraudulentas, que ocasionaban graves perjuicios a terceros. En el otro extremo, quizá por sus circunstancias específicas, o por una escala de valores más «relajada», habrá profesionales que hayan cedido y transigido con la mentira, y lo han podido hacer para conservar sus trabajos, para promocionar a determinados puestos, o para vivir «mejor». Si lo pensamos detenidamente, pronto nos vendrán a la mente situaciones en las que nos hemos sentido engañados por determinada organización y, en paralelo, seguro que también hemos tenido experiencias (en primera persona o como espectadores) de que mucha gente miente en el trabajo. Dentro del primer grupo, hay casos tan dolorosos y documentados como los de Enron, Afinsa-Fórum Filatélico… y en lo que se refiere a personas concretas, hay estafas tan llamativas como la protagonizada por Bernard Madoff. Pero… ¿qué ocurre en el día a día? En realidad, ¿se penaliza mucho la mentira en el trabajo? Las principales investigaciones que se han realizado al respecto, como las de Fleming y Zyglidopoulos (2008), nos indican que la mentira en el trabajo tiende a incrementarse de manera progresiva cuando los mecanismos de control son insuficientes y los valores y el código ético de la organización no penalizan este tipo de comportamientos. En este sentido, las leyes del comportamiento humano son muy claras.

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Si no hay consecuencias ante hechos reprobables, estos tienden a incrementarse. Si no pasa nada por mentir, habrá gente que busque atajos y que haga de la mentira un medio para ocultar sus fallos, para conseguir prebendas o ascensos que de otra forma no obtendría, o para vengarse o poner obstáculos en el camino de determinados compañeros que les superan a nivel profesional y personal.

Pero para trabajar, antes tenemos que haber conseguido un trabajo, y los que hacemos selección de personal conocemos la gran impostura que puede darse en esos procesos, donde muchos aspirantes quieren ofrecer una versión «edulcorada y falsa» de sí mismos.

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MENTIR PARA ENGAÑAR Y CONSEGUIR UN TRABAJO De nuevo podríamos preguntarnos: ¿quién no conoce a alguien que haya mentido para conseguir un trabajo? A veces, las mentiras incidirán sobre sus capacidades, sus estudios, su experiencia, el salario que cobraba... Sobre este particular, las investigaciones que se han realizado en el campo de la psicología no dejan lugar a dudas:

En relación con el trabajo, al igual que nos sucedía con las primeras citas amorosas, también mentimos desde el principio.

Soy consciente de que estamos ante un tema muy delicado y controvertido, pues habrá quien piense que el trabajo es un bien escaso, y que si la mayoría de las personas son capaces de mentir para conseguirlo, quien no lo haga, ¡estará en inferioridad de condiciones! Desde luego, no está en mi ánimo suscitar un debate moral; cada uno tendrá muy claras cuáles son sus reglas, lo que le parece bien y mal, aquello que es aceptable y dónde están los límites que nunca transgrediría. Lo que sí deseo manifestar como psicóloga que quiere, respeta y ama profundamente su profesión es el mal uso que a veces hacen algunos «profesionales», que tratan de utilizar engañosamente los principios de la psicología, y montan una especie de «escuela de entrenamiento», donde enseñan determinados «trucos» a sus alumnos para falsear la realidad y mentir en las entrevistas de selección y, de esta forma, conseguir de manera fraudulenta un trabajo. Sé que transitamos sobre «arenas movedizas» y por eso quiero matizar al máximo. Personalmente, me parece muy bien entrenar a los jóvenes y a todas las personas que se sienten inseguras en situaciones de presión, para que mejoren su seguridad, su confianza en sí mismos, su autoestima…, y consigan desarrollar su inteligencia emocional y sus habilidades de comunicación y de relación. De hecho, siempre me ha extrañado que después de tantos años que empleamos en la preparación académica, la mayoría de los planes de estudio no contemplen al menos algunas semanas para ayudarnos a conocernos mejor, a profundizar en la conducta humana, la nuestra y la de los demás, a desarrollar recursos que nos serán de gran utilidad en las situaciones de dificultad, de tensión, de estrés, de máxima exigencia… En este contexto, ¡claro que me parece bien que podamos ayudar a las personas a controlar su ansiedad, sus miedos y sus tensiones en cualquier situación!, y, por supuesto, también en las entrevistas de selección, pero una cosa es ese entrenamiento, absolutamente lícito y deseable, y otra, muy diferente, es buscar el engaño, la mentira y la manipulación. En cualquier caso, insisto, muchas personas pensarán que un trabajo bien vale una o varias mentiras, y no durarán en intentar ofrecer la imagen que crean que está 108

buscándose para ese puesto. Algo parecido pasa con los tests de personalidad. Los psicólogos sabemos que esos tests de papel y lápiz son poco fiables, pues muchísima gente miente al realizarlos; por eso, cada vez intentamos más que los procesos de evaluación sean exhaustivos, no manipulables y basados en pruebas de ejecución. De forma resumida, pues no es el objeto de este libro, como bien expone el director de I+D de nuestro grupo, Daniel Peña: Las pruebas de ejecución son instrumentos que utilizamos algunos psicólogos en la selección de personal. Se construyen sobre escenarios virtuales en soportes multimedia, que reproducen las situaciones a evaluar, en función de las características y del perfil del puesto. Para que sean fiables, en estas pruebas se enmascaran los criterios y variables que se miden; de tal forma que el evaluado no sabe exactamente qué es lo que se espera de él en cada prueba. El resultado es una información objetiva y no sesgada de las tendencias y estilos de comportamiento de los candidatos.

Una parte importante de mi actividad como psicóloga ha sido y es la selección de personal. En ese contexto, la experiencia rápidamente me indica cuándo la persona que estoy entrevistando ha tenido algún «entrenamiento» previo, y cuando las alertas saltan, la entrevista es mucho más «dura» de lo habitual, pues debo explorar en profundidad cómo es en realidad esa persona. Pero no nos equivoquemos; la mayoría de los entrevistadores no son psicólogos, no pasan pruebas de ejecución y el adiestramiento que han seguido algunos candidatos puede hacer que seleccionen a alguien que, en realidad, diste mucho de ser lo que parece. En esto, como en casi todo en la vida, podemos pensar que hay casos y casos, situaciones y hechos «delicados» que pueden condicionar en extremo nuestra conducta. La historia de Jaime puede ayudarnos a profundizar en esas circunstancias que, a veces, parece que nos aprisionan y no nos dejan otra alternativa, pero, como nos recuerda un dicho popular: «las mentiras tienen las patas muy cortas», y cuando menos te lo esperas…, «has caído en tu propia trampa».

El caso de Jaime

Jaime había sido siempre un estudiante con muy buen potencial intelectual, lo que le había permitido aprobar los cursos sin apenas esforzarse, pero cuando llegó a la universidad las cosas cambiaron drásticamente. Arquitectura era una carrera que exigía mucho esfuerzo y una cantidad importante de trabajo, y él no estaba acostumbrado a dedicar el tiempo y el sacrificio que esos estudios requerían. Además, Jaime tenía muchas habilidades sociales, era el típico chico simpático y alegre, muy popular entre sus compañeros y amigos, que salía casi todos los días y tenía gran éxito con las chicas. 109

Se tomó la carrera con «calma», prevaleciendo el pasárselo bien y esforzándose lo «justo» para ir tirando, por lo que ya no aprobaba los cursos enteros; de hecho, tardó oficialmente ocho años y medio en terminar. Sus padres se habían mostrado muy pacientes, en parte porque creían que poco podían hacer, y en gran medida porque Jaime siempre conseguía pequeños trabajillos que le permitían pagarse la matrícula y cubrir sus gastos. Además, nuestro amigo era tan encantador fuera como dentro de casa, por lo que a su madre en especial la tenía literalmente «conquistada». Cuando Jaime vino a vernos tenía 30 años, llevaba dos semanas de baja médica y se encontraba en una situación muy delicada, a causa de una mentira durante el proceso de selección, cuando le habían contratado en la empresa en la que trabajaba ahora.

La historia había empezado dos años atrás. Entonces, nuestro flamante arquitecto se había presentado a una selección en la que pedían que el candidato, además de ser arquitecto, dominara perfectamente el inglés y tuviera excelentes habilidades de comunicación y de relación, pues el puesto era básicamente para realizar gestiones comerciales, dentro de la política de expansión internacional que quería potenciar la empresa. En apariencia, Jaime tenía el perfil ideal y cumplía con todas las exigencias que demandaba el trabajo en cuestión; incluso, en el tema de idiomas, además de ser prácticamente bilingüe en inglés, se defendía bien en alemán. Por otra parte, sus habilidades comerciales estaban fuera de toda duda. —Pero el éxito me jugó una mala pasada —nos comentó Jaime en su primera sesión—, como empezamos a crecer más rápidamente de lo esperado, pronto surgieron otros puestos en la empresa, y mi jefe, para premiarme, y a instancias del director de nuestra área, me subió de categoría… y, con ello, me hundió. Esta es una historia que, con diferentes versiones, circunstancias y matices, he visto muchas veces en la consulta, por lo que en este punto me adelanté, y con una sonrisa le dije a nuestro amigo: —Vamos a empezar bien, Jaime; no te engañes, no fue tu jefe quien te hundió, ni tan siquiera el exceso de éxito y las nuevas necesidades que surgieron en tu empresa, y, por supuesto, no fue la mala suerte la que jugó en tu contra, me imagino que ese ascenso puso al descubierto alguna carencia grave de tu currículum, algún requisito que no tenías y sobre el que habías mentido o habías obviado en tu proceso de selección. La cara de Jaime mostraba una sorpresa infinita cuando por fin me preguntó: —¿Tú sabes lo que me ha pasado? ¿De verdad que con lo poco que te he dicho sabes el drama que estoy viviendo? —No —le contesté—; no sé exactamente lo que te ha pasado, y espero que tú me lo digas, pero conozco bien las competencias y requisitos que se necesitan para el puesto al 110

que te acaban de ascender. Es un trabajo que exige que puedas firmar los proyectos que estáis presentando y, para ello, además de haber terminado los estudios, cosa que sí que has puntualizado, necesitas tener aprobado tu proyecto de fin de carrera y ahí no has dicho nada. Quizá me estoy adelantando, pero no sería el primer caso en que veo una situación parecida a la tuya. Jaime se hundió en su silla y, con una mirada aún llena de interrogantes, dijo: —¡Bingo! ¡Has acertado! Pensé que podría terminar el proyecto de fin de carrera en los meses siguientes a mi incorporación, pero el trabajo fue muy intenso, viajaba sin parar y, para qué mentir, como estando únicamente de comercial no necesitaba firmar proyectos, me relajé… ¡y ahora me ha pillado el toro! El problema es que en mi empresa no saben nada de esta circunstancia, y cuando tuve que firmar el primer proyecto me sentí tan pillado que no se me ocurrió otra cosa que «ponerme enfermo», pero, claro, esa no es la solución. Estoy atrapado, hundido por esa gran mentira, ¡todo mi mundo se va a venir abajo!, por eso he venido a verte, nunca pensé que necesitaría un psicólogo, pero mi novia me ha dicho que me podéis ayudar, aunque, perdona que te diga, estoy convencido de que por muy buena psicología que aquí hagáis, no seréis capaces de sacarme de este pozo en que me encuentro. Llegados a este punto, en el transcurso de la terapia, siempre necesitamos tener toda la información, absolutamente toda, para poder analizar en profundidad el caso y valorar las alternativas con las que podemos trabajar. Por ello, insistí a Jaime en que me facilitara todos los datos. —¿Sabe alguien la verdad al cien por cien de la situación en que te has metido? — le pregunté sin darle tiempo a reponerse—, ¿lo sabe tu novia?, ¿tus padres?, ¿algún amigo? Como me temía, ni sus padres, ni tan siquiera su novia eran conscientes de hasta qué punto Jaime estaba con la soga al cuello. Solo su mejor amigo conocía el lío en que se encontraba. Una vez situados, necesitábamos buscar una estrategia que nos permitiera salvar la situación con los mínimos daños colaterales, así que exploramos todas las posibles salidas que teníamos a nuestro alcance. En esta fase, siempre empezamos analizando el perfil de las personas clave; por ello, estudiamos cómo era su jefe inmediato, cuáles eran sus puntos fuertes y débiles, cómo podría reaccionar ante el engaño de Jaime…; ¿habría alguna posibilidad de minimizar las consecuencias?; ¿y el jefe de su jefe?; ¿cómo era el director de su área…? Posteriormente, nos centraríamos en el ámbito personal y familiar, pero la urgencia de la situación requería que priorizásemos nuestras acciones. Su jefe era el típico «currante» que se había ganado el puesto por su dedicación en el trabajo. No parecía ser una persona demasiado brillante, pero era muy leal a la empresa y se dejaba la piel cada día. Seguramente, tenía un buen concepto de Jaime, pero a veces había hecho algún comentario, en el sentido de que su carrera profesional estaba yendo demasiado deprisa. De hecho, el ascenso se había producido a instancias 111

del director del área, que estaba literalmente impresionado y seducido por los buenos datos que había alcanzado nuestro joven arquitecto en solo dos años. En consecuencia, teníamos que preparar una estrategia para abordar la situación actual con su jefe inmediato y con el director. Jaime intentó por todos los medios convencerme para que buscásemos una alternativa «creativa» que no implicase decir la verdad y tener que reconocer que había mentido en el proceso de selección. Pero los psicólogos sabemos que, en estas circunstancias, lo primero es que la persona que ha mentido afronte las consecuencias de su mentira, no las evite, y, segundo, debe decir la verdad. Eso sí, la verdad se puede manifestar con «inteligencia», pensando muy bien cuál es la mejor forma de «salvar los muebles», y siguiendo una estrategia que nos facilite la mejor opción posible. Una vez que Jaime aceptó que no había otra alternativa, preparamos con minuciosidad cómo abordaría este tema tan espinoso, primero con su jefe y, después, con su director. Él habría preferido hacerlo al revés, pues a priori veía al director más tolerante y, además, estaba convencido de que valoraba mucho su trabajo. Pero en estas situaciones no hay que buscar atajos y, menos aún, cometer errores perfectamente evitables. Saltarse a su jefe directo hubiera implicado que este se pusiera aún más en su contra, al considerar que Jaime le había «puenteado». Nuestro amigo comprendió que…

... cuando un jefe se siente menospreciado a nivel emocional por un colaborador, la reacción que podemos esperar es más de confrontación que de cercanía y colaboración.

Así que Jaime le dijo que necesitaba que le reservase media hora, pues tenía que hablar de algo importante con él. Es verdad que con esa petición, de alguna forma, le podíamos poner en alerta —¿algo importante?—, pero convenía que, desde el principio, sintiera que el tema necesitaba toda su atención y un tiempo prudencial para exponérselo en profundidad. Habíamos estudiado muy bien sus posibles reacciones, por eso intentamos desde el principio que fuera consciente del mal trago que estaba pasando Jaime, que viera que a pesar de ser un profesional de éxito, en esos momentos no dejaba de ser un joven hundido, profundamente abochornado y arrepentido por su mentira, que estaba pasando por uno de los peores momentos de su vida al tener que reconocer su grave falta. Como habíamos previsto, la reacción de su jefe, al principio, fue una mezcla de incredulidad y de rabia, al comprobar cómo Jaime les había engañado y cómo ahora se encontraban ante una situación muy delicada. Sabíamos que, después de la primera reacción de sorpresa, de inmediato se iba a sentir muy agobiado al pensar cómo podría reaccionar el director cuando se enterase de la gran mentira que había provocado Jaime, rápidamente nuestro amigo le tranquilizó, diciéndole que él era consciente de que debía 112

asumir íntegramente las consecuencias de su fraude y que, por eso, para que no le salpicase nada a él, en cuanto terminase su reunión le pediría una entrevista al director para contarle en primera persona que en el proceso de selección no había dicho toda la verdad. Su jefe reaccionó con la dureza que esperábamos, pero también con cierto alivio al ver que Jaime estaba dispuesto a asumir las consecuencias de su mentira. Antes de que su enfado fuese en aumento, cuando se quiso dar cuenta, Jaime ya iba camino del despacho del director —con anterioridad, habíamos comprobado que ese día estaba en la oficina—, para decirle a la secretaria que tenía un tema muy urgente que despachar con él, urgente, pero que necesitaba solo quince minutos para hacerlo (a un director no conviene quitarle demasiado tiempo de su agenda). Para sorpresa de la secretaria, Jaime le dijo que, si no le molestaba, prefería esperar allí mismo y, con cara de circunstancias y de gran preocupación, se dispuso a enfrentarse a su «prueba de fuego». La secretaria, al verle de esa forma, intentó que el director le recibiera lo antes posible y, casi sin darse cuenta, Jaime se encontró frente a su «gran reto». «Si en ese momento no me quedé en el sitio, creo que puedo aguantar cualquier cosa que me echen». Con esta frase, nuestro joven arquitecto empezó su relato de cómo había sido la entrevista más difícil de su vida. Las opciones que habíamos barajado eran: a) que el director reaccionase cortándole de inmediato y echándole de la empresa, o b) que él mismo sorprendiera al director y le sugiriese que estaba dispuesto a asumir cualquier decisión que él estimase, que le dolería muchísimo dejar la empresa, pero que si creía que debía hacerlo, lo haría de forma inmediata, pidiendo la baja voluntaria; no obstante, le agradecería mucho poder continuar, aunque entendía que lógicamente le quitarían la subida de sueldo y de categoría que había tenido hacía poco, y le degradarían a otro puesto (afortunadamente, sabíamos que su anterior puesto comercial seguía vacante, pero habría resultado demasiado presuntuoso, y demasiado premeditado, sugerirlo directamente). Sin que el director saliera aún de su asombro, Jaime continuó su discurso. Sabíamos que si no lo había interrumpido hasta ese momento, eso significaba que teníamos oportunidades. Jaime le pidió que, por favor, le concediese un año de prueba, un año para terminar el proyecto de fin de carrera, y que después, una vez cumplido con su compromiso, evaluase si se merecía seguir trabajando en la organización. Jaime tuvo que escuchar palabras durísimas y reproches bien merecidos. El director se había sentido profundamente engañado por él, pues era una de sus principales apuestas de cara al futuro, pero, tal y como habíamos imaginado, en el fondo era una persona muy racional y pensó que, al fin y al cabo, Jaime era un buen profesional y, con la degradación de sueldo y de puesto, el escarmiento le parecía suficiente. Así que en tono muy serio y enérgico, le dijo que no quería volver a verle hasta que no se presentase en su despacho con el proyecto de fin de carrera terminado. 113

Nuestro amigo por fin había respirado, por lo que, erróneamente, pensó que ya casi todo lo malo había pasado. Estaba tan acostumbrado a salirse con la suya que, con esa sonrisa cautivadora que tan bien sabía poner, me dijo que ahora, por favor, ideásemos una estrategia para justificar la bajada de puesto ante su novia, sus padres y su entorno. Aunque no me sorprendió nada su «propuesta», mi reacción fue contundente. Le comenté que su sugerencia era infantil y demostraba falta de madurez, que ponía de manifiesto que no había aprendido NADA de la situación que acababa de vivir, que si quería ser toda su vida una persona de la que nadie se pudiera fiar, un mentiroso compulsivo, que se intentaba aprovechar de la candidez de los demás…, en ese caso, si esa era su decisión, que supiera que yo no iba a permitir que utilizase mi ayuda para engañar y manipular a los demás, que no quería volver a verle. Jaime estaba profundamente arrepentido por su sugerencia y, en contra de lo que en él era habitual, no acertaba a pronunciar palabra. Al final, tras un largo silencio por mi parte, añadió: —Discúlpame, no pensé de verdad lo que decía, lo he pasado tan mal y estaba tan aliviado después de ver que no he perdido el trabajo y me han dado otra oportunidad, que solo trataba de decir que intentásemos que los siguientes pasos no fuesen igual de duros. Llegados a este punto, le comenté a Jaime que los siguientes pasos estarían en consonancia con la gravedad de su mentira, por lo que organizamos un plan de acción muy completo. En relación a su promesa de terminar el proyecto de fin de carrera, analizamos cómo era el director del proyecto que había empezado hacía más de tres años y que estaba estancado. Vimos que su perfil era muy académico, por lo que difícilmente encajaría bien con el tipo de orientación que queríamos darle al proyecto. Al final, elegimos un profesor que Jaime había tenido, que era un buen especialista en urbanismo, con el que nuestro amigo había congeniado muy bien durante la carrera y al que le detalló la situación real que tenía, y la necesidad de poder hacer el proyecto en un tiempo máximo de un año. Buscaron un proyecto que les resultase atractivo a los dos. A esas alturas, Jaime tenía muy claro que dedicaría todo el tiempo y la energía que fuesen necesarios para terminar por fin su gran «asignatura pendiente». Más complicada fue la vertiente personal. Aunque al contarle la situación real a su novia ella se lo puso fácil, pues estaba muy enamorada, y rápidamente se mostró dispuesta a perdonarle, sin embargo, se asustaba ante la posible reacción que tendría su padre. En este punto, acordamos que como Jaime era el que había mentido, él debería ser también quien asumiese el desgaste y quien le contase a su futuro suegro su gran mentira. —Creo que lo he pasado peor que cuando se lo conté a mi director, sentí que su cara era de desprecio y, sin darme la mano, me dejó con la palabra en la boca y me dijo que no era digno de estar con su hija, que una persona que es capaz de mentir en algo tan 114

importante, seguirá mintiendo toda su vida. Por favor, dime que no tiene razón, te aseguro que he aprendido la lección, yo no soy el ser despreciable que él se imagina. —No lo eres —respondí—, pero es lógico que él tenga sus dudas y se preocupe por su hija. Tu mejor aval será tu comportamiento. Es normal que no te regale nada, al fin y al cabo él no está enamorado de ti. —Quise añadir un poco de humor, porque por primera vez Jaime estaba llorando ante mí, como un niño desvalido y asustado. Por supuesto, también les dijo la verdad a sus padres y a sus amigos, pero lo fundamental es que aprendió la lección, asumió las consecuencias de sus errores y lo pasó tan mal, tan extraordinariamente mal, que quedó vacunado contra la mentira; al menos, ante las «grandes mentiras». A veces, ese sufrimiento tan duro es la mejor garantía de que no se repetirán los mismos hechos. Por eso…

... los psicólogos siempre insistimos en que las personas que mienten deben asumir íntegramente las consecuencias. Quitar importancia a la mentira es el peor «favor» que le podemos hacer al mentiroso.

Jaime aprendió que tenía que reconquistar la credibilidad que había perdido, que la vida había sido muy generosa con él, que le había dado un buen potencial intelectual, que además le resultaba fácil comunicar y caer bien a la gente, pero que lejos de sacar provecho de sus competencias, las había dilapidado para convertirse en un vulgar mentiroso, que era capaz de engañarse a sí mismo con lo que haría en el futuro, para justificar la falta de esfuerzo de su día a día. Hoy nuestro amigo, además de ser un buen profesional, es una persona íntegra, que finalmente supo reaccionar y sustituir las mentiras de su vida pasada por la honestidad de su presente. Pero quizá algunos lectores se pregunten cómo fue posible que nadie: padres, novia, compañeros de trabajo, jefes… detectara que Jaime estaba mintiendo. La realidad es que en contra de lo que algunos podrían pensar…

... la mayor parte de las mentiras se quedan sin reconocer o detectar.

Cuando estamos en «alerta», cuando ya hemos detectado que una persona miente, ahí las posibilidades de descubrir nuevas mentiras se incrementan; por una parte, nosotros estamos más atentos, y, por otra, la persona que miente está más condicionada, al saber que le están observando y que ya no goza del privilegio de que los otros piensen que dice la verdad.

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En el caso de Jaime, las personas que estaban a su alrededor veían a un joven triunfador, con todas las características y competencias para serlo: simpático, agradable, muy hábil socialmente, inteligente, creativo, ingenioso… Él no levantaba sospechas y, cuando eso ocurre con un mentiroso, los demás tienden a pensar que lo que dice es cierto, no se plantean que mienta y no están alertas para detectar posibles mentiras. Por otra parte, Jaime solo mentía en algo muy concreto (el no tener acabado el proyecto fin de carrera); su mentira era muy selectiva, en el resto de las áreas de su vida su tendencia era a decir la verdad. Jaime necesitó ayuda, pero salió bien de una situación muy comprometida. En el fondo, tenía mucha fuerza, mucha, muchos recursos y bastante seguridad en sí mismo. Llegado el momento, asumió el coste de sus mentiras y, como decíamos anteriormente, hoy está vacunado y es muy poco probable que vuelva a intentar engañar de la forma que lo hizo. Pero hay muchas personas, con muy poco nivel de autoexigencia, y con escasos escrúpulos o valores, que emplean la mentira para encubrir fallos y conseguir prebendas.

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MENTIR PARA ENCUBRIR FALLOS Y LOGRAR PREBENDAS Esta es una de las mentiras que más se da en el entorno laboral. ¿Cuántas personas son capaces de mentir para tapar sus fallos y, de paso, intentar conseguir prebendas que no merecen? Muchas, muchísimas más de las que la mayoría de la gente honrada y confiada cree.

Siempre constatamos la desprotección y la falta de recursos que sufren los buenos trabajadores para enfrentarse a compañeros sin escrúpulos, que son capaces de utilizar cualquier mentira, por obscena que sea, para conseguir sus fines.

Con frecuencia, los psicólogos vemos a profesionales que quedan tan impactados y se sienten sin recursos ante la experiencia que están viviendo: trabajan con compañeros que no paran de mentir; compañeros que muchas veces son unos auténticos «jetas», que pretender conseguir, a través de la mentira, la manipulación o la seducción que no son capaces de lograr en función de sus méritos, su esfuerzo o sus capacidades.

En una sociedad tan exigente como la actual, la mayoría de la gente se ha preparado para desempeñar bien su cometido, han invertido muchos años y esfuerzos para aprender a realizar correctamente su trabajo, pero carecen de recursos y habilidades para hacer frente a los mentirosos compulsivos, que son capaces de sostenerles la mirada con una sonrisa, a la par que les pueden estar clavando una daga en la espalda.

El siguiente caso puede ayudarnos a descubrir si tenemos cerca de nosotros a personas que van por la vida «utilizando» y manipulando los buenos sentimientos de los que se encuentran a su paso.

El caso de Pepe y Raquel

Pepe tenía 25 años cuando entró a trabajar en una empresa de servicios como administrativo. Al principio, a la mayoría les pareció un joven simpático, que se esforzaba por caer bien, pero al cabo de unos meses, Raquel, su compañera más cercana, no salía de su asombro, ante las mentiras que Pepe era capaz de inventar cada día.

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Raquel estaba viviendo una auténtica pesadilla. Nunca había estado próxima a una persona tan falsa, y con una carencia absoluta de límites o escrúpulos. La situación cada vez era más dramática y más peligrosa para Raquel. Sentía una indefensión absoluta; no sabía cómo debía actuar y, aún peor, su autoestima y confianza en sí misma disminuían en la misma medida que las mentiras de Pepe se intensificaban. Raquel no podía permitirse perder su trabajo, pero llevaba unos meses en que había perdido la alegría y hasta la salud.

Acudió a nosotros in extremis, empujada por su novio, que veía cómo cada día se hundía más y se defendía menos. Cuando hicimos un análisis riguroso de su caso, comprobamos que Raquel era una trabajadora competente, buena compañera y generosa en sus relaciones con los demás. Llevaba dos años y medio en la empresa y durante este tiempo se había ganado la confianza y la valoración de sus jefes, de sus colegas y de los clientes. Todo marchaba bien, le gustaba lo que hacía y hasta pocos meses atrás tenía fundadas esperanzas de que la hicieran fija al cumplir su tercer año, pero la llegada de Pepe había revolucionado su tranquila vida. Raquel, al contrario de lo que en ella era habitual, se sentía muy insegura, muy desprotegida y muy desanimada. Al principio, intentó pensar que Pepe tendría algún problema grave que no le permitía centrarse en el trabajo y que hacía que constantemente se inventase excusas para justificar sus errores y su bajo rendimiento. De hecho, con su mejor intención, un día en que de nuevo se había equivocado y que dos jefes se habían quejado, le preguntó a Pepe si le pasaba algo y se ofreció para ayudarle. Él le dio las gracias y, en tono muy dramático, le dijo que a su madre le habían diagnosticado un cáncer y eso hacía que estuviese tan distraído, pues se sentía muy angustiado. Raquel, una mujer honesta a la que jamás se le ocurriría mentir con algo semejante, se tragó plenamente la primera gran mentira de Pepe. A partir de ahí, los acontecimientos se sucedieron. Pepe cada vez llegaba más tarde o faltaba al trabajo y le pedía a Raquel que le cubriese, pero la situación se hizo insostenible; las quejas hacia el trabajo de Pepe aumentaban cada día, pero este, lejos de estar preocupado, no paraba de sorprender a Raquel, y nuestra amiga empezó a observar comportamientos extraños en una persona que se supone que está preocupadísima ante la enfermedad grave de su madre. Extrañamente, Pepe se mostraba demasiado «alegre», demasiado risueño, coqueteando sin disimulo con una de las jefas que tenían. El resultado no se hizo esperar: en pocas semanas solo estaba pendiente de ir al despacho de dicha jefa con la que tanto parecía congeniar y para ello se inventaba cualquier excusa. Pero lo peor llegó un día en que esta jefa, con muy mal tono, le dijo a Raquel que acudiese a su despacho y, cuando apenas había entrado, sorprendió a nuestra amiga 118

con una bronca y unas acusaciones antes las que Raquel no fue capaz de reaccionar. Se quedó tan bloqueada que solo acertó a decir que tenía que haber una confusión, que lo que estaba diciendo nunca había sucedido. Al volver a su sitio, cuando Raquel intentó comentarle a Pepe que estaba desolada, que por favor fuese a ver a esta jefa y le dijera la verdad, que ella nunca se había aprovechado de él, nunca se había apropiado de su trabajo y nunca se había mostrado enfadada, a pesar de que le caía gran parte del trabajo que Pepe debía hacer, se encontró con una respuesta que jamás había esperado: Pepe, adoptando un aire de superioridad y con una actitud muy agresiva, le dijo, en un tono de voz bastante alto, seguramente para que le oyesen otros compañeros, que estaba harto de sufrir en silencio sus broncas y sus humillaciones, que desde que había llegado le había hecho la vida imposible y que no paraba de acosarle cada día… Por fin, Raquel había contemplado cómo era de verdad su compañero. Cuando nos contaba lo sucedido, aún no salía de su asombro y no paraba de repetir: «Pero ¿cómo puede decir que le humillo, cuando me paso el día cubriendo sus ausencias y disculpando sus fallos ante todos?». Nos costó que comprendiera que tenía ante sí a una persona sin escrúpulos, que seguro se justificaba sus propias mentiras y que, sin duda, perseguía un fin. Aunque nuestra amiga se resistía, no tuvo más remedio que admitir que, probablemente, lo que Pepe buscaba era blindarse ante las quejas de los otros jefes y, en última instancia, arrebatarle el posible contrato definitivo que con esfuerzo se había ganado Raquel. Una vez descubierto el objetivo, el siguiente paso fue preparar a Raquel para que pudiera desactivar las mentiras y las difamaciones de su compañero. Para ello, consideramos el perfil psicológico que tenían las principales personas que intervenían en este caso y elaboramos una estrategia que dejaría al descubierto las mentiras de Pepe. Tengamos claro que…

... la primera consigna con un mentiroso compulsivo es sorprenderle y no entrar nunca en sus provocaciones.

En paralelo, no volvería a cubrir sus fallos ante el resto de la organización; después, trataría de saber cuál era el verdadero estado físico de la madre de Pepe, pues el mensaje de que él estaba muy afectado porque su madre estaba gravemente enferma lo había difundido por toda la empresa. Como esperábamos, Pepe no se había preparado para esa ofensiva, había subestimado a Raquel, pensaba que estaba tan hundida que, con un par de «empujones» más, seguramente conseguiría sus propósitos. Por ello se quedaba desorientado, como aturdido, cada vez que veía que Raquel no entraba en sus provocaciones y actuaba como si él no existiera.

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Por otra parte, en cuanto Raquel dejó de «cubrirle», las quejas hacia su trabajo se hicieron cada vez más patentes; el jefe directo de ambos un día le dijo, delante de Raquel, que o reaccionaba o no le renovarían el contrato al finalizar el que tenía. Por último, Raquel no paró hasta descubrir que la madre de Pepe trabajaba como comercial para una empresa que trataba de introducir sus productos en el mercado español; así que decidió dar el paso definitivo. Se había sentido tan engañada que llamó a una amiga y le preguntó si no le importaba quedar con la madre de Pepe, con la excusa de que estaba interesada en esos productos; la amiga, que sabía perfectamente lo que estaba pasando, accedió a su petición y concertó con ella una reunión. La posible enfermedad de la madre de Pepe era el único punto que aún condicionaba a Raquel. Por nada del mundo quería perjudicar a un compañero que lo estuviera pasando mal a causa de un motivo así. Todos los indicios apuntaban claramente a que también mentía en este aspecto, pero ella se quedó más tranquila cuando tuvo la certeza de que, de nuevo, Pepe no había tenido el mínimo escrúpulo en valerse de cualquier persona para hacerlo; incluso, en utilizar la posible enfermedad de su madre para dar pena. Tal y como era de esperar, su amiga se encontró a una mujer bastante joven, bien parecida y con un aspecto muy saludable; desde luego, una imagen que distaba mucho de corresponderse con la de la historia que había contado su hijo. Hacía solo unos días, Raquel había escuchado de nuevo cómo Pepe le decía a la jefa que tanto le apreciaba y protegía que su madre estaba muy deteriorada, que llevaba varios meses de baja, sufriendo las consecuencias de la quimioterapia, que se había quedado sin pelo y estaba «en los huesos». La amiga de Raquel intentó conseguir la prueba definitiva, así que le pidió sus datos para estudiar si hacía un pedido y, cuando le dio su tarjeta, con gesto de asombro, le preguntó si ella era la madre de Pepe…; le dijo que su hijo hablaba mucho de ella y que le encantaría que se hicieran una foto juntas para mandársela. La madre se mostró algo sorprendida, pero halagada por el comentario y accedió encantada a la foto. Lógicamente, la amiga de Raquel le insistió en que no dijera nada a su hijo, pues quería darle la sorpresa. Al día siguiente de estos hechos, la jefa «benefactora» de Pepe llamó a Raquel para que fuese a su despacho. Esta intuyó que sería para tratar de convencerla de que siguiera protegiendo a Pepe, pues en la medida en que aumentaba el cuestionamiento público hacia el trabajo de su compañero, se incrementaron también las visitas de este al despacho de la única persona en la empresa que lo protegía. En aquel instante, Raquel decidió jugar sus cartas y le pidió disculpas, pero le dijo que le resultaba imposible ir, porque tenía que terminar un trabajo muy urgente. Tal y como había previsto, la jefa se personó de inmediato en su mesa y, en tono enérgico, le dijo que le parecía mentira que ella, siendo mujer, no mostrase más sensibilidad ante la difícil situación familiar que estaba viviendo Pepe; para sorpresa de ambos, Raquel, con un tono de voz muy tranquilo, exhalando un suspiro de aparente resignación, mirando fijamente a la jefa, le 120

preguntó que no entendía bien a qué situación familiar se refería y esta, muy alterada, le comentó cómo podía olvidar la tragedia que estaba viviendo Pepe, quien tenía que ocuparse de una madre que estaba tan enferma que no tenía fuerzas ni para levantase de la cama; en ese momento, quien se levantó de la silla fue Raquel, cogió su móvil y le dijo a la jefa si conocía a la madre de Pepe, y a continuación preguntó en voz alta: —Pepe, ¿cuánto tiempo dices que lleva tu madre sin poder salir de casa?; ¿cuántos kilos dices que ha perdido?; ¿de qué cáncer la están tratando? Pepe, por primera vez, se puso muy nervioso, miró preocupado a Raquel, pero, al ver que esta le sostenía la mirada con cara de incredulidad, adoptó un tono «aparentemente afectado», y dijo que el estado de su madre era lamentable, que llevaba varios meses de baja, que solo se levantaba para ir al hospital cuando le tocaba el ciclo de quimioterapia y que él vivía en una angustia permanente. Raquel miró entonces a la jefa, y repitió en voz alta: —Así que está de baja y solo se levanta para ir al hospital…; qué curioso —añadió —, una amiga mía me dijo que había coincidido ayer con tu madre, que la había ido a ver para mostrarle los productos de su firma, y que la había encontrado tan sorprendentemente guapa y recuperada, que le pidió hacerse una foto con ella. —Y, cogiendo su móvil, y con actitud de claro disgusto y enfado, manifestó—: ¡Cómo puede alguien tener la desfachatez de inventarse una grave enfermedad de su madre para intentar dar pena y justificar todas sus actuaciones! A continuación, mostró la foto de su amiga con la madre de Pepe, ante la cara de asombro de este y la mirada incrédula y perpleja de la jefa. Cuando Raquel me relataba esta secuencia, no salía aún de su asombro. Estaba tan sorprendida de la fuerza y la determinación que había mostrado, que no se lo podía creer. —¿Cómo fui capaz de actuar de esta forma, de dejarle al descubierto y de no ponerme a temblar ante la presencia de la jefa? —La razón es sencilla —le expliqué—: te sentiste tan indignada ante la utilización de una mentira tan manipuladora por parte de Pepe que esa indignación, esa rabia ante su intento de dar pena y aprovecharse de los buenos sentimientos de los demás, es lo que te empujó y te dio alas para dejarle en evidencia ante la persona que más le había protegido, la persona a la que durante más tiempo había engañado y que más agresiva e injusta se había mostrado contigo. Raquel, que era una persona comedida y prudente, que siempre intentaba ayudar a todo el que lo necesitaba, y que se sentía muy incómoda ante cualquier tipo de tensiones, había sido capaz de provocar una situación límite, que dejase en evidencia la impostura de Pepe y que terminase, definitivamente, con sus mentiras y sus manipulaciones. Podemos pensar que no habrá demasiados Pepes dispuestos a mentir sobre algo tan especial, como que su madre esté muy enferma, pero los psicólogos vemos muchos casos de personas que se pasan la vida mintiendo, y lo hacen con gran ligereza y sin

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ningún tipo de escrúpulos; personas que son capaces de utilizar presuntas enfermedades, y hasta muertes de sus familiares más cercanos. Las mentiras de Pepe quedaron al descubierto, al cabo de unas semanas terminó su contrato y su estancia en la empresa; a Raquel, por el contrario, por fin la hicieron fija, pero no todo el mundo tiene o consigue la determinación y la valentía de que hizo gala nuestra amiga, por lo que conviene que sepamos que hay muchos Pepes, que no dudan en tratar de aprovecharse y manipular los buenos sentimientos de las personas que les rodean, por lo que, cuando nos extrañen hechos contradictorios, como le pasó a Raquel, activemos nuestras alertas y recordemos que cuando hay discrepancia entre lo que uno dice y lo que hace, lo que vale de verdad son los hechos, no las palabras (alguien que está pasándolo muy mal por la grave enfermedad de su madre no está todo el día de bromitas, sin un gesto o señal que indique su pena o sufrimiento). Los hechos, como habíamos podido constatar, nos indicaban claramente que estábamos ante un impostor al que no le costaba utilizar las mentiras más infames, con tal de conseguir sus objetivos. Pepe se inventó la enfermedad de su madre; pero no estamos ante un caso único: hay muchas personas capaces de jugar con los sentimientos más nobles y generosos de los demás para conseguir sus objetivos.

Cuanto más atentos estemos a los mentirosos, a las incongruencias que presentan, antes los descubriremos y antes podremos «protegernos».

Pero en el trabajo también nos encontramos casos de personas que mienten para encubrir sus adicciones.

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MENTIR PARA ESCONDER NUESTRAS ADICCIONES Las adicciones siempre han existido; aunque actualmente se han podido intensificar con el desarrollo espectacular de las nuevas tecnologías y con la aparición de sustancias cada vez más sofisticadas y más dañinas. Hasta hace unas décadas, las principales adicciones eran las que venían del alcohol, el juego o las drogas. Hoy, las posibilidades de desarrollar algún tipo de adicción se ha multiplicado, y, lo que es peor, empiezan muy pronto. Cada vez vemos a niños más pequeños enganchados a sus maquinitas, a sus móviles, a sus tabletas…, hasta el punto de que sienten que lo peor que les puede ocurrir es que les privemos de sus dispositivos. Pero vamos a centrarnos ahora en las adicciones que numerosas personas padecen y tratan de encubrir en su medio laboral. Y, por mucho que las personas que están «enganchadas» lo nieguen, sabemos que el ocultamiento de una adicción puede durar un cierto tiempo, pero, a la larga, el problema termina por salir a la luz.

El caso de Andrés (alcohol)

Andrés era un hombre de mediana edad, que siempre se había caracterizado por su seriedad, su falta de humor, sus dificultades en las relaciones sociales y el gran número de horas que pasaba en el trabajo. En apariencia, todo transcurría con normalidad en su vida. Tenía una hija que se parecía más a la madre que a él: una chica sociable, alegre, que se había convertido en una buena profesional y que, para gran felicidad de Andrés, acababa de dar a luz a su primer hijo; un varón precioso que tenía embelesado a su abuelo. Los problemas por los que Andrés acudió a consulta surgieron precisamente en el bautizo de su nieto; aunque él en público intentaba no beber, pues sabía que en cuanto empezaba ya no se controlaba, ese día hizo una excepción: —Me pareció que un nieto bien valía una copa —comentó cuando vino a vernos. —Una copa sí —apostilló su mujer—, ¡pero no las siete que te tomaste! El resultado final es que él, tan discreto y serio siempre, montó el «numerito» en el bautizo, para vergüenza de todos; especialmente de su mujer, de su hija y de su yerno. Su mujer se empeñó en venir con él y, con la aprobación de Andrés, la vimos a solas los últimos quince minutos de la primera sesión. La información que quería darnos era crucial: Andrés se había emborrachado en el bautizo de su nieto, pero Andrés llevaba años llegando «cargadito» a casa todas las noches.

En la segunda sesión, Andrés confesó que, efectivamente, desde muy joven empezó a beber. Al principio lo hacía para vencer su timidez; el alcohol creaba en él una 123

desinhibición que lo ayudaba a superar sus inseguridades, especialmente en su relación con las chicas. Además, por aquel entonces, con dos copas ya se convertía en un chico simpático, ocurrente, con un sentido del humor peculiar. El problema es que con el paso de los años había pasado de beber un fin de semana para caer bien, a beber por adicción todos los días. Es verdad que estaba muchas horas en el trabajo, pero en realidad se quedaba el último en la oficina porque, cuando se iban sus compañeros, llegaba su premio y empezaba a beber con fruición de una botella de whisky que siempre tenía escondida en su mesa. Era como un ritual que se repetía día tras día. Después, cuando por fin llegaba a casa, se paraba antes en un bar cercano y se tomaba otro par de copas. Su mujer era la única que sabía en toda su dimensión el problema de Andrés; su hija lo había intuido en repetidas ocasiones, pero su madre siempre la tranquilizaba diciendo que su padre controlaba. Pero si había algo que no hacía Andrés era precisamente controlar bien. Cuando empezamos a trabajar con él, le pedimos que anotase fielmente todo lo que bebía a lo largo del día y que lo hiciera durante una semana. Muchas personas mienten en estas anotaciones, pero sabíamos que Andrés no lo haría. Nuestro protagonista se había quedado muy preocupado y avergonzado después de la escena del bautizo de su nieto. Las miradas horrorizadas de su hija y de su yerno le venían constantemente a la cabeza. Los registros fueron contundentes: Andrés bebía todos los días, especialmente a partir de las 19.00 horas, y la cantidad de alcohol que metía en su cuerpo era imposible que la pudiera eliminar cualquier ser humano sin que se viesen afectados su trabajo y sus relaciones sociales y familiares. Se trataba además de alcohol de alta graduación que, sin duda, estaba dañando seriamente su organismo, tanto a nivel físico como de rendimiento intelectual. Lo que la mujer de Andrés no sabía, aunque lo sospechaba, es que su marido había cometido varias negligencias en su trabajo (llevaba la contabilidad de la empresa), y el director financiero ya le había amonestado seriamente en varias ocasiones. Aunque Andrés no lo quería reconocer, sospechábamos que, en realidad, todos sabían que bebía; desde la señora de la limpieza y sus compañeros más cercanos hasta su director. Precisamente, al día siguiente del bautizo, ese lunes Andrés había llegado al trabajo en unas condiciones deplorables. Para colmo, tenían una reunión a primera hora de la mañana para hablar de presupuestos… Después de esa reunión, su director lo llamó a su despacho y le preguntó qué le pasaba; él improvisó y comentó que le había sentado mal algo de la comida del día anterior, pero como vio que su jefe ponía cara de poco convencimiento, decidió apostar fuerte y echó la culpa de sus errores a su ayudante, un joven bien preparado que, en bastantes ocasiones, le había cubierto y tapado sus fallos. —Si estás mal, Andrés, quédate en casa, pero ¡no vengas a trabajar en estas condiciones! —le dijo el director, bastante enfadado.

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En las dos semanas siguientes, de nuevo aparecieron fallos en el presupuesto y Andrés, otra vez, trató de trasladar la responsabilidad a su ayudante. Finalmente, hacía dos días que el director lo había llamado de nuevo: —Andrés, ¡despide a tu ayudante! —le había dicho—. No podemos continuar así, si él es el culpable, ¡pues tendremos que echarle! Andrés se quedó muy sorprendido, no sabía qué decir. Su jefe le miró con desprecio: —¿Cómo eres tan irresponsable? —le dijo—. ¿Cómo eres capaz de jugar con el puesto de trabajo de un buen chico, con tal de no asumir tus errores? Andrés intentó balbucear una excusa, y solo acertó a decir que esa no era una buena solución, que era verdad que últimamente le costaba concentrarse en el trabajo y que lo sentía mucho, pero que no volvería a suceder. Consiguió que su jefe le diera, a regañadientes, dos semanas de margen, pero cuando ya iba a salir, le miró fijamente y le dijo: —Andrés, me has decepcionado profundamente; tú sabes que el problema no es de tu ayudante, te conozco desde hace mucho tiempo y me cuesta tener esta conversación contigo, pero si en dos semanas no veo un cambio radical, tendré que tomar una decisión muy dura contigo. Yo te aconsejaría que te dieses de baja y te tratases el problema que tienes. Cuando Andrés nos contaba lo sucedido, su primera reacción ante esa conversación fue la que tienen muchas personas que presentan adicciones: la negación. Negar su responsabilidad, buscar culpables y supuestas confabulaciones contra él; pretender que todos son injustos, que exageramos, que en realidad él lo único que hace es tomar un par de copas cuando termina de trabajar, nada más. En el fondo, como sucede en estos casos…

... las personas que presentan problemas de adicción, NIEGAN la realidad, para no admitir su RESPONSABILIDAD.

Y lo hacen, entre otras cosas, porque no confían en sí mismos, y no se sienten capaces de vencer su adicción, su dependencia del alcohol. En este punto, ante la actitud aparentemente dolida de Andrés, le dije que dejábamos la terapia, que yo no podía trabajar con alguien que mentía, que negaba su responsabilidad y no asumía sus errores, que en pocos meses se quedaría sin trabajo, pero, lo que era peor para él, se quedaría sin poder ver a su nieto. —¡Cómo! ¿Por qué? —exclamó, sorprendido. —Pues resulta obvio —respondí—, si continúas bebiendo, los errores y la negligencia no solo los cometes en el trabajo; también fuera de él, y tú, que en el fondo eres buena persona, sabes que cualquier día que estés con tu nieto puedes provocar un 125

accidente. Además, sabes que tu hija se lo ha comentado a tu mujer, no quiere que veas al niño hasta que hayas sido capaz de dejar de beber y no tenga miedo de que estés con el bebé —sentencié. En ese instante, Andrés, por fin, reconoció su adicción, estalló en un llanto incontenible y dijo que haría todo lo que le dijéramos para superar su alcoholismo. No fue sencillo, diseñamos un programa multidisciplinar que incluía un tratamiento médico (ansiolíticos, e ingesta de un medicamento que provoca una reacción adversa muy intensa si tomas una gota de alcohol) y una terapia psicológica, donde trabajamos al máximo el autocontrol que no tenía, hasta que recuperó su confianza, su dignidad y pudo afrontar sus errores. Su mujer desempeñó un papel crucial; fue su gran apoyo en esos meses de desintoxicación. No lo ingresamos, no fue necesario; habría sido muy humillante para él, por lo que pactamos un acuerdo por escrito, que, además de él, también firmó su mujer en calidad de testigo. En dicho acuerdo él se comprometía, a partir de ese día, a no tomar una gota de alcohol y a seguir en todos sus términos el tratamiento médico y psicológico que habíamos diseñado el equipo que llevábamos su caso. De esa forma, trabajaríamos con él en régimen ambulatorio, aunque había dejado firmado su ingreso voluntario en un centro de desintoxicación a la primera recaída que se produjese. Entre las muchas tareas que incluía el programa, una muy importante era asumir sus responsabilidades. A los pocos días fue a ver a su director, para pedirle disculpas, y decirle que en realidad él era el único responsable de los errores que se habían detectado, pero que le daba su palabra de que lo solucionaría; que de hecho ya había empezado un tratamiento para superar sus problemas. Al finalizar su exposición, se quedó muy sorprendió cuando su director, abiertamente, le preguntó: «¿Andrés, vas a seguir un tratamiento para dejar de beber?». En realidad él, como la inmensa mayoría de las personas con problemas de adicción, pensaba que los demás no conocían su adicción: ¡qué gran error!; ¡qué difícil es encubrir una adicción durante largo tiempo! Andrés demostró que era capaz de asumir sus responsabilidades. Cuando cumplió el primer mes sin haber bebido una gota de alcohol, habló con su ayudante y le pidió disculpas por haberle echado la culpa de sus fallos. El resto es fácil de adivinar, por fin su hija y su mujer comprendieron que podían fiarse de él, que lo había conseguido, y estaban encantadas de ver lo feliz que era con su nieto. El último día, Andrés nos confesó que «lo que más me costó fue saber que todos en el trabajo conocían mi gran mentira, que sabían de mis problemas con la bebida…; ¡qué vergüenza!, ¡yo, que me las daba de persona responsable y exigente con ellos!». Andrés reaccionó in extremis, pero a tiempo, y su ayudante no tuvo que pagar por sus mentiras, pero no todos los casos terminan así.

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El caso de Javier (ludopatía, juegos de azar)

Javier tenía 28 años cuando todo su mundo se vino abajo. Aunque nunca había sido buen estudiante, con el sacrificio y la paciencia de sus padres, por fin había conseguido terminar una diplomatura en informática (aunque tardó seis años, en lugar de tres). Tuvo suerte, coincidió con una etapa en la que se demandaban muchos informáticos y pronto encontró trabajo. Aparentemente, todo iba bien: se independizó, se fue a vivir solo, tenía una novia muy agradable…, pero toda su vida giraba en torno al juego. Primero, fueron las maquinitas, pero ahora se había convertido en un adicto a los juegos online. En el trabajo todo eran mentiras encadenadas para tratar de justificar lo injustificable. Llevaba meses con un rendimiento bajísimo, argumentaba sus ausencias achacándolas a falsas enfermedades, llegaba tarde la mayoría de los días y sabía que, si seguía así, se estaba jugando la renovación de su actual contrato. Esta vez, quienes vinieron a consulta fueron sus padres, y lo hicieron cuando Javier les había confesado que debía 10.000 euros (finalmente, la cantidad ascendió a 32.000 euros; la mayoría lo debía a los bancos, pero también a compañeros de trabajo, amigos y hasta a su novia).

Este es un tema muy delicado. Los psicólogos somos muy conscientes de que muchas personas, y no solamente jóvenes y adolescentes, presentan adicción a las nuevas tecnologías, y muy concretamente a los juegos online; adicción que, entre otras consecuencias graves, les está provocando un profundo aislamiento, así como problemas de rendimiento y de relación con su entorno más cercano.

Los ciberjuegos con apuestas tienen un potencial muy adictivo por su fácil acceso, por el anonimato y por la variedad de juegos (al principio, el ingreso es gratuito). Son considerados una adicción en el momento en que las personas no pueden dejar de jugar y no tienen control sobre sus impulsos; a pesar de las consecuencias negativas que tienen para ellos y su vida cotidiana.

La capacidad adictiva irá en función del tiempo que transcurre entre la apuesta y el premio o refuerzo económico, o de victorias, o aumento de las posibilidades de juego. Cuanto menos tiempo se tarde en recibir la respuesta a la jugada, más adicción creará el juego. Por la información que nos facilitaron sus padres, Javier presentaba una dependencia extrema. La evaluación del caso no dejaba dudas. Su nivel de tolerancia y su capacidad de abstinencia eran muy bajos; es decir, cada vez necesitaba jugar o 127

conectarse durante más tiempo o a más juegos, y experimentaba un fuerte malestar cuando debía interrumpir el juego o cuando llevaba unas horas sin jugar. El perfil lo completaba con el dispendio monetario descontrolado. Parecía que estaba en un callejón sin salida. Cada vez se endeudaba más y había entrado en una espiral en que, cuando llegaba al límite y debía pagar a sus deudores, pedía prestado más dinero y seguía incrementando sus deudas. Según nos relataban sus progenitores, en la última semana, que ellos supieran, se habían producido tres señales de alarma máximas: por una parte, varios bancos le habían denegado la posibilidad de concederle más préstamos; además, tenía tres compañeros de trabajo que le habían dicho que necesitaban los 4.500 euros que en total le habían prestado y, por último, su responsable directo le había informado que ya no podía taparle más, que su rendimiento en el trabajo era mínimo y que el director del área le había ordenado que cuando terminase su contrato actual no se lo renovase (y faltaba menos de un mes para ello). Como siempre había hecho, Javier trataba de tapar una mentira con otra más grande. Les dije a los padres que no soltasen un euro y que le comentaran a Javier que quería verle de forma inmediata. Cuando vino, al final admitió que a sus compañeros de trabajo les había dicho que el dinero era para ayudar a sus padres, para que pudieran pagar la hipoteca de su casa, porque el padre estaba en el paro, pero les había insistido en que no se preocupasen, que había pedido un préstamo al banco y se lo devolvería en cuestión de días; a su responsable inmediato le dijo que su bajo rendimiento se debía a la preocupación que tenía por la grave enfermedad de su novia, que no se lo quería decir a nadie, pero que le tenía hundido, y admitió que la cantidad real que debía no eran 10.000 euros, sino 32.000. Pero esas mentiras tenían los días contados y, por otra parte, los bancos ¡no esperan!, y acababan de embargarle el coche que aún estaba pagando. Además, ese mismo día la situación aún había empeorado más, pues uno de sus compañeros, que ya estaba harto de tantas disculpas y que a estas alturas seguramente estaba empezando a sospechar que Javier era un jeta, que trataba siempre que otros hicieran su trabajo, y se pasaba el día cambiando sospechosamente la pantalla del ordenador en cuanto alguien se acercaba a su mesa, se metió en Linkedin y vio que su padre, el que en teoría estaba en el paro, en realidad tenía un buen puesto de trabajo, así que fue directamente a él y le dijo: «Javier, quiero los 1.500 euros que te dejé hace ya dos meses, y que me los ibas a devolver en dos días». Al final, los otros compañeros también se enteraron de que Javier les había engañado con la historia de «sus pobres padres, a los que les embargaban el piso» y le conminaron a devolverles su dinero o lo pondrían en conocimiento de su jefe inmediato. Pero incluso en estas circunstancias, cuando le pregunté a Javier si era consciente de la situación tan delicada a la que había llegado, su única respuesta fue: «Claro, claro, ya he aprendido la lección, y no lo volveré a hacer, yo sé que lo puedo conseguir, creo 128

que no necesito venir aquí, aunque si quieres lo hago, pero ahora lo importante es que me ayudes a convencer a mis padres para que paguen todas las deudas». De nuevo, el mecanismo de Javier era el mismo; daba igual con quien hablase: él seguía mintiendo, prometía lo que no podía cumplir, y lo único que quería era que le quitasen el agobio inmediato, con la promesa engañosa de que iba a cambiar. En realidad, sus palabras, sus gestos, su actitud y su nivel de excitación nos demostraban que estaba muy enganchado, que su adicción era enorme y que iba a seguir jugando. Los psicólogos tenemos como objetivo ayudar de verdad a la gente, pero ayudar no significa dejar que nos utilicen, que les sirvamos de coartada o excusa para manipular. Estaba claro que Javier seguía con su espiral de mentiras y que aún no estaba dispuesto a enfrentarse de verdad a su adicción, por lo que le dijimos que cuando fuese sincero, cuando de verdad decidiese que había llegado el momento de recuperar el control de su vida y dejar de mentir a él y a los demás, que entonces, si quería, que nos llamase, pero que mientras, con quien trabajaríamos sería con sus padres, y que la mejor manera en que estos le podían ayudar era no dejándose engañar por él y no pagándole sus deudas. A los padres, especialmente a su madre, les costó mucho asumir que no debían pagar las deudas de su hijo, pero se dieron cuenta de que Javier mentía de forma compulsiva desde que era pequeño y que ahora, con 28 años, tenía la gran oportunidad de poner orden y verdad en su vida, y eso pasaba por asumir sus responsabilidades y hacer frente a sus errores. Analizamos las posibles personas a las que Javier podría intentar aún pedir dinero, y vimos que siempre lo había protegido mucho su abuela paterna, en parte porque Javier había sido su primer nieto, pero, además, como buen mentiroso, nuestro joven podía ser muy embaucador. Y… Javier, efectivamente, llamó esa misma tarde a su abuela, y le contó otra de sus grandes mentiras. Los padres no consiguieron que la abuela no le prestase el dinero —Javier le había dicho, llorando, que si no se lo daba, iría a la cárcel —, pero sí que lograron que le dejara solo la mitad y que Javier asumiera y se comprometiera a recibir ayuda psicológica. Volvió a vivir en casa de sus padres (debía dos mensualidades en su piso) y aceptó todas las normas que le impusieron, incluida la de dormir en la misma habitación que su hermano pequeño (que tenía 21 años), para que este le vigilase y controlase que en ningún momento se enganchara a jugar por las noches. Fue un tratamiento largo, con algunas recaídas, pero cuando Javier se vio en el fondo del pozo, cuando fue consciente de que ya no podía seguir mintiendo, de que no disponía de un solo euro para gastar, y que el crédito de su familia con él era «cero», asumió que tenía que reaccionar. Javier les había pedido dinero a sus compañeros, había mentido a su jefe cuando faltaba o llegaba tarde, se las había apañado para que otros hicieran parte de su trabajo…; en definitiva, se había aprovechado de todo el que había podido. 129

Un principio muy básico, pero muy eficaz, para detectar las mentiras de las personas que están enganchadas a algún tipo de adicción es comprobar que NO HACEN LO QUE DICEN. Prometen y no cumplen, se aíslan, viven como en un mundo en paralelo y, lo más visible desde el exterior, GASTAN DEMASIADO; incluso aunque se lo puedan permitir, sus gastos no son justificables.

Actuaciones como la de Javier suscitan la pérdida de confianza en sus compañeros y el deterioro de las relaciones personales.

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ESTUDIOS SOBRE LA MENTIRA EN EL TRABAJO Ya nos lo indicaban las investigaciones de Sánchez Fernández, Suárez Löcher y Caballero González (2011): Las consecuencias de la mentira en el trabajo tienen que ver principalmente con la pérdida de la disposición a confiar en los compañeros, el deterioro de las relaciones personales y la aparición de emociones negativas (con el consiguiente deterioro del clima laboral).

Previamente, y en la misma línea, las investigaciones de Boles, Croson y Murnighan (2000) sobre las consecuencias de la mentira en el entorno laboral nos indicaban que las mentiras «deterioran la lealtad y el compromiso de los trabajadores hacia la organización. Además, como es natural, la credibilidad atribuida a los directivos eleva la confianza del trabajador en la empresa, a la vez que facilita la puesta en marcha del cambio en su organización, permite el manejo adecuado de las situaciones de conflicto e incrementa el compromiso con las decisiones. Por el contrario, sospechar que mienten reduce la efectividad de la comunicación como un instrumento de cambio y puede convertirse en un antecedente crítico de la desconfianza y sus consecuencias en el contexto organizacional» (para una revisión, véase Sánchez, 2009). «La mentira en el trabajo tiende a incrementarse de manera progresiva cuando los mecanismos de control son insuficientes y los valores y el código ético de la organización no penalizan este tipo de comportamientos» (Fleming y Zyglidopoulos, 2008). En muchos casos, las mentiras tienen que utilizarse para cubrir mentiras anteriores. Cuando esta realidad se combina con actitudes que favorecen el riesgo y la situación de fondo de la empresa no es buena, la intensidad y la frecuencia de las mentiras se incrementa, pudiendo llegar a convertirse en un fenómeno propio de la organización, que afecte a los procedimientos cotidianos. Finalmente, «la intensidad de la mentira está determinada, principalmente, por el objetivo que persigue. En este sentido, son más intensos los efectos cuando se busca un beneficio propio» (Sánchez Fernández et al., 2011).

CONVIENE RECORDAR En el trabajo, al igual que nos sucedía con las primeras citas amorosas, con frecuencia mentimos desde el principio. Los psicólogos siempre insistimos en que las personas que mienten deben asumir íntegramente las consecuencias. Quitar importancia a la mentira es el peor «favor» que le podemos hacer al mentiroso. La mayor parte de las mentiras se quedan sin reconocer o detectar.

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La primera consigna con un mentiroso compulsivo es sorprenderlo y no entrar nunca en sus provocaciones. Las personas que presentan problemas de adicción niegan la realidad, para no admitir su responsabilidad. Los ciberjuegos con apuestas tienen un potencial muy adictivo por su fácil acceso, por el anonimato y por la variedad de los juegos (al principio, el ingreso es gratuito). Son considerados una adicción en el momento en que los jugadores no pueden dejar de jugar y no tienen control sobre sus impulsos, a pesar de las consecuencias negativas que tienen para ellos y su vida cotidiana. Un principio muy eficaz para detectar las mentiras de las personas que están enganchadas a algún tipo de adicción es comprobar que no hacen lo que dicen, prometen y no cumplen, se aíslan, viven como en un mundo en paralelo y gastan demasiado.

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Capítulo 5 PERSONAS CON MUCHA EXPOSICIÓN PÚBLICA CON TENDENCIA A MENTIR

Ya hemos comentado que aunque estamos «diseñados» para decir la verdad, mentir es un comportamiento muy frecuente. Los estudios con neuroimagen arrojan algunos resultados sistemáticos: con independencia del método utilizado, los hallazgos se mantienen constantes.

En el trabajo más riguroso que se ha hecho, utilizando diarios, los autores B. M. DePaulo y D. A. Kashy (1996) comprobaron que LAS PERSONAS MENTÍAN UNA MEDIA DE UNA VEZ AL DÍA, y hay otros autores que sostienen que mentimos, al menos, DOS VECES AL DÍA (Kim Serota, de la Universidad de Oakland, y Timothy Levine, de la Universidad de Seúl, Corea, 2014).

También sabemos que, en general, la gente miente para conseguir algún beneficio material o para evitar algún tipo de pérdida o castigo. Pero los estudios de Vrij (2008) demostraron que «también hay mentiras cuyas razones obedecen a motivos más elaborados. Nos presentamos ante los demás no como somos, sino como una “versión editada” de nosotros mismos. Esta edición se basa en lo que nos gustaría que vieran los demás». En general, las personas con gran exposición pública pueden estar sometidas a mucha presión, a muchas miradas y a muchas valoraciones. Numerosa gente parece disfrutar juzgando todo lo que estas personas hacen, lo que ven, lo que dicen, lo que callan... Es como si su vida no les perteneciera y se hubiera vuelto de dominio público. Al principio, estas personas «famosas» pueden sentirse bien cuando las reconocen en la calle, cuando viajan, comen… o pasean; aparentemente, consiguieron la notoriedad que buscaban, pero llega un momento en que esa falta de privacidad empieza a pesarles. Es difícil estar siempre al cien por cien y mostrar un control constante sobre lo que hacen, lo que dicen, lo que piensan…; un control permanente sobre sus emociones y sus sentimientos. 133

Algunas personas que han vivido esta exposición pública dicen que llega un instante en que sienten que no son dueños de sus vidas y tienen que protegerse y, en estas circunstancias, argumentan que la mentira les ayuda a preservar su intimidad y a ofrecer la imagen que los demás desean ver. Por otra parte, la presión, la curiosidad y el nivel de exigencia que a veces se les pide a las personas con mucha exposición pública vendrán determinados por múltiples factores; aquí nos centraremos en las repuestas que presentan, en la actitud que pueden tener en relación con la verdad y la mentira. Antes de continuar, quisiera expresar unas consideraciones previas; aunque en mis libros intento ser lo más didáctica posible, y para ello me esfuerzo en utilizar un lenguaje sencillo y trato de poner ejemplos que nos acerquen a los principales contenidos, en este capítulo, al tratarse de personas con exposición pública, no utilizaremos el recurso de los casos, pues, aunque resultaría imposible cualquier identificación, incluso para los propios protagonistas, ya que siempre modifico de forma sustancial los detalles y los contenidos, para preservar y garantizar plenamente la confidencialidad, quizá algunos lectores podrían «distraerse» intentando buscar lo que no existe. Por ello, sustituiré los casos por las principales claves y reflexiones que nos pueden ayudar a comprender cómo actúan algunas personas con mucha exposición pública, que pueden presentar tendencia a mentir.

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POLÍTICOS QUE TIENDEN A MENTIR. CLAVES QUE NOS AYUDARÁN A IDENTIFICARLOS Sin duda, sería una temeridad y una injusticia afirmar que todos los políticos mienten; de la misma forma, resultaría ingenuo creer que ninguno lo hace. A lo largo de mi trayectoria profesional he tenido la oportunidad de conocer y trabajar con muchas personas que se dedican a la política y, como no podía ser de otra forma, la mayoría eran personas de bien, honestas y desinteresadas, a las que les molestaban enormemente los casos de políticos mentirosos, corruptos, ventajistas o manipuladores. El político auténtico es el que se vuelca para facilitar el bien común e intenta ayudar con su trabajo desde la transparencia y la imparcialidad; el político honesto es generoso, no actúa de forma partidista ni arbitraria, ni antepone sus intereses personales a los generales. Pero cuando profundizamos en el ejercicio de la política, en los requisitos que les pedimos a las personas que van a ejercer algún tipo de cargo público, nos encontramos con hechos que pueden ser, cuando menos, paradójicos.

Resulta curioso que para el ejercicio de la política, que sin duda no es fácil, exijamos menos requisitos que los que le pedimos al último aprendiz de cualquier empresa.

En España, para ocupar un cargo político, como puede ser el de concejal, alcalde, diputado, senador, ministro o presidente del Gobierno, no es necesario tener ningún tipo de estudios. Pero si a nivel de conocimientos los requisitos no existen, tampoco se pide experiencia ni evaluación de posibles competencias, habilidades o características de personalidad; de hecho, cualquier persona, hasta las que pueden presentar poca o nula estabilidad, incluso las que muestran un claro desequilibrio emocional, puede llegar a ejercer un cargo público. Desde la psicología, podemos identificar fácilmente determinados cuadros o conductas patológicas que pueden presentar algunas personas que ocupan cargos políticos. Soy consciente de que esta afirmación puede resultar polémica, pero el estudio de la historia de la humanidad y el análisis riguroso y científico de nuestro presente, dentro del contexto del mundo global en que nos encontramos, nos muestra la vulnerabilidad y falta de defensas que a veces tiene nuestra «sociedad avanzada».

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Con esa falta de requisitos, no puede extrañarnos que se «cuelen» personas egoístas, ambiciosas y fraudulentas; personas que se toleran todo a sí mismas, para las que el fin justifica los medios, que llegan y se mantienen en el poder en base a sus mentiras, manipulaciones y «puestas en escena».

Pero…

... ¿es fácil detectar a los mentirosos, a los políticos que hacen un uso fraudulento y arbitrario de sus atribuciones? La respuesta es NO, no resulta sencillo detectar la mentira y el engaño; especialmente, si consideramos que muchos políticos han sido entrenados y preparados para ocultar sus auténticas motivaciones.

¿Qué podemos hacer? ¿Cómo distinguimos entonces a los políticos honestos, que se esfuerzan, que realizan un auténtico servicio público, de aquellos que utilizan sus cargos para fines menos nobles? Ya hemos dicho que muchos de ellos, especialmente los políticos más «profesionales», están entrenados para «ocultar», para no decir la verdad, para que no se noten sus auténticos objetivos… Su vida pública se convierte en una «puesta en escena permanente». En esos casos, casi nada es espontáneo, casi todo está perfectamente calculado y diseñado; sus gestos, sus palabras, sus argumentos, hasta sus aparentes emociones obedecen a un guion previo que ha sido elaborado para «esconder» su auténtica verdad. Cuando los psicólogos y los profesionales de la comunicación analizamos sus intervenciones públicas, detectamos rápido las técnicas que están utilizando, los medios que están empleando para conseguir que el espectador, el oyente, el lector…, el público en general «compre» su mercancía, y crea sus mensajes y sus consignas. Lo peor, lo que resulta más fraudulento, es como cada vez más toda esta puesta en escena tiene por objetivo llegar a las emociones de las personas, a nuestros sentimientos más profundos, y eso, queridos lectores, puede resultar muy peligroso. Es una carrera desigual, en la que una mayoría no está preparada para defenderse de los que hacen trampas, de los que cogen atajos para llegar a la meta y se apoderan de los premios que no merecen.

Cuando se utilizan medios fraudulentos, la competición no es limpia. En contra de lo que sería justo, pueden ganar los que han sido entrenados para ocultar la verdad.

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¿Cómo detectamos entonces a estos falsos políticos que empañan el noble arte del servicio a los demás? La respuesta es: no hay trucos que se puedan enseñar en un libro; además, para ser rigurosos, tendríamos que hacer evaluaciones exhaustivas, a nivel individual; no obstante, no desesperemos, conseguiremos acercarnos bastante a la verdad mediante la observación, la utilización del sentido común, el análisis objetivo de lo que hacen y lo que dicen, la búsqueda de sus contradicciones y de los indicadores que evidencian sus mentiras. Recordemos que con la mayoría de los políticos tenemos una dificultad añadida. En 2005, los estudios de A. Vrij y S. Mann nos señalaban que la capacidad de detección de la mentira se incrementa cuando las personas se conocen (están emocionalmente relacionadas). A la mayoría de los políticos no los conocemos, los vemos, los escuchamos…, pero difícilmente hemos interactuado con ellos. En este contexto, sería muy saludable que analizásemos las conductas, las manifestaciones y las intervenciones de aquellos políticos que tengan relevancia para nosotros. Con este objetivo, vamos a tratar de exponer algunas claves y reflexiones que nos puedan ayudar en nuestro análisis, en la búsqueda de la verdad. Ya nos señalaba Vrij, en 2008, que el entrenamiento en la detección y la utilización de metodologías adecuadas dificulta el éxito de la mentira; así que ¡mucho ánimo y mucha paciencia! La observación de los comportamientos de los políticos será uno de los recursos que utilizaremos; para ello, estaremos más atentos a lo que hacen que a lo que dicen. Un elemento crucial será evaluar su historia y detectar sus contradicciones. Cuando el político haya hecho algo diferente de lo que había dicho, deberíamos estar más suspicaces, más en estado de alerta. La emisión de mentiras en el pasado favorece la emisión de posibles mentiras en el futuro. Sobre este punto, conviene recordar que existen elementos contextuales que afectan al nivel de sospecha o suspicacia. Hubbell y sus colaboradores encontraron que cuando las personas sospechan previamente (por ejemplo, el emisor ha mentido con anterioridad), las personas tienden a reducir el sesgo de veracidad y a prestar más atención a los indicadores no verbales de mentira (Hubbell, Mitchell y Gee, 2010). ¡No nos dejemos impresionar por la puesta en escena, por las habilidades que muestren para comunicar y convencer! Sabemos que algunos políticos hablan bien, incluso muy bien, pero eso no es un indicativo de que digan la verdad. Ya hemos comentado que detectamos mucho más las mentiras cuando tenemos una actitud de cierta prevención, cuando pensamos que la otra persona puede mentir. A nivel verbal trataremos de identificar los principales 137

signos que pueden alertarnos sobre la mentira; signos que implican que el indicador es más frecuente que aparezca cuando se miente, que cuando se dice la verdad. Por ello, estaremos muy atentos a estos indicios: Elevación del tono de voz. Incremento de los periodos de latencia mientras hablan. Aumento de la duración de las pausas. Utilización de frases negativas. Analizaremos sus conductas no verbales: gestos, ademanes, movimientos, tics…, cualquier indicio que nos ayude a identificar signos que nos muestran que la persona está más turbada o más tensa. En este punto hay que ser muy cuidadosos, pues con frecuencia hay movimientos que se interpretan erróneamente. Por ejemplo, que alguien mueva mucho las manos, los dedos, las piernas, los pies…, en contra de lo que se cree, no significa que mienta, simplemente, nos indica que está nervioso o que es una persona inquieta. Cuidado con los juegos de palabras, con las frases paradójicas. Por ejemplo: «No hacemos esto, pero no pretendemos lo contrario». «No queremos apoyar, pero tampoco obstaculizar»… Este tipo de frases intentan esconder las auténticas motivaciones que subyacen ante intereses que se prefieren ocultar. Analizaremos la personalidad del político; en principio, aunque nunca de forma categórica, cuanto más ambicioso, cuanto menos generoso sea, más probabilidad tendrá de mentir. Los que se sienten superiores nos tratarán como inferiores y creerán que nos pueden mentir y engañar. También estaremos atentos cuando sintamos que en sus formas, en sus argumentos o en sus explicaciones se muestran irrespetuosos con los otros. Cuanto más consignas repitan, más imperativos resulten y más extremistas sean sus argumentos, más tendencia muestran hacia el adoctrinamiento, y menos propensión hacia la verdad. En la misma línea, cuanto más inflexibles, menos tolerantes y menos auténticos serán. Cuanto más dogmáticos, más manipuladores y menos objetivos. Cuidado con los que aparentan estar siempre en posesión de la verdad; cuanto más categóricos se manifiestan, más fácilmente podrán mentir. Los que intentan ocultar sistemáticamente sus debilidades resultan menos creíbles. Los que no son tímidos y sonríen siempre, ante cualquier pregunta y situación, más ocultan sus emociones. Los que no se muestran respetuosos con los que disienten de ellos tampoco tienden a ser cuidadosos con la verdad. 138

Los que se mueven mucho cuando hablan pueden estar nerviosos, pero los que no se mueven nada, los que intentan minimizar los movimientos del tronco y de las extremidades, producen señales que podrían indicarnos que están mintiendo. Los que enfatizan y gesticulan mucho habitualmente tratan de compensar con su puesta en escena su pobreza de argumentos y, en muchos casos, su carencia de verdades. Analizaremos desde el sentido común, desde la lógica.

Recordemos que algunos políticos intentan activar nuestros sentimientos para que actuemos más desde la emoción que desde el razonamiento.

Este es un hecho que cada vez se potencia más en los entrenamientos que realizan los políticos. Se les enseña cómo llegar al corazón y evitar así el análisis racional, que será siempre más riguroso y objetivo. Finalmente, potenciaremos siempre nuestra reflexión. Estaremos muy atentos y tomaremos distancia emocional, para que nuestros análisis sean objetivos, y lo haremos, incluso, aunque a priori se trate de un político que nos suscite simpatía y credibilidad. Como veremos más adelante, conviene estar atentos, porque si el político que miente es afín a nuestras ideas (por ejemplo, es de nuestro partido), tenderemos a minimizar la gravedad o el impacto de la mentira (M. A. Amazeen y cols., 2015).

Estas son algunas claves que nos pueden ayudar en la búsqueda permanente de la verdad, en ese intento constante por protegernos de las personas que mienten; pero no podemos pensar que son verdades absolutas, que siempre que aparezca algún signo o síntoma como los que hemos detallado significa que esa persona trata de engañar.

Muchos políticos, con su actitud poco clara, con sus palabras vacías, con su aburrida retórica, o con su agresividad, con su forma de retorcer la realidad y tratarnos como si fuéramos niños, han conseguido el alejamiento, el hartazgo y el rechazo de gran parte de la ciudadanía.

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De todas formas, ¡qué difícil es ser político hoy día! Pero en la política, como en la vida, con frecuencia se dan situaciones muy paradójicas, como las que abordamos en el apartado siguiente.

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¿CASTIGAMOS MUCHO A LOS POLÍTICOS QUE MIENTEN? Este es un tema fundamentalmente cultural. Hay países donde se muestran implacables con la mentira, y más en concreto con la mentira emitida por quienes se dedican a la política. En esas culturas, si una mentira sale a la luz, aunque aparentemente el hecho no revista especial trascendencia u ocurriera hace muchos años, los días de ese político están contados. Por el contrario, en otros lugares parece que los políticos honestos no tienen cabida y se premia por sistema a la persona que miente, que engaña o actúa de forma fraudulenta. Por difícil que nos resulte asimilarlo, es como si triunfasen los mentirosos, los impostores o los traidores. En nuestra cultura, en general, no exigimos lo mismo al político local, al que conocemos directamente (ayuntamientos pequeños), donde se evalúa y se vota más a la persona, y no tanto el partido, que al político más institucional, con el que es difícil que interactuemos. Con las personas más cercanas tendemos a mostrarnos más exigentes, y les pedimos coherencia y compromiso; por el contrario, con los políticos «profesionales» tenemos una actitud distinta. Pero hay otras variables que también nos condicionan en nuestra capacidad de detectar y actuar ante las mentiras. B. Householder y C. Wong (2011) ya nos mostraron que el estado de ánimo también influye en la capacidad para detectar mentiras: «Las personas con estados de ánimo negativo tienen una mejor capacidad para detectar la mentira que aquellas que se encuentran felices». Algo parecido nos ocurre en nuestra forma de tolerar la mentira: cuanto más felices estamos, más tendencia tenemos a ser indulgentes con el que miente; por el contrario, cuanto más infelices, más exigentes y menos pacientes nos mostramos con el mentiroso. Extrapolando a nivel social, la gente es más estricta con las mentiras de los políticos en etapas de crisis económica o crisis sociales que en ciclos de bonanza, expansión y crecimiento. Cuando nuestra vida es complicada, cuando nos encontramos con muchas dificultades en nuestro día a día, tendemos a volvernos más exigentes con los políticos y más implacables con sus mentiras; en especial, cuando pensamos que estas nos pueden afectar negativamente. De todas formas, resulta curioso comprobar cómo aquellas personas que emocionalmente se sienten muy cercanas a determinada ideología, que puede representar un partido o un político concreto, tienden a mostrarse más indulgentes con las mentiras de esas personas y de sus partidos «afines» que con las mentiras de los «contrarios» (M. A. Amazeen y cols., 2015). Por supuesto, puede darse el caso opuesto: personas que habían puesto muchas esperanzas en un político o en un movimiento concreto que, al sentir que les han fallado, que les han mentido, pueden reaccionar con mucha 141

beligerancia. Aquí, el factor edad también puede desempeñar un papel determinante. Las personas de mayor edad, a pesar de que generalmente captan mejor las mentiras, a veces, llevados por la extensa experiencia que acumulan, y por la gran cantidad de mentiras que han oído, pueden relativizar más determinadas conductas y mostrarse menos beligerantes con las mentiras. Pero también en esos casos, en personas de cierta edad, cuando las circunstancias que viven ellos o sus familiares más directos son malas, cuando sienten que están sufriendo las consecuencias de las mentiras, entonces elevarán el tono de su exigencia y se mostrarán más implacables con las personas que mienten, que faltan a su palabra o que incumplen sus promesas. En definitiva, a partir de un determinado umbral, que puede estar marcado por nuestras circunstancias personales, tanto en lo que concierne al estado de ánimo como en cuanto a nuestra situación económica o laboral, las personas castigarán más los comportamientos fraudulentos de los políticos. Pero la realidad es que muchas personas asumen que los políticos mienten o mentirán. Piensan que les resulta muy difícil estar en un cargo público y actuar desde la verdad y la transparencia; creen que todo está condicionado por las estrategias y los intereses de partido, y que tarde o temprano esos intereses les harán mentir o retorcer la verdad. En estos casos, lo que se produce es la desafección respecto a la clase política. No obstante todo lo anterior, hay un punto de inflexión, a partir del cual muchas personas reaccionan y ya no toleran más mentiras, ni más conductas fraudulentas. Entonces es cuando llega el desprestigio social del que miente y el castigo en las urnas o en el ámbito de la desaprobación pública. Castigo que muchas veces sigue sorprendiendo a algunos políticos, que pensaron que sus mentiras y sus conductas fraudulentas no les pasarían factura en el futuro, al no haber tenido una consecuencia inmediata en el presente. No se dieron cuenta de que podía llegarles ese punto de inflexión, a partir del cual ya no hay vuelta atrás, en el que empiezan a pagar por su falta de verdad y, en muchos casos, por su deshonestidad. Los malos hábitos de los políticos que tienden a mentir, tarde o temprano, terminan saliendo a la superficie. Ya nos lo indicaban Verschuere et al. (2011): La práctica modifica el predominio de que la respuesta sea decir la verdad o mentir; es decir, cuando decimos sistemáticamente la verdad, mentir resulta más difícil, y cuando mentimos con frecuencia, mentir resulta más fácil.

Las sociedades más justas son aquellas en que sus políticos actúan desde la honestidad, la generosidad y la transparencia, y ponen toda su energía y sabiduría en favorecer el bien común y no en perseguir sus propios beneficios. Precisamente, con los políticos deberíamos mostrarnos muy exigentes, tanto en los requisitos que les pedimos como en su actitud y en el equilibrio emocional que deberían tener siempre.

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A continuación, vamos a mostrar algunos de los principales estudios e investigaciones realizados sobre la mentira en los políticos, y sobre las posibles consecuencias que esas mentiras pueden tener.

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ESTUDIOS E INVESTIGACIONES SOBRE LA MENTIRA EN LOS POLÍTICOS La organización PolitiFact (www.politifact.com) de los Estados Unidos, que se dedica a verificar la información que proporcionan los políticos, nos ofrece los datos que mostramos en la gráfica siguiente. Como vemos, en el mejor de los casos el 24 por ciento de lo que dicen es mentira.

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En otro artículo, Tyler Cowen, de la Universidad de George Mason (Cowen, 2005), explica este efecto como consecuencia del autoengaño; según el autor, al evaluar a los políticos y decidir sobre el voto, las personas seleccionamos de forma selectiva la información congruente con nuestra elección previa, descartando la información incongruente. Por otra parte, en el libro In defense of politicians, de Stephen K. Medvic (2013), se describen varias investigaciones en las que se analiza hasta qué punto los políticos cumplen las promesas hechas en campaña. La conclusión es que no mienten «tanto» (según se mire...: cumplen 2/3 de sus promesas), y el autor concluye que no tienen la intención de mentir, sino que creen en lo que dicen, pero luego las «circunstancias» les impiden hacer lo que prometieron. Sería igualmente un argumento a favor del autoengaño.

Como síntesis, hay un estudio de Kim Serota, de la Universidad de Oakland, y Timothy Levine, de la Universidad de Seúl, en Corea (Serota y Levine, 2014), que muestra que los «grandes mentirosos» (prolific liars) representan el 9,7 por ciento de la población, y que mienten con mucha más frecuencia que los «normales», en una proporción de 5,5 a 1 para las pequeñas mentiras (los normales dicen que mienten 2 veces al día), y, lo que es más importante, de 19 a 1 para las mentiras «gordas». Los autores plantean que las personas en puestos de gestión y responsabilidad (entre ellos, los políticos) están más representados en este grupo. En cualquier caso, la clave no está en ser político, sino en si el político en cuestión está entre ese 10 por ciento de mentirosos peligrosos. De nuevo aquí surge lo que planteábamos al principio del capítulo: ¿habría que evaluar a los políticos? También hay que tener en cuenta que, en general (el 70 por ciento), estamos dispuestos a aceptar que nos mientan, siempre que fuera para proteger a alguien o para evitar algún tipo de daño, pero los «grandes mentirosos» están dispuestos a justificar la mentira como válida con tal de ocultar un secreto (no necesitan que exista riesgo de dañar a alguien). Un último dato: cuando los políticos saben que se evaluará y/o revisará la veracidad de lo que digan, tienden a mentir menos. El estudio se efectuó enviando de manera aleatoria cartas a políticos en unas elecciones, avisando de que se estaría observando si mentían. Lo que se comprobó después de la campaña es que aquellos que recibieron la carta habían mentido menos durante la campaña que los otros.

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ESTUDIOS SOBRE LAS CONSECUENCIAS DE LAS MENTIRAS DE LOS POLÍTICOS Sobre las consecuencias de las mentiras de los políticos, hay un estudio de Michelle A. Amazeen y sus colaboradores (2015) sobre el efecto de que se pille mintiendo tanto a personajes políticos como a no políticos (pero con relevancia pública). El resultado es que con los políticos somos más impermeables a la mentira: aunque sepamos que nos mienten, seguimos sin cambiar nuestras actitudes. La interpretación que se ofrece en el estudio es que esas actitudes dependen más de la afiliación al partido que de lo mentiroso que sea el político en cuestión, por lo que si el político que miente es afín a nuestras ideas (por ejemplo, es de nuestro partido), tenderemos a minimizar la gravedad o impacto de la mentira. El estudio de Amazeen muestra, además, que detectamos con más facilidad y eficacia las mentiras en los políticos de partidos contrarios al nuestro, aunque apenas se producen cambios en nuestras actitudes hacia ellos (es posible que esto se deba a que ya eran de rechazo). En el trabajo de Cowen (2005), se explica este efecto como consecuencia del autoengaño. Según el autor, al evaluar a los políticos y decidir sobre el voto, las personas seleccionamos de forma restrictiva la información congruente con nuestra elección previa, descartando la información incongruente.

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En otro estudio realizado por Brendan Nyhan y sus colaboradores para el American Press Institute (2015), se comprueban los efectos de mostrar las mentiras de los políticos presentando la comparación de lo dicho con los datos reales. En línea con lo anterior, los investigadores comprobaron que saber que un político te ha mentido (y conocer la verdad) no afecta de manera dramática a cómo de eficaz lo percibimos, ni al nivel de confianza que depositamos en él o ella, incluso cuando en un 45 por ciento de los casos afirmaban ser conscientes de que los políticos mienten. 148

Por otra parte, la corrupción y la mentira de los políticos tiene consecuencias a gran escala en los países a los que representan. En un estudio de Simon Gächter y Jonathan Schulz publicado recientemente en la prestigiosa revista Nature (2016), con más de 2.500 jóvenes de 23 países distintos, se comprobó que los jóvenes de los países con mayores niveles de corrupción tendían a hacer más trampas en un sencillo experimento basado en un juego de dados.

CONVIENE RECORDAR Para el ejercicio de la política exigimos menos requisitos que los que le pedimos al último aprendiz de cualquier empresa. No resulta sencillo detectar la mentira y el engaño; especialmente, si consideramos que muchos políticos han sido entrenados y preparados para ocultar sus auténticas motivaciones. Cuando se utilizan medios fraudulentos, la competición no es limpia y pueden ganar los que han sido entrenados para ocultar la verdad. La observación de los comportamientos de los políticos será uno de los recursos que utilizaremos; para ello, estaremos más atentos a lo que hacen que a lo que dicen. Sabemos que algunos políticos hablan bien, incluso muy bien, pero eso no es un indicativo de que digan la verdad. Los principales signos que pueden indicarnos que mienten son: elevación del tono de voz; incremento de los periodos de latencia mientras hablan; aumento de la duración de las pausas; utilización de frases negativas… En cuanto a sus gestos, ademanes, movimientos, tics…, pueden mostrarnos que la persona está más turbada o más tensa. No obstante, hay movimientos que se interpretan erróneamente. Por ejemplo, el que alguien mueva mucho las manos, los dedos, las piernas, los pies… no significa que mienta, simplemente, nos indica que está nervioso o que es una persona inquieta. Los juegos de palabras y las frases paradójicas, como, por ejemplo: «No hacemos esto, pero no pretendemos lo contrario»; «No queremos apoyar, pero tampoco obstaculizar»… pueden esconder las auténticas motivaciones que subyacen ante intereses que se prefieren ocultar. Cuanto más ambicioso sea un político, más proclive será a mentir. Los que se sienten superiores nos tratarán como inferiores y creerán que nos pueden mentir y engañar. En consecuencia, desconfiemos cuando veamos que se muestran irrespetuosos con los que disienten de ellos porque tienden a ser poco cuidadosos con la verdad. 149

Cuanto más consignas repitan, más imperativos resulten y más extremistas sean sus argumentos, más tendencia muestran hacia el adoctrinamiento, y menos propensión hacia la verdad. Cuanto más inflexibles, menos tolerantes y menos auténticos; y cuanto más dogmáticos, más manipuladores y menos objetivos. Cuidado con los que aparentan estar siempre en posesión de la verdad y con los que intentan ocultar sistemáticamente sus debilidades; cuanto más categóricos se manifiestan, menos creíbles resultan. Los que no son tímidos y sonríen siempre ocultan más sus emociones. Los que se mueven mucho cuando hablan pueden estar nerviosos, pero los que intentan minimizar los movimientos del tronco y de las extremidades, podrían hacernos sospechar que están mintiendo. Los que enfatizan y gesticulan mucho habitualmente tratan de compensar con su puesta en escena su pobreza de argumentos y, en muchos casos, su carencia de verdades. Analicemos sus mensajes desde el sentido común, desde la lógica, impidiendo que manipulen nuestros sentimientos para que actuemos más desde la emoción que desde el razonamiento. Los políticos están entrenados para llegar al corazón y evitar así el análisis racional, que será siempre más riguroso y objetivo. Potenciaremos siempre nuestra reflexión y tomaremos distancia emocional, y lo haremos, incluso, aunque se trate de un político que nos suscite simpatía y credibilidad. Muchos políticos, con su actitud poco clara, con sus palabras vacías, con su aburrida retórica…, o con su agresividad, con su forma de retorcer la realidad y tratarnos como si fuéramos niños, han conseguido el alejamiento, el hartazgo y el rechazo de gran parte de la ciudadanía.

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Capítulo 6 ¿SOMOS CONSCIENTES DE NUESTRAS PROPIAS MENTIRAS? ¿NOS SENTIMOS CULPABLES?

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EL AUTOENGAÑO PARA ESCONDERNOS DE NUESTRA «VERDAD» ¿Somos conscientes de nuestras propias mentiras? ¿Nos engañamos con facilidad a nosotros mismos? ¿Hay muchas personas que viven en un autoengaño permanente? ¿Existen diferentes formas de autoengañarnos?... Y, finalmente, ¿el autoengaño puede ser positivo en alguna circunstancia? El autoengaño surge cuando interpretamos mal la realidad o cuando no queremos ver determinadas evidencias que entran en contradicción con lo que deseamos creer.

Podemos autoengañarnos para defendernos de nosotros mismos, para sentirnos más valiosos, más inteligentes, más hábiles o mejores personas de lo que somos, y podemos engañarnos para protegernos en nuestra interrelación con los demás.

El caso siguiente nos ayudará a desentrañar algunos de los principales mecanismos que operan en el autoengaño.

El caso de Pilar y Rafael

Pilar y Rafael se querían mucho. Tenían un hijo y una hija de 10 y 8 años respectivamente a los que adoraban, pero las crisis entre ellos eran cada vez más frecuentes. Las principales discusiones tenían su origen en los análisis e interpretaciones erróneas que Pilar hacía sobre acontecimientos pasados, presentes o futuros. Rafael tenía mucha paciencia, pero había momentos en los que se sentía abrumado y no podía más, especialmente si sus hijos estaban presentes cuando su mujer se mostraba desesperada. No comprendía cómo Pilar podía tergiversar tanto cualquier hecho. Su vida, en general, era bastante apacible; todo parecía transcurrir con normalidad hasta que, de repente un día, estallaba la gran tormenta. En esos momentos, nuestra protagonista adoptaba una actitud muy irracional y culpabilizaba a los que estaban a su lado, especialmente a su marido, de cualquier disgusto que hubiera tenido. Rafael sabía que cuando Pilar llegaba a casa quejándose de su jefe o de su hermana, tenía que empezar a protegerse, porque su mujer experimentaba una extraña transformación, y pasaba de ser una persona afectiva a mostrar una agresividad y unos comportamientos que se escapaban a su control. En esos casos, Pilar entraba en una especie de obsesión; aunque no hubiera ninguna evidencia real, ella sentía que todos le estaban fallando: su marido, sus hijos, sus mejores

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amigas, sus padres, su hermana… No era capaz de hacer un análisis mínimamente objetivo, y creía que los que estaban a su alrededor se habían confabulado en su contra.

Cuando les vimos en consulta, Pilar mostró una actitud muy pesimista; por el contrario, Rafael estaba muy esperanzado; había puesto muchas expectativas en nuestra intervención. Ambos acudieron porque estaban preocupados por sus hijos, quienes cada vez vivían esos episodios con más angustia. Ellos no entendían la agresividad de su madre, ni la impotencia que mostraba su padre para reconducir la situación. Generalmente, se inhibían en estas circunstancias y trataban de apartarse del fragor de la batalla, pero últimamente, cada vez más, se enfrentaban con la madre, tratando de que esta razonase. El punto álgido fue cuando un día su hijo mayor le preguntó a Rafael qué le pasaba a su madre. En concreto, le dijo: «Papá, ¿qué tiene mamá contra ti y contra nosotros para ponerse tan violenta?, ¿está loca?». Pilar insistía en que la raíz de todos sus males estaba en el exterior, que en realidad quienes deberían acudir a consulta eran su jefe, su hermana, Rafael…, que eran los responsables de su infelicidad y de su amargura. Para ella, su jefe y su hermana le tenían una envidia mortal y buscaban la mínima oportunidad para agredirla, y Rafael, lejos de comprenderla, parecía ponerse de parte de sus dos enemigos. Había temporadas que parecía calmarse todo, pero de repente un día, sin razón aparente, surgía de nuevo la tormenta. Cualquier excusa parecía servirle a Pilar para montar la gran tragedia. Como siempre en estos casos, les pedí que hicieran registros y anotaciones literales de los hechos «conflictivos» que ocurrieran en las siguientes semanas; debían transcribir lo que pasaba, con todo lujo de detalles, ciñéndose a una plantilla que les proporcioné, pero además también anotarían lo que ellos pensaban, internamente, en relación con esos acontecimientos. Pronto vimos que Pilar, ante comentarios neutros, incluso agradables, tanto por parte de su jefe como de su hermana, rápidamente se sentía agredida y empezaba a generar pensamientos muy distorsionados y nada objetivos, del estilo de: «Mi hermana siempre me ha tenido envidia, siempre trata de humillarme…; mi jefe me detesta, sabe que conozco muy bien sus fallos y busca cualquier oportunidad para hacerme sentir mal». En relación con Rafael, ahí se mostraba especialmente irracional, y cuando se sentía agredida, rápidamente pensaba: «Seguro que Rafael no me va a creer; como es un cobarde, les dará la razón a ellos. En realidad, tengo al enemigo en casa; debería separarme…». El análisis no dejaba lugar a dudas: era un caso claro de autoengaño, producto de una especie de mecanismo de defensa que había generado Pilar, desde hacía muchos 153

años, ante la inseguridad que sentía, pero, como todos los casos de autoengaño, nos costó muchísimo que nuestra protagonista, primero, lo aceptara, y, después, se convenciera de que podía superarlo, pues a pesar de las dificultades, el conflicto podía resolverse.

Las personas con tendencia al autoengaño presentan una resistencia enorme; por nada del mundo quieren admitir el proceso interno que les lleva a interpretaciones distorsionadas, y generan a su alrededor discusiones estériles y situaciones imposibles. La negación de la realidad se convierte en una constante; en el fondo, no confían en que las cosas puedan mejorar y se sienten mejor con ellas mismas responsabilizando a otros de sus males e insatisfacciones.

En estos casos, sabemos que tenemos que prepararnos para intervenciones más largas de lo habitual, pues al principio es como si chocásemos permanentemente contra un muro, y no todas las personas que sufren los efectos del autoengaño, empezando por ellas mismas y continuando por los que están a su alrededor, están dispuestas a desarrollar ese proceso. Por suerte, los dos hijos fueron claves en la determinación de Pilar y Rafael de que las cosas no podían seguir así, y de que no había más remedio que abordar en profundidad esos procesos internos de Pilar, que a ella le producían tanto dolor, y generaban en los demás un sufrimiento y una impotencia infinitos. Fueron necesarios cinco meses de sesiones de entrenamiento con nuestra protagonista, primero, para que asumiera y detectara sus procesos de autoengaño; después, para que fuese capaz de reconocer esos pensamientos irracionales que disparaban de manera errónea sus alertas y, finalmente, para que aprendiera a controlar esas emociones tan negativas, tan dolorosas, que se le desencadenaban casi de manera automática y que a su hijo le habían llevado a pensar que su madre estaba loca. Pilar no mentía de forma consciente; de hecho, estaba convencida de su verdad, pero desde hacía años arrastraba una insatisfacción y una inseguridad tan profunda con ella misma que, poco a poco, habían terminado por perturbar sus razonamientos y tergiversar la realidad. Cuando nos encontremos con situaciones o casos parecidos a los de nuestra protagonista, la solución será difícil y necesitarán ayuda profesional. En el caso que nos ocupa, fundamentalmente el cariño hacia sus hijos y la posibilidad de que pudiera perderlos hicieron que Pilar reaccionase.

Salvo casos excepcionales, donde coinciden otro tipo de patologías, las personas que se autoengañan, a pesar de la imagen que ofrecen al exterior, suelen esconder 154

grandes inseguridades, que están en el origen de sus mentiras.

Por otra parte, pierden con frecuencia el sentido del humor, lo que aún dificulta más la convivencia y la relación con los demás. Ya nos mostraban Lynch y Trivers (2012) este aspecto en sus investigaciones, cuando señalaban que «las consecuencias del autoengaño son diversas, desde una menor sensibilidad para detectar las características de la realidad hasta incapacidad para desdramatizar y facilitar la aparición del humor». Vamos a tratar de sumergirnos en los mecanismos del autoengaño, y para ello empezaremos por la definición y los estudios que investigadores como Von Hippel y Trivers nos ofrecieron ya en 2011: «El autoengaño es una interpretación errónea, una tergiversación activa de la realidad». No obstante, estos autores admiten que pueden producirse errores en el procesamiento de la información, que son distintos del autoengaño: «Para que este exista, los sesgos deben obedecer a algún objetivo, meta o motivación de la persona». Estos mismos autores nos dicen que «nos autoengañamos de diferentes formas. Podemos no ser rigurosos en la búsqueda de información, en la interpretación de la información o en el recuerdo de la información. Estos sesgos operan de manera disociada (por ejemplo, procesos automáticos vs. controlados, actitudes explícitas e implícitas), de forma que los procesos sesgados pueden ocupar mecanismos distintos de los no sesgados. Por ejemplo, podemos expresar (verbal y socialmente) actitudes deseables y actuar de acuerdo con actitudes menos deseables pero inaccesibles conscientemente». Pero hay muchos casos de mentirosos compulsivos que en un principio sí que son plenamente conscientes de sus falsedades, pero llega un momento en que terminan engañándose a sí mismos para justificar tanta mentira y tanta impostura como son capaces de representar.

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MENTIROSOS COMPULSIVOS, QUE MIENTEN SIN NINGUNA NECESIDAD Y QUE A VECES TERMINAN CREYÉNDOSE SUS PROPIAS MENTIRAS Estos casos son muy diferentes del anterior, pues aquí al principio no existe el autoengaño; de hecho, mienten con plena consciencia, sabiendo el mal que causan. Otro aspecto diferenciador es que, en general, el mentiroso compulsivo disfruta con sus mentiras y se las inventa en la medida en que piensa que le pueden convenir, aunque llega un momento en que pierde el control y miente de forma automática.

Estos mentirosos pueden resultar muy peligrosos, pues tienden a ser muy autoindulgentes con ellos y muy exigentes con el entorno.

El siguiente caso nos puede ayudar a ver cómo piensan, cómo sienten, cómo actúan y, con frecuencia, cómo se terminan engañando a sí mismos.

El caso de Fernando y Cristina

Fernando era el típico triunfador. Un hombre aparentemente inteligente, hábil en su interacción con los demás, ambicioso, con una autoestima por las nubes y una carencia de ética y de valores en todas las esferas de su vida. Se creía por encima del resto de los mortales. En general, despreciaba a las personas «normales»; solo sentía atracción por los triunfadores, con quienes se mostraba muy cordial. Iba quemando a aquellos que más relación tenían con él. Sus padres y sus hermanos hacía mucho tiempo que habían descubierto su auténtica forma de ser: sus engaños, sus conductas arrogantes y despectivas, sus mentiras frecuentes y sus escasas verdades. Sus amigos le duraban más o menos, en función del trato que tuvieran con él; cuanto más le conocían, más rápido se alejaban. Sus compañeros de trabajo estaban muy confusos. No entendían sus aires de superioridad, ni sus deseos de enfrentarlos entre ellos.

Fue su mujer quien vino a consulta y lo hizo en pleno proceso de separación. Era una persona muy sociable, de trato fácil, responsable, buena a nivel profesional y muy humana; una persona que, según ella misma manifestaba, se había llevado la sorpresa de su vida con Fernando. 156

Tenían un niño de año y medio cuando Cristina decidió que ya no podía más, que su marido no era una persona normal, que no era el padre que le convenía a su hijo y que si seguía con él, terminaría malgastando su vida y perdiendo su equilibrio emocional. Cristina no acertaba a explicarse las conductas tan extrañas de Fernando, no entendía cómo podía mentir de una forma tan descarada, mirándola con chulería y negando lo que sus ojos acababan de ver. Llegó un momento en que sintió auténtico miedo; miedo por ella, pero especialmente por el futuro de su hijo. Todo su interés consistía en cómo podía conseguir que Fernando reaccionase, que dejase de mentir, que se volviera una persona razonable, con la que pudiera llegar a un acuerdo para terminar su relación sin hacerse daño y para seguir unas pautas lógicas y coherentes con un niño que solo tenía 18 meses. Pero Fernando no estaba dispuesto a admitir un «fracaso» en su vida de aparente éxito, y pronto empezó a cumplir sus amenazas, para intentar forzar a Cristina a que diese marcha atrás en su decisión de separarse. El análisis de las conductas que presentaba dejaba poco lugar a las dudas y las interpretaciones. Fernando mentía de forma compulsiva y lo seguiría haciendo, pues, en realidad, la mentira era una de las características que más lo definían. Habitualmente, mentía con toda la intención para conseguir un determinado objetivo, pero había llegado un momento en que había perdido el control, y toda su vida se había convertido en una gran mentira. En estos casos, cuando el mentiroso no tiene la mínima intención de cambiar su conducta, nuestra misión como psicólogos es intentar proporcionar a sus «víctimas» los mecanismos que les permitan liberarse de sus mentiras y de sus manipulaciones. No es sencillo, pues el mentiroso compulsivo actúa con tal egoísmo y tal falta de control que no tiene ningún tipo de reparo en agredir, extorsionar, amenazar…, y volver a mentir; a pesar de las consecuencias y de las injusticias que sus mentiras provocan. Lo que más nos cuesta es que la persona que sufre sus mentiras, y es objeto de su agresividad, comprenda los mecanismos que subyacen en la mente de un mentiroso de esas características. Una vez que lo conseguimos, todo es más sencillo; por fin entienden por qué reaccionan de determinada forma, cómo volverán a mentir, cómo intentarán doblegar su voluntad…, pero, lo más importante, comprenderán cómo deben actuar, cómo pueden tomar la iniciativa, anular sus mentiras y desactivar sus estrategias.

El mentiroso compulsivo no se para ante la verdad, ni ante la injusticia. Es capaz de mentir sobre cualquier hecho que se interponga en su camino y lo aleje de sus objetivos.

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Cristina por fin comprendió que su mente no obedecía a la lógica, ni a la verdad, y aprendió que:

No tiene sentido intentar razonar con quien solo quiere engañar.

La única forma de desactivar sus mentiras era adelantándose a sus movimientos y sorprendiéndolo en sus actuaciones. Le costó, pero dejó de caer en sus provocaciones; recuperó su espacio personal, se dio cuenta de que, por muchas llamadas que él hiciera por teléfono, por muchos mensajes que mandara, ella tenía la capacidad de decidir si quería contestar, cómo hacerlo y a qué hora. Como Fernando había empezado una campaña atroz contra ella, intentando indisponerla con su propia familia, con sus amigos, con las personas más cercanas de su vida, incluso con sus propios compañeros de trabajo, Cristina fue consciente de que tenía que desactivar sus mentiras y, aunque le costó, con mucho coraje y buenas dosis de humor, habló con cada una de estas personas, facilitándoles, según el caso, la información pertinente. Les pidió que no cayeran en sus trampas, que lo mejor que podían hacer era mantenerse al margen y no prestar atención a sus mentiras, y que si tenían alguna duda importante, tranquilamente le preguntasen a ella. Fernando observó cómo la gente empezó a darle la espalda, cómo no le escuchaban cuando empezaba con sus falsedades y cómo se alejaban de él cuando atacaba a Cristina. A nivel legal el tema fue más difícil, pero, afortunadamente, cuando llegaron a esta fase en su proceso de separación, Cristina se encontraba muy fuerte, tranquila, llena de seguridad y equilibrio emocional, y Fernando, por el contrario, estaba fuera de control, con una agresividad que jugó de forma clara en su contra y que hizo dudar de la veracidad de su declaración al juez. Pero no subestimemos nunca a un mentiroso compulsivo. Hasta que no se convenza de nuestra fuerza y de su debilidad, hasta que no vea que no caemos víctimas de sus mentiras y no entramos en sus provocaciones, intentará seguir mintiendo, fabulando, inventando…, con tal de alcanzar sus metas y lograr esos objetivos llenos de mentiras y falsedades; esos objetivos reñidos con la verdad, que tanto daño pueden causar en personas de bien. Los padres de Fernando le comentaron a Cristina que este ya mentía y engañaba de pequeño, incluso en los exámenes del colegio, creyéndose siempre más listo que los demás. Sobre este particular, en un trabajo que realizaron sobre el autoengaño, Z. Chance, M. I. Norton, Gino y D. Ariely (2011) comprobaron que «las personas que hacían trampas en un examen (por ejemplo, copiaban las respuestas) tendían a engañarse al interpretar los resultados de las pruebas, asumiendo que sus buenas notas se debían a su 158

capacidad o inteligencia. Como resultado, sus expectativas sobre su rendimiento futuro estaban contaminadas por este engaño». Los autores llamaban la atención sobre el impacto en diferentes momentos temporales del autoengaño: a corto plazo puede generar buenos resultados (por ejemplo, sensación de mayor competencia), pero a largo plazo puede ser muy destructivo. Con relación a los hijos, aquí el trabajo será intenso y constante, y en muchos casos requerirá ayuda profesional para que sigamos un programa rigurosamente adecuado a la edad que ellos tengan y a las características del padre o la madre que presente un perfil de mentiroso compulsivo. Con una buena estrategia y un trabajo muy continuado, conseguiremos hacer de ellos niños seguros, llenos de confianza y estabilidad emocional, que aprenderán a desarrollar al máximo su capacidad de observación y de análisis, que sabrán emplear su sentido común y su sentido del humor…, y superarán los condicionantes que podría ocasionarles un padre que es capaz de mentir, de engañar y tratar de manipular a sus propios hijos. Afortunadamente, los niños responden muy bien cuando les entrenamos desde la lógica y el razonamiento, cuando les ayudamos a desarrollar su inteligencia emocional, cuando les damos los recursos que les permitirán aprender y no sucumbir ante situaciones tan difíciles como tener que enfrentarse a la mentira de un progenitor.

Los niños tienen una lógica maravillosa, que les ayuda a protegerse de la mentira y la falsedad.

Pero ¿los mentirosos nunca se sienten culpables? Esta es una pregunta apasionante que trataremos de contestar en el apartado siguiente.

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MENTIRA Y CULPABILIDAD. ¿SE SIENTE CULPABLE EL MENTIROSO? En este punto, sentirse culpable o inocente no dependerá tanto del acto de mentir, sino de la naturaleza del mentiroso; es decir, si la persona que miente se muestra sensible y empática ante los demás, ante los efectos que pueden tener sus mentiras, si además internamente se siente mal por mentir, si le parece que no debería hacerlo, si tiene una ética ante la verdad y unos valores de respeto hacia los demás…, es muy posible que sienta algún grado de culpabilidad. Pero si la persona que miente se exige poco a sí misma, si se tolera con facilidad en sus mentiras, si piensa incluso que hace bien, si le da igual cómo se sientan los otros, difícilmente experimentará culpabilidad. Cuando una persona miente con un fin altruista, cuando piensa que ayuda a otros, es más difícil que se sienta culpable; aunque a veces puede sentirse mal si cree que está fallando a la confianza de la otra persona. Por ejemplo, mientes a un familiar o a un amigo sobre la gravedad de su enfermedad, y lo haces porque piensas que se hundiría y dejaría de luchar si sabe la verdad. La persona puede estar convencida de que hace lo que debe, pero, a pesar de ello, se siente mal por mentir. Otro factor clave será la frecuencia de la mentira. Las personas que mienten mucho difícilmente se sienten culpables: es como si se hubieran inmunizado; por el contrario, la mayoría de las personas que mienten poco o muy poco experimentan incomodidad o culpabilidad cuando lo hacen. También dependerá mucho de la persona receptora de la mentira. Si mentimos a alguien muy querido, que confía plenamente en nosotros, en general nos sentiremos peor que si mentimos a una persona con la que no tenemos tanta relación o cercanía afectiva. El siguiente caso nos mostrará cómo podemos sentirnos muy culpables por las mentiras que decimos a nuestra pareja, a nuestros hijos…, a las personas de nuestro entorno más cercano.

El caso de Juan

Juan vino con su mujer para que les ayudásemos con un problema que les preocupaba sobre su hijo pequeño. Presentaba trastornos de conducta, que después comprobamos que, en gran medida, se debían a un TDA (trastorno por déficit de atención). El TDA le estaba afectando muy negativamente a su rendimiento escolar, y el niño, ante la imposibilidad que sentía de obtener buenos resultados, había empezado a mostrar conductas agresivas, para ser centro de atención.

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Los padres trabajaron muy bien, siguieron todas las pautas que les indicamos; además, pusimos un programa de ayuda al niño, tanto en casa como en el colegio, que dio muy buen resultado. Tiempo después, el padre nos llamó para venir de nuevo a consulta, pero en esta ocasión el caso era muy diferente; aunque la relación con su mujer era buena, se había «enganchado», «encaprichado», «deslumbrado» o «dejado seducir» por una chica mucho más joven, a la que había conocido en un evento de su trabajo.

Cuando lo vimos estaba en un permanente sinvivir; por una parte, se sentía muy culpable por la infidelidad que estaba teniendo con su mujer; por la otra, el asunto se le había escapado por completo de las manos, y su joven amante mostraba conductas tan extrañas como patológicas. Juan no comía, no dormía y no podía continuar con ese estado de «alerta», de agitación constante y de culpabilidad permanente. Lo que más le dolía era sentir que estaba traicionando a su mujer, con quien nunca había tenido problemas de convivencia o de insatisfacción, que le seguía gustando mucho, incluso físicamente, que hacía la vida fácil a todos y que mostraba siempre una generosidad extrema. —Una mujer de la que sigo enamorado —concluía—, pero esta chica me ha desquiciado y he cavado mi propia tumba. El tema no se quedaba en una infidelidad al uso. Esta joven, una vez que se había acostado con Juan, se sintió muy segura y mostró su auténtica forma de ser. Era una persona totalmente desequilibrada, permanentemente insatisfecha, que parecía disfrutar provocando situaciones límite, escenas dantescas (como proferir insultos en público) para comprobar cómo Juan se moría de vergüenza. «Esta chica me va a quitar la vida», sentenció nuestro protagonista. Una vez que analizamos en profundidad la personalidad de esta joven, vimos que, en realidad, se trataba de una persona bastante perturbada que utilizaba su atractivo físico, su sensualidad, para enganchar a hombres como Juan, a los que luego sometía a situaciones de presión y chantajes permanentes. En efecto, en menos de dos semanas, su «joven enamorada» le había dicho que no aguantaba más, que tenía que separarse inmediatamente, que ella no toleraba vivir una relación en la clandestinidad y que, si no lo hacía, se atuviera a las consecuencias. Juan estaba desesperado. De repente, se dio cuenta de que todo su mundo podía venirse abajo (nunca le había sido infiel a su mujer); él, que era una persona respetuosa y respetable, podría verse envuelto en un gran escándalo y, lo que era peor, podía perder lo que más quería: su mujer y sus hijos. El escándalo era lo que buscaba su joven amante, lo que parecía estimularla, lo que en realidad perseguía, y lo hacía de una forma totalmente obsesiva y patológica. 161

No había lugar a dudas: en cuanto ella vio que Juan no quería separarse, que le imploraba para que terminasen la relación, que tenía enfrente a un hombre destrozado por la situación, con un miedo infinito y un dolor desgarrador, decidió que tenía que vengarse, que a ella no le chuleaba «un mierda como él» y, según palabras textuales, «que todo el mundo se enteraría de que se la había “tirado” y que ahora pretendía dejarla como si fuese un señor feudal que se había cobrado su derecho de pernada». Nuestro protagonista se desesperaba ante sus reacciones y no entendía nada de lo que estaba sucediendo: ¿por qué esa inquina, por qué ese rencor, por qué quería destrozarle la vida, si él había intentado ser honesto con ella, si el primer día que se acostaron ya le dijo que no quería hacerlo, que estaba profundamente enamorado de su mujer? Pero, desde la psicología sabíamos que su joven amante no estaba lanzando un farol, había decidido hundirle como diversión y compensación ante el desequilibrio interno que ella tenía; ese desequilibrio que hacía que se justificase a sí misma cualquier conducta, por indigna y cruel que fuera. Antes de venir a vernos, intentando encontrar una salida a la situación que vivía, Juan ya le había dado a esta joven una cantidad muy importante de dinero; dinero que había sacado de unas inversiones que tenía, y que sin duda le costaría explicar a su mujer cuando ella se diese cuenta; pero lo único que había conseguido con esta acción era ponerse aún más en manos de esta persona llena de patologías y carente de sensibilidad. Una vez que conseguimos que Juan recuperase mínimamente el control emocional, que fuese capaz de pensar con claridad, fue consciente de que debía actuar con racionalidad para intentar proteger lo que más quería. La estrategia a seguir era muy clara: si queríamos desactivar la obsesión que tenía su joven amante con montar un gran escándalo, no había más remedio que confesar la verdad a su mujer, y hacerlo además de forma inmediata. Juan estaba muerto de miedo y roto de dolor ante las posibles consecuencias que podría tener el reconocimiento de su infidelidad y todo lo que había hecho para intentar ocultarlo: mentiras, excusas, retiradas importantes de dinero… Afortunadamente, como habíamos previsto, su mujer se quedó bloqueada, dolida, sorprendida en lo más profundo de su ser (no se creía lo que Juan le estaba contando), pero tuvo la generosidad de no tomar una decisión inmediata, una decisión además muy condicionada por el dolor. Le pidió tiempo para reaccionar, para recuperar la calma y poder pensar una decisión tan importante, que ponía en riesgo tantos años de felicidad. En esos momentos habría querido dejarlo todo, pero ella sabía que después se arrepentiría, por lo que, con buenas maneras, sin grandes reproches, aunque con un profundo sufrimiento, le dijo a Juan que tenía que recuperar el control de sus sentimientos y sus emociones, antes de decidir si le daba la oportunidad que nuestro protagonista le pedía desde lo más hondo de su corazón. Le comentó que sus hijos, aunque eran vitales en su vida, no serían la razón para continuar o para separarse, que la 162

decisión que tomase la haría en función de si aún le quedaba amor y esperanza después de aquel golpe. Pero si fue muy doloroso contarle lo sucedido, aún le costó más a Juan decirle que seguramente esta mujer la llamaría, que llevaba semanas intentando cortar con ella, pero vivía una extorsión y un chantaje permanente, y que yo, cuando había venido a verme, le había dicho que la previniese de esa posible llamada, porque la joven no se creería que él le había confesado su infidelidad y trataría de hacerles el mayor daño posible. Fueron unas semanas llenas de angustia y sufrimiento para la pareja. Juan, para respetar los deseos de su mujer, se había ido temporalmente a vivir con sus padres, a quienes también decidió que debía confesarles su infidelidad y su arrepentimiento. A los hijos les pusieron una excusa, que seguro no creyeron demasiado, pero que les preservó de tensiones innecesarias. En la otra cara de la historia, la joven «amante» no se podía creer que todo su plan se hubiera venido abajo, y cuando Juan le contó que le había dicho a su mujer toda la verdad, pensó que mentía y, tal y como habíamos previsto, telefoneó a su mujer, quien por cierto me había llamado con anterioridad, cuando Juan le dijo que seguramente le vendría bien hacerlo. Pero lo que no se esperaba su joven chantajista era encontrar al otro lado del teléfono a una persona tan equilibrada, tan segura, tan «educada» y que, para gran sorpresa suya, le dijo que le agradecía la llamada, que entendía que lo hacía para que conociera la auténtica verdad de lo sucedido, que realmente debía ser una persona muy especial, pues estaba convencida de que, en veinte años de relación, seguro que su marido habría tenido otras oportunidades y tentaciones, pero solo esa vez se había sentido tan atraído como para dar el paso y haber sido capaz de mentirle a ella, sabiendo lo importante que para él es la verdad. Aún intentó alguna jugada en su medio profesional, donde se habían conocido, pero como Juan también se había adelantado a esta acción, pronto se dio cuenta de que poco daño podía hacer por ahí, así que, seguramente, empezó a buscar una nueva víctima, que la hiciera sentirse de nuevo con poder sobre la vida de los demás; ese poder que no tenía sobre sí misma. Finalmente, su mujer le dijo a Juan que si durante veinte años habían sido felices y no había encontrado nada que reprocharle en ese tiempo, no sería justo tirar todo ante un error tan doloroso, tan innecesario, pero, como ella misma manifestó, haciendo gala de nuevo de su generosidad, un error tan «humano». En definitiva…

... el mentiroso, cuando es una persona honesta y coherente, sí que se siente culpable al mentir y, en general, tratará de asumir las consecuencias de sus mentiras sin buscar excusas, responsabilizándose de sus errores.

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Juan, en todo momento, intentó ser coherente y honesto y no buscó excusas que justificasen su conducta, pero son muchas las personas que se autoengañan, por ello, vamos a terminar este capítulo exponiendo algunos de los principales estudios sobre el autoengaño.

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ESTUDIOS SOBRE EL AUTOENGAÑO El autoengaño tiene una función evolutiva y permite una ventaja adaptativa, al menos en dos dimensiones (W. Von Hippel y R. Trivers, 2011): 1. Facilita el engaño de los demás, pues, en la medida en que quien miente se cree la información falsa que transmiten sus mentiras, se reducen los perjuicios cognitivos y se minimiza el impacto emocional. Es decir, cuando la falsedad de la información se atribuye a la ineptitud o a la ignorancia del emisor, el sufrimiento del receptor de la mentira es menor, y su mala opinión sobre el mentiroso es menos radical. 2. Genera ciertas ventajas en la interacción social. Nos permite percibirnos como mejores (self-enhacing effect), mejorando así nuestra autoconfianza. Esto, a su vez, hace que nos desenvolvamos socialmente con más seguridad y que hagamos creer a los demás que somos mejores (por ejemplo, más correctos, más inteligentes…), con lo que se incrementa nuestra capacidad de influencia social. Este sesgo se complementa con el equivalente en la percepción también sesgada de los demás, mostrando a nuestros competidores, o personas susceptibles de comparación, como peores o inferiores (Schmitt y Buss, 2001). Un tipo especialmente llamativo de autoengaño es el conocido como Efecto Kruger-Dunning: consiste en la tendencia de los individuos con escasa habilidad o conocimientos para percibirse como más inteligentes o competentes que otras personas más preparadas. Los autores atribuyen este efecto a dos factores: en primer lugar, la propia incapacidad o incompetencia de estas personas les impide hacer juicios acertados y tomar decisiones adecuadas, y, además, tienen una escasa aptitud para analizar su propia ejecución; es decir, rinden menos y son menos capaces de evaluar su rendimiento de forma correcta. Por el contrario, los individuos altamente cualificados tienden a subestimar su competencia relativa: de manera errónea, asumen que las tareas que son fáciles para ellos también son fáciles para otros (J. Kruger y D. Dunning, 2009). El autoengaño también contribuye a la eficacia de la mentira: en la medida en que nos creemos la información falsa, nuestra mentira será menos detectable (W. Von Hippel y R. Trivers, 2011).

CONVIENE RECORDAR Generalmente, las personas que se autoengañan suelen esconder grandes inseguridades, que están en el origen de sus mentiras. 165

Los mentirosos compulsivos pueden resultar muy peligrosos, tienden a ser muy autoindulgentes consigo y muy exigentes con el entorno. ¡Cuidado con nuestras buenas intenciones! ¡No seamos ingenuos! No tiene sentido intentar razonar con quien solo quiere engañar. Los niños tienen una lógica maravillosa que les ayuda a protegerse de la mentira y la falsedad. Cuando una persona honesta y coherente miente, sí que se siente culpable, y tratará de asumir las consecuencias de sus mentiras, responsabilizándose de sus errores.

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Capítulo 7 LAS MENTIRAS MÁS DOLOROSAS DE NUESTRA VIDA

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EL HIJO QUE SE ENTERA, A LOS 21 AÑOS, DE QUE ES ADOPTADO Comentaba en un libro anterior4 que «los niños adoptados son niños muy deseados y, con frecuencia, los padres lo pasan muy mal pensando en el día en que deban decirles que lo son, se les hace un mundo imaginarse cómo contestarán a sus preguntas, les angustia su posible reacción, si les seguirán queriendo igual cuando lo sepan, si se sentirán distintos, extraños…». Aunque hay un consenso generalizado entre los psicólogos en que se debe decir a los niños que son adoptados, hay padres que, en su momento, decidieron no contarles la verdad y se han pasado la vida «temblando» por si alguna circunstancia o persona pudiera provocar que los niños «lo descubriesen». Nuestra experiencia en este sentido es inequívoca: hay que decirles que son adoptados y además conviene hacerlo pronto, cuando pueden interiorizarlo como un hecho normal, que no presenta problema o inquietud para ellos. La edad varía en función de la madurez de los niños, pero suele situarse alrededor de los cinco años. Las circunstancias y casualidades tienden a ser muy caprichosas, y el día menos pensado, esa gran mentira, esa ocultación absurda, sale a la luz y puede provocar una catástrofe. Esto fue lo que le ocurrió a nuestro siguiente protagonista: Miguel, de pronto, sintió que la tierra se abría bajo sus pies.

El caso de Miguel

Miguel tenía adoración por sus padres, especialmente por su progenitor. Siempre se había sentido un hijo muy querido y, con frecuencia, presumía, incluso ante sus amigos, de que él y su padre eran como dos almas gemelas. Lo único que había echado en falta era haber tenido hermanos. De pequeño se puso pesadísimo con ello, hasta que por fin un día lo aceptó, cuando su padre le dijo que no lo pidiese más, que su madre lo pasaba muy mal, que los hijos no siempre vienen cuando la familia lo desea, y que en su caso habían intentado darle un hermano muchas veces, pero al final el médico les había dicho que no insistieran, que no era posible. Su padre le dijo que esto no debía disgustarle, que ellos no se habían quedado tristes, porque sabían que tenían el mejor hijo del mundo. Su adolescencia no había sido especialmente conflictiva, aunque había tenido la lógica etapa de confrontación y de búsqueda de mayor libertad. Sus primeros tonteos con las chicas coincidieron con una bajada importante del rendimiento escolar, hasta el extremo de tener que repetir un curso, pero incluso este hecho no había repercutido en la buena relación que seguía teniendo con sus padres.

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Miguel había superado esos baches y cuando parecía especialmente centrado, llegó el gran mazazo: casualmente, por terceras personas, se enteró de que era adoptado.

Cuando vimos a Miguel, aún seguía destrozado, no podía entender que quienes él había considerado siempre como sus padres le hubieran mentido de esa forma; de golpe, todo su mundo se vino abajo, había vivido una gran mentira, estaba desolado, destrozado…, pasaba del abatimiento a la tristeza, y de ahí a la rabia y a la desesperación más intensa. Se sentía huérfano, huérfano en el sentido literal de la palabra (en realidad, repetía: «No tengo padres»), pero lo peor era que, tal y como él mismo verbalizó un día, se sentía una «mierda», un ser al que todos habían mentido: —Soy una mierda, no sé de dónde vengo, ni quiénes eran mis padres, ni por qué me abandonaron, ni quién soy yo en la vida… Pero lo que sé es que no me merecía esta mentira. ¿Por qué nadie me dijo la verdad? ¿Por qué mis padres me mintieron de esa forma? ¿Por qué no confiaron en mí? ¿Por qué todos me engañaron? Miguel sentía tanto rechazo por lo que le había pasado, y tanto miedo, que en el fondo temía que todos, cuando se enterasen de la gran mentira que había rodeado su vida, cuando viesen al desnudo su cruel verdad, también lo rechazarían. No sabía cómo decir a su novia, a sus amigos, a sus compañeros de clase… que todo era mentira, que sus padres no eran sus auténticos progenitores, que no tenía una familia, que no sabía cuál era su auténtico origen, ni conocía su verdadera identidad. Había accedido a venir a consulta, porque se había sentido muy bien cuando años atrás le habíamos hecho una evaluación en profundidad, para ver cómo le podíamos ayudar a salir del bache en que se encontraba, en aquella etapa en que estaba algo perdido, muy despistado y había repetido un curso. Él mismo fue quien nos llamó para que le ayudásemos en este drama que estaba viviendo, para ver cómo conseguía superar esa mentira que le estaba matando y de la que no sabía cómo podría salir. En estas circunstancias, los primeros pensamientos suelen ser poco racionales, llenos de dolor y desgarro, con soluciones poco realistas. Como nos temíamos, Miguel no quería volver a ver a sus padres, deseaba romper con todo su pasado, quería irse a otra ciudad (comentaba que lo único que lo retenía aquí era su novia y su mejor amigo); se planteaba incluso dejar de estudiar, empezar a trabajar en otro lugar, donde nadie le conociera. Buscamos una solución temporal. Su mejor amigo tenía a su hermano haciendo un máster fuera de España, por lo que en su casa disponían de una habitación libre. Sus padres apreciaban mucho a Miguel, y aunque estaban también conmocionados por lo que su hijo les había contado y no querían meterse en medio de un drama familiar, cuando los padres de Miguel les llamaron y les dijeron que estaban consternados, que temían mucho por cómo reaccionaría Miguel y que les agradecerían enormemente que su hijo pudiera estar con ellos un tiempo, unas semanas, hasta que se resolviera la crisis actual, 169

no dudaron en acceder a su petición. Por supuesto, los padres de Miguel pagaron todos los gastos que su hijo pudo ocasionar. Miguel y sus padres necesitaban tiempo y espacio. Tiempo para serenarse, para aclarar sus ideas y restañar heridas, y espacio para que pudiera aflorar sin interferencias su cariño, ese sentimiento de amor tan profundo que siempre les había unido a los tres. En estos casos, cuanto menos cambios se produzcan en la vida de la persona, mejor, y cuantas menos decisiones drásticas se tomen, menos errores se cometerán. El primer objetivo era que Miguel pudiera reconciliarse con su vida, con sus padres y con él mismo. Por supuesto que los padres estaban destrozados, estaban viviendo un auténtico drama, pero si en algo coincidían los tres era en que no podrían lograrlo solos; necesitaban ayuda profesional para superar esta mentira que había abierto una brecha entre ellos. En este aspecto, tanto sus padres como Miguel siguieron fielmente el programa que habíamos diseñado para conseguir superar la que estaba siendo la peor pesadilla de sus vidas. Ese tiempo nos permitió, por una parte, ayudar a los padres para que no se resquebrajaran, para que no se hundieran en una guerra interna sobre quién había tenido la culpa de no decirle a Miguel que era adoptado, y, por otra parte, nos dio la oportunidad de profundizar con su hijo en las auténticas motivaciones que habían llevado a sus padres a ocultarle su origen. Miguel supo que sus progenitores habían intentado por todos los medios tener descendencia, que siguieron tratamientos muy duros, pero que todo había sido inútil. Cuando asumieron que era imposible, los dos tuvieron claro que querían adoptar, pero ahí se encontraron con algunos escollos que no esperaban. Cuando se lo dijeron a sus familias, los abuelos paternos de Miguel reaccionaron muy mal; en concreto el abuelo, que era un hombre de escasa formación y poca sensibilidad, pero que había acumulado un patrimonio importante, le dijo a su hijo que lo que tenía que hacer era separarse, que en realidad la que no podía tener descendencia era su mujer, y que él nunca iba a consentir dejar sus bienes, toda su herencia y los sudores de una vida llena de trabajo y sacrificio a alguien que no fuera «de su sangre». El padre de Miguel era hijo único, y el abuelo no admitía que sus nietos no fueran biológicos (o no fueran auténticos, como él, despectivamente, decía). Puestas así las cosas, sus padres sintieron que lo mejor que podían hacer era distanciarse de los abuelos y aprovechar una oportunidad de trabajo que les había surgido y que les permitía empezar otra vida nueva en una ciudad distinta, mucho más grande, donde nadie les conocía. Una ciudad adonde llegaron con un niño que acababa de nacer. Miguel se dio cuenta entonces de las auténticas razones por la que apenas había llegado a conocer a su abuelo; de hecho, no se acordaba nada de él y parece que solo le había visto de pequeño una vez, poco antes de que este muriera. 170

Comprendió el miedo que habían sentido sus padres de que otras personas reaccionasen con rechazo cuando supieran que era un hijo adoptado; por eso, a pesar de las recomendaciones del equipo de adopción, decidieron mantener su secreto. Una cosa había llevado a la otra. Aunque sabían que algún día deberían comunicar a su hijo que era adoptado, una y otra vez les pareció que era muy pequeño, y optaron por mentirse a sí mismos, en un ejercicio de autoengaño constante, que ambos compartían. Al final, siempre surgían disculpas que les impedían dar este paso, por lo que nunca encontraron el momento de decirle la verdad. Curiosamente, había sido un chico del pueblo de su abuelo el que un día, en una fiesta de estudiantes, le dijo que ¡vaya genio tenía su abuelo!, que ya le habían dicho sus padres que era un hombre de mucho carácter, que le había costado mucho asumir que su nieto fuese adoptado. Este chico, sin darle importancia, y con toda la espontaneidad del mundo, se lo comentó a Miguel riéndose, esperando que este también se tomase a broma la anécdota… Y ahí fue cuando la tierra se abrió bajo sus pies, esa fue la forma en que nuestro protagonista se enteró de la gran mentira que había rodeado su vida. Cuando Miguel empezó a superar la rabia y la desesperanza que le había producido la noticia, sintió una pena infinita de sí mismo, pero también de sus padres. Poco a poco, fue consciente de que para ellos había sido muy difícil seguir adelante con la idea de la adopción, que se cambiaron de ciudad y de trabajo para empezar una nueva vida, en un sitio donde nadie les conocía, que pusieron mucho valor y mucho empeño, pues no todo el mundo se atreve a empezar desde cero, solos y con casi cuarenta años. Una vez que superó los lógicos impulsos de querer conocer quiénes eran sus padres biológicos, que asumió que eso no le iba a ayudar demasiado, que ya había sufrido bastante convulsión como para abrir nuevas heridas, por fin pudo sentir el dolor que le producía la ausencia de sus padres, el sufrimiento de no verles, el saber que estarían rotos, llenos de angustia y de temores, y decidió que era el momento de volver con ellos, de abrazarles… y de perdonarles. En realidad, les dijo, solo me ha molestado que dudaseis de mí, que no tuvierais la confianza de decirme lo bestia que era el abuelo… El cariño que siempre le habían demostrado, los años de amor infinito, de sacrificios permanentes… terminaron por conseguir que la verdad, la verdad de sus sentimientos, venciera a la mentira que durante tantos años habían mantenido sobre su origen.

Cuando un hijo comprende que sus padres le han mentido por miedo, por debilidad, porque querían protegerle, le dolerá muchísimo y se sentirá profundamente decepcionado, pero si el vínculo emocional es fuerte, lo habitual es que prevalezca el afecto, sobre el dolor del engaño.

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Como bien nos dijo el último día Miguel: —Tantas cosas me han perdonado ellos, tanto sacrificio han hecho conmigo, que… ¡quién soy yo para juzgarlos! Si no fuera capaz de perdonarles, no merecería ser hijo suyo, y no hay nada en el mundo que me produzca más orgullo que tener unos padres que me quieren por encima de su propia vida. El miedo nos puede llevar a cometer los errores más dolorosos, pero más humanos, y pocas cosas producen más miedo en unos padres que perder el cariño de sus hijos. Ese miedo también puede hacer que algunos padres se engañen a sí mismos y no quieran enterarse de lo que hacen sus hijos.

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PADRES INGENUOS CON HIJOS ACOSADORES Siempre han existido padres ingenuos, y siempre ha habido hijos que se han aprovechado de la confianza gratuita que les otorgaban sus progenitores. Lo preocupante es el incremento de estos casos; el aumento constante que constatamos los profesionales de la psicología y de la educación.

Algunos factores pueden estar en el origen de este incremento: hoy muchos padres desconocen lo que hacen sus hijos, incluso ignoran quiénes son sus auténticos amigos. El uso que ellos hacen de las nuevas tecnologías les permite tener una especie de vida paralela, al margen de la familia, que favorece que una parte considerable de sus acciones y conductas pasen inadvertidas. Además, es un hecho constatable la pérdida del tiempo de «calidad» que tenemos con ellos. Cada vez es más frecuente que durante las comidas, o en los ratos de convivencia en común, los hijos, y muchas veces los propios padres, estén permanentemente conectados a sus dispositivos tecnológicos y, prácticamente, no interactúen en la vida familiar.

Esa actitud ausente y distante que muestran muchos niños, muchos adolescentes, incluso muchos jóvenes; esa vida en paralelo que viven debería despertar nuestras alertas.

Recordemos que la misión de educar, acompañar y supervisar permanentemente la educación y la trayectoria de los hijos corresponde a la familia, y en especial a los padres.

Hay responsabilidades, como la educación de los hijos, que son irrenunciables, que no se pueden ni se deben delegar. El conocimiento profundo de la psicología evolutiva nos ayudará a distinguir lo importante de lo anecdótico.

Saber qué podemos esperar en cada edad y cómo les podemos ayudar será uno de nuestros principales objetivos, y para ello necesitaremos aplicarnos y descubrir, a través de la observación y del razonamiento, cómo es nuestro hijo de verdad, cuáles son sus señas de identidad, sus dudas, sus inquietudes, las vivencias que más le pueden condicionar, que forjarán su carácter…; en definitiva, cómo está evolucionando y cómo podemos y debemos actuar para favorecer un buen desarrollo, para conseguir que sean 173

niños equilibrados emocionalmente, con recursos ante las dificultades; en suma, niños seguros y felices. Con relación a la mentira, la experiencia es muy clara y los estudios de autores como Wilson, Smith y Ross (2003) así lo avalan: Los niños empiezan a mentir deliberadamente a los 4 años, aunque en algunos casos pueden mentir a partir de los 30 meses, a menudo mediante omisiones de información. Por lo general, mienten para eludir la responsabilidad o el castigo derivados de sus transgresiones, para acusar (falsamente) a sus hermanos y para tener control sobre el comportamiento de otras personas.

El problema no surge cuando mienten esporádicamente —todos los niños lo hacen —, sino cuando no son capaces de dejar de mentir; cuando no dicen una sola verdad, cuando su vida se convierte en una invención constante y en una fabulación permanente, ante la actitud demasiado displicente o ingenua de sus padres. El siguiente caso es un buen ejemplo que nos ayudará a descubrir estos mecanismos, y nos mostrará la influencia de las mentiras que subyacen en ellos.

El caso de los padres de Belén

Los padres vinieron a consulta muy preocupados, pues les habían llamado del instituto para decirles que su hija Belén estaba liderando el acoso hacia una compañera de su clase. Un acoso que había sido descubierto cuando esta niña, in extremis, al límite del sufrimiento que podía soportar, había confesado que llevaba dos años viviendo la peor pesadilla de su vida. Jamás habrían podido imaginar que algo así pudiera ocurrir. Tenían dos hijas, Belén era la pequeña, y aunque reconocían que siempre había tenido muchos celos de su hermana, y que con frecuencia podía mostrarse irascible, incluso algo déspota y tirana, nunca habrían pensado que fuera capaz de mentir tanto, de liderar un acoso y de «ensañarse» de forma prolongada con una compañera más débil, que se había incorporado a su clase dos años atrás. Un ensañamiento que había dejado al descubierto la crueldad de Belén. Ellos siempre habían sido muy condescendientes con su hija. Pensaron que terminaría madurando, que el tiempo todo lo arreglaría. Por ello, llevaban años sin dar demasiada importancia a sus provocaciones, a sus «salidas de tono», a sus mentiras constantes, a su egoísmo manifiesto y a las conductas y comentarios llenos de envidia hacia su hermana. A pesar de que los tutores, en más de una ocasión, los habían alertado, precisamente, sobre sus mentiras constantes, sobre los problemas de conducta y la actitud desafiante, manipuladora y con frecuencia agresiva que presentaba Belén, ellos no dieron demasiada importancia a estas llamadas de atención, y de nuevo disculparon a 174

su hija, argumentando que estaba en una edad difícil, y que con paciencia y diálogo todo se resolvería. Esta vez, era imposible mirar para otro lado. Había una chica que llevaba dos años viviendo un acoso desgarrador, una situación imposible de resistir para cualquier persona sensible, y su hija era la principal responsable e inductora de este acoso.

Estos son casos muy delicados, donde los padres siempre quieren que «tratemos» inmediatamente a los hijos, pensando que ahí está la solución; sin darse cuenta de que siempre hay que empezar por ellos, y solo cuando hayamos trabajado lo suficiente, cuando ya tengan las ideas claras y sean capaces de actuar con la seguridad, la decisión y la valentía que el caso requiere, entonces es cuando conviene que los especialistas empecemos a trabajar con los hijos. Los padres de Belén se quedaron muy sorprendidos cuando, ya por teléfono, les dijimos que vinieran solos a la primera consulta, sin su hija. Las características del caso eran muy típicas y muy conocidas para nosotros. Eran dos padres excesivamente blandos (los dos), muy bien intencionados y demasiado ingenuos, que siempre habían intentado tener una actitud muy cercana y afectiva con sus hijas, y que creían que con diálogo y paciencia todo se arreglaba. Su argumento fundamental era que si esto había servido con su hija mayor, que no presentaba problema alguno, ¿por qué no iba a resultar con la pequeña? Esta es una confusión que muestran muchos padres, creen que lo justo es tratar a todos los hijos por igual, sin darse cuenta de que ese trato «igualitario» es un gran error, e, incluso, una grave injusticia.

Los psicólogos sabemos que todos los niños, todos, son distintos; que además son únicos, por lo que cada uno necesita ser tratado de una forma diferente, de una forma adecuada a sus características singulares; hacer lo contrario nos lleva a la incoherencia y, en lugar de ayudarles, les confundimos.

Precisamente, los niños menos generosos, los celosos, los que se muestran más insatisfechos, son los que más necesitan que sus padres pongan unos límites muy claros, que establezcan unas normas de obligado cumplimiento y que no duden en actuar ante sus transgresiones, para que sus hijos experimenten, de forma inmediata, las consecuencias de lo que hacen… En contra de lo que muchos piensan, los niños y las niñas «difíciles» terminan reaccionando bien cuando ven a sus padres equilibrados, firmes y seguros. Belén manifestó sus «tendencias» desde muy pequeña. Siempre se mostró insatisfecha con lo que tenía, constantemente mentía y pedía más y más…, y sus padres caían en su juego y perdían el pulso que su hija les echaba. 175

Hoy sigue teniendo celos de su hermana mayor, y ello a pesar de que esta intentó hasta hace unos años ser paciente, cercana y afectiva con su hermana pequeña. Precisamente, había sido su hermana mayor quien más les había alertado a los padres de su equivocación. Ella se había dado cuenta de que Belén necesitaba límites y normas muy claras. En casa, su hermana pequeña mentía constantemente, fabulaba y hacía lo que quería con sus padres, pero desde hacía cuatro años sabía que sus tretas no le valían con su hermana y, aunque de vez en cuando intentaba provocarla, era consciente de que ahí tenía todas las de perder. Su hermana mayor se convenció de que Belén interpretaba la paciencia y la actitud de diálogo de sus padres como una muestra de inseguridad y debilidad, pero sus padres pensaron que era muy dura con su hermana y no le hicieron caso. Además de los registros que les pedimos a los padres que hicieran sobre la conducta de Belén, donde también debían anotar de forma literal cómo ellos y su hija mayor respondían, nos pusimos en contacto con el instituto, para recabar la información objetiva del caso, para conocer el comportamiento y la actitud que en general mostraba Belén y de cómo había actuado de forma específica en el asunto del acoso hacia la compañera de su clase. Los registros de la familia (la hija mayor también quiso hacerlos) y la información del instituto no dejaban lugar a dudas: Belén acusaba al máximo esa falta de límites, normas, pautas, hábitos… que sus padres deberían haber instaurado desde pequeña, pero lo que más echaba en falta era la ausencia de consecuencias ante las conductas provocadoras que siempre había presentado; conductas generalmente agresivas y, en el caso de la compañera de clase, con una intención clara e inequívoca de provocar sufrimiento, de reírse de una chica que se mostraba asustada e indefensa ante las humillaciones y vejaciones de que era objeto. El programa fue muy claro: nos pusimos totalmente de acuerdo con el instituto y los padres en los límites, las normas y las consecuencias que, tanto en el medio escolar como en casa, exigiríamos a Belén. Para tener éxito, además del entrenamiento exhaustivo que hicimos con los padres, para que se «situaran» y fueran capaces de actuar con la seguridad y determinación que su hija necesitaba, también trabajamos en una segunda fase con Belén para que fuese consciente de que ese camino solo la conduciría a la marginación y a una insatisfacción constante en su vida. Por otra parte, resultaba urgente que se sensibilizase hacia el sufrimiento tan cruel que había provocado, que adquiriese un mínimo de empatía, que fuese capaz de ponerse en el lugar de los otros y de rechazar las conductas llenas de agresividad, incluso de crueldad que había mostrado con muchas personas, pero especialmente con su compañera, que había sido víctima de un acoso desgarrador. Como esperábamos, a pesar de todo, fue más fácil trabajar con Belén que con sus padres. Ella, después de las lógicas resistencias y los primeros «pulsos» que echó, una 176

vez acabado su repertorio de mentiras y fabulaciones, terminó reaccionando y asumiendo la autoría del acoso, el liderazgo que había llevado con parte de sus compañeras para lograr que esa niña desease con todas sus fuerzas no existir, pasar inadvertida y abandonar su instituto. Cuando analizamos los hechos en profundidad, se sorprendió de su crueldad y solo consiguió decir, a modo de disculpa, «no pensé que nos estábamos pasando tanto, que ella estaba sufriendo de esa manera». Como a pesar de todo era una persona inteligente, terminó por darse cuenta y asumir que podía tener el éxito y la atención que siempre buscaba, con unas conductas muy diferentes. En realidad, era una chica con mucha agilidad y rapidez mental, con mucho ingenio, que, convenientemente utilizado, podía destacar en positivo; además, era muy hábil en sus relaciones con los demás: solo teníamos que girar 180º la dirección de su liderazgo, para que pasara de ser una persona tóxica a una líder positiva. El punto de inflexión, lo que nos dio la pauta a seguir, fue establecer bien el primer límite, y ese primer límite, a partir de ese momento, fue NO TOLERAR NINGUNA MENTIRA MÁS. La historia de Belén nos demostró que sus padres habían actuado con mucha ingenuidad ante sus mentiras, y lo habían hecho desde que era muy pequeña. Esta actitud de los progenitores, sin duda, le había resultado muy confusa a la niña; no entendía cómo eran tan «tontos» de no darse cuenta de que mentía y, por ello, había entrado en una espiral que, con el paso de los años, había desembocado en una de las peores conductas que puede haber: acosar a alguien a quien vemos débil para divertirnos con el dolor y el sufrimiento que le provocamos. El tema del acoso merecería un libro aparte, por lo que no vamos a extendernos en todo el proceso que seguimos. Afortunadamente, este terminó y, aunque, al final de curso, los padres de la niña acosada decidieron cambiarla de instituto, Belén quedó «vacunada», y difícilmente volverá a mostrar esas conductas, que hoy tanto rechaza. Continuamos durante unos meses con el trabajo a tres bandas: con sus padres, para que no tuvieran la tentación de relajarse; con Belén, quien lo agradeció y lo aprovechó mucho, y con el instituto, cuyos responsables respondieron muy bien, una vez que fueron conscientes de este caso de acoso. Pero lo importante de esta historia es que…

... cuando los padres no están alertas y no reaccionan ante las mentiras reiteradas de sus hijos, llegará un momento en que los hechos les mostrarán las consecuencias de su inacción.

Pero… ¿qué ocurre cuando esos celos persisten en una persona mayor, cuando analizamos erróneamente lo que ocurre a nuestro alrededor, cuando no hay falsas

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mentiras, sino malas interpretaciones, producidas por nuestra ausencia de seguridad y nuestra falta de equilibrio emocional?

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EL DAÑO DE LOS CELOS, LA SUSCEPTIBILIDAD, LAS INTERPRETACIONES ERRÓNEAS…; LAS «FALSAS MENTIRAS» Resulta curioso, y de nuevo ingenuo, que algunas personas se puedan sentir halagadas ante las primeras manifestaciones de celos que observan en alguien de su círculo más cercano; en el fondo, no saben que esas conductas, cuando se llevan al extremo, no demuestran el interés de quien dice querernos, sino que reflejan una de las patologías que más perturban y condicionan las relaciones humanas: la celotipia.

Las personas con celotipia viven en un estado de insatisfacción e infelicidad permanentes; sus miedos, sus sospechas, generalmente infundadas, sus interpretaciones erróneas confirman la profunda inseguridad que padecen y que condiciona e imposibilita una relación sana.

Recordemos que los celos patológicos no tienen género: pueden manifestarse indistintamente en hombres o en mujeres. El siguiente caso puede ayudarnos a descubrir los principales mecanismos y la irracionalidad de los pensamientos de las personas celosas, que tienden a ver mentiras inexistentes y que se muestran incapaces de admitir la verdad. Viven en un sufrimiento permanente, del que hacen responsables a las supuestas infidelidades de los otros, en lugar de admitir que su infelicidad tiene su origen en sus autoengaños e inseguridades.

El caso de Lucía

Lucía era una persona agradable en los primeros momentos, especialmente en las relaciones sociales que para ella resultaban «intrascendentes», pero su actitud cambiaba en cuanto sentía interés por alguien en especial; a partir de ese instante todo eran susceptibilidades, y cualquier conducta le resultaba sospechosa. De pequeña había sentido celos de sus hermanos, de su propia madre, de sus amigas, de sus compañeras de colegio…; en definitiva, de todas las personas que habían tenido algún protagonismo en su vida. Sus celos tenían su origen en sus miedos e inseguridades, y estos, a su vez, estaban provocados por sus pensamientos distorsionados e irracionales, por sus interpretaciones erróneas. Vino a vernos con Alejandro, su novio, pues las crisis entre ambos eran continuas y este, aunque la quería mucho, le había dado un ultimátum. En el fondo, Lucía había accedido a acudir a terapia, pero lo había hecho con la intención clara de que nos posicionáramos de su parte, y la ayudásemos a justificar sus 179

continuos interrogatorios y su búsqueda permanente de pruebas de infidelidad o deslealtad.

La vida al lado de Lucía era un continuo chantaje emocional. No importaban los hechos, sus tergiversaciones no admitían pruebas en contra y empañaban los intentos de su novio de que fuera capaz de razonar. Sus obsesiones la llevaban a conductas tan reprobables como la que acababa de tener en el trabajo de su novio, donde se había presentado por sorpresa unos días antes, y había arrinconado e interrogado literalmente a dos compañeras de Alejandro. A pesar de la gravedad de sus conductas, Lucía siempre las justificaba y terminaba echando la culpa a los demás. Con estos antecedentes, sabíamos que las posibilidades de éxito eran escasas; no obstante, cuando dentro de una pareja uno de sus componentes muestra pensamientos tan distorsionados, tan alejados de la realidad, además de intentar recuperar y potenciar su razonamiento lógico, para que sus interpretaciones estén basadas en la realidad y no en la irracionalidad de sus pensamientos, cuando vemos que esa misión resulta imposible, centramos gran parte de nuestros esfuerzos en «recuperar» al otro miembro de la pareja, en liberarle, si ese fuera el caso, de las dependencias y culpabilidades que a veces suscitan las personas con celotipia, para que sea capaz de actuar con seguridad y con determinación y, cuando la causa lo requiera, que ponga fin a una relación enfermiza, que solo le llevará a un sufrimiento inútil y permanente. Pronto vimos que Lucía no estaba dispuesta a realizar un mínimo esfuerzo para desprenderse de sus celos enfermizos, de sus interpretaciones erróneas; de hecho, en la medida en que empezó a comprobar que Alejandro se mostraba cada vez más libre, más seguro, más categórico, menos responsable de los sufrimientos tan desgarradores que ella exhibía…, tal y como habíamos previsto, pasó de la fase del chantaje emocional, de pretender dar pena y culparle de su dolor, a las amenazas, primero encubiertas y finalmente explícitas, sobre cómo conseguiría arruinar su existencia. Por fortuna, Alejandro estaba preparado para hacer frente a sus mentiras y calumnias, a sus intentos por condicionar su vida y obligarle a permanecer a su lado. Los miedos de Lucía terminaron en deseos de venganza; a sus interpretaciones erróneas, unía ahora una serie de mentiras compulsivas sobre lo que Alejandro hacía con ella. Al principio, era plenamente consciente de sus mentiras, pero pasado un tiempo sus mecanismos de autoengaño afloraban y terminaba por creerse parte de sus invenciones, de las falsedades con las que intentaba «hundir» a su novio; a esa persona que tanta paciencia había tenido con ella y tanto había querido ayudarla. Nuestra protagonista buscó cómo le podría hacer más daño, qué es lo que más haría reaccionar a Alejandro, lo que le impediría dejarla, y creyó encontrarlo cuando le dijo:

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«Si me dejas, antes de que seas de otra mujer, te denunciaré por maltratador, seré capaz de autolesionarme, pero te juro que hundiré tu vida». Como es lógico, aunque esperada, la amenaza conmocionó a Alejandro. (En estos casos, conviene preparar a la persona para que pueda defenderse en lo emocional, pero también en el ámbito legal). Alejandro reaccionó muy bien; se mostró tranquilo, en ningún momento entró en la provocación de la amenaza y le dijo que ella era una buena persona, que no sería capaz de inventarse una mentira tan cruel, una calumnia semejante…, y a partir de ahí se concentró en obtener la prueba, que podría ser su gran defensa: grabó la conversación, las amenazas de Lucía, sus gritos, sus respuestas agresivas y llenas de cólera, donde ella le decía que lo denunciaría si la dejaba, que sería capaz de autolesionarse… Aconsejado por su abogado, aunque le costó dar el paso, y como era consciente de lo que era capaz su exnovia, interpuso inmediatamente una denuncia, para desactivar la estrategia de Lucía. En el ámbito emocional, le dijimos que no volviera a tener ningún contacto con Lucía, que no la viera, que no contestase a sus llamadas, a sus mensajes…, que ni siquiera hablase de ella con terceros, pues lo habitual en estos casos es que la persona con celotipia intente utilizar a amigos del entorno para hacerle llegar mensajes que cambien su decisión de dejarla. El desenlace final también era previsible. Nuestra protagonista, al recibir la denuncia, inmediatamente quiso poner ella otra, pero se dio cuenta de que sería poco creíble, que sus amenazas se habían vuelto en su contra y acudió de nuevo a consulta, en un intento último y desesperado por recuperar a Alejandro. Esta fue una fase muy difícil. Lucía no quería admitir que no había posibilidad alguna de recuperar a Alejandro, y trataba de que le hiciéramos llegar sus mensajes de que ella le quería más que a su vida, que había cambiado, que ya no tendría celos…; como es obvio, le costó, pero terminó convenciéndose de que nunca podría utilizarnos, de que nuestra deontología profesional prohíbe esas prácticas que ella nos pedía, y abandonó la terapia. Pero, curiosamente, y no por casualidad, al cabo de siete meses volvió a consulta. Esta vez sí que quería de verdad que la ayudásemos a vencer sus celos patológicos, sus pensamientos distorsionados, sus necesidades de que las personas la pertenecieran; por fin había decidido que no podía vivir así y, entonces, solo entonces, la pudimos ayudar. Cuando nos encontremos con personas muy «susceptibles», muy posesivas, con continuas interpretaciones erróneas de la realidad, muy tajantes en sus planteamientos, muy inflexibles y muy agresivas en sus actuaciones: ¡CUIDADO!, porque podemos estar ante personas con claras patologías, que deforman la realidad, que la llenan de mentiras (solo en una primera fase son conscientes de sus mentiras) y que no tienen límites cuando pasan del supuesto amor o amistad al odio más profundo; a los deseos más crueles de venganza. 181

Con frecuencia, podemos necesitar ayuda profesional para hacer frente a personas con celotipias. Solo cuando descubrimos cómo trabaja su mente podemos ser eficaces en nuestras actuaciones, en nuestras respuestas y, si la ocasión lo demanda, en nuestra defensa.

Una persona con celotipia puede mentir sin medida, de la misma forma que lo puede hacer un mentiroso compulsivo lleno de egoísmo y carente de ética y de empatía hacia el sufrimiento ajeno.

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CUANDO EL MATERIALISMO Y EL EGOÍSMO VENCEN A LA ILUSIÓN Y AL AMOR Estos son casos que, de nuevo, se dan con mucha más frecuencia de lo que podríamos pensar. El drama surge cuando una persona profundamente materialista y egoísta se aprovecha de personas llenas de ingenuidad y generosidad. Ya hemos comentado que, según el objetivo que se persigue, se dan diferentes tipos de mentiras y engaños. Pero si la persona egoísta también es muy materialista, además de no importarle mentir para intentar conseguir con ello beneficios propios, mentirá también para buscar objetivos materiales.

La persona profundamente egoísta, que además sea muy materialista, supondrá un peligro constante. Siempre buscará personas generosas e ingenuas de las que poder aprovecharse, y utilizará cualquier medio para conseguir sus fines; incluido el engaño, la falsedad y la manipulación de los sentimientos ajenos.

Y los sentimientos y las emociones prevalecen sobre la lógica y la razón cuando nos sentimos enamorados y estamos llenos de ilusiones y proyectos. El siguiente caso nos expondrá al desnudo los límites que son capaces de sobrepasar en sus relaciones quienes solo persiguen su beneficio material.

El caso de Pablo y Paula

Pablo y Paula eran una pareja un poco atípica. Él tenía 61 años, estaba ya prejubilado y desde hacía dos años era viudo. Tenía dos hijas mayores, que se acababan de emancipar. Paula tenía 40 años, era soltera, se había volcado siempre en su profesión, y se sentía bastante insegura en sus relaciones afectivas, pero en este caso, a pesar de la diferencia de edad, creyó que por fin se había enamorado de verdad, que Pablo era una persona con una experiencia que le podría aportar estabilidad y que la ayudaría además a realizar su gran sueño: ser madre. Aunque ella quería ir despacio, Pablo insistió mucho en que se fuese a vivir con él, y así lo hizo, pero tras ocho meses de convivencia la ilusión del principio y el entusiasmo que sentía Paula habían dejado paso a una profunda confusión. Cada día se sentía más pequeña, más incapaz de reaccionar y más insatisfecha ante la realidad que estaba viviendo. Pero Pablo le decía, una y otra vez, que sus dudas reflejaban su

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inmadurez, que tenía mucha suerte de estar con alguien como él y que abandonase sus defensas.

Como suele ocurrir en estos casos, quien desea venir a consulta es quien peor se siente. Paula le pidió una y otra vez a Pablo que viniesen los dos, pero este le dijo que no necesitaban ayuda psicológica, que su relación iba bien, que lo único que tenía que hacer era abandonar sus cuentos de hadas. Tranquilizamos a Paula diciéndole que es muy frecuente que en temas de pareja solo quiera acudir a consulta uno de los integrantes, pero que no se preocupara, que seguro que la podríamos ayudar, pues la psicología nos permite aproximarnos muy bien a la auténtica naturaleza de las personas, a través del estudio de las conductas que presentan. A pesar de que Pablo no viniese, ella podía registrarnos literalmente lo que pasaba en su convivencia, las conductas que ambos presentaban, sus actitudes, sus respuestas. Esos registros nos permitirían hacer una aproximación rigurosa de la realidad que estaba viviendo y de los diferentes estilos de comportamiento que ambos mostraban. A partir de ahí, podríamos establecer un programa de intervención psicológica. Los registros, donde entre otras situaciones Paula recogió las resistencias que Pablo mostraba a que viniera a consulta, nos mostraron la profunda asimetría de la relación: Paula lo daba todo, a cambio de nada. Los primeros hechos ya habían sido muy indicativos del tipo de personalidad que tenía Pablo. A las dos semanas de trasladarse Paula a vivir a su casa, un día, de repente y sin consultar, había prescindido de la señora que desde hacía dos años, tras la muerte de su mujer, iba a su casa tres días por semana a limpiar y cocinar. Ante la sorpresa de nuestra protagonista, él le dijo que no tenía sentido un gasto tan superfluo, ahora que ella podía hacer perfectamente esas funciones (él, por cierto, no movía un dedo en las labores de la casa). Pero sus sorpresas no habían hecho más que empezar y cuando ella había preparado una cena sorpresa, para celebrar su primer mes viviendo juntos, él fue quien la sorprendió, presentándole una hoja con los pagos y las aportaciones económicas que ella debería realizar. Paula no se lo podía creer, pues durante ese mes, con la excusa de que él no sabía comprar, ella había pagado toda la compra de la casa: comida, utensilios de limpieza, higiene, aseo…, ¡y además ahora Pablo le pedía que pagase el recibo de los gastos de comunidad y la mitad de los consumos de agua, luz…! De nuevo su explicación no dejaba lugar a dudas sobre la persona profundamente materialista y egoísta que era. Él, después de haber intentado convencerla, una vez que vivían juntos, de que lo que tenía que hacer era alquilar su casa, ahora le decía que ella podría conseguir un dinero extra cuando encontrase un inquilino (afortunadamente, Paula se sintió muy inquieta ante algunas conductas de Pablo y no había dado el paso para alquilar su casa). Pablo insistía en que si ella no alquilaba su casa, era su problema, pero 184

él no tenía que pagar las consecuencias, y que una chica joven como ella debería comprender que no era justo que él hiciera frente a los gastos de comunidad y de consumos de agua, luz…, que tuviese en cuenta que él ya estaba prejubilado (por cierto, con la pensión máxima) y que era un padre viudo que debía ayudar a sus hijas (padre viudo que cobraba una pensión de su mujer y que había llegado a un acuerdo con sus hijas, ya emancipadas, para no abonarles cantidad alguna tras la muerte de su madre); de hecho, había pretendido hacer con ellas algo parecido, como ya trabajaban cuando murió su mujer, quiso que contribuyeran «sustancialmente» a los gastos de la casa, la respuesta de las hijas fue marcharse en cuanto pudieron. Paula estaba muy confusa, pero habían sido justo estas exigencias de Pablo y las conductas y la actitud que presentaba en la convivencia las que la habían empujado a pedir ayuda psicológica. Los registros nos mostraban a un hombre muy manipulador, que constantemente le recordaba a Paula la suerte que tenía de estar con él y que solo pensaba en sí mismo. A nivel afectivo y de relaciones sexuales, ¡él era un desastre! De nuevo se mostraba tremendamente egoísta y desconsiderado con Paula. Él trataba de justificar sus conductas en su edad (repitiendo que «soy muy mayor para cambiar en este aspecto»), pero había una serie de señales que nos indicaron que algo extraño y oscuro estaba ocurriendo. En el momento en que Paula empezó a mostrar sus insatisfacciones y a reclamarle sus promesas, sus ataques se intensificaron. En realidad, para Paula era importante casarse. Él primero le dijo que estaba de acuerdo, pero que necesitaba tiempo para que sus hijas se hicieran a la idea. Pasados unos meses, ante la insistencia de Paula, argumentó que ella era muy egoísta, que si se casaban, él perdería la pensión que recibía de su mujer, ¿y qué pasaría si más adelante decidía abandonarle porque le veía demasiado mayor?... AL final, ambos acordaron que se casarían cuando Paula se quedase embarazada. Desde el momento en que Paula vino a consulta, se le empezó a caer la venda de los ojos y, en consecuencia, a mostrarse más exigente con Pablo y, aunque le costaba, porque era una persona profundamente ingenua y generosa, comenzó a pedir una actitud y una conducta más igualitaria, a decirle que se sentía como la «criada» de la casa, que además de hacer todo, debía pagar la mayoría de los gastos que tenían. Paula, a pesar de todo, estaba tan ilusionada con la idea de ser madre, que le costó mucho ver cómo era en realidad Pablo y cómo estaba abusando de ella. Había puesto todas sus esperanzas en esta relación y sentía que esta era seguramente su última oportunidad para ser madre. Pero los registros sobre las conductas y acontecimientos que se daban en su relación estaban desmoronando todos sus sueños. De hecho, uno de los primeros objetivos de nuestro trabajo con ella fue que viera con objetividad cómo era Pablo, lo que podía esperar de su relación, lo que de verdad estaba sucediendo y, en la medida que los hechos cada vez dejaban menos lugar a las dudas, empezamos a trabajar intensamente 185

para elevar su autoestima, para que ganase confianza y seguridad en sí misma, para que fuese capaz de exigir un trato digno, para que no aceptase conductas ni actitudes vejatorias y para que descubriese las mentiras, las grandes mentiras, incoherencias e incongruencias que mostraba Pablo. El punto crucial, la señal definitiva que nos mostró su juego sucio, fue el cambio que se había producido en sus relaciones sexuales, desde que habían acordado que se casarían si Paula se quedaba embarazada. A partir de ese momento, los primeros meses, Pablo no paró de preguntar cuándo tenía la regla, e intentaba, con todo tipo de disculpas, no tener relaciones los días en los que Paula podía ser más fértil; después, comentó que tenía una pequeña infección y unas molestas que, supuestamente, le impidieron tener relaciones durante más de un mes, y cuando por fin estas se reanudaron, mostró un profundo cambio en su conducta sexual, estaba más desinhibido, y aunque seguía mostrándose muy egoísta en cuanto a buscar básicamente su satisfacción personal, de repente, no le importaba tener relaciones esos días que se situaban hacia la mitad del ciclo de Paula. Ese cambio de actitud fue tan sospechoso que nos indicó que algo sucedía o había sucedido. Paula fue a su ginecólogo quien, tras las pruebas y los reconocimientos oportunos, de nuevo le dijo que no presentaba ningún problema para quedarse embarazada, pero que sería conveniente que hiciesen un estudio a su pareja, para ver si las dificultades podían tener su origen en él. En cuanto Paula le dijo que había pedido cita para el especialista, la reacción de Pablo mostró una agresividad fuera de todo control: chillando, y, con actitud amenazante, le dijo que anulase la cita y que no volviera a pedirle en su vida que fuese con ella para ver «cómo estaban sus espermatozoides», que él había tenidos dos hijas, y que si ella era estéril, era su problema. Nuestras sospechas se confirmaron pocos días después, cuando, casualmente, llamaron a la casa desde un centro médico, preguntando si ahí vivía don Pablo… Paula se alarmó y les manifestó que era su mujer, que por favor le dijesen si Pablo tenía algún problema de salud; el interlocutor al teléfono le dijo que no, y que en cualquier caso nunca podían facilitar este tipo de información, pero cuando Paula insistió, viéndola tan preocupada le aclaró: —Señora, su marido no tiene problemas de salud, lo que tiene es una factura pendiente; por eso le estamos intentando localizar, ya que hemos constatado que el móvil que nos dejó está mal, y queríamos comprobar los datos de su domicilio para hacerle llegar la factura. En ese momento, ya más tranquila, nuestra protagonista le dio las gracias y le dijo que si le mandaba la factura escaneada o por fax, de inmediato harían el ingreso. Finalmente, la factura demostró que a Pablo le habían hecho una vasectomía tres meses atrás…

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En realidad, Paula ya tenía claro que la relación debía terminar, pero esta mentira, esta gran falsedad, terminó por poner al descubierto el tipo de persona ruin, egoísta y materialista con la que estaba conviviendo. Lo llamativo para ella fue que, a pesar de la factura que demostraba su vasectomía, Pablo aún intentó mentir sobre el auténtico propósito de esta intervención, y cuando se dio cuenta de que todo era inútil, solo acertó a decir: «Y ahora me dejas tirado, y lo haces porque eres egoísta, y en realidad solo me querías para satisfacer tus deseos de ser madre; yo nunca te he importado, nunca me has querido, solo querías utilizarme…», y terminó profiriéndole que era una mujer despreciable. Pero, lejos de sentirse despreciable, Paula, en el fondo, pronto se sintió feliz y liberada, al sentir que se había librado de una persona, según sus propias palabras, «tan canalla, tan egoísta, tan profundamente materialista que era incapaz de sentir algo que no fuera su propio egoísmo». Personas como Pablo existen y no dudan en tratar de beneficiarse al máximo de quienes no son como ellos, no dudan en explotar y aprovecharse de los sentimientos y las ilusiones de personas sensibles y generosas. A lo largo de su relación, Paula se había sentido manipulada, vejada, humillada y traicionada en la ilusión más profunda que tenía; afortunadamente, comprendió que no todos los hombres son como Pablo y que la mayor suerte de su vida, después de conocerlo, había sido liberarse de él.

¡Cuidado!, porque las personas profundamente materialistas y egoístas tratarán siempre de esconder sus auténticos fines, y serán capaces de inventar las mentiras más inverosímiles y de tener las conductas más crueles con tal de conseguir sus propósitos.

Llegados a este punto, aunque sea de forma esquemática y resumida, podemos adentrarnos en los principales estudios que se han hecho sobre las consecuencias de la mentira, en la capacidad de detección que tenemos para descubrir a los mentirosos, qué ocurre en el cerebro cuando nos mienten…, y terminaremos con los principales errores a evitar, las reglas de oro a seguir y las reflexiones finales: ¿triunfan más los mentirosos?, y ¿cuándo está justificado mentir?

CONVIENE RECORDAR Cuando un hijo comprende que sus padres le han mentido por miedo, le dolerá muchísimo, pero si el vínculo emocional es fuerte, prevalecerá el afecto sobre el dolor del engaño. 187

Siempre han existido padres ingenuos, y siempre ha habido hijos que se han aprovechado de la confianza gratuita que les otorgaban sus progenitores. Lo preocupante es el incremento de estos casos. Cuando los padres no están alertas y no reaccionan ante las mentiras reiteradas de sus hijos, llegará un momento en que los hechos les mostrarán las consecuencias de su inacción. Con frecuencia, podemos necesitar ayuda profesional para hacer frente a personas con celotipias. Solo cuando descubrimos cómo trabaja su mente podemos ser eficaces en nuestras actuaciones. La persona profundamente egoísta, que además sea muy materialista, supondrá un peligro constante, mentirá y tratará de esconder sus auténticos fines. Siempre buscará personas generosas e ingenuas de las que poder aprovecharse, y utilizará cualquier medio para conseguir sus fines; incluido el engaño, la falsedad y la manipulación de los sentimientos ajenos.

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Capítulo 8 PRINCIPALES ERRORES A EVITAR

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NO SEAMOS INGENUOS: LA MAYORÍA DE LA GENTE MIENTE TODOS LOS DÍAS Sabemos que la gente que menos miente, lo hace al menos una o dos veces al día. En los capítulos posteriores veremos con detalle los principales estudios que se han realizado sobre la detección de las mentiras, pero los datos son muy esclarecedores. Pero no creamos que somos capaces de detectar que alguien nos miente en el momento de hacerlo, la realidad es que la mayoría de las veces que descubrimos que nos han mentido es a través de la información de terceras partes, de evidencias físicas como fotos, mensajes…, de las confesiones del mentiroso… Y la gente miente en el día a día, con personas cercanas o lejanas, en sus relaciones personales, en las conversaciones virtuales, en el trabajo…; en definitiva, en cualquier ámbito de la vida. También hemos visto (y los estudios de los próximos capítulos lo corroboran) que…

... cuanto menos ingenuos somos, más detectamos las mentiras.

Y si pasamos muchas horas en el trabajo, por lógica, deberíamos estar atentos a las posibles mentiras que se pueden producir en este medio: por parte de compañeros, jefes, clientes… El caso de Pepa nos puede resultar muy ilustrativo. Vamos a intentar resumirlo al máximo.

El caso de Pepa

Pepa era una persona de mediana edad, con una larga trayectoria profesional. Su trabajo diario se desarrollaba básicamente con clientes y con los compañeros de su área. Se había cambiado de empresa hacía dos meses, por lo que tenía colegas nuevos. Cuando llegó, ingenuamente, pensó que todos la recibirían bien, pues aportaba experiencia en un área que a ellos les faltaba, pero la realidad fue muy distinta y pasadas las primeras semanas no acertaba a comprender qué ocurría para que su trabajo y sus relaciones con algunos compañeros y clientes no fueran bien.

Cuando trabajamos con Pepa, lo que vimos es que, especialmente, uno de sus compañeros era un mentiroso muy hábil. Se estaba aprovechando de la ingenuidad de 190

nuestra protagonista, y le estaba segando la hierba bajo los pies con su jefe, con otros compañeros y con los clientes. Se adueñaba de los logros de Pepa y la hacía responsable de sus propias malas praxis profesionales. Solo cuando ella se convenció de que él estaba «jugando sucio», fue capaz de descubrir y desenmascarar sus mentiras. A partir de ahí, el siguiente trabajo a realizar con Pepa fue conseguir que no se sintiera mal con ella misma, y asumiera que…

... los mentirosos «ventajistas» no dejarán de mentir, incluso aunque descubramos sus engaños; solo reaccionarán cuando haya consecuencias negativas para ellos, consecuencias directas ante sus mentiras.

Él no iba a cambiar y únicamente reaccionaría si se derivaban consecuencias de sus mentiras. A Pepa le costó empezar a defenderse, pero cuando lo puso en evidencia ante su jefe y sus compañeros (nunca ante los clientes), por fin todos vieron cómo actuaba: mintiendo sin ningún reparo y aprovechándose de la ingenuidad que ellos mostraban. Pero si no debemos ser ingenuos con los demás, tampoco lo hagamos con nosotros mismos.

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NO TE ENGAÑES PERMITIÉNDOTE MENTIR EN PEQUEÑAS COSAS…: DROGAS BLANDAS QUE TERMINARÁN MACHACANDO TU VIDA Las grandes mentiras de nuestra vida empiezan por pequeñas mentiras en nuestro día a día.

Una de las mentiras que más nos preocupan a los psicólogos, a los profesionales de la salud, de la educación…, son las relacionadas con el consumo de sustancias «peligrosas». La mayoría de las personas que tienen dependencia de las drogas empezaron por mentirse a sí mismas sobre la inocuidad de las llamadas «drogas blandas» o drogas suaves. Términos, por cierto, claramente erróneos, que puedan dar lugar a equívocos importantes. Muchas personas empezaron consumiendo cannabis, y lo hicieron como diversión, para experimentar nuevas sensaciones o para integrarse en determinados grupos, y terminaron enganchados en consumos que les robaron la salud y el control de sus vidas. El caso de Samuel puede ayudarnos a comprender este proceso de autoengaño.

El caso de Samuel

Samuel tenía 24 años cuando ya no controlaba lo que hacía y lo que se metía en su cuerpo. Había empezado tonteando con los porros a los 15 años, y, como es habitual en estos casos, al principio no le gustaba nada, incluso se mareaba, pero pensó que le ayudaría a que el grupo de chicos más «rebeldes» y «famosos» de su entorno le considerasen «uno de los suyos», y, de paso, también creyó que le ayudaría a ligar con las chicas, quienes pasarían de verle un «niño» a considerarlo un «chico duro». Vivía con su madre; sus padres estaban separados, aunque tenían una buena relación. Su progenitora era la típica persona, que siempre le había educado en un ambiente de máxima libertad y mínimas normas.

La primera imagen de Samuel era impactante: no había parte de su cuerpo que no la tuviese tatuada; el pelo era como una especie de cordillera, con elevaciones altísimas y llanuras que hacían una composición, cuando menos, curiosa; su vestimenta estaba llena de cadenas, calaveras, espuelas…; pero pronto se advertía que, detrás de toda su parafernalia, teníamos a un joven sensible, inseguro, lleno de contradicciones, pero con muchas ganas de encontrar su propia verdad. 192

Contrariamente a lo que suele ser habitual en estos casos, desde el principio se mostró muy colaborador e hizo todos los registros (anotaciones literales de todo lo que había acontecido las semanas siguientes). Le gustaba mucho la psicología, y se encontraba tan perdido, tan fuera de control, que, como él mismo dijo, se agarró a la psicología como a un clavo ardiendo, eso nos facilitó al máximo la labor. En estos casos, siempre intentamos empezar por algún objetivo que le interese especialmente a la persona que está con nosotros, y así lo hicimos con Samuel (es la mejor forma de motivarlos). Tratamos el tema de su «novia», que le tenía muy preocupado, pues aún consumía más que él y últimamente se autolesionaba ante cualquier contrariedad. A partir de ahí, pudimos reflexionar y trabajar sobre ese mundo que había construido, lleno de mentiras y situaciones límite, que exigía un gran trabajo de análisis previo, que nos permitiera afrontar, con garantías de éxito, sus grandes mentiras actuales: sus dependencias y sus adicciones a determinadas sustancias; las suyas y las de su novia, que les impedían cualquier tipo de control sobre sus conductas y sus emociones. Samuel, como es habitual en estos casos, buscaba «culpables» que le eximieran a él de asumir su responsabilidad; su teoría era que su padre era una persona muy inmadura, que había tratado siempre de comprarle, dándole todos sus caprichos y favoreciendo sus primeros «consumos». La realidad suele ser más compleja, pero lo importante no era centrarse en buscar culpables, sino en encontrar soluciones. Solo cuando Samuel se dio cuenta de que llevaba años mintiendo a los demás, y mintiéndose a sí mismo, pudimos avanzar en el camino de su recuperación y, en este caso concreto, de su «liberación». Había empezado mintiendo en pequeñas cosas, había continuado después tomando drogas «pequeñas y blandas», y había terminado perdiendo el control de su vida y de sus conductas. Solo cuando fue capaz de afrontar su verdad consiguió recuperar el control de su vida. Samuel era una persona muy singular, sin duda, y como tal muy bueno para algunos trabajos que exigen mucha creatividad. Hoy se gana la vida bien y ha conseguido sacar de ese mundo cruel de las drogas, lleno de mentiras y de trampas, a dos amigos suyos y a su exnovia. Comprendió que las «pequeñas mentiras» le habían llevado a una vida en la que no había un ápice de verdad. Pero…, hoy día hay otro tipo de drogas, también difíciles de superar y de reconocer: las adicciones a las nuevas tecnologías y los contactos que se establecen por ese medio tan lleno de posibilidades, pero también de mentiras, como es internet.

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INTERNET: ¡CUIDADO CON LOS EMBAUCADORES! ¡NO TE RELAJES CON LO QUE TE SUENA BIEN! Ya hemos comentado el peligro que tiene el mal uso de las nuevas tecnologías; especialmente, cuando nos aíslan de todo lo que nos rodea y nos entregamos a su «falsa» compañía.

Hay personas que cuando están mal, se sumergen en un mundo virtual, y lo hacen sin defensas, sin cautelas ante las posibles mentiras que en él se puedan encontrar.

De forma sorprendente, aunque muy entendible desde la psicología, bajamos las defensas con los nuevos «amigos», que en fondo son grandes desconocidos, y nos predisponemos para creernos todo lo que nos dicen. Quizá muchos lectores piensen que esto solo les ocurre a los adolescentes y a la gente joven, pero nada más lejos de la realidad: hemos visto mentiras de gran calado cuyas víctimas han sido personas adultas, maduras; incluso de la tercera edad. Cuanto más débiles estamos emocionalmente, cuanto más solos nos sentimos, más probabilidades tenemos de caer en las mentiras que nos llegan a través del uso de las nuevas tecnologías. El siguiente caso nos puede mostrar en grandes líneas el relato de una mentira muy extendida.

El caso de Inmaculada e Isaac

Inmaculada estaba pasando por una crisis en su matrimonio. Tenía dos hijos y un marido al que apenas veía, entregado al «éxito» de su trabajo. No se llevaban mal, pero la rutina y la falta de novedad había llevado a la pareja, en especial a ella, a una situación de apatía y desmotivación. Inmaculada empezó a chatear en horas de trabajo, buscando personas afines, con intereses y aficiones parecidos. Pronto se sorprendió de lo bien que se sentía comunicándose con Isaac, un «nuevo amigo» que parecía llenar todos sus vacíos. Este hombre, aparentemente atractivo, insistió sin parar, hasta que consiguió que quedasen un día y se conocieran. A partir de ese momento, Inmaculada se transformó. Era como si fuera otra persona diferente, más animada, más contenta y más dispuesta a creerse todo lo que Isaac le decía.

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Su ingenuidad le había llevado a una situación límite, quería separarse, transformarse, entrar en un mundo lleno de sensaciones y experiencias nuevas, que terminó por asfixiarla y alejarla de todas las personas importantes de su entorno. Cuando se quiso dar cuenta, ¡ya era tarde! Le había dicho a su marido que no le quería, que había otro hombre en su vida, que no estaba dispuesta a llevar una existencia anodina, que se había dado cuenta de que no era ella misma, que se había conformado con llevar la vida que otros habían programado para ella. El marido, asustado ante el cambio radical de su mujer, decidió pedir la custodia de los hijos; finalmente, después de muchas tensiones entre ellos y de conversaciones con sus abogados, llegaron al acuerdo de que se quedarían con la madre y que él tendría un régimen de visitas muy amplio y muy abierto. Pero justo cuando el marido abandonó la casa, su nuevo «amigo» empezó a cambiar; más bien, comenzó a mostrar su auténtica verdad. De pronto, toda su simpatía pareció esfumarse, sus adulaciones a Inmaculada se transformaron en continuos reproches, sus aficiones dejaron de existir, nunca quería salir con ella ni compartir su ocio…, no había ni rastro de esas actividades maravillosas que tanto habían embaucado a nuestra protagonista…, al final, cada día se encontraba más sola y se sentía más engañada, más fracasada. Pero su nuevo amigo no había dado puntada sin hilo. Para cuando Inmaculada quiso reaccionar, estaba siendo objeto de un chantaje lleno de crueldad. Isaac había grabado unas escenas íntimas entre ambos, muy subidas de tono, con «prácticas» poco usuales…, y se mostraba dispuesto a dárselas a su exmarido, para que este le quitase la custodia de los hijos. Al final, el supuesto «príncipe» se había destapado como un extorsionador consumado, que vivía de aprovecharse de la ingenuidad de sus víctimas. Cuando vimos a Inmaculada estaba hundida; le había dado a Isaac todo el dinero que le había correspondido en el reparto de gananciales, en su intento desesperado de que este no cumpliese su amenaza e hiciera llegar ese vídeo a su ex. Como siempre, primero trabajamos en su recuperación personal, en que no se despreciase por su ingenuidad, en que sus hijos no viesen a una madre llena de ansiedad y preocupación y, finalmente, cuando ya conseguimos que recuperase, según ella, su «dignidad», fue capaz de terminar la relación con su extorsionador y poner el caso en manos de su abogado, quien llamó a Isaac para poner punto final a esta historia llena de embustes, simulaciones y traiciones. Inmaculada había perdido su dinero, su matrimonio, casi pierde a sus hijos, se había alejado de su familia, de sus amigos… y, como ella misma decía, puso en peligro toda su vida por haber bajado la guardia y haber «perdido» su inteligencia, esa capacidad de análisis que le hubiera descubierto las mentiras de que estaba siendo objeto.

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Creyó encontrar en aquella relación por internet todo lo que le faltaba en su vida, lo que culminaba sus sueños… —Sonaba tan bien —nos decía al final del proceso—, era tan embaucador, parecía adivinarme el pensamiento cuando, en realidad, lo que estaba haciendo era engañarme como a una niña, como a una niña pequeña que no es capaz de darse cuenta de la gran mentira que tiene ante sus ojos. Inmaculada pagó muy cara su bajada de defensas, su confianza plena en alguien que no conocía, que venía a través de la «red», pero que sonaba tan bien que pensó que era el hombre de su vida, cuando, en realidad, fue el mayor engaño y la mayor mentira que había sufrido en su vida. Pero no todos los peligros vienen de los extraños, de los recién llegados, también nos pueden engañar y extorsionar las personas más cercanas, que tratan de abusar de nuestra sensibilidad.

Si no estamos atentos a las mentiras, viviremos una irrealidad que, tarde o temprano, nos estallará.

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NO PERMITAS QUE TE ENGAÑEN POR DEBILIDAD O POR UNA MAL ENTENDIDA GENEROSIDAD Los egoístas encuentran una mina de oro con las personas generosas, que se «sacrifican» para evitar tensiones, y resultan fáciles de extorsionar y engañar.

Resulta curioso como hay personas que, llevadas por su generosidad, parecen sentirse mal cuando creen que la vida les sonríe y las trata mejor que a otras personas de su entorno. Son personas muy vulnerables y desvalidas ante la mentira, a quienes resulta fácil manipular en sus emociones y sentimientos más nobles. A pesar de los «palos» que a veces les ha dado la vida, parecen siempre dispuestas a perdonar y pasar página y, en esas circunstancias, es fácil que alguien intente aprovecharse de nuevo. El siguiente caso nos puede resultar muy ilustrativo.

El caso de Alfredo y Mar

Mar era una persona muy manipuladora y ambiciosa, que siempre había intentado aprovecharse de todos los que tenía alrededor. La mentira era una constante en su vida; incluso, a veces, podría parecer que mentía por diversión, para escandalizar o sorprender, pero siempre lo hacía con un objetivo muy claro: sacar provecho y beneficiarse de la ingenuidad o generosidad de los demás. Hacía tres años que se había separado de su marido, y lo hizo cuando creyó encontrar una persona más poderosa, más «rica» económicamente y con mejor posición social que Alfredo. Pero la relación no funcionó (los dos eran demasiado parecidos, demasiado egoístas e interesados), por lo que cuando todo terminó, decidió intentar abusar de nuevo y confundir a su ex con un falso acercamiento. El hijo de 18 años que tenían había decidido quedarse con su padre cuando se separaron (mejor dicho, cuando ella lo abandonó). La relación con su madre no había sido fácil; tenía un temperamento fuerte y pensaba que su progenitora era una persona llena de egoísmo, capaz de abusar de todo el que se cruzaba en su vida, por lo que sus tensiones y desencuentros eran constantes; hasta el extremo de que pasaban meses sin verse. Pero ahora que Mar estaba «sola», le dijo a Alfredo que su hijo la necesitaba, y que él tenía que facilitar la relación entre ambos. En realidad, había buscado una forma fácil de acercarse a su ex, con el único objetivo de confundirle y sacar todo lo que pudiera de él. 197

Pero Alfredo se encontró con la oposición frontal de su hijo, que conocía muy bien las mentiras de su madre, y de su familia, quienes hasta entonces habían intentado no meterse en su relación. Alfredo lo había pasado muy mal con la separación, siempre había sido un «muñeco» en manos de Mar, que lo manipulaba con facilidad, pero ahora estaba empezando una nueva relación, se llevaba muy bien con su hijo, la vida parecía sonreírle y todas las personas que le querían deseaban que su ex no volviera a engañarle y hundirle de nuevo. Pero Mar no conocía límites a sus mentiras, y la nueva relación de su ex supuso para ella un estímulo adicional: quiso demostrarse y demostrar cómo Alfredo seguía siendo de su propiedad. Cuando lo vimos, estaba lleno de dudas y sufrimiento. Por una parte, se sentía muy seguro de su amor hacia su novia actual, pero le dolía en extremo pensar que su felicidad se apoyaba en el dolor y la soledad de Mar. Todos a su alrededor le decían que estaba siendo un ingenuo, pero no sabía cómo debía actuar; no quería causar ningún mal y por eso nos pidió ayuda. El caso estaba clarísimo desde el principio, pero pronto vimos que Alfredo era muy generoso y muy manipulable emocionalmente; a pesar de que las conductas de Mar demostraban de nuevo sus mentiras y sus oscuras intenciones, necesitábamos que él se volviera a recuperar, se cargarse de razones, de argumentos de peso que le quitasen su culpabilidad y le proporcionasen la fuerza que necesitaba para cortar la nueva serie de mentiras que se estaba inventado Mar. Lo más difícil fue vencer su creencia de que él no podía ser feliz a costa de la infelicidad de su ex. Tuvimos que trabajar varias sesiones, donde él escribía todo lo que pasaba con Mar: sus llamadas, sus llantos, sus extorsiones, sus mentiras manifiestas o encubiertas… El análisis riguroso de las conductas de su ex no admitía ninguna duda: sus engaños eran claramente objetivables, Alfredo no comprendía cómo podía mentir tanto, pero lo que más le dolió fue la instrumentación que ella trató de hacer con su hijo, sus amenazas para que este volviera con ella, su chantaje pidiendo más dinero para «dejarle» a su hijo… La tensión y el dolor que de nuevo había llevado a la vida de su hijo fue lo que más le hizo reaccionar. Alfredo se dio cuenta de que cada uno es responsable de su felicidad o de su sufrimiento, que a veces un exceso de generosidad puede interpretarse como debilidad y que no siempre tenemos que olvidar. Él, si quería, podía perdonar, pero no podía hacerlo a costa de caer en los mismos errores y parecidas trampas. No se podía engañar a sí mismo, no podía olvidar las manipulaciones de Mar; si lo hacía, lejos de ayudarla, estaría sacando lo peor de ella, y estaría dejando que una persona egoísta, llena de mentiras, hundiera de nuevo su vida. 198

Nuestra generosidad no puede convertirse en la puerta que facilite que los mentirosos nos manipulen o nos extorsionen.

Hasta aquí hemos visto los principales errores a evitar en relación con la mentira. Alfredo empezó a disfrutar de su vida, y de su verdad, cuando aplicó e interiorizó las principales «reglas de oro», que veremos en el capítulo siguiente.

CONVIENE RECORDAR No seamos ingenuos, la mayoría de la gente miente todos los días. Las grandes mentiras de nuestra vida empiezan por pequeñas mentiras en nuestro día a día. Las drogas blandas pueden acabar machacándote la vida. Internet: ¡cuidado con los embaucadores! ¡No te relajes con lo que te suena bien! Hay personas que cuando están mal se sumergen en un mundo virtual, y lo hacen sin cautelas ante las posibles mentiras que en él se puedan encontrar. Si no estamos atentos a las mentiras, viviremos una irrealidad que, tarde o temprano, nos estallará. No permitas que te engañen por debilidad o por una mal entendida generosidad. Los egoístas encuentran una mina de oro con las personas generosas, que se «sacrifican» para evitar tensiones, y resultan fáciles de extorsionar y engañar.

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Capítulo 9 REGLAS DE ORO A SEGUIR

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TENGAMOS LAS IDEAS CLARAS: LA MAYORÍA DE LAS MENTIRAS NO SE PRODUCEN POR ALTRUISMO, SINO POR EGOÍSMO Sabemos que las mentiras podrían situarse entre el altruismo y el egoísmo (en los capítulos siguientes veremos los principales estudios realizados al respecto), pero…

... la mayoría de las mentiras, propias y ajenas, tienen como objetivo el beneficio de la persona que miente, aunque haya quien trate de esconder su auténtico fin, revistiéndolo de un falso altruismo. En estos casos, descubriremos la verdad a través del análisis de los hechos y del «olvido» de las palabras.

El caso de José Antonio y Alfonso

José Antonio tenía 73 años, estaba separado, tenía dos hijos y tres nietos. Siempre se había llevado bien con su hermano menor y sentía especial predilección por su sobrino Alfonso. Por el contrario, la relación con sus hijos era muy mala. Nunca les perdonó que se posicionasen del «bando» de su exmujer cuando se separaron. El trato que tenía con ellos era frío y distante. José Antonio tenía un capital importante y en numerosas ocasiones había amenazado a sus hijos con dejarles sin nada. Finalmente, con motivo de la fiesta de su cumpleaños, donde siempre invitaba a comer a toda la familia, les había comunicado a los presentes (hijos, nietos, hermanos y sobrinos) que había hecho testamento en favor de Alfonso. El resultado más inmediato es que los hijos se levantaron con sus respectivas familias y se fueron del restaurante, ante la cara de satisfacción de José Antonio y de preocupación por parte de Alfonso.

Precisamente, pasados tres meses de este anuncio impactante, fue su sobrino Alfonso quien nos pidió ayuda, ante las difíciles situaciones que estaba viviendo con su tío y con sus primos. Su padre ya le había advertido que su tío no hacía nada sin esperar algo a cambio, y que seguramente, poniendo el testamento a su favor y anunciándolo públicamente, había querido, por una parte, fastidiar a sus hijos y su ex y, por otra, comprar la lealtad y la compañía futura de Alfonso. De hecho, José Antonio, unas semanas más tarde, había llamado a Alfonso y su mujer para comentarles cómo había planificado todo, y cómo pensaba conseguir que, a 201

pesar de que Alfonso no era hijo suyo, pudieran quedarse con casi todos sus bienes. Esta conversación había sido embarazosa para Alfonso y su mujer. No les gustaba estar en medio de esa guerra entre su tío y sus primos y, además, ambos salieron con una mala sensación de aquella charla, los dos tuvieron la impresión de que José Antonio quería «comprarlos». Los hechos se habían desarrollado a gran velocidad, los hijos anunciaron a su padre que impugnarían el testamento y José Antonio quiso dar un golpe de efecto, comprándoles un piso más grande a Alfonso y su familia. La situación actual era muy incómoda para Alfonso y su mujer. Su tío empezó a intentar «cobrarse» sus favores y les había dado a entender que, pasados unos años, cuando físicamente estuviera mermado, se iría a vivir con ellos, a ese piso grande que les había regalado. Alfonso tenía claro que quería a su tío y siempre le intentaría ayudar en lo que pudiera, pero se sentía muy molesto con su actitud: —Nunca le he pedido nada —repetía—. Yo no soy interesado, y me fastidia que nos quiera chantajear con el piso y con el testamento; siempre que lo necesite nos tendrá a su lado, pero no por obligación, sino por afecto. José Antonio, en realidad, aunque había vestido su acto como una actitud justa y generosa, como un acto lleno de altruismo con un sobrino que siempre había estado a su lado; lo que realmente pretendía era asegurarse compañía y cuidados en un futuro. De hecho, les dijo que nunca iría a una residencia, que había trabajado mucho en su vida como para asegurarse que de mayor le cuidarían bien. Ante estos casos, llenos de grandes mentiras y pequeñas verdades, generalmente, lo mejor es aclarar los hechos cuanto antes, para que nadie se llame a engaño. Alfonso preparó en profundidad esa conversación con su tío y, cuando ya se sintió seguro, quedó un día a comer con él y le dijo que él sabía que le quería mucho, pero que no se equivocase, que su cariño no se podía comprar ni forzar; que él siempre intentaría estar a su lado, como lo había hecho hasta ahora, pero que lo haría por afecto, nunca por obligación. Ante la cara de sorpresa de su tío, añadió que si se sentía decepcionado, que él lo respetaría, y que se quedara tranquilamente con el piso que les había comprado (aún no se habían mudado), que ellos estaban bien en su piso actual, y que en ningún momento les molestaría que cambiase su testamento y que hiciese con su vida, su patrimonio y su dinero lo que quisiera, que para eso era suyo. José Antonio parece que se sintió muy sorprendido, y seguramente algo decepcionado, pero se calló y dijo que lo pensaría. Al cabo de unas semanas volvió a llamarle y le dijo que lo había meditado mucho, que aunque su respuesta no había sido la que esperaba, que se quedasen con el piso, que estaba seguro de que siempre que los necesitase, les encontraría. —Además —le dijo, sonriendo—, si me falláis, cosa que no creo, pues os conozco y sé que sois buenas personas, aún me quedaría dinero para que me cuidasen en mi casa, 202

y no tendría que ir a una residencia; mientras tanto, me compensa saber que mis hijos ya han visto de lo que soy capaz y, además, ya están empezando a reaccionar. —Ante el tono de interrogación de Alfonso, su tío añadió—: En estas últimas semanas me han llamado y han venido a verme con los nietos, más de lo que lo habían hecho desde que me jubilé, ¡hace ya ocho años! Alfonso respiró aliviado, y no tanto por quedarse con el piso nuevo, realmente era secundario para él y prefería darlo por perdido, sino por ver cómo su tío había comprendido su actitud. —Ahora sabe —concluyó— que nunca me podrá comprar, pero siempre me tendrá cuando me necesite, y no por interés, sino por cariño. Por supuesto que hay personas altruistas, generosas y desinteresadas, pero no tenemos que pensar que son todas, ni tan siquiera la mayoría.

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PONGÁMONOS EN «GUARDIA», SI QUEREMOS DESCUBRIR LAS MENTIRAS Cuanto mejor nos cae la persona, más nos creemos lo que nos dice.

Una persona agradable, simpática, con un trato fácil…, tendrá muchas posibilidades de mentir sin ser descubierta. A veces, para determinados trabajos muy «comerciales» se valora este tipo de perfil. El siguiente caso nos puede resultar interesante.

El caso de Ana

Ana era la directora general de una empresa familiar que había acusado mucho la crisis en su sector y que estaba tratando de conseguir nuevos clientes, para compensar la bajada de facturación de los actuales. Llevaban años intentando sobrevivir, habían reducido considerablemente la plantilla, prescindiendo de personas muy valiosas y leales a la empresa, pero una serie de acontecimientos, que se habían sucedido en el espacio de pocas semanas, habían puesto en peligro la viabilidad de la compañía. En estos momentos, todos los esfuerzos se concentraban en no perder a su cliente principal, que suponía casi el 40 por ciento de los ingresos. Ana era una persona que se enfrentaba a una disyuntiva importante: o prescindía de su mejor comercial, que le había aportado nuevos contratos, o perdía el principal cliente que tenía su empresa.

En el análisis que hicimos del caso, vimos que la relación con el cliente principal se basaba en el principio de confianza y en un servicio de gran calidad, que había funcionado muy bien durante más de treinta años, pero al quebrarse esa confianza, el cliente le había comunicado que, sintiéndolo mucho, estaba considerando la posibilidad de no seguir con ellos. Si hay algo que valoran especialmente los clientes, además de la calidad del servicio, es la confianza en las prestaciones que reciben y la certeza de que los acuerdos y los pedidos se llevarán a efecto en las condiciones y los plazos previstos. Los diferentes estudios demuestran que la mentira en el trabajo tiende a incrementarse de manera progresiva cuando los mecanismos de control son insuficientes y los valores y el código ético de la organización no penalizan este tipo de comportamientos (Fleming y Zyglidopoulos, 2008).

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En la empresa de Ana se habían volcado tanto en incrementar los pedidos, bien a través de nuevos clientes o elevando la facturación de los actuales, que se habían relajado en los mecanismos de control; aspecto que esta persona —la comercial que en el pasado había mostrado un gran rendimiento—, especialmente ambiciosa y con escaso código ético, había aprovechado para conseguir mejores «números» y mejor salario variable. El resultado final es que su «mejor» comercial les había llevado a una situación límite. Había mentido a varios clientes sobre las fechas y condiciones de entrega de algunos pedidos, y lo que en un principio había pasado un poco inadvertido, pues ella tapaba las quejas de los clientes con nuevas mentiras, había llegado un momento que había estallado. «¿Qué puedo hacer?», se preguntaba Ana, «¿cómo ha podido mentir de esa forma, si sabía que tarde o temprano todo saltaría por los aires?». La respuesta era clara, su comercial llevaba tiempo mintiendo, era su «estilo» de trabajo personal; trataría de confundir de nuevo a Ana, de echar balones fuera, de buscar excusas absurdas, con tal de no asumir su responsabilidad y la falta de ética que mostraba en su trabajo. Ana tenía que cortar inmediatamente esa situación, velar por la viabilidad de su empresa, por el buen servicio a sus clientes…; y para ello tenían que recuperar de nuevo la confianza que habían perdido, y eso pasaba por el despido inmediato de la comercial, por recuperar la comunicación directa con los clientes (la habían dejado en los últimos meses en manos de la comercial), y por transmitir el mensaje claro e inequívoco, tanto a los clientes como al personal de la empresa, de que «esta organización siempre cumplirá los acuerdos y proyectos firmados».

En el mundo de la empresa, como en la vida en general, la confianza se basa en el respeto absoluto a la verdad y en el cumplimiento íntegro de los compromisos adquiridos.

Cuando Ana y su equipo directivo se «pusieron en guardia» descubrieron algunas malas prácticas en su organización, que requirieron la adopción inmediata de medidas para subsanarlas. El exceso de confianza, el pensar que las personas y los profesionales no mienten, que actúan con responsabilidad y no necesitan supervisión, puede llevar a muchas organizaciones y a muchas personas a dilapidar en un día la credibilidad que les ha costado años conseguir. La mentira que no hemos detectado en un trabajador, o en una persona cercana, puede convertirse en nuestra principal debilidad.

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LA VERDAD PUEDE TRAER SORPRESAS; LA MENTIRA, SUFRIMIENTOS Además del deterioro de la credibilidad y confianza que veíamos en el caso anterior…

La mentira, cuando se descubre, también genera rechazo; incluso, en ocasiones desencadena represalias y deseos de venganza.

La intensidad de nuestra reacción, y de nuestras emociones negativas, estará condicionada por el nivel de implicación que tengamos en la relación. Resultan muy curiosos los resultados de la investigación de B. J. Sagarin, D. W. Rhoads y R. B. Cialdini (1998), que nos demuestran que en las relaciones de pareja, cuando mentimos, aunque no nos descubran, la mentira cambia la forma en la que calificamos al receptor. El valor más afectado en este caso es la honestidad; es decir, cuando mentimos tendemos a considerar menos honestos a aquellos a los que hemos mentido. Los autores concluyen que este cambio obedece a una estrategia de «autoprotección», porque quien miente justifica su mentira como una forma de protegerse ante la falta de honestidad del otro. El siguiente caso puede ayudarnos a ver estos curiosos pero dolorosos mecanismos.

El caso de Jesús

Jesús se había sentido muy sorprendido ante la mentira de un amigo al que conocía desde el instituto. Ambos compartían aficiones comunes y siempre se habían llevado bien. Últimamente, habían quedado con más frecuencia. Jesús pensó que esto se debía a que Diego (su amigo) parecía estar interesado por su hermana pequeña, y aprovechaba cualquier disculpa para verles. Había sido precisamente su hermana quien le dijo que este chico tenía algo «raro», que no le inspiraba confianza. Jesús pensó que su hermana exageraba, que era muy desconfiada; incluso le pareció que se estaba comportando de forma muy descortés y, para compensar, intentó mostrarse más cercano y cómplice con su amigo.

La sorpresa fue mayúscula: Jesús se sintió tan mal, tan herido en su buena fe, que le parecía que Diego necesitaba un buen escarmiento, una represalia que le enseñase a mostrar su «verdad». Los acontecimientos se habían precipitado en los últimos días. Diego nunca había expresado que era homosexual; de hecho, de vez en cuando flirteaba con algunas chicas. 206

En el fondo, Jesús le atraía mucho, y había interpretado erróneamente su cercanía, su necesidad de compensar la actitud tirante de su hermana con él, y… una noche que había bebido tres copas, se le insinuó abiertamente. Jesús se había sentido muy incómodo, muy molesto con la forma en que Diego había ocultado su «verdad», bajo la fachada de chico guapo al que le gustaban las chicas que llamaban la atención. Al final, sintió que Diego había abusado de su confianza y le dijo que no quería volver a verlo. Cuando Diego le preguntó si era a causa de su homosexualidad, él le respondió: «No, no quiero volver a verte por tus mentiras; si me hubieras dicho tu verdad, no habrías perdido mi amistad». Jesús descubrió que la verdad puede traer sorpresas, y la mentira, sufrimientos.

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NO CONTESTES A TODAS LAS PREGUNTAS QUE TE HAGAN Este es un principio básico en la psicología. Las personas tienen derecho a preservar su intimidad, a decidir lo que quieren o no contar, a no sentirse forzadas y caer en las trampas de una mal llamada buena educación.

Siempre insisto en mis conferencias, en mis consultas, en los cursos que doy que no tenemos que caer en las provocaciones de las personas impertinentes, demasiado curiosas o, sencillamente, poco respetuosas. Estas personas, curiosamente, mienten con facilidad y no se sienten mal por hacerlo; al contrario, utilizan la mentira como un recurso natural. El caso de Irene puede ayudarnos a ver con detalle cómo no tenemos ninguna obligación de contestar a todas las preguntas que nos hagan.

El caso de Irene

Irene se sentía muy incómoda con Sara, una prima suya que, según sus palabras, actuaba como si fuese un espía de la CIA. Todo el mundo sabía que Sara podía resultar bastante impertinente, y la mayoría trataban de alejarse de ella, pero a Irene le podía su buena educación: le costaba mucho no ser amable y no sabía cómo terminar con sus numerosas preguntas y sus continuos interrogatorios. Una tarde, en que comprobó que Sara le mentía acerca de un familiar, y lo hacía con el claro propósito de injuriar y causar daño, decidió que debía aprender a defenderse, pues, además de impertinente, su prima era muy peligrosa.

Estos son casos bonitos desde el punto de vista de la psicología, pues, en pocas sesiones, nos permiten entrenar a las personas en el arte de la asertividad (de la autoafirmación). Como comentábamos en La inutilidad del sufrimiento:5

La asertividad es la capacidad de autoafirmación personal, entendida como la expresión directa de los propios sentimientos, necesidades, derechos legítimos u opiniones, sin amenazar o castigar a los demás y sin violar los derechos de esas personas.

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Ser asertivos significa ser autoafirmativos; es decir, ser capaces de expresar lo que queremos, lo que sentimos, sin herir a los demás. Personalmente, diría que la persona auténticamente asertiva es la que sabe escuchar, la que sabe transmitir lo que piensa, lo que desea; la que sabe respetar los sentimientos y opiniones de la otra persona y la que, en el transcurso de una comunicación interpersonal, sabe crear un ambiente de cordialidad y confianza. Desde luego, algo muy alejado de la conducta de Sara. Con Irene planificamos un entrenamiento a medida, en el que ensayamos una y otra vez las conductas asertivas hasta que las automatizó; es decir, hasta que pasaron a formar parte de su repertorio habitual y conseguimos que adquiriera y desarrollara las principales características de las personas asertivas: Expresan sus deseos o sentimientos, tanto positivos como negativos, con claridad. Repiten su deseo tantas veces como sea preciso. Dicen «no» cuando desean, sin poner excusas. No mienten. Nunca discuten. Aceptan críticas. Comprenden la postura del otro. Llegan a acuerdos, negocian; ofrecen alternativas. Piden información. Dan información. Hacen confidencias personales. En el otro extremo estarían las personas agresivas como Sara, las personas que machacan, las que no saben respetar al otro y actúan de forma tan injusta como irracional. Vamos a tratar de visualizar, de forma esquemática, los estilos de comportamiento inhibido, asertivo y agresivo.

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Al igual que hicimos con Irene, si vemos que no estamos en el centro del cuadro, trabajemos al máximo nuestro autocontrol, para que nos acerquemos todo lo posible a los objetivos deseados. Pero recordemos:

Tenemos derecho a NO responder a todas las preguntas que nos hagan y a no sentirnos mal por ello. Cuando lo hayamos conseguido, las personas que mienten, que pretenden abusar de nuestra «buena educación», sabrán que no van a ser dueñas de nuestros silencios, ni de nuestras respuestas.

A continuación, una vez que tenemos claros los errores que no debemos cometer y las reglas de oro a seguir, en los dos próximos capítulos veremos los principales estudios e investigaciones que se han hecho sobre la MENTIRA: qué ocurre en el cerebro cuando mentimos, principales tipos de mentiras, consecuencias de las mentiras, cómo descubrir cuando nos mienten, cómo desenmascarar a los mentirosos, por qué unos mienten mejor que otros, por qué es más fácil engañar a unas personas que a otras…

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Terminaremos con las reflexiones finales: ¿triunfan más los mentirosos?, ¿mentir nos ayuda a conseguir determinados fines?, ¿cuándo está justificado mentir? ¿Hay mentiras positivas, altruistas? Y no expresar lo que pensamos o sentimos, ¿es mentir?

CONVIENE RECORDAR Tengamos las ideas claras: la mayoría de las mentiras no se producen por altruismo, sino por egoísmo. Pongámonos en guardia si queremos descubrir las mentiras. Cuanto mejor nos cae una persona, más nos creemos lo que nos dice. La verdad puede traer sorpresas; la mentira, sufrimientos. La mentira, cuando se descubre, también genera rechazo; incluso, en ocasiones desencadena represalias y deseos de venganza. No contestes a todas las preguntas que te hagan. Las personas tienen derecho a preservar su intimidad, a decidir lo que quieren o no contar, a no sentirse forzadas y caer en las trampas de una mal llamada buena educación. Cuando lo hayamos conseguido, las personas que mienten, que pretenden abusar de nuestra «buena educación», sabrán que no van a ser dueñas de nuestros silencios, ni de nuestras respuestas.

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Capítulo 10 ANÁLISIS CIENTÍFICO DE LAS MENTIRAS. QUÉ OCURRE EN EL CEREBRO CUANDO MENTIMOS

A lo largo del libro, hemos visto personas que presentaban conductas de mentir tan extremas que podrían sugerir la presencia de «signos extremos», compatibles con determinadas patologías. En este capítulo, vamos a tratar de exponer las principales investigaciones que se han efectuado sobre la mentira. Por ejemplo, en el apartado «Mentir por venganza, utilizando a los hijos, cuando no asumen que la relación ha terminado», veíamos que Raquel, la mujer de Luis, presentaba muchas características que se dan en las mentiras patológicas.

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LA MENTIRA PATOLÓGICA La mentira patológica, conocida como seudología fantástica, es un cuadro patológico caracterizado por la continua fabricación de falsedades, desproporcionadas respecto a cualquier ventaja que pudiera obtenerse y que pueden llegar a constituir un complejo engaño organizado, y que, a diferencia de la mentira ordinaria, se origina en motivaciones patológicas y mecanismos psicopatológicos. Aparece con cierta frecuencia en algunos trastornos de la personalidad (límite, histriónico y antisocial) y en ciertos cuadros clínicos severos como el trastorno delirante o los trastornos de simulación (Dike, Baranoski y Griffith, 2005). Las principales características son el patrón repetitivo (puede durar años o incluso toda la vida) y la presencia de un objetivo o finalidad (por ejemplo, beneficios económicos). Asimismo, diversos autores atribuyen estos procesos patológicos a factores psicopáticos, a trastornos de personalidad límite, narcisista o histriónica. No hay tratamiento específico, aunque la psicoterapia puede ser eficaz.

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LA MENTIRA A NIVEL FISIOLÓGICO En el ámbito fisiológico, mentir implica la activación de áreas cerebrales relacionadas con el control cognitivo, preferentemente del córtex prefrontal y, especialmente, zonas relacionadas con la memoria de trabajo (Christ, Van Essen, Watson, Brubaker y McDermott, 2009). En un trabajo reciente, L. Yin, M. Reuter y B. Weber comprobaron que la activación de determinados circuitos neuronales dependía en gran medida de si la mentira se producía de forma espontánea o inducida por los investigadores. Según ellos, cuando mentimos de manera espontánea (tomamos nosotros la decisión) en una situación en la que mentir provoca beneficios, se produce además una mayor activación de las áreas cerebrales implicadas en la percepción del conflicto emocional y la regulación de las emociones negativas (inhibición del procesamiento de emociones negativas) (L. Yin, M. Reuter y B. Weber, «Let the man choose what to do: neural correlates of spontaneous lying and truth-telling», Brain and Cognition, 102, 2016, pp. 13-25.)

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PRINCIPALES TIPOS DE MENTIRAS Las mentiras pueden agruparse según dos criterios fundamentales: el tipo de manipulación de la información y el objetivo que persiguen. Tabla 1. Tipos de mentiras y engaños (B. M. DePaulo y D. A. Kashy, 1996) Tipo

Descripción

Mentiras descaradas, falsificaciones

La información aportada es completamente distinta de lo que el mentiroso considera cierto. También se las llama contradicciones.

Exageraciones

Los hechos son exagerados o minimizados. También conocidas como distorsiones.

Mentiras leves o sutiles Verdades a medias: se utilizan verdades o hechos para engañar. También denominadas omisiones.

Otra variable clave en la descripción de la mentira es el objetivo que persigue. Así, las mentiras podrían situarse entre la prosocialidad (altruismo) y la explotación (beneficio propio). Estos dos extremos determinan, en gran medida, la aceptabilidad de la mentira, siendo, evidentemente, más aceptables aquellas que se interpretan como más orientadas a los demás (Lindskold y Walters, 1983), aunque guarda relación, en parte, con las características de personalidad del receptor (McLeod y Genereux, 2008). Tabla 2. Tipos de mentiras y engaños en función del objetivo Tipo

Descripción

Egoístas

Persiguen lograr un beneficio personal causando daño a otros: con este tipo de mentiras el emisor intenta obtener un beneficio para sí mismo o evitar un resultado negativo a expensas del bienestar de los demás.

Individualistas Persiguen lograr un beneficio personal sin dañar explícitamente a otros: con este tipo de mentiras no se quiere perjudicar explícitamente a los demás, sino lograr los mejores resultados personales. Altruistas

El emisor intenta ayudar, favorecer o proteger los intereses de otras personas, o evitar alguna situación desagradable para los demás.

Tabla 3. Otras clasificaciones en función del objetivo Tipo

Descripción

Mentiras sociales

Excusas inocuas y pretextos del día a día.

Mentiras narcisistas

Omisiones y exageraciones para evitar la vergüenza.

Mentiras psicopáticas

Persiguen un objetivo para la gratificación de quien miente, bien sea material o sensual.

Mentiras patológicas

Incapacidad para decir la verdad, generalmente ligadas a un rechazo visceral de la realidad.

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Mentiras para salvar la vida

Se dicen en situaciones críticas, para evitar un daño importante.

Mentiras de trabajo

Forman parte del trabajo de la persona (por ejemplo, espías).

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PRINCIPALES CONSECUENCIAS DE LAS MENTIRAS Ya comentábamos que la principal consecuencia es el deterioro de la credibilidad y la confianza, dificultándose, además, las alternativas eficaces para restaurar la confianza en la relación (Boles et al., 2000; Schweitzer, Hershey y Bradlow, 2006). En el trabajo de Schweitzer se comprueba que la pérdida de confianza tras una mentira es extremadamente difícil de restaurar, ya que insensibiliza al receptor frente a estrategias que en otras ocasiones resultan de utilidad, como las promesas de cambio, o la consistencia en el comportamiento deseable. La mentira daña o deteriora las relaciones. Las relaciones personales contaminadas por la mentira son menos placenteras y con un menor nivel de intimidad que aquellas en las que decimos la verdad (B. M. DePaulo y D. A. Kashy, 1996). Además, las personas que mienten resultan menos atractivas, incluso cuando el receptor no sabe que le están mintiendo (Tyler, Feldman y Reichert, 2006). La mentira genera emociones negativas —especialmente, ira— que motivan al receptor a castigar a quien le ha mentido y a mantener el castigo incluso cuando este tiene consecuencias negativas para el que castiga. La intensidad de las emociones negativas está condicionada por distintas variables, como el nivel de implicación en la relación (del receptor), la importancia de la información sobre la que se miente y la importancia que se concede al hecho en sí de mentir (valores) (McCormack y Levine, 1990). La importancia de la información es la variable más relevante en la predicción de la intensidad emocional y de la probabilidad de terminar la relación. La mentira reduce la capacidad cognitiva y, como consecuencia, nuestro rendimiento en tareas difíciles (Schmader y Johns, 2003); también deteriora el funcionamiento social, ya que está especialmente relacionado con la capacidad para inhibir respuestas (control inhibitorio) y dicha capacidad se ve mermada durante el proceso de mentir (Von Hippel y Gonsalkorale, 2005). Además, la mentira genera rechazo. Boles y sus colaboradores comprobaron cómo una vez desenmascarada la mentira, las ofertas o propuestas de los «mentirosos» eran rechazadas con mayor frecuencia que propuestas idénticas de personas de quienes no se conocían mentiras (Boles et al., 2000). La mentira desencadena represalias y venganza. La frecuencia y la intensidad de las mentiras incrementan nuestra tendencia a mentir, haciendo más fácil y accesible este comportamiento (Tyler et al., 2006).

CONVIENE RECORDAR Tipo de mentiras y engaños

Descripción

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Mentiras descaradas, falsificaciones

La información aportada es completamente distinta de lo que el mentiroso considera cierto. También se las llama contradicciones.

Exageraciones

Los hechos son exagerados o minimizados. También conocidas como distorsiones.

Mentiras leves o sutiles

Verdades a medias: se utilizan verdades o hechos para engañar. También denominadas omisiones.

Egoístas

Persiguen lograr un beneficio personal causando daño a otros: con este tipo de mentiras el emisor intenta obtener un beneficio para sí mismo o evitar un resultado negativo a expensas del bienestar de los demás.

Individualistas

Persiguen lograr un beneficio personal sin dañar explícitamente a otros: con este tipo de mentiras no se quiere perjudicar explícitamente a los demás, sino lograr los mejores resultados personales.

Altruistas

El emisor intenta ayudar, favorecer o proteger los intereses de otras personas, o evitar alguna situación desagradable para los demás.

Mentiras sociales

Excusas inocuas y pretextos del día a día.

Mentiras narcisistas

Omisiones y exageraciones para evitar la vergüenza.

Mentiras psicopáticas

Persiguen un objetivo para la gratificación de quien miente, bien sea material o sensual.

Mentiras patológicas

Incapacidad para decir la verdad, generalmente ligadas a un rechazo visceral de la realidad.

Mentiras para salvar la vida

Se dicen en situaciones críticas, para evitar un daño importante.

Mentiras trabajo

Forman parte del trabajo de la persona (por ejemplo, espías).

de

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Capítulo 11 CÓMO DESCUBRIR CUÁNDO NOS MIENTEN Y CÓMO ACTUAR CON LOS MENTIROSOS. PRINCIPALES INVESTIGACIONES

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CÓMO DESENMASCARAR A LOS MENTIROSOS Hemos insistido repetidamente a lo largo de este libro que la mayor parte de las mentiras se quedan sin reconocer o detectar. Esto se debe, por un lado, a la dificultad intrínseca para detectar señales eficaces de mentira, y, por otro, al sesgo de veracidad (truth bias), por el que las personas mostramos naturalmente una tendencia a juzgar los mensajes como ciertos (T. Levine, Park & McCormack, 1999). Otra posible explicación para esta dificultad en la detección de mentiras puede tener que ver con las creencias que la gente mantiene acerca de los mejores indicadores de mentira. Lo muestra la comparación entre los indicadores conductuales y su capacidad de discriminación objetiva, frente a las creencias sobre su eficacia. Como se puede observar en general, la gente cree que existen, más indicadores eficaces de los que realmente existen, y, en algunos casos, como los movimientos de pies y manos, las creencias apuntan en la dirección opuesta a los hechos. Tabla 4. Indicadores objetivos y subjetivos de engaño LOS SIGNOS: «<» implica que el indicador es menos frecuente cuando se miente que cuando se dice la verdad; «>» implica que el indicador es más frecuente cuando se miente que cuando se dice la verdad; «-» el indicador no está relacionado con la mentira. En la columna «Indicadores objetivos (reales)» los signos indican una relación empírica entre la mentira y el indicador. En la columna «Indicadores subjetivos (creencias)» los signos indican las creencias de los observadores sobre la mentira. Indicadores objetivos (reales)

Indicadores subjetivos (creencias)

Titubeos

-

>

Errores verbales

-

>

Elevación del tono de voz

>

>

Velocidad o ritmo del discurso

-

-

Periodos de latencia

>

-

Duración de las pausas

>

-

Frecuencia de las pausas

-

>

Fijeza de la mirada

-

<

Sonrisa

-

-

Intentos autoadaptadores

-

>

Ilustradores

<

-

Movimientos de manos y dedos

<

>

Señales vocales

Señales visuales

220

Movimientos de piernas y pies

<

>

Tronco

-

>

Cabeza

-

-

Cambios de postura

-

>

Parpadeo

-

>

Frases negativas

>

-

Autorreferencias

-

<

Inmediatez

<

<

Lentitud en las respuestas

<

-

Respuestas plausibles

<

<

Consistencias o coherencias

-

<

Contradicciones

-

>

Señales verbales

La tasa general de detección de mentiras en la población general oscila entre el 50 y el 55 por ciento (Bond y DePaulo, 2006). Es decir, apenas detectamos la mitad de las mentiras.

La experiencia subjetiva de quién miente es que entre el 15 y el 23 por ciento de sus mentiras son detectadas y dudan acerca de si lo han sido para un 16 a un 23 por ciento más (B. M. DePaulo y Kashy, 1996). En general, para detectar mentiras la gente utiliza información de terceras partes (38 por ciento), evidencias físicas (por ejemplo, fotos, mensajes…) (23 por ciento) y confesiones del mentiroso (14 por ciento). Más del 80 por ciento de las mentiras se detectaron a partir de una hora desde que se emitieron y el 40 por ciento se detectaron a partir de una semana (Park, Levine, McCornack, Morrison y Ferrara, 2002). La capacidad de detección se incrementa cuando las personas se conocen (están emocionalmente relacionadas) o cuando existen consecuencias importantes para quien miente al ser detectado (por ejemplo, interrogatorios policiales), llegando en estos últimos casos a niveles cercanos al 72 por ciento (Vrij y Mann, 2005). La motivación es, por tanto, un elemento fundamental: cuanto más motivado está el mentiroso (conseguir beneficios o prevenir consecuencias importantes), más fácil es que su mentira pueda ser detectada. Esto se conoce como efecto del deterioro por motivación (motivational impairment effect). Otro factor relevante es el medio a través del cual se dice (y se identifica) la mentira. Bond y DePaulo encontraron que cuando los observadores podían solo ver a quien les mentía, tenían menos capacidad de detectar la mentira, mientras que no había

221

diferencias entre cuando les oían y veían al mismo tiempo y cuando solo les oían. Esto implica que el canal más útil para la detección es el verbal (Bond y DePaulo, 2006).

222

CÓMO SE PUEDEN IDENTIFICAR LAS MENTIRAS Se pueden identificar las mentiras por tres razones fundamentales (Vrij, 2008): 1. Por los esfuerzos para no ser detectados. Las personas saben que pueden ser descubiertas a través de ciertos indicadores y tratan de suprimir u ocultar dichos indicadores. El resultado de estos intentos de supresión genera señales que pueden hacer presumir que se está mintiendo. Por ejemplo, los intentos de minimizar los movimientos del tronco y las extremidades para no parecer inquieto pueden dar lugar a una elevación del tono de voz (B. M. DePaulo et al., 2003). 2. Por la activación emocional que tiene lugar durante la misma. Las personas tienden a experimentar dicha activación como consecuencia del riesgo percibido por las consecuencias de ser detectado o por la culpa. En cualquier caso, los indicadores derivados de esta activación son malos indicadores, ya que las personas podrían experimentar esta activación por causas distintas del hecho de estar mintiendo (por ejemplo, por la propia situación de interrogatorio). 3. Por la sobrecarga cognitiva. Esta tiene lugar cuando se trata de mantener dos tipos de información o contenidos activos en la memoria de trabajo al mismo tiempo. En el caso de la mentira, esto implica mantener la información «verdadera» y la «falsa». Esta sobrecarga da lugar a señales como la utilización de frases con estructuras simplificadas (Vrij, Fisher, Mann y Leal, 2006).

Tabla 5. Conductas (no verbales) indicativas de engaño. Los valores de la d de Cohen muestran el tamaño del efecto (la diferencia media) obtenida en los meta-análisis. Un valor positivo indica que el indicador es más frecuente cuando se miente que cuando se dice la verdad (un valor negativo indica la relación opuesta). La interpretación de los valores de acuerdo con Cohen (1988) es pequeño d = 0,2, mediano d = 0,5 y grande d = 0,8. d Dilatación de las pupilas

.39

Discrepancia/ambivalencia

.34

Incertidumbre verbal y vocal

.30

Nerviosismo, tensión

.27

Tensión vocal

.26

Elevación del mentón

.25

223

Repetición de palabras y frases

.21

Compromiso verbal y vocal

–.21

Labios apretados

.16

Expresión facial placentera

–.12

Señales basadas en un reducido número de estudios Cambios en los movimientos de los pies

1.05

Cambios en las pupilas

.90

Sonrisa auténtica

–.70

Indiferencia, despreocupación

.59

Palabras interrumpidas y/o repetidas

.38

Apariencia de planificación, carencia de espontaneidad

.35

Intensidad de la expresión facial

–-32

Orientación directa

–.20

Fuente: extraído de DePaulo, Lindsay et al. (2003).

224

POR QUÉ UNOS MIENTEN MEJOR QUE OTROS Hemos comentado que la capacidad para mentir sin ser descubierto depende de diferentes factores. En primer lugar, ya hemos señalado la exigencia del control cognitivo en la mentira, es decir, mentir requiere manejar de forma eficaz información sobre la verdad (respuesta automática), la respuesta falsa; controlar indicadores propios que nos delaten (por ejemplo, movimientos, voz), señales del receptor que nos permitan detectar si estamos siendo descubiertos y adaptar así nuestro comportamiento… En resumen, mentir requiere una gran cantidad de recursos cognitivos y, por tanto, mentirán mejor aquellas personas con más recursos. En segundo lugar, los factores emocionales que se activan ante el riesgo de ser descubierto o debido a las consecuencias para el receptor serán menores en personas con baja sensibilidad al castigo y baja empatía (por ejemplo, personalidades psicopáticas y antisociales) (Vrij, 2008). El autoengaño también contribuye a la eficacia de la mentira: en la medida en que nos creemos la información falsa, nuestra mentira será menos detectable (Von Hippel y Trivers, 2011).

La práctica modifica el predominio de que la respuesta sea decir la verdad o mentir; es decir, cuando decimos sistemáticamente la verdad mentir resulta más difícil, y cuando mentimos con frecuencia mentir resulta más fácil (Verschuere et al., 2011).

Por último, cabe señalar que la habilidad percibida para mentir no se relaciona con una mayor habilidad o capacidad para hacerlo con éxito (Grieve y Hayes, 2013).

225

POR QUÉ ES MÁS FÁCIL ENGAÑAR A UNAS PERSONAS QUE A OTRAS También hemos señalado que, en general, la facilidad con la que se puede mentir (con éxito) a una persona depende del nivel de suspicacia o sospecha que esta tenga en el acto de la comunicación. Hay diferencias individuales en la tendencia a la suspicacia en la comunicación (T. R. Levine y McCormack, 1991). Esta variable —suspicacia en la comunicación generalizada— está relacionada con una inversión en el sesgo o la percepción de veracidad; es decir, aquellas personas con puntuaciones altas en esta dimensión tienden a observar más señales no verbales indicativas de mentira y a percibir como falsos la mayor parte de los mensajes.

Las mujeres tienen una mayor sensibilidad y aversión a la mentira; tienden a percibir la mentira como algo más inaceptable que los hombres, con independencia de que se trate de sus parejas o de amigos. Además, sus reacciones emocionales son más intensas al descubrir la mentira en las mujeres (T. R. Levine, McCormack y Avery, 2009).

En este sentido, las personalidades tendentes a la suspicacia (por ejemplo, en el trastorno paranoide de la personalidad) serán más fiables detectores de las mentiras, pero a la vez serán peores detectores de la verdad,6 con el coste en términos de adaptabilidad que esto supone, teniendo en cuenta que la mayoría de la gente dice la verdad en la mayor parte sus interacciones. La suspicacia generalizada en la comunicación hace que el impacto emocional al detectar la mentira sea más intenso, aunque este efecto es más potente en las mujeres que en los hombres (T. R. Levine et al., 2009). Existen elementos contextuales que afectan al nivel de sospecha o suspicacia. Concretamente, el tiempo en que se establece la sospecha (antes o después de la comunicación) y las posibles consecuencias de la detección de la mentira. Hubbell y sus colaboradores encontraron que cuando las personas sospechan previamente (por ejemplo, el emisor ha mentido previamente) y existe algún tipo de beneficio por detectar la mentira, tienden a reducir el sesgo de veracidad y a prestar más atención a los indicadores no verbales de mentira (Hubbell, Mitchell, y Gee, 2010). Igualmente, hemos subrayado que el estado de ánimo también influye en la capacidad para detectar mentiras: las personas con estados de ánimo negativo tienen una mejor capacidad para detectar la mentira que aquellas que se encuentran felices (Householder y Wong, 2011). Por último, el entrenamiento en la detección y la utilización de metodologías adecuadas dificulta el éxito de la mentira (Vrij, 2008).

226

Capítulo 12 REFLEXIONES FINALES. ¿TRIUNFAN MÁS LOS MENTIROSOS?

227

¿MENTIR NOS AYUDA A CONSEGUIR DETERMINADOS FINES? Algunas personas pueden pensar que les resultará más fácil conseguir determinados fines si mienten, pero ese es un camino erróneo, que tarde o temprano se volverá en su contra.

Ya hemos comentado que…

... cuando se descubre la mentira, la primera consecuencia es el deterioro de la credibilidad y la confianza.

También sabemos que la mentira daña o deteriora las relaciones. La mentira, cuando es descubierta, provoca ira, rechazo, represalias, deseos de venganza en los demás…, ¿cómo pueden pensar entonces los mentirosos que les compensa? La respuesta es más simple de lo que podríamos pensar:

Las personas que mienten realizan un análisis erróneo de la situación y se engañan a sí mismas.

Lejos de pensar que la mentira se volverá en su contra, los mentirosos creen que son más listos que los demás y siguen mintiendo a la mínima oportunidad.

Seguro que todos conocemos a personas que mienten; la pregunta que podríamos hacernos es: una vez descubiertas sus mentiras, ¿seguimos confiando en ellos?

En definitiva: ¿por qué mienten muchas personas?, ¿por costumbre?, ¿porque les ha dado resultado en otras ocasiones?, ¿para eludir responsabilidades o consecuencias?, ¿por inseguridad?, ¿por miedo a caer mal o decepcionar?, ¿por ambición desmedida y falta de ética o escrúpulos?, ¿para actuar con ventaja?, ¿porque la mayoría de las mentiras no se descubren?... Pero tan importante como saber por qué mentimos, será conocer ¿POR QUÉ NOS DEJAMOS ENGAÑAR?: ¿porque estamos poco entrenados para detectar señales eficaces de mentira?, ¿porque intentamos creer que la gente tiende a decir la verdad?,

228

¿porque somos ingenuos?, ¿porque evitamos enfrentamientos y tensiones?... ¿o porque nos resulta muy incómodo y muy molesto cuestionar o que nos cuestionen? Seguramente, quien miente lo hace por un conjunto de factores, entre los que pueden destacar su sensación de impunidad, su falta de control emocional… o pensar que les compensa el riesgo que corren de ser descubiertos, ante los beneficios que esperan obtener por sus mentiras.

Lo cierto es que mentir es una trampa que nos aleja de la realidad, de la verdad nuestra y ajena y de las relaciones basadas en la confianza.

Mentir puede significar un atajo con el que nos engañemos a nosotros y a los que nos rodean, pero un atajo que lejos de llevarnos a la meta nos conduce a un camino lleno de obstáculos y trampas, que no terminan nunca, porque ha sido construido sobre la base de mentiras y falsedades.

Vivimos una vida, mentimos en un instante, y ese instante puede destrozar nuestra existencia, dañar nuestra autoestima y privarnos del aprecio y el respeto de los demás.

Pero difícilmente hay verdades permanentes o mentiras siempre contraproducentes; a veces, en ocasiones y circunstancias muy especiales, puede estar justificado mentir.

229

CUANDO ESTÁ JUSTIFICADO MENTIR. ¿HAY MENTIRAS POSITIVAS, ALTRUISTAS? SÍ, hay mentiras que pueden justificarse, incluso que son necesarias si, con ellas, lejos de provocar un daño, evitamos un dolor estéril y un sufrimiento inútil y prolongado.

En las mentiras altruistas decíamos que «el emisor intenta ayudar, favorecer o proteger los intereses de otras personas, o evitar alguna situación desagradable para los demás». Poníamos el ejemplo de cuando disfrazamos la verdad a una persona enferma que se muestra incapaz de asumir las consecuencias trágicas de su enfermedad, una persona que dejaría de luchar de saber la verdad, y se hundiría en un dolor y un sufrimiento tan cruel como evitable. En estos casos…

... no se trata de engañarles; el fin es ayudarles y no privarles de la esperanza que les permitirá afrontar su realidad.

Cuando, lejos de mentir por comodidad, lo hacemos muy a nuestro pesar, con el único objetivo de evitar un dolor innecesario a alguien que merece nuestro respeto, y no hay otras personas que puedan verse afectadas negativamente por ello, esa falta de verdad puede estar justificada. Igualmente, cuando mentir nos puede salvar en una situación de acoso, de injusticia manifiesta o manipulación emocional, no deberíamos caer en el error de decir una verdad que otros, llenos de mentiras y de crueldad, utilizarán para destrozarnos sin piedad. (Un ejemplo claro es cuando nos quieren agredir o violentar y nos preguntan si estamos solos; en esos casos, conviene responder que estamos acompañados). Comentábamos que las primeras mentiras comienzan en la infancia, y a veces son necesarias, cuando protegen a los niños de quienes tratan de abusar de ellos, de chantajearlos abusando de su inocencia, su corta edad, o su desamparo emocional. En estos casos, la mentira actúa como un mecanismo de defensa. En definitiva, cuando, lejos de hacer daño a alguien y pensar solo en nosotros mismos, ocultamos la verdad; incluso la disfrazamos «positivamente» para conseguir que personas inseguras no se hundan en sus debilidades y falta de confianza, no nos atormentemos ni nos recriminemos, pues estamos haciendo lo correcto; al menos, lo humanamente más incruento.

230

La dignidad está en nuestra actitud; podemos atacar con verdades terribles o proteger con mentiras altruistas y generosas.

231

NO EXPRESAR LO QUE PENSAMOS O SENTIMOS ¿ES MENTIR? Un principio básico es que…

... nuestros pensamientos, nuestras ideas, nuestras opiniones... nos pertenecen, y no expresarlas no es mentir, es hacer uso de un derecho fundamental: preservar nuestra libertad de elección y nuestra intimidad. Precisamente, en más de un libro7 he manifestado que, a veces, cuando nos sentimos injustamente tratados o valorados, la mayor prueba de amor es callar lo que nos gustaría gritar, pero callamos porque sabemos que la otra persona no está en disposición de escuchar y nuestras palabras solo incrementarían la tensión y provocarían un sufrimiento innecesario. Por supuesto, esta actitud no sería aplicable si se atentase a nuestra dignidad.

Cuando alguien nos pregunta qué estamos pensando, aunque se trate de la persona más cercana a nosotros, no tenemos la obligación de responder; nadie, salvo nosotros, es dueño de nuestros pensamientos, y tenemos la potestad de decidir, libremente, si queremos expresarlos o guardárnoslos.

Otro ejemplo de situación en que parece más apropiado callarnos es aquella en que alguien nos ha manifestado un pensamiento o una opinión muy negativa y subjetiva sobre otra persona, con la clara intención de dañar; en ese caso, ¿para qué vamos a expresar una opinión (no un hecho objetivo) que solo pretende herir, si lo podemos evitar? De nuevo, no se trata de engañar, tampoco es una mentira altruista, lo que hacemos es CALLAR, callar para no contribuir a una manipulación, que solo busca el dolor, el debilitamiento y el sufrimiento gratuito. En definitiva:

A veces, no decir lo que sentimos es la mayor prueba de generosidad y expresión de libertad que podemos realizar.

CONVIENE RECORDAR

232

Algunas personas pueden pensar que les resultará más fácil conseguir determinados fines si mienten, pero ese es un camino erróneo, que tarde o temprano se volverá en su contra. Cuando se descubre la mentira, la primera consecuencia es el deterioro de la credibilidad y la confianza. Seguro que todos conocemos a personas que mienten, pero una vez descubiertas sus mentiras, ¿seguimos confiando en ellos? Mentir puede significar un atajo con el que nos engañemos a nosotros y a los que nos rodean, pero un atajo que lejos de llevarnos a la meta nos conduce a un camino lleno de obstáculos y trampas, que ha sido construido sobre la base de mentiras y falsedades. Puede haber mentiras positivas, mentiras que pueden justificarse si, con ellas, evitamos un dolor estéril y un sufrimiento inútil y prolongado. No se trata de engañar; el fin es ayudar y no privar de la esperanza que nos permitirá afrontar la realidad. La dignidad está en nuestra actitud; podemos atacar con verdades terribles o proteger con mentiras altruistas y generosas. Nuestros pensamientos nos pertenecen, y no expresarlos no es mentir, es hacer uso de un derecho fundamental: preservar nuestra libertad de elección y nuestra intimidad. A veces, no decir lo que sentimos es la mayor prueba de generosidad y expresión de libertad que podemos realizar.

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238

Notas 1 M.ª Jesús Álava Reyes, La inutilidad del sufrimiento, La Esfera de los Libros, Madrid, 2016 (reedición).

239

2 M.ª Jesús Álava Reyes, Amar sin sufrir, La Esfera de los Libros, Madrid, 2010.

240

3 M.ª Jesús Álava Reyes, Trabajar sin sufrir, La Esfera de los Libros, Madrid, 2010.

241

4 M.ª Jesús Álava Reyes, El NO también ayuda a crecer, La Esfera de los Libros, Madrid, 2011.

242

5 M.ª Jesús Álava Reyes, La inutilidad del sufrimiento, op. cit.

243

6 La precisión de las personas para detectar mensajes verdaderos es mayor que para detectar mentiras. La revisión de Vrij (2008) encontró que en la tasa de acierto para la detección de la verdad la media es del 63 por ciento (49-81 por ciento), mientras que la media para la mentira es del 48 por ciento (27-70 por ciento), es decir, no superior al acierto por azar.

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7 M.ª Jesús Álava Reyes, Amar sin sufrir, op. cit.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). © Álava Reyes Consultores, S.L., 2016 © La Esfera de los Libros, S.L., 2016 Avenida de Alfonso XIII, 1, bajos 28002 Madrid Tel.: 91 296 02 00 www.esferalibros.com Primera edición en libro electrónico (mobi): octubre de 2016 ISBN: 978-84-9060-830-2 (mobi) Conversión a libro electrónico: J. A. Diseño Editorial, S. L.

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Índice Dedicatoria 5 Agradecimientos 6 Introducción. ¡Nos pasamos la vida mintiendo y escuchando 7 mentiras! Capítulo 1. ¿Por qué mentimos tanto en las relaciones afectivas y de 11 pareja? Empezamos a mentir desde muy pequeños Mentiras en la primera cita. Mentir para seducir y manipular El caso de Elena Mentir en lo más íntimo: en nuestra sexualidad El caso de Sergio y Clara Mentir por venganza, utilizando a los hijos, cuando no asumen que la relación ha terminado El caso de Luis Mentira e infidelidad El caso de Paloma El caso de Álvaro

Capítulo 2. Mentira y personalidad. ¿Hay personas que mienten más que otras? El narcisista que miente en beneficio propio, incluso para justificar su agresividad El caso de Antonio Personas con altos niveles de psicopatía que mienten para explotar y aprovecharse de otros El caso de Roberto y Aurora Personas deshonestas y maquiavélicas que solo buscan su propio beneficio El caso de Ángela Personalidad y baja autoestima: el autoengaño. mentir para encubrir nuestros fracasos El caso de Sagrario Personas inseguras y con altos niveles de ansiedad. Mentir para caer bien a los demás El caso de Verónica 247

12 14 15 22 23 28 29 35 35 41

49 51 51 58 58 66 66 70 70 75 75

Los introvertidos mienten más que los extravertidos El caso de Raúl y Carla

Capítulo 3. Personas que mienten para aprovecharse de los que están a su lado Personas egoístas, que mienten y buscan siempre su propio beneficio El caso de Francisca Personas que mienten para extorsionar y manipular El caso de Rocío y Carlos Personas que mienten para dar pena El caso de Ernesto y su familia

Capítulo 4. Las mentiras en el trabajo Mentir para engañar y conseguir un trabajo El caso de Jaime Mentir para encubrir fallos y lograr prebendas El caso de Pepe y Raquel Mentir para esconder nuestras adicciones El caso de Andrés (alcohol) El caso de Javier (ludopatía, juegos de azar) Estudios sobre la mentira en el trabajo

80 80

86 87 87 92 92 100 101

106 108 109 117 117 123 123 127 131

Capítulo 5. Personas con mucha exposición pública con tendencia a 133 mentir Políticos que tienden a mentir. Claves que nos ayudarán a identificarlos ¿Castigamos mucho a los políticos que mienten? Estudios e investigaciones sobre la mentira en los políticos Estudios sobre las consecuencias de las mentiras de los políticos

135 141 144 147

Capítulo 6. ¿Somos conscientes de nuestras propias mentiras? ¿Nos 151 sentimos culpables? El autoengaño para escondernos de nuestra «verdad» El caso de Pilar y Rafael Mentirosos compulsivos, que mienten sin ninguna necesidad y que a veces terminan creyéndose sus propias mentiras El caso de Fernando y Cristina Mentira y culpabilidad. ¿Se siente culpable el mentiroso? El caso de Juan Estudios sobre el autoengaño 248

152 152 156 156 160 160 165

Capítulo 7. Las mentiras más dolorosas de nuestra vida El hijo que se entera, a los 21 años, de que es adoptado El caso de Miguel Padres ingenuos con hijos acosadores El caso de los padres de Belén El daño de los celos, la susceptibilidad, las interpretaciones erróneas…; las «falsas mentiras» El caso de Lucía Cuando el materialismo y el egoísmo vencen a la ilusión y al amor El caso de Pablo y Paula

Capítulo 8. Principales errores a evitar No seamos ingenuos: la mayoría de la gente miente todos los días El caso de Pepa No te engañes permitiéndote mentir en pequeñas cosas…: drogas blandas que terminarán machacando tu vida El caso de Samuel Internet: ¡cuidado con los embaucadores! ¡No te relajes con lo que te suena bien! El caso de Inmaculada e Isaac No permitas que te engañen por debilidad o por una mal entendida generosidad El caso de Alfredo y Mar

Capítulo 9. Reglas de oro a seguir

167 168 168 173 174 179 179 183 183

189 190 190 192 192 194 194 197 197

200

Tengamos las ideas claras: la mayoría de las mentiras no se producen por altruismo, sino por egoísmo El caso de José Antonio y Alfonso Pongámonos en «guardia», si queremos descubrir las mentiras El caso de Ana La verdad puede traer sorpresas; la mentira, sufrimientos El caso de Jesús No contestes a todas las preguntas que te hagan El caso de Irene

Capítulo 10. Análisis científico de las mentiras. Qué ocurre en el cerebro cuando mentimoS La mentira patológica La mentira a nivel fisiológico

201 201 204 204 206 206 208 208

212 213 214

249

Principales tipos de mentiras Principales consecuencias de las mentiras

Capítulo 11. Cómo descubrir cuándo nos mienten y cómo actuar con los mentirosos. Principales investigaciones Cómo desenmascarar a los mentirosos Cómo se pueden identificar las mentiras Por qué unos mienten mejor que otros Por qué es más fácil engañar a unas personas que a otras

Capítulo 12. Reflexiones finales. ¿Triunfan más los mentirosos? ¿Mentir nos ayuda a conseguir determinados fines? Cuando está justificado mentir. ¿Hay mentiras positivas, altruistas? No expresar lo que pensamos o sentimos ¿es mentir?

Bibliografía Notas Créditos

215 217

219 220 223 225 226

227 228 230 232

234 239 246

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