Apocalipsis, La Fuerza De La Esperanza

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APOCALIPSIS la fuerza de la esperanza.

CEP - 218 - 2000 APOCALIPSIS, LA FUERZA DE LA ESPERANZA .

Estudio, lectura y comentario/ Eduardo Arens, Manuel Díaz Mateos ISBN: 978-612-4260-53-7 Código de barras: 9786124260537 1a. edición impresa: junio 2000 1a. edición, 1a reimpresión: marzo 2019 1a. edición digital: marzo 2019 Foto carátula: Vitral de Adolfo C. Winternitz: «La adoración del Cordero». Parroquia San Francisco de Borja, Lima. Carátula y diagramación: Centro de Estudios y Publicaciones (CEP) Editor titular del proyecto editorial © Centro de Estudios y Publicaciones (CEP)

Belisario Flores 681 Lince Lima 14 Apdo. 11-0107, Lima 11, Perú E-mail: [email protected] http://www.cep.com.pe © Centro de Espiritualidad Ignaciana

Fulgencio Valdez 780 Breña Lima, Perú Marzo 2019

Índice I I. C 1. Una cuestión de conceptos y método 2. El problema del lenguaje 3. El lenguaje del Apocalipsis 4. El trasfondo judío del Apocalipsis de Juan 5. Las coordenadas históricas del Apocalipsis 6. El culto imperial 7. El emperador Domiciano 8. El cristianismo y Roma 9. ¿Por qué se escribió el Apocalipsis? 10. ¿Visiones? 11. ¿Qué tipo de escrito es el Apocalipsis? 12. La composición del Apocalipsis II. L III. T 1. Los cánticos, espejo de la teología del Apocalipsis 2. «Hizo de nosotros vencedores»: las bienaventuranzas, síntesis del mensaje del Apocalipsis 3. La liturgia en el Apocalipsis como liturgia de la historia 4. Los cristianos, reyes y sacerdotes 5. Profeta, testigo y mártir 6. El cordero y el dragón. El Apocalipsis ¿una teología política? 7. ¿Edad de oro de la Pax romana? 8. Desde el reverso de la historia 9. ¿Violencia, venganza, justicia? 10. La utopía de la vida

INTRODUCCIÓN

El Apocalipsis (abreviado Apoc.) es un libro que sigue alimentando la imaginación de todos a lo largo de los siglos, como lo muestran la historia del arte, el cinema, las novelas, e incluso obras esotéricas y fantasiosas de ciencia-ficción. La explicación fundamental de este fenómeno está en el rasgo más llamativo del Apoc.: su lenguaje colorido, lleno de símbolos e imágenes, capaces de alimentar la más primaria imaginación. De hecho, el Apoc. es probablemente la obra bíblica que más ha dado que hablar y sobre la cual más se ha especulado, con el resultado de encontrarnos con todo tipo de interpretaciones y, lógica pero lamentablemente, el común de los mortales no sabe cuál es la correcta. Desgraciadamente, en círculos fundamentalistas se suele fijar la atención en algún aspecto que no es de lejos central al Apoc. Casos típicos son la identificación de personajes en términos del presente (el 666, la bestia, incluida Babilonia) y los supuestos indicios del fin del mundo. La búsqueda de identificaciones de personajes apocalípticos es típica de círculos sectarios. Una fijación con «los signos del final de nuestros días» revela una psique temerosa e insegura, marcada por el miedo. El supuesto de base para ese tipo de interpretaciones es que se trata de la Palabra de Dios en sentido literal, y que todo se debe entender también literalmente. El contenido de esa Palabra consistiría en ofrecer indicios premonitorios del fin del mundo. Como no se ha cumplido todavía lo «anunciado» en el Apoc., temen que sea ahora cuando se va a cumplir, y empiezan a ver identificaciones con el mundo presente. Pero, debemos decirlo, son solamente sospechas, basadas en fijaciones enfermizas, productos de desconfianzas e inseguridades -como suele ser todo movimiento fundamentalista. Y, en nuestro tiempo, son cada vez más los que padecen de inseguridades sicológicas. Eso explica que se refugien en algo que les dé seguridades (entiéndase, que les permita conocer y tener control sobre su futuro), p.ej. horóscopos, adivinos, pruebas del actuar de Dios dadas en supuestos milagros o apariciones, etc., o busquen refugio en algún grupo que les asegure que, deletreando férreamente toda su conducta, «se salvarán», o se sumerjan en el mundo de «la

mística» que les permite aislarse del mundo, ya sea en las religiones y filosofías orientales e hindúes, el gnosticismo o los rosacruces, el «new age» y otros sincretismos. Son todos mecanismos de escapismo ante el miedo a la historia y los que los aceptan terminan, de una u otra forma, viviendo de espaldas al mundo. El Apoc. es todo lo contrario, porque enseña a vivir la fidelidad valiente en medio del mundo y del conflicto, apoyados en la victoria de Cristo. El Apoc. es, ante todo, un libro de confianza, de seguridad y de esperanza. La palabra griega apocalipsis, con la que Juan abre su obra, significa desvelar, revelar, poner lo oculto al descubierto. Eso es lo que el Apoc. pretendía ser. Pero, a lo largo de la historia, y hoy más que nunca, muchos parecen hacer lo contrario con el Apoc.: ocultar, velar, encubrir su contenido. Lo presentan como una obra enigmática y misteriosa. Es verdad que la explicación de una tal interpretación se encuentra en los símbolos e imágenes que caracterizan el lenguaje del Apoc., los cuales, al ser leídos desde nuestro horizonte cultural, y con nuestros prejuicios (entre otros, solemos comenzar pensando que el Apoc. debe tratar sobre «cosas terribles y misteriosas»), les damos un sentido muy diferente, si no contrario, al que tuvieron originalmente. Si no nos esforzamos por entenderlo en sus propios términos, entrando en su mundo conceptual y su situación existencial, corremos el riesgo de entenderlo mal, como de hecho a menudo sucede. Lo que se debe hacer, como con toda obra literaria, de la antigüedad o de nuestro tiempo (con mayor razón si es de la antigüedad), es entrar en su mundo, su mentalidad, entender su simbología, su lenguaje, comprenderla en sus términos y según sus conceptos y categorías. Sólo así podrermos saber lo que dice y no lo que nosotros creemos que dice. Pensemos por un momento: si el Apoc. pretende desvelar, dar a conocer un misterio, ¿sería pensable que su autor lo hiciera en un lenguaje misterioso o enigmático? ¿Por qué escribir una obra que tendrá importancia solamente dos mil años más tarde? Si hubiese sido escrita para dentro de muchos siglos, ¿no lo hubiera hecho en otro lenguaje, comprensible hoy? Con las páginas que siguen queremos invitar a nuestros lectores a una aventura: la de leer este texto fascinante en su contexto con la certeza de que sólo así haremos justicia al texto y, al mismo tiempo, lo haremos significativo para nuestro tiempo. El enfoque que seguimos en este libro es académico, producto de observaciones y estudios, de investigación, de análisis y de confrontación con otros autores que han intentado también leerlo de una manera académica. No es un enfoque piadoso, menos aún «cabalístico». Que el enfoque sea académico significa que estudiamos el trasfondo, las estructuras y dimensiones implícitas con las cuales el Apoc. se interrelacionaba y que sustentan su mensaje: literarias, sociales, políticas, históricas, religiosas, ideológicas, inclusive sicológicas, del autor y de su auditorio. El Apoc. no

se escribió en un vacío sino en Asia Menor del siglo primero. El contenido de nuestro libro ofrece, en primer lugar, una serie de estudios necesarios para comprender informadamente el mensaje comunicado por el autor inspirado. Son los preámbulos necesarios para la exégesis, que no es otra cosa que el estudio de un texto con miras a su comprensión cabal en sus funciones testimonial y comunicativa, porque todo texto es testimonio de un mundo del cual brotó y al cual respondía, comunicando un mensaje para ese mundo. En la medida en que se comprenda el mensaje en su sentido original se podrá captar su pertinencia para el presente, diecinueve siglos después de su composición. De eso trata principalmente la primera parte de nuestro estudio. Pero el texto es también un espejo en el cual se puede ver reflejado (al menos algo de) el mundo del lector. Por eso nuestra preocupación es igualmente por el presente. Como el texto nace en un contexto determinado, así también la lectura del texto se hace también encarnada en el presente del lector. Nuestro comentario quiere tener necesariamente una dimensión pastoral porque lo leemos como palabra de Dios hoy. Pretende ser un puente entre la ciencia bíblica y la mayoría de los fieles, para los cuales el Apocalipsis puede y debe ser una palabra llena de sentido y de esperanza, aunque para ellos sea tarea imposible o inútil el acceso a la ciencia bíblica especializada. Queremos sobre todo tener en cuenta la presencia de las sectas en nuestra realidad, con las que nuestro pueblo tiene que convivir y a las que ofrecemos una lectura alternativa. Una lectura más científica y fundamentada, preocupada por el compromiso cristiano en la historia y no una lectura fundamentalista y obsesionada por el miedo o la angustia ante el fin del mundo. Dividimos el trabajo en tres partes que pueden leerse por separado. La primera parte presenta la información necesaria para una mejor ambientacion histórica y comprensión más fundamentada del Apoc. La segunda hace una lectura continua del libro señalando los principales bloques o unidades. Esto es especialmente importante en el caso del Apoc.: la obra se debe tomar como un todo, una unidad, evitando desmembrarla o atomizarla, picando versículos sueltos. Que esto es así se observa tanto al inicio comoal final del libro. Empieza indicando que se trata de «la revelación... la profecía...» en el singular (1,1-3). Concluye con la advertencia de que no se añada ni se quite absolutamente nada de la obra (22,18s). La tercera parte presenta temas o enfoques de lectura que vienen a completar la lectura continua de la obra. Invitamos a nuestros lectores a formar parte de ese grupo de «bienaventurados» de los que leen y los que escuchan la palabra de esta profecía que alienta la esperanza y refuerza la fidelidad de los creyentes.

PRIMERA PARTE

CONTEXTO HISTÓRICO Y LITERARIO

1

Una cuestión de conceptos y método

Es casi banal mencionar que la idea que se tiene de la naturaleza del Apocalipsis y, en consecuencia, las interpretaciones de pasajes concretos, varían notablemente, tanto dentro como fuera del cristianismo. Es muy diferente entre los adventistas, los testigos de Jehová, los evangélicos y los católicos, por mencionar los más notorios, además de las múltiples sectas y las corrientes esotéricas. ¿A qué se debe eso? La cuestión de la interpretación de una obra como el Apoc. no es meramente literaria o académica; para muchos es vital, pues puede -como de hecho suele ser asídeterminar su visión de la vida, sus principios rectores en su actuación humana cotidiana. Afecta sus valores y sus actitudes en materia no sólo religiosa, sino también política, social y económica. El que interpreta el Apoc. en términos de señales del fin del mundo probablemente ordenará su vida según otros patrones y principios de aquel que ve el Apoc. como una llamada a la fidelidad en el seguimiento de Jesucristo. A unos los sumirá en temor, a otros los alentará. Para unos será motivo para anatematizar cualquier participación en la vida política y proyectos de índole socio-económica, mientras que para otros será un acicate para esforzarse a llevarla por el camino cristiano. Así, mientras unos optan por huir del mundo, otros tratan de convertirlo. La cuestión de interpretación no es, pues, simplemente una cuestión de opiniones que se reduzcan a juicios académicos. Está en juego toda una visión de la vida y nuestro compromiso con ella. 1. Presupuestos Uno de los factores que explican la variedad de interpretaciones del Apoc., inclusive contradictorias, es el conjunto de presupuestos con los que se parte y opera, los cuales silenciosa o inconscientemente se asumen como verdades incuestionables. Por eso la mayoría de los miembros de una determinada iglesia tienen la misma manera de enfocar e interpretar el Apoc., y a la vez no concuerdan con la de otra iglesia, inclusive no están dispuestos a dialogar sobre sus discrepancias. Algunos

asumen como si fuera evidente e incuestionable que el Apoc. es un conjunto de revelaciones sobre el fin del mundo, y otros asumen que es una crítica a las religiones; algunos están convencidos de que se trata de una obra cabalística, pero según otros es una obra de consolación para los contemporáneos de Juan. ¿Es posible que una obra sea tantas y tan discrepantes cosas a la vez? Evidentemente, no. Pero, ¿hay criterios para discernir y llegar a saber qué es realmente el Apoc. y cómo se lo debe entender? Para responder a esas preguntas hay que estar conscientes de que nos estamos refiriendo a algo diferente de opiniones meramente subjetivas del tipo «yo creo», «me parece» o «para mí es...». Nos situamos en un plano más objetivo, apoyados en información y datos comprobables desde la obra misma y el mundo en el que vio la luz del día, Asia Menor de fines del primer siglo d.C., que nos ocuparán en otros capítulos. Aunque sorprenda, debido a esta manera de enfocar y proceder, tanto católicos como protestantes europeos (y sus ramas inmediatas, «mainline churches») y ortodoxos, tienen todos la misma manera básica de entender el Apoc.. En cambio, una de las características que separan, incluso oponen, a las «sectas» -la mayoría de ellas teniendo al Apoc. como obra fundamentalasí como a las corrientes esotéricas, es la discrepancia, a menudo irreconciliable, entre ellas en torno a su apreciación de este «libro». Eso se debe a que no recurren a otros criterios de juicio que no sean el parecer personal del líder del grupo, el cual no se sustenta en información extrabíblica y el estudio crítico de la obra, sino en su opinión o convicción totalmente subjetiva, a menudo barajando textos bíblicos como si se tratara de un juego de naipes, guiada primordialmente por la imaginación y las pasiones, en lugar de la razón y la información imparcial1. Para darle un sello de autoridad incuestionable a esa opinión suya, a menudo se la presenta como «revelaciones celestiales» tenidas por el líder calificado como «profeta». Algunos de los supuestos que a menudo determinan la apreciación e interpretación del Apoc. son: pensar que fue escrito para nosotros, que está en código o clave, que se trata de decir cuándo y cómo será el fin del mundo, que es producto de traslaciones de Juan a los cielos, etc. Además, a la hora de interpretar el Apoc. se lo mide con categorías occidentales modernas, es decir, se hace una lectura racional y lógica de una obra oriental que se movía y expresaba en otras categorías mentales, como la simbólica y metafórica, producto de un alma más poética que periodística. Prueba de ello es que buscamos lógica y coherencia en todo, analizamos lo que leemos como si fuera información, datos, y buscamos determinar las señales y la fecha del fin del mundo, cuando en realidad nada de eso preocupó al autor del Apoc., que apeló más bien a los sentimientos, al compromiso con la fe y la opción por Cristo. Una lectura correcta nos exige que nos preguntemos por las preguntas que el autor se hacía y no por las que a nosotros nos puedan interesar. A ellas responde el

autor, no a las nuestras. Saber leer el Apoc. implica saber leer una obra literaria y poética. Ahora bien, no existe tal cosa como una interpretación totalmente objetiva. Siempre entran en juego elementos subjetivos, intereses, enfoques y visiones (de la vida, religión, política, sociedad), temores y deseos, prejuicios doctrinarios y dogmáticos. Mediante la obtención de datos históricos y culturales de la época del autor, se puede controlar en buena medida la subjetividad -si bien inclusive los datos mismos, además de su lectura o interpretación hoy, son a su vez subjetivos, pues alguien, un «yo», interpreta. Un comentario exegético buscará esta objetividad. Pero allí no termina ni se agota la capacidad comunicativa del texto. Por eso entra a tallar un segundo factor: la capacidad comunicativa para el lector o auditorio de hoy. Eso hará que su cualidad de palabra de Dios se actualice. Y eso varía de un aquí-y-hoy a otro, por eso son pocos los «comentarios» en este sentido (p.ej. el de Allan Boesak, Comfort and Protest, desde la perspectiva de las víctimas del apartheid en Sudáfrica en los años 80, o el de D. Aukerman, Reckoning with Apocalypse, desde la perspectiva de la política norteamericana). El desafío queda entre la fidelidad al pasado del texto y la actualidad de sentido para el presente. No es tarea fácil el no traicionar alguno de estos aspectos. Se trata, pues, de una cuestión de continuidad y de fidelidad. Para evitar el predominio del subjetivismo, de la interpretación caprichosa o acomodaticia, es necesario tener muy presentes los contextos y las funciones del texto en su momento original, el inspirado por Dios. Sin embargo, la subjetividad es en cierto modo inevitable. Si el texto decía algo, lo era en el contexto de muchas subjetividades: de todos los que estaban en contacto con el texto, empezando por el autor mismo, que escribió desde su subjetividad. Y si va a ser palabra de Dios aún hoy, tendrá que serlo desde la subjetividad de quien lo lee y medita. Pero una cosa es subjetividad y otra es capricho, adecuación a conveniencias y a prejuicios dominantes. Todo autor escribe siempre en un momento determinado y para un público concreto. Por ejemplo, Pablo escribe a los cristianos de Roma o de Galacia a mediados del primer siglo, y no a los peruanos del siglo XX. Aislado de su origen, de la intención del autor y de la situación histórica, el texto sería polivalente o equívoco, abierto a cualquier interpretación -como hacen los fundamentalistasinclusive contradictoria. Una tal interpretación se aparta de la tradición eclesial e ignora el factor de la inspiración bíblica, que se refería al origen del texto y su destinatario original, para quien era directamente palabra de Dios. Al ignorar el mundo del autor, éste es sustituido por el mundo del intérprete. No será el enfoque, la visión de Juan,

sino la mía. Además, en tal caso no habría un significado normativo, pues, al ser meramente subjetivo y situacional por parte del intérprete, es mi particular apreciación, la cual además variará según circunstancias, y, al no haber un núcleo normativo, no puede haber Iglesia... Por eso, toda lectura que quiere ser fiel a la palabra de Dios deberá tener presente, por un lado, las circunstancias y el mensaje en su momento original, y por otro lado, la analogía de situaciones, que permiten «traducirlo» al hoy. Por eso es recomendable leerlo como se escribió: para ser compartido en comunidad. Es lo que en América Latina se hace en las comunidades eclesiales de base. En pocas palabras, el problema central en la comprensión del Apoc. es una cuestión de conceptos previos con los que nos acercamos al texto, y el problema clave de su interpretación gira en torno a la cuestión de método2. 2. Conceptos La pregunta por la naturaleza del Apoc. está estrechamente ligada a la idea que se tenga de la Biblia como tal. Aquel que piensa que Dios es en sentido estricto el autor del texto bíblico -excepto por el trabajo secretarial humanotendrá una manera de enfocar e interpretar los textos bíblicos muy diferente de quien la considera como «palabra de Dios en palabras humanas». En el fondo, está en juego el concepto que se tiene de «inspiración bíblica» y de la Biblia como «palabra de Dios»3. Si nos detenemos en este tema, más propio de una introducción general a la Biblia, es porque muchos de los lectores del Apoc. parten de conceptos equivocados. La manera como se entienda la Biblia como conjunto, y por tanto cada texto en particular, depende, entre otros factores, de la receptividad que se extienda a información tanto interna como externa de la Biblia. La información interna que hay que tener presente incluye los motivos de su escritura, la variedad de estilos en la Biblia, la posible relación con otros textos (intertextualidad), las incongruencias e incoherencias, los errores históricos y científicos, detalles que permiten reflexionar sobre el origen de los textos (uso de fuentes, referencias a personas y eventos concretos). También incluye menciones expresas del destinatario y del propósito de la obra, los géneros literarios en que se escribieron, etc. Si estos datos son tomados seriamente en cuenta, no se podrá afirmar alegremente que la Biblia es producto de un «dictado de Dios», en cuyo proceso los «autores humanos» fueron solamente secretarios. Información externa a la Biblia es la que nos proporcionan otras ciencias, empezando por la lingüística (la Biblia no incluye diccionario ni gramática!). Es

también la información de índole histórica, cultural, política, etc. de los contextos en los cuales las obras que constituyen la Biblia vieron la luz del día. La información que inclusive los grupos más fundamentalistas admiten es aquella que proporcionan los descubrimientos arqueológicos (que a su vez son interpretados!), aunque generalmente admitidos sólo cuando les dan la razón, al estilo del libro de Werner Keller, Y la Biblia tenía razón. La concepción que se tenga de la Biblia conlleva algunas consecuencias importantes: si se admite o no la situación y los condicionamientos culturales de los textos bíblicos, y si se considera que fueron escritos en un momento histórico concreto y con miras a un futuro inmediato que, partiendo del momento del escritor, se extiende a su limitado horizonte temporal de «las generaciones futuras», -que en ningún caso son miles de años. Si tomamos en serio las indicaciones en Apoc. 1,4 («a las siete iglesias en Asia») y 1,9 («yo hermano de ustedes...»), tenemos que concluir que el Apoc. fue escrito para destinatarios concretos e inmediatos -como lo fueron en su tiempo las cartas de san Pablo- que no somos nosotros. En otras palabras, para algunas personas, los textos bíblicos están no sólo libres de «contaminación ambiental» (cultural e histórica), sino que son palabras válidas para siempre y aplicables en cualquier momento y lugar. Para otras personas, los textos surgieron de las convergencias de circunstancias pasadas. En términos del Apocalipsis, eso significa que, mientras para algunos es una obra escrita en un momento concreto y con un mensaje dirigido a sus lectores inmediatos, para otros se trata de una obra pensada en nuestro mundo actual, mil novecientos años más tarde, prueba de lo cual sería el «cumplimiento de las profecías» allí expuestas. Se trata de armonizar nuestra fe en que ese texto es palabra de Dios hoy para nosotros y, al mismo tiempo, reconocer que es palabra encarnada en un momento histórico determinado, en una cultura, en un texto, con los condicionamientos que eso supone. 3. Métodos El concepto que se tiene de la Biblia determina el método de estudio de los textos bíblicos. Algunos la ven como un todo autosuficiente -«la Biblia es su propia intérprete»y se pasean combinando textos bíblicos, inconscientes de que, de cualquier forma, el mundo del intérprete está también involucrado... Un estudio «científico» les suena a sacrilegio, a profanación de la palabra de Dios4. Otras personas admiten la necesidad de información externa a la Biblia para entenderla, con lo que admiten al menos mínimamente sus condicionamientos históricoculturales, pero rehuyen su estudio literario y situacional, que para ellos equivale a «racionalismo», a negación de la fe en el poder de Dios. Otros van más allá, y la

consideran como una colección de productos de convicciones religiosas profundas plasmadas como literatura religiosa, y por tanto la estudian desde esa perspectiva. Es así que, en círculos «místicos», el Apoc. se interpreta como un conjunto de metáforas, de modo que tendríamos una grandiosa alegoría o serie de alegorías sobre el más allá. En grupos de corte carismático o pentecostal, cada símbolo es visto como una imagen de alguna realidad religiosa. En los grupos dedicados a las cábalas y el esoterismo, los símbolos serán interpretados en términos cabalísticos o de misteriosas fuerzas. Por otro lado, los testigos de Jehová, adventistas y otros grupos apocalípticos interpretan el Apoc. en términos de realidades históricas de nuestro siglo. Se concentran en el desvelamiento de las imágenes -que para ellos son códigos que por alguna razón Dios habría usado dejándonos la desagradable tarea de tener que decodificar el código «divino», con el riesgo de que suceda lo que bien conocemos, que cada uno lo haga según sus prejuicios y, por qué no decirlo, según sus conveniencias ideológicas, inclusive sicológicas -el Apoc. es la obra bíblica que más mueve los sentimientos. Paradójicamente, éstos no ven el Apoc. como una obra con un mensaje claro y directo, una obra que en sí misma ya es «desvelamiento» que no necesita ser a su vez desveladade orientaciones de Dios, sino como una obra que sigue «sellada con siete sellos». En realidad, lo que muchos intérpretes del Apoc. hacen es justificar su posición religiosa interpretándolo de modo que les dé la razón sobre doctrinas que ya previamente han determinado y que para ellos son incuestionables. Esto también es cuestión de metodología. Es la lectura a posteriori, que usa textos bíblicos para apoyar y «probar» lo que ya previamente se ha determinado como tesis. En cambio, el método correcto en toda interpretación se mueve en el sentido inverso, es decir, parte del texto y procura entenderlo, de modo que las afirmaciones doctrinarias y religiosas que se hagan serán resultado del estudio del texto bíblico; deduce su posición y convicción religiosa del texto, y no al revés. No extraña que típicamente grupos apocalípticos se «apropien» del texto, pensando que fue escrito desde su punto de vista y para ellos, y de allí afirmen categóricamente que ellos son los únicos que poseen la interpretación correcta -que por lo tanto no admite discrepancias o cuestionamiento alguno. Es notorio que esas interpretaciones por lo general vienen dadas por el líder o consejo supremo (o como se llame) del grupo o iglesia, con el entendimiento de que todos los miembros las asumirán sin pestañear ni dudar siquiera, como si proviniesen de «revelaciones divinas». Como certeramente concluyó uno de nuestros estudiantes, en esos grupos «se concibe al Apocalipsis como el libro en el que se relata su historia... Por eso los textos se hacen girar en torno a la historia del grupo». Y es que en su particular interpretación está en juego la identidad del grupo, y en no pocos casos la posición

de la jerarquía que lo maneja. El Apoc. se presta perfectamente para ser usado como arma de coerción, si es expuesto en clave de castigos y premios, que serán manifiestos en un futuro muy cercano, de modo que la salvación se obtiene sola y exclusivamente como miembro de ese grupo. Los ejemplos más dramáticos de esto han sido los que han llamado la atención por terminar en suicidios masivos... por orden del líder, en base a su particular interpretación del Apocalipsis. Son los casos recientes en Jonestown (Guyana) y en Waco (Texas). Hay varias maneras típicas de entender e interpretar el Apoc.: 1. Milenarista: entiende el Apoc. como una serie de visiones anticipando el fin de la historia, que incluiría los famosos mil años del cap. 20, que algunos entienden literalmente. Es típica en determinadas sectas. 2. Periodicista: entiende el Apoc. como exposición de los supuestos períodos en los que se divide la historia de la humanidad (típico entre adventistas), marcados por determinados acontecimientos y/o personajes que supuestamente están previstos en el Apoc. Esta interpretación era frecuente en la Edad Media. 3. Historicista: piensa que Juan estaba interpretando los acontecimientos históricos de su época en Asia mediante imágenes y metáforas. Es una interpretación frecuente en la época moderna, correlativa al estudio histórico-crítico de la Biblia. 4. Retórica: considera que las visiones, y el Apoc. en general, son una composición literaria en lenguaje poético para invitar a reafirmar el compromiso cristiano. Es la más reciente, que se concentra en el Apoc. en cuanto obra literaria. Corresponde a las utopías. Las dos últimas, en particular, encierran cada una parte de la verdad sobre el Apoc.; ninguna sola cubre la realidad de la naturaleza y del propósito de la obra. Toca la historia del momento del autor (cf. cap. 2-3, p.ej.), pero también concierne el compromiso cristiano en ese momento (cf. bienaventuranzas). Ahora bien, para estudiar el Apoc. hay que proceder como se haría con cualquier otro texto, especialmente si proviene de la antigüedad y otra cultura. Lo primero que se debe determinar es su género literario, pues allí está encerrado su propósito. Para ello se compara con otras obras con las mismas características literarias y temáticas (en este caso, p. ej. con Daniel y ciertos apócrifos). Esto da una primera aproximación global a la naturaleza de la obra. La preocupación por el género literario permite también determinar la procedencia del material usado para la composición de la obra (p. ej. himnos tomados de la liturgia), y las probables fuentes de inspiración (en este caso incluyen profetas como Ezequiel, Zacarías y Joel en

particular). Una mirada crítica a la composición literaria permite determinar algo sobre la redacción: según el estilo, las rupturas, incongruencias, repeticiones, se sabrá si fue una redacción simple o por etapas y por varias manos (crítica redaccional). El contenido temático debe ser entendido en las coordenadas histórico-culturales de la época y el lugar de composición. El contenido lleva las huellas de la situación real a la cual respondía y para la que se escribió (Sitz im Leben). La observación del tema y el lenguaje usado para exponerlo permitirá determinar el sentido en el que se deben tomar las diferentes frases, si literal o figurado o alegórico. También se podrá determinar quién es el receptor o destinatario, y cuáles son sus inquietudes y problemas (en este caso visibles en Apoc. 2-3 y las referencias a sangre y muerte de «los santos de Dios», el aire de reivindicación exigida, etc.)5. Con estas observaciones previas procederemos a estudiar ahora el Apoc. desde diferentes ángulos que representan diferentes claves de lectura. Por eso situamos el libro en el contexto del lenguaje, en primer lugar, para situarlo después en el contexto literario e histórico de la época en que se escribe. Tales observaciones ayudarán a clarificar su naturaleza, su origen, su razón de ser y su valor, y así comprenderlo mejor tanto en su momento histórico como en su pertinencia para nuestro presente. 1 El lector interesado podrá encontrar una discusión más detallada sobre el proceso y los factores que intervienen en toda interpretación, en E. Arens,¿Conoces la Biblia?, Lima (CPC) 1995, cap.2, y L. Alonso Schökel, Apuntes de hermenéutica, Madrid 1994; más profundo es E. Coreth, Cuestiones fundamentales de hermenéutica, Barcelona 1972. 2 Una guía normativa para el católico ha sido dada en el reciente documento de la Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, Roma 1993. 3 Vea al respecto, E. Arens, La Biblia sin mitos, Lima 1989 (2da. ed.), y la bibliografía allí dada; idem, ¿Conoces la Biblia?, Lima 1995, cap. I y II. 4 Vea al respecto E. Arens - M. Díaz Mateos, El escándalo de la Palabra, Lima, CEP-Centro de Espiritualidad Ignaciana, 1997. 5 En cuanto a los métodos, una excelente síntesis la ofrece el documento de la Pontificia Comisión Bíblica, La Interpretación de la Biblia en la Iglesia; más detalladamente para algunos aspectos, vea J. Schreiner (ed.), Introducción a los métodos de la exégesis bíblica, Barcelona 1974, H. Zimmermann, Los métodos

histórico-críticos en el Nuevo Testamento, Madrid 1969, y W. Egger, Lecturas del Nuevo Testamento, Estella 1991 (perspectiva literaria).

2

El problema del lenguaje

Lo primero que nos llama la atención al leer o escuchar el Apoc. es precisamente su lenguaje, pues nos transporta a un mundo diferente del nuestro, un mundo de ángeles y figuras extrañas que se mueven libremente entre el cielo y la tierra, un mundo con abismos y seres descomunales en todo sentido. Es un mundo abundante en colores y cifras; un mundo de fenómenos cósmicos y escenas ilógicas. Las descripciones y los cuadros consecuentes no corresponden a lo que estamos acostumbrados; tampoco las escenas son propias de nuestro mundo. Tanto los seres como las escenas en el Apoc. se asemejan más al mundo de los cuentos -lobos que hablan, castillos encantados, seres llenos de ojos, una bestia con siete cabezas, etc.mezclados con cienciaficción -del tipo «Guerra de las galaxias»: astros que caen, caballos que vuelan, al estilo de Walt Disney. Todo eso nos conduce a preguntarnos automáticamente sobre el tipo de obra que es el Apoc., cosa que trataremos más adelante. En este capítulo nos centraremos en el tema del lenguaje en general, ya que en toda obra literaria lo primero que nos sale al encuentro es su lenguaje como el medio o vehículo a través del cual el autor se comunica con su público. Ese lenguaje puede tener la forma de poesía, drama, historia, ficción, etc. Por el ropaje externo, que es el lenguaje, llegamos al contenido y al sentido de lo que el autor quiere expresar y comunicar. Todo esto es necesario como algo previo para comprender el lenguaje del Apoc., que será el tema del capítulo siguiente. 1. Aproximación al lenguaje Aunque mucho hemos aprendido últimamente de la crítica literaria y de la crítica retórica de textos, incluidos los bíblicos, nuestra mentalidad positivista tiende a leer todo en términos de realidades físicas y de lenguaje directo; preguntamos por los hechos y las evidencias, no por las formas de comunicación; nos guiamos por la lógica de la razón y minusvaloramos aquella del corazón y la imaginación, la del

poeta. En todos nosotros está muy presente el prejuicio de la ciencia y de la racionalidad. Para la mayoría de las personas decir «símbolo» o «metáfora» equivale a no-real, y decir «mito» es sinónimo de «cuento», si no de falsedad. El hombre de hoy quiere seguridades y pruebas, no estética, lo que va de la mano con el espíritu materialista en el que vivimos inmersos; quiere la comunicación directa y unívoca, como lo exige nuestro espíritu acelerado y consumista. En un mundo dominado por la física y la química, es decir, las ciencias empíricas (que, sin embargo, también emplean símbolos y crean mundos imaginarios, que son sus teorías), y ahora en particular por la electrónica, el calificativo que canoniza cualquier afirmación es «científico». Decir que algo está «científicamente» establecido es sinónimo de incuestionablemente cierto. El hombre se interesa por lo que llama lo «real», que significa lo medible y demostrable, y por lo tanto margina lo sicológico, el subconsciente, los sueños, hasta los sentimientos. Y de esas realidades se habla con lenguaje directo, no mediante metáforas o símbolos. Pero si eso es verdad, ¿dónde queda el mundo de la poesía, de la belleza, de los sueños y de las utopías? ¿No estaremos mutilando aspectos fundamentales de la vida humana? Por otro lado, es un hecho que las personas más sencillas, que muchos califican de «ingenuas», y las que viven en el campo o en pueblos aislados del mundo «moderno», son capaces de valorar el lenguaje no-literal, el mundo narrativo e imaginativo, de símbolos y mitos, en su mayoría tomados de la naturaleza. Igual se puede decir de los niños, que fácilmente asumen el sentido profundo de personajes ficticios, inclusive se identifican con ellos. Ahora bien, quien toma conciencia de que inclusive en este mundo «moderno» nos comunicamos y nos situamos por medio de una trama de símbolos, metáforas y mitos, estará más abierto a comprender que en la Biblia también se encuentran un lenguaje y un horizonte conceptual-simbólico correspondientes. Aunque no nos demos cuenta, hoy, igual que antaño, usamos y nos rodeamos de símbolos (luces, emblemas, gestos, banderas, etc.) y también tenemos mitos (sobre edades de la vida, el machismo, la economía, la sicología freudiana, muchas de las explicaciones de fenómenos físicos, como el gran agujero negro del universo o el «big bang»), y con frecuencia recurrimos a metáforas. La literatura y el cine nos venden mitos y a menudo emplean un lenguaje de analogías -claramente en la ciencia-ficciónque nos acercan al Apoc. Igualmente libros y películas sobre historia antigua nos comunican mucho de simbólico, por no mencionar el arte1. Todos recordamos el juego del niño que cabalga sobre una escoba. Pero el mismo niño se sorprendería si la escoba que le hace de caballo relinchara un día; eso no entra dentro de sus expectativas. Pero no importa, porque la fantasía sustituye con creces lo que falta a la lógica. Todos sabemos lo que es ver una película de dibujos

animados, por ejemplo la película de Walt Disney «Fantasía», en la que el «mensaje» nos entra por los oídos y por los ojos. Es una verdadera visualización de la música, una sinfonía de colores y de imágenes. Algo así es el Apoc. Vemos los dibujos con naturalidad, los aceptamos y los entendemos sin dificultad porque hemos dejado de lado el prejuicio de la racionalidad lógica. Todos sabemos que las flores no hablan ni los animales bailan, pero en la película sí lo hacen. ¿Por qué no podría Juan usar ese tipo de lenguaje para expresar sus sentimientos y así comunicar su mensaje? Para empezar, el Apoc. fue escrito originalmente en idioma griego; no es producto de traducción. Sin embargo, está lleno de anomalías e incoherencias gramaticales desconcertantes2. Las más notorias son los cambios abruptos e ilógicos de tiempos, del pasado al futuro, del presente al pasado, etc. p.ej. en 11,3-13 y a lo largo del cap.12. La mayoría de estudiosos lo explican como producto del origen cultural del autor, que sería un hombre del Oriente Medio cuya lengua materna no era el griego; algunos lo explican como producto de una mala traducción de un original semítico al griego; otros como intencional3. El primer testimonio al respecto lo encontramos en Eusebio de Cesarea, quien citó en su Historia eclesiástica la apreciación del obispo Dionisio de Alejandría sobre el Apoc. En lo tocante al idioma (que también era el de ambos), afirmó que, en contraste con el cuarto evangelio, «yo observo que su lenguaje y estilo no son realmente griegos». Usa barbarismos, y ocasionalmente cae en «solecismos» o uso incorrecto de las palabras. Por esa y otras razones, concluye que no puede ser el mismo autor. ¿Cuál es la verdad en todo esto? Veamos el lado expresivo del lenguaje. 2. Realidad y lenguaje El lenguaje es un medio de comunicación. Yo puedo pronunciar la palabra «estrella» para designar un astro o puedo también decir que me hacen «ver las estrellas», aunque en este último caso no hable de ningún astro. De igual manera puedo decir «casa» para designar una realidad externa y visible donde viven las personas. Con el lenguaje designo algo externo. Pero puedo utilizar la misma palabra de otra manera, como cuando hablo de la «casa de Borbón» o la «casa de Austria» para designar a una familia y a su descendencia. Ahí descubrimos el doble uso del lenguaje: denotativo y connotativo. La expresión primera y más obvia del lenguaje es la literal, donde lo que se dice tiene una correspondencia de uno a uno con la realidad a la que se refiere directamente, que es el sentido primero que se encuentra en el diccionario. Es el sentido denotativo unívoco. Presenta y describe el objeto directamente. Cuando digo casa, manzana, estrella, etc, sabemos de qué se trata. Verde es uno de los colores del arcoiris, no algo inmaduro; perro es un mamífero de cuatro patas, no un

sinvergüenza. Esto no necesita mayor explicación, pues lo conocemos de sobra; es el sentido primero e inmediato. En cuanto al lenguaje no-literal o figurado, es aquel dominado por el uso de figuras o imágenes. Es lenguaje netamente evocativo, que apela a la imaginación, pues se trata del «sentido segundo», incluso «tercero», que la figura usada connota. Esos sentidos son las connotaciones. El sentido connotativo da un rodeo porque mediante una realidad externa aludo a otra, como cuando digo «lleva fuego en el corazón». En este caso no es fuego físico sino el entusiasmo o la pasión. Pero en ambos caso es lenguaje. Es muy importante saber qué tipo de lenguaje se está usando para poder entenderlo. Esto es muy fácil de ver en ciertas expresiones que usamos con naturalidad: «tiene un corazón de oro», cuando sabemos que el corazón es de carne; «no tiene corazón», «se me hizo un nudo en la garganta», «quién te ha dado vela en este entierro», etc. En todos estos casos se mencionan realidades concretas, pero que ceden el paso a otras no tan concretas y visibles a las que aluden. No hay vela o entierrro ni nudo ni garganta aunque aparezcan las palabras. Y nos entendemos. Se reconoce que el lenguaje es connotativo cuando la relación del código lingüístico (palabra o frase) no tiene una correspondencia de uno a uno con la realidad conocida por el hombre empíricamente, p. ej. «rayos y truenos» a menudo se asociaban en la antigüedad con la presencia de Dios; evidentemente, ese no es su sentido literal (aunque originalmente muchos pueblos pensasen así): veo rayos, pero al verlos no veo a Dios en el mundo real externo. Eso apunta a un detalle adicional: en la antigüedad una imagen podía haber sido entendida literalmente, aunque en realidad no puede corresponder a esa realidad en una relación de uno a uno. Es el caso de la mitología4. Ahora bien, el mundo hebreo, el de la Biblia, se expresaba en lenguaje concreto, aun al hablar de lo trascendental. Los hebreos no eran filósofos, como los griegos, sino gente sencilla, de mentalidad práctica y alma poética; expresaban sus ideas y conceptos por medio de imágenes tomadas del mundo de su experiencia. Eso significa que con mucha frecuencia hablaban de realidades no objetivas usando imágenes, en un lenguaje reconocido como no-literal. Eso, que iba de la mano con su espíritu poético, es evidente a cualquier lector atento del AT5. Se hablaba del universo recurriendo al binomio «cielos y tierra»; eternidad era «de generación en generación»; el pueblo de Israel era «la esposa de Yavé», como la comunidad de los santos será «la esposa del Cordero» (Apoc. 21). El lenguaje denotativo es el que usamos para las realidades objetivas, mientras

que para lo subjetivo y trascendente se comunica frecuentemente por medio de lenguaje connotativo, por ser el más sencillo para la comunicación. Ciertas experiencias humanas se suelen describir espontáneamente usando imágenes. Otro tanto sucede con determinadas cualidades humanas u otras. Eso obedece a su capacidad comunicativa: el lenguaje figurado es evocativo y se dirige a la imaginación y los sentimientos. Una experiencia de caos es como si se le cayera encima el cielo, estrellas y todo, o que se le abrieran los abismos y se lo tragaran, que se le apagara el sol o le sobreviniera una plaga (cf. Apoc. 7,12ss). Este modo de expresión es típico en el arte dramático, donde evidentemente no hay que confundir forma con fondo, expresión con realidad. Por lo general, en el habla popular, el sentido profundo o el significado de algo se expresa en lenguaje de imágenes: «tiene un corazón de oro», «se me hizo un nudo en la garganta», «perdí el piso», etc. Hoy, igual que antaño, se usan colores para designar simbólicamente alguna actitud, cualidad o experiencia: viejo verde; todo lo ve negro; tenía la mente en blanco. Es lenguaje netamente connotativo. 3. El lenguaje no-literal6 El lenguaje no-literal es fundamentalmente el que se expresa por imágenes, por eso hablamos de lenguaje figurado. Pero aunque no es lenguaje literal, detrás de él descubrimos realidades. Como cuando decimos «María es una rosa», evidentemente María no es una rosa, pero su belleza (que es lo que expresamos en la frase) es tan real como la rosa. Pero observemos bien que el lenguaje figurado comunica apreciaciones de orden subjetivo, no objetivo. Según la apreciación de alguien, María puede ser considerada fea, no bella. La belleza es una apreciación subjetiva; no fotografiar la belleza. Ese mismo lenguaje es el que se suele emplear cuando se trata de comunicar el sentido de algo, su significado o valía. Es lenguaje de interpretación, usado para decir aquello que de otro modo (que no sea el filosófico abstracto) es indecible. Hay varios tipos de lenguaje figurado o, más claramente, hay varias maneras de expresar algo de un modo no-literal debido a la realidad sobre la cual se quiere hablar: símbolos, signos, señales, metáforas, alegorías, mitos7. Veámoslos detenidamente, empezando por el más amplio, el símbolo. a) Como lo sugiere el término griego symbolon (arrojados juntos), un símbolo es una con-junción, más claramente, es la suma de algo que simboliza y algo que es simbolizado. No es, pues, algo estático sino dinámico: algo se simboliza. El símbolo consta, pues, de un simbolizante y un simbolizado, para constituir

juntos una totalidad. El simbolizante («lo que simboliza» algo, p. ej. una paloma) proviene del mundo material sensible, observable, mientras que aquello que simboliza («lo simbolizado», la paz), es de otro nivel, del no material, no sensible. Por eso precisamente, para poder referirse a ese nivel se procede a simbolizar, a apuntar al simbolizado (paz) recurriendo a un simbolizante de este mundo sensible (paloma). Lo uno es conocido, pero no necesariamente lo otro. Para ser eficaz, el simbolizante tiene que ser conocido por el que lo «ve», y debe tener un sentido conocido que es más que literal, un «plus de significado», que en lingüística se conoce como connotación. Ese «plus» o connotación es propio de una cultura que le ha otorgado ese significado adicional: en el mundo moderno occidental, paloma connota paz, «cruz roja» es símbolo de ayuda humanitaria. Los simbolizantes usados generalmente provienen de lo común de la vida cotidiana: cuernos, alas, color blanco, truenos, viento, fuego, rosas. En referencia a la paz, por ejemplo, tomamos la paloma como símbolo de esa realidad (pudo tomarse otro). El símbolo es en realidad la conjunción paloma-paz, paloma es aquí el simbolizante, y paz lo simbolizado. Lo simbolizado viene a ser como el sentido pleno, el «plus de significado», de lo que el simbolizante dice o denota en sí mismo. Es la misma realidad, pero en una connotación no material, que la supera a ésta, elevada a un plano «superior». Pero se observará que ese plano superior es impreciso; paloma puede simbolizar también mansedumbre. Desde el punto de vista de lo simbolizado, hay varios tipos de símbolos. Por un lado tenemos aquellos que remiten a realidades concretas, que son los usados en ciencias, como los símbolos matemáticos, físicos y químicos (+, mc2, Na), y en la cultura, como la bandera, la estrella de David. También hay símbolos trascendentes, que cubren o se refieren a aspectos o realidades no materiales, que no se pueden comunicar fácilmente de otra manera que con el recurso a determinados símbolos que la evocan, p. ej. un triángulo para referirse a la Trinidad. Es también el lenguaje de los sueños y el lenguaje en el que se expresan deseos y anhelos, miedos y esperanzas, que brotan del subconsciente. Es en este mismo orden de cosas que se sitúa el mundo divino, que no es concreto ni sensible, sino transmundano y se percibe por «el espíritu». La comunicación sobre realidades transmundanas, sean divinas o del mundo de los espíritus y fuerzas en general, se hace ya sea en un lenguaje filosófico abstracto o en el lenguaje concreto de símbolos. Y en la Biblia generalmente es mediante el lenguaje concreto de imágenes o símbolos, como es el caso en el Apoc. Desde el punto de vista del simbolizante, los símbolos pueden ser naturales o convencionales. Son naturales aquéllos de la misma naturaleza, p. ej. toro, que

connota fuerza bruta, empuje; negro, que connota muerte, lugubrez, todo lo contrario de vida, luz. Símbolos convencionales son aquellos establecidos por los hombres de una determinada cultura, por tanto comprensibles en esa cultura: para nosotros amarillo simboliza cobardía y blanco pureza, hablamos de «ponerse colorado», «estar verde». En el Apoc. los colores y los números son de este orden (se encuentran también en otros libros bíblicos: son de ese mundo cultural). b) A diferencia del símbolo, un signo es una relación entre un significante y un significado, ambos siendo realidades del mismo plano, el sensible, observable. En nuestra manera común de hablar llamamos signo al significante, aunque en realidad no se reduce a él, pues no hay signo sin significado. El significante humo apunta al significado fuego; nubarrones apuntan a lluvia o tempestad. Hay, pues, una relación natural entre causa y efecto. Como símbolo, en cambio, en el campo de la teología hebrea, humo, y también nube, remite a la presencia de Dios (que es de otro plano; pasa del plano humano al divino, del visible al invisible). El signo es más intelectual y unidireccional, mientras el símbolo es más emotivo y evocador de muchas cosas, más rico. Ejemplos claros de signos son las señales de tránsito.

c) Otro tipo de lenguaje figurado frecuentemente usado es la metáfora8. No se expresa por una palabra, sino por una frase. La metáfora designa un aspecto característico de algo o de alguien que no es de orden objetivo. «David es un león», «el sol es la gran lámpara del cielo», «Dios es un padre», son metáforas. El verbo copulativo («es») no es literal, sino analógico. David no es literalmente un león, ni Dios es literalmente un padre, pero se le reconocen rasgos que lo asemejan a un padre. La metáfora se constituye precisamente en la semejanza (analogía) de algún(os) aspecto(s) entre dos cosas que en sí son diferentes. La metáfora relaciona dos realidades diferentes pero del mismo plano o nivel. Dios y un padre se sitúan al mismo nivel de persona, y la semejanza entre ambos será todo lo propio de la

paternidad: amor, compasión, protección, apoyo. Más concretamente, como bien lo dice la etimología griega de «metáfora» (metaphérein), nos lleva más allá del sentido aparente; no se queda en sí sino que nos lleva a otras realidades las cuales evoca. Para comprender una metáfora se debe conocer un mínimo de los elementos que se asocian. En la expresión «David es un león», debo conocer quién era David y qué es un león. El primer elemento apunta a una realidad histórica, y mediante la relación con el león algo de David se quiere destacar. Si sé que David fue un hombre fuerte y majestuoso, y sé que el león tiene esos rasgos también, he comprendido la metáfora, que se basa en una analogía, pues se trata de su semejanza: la fuerza. Lo que se quiere decir con esa metáfora es que David es «como» un león en cuanto a la fuerza. «León» actúa como símbolo (de fuerza). El objeto es hablar de David. Se recurre a la metáfora porque permite comprender en pocas palabras todo aquello que evoca al adjudicarle a David los rasgos del león. Por eso, excepto en obras imaginarias, las metáforas se refieren a realidades de nuestro mundo, cuyo significado se destaca precisamente mediante el símbolo usado para formar la metáfora. Lo mismo sucede cuando a Jesucristo se le representa en el Apoc. como cordero degollado; se refiere al cordero pascual relacionado a la liberación de la esclavitud de Egipto, por tanto evoca liberación (cf. 5,9; 15,3); al decir que es cordero «degollado», añade la idea de muerte violenta, ejecución -recordemos que Juan Bautista presentó a Jesús con la metáfora «el cordero de Dios (que quita el pecado del mundo)». De lo dicho se observa que la metáfora es evocativa, remite a otro nivel de significación que el literal. Por ello mismo, la metáfora está abierta a diversas evocaciones; es pluridimensional. Es por eso que en el Apoc., para evitar comprensiones no deseadas en los pasajes más importantes, encontramos al «ángel intérprete», que aclara el sentido de las imágenes que son clave (p. ej. 12,9; 17,1518). Una de las características de la poesía clásica es el recurso a la metáfora. Eso se debe a que a menudo la metáfora es la mejor manera que el autor conoce para expresarse, especialmente cuando se trata de sentidos, valores e intuiciones «profundas» o trascendentales9. Toda metáfora está abierta a reinterpretaciones; se puede reemplazar por más de una realidad, pues no se trata de un equivalente matemático. Puesto que la metáfora se usa para expresar una intuición, un sentido profundo, no se puede limitar al reemplazo en una correspondencia de uno a uno con una realidad sensible. La fuerza de David se puede evocar también con la de un toro, u otro animal. Es precisamente el empleo abundante de metáforas que hace que el Apoc. no pierda actualidad, como lo han intuido los fundamentalistas y tantos otros que han expuesto sus teorías sobre la historia actual a partir del Apoc. La metáfora siempre clama por actualización.

¿Hay alguna diferencia entre la metáfora y el símbolo? La metáfora es una figura literaria, no así el símbolo o la imagen. La metáfora siempre ocurre en una frase, no así el símbolo. Por eso, mientras que la metáfora es netamente verbal, el símbolo puede ser de otra índole, por ejemplo, gesticular o pictórica. Además, la metáfora lleva consigo una dimensión estética que la hace ser precisamente metáfora, predilecta de los poetas. Mientras que el símbolo estimula la fantasía, la reflexión, las emociones, la metáfora tiene una función primordialmente cognoscitiva. La metáfora «pretende revelar un aspecto del objeto que de otro modo quedaría oculto o sería inaccesible o no impresionaría»10. Por cierto, la metáfora emplea símbolo(s): en la metáfora «David es un león», león es símbolo de fuerza y de majestad. Símbolos y metáforas siempre apuntan a otra cosa; no están por sí y para sí. No son simplemente señales: la señal apunta a una cosa (como las señales de tránsito). Símbolos y metáforas, en cambio, son evocativos, evocan diferentes posibles sentidos; no son unívocos sino polisémicos. Es el caso de los colores, p. ej. negro evoca oscuridad, muerte, pesimismo, noche, etc. Por eso, no debe pensarse que se pueden interpretar exclusivamente por medio de simples equivalencias, como si fueran unívocos. Uno de nuestros problemas es que tendemos a reducir el lenguaje a una relación directa con un único significado. Esto es cierto con los símbolos y las metáforas, que tendemos a reducir a señales. A menudo nos falta la imaginación y capacidad evocadora de los niños y los orientales. En el Oriente algo puede significar varias cosas a la vez, como observamos claramente en Apoc. l7,9, donde las siete cabezas tienen dos sentidos explicitados: siete colinas y siete reyes, y la bestia del cap.13 designa a la vez a un personaje y a un imperio. Es un error, pues, pensar que se comprenderá plenamente el Apoc. una vez que se tenga una tabla de equivalencias de los símbolos y metáforas que encontramos allí. ¡Leer el Apoc. así sería matar las metáforas! Cuando se usan símbolos contrarios u opuestos, su capacidad comunicativa es mayor, pues las evocaciones son más amplias. Cordero (imagen de mansedumbre, dulzura) y Señor (autoridad, fuerza) son contrapuestos, pero juntos se complementan y evocan más sentimientos y apreciaciones que si fueran parecidos o estuvieran solos. El Apoc. presenta también imágenes contrapuestas, que por serlo refuerzan su oposición y resaltan los rasgos de cada imagen en contraste con su opuesta: vírgenesprostituta (madre de prostitutas); cordero-bestia; mujer-dragón; Jerusalén-Babilonia. d) Finalmente, considerando el campo más amplio de las narraciones, tenemos la

alegoría y el mito. La alegoría no es una simple comparación, como la metáfora, sino una igualdad: A es ..., B es ..., C es ... Los elementos (signos) usados no son necesarios. De hecho, se podía fácilmente decir de un modo directo lo que se ha expresado mediante una alegoría. Por eso, como la metáfora, la alegoría es artística, con aires casi poéticos. Constituye un género literario en sí mismo. Su finalidad frecuentemente es didáctica. En la Biblia encontramos alegorías, p. ej. en Dan 7,114, con cada uno de los elementos explicado en los v.15-28; y en las «parábolas» (narraciones) del sembrador en Mt 13,3-8 y 13,24-30, explicadas en 13,18-23 y 13,36-42 respectivamente. Valga aclarar que la explicación no es parte constitutiva de la alegoría, es decir no es necesaria. Una narración pasa a ser una alegoría cuando cada elemento tiene un equivalente, explicado o no. En el Apoc. tenemos partes que son alegóricas, concretamente allí donde el ángel interpreta los elementos principales de una visión, como en el cap. 17. e) Llámase mito a una narración cuyas características literarias son su forma dramática y su expresión marcada por símbolos coloridos, vivaces y llenos de movimiento. Su contenido o tema es una realidad muy distante en el tiempo y del mundo de nuestra experiencia humana, en la que participan divinidades o fuerzas espirituales. El relato remite al «misterio»11. Desgraciadamente, para la mayoría de las personas el término mito evoca lo fantaseado, casi sinónimo a cuento, ficción, y se suele juzgar inconscientemente como contrario a la realidad y la verdad. Se piensa fácilmente en los mitos griegos o de pueblos primitivos -y es así como se suele asociar con lo primitivo, con la ignorancia, en contraposición al conocimiento científico. Sin embargo, el término mito ha sido consagrado en ciertas áreas de las humanidades y por tanto lo vamos a respetar. Además de la literatura, es común en antropología, sociología, etnología, sicología, lingüística, filosofía, teología. En ninguna evoca la ingenuidad, la ignorancia, y menos la falsedad. Un mito relata en forma de un drama una serie de acontecimientos muy distantes del presente que se suceden, como en una obra de teatro, mediante los cuales se propone explicar una realidad trascendental que difícilmente se puede comunicar en otro lenguaje -a menos que sea en el abstracto de la filosofía. El mito responde, pues, a la necesidad de comunicarse. Está emparentado al símbolo; es su forma narrativa. En ambos se trata de dos niveles diferentes que forman una unidad, el lenguaje usado (simbolizante: con términos de nuestro mundo) y lo que con él se quiere decir (simbolizado: no es de nuestro mundo material sensible). El mito incluye una serie de símbolos yuxtapuestos en un marco narrativo. Por el hecho de tratarse de una narración, el mito es literariamente ficticio. Dios

no hizo al hombre con barro como un alfarero, como nunca emergió Manco Cápac del lago Titicaca llevado por el dios Sol. El grado de «ficción» dependerá del mito y de los símbolos que emplee. Cuando se emplean simbolizantes que de por sí no son de este mundo, claramente la ficción es mayor que cuando los simbolizantes son de este mundo. Así, un mito que incluya figuras monstruosas con varias cabezas será más ficticio que si las figuras son típicas de nuestro mundo -aunque hay que cuidarse de exigir una lógica discursiva en el mito, pues por principio no opera en ese esquema. Los mitos recurren generalmente a arquetipos: dioses que castigan, la joven doncella víctima de demonios, el monstruo devorador y el héroe vencedor, la bruja (prostituta) seductora, el paraíso perdido y recuperado. Mientras que el símbolo es sincrónico, en el mito hay una distancia entre el que lo narra y aquello a lo que remite, generalmente un indeterminado distante pasado. Pero, partiendo de la realidad que experimenta y conoce el hombre, busca darle una explicación a su origen (Génesis) o su destino (Apoc.). Por eso, no hay causas impersonales, sino que siempre se debe a alguien, particularmente alguna divinidad la creación se debe a Dios; el caos se debe a Satanás y las persecuciones a «la bestia». Esa explicación propuesta es fruto de una intuición o de una creencia, no de una demostración científica. El mito no corresponde a la mentalidad lógica, sino más bien a la poética, por eso no siempre es coherente con lo que conocemos hoy de nuestro mundo o por medio de la argumentación. El mito da forma expresiva y comunicativa a realidades profundas y trascendentales, que solemos calificar como «misterio», lo que explica que sea frecuente en las religiones. Por eso, en atención además al lenguaje utilizado, se suele hablar de la mitopoética. Temas comunes son el origen del mundo y del hombre, el origen de ciertas experiencias (dolor, soberbia, codicia, fenómenos de la naturaleza), de lugares y de pueblos, la finalidad de la vida y del mundo, y la naturaleza de los dioses. Es así que podemos entender que el Apoc. incluya aspectos míticos (provenientes de mitos), y a su vez constituya en sí mismo un grandioso mito liberador12. De ese modo sustenta el autor su objetivo de generar esperanza y de ofrecer una visión de un mundo alternativo al que conoce el autor y en el cual espera y quiere que esperen. Sin embargo, su centro no es un mito sino la resurrección de Jesucristo, eje de la historia, principio de la nueva era, del eón final. Por eso no se habla en el Apoc. de una segunda venida de Cristo (parusía), pero sí de una venida de Dios, y es que para Juan (ya en el evangelio) Cristo está en la historia. Por ser una proyección hacia el

futuro más que ser una explicación del pasado, el Apoc. es más correctamente una grandiosa utopía. En síntesis, podemos decir que el lenguaje del Apoc. pertenece al mundo de la poesía y la poesía no se puede leer literalmente; hacerlo así es la mejor forma de destruirla y de no entenderla. 1 «El nombre de la rosa», de Umberto Eco, por ejemplo, no es una crónica del pasado ni un despliegue de erudición por parte del autor, sino una interpretación simbólica con narraciones del pasado. El mundo de la fantasía y del simbolismo nos envuelve y lo vivimos con naturalidad. 2 No faltó quien pensó que el Apoc. fue originalmente escrito en hebreo y luego traducido al griego (R.B. Scott, The original language of the Apocalypse, Toronto 1928). Sobre su particular griego, vea esp. G. Mussies, The Morphology of Koine Greek as Used in the Apocalypse of St. John, Leiden 1971; y S. Thompson, The Apocalypse and Semitic Syntax, Cambridge 1985. 3 Entre tantos, recientemente, F. Contreras, El Señor de la vida, Salamanca 1991, 17s, consciente de las dificultades lingüísticas y gramaticales, afirmó que «el griego del Apocalipsis es original y único, porque el autor deliberadamente lo ha pretendido» (18) -intencionalidad que Contreras presupone conocer pero no demuestra. 4 Quizás los hebreos creyeron que Dios «hizo al hombre de la tierra» y lo moldeó, pero esa creencia, que es precientífica, si bien originalmente fue literal para ellos, no lo es para nosotros. Por eso decimos que nosotros debemos entenderlo en sentido no-literal (y corresponde a los «errores» en la Biblia, mejor, a la ignorancia del hombre primitivo) y que el lenguaje, a pesar de las ideas del autor, es de hecho no-literal. 5 Vea especialmente G.B. Caird, The Language and Imagery of the Bible, Londres 1980; K. Kertelge (ed.), Metaphorik und Mythos im Neuen Testament, FriburgoViena 1990, esp. cap. VII y VIII. Además, el Diccionario de imágenes y símbolos de la Biblia, por M. Lurker, Córdoba 1994, con amplia bibliografía. 6 Cf. Los estudios de L. Alonso Schökel, Hermenéutica de la Palabra I-II, Madrid 1986-87 y Apuntes de hermenéutica, Madrid 1994, así como P. Ricoeur, La metáfora viva, Madrid 1980. 7 7 Una excelente descripción y discusión la ofrece M. Girard, Les symboles dans la

Bible, Montreal-Paris 1991, 33-81; vea también J. Macquarrie, God-talk, Salamanca 1971. 8 Vea especialmente P. Ricoeur, La metáfora viva, Madrid 1980. 9 Más ampliamente, P. Ricoeur, La metáfora viva, Madrid 1980, y J. Macquarrie, op. cit. 10 Alonso Schökel, Apuntes de Hermenéutica, Madrid 1994, 104-112, 120. 11 J. Macquarrie, God-talk, Salamanca 1976, cap.4. 12 Vea particularmente A. Yarbro Collins, The Combat Myth in the Book of Revelation, Missoula 1976.

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El lenguaje del Apocalipsis

Está muy extendida la opinión de que el Apoc. tiene un lenguaje críptico, misterioso y oscuro, como de un libro «sellado con siete sellos» y que para descifrarlo se necesita de una clave especial. Pero resulta que su lenguaje característico no es algo exclusivo de este libro de la Biblia. Es lenguaje humano con fuerte incidencia de lo poético y de lo simbólico, que los hombres usamos con más frecuencia de la que quizás nos imaginamos. Acabamos de decir que es un lenguaje poético y simbólico el del Apoc., y es desde esa perspectiva que se debe abordar el texto, como veremos. Desgraciadamente muchas personas se acercan al Apoc. con un preconcepto, el prejuicio de la racionalidad y de la lógica que busca en ese libro predicciones exactas sobre acontecimientos o personas, o busca equivalencias de cada signo a una realidad concreta. Para comprender el Apoc. debemos despojarnos de esos prejuicios y dejarnos invadir por la lógica de la poesía, del símbolo y las metáforas. De hecho, el Apoc. es una obra en la que predomina ese mundo, el de las imágenes, símbolos y metáforas. 1. Apocalipsis: ¿lenguaje literal? Como ya hemos dicho, el Apoc. no es una narración objetiva y exacta de acontecimientos o de predicciones. Tampoco es un libro de teología sistemática. Basta la simple lectura para darnos cuenta de la masiva presencia de símbolos e imágenes, es decir, todo un mundo de poesía a la que lo que menos conviene es la aplicación del «lenguaje literal». Lleva razón G.K. Beale al resaltar el valor del verbo esémanen en Apoc. 1,1, que generalmente se traduce por «comunicó» o «dio a conocer» pero que estaría mejor traducido por «significó»1. Según este autor, la frase se inspira en Daniel 2,45 y significa «comunicar con símbolos». El verbo semaino no sólo implica la idea de comunicar sino también la forma en que esta comunicación se hace. Ese es el lenguaje del Apocalipsis que no comunica ideas sino imágenes; pero

no son imágenes para ver sino para interpretar. Por ejemplo, en 1,12 el autor «ve» candelabros, estrelllas, túnicas, pies, manos, etc. Y en el cap. 4 «ve» una puerta, un trono, una mano, un libro, relámpagos, coronas. Pero si queremos entender debemos estar atentos, no a lo que ve sino a lo que significa, porque esas palabras son símbolos que nos remiten a otra realidad. Por otra parte, ya sabemos que el lenguaje literal no es el único que el ser humano tiene. Más bien predomina en todos nosotros el lenguaje connotativo, es decir el lenguaje por el cual se designan cosas materiales y reales pero detrás de las cuales se esconde otro mundo (la mayoría de las veces, subjetivo) al que nos referimos con nuestro lenguaje. Un ejemplo de lo que venimos diciendo sobre el uso no literal del lenguaje lo tenemos en las expresiones idiomáticas o de doble sentido. Por eso podemos decir de alguien que se salvó «por un pelo», «no tiene un pelo de tonto» y por eso no le podemos «tomar el pelo» o que «no tiene pelos en la lengua». Pelo y lengua son cosas concretas y reales pero a las que no me estoy refiriendo cuando uso esas expresiones. En la misma línea va el «hacerse un nudo en la garganta», «poner las cartas sobre la mesa», «levantarse con el pie izquierdo», estar «con la mosca tras la oreja» o «se le pasea el alma». No tiene ningún sentido en esos casos hablar de lenguaje literal aunque se nombren cosas muy reales. Igual pasa con el Apoc. y el mismo autor nos orienta frecuentemente en esta dirección, como veremos. Si su lenguaje característico fuera el literal, es decir, que lo dicho se refiere directamente a lo que las palabras denotan, entonces habría que explicar el porqué de varias afirmaciones que encontramos en el texto: a) el ángel que interpreta algunos de los elementos de visiones como netamente figurados, 1,20: «las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias, y los siete candelabros son las siete iglesias», de 1,12.16; 7,13s: aquellos vestidos de blanco «son los que vienen de la gran tribulación...»; 17,9-18, la gran presentación alegórica de la prostituta es explicada como «las siete cabezas son..., la bestia es..., los diez cuernos son...». Además del ángel intérprete, tenemos explicaciones hechas por Juan mismo, por ejemplo en 4,5: «siete antorchas ardiendo... que son los siete espíritus de Dios»;

5,6: «siete cuernos y siete ojos que son los siete espíritus de Dios»; (véase también 5,8; 12,9; 19,8; 20,2). Si todos estos elementos están expresamente interpretados, es porque el autor quería evitar que se tomen literalmente, en su sentido primero, y quería asegurarse que el lector entienda a qué realidad remiten. Por eso decimos que, al menos en esos ejemplos, se trata de imágenes o de símbolos. b) En caso de tratarse de lenguaje literal, hay que explicar lo ilógico y casi absurdo, además de impreciso, de algunas descripciones, como las de Cristo en 1,1316 y en 5,6 (un cordero de siete cuernos y siete ojos, por lo tanto diferente de la descripción anterior); cuatro ángeles en los cuatro ángulos de la tierra (la tierra no es un cuadrilátero; 7,1); el cielo como un templo en 8,3-5; 11,19; un águila que hable (8,13) y una estrella que lleve consigo una llave y actúe como si fuera un ser viviente (9,1s). A esto habría que añadir ciertas escenas, como las del cap. 12, que retan toda imaginación: brincan en el tiempo (del presente al pasado y viceversa) y en el espacio (entre el cielo y la tierra). c) En caso de tratarse de lenguaje literal hay que explicar el frecuente uso del comparativo «como», «semejante a», que claramente da a entender que se trata de lenguaje figurado, por ejemplo, - «una gran voz como de trompeta» (1,10), - «cabellos blancos como blanca lana, como nieve; y sus ojos como llama de fuego... y su voz como estruendo de muchas aguas» (1,14s).2 d) También habría que explicar los términos y expresiones usados que, sin ninguna duda, no se refieren a realidades de nuestro mundo, y no pueden entenderse en un sentido literal, por ejemplo - «el alfa y la omega» para referirse a Dios (que no es simplemente un par de letras del alfabeto, en 1,8; 21,6; 22,13); - las llaves de la muerte y del hades (1,18); - el trono de Satanás (2,13); - «al que venza lo haré columna en el santuario de mi Dios» (3,12); - «una puerta abierta en el cielo... un trono colocado en el cielo» (el cielo no es

un edificio material; 4,1s; 8,3ss); - «lavaron sus vestidos y los blanquearon en la sangre del cordero» (¡con sangre no se blanquean vestidos! 7,14); - la muerte que huye (9,6); - la tierra abrió su boca para tragarse un río (12,16); - el vino del furor y la copa de la ira de Dios (14,10; 15,7; 16,2.19; 19,15); - el altar que habla (16,7); - «huyeron todas las islas y los montes desaparecieron» (16,20). Ciertos elementos indudablemente no pueden ser tomados en sentido literal, pues el cielo no tiene puertas, nadie blanquea nada con sangre y las islas no pueden huir. En 11,8 se hace referencia expresa al simbolismo en los nombres Sodoma y Egipto. Al aludir a la ciudad donde predican los dos testigos, se da una superposición de símbolos; por eso la ciudad aludida es al mismo tiempo Sodoma, Egipto, y donde su Señor fue crucificado. La ciudad de la que se está hablando no es ni Sodoma, ni Egipto, ni Jerusalén, pero el uso simbólico de esas palabras sirve para caracterizar a la nueva realidad de la que se está hablando: la nueva ciudad es tan corrupta como Sodoma, tan opresora como Egipto y tan cruel como Jerusalén. e) Encontramos, además, libres cambios de significación de símbolos para una misma realidad. Así, en el cap. l7 Roma y el emperador y el imperio son referidos, según aquello que Juan quiere destacar, es decir, como prostituta, mujer, bestia, rey. En l7,9 un mismo símbolo, «siete cabezas», recibe expresamente dos connotaciones: «son siete montes y siete reyes» (es decir, a veces un mismo símbolo tiene varias connotaciones, y otras una misma realidad es expresada por diferentes símbolos, como en 4,5b y 5,6b: espíritus de Dios). En el cap. l2 se dice que el símbolo dragón denota a la serpiente y también a Satán. En el cap. 21 se intercambian la nueva Jerusalén y la esposa, para representar al «mundo nuevo». f) Otra avenida para estudiar el lenguaje y determinar su grado de literalismo es la del género literario del Apoc.. En una obra de género histórico, igual que en una de género epistolar, predomina el lenguaje literal, denotativo, si bien el escritor puede recurrir ocasionalmente al empleo de metáforas, símiles, analogías, etc. En el género cuento o el género fábula, en cambio, el lenguaje característico es el noliteral. En cuanto al género del Apoc., no se trata de una obra única, sin igual. El

Apoc. comparte los mismos rasgos esenciales con una serie de otras obras, algunas más antiguas y otras contemporáneas, que conocemos como «escritos apocalípticos», muchos de ellos apócrifos.3 En todos ellos el lenguaje que los caracteriza es el figurado, el no-literal, y en todos se trata de supuestas visiones.4 Con todo lo dicho hay que hacer una seria advertencia: no debemos asumir gratuitamente que unas veces el lenguaje es literal y otras veces es figurado dentro de una misma escena, a menos que sea absolutamente evidente o el autor proporcione algún criterio para poder distinguirlos. Es lo que sucede, por ejemplo cuando se trata de los 144,000 salvados en Apoc. 7,4ss: ¿es cifra figurada, como la entiende la mayoría, o es literal como la entienden los Testigos de Jehová y sus afines? Pero los 144,000 mencionados son «de las tribus de Israel». ¿Es esta clasificación literal o figurada? Si es literal, entonces todos los cristianos, al igual que los Testigos de Jehová, que no pertenezcan a una de las doce tribus mencionadas quedan excluidos. ¿Por qué los 144,000 lo serían literalmente y la aclaración de que son «de las tribus de Israel» lo sería figuradamente? ¿por qué no pensar que ambos son figurados?, o finalmente, ¿por qué no se refieren ambos a realidades unívocas, literales? Para determinar en qué sentido se debe entender, hay que tener criterios, como los que estamos discutiendo. No es serio ni responsable jugar caprichosamente con dos barajas, una literal y otra figurada, según conveniencia o prejuicios gratuitos. Por cierto, hay algunas partes en el Apoc., aunque son pocas, donde es evidente que el lenguaje es literal. Se trata de las escasas partes biográficas acerca de Juan (1,3.9), aunque allí las encontramos también entremezcladas con imágenes. También es literal la existencia de las siete comunidades de Asia Menor nombradas en los cap. 2 y 3, y probablemente los defectos y virtudes por los que son juzgadas, incluidos detalles como la ejecución de Antipas (2,13) y la presencia de nicolaitas (2,6.15). De todo lo expuesto, con la gran mayoría de intérpretes podemos asumir que el lenguaje predominante del Apoc. es el figurado o no-literal. El problema pasa ahora, de saber si estamos ante lenguaje literal o figurado, a cómo determinar qué referentes designan las diversas imágenes o símbolos. Para unos, los referentes (o simbolizantes) corresponden al tiempo del autor del Apoc.; para otros designan realidades de nuestro tiempo o del futuro inmediato. La primera es la convicción de los exegetas de las iglesias tradicionales; la segunda lo es de los Adventistas, los Testigos de Jehová y otros grupos conocidos como «sectas», cada uno teniendo su serie de referentes de la actualidad para las diversas imágenes, sin estar de acuerdo entre ellos. 2. El universo del lenguaje simbólico en el Apocalipsis

El campo que abarcan los símbolos del Apoc. es inmenso y va desde los números y los colores hasta las partes del cuerpo humano y los animales. Y todos nos hablan de la capacidad creadora y poética del autor. Veamos los principales campos del simbolismo. a) Símbolos numéricos Nosotros utilizamos expresiones como «mil gracias» o «se publicó a los cuatro vientos», para no hablar de «las botas de las siete leguas», «blancanieves y los siete enanitos» o la mala suerte asociada al número trece. En otras palabras, el simbolismo numérico es universal, y era ya frecuente en la antigüedad en la que se sitúa el Apoc.. El número siete se lleva la palma, con 54 veces, hasta el punto que Juan parece estructurar su obra en torno a este número: siete cartas, siete sellos, siete trompetas.... Significa plenitud, totalidad, perfección. En la misma dirección apuntan el cuatro, la totalidad de la extensión de la tierra, los cuatro puntos cardinales, o el número tres, tres veces santo. El número doce también es importante en el Apoc.; simboliza perfección, pero también representa a Israel, el pueblo de las doce tribus, o a la Iglesia, en los doce apóstoles (nueva Israel). Entre otros cabe destacar también la cifra tres y medio (días o años: 11,9.11; 12,14). En todos estos casos el sentido trasciende siempre el nivel matemático. Es decir, se da un paso de la cantidad a la calidad. b) Símbolos cromáticos Una persona puede ver las cosas «color de rosa» o lo puede ver «todo negro»; otra puede estar esperando a su «príncipe azul» para casarse «de blanco». Ser «rojo» o «ponerse morado» son también expresiones frecuentes. Para el fin de año la propaganda nos convence de la buena suerte asociada al uso de una prenda íntima de un cierto color que se debe usar en la noche vieja. En todas estas expresiones el color no es cuestión de gusto o de estética sino de sentido. Los colores expresan comportamientos o actitudes humanas, y nuestro hablar diario o la poesía dan buen uso a los colores para expresar algo más que una sensación visual. Un buen ejemplo, tomado de la literatura española, nos lo ofrece el soneto anónimo del siglo XVII en el que en los once primeros versos aparecen diecisiete colores diferentes.5 En el Apoc. el color blanco del caballo (19,11), o del vestido (6,11; 7,13), o del trono (20,11), está asociado con la trascendencia y la victoria. Es el color de los vencedores (3,5). Asociado al blanco se encuentra también todo un mundo de luz y de luminosidad; es el mundo de la vida. El negro, por el contrario, se asocia con la

muerte (6,5.12). El color del segundo caballo y del dragón es rojo (6,4; 12,3), asociado a la crueldad sanguinaria y la violencia sangrienta. El color púrpura o escarlata (17,3) denota lujo y ostentación. En todos los casos nos movemos más allá de la pura sensación visual y entramos en el mundo de la afectividad y de la emoción. c) Símbolos teriomorfos de los animales El mundo de los animales puede convertirse en representativo del mundo de los hombres, es decir, expresamos en ellos actitudes de los hombres frente a los hombres. Una buena manifestación de esto sería la descripción del mundo ideal que presenta Isaías cuando en 11,6-9 habla de la convivencia del lobo y el cordero, la pantera y el león, el niño y la serpiente. Nosotros hablamos de personas como pericotes, víboras, burros, zorros, etc. y se afirma que «el hombre es lobo para el hombre». El águila o el cóndor pueden ser símbolos de un imperio o de una nación, por eso podemos hablar del «león británico», del «rey león», de «los tigres de Asia» y del «oso ruso» y todos decimos que «la cigüeña trae los niños de París». Pero notemos que nadie toma literalmente el símbolo y nos entendemos muy bien de esta manera. Juan también recurre a esta forma de expresión en el Apoc.. El Cordero y la bestia son tipificaciones de personas en sus actitudes y comportamientos. Pero también lo son los cuatro caballos de los cuatro primeros sellos, o el rugido del león (10,3), o las plagas de langostas y escorpiones. El animal se convierte en símbolo que habla con elocuencia. Detrás de ellos, especialmente los más monstruosos, Juan quiere ver las fuerzas misteriosas que irrumpen desbocadas en la historia de los hombres. El único «animal» que permanecerá en la Jerusalén celestial es el Cordero, y de él proviene la vida. d) Símbolos cósmicos «¡Santo cielo!», «¡Tierra, trágame!», «¡está hecha un mar de lágrimas!», son expresiones que todos entendemos y usamos, pero cuando lo hacemos no pensamos ni en el cielo, ni en la tierra, ni en el mar. Para referirnos a momentos de dificultad o de crisis podemos decir que «se me viene el mundo encima» o «todo se derrumbó dentro de mí» o incluso que «unos nacen con estrellas y otros estrellados», donde la exactitud literal es lo que menos importa porque todos nos entendemos. De igual manera, cuando el autor del Apoc. habla de cielo y tierra, no está simplemente designando lugares sino dimensiones, la de la trascendencia y de la inmanencia, la de Dios y la de los hombres.

Los terremotos, truenos y relámpagos, no son simples fenómenos de la naturaleza sino que refieren a la teofanía, la presencia de Dios manifiesta en su poder extraordinario. Las estrellas que caen sobre la tierra (6,13), o el dragón que arrastra con su cola la tercera parte de las estrellas (12,4), no son simples fenómenos que ocurren, sino que simbolizan a los que están al servicio de Dios. Así, en 1,20 se aclara que las siete estrellas en la mano de Jesucristo simbolizan «los ángeles de las siete iglesias» de Asia. Sol y luna, tierra y mar, estrellas, nubes y terremotos, son realidades de este mundo, pero Juan descubre detrás de ellas la fuerza poderosa de Dios, Señor de todo, que actúa en la historia de los hombres. e) Símbolos cultuales Es tan marcada la presencia de este tipo de símbolos que algunos estudiosos interpretan el Apoc. en clave litúrgica. Unas dieciséis veces aparece la palabra templo, y en torno a ella le acompañan las palabras altar, incienso, incensario, sacerdocio, copas, candelabros. Son numerosas las aclamaciones y cánticos que crean un ambiente cultual, así como las menciones de la adoración de Dios. Pero estamos hablando de lenguaje simbólico, es decir, el autor usa la terminología pero le da un sentido diferente al que puede sugerirnos el culto del templo judío u otro. No se trata de una liturgia cerrada en sí misma. El autor del Apoc. presenta escenas litúrgicas en los cielos, todas las cuales tienen relación directa con la tierra, siendo las más explícitas las del ángel que lanza el incensario sobre la tierra (8,5), y la de los ángeles que salen del templo con las copas de la ira de Dios para derramarlas sobre la tierra (15,5s). En 14,1 presenta una liturgia que se ha desplazado del cielo a la tierra, pero no entra en el templo. La liturgia del Apoc. «es una liturgia de la historia».6 Juan no es un apasionado por un rito litúrgico preciso, sino un hombre preocupado por la salvación de los hombres que participan ya de la novedad escatológica de Cristo resucitado. El compromiso cristiano por hacer efectiva en la historia la salvación de Dios es visto en clave litúrgica como indicándonos que es la mejor manera de darle culto. f) Símbolos antropológicos Son los símbolos mas frecuentes, aunque tal vez los más diluidos. Abarcan todo lo que se refiere al hombre y sus relaciones. Por ejemplo, la relación esposo-esposa y lo que implica de amor, de bodas, de parto, de vida, tan central en los capítulos finales del Apoc.. Están también los trabajos del hombre, la cosecha, vendimia, pastoreo, compra y venta, la guerra y la victoria, el reinado. Tiene una sensibilidad al

grito de las víctimas (6,10), hacia los asesinados (18,24), es decir, a la sangra derramada. Juega un papel importante el cuerpo humano, la cabeza, la frente, las manos, los pies, el pecho, los cabellos o la voz, la misma postura de estar de pie o sentado. La forma de vestir, el cinturón dorado, la túnica blanca o la corona, el vestido blanco blanqueado en sangre, o el vestido de la novia, son todos detalles importantes que pueden estar cargados de sentido en la vida humana. Por medio de esta amplia gama de símbolos en el Apoc., que va de los números a los colores, pasando por los animales y los hombres, Juan está ofreciendo una particular forma de mirar la realidad. Los símbolos son lenguaje que habla de una «realidad real» que Juan conocía y quería desvelar, pues es una realidad de sentido profundo, que sólo mediante símbolos se puede dar a conocer. Todos los símbolos usados, unidos de manera que con ellos se constituye una grandiosa narración dramática, refieren a la historia de los hombres en la que se realiza el proyecto de Dios, y en la que se viven tiempos difíciles a los que hay que resistir con fidelidad hasta el final. En medio de tanta variedad de símbolos, muchos de ellos comunes a nuestra cultura, debemos observar dos cosas. La primera es que la fuente principal de inspiración de los símbolos es el AT, por eso la necesidad de conocer qué texto del AT está inspirando a nuestro autor si queremos conocer su mensaje. Esto nos ocupará en otro capítulo. Y la segunda es que tanta variedad de símbolos tienen un eje ordenador: Cristo y su misterio pascual, en quien la historia humana tiene su clave de interpretación y de plenitud de sentido único, ya que él es el muerto y vencedor de la muerte, realizador del proyecto de Dios y garante de sus fieles seguidores. Eso explica, por ejemplo, que el autor pueda hablar del «león de Judá» (5,5), del «cordero» (5,6) y del cordero que es «pastor» (7,17). El autor no veía ningún león o cordero o pastor sino a Cristo como cumplimiento y plenitud de los textos del AT que hablan de esas cosas. 3. Lenguaje del Apocalipsis: síntesis Por lo expuesto hasta aquí, debe quedar claro que el lenguaje predominante, y característico del Apoc., que comparte con otras obras del mismo género literario, es el no literal o figurado. No hay libro del NT que contenga tantas imágenes, símbolos y metáforas juntas como el Apoc.. Algunas de las visiones simplemente son imposibles de imaginar coherentemente. Por ejemplo, trate el lector de dibujar la visión en 1,13-16 o la de 4,3 que describe a Dios, o la del ángel en 10,1ss. Y es que, una cosa es la que el texto dice (literalmente) y otra la que quiere decir (sentido).

Algo más: los símbolos usados en el lenguaje figurado vienen del mundo del autor y su auditorio, su cultura y momento histórico, como bien sabemos que sucede también hoy -piense en el léxico en política o el argot de los jóvenes. Los cuentos pintan a los personajes según el mundo del cuentista, así los viste y hace hablar. Diferentes son los de los hermanos Grimm de los de Hans Christian Andersen, de los de Walt Disney y de los relatos de mitología andina. El lenguaje del Apoc. en mucho se asemeja al de los sueños, porque es el lenguaje de las utopías y de las esperanzas de los hombres. En estos casos lo que destaca no son hechos en sí, sino la significación universal. Es el sentido que lo soñado tiene para el que sueña. Y esto lo saben muy bien los poetas. Su lenguaje figurado y metafórico expresa significados, a menudo muy profundos, que difícilmente se pueden expresar de otra manera. Tomamos como buen ejemplo de ello al poeta peruano César Vallejo quien en muchos aspectos nos recuerda el lenguaje y el tema de fondo del Apoc.. El famoso poema «España, aparta de mí este cáliz» de Vallejo es un canto en el que el poeta presenta su vivencia de la guerra española. Ya el mismo título tiene dos referencias muy concretas (España y cáliz) usadas por el poeta con sentido connotativo. Porque, a pesar de la referencia concreta a España, el poema no es un reportaje sobre la guerra española. No es el hecho en sí de la guerra, sino su percepción de la misma, el significado de lo sucedido, válido para ese momento de la historia, pero válido igualmente para tiempos posteriores. El lenguaje simbólicopoético tiene como punto de partida y de referencia un hecho concreto contemporáneo del autor, pero el poeta no se queda en el hecho sino que lo trasciende y lo universaliza. Por eso, la guerra de España, algo concreto e histórico, es sólo la ocasión para expresar la esperanza universal, del poeta y de la humanidad, de un mundo sin guerras y sin muerte. Y por eso también convoca en poema a todos los «voluntarios de la vida» a hacer realidad su sueño de que «sólo la muerte morirá». Lo mismo hará Juan. Partiendo de una situación concreta de persecución y dificultad se atreve a proclamar su esperanza de una victoria definitiva de la vida, ofrecida por Dios en Cristo. El lenguaje simbólico tiene una finalidad directa para con los interlocutores de su época, pero tiene al mismo tiempo una dimensión de universalidad que, trascendiendo el momento presente, acerca el mensaje a todo el que lo lee, aunque sea en situaciones nuevas. El título del poema, «España, aparta de mí este cáliz», es una frase de resonancia bíblica, no una cita literal, que recuerda las palabras de Cristo en su agonía en el huerto de los Olivos cuando pide: «Padre, aparta de mí este cáliz» (Mc 14,36). Pero Vallejo no está hablando de la agonía de Cristo, ni tan sólo de la guerra de España, sino de su solidaridad con la agonía que vive el pueblo español en la guerra civil. La

frase de Cristo asumida por nuestro poeta invita a distinguir en esta agonía planos que se superponen: la agonía de España, la del mundo (del voluntario Pedro Rojas dirá que «muere de universo» y que tiene «un cuerpo para el alma del mundo»), la del poeta y, podríamos añadir, la de Cristo. Esto no lo dice explícitamente Vallejo, pero lo puede intuir el cristiano que lee esta frase y que encuentra en su fe fundamento para pensarlo así. Al final, la solidaridad de Vallejo es solidaridad con todas las víctimas de todas las guerras del mundo. Algo parecido hará Juan cuando en 18,24 presente a Dios pidiendo cuantas por «todos los asesinados de la tierra».7 El texto de Vallejo que estamos comentando trata de una solidaridad esperanzada, que encuentra su máxima expresión en el poema «Masa», que forma parte del conjunto. He aquí el poema: Al fin de la batalla, y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre y le dijo: «no mueras, te amo tanto», pero el cadáver, ¡ay! siguió muriendo. Se le acercaron dos y repitiéronle: «¡no nos dejes! ¡valor! ¡vuelve a la vida!», pero el cadáver, ¡ay! siguió muriendo. Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil, clamando: «tanto amor y no poder nada contra la muerte», pero el cadáver, ¡ay! siguió muriendo. Le rodearon millones de individuos, con un ruego común: «quédate, hermano», pero el cadáver, ¡ay! siguió muriendo. Entonces, todos los hombres de la tierra le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado; incorporose lentamente, abrazó al primer hombre; echose a andar...

Notemos la «lógica» del lenguaje poético. Estamos ante un hecho objetivo, la guerra española, pero que ha sido personalizado (un hombre, un cadáver) y universalizado (todos los hombres de la tierra). Desde el punto de vista de la «lógica» es imposible que ante un moribundo se concentre la humanidad entera, pero es hermoso imaginarlo. Con un lenguaje que rompe toda lógica, se dice que, «muerto el combatiente», su cadáver «siguió muriendo» y es capaz de escuchar e incluso de vivir. Eso mismo hace Juan cuando ve a los muertos con vida (Ap 6,11) o cuando los cadáveres de los dos testigos se ponen de pie y vuelven a la vida (11,11). Es esto lo que queremos subrayar: el símbolo tiene su lógica y su fuerza, y el

poeta Vallejo lo expresa de mil maneras, con juegos del lenguaje que rompen la lógica y hasta la gramática, pero que crean un clima de poesía para expresar las vivencias más profundas de los seres humanos. Tomemos un texto más en el que el poeta expresa su esperanza en un mundo de vida plena para todos: Vendrá en siete bandejas la abundancia, todo en el mundo será de oro súbito... y el oro mismo será entonces de oro... ¡Entrelazándose hablarán los mudos, los tullidos andarán! ¡Verán, ya de regreso, los ciegos y palpitando escucharán los sordos! ¡Sabrán los ignorantes, ignorarán los sabios! ¡Serán dados los besos que no pudisteis dar! ¡Sólo la muerte morirá! La hormiga traerá pedacitos de pan al elefante encadenado a su brutal delicadeza.

Notemos el fuerte parecido con el lenguaje del Apocalipsis. No sólo por el uso del número siete (siete bandejas) o la alusión al oro, como Juan al describir la nueva Jerusalén (cf. 21,18), sino al decir algo totalmente ilógico como lo es que «el oro mismo será entonces de oro». Es una bella manera de decir que «no todo lo que brilla es oro» y por eso no podemos fiarnos unos de otros. En el mundo futuro las cosas serán lo que son, el oro será oro, y los hombres podrán fiarse unos de otros. La tajante declaración «sólo la muerte morirá» nos recuerda el triunfo definitivo de la vida de Apoc. 20,13s y 21,4. Ambos autores tienen en común el lenguaje simbólico y la contraposición de imágenes para expresar un mensaje lleno de emoción, de pasión y de esperanza, como cuando Juan habla del Cordero-león (5,5s), del muerto que vive (1,18), o de los que blanquean sus vestidos en sangre (7,14). Vallejo, como Juan, es maestro en el arte de romper la lógica y contraponer símbolos. Por eso nuestro poeta puede hablar del hombre capaz de «amar a traición a su enemigo», del «liberador ceñido de grilletes», de la «víctima en columna de vencedores» y de la «pompa laureada de finísimos andrajos». Y no pensemos en visiones objetivas o intentemos identificar cada símbolo, metáfora o expresión con un significado exacto, porque lo empobrecemos o lo matamos. Haciéndose eco del mundo futuro de armonía y de paz soñado por el profeta Isaías (cap. 11: el lobo y el cordero), el poeta nos dice en dicho poema que «la hormiga traerá pedacitos de pan al elefante encadenado a su brutal delicadeza». La hormiga y el elefante, un animal grande y otro insignificante que puede ser aplastado en cualquier momento, estarán unidos en armonía por un pedazo de pan compartido. Es que ese pedazo de pan, nos dice Vallejo en otro lugar, se hace en «el horno del corazón».8 Bella expresión de la convivencia y de la paz entre los hombres, muy semejante a la que Juan presenta en el Apoc. (3,20).

En síntesis, el símbolo y la poesía son la mejor manera de hablar de los sentidos profundos de la realidad, de reconstruir el mundo de los sueños y anhelos, de comunicar las vivencias, temores y esperanzas. Y de todo esto tenemos en el Apoc.. El lenguaje del Apoc. es ante todo lenguaje de la imagen, del símbolo y, por tanto, no se le puede pedir la lógica de la racionalidad con ideas claras y distintas. Es la lógica de la imagen que revela aspectos particulares de la verdad. Tomar el lenguaje poético imaginativo como descriptivo de realidades es cometer un grave error porque es lenguaje dirigido a la emoción y a la imaginación, no al entendimiento para describir realistamente auténticas visiones o acontecimientos. Sólo si tomamos este lenguaje por su capacidad evocativa estaremos capacitados para entender los símbolos y las imágenes que presenta, vale decir, su mensaje.9 Hay que tener alma de poeta para entrar en este libro. Es esta una perspectiva importante para su comprensión. 4. Leer y comprender el Apocalipsis En cuanto obra literaria, si queremos sintonizar con la intención del autor del Apoc., debemos leerla e interpretarla orientados por los principios de la retórica. Esto significa que debemos preguntarnos por la relación del autor con su auditorio y la manera en que ha utilizado el lenguaje para obtener el efecto deseado. Hemos visto que el lenguaje empleado en el Apoc. es el figurado. Ahora bien, este lenguaje apela a las emociones y la imaginación, no a la lógica y el intelecto por eso Juan no usó otro género literario. Esto se desprende del empleo masivo de imágenes y de los movimientos que se pueden fácilmente visualizar por eso se califican como visiones. Monstruos aparecen, astros caen, caballos galopan, gentío canta, cielos se enrollan, además de imaginarse el universo como un edificio de tres pisos (cielo-tierraabismos). Esto significa que debemos cuidarnos de no reducirlo a conceptos, ideas y doctrinas. Por su propia naturaleza, el lenguaje de imágenes despierta la imaginación y apela a los sentimientos y las emociones, involucrando al lector.10 Es un lenguaje evocativo, no intelectual. No sólo presenta cuadros o descripciones coloridos, sino incluso términos como los nombres de Balaam y de Jezabel, que de por sí evocan todo un mundo en la mente del judeo-cristiano (Núm 25 y 2 Re 9), o las alusiones al éxodo en Apoc. 8-9, que sugieren analogías entre el tiempo de Moisés y el de Juan. Pero no es un lenguaje solamente de la imaginación y para ella. Al leer atentamente el Apoc., se observa que es un lenguaje referencial: se refiere a situaciones reales y de ellas habla. Pero, lo hace en lenguaje de imágenes y símbolos, que es indirecto, en lugar de hacerlo en lenguaje directo, informativo. Eso se debe a que Juan estaba interesado en ir al sentido profundo y las implicaciones existenciales

de las realidades de su tiempo, no simplemente a la descripción de esas realidades. Su preocupación fundamental era con los cristianos, concretamente su fidelidad incondicional al Cordero. Es evidente, pues, por el lenguaje usado, que el propósito de Juan no era simplemente informar, sino más bien comprometer, involucrar, apelando a los sentimientos más que al intelecto. Que el propósito fundamental del Apoc., manifiesto en su lenguaje, era la toma de posición por parte del lector, su compromiso de seguir fielmente al Cordero «por donde quiera que vaya», y no sólo informar o incluso recrear literariamente. Se observa en una serie de términos que lo delatan. Destacan en particular las siete «bienaventuranzas», dispersas en el Apoc..11 Estas están directamente dirigidas al que lee y a los que escuchan el Apoc.: «Bienaventurado el que lee y los que escuchan... y guardan lo escrito..., pues el tiempo está cerca» (1,3). En la misma vena se sitúan las dos notables advertencias al lector en 13,9s y 14,12 sobre las pruebas de «la constancia y la fe» de los fieles, que se manifiestan en su firmeza en la fe frente a las amenazas de muerte. Si así fue escrito el Apoc., así debe leerse. Contrario a la tendencia más común, no se debe leer con una clave de equivalencias en la mano (si bien, conocerlas es indudablemente una gran ayuda), sino dejar que las imágenes, símbolos y metáforas evoquen y conmuevan, pues no se trata de conceptos sino de vivencias y compromisos; el Apoc. no es una obra intelectual sino emocional. En síntesis, como decía Alonso Schökel, «hay que leer con fantasía lo que ha sido escrito con fantasía», como lo son muchas figuras del Apoc..12 Apéndice: Símbolos más frecuentes e importantes en el Apoc. Téngase presente que las explicaciones de los símbolos no se aplican siempre con el significado abajo indicado, tal como explicamos en estos capítulos. Se trata de los significados más comunes. El contexto literario es importante para comprenderlos. Colores: Blanco Negro Púrpura o escarlata

= dignidad, santidad, sabiduría («cabellos blancos»), victoria, recompensa («vestidos blancos»). = desgracia, fatalidad, muerte. = pompa, lujuria

Rojo

= violencia, sangre.

Números: 3 4 7 12

10 y sus múltiplos (1,000, millares)

= totalidad (ocurre 23 veces; esp. tríadas) = universalidad; generalmente relacionado al mundo (29 veces) = totalidad, plenitud (ocurre 54 veces) = perfección; generalmente usado como símbolo de (las tribus de) Israel. Según el contexto, la iglesia (12 apóstoles; vea expresamente 21,12ss). = muchos, una multitud, número grande de algo.

Otros: alas anciano alfa y omega ángel Cordero como degollado corona cuerno estrellas mujer nombre ojos sellos/sellado vestidos

virgen

= movilidad, capacidad de estar en todas partes. = sabio, como grupo forman el consejo supremo. = principio y fin: eterno. = mensajero, representante (de Dios). = Jesús mártir (ejecutado) pero vivo.

= reino, soberanía. = poder (como fuerza o como institución, rey). = (cualquier tipo de) seres (p.ej. ángeles). = símbolo de un pueblo o una ciudad. = (semíticamente equivale a) la persona. = visión; lleno de (ó 7) ojos = todo lo ve. = ser propiedad de alguien (como los esclavos). = símbolos de una cualidad o del comportamiento de la persona («lavar sus vestidos en la sangre del Cordero» =asumir la misma actitud de dar su vida; vestido + color ...) = fiel y dedicado a alguien, contrario a la prostituta.

1 G.K. Beale, The Book of Revelation, Grand Rapids 1999, 50-69. 2 Comparativos se encuentran en 1,10.13.14.15(2x).16.17; 2,18(2x).27; 3,3; 4,1.3(3x).6(2x).7(4x); 5,6.11; 6,1.6.12(2x).13-14; 8,8.10; 9,2.3.5.7(4x). 8(2x).9(2x).10.17.19; 10,1(2x).9.10; 11,1; 12,15; 13,2(3x).11(2x); 14,2(3x).14; 15,2; 16,3.13.15; 18,21; 19,6(3x).12; 20,8; 21,2.11(2x).18.21; 22,1. Es notorio que en la segunda mitad del Apoc. hay muchas menos comparaciones que en la primera mitad. 3 Se trata, entre otros, de 2 y 3 Henoc, 3 y 4 Esdras, 2 y 3 Baruc, y los Apocalipsis de Sofonías, de Abrahán, de Adán. 4 Vea al respecto el detallado estudio de J.J. Collins, The Apocalyptic Imagination, Nueva York 1984. En cuanto a los orígenes de este tipo de literatura, vea P.D. Hanson, The Dawn of Apocalyptic, Filadelfia 1979. 5 El soneto dice así: «en lo blanco castísima pureza;/ amores significa lo morado;/ crueza o sujeción es lo encarnado;/ negro oscuro es dolor, claro tristeza./ Naranjado se entiende que es firmeza,/ rojo claro es vergüenza, y colorado/ alegría; y si oscuro es lo leonado,/ congoja; claro es señoril alteza./ Es lo pardo trabajo; azul es celo;/ turquesa es soberbia, y lo amarillo/ es desesperación; verde, esperanza./ Y desta suerte, aquel que niega el cielo/ licencia en su dolor para decirlo/ lo muestra si habla por semejanza». El dato se lo debo a mi amigo Marcelo Blázquez, capellán de cárceles en el estado de Nueva York, quien debió escribir un ensayo sobre «The symbolism of colors» debido a la prohibición oficial de ciertos colores en las cárceles. El color puede tener connotaciones ideológicas. 6 U. Vanni, L’Apocalisse, Bolonia 1991, 48. 7 Otro ejemplo de ese viaje de lo concreto a lo universal lo tenemos en las novelas. La Peste, de A. Camus, es aparentemente una descripción de una peste en una ciudad del norte de África. Ese es el esqueleto, porque la verdad es que al autor no le interesa dónde fue la peste ni cuántos muertos hubo, sino el problema de la guerra o (a nivel más universal) el problema del mal en el mundo (este es el lugar donde sucede la peste) y las diferentes reacciones frente al mal por parte de los hombres. Véase también Norbert Mette, «Las epidemias y su precio en humanidad. Estudio siguiendo las líneas de La peste de A. Camus» en Concilium 273(1997) 111-120. En la misma línea se mueve G. Orwell, en 1984, donde lo importante no son los datos concretos sino lo que representan, por ejemplo «El Hermano Mayor» que vigila o exige adoración.

8 Poema «El pan nuestro», en el que el poeta quisiera pedir perdón a todos los hambrientos del mundo y hacerles «pedacitos de pan en el horno de mi corazón». 9 Cfr. E. Schüssler Fiorenza, «The Phenomenon of Early Christian Apocalyptic: Some Reflections on Method», en D. Hellholm, Apocalypticism in the Mediterranean World and the Near East, Tübingen 1983, 295-316. 10 Cf. especialmente A. Yarbro Collins, Crisis and Catharsis, Filadelfia 1984, cap.5, y M. Díaz Mateos, «La fuerza de la Palabra», en Páginas 145, junio 1997, Lima, CEP, pp. 59-70. 11 1,3; 14,13; 16,15; 19,9; 20,6; 22,7.14. 12 Apuntes, 81.

4

El trasfondo judío del Apocalipsis de Juan

Juan no está solo al escribir el Apoc. Es heredero de una tradición que es necesario conocer para comprender su obra, pues de ella se ha alimentado. Es una tradición judía. En cuanto a ésta, ha recibido influencias tanto del AT como de otros escritos, ahora apócrifos, conocidos como apocalípticos, es decir, del mismo género que la obra compuesta por Juan. Este es el tema que nos ocupará en el presente capítulo. Este género literario, conocido como «apocalíptica», recibe su nombre precisamente de la obra de Juan, de su Apocalipsis. Se trata de toda una corriente teológica literaria muy presente en el mundo judío que surge en los tiempos de crisis y de persecución. Es literatura relacionada con las víctimas de los sistemas políticos imperantes; literatura de los hombres oprimidos obligados a repensar la esperanza, pues cuanto más inhumana y catastrófica aparece la historia, se confiesa que está más cerca el Reino. Es también literatura de protesta, con fuerte crítica a las realizaciones políticas concretas, y que, a la vez, descubre la dimensión auténtica de lo humano, que es la trascendencia. Entronca con la literatura profética sobre todo por los temas del señorío de Dios en la historia y, por lo tanto, sobre los imperios. En ella se expresa la esperanza de Israel: del juicio de Dios para salvar a sus elegidos. Tiene fuerte connotación religioso-política1. La apocalíptica es, pues, un tipo o género de literatura propio del mundo judío. Sus raíces más profundas se encuentran en los libros de los profetas, más concretamente en los textos que ofrecían respuestas a la dolorosa y desconcertante experiencia de la invasión babilónica del reino de Judá a fines del siglo VII a.C. Dicha invasión desemboca en la destrucción de sus ciudades, de Jerusalén y del templo, y en la deportación de una gran parte de su población, con lo que quedaron derruidos los pilares de su identidad nacional fundada en su relación especial con su Dios. Todo sugería que Dios los había abandonado.

A partir de esa crisis se plantearon inquisitivamente preguntas mil y se ofrecieron otras tantas respuestas. Las que se centraban en el destino de Israel y su futuro formularon esperanzas y expectativas que se irían reforzando con el tiempo. Tales convicciones las expresaron en lenguaje poético, que eventualmente caracterizará a la apocalíptica2. Se trata básicamente de la manifestación de la soberanía de Dios sobre la tierra, acompañada de fenómenos cósmicos, y de su juicio y castigo de las naciones impías, y la instauración de una tierra nueva para sus fieles. Ese género literario, aún incipiente en ese tiempo, fue tomando forma propia, hasta madurar en lo que conocemos como apocalíptica propiamente dicha. Por esto es importante detenerse para considerar esa matriz, que también lo es del apocalipsis escrito por Juan, a saber, la literatura judía que incluye el AT y los apócrifos judíos3. 1. La Biblia judía Cualquier persona que esté familiarizada con el AT, particularmente con los profetas, sentirá un fuerte sabor semítico4 al leer el Apoc. y se topará con una gran cantidad de frases e imágenes tomadas del AT. Eso se debe al hecho de que más de la mitad de los versículos del Apoc. (404) contienen una alusión a algún pasaje del AT5. No hay escrito del NT que tenga tantas alusiones, ecos, frases e imágenes tomadas del AT como el Apoc. Algunos estudiosos han pensado inclusive que era una obra judía inspirada en el AT, que luego fue adoptada y adaptada en el cristianismo6. Ese hecho sugiere, al menos, que el autor estuvo profundamente familiarizado con el AT e inclusive con otros escritos judíos, pues hay claras alusiones a «apócrifos judíos»7. Una cuestión importante es saber si Juan compuso el Apoc. inspirándose en el AT o si, al revés, recurrió al AT para encontrar expresiones e imágenes que le permitiesen componer su tema. Puesto más claramente, la pregunta es si para componer el Apoc. Juan partió de la realidad en la que estaban inmersos él y su comunidad, o si partió del AT e inspirado por él compuso una obra en esa vena. Por el momento dejamos la cuestión planteada. Juan nunca citó expresamente al AT; simplemente incorporó imágenes, frases, alusiones a su texto como si fueran parte integral del mismo, sin jamás decir de dónde las extrajo. El autor «creó» escenas usando elementos y colores del AT. De ese modo dejó una clara impresión de que se trata de un texto de origen divino, producto de visiones como las de los profetas de antaño. Este es uno de los rasgos del tipo de literatura al que pertenece el Apocalipsis. Contadas veces empleó Juan en el Apoc. textos o frases extensas del AT; lo que encontramos es un cúmulo de frases cortas. Pero, al encerrarlas en un nuevo

contexto, las hizo suyas. Con mayor frecuencia echó mano de reminiscencias y alusiones, particularmente de imágenes que se encuentran en el AT. Lo que Juan realmente hizo fue usar el lenguaje del AT (lo cual le da un sabor bíblico) combinándolo con libertad, de manera que producía una nueva imagen. Por ejemplo, para componer 1,12-16 tomó elementos de Ex 25, Zac 4, Dan 7 y Dan l0. La bestia en l3,2 está esbozada con rasgos tomados de las cuatro bestias de Dan 7. La imagen de los dos testigos en Apoc. 11 está inspirada en Zac 4, combinado con imágenes tradicionales de Moisés y Elías, para desembocar en una identificación con Jesús (11,8). Los estudios hechos de la gramática de las frases del AT empleadas en el Apoc. han puesto en evidencia que el autor estaba familiarizado con el texto hebreo, si bien sus citas son de una traducción griega. Eso indica que Juan era probablemente bilingüe, y que su mente era más semita que griega, más oriental que occidental.8 Estas sospechas explicarían muchos rasgos del Apoc., y el interés mismo por obras, temas, motivos y concepciones de corte apocalíptico, que se cultivaron precisamente en el judaísmo. Los libros del AT de los que más frecuentemente se ha alimentado Juan para la composición del Apoc. fueron Éxodo, Salmos, Isaías, Ezequiel y Daniel9. También se inspiró en otros apocalipsis ya existentes, inclusive en mitología griega y oriental, como veremos, además de usar conceptos y expresiones cristianos. No hay que olvidar que el Apoc. fue escrito en un mundo helenístico y para cristianos viviendo en ese mundo, en Asia Menor. Veamos todo esto con mayor detenimiento, pues es importante para comprender y apreciar el Apoc. El recurso al AT se debe no sólo al autor, sino al hecho de que la comunidad misma estaba familiarizada con el AT: era una comunidad judeo-cristiana. El hecho de que Juan presentara su obra como «profecía» es sumamente indicativo en sí mismo: entendía su obra como continuadora de esa corriente, pero sobre todo veía en Cristo el cumplimiento del «designio secreto de Dios como lo anunciaron los profetas» (Apoc. 10,7). De hecho, fue por eso por lo que Juan bebió de los escritos proféticos e imitó algunas de las visiones allí presentadas. Igual que los profetas de antaño, él también quería ser entendido como beneficiario de revelaciones divinas. Por todo eso se ha podido decir con propiedad que el Apoc. es «el clímax del profetismo»10, y por eso se comprenden las referencias constantes al AT. Una evidente conclusión de lo hasta aquí expuesto y que ampliaremos a continuación es que el hecho mismo de que Juan haya usado tantas veces el AT como fuente de términos e imágenes en la composición del Apoc. nos alerta sobre una fácil y ligera comprensión del Apoc. como producto de visiones reales, en lugar de

entenderlo como una composición literaria. Y si esto último es verdad, entonces se sigue la necesidad de conocer el contexto original del AT para captar el sentido de las imágenes y símbolos que el autor del Apoc. utiliza. Un ejemplo nos ayudará a clarificar lo que decimos: la plaga de las langostas de 9,7s no se comprende si aplicamos nuestra idea de langosta al texto, sino solamente cuando captamos el sentido que en la literatura profética tenía y era la forma de aludir a la invasión de los ejércitos. El hecho de que Juan estuviera familiarizado con tradiciones judías y que se inspirara en ellas y en la Biblia judía en particular para la composición del Apoc., se deduce fácilmente de las siguientes observaciones: a) Encontramos claras evocaciones de las plagas de Egipto en Apoc. 8 y 16. Los famosos rollos o libros en Apoc. 5,1 y 10,9s se inspiran en Ezequiel 2. La enemistad entre el dragón y la mujer en Apoc. 12, especialmente el v.17, evoca claramente a Gén 3,15: «pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y la suya». Cristo como cordero sacrificado (degollado) es una clara alusión al siervo sufriente de Yavé en Isa 53 y al cordero pascual de Ex 12, que evoca el sacrificio salvífico, un tema ya clásico en el cristianismo primitivo. b) También encontramos menciones explícitas de personajes y conceptos del AT: Sodoma y Egipto (11,8), Gog y Magog (20,8: Ezeq 38), Babilonia, Jezabel (2,20), Balaam y Balac (2,14). El cántico de Moisés (15,3: Ex 15) y expresiones consagradas como «león de Judá», «raíz de David» (5,5), «hijo de hombre» (14,14), «rey de reyes y señor de señores» (17,14; 19,16: Deut 10,17); «El que ha de regir a todas las naciones con vara de hierro» (12,5a; 19,15a: Sal 2,9); «Un cielo nuevo y una tierra nueva» (21,1: Isa 65,17; 66,22). La lista de las doce tribus (7,5-8) y la idea que Miguel era el adalid de los ángeles (12,7: Dan 12,1) provienen del Judaísmo. Encontramos además en el Apoc. frases claramente tomadas del AT, aunque muchas veces adaptadas, p. ej. de Jer 17,10 en 2,23, de Isa 22,22 en 3,7, de Os 10,8 en 6,16, de Isa 49,10 en 7,16, y de Jer 15,2 en 13,10. c) Ciertos pasajes han sido conformados gracias al recurso a textos apocalípticos del AT. Veamos algunos de éstos en sinopsis: - El anuncio de la venida próxima de Cristo, en 1,7, es un entramado de frases de Dan 7,13 y Zac 12,10.14. Apoc. 1,7 AT Vean que viene con las nubes Dan 7,13: ...en las nubes del cielo venía...

Y lo verán todos, incluso a los que lo traspasaron Y por él se lamentarán

Zac 12,10b: En cuanto a aquel quien traspasaron, harán lamentación por él... Zac 12,12: Y se lamentará el país todas las tribus de la tierra. cada familia aparte... - La caracterización de cada uno de los cuatro «seres vivientes» en 4,6-8 calca aquellas en Ezeq 1,4-14 (esp. v.10) e Isa 6,23. Ejemplos semejantes encontramos si comparamos la descripción de Cristo en Apoc. 1,13-15 con las visiones de Daniel en los capítulos 7 y 10, y los famosos cuatro jinetes en Apoc. 6,2-8 evocan las visiones de Zacarías 1,8-10 y 6,1-7. Las calamidades en 8,7-9,11 son claras reminiscencias de plagas de Egipto: la primera trompeta recuerda la séptima plaga (parcialmente citada: Ex 9,24); la segunda y la tercera trompetas recuerdan la primera plaga (Ex 7,20), la cuarta rememora la novena plaga (Ex 10,21ss), la quinta trompeta evoca la octava plaga (Ex 10,1ss). Es sobre todo importante señalar la numerosa presencia de los profetas Isaías, Ezequiel y Daniel como fuente de inspiración para el autor. Para hablar de la bestia se inspira en Daniel, para presentar a la prostituta en Ezequiel y para la nueva Jerusalén en Isaías y en otros textos proféticos. La bibliografía especializada así lo señala11. Conclusión Todo esto significa que Juan utilizó el AT para su redacción del Apoc., es decir, utilizó material que le precedía y sirvió para su propia obra. Por lo tanto, las descripciones, imágenes, símbolos y metáforas provenientes del AT no deben entenderse como reportajes de visiones, sino como elementos de composiciones literarias. Son los colores con los cuales ha pintado sus cuadros apocalípticos. De todo lo dicho anteriormente se deduce que Juan era buen conocedor del AT e hizo buen uso de él. Pero su trabajo no se redujo a un simple copiar sin orden y sin sentido. Su obra es una obra pensada y original que consiste en hacer una lectura cristiana de los textos del AT. Por eso el centro de su obra no está en el AT sino en la figura de Cristo y en su misterio pascual, en el que toda la Escritura tiene su cumplimiento. 2. Los apócrifos Además de inspirarse y apoyarse en escritos del AT, Juan también tuvo presentes

otros escritos que ahora son parte de los llamados apócrifos, desconocidos para la mayoría, pero no por eso menos importantes para nosotros por cuanto, como representantes de la corriente apocalíptica, nos ayudan a situar y comprender mejor la obra de Juan. Entre éstos conocemos el 1er. y 2do. libros de Henoc, 2do. libro de Esdras, 2do. libro de Baruc, los apocalipsis de Sofonías, de Abraham, de Moisés y de Elías, la asunción de Moisés, además de otros que contienen extensas secciones apocalípticas, entre las que destacan los Testamentos de los Doce Patriarcas y de Job, el libro de Jubileos, y los Oráculos Sibilinos, por mencionar solamente aquellos cercanos al tiempo de Juan. Uno de los apócrifos más populares fue 1 Henoc, que es una colección de apocalipsis, que datan entre el siglo II a.C. y I d.C. Al margen de las semejanzas lingüísticas con el libro del Apoc., 1 Henoc contiene los mismos conceptos, inclusive el mismo esquema que encontramos en el Apoc. 1 Hen 39-40 es una grandiosa visión de un trono celestial rodeado de espíritus y cuatro arcángeles (cf. Apoc. 4-5). La figura central es un «hijo de hombre», figura mesiánica (frecuente en el NT; cf. Apoc. 1,13). Este se sentará en el trono de Dios (1 Hen 45,3; 51,3). El día del juicio causará aflicción a los pecadores (45,2; 69,27ss), los destruirá con la palabra que sale de su boca (62,2; cf. Apoc. 19,15.21), y los reyes serán arrojados a las profundidades (53,1-5; 56,8) y se quemarán con fuego (48,9; 54,1-6; 63,10). Los justos, en cambio, vivirán con él en una tierra nueva (48,3-6; 61,8-13; cf. Apoc. 21). Veamos algunos pasajes que nos recuerdan el vocabulario y los temas del Apocalipsis12. 1 Hen 9,4: Los ángeles exclaman: «Tú eres Señor de señores, Dios de dioses, Rey de reyes.» El mismo título, si bien en orden inverso, se encuentra en Apoc. 17,14 y 19,16. 1 Hen 10,12s: En cuanto al principal adversario y sus aliados, Dios ordena: «Átalos por setenta generaciones bajo los collados de la tierra hasta el día de su juicio definitivo, hasta que se cumpla el juicio eterno. En ese día serán enviados al abismo de fuego, al tormento, y serán encadenados en prisión eternamente.» Esa orden nos recuerda el destino final del dragón en Apoc. 20: el ángel «lo encadenó por mil años, lo arrojó al abismo... hasta que se cumplieran los mil años» (v.2s). «Y el diablo fue arrojado al lago de fuego y azufre, donde están también la bestia y el falso profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (v.10). 1 Hen 22,5: «Y vi los espíritus de los hijos de los hombres que habían muerto, cuyas voces llegaban hasta el cielo quejándose...»

47,2: Llegará el día en que «unirán sus voces los santos que moran en lo alto de los cielos y ... bendecirán el nombre del Señor de los espíritus por la sangre de los justos que fue derramada... para que se les haga justicia y no haya de ser eterna su impaciencia». Son dos textos notoriamente semejantes a Apoc. 6,9s: «las almas de los degollados por causa de la palabra... clamaron con gran voz diciendo: «¿Hasta cuándo, oh Señor, santo y veraz, estarás sin juzgar y sin vengar nuestra sangre de los que moran sobre la tierra?» Otros textos que se pueden consultar y comparar son: 1 Hen 14,18-23 es una descripción del trono de Dios que, en ciertos rasgos, se asemeja a descripciones que leemos en Apoc. 1 y 4; 1 Hen 22,9-11 nos recuerda los juicios y destinos en Apoc. 20 con sus enigmáticas menciones de la primera resurrección y la segunda muerte. 1 Hen 63,2-4 es un cántico que nos recuerda particularmente Apoc. 15,3s. Los elementos que se alaban y los calificativos mencionados (señor de reyes, de gloria, de sabiduría, poderoso, glorioso, justo) los encontramos todos en diversos himnos en el Apoc. En 2 Baruc, probablemente contemporáneo del Apoc., hallamos notorias semejanzas con éste. El autor espera una intervención definitiva de Dios pronto (19,5; 20,1s; 88,1ss) -después que ocurrió la destrucción del templo en Jerusalén a manos de los romanos, lo que ocasionó el escrito. Ese final será precedido por una serie de calamidades (27,1-15), de las cuales sólo los justos serán protegidos (29,1s). Los nombres de los justos, que están contados (23,4s), están escritos en libros (24,1). Los pecadores morirán aplastados por el terremoto o consumidos por fuego (70,710), o morirán a espada (72,2-6). Un tiempo de paz y prosperidad (29,4-8) se instaurará después de la primera venida del Mesías (25,5-8). En un segundo momento, después de la resurrección de los muertos, se instaurará un nuevo paraíso (c.48-52; cf. Apoc. 20). 2 Esdras, también contemporáneo del Apoc., consta de una serie de siete visiones, escritas por orden de Dios (14,23ss). El fin de los tiempos, que se prevé para dentro de muy pronto (4,26; 5,51-55), será precedido por un período de calamidades (5,1-13; 6,17-24; 9,1-13). Antes del juicio final, habrá un período de 400 años durante los cuales los fieles gozarán de la presencia del Mesías (7,28-35; cf. Apoc. 20). Los enemigos de Dios serán destruidos por él, quemados por un chorro de fuego y chispas que saldrán de su boca (cap. 13). El esquema o conceptualización de una guerra entre Dios y Belial o Satanás, con la victoria por parte de Dios, en favor de sus fieles, y la consecuente destrucción o el castigo doloroso de sus adversarios, se encuentra en no pocos escritos apocalípticos,

y ya antes en el AT mismo. Inclusive fue el tema de uno de los escritos encontrados en Qumrán: «La guerra de los hijos de la luz con los hijos de las tinieblas» (1QM), que incluye la guerra en los cielos entre Miguel y Belial con sus respectivos ejércitos (cf. Apoc. 12,7s). De hecho, temas centrales que tienen un papel estructural en la obra de Juan se encuentran también en otras obras apocalípticas:13 a) La destrucción de este mundo pecador y malvado en Isa 13,9-13, 24,18-23; Jer 4,23-28; 1 Henoc 1,7; 45,4ss; 69,27s; 91,14; 100,4s; 2 Baruc 70; 2 Esdras 6,20-29; 7,28ss. b) La instauración de un mundo nuevo, en Isa 25,6ss; 65,17ss; Zac 14,6-9; 1 Henoc 91,16s; 2 Baruc 39-40; 44,12-15; 48-50; 2 Esdras 7,31.112ss; 8,52ss. c) La convicción de que estos acontecimientos ocurrirían en un futuro inmediato también se encuentra en Isa 13,6; 55,1013; Jer 25,8-14; 29,10-14; Sof 1,14-18; Ag 2,20-23; Dan 9,24.27; 11,36; 1 Henoc 89,68-90,5; 2 Baruc 27,1-28,2; 54,1.17; 70-74; 85,9-15; 2 Esdras 4,26.48-50; 5,55. d) La convicción de que la victoria definitiva será de Dios sobre los impíos e infieles se encuentra, cual hilo conductor, en todas las obras apocalípticas, empezando por los profetas de antaño (cf. Jer 46-51; Ezeq 38-39; Amós 1-2; Zac 9; Dan 7-8). Al origen de estos conceptos de guerra está la antigua concepción de Dios como guerrero, que pelea contra sus enemigos, a menudo en favor de su pueblo escogido (cf. Ex 15; Dt 7; 20)14. Era ésta una ideología de la «guerra santa», compartida con otros pueblos, reavivada por los esenios de Qumrán (1QM). Tenemos que destacar también que la idea de un «día del Señor» en que se llevaría a cabo el juicio divino, marcado por la destrucción, era tradicional en el profetismo y se encuentra también en la apocalíptica. Isa 13 menciona ese día del Señor en relación con Babilonia. Sin embargo, mientras que para los profetas sería un día de juicio para Israel, para los apocaliptistas sería de carácter cósmico y universal. Ahora bien, el hecho de que se encuentren las mismas imágenes, inclusive expresiones, en dos libros diferentes no necesariamente significa que uno se prestó (o plagió) de otro. Se puede explicar como coincidencia, más aún si se trata de expresar un mismo concepto común. Pero cuando el número de tales «coincidencias» lingüísticas deja de ser ocasional para ser llamativamente frecuente, lo más probable

es que se trata de un verdadero empréstito o, dicho más clara y directamente, se trata de una dependencia más que lingüística o idiomática. Apunta más bien a una dependencia literaria y conceptual de una o más obras para la composición de otra. Esto se refuerza cuando encontramos la misma secuencia temática. Lo cual significa, en términos concretos, que Juan compuso el Apoc. inspirándose en otras obras literarias, como las expuestas, o que utilizó imágenes y conceptos que eran comunes en esa época. Eso no significa que la razón de ser del Apoc. fue la de constituir una obra literaria para el deleite artístico de sus lectores. Como veremos en otro apartado, lo cierto es que respondía a una coyuntura sentida como hostil al cristianismo, y la finalidad de Juan al escribir esta obra era animar a los cristianos a permanecer fieles a su fe a pesar de las adversidades incluida la muerte. 3. Paralelismos cristianos En el Apoc. encontramos también conceptos y expresiones cristianos que ya eran comunes cuando Juan escribió el Apoc. Así, por ejemplo, en 1 Cor 15,23-26, Pablo presentó una secuencia de acontecimientos del final de los tiempos que nos recuerdan al Apoc., particularmente la afirmación de que Cristo «destruirá todo principado y toda potestad y poder, porque él tiene que reinar hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies; y el último enemigo en ser sometido será la muerte» (v.24s), después de lo cual Dios reinará soberanamente sobre todo. Algo parecido leemos en Col 1,13: Dios «nos liberó del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo». Jesús, presentado como Cordero de Dios, ya nos es conocido del evangelio de Juan (1,29.36). Otros paralelos notorios son el pequeño apocalipsis en Mc 13 par. Mt 24 y Lc 21, y en 2 Tes 2, que el lector haría bien en leer para convencerse de la semejanza en imágenes e ideas. A éstos se pueden añadir los textos escatológicos en los evangelios sinópticos. Nos encontramos, pues, con conceptos comunes en el cristianismo naciente, como la victoria de Dios por medio de Cristo sobre los poderes del pecado y el juicio final con el castigo en el infierno de los impíos. Un indicio adicional de que el Apoc. es una composición literaria, no una serie de reportes de visiones, son los paralelismos internos que la obra misma muestra. Veamos los más notorios: - La descripción de la visión en Apoc. 14,1-5 repite muchos rasgos que están en la visión de Apoc. 5,6-11. - El inicio de las visiones en los cap. 17 y 21 es semejante, por lo que el autor

quiere establecer un cierto paralelismo entre ambas visiones: 17,1ss 21,9s Y vino uno de los siete ángeles Y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas, que tenían las siete copas... y habló conmigo diciendo: y habló conmigo diciendo: Ven, te mostraré el juicio Ven, te mostraré contra la gran prostituta, a la desposada, la que está sentada... la esposa del cordero. Y me llevó en espíritu Y me llevó en espíritu a un lugar desértico. a un monte grande... La mujer es «Babilonia la La esposa es «Jerusalén grande, la madre de... que bajaba de la tierra». (v.5) del cielo de parte de Dios». (v.2) - Lo mismo se puede decir del encuentro con el ángel en 19,9-10, que está descrito prácticamente con las mismas palabras que en 22,6.8-9. A estos habría que añadir el hecho de que tenemos tres series de calamidades: la de los sellos (c.6), la de las siete trompetas (c.8 y 9), y nuevamente una serie de siete copas de la ira (c. 16), que demuestran que el Apoc. es una composición literaria poética, fruto de la imaginación y de la fe del autor, y no un reportaje de algo visto realmente por él. 4. La mitología Para concluir, no podemos dejar de mencionar el recurso a mitos, o la influencia de éstos en la obra de Juan. Esto no debería extrañarnos. Ya lo observamos en mitos que se encuentran también en el AT, como los de los monstruos marinos. Además, recordemos que el autor vivía en el mundo helenista, donde abundaban los mitos. El recurso a mitos se observa claramente en Apoc. 12-13, particularmente del tipo de enfrentamientos entre una mujer y un monstruo, que se conocen de la antigüedad. En efecto, de los acadios era conocido el mito del monstruo de siete cabezas, Tiamat, que ataca a los seres celestiales pero es muerto por Marduk, y cuya muerte arrastra consigo a un tercio de las estrellas. En el Egipto helénico encontramos el mito de la diosa Isis acechada por el dragón Set, que busca matar a su hijo Horus, pero es finalmente muerto por este último. En Grecia, la diosa Leto es perseguida por la serpiente Pitón, que intenta matar a Apolo, hijo de Leto, pero logra salvarse huyendo con su hijo a Delos. Más tarde, Apolo mata a Pitón. Ambos mitos fueron eventualmente mezclados. El denominador común es la lucha entre el principio de la vida y el de la muerte, visible incluso en el eterno retorno de las estaciones15.

Una variante de estos mitos es la existencia de relatos en que el nacimiento de un héroe está rodeado de amenazas de muerte. Como ejemplos podemos ver el conocido relato del nacimiento de Moisés frente a la orden del faraón de matar a los niños judíos, y luego el nacimiento de Jesús frente a Herodes y los niños inocentes --que huye con sus padres por el desierto nada menos que a Egipto (Mt 2,13-15). En algunas narraciones populares, cuando crece el héroe éste destruye al rey que estaba ilegítimamente sentado sobre el trono, inclusive lo mata. En Egipto existía el mito del combate entre el sol y las tinieblas que tratan de matar al sol, pero siempre resurge cual ave Fénix. La imagen de la mujer que está por dar a luz a un niño se halla fresca aún en Qumrán, en 1QH 3,7-13, aludiendo a Isa 7,14. Recordemos que Juan hace remontar el antagonismo mujer-dragón a Gén 3,15, donde además se le dice a la mujer que dará a luz con dolores de parto. Su representación en Apoc. 12,1 con astros celestiales puede ser natural para un ser «divino», pero en ese tiempo también era conocido el mito de Artemisa, la gran diosa en Éfeso, cuyos símbolos eran las estrellas y la media luna. Igualmente, la popular diosa Isis era aclamada como «sol femenino», «señora de las estrellas/del sol». En Cyme (Asia Menor) se ha encontrado una representación de Isis con el sol, la luna y las estrellas. En el cap. 12 Juan podría estar contraponiendo el símbolo de la mujer parodiando el culto de esas divinidades. Las guerras de los dioses y las persecuciones por parte del jefe de los demonios corresponden a los múltiples mitos de duelos entre dioses, siendo el derrotado ejecutado o en su defecto expulsado de los predios del dios vencedor. A menudo, como consecuencia de su derrota, el vencido se desquita con los habitantes de la tierra. Es el caso del combate entre Marduk y Tiamat, entre Baal y Mot, de Zeus contra los Titanes, particularmente Tifón, y de Apolo contra Pitón. El relato de «los ángeles caídos», en Apoc. 12,7-9, tampoco es novedoso. Una versión similar se encuentra en mitos expuestos en Gén 6,1-4, 1 Henoc 6 y Jubileos 5,1-11. El más notorio está en 2 Henoc, probablemente contemporáneo al Apoc.: «Uno de los coros de los arcángeles se desvió junto con la división que estaba bajo su autoridad. Concibió la descabellada idea de poner su trono encima de las nubes que están sobre la tierra y que sería igual a mí en poder. Y yo lo arrojé de las alturas junto con sus ángeles» (29,4s; cf. Lc 10,18). Como trasfondo, nos encontramos con una visión parecida en Isa 14, referida al rey de Babilonia: «¡Cómo has caído de los cielos, Lucero, hijo de la Aurora (= Lucifer)! ¡Has sido

abatido a tierra, dominador de naciones!... Tú que habías dicho en tu corazón: «Al cielo voy a subir, por encima de las estrellas de Dios alzaré mi trono...» ¡Ya! Al sheol has sido precipitado, a lo más hondo del pozo» (v.12-15). La confrontación de Miguel con el dragón, cada uno con su ejército (Apoc. 12,7), hace eco a Dan 10,13-21, donde Gabriel, ayudado por Miguel («de los primeros príncipes»), es confrontado por los ángeles guardianes («príncipes») de Persia (cf. Judas 1,9). Es notorio que Miguel es mencionado frecuentemente en los apócrifos como el ángel protector de Israel (cf. Dan 12,1). Los monstruos en Apoc. 13 no son diferentes de Leviatán, Rahab y Behemot, conocidos en escritos del AT. Leviatán es un mitológico monstruo del mar16. Según un poema cananeo, Leviatán o Litán, un monstruo del caos, fue ejecutado por Baal. Según el Sal 74 fue ejecutado por Yavé -Isa 27,1 sitúa esa ejecución al final de los tiempos (refiriéndose a Egipto o a Babilonia). Rahabse asemeja mucho a Leviatán, si no es el mismo (mencionado sólo en el AT)17. En Isa 51,9 se le menciona como el monstruo despedazado por Dios. Notorio es que en Sal 87,4 e Isa 30,7 Rahab designa a Egipto -es decir, un monstruo simboliza a un poder político. No extrañe que en Ezeq 29,3ss y 32,2-8 el faraón es designado como un «dragón» (término usado para Rahab también en Isa 51,9); y en el Salmo de Salomón 2,29 el general romano Pompeyo es llamado «el orgullo del dragón». Behemot es el gran monstruo de la tierra18. Un monstruo parecido es conocido de la mitología acadia en la figura del famoso Tiamat. En Isa 27,1 se identifica a Leviatán como el monstruo marino, calificado como «el dragón», la serpiente. El monstruo del mar, que representa poderes del caos, es designado como «dragón» en Isa 51,9; Ezeq 29,3; 32,2; Sal 74,13; Job 7,12. Notoria es la amplia presentación de Behemot y Leviatán en Job 40,15-41,26, que merece ser leída. Estos dos monstruos suelen aparecer juntos: «En ese día (primigenio) fueron asignados (lit. separados uno de otro) los dos monstruos, el femenino llamado Leviatán, para morar en el abismo del mar sobre las fuentes de las aguas, y el masculino denominado Behemot, que ocupará con su pecho el desierto inmenso...» (1 Henoc 60,7s). En 2 Esdras leemos: «Asignaste a Behemot como su territorio una parte de la tierra que fue secada el tercer día (de la creación), un país de mil montes. A Leviatán le diste la séptima parte, las aguas» (6,49; cf. también 2 Baruc 29,4). Estos pasajes, contemporáneos del Apoc., nos recuerdan a Apoc. 13: «Vi salir del

mar una bestia... Vi subir de la tierra otra bestia...». A pesar de las semejanzas del lenguaje y de los símbolos, debemos tener presente que el recurso a la Biblia judía, a «apócrifos», y a mitos, por parte de Juan, era con fines comunicativos: mediante las imágenes, cuadros y símbolos tomados de allí expresaba su mensaje. Eran ni más ni menos que los colores con los que pintó sus cuadros; los colores provienen del AT y otras fuentes, pero los cuadros han sido pintados por Juan, y el mensaje es el que Juan, inspirado por Dios, quiso comunicar a los cristianos en su mundo. Podríamos decir que los colores, las imágenes y los símbolos han sido «bautizados» o cristianizados. Todos ellos sirven ahora para proclamar que Cristo es Rey de reyes y Señor de la historia, y vencedor único de todos los monstruos o fieras que amenazan la historia de los hombres. En síntesis podemos decir que este capítulo ha puesto de relieve que: 1) Juan era un hombre familiarizado con la Biblia y de ahí tomó muchas de sus imágenes en la composición de su Apocalipsis. Conocer la Biblia es, por lo tanto, un camino obligado para entender correctamente el Apoc. 2) Hay un trasfondo histórico y cultural (la literatura apocalíptica) que tiene temas comunes con Juan. El mismo lenguaje para una misma época y una misma problemática. Sin embargo, es una obra de carácter independiente, aunque tenga lenguaje común con otras obras en las que se inspiró, o de las que inclusive se prestó expresiones. La originalidad joánica se descubre al comparar el Apoc. con dos obras de la apocalíptica judía contemporáneas: 2 Baruch y 2 Esdras. En estas obras predominan los discursos y no la visión como en Juan. En estas obras hay sólo tres visiones que ocupan 36 versos de 693 en 2 Baruch y unos 100 versos de 718 en 2 Esdras19. Juan tiene muchas visiones, pero armónicamente orientadas a una unidad: el plan de Dios en Cristo. 3) La obra de Juan es original, no un simple plagio de otras. Esto se manifiesta particularmente en la libertad con que trata los textos bíblicos o apocalípticos, y en la total referencia a Cristo como centro de su visión. Claro ejemplo de ello es la superposición de símbolos en Apoc. 11: Elías, Moisés, Cristo, Sodoma, Egipto, etc, y en el cap. 5: Cristo es león, cordero, pastor y raíz de David. Una consecuencia de todo esto es la unidad de la obra a pesar de todas las contradicciones que podamos descubrir. Es una obra pensada y estructurada, aunque no siempre logre la perfección. De hecho, se ha podido decir que un apocalipsis lógico y ordenado no es un apocalipsis.

1 Cf. G. Aranda-Pérez, «El destierro de Babilonia y las raíces de la apocalítica», en EstBib (1998), 335-355, así como A. Lacocque, «Le temps des Apocalypses», en LumetVie 31(1982), 3-12. 2 Sobre el origen de la apocalíptica vea P.D. Hanson, The Dawn of Apocalyptic, Filadelfia 1979 (2da. ed.), especialmente el cap. I y el Apéndice final, y E. Jacob, «Aux sources bibliques de l´Apocalyptique», en L. Monloubou (ed.), Apocalypses et Théologie de l’Espérance, Paris 1977, cap. II. 3 En su estudio The Apocalyptic Imagination, Nueva York, 1992 (2da. ed.), J.J. Collins ofrece una magistral síntesis. 4 Llámase «semítico» a todo aquello de proveniencia del mundo semita, es decir, de aquellos pueblos arraigados en el Oriente Medio, entre los que se encuentra Palestina (o Judea). Sus idiomas se conocen como lenguas semíticas, que incluyen el hebreo y el arameo, en los que se escribió el AT. Aun traducido al griego (LXX), el AT no perdió su sabor semítico. 5 Una amplia y fresca información sobre el trasfondo del AT presente en el Apocalipsis se encuentra en el libro de G.K. Beale, John’s Use of the Old Testament in Revelation, Sheffield 1998. Una lista de frases del Apoc. que aparentemente provienen del AT se puede encontrar en el apéndice del NT Griego. ed. E. Nestlé y K. Aland et al. Más detalladamente, R.H. Charles, The Revelation of St. John (ICC), vol.I, Edinburgo 1920 (=1975), lxv-lxxxiii; U. Vanni, Apocalisse e Antico Testamento, Roma 1987; y especialmente, aunque exagerado, G. Stählin, 700 Parallelen. Die Quellgründe der Apokalypse, Berna 1951. En castellano, vea el comentario de A. Läpple, El Apocalipsis de san Juan, Paulinas, Madrid l97l, pp. 28-42. 6 Es el enfoque del voluminoso comentario de J. Massyngberde Ford, Revelation (AB), Garden City 1975. 7 Hablar del Antiguo Testamento en esos momentos es un anacronismo, pues en realidad la «Biblia» judía todavía no estaba totalmente fijada; en algunas sinagogas se consideraba como parte de las Escrituras a obras que más tarde quedaron marginadas del canon sagrado. Vea al respecto J. Trebolle, La Biblia judía y la Biblia cristiana, Madrid 1993, cap. II. 8 Vea la discusión reciente y la bibliografía en D.D. Schmidt, «Semitisms and Septuagintalisms in the Book of Revelation», en New Testament Studies 37(1991), 592-603, además de G. Mussies, The Morphology of Koine Greek as Used in the Apocalypse of St. John. A Study in Bilingualism, Leiden 1971.

9 De Éxodo hay 42 frases y alusiones; de Isaías 122; de los Salmos un centenar; de Ezequiel algo más de 80, y de Daniel 74 (según el Apéndice de citas en el NT Griego ed. por K. Aland et al). 10 Es el título de la obra sobre el Apoc. de R. Bauckham, The Climax of Prophecy, Edimburgh 1998. 11 A. Vanhoye, en su estudio «L’utilisation du livre d’Ezéquiel dans l’Apocalypse», Biblica 43(1966), 475, destaca los siguientes: Apoc. 18,9: Ezeq 27,33; Apoc. 18,10: Ezeq 26,16-17; 27,31b.35; Apoc. 18,11: Ezeq 27,31b.36; Apoc. 18,12-13: Ezeq 27,12-24; Apoc. 18,15: Ezeq 26,16; 27,31b; Apoc. 18,16: Ezeq 28,13; Apoc. 18,17a: Ezeq 23,22-29; Apoc. 18,17b-18: Ezeq 27,28-30a.32; Apoc. 18,19: Ezeq 27,30b.31b; Apoc. 18,21: Ezeq 27,26.27.34; Apoc. 18,21c: Ezeq 26,21; Apoc. 18,22: Ezeq 26,13. Para la presencia de Isaías se puede ver J. Fekkes, Isaiah and Prophetic Traditions in the Book of Revelation, Sheffield 1994. Para mayores detalles sobre lo expuesto, vea especialmente J.M. Efird, Daniel and Revelation, Valley Forge 1978, G. Beale, The Use of Daniel in Jewish Apocalyptic Literature and in the Revelation of St John, Lantham 1984 (cf. su actualización en Biblica 1986, 539-543), A. Vanhoye, art. cit., 436-476, J.-P. Ruiz, Ezekiel in the Apocalypse, Frankfurt 1989, y la reciente excelente síntesis de S. Moyise, The Old Testament in the Book of Revelation, Sheffield 1995. 12 Texto castellano por F. Corriente y A. Piñero, en A. Diez Macho (ed.), Apócrifos del Antiguo Testamento, vol. IV, Madrid 1984. 13 C. Holman, Till Jesus Comes. Origins of Christian Apocalyptic Expectation, Peabody 1996, 42s. 14 Entre la vasta literatura sobre el tema, vea el estudio clásico de G. von Rad, Der Heilige Krieg im alten Israel, Zurich 1951, además P.D. Miller, The Divine Warrior in Early Israel, Cambridge, Mass. 1973, y M.C. Lind, Yahweh is a Warrior, Scottdale 1980; X. Picaza, El Señor de los Ejércitos. Historia y Teología de la guerra, PPC, Madrid 1997, el capítulo IV «La guerra en el Apocalipsis». 15 Para detalles y discusión sobre éstos y otros mitos afines, vea A. Yarbro Collins, The Combat Myth in the Book of Revelation, Missoula 1976, esp. 65-85; más específicamente J. Day, God’s Conflict with the Dragon and the Sea, Cambridge 1985. 16 Isa 27,1; Sal 74,14; 104,26; Job 3,8; 40,25ss; también 2 Esdras 6,49.52; 2 Baruc 29,4; 1 Henoc 60,7; Apoc. Abrahán 10,10; 21,4. Es notorio que en la LXX se tradujo Leviatán por Drakôn.

17 Cf. Isa 30,7; 51,9; Sal 87,4; 89,11; Job 9,13; 26,12. 18 Mencionado en Job 40,15; 2 Esdras 6,49ss; 2 Baruc 29,4 y 1 Henoc 60,8. Behemot es masculino, y Leviatán femenino. 19 R. Bauckham, op. cit., 177.

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Las coordenadas históricas del Apocalipsis

En este capítulo queremos detenernos en una cuestión importante para el resto de las discusiones, a saber, la de determinar cuándo y dónde fue compuesto el Apocalipsis. Se trata de las coordenadas que permiten situar la obra en el espacio y el tiempo históricos con los cuales el autor interaccionó, a los cuales se estaba refiriendo. El autor no escribió en el vacío, en una burbuja, aislado del mundo real. Este capítulo, que se complementará con otros sobre aspectos históricos más concretos, incluirá algunas observaciones acerca del autor. 1. Lugar de composición No sabemos dónde exactamente fue escrito el Apoc., pero lo más probable es que fuera en algún lugar de la costa Egea de Asia Menor, donde había una comunidad cristiana, posiblemente cerca de Éfeso, que se encuentra a unos setenta Kms. de la isla de Patmos. En base a 1,9, es común afirmar que el Apoc. fue escrito en la isla de Patmos. Sin embargo, una lectura atenta de ese pasaje revela que cuando Juan escribió ya no se encontraba en Patmos: dice «me encontraba (egenómên, pasado) en la isla llamada Patmos» cuando tuvo la «visión» que narró a continuación. «Me encontraba», pero ahora no me encuentro. El autor parece destacar la diferencia entre el lugar en que se tiene la visión y el lugar en que se escribe la misma. Por el hecho de ser destacado, el lugar donde tuvo la «visión» es diferente del de la narración de la misma1. De todos modos no es tan importante el lugar desde donde escribe, del cual solamente podemos hacer suposiciones, pero preferimos, con muchos autores, separar la fecha de la estadía en Patmos de la fecha de la escritura del Apoc. 2. Fecha de composición Como la mayoría de escritos en la antigüedad, el Apoc. no indica la fecha de su

composición. Podemos tratar de deducirla por indicaciones externas o internas al texto, es decir, por las relaciones que en el texto se establecen con acontecimientos que son conocidos por otras fuentes o indicios. Según Ireneo (+202), reportado por Eusebio de Cesarea, las visiones narradas en el Apoc. habrían tenido lugar «no hace mucho tiempo», «hacia fines del reinado de Domiciano» (81-96) (Adv. Haer. 5,30.3; H.E. 3,18.1). Victorino de Pettau (+304), que escribió el comentario más antiguo al Apoc. que conocemos, lo sitúa también en tiempo de Domiciano (Apoc. 17,10), al igual que san Jerónimo (De vir. ill. 9). Esta es la opinión de la gran mayoría de estudiosos hoy, que contrasta con el siglo pasado, cuando la opinión predominante era que había sido compuesto bajo Nerón2. Veamos los indicios internos. Las cartas en Apoc. 2-3 son indicadoras de que fue escrito cuando la misión de Pablo pertenecía al pasado. Por un lado, se observa que se han agudizado las tensiones internas, típicas de la segunda o tercera generación: enfriamiento de la fe (2,4; 3,15s), gnosticismo bien marcado (2,6.15). La segunda carta está dirigida a la comunidad de Esmirna que, por lo que sabemos, todavía no existía en tiempos de Pablo (cf. Polic. 11,3). A la comunidad de Laodicea se le recrimina jactarse de sus riquezas (3,17), que le crean un espíritu de autosuficiencia, es decir, viven prósperamente. Eso significa que Laodicea no sólo ya había sido reconstruida después del devastador terremoto del año 61, sino que ya habían pasado no pocos años hasta llegar a ser otra vez notoriamente rica. Roma es llamada «Babilonia». Esta designación la encontramos en el NT también en 1 Pdr 5,13, escrito desde Roma: «los saluda la iglesia que está en Babilonia, elegida como ustedes». En el Apoc., Babilonia era, como tantas otras designaciones, un símbolo (14,8; 16,19; 17,5; 18,2.10.21). La Babilonia de antaño se había reducido en el primer siglo al tamaño de un simple e indefenso pueblo. El nombre de Babilonia, para los judíos, evocaba la destrucción de Jerusalén, particularmente del templo en el siglo VI. Al designar a Roma como Babilonia, se estaba aludiendo a la destrucción del templo por parte de los romanos el año 70, bajo Tito3, evocando la ocurrida en el siglo VI a.C. Esto significa que el Apoc. fue escrito después del año 704. Significativa es la mención en Apoc. 13,3 de que «una de sus cabezas (de la bestia) estaba como herida de muerte, pero su herida mortal se había curado». Si entendemos que la bestia se refiere al Imperio y las cabezas a sus reyes o emperadores, entonces la mención críptica de 13,3 se refiere a un emperador con esa característica -además de las que da a continuación, en los v.4-7. Ese rasgo corresponde a la conocida leyenda preservada por Tácito en su Historia, que afirmaba que Nerón no murió sino que huyó, donde indica además que tres

personajes aparecieron pretendiendo ser Nerón de retorno, en los años 69, 79 y 88 respectivamente (1,2; 2,8-9; 3,1). También mencionan dicha leyenda Suetonio (Ner. 57,2), el Oráculo Sibilino (4,119-124; 137-139) y la Ascensión de Isaías (4,2). Dión de Prusa, que escribía a fines del primer siglo, anotó que muchos todavía creían que Nerón estaba vivo (que sobrevivió al atentado contra su vida) y ansiaban ver su retorno (Or. 21,10). Cuenta que un tal Terensio Máximo, en tiempos de Tito, consiguió seguidores en Asia que le proclamaron ser Nerón, pues él supuestamente había huido a Partia y fue acogido allí (Or. 66,19.3; cf. 64,9.2). De ser así, tenemos que concluir que el Apoc. fue escrito después de la muerte de Nerón. Esta leyenda explica también la identificación de la bestia en Apoc. 17,11, la cual, «aunque constituye el número ocho, es también de los siete», es decir, es uno de esos siete que reaparece más tarde en la escena5. Esto supone que el octavo tiene rasgos característicos que son similares o recuerdan a uno de los siete reyes anteriores. Sería el caso si se trataba de su temperamento y de persecuciones en su tiempo, aspectos sensibles para los cristianos: éstos verían naturalmente en la persona de Domiciano a un personaje -designado en 13,18 como 666, cifra que corresponde al hebreo QaiSaR NeRONcon los mismos rasgos negativos de Nerón, particularmente la violencia. Añadamos que la preocupación con el culto imperial, que claramente está presente en el Apoc., se asemeja a aquella de Hch 19 también en Éfeso (Hch fue escrito a fines de los años 80, probablemente en Éfeso), y allí ya se acusaba a los cristianos de todo tipo de aberraciones: incesto, canibalismo ritual, hurtos, además de rebelión y lesa-majestad. De todos modos, el Apoc. fue escrito cuando los cristianos vivían en un clima de hostilidades, de enfrentamientos, no de paz. Eso es evidente tanto por el empleo de este género literario como por los contenidos del Apoc. ¿Cuándo se dieron esas circunstancias (en Asia Menor, no en Roma)? Para responder, además de las indicaciones hasta aquí dadas, tenemos que tener en mente aquellas que investiguen el clima religioso desfavorable al cristianismo en Asia Menor, con sus secuelas sociales y económicas, a las que alude el Apoc., y que nos ocupará más adelante. Estudios detallados sobre el tema nos presentan notorias semejanzas entre el Apoc. y los apócrifos 2 Esdras y 2 Baruc en particular, que datan del último tercio del primer siglo d.C. Estas se explican como dependencias literarias o al menos como temática común de la época. Hemos visto que Juan recurrió a otras obras del mismo género para apropiarse frases, símbolos y metáforas de ellas. Quienes han estudiado estas relaciones atentamente coinciden en la opinión de que Juan bebió de las mencionadas obras, y probablemente también del Apocalipsis de Abrahán, como hemos visto en el capítulo dedicado al tema6. De ser así, entonces el Apoc. debe datar de fines del primer siglo.

A la luz de toda la evidencia hasta aquí expuesta y las huellas que encontramos en el Apoc., podemos unirnos a la opinión de la mayoría de eruditos en afirmar que el Apoc. que hemos heredado es una obra compuesta durante el reinado de Domiciano. Por tanto, después de Nerón7. Eso no significa necesariamente que toda la obra se compuso en ese tiempo. No es del todo imposible que una parte o una primera redacción se llevara a cabo en tiempos de Nerón, que está preservada básicamente en lo que actualmente constituye Apoc. 4-118. En tiempos de Domiciano, por obvias razones, se le añadió una grandiosa extensión, que constituye un todo completo en sí, Apoc. 12,1 a 22,5. Así, es notorio que el «segundo apocalipsis» se concentra en la bestia y sus secuaces, y es marcadamente político, en contraste con lo que precede, donde esos temas no están tan presentes. La mayoría de estudiosos concuerdan en que el Apoc. está marcadamente dividido a partir de 12,1. Posteriormente retomaremos la cuestión de la composición del Apoc. 3. La pregunta por el autor Como tal, la pregunta por el autor no es de trascendental importancia. Mucho más importante es el contenido de la obra, al margen de la cuestión de la identidad de su autor. Sin embargo, valga mencionar sucintamente que la mayoría de los estudiosos concuerdan en afirmar que se trata de una obra escrita por un cristiano que, antes de serlo, había sido judío. Su identidad no nos es del todo clara9. Veamos por qué. El nombre Juan era bastante común en la época. En el NT se mencionan tres «Juanes»: el bautista, el hijo de Zebedeo, discípulo de Jesús, y Juan Marcos que acompañó a Pablo. Por otro lado, en el Apoc. el autor se presenta como perteneciente a un grupo de «profetas» (22,9), «testigo de la palabra de Dios y del testimonio de Jesucristo» (1,2.9). Un solo calificativo es usado para él, el de siervo de Jesucristo (1,1; 22,6), es decir de alguien al servicio de un Maestro (como frecuentemente Pablo se designaba a sí mismo). En 1,9 el autor se presenta como «hermano» de sus oyentes, por compartir con ellos las mismas tribulaciones. Quizás estuvo deportado por su fe en Patmos, probablemente por ser predicador10. En la visión de la nueva Jerusalén, en 21,14, el autor indica que el fundamento de la Iglesia son los doce apóstoles, dejando entrever que él no fue uno de ellos y que los doce ya no vivían. De hecho, el autor nunca se presenta como el discípulo que estuvo con Jesús de Nazaret, ni lo sugiere siquiera, cosa que hubiera dado un particular relieve y peso a su obra de haber sido testigo de primera hora de Jesús, el Cordero degollado11. Ni el evangelio ni el Apoc. dicen que el autor de ambos fuera el mismo -de

hecho, en el evangelio no se identifica. Es más, en el evangelio ni siquiera aparece el nombre de Juan, o el de su hermano Santiago. La tradición popular asignó ambas a Juan apóstol. Sin embargo, el hecho es que el cuarto evangelio y el Apoc. no son obra de la misma persona; esto ya fue mostrado por Dionisio de Alejandría en el s.III (H.E. 7,25), en base a notorias diferencias estilísticas y teológicas12. Más aún, el Apoc. no fue aceptado en muchas iglesias como canónico. Sólo después de varios siglos fue reconocido como obra de carácter canónico -cosa que no habría sucedido de no haber dudas de ser escrito por el apóstol Juan. Probablemente el autor era alguien con autoridad reconocida por la comunidad a la cual se dirigía (entendida en sentido amplio). Por eso su obra se leía en ella y luego en otras iglesias, y sobrevivió al paso del tiempo, hasta llegar a formar parte del canon. Su posición sería aquella mencionada en 22,9, la de líder o miembro de un grupo de «profetas» (note el plural «siervos» en 1,1; cf. 10,7; 22,6.9.16), personas respetables que hablaban en nombre del Señor desde la profundidad de su vivencia de fe13. No es imposible que Juan fuera un profeta itinerante, sin asiento fijo, por lo que también conocía las otras iglesias de Asia Menor y tenía autoridad sobre ellas. En cuanto a los destinatarios, como se explicita en el Apoc. mismo, fue escrito para «las siete iglesias que están en Asia» (1,4), provincia romana que se encuentra en la actual Turquía, más comúnmente conocida como Asia Menor. Allí se encontraban las iglesias a las cuales se dirigieron las siete cartas de los cap. 2 y 3. Y están dirigidas por alguien que se presenta como su «hermano», es decir, alguien conocido y cercano, y para ellos tiene una palabra de profeta que alienta y confirma en la fe. 1 No tomar esto en cuenta trae consigo afirmaciones como las de J.C. Wilson, «The Problem of the Domitianic Date of Revelation», NTS 39(1993), 598, en el sentido de que el Apoc. fue escrito antes del año 70 porque los prefacios de las dos versiones siríacas antiguas y la de Teofilacio lo datan en el tiempo de Nerón. Resulta que la datación que dan es de la deportación de Juan. 2 P. Prigent, «Au temps de l’Apocalypse: Domitien», Revue Hist. Phil. Rel. 54(1974), 476, indica que la versión siríaca del Apoc. lo data de tiempos de Nerón. Para mayores detalles, además de las introducciones críticas al Apoc., vea las amplias discusiones de A. Yarbro Collins, Crisis and Catharsis: the Power of the Apocalypse, Filadelfia 1984, cap.2; Id. «Myth and History in the Book of Revelation: The Problem of its Date», en B. Halpern J.D. Levenson (eds.), Traditions in Transformation, Winona Lake, l98l, 377-403. En los últimos tiempos aparecen estudios que, contrarios a la opinión de la mayoría, pretenden probar que el Apoc. no fue escrito a fines del primer siglo. Entre éstos destacan

los estudios de A. Bell, «The Date of John’s Apocalypse», en NTS 25(1979), 91102; J.C. Wilson, art. cit., 587-605, y R.B. Moberly, «When was Revelation Conceived?», Biblica 73(l992), 376-393. 3 Véase 2 Esdras 3,1s.28ss; 2 Baruc 10,1ss; 11,1; Orac. Sibil. 5,143.159. 4 Es notorio que esta designación se encuentra sólo y reiteradamente en la segunda mitad del Apoc. (12-22) que, en nuestra opinión, fue escrita décadas después de la primera parte (4-11). Vea más adelante sobre esto. Según algunos estudiosos, Apoc. 11,1s, y quizás 6,9, se refiere a la destrucción futura del templo, el cual todavía estaría de pie, por lo tanto habría sido escrito a fines del reinado de Nerón (año 68), cuando ya Jerusalén estaba sitiada. Eso confirmaría la posibilidad de que al menos la primera mitad (cap. 4-11) sea de antes del año 70. 5 En cuanto a dónde empezar a contar los reyes, Tácito distingue entre los títulos princeps e imperator, usados recién a partir de Augusto, del calificativo de «dictador», con el que se reconocía a Julio César. Con la mayoría de estudiosos, pensamos que en Asia se contaban a partir de Augusto y que no se computaban los tres reyes de transición entre Nerón y Vespasiano (Galba, Oto y Vitelio), pues reinaron cada uno sólo algunos meses. También es un hecho que Tito reinó apenas dos años, pero su impacto era inolvidable para los judíos, pues fue él quien destruyó Jerusalén el año 70. A él correspondería la mención en 17,10 de que el séptimo «habrá de permanecer poco tiempo». 6 Vea especialmente J.J. Collins, The Apocalyptic Imagination. Nueva York 1992, cap.7. También P.-M. Bogaert, «La ruine de Jérusalem et les apocalypses juives après 70,» en Association Catholique Française pour l’Etude de la Bible, Apocalypses et Théologie de l’Espérance, Paris 1977, cap. V; id., «Les Apocalypses contemporaines de Baruch, d’Esdras et de Jean», en J. Lambrecht (ed.), L’Apocalypse johannique et l’Apocalyptique dans le Nouveau Testament, LovainaGembloux 1980, 47-68; U.B. Müller, Messias und Menschensohn in jüdischen Apokalypsen und in der Offenbarung des Johannes, Gütersloh 1972. 7 El más reciente estudio sobre este asunto, de R.B. Moberly, art. cit., afirma que la fecha de composición está dada por Apoc. 17, que arroja el año 69 como el de su composición. Se basa en que ése fue el año de crisis romana, tras el suicidio de Nerón, en que Galba, Oto y Vitelio se disputaron por turnos el trono, hasta que apareció Vespasiano apoyado por el ejército. Sin embargo, para llegar a eso tiene que hacer caso omiso de la leyenda del retorno de Nerón, que es la base para la afirmación en 17,11 de que «la bestia (!) que era y no es, aunque es el octavo, es también de los siete».

8 Recientemente, el agudo crítico que es M. Hengel afirmó que el Apoc. fue empezado en tiempos de Nerón, y completado en tiempos de Domiciano: The Johannine Question, Filadelfia 1989, 8l. 9 Una buena síntesis sobre la cuestión de la identidad del autor del Apoc. la ofrece A. Yarbro Collins, Crisis and Catharsis: The Power of the Apocalypse, Filadelfia 1984, cap. 1. 10 «Por el testimonio de Jesús», dia tou Christou, puede entenderse como posesivo o epexegético, acerca de Jesús o proveniente (propio) de Jesús; cf. 1,2. La preposición dia puede entenderse como causal y como final, es decir como indicativa de causa o de propósito, de aquí que se pueda entender la frase en el sentido de que Juan estuvo en Patmos para predicar la palabra, y también en el sentido de que fue desterrado allá por el mismo motivo. Por cierto, no tenemos ningún indicio ni arqueológico ni literario de que Patmos fuera una isla para prisioneros o para deportados. 11 Por un lado, desde temprano algunos consideraron el Apoc. como obra del apóstol Juan (Justino mártir, Ireneo, Tertuliano, Orígenes). Por otro lado, una amplia y temprana tradición afirmaba que Juan, hijo de Zebedeo, murió antes del año 70. Al mismo tiempo, como vimos, se afirmaba que el Apoc. fue escrito en tiempos de Domiciano, es decir a fines del primer siglo. Como en tantas tradiciones, ésta se forma en base a impresiones, trasmisión ciega y acrítica de algo oído (muy frecuente en la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesarea). Pensar que «Juan» fuera el hijo de Zebedeo, aunque nada indica expresamente que lo fuera, se entiende como resultado del deseo natural de saber que fuera obra de un apóstol de Jesucristo. Lo mismo sucedió con los restantes escritos joánicos. 12 El vocabulario, el estilo y la teología son notoriamente diferentes. Cf E. Schüssler-Fiorenza, The Book of Revelation, Filadelfia 1985, 85-113, y la bibliografía allí incluida, y O. Böcher, «Das Verhältnis der Apokalypse des Johannes zum Evangelium des Johannes», en J. Lambrecht (ed.), L’Apocalypse johannique..., Lovaina 1980, 290-301. Eusebio de Cesarea llegó a la misma conclusión, y afirmó que el autor del Apoc. era probablemente el presbítero Juan del que habló Papías (H.E. 3,25.4; 3,39). 13 Profetas son mencionados como categoría funcional en las comunidades, entre apóstoles y maestros, en 1 Cor 12,28s; 14,29 y Ef 4,1 (cf. Apoc. 18,20). Se trataba, pues, de una categoría importante en el cristianismo, uno de cuyos rasgos era su evidente intimidad con el Señor, lo que hacía que su vida y sus palabras tuviesen peso testimonial, que orienta en la vida espiritual (cf. Mt 10,41: 1 Cor 14,3s.31). La profecía es un don de Dios (1 Cor 12,8ss; 14,1; Rom 12,6; 1 Tim

4,14). «El testimonio de Jesús es el espíritu de profecía»: Apoc. 19,10; cf. 1 Cor 14,22; 2 Pdr 1,21. Son contrastados con falsos profetas en 1 Jn 4,1, además de la mención del «falso profeta» en el Apoc. mismo (16,13; 19,20; 20,10).

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El culto imperial

Hemos visto que el Apoc. fue escrito a fines del primer siglo en Asia Menor. Además de referencias explícitas, las consideraciones lingüísticas claramente indican que fue escrito para los cristianos que vivían en ese tiempo. El autor del Apoc. escribe su obra por algún motivo y conocer el contexto histórico nos ayuda a conocer mejor el texto, su intención. En los capítulos siguientes queremos detenernos en la pregunta por las condiciones que, en esas coordenadas históricas, podrían haber motivado la composición del Apoc. Es moneda común entre los estudiosos la afirmación de que el Apoc. se escribió como reacción a una supuesta imposición del culto imperial, concretamente en tiempos de Domiciano, que reinó del 81 al 96. Es lo que afirmó san Ireneo, y luego Orígenes y Clemente de Alejandría. Las múltiples referencias en el Apoc. al culto, que ya hemos visto (cap. 2), contraponiendo la adoración a Dios con aquella a la bestia (y el dragón), con sus respectivas consecuencias, apuntan en esa dirección. Este dato es, quizás, más importante que el saber si los cristianos eran abiertamente perseguidos durante el reinado de dicho emperador. Tal vez ellos estaban ante una situación incómoda que brotaba de su fe cristiana, porque se resistían a entrar en el juego de la divinización del imperio y del emperador. El Apoc. sería una obra de protesta y de condena porque desenmascara la absurda pretensión de la religión del imperio de divinizar al emperador, identificado en Apoc. 13 como la bestia, con todo lo que ello implicaba. Es un hecho que, desde este contexto cultual, se entienden mejor algunos aspectos de este libro, como son su fuerte denuncia política y económica, los títulos aplicados a Cristo y el tema mismo de la liturgia. Como veremos, el autor no conoce una liturgia cristiana fastuosa y solemne, sino modesta y privada, pero conoce una liturgia y un culto espléndido al emperador que era a la vez acto cívico y religioso. En este trasfondo presenta la liturgia celeste o terrena de los cristianos en la que Cristo es aclamado como el único Rey de reyes y Señor de señores. Admiramos la audacia y el arte del autor de este libro. Para entender correctamente el culto imperial y las razones por las que podría

ocasionar problemas a los cristianos en particular, hay que comprender que, en ese mundo, lo religioso y lo político eran dos lados de una misma moneda1. El culto era parte integral y esencial del sistema imperial y autoritativo, que cohesionaba al todo en torno a un eje, el emperador, quien a su vez era el centro del aparato religioso: por él se ofrecían sacrificios (también en el templo de Jerusalén) y se consultaba a los dioses. El culto imperial era sustancialmente un medio de expresar la lealtad política -por eso la inclusión de autoridades políticas divinizadas, y en primer lugar de la diosa Roma. En relación a la persona del emperador era más que simple homenaje, o inclusive adulación. Era parte de la estructura social y del sistema político: el emperador era la máxima figura en la sociedad, era la autoridad suprema, ninguna más sobre la tierra que los dioses, por eso fácilmente equiparado a ellos. Si el emperador era el vicario de los dioses, por el que venía la prosperidad y el bienestar, la lealtad al emperador era una exigencia de gratitud cívica. El culto al emperador era el reconocimiento público de esa posición y papel del emperador, y constituía una expresión ciudadana de adhesión y sumisión a Roma como imperio2. El historiador contemporáneo Suetonio nos dice que el emperador Domiciano se atribuía con gusto el título de «señor y dios nuestro». En el culto imperial se trataba de una religión al servicio de la política o «el lado religioso de la política dominadora»3. Por su no participación en el culto al emperador, los cristianos serían naturalmente considerados como ciudadanos sospechosos de su fidelidad al imperio como de hecho lo expresan historiadores de la época y Plinio en su carta a Trajano. Por no estar visiblemente de acuerdo con la concepción religiosa del imperio, los cristianos representan una postura lúcida y crítica frente a la «civilización» imperante, toda ella dominada por la ideología de la «pax romana»4. Puesto que los cristianos «no pueden servir a dos señores», rehusarían tener parte en ese culto y rechazarían toda idea del emperador como divino. Las consecuencias de tal actitud son conocidas de los siglos siguientes: persecuciones, incluidas ejecuciones, por ser considerado un crimen de lesa-majestad. Pero, ¿era ése el caso a fines del primer siglo? ¿Confrontaba esta realidad al cristianismo en tiempo de Juan? Es lo que queremos exponer en éste y el siguiente capítulo, por ser de capital importancia para comprender e interpretar rectamente el Apoc. Para informarnos tenemos que investigar varios tipos de fuentes: literatura contemporánea, evidencias epigráfica y numismática, y los restos arqueológicos5. 1. Un poco de historia Desde tiempos helénicos, los cultos a determinados gobernantes eran generalmente cultos propios de ciudades, razón por la cual florecían. En Roma, el culto imperial existía prácticamente desde inicios del imperio romano como

república. Por tanto, ya existía antes de Domiciano, y continuó después de él. En el Oriente, la deificación y adoración de reyes, gobernantes y héroes era parte de una larga tradición. Es así que fácilmente incorporaron el culto a Augusto; se ofrecía incienso y sacrificios ante sus imágenes. Escribiendo a inicios del siglo II desde Asia Menor, Plinio mencionó en una carta a Trajano el culto al emperador (Ep. 10,96.5), inclusive colocó una efigie suya en un templo construido para el culto imperial (Ep. 10,8-9), y en sus cartas lo llamaba regularmente dominus. El año 29 a.C. Augusto accedió al pedido de la asamblea de la provincia de Asia de construirle en Pérgamo un templo con una imagen suya para ser venerada, en conjunción con el culto a la diosa Roma, con sus correspondientes sacerdotes y fiestas. Este es el más antiguo culto imperial romano que conocemos en Asia Menor. En tiempos de Juan seguía el culto imperial en Pérgamo, «donde reside Satán», como lo designa en Apoc. 2,13; inclusive hubo un mártir, Antipas, destacado por rechazar ese culto. El año 26 a.C. se erigió un templo a la diosa Roma en la vecina Esmirna. Según S.R.F. Price, en 34 diferentes ciudades de la provincia de Asia había sacerdotes dedicados al culto de Augusto. Antes del año 1 d.C. ya se habían construido trece templos y santuarios imperiales; entre los años 1 y 50 se construyeron diez más; entre los años 50 y 100 se construyeron siete más; y entre el 100 y el 150, quince templos imperiales más6. El florecimiento del culto imperial en Asia Menor es un dato innegable. 2. Roma y provincias Hay que distinguir entre la religión en la Roma imperial y la religión en el Oriente del Imperio. Mientras el emperador vivía, en Roma no se le adoraba, pero no se objetaba que se hiciese allende los mares. En Roma, por lo general era después de su muerte que el senado podía reconocer al emperador como divus (divino), con derecho a culto. Divus no equivalía a deus (dios); era una categoría que lo distinguía de los dioses y de los mortales. Puesto que el emperador era la suprema autoridad, señor sobre todo, estaba por encima de todo humano; pero necesitaba de la protección divina, que se pedía en su favor con sacrificios y ritos, por lo tanto, estaba debajo de los dioses mismos. Una vez muerto, entraba en el ámbito de los dioses. Ilustrativos son los detalles que reporta Suetonio: presintiendo su muerte Vespasiano expresó: «Ay de mí, creo que seré un dios» (Vesp. 23,4); y después del asesinato de Domiciano, los soldados «intentaron proclamarlo dios» (Dom. 23,1). Una inscripción dedicada a Plinio el joven lo describe como «sacerdote del deificado emperador Tito». En el Oriente, en cambio, ocasionalmente se hacía una imagen del emperador

estando aún vivo y se le llamaba theós, dios. De hecho, para los griegos nada tenía de extraño venerar a un humano como dios, aun en vida. Recordemos el caso en Hechos 14, en que confunden a Pablo con Hermes y a Bernabé con Zeus. A grandes personajes se les rendía culto como expresión de gratitud por alguna acción benéfica, que les confería una aureola divina. El culto no difería en nada del de otros dioses. Ya antes, en Asia Menor se había rendido culto a Alejandro Magno, a Lisímaco el restaurador de Éfeso, a Antígono, a Atalida, a los Tolomeos, y también a Julio César como «presencia visible de dios y salvador de los hombres». Eso significa que en un templo tenían altar, efigie y a veces inclusive su sacerdote para ofrecer sacrificios; se celebraban sus fiestas, etc. Es así que en Oriente, acomodados a la vida bajo el dominio romano, se empezó a incorporar al sistema religioso el culto imperial romano. Según Price, eventualmente el culto imperial pasó a ser el más importante en la provincia de Asia7. En cuanto a los cultos imperiales, en Roma se realizaban sólo por decreto senatorial y con la venia del emperador, y no era raro que él mismo ocasionalmente los promocionara para algún pariente, particularmente entre sus antepasados. En provincias el gobernador romano jugaba un papel activo al proponer tales cultos a las asambleas ciudadanas y contribuir a su erección y mantenimiento, cosa que le servía para promocionarse ante el emperador8. Es posiblemente a eso a lo que se refería Apoc. 13,12. El culto al emperador funcionaba en la práctica como un «ministerio de la propaganda»9. El culto imperial no se celebraba sólo en templos, sino en todos los centros cívicos importantes: la plaza principal, los teatros y estadios, donde había un altar de incienso para poder rendirle culto antes de las competencias, en el salón de consejo, que podía incluir un altar, como en Pérgamo, Éfeso y Mileto, donde oficiales ofrecían sacrificios. El culto se ofrecía en público, pero también en asociaciones. Si nos guiamos por las estatuillas encontradas en Éfeso, parece que inclusive se veneraba a emperadores en privado. En este panorama debemos tener presente una importante distinción, a saber, entre sacrificios ofrecidos en favor del emperador, y sacrificios ofrecidos directamente al emperador, cual divinidad. Mucho más común que el segundo era el primero. Por la información que incluye la ya mencionada carta de Plinio el Joven, gobernador en Bitinia, en Asia, hacia el año 112, al emperador Trajano, se desprende que, para distinguir a un cristiano fiel de un apóstata, se le obligaba a invocar a los dioses y a «hacer una ofrenda de vino e incienso a su estatua» (del emperador). El que rehusaba tal culto era acusado de lesa-majestad. Está claro en esa carta que a

inicios del siglo II d.C. -y por eso se puede suponer que antes también, incluido el tiempo de Domicianoera práctica común en Asia el culto al emperador: era eso lo que Plinio exigía para demostrar que uno no era cristiano. Hemos visto que los cultos estaban en función del poder. Si en tiempo de Augusto a menudo eran expresiones de gratitud hacia él, a partir de Calígula el culto imperial en Asia pasó a ser esencialmente una expresión de lealtad al emperador, es decir, un acto político. Por eso se propuso erigir una estatua suya en el templo de Jerusalén, corazón de ese pueblo reacio y rebelde al dominio romano. Sin embargo, es notorio que dichos cultos no se perpetuaban -no dejaban de tener un aspecto de adulación interesada. El culto a Augusto es de los pocos que duró hasta fines de ese siglo en algunos lugares. A decir de Price, el culto a autoridades era más de las clases populares y de los oficiales que de las élites intelectuales, que a menudo las desaprobaban, alegando que un viviente no podía ser dios10. 3. Éfeso Hacia el año 90 d.C., en Éfeso, sede del procónsul romano y donde estaba el famoso templo de Artemisa, una de las maravillas de ese mundo, se construyó un gran templo en honor al emperador Domiciano, su gran benefactor. Fue construido en estilo corintio frente al ágora superior de la ciudad, al pie del monte Koressos, cerca del centro político y religioso de la ciudad, con una terraza de 50 x 100 m, rodeado de columnas; el templo mismo medía 24 x 34 m.; detrás del altar de sacrificios estaba una enorme estatua del emperador, de unos siete metros de altura de la cual se ha encontrado sólo la cabeza y parte del brazo izquierdoademás de la estatua de la diosa Roma11. El sacerdote encargado de este templo tenía poder absoluto allí; posiblemente era a él al que se refería Juan como «la bestia de la tierra» en Apoc. 13. La construcción de un templo imperial era un privilegio concedido por Roma a los efesios y su ciudad, signo del aprecio romano y expresión de la adulación y sumisión efesia a Roma. En Éfeso se acuñaron, además, monedas con la efigie del emperador, también un privilegio concedido por Roma. A decir de Plinio «el viejo» (tío del otro Plinio), Éfeso era «la segunda gloria de Asia» (Hist. Nat. 5,120). Al haber recibido permiso imperial para construir un templo al emperador y tener personal destinado a su culto, Éfeso fue elevada en tiempos de Domiciano a la codiciada categoría de neokoros tôn Sebastôn (guardianes de los dioses), es decir adquirió el honor de ser la encargada de organizar las fiestas y cultos imperiales,

además de juegos deportivos en su honor. Ese título honorífico lo ostentaban en Asia Menor sólo Esmirna y Pérgamo12. Hasta entonces Éfeso había sido honrada como «cuidadora del culto a Artemisa» (cf. Hch l9,35); ahora se le añadía el de cuidadora del culto imperial. Todo esto nos da una idea de la importancia que revestía el culto imperial para los habitantes de Éfeso, lugar donde probablemente se escribió el Apoc. Asociado al templo de Artemisa se contaba con un servicio análogo al de nuestros bancos: la guardianía de fortunas bajo la protección divina (cf. Dión de Prusa, Orat. 31,54). Éfeso era pues centro de comercio y transacciones, no sólo por su posición geográfica (costera), sino también por su importancia religiosa. Obviamente, a los sacerdotes encargados les convenía desde todo ángulo promover el culto imperial -para su propio beneficio también, como lo confirma el motín de los plateros, devotos de Artemisa, narrado en Hechos 19,21-41. Estrabón escribió que Éfeso era «el mercado más grande de este lado del Taurus» (Geogr. 14,1.24). Anualmente había en Éfeso festivales para la gran diosa Artemisa, con procesiones y juegos, lo cual constituía una notable fuente de ingresos. Al paso de la procesión se fijaban altares en las afueras de las casas. Había estatuas y símbolos imperiales en diferentes edificios y lugares. En el sacrificio se incluía incienso, vino y un animal, a menudo un toro. En esas celebraciones se rendía culto también al emperador13. Como vemos, desde la perspectiva del culto al emperador se clarifica el contexto religioso-político del Apocalipsis. El culto al emperador era una especie de religión de Estado y la fidelidad política se expresaba en la participación en los cultos en honor del emperador. La teología profética de este libro va a constituir una fuerte condena de la idolatría absolutista del imperio que usurpa la soberanía que sólo le corresponde a Dios. En este conflicto de soberanías el cristiano debe ser muy claro14. 1 Siempre ha sido así. La asociación de los gobernantes con la divinidad parece ser una constante en la historia que va desde el imperio de los romanos hasta el de los incas, pasando por los imperios cristianos y por el imperio del sol en Japón, donde el emperador, hasta la última guerra mundial, era considerado hijo de Dios. 2 Un aspecto del culto imperial era el comercial, como bien ha puesto en evidencia J.N. Kraybill, Imperial Cult and Commerce, Sheffield 1996. 3 P. Prigent, «Au temps de l’Apocalypse. II, Le culte impérial au 1er siècle en Asie Mineure», en RHPR 55(1975) 215-235; véanse también del mismo autor «Au

temps de l’Apocalypse. I, Domitien» en RHPR 54(1974) 455-483 y «Au temps de l’Apocalypse. III, Pourquoi les persécutions?» en RHPR 55(1975) 34136.3. 4 Cfr P. Prigent, art. cit. III, y K. Wengst, Pax Romana and the Peace of Christ, Londres 1987, especialmente su capítulo 7, que lleva por título «Sirviendo en la tierra como vicarios de los dioses. El aspecto religioso de la Pax Romana». Véase nuestro capítulo sobre el tema. 5 El estudio más detallado sobre este aspecto es el de S.R.F. Price, Rituals and Power. The Roman Imperial Cult in Asia Minor. Cambridge 1984. Aunque viejo, todavía es una mina de información K. Scott, The Imperial Cult under the Flavians, Nueva York 1936 (=1975). Cf. también Reallexikon für Antike und Christentum, vol.XIV, l047-l093, art. «Herrscherkult». Además, informativos son D.E. Aune, «The social Matrix of the Apocalypse of John», en BibRes 26(1981), 16-32; Idem, «The Influence of Roman Imperial Court Ceremonial in the Book of the Apocalypse of John», en BibRes 28(1983), 5-22; A.Y. Collins, «The political perspective of the Revelation to John», en JBL 96 (1977), 241-256; Idem, «Roma como símbolo del mal en el cristianismo primitivo», en Concilium 220 (1988), 417-427. 6 Op. cit., 58s. Price da una lista de templos y cultos descubiertos en Ionia y en Lidia en las p. 254-260. 7 Ibid., 130. 8 Ibid., 70s. 9 Aunque toda comparación es odiosa, podemos decir que la ceremonia cívico patriótica de izar la bandera en nuestras ciudades los domingos es un acto con fuerte resonancia religiosa, religión de la patria. 10 Ibid., 114. 11 Cf. W. Elliger, Ephesus, Stuttgart 1992, 96s; S. Friesen, «Ephesus: Key to a Vision in Revelation», en Biblical Archeology Review 19 (marzo 1993), 24-37; S.R.F. Price, op. cit., 197s, 255. Últimamente no ha faltado quien ha cuestionado la identidad de la estatua encontrada, si se trataba o no de Domiciano. 12 Cf. W. Elliger, op. cit., 95-100. Según S.R.F. Price, op. cit., 66s, los testimonios encontrados indican que a fines del siglo I d.C., unas 35 ciudades en Asia tenían guardianes de templos imperiales (neokoros), y algunas tenían más de un templo imperial.

13 Para mayores detalles sobre la vida en Éfeso, además de las obras mencionadas, vea D. KnibbeW. Alzinger, «Ephesus», en Temporini-Haase (eds), Aufstieg und Niedergang der römischer Welt, vol. II.7, 748-830, y sobre la vida de los cristianos allí, vea W. Thiessen, Christen in Ephesus, Tubinga 1995. 14 Véase R. BAUCKHAM, La teología dell’Apocalisse, Paidea 1994, pp. 46-56.

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El emperador Domiciano

Para estudiar la época de Domiciano se deben tener presente los testimonios de los escritores contemporáneos: - Flavio Josefo, que escribió su grandiosa Antigüedades Judías en tiempo de Domiciano. - Estacio, autor de Aquileida, en el año 96, y Silva, de mediados de los 90; muy cercano a Domiciano. - Quintiliano, que el año 96 escribió Oratoria; también muy cercano a Domiciano. - Marcial, satírico que escribió sus Epigramas durante las décadas del 80 al 100. - Juvenal, que escribió Sátiras en torno al año 100. - Plinio el joven, que compuso su Panegírico el año 100, y publicó sus Cartas a Roma de los años 102 a 109. - Tácito, escribió Agrícola el año 98, y sus famosos Anales e Historias a inicios del siglo II. - Suetonio, autor de la Vida de los Césares, del año 120 aproximadamente. - Dión de Prusa, compuso sus Discursos a inicios del s. II. - Dión Casio, que escribió la Historia de Roma a inicios del siglo III. - La 1ra. carta de Clemente, hacia el año 95. - El Oráculo Sibilino, que data aproximadamente del segundo siglo. Como ocurre con frecuencia, es importante tener en cuenta que entre los autores

de la época unos simpatizaban con Domiciano y otros no, sobre todo los de la élite romana, porque el emperador no siempre se doblegaba a sus exigencias. Importantes son Plinio el joven, acaudalado senador romano, y los historiadores romanos Suetonio y Tácito, que pintan a Domiciano negativamente. Han sido éstos quienes, además de Dión Casio, han proporcionado la caracterización que ha sido asumida por la mayoría de historiadores y de estudiosos del Apoc. La opinión predominante es que Domiciano fue un tirano cruel, despiadado, ambicioso, ególatra, amante de grandeza, al punto de llegar a la locura. Pero, ¿era Domiciano realmente así? ¿Qué dicen las fuentes de la época y cómo hay que entenderlas? La opinión común ha sido recientemente cuestionada seria y detalladamente por Leonard Thompson, en un extenso estudio sobre el tema1. Veamos en forma sintética las apreciaciones y datos proporcionados por autores de la época. 1. Testimonios Suetonio afirmó que Domiciano «desde su juventud distaba de ser un hombre bien dispuesto; al contrario, era presumido y descontrolado en sus acciones y en sus palabras» (Dom. 12,3). Su carácter tiránico se habría traslucido ya cuando el año 69 tuvo la ocasión de gobernar brevemente Roma en nombre de su padre Vespasiano, que se encontraba en Egipto: «Ejerció toda la tiranía de su alta posición con tal desorden que ya entonces se hizo evidente qué clase de hombre sería» (Dom. l,3). Y a la muerte de su padre, habría hecho planes contra su hermano Tito (Suetonio, Tit. 9,3; Dom. 2,3; Tácito, Hist. 4,52). Historiadores de entonces mencionan excesos lujuriosos de todo tipo de parte de Domiciano (Suetonio, Dom. 22,1; Tácito, Agric. 7). Sus despilfarros habrían ocasionado un descalabro económico (Suetonio, Dom. 12,1). Suetonio y Tácito concuerdan en afirmar que, en los últimos años de su vida, Domiciano pasó a ser objeto de temor y odio de parte de todos; el suyo era un reino de terror (Dom. 14,1; Agric. 45). El hecho es que fue asesinado en un complot y que tras su muerte el senado ordenó que su nombre fuera borrado de cualquier lista; se le impuso la damnatio memoriae, datos éstos altamente significativos. En su Panegírico, Plinio, estrecho amigo de Tácito, describió el palacio de Domiciano como «un lugar donde... ese temible monstruo construyó sus defensas con indecibles terrores, donde merodeando en su cueva lamía la sangre de sus parientes asesinados o aparecía para diseñar la masacre y destrucción de sus más distinguidos súbditos. Amenazas y horror eran los centinelas de sus puertas...« (Ep.

48,3s). Según Plinio, Domiciano ejercía «la crueldad de un tirano y el desenfreno de un déspota» (Ep. 4,11.6). Leonard Thompson, que ha estudiado el asunto con renovado detenimiento, contrariamente a la opinión de la mayoría de estudiosos que le precedieron, está convencido de que todas esas afirmaciones provienen de personas en cierto modo resentidas con Domiciano o que le tenían antipatía; no provendrían de observadores imparciales. No tienen nada bueno que decir acerca de él, y eso ya los hace sospechosos2. No son personas que han estado cercanas a Domiciano. Sin embargo, le imputan intenciones y aluden a supuestas informaciones de la vida privada que ellas no tendrían directamente. Pero hay que decir que, por más exageradas que puedan ser esas afirmaciones, algo de verdad tiene que haber habido: no todo se inventó -«si el río suena es porque piedras trae». Y si fue asesinado y condenado por el senado a la «damnatio memoriae» fue por algo deleznable en relación con su persona. Con el mismo criterio, se puede decir que, quienes se expresaron positivamente de Domiciano, lo hicieron porque era costumbre adular... más si se había sido favorecido, pues en ese mundo era regla dorada pagar favores con la adulación, el aplauso, incluso la erección de monumentos. El hecho de que en el año 96 Domiciano fuera asesinado en su palacio por un complot que incluyó a diferentes clases de personas, lo cual era un altísimo riesgo, nos sugiere que fue odiado por personas cercanas a él. Thompson sugiere una y otra vez que Suetonio, Tácito y Plinio escribieron negativamente de Domiciano durante el reinado de Trajano por despecho, por tanto no serían fidedignos sus testimonios. Sin embargo, algo diferente nos dice el hecho de que Trajano continuó la mayoría de las políticas de Domiciano y puso en puestos importantes a personas que habían estado ligadas a su predecesor (cf. Plinio, Ep. l0,58.60.65.66.72). Cierto, Trajano se apartó de otras políticas de Domiciano, otorgando mayor libertad de expresión e imponiendo más respeto a la propiedad, lo cual significa que esos principios habían estado reprimidos. Indudablemente, una cosa es la política oficial de alguien y otra su carácter y su conducta personal. Plinio tenía motivo para estar resentido contra Domiciano: algunos amigos suyos fueron ejecutados por él y Plinio mismo empezó a temer por su vida (cf. Ep. 3,ll.3s; 4,24.4s; 7,27.l4; Paneg. 90,5; 95,3s). Tácito, por su parte, no tuvo problemas con Domiciano, pero, según él, vivía en sumiso silencio; dice que sobrevivieron los que supieron mantener la boca cerrada (Agric. 2-3). Lo cierto es que para Tácito, en contraste con el tiempo de Domiciano, el de Trajano sabía a gloria, era una verdadera «nueva era», era de libertad. La epigrafía y las monedas, así como los estudios acerca de ese tiempo,

muestran, en cambio, a un Domiciano comprensivo y progresista, defensor incluso del pobre de la codicia y los abusos de los ricos y poderosos. Más aún, tenemos testimonios de esas mismas fuentes literarias en ese sentido. Tácito reconoció que Domiciano hizo una buena tarea de gobierno el año 69 (Hist. 4,40-47). Con respecto a su hermano Tito, es sabido que Domiciano promovió su culto, inclusive más que a su padre3. Las apreciaciones expresadas sobre Domiciano por tres de sus contemporáneos eran diferentes. Flavio Josefo, que escribió sus memorias judías durante el tiempo de Domiciano y contó con su protección, se refirió elogiosamente a él después de su muerte (Vita 76). El satírico romano Marcial se expresó favorablemente de Domiciano, inclusive con calificativos divinos. En cambio, Juvenal, también satírico romano, que fue exilado por Domiciano, como es de esperarse, no tenía nada favorable que decir sobre él (cf. la Sátira IV, donde lo califica incluso de «Nerón calvo»). El Oráculo Sibilino XII, obra judía helenística del segundo siglo, ofrece una apreciación de Domiciano en la que se le considera como bienhechor, y su reinado como uno que «será amado por todos los mortales hasta el final de los tiempos» (124-142). La misma apreciación se encuentra en inscripciones de gratitud en Acmonia, Hama, Antioquía de Pisidia y otros lugares. Y si había efigies, incluso altares y monumentos dedicados a él, era por gratitud. Sin embargo, encontramos también una opinión contraria, expresada por el Orac. Sibil. V,40 que menciona a Domiciano como un «hombre maldito». Esos son, en sustancia, los testimonios literarios de la época. Sin embargo, como suele suceder, lo que piensan las esferas intelectuales y literatas no corresponde al sentir y la apreciación del pueblo, la plebs. Si sopesamos los datos y las opiniones que nos son conocidos, lo más probable es que Domiciano no fuera ni mejor ni peor que los que le precedieron y los que le sucedieron. Lo cierto es que proporcionó estabilidad económica y política. El suyo fue un tiempo de auge y de paz, que no pocos le agradecieron públicamente, al menos por algún tiempo. Aquí hay que traer a colación el hecho de que los gobernantes a menudo cambian en su manera de comportarse conforme se asientan y aferran al poder. Es así que, como no pocos historiadores han afirmado, se podría hablar de dos etapas en la carrera de Domiciano; la que cubriría sus últimos años se fue perfilando como tiránica, producto de soberbia aplastante, quizás alimentada por el entorno. Es lo que se deduce de la lectura atenta de Tácito y de Plinio. Esa fue también la historia de Calígula, de Nerón, y de muchos reyes. Eso explicaría su triste final. Pero, ¿cuánto de ese comportamiento se haría sentir en las provincias, en Asia Menor?

2. Domiciano y la religión Detengámonos ahora más precisamente en la opinión que los observadores de la época tenían de Domiciano desde la perspectiva religiosa, por ser presumiblemente éste el emperador en cuyo tiempo fue escrito el Apocalipsis de Juan y el conflicto, al menos en parte, era de índole religiosa relacionada con su persona. Esto nos dará también una mejor idea acerca de la apreciación que tenían de él. Suetonio le atribuye a Domiciano el uso del calificativo «dominus et deus noster», señor y dios nuestro (Dom. 13,2; cf. también Dión Casio 67,5.7; 67,13.4). El satírico Marcial usó los términos «dominus» y «deus» como títulos para Domiciano (Epigr. 5,5.8; 7,2.5.34; 8,2.82; 9,28.66), y afirma que se hizo honrar como «deus praesens» (2,91,1s). Sin embargo, Marcial más adelante recusó el uso del título «señor y dios mío» dando a entender que antes habló así por adulación (10,72). Lo notorio es que ninguno de ellos, escribiendo décadas después de muerto Domiciano, tuvo acceso a información directa sobre la vida privada del emperador4. Ya sea por desprecio a Domiciano o por adulación a Trajano, Plinio contrastó los títulos que se atribuían el uno y el otro. Según él, Domiciano se hacía llamar «deus», «dominus», «tyrannus», «despotes»; Trajano, en cambio, «parens», «civis», «pater» (Paneg. 33,4; 52,6). Plinio contrastó junto con eso la conducta de ambos emperadores, como arrogante tirano el uno y modesto humanista el otro (Paneg. l0,4-6; ll,l-4). Sin embargo, Trajano fue tanto o más tiránico y caprichoso que Domiciano. Según Plinio, Domiciano se consideraba como un dios (Paneg 33,4), pero pedía que «en ningún lugar se le debe adular como a un dios (deo)» (Paneg 2,3). Dión de Prusa afirma que los griegos y bárbaros (los no romanos) llamaban a Domiciano «maestro y dios», despotes te kai theós (Or. 45,1; cf. Dión Casio, 67,13.4). Estacio afirmó de la gran estatua de Domiciano erigida hacia el año 90 que «la actual belleza de dios (dei) hace que el trabajo sea dulce» (1,1.62). Todas estas afirmaciones pueden entenderse como apreciaciones personales. Aunque no tenemos evidencia objetiva alguna en inscripciones y en otros escritos no literarios de su tiempo de que Domiciano se calificara o que exigiera que se le llame dios, o inclusive que él mismo se divinizara o promoviera su divinización, de las 308 monedas greco-romanas de la American Numismatic Society que tienen el título de «hijo de dios», 28 corresponden a Domiciano5. Por cierto, «hijo de Dios» era un tradicional calificativo honorífico, conocido ya en Egipto. Los datos literarios y epigráficos que tenemos no nos conducen a alguna conclusión evidente e incuestionable, excepto la duda. Pero una era la historia en la capital y entre los allegados y otra en las provincias. No es del todo imposible que esos títulos provengan del vulgo y algunos burócratas,

siempre proclives a la adulación interesada y oportunista. Que inclusive algunas personas allegadas se inclinasen a considerar a Domiciano cercano a los dioses lo sugiere la invocación de Quintiliano para que le ayuden «todos los dioses, en primer lugar él (Domiciano) (deos ipsumque in primis)... pues no hay divinidad que se digne mirar con tal favor sobre el conocimiento» (Inst. 4.5) -eso no significaba que entendiera a Domiciano como dios, en sentido estricto, sino como muy cercano a ellos. Eso ya se daba antes con otros emperadores; basta que pensemos en Calígula y en Nerón. Hay algo más que debemos tener presente: los literatos escribieron desde su posición, que no era precisamente la del pueblo, al que despreciaban (como Tácito, Suetonio y Juvenal). Es posible que el pueblo adulara al emperador con los títulos mencionados, sin que eso significara que hayan sido títulos oficiales, menos aún impuestos y requeridos por el emperador mismo. Esto lo ilustra el detalle guardado por Estacio: cuando en cierta ocasión Domiciano fue aclamado como dominus, «esta libertad en particular les prohibió César» (Silv. 1.6.8184). Contemporáneos suyos, que escribieron a instancias de Domiciano mismo, tampoco usaron calificativos divinos para él. En ocasión de su aniversario el año 95, Estacio se refirió a Domiciano en diversos poemas como «Caesare», «parens», «Augusto» y «dux», pero nunca como «dominus» o «deus». En su obra Aquileida, de los años 95-96, Estacio se refiere a él como «vates» y «dux» (l,l4-l9). Por su parte, Quintiliano, en su Institutio Oratoria se refiere a Domiciano como «censor» y «princeps», pero no como «dominus» o «deus». Ambos autores, muy cercanos a Domiciano, hubieran podido usar títulos divinizantes con más naturalidad que otras personas más distantes; sin embargo, no lo hicieron. Eso significa que lo más probable es que los títulos que le impugnan Suetonio, Marcial, Plinio y otros no provenían de Domiciano6. Es sorprendente que los estudiosos no hayan recurrido y tomado más en serio a Estacio y a Quintiliano, personajes tan cercanos a Domiciano. No hay tampoco indicio alguno de que, para Domiciano, no reconocerle como divino significase deslealtad (impietas) o traición (majestas), lesa-majestad. Que ordenara la ejecución de determinadas personas, por diversos motivos, no lo diferenciaba de otros reyes. En conclusión, no podemos afirmar sin más, como es tradicional hacerlo, que el Apoc. fue escrito motivado por una imposición imperial de culto a Domiciano. Si algo adverso al cristianismo hubo, como veremos en el capítulo siguiente, no provenía del emperador mismo. Y la razón para ello no era de orden primordialmente religioso, sino político.

1 The Book of Revelation. Apocalypse and Empire. Oxford-Nueva York 1990, esp. el cap. 6. Para mayores detalles, vea B. W. Jones, The Emperor Domitian, Londres 1992. Vea también G. Biguzzi «John at Patmos and the «persecution» in Ap», EstBíbl (1998), 201-220, y F.G. Downing, «Pliny’s Prosecution of Christians. Revelation and 1Peter», JSNT 34 (1988) 105-123. 2 Op. cit., 110-115. Ya antes D. Knibbe, «Ephesus», en Aufstieg und Niedergang der römischer Welt, vol. II.7, 772-775, había expresado sus reservas acerca de las opiniones comunes negativas sobre Domiciano. 3 Cf. también K. Scott, The Imperial Cult under the Flavians, Nueva York l936 (=l975), 62-65. Algunos arqueólogos son de la opinión de que la inmensa estatua encontrada en el lugar del templo imperial en Éfeso habría sido de Tito, no de Domiciano, como se ha venido repitiendo. 4 L. Thompson, «A Sociological Analysis of Tribulation in the Apocalypse of John», en Semeia 36 (1986), 155ss. 5 Cf. Tae Hun KIM, «The Anarthrous ‘Huios Theou’ in Mark 15,39 and the Roman Imperial Cult», en Bib 79 (1998), 221-241. 6 Cf. L. Thompson, op. cit., 104ss.

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El cristianismo y Roma

El lenguaje del Apoc., relacionado con violencia y hostilidades contra los seguidores del Cordero, y la frecuente mención de sangre, conduce naturalmente a pensar que Juan escribió su obra en relación a un clima de persecuciones violentas. De hecho, es común pensar que el Apoc. fue escrito precisamente debido a ello. En este capítulo indagaremos, desde esa perspectiva, sobre la situación a fines del primer siglo, y en otro, complementario, nos detendremos en la causa que motivó la escritura del Apoc. como tal. ¿Cuál era la relación entre la Iglesia y el Imperio, particularmente en Asia Menor a fines del primer siglo? 1. Testimonios literarios Fue Eusebio de Cesarea, el historiador de la Iglesia del s. IV, quien particularmente dio pie a pensar que en tiempos de Domiciano la Iglesia vivía bajo persecuciones: «muchas fueron las víctimas de la crueldad de Domiciano», y «finalmente, se mostró ser sucesor de Nerón en su enemistad y hostilidad hacia Dios. En efecto, él fue el segundo en organizar una persecución contra nosotros» (H.E. 3,17). Esta es la más explícita referencia a persecuciones de cristianos por parte de Domiciano. Al mencionar persecuciones bajo Domiciano, Eusebio de Cesarea citó como aval de su afirmación a Tertuliano (+ 220) (H.E. 3,20). En efecto, Tertuliano había hecho mención de persecuciones en tiempos de Domiciano sin dar más detalles, excepto que al poco tiempo las frenó (Apol. 5,4). Sin embargo, es notorio que Eusebio nombró como víctimas a una sola persona, Flavia Domitila, nieta de Flavio Clemente, que fue exilada, no ejecutada (3,17-20; cf. 3,39; 4,18; 5,8.18; 6,25; 7,25). Según Dión Casio, Flavio Clemente, pariente de Domiciano, había sido ejecutado y su esposa exilada por «atea» (Hist. 67,14.1s). Según Suetonio, dicha ejecución fue más bien por recelos políticos (Dom. 15,1). De todos modos, no hay prueba alguna de que la ejecución fuera por tratarse de un cristiano1. Por cierto, no se puede

descartar que esos historiadores mencionaran pocos nombres por querer destacar sólo a personas importantes, aunque hubiera habido muchos otras, no mencionadas por ser desconocidas o insignificantes. Esto me parece poco verosímil. Sabemos por Tácito, Suetonio, Plinio y otros que Domiciano hizo ejecutar a no pocas personas por motivos diversos, algo que no lo diferenciaba en nada de otros jerarcas de esa época. Pero no tenemos indicio alguno de que se ensañase con los cristianos en particular. También según Eusebio, Heguesipo contó que en cierta ocasión le fueron presentados a Domiciano unos nietos de Judas, hermano del Señor, del linaje de David; al enterarse de que el reino de Cristo en realidad «no era de este mundo» y de que se trataba de simples campesinos, los mandó liberar (H.E. 3,20). La Primera carta de Clemente, obispo de Roma en tiempo de Domiciano, escrita hacia el año 95 para los cristianos en Corinto, indica que en Roma los cristianos se encontraban en la misma situación que en tiempos de Nerón: «hemos bajado a la misma arena y tenemos delante el mismo combate» (7,1). Generalmente se entiende esa frase como una referencia a persecuciones en los últimos años de Domiciano. Lamentablemente, Clemente no dio detalles y hay varios aspectos de esa carta que quedan oscuros. Tampoco sabemos a qué «repentinas y sucesivas calamidades y tribulaciones» se refería al inicio, en 1,1. Resulta difícil explicar por qué, de haber habido expresas persecuciones de cristianos, Clemente no se detuvo a hablar de asunto tan doloroso, que sin duda afectaría al cristianismo romano en muchos aspectos. A este impreciso testimonio hay que añadir que, notoriamente, las «Actas de los Mártires» no mencionan persecución alguna en tiempo de Domiciano. Es llamativo que los mismos historiadores que documentaron las persecuciones en tiempos de Nerón, no hubiesen hecho lo mismo de haberse dado esa situación nuevamente en tiempos de Domiciano. Esto es particularmente notorio por cuanto Tácito y Suetonio no tenían ninguna simpatía por este emperador, ni por los cristianos. Hay que esperar hasta la mención hecha por Tertuliano y, un siglo más tarde, por Eusebio de Cesarea para escuchar de persecuciones bajo Domiciano... algo sospechoso en sí mismo. En cuanto al carácter despótico de Domiciano, eso no necesariamente significa que, por ser un tirano con la gente, decretase persecuciones, como Eusebio parece suponer al yuxtaponer esos dos aspectos. Como vimos en el capítulo anterior, Domiciano no habría sido peor que muchos otros que le precedieron. Por otro lado, sabemos que en tiempo de Domiciano reinaba en Asia Menor un clima de paz y bonanza política, social y económica. Es notorio también que escritos del NT, tanto de esa época como posteriores, no han hecho mención alguna de persecuciones y martirios, cosa que hubieran

ciertamente hecho, pues esos testimonios eran altamente atesorados en el cristianismo. Basta que recordemos las múltiples advertencias al respecto en los evangelios. El autor de la primera carta de Pedro, escribiendo desde Roma (que llama «Babilonia»: 5,13) a fines del primer siglo, se dirigía a cristianos en Asia Menor que tenían que soportar «tribulaciones», recomendándoles que «lleven entre los gentiles una conducta ejemplar. Así, en lo mismo que los calumnian como malhechores, a la vista de sus buenas obras glorificarán a Dios en el día de la visita» (2,12; cf. 1,6s). Más adelante les dijo: «Bienaventurados si son ultrajados por el nombre de Cristo... Que ninguno de ustedes tenga que sufrir por criminal o por ladrón... Pero, si es por cristiano, no se avergüence, sino dé gloria a Dios por este nombre» (4,14ss). Sin embargo, en cuanto al emperador, recomendó que le estén sujetos y lo honren (2,1317). En la primera carta a Timoteo, escrita hacia fines del primer siglo o inicios del segundo,2 y dirigida a Éfeso, se invitaba a los fieles a orar por los reyes a fin de que todos tengan una vida en paz (2,1s), sin hacer mención alguna de persecuciones. Ireneo de Lyon (+202), que data el Apoc. de tiempos de Domiciano, no hizo mención alguna de persecuciones (cf. Adv. Haer. 5,30.3). Por su parte, en el Apoc. se destacó un solo nombre de un mártir, el de Antipas en Pérgamo (2,13), la capital de la provincia de Asia y residencia del gobernador. La carta a Esmirna advertía sobre el peligro de persecuciones (2,l0). En cuanto a la famosa referencia de Juan en Apoc. 1,9 a su estadía en Patmos, hay que observar que: 1) Juan se presentó como «hermano y compañero en la tribulación y en el reino...», y este es un dato aparte de su indicación de haber estado en Patmos; 2) mencionó Patmos como lugar donde estuvo «por causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús». Ahora bien, «por causa de... (dia)» no se refiere necesariamente a persecuciones, puede entenderse perfectamente en el sentido de la predicación, es decir en labor evangelizadora. Las tribulaciones probablemente eran aquellas que resultaban de la misión evangelizadora, como las que mencionó haber pasado Pablo repetidas veces y Lucas ilustró en Hechos. Por tanto, la afirmación «en Patmos» no significa necesariamente que Juan estuvo allí en calidad de deportado. De hecho, no hay prueba alguna de que esa isla, un bastión romano, hubiese sido usada para confinar a deportados3. Deportaciones se llevaban a cabo por parte de los romanos por muchas y variadas razones, pero notoriamente cuando se trataba de personajes importantes y la falta no era tal como para ser ejecutado. Fueron Eusebio de Cesarea (H.E. 3,18) y la tradición popular los que lo han entendido en términos de deportación. Tomando en cuenta la evidencia que poseemos sobre el reinado de Domiciano,

no se puede afirmar que hubiera una persecución formal, decretada y sistemática, de cristianos en el imperio romano durante su gobierno4. El único posible testimonio sería el del Apoc. de Juan, sobre el cual retornaremos en otro capítulo, que nos sitúa en Asia Menor, lejos de Roma. Ahora bien, el hecho de que no hubiera hostilidades decretadas por Domiciano, no significa que hostigamientos y abusos no pudiesen deberse a autoridades locales en Asia, como lo atestigua Plinio en su famosa carta a Trajano, lo que explicaría que Tácito y Suetonio no los mencionasen. Hay que tener presente que Domiciano nombró en altos puestos de confianza a personas del lugar, a orientales, política que empezó Vespasiano para asegurar la concordia en la región. De ser ese el caso en Asia Menor occidental, concretamente en lugares como Éfeso, autoridades locales podrían tomar ciertas decisiones y permitir ciertas acciones, independientemente de Roma, referentes a la vida cotidiana, mientras no afectasen los intereses imperiales ni se arrogasen poderes no concedidos. Por lo tanto, aunque no haya habido persecuciones en Roma, por todo lo que sabemos de la vida en las ciudades de provincias, es perfectamente pensable que hubiera hostilizaciones hacia cierto tipo de personas, y con más libertad en Asia, lejos del control directo de Roma. Este hostigamiento estaría aprobado o al menos tolerado por el gobernador, sea por cuestiones de culto, rebeldía o lesa-majestad, como hizo Pilato con Jesús y en varias ocasiones sucedió con los judíos en Siria y en Egipto. Aun así, los cristianos le imputarían la responsabilidad al emperador mismo, pues se trataba de su imagen a la que había que rendir culto. El emperador endiosado era el «rey» que no se opuso a tal culto. La Carta de Plinio Dos décadas más tarde, en su famosa carta del año 112 al emperador Trajano, Plinio presuponía que, antes de que él llegara como legado imperial a Bitinia (Asia Menor), ya había un tipo de persecuciones, además de juicios y ejecuciones de cristianos en tiempos anteriores a Trajano (98-117). Plinio mencionó que algunos acusados confesaban que habían sido cristianos, pero que habían dejado de serlo «hacía veinte años», lo cual nos sitúa en tiempos de Domiciano. También es de notar que, para distinguir a un cristiano fiel de un apóstata, se recurría a la obligación de rendir culto a los dioses y a la estatua del emperador, pues así se definiría frente a Roma. Se trataba de aplicar la famosa lex iulia maiestatis, referente a las actitudes frente a la autoridad romana y el castigo de la rebeldía. Este tema fue el objeto de la consulta de Plinio en su famosa carta a Trajano: «Nunca he estado presente en el examen de cristianos. En consecuencia, no conozco la naturaleza del alcance de los castigos que generalmente les son aplicados, ni las causas para empezar una investigación, y hasta qué punto debe forzarse... si se debe perdonar a los que se

retractan de sus creencias... y si lo punible es el hecho de llevar el nombre de cristiano, aun siendo inocente de crímenes, o si los crímenes se asocian al nombre. Por el momento, esta es la línea que he asumido con todas las personas que me son presentadas, acusadas de ser cristianas: les he preguntado personalmente si son cristianos, y si lo admiten, les repito la pregunta una segunda y tercera vez con la advertencia de que hay un castigo esperándolos. Si persisten, ordeno que sean llevados para la ejecución. Ahora que he empezado a tratar este problema, como suele suceder, las acusaciones se están extendiendo y aumentando en variedad. He decidido liberar a cualquiera que negaba que era o que había sido cristiano cuando repitió conmigo una fórmula de invocación a los dioses e hizo ofrendas de vino e incienso a vuestra estatua... y además había injuriado el nombre de Cristo. Entiendo que no se podría inducir a hacer estas cosas a ningún genuino cristiano. Algunos, cuyos nombres me fueron dados por algún informante... dijeron que habían cesado de ser cristianos hacía dos o más años, y algunos inclusive hacía veinte años. Todos reverenciaron vuestra estatua y las imágenes de los dioses del mismo modo que los demás, e injuriaron al nombre de Cristo. ... Pueblos y distritos rurales están infectados por el contacto con este desgraciado culto...» (10,96).

Respuesta de Trajano: «Has procedido correctamente, mi querido Plinio, en tu examen de los casos de personas acusadas de ser cristianas, pues es imposible dar una regla general para una fórmula fija. Esas personas no deben ser perseguidas (conquirendi non sunt); si te las presentan y se prueba la acusación contra ellas, deben ser castigadas, pero en el caso de alguien que niega ser un cristiano y pone de manifiesto que no lo es ofreciendo oraciones a nuestros dioses, debe ser perdonado en razón de su arrepentimiento...» (10,97).

Plinio consultó a Trajano porque no conocía la existencia de un procedimiento fijado para tratar a los cristianos, pero había procesos y castigos contra ellos. Las acusaciones no eran sobre delitos tipificados por los romanos, sino llevados por ciertos individuos por asuntos de índole personal, como la fe y ciertas costumbres religiosas. De la respuesta de Trajano se deduce, al parecer, que no había una política romana al respecto5. Pero el texto de Plinio dice que hay un castigo esperando a los que se confiesan cristianos y, como prueba de que se reniega de la fe, se les exige la invocación de los dioses, las ofrendas a la estatua del emperador y las injurias al nombre de Cristo; sólo así son perdonados. 2. ¿Por qué despreciados? Para Plinio, el hecho de ser cristiano por sí mismo era motivo suficiente para ser castigado, pues era equivalente al rechazo del culto imperial, aunque sin

preocupación política como tal. Su preocupación se circunscribía básicamente al aspecto cultual, que incluía el hecho de que «los templos habían estado casi totalmente abandonados durante mucho tiempo», supuestamente a causa de la influencia de la religión cristiana. Para Trajano, en cambio, era más bien una cuestión de dominación política. Por eso resaltó mucho más su participación en el culto como prueba de la fidelitas a Roma. El rechazo equivalía a falta de lealtad a la autoridad imperial; equivalía a lesa majestad o impietas, tácita rebeldía -que para el cristiano contrastaba con su profesión de obediencia y sumisión más bien a Cristo, su único y absoluto señor. No se debía perseguir por la fe como tal, pero se exigía fidelidad y participación en el culto imperial (signo de la lealtad y reconocimiento de la soberanía absoluta del emperador) y se debía renegar de Cristo. Si no se hacía, «había un castigo», y si se probaba la acusación el cristiano debía ser castigado, como se desprende de la citada correspondencia entre Plinio y Trajano. Anteriormente, el año 64 y en relación con el incendio de Roma, Nerón había permitido las persecuciones y ejecuciones sumarias de cristianos en Roma y alrededores, un auténtico pogrom. Eso significa por sí mismo que ya entonces los cristianos, por el hecho de serlo6 (razón por la que se les persiguió a ellos y no a otros grupos) eran despreciados por un significativo sector de la población. La pregunta que debemos responder, y que nos daría alguna luz sobre una posible actitud similar tres décadas más tarde, en tiempos de Domiciano, es qué podía motivar una repulsa odiosa contra los cristianos para ensañarse con ellos. Tendría que ser algo que los distinguiese, por ejemplo, que no hacían coro a ciertas costumbres y prácticas de la época, especialmente aquellas relacionadas con la vida social y religiosa del pueblo o la ciudad. En ese sentido, en relación con Nerón, Tácito escribió que los cristianos fueron ejecutados porque constituían una «maléfica superstición» y eran «odiados por sus abominaciones» (Anal. 15,44). Suetonio, por su parte, explicó esas ejecuciones como castigo por sus prácticas «supersticiosas» (superstitio) y «mágicas» (malefica) (Nerón 16,3). Se han dado otras explicaciones, pero muchas son retroproyecciones de actitudes y apreciaciones tardías acerca de los cristianos, cuando la animosidad adversa ya estaba creciendo. Ambos historiadores se referían a Roma, conocida por sus excesos, no a las provincias romanas. Es sabido también que, a fines del primer siglo, los cristianos no eran bien vistos por la comunidad judía. Ese clima de antagonismo lo encontramos atestiguado en cartas de san Pablo y en los evangelios según Mateo y según Juan, y en Hechos, entre otros escritos del NT y en algunas de las expresiones de Apoc. 2-3 (sinagoga falsa, de Satanás). Por eso se puede pensar que las hostilidades vendrían de judíos, a quienes Juan acusa de decirse judíos «sin serlo de verdad» (2,9; 3,9), lo cual

indicaría que para él el verdadero judaísmo lo constituye el cristianismo. En la carta a la iglesia en Esmirna se delata «la maledicencia que proviene de los que dicen ser judíos y no lo son» (2,9). Todo eso refleja que los judíos se oponían abiertamente al cristianismo. ¿Habría motivos para una animadversión hacia los cristianos por parte de los demás conciudadanos? En tiempo de Plinio los cristianos ya eran claramente reconocidos por los romanos como un grupo «diferente», a no confundir con los judíos, y eso venía desde antes. Por múltiples testimonios sabemos que cada tanto tiempo se levantaban olas de hostigamientos, inclusive sangrientos pogroms contra la población judía por su estilo de vida7. Cabe preguntarse, pues, si ese también sería el caso con respecto a los cristianos. Según Hch 16,21, en Filipos se acusa a los cristianos ante la autoridad romana precisamente de estar «enseñando costumbres que nosotros no podemos aceptar ni practicar, siendo como somos romanos». Como conclusión, podemos decir que no sabemos de persecuciones de judíos ni de cristianos en Asia Menor cuando Juan escribía el Apoc. Sin embargo, eso no significa que no hubiese hostigamientos, marginaciones y otros maltratos, como evidencian los testimonios de la época, especialmente la carta de Plinio. Al no estar sujetos a la ley de Moisés y por el hecho de que una notable proporción de los convertidos provenía del paganismo, los cristianos no se diferenciarían tan marcadamente del mundo pagano como los judíos. Por parte de los cristianos, a diferencia de los judíos -con posible excepción de judeo-cristianos-, no habría problemas sobre alimentos o el compartir la mesa, sobre vestimenta, baños, deportes y otras costumbres, excepto en lo reñido con la moral, particularmente en lo tocante a la sexualidad y lo que raya con el paganismo, como eventualmente comer carne sacrificada a ídolos8. La diferencia más marcada del cristianismo con respecto a las costumbres de la época, además de la ética, sería la religiosa en sí misma, particularmente en lo tocante al culto oficial, por ser público y de carácter político (patriótico), que algunos no tolerarían (cf. Apoc. 2,14.20) -como sucede aún hoy en el campo de las religiones. En efecto, los cristianos eran tenidos por ateos al no reconocer a los dioses del pueblo; no conformistas, anti-sociales9. Por otro lado, las actitudes proselitistas acarrearían recelos y reacciones hostiles (cf. Apoc. 6,9; 20,4), sobre todo si, en la opinión de algunos, el cristianismo es un movimiento que desprecia las costumbres ciudadanas. También habría problemas en lo tocante al servicio militar y otros servicios cívicos, particularmente los que tenían un aspecto religioso.10 Algunas de estas razones serían las mismas por las que ocasionalmente hostigaban a los judíos.

Como destacó L. Thompson,11 las relaciones sociales entre los cristianos y el resto de la población, al menos los más sensibles, una vez embarcadas en mutuo rechazo, fueron creciendo: la respuesta al rechazo y las hostilidades fue un mayor rechazo, y así sucesivamente, afirmándose más y más la identidad cristiana y la fidelidad a Jesucristo en contraposición al mundo pagano oficial y especialmente al emperador. La actitud cristiana despertó en sus conciudadanos la sospecha de deslealtad o de traición a la causa del bien común, expresada en el culto al emperador. La fe cristiana desestabilizaba una verdad incontrovertible del imperio: el emperador como dios, señor y salvador. De este modo cada una de las partes justificaba su actitud de rechazo y desprecio frente al otro. Desde ese hecho se comprenden muchas actitudes hostiles por parte de las autoridades romanas -como ya se venían dando por parte de las autoridades judías-, actitudes tenidas por los cristianos como persecuciones. En pocas palabras, la dificultad de ser cristiano en aquel mundo era que ello exigía caminar en sentido contrario al de la cultura dominante, con una visión y actitud crítica de las ideologías absolutizantes divinizadas en el Imperio romano. Basta leer las cartas de san Pablo para convencerse. En términos modernos, el cristianismo era un movimiento contracultural, por lo tanto objeto de desprecio, de hostigamiento, e inclusive de «persecuciones». 1 Eusebio dice que Domitila fue exilada por «su testimonio de Cristo» (H.E. 3,18). En la tradición, hay una confusión de nombres; al parecer había dos mujeres con el mismo nombre. Cf. P. Prigent, «Au temps de l´Apocalypse: Domitien», en Revue Hist. Phil. Relig. 54(1974), 470-474. 2 Cf. las consideraciones en los comentarios exegéticos de L. Oberlinner (HThNTK), J. Roloff (EKK), H. Merkel (NTD) a 1 Timoteo, que sitúan la carta hacia el año 100. 3 Plinio el viejo, en Hist.Nat. 4,69s y Tácito, en sus Anales 4,30, no incluyen a Patmos entre las tres islas de la región donde entonces se desterraba a determinadas personas. A esto se suma el problema de la posibilidad de que Juan fuese deportado y no ejecutado, si se trataba de un castigo severo, pues la deportación se reservaba para personas de alcurnia. Vea la clara exposición de D. Aune, Revelation (Word Biblical Commentary), Dallas 1997, 76-80. 4 A la misma conclusión han llegado los estudios detallados de P. Prigent, art. cit., P. Keresztes, «The Jews, the Christians, and Emperor Domitian», en Vigilae Christianae 27(1973), 1-28, L.L. Thompson, The Book of Revelation: Apocalypse and Empire, Oxford 1990, y A. Yarbro Collins, Crisis and Catharsis, Filadelfia

1984, entre otros. 5 Un excelente comentario a esa correspondencia la ofrece el conocido historiador A.N. Sherwin-White, The Letters of Pliny: A Historical and Social Commentary, Oxford 1966, 772-787. 6 Cf. Lc 21,12; Jn 15,21; Hch 5,41; Tácito, Anales 15,44; Plinio, Carta 10,96. 7 Vea al respecto los datos en E. Arens, Asia Menor en tiempos de Pablo, Lucas y Juan, Córdoba 1995, 196-205, y en la bibliografía allí proporcionada. 8 Cf. W.A. Meeks, El mundo moral de los primeros cristianos, Bilbao 1992. Esos dos puntos en particular fueron motivos de reiteradas aclaraciones en el cristianismo naciente, como se observa en el NT. 9 Cf. S. Benko, «Pagan Criticism of Christianity During the First Two Centuries A.D.», en Aufstieg und Niedergang der römischen Welt, vol. II.23/2, 1055-1115. 10 Desde tiempos del emperador Augusto, por decreto imperial los judíos estaban exentos de la participación en celebraciones religiosas no-judías y del servicio militar, a la vez que tenían autorización para llevar a cabo sus propias celebraciones y reuniones. Cf. E. Arens, op. cit., 175-183. 11 «A Sociological Analysis of Tribulation in the Apocalypse of John», en Semeia 36 (1986), 170 -todo el artículo (p.147-170) debe ser considerado seriamente.

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¿Por qué se escribió el Apocalipsis?

Como lo hemos visto, no está tan claro que hubiera persecuciones de cristianos en sentido estricto a fines del primer siglo. No extraña por eso que recientemente algunos estudiosos hayan cuestionado el hecho de que la de Juan fuese una comunidad perseguida1. Eso significa que Juan no habría escrito en reacción a persecuciones. ¿Qué le motivó entonces a escribir el Apoc.? 1. Observaciones generales Los estudiosos concuerdan en reconocer que los escritos del género apocalíptico se originaron en situaciones de crisis. Estos escritos eran respuestas al desmoronamiento de las seguridades en las que se había construido una sociedad. Con su particular escatología, la apocalíptica presenta un universo alternativo con significados novedosos para viejas realidades, ya que interpreta la historia en otra clave: es revelación (apokálypsis) de una dimensión no evidente del mundo en el que vive. Por eso algunos profetas respondían a la crisis de identidad del judaísmo a raíz del exilio babilónico (Isa 24-27; Ezeq 38-39; Joel; etc) en sendos apartados apocalípticos. Daniel, el libro más apocalíptico del AT, fue compuesto en el marco de las persecuciones de Antíoco IV a mediados del segundo siglo a.C. en Israel. Al deshacerse las seguridades, por ejemplo con la conquista y deportación de Judá en el siglo VI a.C. a manos de Babilonia, o con Antíoco IV y sus persecuciones, o al sentirse los judíos marginados o despreciados por los griegos y luego por los romanos, la literatura apocalíptica surgió como una visión alternativa de resistencia y reivindicación que les daba la razón en su fidelidad a Dios y su rechazo del mundo anti-Dios (Apoc. 18,20). Ahora bien, la concentración en el fin del mundo o en la conclusión de la historia,2 característica de la apocalíptica, se ha dado en la historia de la humanidad típicamente como reacción y respuesta a situaciones como las siguientes: - Catástrofes, sea ya ocurridas o que están por ocurrir.

- Situaciones de persecuciones de cualquier tipo. Cuanto más sentidas y profundas, más marcada la ansia apocalíptica. Si es de carácter político, como sucede en la mayoría de los casos, incluido el cristianismo del primer siglo, se recurre a una alternativa dramática final igualmente de colorido político, es decir su aniquilación. - Se da entre gente marginada, incluidos grupos no aceptados en la sociedad dominante por alguna razón, especialmente de carácter político o ideológico, incluidas razones de orden económico (los menesterosos). - Se produce este tipo de escritos también cuando se vive un «clima apocalíptico», heredado y asumido, es decir, por razones ambientales, culturales, grupales, incluidas sicológicas e ideológicas, como observamos en algunas comunidades. Son los llamados movimientos apocalípticos que crean un tal clima, como en Qumrán, o en los últimos años el grupo de Jimmy Jones en Guyana, el grupo de David Koresh en Texas, y la secta Aum en Tokio, que rechazan virulentamente el mundo que no comulga con ellos. En todos estos casos las personas tienden a refugiarse en la convicción de que la justicia divina les da la razón, está de su parte, y se pondrá de manifiesto con todo su peso en este mundo y pronto, justicia que consiste en aniquilar este mundo con todo lo que incluye e instaurar un mundo nuevo para ellos. Si Dios es justo, y nosotros somos justos y confiamos en él, él actuará en nuestro favor reivindicándonos e imponiendo su justicia. La injusticia no puede reinar mucho tiempo. Al sistema de «muerte», que rechazan y consideran como su enemigo, los apocaliptistas oponen un mundo nuevo, de vida diferente3. De aquí que lo encontremos también en la tradición cristiana (venida del Hijo del hombre, su anticipación del fin próximo, el juicio divino, por ejemplo en Mc l3; Mt 24-25; Lc 21; 2 Tes 2; 2 Pdr; Judas), y que ejerza un especial atractivo en algunas sectas. Es muy significativo que la apocalíptica judía ha llegado a nosotros gracias en gran parte al cristianismo, donde se preservó y leyó4. En pocas palabras, la literatura apocalíptica es expresión de una corriente de inconformismo frente a la sociedad, por lo cual presenta una visión crítica propia de movimientos de protesta que viven la necesidad sentida de cambiar y renovar el mundo. Son fuertes en su crítica a las realizaciones políticas, ven la historia desde «el reverso». Pero, aunque pueda ser determinista y pesimista, su visión del futuro es esencialmente esperanzada porque confía en la intervención divina. Como hemos insinuado, la «crisis» puede ser real o imaginaria. En última instancia es una cuestión de percepción de una determinada realidad5. Toda percepción es personal, subjetiva, y está guiada por prejuicios, intereses, expectativas, valores. Lo que uno percibe y juzga como caos, otro puede percibirlo como renovación o un simple cambio de estrategia. Aquello que uno juzga como un rechazo o destrucción de su mundo

ideológico, para otro puede ser un simple desacuerdo o inclusive puede sentirlo como un avance constructivo. Para saber si la crisis que ocasionó el Apoc. es real o imaginaria es necesario observar ambos lados: el de Juan y su comunidad y el del mundo en el que vivían. Por un lado, se deben observar atentamente las referencias concretas del autor a la supuesta situación crítica y, por otro lado, es necesario conocer el mundo en el cual vivía, en Asia Menor. Sólo si aquello que el autor percibe como una «coyuntura en descomposición» corresponde a lo que sabemos del mundo real en el cual vivía, podremos saber de qué tipo de realidad se trataba, si supuesta o real. Es lo que a continuación veremos, y que debemos cotejar con lo ya estudiado sobre las actitudes frente al cristianismo en el mundo real de Juan, en la región de Éfeso. 2. El Apocalipsis habla Observemos los pasajes más impactantes en el Apoc., que hablan por sí mismos: 1,9 «Yo, Juan, hermano y compañero de ustedes en la tribulación...». 1,17s «Yo soy el primero y el último y el que vive. Yo estuve muerto, pero he aquí que estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del hades.» 2,10 «Mira, el diablo va a arrojar a algunos de ustedes a la cárcel para que sean probados, y tendrán tribulación por diez días. Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida.» 2,13 «Mantienes firme mi nombre y no negaste tu fe en mí, ni en los días de Antipas, mi testigo, mi fiel, que fue muerto entre ustedes.» 6,9-11 «y vi al pie del altar las almas de los degollados por causa de la palabra de Dios y del testimonio que mantuvieron. Y clamaron con gran voz diciendo: ¿Hasta cuándo, oh Soberano, santo y veraz, estarás sin juzgar y sin vengar nuestra sangre de los que moran sobre la tierra? Y se les dio a cada uno una túnica blanca, y se les dijo que estuvieran tranquilos todavía un poco de tiempo, hasta que se completase el número de sus consiervos y de sus hermanos, que iban a ser muertos como ellos.» 12,11.17 «Ellos lo han vencido (a Satanás) por la sangre del Cordero y por la palabra del testimonio que dieron, pues no amaron sus vidas tanto que rehuyeran la muerte... El dragón... se fue a hacer la guerra contra los demás de la descendencia de ella, los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesús.» 13,7.15 «Y se le permitió (a la bestia) hacer la guerra contra los santos y vencerlos... Tenía poder (la segunda bestia) para hacer «que fuesen muertos cuantos no adoraran la imagen de la bestia». 16,6 «Porque derramaron sangre de santos y de profetas, sangre les has dado a beber».

17,6 «Vi a la mujer ebria de la sangre de los santos y de la sangre de los testigos de Jesús.» 17,14 «Lucharán contra el Cordero, y el Cordero los vencerá, porque es Señor de señores y Rey de reyes, y también los llamados con él y elegidos y fieles». Las conclusiones saltan a la vista. 1. El Apoc. contiene un llamativo número de menciones de sangre, muerte, guerra contra los santos, y también de símbolos de victoria, como son los vestidos/ropa blancos y las palmas en las manos, en referencia a los cristianos. La causa de las ejecuciones es la fidelidad de «los santos» a Dios y el testimonio de Jesucristo. 2. Igualmente es notorio el énfasis en la soberanía de Dios y del Cordero con tonos apologéticos, que son particularmente claros en la segunda parte. La soberanía de Dios descuella especialmente en el juicio final, a partir del cap. 15, y en diferentes cánticos o himnos, que abundan en el Apoc6. Esta es contrapuesta a la pretendida soberanía de la bestia. Por eso el símbolo predominante del libro es el trono, porque el problema de fondo es cuestión de poder, Dios o Satanás, el Cordero o la bestia. Esa es la causa englobante de la confrontación y los conflictos: la pretensión de la soberanía, el dragón y la bestia contra Dios y el Cordero. 3. Jesús es presentado como «el cordero degollado», es decir, ejecutado, que otorga la salvación a los que «blanquearon sus vestidos en la sangre» del Cordero (7,14; cf. 1,5; 5,9; 12,11), a los que aunados a él asumieron los sufrimientos impuestos, hasta ofrendar su vida. Esa imagen de Jesucristo nos sitúa en un clima de hostigamientos y «persecuciones». El cristiano debe ser seguidor de Cristo en todo, inclusive en su dimensión sacrificial: «seguían al Cordero...»; así serán asociados en una misma victoria y un mismo reinado (6,9; 7,l4; ll,3; l2,l0ss; l7,6; l9,l3). La imagen del cordero degollado evoca a la vez al cordero pascual y al servidor sufriente de Isaías 53. El martirio de Jesucristo sirve de paradigma para los cristianos (1,5; 2,13; 11,3; 17,6). Si Juan proponía como modelo esa situación extrema era porque correspondía a una situación de adversidad alarmante. 4. El tema de la tribulación también es frecuente en el Apoc.: vea 6,9ss; 7,9s.14; 11,113; 12,1-17; 13-14; 17,1-19,5. La tribulación es momento de opciones a reafirmar o cambiar, pero de opciones vitales que comprometen el futuro. Es lo que vivían los cristianos en la comunidad joánica. 5. En repetidas ocasiones, concretamente en 1,9; 6,9; 12,11; 12,17; 17,6; 19,10; 20,4 (cf. también 2,13; 11,7), se indica como causa de «persecuciones» el hecho de dar testimonio (martyría) de Jesucristo. Eso está particularmente claro en la explicación dada en 12,17: la causa de las persecuciones del dragón es que aquéllos de la descendencia de

la mujer que están sobre la tierra «guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesús». Notorios son los empleos de la expresión «(por) la palabra de Dios y el testimonio de Jesús (Cristo)»: 1,2.9; 6,9; 12,17; 20,4, también 3,9; 14,12.7 En todos estos pasajes se alaba la fidelidad en situación de hostilidad. El premio es para «los que guardan los mandamientos... que mueren en el Señor» (14,12), en contraposición a los que adoran a la bestia. Eso presupone una situación de «persecución», ya que tiene de trasfondo el cap. l3. En otras palabras, Juan presenta en una fórmula casi estereotipada la razón por la cual los cristianos son maltratados: «por la palabra de Dios y el testimonio de Jesús (Cristo)». La «palabra de Dios» se refiere a la historia salvífica, testimoniada explícitamente en la palabra del AT (el NT no existía todavía), que para el cristiano incluía el acontecimiento-Jesucristo, es decir, aquella palabra pronunciada en Cristo y de la que los cristianos se hacen testigos como Jesús8. La segunda expresión, el «testimonio de Jesús», recuerda la conocida advertencia que los discípulos tendrán que sufrir «por causa mía/del evangelio», y por tanto tiene como fundamento, tanto en el Apoc. como en los evangelios, el destino de Jesús -expresado en el Apoc. con la figura del cordero degollado9. Ese testimonio constituye nada menos que el NT. Los pasajes citados, y una serie de otras alusiones, aun si están en lenguaje metafórico, propio del Apoc., aluden claramente a un clima de violencia contra los «seguidores del Cordero». Pero debemos tener presente que el lenguaje propio de la apocalíptica es figurado, es decir, no debe tomarse en sentido estricto literal, a lo que podemos añadir la natural tendencia oriental a la exageración. De los textos destacados, queda claro que, al escribir su apocalipsis, Juan estaba convencido de que su percepción y apreciación del desenvolvimiento del mundo en el que vivían era de crisis real, y sus inquietudes y convicciones las quiso compartir con sus lectores mediante su obra, anticipando el pronto juicio de Dios. Por eso les exhortaba parabólicamente a que se mantengan firmes en su adhesión al Señor, a pesar de lo peor que pueda suceder. 3. Las siete cartas Importante para nuestra investigación es el hecho de que, en las cartas dirigidas a las siete iglesias (Apoc. 2-3) nos encontramos aparentemente ante otro panorama10. No se habla de violencia y ejecuciones (sólo la memoria de Antipas, en 2,13). Pero se exhorta a la fidelidad y a vencer: «sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida» (2,10). Se trata de un examen crítico de corte ético, donde se pasa revista a la conducta que deberían observar como cristianos, sus virtudes y defectos frente a las expectativas de Juan. En contraste con el resto del Apoc., en las cartas se habla como si el mundo no estuviese a punto de tocar a su fin11.

Las cartas son una llamada de atención a la Iglesia, no al mundo, y una condena de aquellos sectores del cristianismo que, de una u otra manera, se han hecho parte de ese mundo deleznable, que han integrado concepciones incompatibles con el cristianismo (vea las críticas y juicios). Por eso hay una reiterada llamada a cambiar de actitud o inclusive a abandonar los elementos recusables de la sociedad pagana que han integrado en su vida cristiana (sincretismos). El problema no era, en primer lugar, Roma y la persecución, sino la actitud de los cristianos mismos frente al mundo grecorromano con sus costumbres y atractivos, que el autor critica. Se los invita a redefinir la identidad y mantener la fidelidad. Las diferencias de las cartas con el resto del Apoc. exigen una explicación. Tal vez fueron compuestas e incorporadas posteriormente al Apoc., razón por la que reflejan otra realidad12. Para algunos comentaristas se debería a que en ellas Juan se concentró en la vida de la Iglesia misma (ad intra). Sin embargo, en ellas también se critican las influencias del entorno, en particular sus relaciones con los judíos. En las cartas a Esmirna y a Filadelfia se indica que «los que dicen ser judíos» serán quienes les causen tribulaciones (2,9s; 3,9s). Sea lo que sea, de las cartas se puede deducir que la situación de violencia anticristiana expuesta en el resto del Apoc. no correspondería a una situación real, sino presentida y anticipada. Si fueron introducidas más tarde, con mayor razón habrían hecho referencia a esa (supuesta) violencia homicida si realmente ocurrió, pero el único ejecutado que se menciona es de tiempo atrás, Antipas, en Pérgamo. Y con mayor razón aún se hubiera mencionado si se estaba dando en ese momento. Varios estudiosos del Apoc. últimamente han expresado la opinión de que Juan en realidad se oponía a cualquier compromiso o asociación con el mundo pagano -en contraste con algunos judíos que sí habían asumido valores y costumbres paganos, razón por la que se habla en las cartas de «falsos judíos» (2,9; 3,9), y se recurre a imágenes del AT como Balaam y Jezabel. 4. ¿Qué ocasionó la redacción del Apocalipsis? La redacción del Apoc. tiene que haber estado relacionada con el sentimiento que un grupo de cristianos tenía de ser hostigado por un sector significativo de la región donde vivía. Esa realidad tenía para esos cristianos sabor a persecución. Esto se desprende tanto del hecho de haber recurrido al género apocalíptico como del lenguaje mismo del Apoc., que acabamos de ver. Lo mínimo que se puede decir es que Juan y un sector del cristianismo no vivían en un clima de absoluta paz y armonía con sus conciudadanos grecorromanos. No es fácil determinar cuál era la extensión de esos antagonismos. Como hemos expuesto en los capítulos anteriores, las claras referencias y las alusiones a hostigamientos a los discípulos de Cristo que encontramos en el NT, no dejan

dudas de que los cristianos (al menos un grupo) entendían y sentían determinadas actitudes como hostiles hacia ellos, a causa de su fe en Jesucristo. Dichos hostigamientos están repetidas veces testimoniados en textos cristianos anteriores al Apoc.: «se apoderarán de ustedes y los perseguirán; los entregarán a las sinagogas y los meterán en las cárceles; los harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa mía» (Lc 21,12; también Mc 4,17; Mt 5,11.44; 10,23; 23,34; Lc 11,49; así como 1 Pdr 3,14s; 4,14ss). Igual advertencia encontramos en el evangelio según Juan: «Si el mundo los odia -dice Jesús-, sepan que antes que a ustedes me ha odiado a mí... si a mí me han perseguido, también a ustedes los perseguirán» (15,18.20; 17,14). Eso mismo encontramos en el Apoc., pero con mucho más énfasis y crudeza. Y si era así, era porque algo de realidad había; había una causa real en la base. No era una situación inventada o inclusive presentida como venidera, pero todavía no real. El clamor por justicia divina (6,10s), incluido el subyacente deseo de venganza, sólo se comprende si proviene de alguien que vive un clima de «persecuciones» reales o sentido como tal como el que encontramos en muchos Salmos. Si bien la crisis en cuestión podría ser menos real de lo que aparenta, sería lo que A. Yarbro Collins llama una «perceived crisis»,13 ya sea como producto de que las expectativas frente al mundo no se satisfacen, o debido a determinadas actitudes asumidas que ocasionan un rechazo por parte de un sector de la sociedad. Los cristianos vivían en una sociedad que indiscutiblemente no les era favorable en razón de su fe, especialmente para los que habían tomado en serio, con todas sus consecuencias, incluidas las éticas, su compromiso de fidelidad absoluta a Dios y su Mesías. Es el tenor de la presentación que hace Juan de sí mismo en Apoc. 1,9: «hermano y compañero de ustedes en la tribulación... por causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús» (cf. 6,9; 12,17; 19,10; 20,4). En pocas palabras, el clamor por justicia divina, que se observa y se siente a lo largo del Apoc., sólo se comprende si proviene de quien vive un clima que para él es de hostilidad, real o sentida como tal. El Apoc. corresponde al típico sentimiento de impotencia frente a poderes que le son adversos, inclusive hostiles. Por eso su lenguaje es violento, agresivo, propio de alguien desesperado o herido en sus sentimientos. Algo similar se observa en la carta Primera de Pedro14. Las hostilidades a las que se refiere el Apoc. venían principalmente de fuera, no de dentro de la comunidad, y Juan se las atribuyó a Roma. De no haber habido nada, Juan no habría mostrado esa visión repulsiva, ese rechazo casi visceral de Roma y todo lo que representa, que se encuentra particularmente en la segunda mitad del Apoc. Ya hemos visto que no sería nada extraño que algunos cristianos, inclusive comunidades, viviesen tensiones o sufriesen hostigamientos, ocasionados precisamente por lo que exige su fe cristiana en campos como el cultual y el moral15.

Tenemos algunos indicios concretos de esos hostigamientos, como las menciones expresas en Apoc. 13,17 de la necesidad de tener «la marca de la bestia» para poder comprar o vender: afecta la condición económica. El culto imperial exigido con violencia, al menos en algunas partes del Imperio, tampoco sería una novedad y ocasionaría reacciones adversas. El Apoc. corresponde, pues, a ese sentimiento de impotencia frente a poderes que le son adversos, incluso hostiles. El origen de las «persecuciones» u hostigamientos que Juan y su comunidad sufren lo explica Juan míticamente en Apoc. 12,13ss: la razón profunda se debe a que el dragón fue expulsado del cielo y no pudo devorar al hijo de la mujer, es decir, no pudo vencer a los fieles en el cielo. La victoria de Cristo ocasiona la furia de Satán contra «los demás» de su generación, los que están aún sobre la tierra. En otros pasajes Juan explicó las hostilidades en términos más reales, ya antes destacados: debido al testimonio de Jesucristo (1,9; 6,9; 12,11; 12,17; 17,6; 19,10; 20,4) -que podría referirse a la tarea misionera. En ese caso, los «perseguidos» serían los evangelizadores, como lo fuera Juan. En otras palabras, a fines del primer siglo ya se estaba fermentando un clima adverso que se manifestaba en determinadas actitudes y hechos, que unas décadas más tarde darían sus amargos frutos, empezando por el emperador Trajano16. Esto era previsible, y Juan lo expresó como un hecho en el Apoc. Entretanto, las susceptibilidades y desconfianzas mutuas entre cristianos y no-cristianos crecían conforme pasaba el tiempo. ¿Y por parte del cristianismo? En ningún momento Juan propone o siquiera sugiere en su obra que los cristianos vivan a espaldas de la sociedad, menos que se refugien en un mundo imaginario, que formen una micropólis o un gueto dentro de la ciudad (polis), como lo constituían las comunidades judías. Se trataba de marcar las diferencias de fidelidades y de enfoques de la vida, pero no de crear una especie de gueto cristiano. Para expresarlo de una manera impactante, Juan recurrió al lenguaje de imágenes contrapuestas con sabor dualista, que encontramos también con frecuencia en el cuarto evangelio (que se sitúa frente al judaísmo)17. Se trata de un artificio retórico, cuyo propósito es causar un impacto en el lector, de modo que reafirme sus opciones y fidelidades18. Había un sector en la población que, por principio, no era del todo favorable a la expansión del cristianismo: el judaísmo. De hecho, para fines del primer siglo había sectores del judaísmo -y antes algunos individuos como Saulo de Tarsoque se habían ensañado con el cristianismo difamándolo y buscando su desaparición, para lo cual no dudaron en buscar el apoyo de las autoridades romanas (cf. Mt 10,17; 23,34; Lc 12,11; 21,12; Jn 16,2; Hch 14,2; Apoc. 2,9)19. Un notable testigo de la hostilidad judía es Hechos de los Apóstoles que, aunque se presenta como historia pasada, de hecho la entreteje (si no retroproyecta) con la realidad vivida en el momento de su redacción20. Y debemos tener presente que la comunidad de Teófilo, a quien Lucas envió sus obras, se situaba en Asia Menor, probablemente no muy lejos de la comunidad joánica. En Hch 24,5 encontramos una apreciación del cristianismo en la persona de Pablo, por parte de

los judíos, que es significativa: «éste (Pablo) es un hombre pestífero y promotor de tumultos entre todos los judíos...». Aunque no conocemos la fecha exacta de la composición de Hechos, datada en general hacia fines del primer siglo d.C., la duodécima de las «Dieciocho Bendiciones», que todo judío recitaba a diario, habla por sí misma: «Que no haya esperanza para los apóstatas y erradica (Tú) rápidamente el reino de la violencia en nuestros días. Y que perezcan en un instante los nazarenos y los herejes; que sean borrados del libro de la vida y no sean contados entre los justos».

Sin embargo, en el Apoc. el adversario por antonomasia, la bestia, que será destruido por Dios, claramente es el imperio romano, con el emperador como su cabeza; no lo es el judaísmo. Eso significa que la causa principal de las angustias y sufrimientos de los cristianos en Asia Menor en tiempos de Domiciano es la actitud hostil de los seguidores de la bestia, no del judaísmo. Los cristianos vieron en Domiciano la encarnación de «la bestia», el tirano despiadado, que exige el culto máximo y se opone a «los santos» (cap. 13), cuyo fasto y libertinajes -conocidos desde antes como marca distintiva de la Roma imperial, expuestos por los satíricos Marcial, Juvenal y Petronioson la más clara expresión de la antítesis de los valores evangélicos. Y, como vimos, para Juan no había lugar para componendas; la opción por Cristo ha de ser radical y sin acomodos. Si observamos atentamente el vocabulario y los temas reiterados en el Apoc., caeremos en la cuenta de que, para el autor, el problema fundamental era el de la soberanía de Dios en contraposición a la del emperador, soberanía que se reconoce por el culto. La primera gran visión es la del trono en el cielo, en el cap. 1. Según E. Schüssler Fiorenza, el trono es «el símbolo teológico central» del Apoc21. La causa profunda para la escritura del Apoc. tiene, por lo tanto, dos aspectos complementarios. a) Por un lado, el problema del reconocimiento formal del Imperio y del emperador como soberano absoluto. No era un problema del culto como tal, sino el culto romano como expresión del reconocimiento de su soberanía y supremacía -lo cual trasluce una posición política, además de religiosa. Aquello que los cristianos rechazaban del culto imperial era lo que éste significaba: la pretensión de poder absoluto, sobre cosas y personas, como un dios, que estaba asociado a dicho culto. En este culto, «lo que se espera de los cristianos es que ofrezcan sacrificios a los dioses, que con eso se reinserten en el sistema religioso que, a los ojos de sus contemporáneos y sobre todo del emperador, necesariamente sostiene el orden político del cual el soberano es a la vez su encarnación», resume P. Prigent22. Pero por encarnar el poder supremo y exigir pleitesía, los cristianos lo vieron como alguien que se erige en dios... No olvidemos que lo político y lo religioso estaban inseparablemente entretejidos; lo uno tiene implicaciones sobre lo otro. Por su parte, los judíos ofrecían desde tiempos de Augusto oraciones y sacrificios a

Yavé en el templo de Jerusalén en favor del emperador, pero no a él. Era una actitud política, que para los judíos no constituía culto al emperador. Pero se rebelaron cuando Calígula mandó que se erigiese una estatua suya en el templo de Jerusalén, como si fuera un dios (Filón, De Legat., 261-333). Para los cristianos, en cambio, se trataba de un problema más serio, pues con la muerte de Cristo todo sacrificio cultual carecía de valor (Hebreos); lo más cercano era la celebración de la eucaristía. De aquí que, si bien no tenían problema en orar por el emperador (cf. 1 Tim 2,1s), no podían admitir ofrecer sacrificios ante su imagen, pues no es Dios23. En su carta a Trajano, Plinio revela saber que los cristianos rehusaban rendir el culto propio del imperio, entre otros, al emperador. La no aceptación de la soberanía absoluta del emperador, con su respectiva expresión pública, iba frontalmente contra la lex iulia maiestatis, que concierne precisamente las actitudes frente a la autoridad romana y estipula la ejecución de los contumaces. Y es que, una vez más, esa soberanía, al absolutizarse y reclamar el dominio sobre todo, incluidas las vidas, se arroga lo que, para el cristiano, es propio de Dios. De lo dicho, vemos que el culto imperial no era un fin en sí mismo, sino una expresión de lealtad al poder político. Esa era su verdadera razón de ser. Eso es evidente en la correspondencia entre Plinio y Trajano y, como veremos luego ampliamente, se percibe en el Apoc. mismo, concretamente en su énfasis en la soberanía de Dios, en la centralidad del «trono», en la combinación de metáforas tomadas del culto y de la política, y en los cánticos que se intercalan. b) El otro aspecto del problema que ocasionó la composición del Apoc. tiene que ver con la tentación del sincretismo, ya aludido, que es una manera de rendirle culto al Imperio. Parte del «imperialismo» romano era el cultual, con valores y costumbres incompatibles con el cristianismo. Los usos frecuentes de la imagen de la prostitución (y su contraparte, la virginidad) apuntan al sincretismo, como habían hecho antes los profetas para señalar el mismo fenómeno en Israel. Es así que Juan presenta a Roma como «la gran prostituta», como «Babilonia, la madre de las prostitutas» (17,1ss). Es decir, Juan estaba advirtiendo, al igual que los profetas de antaño, sobre la inaceptabilidad de cualquier tipo o forma de participación en todo aquello que tiene connotaciones religiosas paganas, que en ese tiempo no era poco, por ejemplo las cenas ceremoniales, las asociaciones o collegia, los alimentos provenientes del culto (vea p. ej. 13,17; cap. 18; y la advertencia en 2,14.20). Los que rinden «culto» a ese mundo son los que «llevan la marca de la bestia», son suyos y serán rechazados por Dios, pues sus nombres no están inscritos en «el libro de la vida del Cordero»24. Ese «culto», sin embargo, no se limita al formal religioso, como estamos viendo. Es así que en Apoc. 20,12-13 se indica que al final todos los hombres serán juzgados «según sus obras», no sólo por lo cultual, y en 20,8 se ilustra con una lista quienes irán al fuego de azufre, lista que es más que de idolatrías cultuales, la cual es repetida en 22,l5: «Fuera quedarán los perros, los hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los idólatras y todo el que ama y practica la mentira». En 21,27 se advierte

que «no entrará en ella (la Jerusalén celestial) cosa impura, ni el que obra abominación o falsedad, sino los inscritos en el libro de la vida del Cordero». Y, en 22,11, en tono irónico se exhorta que «el injusto cometa injusticia todavía; el manchado, mánchese...». En el cap. l8 son castigados los comerciantes y ricos, no sólo los adoradores de la imagen imperial. Ya antes, en 9,21 Juan indica que, a pesar de la sexta plaga, «no se convirtieron (los hombres) de sus asesinatos, ni de sus maleficios, ni de su fornicación, ni de sus robos» (también en 16,8.11). En 14,8 se condena «el lujurioso desenfreno» al que indujo Babilonia a las naciones, una referencia a su estilo de vida, cuyo epítome es Roma, centro de bacanales, como lo criticaron los satíricos Marcial, Juvenal y otros. En 14,9.11 se hace una distinción (de nuevo en 16,2; 19,20; 20,4): los que adoran la bestia y los que reciben su marca (que en 13,16s permitía comercializar), es decir no sólo idolatría cultual, sino idolatría a otro nivel, venerando el imperio con todas sus costumbres e instituciones. Schüssler Fiorenza sugiere que, mediante su obra, Juan ofrecía una respuesta, entre otras posibles, a una situación en que se tiene que vivir en un mundo pagano. La tentación de asumir sus valores y costumbres es grande25. En todo el NT el Apoc. es la única voz discordante en un coro que llama a tener un perfil bajo en el mundo pagano. Pablo en Rom 13 llamaba a obedecer a las autoridades civiles, incluso a orar por ellas. Un contemporáneo de Juan, el autor de 1 Pdr, escribiendo también en esa región, llamaba a someterse a las instituciones humanas, sea el emperador o los gobernadores (2,13s.17). Similar actitud encontramos en las cartas Pastorales (Timoteo-Tito). Aunque no se tratara de un clima que recién surge en tiempo de Domiciano, con Juan a la cabeza, los cristianos tomaron conciencia de ese clima conflictivo y del tipo de sociedad en la que vivían, que no les era favorable, sino francamente hostil, precisamente en ese momento. De aquí se entiende que Juan recurriese al género apocalíptico, y que su obra se calificase como «profecía» (1,3; 22,7.10.18.19). Hay un aspecto en todo esto que se debe tener presente: aun si Domiciano no estaba personalmente presente en Asia Menor, donde se escribió el Apoc. y a la cual se refería, era él, en última instancia, el responsable de las políticas, costumbres y actitudes que estaban bajo la tutela directa del procónsul romano. A eso precisamente se refiere Apoc. 13: la bestia de la tierra «ejerce toda la autoridad de la primera bestia» (v.11ss). Aun si decretos y políticas locales no emanaban directamente de Roma, éstos provenían del gobernador romano o contaban con su aval. Debemos tener presente que Domiciano nombró en los altos puestos administrativos en el Oriente a personas de confianza de la región, una política que había empezado su padre, Vespasiano26. Concretamente, aun si Domiciano mismo no había decretado el culto imperial ni sanciones relacionadas con ello, los cristianos le imputarían la responsabilidad de lo que sucedía, pues se trataba de su imagen, a la que había que rendirle pleitesía y él había sido endiosado sin oponerse a tal culto, eso si no dándole su aprobación. Hemos visto que la iniciativa a menudo provenía de las autoridades locales, y contaba de hecho con la venia del emperador. Apoc. 2,13 menciona el culto imperial en Pérgamo, «donde reside Satán».

Apoc. 12 se refiere al dragón como Satán, y es él quien da poder a la bestia, el emperador. Y Apoc. 13,4.15; 14,9.11; 16,2; 19,20; 20,4 hacen referencia al culto imperial allí donde reside Juan. En síntesis: no consta que hubiera persecuciones como tales contra los cristianos, menos aún ejecuciones, en tiempos de Domiciano. Recién comienzan en tiempos de Trajano, cuando ya el Apoc. había sido escrito. Sin embargo, el Apoc. es una obra escrita en un clima que los cristianos sentían como hostil, de hostigamientos ocasionados fundamentalmente por los seguidores de «la bestia», el imperio romano, cuya cabeza era el emperador. Como otras obras del mismo género literario, el Apoc. asegura a los cristianos que Dios los va a reivindicar y hará justicia, librándolos de sus «perseguidores». «Rey de reyes» es el cordero, no el emperador, y a él sólo se debe rendir culto; sólo él es «señor de señores», soberano de la historia, dueño de la vida. Una nota final: es notorio que el Apoc. se concentra en los cristianos que viven hostilidades, los marginados por la sociedad, incluidos los que «derramaron su sangre»; habla sólo de ellos. No hay mención del resto de los cristianos, de aquellos que en otras regiones vivían en paz. Esto se comprende por cuanto el autor escribió pensando sólo en su comunidad, donde se tenía ese sentimiento de hostigamientos, de rechazo, y de persecución. Esto se comprenderá mejor después del párrafo siguiente. 5. Propósito del Apocalipsis Para conocer el propósito o finalidad del autor de una obra hay varios caminos, pero dos son los más claros y directos. El primero es observar el género literario empleado, pues a él se recurre como vehículo de comunicación. Esto nos ocupará en otro parágrafo. El segundo camino es estudiar la situación u ocasión a la cual responde; esto se realiza por medio de la observación atenta del vocabulario y los temas sobresalientes, como reflejo de una situación vital determinada. Este camino nos ha estado ocupando en este capítulo. Si una obra como el Apoc. fue ocasionada por un clima de hostigamientos, sentidos como persecuciones, el propósito naturalmente estará relacionado con esa ocasión. Pero dejemos más bien que la obra misma nos conduzca. Para ello, observemos algunos textos en los cuales se dirige directamente al lector (a menudo interrumpiendo abruptamente la forma narrativa): 1,3: «Bienaventurado el que lee y los que escuchan las palabras de la profecía y guardan lo escrito en ella, pues el tiempo está cerca» (cf. 22,7). 2,7: «Quien tenga oídos, oiga... Al que venza le daré a comer del árbol de la vida que está en el paraíso de Dios.» (La misma advertencia se reitera al final de todas las cartas, sólo cambiando de imágenes).

13,9s: «Quien tenga oídos, oiga. Si alguno está destinado a cautividad, que vaya a cautividad; si alguno está destinado a ser muerto a espada, a espada muera. Aquí están la constancia y la fe de los santos». 16,15: «Bienaventurado el que está velando y guardando sus vestidos, para que no tenga que andar desnudo y vean sus vergüenzas». 21,6-8: «Al que tenga sed le daré gratis de la fuente... El que venza heredará estas cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo. Pero la parte de los cobardes, incrédulos, culpables.... será en el lago que arde con fuego y azufre». 22,18s: «Yo declaro a todo el que escucha las palabras de la profecía de este libro: Si alguno les añade algo, Dios le añadirá a él las plagas que están escritas en este libro...». A éstos se debe añadir los himnos o cánticos, recitados en un contexto litúrgico de la comunidad, himnos de victoria frente al adversario por la acción salvadora de Dios y su Cordero. En los textos expuestos observamos que, aparte de la concentración al inicio y al final del Apoc., la mayoría de los textos que se dirigen directamente al lector se encuentran en la segunda mitad del Apoc. (del tiempo de Domiciano). De esos, siete son bienaventuranzas, formuladas en el característico futuro cual promesas. Expresado de diferentes maneras, son declarados bienaventurados aquellos que son absolutamente fieles a Dios hasta el final, porque participarán del «banquete de la boda del Cordero». En general, cuando se dirige directamente al destinatario de su obra, Juan destaca la vigilancia, la fidelidad indefectible a Dios, viviendo según «los mandamientos de Dios», dando «testimonio de Jesús». No adoraron a la bestia; sólo a Dios. Observamos que el centro de atención en el Apoc. es Dios, no el emperador o el Imperio. El interés de Juan es la Iglesia, no el mundo de fuera; su preocupación son los cristianos, a quienes se dirige, no Roma como tal. No es el fin de Roma (o del mundo) lo que interesa, sino la fidelidad a Dios y el Cordero. El vocabulario y los temas tocados en los textos destacados (y se podrían incluir muchos más, pues Juan se dirige en toda su obra a sus lectores, pero de modo indirecto) confirman la suposición inicial, a saber, que el propósito está en relación directa con la causa principal para la composición de la obra. En el caso del Apoc., era preparar a los cristianos de una u otra forma para hacer frente a esa situación hostil. Más correctamente, el propósito era estimular a su auditorio a permanecerle fieles al Cordero en su compromiso de seguirlo «donde quiera que vaya», aun si eso implica «morir a espada», seguros de que, como lo fue para Él, el capítulo final es el de la Jerusalén celestial, del banquete con el Novio.

No cabe duda de que la finalidad de Juan era animar a sus hermanos a mantenerse firmes en la fidelidad a Dios y a Cristo, es decir, en la fe cristiana, frente a hostilidades y hostigamientos presentes. Para eso recurrió al esquema apocalíptico, poniendo por delante la expectativa escatológica de un fin cercano de la historia que conocen. Por lo tanto, el tema y la preocupación principal no era la historia como tal, sino la fidelidad en la fe; no era cuándo y cómo será el fin, sino cómo vivir ahora. Se concentró en el presente, no el futuro. El futuro es mencionado para enfatizar la importancia de vivir responsable y fielmente el presente. Ese futuro se «visualiza» para que sirva de acicate para el presente. Más allá de las plagas, calamidades y conflictos, el centro de interés es la comunidad cristiana: sólo en relación con ella se dan esos males, y para ella los presenta Juan. Es una tácita advertencia del destino de los que viven a espaldas de Dios. En términos de los evangelios sinópticos, es la venida del «reino de Dios» en su plenitud. Por lo tanto, la función (retórica) del Apoc. no es informativa sino exhortativa: quiere mover a su auditorio a no abandonar (apostasía) ni siquiera acomodar (sincretismos) el compromiso de seguir al Cordero donde quiera que vaya llevándolos. Por eso predominan los imperativos y los verbos en futuro: quiere determinar la conducta o actuación del receptor. La preocupación de Juan es con los cristianos, no con la bestia. En síntesis, el Apoc. es la respuesta cristiana a una visión del mundo rechazada por el cristianismo joánico por ser antagónica a sus principios. Por tanto, ofrece una visión alternativa, de un mundo alternativo -mundo nuevo, cielos y tierra nuevos. Para eso crea mitos, o pasa a ser un gran mito que justifica el rechazo de ese mundo y explica su agresividad. Es la cosmovisión de los marginados y hostigados, como lo es hoy de muchos pobres frente a su opresor o explotador. Al mismo tiempo, el Apoc. reafirma la identidad cristiana en contraposición al sistema con sus valores. Contrapone la adoración del imperio a la del Cordero; se opone a la adoración del fasto y las riquezas. Hoy lo constituyen determinados sistemas políticos, pero primordialmente económicos, con sus ritos y sacerdotes, mercado y bancos; la religión del comercio versus la profética. Por eso las contraposiciones típicas de la apocalíptica (Babilonia-Jerusalén, bestia-cordero, prostituta-mujer). La gran ironía que presenta el Apoc. es que para el cristiano la muerte es la fuente de la vida, y la impotencia lo es del poder. O al revés, lo que aparece como si fuera poder se muestra como impotencia frente a Dios, y lo que aparece como señor de la vida en realidad lo es de muerte. Esto nos recuerda a 1 Cor 1,18-25. La vida surge de la muerte sacrificial; la libertad irrumpe con el seguimiento del Cordero. ¡Estamos ante una teología de la liberación y de la esperanza! 1 Cf. W.H.C. Frend, Martyrdom and Persecution in the Early Church, Londres 1965, cap. VII; P. Keresztes, «The Jews, the Christians, and Emperor Domitian», en Vigiliae Christianae 27 (1973), 1-28; P. Prigent, «Au temps de l’Apocalypse. 1. Partie:

Domitien», en Revue d’histoire et de philosophie religieuse 54 (1974), 452483; A. Yarbro Collins, Crisis and Catharsis, Filadelfia 1984, cap. 3 y 4; L.L. Thompson, The Book of Revelation. Apocalypse and Empire, Oxford 1990. 2 Cf. E. Arens, Biblia y Fin del Mundo, Lima 1998. 3 Cf. L.L. Thompson, «A Sociological Analysis of Tribulation in the Apocalypse of John», en Semeia 36 (1986), 147-174. 4 Si bien algo exagerada, no deja de encerrar una verdad la conocida afirmación de E. Käsemann de que «la apocalíptica es la madre de la teología cristiana». Rasgos apocalípticos están claramente entretejidos en los evangelios (Reino de Dios, Hijo del hombre, insistencia en el juicio final), así como también en cartas de Pablo, p.ej. en 1 Tes 4; 1 Cor 15. 5 Cf. L. Thompson, art. cit., y A. Yarbro Collins, op. cit., cap. 3. 6 Además de los himnos, que probablemente se cantaban en liturgias para expresar su convicción de que Dios es el «Señor de señores», su soberanía se reitera afirmando expresamente que Dios es el pantokrátor, todopoderoso (1,8; 4,8; 11,17; 15,3; 16,7.14; 19,6.15; 21,22). 7 Notar que 1,9; 6,9; y 20,4 se introducen con la causal griega dia: la causa de sus sufrimientos es la fidelidad a la palabra de Dios... Eso está muy claro en la explicación dada en 12,17. 8 Aunque difícil de determinar con absoluta certeza, la conjunción «y» probablemente es epexegética, es decir, explicativa: la palabra de Dios no es otra que el acontecimientoJesucristo, al cual ha ido apuntando el AT (cf. 11,7; 12,11; especialmente 20,4). 9 Cf. A. Satake, «Christologie in der Johannesapokalypse im Zusammenhang mit dem Problem des Leidens der Christen», en C. Breytenbach H. Paulsen (eds.), Anfänge der Christologie, Gotinga 1991, 307-322. 10 La cifra siete denota totalidad. Siete iglesias (que no son por cierto todas las que había en Asia Menor) representan a la Iglesia como totalidad. Esto lo confirma la reiteración al final de cada carta: «Quien tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias (plural)...» (2,7.11.17.29; 3,6.13.22). Desde el punto de vista literario, no son realmente «cartas»; por su forma y su contenido son más cercanos a los edictos reales -compare con la carta a Filemón, o Hch 15,23: las cartas empezaban por el nombre del remitente seguido de aquel del destinatario, y un breve saludo. Para un estudio pormenorizado vea especialmente C.J. Hemer, The Letters to the Seven Churches in Asia in their Local Setting, Sheffield 1986, y F. Contreras, El Señor de la Vida, Salamanca 1991, cap. II y III.

11 Excepción es 3,11: «Vengo en seguida» (pero vea 2,25: «hasta que yo venga»), que notoriamente es la misma expresión que encontramos en 22,7.12.20. Esa expectativa (o llamada retórica a la vigilancia) propia del inicio y del final del Apoc., corresponde, en mi opinión, a la mano del que insertó las cartas en el Apoc.: es el mismo que antepuso la introducción 1,4-8 y que añadió la conclusión a partir de 22,6. 12 Vea la discusión al respecto en el cap. 12. De ser posterior, el bloque de las cartas pondría en evidencia que el mensaje del Apoc., tal como lo comprendió quien escribió las cartas (más tarde), se refería a una situación de conflicto «ideológico», no de un conflicto debido a violencia física. El rechazo del Imperio en cuanto encarnación de los valores paganos entendidos como contrarios a Dios, intolerables a Juan, se expresa en las imágenes de la bestia y Babilonia. 13 Op. cit., esp. cap. 3. 14 Entendido así, el Apoc. sería el resultado de resentimientos y deseos profundos que, como consecuencia, se proyectan. Juan los expresó por medio de un mundo de imágenes, símbolos y metáforas. Con esta misma visión, grupos que son minorías leen e interpretan hoy el Apoc., inclusive lo hacen su libro favorito: ellos son ahora la minoría en un mundo que -siempre según ellosles es hostil y por lo tanto Dios debe castigar. Esto es típico en ciertas sectas apasionadas y vehementes en relación a lo que consideran ser la indiscutible verdad. Se nota en la manera en que atacan a otros grupos, y al mundo en general, particularmente su dimensión política (si no se muestra favorable a ellos), como es evidente en los testigos de Jehová. Resulta de un resentimiento oculto que en esos grupos se traduce en anhelo de venganza, el cual se recubre de un lenguaje religioso que a menudo toman del Apoc. para justificarse aplicándolo única y exclusivamente a hoy: Dios lo habría previsto. 15 Vea al respecto las apreciaciones de L. Thompson, «A Sociological Analysis of Tribulation in the Apocalypse of John», en Semeia 36 (1986), 147-174, así como A. Yarbro Collins, op. cit., cap 3. 16 Cf. W.H.C. Frend, op. cit., cap. VIII. 17 El dualismo que es característico del Apoc. (cordero-bestia, esposa-prostituta, Babilonia-Jerusalén, etc.), se proyecta sobre el mundo real, no el fantaseado, pues corresponde a la apreciación o valoración de una determinada realidad por parte del autor, igual que hizo el compositor del cuarto evangelio. Ese lenguaje responde a una tensión vivida por el autor y su comunidad. En términos del Apoc., sería la oposición entre el mundo de Dios y el del César (bestia), entre el reinado o dominio de Dios y el de Satán (dragón). 18 Cf. N. Petersen, The Gospel of John and the Sociology of Light, Valley Forge 1993, cap. 4; más ampliamente T. Onuki, Gemeinde und Welt im Johannesevangelium,

Neukirchen 1984 y C.R. Koester, Symbolism in the Fourth Gospel, Minneapolis 1995, con amplia bibliografía. 19 Vea al respecto D. Hare, The Theme of Jewish Persecution of Christians in the Gospel According to St. Matthew, Cambridge 1967; C.K. Barrett, The Gospel of John and Judaism, Londres 1975; P. Richardson D. Granskou (eds.), Anti-Judaism in Early Christianity, Waterloo 1986; E. Lohse, Synagogue des Satanas und Gemeinde Gottes, Münster 1992. 20 Cf. J.T. Sanders, The Jews in Luke-Acts, Filadelfia 1987; E. Arens, Serán mis testigos. Historia, actores y trama de Hechos de Apóstoles, Lima (CEP) 1996. 21 21 Revelation. Vision of a Just World, Filadelfia 1991, 120. Apoc. 4,2.9; 5,1.7.13; 7,10.15; 19,4; 20,11; 21,5. ¡El sustantivo trono(s) ocurre nada menos que 39 veces en el Apoc.! 22 Art. cit., 362. 23 S.R.F. Price, Rituals and Power: The Roman Imperial Cult in Asia Minor, Cambridge 1984, 220s. 24 L. Thompson, The Book of Revelation, l75ss. 25 Op. cit., 132-139. 26 Cf. E. Arens, Asia Menor en tiempos de Pablo, Lucas y Juan, Córdoba 1995, 63 68.

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¿Visiones?

¿Visiones en el Apocalipsis? La pregunta puede parecer extraña. ¿Podemos dudar de ello? Sin embargo, debemos hacerla por la sencilla razón de que a partir de la respuesta que se dé, o mejor dicho, de la opinión que al respecto se tenga, se lleva a cabo el tipo de lectura e interpretación del Apoc. que conocemos, literal o literaria, denotativa o connotativa. Se trata de uno de los supuestos más importantes cuando se interpreta el Apoc. «Escribe las cosas que viste» (Apoc. 1,19) es la orden que se le da a Juan, y toda su obra no es otra cosa que el resultado de poner por escrito su visión, que de inmediato es calificada como «profecía» (1,3). Esto, como veremos, nos sitúa en la justa perspectiva para entender las escenas de este libro en el que constantemente se va a repetir «y vi...». En el Antiguo Testamento, el profeta es el hombre de la palabra, pero es igualmente el hombre de la visión, y ambas, palabra y visión, conforman su mensaje. Como «ojos» del pueblo se define al profeta en Isaías 29,10, porque es el hombre que sabe ver y discernir el designio de Dios en la historia de los hombres. Más que de visiones, se trata de la capacidad de «ver» que tiene el profeta porque las «visiones» conciernen a la historia y la realidad de los hombres. Cuando Jeremías dice que ve «una olla hirviendo» (1,13), o Amós «una plomada» (7,8), lo de menos es la plomada o la olla, lo realmente importante es lo que está detrás de esa imagen visual: Dios viniendo y actuando en medio de su pueblo. No interesa la olla sino la situación de Israel, como no interesa la plomada sino el juicio divino. ¿Podemos decir lo mismo de las visiones de Juan en el Apoc.? 1. El problema Por lo general, cuando leemos el Apoc. no nos atrevemos a plantear la pregunta sobre el realismo de las visiones. Esto puede deberse a que, tratándose del NT, creemos que hay un supuesto aire de mayor sacralidad e intangibilidad del texto

«inspirado» o, sobre todo, porque pensamos que se trata de reportajes de visiones reales concedidas por Dios a Juan. Él nos habla de lo que realmente vio. En este caso leemos el texto como una crónica de lo que realmente sucedió. Pero puede también leerse como una creación literaria, en vistas a un fin, que no se debe entender realistamente y al pie de la letra. La fidelidad literal a un texto no es siempre la mejor forma de entenderlo. «Me hizo ver las estrellas» o «lo veo todo color de rosa» son frases que, aparentemente, describen algo visible (estrellas, color rosa), pero curiosamente no muestran nada externo del que habla sino que nos «visualizan» su interior, su dolor o su esperanza. Eso pasa con el Apoc. Según el supuesto que se tenga, se lee sistemáticamente como una crónica o como un cuento o ciencia ficción. Por aquí va el tema que queremos tratar ahora. La interpretación literal (denotativa) se basa en una serie de suposiciones: que 1) Dios por su iniciativa 2) realmente dio a ver a Juan 3) lo que describió en su obra. Esta serie de suposiciones tiene como fundamento otro supuesto, de corte literario: que el Apoc. es una serie de reportajes sobre experiencias reales, visuales y auditivas, de Juan, que por lo tanto deben tomarse literalmente: si dice que vio, entonces efectivamente vio con sus ojos físicos, y punto. Sin embargo, hay suficientes motivos para cuestionar esos supuestos de carácter literario o lingüístico, o si prestamos atención a una mínima lógica secuencial de la obra misma y a la coherencia interna del texto. Creemos que todos estos motivos deben ser tenidos en cuenta para un acercamiento correcto al texto del Apoc. Uno de los problemas que solemos tener para entender el mundo de la Biblia es que consideramos como real sólo lo que es objetivo y demostrable. El conocimiento subjetivo es así relativizado, si no incluso tenido por «precientífico». De este modo se ha llegado al divorcio de la vida humana con respecto al mundo exterior, se separa objeto de sujeto, e incluso se le sume en una esquizofrenia: se pretende que sólo es verdad lo objetivo, por tanto lo externo y medible, no obstante que, sin percatarse de ello, se hace subjetivamente, pues el sujeto de todo es el hombre. ¿Acaso lo imaginado y los sueños en general no expresan conocimientos y tienen su propia verdad? ¿Acaso las intuiciones, que a menudo luego resultan ser correctas, no tienen su propio realismo? Al eliminar el aspecto subjetivo, tanto del autor como del lector, se reduce la Biblia a una serie de doctrinas o de información sobre hechos. Por tanto, se apela al intelecto, con la pretensión de ser objetivo, y se exige asentimiento intelectual. Pero la Biblia se escribió para apelar en primer lugar a los sentimientos, sean de solidaridad, de identidad, de conversión, de fidelidad o de compromiso, además de aclarar conceptos (fundamentalmente debido a sus implicaciones éticas y no por

amor a los conceptos como tales). Si Marcos aclaró en su versión del evangelio la importancia de la cruz era porque los cristianos no la aceptaban, y si Juan hablaba acerca de quién es Jesucristo lo era para que se tenga fe en él (como lo afirmó en 20,30); para ambos evangelistas su propósito era conducir a un compromiso con Jesucristo y su camino, no proporcionar doctrinas o información. No se busca satisfacer la curiosidad sino comprometer al creyente. Lamentablemente muchas veces se ve la Biblia como un conjunto de doctrinas y la fe misma se la entiende sustancialmente como asentimiento intelectual, en lugar de relación interpersonal con Dios o Jesucristo. En este modo de entender las cosas eliminamos las imágenes, las visiones, los sueños, etc, tan propios de la Biblia y nos limitamos a preguntar por los hechos crudos y las enseñanzas. Es un hecho que para muchos su relación con la Biblia está dominada por dos intereses: el histórico y el doctrinal. Pero ¿qué pasa entonces con la poesía, con las imágenes y con los sueños? ¿No dice nada ni revela la visión del lobo y el cordero de Isaías, o el lenguaje simbólico poético de Oseas, o la poesía de Jesús de Nazaret? El relato evangélico sobre el hijo pródigo no es una historia real sino inventada, debida a la fantasía creadora de Jesús. No es tampoco una fría afirmación de una verdad. Es un medio para revelar el corazón del evangelio, y toca al corazón del oyente, que es donde Dios quiere llegar. A eso nos llevan también las imágenes y visiones del Apoc. ¿De qué tipo de visiones se trata? Nuestro concepto de visiones está marcado por el mundo científico, incluida la ciencia ficción (la visión física, sensible, fotografiable), o por lo menos la extrasensorial. ¿Cómo calificamos obras como La Divina Comedia, de Dante, donde hay «visiones» impresionantes del infierno? ¿Vio realmente Dante el infierno o se lo imaginó y construyó las imágenes? Este es el problema. 2. Una mirada crítica al Apocalipsis Juan presentó escuetamente la naturaleza de sus visiones en ocasión de la primera que expuso en los siguientes términos: «Pasé a estar en espíritu el día del Señor, y oí detrás de mí una gran voz como de trompeta que decía: Lo que ves, escríbelo en un rollo...» (1,10s).

En este verso aparece clara la orden dada al autor: «Escribe lo que ves». Pero creemos que para entenderla mejor necesitamos conocer qué sígnifica la otra expresión que la acompaña: «pasé a estar en espíritu» (egenómên en pnéumati). La expresión aparecerá también en 4,2; 17,3 y 21,10. Por lo pronto, está meridianamente claro que, a juzgar por los términos empleados, se trataba del paso a una esfera diferente: «entré/pasé a estar en una condición dominada por el espíritu (bajo su

poder o fuerza)». Juan lo repitió sin otras precisiones en 4,2: «al punto pasé a estar en espíritu; y vi...». Notoriamente, en 17,3 y en 21,10 empleó otro verbo para designar el mismo tipo de fenómeno, igualmente allí calificado como «en espíritu»: «me llevó (apênegken) en espíritu a un desierto...». El verbo apophérein, que significa literalmente transportar, trasladar, llevar de un sitio a otro, ha tomado el lugar del verbo gínomai, en el sentido de pasar de un estado a otro (en 1,10 y 4,2). Con esa connotación lo empleó en la cláusula anterior: «pasé a estar (egenómên en...) en la isla llamada Patmos». Por lo tanto, se trata del paso de un «estado» o un «lugar» a otro; es un traslado. Pero, ¿es un traslado físico? Los posibles sentidos que el dativo (en griego «en») le puede dar al sustantivo espíritu son: de instrumentalidad (por medio de), de un proceso o una cualidad, de una especial relación (con el espíritu), de una actividad (durante, mientras), de la particular esfera en la que se desarrolla una actividad. La expresión «en espíritu» denota que no se trataba de una experiencia de orden físico o corporal; pasa de un estado «normal», que se califica como existencia «en la carne», a otro estado no normal, «en espíritu». Se trata por tanto de ser transportado, movido, impulsado por una energía interior que me pone a otro nivel y de la cual no está totalmente ausente el Espíritu del Señor. Es desde una experiencia de fe desde donde «se ve» mejor y no desde la simple capacidad física de ver con los ojos. Es más mirada interior y de fe que externa y sensible. Nuestro texto de 1,10 empalma directamente con 4,1 en el que, una vez más, no estamos ante una visión física sino ante una visión de fe, por la fuerza del espíritu. Puesto que la visión se da en «algún lugar», se asume que la visión «desciende del cielo» o el vidente es transportado a otro lugar. Esta perspectiva la sugieren los empleos de la expresión «en espíritu» en 17,3 y 21,10 («fui transportado»), además de la indicación en 4,1 de que Juan fue invitado a «subir» para ver lo que el Señor le mostraría. Un recorrido rápido por el texto del Apoc., observando los principales indicadores de cambios de escenario y los lugares donde se encontraba Juan, nos ayudará a comprender mejor el tipo de visiones a las que se refería. 3. ¿En el cielo? ¿Dónde estaba el autor cuando escribió su obra?, ¿y las siete cartas?, ¿cómo hizo para enviarlas? Veamos algunos textos que nos permitan deducir su posible ubicación real o desplazamiento al momento de tener sus «visiones». 4,1s «Miré, y he aquí (que vi) una puerta abierta en el cielo, y la voz primera como de trompeta me decía «Sube acá y te mostraré... Al punto pasé a estar en espíritu

(= 1,10), y vi un trono colocado en el cielo...»: ¿Desde dónde ve Juan el trono?, ¿dónde está él?, ¿en el cielo o la tierra? 10,1 «Y vi a otro ángel poderoso descendiendo...»: ¿Dónde está Juan? No hay ninguna indicación explícita de cambio de localización. 17,1.3 «Vino uno de los siete ángeles... y habló conmigo diciendo: Ven, te mostraré el juicio contra la gran meretriz... Y me llevó en espíritu (apênegken... en pnéumati) a un desierto. Y vi una mujer...». Justamente cuando esperaríamos que el verbo «me llevó/ trasladó» nos indicara un cambio total de localización, especialmente una traslación a los cielos, nos encontramos con que es en la tierra, a un desierto. 21,9s «Y vino uno de los siete ángeles... y habló conmigo, diciendo: Ven, te mostraré a la desposada... Y me llevó en espíritu (apênegken me en pnéumati) a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo, de parte de Dios...». Evidentemente, Juan está sobre la tierra. Vea también 12,1.10; 14,1s.16; 15,1; 18,4; 20,1; 22,10, entre otros. En esta exposición esquemática de los pasajes más pertinentes en relación al supuesto lugar de las visiones, observamos lo siguiente: + En ningún momento Juan indicó expresamente que dejara de estar en un mundo para pasar físicamente a otro. Con la discutible excepción de 4,1 («sube»), no hay ningún indicio indiscutiblemente claro de que Juan dejara la tierra. + Juan indicó varias veces que recibió la orden de escribir. Tal como lo formuló («¡escribe!»), supone su cumplimiento inmediato (1,11.19; 14,13; 19,9; 21,5). En una ocasión estuvo «a punto de escribir» pero fue interrumpido (10,4). Ahora bien, escribir es un arte propio de este mundo físico; ¿habría acaso llevado consigo a los cielos el material necesario, papiros, cálamo, tinta? + La visión inicial (1,11-20) tuvo lugar estando Juan en la tierra. A partir del cap. 4 las visiones aparentemente habrían tenido lugar en el cielo, pues es invitado a «subir» con el ángel. Pero observemos que no se trataba de una traslación física sino, como expresamente indicó, fue «en espíritu» -usando la misma expresión que en 1,10. No se sabe exactamente hasta cuándo estuvo en esa «esfera». Lo que sí se deduce de sus expresiones es que, al menos a partir del cap. 10, hasta el fin, las visiones «bajan» donde Juan, es decir, tenían lugar sobre la tierra.

Explicarse esto lógica y coherentemente es uno de los rompecabezas para quienes lo toman literalmente. + Es notorio que Juan usó la expresión «estar o entrar en espíritu» en el contexto de visiones en que él «subió» (4,1s), al igual que en visiones en las que él estaba fijamente aquí «abajo» y los ángeles y demás «descienden del cielo» (1,10; 17,3; 21,10). + Uno de los problemas, insinuado en los textos antes cita dos, es que Juan pudiese ver desde la tierra acontecimientos y efectos, tanto en el espacio como notoriamente en el tiempo (!), que son simplemente imposibles de ver con ojos normales y desde la tierra. Lo más cercano es lo que se pueda ver en una película o en un trance, inclusive en un sueño, no limitado por los sentidos, es decir, de modo extrasensorial. Finalmente, debemos observar que el Apoc. es una sola grandiosa visión de la que se presentan diferentes enfoques: «Revelación (singular) de Jesucristo que Dios le dio... (a Juan). Bienaventurado el que lee y los que escuchan las palabras de la profecía (singular)...» (1,1-3). Ver algo se puede de una sola vez y en conjunto, pero describir lo visto necesariamente tiene que hacerse con un aspecto después del otro. Todo el libro es una sola visión/ profecía (cf. 22,7.10.18s) de la que se van presentando diferentes momentos1. En síntesis, «estar en espíritu», y su paralelo «ser llevado en espíritu» son expresiones lingüísticas y deben ser entendidas como tales, en el sentido de «estuve fuera de mí». No se trata de visiones físicas sino poéticas del hombre de fe2. Las expresiones «y vi», «y me mostró», «estuve en espíritu» tenían por finalidad resaltar que el mensaje (visiones) del Apoc. tiene su origen en Dios, no es una creación de Juan. Es decir, que son palabra de Dios -en forma de «visiones»en palabras de Juan. 4. Consideraciones adicionales desde el Apocalipsis Desde la primera visión (1,10-20) se observa que los elementos que la constituyen resultan de la combinación de imágenes tomadas del AT y de comparaciones («como», «semejante a»). Resulta simplemente imposible visualizar juntos todos los elementos que se encuentran en la narración de la visión. Lo que tenemos no es el reportaje o la descripción precisa de una visión en sentido literal, como de una fotografía, sino una composición literaria, una imagen que hay que entender, no visualizar. El lenguaje con el que son presentadas ésta y las demás escenas en el Apoc. es brillante, poético y simbólico, como ya hemos visto. Las palabras evocan más que describen, y para entenderlas hay que tener «sintonía

poética». Quien se acerque a ellas con la lógica de una descripción objetiva no las entenderá, porque el simbolismo escapa a la racionalidad, como cuando se dice de alguien que es «todo corazón» o que «de su boca salen sapos y culebras». Igual sucede en la visión donde se dice de Jesucristo que «tenía en su mano siete estrellas» y que «de su boca sale una filuda espada de dos filos». Las descripciones en sí son productos del mundo simbólico, y los cuadros son vehículos mediante los cuales el relator quiere expresar alguna convicción, percepción o experiencia -en ese caso, la soberanía de Jesucristo. Y como ésa, las demás visiones del Apoc. Una vez más recurrimos al verbo sêmáino en 1,1, que el autor utilizó para decir no sólo lo que comunicaba sino también la forma como lo comunicaba: en forma de imágenes. Para determinar la naturaleza de las «visiones» hay una serie de observaciones puntuales que se deben tener presente. 1) En 1,19 encontramos la orden de escribir lo visto, pero no se dice que Juan la ejecutó, y la única vez que aparece presto a hacerlo recibió una contraorden (10,4). Además, es poco verosímil que Juan tuviese tantas visiones, una tras otra, sin confundirlas o entremezclarlas y que mantuviese su secuencia, a menos que las escribiese de inmediato. Por otro lado, a decir de 1,9-11, las visiones las tuvo supuestamente hacía algún tiempo, no cuando, más tarde, escribió el Apoc.3. Eso significa que, en el caso de entender el Apoc. como reportajes, debemos tomar seriamente en cuenta el tiempo transcurrido, con los «estragos» que eso supone en la memoria. Esto no se supera apelando a una supuesta «inspiración divina», como algunos hacen para aferrarse. La inspiración de Dios no anula la imaginación y creatividad literaria del autor. 2) No sólo la cantidad de escenas, sino las diferencias formales entre ellas, hasta de géneros distintos, invitan a repensar si se trata de visiones reales. Así, en algunas predominan las descripciones (p. ej. 1,10-18; 4,1-8) y en otras los diálogos (p. ej. 5,15); algunas son sobre todo explicaciones (p. ej. 17,3-18), y otras constituyen exposiciones doctrinarias (p. ej. 7,9-17). Encontramos además escenas que tienen como centro aclamaciones e himnos, que podemos catalogar como visiones litúrgicas, donde el lector indirectamente es invitado a formar parte del coro. En esas los himnos son afirmaciones confesionales -que pueden haber tenido su origen en celebraciones litúrgicas de alguna comunidad. 3) Las descripciones, por ejemplo de las bestias o de la Jerusalén celestial, no corresponden literalmente a realidades propias de nuestro mundo. Las acciones, tal como se pintan en el Apoc., aunque se presenten como ocurridas en la tierra, no son propias de lo que sucede aquí, sino más bien parecidas a los sueños (pasado) y a la ciencia-ficción (futuro), eso si no son «realidades» simplemente imposibles, como

encontramos en los mitos. Además, por lo general esas descripciones son incompletas, si no sencillamente vagas e imprecisas. Sabemos que los sueños, igual que el cine moderno y la «visión virtual» en la cibernética, así como cierto arte («Guernica» de Picasso) y literatura («Metamorfosis» de Kafka) son interpretaciones subjetivas de hechos o realidades, que se comunican mezclando elementos de la realidad. Excelentes ejemplos se encuentran en la poesía de César Vallejo. A este propósito, en un minucioso estudio de visiones, Klaus Koch resaltó que las visiones de los profetas del AT están presentadas con imágenes claras, propias de realidades de nuestro mundo. En cambio, en la apocalíptica se presentan con imágenes complejas que combinan elementos sueltos de este mundo (cuernos, alas, fuego, incienso, etc.), las cuales resultan en «realidades» que no son de nuestro mundo, sino del tipo ciencia ficción4. En otras palabras, de tratarse en el Apoc. de verdaderas visiones, no hay razón que le impidiese a Juan exponerlas más claramente, con lenguaje más comprensible y menos ambiguo, como hicieron antes los profetas, o luego El pastor de Hermas. 4) El Apoc. incluye muchos elementos, frases, alusiones e imágenes tomados del AT y de algunos mitos conocidos. Eso significa que lo que tenemos, al menos parcialmente, es una composición literaria. El lenguaje ciertamente no es el propio de un reportaje o de una crónica, sino el de una composición poéticoliteraria5. Se trata de un lenguaje figurado y de símbolos, conocidos en su tiempo o fácilmente evocativos,6 escogidos por ser los más idóneos para comunicar ciertas convicciones y compartirlas con los lectores, es decir, están en función de un propósito. ¿Con qué finalidad se narran escenas en lenguaje metafórico y con elementos simbólicos? (cf. cap. 3). En síntesis, en el Apoc. no tenemos descripciones de un espectáculo. No se ofrece algo que se vea en sentido literal, sino algo que entender. El autor sabe que lo visible es «revelador de lo invisible». Las visiones son invitaciones a descubrir realidades más reales de lo que se ve a simple vista. Como diría el Principito, «sólo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos». En la comprensión, algunas veces ayuda el ángel intérprete y otras veces es la imagen misma la que habla por ser un símbolo universal (el dragón, la serpiente, palmas, etc.). Pero siempre se trata de ir a lo esencial o lo que está detrás de lo fenoménico, por ejemplo, Satanás detrás del Imperio y la victoria de Cristo detrás de la vida de los creyentes. 5. Consideraciones externas al Apocalipsis7

En el Apoc., el objeto de las «visiones» no era algo físico, que hubiera sido posible fotografiar. No era una visión sensible, sino «en espíritu». Esto se deduce ya de las descripciones que son irreales: monstruos de siete cabezas y diez cuernos, una prostituta sentada sobre una ciudad, cielos que son enrollados, etc. Esto es evidente desde la primera visión (1,12-18). Juan no vio una bestia carnal que salía de unas aguas en esta tierra (cap. 13), como quien ve ballenas saltando; tampoco vio físicamente «los astros del cielo caer sobre la tierra... y el cielo retirado... y los montes e islas removidos» (6,13s), ni vio «tropas de caballería de miríadas de miríadas» (9,16). De haber sido realidades que se daban en esta tierra, muchas otras personas también las habrían visto. Las cifras tampoco son reales, en el sentido de literales, sino simbólicas. Ahora bien, si el objeto descrito no es físico, entonces la visión no es literalmente sensorial. Es extrasensorial. Por lo tanto, «vi» es una manera metafórica de hablar, tan metafórica como los objetos que presenta. Por otro lado, en un minucioso estudio al cual ya aludimos, Klaus Koch puso de relieve las diferencias más notorias entre las visiones de los profetas y aquellas de los apocaliptistas. Estas son clarificadoras8. 1) Pocos de los escritos de los profetas incluyen visiones como tales, mientras que los apocalipsis son impensables sin ellas. 2) Cuando se dan, los profetas aparecen como pasivos videntes, en cambio, en los apocalipsis los videntes toman parte activa en las visiones. 3) Mientras que los profetas rara vez tratan con ángeles, siendo su fuente directamente Dios, en los apocalipsis muy rara vez Dios se deja ver, siendo su lugar tomado por los ángeles, incluso como fuente de las revelaciones. 4) En las visiones de los profetas no son necesarias las interpretaciones o aclaraciones, pues usan imágenes simples, fáciles de entender y reconocer, no así en las de los apocalipsis. Las imágenes usadas por los profetas son propias de nuestro mundo terrenal, mientras que en los apocalipsis son distorsionadas, monstruosas, simplemente irreales. 5) En cuanto al manejo del tiempo, para los profetas el pasado no es importante, excepto como memoria; no así para los apocaliptistas, para quienes además las fronteras entre pasado y presente, y entre presente y futuro, se entrecruzan. En todo caso, lo importante no era lo «visto» en sí mismo, sino lo que se quería comunicar, es decir, el mensaje -algo que a menudo se olvida. La visión constituye el

mensaje. Que esto era así se observa en la intervención en el Apoc. de un ángel intérprete que aclara las referencias más importantes, a fin de que sea bien entendido el sentido de la «visión». Es instructivo observar la cantidad de veces que en la Biblia se menciona una visión pero no se describe, y sin embargo lo único que se ha comunicado en el texto bíblico en cuestión es el mensaje, incluso solamente lo dicho; no hay narración (visualizable) sino simple comunicación verbal9. Juan en realidad estaba continuando la tradición bíblica, según la cual «visión» es sinónimo de «la palabra», lo dicho por el Señor, resaltando que lo importante no es la visión en sí sino lo que ésta comunica10. Otra forma de comunicación divina, según la tradición bíblica, se da en sueños. Vea Isa 29,7; Dan 2,28; Job 7,14; 20,8; 4 Esdras 11,111. Los sueños en particular apuntan a las profundidades de los deseos y anhelos del hombre; surgen del subconsciente, sin ser controlados por el hombre. De aquí que en la Biblia se pudiese concebir a los sueños como medios de entrar en la esfera divina. Ese mundo era tenido como real. Además, como los sueños «se nos imponen», pues no los manejamos conscientemente -evidente en las pesadillas-, no extraña que antaño se les entendiera como revelaciones. En el NT nos topamos con los sueños de José en Mt 1,20; 2,12s.19.22, y de Pablo en Hechos 16,9; 18,9, por ejemplo. Esto es conocido en casi todas las religiones, de donde nace la importancia concedida a la interpretación de sueños y el recurso a pitonisas y videntes en general. Debemos tener presente que, para el semita (y Juan lo era), los sueños (y visiones) eran básicamente del mismo orden que la realidad misma; para él los sueños son realidades igual que las sensibles. El semita no distinguía entre una cosa y su representación figurada. De aquí la importancia de las pitonisas y de los sueños proféticos, que calificaban como visiones, es decir, como algo «visto». Ver en sueño a un rey como vencedor era dar por hecho su victoria. 6. Conclusiones Hemos estudiado en estas páginas, por un lado, el fenómeno de las «visiones» en el marco de aquel mundo y, por otro lado, el lenguaje con el cual Juan presenta esas «visiones», es decir, hemos tomado dos ángulos, el fenomenológico y el lingüístico. Después de todas las observaciones expuestas, ¿qué podemos concluir? Por lo pronto que, para entender el Apoc. es indispensable tener en cuenta la subjetividad de Juan, el mundo del inconsciente y del subconsciente que aflora en sus cuadros, el lenguaje figurado propio de su mundo «interior», y la intencionalidad de la obra, que se dirige a la subjetividad del lector.

En resumen, no se trata de visiones reportadas sino de la comunicación de un mensaje usando un lenguaje metafórico artístico. No son más visiones que las de los poetas y pintores, entre los que se cuentan no pocos profetas. En lenguaje pictórico el autor comunicaba a sus hermanos, desde la perspectiva de Dios, sus percepciones de la historia que vive, su historia y su curso. 7. Propósito de la forma «visiones» ¿Cómo podía Juan dar a entender al receptor que lo que escucha/lee son revelaciones que han sido dadas desde «el más allá» por Dios, que provienen de Él? Presentándolas como secretos desvelados que, por no poder darse en la tierra, se descubren al «trasponer el velo» en «el cielo», «llevado en espíritu» (1,10; 4,2; 17,10), allí donde se ve lo que hay «detrás», lo que llamamos el sentido de la historia. ¿Cómo asegurarse que su mensaje sea tomado seriamente? La credibilidad del mensaje que Juan quería compartir con las iglesias de Asia la puso en relación directa con la credibilidad de las visiones mismas. Esto se observa en los primeros versículos del Apoc.: son «visiones» concedidas por Dios, como un don especial a alguien escogido por Él para ser su mediador ante los hombres, Juan. Por eso lo comunicado se califica como «profecía», es decir, es portavoz de Dios. Se sigue que, si Juan tuvo visiones concedidas por Dios, entonces es testigo fidedigno y lo que dice merece toda credibilidad, la misma que se merece cualquier revelación de Dios, cualquier «profecía». Los profetas, que comunicaban sus mensajes en forma de discursos, oralmente, subrayaban tanto el origen como la veracidad de su mensaje introduciéndolos con expresiones tales como «Así dice Yavé» y «La palabra de Yavé vino a...», e intercalando expresiones como «Palabra (u oráculo) de Yavé». Los apocaliptistas, por su parte, que comunicaban sus mensajes en forma de «cuadros» y por escrito, lo hacían presentándolos como productos de visiones, presentadas como «yo vi», «me mostró». Los unos hablan en términos de audición, los otros en términos de visión. La credibilidad se afirma situando su origen en Dios (que habla, que da a ver). Hay una segunda función que cumple el hecho de presentar su mensaje en forma de visiones: la oferta de una visión utópica, alternativa al mundo que rechaza, como hacen los poetas. El Apoc. crea una visión del mundo y la historia, contraria a aquella de la mayoría, basada en conocimiento revelador, no público, que genera en sus seguidores actitudes adversas a Roma, pues no acepta la visión del mundo de los

demás. Se forma lo que ya se percibe en el cuarto evangelio: un clima de gueto, que incluye rasgos de agresividad y de intolerancia12. No extraña, pues, que el Apoc., tomado literalmente por muchas sectas, alimente y genere los fanatismos que conocemos, hasta morir... al estilo de Jonestown (Guyana) o de los davidianos de Waco, Texas. Por lo tanto, el Apoc. ofrece una visión de un mundo alternativo a aquel que rechaza: cielos y tierra nuevos. Para eso crea mitos, o pasa a ser un grandioso mito, que justifica el rechazo de ese mundo y explica su agresividad. Es la cosmovisión de los marginados y hostigados, como lo sería hoy de los pobres frente a sus explotadores. 8. La pregunta por la verdad Llegamos a la cuestión decisiva y fundamental: la verdad en el Apoc. Esta se suele asociar con una lectura literal de las visiones, como si se tratara de protocolos. Pero la verdad se puede transmitir de muchas maneras, en muchas formas y lenguajes. Lo sabemos. Sin embargo, tendemos a olvidarlo cuando en la Biblia nos encontramos con un lenguaje no literal, un lenguaje poético, no periodístico. La pregunta primera que hay que hacer es sobre la verdad literaria: la verdad de una parábola, una fábula, un mito, una historia, etc. Sólo sabiendo qué tipo de literatura es el Apoc. podremos saber qué tipo de verdad presenta. La verdad literaria está antes que la verdad histórica. Así, en Apoc. 11, cuando se presenta la ciudad en la que mueren los dos profetas, no podemos preguntarnos si Juan veía a Sodoma, a Egipto, a Jerusalén, pues no veía a ninguno de esos lugares sino a Roma con las características de los otros. Lo que Juan veía era el sentido profundo o significado de la historia, de ciertos acontecimientos, costumbres, situaciones y personajes: lo que presentaba era su interpretación de la historia que estaba viviendo y la futura que intuía en base a la historia salvífica pasada y su fe en su Señor. La veía en profundidad y la expresó poéticamente. Por lo tanto, el Apoc. es en esencia una grandiosa interpretación de la historia; historia de cristianos inmersos en un mundo dominado por poderes antagónicos absolutizados que exigen doblegarse a ellos. En síntesis, en concordancia con Felipe Ramos, podemos afirmar que «la visión es una técnica o recurso literario para ganar la atención. Añade autoridad al escrito, ya que el autor se presenta como testigo ocular de lo que nos va a contar. Más claramente, tales visiones nunca existieron; no responden a una realidad percibida por los ojos de la cara; en ellas no ha habido percepción sensorial»13. Por este «recurso literario», que presenta los contenidos como productos de visiones, la

impresión que el lector obtiene es que la veracidad y seriedad de esos contenidos están en relación directa a la de Dios mismo, pues supuestamente han sido otorgadas por Él al vidente. En otras palabras, la presentación del mensaje en forma de visiones pone de relieve el origen de dicho mensaje -en Dios, no en Juan (se asocia con lo que se conoce como «inspiración»)-, que por lo tanto exige aceptación como toda revelación divina. Todo eso significa que el Apoc. es un género literario de comunicación que se caracteriza por presentarse en forma de visiones. Como bien lo sintetizó Pierre Prigent, «Las visiones no pretenden representar. No son la descripción de un espectáculo celestial. Ellas significan. Por lo tanto, no ofrecen en primer lugar algo para ver sino para entender y comprender, como los discursos proféticos»14. 1 Aunque el Apoc. es una serie de escenas que constituyen una sola y única gran visión, convengamos, como estamos ya acostumbrados, a hablar de visiones en plural, como si fueran una serie de visiones independientes. De hecho, en el texto se marcan rupturas: y vi, y me mostró. 2 M. Zerwick M. Grosvenor, An Analysis of the Greek New Testament, lo tradujeron como «I fell into a state of ecstasy»; igual R.H. Charles, The Revelation of St. John, vol.I, Edimburgo 1920 (=1975), 22. 3 En 1,9 Juan no dice que tuvo visiones en Patmos, sino que allí estuvo «por causa de la palabra de Dios...». Si tuvo visiones allí y escribió después, entonces desobedeció la orden de escribir inmediatamente que varias veces recibió (1,11.19; 14,13; 19,9; 21,5). 4 K. Koch, «Vom prophetischen zum apokalyptischen Visionsbericht», en D. Hellholm (ed.), Apocalypticism in the Mediterranean World and the Near East, Tubinga 1983, 413-446 (430s). 5 Una exposición sintética pero minuciosa de los verbos y formas usados para designar el acto de ver, lo ofrece E. Delebecque, «‘Je vis’ dans l’Apocalypse», Revue Thomiste 88(1988), 460-466. 6 Cf. M. Lurker, Diccionario de imágenes y símbolos de la Biblia, Córdoba 1994, con abundante bibliografía, y L. Ryken et al (eds.), Dictionary of Biblical Imagery, Leicester 1998. 7 El estudio más serio y detallado sobre visiones es el del Prof. Ernst Benz, producto de tres décadas de investigaciones, tomando en cuenta los conocimientos

sicológicos y parasicológicos, y también la fe: Die Vision. Erfahrungsformen und Bilderwelt, Stuttgart l969. 8 Art. cit., 428-431. 9 Vea al respecto E. Benz, op. cit., cap. VI. 10 Por ejemplo, en Gén 15,1 leemos que «La palabra de Dios le vino a Abrahán en una visión...»; «Visión que Isaías, hijo de Amós, vio tocante a Judá... Oigan cielos, escucha, tierra, que habla Yavé...» (Isa 1,1ss; cf. Abd 1ss; Neh 1,1ss); «El Señor le dijo (a Ananías) en una visión...» (Hch 9,10; cf. 16,9; 18,9; Mt 1,20; 2,19). Véase también Gén 46,2; Núm 12,6; 1 Sam 3,1.11-15; Sal 88,19; Jer 14,14; 38,21ss; Ezeq 12,27; 13,7; además de las visiones de ángeles (mensajeros de Dios) en Lc 1,11ss.26ss; Hch 10,3; 18,9; 2 Cor 12,1. 11 Se puede consultar también Núm 12,6; Joel 3,1 [= Hch 2,17]; Job 33,15; Sir 34,3; Dan 7,1; 2 Mac 15,11; esp. 4 Esdr 10,59; 12,35; 13,1.35; 14,8. 12 Eso justifica la pregunta por el sentido cristiano del Apoc., planteada honestamente por K.M. Fischer, «Die Christlichkeit der Offenbarung Johannes», en Theolog. Literaturzeitung 106(1981), 165-172, y de nuevo por E. Lohse, «Wie christlich ist die Offenbarung des Johannes?», en New Testament Studies 34 (1988), 321-338. 13 Los enigmas del Apocalipsis, Salamanca l993, 58 (subrayados suyos). 14 «Pour une théologie de l’image. Les visions de l’Apocalypse», en Revue d’Histoire et de Philosophie Religieuses 59 (1979), p.375.

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¿Qué tipo de escrito es el Apocalipsis?

La pregunta por el «tipo» de literatura al que pertenece el Apoc. es la pregunta por su género literario, pregunta previa y fundamental para comprender cualquier texto escrito. Un género literario se define en términos de la forma o estructura externa, el contenido o tema, y la finalidad de la obra. Ahora bien, el género literario al que se recurre para comunicar algo corresponde al propósito de quien lo emplea. Así, por ejemplo, quien desea comunicar la manera de hacer un pastel recurrirá al género receta. Si alguien desea invitar a su matrimonio recurrirá al género conocido como parte matrimonial, que tiene una estructura y un contenido que nos son bien conocidos. Y, cuando recibimos un parte matrimonial, sabemos cuál es su finalidad. Conocer el género literario del Apoc. nos abre la primera puerta a su comprensión. Pero tengamos presente que un género es producto de una sociedad, y es un vehículo convencional de comunicación en esa sociedad: se entiende dentro de la sociedad que lo produce. Por ello, al no corresponder a género alguno de nuestra sociedad, el Apoc. nos resulta extraño y nos cuesta comprenderlo. Se desprende, pues, que para aproximarse al propósito de un autor es necesario reconocer el género literario que ha utilizado. Un determinado género o tipo se distingue de otros por una serie de rasgos que lo caracterizan -algunos de los cuales puede compartir con otro tipo, pero están en diferente orden de predominio. Por ejemplo, la biografía y la novela son dos géneros literarios diferentes. A pesar de que comparten una serie de características (forma narrativa, predominio de una trama en torno a un personaje-héroe, etc.), tienen cada uno rasgos distintivos que los diferencian. Por eso se distinguen. Eso mismo ocurre con dos géneros cercanos como son la profecía y el apocalipsis, que sin embargo son diferentes. Como vemos, es importante conocer el género literario de una obra porque nos sitúa en el mundo ideológico e histórico de su autor, y nos abre a sus preocupaciones e intereses.

1. ¿Cómo concebía Juan su obra? Desde el inicio, Juan calificó su obra como apokálypsis, revelación (proveniente de o tocante a Jesucristo). Notamos que está en singular: se trata de una revelación, no muchas. Todo el Apoc. es una grandiosa revelación, un des-velamiento. Por el hecho de llamar así a su obra, Juan estaba indicando que se trata de un género literario conocido al lector, aunque para nosotros sea extraño. Pero, mientras la palabra «apocalipsis» aparece una sola vez, el libro es calificado varias veces como «profecía», expresamente en 1,3; 22,6s.10.18s (cf. 10,9: come el rollito que deberá dar a conocer, igual que Ezequiel). En 19,10 Juan aclaró que «el testimonio de Jesús es el espíritu de profecía». Y, al igual que los profetas, advirtió sobre la fidelidad al Señor y la observancia fiel de sus mandatos: «Bienaventurados el que lee y los que escuchan las palabras de esta profecía...» (1,3; cf. 22,18). Veamos esto más de cerca, pues se suelen confundir profecía y apocalíptica. Empecemos por considerar la obra de Juan como apocalipsis, revelación. 2. Aclaraciones semánticas Antes de exponer los rasgos básicos que caracterizan el género apocalíptico, que es aquél con el que más se asocia la obra de Juan, es necesario hacer algunas aclaraciones semánticas debido a los usos y abusos de este campo semántico1. Apocalipsis es el nombre que se da a una obra que es del género que describiremos más abajo, comúnmente llamado apocalíptico. Se trata de una clasificación literaria en base a estructura, contenido y finalidad. Se escribieron varios apocalipsis. Apocalíptica es un sustantivo que denota un movimiento con un determinado enfoque, conocido por su literatura (género). Un conocido grupo «apocalíptico» de esa época era la comunidad de Qumrán. Apocalipticismo es una ideología o manera particular de enfocar la historia y la cultura, que es teleológica (orientada al fin), que se expresa mediante el género apocalíptico2. Se fundamenta en supuestas revelaciones que justifican su juicio negativo y pesimista del mundo y de la historia, cuyo fin, que consta de juicio y condenación, considera próximo.

3. El género apocalíptico El Apoc. comparte los mismos rasgos básicos que lo caracterizan con muchos otros escritos, tanto bíblicos como extrabíblicos, de modo que se puede hablar perfectamente de un género literario. Lo conocemos como género apocalíptico, designado como tal a partir del s. II d.C., y en base al modelo del Apocalipsis de Juan3. Entre tanto, se ha estudiado con sumo detenimiento, especialmente este siglo, la vasta gama de escritos judíos y no-judíos desde la perspectiva literaria, de la cual al menos una docena son apocalipsis judíos del período intertestamentario (apócrifos), y casi dos docenas son apocalipsis cristianos4. Las obras más parecidas, y casi contemporáneas al Apocalipsis de Juan, son: 1 Henoc (etíope) y 2 Henoc (eslavo), 2 Esdras 3-14, 2 Baruc (siríaco), 3 Baruc, Apocalipsis de Abrahán y de Sofonías, Testamento de Leví5. Otras que le son cercanas son: el Testamento de los Doce Patriarcas, el libro de Jubileos, el Testamento de Moisés y el Testamento de Abrahán. En Qumrán se han encontrado obras marcadamente influenciadas por la apocalíptica. La única obra en la Biblia que pertenece netamente a este género, además del Apoc. de Juan, es Daniel 7-12. Por cierto, hay grandes bloques en otras obras bíblicas que, en mayor o menor grado, corresponden al género apocalíptico, particularmente entre los escritos proféticos: Isa 24-27; Ezeq 38-39; Zac 1-8; Joel 3; Marcos 13; 2 Tes 2; 1 Pedro. 4. Rasgos característicos de la apocalíptica En términos generales, se puede definir el género apocalíptico como 1) una narración en forma dramática y con lenguaje simbólico 2) sobre una grandiosa serie de revelaciones a un hombre 3) por medio de visiones y explicaciones 4) mediatizadas por algún personaje de otro mundo, 5) en las que se dan a conocer realidades trascendentales de alcance escatológico, concernientes a la salvación y al destino del mundo6. Más concretamente: Rasgos literarios de la apocalíptica: - Por lo general, el nombre del supuesto autor es un seudónimo, eso si no es de hecho una obra anónima7. - Emplea la forma narrativa, como un drama con una secuencia de escenas.

- El lenguaje predominante es el simbólico. - Reporta revelaciones, generalmente por medio de visiones y viajes a otro mundo, acompañadas de diálogos. - Actúan personajes que no son de este mundo (ángeles, demonios, espíritus, bestias). - Un ángel le guía y le interpreta algunas visiones. Contenido característico: - Da a conocer el destino del mundo, es decir, la escatología, a menudo remontando al pasado dándole el cariz de predicciones (ex eventu). - Entreteje las dimensiones temporal y espacial de este mundo con las trascendentales: el cielo toca la tierra, el futuro toca el presente. - Revela la dimensión última de la historia. - Anticipa un juicio final que incluye destrucción de los malvados y premios a los fieles, generalmente por la inversión (reversal) de situaciones: los que sufrían gozarán, y al revés. - El desarrollo de los hechos es según los designios divinos, constituye el contenido básico de la obra. - Contiene un aspecto exhortativo, generalmente en términos de absoluta fidelidad a Dios. Estos elementos no son exclusivos a los apocalipsis. Un género no es una camisa de fuerza ni un molde de acero. Es el predominio de la mayoría de los rasgos destacados en una sola obra el que la caracteriza como apocalipsis. Algunos rasgos adicionales frecuentes, en su mayoría relacionados con la escatología del autor, son: - La división de la historia en períodos. - Una visión dualista: no hay más que blanco y negro, luz y tinieblas, buenos y malos, que están contrapuestos, de aquí el clima de conflicto y violencia que proyecta.

- El paso del mundo particular al cósmico: de lo que conoce y percibe en su pequeño mundo pasa a generalizar, de modo que ya no se trata solamente de su mundo, sino del cosmos. No sólo eso, sino que lo extiende a la dimensión trascendente: se trata no sólo de este mundo, sino que se extiende hasta el «cielo», haciendo que ambos sean parte de un grandioso todo en interacción. ¡Esto es típico del lenguaje mítico! Y la apocalíptica es un mito al revés: su tema no es la protología sino la escatología. Característica de la apocalíptica judeo-cristiana, en su esperanza y visión escatológica, es la acentuación en que la salvación, «el cielo nuevo y la tierra nueva», es obra de Dios, no del esfuerzo humano (Is. 65,17; Apoc.. 21,1ss), y que eso es parte del «plan salvífico» fijado por Dios, no por el hombre -las promesas a lo largo de la historia y su cumplimiento son pruebas de esa soberanía divina; él es al alfa y la omega. Dios es el Señor de señores; el creador y el pantokrátor. 5. Apocalíptica y profecía Hemos visto que el Apoc. se presenta también como profecía, obra de un profeta. Como los profetas, Juan implícitamente asegura hablar en nombre de Dios, al comunicar lo que le hizo «ver» en relación a graves situaciones actuales para su comunidad. El profeta era un «exegeta de la historia», es decir, un intérprete de su historia desde la perspectiva de Dios, que pasa a juzgarla. Igual hizo Juan, por revelación divina8. La apocalíptica, en cambio, incluida la obra de Juan, apunta al fin de la historia y a un juicio universal. El Apoc. se diferencia del profetismo por cuanto, aunque preocupado con el presente, su orientación es predominantemente escatológica, orientada hacia el final de la historia. Por la (supuesta) cercanía de ese final, urge tomar en serio el presente. Mientras que en el profeta las referencias son siempre a hechos concretos, como el destierro, injusticias o una invasión, en la apocalíptica el horizonte es más amplio, al presentar la panorámica global de la historia de la salvación. La apocalíptica interpreta en profundidad las dificultades de fondo del presente como parte del combate escatológico entre las fuerzas del bien y las del mal (cf. Apoc. 12). Si bien la profecía tiene un componente escatológico, el peso allí está en el presente: el profeta llama a conversión, exhorta a cambiar el presente aceptando la voluntad de Dios para forjar un futuro de paz y bonanza. Por cuanto la preocupación en el Apoc. está centrada en la fidelidad absoluta a Jesucristo ahora, se asemeja al profetismo. Pero, a diferencia de los profetas clásicos, la perspectiva de Juan no es la

historia como tal sino la escatología; no se preocupa por cambiar la historia, ni por una conversión, sino por la perseverancia hasta el final que está próximo. Como vemos, la apocalíptica se caracteriza por su particular concepción de la historia y su visión del mundo. Ve el destino del mundo de un modo casi determinista, a veces hasta fatalista, diferente de los profetas. El destino, predeterminado por Dios, invariablemente corre hacia su fin, sin que el hombre pueda hacer nada para cambiarlo, a no ser el perseverar en la fidelidad. El profeta confiaba en la realización de sus esperanzas en este mundo, no así el apocaliptista, que esperaba que viniese de los cielos. El profeta recibe la revelación de Dios que baja hacia él, pero el apocaliptista es llevado hacia Dios, raptado. El profeta recibe la revelación directamente de Dios, el apocaliptista la recibe por mediación de un ángel o un espíritu. Además, éste no se comunica de forma oral sino directamente escrita; la apocalíptica es un género libresco. Sin embargo, el Apoc. no corresponde en todo ni al profetismo ni a la apocalíptica «al estado puro», sino que entreteje de ambos; quiso ser profético, pero usó elementos literarios propios del género apocalíptico de su tiempo, cuando la apocalíptica era frecuente en ciertos círculos y estados de ánimo -pero no se conoce en el rabinismo. Además, el Apocalipsis de Juan se inspiró profundamente de ciertos profetas y utilizó como si fueran suyas, palabras, frases e imágenes tomadas de ellos, haciendo así una síntesis del profetismo y queriendo darle ese sabor, cosa que no encontramos en otras obras apocalípticas judías. Eso emparenta al Apoc. con los profetas, más que con otras obras del mismo género. Debemos tener presente que la cuna (y luego inspiración) de la apocalíptica es el profetismo. De lo expuesto está claro que, en relación al Apoc., no se trata de una disyuntiva, apocalíptica o profecía. Se entremezclan rasgos de cada uno: es profecía apocalíptica9. Formalmente su estructura es la del género apocalipsis, pero su contenido se acerca más al profetismo. Es, pues, una mezcla de los dos. Debemos tener presente que la distinción entre profetismo y apocalíptica era desconocida en esos tiempos. Todo aquel que hablaba con autoridad en nombre de Dios era calificado como profeta, que semánticamente significa eso, portavoz10. Por eso nada tiene de extraño que Juan hiciera precisamente eso al escribir el Apoc.: calificarse como profeta y su obra como profecía. No olvidemos que Juan escribió desde una perspectiva cristiana, es decir, ya había tenido lugar el acontecimientoJesucristo, lo que le daba una óptica diferente de la de los profetas veterotestamentarios. En síntesis, el Apoc. tiene forma apocalíptica, pero su función y mensaje es

sustancialmente profético: habla en nombre de Dios pensando fundamentalmente en los cristianos de su tiempo, exhortando a mantenerse firmes en su fe. La preocupación es con la actitud presente de cara al futuro: bienaventurado quien se mantenga firme hasta el final -parecido a las frecuentes advertencias en Lucas y Pablo11. Se trata de seguir al Cordero donde quiera que vaya, aquí y ahora. 6. Finalidad o propósito del Apocalipsis de Juan El origen de los apocalipsis se encuentra en alguna situación de crisis o de perplejidad profunda. De aquí que su propósito es animar o exhortar a ser fieles a Dios, o consolar ante desgracias, o asegurar la protección y el premio divino, pero siempre desde la perspectiva de Dios, del otro mundo. En tiempos de la crisis creada por el rey antijudío Antíoco Epifanes (165 a.C.) se escribieron Daniel, Jubileos y el Testamento de Moisés. A raíz de la invasión romana y la profanación del Templo el año 63 a.C., se escribieron los Salmos de Salomón y 1 Henoc 37-71. En relación con la guerra del 70 d.C. se escribieron 2 Esdras, 2-3 Baruc y el Apocalipsis de Abrahán. En todos éstos se obtiene el mismo mensaje, por un lado de exhortación a la fidelidad a Dios ante las adversidades, y por otro la garantía de su victoria final. El Apocalipsis de Juan se escribió en tiempos difíciles para la Iglesia, primero bajo Nerón, y luego se amplió en tiempos de Domiciano. Si Juan escogió este género literario, y no el de una carta exhortativa o una circular, ni una homilía al estilo de 2 Pedro, fue porque buscaba comprometer, mover los sentimientos a una opción clara por Jesucristo. En el Apoc. apela a las emociones, por eso usó la fuerza que tiene el lenguaje de imágenes, metáforas y escenas, lo que le llevó a usar el género apocalíptico como el más apto. Juan conoció el poder disuasivo y persuasivo de escritos apocalípticos, como Daniel, partes de Isaías y Ezequiel, pues los imitó y se sirvió particularmente de ellos. Por 1,3 nos enteramos que el Apoc. fue escrito para ser leído en público, muy probablemente en un contexto litúrgico: «Bienaventurado el que lee y los que escuchan». Eso significa que el auditorio lo escuchaba, se formaba una impresión, respondía con aclamaciones y cánticos. Las bienaventuranzas, por estar dirigidas al lector, dan una clara visión de la finalidad del Apoc.12. Las bienaventuranzas que están en el prólogo (1,3) y en el epílogo (22,7.14) se refieren expresamente a toda la obra. Eso significa que todo el Apoc. no tiene otra finalidad que invitar al que lee/escucha a ser uno de esos bienaventurados, en otras palabras, a guardar la absoluta e incondicional fidelidad al Cordero que está expuesta en el Apoc. como único camino a la vida con él. En contraste con todos los demás,

sus seguidores son bienaventurados precisamente por la opción hecha, la cual es premiada por Dios. Esto está expresamente dicho en la advertencia en 14,12, que aclara el sentido de la bienaventuranza que viene a continuación: «Aquí está la constancia de los santos, los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús». Todas las bienaventuranzas son llamadas a una determinada posición o acción por parte del auditorio. Los cánticos, que en cierto modo complementan a las bienaventuranzas, apuntan en el mismo sentido: su finalidad es comprometer al lector y a los que escuchan a querer sumarse a los que los cantan, es decir, a los santos -como lo hacían litúrgicamente en comunidad. En los cánticos y aclamaciones (que nos ocupan en otro capítulo) los fieles expresan con júbilo su gratitud al Cordero y a Dios por su acción salvífica, la reivindicación de los fieles frente a sus enemigos, la victoria frente a los que se creían todopoderosos. Esto se observa claramente en 14,6-13, donde tenemos yuxtapuestos un himno (v.7-8), una advertencia severa de no cambiar de fidelidad (v.9-11), una aclaración dirigida directamente al receptor (v.12: «Aquí está la constancia...») y una bienaventuranza (v.13). En los cánticos se alaba la soberanía absoluta de Dios sobre el mundo y la historia, que es la razón de ser para confiar en sus designios y querer serle fiel a cualquier precio. A estos claros indicios del propósito del Apoc. se suman las cartas a las siete iglesias, en los cap. 2-3. Su finalidad no era simplemente informar al lector, sino constituir verdaderos juicios que le interpelan, cuestionan, invitan a confrontar su propia conducta con la allí desvelada. Una vez más, estamos ante textos que revelan un propósito exhortativo, no informativo o artístico, expresado mediante el recurso a un género literario conocido del profetismo. Evidentemente, pasajes como 13,9s, «quien tenga oídos, oiga. Quien va destinado a la cautividad, que vaya a la cautividad. Quien mata a espada, a espada muera», seguido por la aclaración que «aquí están la constancia y la fe de los santos», y reiterado en 14,12, se dirigen directamente al lector. Su finalidad es netamente exhortativa. Situada al final, después de la presentación de la bestia y su actuación adversa a los seguidores del Cordero, es una exhortación a la fidelidad al Cordero. El epílogo contiene varias advertencias finales claramente dirigidas al que lee y a los que escuchan: «El injusto, que cometa injusticia aún; el justo que obre justicia todavía, y el santo que se santifique aún. Miren que vengo enseguida...» (22,11s). «El que oiga, diga «ven», y el que tenga sed que venga...» (v.17). El lector se siente interpelado por lo que está leyendo.

7. Nota sobre la escatología Una lectura atenta del Apoc. desde la perspectiva de su escatología (tratado del destino final) revela una tensión entre pasajes donde claramente se refleja la expectativa de un final cercano y otros que presuponen que ese final no sería tan cercano al tiempo de Juan. Basta que pensemos en el contraste entre los primeros y últimos versículos (1,1.3; 22,6.7.10.12.20), con su seguridad de que el Señor viene «ya», y el milenio que, según el cap. 20, pasaría antes del desenlace final. Para Juan la muerte y resurrección de Jesús en particular marcaron un hito que divide la historia y la acerca «apocalípticamente» a su fin. No queda más que esperar la parusía. Por eso en Apoc. 20 habla de dos resurrecciones. Las hostilidades, que son típicos signos apocalípticos del final, apuntan a la cercanía del fin. Ya están en conflicto los demonios/Satán y los santos de Dios; bastante claro en los cap. 12 y 13. En Apoc. 6,9ss los mártires claman: «¿hasta cuándo... estarás sin juzgar y sin vengar nuestra sangre...?» La respuesta dada es que tienen que esperar todavía un poco, hasta que se complete el número de los que serán ejecutados. Es decir, el tiempo es un corto lapso antes del fin (3,11; 6,10s; 12,12; 16,15). La comunidad exclama ¡Maran-ata (Señor, ven)! Todo esto, evidentemente, es reflejo de la propia expectativa de Juan, o al menos su anhelo profundo; no es sólo un artificio literario. En todo el Apoc. el eje del tiempo es siempre el mismo: queda un corto tiempo aún y luego será el fin. No encontramos por eso una secuencia, propia de una historia, sino una serie de escenas yuxtapuestas, de tal modo que el cuadro total tiene su eje en lo escatológico. Juan lo hace tres veces, casi en forma cíclica (ver estructura del Apoc.), terminando siempre en escenas de la corte divina y de un clima paradisíaco. Podemos pues hablar de un apocalipsis compues to de pequeños apocalipsis. Ese futuro anticipado en las visiones debe servir para urgir la seriedad con la que se debe tomar el presente. La certeza de un juicio y reivindicación final sirve el propósito de alentar a la fidelidad. El hecho de que se mencionen castigos, plagas previas al final (además, reiteradas), significa que el autor no esperaba un final inmediato -cercano sí, inmediato no: antes del final vendrían calamidades. Algo similar se encuentra en Marcos 13. Otro tanto hay que decir en relación con la mención del milenio de paz previo al desenlace final, en Apoc. 20. Ahora bien, si eso es así en cuanto al tiempo, entonces el mensaje es que (los lectores) no deben estar demasiado ansiosos, absortos en que el fin ya está a la vuelta. Sin embargo, hay que mantener una actitud de vigilancia, no adormilarse: «Miren que vengo como ladrón. Bienaventurados los que están velando y guardando sus vestidos...» (16,15).

Se objetará que en la introducción y al final del Apoc. se reitera que el fin será «pronto», «ya» (1,1.3; 22,6.7.10.12.20). ¿Incoherencia? No. Hay que tener presente que esas partes, el preámbulo (1,1-3) y el final (22,6-21) del Apoc. han sido introducidas posteriormente: no son parte original de la obra (vea al respecto la composición del Apoc. y su estructura). ¡El redactor final, que introdujo estas cláusulas, tenía una elevada fiebre parusíaca! Es sumamente importante tener presente este hecho literario, pues las afirmaciones que se hacen en el sentido de que Juan esperaba el fin de manera casi inminente se deben precisamente a los textos añadidos posteriormente al Apoc., no a la obra original (1,922,5). Sin embargo, contrario a lo que se suele pensar, el Apoc. se concentra en el presente: allí convergen el pasado y el futuro proléptico; allí se encuentran Juan y su comunidad, los destinatarios del Apoc. Es el momento de crisis que viven. Repasando el pasado, Juan encuentra analogías e inspiraciones, especialmente en el Éxodo, que sirven para entender el presente. Igual hace con el futuro: sus convicciones, que comparte con otros (atestiguadas en el NT), las refuerza y resalta: Dios actuará de manera liberadora/salvadora en favor de sus fieles... y pondrá fin a este mundo corrupto castigando a los perversos, para dar paso al «reino de Dios». Como la historia tomó un giro definitivo con la muerte y resurrección de Jesús, Juan ya no mira hacia atrás, como hicieron otros apocalipsis, sino que toma la historia de allí en adelante, concentrándose en el presente cara el final. La victoria de Jesús es anticipación de la victoria de sus seguidores. En síntesis, la escatología del Apoc. es de una tensión «ya pero todavía no». Desde ese ángulo es una clara exhortación a la perseverancia vigilante en la fidelidad al Cordero, a pesar de las adversidades que se puedan presentar. La gran preocupación de Juan no es la fecha exacta de un acontecimiento futuro sino el presente de la Iglesia. El mundo nuevo y definitivo ya ha comenzado con la resurrección de Jesucristo. Toca a la comunidad cristiana mostrar ya desde ahora esa esperanza y esa novedad que se manifiesta en su forma de vivir. Todos participan de la misma vocación de testigos y de vencedores. 1 Cf. J.J. Collins, The Apocalyptic Imagination, Nueva York 1984. 2 Sobre estas aclaraciones vea el número 14 de la revista Semeia, ed. J.J. Collins, Apocalypse: The Morphology of a Genre, Atlanta 1979; K. Koch, The Rediscovery of Apocalyptic, Londres 1972, esp. cap. III, y el resumen de D.S. Russell, Divine Disclosure. An Introduction to Jewish Apocalyptic, Mineapolis 1992, 8-13.

3 M. Smith, «On the History of Apokalyptô and Apokalypsis», en D.Hellholm (ed.), Apocalypticism in the Mediterranean World and the Near East, Tubinga 1983, 920. 4 Vea los estudios reunidos en D. Hellholm, op. cit., y J.J. Collins, The Apocalyptic Imagination, Nueva York 1984. Ambos con extensa bibliografía. Los textos mismos, lamentablemente, no han sido traducidos al castellano. En inglés vea J. Charlesworth (ed.), The Old Testament Pseudepigrapha, vol.1, Nueva York 1983, y W. Schneemelcher (ed.), New Testament Apocrypha, vol.2, Louisville 1992. 5 No todas las obras que llevan como título «apocalipsis» son de ese género, p. ej. el Apoc. de Moisés; otras que no llevan ese título sí lo son, p. ej. el Testamento de Abrahán, o contienen bloques propios de ese género, p. ej. Dan 7-12. 6 Cf. J.J. Collins, Apocalyptic Imagination, cap. 1. En un importante seminario sobre el asunto se propuso la siguiente definición operativa, que fue aceptada por la mayoría: «Apocalipsis es un género de literatura revelatoria con un marco narrativo, en la cual una revelación es mediada por un ser de otro mundo a un receptor humano, dando a conocer una realidad trascendental que es a la vez temporal, por cuanto contempla una salvación escatológica, y espacial, por cuanto involucra otro mundo, sobrenatural» (Semeia n.14/1979, p.9). En un seminario posterior se añadió su finalidad: «que se propone interpretar circunstancias terrenas presentes, a la luz del mundo sobrenatural y del futuro, e influir en la comprensión y el comportamiento del auditorio mediante la autoridad divina» (Semeia n.36/1986, p.7). Estas descripciones se deberían ampliar ligeramente destacando otras dos características de toda apocalíptica: el empleo de un lenguaje figurado (metafórico y simbólico) y una visión casi determinista del mundo y de la historia. 7 El recurso a la seudonimia está relacionado al hecho de que el autor remonta sus visiones a tiempos lejanos, de modo que el nombre se asocia con esos tiempos: Henoc a los inicios, o Daniel a tiempos de Nabucodonosor. No así el apocalipsis de Juan. Todo indica de que ése es su nombre real. Eso se comprende porque no remonta a una historia lejana -aparte del mito del origen de las hostilidades, en el cap. 12sino que habla de su presente, en el cual él mismo está inmerso. 8 Esto está particularmente claro en las siete «cartas». Sin embargo, ese bloque probablemente ha sido introducido en la obra posteriormente. Juan usó ocasionalmente también el discurso directo en forma de oráculos, dirigiéndose él mismo al auditorio; declaró bienaventurados y exhaló ayes; exhortó a «salir» de Babilonia (18,4); etc.

9 La misma conclusión se lee de pluma de R. Bauckham, The Theology of the Book of Revelation, Cambridge 1993, 6: «it would be best to call John’s work a prophetic apocalypse or apocalyptic prophecy». 10 Cf. Mt 7,15; 10,41; 13,57; 21,11.26; 23,37; 24,11; Hch 2,30; 13,1.6; 1 Cor 12,28; 14,37; Ef 3,5; 4,11. 11 Desde Jesús de Nazaret mismo, la parenética cristiana, en contraste con la rabínica, tiene la escatología como un componente sustancial. La opción de fe y la vida cristiana tienen su sentido final por su relación con la eternidad. 12 Véase el capítulo sobre el tema.

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La composición del Apocalipsis

Para comprender una obra es necesario conocer también su origen literario, es decir, las posibles fuentes de las que se nutrió o en las que se inspiró su autor. Conocer la composición redaccional de una obra es conocer parte de su historia -que no es otra que la del escritor y su mundo-, correspondiente a una evolución en apreciaciones y circunstancias que ocasionan la composición y las posteriores alteraciones al texto. Es la llamada Redaktionsgeschichte, conocida en la exégesis bíblica moderna como un aspecto del estudio histórico-crítico de textos. Igual que en el caso de los evangelios, donde más se aplicó, la comprensión del Apoc. no será la misma si se lo estudia como si fuese obra de un único autor o si se lo estudia como resultado de varias redacciones en momentos diferentes. La composición del Apoc. se ha estudiado también en el pasado, y como resultado de ello se han ofrecido diferentes explicaciones. Sin embargo esto no siempre ha preocupado a los comentaristas del Apoc. De hecho, la mayoría de las veces se asume que fue escrito como un todo por un único redactor. Por otro lado, los estudios hechos sobre la composición redaccional del Apoc. muestran que estamos lejos de un consenso al respecto. Por todo eso, debido a la importancia que reviste para la comprensión de la obra misma, no está demás retomar el asunto con la esperanza de arrojar algunas luces adicionales al respecto1. Rupturas en el texto a) Al comienzo del libro hay tres introducciones, que se distinguen lingüística y estructuralmente: - «Revelación de Jesucristo... a su siervo Juan...» (v.1-3). - «Juan a las siete iglesias...» (v.4-8). - «Yo, Juan, hermano y compañero de ustedes...» (v.9-20). La primera introducción ha sido compuesta por alguien que presentó a Juan como profeta. Tiene la forma literaria de un prólogo, y centra la atención más en la obra como tal que en la persona de Juan. En las otras dos introducciones habla Juan mismo, pero de modos diferentes. La primera de éstas tiene el estilo formal y la estructura de los proemios típicos de cartas de la antigüedad. La siguiente, en cambio, es informal y Juan se presenta nuevamente, pero ahora como «hermano y compañero» de sus lectores. Volveremos más detenidamente sobre las otras dos más adelante. La mayoría de los exegetas reconocen que la primera introducción (1,1-3) ha sido añadida más tarde. b) Los estudiosos coinciden en reconocer que con 4,1 se inicia un nuevo bloque, independiente de lo anterior, el cual consta de una serie de visiones: «Después de estas cosas (meta tauta) miré, y he aquí (que vi) una puerta...». La composición de este bloque será discutida más abajo. c) La mayoría también reconoce que con 22,6 hay otra ruptura. Esa parte final constituye una especie de epílogo, que ha sido añadida posteriormente al texto que originalmente concluía en 22,5. También es discutida la composición del cap. 21: ¿se trata de dos visiones de la Jerusalén celestial correspondientes a

dos momentos redaccionales distintos? Haremos un breve recorrido por el texto para descubrir posibles anomalías en él. Prólogo y epílogo (1,1-3; 22,6-20) El epílogo ha sido a todas luces añadido por la misma mano que introdujo el prólogo actual (1,1-3), correspondiente al redactor final. Esto se deduce particularmente de la reiteración de ciertas expresiones, inclusive lingüísticamente idénticas: 1,1a = 22,6b: Jesucristo/Dios envió al ángel «para mostrar a sus siervos lo que ha de suceder en breve». La mención del envío del ángel, además, corresponde a 22,16a2. 1,2 = 22,8a: Juan es el que vio todo lo atestiguado; 1,3a = 22,7: «Bienaventurado» el que acoge «las palabras de la profecía» (tous logous tês prophêteias); 1,3b = 22,10b «el tiempo está cerca» (ho kairós engús)3. La yuxtaposición de sentencias y advertencias, a menudo sin relación evidente una con otra, hace suponer que este «epílogo» se forjó en más de un momento: no es imposible que se le añadieran afirmaciones conforme se hicieron copias, como la advertencia final en 22,18-19, después de que el Apoc. ya había sido objeto de «mutilaciones». Las sentencias de este epílogo tienen un denominador común: se trata de afianzar la autenticidad del mensaje del Apoc. Lo más notorio es la fiebre parusíaca allí expresada: «ha de suceder en seguida» (v.6, similar a 1,1), «vengo pronto» (v.7), «el tiempo está cerca» (v.10, que también se encuentra en 1,3), «vengo en seguida» (v.12), «¡ven!» (v.17.20), «sí, vengo pronto» (1,20). La introducción (1,4-20) Con su forma de proemio epistolar, la segunda introducción, v.4-6, le daba a todo el Apoc. forma de carta, antes de que se le antepusiera la actual primera introducción. El último versículo del Apoc., «La gracia del Señor Jesús (sea) con todos» (22,21), cierra la forma de carta. Problemáticos son los v.7 y 8, pues no tienen una relación clara con el contexto ni entre sí; dan la impresión de ser glosas yuxtapuestas. En contraste con los versículos anteriores de esta introducción, el v.7 está construido en base a frases reminiscentes de Dan 7,13 («viene con las nubes») y de Zac 12,10-14 (todos «lamentarán al que traspasaron»). Hacen eco al epílogo del Apoc., con su aseveración del inminente juicio divino. Llamativa es la reiteración del semítico «amén», precedida por el sinónimo griego «sí (nai)», que concluye la afirmación, igual que en el v.6. El v.8 por su parte nos sorprende con la inesperada presentación de Dios, que además no se conecta con nada4. Lingüísticamente parece un plagio del v.4; la expresión «el que es, el que era y el que ha de venir» se encuentra idéntica y en el mismo orden solamente en 1,4 y 1,8. En 4,8 se encuentra la misma expresión, pero siguiendo un orden cronológico (era-es-vendrá), de modo que enfatiza la eternidad de Dios, no su identidad (como en 1,4.8): «el que era, el que es y el que ha de venir». Si se pasa de la introducción en forma epistolar (v.4-6) directamente al v.9, que está en la primera persona, entramos en la materia que llevó a escribir la «carta». La misma forma y secuencia se encuentra al inicio de la carta de Pablo a los Gálatas (1,4ss, véalo y compare). Por tanto, si se glosan los v.7-8, que probablemente han sido introducidos posteriormente, el bloque 1,9-20 pudo haber venido a continuación, de modo que, junto con los v.4-6, habría constituido una unidad (v.4-6.9-20). Esta suposición tendrá que ser reconsiderada a la luz de otras consideraciones que mencionaremos luego.

El v.20 ha sido probablemente compuesto con el fin de tender el puente literario hacia el bloque de las cartas: «las siete estrellas son los siete ángeles de las siete iglesias...» a quienes se dirigirán las cartas -del mismo modo que 4,1 es el puente tendido de las cartas al inicio del cuerpo del Apoc. El v.19 plantea otras interrogantes, que veremos más adelante. La presentación del v.9 abre la puerta a la visión-base, que presenta a Jesucristo majestuoso, cual juez severo, «semejante a Hijo de hombre» (el juez daniélico), de cuya boca salía «una filuda espada de dos filos» (v.16). Es una visión estrechamente relacionada con las siete cartas, que empiezan cada una con una presentación de Jesucristo bajo uno de sus aspectos expuestos en la visión del cap. 1 (vea 2,1.8.12.etc), para acto seguido emitir su juicio sobre la conducta de la comunidad en cuestión. Es una función muy puntual que no se retoma en el resto del Apoc.: juzgar las iglesias. Esta primera visión es independiente de aquéllas a partir de 4,2. De hecho, en el cap. 5 Jesucristo vuelve a ser presentado, pero esta vez como Cordero, figura que domina a lo largo de los capítulos siguientes. ¿Pero por qué tenemos dos presentaciones de Jesucristo y, sobre todo, como figuras muy diferentes? Probablemente porque la del cap. 1 no tenía nada que ver con el resto del Apoc. (a partir de 4,2), e.d. era parte de un bloque diferente (junto con las cartas), que eventualmente fue antepuesto. Recordemos que 4,1, una «retoma» (Wiederaufnahme), es un puente tendido por el redactor para dar la impresión de continuidad, después de anteponer la visión primera: «Después de estas cosas (meta tauta; ¿cuáles?)... la voz aquella primera, como de trompeta (¡remite a 1,10!)... lo que ha de suceder después de estas cosas (meta tauta; ¿cuáles? Cf. 1,19b)». Es notorio que en 1,1; 4,1 y 22,6 se encuentra la expresión ha dei genésthai (lo que ha de suceder). También se encuentra en 1,19 en forma naturalmente adaptada a la secuencia (ha méllei genésthai), la cual sostengo que ha sido introducida para unificar los tres grandes bloques: la visión inaugural, las cartas y el resto del Apoc. Eso sugiere que posiblemente el redactor final ha usado esa expresión a modo de delimitador de las diferentes partes principales del Apoc. Resumiendo lo dicho: es poco probable que el Apoc. empezara con tantas visiones de presentación de Jesucristo. La más amplia y detallada es aquella del cap. 4-5, donde naturalmente el Cordero es presentado como parte de la corte celestial de Dios. Es una presentación ampulosa (indicio de que era importante), que se sitúa en el cielo. En cambio, la visión del cap. 1 es más breve y es de Jesucristo cual juez soberano (hijo de hombre, v.11) en la tierra, no en el cielo, en medio de las iglesias (v.13.20). Su inclusión se comprende mucho mejor si fue añadida más tarde, con una concepción más bien judicial; ese mismo Jesús actúa como juez de las iglesias en cap. 2-3. Por lo tanto, no es imposible que el Apoc. hubiese empezado con 4,2, con la invitación a Juan a «subir al cielo». Es notorio que Jesucristo no aparece sobre la tierra en el resto del Apoc., hasta recién en el cap. 21, cuando, después del juicio final, la nueva Jerusalén «desciende del cielo». Viendo la secuencia total, resulta llamativo que haya una visión sobre Jesucristo (cap. 1) antes de la visión más general del trono en el cielo (cap. 4-5), donde Jesucristo volverá a ser presentado y será esa imagen, la del Cordero, la que domine el resto de la obra. Si ahora tenemos dos presentaciones es porque eventualmente se le antepuso aquella en el cap. 1. De ser cierta nuestra sospecha de que la primera visión original del Apoc. era aquella de los cap. 4-5, surge la pregunta por una posible introducción previa. Es difícil saber si la tenía. Las introducciones actuales (cf. supra) no parecen haberlo sido -ni tienen por qué haberlo sido. En el estudio composicional de textos, lo más difícil es saber si algo ha sido expurgado o ha sido eliminado. Recordemos que en esos tiempos el Apoc. no era aún «Sagrada Escritura», intocable e inalterable, razón por la que más tarde se introdujo la advertencia en 22,18s, al puro estilo de los conjuros de la antigüedad. El sentido original de 1,19 es totalizante: «escribe las (cosas) que viste, las que son y las que han de ser después de éstas».

«Las (cosas) que viste (ha eides, aoristo: pasado concluido)», acompañado de la conjunción consecutiva oun, «entonces», naturalmente incluye la visión que acaba de tener (1,12-18), que había empezado con la orden «lo que ves, ¡escríbelo!»5. Esta es ahora la visión fundamental para todo el Apoc., como hemos visto, por lo que merece atención especial. La orden de escribir «las (cosas) que son (ha eisín)» se refería a las situaciones actuales en las diversas iglesias de Asia. Eso será explicitado con la introducción de las siete cartas, precisamente a esas iglesias. Notemos que cada una de ellas es introducida con la orden «¡escribe!» que corresponde a aquella de 1,19a. La orden en el v.19 de escribir «las (cosas) que han de ser después de éstas» (ha méllei genésthai) apunta evidentemente a un futuro aún no realizado, pero que Juan verá anticipadamente, por eso debe escribirlas. Es una clara referencia al resto del Apoc., que nos lleva hasta el fin de los tiempos. Esa orden amplía aquella simple del v.11, explicitando que debe incluir lo presente y lo futuro. Es notorio que en 4,1 se afirma expresamente que a partir de ese punto se tratará de «las (cosas) que tienen que ser» (ha dei genésthai). Es decir, 4,1 fue redactado para afirmar la continuidad con 1,19, pues retoma la última parte de esa orden que resaltaba dos momentos distintos: lo que está sucediendo (cap. 2-3) y lo que sucederá (4,222,5). Esto sugiere que el v.19 fue compuesto cuando ya existía el cuerpo del Apoc. La cláusula «las cosas que viste» sirve para justificar la escritura de la visión de 1,9ss. Si todo eso es así, entonces la visión «inaugural», junto con los v.4-6, fue compuesta para posteriormente servir de introducción a todo el Apoc., lo cual se podría apreciar si originalmente empezaba directamente en 4,2 -o con alguna escueta introducción. Esa amplia introducción sirvió para añadir las siete cartas, que incluyen «las cosas que son», que Juan ya había visto en alguna gira apostólica por las iglesias de Asia. Las siete cartas (cap. 2-3)6 Es común argumentar que 1,4-3,22 siempre ha constituido una unidad. El criterio esgrimido es el hecho de que los títulos asignados a Cristo en cada una de las cartas corresponden a calificativos que encontramos en la visión inaugural (1,12-18), y en 1,11 se da la lista en el mismo orden de las siete iglesias, ya mencionadas como destinatarias del Apoc. en 1,4 («Juan a las siete iglesias en Asia»). En consecuencia, la visión inaugural y las siete cartas siempre habrían formado una unidad. Sin embargo, a menudo se omite la posibilidad de que los títulos usados en las cartas para designar a Cristo hayan sido tomados posteriormente precisamente de la visión inaugural, con el fin de componer las cartas y así darle cohesión al todo. De ser así, original habría sido la visión inaugural, seguida por las que encontramos a partir de 4,2 («Después de estas cosas...»), y posteriormente se compusieron las cartas en el mismo orden de las menciones en 1,11. La introducción 1,4-20 habría podido servir de presentación anticipada de esas cartas. Como sea, las cartas no pueden ser anteriores, pues presentan a Jesús con rasgos que encontramos en la visión inaugural. Constituyen, además, una unidad coherente estructural y temáticamente. Criterios estilísticos no nos ayudan mucho porque toda la obra muestra gran unidad de estilo, probablemente debido a la pluma del redactor final -que sería el mismo que le antepuso el actual prólogo y las advertencias finales. Sin embargo, es notorio que el lenguaje característico apocalíptico de metáforas y símbolos, que prácticamente satura el cuerpo de la obra, en las cartas es mucho menos frecuente; en cambio, es mucho más frecuente el lenguaje directo unívoco, más cercano al de los profetas que pasan juicio y llaman a la conversión (cf. 2,4s.16.21s; 3,3.19). En las cartas encontramos frases y temas enunciados en el cuerpo del Apoc., p. ej. «quien tenga oídos, oiga» (2,7 = 13,9), «el árbol de la vida» (2,7 = 22,2), la segunda muerte (2,11 = 20,6.14), regirá «con vara de hierro» (2,27 = 12,5; 19,15), vestidos de blanco (3,4s.18 = 4,4; 7,9.13.14), el «libro de la vida» (3,5 = 13,8; 17,8; 20,12.15; 21,27), la nueva Jerusalén que baja del cielo (3,12 = 21,2). Indudablemente el autor

estaba familiarizado con esas expresiones y temas, ya sea porque eran parte de su vocabulario o porque se las prestó del cuerpo del Apoc. Las cartas se dirigen directa y expresamente a las iglesias de Asia (no sólo a las siete: cifra simbólica, además de la indicación al final de cada una de que el juicio vale para todas las iglesias: 2,7.11.17, etc.). El resto del Apoc., en cambio, es genérico en los cuadros que presenta, sin dirigirse a ninguna comunidad en particular -dato suplementado posteriormente en la segunda introducción: «Juan a las siete iglesias que están en Asia» (1,4). Desde el punto de vista de su contenido, en las cartas la mirada es ad intra, dentro de la Iglesia. El resto del Apoc., en cambio, mira ad extra, hacia el resto del mundo en su relación con la Iglesia. En las cartas se trata de juicios sobre la vivencia concreta de la fe cristiana, la fidelidad en puntos muy concretos, entre otros el sincretismo. En el resto del Apoc., en cambio, no se tratan asuntos puntuales sino más bien la fidelidad en sí misma. En notorio contraste con el resto del Apoc., en las cartas se habla como si el mundo no estuviese a punto de tocar a su fin, como si no estuviese cerca el juicio final. Es el sentido de las llamadas a la conversión. La sensación que dejan las cartas es que la Iglesia existiría mucho más tiempo, y sin hostigamientos desde fuera. Son visiones escatológicas notablemente diferentes: de un largo futuro por delante, en contraste con un fin próximo. Las cartas son netamente moralizantes, no así el resto del Apoc., centrado en la escatología. Y, en todo el Apoc., sólo en las cartas Jesucristo se dirige directamente a la Iglesia. Notorio es, además, que en las cartas se revela un doloroso conflicto con el judaísmo, ausente en el resto del Apoc.7. Además, allí donde el autor pudo haberse detenido a examinar las actitudes cristianas frente a persecuciones concretas, no se habla de violencia ni de ejecuciones (sólo la memoria de Antipas, en 2,13). Hay una importante consideración adicional que debe ser tomada con toda seriedad. Mientras que en 1,11 la orden divina es «lo que ves, escríbelo en un libro y envíalo a las siete iglesias...», en los cap. 2 y 3 tenemos siete mensajes individualizados (cartas o edictos), no un libro. Además, el libro debería contener la visión inaugural, pero sorprendentemente el contenido de las cartas son juicios divinos a las iglesias. En síntesis, probablemente las cartas constituyeron un bloque en sí mismo, compuesto teniendo como trasfondo y sustento la visión inaugural, que ya estaba escrita, al igual que el cuerpo del Apoc., y que fue introducido posteriormente con apoyo de 1,19-20 y 4,18. Se dirigían a una problemática diferente del resto del Apoc.: la cuestión de la «pureza» de la fe cristiana, frente a las tentaciones del sincretismo y del acomodo al entorno. Su preocupación es con la Iglesia misma, mirándose a sí misma cara a su fidelidad al Señor (ad intra), y no con las actitudes que el mundo externo ha asumido frente a la Iglesia (ad extra). Como sea, en la actualidad son parte integral del Apoc., y es así como las leemos. El cuerpo del Apocalipsis (4,2-22,5) La mayoría de estudiosos reconocen 4,2-22,5 como el cuerpo de la obra. Mirándolo atentamente, se observa que no se trata de un todo armonioso, de movimientos fluidos, sino que contiene una serie de duplicaciones y frecuentes rupturas, brincos y «paréntesis». Incluye unidades o bloques prácticamente independientes que poco o nada tienen que ver con el contexto, p.ej. los dos testigos en 11,1-13; la mujer y su hijo en 12,1-18; las tres visiones en 14,6-12; el jinete en el caballo blanco en 19,11-16. Por cierto, estaríamos errados si pensamos que el Apoc. debería tener una férrea lógica aristotélica, pues un apocalipsis con lógica es una contradicción en términos. Sin embargo, una serie de observaciones nos inclinan a pensar que 4,2-22,5 no fue compuesto de una sola sentada, sino que fue tomando cuerpo por etapas. Veamos el asunto más detenidamente.

Datos para la reflexión Hay duplicaciones y repeticiones. Las más notorias son las que se siguen entre los cap. 7-9 y cap. 14-16: 7,2-8//14,1-5 (los 144,000), 7,9-17//15,2-5 (bienaventurados en el cielo), 8-9//16 (trompetas-copas). Hay otras, pero más comprensibles, como p.ej. 13,1.3.8 y 17,3.8; 14,8 y 18,2; 12,9.12 y 20,3s; o las dos descripciones de la nueva Jerusalén en el cap. 21 (21,1-5 y 21,9-22,5). Hay interrupciones o interludios, p.ej. 7,1-17; 16,15; 19,1-10 y particularmente 10,1-11,13, que cortan la fluidez de la secuencia. Hay una serie de himnos de victoria anticipada, sin que se haya definido aún el triunfo final, juicio y nuevo mundo9. Hay progreso, pero a la vez circularidad, por ejemplo, entre los siete sellos y las siete trompetas (la apertura del séptimo sello da origen a las siete trompetas). Pero, a pesar de todo, hay uniformidad estilística10. Eso significa que una persona llevó a cabo una redacción de todo, aun si tuvo ante sí fuentes diversas o uno o más apocalipsis previos. Este es un dato que no se debe perder de vista. Sin embargo, la uniformidad estilística, y aparentemente también lingüística, que incluye la repetición de temas, imágenes y símbolos se puede explicar como producto de un redactor final, o del mismo autor que retomó su obra y la amplió, o inclusive de gran semejanza en estilos de dos o más personas. Todas estas explicaciones de hecho han sido detalladamente expuestas. Es decir, no es necesario postular como única explicación posible que la uniformidad estilística y lingüística resulta de una composición original hecha por una sola persona y de una sola sentada. Explicaciones posibles En vista de éstas y otras observaciones se han propuesto varias explicaciones: a) Una es que el Apoc. es el resultado de varias ediciones por parte de un mismo autor, que empezó con un primer apocalipsis-núcleo. Es la explicación ofrecida por R.H. Charles, y más recientemente por H. Kraft tras un minucioso estudio y comentario del Apoc.: dada la uniformidad lingüística y los desniveles estructurales, el Apoc. es el resultado de varias etapas de revisión de un apocalipsis original (Grundschrift) por el mismo redactor. El mismo redactor habría añadido más tarde las cartas y la visión inaugural11. P. Prigent también postula dos ediciones del Apoc.; la segunda constaría de añadidos, particularmente las cartas12. b) Según otros, un redactor habría unido varias fuentes sin unificarlas secuencialmente. Generalmente se piensa en la yuxtaposición de dos o más apocalipsis. Así, J.M. Ford piensa que el Apoc. consta de dos apocalipsis judíos juntados y adaptados al cristianismo por un judeo-cristiano. El primero habría sido 4,1 a 11,19 y el segundo 12,1 a 19,2113. Ya antes, J. Weiss afirmaba que el Apoc. era el resultado de la conjunción de dos apocalipsis preexistentes, uno de origen judío, otro cristiano, ambos adaptados. c) Una variante de ambas explicaciones es la de M.-E. Boismard, que sostiene que el mismo autor compuso dos apocalipsis, uno en el tiempo de Nerón y luego otro en el tiempo de Vespasiano o de Domiciano. Al final se trataría de tres diferentes apocalipsis, todos compuestos por el mismo Juan separando las cartas como última etapa-, pero en distintos momentos14. La opinión más común es que el Apoc. fue compuesto así como lo tenemos por intención expresa del autor, debida cuenta de algunas glosas añadidas posteriormente.

Dos partes La opinión de M.-E. Boismard, cercana a la de otros exegetas católicos franceses en particular (E.B. Allo, J. Bonsirven, L. Cerfaux, J. Cambier, A. Feuillet), es que el Apoc. consta de dos grandes partes, divididas en torno a 12,1. La primera parte estaría modelada en apocalipsis judíos y se inspira particularmente en Daniel y Joel. La segunda parte se inspira más bien en Ezequiel. La primera parte mira al fin del mundo profano, mientras que la segunda pone de relieve el futuro de la Iglesia bajo Roma. Las visiones de la primera mitad son de sabor netamente judío. No extraña que algunos piensan que se trataba de un apocalipsis judío adoptado por Juan. Su mensaje central es la liberación del pueblo oprimido, con el Éxodo como trasfondo, que se canta en 11,15-18. Las visiones de la segunda mitad se sitúan primordialmente sobre la tierra, centrándose en las figuras del dragón y la bestia, puestos en acecho del Cordero. Su mensaje central es la certeza del juicio divino y la reivindicación de los que permanecen fieles al Cordero -de aquí las exhortaciones directas e implícitas a la fidelidad a todo precio. Su tema claro y predominante es la situación de la Iglesia frente al totalitarismo romano. Visto más atentamente, desde la perspectiva de su contenido y desarrollo, observamos que el cuerpo del Apoc. consta de tres ciclos, cada uno con sus «calamidades» y su triunfo. Cada ciclo tiene su secuencia de siete calamidades/castigos. El tercero empieza en 12,1. En los dos primeros no hay etapa intermedia (milenio) antes del fin, y la concentración está en el fin como tal: destrucción del mundo físico y triunfo definitivo. En el último ciclo la atención está centrada más bien en la relación entre la bestia y el Cordero y sus seguidores, que culmina para los unos en castigo y en bodas con el Cordero para los otros. La serie de dos primeros ciclos, que constituye la primera mitad del Apoc., termina con cánticos de triunfo final: el reino ya es del Señor y ya castigó y premió (11,15-18), que por lo general se entiende como proléptico, anticipatorio. El segundo ciclo en realidad es parte del primero, pues el séptimo sello está conformado por la visión de las siete trompetas (cf. 8,1s). Por lo tanto se debería hablar de un total de dos ciclos en el Apoc.

Las repeticiones de visiones con básicamente el mismo contenido se dan también en otros apocalipsis (2 Baruc, 2 Esdras, Daniel, Orac. Sib.). Esto sucede en la primera mitad del Apoc., que es más marcadamente apocalíptica que la segunda -que es más histórica. Las bienaventuranzas, que conciernen la conducta y sus consecuencias, se encuentran en la segunda

mitad o en el prólogo y epílogo, mas no en la primera mitad: 1,3; 14,13; 16,5; 19,15; 20,6; 22,7.14. Son llamadas a la fidelidad, que es el tema predominante en la segunda mitad del Apoc. Con A. Feuillet, H.B. Swete, J.M. Ford, A. Yarbro Collins, M.-E. Boismard y otros se puede pensar que a partir de 12,1 se trata de una nueva parte, un nuevo enfoque y una nueva preocupación. Swete afirmó que, si hubiésemos heredado el Apoc. concluido en 11,19, no sospecharíamos siquiera la existencia del cap. 12 en adelante, pues los cap. 4-11 son un apocalipsis completo15. Este termina con la resurrección y el juicio en 11,15-18. Observaciones exegéticas Apoc. 10,1-11,14 Es llamativo el paréntesis o digresión constituido por 10,111,14, que precede a la presentación de la última trompeta. E. Schüssler Fiorenza piensa que se trata de un bloque aparte que sirve de «introducción a la sección siguiente, cap. 12-14», que refiere las persecuciones por parte de la bestia16. A. Yarbro Collins lo juzga como una inserción17. La mención en 11,14 de que «el segundo ¡ay! ya pasó» indica que éste se extiende hasta 11,13. Sin embargo, 10,1-11,13 nada tiene de tenebroso que represente un «ay», como los ayes que vienen con la quinta y la sexta trompeta (calamidades). Tras el toque de la sexta trompeta, el segundo «ay» lo constituía 9,13-21. En otras palabras, 10,1-11,13 es una digresión que distrae de la secuencia de ayes, al punto de que el redactor se vio precisado a introducir en 11,14 la indicación de que «el tercer ¡ay! viene en seguida», para orientar nuevamente la atención a los ayes como tales. El texto evidencia que su función es esencialmente anticipar las visiones que se darán a partir del cap. 12, pero como parte de la séptima trompeta, a cuyo toque «se completa el misterio de Dios» (v.7). El recurso a la imagen del libro nos recuerda aquella del cap. 5, pero con dos diferencias que indican que «no habrá más tiempo» (v.6): es un libro pequeño y está ya abierto18. En 11,7 se anticipa de una manera clara al cap. 13: «la bestia del abismo subirá y hará la guerra y vencerá» a los enviados de Dios. Sin embargo, en 10,1-11,13 hay una serie de tensiones. Por un lado, 10,6-7 anticipa expresamente y con juramento «que no habrá más tiempo, sino que en los días de la voz del séptimo ángel, cuando vaya a tocar su trompeta, se habrá consumado el misterio de Dios»19. Por otro lado, en 10,11 se le encarga a Juan «profetizar de nuevo sobre pueblos y naciones y lenguas y reyes numerosos», lo que supone una demora. Pero en 11,3 encontramos una tarea profética encargada a los dos testigos por 1,260 días, después de lo cual surgiría la bestia que mata a los profetas (de lo cual nada leemos en la segunda parte del Apoc.): ¿es su tarea profética diferente de la de Juan? La visión del capítulo 10 no tiene ninguna relación evidente con la siguiente. La orden final dada a Juan en 10,11, «tienes que profetizar de nuevo», remite a 12,1ss si las visiones son aquí consideradas como profecías, en cuyo caso habría servido para anticiparlas. No extraña que Ph. Vielhauer, de acuerdo con W. Bousset, considere 11,1-13 como una posible «hoja volandera de propaganda judía de la época del asedio de Jerusalén»20. Según M.-E. Boismard, se trataría de «un texto aparte, que haría referencia a los dos testigos»21. Como se ve, la cuestión es saber si los cap. 10 y 11,1-13 originalmente estaban unidos y si eran parte integral del Apoc. desde el inicio, y su función en la obra. Las opiniones varían. A continuación, 11,15 indica que «el séptimo ángel tocó la trompeta», que inicia el último «ay», con el que se cierra el ciclo. Aquí también discrepan las opiniones. Para unos el tercer «ay» sería el juicio a las naciones cantado en el v.l8; 11,15-19 sería la representación del final de la historia22. Según otros, abarcaría

todas las visiones subsiguientes hasta el cap. 20, y 11,15-18 sería sólo un himno triunfante proléptico, anticipatorio, no real aún23. Las opiniones dependen en gran medida de la idea que se tenga sobre el origen y la función de 10,1-11,13. Observaciones sobre 11,15-19 La mención de fenómenos como «relámpagos y voces y truenos y terremoto y una gran granizada», en el v.19, son típicos de teofanías, cuando viene el Señor rey y juez soberano; a menudo se asociaban al juicio final. Así, en Apoc. 16,18 salen del trono de Dios «relámpagos, voces y truenos» y terremoto, que marcan el fin tras la última copa de la ira de Dios (cf. también 4,5; 8,5). Ahora bien, 11,19a nos remite a la instauración mesiánica del reino de Dios en Sión, que esperaban los judíos al final, cuando Dios se asiente allí y juzgue a todos y congregue a su pueblo: el arca de la alianza en su santuario. Si el final definitivo no se da todavía, pero ya está próximo, ¿por qué en los cap. 12-21 se demora tanto, incluyendo más plagas previas, preparaciones y un milenio de por medio? El fin significa el reinado definitivo de Dios y su Cristo, el juicio y el dominio universal, cantado en 11,15-1824. Con el Éxodo como trasfondo, este himno triunfal recuerda aquel de Miriam en Ex 15, que canta la victoria de Dios y su pueblo sobre el faraón. ¿No será que con esos himnos se daba originalmente por concluido el Apoc.? Como sea, los himnos en 11,15-18 cantan la actuación triunfante y justa de Dios, que cierra el plan divino -notar que lo cantan las muchedumbres en el cielo y los 24 ancianos, que son los que cantan a la soberanía de Dios al inicio en 4,11 y 5,9.12s. De aquí que pueda hablarse de dos apocalipsis yuxtapuestos, el segundo, posteriormente añadido, empezaría en 12,1 (¿o en 11,19?). El hecho es que, a partir de 12,1 empieza una nueva parte con una visión diferente, más históricamente precisa y con una fluidez que hasta entonces no había25. La Jerusalén celestial: 21.1-22,5 Ha sido observado repetidas veces que la conclusión visionaria del Apoc. consta en realidad de dos visiones yuxtapuestas, pero no coherentes: 21,1-8, «el cielo nuevo y la tierra nueva», y 21,9-22,5, «la Jerusalén celestial». ¿Han estado siempre ambas juntas o ha sido alguna añadida posteriormente? He aquí un elenco de opiniones expresadas al respecto: M. Boismard piensa que las dos visiones originalmente eran las conclusiones de dos textos diferentes, la primera (21,1ss) de tiempos de Nerón, la otra de tiempos de Domiciano26. Para H. Kraft la conclusión original habría sido 19,1-10, luego se agregó 21,5-8 como nueva conclusión. Posteriormente se añadió la visión de la nueva Jerusalén (21,9-22,5) junto con las cartas y una última conclusión, el complejo 22,6-2127. R. Gaechter, después de analizar los últimos capítulos del Apoc., concluye que estamos ante dos visiones diferentes que han sido juntadas: 21,1-8 y 21,9-22,228. Por su parte, en su estudio dedicado a 21,1-22,5, R. Bergmeier concluye que el Apoc. debió haber terminado en 22,529. Originalmente 19,11-21,4 habría formado un todo con 22,3-5; a ello se le intercaló la visión de 21,9-22,2, y finalmente se interpoló 21,5-8. Sin pretensiones de hacer eco a otros, no es difícil darse cuenta de que, efectivamente, la grandiosa visión final deja la impresión de una yuxtaposición de dos visiones. El visionario es invitado dos veces a contemplar «la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo de parte de Dios»: v.2s y v.9s -el v.1 es una síntesis redaccional de la visión anterior, que a la vez prepara para la siguiente, por ello sólo aquí se habla de «un cielo nuevo y una tierra nueva». La primera visión de la Jerusalén celestial parece una síntesis de la segunda. Veámoslo más detenidamente. La primera visión (21,1ss) consta de «la morada de Dios con los hombres» y lo que implica vivir con Él. La segunda (21,9ss), en cambio, se concentra en la ciudad misma y sus características descritas con imágenes tomadas predominantemente del Antiguo Testamento -tan así que no faltó quien la considerara de

origen judío (Bergmeier). Sin embargo, el concepto central de la primera visión también es tradicional: la alianza definitiva de Dios con su pueblo, «ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos» (v.3). A las consideraciones adelantadas, debemos añadir otra que algunos exegetas han observado también: que 21,5-8 no formaba parte originalmente de la primera visión de Jerusalén. Un indicio que apunta en este sentido es no sólo el cambio inesperado de temática, sino la gran semejanza, inclusive lingüística, con la conclusión del Apoc. en 22,6ss, que ha sido añadida posteriormente, como hemos visto: - Lo expuesto son «palabras fidedignas y veraces» (lógoi pistói kai alêthinói): 21,5b//22,6. - «Yo soy el alfa y la omega»: 21,6a//22,13. - «Al que tenga sed... (le daré) gratis del agua de la vida»: 21,6b//22,17. - Quedarán excluidos los «homicidas, fornicarios, hechiceros, idólatras y amantes de la mentira»: 21,8//22,15. Si todo esto es así, tendríamos que concluir que es muy probable que originalmente el Apoc. terminaba con una de las dos visiones de la Jerusalén celestial. Y, puesto que en 19,7.9 ya se había anticipado la visión de «la boda del Cordero», podemos deducir que la original habría sido la primera visión, aquella que se centra en esa «boda del Cordero». Ésta terminaba con la exclamación que hace eco a Isaías 43,18s: «Miren, todo lo hago nuevo», que remite al inicio, «vi un cielo nuevo y una tierra nueva» (Isa 65,17; 66,22), e.d. la primera visión la constituye 21,1-5a. Posteriormente se incluyó o se compuso ad hoc la segunda visión, centrada más bien en las particularidades de esa nueva Jerusalén, que complementa la anterior, pero con un tono definitivamente más alegre y optimista (v.4 todavía recordaba el clima de antagonismos). Las semejanzas lingüísticas entre 21,5b-8 y 22,6-17 sugieren que esa segunda visión fue añadida tardíamente. Observemos que la afirmación en el v.7, «El que venza heredará...» la compañía de Dios, se encuentra igualmente en la carta a Esmirna (2,7: «Al que venza le daré... en el paraíso de Dios»). Historia de la composición del Apocalipsis De todo lo expuesto, podemos afirmar, en sintonía con muchos exegetas que, si bien el Apoc. es una obra unitaria, un todo, no se escribió todo un solo día. Si hay un orden y secuencia, no es cronológico sino temático30. En base a las observaciones que hemos considerado sobre la composición del Apoc., podemos establecer la siguiente secuencia: 1.

Originalmente (Grundschrift) constaba de 4,2-9,21; (10,1-7?); 11,15-18(19?). Posiblemente de tiempos de Nerón.

2.

Posteriormente, en tiempos de Domiciano, se añadió el apocalipsis que constituye la segunda mitad, 12,1-21,5a, anticipado por la introducción de 10,8-11,14, que enlaza ambos apocalipsis. Simultáneamente (¿o más adelante?), se agregó la introducción conformada por 1,9-18.

3.

Eventualmente se añadieron las siete cartas, cap. 2-3, vía 1,19-20 y 4,1. Al no respirar violencia, sería post-Domiciano.

4.

En algún momento se antepuso la introducción 1,4-8 para darle forma de carta a todo el Apoc., que posiblemente concluía con 22,21.

5.

La última etapa significativa aportó el prólogo (1,1-3) y el epílogo (22,6-17). En ese momento posiblemente se incluyó la segunda visión de la Jerusalén celestial, 21,9-22,5, precedida de 21,5b-8.

Posteriormente, algún copista introdujo la advertencia que leemos en 22,18-1931. El Apocalipsis como unidad Si nos hemos detenido amplia y hasta demasiado detalladamente en la composición del Apoc. ha sido para poner en evidencia su historia, que no sólo es literaria: es la historia del valor del mensaje del Apoc. desde el inicio de ese proceso (razón por la que se fueron preservando sus partes) y de la capacidad de actualización de la palabra de Dios. Sin embargo, consideramos importante resaltar, aunque sea brevemente, que a lo largo del proceso de composición hubo una clara intención de hacer del Apoc. una unidad, un todo con un mensaje -que fue adaptándose en las etapas de composición al momento histórico vivido. Algunos indicios de esa intencionalidad unificadora, de que se comprenda el Apoc. como una unidad de sentido, a pesar de las adiciones y adaptaciones, son los recursos a septenarios, la reiteración de bienaventuranzas y la inclusión de cánticos y aclamaciones a lo largo de la obra, la repetición del esquema condenación-salvación. La figura del Cordero es una constante, y los famosos 144,000 se mencionan en 7,4 y 14,1; la bestia ya es anticipadamente mencionada en 11,732. Dios es designado como «el que es y que era (y que vendrá)» en 1,4.8; 4,8; 11,17 y 16,8, y como «el señor, Dios todopoderoso» nada menos que siete veces a la largo del Apoc., y como el «alfa y omega» en 1,8 y 21,6. Los «siete espíritus» se mencionan en 1,4; 3,1; 4,5 y 5,6. La gran visión inaugural, el trono de Dios, ha sido artísticamente unida con lo precedente por la frase transitoria «Después de estas cosas miré, y he aquí que vi... Y la voz aquella primera como de trompeta... « (4,1). El bloque de las cartas se anticipa a dicha visión por la promesa que aparece al final: «Al que venza lo haré sentar conmigo en mi trono...» (3,21). El bloque que empieza en 10,1 comienza con la mención de «otro ángel poderoso», que claramente remite al «ángel poderoso» en 5,2, lo que hace que el enigmático «pequeño libro abierto» de 10,2 esté relacionado con el libro sellado con siete sellos tenido por dicho ángel en 5,2. El hecho de que en el cap. 16 se trate de siete copas de ira, pudiendo variar la cantidad, no sólo recuerda las series de siete calamidades en la primera parte del Apoc., sino inclusive los tipos de castigos se asemejan (haciendo algunos eco al Éxodo), aunque esta vez son de mayor extensión e intensidad. Al final, tanto en 21,8 como en 22,15 se mencionan similares tipos de pecadores que no participarán del reino. En pocas palabras, desde el inicio, y a todo lo largo del proceso de composición del Apoc., hubo una clara intención de hacer que éste fuera entendido como una unidad de sentido, una expresión única de la interpretación profética de la historia -presentada expresamente en la introducción última, 1,1-3, como «revelación (en singular) de Jesucristo... la profecía (en singular)...». De esta manera fue reconocido por las iglesias y eventualmente canonizado. ESTRUCTURA DEL APOCALIPSIS EN SU FORMA ACTUAL Presentación e introducción (1,1-8) Exhortación profética a la Iglesia (1,9-3,22) Visión antelatoria (1,9-20) Siete cartas a siete iglesias (2,1-3,22) Visión profética de la historia (4,1-22,5) Primer ciclo: siete sellos (4,1-7,17) Visión inaugural: el trono de Dios (4,1-5,14) Los sellos (6,1-17) Interludio: los elegidos (7,1-17) Segundo ciclo: 7° sello = siete trompetas (8,1-11,19)

Visión en el cielo (8,1-6) Toque de las trompetas (8,7-9,21) Interludio: la vocación profética (10,1-11,14) La séptima trompeta (11,15-19) Tercer ciclo: confrontación definitoria (12,1-15,4) Origen del mal (12,1-17) Los agentes del mal: dos bestias (13,1-18) El Cordero y sus seguidores (14,1-5) Advertencias (14,6-15,4) Siete copas de ira divina (15,5-16,21) Desenlace final: Juicio y victoria (17,1-20,15) Juicio a Babilonia (17,1-18,10) Cánticos triunfales en el cielo (19,1-10) Cristo vencedor de la bestia (19,11-21) Victoria sobre el dragón (20,1-10) Juicio universal (20,11-15) El triunfo de la vida: la nueva Jerusalén (21,1-22,5) Epílogo: exhortaciones finales (22,6-21) 1 El Apoc. no es, por cierto, la única obra de este género que habría tenido una más o menos larga historia de su composición y retoques redaccionales. Los casos más conocidos y aceptados hoy son los libros de Isaías, el evangelio según Juan y el Pentateuco. Este fenómeno composicional lo ha puesto en particular evidencia la cantidad variada de recensiones del mismo escrito que existen, especialmente aquellas halladas en Qumrán, además de los añadidos cristianos a obras judías (p. ej. en Test. de XII Patriarcas). 2 La indicación en 22,16 en boca de Jesús, «yo envié mi ángel para atestiguarles estas cosas ante las iglesias...», que remite a 1,4 donde se mencionan «las iglesias», no necesariamente significa que el bloque 1,4-20 sea contemporáneo con el epílogo. La mención del ángel enviado corresponde más bien a 1,1. 3 Mientras que el prólogo actual, 1,1-3, tiene una serie de reminiscencias y calcos que se encuentran en el actual epílogo, el bloque 1,4-8 no las tiene -con la posible excepción de la expresión «el alfa y la omega» en el v.8, que se encuentra en 22,13, pero también en 21,6. Por eso considero que solamente 1,1-3 proviene de la misma mano que escribió el epílogo, contrario a las opiniones de E. Schüssler Fiorenza, The Book of Revelation. Justice and Judgment, Filadelfia 1985, 175 y passim, y A. Yarbro Collins, The Combat Myth in the Book of Revelation, Missoula 1976, 5-8, que incluyen los v.4-8. 4 Igual opinión expresó R.H. Charles, The Revelation of St. John (ICC), Edimburgo 1920, vol.I, 17. Por su parte, J. Roloff, Die Offenbarung des Johannes, Zürich 1987, 35, piensa que el v.8 quiere respaldar la certeza de la afirmación del v.7 con la autoridad de Dios, cosa que sin embargo no es evidente en la construcción gramatical. 5 Posiblemente, la reiteración de la orden de escribir en 1,19, ya dada en 1,11, no sea otra cosa que una «retoma» (Wiederaufnahme), mecanismo literario usado con frecuencia por Juan para volver la atención a lo esencial después de una digresión o inserción. No se debe soslayar la conjunción oun, como es frecuente en exégesis de estos pasajes. Lo esencial era la orden de escribir lo que ve. De ser así, «lo que ves (presente)» de 1,11 correspondería exactamente a «las cosas que son y las que han de ser después de éstas» de 1,19: el total del Apoc., sin distinción alguna. Si en 1,19 se distinguió entre presente y futuro

fue probablemente debido a la inserción de las cartas, que consideraremos luego. 6 Es común hablar de siete «cartas» (término que no aparece en el Apoc.). Sin embargo, no son estrictamente del género carta: la forma típica de cartas griegas empieza con los nombres del emisor y del receptor seguido de un breve saludo; ejemplos son la carta a Filemón y Hch 15,23. Su forma y su contenido las asemeja a edictos reales. Pero, como es costumbre calificarlos como cartas, haremos lo mismo. 7 En 2,9s y 3,9 se menciona la «sinagoga de Satanás» y rehúsa reconocerlos como «judíos»: son hostiles a los cristianos, habiendo ya expulsado a judeo- cristianos de las sinagogas. Sólo en Apoc. 11,8 se expresa el mismo sentir: Jerusalén es representada con los nombres de Sodoma y Egipto, pero en un contexto donde se habla de la crucifixión de Jesucristo. Como veremos, 11,8 pertenece a otro momento de composición, que podría ser el mismo de aquel de las cartas. 8 Igual apreciación por M.E. Boismard, «Apocalípsis» en P. Grelot A. George (eds.), Introducción crítica al Nuevo Testamento, II, Barcelona 1983, 143; H. Kraft, op. cit., 49s, que considera como posible que ambos bloques hayan sido compuestos por el redactor final después de Trajano; H. Stierlin, La vérité sur l’Apocalypse, Paris 1972, 170-183; y P. Prigent, L’Apocalypse de Saint Jean, 2d. Ginebra 1988, 371. 9 Éstos no se pueden despachar diciendo que son expresiones de la certeza de la victoria de Dios, que por ello se da por obtenida. Los himnos de victoria están a continuación de una serie de escenas que todas se presentan al receptor como venideras. 10 Esto ha quedado firmemente establecido y confirmado por los minuciosos estudios de G. Mussies, The Morphology of Koine Greek as Used in the Apocalypse of John, Leiden 1971 y «The Greek of the Book of Revelation», en J. Lambrecht (ed.), L’Apocalypse johannique et l’Apocalyptique dans le Nouveau Testament, Lovaina 1980, 167-177; E.C. Dougherty, The Syntax in the Apocalypse (tesis), Washington 1990; S. Thompson, The Apocalypse and Semitic Syntax, Cambridge 1985. Una síntesis evaluativa la ofrece S.E. Porter, «The Language of the Apocalypse in Recent Discussion», en NTS 35(1989), 582-603. 11 R.H. Charles, Revelation, passim, H. Kraft, Die Offenbarung des Johannes, Tubinga 1974, 11-15, 17 y passim. 12 L’Apocalypse, 371ss. 13 The Revelation of John, Nueva York 1975. Ella asocia el origen del Apoc. con Juan Bautista. 14 Revue Biblique, 56 (1949), 507-541; 59 (1952), 178-181, y reiterado varias veces después (en el fascículo de la Bible de Jérusalem, en su artículo en la Introducción a la Biblia, ed. Robert Feuillet, y en el de la reciente Introducción crítica al Nuevo Testamento, ed. George Grelot). 15 The Apocalypse of St. John, Londres 1909, XL, destacado por A. Feuillet, L’Apocalypse. Etat de la question. Paris 1963, 27. Igual opinión L. Cerfaux J. Cambier, L’Apocalypse de saint Jean lue aux Chrétiens, Paris 1955, 99: califica 11,1519 como «Finale pathétique!». Inclusive R. Bauckham, The Climax of Prophecy, Edimburgo 1993, 15, no obstante defender tenazmente la absoluta unidad redaccional del Apoc. admite que con 12,1 tenemos «un abrupto nuevo inicio desprovisto de lazos con todo lo que precede... no puede ser leído como una continuación del relato de la séptima trompeta». 16 Op. cit., 172. 17 «Revelation, Book of», en Anchor Bible Dictionary 5, Nueva York 1992, 698. J. Lambrecht, art. cit., 97, tiene sus dudas sobre su origen. 18 A. Yarbro Collins, en art. cit., 698, afirma que la presentación de los dos rollos es uno de los elementos

unificadores del Apoc. En 10,1 se indica que Juan vio «otro (allon) ángel poderoso», lo cual remite al primero en 5,2 a propósito de la presentación del rollo sellado con siete sellos. En 10,1 el «otro ángel poderoso» se presenta a propósito del otro rollo, que le será dado a Juan. El paralelismo con la escena del primer rollo es evidente: ha sido intencional por parte del autor. 19 Cabe preguntarse -y habría que estudiarlo con más detenimientosi 10,1-7 constituía originalmente un interludio antes de la última trompeta, como el cap. 7 es un interludio antes del último sello, y posteriormente, al no haberse dado el anunciado fin del mundo, se añadió 10,8-11 con el renovado encargo a Juan de «profetizar de nuevo...». Eso podría explicarse si la segunda parte del Apoc. (12,122,5) proviene de otro momento, p.ej. en tiempos de Domiciano, y fue añadida más tarde. De hecho, 10,8-11 tiene ciertas afinidades con 11,1-13, que algunos estudiosos reconocen como un añadido. 20 Historia de la literatura cristiana, Salamanca 1991, 517. 21 Introducción crítica al Nuevo Testamento, ed. A. George P. Grelot, vol.2, Barcelona 1983, 146. 22 H. Kraft, op. cit., 161; ya antes E.B. Allo, L’Apocalypse, Paris 1933, 167ss. 23 R.H. Charles, op. cit., I, 295s; J. Lambrecht, art. cit., 101s. 24 J. Lambrecht, art. cit., 102, admite que «el sonido de la séptima trompeta lleva la narración a las proximidades del fin, e.d. del acabamiento final (final completion).» 25 Es notorio que solamente en 11,19 y 12,1.3 encontramos el pasivo de apariciones ôphthê, «se me dejó ver/apareció», en lugar del más corriente eidon, «vi», que acentúa la iniciativa de Dios, marcando una diferencia, si no también ruptura, con respecto a las visiones anteriores. 26 1. Cf. n.13. El agudo y cuidadoso crítico que es M. Hengel afirmó que el Apoc. fue empezado en tiempos de Nerón y completado en tiempos de Domiciano: The Johannine Question, Filadelfia 1989, 81. 27 Offenbarung, 240ss. 28 «The Original Sequence of Apocalypse 20-22», Theological Studies 10 (l949), 485-521. 29 «Jerusalem, die Hochbegaute Stadt,» ZNW 75(1984), 86-106. 30 Si el Apoc. presentara una secuencia -interrumpida con anticipaciones de lo que será el final grandiosoentonces mal se comprende que después de dos ciclos de plagas, en la primera mitad, sin ninguna referencia al desastre que éstas habrían dejado, alegremente Juan presente a la bestia y sus secuaces como si no hubiese habido nada calamitoso antes, y como si recién empezasen los problemas. 31 H. Stierlin, La vérité, en su largo estudio literario concluye que el Apoc. consta de cinco bloques que han sido combinados; el más antiguo dataría de tiempos de Nerón y el más reciente habría sido el bloque de las cartas, incorporadas después de Domiciano. Una recensión de la tesis de F. Rousseau L’Apocalypse et le milieu prophétique du Nouveau Testament, Montreal l97l, reporta que éste también sostiene que el Apoc. pasó por cinco etapas de composición; los estratos más antiguos habrían sido de origen judío, los restantes cristianos. Pero la configuración de cada una de esas etapas es presentada de manera diferente por cada uno de los estudios, también con la presentada en este estudio, un claro indicio de que estamos moviéndonos en un terreno altamente hipotético. Lo que sí se manifiesta es la convicción de que el Apoc. no se compuso íntegramente de una sola sentada por una sola persona. 32 R. Bauckham, op. cit., 23-28, ha puesto de relieve la repetición casi literal de algunas expresiones en diferentes partes del Apoc. Entre esas, las más notables, por cuanto se encuentran en por los menos dos de las partes que fueron constituyendo el Apoc., se encuentran en 1,9 y 20,4 (por la palabra de Dios y el

testimonio de Jesús); 4,8 y 14,11 (no tendrán reposo ni de día ni de noche); 7,17 y 21,4 (Dios enjugará toda lágrima de sus ojos); 1,14; 2,18 y 19,15 (sus ojos como llama de fuego); 1,16 y 19,15 (de su boca salía una espada de dos filos); 3,12; 21,2 y 21,10 (Jerusalén que baja del cielo); 5,10; 7,9; 10,11; 11,9; 13,7; 14,6 y 17,15 (toda tribu, lengua, pueblo y nación).

SEGUNDA PARTE

LECTURA DEL APOCALIPSIS Y COMENTARIO

Apocalipsis, libro fascinante y misterioso, desconcertante y esperanzador a la vez. Se conoce el título, Apocalipsis, y se le asocia con miedos y catástrofes, pero se ignora su contenido que es una buena noticia para el creyente, una palabra profética para reanimar su esperanza y fortalecer su compromiso en el mundo. Este libro es el mejor colofón para toda esa palabra amiga que el Dios de la Biblia dirige al hombre. El Señor dice a la iglesia de Laodicea y en ella a todos nosotros: «mira que estoy a la puerta y llamo, si alguien escucha entraré y cenaremos juntos» (3,20). Cenar juntos para celebrar con nuestro Dios el triunfo de la amistad, de la comunión y de la vida. La fiesta, la boda, el paraíso es el gran final al que el autor del libro va conduciendo mediante un derroche de imaginación y fantasía poética. A ese final queremos también llegar nosotros en nuestra lectura. Prólogo (1,1-8) 1 1Revelación de Jesucristo que Dios le dio para que mostrara a sus siervos lo que ha de suceder en breve, y él la manifestó a su siervo Juan mediante el ángel que le envió, 2el cual [Juan] fue testigo de la palabra de Dios y del testimonio de Jesucristo: de todo cuanto vio. 3Bienaventurado el que lee y los que escuchan las palabras de la profecía y guardan lo escrito en ella, pues el tiempo está cerca. 4Juan, a las siete iglesias que están en Asia: Gracia y paz a ustedes de parte de aquel que es, que era y que ha de venir, y de parte de los siete espíritus que están ante el trono, 5y de parte de Jesucristo, el testigo, el fidedigno, el primogénito de los muertos, y el soberano de los reyes de la tierra. Al que nos ama y al que nos libró de nuestros pecados con su sangre, 6y de nosotros hizo un reino, sacerdotes para Dios, su Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén. 7Vean

que viene con las nubes. Y lo verán todos, incluso los que lo traspasaron. Y por él se lamentarán todas las tribus de la tierra.

Sí. Amén. 8Yo

soy el alfa y la omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era y el que ha de venir, el todopoderoso.

Los ocho primeros versículos son una especie de introducción en la que se dan algunos datos importantes para la comprensión del libro. Es un escrito dirigido por una persona conocida a un grupo de comunidades también conocidas a las que se saluda con afecto. El v.4 nos recuerda el saludo epistolar de las cartas de Pablo y por él podría comenzar el Apoc. A este saludo, sin embargo, se han antepuesto dos cosas importantes: el título del libro y la bienaventuranza a los que lo leen o escuchan. Estos tres elementos, el título, la bienaventuranza y el saludo dan la tónica del Apoc. y de su contenido. Los tres tienen por fin consolar, dar ánimo y esperanza. El título (1,1-2) «Revelación de Jesucristo». Estas primeras palabras del libro son su mejor síntesis teológica. La palabra griega apokálypsis significa revelación (no revelaciones), porque se trata de una epifanía o manifestación de Dios y de su poder salvífico en la historia y porque des-vela, descubre y desenmascara lo que pasa en ella. Por eso mismo, es una palabra de luz, de sentido y de esperanza cuando la dificultad o la persecución oscurecen el horizonte. Se desvelan los designios de Dios y se ilumina la atormentada historia de los hombres. Y es revelación «de Jesucristo». No estamos seguros si el autor quería poner de relieve el hecho de que Jesús es el mesías, al yuxtaponerle desde el inicio el término «Cristo» (en griego se escriben separados), que significa ungido, mesías. Como sea, está claro desde el inicio que es firme convicción cristiana que Jesús es el mesías, el Cordero de Dios. El genitivo «de Jesucristo» puede entenderse en sentido subjetivo (viene de Jesucristo y él es el instrumento) y así parece sugerirlo el texto, pues dice «que Dios le encargó mostrar». La revelación viene de Dios y Jesucristo es el encargado de revelarla. En efecto, el autor puso en claro que la iniciativa proviene de Dios, es «Dios quien dio» la revelación a Jesucristo. Esta afirmación valida la autoridad del Apoc., pero se puede considerar también como genitivo objetivo: Jesucristo mismo es el contenido de la revelación. En el NT la palabra apocalipsis es sinónimo de «parusía» o venida de Jesucristo (2 Tes 1,7; 1 Cor 1,7s). Jesucristo es el iniciador de la era escatológica y es, al mismo tiempo, el revelador y la revelación. Por eso es mejor no hacerse problema con la distinción entre ambos aspectos. Aunque gramaticalmente el sentido es el primero, pues la revelación la da Dios por medio de Jesucristo, teológicamente predomina el segundo: revelación de una persona y su actuación salvífica en la historia. Por voluntad de Dios, Jesucristo es la gran revelación, la gran luz que ilumina y llena de vida nuestra historia. Ese es el contenido de este Apocalipsis. Por lo mismo, «lo que va a suceder en breve» (1,1) no es una predicción detallada de futuros y aterradores sucesos en la historia de los hombres (como por desgracia a eso se le asocia, desconociendo el contenido fundamental del Apoc.), sino revelación del único y decisivo acontecimiento que importa: la acción de Dios por medio de Jesucristo en la historia humana o la victoria del Señor de la vida en una historia de muerte. La expresión «lo que va a suceder» (ha dei genésthai) recurre en puntos que demarcan partes importantes del Apoc.: en 1,19; 4,1 y 22,6. Y «suceder en breve» no significa corto plazo de tiempo, sino tiempo que nos concierne y nos afecta, nos apremia y nos urge a nosotros. Se trata del kairós, el tiempo oportuno, y no del kronos, el calendario. De ese tiempo de Dios y de la Iglesia nos habla el Apoc. Es la certeza del cumplimiento del plan de Dios

en la historia y equivale a otras expresiones del libro como «el momento decisivo está cerca» (1,3) o el «vengo pronto» (3,11 y 22,7.12.20). Por eso el Apoc. termina con un ruego unánime de la Iglesia: Maran atah, «Ven, Señor Jesús» (22,20). El final está ya presente. Esta revelación ilumina e interpela la historia del creyente en la que él está llamado también a ser testigo. De esta manera, la revelación que viene de Dios por medio de Jesucristo ha sido comunicada a Juan por medio del ángel para que él, a su vez, la comparta con las iglesias de Asia Menor, a las que escribía. Juan es servidor y profeta de «todo lo que ha visto», que no es otra cosa que «la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo» (1,2). La expresión reaparece, con pequeñas variaciones, en 1,9; 6,9; 12,17; 20,4. Jesús, llamado el «testigo fiel» (1,5) por su fidelidad hasta la muerte, es la mejor expresión de la palabra que Dios ha pronunciado, en Él, sobre nuestro mundo. El «testimonio de Jesús» es, en primer lugar, el testimonio que él dio de Dios, el verdadero Dios, aun a costa de su propia vida. El contexto de la vida de Jesús y del libro del Apocalipsis presupone un juicio en que se juega la verdad o la mentira sobre Dios. Mantenerse fiel a Dios es lo que Jesús hizo y lo que sus seguidores están llamados a hacer. Por eso también todo el Apoc. es un magnífico «testimonio de Jesús», confesión sobre Jesús presentado como modelo de fidelidad. El cristiano está llamado a asociarse a este testimonio por su fidelidad hasta la muerte (2,10), es decir, a la palabra pronunciada por Dios en Cristo. Él es, al mismo tiempo, la palabra de Dios y el testigo fiable y fiel de esa palabra: palabra de vida, de victoria y de esperanza. Y eso es «todo lo que ha visto» Juan (1,2). El Apoc. se convierte así en una palabra llena de aliento y de esperanza, palabra de mártires y de profetas. El libro va a hablar de esa palabra salvífica pronunciada por Dios sobre nuestra historia; una palabra proclamada y actuada en público por Cristo con coherente fidelidad hasta jugarse la vida. También Juan y su comunidad se jugaban la vida por la fidelidad a la misma palabra. Ese es el sentido del «testimonio» y de ahí la invitación a resistir y vencer en la prueba animados por el ejemplo del que «ha vencido» (cf. 3,21). La bienaventuranza (1,3) La bienaventuranza a continuación afirma en ese lenguaje la vida con el Dios del Apoc. a los que «guardan lo escrito» en el libro. Esta es la primera de las siete bienaventuranzas que se encuentran a lo largo del Apoc. Del principio (1,3) al fin (22,14) el Apoc. está enmarcado por la bienaventuranza y no por la maldición, porque todo el libro es palabra para construir, exhortar y animar (1 Cor 14,3). Las siete bienaventuranzas son una buena síntesis del mensaje del Apoc. (vea el capítulo al respecto). Leer el Apoc. es fuente de optimismo y felicidad, por eso se afirma que es «dichoso el que lee y el que escucha», pues es palabra que infunde esperanza, no miedo. Las bienaventuranzas dan el tono del Apoc., verdadera profecía que invita a la esperanza. La expresión «el que lee y el que escucha» así como el «amén» del v. 7 dan a entender que el contexto del Apoc. es un ambiente litúrgico, se proclama en comunidad algo que ella celebra en el culto y vive en la vida. Como en el culto de la sinagoga se leían textos de la Ley y de los Profetas, también la reunión de la asamblea cristiana leía los textos antiguos y los nuevos (1 Tes 5,27; Col 4,16), entre los cuales se incluía el Apoc. Es notorio que la primera (1,3) y la penúltima bienaventuranza (22,7) califican todo el libro como «profecía». ¿Por qué es profecía? Ciertamente no porque se trata de «predicciones» de acontecimientos futuros, sino porque el autor era consciente de empalmar con toda la corriente profética del AT. Destacamos tres características de esta profecía: 1) Es palabra de aliento o de invitación a la conversión y fidelidad, al estilo de los profetas de Israel. Las cartas a las iglesias son una buena muestra de ello. 2) Es palabra que entronca con la corriente profética porque no sólo lee los textos de los antiguos profetas (y el Apoc. está lleno de ellos), sino que los lee a la luz de Cristo haciendo una lectura cristológica de ellos (Lc 24,27). 3) Como en los profetas, es proclamación del absoluto de Dios y de la soberanía de Jesucristo que desenmascara y denuncia cualquier otra pretensión de absolutez en el mundo religioso, social o político. Por eso su fuerte incidencia en el presente e incluso en aspectos estructurales, sociales, económicos y políticos. La denuncia profética del culto imperial nos ayudará a comprender la riqueza de esta profecía. Se necesita audacia de profeta y de testigo, pues se trata de una confesión de fe y de una lealtad que pueden exigir el don de la vida (Apoc. 1,5.9; 2,13; 3,10). Por eso Juan podrá afirmar que «el testimonio de Jesús es el espíritu profético» (19,10); son inseparables. El saludo (1,4-8) Es el aspecto más desarrollado, mediante el cual presenta el Apoc. como carta, una gran carta a la Iglesia, que tendría su conclusión en el saludo final de 22,21. Como en las cartas paulinas, se menciona al remitente y al destinatario con nombres propios, y no con seudónimos, como era frecuente en la literatura apocalíptica. Se trata de personas bien conocidas y unidas: «Juan a las siete iglesias que están en Asia» (provincia romana, parte de la actual Turquía). No encontramos mayor

especificación acerca de la identidad de Juan, uno de los nombres más comunes antaño, ni siquiera si fue apóstol de Jesucristo. Pero el autor se detuvo sobre todo en aquel que está al origen de la obra, Dios, de quien viene toda la «gracia y la paz». Todo el libro hay que leerlo como una misiva llena de la gracia y de la paz que Dios ofrece a la humanidad. La gracia y la paz vienen «de parte de aquel que es, que era y que ha de venir, y de parte de los siete espíritus que están ante su trono y de parte de Jesucristo», que recuerda la fórmula clásica en las cartas de Pablo que mencionan a la trinidad (2 Cor 13,13; 1 Pdr 1,2). A Dios se le llama «el que es, que era y que ha de venir», designación que recurre en 1,8 y 4,8. La fórmula parece inspirarse en Ex 3,14 sobre la revelación del nombre de Dios, y le llegó a Juan a través de la tradición judía reflejada en el Targum palestino (Pseudo-Jonatán)1. El final de la frase rompe la lógica, pues esperaríamos «el que será», pues no tenemos el futuro del verbo ser sino el participio presente del verbo venir, que expresa mejor lo que la esencia del nombre en Ex 3,14 significa: la presencia activa y cercana de Dios como fuerza de liberación para su pueblo, no sólo en el pasado, sino también el día de su manifestación definitiva («he de venir»), anticipado en la parte final del Apoc. Se trata del misterio de Dios, eterno y próximo, trascendente y Señor de la historia. La fe en el Dios que «viene» a salvar a su pueblo es creencia del judaísmo, expresada frecuentemente en los salmos y en los profetas (Isa 40,10; 66,15; Zac 14,5; Sal 96,13; 98,9; etc.). Los cristianos identifican esa venida escatológica de Dios con la venida de Cristo, a quien se le identifica en el Apoc. como «el que viene» (22,7.12.17). Con la expresión «el que viene» se indica el movimiento de todo el libro y de toda la historia. Jesucristo viene resucitado y vencedor a instaurar el reino de Dios. Por eso, cuando en 11,15 se proclame que «el reinado sobre el mundo ha pasado a nuestro Señor y a su Mesías», en ese momento a Dios se le designa como «el que eres y eras»; se suprime «el que ha de venir». Los himnos proclamarán que se ha cumplido el designio escatológico de Dios en Jesucristo. Se da una identificación práctica entre Dios y Cristo porque estamos ante un «teocentrismo cristológico», característico de todo el Apoc., como dijo acertadamente P. Prigent2. Por eso el Apoc. acaba con la oración del Espíritu y de la Iglesia: «Ven, Señor Jesús». El título no habla principalmente de la eternidad de Dios sino de su presencia activa en medio de los hombres, a donde definitivamente vendrá para encontrar su propio futuro como Dios con nosotros (Apoc. 21,3). La expresión «los siete espíritus» puede resultarnos extraña, pero dada la cercanía de Dios Padre y del Hijo en esta fórmula es lógico presuponer la referencia al Espíritu Santo. Por eso pensaríamos en la fórmula trinitaria del saludo epistolar que viene de parte de Dios, del Espíritu y de Cristo. La cifra siete es simbólica, denota totalidad, es decir, el espíritu de Dios, que es plenitud de vida (espíritu connota vida). «Los siete espíritus» se mencionan también en 3,1; 4,5 y 5,6. En 4,5 se especifica que son «siete lámparas» y en 5,6 «siete ojos» que están ante «el trono de Dios». Las imágenes son netamente metafóricas. El autor parece haberse inspirado en Zac 4,1-14 para expresar su fe en el modo que Dios tiene de actuar para instaurar su reino en el mundo, donde impera el poder de la bestia: «no cuentan fuerza ni riqueza, lo que cuenta es mi espíritu» (Zac 4,6). En realidad son los siete espíritus (plenitud del Espíritu) de Dios y del Cordero mandados por toda la tierra (como en el texto de Zac) para hacer efectiva su victoria en el mundo, el triunfo de la vida (espíritu) sobre la muerte. La atención del saludo inicial se centra sobre todo en Cristo, Señor de la historia y de la comunidad, y los títulos que se le dan en el v.5 hablan sobre todo de su relación con la comunidad. Los cuatro primeros, con artículo, ligados gramaticalmente a lo que precede: «el testigo, el fiel, el primogénito de los muertos, el soberano de los reyes de la tierra». Los restantes rompen la sintaxis; se relacionan con lo que sigue y expresan su obra salvadora: «a Él la gloria y el poder...» (v.6). Es notorio que el primer título que se le da a Jesucristo es el ser testigo (martus, en griego). Toda su vida fue un testimonio de la palabra de Dios y todo el Apoc. es también testimonio de Jesucristo. Juan ha querido presentar desde el comienzo el modelo a toda la Iglesia, llamada a ser testigo, con la misma coherencia, fidelidad y verdad de Cristo. Él es para los hombres el testigo de Dios por excelencia; «el fiel y el leal» se le llamará en 19,11. Es también el primogénito de los muertos, es decir, resucitado y Señor de la vida. Esta expresión se refiere al hecho de su resurrección; es el primero en nacer de la muerte. Por la fidelidad hasta la muerte es también el primer testigo de la fidelidad absoluta a Dios y es el modelo para los demás testigos: él supera la aparente oposición entre nacer y morir: nace muriendo. Si él es el primero entre muchos, detrás de él viene el resto, al que Jesucristo mismo propone la fidelidad martirial de testigos: «al que venza lo sentaré conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono» (3,21). El título de «primogénito» y el de «soberano de los reyes de la tierra» parecen estar inspirados en el salmo mesiánico 89, v.28. «Soberano de los reyes de la tierra» es sobre todo título contestatario y desafiante por su fuerte contenido político en medio de una sociedad que confiesa la soberanía absoluta del César. En medio del imperio romano, en que las comunidades cristianas se resistían a rendir pleitesía al emperador, el título era un reto, pues afirmaba que también el César está sometido al único soberano de los reyes de la tierra. Afirmando la victoria de Cristo se asegura también la victoria del cristiano y se explica la repetida invitación a vencer que encontramos dirigida a las iglesias en Asia (cf. 2,7.11.17.26; 3,5.12.21). A continuación viene una doxología: «al que nos ama, nos rescató de nuestros pecados, hizo de nosotros un reino... a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos» (v.5b-6). La mención de «el poder (to kratos)» es frecuente en el Apoc.; en el contexto de la obra tiene una clara connotación polémica política, pues contrasta con el supuesto poder del César. La doxología está dirigida «al que nos ama», en presente (cf. 3,9), con un amor siempre presente en el que el autor mismo se incluye. Ese amor une el pasado con el presente y engloba toda la obra de la redención. De ese amor brota la liberación, «nos rescató de

nuestros pecados». Pero se trata de una liberación que no es sólo interior o espiritualista. Tiene repercusiones en la historia y en la política, como veremos3. La expresión «nos rescató con su sangre» (repetida casi literalmente en 5,9), no sólo remite al misterio pascual sino al acontecimiento fundante del pueblo de Dios, el éxodo. La redención es presentada como éxodo escatológico, tema fundamental en el Apoc. La sangre de Jesús recuerda la sangre del cordero pascual que protegió y liberó a los judíos en Egipto. Pero se trata ahora de un nuevo Cordero, de un nuevo pueblo y de un nuevo éxodo. En este contexto de éxodo se dice que Jesucristo «hizo de nosotros linaje real y sacerdotes», con lo que se describe su acción en favor nuestro. La frase está tomada de Ex 19,6. En este momento se interrumpe la construcción gramatical normal y se junta un sustantivo abstracto, reinado (basileian), con uno concreto en plural, sacerdotes (hiereis). Se podría traducir por «hizo de nosotros reino y sacerdotes». «Reino» y «sacerdotes», dos palabras muy conocidas pero que a base de repetirlas pueden no significar nada y se prestan a malentendidos, sobre todo cuando proyectamos en el texto nuestra comprensión de ellas. Las palabras expresan al mismo tiempo el nuevo estatus del cristiano por la acción de Cristo: su dignidad y su responsabilidad, el don y la misión. No debemos perder de vista el punto de inspiración de la frase, la liberación del éxodo, y por eso podríamos traducirla mejor, sin violentar el sentido del texto, por «triunfadores y servidores». Nos hizo «reino», es decir, participamos ya de su triunfo y somos triunfadores con él, y nos hizo «sacerdotes», es decir, estamos al servicio del Rey y del Reino, somos servidores de la vida y de la resurrección, pues en eso consiste su reino4. Se está insinuando ya, por contraste, un tema fundamental del Apoc.: la crítica al imperio como reino de esclavitud y de muerte. Jesucristo los ha liberado y sacado de ese reino; por eso, en medio del imperio se sienten extraños y desprotegidos, confrontados con la alternativa de asimilarse al reino de este mundo o ir a contracorriente. Su tarea, sin embargo, está en servir a Dios en medio del mundo, siendo sacerdotes, es decir, servidores de la obra de Dios en favor del mundo. Por eso hemos traducido la frase en términos menos familiares, pero más inteligibles, diciendo que nos «hizo triunfadores y servidores». Pero el servicio sacerdotal de los cristianos, del cual aquí se habla, no consiste en un «ministerio» cultual que se refugia en al ámbito de lo litúrgico. Consiste más bien en ser servidores de la vida, celebrantes de la vida, teniendo como trasfondo otro «culto», el del imperio, que es un servicio de opresión, de injusticia y de muerte. El cristiano está llamado a ser continuador de la obra de Dios en Cristo, una obra «para su Dios y Padre» que es también nuestro Padre5. El «amén» al final de la doxología (v.7) revela la presencia de la comunidad reunida en el culto para celebrar el triunfo de la vida en Jesucristo, muerto y resucitado, el «que nos ama y nos libró con su sangre», y para comprometerse a vivir eso que celebra. «Todos verán» esa venida del crucificado, constituido señor de la historia, dijo el autor en una combinación de textos de Dan 7,13; Zac 12,10 y Sal 71,17. Juan hizo aquí gala de verdadero profeta, leyendo la Escritura a la luz de Cristo. En esa relectura, iluminada por la pascua, proclamó que el crucificado (traspasado) es el triunfador reconocido por «todas las razas de la tierra» (v.7). En esta última frase R. Bauckham ha visto una resonancia del Salmo 71,17, salmo mesiánico, en la que se insinúa un tema fundamental del Apoc.: la universalidad de la salvación ofrecida a la humanidad, compuesta de «todas las razas de la tierra» o, como dijera Juan repetidas veces de una manera más clara aún, «de toda raza, lengua, pueblo y nación» (5,9)6. El v.8 es una ampliación del v.4 y es Dios mismo quien habla, no el vidente. Siendo «el alfa y la omega» (la primera y la última letra del abecedario), es también quien se reserva la última palabra sobre la historia y sobre los poderes que en ella actúan. El «todopoderoso» (pantokrátor), soberano de todo, está viniendo, juzgando, salvando. El título se aplica en el Apoc. nueve veces a Dios y denota su poder absoluto, no como una omnipotencia en abstracto o conceptual, sino eficaz: Él es el Creador y señor sobre el universo -que pondrán en evidencia las calamidades. Él es el señor supremo y absoluto sobre todo. Una vez más, pero esta vez en boca de Dios mismo, se afirma su identidad como «el que es, que era y que ha de venir», precisamente porque Él es el liberador de su pueblo, como lo fuera en tiempos de Moisés, y lo pondrá en evidencia porque es el pantokrátor, el creador y señor universal y eterno, en contraste con los que pretenden usurpar esa soberanía, pero en realidad son limitados y transitorios. En medio de un mundo que adora al emperador como su único salvador y dios, el libro del Apocalipsis, ya desde el prólogo, es una palabra profética, valiente y esperanzadora sobre la actuación liberadora de Dios en la venida de Cristo, que ama a su comunidad y la salva de cualquier otro señorío en la tierra. La tiene bajo su control y la defiende con su poder. El poder terreno es pasajero; la victoria definitiva es de Jesucristo. Por eso el Apoc. será una verdadera «revelación de Jesucristo» y una invitación a «vencer». 2. PRIMERA PARTE: «lo que está sucediendo» (1,9-3,22) Después del saludo inicial comienza el Apocalipsis propiamente dicho. Todo el libro es una palabra a la Iglesia sobre lo que Juan ha visto y debe escribir (cf. 22,16). Es una palabra digna de fe y verdadera, pues viene de parte de Cristo, fiel y verdadero (1,5; 3,7), que es quien le mandó ponerla por escrito (1,11). Esta palabra va a tener dos partes: la primera dirigida a la Iglesia en forma de carta, pidiendo una fidelidad valiente (1,9-3,22), y la segunda en forma de visión alentando a la misma fidelidad, porque en la visión se anticipa la victoria de Cristo (4,1-22,5). En la primera parte se considera más la Iglesia hacia dentro, mientras en la segunda se la sitúa en su confrontación con el mundo.

Como profeta que era, y al estilo de los profetas, el autor puso al comienzo de su profecía lo que podríamos llamar la experiencia de su vocación. No con la orden de hablar sino de escribir, y no es Dios quien le habla sino el mismo Cristo. Con justa razón podemos decir que toda la visión y todo el libro van a ser «revelación de Jesucristo». La palabra de esta primera parte aparece en forma de siete cartas a las siete iglesias y están precedidas por una visión impresionante del Resucitado, vencedor de la muerte que vive y da vida por los siglos. Palabra alentadora a una Iglesia que experimentaba la persecución y la muerte. Distinguimos, por tanto, dos partes en esta sección: la visión inaugural (1,9-20) y las cartas a las iglesias (2,1-3,22). Estas cartas constituyen un todo con la visión inaugural y son parte integral de toda la obra. 1. Visión inaugural (1,9-20) 9Yo,

Juan, hermano y compañero de ustedes en la tribulación y en el reino y en la constancia en Jesús, estuve en la isla llamada Patmos, por causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús. 10Fui [arrebatado] en espíritu el día del Señor y oí detrás de mí una gran voz como de trompeta 11que decía: «Lo que ves, escríbelo en un rollo y envíalo a las siete iglesias: a Éfeso y a Esmirna y a Pérgamo y a Tiatira y a Sardes y a Filadelfia y a Laodicea»12. Y me volví para ver la voz que hablaba conmigo. Y, vuelto, vi siete candelabros dorados 13y en medio de los candelabros a uno semejante a Hijo de hombre, vestido de túnica talar y ceñido a la altura del pecho con un ceñidor dorado. 14Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve; y sus ojos, como llama de fuego; 15y sus pies semejantes a bronce brillante, como incandescente en el horno; y su voz como estruendo de muchas aguas. 16Y tenía en su mano derecha siete estrellas, y de su boca salía una filuda espada de dos filos; y su semblante era como sol cuando brilla en su esplendor. 17Y cuando lo vi, caí como muerto a sus pies. Y puso su diestra sobre mí, diciendo: «No temas. Yo soy el primero y el último 18y el que vive. Estuve muerto pero he aquí que estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del Hades. 19Escribe, pues, las cosas que viste, las que son y las que han de ser después de éstas. 20[En cuanto a] el misterio de las siete estrellas que viste a mi diestra y [de] los siete candelabros dorados: las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias, y los siete candelabros, las siete iglesias».

Esta visión no es sólo la primera en el Apoc. sino la clave de todo él. Tiene tres momentos bien marcados: la presentación del vidente (v.9-10), la presentación de Jesucristo (v.11-16) y la orden de escribir lo que ve (v.17-20). Veamos cada uno. Presentación del vidente (1,9-10) Es poca la información que se nos da sobre la identidad del vidente. Parece ser un cristiano bien conocido de la comunidad, pero se duda de si este Juan era uno de los Doce, pues no parece incluirse entre ellos cuando presentó los fundamentos de la nueva Jerusalén en 21,14. Lo más importante de su identidad es su cualidad de profeta, de testigo y de confesor de la fe, y su cercanía de hermano que comparte7 con su comunidad la misma experiencia, la misma vocación y el mismo destino. Es alguien solidario y cercano, pues comparte con su comunidad «la tribulación (thlipsei), el reino (basileia) y la constancia (hupomoné) en Jesús», para proclamar «la palabra de Dios y el testimonio de Jesús» (v.9). La expresión «en Jesús» indica la raíz profunda de todo lo que comparte. Las tribulaciones, el reino, es decir el triunfo, y la constancia (perseverancia tenaz o resistencia) son expresiones de la comunión con Jesús. Él es la fuerza que crea comunión y solidaridad entre los creyentes; en Él se sostiene la perseverancia, pues su triunfo sobre la muerte es el sustento de la esperanza escatológica cristiana. Si hay una fuerza exterior que destierra y separa, hay una fuerza más profunda que acerca en comunión de resistencia: Jesucristo, con quien se comparte la tribulación, el reino y la constancia. La mención de la estadía en la isla de Patmos servía de testimonio de la solidaridad de Juan con su comunidad: como ellos, él también sufrió tribulaciones, hasta el destierro «por causa de la palabra de Dios y el testimonio de Jesús» -expresión que recurre en 6,9 y 20,4, donde se menciona como causa del martirio, y en 1,2 donde se presentó como contenido del Apoc. Juan ya no se encontraba en Patmos cuando escribió: «estuve...» (pasado). Debemos detenernos en dos detalles importantes sobre la experiencia tenida por Juan. El primero es que la visión sucedió «en espíritu» (en pnéumati), expresión que reaparece en 4,2, como queriendo hablar de la misma experiencia, y de modo similar en 17,3 y 21,10 (éstas las hemos analizado en capítulo aparte). No se refería simplemente a un «caer en éxtasis», como Pablo (Hch 22,17) o Pedro (Hch 11,5). Se trata de la fuerza del Espíritu de Dios que hace profetas y por eso las cuatro expresiones están al comienzo de cuatro visiones proféticas en momentos importantes del Apoc. Espíritu y profecía van juntos y es necesario afirmarlo, ya que al final de cada una de las siete cartas dirá: «el que tenga oídos, oiga qué dice el Espíritu a las iglesias». El otro detalle de información es que sucedió en «el día del Señor». No es en primer lugar información cronológica sino teológica y profética. El día del Señor es el primer día de la semana, el comienzo del mundo nuevo inaugurado por la resurrección de Jesús (Jn 20,1; Mc 16,9; Didajé 14,1). En él se celebra el triunfo de Cristo y se le proclama «Señor de señores». «El día del Señor» evoca el momento en que la comunidad se reunía en asamblea litúrgica, convocada por el Señor triunfante de la muerte, momento apto para intensificar la comunión con Él y sus designios. Por otro lado, en el lenguaje típico profético, la expresión «el día del Señor» denota el momento de la gran manifestación de Dios como señor y juez de la historia, tema central del Apoc.

Presentación de Jesucristo (1,11-16) Lo primero que ocurre, antes de ver, es escuchar. Juan oyó «una voz como de trompeta», nos dice. El lenguaje humano es siempre inadecuado y limitado para expresar el misterio. Los símbolos y las imágenes son para significar, no para representar visualmente. La trompeta sugiere en la tradición bíblica la teofanía (Ex 19,16), la manifestación de Dios; sin embargo, lo que vio Juan era una figura humana, pero con atributos que no son humanos. La visión de uno «semejante a Hijo de hombre» (v.13) hace pensar en textos como Daniel 7 y 10, especialmente Dan 7,13, donde se resalta el aspecto humano de esta figura en contraposición al aspecto feroz y animal de las bestias que aparecen en el mismo capítulo de Daniel. Pero al mismo tiempo, completando la visión con otras alusiones a textos del AT, Juan presentó al personaje con atuendo propio de realeza y con rasgos soberanos. Su vestimenta es como la que usaban tanto reyes como sacerdotes: «túnica talar y ceñidor dorado» (v.13). Su apariencia evoca la sabiduría y la penetración de su juicio: «sus cabellos eran blancos como blanca lana y sus ojos como llama de fuego» (v.14). De hecho, es juez universal: «de su boca salía una espada filuda de doble filo»; es soberano absoluto, «su semblante era como el sol cuando brilla en su esplendor» (v.16). Fiel a su estilo, Juan presentaba rasgos concretos (túnica talar, cabellos blancos, ojos como de fuego, pies de bronce, espada filuda) donde nosotros utilizamos nombres abstractos (soberanía, poder, sabiduría, pasión, agudeza, juicio). Todos esos rasgos no tienen importancia por separado, como en la pintura y la poesía, sino por la impresión que proyectan como conjunto, expresada en la reacción de Juan: «cuando lo vi, caí como muerto a sus pies» (v.17). Indiscutiblemente es un cuadro impactante, desconcertante, pero soberano. Dos de los rasgos del personaje en esta visión sobresalen. En primer lugar, «sus pies parecían bronce incandescente» (v.15), que es una clara alusión a la visión de Dan 10,6 y al sueño de Nabucodonosor interpretado en Dan 2,33-34, con el cual, sin embargo, contrasta: la estatua que en Dan 2 representaba al imperio tenía los pies de barro. El personaje que vieron Daniel y Juan tiene los pies de bronce, símbolo de la estabilidad y de la resistencia. En cambio, el imperio (de Nabucodonosor o el que sea) tiene los pies de barro. El reino de Cristo, el Hijo del hombre, tiene estabilidad eterna; los otros son efímeros. En segundo lugar, el dato más importante de la visión es que el Hijo de hombre, Jesucristo, se halla «en medio de los candelabros» (v.13), que son las iglesias a las cuales se dirigirán las cartas (v.20). En su «mano derecha tiene siete estrellas», que expresamente se aclara que «son los ángeles de las siete iglesias» (v.20). Esos «ángeles», profetas encargados de las iglesias, están seguros en las manos del Señor, como lo estaba Juan. Candelabros y estrellas son imágenes de luz, tal vez sugeridas por Zac 4,2.4, pero adaptadas por Juan para referirse a la comunidad cristiana, que debe brillar por las buenas obras y por la vigilancia, que serán tema de las cartas. Si en Zac es un candelabro con siete brazos, en Apoc. son siete candelabros: cada iglesia local es plenamente Iglesia. La presencia de Jesucristo en medio de los candelabros y las estrellas en su mano resaltan el poder protector del Señor de la vida sobre esta débil y atemorizada comunidad y sobre el mismo Juan (por eso pone su mano derecha sobre él y le reasegura como persona de confianza, v.17). Este Dios en medio de su pueblo recuerda la promesa de Lev 26,12 y anticipa ya la visión final del libro (21,3). ¿Por qué temer? La confianza se refuerza con la sección siguiente. Impacto de la visión (1,17-20) La reacción del vidente ante la presencia de Jesucristo es la misma que tuvo Daniel en 10,8; cae a sus pies como muerto. Curiosamente, el que ha sido capaz de resistir sin doblar la rodilla ante el emperador, cae ahora a los pies de Cristo como muerto, reconociendo la soberanía y la divinidad del único Señor de la historia. Y la misma mano que sostiene a la Iglesia (tiene en ella las siete estrellas) se ha posado ahora sobre Juan, devolviéndole la confianza. Tres cosas se le dicen: «No temas...Yo soy... Escribe». La palabra y el gesto de agarrar con la mano derecha refuerzan la convicción que el vidente experimenta y quiere comunicar a la Iglesia: Cristo resucitado no abandona a los suyos. Pero del lado de Dios expresa su confianza en Juan, su profeta, que recibe de Dios el encargo de comunicar lo que ha visto: él es absolutamente fidedigno, por tanto así lo es el Apoc. «Yo soy» se hace eco de la presencia protectora de Dios tanto en el Antiguo como en el Nuevo testamento. Los títulos de Cristo en esta visión refuerzan la confianza del vidente: «el primero y el último y el que vive, estuve muerto pero he aquí que vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo». Inspirándose, tal vez, en Isa 44,6 y 48,12, el título «primero y último», originariamente aplicado a Dios, ha sido transferido a Cristo, como en Apoc. 2,8 y 22,13. «El que vive» es también título de Dios en el AT (Sal 42,3; Jos 3,10), pero ahora ha sido aplicado a Cristo, dueño de la vida, quien es, paradójicamente, uno que estuvo muerto, es decir, alguien muy enraizado en nuestra historia y sus conflictos. La liturgia de la pascua explicita esta fe de la Iglesia cuando dice: «dux vitae, mortuus, regnat vivus» (el Señor de la vida, muerto, reina para siempre). Esta visión inaugural es, una vez más, síntesis del libro como revelación de Jesucristo, vencedor de la muerte y generador de vida. La Iglesia puede enfrentar audazmente el testimonio hasta la muerte porque está en manos del Señor de la vida. La orden de escribir es sobre «lo que has visto: lo que está sucediendo y lo que va a suceder después» (v.19). Con frecuencia se afirma que aquí tenemos enumeradas las dos partes del Apocalipsis: «lo que está sucediendo» sería la primera parte del libro (cap. 1-3) y «lo que va a suceder después», la segunda (4-22); la primera parte se referiría al presente y la segunda a lo venidero. Sin embargo, la diferenciación de tiempos no siempre es lógica en el Apoc. Lo que Juan ha visto, con visión de profeta, abarca el pasado, el presente y el futuro, y todo es visto a la luz de Cristo. No son las visiones (que son construcción literaria inspirada en el AT) ni acontecimientos del futuro a plazo fijo, sino el hilo conductor de todo el libro, que no es otra cosa que el triunfo del

Señor de la vida y de la vida misma en la historia atormentada de los hombres. Por ello la visión no se reduce al capítulo primero o al mensaje dirigido en las cartas. Parte importante de esa visión es el pasado, la Escritura, que tiene un nuevo sentido por la plenitud que es Cristo, y también el futuro de la historia, que está iluminada por la presencia del Resucitado. 2. Siete cartas a las siete iglesias (cap. 2 y 3) 2 1Al ángel de la iglesia de Éfeso escribe: «Esto dice el que sujeta las siete estrellas en su diestra, el que se pasea en medio de los siete candelabros dorados: 2Conozco tus obras y tu trabajo y tu constancia y que no puedes tolerar a los malos y que pusiste a prueba a los que se dicen apóstoles y no lo son, y los hallaste mentirosos; 3y tienes constancia y fuiste agobiado por mi nombre sin desfallecer. 4Pero tengo contra ti que has dejado tu amor primero. 5Recuerda, pues, de dónde has caído y conviértete y practica las obras de antes. Si no, vendré a ti y removeré tu candelabro de su lugar si no te conviertes. 6Con todo, tienes esto [a tu favor]: que aborreces las obras de los nicolaítas, que yo también aborrezco. 7Quien tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al que venza le daré a comer del árbol de la vida que está en el paraíso de Dios». 8Y

al ángel de la iglesia de Esmirna escribe: «Esto dice el primero y el último, el que estuvo muerto y revivió: 9Conozco tu tribulación y pobreza, -sin embargo eres ricoy la maledicencia que proviene de los que dicen ser judíos y no lo son, sino sinagoga de Satanás. 10No temas por lo que vas a padecer. Mira, el diablo va a arrojar a algunos de ustedes a la cárcel para que sean probados, y tendrán tribulación por diez días. Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida. 11Quien tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las iglesias. El que venza no sufrirá daño de la muerte segunda». 12Y al ángel de la iglesia de Pérgamo escribe: «Esto dice el que tiene la filuda espada de dos filos: 13Conozco dónde moras: allí donde está el trono de Satanás. Mantienes firme mi nombre y no negaste tu fe en mí, ni en los días de Antipas, mi testigo, mi fiel, que fue muerto entre ustedes, ahí donde mora Satanás. 14Pero tengo algo contra ti: que tienes ahí a los que mantienen la doctrina de Balaam, el que enseñó a Balac a poner tropiezo ante los hijos de Israel, a comer de lo inmolado a los ídolos y a fornicar. 15Asimismo, tú también tienes a quienes mantienen de igual modo la doctrina de los nicolaítas. 16Así que, conviértete. Si no, voy a venir en seguida y lucharé con ellos con la espada de mi boca. 17Quien tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las iglesias. Al que venza le daré el maná escondido y le daré una piedrecita blanca, y sobre esta piedrecita habrá un nombre nuevo escrito, que nadie conoce sino el que lo recibe». 18Y

al ángel de la iglesia de Tiatira escribe: «Esto dice el hijo de Dios, el que tiene los ojos como llama de fuego y los pies semejantes a bronce brillante: 19Conozco tus obras: tu amor y tu fidelidad y tu servicio y tu constancia, y tus obras últimas, más numerosas que las primeras. 20Pero tengo contra ti que toleras a la mujer Jezabel, la cual se dice a sí misma profetisa, y enseña y seduce a mis siervos a fornicar y a comer de lo inmolado a los ídolos. 21Le he dado tiempo para convertirse, y no quiere convertirse de su fornicación. 22Mira, la voy a arrojar en un lecho y a los que adulteran con ella [los arrojaré] en gran tribulación, a menos que se conviertan de las obras de ella. 23Y a los hijos de ella los mataré sin remisión, y conocerán todas las iglesias que yo soy quien escudriña riñones y corazones. Y les daré a cada uno según sus obras. 24Y a ustedes, los que quedan en Tiatira, cuantos no siguen esa doctrina, los que no han conocido las profundidades de Satanás, como ellos las llaman, les digo: No echo sobre ustedes otra carga; 25sino la que tienen, manténganla hasta que yo venga. 26Y al que venza y al que guarde mis obras hasta el final, le daré potestad sobre las naciones; 27las regirá con cetro de hierro, como se trituran los objetos de barro. 28Yo le daré la estrella de la mañana, que a mi vez he recibido de mi Padre. 29Quien tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las iglesias». 3 1Y al ángel de la iglesia de Sardes escribe: «Esto dice el que tiene los siete espíritus de Dios y las siete estrellas: Conozco tus obras: que tienes un nombre de viviente, pero estás muerto. 2Estate alerta y reanima el resto, que está a punto de morir, pues delante de mi Dios no he encontrado completas tus obras. 3Recuerda, pues, cómo has recibido y has escuchado, y guárdalo y conviértete, porque si no estás alerta, vendré como ladrón, y sin que sepas a qué hora vendré sobre ti. 4Pero tienes en Sardes unas pocas personas que no han manchado sus vestiduras y andarán conmigo [vestidos] de blanco, porque son dignos. 5El que venza será así vestido con vestiduras blancas y no borraré jamás su nombre del libro de la vida, y proclamaré su nombre ante mi Padre y ante sus ángeles. 6El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias». 7Y

al ángel de la iglesia de Filadelfia escribe: «Esto dice el santo, el verdadero, el que tiene la llave de David, el que abre sin que nadie pueda cerrar y cierra sin que nadie pueda abrir: 8Conozco tus obras; mira que he dejado ante ti una puerta abierta que nadie puede cerrar, porque tienes poca fuerza y has guardado mi palabra y no has negado mi nombre. 9Mira, voy a darte algunos de la sinagoga de Satanás, que dicen ser judíos y no lo son, sino que mienten. Mira, los voy a obligar a que vengan y se postren a tus pies y sepan que te amo. 10Porque has guardado la palabra de mi constancia, también yo te guardaré en la hora de la prueba que va a venir sobre todo el mundo para probar a los que habitan sobre la tierra. 11Vengo en seguida. Mantén lo que tienes, para que nadie te quite la corona. 12Al que venza lo haré columna en el santuario de mi Dios, y no saldrá ya fuera jamás; sobre él escribiré el nombre de mi Dios y el nombre de la ciudad de mi Dios, de la nueva Jerusalén, la que baja del cielo, de junto a mi Dios, y mi nombre nuevo. 13El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias». 14Y

al ángel de la iglesia de Laodicea escribe: «Esto dice el Amén, el testigo fiel y veraz, el principio de la creación de Dios: tus obras: que no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! 16Por eso, porque eres tibio y no eres ni frío ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca. 17Porque dices ‘Soy rico y me he enriquecido y de nada tengo necesidad’, y no sabes que eres tú el desdichado y miserable y pobre y ciego y desnudo, 18te aconsejo que compres de mi oro acrisolado por el fuego para enriquecerte, y 15Conozco

vestiduras blancas para vestirte y para que no quede descubierta la vergüenza de tu desnudez, y colirio para ungir tus ojos para que veas. 19Yo, a cuantos amo, reprendo y castigo. ¡Ánimo, pues, y conviértete! 20Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré donde él y cenaré con él, y él conmigo. 21Al que venza lo haré sentar conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono. 22El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias». El bloque de las siete cartas no está aislado, sino que constituye parte integral de un todo unitario, el libro del Apocalipsis. Son siete, número que denota plenitud y totalidad, como si las siete constituyeran una sola carta a toda la Iglesia8. Esto es evidente por la advertencia al final de cada una de ellas (2,7.11; etc.). Respetando esa unidad, en lugar de comentarlas una a una daremos una visión de conjunto. La visión inicial desemboca en 1,19 en una orden: «escribe esto que has visto, lo que está sucediendo y lo que va a suceder después». Es una orden que se repite al inicio de cada una de las siete cartas9. La presentación de Cristo en la carta a la iglesia de Éfeso es con rasgos de la visión inicial: «esto dice el que tiene cogidas en su diestra las siete estrellas y camina en medio de los siete candelabros de oro» (1,13.16). Lo mismo se observa en las restantes cartas. En otras palabras, los títulos con los que Cristo se presenta empalman con la visión inaugural. De igual manera, los premios ofrecidos a las iglesias nos remiten principalmente al final del Apoc. con la mención del «árbol de la vida» (2,7 y 22,2), la «nueva Jerusalén» (3,12 y 21,2), la «segunda muerte» (2,11 y 20,6.14), «el libro de la vida» (3,5 y 21,27), «la estrella de la mañana» (2,28 y 22,16), «el nombre escrito» (3,12 y 22,4). Redaccionalmente las cartas están perfectamente integradas en el Apoc. y tanto éste como las cartas conforman el testimonio del ángel «enviado a las iglesias» (22,16). Las cartas sintetizan y anticipan el desarrollo posterior. Las siete cartas son como un muestrario del rostro único de la Iglesia, una especie de gran carta del Señor resucitado a su comunidad. En realidad, vistas como conjunto desde la perspectiva de su contenido, más que cartas, lo que tenemos es un discurso profético que el Espíritu y Jesús, a través de su enviado Juan, dirigen a la comunidad. Al final de cada carta dirigida a una iglesia particular, se invita a escuchar «lo que dice el Espíritu a las iglesias». La iglesia entera está comprometida en cada una de las cartas. Esta gran carta (la unidad de las siete) precede al resto del Apoc. porque el interés no está cifrado en la predicción de acontecimientos sino en la actitud de la comunidad frente a la venida de su Señor, que es el único acontecimiento a discernir entre todos los acontecimientos. La Iglesia necesita «colirio para recobrar la vista» (3,18) y prepararse al encuentro con el Señor. El verbo «venir» aparece en 2,5.16.25; 3,3.11.20. Podríamos adelantar aquí la frase de 19,10: «el testimonio de Jesús es el Espíritu de profecía». El Espíritu está invitando a toda la Iglesia a ser profética manteniendo el testimonio de Jesús. Es decir, proclamar con la verdad de la vida la verdad de la fe. No basta decirse o llamarse, hay que serlo: se dicen apóstoles, pero no lo son (2,2), se dicen judíos, pero no lo son (2,9), se dice profetisa, pero es seductora (2,20), se siente pobre, pero es rica (2,9), tiene nombre de viviente, pero está muerta (3,1), dice que es rica, pero es miserable, pobre, ciega y desnuda (3,17). El problema de fondo es el de la verdad-fidelidad. Porque es quien escruta el corazón y la mente (2,23), Cristo conoce perfectamente la verdad que la Iglesia trata de disimular o camuflar. No son tiempos para la indecisión (ni frío ni caliente 3,15) sino para la fidelidad hasta la muerte (2,10). La conversión que el Espíritu a través de este profeta está pidiendo es conversión a la fidelidad del primer amor (2,4). La actitud fundamental que se exige ante la hora de la prueba (3,10) se resume muy bien en las frases: «permanece fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida» (2,10) y «al que venza le haré sentar conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono» (3,21). Toda la exhortación es, por tanto, una invitación a vencer, siendo fiel a Dios hasta las últimas consecuencias, como Antipas (2,13) o como el mismo Cristo. Las cartas son parte de esta profecía que es el Apoc. y por eso alientan a su comunidad, que vive en medio del conflicto denunciado. El clima que se refleja en las cartas no es ciertamente el mismo que en el resto del Apoc., pero en ambas partes del libro se trata de la fidelidad difícil, aunque por razones diferentes. Se trata siempre de vencer resistiendo a las fuerzas que actúan desde fuera y desde dentro. Desde fuera los cristianos eran vistos como «sospechosos» en tiempos de los Flavios (Vespasiano, Tito y Domiciano) por resistirse a rendir culto al emperador -culto que floreció de modo particular en Asia Menor. Pérgamo clamaba ser el centro de este culto con su templo al «divino Augusto y a la diosa Roma». Los cristianos, por esta negación, perdían derechos políticos y económicos como ciudadanos del imperio. La situación de desventaja en el imperio desmiente la confesión central de su fe, de que Cristo ha vencido o que Dios es el Señor. Algo de esa enemistad contra los cristianos se refleja en algunas de las cartas. Es sobre todo desde dentro donde se siente el peligro denunciado en las cartas; peligro desde dentro, pero por las presiones de fuera. Un grupo de cristianos de tendencia gnóstica10 justificaba su laxismo moral como forma de ceder a las presiones del ambiente. Eso explica que tengamos en las cartas un lenguaje profético, apasionado, como de quien «tiene fuego en los ojos» (2,18) y llama ardientemente a la conversión a su iglesia. Los que tienen vocación de vencedores y de testigos no deben pactar con el mundo y deben estar dispuestos a arriesgarlo todo, hasta la vida. Aparece aquí la fuerza y la debilidad de una iglesia tentada por las soluciones fáciles, en las que por miedo o conveniencia se cede en la fidelidad. En tiempos de persecución o asedio, la fidelidad y la resistencia definen la identidad del testigo. Es más fácil percibir la fuerza de la exhortación en las cartas que la identificación de los enemigos a los que se alude con

frases duras. Nos interesa sobre todo la identificación de tres que son mencionados: los nicolaítas (2,6.15), los seguidores de la doctrina de Balaam (2,14), y los de Jezabel, la profetisa (2,20). «Nicolaítas» podría ser una referencia a los seguidores de un tal Nicolás, personaje del cual no conocemos nada. Pero, Nicolás en griego (nikolaios) significa lo mismo que Balaam en hebreo (bl`m), «vencedor del pueblo» (engañar). Según Núm 31,16, Balaam fue quien, por medio de las mujeres madianitas, engañó a los israelitas para que fueran infieles al Señor. Jezabel, por su parte, fue la reina pagana, esposa del rey Acab de Israel, que promovió la defección del culto a Yavé auspiciando un sincretismo religioso que el profeta Elías censuraba. Por lo tanto, ¿se trata de tres grupos diferentes o del mismo grupo? ¿No estará el autor utilizando nombres simbólicos de personas para designar lo que hacen y no lo que son? De ser así, se trataría del grupo de cristianos que incitan a pactar con el mundo, es decir, a un acomodo pragmático o un sincretismo, porque en su óptica no vale la pena arriesgar la vida por la fe. Pero según el Apoc., la fidelidad al Señor no es negociable ni permite pactar con el laxismo o el sincretismo que rodea a la comunidad. De ellos se espera una definición clara y mantener lozano el primer amor con todas las consecuencias. Por eso podemos decir que la exigencia para la Iglesia en las cartas y en el resto del Apoc. es fundamentalmente la misma. El centro de las cartas, como el centro de la visión, es Cristo mismo. Hay una verdadera aglomeración de títulos cristológicos porque Cristo es el protagonista principal que habla e interpela a cada una de las iglesias diciendo «conozco tus obras». Las obras revelan la vida misma y es la praxis la que demuestra la verdad de la fe. Se trata de coherencia entre lo que se confiesa y lo que se vive. Cristo tiene «ojos como llama de fuego» (2,18) e increpa a la Iglesia con palabras cortantes como «espada de doble filo» (2,12). La Iglesia debe discernir sus obras para que Cristo pueda llamarlas «mis obras» (2,26). Ellas son el vestido de boda de la novia (19,8) y por ellas será juzgada (22,12). Breve comentario sobre cada una de las comunidades y síntesis del mensaje Todas las ciudades mencionadas, excepto Filadelfia, eran importantes. La secuencia es lógica, siguiendo las grandes avenidas que las interconectaban (vea un mapa). La secuencia constituye un circuito en forma de un gran triángulo de uno de los grandes caminos romanos de la época, que recorría la región centro-occidental de la provincia de Asia, que pasaba por todas esas ciudades11. La comunidad de Éfeso es exhortada a «renacer al primer amor», a la conducta primera y salir vencedora. Éfeso, importante ciudad portuaria y política y gran centro comercial, era famosa por el grandioso templo de Artemisa (Hch 19,21s). El año 29 a.C. el emperador Augusto autorizó a los efesios a dedicar un templo a Julio César. La ciudad se enorgullecía de tener seis templos dedicados al culto del emperador, lo que la hacía acreedora por tres veces del título de neokoros (guardián del templo)12 por el culto del emperador. La comunidad tenía su mérito, pero había comenzado a transigir por la influencia de los predicadores falsos. La comunidad de Esmirna es animada a la «fidelidad (a Jesucristo) hasta la muerte para ganar la corona de la vida», a pesar de que van a tener que padecer tribulaciones (2,10). La fidelidad de Esmirna al emperador Tiberio le mereció que el senado la eligiera a la hora de decidir dónde construir un nuevo templo en honor del emperador. Por el martirio de Policarpo sabemos que residía allí una numerosa colonia judía. La expresión «sinagoga de Satanás» (v.9) probablemente se refiere a dicha comunidad, que ocasionaba tribulaciones diversas a los cristianos, pues esos «dicen ser judíos, pero no lo son», pues se muestran como adversarios de Dios y su mesías. Así como detrás del imperio actúa Satanás, así también el autor veía a Satanás detrás de todos los que hostigan a los cristianos. Jesucristo, muerto, vive para siempre y la comunidad debe estar dispuesta a morir (físicamente) para obtener la vida, sin temer la segunda muerte (cf. 20,6.14; 21,8), es decir, los tormentos eternos. A la iglesia en Pérgamo le dice Cristo: mantén mi nombre, como Antipas, mi leal testigo (2,13). Con templos dedicados a Júpiter y a Asclepio, el dios de la medicina, el año 29 Augusto le concedió el permiso de construir un templo dedicado a él y a la diosa Roma. Pérgamo era conocida por su devoción al culto del emperador. Por esta razón, probablemente, el autor la consideraba una ciudad especialmente satánica, donde está el «trono» de Satanás, símbolo importante en el libro, como signo de poder y de autoridad; en ella se decide sobre la vida o la muerte de los cristianos (v. 13). Algunos de la comunidad han caído seducidos por «la doctrina de Balaam», el sincretismo de los que se acomodan al ambiente pagano. En cambio, el perseverante y fiel pertenece ya al mundo nuevo y está marcado por la novedad de Cristo (cf. 3,12). A la comunidad de Tiatira se le advierte que «toda la Iglesia conocerá que yo soy quien escudriña los corazones» (2,23). Por el testimonio de Plinio el Viejo sabemos que era ciudad de segunda categoría, subordinada a Pérgamo. La presencia de Jezabel denuncia un falso profetismo que «enseña y seduce» invitando a la idolatría y la prostitución, entendidas en sentido profético simbólico, no moral. El autor afirmó que los cristianos engañados no conocen las profundidades de Dios sino las de Satanás, desenmascarando así sus pretensiones (v.24). Sólo deben mantener lo que tienen: el amor, la fe, la dedicación y la constancia y una conducta mejor que la del principio (v. 19). A la iglesia en Sardes se le recrimina ser cual «cadáveres de una vida que nunca fue» (C. Vallejo). El año 17 d.C. fue sacudida por un fuerte terremoto y Tiberio le dio diez millones de sestercios para la reconstrucción. La reconstrucción incluyó

un templo a Tiberio y desde entonces entró en competición con Esmirna sobre el culto al emperador. En contraste con la carta a Esmirna, tenemos aquí el juicio más severo de todas las cartas, porque la fe sin obras está muerta (Sant 2,17). No pocos cristianos habían recaído en los desenfrenos propios del paganismo; han «manchado sus vestiduras» (3,4). Es tiempo de vigilancia para consolidar los restos antes que mueran, porque el Señor no quiere borrarla del libro de la vida. A la iglesia en Filadelfia Cristo le dice con amor: «te guardaré en la hora de la prueba que va a venir» (3,10). No encontramos reproche alguno en esta carta sino elogios y la declaración de Cristo: «yo te amo» (v.9). Es una iglesia agraciada por Dios, a la cual Dios «ha dejado una puerta abierta que nadie puede cerrar» (v.8), por la que entran inclusive judíos adversos (v.9). A la comunidad de Laodicea se le enrostra que «no eres ni frío ni caliente» (3,15). Son numerosos los testimonios sobre su actividad comercial, especialmente en el campo de la lana y el teñido de los tejidos. Era también conocida por sus remedios para los oídos y los ojos. Laodicea era una ciudad que podía expresar su propia complacencia diciendo: «soy rica y no tengo necesidad de nada». Pero el Espíritu le aclara: «Dices ‘soy rico’ y eres miserable y pobre y ciego y desnudo» (3,17). La comunidad es acusada de haberse dejado seducir por las tentaciones del bienestar del ambiente, de riquezas y opulencia (v.17). Aunque no podamos estar seguros de todas las referencias a la situación histórica en Laodicea, queda clara la denuncia de la vida de la comunidad. Se trata de una comunidad a la que le falta definición y coherencia porque predominan las medias tintas, en abierto contraste con los títulos de Cristo: «el amén, el testigo fiel y leal» (v.14) que no admite ambigüedades ni concesiones. Cristo, testigo fiel y vencedor, modelo de testigos, invita a la Iglesia a vencer. Lo pide alguien que fue degollado por su fidelidad, pero venció y está sentado en el trono de Dios (v.21). 3. SEGUNDA PARTE: «lo que va a suceder después» (4,1-22,5) Con el capítulo cuatro comienza la segunda gran parte de este libro, tocante a «las cosas que han de suceder después» (4,1 y 1,19) y que irán desplegándose lentamente. Notemos lo ya dicho, que la visión puede ser complexiva y se hace de una vez, pero la descripción literaria de la visión debe hacerse por partes sucesivas. A la Iglesia le es más fácil la fidelidad a Dios si se sitúa en la perspectiva del reinado de Dios y de Cristo. Y ese es el aspecto de esta grandiosa visión del trono13. El trono es el símbolo de la victoria y de la soberanía definitivamente asegurada. Desde ese trono se va a escuchar el clamor de las víctimas de la tierra y se va a juzgar la historia. Todo esto es lo que incluye esta visión cuyos detalles se irán presentando progresivamente: - Presentación del trono de Dios (4,1-5,14) - Los siete sellos (6,1-8,1) - Las siete trompetas (8,1-11,19) - Conflicto y victoria (12,1-14,20) - Las siete plagas (15,1-16,21) - La justicia-salvación de Dios (17,1-22,5) 1. Presentación del trono de Dios 4 1Después de estas cosas miré, y he aquí [que vi] una puerta abierta en el cielo. Y la voz aquella primera, como de trompeta, que oí hablando conmigo, decía: «Sube acá y te mostraré lo que ha de suceder después de estas cosas». 2Al punto fui [arrebatado] en espíritu. Y he aquí [que] un trono estaba colocado en el cielo, y sobre el trono [estaba] uno sentado. 3El que estaba sentado era de aspecto semejante a una piedra de jaspe y sardónice. Y un arcoiris rodeaba al trono, de aspecto semejante a una esmeralda. 4Y alrededor del trono había veinticuatro tronos, y sobre los tronos, veinticuatro ancianos sentados, vestidos de vestiduras blancas y con coronas doradas sobre sus cabezas. 5Y del trono salen relámpagos y voces y truenos. Y siete antorchas de fuego están ardiendo delante del trono, que son los siete espíritus de Dios, 6y delante del trono hay como un mar transparente, semejante a cristal. Y en medio del trono y alrededor del trono, cuatro seres vivientes, llenos de ojos por delante y por detrás. 7El primer ser viviente [es] semejante a un león; el segundo ser viviente [es] semejante a un toro; el tercer ser viviente tiene el rostro como de hombre; y el cuarto ser viviente [es] semejante a un águila en vuelo. 8Y los cuatro seres vivientes tienen cada uno seis alas, y alrededor y por dentro están llenos de ojos, y no tienen descanso ni de día ni de noche, diciendo: «Santo, santo, santo, Señor, Dios, todopoderoso, el que era y el que es y el que ha de venir». 9Y

siempre que los seres vivientes den gloria y honor y acción de gracias al que está sentado en el trono, al que vive por los siglos de los siglos, 10caerán los veinticuatro ancianos ante el que está sentado en el trono y adorarán al que vive por los siglos de los siglos, y

arrojarán sus coronas ante el trono diciendo: 11«Digno

eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria y el honor y el poder, porque tú creaste todas las cosas y por tu voluntad eran y fueron creadas». 5 1Y vi a la derecha del que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos. 2Y vi a un ángel poderoso que pregonaba con gran voz: «¿Quién es digno de abrir el libro y de soltar sus sellos?» 3Y nadie, en el cielo ni en la tierra ni debajo de la tierra, podía abrir el libro ni examinarlo. 4Y yo lloraba mucho, porque nadie fue hallado digno de abrir el libro y de examinarlo. 5Y uno de los ancianos me dice: «Deja de llorar, que ha vencido el león de la tribu de Judá, la raíz de David, para abrir el libro y sus siete sellos». 6 Y vi en medio del trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, a un cordero en pie, como degollado, que tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios enviados por toda la tierra. 7Y vino y lo tomó de la derecha del que estaba sentado en el trono. 8Y cuando tomó el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos cayeron ante el Cordero, teniendo cada uno una cítara y copas doradas llenas de incienso, que son las oraciones de los santos. 9Y cantan un cántico nuevo diciendo: «Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre [a hombres] de toda tribu y lengua y pueblo y nación. 10Y los hiciste para nuestro Dios un reino y sacerdotes, y reinarán sobre la tierra». 11Y

miré, y oí la voz de muchos ángeles alrededor del trono y de los seres vivientes y de los ancianos. Y era su número miríadas de miríadas y miles de miles, 12que decían con gran voz: «Digno es el Cordero que fue degollado de recibir el poder y riqueza y sabiduría y fortaleza y honor y gloria y alabanza». 13Y todos los seres creados que están en el cielo y sobre la tierra y debajo de la tierra y sobre el mar, y todo cuanto en éstos hay, oí que decían: «Al que está sentado en el trono y al Cordero, la alabanza y el honor y la gloria y la fuerza por los siglos de los siglos». 14Y

los cuatro seres vivientes decían: «Amén»; y los ancianos se postraron y adoraron.

La visión de «una puerta abierta en el cielo» es evidentemente simbólica, porque el cielo no tiene puertas. La imagen de la puerta, como símbolo, la encontramos ya ofrecida a la iglesia de Filadelfia de parte del que tiene la «llave» (3,8). Hablar de puerta o llave es hablar de una salida, de una esperanza. Lo que vio Juan era un rayo de luz que ilumina la atormentada historia de los hombres, cuando todas las puertas parecen cerrarse. Por esa puerta se entra ante el trono y ante el consejo de Dios. Juan fue invitado: «Sube aquí y te mostraré lo que va a suceder después» (4,1), pero no subió para ver el cielo sino para ver la tierra desde la perspectiva de Aquel que está sentado sobre el trono. El cielo, ámbito de Dios, no es ajeno a la tierra, ámbito de los hombres y de su historia. Por eso «ser arrebatado por el Espíritu» es convertirse en profeta y entrar en otras categorías diferentes de las nuestras, donde el tiempo o el espacio se miran de manera diferente. La profecía está siempre ligada a la tierra y al cielo: al cielo porque es testimonio de la soberanía absoluta de Dios, a la tierra porque en ella su soberanía salvadora está cuestionada y su pueblo no experimenta la salvación. Por eso veremos que todo el resto de este libro profético no es sino la única visión y la respuesta a un clamor que sube de la tierra y con el que Juan se sentía solidario. Los ancianos y los vivientes «tienen en sus manos copas de oro llenas de perfumes que son las oraciones de los santos» (5,8) y, muy cerca del altar, «las vidas de los degollados por causa de la palabra y del testimonio que mantenían» (6,9) representan el grito de la sangre que pide justicia (6,10). La visión es más de una corte que de un templo y tiene como trasfondo la corte y el culto al emperador, señor de la tierra y de la historia14. Esta información es importante para situar en su contexto la clave «litúrgica» de nuestro autor. La visión de estos capítulos es un verdadero mosaico de temas y de símbolos no siempre fáciles de explicar. Pero de ellos emergen cuatro importantes elementos: - el trono y el que está sentado en él, - el libro sellado con siete sellos, - el Cordero, y - la aclamación universal. El trono en el cielo y el que está sentado en él (4,2-11) Lo primero que vio Juan no fue un altar o un templo sino un trono. Es el símbolo más impresionante de la visión (más que el rostro de la persona) y un tema fundamental en el Apoc. La imagen del trono empalma con la tradición profética y apocalíptica15. Este trono destacará frente a otros tronos en el cielo o en la tierra. Pero Juan, combinando elementos tomados de Isa 6,1s; Ez 1,26s y Dan 7,9, presentó una visión en la que el conjunto es más importante que la identificación de los detalles. En

efecto, el vidente no se fija en el rostro de la persona que está sentada en el trono sino en el esplendor de cuanto la rodea. Los otros elementos de la visión son decorativos, para resaltar la indescriptible majestad del que está sentado en el trono, representada particularmente por las piedras preciosas: «el que estaba sentado era de aspecto semejante a una piedra de jaspe y sardónice...» (v.3). «El que está sentado en el trono» no es otro que Dios; es una designación usada intencionalmente por Juan con fuerza de título y que repetirá siete veces en el Apoc16. Esta expresión resalta la soberanía absoluta de Dios sobre el tiempo y sobre el espacio, soberanía que está reforzada por otros títulos: «Señor Dios, todopoderoso, el que era, que es, y que ha de venir» (v.8). Está sentado en el trono como Señor de la vida («vive por los siglos de los siglos»: v.9.10) y de la historia y juez de las naciones. De entre todo lo que está en torno al trono, destacan los 24 ancianos y los cuatro seres vivientes. En los 24 ancianos se da una superposición de símbolos que ha originado las explicaciones más variadas. Se trata de seres humanos glorificados, es por eso que están sobre tronos con vestidos blancos y coronas (v.4). Son ancianos, vocablo que tradicionalmente designa a los sabios; reunidos constituían el consejo de la ciudad y la instancia judicial. En el Apoc. el número doce y sus múltiplos tienen que ver con el pueblo elegido, por lo cual los 24 ancianos podrían representar a la comunidad de fieles a Dios constituida por el Israel histórico (doce tribus) y por el nuevo Israel, la Iglesia (doce apóstoles). Por otro lado, puesto que doce también significaba perfección, la cifra 24 puede significar la Israel (doce) perfecta (doce), o sea la Iglesia, comunidad de sabios, es decir, de los que reconocen la soberanía absoluta de Dios17 -razón por la que arrojarán sus coronas a los pies de Dios (v.10). En todo caso, se trata de una comunidad de vencedores (tienen vestido blanco, corona, trono), pero viven en solidaridad con la Iglesia militante sobre la tierra, pues tienen las oraciones de los santos en sus manos (5,8). Estos «liturgos son también reyes y sacerdotes», afirma P. Prigent18. Como sea, participan en la soberanía de Dios y su capacidad de juzgar (cf. 20,5; Lc 22,30). Los cuatro seres vivientes, semejantes a león, a toro, a hombre y a águila (v.7), forman también parte de esta corte. Sus descripciones están tomadas de la visión del carro de la gloria de Dios en Ezequiel 1, quien más adelante los identifica como querubines (Ez 10,20). La tradición cristiana, a partir de san Ireneo, los ha identificado con los cuatro evangelistas, pero sin fundamento alguno en el texto19. Estos cuatro seres «tienen seis alas», es decir, son omnipresentes, y están «llenos de ojos», vale decir, todo lo ven, son omniscientes (v.6). Su número, cuatro, denota los cuatro ángulos de la tierra (cf. 7,1). En otras palabras, los cuatro seres vivientes representan la presencia de Dios en la creación. Desde la creación éstos cantan el trisagio, como los serafines en Isa 6,3, «Santo, santo, santo....», es decir, aclaman la soberanía de Dios. Es lo que luego se proclama: «digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria... porque tú creaste todas las cosas...» (v.11). En síntesis, lo que tenemos es una composición artística de Juan con el fin de resaltar mediante imágenes bíblicas la omnipresencia de Dios en la creación. Más importante que la identificación de todos estos personajes es la función que cumplen. Los ancianos (el consejo o senado) tienen una connotación política, no sólo cultual. El contexto habla de tronos y vamos a asistir a una entronización o toma de poder, acto político por excelencia. Los ancianos reconocen la soberanía absoluta de Dios y «arrojan sus coronas delante del trono» (v.10), reconociéndolo como el único digno de recibir «gloria y honor». Muchos estudiosos han visto en la expresión «digno eres» (v.11) resonancias políticas, pues se trata del lenguaje aplicado a los soberanos de la tierra. De igual manera, el título «Señor y Dios nuestro» podría ser una alusión al emperador Domiciano, que se hacía llamar así, según Suetonio (Dom. 13,2). Su adjudicación a Dios es una negación de la pretendida divinidad del emperador. La soberanía absoluta le pertenece sólo a Dios: sólo Él es el creador, y sólo ante Él arrojan sus coronas los 24 ancianos, gesto tradicional de los reyes vasallos ante el emperador. La afirmación de Dios como creador (v.11), dogma fundamental en el judaísmo, resume la razón primordial por la cual se afirma y reafirma a lo largo del Apoc. la absoluta y universal soberanía de Dios. Este cuadro resulta ser, pues, una afirmación polémica y política, puesto que relativiza la dignidad y el poder de todo trono, de toda pretendida soberanía sobre la tierra. Este será un tema central en el Apoc. Soberano absoluto sobre todo es solamente Dios. Desde esta realidad se puede ver (juzgar) la historia humana y sus múltiples tronos y las divinizaciones de las personas que en ellos se sientan. Eso aclaman «sin descanso ni de día ni de noche» los cuatro seres vivientes, y en ellos toda la creación20. Notemos finalmente que el que está sentado en el trono no vive aislado en su «olimpo» de felicidad. Como veremos, ahí están también el Cordero degollado, las víctimas y, además, «delante del trono arden siete lámparas, que son los siete espíritus de Dios» (v.5; cf. Zac 4,2s.10), que era la forma de hablar de Juan sobre la actuación de Dios en la tierra para hacer efectiva su soberanía y la victoria del Cordero. El contenido central de este capítulo no es, por tanto, ofrecer el modelo de la liturgia celestial, sino presentar, en fidelidad a la tradición profética con la que Juan empalmaba, el consejo divino en el que se decide el destino de la historia humana. De eso habla la sección siguiente. El libro sellado con siete sellos (5,1-4) El autor no hizo ningún esfuerzo por visualizar el rostro del que «está sentado en el trono». Su mirada se fijó en «la derecha del que está sentado en el trono, (allí) un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos» (5,1). El libro simboliza el registro y control de lo allí incluido. El hecho de estar sellado evoca los decretos supremos, por tanto el libro contiene la voluntad divina. Recordemos que las visiones de Juan no eran para ser imaginadas sino interpretadas. La presente escena se inspiró en el texto de Ez 2,9-10. Eso quiere decir que muchas preguntas sobre el libro sobran: ¿de qué libro se trata?, ¿es un rollo, un códice, un documento legal?, ¿qué hay escrito en él?, ¿se lee antes de abrirlo o se lee sólo después de quitar los sellos?,

¿son los siete sellos el contenido del libro? No olvidemos que estamos en el mundo de los símbolos, que tienen su propia lógica, que es la de sugerir más que decir. No son representaciones literales, sino literarias. Un libro sellado no se puede leer, es secreto, pero al mismo tiempo tiene un sello, una garantía. El libro es también una forma de hablar del control de lo que sucede (cf. libro de la vida en 3,5). Por tratarse de un escrito, significa que está fijado, firme, y es posible conocerlo (contrario a estar oculto, invisible, no-escrito). En libros se informa, se da a conocer. Como veremos, su contenido incluye las causas y los propósitos de determinadas realidades. Los comentaristas se dividen en dos categorías a la hora de descubrir cuál es el contenido del libro sellado. Unos dicen que es el AT (es la opinión más antigua), sellado e ininteligible hasta que Cristo rompa los sellos y lo clarifique. No cabe duda de que hay mucho de eso en el Apoc., pues todo él es una lectura cristológica del AT. En esto Juan empalmó con la tradición cristiana que lee la Escritura a la luz de Cristo, aunque lo hace de una manera más totalizante. Pero creemos más adecuada la otra opinión, según la cual en el libro sellado se habla del designio de Dios en la historia de los hombres; un designio nada fácil de entender ni de escrutar, porque se trata de una historia llena de contradicciones. ¿Dónde está la soberanía de Dios y su poder de salvación entre tanta violencia y muerte? Y en esto Juan era heredero de la tradición apocalíptica que él cristianizó, porque dirá que la clave y la respuesta es Cristo, el Cordero degollado. Por eso creemos que «abrir los sellos» y «leer el libro» significa tener acceso al misterio de la historia y saber leer en ella la última palabra que el Dios de la salvación tiene sobre el mundo. Esa palabra es Cristo, cordero degollado y victorioso, que quiere hacer efectiva y visible su victoria a través de sus testigos, vencedores como él. El contenido del libro sellado es la luz que inunda la historia desde la resurrección hasta la parusía. No todo está predeterminado en esa historia, aunque sí controlado, porque todo está escrito en ese libro, con validez absoluta e inmutable determinación, sin que se pueda quitar o añadir nada (22,18s). Pero el énfasis no está en lo que dice el libro sino en la clave para leerlo, que es el Cordero. Él es el contenido del libro y la clave para leer nuestra historia. Cristo es clave para entender no sólo el pasado (el AT) sino el presente y el futuro, frente al cual surgen las preguntas y las protestas consideradas en el Apoc. Por eso el llanto del vidente expresa la situación de la humanidad, incapaz de descifrar su propia historia y angustiada ante un horizonte cerrado y sin esperanza. El destino de la historia está en manos de Dios y la clave de su comprensión está en manos del Cordero y su propia historia. La presentación dramática de los v.2-4 tiene por finalidad resaltar el papel del Cordero: él es el único en el universo que es «digno de abrir el libro y de soltar sus sellos». Y esa dignidad única tiene su sustento tanto en su relación única con aquel sentado en el trono como en el don soteriológico de su vida, como se proclamará en el cántico más adelante: «porque fuiste degollado y rescataste para Dios con tu sangre a hombres de toda raza...» (v.9s). El Cordero degollado (5,5-7) Uno de los ancianos, y no un ángel, es quien consuela al vidente. Son los ancianos los que llevan la oración a Dios y son ellos los que traen la respuesta de parte de Dios. Son parte de este pueblo de vencedores que ya han participado de la victoria y saben de lo que hablan. Su mensaje es elocuente, porque antes de hablar de Cristo exponen lo que ha hecho: «No llores, ha vencido» (v.5), proclamando de este modo un tema fundamental en el Apoc. Recordemos el final de la carta a la iglesia de Laodicea (3,21), en que se asocia la victoria de los cristianos a la de Cristo. ¿Quién es este vencedor? Es «el león de Judá, la raíz de David... un cordero». Las imágenes se multiplican y se superponen. Pero recordemos, una vez más, que las imágenes no son para visualizarlas sino para entenderlas en el contexto del AT y de la literatura apocalíptica. De no ser así, no entenderemos la contradicción aparente entre león, cordero y pastor, como será llamado más adelante (7,17). La respuesta de una manera más directa sería: el mesías anunciado, que es Cristo, es ese vencedor. Juan prefería las imágenes, por la evocación y la riqueza de sentidos teológicos que éstas encierran. Con la superposición de títulos tomados del AT el autor identificó a Cristo con el Rey Mesías que ha venido, ha cumplido las Escrituras y «ha vencido». El título «león de Judá» está tomado de Gén 49,9, y «raíz de David» de Isa 11,10, dos pasajes clásicos de la expectación mesiánica judía, por ejemplo, en Qumrán21. Con ellos se expresaba la esperanza de un mesías guerrero y conquistador de las naciones, y el texto de Isa 11,10s habla de la reunificación de Israel de entre las naciones. Y todo esto ha llegado a su cumplimiento en el mesías que los cristianos confiesan, Jesucristo. La imagen del león como poder destructor es frecuente en el AT22. Pero paradójicamente el león es el cordero. Y, con este contraste de imágenes, Juan aportó su originalidad para hablar del mesianismo de Jesús, no con el poder o con la fuerza de la guerra, sino con la entrega de su vida. Juan veía a Cristo como plenitud del AT, pero lo veía sobre todo como Cordero, haciendo de este símbolo uno de los principales, si no el principal de todo el Apoc. ¿Qué implica esta designación de Cristo como Cordero? Es verdad que lo que espontáneamente se nos ocurre, por ser más conocido, es la asociación con el cordero pascual o con Isa

53. Cristo sería el siervo y el cordero, quien con su sangre nos ha rescatado. El tema del éxodo, del rescate y de la sangre no están ciertamente ausentes de este capítulo y Juan podía pensar en todo eso a la vez. Pero creemos que lo que más se subraya es que «ha vencido»: está de pie y tiene «siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios enviados a la tierra entera» (5,6; cf. 1,4), es decir, la plenitud del poder (cuernos) y del conocimiento (ojos) sobre «toda la tierra». Juan, en fidelidad a la tradición apocalíptica de su tiempo, estaría asociando el Cordero y la realeza y, de este modo, adelanta el contenido del libro, que no sería otra cosa sino la implantación del Reino haciendo efectiva su victoria23. En Apoc. 17,12-14, los cuernos son reyes y se le da al Cordero el título de «Señor de señores y Rey de reyes». Por eso el Cordero está de pie, signo de victoria, aunque ha sido degollado. La muerte es ya victoria; la Pascua es el momento en que Dios ha puesto en evidencia el triunfo de la vida sobre la muerte. La palabra traducida por «degollado» (esphagmenon) se traduce a veces por «sacrificado», pero su sacrificio no es cultual sino profano, en un gesto de solidaridad con todos los sacrificados en la historia de los hombres. Por eso su presencia ilumina nuestra historia de violencia y de muerte. Tenemos aquí la paradoja escandalosa del evangelio proclamado en la muerte y resurrección de Jesús. Se trata de una victoria desde abajo, desde las víctimas y la solidaridad con ellas, pues Él mismo es una de ellas. La aclamación universal (5,8-14) Siendo el mesías anunciado realizador del designio de Dios, el Cordero puede tomar el libro de la mano derecha del que está sentado en el trono (v.7), que es la mano del poder y la autoridad (cf. 1,16; 2,1). La solemnidad de esta toma de posesión está resaltada por un gesto: los seres vivientes y los ancianos caen ante su presencia y cantan porque la historia de la salvación ha llegado a su momento de plenitud y de claridad. El Cordero, por haber sido degollado, tiene el derecho y el poder de abrir los secretos de la historia y de reivindicar a todas las víctimas que ha habido en ella. El Cordero toma el rollo, vale decir, toma en sus manos el poder y el destino de los pueblos. Pero lo que el vidente describió no es tanto una liturgia cuanto una ceremonia de entronización y toma de poder, reconocido por los cuatro vivientes, los 24 ancianos y los millares de ángeles y también por toda la creación. Una multitud inmensa de «toda raza y lengua y pueblo y nación» se une en el cántico nuevo de la liberación que canta la actuación del Cordero en la historia24. Los ancianos tienen en sus manos «copas doradas llenas de incienso», imagen que sugiere un clima cultual. Pero Juan aclaró enseguida que ese incienso son «las oraciones de los santos» (v.8), expresando de esta forma una convicción que desarrollará más tarde: que la oración de los hombres y el clamor de los pobres llega hasta el cielo. Los ancianos, y a ellos se unirá toda la creación, cantan «un cántico nuevo» (v.9s), que más tarde se identifica como cántico de Moisés y cántico del Cordero (15,3). La expresión «cántico nuevo» está llena de resonancias del AT, especialmente los salmos en los que se celebra la intervención de Dios y la realeza de Dios. El salmo 98 es especialmente significativo: «Canten al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas; el Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia» (cf. también Sal 33,3; 40,4; 96,1; 144,9; 149,1). Pero tal vez era la invitación de Isa 42,10 la que Juan tenía en mente. Como sea, es una invitación a cantar por lo nuevo que el Señor está ya realizando en la historia, que es un nuevo éxodo (Isa 42,9; 43,18s). Podemos decir que cántico nuevo, éxodo y realeza de Dios van juntos. Por eso, aunque no se cite literalmente el cántico de Moisés del Éxodo, lo central es que «el Señor reina por siempre» (Ex 15,18). Y reina a través del Cordero, porque en él se reconoce la presencia de la novedad que Dios ofrece a los hombres. El tema de lo «nuevo» es explicitado al final del Apoc., si bien todo el libro, y sobre todo los himnos, es celebración de la presencia de la novedad que salva y da vida en esta historia de muerte. La liberación obrada por el Cordero hace triunfadores a los cristianos, pero no triunfalistas. El recuerdo de la sangre y del Cordero degollado nos remite a la cruz en la que Jesús, víctima de los poderosos de la tierra, realiza el designio liberador del Padre. La iglesia de triunfadores será tal si es capaz también ella de asumir el mismo camino. La corte celestial canta la solidaridad del Cordero con las víctimas de la historia y su entronización junto al trono de Dios, porque eso lo hace «digno de tomar el libro y de abrir sus sellos: porque fuiste degollado y rescataste...» (v.9). Indudablemente, el Éxodo está en el trasfondo como imagen profética que apunta hacia Cristo. Este cántico es «nuevo», pues aclama confesionalmente la redención por Cristo y su universalidad: «adquiriste para Dios hombres de toda raza y lengua y pueblo y nación». Estas cuatro categorías antropológicas aparecen juntas siete veces en todo el Apoc.25. Con ellas Juan sugería la universalidad de la liberación obrada por Cristo, en abierto contraste con la liberación del éxodo de Egipto. Allí Israel fue elegido de entre todos los pueblos de la tierra para ser propiedad de Dios (Ex 19,5). Aquí se dice que el pueblo de Dios lo constituye «toda raza y lengua y pueblo y nación». En claro paralelo con el Cordero, en 13,7 se dirá que a la Bestia también se le dio poder «sobre toda raza y pueblo y lengua y nación». De este modo la fórmula adelanta desde ahora el conflicto central del Apoc.: la cuestión del poder y del señorío sobre el mundo26. Citando una vez más Ex 19,5-6, la obra de la liberación se concreta en que «los hiciste para nuestro Dios un reino y sacerdotes, y reinarán sobre la tierra» (v.10). No es lo sacerdotal lo que el autor destacaba sino lo real, es decir, el triunfo, porque constituirán «un reino» y «reinarán sobre la tierra». La originalidad consiste en asociar sacerdocio y realeza, vale decir, culto e historia. El cántico nuevo expresa una dimensión de lo que somos, la celebración y la proclamación litúrgica, pero sobre todo

anuncia la tarea que consiste en vivir lo que somos por gracia. Es la vida misma de rescatados y de vencedores la que proclama la obra del Cordero. Por eso creemos que Juan no pensaba en recintos sagrados con ceremonias especiales, sino en la historia donde los salvados extienden la victoria del Cordero. El servicio a los hombres haciendo triunfar la vida y el reino de Cristo, ¡ese es su servicio sacerdotal! Al final, sin templo y sin sacerdocio, «reinarán por los siglos» (22,5)27. Por eso no le falta razón a E. Schüssler Fiorenza en reclamar para esta liberación, inspirada sin duda alguna en el Éxodo, no sólo la dimensión espiritual sino también la social, la económica y la política.28 Si el trono es el símbolo central del Apoc., el problema de fondo es de justicia y de poder, y los títulos dados a Cristo en la aclamación en 5,12 tienen connotación religiosa y política en un contexto en que los emperadores eran aclamados como dioses. Cualquier oyente contemporáneo de Juan que escuchara la frase «digno es el Cordero de recibir el poder y riqueza y sabiduría y fuerza y honor y gloria y alabanza» (5,12) pensaría que se estaba desafiando a la figura más venerada del mundo romano, el emperador. Son atributos que exigen devoción y lealtad. Y llegamos al colmo de la provocación si a eso se añade que el así venerado ha sido una persona crucificada por la autoridad romana, bajo Poncio Pilato. ¿Será que el César tiene un competidor? El autor está insinuando el drama central del libro, que la comunidad liberada celebra en su culto y vive en su vida. Desde ahora podría adelantarse el cántico de 11,15: «el reinado sobre el mundo ha venido a ser de nuestro Señor y de su mesías». Cristo es el mesías por ser león de Judá y raíz de David. El capítulo concluye con una aclamación universal, a modo de síntesis, a Dios y al Cordero, quien no sólo ha recibido el libro sellado sino «la alabanza, el honor, la gloria y el poder» que corresponden sólo a Dios (v.13). Al encomendarle el libro al Cordero, el autor estaba indicando que el sentido y el curso de la historia están en relación directa con el Cordero, es decir, con la fidelidad a su camino, y no al camino imperial... cuyo recorrido estará bajo la determinación de Dios. La escena del cap. 5 representa la búsqueda por el sentido de la historia, historia que el cristiano sabe que está bajo el control de Dios. Y la Iglesia que sufre hostilidades y persecuciones puede saberse solidarizada por todos aquellos que en los cielos cantan ya al Cordero, presentándole «las oraciones de los santos» sobre la tierra. 2. Los siete sellos (6,1-7,17) 6 1Y vi cuando el Cordero abrió uno de los siete sellos, y oí a uno de los cuatro seres vivientes que decía como con voz de trueno: «Ven.» 2Y miré, y he aquí [que apareció] un caballo blanco, y el que lo montaba llevaba un arco, y le fue dada una corona y salió vencedor y para vencer. 3Y cuando abrió el segundo sello oí al segundo ser viviente que decía: «Ven.» 4Y salió otro caballo, rojo, y al que lo montaba se le dio el poder de quitar la paz de la tierra y de hacer que se degollaran unos a otros, y se le dio una gran espada. 5Y

cuando abrió el tercer sello oí al tercer ser viviente que decía: «Ven.» Y miré, y he aquí [que apareció] un caballo negro, y el que lo montaba tenía una balanza en la mano. 6Y oí como una voz en medio de los cuatro seres vivientes que decía: «Una medida de trigo por un denario, y tres medidas de cebada por un denario, pero el aceite y el vino no los dañes.» 7Y cuando abrió el cuarto sello oí la voz del cuarto ser viviente que decía: «Ven.» 8Y miré, y he aquí [que apareció] un caballo bayo, y el que montaba sobre él tenía por nombre la Peste, y le acompañaba el Hades. Les fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra para matar con espada y con hambre y con peste y con fieras de la tierra. 9Y cuando abrió el quinto sello vi al pie del altar las almas de los degollados por causa de la palabra de Dios y del testimonio que mantuvieron. 10Y clamaron con gran voz, diciendo: «¿Hasta cuándo, oh Soberano, santo y veraz, estarás sin juzgar y sin vengar nuestra sangre de los que moran sobre la tierra?» 11Y se les dio a cada uno una túnica blanca, y se les dijo que estuvieran tranquilos todavía un poco de tiempo, hasta que se completase [el número de] sus consiervos y [de] sus hermanos, que iban a ser muertos como ellos. 12Y vi cuando abrió el sexto sello: sobrevino un gran terremoto, y el sol se volvió negro como un tejido de crin y la luna, toda ella se volvió como de sangre, 13y los astros del cielo cayeron sobre la tierra, como una higuera sacudida por fuerte viento deja caer sus brevas. 14Y el cielo fue retirado como un rollo que se enrolla, y todo monte e isla fueron removidos de su lugar. 15Y los reyes de la tierra y los magnates y los jefes militares y los ricos y los poderosos, y todo esclavo y libre, se ocultaron en las cavernas y en las rocas de los montes. 16Y dicen a los montes y a las rocas: «Caigan sobre nosotros y ocúltennos de la presencia del que está sentado sobre el trono y de la ira del Cordero.» 17Porque llegó el gran día de su ira y ¿quién puede mantenerse en pie?

7 1Después de esto vi a cuatro ángeles de pie sobre los cuatro ángulos de la tierra, que retenían los cuatro vientos de la tierra para que no soplara viento alguno sobre la tierra, ni sobre el mar, ni sobre ningún árbol. 2Y vi a otro ángel que subía de la parte del oriente y que tenía el sello de Dios vivo. Y gritó con gran voz a los cuatro ángeles a quienes fue dado poder para dañar a la tierra y al mar, 3diciendo: «No dañen ni a la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que hayamos sellado en sus frentes a los siervos de nuestro Dios.» 4Y oí el número de los sellados: ciento cuarenta y cuatro mil sellados de todas las tribus de los hijos de Israel. 5De la tribu de Judá, doce mil sellados; de la tribu de Rubén, doce mil; de la tribu de Gad, doce mil; 6de la tribu de Aser, doce mil; de la tribu de Neftalí, doce mil; de la tribu de Manasés, doce mil; 7de la tribu de Simeón, doce mil; de la tribu de Leví, doce mil; de la tribu de Isacar, doce mil; 8de la tribu de

Zabulón, doce mil; de la tribu de José, doce mil; de la tribu de Benjamín, doce mil sellados. 9Después de esto miré, y he aquí [que apareció] una muchedumbre inmensa que nadie podía contar, de toda nación y tribus y pueblos y lenguas, que estaban de pie ante el trono y ante el Cordero, vestidos de túnicas blancas, y con palmas en las manos, 10y gritan con gran voz, diciendo: «La salvación se debe a nuestro Dios, al que está sentado en el trono, y al Cordero.» 11Y

todos los ángeles estaban de pie alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro seres vivientes, y se postraron ante el trono y adoraron a Dios 12diciendo: «Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fortaleza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén.» 13Y

uno de los ancianos respondió diciéndome: «Estos que están vestidos de túnicas blancas, ¿quiénes son y de dónde vinieron?» le dije: «Señor mío, tú lo sabes.» Y me dijo: «Estos son los que vienen de la gran tribulación y lavaron sus vestidos y los blanquearon en la sangre del Cordero. 15Por eso están ante el trono de Dios, y le dan culto día y noche en su santuario, y el que está sentado en el trono extenderá su tienda sobre ellos. 16No tendrán ya más hambre ni tendrán ya más sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno, 17porque el Cordero que está en medio del trono los apacentará y los guiará a fuentes de aguas de vida; y enjugará Dios toda lágrima de sus ojos.» 14Yo

El Cordero y su capacidad de abrir los sellos (5,5.9) es el punto de enlace entre lo que precede y lo que viene a continuación, la apertura de los siete sellos. En ella el único agente es el Cordero, aunque se nota también la presencia de los cuatro seres vivientes de la visión inaugural. El libro sellado no contiene sólo información, sino que incluye su ejecución. Es por eso que no lo podía abrir nadie más que Jesucristo, el ejecutor del plan de Dios para la historia. Para Juan, la apertura de los sellos era parte de la visión, es decir, el desarrollo del libro está comprendido en esta visión inaugural. Al llegar a este punto, la apertura de los sellos del libro, los estudiosos a menudo parecen olvidarse que estamos ante un símbolo (el libro sellado) y no ante una realidad física. Ya antes ha aparecido el libro de la vida (3,5), pero lo importante no es si hay o no hay libro. La realidad es que no hay tal libro, como tampoco hay árbol de la vida (2,7; 21,2.14); hay vida definitivamente asegurada. Por tanto, no hay por qué preguntar de qué libro se trata y qué hay dentro, si el contenido del libro es lo que viene después de la apertura de los sellos o si éstos forman también el contenido del libro. Sería tan fuera de lugar como preguntar qué color tiene el pelo del león de Judá que acaba de ver el autor. Para ilustrarnos, recordemos el poema de César Vallejo «España, aparta de mí este cáliz». No debemos preguntarnos de qué cáliz se trata y que hay dentro, porque simplemente no es literal, sino figurado. En el poema, como en el Apoc., puede haber niveles de significación: la guerra española, la guerra en general, el mal en el mundo, y la esperanza y la solidaridad del poeta. Eso mismo tenemos en el Apoc. Leer el libro o abrir los sellos es como «leer los signos de los tiempos» o «leer las cartas», donde no hay nada que leer porque no es un texto literalmente escrito. Sin embargo, mediante ese lenguaje simbólico se expresa la capacidad profética de ver y descifrar el misterio de la historia humana a la luz del misterio de Dios. Se trata de ver en profundidad, porque se ve desde Dios -y desde las víctimas, como veremos. En las fuerzas destructoras de la historia veía Juan, como buen profeta, los signos del juicio de Dios, un juicio que tendrá una doble faceta: la condena del mal y de los malvados y la salvación de su pueblo. La historia está en sus manos. Él la controla y la salva. A la luz de estas aclaraciones podremos entender mejor el septenario de los sellos y estaremos también preparados para la sugerencia de R. Bauckham, de que el libro de estos capítulos puede ser el mismo libro del cap. 10 «cuando llegue a su término el designio secreto de Dios, como lo anunció a sus siervos los profetas» (10,7)29. Efectivamente, podría ser el mismo libro (el mismo designio), pero visto desde diferentes ángulos. Son siete sellos y forman una unidad entre sí. Pero, más conocidos son los cuatro jinetes del Apoc., correspondientes a los cuatro primeros sellos, porque la historia los ha hecho famosos por su alta capacidad evocadora, deshaciendo así la unidad del septenario e ignorando la centralidad del quinto sello, que es la clave de la escena y de todo el libro, pues en ella se lanza un poderoso clamor por la justicia que Dios escucha.30 La respuesta a este clamor será la actuación de Dios en el resto del libro. Si en los caps. 4 y 5 estábamos ante el trono de Dios en el cielo, con la apertura de los sellos entramos en la historia de los hombres. Podemos adelantar que, aunque los sellos se abren uno detrás de otro, no se refieren a acontecimientos (desgracias y catástrofes) que van a suceder uno tras otro. Es la realidad vista de diferentes ángulos, pero todos tiene algo en común, porque se trata de obras hechas por los hombres que implican responsabilidad humana. Los cuatro jinetes del Apocalipsis (6,1-8) La unidad de los cuatro jinetes está dada por ser una fuerte crítica sociopolítica a la ideología de la Pax Romana. Está sintetizada en el v.8b en base a Ezeq 14,21. Como afirma Schüssler Fiorenza, «los cuatro primeros sellos no presentan una secuencia de acontecimientos sino que revelan y subrayan la verdadera naturaleza del poder y del gobierno romanos»31. El mal que se siente en la historia tiene un triunfo aparente, pero es Dios quien lo controla y lo juzga. Esto, dicho en términos genéricos y abstractos, lo dice Juan mediante imágenes y símbolos. ¿Qué hay detrás de ellos? No olvidemos que el autor no veía caballos que son símbolossino la historia real de los hombres en visión profética. La escena de los cuatro caballos ha sido construida hábil y libremente por Juan sobre el trasfondo de textos de Ezequiel

(5,12; 14,21), de Zacarías (1,8-10; 6,1-7) y de referencias a la historia de su tiempo. Son convocados por los cuatro vivientes que rodean el trono de Dios y enviados a toda la tierra (6,1). Las posibles referencias y los detalles no son todos claros para nosotros. El profeta vidente entronca aquí con los profetas del AT (de los que toma la imagen), lo que aparentemente podrían ser fuerzas desbocadas, pero que están al servicio del juicio de Dios y bajo su control. Recordemos que Juan no escribe historia o reportajes sino una profecía que juzga desde el trono de Dios la historia en el Imperio romano. Tras la apertura de cada uno de los cuatro primeros sellos, uno de los cuatro «seres vivientes» le dice a Juan: «¡ven!», para acto seguido ver un caballo de un color simbólico determinado y alguien montado sobre él, a quien se le entrega algo en particular, que es un atributo de su misión. En el mundo simbólico de estas visiones es inútil preguntarse de dónde vienen o hacia dónde precisamente van esos jinetes. Los cuatro cuadros son representaciones figuradas de calamidades asociadas con el fin de los tiempos: guerras, hambruna, pestes. El primer jinete es claramente un vencedor, por el color blanco del caballo, por la corona que lleva y porque «marcha victorioso para vencer». Muchos autores se han visto tentados de identificar este caballo y jinete con el que aparece en 19,11, que es ciertamente Cristo. Pero resulta un poco extraño romper la unidad de los sellos al mezclar a Cristo con los otros sellos, que son de juicio, y al imaginar que el mismo que abre los sellos es el que aparece cabalgando en este primer sello. No basta el color blanco para la identificación, porque a la Bestia se le da también poder para vencer (11,7; 13,7). ¿No estará el autor insinuando un paralelo (lo hará varias veces en el libro) con el verdadero vencedor y juez de la historia que aparecerá en el cap. 19? Hasta ese momento final puede ser que haya otros vencedores, pero la victoria definitiva es de Cristo32. Las características de este jinete son sobre todo militares. Los arcos y las flechas son instrumentos de la justicia de Dios (Hab 3,8s; Dt 32,41s) y esto parece ser este jinete que sale «para vencer». Tal vez Juan estaba pensando en el imperio de los partos (cf. 9,13s; 16,12) como amenaza para el imperio romano (eran famosos por sus caballos blancos y fueron siempre una preocupación para Roma),33 o simplemente en el talante arrollador de las conquistas del imperio. En efecto, este jinete con rasgos muy concretos podría representar lo que nosotros designamos con un término abstracto: el imperialismo, al que se asocian sucesivamente los otros jinetes. Representaría entonces el triunfo aparente de las fuerzas del mal en la historia, salvajes y desbocadas. Bastaría recordar la crítica que el historiador Tácito pone en boca de Calgacus de Bretaña contra Agrícola: son «devastadores del mundo porque despojar, desollar y robar, a estas cosas las llaman imperio; lo convierten todo en desolación y lo llaman paz» (Vit. Agric. 30,3s). El segundo jinete, por todos los símbolos que le acompañan, significa claramente la guerra y la violencia en la historia: «se le dio poder de quitar la paz a la tierra y hacer que los hombres se degüellen unos a otros» (6,4), realidad que no ha perdido nada de su actualidad ni de su crueldad con el paso del tiempo. El color rojo del caballo está a tono con el contexto. Según Isa 27,1; 34,3-8, Dios castigará a las naciones con su «espada grande». No podemos acallar el hecho de que la imagen de este jinete evoca el negocio escandaloso y asesino del armamentismo: hace que los hombres se degüellen. Por eso decimos que Juan no anuncia acontecimientos futuros sino realidades siempre presentes en el mundo34. En la realidad es frecuente la asociación entre el primero y el segundo jinete. Las fuerzas del mal actúan en connivencia. Sobre el tercer jinete están de acuerdo los comentaristas en que representa el hambre, pero el hambre producida, planificada. Por eso el jinete lleva una balanza como objeto que sirve para medir y controlar. Con razón se le ha llamado a este sello «símbolo de la injusticia social»35. ¿Se inspiraba Juan en Joel 1,10-12, en que se dice que «hasta el gozo de los hombres se ha secado» por la desolación y el hambre? No es imposible. El color negro denota fatalidad. En medio de los cuatro seres vivientes se alza una voz (¿de admiración, de protesta?) diciendo el precio del trigo y de la cebada, elementos básicos de la alimentación del pueblo. Un denario era el jornal por todo un día de trabajo. Lo que se puede comprar apenas basta para un solo hombre ese día; son precios ocho veces mayores que los fijados por el Senado romano y dieciséis veces más altos que el precio del trigo en Sicilia36. La orden de no dañar el aceite y el vino (v.6), productos muy cotizados, según algunos comentaristas alude a un decreto de Domiciano el año 92 para las provincias de Asia Menor, ordenando arrancar «por lo menos la mitad de los viñedos» en esa provincia, para reemplazarlos por cultivos de trigo y cebada, decreto que luego revocó para evitar levantamientos de los agricultores. Pero más allá de las referencias históricas tenemos la realidad siempre actual y escandalosa del hambre producida por el uso de los alimentos y el control de sus precios como arma política. De ello habla elocuentemente, en nuestros días, el capítulo titulado «La planificación de la escasez», en el libro de S. George, Cómo muere la otra mitad del mundo37. En lugar de identificar al cuarto jinete con algún emblema, es reconocido por su nombre, «la muerte (o peste)». Lo acompaña un personaje simbólico: «el hades», residencia de los muertos. Su color bayo, verde amarillento, simboliza la muerte (color de cadáver, característico de la peste). Este es una especie de recapitulación de los anteriores y la consecuencia de ellos (notar el paso al plural en v.8b: «les fue dada potestad...»). El autor parece haberse inspirado en Ez 5,16-17 ó 14,21, donde se mencionan también el hambre, la peste, la espada y las fieras salvajes: el reino de la muerte. Es digno de notarse el contraste entre el primer jinete «nacido para vencer» (v2) y el cuarto con el nombre emblemático de «Muerte» (v.8). Tal vez se indica el modo propio de vencer matando («se le dio poder para matar» del v.8).

El quinto sello (6,9-11) Una de las señales de la cercanía del fin de los tiempos es la persecución y los sufrimientos de los elegidos. De esto habla el quinto sello. Si bien los cuatro jinetes forman una unidad, el quinto sello está íntimamente ligado a ellos, porque en él se presenta a las víctimas del mundo de la violencia desencadenada por los cuatro jinetes. A este sello podríamos darle el título «el clamor de las víctimas». Si bien no representa una escena aislada, es uno de los momentos centrales en el Apoc. y una de las claves para entenderlo 38 . El clamor es una oración, la única oración de petición en el Apoc., y cumple la función de los himnos en otras escenas, es decir, dar la explicación de lo que está pasando. Es un clamor en forma de desafío a Dios: «oh soberano, santo y veraz, ¿hasta cuándo postergarás el juicio de los habitantes de la tierra y la venganza de nuestra sangre?» (v.10). Es una exclamación chocante, dura, incluso poco cristiana, pero no es venganza sino justicia lo que se pide cara a los «habitantes de la tierra». Nos recuerda invariablemente «la sangre de Abel que clama al cielo» (Gén 4,10). La expresión «habitantes de la tierra», que ya apareció en 3,10, designa a los enemigos del pueblo de Dios; es una frase típicamente apocalíptica que aparece frecuentemente en este libro39. Juan ve con vida «las almas» de los que habían sido degollados, como el Cordero, y las ve junto al altar de Dios. Es decir, están en lugar privilegiado junto a Dios, porque son objeto especial de su preocupación. Juan va a usar más adelante la palabra altar (thusiasterion) para significar que los momentos descritos posteriormente son la respuesta al desafío que esta oración de las víctimas lanza a Dios (8,3-5; 9,13; 14,18; 16,7). No cabe duda de que se trata, en primer lugar, de los cristianos que han arriesgado su vida por la fidelidad al evangelio (v.9). Pero su oración «¿hasta cuándo, Señor?», que hace eco a algunos salmos40, y la referencia al «ser degollados», como el Cordero, nos permite alargar el sentido para incluir entre ellos a todas las víctimas de la historia (cf. 18,24), cuya sangre lanza un desafío a la soberanía de Dios y su capacidad de salvar. La angustiosa interpelación, con sabor a interjección, «¿hasta cuándo...?”, no tiene otra función que poner de relieve, por un lado, lo dramático de la situación y, por otro lado, que es Dios quien soberanamente fija el día del juicio -verdad que reaparece una y otra vez en el Apoc. El Apoc. es la respuesta a la pregunta de los degollados: «¿hasta cuándo?», y será una especie de escenificación de la frase en Ezequiel: «Aquí estoy contra ti para hacer justicia en ti» (Ez 5,8). Pero se da también una respuesta inmediata en la escena que comentamos: un vestido blanco como garantía de la victoria, y una palabra de espera confiada hasta que se cumpla el designio de Dios sobre los hombres, hasta que se complete el número de los muertos. Se trata de un «tiempo breve», tiempo de la fidelidad martirial como Jesús y a Jesús el testigo fiel. Más allá de la aparente paz del imperio, garantizada para todos los ciudadanos, están otras fuerzas que Dios maneja y que desestabilizan el imperio juzgándolo. Las plagas, no siempre fáciles de interpretar, son vistas por la tradición apocalíptica como señales precursoras del fin y del juicio de Dios. El Apoc. será una clarificación progresiva de este juicio. La historia continúa y el clamor de las víctimas también. Entre las conclusiones de la tercera conferencia general del episcopado latinoamericano en Puebla (1979) encontramos el siguiente texto, que parece hacer eco del grito de las víctimas en este quinto sello: «desde el seno de los diversos países del continente está subiendo hasta el cielo un clamor cada vez más tumultuoso e impresionante. Es el grito de un pueblo que sufre y que demanda justicia, libertad, respeto a los derechos fundamentales del hombre y de los pueblos. La conferencia de Medellín apuntaba ya, hace poco más de diez años, la comprobación de este hecho: «Un sordo clamor brota de millones de hombres, pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte». Al conmemorarse el cincuentenario del final de la segunda guerra mundial, el Papa dijo en su mensaje que «la Iglesia escucha el clamor de las víctimas. Son muchas las voces que se levantan en el cincuentenario del final de la Segunda Guerra Mundial, tratando de superar la división entre vencedores y vencidos. Por su parte, la Iglesia se pone a la escucha del grito de todas las víctimas. Es un grito que ayuda a comprender mejor el escándalo de aquel conflicto que duró seis años. Es un grito que invita a reflexionar sobre lo que eso ha significado para toda la humanidad. Es un grito que constituye una denuncia de las ideologías que nos llevaron a esa atroz catástrofe. Como cristianos nos sentimos particularmente golpeados al considerar que la monstruosidad de aquella guerra se manifestó en un continente que se gloriaba de un especial florecimiento de cultura y civilización; en el continente que ha permanecido más tiempo bajo la irradiación del evangelio y de la iglesia»41. El clamor pudo haber parecido sordo en ese entonces, decían los obispos de Latinoamérica, pero hoy es “claro, creciente, impetuoso y, en ocasiones, amenazante”. El desarrollo del Apoc. demostrará que Dios no es sordo a ese clamor y pondrá de manifiesto, frente al poder de sembrar muerte del imperio, el poder de escuchar el clamor y dar la vida que tiene el Cordero. El autor invita a sus oyentes a una ética de la confianza y de la resistencia. El sexto sello (6,12-17) El sexto sello revela la primera reacción de Dios al clamor de las víctimas: la indignación de Dios y del Cordero ante el atropello de la vida: «Ha llegado el gran día de su ira» (v.17). Para ilustrarlo, Juan recurre a metáforas y, en una descripción

impresionante y sobrecogedora, representa la reacción del universo ante el gran día de la ira del Cordero. Dios se siente indignado y furioso por el clamor que llega a sus oídos. El gran terremoto, el sol que se oscurece, la luna que se tiñe de sangre, los astros que caen, los cielos o los montes que huyen (v.13s) son imágenes comunes en la literatura apocalíptica y sirven para anunciar la teofanía o venida de Dios como guerrero o como juez. Según la concepción semita del mundo, las tres luminarias (sol, luna y estrellas) son las que gobiernan el orden del cosmos; las partes más firmes de la tierra, los montes e islas, son extensiones de los pilares que sostienen la tierra firme, que estaba rodeada de agua. Todos esos seísmos pintan un cuadro de remoción de la creación, propio del día del juicio al mundo42. Es el clásico tema de los profetas calificado como «el día de Yavé», día de juicio, del cual nadie puede huir (v.17, cf. Joel 2,11). Probablemente nuestro autor se inspiró en textos como Joel 2,10; 3,4; Isa 30,3; 34,4; Os 10,8. Porque Dios viene indignado y como juez, se tambalea sobre todo la seguridad de los poderosos, los responsables de las víctimas. Juan enumera siete grupos de personas (v.15, como en 19,17), en los que pretende incluir la sociedad entera, desde los reyes hasta los esclavos. Pero la ira estará dirigida principalmente contra los que arruinan y destruyen la tierra (11,18). La traducción literal de la palabra orgués por la «ira (o cólera) de Dios» puede, a veces, chocar nuestra sensibilidad, ante la imagen de un Dios violento. Pero la realidad es muchas veces más cruel y ante ella la sensibilidad humana no puede reaccionar sino con indignación43. El Cordero, animal pacífico, aparece con una ira irresistible, porque cuando la injusticia se hace intolerable la indignación es un imperativo (8,5; 11,18; 14,10; 16,19; 19,15). De este modo, el sexto sello es el inicio de la respuesta de Dios al grito del quinto sello, ante tanta vida frustrada y tanta sangre derramada en la historia (11,18; 16,5s; 18,24; 20,4ss). La ira expresa la indignación de Dios ante el mal y su voluntad de intervenir para recobrar la vida de los suyos, como intervino para reivindicar la vida del Cordero. La multitud de salvados (cap. 7) Entre el sexto sello y la apertura del séptimo se intercala un compás de espera como respuesta a la pregunta de la humanidad: «¿quién podrá resistir el día de la ira?» (6,17). Hasta ahora parecía no haber escapatoria del juicio divino para los vivientes de este mundo. Puesto que esto no es así, antes de romper el último sello Juan presenta ampliamente, con reflejos de la visión del trono de Dios, una doble visión reaseguradora para la Iglesia, una situada en la tierra y la otra en la corte celestial. Recordemos que en todas estas presentaciones visuales no se trata de una secuencia lógica, sino de una grandiosa visión en diferentes paneles. Está a punto de desencadenarse el gran día de la ira de Dios y del Cordero, pero son los servidores de Dios, los ángeles encargados de proteger la tierra, los que proponen este compás de espera para marcar a los elegidos de Dios. El Apoc. conoce el ángel del fuego (14,18) y el ángel de las aguas (16,5). Aquí serían los ángeles de los vientos, como una forma de expresar el señorío de Dios sobre la naturaleza (Sal 104,4). El contexto es de universalidad: cuatro ángeles para los cuatro vientos de los cuatro ángulos de la tierra (7,1), es decir, de todas las direcciones, porque de todas las regiones de la tierra van a ser los sellados. Al dar ahora el número de los elegidos, los que pueden resistir seguros porque están marcados con el sello del Dios vivo, se empalma con 6,11, que hablaba de «completar» el número de los testigos y de los mártires. Uno de los ángeles trae el sello del Dios vivo y los marcados son sellados para la vida. Con la imagen del sello el autor probablemente estaba aludiendo a Ez 9,4-7, con un contexto similar, en que el profeta debe sellar en la frente a los que desaprueban la injusticia de la ciudad condenada para no ser puestos a muerte por Dios44. El sello es imagen de salvación porque, por él, los hombres son propiedad de Dios y están bajo su protección (cf. 3,12; 9,4). La suerte de los marcados está ya asegurada para siempre. Más adelante se dirá que la marca es el nombre mismo del Cordero y de Dios (14,1). El número de sellados, 144.000, resultante de multiplicar 12 x 12 x 1.000, es número simbólico. La cifra doce designa a Israel en sus doce tribus (7,4ss), y también denota perfección (cf. 4,4); la cifra mil denota gran cantidad. Por tanto, es expresión de la totalidad y de la universalidad de la salvación: la gran multitud (1.000) que constituye la Israel (12) perfecta (12)45. Si bien expresa la plenitud del nuevo Israel, está abierto a las naciones, pues son los «rescatados de la tierra» (14,3) de «toda raza, pueblo y nación» (5,9). Esa universalidad de los elegidos está confirmada por lo que Juan ve a continuación: «una muchedumbre inmensa que nadie podía contar, de toda nación y tribus y pueblos y lenguas» (v.9) que proclama con voz poderosa la salvación (v.10; cf. 12,10). Una verdadera comunidad sin fronteras de «los que vienen de la gran tribulación» (v.14), pero han salido airosos de ella, han triunfado al mantenerse fieles al camino del Cordero, por eso llevan «vestiduras blancas y palmas en las manos» y están «de pie delante del trono» (v.9). El ángel explica que éstos son los que «han blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero», es decir, son vencedores y su victoria es la participación en la victoria del Cordero degollado, razón por la que le dan culto al que «está sentado en el trono» (v.14s). Entre la tribulación y la persecución se va tejiendo el vestido de la novia (19,7). La «tribulación» (thlipsis) no se reduce a persecuciones; es un término asociado al final de los tiempos, que iría acompañado de todo tipo de hostigación, opresión, sea política, religiosa o socio-económica. Le ha sido impuesta por el poder opresor, el Imperio, que los hizo sufrir, «blanquear sus vestidos...». Ahora bien, el acento no está en el juicio divino, sino en la victoria de Dios, que es el otro lado de una única medalla. El

acento está en el triunfo de la justicia y de la salvación que está sólo en Dios. Por eso este díptico concluye con cánticos triunfales. En efecto, recordándonos los cánticos de alabanza a Dios y al Cordero en el cap. 5, esta vez hallamos cánticos primero en boca de la muchedumbre de triunfantes (v.10) y luego en boca del resto de la corte celestial (v.12). Ésta ya fue presentada en la gran visión del trono. Aquí, como en 5,12 (referido al Cordero), proclaman siete atributos de Dios. Estos cánticos reafirman solemnemente la soberanía de Dios y garantizan la victoria a los que la reconocen en sus vidas siguiendo al Cordero hasta la muerte. En efecto, la celebración del triunfo es una liturgia y una proclamación de que «la salvación (la victoria) pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono y al Cordero» (v.10). La misma expresión, que la salvación pertenece a Dios, la encontramos en 12,10 y en 19,1 y allí se dan las razones de tal afirmación: porque Satanás ha sido derribado, los mártires han vencido y la prostituta ha sido condenada. La salvación es ya una realidad. Pero a partir del v.15, donde Juan da una descripción de esa salvación, súbitamente puso los verbos en futuro porque, en cierto modo, estaba adelantando los acontecimientos que describiría más tarde. Lo hizo sobre todo al hablar del Dios que ha puesto su tienda entre los suyos (v.15). Se anticipaba ya la visión final de la nueva Jerusalén, con la única diferencia de que en ella ya no habrá templo (21,22). El pueblo de Dios está en marcha y es guiado y pastoreado por el Cordero (Isa 49,10; Sal 23). Los últimos versos de este capítulo son una resonancia clara de Isa 49,10 y 25,8, leídos a la luz de Cristo: «no tendrán ya más hambre... porque el Cordero... los apacentará y los guiará a fuentes de agua de vida» (v.16s). En síntesis, este capítulo responde a la pregunta final del capítulo anterior: ¿quien podrá subsistir? El cristiano, sellado y protegido, puede enfrentar sereno la prueba porque el Señor camina delante de su Iglesia guiándola a la fuente de la vida, que está junto a Dios y al Cordero. El mismo Señor, como Cordero degollado, le ha mostrado el camino del testimonio fiel hasta las últimas consecuencias. Por todo ello, por un lado, no hay razón para que los que sufren injustamente hostigamientos y persecuciones por seguir el camino del Cordero caigan en desesperanzas. Los que le son fieles hasta el final gozarán de «fuentes de aguas de vida», y Dios «les enjugará toda lágrima» (v.17). Por otro lado, la comunidad debe recordar que no hay salvación fuera de «el que está sentado en el trono y el Cordero» (10). 3. Las siete trompetas (8,1-11,19) 8 1Y cuando abrió el séptimo sello hubo un silencio en el cielo como de media hora. 2Y vi a los siete ángeles que están de pie ante Dios. Y les fueron dadas siete trompetas. 3Y

vino otro ángel y se puso en pie, junto al altar, con un incensario dorado. Y se le dio gran cantidad de incienso para que lo ofreciese con las oraciones de todos los santos, sobre el altar de oro que está delante del trono. 4Y el humo del incienso con las oraciones de los santos subió de la mano del ángel en presencia de Dios. 5Y tomó el ángel el incensario y lo llenó con fuego del altar y lo arrojó sobre la tierra. Y hubo truenos y voces y relámpagos y terremoto. 6Y los siete ángeles que tenían las siete trompetas se prepararon para tocarlas. 7Y tocó el primero la trompeta. Y hubo granizada y fuego mezclados con sangre, y fueron arrojados sobre la tierra. Y quedó abrasada la tercera parte de la tierra, y abrasada la tercera parte de los árboles, y abrasada toda hierba verde. 8Y

el segundo ángel tocó la trompeta. Y algo así como una gran montaña ardiendo en llamas fue arrojado al mar. Y la tercera parte del mar se convirtió en sangre, 9y murió la tercera parte de los seres creados que viven en el mar, y la tercera parte de las naves fue destruida. 10Y el tercer ángel tocó la trompeta. Y cayó del cielo una gran estrella ardiendo como una antorcha, y cayó sobre la tercera parte de los ríos y sobre las fuentes de las aguas. 11Y el nombre de la estrella es el de «Ajenjo». Y la tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo, y muchos hombres murieron por las aguas, porque se habían vuelto amargas. 12Y el cuarto ángel tocó la trompeta. Y fue golpeada la tercera parte del sol y la tercera parte de la luna y la tercera parte de las estrellas, de modo que se oscureció la tercera parte de ellos, y el día no brilló en su tercera parte, y otro tanto la noche. 13Y

miré, y oí a un águila que volaba en lo más alto del cielo decir con gran voz: «¡Ay, ay, ay de los que habitan sobre la tierra, por causa de los restantes toques de trompeta, de los tres ángeles que están para tocarla!» 9 1Y el quinto ángel tocó la trompeta. Y vi una estrella que había caído del cielo a la tierra, y le había sido dada la llave del pozo del abismo. 2Y abrió el pozo del abismo, y subió del pozo una humareda como la humareda de un gran horno, y se oscureció el sol y el aire por el humo del pozo. 3Y del humo salieron langostas sobre la tierra, y les fue dada potestad como la potestad que tienen los escorpiones de la tierra. 4Y se les dijo que no dañasen la hierba de la tierra ni verdura alguna ni árbol alguno, sino sólo a los hombres que no tienen el sello de Dios sobre sus frentes. 5Y les fue dado [poder], no para que los matasen, sino para que los atormentasen por cinco meses. Y su

tormento era como tormento de escorpión cuando pica al hombre. 6Y en aquellos días buscarán los hombres la muerte y no la encontrarán; y desearán morir y la muerte huirá de ellos. 7Y la apariencia de las langostas era como de caballos preparados para la guerra, y tenían sobre sus cabezas como coronas que parecían de oro, y sus rostros eran como rostros humanos, 8y tenían cabellos como cabellos de mujer, y sus dientes eran como de león, 9y llevaban corazas como corazas de hierro, y el ruido de sus alas era como ruido de carros de muchos caballos que corren a la guerra, 10y tienen colas semejantes a escorpiones y aguijones, y en sus colas está su poder de dañar a los hombres por cinco meses. 11Tienen sobre sí por rey al ángel del abismo. Su nombre en hebreo es Abaddón, y en griego tiene el nombre Apollíon. 12El primer ¡ay! ya pasó. Todavía vienen dos ¡ayes! después de esto. 13Y el sexto ángel tocó la trompeta. Y oí una voz que salía de las cuatro esquinas del altar de oro que está delante de Dios, 14que decía al sexto ángel que tenía la trompeta: «Suelta a los cuatro ángeles que están atados junto al gran río Eufrates.» 15Y fueron soltados los cuatro ángeles que estaban preparados para aquella hora y día y mes y año, para que mataran a la tercera parte de la humanidad. 16Y el número de las tropas de caballería era de dos miríadas de miríadas. Yo oí su número. 17Y así vi los caballos en la visión, y a los que montaban en ellos, los cuales tenían corazas [de color] de fuego y de jacinto y de azufre; y las cabezas de los caballos eran como cabezas de león, y de sus bocas sale fuego y humo y azufre. 18Por estas tres plagas murió la tercera parte de la humanidad, por el fuego y el humo y el azufre que salía de sus bocas. 19Pues el poder de los caballos está en su boca y en sus colas, porque sus colas son semejantes a serpientes, tienen cabezas y con ellas dañan. 20El resto de la humanidad, los que no fueron exterminados por estas plagas, no se arrepintieron de las obras de sus manos, de modo que no dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro y de plata y de bronce y de piedra y de madera, que no pueden ver ni oír ni andar. 21Y no se arrepintieron de sus asesinatos, ni de sus maleficios, ni de su fornicación, ni de sus robos.

10 1Y vi otro ángel poderoso bajando del cielo envuelto en una nube, y [tenía] sobre su cabeza el arcoiris y su rostro era como el sol y sus piernas como columnas de fuego. 2Y tenía en la mano un librito abierto. Y puso el pie derecho sobre el mar y el izquierdo sobre la tierra; 3y gritó con gran voz, como ruge el león. Cuando gritó, dieron siete truenos su propio estampido. 4Y cuando hablaron los siete truenos, iba yo a escribir, y oí una voz del cielo que decía: «Sella las cosas que hablaron los siete truenos y no las escribas.» 5Y el ángel que yo había visto de pie sobre el mar y sobre la tierra, levantó al cielo su mano derecha. 6Y juró por el que vive por los siglos de los siglos, el que creó el cielo y lo que en él hay, y la tierra y lo que en ella hay, y el mar y lo que en él hay, que no habrá más tiempo, 7sino que en los días de la voz del séptimo ángel, cuando vaya a tocar su trompeta, se habrá completado (llegado a su término) el misterio (designio secreto) de Dios, como anunció a sus siervos, los profetas. 8Y la voz que había oído del cielo hablaba de nuevo conmigo, y decía: «Anda, toma el librito que tiene abierto en la mano el ángel que está de pie sobre el mar y sobre la tierra.» 9Y me fui al ángel, diciéndole que me diera el librito. Y me dice: «Toma y devóralo; amargará tu vientre, pero en tu boca será dulce como miel.» 10Y tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré, y era en mi boca dulce como la miel, pero cuando lo hube comido, se me amargó el vientre. 11Y me dicen: «Tienes que profetizar de nuevo sobre pueblos y naciones y lenguas y reyes numerosos.»

11 1Y se me dio una caña semejante a una vara y se me dijo: «Levántate y mide el santuario de Dios y el altar y a los que en él adoran. 2El atrio exterior del templo déjalo aparte y no lo midas, porque ha sido entregado a los gentiles, y pisotearán la ciudad santa durante cuarenta y dos meses. 3Y encargaré a mis dos testigos que profeticen durante mil doscientos sesenta días, vestidos de tela burda. 4Estos son los dos olivos y los dos candelabros que están puestos ante el Señor de la tierra. 5Y si alguno los quiere dañar, sale fuego de la boca de ellos y devora a sus enemigos. Y si alguno quisiera dañarlos, tendrá que morir así. 6Estos tienen el poder de cerrar el cielo para que no caiga lluvia durante los días de su [ministerio] profético, y tienen poder sobre las aguas para convertirlas en sangre y para herir la tierra con cualquier plaga cuantas veces quieran. 7Y cuando acaben su testimonio, la bestia que sube del abismo les hará la guerra y los vencerá y los matará. 8Y sus cadáveres estarán en la plaza de la gran ciudad que simbólicamente se llama Sodoma y Egipto, donde también su Señor fue crucificado. 9Y gentes de los pueblos y tribus y lenguas y naciones contemplan sus cadáveres por tres días y medio, y no permiten colocar sus cuerpos en un sepulcro. 10Y los habitantes de la tierra se alegran por ellos y se regocijan y se enviarán mutuos regalos, porque estos dos profetas atormentaron a los habitantes de la tierra.» 11Y después de los tres días y medio un espíritu de vida procedente de Dios penetró en ellos y se pusieron en pie, y un gran temor cayó sobre quienes los contemplaban. 12Y oyeron una gran voz del cielo que les decía: «Suban acá.» Y subieron al cielo en la nube y los contemplaron sus enemigos. 13Y en aquella hora se produjo un gran terremoto y se derrumbó la décima parte de la ciudad, y murieron por el terremoto siete mil personas; y los demás quedaron aterrados y dieron gloria al Dios del cielo. 14El 15Y

segundo ¡ay! ya pasó. El tercer ¡ay! viene en seguida.

el séptimo ángel tocó la trompeta. Y hubo grandes voces en el cielo que decían: «El reinado sobre el mundo ha pasado a ser de nuestro Señor y de su Mesías, y él reinará por los siglos de los siglos.» 16Y los veinticuatro ancianos, los que están sentados en sus tronos ante Dios, se postraron en tierra y adoraron a Dios 17diciendo: «Te damos gracias, Señor, Dios, todopoderoso, el que es y el que era, porque has recobrado tu gran poder, y has comenzado a reinar. 18Las naciones se habían airado, pero llegó tu ira y el tiempo a los muertos de ser juzgados, y de dar la recompensa a tus siervos,

los profetas, y a los santos y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes, y de destruir a los que destruyen la tierra.» 19Y se abrió el santuario de Dios que está en el cielo y apareció el arca de su alianza en su santuario. Y hubo relámpagos y voces y truenos y terremoto y una gran granizada.

El séptimo sello se abre a un nuevo septenario: las siete trompetas, a las que precede una escena de transición que es clave para la comprensión de lo que sigue. Al incluir las trompetas dentro del séptimo sello (8,1s), Juan invita a no ver una sucesión de acontecimientos sino un único acontecimiento que es el objeto de la única visión: la victoria de Dios en Cristo y el juicio sobre la historia de los hombres para salvarla. Al prologar la serie de las trompetas con la escena litúrgica que la precede (v.3-5), quería subrayar la íntima relación entre lo que sucede en la historia y lo que sucede en el cielo: comienza la respuesta divina a la oración de las víctimas. La escena comienza con una constatación: «un silencio de media hora en el cielo» acompaña la apertura de este último sello. El silencio en el AT preanuncia la manifestación de Dios (Hab 2,20; Zac 2,17; Sof 1,7). El texto de Sof 1,7 podría ser significativo, pues dice: «¡Silencio en presencia del Señor!, que se acerca el día del Señor». Pero notemos que el silencio de esta escena es en el cielo, no en la tierra. ¿Qué significa este silencio del cielo? Para comprenderlo habrá que relacionarlo con la liturgia que sigue y con las tradiciones judías. El trasfondo del silencio resaltará la escena litúrgica que sigue, en la que el ángel quema incienso ante el altar. Como en 5,8, el incienso es símbolo de las oraciones que suben hasta Dios (Sal 141,2), las oraciones, las súplicas de todos los santos que suben ante el trono de Dios. El mensaje de la historia es que «el cielo debe callar para que las oraciones de los santos puedan ser escuchadas, y el juicio final sucede como respuesta a ellas»46. El contenido de esa oración no es sino el anhelo por la instauración del reinado definitivo y universal de Dios, como explicitará el himno de 11,15. Hay una íntima relación entre silencio, incienso, oración y trompetas. Por eso, la escena que se describe es más profética que litúrgica, pues Juan parece inspirarse en Ez 10,2-6, escena de juicio, en que otro ángel coge brasas de fuego del carro de la gloria de Dios y las arroja contra la ciudad. El contraste es manifiesto entre el gesto litúrgico de ofrecer incienso presentando las oraciones a Dios en medio de un silencio impresionante y amenazador, y el gesto poco litúrgico del ángel arrojando sobre la tierra el incensario y el fuego del altar y reforzado por los truenos y el terremoto. La imagen empalma con la de 6,10-11, pero expresa con más fuerza la indignación divina por lo que sucede en la tierra. Las trompetas son la respuesta a las oraciones de los santos y expresión de la ira divina, reforzada por «truenos, estampidos y relámpagos y un terremoto» (8,5). «Dios ¿no hará justicia a sus elegidos si ellos le gritan día y noche?» (Lc 18,7). Se desencadena la tormenta a través de las trompetas. Es importante también recordar el significado de la trompeta en la tradición judía y en la liturgia (shofar)47. La trompeta era instrumento militar que convoca o proclama, pero era también instrumento litúrgico para proclamar la realeza de Dios (Sal 47,6); evoca las teofanías (Ex 19,16-19) y reúne al pueblo para las solemnidades (Jl 2,15). Filón de Alejandría llamaba a la fiesta del año nuevo la «fiesta de las trompetas», en el curso de la cual se rezaba la siguiente bendición: «Dios nuestro y Dios de nuestros padres, haz sonar la trompeta de nuestra liberación». Fiesta, juicio y salvación están asociados a las trompetas. Dos textos en particular son elocuentes: Lev 25,9-10, que ordena proclamar al son de trompeta el año santo de la liberación, y Jos 6,4s, en que siete toques de trompetas anuncian la guerra y la caída de Jericó. Es necesario evocar este trasfondo para entender el septenario de trompetas. Por eso decimos que las siete trompetas forman una unidad y todas ellas apuntan a la séptima, cuando se acabe el plazo y se consume el designio de Dios (10,7). Un designio de salvación, en que el Mesías asume el poder y empieza a reinar sobre el mundo (11,15-17), y de juicio «para destruir a los que destruyen la tierra» (11,18). El juicio a Babilonia es la mejor expresión de esto. El resto del Apoc. describe este único acontecimiento a pesar de la multitud de escenas que Juan va a presentar. Esta sección se puede dividir en cinco momentos: - Las cuatro primeras trompetas (8,7-12) - Quinta trompeta y primer «ay» (8,13-9,12) - Sexta trompeta y segundo «ay» (9,13-21) - La comunidad de profetas y de testigos (10,1-11) los dos testigos (11,1-14) - Séptima trompeta, tercer «ay» (11,15-19). Las cuatro primeras trompetas (8,7-12) Un ángel, tocando la primera trompeta, señala el comienzo del juicio de Dios. Las siete forman una unidad, pero el autor coloca una división (v.13) entre las cuatro primeras y las tres últimas, como observamos también con los siete sellos. Las cuatro

primeras tienen como trasfondo las plagas de Egipto, expresión de la justicia de Dios contra el imperio opresor, el de Egipto o el de turno (Ex 9,24; 10,21). El contexto claro es el del éxodo, juicio y liberación. Las plagas de las cuatro primeras trompetas, como los cuatro primeros sellos, afectan al ambiente en que vive el hombre (la tierra, el mar, los ríos, los astros), pero en dos de ellas se menciona la sangre, aunque no se diga que se daña a los hombres. La primera plaga recuerda la séptima de Egipto, que Juan parece citar parcialmente (Ex 9,24); la segunda y la tercera trompeta evocan la primera plaga de Egipto (Ex 7,20s)48, y la cuarta trompeta trae a la mente la novena plaga de Egipto (Ex 10,21s). Juan aludirá a las plagas de Egipto también en el cap. 16. En contraste con la serie de los cuatro primeros sellos, donde el castigo afecta a «la cuarta parte de la tierra» (6,8), la proporción del castigo ha aumentado a «la tercera parte de la tierra (del mar, de los ríos, de la luna)», pero en estas plagas se salva todavía más de lo que se pierde. Posiblemente Juan se inspiró en Ez 5,1ss o Zac 13,8s, donde la mencionada destrucción es de «terceras partes». Puesto que no es total la destrucción, todavía no es el fin mismo, con lo que se encierra una implícita invitación a la conversión, como antaño al Faraón. En efecto, los hombres no son tocados y en 9,20.21 se da claramente a entender que esa era la finalidad de las plagas, invitar a la conversión, aunque, como en Egipto, también aquí el corazón de los hombres se endurece y no se convierte. Por eso las cuatro trompetas desembocan en la visión anticipatoria de los tres «ay» (8,13) anunciados por un águila. Esta «águila que vuela en lo más alto del cielo» es un problema para los comentadores. Anteriormente, en 4,7 se indicó que «el cuarto ser viviente es semejante a un águila en vuelo», por lo que se trataría de un mensajero de Dios situado en el zenit, desde donde domina la creación (cf. 19,17). En efecto, en 14,6 la misma descripción se da para un ángel -debemos recordar que estamos tratando con lenguaje simbólico. Éste anuncia calamidades a los habitantes de la tierra, asociadas al toque de las tres trompetas restantes: «ay, ay, ay...». La expresión «¡ay!» denota desgracia, maldición. El triple «ay» corresponde a las tres visiones siguientes y anticipa su sentido. Así lo explicita al final de la quinta trompeta (9,12) y de la sexta (11,14), integrando en ella los caps. 10 y 11. Quinta trompeta y primer «ay» (8,13-9,12) La quinta trompeta coincide con el primer «ay» (9,12) y el autor le dedica más atención que a las anteriores. Se dice explícitamente a las langostas de esta visión que no dañen a la hierba o a los árboles sino a los hombres que no tienen el sello de Dios (v.4). La humanidad está dividida en dos grandes bloques, los sellados por Dios y «los que habitan sobre la tierra», término que designa a los impíos (cf. 3,10; 11,10; 13,12.14; 17,2.8). En 8,10 Juan vio caer una estrella, aquí ve una estrella caída, pero curiosamente parece animada y personificada, porque se le da la llave del pozo del abismo. Esa imagen evoca un ángel tenebroso, responsable de las calamidades en el mundo; es un símbolo con el que se expresa una realidad teológica, no un acontecimiento o una realidad física. Detrás de las calamidades el autor ve a Satanás, pero sobre todo el juicio de Dios, porque Satanás es ángel caído (cf. 12,9). Del «pozo del abismo» salen las langostas, símbolo de la invasión extranjera y del poder político-militar para la tradición profética en la que el autor se inspira, particularmente Joel 1-249. Puesto que «el abismo» es una clara antítesis de los cielos, el lugar de Satanás (cf. v.11; 11,17; 17,8; 20,1s), es evidente que Juan estaba diciendo que el origen de las langostas invasoras y destructoras está en los dominios de Satanás, llamado «exterminador» (v.11). Al hablar de langostas se evoca también el contexto del éxodo, como en las trompetas precedentes, particularmente la octava plaga (Ex 10,4s). Las langostas no son para ser imaginadas, pues tienen corona de oro y rostro humano (v.7) y están aparejadas para la guerra, con coraza de hierro sobre el pecho (v.9) y sin compasión alguna ante la violencia. El lenguaje es netamente metafórico, no literal: no estamos ante un reportaje de lo que realmente Juan vio y hubiera sido posible fotografiar. En esta elocuente visión, que es más bien un grandioso cuadro al estilo de Joel, conformado por imágenes y símbolos evocadores, podemos ver claramente el tipo de realidad y de lenguaje del que se trata. Y ésta es una visión (lo que Juan dice haber visto), igual que todas las demás del Apoc. En la descripción de las langostas predomina su carácter guerrero-militar. Siembran desolación y muerte, pues son como un ejército aparejado para la guerra (v.7.9). La desesperación de los hombres los lleva a buscar inútilmente la manera de escapar con la muerte. Las langostas están a las órdenes de un rey cuyo nombre lo dice todo: «en hebreo Abaddón, y en griego Apollíon», que significa exterminador (v.11)50. Su misión es atormentar, no matar, a «los que no tienen el sello de Dios sobre sus frentes» (v.4s). Sexta trompeta y segundo «ay» (9,13-21) Con el toque de la sexta trompeta se desata el segundo «ay» (v.12), que incluirá catástrofes aún más temibles que las anteriores, pues provocarán la muerte de «la tercera parte de la humanidad» (v.15.18). El autor nos sugiere entroncar el toque de esta trompeta con la escena litúrgica descrita en 8,1-5 donde se hablaba del altar del incienso, porque una vez más se nos sugiere que las trompetas son parte de la respuesta de Dios a las oraciones de los santos. De ese altar, donde habían sido depositadas las oraciones, sale la voz anónima que da la orden51. En contraste con 7,1-3, en que

se retenía a los ángeles para no dañar la tierra ni a los elegidos, se da ahora la orden de soltar a estos cuatro ángeles «para matar... la tercera parte de la humanidad» (v.15). ¿Es que están atados? Aunque no conozcamos su identidad, sabemos que son ángeles, es decir, mensajeros e instrumentos de Dios en el juicio. Pero es Dios quien controla y señala los límites, tanto del tiempo («la hora, el día, el mes y el año», v.15), como de las personas («la tercera parte»). El Eufrates, donde están los cuatro ángeles (v.15), no sólo es nombre geográfico de un río, es sobre todo indicación de una frontera y de una amenaza de invasión (vea Isa 7,20; 8,7s). Es el río que atraviesa Babilonia. Aparecerá de nuevo en la sexta copa (16,12), donde se dice expresamente que se «deja preparado el camino a los reyes que vienen del Oriente» para la gran batalla final (16,14). El imperio mira con horror al Oriente, más allá del Eufrates, donde están los amenazadores partos que causaron más de un problema a Roma. Juan los trasciende y los ve como signos del fin; subraya el peligro y la amenaza diciendo el número de los jinetes: «doscientos millones» (v.16). Pero tampoco aquí se trata de figuras reales sino simbólicas, en las que predomina el fuego, el humo, el azufre, el veneno y la muerte. Es aviso premonitorio que invita a la conversión, a reconocer la soberanía absoluta de Dios con el consecuente abandono de la idolatría y sus secuelas. Sin embargo, dos veces se constata que, a pesar de todos los avisos, que incluyen las plagas precedentes, los hombres no se arrepintieron «de las obras de sus manos, de modo que no dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro...» (9,20), es decir, de la idolatría; «no se arrepintieron de sus crímenes, de sus maleficios, de su fornicación, ni de sus rapiñas» (9,21), es decir, de la idolatría del poder. Esto será tema en el cap. 13. No podemos leer estas escenas sin pensar en nuestro mundo. Plagas hoy también provienen de nuestra soberbia: la destrucción de la ecología, la contaminación ambiental, enfermedades nunca antes vistas, xenofobias asesinas, etc. ¿Qué no se hace o destruye por dinero, el dios mamón? Se destruye masivamente por ahorrar dinero o enriquecerse más; se fabrican armas cada vez más sofisticadas y «se fabrican» guerras para mover la industria más onerosa de todas. El sistema económico «neoliberal» esclaviza y anula la persona en aras del sistema... Mucho se viene escribiendo al respecto, por lo que nos basta con invitar a la reflexión, llegados a este punto del Apoc.52. La comunidad de profetas y testigos (10,1-11,14) En este momento esperaríamos el cumplimiento del segundo «ay», que no llega hasta el 11,14, justamente antes del toque de la séptima trompeta. Al igual que entre el sexto y séptimo sello, aquí también se detiene la secuencia de los acontecimientos para hablar de algo que es central en todo el libro: la tarea profética de la Iglesia y el contexto en que ésta se desenvuelve. Es que los caps. 10 y 11 son una ampliación de la sexta trompeta, un interludio o compás de espera, si así lo queremos llamar, a condición de no considerarlos como extraños o marginales. Es más bien un momento de reflexión y de pausa para tomar conciencia de lo que se acerca y de la misión que incumbe al testigo. En el intervalo entre el sexto y séptimo sello, Juan situaba una visión que concernía a la comunidad cristiana. Ahora también estos dos capítulos tienen que ver con la misión de la Iglesia en el mundo. La unidad de las dos escenas que ahora se describen la da el tema aquí desarrollado del testimonio profético: el de Juan, el de los dos testigos y el de toda la Iglesia. La bajada del «ángel poderoso», lleno de majestad y de luz, nos dice que algo importante está por suceder. Descrito por medio de comparaciones con fenómenos astrales (nube, arcoiris, sol, fuego), y de dimensiones cósmicas, contrasta con la estrella caída de la visión anterior (9,1ss). De no ser porque jura por Dios, pensaríamos que es una descripción poética de Dios53. La presencia de este ángel recuerda la escena en 5,2, cuando otro ángel poderoso preguntaba quién podría abrir el libro. Hay un claro paralelo entre ambas escenas. Como en Dan 12,7, este ángel con un librito abierto en la mano advierte severamente, con juramento, que «se acaba el tiempo» y llega a su término el designio secreto de Dios, como lo anunció a sus siervos, los profetas (10,7). No hay duda, estamos en el tiempo final, tiempo de la profecía. Y de ser profeta se trata ahora, de hacer resonar la voz profética como el rugido de un león (v.3; Am 1,2). Los «siete truenos» que hablan, cuyo discurso Juan no debe transcribir (v.4), representan la voz divina en toda su profundidad y amplitud, pues el vidente tendrá que asimilar el mensaje (librito abierto) y profetizar, pero en sus palabras54. El ángel «tenía en la mano un librito abierto»55. Éste le es dado a Juan, no al Cordero, y está ya abierto (v.8). El énfasis en este momento no está en lo que dice el libro, sino en lo que el vidente debe hacer. Como el profeta Ezequiel, en quien la visión se inspira (Ez 2,8-3,3), Juan deberá «comer el librito», hacerlo suyo, aunque le amargue las entrañas (v.9-11). La acción profética de comer el libro expresa admirablemente la investidura profética por la que se asimila la palabra y las consecuencias que la proclamación de esa palabra puede traer al profeta56. La escena siguiente lo pondrá en evidencia. Su contenido es sustancialmente la visión del cap. 11. No se dice quién habla al profeta (una voz anónima que viene del cielo, v.4.8), pero se deja muy claro a quién debe él hablar. Hay que profetizar de nuevo «sobre muchos pueblos y naciones y lenguas y reyes» (v.11). Como ya hemos visto, la expresión «pueblos, naciones, lenguas y reyes» es una fórmula repetida en el Apoc. En ella se expresa el universalismo de la salvación y el universalismo también de la misión de la Iglesia. En la opinión de R. Bauckham, aquí está el centro del mensaje profético del Apoc.: «la razón por la que la iglesia ha sido reunida de entre las naciones (5,9; 7,9) se verá ahora que es para que proclame su testimonio a todas las naciones»57. La mención de «reyes numerosos» en este momento (v.11) marca el contexto de la nueva profecía: la confrontación del poder político, tema fundamental en capítulos siguientes. El ser profeta es peligroso para el imperio y para el profeta, porque la verdad incomoda y desestabiliza.

La escena del librito abierto subraya la misión profética del vidente ante el mundo («contra muchos pueblos y naciones y lenguas y reyes»). El cap. 11 clarificará la presencia de la profecía en el plano de la salvación y la íntima relación que hay entre ser testigo y ser profeta. Este capítulo tiene dos momentos, desiguales por su longitud, pero unidos entre sí por una información temporal dada de manera diferente58: la acción simbólica de Juan (11,1-2) y la presencia de los dos testigos (11,3-14). Es una síntesis anticipatoria de las visiones que serán ampliamente desarrolladas en el resto del Apoc. No es fácil descubrir la fuente en la que esta escena se inspira59. No viene al caso la sugerencia de que Juan se refería a una profecía sobre la destrucción del templo y de Jerusalén (v.2), que ya se había cumplido en el año 70. El templo y la ciudad están aquí por las personas, y la acción de medir, que evoca Ez 40-43 y Zac 2,5-9, denota separación de algo, aquí lo es para ser objeto de protección por pertenecer a Dios. En efecto, el templo es símbolo de la comunidad de Dios (figura que reaparecerá en el cap. 21), por eso el exterior no se medirá. Se mide «a los que en él adoran» a Dios: igual que los 144.000 sellados, éstos son protegidos por Dios60. Esa es una manera de hablar de la doble realidad de la comunidad creyente. Por un lado, una comunidad protegida, cerca de Dios y sirviéndole en su templo y, por otro, una comunidad expuesta al furor de las naciones, que «pisotearán la ciudad santa», ante las que debe dar firme testimonio y de ese modo profetizar. «Es la Iglesia de dos rostros: gloriosa, asegurada y triunfante, si se la mira a la luz del plan de Dios y de su cumplimiento; y humillada, comprometida en una lucha desigual y dolorosa, para los que sólo ven la condición de su existencia presente. Se trata de la misma Iglesia; y esta dualidad que la crucifica es parte necesaria y constitutiva de su ser»61. La escena de los dos testigos o profetas en 11,3-14 evidencia las consecuencias de esta misión para el mundo y para el profeta62. Su descripción en el v.6 es simbólica: evoca a Elías («tienen poder de cerrar el cielo para que no caiga lluvia»; 2 Re 1,10; Lc 4,25) y a Moisés (referencias a las plagas). Así como ambos aparecen juntos conversando con el mesías Jesús en la transfiguración (Mc 9,4ss), así aquí «están puestos ante el Señor de la tierra» (v.4). Juan los yuxtapuso como símbolos porque la profecía cristiana es la plenitud de la profecía del AT -Moisés era fundamentalmente profeta (vea Dt 18,18s)y el profeta suele padecer persecuciones por su papel de portavoz de Dios en una sociedad adversa -como lo vivió particularmente el profeta Elías. En el v.4 son calificados como «los dos olivos, los dos candelabros» que están ante el Señor. Son figuras sinonímicas. En 1,13.20 candelabros simbolizan la iglesia. En Zac 4, los dos restauradores del Templo después del exilio (Josué y Zorobabel) son representados como «los dos olivos», el sacerdotal y el real, binomio ya conocido (Apoc. 1,6; 5,10; 20,6); ambos son consagrados por unción con aceite de olivos. En resumen, estos dos representan a la Iglesia en su papel profético como fiel testigo de Dios y su Cristo -recordemos que tradicionalmente para ser válido un testimonio tiene que venir de dos testigos (Dt 19,15s; Jn 5,31-38). ¿En qué consiste ser profeta? Más adelante se dirá en una frase densa que «el testimonio de Jesús es el espíritu de profecía» (19,10). Ser testigo auténtico de Jesús es actuar como profeta de aquél a quien se orientan todas las profecías del AT, quien realiza lo que allí se anunciaba: el día del Señor como instauración del reinado de Dios y el juicio a sus enemigos. Ser profeta es desenmascarar la pretensión de absolutez de cualquier otro rey o reino que no reconozca la soberanía de Dios y de su Cristo. Ser profeta es dejarse llevar por el Espíritu de Jesús, que nos hace «testigos fieles» como Él, aunque haya que sellar esa profecía con el martirio. Por eso la profecía es una llamada a la conversión para la salvación, pero a la vez incomoda al gran imperio, como ya Jesús mismo, y es «un tormento para los habitantes de la tierra» (v.10), porque los confronta con sus idolatrías. Desde esta perspectiva hay que entender este capítulo, que es una escenificación del auténtico testimonio de Jesucristo, que no es otro que la profecía que debe caracterizar a la Iglesia al serle fiel a Jesucristo, y no una biografía de personajes concretos. La «ciudad» en la que se desarrolla la actividad profética también lleva un nombre simbólico y tiene rasgos de Sodoma, de Egipto, de Roma y de Jerusalén (v.8). Eso significa que es la ciudad donde reina la corrupción (como en Sodoma)63, la injusticia y la opresión (como en Egipto), ciudad que mata a los profetas que la incomodan, como mató al gran profeta de Jerusalén64. Precisamente, al recurrir a una superposición de símbolos, Juan hablaba de una ciudad abierta; sus habitantes son «habitantes de la tierra... de toda lengua y nación» (v.9). Al decir que es la ciudad «donde su Señor fue crucificado» (v.8), Juan afirmaba la solidaridad de Jesús con sus testigos y con todos los crucificados en cualquier ciudad del mundo y de la historia. Por eso a Babilonia se le pedirá cuenta de la sangre de todos los asesinados de la tierra (18,24). Por eso, quizás, el rasgo más característico de esta escena no es que se superponen símbolos y referencias a los profetas del Antiguo Testamento, sino sobre todo las referencias a Cristo para mostrar que sus siervos corren la misma suerte que él. A pesar de hablar de «la gran ciudad», todo el pasaje tiene la marca de universalidad, pues se trata de «los habitantes de la tierra, de los pueblos y razas y lenguas y naciones» (v.9). Se está cumpliendo la orden dada poco antes: «tienes que profetizar nuevamente contra muchos pueblos y naciones y lenguas y reyes» (10,11). Como consecuencia de ello, se expone a ser «crucificado» de nuevo, como antes Jesucristo. Preanunciando lo que se viene encima en este corto tiempo, aparece la «bestia que sube del abismo» (v.7), cuya actividad hostil se describirá sobre todo en los caps. 13 y 17: «les hará la guerra, los vencerá y los matará». Es curioso que se subraye más el tema de la muerte de los profetas que el de su profecía. Pero, como bien dice P. Prigent, «su derrota y su muerte no son signos del abandono de Dios. Son las marcas necesarias del tiempo de la profecía»65. Como conocemos de la historia misma, no por último de nuestra inmediata realidad, los profetas del Señor han sufrido las persecuciones sistemáticas de «la gran ciudad», han

sido deshonrados, denigrados, difamados, sin permitir que «sus cuerpos sean colocados en un sepulcro» (v.9), que antaño era la mayor deshonra y borraba la memoria de la persona. Ni qué decir que «los moradores de la tierra», los impíos, se alegran y festejan hoy como antaño de la eliminación de esos «dos profetas porque los atormentaron». Testimonios elocuentes de eso tenemos en nuestro continente, particularmente en El Salvador. Sin embargo, la muerte y los que matan no tienen la última palabra, sino el espíritu de vida que Dios envía sobre los testigos para asociarlos al triunfo de su Señor, los «pone de pie» (v.11), como los cadáveres de la visión de Ezequiel 37 (del cual cita el v.10). El «gran terremoto» que sigue, con la destrucción de «la décima parte de la ciudad» y la muerte de «siete mil personas»66, pretende ser un aviso a las naciones para que se conviertan y den gloria a Dios, razón por la que es una catástrofe parcial (v.13), y a la vez una invitación a la comunidad profética a la fidelidad confiada, aun ante las persecuciones, inclusive la muerte. Como los dos testigos, también los que «dan gloria al Dios del cielo» están protegidos y después de muertos se pondrán de pie y subirán al cielo a la vista de sus enemigos, reivindicados por su Señor (v.1112). La séptima trompeta, tercer «ay» (11,15-19) En 10,7 se decía claramente: «se ha terminado el plazo; cuando el séptimo ángel toque su trompeta llegará a su término el designio secreto de Dios, como anunció a sus siervos los profetas». Y se advirtió que «el tercer ‘ay’ viene en seguida» (v.14). En otras palabras, la Iglesia de profetas y de testigos está ya avisada sobre el plazo y sobre su misión. Suena ahora la última trompeta, pero Juan no habla de su contenido, a no ser que lo constituya el gran himno que nos hace escuchar celebrando la victoria de Dios (v.17s). El himno va precedido por una proclamación hecha por voces anónimas en el cielo (¿tal vez las voces de los cuatro vivientes?): Satanás, príncipe de este mundo, ha sido derrotado (Jn 14,30; 12,31) y el reino del mundo ha pasado a ser reino de Dios y de su Mesías. Si el autor se inspiró en Dan 7,13s, la realidad sobrepasa a la profecía y Cristo se convierte en Rey de reyes y Señor de señores (17,14; 19,16). Por eso los veinticuatro ancianos se postran y entonan esta acción de gracias: «Te damos gracias, Señor, Dios todopoderoso, porque has asumido tu gran poder y has comenzado a reinar» (v.17). Notemos el predominio de verbos en pasado y que a Dios no se le designa ya como «el que viene», como escuchamos en el primer cántico en la sala del trono (4,8), sino como «el que es y el que era», porque «ha recobrado su gran poder y ha comenzado a reinar». Su «gran poder» lo hace rey y juez del universo, para recompensar a sus siervos y destruir a los que destruyen la tierra (v.18). Está ya concentradoaquí el mensaje de lo restante del Apoc.: la ira de las naciones, por un lado, y la ira de Dios contra los que «destruyen la tierra» y recompensa de sus fieles, por otro lado. Estos cánticos nos recuerdan aquéllos en la gran sala del trono al inicio, en el cap. 5, como si constituyeran con ésos un gran arco englobante. Con la proclamación solemne de la victoria de Dios y su Mesías, y el cántico que se desencadena por parte de todos los presentes en el trono divino, se cierra una primera grandiosa parte del Apoc. En efecto, con este cántico triunfal podría darse por concluido el Apoc., pues se da por asentada la victoria final y definitiva de Dios, el «todopoderoso, el que es y el que era» (cf. 4,8)67. Ha comenzado a reinar. El último «ay» se sintetiza en pocas líneas (tan sucintamente como en 19,20-21 y 20,10): es el momento de la ira de Dios, del juicio de los muertos y la destrucción de los destructores de la tierra (v.18). Tal era la certeza del triunfo de Dios sobre «las naciones» que podía afirmarse como un hecho consumado, razón por la que emplea verbos en el tiempo pasado. Pero, después de indicado lo que se oyó, que es un anticipo, se pasa a la visión: el santuario de Dios abierto, no cerrado, y en él el arca de la alianza68. Son los signos de la fidelidad de Dios a su propósito de ser un Dios de protección y encuentro, que quiere estar en medio de los suyos. La presencia de Dios está implicada, como era tradicional en la literatura hebrea, en la conjunción de relámpagos, voces, truenos, terremoto y granizada (v.19; cf. 8,5; 16,18). Se abre el cielo, se ilumina el horizonte, llega la esperanza. El autor establece un vínculo entre esta teofanía y la del éxodo, pero también entre la séptima trompeta y las siete copas. En visión semejante se añadirá en 15,5 que se ve la tienda del testimonio donde se guardaba el arca de la alianza. 4. Conflicto y victoria (12,1-14,20) 12 1Y apareció una gran señal en el cielo: una mujer vestida del sol y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; 2y está encinta y grita por los dolores del parto y por las angustias del alumbramiento. 3Y apareció otra señal en el cielo: y he aquí [que apareció] un gran dragón de un rojo encendido, que tenía siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas, siete diademas; 4y su cola barre la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó a la tierra. Y el dragón se detuvo ante la mujer que estaba a punto de alumbrar, para devorar a su hijo cuando lo diese a luz. 5Y dio a luz un hijo varón, el que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro. Pero su hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono. 6Y la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado de parte de Dios, para ser allí alimentada por mil doscientos sesenta días. 7Y hubo una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles [se levantaron] a luchar contra el dragón. Y el dragón presentó batalla y [también] sus ángeles, 8pero no prevaleció ni hubo ya lugar para ellos en el cielo. 9Y fue arrojado el gran dragón, la antigua serpiente, el que es llamado Diablo y Satanás, el que seduce al universo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él. 10Y oí

una gran voz en el cielo que decía: «Ahora [ya] llegó la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios, y la potestad de su Mesías, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche. 11Y ellos lo han vencido por la sangre del Cordero, y por la palabra del testimonio que dieron, pues no amaron sus vidas hasta la muerte. 12Por esto, alégrense cielos, y los que moran en ellos. ¡Ay de la tierra y del mar! Porque ha bajado a ustedes el diablo, poseído de gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo». 13Cuando

el dragón se vio arrojado a la tierra, persiguió a la mujer que había dado a luz al varón. 14Y a la mujer le fueron dadas las dos alas de la gran águila para que volara al desierto, a su lugar, donde es alimentada por un tiempo y dos tiempos y medio tiempo, lejos de la presencia de la serpiente. 15Y la serpiente arrojó de su boca, detrás de la mujer, agua como un río, para hacer que el río la arrastrara. 16Pero la tierra ayudó a la mujer. Y la tierra abrió su boca y se tragó el río que el dragón había arrojado de su boca. 17Y el dragón se enfureció contra la mujer y se fue a hacer la guerra contra los demás de la descendencia de ella, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús. 18Y se situó sobre la arena del mar. 13 1Y vi subir del mar una bestia que tenía diez cuernos y siete cabezas, y sobre sus cuernos, diez diademas, y sobre sus cabezas, nombres blasfemos. 2Y la bestia que vi era semejante a una pantera, y sus patas eran como de oso, y su boca como boca de león. Y el dragón le dio su poder y su trono y gran autoridad. 3Una de sus cabezas [estaba] como herida de muerte, pero su herida mortal se había curado. Y la tierra entera, fascinada, seguía detrás de la bestia. 4Y adoraron al dragón porque había dado autoridad a la bestia; y adoraron a la bestia diciendo: «¿Quién como la bestia y quién puede hacer la guerra contra ella?» 5Y se le dio una boca que profería palabras orgullosas y blasfemas, y se le dio autoridad para actuar durante cuarenta y dos meses. 6Y abrió su boca en blasfemias contra Dios, blasfemando de su nombre y de su morada [y] los que moran en el cielo. 7Y se le permitió hacer la guerra contra los santos y vencerlos. Y se le dio autoridad sobre toda tribu y pueblo y lengua y nación. 8Y la adorarán todos los habitantes de la tierra, aquellos cuyo nombre no está escrito desde la fijación del mundo en el libro de la vida del Cordero degollado. 9Quien tenga oídos, oiga. 10Si alguno está [destinado] a cautividad, a cautividad vaya; si alguno está [destinado] a ser muerto a espada, a espada muera. Aquí están la constancia y la fidelidad de los santos. 11Y vi subir de la tierra otra bestia que tenía dos cuernos semejantes a los de un cordero y hablaba como dragón. 12Y ejerce toda la autoridad de la primera bestia en presencia de ella, y hace que la tierra y sus habitantes adoren a la primera bestia, aquella cuya herida mortal fue curada. 13Y obra grandes prodigios, hasta hacer bajar fuego del cielo a la tierra en presencia de los hombres; 14y seduce a los que habitan sobre la tierra con los prodigios que le fue dado obrar en presencia de la bestia, diciendo a los que habitan sobre la tierra que hicieran una imagen en honor de la bestia, la que tiene la herida de la espada y revivió. 15Y se le concedió infundir espíritu en la imagen de la bestia para que incluso hablara la imagen de la bestia e hiciera que fuesen muertos cuantos no adoraran la imagen de la bestia. 16Y hace que a todos, los pequeños y los grandes, los ricos y los pobres, los libres y los esclavos, se les ponga una marca en su mano derecha o en su frente, 17y que nadie pueda comprar ni vender, sino el que tenga la marca, el nombre de la bestia o la cifra de su nombre. 18¡Aquí

está la sabiduría! El que tenga inteligencia calcule la cifra de la bestia, pues es cifra de un hombre, y su cifra es seiscientos sesenta y seis. 14 1Y vi, y he aquí [que apareció] el Cordero parado sobre el monte Sión, y con él ciento cuarenta y cuatro mil que tenían su nombre y el nombre de su Padre escrito en sus frentes. 2Y oí una voz del cielo como voz de muchas aguas y como voz de gran trueno, y la voz que oí [era] como de citaristas que tocan sus cítaras. 3Y cantan un cántico nuevo ante el trono y ante los cuatro seres vivientes y los ancianos, y nadie podía aprender el cántico sino aquellos ciento cuarenta y cuatro mil, los rescatados de la tierra. 4Estos son los que no se contaminaron con mujeres, pues son vírgenes; éstos [son] los que siguen al Cordero adondequiera que va. Estos fueron rescatados de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero, 5y en su boca no se halló mentira. Son intachables. 6Y vi a otro ángel, que volaba por lo más alto del cielo, que tenía un evangelio eterno para anunciarlo a los habitantes de la tierra, a toda nación y tribu y lengua y pueblo, 7que decía con gran voz: «Teman a Dios y denle gloria, porque ha llegado la hora de su juicio, y adoren al que hizo el cielo y la tierra y el mar y los manantiales de aguas». 8Y otro ángel, el segundo, siguió, diciendo: «Cayó, cayó Babilonia la grande, la que dio a beber del vino de su apasionada lujuria a todas las naciones». 9Y otro ángel, el tercero, los siguió, diciendo con gran voz: «Si alguno adora la bestia y su imagen y recibe su marca en su frente o en su mano, 10él también beberá del vino del furor de Dios, vino puro, concentrado, en la copa de su ira. Y será atormentado con fuego y azufre en presencia de los ángeles santos y en presencia del Cordero. 11Y el humo de su tormento sube por los siglos de los siglos. Y no tienen reposo ni de día ni de noche los que adoran la bestia y su imagen, y los que reciben la marca de su nombre». 12¡Aquí está la constancia de los santos, los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús! 13Y oí una voz del cielo que decía: «Escribe: ‘Bienaventurados los muertos que desde ahora mueren en el Señor.’ Sí, dice el Espíritu, que descansen de sus fatigas, pues sus obras los siguen».

14Y vi, y he aquí [que apareció] una nube blanca, y sobre la nube sentado uno semejante a hijo de hombre, que tenía sobre la cabeza una corona dorada y en la mano una hoz afilada. 15Y salió otro ángel del santuario gritando con gran voz al que estaba sentado sobre la nube: «Mete tu hoz y siega, pues ha llegado la hora de segar, porque se secó la mies de la tierra». 16Y el que estaba sentado sobre la nube metió la hoz sobre la tierra, y la tierra quedó segada. 17Y

salió otro ángel del santuario que está en el cielo, teniendo también él una podadera afilada.

18Y

salió del altar otro ángel, que tenía potestad sobre el fuego, y gritó con gran voz al que tenía la podadera afilada, diciendo: «Mete tu podadera afilada y vendimia los racimos de la viña de la tierra, porque sus uvas están en sazón». 19Y el ángel metió su podadera sobre la tierra, y vendimió la viña de la tierra, y echó las uvas en el gran lagar de la ira de Dios. 20Y fue pisado el lagar fuera de la ciudad, y del lagar salió sangre hasta alcanzar los frenos de los caballos en una distancia de mil seiscientos estadios. La séptima trompeta, en cierto modo, es ya el final, pues los hechos se presentan como sucedidos y Dios ha comenzado a reinar. Sin embargo, el comienzo del cap. 12 sugiere una cierta unidad y continuidad con lo precedente por la aparición de una fórmula nueva para introducir la visión. El anuncio en 11,19 hace las veces de puente. Juan no dice «y vi», sino «fue vista» (se dejó ver, ophthê) en 11,19 y en 12,1.3. Las alusiones cronológicas de «mil dos cientos sesenta días» (11,3; 12,6) relacionan también los caps. 11 y 12. Ahora se comienza a explicitar lo que se anunció en 11,7, cuando apareció la Bestia por primera vez y se dijo que «hará la guerra y derrotará» a la iglesia profética. Lo nuevo que marca el progreso del drama es que ahora se explicita el origen histórico y la naturaleza de la persecución última de los cristianos: el imperio romano, y el mismo Satanás que está detrás de ese imperio se ensaña contra el cristianismo por rehusar doblegarse ante él. Ciertamente hace falta mucha audacia y clarividencia de profeta para hablar de esta manera. Junto con Dios y el Mesías, el protagonista principal de esta sección va a ser el dragón, y su agente histórico, el imperio. Pero el aire que predomina es de gozo, porque es la hora de la victoria (12,10), porque se trata de un dragón vencido (12,9.10.13). Empalmando con 10,7, donde se anunciaba el final del plazo y la consumación del misterio de Dios, revelado a los profetas de Israel y proclamado por los profetas cristianos, la sección presente quiere ser una explicitación del «evangelio eterno» como buena noticia para «los habitantes de la tierra» (14,6). Este evangelio eterno tiene dos ejes: es proclamación del reinado de Dios y del Cordero, como lo expresan los cánticos intercalados (12,10 y 15,3-4), y es también proclamación de la hora de su juicio (14,7), de su ira (15,1-7) para destruir a los «que destruyen la tierra» (11,18), como anunciaba programáticamente la séptima trompeta. En medio de esos dos ejes, la comunidad, perseguida aún por poco tiempo (12,12.17; 13,7.10), puede unirse y cantar desde ahora, como primicia de la humanidad (14,4), el canto nuevo de los rescatados de la tierra (14,3), el canto de los vencedores (15,2ss). Como dato curioso encontramos en esta sección que el cielo con la tierra se entrelazan, cosa que no sucedía antes. La mujer es vista en el cielo, pero huye al desierto; el dragón, que puede barrer las estrellas con su cola, es precipitado a la tierra, y Cristo nace en la tierra, pero es arrebatado hasta Dios. Es en el cielo donde se canta la victoria, pero es en la tierra donde se la experimenta en la fidelidad de los testigos. El presente de tensión y de conflicto se ilumina por la victoria de Cristo y de los cristianos. Por eso se afirmará que «ellos lo vencieron por la sangre del Cordero» (12,11). En esta sección distinguimos las escenas siguientes, que consideraremos detenidamente: - La mujer y el dragón (12,1-17) - Las dos bestias (13,1-18) - El Cordero y sus compañeros (14,1-5) -El juicio de Dios: anuncios y figuras (14,6-20) - Interludio dramático antes de las siete plagas (15:1-4). La mujer y el dragón (12,1-17) La escena comienza en 11,19, cuando encontramos por primera vez la palabra «apareció», porque la continuidad con lo anterior es manifiesta. Como en el capítulo 11, también aquí se trata del tiempo de la profecía y del testimonio, tiempo de la prueba y de la fidelidad; un tiempo corto de «mil doscientos sesenta días» (11,3; 12,6; 13,5). Este capítulo y el siguiente desvelan en una grandiosa visión el origen de las hostilidades que vive la comunidad por parte del Imperio y de las persecuciones de las que está siendo objeto. Juan presenta tres momentos de una misma visión: la mujer y el dragón (12,1-6), la batalla en el cielo (12,7-12) y, de nuevo, la mujer y el dragón (12,13-17). Esta visión del cap. 12 da razón de la guerra contra «los que guardan los mandamientos de Dios

y mantienen el testimonio de Jesús» (v.17) y anima a la perseverancia por la seguridad de la victoria. La clave está en la escena central, en la batalla que no se describe, pero de la que se dice lo fundamental: que las huestes del dragón «no pudieron resistir, no hubo ya lugar para ellos en el cielo, y fue arrojado el gran dragón a la tierra...» (v.8s). Esta expresión se repite cuatro veces, reafirmando su derrota en el cielo -anticipo de su derrota en la tierra. Por eso el anuncio de la victoria en el desafío implícito al nombre de Miguel (en hebreo significa «¿quién como Dios?»)69, y en la proclamación del cántico que anticipa que «ha llegado la salvación y el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Mesías» (v.10). Una vez más el cántico interpreta lo que está pasando, que no es otra cosa sino la victoria de Dios, de Cristo y de los que son de Cristo: «ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos... ellos lo han vencido por la sangre del Cordero» (v.10-12). Es tal la certeza de la victoria final que el cántico la proclama como si ya fuera un hecho. Notemos que el himno de 11,15ss y el de 12,10ss tienen la misma temática y el mismo tono de certeza triunfal. Sin embargo, entre tanto la Iglesia aún enfrenta a un enemigo vencido y la vida cristiana es prueba, pero es sobre todo victoria. Es precisamente la rabia del enemigo ante la derrota la que desencadena la persecución contra el pueblo de Dios, representado en la mujer y en su descendencia. La visión de la mujer y del dragón ha despertado la imaginación de los comentaristas para descubrir las fuentes en las que el autor se ha inspirado. Las figuras de la serpiente y de la mujer y las doce estrellas y el nacimiento del hijo de la mujer son temas que encuentran paralelos en la literatura extrabíblica y que fácilmente se asocian con mitos y costumbres paganas. La imagen de la mujer que está por dar a luz a un niño se halla fresca aún en Qumrán, en 1QH 3,7-13, aludiendo a Isa 9,16 -vea también el «Apocalipsis de Adán». Recordemos que Juan hace remontar el antagonismo mujer-dragón a Gén 3,15, donde además se le dice a la mujer que dará a luz con dolores de parto. Por otro lado, se sabe que la serpiente era símbolo importante del culto de Esculapio y, al decir de algún autor, la ciudad de Pérgamo vivía «obsesionada con el símbolo de la serpiente»70, porque estaba asociada a los cultos de Esculapio, de Dionisio y de Zeus. El dragón amenazando a la mujer y al niño que nace ha sugerido a algunos el parentesco con el mito del nacimiento de Apolo. Su madre Leto huye del dragón Pitón, pero éste es muerto por el hijo, Apolo71. No se excluye la posibilidad de alusiones a esos mitos locales que los lectores podrían conocer y que, con tales alusiones, Juan pueda estar condenando los cultos idólatras paganos. En Cyme (Asia Menor) se ha encontrado una representación de Isis con el sol, la luna y las estrellas. Juan podría estar contraponiendo en el cap. 12 a modo de parodia a otra mujer. Pero la fuente de inspiración de Juan es primaria y fundamentalmente el AT y es desde ahí de donde los símbolos adquieren toda su profundidad. Ya hemos aludido a la mujer como símbolo del pueblo de Dios, pero ¿cómo llegamos a descubrir en el «signo magnífico» de la mujer el signo de la comunidad, de la Iglesia? En el campo católico hay como una instintiva tendencia a identificar a la mujer con María, empobreciendo la riqueza del signo. A pesar de las variadas propuestas de interpretación, creemos, con la mayoría de los autores, que Juan se inspira en el AT para la elaboración de esta escena, pero leído cristológicamente. Si tenemos presente que el v.17 habla de «los demás de su descendencia», los otros hijos de la mujer, está claro que se refiere a los cristianos. Ya en Gén 3,15, parte integral del trasfondo de este capítulo, Dios sentenció a la serpiente: «pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y la suya». Todo esto quiere decir que hablar de mujer significa personificar a un pueblo, como es frecuente en el AT, como también en la expresión «su descendencia». Notemos, además, que desde el inicio se advierte que se trata de «una señal (sêmeion) en el cielo» (v.1.3), es decir, apunta a una realidad que no es la señal misma. El mito de la expulsión de los ángeles malos del cielo como explicación del origen del diablo era conocido en el judaísmo (cf. 1 Henoc 6-19; 2 Henoc 29,4s; 31,3s; Jubileos 5)72. El relato de la batalla entre el dragón y Miguel, con sus respectivas huestes (v.712), tiene su origen en la mitología judía. Juan probablemente se ha inspirado en Dan 10,13-20, que presenta el enfrentamiento entre Miguel, el ángel guardián de Israel, y el «príncipe del reino de Persia». La adaptación de este mito explicaba que la victoria de Cristo sobre Satanás ya se dio en el cielo, como se canta (v.10-12), pero que éste todavía sigue activo en la tierra. Nuestro autor combina con maestría símbolos y textos bíblicos para elaborar su propia obra. La imagen mujer-pueblo es frecuente en AT73. Particularmente sugerente es el texto de Isa 66,5-9, en que se asocian la mujer que está encinta, los dolores de parto y el hijo que nace para hablar de la nueva Jerusalén. «Coronada de doce estrellas» puede ser una alusión a las doce tribus de Israel (Gen 37,9ss), que en lectura cristiana se traslada a la Iglesia, la verdadera Israel (fundada en los doce apóstoles). La imagen continúa en el NT cuando se habla de Jerusalén como «nuestra madre» (Gál 4,26). El hijo al que da a luz esta mujer es el Mesías, pero el nacimiento del que se habla no es el de Belén sino el de la mañana de Pascua: no bien nace es «arrebatado y llevado a Dios y a su trono» (v.5). Ese nacimiento es al mismo tiempo su victoria. En la comunidad cristiana, que tiene sus raíces en el Israel según la carne (Rom 1,3), nace el Mesías rey y la tarea de esa comunidad es hacer nacer al Mesías, hacer real su triunfo y la vida nueva que él ha inaugurado. Por otro lado, el dragón es también una imagen mítica tradicional del AT para hablar del poder que se opone a Dios. Pero en los profetas, sobre todo, el lenguaje mítico se historiza y pasa a significar el poder del faraón y de su imperio, el poder político histórico, enemigo del pueblo de Dios74. Lo curioso es que los profetas hablan del dragón de Egipto haciendo una relectura del éxodo para significar el nuevo éxodo de la comunidad del dominio del nuevo imperio dominante, en particular de Babilonia. Eso mismo es lo que hace ahora Juan, porque no se trata de Egipto sino de Roma, y no del éxodo de Moisés sino del éxodo de la Pascua del Mesías y de su pueblo. Esa referencia al éxodo se encuentra en el cántico, en las alas de águila que se le dan para huir, que simbolizan la rapidez de la ayuda divina (Ex 19,4), en la huida de la mujer al desierto, donde además es alimentada

(por Dios, v.14), y en la clara alusión al paso por el mar («la tierra se tragó al río», v.16). Los símbolos apuntan a lo mismo: el éxodo definitivo (la victoria) de Cristo y de su pueblo. Al ser identificado el dragón como «la serpiente antigua que seduce al universo entero» (v.9) y asociado a la mujer, se logra un doble efecto. Por un lado, se alude a la enemistad primordial entre la mujer y la serpiente de Gén 3,15. Su descripción en el v.3 evoca aquella de la cuarta bestia en Dan 7,7.20.24, donde representaba al imperio griego; las siete cabezas con diademas simbolizan la plenitud (siete) del poder, imperio universal, y los diez cuernos recuerdan Dan 7,7 (cuernos simbolizan a reyes: cf. 17,12; Dan 7,7s.20s). Se trata del conflicto definitivo entre el bien y el mal, que se universaliza para abarcar, junto con la enemistad primera del paraíso, todos los conflictos en la historia, detrás de los cuales ve el autor a Satanás como el gran instigador de todos ellos. Por otro lado, al identificar la serpiente como «diablo y Satanás»75 (v.9) se hace una nueva lectura del mito y una radicalización, pues se dice que detrás de todo imperio opresor está el diablo. Se va a la raíz del mal. Toda la furia de Satanás está detrás del imperio que arremete contra los cristianos (v.11.17). Pero ellos enfrentan confiados el combate, pues se trata de la furia de uno que tiene ya poco tiempo, pocas oportunidades (v.12). En el momento histórico en que Juan escribe, la mujer representa el pueblo del Mesías, pues es constante esta fusión en el Apoc. entre Israel y la Iglesia. Está vestida de gloria porque ya es triunfadora, y está preñada de vida, pero vida amenazada. Se trata del conflicto definitivo entre la vida y la muerte, entre la mujer y el dragón, entre la Iglesia y el imperio. Los dolores de parto son los dolores de las víctimas que, por la muerte, nacen a la vida (v.11; observe el empleo del presente verbal, que denota duración). La mujer huye al desierto (v.14, contrapuesto a la ciudad, al sistema), lugar tradicional de refugiados y perseguidos, pero también de combates decisivos entre el bien y el mal, donde el fiel cuenta definitivamente con la protección de Dios. Por esta fusión mujer-Israel-Iglesia se ha pasado, en la interpretación católica, a ver en la mujer a María, la madre de Cristo. Esta interpretación no está en primer plano en el Apoc. Históricamente nunca hubo una persecución de la madre de Jesús. Pero si seguimos la simbología del cuarto evangelio en que María es «la mujer» (Jn 2,4; 19,26), prototipo de la comunidad de fe, la interpretación no resulta tan extraña, aunque no esté en primer plano y sea fruto de una lectura más bien tipológica del texto76. El nacimiento del niño es su victoria, pues inmediatamente «fue arrebatado y llevado a Dios y a su trono» (v.5). Como vimos, este nacimiento no es el de Belén sino el de Pascua; los dolores de parto son los de «la pasión» previa a la Pascua (cf. Jn 16,21s)77. Esta concepción de la resurrección como nacimiento está reforzada por el uso que el NT hace del Salmo 2 aquí citado. El niño está destinado «a regir a todas las naciones con cetro de hierro» (v.5; Sal 2,9). El contraste es manifiesto: el hijo «es arrebatado y llevado a Dios y a su trono», aludiendo al triunfo pascual de Jesús, mientras el dragón es «arrojado a la tierra» (v.9.10.13), desfogando su rabia contra la mujer y «el resto de su descendencia» (v.17). La descendencia de la mujer, es decir la Iglesia, está llamada a afrontar victoriosamente la hostilidad del seductor del universo. «Ellos lo han vencido por la sangre del Cordero y por el testimonio que dieron, pues no amaron sus vidas hasta la muerte» (v.11). La Iglesia nace con la victoria del Testigo y de los testigos. Extraña forma de vencer, tan extraña como el «blanquear los vestidos con sangre» del Cordero (7,14). Pero verdad esperanzadora y tonificante, porque la misión de la Iglesia no es vivir obsesionada por Satanás sino por la fidelidad en proclamar con palabras y obras que la vida está ya presente en nuestro mundo de muerte. De esta forma puede unirse en la tierra a la liturgia del cielo que proclama: «ha llegado la salvación y el poderío y el reinado de nuestro Dios, y la potestad de su Mesías» (v.10). En síntesis, la mujer es personificación simbólica del pueblo elegido, que desde la venida de Jesucristo dio inicio a los tiempos mesiánicos y por eso se halla en éxodo, sufriendo los embates del seductor del mundo, porque «guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (v.17), mientras soporta los «dolores de parto» que anuncian el don de la vida (21,3s). Las dos bestias (13,1-18) Satanás no está solo ni es directamente visible; tiene sus aliados en la tierra, a donde ha sido precipitado. Con el cap. 13 entran en acción dos nuevos personajes, aliados del dragón, el primero de los cuales ya ha sido presentado en 11,7 como «la bestia que sube del abismo». Si el cap. 12 celebra la victoria de Dios y del Cordero y la caída definitiva de Satanás, el capítulo que comienza hablará de la guerra desesperada del mismo contra la descendencia de la mujer (12,17), a través de sus instrumentos, «la bestia que sube del mar» (13,1) y «la bestia que sube de la tierra» (v.11)78. Detrás de ellos se esconde una realidad histórica bien conocida para el autor y sus oyentes: el imperio romano y su pretensión de endiosamiento («¿quién como la bestia?», v.4). Queda, por tanto, descartada cualquier interpretación que identifique a las bestias con figuras que no sean del tiempo del autor. La tentación ha sido demasiado fuerte a lo largo de la historia y por eso se han hecho identificaciones absurdas: el anticristo (no sabemos quién pueda ser este personaje), el islamismo, el protestantismo, los judíos, el Papa y la Iglesia católica, el nazismo y Hitler, China y la Unión Soviética, etc. Por otro lado, la tentación de ser como Dios acecha al ser humano desde los

orígenes y la asociación de Dios con el poder ha llevado a la sacralización de imperios, llámense asirio (Isa 36,20; 10,11-13) o babilónico (Isa 14,14), o incaico o japonés, o «sagrado imperio» en el cristianismo católico, con la consiguiente violencia que han generado en la historia79. a. La primera bestia (13,1-10) La prudencia de Juan le hace hablar en clave, pero, por la descripción que hace de la primera bestia, estaríamos tentados de pensar que es una creación e instrumento del dragón. Su descripción la asemeja a la del dragón, cabezas y cuernos mencionados en orden inverso, como si fueran su reflejo. Tiene todo el poder del dragón porque éste «le dio su poder, su trono y su gran autoridad» (v.2), por eso tiene siete cabezas y diez cuernos con diez diademas, como tiene el dragón -excepto que las diademas están sobre los cuernos, en lugar de las cabezas. Está comprometida en la misma guerra contra los discípulos de Cristo ((12,17; 13,7). Por eso este capítulo y lo que en él se describe es continuación lógica del anterior. El poder de la bestia seduce a todo el mundo hasta el punto de adorarla a ella y al dragón (v.4). A esa realidad se le da un título simbólico: es una «bestia», resaltando la inhumanidad de lo que este símbolo evoca. Estamos ante una clara referencia a Daniel 7, donde se habla de cuatro bestias que salen del mar y representan cuatro imperios, enemigos de Dios y del hombre. La visión de Daniel es un juicio a esos imperios, porque siembran brutalidad y violencia en la historia. Pero, mientras Daniel habla de cuatro bestias, Juan concentra en una sola sus características: parece una pantera con patas de oso y boca de león (v.2)80. Se trata de un superimperio (diez diademas), una concentración absoluta de poder hasta el endiosamiento, exigiendo que le rindan homenaje todos los habitantes de la tierra (v.8). La asociación en el cap. 17 entre la mujer y la bestia sobre la que aquélla se sienta (con siete cabezas y diez cuernos) lleva a la identificación de la bestia con el imperio romano. Allí se aclara que los cuernos simbolizan «diez reyes» (17,12). Al estar los cuernos sobre la bestia, son súbditos suyos, como lo había sido Herodes: por eso las diademas están sobre los cuernos, no sobre las cabezas de la bestia. La cifra diez significa una gran cantidad, como mil significa una enorme cantidad. Las cabezas, a decir de 17,9, representan «siete reyes» o emperadores romanos, y llevan «nombres blasfemos» (13,1): se proclaman divinos, con títulos que sólo Dios posee. Todo el pasaje en el cap. 13, como luego en el 17, tiene por lo tanto una fuerte connotación política: trata de desenmascarar la absurda y blasfema pretensión del imperio. Se trata de la política del imperio romano elevada a la categoría de religión por el culto al emperador y la exigencia de venerar su imagen. La descripción de la bestia, así como sus atributos, no alude al imperio romano en cuanto institución política como tal, sino como Estado totalitario, cuya cabeza, el emperador, se erigió en dios y exige ser adorado81. Por eso es descrita como un animal grotescamente monstruoso. En un paralelismo antitético, Juan presenta esta escena como una burda parodia del trono del Cordero. Algunos hablan de la trinidad satánica constituida por el dragón y las dos bestias, y no les falta razón. Como el Cordero es instrumento de Dios, la bestia lo es de Satanás, el dragón. Cristo ha sido confesado como digno de recibir el honor y el poder (exousía) (5,12; 12,19) y en este capítulo cuatro veces se dice que la bestia ha recibido el poder del dragón (v.2.5.7.12). Aquí se dice que el poder de la bestia es sobre «toda raza y pueblo y lengua y nación» (v.7), como se ha dicho anteriormente del Cordero. El problema de fondo es, pues, de poder. Por eso, frente al desafío implícito en el nombre del vencedor, Miguel, nombre que significa «¿quién como Dios?», hallamos la blasfemia de todo el mundo engañado que exclama «¿quién como la bestia?» (v.4). En el colmo de la parodia se dice que una de las cabezas de la bestia «está como herida de muerte, pero su herida mortal se había curado» (v.3.12), usando el autor la misma expresión con la que presentó al Cordero en 5,6, «como degollado» (hôs esphagmenos). En otras palabras, la bestia es el antitipo y opositor del Cordero (cf. 17,14). El tema aparecerá de nuevo en 17,8. La referencia a esa cabeza es bastante puntual. El texto parece aludir a una leyenda muy difundida en el siglo primero, sobre todo en Asia Menor, que hablaba de Nerón (54-68 d.C.) «redux» (retornado). Después de la muerte de Nerón circuló la leyenda de que este emperador no había muerto (estaba «como herido de muerte») sino que había huido a Partia, donde se hizo muy apreciado, y retornaría a reclamar su trono82. Una variante en círculos apocalípticos afirmaba que Nerón murió pero volvería del mundo de los muertos para retomar su trono. Este emperador, primer perseguidor de cristianos, a quienes declaró enemigos del Estado, y notoriamente sanguinario y arrogante, encarna, mejor que nadie, la hostilidad del imperio. Por tanto, todo parece indicar que Juan estaba pensando en el dominio de la bestia (imperio) bajo el reinado de aquella cabeza «como herida de muerte», pero curada, el Nerón «redivivus», probable alusión a Domiciano (8196 d.C.). Esta identificación recurre veladamente tanto en 13,18 (666) como en 17,9s, cuando volveremos a retomar el asunto83. Observemos en el v.3 que quien está «como herida de muerte» es una de las cabezas de la bestia, es decir, un emperador, pero quien se recupera en realidad es la bestia misma, el imperio. Probablemente alude a la profunda crisis política que se desató tras la muerte de Nerón, que casi ocasiona «la muerte» del imperio como poder «sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación» (v.7), pero su recuperación se dio con la toma del poder por parte de Vespasiano, uno de cuyos hijos fue Domiciano. Era el emperador quien representaba el poder del imperio: es su cabeza visible. La percepción profética de Juan desenmascara la soberbia idolátrica del poder que siembra violencia e inhumanidad. Dos son

las acusaciones que se le hacen y la primera es consecuencia de la segunda. La primera y raíz de todo es la soberbia idólatra de creerse dios al decir de manera desafiante: «¿quién como la bestia?» (v.4). Notemos que la expresión «¿quién como tú, Señor?» expresa una convicción profunda de Israel que la Iglesia hace suya84. La consecuencia de esa soberbia es exigir una sumisión religiosa, de adoración, a los habitantes de la tierra y declarar la guerra a los que no se someten. La clarividente audacia del profeta afirma que el poder imperial y el orden que lo sostiene (la pax romana) son religión, pero de inspiración satánica. Ante esta situación, Juan hizo dos observaciones para los creyentes. La primera, que Cristo es el Señor de la vida y la asegura definitivamente para sus fieles; están inscritos en el libro de la vida que es el libro del Cordero (v.8). La segunda, que los tiempos difíciles exigen aguante y fidelidad de los cristianos: «Si alguno está destinado a cautividad, que vaya a cautividad; si alguno está destinado a ser muerto a espada, muera a espada» (v.10). La palabra aguante (perseverancia, resistencia) traduce el término griego hupomonê, que Juan usa siete veces en este libro. Junto con la fidelidad (pistis) expresa las exigencias de los que tienen que proclamar la palabra y dar testimonio. Por eso, como se dice al final de cada una de las siete cartas, «quien tenga oídos, oiga» (v.9). Estamos también aquí ante una invitación a perseverar y a vencer. b. La segunda bestia (13,11-17) La visión se completa con una segunda bestia «que viene de la tierra» -en contraste con la primera, que viene de los abismos85. Es un dragón disfrazado de cordero (v.11). Tal vez la mejor clave de interpretación la ofrece el mismo Juan cuando la identifica como «el falso profeta» (16,13), sobre el cual se advertía en el cristianismo (Mt 7,15; 24,24; 2 Tes 2,9s). ¿Por qué este nombre? Porque Juan veía en la actividad de esta bestia una actividad «religiosa» en abierta oposición a la actividad de los profetas y mártires cristianos; se trata de un sistema más que de una persona86. Por eso no interesa lo que esta bestia es sino lo que hace (el verbo hacer aparece ocho veces en estos pocos versículos). Lo que hace es con todo el poder de la primera bestia, porque está totalmente a su servicio (v.12), así como el Cordero está al servicio del proyecto de Dios. La segunda bestia está totalmente al servicio de la primera, y ésta, a su vez, al servicio de Satanás. Si la primera bestia representa el poder político y económico del imperio, la segunda representa el poder religioso e ideológico, algo así como una «teología oficial» del Estado. Es su portavoz. ¿A dónde se orienta su actividad? A «engañar a los habitantes de la tierra» (v.14) para que todos la veneren, resultando así un excelente «ministerio de la propaganda» en apoyo de la pretensión del culto imperial. Es así la «historia oficial» justificada e impuesta como única verdad, resultando una excelente arma política propia de todos los imperios totalitarios. No sólo su apariencia es engañosa (se asemeja a un cordero, v.11), sino que «obra grandes prodigios, hasta hacer bajar fuego del cielo» (v.13, en clara alusión a Elías). Como una clarificación moderna de lo que puede ser un imperialismo ideológico encontramos el nazismo y sus funestas consecuencias en la historia de la humanidad, donde no sólo tenían los campos de exterminio sino un formidable Ministerio de Propaganda que usaba desde el cine y las olimpiadas hasta el camuflaje de los campos de concentración con el lema «el trabajo hace libres». Se llegaba incluso a pensar que «Dios está con nosotros»87. Por eso el Papa, al recordar los 50 años del final de la guerra, pudo denunciar la «máquina propagandística que más allá de las armas convencionales o las armas químicas, biológicas y nucleares, recurrió a otro mortal instrumento bélico: la propaganda. Antes de golpear al adversario con los medios de la destrucción física, se trató de aniquilarlo moralmente con el desprestigio, las falsas acusaciones y dirigiendo la opinión pública hacia la más irracional intolerancia. Es típico de todo régimen totalitario armar una colosal máquina propagandística para justificar sus propios errores e incitar a la intolerancia ideológica y a la violencia racista contra todos los que no merecen -así se diceser considerados parte integrante de la comunidad»88. El texto es apropiado porque expone con coraje la actualidad de esta arma política para cualquier imperio. Juan, ya antaño, advirtió el servicio que el falso profeta rendía al imperio, que era convencer a la humanidad para que haga dos cosas: una imagen de la primera bestia ante la que todos deben postrarse bajo pena de muerte si se niegan a hacerlo (v.14.15), y una marca para distinguir a los seguidores de la bestia de los que no lo son (v.16). Inspirado en Dan 3,1-18, el hacer una estatua alude a la pretensión humana de colocarse en lugar de Dios, propia de imperios absolutistas y divinizados. Se trata de colocar la imagen, el alter ego de la bestia, en el centro de la vida y de la historia de los hombres, lugar que sólo le corresponde a Dios89. La parodia continúa: como el Cordero marca a los suyos protegiéndolos (7,3; 9,4; 14,1) así esta bestia marca también a los suyos, «a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos» (v.16). Esta marca y esta veneración de la imagen, tema importante que enlaza el resto del Apoc. (14,9.11; 16,2; 19,20;; 20,4), se hace «con el nombre de la bestia o la cifra de su nombre» (v.16s). La antítesis es clara con los que «llevan en la frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre» (14,1). Es una marca visible, por tanto objeto de fácil control y eventual discriminación. Juan ha utilizado la palabra cháragma para hablar del sello; pero ya antes el ángel de Dios había sellado a los suyos (7,2ss). Y allí el autor utilizó otra palabra griega para sello, sphragís. El contraste es claro: los hombres están divididos entre los que son propiedad de Dios o propiedad de la bestia. Se trata, por tanto, de una marca religiosa, signo de pertenencia y de protección. Da un cierto carácter sagrado y una gran seguridad a la persona que lleva la marca. Los hombres se ponen bajo la bestia buscando en ella su protección. La palabra griega cháragma designaba el sello del emperador. En un mundo en el que el culto imperial era ante todo el «lado

religioso de la política dominadora»90, rechazar su adoración era excluirse de la ciudadanía del imperio y de sus privilegios, incluso económicos. Por eso la situación era incómoda para el cristianismo: o entra en el juego y disfruta de todas las ventajas que eso comporta, o resulta un extraño a esa sociedad y excluido por ella, pues no tiene el carnet del partido (la marca del nombre de la bestia) (v.17)91. «La adoración del dios emperador inspira y justifica no sólo las prácticas propiamente cultuales, sino también la acción política y el poder como de naturaleza divina, y hasta las actividades sociales y económicas, a través de las corporaciones profesionales»92. Para comprar o vender, especialmente a escala significativa, se empleaban monedas que llevaban acuñada la efigie del emperador. Son tiempos difíciles para los creyentes y exigen la fidelidad perseverante para mantener el testimonio (v.10; 12,17). c. La identidad de la bestia: 666 (13,18) Al final de esa visión, Juan da una clave para la identificación de la bestia al mencionar su «cifra», el famoso 666 (v.18). Es un número que sugiere un nombre de una persona, pues se trata del «número de su nombre», que es «número de hombre», por lo tanto identificable en la historia del momento. Esa identificación, clara para los oyentes, pero ya no para nosotros, ha dejado la puerta abierta a la fantasía de algunos comentaristas para imaginar o elucubrar sobre todo tipo de identificaciones. Por eso mismo Juan advirtió clara y expresamente, igual que en 17,9, que «aquí se requiere inteligencia (nous)» para descifrar el mensaje, pues no se trata de una simple adivinanza. Juan indicó que se trata de una cifra (arithmós), la cual hay que calcular matemáticamente (psêphisatô). Una identidad dada por medio de una cifra numérica se debe a que letras equivalen a números (a=1, b=2, c=3, etc.). Para llegar a esa cifra Juan recurrió a la gematría, método corriente en la antigüedad que consistía en descifrar un nombre escondido en un número o viceversa. Ahora bien, en hebreo y en griego las letras tienen un valor numérico (como los números romanos) y, por eso, todo nombre es un número. En un muro de las ruinas de Pompeya se halla la siguiente inscripción: «amo a aquella cuyo nombre es 545». Júpiter era conocido como 717. Para el caso presente, la mayoría de los estudiosos se inclinan a descifrar el número en letras hebreas. Asumiendo que la referencia es a un gobernante («un hombre»), y que es contemporáneo o anterior al tiempo de Juan (a fines del primer siglo),93 se obtiene NRWN QSR (léase Nerón Qaisar) = Nerón César (N=50, R=200, W=6, Q=100, S=60), pero en lengua hebrea.94 Por eso Juan advertía que «aquí se requiere inteligencia». Si tenemos presente la ya mencionada leyenda sobre Nerón «redux» o «redivivus», la cifra podía referirse veladamente a Domiciano en cuanto retorno del espíritu de Nerón. La descripción dada en 13,4-8 y la renovada referencia críptica a este personaje en 17,9-11 corresponden perfectamente a ese emperador. Conociendo la preferencia de Juan por el uso simbólico de los nombres, cabe sospechar que detrás del 666 tenemos algo más que una simple referencia en clave a un personaje de la historia. Es decir, el mismo número, aparte de referirse a una persona concreta, puede tener algún valor simbólico en sí. Tal vez para Juan el simbolismo mismo del número era más importante que la identificación de la persona. En los Oráculos Sibilinos 1,325-330 se habla de Jesús como el 888 (la suma de las letras griegas Iêsous). El número ocho tenía un carácter escatológico, como el octavo día de la creación, que es el de la plenitud final (cf. 2 Henoc 33,1s; Or. Sib. 1,280s; Barn. 15,9). Por otro lado, puesto que el número siete significa totalidad, al tener la bestia el número 666 ¿estaría Juan al mismo tiempo denunciando su pretensión de querer ser como Dios? ¿Se trata, por tanto, de un poder limitado que no llega al 777?95. Resistencia, fidelidad, sabiduría, es la consigna del momento (v.10.18). Los cristianos, con su aguante, van a contracorriente y proclaman quién es el dueño del mundo, sabiendo que están inscritos en el libro de la vida, aunque no se los registre como ciudadanos del imperio. De todos modos algunos se hacen la pregunta: ¿vale la pena resistir a tan alto precio sabiendo que a la bestia «se le permitió hacer la guerra contra los santos y vencerlos» (v.7)? Las visiones que siguen son la respuesta a esta pregunta y animan la perseverancia de la comunidad. El Cordero y sus seguidores (14,1-5) El dragón y las dos bestias representan las fuerzas opositoras a la soberanía de Dios en la historia de los hombres. Sabemos ya que a la bestia «se le dio poder de hacer la guerra y de vencer» a los santos (11,7; 13,7). Este es el contexto en que se juega la soberanía del poder de Dios y la fidelidad de los creyentes. ¿Pero es ese su destino? A eso se responde ahora con una palabra de aliento y esperanza a la comunidad perseguida (14,12s), presentando ante ella a los vencedores y el juicio de Dios sobre sus enemigos. El cap. 14 se abre con la escena sobre «el monte Sión»96, en que aparecen los que han resistido, los 144.000 fieles: el Cordero y sus seguidores como «primicias de la humanidad para Dios y para el Cordero» (v.4). Esos 144.000 marcados constituyen la nueva Israel, como en 7,4-8. Es la forma profética de ver la presencia cristiana en medio del imperio romano. Los de Cristo, los que no llevan el nombre ni la marca de la bestia, llevan escrito en la frente «el nombre del Cordero y el nombre de su Padre» (v.1) y cantan el «cántico nuevo» de los vencedores. Esta presentación nos recuerda sucintamente la escena del trono en el cap. 5, donde también se habla de «un cántico nuevo» (v.9) en presencia del Cordero con los cuatro seres vivientes y los ancianos.

Ese cántico es definido más adelante como «cántico de Moisés» y «cántico del Cordero» (15,3). Aunque no se citen sus palabras, el contexto habla del éxodo, de la liberación, de la victoria y, por lo tanto, de la realeza de Dios y de su Cristo. Posiblemente se deba asociar este cántico con la imagen del ángel que aparece luego llevando «un evangelio eterno» que se anuncia a todos los habitantes de la tierra (v.6). La proclamación del juiciosalvación ante todos los pueblos podría ser el «evangelio eterno»; ciertamente, es el contenido de las visiones que vienen a continuación. ¿Quienes son los que acompañan al Cordero? Juan los presentó con tres afirmaciones, la primera de las cuales se presta a confusión si no descubrimos el lenguaje profético del texto, pero las tres se clarifican mutuamente. La primera dice: «estos son los que no se mancharon con mujeres; son vírgenes» (v.4). Es una imagen altamente sugerente y de profundas raíces en el profetismo hebreo. Juan no hablaba de varones célibes o de ascetas, sino de cristianos fieles, indistintamente hombres y mujeres, que no han cedido a la seducción del imperio, presentado enseguida como una prostituta (v.8; 17,1). No se han prostituido entrando en el juego de la mentira del imperio; no han cedido a la idolatría de la bestia y de su poder. En ésos «no se halló mentira» en su boca. Prostitución, mentira, idolatría, son todos sinónimos en el vocabulario profético. «Son intachables» (v.5). Por eso siguen a Cristo en la fidelidad, «adondequiera que va», en la inmolación y en la victoria. Se trata del mundo nuevo de los elegidos, atrincherados en la fidelidad y en la paciencia (v.12), pero participando ya de la victoria. Están con el Cordero «parado», victorioso, sobre el monte Sión, lugar del triunfo definitivo de la vida (cf. Sal 2; Isa 24,23; 25,7-10; Joel 3,5). Su presencia es ya anuncio del «evangelio eterno» (v.6) que es, al mismo tiempo, salvación para los elegidos y anuncio de «la hora del juicio» (v.7). Después de haber explicado el origen y la causa de las persecuciones de los fieles como resultado de la actividad del dragón por medio de sus agentes (caps. 12-13), Juan presentó el triunfo de los fieles, reunidos con el Cordero en Sión, como renovada invitación a la comunidad a no desanimarse ante las hostilidades. A continuación anticipa el día del juicio mediante una serie de cuadros futuristas, que incluyen la caída de Babilonia (caps. 16-18) y la aniquilación de la bestia y sus seguidores (19,11-2015). Después de eso aparecerá la Jerusalén celestial como conclusión de la historia. El juicio de Dios: anuncios y figuras (14,6-20) El juicio de Dios viene a desmentir el aparente triunfo de la bestia. Tres ángeles se encargan de anunciarlo, presentando cada uno aspectos diferentes, pero complementarios. El mensaje es buena noticia, «evangelio eterno» anunciado desde «lo más alto del cielo» para todos los habitantes de la tierra (v.6), a condición de que reconozcan la soberanía del Dios que salva. Parte de esa buena noticia, anunciada esta vez por el segundo ángel, es la caída de Babilonia la grande (v.8), que es el nombre simbólico de Roma (16,19; 17,5; 18,2.10.21; 1 Pdr 5,13). El pecado que se le echa en cara es haber «emborrachado a las naciones con el vino de su apasionada prostitución (lit. el vino de la ira de su lujuria)». Estas imágenes se inspiran en el AT. A través de esa frase ambigua, Juan podía estar sugiriendo varias cosas: se trataría de la borrachera del poder y de la idolatría, así como de la violencia que ejercía contra sus súbditos, pero también de la clara contraposición entre el vino de «la ira» fornicaria de Babilonia y el vino de la ira justiciera de Dios (v.8.10). Finalmente, el tercer ángel, empalmando con el primero, que hablaba de «la hora del juicio», retoma el tema de los marcados por la bestia sobre los que recae la ira de Dios; lo que en el primer anuncio era una exhortación a reconocer la soberanía absoluta de Dios («teman a Dios, denle gloria... adórenlo...», v.7), ahora es una advertencia: «si alguno adora la bestia...» (v.9s). El castigo de Dios será sin misericordia, «vino puro, concentrado» de «la copa de su ira» (expresión que anticipa las visiones del cap. 16; cf. Isa 51,17.22; Jer 25,15). La advertencia tiene en mente no sólo a los paganos, sino también a aquellos cristianos dispuestos a un compromiso o acomodo con las exigencias idolátricas de la bestia. Por eso concluye la advertencia, como antes en 13,10: «Aquí está la constancia de los santos, los que guardan los mandamientos de Dios y la fidelidad a Jesús» (v.12). Una «voz del cielo» confirma sintéticamente este mensaje como buena noticia y como bienaventuranza para los cristianos que se mantienen fieles hasta su último suspiro: «bienaventurados desde ahora los que mueren en el Señor» (v.13). Aunque en este momento no encontremos una sección septenaria, Juan se encargó de sugerir los lazos entre las visiones que ahora presenta y los caps. 17 y 18. Por ejemplo, la proclamación del ángel, «cayó Babilonia» (v.8), se repite en 18,2, y la expresión «Babilonia la grande» se repite en 16,19; 17,5; y 18,2. Por eso los capítulos siguientes se ocuparán de mostrar el juicio en su doble vertiente de salvación y de condena, pero tenemos ahora un anticipo en la doble escena de 14,14-20, bajo la doble imagen de la siega y la vendimia -que serán ampliadas más adelante, en 19,11-21 y 20,7-15. Las dos escenas de cosecha se inspiran en Joel 4,12s: «Vengan las naciones al valle de Josafat, que allí me sentaré a juzgar a los pueblos vecinos. Mano a la hoz, la mies está madura; vengan y pisen, el lagar está repleto, las cubas rebosan porque abunda su maldad». El que juzga es «uno como Hijo de hombre» (v.14; vea Dan 7,13s), sentado y coronado, es decir, Jesucristo mismo, que según la tradición se espera que venga como juez supremo. El aspecto de salvación está representado en la imagen de la siega y correspondería a la visión de los 144.000; el aspecto de condena, en la de la vendimia y se refiere a los seguidores de la bestia. En efecto, la siega (v.15s, cosecha de cereales) es una clásica imagen para el juicio divino que recoge a los justos, separados de los impíos (cf. Mc 4,29; 13,26s; Mt 3,12; 13,24-30.36-43; Isa 17,5; 18,4s; etc.)97. La metáfora del lagar en particular se refiere claramente a la aplicación de «la ira de Dios», por ello el proceso se lleva a cabo «fuera de la ciudad», donde están los tres ángeles, el santuario, es decir se lleva a cabo fuera del lugar de la residencia de Dios. Y la sangre corrió en un radio

de «unos mil seiscientos estadios» (v.20). Esta cifra tiene relación con el número cuatro (4 x 4 x 100), número de la universalidad geográfica, de los cuatro puntos cardinales. Es una manera simbólica de decir que el juicio adquiere proporciones cósmicas y universales. Los ejecutores del juicio salen del templo y del altar (v.15.17.18) para indicar, una vez más, que el juicio de Dios es la respuesta al clamor de los santos (6,10; 8,3-5). Más adelante se dirá que Cristo es quien «pisa el lagar del vino de la furiosa ira de Dios» (19,15). Valga acotar aquí que, en escenas como éstas, las imágenes sangrientas del juicio divino provienen de un mundo acostumbrado a tales visiones y que, además, no son literales sino figuras poéticas. Es el mismo lenguaje que encontramos ya en los profetas y era común en la apocalíptica. Igual que en el caso del lenguaje de los profetas, el propósito aquí es advertir a los que se sientan tentados de ceder a las seducciones de la bestia, y por otro lado reafirmar que Dios será severo juez con quienes adoran a la bestia. Interludio dramático antes de las siete plagas (15,1-8) 15 1Y vi otra señal grande y admirable en el cielo: siete ángeles que tenían siete plagas, las últimas, porque con ellas se consumará la ira de Dios. 2Y vi como un mar transparente, mezclado de fuego, y a los vencedores de la bestia y de su imagen y de la cifra de su nombre, de pie sobre el mar transparente, con cítaras de Dios. 3Y cantan el cántico de Moisés, el siervo de Dios, y el cántico del Cordero, diciendo: «Grandes y admirables [son] tus obras, Señor, Dios, todopoderoso; justos y verdaderos tus caminos, rey de las naciones. 4¿Quién no temerá, Señor, y no glorificará tu nombre? Porque tú solo [eres] santo, porque todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti, porque tus actos de justicia han quedado manifiestos». 5Y

después de esto miré, y se abrió en el cielo el santuario del tabernáculo del testimonio, 6y salieron del santuario los siete ángeles que tenían las siete plagas, vestidos de lino puro resplandeciente, y ceñidos alrededor del pecho con ceñidores dorados. 7Y uno de los cuatro seres vivientes dio a los siete ángeles siete copas doradas llenas de la ira del Dios que vive por los siglos de los siglos. 8Y el santuario se llenó de humo [procedente] de la gloria de Dios y de su poder, y nadie podía entrar en el santuario hasta que se consumaran las siete plagas de los siete ángeles. Juan ve «en el cielo otra gran señal» (15,1) en continuidad con las de 12,1 y 12,3, visión clave que resume lo anterior y anticipa lo que va a venir. La señal se identifica con los siete ángeles que tienen siete plagas con las que «se agota la ira de Dios». Serán las últimas advertencias a no dejarse arrastrar por la idolatría. De las plagas se hablará a partir de 15,5. Así como antes de la visión de las siete trompetas se introdujo una escena litúrgica en el cielo (8,1-5), ahora también le impresiona a Juan ver, antes de que los ángeles derramen las siete copas, a «los vencedores de la bestia, de su imagen y de la cifra de su nombre», en pie, sobre el mar de cristal, que evoca el mar de Moisés, y cantando el cántico nuevo de la liberación (v.2s). Es el cántico de Moisés y el cántico del Cordero, es decir, el cántico a Dios como liberador de todos los oprimidos de la historia. Es un cántico triunfal, mosaico de textos y alusiones bíblicas. En efecto, «sus justas sentencias se han promulgado» (v.4). Este juicio ya se había anunciado en 11,18 y se da por hecho en el cap. 14. Pero ahora se trata de una intervención salvífica, al estilo del éxodo, para hacer salir a su pueblo de la ciudad donde reina la opresión. Así como Moisés y los hebreos cantaron las grandezas de Dios tras su liberación de la esclavitud egipcia y de la persecución del Faraón, ahora cantan su triunfo «los vencedores de la bestia», seguidores del nuevo Moisés, el Cordero, alabando a Dios por su soberanía y su justicia. Por eso «todas las naciones» reconocerán su poder y vendrán a postrarse ante Dios, único «rey de las naciones» (v.3), no ante el emperador. En cierto modo, el cántico celebra el designio de Dios (10,7), cantado en 11,15; 12,10 y 14,4, que responde al clamor de las víctimas de 6,10. El cántico del Dios justo es el cántico del Dios liberador. Con el v.5 llegamos al culmen de la visión que comenzó con 15,1.2: «se abre en el cielo el santuario de la tienda del testmonio». La visión hace referencia a aquella presentada en 11,19, con la que hace de inclusión. El vestido de los ángeles y la gloria de Dios y de su poder resaltan la majestad de este rey-juez, además de evocar la sala del trono, donde están los cuatro seres vivientes (v.7; 4,6). Por otro lado, los ángeles ejecutores de las plagas salen del santuario celeste (v.6), junto al altar de donde sale el clamor de los ajusticiados (6,9s), para dejar claro que esta actuación es también respuesta divina al clamor que sube de la tierra por toda la sangre derramada. Ese «santuario» no es otro que la residencia de Dios, el señor y juez supremo, que reaparece en la Jerusalén celestial (21,22). Las siete copas de la siete plagas (16,1-21) 16 1Y oí una gran voz procedente del santuario que decía a los siete ángeles: «Vayan y derramen sobre la tierra las siete copas de la ira de Dios». 2Y

fue el primero y derramó su copa sobre la tierra, y sobrevino una úlcera maligna y perniciosa a los hombres que tenían la marca

de la bestia y que adoraban su imagen. 3Y

el segundo derramó su copa sobre el mar, y éste se convirtió en sangre como de muerto, y todo ser vivo que había en el mar

murió. 4Y el tercero derramó su copa sobre los ríos y sobre las fuentes de las aguas, y se convirtieron en sangre. 5Y oí al ángel de las aguas que decía: «Justo eres, el que es y el que era, el santo, por haber hecho así justicia. 6Porque derramaron sangre de santos y de profetas, sangre les has dado a beber. Bien se lo merecen». 7Y oí al altar que decía: «Así es, Señor, Dios, todopoderoso; verdaderos y justos son tus juicios». 8Y el cuarto derramó su copa sobre el sol, y le fue concedido abrasar a los hombres con fuego. 9Y fueron abrasados los hombres con fuego intenso, y blasfemaron del nombre de Dios, el que tiene potestad sobre estas plagas, pero no se arrepintieron para darle gloria. 10Y el quinto derramó su copa sobre el trono de la bestia, y su reino se oscureció y las gentes se mordían las lenguas de dolor. 11Y blasfemaron del Dios del cielo a causa de sus dolores y de sus úlceras, pero no se arrepintieron de sus obras. 12Y el sexto derramó su copa sobre el gran río Eufrates, y su agua se secó, de modo que el camino de los reyes que vienen de Oriente quedó libre. 13Y vi salir de la boca del dragón y de la boca de la bestia y de la boca del falso profeta tres espíritus inmundos, como sapos: 14son espíritus demoníacos que obran señales y van a los reyes del mundo entero para congregarlos para la batalla del gran día del Dios todopoderoso. 15»Miren que vengo como ladrón. Bienaventurado el que está velando y guardando sus vestidos, para que no tenga que andar desnudo y vean sus vergüenzas». 16Y los congregó en el lugar que en hebreo se llama Harmaguedón. 17Y el séptimo derramó su copa al aire, y salió del santuario una gran voz que procedía del trono diciendo: «¡Hecho está!» 18Y hubo relámpagos y voces y truenos, y sobrevino un gran terremoto, cual no hubo desde que existe el hombre sobre la tierra; así de grande fue el terremoto. 19Y la gran ciudad se partió en tres, y se derrumbaron las ciudades de los gentiles. Y Dios se acordó de Babilonia la grande, para darle a beber la copa del vino de su terrible ira. 20Y huyeron todas las islas, y los montes desaparecieron; 21y una enorme granizada, como de talentos, cae del cielo sobre los hombres. Y los hombres blasfemaron de Dios por la plaga de la granizada, porque la plaga es realmente grande.

Esta serie de plagas no sólo empalma con las siete trompetas, sino que algunas se asemejan notablemente y nos remiten, como ellas, al trasfondo liberador del éxodo y, por lo mismo, al aspecto de buena noticia que tienen estas copas para los fieles de Dios. Estas plagas recuerdan las de Egipto, mediante las cuales Dios realizó su juicio sobre el poder opresor de su pueblo. La primera plaga es reminiscencia de la sexta en Egipto (Ex 9,9s); la segunda y tercera evocan la primera plaga en Egipto (Ex 7,17s), así como la primera y segunda trompeta (8,8ss); la quinta rememora la novena plaga (Ex 10,21ss); la sexta copa, así como la sexta trompeta (9,13ss), recuerda la segunda plaga (Ex 8,2ss); y la séptima copa recuerda la octava plaga en Egipto (Ex 9,22s). Por otro lado, su número (siete) recuerda la solemne advertencia de Moisés a los israelitas respecto a los castigos que caerían sobre los empedernidos en el pecado, que resisten a convertirse a Dios (v.9.11; Lev 26,18-28). Las cuatro primeras afectan a todos los impíos, y las tres últimas al Imperio: su trono, su seguridad y sus ciudades. Una voz anónima desde el santuario (¿puede ser la de Dios mismo?, cf. Isa 66,6) da la orden a los siete ángeles para que derramen en la tierra las copas de la ira de Dios. Los cuatro primeros, como en la serie de las trompetas, derraman sus copas sucesivamente sobre la tierra, el mar, los ríos y los astros, no ya para perjudicar un tercio (cf. 8,7-12) sino la totalidad de los impíos. En estas nuevas plagas, calcadas sobre las de Egipto, se resalta más el efecto sobre los hombres que sobre la naturaleza. Por eso el tercer ángel, el «de las aguas»98, proclama el verdadero sentido de lo que está sucediendo: «así has hecho justicia» (v.5s). No se trata de un dios vengativo y violento, sino de un dios justo que, como en Egipto, hace justicia solemne (Ex 6,6; 7,5) contra «los que derramaron sangre de santos y de profetas» (v.6). Por eso no es de extrañar la repetición de la palabra «sangre» en las plagas segunda y tercera, ya que la sentencia es para todos «los que derramaron sangre». No es cuestión de venganza sino de injusticia que clama al cielo. Hay un nexo innegable entre las escenas de 6,10 y la presente. Por eso mismo, también, al final de la cuarta y quinta copa se comenta que «no se arrepintieron» de sus maldades, sino que maldecían a Dios (v.9.11.21). La intervención del quinto ángel da en el blanco principal: el trono de la bestia. Su reino y su autoridad se tambalean porque, al derramarse la sexta copa (v.12), como al toque da la sexta trompeta (8,14), queda el camino abierto a la invasión que viene de más allá del Eufrates, donde habitan los partos, amenaza del imperio. Al dragón, a la bestia y al falso profeta (nuevo nombre para la segunda bestia) los anima el mismo espíritu demoníaco y hacen un esfuerzo final y desesperado, pero inútil (v.13s). Convocan a todos los reyes para «la batalla del gran día de Dios, soberano de todo» (v.14) en un lugar llamado en hebreo Harmaguedón, pero al final se rebelarán contra el imperio poniendo sitio a la capital (17,15-17; 19,19). Dado el furor de la arremetida de los adversarios de Dios, los cristianos deben estar vigilantes en esta hora de tinieblas. Es la advertencia del v.15 que, según algunos, rompe la secuencia lógica de los acontecimientos: «Miren que vengo como ladrón. Bienaventurado el que está velando...». El nombre del lugar donde se congregan los adversarios de Dios para la batalla final, Harmaguedón (v.16), es transcripción

griega de «monte (har) Meguido», que se encuentra al pie del monte Carmelo y domina el vasto valle de Esdrelón. Es un lugar que recuerda la derrota de los reyes cananeos (Ju 5,19) y la trágica muerte del recordado rey Josías a manos de los invasores egipcios (2 Re 23,29s). Meguido pasó a ser símbolo de desastres militares en momentos decisivos, y aquí también Juan lo menciona por su carácter simbólico, como tantos otros nombres. Con la séptima copa, inspirada libremente en la séptima plaga de Egipto, llegamos al final del último septenario y del juicio que éste expresa. Juan ha puesto en relación esta séptima copa con la séptima trompeta (vea 11,19) al mencionar en ambas«relámpagos, estampidos, y truenos y un terremoto...y granizos» (v.18), símbolos de la teofanía. Cuando se derrama la séptima copa, una voz potente que sale del trono, es decir, Dios mismo, da el veredicto confirmando lo dicho en 14,8: «¡está hecho!» (v.17; cf. 21,6). La suerte está echada y Babilonia, nombre simbólico del imperio romano, tendrá que beber la copa del furor de Dios (16,19). Se agotó la paciencia de Dios (el tiempo para la conversión), y llegó la hora de su justicia. La fuerza y la poesía de las imágenes resaltan la reacción de la naturaleza ante la presencia de Dios mismo, que hace beber a la gran Babilonia la copa de su indignación: «todas las islas huyeron y los montes desaparecieron» (v.20; cf. 6,14). La gran ciudad que se hace pedazos (v.19) no puede ser otra que la que se describe en el capítulo 18, donde la expresión se repite constantemente (18,10.16.18.19.21). Es así que esta última copa es la introducción a los caps. 17-18, en los que se presenta el juicio y la justicia de Dios contra la gran ciudad. Notemos que Juan no habló de castigo sino de juicio y justicia (v.7). El cristiano debe esperar con actitud vigilante la llegada de la justicia de Dios que es salvación para su pueblo. Así como Dios liberó a su pueblo de Egipto tras las plagas, así lo volverá a hacer. 6. La justicia de Dios (17,1-22,5) El cap. 17 comienza con las palabras de «uno de los siete ángeles que tenían las siete copas... y me llevó en espíritu a un desierto», porque lo que se describe a continuación es ampliación de la séptima copa. Pero notamos también casi las mismas palabras en 21,9: «uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas... y me llevó en espíritu a una montaña». Demasiadas coincidencias como para no ser intencionales. Juan expresó de esta forma que lo que describía en estos capítulos finales es el juicio de Dios, simbolizado en las siete copas. Así lo explicita el ángel: «voy a mostrarte la sentencia (krima) de la gran prostituta» (v.1). Pero al mismo tiempo nos invita a poner en paralelo las escenas de los caps. 17 y 21, que comienzan con la alusión al mismo ángel de las siete copas y presentan a dos mujeres de signo contrario (la meretriz y la esposa del Cordero), que simbolizan dos ciudades (Babilonia y Jerusalén). Se trata, por tanto, de la justicia de Dios en su doble vertiente de juicio y salvación. La «mujer» es el símbolo profético que da unidad a toda la narración (cf. Jer 51,9.13.45; Isa 23,17; Ez 22). La mujer, la ciudad, el pueblo, puede ser prostituta o esposa. Los caps. 17-18, que constituyen una unidad, hablarán de la mujer prostituta (Babilonia-Roma), y el capítulo 21 presentará a la mujer esposa (nueva Jerusalén), que evoca aquella del cap. 12. «Juan usa la imagen de la mujer para simbolizar la presente realidad criminal del poder imperial, así como la realidad revitalizadora del renovado mundo de Dios»99. El texto intermedio de 19,11-20,15 narra la victoria final del Cordero sobre la bestia, sobre el dragón y sobre la misma muerte. De tal forma que podríamos considerar como un final grandioso con tres cuadros: - El juicio (17,1-19,10) - La victoria (19,11-20,15) - La salvación (21,1-22,5) El juicio de Dios (17,1-19,10) El juicio de Dios a Babilonia tiene dos partes: el juicio, bajo la figura de la mujer (cap. 17), y la caída de la gran ciudad (cap. 18). La atención no se centra en la destrucción de los adversarios de Dios, sino en el triunfo y la soberanía absoluta del «Señor y de señores y Rey de reyes» (17,14; 19,16). Veámoslos detenidamente, pues éstos, como los caps. 12 y 13, son los que más han alimentado las imaginaciones y especulaciones sobre el Apoc. a. El juicio a la mujer (17,1-18) 17 1Y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas, y habló conmigo diciendo: «Ven, te mostraré el juicio contra la gran meretriz, la que está sentada sobre muchas aguas, 2con quien fornicaron los reyes de la tierra y con el vino de su fornicación se embriagaron los habitantes de la tierra». 3Y me llevó en espíritu a un desierto. Y vi a una mujer sentada sobre una bestia roja, llena de nombres blasfemos, que tenía siete cabezas y diez cuernos. 4Y la mujer estaba vestida de púrpura y escarlata, adornada de oro y piedras preciosas y perlas; tenía en su mano una copa dorada llena de abominaciones y de las impurezas de su fornicación. 5Y sobre su frente había un nombre escrito, un misterio: Babilonia la grande, la madre de las meretrices y de las abominaciones de la tierra. 6Y vi a la mujer ebria de la sangre de los santos y de la sangre de los testigos de Jesús. Y quedé grandemente asombrado al verla. 7Y me dijo el ángel: «¿Por qué te asombraste? Yo te diré el misterio de la mujer y de la bestia que la lleva, que tiene las siete cabezas y los diez

cuernos. 8La bestia que viste, era y no es, y está para subir del abismo y va a la perdición. Y los habitantes de la tierra, aquellos cuyo nombre no está escrito en el libro de la vida desde la fundación del mundo, quedarán atónitos cuando vean la bestia, pues era y no es, y aparecerá. 9Aquí [se necesita] la mente que tiene sabiduría. Las siete cabezas son siete colinas, sobre las que está sentada la mujer; y son siete reyes: 10cinco cayeron, uno está y el otro no vino todavía, y cuando venga, deberá permanecer poco tiempo. 11Y la bestia que era y no es, [aunque] es [el] octavo, es también de los siete, y va a la perdición. 12Y los diez cuernos que viste son diez reyes que todavía no han recibido su reino, pero con la bestia reciben potestad como reyes por una hora. 13Estos tienen un plan común y entregan su poder y autoridad a la bestia. 14Estos lucharán contra el Cordero, y el Cordero los vencerá porque es Señor de señores y Rey de reyes, y también los llamados con él y elegidos y fieles». 15Y me dice: «Las aguas que viste, donde está sentada la meretriz, son pueblos y multitudes y naciones y lenguas. 16Y los diez cuernos que viste y la bestia odiarán a la meretriz y la dejarán despojada y desnuda, y comerán sus carnes y la abrasarán con fuego. 17Pues Dios ha puesto en sus corazones que ejecuten su plan y que se pongan de acuerdo y que entreguen su reino a la bestia hasta que se cumplan las palabras de Dios. 18Y la mujer que viste es la gran ciudad, la que tiene imperio sobre los reyes de la tierra».

El simbolismo de la mujer le da pie a Juan para juntar otros símbolos como el de la bestia y el de la ciudad. La mujer, identificada como «la gran prostituta», tiene un nombre simbólico: «Babilonia la grande» y es también «la gran ciudad, emperatriz de los reyes de la tierra» (v.18), asentada sobre «siete colinas», pero también sobre «pueblos y masas, naciones y lenguas» (v.9.15). Esta mujer es la antítesis de aquella del cap. 12 -cuya vestidura y adornos también son descritos. Al decir que la mujer «está sentada sobre una bestia con siete cabezas y diez cuernos» (v.3), se hace clara referencia a la bestia del cap. 13. Se trata, una vez más, de Roma, capital del imperio, centro del poder político y económico que seduce y atrapa a todos. Y el símbolo le da pie para jugar con distintos niveles de significación: la ciudad, el imperio y el emperador. La «ciudad» es la mejor expresión de lo que es el imperio en el aspecto de lujo, ostentación y riqueza, pero es también el centro del poder, de las decisiones y de la administración. Por eso podemos recoger la observación de R. Mounce, quien dice que, aunque el autor habla de una realidad histórica concreta, estamos ante un símbolo «atemporal» en el que se expresa el conflicto fundamental en la historia de la humanidad, pues el imperio representa un sistema mundial de dominación basado en la seducción del tener y del poder100. De la mujer se dicen varias cosas. «Tenía en su mano una copa dorada llena de abominaciones y de las impurezas de su fornicación» (v.4), es decir, de las idolatrías a las que sedujo a «los moradores de la tierra» (v.2). La mención de la copa evoca Jer 51,7: «Babilonia era en la mano del Señor una copa dorada que emborrachaba a toda la tierra, y de su vino bebían las naciones y se perturbaban». La mujer es «Babilonia la grande, madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra» (v.5)101. En la tradición profética, el término «prostitución» se aplica a varias ciudades: a Jerusalén (Isa 1,21), a Nínive (Nah 3,4) y a Tiro (Isa 23,17). De Nínive se denuncia que «vendía pueblos con sus fornicaciones», y de Tiro que «volverá a su tráfico, fornicando con todos los reinos de la superficie del orbe...». Estos textos nos orientan para captar el sentido de la prostitución como infidelidad y corrupción, pero sobre todo como poder económico que seduce y atrapa a las personas y a las instituciones para entrar en el juego con tal de ganar prosperidad y seguridad material. Lo que Juan tenía en mente, ciertamente, no era la perversión sexual como tal, sino la corrupción generalizada y la absolutización del poder que se hace idolatría (no simplemente la idolatría religiosa como tal, pues se trata de naciones que de por sí eran paganas). Para confirmar esta denuncia del poder económico, del lujo y de la riqueza de esta prostituta, se dice que «está vestida de púrpura y escarlata, enjoyada con oro, piedras preciosas y perlas» (v.4). Lujo, ostentación y soberbia es lo que el autor ve detrás de los adornos de la mujer-ciudad. La mujer (ciudad) está también cubierta de «títulos blasfemos» (v.3), dice Juan aludiendo a la idolatría del poder o la sacralización del sistema y de las personas que lo representan. Notemos que los títulos blasfemos ya no están sobre la cabeza de la bestia, sino sobre el cuerpo, es decir, sobre toda ella: ella misma (imperio) es blasfemia, enemiga de Dios. Recordemos que Roma estaba personificada no sólo en el emperador, sino también en la diosa Roma (los templos imperiales incluían una efigie de la diosa Roma), es decir, se endiosó a la ciudad/imperio. De aquí que sea «madre de prostitución», pues todos los que comercian con ella se hacen cómplices de su culto. Lo que hace Roma divina es su gran poder político y económico102. Frontinus la califica como «regina et domina orbis»103. Por eso el culto al emperador es la mejor expresión de los títulos que lleva la mujer y de esa «prostitución» de todo el imperio. La mujer (ciudad) está sentada sobre la bestia (imperio). Como vemos, el texto es una fuerte denuncia profética de una política que se ha hecho religión incuestionable, sagrada e intocable, y el que se atreve a cuestionarla es reo de muerte. Por eso se dice también que la mujer «está borracha de la sangre de los santos y de la sangre de los testigos de Jesús» (v.6); «en ella se encontró sangre de profetas y de santos y de todos los asesinados de la tierra» (18,24). El lujo y la seguridad del Estado se fundamentan sobre el crimen y el derramamiento de sangre, pero esas «son las exigencias idolátricas del sistema económico»104. El bienestar del imperio tiene un alto costo, porque exige víctimas. La borrachera y la prostitución son imágenes fuertes para hablar del pecado de todo imperialismo, insensible (desde el poder o el placer) al dolor de las víctimas y embriagado de poder hasta sentirse dueño de los hombres. Todo se sacrifica ante ese culto, incluso las vidas de las personas (18,13). Por eso la clarividencia y la valentía del profeta son admirables para ver el misterio detrás del nombre (v.5). En su visión del mundo desde Dios, se atreve a desenmascarar la verdad «oficial» del imperio. Lo que oficialmente se llama riqueza, lujo o prestigio y poder, para Juan era prostitución, injusticia, rebelión e idolatría que desafían al cielo. Son presencia y poder satánicos

que se oponen al reino de Dios. Él podía hacer suyas las palabras que Tácito puso en boca de Agrícola: «siembran desolación y lo llaman paz»105. Por más que pongamos en juego nuestra «inteligencia», como Juan sugiere (v. 9), «el misterio de la mujer» (v.7) que él intenta explicar, si bien queda claro en su conjunto, sigue como misterio en sus detalles. Pero no es necesario recurrir, como hacen algunos estudiosos, a explicar el texto por las contradicciones que encontramos en él: las cabezas de la bestia son siete colinas o siete reyes (v.9), la mujer está sentada sobre aguas que son multitudes (v.1.15), sobre la bestia (v.3) o sobre siete colinas (v.9). El mismo simbolismo parece fluctuar entre el imperio, el emperador o la ciudad. Dada la naturaleza del lenguaje en el Apoc., para entender el texto no es buen camino el de la racionalidad y la lógica estrechas, sino el de la apertura a la polivalencia del símbolo y al arte y la libertad con que Juan superpone símbolos diferentes para presentar su denuncia profética de la idolatría del poder del imperio. Es esto lo que parece insinuar el mismo ángel que explica «el misterio de la mujer y de la bestia, que tiene siete cabezas y diez cuernos» (v.7), porque las cabezas representan reyes y los cuernos, poder. Los versículos difíciles por su oscuridad se encuentran en 17,8-18, a pesar de que el ángel va explicando los símbolos: la bestia (v.8), las cabezas (v.9), los cuernos (v.12), el océano (v.15) y la mujer (v.18). Es clara la identidad de la mujer-ciudad asentada sobre siete colinas: Roma que, al mismo tiempo es «la que tiene dominio sobre los reyes de la tierra» (v.18). Por eso puede decir también que «está sentada sobre pueblos, multitudes, naciones y lenguas» (v.15). La imagen de estar sentada sobre las aguas la toma de Jer 51,13, y posiblemente alude a los ríos y canales que corren por Roma, pero le da un nuevo significado para hablar de los pueblos sujetos al dominio de Roma. Ellos pueden ser su propia ruina (v.16). La mujer está sentada sobre la bestia de siete cabezas y diez cuernos (v.3). Y Juan explica la relación entre la mujer y las cabezas y los cuernos, que son reyes. Todos juntos son un símbolo del imperio con la capital y sus cabezas. Pero en honor a la verdad debemos decir que éstos son unos de los versos más difíciles de explicar y que han dado estímulo a las opiniones más variadas. En el v.8 se indica al vidente que «la bestia que viste era y no es y está por subir del abismo y va a la perdición». Con la triple idea de «era, no es y volverá (del abismo!)» se subraya la pretensión de la bestia de ser como Dios, que «es, era y va a venir» (1,4.8; 4,8), pero al mismo tiempo se está aludiendo a la leyenda de «Nerón redivivo», la bestia con una herida de muerte de la que sobrevivió (13,3.14), que volvería a reclamar su trono. Pero su regreso es su ruina (17,8.10.11). Nerón resulta un buen símbolo del imperio, de su arbitrariedad y de su violencia. Pero Juan no estaba hablando de Nerón, sino de su reencarnación en otro emperador. ¿Podemos saber de quién se trata? El texto prosigue: las siete cabezas «son siete reyes: cinco cayeron, uno está y el otro no ha llegado todavía y cuando llegue durará poco tiempo. La bestia que era y no es, aunque es el octavo, es también uno de los siete y va a la perdición» (v.9-11). La bestia representa las fuerzas demoníacas que la mueven y se encarna en los emperadores sucesivos. El imperio, o la bestia, o la capital (mujer) y lo que estos símbolos representan, tiene sus días contados y «va a la perdición» (v.8). El problema está en la identificación de los emperadores aludidos y cómo llegamos a esa identificación. Para maravilla de todos, dice el ángel al vidente, la bestia que era y no es «va a venir» y es el octavo rey y uno de los siete (v.11). Como ya dijimos, en la paradoja de la bestia que fue y no es, pero que va a venir, se alude, una vez más, a la creencia popular del retorno de Nerón. El personaje en cuestión es el mismo que el 666 del cap. 13. Allá, igual que aquí, Juan advierte que para saber a quién se refiere con su lenguaje simbólico «se requiere sabiduría». Al calificarlo como «un misterio» (v.7), se está advirtiendo que nos encontramos con una manera críptica de expresarse, cuyo lenguaje no será literal sino figurado. Con la expresión «cinco cayeron y uno está» se daría a entender que Juan escribió durante el reinado del sexto emperador. Pero faltan aún dos por venir. El último es el octavo que, al mismo tiempo, es uno de los siete. Esto es posible porque el octavo es la «reencarnación» de uno de los anteriores, es decir de Nerón, que sería Domiciano, contemporáneo del autor del Apoc. No puede ser Nerón mismo porque Juan sabía que históricamente Nerón había muerto por «herida de muerte» (13,3) y es uno de los siete «aunque hace el número ocho». En el orden de los emperadores romanos (cabezas de la bestia), si empezamos por Julio César, Nerón fue el sexto; si empezamos por Augusto, como hacían algunos, sería el quinto. El séptimo, que «deberá permanecer poco tiempo», calza perfectamente con Tito, que reinó apenas dos años, a quien sucedió su hermano Domiciano. Sin embargo, no necesariamente se refería a Tito. La duración del reinado del séptimo puede ser lo importante, es decir, que éste reinará «poco tiempo», el fin está cerca (cf. 6,11). De hecho, una dificultad adicional en la secuencia de emperadores a contabilizar es saber si habría que incluir los del interreino, los tres que se sucedieron rápidamente en un año, tras la muerte de Nerón (Galba, Oto, Vitelio). Juan no estaba interesado en listas de emperadores, sino en el valor simbólico que podían tener determinadas combinaciones, en este caso en torno a la cifra siete, cifra de totalidad. Algunos estudiosos, desconocedores del valor de los símbolos y de las técnicas de los escritores apocalípticos, se preguntan: ¿cómo puede tratarse de un contemporáneo de Juan si él mismo dice que la bestia «va a venir»? Creemos que su forma de expresarse es una ficción literaria, mediante la cual se narran acontecimientos del presente como pasados o futuros. Así, por ejemplo, el libro de Daniel se escribió como si su autor viviese en tiempos de Nabucodonosor, cuando realmente vivía varios siglos más tarde, en tiempos de los Macabeos. Otro caso notable es el libro de Henoc. A Juan no le preocupaba la rigurosa exactitud histórica (por ejemplo, quién es y cuándo reaparece Nerón redivivo) sino el valor del símbolo que lo invade todo. De todos modos, si pensamos que Juan se movía en el terreno teológico más que histórico, la derrota definitiva de Satanás ha

tenido lugar en el misterio pascual y, por lo tanto, la lista de emperadores, siervos de Satanás, debe comenzar desde ese momento, es decir, desde Augusto o Tiberio y seguir con Calígula, Claudio, Nerón, Vespasiano, Tito y Domiciano. Si colocamos a Calígula al comienzo de la lista, Domiciano es el sexto; si la iniciamos con Augusto -Julio César era «dictador», no rey-, será el octavo, pero es también uno de los siete por ser Nerón redivivo. Este último es, según la opinión de la mayoría de exegetas, el emperador al cual se refería Juan, que no es otro que el 666. A modo de paréntesis, es necesario aclarar que Juan se ha explayado dos veces sobre la presencia destructora de la bestia en los caps. 13 y 17, y en ambos se ha detenido en su identidad, la cual ha dado de forma críptica. No se trata de una duplicación. La figura de la bestia con sus cabezas en su presentación en el cap. 13 resalta su poderío y su actuación hostil hacia «los santos», su exitosa oposición a Dios. En el cap. 17 se trata de su destrucción, por ello va precedido por las siete copas de la ira de Dios y seguido por la destrucción de la gran ciudad, Babilonia, y la batalla final y definitoria contra Dios (17,14). A continuación, el v.12, igual que Dan 7,24, habla de diez reyes que todavía no han llegado y de los cuales no debemos individualizar nombres en la historia. Diez denota gran cantidad y puede significar muchos o todos los reyes de la tierra (16,14; 19,19). No importa quiénes son sino qué hacen106. No tienen personalidad propia porque «tienen un mismo propósito: servilismo incondicional a la bestia (v.13), y su reinado de iniquidad será breve, de «una hora». Pero como telón de fondo se reafirma que Cristo es el vencedor y «Señor de señores y Rey de reyes» (v.14). Este Rey no está solo (14,1), pues con él están «los llamados, los elegidos, los fieles» (v.14). Los cristianos en su relación con el imperio participan del misterio de la pascua de Jesús, misterio de lucha y resistencia, pero, sobre todo, misterio de victoria. El ángel intérprete introduce a continuación el anunciado juicio a «la gran prostituta», aclarando que las aguas sobre las que está sentada representan el vasto imperio romano (v.15). Inspirándose en los oráculos de Dios contra Jerusalén en Ezequiel 16,35ss y 23,25ss, el ángel anuncia el final de la prostituta (Roma): la bestia y sus cuernos, es decir, el emperador y sus reyes súbditos, sorprendentemente, se volverán contra ella, «la dejarán despojada y desnuda, y comerán sus carnes y las abrasarán con fuego» (v.16). Desde el AT era conocido que Dios puede usar como sus instrumentos incluso a las naciones paganas, como advirtieron con frecuencia los profetas. Dios usó a los babilonios bajo Nabucodonosor y luego a los persas para castigar a su pueblo rebelde. Para aclarar precisamente esta convicción, en el v.17 se explicita que «Dios ha puesto en sus corazones (de la bestia y los reyes) que ejecuten el plan divino...». Ernesto Sábato, en su «testamento», publicado bajo el título Antes del fin, coincide con lo que ya antaño Juan había anticipado cuando observa que «en el interior de los Tiempos Modernos, fervorosamente alabados, se estaba gestando un monstruo de tres cabezas: el racionalismo, el materialismo y el individualismo. Y esa criatura que con orgullo hemos ayudado a engendrar, ha comenzado a devorarse a sí misma»107. Estamos en un proceso de grotesca deshumanización de la humanidad; el hombre ha sido cosificado. b. La caída de la gran ciudad (18,1-24) 18 1Después de esto vi a otro ángel que bajaba del cielo y que tenía gran potestad, y por su gloria quedó iluminada la tierra. 2Y gritó con voz potente, diciendo: «¡Cayó, cayó Babilonia la grande! y se ha convertido en morada de demonios y en guarida de toda clase de espíritus inmundos y en guarida de toda suerte de aves impuras y aborrecibles, 3porque del vino de su lujurioso desenfreno han bebido todas las naciones y con ella fornicaron los reyes de la tierra, y los mercaderes de la tierra se enriquecieron con el poder de su opulencia». 4Y

oí otra voz [que salía] del cielo diciendo: «Salgan, pueblo mío, de ella para que no se hagan cómplices de sus pecados y para que no tengan parte en sus plagas, 5porque sus pecados se han amontonado hasta el cielo, y Dios se ha acordado de sus iniquidades. 6Devuélvanle según lo que ella dio, y denle el doble según sus obras. Mezclen para ella el doble en la copa en que ella mezcló. 7Cuanto se glorificó y se dio a la opulencia, otro tanto denle de tormento y llanto, porque dice en su corazón: ‘Estoy sentada como reina, y no soy viuda, y llanto jamás veré.’ 8Por eso en un solo día vendrán sus plagas: peste y llanto y hambre, y será abrasada por el fuego, porque poderoso es el Señor, Dios, que la ha juzgado». 9Y

llorarán y plañirán por ella los reyes de la tierra, los que con ella fornicaron y se entregaron al lujo, cuando vean la humareda de su incendio, 10de pie, a lo lejos, por el temor de su tormento, diciendo: «¡Ay, ay de la gran ciudad, de Babilonia, de la ciudad poderosa! Porque en una hora ha venido su juicio». 11Y los mercaderes de la tierra lloran y se lamentan por ella, porque ya nadie compra su cargamento, 12cargamento de oro y de plata y de piedras preciosas y de perlas y de lino y de púrpura y de seda y de escarlata, y toda clase de madera aromática y todo género de objetos de marfil, y todo género de objetos de madera preciosa y de bronce y de hierro y de mármol, 13y canela y plantas aromáticas y perfumes y mirra e incienso, y vino y aceite y flor de harina y trigo, y ganado mayor y ovejas y caballos, y carros y esclavos y personas. 14Y tus frutos, tan apetecidos por ti, se fueron lejos de ti, y todo lo precioso y espléndido se perdió para ti, y ya nunca jamás lo encontrarán. 15Los mercaderes de estas cosas, los que se enriquecieron con ella, se detendrán a lo lejos por miedo a su tormento, llorando y lamentándose, 16diciendo: «¡Ay, ay de la gran ciudad, la que se vestía de lino (fino) y púrpura y escarlata, y se adornaba con oro y piedras preciosas y perlas! 17Porque en una hora quedó devastada tanta riqueza». Y todos los pilotos y todos los que se dedican al cabotaje y las tripulaciones y cuantos trabajan en el mar, se detuvieron a lo lejos 18y clamaron, contemplando la humareda de su incendio, diciendo: «¿Qué [ciudad] es semejante a la gran ciudad?» 19Y echaron polvo sobre sus cabezas y gritaban llorando y lamentándose, diciendo: «¡Ay, ay de la gran ciudad, de cuya opulencia se enriquecieron cuantos tenían las naves en el mar! Porque en una hora quedó devastada». 20Regocíjate por ella, cielo, y también los santos y los apóstoles y los profetas,

porque Dios ejecutó la sentencia que reclamaban contra ella. 21Y un ángel poderoso levantó una piedra, como una gran rueda de molino, y la arrojó al mar diciendo: «Con este ímpetu será arrojada Babilonia, la gran ciudad, y no será hallada nunca jamás. 22Y no se escuchará más en ti voz de citaristas y de cantores ni de tocadores de flauta y de trompeta. Y no se encontrará más en ti artesano de arte alguna. Y no se escuchará más en ti el son de la rueda de molino. 23Y no brillará más en ti luz de lámpara. Y no se escuchará más en ti voz de esposo y de esposa. Porque tus mercaderes eran los magnates de la tierra; porque con tus maleficios se extraviaron todas las naciones. 24Y en ella se encontró sangre de profetas y de santos, y de todos cuantos fueron asesinados en la tierra».

Estamos ante el mismo juicio, pues la gran ciudad es Babilonia-Roma. Si en el cap. 17 Juan se inspiraba más en Jeremías 51, ahora lo hace tomando frases e imágenes especialmente de Ezequiel 26-28, que es una elegía por la caída de Tiro. Bien podríamos decir que, si antes Roma se llamaba Babilonia, ahora se llama Tiro (Juan no lo dice explícitamente), una ciudad que no representaba el poder político sino el económico. Pues, como Babilonia fue la gran opresora por su poder político y militar, Tiro lo fue como la más grande potencia económica de la época. También Roma podía hacer suyas las palabras que Ezequiel dirige a Tiro: «Princesa de los puertos, mercado de innumerables pueblos costeros... con tu opulento comercio enriquecías a reyes de la tierra» (27,2.33). Por eso podemos decir que el juicio a Roma es por el poder político endiosado y por el poder económico corrompido y prostituido. Ese poder tiene, como veremos, un alto costo social. Este capítulo consta de cuatro partes: predicción de la caída de Babilonia (v.1-3), invitación a huir de ella (v.4-8), lamentaciones de los aliados y beneficiarios de «la gran ciudad» por su destrucción (v.9-20), y representación profético-poética de la destrucción de Babilonia (v.21-24). Notoriamente, no se describe la destrucción como tal, pero sí se celebra (19,1-10). Se concentra en la ciudad, Roma, capital del imperio, la «madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra» (17,5). El juicio al imperialismo opresor queda patente en la caída de Babilonia narrada en este capítulo. Lo inicia un ángel «que tenía gran potestad», proclama con voz potente la noticia: «Cayó, cayó Babilonia la grande, sus pecados se han amontonado hasta el cielo» (v.1.5; Isa 21,9; Jer 51,9)108. Al final del capítulo, otro ánescenifica la ruina de la ciudad, arrojando al fondo del mar una piedra del tamaño de una rueda de molino (v.21). En el medio de esas dos escenas, tres veces suena la lamentación «Ay, ay de la gran ciudad» en boca de los reyes, de los comerciantes y de los navegantes (v.10.16.19), es decir, todos los cómplices del lujo, del comercio y de la explotación, que «se hicieron ricos por su opulencia» (v.15.19). Más que lamentarse por el fin de Roma, es por la pérdida de sus propios beneficios que se lamentan. Reyes, comerciantes y navegantes tienen el valor de símbolo de los «tres grupos de personas que representan el poder, la riqueza y las comunicaciones imperiales»109. En el v.23 se dice que los comerciantes eran los poderosos de la tierra. Poder y riqueza están aliados, como suele ser de hecho, como vemos claramente en la actualidad, el poder económico determina las políticas nacionales y también familiares110. El pecado de Roma es la ostentación, el lujo, la soberbia, los precios elevados que seducían a todos los grandes de la tierra y a todas las naciones (18,7.14.16.19.23). Pero Juan prefería una imagen profética, más vigorosa, para desenmascarar la verdadera identidad de la ciudad y la fuerte seducción que el poder económico ejerce sobre todos los hombres de la tierra. A manera de síntesis, el v.3 dice: «porque del vino de su lujurioso desenfreno han bebido todas las naciones, los reyes de la tierra fornicaron con ella y los comerciantes se hicieron ricos con el poder de su opulencia» (cf. Isa 23,15ss; Jer 51,7). En este versículo se recoge la denuncia hecha anteriormente en 14,8 y 17,2. Prostituirse y darse al lujo desenfrenado parecen sinónimos (18,9). Con las fuertes imágenes de la prostitución y de la borrachera Juan ha estigmatizado toda la actividad económica del imperio, orientada sólo hacia el lucro, la ostentación lujosa y la idolatría del tener111. Ninguna ciudad como Roma había llegado a ser tan rica, poderosa y fastuosa, gracias a su imperio y poderío militar y económico. La fuerza económica la tenía de los recursos provenientes de otros lugares fuera de Roma misma en forma de tributos (metales, dinero, alimentos, hasta esclavos y quienes buscaban un futuro), pero la riqueza se concentraba en un pequeño porcentaje de oligarcas, la mayoría de los cuales vivían en Roma -mientras los pobres eran multitudes. En Roma se vivían bacanales y orgías, se abusaba de la vida de los otros, la vida «no valía nada». Roma era el centro de desenfrenos descritos por moralistas de la época como Juvenal, Marcial y luego Petronio en su famoso Satiricón. Denunciando antaño la actividad económica de Tiro, el profeta Ezequiel presentaba una lista de cuarenta productos que se importaban y negociaban en esa ciudad (Ez 27,12-24). El sistema económico, presentado desde la perspectiva comercial, no es otro que el del consumismo vivido y propuesto por Roma. Plinio el viejo estimaba en 10 millones de sestercios anuales el comercio del lejano Oriente con Roma112. En los v.12-13 Juan enumeró 28 productos que se importaban a la ciudad de Roma como expresión de su poder económico. Son muchos los testimonios de la época que podrían confirmar las afirmaciones de Juan. Se podía decir que Roma era una vitrina del mercado mundial, como lo atestigua Elio Arístides, en el siglo II, en su Elogio de Roma. Llega a decir este autor que lo que en Roma no se encuentra es que probablemente no existe113. Y un famoso texto judío del Talmud afirma que de las diez medidas de riquezas repartidas en el mundo, Roma se ha llevado nueve114. En el listado se observa qué tiene primacía: oro y plata, y qué es despreciable, hombres, es decir, el criterio es netamente económico. De hecho, en la lista de productos del mercado de Roma llaman poderosamente la atención los dos últimos, mencionados casi como de pasada, y que traducidos literalmente sonarían así: «(mercancía) de cuerpos y de almas (vidas)

humanas» (v.13). «Cuerpos» es una expresión corriente para hablar de esclavos, lo mismo que «vidas humanas» (personas), expresión esta última que calca Ez 27,13. Los esclavos (calculados en 60 millones según R. Mounce115) representaban la mano de obra barata en la producción de riqueza, en la satisfacción de caprichos, en los juegos del circo o en el mercado de la prostitución. Esta mercancía de alguna manera sintetiza todas las anteriores, porque desenmascara la inhumanidad y el costo social de un sistema que trata al ser humano precisamente como eso, como fría mercancía. Este es un pecado que clama al cielo (v.5) y que exige justicia (v.20). El juicio a Babilonia es la expresión de esa justicia que Dios hace porque en esa ciudad no sólo se ha encontrado riqueza y bienestar, sino sobre todo «en ella se encontró sangre de los santos y de los profetas y de todos los asesinados en la tierra» (v.24). Sin duda, Juan tenía en mente la sangre derramada de los cristianos, a la que hemos aludido ya en varios textos (6,10; 16,6; 17,6; 19,2). Pero si se inspiraba, como parece, en Ezequiel 22 y 24, donde se denuncia a la ciudad sanguinaria. Podemos afirmar que la sangre de Babilonia incluye la de los cristianos, la del Cordero y también la sangre de todas las víctimas inocentes del sistema insensible e inhumano que negocia con la vida de los hombres116. Se trata de todos los asesinados por la idolatría del poder o del dinero o de «la seguridad nacional». Los cristianos no pueden ser ciudadanos de esta «ciudad». Por eso la exhortación: «Pueblo mío, salgan de ella para que no se hagan cómplices de sus pecados» (v.4). Viven en el mundo como extraños y marginados por no tener la marca ni el nombre de la bestia (13,17), pero situados en solidaridad con las víctimas y con los vencedores. Por cierto, no es una invitación a literalmente abandonar Roma u otra ciudad, sino a no hacerse cómplices de sus pecados, a rechazar sus idolatrías para no tener parte en «sus plagas» (v.8, lo que remite al cap. 16). Se condenan expresamente no sólo su fasto e iniquidades, sino también su frivolidad y arrogancia (v.7; cf. Isa 47,7s). Condenándola a ella, «Dios ha reivindicado vuestra causa», se les dice (v.20), la que reclamaban en 6,10 («¿Hasta cuándo, Señor...?»). Recordando la profecía de Jer 51,63s acerca del fin de Babilonia, un ángel arroja una enorme piedra al mar y proféticamente declara: «Con este ímpetu será arrojada Babilonia, la gran ciudad, y nunca más aparecerá» (v.21). Para subrayar la radicalidad de la destrucción de Roma se destaca la ausencia de vida en ella mediante imágenes proféticas (cf. Ez 26,13; Jer 25,10 e Isa 24,8s): «Ya no... ya no... ya no...» (v.22s). Este cuadro pone una vez más de relieve la soberanía y la justicia de Dios. Para el cristiano hoy, igual que antaño para la comunidad de Juan, que vivía en un contexto de adversidades y persecuciones, expuesta a perder inclusive la vida, el cap. 18 presenta claro motivo para confiar en la justicia divina y en el camino de seguimiento del Cordero. La tentación de servir a otras divinidades, de vivir en función de la acumulación de riquezas y del culto al placer, de servir a los dioses materialismo y hedonismo son los mismos hoy que en tiempos de Juan. c. Celebración triunfal (19,1-10) 19 1Después de estas cosas oí como una gran voz de numerosa multitud en el cielo, diciendo: «¡Aleluya! La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios, 2porque verdaderos y justos son sus juicios, pues juzgó a la gran meretriz, la que corrompía la tierra con su fornicación, y vengó en ella la sangre de sus siervos». 3Y [por] segunda vez dijeron: «¡Aleluya! ¡su humareda sube por los siglos de los siglos!» 4Y los veinticuatro ancianos y los cuatro seres vivientes se postraron y adoraron a Dios, que estaba sentado en el trono, diciendo: «¡Amén! ¡Aleluya!». 5Y

salió del trono una voz diciendo: «Alaben a nuestro Dios todos sus siervos y los que le temen, [los] pequeños y [los] grandes». oí como voz de numerosa multitud y como voz de muchas aguas y como voz de poderosos truenos, diciendo: «¡Aleluya! Porque ha comenzado a reinar el Señor (nuestro) Dios, el todopoderoso. 7Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque ha llegado la boda del Cordero, y su esposa se ha preparado, 8y le ha sido dado vestirse de lino resplandeciente, puro». El lino es las obras justas de los santos. 6Y

9Y

me dice: «Escribe: Bienaventurados los invitados al banquete de la boda del Cordero». Y me dice: «Estas son las palabras verdaderas de Dios». 10Y caí a sus pies para adorarlo. Y me dice: «No hagas eso. Consiervo tuyo soy y de tus hermanos, que tienen el testimonio de Jesús. A Dios adora». Pues el testimonio de Jesús es el espíritu de profecía. En 19,1 se cambia de escenario, se pasa al cielo. Es la conclusión lógica del juicio precedente. Esta escena, que abunda en expresiones triunfales, se asemeja particularmente por sus cánticos a aquellas de los caps. 5, 7, 11 y 14, inclusive en la fraseología. Aunque suene paradójico, aquí se celebra la victoria de los vencidos, incluido el Cordero, que también fue vencido, pero es vencedor, muerto y viviente para siempre. En este capítulo se va a invitar a prepararse para la boda del Cordero, es decir, la fiesta de su solidaridad, por la que comparte la victoria con los suyos. La expresión hebrea «aleluya» (lit. «alaben a Ya[vé]»), cuatro veces repetida (v.1.3.4.6), es una invitación a «alabar a Dios» ampliando la antífona en 18,20. La victoria es cantada por la corte celestial (v.1-4) y por la iglesia triunfante (v.5-8). El primer cántico (v.1s) mira hacia atrás, al juicio a Babilonia, mientras que el segundo gran cántico (v.6-8), también en boca de una «numerosa multitud», canta por anticipado el reinado definitivo de Dios.

El primer «aleluya» sintetiza retrospectivamente el juicio a Babilonia. En él, Dios no sólo hace honor a su nombre con «sentencias legítimas y justas», sino que hace justicia a sus siervos pidiendo cuenta de su sangre (v.2). Tanto la multitud como «los cuatro seres vivientes» aprueban gozosos el juicio divino (v.3s). Corrupción, idolatría y sangre derramada son los pecados de Babilonia, y la justicia no puede hacerse esperar mucho más tiempo, Dios no permitirá la impunidad. En el juicio a Babilonia se hace verdad que «ha empezado a reinar el Señor, nuestro Dios, soberano de todo» (v.6). Este último cántico apunta hacia adelante invitando a hacer fiesta, porque «ha empezado a reinar» y «han llegado las bodas del Cordero» (v.6.7). Reino y boda son símbolos asociados en la tradición sinóptica (Mt 22,1-14; Mc 2,19s). La imagen de la boda simboliza la alianza, la unión íntima de Dios y su pueblo. Ahora no sólo se proclama el juicio a Babilonia sino sobre todo la salvación, el reino y las bodas, tres símbolos para expresar la victoria de Cristo. Se trata del triunfo del Mesías, al que está asociado su pueblo, su esposa, la misma del cap. 12 que el dragón quiso destruir, y a la que «se le ha dado un vestido de lino puro, resplandeciente» (v.8), que contrasta con la vestimenta de la prostituta, como contrastan la santidad y la idolatría. Esto será desarrollado en los capítulos siguientes. En 19,9 una voz anónima que, a juzgar por la escena paralela de 22,8 es de un ángel, anuncia la cuarta bienaventuranza: «dichosos los invitados al banquete de las bodas del Cordero». Pareciera que Juan quería relacionar ese momento con la sexta bienaventuranza, en que se repite casi la misma expresión («estas son verídicas palabras de Dios») y se prohíbe al vidente «adorar» al ángel que le habla (v.10)117. La razón de esta prohibición estaría en la intención de Juan de resaltar la autoridad de su revelación, que viene de Dios directamente y es trasmitida por los ángeles y por los profetas. En este sentido están ambos, los ángeles y los profetas, al mismo nivel y todos son siervos del único soberano. Ellos con su servicio y su fidelidad refuerzan la invitación profética de todo el libro: adorar sólo a Dios (14,7.9; 15,4; 16,2; 19,4.10). En ese contexto se comprende la declaración del ángel: «el testimonio de Jesús es el espíritu de profecía» (v.10). El Apoc. es testimonio de Jesús; es profecía porque ayuda a discernir entre idolatría y adoración del verdadero Dios, adoración que se traduce en la aceptación del reinado de Dios que Jesús predicaba, no como culto religioso en sí. Adorar a Dios es la exigencia de la fidelidad; creerse como Dios es el pecado de Babilonia que Dios condena. Pero en todo esto no perdamos de vista el tono festivo de la escena: no sólo hay una serie de «aleluyas», sino que se trata de un banquete de bodas, imagen que nos es familiar por parábolas de Jesús. Por cierto, aquí se trata de las bodas «del Cordero y su esposa», es decir, de todos los santos, los que han seguido fieles hasta el final el camino del Cordero, «adondequiera que vaya» (14,4). Juan celebraba la certeza del fin de un imperio económico y su sistema explotador. Pero, sea cual sea el imperio que se considere, la caída de Babilonia-Roma ilustra una de las verdades de la historia de la humanidad: todos los imperios son frágiles, a pesar de sus pretensiones de grandeza. La victoria del Cordero (19,11-20,15) 11Y

vi el cielo abierto, y he aquí [que apareció] un caballo blanco y el que lo monta [se llama] «fiel y veraz», y juzga y hace guerra según justicia. 12Sus ojos son como llama de fuego, y en la cabeza lleva muchas diademas, [y] tiene un nombre escrito que nadie conoce sino él, 13y va envuelto en un manto teñido en sangre. [Y] su nombre es «la palabra de Dios». 14Y le siguen los ejércitos del cielo sobre caballos blancos, vestidos de lino blanco, puro. 15Y de su boca sale una espada filuda para herir con ella a las naciones, y él las regirá con cetro de hierro, y él pisa el lagar del vino de la terrible ira del Dios todopoderoso. 16Y sobre el manto y sobre el muslo lleva escrito un nombre: «Rey de reyes y Señor de señores». 17Y vi un ángel de pie sobre el sol y gritó con gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan en lo más alto de los cielos: «Vengan, congréguense para el gran festín de Dios, 18para comer carnes de reyes y carnes de jefes militares y carnes de poderosos y carnes de caballos y de jinetes, y carnes de todos los hombres, libres y esclavos, [y] pequeños y grandes». 19Y vi la bestia y los reyes de la tierra y sus ejércitos, congregados para hacer la guerra contra el que montaba el caballo y contra su ejército. 20Y fue apresada la bestia y con ella el falso profeta, el que hizo las señales en su presencia, con las que extravió a los que recibieron la marca de la bestia y a los que adoraron su imagen. Vivos fueron arrojados los dos al lago de fuego que arde con azufre. 21Y los demás fueron muertos por la espada del que montaba el caballo, la que salía de su boca. Y todas las aves se hartaron de sus carnes.

20 1Y vi a un ángel bajando del cielo, teniendo la llave del abismo y una gran cadena en su mano, 2y se apoderó del dragón, la serpiente antigua que es [el] diablo y Satanás, y lo ató por mil años, 3y lo arrojó al abismo, y [lo] cerró y selló encima de él, para que no extraviase más a las naciones, hasta que se cumplieran los mil años. Después de esto debe ser soltado por un poco de tiempo. 4Y vi tronos y [a los que] se sentaron en ellos, y se les dio [poder] de juzgar, y [vi] las almas de los que habían sido decapitados por causa del testimonio de Jesús y de la palabra de Dios, y a cuantos no habían adorado la bestia ni su imagen, ni habían recibido la marca en su frente ni en su mano. Y revivieron y reinaron con Cristo por mil años. 5Los demás muertos no revivieron hasta que se hubieron cumplido los mil años. Esta es la primera resurrección. 6Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección: sobre éstos no tiene potestad la segunda muerte, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él por [los] mil años.

7Y cuando se cumplan los mil años, será soltado Satanás de su cárcel, 8y saldrá para seducir a los pueblos que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, para congregarlos para la guerra, cuyo número es como la arena del mar. 9Y avanzaron por la superficie de la tierra y cercaron el campamento del pueblo santo y la ciudad amada; y bajó fuego del cielo y los devoró. 10Y el diablo que los había seducido fue arrojado al lago de fuego y azufre, donde [están] también la bestia y el falso profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos. 11Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él; de su presencia huyeron la tierra y el cielo, y no se encontró lugar para ellos. 12Y vi a los muertos, los grandes y los pequeños, de pie delante del trono, y los libros fueron abiertos. Y fue abierto otro libro, que es el de la vida. Y los muertos fueron juzgados de lo que estaba escrito en los libros, según sus obras. 13Y el mar dio los muertos que en él estaban; y la muerte y el Hades dieron los muertos que en ellos estaban, y fueron juzgados cada uno según sus obras. 14Y la muerte y el Hades fueron precipitados en el lago de fuego. Esta es la segunda muerte: el lago de fuego. 15Y si alguno no se hallaba inscrito en el libro de la vida, era precipitado en el lago de fuego.

Podemos considerar esta sección como una ampliación de lo que se dijo en 11,18: «ha llegado el momento de juzgar a los muertos y de recompensar a tus siervos... y de destruir a los que destruyen la tierra». Ese momento se ha venido anunciando como el día de la gran batalla (16,13; 17,13 y 19,11-21), que nunca se describe porque no es un día concreto del calendario, pero se va realizando en la fidelidad perseverante de los testigos. El tema del juicio continúa en esta sección (19,11; 20,4.12.13) y el aspecto predominante es, sin duda, la victoria del Cordero, su capacidad de vencer el mal en su raíz, eliminando las causas. Por eso distinguimos los cuatro apartados siguientes: - presentación de Cristo vencedor, - su victoria sobre la bestia y el falso profeta, - su victoria sobre el dragón, y - su victoria sobre la misma muerte. a. Cristo, juez vencedor (19,11-16) El comienzo es solemne y el trasfondo es el AT, porque Cristo es el Mesías anunciado, el cumplimiento y plenitud de la profecía. «El cielo se abre» (v.11), expresión, como en 4,1, de que algo importante se revela. O, mejor dicho, alguien. En efecto, en Jesucristo Dios mismo viene sobre la tierra para juzgar y salvar (cf. Lc 3,21; Jn 1,51). La descripción está hecha sobre el trasfondo de las entradas triunfales en la ciudad de los emperadores romanos, lleno de honores y de títulos. Es así que aparece un caballo blanco y sobre él cabalga el «fiel y veraz», Jesucristo, vencedor, juez y salvador (v.11; cf. Isa 63,1). Él juzga y combate según justicia y por la justicia. Le siguen ejércitos montados sobre caballos blancos que comparten su victoria, por eso están «vestidos de lino blanco puro» (v.14; vea v.8). El que monta el caballo lleva tres nombres: el fiel y veraz (v.11), la palabra de Dios (v.13), y el Rey de reyes y Señor de señores (v.16), todos calificativos que se refieren a Jesucristo. Se llama el «fiel y veraz» por la garantía absoluta de fiabilidad que ofrece; cumple las promesas salvíficas de Dios al poner de manifiesto su justicia (1,5; 3,14), y nadie escapará a su juicio, pues «sus ojos son llama de fuego» que todo lo penetra (v.12; cf. 1,14). Esos epítetos son los mismos que Juan aplica a la palabra de Dios expuesta en el Apoc. (22,6) y es a Jesús mismo a quien se llama «palabra de Dios» en 19,13118. Esta designación nos puede parecer extraña por la connotación intelectual y teórica que puede sugerirnos. Sin embargo, la asociación de palabra de Dios con el jinete de rasgos bélicos le puede haber sido sugerida a Juan por el texto de Sab 18,15s, donde se compara a la palabra con un guerrero. Como sea, la palabra viviente de Dios es Cristo (Jn 1); él es el cumplimiento de la palabra de salvación y de juicio que Dios pronunció contra el imperio opresor en favor de su pueblo. Este jinete es el Mesías, el campeón de la justicia, y su misión es juzgar y hacer justicia (v.11). Pero su victoria pasa por la cruz. Lleva una capa teñida de sangre de los impíos (eco de Isa 63,1s), pues ha pisado el lagar de la ira y de la indignación de Dios (v.15, que recuerda 14,18ss), pero ha vencido y, por eso, lleva «muchas diademas» en la cabeza y un título en la capa y en el muslo que sólo le corresponde a él: «Rey de reyes y Señor de señores» (v.16; 17,14). Soberanía absoluta que destrona a los poderosos. Visto desde el divino César, sería algo así como un título blasfemo, desafiante y provocador. El rey vencedor no está solo. Le acompañan sus seguidores, «los llamados, los elegidos, los fieles» (17,14). El triple triunfo se narra a continuación casi con frases idénticas (v.20; 20,10.14). Debemos cuidarnos de no ver en la narración acontecimientos sucesivos en el tiempo, sino aspectos de un mismo acontecimiento: la victoria de Cristo. b. Victoria sobre la bestia y el falso profeta (19,17-21) La victoria sobre la bestia y sus seguidores había sido anticipada en la visión de la sexta copa (16,13ss). La bestia y los reyes de la tierra con sus tropas están reunidos «para hacer la guerra contra el jinete del caballo y su ejército» (v.19), pero nunca se describe la batalla. Pareciera que el jinete avanza solo y desarmado, aniquilando a sus enemigos con el poder de la palabra y de la verdad que salen de su boca (v.21). En efecto, Juan presenta la confrontación de la bestia con Cristo, y la destrucción de ésta

de tal manera que se manifiesta la impotencia de la bestia frente al Mesías, pues ni siquiera puede pelear: la palabra de Dios misma la aniquila antes de que pueda levantar el brazo y pelear, tan impotente es la bestia. Por dos veces dice Juan «vi entonces» (v.17.19). La primera visión habla del «gran banquete de Dios», inspirado en Ez 39,1720 (profecías contra Gog); banquete grotesco, antítesis del banquete de bodas del Cordero, al que son invitadas todas las aves del cielo. Es un banquete de despojos y de derrota. En el v.18 la lista de víctimas incluye toda categoría, no sólo las altas esferas: incluye reyes y esclavos, pequeños y pobres. Eso significa que no es cuestión de posición social, sino de posición frente a Cristo. Aun los pobres y esclavos son juzgados teniendo en cuenta su posición frente a Cristo; ser pobre o pequeño no santifica automáticamente. La segunda visión parece empalmar con el anuncio en 16,14.16 y 17,12-14. Se concentra en la condena de los responsables de los extravíos de los hombres (la bestia y el falso profeta), que son «arrojados en el lago de azufre ardiendo» (v.20), como se advirtió en 14,10 que ocurriría. Con ellos están también «los reyes de la tierra», que recuerdan el salmo 2, salmo mesiánico que habla de la victoria del rey Mesías contra los reyes de la tierra que se confabulan contra él119. El que le hace frente a la bestia es Cristo, no Dios -que le hace frente al dragón, manteniendo los niveles de confrontaciones. c. Victoria sobre el dragón (20,1-10) Este es uno de los textos más discutidos y complicados del Apoc., cuyo centro de interés sería lo que se ha conocido en la historia como el «milenarismo». Muchos grupos se apoyan en una interpretación literal de esta visión para cimentar sus dogmas apocalípticos acerca del fin del mundo. Antes de entrar en la discusión sobre el milenio (mil años de paz), queremos dejar sentado lo que es más claro y fundamental del texto y viene dado por las tres visiones que lo enmarcan: el diablo atado (v. 1-2), la visión de los tronos (v.4) y la visión de otro trono desde el que se condena a la muerte (v.11). Primero nos fijaremos en las dos primeras visiones, pero dejamos claro que forman una unidad con la tercera para expresar la misma verdad: el juicio y la victoria. En dos visiones (v.1.4) se constata la victoria sobre el diablo, que también es arrojado definitivamente al lago de fuego (v.10), como lo han sido ya la bestia y el falso profeta, instrumentos del diablo (19,20). Los símbolos de las dos visiones son elocuentes por sí mismos. En la primera, como reverso de 9,1-11, un ángel lleva una llave y una cadena grande en la mano. El mensaje es claro: el dragón es atado y encerrado. Como en 12,9, se le califica con cuatro nombres: dragón, serpiente primordial, diablo, Satanás (v.2). Ya no puede extraviar a las naciones. Su acción tiene los días contados («poco tiempo», v.3; 12,12), mientras su derrota es «por los siglos de los siglos» (v.10; cf. 12,9s). Esta es una gran certeza para el creyente: el mal y el responsable del mal, Satanás, están definitivamente vencidos y controlados por Dios y por Cristo; con esa confianza puede vivir en la historia haciendo triunfar la vida120. La razón para el encarcelamiento del dragón, en lugar de su destrucción, está dada en la visión siguiente, además de lo dicho en el v.3. Debemos tener presente que en el cercano Oriente se conocían mitos que hablaban del encarcelamiento del monstruo adversario de Dios, antes de ser liberado para luego entablar un combate definitorio que culminaría con el castigo eterno o su aniquilamiento (vea ya Isa 24,21s; 1 Henoc 10,4ss; 18,12ss; Mc 5,3). La segunda visión se inspira en Daniel 7,9s, escena de juicio en que al «Hijo de hombre» le dan poder real y dominio y capacidad de juzgar, lo mismo que a los santos (Dan 7,14.22). Resulta especialmente significativo, por el paralelo de la escena, lo que se dice sobre el enemigo del pueblo de Dios: «dejarán en su poder a los santos durante un año y otro año y otro año y medio. Pero, cuando se siente el tribunal para juzgar, le quitará (Dios) el poder y será destruido y aniquilado totalmente. El poder real y el dominio sobre todos los reinos bajo el cielo serán entregados al reino de los santos del Altísimo» (Dan 7,25-27). El cumplimiento de este anuncio profético se realiza en Cristo y en la Iglesia, según Juan. Por eso presenta en esta escena los tronos y los encargados de dar sentencia como respuesta a las exigencias de justicia de 6,9-12. Desde el reverso de la historia, desde las víctimas («los decapitados por dar testimonio de Jesús y de la palabra de Dios», v.4) se hace el juicio al poder satánico y opresor. La situación se invierte y los acusados y excluidos son ahora los jueces junto con el Cordero (cf. 1 Cor.6,2; Mt 19,28). Los que no se doblegaron ante el culto al emperador o a su imagen vuelven a la vida y se sientan en tronos para juzgar (cf. Dan 7,22.27). Ellos serán «sacerdotes y reyes por mil años» para Dios (v.6). Juicio, reino y sacerdocio, expresiones de la victoria, van juntos, pero el interés de toda la escena recae sobre la derrota definitiva de Satanás «por los siglos de los siglos» (v.10) y la victoria de los santos que reinan con Cristo. Pero, además de pasar a ser honrados con el papel de jueces de sus verdugos, los que fueron fieles a Dios hasta las últimas consecuencias son premiados con la primera resurrección, es decir, las víctimas de la bestia fueron rehabilitadas, «revivieron y reinaron con Cristo por mil años» antes del juicio final al resto de la humanidad (v.4s). Su rehabilitación no se hace esperar. Por lo mismo son declarados bienaventurados, pues participan ya de las dos grandes funciones del Mesías, la sacerdotal y la real (v.6; cf. 5,10). Se plantea un problema serio en relación al milenio de paz previo al juicio final: si el Apoc. supuestamente prevé el fin pronto, afirmaciones que están remarcadas al inicio y al final en particular, ¿cómo entonces entender que se intercale un período de espera de mil años? ¿Es que el autor consideraba que esos mil años ya habían empezado hacía tiempo, y ahora estamos en el

tiempo en que el dragón ha sido soltado, y por tanto está en su etapa de violencia final? Hemos visto en el cap. l2 que el dragón, arrojado del cielo a la tierra, persigue a la mujer y «le queda poco tiempo», por eso arrecia su violencia. Ahora bien, ¿cómo conjugar eso con un período de intermedio de mil años en que se «aguanta» ese «poco tiempo que le queda»? Eso, una vez más, apunta al hecho de que no es una descripción programada cronológica, sino cuadros, metáforas, y que las cifras no son cronológicas sino simbólicas. El contraste de los números es significativo: «por los siglos de los siglos», «mil años», «poco tiempo». Lo definitivo es la derrota de Satanás, aunque también se diga que mil años está atado Satanás y mil años reinan con Cristo los fieles. ¿Cuál es el valor simbólico de esta expresión? Estos «mil años» han concentrado excesivamente la atención de los comentaristas, descuidando el contenido de las dos visiones que los enmarcan y los iluminan. La interpretación de los «mil años» se ha movido entre los que ven en ellos un período futuro de la historia o una época presente121. La primera interpretación es literal, historicista y contraria al espíritu del Apoc., porque ignora que «mil años» es número simbólico, no matemático ni cronológico, como lo son «un corto tiempo» (20,3), «cuarenta y dos meses» o «mil doscientos sesenta días» (11,3; 12,5). Por eso nos parece más verosímil la otra interpretación, que ve en los «mil años» una designación simbólica del tiempo presente inaugurado por la resurrección de Jesús. Resta, sin embargo, explicar por qué esa designación y qué valor simbólico-teológico tiene. En el Apoc., el tiempo presente, visto desde la bestia, es de «cuarenta y dos meses» o «mil doscientos sesenta días» (11,3; 12,5). Tiempo «breve» (v.3), tiempo de la fidelidad y de la perseverancia. Visto desde Cristo y su victoria, es de «mil años». Ya el contraste es manifiesto. Pero si queremos entender el valor del símbolo habrá que tener en cuenta no sólo las referencias de este texto a Ez 37-39 o Dan 7, sino también las elucubraciones judías sobre la configuración de la historia en siete días a imagen de la creación, pero de mil años cada uno, recordando que después de seis días Dios descansó (paz) en el séptimo (vea 2 Henoc 32 o la expresión de Sal 90,4: «mil años son como un día en tu presencia»; 2 Pdr 3,8). Por otro lado, era creencia común entre los judíos que el tiempo del paraíso había durado mil años y que el mesías restauraría el paraíso. Por lo tanto, la expresión «mil años» no es una afirmación cronológica, sino una designación simbólica del presente inaugurado por Cristo, que equivale a decir «un largo período (como las miríadas en 5,11)122. Es una forma de presentar a Cristo como triunfador y restaurador del paraíso. Esta referencia al paraíso se encuentra también en la mención de la «serpiente primordial» (v.2) y del árbol de la vida asegurado al vencedor (22,2; 2,7). Por todo eso, una vez más, la presencia del milenio en este capítulo no es cronológica, sino teológica y funcional. Es la manera que tuvo Juan de subrayar la victoria de los mártires en contraste con la suerte de la bestia, del falso profeta y del dragón. Mientras a éstos los arroja al lago de fuego, que es la segunda muerte, la definitiva (v.10.14), los mártires viven ya la resurrección primera y única, y por eso se dice de ellos que «vivieron y reinaron con Cristo» (v.4.6)123. La única resurrección que importa es la presencia definitiva de la vida en Cristo. Los hombres son posesión de Dios porque han sido rescatados (14,3) por Cristo, Señor de la vida. En el mismo orden simbólico se entienden las otras afirmaciones que aparecen en este capítulo: «la primera resurrección» (no se dice nada de la segunda resurrección, v.5) y «la segunda muerte» (no se dice nada de la primera muerte, 2,11; 20,6.14; 21,8). La segunda muerte es identificada en 21,8 con el lago de fuego y azufre, donde son arrojados la bestia y el falso profeta, es decir, con la condena eterna y definitiva. Coincidirá también con la segunda resurrección (no mencionada como tal) de «los demás muertos» (v.5) con miras al juicio final. Por lo tanto, la primera muerte es la muerte física de los mártires que «no habían adorado a la bestia ni a su imagen» (v.4) y a la que el cristiano no teme, porque vive ya la primera resurrección, participación de la resurrección de Cristo. Como se había anticipado en el v.3, al final de los mil años de encadenamiento «será soltado Satanás de su cárcel (¿por Dios?)» con el fin de captar a todo el mundo para su dominio. Para ello no puede tolerar la competencia del reino de Dios, razón por la que congrega «a Gog y a Magog» a fin de hacer la guerra a Dios (v.8). Esta visión está inspirada en Ezequiel 38-39, el gran oráculo contra Gog, rey de Magog, que reuniría un vasto ejército para atacar al final de los tiempos al pueblo de Dios, pero sería derrotado por él. Siguiendo la tradición judía, interpretó ambos nombres como correspondientes a un inmenso pueblo enemigo de Dios. Juan dice que su magnitud es «como la arena del mar» (v.8), expresión conocida de la promesa de Dios a Abrahán con respecto a su futuro pueblo (Gén 22,17; 32,12; Hebr 11,12). Por eso aquí se trata de representar un último asalto contra «los santos y la ciudad amada» (v.9), el pueblo de Dios. Si bien Juan no dice expresamente quién aniquiló a Satanás, el empleo de la forma verbal pasiva (fue arrojado), de manera típica judía, se refiere a Dios, evitando de esa manera usar su nombre. Así como Ezequiel profetizó que Dios haría caer un fuego destructor sobre Gog y sus aliados (38,22; 39,6), Juan dice que «bajó fuego del cielo y los devoró» (v.9) al dragón y sus aliados. Y, de la misma manera que Juan no describió la derrota de la bestia y sus secuaces, aquí tampoco lo hizo con respecto a la batalla final contra el dragón y sus aliados. Su destino es el mismo de la bestia y el falso profeta, «el lago de fuego y azufre» (v.10; 19,20). El cuadro es netamente mitológico. Gog y Magog son símbolos que representan la totalidad de los pueblos paganos intencionados en derrotar a Dios, pero que son definitivamente destruidos más bien por Él. Su carácter mítico con un fin teológico se confirma en la observación de que resulta desconcertante su presencia después de que en 19,17-21 fueran destruidos la bestia y todas las naciones adversas a Dios, y que nada se dice del destino de Gog y Magog y sus huestes, tan sólo de Satanás

(v.10). Satanás y sus seguidores no se dan por vencidos. El mito de los orígenes de la actuación destructora del dragón, en el cap. 12, ha llegado a su último capítulo con su eliminación de la faz de la tierra, de modo que Dios puede ahora poner su trono aquí. Es lo que constituirá la visión de la Jerusalén celestial, el mundo nuevo. Juan ve los acontecimientos a la luz de la pascua de Cristo, el acontecimiento escatológico definitivo que ha quebrantado para siempre el poder de Satanás y de la muerte (v.10). Por la fe en Cristo, los creyentes «han pasado de la muerte a la vida» (1 Jn 3,13) y reinan con Cristo (v.4.6). Por su victoria participan también en el juicio del mundo y son sacerdotes para Dios celebrando, desde ahora, el triunfo de la vida. Una anotación final: la visión del milenio es única en todo el NT. En ningún otro texto del NT se menciona un milenio de paz mesiánica ni una resurrección de mártires. Más bien, la tradición cristiana es unánime en su esperanza confiada en la segunda venida de Cristo, inseparable del juicio final -sin un período intermedio. No olvidemos que el Apoc. está escrito en un género literario que recurre a imágenes, símbolos y metáforas para inspirar a sus lectores cristianos confianza en la justicia divina, y no para hacer afirmaciones que deban tomarse al pie de la letra. d. Victoria sobre la muerte (20,11-15) La mención del trono, inspirada también en Daniel 7, empalma con los tronos de 20,4 y recuerda la visión de los caps. 4 y 5. No se dice el nombre del juez. Se dice simplemente que «está sentado en el trono», como se ha designado frecuentemente a Dios en el Apoc.124, y desde ese puesto ejerce su realeza y da la sentencia definitiva. Sobrecogidos por su majestad, el cielo y la tierra huyen de su presencia (cf. 16,20), como dejando espacio para la nueva creación125. La visión no menciona a nadie, excepto a los muertos que serán juzgados. Cristo es juez de los vivos (14,14.18s; 17,14; 19,11ss; 20,7ss) y ya ejerció su papel de juez en la victoria sobre la bestia y sus secuaces. Dios es juez de los muertos: es su turno. Es el juicio final universal a la humanidad, por eso está sentado sobre «un gran trono blanco» (v.11), tierra y cielo desaparecen, y se abre «el libro de la vida», donde están consignadas «sus obras» cual libro de contabilidad (v.12)126. Nada se le olvida a Dios. Es el juicio a la muerte y al Hades (lugar donde van los muertos), haciendo justicia a todos los muertos de la historia, incluso los desconocidos, pues todos viven para Dios. Ha llegado el reino de la vida en el que la muerte, cual enemiga, es «aniquilada para siempre» (v.14; 21,4; Isa 25,8; 1 Cor 15,26.55). El juicio afecta a los que no están inscritos «en el libro de la vida» (v.15; cf. 3,5; 13,8; 17,8; Dan 12,1), por eso no participan de «la vida» sino que sufren «la segunda muerte», es decir, son precipitados en el lago de fuego. El mundo viejo (tierra, cielo, mar) desaparece (v.11; 21,1) para dejar paso al mundo nuevo, obra de Dios que está ya presente «por la aparición en la tierra de nuestro salvador, Jesucristo; él ha irradiado vida e inmortalidad por medio del evangelio» (2 Tim 1,10). La salvación o el triunfo de la vida (21,1-22,5) Con esta sección llegamos al final del Apoc. En ella se narra la salvación como la victoria de Dios y del Cordero que ya se había anunciado en varias ocasiones127. La imagen de la mujeresposa sirve de enlace con lo anterior. Se trata ahora del banquete de bodas del Cordero. La mujer del cap. 12 contrastaba con la prostituta del cap. 17. Ahora también, la Jerusalén-esposa del presente capítulo representa el reverso de la prostituta-Babilonia del cap. 17. Ambas mujeres, las de los caps. 12 y 21, son signo de la vida que nace y se asegura definitivamente. Uno de los siete ángeles explicaba el misterio de la mujer (17,7) y ahora también «uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas» (v.9) presenta a la esposa del Cordero. En ambos casos el vidente es arrebatado por el Espíritu (17,3; 21,10) y se menciona el libro de la vida (17,8; 21,27). La bestia que lleva a la mujer «sale del abismo y va a la perdición» (17,8), la esposa baja del cielo a la tierra para reinar eternamente (22,5). La continuidad y el contraste son patentes. Lo que Juan vio de distintas maneras es el triunfo definitivo de la vida que brota de Dios y del Cordero. La visión concentra y superpone símbolos e imágenes tomados del Antiguo Testamento, tratando de reconstruir la utopía de Dios para toda la humanidad. Por eso la nueva Jerusalén concentra tres aspectos importantes de la esperanza del AT: es paraíso donde abunda la vida, es ciudad donde todos se sienten en casa y es templo porque Dios está en ella. Es la restauración del paraíso o de la ciudad o del templo (tres realidades perdidas para un judío) como expresión de una utopía humana, pero que ahora coincide con el sueño de Dios. La visión está constituida por tres grandes escenas que representan tres aspectos de la misma realidad, unificados por los temas de la novedad y de la vida. Las podemos titular: todo nuevo (21,1-8), la ciudad nueva (21,9-27) y el paraíso nuevo (22,15). 21 1Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar no existe ya. 2Y vi la ciudad santa, [la] nueva Jerusalén, que bajaba del cielo de parte de Dios, preparada como esposa adornada para su esposo. 3Y oí una gran voz [que procedía] del trono, diciendo: «He aquí la morada de Dios con los hombres, y morará con ellos, y ellos serán sus pueblos, y Dios mismo con ellos estará. 4Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y la muerte ya no existirá, ni llanto ni lamentos ni dolores existirán ya, porque las cosas primeras [ya] pasaron». 5Y dijo el que estaba sentado en el trono: «Miren, todo lo hago nuevo.» Y dice: «Escribe, porque las palabras fidedignas y verdaderas son éstas». 6Y me dijo: «¡Hecho está! Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin. Al que tenga sed, le

daré yo gratis de la fuente del agua de la vida. 7El que venza heredará estas cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo. 8Pero la parte de los cobardes e incrédulos y culpables de abominación, y homicidas y fornicarios y hechiceros e idólatras, y de todos los embusteros, será en el lago que arde con fuego y azufre, que es la segunda muerte». 9Y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas finales, y habló conmigo diciendo: «Ven, te mostraré a la desposada, la esposa del Cordero». 10Y me llevó en espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo de parte de Dios, 11teniendo la gloria de Dios. Su resplandor era semejante a piedra preciosísima, como piedra de jaspe que brilla como cristal. 12Tenía una muralla grande y elevada, que tenía doce puertas, y sobre las puertas doce ángeles, y nombres escritos encima, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel. 13Al oriente, tres puertas; al norte, tres puertas; al sur, tres puertas; y al occidente, tres puertas. 14Y la muralla de la ciudad tenía doce bases, y sobre ellas doce nombres, los de los doce apóstoles del Cordero. 15Y el que hablaba conmigo usaba como medida una caña dorada para medir la ciudad y sus puertas y su muralla. 16Y la ciudad está asentada [en forma] cuadrangular, y su longitud es tanta como su anchura. Y midió la ciudad con la caña: [tenía] doce mil estadios. Su longitud y su anchura y su altura son iguales. 17Y midió la muralla: [tenía] ciento cuarenta y cuatro codos, según la medida de hombre, que es de ángel. 18Y el material de su muralla es jaspe, y la ciudad es oro puro, semejante a cristal puro. 19Las bases de la muralla de la ciudad están adornadas con toda clase de piedras preciosas. La primera base es jaspe; la segunda, zafiro; la tercera, calcedonia; la cuarta, esmeralda; 20la quinta, sardónice; la sexta, cornalina; la séptima, crisólito; la octava, berilo; la novena, topacio; la décima, ágata; la undécima, jacinto; la duodécima, amatista. 21Y las doce puertas [eran] doce perlas; cada una de las puertas era de una sola perla. Y la plaza de la ciudad [era de] oro puro, como vidrio transparente. 22Y no vi santuario en ella, porque su santuario es el Señor, Dios, todopoderoso, y el Cordero. 23Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna para que la iluminen, porque la gloria de Dios la iluminó y su lámpara es el Cordero. 24Y caminarán las naciones a su luz, y los reyes de la tierra llevan a ella su gloria. 25Y sus puertas jamás se cerrarán de día porque nunca habrá allí noche, 26y llevarán a ella la gloria y la honra de las naciones. 27Y no entrará en ella cosa impura, ni el que obra abominación o falsedad, sino los inscritos en el libro de la vida del Cordero.

22 1Y me mostró un río de agua de vida, reluciente como cristal, saliendo del trono de Dios y del Cordero. 2En medio de la plaza y a un lado y a otro del río [hay] un árbol de vida dando doce frutos; cada mes [da] su fruto. Y las hojas del árbol [sirven] para curar a las naciones. 3Y ya no habrá condenación alguna. Y estará en ella el trono de Dios y del Cordero, y sus siervos le darán culto, 4y verán su rostro y [llevarán] el nombre de él en la frente. 5Y ya no habrá noche, y no necesitan luz de lámpara ni luz de sol, porque el Señor Dios los alumbrará, y reinarán por los siglos de los siglos. a. Todo nuevo (21,1-8) Hasta ahora la atención había estado centrada en el juicio contra los adversarios de Dios y su Mesías. Queda considerar el destino de los que permanecieron fieles al Cordero a pesar de todas las adversidades. El viejo mundo ya pasó. Ahora se abre paso el nuevo mundo, ansiado por el pueblo de Dios desde tiempos del exilio babilónico. Juan podía haber hecho suyas las palabras de san Pablo: en Cristo, lo viejo ha pasado y aparece la novedad (2 Cor 5,17). Un cielo nuevo, una tierra nueva, una Jerusalén nueva; en definitiva «todo nuevo» (v.5) es la afirmación gozosa de haber logrado la utopía (v.6). Sin duda alguna, Juan se inspiró en los caps. 65 y 66 del libro de Isaías, donde, años atrás, otro profeta ofreció una utopía similar al pueblo de Dios: «miren que voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva; voy a trasformar a Jerusalén en alegría y a su población en gozo» (Isa 65,17; 66,22). Lo que en el pasado era profecía ahora es un hecho. Y no es Juan quien lo asegura, pues él es solamente un testigo de otro más autorizado que él: del «Alfa y Omega, el Principio y el Fin» (v.6). La expresión «principio y fin» nos remite a Isa 44,6, pero se aplica a Dios (1,8) y a Cristo (22,13), subrayando la unidad del Padre y del Hijo como creadores de un mundo nuevo. Cielo y tierra nuevos no significan ni aquí ni en Isaías una creación nueva, ex nihilo, desde la nada. Antaño no se tenía noción de creación como la entendemos nosotros, por eso Juan habla de hacer algo: «todo lo hago nuevo», dice Dios (v.5). Lo que «hace» es poner orden, el cual consiste en dominar las fuerzas del caos. El nuevo mundo esperado por Isaías sería un mundo donde reine el orden, aquel establecido en la Torá -que es la finalidad de la Ley: orden. El asunto no es, pues, de carácter cosmológico, sino teológico: se trata de visualizar la realización de la salvación prometida al pueblo de Dios. Sorprende la sobriedad de Juan, que no habla de cataclismos ni da una descripción realista de fenómenos naturales para expresar el cambio a la novedad. Como antes presentó a la prostituta como capital del mundo, ahora ve a la esposa, la nueva Jerusalén, como capital del mundo nuevo. No es la Jerusalén histórica sino la escatológica, en cuanto expresión del designio de Dios para la humanidad. Habla de Jerusalén, y no de otra ciudad, porque se trata de la continuidad de la historia salvífica, del pueblo de Dios. La idea remonta ya a Jeremías 30,1-31,22; Ezequiel 16; 36-37; 40-48; Zacarías 14; y especialmente el Déutero y Trito Isaías (esp. 60-62; 65). Podía hacer suyas las palabras del Salmo 87: «¡qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios! Contaré a Egipto y a Babilonia entre mis fieles. El Señor escribirá en el registro de los pueblos: ‘éste ha nacido allí’» (v.3.4.6). La tradición cristiana es consciente de esta nueva pertenencia a una nueva madre, una nueva ciudad, una nueva ciudadanía. «La Jerusalén de arriba es libre y ésa es nuestra madre» (Gál 4,26; cf. Fil 3,20). Se trata de vivir la novedad de la salvación ya desde ahora.

Primero tenemos un mundo nuevo, luego una ciudad celestial que se sitúa en ese mundo, Jerusalén nueva, en contraposición a aquella ciudad sobre las siete colinas del cap. l7, BabiloniaRoma, que ha sido destruida. Así como Babilonia, la prostituta, está montada sobre la bestia, así Jerusalén, la santa, es la novia del Cordero. Es notorio que se trata de un descenso del cielo a la tierra. La nueva Jerusalén baja del cielo a la tierra, no al revés. Es decir, el centro es la tierra, pero nueva, no simplemente remozada. Juan no especifica si la Jerusalén nueva bajaba del cielo nuevo ni dónde se establece. En realidad no interesa, pues en la visión se funden cielo y tierra en una sola realidad, y «Jerusalén» es, una vez más, tan sólo un símbolo, como lo confirma el hecho de ser comparada con una «esposa ataviada para su esposo» (v.2), imagen que ya encontramos en 19,7s. No se trata, por lo tanto, de una ciudad real como tal. Esa «ciudad santa» baja «de parte de Dios» porque es un don divino: la comunión de los santos con su Dios. En Gál 4,26 y Hebr 12,22 se denomina a la comunidad de creyentes «la Jerusalén de arriba». La voz del trono le aclara a Juan que esa Jerusalén no representa otra cosa que «la morada de Dios con los hombres» en la tierra (v.3; cf. Lev 26,11s y Jn 1,14: el Verbo puso su morada entre nosotros). Es una manera pictórica de afirmar una profunda verdad de índole escatológica. Ahora bien, si descubrimos las alusiones a textos del AT que inspiraban a Juan, podremos comprender mejor el alcance de sus afirmaciones, en las que expresa la esperanza de Israel cumplida en Cristo, pero en su sentido más universal. En la expresión «morada de Dios entre los hombres» se encuentran referencias a los textos de alianza de Ex 37,23.27s y Zac 2,14s; 8,8, en los que Dios mismo presenta al nuevo Israel compuesto de todas las naciones. Este es el mundo nuevo que Dios prepara: los hombres y mujeres de todos los pueblos, consolados y reunidos por la presencia del Dios que salva. En efecto, es notorio que en el v.3 se afirma en términos de alianza que, por un lado, Dios morará con los hombres y, por otro lado, «ellos serán sus pueblos», en plural: la salvación no es exclusiva de Israel, sino de «toda nación, tribu, lengua y pueblo» (7,9; 14,6; 19,5-8). La Jerusalén que Juan presentaba es de puertas abiertas a todas las naciones (v.24). La nueva ciudadanía consiste en una nueva forma de vivir y de relacionarse los hombres entre sí y con Dios y la novedad está explicada por la voz que el vidente oye: «esta es la morada de Dios con los hombres, y habitará con ellos y ellos serán sus pueblos; Dios mismo estará con ellos. Él enjugará las lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte, ni llanto ni lamentos ni dolores, pues lo de antes ya pasó» (v.3s). Los temas de la morada de Dios entre los hombres y de enjugar las lágrimas habían aparecido ya en 7,15-17, pero todo el párrafo es una concentración de textos y de temas del AT128. En la descripción de la novedad tenemos, en primer lugar, una presentación negativa: no habrá muerte ni lamentos, y el mar (símbolo de lo movedizo e inestable) ya no existe. Pero la razón de todo esto se da en las afirmaciones positivas: en la ternura solidaria del Dios-con-nosotros que desciende a estar con su pueblo para enjugar sus lágrimas y convertirlo en un pueblo de hijos. Y asegura que esto será una realidad, «porque estas son palabras fidedignas y verdaderas» (v.5; 22,6). Sorprende que frente a la aspiración de la humanidad de ser como Dios o de ganárselo para estar con Él, Juan hablase de un dios que viene a estar con los hombres, cumpliendo así su alianza. Esta hermosa utopía nos recuerda también aquella presentada por César Vallejo en «España, aparta de mí este cáliz», cuando convoca a los «voluntarios de la vida» a matar la muerte y, entonces, ya sin luto, sin muerte y sin distancias, «serán dados los besos que no pudisteis dar; sólo la muerte morirá». Recordando el premio al final de las siete cartas y la escena en 7,16, se dice que al sediento y al vencedor Dios le ofrece beber «de la fuente del agua de la vida», que es Él mismo (cf. Isa 55,1; Jer 2,13; Sal 36,10). El tema del agua apunta hacia lo que viene a continuación y la invitación a beber se explicitará en 22,17. «El sediento» y «el vencedor» es también «el heredero» y el «hijo», todas designaciones del ser cristiano y del ser humano. Dios está con ellos para saciar su sed y darles la victoria, porque quiere ser Dios para una comunidad de hijos (v.7). Una vez más descubrimos la preocupación de Juan por la universalidad al aplicar a todos los hombres un texto que originalmente se refería a Salomón (2 Sam 7,14). En medio de tanta belleza sorprende la lista de pecados que excluyen de la Jerusalén del cielo, algunos de los cuales se repiten en 22,15. Son ocho comportamientos de los cuales el séptimo y el octavo representan como la síntesis y la conclusión: la idolatría y la mentira (vea 21,17). Como se explica en 22,15, los mentirosos son los que «aman y obran la mentira». El contexto vital de estos catálogos de vicios parece ser la exhortación bautismal en la que se recuerda al creyente que, por el bautismo, entra en el mundo nuevo de la resurrección y que, por tanto, debe caminar «en novedad de vida» (Rom 6,4)129. La lista recuerda a los creyentes las exigencias de su identidad cristiana. La lealtad a Cristo le lleva al rechazo de la idolatría contagiosa que el Apoc. ha tratado de desenmascarar como falsa y mentirosa, fruto del padre de la mentira, que engaña a los habitantes de la tierra. La victoria se consigue en la lucha contra la mentira y la idolatría, ya que la adoración del único Dios es incompatible con cualquier tipo de idolatría, ya sea ésta política, social, económica o religiosa. Los profetas son los encargados de desenmascararla. Ser cristiano es ser profeta y eso exige definición y lealtad al único soberano de la tierra. No debe sorprendernos que Juan hubiese vuelto a introducir el tema del destino de los renegados y de los impíos, que es el mismo que el del dragón y sus seguidores, es decir, «el lago que arde con fuego y azufre» (v.8), a pesar de que su destino ya había sido sellado en el juicio final. Esto va de la mano con el hecho de que las voces celestiales hablen en términos del futuro. Juan estaba escribiendo para cristianos que tenían que vivir su fe en circunstancias no sólo adversas, sino abiertamente hostiles, incluso homicidas, en razón de su seguimiento del Cordero. El interés de Juan era animarlos y darles motivos de confianza en la justicia divina. «El que ríe último, ríe mejor» diríamos hoy. Por eso mismo, tanto aquí (v.5) como en 19,9 y 22,6 se asegura

solemnemente que «estas palabras son fidedignas y verdaderas». b. La ciudad nueva (21,9-27) En esta segunda parte tenemos la presentación de la ciudad nueva que es la esposa. Al repetir casi a la letra en 21,9-10 las frases de 17,1.3, Juan subrayaba la contraposición entre Babilonia y Jerusalén, al decir que en esta visión, como la anterior de Babilonia, es guiado por uno de los ángeles de las siete plagas y que todo sucede «en espíritu», es decir, por la percepción y sensibilidad profética que el Espíritu da a sus siervos130. En efecto, esta nueva visión se presenta como un impresionante contraste con «la gran ciudad», Babilonia, así como la esposa contrasta con la meretriz en la visión precedente. Guiado por un ángel, el vidente describe la belleza de la esposa-ciudad «radiante con la gloria de Dios» (v.11). Pero no olvidemos que, donde nosotros utilizaríamos lenguaje abstracto, Juan prefería el lenguaje concreto de los símbolos que debemos entender. Por eso no podemos visualizar la descripción que hizo de la ciudad131. Por igual razón no se trata de la reconstrucción de la Jerusalén histórica, sino de un símbolo que la trasciende, símbolo de la convivencia entre los hombres, expresando de este modo que la salvación no es sólo individual y personal, sino sobre todo social y comunitaria. Como trasfondo de esta descripción de la ciudad nueva, tenemos una artística combinación de textos como Isa 60,1s; 65,17s y especialmente Ez 40-48, libremente manejados. También Ezequiel describe la reconstrucción de la ciudad y su templo con el nombre nuevo y significativo «el Señor está allí» (Ez 48,35). Como en Ezequiel e Isaías, la gloria de Dios es su presencia. Eso es lo principal y decisivo de esa ciudad «radiante con la gloria de Dios» (v.10.23). Es la presencia (gloria, shekináh) de Dios la que hace brillar a la Iglesia y la renueva totalmente (2 Cor 3,18), razón por la que Juan la describe llena de luz (21,11.23s; 22,5), de dimensiones absolutamente perfectas (21,12-17), hecha de los materiales más preciosos (21,18-21) y con rasgos paradisíacos (22,1ss). Las mediciones realizadas (v.15s) evocan idénticas escenas en Ezequiel 40-42 y 47. Resulta difícil imaginar una ciudad como un cubo perfecto, con longitud, anchura y altura de más de dos mil kilómetros (v.16; cf. Ezeq 48,15ss)). Las cifras doce mil y ciento cuarenticuatro inevitablemente traen a la mente aquella de los 144.000, es decir, son cifras simbólicas. En la antigüedad, el cuadrado representaba la perfección, y el cubo la máxima perfección. Se trata de símbolos o imágenes que evocan algo que no se ve: la belleza, la gratuidad, la estabilidad perfecta y la plenitud de luz y de vida por la presencia de Dios. Por eso Juan no temía contradecirse al afirmar que la ciudad es toda de oro puro (porque en el viejo mundo no todo lo que brilla es oro) y que al mismo tiempo tiene toda clase de piedras preciosas (v.18-20). En ese mundo nuevo ya nadie se peleará por el oro, que estará puesto al servicio de la convivencia humana. El símbolo de la ciudad, con doce puertas y doce cimientos (v.12.14), habla del enraizamiento con Israel y de la nueva forma de relación con Dios y entre los hombres. Las puertas están distribuidas de la misma manera que en Ezeq 48,31-35, tres en cada uno de los puntos cardinales, símbolo del universalismo, por ello siempre abiertas (v.25s). La cifra doce es simbólica de Israel con sus doce tribus, que hay que asociar con las doce bases de la muralla de la ciudad (v.14.19s), que son «los doce apóstoles del Cordero», y las doce puertas, que son «las doce tribus de los hijos de Israel» (v.12.21). La cifra mil ya nos es familiar como simbólica de una gran cantidad. Como en Isa 60,3.5.11, la ciudad brilla para orientar y atraer: «caminarán las naciones a su luz y sus puertas jamás se cerrarán de día, porque nunca habrá allí noche» (v.24s). Se trata de una ciudad de puertas abiertas, sin excluidos ni marginados, todos con carta de ciudadanía en ella132. Iglesia, sacramento de la luz de Dios que la inunda y la transforma (v.23). Iglesia, luz que orienta el camino y abre las puertas para que entren todos, acogedora de todo caminante y buscador. Cuando la Iglesia se abre, acoge e integra, cumple su misión de pueblo elegido, de ser sacerdotes y reyes, superando prejuicios y barreras para servir a la integración de la humanidad como familia de Dios. Juan queda sorprendido por lo que no ve en esa ciudad y extrañaría a cualquier visitante, incluidos nosotros: «Templo no vi en ella» (v.22). Extraño e inconcebible, ¡una ciudad sin templo! ¿Es una ciudad profana? No, es una ciudad que ha superado el esquema sagrado-profano (personas sagradas, lugar sagrado, tiempos sagrados). Todo en ella es sagrado y consagrado por la presencia de Dios, de la que ya se habló en 21,3. En la Jerusalén histórica, incluida la actual, el templo es el lugar central que más impresiona a todos los que la visitan. Pero era un templo que no acercaba a Dios, porque dividía y excluía a los sacerdotes de los laicos y a los mismos sacerdotes entre sí, pues sólo el sumo sacerdote podía entrar a la presencia de Dios una vez al año. En esta ciudad no hay templo, porque Dios mismo ha venido a estar con su pueblo y toda ella es templo, es decir, presencia de Dios, y en ella todos son reyes y sacerdotes. Ni templo, ni sol, ni luna, pero toda ella es luz por la gloria de Dios que la ilumina (cf. Isa 60,19). Como la ciudad de la que habla el libro de Isaías (60,3.57.11), también ésta es una ciudad con una misión: iluminar con su presencia la marcha y la búsqueda de la humanidad (v.24), cumpliendo así la esperanza de las naciones que peregrinan hacia Jerusalén, hacia Dios (cf. Isa 60,3; 2,2.3). Acuden a Jerusalén llevando el esplendor y la riqueza, como lo hacían antes con Babilonia (18,1117), pero ya no son expresión de idolatría sino de reconocimiento del Señor. Ciudad de luz en la que reina un día eterno y no necesita de sol o luna, porque Dios y el Cordero son su luz perpetua. No hay noche, símbolo de la muerte, de la

oscuridad y de la inseguridad. Solo hay luz y vida que brotan eternamente de Dios, simbolizadas en el libro de la vida del Cordero (21,27) y en el árbol de la vida (22,2). Por paradójico que pueda parecer, el trono de Dios, que en el capítulo cuarto se encontraba en el cielo, ahora se encuentra en esta ciudad, entre los hombres (22,1.3). En síntesis, el nuevo mundo es antítesis del antiguo (cf. 2 Pdr 3,13): el caos fue derrotado y ya no tiene lugar (mares, abismo, muerte); ya no habrá noche ni tinieblas sino que todo será perenne luz (Jn 1,4s; 9,4s). Será el triunfo de la vida sobre la muerte (l Cor 15,26); es el fin del dolor y el llanto, producidos por las opresiones y persecuciones. Sus causantes ya fueron arrojados al lago de fuego. Ese mundo fue destruido. Eso da lugar a «un mundo nuevo», un mundo donde «Dios es todo en todos» (1 Cor 15,28). c. El paraíso nuevo (22,1-5) El mismo ángel de 21,9 presenta al vidente esta tercera parte que evoca el nuevo paraíso. El trasfondo es Gén 2,10-14, en que se habla del río que regaba el paraíso y después se dividía en cuatro brazos, pero sobre todo Ezeq 47,1-12, en que se presenta el río que sale del templo y llega hasta el mar Muerto, llenándolo todo de vida133. Pero, mientras en Ezequiel se habla de toda clase de árboles que crecen junto al torrente de agua, Juan se concentró en lo esencial: «un río de agua de vida» y «un árbol de vida» (v.1.2). En esta ciudad no hay templo, pero sí está «el trono de Dios y del Cordero», que ha tomado su lugar (21,22), de donde sale un «río de agua de vida», reluciente, es decir, las bendiciones vitales de Dios (21,6). Con el río y con el árbol de vida se asegura la vida del paraíso. En el libro del Génesis un ángel impedía al hombre el acceso al árbol de la vida. Aquí es al revés, el agua fluye hacia las naciones para inundarlas de vida, y el árbol ofrece su abundante cosecha (doce veces al año) para la salud y la vida de las naciones. Contrario a la condenación que sufrieron Adán y Eva por haber comido del fruto, en este paraíso «ya no habrá condenación para nadie» (v.3), ya no habrá fruto prohibido. En otras palabras, no se trata de volver al paraíso y repetir la historia de la caída. El tentador ha sido vencido definitivamente, por eso ya no habrá maldición, sólo bendición y vida. Dios mismo y el Cordero están en el centro y son la fuente de la vida y hacen derivar hacia las naciones «como un río, la paz» (Isa 66,12) y la abundancia, ofrecidas gratuitamente (21,6; Isa 55,1s). La gran aspiración de los buscadores de Dios será cumplida porque «verán su rostro»134. En convivencia pacífica y en plenitud de vida, los hombres, ya desde ahora, «reinarán por los siglos de los siglos» (v.5). Una observación adicional a modo de síntesis. En 21,3 la voz celestial afirma que en la Jerusalén nueva «está la morada de Dios con los hombres», y en 22,3 que en ella «estará el trono de Dios y del Cordero». La residencia de Dios, entonces, no estaría en el cielo sino en la Jerusalén que «bajó del cielo». Evidentemente, no es una descripción a ser tomada literalmente, sino metafórica, para afirmar que cielos y tierra se funden en una sola realidad, que es aquella donde Dios está en toda su soberanía. Por eso mismo no debe extrañarnos que tanto la luz como el paraíso se limitan a la ciudad, la Jerusalén nueva soñada por los profetas, allí donde todo converge (el mundo nuevo) y el Dios de la alianza está con su pueblo «por los siglos de los siglos». 4. EPÍLOGO (22,6-21) 6Y me dijo: «Estas son las palabras fidedignas y verdaderas. [Y] el Señor, Dios de los espíritus de los profetas, envió su ángel para mostrar a sus siervos lo que ha de suceder en seguida. 7Y miren que vengo pronto. Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro». 8Y yo, Juan, [soy] el que oía y veía estas cosas. Y cuando vi y oí, caí para adorar a los pies del ángel que me enseñaba estas cosas. me dice: «No hagas eso; consiervo tuyo soy y de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este libro; a Dios adora». 9Y

10Y me dice: «No selles las palabras de la profecía de este libro, pues el tiempo está cerca. 11El injusto, cometa injusticia todavía; y el manchado, mánchese todavía; y el justo, obre justicia todavía; y el santo, santifíquese todavía. 12Miren: vengo en seguida y traigo el salario conmigo para dar a cada uno según sea su obra. 13Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin. 14Bienaventurados los que lavan sus túnicas para tener potestad sobre el árbol de la vida y puedan entrar por las puertas a la ciudad. 15Fuera [quedarán] los perros y los hechiceros y los fornicarios y los homicidas y los idólatras, y todos los que aman y practican la mentira». 16Yo,

Jesús, envié mi ángel para atestiguarles estas cosas ante las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David, el lucero brillante de la

mañana. 17Y

el Espíritu y la esposa dicen: «Ven». Y el que oiga, diga: «Ven». Y el que tenga sed, venga. El que quiera, tome gratis del agua de 18Yo declaro a todo el que escucha las palabras de la profecía de este libro: Si alguno les añade [algo], Dios le añadirá a él las la vida. plagas que están escritas en este libro. 19Y si alguno quita [algo] de las palabras del libro de esta profecía, Dios le quitará su parte del árbol de la vida y de la ciudad santa, que están escritos en este libro.

20Dice 21La

el que atestigua estas cosas: «Sí, vengo pronto». Amén, «Ven, Señor Jesús».

gracia del Señor Jesús [sea] con todos.

En 22,5 han terminado las visiones (o la visión) y comienza una secuencia de exhortaciones finales. Son un verdadero rompecabezas. Los mensajes e interlocutores brincan desordenadamente. En los v.7, 10 y 18 no se sabe con certeza quién es el que habla. Esto es probablemente el resultado de una serie de añadiduras posteriores, pues sustancialmente son advertencias para el lector. Este epílogo, especialmente los v.6-8, está en estrecha relación con la introducción del libro (1,1-3). Encontramos las mismas referencias al libro como palabra profética, al ángel, a la bienaventuranza, a las cosas «que tienen que suceder», a Dios como fuente de la revelación y, sobre todo, al tema central del Apoc.: la venida de Jesús (v.7.10.12.17.20). Por eso se resalta principalmente la finalidad del escrito. Todo el libro es palabra profética que viene de Dios y que la Iglesia debe hacer vida. Notemos la insistencia en repetir las cosas. Cuatro veces aparece la expresión «palabras de la profecía de este libro» (v.7.10.18.19), tres veces la referencia a lo escrito «en este libro» (v.9.18.19) y una frase genérica que califica a todo el libro «estas palabras son fidedignas y verídicas» (v.6). Estamos al final del libro que contiene una palabra profética para la Iglesia. El contenido de esa palabra profética afecta la vida del cristiano porque es la invitación que Cristo hace a los creyentes «a tener el coraje, como él, de vivir, ya desde ahora, como vencedores»135. La razón fundamental para ello es «lo que ha de suceder en breve» (v.6), que no es otra cosa que su venida (v.7.12.20). De eso ha tratado todo el libro. Cristo viene como Señor, lo cual implica su capacidad de juzgar y de salvar, como ya hemos visto. Pero el juicio aparece de nuevo en esta conclusión en la mención de actitudes y comportamientos que niegan la fe (v.15.18.19) y en la mención de «lavar las vestiduras», del «árbol de la vida» y de «entrar por las puertas de la ciudad» (v.14.19). Se trata de una palabra profética que alienta, que consuela, que compromete a todo un pueblo de profetas y de testigos. Cristo mismo es quien lanza esta interpelación a la Iglesia; no lo ha hecho en todo el libro a no ser en las cartas dirigidas a las iglesias (v.16). Jesucristo recibe en esta sección varios títulos. «El alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin» (v.13) lo igualan con Dios; «la raíz y el linaje de David, el lucero brillante de la mañana» (v.16) lo identifican como el Mesías en quien se cumplen las promesas y que inaugura un día eterno de luz y de vida. Por eso la exhortación: dichosos los que mantienen la fidelidad y son capaces de percibir los clamores de la humanidad por el parto de la vida nueva (Rom 8,19-24). Es el clamor universal por la venida del Señor: el de Juan, el de la iglesia, el del Espíritu y el de todos los sedientos. «El que tenga sed que se acerque y tome gratuitamente agua de vida» (v.17). El Señor viene, y con él los soñadores, los luchadores, los vencedores, para instaurar una ciudad llena de luz y de vida. ¡Bella utopía hacia la que camina nuestra historia inhumana, oscura y desconcertante! 1 «Yo soy el que fue y que seré» (Ex 3,14); o «yo soy el que es y que fue y soy el que seré» (Dt 32,39), citado por R. Bauckham, The Theology of the Book of Revelation, Cambridge 1993, 28s. 2 L’Apocalisse di S. Giovanni, Borla 1985, 30. 3 Cf. E.Schüssler Fiorenza, «Redemption as Liberation: Ap 1,5s and 5,9s», CBQ 36 (1974), 220-232, y la crítica que hace al respecto A. Feuillet, «Les chrétiens prêtres et rois d’après l’Apocalypse», Rev.Theol. 75(1975), 40-66. 4 Para la asociación entre «sacerdotes» y «servidores» vea Is 61,6 donde se dice: «ustedes se llamarán ‘sacerdotes del Señor’, dirán de ustedes ‘ministros de nuestro Dios’». 5 Ver el capítulo sobre el sacerdocio de los cristianos. 6 The Climax of Prophecy, Edimburgo 1993, 326s. Bauckham dedica todo el cap. 9 al tema: «The Conversion of the Nations». Las otras ocurrencias de la expresión, aunque no exactamente iguales, son 5,9; 7,9; 10,11; 11,9; 13,7; 14,6; 17,15. 7 El texto griego dice adelfós, sunkoinonós, hermano que comparte o «comulga con», y tiene fuertes connotaciones martiriales en el libro: 6,11; 12,10. 8 En Asia Menor había otras comunidades cristianas, además de las siete destacadas, en Galacia, Magnesia, Trales y Colosas. 9 No son estrictamente hablando cartas, pues no tienen la estructura típica de una carta (cf. las del NT), sino más bien misivas o mensajes al estilo de los profetas, como de hecho la forma y el contenido revelan («Así dice....»), además de explicitarse reiteradamente que quien habla es el Espíritu (2,7.11.17; etc.). 10 Filosofía de cariz religioso que sostenía que la salvación del hombre radica exclusiva, si no primordialmente, en conocerse a

sí mismo (gnosis) y los mecanismos para salvarse, tanto doctrinas como ritos. Eso hacía irrelevante la fe en la persona de Jesucristo. Es una visión que no ha dejado de asediar al cristianismo. 11 El estudio más minucioso sobre dichas ciudades es el de Colin J. Hemer, The Letters to the Seven Churches of Asia in their Local Setting, Sheffield 1986. 12 S.R.F. Price, Rituals and Power. The Roman Imperial Cult in Asia Minor, Londres 1983, 254-256. 13 El premio ofrecido al vencedor en la carta a Laodicea nos introduce directamente en el tema del Apoc., a tal punto que podríamos considerar los caps. 4 y 5 como una grandiosa ampliación de 3,21: «al que salga vencedor lo sentaré conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono». 14 Cf. D.E. Aune, «The Influence of Roman Imperial Court Ceremonial on the Apocalypse of John», BR 28(1983), 5-26, y su comentario, Revelation, Dallas 1997, 310, afirma que la aplicación de títulos a Dios y a Cristo representa una reflexión que se opone al culto al emperador. Igualmente, E.P. Janzens, «The Jesus of the Apocalypse Wears Imperial Cloths», en SBL.SP 1994, 637-661. 15 Cfr. 1 Re 22,19-23; Is 6,1; Ez 1,26; 1 Enoc 14; 60,1-6; Apoc. de Abrahán 15-18. 16 Ap 4,9; 5,1.7.13; 6,16; 7,15; 21,5. 17 En la concepción del AT, representada claramente por la literatura sapiencial, sabio es el que teme a Dios y se somete a Él, por tanto, que le adora sólo a Él; que no pone su confianza en hombres ni se guía por ídolos. Necio es, en cambio, el que se erige a sí mismo en dios. 18 L’Apocalisse, 167. 19 Mateo sería el hombre, Marcos el águila, Lucas el toro y Juan el león (Adv. Haer 3,11.8). San Agustín, en su De consensu evangelistarum, 1,6 propone otra identificación. Frecuente es su identificación con las constelaciones del Zodíaco. 20 En relación a los cánticos (4,8.11 y demás), vea el estudio más amplio y contextual de éstos en el capítulo que expresamente les hemos dedicado. 21 Cf. R. Bauckham, The Climax, 179-185. 22 Am 3,8; Os 5,14; Jer 4,7; Sal 7,2; 10,9, 17,12; etc. 23 Cf. P.Prigent, L’Apocalisse, 193-194; R. Bauckham, The Climax, 184, 214-215. 24 No creemos que sea fundamental, como hace D. Aune, distinguir en este momento entre entronización e investidura. Es verdad que no se ve al Cordero acceder al trono, porque está ya sentado en el trono, pero los cantos reconocen no sólo su capacidad de abrir los sellos sino su absoluta soberanía junto a Dios, compartiendo el trono, es decir, el poder y la realeza (Revelation, 336). 25 Apoc. 5,9; 7,9; 10,11; 11,9; 13,7; 14,6 y 17,15. 26 Para este aspecto se puede ver R. Bauckham, The Climax, 326-337. 27 Cf. U. Vanni, «La promozione del regno come responsabilità sacerdotale dei Cristiani secondo l’Apocalisse e la Prima Lettera di Pietro», en Greg 68(1987) 9-56 (= L’Apocalisse, Bolonia 1988, 349-368). 28 «Redemption as Liberation, Ap 1,5s and 5,9s» en CBQ 36(1974), 220-232, y su libro Apocalipsis, visión de un mundo justo, Navarra 1997, 92-93. Véase también A. Feuillet, «Les chrétiens prêtres et rois d’après l’Apocalypse» en RTh 75(1975), 4066 que critica la opinión de Schüssler Fiorenza. 29 The Climax, 243-257. Bauckham basa sus conclusiones en el minucioso estudio de F.D. Mazzaferri, The Genre of the Book of Revelation Form Source-Critical Perspective, Berlín y Nueva York 1989. 30 Véase el sugerente artículo de J.P. Heil, «The Fifth Seal (Rev 6,9-11) as a Key to the Book of Revelation», en Bib 74 (1993) 220-243. 31 Apocalipsis, visión de un mundo justo, Navarra 1997, 94. 32 Cf. A. Feuillet, «Le premier cavalier de l’Apocalypse», en ZNW 57 (1966) 229-259.

33 Una masiva victoria militar de una fuerza adversaria de Roma, por parte de los temidos partos en la frontera oriental, tal como se la propinó el rey Vologeso el año 62 d.C., representaría para Juan el fin de la dominación romana, con la esperanza de que se iniciaría el fin del tiempo de adversidad para el cristianismo. 34 En los momentos en que escribo estas líneas, Europa está asustada ante la locura de una guerra en los Balcanes (mayo 1999). Dan mucho que pensar el descomunal gasto del armamentismo por un lado y la imparable ola de hambre en el mundo; hay dinero para la guerra, pero no para la alimentación. Cf. la Declaración de Justicia y Paz. 35 Cf. U. Vanni, «Il terzo sigillo dell’Apocalisse (Ap 6,5-6): simbolo della ingiustizia sociale?», en Greg 59(1978) 691-719 (= L’Apocalisse, 193-213). 36 Una fuente de información especialmente valiosa es el testimonio de Cicerón en su acusación contra Verres (In Verrem III,81.84); cf. C. Bedriñán, La dimensión sociopolítica, 147. 37 Ed. Siglo XXI. Se puede ver también el libro de S. Brunel, Seguirán muriendo de hambre, Mensajero 1998. 38 Cf. J.P. Heil, art. cit.; A. Feuillet, «Les martyrs de l’humanité et l’Agneau égorgé. Une interprétation nouvelle de la prière des égorgés en Ap 6,9-11", en NRT 99 (1977), 189-207. 39 Cf. Apoc. 3,10; 6,10; 8,13; 11,10; 13,8.12.14; 17,2.8. Se trata de todos los alineados con la Bestia, no con el Cordero. 40 Cf. Sal 6,4; 13,2; 74,10; 79,5;; 89,47; 90,13; 94,3; Mal 3,2; Dan 8,13; Zac 1,12. Vea también Sir 35,11-24; Lc 18,7s. La exigencia de justicia por parte de Dios, en la que se manifieste como veraz, nos recuerda el libro de Job en particular. 41 Juan Pablo II, “Mensaje por los cincuenta años del final de la guerra”, 8 de mayo de 1995. 42 Un cuadro similar se encuentra en la obra apocalíptica conocida como la Asunción de Moisés, 10,3-10. 43 Vea la crítica que hace E. Schüssler Fiorenza en su comentario, Revelación, visión de un mundo justo, a este modo de entender nuestra sensibilidad un tanto hipócrita, sobre todo cuando resulta insensible ante la injusticia: «Los exegetas, que generalmente no padecen una opresión insoportable ni se ven atormentados por la aparente permisividad de la injusticia de parte de Dios, tienden a definir este grito en favor de la justicia como no cristiano y contrario al espíritu del evangelio. Sin embargo, sólo podremos evaluar en términos teológicos esta pregunta central del Apocalipsis si somos capaces de comprender la angustia que provoca este grito en favor de la justicia y la venganza divina que restituyan tantas vidas perdidas y tanta sangre inútilmente derramada» (p. 95). 44 La imagen del sello es altamente evocadora. En Gén 4,15 protege a Caín. En ocasión de la última plaga en Egipto, el ángel exterminador «brinca» (pesaj) las casas con las puertas selladas con la sangre del cordero (Ex 12,13). En la antigüedad se sellaban esclavos y soldados como señal de pertenencia. Vea Jn 6,27; 2 Cor 1,22; Ef 1,13; 4,30. 45 En el cristianismo era corriente pensar en términos de la nueva Israel, cuyos pilares eran los doce apóstoles (cf. Mt 19,28; Stgo 1,1; Apoc. 21,12). 46 R. Bauckham, The Climax, 71; vea todo el párrafo, p.70-83: «Silence in Heaven (8,1)». El autor prueba su afirmación con abundantes textos de la tradición judía en la que Juan se inspira. La duración del silencio «como de media hora» es, como lo demás, simbólica: de corta duración. 47 Cf. E. Cothenet, «Le symbolisme du culte dans l’Apocalypse», en su obra Exégèse et liturgie, Paris 1988, 294ss, esp. 298. 48 La «gran montaña (o masa) ardiendo en llamas», que sigue al toque de la segunda trompeta (v.8), recuerda la descripción de Babilonia en términos similares en Jer 51,24ss. Quizás evoque la erupción de algún volcán, como el Vesuvio, que el año 79 destruyó la bahía de Nápoles. No queda excluido que, para la presentación de la tercera plaga, Juan se inspirase en Jer 9,14, donde Dios anunció a su pueblo idólatra: «les daré a comer ajenjo (planta amarga y venenosa) y a beber agua envenenada». 49 La inspiración en Joel es evidente por cuanto se ha prestado inclusive la fraseología: el v.7 corresponde a Jl 2,4; el v.8 a Jl 1,6 y el v.9 a Jl 2,5. 50 «Abbadón, el exterminador» es el nombre de una obra de E. Sábato y ha sugerido el título de la película de L. Buñuel «El ángel exterminador» y tal vez la serie de películas que llevan por título «El exterminador». Pero son todas creaciones humanas, aunque puedan tener mucho de satánico. Apollíon hace eco a Apolo, dios asociado a emperadores. 51 Las «cuatro esquinas del altar» solían tener cuernos que sobresalen, símbolos del poder divino. 52 Un estudio serio y bien informado en esa línea, tomando como hilo conductor el Apocalipsis, es el de Dale Aukerman,

Reckoning with Apocalypse. Terminal Politics and Christian Hope, Nueva York 1993. 53 La descripción de este ángel se asemeja a la de Jesucristo en la primera visión en 1,13-15, donde también se describen su vestimenta, cabeza y pies, su voz es potente, y tiene en su mano siete estrellas. Una descripción similar encontramos en 12,1, la mujer del cielo: el ángel está «envuelto» en una nube (la mujer, del sol), sobre la cabeza tiene un arcoiris (ella, doce estrellas), sus piernas son como columnas de fuego (ella tiene bajo sus pies la luna), y luego ambos gritan. No son distintas figuras para una misma representación, pues son personajes diferentes, pero sí nos revelan esas semejanzas la libertad en el uso de imágenes evocadoras por parte del autor. 54 Con cierta frecuencia se simbolizaba la voz divina con el trueno: 2 Sam 22,14; Isa 29,6; 30,30s; Jer 25,30; Am 1,2; Jl 4,16; Job 37,2-5; Sal 18,13. En Sal 29,3-9 se compara precisamente con siete truenos. 55 «Librito» traduce el diminutivo biblaridion, que, a su vez, es diminutivo de biblarion. Los estudiosos se preguntan si hay diferencia entre las dos palabras, cuál es el contenido de ese «librito», y si es el mismo libro que el Cordero tiene en su mano. Sin olvidar que se trata de un símbolo que puede evocar varias cosas a la vez, el contexto sugiere que el contenido tiene que ver con el designio de Dios y con el papel profético. Eso es lo que hay que asimilar y proclamar en este momento. 56 Dulzura y amargura en la vida del profeta van juntas: Ez 2,10; 3,14; Jer 15,16-18; 20,8-9. 57 R. Bauckham, The Climax, 265. Véase, más ampliamente, todo el extenso estudio de Bauckham dedicado al tema de «la conversión de las naciones» en el Apoc., en el que se analiza la fórmula «pueblos, naciones, lenguas y reinos» (p. 326-337). 58 La precisión cronológica de cuarenta y dos meses (11,2), mil doscientos sesenta días (11,3 y 12,6) o un año, y dos años y medio año (12,14) significan lo mismo: el tiempo de la prueba y de la profecía. Provienen de Dan 7,25; 8,13s y 12,7, donde se refería a los tres años y medio que el Templo estuvo profanado por Antíoco (Apoc. 10,5 se inspiró también en Dan 12,7). 59 Se sugieren Dan 8,11-14; Zac 2,1-5; 12.3 y Ez 40, o tal vez refleja una tradición sinóptico-apocalíptica que habla de «Jerusalén pisoteada por los paganos hasta que la época de los paganos llegue a su término» (Lc 21,24). 60 Juan probablemente resalta de esta manera simbólica lo que en el judaísmo se conocía como «el pequeño resto de Israel» (Isaías), que la tradición cristiana se aplicó a sí misma. Por otro lado, los cristianos son llamados «templo de Dios»: 1 Cor 3,16ss; Ef 2,19ss (vea también Mc 14,58; 15,29.38; 2 Cor. 6,16; 1 Pdr 2,5; Hebreos). La escena de Apoc. 11,1ss inevitablemente trae a mente la nueva Jerusalén, en el cap. 21. En 20,9 la Iglesia es simbolizada como «ciudad santa», contra la cual arremeten Satanás y sus huestes. 61 P. Prigent, L’Apocalisse, 321. 62 Juan entendía el comportamiento como testigo, como profético, de allí que identifique ambos, profeta y testigo (vea v.6 y 7; v.3 y 10). 63 El uso simbólico de Sodoma se puede ver en Isa 1,10 o Jer 23,14 hablando al pueblo de Jerusalén. Egipto no es nombre de ciudad. 64 Una aplicación simbólica del nombre que puede tener una ciudad la dio el Papa cuando, hablando en el campo de concentración de Brzezinka, junto a Auschwitz, lo llamó «Gólgota del mundo contemporáneo» («Mensaje por los 50 años del final de la guerra», n.5, del 8 de mayo de 1995). La asociación entre la crucifixión de Jesús y la de hombres en general (hablamos en símbolo) es elocuente. 65 L’Apocalisse, 321. 66 Las cifras son simbólicas. Tres y medio, mitad de siete, es tiempo de ultrajes e impiedades, como lo fue la imposición impía de Antíoco IV durante tres y medio años (Dan 12,7). Siete mil viene de siete (totalidad) por mil (gran cantidad), es decir, muchas personas de toda clase. 67 Sobre todo esto vea el capítulo sobre la composición del Apoc. (= E. Arens, «La composición del Apocalipsis», en Revista Bíblica 60 (1998), 13-30). 68 Según una extendida tradición judía, el arca de la alianza, que habría sido escondida por el profeta Jeremías, reaparecería al final de los tiempos (vea 2 Mac 2,4ss). 69 En Dan 10,13.21; 12,1, Miguel aparece como el ángel defensor de los fieles de Yavé, y así también se le considera en la literatura de Qumrán y en otros escritos apocalípticos. 70 E.M. Blaiklock, Cities in the New Testament, Londres 1965, 105. Se puede ver también C.J. Hemer, The Letters to the Seven

Churches of Asia in their Local Setting, Sheffield 1986. 71 Para detalles y discusión sobre estos y otros mitos afines, vea nuestro estudio monográfico, «El trasfondo judío del Apocalipsis», y más detenidamente A. Yarbro Collins, The Combat Myth in the Book of Revelation, Missoula 1976, y J. Day, God’s Conflict with the Dragon and the Sea, Cambridge 1985. Para una visión panorámica reciente, vea P. Farkas, La «donna» di Apocalisse 12. Storia, bilancio, nuove prospettive, Roma 1997; X. Pikaza, «Apocalipsis XII: el nacimiento pascual del Salvador», en Salmanticensis 23(1976), 217-256; G.R. Beasley-Murray, The Book of Revelation, Londres 1974, 191-197, para los paralelos extrabíblicos. 72 Vea más detalladamente H. Haag, El diablo. Su existencia como problema. Barcelona 1978. 73 Isa 26,16-17; 50,1; Jer 2,2; Ez 16; Os 2,21; Miq 4,10; también Gál 4,22-27.Pueblos eran representados por figuras femeninas en la antigüedad, incluyendo diosas, de las cuales Roma y Atena son famosas. 74 Isa 27,1; 30,7; Jer 51,34; Ez 29,3-5; 32,2-8. 75 Diablo y Satanás son nombres prácticamente sinónimos para la misma figura. Diablo es en lengua griega, que literalmente significa acusador o difamador. Satanás es en hebreo y significa adversario, una especie de divinidad del mal. Se trata de personificaciones de poderes adversos externos al hombre, a no confundir con demonio, que denota las fuerzas destructoras internas en el hombre (siempre en plural), que se expulsan por exorcismo. 76 Lecturas tipológicas son frecuentes en la tradición cristiana, como, por ejemplo, cuando en la liturgia leemos textos de los libros de Judit o de Ester, que no tienen nada que ver con María, pero la liturgia hace una lectura mariológica de ellos. Si bien legítima, no es una lectura válida en relación al mensaje del autor inspirado para sus receptores inmediatos, para quienes escribía. Vea al respecto nuestras observaciones en El escándalo de la Palabra, Lima 1997, cap. IV. 77 Notemos que no hay referencia alguna a su vida terrena y, especialmente, a su muerte salvadora. Esto se comprende si Juan no se estaba refiriendo al nacimiento humano de Jesús y si el «hijo varón» representa a la comunidad de santos que ya están gloriosamente en el cielo (donde se sitúa la visión), cuyo primogénito es Cristo. 78 El dragón se sitúa sobre el mar: el mar es el lugar de donde proviene el mal, por eso al final «el mar ya no existe» (21,1). En la mitología, el mar siempre denota el caos, con dragones. También en Dan 7,2s se mencionan bestias que «salen del mar». Vea las referencias mitológicas a dragones en Sal 74,13; 88,10; Isa 27,1; 51,9; Ez 29,3; 32,3; Odas de Sal. 22,5; el mito del dragón Bel en Daniel 14. Conocidos en la mitología judía son los dragones Leviatán y Rahab, uno del mar y otro de la tierra; vea p. ej. Job 40-41. 79 Para toda esta sección se puede consultar ahora la tesis de Javier López, La figura de la bestia, entre historia y profecía (Ap 13,1-18), Roma 1998. Vea también A. Yarbro Collins, op. cit., que incluye paralelos de la mitología, así como una discusión sobre la figura de Nerón. 80 Juan se ha inspirado particularmente aquí en Daniel 7. Estas son las alusiones más claras: v.1 a Dan 7,2s.7; v.2 a 7,3-6; v.4 a 7,6.12; v.5 a 7,8.25; v.6 a 7,25; v.7 a 7,21. Vea más detalladamente G.K. Beale, The Use of Daniel in Jewish Apocalyptic Literature and in the Revelation of St John, Nueva York 1984, especialmente p. 229-244. 81 Vea al respecto, además de lo ya dicho, P.J.J. Botha, «God, emperor worship and society», en Neotestamentica 22(1988), 87102, y más ampliamente S.R.F. Price, Rituals and Power. The Roman Imperial cult in Asia Minor, Cambridge 1984. 82 Tácito, Historia 2,1.8; Suetonio, Nerón, 51; 57,2; Oráculo sibilino iv,119122.137ss; v,143-147.364-367; Dión Crisóstomo, Orat. 21,10; Dión Casio, 63,9.3; 66.19.3. Vea al respecto, ampliamente, R. Bauckham, The Climax, 423-445. 83 La bestia no puede ser Nerón, al menos en su reinado (54-68), porque se refiere a él como «que estuvo herido de muerte pero sanó», es decir, tiene que ser alguien posterior a la sublevación que le costó la vida, a partir de la cual se tejió la leyenda de su huida. Es por lo mismo que en 17,11 se dirá que la bestia «es uno de los siete, aunque es el octavo», como veremos. 84 Ex 15,11s; Dt 3,24; Sal 86,8; 113,5; Is 40,25; 44,6s. 85 En la mitología judía, Leviatán era el monstruo del mar (Isa 27,1; Sal 74,13s; Job 40,25), y Behemot era el monstruo de la tierra (Job 40,15ss; 1 Henoc 60,7s; 4 Esdras 6,49ss). 86 Una buena idea de lo que es este «sistema» personificado nos la da George Orwell en su novela «1984», donde la omnipresencia de carteles del Hermano Mayor sigue con la vista a las personas. El arte de camuflar las cosas aparece en los eslóganes como «El Hermano Mayor te está vigilando», «la guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es fuerza» o el nombre y las funciones asignadas a los ministerios: el Ministerio de la Verdad (oficial, por supuesto), el Ministerio de la Paz, que se encarga de la guerra, el Ministerio del Amor, que mantiene la ley y el orden, y el Ministerio de la Abundancia,

para regular la economía (escasez). 87 Ese era el lema en las hebillas de los soldados nazis. El camuflaje de la verdad lo sugiere la película de R. Benigni «La vida es bella». 88 Juan Pablo II, Mensaje por los 50 años del final de la guerra, nº10, subrayado en el original. 89 Cf. J. López, La figura de la bestia, 224. Para iluminar esa fidelidad «fanática» que Juan propone como opuesta a la adoración de la imagen, se puede recordar la resistencia de ciertos grupos religiosos incluso a hacerse fotografías o cuadros de sí mismos o de las personas queridas, porque son expresión de idolatría. 90 Cf. P. Prigent, «Au temps de l’Apocalypse. II, Le culte impérial au 1er siècle en Asie Mineure», en RHPR 55(1975), 215-235, y el capítulo que hemos dedicado al tema. 91 Un buen ejemplo de esta situación de desventaja, incluso económica, de los cristianos como ciudadanos del imperio podría ser la situación en Europa de los así llamados «extracomunitarios», que no tienen el pasaporte ni se benefician de las ventajas económicas de pertenecer a la comunidad europea y que muchas veces no son bien deseados ni acogidos. Vea más directamente Julio de Santa Ana, La práctica económica como religión, San José (Costa Rica) 1991. 92 P. Prigent, L’Apocalisse, 425. 93 La identificación del «nombre de un hombre», o sea una persona concreta, no una institución o un imperio como tal en sí mismo, que sin embargo sea calificada como «la bestia» (cuya cifra es 666), imagen que se refería fundamentalmente al imperio -pero que tiene siete cabezas, que son sus gobernantes (un imperio)-, es comprensible por cuanto una nación es representada por su gobernante y viceversa. La plasticidad de las imágenes es uno de los rasgos de la apocalíptica. De hecho, en 17,9, la misma imagen de las siete cabezas es expresamente referida como símbolo de las siete colinas (Roma) y también de los siete reyes que gobiernan Roma. Por otro lado, es notorio que la palabra griega therion, bestia, en letras hebreas suma también 666. 94 Vea al respecto R. Bauckham, The Climax, 384-407. El hebreo se escribe sin vocales. Algunos manuscritos han puesto, en lugar de 666, la cifra 616, correspondiendo así a la escritura latina de Nerón, que es sin la «n» final, letra que en el alfabeto griego equivale a 50. El hecho de que Juan pudiese esconder el nombre de la bestia en el idioma hebreo, tampoco sorprende, por cuanto en varias ocasiones ha usado nombres en ese idioma: Abaddón (9,12), Harmaguedón (16,16), y amén, maranata. Juan recurrió a este criptograma probablemente por prudencia, para evitar que su libro pudiese ser utilizado por paganos como prueba irrefutable de su oposición al emperador. 95 La identificación del Papa con el 666 se basa ya sea en malabares interpretativos en torno a algún elemento descriptivo de la bestia (testigos de Jehová) o a su supuesto título en latín «Vicarius filii Dei» (adventistas y afines). Sin embargo, esto adolece de varios errores: 1) Apoc. 13,18 habla «la cifra de un hombre», no de un título; 2) en caso de tratarse de un Papa, no dice cuál de ellos sería; 3) el título usado tradicionalmente por el Papa ha sido «Vicario de Cristo» (no «del hijo de Dios»); y 4) «iu», en vicarius, en latín equivale a 4 («u» en latín es idéntico a «v»), no a 1 + 5, con lo cual no suma 666. Con la misma lógica podríamos decir que la gran profetisa de los adventistas, Ellen Gould White, es el 666, pues eso es lo que suman las letras de su nombre en equivalentes latinos (w = doble v). Finalmente, identificar el 666 con el «anticristo» es incorrecto, por cuanto este calificativo no ocurre en el Apoc., sino en 1 Jn 2,18; 4,3 y 2 Jn 7, donde se refiere a falsos profetas dentro de la comunidad, no a una «bestia», que no es parte de la comunidad. 96 El monte Sión en la tradición profética y apocalíptica es la ciudad de Dios, el lugar donde Él o el mesías reunirá a los salvados y desde donde juzgará a las naciones para inaugurar allí su reino. Posteriormente, en el cap. 21, se presentará a la Jerusalén celestial (Sión y Jerusalén -de la que es partea menudo eran intercambiados). 97 Por cierto, la siega era una metáfora también para el juicio condenatorio (Isa 17,5; Jer 51,33; Os 6,11). Es lo que sugiere el texto de Joel 4,12. Notemos que, en contraste con la cosecha de la vid, la imagen de la siega no indica qué se hace con lo cosechado, si se guarda en graneros o previamente se pasa por la criba para separar el grano de la paja. 98 Es la tercera vez que aparece un ángel asociado a un fenómeno natural. Recuérdense los ángeles de los vientos (7,1) y el ángel del fuego (14,18). 99 E. Schüssler Fiorenza, Apocalipsis, 135. 100 The Book of Revelation, Grand Rapids 1977, 307. Como ejemplo de esa universalización de lo concreto, propia del símbolo, recordemos una vez más el ejemplo de C. Vallejo en «España, aparta de mí este cáliz», en el que la guerra española es más que la guerra concreta. 101 La predilección por el nombre «Babilonia» para referirse a Roma (vea 1 Pdr 5,13) se debe al hecho de que antaño había sido

la gran ciudad pagana que invadió militar y culturalmente a Judá, geográficamente rodeada de ríos y canales, famosa por su pompa y fasto producto de su imperio económico. Su memoria quedó indeleblemente presente. Nada de extraño que para los cristianos Roma fuese vista como una nueva Babilonia, como Domiciano fue visto como un nuevo Nerón que, a su vez, recordaba a Antíoco IV, aguerridos enemigos de Dios. 102 Cf P. Richard, Apocalipsis. Reconstrucción de la Esperanza, San José de Costa Rica 1994, 159ss. 103 De aquis 2.88.1. 104 G.K. Beale, o.c., 859. 105 «Ubi solitudinem faciunt pacem appellant», Agricola 30,5. 106 Es pensable que Juan tuviese en mente una alianza de reyes «del Oriente», de Partia, en sintonía con la leyenda del retorno de Nerón precisamente desde allí. Ese es quizás el sueño punitivo de Juan expresado en la sexta copa de la ira de Dios: «el gran río Eufrates se secó, de modo que el camino de los reyes que vienen de Oriente quedó libre» (16,12). 107 Seix Barral, Barcelona 1998, p.118. 108 Valga esta nota para alertarnos que estamos ante una composición literaria. Aunque se presenta como una visión (v.1), el contenido del capítulo es un amplio oráculo al estilo de los profetas (v.2: «gritó una voz potente...»). Está compuesto este capítulo como un grandioso mosaico de frases y alusiones tomadas de Isaías, Jeremías y Ezequiel. Se observa un frecuente cambio de tiempos verbales: los v.1-3 nos sitúan en el pasado, el v.4 pasa abruptamente al futuro y el v.11 retrotrae al presente. Mientras que en el v.2, como ya antes, se anuncia que Babilonia «ya cayó», en el v.8 se advierte que «en un solo día vendrán (futuro) sus plagas». 109 C. Bedriñán, La dimensión sociopolítica, 263. 110 Una conmovedora meditación a partir de Apoc. 18 sobre la realidad humana que se vive en África por el tiránico imperio de la economía la ofrece el misionero Zanotelli, Leggere l’Impero, Molfetta 1996. 111 Para la relación entre fornicación y economía se puede ver I. Provan, «Foul Spirits, Fornication and Finance: Revelation 18 from Old Testament Perspective», en JSNT 64(1996), 81-100. 112 Hist. Nat. vi,26. 113 Elogio de Roma 200.201 114 Citado por C. Bedriñán, o.c. 254. Sobre la opulencia denunciada por Juan, con sus raíces y secuelas, vea en particular el amplio capítulo dedicado a él por Bedriñán, cap. V, y por R. Bauckham, The Climax, cap. 10: «The Economic Critique of Rome in Revelation 18». 115 O.c., 330. Según Flavio Josefo, con la conquista de Jerusalén, 67.000 judíos fueron hechos esclavos (Guerra Judía 6.420). 116 Mt 23,35 habla también de «toda la sangre derramada sobre toda la tierra». Cf. C. Bedriñán, o.c., 276; A. Yarbro Collins, «Revelation 18: Taunt-Song or Dirge?», en J. Lambrecht (ed.) L’Apocalypse johannique et l’Apocalyptique dans le Nouveau Testament, Gembloux 1980, 199; G.K. Beale, o.c., 924. 117 Tal vez las dos escenas, de 19,9-10 y 22,6-9, son escenas paralelas que concluyen la presentación del destino de las dos ciudades, de Babilonia y de la nueva Jerusalén. Las dos contienen una bienaventuranza y una orden de no adorar al ángel. 118 En el v.12 dice llevar un nombre «que nadie conoce», y sin embargo Juan parece conocerlo («palabra de Dios»): ¿contradicción? No, pues ese nombre, «palabra de Dios», no dice otra cosa sino que Él es quien da a conocer a Dios al mundo, quien hace que se cumpla la voluntad de Dios. De eso se trata: Jesús es quien ejecuta la voluntad de Dios. 119 Ese salmo ha sido citado en 19,15; 2,16; 12,5, y la expresión «reyes de la tierra» ha aparecido en 1,5, 6,15, 16,14, 17,2, 18,3. 120 Pero, ¿no revela nuestra historia una excesiva obsesión de los creyentes por la presencia del diablo y no tanto por el compromiso por el bien y por la vida? Se vive notoriamente bajo el signo del miedo y no de la confianza. 121 Vea J. Webb Mealy, After the Thousand Years, Sheffield 1992. 122 «Por tanto, afirmar que el reino mesiánico dura mil años significa, en lenguaje simbólico, que restaura las condiciones de la vida paradisíaca que se habían perdido con la caída», asegura P. Prigent, L’Apocalisse, 605. Se puede ver Isa 65,17s, donde se habla del paraíso recuperado y se usan números simbólicos para hablar de la vida en plenitud (v.20.22).

123 En el v.4 se habla en pasado (reinaron), mientras en el v.6 se habla en futuro (reinarán). Es un cambio constante en el autor, que mira el tiempo desde Dios (v.8.9). 124 Cf. 4,2.39; 5,1.7.13; 6,16; 7,10.15; 19,4; 21,5. 125 Aunque desaparecen el cielo y la tierra, el mar queda todavía para entregar los muertos. No es contradicción y falta de lógica, sino lógica del símbolo del mar como lugar amenazador y caótico que también debe desaparecer (20,13; 21,1). 126 La mención específica en el v.13 del mar como lugar de muertos corresponde a la creencia de que los que morían en el mar, por no haber sido enterrados, no tenían acceso al lugar de los muertos, el Hades, al cual se ingresa por la tierra, pues se pensaba que se encuentra debajo de ella. 127 Cf. 7,10; 10,7; 11,15.16; 12,10. Una detallada presentación de conjunto del capítulo final del Apoc. se encuentra ahora en el libro de F. Contreras, La nueva Jerusalén, esperanza de la Iglesia, Salamanca 1998. 128 Los textos en que Juan se inspira son Is 65,16-19; 25,8 y Lev 26,11. 129 Otros textos donde aparece una lista de vicios contrarios a la vida cristiana son Rom 1,28-31; 1 Cor 6,9-11; Gál 5,19-23 y Col 3,5-8. 130 En esta nueva descripción de Jerusalén se encuentra una serie de duplicaciones con respecto a la anterior: a) el intercambio entre la imagen de esposa y ciudad: 21,2/21,9s; b) la morada del Señor con los suyos: 21,3/21,22s; c) la afirmación de la veracidad de las palabras: 21,5/22,6; d) la autodefinición de Dios como alfa y omega: 21,6/22,13; e) Dios como fuente de agua de vida: 21,6/22,17; f) la exclusión de los paganos e indignos: 21,8/22,15. Reiteraciones y repeticiones de visiones son comunes en la apocalíptica, como ya hemos visto antes con respecto a las series de plagas y los cánticos triunfales. 131 Un ejemplo de la imposibilidad de visualizar algo sin incurrir en contradicciones es caer en la cuenta de que en un mundo donde el cielo y la tierra han desaparecido (21,1) no es posible encontrar una alta montaña para ver (21,10). 132 En el momento de escribir estas líneas sobre la ciudadanía universal de la nueva Jerusalén, los periódicos y la televisión nos presentan diariamente las largas filas de prófugos de la guerra del Kosovo. Una información de un periódico de estos días habla de 23 millones de inocentes obligados a huir de sus casas en nuestro mundo que se apresta a inaugurar un nuevo milenio («Il Corriere della sera», 3 de abril de 1999). La información la toma de «ONU, International Institute for Strategical Studies, Human Rights Watch». La utopia de la Europa unida y de la humanidad unida queda muy lejos. 133 La idea del agua brotando de Jerusalén como signo de la presencia vitalizadora de Dios se encuentra también en otros textos del AT: Joel 4,18; Zac 14,8; Sal 56,5. Véase también Jn 7,37s. 134 Ver el rostro de Dios es el gran deseo del hombre religioso del AT: Sal 17,15; 27,8-9; 31,17; 42,3; 89,16; 147,7.8. 135 P. Prigent, L’Apocalisse, 699.

TERCERA PARTE

TEMAS TEOLÓGICOS

1

Los cánticos, espejo de la teología del Apocalipsis

El libro del Apoc. está lleno de aclamaciones y es la obra del NT que más cánticos incluye: más de una docena. Los himnos que encontramos en este libro son composiciones literarias con contenidos altamente significativos, y el espíritu o tono invita a los oyentes a unir sus voces a las de los que los entonan en la obra. Todos están enmarcados en un contexto de sabor litúrgico y juegan un papel muy importante en su contexto. Son un comentario poético a la narración y ayudan a comprender e interpretar la trama del Apoc. Por eso, en este capítulo vamos a centrar nuestra atención en ellos, pero observando más sus contenidos que sus formas literarias o su origen1. 1. Caracterización general Los cánticos están concentrados en algunos capítulos y siempre, excepto en los caps. 12 y 15, se encuentran dos o más de ellos, pero formando una unidad, aunque entonados por personas diferentes: en el cap. 4 hay 2, en el cap. 5 hay 3, en el cap. 7 hay 2, en el cap. 11 hay 2, en el cap. 12 hay 1, en el cap. 15 hay 1, y en el cap. 19 hay 2.

Estos cánticos aparecen recién a partir de la presentación de la soberanía de Dios, en el cap. 4, y no hay más cánticos después de la derrota de la bestia, en el cap. 19, con la que se establece definitivamente la soberanía de Dios2. Según su naturaleza, tenemos cánticos que son

- aclamación solemne a Dios y al cordero (4,11; 5,9s; 5,12; 7,10; 19,1s); - cántico de alabanza a Dios y al Cordero (4,8; 5,13; 7,12); - cántico de victoria (11,17s; 12,10-12; 15,3s; 19,6-8); y - proclamación de la soberanía de Dios (11,15). La mayoría tienen un claro carácter litúrgico; algunos de ellos inclusive están enmarcados en un clima de festividad solemne3. Todos ellos son aclamaciones o alabanzas dirigidas directa o indirectamente a Dios o al Cordero. 2. Los cánticos en sus contextos literarios En los cap. 4 y 5, donde se presenta la soberanía de Dios y del Cordero, se concentran nada menos que cinco cánticos de alabanza a ambos. Constituyen el mejor comentario teológico a lo que se está narrando. a) Después de la presentación del trono real, los que constituyen su «consejo» los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianosalaban con cánticos la soberanía de Dios4. El primero de estos cantos, que se inspira en Isa 6,3, lo proclama como «santo» por antonomasia (tres veces) por ser Señor (kyrios), Dios, todopoderoso (pantokrátor), imperecedero («el que era y el que es») y juez supremo («el que ha de venir»). Estas cinco prerrogativas son de alto contenido significativo en el Apoc., pues lo proclaman como el Señor por encima de todo y se contraponen a las pretensiones de soberanía absoluta, particularmente por parte del emperador romano: «Santo, santo, santo, Señor, Dios, todopoderoso, el que era y el que es y el que ha de venir» (4,8)5.

El peso en este breve primer cántico recae en la afirmación de que Dios es «el que ha de venir» -y pronto-, una verdad reiterada en el Apoc. en todos sus niveles. Esa venida es de carácter escatológico, que pasa por el juicio a las naciones. Por eso está sentado en el trono -presto a juzgar. La proclamación de Dios como «santo», igual que en Isaías, es la razón fundamental por la cual Dios actuará de justo juez, como se cantará a lo largo del Apoc. (cf. 6,10; 15,4; 16,5). Su pueblo ha de ser «santo como yo soy santo» (Lev 11,44; 19,2; 20,26; cf. 1 Pdr 1,16). Por esa razón los fieles son frecuentemente llamados «santos». De hecho, las visiones de estos capítulos (inspiradas en Daniel 7) proporcionan el ambiente que orienta la atención sobre el papel judicial de Dios, en razón de su intrínseca soberanía, resaltada en ese primer cántico y complementada en el siguiente.

El segundo cántico aparece como una antífona que responde al primero. Temáticamente es un complemento del anterior. Es un himno de alabanza a Dios porque Él es el creador de todo lo que existe, lo cual lo distingue de cualquier otro «soberano»: «Digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria y el honor y el poder, porque tú creaste todas las cosas y por tu voluntad eran y fueron creadas» (4,11).

Por ser creador de todo es Señor y Dios, y por lo mismo eventualmente juzgará al mundo, y es por eso que él, y no otro, es digno de recibir «la gloria y el honor y el poder». Estos dos cánticos constituyen el reconocimiento de la majestad y la soberanía de Dios, que ellos afirman y proclaman, ya que, en la mentalidad semítica, esas cualidades son reales sólo en la medida en que sean admitidas por otro. b) La escena paralela del cap. 5 que presenta al Cordero incluye también dos cánticos de alabanza. En el primero el Cordero es alabado por los mismos que cantaron las alabanzas a Dios, los más cercanos al trono: los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos. Ellos lo reconocen como al único «digno» de tomar la historia en sus manos (el rollo), porque él se insertó en ella, lo que le valió ser «degollado», y así constituyó un reino para nuestro Dios. La escena está llena de alusiones al éxodo, por eso es «un cántico nuevo» que canta la accion liberadora de Jesucristo: «Digno eres de tomar el rollo y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado y rescataste para Dios con tu sangre (a hombres) de toda tribu y lengua y pueblo y nación. Y los hiciste para nuestro Dios un reino y sacerdotes, y reinarán sobre la tierra» (5,9s).

Como en el cántico anterior se explicitaba la razón de la soberanía de Dios («porque creaste...»), en éste se explica también lo que no está en la narración misma: la razón para la excepcional grandeza del Cordero, que es su papel mesiánico. Son tres las razones destacadas: «fuiste degollado», «rescataste», «hiciste un reino». Es una soberanía soteriológica (salvífica), en contraste con las soberanías tiránicas del mundo. Observemos la reiterada explicitación que fue «para Dios» la actuación de Cristo en favor de los hombres; es verdaderamente un Dios liberador. Al igual que en la escena del cap. 4, encontramos a continuación, a modo de antífona, un cántico de alabanza que exalta la excepcional dignidad de Jesucristo con cualidades de soberanía y majestad: «Digno es el Cordero que fue degollado de recibir

el poder y riqueza y sabiduría y fortaleza y honor y gloria y bendición» (5,12).

Son siete prerrogativas, con matiz de absolutez y de totalidad, tres de las cuales se han aplicado a Dios en 4,11: gloria, honor y poder. Este canto recapitula lo aclamado en los dos anteriores. La introducción «digno eres... (axios ei)», que caracteriza a éste y los anteriores cánticos, se reservaba en el mundo helénico para personas encumbradas, particularmente para los benefactores (cf. Lc 7,4), por lo que cabe preguntarse si Juan la usó en un sentido polémico frente a las autoridades políticas: Dios y el Cordero son los únicos «dignos» de tales alabanzas y honores (cf. 5,4)6. La escena de estos dos capítulos concluye con una doxología en boca de «todos los seres creados», que es una buena síntesis de lo expresado en estas visiones: la soberanía absoluta es de Dios y del Cordero («...por los siglos de los siglos»). «Al que está sentado en el trono y al Cordero, la bendición y el honor y la gloria y la fuerza por los siglos de los siglos» (5,13b).

Este último cántico encierra una tácita invitación a los lectores a unir sus voces a la de «todos los seres creados» (v.13a). De aquí que la asamblea de la corte celestial replique «amén». Es un «amén» que abarca todo lo cantado a Dios y su Cordero en estos capítulos, pero es una proclamación de fe desafiante y provocadora. Como vemos, todos estos cánticos se centran en la absoluta soberanía de Dios y del Cordero sobre la historia y sobre el mundo. Es lo que las visiones mismas dan a entender, tanto por centrarse en el trono como por la pleitesía que le rinden todos los seres. Esos cánticos explicitan verbalmente lo que las visiones comunicaban visualmente. Así como las visiones tienen un aire de solemnidad, así lo tienen los cánticos, que por ello se acumulan y están en boca de multitudes cada vez más numerosas. Las visiones de estos dos capítulos son las presentaciones de la soberanía de Dios y de su Cordero, soberanía que se pondrá de manifiesto el día del juicio (imagen del trono y las sumisiones ya en el cielo) -que se cantará en el cap. 19. Entre tanto, «sin descanso ni de día ni de noche» se le proclama «santo, santo, santo...» (4,8). Bajo esta óptica se nos invita a ver el resto de la obra (el Leitmotiv)7. Por lo tanto, el Apoc. empieza reafirmando la soberanía de Dios, creador y juez, que no tiene fin ni límites. Otro tanto hace con respecto al Cordero. Eso tiene particular significado para los cristianos que viven en medio de un mundo donde otros poderes son venerados como soberanos absolutos. Por eso, más que cantos de

alabanza, son gozosas confesiones hímnicas y polémicas de una «buena noticia»: la soberanía absoluta es de nuestro Dios. Y esa soberanía es salvífica. c) Después de la apertura de los seis primeros sellos y antes de abrir el último, en el que se manifiesta la indignación de Dios contra la tierra, la atención está orientada una vez más hacia el mundo de Dios en el cap. 7, que concluye con dos cánticos concatenados en los que se celebra la salvación y la victoria. El ambiente de todo el capítulo es netamente cultual, de sabor litúrgico. La «inmensa muchedumbre» de salvados, «vestidos de túnicas blancas y con palmas en las manos», proclama solemnemente ante todos que «La salvación se debe a nuestro Dios, al que está sentado en el trono, y al Cordero» (7,10).

Este cántico triunfal afirma una verdad reiterada ya en el AT: Dios, el que está «sentado en el trono» (cf. cántico anterior), es el único salvador de su pueblo. Lo novedoso es la inclusión del Cordero, con lo que la confesión se hace cristiana. Eso se debe a que la salvación se da por mediación de aquel que recibió el rollo, el mesías, el Cordero. Este cántico explicita lo que hast ahora era un supuesto en el Apoc., a saber, que la salvación se debe a Dios y al Cordero, no a iniciativas humanas. A ese cántico triunfal responden asintiendo con el gesto y la palabra los que conforman la corte celestial: «se postran, adoran y aclaman» a Dios: «Amén. La bendición y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fortaleza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén» (7,12).

Volvemos a encontrar tres atributos destacados anteriormente: la gloria, el honor y el poder (cf. 4,11; 5,12). Esta doxología es muy parecida a la exaltación del Cordero en 5,12, incluyendo los mismos siete atributos, excepto el cambio de «riqueza» por «acción de gracias». El hecho de enumerar siete atributos tiene sentido simbólico: totalidad, completo. Este es un cántico de carácter confesional en lo tocante a la soberanía de Dios, que para el creyente es la razón para someterse a Él y confiar en su triunfo al final de la historia, por ello está enmarcado por la solemne afirmación «amén», que tiene sabor a juramento. En el primero de estos cantos se proclama, en forma escueta pero clara, el origen de la salvación, después de haber mostrado en la apertura de los sellos las calamidades que sufrirán los impíos. La mención del Cordero en relación con la

salvación no es secundaria en estos cantos (no es imposible que fuese introducida por el autor como complemento), pues constituye para el cristiano su garantía: así como él ya triunfó, así participarán de ello todos los que lo sigan. En el segundo cántico los mismos personajes que en 5,12 exaltaron la soberanía del Cordero (ángeles, seres vivientes y ancianos), ahora lo hacen para Dios, destacando los mismos atributos. En estos breves cánticos se proclama exultante la salvación de los fieles gracias a la soberanía divina. Más claramente, la salvación pone de manifiesto la soberanía de Dios, por ello el «amén» enmarca el segundo cántico y lo refuerza. d) Al tocar el ángel la última trompeta, en 11,15, volvemos a encontrar aclamaciones solemnes que ya nos son familiares, las cuales cierran el círculo de los dos septenarios precedentes. Lo nuevo de esta aclamación es que se subraya el carácter conflictivo de la salvación. Es un canto de victoria, pues el mundo estaba bajo otro dominio, pero: «El reino del mundo ha venido a ser de nuestro Señor y de su Mesías, y Él reinará por los siglos de los siglos».

En tan breves frases esta aclamación triunfal sintetiza una convicción profunda de la fe cristiana, de carácter escatológico, que ya era tema en la predicación de Jesús: la soberanía absoluta y universal, tanto en el espacio («del mundo», donde viven los hombres) como en el tiempo («por los siglos»), es de Dios. Al igual que en 7,10 con respecto al Cordero, la mención del mesías ha sido introducida (observe que se mantiene el singular: «Él reinará...») a modo de complemento para subrayar una convicción explícitamente cristiana, el mesianismo de Jesucristo8. Ese reinado contrasta con el poder temporal romano. En esta breve aclamación está resumido el tema del Apoc. Lo notorio es que la presenta como un hecho: mira del presente («ha venido a ser») hacia el futuro («reinará»)9. A continuación, un elaborado himno que nos recuerda el de Ex 15, canta, exultante de gratitud, las acciones vindicativas de Dios que resultaron en la implantación de su absoluta soberanía. Es un himno cantado por los veinticuatro ancianos de la corte celestial que empieza retomando el tema del precedente cántico, es decir, la certeza del reinado universal y definitivo de Dios: «Te damos gracias, Señor, Dios todopoderoso, el que es y el que era, porque has recobrado tu gran poder, y has comenzado a reinar. Las naciones se habían airado, pero llegó tu ira y el tiempo a los muertos de ser juzgados, y de dar la recompensa a tus siervos, los profetas,

y a los santos y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes, y de destruir a los que destruyen la tierra» (11,17-18).

Los contenidos temáticos de este himno serán expuestos en forma pictóriconarrativa, particularmente en los cap. 18 a 20. Es lo que desata el toque de la trompeta que desencadena el último «ay», anunciado en 10,14. Dios interviene en la historia y, de aquí en adelante, la hace plenamente suya. Notemos la explicitación al final de que Dios destruirá a «los que destruyen la tierra», que puede tener también una dimensión ecológica. La comunidad creyente, invitada naturalmente a unir sus voces a las de los coros mencionados en el Apoc., al hacer suyos estos cánticos reafirma la certeza del triunfo de Dios sobre «las naciones» y el juicio sobre el mundo que implica la recompensa de los que le son fieles y el castigo a «los que destruyen la tierra». Con ese tono triunfal podría terminar el Apoc. e) En el cap. 12 encontramos el más extenso de los cánticos del Apoc., entonado por «una gran voz en el cielo» después que el dragón ha sido arrojado fuera: «Ahora llegó la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios, y la potestad de su Mesías, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche. Ellos lo han vencido por la sangre del Cordero, y por la palabra del testimonio que dieron, pues no amaron sus vidas hasta la muerte. Por esto, alégrense cielos y los que moran en ellos. ¡Ay de la tierra y del mar! Porque ha bajado a ustedes el diablo, poseído de gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo» (v.10-12).

Este cántico, entonado en el cielo pero con la mirada extendida hacia la tierra, consta de dos partes. La primera parte es un cántico de victoria para los que están en el cielo; la segunda es un breve lamento por los que todavía están en la tierra, víctimas de la persecución desatada por el dragón. La primera parte incluye dos paneles: la inauguración del reinado definitivo de Dios y su mesías, la victoria de los fieles seguidores del Cordero en el cielo. Lo nuevo del canto es que implica a la iglesia en el mismo conflicto del Cordero y en el mismo testimonio hasta derramar la sangre. La salvación y el testimonio fiel son ya un hecho del pasado, pero deben ser aún asimilados por la comunidad. Por eso el lamento, en la segunda parte, es para el lector una advertencia, acompañada de un consuelo: la victoria sobre el diablo se obtiene sólo por la fidelidad en el seguimiento del Cordero, sin límites (v.11), aunque al diablo «le queda poco tiempo».

Al igual que en anteriores cánticos a Dios, encontramos la inclusión del mesías como merecedor de alabanza, en este caso por su «potestad» (exousía): él es el agente de la liberación. Los temas de este cántico eran clásicos en el judaísmo y en el cristianismo. Los encontramos en los evangelios: la acechanza del demonio, y la pugna entre el reino de Satanás y el de Dios. Por un lado, el cántico expresa en forma hímnica el significado de lo que en el cap. 12 está relatado en torno al diablo. La perspectiva es netamente soteriológica y por eso mismo reviste una particular importancia. Por otro lado, quiere ser un estímulo para los lectores a ser absolutamente fieles al Cordero. En efecto, el eje del himno es la fidelidad al Cordero por parte de aquellos que ahora están con él: «han vencido por la sangre del Cordero y por la palabra del testimonio que dieron». Eso ha de ser un reto para los lectores del Apoc., llamados a ser tenaces en la fe en Cristo. Su fidelidad les obtendrá el reinado con el mesías junto con los que ya triunfaron. El himno contiene una dimensión evangélica: la «buena noticia» es que Dios y su mesías ya vencieron al diablo y con ellos participan, hoy como ayer, sus fieles seguidores (cfr 3,21. f) En 15,3-4 encontramos nuevamente un cántico de alabanza a Dios, basado en tres motivos («porque...»), esta vez cantado por «los vencedores de la bestia»: «Grandes y admirables son tus obras, Señor, Dios todopoderoso; justos y verdaderos tus caminos, rey de las naciones. ¿Quién no temerá, Señor, y no glorificará tu nombre? Porque tú solo eres santo, porque todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti, porque tus actos de justicia han quedado manifiestos».

Como Juan indica, este cántico puede ser considerado a la vez como «el cántico de Moisés» y «el cántico del Cordero» (v.3a), dos calificativos interpretativos que comparan la obra de Cristo con la de Moisés en el éxodo: obra de liberación. Resaltan también la realeza de Dios como «rey de las naciones» (Cfr Ex 15,18). El cántico se encuentra estratégicamente al inicio de la visión de las siete copas, anticipando el significado profundo de las plagas que vendrán: la liberación de los fieles de manos de la opresión satánica. Por eso es calificado como «cántico de Moisés». En efecto, las plagas en Apoc. 15 son reminiscencias de las de Egipto en tiempos de Moisés. Por eso «los vencedores de la bestia» son los que cantan su liberación. Y puesto que esa liberación se lleva a cabo por el Cordero, como antaño lo fuera por Moisés, se califica también como «cántico del Cordero». Así como las plagas en tiempos del faraón eran pruebas de la soberanía de Yavé, así éstas son

pruebas de que Dios es el soberano por antonomasia (el «todopoderoso», «rey de las naciones»), ante quien todos se doblegarán al quedar así manifiesta su justicia (cf. 16,9.11): «(todos) se postrarán ante ti, porque tus actos de justicia han quedado manifiestos». En efecto, el canto precedente tiene su complemento en 16,57, donde se exalta un aspecto particular de la acción de Dios: su justicia. La aclamación se sitúa después de la tercera plaga y en ellas, como en Egipto, Dios «hace justicia solemne» (Ex 6,6 y 7,4). Salvar haciendo justicia nos remite también a 6,9, donde las víctimas pedían justicia: «Justo eres, el que es y el que era y el santo, por haber hecho así justicia» (16,5). «Así es, Señor, Dios, todopoderoso; verdaderos y justos son tus juicios» (16,7).

Observemos en estas antífonas la reaparición de cualidades esenciales de Dios que hemos visto en 15,3s: El es «el santo» y el «todopoderoso» (pantokrátor), cuyos juicios son «justos y verdaderos» (reiterado en 19,2). Después de las tres primeras plagas, estas antífonas proclaman la realización de aquello que en el himno del cap. 15 se anunciaba (por eso allí los verbos están en futuro, no así en las antífonas), y constatan la respuesta de Dios a la angustiosa interpelación de 6,10: «¿Hasta cuándo, oh Soberano, Señor, estarás sin juzgar...?». En resumen, el cántico de 15,3s afirma una «buena noticia» para los cristianos: así como Dios liberó a Israel del faraón, así liberará a sus fieles de «la bestia», pues al final impone su justicia. Como en Ex 15, esta es la aclamación más sentida de la soberanía liberadora de Dios. El carácter escatológico de este himno es evidente: «todas las naciones vendrán y se postrarán ante Él» -tema tradicional en el judaísmo con respecto al reinado de Yavé en Sión. g) El cap. 19 incluye una secuencia final de cánticos triunfales que nos recuerdan a los del cap. 4. Nos volvemos a encontrar con los veinticuatro ancianos y los cuatro seres vivientes (v.4), además de la multitud en el cielo. Podemos distinguir dos partes muy marcadas en el canto: una mira al pasado y empalma con lo anterior (19,1-3), identificando contra quién se ha hecho justicia, la otra mira al futuro (19,6-8), a la perspectiva de la fiesta y de la boda. En medio de esas dos partes, la voz del cielo invita a todos, grandes y pequeños, a alabar a Dios (19,5). El primer cántico es de júbilo por parte de una «numerosa multitud en el cielo», a la que ya se la había invitado a celebrar en 18,20, tras el anuncio de la destrucción de Babilonia:

«¡Aleluya!10 La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios, porque verdaderos y justos son sus juicios, pues juzgó a la gran meretriz, la que corrompía la tierra con su fornicación, y vengó en ella la sangre de sus siervos» (v.1b-2).

Las voces son de aquellos que esperaban la venganza divina: «vengó la sangre de sus siervos» porque «verdaderos y justos son sus juicios» (cf. 16,6d; 6,10). Es llamativo que este cántico no se encuentra después de la derrota de la bestia y sus secuaces. Pero eso obedece al hecho de que, más que personajes concretos, son las grandes instituciones, «la gran meretriz», Babilonia (Roma), «la que corrompía la tierra», como expresamente dice el cántico. La destrucción de Babilonia es preámbulo de la aniquilación de la bestia y sus allegados; la comunidad la da por segura, como en otros textos (prolépticos) del Apoc. La misma multitud reitera sucintamente su regocijo por la aniquilación de Babilonia: «¡Aleluya! ¡Su humareda sube por los siglos de los siglos!». Al igual que en 5,14, a continuación los más allegados al trono dan su asentimiento solemne: «¡amén!, ¡aleluya!» (cf. 7,11s). Mientras esa secuencia mira hacia un hecho consumado, la destrucción de Babilonia anunciada en el cap. 18, el cántico siguiente mira hacia adelante, la boda del Cordero, que será tema en el cap. 21. Como respuesta a la invitación de «una voz que salió del trono diciendo «Alaben a nuestro Dios todos sus siervos y los que le temen», una «numerosa multitud», que ahora incluye al resto de los fieles, exultante aclama: «¡Aleluya! Porque ha comenzado a reinar el Señor nuestro Dios, el todopoderoso. Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque ha llegado la boda del Cordero, y su esposa se ha preparado, y le ha sido dado vestirse de lino resplandeciente, puro» (19,6-8).

En este último cántico del Apoc. se alaba a Dios y al Cordero, y se explicita la razón para ello. A Dios se le alaba «porque ha comenzado a reinar», manifestando así que realmente es el todopoderoso. Al Cordero, «porque ha llegado su boda». Ambas son razones de carácter netamente escatológico y, por cierto, soteriológico: se ha establecido definitivamente la soberanía de Dios, después que «juzgó a la meretriz» y «vengó a sus siervos» (v.2).

Estos cánticos finales están en boca de coros, de «numerosa multitud» de voces. Formulados en segunda persona y en discurso directo, la comunidad es invitada a unir su voz a la de aquellos que lo cantan en el texto (expresamente invitada en el v.5), convencida de que Dios triunfa sobre «la gran meretriz» y que la comunidad de los fieles (vestidos de lino), que constituye «la esposa» del Cordero, participará de su boda. Por ser los cánticos finales, éstos tienen una importancia particular en relación al Apoc. como totalidad. Desde el vocabulario mismo, y la cantidad de veces que a lo largo de este capítulo se exclama ¡aleluya! (v.1,2,4,6), es evidente que son cánticos de exuberante alegría, como corresponde a un triunfo definitivo. Así como los cánticos de los cap. 4 y 5 introducían a Dios, con su mesías, como soberano y justo juez, por lo que ambos eran alabados, en los cánticos finales Dios es alabado por la realización de su justicia y por «la boda del Cordero» con sus siervos. Triunfa el Dios fiel a su alianza con la humanidad. 3. Origen y función de los cánticos Como hemos visto, los cantos del Apoc. se encuentran ubicados en lugares «estratégicos», resaltando momentos importantes en la trama y explicitando el sentido del contexto en el cual están situados. Por eso no son superfluos o simples cantos que pueden ser eliminados. En todos los capítulos del Apoc. donde hallamos dos o más cánticos hemos observado que estos siempre están entrelazados, a menudo el segundo es una antífona que hace eco o amplía el anterior, pero siempre a modo de respuesta complementaria. Además, todos los cánticos están entretejidos con las narraciones; en algunos casos éstas tienen la función de ambientar los cánticos, que son el elemento más importante, como es obvio en el cap. 7, y también en 5,8-14 y 19,1-8. Tanto en el AT como en apócrifos, se menciona en determinado momento que ángeles entonaron cánticos dirigidos a Dios. Sin embargo, a diferencia del Apoc., muy pocas veces se incluyen los cánticos mismos. En el Apoc. los cánticos son parte integral de la obra misma, tanto literaria como temáticamente. Aunque algunos se pueden aislar, su verdadero sentido se lo da el contexto, pero el significado del contexto no lo da el cántico mismo. Aunque el autor pueda inspirarse en otros cantos, estudios lingüísticos y literarios han mostrado que algunos de los cánticos del Apoc. son obra del escritor mismo. Se trata de redacciones ad hoc hechas por Juan para el Apoc. Esto se observa en el

hecho de que en el resto del Apoc. hay muchas más frases en forma hímnica y breves cánticos sueltos (p. ej. en el cap. 16; ver también cap. 14). De una u otra forma, los cánticos son medios de expresión solemne del significado escatológico de los acontecimientos expuestos en el Apoc., destacando cada uno, expresa o tácitamente, facetas diferentes. Son parte integral, en otro lenguaje, del mensaje que Juan quería compartir con su comunidad. El papel de los cánticos es hermenéutico, vale decir, interpretativo de aquello expuesto en forma narrativa; exponen su significado profundo. Explicitan el sentido soteriológico de la trama del Apoc., desde la presentación de la soberanía de Dios hasta su imposición universal en favor de aquellos que lo reverencian como todopoderoso y a su mesías como la fuente de la salvación. Es lo que hemos podido constatar en nuestras presentaciones de los cánticos. Sin la interpretación soteriológica que proporcionan expresamente los cánticos, más de una vez se tendría la impresión de que la actuación de Dios es caprichosa, hasta vengativa. Dirigido a los cristianos, el Apoc. es sustancialmente una obra orientada hacia la afirmación de la esperanza cristiana, basada en la sólida fe en la actuación de Dios y su mesías. Y en ese objetivo, como hemos visto, los himnos juegan un papel preponderante. Cantando la soberanía y la justicia de Dios todopoderoso, los cánticos encierran tácitamente una exhortación a confiar en Él y seguir fielmente a su mesías, a pesar de las adversidades que se presenten. Eso corresponde a la función de todo el Apoc. Por ello, no extraña que, si bien los cánticos tienen una función hermenéutica, interpretativa, no es siempre ésa la única ni la primordial. En efecto, la función de varios cánticos parece ser más bien evangélica, por cuanto contienen una «buena noticia» para los creyentes a quienes Juan se dirige: Dios es Señor y se manifestará como tal, juzgando a todos sus enemigos -como en el judaísmo se espera de Yavéy afirmando su trono para siempre, donde estarán el Cordero y «su esposa», la comunidad de creyentes (5,9s; 11,15; 12,10ss; 15,3ss; 19,6ss). Esta «buena noticia» es altamente significativa para una comunidad que vive en un clima de hostigamientos, inclusive persecuciones, por razón de su fe en Jesucristo. Su mensaje se puede expresar con un conocido refrán: «el que ríe último, ríe mejor». Los himnos tienen una función hermenéutica innegable, pero también una función no menos importante de proclamación y de celebración para afianzar la certeza de la victoria y para alentar la perseverancia. Por eso todos los cánticos tienen un sabor triunfal y alegre. Es una alegría obvia, hasta verbalmente explicitada,

debida a la salvación obtenida o asegurada, es decir, es de carácter soteriológico. Todos por eso están en boca de quienes se encuentran en el cielo, sean ángeles, multitudes salvadas, ancianos -en 5,13 se incluye al resto de la creación. Todos son respuesta a alguna acción de Dios o de Cristo. Es natural el recurso a cánticos, pues la mejor manera de expresar alegría triunfal es el género hímnico. Ya desde antiguo se recurría a ese género para cantar la salvación; basta que recordemos los salmos. Un cántico con notables ecos en el Apoc. es el de David según 1 Crónicas 29: «¡Bendito tú, oh Yavé, Dios de nuestro padre Israel, desde siempre hasta siempre! Tuya, oh Yavé, es la grandeza, la fuerza, el honor, la majestad y la gloria, pues tuyo es cuanto hay en el cielo y en la tierra. Tuyo, oh Yavé, es el reino y el dominio sobre todas las cosas. De ti proceden las riquezas y la gloria. Tú lo gobiernas todo; en tu mano están la fuerza y el poder, la grandeza y la consistencia de todo» (v.10-12).

Es manifiesta la semejanza con Apoc. 4,11; 7,12 y 11,15. La tónica general de los cánticos en el Apoc. es de júbilo por un triunfo que en realidad todavía no se ha dado; son presentaciones anticipatorias muy corrientes en las visiones del género apocalíptico. Dentro de la visión, el visionario está viendo ya el futuro como presente, lo cual incluye el triunfo de Dios. Por ello también canta ya, dentro de la visión, la victoria. Es así como Juan presenta los cánticos, y de hecho es el tenor de todo el Apoc. mismo, como un desvelamiento de lo que sucederá. Los cánticos simplemente resaltan esta dimensión escatológica. Por eso se comprenderá que el estilo de la mayoría de los cánticos es directo, en segunda persona (tú), dirigidos directamente a Dios o al Cordero, como sería propio de la liturgia -que es el marco de algunos de los cánticos. A ello se invita reiteradamente al auditorio, de forma tácita, incluso explícitamente, a incluir su voz en alabanza a Dios. Es un modo de afirmar la certeza del triunfo divino. La comunidad joánica canta su certeza de salvación, confiada en la soberanía absoluta de Dios. Todos los cánticos, excepto los del cap. 5, se centran en Dios, son teológicos. Eso corresponde a la soberanía de aquel que es único «Señor de señores, Rey de reyes». Pero se debe observar que el mesías-Cordero es inseparable de Dios: es su mesías (11,15; 12,10; cf. 7,10; 19,6ss). No debemos perder de vista el contexto vital del Apoc. Eran tiempos de hostigamiento, de rechazos e inclusive de persecución por parte del sistema imperial romano. De aquí que sea inevitable el fuerte tono polémico y político, subyacente o

solapado, pero claro para el cristiano: vocablos políticos (tronos, poder), actitudes y acciones administrativas (juicio), castigos (plagas), combates y triunfos, etc. Es notable la cantidad de veces que en los cánticos se menciona o alude al poder, la soberanía, el triunfo, que para el lector/oyente del Apoc. evocaría la figura del señor del mundo, es decir, del emperador. El tono es decididamente religioso-político, tema fundamental en el libro del Apoc. Notorio es el recurso, precisamente en cánticos, al término «todopoderoso» (pantokrátor), conjuntamente con predicados tanto de poder como de honor. Situados en el contexto político del momento, todos estos y otros vocablos tienen una particular resonancia ayer y hoy. Puesto que los cánticos son expresiones de algarabía, están en contextos triunfales: cantan victoria, soberanía, reinado, o simplemente la realización del plan divino, el triunfo de su justicia y su santidad soteriológica. Por ello son buena noticia. De una u otra forma todos tienen la mirada fija en ese fin triunfal. Los que cantan son los que ya participan del triunfo, asegurado en el cielo, que espera imponerse en la tierra... y, para los que aún están en esta tierra, eso es garantía de su propio triunfo si le son fieles a Dios y su mesías. En síntesis, si tomamos solamente los cánticos, encontramos en ellos toda la temática desarrollada en forma narrativa en el Apoc. De hecho, muchos de ellos son pequeñas síntesis, que además resaltan el significado soteriológico de la acción divina. Los primeros presentan la soberanía real de Dios, creador y todopoderoso, que justifica su papel judicial y la grandeza del Cordero en razón de su papel mesiánico salvífico, que continúa desarrollándose en la historia. Una y otra vez se aclama prolépticamente aquello que exultante se canta al final: la victoria de Dios por la aniquilación de Babilonia y la implantación de su reino universal, que incluye la boda del Cordero con la Iglesia. La constante en los himnos es la soberanía de Dios, que incluye su actuación como juez y la salvación de sus fieles. En torno a este binomio giran todos los cánticos. 1 Un detallado estudio del probable origen de los cánticos, así como de su contexto litúrgico, es el de J.J. O’Rourke, «The Hymns of the Apocalypse», en Catholic Biblical Quarterly 30 (1968), 399-409. Según él, son de origen litúrgico, ya existían como tales cuando Juan escribió el Apoc., y en partes adaptó los siguientes: 1,4.5.8b; 4,8b; 7,12.15-17; 11,15.17s; 19,5.6b-8. Véase también J.M.Ford «The Christological Function of the Hymns in the Apocalypse of John» en Andrew University Seminar Studies 36 (1998) 207-229. 2 Apoc. 1,6 («...a él [Jesucristo] la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén»), aunque tiene la forma de una breve aclamación, incluso terminando con «amén», es una especie de apéndice en forma litúrgica, pero parte integral de la

narrativa, razón por la que lo he excluido. 3 El empleo del asertivo «amén» es relativamente frecuente en el Apoc., y no siempre en un contexto litúrgico evidente. Es un indicio del carácter festivo y afirmativo de la victoria de Dios (1,6.7; 3,14; 5,14; 7,12; 19,4; 22,20.21). 4 Los veinticuatro ancianos, introducidos en 4,4 y que cantan un himno a Dios en 4,11, simbolizan a la Iglesia en sus representantes; por ello se presentan a la vez con coronas, pero también con arpas e incensario (5,8), es decir, en lo real y en lo sacerdotal. La cifra veinticuatro viene de la suma de doce más doce, donde doce representa la perfección, y a la vez a Israel, es decir, los representantes o cabezas de la Israel perfecta, la Iglesia (vea 21,12-14). Es la misma lógica para la cifra 144,000, donde, por tratarse de multitudes, es naturalmente mucho mayor: doce multiplicado por doce (Israel -doce tribusperfecta) multiplicado por mil (multitud). 5 Esta aclamación está compuesta de frases bíblicas. El trisagio (triple «santo») proviene de Isa 6,3 (cf. 1 Hen 39,12s; 3 Hen 1,12). El calificativo «Señor, Dios, todopoderoso» se encuentra varias veces en el AT: Os 12,6; Am 3,13; 4,13; 5,1416; 9,5; Nah 3,5. La segunda parte de la frase, que se encuentra también en Apoc. 1,4.8, hace las veces de título, adaptado obviamente de Ex 3,14 («yo soy el que soy»), a la que se añadió «el que ha de venir», en clara alusión el juicio final, tema importante en el Apoc. 6 Piénsese en Vespasiano entrando en Roma después de la victoria en Judea y aclamado como «bienhechor, salvador y el único digno de gobernar a los romanos», Flavio Josefo BJ VII,71 7 La importancia de estas visiones y cánticos se aprecia más aún si es cierto que el Apocalipsis original empezaba en el cap. 4 (vea la discusión sobre la composición del Apoc.). 8 La soberanía de Yavé como rey ya era afirmada en Ex 15,18; 1 Sam 12,12; Sal 145,11ss; Isa 24,23; 33,22; Miq 4,7; Sof 3,15; Zac 14,16s. La esperanza manifiesta en el Apoc. sobre la soberanía de Dios al final de los tiempos corresponde a la escatología veterotestamentaria. 9 En opinión de algunos, se trataría de una presentación anticipada de un triunfo aún en el futuro (proléptica), basada en la firme convicción de algo que se da por seguro, razón por la que se canta aquí como si ya se hubiera establecido. Pero antes tendría que realizarse lo expuesto a continuación en el Apoc., cap. 12-20. Otros, en cambio, pensamos que este cántico corresponde al final de las visiones

del Apocalipsis original (cap. 4 a 11; vea la discusión sobre la formación del Apoc.). De ser así, se trataría de un presente real dentro del marco de las visiones futuristas de Juan. En esta opinión, los cánticos del cap. 11 cerraban la obra original con el tono triunfal tras el juicio correspondiente al tercer «ay», acción vindicativa aclamada en el v.18. Sin embargo, no hay que sorprenderse de este uso del pasado para indicar algo que debe aún suceder en el futuro. La carta a los Efesios no duda en afirmar que Dios «nos resucitó y con él nos hizo sentar en los cielos» (Ef 2,6). Ese es el estilo de Juan, como expresión de la convicción de la fe cristiana de que en Cristo ha comenzado el mundo nuevo y «el príncipe de este mundo ha sido arrojado fuera» (Jn 12,31). 10 Aquí, como en otros sitios del Apoc., se recurre a términos hebreos de particular significado. Aleluya es una expresión típica en cánticos litúrgicos, que literalmente significa «alaben a Yavé» (halleluyah). «Ya» es apócope del nombre de Dios, Yahwéh.

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«Hizo de nosotros vencedores»: las bienaventuranzas, síntesis del mensaje del Apocalipsis

Nos encontramos en el Apoc. con siete «bienaventuranzas» que marcan la tónica de todo el libro. Como las bienaventuranzas de los evangelios, son proclamaciones solemnes y gozosas porque el reino de Dios está cerca. Aunque pertenece a otro género literario, el Apoc. también es evangelio, pues comunica buenas noticias y esperanza. Sus siete bienaventuranzas, aunque dispersas, sintetizan de manera clara y explícita el mensaje de todo el libro. Presentación La forma literaria de las bienaventuranzas es la misma en todas, idéntica a aquellas del resto del NT, es decir, forma de «macarismos»(makários, declarar bienaventurado). Todas empiezan con la proclamación vocativa ¡bienaventurado, dichoso! (makários), y mediante una sentencia breve se dirigen directamente al lector o auditorio en nombre de Dios. El hecho de que haya siete bien puede ser intencional, siento ésta la cifra y la cantidad más frecuente en el Apoc.; es cifra que simbólicamente denota totalidad. En otras palabras, en las siete bienaventuranzas está dicho todo lo importante para la comunidad en forma sintética. Estas son las siete bienaventuranzas: 1) 1,3: «Dichoso el que lee y los que escuchan las palabras de la profecía y hacen caso de lo escrito en ella, porque el tiempo está cerca». 2) 14,13: «Dichosos los que en adelante mueran en el Señor. Cierto, dice el Espíritu, podrán descansar de sus fatigas, pues sus obras los acompañan».

3) 16,15: «Miren que vengo como ladrón. Dichoso el que está en vela, con la ropa puesta, así no tendrá que andar desnudo dejando ver sus vergüenzas». 4) 19,9: «Dichosos los invitados al banquete de la boda del Cordero». 5) 20,6: «Dichoso y santo aquel que tiene parte en la primera resurrección. Sobre ellos no tiene poder la segunda muerte, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él los mil años». 6) 22,7: «Miren que voy a llegar enseguida. Dichoso el que guarda las palabras de la profecía contenida en este libro». 7) 22,14: «Dichosos los que lavan sus túnicas para tener derecho al árbol de la vida y poder entrar por las puertas a la ciudad». Explicación La primera bienaventurazna (1,3) y la penúltima (22,7) enmarcan el libro y señalan la respuesta cristiana a la palabra profética que en él se comunica. Ambas forman una inclusión, como queriendo encerrar todo el libro en esta palabra de bienaventuranza y felicidad. Nótese la insistencia en que se trata de todo el libro (22,7.9.10.12.18.19). En ambas bienaventuranzas se habla de «las palabras de la profecía» de este libro, tal vez porque «profecía» es mejor definición del libro que «apocalipsis». Y nótese que no dice profecías sino profecía, en singular, pues el Apoc. es un todo unitario, es una grandiosa profecía. Por ser palabra profética, viene de Dios (1,1s) y es fiable y verídica (22,6). El profeta es el hombre clarividente («ojos del pueblo», según Isaías 29,10) que sabe ver los signos de los tiempos y percibe lo que el Espíritu está diciendo a la Iglesia a través de ellos. Por eso tiene una palabra que alienta y fortalece en los momentos más críticos de la historia. Es enviado por Dios «para fortalecer las manos débiles y robustecer las rodillas vacilantes y decir a los cobardes: no teman» (Isa 35,3). Es profecía y es plenitud de la profecía porque entronca con toda la tradición profética anterior, pero señala su plenitud en Cristo que viene. El contenido de «esta profecía», que alienta y fortalece, está asociado a dos declaraciones sinónimas que aparecen en este contexto: «el tiempo está cerca» (1,3) y «ya vengo» (22,7). Es el tiempo de Dios y de su venida, la plenitud de los tiempos, y es tiempo de la venida de Cristo con su victoria, su parusía. Este tema de la venida se puede considerar central en todo el Apoc. (2,5.16; 3,3.11; 16,15; 22,7.12.17.20). Por lo mismo, se alaba a aquel que «está en vela»(16,15), vive atenta e intensamente su compromiso de seguidor del Cordero a donde quiera que vaya.

«Bienaventurados el que lee y los que escuchan» (1,3) sugiere un contexto litúrgico en el que se lee esta palabra profética. Es la liturgia, como reunión de la comunidad, el lugar apropiado para celebrar la fe y afirmar la identidad y el compromiso de la vida cristiana. Por eso la penúltima bienaventuranza explicita que se trata de escuchar «guardando» la palabra. No es un guardar en secreto y en privado, mucho menos esconder y sellar (22,10). Es sobre todo proclamar la palabra y mantener el testimonio, pues es hacerle caso. Se nos invita, por tanto, a leer, escuchar, guardar el libro como una forma de vivir en medio del mundo y no como una información que satisface la curiosidad frente al futuro. Es lo que se explicita en 19,10: se trata de mantener el testimonio de Jesús, que es la esencia de la profecía. El testimonio de Jesús es el que él mismo dio sobre Dios y sobre su reino, y lo dio con fidelidad martirial que le convierte en modelo de testigo (1,5). Es ese mismo testimonio el que los cristianos deben mantener en el mundo en que viven como discípulos de Jesús. Guardar la profecía, es decir, ser profeta, juega un papel importante en el Apoc. y esa es la actitud que se pide en estas bienaventuranzas. Se trata de vivir como Cristo, ya desde ahora, como signos del mundo nuevo que él inauguró con su vida histórica y que llevará a su perfección con su parusía. El profeta, en cierto modo, es «el cristiano tipo». Si la primera y la sexta bienaventuranza enmarcan todo el libro y hablan de una manera de vivir en el mundo, la segunda nos mete de lleno en el conflicto con la bestia, a la que se le permitió «guerrear contra los santos y vencerlos» (13,7). En la descripción de ese conflicto el autor interrumpe tres veces la narración para dirigirse a los cristianos y explicitar qué se espera de ellos en esas circunstancias: «perseverancia (hypomoné) y fidelidad (pistis)» (13,10), «sabiduría» (13,18) y, una vez más, «perseverancia y fidelidad» (14,12). Todas esas actitudes se concentran en la designación de los cristianos como «los que guardan los mandamientos de Dios» (14,12). Saber discernir el momento, mantener la fidelidad y saber aguantar en la prueba, eso es guardar los mandamientos de Dios. Con esta interrupción de la narración y la interpelación dirigida a los cristianos, el autor da la clave para entender las visiones. No son información sobre acontecimientos secretos del futuro, sino interpelación a los cristianos para estar atentos a lo que se está jugando en el presente de sus vidas. Ellos se juegan nada menos que su vida o su muerte. Y no sólo en el sentido de muerte física (el martirio es una posibilidad, 13,10) sino su muerte definitiva. Por eso la bienaventuranza proclama: «dichosos los que mueran...». Para ellos es la hora de la fidelidad y de la perseverancia, el momento de mostrar su adhesión plena al Cristo vencedor. La muerte es el camino a la vida. Es una certeza y una promesa que se hace realidad ya desde ahora. Lo asegura la voz del cielo, la voz del Espíritu (v.13). Por eso la orden de escribir para que la palabra quede como testimonio perpetuo.

La expresión «los que mueren en el Señor» se refiere a todo cristiano, pero especialmente a los mártires. Y el «desde ahora» es mejor asociarlo a la declaración de ser «dichosos». Los que mueren son bienaventurados ya desde ahora, porque participan definitivamente de la vida y entran en el descanso de Dios o, como se dirá en 20,6, participan de la resurrección, la primera y la única, sobre la cual la muerte no tiene ningún poder. Esta palabra está refrendada por el Espíritu porque es Él quien habla a la Iglesia sobre las exigencias del presente. Su palabra es una invitación a la valentía confiada y a la perseverancia, porque la vida ha comenzado definitivamente en la resurrección de Cristo, en el cual hemos sido injertados por el bautismo (Rom 6,5). Su suerte será nuestra suerte. La tercera bienaventuranza (16,15) interrumpe de nuevo la narración, hasta tal punto que resulta un cuerpo extraño en el contexto, algo así como una interpolación. Para algunos autores es un texto fuera de contexto o, tal vez, un añadido posterior. Como sea, cabe preguntarse por qué una bienaventuranza entre la sexta y la séptima copa. Y la respuesta es, una vez más, la apremiante exhortación a estar presentes en el momento de crisis con la actitud correcta, con «la túnica apropiada». Aunque el texto no lo dice, se supone que es Cristo el que habla y la expresión «he aquí que vengo como ladrón» entronca con los evangelios (Mt 24,43) y con la tradición cristiana (1 Tes 5,2) sobre la venida del Señor. Pero también aquí, como en los evangelios, lo importante no es «ni el día ni la hora» (Mc 13,32) sino la actitud cristiana de la vigilancia expresada en el Apocalipsis con los verbos «vigilar y guardar» (16,15), que era también el tema de la penúltima bienaventuranza. Esta actitud está expresada con la imagen de «las túnicas puestas», las apropiadas, en contraposición a «estar desnudo». Las imágenes de la tercera bienaventuranza remiten a las cartas a la iglesia de Sardes y de Laodicea. En la carta a la iglesia de Sardes encontramos la misma exhortación a la vigilancia, porque el Señor viene «como ladrón» (3,5), y en la carta a Laodicea aparece la imagen de la desnudez (3,18) como expresión de la situación del ser humano ante Dios1. En ambas cartas la imagen de vestidos blancos indica la participación en la victoria de Cristo (6,11 y 7,14), que implica también mantenerse en la fidelidad de Cristo. Estamos siempre ante la misma exhortación: vivir a la altura de las circunstancias la vocación cristiana, que es vocación de fidelidad absoluta y perseverante. El tema de los vestidos, como expresión del comportamiento cristiano, nos lleva a la siguiente bienaventuranza (19,9). Es el don de Cristo resucitado a su esposa, a la que «le han regalado un vestido de lino puro, resplandeciente. El lino representa las buenas obras de los santos» (19,8). El contexto es el juicio a Babilonia, pero desde la

perspectiva de los vencedores a los que se les invita a unirse a la multitud del cielo en la celebración de la victoria: «Ha empezado a reinar el Señor, nuestro Dios, el todopoderoso. Alegrémonos y regocijémonos y démosle a Él la gloria porque ha llegado la boda del Cordero» (19,7). En este contexto, el ángel manda escribir al vidente diciéndole: «dichosos los invitados a la boda del Cordero» (19,9). Lo más notorio de todo el pasaje es que la salvación es ya un hecho consumado y Cristo está ya reinando, aunque el autor sabe muy bien que lo que realmente se vive es el tiempo de la prueba, para el que se exige la perseverancia y la fidelidad de los cristianos. Pero la proclamación de una certeza es la mejor manera de asegurar esa perseverancia valiente y martirial. El Señor reina en la vida y en la muerte de sus testigos, aunque las apariencias puedan parecer contrarias. Se trata de actualizar en la tierra la victoria de Cristo (12,10). La salvación es presentada en dos imágenes, la boda y el reino, ambas asociadas en la tradición sinóptica (Mt 22,1-14; 25,1) y paulina (2 Cor 11,2 y Ef 5,32). El autor puede estar aludiendo a textos como Isa 54,6; 62,4; Os 2. El mesías invita a la fiesta de su alianza con su pueblo definitivamente salvado. Paradójicamente, los muertos (14,13) viven y participan de la fiesta. Esta bienaventuranza será ampliada en el cap. 21, de la boda del Cordero. De esta paradoja de muertos que viven habla también la siguiente bienaventuranza (20,6), pues dice el autor que vio «las almas de los que habían sido degollados por causa del testimonio de Jesús y por (proclamar) la palabra de Dios, y (las almas) de cuantos no habían adorado a la bestia» (20,4). Y esta es la paradoja, que los condenados, degollados y vencidos se sientan en tronos para juzgar (20,4). El contexto habla de Satanás vencido y encadenado y habla también del «milenio», expresión que no se debe pensar como tiempo futuro determinado, sino como metáfora del presente, el tiempo del testimonio y de la fidelidad, pero en el que se experimenta ya la vida nueva del mundo nuevo, el nuevo paraíso inaugurado por Cristo. En este contexto se sitúa la bienaventuranza: «dichoso y santo el que tiene parte en la primera resurrección, porque sobre ellos no tiene poder la segunda muerte» (20,6). Se trata, una vez más, del presente de la vida cristiana, inaugurada por la resurrección de Cristo de la que participa el cristiano. Por eso él vive, ya desde ahora, como resucitado, testigo de la vida definitiva, sobre la cual no tiene poder «la segunda muerte», la que resulta de la condenación eterna lejos del Señor de la vida, pues excluye de la Jerusalén celestial. El inicio de la vida cristiana es el inicio de la resurrección primera y única, que dura para siempre. Esa vida nueva es definida como participación en el sacerdocio y en el reinado de Cristo. A los cristianos se les

llama santos en este contexto, porque hace referencia a Ex 19,5 y se señala que han sido consagrados por el Señor para la doble tarea del sacerdocio y del reino. Es un sacerdocio al servicio del reino que implica una vida dedicada a hacer triunfar ese reino. Por eso ese sacerdocio y reino no se pueden disociar del ser testigos de Jesús y de la palabra de Dios y no ceder ante la seducción de la bestia y su propaganda (20,4). Ellos participan del reino, viven la salvación y juzgan al mundo. La última bienaventuranza bien puede ser considerada una síntesis de todas y un resumen de las exigencias de este libro para la Iglesia. Dice así: «Dichosos los que lavan sus túnicas para tener derecho al árbol de la vida y poder entrar por las puertas a la ciudad» (22,14). El contexto revela que es Cristo mismo el que habla a la Iglesia; a él se atribuye el contenido del Apoc. Dirigido «a las iglesias» de Asia y se identifica a sí mismo como «Jesús... el retoño y el linaje de David, el lucero brillante de la mañana» (v.16). El autor ha querido evocar que el Jesús que habla al final del Apoc. es el mismo que habló a las iglesias invitándolas a la fidelidad. Jesús no es sólo el primero y el último, el principio y el fin, sino también el que viene pronto (22,12). A todo lo largo del Apoc. se ha afirmado, de una u otra forma, la certeza de la venida de Cristo, que viene como vencedor y como juez «para pagar a cada uno según su trabajo» (22,12). Esa venida y ese juicio afecta también a la Iglesia, que debe estar en vigilante espera. Por eso, al final del libro, el Señor de la Iglesia advierte a su comunidad que hay dos modos de vivir de cara a su venida: el de los creyentes y el de los demás. Estos últimos son enumerados, como lo había hecho antes en 21,8, cuando advertía que «el que salga vencedor heredará todo esto». Se trata de vencer la seducción perenne que representa la bestia y su mundo, tipificado ahora como el mundo de «los perros, los hechiceros, los lujuriosos, los asesinos, los idólatras y los que aman y obran la mentira» (v.15). Todos se concentran en la idolatría, que se basa en un mundo de mentira y produce violencia y muerte. Los cristianos no son de ese mundo, pero viven rodeados por él y en conflicto con él. Por eso también la paradoja de esta bienaventuranza dirigida a la Iglesia real, militante y triunfante al mismo tiempo, sometida a la prueba de la fidelidad o de la seducción. Se proclama dichosos a los que se lo juegan todo y lavan sus vestidos con sangre, como se decía en 7,14, o los que vencen a Satanás y sus seducciones «con la sangre del Cordero y con el testimonio que pronunciaron sin preferir su vida a la muerte» (12,11). Podríamos decir que en esta bienaventuranza se dice lo mismo que se decía al final de las cartas a las iglesias: «al que salga vencedor lo sentaré en mi trono, a mi lado, lo mismo que yo, cuando vencí, me senté en el trono de mi Padre, a su lado» (3,21). El premio para el vencedor nos recuerda el ofrecido a la iglesia de

Éfeso (2,7) y a la de Filadelfia (3,12): es el derecho a participar del árbol de la vida en la ciudad de la vida, porque están inscritos en el libro de la vida del Cordero (21,27). De este modo, esta bienaventuranza, como todas las precedentes, es invitación a la felicidad y a la fidelidad, porque todas ellas presentan una forma de leer este libro: como buena noticia y como interpelación para el presente. El autor insiste constantemente en que el libro, «las palabras de esta profecía», hay que leerlo como interpelación que invita a descubrir las implicaciones para el presente de la Iglesia, no como información sobre acontecimientos futuros que despiertan nuestra curiosidad. Se necesita para ello discernimiento de profeta y fidelidad de testigo (mártir). El Apocalipsis es «una palabra de Cristo que invita a los cristianos a tener la audacia de vivir, desde ahora, como Cristo, como vencedores»2. Lo podemos decir también con las palabras del evangelio: «bienaventurados los perseguidos por su fidelidad, pues de ellos es el reino» (Mt 5,10). 1 E. Haulotte, Symbolique du vêtement selon la Bible, París 1966, 330. 2 P. Prigent, L’Apocalisse 699.

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La liturgia en el Apocalipsis como liturgia de la historia

1. Es convicción arraigada entre los exegetas que el Apocalipsis está escrito en clave litúrgica y que nos presenta a una comunidad que, al celebrar su liturgia en la tierra, se une a la liturgia del cielo1. Bastaría pensar en las múltiples aclamaciones que se encuentran en este libro y que nos recuerdan nuestras liturgias en las que, aclamando a Dios, “unimos nuestras voces a las de los ángeles y los santos para cantar: santo, santo, santo el Señor, Dios del universo”. Por esa razón, se piensa, los himnos y doxologías del Apocalipsis no habrían sido inventados por Juan, sino que reflejarían la fe cristiana proclamada en las asambleas litúrgicas. El autor de este libro sería así un buen testimonio de la vida litúrgica en los primeros años de la Iglesia. Al decir de algunos, el Apocalipsis es “el libro más litúrgico del NT”2. El texto da ciertamente pie a pensar así. El libro comienza con una especie de diálogo litúrgico que presupone la presencia de una asamblea que escucha la lectura. “Bienaventurado el que lee y los que escuchan esta profecía” (1,3). Se trataría de un escrito enviado a las iglesias para ser leído en las reuniones dominicales (Ap 1,10). A la misma conclusión se llega analizando el final del libro, donde, aparte de la presencia de los oyentes, se concluye con una aclamación corriente en las asambleas cristianas: “Maranatha” (Ven, Señor Jesús) (Ap 22,20; 1 Cor 16,22 y Didaje X,6)3. En el saludo inicial se alaba a Cristo porque ha hecho de los creyentes “sacerdotes para su Dios” (Ap 1,6) y al final del libro se dice de los que entran en la nueva Jerusalén que “darán culto a Dios” (Ap 22,3). La visión sucede “en el día del Señor” (Ap 1,10), es decir, en nuestro domingo. El capítulo 8 menciona el altar, el incienso, las oraciones que suben de la tierra al trono de Dios. Y el capítulo cuatro, leído en clave litúrgica, nos haría ver en los veinticuatro ancianos las veinticuatro clases de sacerdotes que oficiaban por turno en el templo (1Cro 24,1-19), que harían pensar a san Ignacio de Antioquía en el obispo rodeado de su presbiterio (Magn XIII,1). Por todas estas referencias que muestran la

íntima asociación entre el cielo y la tierra en la experiencia de la liturgia, U. Vanni, y con él muchos otros, hablan con frecuencia de la “clave” litúrgica del Apocalipsis. La conclusión de todo esto sería, según P. Prigent, que “el hilo conductor en el libro nos viene por una presentación, una utilización y un comentario original de las prácticas litúrgicas pascuales del cristianismo primitivo. He aquí la fuente de la que nuestro autor ha sacado los elementos capitales de su libro”4. Por otro lado, la asociación de la liturgia de la tierra con la del cielo, tan importante en el Apocalipsis según estos autores5, se inspiraría también en la práctica judía atestiguada por libros como El Testamento de los XII patriarcas, El libro de los jubileos y los Himnos de la comunidad de Qumrán. 2. Por hermoso y sugerente que todo esto pueda parecer, los ancianos del capítulo 5 no están en un templo, sino en tronos y ante el trono de Dios. Por eso no todos los autores ven con claridad esa clave litúrgica ni que el Apocalipsis refleje la liturgia de las comunidades joánicas. La sospecha nos asalta ante afirmaciones tan tajantes. Estamos a finales del siglo primero. ¿No estaremos proyectando sobre ese momento histórico nuestra propia experiencia de lo que es una liturgia suntuosa y magnífica, llena de incienso y de cantos polifónicos, un remanso de paz y trasunto del cielo en medio de nuestra vida agitada y profana? ¿Y no estará también detrás de todo esto la concepción de la liturgia como una actividad cerrada para la cual la Iglesia se aísla del mundo y de la historia y se asocia a lo que sucede en el cielo? ¿No es muchas veces el culto una actividad al margen de la vida y de los problemas humanos? ¿Es esto lo que se refleja en el Apocalipsis, un remanso de paz en medio de un mundo convulsionado? 3. Los elementos litúrgicos del Apocalipsis son innegables. Aparecen las palabras sacerdote, altar, incienso, templo, etc. y un sinnúmero de aclamaciones que parecen cantos de la liturgia. Pero tenemos la sospecha de que también aquí estamos ante un fenómeno frecuente que no es exclusivo del Apocalipsis, sino de todo el Nuevo Testamento: la innegable “clave litúrgica” de muchos textos, pero usados para expresar realidades nuevas y diferentes. En los escritos de san Pablo, por ejemplo, nos encontramos con palabras como templo o incienso que no designan realidades materiales, sino la vida misma y la persona del cristiano (Fil 4,18; 1 Cor 3,16). Una obra de caridad, como el visitar a un preso, o la colecta en favor de los pobres son designadas como liturgia (Fil 3,30 y 2Cor 9,12). El ejemplo más claro de lo que venimos diciendo es la carta a los Hebreos, el único escrito que llama a Cristo sacerdote, y toda ella está escrita en clave cultual y litúrgica, pero resulta un escrito fuertemente anticultual, al presentar la existencia terrena de Cristo y su muerte como su culto auténtico, aunque todo eso

suceda fuera de la ciudad y no en un lugar sagrado. Por eso creemos conveniente hacer las precisiones siguientes. 4. En primer lugar, debemos recordar que la experiencia litúrgica de la comunidad cristiana a finales del siglo primero ni es tan grandiosa como la imaginamos ni tan conocida. El mismo P. Prigent nos advierte que nuestro conocimiento de la liturgia de esa época es limitado y ciertamente no representa una práctica monolítica, pues una cosa es la comunidad de origen judío y otra la de origen pagano. Por eso, nos dice este autor, corremos el peligro de explicar lo oscuro (los elementos litúrgicos del Apocalipsis) por lo tenebroso (la vida litúrgica de la primitiva comunidad cristiana)6. ¿No será más bien al revés, que el Apocalipsis haya influenciado la vida litúrgica posterior de las comunidades cristianas? Los cristianos en esta época no tienen templos ni son religión lícita y, por lo tanto, no pueden tener templos ni celebrar liturgias grandiosas y solemnes. Viven más bien como excluidos, marginados y perseguidos. Una visita a las catacumbas nos daría una idea más exacta de lo que era su liturgia en un lugar estrecho, escondido y con la vida amenazada. La fe misma está amenazada por la seducción de una vida más cómoda como ciudadano del imperio, en el que se puede gozar de todos los privilegios anexos a esa ciudadanía. La liturgia en una catacumba o en una casa de familia no se presta para la majestad fastuosa que presupone el Apocalipsis. La liturgia del Apocalipsis o, lo que sería más propio, la “clave litúrgica” innegable que en ese libro existe, hay que entenderla en la línea del Nuevo Testamento, según el cual la vida misma es liturgia y culto, por ser una existencia trasformada y entregada (Rom 12,1-2). Con el lenguaje litúrgico, por ser lenguaje simbólico, no se designa la liturgia misma, sino la forma de vivir en el mundo propia de la fe cristiana. 5. Tomemos algunos ejemplos de este uso de términos litúrgicos que designan la vida misma del creyente y no ritos o ceremonias especiales. Un texto muy claro es el de 1Pedro 2,5, en que se llama a los cristianos “piedras vivas que entran en la construcción del templo”. El sentido es claramente figurado, pues no existen las piedras “vivas” y los cristianos no son piedras para construir ningún templo. Sin embargo, es una manera hermosa y revolucionaria de decir que su estilo de vida, armónicamente integrados con Dios y con los demás, es el mejor culto que se puede ofrecer a Dios. De igual modo, en el libro del Apocalipsis, el premio que el Señor ofrece al vencedor de la iglesia de Filadelfia de hacerle “columna en el templo de Dios” (Ap 3,12) no puede tomarse literalmente, pero es una bella expresión del puesto privilegiado que tendrá en la presencia de Dios. En la presentación del Cordero se nos dice que los cuatro animales y los venticuatro ancianos se postraron ante él (indudable gesto de adoración) y se añade que tenían en las manos “copas de

oro llenas de aroma”, otra expresión litúrgica en que se expresa una realidad invisible, “las oraciones de los santos” (Ap 5,8). Los siete candelabros (para algunos serían copia del candelabro judío en el templo de Jerusalén) no son objetos litúrgicos, sino una comunidad de fieles. Lo mismo se puede decir del altar (Ap 6,9), donde están las almas de los degollados. Lo importante no es el altar, sino la cercanía de los degollados a la presencia de Dios. Todos estos ejemplos encierran innegables referencias litúrgicas, pero no son sino símbolos visibles de una realidad nueva e invisible. Es la forma que tiene nuestro autor de expresar la cercanía de Dios a las víctimas y su indignación ante una tierra que día a día aumenta el número de ellas. Si todo esto se presenta en “clave” litúrgica es porque algo quiere decir el autor sobre nuestra vida y sobre nuestra liturgia. Tal vez se trate de una manera nueva de entender la liturgia. 6. Un ejemplo elocuente de cómo se entiende la liturgia en el Apocalipsis lo tenemos en el capítulo 8,3-5. La escena empalma evidentemente con el grito de las víctimas degolladas de 6,10 y es preámbulo significativo de lo que sigue, por eso la íntima relación entre la acción del ángel y el toque de las siete trompetas. Al abrirse el séptimo sello, otro ángel se detiene junto al altar para hacer el acto litúrgico de incensar el altar y el trono. Y se nos dice que “subió el humo de los perfumes con las oraciones de los santos ante el acatamiento de Dios” (8,4). Hasta aquí todo va bien, porque todo es “litúrgico”. Pero, de pronto, el ángel se aloca, toma el incensario, lo llena de ascuas del altar y, en un gesto muy poco litúrgico, lo arroja contra la tierra. ¿Se trata de una liturgia profanada o de un gesto profético y de una enérgica protesta de un Dios indignado al escuchar el grito de los mártires que llega al cielo? La escena habla no sólo en la vertiente litúrgica, sino también y sobre todo en la vertiente de la protesta. Es una liturgia en contacto con la vida y muerte de los hombres y con la dura realidad de la historia, porque en ella descubren la cercanía de Dios. El culto que esta comunidad ofrece a Dios es la propia existencia ofrecida en fidelidad que vence. Desde esta nueva perspectiva, que es la unión entre historia amenazada y culto, se comprende mejor la visión inaugural en la que los candelabros no son objetos de culto, sino comunidad en el mundo con vocación de ser estrella, luz para el mundo, denunciando la mentira que mata y proclamando la presencia del Resucitado como fuente de fortaleza y de vida. A través de la “clave” litúrgica de este libro, el autor está hablando a las iglesias a las que escribe y no tanto a nosotros, con nuestra ideas sobre la liturgia. No se trata de una liturgia desencarnada y atemporal, confinada a ritos cerrados, sino de una manera de vivir en el tiempo y en el espacio de las comunidades de Asia Menor a finales del siglo primero. Podemos llamarla liturgia profética. ¿En qué consiste?

Todo el libro es una llamada al cristiano para dar un testimonio de fidelidad encarnado en el presente difícil de la comunidad7. Para ello hace dos cosas, presenta una liturgia “celeste” (es su forma de proclamar la soberanía y el señorío de Dios en la historia) y en esa liturgia se proclama y se anticipa el triunfo de Dios y de su reino. El culto anticipa ya el mundo nuevo que vivimos y esperamos y que Cristo ha inaugurado. Por eso el carácter liturgico del libro y lo que ese culto significa se expresa muy bien en los himnos del Apocalipsis8. Esos himnos son cantados por las multitudes del cielo y de la tierra, y el tema central de todos ellos es la victoria y el reino de Dios y de su Cristo, porque “el reinado sobre el mundo ha pasado a nuestro Señor y a su mesías y reinará por los siglos de los siglos” (Ap 11,15). Es la certeza de una realidad ya realizada la que mantiene en la fidelidad y en la oración a la comunidad creyente. Por eso el libro, que es profecía y proclamación, puede terminar con estas palabras: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20). La liturgia del Ap. es celebración que alienta la esperanza en las condiciones difíciles del presente. Esta liturgia no nos aísla del mundo y su sufrimiento. Nos hace sentir, como Dios, el clamor de las víctimas de la historia y solidarizarnos con ellas, manteniendo la fe y la esperanza porque celebramos una de las víctimas (el Cordero) que ha triunfado. La liturgia refuerza nuestro testimonio porque es profecía que anuncia y realiza. Se trata de una liturgia abierta al Reino y a la historia, no cerrada en ritos o templos. 7. Pero hay otro aspecto muy importante en este libro y desde el que podemos profundizar esto que venimos diciendo sobre esta liturgia profética. Para ello nos fijamos en una palabra que predomina en todo el libro. A pesar de su “clave” litúrgica, el centro de este libro no es un altar, sino un trono. La palabra “trono” aparece 44 veces frente a 8 veces la palabra “altar”. Al menos estadísticamente sabemos lo que predomina en el Apocalipsis. El centro no está en un altar, sino en un trono, y la liturgia se entiende mejor desde el trono, y el sacerdocio desde el reino. En este libro, en el que, al parecer, tanto se resalta la liturgia celeste, al describir la nueva Jerusalén nos encontramos con la afirmación sorprendente de que en la nueva ciudad no hay templo (Ap 21,22). Por eso, por más que algunos comentaristas nos hablen en los capítulos 4-5 del “culto celestial”9, más que un templo o una liturgia lo que el autor parece describir es la corte y la entronización de un personaje como rey: el Cordero, a quien se proclama “soberano de los reyes de la tierra” (1,5) y “Rey de reyes y Señor de señores” (19,16). Se trata de un acto político más que litúrgico, porque el drama de fondo de todo el libro es un asunto de poder más que de culto10. Los himnos son más proclamación que aclamación. Esta última puede quedar encerrada en un público de adeptos, la proclamación en público tiene siempre algo de desafiante, pues puede haber otros que también reclamen ese título. ¿Existe una competencia de poderes en el mundo? 8. Por eso creemos que estas proclamaciones y celebraciones del libro del

Apocalipsis no reflejan exactamente la liturgia de las comunidades cristianas, aunque puede haber en ellas elementos tomados de la tradición judía o cristiana. El autor nos remite sobre todo a otra “liturgia” que los oyentes conocen y experimentan: el culto al emperador, especialmente arraigado en Asia Menor. Según Suetonio, Domiciano se hizo llamar “dominus ac deus”11 y en Priene se le dedica una estatua con esta inscripción en el pedestal: “dios invencible, fundador de la ciudad”12. Se trataba de un dogma indiscutible, porque el César es el señor y el salvador del mundo y ante él se postran “todos los habitantes de la tierra” (Ap 13,8.12). Es un dogma que tenía también su propia liturgia y sus propios “teólogos”13, los hombres que hacían la proclamación oficial en el culto y los encargados de mantener la mística. El culto al emperador no era otra cosa sino “el lado religioso de una política dominadora”. Al que se negaba a entrar en esa liturgia se le descalificaba como ciudadano (Ap 13,15), porque en el imperio romano se unía inseparablemente “lo político y lo sagrado, lo administrativo y lo religioso”14. 9. Para Juan, postrarse ante la bestia o su imagen (símbolo del imperio) era prostituirse, venderse, ser infiel. El cristiano está llamado a vencer esta tentación y su victoria no es como la del imperio, sino como la del Cordero degollado. Debe blanquear su vestido con sangre (Ap 7,14 y 22,14). El trasfondo de los himnos en el Apocalipsis no son solamente los coros angélicos, sino los teólogos oficiales del culto al emperador en un ambiente en que religión y política iban juntas. El emperador era gobernante, salvador y dios al mismo tiempo. En el capítulo 4 del Apocalipsis se nos dice que los veinticuatro ancianos se postran y arrojan sus coronas ante el trono aclamando a Dios. La escena recuerda el gesto de Tiridates, rey de los partos, ante la estatua de Nerón, expresando su sumisión al emperador15. La comunidad cristiana conoce ese culto y se atreve a desafiarlo. Sus aclamaciones son un reto a los coros oficiales del imperio que exaltan al emperador, por eso en sus aclamaciones el cristiano se juega la vida. Se trata realmente de una liturgia “política”, contestataria y peligrosa al celebrar la victoria de la Víctima y de las víctimas del imperio (Ap 18,24). La liturgia del Apocalipsis no nos presenta una visión de lo que los ángeles hacen en el cielo. Es más bien una forma de presentar y de entender la vida de la Iglesia en el mundo, en el que únicamente damos culto al “Señor de señores”. Es difícil ir contra la corriente y mantenerse fiel, excluido y desinstalado en el mundo, porque somos ciudadanos de otro mundo y de otra ciudad en la que no hay templo de ninguna clase, pero todos estamos llamados a ser tan sagrados como los templos, ya que Dios mismo está con nosotros. 10. A la luz de todo esto es como debemos entender la afirmación, tres veces repetida en el Apocalipsis, de que los cristianos han sido hechos “sacerdotes” (Ap

1,5; 5,10 y 20,6) y no a partir de un preconcepto de lo que significa ser sacerdote16. Por otro lado, con todo esto no estamos excluyendo la validez del culto cristiano, que ciertamente existía en esas comunidades, pero la clave litúrgica de este libro no es una descripción de las liturgias cristianas, sino una visión de lo que es la vida y el culto del cristiano en el mundo. Son símbolos necesarios que aceptamos y necesitamos para expresar nuestra fe, pero que debemos enmarcar dentro de la concepción cristiana del culto, concepción revolucionaria y nueva porque asume la existencia y la historia de los hombres. En síntesis, podemos decir que esta clave liturgica del Apocalipsis, que llamamos “liturgia profética”, implica cuatro aspectos importantes e inseparables: a) En primer lugar, es proclamación y reconocimiento en el culto de la soberanía de Dios en la historia de los hombres. No es un Dios encerrado en su templo y en su culto, porque el templo no puede contenerlo (Is 66,1). Pero además, muy cerca de él, junto al altar, están las almas de los degollados por su causa, que lanzan un desafío a su aparente silencio e inactividad en la historia. La trama del Apocalipsis es la respuesta de Dios al grito de las víctimas17. b) En segundo lugar, en el culto se proclama y se anticipa el mundo nuevo que se espera. Por parte de Dios, en el cielo, la suerte está echada definitivamente a favor de Cristo y de sus seguidores. Ellos son los vencedores que instauran un mundo definitivamente nuevo. c) Con esta certeza, celebrada en el culto, el cristiano puede sentirse fuerte para denunciar la ideología reinante del César como señor, salvador e incluso dios. La proclamación cultual del señorío de Cristo tiene el matiz de desafío y contestación a la soberanía de cualquier otro señor. d) Finalmente, tanto la proclamación como la anticipación del mundo nuevo y de la soberanía de Dios tienden a reclamar del creyente la fidelidad incondicional de los testigos, mártires en potencia. La celebración litúrgica es celebración de su propia fe y de su compromiso en el mundo. 1 Cfr W. H. BROWNLEE, “The Priesterly Character of the Church in the Apocalypse”, NTS 5 (1959), 224-225; A. CABANISS, “A Note on the Liturgy of the Apocalypse” Interp 7 (1953), 76-86; F. COMBLIN, “La liturgie de la Nouvelle Jérusalem (Ap 21,1-22,5)”, EphThL 29 (1953) 5-40; E. COTHENET, “La liturgie dans l’Apocalypse” en su obra Exégèse et liturgie, LD 133, Cerf 1988, pp. 235323; P.PRIGENT, Apocalypse et liturgie, ‘Cahiers théologiques’ 52, Neuchâtel 1964; A. GANGEMI, “La struttura liturgica dei capitoli 4-5

dell’Apocalisse di S. Giovanni”, Ecclesia Orans 4 (1987) 301-358; VANNI, U., “Lo Spirito e la Sposa dicono ‘vieni’; l’Apocalisse, liturgia della speranza” en RivLtgca 81(1994) 193-211; NUSCA, A., Heavenly Worship, Ecclesial Worship: Liturgical Approach to the Hymns of the Apocalypse of St. John, Dis. en PUG 1996. 2 M. FORD, “The Christological Function of the Hymns in the Revelation of John” en AUSS 36 (1998) 207. 3 M. A. KAVANACH, Apocalypse 22,6-21 as a Concluding Liturgical Dialogue, Roma 1984; U. VANNI, “Un esempio di dialogo liturgico in Apoc 1,4-8”, Bibl 57 (1976) 277-301; 4 PRIGENT, o.c. pp. 78-79. 5 Es significativo el título de uno de los capítulos que E. COTHENET dedica al tema de la liturgia: “Liturgie terrestre et liturgie céleste d’après l’Apocalypse”, o. c. p. 263. Incluso dice que la liturgia celeste es “trasposición de la terrestre” (p. 287). Pero esta afirmación presupone que sabemos mucho de la celebración litúrgica de las primeras comunidades. 6 PRIGENT, o.c. p.7 y 8. 7 P: PRIGENT, L’Apocalisse di S. Giovanni, Borla, Roma 1985 p. 757. 8 Véase lo dicho sobre ellos más arriba. 9 P: PRIGENT, o.c. p. 158. 10 E. COTHENET, o.c. p. 294. Y E. SCHÜSSLER FIORENZA tiene la misma afirmación en Revelation. Vision of a just World, Minneapolis 1991, p. 117. Se pueden ver también S.R.F. PRICE, Ritual and Power. The Roman Imperial Cult in Asia Minor, Cambridge University Press 1983; D.E. AUNE, “The Influence of the Roman Imperial Court Ceremonial on the Apocalypse of John” en BR 28(1983) 5-26. 11 Vita XXX,4. 12 P. PRIGENT, “Au temps de l’Apocalypse. II, Le culte impérial au 1er siècle en Asie Mineure”, RHPR 55 (1975) p. 217. 13 P. PRIGENT, o.c. p. 224.

14 P. PRIGENT, o.c. p. 217 y 226. 15 Tácito, Anales 15,29.2: “se acordó que Tiridates depondría su insignia real ante una imagen del César y no la volvería a tomar si no era de manos de Nerón (...) en medio, un tribunal con una silla curul y sobre la silla una imagen del emperador. Tiridates avanzó hacia ella y, después de hacer los sacrificios de costumbre, se quitó la corona de la cabeza y la colocó a los pies de la imagen, siendo grande la emoción en los ánimos de todos, emoción que crecía al tener aún ante los ojos la destrucción y el asedio de los ejércitos romanos. Pero ahora se había invertido la situación. ¿Se prestaría Tiridates a ser contemplado por sus gentes poco menos que como un prisionero?”. 16 Véase el capítulo sobre el tema. 17 HEIL, J.P., “The Fifth Seal (Rev 6,9-11) as a Key to the Book of Revelation”, Bib 74 (1993) 220-243.

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Los cristianos, reyes y sacerdotes

El vocabulario sacerdotal, como designación de la experiencia cristiana, no juega un papel importante en la mayoría de los escritos del Nuevo Testamento. Es tan marcado este hecho que hasta se diría que hay una resistencia a usar ese vocabulario. Por eso, cuando se enumeran las funciones (Ef 4,11s; Rom 12,6s) o los carismas (1Cor 12,8s) dentro de la Iglesia, san Pablo no menciona a los sacerdotes; ni Cristo ni los cristianos son llamados sacerdotes. Pareciera que la novedad cristiana no puede ser expresada adecuadamente con esa palabra1. Ante ese silencio mayoritario de los escritos del Nuevo Testamento, llama la atención que un solo texto (la carta a los Hebreos) se atreva a hablar del sacerdocio de Cristo. Esta carta está llena de ese vocabulario ritual, cultual y sacerdotal, pero, paradójicamente, es uno de los textos más anticultuales que existen. Utiliza el vocabulario para significar una realidad nueva: el sacerdocio de uno que, según la mentalidad de la época (Cfr. Heb 7,13), no era sacerdote sino laico. El sacerdocio de Jesús es el único sacerdocio válido y su función sagrada no fue otra cosa que su existencia en el mundo vivida en fidelidad filial a Dios y en solidaridad fraterna con los hombres. Vocabulario antiguo para realidad nueva. En todo el Nuevo Testamento hay dos escritos más que nos hablen de los cristianos como sacerdotes: la primera carta de Pedro (1Pedro 2,4-10) y el libro del Apocalipsis. En este último libro aparece la designación tres veces. Frente al silencio del resto de los escritos del Nuevo Testamento, la triple afirmación sobre el sacerdocio de los cristianos marca la importancia de este tema para nuestro autor. Estos son los textos: 1,5: “Al que hizo de nosotros reino, sacerdotes para su Dios y Padre”. 5,10: “Hiciste de ellos reino y sacerdotes para nuestro Dios y reinarán sobre la tierra”. 20,6: “Serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con él mil años”.

Para la comprensión de estos textos, creemos que no es buen camino partir de un concepto conocido, el sacerdocio, y proyectar nuestro conocimiento sobre el libro del

Apocalipsis. Esto es muy posible porque tenemos una teología perfectamente conocida y estructurada del sacerdocio y nosotros, además, utilizamos con gran facilidad el término frente a las reticencias del Nuevo Testamento. Haciendo esto, podemos caer en la trampa e interpretar mal la clave “litúrgica” del Apocalipsis, escapándosenos de esta forma la novedad de nuestro texto. Puede también ocurrir que absoluticemos el sacerdocio o nos fijemos exclusivamente en él, cuando nuestro autor no sólo menciona en los tres casos el reino y el sacerdocio, sino que parece subordinar este último al primero. O, para decirlo con otras palabras, desde el reino se entiende mejor el sacerdocio que, como veremos, no consistirá en unas ceremonias litúrgicas, sino en un compromiso con la historia de los hombres2. Al juntar reino y sacerdocio, el autor se inspira en el texto de Ex 19,4-6, donde leemos: “ustedes han visto lo que hice a los egipcios, los llevé en alas de águila y los traje a mí. Por tanto, si quieren obedecerme y guardar mi alianza, entre todos los pueblos serán mi propiedad, porque es mía toda la tierra. Serán un pueblo sagrado, regido por sacerdotes”. El texto en sí es problemático y difícil de traducir, porque la expresión hebrea “mamleketh kohanim” puede ser traducida como “reino de sacerdotes” y “reino, sacerdotes”. La primera opción significaría un pueblo regido por sacerdotes, pero la mayoría del pueblo no sería sacerdote, en abierta contradicción con lo que el texto dice. La segunda opción es la de nuestro autor, quien junta un substantivo abstracto singular (reino = basileian) con uno concreto plural (sacerdotes = hiereis)3. En el libro del Éxodo, el contexto para la expresión lo da la liberación de Egipto y el establecimiento de la alianza con el pueblo liberado. Se recuerda una historia (lo que Dios ha hecho con su pueblo, la liberación de Egipto), y se da una tarea (la alianza, ser “reino, sacerdotes”). Creemos que para entender la expresión “reino, sacerdotes” es fundamental esta referencia al acontecimiento del Éxodo y no partir de un concepto previamente conocido por nosotros y al que nosotros damos el contenido. El acontecimiento fue una actuación de Dios como fuerza liberadora de la esclavitud, de la injusticia y de la opresión por la que el ser humano recobra su dignidad y su valor y se convierte en pueblo santo, pues es pueblo de Dios. Es liberación de la esclavitud que restituye al ser humano su dignidad, le hace “rey” y “sacerdote”. Por la acción del Dios liberador, el israelita deja de ser esclavo y comienza a ser persona, importante y valiosa (rey) y sagrada (sacerdote). Son dos palabras que antes de hablarnos de la función a desempeñar nos dicen lo que es o está llamado a ser y vivir. Está llamado a ser rey, no esclavo, y es propiedad particular de Dios, es sagrado, es sacerdote. La tarea no es otra sino ser lo que es por esta actuación de Dios y, siéndolo, dará el culto que Dios se merece. Por eso la tarea

de este pueblo particular es en relación a Dios, en relación a ellos mismos y frente a todos los pueblos de la tierra, es decir, “ser signos de la presencia divina, del plan salvador de Dios ante toda la tierra”4, ser sacramento de la presencia y de la fuerza liberadora de Dios en la historia de los hombres. Por eso, junto con el contexto de liberación, se da también el contexto de la mediación de Israel entre su Dios y los otros pueblos de la tierra. Se trata, como tantas veces en la Biblia, de la elección para la misión. Su mediación consiste en proteger y prolongar la acción liberadora de Dios. El canto de la liberación, pronunciado en el capítulo l5 del Éxodo, proclama solemnemente: “El Señor reina por siempre” (Ex 15,18). Dios reina salvando y la presencia de Israel en medio de los pueblos es una especie de sacramento que realiza esta verdad de que “el Señor reina” y salva y, por medio de ese pueblo, su reino alcanzará también a los otros pueblos. El sacerdocio de los israelitas (notemos que se trata de todo el pueblo y no de una casta sacerdotal) es un servicio a la victoria de Dios en la historia de los hombres. Este es el contexto en el que el autor del Apocalipsis se inspira. La expresión “reino y sacerdotes” nos habla de la sacralidad de la persona rescatada y de la misión sagrada que tiene ante Dios y ante los demás pueblos en la historia. Volviendo al texto del Apocalipsis, notemos que el autor, para extrañeza nuestra, no habla de “reyes y sacerdotes”, que podría sugerir dos grupos diferentes de personas, ni de “reino de sacerdotes”, como privilegiando a una clase sobre el resto del pueblo, ni de “reino y sacerdocio”, que serían dos nombres abstractos. Sus expresiones son estas: “reino, sacerdotes” (1,6), “reino y sacerdotes y reinarán” (5,10) y “sacerdotes... y reinarán” (20,6). Expresiones todas en las que se da una predominancia clara del reino y de la acción de reinar sobre el sacerdocio. Comencemos por tanto por este tema del reino. El campo semántico de rey, reino, reinar aparece treinta y cuatro veces en el Apocalipsis, frente a sacerdocio, que sólo aparece tres. Si a eso agregamos palabras como trono (44 veces), coronas, etc. nos daremos cuenta de que el drama de fondo de este libro es una “cuestión de poder”5 y no de liturgia. Es decir, el tema del reino atraviesa todo el libro y es como su eje. Visto sobre el trasfondo del culto al emperador, es un tema de fuerte resonancia política contestataria. Se trata de saber bajo el poder de quién transcurre la historia de los hombres: bajo el poder de la bestia o bajo el poder del Cordero. De éste se dice enfáticamente que “ha vencido el león de la tribu de Judá” (Ap 5,5). Por eso tiene ahora el libro de la historia en su mano y puede abrir su secreto. Ha vencido uno que ha entrado en el conflicto de la historia de los hombres y ha sido degollado, pero lo que parecía su derrota, la crucifixión, es el comienzo de su victoria. La palabra rey o reino en el Apocalipsis evoca siempre la confrontación de

fuerzas hostiles, las fuerzas del mal contra las fuerzas del bien, concetradas en el enfrentamiento entre Babilonia y Jerusalén, la bestia y el Cordero, el reino y el antireino6. Pero en tal enfrentamiento se proclama solemnemente que “el Cordero los vencerá porque es Señor de señores y Rey de reyes” (17,14 y 19,16). Cristo ha vencido (3,21) y con su victoria queda asegurado definitivamente el reino de Dios. Por eso se proclama: “El reinado sobre el mundo ha pasado a nuestro Señor y a su Mesías y reinará por los siglos de los siglos” (11,15). Conservando como tema de fondo del contexto la referencia al Éxodo, descubrimos que la actuación de Dios se opone a la actuación del imperio del faraón, tanto a nivel político como económico. Las fuerzas que esclavizan y destruyen son enjuiciadas por el Señor de señores. La connotación política de todo el contexto es innegable y no tanto la connotación cultual o referencia a las celebraciones cultuales de los cristianos. Dicho con otras palabras, no es nuestra comprensión de la liturgia la que nos ayuda a comprender el sentido de los textos, sino las connotaciones políticas y económicas del texto las que nos ayudarán a entenderlo y, de paso, a entender también nuestra tarea cultual de ser sacerdotes. El reino, por tanto, es algo ya comenzado y presente en la historia de los hombres y que está madurando hasta su plena manifestación. Es un concepto dinámico que expresa la fuerza de Dios actuando en la historia por la presencia solidaria del Resucitado. Es una fuerza que hace pasar al mundo de estar bajo el poder de la bestia y el dragón a estar bajo el poder y la fuerza del Cordero que salva. Por eso tenemos en este libro la proclamación de la victoria de Cristo y la fuerte y constante invitación a vencer, hecha a todos los rescatados en esa victoria. Ellos participan ya del reino, pero participan también del conflicto y tensión que el reino sufre, así como de la seguridad de la victoria (Ap 1,9). En la tensión dinámica entre el presente del reino ya realizado y el futuro por realizar se sitúa la presencia del cristiano en el mundo y su compromiso con el mundo, que es descrito como sacerdocio. Como ya dijimos, son tres los textos referentes al sacerdocio de los cristianos, pero del que no se nos ofrece ninguna especificación. Por eso será necesario tener muy en cuenta el contexto en que las afirmaciones aparecen; el contexto del libro del Éxodo, que ya vimos, y el contexto dentro del libro del Apocalipsis, pues de ahí podremos deducir el sentido del sacerdocio. ¿Qué significa, entonces, esta función sacerdotal? En los tres textos en los que el autor nos habla de la vocación sacerdotal de los cristianos encontramos la referencia a Cristo y a la acción por la que establece su reino, del que participan los creyentes. El sacerdocio se entiende desde el reino. Ap 1,5-6 forma parte del saludo inicial y es una aclamación a Cristo por su obra en favor de nosotros: “nos ama y con su sangre nos rescató de nuestros pecados y nos hizo

reino...”. La referencia a la sangre nos recuerda el contexto liberador de Egipto y la victoria conseguida con el don de su vida. Todo eso por amor y para dejarnos libres, desatarnos y permitirnos formar parte de su reino y compartir su victoria, que hacemos nuestra por la fidelidad y la perseverancia. En este contexto se dice también que “nos hizo sacerdotes”. Por la referencia al Éxodo, la liberación y la mediación se imponen como explicación de ese sacerdocio. Podríamos traducir de una manera más libre, pero inteligible, que el cristiano es hecho “vencedor y servidor”. Lo que aquí se le confiere al cristiano no es la capacidad de realizar una ceremonia litúrgica, sino la obligación de vivir a la altura de la vocación de vencedor (es ya reino) y de servidor (sacerdote) de la liberación y de la vida conseguida por su rey resucitado. La tarea es sagrada, sacerdotal y, mediante ella, todo la historia se trasforma en ofrenda. La realeza da sentido al sacerdocio y por éste se realiza el reino. El texto de 5,9-10 es, tal vez, más explícito. Forma parte de la aclamación litúrgica de los cuatro vivientes y los venticuatro ancianos en honor del Cordero vencedor que tiene en su mano el destino de la historia (el libro con siete sellos). Por la referencia al Éxodo y a la muerte de Cristo, el contexto pascual es evidente. En esa liturgia, los personajes mencionados no están solos, pues llevan en sus manos las copas de oro con las oraciones de los santos (5,8). Es decir, también los santos se unen a este canto nuevo de liberación, pues son ellos principalmente los beneficiados con la acción liberadora del Cordero. Son ellos los comprados a precio de sangre y que “están reinando sobre la tierra”7. Una vez más, el hecho central es la novedad que irrumpe en el mundo por la muerte y resurrección de Cristo. El canto nuevo, canto de liberación, celebra esa novedad ganada por Cristo, aunque la situación histórica parezca negarlo. Los cristianos, al ser comprados, han cambiado de propietario y de señor. Con una mirada realista hay que reconocer que los efectos de esa compra todavía no son plenos. Y aquí entra en juego la tarea de los cristianos. Ellos deben “estar reinando”, es decir, haciendo efectiva la victoria de Cristo, quien, por su resurrección, ha impreso un dinamismo trasformador y liberador en la historia de los hombres. Han sido hechos sacerdotes, pero no se les asigna un templo o una ceremonia litúrgica. Son, más bien, servidores de esta obra de Dios que consiste en trasformar la historia como Dios la ha proyectado: historia de liberación, de salvación y de vida, y no de opresión y de muerte. Su servicio sacerdotal consiste en hacer que el reino del mundo pase a ser reino de Dios y de Cristo (11,15). Haciendo triunfar el reino realizan su sacerdocio. En el texto precedente y en el de 20,6 se dice de los cristianos que son sacerdotes que reinan o reinarán porque, como hemos dicho, es el reino el que da sentido y contenido al sacerdocio. El contexto de esta última afirmación es particularmente difícil por la mención de los “mil años” (20,4.6)8. Más allá de las explicaciones propuestas al tema del milenio, queda claro en el contexto que se trata de la victoria

definitiva sobre el dragón y las bestias y de esa victoria participan también “los decapitados por dar testimonio de Jesús y proclamar la palabra de Dios” (Ap 20,4). Ellos también están ya sentados en tronos para dar sentencia. La expresión “mil años”, de carácter evidentemente simbólico, designa, tal vez, todo el tiempo de la historia dinamizado por la presencia activa de Cristo resucitado y vencedor. A esa presencia activa y victoriosa se asocian los cristianos por su participación en la resurrección. Esa primera resurrección, la de Cristo y la de los cristianos, es la que importa, pues por ella se pasa definitivamente de la muerte a la vida y el mundo nuevo comienza ya entre nosotros. En este tiempo (de los mil años), los fieles seran reyes y sacerdotes, pero su servicio sacerdotal tiene la historia como horizonte, para hacer triunfar en ella la resurrección y la vida. Esta tarea es hacer presente el reino y realizar la voluntad de Dios. Se le designa como sacerdocio porque es la tarea sagrada de hacer triunfar la vida y la resurrección, proclamando de esta manera la realeza de Cristo. Como hemos visto, los tres textos mencionan el sacerdocio en relación con el reino, porque el sacerdocio de los cristianos es servicio al reino. Se trata de hacer efectiva y visible la victoria de Cristo sobre todos sus enemigos en este mundo, que parece estar sometido a otro rey y a otro reino. Entre los pueblos, la comunidad cristiana es servidora, sacerdotal, porque hace crecer el reino en el que reconoce la única soberanía de Dios y de Cristo. Su servicio consiste en oponerse al anti-reino, a Babilonia, y en posibilitar el nacimiento de la humanidad nueva de la que se hablará en el capítulo sobre la nueva Jerusalén. Ese servicio a la vida y al reino se hace en medio del conflicto con el anti-reino y por eso la victoria de los cristianos es siempre como la de Cristo, es decir, pasa por la cruz. También ellos deben blanquear sus vestiduras con sangre. Ser sacerdotes del reino es ser mártires en potencia9. Pero notemos que, mientras el tema del reino atraviesa todo el libro, no sucede lo mismo con el del sacerdocio. De los cristianos se dice que reinarán por los siglos (22,5), pero no que serán sacerdotes por los siglos. La función sacerdotal está limitada al tiempo de la historia y está subordinada al reino. Mediante el servicio sacerdotal se hace madurar y triunfar el reino. El servicio sacerdotal de la mediación, el ser sacramento y fermento del reino, no tiene más razón de ser cuando Dios mismo se haga presente entre los hombres para la comunión plena de vida de la nueva Jerusalén. Por eso, en la nueva ciudad no habrá templo ni servicio sacerdotal, porque lo que con ello se significaba es ahora realidad plena. Sólo queda la participación plena en el reino10. Sin embargo, el Apocalipsis no habla sólo del compromiso de los creyentes. Su insistencia en las proclamaciones “litúrgicas” del cielo es para invitar a entrar en esa fiesta de la victoria de Cristo y de Dios. Quiere esto decir que la dimensión celebrativa de la vida, expresada en el culto, es ya un anticipo del final, un

robustecimiento de la certeza sobre la meta de nuestro camino y una afirmación de nuestra voluntad de “mantener el testimonio de Cristo” en un mundo que necesita de él. La celebración lleva al compromiso; el reino que ya somos en primicia exige el sacerdocio como misión, para que el reino y la victoria lleguen a su plenitud. 1 Para este tema se puede consultar P.J. ALONSO MERINO, El canto nuevo en el Apocalipsis, Roma 1990; E. BEST, “Spiritual sacrifices: General Priesthood in the NT”, Interpr 14 (1960) 273-299; A. FEUILLET, “Les chrétiens prêtres et rois d’après l’Apocalypse. Contribution à l’étude de la conception chrétienne du sacerdoce”, ReThm 75 (1975) 60-66; E.SCHÜSSLER FIORENZA, “Redemption as Liberation in Ap 1,5f and 5,9f”, CBQ 36(1974) 220-232; A.VANHOYE, “Los cristianos reyes y sacerdotes” en su obra Sacerdotes antiguos sacerdote nuevo, Sígueme; U. VANNI, “Sacerdozio e Regno nell’Apocalisse. Una prospettiva teologico-bíblica”, RivLiturg 69 (1982) 337-350 y “La promozione del Regno come responsabilità sacerdotale dei Cristiani secondo l’Apocalisse e la prima lettera di Pietro”, Greg 68(1987) 9-36. 2 Con esto no queremos decir que se excluye la dimensión celebrativa, tan importante en la vida de los hombres, sino que celebración y compromiso son inseparables. Donde el hombre no queda comprometido tampoco parece que haya mucho que celebrar. 3 Cfr D. MUÑOZ LEON, “Un reino de sacerdotes y una nación santa. Ex 19,6”, EstBib 37 (1978) 149-212. 4 D. MUÑOZ LEON, a.c. p. 163. 5 E. COTHENET, “La liturgie dans l’Apocalypse” en su obra Exégèse et liturgie, LD 133, Cerf, París 1988, p. 294. 6 Véase U. VANNI, “Regno ‘non da questo mondo’ ma ‘regno del mondo’. Il regno di Cristo dal quarto Vangelo all’Apocalisse” en su obra L’Apocalisse, EDB Bologna 1991, pp. 279-304. 7 Muchos manuscritos tienen el presente en vez del futuro del verbo reinar. De todos modos, estas variantes muestran la tensión dinámica entre presente y futuro del reino. Ya está presente pero aún debe actuarse hasta la plenitud. 8 Es uno de los textos más difíciles y para el que se han ofrecido múltiples explicaciones que ahora no detallamos. Nos quedaremos con lo más sustancial. 9 U. VANNI, “La promozione del regno...” p. 33.

10 Cfr P. PRIGENT, L’Apocalisse di san Giovanni, Borla Roma 1985, p. 205.

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Profeta, testigo y mártir

1. Introducción Estas tres palabras (profeta, testigo y martir) quedan reducidas, en el libro del Apocalipsis, a dos campos semánticos solamente: el representado por la constelación testigo, testificar, testimonio y el representado por profeta, profetizar, profecía. No existe referencia con una palabra distinta a lo que hoy conocemos como mártir o martirio. El problema consiste, entonces, en saber si el martirio está presente en el Apocalipsis, pero sobre todo en descubrir la íntima relación que, según nuestro autor, existe entre profecía y testimonio, así como la riqueza teológica que estos términos encierran1. Es una convicción muy arraigada en la tradicción cristiana que “mártir” o sufrir el martirio significa, ante todo, morir por la fe, y corremos el peligro de que este sentido de la palabra se deslice inconscientemente en nuestra interpretación del libro del Apocalipsis, donde, al parecer, el concepto “no ha alcanzado aún el sentido técnico de mártir”2. Olvidamos sin quererlo que el concepto de mártir representa un estado evolucionado y posterior de la palabra griega, que originalmente significa “testigo”. Es importante esta observación porque el libro del Apocalipsis es más un libro de testimonio que de martirio. Allison A. Trites, en su estudio de semántica diacrónica sobre el concepto de mártir, señala cinco fases en la evolución de este término: 1) el testigo en un tribunal, sin ninguna referencia a la muerte, 2) el que testifica la fe y sufre la muerte por testificarla, 3) la muerte comienza a considerarse parte del testimonio, 4) la idea de la muerte es la que prevalece, aunque no falte la idea de testigo, 5) desaparece la idea de testigo y queda sólo la muerte como constitutiva del martirio3. En el libro del Apocalipsis nos encontraríamos, según este autor, en el paso del tercero al cuarto momento de la evolución del concepto, quedando siempre en primer plano el sentido jurídico y teológico de la palabra. Más allá del esquematismo de los cinco estadios de le evolución, no siempre detectables, lo que permecece como indiscutible es que

la palabra mártir no ha alcanzado aún el sentido técnico en el libro del Apocalipsis, pero conserva, sin embargo, una riqueza teológica original y propia al relacionar el concepto con el de profeta. Para poder descubrir la riqueza y originalidad de este libro debemos tener en cuenta las tres siguientes constataciones. La primera, el verbo “martyrein” aparece cuatro veces en 1,2; 22,16.18.20, es decir, al comienzo y al final del libro. En ninguno de esos casos significa padecer el martirio, sino que se refiere al contenido del libro sobre el cual se da testimonio, se garantiza, se certifica o se advierte. Lo mismo se puede decir de la palabra “martys” o del substantivo “martyría” en los que predomina el sentido jurídico y teológico de los términos. Al mismo tiempo debemos advertir, y esta es la segunda constatación, la innegable referencia a un contexto de muerte y de persecución en el libro del Apocalipsis, sobre todo en las cinco recurrencias de la palabra “martys”. En dos momentos (1,5 y 3,14) “martys” se aplica a Cristo y el trasfondo de esa designación es la referencia a su muerte4. Los otros tres textos se refieren a los cristianos. En 2,13 se habla de Antipas, el “testigo fiel” que fue muerto en Pérgamo. En 11,3 se presenta a los dos testigos a quienes la bestia del abismo matará. Y en 17,6 se nos habla de la mujer “ebria de la sangre de los santos y de los testigos”, que bien se podría traducir ya por “mártires”. Aunque el término no haya alcanzado aún su pleno desarrollo, la situación de violencia y de muerte en que se encuentran los cristianos coloca su testimonio a nivel martirial. Es digno de notarse también que el mismo calificativo de “martys” se aplica a Cristo y a los cristianos, pues todos están comprometidos en el mismo testimonio y en la misma oposición del mundo. La referencia a la comunión con Cristo, compartiendo con él la misma tarea y suerte, es más importante que la referencia a la muerte y al sufrimiento. Es parte de la riqueza teológica del concepto de martirio en el Apocalipsis. Pero la riqueza más original de Juan es, sin duda, la tercera constatación: la asociación entre profecía y testimonio, mediante la cual se evita que el testimonio sea sólo martirio, es decir, dar la vida. Haciendo que el martirio sea principalmente testimonio y profecía se evita reducirlo a un solo acto, el morir, para convertirlo ante todo en una forma de vivir relacionada con Cristo, con la comunidad y con la historia. Lo que al autor le interesa inculcar no es una manera de morir, sino de vivir en medio de un mundo hostil, que exige la fidelidad suprema. El martirio será siempre la consecuencia de una manera de vivir y la muerte misma será proclamación y testimonio de lo que se vive. Por eso la muerte no es derrota, sino victoria. No olvidemos que el Apocalipsis conoce dos campos semánticos solamente, el del testimonio y el de la profecía, no el del martirio. Si este último está presente en el libro es siempre incluido en los otros dos, por eso la importancia de clarificar los

dos primeros. ¿Qué se entiende por testimonio y por profecía? La mejor síntesis de lo que queremos decir la encontramos en la frase lapidaria de 19,10: “el testimonio de Jesús es el espíritu de profecía”5, en que parece darse un intercambio de significados. 2. Testimonio y profecía La palabra “profecía” aparece siete veces en el libro del Apocalipsis6. Y en todos los casos, menos en 11,6 y 19,10, se refiere al contenido del libro. Comienza con una bienaventuranza, “bienaventurado el que lee y los que oyen las palabras de esta profecía” (1,3) y termina con una advertencia, “si alguien quita alguna de las palabras del libro de esta profecía...” (22,19). El libro se presenta como una verdadera profecía y, en quien lo escribe, “el Señor Dios de los espíritus de los profetas”(22,6) sigue proclamando y actuando su designio de salvación (10,7). Los profetas son los mediadores de la palabra de Dios, que llega a los hombres “para construir, exhortar, animar” (1Cor 14,3) a la comunidad. Es una palabra que interpreta la historia desde una clave de salvación, pero en un contexto de amenaza y de muerte. Por eso es también una palabra con fuerte poder de denuncia y desestabilización del orden injusto. La originalidad, sin embargo, del Apocalipsis consiste en asociar la profecía al testimonio. En el prólogo se nos dice que lo que Juan ha visto y ha puesto por escrito en este libro es el “testimonio de Jesús”, que viene enseguida definido como “palabras de esta profecía” (1,2.3). Parece que profecía y testimonio son intercambiables. Los dos términos se iluminan y se enriquecen mutuamente y ambos están referidos al acontecimiento de Cristo, como lo expresa de una manera lapidaria la frase del 19,10: “el testimonio de Jesús es el Espíritu de la profecía”. La escena en que encontramos esta frase (19,9-10) tiene su paralelo en 22,9. En ambas, el ángel que habla rechaza la adoración que Juan está por tributarle con las mismas palabras: “A Dios has de adorar”. El contexto es profético y polémico, pues los profetas, por ser testigos del Absoluto, se oponen a toda idolatría o intento de adorar a alguien que no sea Dios, llámese César o cualquier manifestación de superioridad o de poder en criatura humana. Los creyentes todos están igualados en una comunidad de profetas y de hermanos. El ángel mismo es compañero de Juan y de sus hermanos, los cuales en 19,10 son calificados como “los que mantienen el testimonio de Jesús” y en 22,9 como “los profetas y los que hacen caso de las palabras de este libro”, enseguida identificado como “profecía” (22,10). De esta identificación entre el profeta y el que mantiene el testimonio de Jesús brota lógicamente la frase “pues el testimonio de Jesús es el Espíritu de la profecía”. Una frase densa en que se expresa el origen fundante de la profecía cristiana: el testimonio de Jesús y el Espíritu que inspira a los profetas7.

Para comenzar, diremos que el “Espíritu” tiene en esta frase dos acepciones: significa al mismo tiempo la esencia y la fuente de la profecía cristiana. El espíritu, con minúscula, significa en primer lugar la esencia de la profecía cristiana, cuyo contenido no es otro que el testimonio de Jesús. Testimonio de Jesús y profecía son intercambiables; ese es su contenido fundamental, su esencia, su alma. Pero, ¿qué significa “el testimonio de Jesús”? La frase aparece cinco veces en todo el libro y en momentos importantes. La originalidad de Juan consiste en presentar en la frase dos aspectos inseparables. En 1,2 Juan quiere ser en este libro testigo del testimonio de Jesús. En los otros textos, los cristianos se han hecho testigos sufriendo el destierro (1,9), la persecución (12,17) o la misma muerte (6,9 y 20,4). Pareciera que “testimonio de Jesús” es un genitivo objetivo, es decir, se trataría del testimonio que dan los cristianos acerca de Jesús. Y esto es fundamental en todo el libro del Apocalipsis. Pero la expresión, para un buen número de autores, es un genitivo subjetivo, según el cual Jesús es el sujeto y, por lo tanto, se trata en primer lugar del testimonio dado por el mismo Cristo, confirmado también por el hecho de que el testimonio de Jesús aparece siempre asociado a la “palabra de Dios”. Podemos decir que también en este aspecto el Apocalipsis es “revelación de Jesucristo”, aunque a través de sus testigos. En efecto, en 1,2 aparece una frase programática que es como la síntesis de todo el libro: Juan “ha dado testimonio de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús, de todo lo que ha visto”. Estamos en el prólogo del Apocalipsis, que es definido como una profecía (v.3) cuyo contenido es todo lo que ha visto Juan y Dios le ha manifestado. Esa profecía se concentra en el doble aspecto de “la palabra de Dios” (Dios es el sujeto que pronuncia dicha palabra) y en el “testimonio de Jesús” (Cristo es el sujeto que ha pronunciado dicho testimonio y dicha palabra). El libro es revelación de Jesucristo, revelación mediada por Cristo en la que Dios ha pronunciado su palabra sobre la historia de los hombres. “Todo cuando Dios ha querido decir y ha dicho, la Revelación divina, ha sido ‘testimoniado’, es decir, manifestado definitivamente por Jesús: él es la verdad declarada por Dios”8. El testimonio de Jesús culminó en su muerte, a la que el mismo prólogo del Apocalipsis hace referencia al hablar de Cristo como “primogénito de los muertos” y como quien “con su sangre nos rescató” (1,5). El testimonio de Jesús es, por eso, una afirmación sintética de toda la obra de Jesús, quien “desde la gloria de la cruz ilumina toda la historia humana y permite a sus siervos discernir en los acontecimientos la voluntad salvífica de Dios y afrontar las pruebas y sufrimientos con paciencia y fidelidad. En este sentido, unido a ‘palabra de Dios’, forma una expresión plerofórica de la revelación cristiana y constituye la identidad de los discípulos de Jesús”9. Los cristianos son constituidos en testigos del testimoniorevelación de Jesús. Aunque su testimonio desemboque en

la persecución o la muerte (Juan está en Patmos por proclamar la palabra y dar testimonio de Jesús), eso es sólo la consecuencia. Su misión no consiste en morir, sino en vivir de acuerdo con esa palabra y ese testimonio. Como de los israelitas, también de los cristianos pueden decir Dios y Cristo: “ustedes son mis testigos” (Is 43,10). Son los cristianos quienes, acogiendo el testimonio de Jesús y ajustando sus vidas a dicho testimonio, se convierten ellos mismos en testigos y palabra para el mundo. Son testigos y profetas del designio salvador de Dios sobre la historia de los hombres. “La Iglesia toda es una comunidad profética; la profecía para la Iglesia consiste en dar testimonio”10, proclamando en el mundo la soberanía de Cristo, vencedor y salvador. Ese es un tema fundamental en el libro del Apocalipsis. Pero, ¿cómo es posible tal testimonio valiente y decidido por parte de los cristianos? Por el Espíritu, que es la fuente de la profecía. En la frase que comentamos, “el testimonio de Jesús es el Espíritu de la profecía”, decíamos, el Espíritu no sólo indica la esencia sino la fuente. El testimonio, que Jesús ha dado y ha confiado a los suyos para que lo guarden y lo proclamen, es, en último término, una obra del Espíritu, situándose Juan de este modo en línea con la tradición profética y evangélica que ve en el Espíritu la fuente de la profecía. Los profetas son hombres del Espíritu11 y, según los sinópticos, el Espíritu es la ayuda con la que cuentan los cristianos cuando tengan que comparecer ante los tribunales12. Pero es sobre todo el cuarto evangelio, de la misma escuela que el Apocalipsis, el que mejor especifica la función del Espíritu en la vida de la Iglesia. Dos textos son especialmente significativos: “cuando venga el Paráclito que voy a mandarles de parte de mi Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, él dará testimonio de mí, pero también ustedes darán testimonio” (Jn 15,26); “cuando llegue el Espíritu de la verdad les irá guiando a la verdad plena, porque no hablará por su cuenta sino que les comunicará lo que le digan y les interpretará lo que vaya viniendo” (Jn 16,13). A la luz de esta presencia iluminadora y fortalecedora entendemos mejor la insistencia de escuchar “lo que dice el Espíritu a las iglesias”. El Espíritu entra en el cristiano y le capacita para interpretar y para vivir proféticamente la historia desde la muerte-victoria de Cristo. Según este texto de 19,10, el Espíritu inspira la profecía, pero el contenido de ésta no es otra cosa que el testimonio de Jesús. Por eso los cristianos pueden ser llamados “los que mantienen el testimonio de Jesús”13. Y una vez más nos encontramos que, si el libro del Apocalipsis es profecía, es porque todo él es un poderoso testimonio y proclamación de Cristo al mundo, dado por su Iglesia, comunidad de profetas y de testigos. En este sentido, el Espíritu posibilita la vocación profética del cristiano de ser testigo del testimonio dado por Cristo, asumiéndolo él también con la misma fortaleza y fidelidad inquebrantable. Este es el llamado del Apocalipsis a toda una comunidad para estar atenta al Espíritu y al

ejemplo de Cristo, testigo fiel por excelencia, para que pueda ser comunidad de profetas y de testigos14. 3. Comunidad de profetas, testigos y mártires A pesar de la problemática de la discusión sobre la unidad o separación entre el septenario de las cartas y el resto del Apocalipsis, tal vez tenga razón R. Bauckham cuando señala que la palabra profética es el mejor lazo entre la sección de las cartas y el resto del Apocalipsis, estableciendo de esta forma un nexo entre la palabra profética dirigida a la Iglesia en las cartas y la dirigida por la Iglesia al mundo en el resto del libro. El problema de fondo de la Iglesia, a la que se dirige el Espíritu a través de Cristo, es el de “ser o no ser”, es el problema de la verdad de las obras que dicen la verdad de la fe. El que habla a la Iglesia es siempre el que “conoce las obras”. A la iglesia de Esmirna se le dice: “conozco tu apuro y tu pobreza y, sin embargo, eres rico” (2,9); a la iglesia de Sardes le dice: “conozco tus obras; nominalmente vives, pero estás muerto” (3,1), y a la iglesia de Laodicea se le dice: “tú dices ‘soy rico’, pero aunque no lo sepas eres desventurado y miserable, pobre, ciego y desnudo” (3,17). Escuchar al Espíritu de la profecía es rehacer la vida de acuerdo con la verdad-fidelidad de lo que son, salir victoriosos de la mentira y del engaño de la sociedad en que viven y que los está tentando. Mantener el testimonio es ser profetas que anuncian en sus obras la verdad de Dios que salva. La verdad de Dios incomoda, pero salva a la Iglesia y le permite ser palabra de Dios al mundo, porque nadie puede ser palabra hacia afuera si no la hace vida dentro. Ese es el sentido de la advertencia profética a la Iglesia en las cartas: prepararla para la misión en el mundo. Pero la palabra de Dios pronunciada por la Iglesia al mundo incomodará al mundo (“los profetas eran un tormento para los habitantes de la tierra”, 11,10) y el mundo declarará la guerra al que perturbe la paz del sistema. Y entonces la profecía se transforma en testimonio pleno, sellado con la sangre y con la vida entregada. El profeta se hace martir15. El capítulo 11 del Apocalipsis es una buena síntesis y una escenificación de lo que caracteriza el tiempo de la misión profética de toda la Iglesia ante el mundo y donde profecía y testimonio se identifican. Para muchos autores se trata de uno de los capítulos más enigmáticos y difíciles de todo el libro, pero, tal vez, la dificultad de comprensión se agranda por el excesivo deseo de identificar a estos dos testigos de los que se habla en el capítulo 11. Comencemos recordando que los capítulos 10 y 11 forman una unidad en torno a la vocación profética. Estamos en un momento crucial, antes del toque de la séptima

trompeta, “cuando llegará a su término el designio secreto de Dios, como lo anunciaron sus siervos los profetas” (10,7). Es en este momento cuando Juan, y con él toda la Iglesia, recibe la orden de “profetizar de nuevo contra muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes” (10,11). Por eso el capítulo 11 presenta una especie de esquema teológico anticipatorio16 de la misión de la Iglesia en los capítulos 12-16, que constituyen el centro del drama del Apocalipsis. El capítulo comienza con una escena simbólica, el encargo de medir, es decir, de señalar, de limitar y proteger el espacio del nuevo templo, la comunidad cristiana. Es una escena de protección, paralela a la que tenemos en el capítulo 7, el sello de los elegidos antes de la serie de las trompetas. La comunidad cristiana, representada en estos dos testigos-profetas, está protegida por Dios, aunque sometida al furor de las naciones, a las que se les permite “pisotear la ciudad santa”. El tiempo que dura ese furor es el mismo que dura la profecía: cuarenta y dos meses o mil doscientos sesenta días (11,2.3), número simbólico evidentemente, característico de la parcialidad, de la precariedad. Es la mitad de siete. La comunidad cristiana, sin escapar a la omnipotencia de Dios, se encuentra sometida al dominio de las fuerzas del mal. “Es el tiempo de la fidelidad amenazada, de la profecía perseguida, de los testigos asesinados como su maestro; es el tiempo que sólo la fe permite atravesar con la espera de la resurrección”17. En esta escena tenemos la identificación entre profecía y testimonio (vv. 6 y 7) y entre profeta y testigo (vv. 3 y 10). La escena es una fuerte llamada a los cristianos a vivir a la altura de su vocación de profeta y de testigo. El escenario en que se desarrolla esta actividad profética es igualmente simbólico: “la gran ciudad llamada en lenguaje profético Sodoma o Egipto, donde también su Señor fue crucificado” (v. 8). La gran ciudad es Babilonia (Roma) (Apoc. 14,8; 16,19; 17,1s). No se trata de una visión de una ciudad real, sino de una visión profética o “en espíritu” y los nombres aducidos están por lo que esas ciudades representan: Egipto, la idolatría, la esclavitud y la injusticia; Sodoma la corrupción y perversión, temas de la denuncia de los profetas de todos los tiempos. Es la ciudad que mata a los profetas que la incomodan, como mató a Jesús de Nazaret, por eso es la ciudad “donde su Señor fue crucificado” y sigue siendo crucificado en sus siervos los profetas y testigos. Es ciudad universal de todos los tiempos, por eso la palabra profética era un tormento “para los habitantes de la tierra” y todos ellos se felicitan por la muerte de estos profetas (v. 10). Los nombres de ciudades se superponen para indicarnos que se trata de un único espacio donde se desarrolla un único drama, que tiene su máxima expresión en el Señor crucificado, pero que continúa en la historia en sus testigos y profetas, igualmente condenados y crucificados. Es inútil y contraproducente intentar la identificación de estos dos testigosprofetas, pues son figura de la comunidad profética y en ellos se superponen las

principales características de los profetas como Elías y Moisés y de los “ungidos” por excelencia, Zorobabel y Josué (Zac 4,1-14). Es la Iglesia entera como heredera de la gran profecía de Israel y que tiene como arma principal la debilidad y la fuerza de la palabra que sale de su boca, como fuego que purifica o destruye. Es una palabra que revela y pone al descubierto la “verdadera realidad de los hombres y de las cosas”18, desestabilizando la seguridad del imperio, que se siente amenazado por la palabra y por la verdad. Por eso los testigos se convierten en blanco de la hostilidad del mundo, expresión de la hostilidad de la bestia (v. 7). Entra ahora en escena este personaje misterioso del que se hablará en el capítulo 13, imagen del imperio y del poder absoluto del sistema político y económico que exige lealtad incondicional. El autor nos dice que los testigos-profetas serán derrotados y asesinados porque los hombres no pueden soportar esta palabra, y de esta manera presenta a los cristianos la persecución y la muerte como la consecuencia natural de su vocación profética. Para él, profecía, testimonio y sufrimiento parecen ir juntos. La mención imprevista en este capítulo de “la bestia que sube del abismo”, de “la ciudad” con nombre simbólico, de “los habitantes de la tierra”, así como la mención del tiempo de la profecía, que es el tiempo de la prueba (mil doscientos sesenta días), le permiten al autor relacionar esta escena y esta profecía con las escenas subsiguientes y, sobre todo, con la actividad del falso profeta (13,12-17; 16,13-14). Se trata, por un lado, de la fuerza de la verdad de Dios, manifestada en el señorío de Cristo que la Iglesia profética proclama, y, por otro lado, de la mentira de la idolatría de la bestia y del sistema montado sobre esa idolatría, que engaña a los habitantes de la tierra. Para la Iglesia, hacer triunfar la verdad por la proclamación profética es desenmascarar la mentira para que pueda triunfar el reino de Dios y del Mesías que salva. Y en este momento es cuando aparece la originalidad teológica de nuestro autor. No sólo superpone en estas dos figuras los rasgos de los profetas del Antiguo Testamento, sino que superpone los rasgos de Cristo en su pasión y resurrección, es decir, en su testimonio fiel hasta la muerte. Los cristianos prolongan el testimonio de Cristo y participan de su suerte. Ser profeta, en las calles de la gran ciudad del mundo, es seguir los pasos y la suerte del maestro, crucificado fuera de la ciudad. Pero la última palabra de la historia no la tiene el imperio y su mentira, sino Dios, quien a los tres días y medio, por el aliento de vida (el Espíritu), pone en pie a los profetas y los lleva al cielo resucitados y vencedores. De esta manera, la vida misma y la muerte de los profetas se convierte en palabra para el mundo, pues, con su muerte, proclaman el acontecimiento central de la historia de los hombres: la muerte y la victoria de Cristo. Por eso podemos decir que “toda la historia de estos testigos, incluida la muerte y la exaltación, transmite el testimonio de Jesús: el evangelio eterno que es juicio y salvación de Dios”19.

Para el autor del Apocalipsis profecía y testimonio son inseparables y van siempre acompañados del sufrimiento, pero el énfasis está puesto en la vocación profética (con lo que tiene de anuncio-denuncia y exhortación a la esperanza, a pesar de todo) y en el testimonio, porque esta vocación profética, como proclamación de la palabra, es siempre un acto de verdad “público, solemne, jurídico y político”20 mediante el cual los cristianos desenmascaran las ideologías de este mundo y deciden valientemente alinearse con el reino en vez de alinearse con el imperio. El énfasis no se pone en el sufrir, sino en el proclamar audazmente la palabra con la vida y con la muerte. El mártir no defiende su vida sino su causa. La muerte es la consecuencia y la coronación de su fidelidad, por eso esta palabra de verdad desestabiliza al reino de este mundo, que hará todo lo posible por silenciar esta palabra profética. Pero aun entonces la misma muerte del profeta se hace palabra sobre un mundo que mata. Palabra de juicio, porque desenmascara la mentira que mata; pero sobre todo palabra de salvación, porque proclama la victoria de uno que estuvo muerto y vive por los siglos de los siglos (Apoc. 1,18). El Cordero degollado, víctima de la violencia y de la mentira del mundo, es ahora la clave de la historia y la piedra angular de la nueva humanidad. Los que, en fidelidad a su Señor, se resisten a adorar la bestia y mantienen el testimonio de Cristo y la palabra de Dios se ven ya como vencedores (15,2) y reinando con Cristo para siempre (20,4). De este modo, la vida y la muerte del profeta-testigo queda transformada en victoria (11,11-12 y 12,11). La Iglesia, comunidad de profetas y de testigos, debe abrirse a la verdad que el Espíritu le comunica por la palabra de Dios en las cartas y hacerla vida. Sólo así será testigo y profeta, es decir, cumplirá su misión en el mundo. Pero es la condición para que el mundo pueda acoger la verdad de Dios pronunciada por la Iglesia y salvarse. Por la fuerza del Espíritu, a quien hay que escuchar y seguir, la profecía es Apocalipsis, revelación de Jesucristo como centro de la historia. Es el Espíritu el que “inspira a los profetas y suscita en ellos la percepción pneumática de la vida y de la historia y el testimonio sobre Jesús. Juan nos dice en resumen: sólo “en espíritu” se puede mirar la historia desde la perspectiva de Dios y con sus ojos, sólo “en espíritu” se puede entender a dónde conduce la hostilidad contra Dios, por una parte, y por otra la fidelidad a él y al testimonio de su Cristo”21. Por el Espíritu, la historia de los hombres se clarifica a la luz de Jesús, quien se hace presente entre nosotros por la fuerza de su Espíritu y de sus testigos. Para el testigo lo que importa no es la muerte sino el testimonio, aunque éste pueda costarle la vida, como lo expresó y vivió admirablemente monseñor Óscar Romero, dos semanas antes de su muerte: “He sido frecuentemente amenazado de muerte. Debo decirle que, como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección: si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Se lo digo sin ninguna jactancia, con

la más grande humildad. Como pastor estoy obligado, por mandato divino, a dar la vida por quienes amo, que son todos los salvadoreños, aun por aquellos que vayan a asesinarme. Si llegaran a cumplirse las amenazas, desde ya ofrezco a Dios mi sangre por la redención y resurrección de El Salvador”. “El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad. Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea por la liberación de mi pueblo y como un testimonio de esperanza en el futuro. Puede usted decir, si llegan a matarme, que perdono y bendigo a quienes lo hagan”22. Con su muerte, cumplió en él la palabra de Jesús: “En el mundo tendrán dificultades, pero ¡ánimo!, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). 1 La bibliografía sobre el tema es abundante; basten algunas muestras. R. FILIPPINI, “La forza della verità. Sul concetto di testimonianza nell’Apocalisse”, RivBib 38 (1990) 401-447; D. HILL, “Prophecy and Prophets in the Revelation of John”, NTS 18 (1971/72) 401-418; D. MUÑOZ, “La Palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo. Una nueva interpretación de la fórmula del Apoc. 19,10” EstBib 31 (1972) 179-199; M. G. REDDISH, “Martyr Christology in the Apocalypse”, JSNT 33 (1988) 85-95; J. P. SWEET, “Maintaining the Testimony of Jesus: the suffering of Christians in the Revelation of John” en W. HORBURY (ed.) Suffering and Martyrdom in the NT. Studies presented to M.G. STYLER by the Cambrige NT Seminary, Cambrige 1981, 101-117; R. TREVIJANO, “El discurso profético de este libro (Apoc. 22,7.10.18.19)”, Sal 29(1982) 283-308. R.BAUCKHAM, “Lo Spirito di profezia”, cap. 5º de su obra La teologia dell’Apocalisse, Paideia, Brescia 1994; D. AUNE, Prophecy in Early Christianity and the Ancient Mediterranean World, Grand Rapids, Eerdmans, 1983; D. AUNE, “The Prophetic Circle of John of Patmos and the Exegesis of Revelation 22,16” en JSNT 37 (1989) 103-116. 2 F. CONTRERAS, El Espíritu en el libro del Apocalipsis, Secretariado Trinitario, Salamanca 1987, p. 128. 3 A.A. TRITES, «‘Mártus’ and Martyrdom in the Apocalipse», NT 15 (1973) 72-80. El artículo quedó incluido como capítulo de su libro The New Testament Concept of Witness, Cambridge 1977. 4 Según A. TRITES la referencia a la muerte estaría más claramente dada por el calificativo de “fiel”, aplicado a Cristo, que por el de “testigo”, a.c. p. 80. 5 F. CONTRERAS, “El Espíritu continúa el testimonio de Jesús en la Iglesia

profética”; es el cap. VII de su libro El Espíritu en el libro del Apocalipsis, Secretariado Trinitario, Salamanca 1987, pp. 123-145; R. FILIPPINI, “La testimonianza di Gesù è lo Spirito di profezia, Apoc. 19,10”, Ricerche StoricoBibliche 1 (1993) 97-110; G.W.H. LAMPE, “The testimony of Jesus is the Spirit of Prophecy (Rev 19,10)” en W. WEINRICH (ed.) The New Testament Age. Essays in Honour of Bo Reike, Leiden 1984, 245-258. 6 Apoc. 1,3; 11,6; 19,10; 22,7.10.18.19. 7 F. CONTRERAS o.c. p. 142; R. FILIPPINI, “La testimonianza di Gesù è lo Spirito della profezia (Ap 19,10). Profezia come testimonianza nell’Apocalisse” en RStB 5 (1993) 97-110; R. BAUCKHAM, cap. 4 de su obra The Climax of Prophecy que lleva por título “The Worship of Jesus”, especialmente pp.133-140. 8 F. CONTRERAS p. 133 quien a su vez cita a P. MINEAR, I saw a New Earth, Washington 1968, 223. 9 R. FILIPPINI, “La forza...” p. 428. 10 F. CONTRERAS o.c. p. 139. 11 Num 11,25; Miq 3,8; Is 61,1; Ez 2,2; Hech 2,17s; 7,51-52. 12 Mt 10,17-22; Lc 12, 11-12; Mc 13,9-14. 13 Apoc. 6,9; 12,11.17; 17,6; 20,4. 14 Véase para todo esto el capítulo 5º de la obra de R. BAUCKHAM, La teologia dell’Apocalisse, Op. cit. 15 Cfr. R. BAUCKHAM, “I messaggi profetici alle chiese” en La teologia... p. 145150. 16 R. FILIPPINI, a.c. p. 435. 17 P. PRIGENT, L’Apocalisse di S. Giovanni, Borla 1985, Roma, p. 310-311 y U. VANNI, L’Apocalisse. Ermeneutica, esegesi, teologia, EDB Bologna 1991, p. 374. 18 P. PRIGENT, o.c. p. 335. 19 R. FILIPPINI, a.c. p. 439.

20 R. FILIPPINI, a.c. p. 446. 21 G. BIGUZZI, “Lo Spiritu e la sposa (Apoc. 22,17)”, en Lo Spirito Santo, PSV 38 (1998/2), EDB p. 199. 22 Es lo que afirmaba en una entrevista al diario El Excelsior, de México, dos semanas antes de su muerte. Citado por J. Sobrino en Óscar Romero, profeta y mártir de la liberación, CEP 1981, p. 115.

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El cordero y el dragón. El Apocalipsis ¿una teología política?*

Para entender correctamente la intención de una determinada obra hay que conocer la situación u ocasión que motivó su composición. Esto es parte de lo que se conoce como Sitz im Leben o situación vital. De hecho, el género literario al cual recurre un escritor está íntimamente relacionado con una situación vital, con la cual se sitúa en diálogo. En las últimas décadas hemos tomado conciencia del influjo que han tenido factores de índole socio-económica, además de aquellos de índole política, en relación con la situación vital de los textos bíblicos. Es decir, la dimensión religiosa no ha sido el único factor determinante en la composición de los textos bíblicos. En la antigüedad, esas dimensiones estaban entramadas y todas estaban, en mayor o menor grado, comprometidas. Es sabido que el género apocalíptico tiene un Sitz im Leben sustancialmente político: floreció en contexto de adversidades, hostigamientos, y algunos escritos resultan de una situación de persecuciones violentas, como el libro de Daniel, situación descrita en 1 Macabeos. Es igualmente sabido que el celotismo, conocido por sus actividades violentas contra sus «adversarios», está estrechamente relacionado con la ideología apocalíptica en torno a los siglos primero a.C. y d.C. Ésa fue una de las razones por las que, aparte de Daniel, los escritos apocalípticos fueron excluidos del canon hebreo de Sagradas Escrituras. Los apocalipsis casi contemporáneos al de Juan, a saber, 4 Esdras, 2-3 Baruc y el Apocalipsis de Abrahán, fueron escritos a raíz de situaciones socio-políticas adversas y se dirigían a ellas: la situación de dominación por parte del imperio romano bajo la cual vivían los judíos, particularmente en la tierra de Israel. Bajo situaciones similares se había compuesto antes el libro (apocalíptico) de Daniel, una de las fuentes básicas de inspiración de Juan para su Apocalipsis. Por otro lado, es un hecho que ningún texto (que no sea ciencias exactas) es

ideológicamente neutral. La absoluta imparcialidad simplemente no existe en las humanidades. Quien escribe siempre lo hace desde una perspectiva y con preconceptos ideológicos, los cuales, consciente o inconscientemente, propugna y defiende. Esto se impregna en el texto. Es tarea del estudioso de textos de la antigüedad tratar de detectarlos para comprender su origen, particularmente en cuanto al mundo personal y circunstancial del autor y su finalidad. ¿Qué propugnaba y qué defendía Juan en su Apocalipsis? Una entrada segura para responder a esa importante pregunta es la simple observación del lenguaje empleado, de las interrelaciones que marcan la trama y de las escenas más desarrolladas. I. Observaciones literarias En lo que sigue, nuestra atención está fijada en el campo de aquello que conocemos ampliamente como «la política». Empezaremos por los indicadores lingüísticos, que son los más objetivos y evidentes. 1. Un lenguaje revelador Una mirada atenta al vocabulario, las expresiones y las relaciones lingüísticas en el Apocalipsis revela, entre otros, una impresionante cantidad de términos, muchos de ellos empleados frecuentemente, especialmente en la primera mitad de la obra, provenientes del mundo político y afines. Veámoslo más detenidamente. 1.1 Imágenes y símbolos del mundo político Un término frecuentemente usado en el Apocalipsis y relacionado con el mundo político es «trono», que se encuentra nada menos que 47 veces. Es a la vez uno de los más significativos en el Apoc. Del mismo campo semántico son: reinar, basiléuein (7 veces); rey, basiléus (20 veces); reino, basileia (9 veces ); corona (8 veces), a menudo afín a oro/dorado (26 veces); cuerno(s), que denota(n) poderes: súbditos (9 veces); poder(ío) (12 veces); adorar (proskynéin) a Dios/al Cordero (12 veces), en contraste con adorar a la bestia (8 veces), como expresión de sumisión y reconocimiento de su soberanía. El título Señor, kyrios, es empleado para Dios 16 veces, y para Jesucristo 4 veces. Este título merece especial atención por ser de carácter político; se aplicaba regularmente para las autoridades, entre otras el emperador. A la usanza oriental, kyrios denotaba autoridad y soberanía terrenas. Para los cristianos, el único kyrios, en

el sentido de soberano, es Dios y su Cristo. En el Oriente no se usaba en el ámbito cultual. Que esto es así lo confirman los empleos de kyrios en el Apocalipsis en expresa contraposición a otras pretendidas soberanías en este mundo. Junto con la designación de Cristo como Cordero (29 veces), kyrios es el título más frecuente en el Apocalipsis. Dios también es llamado soberano, despotes (6,10), así como todopoderoso, pantokrátor (9 veces), título éste igualmente revelador e importante en el contexto temático del Apoc. En el Apocalipsis, pantokrátor designa la soberanía de Dios sobre todas las cosas; no denota la abstracción «todopoderoso» como tal. Por eso es adorado por toda la creación y en los cielos, y debe serlo también sobre la tierra. Aparte del vocabulario, son particularmente significativos la grandiosa descripción de la sala real en el cap. 4, así como los cánticos de alabanza a la soberanía (4,8.11; 5,10; 7,10; 11,15.17s; 12,10; 19,6) y el triunfo de Dios sobre el mundo, que recuerdan los cánticos triunfales al retorno de generales y reyes victoriosos de la guerra. Notable es la expresión «el que está sentado sobre el trono», que tiene fuerza de título honorífico (4,9s; 5,1.7.13; 6,16; 7,15; 21,5; vea también 4,2.3; 7,10; 19,4; 20,11). 1.2 Términos provenientes del ámbito militar Guerra (9 veces; en el resto del Nuevo Testamento se encuentra sólo otras 7 veces). Afín es «guerrear» (5 veces). En l2,l7 y l7,l4 se explicita que la guerra es entre el dragón/bestia y el Cordero. A eso se puede añadir las menciones de ejércitos (3 veces) y espadas (9 veces). Lo arrojado desde el cielo son «municiones divinas». Por cierto, hay frecuentes menciones de victoria (l5 veces; en el resto del Nuevo Testamento se halla sólo 10 veces), en contraste con derrota del ejército. Los colores blanco (=victoria) y rojo (=sangre) provienen de ese ámbito. 1.3 Términos que de una u otra forma expresan la soberanía de Dios En lo temporal, se destaca la perpetuidad del reinado de Dios con expresiones como: «yo soy el alfa y la omega» (1,8; 21,6; 22,13); «el que es, que era y que ha de venir» (1,8; 4,8); «el primero y el último» (1,17; 2,8; 22,13). Él es el que «tiene las llaves del Hades» (1,18). La perpetuidad de su soberanía se afirma también por medio de calificativos como «por los siglos de los siglos» (aiônes: 9 veces). Esa perpetuidad de la soberanía de Dios se afirma por el hecho de ser el creador de todo (4,11; 10,6; 14,7); el «Dios del cielo» (11,13; 16,11), el todopoderoso (pantokrátor). Esos títulos descriptivos se complementan con los cuadros de sumisión de toda la creación ante Él, por ejemplo en el cap. 4. Como soberano, Dios tiene a su servicio a

ángeles y espíritus que a sus órdenes controlan la tierra (cf. 4,5-8; 5,11; 7,1s.11; 8,2ss; 15,6ss; 16,1ss; 18,1s). Ángeles se mencionan no menos de 75 veces, y espíritus 14 veces (no como hipóstasis de Dios mismo). La soberanía de Dios se manifiesta no sólo en su acción creadora y su dominio sobre el cosmos (plagas y calamidades), sino particularmente en su posición de juez soberano y absoluto sobre el destino final de los hombres, no sólo del cosmos. No son pocas las veces que se hace alusión a ello en el Apocalipsis: juzgar, krínein (9 veces); juicio, krisis, krima (7 veces). Se trata, una vez más, de una acción política, inseparable del poder ejercido sobre un pueblo; de hecho, es expresión de ese poder. 2. Contraposiciones En el Apocalipsis encontramos una serie de contraposiciones, cual antítesis, producto de una rivalidad generadora de antagonismos irreconciliables a muerte. Es la contraposición del reinado de Dios y el reinado de Satanás, del poder y de la autoridad y la soberanía del uno y del otro, que conduce a la antítesis; se dirime con la victoria de Cristo y la derrota de Satanás. Quien actúa aquí por Dios es el Cristo, y por Satanás la bestia. No se trata de contraposiciones meramente espirituales, religiosas o metafísicas, sino de contraposiciones que involucran la vida en todos sus aspectos: ciudadano, comercial, social, político. No son contraposiciones a nivel individual, sino colectivo: el Cordero y sus seguidores (Iglesia) y la bestia y los suyos (Imperio). Están en juego dos soberanías reales que determinan la vida, ante las cuales hay que optar, pues son irreconciliablemente antagónicas. Se trata concretamente de las contraposiciones entre: - El cordero y la bestia, que son las más conocidas. - Aquellos marcados con el sello del Cordero (3,5.12; 7,3; 20,4; 21,27; 22,4) y los que llevan la marca de la bestia (9,4; 13,8.17; 4,9ss; 16,2; 20,15). - La mujer de 12,1, que también es la esposa del Cordero (19,7; 21,2), es contrapuesta a la prostituta; una simboliza la Jerusalén celestial (21,9ss), la otra Roma, la corrupta e idolátrica (cap. 17). - Por un lado está Babilonia y por otro la nueva Jerusalén, que representa la oposición entre el reino (o reinado) de Satanás y el de Dios. - La contraposición entre el abismo (9,l.ll; 20,1ss) y el cielo, los dos polos de los cuales salen hacia la tierra lo demoníaco y destructivo, y lo justiciero y salvífico, respectivamente. Dios se asienta en el cielo; el dragón «sube del mar» (13,1).

Por cierto, hay un cielo y tierra antiguo y uno nuevo (cap. 21), que corresponden al clásico eón presente eón futuro en la teología rabínica. En síntesis, en el Apocalipsis encontramos importantes antítesis que, en forma simbólica, expresan la contraposición entre el reino (o reinado) de Dios y el reino de Satanás, que en este mundo están en pugna. Es decir, en sustancia es una cuestión de poder y soberanía. 3. Política como culto Si observamos una vez más el lenguaje del Apocalipsis, descubrimos frecuentes menciones de un altar, así como de un santuario. A ello se suman menciones de incensarios e incienso, candelabros, vestimentas litúrgicas, oraciones, además de los cánticos e himnos de corte litúrgico. Ahora bien, dentro del contexto del Apocalipsis, ese campo semántico revela que se trata de un culto celestial, no de un culto religioso terreno, que es llevado a cabo por los que aclaman la soberanía de Dios y del Cordero. El lenguaje es netamente simbólico, expresa naturalmente sumisión ante el pantokrátor y juez, soberano del mundo y Señor de la historia. Ese culto, dado actualmente por todo el mundo celestial, todavía no se da en la tierra.La esperanza de que pronto se le rinda ese culto en la tierra es una de las maneras de Juan de expresar la certeza de que algún día Dios será efectivamente soberano absoluto en la tierra, como lo es en el cielo, soberanía que se reconoce en el culto (cf. 5,13s). Esto lo expresan claramente muchos de los cánticos y aclamaciones en el Apocalipsis. Como vemos, el lenguaje cultual es otro de los recursos de Juan para resaltar la dimensión política que está en juego. De hecho, es un recurso muy sutil, pero a la vez elocuente. El culto es la expresión externa de reconocimiento del poderío, si no de la supremacía de quien es venerado; el culto lo exalta. Por eso en el Apocalipsis no se trata de idolatría religiosa como tal, sino de la contraposición de ese «culto» que expresa el seguimiento del Cordero y el culto imperial -del Imperio a través de la persona del emperador-, el cual es reducido a una especie de parodia (cf. 13,11-17). No en vano encontramos en el Apocalipsis frecuentes referencias cultuales en sentido netamente figurado, sin por tanto tratarse del culto formal religioso. En el Apocalipsis las liturgias son de carácter imperial: celebran la soberanía de aquel que es el señor de señores, rey de reyes. Son liturgias que hacen eco a aquellas celebradas en las grandes ciudades en ocasión de alguna hazaña favorable al pueblo, particularmente una victoria del rey. Éstas siempre tienen una dimensión política, pues afirman la soberanía del rey y su vinculación privilegiada con la(s) divinidad(es). Hay dos aspectos que están estrechamente relacionados: el cultual, propiamente

dicho, y su consecuencia política y económica. Se rinde pleitesía al emperador y al imperialismo (ver cómo ambos se funden en 13,3s.16s y 17,3.7.9s.18). En efecto, la relación entre culto y soberanía era natural antaño. Emperadores y otros soberanos eran objeto de expresiones cultuales. Algunos eran divinizados. Por cierto, hay muchas maneras de reconocer la soberanía o supremacía de alguien, no pocas veces por medio de formas cultuales (venias, genuflexiones, cánticos, procesiones). Apocalipsis 13 expresa esto claramente: la política convertida en culto (cf. v.12s). Es notable la cantidad de veces que en el Apocalipsis se mencionan actos de adoración. La razón evidente es que para Juan era importante poner de relieve que solamente a Dios se le debe adorar, es decir, Él es el único y absoluto «Señor de señores, Rey de reyes»; Él es el único pantokrátor. En las dos ocasiones en que Juan espontáneamente se inclina ante el ángel revelador, éste le advierte: «No hagas eso, a Dios sólo has de adorar» (19,10; 22,8). En efecto, como hemos visto, Él es «el que está sentado sobre el trono» que domina toda la tierra. No en vano termina el Apocalipsis con la fusión de cielos y tierra (nuevos), de modo que el trono de Dios está entre los hombres (22,1.5). No podemos hablar del culto sin resaltar la divinidad de Jesucristo. Se trata de un aspecto importante, razón del culto cristiano, que se contrapone al culto imperial. Por cierto, la divinidad de Jesucristo en el Apocalipsis se debe a la de Dios mismo, el Dios de los patriarcas y de Jesús. En 22,2s ambos comparten el trono: «el trono de Dios y del Cordero». Los mismos atributos y títulos de Dios en el Antiguo Testamento son aplicados a Jesucristo, por ejemplo en 1,14 (= Dan 7,9 referido a Dios), y 21,6 (= Is 55,1 como fuente de vida). «El primero y último» se predica en Isa 44,6 y 48,12 de Yavé, y en Apocalipsis 1,17; 2,8, y 22,13 se aplica a Jesucristo. De ambos se afirma ser «el alfa y la omega»; de Dios en 1,8 y 21,6 y de Jesucristo en 22,13. El título «santo» en 4,8 y 6,10 se refiere a Dios, y en 3,7 a Cristo. Igualmente, kyrios se predica de ambos (de Jesucristo en 11,8; 14,13; 22,20.21). 4. La gran ramera Babilonia La supremacía de Roma se fundamenta especialmente en su poderío económico, además del militar que lo sustenta. Esa era la razón fundamental para mantener tantas colonias y provincias: el usufructo de sus productos. Por ello la obligación principal de las autoridades romanas en las provincias era asegurar la recaudación de los tributos para Roma, donde servían para alimentar a los poderosos, que se ostentaban ampliamente en su opulencia y fastuoso estilo de vida. La manera de asegurarse la sumisión era, además de la presencia militar, el culto imperial. Adorar a dioses del panteón romano, como hemos visto, era tenido como expresión de lealtad al poder romano.

Ahora bien, las ciudades de Asia que adulaban a Roma gozaban de su favoritismo, especialmente económico. Esa adulación se expresaba particularmente en las múltiples formas de celebración de las grandezas de Roma, su religión y sus poderosos, y mediante la construcción de templos dedicados a divinidades romanas. Este hecho lo pinta Juan con las imágenes de las bestias y el culto, y con el símbolo de las marcas en el cap. 13, pero especialmente en la descripción del movimiento comercial en el cap. 18. Debemos recordar que política, religión y economía estaban inseparablemente entramadas. La religión imperial era en el fondo un mecanismo de deificación del Estado mismo, sus instituciones y poderes -anotemos que una de las divinidades centrales en el Asia Menor romana era nada menos que la diosa Roma-, representados en el Apoc. por las imágenes de la bestia y de la prostituta. Por eso el culto era expresión de lealtad a esa «bestia» divinizada, de sumisión al absolutismo romano. Nada tiene de extraño que el culto romano en sus múltiples expresiones fuera para Juan simplemente satánico en su amplio sentido. En Asia las grandes ciudades se peleaban el privilegio de ser reconocidas por Roma como la más importante en esa región, para así recibir trato preferencial, tanto en el comercio como en las construcciones que se hacían con apoyo romano. Éfeso, donde probablemente se escribió el Apocalipsis, lo logró por encima de Pérgamo a fines del primer siglo d.C., lo que le dio gran auge, especialmente en tiempos de Domiciano. Uno de los caminos para ganar esa preeminencia era el cultual, la exaltación del culto imperial, como hemos visto anteriormente. Ahora bien, el tema del Apocalipsis es la oposición de poderes o fuerzas antagónicamente situadas: el reinado de Satanás y sus representantes versus el de Dios y su Cristo, con la pregunta «quién es señor en el mundo» (cf. Apoc. 19). Esa oposición, que se refleja en el vocabulario que hemos analizado al inicio, se manifiesta concretamente en la actitud anticristiana de Roma. Por lo mismo, se habla en sendos himnos de la recuperación por parte de Dios de su soberanía, su gloria, su poder, al destruir a los que persiguen a los santos. Teniendo en cuenta todo esto, nada tiene de extraño que esté presente en el Apocalipsis la dimensión política, y que por ello Juan utilice imágenes del ámbito político. Los que no rinden culto a la bestia quedan excluidos: «nadie puede comprar ni vender, excepto el que tenga la marca: el nombre de la bestia o la cifra de su nombre» (13,17), es decir, que le pertenezca. La «marca» es símbolo de pertenencia a alguien; la llevaban los esclavos al igual que el ganado. Rendir culto al emperador es reconocer que es señor absoluto, soberano del mundo, y eso es una incuestionable

actitud política. Con la misma lógica, para Juan el único señor, absoluto soberano del mundo, es Dios. En el Apocalipsis se emplean dos imágenes significativas para designar a Roma: la bestia y Babilonia. La imagen de la bestia denota su poderío militar y político (vea el cap. 13); la imagen de Babilonia, representada como prostituta, denota su poderío económico (vea el cap. 18). Ambas se encuentran entrelazadas en 17,3: «vi una mujer sentada sobre una bestia roja...». En efecto, el poderío económico del imperio romano tiene como asiento el poderío político y militar. La imagen de la prostituta (cap. 17) es elocuente en sí. Los profetas la utilizaron a menudo para designar la idolatría: venderse a dioses que aparentan ser «más placenteros» que Yavé. Los cultos paganos eran seductores. Esto es bastante conocido. Al aspecto religioso aluden la «copa dorada llena de abominaciones y de impurezas» (17,4.5) y el hecho de presentarse «llena de nombres blasfemos» (17,3; cf. 13,1). Pero la imagen de la prostituta evoca otros aspectos inseparables del religioso: el político y el económico. Roma es una prostituta por cuanto hace la guerra contra el Cordero y los santos (17,6.13s; cf. 13,7), y seduce con sus encantos políticos a otras naciones para utilizarlas en beneficio propio (17,18; 18,7), particularmente el económico: está «vestida de púrpura y escarlata, adornada de oro y piedras preciosas y perlas» (17,4; 18,14.16), obtenidos precisamente de la sumisión de las naciones a su encanto (17,2; 18,6). Sus riquezas, fuente de su poder, se enumeran en 18,12-13. En otras palabras, Roma es una prostituta por cuanto seduce a otras naciones para su beneficio propio. Para ese fin también vale la religión. Recordemos que el culto romano era expresión de lealtad al imperio. A su vez, los poderosos (reyes, mercaderes y marineros) le pagan gustosos para gozar, ellos también, de sus lujosos favores (17,2; 18,3.9.11.15.19): le rinden culto y «con el vino de su fornicación se embriagaron los moradores de la tierra» (17,2; 18,3a). Roma, que es la nueva Babilonia, es «la madre de las meretrices y de las abominaciones de la tierra» (17,5). Por otro lado, calificar a Roma como Babilonia es recurrir a una imagen de corte netamente político (y militar). Babilonia fue la gran potencia que, en su afán imperialista, con sus ejércitos atacó y subyugó al pueblo de Dios poniéndolo a su servicio; destruyó además el templo de Yavé e hizo esclavos a muchos para ponerlos a su servicio. Así es Roma (cf. Apocalipsis 17,18). La descripción de Babilonia en Apocalipsis 17-18 no resalta tanto la oposición a Dios como el hecho de endiosarse y esclavizar, explotar y oprimir a las personas en esta tierra, incluidos los cristianos. Por eso la bestia fue descrita en 13,2 combinando metáforas usadas en Daniel 7,3-8 para los poderes que dominaron a Israel: es «semejante a una pantera, y sus patas como de oso, y su boca como boca de león».

R. Bauckham nos recuerda que, como Babilonia dominó en su tiempo al mundo en cuanto potencia política y militar, Tiro lo dominó en cuanto potencia económica, razón por la cual los profetas mayores incluyen oráculos contra ella. Más aún, el símbolo «prostituta» fue usado para Tiro por Isaías (23,15-18), pero nunca para Babilonia, por cuanto se unió a otras naciones para aprovecharse de ellas. Aunque nunca la mencionó por nombre, Apocalipsis 18 ha sido compuesto por Juan utilizando mayormente elementos de los oráculos contra Tiro en Isaías 23 y Ezequiel 26-28. La lista de riquezas en Apocalipsis 18,12-13 proviene de aquella en Ezequiel 27,12-24 en relación con Tiro. Roma es, pues, una potencia militar, lo que le permite ser la gran potencia económica, por eso Juan la califica como Babilonia. II. ¿Teología política? Para empezar, el género literario apocalíptico, al cual recurrió Juan alimentándose profusamente de obras de ese género, es de carácter profundamente político. Es el caso del libro de Daniel, escrito como respuesta a la política de Antíoco Epifanes de imponer la cultura helena, incluyendo sus elementos religiosos. Era el caso ya en los primeros textos de corte apocalíptico insertos en los libros de los profetas. John Collins, profundo conocedor de esta literatura, nos recuerda que la teología de los apocalípticos es una poderosa retórica de denuncia de los totalitarismos y las tiranías de este mundo. Se trata de praxis, de opciones, no de especulaciones o verdades y conceptos en sí y por sí mismos. Severino Croatto calificó a la apocalíptica como «una literatura de resistencia de los oprimidos». Una descripción similar hizo Richard Bauckham en relación con la obra de Juan: es «la más poderosa pieza literaria de resistencia política del período del temprano imperio». Una lectura atenta del Apocalipsis desde la perspectiva del lenguaje, de las imágenes más importantes empleadas, así como de las interrelaciones en la trama, es bastante reveladora en sí misma. Después de haber observado ese aspecto lingüístico y literario, veamos ahora la trama y las escenas más importantes. 1. Una cuestión de soberanía Desde el inicio se afirma en el Apocalipsis el señorío supremo de Dios: Él es «el que es, que era y que ha de venir» (1,4). Esa soberanía es compartida con Jesucristo, «el soberano de los reyes de la tierra» (1,5). Hablar de «señorío» es hablar de soberanía sobre otros, y si ésta es suprema, lo es con exclusión de cualquier otra pretensión a tal soberanía. No puede haber dos señores simultáneamente supremos. En términos del Apocalipsis, la soberanía absoluta es de Dios, en contraposición con la pretendida supremacía del emperador romano y de sus respectivos «imperios». Las visiones iniciales del Apocalipsis están todas relacionadas con la soberanía, tanto

de Jesucristo como de Dios mismo. La primera (1,12-18) presenta majestuosamente a Jesucristo, «el primero y el último», el que tiene «las llaves de la muerte y del Hades». Después del paréntesis de las siete cartas, el cap. 4 introduce la fabulosa visión de «un trono y uno sentado sobre el trono», a quien adoran porque él es el todopoderoso (pantokrátor), el creador de todo (4,8.11). Es decir, se empieza por presentar la soberanía de Dios. Es notorio que la primera gran escena del Apocalipsis y la escena final (cf. 21,3; 22,1.5) son del trono de Dios, esto es, se trata de una cuestión de poder. En ambas, imágenes del mundo cultual y político están entrelazadas. Son imágenes evocadoras que están entretejidas en el Apocalipsis para subrayar la soberanía divina, en evidente contraposición con la pretendida soberanía del emperador cultualmente expresada. La extensión de soberanía divina sobre la tierra se la encomienda Dios al Cordero con la entrega del rollo sellado con siete sellos, que representa el recorrido de la historia y su destino. La soberanía que confiesa Juan en el Apocalipsis no es tanto aquélla en el cielo como sobre la tierra, que se impondrá al final de los tiempos, «pronto», que se aclama en 5,13s. Su previsión está expuesta al final del Apocalipsis, en el cap. 21. Hablar de soberanía sobre la tierra es entrar en el campo de lo que conocemos como política. Los caps. 12 y 13 en particular destacan, desde la presentación misma de los personajes, el carácter político del conflicto, pues se trata de poderes y dominaciones sobre el mundo. Eso es evidente en el combate, primero celestial, luego trasladado a la tierra, que en lenguaje mitológico se relata en el cap. 12, cuyo resultado es que «el dragón se enfureció contra la mujer y se fue a hacer la guerra contra los demás de su descendencia», es decir, la Iglesia sobre la tierra. Más puntuales son las descripciones de la bestia y luego de su lugarteniente en el cap. 13. En relación con este último predomina en particular el aspecto religioso usado como poder político, por ello luego es llamado «falso profeta» (16,13; 19,20; 20,10). En cuanto a «la bestia», ésta recibió del dragón «su poder y su trono y gran autoridad» (v. 2). Su poder es casi absoluto: «¿Quién como la bestia y quién puede hacer la guerra contra ella?» (v. 4), pues «se le dio autoridad sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación» (v. 7). El capítulo 13 es el que más claramente desenmascara la ideología del imperio como profundamente anticristiana. Por ello no extraña que la bestia sea descrita como antítesis del Cordero (como animal herido mortalmente), que «hace la guerra a los santos» (v. 7), ni extraña que se resalte el culto como instrumento de dominación política. Lo inaceptable para Juan no era que Roma dominara el mundo en sí, sino su pretensión de ser dueña del mundo y de la historia, de ser quien determinara incuestionablemente quién vive y quién no, es decir, la pretensión imperial de ser dios, señor absoluto de todo y todos. No se limita, pues, a una cuestión cultualreligiosa. Concluye el Apocalipsis exponiendo las manifestaciones de la soberanía absoluta de Dios y el Cordero. Los cap. 18 y 19 describen la destrucción por parte de Dios del

poderío político y económico de «la gran ciudad», Roma, la gran Babilonia. Es así que «ha comenzado a reinar el Señor Dios, el todopoderoso» (19,6). A continuación son aniquilados los reyes y sus ejércitos por aquel que es «Rey de reyes y Señor de señores» (19,16), y la bestia y el falso profeta son arrojados al lago de fuego, donde luego será arrojado también el dragón mismo. Finalmente, la soberanía de Dios sobre el universo se manifiesta en toda su amplitud en el juicio a todos, según sus obras, por parte de Aquél «sentado en un gran trono blanco» (20,11). Con ello se sella la absoluta soberanía de Dios y el Cordero, que da paso a «un cielo nuevo y una tierra nueva», la «nueva Jerusalén que baja del cielo de parte de Dios» (21,1s.10). En ella estará «el trono de Dios y del Cordero, y sus siervos (los únicos «resucitados») le darán culto, y verán su rostro y llevarán su nombre en la frente... y reinarán por los siglos de los siglos» (22,3-5). De ese modo, el Apocalipsis resalta la soberanía real de Dios y de Jesucristo en contraposición a cualquier otra supuesta soberanía que pretenda serlo de forma absoluta y suprema, particularmente la romana. Con esa misma finalidad, Juan no sólo empleó todo un lenguaje propio de poderes supremos, como hemos visto, sino también cánticos de contenido político. Todo esto no se encuentra en el Apocalipsis en vano o por un gusto artístico o poético. La soberanía absoluta de Dios que se afirma en el Apocalipsis no se limita a la de los cielos, sino que se extiende a la de la tierra. Como todopoderoso, pantokrátor, Dios la impondrá a su debido tiempo (12,17; 20,1s.7-11). Ésta es una firme convicción judeo-cristiana. Entre tanto, el dragón y las bestias seducen a los reyes de la tierra, inclusive presentan batalla contra Dios (16,13-16; 19,19). Dios no controla aún todo lo que sucede sobre la tierra, ni tiene aún dominio eficaz sobre los soberanos. En efecto, sobre la tierra impera por ahora «la bestia», que cuenta con reyes súbditos, con un impresionante ejército, y ha fijado la manera de conducir la vida cotidiana, que incluye el ámbito religioso. Sin embargo, más allá de lo visible y tangible, la pregunta vital es saber quién es el verdadero soberano sobre la tierra (es pregunta vital, porque compromete la razón de ser de la fidelidad cristiana a Dios y su mesías como soberano absoluto). La primera respuesta se encuentra ya en la presentación de Dios como «el que vendrá» (1,4) (seguro de ello, reiteradamente se pide en el Apocalipsis que tal soberanía se manifieste aquí ya, ahora: cf. 1,7.8; 3,10; 4,8; 22,7.20). Eso evoca su papel de juez universal; si juez escatológico, entonces soberano absoluto. Pero la respuesta más clara se encuentra en la visión del corcel blanco en 19,11-16, en la cual se identifica al jinete vencedor de la bestia: «sobre el manto y sobre el muslo lleva escrito un nombre: Rey de reyes y Señor de señores» (cf. 17,14). Después de estas observaciones, ¿qué duda cabe de que el Apocalipsis es una obra con un carácter y una dimensión políticos? Ambos títulos en 17,14 y 19,16, señor (kyrios) y rey, son del mundo político y de allí los ha tomado Juan. Notemos, a

propósito de Apocalipsis 19,11-16, que la actuación del jinete liberador se lleva a cabo sobre la tierra, no en el cielo, es decir, es una realidad político-escatológica. El jinete «hace guerra según justicia... va envuelto en un manto teñido en sangre... pisará el lagar del vino de la terrible ira del Dios todopoderoso» (19,11b.13.15b; cf. 14,18ss). No se trata de otra cosa que de la transferencia al cristianismo de la esperanza judía de una reivindicación divina que, según algunos círculos, sería llevada a cabo por el mesías que vendría con poder (cf. Sal. Salomón 17,21-32; 4 Esdras 11-13; 1QM; etc.). Si bien Dios no aparece aún en el Apocalipsis como Señor de la historia humana, o al menos no es evidente que lo sea (excepto en la visión final, situada en el futuro: vea 5,13s), en la cosmovisión de Juan sí es Señor sobre los seres celestes, por eso puede controlar los astros, y como creador la naturaleza es suya y puede hacer sobrevenir plagas (cf. 14,7). Además, los tiempos los controla Dios: Él fija sus períodos (por ejemplo, el milenio), así como fija los momentos de las plagas, y es Él quien ejecuta el juicio cuando lo determina. Desde esta perspectiva se comprende el sentido de las frecuentes escenas de liturgias celestiales en el Apocalipsis. En el contexto de ese tiempo, mediante esas manifestaciones se contrasta la pretendida soberanía romana con la de Dios. La grandeza soberana de reyes se exaltaba con cánticos, himnos y aclamaciones, y se celebraba cultualmente. Remedando esas expresiones, en el Apocalipsis se pone de relieve en diversas escenas de corte litúrgico, que incluyen también cánticos e himnos, la soberanía de Dios y Jesucristo. Esto, evidentemente, es un mecanismo retórico, con un indiscutible tono polémico. El culto imperial está contrapuesto al culto judeo-cristiano (por eso emplea símbolos del culto judío: templo, sacerdotes, vestimentas, candelabros, altar, pureza cultual). Contrario a lo que algunos piensan, esas escenas de sabor litúrgico, al igual que los himnos, no eran producto de liturgias cristianas, sino parte de la presentación dentro del esquema de confrontación de soberanías en el Apocalipsis. No se trata del culto realizado por cristianos, sino de un mundo evocativo, simbólico, por ello situado en el cielo. Recordemos que los cuadros del Apocalipsis describen realidades mediante imágenes, en lenguaje poético evocador. 2. Una cuestión de libertad Así como en el libro del Éxodo se revela Dios ante el faraón como soberano a través de las plagas, y ante los hebreos se revela como liberador sacándolos de Egipto, así también en el Apocalipsis Dios se presenta como soberano y liberador. En efecto, aquí Dios se manifiesta como soberano sobre la tierra a través de varias secuencias de plagas, algunas que recuerdan aquellas de Egipto, y se revela como

venidero liberador de su pueblo, de todos aquellos que siguen al Cordero, cual Moisés que los conduce a través del desierto (vea 12,14ss) hacia la tierra de promisión (cap. 21). Roma es identificada como Egipto en 11,8. Más adelante, en la visión del cap. 15, se evoca expresamente el éxodo: siete ángeles que tienen las «siete plagas» (v. 1) que se exponen en el cap. 16, un «mar transparente», y los vencedores de la bestia (el faraón/rey romano), es decir, los liberados que, después de cruzar el mar, «cantan el cántico de Moisés, siervo de Dios, (que es) el cántico del Cordero...» (v. 3; cf. Ex 15). Las plagas en Ap 16 claramente evocan la lucha de Moisés por la libertad de su pueblo para adorar a su Dios en el desierto. La primera copa de la ira de Dios derramada sobre la tierra produce úlceras malignas sobre «los que tenían la marca de la bestia». Ésta nos recuerda la sexta plaga en Egipto (Ex 9,9). Las siguientes dos copas derramadas sobre las aguas, convirtiéndolas en sangre, recuerdan la primera plaga en Egipto (Ex 7,17). Después de la cuarta copa, que no tiene reminiscencias, el autor indica que los afectados «blasfemaron del nombre de Dios... pero no se arrepintieron para darle gloria» (v. 9, reiterado en v. 11), lo que recuerda el estribillo en Éxodo, que resalta la obstinada actitud del faraón rehusando reconocer la soberanía de Yavé (Ex 7,3.22; 8,15.28; etc.). La aparición de tinieblas sobre «el reino», tras la quinta copa de la ira de Dios, evoca la novena plaga en Egipto (Ex 10,21). La siguiente copa, la invasión de ranas, recuerda la segunda plaga en Egipto (Ex 8,2). La enorme granizada que cae sobre los hombres tras la última copa de la ira divina (v. 21) rememora la octava plaga en Egipto (Ex 9,22). La descripción en 16,18 es propia de una teofanía, que evoca aquella del Sinaí: «Hubo relámpagos y voces y truenos, y sobrevino un gran terremoto...» (vea 11,19). En síntesis, todas estas imágenes, símbolos y descripciones expresan la esperanza joánica de que, como antaño, Dios nuevamente liberará a su pueblo de «Egipto». E. Schüssler Fiorenza, con justa razón, aclaró lúcidamente que el concepto de salvación en el Apocalipsis tiene como trasfondo el credo judío de la liberación de Egipto, por lo tanto no se trata de una soteriología individualizada ni espiritual. Los que permanecen fieles a Dios gozarán de una nueva Jerusalén, una nueva alianza (21,7), en la que se les asegura una especie de retorno al paraíso, donde «no tendrán ya más hambre ni tendrán ya más sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno, porque el Cordero que está en medio del trono los apacentará y los guiará a fuentes de aguas de vida; y enjugará Dios toda lágrima de sus ojos» (7,7s); «la muerte ya no existirá, ni llanto ni lamentos ni dolores existirán ya» (21,4). Por lo tanto, no se trata en el Apocalipsis de una liberación en un plano moral o espiritual, sino en primer lugar de una liberación humana, de respeto a lo que hoy conocemos como «los derechos humanos», que incluye los aspectos cultual, político,

económico y social. No es liberación del pecado, sino de la actitud hostil y totalitaria de Roma, con sus secuelas socioeconómicas, inclusive sobre el derecho a la vida misma. Recordemos que la composición del Apocalipsis fue ocasionada, precisamente, por esa situación amenazante para la comunidad cristiana en Asia. La protesta de Juan se alzaba a Dios contra los atropellos que sufren los cristianos, entre otros, por obra de un sistema totalitario, seguro de que el único que puede defenderlos es el Dios de la vida. La garantía es la sangre derramada del Cordero (5,9; 7,14; 12,11). El reinado de Dios sobre la tierra será posible tras la destrucción real de todos los poderes y estructuras que se le oponen. Por eso, al final, se trata de una creación nueva, cielo y tierra nuevos. No se trata, pues, de asegurarse «ir al cielo», sino de que sea posible que «del cielo descienda» la nueva Jerusalén (21,2.10). El Apocalipsis resulta ser una teología de la liberación del hombre, no reducida a liberación del pecado personal e intimista, sino de las fuerzas y estructuras pecadoras (18,4s) que no temen derramar la sangre de los justos, de los que no se doblegan ante las tantas bestias que aparecen en la historia. Es la búsqueda de la libertad para adorar y servir a Yavé, Dios, seguros de que Él es el soberano absoluto de la historia y del mundo. Implícitamente, el Apocalipsis trata de la justicia divina: ¿castigará Dios a los malvados? Sin embargo, el centro de atención no es el castigo, la destrucción o la aniquilación de los malvados, sino la liberación de los oprimidos, perseguidos y hostilizados. La cuestión fundamental para la comunidad es el destino de los seguidores del Cordero, no el de los seguidores de la bestia. La respuesta que Juan espera a la situación que viven está modelada en el mundo político: que Dios intervenga y haga justicia por las maldades, castigando a los responsables y, en consecuencia, que haga prevalecer de una vez por todas su soberanía absoluta, restaurando la armonía primigenia. Esa soberanía de Dios sobre la tierra, así como la liberación de su pueblo fiel de la opresión romana, no se puede dar sin la previa eliminación de los poderes que se interponen. En efecto, así concluye el Apocalipsis. En los cap. 20-21, tras el juicio universal, los fieles tendrán parte en la nueva Jerusalén que «desciende del cielo», que es el dominio total de Dios y el Cordero, un mundo libre de opresión y hostilidades, un mundo paradisíaco (pintado en 22,1-5 con colores que rememoran Gen 2). 3. El Cordero degollado Uno de los símbolos que en el Apocalipsis más claramente se refieren al Éxodo es el empleado para representar a Jesús: el Cordero degollado. El recurso a ese símbolo es intencional: representa a Jesucristo víctima del totalitarismo de los poderes político y religioso de su tiempo, y así se destaca en Ap 11,8. Pero resucitó

victorioso, por eso es un cordero «de pie» (5,6). Cual emblema del precio pagado lleva la cicatriz de su entrega redentora: es un cordero «como degollado» (5,6.9). Y todos los que «blanquean sus vestiduras en la sangre del Cordero» (7,14), es decir, que se aúnan y siguen al Cordero, gozarán de la misma libertad que resulta de la victoria sobre los poderes opresores de este mundo. Eso se proclama expresamente en varios cánticos de victoria (5,9s; 12,10ss; 19,7s). La imagen del cordero evoca, además, automáticamente al cordero pascual de Ex 12: un cordero con fuerza liberadora (es también la metáfora del cordero en Is 53: carga con las culpas para expiar). Así lo entendió Israel desde el exilio babilónico, y en ese sentido se celebra anualmente la Pascua: rememora la liberación de Egipto después de la última plaga (matanza de los primogénitos, de la que se libraron aquellos que untaron los dinteles de sus casas con la sangre del cordero sacrificado). El Cordero es quien ha recibido de Dios el encargo de tomar la historia en sus manos, representada por el rollo sellado con siete sellos. Esa historia ahora se confronta con Dios, corre hacia su destino final. Previo a ello, mediante las secuencias de catástrofes, se invita a la conversión, es decir, a reconocer la soberanía absoluta de Dios. Por todo eso se puede afirmar que la cristología joánica en el Apocalipsis, como en gran medida su teología, está «politizada»: el Cordero es soberano y triunfante sobre los poderes políticos del mundo. El verdadero poder sobre la tierra ahora, encarnado en el emperador, está amparado por Satanás, y a éste se le opone el poder del Cordero (lo que nos recuerda la oposición entre el reino de Dios predicado por Jesús y el reino de Satanás, evidente en el primer exorcismo en Mc 1,23-27 y paralelos. Él es el «Señor de señores, Rey de reyes»: 17,14). Él es quien reivindica a su pueblo (19,1121); es su redentor (liberador). Él es quien asegura a sus fieles, su «esposa», la participación eterna en la nueva Jerusalén. La figura del cordero adquiere todo su relieve en el contraste con su opuesto, la figura de la bestia. El que parece humilde y degollado contrasta con el arrogante y supuesto señor de las vidas humanas. Ese contraste ya se encuentra en Daniel. Por eso Juan usó la imagen de la bestia, tomada de Dan 7,7. Ésta recibió todo su poder del dragón (13,2). Al aclarar que el dragón es «la antigua serpiente, el llamado diablo y Satanás» (12,9), se deja en claro que se trata del seductor de la humanidad, el responsable de las desgracias y la distancia de Dios, enemistado con Dios, según Gen 3,15. Por eso, al no poder enfrentarse directamente a Jesucristo mismo, ese dragón persigue a los demás de la descendencia de «la mujer», es decir, los seguidores del Cordero, sus hermanos (12,17). Conclusiones

El carácter político del Apocalipsis ha sido inconscientemente aprovechado toda vez que ha sido utilizado para respaldar diferentes posiciones frente al mundo. Para unos ha servido para justificar su aislamiento del mundo, la no cooperación con los poderes políticos, concentrándose en la dimensión escatológica: se refugian en el consuelo del cielo venidero convencidos de que Dios pronto vendrá a juzgarnos. Esto a menudo resulta en una actitud de pasividad e indolencia frente al desenvolvimiento del mundo secular y sus instituciones. Para otros, el Apocalipsis ha servido para propugnar un tenaz testimonio de compromiso cristiano que conlleva una resistencia a cooperar con la tentadora corrupción del mundo y a vivir más bien siguiendo al Cordero, mediante una vida activa al estilo de Jesús. Ese compromiso, que se traduce en una opción por los marginados y los excluidos del ámbito de los poderosos de este mundo, así como por los explotados del mundo, condenados a la pobreza, resulta ser una crítica a la sociedad. Para otros, el Apocalipsis avala su actitud abiertamente hostil hacia el mundo. Ésta puede traducirse en una confrontación abierta, violenta, embarcada en una lucha por la liberación de su mundo del dominio físico e ideológico del poder dominante; fue el caso del celotismo, que irrumpió abiertamente a la muerte de Herodes, en el año 4 a.C., y nuevamente en el 66 d.C. La confrontación puede ser también de carácter espiritual, refugiándose en la esperanza de una intervención divina que les devolverá la libertad y la soberanía, destruyendo a los opresores, cuya ideología repugna. Esta fue la actitud de la comunidad que se estableció en Qumrán y, más cerca de nosotros, del grupo de Jim Jones que se instaló en Guyana, o la rama adventista liderada por David Koresh, enclaustrada en Waco, Texas, entre otros grupos. Éstos, paulatinamente, desarrollan su propia apocalíptica. Ahora bien, en ningún momento el Apocalipsis avala una reclusión del cristiano en una piedad individualista: la dimensión es netamente comunitaria. Es la comunidad de los santos. Inclusive en las cartas, cap. 2-3, la perspectiva es comunitaria, no de moral individualista. Concierne la conducta cara al mundo; critica los sincretismos y la falta de compromiso consecuente con Jesucristo. La lectura exclusivamente religiosa, desde la perspectiva del culto religioso y de «la salvación del alma», ha llevado a la interpretación del Apocalipsis con mentalidad de gueto, a vivir ignorando el mundo o limitándose a criticarlo. En cambio, una lectura del Apocalipsis que toma en cuenta los factores antes mencionados conduce a una comprensión totalmente diferente: es una invitación a la resistencia activa frente a los poderes corruptos del mundo optando por seguir al Cordero. Y seguir al Cordero, «donde sea que vaya» (14,4), significa vivir

activamente el cristianismo como discípulo de Jesucristo, sanando enfermos, expulsando demonios, dando de comer a los hambrientos, liberando a los esclavizados, acercando el «reino de Dios», proclamando el jubileo. Rememorando a Ezequiel, Juan asume por encargo divino el papel de profeta anunciando (en su obra) el juicio divino y llamando a seguir al Cordero (cf. 10, 8-11). Por su parte, los cristianos han de ser testigos (mártires) de su particular opción «política», la que tiene por soberano, Señor del mundo y de la historia, a Dios y su Cordero (1,9; 6,9; 12,11.17; 17,6; 19,10; 20,4). Si sufren, es precisamente por eso, por ser seguidores del Cordero (no por cuestiones de piedad personal o de doctrinas teóricas). El rechazo y castigo vienen de los poderes políticos, al sentirse afectados, rechazados o simplemente cuestionados como poder legítimo. El cristiano rehúsa aceptar que los criterios impuestos por los poderosos de este mundo son la referencia última para la vida. Apunta a un mundo donde nadie sufrirá dolor, llanto, muerte y donde Dios y su Cordero son su lámpara, pues se acabó la oscuridad (cap. 21). Pero, lamentablemente, a menudo se ha concentrado tanto la atención en «el más allá» y en la salvación a título personal que el Apocalipsis se entendió como justificación para la fuga mundi. En lugar de comprender que la Jerusalén celestial desciende a esta tierra, se pensaba (y aún muchos piensan) que los justos ascenderán a los cielos. En lugar de observar que, a decir de Juan, la «salvación» se inicia en esta tierra y es inseparable de ella, se insistía en que se da recién después de la muerte, allá en el cielo; es sólo del «alma». Se pensaba (y muchos aún piensan) que el Apocalipsis es la afirmación del fin del mundo, cuando en realidad se trata del fin de esta particular forma del mundo (cf. 1 Cor 7,31). El mensaje del Apocalipsis no se puede entender correctamente aparte del dualismo que lo recorre. Eso supone oposición, conflicto (aquí no hay lugar para otra reconciliación que la de la justicia). En ese sentido, los cap. 17 y 18 constituyen una acerba crítica del mundo endiosado: los poderes políticos y económicos opresores del hombre serán destruidos al final de la historia, de esta historia. No cuentan con misericordia ni reconciliación alguna. Para los fieles al Cordero resulta en liberación de las estructuras de muerte para dar lugar a aquellas estructuras de vida, de la Jerusalén celestial, la novia del Cordero. El Apocalipsis es, pues, una obra «combativa», con lenguaje dualista e imágenes poco reconfortantes para quienes viven a espaldas de Dios. La crítica a la sociedad que vive en función del poder(oso) en este mundo es evidente desde el inicio. Su dualismo plantea la necesidad de opciones claras, sin componendas ni acomodos. Es lenguaje producto de un rechazo de determinadas estructuras. En efecto, el Apocalipsis es una abierta denuncia de la falsedad de la ideología de los poderosos de este mundo, mediante la cual buscan legitimar su posición y justificar su

imperialismo. Para quienes viven en función del poder egoísta y arrogante, sometiendo a pueblos enteros a sus caprichos, el mensaje del Apocalipsis es una amenaza: asegura el juicio divino, que conlleva el fin de los poderes efímeros de este mundo (especialmente los cap. 17-18). Para las víctimas del imperialismo de turno, en cambio, el Apocalipsis es una obra de esperanza y aliento que les asegura el triunfo del Señor de la historia, Dios y su Cordero, así como su reivindicación de las injusticias humanas (especialmente los cap. 7 y 14). Para los tiranos, el Apocalipsis es una incómoda sentencia de condenación; para los marginados y los explotados es una reconfortante afirmación de una real justicia. Para unos anuncia destrucción, para otros reivindicación; para unos el «lago de azufre», para otros la «nueva Jerusalén». El fundamento es la afirmación de que Dios es el pantokrátor, el Rey de reyes y Señor de señores, y el Cordero es «el soberano de los reyes de la tierra» (1,5), el que siempre será. Notemos que en el Apocalipsis el juicio divino es universal; no es una visión individualista sino cósmica la de Juan. No es exclusivamente religiosa, sino que incluye la dimensión sociopolítica. La visión inicial en el cap. 4 es de un Dios soberano universal, cósmico, como lo es la visión de Jesucristo en el cap. 1. Al Cordero le es encomendado nada menos que el rollo representativo de la historia universal. En el cap. 21, los cielos y tierra nuevos, las bodas del Cordero, la Jerusalén celestial, no se refieren a realidades supraterrenas, sino que son metáforas que remiten a un mundo renovado, este mundo en una situación paradisíaca como la inicial, pero viviendo una alianza definitiva en la cual Dios lo es todo. La Jerusalén nueva desciende de los cielos. ¡No es el cielo en contraste con la tierra! Cielos y tierra se funden constituyendo una sola realidad, en la cual Dios es el centro. No hay afirmación alguna (ni siquiera sugerencia, si nos cuidamos de prejuicios) en el sentido de una destrucción aniquiladora de este mundo. Estamos, pues, ante una «revolución» escatológica, pero de este mundo, donde ya no reinan el dragón y las bestias y sus secuaces, sino los fieles seguidores del Cordero: es el triunfo definitivo y universal (por ello cielos y tierra en cierto modo se funden), es la soberanía de Dios y su Cordero en la tierra como en el cielo. ¿No estamos, pues, ante una perspectiva de carácter político? Y el resultado de la pugna de poderes, ¿no depende acaso tanto del partido tomado por los hombres como de la acción decisiva de Dios y su Cristo? Por cierto, inicialmente se resalta que Dios está en el cielo, en las alturas, lejos de la tierra (Juan es introducido en ese mundo). Es la distancia con respecto al mundo. En el cielo cantan las glorias y la soberanía de Dios; ya allí es rey. En la tierra impera aún la injusticia y la idolatría; está cortada de Dios. Eso contrasta con Ap 21, donde cielos y tierra se funden, y Dios habita entre los hombres; es decir, ya no hay un cielo arriba y un Dios distante. Es el contraste entre esta era y la venidera (ésta última ya es realidad en el cielo). En él, «la Jerusalén celestial que baja del cielo», el «cielo

nuevo y tierra nueva», Dios pondrá su morada, su trono, con su pueblo, será su luz eterna. No habrá más tinieblas ni dolores ni muerte, no habrá más opresión e injusticia: lo que había sido imposible en este mundo, mientras vivía doblegado al reino de Satanás, es posible cuando todos reconozcan la soberanía de Dios. Es el cielo en la tierra. Ése fue el sueño de Isaías, de Jesús y de Juan. El Apocalipsis ilustra cómo no sólo individuos sino grupos e instituciones pueden ser anti-Dios y de ese modo encaminarse hacia su propia destrucción. Sólo el seguimiento del Cordero conduce a la vida, al banquete, a la nueva Jerusalén. El poder de Dios y la participación en su reino, si bien los presenta Juan directamente en términos de la oposición de dos fidelidades, a Jesucristo o al César, en realidad no se limita a la comunidad cristiana, sino que incluye a todos los que son víctimas de alguna manera de la bestia y no le rinden culto: «se le dio poder sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación...» (13,7s). Notemos, en esa vena universalista, que en 18,24 se acusa a Roma de ser homicida, no sólo de «profetas y santos», sino de «todos los que han sido degollados sobre la tierra», es decir, de todas las víctimas del sistema y las estructuras explotadoras y opresoras romanas. Aunque el Apocalipsis se compuso preocupado en primer lugar por la situación propia de la comunidad cristiana, hay sin embargo un sentido de solidaridad con todas las víctimas inocentes del aparato estatal romano, y, más allá de él, de cualquier sistema absolutista análogo. No en vano se trata de Roma como imperio universal (de ese universo que conoce Juan). Al final Dios hará un mundo nuevo en el que ya no habrá opresores ni esclavitudes, y ese mundo no se limita a los cristianos (cf. 21,3). La universalidad del antagonismo entre el dragón y Dios no es sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Ya en el mito de los orígenes del imperio de Satanás, en Ap 12, se indica que, antes que le concediera su poder a la bestia (13,2), el dragón (Satanás: v. 9) presentó batalla contra Dios primero en el cielo (v. 7), para descender como «el que seduce al universo entero» (v. 9) y perseguir a «la mujer» (v. 13ss). Esa persecución se da hasta el día del juicio final. Al leer atentamente el Apocalipsis desde esta perspectiva, observamos que Juan no se compromete a limitar las persecuciones a su propio tiempo, para lo cual deja, con frecuentes imprecisiones, abierta la dimensión temporal (hasta incluso incluir un milenio de paz). La soberanía absoluta de Dios, tema central del Apocalipsis, lo es fundamentalmente en torno a un valor supremo: la vida. La vida está sólo en Él; en la bestia es apariencia, pero su destino final, junto con el de sus seguidores, es la muerte, la «segunda muerte». Esto lo destacan nítidamente los cap. 20-21. El final siempre es clave. A eso conduce la obra: el triunfo de la vida sobre la muerte. Que se trata de la vida y la muerte lo ilustran inclusive las referencias a persecuciones, martirios, sangre, etc., pero acompañadas de indicadores de victoria, vida. Ése es también el mensaje de varios de los himnos, el triunfo de Dios y los suyos sobre las fuerzas de la muerte.

En pocas palabras, si hay una obra en el Nuevo Testamento que es un eminente manifiesto de la voluntad liberadora de Dios, lo es el Apocalipsis. Escrita en un contexto hostil (situación vital), tiene por finalidad asegurar a los fieles a Dios y su Cordero que la salvación será suya, pues Él es el Señor de señores, Rey de reyes. Él castiga a los seguidores de la bestia, destruye Babilonia, y premia a los seguidores del Cordero con la Jerusalén celestial... En la opinión de John Collins, la teología del Apocalipsis «es mucho más congénita a la tendencia pragmática de la teología de la liberación, que no está comprometida en la búsqueda de la verdad objetiva sino en la dinámica de las motivaciones y en el ejercicio del poder político», que a la teología sistemática, que tiene por metas la objetividad y las verdades ontológicas. El Apocalipsis denuncia los errores, falacias y mentiras de este mundo, al confrontar sus actitudes frente a los seguidores del Cordero y en su soberbia frente a Dios. En ese sentido, es una obra profética y, como tal, es una obra marcadamente política. * Este capítulo fue publicado por la revista Páginas, No. 158 (pp. 6-14) y n. 159 (pp. 24-36), Lima, CEP, 1999.

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¿Edad de oro de la Pax romana?

El 30 de enero del año 9 a.C. se construyó en Roma, bajo Augusto, el altar de la Paz, quedando ésta elevada al rango de diosa. De esta forma se concretaba una creencia común de la época: los dioses bendicen a este pueblo con la paz y con ella comienza una cultura nueva en la historia de los hombres: la de la edad de oro, que sustituye a la edad de hierro, como lo expresan los poetas Virgilio y Ovidio1. «Edad de oro» y «Pax romana» son expresiones de la literatura de la época que sintetizan los logros del imperio en el primer siglo de nuestra era. Según Virgilio, con el reino de Augusto llegan los tiempos finales predichos por la sibila Cumea y el cielo depara un nuevo vástago que renovará totalmente la historia2. Con él se iniciará la «edad de oro», se nos dice en la Eneida3. Y fue tan fuerte la capacidad de persuasión de la ideología de la «Pax romana» que hasta los mismos cristianos, sobre todo a partir de Constantino, se vieron impresionados por las palabras de Virgilio y leyeron la Egloga IV como una especie de profecía sobre el nacimiento de Jesús, quien nació durante la Pax romana. Fue el español Séneca, preceptor de Nerón, el primero en usar la expresión «Pax romana» para sintetizar todos los bienes que llegan al mundo por este orden internacional instituido por Roma4. Pero el defensor más desinhibido de la Paz romana es, sin duda, Elio Arístides, quien, nacido en Asia Menor, visitó Roma el año 143 y pronunció su célebre Elogio de Roma, donde proclama: «se ha establecido en toda la tierra una libre comunidad bajo la dirección de un único y óptimo responsable garante del orden mundial. Mientras las demás ciudades tienen sus límites y territorios concretos, esta vuestra ciudad tiene por confín y por territorio el entero mundo habitado»5. Gracias a ese «orden» mundial, hasta la misma palabra «guerra» es relegada al mundo de los mitos, porque ya la gente ni siquiera cree que haya habido guerras6. Ante tanta paz, seguridad y prosperidad, la pregunta casi brota espontánea: ¿no será que Dios estaba con el imperio romano? La idea puede resultarnos hoy extraña, pero el judío Flavio Josefo, que describe la guerra de Roma contra Judea, asegura que es Dios «quien hizo venir a los romanos» a conquistar Jerusalén. Pareciera, según Josefo, que el dios que distribuye el poder se ha detenido en Italia. Por lo tanto, la guerra contra ellos es, en cierta manera, guerra contra Dios7. ¿Son los romanos y su paz un regalo de Dios a la humanidad? Plinio el viejo parece pensar así8. Virgilio, haciéndose portavoz de sus contemporáneos, no duda en afirmar que «un dios nos ha traído» tanta prosperidad9. Por eso no nos extrañamos de la información ofrecida por un calendario, encontrado en Priene (Asia Menor), donde se da cuenta de la decisión tomada por esa provincia de declarar el día del nacimiento del emperador como el día del «nacimiento de dios», que es, al mismo tiempo, el comienzo para el mundo de una buena noticia10. El emperador, artífice de la paz y de la prosperidad, es el instrumento «providencial» por el que los dioses se acercan y salvan a los hombres. Por eso el culto al emperador es la consecuencia de todo esto, el símbolo unificador de toda la política romana. Pedir por la salud del emperador era pedir por el bienestar del imperio, y no participar en el culto era signo de ciudadano malo y desagradecido11. Protegiendo al emperador y al imperio, los dioses aseguraban el bienestar del mundo. La paz y la prosperidad ofrecidas al mundo por la presencia del imperio romano, representado en su cabeza por el emperador, era una verdad indiscutible que se imponía a la vista de todos. Así es, en efecto. Para los que visitan Roma o conocen algo de la historia son evidentes los signos de poder y prosperidad del imperio romano. No le falta razón a Elio Arístides para celebrar la grandeza de la civilización romana y el conjunto de bienes que el mundo puede disfrutar gracias a la Pax romana. Pero debemos notar, como ya el mismo Elio Arístides lo insinúa, que se trata de una paz y un bienestar selectivos, porque dice: «nadie que pueda ostentar poder o merecer confianza se ve preterido...». ¿Quién juzga la confianza merecida? Se trata de una paz que no es ofrecida libremente sino impuesta. Es una paz ganada con una victoria porque había que doblegar a los rebeldes y perdonar a los sumisos12. Por eso Tácito, reflejando algunas opiniones de su tiempo, dice escuetamente que se trataba de una paz «manchada con sangre»13. Y nosotros, apoyados en esta declaración del historiador Tácito, podemos adelantar que no todo lo que brillaba era oro y que la ideología de la «Pax romana» era demasiado bella para ser verdad. En este contexto se sitúa el Apocalipsis como libro único, incluso dentro de la literatura apocalíptica, ya que constituye uno de los ataques más feroces a la ideología reinante de la Pax romana. Con un lenguaje dramático e intransigente, el autor demuestra la incompatibilidad radical entre la fe cristiana y el imperio romano. Es un escrito que llama, por eso, a la definición, a la resistencia y a la fidelidad martirial de los cristianos. Y el imperio les declara la guerra porque con una gran lucidez profética desenmascaran la perversión radical del sistema reinante. Por eso la muerte de los testigos es también crítica política14.

El Apocalipsis, como toda la literatura apocalíptica, está enraizado en un contexto político y socioeconómico de opresión15. Florece en tiempos de persecución y hostigamiento del pueblo de Dios, como en el libro de Daniel, y expresa la resistencia de los oprimidos. La situación político-social clama al cielo y constituye también un problema religioso porque es un desafío a la soberanía de Dios. Por eso las víctimas lanzan un grito al cielo pidiendo la intervención de Dios: «Tú, el soberano, el santo y fiel, ¿para cuándo dejas el juicio de los habitantes de la tierra y la venganza de nuestra sangre?» (Ap 6,10)16. El Apocalipsis asume ese desafío y lo radicaliza, como ya dijimos, porque desenmascara en su realidad profunda al enemigo. Sería un error reducir el conflicto del Apocalipsis con el imperio romano sólo al tema de las persecuciones a los cristianos o incluso al tema del culto al emperador, como si ésos fueran sus únicos males. La originalidad y la valentía de Juan consiste en presentar una profunda crítica profética al sistema del poder romano en su totalidad, incluidas su política y su economía. P. Prigent observa acertadamente que más que las liturgias del culto al emperador o la misma persecución, era sobre todo la concepción del mundo lo que los creyentes cuestionaban. Ellos representan la mirada perspicaz, crítica y profética frente a la civilización imperante y única que representaba la Pax romana. La persecución viene después, porque se los mira con desconfianza y son considerados ciudadanos sospechosos de su lealtad al bien de la sociedad y del imperio. Para los creyentes, el culto al emperador representaba el lado religioso de la política dominadora de aquella sociedad en que lo social y lo político tenían carácter religioso17. Por esa denuncia radical del mal e incompatibilidad con la fe cristiana, los creyentes son invitados a disociarse de ese sistema (18,4), lo que los coloca en una situación incómoda, de impopularidad, de hostigamiento o incluso de persecución. Pero la persecución es la consecuencia de la oposición y no al revés. Con gran valentía y lucidez profética, el autor denuncia la perversidad satánica tanto del poder político como del poder económico de Roma. La crítica del poder político Según Elio Arístides, con la Pax romana la tierra se ha convertido en un paraíso, por eso una de las cosas que lamenta en su discurso es no encontrar las palabras apropiadas para ensalzar la grande y gloriosa dignidad de la ciudad de Roma. Un discurso que haga justicia a la grandeza del imperio y de su capital exigiría estar hablando todo el tiempo que dura el imperio, es decir, la eternidad18. Por contraste a esta visión optimista, basta pensar en las dos imágenes que Juan utiliza para hablarnos de lo mismo: la bestia (cap 13) y la prostituta (cap 17). Lo que caracteriza a este imperio no es la grandeza, la paz y la felicidad de todos, sino la ferocidad brutal de una bestia y la seducción y los engaños de una prostituta. Como ya hemos visto, la bestia representa el poder político y la prostituta el poder económico19. Pero los dos van juntos y son inseparables. En la visión de Juan, la prostituta cabalga sobre la bestia (17,3). A eso, por supuesto, se añade el poder religioso representado en la segunda bestia, en la que el autor representaba todo el sistema de propaganda que mantenía el culto al emperador como justificación religiosa del poder y símbolo de la unidad del imperio20. El destino que los dioses asignan a los romanos es el de ser «señores del mundo», nos dice Virgilio, y por la benevolencia de Júpiter no se les asigna límite alguno, ni en el tiempo ni en el espacio21. Ellos son el arma providencial de los dioses para traer la paz y la seguridad al imperio y, de este modo, una fracción del mundo gobierna al universo entero22. Sin embargo, ese poder «benéfico», nos dice ingenuamente Virgilio, se impone con la fuerza. Su texto es una profecía «ex eventu», es decir, refleja algo de lo que se vivía en su tiempo; no es, por tanto profecía ni futuro sino realidad presente. En el libro VI de la Eneida se dice a los descendientes de Eneas (los romanos) que deben gobernar con la fuerza a los pueblos, imponiendo las condiciones de la paz: «perdonar a los que se someten y exterminar a los rebeldes»23. Se trata de una paz impuesta desde el centro del poder porque ellos han nacido para mandar y para ocupar el mundo con la fuerza y con las tropas24. Ellos son los árbitros de todo y no consienten que haya otros jueces sino ellos mismos25. Al decir de Tácito, estamos ante una paz que causa miedo26. De esa política del terror hablan elocuentemente los 6,000 crucificados a ambos lados de la vía Appia en la revuelta de Espartaco o las víctimas del ataque de Tito contra Jafa (15,000 asesinados y 2,130 prisioneros) o los 2,000 crucificados por orden de Varo27. Y de ese terror no se libraba ni el mismo emperador, pues el filósofo Séneca, hablando de Nerón, dice: «tú tienes que vivir armado en medio de una paz que se te debe»28. En realidad, se trata de la arrogancia romana de la que difícilmente se puede escapar, como lo reconoce el rebelde británico Calgacus arengando a los suyos29. Por eso no le falta razón a Juan cuando, al presentar la grandeza y la monstruosidad de la bestia, junta en ella la ferocidad de la pantera, del oso y del león y nos dice que tenía «diez cuernos y siete cabezas, llevando en los cuernos diez diademas y en la cabeza un título blasfemo» (13,1). Se trata en realidad de un superimperio (diez diademas) erigido en señor absoluto de la historia (título blasfemo con el que proclama la arrogancia de ser dios). Pero se trata de un poder satánico que, paradójicamente, seduce y deslumbra. «Todo el mundo, admirado, seguía a la bestia exclamando: ¿quién como la bestia?... Y la adoraron todos los habitantes de la tierra, excepto aquellos cuyos nombres están escritos en el libro de la vida del Cordero» (13,3.4.8). ¿Habrá algún insensato que se atreva a resistir ese poder absoluto que lo domina todo? Porque entonces hasta la participación en la prosperidad y vida económica del imperio estará condicionada. La segunda bestia, el ministerio oficial de la propaganda y del culto al emperador y la diosa Roma, decide «impedir comprar o vender al que no llevara la marca con el nombre de la bestia» (13,17). La absolutización del poder lleva a la sacralización del poder, que es una manera de autojustificarse. Pero esa sacralización es idolatría, porque niega al único soberano de la historia. Por eso comprendemos que el símbolo fundamental de este libro sea el trono. Se trata de saber quién manda en la historia. Frente a la pretensión de absolutez de la bestia y de Babilonia («¿Quién

como la bestia?», «¿quién puede compararse con la gran ciudad?» (13,4 y 18,18)), la confesión cristiana es: «al que está sentado en el trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos» (5,13). Y esta confesión es un desafío y una amenaza para el poder humano absolutizado. Los que se atrevan a ir contra él pueden poner en riesgo sus vidas. Su fe tiene también pretensión de absolutez, ya que Cristo es el «Rey de reyes y Señor de señores» (Apoc. 17,14); una confesión de fe que no es lógica sino locura para todo el que tenga sentido común. Pues, como decía Justino, «nuestra locura consiste en presentar un hombre crucificado en segundo lugar después del Dios inmutable y eterno»30. ¿Dónde se ha visto tanta osadía y locura? De nuevo el contraste: los seguidores de la bestia sacralizaron muy pronto la paz romana en un símbolo, el de la ciudad de Roma venerada como diosa Roma, de la que tanto Virgilio como Elio Aristides aseguraban la eternidad. Desde su punto de vista, Arístides puede proclamar que «(el dios) Helio, que todo lo ve, no encuentra bajo tu gobierno ni crimen, ni injusticia, ni ninguna de las otras cosas que solían ocurrir en otros tiempos. Por eso puede mirar hacia tu reino con gran satisfacción»31. Y Séneca afirma de Nerón: «Has conseguido, César, una ciudad sin sangre, y eso de lo que te has vanagloriado lleno de generosidad: el no haber derramado una gota de sangre humana en todo el orbe»32. En el extremo opuesto tenemos el juicio de la resistencia judía representada en el libro IV de Esdras, en el que el león, símbolo del Mesías, habla al águila, símbolo del imperio romano, en estos términos: «tu insolencia ha llegado ante el Altísimo y tu orgullo ante el Todopoderoso. Por eso desaparecerás y la tierra entera, libre de tu violencia, pueda respirar aire fresco y sentir alivio y que llegue la esperanza del juicio y de la misericordia del que la hizo»33. El vidente del Apocalipsis se sitúa también en esta última perpectiva y se atreve a proclamar repetidamente la caída y la derrota de esa ciudad. ¿Por qué la caída y qué cosas se condenan de ella? Entenderemos todo mejor si nos detenemos en la crítica a la actividad económica de Roma, descrita en los capítulos 17-18. Crítica del poder económico A pesar de la variedad de interpretaciones que se suelen ofrecer para los textos del Apocalipsis, es prácticamente unánime la opinión de los comentaristas de que estos capítulos se refieren a Roma y a su poder comercial. Pero Roma no es sólo la capital histórica del imperio; es más bien el símbolo que lo representa. Para Juan, la ciudad de Roma encarna a la diosa Roma, símbolo del imperio romano y de su pretensión de dominio sobre la tierra, de la iniquidad del sistema económico y la violencia que implicaba el imponer la soberanía de Roma sobre otros pueblos. Por eso no se la llama nunca por el nombre propio, sino por el simbólico: es Babilonia la grande, y es la prostituta y madre de las prostitutas de la tierra. Designaciones extrañas para una ciudad tan gloriosa. ¿O es que nuestro vidente tiene otra sensibilidad y puntos de vista diferentes? Al comienzo del capítulo 17 nos dice que vio «en Espíritu», es decir, bajo la sensibilidad y percepción del Espíritu de Dios, la suerte de esa ciudad. Y es el ángel, uno de los siete que salen del santuario llevando las copas de la indignación de Dios (15,16), quien le explica la visión. No es una visión «oficial» de la belleza, esplendor y riqueza de Roma. Es una visión profética, desde el reino de Dios y los costos de tanto esplendor. Desde la soberanía de Dios, único Señor de la historia, ve a esta ciudad que se ha endiosado y absolutizado, exigiendo sumisión total a su imperio. Por eso elige un símbolo del AT que concentra al mismo tiempo la riqueza y la soberbia de este imperio. Como antes, al presentar la bestia lo hizo recurriendo a la visión de las cuatro bestias de Daniel (7,7-18), cuatro imperios, pero concentrando las cuatro en una sola bestia, ahora también llama Babilonia a esta ciudad a la que también ha llamado antes Sodoma, Egipto, Jerusalén, como queriendo concentrar en esta ciudad toda la riqueza, el orgullo y la violencia de la historia. En el capítulo 18 la va a identificar también con Tiro, aunque no la llame por este nombre. El autor ve a Roma «como la culminación de todos los imperios diabólicos de la historia»34. Se trata en este caso de la idolatría del poder económico, representado simbólicamente por la ciudad de Tiro. Una expresión muy gráfica de lo que Juan ve en esta ciudad es el nombre que le da: es una prostituta. El término es duro y representa en la tradición profética no tanto la inmoralidad sexual sino el mundo de la corrupción en el que todo se prostituye o se adultera para lograr sus propios beneficios y ganancias. Eso es Roma. Todo el capítulo 18 del Apoc. tiene como trasfondo a Ez 26-28 (los oráculos contra Tiro, emporio comercial de la época), y el calificativo de «prostituta» parece inspirarse en Is 23,1518, también contra Tiro y su actividad económica. Juntando los dos símbolos de Roma en estos capítulos, podemos decir que es Babilonia por su poder político y por su soberbia, que desafía al cielo (Is 14,14), y es también Tiro, como potencia económica basada en el lucro, la explotación y la injusticia. Podemos distinguir varios aspectos en la condena que el capítulo 18 hace de Roma. En primer lugar, la soberbia de creerse invencible y soberana, como lo proclama la literatura del tiempo y Juan refleja en el Apocalipsis. «Decía: sentada estoy como una reina, viuda no soy y duelo nunca veré» (18,7.18), con evidente referencia a Is 47,7-9 y Ez 28,2. Como expresión de esa complacencia en sí misma, se habla de la ostentación, de la opulencia y del lujo (18,3.7.9.14.16.): «se vestía de lino, púrpura y escarlata y se enjoyaba con oro, pedrería y perlas» (18,16-17). La condena de Juan es contra el lujo desaforado (18,3), que no tiene límites y no escatima precios (18,19), aunque sea a costa de vidas humanas, como veremos. No es un juicio a la riqueza, sino a la arrogancia humana y a la insensibilidad social. En segundo lugar, se condena la actividad económica de esta ciudad descrita también con metáforas gráficas: «el vino del furor de su fornicación lo han bebido todas las naciones, los reyes de la tierra fornicaron con ella y los comerciantes se hicieron ricos con su lujo desaforado» (18,3). Fornicación significa el tráfico económico que es condenado por el mero uso de la imagen

de la fornicación35. Pero se dice algo más, pues se habla del «vino del furor (cólera)», indicando que los tratos comerciales, beneficiosos para muchos, podrían tener también una fuerte dosis de atractivo y de violencia. Estamos ante el uso del comercio y de la economía como arma política36. De esta manera se expresa la relación que hay entre Roma y las otras naciones del imperio. No olvidemos que en la visión del capítulo 17 se nos ha dicho que «el océano donde viste sentada la prostituta son pueblos y masas, naciones y lenguas» (17,15), pues se refiere a «la gran ciudad emperatriz de los reyes de la tierra» (17,18). Por eso, en el centro de la condena a Babilonia, el autor presenta la lamentación de tres grupos de personas, los reyes de la tierra (18,9), los comerciantes (18,15) y los marineros (18,17), que se lamentan por la suerte de la ciudad. Más que personas reales, debemos ver que la enumeración de estas personas es una construcción simbólica por la que se representa el poder, la riqueza y las comunicaciones en el imperio37. Son las redes comerciales de Roma con el resto del mundo, que son, al mismo tiempo, redes en sentido simbólico que refuerzan los lazos, la dependencia, el control, porque «tus comerciantes eran los grandes de la tierra y con tus brujerías sedujiste a todas las naciones» (18,23). Se trata de una economía engañosa en la que Roma sale ganando, aunque los demás estén convencidos del buen negocio que están haciendo con ella. Además, la segunda bestia, es decir, el ministerio de la propaganda oficial del culto al emperador, seducía y engañaba al mismo tiempo, despertando en los admiradores de la bestia el sentido religioso de gratitud al emperador por ser salvador y realizador de tanto bienestar. En este caso, religión, economía y política iban juntas. Para el vidente, por el contrario, Satanás, el gran seductor y engañador de los hombres (12,9), sigue actuando a través de Roma. Hay dos textos especialmente elocuentes sobre la capacidad de engaño de la ideología romana, ambos de Tácito. El primer texto son las palabras de Agrícola hablando de los británicos conquistados por el imperio: «(los británicos) poco a poco se dejaron seducir por nuestros vicios, por la vida muelle de los pórticos, los baños y los banquetes refinados; desde su inexperiencia llamaban civilización a lo que estaba hundiéndoles en la esclavitud»38. El juicio es duro porque no se trata de civilización, progreso y prosperidad, sino esclavitud. El segundo texto es aún más fuerte. Son las palabras del discurso del rebelde Calgacus también en Bretaña. Para este personaje, los romanos no son los «señores del mundo», sino los «ladrones del mundo» que intentan apoderarse de la tierra y del mar (el mar Mediterráneo lo llamaban «Mare nostrum») y a los que no sacia ni el Oriente ni el Occidente. Y, para colmo, tenemos la capacidad de engaño en el lenguaje que usan, porque «con palabras engañosas, al robar, matar, despojar lo llaman imperio y donde siembran desolación lo llaman paz»39. La Pax romana y su aparente fachada de unidad, prosperidad y seguridad mundial es un sistema de explotación, de opresión y de injusticia. La prostituta, dice Juan con visión de profeta, «corrompía a la tierra con su prostitución» (19,2). Pero desde Roma, centro del poder y del bienestar, las cosas se ven de manera diferente. Para decirlo con las palabras de Horacio, llenas de desprecio, indiferencia e insensibilidad: «¿quién se preocupa por la guerra en la salvaje España?»40. En realidad la paz y la prosperidad del imperio se compran, aunque los hombres no se den cuenta del engaño. ¿A qué precio? En esta crítica al poder económico de Roma, una atención especial merece la sección 18,12-13 en la que Juan enumera ventiocho productos importados a Roma41. El texto se inspira en Ezequiel 27,12-24, que habla de Tiro y de su actividad comercial, donde se enumeran 40 productos del mercado de esa ciudad, pero refleja, sin duda alguna, mucho de la actividad comercial de Roma. Elio Arístides se quedó maravillado por la riqueza de Roma, pues a ella llegaba todo tipo de naves, transportando toda clase de mercancías de todo pueblo y a toda hora. Y llegó a decir que Roma era una especie de vitrina del mercado del mundo, de tal modo que lo que en Roma no se encontraba es que no ha existido nunca42. Plinio el viejo, en su Historia natural43, presenta una lista de los 29 productos más caros importados por Roma; trece de ellos se encuentran en la lista del Apocalipsis. Era tan grande el negocio de la importación de productos que el mismo Augusto lo expresaba diciendo que la vida diaria de los romanos dependía del capricho de las olas y de los vientos, porque Italia necesitaba de la riqueza externa44. Mientras la lista de Ezequiel se organiza por la geografía y el lugar de procedencia de los productos, Juan lo hace por categorías: adornos, vestidos, alimentos, perfumes, esclavos. El autor del Apoc. no está sólo en la crítica profética que hace del imperio y su ostentación de riqueza, porque todos esos productos son también mencionados por los escritores de la época como expresión del lujo y de las extravagancias de la sociedad romana que ellos critican45. Al final de la lista de productos del mercado tenemos la expresión literal «(mercadería) de cuerpos y vidas humanas». La expresión puede significar dos modos diferentes de hablar de la misma realidad, el mercado de esclavos. Según Flavio Josefo, sólo la guerra contra los judíos dio como resultado más de 70,000 esclavos46. Pero puede también ser intencional la duplicación de términos para especificar, aparte del mercado de esclavos, un grupo particular en el que la vida está más amenazada y es objeto de diversión y de mercado: los seres humanos, esclavos o prisioneros de guerra, destinados a luchar en el circo. Autores como Séneca censuran esta costumbre salvaje de presentar la muerte de un ser humano como espectáculo. En ese contexto dice su famosa frase: «el hombre es algo sagrado para el hombre»47. De este modo la expresión de Juan, colocada al final de la lista, podría ser un buen comentario a toda ella y una sobria pero incisiva denuncia de todo el sistema de comercio en que se juega algo tan sagrado como la vida humana. Así se ve mejor lo que está detrás de todo el sistema: «la inhumana brutalidad y el desprecio por la vida sobre los que descansan toda la prosperidad y el lujo de Roma»48. El punto culminante del pecado de Roma es, mirando hacia arriba, la arrogancia que le hace sentirse señora del mundo; mirando hacia abajo, la cantidad de víctimas necesarias para mantener todo su poder y ostentación. Por la paz romana hay que pagar

mercancía humana, exige sacrificios humanos. ¿Tendrá alguien la capacidad humana para verlos y protestar o habrá que resignarse ante lo inevitable? «Sus pecados han llegado hasta el cielo» (18,5). Esta es la clave de la denuncia que hace Juan. Por el Espíritu (17,3) ha adquirido la sensibilidad de Dios ante el sufrimiento y el clamor de las víctimas. Tanto dolor producido mancha la gloria de esta ciudad, que bien puede ser llamada también «ciudad sanguinaria» (Ez 22,2). No olvidemos la denuncia de Tácito de que la paz romana estaba manchada con sangre. El quinto sello del Apocalipsis habla del clamor universal como desafío a Dios, y el resto del libro es la demostración de que Dios no es insensible ni indiferente. Por eso el juicio a Babilonia es una exigencia de justicia que brota de esta tierra de dolor. Condenándola a ella, Dios ha hecho justicia a los condenados (18,20), dice el texto. La razón de la condena está explicitada en 18,24: «en ella se encontró sangre de profetas y consagrados y de todos los asesinados en la tierra». Si el mal de Roma no está sólo en perseguir a los cristianos, sino en que es intrínsecamente perversa en su poder y en su economía, el verso 24 puede incluir no sólo a los mártires cristianos sino a todas las víctimas que son el precio pagado por la paz y el bienestar del imperio. «Roma, con todo su esplendor, transportada y sostenida por la bestia, debe ser entendida como símbolo del poder y la religión imperiales. Como tal, Babilonia es la poderosa personificación de la opresión internacional y de los crímenes perpetrados a lo largo y ancho del imperio romano»49. De esta manera, Juan ha presentado el juicio a la «gran prostituta», que es, al mismo tiempo, un juicio en favor de todas las víctimas del imperio. Y su denuncia profética es expresión de su fe en la soberanía de Dios, que quiere establecer un reino de justicia, de paz y de vida. *** Los imperios pasan, pero el imperialismo permanece. Y siempre habrá nuevos defensores de la bondad de este «orden» nuevo universal y víctimas sobre las que se sustente. Para poner un ejemplo que la humanidad vive en estos días en que escribo, la guerra entre la OTAN y Serbia no logra convencernos de la bondad de los objetivos perseguidos con ella. ¿Se quiere poner orden y salvaguardar la paz en una región de Europa? ¿La paz que la OTAN quiere salvaguardar en los Balcanes justifica los errores inevitables por los que se bombardean objetivos no militares como trenes o columnas de refugiados que huyen? Tal vez no le falte razón al patriarca serbio, quien, celebrando la fiesta de Pascua en pleno conflicto, dijo: «la fe en la resurrección y en la victoria de la vida sobre la muerte es una fuente de optimismo, incluso bajo los golpes brutales del nuevo orden mundial, nuevo en el nombre, pero antiguo en su crueldad». Leyendo la historia de Roma desde la perspectiva de Dios, que es también la perspectiva de las víctimas y de la justicia, el autor invita a resistir a la seducción del imperio y a solidarizarse con la causa de Dios que se juega en la causa de los hombres, redimidos por el Cordero. A veinte siglos de distancia, nosotros también leemos el Apocalipsis no como curiosidad histórica, sino como palabra de Dios que nos invita a ver con ojos de profeta la historia de nuestro presente para hacer efectivo en ella el señorío de Dios y hacer creíble, mediante signos de vida, que la salvación ya está obrando entre nosotros y que Él es realmente «un Dios que salva» (Sal 68,21). Juan ha sabido ver que en la realidad de Roma se entrecruzan inseparablemente el bienestar económico, la autosuficiencia y valoración por el tener («tanto tienes, tanto vales»), así como el sufrimiento de las víctimas que posibilitan todo ese mundo de felicidad, como indicándonos que el poder, la economía, el culto a la persona y la realidad de las víctimas son inseparables. Nosotros, hoy, que leemos el Apocalipsis para dar luz sobre nuestra realidad, debemos pasar de la economía del imperio romano al imperio (¿imperialismo?) de la economía en nuestro mundo. Para poner sólo un ejemplo: el imperio de la economía global, una de cuyas expresiones es la deuda externa, pesa sobre muchos países creando dependencia, pobreza, violencia, desnutrición y muerte. Este orden mundial nuevo y sus defensores tratarán de convencernos de sus bondades y de que no hay otra alternativa de salvación. El tema de la deuda externa, más que un elemento de economía, resulta un instrumento político de dependencia y de control. Estamos ante una deuda que nunca podrá pagarse y que, curiosamente, ya ha sido pagada con creces, al menos el préstamo inicial. ¿Se podrá romper la cadena inexorable de muerte de este imperio inhumano o se encontrará una salida de vida y de solidaridad? El gran desafío de los creyentes, que a veces hablamos de «la economía de la salvación», será cómo integrar nuestra economía, creadora de desigualdades e injusticias insoportables, en la economía del Reino para construir una economía de comunión y de vida. Se trata de integrar la economía humana en «la economía de la salvación». De esta forma ponemos signos convincentes de que el reino de Dios ha llegado a nuestras vidas. 1 VIRGILIO, Egloga IV, 8-9 y Ovidio, Fasti 1,712. R. BAUCKHAM, The Climax of Prophecy, T&T Clark, Edimburgh 1998, cap. 10 «The Economic Critique of Rome in Revelation 18», 338-383; R. BAUCKHAM, «The Fallen City: Revelation 18» en su obra The Bible in Politics: How to Read the Bible Politically, Londres SPCK, 1989; CASSIDY, R.J., John’s Gospel in New Perspective. Christology and the Realities of Roman Power, Orbis Book, Nueva York 1992; PROVAN, I., «Foul Spirits, Fornication and Finance: Rev 18 from OT Perspective» en JSNT 64 (1996) 81-100; WENGST, K., Pax Romana and the Peace of Christ, SCM Press, Londres 1987. K. WENGST, «Babylon the Great and the New Jerusalem: The Visionary View of Political Reality in the Revelation of John» en (ed.) H.G. REVENTLOW, Politic and Theopolitics in the Bible and Postbiblical Literature, JSOT.SS 171 (1994), 189-202. 2 VIRGILIO, Eneida IV, 4-10. 3 VIRGILIO, Eneida VI 850.

4 SENECA, De Clementia, I,4.1: «Hic casus Romanae pacis exitium erit»; De Providentia IV, 14 «Quoniam deorum feci mentionem, omnes considera gentes in quibus Romana pax desinuit». 5 Citado por PENNA, Romano., Ambiente histórico y cultural de los orígenes del cristianismo, DDB 1994, p. 123. 6 Elio Arístides 70. 7 FLAVIO JOSEFO, BJ IV, 370: «Deum quippe ipso praestantiorem esse ducem judeos sine labore romanis tradentem»; V,366: «nisi Deum ab illis stare compertum habuissent». Ver textos en castellano. 8 PLINIO el viejo en Historia natural, XXVIII,3. Citado por K WENGST, Pax Romana and the Peace of Jesus Christ, Trad. J. Bowden, SCM Press, Londres 1987, p. 10, nota 15. 9 VIRGILIO, Egloga I, 6-8: «deus nobis haec otia fecit; namque erit ille mihi semper deus». 10 Citado por R. PENNA, Ambiente histórico cultural de los orígenes del cristianismo, Desclée, 1994, p. 202. 11 Plinio el viejo hace al final de su Panegírico una oración a Jupiter Capitolino en estos términos: «No te vamos a cansar con votos (promesas), tampoco pedimos paz, concordia y serenidad, ni riqueza ni honores: nuestro deseo es simple, unánime y que lo abarca todo: la salud de nuestro príncipe» (Panegírico 94). Séneca exalta la dedicación de Claudio al bien de la humanidad en Polybio VII,2. FEARS, J.R., «The Ideology of Imperial Cult» en Thought 55 (1980) 98109. 12 VIRGILIO nos habla de las condiciones de la paz (Eneida VI, 850). 13 TACITO, Anales, I, 10,4 «pacem sine dubio post haec, verum cruentam». Cfr. artículo de LARUCCIA, S.D., «The Wasted Land of peace. A Tacitean Evaluation of Pax Romana» en (ed.) Carl DEROUXER, Studies in Latin Literature and Roman History II, Bruselas 1980. 14 A. YARBRO COLLINS, «The Political Perspective of the Revelation of John» en JBL 96 (1977) p. 254. 15 E. SCHÜSSLER FIORENZA, Apocalipsis, visión de un mundo justo, EVD 1997, p.120 (ed. inglesa); J.J. COLLINS, Apocalyptic Imagination: an Introduction to the Jewish Matrix of Christianity, Nueva York 1984. 16 Cfr. S. CROATTO, «Apocalíptica y esperanza de los oprimidos (contexto sociopolítico y cultural del género apocalíptico)» en RIBLA 7 (1990) 9-24; J. ALEGRE, «El Apocalipsis, memoria subversiva y fuente de esperanza de los pueblos crucificados» en RLT 26 (1992) 201-219 y 27 (1992) 293-323. 17 P. PRIGENT, «Au Temps de l’Apocalypse III. Pourquoi les persécutions?» en RHPR 55 (1975) 362. 18 Elio Aristides, Elogio de Roma 2, 99 y 108. Las inscripciones y las monedas del tiempo muestran que «Aeternitas» era la palabra elegida como lema de la dinastía de los Flavios, cfr. G.B. CAIRD, The Revelation of Saint John the Divine, BNTC, 19 Ver comentario al capítulo 13. 20 X. PIKAZA, «La perversión de la política mundana. El sentido de las bestias y de la cortesana en Ap 11-13 y 17-20» en EstM 27 (1971) 557-594. 21 VIRGILIO, Eneida, «Mecumque fovebit romanos, rerum dominos» (I,282); «romanosque suo de nomine dicet, his ego nec metas rerum nec tempora pono» (I, 278-279). 22 Elio Arístides 9. 23 VIRGILIO, Eneida, «tu regere imperio populos, romane, memento. Hae tibi erunt artes, pacique imponere morem, parcere subiectis et debellare superbos» VI, 850. Y en Geórgicas IV 561s se habla de la ley del vencedor a los que se someten. 24 VIRGILIO, Eneida VII, 258: «huic progeniem virtute futuram egregiam et totum quae viribus occupet orbem». 25 Así lo reconoce Tácito hablando de la ocupación de Germania: hay que someterse a la ley de los mejores, es decir, los romanos, pues por el beneplácito de dios se les ha concedido que «ut arbitrium penes Romanos maneret quid darent, quid adimerent, neque alios iudices quam seipsos paterentur» (Anales 56,1). Elio Arístides dice lo mismo en nº 38. Como expresión de esta capacidad de ser árbitro y juez, Séneca pone en boca de Nerón las siguientes palabras: «Yo he sido elegido para desempeñar en la tierra el papel de los dioses. Yo soy el árbitro de la vida y de la muerte de los pueblos, en mi mano está la suerte y situación de cada cual; por mi boca, la fortuna manifiesta qué quiere conceder a cada uno de los hombres; según sea mi respuesta, pueblos y ciudades conciben causas de alegría; no hay parte en lugar alguno que prospere sin que yo lo quiera y propicie; todos estos miles de espadas que mi paz sujeta se desenvainarán a una señal mía; qué países conviene que

sean extirpados de raíz, cuáles trasladados, cuáles recompensados con la libertad y cuáles privados de ella; qué reyes conviene esclavizar y en torno a la cabeza de cuáles colocar el emblema de la realeza; qué ciudades deban quedar arrasadas y cuáles surgir de nuevo, depende de mí». Séneca, De clementia I,1,2. 26 Tácito, Anales XII, 33, «pacem nostram metuebant». Según el testimonio de Séneca y de Suetonio, algunos de los emperadores romanos como Tiberio y Calígula gustaban citar los versos de Accio «Oderint dum metuant» (que me odien, pero que me teman), Séneca, De Clementia , I,12,4. 27 Flavio Josefo, BJ III, 304; AJ 17,295. Del fundador de la «Pax augusta» dice Séneca que fue «moderado y clemente», pero después que el «mar de Accio quedó teñido de sangre romana», De Clementia, I, 11,1. 28 Séneca, De Clementia I,8.2. 29 Tácito, Agricola 30,1: «quorum superviam frustra per obsequium ac modestiam effugias». 30 Justino, Apol. I,13.4. 31 Elio Arístides, Elogio 105. 32 De Clementia I,11,3. 33 IV de Esdras en R. H. Charles, The Apocrypha and Pseudoepigrapha of the Old Testament, vol II Pseudoepigrapha, Claredon Press, Oxford 1973, pp. 611-612. 34 R. BAUCKHAM, The Climax, el capítulo a «The Economic Critique of Rome in Revelation 18» p. 338-383, especialmente p. 345. 35 PROVAN, I., «Foul Spirits, Fornication and Finance: Rev 18 from OT Perspective» en JSNT 64 (1996) 81-100; 36 O’DONAVAN, O., «The Political Thought of the Book of Revelation», en TynB 37 (1986) p. 85. 37 C. BEDRIÑAN, La dimensión socio-política del mensaje teológico del Apocalipsis, PUG 1996, p. 263. 38 Tácito, Agrícola XXI,3. El mismo Tácito pone en boca de Civilis (un rebelde de la Germania) estas palabras con la que arenga a sus compatriotas: «Fuera con esos placeres que dan a los romanos más poder sobre sus súbditos que sus propias armas», Historias IV, 64,3. 39 Tácito, Agrícola, XXX, 6. Como ejemplos de esta verdad de ser «ladrones del mundo» se pueden recordar las palabras del embajador ateniense en Roma que Cicerón reproduce: «los romanos, si quieren ser justos y restituir lo que no les pertenece, se verían obligados a volver a las cabañas y vivir en la más cruda miseria», De republica 8,12, o parte del discurso de Mitridates en que recuerda que «como ellos mismos (los romanos) nos cuentan, sus fundadores fueron amamantados por una loba, por eso ahora todo el pueblo tiene la actitud de lobo por su insaciable sed de sangre, por el hambre y la avidez de poder y de riquezas». 40 Horacio, Odas, IV,5,27. 41 Algunos autores, apoyándose en el valor simbólico de los números, ven que 28 es el resultado de multiplicar 7x4, es decir, plenitud y totalidad. Lo constatamos, pero sin forzar demasiado el simbolismo. 42 Elio Arístides, Elogio 13. De la misma opinión es Séneca en De Clementia I,6,1. 43 Plinio, HN 37,204. Petronio, Satyricon 119,1-18 y 27-36, presenta también una lista de productos importados. 44 Tácito, Anales, 3,54. 45 Para los ejemplos de lujo extravagante se puede consultar la obra de W. BARCLAY, The Revelation of Saint John II, Glasgow 1993, pp. 154-264. Plinio, hablando del tercer triunfo de Pompeyo en Roma, dice que desfilaron con tres estatuas de oro de los dioses, una reproducción de una montaña de oro con ciervos, leones y frutas de toda especie (todo de oro), un retrato de Pompeyo hecho de perlas que demostraban «la austeridad vencida por el lujo vencedor» (HN XXXVII, 11). Pero como resultado de provincias saqueadas (HN 9,117) o «el precio de la victoria» (Agricola 12,6). 46 Flavio Josefo, BJ 6,420. 47 «Homo sacra res homini» Séneca, Cartas 95,33.

48 R. BAUCKHAM, The Climax p. 370. 49 E. SCHÜSSLER F., Apocalypsis, p. 138.

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Desde el reverso de la historia

«¿Quién construyó Tebas, la de las siete Puertas? En los libros figuran sólo nombres de reyes. ¿Acaso arrastraron ellos los bloques de piedra? Quienes edificaron la dorada Lima, ¿en qué casas vivían? ¿A dónde fueron la noche en que se terminó la Gran Muralla, sus albañiles? Llena está de arcos trinfales Roma, la grande. Sus césares ¿sobre quienes triunfaron? El joven Alejandro conquistó la India, solo? César venció a galos. ¿No llevaba siquiera un cocinero? Un triunfo en cada página. ¿Quién preparaba los festines? Un gran hombre cada diez años. ¿Quién pagaba los gastos? A tantas historias, tantas preguntas»1.

1. El texto de B. Brecht nos sugiere una perspectiva de lectura del Apoc. y de la historia, la de ayer y la de hoy. La realidad, sobre todo la realidad histórica, puede mirarse desde distintos ángulos, desde la «historia oficial» registrada en los archivos de los vencedores o desde las víctimas anónimas de la historia, sin las cuales no es posible la victoria. El libro del Apoc. no es una visión oficial de la historia desde la perspectiva del imperio romano. Representa, más bien, una visión diferente, discordante, desafiante de la «pax romana», porque la hace «desde el reverso de la historia», desde los excluidos y desde las víctimas. Al admirar el coliseo de Roma, las pirámides de Egipto o las ruinas de Machupicchu podemos admirar la grandeza de lo que esas ruinas representan, pero no solemos preguntar por el costo social y humano, los muertos y el trabajo forzado de esclavos que hicieron posible esas maravillas. Para ello se necesita una sensibilidad diferente2. Acostumbrados a espiritulizar y desencarnar la palabra de Dios, estas afirmaciones nos pueden resultar chocantes, porque la palabra de Dios que tenemos en la Biblia es para muchos de nosotros atemporal y eterna. Sin embargo, es acuerdo generalmente admitido hoy por los exegetas del Apocalipsis que el texto sólo puede ser interpretado en el contexto en que nace3. Esto vale para cualquier texto, de la Biblia o fuera de ella, y por eso debemos hacer nosotros el esfuerzo de conocer la situación concreta del autor y de los destinatarios de este escrito si queremos entrar en su mensaje. El Apoc. presenta este tipo de visión de la realidad histórica que les tocó vivir al autor y a los destinatarios por varias razones. a) La primera, por participar de una característica general de toda la palabra de Dios que es la Biblia, el ser palabra encarnada. Es verdad que nosotros leemos los textos hoy como palabra universal y atemporal dirigida a los hombres de todas las épocas, pero en su origen todos los libros de la Biblia tienen su contexto histórico en el que adquieren sentido. Son palabra encarnada para situaciones concretas, para los judíos de Jerusalén del siglo VIII (predicación de Isaías) o para los cristianos de Corinto o de Galacia. Entendiendo los contextos históricos, comprenderemos mejor el texto4. Todo texto está ligado en relación recíproca «a la sociedad en la que nace. Esta constatación vale también para los textos bíblicos. Por lo tanto, el estudio crítico de la Biblia necesita un conocimiento tan exacto como sea posible de los comportamientos sociales que caracterizan los diferentes medios en los cuales las tradiciones bíblicas se han formado (...) el acercamiento sociológico a los textos bíblicos se ha vuelto parte integrante de la exégesis»5. b) En segundo lugar, el Apoc. pertenece a una corriente literaria y teológica muy concreta que conocemos como «literatura apocalíptica», de la que ya hemos hablado6. Surge en momentos de crisis y de dificultad en la historia, cuando la fidelidad a Dios se hace difícil y cuando no se experimenta su señorío, sino el poder despótico de otros imperios. Es literatura de resistencia en la que descubrimos una doble denuncia: la maldad y la corrupción de un mundo que Dios condena y la seducción y la trampa que ese mundo representa para la fe. En el caso concreto de la literatura apocalíptica, la seducción del mundo griego o romano y su cultura que se impone. Pero en medio de la experiencia de opresión es capaz también de despertar la capacidad de soñar y de esperar un mundo nuevo7. Como prototipo de ella tenemos la visión de la

historia que presenta el libro de Daniel, capítulo 7. Desde la fe en Dios trata de desenmascarar al enemigo y de mantener la fe en la soberanía de Dios como Señor de la historia. Suelen ser escritos de fuerte connotación teológico-política, precisamente porque el problema de fondo es problema de poder: ¿en manos de quién está la historia de los hombres? ¿Se le escapa a Dios la historia de las manos? El trono, imagen que aparece en el capítulo 7 de Daniel y en el Apoc., es el mejor símbolo de esta problemática. Esta literatura pone en cuestionamiento el sistema político vigente y por ello tiene implicaciones históricas, políticas e incluso económicas8. La salvación no es meramente espiritual, sino que pasa por las mediaciones y las estructuras humanas. No es literatura del escapismo, sino del compromiso y de la fidelidad a pesar de todo, incluso la muerte. c) En tercer lugar, el Apoc. se define a sí mismo como «profecía», pero no profecía como sinónimo de predicción, sino de proclamación. También la profecía (basta ver los profetas de Israel) representa una teología encarnada en la historia y en los problemas de los hombres. Es en el presente que ellos viven donde se proclama la exigencia de conversión, de justicia, de solidaridad con el pobre y donde la vida del creyente debe manifestar que Dios es el único Señor frente a otros señoríos, el de los ídolos del poder o del tener. Teología provocadora y contestataria del «orden» establecido que atenta contra la salvación y siembra muerte entre los seres humanos. Por ser palabra concreta dirigida a los hombres concretos, en un momento determinado de su historia, se ha podido decir que la profecía es una «exégesis de la existencia desde una perspectiva divina»9. Lo curioso es que esta exégesis desde una perspectiva divina tenga connotaciones tan políticas o económicas como las tiene el libro del Apocalipsis y toda la literatura apocalíptica en general. Si quisiéramos resumir lo que venimos diciendo con un ejemplo de nuestros días, podríamos decir que en el Apoc. tenemos una auténtica «teología de la liberación»10. Es lectura de la historia y de los textos (el Apoc. lee todo el AT) desde la vida, desde la fe en la resurrección de Cristo y desde el sufrimiento de los cristianos, que parece poner en duda la fuerza salvífica del Resucitado. Eso es lo que queremos presentar en estas líneas que hemos titulado «desde el reverso de la historia». Esta perspectiva de la palabra, el ser palabra encarnada, palabra profética y liberadora, se aplica de modo especial al libro del Apocalipsis. Es una palabra dirigida por Juan a unas comunidades de Asia Menor, a finales del siglo primero, que atravesaban unas dificultades y a las que el autor quiere dar una respuesta. Bajo el imperio romano de finales del siglo primero, la fidelidad de los cristianos se hace difícil y se exige de ellos perseverancia y aguante para no dejarse seducir y mantener la fe. Esta perspectiva es una de las notas predominantes en la teología de la liberación, que hace una lectura de los textos bíblicos según la cual «la realidad presente no debe ser ignorada, sino, al contrario, afrontada, para aclararla a la luz de la palabra. En la fe, la Escritura se trasforma en factor de dinamismo de liberación integral»11. ¿Podemos por eso decir que el Apocalipsis tiene una teología de la liberación? La palabra «liberación» puede tener múltiples sentidos y el misterio de la redención se puede presentar desde ángulos diferentes: salvación, redención, liberación. Todas son palabras válidas que dicen algo, aunque no lo digan todo. Pero es liberación la que quizás subraya mejor los aspectos estructurales, sociales, políticos y económicos de la salvación. Es decir, se subraya mejor que la salvación, don gratuito de Dios, entra en la historia para salvarla12. Sin reducir la salvación exclusivamente a lo material (nadie osaría hacerlo), la palabra liberación nos invita igualmente a evitar el reduccionismo de signo contrario, por el que espiritualizamos la salvación y la hacemos insignificante para la trasformación del mundo como Dios lo quiere. El problema será cómo hacer creíble que la salvación ya ha comenzado y está operando en este mundo para trasformarlo según el designio del reino de Dios. Y aquí, una vez más, el misterio de la encarnación nos marca la dirección a seguir: encarnar la salvación en la historia sin encerrarla en la historia, según el antiguo aforismo de que «lo que no es asumido no es redimido». A los cristianos corresponde abrir la historia a la trascendencia del reino de Dios y de su Cristo, pero para abrirla y reorientarla hay que entrar en ella y asumirla13. 2. Aunque el libro del Apocalipsis no haya tenido mayor relevancia en la discusión teológica sobre teología de la liberación, creemos que puede ser un buen ejemplo por varios motivos14. La frecuencia de citas de un libro bíblico o la presencia de la palabra liberación puede ser significativa, pero no lo dice todo. Tomemos, por ejemplo, un libro como el de Job, que no solemos relacionar con la liberación y, sin embargo, se ha convertido en una buena síntesis de espiritualidad y de compromiso solidario con todos los que sufren15. Una de las características de esta teología es el abrirnos una perspectiva desde la que se leen los textos y la historia, cosa totalmente natural y legítima si se hace en las debidas condiciones, porque «la interpretación de un texto depende siempre de la mentalidad y de las preocupaciones de sus lectores»16. Señalamos algunos aspectos comunes entre teología de la liberación y el Apoc. que nos parecen importantes. a) Presencia del Éxodo y de los profetas El éxodo es paradigma de salvación en el Antiguo y en el Nuevo Testamento y en nuestras vidas, porque expresa el paso de una situación de peligro, de angustia y de muerte, a una situación de salvación y de vida. Y eso a nivel personal o social. Por eso, cuando los profetas quieren significar la salvación futura lo hacen recurriendo a símbolos tomados del éxodo para hablar del «nuevo éxodo» (Is 35,10; 40,3; 43,16). Y lo mismo harán los autores del NT al presentar toda la obra de Jesús como nueva pascua de liberación, paso de este mundo de los hombres en que reina la división al mundo del Padre en que

todos nos sentimos familia. El éxodo bíblico es un símbolo apropiado para expresar ese paso que debe tener fuerte connotación social, pues es el nacimiento de un pueblo17. Desde el comienzo, la salvación es comunitaria y tiene implicaciones estructurales, políticas, económicas y religiosas. El uso del símbolo nos remite a todos esos aspectos. En el Apoc. es innegable la presencia del Éxodo, no sólo por las alusiones o las citas, sino sobre todo por el sentido de esas referencias. También en Apoc. esas referencias tendrán que ver con el aspecto comunitario de la salvación, así como la relación con la historia y las estructuras políticas y sociales. Las siete trompetas y las siete copas están estructuradas sobre el trasfondo de las plagas de Egipto. En este caso, el enemigo no es ya el faraón y su símbolo el dragón o cocodrilo, porque el autor presenta otros símbolos (la bestia y el dragón) en los que se representa Roma, el poder político enemigo del pueblo de Dios. Aludiendo a Éxodo 19,6, se dice que los cristianos han sido liberados y hechos un pueblo de sacerdotes y de reyes (1,6 y 5,10). Notemos, como indica Schüssler Fiorenza, que el vocabulario utilizado es de carácter comercial y político18. Los términos «reyes y sacerdotes» para explicar la nueva condición de los cristianos son términos de dignidad y de poder. Los verbos «rescatar» o «liberar» sugieren transacciones comerciales o botín de guerra y liberación de esclavos. La acción de Dios en Cristo es vista como una verdadera liberación y el reino de este mundo ha pasado a ser de Dios y de Cristo (11,15). Ser sacerdotes y ser reyes expresa una función a realizar, como la de los israelitas, pero en la historia y no solamente en el culto, porque la salvación tiene también una dimensión ética junto a la dimensión celebrativa. Es la tarea de construir un mundo alternativo al mundo de la bestia. En el Apoc., los liberados pueden cantar desde ahora el canto nuevo de la liberación, el canto del Cordero y canto de Moisés (15,3). Notemos que el Cordero tiene también connotaciones del Éxodo. Como los judíos en Egipto, los creyentes han sido marcados también con la sangre de ese Cordero que es fuente de liberación. El tema central de ese canto, como en el canto de Moisés, es «el Señor reina» (Ex 15,18). El reino de Dios irrumpe con fuerza. Es una afirmación que debe ser reforzada cuando parece que otros reinos son los que se imponen. «Rey de reyes y Señor de señores», «soberano de los reyes de la tierra» son títulos de Cristo, usados en sentido polémico contra los que detentan los mismos títulos, en este caso el emperador romano. El mismo título de Cristo «palabra de Dios» (19,13), inspirado en el libro de la Sabiduría, hace referencia al acontecimiento liberador del éxodo como hazaña militar (Sab 18,15). Los profetas, lo mismo que el éxodo, están constantemente citados en el Apocalipsis. Por eso se ha podido hablar del «clímax de la profecía»19, porque este libro, que es profecía, se presenta como la culminación de la profecía veterotestamentaria. Hay citas abundantes de Isaías, Jeremías, Deutero-Isaías, Ezequiel, Daniel. La descripción de la bestia y de la prostituta (Babilonia) no se entiende sin los trasfondos de Daniel, Jeremías y Ezequiel. Por ejemplo, en 14,8 se dice: «cayó, cayó la gran Babilonia, la que ha hecho beber a todas las naciones del vino del furor de su fornicación». Es una frase creada por el autor, pero ha tomado de Is 21,9 la expresión «cayó, cayó Babilonia», de Jr 51,7 la expresión «ha hecho beber a todas las naciones el vino», y de Is 23,17 el tema de la fornicación. Pero el autor no es un simple copista, sino que mezcla y superpone textos y símbolos del pasado para interpretar su presente, que es lo que le preocupa. Hace de los textos una lectura (relectura) actualizada y cristológica, mostrando así su originalidad propia. Lo mismo hace cuando aplica a Roma los símbolos proféticos de Sodoma, Egipto o Jerusalén (11,8). De igual manera podemos decir que las plagas de langostas (aparte de la resonancia del éxodo que encierran) se entienden mejor cuando las referimos a textos proféticos de Joel o de Jeremías, los cuatro jinetes están inspirados en Zacarías y Ezequiel y la nueva Jerusalén evoca textos de Ezequiel 47 sobre la nueva Jerusalén, centrada en torno al templo, lugar de la presencia de Dios, y textos de Is 60, 62 y 65. Nuestro autor hace su propia lectura y síntesis de todos esos textos, resultando una obra original en la que el «templo es absorbido por el trono»20 de Dios y del Cordero. Cristo y su obra definitiva están en el centro, pero como cumplimiento pleno de lo anunciado. Los ejemplos son abundantes. Pero lo importante no son las citas, que nunca son literales, sino a dónde apuntan esas citas en el Apoc. Todas ellas son, en primer lugar, una lectura cristológica del AT. Por tanto, cuando el autor escribe no tiene delante un texto sino una persona, la de Jesús, porque para él los profetas hablaban de Cristo y Cristo representa el cumplimiento pleno de la profecía21. Es el Mesías esperado que implanta el reino de Dios. Es impresionante el uso de los profetas en la presentación de la bestia, de la prostituta y de Babilonia. En esa presentación se recupera la convicción profética del señorío de Dios en la historia y se denuncia, con sus mismos símbolos, la presencia de los dioses olvidados del poder político o económico que no miden los costos de su soberbia y arrogancia. Para los profetas y para el autor del Apocalipsis, esas realidades no sólo son un desafío al cielo por su pretensión de divinas, sino porque hasta el cielo llega el clamor de las víctimas de esos imperios. La intervención de Dios es una exigencia de justicia y liberación para su pueblo. b) Sin embargo, más allá de las citas del AT, están los temas de fondo: la soberanía de Dios y su voluntad de implantar su reino en el mundo en favor de su pueblo, al mismo tiempo que su decidida solidaridad con todas las víctimas de la historia. Comencemos por esto último, que es también tema fundamental de la teología de la liberación, ofreciendo una perspectiva desde la que se leen tanto los textos como la propia historia. Interpretar la historia desde el reverso, desde abajo, desde las

víctimas es también tema fundamental en el Apoc. Esta forma de hablar tiene necesariamente sus limitaciones, por ejemplo, cuando hablamos de mirar «desde abajo». En el Apocalipsis el cielo y la tierra son dos categorías que se contraponen: el cielo es al ámbito de Dios, la tierra es de los hombres. Pero el libro nos presenta a los vencidos como vencedores y los de abajo muy cerca de Dios en el cielo. Pareciera que el mundo de Dios y el de los hombres se unen precisamente en la presencia de las víctimas junto a Dios (6,9). No olvidemos que el Cordero es una de las víctimas y se encuentra ahora con Dios. Desde esta perspectiva, el quinto sello reclama una atención especial, porque junta estos dos aspectos al presentar el clamor de las víctimas, que están muy cerca de Dios, llegando al cielo y todo el desenlace del libro no es sino la respuesta de Dios al clamor de las víctimas y de la sangre derramada en la tierra22. Por eso, entre el quinto y sexto sello se juega todo el drama del libro, ya que, como reacción de Dios al grito de las víctimas, se desencadena la gran indignación de Dios y el día de su cólera (6,17). Es la misma convicción proclamada en el salmo 113, el Dios sublime que se encumbra sobre todo «se abaja para mirar y levantar de la basura al pobre» (Sal 113,6.7) porque «su vida es preciosa ante sus ojos» (Sal 72,14). El autor se encarga de hacernos ver la relación entre esta escena central del libro y las siguientes. Por ejemplo, los ejecutores del juicio por las trompetas salen del cielo y expresan la indignación del ángel del incienso (¿de Dios?) (8,5). La orden para derramar las copas de la cólera de Dios viene también del cielo (16,1) y es sorprendente el paralelo de las palabras del ángel al derramar la tercera copa (16,6) con las de las víctimas en el quinto sello. Con toda verdad se puede decir que el clamor de las víctimas, que Dios escucha, es la clave del libro, porque el Cordero es también una de las víctimas que está junto al trono de Dios. Fiel a la tradición profética y fiel a una convicción de fe de toda la Biblia de que Dios escucha el clamor de los pobres, el autor muestra una sensibilidad extrema para ver el mundo desde otro ángulo. No desde la gloria de Roma, desde su poderío y ostentación, sino desde la explotación y desde la sangre derramada. Por eso, con una frase tremendamente gráfica, se nos dirá que a Roma se le piden cuentas de «la sangre de todos los asesinados de la tierra». Visión de profeta y de creyente, no de economista o de simpatizante con el poder de Roma. Y haciendo esto, también en sintonía con la tradición profética, muestra la solidaridad y simpatía con todos los que sufren, «se hace cargo del reverso de la historia, haciendo suya la perspectiva de las víctimas del poder de Roma»23. Esta es la perspectiva cristiana, asumida por Dios en la cruz de Cristo y de la que Pablo nos habla en la carta primera a los Corintios: la debilidad de Dios es su fuerza, su locura es su sabiduría, porque en la cruz decide ponerse al lado de los crucificados y elegir lo que no vale para confundir a lo fuerte (1 Cor 1,2031). En abierto contraste con Roma o los imperios del mundo, que vencen con la fuerza y matando, la posición del autor es profundamente cristiana, pues la victoria de la que habla no es conseguida con la fuerza ni por el resentimiento, sino por la derrota y por la debilidad en la que se muestra la fuerza del Dios que salva. c) Esta perspectiva en torno a la que se mueve todo el drama del Apoc. no viene de un análisis sociológico o de un resentimiento ante las desigualdades existentes en el mundo. Brota de la fe en Dios y viene de Dios, como en los profetas. La denuncia profética de la idolatría afirma la soberanía de Dios, que no tolera ídolos. Van juntas la experiencia de Dios y la sensibilidad para detectar la presencia de los ídolos, que son las realizaciones humanas absolutizadas y divinizadas. Pero esa sensibilidad para «sentir» a Dios y su majestad es, al mismo tiempo, sensibilidad ante las víctimas o ante la muerte que esos imperios absolutizados siembran en la historia. Dos realidades inseparables que se complementan en los profetas y en el Apoc. al unir la soberanía de Dios como único salvador y la denuncia de los falsos salvadores, que lo hacen siempre a costa de la vida del ser humano. Esos ídolos pueden ser el poder o el dinero o ambas cosas juntas, como en el caso de Roma. La oposición es entre el Dios de la salvación y de la vida y los ídolos de la muerte. Los cuatro jinetes pueden ser una buena manifestación de la obra de los ídolos en la historia de los hombres. Y a Babilonia no sólo se la acusa por la soberbia que desafía a Dios, sino sobre todo por negociar, explotar y engañar a los hombres, derramando sangre para su beneficio político o económico. La visión introductoria de los capítulos 4 y 5 sitúa al vidente en la perspectiva de Dios para mirar la tierra. Ahí se establece rotundamente la soberanía de Dios como único soberano y salvador de todos. Desde esa fe y desde ese Dios se mira al mundo y se escucha el clamor de las víctimas. En el Cordero degollado, Dios y el vidente deciden aliarse no con los grandes, sino con los excluidos y marginados, pero al hacer esto no se trata de «glorificar la existencia de los marginados y pretender que ellos son mejores, sino de saldar la brecha, con el poder de la resurrección, entre la periferia y el centro, construir la nueva creación, confesar la muerte de Jesús como una protesta permanente y efectiva contra las estructuras que continuamente distancian el centro de la periferia»24. De todos modos, la fe en el Dios soberano y la sensibilidad para sentir el dolor de los hombres son temas centrales en este libro. Es una fe con implicaciones históricas, sociales, políticas y económicas. De esta experiencia de Dios brotan tres exigencias fundamentales: 1) La denuncia de otros soberanos y de los ídolos de la muerte, que atentan contra el señorío del Dios de la vida.

2) Una fuerte indignación y exigencia de justicia por el clamor que sube de la tierra al cielo y llega hasta el trono de Dios. 3) Una certeza de que esa proclamación se hace vida en el grupo de los creyentes y en la tierra comienza el reino de Dios y su salvación, que deben hacerse visibles. Por eso la salvación, manifestada en esa forma de vida, tiene aspectos sociales y económicos, aunque la salvación definitiva sea don de Dios que viene de arriba. 3. Como en el Éxodo y como en los profetas, la motivación última está en la creencia de que «Dios reina» (Ex 15). Se trata de la soberanía de Dios afirmada por los profetas frente a los grandes imperios de Egipto, Asiria o Babilonia y proclamada por Juan en los capítulos 4-5. Por eso debemos resaltar el trono como el símbolo central de este libro25. El autor se inspira en Daniel 7, pero el contexto en Daniel es también de poder, el de las cuatro bestias que siembran desolación y a las que se les quita el poder para dárselo a un Hijo de hombre. Desde el trono, Dios reina y juzga la historia26. A Dios se le llama siete veces «el que está sentado en el trono»27. En el capítulo 4 no se describe directamente a Dios, pero se menciona 12 veces el trono y toda la actividad de las personas que en él se describen gira en torno al trono. Los ancianos se despojan de sus coronas, las arrojan a los pies del trono y se postran ante Dios (4,10) diciendo: «tú mereces la gloria, el honor, el poder». Dios y su poder están en el centro de la fe y de la historia. Siendo el poder un problema central, podemos afirmar que en la descripción del trono, de Dios y de Cristo se ha dado una especie de «contaminación política» que se manifiesta de múltiples formas28. * En Apoc. a Dios se le llama simplemente «el que está sentado en el trono», símbolo de poder, porque, como ya hemos dicho, el problema de fondo es la soberanía sobre el mundo y la proclamación de la incompatibilidad entre el reino de Dios y el del César. En el momento histórico en que se escribe el Apoc., es claro que la soberanía pertenece al César, a quien se le dio autoridad «sobre toda raza, pueblo, lengua o nación» (13,7). Señor del destino de los hombres y de las naciones, señor de la vida y de la muerte. Ante este poder absoluto, ¿puede haber algún insensato que pretenda lo mismo? Desde el trono y desde las víctimas, Dios juzga las estructuras de poder del imperio de Roma. * Por eso podemos decir que la presencia de esa especie de contaminación política y polémica impregna la teología, la cristología y la liturgia. Hablamos de teología politizada, aunque nos produzca una sensación de incomodidad por el mero hecho de decirlo, ya que, para la mayoría de nosotros, teología y política deben estar muy separadas, como teología y economía. Pero el libro del Apocalipsis parece juntar esas realidades y desde la teología hace las críticas más duras al sistema político, económico y religioso más importante de la época. Los títulos de poder que se le dan a Dios y a Cristo no sólo son expresión de la fe cristiana, sino que reflejan al mismo tiempo una confrontación de poderes y de dos reinos. Categóricamente se dirá en 11,15 que «el reinado sobre el mundo ha pasado a nuestro Señor y a su Mesías». Dios asume su gran poder y comienza a reinar. El Apocalipsis habla de estos dos reinos que están en guerra, pero lo hace con la seguridad de saber que «ha sonado la hora de la victoria de nuestro Dios, de su poderío y de su reinado, y de la potestad de su Mesías» (12,10). En ese mundo nuevo, los mismos cristianos reciben nombre de vencedores y de reyes y son seguidores del que es «Rey de reyes y Señor de señores» (17,14). Estas afirmaciones, que a nosotros nos parecen normales como expresión de la fe cristiana, tienen una fuerte carga polémica para los lectores de la época y, al oírlas, más de uno sentiría miedo de la reacción del que todos consideraban el señor del mundo. * La liturgia cristiana era ciertamente el lugar en que los creyentes expresaban su fe en Cristo, como lo atestiguan las cartas de san Pablo y el mismo Plinio el joven cuando informa que los cristianos «honran a Cristo como a Dios»29. Pero en el Apocalipsis esa liturgia ha sufrido también esta contaminación política. Las supuestas liturgias celestes no tienen como trasfondo la celebración de la liturgia cristiana, que deberían ser modestas y medio a escondidas, sino las celebraciones en honor del emperador30. Es, por eso, una liturgia contestataria y desafiante, pues los títulos que se le dan a Cristo son los mismos que se aplican al emperador. De Nerón, por ejemplo, nos dice Tácito que sus adeptos «día y noche atronaron con sus aplausos y aplicaban a la persona del emperador la voz y los epítetos de los dioses»31. Y, según el testimonio de Flavio Josefo, cuando Vespasiano entró triunfalmente en Roma después de conquistar Judea, la multitud le aclamaba diciendo: «Salvador y bienhechor y el único digno de gobernar a los romanos»32. Al decir de P. Touillex, las aclamaciones a Dios o a Cristo de estos himnos tienen un cierto «color imperial», resultando un conjunto «intencionalmente hostil» al culto del emperador33. En el lector (oyente) de la época, las palabras salvador, gloria, poder, así como los títulos señor y dios nuestro, señor del mundo, evocaban inmediatamente la venerada figura del emperador, especialmente en Asia Menor, donde el culto imperial se desarrolló principalmente. Quiere decir que la confesión cristiana era demasiado osada en el contexto de finales del primer siglo, porque pretendía destronar al único soberano del mundo conocido en esa época. La fe constituía un desafío político que podía ser peligroso. Quiere esto decir que en las aclamaciones de la liturgia se juega algo central para la fe y para el imperio: ¿quién es el señor del mundo?, ¿quién es el único digno de recibir honor, gloria, poder? Podemos decir, en verdad, que la liturgia cristiana es encarnada, memoria subversiva y peligrosa, porque proclama la única soberanía que salva y desenmascara cualquier otra pretensión de falsos salvadores. * Finalmente, esta soberanía es para la salvación, porque es de alguien que lucha por la justicia y por la verdad (16,7 y

19,11), vence definitivamente al acusador de los hombres (12,10) y destruye a los que destruyen la tierra (11,18). Es soberanía que defiende al hombre y posibilita el nacimiento de un nuevo mundo. Al final, Dios estará en medio de su pueblo, reconocido por todos y todos reconocidos como ciudadanos de la nueva Jerusalén. Su presencia renueva el universo, garantiza el orden verdadero en un mundo de desorden y proclama vencedores a los vencidos por el dominio de la bestia. Ellos «serán reyes por los siglos de los siglos» (22,5). 4. Para el autor del Apoc., el centro de la historia no está en el pasado, en el éxodo o en la historia de Israel. Tampoco está en el poder avasallador de Roma. El centro es el Cordero, muerto y resucitado, convertido en Señor de la vida. La contemplación del Cordero, víctima de la violencia de este mundo, sensibiliza al creyente ante todo atropello o falta de consideración por el ser humano. Desde que Dios se ha hecho hombre, el hombre y la historia de los hombres es camino para ir a Dios y para implantar su reino y su salvación en esta historia y trascendiéndola. El Apoc. hace verdad la declaración de K. Barth: «Dios se ubica siempre incondicional y apasionadamente de un lado y sólo de un lado: contra los prepotentes y de parte de los humillados»34. ¿De qué lado nos situaremos los que creemos en ese Dios? Paradójicamente, la visión de fe del Dios soberano puede y debe ser una categoría hermenéutica para interpretar nuestra historia, que tiene mucho de «imperio» en lo que a su grandeza, esplendor y progreso se refiere, pero también en el alto costo humano y social que todo eso exige. A la luz de la palabra de Dios, proclamada en el Apoc., somos invitados a dar también nuestro testimonio profético ante el mundo. Un testimonio que proclama sin ambigüedades la soberanía de Dios en nuestras vidas y en nuestra historia, que con lucidez profética nos da la libertad para criticar los falsos ídolos y su trampa seductora y que nos sitúa en solidaridad fiel con todas las víctimas y todos los excluidos y crucificados de nuestro mundo. Tal vez debemos seguir el consejo de A. Heschel de que para entender la historia «hay que dejar a un lado la indiferencia y comprometerse»35. Por eso me atrevo a decir que la preocupación no es por la teología, sino por la liberación, y que ésta se ha universalizado como exigencia porque todos hemos tomado conciencia de la urgente necesidad de liberación que existe en nuestro mundo, tal vez, incluso, necesidad de liberación de nuestras «teologías», con las que pasamos indiferentes frente a este mundo redimido por Dios, pero donde todavía se viven las injusticias y las desigualdades y donde la paz es un deseo, pero no una realidad. Los imperios y las víctimas no han pasado ni desaparecido y el Apoc. nos invita a ver la realidad de la historia y a leer la palabra de Dios desde la solidaridad con el dolor de las víctimas, que han aumentado en nuestro mundo. Basta pensar en el número de exilados, prófugos y refugiados. El Apocalipsis nos presenta un Dios solidario con las víctimas de cualquier sistema y puede hacer suyo el mensaje del salmo 101: «quede esto escrito para la generación futura: que el Señor ha mirado desde su excelso santuario, desde el cielo se ha fijado en la tierra, para escuchar los gemidos de los cautivos y librar a los condenados a muerte» (Sal 102, 19-21). Puede ser que nosotros no experimentemos hoy la persecución ni la oposición del «imperio», pero no estamos libres (por eso necesitamos ser librados) de la seducción y el atractivo del mercado o de la sociedad del bienestar, para que no nos suceda lo que Tácito denunciaba ya en su tiempo «(los británicos) poco a poco se dejaron seducir por nuestros vicios, por la vida muelle de los pórticos, los baños y los banquetes refinados; desde su inexperiencia llamaban civilización a lo que estaba hundiéndoles en la esclavitud»36. Siempre es posible preguntarse cuánto de esclavitud hay en lo que hoy llamamos «civilización» imperante, que no tiene mucho de cristiana. La liberación y la definición se imponen como exigencia de fidelidad. Y, finalmente, esa seducción ejercida por el mundo en que vivimos se debe al triunfo de la idolatría que niega el absoluto de Dios. Todos nosotros debemos preguntarnos cuál es el puesto de Dios en nuestras vidas y en nuestra sociedad cristiana; qué queda del mandamiento «amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas y a tu prójimo como a ti mismo» (Mar 12,30-31 y Dt 6,4-5). La teología profética del Apoc. es una proclamación de la soberanía de Dios en la historia de los hombres y de las exigencias de esa soberanía para poderla hacer efectiva en la historia en la que Dios debe reinar. Por todas estas razones, creemos actual y urgente el mensaje profético del Apoc. como una teología de la liberación. Como nos recuerda el documento sobre La lectura de la Biblia en la Iglesia, «Dios está presente en la historia de su pueblo para salvarlo. Es el Dios de los pobres que no puede tolerar la opresión ni la injusticia. Por eso la exégesis no puede ser neutra, sino que siguiendo a Dios, debe tomar parte por los pobres y comprometerse en el combate por la liberación de los oprimidos»37. 1 Bertolt Brecht, «Preguntas de un obrero que lee» en Historias de almanaque, Alianza Editorial 1985, p. 88-89. 2 Roberto Benigni, al recibir el Oscar por su película «La vida es bella» agradeció a sus padres por la pobreza que le habían dado, porque así «ha podido ver las cosas desde otra perspectiva». Y eso es lo que hace P. Berger en su libro Pirámides de sacrificio. Etica política y cambio social, Sal Terrae 1979. 3 YARBRO COLLINS, A., «The Political Perspective of the Revelation of John» en JBL 96 (1977) 241.

4 Al afirmar la necesidad de conocer el contexto no queremos decir que con ellos baste para que la Biblia sea «palabra de Dios», cualquier científico arqueólogo o historiador lo puede hacer, aunque no tenga fe. Para nosotros hace falta además, por supuesto, la experiencia de fe, la referencia a la unidad y totalidad de la Escritura, así como a Cristo, clave hermenéutica fundamental, y a la tradicción de la Iglesia. Pero afirmamos que no podemos prescindir de esta encarnación histórica de la Palabra. 5 Documento de la Pontificia Comisión Bíblica, La lectura de la Biblia en la Iglesia, I, D, 1. 6 Véase nuestro capítulo sobre el tema y S. CROATTO, «Apocalíptica y esperanza de los oprimidos (contexto sociopolítico y cultural del género apocalíptico)», en RIBLA 7 (1990) 9-24; S. CROATTO, «Desmesura y fin del opresor en la perspectiva apocalíptica (estudio de Daniel 7-12)» en RevBib 39 (1990) 129-144. 7 Véase el libro de D.S. RUSSEL, Prophecy and the Apocalyptic Dream. Protest and Promise, Peabody, Ma. 1994, p. 14. 8 Véase nuestro capítulo sobre la «Pax romana». 9 A. HESCHEL, Los profetas, el hombre y su vocación, vol I, Paidós, Buenos Aires, p. 28. 10 Se debe tener en cuenta, ante todo, las dos instrucciones de la Sagrada Congreación para la Doctrina de la Fe sobre el tema de la liberación. Como dice la primera instrucción, teniendo en cuenta las desviaciones o posibles desviaciones de este tema, como de cualquier tema teológico, sin embargo queda como algo sumamente válido que «la aspiración a la liberación no puede dejar de encontrar un eco amplio y fraternal en el corazón y en el espíritu de los cristianos. La expresión ‘teología de la liberación’ designa en primer lugar una preocupación privilegiada, generadora del compromiso por la justicia, proyectada sobre los pobres y las víctimas de la opresión (...) La aspiración a la liberación, como el mismo término sugiere, toca un tema fundamental del Antiguo y del Nuevo Testamento. Por tanto, tomada en sí misma, es una expresión plenamente válida: designa entonces una reflexión teológica centrada sobre el tema bíblico de la liberación y de la libertad, y sobre la urgencia de sus incidencias prácticas». Tomado de Libertatis Nuntius, III,1.3.4. Véase también SCHÜSSLER FIORENZA, E., «Redemption as Liberation: Ap 1,5f and 5,5,9f» en CBQ 36 (1974) 220-232; C. ROWLAND M. CORNER, Liberating Exegesis. The Challenge of Liberation Theology to Biblical Studies, Londres 1990; O. O’Donovan, «The political Thought of the Book of revelation» en TynB 37 (1986) 61-94; C. BEDRIÑAN, La dimensión sociopolítica del mensaje teológico del Apocalipsis, PUG, Roma 1996; YARBRO COLLINS, A., «The political Perspective of the Revelation of John» en JBL 96 (1977) 241-256. 11 Lectura de la Biblia en la Iglesia, I, E,1. 12 Se pueden consultar las dos instrucciones de la Congregación de la Fe sobre la liberación y la libertad para descubrir que el clamor de los pobres y el clamor de la justicia van unidos y son una interpelación a la conciencia cristiana: «La Iglesia, guiada por el Evangelio de la Misericordia y por el amor al hombre, escucha el clamor por la justicia y quiere responder a él con todas sus fuerzas. Por tanto, se hace a la Iglesia un profundo llamamiento. Con audacia y valentía, con clarividencia y prudencia, con celo y fuerza de ánimo, con amor a los pobres hasta el sacrificio, los pastores -como muchos ya lo hacen-, consideran tarea prioritaria responder a esta llamada» (LN XI, 1.2). 13 El aforismo trata de explicar el dinamismo de la encarnación. Como una aplicación sumamente interesante para nuestro propósito, recordamos el nº 42 de la exhortación Christifideles Laici, en la que el Papa nos invita a asumir la política porque todos somos «destinatarios y protagonistas de la política». 14 J. ALEGRE, «El Apocalipsis, memoria subversiva y fuente de esperanza para los pueblos crucificados» en RLT 26 (1992) 201-219 y 27 (1992) 293-323; J.B. STAM, «El Apocalipsis y el imperialismo» en Elsa Tamez (ed.) Capitalismo, Violencia y Anti-Vida, DEI, San José de Costa Rica, 1978. 15 Cfr. el libro de G. Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente, CEP, Lima, 1986. 16 Lectura de la Biblia en la Iglesia, I, E. 17 Una aplicación práctica de las implicaciones de ese «paso» puede ser lo que Pablo VI decía a propósito del progreso en su encíclica Populorum Progressio, nº 20-21. 18 SCHÜSSLER FIORENZA, E., «Redemption as Liberation», p. 220s. 19 Es el título de la obra de R. BAUCKHAM, The Clímax of Prophecy, en que se resalta sobre todo el trasfondo profético del AT presente en el libro del Apocalipsis.

20 O. O’DONAVAN, «The Political Thought of the Book of Revelation» en TynB 37 (1986) 93. 21 U. VANNI, «L’Apocalisse; rilettura cristiana messianica dell’Antico Testamento» en G. De Genaro (ed.) L’Antico Testamento interpretato dal Nuovo. Il Messia, Napoli 1985, 445-480; MOYISE, S., The OT in the Book of Revelation, JSNT.S 115. 22 Cfr. el sugerente artículo de HEIL, J.P., «The fifth Seal (Rev 6,9-11) as a Key to the Book of Revelation», Bib 74 (1993) 220-243. 23 R. BAUCKHAM, La teología... p. 55. 24 WENGST, K., Pax Romana and the Peace of Jesus Christ, SCM Press, Londres 1987, p. 140. 25 SCHÜSSLER FIORENZA, E., Apocalipsis, visión de un mundo justo, p. 120?; BAUCKHAM, La Teología... p. 46. 26 Para la importancia del libro de Daniel en el Apocalipsis se puede consultar la obra de G.K. BEALE, The Use of Daniel in Jewish Apocalyptic Literature and in the Revelation of St. John, University of America Press, Nueva York 1984. 27 Apoc. 4,9; 5,1.7.13; 6,16; 7,15; 21,5. 28 Cfr. D.E. AUNE, «The Influence of the Roman Imperial Court Ceremonial on the Apocalypse of John» en BR 28 (1983) 5-26 y E. P. JENZEN, «The Jesus of the Apocalypse Wears the Emperor’s Clothes» en SBL.SP (1994) 637-661. 29 Plinio el joven, Cartas X,96. 30 Cfr. D. E. AUNE, «The Influence...» p. 6.20. 31 Tácito, Anales 14,15. 32 Flavio Josefo, BJ VII, 71. 33 P. TOUILLEX, L’Apocalypse et les cultes de Domitien et de Cybèles, París 1935, p. 102. 34 K. BARTH, Church Dogmatics, Edimburg, T&T Clark, vol II/1, p. 86. 35 A. Heschel, Los profetas, vol I, p. 26. 36 Tácito, Agrícola XXI,3. El mismo Tácito pone en boca de Civilis (un rebelde de la Germania) estas palabras con las que arenga a sus compatriotas: «Fuera con esos placeres que dan a los romanos más poder sobre sus súbditos que sus propias armas», Historias IV, 64,3. 37 La lectura de la Biblia en la Iglesia, I, E, 1.

9

¿Violencia, venganza, justicia?

1. Uno de los aspectos que sorprenden y asustan a muchos cuando comienzan a leer el libro del Apocalipsis es su lenguaje violento1. Se habla, por ejemplo, del furor (cólera) de Dios y del Cordero (6,17; 11,18; 14,19; 16,1), ante el que los hombres se esconden (6,15) y los montes e islas desaparecen (16,20). Las plagas enviadas al mundo como expresión de su cólera producen llagas y quemaduras en los hombres, los cuales, en su desesperación, llegan a maldecir el nombre de Dios «que dispone de tales plagas» (16,9). Pareciera que todo el mundo se prepara para el gran día de la batalla de Dios (16,14), al final de la cual una voz anónima invita a un banquete truculento y macabro (banquete de Dios, se dice en 19,17) a comer carne humana. En la apertura de los sellos, los cuatro jinetes son presentados como fuerzas destructoras que Dios maneja y de uno de ellos se dice que «se le dio poder para quitar la paz a la tierra y hacer que los hombres se degüellen unos a otros; le dieron también una espada grande» (6,4). La quinta trompeta presenta la plaga de langostas a las que no se les permite dañar a los árboles, pero sí a los hombres; los cadáveres de los dos testigos son expuestos en la gran ciudad (11,8); la prostituta estaba borracha de la sangre de los santos ((17,6), éstos, a su vez, «han blanqueado sus vestidos con sangre» (7,14) y la cosecha de la tierra es de tanta sangre que llega hasta «los bocados de los caballos en un radio de unos mil seiscientos estadios» (14,20). Parece que tanta sangre clama al cielo y por eso a Babilonia se le piden cuentas por la sangre de todos los asesinados de la tierra (18,24). Estos y muchos otros ejemplos que se podrían presentar aún son suficientes para plantearnos el problema de la violencia y de la venganza en el libro del Apocalipsis. El problema sobre todo se agudiza porque las víctimas de la violencia lanzan un desafío a Dios que más parece un grito de venganza: «¿para cuándo dejas el juicio de los habitantes de la tierra y la venganza de nuestra sangre?» (6,10). A partir de este grito, todo el libro nos habla de la implicación de Dios en un acto de venganza. Por eso, en el juicio a Babilonia, se pide pagarle con la misma moneda, devolviéndole el doble, con la certeza de que, condenándola a ella, Dios ha hecho justicia a los

cristianos (18,20). El veredicto final de Dios parece contradecir la misericordia y la bondad que lo caracterizan, porque lanza vivos a sus enemigos al lago de fuego y azufre donde serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos (20,15). ¿Dónde queda el evangelio y el Dios revelado en Jesucristo? 2. La pregunta es legítima y tal vez detrás de ella encontramos las razones por las que el libro tuvo dificultad en ser admitido en el canon de la Biblia y ha merecido en la historia los juicios más extraños. Del grito de los mártires, por ejemplo, por el que piden a Dios «¿para cuándo dejas el juicio de los habitantes de la tierra y la venganza de nuestra sangre?» (6,10), dice P. Prigent que parece una oración «bien poco cristiana», más propia del AT que del espíritu del evangelio y del sermón de la montaña2. Por eso Bultmann piensa que el Apocalipsis representa un judaísmo cristianizado a medias, algo así como diciendo que Cristo y su espíritu no han llegado a entrar en este libro de violencia y venganza. Lutero se queja de no encontrar a Cristo en el Apocalipsis, cuando dice: «mi espíritu no cuadra con este libro; ni se muestra ni se conoce a Cristo en él... me atengo a los libros que me dan a Cristo clara y limpiamente»3. Si, como hemos visto, el tema central del libro es una cuestión de poder (el de la bestia es ciertamente un poder para «vencer y matar» (11,7) y Cristo mismo es un vencedor (3,21 y 5,5)), ¿entra Cristo en la espiral de la violencia imponiendo su victoria con más poder y más violencia? ¿Se trata de imponer la ley del más fuerte en la historia o hay algo diferente y original en este libro donde abunda el lenguaje de la opresión, del poder y de la violencia y en el que han encontrado inspiración los fanatismos de todas las épocas, así como los mártires y los testigos? 3. Como ya hemos insinuado, un pasaje especialmente significativo para profundizar nuestra reflexión es el quinto sello y la oración («a grandes voces», dice el texto) que «los asesinados» por proclamar la palabra de Dios (6,10) dirigen al cielo: «Tú, el soberano, el santo y fiel, ¿para cuándo dejas el juicio de los habitantes de la tierra y la venganza de nuestra sangre?». Este tipo de oración es frecuente en los salmos y en la literatura apocalíptica, aunque el lenguaje puede escandalizar nuestra sensibilidad. La pregunta «¿Hasta cuándo, Señor?» es el grito espontáneo, hecho oración, de quien siente su vida amenazada y la impotencia de defenderse ante atropellos injustos4. Se pide la intervención de Dios porque se parte de la convicción de que «hay un Dios que hace justicia en la tierra» (Sal 58,12). Ese es el tema de fondo, como veremos, pero se recurre, a veces, a un vocabulario violento y es este vocabulario el que nos incomoda. El salmo que acabamos de citar pide a Dios: «oh Dios, rómpeles los dientes en la boca y goce el justo viendo la venganza y bañe sus pies en la sangre de los malvados» (Sal 58,7.11). ¿Se expresa en estas frases del

salmo y del Apocalipsis un deseo de venganza que nada tiene que ver con el cristianismo? ¿Qué decir al respecto? Lo primero que debemos hacer es acoger el escándalo. Es buena señal si nos escandalizamos. Significa que aún nos queda humanidad y capacidad de reaccionar. Sería horrible que leyendo estos textos nos sintiéramos plenamente identificados con ellos, porque significaría que estamos aún en el AT y Cristo no ha pasado por nuestras vidas. Como dice P. Beauchamp, lo peor que puede pasar con la violencia es disimularla y camuflarla o considerarla como algo normal5. El escándalo experimentado y la sensibilidad ante los atropellos son una especie de luz roja que se prende para invitarnos a descubrir la violencia donde quiera que se encuentre, incluso en nuestras vidas. Porque la violencia no se encuentra sólo en un texto, se encuentra sobre todo en nuestra historia y nuestras vidas. Todos hemos sido víctimas o responsables de ella. Bastaría examinar nuestros fanatismos religiosos, políticos o deportivos para convencernos de cómo está arraigada la violencia en todos nosotros, aunque sea por motivos diferentes, y la prontitud para justificarla siempre a favor nuestro. La vivimos en los días de guerra a través de la televisión y también aquí nos sentimos con ganas de gritar: «¡basta ya, ¿hasta cuándo?». Si nuestra reacción ante el lenguaje de violencia en el Apocalipsis es sincera y no hipócrita, debería llevarnos, como nos dice C. Rowland comentando este pasaje, a recordar que «la así llamada civilización cristiana es responsable de los momentos más brutales de inhumanidad» en la historia6. Y lo más curioso es que siempre encontramos justificaciones para nuestras violencias. En algunas de ellas, hasta Dios mismo ha sido utilizado para justificarlas. El escándalo y la indignación ante la violencia son signos de buena salud espiritual de una persona o de una sociedad. La palabra de Dios puede ayudarnos a despertar esa sensibilidad que necesitamos. Por eso, en segundo lugar, para comprender este lenguaje duro y difícil, es necesario situarnos en el lugar de quienes así se expresan. Son personas que no pueden soportar más esta especie de olvido o indiferencia de Dios, que parece haberlas dejado abandonadas. El texto dice que son «los asesinados» los que piden un juicio y a los que, por respuesta, se les dice que aún debe completarse el número de los que «iban a ser muertos como ellos» (6,11). Es decir, la violencia que sus palabras expresan no brota de cero, sino de una experiencia de opresión y de injusticia intolerable que clama por la justicia. Finalmente, ellos no tienen parte activa, sino que dejan el juicio a Dios, juez supremo de todos, integrando así la violencia en el plan de salvación de Dios. 4. Igualmente importante es reconocer que el texto del Apocalipsis es un texto literario, no una descripción de acontecimientos reales. Y en el lenguaje literario, mayormente en el apocalíptico, está presente el lenguaje simbólico. Por lo tanto

debemos preguntarnos qué mensaje se esconde detrás de este lenguaje simbólico en vez de interpretarlo a la letra7. Es innegable el vocabulario de la violencia, de la venganza y de la guerra en el Apocalipsis, y el tema central, la implantación del reino de Dios y del Mesías, es presentado como una gran batalla dirigida por alguien que es «Rey de reyes y Señor de señores» (19,16) y «cabalga victorioso por la verdad y la justicia» (Sal 45,5 y Ap 19,11). Pero este lenguaje es simbólico, como lo es nuestra forma de hablar cuando decimos «luchar por la vida», «luchar por la justicia» o «mantener la bandera bien alta». Son imágenes militares y violentas que usamos sin ningún escrúpulo. Eso es lo que hace Juan, utiliza imágenes de guerra o de violencia en las que se da una inversión de la imagen para presentar el verdadero mesianismo de Cristo. Por ese cambio pasamos del Dios y del Mesías que producen la violencia (como pueden sugerirnos ciertos textos de los salmos o la concepción del mesianismo judío) al Dios que condena la violencia, porque es el Dios que la sufre en carne propia. Este cambio de imagen se dio ya en el AT, especialmente en los profetas. Por ejemplo, cuando el segundo Isaías o Ezequiel utilizan este tipo de lenguaje no lo hacen tanto para hablar de un Dios guerrero, sino de un Dios salvador y liberador de su pueblo. Como dice acertadamente Van der Lingen, se trata de «una teología (de la liberación) y no de una ideología (de la guerra)»8. El autor del Apocalipsis expresa admirablemente este cambio de perspectiva en el contraste pretendido en la presentación de Cristo como león de Judá y como Cordero degollado (5,5.6)9. El león de Judá es una imagen (sobre todo en Qumrán) para hablar del mesías guerrero, que implanta su reino con la victoria sobre sus enemigos; el Cordero, «de pie y como degollado», recuerda el momento en que esa victoria tuvo lugar. El momento de la muerte y crucifixión de Cristo, muerto bajo Poncio Pilato y, por lo tanto, una de las víctimas de la Pax romana. De esta forma las imágenes tienen un matiz polémico, tanto contra el poder del emperador que vence matando como contra la concepción judía del mesianismo. «Jesucristo es el león de Judá y la raíz de David, pero Juan lo «ve» como el Cordero. Precisamente contraponiendo estas dos imágenes de contraste, Juan crea un símbolo de conquista por la muerte sacrificial, que es esencialmente un nuevo símbolo»10. Paradójicamente, Cristo triunfa por su muerte, pero, al mismo tiempo, muere víctima de la violencia. El mal de este mundo es vencido por un amor sufriente y no por un poder superior. Su victoria es salvación y es vida para los hombres a los que sella, protege y salva (7,3). El interés no está en la venganza, la revancha o la violencia, sino en la salvación y la vida por la resistencia fiel y no violenta. Es el Dios fuerte que vence con la debilidad. Lo mismo vale para sus seguidores, de los

que se dice también que «ellos lo vencieron (al demonio) con la sangre del Cordero y con el testimonio que pronunciaron sin preferir la vida a la muerte» (12,11). 5. El problema de la violencia en el Apocalipsis nos remite a nuestro propio mundo de guerras, de sufrimiento y de violencia. Si el libro del Apocalipsis o los salmos son violentos, no son tan extraños a nuestro mundo, donde el desorden, la destrucción, la marginación y exclusión violenta de los otros que no son «de los nuestros» están a la orden del día. Una vez más se nos vienen a la mente las imágenes de la guerra: de hermanos nuestros, obligados a dejar sus casas y caminar por el mundo sin patria y sin raíces, mientras los poderosos de este mundo deciden la suerte de los otros. El libro del Apocalipsis nos abre camino y nos da una respuesta a ese mal endémico de nuestra historia. Lo que a Juan le preocupa no es la predicción exacta de acontecimientos futuros de violencia, sino la forma de estar en el mundo que deben vivir los cristianos. Pero en un mundo real, no idealizado, donde la impopularidad, la exclusión, la violencia y la muerte dificultan la fidelidad a la fe. La historia que Juan nos narra en el Apocalipsis «se opone firmemente a la opresión real económica y social y no sólo a una idea teológica de la idolatría»11, como invitándonos a nosotros a no espiritualizar ni el texto ni el mal del mundo. Su lenguaje es violento porque necesita sacudir la tibieza o la indiferencia, ya que las cosas que se juegan son sagradas, la soberanía de Dios y de Cristo y la sacralidad y el respeto que toda vida humana merece. Por eso el apremiante mensaje dirigido a la Iglesia a «vencer» como Cristo (3,21). El es el modelo tanto de resistencia martirial como del camino a seguir para llegar a la victoria. En medio de un mundo violento que vence matando, ellos tienen que distanciarse de ese mundo y definir su identidad en él, apoyados desde ahora en la certeza de la victoria de Cristo y de que el reino de este mundo «ha pasado a nuestro Señor y a su Mesías» (11,15). La actitud correcta para estar en el mundo es ante todo de fidelidad, siendo testigos, profetas y mártires que saben ver en profundidad la naturaleza de las cosas y del mal en el mundo. Se ve el mundo desde la soberanía de Dios y desde la victoria del mal en Cristo. En este «combate» no valen las medias tintas (3,16), porque Satanás está de por medio en mediaciones históricas concretas de poder y de economía. Por eso el autor «se opone firmemente a la violencia y la opresión y llama a la audacia en una resistencia activa contra el poder de Roma»12. Pero a él no le interesa la venganza o la revancha, sino el deseo de generar esperanza, que se trasforma en perseverancia y resistencia en medio de la crisis. Esa actitud exige también la solidaridad con las víctimas de la violencia y del mal y prontitud para escuchar el clamor sordo que brota de la tierra y clama al cielo.

Diriamos que la victoria del Cordero degollado, que Juan proclama, es el reverso de la tentación de la violencia que constantemente nos acecha, porque Cristo vence y juzga al mundo, no causando el sufrimiento, sino sufriendo solidariamente y poniéndose de parte de las víctimas. Esta es una verdad fundamental sobre Dios y sobre Cristo afirmada en este libro. La Iglesia debe hacer lo mismo con la esperanza de que algún día «el lobo y el cordero irán juntos y nadie hará daño a nadie, porque la tierra estará llena del conocimiento de Dios» (Is 11,6-9). Por eso, finalmente, la fidelidad se hace también indignación ante un mundo de violencia y de muerte. El sexto sello expresa poéticamente la reacción de la naturaleza ante la indignación de Dios. ¿Pero cual será la reacción de los hombres? Tal vez toca a los creyentes ser portavoces (revelación) de esa «indignación de Dios contra toda impiedad e injusticia de los hombres que oprimen la verdad con la injusticia» (Rom 1,18). Deberíamos tomar en serio la indignación de Dios, porque, como dice C. Rowland, «una teología cristiana (y una fe) que no tropieza una y otra vez con el escándalo del sufrimiento, no ha tomado nunca en serio el escándalo de la ejecución de Jesús»13. Nuestra fe en Jesús, víctima inocente sacrificada, debe despertar en todos los que le reconocemos Señor de nuestras vidas una gran sensibilidad e indignación ante toda situación que convierta al ser humano en mercancía o víctima. 6. El libro del Apocalipsis, con su lenguaje violento, quiere expresar la gran utopía cristiana de un mundo nuevo en el que «Dios en persona estará con ellos y será su Dios; Él enjugará las lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte ni luto, ni llanto ni dolor, pues lo de antes ha pasado» (21,3.4). El ideal es claro, pero encuentra en la historia mucha resistencia en otro «reino» institucionalizado y organizado y que aparentemente se presenta como realización definitiva de la edad de oro de la paz romana. Por la insistencia en la fidelidad, este libro es también invitación a la protesta y el inconformismo ante toda absolutización que tiraniza al ser humano y reprime la vida. Indignación y resistencia, pero también testimonio de la novedad que Dios quiere instaurar entre los hombres. El libro de la vida y el árbol de la vida son la gran oferta de Dios a las naciones. De eso somos testigos y servidores. Utilizando el mismo lenguaje bélico de Juan, una vez más, el poeta peruano C. Vallejo, en su poema «España, aparta de mí este cáliz», convoca a todos los «voluntarios de la vida» a «matar la muerte» y para ello reúne el ejército de voluntarios que van por el mundo «disparando su mansedumbre» y peleando en la guerra en la que «ya nadie es derrotado, sin aviones, sin guerras, sin rencor». Paradójicamente, es un ejército que «llena de poderosos débiles el mundo». Todavía queda el gran desafío de la humanidad de dar la gran batalla en la que «sólo la

muerte morirá» para que triunfe definitivamente la vida. Y en esta gran utopía Dios quiere estar en el centro, como el que «todo lo hace nuevo» (21,5). 1 Se puede ver la bibliografía siguiente: P. BEAUCHAMP, «La violence dans la Bible» en Etudes, abril 1999, 483-496; L.L. ESPINEL, «La actitud en la persecución, el Apocalipsis» en su libro El pacifismo del NT, Salamanca 1992, 197-204; A.T. HANSON, The Wrath of the Lamb, Londres 1957; LINGEN, A. van der, Les guerres de Yahvé, Lectio Divina 139, Cerf 1990; J.N. MUSVOSVI, Vengeance in the Apocalypse, SAUP, Saint Andrew, Michigan 1993; X. PIKAZA, El Señor de los ejércitos. Historia y teología de la guerra, PPC 1997, capítulo IV «La guerra en el Apocalipsis»; BARR, D., «Towards the Ethical Reading of the Apocalypse: Reflections on John’s Use of Power, Violence and Misogyny» en SBL.SP 36 (1997) 358-369; KLASSEN, W., «Vengeance in the Apocalypse of John» en CBQ 28 (1966) 300-311; LEGRYS, A., «Conflict and Vengeance in the Book of Revelation» en ExT 104 (1992) 76-80; YARBRO COLLINS; A., «Persecution and Vengeance in the Book of Revelation» en D. HELLHOLM (ed.) Apocalypticism in the Mediterranean World and the Near East, Tübingen 1983, 729-749. 2 P. PRIGENT, L’Apocalisse p. 226. Ver investigación de YARBRO COLLINS sobre aspectos poco cristianos del Apocalipsis en «Persecution and Vengeance in the Book of Revelation» en D. HELLHOLM ed., Apocalypticism in the Mediterranean World and the Near East (Proceedings of the International Colloquium on Apocalypticism: Upsala, august 12-17, 1979), Tübingen 1983, 729-749. 3 Citado por W.G. KUMEL en The New Testament: the History of the Investigation of its Problems, ET Abingdon y SCM Press, 1972, p. 25. Véase también el juicio de C.G.Jung sobre la violencia en el Apocalipsis en su libro Respuesta a Job, Fondo de Cultura Económica 1972, p. 92-94. 4 Cfr. Sal 6,4; 13,2; 74,10; 79,5;; 89,47; 90,13; 94,3; Dan 8,13; Zac 1,12. En la misma línea de textos difíciles para la sensibilidad cristiana se pueden situar las declaraciones de Cristo: «No he venido a traer la paz sino la espada» (Mt 10,34) o «el reino de los cielos padece violencia» (Mt 11,12). 5 P. BEAUCHAMP, «La violence dans la Bible» en Etudes (abril 1999) 485. 6 C. ROWLAND, Revelation, Epworth Press, Londres 1993, p. 83. 7 Es lo que parece reflejar el sentimiento feminista de Tina Poppin cuando afirma

que en la forma de tratar a la mujer en el Apocalipsis (se la llama prostituta), la utopía cristiana representa también un mundo de opresión. Su testimonio es citado por D. BARR en «Toward an Ethical reading of Apocalyse; Reflections on John’s use of Power, Violence and Misogyny», p. 358. Para una visión más justa habrá que tener en cuenta algunos aspectos importantes del lenguaje del Apocalipsis. No se puede hacer una lectura literal de un libro simbólico, porque la «mujer» (Babilonia) no es una mujer, es también una ciudad y representa más lo económico que lo femenino y, finalmente, tenemos también una mujer-ciudad (Jerusalén) que expresa la salvación. 8 Es el título que da a su décima tesis en Les guerres de Yahvé, p. 237. 9 Cfr. el capítulo 6 «The Lion, the Lamb and the Dragon» en la obra de R. BAUCKHAM The Climax... p.174-198. 10 Cfr. R. BAUCKHAM, p. 180 y 183. 11 D. BARR, a.c. p. 369. 12 D. BARR, a. c. p. 371. 13 C. ROWLAND, o. c. p. 84.

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La utopía de la vida

Desde Tomás Moro, quien, al parecer, fue el primero en usar el término, la palabra utopía ha dado que hablar1, bien porque en ella se expresen las esperanzas de los hombres o porque la utilicemos para hablar de lo que no existe y, por lo tanto, de lo irreal, lo engañoso, lo evasivo. En este último sentido una persona utópica se opone a otra que es realista. La misma etimología de la palabra daría pie para ese doble sentido, según la hagamos derivar de «eu-topos» (buen lugar) o «ou-topos» (no lugar). La utopía designaría lo que no existe en ningún lugar, pero es un buen lugar, imaginado y soñado, que puede hacerse presente en nuestra historia. Estaríamos ante algo tan nuestro como es el juego entre realismo e idealismo, dos componentes fundamentales del ser humano, como lo expresa admirablemente el Quijote y sus dos protagonistas: don Quijote, que vive de sus sueños, y su escudero Sancho, que le hace poner los pies en la tierra. Se trata de un idealismo encarnado, no evasivo, y de un realismo transformado por los ideales, por la esperanza. 1. El género “utopía” Por definición, la utopía es un género literario, una creación literaria de los hombres (una especie de ciencia-ficción) que sirve para imaginar la sociedad perfecta a la que aspiramos, pero que no existe entre nosotros2. Toda utopía se proyecta hacia el futuro, hacia una meta ideal que llega difícilmente, pero que moviliza y orienta proyectos y la historia de los hombres. La utopía no es un sueño de opio, una invención de la imaginación creadora, sino una esperanza, un anhelo profundo basado en posibilidades reales: el mundo podría ser... si se dieran ciertos comportamientos. Brota del subconsciente, del anhelo y sueño profundos de belleza, de virtud, de paz y de bonanza. El reino de Dios, predicado por Jesús, es una utopía que expresa el sueño de Dios sobre la humanidad. La utopía es literatura de protesta y aparece como reacción frente a situaciones difíciles en que se siente la presencia de poderes destructores y deshumanizantes.

Frente a esa cruda realidad, la utopía cumple una función múltiple y necesaria. Es, en primer lugar, una expresión de la protesta frente al presente injustamente duro y cruel. Más aún, la utopía es un implícito rechazo del mundo actual, que en sus estructuras no es «divino» ni puede endiosarse, pues muchas veces es simplemente el lugar donde dominan los “demonios”. La utopía es, al mismo tiempo, una afirmación de la capacidad de soñar que tiene el ser humano y que no se resigna a que le priven de sus sueños e ideales y es, por eso mismo, una literatura que despierta la capacidad de aguante y resistencia, con la fe y la esperanza de que este mundo hostil e inhumano puede ser diferente. Más allá de lo racional, la utopía es una especie de aspiración inconsciente, como se refleja en muchos de los cuentos, y contiene un componente ideológico. El problema principal de la utopía no es si existe o no existe en la realidad, sino la función que puede cumplir en la vida de los hombres y sus proyectos históricos. Como lo han señalado bien los estudiosos del tema, por el potencial movilizador y trasformador que tiene, la utopía se distingue de la ideología como tal. Ambas son visiones de la realidad, pero desde perspectivas diferentes: la ideología justifica el sistema reinante, la utopía lo cuestiona y quiere trasformarlo. La ideología es la «salvación oficial», la utopía es la salvación de todos comenzando por las víctimas o los excluidos del sistema imperante. Frente a esa presencia de poderes deshumanizantes, algunos de los cuales se presentan como «utopías negativas» (piénsese, por ejemplo, en “1984” de Orwell o “Un mundo feliz” de Huxley), la utopía es absolutamente necesaria en la vida de los hombres y en la historia. Algunos intelectuales piensan que la muerte de la utopía puede representar la muerte del espíritu humano y, según E. Bloch, la utopía es «el motor de la historia». La utopía representa el punto de unión entre los sueños y la vida, entre los ideales y la realidad, y expresa la capacidad de indignación del ser humano frente a una historia que lo deshumaniza. Entrar en el juego de la utopía es asumir la responsabilidad histórica y presentar una «protesta con propuesta», como se viene diciendo frecuentemente en nuestro medio. Por cierto, la utopía puede ser una fuga mundi, con la que nos refugiamos en un país de los sueños o de las maravillas, si no se convierte en una meta real a trabajar y hacia la cual caminar. Se convierte en opio adormecedor si es contemplación sin praxis, sin conflictos con las anti-utopías. No hace falta decir que el lenguaje propio para expresar los sueños, las esperanzas o los ideales de las personas es el poético, metafórico, simbólico. Las utopías no son planes de gobierno, sino creaciones literarias que expresan las aspiraciones más profundas del ser humano. Una buena expresión de lo que

queremos decir sería la conocida declaración del «Derecho al delirio» de E. Galeano, popularizada con motivo de la llegada del nuevo milenio. 2. El principio esperanza La utopía tiene que ver con el futuro y con la esperanza de la humanidad, por eso cumple una función absolutamente necesaria, porque expresa una fe y una convicción de que nuestra historia puede ser diferente. En frase de Unamuno, la utopía, como la fe, sirve para «crear lo que no vemos» y es la energía de los seres humanos para superar las dificultades del presente y abrirse a la esperanza que nos puede salvar. Por eso la utopía contrapone “este mundo” y “el otro mundo”, elemento básico de las religiones que tienen una escatología3. Es una esperanza futura que intenta hacerse realidad presente; es la tarea de todo ser humano que se opone a la resignación y el conformismo e intenta realizar sus sueños. Por eso resulta inútil discutir si es presente y real o evasiva y engañosa. No es (aún), pero puede ser si nos ponemos manos a la obra. Es el realismo encarnado movilizado por los ideales. Al estilo de la generación de jóvenes de mayo del 68, es creer que «lo posible forma parte de lo real» -por eso se atrevían a proclamar: «seamos realistas: pidamos lo imposible». La esperanza genera utopía y ésta expresa la fe en un futuro cualitativamente diferente del presente transformado por la utopía. Ahora bien, la carta a los Hebreos nos recuerda en 11,1 que «la fe es el soporte de las realidades que se esperan, y prueba de las que no se ven». La utopía, que no se da sin un mínimo de esperanza, es parte integral de la auténtica fe cristiana. Como sabemos, fe y esperanza son inseparables; la una no tiene sentido ni consistencia sin la otra; sería un engaño o un espejismo4. La esperanza cristiana es, en ese sentido, utópica y ambos temas (utopía y esperanza) son fundamentales en el Apoc. No hay esperanza sin un caminar y reorientar la vida hacia ella. Por eso se ha distinguido siempre entre el objeto de la esperanza y la actitud de la esperanza. Es la actitud de la persona la que va realizando y anticipando el objeto de la esperanza. La esperanza cristiana, lo mismo que la fe, será real en proporción a la vivencia del amor, la praxis propiamente cristiana. Como diría san Pablo, lo que cuenta es la fe y la esperanza, que se traducen en amor (Gal 5,6). No se trata, pues, en primer lugar de una virtud teologal (aunque también sea esto), sino fundamentalmente de una determinación producto de una opción fundamental de fe. No es sólo don, es fundamentalmente tarea que compromete a la persona. El intento de enrumbarse hacia una utopía fácilmente constituye una comunidad

que, en términos de G. Lohfink, se caracteriza por ser una «comunidad de contraste» (con el mundo)5. En efecto, la esperanza neotestamentaria (cristiana) es esencialmente comunitaria, no individual (¿me salvaré?). Por eso Jesús constituyó un grupo de discípulos y como tal los instruyó predominantemente sobre la convivencia comunitaria y los mandó a ser testigos del reino de Dios. Esa visión comunitaria del reino de Dios se encuentra también en la imagen final del Apoc., de la Jerusalén celestial -cuyo correlato, “un cielo nuevo y una tierra nueva”, le da inclusive una dimensión cósmica. Esta esperanza no es fundamentalmente diferente de las utopías en general. Lo específico que se añade es la referencia a Cristo y a Dios ofreciendo a la humanidad ese don que compromete. Todas las utopías se proyectan hacia un mundo de “dioses” (el eu-topos), donde reinan la concordia y la armonía “divinas”, de las cuales participarán los escogidos o dignos, como Apoc. 21. Esa es la esperanza de los que se esfuerzan por ser “escogidos”, los 144,000 sellados. 3. El Apocalipsis A la luz de estas observaciones introductorias, es fácil descubrir que el Apoc., por ser un libro de esperanza, es también una obra utópica por antonomasia porque, en un mundo deshumanizado por la presencia de la bestia y de la prostituta, es proclamación de una fe audaz que quiere hacerlo «todo nuevo» (21,5). Toda utopía tiene algo de radicalismo antitético, es reacción frente al mundo presente, al cual ofrece una alternativa y descubre la historia como un proceso en que se puede ir desplegando y realizando la salvación. El Apoc. presenta esta contraposición de diferentes maneras: presente y futuro, arriba y abajo, cielo y tierra, viejo y nuevo, salvación y condenación, vida o muerte, así como contraponiendo el Cordero y la bestia, Dios y el dragón, Jerusalén y Babilonia, la mujer con doce estrellas y la prostituta. Se habla de un juicio para «destruir a los que destruyen la tierra» (11,18) y ofrece a los seguidores de Cristo la vida para siempre en un mundo en que hay ya «un cielo nuevo y una tierra nueva» (21,1). Pero esa plenitud de vida no hay que situarla solamente en el futuro. Por obra de Dios, la salvación ha entrado ya en la historia de los hombres en el acontecimiento de Jesucristo. Él es el que estuvo muerto y vive por los siglos y posee las llaves de la muerte y del abismo (1,18). Eso se canta en forma sintética en los himnos del Apoc. una y otra vez. La salvación a la que se orienta la esperanza cristiana es un «ya pero todavía no», a la vez presente y futura, haciendo que este mundo pase a estar bajo la soberanía benéfica de ese triunfador de la muerte que es Cristo (11,15). Los cristianos, en su condición de «sacerdotes y reyes», o de vencedores y servidores, deben hacer triunfar en la historia la vida inaugurada por Cristo. También ellos son invitados a ser «fieles hasta la muerte» y a vencer en la prueba para merecer «la corona de la vida»

(2,10). El cristiano no espera pasivamente la llegada del triunfo y de la vida. Es el que, siguiendo el ejemplo martirial de Cristo, testifica ante el mundo que hay otra vida ya presente en nuestra historia. Desde esta certeza se explica la insistente invitación a la fidelidad en las cartas dirigidas a las iglesias. Como premio «comerá del árbol de la vida» (2,7), «recibirá la corona de la vida» y «no será víctima de la segunda muerte» (2,10.11), estará escrito «en el libro de la vida» (3,5), será ciudadano de la nueva Jerusalén, la ciudad del la vida (3,12), participará de la victoria de Cristo, sentado en un trono junto a él (3,21). En la medida en que rechaza esa salvación de Dios (Apoc. 12-13), el mundo se muestra precisamente como el lugar antitético, y por lo tanto no podrá subsistir al juicio de Dios (Apoc. 1920). El Cordero degollado (por haber sido degollado) representa el juicio al mundo: en él es visible la antisalvación del mundo, que se sigue manifestando hoy igual que antaño. El mundo mata, Dios y el Cordero regalan vida. Una concreción muy especial de esa dialéctica entre presente y futuro, muerte o vida, la encontramos en la oposición Jerusalén Babilonia, tan central en el Apoc.6 Jerusalén es la ciudad de Dios, Babilonia es la ciudad de la bestia y de la prostituta. Como ya hemos visto, para el autor del Apoc. el nombre Babilonia no hace referencia directa a la Babilonia histórica, que había desaparecido como potencia siglos atrás. Pero la llama de este modo porque la designación es, al mismo tiempo, un juicio sobre la realidad histórica que representa. Le sirve para designar al imperio romano, en el que se sintetizan todo el orgullo, la tiranía y la opresión de todos los imperios de la historia, llámense éstos Babel, Sodoma, Egipto o Tiro (cfr Apoc. 11,8). Ese imperio, como todos los que le han precedido, se “emborracha de la sangre” de las víctimas (Apoc. 17,6). Por eso da su a su capital el nombre de Babilonia, por ser “madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra” (17,5) y porque, más allá del bienestar, del lujo y de la ostentanción, la mirada de Dios encuentra en ella “la sangre de todos los asesinados de la tierra” (18,24). La utopía del Apoc. es el reverso de la ideología reinante de la Pax romana, expresión del bienestar, de la prosperidad y del orgullo del imperio romano, al que se opone encarnizadamente. La denuncia profética, la tensión y el conflicto a muerte entre esos dos mundos son manifiestos en el Apoc. La realidad que se vive, por más propagandistas entusiastas que tenga el imperio, genera corrupción, violencia, víctimas y muerte. Por ello resulta que el Apoc., en cuanto utopía, es una protesta contra la estupidez humana, incapaz de construir un imperio de paz y de igualdad para todos e invita a salir de ese sistema para no hacerle el juego a la ideología reinante, que achica el horizonte y mata la esperanza. Ofrece en contraste el

compromiso con una forma diferente de vivir, en seguimiento de Jesucristo, para ser en el mundo testigos de la resurrección y de la vida. El gran dinamizador de esta utopía de vida y de salvación es Dios mismo, dominando nuestro tiempo y nuestro espacio, «el que es, el que era y ha de venir» (1,4), Señor absoluto del mundo y de la historia, que quiere establecer su reino soberano a través de su Mesías (11,15). Fue el Hijo de Dios y Mesías el que adquirió para Dios, con su sangre, «hombres de toda raza y lengua, pueblo y nación» para que sean reyes en la tierra (5,10). Por la fe confiada en ese Dios de la victoria quedan definitivamente desterrados de nuestra historia el pesimismo y la fatalidad. Lo curioso es que esta utopía no sucede al margen de nuestra historia, sino enraizada en el corazón de ella. Pues el Mesías es el «Cordero degollado», es decir, es una de las víctimas de este mundo cruel que crucifica y mata. Y fue precisamente ese que «estuvo muerto pero vive para siempre», quien fue constituido Señor de la vida y dador de vida. Con razón se puede decir que «el Señor de la vida es la clave del Apocalipsis»7 y determina el sentido auténtico de la historia de la humanidad. Sólo él es la clave para descifrar la historia atormentada y misteriosa de los hombres, tiene el poder de abrir los sellos para leer el libro. En definitiva, él es quien tiene el libro de la vida (3,5). Toda la vida cristiana está orientada hacia esa meta, la nueva Jerusalén, porque está pastoreada por «el viviente» por antonomasia, que guía a su pueblo hacia «las fuentes de agua viva» (Apoc. 7,17). La contraposición Jerusalén-Babilonia está sugiriendo que el juicio y la salvación de Dios se encarnan en la historia de los hombres. La utopía de que se habla no es «ou-topos» (en ningún lugar), sino que es el reverso de Babilonia. De esta manera el autor quiere indicar que, así como se siente la presencia violenta y sembradora de muerte que es Babilonia, se debe de igual manera hacer sentir ya la presencia del Resucitado en medio de su comunidad como fermento de vida. El esperado final es la participación de la vida en la nueva Jerusalén, en la que se encuentra también el nuevo paraíso. Pero desde ahora tenemos la exigencia de «salir» (18,4) de la ciudad de la opresión, de la corrupción y de la muerte que es Babilonia, y comenzar a ser ciudadanos de la ciudad de la paz y de la vida. El mundo nuevo se está ya gestando en la historia de los hombres, en la que ha entrado el Cordero como víctima y como Señor de la vida. Existe tensión dialéctica y conflicto entre Jerusalén y Babilonia hasta el punto de excluirse mutuamente. Roma (Babilonia) emborrachaba a los habitantes y a los reyes de la tierra «con el vino de su prostitución» (18,3), es decir, con la corrupción de su mercado y la idolatría del poder. La nueva Jerusalén, por el contrario, es de puertas abiertas para que las naciones entren o caminen bajo su luz benéfica y vivificadora

(Apoc. 21,24). Frente a la sangre que se encuentra en Babilonia, símbolo de la violencia y de la muerte que ese imperio siembra en la tierra, la nueva ciudad tiene agua y vida y ofrece la medicina de vida a las naciones (22,1-2). Babilonia es la ciudad donde el emperador es dios, Jerusalén es la ciudad donde Dios reina llenándola de vida para siempre. En la nueva Jerusalén, meta del caminar humano, está el trono de Dios y del Cordero, de donde sale el río de agua de vida. Por la fuerza del agua, surge el paraíso con el árbol de la vida en el centro. Si al comienzo de la Biblia se nos presenta a Dios cerrando el acceso al paraíso, al final del Apocalipsis es Dios mismo quien abre el paraíso como fuente de medicina y de vida para todas las naciones. Entre el paraíso cerrado y perdido, y el paraíso abierto a los hombres, se juega el destino de la humanidad. La meta final del peregrinar humano es el paraíso y la vida que Dios ofrece. De esa ciudad-paraíso se dice que es «la morada de Dios con los hombres» (21,3). Es su presencia la que lo llena todo de luz y de vida, suprimiendo las mediaciones normales del templo o del sol. La ciudad está llena de luz que destierra para siempre la noche, la oscuridad y el miedo. «El Señor Dios esparcirá luz sobre ellos y reinarán por los siglos de los siglos» (Apoc. 22,5). Contraponiendo símbolos, el autor se recrea en el contraste entre la noche-muerte y la luz-vida. Lo nuevo de esta ciudad es que la vida triunfa, realizando de este modo la antigua utopía sobre Jerusalén soñada ya en el libro de Isaías (65,17s). Dios mismo es la fuente de la vida. «Dios en persona estará con ellos y será su Dios» (21,3). Y el efecto de esa presencia es el gozo, el consuelo y la vida para su pueblo. En esa ciudad no tienen cabida las cosas antiguas como el dolor, la muerte y el llanto. Será Dios mismo, como Señor de la vida, quien enjugue las lágrimas de su pueblo y sacie la sed de vida del ser humano: «al sediento yo le daré a beber gratuitamente de la fuente de agua viva» (21,6). Estamos ante la nueva creación y ante el triunfo de la vida definitiva, eterna. La vida es ciertamente el don escatológico de Dios, pero, al mismo tiempo, es invitación al compromiso cristiano. «El vencedor heredará todo esto» (21,7), pero se necesita el coraje de «lavar sus vestidos (con sangre) para tener derecho al árbol de la vida y entrar por las puertas» de esa ciudad de vida (22,14). Dios mismo es quien nos invita a saciar en Él toda nuestra sed de vida y de plenitud al ofrecernos el cumplimiento de todos nuestros sueños y utopías: «quien tenga sed, que se acerque; el que quiera, tome gratuitamente agua viva» (22,17). 4. El sueño de Juan Cuando Juan escribe su obra a la Iglesia, lo hace en su calidad de socio y compañero, que está compartiendo con sus hermanos la dura realidad de la tribulación y la persecución, así como el aguante y la resistencia en medio de ellas

(Apoc. 1,9). Su objetivo es reanimar la esperanza en tiempos de crisis, y lo hace presentando su visión de la historia a la luz de Cristo, muerto y resucitado. Desde esta luz de la fe desenmascara la realidad engañosa en que vive la Iglesia, que está tentada por la seducción del mundo que le rodea y por el desánimo que proviene de la persecución. Como verdadero profeta, es lúcido, desenmascara y revela, por eso su obra es «revelación de Jesucristo», actuando en la historia de muerte de los hombres, pero como el viviente por antonomasia. El mundo en que vive la comunidad cristiana es poderoso, cruel, monstruoso y está inundado de divinidades que seducen, protegen y dan seguridad. Uno de los cultos más imponentes es el culto imperial (Apoc. 13); otro es el culto del mercado (Apoc. 18). El espíritu de ese mundo es el del dragón, Satanás (13,3). Por eso lo califica como «bestia» o como «prostituta». En la Jerusalén terrena (pero se puede llamar igualmente Sodoma o Egipto) lo que predomina es la exclusión y la muerte; el imperio no mide el costo social de su esplendor, sino que «se emborracha con la sangre de los santos». Los cristianos lo experimentan en carne propia. Por eso los acecha la tentación de ceder y es a ellos a los que Juan presenta su apremiante exhortación: «sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida» (Apoc. 2,10). Para motivar la fidelidad les presenta su sueño. El sueño de Juan es que, con el poder justo y reivindicador de Dios, algún día todo cambiará; que habrá un mundo nuevo, totalmente diferente. Esa es su utopía. Sueña que Dios castigará a los enemigos de los seguidores del Cordero y exaltará a los fieles. Es importante anotar que Juan nunca habla de destruir el mundo material como tal, sino a las personas involucradas en su antagonismo a Dios. Como él mismo nos dice, se trata de «destruir a los que destruyen la tierra» (Apoc. 11,18). En la elaboración poética de su sueño, de su utopía, Juan reafirma su fe en Cristo, clave de la historia, pero se nutre de los símbolos de la tradición a la que pertenece, la tradición judía. Para el pueblo hebreo, la intuición más profunda del caminar hacia una utopía fue la liberación de la esclavitud de Egipto para encaminarse hacia la tierra prometida, “donde fluye miel y leche». Esta intuición y símbolo básico fue retomada por los profetas en ocasión de la situación de exilio en Babilonia, especialmente Ezequiel e Isaías, al tejer esperanzas de una eventual reconstitución como «pueblo de Dios», en contraste con el pueblo de Babilonia, y de una restauración de Jerusalén como ciudad-madre, capital de ese pueblo. En esa perspectiva se sitúa también el «reino de Dios» predicado por Jesús. Para la comunidad joánica esa utopía era «el cielo nuevo y la tierra nueva», que llega a su zenit en la visión del cap. 21: «vi la nueva Jerusalén, la ciudad santa que bajaba del cielo, del lado de Dios» (v.2). No se trata de la Jerusalén histórica, sino de

una nueva, diferente, que baja de Dios a los hombres. Evidentemente, Jerusalén es una manera simbólica y representativa de referirse a la Iglesia, como Babilonia lo era de Roma. Por eso no habla de un ir nosotros al cielo, sino un venir de Dios a nuestra historia, resaltando de este modo que la salvación opera ya entre nosotros, aunque la consumación sea más allá de la historia. Esa precisamente es la función de la utopía, cambiar la historia. Como en el libro del profeta Ezequiel (Ez 48,35), Dios está en el centro de esa ciudad nueva. Por eso se resaltan dos características de esa Jerusalén. Una es que no tiene santuario (v.22): Dios y su Cordero constituyen su santuario, es decir, no hay cultos, ritos, nada que separe, oponga, sino aquello que une; es una relación directa personal con Dios y Jesucristo (cf. v.3). La otra característica saltante es que esa Jerusalén no necesita sol ni luna para alumbrarla (v.23), pues su luz viene de Dios y su Cordero (otra vez ambos), es decir, no hay oscuridad ni muerte (cf. v.4) y todo lo ilumina Dios, que le da su vida, sentido, junto con aquel que es «luz para el mundo». En otras palabras, esa nueva Jerusalén, la del sueño esperanzador de Juan, constituye ahora el mundo nuevo. La antigua tierra y cielo pasaron ya. Es el mundo que todos soñamos, nuestra utopía. Es el mundo soñado por Tomás Moro o por san Agustín en su Ciudad de Dios o por todos los soñadores utópicos de la historia. Esa es la utopía que Juan quiere compartir con las iglesias. La fuerza de la utopía mantiene la fe (fidelidad) y la esperanza de los cristianos (Apoc. 13,10). 1 A. Neususs, Topía, Barcelona 1971; el art. «utopía» en Floristán-Tamayo, Conceptos fundamentales de la pastoral; T. Arrieta de Guzmán, Etica y utopía en el mundo occidental, Arequipa 1998. En términos de utopías escribieron Platón, en su República, san Agustín en La ciudad de Dios, y Tomás Moro con su De optimo reipublicae statu deque nova insula Utopia; más recientemente, B.F. Skinner, Walden Dos, A. Huxley, Un mundo feliz, G. Orwell, 1984, E. Bloch, El principio esperanza, e I. Friedmann, Las utopías realizables, entre muchos otros. 2 Cf. F. Seibt, Utopica. Düsseldorf 1972. 3 Así como los mitos son afirmaciones de los orígenes (Platón los llama arjaiologías) para explicar el presente, así las utopías son afirmaciones de los finales, que retoman y subliman la añorada condición paradisíaca, para orientar el presente hacia su proyección futura. La una es protología, la otra escatología; ambas se afirman en el presente, al cual iluminan y dan sentido. «Y vio que era bueno» (Gén 1). «(Haré) todo nuevo» (Is 43,18; Apoc. 21). 4 Véanse los excelentes tratados de J. Moltmann, Teología de la esperanza, Salamanca 1972, y toda la larga discusión que suscitó, así como L. Boros, Somos

futuro, Salamanca 1972, entre otros muchos. 5 G. Lohfink, La Iglesia que Jesús quería. Bilbao 1986. 6 La utopía en su forma radical se presenta como un dualismo antitético. La apocalíptica, en cambio, por lo general ve la escatología en términos de un plan salvífico de Dios, que incluye un juicio, a partir del cual se determina «el cielo nuevo y la tierra nueva» -no es tan dualista como se suele afirmar. La apocalíptica tiene una visión más bien dialéctica: la destrucción del viejo mundo da paso al nuevo, que es la síntesis en un proceso. 7 F. Contreras, El Señor de la vida, 12.

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Hacia una ética de la solidaridad. Coed. Centro Monseñor Óscar Romero Vicente Woodruff (2000) Para plantar y edificar. Reflexiones para educadores Coed. Equipos Docentes del Perú (EDOP) Juan Dumont Chauffour (2000) Apocalipsis, la fuerza de la esperanza Coed. Centro de Espiritualidad Ignaciana Eduardo Arens y Manuel Díaz Mateos (2000)

Este libro se publicó en marzo del 2019

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