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GRANDES ESCRITORES CONTEMPORANEOS
Colección dirigida por Luis de Castresana y
José Gerardo Manrique de Lara
JAIME DE LA FUENTE
PAPINI UNA VIDA EN BUSCA DE LA VERDAD
E.P.E.S.A.
© by Jaime de la Fuente Sánchea Esta edición es propiedad de EPESA. Ediciones y Publicaciones Españolas, S. A. Oñate, 15- Madrid - 20. Número de Registro: M. 11.106- 70. Depósito Legal: M. 28.447 -1970. Impreso en España por AGISA. Tomás Bretón, 51. Teléf. 2286728. Madrid-7.
RAZON DE SER
He de aclararlo: aún es pronto para escribir una biografía completa de Papini, el más sublime ogro de la literatura universal. Digo ogro porque a él le gustaba parecerlo, y conviene afirmar lo de ogro, porque tal le consideraban sus enemigos. Es pronto para la biografía «acabada y definitiva», porque aún están dispersos, inéditos y sin clasificar muchos de sus escritos. P.ese a todo, merecía la pena arriesgarse en la aventura biográfica sin otros entusiasmos que el simple y honrado intento de «comprender» al autor italiano. Muchos le han criticado y muy pocos le han comprendido. Papini ha pasado por el mundo como un huracán: haciendo ruido, resoplando, envuelto en torbellinos de estridencias ... , asustando más que otra cosa. Por eso su máscara rebuscada de ogro terrible. Unos le dedicaron injustas crí~ ticas para sofocar su voz; otros, como el aves~ truz, escondieron la cabeza bajo el silencio para no comprometerse; algunos supieron descubrir en él todo el atormentado espíritu de un simple hombre, medio perdido por los difíciles caminos de buscar la verdad.
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Tuvo errores y aciertos, como todo ser humano. y tanto el error como la verdad, en su vida, procedían de un claustro común: la sinceridad a ultranza, honesta y desnuda, tan terca y hermosa como la inadaptación de los niños al mundo de las verdades preestablecidas. Yo no he pretendido otra cosa más que eso: descifrar y comprender al Papini hombre. Bajo los pliegues de su apasionado estilo, por encima de su aparente agresividad, de la mano de sus diarios. Este libro, en resumen, es la opinión de un escritor sobre otro escritor, hermanados ambos por ese eterno problema de hallar la última respuesta. Y para que no resulte deshilvanado el trabajo, me ciño a los imprescindibles acontecimientos cronológicos que enmarcan o delimitan cada época de Papini. Pero sobre todo, trato de sincronizar las circunstancias y el hombre. Sin esta doble visión, efectivamente, Papini sería un absurdo.
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CONTRA EL DESTINO
Giovanni Papini nació el día 19 de febrero de 1881. En el mismo año que Picasso, Ludwig y Stefan Zweig. En el mismo año que murieron Carlyle, Alejandro H, Aniel, Mussorgski, J. Bahnsen y Dostoievski. Nació en una casa pobre de la soberbia Florencia, la ducal corte del pensamiento y de los mármoles. Nació cerca del río Amo y no lejos de los campos fértiles de esta región toscana, cuyas tierras cargadas de viñedos y olivares, álamos y cipreses, de trigo y maíz, dibujan una naturaleza agreste y viril. Los viejos palacios hablan de los antiguos duques de la ciudad, de armas y de cultura. Cada techo de los nobles edificios se adorna con frescos de Giotto, Ghirlandaio, Fra Angélico y Andrea del Sarto. Es la patria de otros ilustres hijos, como Dante y Boccaccio, Donatello, Maquiavelo, Benvenuto Cellini y Américo Vespucio. Papini, hijo de padres pobres, nieto de pobres, primogénito de una familia con tradición artesana de mueblistas, tuvo a su alrededor el glorioso pasado de la ciudad. Lugar magnífico, como el sobrenombre de un Médici, donde con7
vive la tosca azada del campesino con el cincel de los artífices del mármol y la serena estampa arquitectónica de los templos, como la catedral de la plaza de Duomo. Además de pobreza, el pequeño Papini heredaría todo ese conjunto de circunstancias familiares que le podían ofrecer sus padres: Luigi, el progenitor, viejo garibaldino, era ateo, masón y republicano encendido. Su madre, Erminia Cardini, correspondía al patrón clásico de esas mujeres cuyo destino se resume a sufrir y amar, todo en silencio, como una figura necesaria de segundo plano. El bautizo secreto del niño sería obra de la previsión materna. Así inaugura su existencia el pequeño Giovanni, sin más vaticinios posibles que continuar algún día el .oficio del padre y del abuelo. Porque en otros derroteros no puede ni pensarse: falta el dinero para una instrucción académica del muchacho y falta el precedente de un intelectual en la familia. Tampoco los dos hermanos darían muestras de comparación con Giovanni en los campos del arte y el talento natural. Afortunadamente, la vida reserva sorpresas contra los acontecimientos previstos. Son como extraños atajos, desconocidos, que se desvían del camino habitual y conducen a metas insospechadas. Pero aunque siempre existen, hace falta una gran visión para descubrirlos y mucha fuerza de voluntad para internarse entre las zarzas y abrojos que los hacen inhóspitos. Hemos de recordar que, para colmo de adversidades, Papini no ha recibido un vigor físico adecuado para la difícil caminata por esos derroteros. Es un niño «largo y desgarbado, de aspecto triste y enfermizo, más alto que todos los 8
demás, ya miope de leer demasiado», según lo recuerda años más tarde su antiguo condiscípulo Ettore Allodi. Esta breve descripción corresponde a un Papini de nueve años que, además, «tiene aire un poco más maduro, un poco más pensativo, un poco más grave que los otros» muchachos. Por aquel tiempo, el pequeño Giovanni ha hecho dos descubrimientos fundamentales: emborronar cuartillas en la escuela y leer libros que no sean de texto. La letra impresa le atrae; se queda hipnotizado ante cualquier papel escrito en tipografía. De ahora en adelante, sin posibles desánimos, concentrará sus pocas energías y su vista a la posesión de conocimientos escritos. I Otros factores vendrían a completar la personalidad de Papini: su sensibilidad de poeta, una timidez muy acusada y una fealdad -agrandada por esa misma sensibilidad de niño- que cohibe ciertos impulsos y que, como resultado, configura un carácter huraño, hermético y dispuesto a actuar siempre a la defensiva. No obstante, la propia timidez va formando el temperamento agresivo y los altibajos entre furia y depresión. Hemos de añadir algunas aptitudes naturales: su extraordinaria capacidad de asimilación, su agilidad mental para el quiebro irónico o mordaz, su predisposición a la polémica, un riguroso espíritu de justicia y una rebeldía sin límite a las ataduras sociales o económicas. Si es difícil el recuento de tantas influencias que inciden en la formación humana de Papini, más difícil aún se presenta la síntesis de su temperamento. A Papini no se le puede definir con estilo pre9
ciosista. Hay que tallarlo casi a golpes, con esa misma energía que él ponía en sus escritos. Lo contrario nos conduce a un derroche de palabras huecas que no dicen nada. Hay otro remedio: leer sus obrase impregnarse de su propio estilo, que lo dice casi todo, a veces brutal y abigarradamente, incluso en tono barroco, pero siempre manteniendo ese raro binomio de inspiración y análisis. Porque lo cierto es que Papini no es un escritor que pone palabras detrás de otras, no pretende hacer simple literatura, no deja que su mente se escape de una trayectoria definida de antemano. Escribe con un programa mental, con una cuadrícula rigurosa que impide los desbordamientos innecesarios. Dice sencillamente lo que quiere decir. ¡Y quiere decir tanto! Dominio total. Ahí se sintetiza el Papini humano y artista. Hombre nacido para vencer dificultades, para hallar el éxito difícil, para coronar empresas de cíclope. Domina las circunstancias y se permite, en doble cabriola, analizar todo para demolerlo por sus puntos flacos. Lo repetiré en otro lugar: parece que Papini arrasa a la humanidad con su crítica, con latigazos faltos de piedad, con una especie de furia de dios pagano enfurecido por la falta de tributos. La Humanidad, esa pobre y doliente masa que sufre sus propios desvaríos, se ve sacudida con violencia en los escritos papinianos, reflejada con tal crudeza, que la lectura de esa verdad se nos antoja la tragedia demencial de un morboso sádico. Pero, he aquí la bella contrapartida, Papini ofrece siempre una coyuntura de reconciliación entre su obra y el lector: reconstruye lo demolido con materiales nuevos, vigorosos 10
como la fragua que los moldea. Levanta sobre el solar de escombros un cimiento de auténticas perspectivas en plano optimista. Es posible que los hombres se entiendan, viene a decimos su tesis final. Es posible comprender a Dios. Es posible que el amor triunfe sobre los odios. Todo es posible, y hasta los disparates pueden convertirse en lógica, si el Amor así lo quiere. Todos estos sentimientos y manifestaciones, que serán la apoteosis de la obra futura de Papini, están ahora incubándose en el inquieto espíritu del niño. En algún rincón de la casa encontró el pequeño Giovanni un montón de libros que muy pronto consumiría con voraz apetito. Eran, esencialmente, apologías irreligiosas y tomos de poesía bastante liberal. En la escuela elemental Dante Alighieri, donde por petición paterna había sido dispensado de la enseñanza religiosa, se convirtió Giovanni en el más destacado alumno de «composición». Surgen así sus primeros escritos, donde ya manifiesta una extraordinaria fantasía y el principio de un estilo grandilocuente. A los doce años sorprende a sus maestros con redacciones que superan el nivel infantil. Los secretos de la muerte y del espíritu rigen sus temas fantasiosos, en los que se advierte claramente la influencia de lecturas que han ido configurando el pensamiento del niño. Para llegar a este plano de superioridad sobre sus compañeros, Papini viene ejerciendo un costoso aprendizaje a la sombra de la soledad. Tiene su reino oculto en el desván de la casa, donde se encierra con sus libros y sus meditaciones. Ahí tenemos la primera estampa de un Papini 11
huraño, hostil a la convivencia, porque la soledad le protege de dos situaciones que trata de evitar: las conversaciones o los juegos vulgares de sus compañeros y la antipatía ajena hacia su propia personilla, tímida y melancólica. y esta soledad, buscada a rajatabla, es su refugio y el alambique por donde comienzan a destilar las primeras gotas de indiferencia y desprecio por los demás. Su desdén, poco a poco, se hace agresivo. El silencio selvático ha de convertirse, también, en acciones taciturnas. Su extraordinario sentido de la defensa le va enseñando paulatinamente esa productiva receta de ser el primero en atacar. Tantos sentimientos tenían que desembocar en alguna postura concreta. Quizá podamos definirla como Orgullo, un marcado orgullo juvenil pletórico de rebeldía y timidez. Sin embargo, pese a unas apariencias tan definidas, Giovanni ama la vida y ama a sus semejantes. Le ocurrirá esta paradoja durante toda su vida. Buscará el amor detrás de cada persona, en cada amigo y en cada enemigo. Porque incluso sus enemigos, esos a los que Papini un día derrumba de falsos pedestales, están muy cerca de su corazón. Como cuando era niño, huidizo a los besos y los mimos maternos porque ansiaba demasiado el cariño. De la misma forma en que buscaría la amistad. Apasionadamente. Enmascarando esta necesidad con un gesto huraño. Parece que a Papini le cuesta reconocer esta exigencia de su propia sensibilidad. Necesita amar y ser amado. Pero le surgen asperezas, espinas de carácter que desviaron más de una gran amistad. Todavía es pronto para hacer una biografía 12
«total» de Papini. Aún no se han clasificado todos sus escritos inéditos, ni sus descomunales correspondencias, que constituyen, por sí solas, toda una obra literaria. En la casa de Papini, su familia continúa esa tarea de recopilar, separar, interpretar, poner en orden cronológico, todos los papeles del gran escritor. La mejor biografía escrita sobre Papini es la de Roberto Ridolfi, su amigo íntimo. Por otra parte, los Diarios y Un hombre acabado constituyen los documentos autobiográficos del propio escritor. Llegará un día en que, por ser más extensa la bibliografía a este respecto, se pueda realizar la gran ordenación biográfica de Papini. Dejemos, pues, tan difícil empeño para más adelante. Yo creo que, por ahora, interesa más conocer al hombre. Barajar toda esa serie de circunstancias que pesaron sobre su existencia. Sacar unas conclusiones. Comprender el porqué de su carácter terriblemente agresivo y huraño. Calibrar su esfuerzo y justificar, si ello es necesario, el juvenil error tan sobradamente compensado por la «segunda época». De Ridolfi tomaré algunos datos que desconocía. Pero esta biografía quiere ser, si el intento no se malogra, íntimamente humana, reflexiva, de comprensión más que de exposición. Aunque Papini anonada en principio, por todas esas endiabladas aristas que lo hacen inexpugnable como un erizo, ofrece también el resquicio para una reposada autopsia que nos irá descubriendo insospechados hallazgos.
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ENFERMEDAD DE GRANDEZA
Habíamos dejado a Papini en esos momentos del descubrimiento de los libros. Hasta él llega la sorpresa de la «lúgubre pareja fraterna», hombre y mono, de la teoría de Darwin. La idea evolucionista prende una llama nueva en el espíritu del muchacho sediento de lecturas. A los trece años ha conseguido introducirse en la Biblioteca Nacional, donde no tiene que pagar alquiler por los libros ni sufrir por carecer de unas cuantas liras para comprarlos. Multitud de temas llaman su atención. Cada libro es una novedad. Cada título una sugerencia. Y descubre también la colosal sapiencia de las enciclopedias, que contienen casi todo el saber. Indaga sobre Historia y Mitología. Le atrae la Astronomía y la Antropología. Su espíritu insaciable empieza a sacar sus primeras conclusiones y piensa en escribir un comentario racionalista a la Biblia. En los tiempos de la Escuela Normal se había jurado a sí mismo ser grande antes de morir. Su idea de grandeza ha pasado por varios proyectos de realizar «él solo» una serie de enciclopedias, de las que ha escrito algunos capítulos a la luz del quinqué. Pero 15
tanta obra es demasiado hurto al placer de aprender. A los quince años, Papini recorre una etapa decisiva. Ha publicado en una revista para muchachos su primer trabajo en prosa, que no pasa de «recomponer» unos relatos de Víctor Hugo. A! mismo tiempo forma sociedad con su amigo Allodoli y entre ambos sacan a la luz un par de revistas manuscritas. Se ha reservado el puesto de director, cediendo al compañero las funciones de redactor-jefe. En realidad, no hay más «cuerpo editorial». Ni más lectores para el único ejemplar manufacturado. Tiene Papini en estos momentos una miopía en aumento, unos trajes usados del padre y un gran gesto de amargura bajo las arrugas de la frente. Poco bagaje para tan altas empresas, según recuerda él mismo en Un hombre acabado. Rabiosamente se había desbordado su orgullo: «Quiero ser más que vosotros -dice en silencio a los indiferentes que le rodean-, estar por encima de todos. Soy pequeño, pobre y feo, pero también yo tengo un alma, y este alma lanzará tales gritos que todos tendrán que volverse y oírme.» Por eso empieza a trabajar, como un artesano, en las dos revistas que publica en colaboración con Allodoli. Una se titula «La Revista» y la otra es bautizada con el latino emblema de «Sapientia». Cierto es que no son muy afortunados ambos títulos, pero expresan el germen de su autor: contar con su propia «revista» donde comunicar toda esa «sapiencia» adquirida al buen aire de las lecturas. 16
Por otra parte, son experiencias que algún día darán su fruto. Porque Papini, a lo largo de sus juveniles impulsos, creará muchas revistas. Lo cierto es que después de las tentativas enciclopedistas, sigue siendo un Papini dirigido hacia un sueño perenne: la realización de una obra monumental. Una obra fuera de lo común, excepcional, grandiosa en concepción y dimensiones. Tiene un anhelo semejante a Miguel Angel o a Leonardo da Vinci, el espíritu del gigantismo. El mismo Papini escribiría más tarde: « y o he nacido con la enfermedad de la grandeza.» Tanto es así, que, paralelamente al empeño de la obra colosal, quiere ser el reformador de Italia, el profeta del futuro, el conductor de su pueblo. En una carta a su amigo Ardengo Soffici, algunos años después, le confiesa su autoconvicción de iluminado: «Quisiera llegar a ser de verdad (puedo hacerte ya esta confidencia) el guía espiritual de la joven, de la jovencísima y futura Italia, de esta pobre Italia que no tiene a nadie que descienda hasta su pueblo, que extraiga a la fuerza, con violencia profética, los secretos de su tierra; a nadie que deje la retórica para darle un alma un poco más complicada, un poco más grande y pensativa y miguelangélica de lo que es. En esto, creo, estamos de acuerdo. D'Annunzio no es el hombre nuevo. Carducci ha sido un tipo extraordinario, una bella continuación de nuestra riqueza clásica, pero nada más. Mazzini no ha sido comprendido y él no comprendía demasiado a los italianos. Yo quisiera, pues, ser el reorganizador espiritual de esta vieja raza. ¿Lo conseguiré? No
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lo sé. Pero, en todo caso, el mío debe ser un fracaso grande.» Papini no sabe de falsas modestias. Cuando piensa algo, lo dice. Si hay que censurar, conviene hacerlo. Si está persuadido de una idea, no encuentra obstáculos para gritarla a los cuatro puntos cardinales. Papini responde siempre a su propia «verdad», como en el ideal kantiano. Enfermedad de grandeza. Tanto en el éxito como en el fracaso. Si ha de triunfar, ha de ser con todas las luminarias del apoteosis. Si sobreviene el fracaso, que sea a su talla, un «fracaso grande», fuera de los moldes vulgares. En 1940 escribe a su hija Viola respecto a sus proyectos de un gran libro: «Es un antiguo sueño de juventud, que sólo ahora comienzo a poder traducir al papel. Si lo logro, tendremos una de esas obras que quedan para siglos.» Nunca se conforma, pues, con el resultado mediocre. Y ésta es una constante que preside los sueños y las zozobras de este hombre apocalíptico en todas las manifestaciones. Sus revistas manuscritas vaticinan ya ese ardiente deseo de grandeza. Y nos parece casi paradójico un temperamento tan exaltado en ese muchacho escuálido y taciturno. Sería más lógico imaginarlo como un ser depresivo y propenso a pesimismos fatalistas. A sus quince años, Papini está en pleno período de formación. Los libros constituyen el manjar predilecto de este joven que se enfrenta con teorías y pensamientos dispares, como si fuese coleccionando muestras en un supermercado fantástico del saber. 18
No puedo evitar aquí una breve idea sobre este Papini autodidacta. La mayoría de los escritores pagamos a lo largo de la vida una vieja deuda de nuestra juventud: el haber sido autodidactas. Los escritores nos hemos formado entre empachos de lecturas revueltas y hemos tenido que sufrir una serie de malas digestiones que han desequilibrado el ritmo de nuestro metabolismo intelectual. Cuando se es joven, la vocación literaria viene acompañada por una insaciable voracidad de lectura. No importa el autor, ni su nacionalidad o escuela. Sólo importa lo que dice o lo que sugiere. A los jóvenes autodidactas, a los futuros escritores, no cabe ofrecerles unos programas de formación racional o una directriz lógica de progreso cultural. El autodidacta, siempre curioso y jamás satisfecho, consume precipitadamente, como la inquieta mariposa, el polen de la flor más llamativa. Y antes de asimilar el néctar devorado -donde se mezclan miel y veneno, verdades y cinismos-, acude a nuevas pitanzas en busca de ese morboso de1eíte de leer. Sea lo que sea, con tal de que las páginas estén impresas y la cubierta tenga un título. ¡Cuántos cortes de digestión a lo largo de ese aprendizaje! La virginidad de pensamiento, la ingenuidad y la buena fe constituyen el campo abonado para creer en la primera filosofía que entra por los ojos. Y son precisamente las filosofías negativas -como el ateísmo, el culto a la razón- las que atraen con mayor intensidad. Quizá porque son más fáciles de asimilar que 19
las austeras doctrinas que exigen un acto de fe inicial. Durante los años juveniles se suele ser víctima de algo así como el «espejismo triunfal», un estado de inconsciente arrogancia que hace erguir la cabeza con ademán de héroe no aclamado que presenta al cobro una factura de laureles en premio a sus futuros prodigios. Todo es anticipación. Parece que el tiempo es demasiado largo como para esperar esa incierta profecía de que los años nos harán ver las cosas con mejor lucidez. ¡Al infierno las promesas! ¿Por qué esperar? ¿Qué impide el éxito merecido e inmediato? El muro de contención está en la sociedad, en ciertas tradiciones y varios prejuicios, en el conformismo de casi todos y en los intereses solapados de unos pocos ... ¡Pues destruyamos tan disparatado edificio! ¡Lancemos las bombas que tan fácilmente podemos fabricar con la inspiración de uncidos renovadores! Eso es: que todo salte en mil pedazos, que las basuras se dispersen en el estallido y dejen el escenario limpio para nuestra actuación purificadora. El fuego de la vanidad suele susurrar a los jóvenes esa vieja y lapidaria consigna de que hay que actuar «caiga quien caiga». Todo este camino también lo recorrió Papini, como tantos otros escritores en ciernes. Por eso asumió la responsabilidad de renovar Italia. Sin notar el mal aliento de su atracón cultural se propuso contagiar el frescor de sus palabras a escala nacional. Pero, hemos de reconocerlo, tenía a su favor algo distinto a los demás genios futuros: era 20
cierto su poder creador y auténtica era la prodigiosa capacidad de su mente. Estaba convencido de algo que sólo el tiempo vendría a confirmar. Comparado con otros jóvenes llenos de sueños, él no se quedaría en la cuneta por falta de talento. La mocedad de Papini y su «juvenil error», como lo califica Ridolfi, merecen esta justificación por nuestra parte. El hecho de haber estado equivocado, sumergido en un racionalismo a ultranza y ateo, dada la visión defectuosa de un aprendizaje incompleto, no debe sugerirnos un juicio y una condena prematuros. Dejemos que aquel muchacho anárquico consuma sus primeros ardores, asiente raíces y germine en nuevas y distintas cosechas. Al Papini total -joven y maduro- se le puede comparar con la manoseada estampa del rosal: sobre el tallo de espinos, seco e hiriente, surge la flor inaudita, fresca y conmovedora, de la etapa final. Papini, pues, a sus quince años, allá por 1896, practica un ateísmo a ultranza. Tanto es así, que, empujado por las marejadas políticas del momento, se inició en las actividades militantes al ingresar en la «Hermandad Artesana», donde se concentraba la porción juvenil republicana, pero al elegir este grupo como emblema las palabras «Dios y Pueblo», el muchacho se distanció de la facción con tal de «no llevar en el ojal aquel nombre vano, sin contenido». Se lanzó a manifestaciones callejeras, criticó a los ejércitos saboyanos y robusteció su espíritu republicano. Estos impulsos le mantienen atareado, pero 21
fiel a su carácter taciturno de poeta en busca de amor. Los primeros amores de Papini surgen con la amistad de otro espíritu similar al suyo, el de su profesor Diego Garoglio, con quien se reúne durante el último año de la Escuela Normal. Tiene entonces diecinueve años y -por primera vez- aprende que la amistad es un magnífico antídoto contra esa terrible soledad que viene arrastrando desde años atrás. Incluso se le presentan otras tentativas de amistades. Forma una extraña asociación con otros dos jóvenes, denominada «Trinidad», cuyos jugosos estatutos nos cuenta el propio Papini en Un. hombre acabado: Por turno debían sostener una tesis delante de los otros componentes, quienes, so pena de recibir vergüenza, estaban obligados a contradecir el texto. Papini escribió su primera «stroncatura», cien páginas de crítica mordaz y violenta contra Los novios, de Manzoni. Como era natural en su forma de ser, Papini llevó demasiado lejos su obligación estatuaria y la sociedad se deshizo. No obstante, poco después escribió una nueva «stroncatura» contra el Himno de navidad, del mismo autor, como una manifestación terca de la intolerancia atea y rebelde hacia el escritor católico. La palabra «stroncatura», al traducirla al castellano significa «mutilación» o «destroncamiento». Pero en el sentido original y literario representa crítica demoledora. Papini fue muy aficionado a componer sus famosas «stroncature», que refundió en 1916 en un solo tomo bajo este mismo título. En esta época, en la que abandona las obli-
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gaciones de la Escuela Normal y comienza a asistir, como alumno oyente, al Instituto de Estudios Superiores, se inicia también la imperecedera amistad con Giuseppe Prezzolini. El principio de siglo ha deparado sorpresas notables para Papini. Acaba de cumplir sus veinte años y se siente pletórico, con ansias de polémica, con espíritu iconoclasta y acompañado por sus primeras amistades que le comprenden y le alientan.
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EN BUSCA DE LA VERDAD Y LA AMISTAD
El concepto de la amistad en Papini es, según su forma de ser y actuar, otro de los per-
sonalísimos factores que lo definen. Como auténtico hermitaño de su intimidad, como hombre que se ha abierto paso en solitario, no era propicio a cultivar amistades. Pero -he aquí otra admirable paradoja- ansiaba el cariño ajeno, aunque ponía ceño y desdén en los primeros contactos. Sin embargo, y es un rasgo común de los tipos herméticos, cuando aceptaba la amistad, lo hacía con todas sus graves consecuencias de fidelidad y entrega. «Mi mano busca otra mano», escribió como síntesis de esa búsqueda incesante de amor. Casi podemos decir que era un maniático de la correspondencia. Ninguna noticia de sus amigos, ningún éxito o silencio se quedaba sin la carta puntual de este hombre que sabía muy bien simultanear la creación literaria con esa no menos literaria proliferación de escritos a sus amigos. Eran cartas sin etiqueta, espontáneas. En ellas, según viniera al caso, aplaudía o regañaba, se quejaba o daba ánimos. Papini dejó como 25
herencia a su amigo Ridolfi el encargo de que escribiera su biografía, quizá como postre de esas otras dos biografías a las que tanto le estimuló: la de Guicciardini y Maquiavelo, que completarían la trilogía con otra de Savonarola. Rídolfí es un brillante biógrafo, y cuenta con el bien ganado privilegio de haber publicado la primera historia de este hombre discutido y magnificente. Posee más de un centenar de cartas autógrafas de Papini -siempre escribía a mano-, en las que se manifiesta el incondicional amigo. Reproduzcamos una, de noviembre de 1954: «... Quisiera saber cuándo comenzarás a escribir la vida de Guicciardini. La de Maquiavelo ha resultado ser mejor que la de Savonarola, y, según esto, la de Guicciardini deberá ser todavía más bella, aunque sospecho que en tu corazón aprecias más a Nicolás que a Francisco. Pero, en todo caso, es una gran figura nuestra y uno de los fundadores de la historiografía moderna, y tú no puedes por menos que escuchar a tus amigos y ofrecer este último panel del tríptico a la cultura italiana. El material 10 tienes todo a mano y espero que antes de finales de año podrás leerme el primer capítulo... » Esta carta, por pertenecer al período de enfermedad de Papini, posee aún más valor, dado los esfuerzos que debía hacer el escritor para dictar. «Si los amigos supieran lo que me cuesta dictar en estas condiciones -le escribe otro día-, tendrían para mí un poco más de misericordia.» Se refería a una carta sin contestar. Las cartas de Papini, el día que se publiquen todas juntas, nos dirán mucho de él, seguramente lo suficiente como para omitir cualquier tipo
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de comentarios. Tuvo correspondencia con tantas personas -Einstein, Unamuno, De Gaulley de tan variadas profesiones o esferas, que muy posiblemente contendrán toda la humana grandeza de Papini. Pero también en esas cartas se advierte el tono indomable y huraño de quien las escribía. Como en aquella dirigida a su amigo Amendola con motivo de ciertos resentimientos: «Querido Amendola: No te escribo para pedirte o hacer que me mantengas tu amistad. Sabes perfectamente que para mí un enemigo más o menos, no cuenta, y por otra parte, creo firmemente que los enemigos son nuestros mayores benefactores, porque nos obligan a no dormirnos y a hacer cada vez mejor lo que hacemos. Por consiguiente, si quieres ser enemigo mío, allá tú. En cuanto a mí, por el contrario, siento no poder llamarme tu enemigo; adversario, sí, en campo abierto y a la luz del sol, pero enemigo, no ... » Todos esos centenares y centenares de cartas que escribió Papini -que se podrían llamar pomposamente documentos epistolares- encierran indudablemente la imagen más acabada de Papini. Son como tantos otros artículos que escribió para ganar las liras de unas comidas. Ideas apretadas, rápidas y sinceras. A esto quería llegar. La sinceridad fue para Papini una bandera sacrosanta que nunca profanó. Ignoro si para ello hubo de luchar contra los demonios y las tentaciones de la hipocresía, pero me inclino a creer que la mentira fue algo tan odiado por la propia naturaleza de este hombre, que para haber escrito una sola, ten27
dría que haber gastado toda su provrsion de fuerza de voluntad. Que, por cierto, estaba a la altura de su talla gigantesca en tantas otras manifestaciones. Papini trabajó toda su vida por hacer resplandecer sus verdades, sus convicciones, del modo más rotundo. Precisamente por eso no se le puede considerar como un simple «dilettante», sino como un ser aferrado a esa verdad que intenta comunicar al mundo. Sufre por la verdad, en su «pathos» como hombre y como escritor. Sirvió al ateísmo con abnegación, hizo para el cristianismo una obra monumental que es todo un tratado de apologética. Vencida la Nada de Nietzsche, donde la verdad está coja, elige la verdad definitiva del cristianismo, cuya representación, más que en la Cruz, se halla en el amor. Por eso el Papini de los últimos años es la antítesis de sí mismo en la mocedad, la victoria del pensamiento sobre la razón pura. Para presentar al mundo su «gran verdad», su verdad de amor y justicia. utiliza como pocos un idioma vigoroso en un estilo ardiente. Quizá convenga dejar sentado que la lengua italiana se presta perfectamente al más bronco acento viril, si se utiliza como sabía hacerlo Papini. Está muy extendida la idea de que el idioma italiano es una «canzonetta» de suaves modulaciones, una musiquilla graciosa ideal para ternuras amorosas «sottovoce», Si traducimos fielmente al italiano a un Quevedo, un García Lorca o un Valle-IncIán, seguirá resonando su fuerza primitiva sin perder nada de la fogosidad expresiva. La mejor demostración está en los escritos de Papini.
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Lo cierto es que Papini parece haber seguido al pie de la letra aquella norma del Kalidasa: «Cumple tu deber y no pienses en las consecuencias.» El «dilettante», como íbamos diciendo, no posee una verdad íntima como origen y centro de su expresión artística, no se apasiona por una sola verdad. Papini es lo contrario. Incluso su estilo a veces barroco queda supeditado al mejor modo de presentar la verdad, que, en definitiva, es el eje sobre el que gira su gran universo conceptista. Cada artículo suyo, cada libro, cada manifiesto alocado, cada tentativa, son puntos luminosos que palpitan en torno a ese centro supremo de la Verdad. Ahora lo resumimos: el «error juvenil», los ardores autodidactas, las feroces «stroncature», las cartas apasionadas ... , todo está mágicamente hilvanado por un deseo desmesurado de encontrar la verdad.
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LAS AVANZADILLAS DEL INCONFORMISMO
Volvamos a Florencia, a principios de siglo, donde el joven Papini templa sus armas entre rabietas y proyectos. Si Roma es la capital política de Italia, Florencia es su capital intelectual, con una vieja tradición de muertos ilustres y una «belle époque» que ampara a literatos de salón y genios cobijados en buhardillas. En el año 1901 muere el padre de Papini, en un hospital de Turín. El primogénito de la familia se convierte, de pronto, en la obligada fuente de ingresos. Mientras su tío continuó al frente del negocio artesano, el muchacho consiguió un sueldo de sesenta liras mensuales en la escuela Angloitaliana, y otra cantidad igual al año como bibliotecario del Museo de Antropología. Publica algunos artículos sobre extrañas ideas encontradas en los libros del Museo. y perdura, con mayor fuerza, el deseo de contar con un periódico propio en el que refundir a su gusto la doble vertiente de poeta y filósofo. De este modo nació un proyecto más: la edición de «El Iconoclasta», periódico cuyo título 31
es toda una sugerencia del contenido. Pero faltaron las liras suficientes para convencer al impresor Vallecchi, que, años más tarde, sería el editor de casi toda la obra papiniana. «El Iconoclasta» demuestra que Papini sigue en la brecha, con ánimo suficiente para acometer a las mejores reputaciones del momento. [Sigue su nervio pidiendo guerra! A finales de 1902 reunió un grupo ya numeroso de amigos interesados en la aventura. Se congregaban en la buhardilla del pintor De Karolis, a la luz de velas y estrellas. La idea de fundar un periódico estaba clara, pero el horizonte económico tenía el mismo tinte gris que aquel otoño. Mas también surgió la solución financiera, más repleta de optimismos que de cuenta bancaria. Se trataba de que los muchos artistas que intentaban abrirse paso dispusieran igualmente de este medio de difusión para sus ideas. Tenían cabida, por la cuota de diez liras mensuales, pintores, poetas, grabadores, músicos ... De este modo, de las trincheras de los inconformistas saldría la primera avanzadilla reclutada al grito de ¡renovación! En otra buhardilla se concentró el equipo que habría de crear el «Leonardo», título que sustituyó a «El Iconoclasta». Había comenzado la lucha contra las ideas fósiles. y el primer número del «Leonardo» apareció en enero de 1903. Papini, a los veintidós años, tenía ya un sueño hecho realidad. Recapacitemos sobre este hecho fundamental en la vida del escritor. Sabemos ya que el mundo le ofrece un inmenso festín de pecados y miserias. Y Papini, hambriento y rebelde, sagaz para la polémica,
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prepara el aguijón de combate. Necesita una tribuna desde la que lanzar sus dardos y un pedestal para recibir los laureles. Se perfila la silueta del guerrero nato, de esa especie de caníbal feroz cuya mordedura han de conocer muchas figuras intocables. «El Iconoclasta» encierra una consigna de agresión; «Leonardo» parece ser un proyecto más depurado. Pero, no obstante, los ídolos a destruir están al alcance de la mano, en las academias, en las portadas de los libros y en las columnas de la prensa. Estos jóvenes, encabezados por Papini, fraguan sus armas. Que es como decir que están fabricando la gigantesca escoba para barrer a esos «fantoches» del momento. Ni la ilusión del periódico ni los fogosos desvaríos iconoclastas son nuevos en la historia de la juventud, que es eternamente rebelde. La mocedad, por instinto, siempre ha estado disconforme con las normas y los cánones impuestos por los mayores. Es la tradicional «guerra de las edades», como definió Marañón a este fenómeno. «Un joven conformista -decía- es tan anacrónico como un viejo rebelde.» Papini, en conclusión, ha seguido el imperativo de sus años por los cauces de la rebeldía literaria. Y cierto es que pone todo su empeño en seguir tal destino. El «Leonardo» obtuvo éxito. Tanto es así, que incluso Benedetto Croce le dedicaría, desde la «Crítica», más párrafos de alabanza de lo que hubiera esperado el mismo Papini, que también se firmaba con el seudónimo de «Gián Falco» o Juan Halcón. Croce define a los autores del «Leonardo» como ligados por una concepción filosófica de idealismo al estilo de Bergson. El periódico llegó a su noveno número y enPAPINI.-2
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mudeció. Las cuotas no satisfechas de los artistas, escandalizados la mayoría por un discurso de Papini en la inauguración de una exposición de pintura inconformista, dejaron en blanco las raquíticas arcas de la redacción. Papini contestaría que «cuando se quiere hacer una revolución por armar ruido, no se llama a un león (él mismo), sino a un gato castrado». Por esta época se cambia de casa; mejor dicho, ocupa otra buhardilla en Borgo degli Albizzi, donde reaparece el «Leonardo», transformado, más ágil, desarropado de grabados y orlas, más periódico y más contenido. Seguirá publicándose hasta agosto de 1907, fecha en que cambiará profundamente la vida de Papini. Al cumplir veinticinco años, corría entonces el 1906, publica su primer libro, titulado Crepúsculo. No se trata de una nueva obra, sino de una recopilación de escritos aparecidos en varias revistas. Un azar afortunado le convierte en corresponsal de la revista moscovita «Viesy». En cierto modo ha logrado convencer de que su máscara de ogro corresponde a su temperamento. Viaja a Rímini y ¡por fin! a París. Desde hacía muchos años soñaba con esa visita a la capital francesa, quizá un poco contagiado por la tradicional costumbre de que todo escritor, para ser investido como tal y aceptado sin reservas, debía contar en su «currículum» intelectual con la experiencia de haber pisado la meca artística y los cenáculos de París. Allí conoció a varios personajes -Bergson, Picasso, Péguy, Gide- y se trajo en las alforjas un cierto alejamiento de la filosofía, en la que estaba últimamente tan empeñado, para encaminarse más seriamente hacia la literatura. 34
Publica por entonces un par de libros más -Lo trágico cotidiano y La cultura italiana- y al mismo tiempo que desaparece el «Leonardo» (agosto de 1907), Papini se casa con Giacinta Giovagnoli (1). El acontecimiento tuvo lugar en el seno de la madre Iglesia, a pesar del ateísmo aún firme del escritor. ¿No presagia ello un debilitamiento de ese nihilismo religioso mantenido a lo largo de tantos años? Sea como fuere, el hecho es que aquel muchacho de veintiséis años, melancólico y huraño, tímido y agresivo, entra por la puerta grande en los dominios del amor, como punto final a una de sus búsquedas insaciables. Ahora le quedaría la búsqueda de la verdad, como siempre, por los tortuosos caminos de la sinceridad. Tenemos que señalar que también por esta época, exactamente en 1904, ha nacido un proyecto ambicioso en la mente de Papini. Después de los casi infantiles anhelos de componer una Enciclopedia Universal, vuelve ahora el deseo de iniciar la «obra grande», una de esas que e perduran en los siglos». La enfermedad de la grandeza no se ha curado. Surge así la primera idea de un Juicio Universal, que en cierto modo sería también una enciclopedia, aunque muy distinta de las acostumbradas. Consistiría en una refundición de la vida humana representada en todos sus aspectos por el coro insólito de una multitud de resucitados. Tan ambicioso era el proyecto, que sucumbió parcialmente bajo el peso del «Leonardo» en plena vitalidad. Sin embargo, a ratos perdidos, Papini había esbozado (1)
Jacinta es el nombre de la esposa.
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ya algunos capítulos de esta obra, apuntes sobre los que en el futuro se reestructuraría el drama del hombre y la humanidad. Este Giudizio Universale tomó con el tiempo varios derroteros, convirtiéndose en 1908 en un Rapporto sugli uomini. Tampoco sería definitivo el Informe sobre los hombres, que, poco después, se transformó bajo el título genérico de Adán. El «Informe» era un «Juicio» sin personas, donde se describirían las pasiones y actividades humanas. El «Juicio», más completo, supondría un desfile de personajes históricos o imaginarios, con voz para exponer o justificar sus miserias y grandezas. Los titubeos continuaron durante muchos años, en una tragedia de elección y elaboración a la que puso punto final la muerte del autor. La redacción del Informe sobre los hombres, con altibajos de inspiración y tiempo, duraría hasta 1952, con cerca de ciento cincuenta capítulos aún no clasificados totalmente. El matrimonio de Papini con Giacinta trae consigo el divorcio del escritor con la filosofía. En el futuro se concentrará en una multiplicación creadora que irá apareciendo en innumerables publicaciones. De estas colaboraciones en la prensa se nutriría la nueva familia, un poco a salto de mata en cuanto a la seguridad económica. Tuvo entonces oportunidad de formar parte de la redacción del «Corriere della Sera», para lo que se trasladó a Milán, y que vendría a ser el sueldo fijo de cada mes. No cuajó la tentativa, afortunadamente para la libertad del escritor. De allí se dirigió a Bulciano, la tierra de su mujer, lugar abierto al valle inundado de sol y naturaleza, un rincón pueblerino donde los 36
ocios obligan al trabajo y el silencio sugiere concentración. Durante su estancia en Milán había simpatizado con el grupo modernista milanés, e inició una serie de colaboraciones en su periódico «Rinnovamento», que le acarrearían a él, viejo ateo, la excomunión de la Iglesia. En Bulciano recibe de la tierra desnuda cierta calma de espíritu y una mayor serenidad contemplativa. Desde allí escribe a su amigo Soffici: «Me parece, desde que estoy aquí, haber vuelto a encontrar la tierra, la madre, el sabor del pan y del agua; me siento perfectamente acorde con las vacas, con el grano que cae, con las margaritas, que miran con esos ojos amarillos que tienen, y con nuestra querida y buena lengua de labradores y de genios. Para serte sincero, hasta ahora he escrito poco, pero no me quejo. Me lleno, me cuido, me curo. ¡Tengo tanta suciedad extranjera, tanta mugre científica o filosófica que echar fuera ... !» El alma toscana revive en el atormentado autodidacta, ya harto de topar como el moscardón contra los muros de inútiles fortalezas. Recuerdo que hace algunos años traduje unos artículos de Papini sobre la vida campesina, unos artículos cuajados de agreste virtuosismo, donde lo áspero y lo fuerte del campo vencen al poeta y necesitan de la prosa vigorosa, como las retorcidas raíces y las callosas manos que manejan la azada. Ahí tenía que encontrarse Papini consigo mismo, reposando al aire libre para superar uno de sus terribles empachos de «ciencia y filosofía». Interesado por todo lo que palpita en la tierra, Papini buscó, una vez más, la verdad del 37
mundo en las diminutas anatomías de los insectos o en la regularidad ciega de las flores. Poeta primero, filósofo después, artista siempre, tuvo en el paréntesis de Bulciano el momento preciso para tomar nuevos alientos. Lejos de los cenáculos parisinos, al margen de vaivenes sociales y políticos. Solo, con su matrimonio, rodeado de montes y campiña. Y de Viola, su hija nacida en septiembre de aquel 1908. Comenzó por entonces su patético Un hombre acabado, que viene a ser una entrañable y sincera autobiografía, escrita casi de un tirón, que comienza en los días de las primeras lecturas y contiene el terrible vaticinio: «Si no muero ciego, moriré paralítico.» El libro vio la luz en 1913, y constituye un precioso manual para seguir esa difícil trayectoria -humana y artística- del autor. Hemos llegado, por así decirlo, a los preludios del éxito: matrimonio, libertad, una hija, libros en imprenta, retiro espiritual en Bulciano ... Grandes conquistas, a los veintisiete años, de aquel muchacho huidizo y tímido cuya fealdad parecía desterrarlo del mundo de los agraciados. Pero seamos imparciales. Cierto es que si Papini no puede ser considerado como un «be! uomo» (1), tampoco hay que creer en una fealdad de llamar la atención. Quizá él, contagiado por la belleza clásica de sus estatuas florentinas, se viese en el espejo un tanto distinto de ese ideal masculino de los apolos. Los hombres suelen estar un poco más indultados que las mujeres en cuestión de físico. El oficio de galán (1) Hombre guapo, en la frase corriente italiana.
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de cine, incluso, ha dejado de reclutar rostros perfectos. No significa esto que la belleza sea totalmente accesoria en los hombres, pero no es fuente de atractivo. Y esto lo sabía de sobra Papini, quien ha repetido tanto su fealdad, a mi juicio, como una tortura más de poeta, pero sin creer sinceramente en otras consecuencias. Opino, y sería difícil convencerme de lo contrario, que Papini, lo mismo que disfrutó exagerando su máscara de ogro, también cayó en el placer de hurgar voluptuosamente en su fealdad. ¿Qué nos diría Giacinta, o su hija Viola, o aquellas otras muchas damas que aclamaban al triunfal muchacho de las bárbaras «estroncaturas»? Dejemos a un lado los inconvenientes de esa pretendida «cara fea». Más reales eran los inconvenientes de su timidez, que arroparon con sensibilidad un sentido de frustración ante el amor. y aunque el amor llegó muchas veces hasta el muchacho -el amor de la madre, de mujeres inadvertidas, el cariño de los amigos-, él se negó obstinadamente a recibirlo sin reservas. El único mal estaba en él mismo, en esa timidez que le produjo dos exageraciones en el carácter: el hermetismo y la agresividad. Serían otros factores -la edad y el estudiolos que configurarían el rostro torturado de Papini. Su enorme frente, contraída y abultada, se adueñaba casi de media cara, bajo el bosque de revueltos cabellos, indóciles como una hidra que se escurría a los lados, sofocando a veces las orejas carnosas. La boca, firmemente apretada sobre una barbilla crispada. Yen medio, los ojos, consumidos por la miopía y emergien39
do con dificultad entre las bolsas de los párpados hinchados. En sus últimos años, Papini tenía cierta semejanza con Einstein. No poseía el semblante beatífico de un adulto bien conservado y feliz, sino la expresión fustigada del que siempre ha sido víctima de ideas contradictorias y que ha tenido que doblegar mil demonios interiores. La enfermedad puso todo lo demás, como dentelladas que fueron arrancando a las facciones y al gesto la primitiva fiereza de aquella vieja máscara de ogro. Junto a esta estampa clásica del Papini feroz se puede recordar también su silueta amorosa que cada día cortaba del jardín una rosa para su mujer. Hasta ese punto llegaban las contradicciones temperamentales del escritor que, un día, se definió así: «Si no amo, me aburro.»
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LIDER DE LA GUERRA, PENITENTE DEL DESASTRE
En el año 1911 comienza, entre tanteos y angustias, el período más trascendental en la vida de Papini. Después de combatir contra casi todo, da la sensación de que este hombre, a sus treinta años, se debate en las últimas tentativas por conservar el primitivo ateísmo. Su gran cultura, los estudios revueltos y desordenados, la experiencia de una vida aún corta, pero repleta de aprendizajes, la familia, las amistades, el descanso.. ", todo ello ha ido dejando un sedimento en el espíritu de Papini, una especie de esencia madre que le inducirá a meditar más detenidamente la búsqueda de esa Verdad que siempre ha perseguido. En esta época surge el punto de arranque hacia la futura conversión. Sería muy difícil tratar de localizar los acontecimientos concretos que fueron labrando la aparición del alma creyente. «Lo contradictorio en mí es mi corazón», había dicho Papini. Tal vez por eso era contradictoria también su propia vida, porque en todo lo que ha realizado no ha hecho otra cosa más que «poner corazón». De ahora en adelante, emergiendo de los os-
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curos positivismos, se hará cada vez más visible la desconocida lucecita del espíritu. Pasará por períodos de decaimiento, pero al final resplandecerá como el sol de un nuevo universo conceptista. Poco a poco, para mantener un equilibrio en la transición, la Fe irá adueñándose de este hombre atormentado e insaciable en su misma tragedia: hallar la armonía de su espíritu dentro de la Verdad. Acababa de fundar una revista más, «L'Anima», y puso los cimientos a otra que, en principio, sería «La Lírica». Terminó apareciendo dos años más tarde con el título de «Lacerba». Ha publicado un libro paradójico: las Memorias de Dios, que, al decir de Ridolfi, pueden considerarse corno la última estación de un ateo creyente a lo largo de su doloroso «vía crucis». «Se podría afirmar -añade- que con las impías Memorias comienza su pía conversión.» Otro nacimiento vendrá a dar mayor dimensión a la existencia de Papini: viene al mundo su segunda hija, que habrá de llamarse Gioconda. La 1amilia tiene sus lógicas necesidades, y a punto está Papini de aceptar un trabajo a sueldo. Pero una vez más, vence su sentido de independencia. Creo que la mayoría de los lectores tiene una idea bastante aproximada del riesgo que supone «vivir» del arte, especialmente de la literatura. El escritor independiente, el libre abnegado, en los tiempos pasados y más seriamente en nuestros días, es un devoto feligrés del templo de las privaciones. Es difícil publicar, la inspiración se muestra, a veces, infiel y las ganancias son tan exiguas que la profesión parece un «hobby» de hambre y penurias. Papini, como algunos 42
otros, soportó estoicamente esa forzosa austeridad, no por espíritu franciscano -pues era, en realidad, un burgués-, sino por irreductible sentido de libertad. El hambre puede ser hermosa cuando la mente está repleta de ideas y proyectos. Pero la familia ... Podría ser el mayor obstáculo, y así lo confirma el mismo Papini cuando intenta justificar esas vacilaciones de aceptar «ingresos seguros», dado que «las niñas -Viola y Gioconda-, cuanto más crecían, más comían». No obstante, se mantuvo a flote su personalísima independencia, en la que, es de suponer, colaboró sufridamente la esposa, Giacínta. Durante el año 1913, Papini cabalga en compañía del futurismo, un movimiento artístico generado por el cubismo francés. Tuvo su mejor paladín en Marinetti, un poeta a quien se abrieron las columnas de «Lacerba». Hubo manifiestos, ardores y vehemencias y finalmente separación. Al ser un movimiento puramente intelectual, le faltaba la espontaneidad artística. Venía a añadir una cuarta dimensión al cubismo: «la simultaneidad en el ambiente»; es decir, incorporando a los postulados cubistas de la «desmembración del espacio» otro factor de «dislocación del tiempo». Opino que no pasó de ser una aventura más en la vida de Papini este corto entendimiento con el futurismo. Antes de que fracasase por completo, él ya lo había dejado a un lado. Pero interesa en cuanto que Papini no desoyó jamás cualquier manifestación renovadora dentro del arte. Bebía en todas las fuentes con tal de encontrar el agua auténtica. 43
Papini estaba ya en el camino «luminoso». En La otra mitad había escrito: «Pero ¿quién no cree? ¿Quién no tiene fe en nada fuera de sí mismo y en un cierto instinto suyo que le lleva a buscar una vida moral más alta, aunque no pueda y no sepa justificarla racionalmente? Si yo creyera en algo, seriamente, sería más profundamente serio que muchos otros, y el no poder creer me duele muchísimo... » Sin embargo, este remanso de paz en el inquieto espíritu de Papini se convertiría bien pronto en nueva agitación. En agosto de 1914, los oficiales servios de la sociedad secreta «La Mano Negra» alentaron el atentado de Sarajevo. Encendida la mecha, pronto estallaría la 1 Guerra Mundial, uno de esos disparates generales que concentró a millones de hombres en la obligación de matar y morir. Italia tuvo que desentenderse de sus compromisos con la triple alianza para aliarse contra su vieja enemiga Austria. Papini utiliza ahora las páginas de «Lacerba» para difundir sus arengas bélicas, pues está convencido de la necesidad de combatir contra Austria. Todos sabemos que la intervención de 1talia en la guerra fue tan innecesaria como inútil, pero exigida por la mayoría del pueblo y por casi todo el conjunto de intelectuales. Papiniextendió su campo de acción al «Popolo d'Italia», fundado por Mussolini. Mientras animaba el fervor a la guerra, con ese heroico lenguaje supremo que hace de sus escritos auténticas piezas militares, intenta simultanear la pluma con el fusil, se empeña en ser admitido como voluntario y enviado a filas. Pero su miopía tan acusada corta los guerrilleros impulsos.
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Poco después, la realidad de la guerra, las matanzas en los campos de batalla, los amigos desaparecidos, anulan los ardores de Papini, que comienza a ver en todo aquello un capítulo más de la historia de la humanidad fratricida. Los campos de labranza, tan amados por el escritor, inesperadamente regados por la sangre de tantos soldados, convertidos en osario de ejércitos, darán un día tristes cosechas. Creo que merece la pena transcribir en este momento unas líneas perfectas de Roberto Ridolfi sobre el estado de ánimo de Papini ante las crueldades del conflicto: «Y la angustia se viste entonces de críticas, de paradojas, de rencores, de cinismo. Había en ello algo de la amargura y el despecho del que tiene que permanecer al margen, al no haber sido aceptado por la típica estrechez de mira ministerial ni siquiera entre los que, desprovistos de talento y de ciencia, armaban ruido con palabras detrás de los cañones; había algo del descontento por la conducción y el desarrollo de la guerra; algo de una insatisfacción más profunda y amarga respecto a los conductores de pueblos, respecto a los pueblos, respecto a sí mismo. El había soñado una guerra de ideas y de civilización contra la estirpe y la cultura alemana, no por mero nacionalismo territorial, y veía que el cataclismo destruiría aquellos valores que él quería exaltar; hombre de lucha, había sentido instintiva e impetuosamente la bella guerra fulgurante, garibaldina, y la veía estancarse en las trincheras fangosas, ahogarse en un interminable mar de sangre. Veía caer lo mejor de los ingenios, y escribía en La paga del sábado: «Un hombre de talento 45
no se vuelve a fabricar en un momento. Debería haber una ley protectora de los más dignos, como la hay para las viejas iglesias y los paisajes. Una nación tiene derecho a hacer guerras y a vencerlas y a defenderse, porque representa una civilización, un arte, un tipo de inteligencia. Si los mejores tuvieran que morir sin ineludible necesidad, la nación misma sería disminuida en su mismo derecho... Péguy y Serra habrían sido bastante más preciosos para sus patrias viviendo que haciéndose matar como simples combatientes substituibles.» -Era, una vez más, el descontento papiniano, crítico, negativo: negaba una gran cosa para afirmar otra todavía mayor; sobre la grandeza territorial de la patria, ponía la espiritual; sobre la victoria de una nación, la victoria de la Humanidad. La paga del sábado, que recoge escritos del primer año de guerra, fue amplia y justamente cortada y desmenuzada por la censura gubernativa; por voluntad del autor, no se reimprimió nunca. En agosto de 1915 había escrito: «Ha pasado un año, han muerto millones, sufren millones, millares de millones fueron gastados. y no se ve el final. Nadie está seguro de la victoria. Parece que todavía no se haya llegado al verdadero comienzo... En esta pesada víspera cuesta trabajo respirar. Todas las flores son cortadas por el fuego; en los bosques talados y quemados no encontramos ya coronas de siemprevívas. Toda la madera fue empleada en hacer cruces; muchos cementerios nuevos, sin límites de muros, fueron inaugurados y abandonados en los campos. Cayeron los campanarios; ni siquiera las campanas tocaron a muerto. Una matan46
za de sueños... En definitiva, es la mteligencia la derrotada. Entre aquellos muertos había amigos y otros que, a la postre, podían llegar a ser amigos nuestros. Algo de nosotros ha muerto en ellos. La única riqueza del mundo, la única verdadera y deseable, la del genio, está reducida... Hemos vivido y sufrido más de lo que se podía... No volveremos a gustar, mientras existamos, el sabor tranquilo de la vida de antes.» Ridolfi, efectivamente, ha captado una instantánea excepcional de este Papini dolido, arrepentido, sintiendo sobre sus hombros el pecado de la guerra, la prevaricación de la humanidad. Seguramente fueron los arrebatos bélicos los que mayor huella de propio fracaso dejaron en el escritor de arengas. El no quería «aquello»; hubiera deseado una quimérica batalla sin sangre, un ajuste de cuentas entre el antagonismo racial de latinos y germánicos; hubiera querido un triunfo de su tierra sobre los antiguos rencores, quizá con olor de pólvora, tal vez con algún héroe solitario para hacerlo protagonista de futuras epopeyas nacionales, con fragor de armas incluso, pero sin matanzas, sin necesidad de genocidios y desaparición de los valores humanos. ¿Qué es lo que deseaba entonces? ¿Acaso su gran talento podía ignorar esas consecuencias desastrosas de la guerra tan ardientemente pedida? No olvidemos que, en el fondo, era un poeta. Y la sensibilidad de los poetas, a veces, es una hermosísima droga que trastorna los sentidos y presenta absurdas utopías con ropajes de verosimilitud. Prueba de ello es que Papini escribirá mucho sobre los resultados de la guerra, con la amargura de haber participado en el disparate. En 47
1919 escribe, más con sangre que con tinta: «¿Quién recordará que el cuerpo del hombre posee un alma y que esta alma nos ha sido dada a semejanza de la sal depositada en la carne para impedir la putrefacción? Toda la tierra se ha vuelto semejante al valle que soñó Ezequiel: cubierta de huesos áridos. Millones de hombres, sólo en apariencia vivos, caminan entre millones de muertos mal ocultos a flor de tierra; huesos cubiertos de carne que se mueven sobre los huesos descarnados. Y no surge una sola voz que exclame: «¡Huesos áridos, resurgid! Ven, ¡oh espíritu de los cuatro vientos! y sopla sobre estos muertos para que revivan.» Es una penitencia demasiado pesada. Papini la acepta en su eterno papel de «condottiero» a ultranza. Si al principio excitó los ánimos, con toda su fuerza, con mesiánico arrebato de líder único, cuando sobreviene el caos pide la expiación sobre sí mismo. Está dispuesto a purgar el delito común. Por estas situaciones «contradictorias», por esas terribles paradojas, Papini ha de ser medido y comprendido con ciertas atenuantes. El artista, queramos o no, tiene un mundo aparte en sus concepciones. Por ello, con tanta frecuencia es incomprendido y difamado, incluido en la escala de las humanas locuras, lejos de la realidad. Papini, en resumidas cuentas, se dejaba llevar por sus apasionadas inspiraciones. Y esto, claro está, le arrastró a muchos errores.
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CONVERSION: MANIFIESTOS DE UN CRISTIANISMO A ULTRANZA
Durante los años de guerra, Papini escribe artículos en dosis que hubieran gastado la reserva creadora de cualquier otro autor menos fecundo. En 1916, como ya hemos apuntado anteriormente, publica sus famosas «Stroncature», que en líneas generales constituyen algo así como la quintaesencia literaria del propio Papini. Ahí está contenido su carácter polémico, su vena fácil, su predisposición a la crítica mordaz. Al año siguiente se edita un libro de versos llamado Obra primera, que contiene veinte poesías expresivas de la gran calidad artística del autor. También entonces entra a formar parte de la redacción de «11 Tempo». Mientras, sigue trabajando en su Informe sobre los hombres y comienza también a preparar un libro sobre Carducci, con quien se siente identificado por muchos rasgos de temperamento. Un año después, estamos en 1918, en las postrimerías de la guerra, Papini concibe la idea -y trata de difundirla- de un «super-estado» de las naciones occidentales, excluida Inglaterra. A la cabeza estarían, es lógico, Italia y
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Francia, a las que seguirían España, Portugal y Bélgica. Sería el fin de las potencias individuales en el viejo solar europeo y el principio de una verdadera Europa Occidental. La idea, como era de esperar, no pasó de eso. Pero nos recuerda otra vez al Papini polifacético, preocupado por el momento, derrochando soluciones que caen en saco roto. Y nos recuerda también algunas de sus frases condensadas sobre el mundo sajón, en especial de Inglaterra: «La patria de la Sociedad Bíblica es también la tierra de Caná del Mamonismo triunfante (1). El país que ha estampado más copias del Evangelio es el mismo que nos ha regalado la Democracia, la Grande Industria y el Imperialismo, tres de las más espantosas caras del monstruo moderno. Inglaterra, la patria de las cien confesiones cristianas, ha recogido en su nebuloso vientre la doble heredad del espíritu judaico y romano y ha sido la maestra de los otros dos gigantes nefastos, dignos estafetas del Anticristo: Alemania y América: los idólatras del Cañón y los idólatras del Dólar, unidos en el culto del feroz binomio: Máquina y Moneda... » La idea del «super-estado» consumiría una parte de las actividades de Papini: fundó en Florencia la revista «La Vraie Italie», escrita en francés con el propósito de mostrar, ecuánime(l) El Mamonismo se deriva de la palabra caldea Mammón, que significa bienes, riquezas, tesoros, :, que se ha usado entre los sirios para personificar con ella al dios de la riqueza. También en el Evangelio de San Mateo (VI·24) se designa con este nombre al demonio de las riquezas o al diablo en general. Es un término frecuentemente usado por Papini. (Nota del autor.)
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mente, una visión real de esa Italia quizá desconocida por los galos. Tuvo un año de vida. No podía ser de otra forma. Papini, que era el defensor de causas ganadas y causas perdidas con idéntico ardor, no logró interesar a los franceses porque había en juego muchos intereses originados por el Tratado de Versalles. Pero quedaba en la memoria un intento más de justas reivindicaciones, un deseo de entendimiento dentro de la raza latina. Autodidacta siempre, había aprendido idiomas con esa mezcla de ilusión e inconstancia que son tan peculiares en toda su obra. Nos encontramos, paralelamente, en el tiempo de la gran conversión del viejo ateo. En 1911 había escrito en Un hombre acabado: «Reconací luego cuán grosera y poco firme era aquella apologética irreligiosa (se refiere a los primeros libros encontrados en el desván de su casa), pero también le debo a ella, para bien o para mal, el ser un hombre para el cual Dios no ha existido jamás. Hijo de padre ateo, bautizado a escondidas, crecido sin predicaciones y sin misas, no he tenido nunca eso que se llama crisis del alma. Para mí, Dios no ha muerto nunca, porque no ha estado nunca vivo en mi alma... » Crisis del alma ... Luego se vería que sí tenía crisis del alma, que la estaba sufriendo con todo el empuje de una fuerza nueva que conmueve y despierta insospechados ecos dormidos bajo el caparazón de las doctrinas negativas. Sí que tenía crisis. Y el mismo hecho de negarla, ¿no supone un implícito reconocimiento? El fermento está en acción. A él se unirán otros factores -guerra, familia, edad- que irán liman51
do las asperezas propias del «paso hacia atrás». En mayo de 1918 escribe Papini al P. Angelini, capellán militar entonces, estas inesperadas palabras: «He sido siempre, en el fondo, contra las apariencias, un místico; pero ahora me estoy convirtiendo, y no solamente en teoría, en un cristiano.» Sin embargo, no sería la declaración definitiva. Aún perduraría el camino tortuoso entre preguntas y dudas, los titubeos y, quizá, la urgencia espiritual por encontrar la paz. Aunque permite una reimpresión de sus Memorias de Dios, Papini pierde de vez en cuando la inspiración literaria absorbido por otra inspiración de nuevo cuño: lee los Evangelios y llega a ciertas conclusiones. Comprende, por primera vez, que la moral contenida en el Nuevo Testamento no puede ser obra de un Cristo hombre, sino revelación de un Dios. Le atrae la doctrina del Amor, tan admirablemente impresa -a pesar de las contradicciones- en su propia conciencia. El 19 de agosto de 1919, Papini comienza una Historia de Cristo. A finales de año publica los artículos Amor y muerte y No existen cristianos. En el primero de ellos, transfigurado ya por la nueva vertiente del pensamiento, escribe: «Los hombres no tienen el coraje de renegar de sí mismos. No se atreven a confesar que estaban sumergidos en el error ya antes de la guerra. Ahora se dan cuenta de su enfermedad. Saben que poseen el alma putrefacta. Comprenden que el mundo no puede seguir así; que debe existir algún desperfecto y algo gastado en la máquina del mundo humano; que el corrompido Hamlet ha contagiado, desde la pequeña Dinamarca, to52
das las superficies habitadas ... Cambiar la faz de la tierra y todas las constituciones, de nada aprovechará, nada significará, mientras no sea renovada y rejuvenecida el alma de cada uno de nosotros. Quien pretende lograr la salvación fuera del alma, es un ciego guía de ciegos ... » En No existen cristianos hallamos la universal fórmula del retorno a la Iglesia: «Los hombres, al rechazar obstinadamente los consejos e inspiraciones de Cristo, se han vuelto feroces e infelices. Su destino, que muy pocos han logrado verificar, está fijado en dos objetivos a alcanzar el Genio y la Santidad. No existe otra beatitud posible. Mas para adquirir esta beatitud, para fundar sobre la tierra el Reino de los Cielos, que es el Reino del Espíritu y del Amor, es necesario cumplir el consejo que Jesús dio a Nicodemo: nacer una segunda vez. El secreto de este segundo nacimiento ocúltase, conforme al testimonio de todos aquellos que lo han comprendido, en algunas páginas del Evangelio. Porque sólo en el Evangelio se enseña, mejor que en cualquiera otra doctrina, la total renovación de la naturaleza humana. Siguiendo los instintos de nuestra naturaleza, como tantos nos han aconsejado, nos hemos convertido en animales más tristes y más crueles que los antiguos debido a nuestra mayor sabiduría y a nuestro mayor armamento. Es menester torcer y derribar nuestra pésima naturaleza. Es necesario que intentemos, con un atraso de casi dos mil años, convertirnos, por primera vez, en Cristianos.» La idea religiosa de Papini sacude a sus sorprendidos lectores. Algunos le darán la espalda por tal cambio; otros dudarán durante algún tiempo si no se trata simplemente de una pi-
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rueta más en el inquieto espíritu del escritor; la mayoría le seguirán sin reservas. Papini muestra una agudeza de pensamiento y una claridad expositiva que asombra al mundo creyente. Sus artículos no son -no podían serl~ bellos retoques místicos con acento de predicador. Son, en todo caso, manifiestos de un cristianismo sin retórica. A su modo, descarnados, con todo el vigor de un joven apóstol, tirando por la borda el prestigio ganado con tanto esfuerzo. Cuando Papini corrige las pruebas de su Historia de Cristo no lo hace con la agilidad de otras veces. Quizá le asusta -por primera vez en su vida de autor- la responsabilidad de lo escrito. Incluso se somete voluntariamente a la censura eclesiástica. ¡Inaudito! El ogro terrible, el inconformista, el liberal y libre mago de las polémicas premeditadas, acude humildemente al juicio de la Iglesia. En marzo de 1921 se publica la primera edición de la Storia di Cristo, de la que se venden veinte mil ejemplares en un mes. En mayo aparece la segunda edición. Es, para el escritor, el mayor éxito profesional. y es, para el autor cristiano, una gran responsabilidad cara al futuro. Al año siguiente escribe, en colaboración con Domingo Giuliotti, un converso que le ha precedido en el tiempo, el Diccionario del hombre salvaje, libro que suscitará críticas y escándalos. El ambiente está enrarecido alrededor de Papini. Los enemigos de siempre saben aprovechar la oportunidad del río revuelto y atacan al «cristiano de ocasión», convertido en apariencia para procurarse mayor gloria o para desorientar a todos en un nuevo juego de caprichosa broma. Da la sensación de que Papini ha de sufrir una
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persecución al estilo de los antiguos cristianos. Mas no reducirá su condición de proscrito al silencio de una catacumba inédita, sino que pregonará a los cuatro vientos -con la vieja terquedad y fuerza de ánimo---Ia Buena Nueva de su alma renovada. Ahora, olvidada la filosofía, abandonado el sueño de «condottíero» político, se convierte en el mesiánico conductor del cristianismo. Cree en su destino de dirigente y continúa la «enfermedad de grandeza». Por el camino recién emprendido conseguirá la realización de su mayor obra, en el doble aspecto estético y doctrinal. La Historia de Cristo no se parece en nada a una biografía del Hijo de Dios. Gironella escribe sobre Papini: «Me dio un Cristo grandioso, pero que caminaba como yo, que tenía un oficio concreto: un Cristo a mi medida. Un Cristo tan útil que, gracias a El, aprendí a rezar con la seguridad de ser escuchado, con la certeza de que mi oración de pobre criatura no se perdería en la Causa Esencial; un Cristo tan actual que llegó a parecerme injusto aludir a su presencia en la tierra diciendo: «En aquel tiempo... » ¿Por qué tanta distancia si no me separaban de El más que unas generaciones y una circunstancia geográfica?» Cristo ha entrado de lleno en la obra de Papini y, después de producirse la conversión, se nos antoja ya demasiado lejos aquel impulsivo ateo de los «juveniles errores». Cuando más taro de escribió el «coro de los ateos» para el Juicio universal, resumió con humano dolor y entrañable poesía ese arrepentimiento de los negado-
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res de Dios. Escojamos unas líneas sueltas del «coro» como síntesis de la última justificación: «Nosotros te hemos negado y, sin embargo, nos atrevemos a pedirte que no reniegues ni siquiera de estos .tus hijos, estos hijos parricidas, pero creados también por tu hálito y redimidos por tu sangre. Negamos, sí, tu existencia, pero tú no podrás renegar -ni siquiera contra nosotros mismos- tu esencia, que es Amor. Nosotros somos... deicidas todavía más frenéticos que aquellos que desangraron a tu Hijo, porque aquéllos querían destruir la carne, y nosotros, por el contrario, incluso tu nombre y tu presencia en las almas de los hombres. Es verdad, sí; nosotros no supimos verte, no fuimos capaces de descubrirte, no logramos reconocerte... Una ciencia mutilada e inquieta nos había hecho perder la claridad de la ignorancia natural y nativa... Era el espíritu del mal en nosotros el que veía en Ti al enemigo. La frialdad embotaba la inteligencia, la soberbia hechizaba la conciencia, la sensualidad oscurecía el espíritu. Tú eras una traba para nuestra vanagloria, un escándalo para la razón, una rémora fastidiosa para el amor propio, una condena de la carnalidad, un dique contra el delirio del Yo. y por esto no quisimos señores ultrahumanos. 56
y por esto fue proclamada por nosotros la decadencia y la caída del Rey de Reyes. Creíamos que la muerte del Dios vivo podría hacer a cada uno de nosotros más divino. Algunos te negaron porque te amaron demasiado. Otros juzgaron indigno de la dignidad humana tener necesidad de un supremo Guardián del vivir honesto y les pareció virtud más perfecta el ser justo sin esperanzas de premios y sin terrores de castigos. Tus mismos siervos, los que todos los días repetían tus palabras, nos parecieron a veces más flacos y falsos que aquellos que sólo veían en Ti una fábula confortadora y una venda contra el pavor del fin y de la nada. No tenemos que ofrecerte, oh Dios, más que nuestro remordimiento... y tu perdón calmará aquellos mismos corazones que no quisieron acogerte; salvarás a nuestras almas que sólo reconocieron tu presencia con el deicidio ... »
La obligada composición artística del Juicio Final ha sugerido a Papini ese apocalíptico espectáculo de la humanidad ante Dios en el último día. El «coro de los ateos», con sus libres justificaciones y sus esperanzas en el Amor divino, nos retrata al propio autor. ¿No es la tesis de Papini que cualquier pecado ha de encontrar perdón en el Amor de Cristo? ¿No es éste el lenguaje sincero que utilizaría él mismo en la 57
hipotética posibilidad de exponer su pasado error? Por otra parte, asistimos también a un principio de cestroncatura» cuando se refiere a las flaquezas de los mismos «siervos de Dios». Aún en el instante supremo tiene Papini una crítica que hacer, un comportamiento que demoler. Y ya no es el vicio del antiguo inconoclasta habitual, no es una manía en el sentido enfermizo de la palabra. Es una necesidad en función de la justicia y en aras de esa Verdad tan angustiosamente buscada a lo largo de la vida. ¿Por qué silenciar los pecados, si ellos son los que desquician al mundo? Hemos de perdonar en Papini esta naturaleza de juez nato porque, en resumidas cuentas, como juez sincero y honesto, sólo intenta hallar el resquicio para introducir una moral salvadora.
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NUEVO ESTILO: «CRISTIANISMO DE CANIBALES»
La guerra del 14 ha hecho mella en el espíritu de Papini. Es como si los muertos le exigiesen un epitafio desgarrado, un himno a la carne cercenada por la metralla, una meditación austera sobre esa humanidad que acaba de sufrir el cataclismo de la guerra. La soledad embriaga a Papini, quien parece desmayar en una de esas terribles impotencias de artista. «Ninguna palabra del hombre, ninguna palabra de Dios -escribe-o En el cielo que nadie contempla, donde las estrellas comentan en vano la brevedad de los milenios, no existe más que el silencio de una insoportable ausencia.» Papini tiene el don de sentir el sufrimiento ajeno. Busca las causas y se plantea el resultado de la paz: «La mentira, en estos años de exterminio, se ha transformado en la mayor industria de estado, el único arte de gobierno, el sustituto de la religión, la simulación fija del pensamiento, la sola indemnización consoladora de los sacrificios, la única sustancia de todos los discursos escritos, leídos o dichos, solemnes u ocasionales, y de todo el arte surgido de las 59
manos del hombre, el arma más común de ataque y defensa ... » Se sitúa frente a la anatomía del hombre actual. «Las ciudades -concluye-, quemadas por el fuego, ensangrentadas por los hermanos, pobladas de hambrientos ... , aseméjanse a las necrópolis de una quiebra orgiástica y sobrenatural». La postguerra exige aún mayores castigos. Y Papini observa a sus semejantes en una especie de delirio dantesco. Sólo se piensa en adquirir dinero, lo que le hace exclamar con nuevo desfallecimiento: «No existe otro dios que la cantidad, que ha obligado, para comenzar, la inmolación de gran parte de sus fieles.» No puede evitar el recuento. El gigantismo que lleva dentro, esa brújula sobrehumana que dirije toda su obra, le fuerza a completar el inventario descarnado de una situación. Hemos invertido la escala de valores, viene a decir. «La Cantidad en lugar de la Calidad, lo Externo sobre lo Interno, el Egoísmo en lugar del Amor, la manía del Primado en lugar de la Humildad, la manía de la Riqueza en lugar de la alegre aceptación de la Pobreza, la presunción de la Cultura (conglomerado de nociones y de símbolos) en lugar del perfeccionamiento Moral y de la Santidad... » Su trágico manifiesto tiene un eco desolador. Es mezcla del rigor de un juez y de la frialdad de un capítulo histórico. Pero lleva consigo el germen de una homilía final: «Para vivir hemos de tener el coraje de renegar de esos valores. Reconocer que nos hemos equivocado. Hemos seguido a la naturaleza y nos hemos equivocado. Hemos seguido a la razón y a la ciencia 60
y nos hemos equivocado. La prueba de nuestro error está en la matanza de ayer y en la desesperación de hoy.» Inmediatamente surgirá la frase optimista, el armazón para empezar de nuevo, la base de un ideal futuro. Papini es demoledor -aceptemos a sus críticos-, pero no se conforma con los escombros. Destruye para dimensionar un nuevo concepto, para apuntar la salida airosa: «Existe -dice por último- una guía en la que podremos encontrar los principios de un «segundo nacimiento», y a la que por fuerza habremos de volver si no queremos morir en las torturas de las últimas desesperaciones. Es un pequeño volumen dividido en cuatro pequeños libros, escrito diecinueve siglos ha. Todos lo conocen, muchos lo leen, nadie lo sigue. Se llama el EVANGELIO DE JESUCRISTO». La cruel y despiadada garra del escritor no se complace en acusar. Presenta un hecho para justificar la solución. Es feroz y exquisitamente humano. Quizá por eso conmueve más su profundo catolicismo. Papini nos repite a gritos que todos los males de la Humanidad residen en una perversión del alma. Es aquí donde se multiplica su ardor y entona una especie de salmo a los elementos heroicos del cristianismo. «El Cristianismo -afirma- no pertenece al pasado; tal vez pertenezca al porvenir. No es viejo, no es antiguo, no yace exhausto y muerto como han proclamado tantos infelices. Si en estos últimos siglos hubiesen existido muchos cristianos (es decir, hombres capaces de amar a sus prójimos, a los lejanos, a los rivales, a los enemigos, hombres capaces de amar la alegría 61
del espíritu más que las bestiales satisfacciones de la materia), hoy no seríamos tan esclavos, confundidos, diezmados, mutilados, empobrecidos, inquietos, descontentos y desesperados ... » No se puede negar un tono profético a muchos de sus escritos: «El Catolicismo, resultado estupendo de una convergencia de compromisos, tan alto elevó a Jesús, que sus palabras, ocultas en el latín de la misa, llegan demasiado débiles al corazón de la plebe arrodillada.» El cristianismo de Papini es equivalencia total de Amor. Pero su modo de expresarlo tiene toda la dureza de un hachazo. Huye del sermón para convertirse en un ser apocalíptico que esgrime la flamígera espada con rigor aplastante. Esta forma aparentemente colérica que ilumina sus escritos provocó la polémica, las críticas y el escándalo de algunos. «Jamás ha pasado por nuestra mente (1) -explica en torno al Diccionario del hombre salvaje- la idea de escribir un libro «agradable», que pudiese satisfacer los delicadísimos gustos de los Arístides de la crítica periodística y de los místicos de confitería. A esta clase de gente es imposible presentar un ramillete de florecillas místicas -el olfato atrofiado no sabría apreciar su suave perfume-; ni un manual de piedad que disgustaría a sus corrompidos paladares como una taza de agua caliente... y puesto que son duros de oído, es necesario gritar; y dada su dura piel, forzoso es pegar con bastante fuerza.» Papini intenta, como siempre, la reconcilia(1) Utiliza el plural como referencia a que el libro fue escrito en colaboración con Giuliotti.
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ción: «Nosotros somos -no estaría mal recordarlo a tantos que nos conocen recientemente«artistas» que del error del Mundo hemos sido conducidos por la Gracia a la Verdad de Cristo. Mas hemos permanecido -¿ cómo podría ser de otro modo?- «artistas» ... Lo que importa es que sea cristiana la intención y cristiana la meta... Permitid que usemos las armas que son más nuestras y más eficaces en nuestras manos... » Después de este reconocimiento de su conversión al cristianismo, Papini hace suya la frase de Péguy cuando en sus últimos años, también convertido, explicó: J e suis un catholique écrívain, je ne suis pas un écrivain catholique. La alteración de las palabras da sentido a este doble concepto. El escritor católico no escribe más temas que los estrictamente católicos y obedece a ciertas formas literarias tradicionales. El «católico escritor» (Péguy, Papini) escribe sobre cualquier argumento y en cualquier estilo, «y siempre que su espíritu sea verdaderamente católico, sus libros serán siempre católicamente sentidos y pensados, aun en el supuesto caso de que no aparezca nunca, ni siquiera una vez, el nombre de Cristo». Tanto el «diccionario del Hombre salvaje» como un artículo en su defensa, los publicó Papini en el año 1923, poco después de su conversión. Son momentos de esplendor y savia nueva. El caudal gigantesco de Papini ha encontrado el camino recto donde concentrar todas sus energías. A su modo. A latigazos. Diríamos que sin contemplaciones. Hurgando más de una vez en las iniquidades y flaquezas de la humana
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condición. Soberbio como artista, indomable. Pero lo cierto es que esta forma de expresión, este modo de presentar la Verdad desnuda, tan audazmente falta de ropajes, origina una reacción lógica en los públicos. El comportamiento de Papini recuerda aquella frase de Pascal en la que afirmaba que «el abuso de la verdad es tan vituperable como el uso de la mentira». No obstante, podría responder Papini con otra cita de Nietzsche: «Todas las verdades que se callan se tornan venenosas.» Quizá por eso la obra papiniana no está impregnada de odio o veneno. El mismo autor del Hombre salvaje está convencido de que no dice cosas agradables. Pero no se rinde y escribe una «defensa» en la que juega al diálogo con sus propios críticos. Si escogemos sólo algunos párrafos de ese largo artículo, podemos sintetizar perfectamente la tesis del autor. Transcribimos textualmente: «- Mas también es ilegible -gritan las pías damas y las piadosas damiselas- vuestro libro, Salvajes de mal agüero. Demasiadas palabrotas y ninguna caridad: no hacéis más que morder y escupir, y cuando habéis terminado de vomitar, volvéis a comenzar. - Aquellos que procuran evitar que sea leído comienzan por dar el buen ejemplo, y no lo leen. Lo hojean, lo revuelven de un lado a otro, arrojándole una mirada superficial e indiferente, y no siempre comprenden lo poco que leen, especialmente donde la ironía es más dolorosa y donde late, bajo la invectiva, el sollozo del poeta o del cristiano herido, herido en sus más grandes amores: Dios y la Belleza. - Pero en suma -agregan los despiadados 64
apóstoles de la piedad-, aun supuestas todas las detracciones que queráis, quedan siempre en vuestro escandaloso libro una gran parte de veneno y de ferocidad. - Admitimos la ferocidad, negamos el veneno. Nuestro Diccionario es una batalla contra el mundo. Contra el Mundo en el sentido evangélico, contra el Mundo que desconoce a Cristo o que en cada instante le ofende; contra el Mundo que deserta o insulta a la Iglesia; particular-mente contra el Mundo de nuestros días, fundado sobre la Violencia, sobre la Voracidad, sobre la Idolatría de la Cantidad y de la Riqueza... - De acuerdo -intervienen los rabiosos predicadores de la suavidad-, pero al condenar al mundo podíais hacerlo de otra manera, sois demasiado duros y torpes, faltáis al amor y pecáis contra la caridad; vuestro libro, en una palabra, no es cristiano. -¿Y quién detenta el privilegio de asegurar con certeza si un hombre o un libro son cristianos o no? ¿Quién tiene, a excepción del Papa, este derecho? ¿No podría ocurrir, por ventura, que un lobo feroz sea, en el fondo, mucho más amoroso que una ovejita egoísta e hipócrita? - ¿Con qué derecho vosotros -católicos, pero no santos-, pretendéis juzgar severamente y condenar de un modo perentorio a quien no vive y obra conforme vuestra moral y vuestra fe? - Si no somos perfectos -tampoco los Santos s o n perfectos con respecto al Hombre Dios-, no por ello hemos de cerrar los ojos frente a la acción de los demonios y de su innumerable servidumbre. Cristo jamás ha dicho, 65 PAPINI.-3
como el conde de Jasnaia Poliana: «No os opongáis al mal.» - ¡Cristianismo de caníbales! - Nuestro método, que no queremos aconsejar a todos, consiste en defender la verdad con la paradoja, la seriedad con la risa, la santidad con el desenmascaramiento de la animalidad y el bien demostrando la torpeza del maL .. » Reconozco la informalidad de este método. No es usual a la hora de biografiar a un personaje. Quizá porque otros personajes son menos difíciles. Papim escapa a toda fecha. No se le puede encasillar dentro de un calendario de acontecimientos más o menos anecdóticos. Por esto, si intento definir el cristianismo papiniano, me faltarán páginas para cubrirlas de fácil retórica. Y por otra parte, desde mi opinión, no haría Más que sumar una nueva tentativa por alcanzar lo casi imposible: enjuiciar a Papini, ese monstruo que anodada todo intento. Re preferido ensayar este camino, cojo y mutilado de conceptos, para dejar al lector en libertad de criterio. Re espigado frases -densas, rústicas, audaces- sin más propósito que recordar algunos pensamientos bien expresivos de aquel florentino. poeta de mordiscos, donde se resume todo el humano esfuerzo por conseguir la obra monumental, definitiva, trascendente. No hablaré, pues, del sentimiento cristiano de Papini, Creo que el lector dispone de otros estudios más concretos.
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SAN AGUSTIN y DANTE, DOS BIOGRAFIAS APASIONADAS
En la casa reconstruida de Bulciano, Papini continúa su eterna reordenación del Informe sobre los hombres. Es tarea antigua que aún perdurará algunos años. En 1923 <¡e publica el Diccionario del hombre salvaje, que ha compuesto con Giuliotti y que, como era de esperar, trae consigo una tormenta de críticas y aspavientos. Escribe también Segundo nacimiento y le editan nuevas poesías. Al mismo tiempo continúa su labor de articulista que prolifera en la prensa italiana y extranjera. Dos años después, llevado como siempre por su personalísima iniciativa, intenta colaborar en la conversión de su amigo Bonaiuti. Aunque fracasaron sus gestiones en tan delicado asunto, tuvo algo después la satisfacción de convertirse en un auténtico pescador de hombres: un moribundo puso como condición, ante las tentativas de convencerle de la existencia de Dios, que creería si aquel Papini que le ponían como ejemplo iba personalmente a verle. Papini no dejó pasar la oportunidad y el descreído conoció la fe. Una anécdota más en la azarosa existencia de este hombre arrollador. 67
Lo cierto es que Papini ha encontrado el descanso espiritual al hallar el alma humana. Y tal hallazgo está muy lejos de aquellos días juveniles en que escudriñaba, en el quirófano sin sangre de las autopsias, los abiertos cadáveres, mudos al secreto de la vida, procurando descubrir la misteriosa presencia. Cuando en 1926 se publica su libro de poesías Pan y vino, se anuncia también el próximo libro del discutido autor: se titulará Adán, nuevo bautismo del inacabado Informe. Incluso Papini ha mandado imprimir las pruebas de lo ya redactado, pero surgen dudas, correcciones y desánimos que retendrán la obra. Habrá nuevos esquemas, nuevos capítulos que añadir o sustituir, depurar el estilo en algunas redacciones apresuradas... En 1928, haciendo otro paréntesis, Papini decide escribir la vida de San Agustín. Creo que escribir la vida de San Agustín fue algo fundamental en la existencia de Papini. Ambos eran el resultado de una misma tortura: buscar la verdad. Si el santo de Tagaste pasó la juventud practicando doctrinas heréticas, el atormentado florentino transcurrió el «juvenil error» creando negaciones. El primero se convirtió a los treinta y tres años; el segundo, cerca de los cuarenta. Vivieron setenta y seis y setenta y cinco años, respectivamente. El hijo de Santa Mónica llegó a ser obispo de Hipona; el primogénito del garibaldino llegó a perdonar al diablo por amor de Dios. Los dos grandes conversos, filósofos y predicadores, habrían de encontrarse a la distancia de siglo y medio. Uno escribió La ciudad de Dios y el otro El juicio final, dos utopías magníficas en talento y sentido cristiano. Uno redactó sus Con68
[esiones y el otro compuso Un hombre acabado, dos autobiografías descarnadas de dos peregrinajes paralelos en busca de la verdad. Para un escritor es esencial identificarse con su obra. Por eso Papini trazó magistralmente las vidas de San Agustín y de Dante. Me imagino con cuánto deleite iría personificando a aquel Agustín obsesionado por hallar la auténtica doctrina, sumido en los carnales deleites, desoyendo las lágrimas maternas y, finalmente, capitulando ante la realidad del catolicismo. En cierto modo, era un revivir las propias zozobras. No en balde recordaba Papini algunos episodios sorprendentes en su pasado, pequeños relámpagos de luz que por un momento le acercaron a la comprensión de Dios. Si voluntariamente cerró los ojos marchitos para disimular ante sí mismo los inesperados fulgores, después los anotará en Segundo nacimiento. Recordemos dos de aquellos pasajes: «En Settignano, un día que había ido por casualidad, sin saber siquiera que era Semana Santa, me tropiezo con la procesión de Jesús muerto. Detrás de los cocheros cubiertos de corazas de lata, que cabalgaban en sus derrengados caballos, venía un campesino de pelo rojo, con una barba negra, que llevaba sobre su espalda una cruz negra. Todos se persignaban y se arrodillaban. Yo no; pero de repente se abrió ante mi fantasía el original antiguo de aquella mediocre repetición. Por primera vez, la Pasión, leída en el libro como una leyenda célebre, se me hizo carne, sangre y dolor; drama no recio tado por comparsas enmascarados, sino por criaturas que verdaderamente morían. Por primera vez supe que Cristo había muerto verda-
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deramente sobre una cruz de verdad: las acostumbradas imágenes impresas y pintadas fueron sustituidas, como si me quitaran una venda, por la figura de un Cristo vestido de rojo, azotado, martirizado, crucificado. Pero vuelto por la noche a lo bajo, la visión se esfumó y me avergoncé casi de mi enternecido espanto... » Otro capítulo se refiere a un día en que, en alguna aldeucha de campo, vinieron a buscarle para que bautizase a un niño moribundo con el «agua de socorro»: «-Pero ¡yo no soy un cura! -No importa! Venga de prisa, por amor de la Virgen. Me hicieron entrar en una gran alcoba, donde yacían juntos, bajo una gran manta a cuadros, la mujer y el hijito. La mujer se había cubierto el rostro con la sábana (por ser soltera se apretaba de tal modo la faja, que abortó prematuramente) y el niño estaba morado, hinchado, con los ojos cerrados y apenas si acercándose a él se percibía salir de entre sus labios negruzcos un aliento fatigoso. Me llevaron una escudilla con agua: le echaron un pellizco de sal. Pedí un libro de misa, pero no encontré en él, como se puede imaginar, ninguna parte del ritual. Me acordé, por suerte, de algunas frases oídas por casualidad en mi buen San Juan; leí en el libro el Credo y el Páter, y luego rocié un poco de agua encima del feto moribundo, murmurando: «Ego te baptizo in nómine Patris... » Salí de la penumbra de la alcoba al sol, atontado, sin saber bien lo que había hecho, como cuando se despierta uno de un sueño extraño. y sin embargo, si aquellas mujeres decían la
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verdad, había sido actor de un prodigio: yo, ateo, había dado un ángel nuevo al paraíso. El niño murió, creo, el mismo día, y después de marcharme de allí, conservé memoria del hecho sólo como anécdota curiosa... » Papini sorprende con sus raras andanzas por el mundo. Lo mismo se maravilla candorosamente ante el resplandor filtrado a través de las vidrieras policromadas del Duomo, como se estremece su alma al escuchar una noche un trozo de la Pasión según San Mateo, de Bach, en el órgano de la catedral ginebrina de Saint Pierre. ¿Por qué esos asaltos inesperados del espíritu contra su bien fortificado ateísmo? Más tarde, él mismo se da la respuesta: «Los que se llaman ateos no niegan a Dios. Tienen miedo de Dios y se jactan de haberle matado con la esperanza de matar su espanto.» Luego recuerda: «No me buscarías si no me hubieras encontrado, dice el Dios de Pascal. No me matarías si no me sintieras vivo, dice el Dios de los ateos. El hombre al que le han cortado las manos sostiene que no hay caricias; otro, al que le han llenado los oídos de barro, afirma que no hay música.» En 1930, cuando cumple el medio siglo de edad, tiene la satisfacción de encontrar ya en las librerías dos obras suyas muy significativas: la vida de San Agustín y Gog, el personaje que reúne todas las trazas de ser también autobiográfico, sobre el que se construye una dura sátira de la época y de los hombres. Una «stroncatura» más. Viola se ha casado el año anterior y ahora vemos a Papini convertido en abuelo, sufriendo al mismo tiempo una enfermedad de Gioconda y la granizada de las críticas con motivo del San Agustín. Al año siguiente le tienta 71
un nuevo proyecto: hacer la biografía de Dante Alighieri, sobre la que luego explicará: «Quiere ser el libro vivo de un hombre vivo sobre un hombre que, después de la muerte, no ha dejado nunca de vivir. Ante todo, es el libro de un artista sobre un artista, de un católico sobre un católico, de un florentino sobre un florentino ... » La biografía, publicada en 1933 con el título de Dante vivo, no resultó tampoco del agrado de la crítica. Era un libro de gran empeño, muy erudito, de muchas hojas, un estudio colosal, que es también un «ensayo de exploraciones respecto a lo que verdaderamente interesa». Pero es, por encima de todo, una «imperdonable stroncatura» contra el mimado y reverenciado poeta, que el mismo Benedicto XV, en 1921, había calificado como el más excelso cantor de la verdad cristiana. Papini arremete, a veces con dureza, contra su paisano divinizado en la literatura y laureado en el busto de Rafael. De esta forma, el «lebrel nacido bajo el signo de Géminis para redimir al mundo» (v. Infierno), el creador de Beatriz, el Divino comediante, se vería de pronto tratado sin convencional respeto: «Se puede decir -afirma Papini de Danteque fracasó como hombre de estado, como güelfo blanco y como gibelino, como reformador moral y como cristiano. En cambio, venció como poeta. Sin embargo, esta victoria, por lo menos en parte, la debe al último y más grave de sus fracasos. Un santo en serio no se pone, aunque de ello fuera capaz, a escribir poemas, aun en el caso de tener la seguridad de que su obra pudiese ser la más grande y más bella de 72
la Commedia. El santo, con su atención dedicada exclusivamente a lo absoluto, tiene otras cosas en que pensar que no en escribir cien cantos de versos rimados.» Si se hubiera limitado a la parte positiva del autor de la Comedia, calificada más tarde por los impresores como Divina, el libro habría constituido un clamoroso éxito. Pero -¿a qué insistir?- Papini no sería Papini si prescindiese del amargo o mordaz ingrediente que caracteriza a sus escritos. Dante, pues, tenía que ser «enjuiciado» con brava osadía, sin reverencias repetidas durante medio siglo de devoción academicista.
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CONFESIONES DEL ESCRITOR
Dante vivo fue, según hemos visto, otra obra polémica del autor. Mientras muchos especialistas entonaban sus furibundas catilinarias contra el incorregible demoledor, Mussolini tuvo el acierto de proponer que se otorgase a Papini el recientemente creado «Premio Florencia» por dicho libro. Si hubo desacuerdos ante semejante decisión, no llegaron a constituir impedimento alguno para que se llevase a cabo el deseo del Duce. El reconocimiento público a su discutida obra fue, naturalmente, uno de los mejores laureles conseguidos por el autor. En cierto modo, Papini fue siempre un profeta: pronosticó la ceguera de sus ojos, la parálisis de sus miembros y la fama entre los mejores. Como si hubiese escrito su propio destino, poco a poco se fueron haciendo realidades todos los vaticinios. Si anteriormente le fue negado a Papini pertenecer al «cuadro de honor» de las Letras nacionales -no fue elegido académico por ciertos manejos de tipo político--, ahora tenía el refrendo del propio caudillo del pueblo, y tres años después sería nombrado titular de la Cátedra de Literatura Italiana en la Universidad 75
de Bolonia. Sus libros obtienen grandes éxitos editoriales, los derechos de autor -por finunen a la fama artística el bienestar económico. No obstante, Papini sigue siendo el mismo de siempre, si exceptuamos el cambio radical en pensamiento religioso. Tiene muchos enemigos -buena materia prima para revivir de vez en cuando los aires de polemista-, pero también son numerosos los grupos de amigos. Prueba de ello es que escribe diariamente tantas cartas que, algunos días, no le queda tiempo disponible para otra cosa. ¡Trescientas cartas en un solo verano es demasiado desperdicio de energías! y también sigue en vigor el espíritu contradictorio. ¿Está realmente satisfecho Papini? En su diario anota lo siguiente: «No estoy contento con la Iglesia a la que pertenezco (con la fe, sí; con los hombres, no), ni con el país en el cual he nacido, ni con el Estado al cual estoy ligado, ni siquiera con mis propias obras ... » Los juicios contra sus libros le incitan siempre a repetir su cualidad de artista y no de teólogo: «Los lectores de mis libros -dice en una nota de Los testigos .de la Pasión- saben bien qué sentimientos hacia Cristo y qué pensamientos en torno al Cristianismo están vivos y presentes en mi espíritu. Debería, por lo tanto, estar seguro de que a ninguno se le ocurrirá atribuirme cierto luciferismo... » Poco después añade con su clásico desdén: «Grande es el número de los enemigos francos o encubiertos, denso el rebaño de jueces improvisados y mal informados, de los apresurados y celosísimos sicofantas, de los lectores demasiado simples o dema76
siado pérfidos, «infinita la turba de los tontos», y he debido decidirme a escribir esta nota». Papini ha repetido muchas veces que desconfiemos de las personas que no aman el campo, porque son incapaces de comprender y de sentir a la naturaleza y a los hombres. Tiene gran importancia, a esta hora de las comprensiones biográficas, recordar el peculiar tipo de campo que atrae a Papini. Se ajusta perfectamente a su carácter: «Yana nací para los campos ricos, lujuriantes, meridionales y tropicales ... , no he nacido para las flores vivas y perfumadas, para los frutos acuosos y el sol. El campo que yo siento, el campo mío, es el de Toscana, el campo en que he aprendido a respirar y a pensar; el campo desnudo, pobre, gris, triste, cerrado, sin lujos, sin derroche de colores, sin aromas y festones paganos, pero muy íntimo, muy familiar, muy adaptado a la sensibilidad delicada, al pensamiento de los solitarios. El campo un poco monacal y franciscano, un poco áspero, un poco negro, donde yo sentí el esqueleto de piedra bajo la piel de hierba, y en el que surgen de golpe los grandes montes morenos, despoblados, como amenazando a los valles pálidos y fructíferos ... Campo toscano flaco y enjuto, hecho de piedra serena y piedra fuerte, de flores honradas y pueblerinas, de cipreses resueltos, de hayas pequeñas y de maleza sin mimos ... » (De Un hombre acabado.) Es un campo que se adapta y se identifica con el alma de Papini: «Desconfiad del que no ama al campo; significa que tiene miedo de Dios.» Todo ello nos ofrece una imagen cada vez más detallada -en lo que cabe hurgar los entresijos recónditos- de este Papini que con-
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fiesa: «Cuando me siento de verdad demasiado harto e inconsolablemente melancólico, echo mano de mi gruesa pluma negra y escribo lo que me rebosa del alma; lleno a toda prisa diez, veinte, cuarenta folios blancos con mis desahogos, con mis actos de contrición, con mis absurdos refinados e inútiles... » Escribe, desde luego, con fácil inspiración y demasiado apasionamiento. Tiene que sintetizar en pocas palabras todas las ideas y eruditismos que le vienen a la mente. Por eso tiene un estilo tan abigarrado, barroco, que en ciertas ocasiones se hace rotundamente pesado y aburrido. Ha habido quienes atribuyen a Papini una gran facilidad periodística de redacción, quizá basándose tan sólo en el hecho de su velocidad creadora. Hemos de reconocer que, de estilo periodístico, Papini no tiene nada. Incluso su escritura amanuense -jamás utilizó una máquina- indican el deseo de refinamiento, la posibilidad de corregir lo escrito. Cierto es que en los manuscritos no abundan las tachaduras, pero se adivina el texto espontáneo capaz de ser modificado. Existe, efectivamente, una literatura periodística, llevada a su último extremo por Azorín; pero no es el caso de Papini, que retuerce las frases y las llena de sinónimos, que busca la palabra con deleite y la arropa con excesivos adjetivos. El estilo de Papini es bello, grandilocuente, pero está muy lejos de la agilidad que define al periodismo. « ¡Necesito ver mi letra gruesa, que duda y que tiembla!», exclamaba ante sus manuscritos informes de caracteres desiguales. La letra, fea y deshilvanada, muy grande, se escurre por los folios con un acusa78
dísimo descenso hacia la derecha. Según los grafólogos, es un síntoma preciso de pesimismo. Mas hay algo superior a la estética de esas miles de cuartillas: «Yo no escribo para ganar dinero -confiesa-, no escribo para fantochear, no escribo para alcahuetear con las mozas modestas y con los hombres obesos, ni siquiera escribo para colocar sobre mi sombrero negro suave la carnavalesca rama de laurel de la fama ciudadana. Escribo únicamente para desahogar. me, en el sentido más albañilero que os sea dado imaginar... » y ese desahogo libre, forzosamente, debía herir en muchas ocasiones: «Ya no niego, y reconozco que negarlo sería imposible, haber vapuleado y hablado mal de alguno de mis semejantes, y acaso me haya pasado alguna vez de los límites de la discreción y de la justicia, como tantos otros pasan, cada día, los límites de la adulación y de la vileza. Pero siempre me sucedió por exceso de amor al arte o a las que me parecen leyes de verdad o de honestidad; jamás por odio a las personas o por deseo de escándalo productivo... » Las locuras de Papini, en el sentido humano de conducta, estaban originadas por su natural signo de grandeza, de primacía sobre todos; habría intentado cualquier camino con tal de conseguir el primer puesto: «Fundador de escuela literaria, iniciador de secta, profeta religioso, descubridor de teorías o de mecanismos admirables, jefe de un partido nuevo, redentor de almas, autor de un libro de cien ediciones, maestro de cenáculo ... , cualquier cosa, pero el primero, el más célebre, el más grande en cualquier cosa... » 79
Al final de Un hombre acabado, Papini cierra la autobiografía con cierto acento de insatisfacción: «Si seguís creyendo... que soy de verdad un hombre acabado, tendréis al menos que confesar que lo soy porque quise empezar demasiadas cosas y que no soy nada porque quise serlo todo.» Ese incesante intento de grandeza le llevó a reunir más de treinta mil libros en su biblioteca del chalet de Vía Guerrazzi. Nunca fue capaz de tirar un libro, tal vez porque la penuria de ellos cuando era niño le dejó como herencia un vacío de posesión jamás colmado.
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OCASO DE LA VIDA, ACTIVIDAD PLETORICA
Dos años después de la publicación de Dante
vivo retornan los impulsos enciclopédicos de Papini. Esta vez, en 1935, comienza a redactar el primer volumen de una Historia de la Literatura Italiana, coronación reducida de aquel juvenil intento de realizar una historia general de las literaturas. También este año, y quizá como resultado de ambos proyectos, es nombrado catedrático de Literatura en la Universidad de Bolonia, cuyo sillón ha sido siempre ofrecido a las más destacadas figuras del cuadro literario de Italia. Simultáneamente aparece en las librerías un nuevo libro: La piedra infernal, un conjunto de polémicas religiosas muy al estilo del autor. Como contrapunto inevitable, la vida de Papini se inclina ya decididamente por la pendiente de esas tragedias personales que se suceden en función de la edad. Cuando ha logrado el éxito, se ve sacudido por el vendaval de un ocaso que empieza a delimitarse en el horizonte 'de su existencia. En el mes de julio ha muerto Erminia Cardini, su madre, aquella figura femenina que supo imprimir en el alma hermética 81
del hijo un sedimento de cariño y la humana necesidad del amor. Papini guardará un gran silencio después del triste acontecimiento. Pocas palabras y ningún escrito. Sólo algunas frases en el Diario. Es indudable que la mortaja materna ha sido demasiado atroz para la sensibilidad del hijo. Pero también los años le han infundido una mayor capacidad de resignación, el silencioso conformismo de la aceptación sin posibles rebeldías. Por ello no se detendrá demasiado tiempo la actividad de Papini. Después del paréntesis, del colapso, resurgirán de nuevo los proyectos y la necesidad de escribir, no por crear incesantemente, sino por terminar los esquemas y contenido del Informe y del Juicio. Pero será otro terrible enemigo quien marcará inevitablemente el futuro de Papini: la ceguera. Sus ojos, ya marchitos desde la mocedad, apenas le dan la imagen real de los objetos. Es un mal al que se ha ido acostumbrando a través de los años. Un viejo enemigo que, poco a poco, va estrechando el cerco de las tinieblas en la vista del escritor. Los médicos intentan el remedio quirúrgico a principios de 1936, y después de la operación le prohíben leer y escribir. Dos vetos demasiado crueles para quien se alimenta de libros y se expresa únicamente rellenando cuartillas. Al año siguiente, a pesar de todo, aparecen Los testigos de la Pasión, un retablo novelado sobre algunas de las figuras humanas que protagonizaron el drama del Gólgota. Poco después, Papini es nombrado académico de Italia, final y concluyente reconocimiento nacional al escritor. Incluso algunos años más tarde, en 1948, se
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divulgó que sería galardonado con el Premio Nobel de Literatura, pero la academia sueca se lo adjudicó entonces a T. S. Eliot. Sabemos que el sueño del Premio Nobel acarició la vanidad de Papini con esa infantil complacencia que provocan las quimeras demasiado bellas. Por eso no pudo evitar un mohín de desilusión al ser descartado e hizo unas forzadas declaraciones de elogio hacia el galardonado. Sin envidia ni rencor, eso sí; con la limpia honradez de una derrota en la lucha que no había intentado. Si este galardón universal le fue negado a Papini -no diremos que por injusticia ni otras circunstancias-, podemos afirmar que no le faltaron méritos para conseguirlo. Cabe pensar que el retraso del Juicio, no publicado hasta después de su muerte, tuvo bastante trascendencia en la obra general del autor florentino. Durante el año 1938, el nuevo académico se dedicó exclusivamente a escribir artículos para la prensa, y al año siguiente comenzó a dirigir la precipitada elaboración de un Diccionario de la Academia, mandato cultural del Duce a los miembros de la más alta esfera literaria de la nación. Cuando surge la Segunda Guerra Mundial, Papini se atrinchera con la amarga experiencia de los pasados desastres. Los conflictos bélicos, las batallas políticas y las eternas luchas humanas, junto con los descalabros familiares y personales. han sido capítulos demasiado dolorosos en la vida de Papini. La nueva guerra no es más que el anticipo de nuevas calamidades, y el propio Papini se ve zarandeado por los vaivenes del conflicto. Mientras se publica Italia mía, cuyo título es 83
una urgencia del momento, Papini se concentra en la redacción de otros capítulos del Juicio. En agosto de 1940 nace el esquema definitivo del Juicio universal, la obra «grande» y entrañablemente papiniana. Será un gigantesco retablo en el que la humanidad, representada por centenares de personajes, históricos o imaginarios, asiste al «dies irae», el del rechinar de los dientes, el día trágico o glorioso de ese Juicio inapelable donde las virtudes y los pecados, el premio o el castigo, el espanto y la felicidad, configurarán un demencial espectáculo en la obra de Papini. En junio de 1940 tuvo que ser nuevamente operado en el ojo izquierdo, pero la intervención quirúrgica nada pudo hacer contra la ceguera dominante. Unos meses después, desoyendo los consejos de reposo, se embriagó en la redacción de otros capítulos del Juicio universal. En realidad, trabajaba con un solo ojo, defectuoso y miope, entre niebla de visión y esplendor de inspiraciones. El día 21 de noviembre de 1941 escribió el doloroso Coro de los ciegos, el de las turbas de invidentes que se presentan también al último Juicio. En las palabras de los personajes, entre el clamor colectivo, escuchamos el personalísimo cántico del propio Papini: «... Otros vieron apagarse poco a poco, temblorosos y atemorizados, sus míseros ojos enfermos y sobre la claridad consoladora de lo creado se extendió para ellos un velo, al principio leve, después cada vez más espeso, más tupido, más enemigo hasta que la belleza de la tierra y del 84
cielo sólo fue para nosotros un recuerdo descolorido y un desesperado lamento ... y nos volvemos a Ti, Creador de la Luz, para que ilumines nuestra pasada ceguera para que inundes con todo el poder de tu esplendor nuestra alma apagada, nuestra espantosa oscuridad... » Hasta el año 1944 trabajó animadamente en el Juicio Universal. Dejó en su Diario algunas impresiones sobre esta enorme tarea: «No por casualidad he comenzado a escribir el Juicio a los sesenta años. Sólo a esta edad existe la seguridad y la amplitud de la experiencia humana. Fui predestinado para tal obra desde que en 1908 pensé en el Informe sobre los hombres (luego rebautizado como Addn). Los largos años empleados en este libro han sido necesarios para llegar a la idea del Juicio y proporcionarme la materia.» «Cada vez más -<:onfiesa en 1943- me atrae y me espanta mi Juicio universal. ¿Podré llegar a dar una idea de todas las formas, de todos los problemas, de todas las grandezas y de todas las miserias de la vida humana? Centenares de confesiones y de apologías son muchas para un libro; casi nada respecto a la complejidad de la vida y a la multitud de las gentes ... Nuevos reos acuden de todas partes y de todos los siglos; no alcanzo a ver el fin. Si no tuviese el desahogo y la descarga liberadora de este libro, mi estado sería bastante más doloroso de lo que es hoy. Me doy cuenta de ello por las noches, cuando me despierto y no puedo recobrar el sueño: delirio y martirio de pensamiento, de recuerdos, de presentimientos
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terribles» (1944). En ese interminable tejer y destejer, dice en abril: «He reanudado la corrección de mi libro. Las dificultades de la dosificación y del orden de los personajes son grandes. Es necesario que el juicio sea «universal» no sólo en el nombre. Cada pasión, cada arte, cada raza deben estar representados ... He pensado poner en las últimas partes del Juicio universal personajes de los siglos próximos. Habré de imaginar lo que será la vida del futuro -intento arriesgado y arduo-, pero haré de este modo todo lo que pueda para que el Juicio resulte verdaderamente «universal» también en el tiernpo.» En algunas ocasiones el esfuerzo vence al colosal escritor: «Me viene la idea de quemar todo el manuscrito del Juicio universal.,:» Y esto lo anota en el diario el 4 de abril de 1945, cuando tiene cerca de seis mil cuartillas escritas. La fidelidad a un solo trabajo no es virtud de Papini. En todo momento le asaltan proyectos o la necesidad de rematar algo empezado. Su mente, demasiado inquieta y poderosa, se desborda continuamente sobre los cauces del diario escribir. Ha sido en el otoño de 1944 cuando ha sumado nuevos capítulos al semiabandonado Informe, capítulos inquisitoriales en que habla de hordas guerreras, de sangre y caudillos muertos. Es un reflejo lógico de los acontecimientos de la guerra. Incluso al año siguiente, mientras piensa en prender fuego al manuscrito del Juicio, escribe las Cartas del Papa Celestino VI a los hombres y traza el esquema de una biografía sobre Miguel Angel. En 1946 continúa trabajando en el Informe, al tiempo que llueve sobre sus espal-
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das de viejo azotado un diluvio de críticas en torno al «escandaloso» libro de las Cartas de Celestino VI. Entre los pocos defensores del verdadero espíritu con que fueron escritas estas cartas, destaca el propio Pontífice Pío XII y cierto elogio de la «Civiltá Cattolica», Por si fuera poco, como si el tentar las enemigas críticas fuera un deporte, concibe en 1947 un libro sobre el Diablo. En diciembre de 1949 se publica finalmente la biografía sobre Miguel Angel. Quizá pudiera parecer que ello supondría un desahogo para la actividad de Papini, mas ya por este tiempo está componiendo el Libro negro, una segunda parte de Gog. El propio autor confiesa: «No veo la hora de consagrarme del todo a la terminación del Juicio universal, que será, creo, la última obra de mi vida.» En noviembre de 1949 escribe en el Diario: «Tendré que volver a escribir gran parte de los capítulos del Juicio universal. Y sin embargo, no me espanto y espero constantemente entregar la obra antes del verano. ¡Quién sabe si dentro de un año seré todavía capaz de escribir por mí mismo!» En 1951, retardando el terrible vaticinio de la parálisis siempre prevista por Papini, se edita el Libro negro. Es al año siguiente, en 1952, cuando aparecen los primeros síntomas irrevocables de un Papini progresivamente paralítico, a quien invade el morbo de lo que también podríamos definir como «grande enfermedad». El signo de la grandeza, impreso en el alma del escritor, configura incluso sus propias dolencias. Todo ha comenzado con unos pasos vacilantes, con un andar indefinido de futura marioneta. Los nervios y los músculos, paulatina87
mente, pierden el control de los movimientos. Es el preludio de la trágica ruina física, el epílogo tembloroso del vigor que sucumbe, desguazado como una máquina inservible, entre un montón de fibras inmóviles. La cabeza de Papini, quizá todavía demasiado llena de ideas, pesa excesivamente como para mantenerse erguida por sí sola: el escritor ha de sujetársela con una mano para impedir que la barbilla se incruste en el pecho. La estampa patética del «hombre acabado», en porfía con los últimos esfuerzos, ahoga la intimidad de la familia y entorpece la tertulia angustiosa con los amigos que le visitan. En el mes de octubre apenas se entienden los manuscritos de Papini, justo cuando ha entregado al editor el original de El diablo. Finalmente, ellO de marzo de 1953, escribe la última página autógrafa de su Diario: «He pasado largos meses de tristezas y sufrimientos. He soportado todo con la esperanza de curarme. Me han acribillado a pinchazos, me han dado masajes en los brazos y en las piernas. A pesar de todo, no puedo caminar sin ayuda y me cuesta trabajo sostener la pluma con la mano derecha.» Y punto final. La vieja pluma del escritor enmohecerá a partir de ese día como un objeto que, definitivamente pretérito, empieza a formar el tumulto de «recuerdos» sobre la mesa del despacho. En el mes de noviembre, asiéndose desesperadamente al mundo de los contactos, Papini dicta las cartas a sus amigos. En abril de 1954 fallece Gioconda, su segunda hija, que le ha dejado tres nietos. El injusto destino, de nuevo, prende sus dentelladas en la famélica envoltura
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carnal del escritor. A partir del otoño, Papini cesa de hablar. Su garganta apenas atina a emitir unos sonidos amorfos, ininteligibles, como estertores que anuncian el fatal desenlace. Las reuniones con los viejos amigos se mantienen trabajosamente gracias a la milagrosa intuición de Ana, la nieta que asume el papel de intérprete. Papini está irremediablemente «acabado». La vista, siempre defectuosa, se oscurece en una especie de crepúsculo sin próximo amanecer. Las manos, inertes para el manejo de la pluma, se han rendido a cualquier movimiento. Toda la vida del escritor se repliega al interior del cuerpo marchito con la postrera terquedad de atrincherarse contra la quietud final. Cierto es que no hay rendición. Aquel hombre, que tuvo un día el arrebato de coronarse con laureles juveniles, hoy no cede un palmo de su espíritu al cerco de la inmovilidad. Que el cuerpo permanezca arrinconado en un sillón de ruedas no significa el triunfo de la parálisis sobre una mente prodigiosa, cuyo último prodigio consistirá en escribir sin letras y dictar sin palabras. Pero junto al prodigio de voluntad permanece el lúgubre y concreto espectáculo: el gesto de un paralítico es demasiado estremecedor. Nadie puede saber lo que sufre un paralítico, en quien se multiplican todos los acentos de la sensibilidad. Nadie, excepto los paralíticos, tiene esa expresión mezclada de ternura y asombro, sin mueca de dolor, donde la resignación llega a esculpir los perfiles más dramáticos. En el rostro de Papini aún rezuma el quieto ardor de la hazaña final. Detrás de los gruesos cristales se
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descubre la mirada suplicante de comprensión, buscando un absurdo contacto material entre las espesas tinieblas sin tacto. Casi nadie se detiene a mirar la expresión de un paralítico. Es demasiado elocuente en su falta de movimiento. Tiene la extraña atracción de un vértigo irremediable. Son semblantes terriblemente dominadores, como los silencios de los niños. Por eso la gente, cuando mira a un paralítico, no ve más que los miembros inmóviles o deformes, los músculos atrofiados. No adivinan que los paralíticos hablan sin palabras, sin gestos y sin matices, quizá con cierto asomo de doliente decepción, como esas cabezas decapitadas de los muñecos viejos. Del lenguaje sin sonidos brota la mímica sin gestos. La humanidad desoye a esos venerables despojos de los paralíticos porque no sabe comprender, tal vez, la presencia de un cadáver con vida. Los hospitales se encargan de todo, que se reduce a mantener el pobre ritmo vegetativo de los cuerpos apuntillados. Si no se comprende a los paralíticos, no se les puede amar. A lo sumo, se les tiene lástima. Incluso en estas dramáticas circunstancias, Papini fue un privilegiado. Triunfó como artista, como furia destructora, como arquitecto de nuevos conceptos, como creyente y como paralítico. Pero el triunfo sobre la parálisis vino de la mano más inocente e inesperada: '-1 través de su nieta Ana, la muchacha que dedicó su juventud a transmi tir al mundo los finales pulsos creadores del abuelo. Ambos, hombre y niña, crearon la maravillosa simbiosis que sorprendió al mundo. Es conocida la trágica estampa del Papini 90
mudo e inmóvil que en los últimos días de su vida dictaba fatigosamente a su nieta con un sistema casi imposible de creer: Ana recitaba el abecedario lentamente, y Papini la interrumpía de algún modo cuando pronunciaba la letra deseada... De nuevo repetía las letras y otra vez el abuelo indicaba la elegida... Una y otra vez, infinitas veces, hasta que, letra a letra, se iban formando las palabras y las frases ... , hasta componer un artículo o dictar una carta. Ana Papini ha sido el más angelical lazarillo del arte. Y ha sido, sobre todo, ese milagroso medio de expresión que el cielo otorgó a su abuelo para hacerle menos estéril la pérdida de los movimientos. Gracias a ella conocía las noticias de los periódicos o los versos de las nuevas poesías. Gracias a ella mantenía la correspondencia con los amigos distantes y seguía colaborando semanalmente en el «Corriere della Sera». Por todo ello, mediante Ana, Papini también triunfó como paralítico. El ocaso de Papini carece ya de fechas memorables. Mientras que en 1955 se publican los libros Espía del mundo y La logia de los bustos -ambos son recopilaciones de otros escritos-, la parálisis prosigue el curso ciego de su terrible poder. En mayo de 1956 finalizan las colaboraciones en el «Corriere», único vínculo del escritor con el mundo. Al producirse el silencio, los lectores contuvieron el aliento: ¿Se había apagado mortalmente el genio y la persona? El día 8 de julio de 1956 murió Giovanni Papini con toda la beatífica suavidad de una parálisis eterna. Después del humano «fin», literariamente glorioso, cruel en lo físico, iría a mezclarse con las turbas entrañables de sus criatu91
ras fantásticas del Juicio universal. No terminó este libro ni con las dimensiones ni con la calidad que había soñado. En realidad, no lo terminó de ninguna manera y se ha publicado con la mejor de las intenciones tal y como lo abandonó su autor. Si mil años hubiera vivido Papini, otros mil habría necesitado para estar sao tisfecho con «su» «grande obra», la apocalíptica y concluyente manifestación artística de un genio sin precedente y sin posible sucesión. Tan alto fue el intento, tanto se ajustó al megalomaniático espíritu del autor, que tuvo como destino lógico el quedarse reducido al más colosal esbozo de una quimera infinita. El Juicio universal, mutilado, contradictorio, terrible y poético, ficticio y a veces apologético, será como un trozo del propio Papini reencarnado en los escaparates de las librerías: escándalo para unos y placer para otros. Incomprendido o criticado, aplaudido o despreciado, Papini ha dejado, efectivamente, «una de esas obras que perduran en los siglos», una extraña pirueta de filósofo a la que puso un personalísima ingrediente de ferocidad externa y el candor de un alma infantil demasiado asustada por no haber encontrado en seguida el camino de la Verdad. Porque en el fondo, como todos los artistas auténticos, Papini fue un niño grande que jugó a los ogros y a los leones. Algunas veces -por esas sorpresas que se dan en la humanidad- asustó a cualquier cándido e hizo creer que mordía a algunos apocados. Lo que mejor hizo, a fuerza de descalabros, fue encontrar esa angustiosa Verdad entre un torbellino de agitadas ideas.
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PAPINI, EL DIABLO Y ESPAÑA
Italia no ha sabido comprender o no ha podio do perdonar a Papini, uno de sus mayores genios de la literatura. Hubo un tiempo en que el viejo ogro toscano se atrajo la admiración del pueblo itálico; pero ese mismo pueblo -siempre voluble y tornadizo- no le fue fiel a largo plazo, quizá porque se sintió íntimamente flagelado por las terribles verdades de aquel «hombre salvaje» que supo hacer de su gruesa pluma una especie de ariete con el que derribó antiguos intereses, mitos y tranquilidades. «Despertar modorras, remover fondos, aventar ideas» era el sincero objetivo de Papini, según su propia confesión escrita. Cuando el famoso y paradójico libro El diablo comenzó a alterar los ánimos, recién salido de la imprenta, asustando a una mayoría inmovilista, recreando a unos pocos, invadiendo de zozobras los ámbitos vulgares y los literarios, e incluso eclesiásticos, el viejo Papini resoplaría a su estilo con satisfacción. «Estoy contento -reconoció- por haber lanzado una piedra en el inmovilismo espiritual de nuestro tiempo.» Lo qu~ equivale a confesión de objetivo alcanzado. 93
A pesar de cualquier aparente circunstancia, El diablo era mucho más que un simple juego dialéctico para molestar la placidez ajena. Sólo puede concebirse un libro así con toda la fantasía de Papini, desarropada de conformismos. y sólo puede leerse, para sacar algún resultado, con la benevolente intención de soslayar cuestiones teológicas. Papini -hay que decirlo- resultó molesto a los italianos, quienes no acabaron de comprenderle ni como ateo ni como cristiano. Su conversión, ardua y lenta, resplandeciente luego, no llegó a conmover a los italianos, que sólo intuyeron en Papini una furia que no realizó esquema alguno, que no siguió un camino recto ni se mostró complaciente. Aquella conversión inesperada fue calificada como un descalabro del escritor, un mal paso en su historia mítica de ateo a ultranza. Siempre he creído que Italia no se ha molestado mucho en averiguar el alma tortuosa del insigne florentino. Y las obras de Papini han calado más hondo en Hispanoamérica y en España, por ejemplo, que en su propia tierra. Como han hecho todas las naciones alguna vez, Italia no ha pagado merecidamente a su héroe. Estoy seguro también de que a Papini le trajo un poco sin cuidado ese proceder de su pueblo, porque si ansiaba la gloria de una obra inmortal -«una de esas que perduran en los sigloss->, si tenía el deseo de lo grande y de la primacía personal, no era en el sentido meramente ególatra de una vanidad hueca y simple. Lo de Papini era pasión de artista y regusto de «creación» única. La soberbia de realizar una «gran 94
obra» -si me es permitido adivinarlo- quedaba reducida a su mundo interior de los intentos sobrehumanos, a los entresijos de su complicado espíritu, atormentado y siempre insatisfecho. Pero no buscaba el aplauso callejero o la veneración académica. No estaba hecho para salir al escenario a recibir un ramo de flores como se inclinan los divos del «bel canto». No. Papini buscaba su propio contento, la hartura final para una voracidad innata, algo así como la tranquilidad del deber cumplido. Por eso se buscó tantos deberes en la vida, desde «condottiero» espiritual de su pueblo hasta guía místico de un nuevo cristianismo. Todo lo que hiciera -político, cristiano, artístico- debía hacerlo con el sello inconfudible de su ardor excesivo, con el apasionamiento un tanto parcial y bastante ciego de quien se entrega sin reservas a una causa sacrosanta. Los libros de Papini, con el tiempo, dejaron de impresionar a los italianos. Hasta hubo quienes le creyeron un auténtico poseso que escribía al dictado luciferino aquel sencillo e incomprensible alegato amoroso de El diablo. Este libro, cuando apareció en los escaparates de las librerías italianas, hizo que los comentaristas literarios dejasen traslucir cierto temor de una condena por parte de los teólogos. El diablo -fruto del mundo interior de Papiniofrecía a los lectores una muestra más de la alborotada y enorme introspección de su autor. Constituía un rotundo desafío al racionalismo, con algún aderezo de ternura y energía, con muchas intemperancias teológicas que, tal vez, provocasen una lamentable condena. 95
En aquella páginas se refundía la pregunta de si el demonio está por completo y sin remedio excluido del misterio del amor, del amor divino y del amor humano. Papini no defendía al diablo, sino al amor. Veía al demonio «odiado por los mismos que han prometido amar a los enemigos; temido por quienes están más lejanos: los santos; obedecido e imitado por los que no creen o dicen no creer en su existencia». Pretendía Papini enjuiciar al demonio «no con la servidumbre del mago que quiere aprovecharse de él, o con el terror del devoto que contra él se defiende, sino con los ojos y el espíritu del cristiano que desea ser cristiano hasta las últimas consecuencias -incluso las más temerarias- del cristianismo». Muchas cosas se relacionan en esa retorta literaria del libro: la Biblia, la teología, la historia, tradiciones y leyendas, poesía... , toda una interminable riqueza documental moldeada con la fogosa llamarada artística de Papini. Y siempre se halla presente el párrafo solemne y de advertencia, la inolvidable huella de aquellas antiguas «stroncaturas» cambiadas al signo de la fe: «También en las miniaturas del libro de oración -dice Papini- puede anidar Satanás; también en la imagen pintada del altar; también en la cuerda que ciñe los lomos del asceta.» En realidad, era el mismo prólogo del libro lo que vaticinaba abiertamente los desajustes teológicos. En aquellas primeras hojas, Papini prometía estudiar las relaciones de Dios y el diablo -«mucho más cordiales de lo que se 96
cree»- y razonar la «posibilidad de una acción por parte de los hombres para devolver a Satanás a su primer estado». Finalizaba Papini con su espontánea humildad de nuevo creyente: «Espero que los honrados guardianes de la hortodoxia no se escandalizarán demasiado de algunas expresiones ardientes de mi esperanza cristiana y que atenderán más al espíritu y al deseo que no a ciertas intemperancias de la letra.» Lo cierto es que Papini, en ese recóndito y paradójico mundo de su espíritu, quisiera ver «vacío el infierno y lleno el paraíso». Suena un tanto irrespetuosa esa frase de los «honrados guardianes de la hortodoxia». Hace pensar en palabras de un descreído o un anticlerical. Pero hay que repetir, mil veces si necesario fuera, que Papini no sería él sin esas estridencias de lenguaje, sin esas libertades sin más fin que el simple desahogo de un escritor sincero. A Papini le salían las palabras así, sin otras intenciones. Con la pura llaneza de expresarse sin tapujos ni limaduras innecesarias. Como en una especie de «fuga» o descontrol del equilibrio. La fortaleza del idioma papiniano radica en estas salidas ruidosas, en esos desacatos espontáneos. Papini no conserva la línea recta. No puede hacerlo. Hay algo en él, un recóndito dispositivo, que hace de fulminante. Y el tiro se dispara por casualidad, unas veces inofensivo y otras veces certero. Por todo ello, en definitiva, parece que en muchas ocasiones Papini «coge el rábano por las hojas», como suele decirse. Y esa manía de 97 PAPINI.-4
«buscar tres pies al gato» es lo que convierte su obra en centro de polémicas. También por todo esto los críticos literarios, y los informadores en general, pronosticaron un fallo condenatorio a El diablo, sin posibles eximentes o atenuantes. Delito era entrometerse en asuntos tan delicados, y más delito era el error expreso del contenido de aquel libro singular. ¿Cabía esperar una absolución? Poco después señalaba «L'Osservatore Romano» que Papini no sería condenado explícitamente por su libro, que, en virtud del canon 1.399 del Código de Derecho Canónico, es «ipso iure prohibitur» por ser un libro lleno de errores explícitos. El magisterio de la Iglesia -añadía el diario vaticano- interviene solamente en el caso de engaño gravemente dirigido a la buena voluntad de los fieles, en el caso de libros que tienen una importancia doctrinal. En el citado artículo se hacía notar la ignorancia de Papini no solamente en Teología, sino del mismo Catecismo, pretendiendo enseñar, por pura bondad de corazón, la verdadera caridad a los Papas, a los concilios, a los padres y a los doctores, a los santos y a las almas piadosas y, en una palabra, a la Iglesia, que, según él, no comprende muchas cosas. «Es una lástima -termina el artículo- que al viejo escritor toscano le haya acaecido una desventura semejante, todo ello en perjuicio de su cristianismo. Ni los más ignorantes de los fieles incurren en semejante desgracia. Se preocupan de custodiar su propia fe y de prepararse su misma salvación, ya de por sí muy difícil.
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Todo esto es comprender por qué Giovanni Papini, mientras Cristo nos salvó a nosotros del demonio, él quiere salvar al demonio de Cristo.» El hecho es que no se produjo -por fortuna- la condena. En cuanto a las razones expuestas por «L'Osservatore», tengo mis dudas de que hayan dado en el clavo de la cuestión. Sería impropio de esta biografía tratar de entrar en lides tan resbaladizas. Pero lo que es cierto es que en ese artículo tampoco se «comprende» a Papini, quizá por mirar demasiado lejos el alcance de su obra. Al viejo Papini, irreconciliable con la censura y el sosiego, hay que mirarlo siempre de cerca, con el calor de hombro a hombro, con vecindad de amigo. De lo contrario -como sucede con quienes desconocen los matices alegres de un furioso ladrido del perro- podría interpretarse en sus palabras altisonantes una finalidad más agresiva. Paradójico es el libro de El diablo, donde se exponen las mil meditaciones del autor en torno al tema comprometido del amor hacia Lucifer. Hay una enorme diferencia con aquel otro demonio visto de cerca por Dante. Recordemos que el célebre poeta -también florentino- del trescientos nos dice con certera frase lo que sintió en su cuerpo al ver en el fondo del infierno al «Emperador del doloroso reino»: «lo non morí, e non rimasi vivo» (no morí, y no permanecí vivo). Es la expresión poética del sublime terror, del infinito espanto, de la terrible congoja. Era el canto XXXIV del poema escatológico, cuando después de atravesar las cuatro 99
zonas del noveno círculo apareció el Lucifero, centro del infierno. Allí estaba Satanás, fantasmagórico, hundido en hielo hasta la mitad del pecho, moviendo sus enormes brazos como descomunales aspas de molino. Estampa clásica de un demonio horrible. El diablo de Papini no es ni siquiera pariente del Lucifer dantesco. No se le ven los cuernos ni la maldad externa a que nos acostumbraron los pintores góticos del medievo. Quizá se parezca más al «diable arnoureux» de Jacques Cazotte, porque ambos demonios presentan la coincidencia de no hablar a la razón o a los sentidos -según tradición-, sino que establecen comunicación con nuestros sentimientos más tiernos. El diablo de Papini, sin despojarse de sus galas de ángel de luz, aparece hundido en el tormento y la desgracia de forma innovadora: es a la vez la obra maestra del Creador y la criatura más infeliz. Papini lo presenta blanquísimo, rutilante como una estrella, bello y desgraciado. Este binomio de la hermosura y la desgracia componen el original artificio para conmover al lector. Los conocimientos diabológicos de Papini son muy extensos, y este libro resulta ser -además del intento ya comentado- una especie de fichero completado con comentarios de todo tipo. La salvación de ese diablo -condenado por Dios, aunque condena no signifique odio para Papini- constituye el centro de una fantasía desbordada, puesta al servicio de un corazón generoso y de un cerebro inquieto y aventurero. 100
El «pecado» de Papini radica en sus recriminaciones abiertas a la teología reclusa y aislada. Ya en Las cartas del Papa Celestino VI a los hombres había salpicado sus reconvenciones a los teólogos: «Habéis parado el reloj de la historia... No es cierto que todo esté dicho y que no podamos ser otra cosa que portavoces de los muertos ... Cada siglo tiene su lenguaje... Salid alguna vez al aire libre... » Papini, antes y después de su conversión, debía hablar con un mismo tono, con sus vicios y virtudes, con sus entusiasmos e insatisfacciones. Como cristiano, sincero y apasionado, buscaba posiciones más firmes para reposar su fe, nueva, recien descubierta, ajena a los cómodos itinerarios del conformismo. Extraño hombre y raro cristiano inquisitivo, siempre merodeando por los vericuetos de las verdades establecidas con el fin de hallar el camino auténtico. El propio Papini era consciente de la trascendencia de su libro. Y también confesaba ese temor inicial de una condena: «¿ Cree usted -comentaba en una entrevista con Consuelo de la Gándara- que se permitirá la publicación de mi último libro ? Yo preferiría que la edición castellana se hiciera en España, como ha sido lo normal con otros libros míos. En todo caso, las editoras de Suramérica se han disputado los derechos y el libro se leerá en español. La cuestión comercial no me afecta; en cambio, siempre me emocioné verme editado en España lo mismo que en Italia.» He aquí que surge otra faceta del paradójico Papini: su extraño y gran amor a España. Digo 101
extraño porque nunca pudo llegar a realizar su deseado viaje a «tierra de Iberia», como él solía decir. Sin conocerla de cerca, España fue su país preferido y al que más elogios dedicó en repetidas ocasiones. Fue amigo de ilustres españoles y mantuvo con ellos una continua relación para estar siempre informado sobre esa España a la que jamás guardó rencor por haber dominado en Italia. Hasta en eso se apartó del clima de su pueblo, que en cierto modo no nos ha perdonado a los españoles un período de imperio. Papini solía referirse a España como «la nación por mí preferida después de Italia», un país cuya literatura estudió con especial interés en sus años mozos. En 1954 confesaba Papini que «ya no tengo esperanzas de realizar mi primer viaje a España». Quien haya leído lo suficiente al escritor florentino, hallará en sus libros muchos pasajes que hacen creer, por la fuerza y autenticidad de lo tratado, que conoció perfectamente Toledo o Sevilla, que permaneció horas enteras en el Museo del Prado frente a los cuadros de Gaya o que asistió con frecuencia a nuestra fiesta brava. «Desde muchacho -explicaba Papini este conocimiento de lo español- me ha sugestionado la literatura española y conozco bastante bien sus clásicos. Cuando no tendría aún quince años leí un trozo del Poema del Cid recogido en un libro de lecturas, y me impresionó profundamente. La fuerza de aquella poesía me arrastró a leer toda la épica española. Y hasta casi caí en la tentación de escribir una Historia de la Literatura española, que nunca terminé. ¡Cuán102
to trabajé en el estudio de Berceo! Aún recuerdo aquel primitivo Auto de los Reyes Magos ... » Cuando le preguntaron cuál era el aspecto de nuestra literatura que más le atraía, afirmó: «Lo que suele diferenciarla de la nuestra, de la italiana: la fuerza, la poderosa expresividad, la frescura de la inspiración en lo popular. Acostumbrado a las cultas elaboraciones de nuestros humanistas, yo no podía dejar de admirar la espontánea poesía del Arcipreste de Hita.» «Resulta difícil escoger -decía sobre sus preferencias en torno a los autores españoles-, pero creo que son los místicos. San Juan de la Cruz sobre todo.» Respecto a los contemporáneos, decía: «Me atrae Unamuno. Con él me unía una gran amistad. Conservo aún cartas suyas, inéditas, de su puño y letra, que tengo que buscar entre mis viejos papeles. Unamuno es el español más importante de estos últimos siglos. Mi estima de él es tan grande, que en cierto modo no he tomado a mal la definición que un compatriota ha dado de mí: Papini es un Unamuno fracasado.» En esta sinceridad, Papini concedía menos importancia al agravio de la frase (<<Papini e un Unamuno mancato») que a la comparación siempre favorable. En otra ocasión, calculando el futuro espiritual de Italia y España, dijo con melancolía: «No sé. tengo el temor de que nuestros pueblos hayan perdido irremediablemente la autonomía de destino.» Y sobre ambas naciones escribió: «Iberia es una isla encadenada por fuerza a Europa con las cadenas de los Pirineos, pero que tiene vital relación con otros continentes. 103
Africa casi la toca, porque ha estado llamada a ser unas veces su conquistadora, otras veces su presa. Pero el verdadero imperio de España está lejos, más allá del Atlántico, en América. De Europa se preocupa poco. Sólo una excepción: Italia. Fue dominada por Roma largo tiempo; fue señora de Italia en los siglos XVI y XVII. Con ninguna otra nación europea ha tenido España relaciones semejantes.» Bien conocía nuestra historia moderna, y la seguía de cerca, con atención de galante amigo: «Aún recuerdo bien ---comentaba en sus últimos tiempos- la impresión que me produjeron los acontecimientos del año 1898: la pérdida de Cuba y el comportamiento de los norteamericanos. y he seguido muy de cerca a los españoles del 98. Por cierto, que uno de mis primeros escritos fue una defensa de España. Fue por aquellos años. Había leído un artículo antiespañol e incomprensivo y me lancé a escribir una respuesta. Se publicó en «La Gazzeta delle Lettere», Como mi nombre era absolutamente desconocido, lo firmé con el seudónimo de «Hispanófilo». En otro artículo hablaba de los hombres representativos de España: «Los pueblos ricos -escribe Papini- no exportan solamente mercancías, sino figuras y mitos; esto es, imágenes representativas del alma y de la naturaleza de la nación. A traves de estas imágenes, mejor que por el conjunto de la historia y de la civilización, puede el extranjero conocer Y juzgar a los pueblos. Y rectamente. Observamos y recordamos de modo especial en los demás aquello que contrasta con nuestras costumbres y prin104
cipios, lo que equivale casi siempre a los rasgos peculiares e individuales que distinguen un hombre y un pueblo de los demás hombres y de los demás pueblos. En todas partes, la naturaleza humana, en sus grandezas y en sus caídas, es semejante a sí misma: semejante sí, pero no idéntica, especialmente en las formas espirituales y exteriores que la manifiestan. «Por esto no se equivocan quienes, para comprender una nación, dirigen la mirada a aquellas figuras que se han convertido en familiares a la gran familia de las gentes. Son a veces protagonistas de la historia real; más frecuentemente creación de las leyendas o de la poesía; en otros casos, héroes humanos de una comunidad que sustituye con esos nombres el suyo propio. «España es uno de los más grandes exportadores de estos símbolos colectivos, de estas personas estandarte, de estas encarnaciones de los instintos profundos de una nación. Sobre todo desde el Renacimiento para acá, la cultura europea, y no sólo en la zona perteneciente a los doctos, está poblada de personajes ibéricos. «Recuerdo los más conocidos: el Campeador (el Cid), el Conquistador (Pizarro), el Inquisidor (Torquemada), el Burlador (Don Juan), el Pícaro (Lazarillo, etc.), el Ingenioso Hidalgo (Don Quijote), los Guerrilleros y el Torero. Son ocho tipos bien distintos en su fisonomía, en su tiempo, en los valores que representan, y, sin embargo, si los miramos fuera de los esquemas literarios, reconocemos algunos rasgos comunes; no diré todos, pero sí bastantes para deducir de 105
estas afinidades tres o cuatro líneas para el retrato espiritual de la nación que los concibió y los alimentó.» y para finalizar el precipitado recuento de los personajes españoles que atrajeron la atención de Papini, no olvidemos que en El juicio universal aparecen Alfonso el Sabio, Carlos V, Felipe 11, Rodrigo Maldonado -uno de los comisionados para estudiar los proyectos de Colón-, Torquemada, el rebelde Lope de Aguirre, el filósofo Séneca, Miguel Servet y el palifacético don Francisco de Quevedo.
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LIDER DEL PRAGMATISMO
Resulta obligado detenernos brevemente sobre una faceta menos universal, menos conocida, del inquieto Papini de los años mozos. Me refiero a su pensamiento filosófico que, aún siendo muy importante, especialmente en cuanto se refiere a los movimientos intelectuales de Italia, se quedó un tanto sofocado y perdido en la lejanía a consecuencia de la más concreta y popular fama del escritor. A! propio Papini le ha gustado repetir en varias ocasiones que él no era un filósofo, sino un literato. Nada más cierto y sincero. A un hombre tan eminentemente inquieto como él, tan vitalista diría yo, no podía satisfacerle la filosofía como medio de expresión. Y menos aún podría soportar el enclaustramiento dentro de un sistema, de unas formas rígidas, y tal vez estereotipadas, de pensar. Sin embargo, hay un período en su juventud -juventud atea por cierto- que le une al movimiento filosófico llamado pragmatismo. Y es precisamente Papini, junto con dos italianos más -Giovanni Vailati (1863-1909) y Mario Calderoni (1879-1914}quienes tomaron contacto con los grandes del 107
pragmatismo angloamericano: Peirce, Dewey, Schiller y James. Con ambos compañeros de pensamiento puso Papini en circulación la famosa revista «I1 Leonardo», aparecida en 1903 y muerta cuatro años más tarde, desde cuyas páginas se defendía el pragmatismo. No es sencillo sintetizar una definición del pragmatismo. El mismo Papini lo diría en sus escritos. Pero podemos dejar por sentado que, más que un sistema filosófico, es un método. Es decir, un estilo de pensar, una corriente de opinión que enlaza perfectamente con el empirismo inglés y con el movimiento positivista, para quienes lo absoluto es la ciencia, frente a los idealismos kantianos y postkantianos, quienes cifran lo absoluto en la Moral, el Arte o el pensamiento puro. La Verdad, por tanto, es aquello que puede ser verificado, no lo creíble. Verdad es lo comprobable, lo que procede directamente de la experiencia, lo que puede ser sometido a verificación. Por eso la verdad suprema radica en las ciencias. La autonomía absoluta de la mente humana -fuente de verdad, única y absoluta, sobre todo después de Descartes- no admite ninguna otra autoridad que la del hombre mismo. La filosofía, pues, se mundaniza. Poco a poco pierde de vista los grandes problemas tradicionales y constantes de la metafísica, de Dios y la religión. En el fondo, tanto el positivismo -que considera al hombre como uno de los fenómenos del orden moral- como el idealismo -que lo convierte en un determinado contingente del espíritu absoluto- caen en el mismo defecto: la exaltación del orgullo humano. Ensalzan de tal 108
manera la razón humana que sobra toda ayuda exterior, aunque ésta lleve el nombre de Dios. Creo que es muy prudente, y más llevadero para el lector, iniciar un paréntesis de mis ideas para dejar hablar al propio Papini sobre su pensamiento filosófico: «Quien diese en pocas palabras una definición del Pragmatismo -escribió precisamente en su obra del mismo título- realizaría con ello la cosa más antipragmática que podría imaginarse. En efecto, intentando encerraren una frase breve todas las tendencias y las teorías que lo forman se obtendría forzosamente algo genérico e incompleto, siendo así que los pragmatistas dedican el máximo de sus desprecios a lo indeterminado e impreciso. «Yo, por ejemplo, tendría a mano dos o tres definiciones del Pragmatismo que reducen todas sus características y sus elementos a uno solo, pero no me siento con ánimos para hacerlas pasar por buenas. «Podría deciros, por ejemplo, que el Pragmatismo no es sino una colección de métodos encaminados a aumentar la potencia del hombre, pero podríais contestarme que en ese caso entraría dentro del Pragmatismo hasta un manual para la fabricación de perforadoras. Algún otro pragmatista podría afirmaros, en cambio, que su teoría tiene por fundamento la preocupación por el futuro (consecuencias, previsiones) hasta el punto de que también podría llamársele prometeísmo, y vosotros le preguntaríais al instante si forman parte del Pragmatismo los libros de meteorología y los manuales de quiromancia, o las utopías de los reformadores. 109
«Lo echaría aún más a perder quien viniese a deciros que el Pragmatismo es la teoría que da importancia a la práctica y que sustituye el criterio de la verdad con el de la utilidad en la selección de las teorías. Algo de verdad hay en esta definición, pero es preciso examinar de cerca lo que se entiende por práctica y por utilidad, si queremos darle un sentido inatacable. ¿Existe alguna teoría que, si hacemos caso a su creador, no tenga algunas consecuencias prácticas o que sea completamente inútil? Hay en las teorías una especie de utilidad que coincide con su verdad (así, por ejemplo, en la mayor parte de los casos resulta útil tener opiniones que den lugar a previsiones verdaderas) y existe otra que puede estar en pugna con aquélla; por ejemplo, el acicate moral que puede proporcionar una hipótesis determinada, incluso siendo totalmente absurda. «Podrían seguir las definiciones, pero llegaríais probablemente a la conclusión de que el Pragmatismo, en vez de ser una novedad, abarca una infinidad de cosas ya existentes, y de que, conscientemente o no, es aceptado y practicado por todos los hombres ...• En estos párrafos es evidente la habilidad de Papini para la pirueta intelectual. Pero hemos de profundizar un poco más en su hondura filosófica. Hemos de situar la juventud de Papini dentro de esa crisis de valores que decía antes, crisis de metafísica, de religión y de Dios. La vida de Papini, al estilo agustiniano, es pura búsqueda, se siente inseguro, insatisfecho, atormentado. La verdad no es una posesión tranquila y confortable. 110
¿Qué es la verdad?, se pregunta el pragmático como un Pilatos de nuevo cuño. La verdad de un principio no reside en la armonía lógica de sus proposiciones, en los enunciados perfectamente definidos. La verdad se encuentra en las consecuencias prácticas que contiene. Podría decirse que el pragmatismo o filosofía de la acción es en filosofía lo que el utilitarismo de un Bentham o de Stuar MilI en el campo de la moral. Las concepciones in telectuales tienen valor en la medida en que favorecen la vida y su progreso: una idea es verdadera cuando logra un resultado, porque una idea es esencialmente para algo. En una palabra, una doctrina es verdadera en la medida en que es útil y provechosa. Es cierto que el Pragmatismo es una corriente eminentemente americana, muy de acuerdo sin duda con aquella mentalidad. Nombres indiscutibles son Peirce (1842-1910) con sus obras fundamentales Pragmatismo (1907) y La voluntad de creer (1897), SchilIer, John Dewey, James ... La influencia de estos autores se ha dejado sentir, bajo nombres diversos, en distintos países. Así, por ejemplo, son parcialmente pragmatistas Bergson, Blondel, Spengler, muchas de las afirmaciones de Simmel e incluso del mismo Nietzsche. Porque si en algo coinciden los pragmatistas es en su anti-intelectualismo. Y ahí sí que cabe situar el antiintelectualismo de Papini, quien del brazo de Calderoni y Vailati va a dar lugar al pragmatismo italiano, centrado en torno a la famosa revista «Leonardo». Apuntemos otras circunstancias. En el mismo 111
año en que sale a la calle el «Leonardo» aparece en Nápoles otra revista «La Crítica» que sería el órgano del idealismo absoluto defendido por Croce y Gentile. En más de una ocasión Croce se hace eco del pensamiento de Papini, del joven Papini de veintidós años, y afirma en las páginas de «La Crítica» que la concepción filosófica del muchacho milita dentro de un idealismo al estilo bergsoniano. Y ciertamente Benedetto Croce tiene razón. Papini, en uno de sus viajes, se encaminó hacia el foco central de la cultura europea, radicado en París. Allí conoció a figuras tan interesantes e influyentes en el pensamiento occidental como Bergson, Gide y Péguy, posteriormente convertido éste al catolicismo y maestro de maestros, entre quienes debemos señalar a Emmanuel Mounier y Gabriel Maree!. Escuchemos a Papini cómo nos cuenta en la nota preliminar de su Pragmatismo la historia del libro y de su pensamiento filosófico: «Hallábame yo en París a finales del año 1906 cuando se me ocurrió la idea de escribir una exposición rápida, clara y completa de las nuevas teorías que, procedentes de Norteamérica, se iban difundiendo por toda Europa, y cuando ya mi revista «Leonardo» llevaba dos años haciendo de fragua italiana del Pragmatismo. Mi propósito era publicar la obra en francés. Félix Alean, el célebre editor filósofo de las cubiertas verdes, me había prometido publicarlo y Bergson se había brindado a ponerle un prefacio. Me puse a la tarea, pero tuve que abandonarla al cabo de algún tiempo para atender a otros trabajos; cuando volví a pensar en el proyectado libro, se habían realizado en mí muchos cambios 112
y ya no me habría sido posible escribir siguiendo el trazado primitivo. Mi inteligencia, al volver a trabajar en aquellas teorías que había aceptado con demasiada premura, sentíase inclinada a una labor de revisión crítica más que a una de vulgarización apologética o, por lo menos, favorable. Algunos hechos, de índole personal, habían enfriado un poco mis primeros entusiasmos por algunos de los puntos más avanzados de la nueva doctrina; como resultado de muchas discusiones, con amigos y con adversarios, las premisas que me parecían inexpugnables resultábanme ahora oscuras, en lugar de haberse aclarado. La consecuencia fue que no hice nada. «Pero cuando Odoardo Campa me pidió un volumen para una Biblioteca de Filosofía Contemporánea, pensé que mis escritos de aquellos tiempos acerca del Pragmatismo, dispersos -si no olvidados- en revistas poco accesibles, podrían ser de utilidad, reunidos todos, para quienes se ocupan, por deber de historiadores o por amor de convertidos, de la doctrina que recibió de Peirce el nombre y de James la celebridad.» El impacto del «Leonardo» como vehículo de expansión del pragmatismo italiano fue certero, y este modo de pensamiento filosófico tuvo allí momentos de gran popularidad y se habló muchísimo de él -como recuerda Papini- en los diarios y en los semanarios, en las revistas y en los círculos filosóficos, en los cafés y en las escuelas. El «Leonardo» suponía un centro de reacción contra el viejo racionalismo y su éxito se debió al cuarteto Papini-Calderoni-Prezzolini-Vailati. Todo el mundo quería saber durante aquellos 113
años en qué consistía el Pragmatismo, y «todos trataron de apropiárselo o de servirse de él, desde los socialistas hasta los modernistas, desde los científicos hasta los sacerdotes». Con la caída del «Leonardo» se inicia la decadencia del pragmatismo italiano. Desaparecida la revista (1907), al año siguiente falleció James, un año después Vailati; Prezzolini se convirtió al idealismo de Croce; Calderoni murió en 1914. Al faltar los líderes, el movimiento iba haciéndose reposo. A pesar de todo «no hay que creer --dice Papini- que los pragmatistas italianos no hiciesen otra cosa que volver a exponer y propagar ideas que procedían de Norteamérica y de Inglaterra. Quien estudie los distintos escritos nuestros y los extranjeros, fijándose en las fechas, observará que nuestro pequeño grupo contribuyó con no pocas aportaciones propias, tanto en forma de esclarecimientos y desarrollos como de agregados y de proposiciones. El Pragmatismo se dividió casi netamente entre nosotros en dos secciones: la que podría llamarse del Pragmatismo lógico y la del Pragmatismo psicológico o mágico. Pertenecían a la primera Vailati y Calderoni, a quienes debe muchísimo la teoría de la ciencia y de la lógica considerada como estudio del significado de las proposiciones y de las teorías, a pesar de que sus escritos sean leídos por pocos y comprendidos por poquísimos. «La segunda sección -añade Papini- estaba compuesta por mí y por Prezzolini. Nosotros, espíritus más aventureros, más paradójicos y más místicos, desarrollamos sobre todo las teorías 114
que nos hacían esperar una acción eficaz directa sobre nuestro espíritu y sobre las cosas.» Todo el pensar pragmatista de Papini se concentra definitivamente en su libro filosófico, titulado precisamente Pragmatismo y publicado en 1913. Las ideas -podemos resumir- no son verdaderas en sí, sino en la medida en que nos ayudan, en cuanto que nos sirven. Es decir, la verdad es una compensación. Papini, como pragmatista, es agnóstico. ¿Qué es la creencia?, ¿qué es, en último término, la religión?, ¿qué es Dios? La creencia no responde a una verdad objetiva, sino que viene determinada por la «voluntad de creer». ¿Qué significa la hipótesis de Dios? La existencia de Dios como problema es insoluble, responderá el pragmatista. Es más, el problema de Dios es un seudoproblema, puesto que se refiere a un objeto que es totalmente inconceptuable. Dios no entra jamás en el terreno de lo experimental, luego en sí deja de ser problema. Sin embargo, hay que preguntarse por la rentabilidad de tal hipótesis. ¿Qué consecuencias prácticas aporta a la sociedad y a nosotros mismos el hecho de que Dios exista? He ahí lo que interesa. No obstante estas disquisiciones, a muchos parecerá hallar una semejanza entre el pragmatismo y el positivismo, dado que las relaciones entre ambos sistemas filosóficos son bastante complicadas. y en este punto no me resisto a transcribir el propio pensamiento de Papini: «Hay quienes sostienen -dice-, por timidez o por ignorancia, que el Pragmatismo no es más que una forma o un ligero retoque del positivismo. Como es natural, hay quien asegura que se 115
de las cuales pretenden apretar al mundo, y por cuyos agujeros se les escapan muchísimas cosas; ahora una y otra, según el material y la estructura de las redes. «¿Y si alguien juntase las redes, colocándolas una encima de la otra, entrelazando hilo con hilo? Los espacios de las mallas de cada una quedarían cerrados por los hilos de las demás, hasta el punto de que las mallas desaparecerían o quedarían sin comparación mucho más apretadas, y quizá entonces se escapase una cantidad mucho menor de realidad a nuestra perse cución milenaria y anhelante.» ¿A qué nos suena esta arenga final del Pragmatismo papiniano? ¿No nos suena acaso a un eco más de su espíritu de «condottiero» apasionado? Papini no podía remediar su predisposición al ajuste de todo lo imperfecto, que es la vida entera. Intentó ser líder filosófico como se autoinvistió condottiero político de su pueblo, lo mismo que se alzó en pontífice máximo del cristianismo. Tuvo, por así decirlo, la imperfección de la perfección. Yeso, naturalmente, era demasiada responsabilidad para un ser humano. Y además, también en filosofía, Papini se propuso la realización de una obra «definitiva» en torno al pragmatismo. Una obra final, completa, irrevocable, que zanjase la cuestión de las dudas futuras. Una obra tan perfecta que nadie necesitase después un esfuerzo de pensamiento. Ahí fracasaban los intentos de ese Papini titánico, hombre al fin, que debía circunscribirse a sus limitadas posibilidades de hombre. Por todo ello considero que es rentable recordar al Papini filósofo. Para no dejar un cabo 118
suelto en esta pretensión de «comprenderlo» a pesar de tantas aristas suyas y aparentes incongruencias. Más tarde surgirá la biografía cabal, perfilada en detalles, enriquecida con nuevos documentos. Hoy por hoy, poco más puede hacerse. Sobre todo en una época en que, incomprensiblemente, Papini ha dejado de estar «de moda». Quizá al mundo, ávido de noticias chocantes, le hubiera satisfecho más una conversión última de Papini al budismo. Tal vez así, como un recorte de «play-boy» eterno, el gran pensador florentino seguiría aún vivo en los escaparates de las librerías. Pero no. Aquel destino adverso que anduvo maltratándolo en vida supo anticiparle una redención espiritual. Le trajo, poco antes de la muerte, la plenitud de una Verdad que parecía inconsistente: la de un cristianismo a ultranza. Quizá por eso, por su fidelidad a la fe, Papini dejó de ser noticia hace mucho tiempo.
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ANTOLOGIA
UN HOMBRE ACABADO
Un medio retrato (autobiografía) Yo no he sido niño jamás. No tuve niñez. ¿Qué son los días, cálidos y blondos, de ebriedad pueril, las dilatadas serenidades de la inocencia, las sorpresas del cotidiano descubrir el universo? Desconozco esas cosas; no las recuerdo. Las supe más tarde por los libros; hoy las adivino en los muchachos que veo; las sentí por primera vez, y las experimenté pasados los veinte años, en algún feliz momento de tregua o de abandono. Niñez y amor, gozo tranquilo, despreocupación... Yo me veo en el pasado, siempre, apartado, meditando. Me he sentido tremendamente solo y distinto desde que era muchacho... , y no sé por qué. ¿Quizá porque los míos eran pobres o porque no había nacido como los demás? Lo ignoro. Recuerdo únicamente que una tía joven me puso el apodo de viejo cuando yo tenía seis o siete años, y que todos los parientes se mostraron conformes. La verdad es que la mayor parte del tiempo yo permanecía serio y severo; hablaba muy poco, hasta con los demás muchachos; los cumplidos me molestaban; las afectaciones me causaban enfado, y prefería la soledad de los rincones más escondidos
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Del todo al nada (autobiografía) Escribir la historia de todo el mundo y de todos los acontecimientos humanos -pensé- es demasiado, especialmente para un novicio como yo, pero sí que podré redactar una historia universal de la literatura... , aunque no como la han escrito hasta ahora: no por naciones ni por siglos, sino por temas. Quería una historia literaria mundial comparada, no sólo bibliográfica, sino ordenada de acuerdo con las materias y los argumentos. Gran rebusca, pues, de temas, de índices y de títulos; infinitos apuntes sobre leyendas y motivos poéticos, y cajas llenas hasta desbordar de papeletas bibliográficas. Me había limitado bastante, pero mi manía de lo universal se encontraba bastante satisfecha. Ahora bien: después de algunos meses de exploración afanosa y desordenada, tuve que convencerme de que también ésta era empresa excesivamente dificultosa para ser llevada a buen fin. Para hacerla bien, habría tenido que estudiar yo no sé cuántas lenguas y leer sin levantar los ojos duo rante decenas de años. Una historia como la que yo soñaba no era cosa de hacerla a fuerza de títulos: era preciso conocer todo lo importante, página por página, y releer más de una vez, a fin de descubrir las fuentes y de establecer las comparaciones. Me vi forzado a otro renunciamiento (¡quinto o sexto fracaso!), y resolví estudiar únicamente las literaturas más próximas a la mía, las literaturas neolatínas. Pero estudiarlas a fondo con la idea de escribir la historia paralela y con la finalidad de enseñarlas en el porvenir. Y héteme convertido en un romanista encarnizado: lector de revistas filológicas, descifrador de manuscritos, oyente de cursos especiales y gran manejador de manuales y de bibliografías. Por aquel entonces estudié con bastante método las literaturas
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francesa e italiana desde sus orígenes, pero la que atrajo más mi atención fue la menos conocida, la menos estimada: la española. Tiempo atrás había estudiado el hermoso lenguaje castellano en una gramática de tres sueldos y había traducido alguna escena del Mágico prodigioso, de Calderón; pero entonces tomé por guía los libros de Amador de los Ríos y de Ticknor, y encontré, después de mucha búsqueda, los primerísimos textos, desde el fuero de Avila a los romances más tardíos; hice adivinaciones sobre el Mysterio de los Reyes Magos, me enamoré del Poema del Cid, me hice especialista en el estudio de fray Gonzalo de Berceo y me adentré en el agradable donaire del Arcipreste de Hita. Y no me detuve allí: vi y leí en parte todos los volúmenes de la biblioteca Rivadeneyra; descubrí manuscritos catalanes, castellanos y portugueses; aprendí casi a fondo el español antiguo; medité sobre ediciones críticas; copié, ya que no podía procurarme los libros, obras enteras y, finalmente -conclusión eterna y nueva derrota-, resolví dejar de lado la historia comparada de las literaturas en romance para escribir un perfecto manual de la literatura española.
A la nueva generación (autobiografía) Después de los treinta años se ve de verdad lo que uno vale, porque se echan encima los más jóvenes. Hasta los treinta años hay que combatir con los ancianos y la empresa es más cómoda. Somos jueces y verdugos, en nombre de la fuerza que irrumpe en la inmadurez que quiere, también ella, un poco de sol para florecer. Los enemigos han llegado, son célebres, están cansados y ocultan bajo el amargo silencio y la agria sonrisa la miserable serenidad de la plenitud.
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Están sentados y no quieren ponerse de pie. Esperan, hasta nos toleran, si de veras tienen miedo; nos miran con ojo de salmonete y nos preparan el aliciente de la cordialidad. Pero cuando llegan esos otros, los nuevos, los recientes, los primeros sucesores, los muchachos que tenían diez años y que iban a la escuela cuando nosotros teníamos veinte y disparábamos los primeros golpes, entonces empieza el día de la prueba y del peso. Estos jóvenes se han nutrido también de nosotros, han venido a nuestras espaldas, nos han se: guido durante un buen trozo de camino, pero ahora ha llegado el momento de la muda y de la mayoría de edad. Sienten la necesidad de dirigirse a los más próximos y se preparan a asaltarnos de igual manera que nosotros asaltamos a nuestros mayores. Y aunque no nos asalten en público, nos juzgan en privado... , somos ya para ellos asunto de historia y de valorización. Se sienten ya superiores a nosotros, están seguros de habernos superado o de poder sobrepasarnós al primer salto que den. No existe ya con ellos la amorosa confianza que nos ligó a los coetáneos y que nos dio ánimos en la misma competición, y nos hizo comprender las debilidades y las cosas que faltaban a nuestra obra. Estos recién venidos no quieren saber nada, son de otro tiempo, han cruzado otros climas, tienen otros amores escondidos, otros lazos, otras aversiones. Se adelantan fríamente, en nombre de los dogmas del día, consignados en fórmulas de fácil circulación; son crueles como niños e indelicados como saqueadores. Son de otra raza, hablan otra lengua. Podemos estar juntos, trabajar unos al lado de otros, hablarnos y sonreírnos, pero no comprendernos. Lo siento: no existe buena sangre entre nosotros y ellos. Siento que cuelga sobre mi cabeza su sentencia despectiva, su condena desdeñosa.
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Pero he aquí una cosa: yo no quiero hacer el muerto y el hombre superior, como hicieron con nosotros tantos de nuestros más ancianos. No quiero fingir que los ignoro, no quiero esconder la cabeza bajo las pilas de libros o envolverme en la toga cesárea del asesinato satisfecho. En absoluto. Yo soy yo, y ellos son ellos. Haremos las cuentas. No temo a los nuevos como no tuve miedo de los antiguos. Estoy dispuesto a poner encima de la mesa todas mis cartas y a defenderme con los dientes y con las uñas, con las palabras y con las ideas, como un salvaje y como un hombre civil. No retrocedo. No me doy por vencido. Lo he dicho ya: no estoy acabado. El título de este libro está equivocado, pero eso no tiene importancia. Aquí dentro hay un hombre que está dispuesto a vender cara su piel y que quiere acabar lo más tarde que sea posible.
SEGUNDO NACIMIENTO
La. cruz Enfrente de mi casa hay una cruz. Una cruz negra, de madera, plantada en la roca. No es grande; en ella apenas podría ser crucificado un muchacho. No es rica, ni bella, ni pavorosa. Remendada con trozos de lata, cortada por un campesino con el hacha, descarnada, temblorosa, estimada. Un calvario doméstico; en torno, en el baldío, las flores silvestres la perfuman en las estaciones fecundas; crecen allí los jaramagos, allí toman el sol los lagartos, y las mariposas se acoplan. Las hormigas han hecho del basamento un granero; para las cule-
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bras es una terraza; para los enamorados del domingo, una parada; por la Virgen de mayo y la Virgen de septiembre, todo el pueblo acude a ella, con los curas engalanados, la estatuilla de la Virgen, tos hombres de la Cofradía con capa y esclavina roja, las muchachas con el velo blanco, y todos se arrodillan, si no llueve, y el sol de primavera y de otoño hace resplandecer el Santísimo. Desde hace tres años, hombres y mujeres me preguntan por qué razones he vuelto a arrodillarme, por qué vías he reconocido el camino que conduce a la gruta de Cristo, el lago de Cristo, a los montes de las beatitudes y de la sangre. ¿Puedo responder que una de las razones es esta cruz de madera? ¿Quién querría comprenderme? ¿Acaso dos trozos de madera entramados son una razón, un argumento, una apología?
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JUICIO UNIVERSAL
ATEOS STIRNER
ANGEL
Tú, Caspar Schmidt, llamado Stirner, enseñaste la más inhumana y necia filosofía que jamás se haya anunciado en la Tierra: la proclamación de los derechos del yo absoluto, único, omnipotente, del yo que niega a Dios e ignora a los hombres, lógico hasta el delirio, intolerante hasta el delito. Si la muerte y la resurrección han cambiado tu pensamiento y han hecho que surjan en ti el arrepentimiento y el remordimiento, aquí estoy para escucharte.
Stirner Ni remordimiento ni arrepentimiento como esperas, pero habrás de escucharme lo mismo. No es que yo quiera disputar contigo en torno a mi filosofía. Tu estás, para tales doctrinas, demasiado lejano o demasiado por encima de mí y los diálogos no son posibles entre dos que provienen de mundos opuestos y hablan dos lenguas diversas.
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Yo negué en mi antigua vida la existencia de Dios y no por juego o por puntillo. Las apariencias y ciertos indicios y señales me hacen pensar que yo estaba en el error. Y, por otra parte, casi estoy contento de que el antiguo Señor del Antiguo Testamento exista de veras. Negar su existencia real fuera de las mentes humanas me pareció un testimonio de estima, un homenaje de profundo respeto. No podía imaginar, en honor suyo, que pudiese existir un autor responsable de aquella horrible farsa, abyecta y lacrimosa, que fue la vida de los hombres sobre la Tierra. Pero si verdaderamente existe Dios, por fin podré hacer oír en su trono mi dolorosa protesta. Podré ajustar, si Dios quiere, las cuentas con Dios. Yo no soy uno de esos borregos sin riñones que gimen, se excusan, se acusan, se humillan y por todos los medios que en otras partes usaban sólo las mujerzuelas más viles tratan de apiadarlo. Yo no; no soy ni quiero ser uno de estos pusilánimes. Yo quiero ser aquí, en medio de este rebaño de temblorosos, el acusador de Dios, el juez de Dios. Fulmíneme, y destróceme, y tortúreme, y despedácerne, y dispérseme, y aníquíleme, pero antes oiga mis demandas. ¿Por qué quiso crear a los hombres? Si era el único y perfecto, infinito y eterno, ¿qué necesidad o pensamiento le movió a crear este miserable linaje de brutos mediocres e infelices? ¿Acaso para ser adorado y amado? Pero ¿cómo puede concebirse que un ser en sí completo y perfecto pueda rebajarse a aceptar el amor, la alabanza, el culto de criaturas que ante El no eran ni podían ser más que invisibles y efímeros mosquitos ante un sol inmenso que fulgura en la inmensidad? Si los creó, como decían, por impulso de amor, ¿por qué los hizo, entonces, tan débiles, tan ciegos, ineluctablemente infelices? Se hicieron infeli-
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ces, afirman, por culpa del primer hombre. Pero ¿por qué creó al primer hombre tan débil y necio que no supo vencer a la primera insidia del demonio? Para concederle, insisten, el gran don de la libertad. Pero si Dios era omnipotente, ¿no podía crear un ser que fuese libre, pero, al mismo tiempo, de voluntad que no se doblegase fácilmente y de inteligencia que no se oscureciese con facilidad? Nada podía ser imposible para su poder y su previsión. ¿Por qué, entonces, modeló una criatura que había de caer al primer soplo, aun sabiendo antes que tal sería su suerte? ¿Y en nombre de qué justicia el Dios justo ha decretado que todos los descendientes deban llevar el peso de la culpa del primer padre? Sé lo que querrías responder: El envió a su Unigénito a pagar nuestro rescate. Y sea así. Pero ¿por qué, pregunto, los hombres no fueron redimidos por aquella muerte divina, por aquel suplicio, por aquella oblación, por aquella sangre, y siguieron todavía, durante milenios y milenios, siendo tristes y feroces, rapaces y desesperados? Nos hiciste a todos nosotros de una calidad sujeta a corromperse y a romperse. Nos has dado un alma para que nos atormentase con la conciencia sin liberarnos de la animalidad. Impusiste a los caracoles una ley que sólo estaba hecha para las águilas, una ley que ninguno de nosotros, sin excepción alguna, tuvo jamás la fuerza de observar ni de obedecer. ¿Por qué, pues, se burló de nosotros? ¿Por qué su bondad permitió el infinito e inútil martirio de nuestra especie? ¿Quién le había pedido nacer? ¿Qué misteriosa crueldad le ha inducido a interrumpir, después de tantos miles de años, el miserable espectáculo de la vida humana? ¿Quiso hacer una experiencia que le salió mal, o fue como el niño que se entretenía contemplando las desgraciadas luciérnagas aprisionadas
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en el vaso, boca abajo? ¿O hubo en El, en el ínescrutable misterio de la soledad y de la nada, un instante de locura, un acceso de frenesí funesto para nosotros y para El? De todos modos, si tú eres un fiel servidor de Dios, dile que yo lo proclamo aquí, frente a todo el género humano, esto es, ante su víctima, injusto, despiadado, egoísta, perseguidor. Dile que éste no deberia ser el juicio final de los hombres, sino el juicio de los hombres contra Dios. Y si el Hijo fuese de veras tan humilde y suave como lo pintaban sus apóstoles, El debía descender entre nosotros y justificar a su Padre y reconocer sus culpas y pedir nuestro perdón. Y para merecerlo deberla, si está en su poder, dar a todos, en compensación y premio, aquella felicidad total y pura que ninguno de nosotros jamás pudo conocer en la Tierra.
Coro de las madres
He aquí, Señor, delante de Ti a la infinita turba de las criaturas que aceptaron tu condena de las madres que, para expiar la culpa de la madre de los vivientes, parieron con dolor de aquellas que, con su propia sangre y su propio sufrimiento, hasta la última noche, transmitieron la vida. Los varones crearon todo lo que en el mundo pareció bello y grande, pero nosotras, en el más cálido refugio de nuestro cuerpo, hemos creado a los creadores. Todo el género humano es hijo de nuestra carne y de nuestro dolor. Aun los más protervos conquistadores y dominadores salieron, sangrientos y gimientes, de nuestro seno.
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Fuimos dóciles cómplices del pecado de los hombres, pero ni siquiera los santos más seráficos y cándidos hubieran podido nacer sin nuestro deleíte y nuestra tortura. Para dar vida a nuestros hombres, la nuestra estuvo siempre en peligro: a menudo la perdimos. No todas las que están delante de Ti, llegaron a ser madres por voluntad de amor. Hubo mujeres que concibieron por obediencia, por temor, por inconsciencia, por violencia. Pero todas amaron, aun las filicidas, los frutos de su vientre. En muchas de nosotras hubo traición, olvido, abandono, ceguedad y vileza, en todas nosotras hubo sombra o principio o peso de pecado. Pero Tú, Señor, Tú que hiciste padecer tanto a una madre hecha de tierra como nosotras, dirige tus ojos sólo a nuestros afanes y a nuestros dolores. Si el hombre fue condenado por Ti a derramar su sudor sobre la Tierra nosotras fuimos condenadas, por culpa del hombre, a derramar sudor de sangre y lágrimas de congoja. Lo mismo que a la madre de Caín y a la madre de Cristo, a la mayor parte de nosotras, antes de nuestra muerte, se nos quitaron las flores de nuestra vida. Los arrebataron, a la mayoría, otras mujeres más jóvenes que fueron a su vez castigadas con el suplicio gozoso de la maternidad. Pero de nuestro amor, contra la natural ley del amor, los arrancó la muerte. Los mataron los contagios, los mataron las fieras, los mataron los enemigos, los mataron los cataclismos, los mataron los verdugos. Acuérdate, Cristo, de que la mayor parte de las
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madres se vieron robar por la muerte alguno de aquellos a quienes habían dado la vida. Fueron miserablemente tragados por las aguas de los mares y de los ríos, cayeron desde las escarpaduras de las montañas, fueron alcanzados por el rayo del cielo o por el odio de los bárbaros. Innumerables los que perecieron víctimas del odio, del fuego, de la furia de los elementos y de las pasiones, innumerables los separados de los vivos por haber defendido la patria o por haber ofendido a la justicia, innumerables aquellos que, temerosamente, arrojaron el don de Dios, el don de la madre y se quitaron con sus propias manos la vida. Tú, también, oh Dios, fuiste Hijo: Tú, también, dejaste en llanto a tu madre terrena. Piensa, 'Cristo, en nuestras fatigas y en nuestra aflicción, no olvides nuestras ardientes heridas, nuestras infinitas tristezas. Todos aquellos muertos, todos aquellos asesinados habían habitado en la tibia oscuridad de nuestras entrañas. Los habíamos sentido estremecerse en nuestro seno, habían mamado de nuestros pechos nuestra sangre convertida en leche, habíamos enjugado su primer llanto y nos habían dirigido su primera e inocente sonrisa divina, nuestras manos los habían acariciado y limpiado por vez primera, los primeros besos de sus labios húmedos y tiernos habían sido para nuestra boca, habían dado a nuestros pies sus primeros pasos, habían confiado a nuestros oídos sus primeras penas, las tristezas y los sueños pueriles.
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Sobre sus cabezas se habían posado nuestras manos, las primeras, para gozar la dulzura de sus rizos y arreglárselos y sobre su sueño había velado el tembloroso esplendor de nuestros ojos. No eran sólo fruto de nuestro vientre, sino frutos de nuestra voluntad, de nuestro esfuerzo, de nuestra alma. ¿Por qué, oh Dios, permitiste que nos fuesen arrebatados y deshechos por la envidiosa muerte? ¿No era más justo que esperase antes nuestro retorno a la tierra? ¿Por qué no has tronchado la rama antes de arrancar los vástagos? En nombre de nuestra inefable aflicción, en nombre de nuestra injusta orfandad te pedimos, Señor, misericordia para nuestros hijos muertos, para nuestros hijos asesinados. Eran hijos de la culpa y fueron, lo mismo que nosotras, culpables y condenables. Pero Tú, Señor, borra sus pecados con la ayuda de nuestras lágrimas. Te ofrecemos aflicciones a cambio de sus delitos, llanto a cambio de sangre. No cierres el corazón, Cristo, a nuestras voces de intercesión. Tú también quisiste que las dolorosas y las adoradoras fueran tus compañeras en el gran sacrificio del rescate. Todos nuestros hijos, por tu voluntad, han resucitado. Todos están, aquí, ahora, cerca de nosotras, los perdidos y los supervivientes, los inmundos y los puros, los homicidas y los suicidas, todos, toda la ilimitada hijuela de nuestro amor y de nuestro dolor
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y sólo nuestra prole, entera, es lo que permanece del viejo universo. Todo lo que el hombre formó y destruyó ya está consumido y deshecho, las estatuas más bellas de nuestras mismas obras son polvo olvidado y destruido, los edificios más orgullosos y majestuosos, las máquinas más titánicas, las pinturas más divinas ya no son más que ceniza aniquilada en los abismos. Pero permanecen, solas, nuestras obras, los cuerpos de los hombres construidos y coloreados en nuestros senos, únicamente permanecen, después del fin de todo, las figuras salidas de nuestra matriz. y por este triunfo final de todas las madres te damos gracias a Ti, hijo de la Virgen, hijo de la Madre, hijo del hombre e hijo de Dios, y porque amaste nuestro sufrimiento y ahora has querido nuestro desquite. te pedimos una última gracia, un último triunfo, la plenitud de tu piedad no para nosotras, Cristo, sino para aquellos que salieron gritando de nuestra carne lacerada.
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HISTORIA DE CRISTO
El establo Jesús nació en un establo. Un establo, un verdadero establo, no es el alegre pórtico ligero que los pintores cristianos han edificado al Hijo de David, como avergonzados de que su Dios hubiese nacido en la miseria y la suciedad. Y no es tampoco el pesebre de yeso que la fantasía confiteril de los imagineros ha ideado en los tiempos modernos: el pesebre limpio y amable, gracioso de color, con la pesebrera linda y bien dispuesta, el borriquillo estático y el compungido buey y los ángeles sobre el techo con el festón volandero y los muñequitos de los reyes con sus mantos y los pastores con sus capuchas, de rodillas a los dos lados del zaguán. Este puede ser un sueño de los novicios, un lujo de los párrocos, un juguete de los niños, el «vaticinado albergue» de Alessandro Manzoni; pero no es, en verdad, el Establo donde nació Jesús. Un Establo, un Establo real, es la casa de los animales, la prisión de los animales que trabajan para el hombre. El antiguo, el pobre Establo de los países antiguos, de los países pobres, del país de Jesús, no es el pórtico con pilastras y capiteles, ni la científica
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caballeriza de los ricos de hoy día o la cabaña elegante de las vísperas de Navídad. El Establo no es más que cuatro paredes rústicas, un empedrado sucio, un techo de vigas y lanchas. El verdadero Establo es oscuro, descuidado, maloliente: no hay limpio en él más que la pesebrera donde el amo prepara el heno y los piensos. Los prados de primavera, frescos en las mañanas serenas, ondeantes al viento, húmedos, olorosos, han sido segados; cortadas con el hierro las hierbas verdes; los altos follajes finos, arrancados juntamente; las bellas flores, abiertas: blancas, rojas, amarillas, celestes. Todo se ha marchitado y, seco ya, toma el color pálido y único del heno. Los bueyes han llevado a casa los muertos despojos de mayo y de junio. Ahora, aquellas hierbas y flores, aquellas hierbas áridas, aquellas flores que siempre huelen, están en la pesebrera para el hambre de los Esclavos del Hombre. Los animales las toman despacio, con sus grandes labios negros, y más tarde el prado florido vuelve a la luz, sobre la paja que sirve de lecho, trocado en húmedo estiércol. Este es el verdadero Establo donde nació Jesús. El lugar más sucio del mundo fue la primera habitación del más puro entre los nacidos de mujer. El Hijo del Hombre, que debía ser devorado por las Bestias que se llaman Hombres, tuvo como primera cuna el pesebre donde los Brutos rumian las flores milagrosas de la primavera. No nació Jesús en un Establo por casualidad. ¿No es el mundo un inmenso Establo donde los hombres engullen y estercolizan? ¿No cambian, por infernal alquimia, las cosas más bellas, más puras, más divínas en excrementos? Luego se tumban so-
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bre los montones de estiércol, y llaman a eso «gozar de la vida». Sobre la tierra, porqueriza precaria donde todos los hermoseamientos y perfumes no pueden ocultar el estiércol, apareció una noche Jesús, dado a luz por una Virgen sin mancha, armada solamente de su Inocencia. Los primeros que adoraron a Jesús fueron animales, y no hombres. Entre los hombres buscaba a los sencillos; entre los sencillos, a los niños; más sencillos que los niños, más mansos, le acogieron lo animales domésticos. Aunque humildes, aunque siervos de seres más débiles y feroces que ellos, el Asno y el Buey habían visto a las multitudes arrodillarse ante ellos. El pueblo de Jesús, el pueblo de Jehová, el pueblo santo que Jehová había libertado de la servidumbre de Egipto, el pueblo a quien el pastor había dejado solo en el desierto para subir El a hablar con el Eterno, había forzado a Aarón a hacerle un Buey de Oro para adorarlo. El Asno estaba consagrado en Grecia a Ares, a Dionisio, a Apolo Hiperbóreo. La Burra de Balaam había salvado con sus palabras al profeta, más sao bia que el sabio. Ocos, rey de Persia, colocó un Asno en el templo de Ftah e hizo que se le adorara. Pocos años antes de que naciera Cristo, Octaviano, descendiendo hacia su flota, la víspera de la batalla de Azio, encontró a un asnero con su borriquillo. El animal se llamaba Nicón (el Victorioso), y después de la batalla, el emperador hizo levantar un asno de bronce en el templo que recordase la victoria. Reyes y pueblos se habían inclinado hasta entonces ante los Bueyes y los Asnos. Eran los reyes de la tierra, los pueblos que preferían la Materia. Pero
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Jesús no nacía para reinar sobre tierra ni para amar la materia. Con ~l acabará la adoración de la Bestia, la debilidad de Aarón, la superstición de Augusto. Los Brutos de Jerusalén lo matarán; pero, en tanto, los de Belén lo calientan con su aliento. Cuando Jesús llegue, para la última Pascua, a la ciudad de la Muerte, cabalgará en un asno. Pero g¡ es profeta más grande que Balaam; ha venido a salvar a todos los hombres y no sólo a Jos hebreos, y no retrocederá en su camino, aunque todos los mulos de Jerusalén rebuznen contra ~l.
Cuatro clavos En lo alto de la cuesta de la Calavera, las Tres cruces, altas, oscuras, con los brazos abiertos, como gigantes dispuestos al abrazo, campean sobre el gran cielo amoroso de primavera. No dan sombra, pero están orladas por las reverberaciones centelleantes del sol. Es tanta la belleza del mundo aquel día, a aquella hora, que no parece posible pensar en tormentas; ¿no sería cosa de adornar con flores del campo aquellas antenas de madera y colgar de una a otra festones de hojas nuevas, cubrir los patíbulos con murallas de verdor y sentarse a la sombra, hermanos reconciliados y benévolos, durante la siesta? Pero los Sacerdotes, los Escribas, los Fariseos, los sádicos, los vengativos, venidos allí para estimular el apetito con el espectáculo de tres agonías, pisotean de impaciencia y espolean, a fuerza de dicterios, la lentitud de los Romanos. El Centurión da una orden. Dos soldados se acercan a Jesús y le quitan con rápidos y bruscos movímientos cuantas vestiduras lleva. El Crucificado ha
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de estar completamente desnudo; como el que entra en un baño, dice un antiguo. Apenas despojado, le pasan dos cuerdas por las axilas y le izan sobre la cruz. A la mitad del tronco hay una clavija que hace de asiento, donde el cuerpo encontrará precario y doloroso sostén. Otro soldado, apoyada la escalera en uno de los brazos de la cruz, sube a ella con un martillo, coge la mano que curó a los leprosos y acarició los cabellos de los niños, la extiende sobre el leño y coloca un clavo en medio de la palma abierta. Los clavos son más bien largos y con una cabeza ancha, en la que se puede dar fácilmente. El herrero improvisado da un golpe que traspasa la carne y luego otro y un tercero, de suerte que se clava la punta y va entrando hasta no dejar fuera sino la cabeza. Un poco de sangre salpica de la mano horadada a la mano martilladora, pero el diligente obrero no para atención en ello y sigue golpeando con fuerza sobre el delicado yunque hasta que el trabajo está concluido. Entonces baja y hace lo mismo con la otra mano. Todos han guardado silencio, con la esperanza de oír los alaridos del crucificado. Pero Jesús calla ante los verdugos como ha callado ante los jueces. Ahora les toca el turno a los pies. Es un trabajo que se puede hacer desde el suelo, porque las cruces romanas no son muy altas, tanto, que dejando en ellas por mucho tiempo los cuerpos de los ajusticiados, pueden llegar perros y chacales a hozar en las entrañas y comérselas. El enclavador levanta las rodillas de Jesús para que las plantas de los pies se adhieran por completo a la madera, y tomando la medida a tientas, para que la punta de hierro penetre entre los dos metatarsos, asesta el golpe en el dorso del primer pie e hinca el clavo hasta asegurarlo fuertemente. Lo mis-
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mo hace con el otro pie y, por fin, vuelve arriba la vista para cerciorarse de si la obra está acabada o falta algo que hacer. Se le ha olvidado el cartel que le había quitado a Jesús del cuello y tirado al suelo. Lo coge, vuelve a tomar la escalera y con dos tachuelas lo clava en lo alto de la cruz, sobre la cabeza coronada de espinas. Al cabo vuelve a bajar, arroja el martillo a un lado y mira a ver si sus compañeros han terminado. También los ladrones están ya clavados y las tres Cruces tienen su ofrenda de carne. Los soldados pueden descansar ya y repartirse las vestiduras de aquellos que no han de necesitarlas más. Los despojos eran los gajes eventuales de los ejecutores, y les pertenecían por la ley. Cuatro eran los soldados que tenían derecho a las ropas de Jesús, y cuatro partes hicieron de ellas. Quedaba la túnica, que estaba tejida toda de una pieza y no tenía costura. Era una lástima cortarla y que luego a nadie sirviera. Pero uno de ellos, viejo jugador, halló el remedio. Sacó los dados, los arrojó en el casco, como los asaetadores de la paloma en Virgilio, y la túnica fue echada a suertes. El que es Rey ya no posee en el mundo más que las espinas de la corona, que le han dejado en la cabeza para mayor vilipendio. Todo ha concluido; las gotas de su sangre caen lentas de las manos al suelo, y las de los pies tiñen de rojo el zócalo de la cruz. Los asesinos pueden estar contentos de sí mismos y de los verdugos extranjeros. Ya están seguros de que no se les escapará: su boca se abrirá dentro de poco en la agonía, pero quedará vacía de palabras. El que ellos creían envenenador del pueblo, enemigo del Templo y del Negocio, está sujeto por cuatro sólidos sostenes en el árbol de la ignominia. Los señores de Je-
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rusalén podrán, desde aquella noche, dormir sueños más tranquilos. Un clamor de carcajadas demoniacas, de exclamaciones jubilosas, de feroces insultos, se elevó de la chusma que hormigueaba sobre el Calvario. He ahí en alto -exclamaban- aquel pajarraco de mal agüero, como lechuza clavada por las alas a la puerta del campesino. El pobre que no quería más que una sola túnica está completamente desnudo; el peregrino que no tenía una piedra donde descansar la cabeza, tiene hoy buena almohada de madera; el impostor que engañaba con sus milagros no tiene ya las manos libres para amasar el barro que da vista a los ciegos; el rey tiene por trono, duro soporte de madera; el que odiaba a Jerusalén, está colgado a la vista de la santa ciudad; el maestro de tantos discípulos tiene por toda compañía a dos ladrones que le insultan y cuatro soldados que se aburren. Llama ahora a tu Padre para que te salve o a una legión de ángeles que te quite de ahí y nos disperse con sus espadas de fuego. Entonces creeremos nosotros también que eres Cristo y hundiremos la cara en el polvo para adorarte. y algunos de los Sacerdotes, moviendo la cabeza, decían: -iTú, que destruyes el Templo y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo! ¡Si de veras eres Hijo de Dios, baja de esa cruz! Es una invitación que recuerda la de Satanás en el Desierto. También ellos, como Satanás, quieren un prodigio. ¡Se lo han pedido tantas veces! Un gran milagro -le dicen- sería que consiguieras desclavar los cuatro clavos y bajar de la cruz, y que relampaguease en el cielo el poder del Padre asaeteándonos como a deicidas; pero tú ves muy bien
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que los clavos son fuertes y no ceden y que nadie viene, ni del cielo ni de la tierra, en tu socorro. Al mismo tiempo le escarnecían los Escribas, los Ancianos y hasta los soldados, que nada tenían que ver, e incluso los Ladrones, que padecían al par que él: -¡Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo! ¿No es el Rey de Israel? Si es Cristo, el Elegido de Dios, descienda de la cruz para que veamos y creamos. Y confíe en Dios; si Dios lo quiere, libértelo ahora, ya que ha dicho: Yo soy el Hijo de Dios. -¡Ha dicho -seguían blasfemando- que venía a dar la vida; pero no consigue salvarse él de la muerte! Se ha vanagloriado de ser Hijo de Dios, y Dios no se mueve para arrancar del patíbulo a su primogénito. De suerte que siempre ha mentido: no es verdad que haya salvado a nadie ni es verdad que Dios sea su padre, y si ha mentido en eso, ha mentido también en lo demás y merece esa muerte. No era menester esta prueba; pero también esta prueba ha sido clara, como todo el mundo puede ver; nuestra conciencia no puede estar más tranquila. A estas horas, si fuese posible el milagro, no estaría ahí agonizando; pero el cielo está vacío y el sol, linterna de Dios, nos alumbra para que podamos ver mejor las contracciones de su rostro y el estertor de su pecho. Lástima -terminaban- que los Romanos no permitan nuestra antigua pena contra los blasfemos, porque nos hubiéramos desahogado mejor lapidándote, y cada cual hubiera tenido su parte de satisfacción en tomar tu cabeza por blanco de nuestras piedras, en llenarte de golpes, de cardenales, de sangre y revestirte de una túnica de piedras, ocultarte bajo un montón de cascote. Una vez, ante la
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adúltera, dejamos las piedras, pero hoy nadie se hubiera echado atrás y hubieras pagado por ti y por ella. También la cruz es cosa buena; pero hay menos satisfacción para quien mira. ¡Si al menos estos extranjeros nos hubieran permitido dar un martillazo en los clavos! ¿No respondes? ¿No tienes ganas ya de predicar? ¿No logras bajar? ¿Por qué no te dignas convertirnos también a nosotros? ¡Si hemos de amarte, demuéstranos primero que Dios te ama hasta el punto de hacer un gran milagro para arrancarte a la muerte! Pero el divino Crucificado calla. El tormento de la fiebre, que ya empieza, no es tan atroz como las palabras de los hermanos que lo crucificaron por segunda vez sobre la cruz de la espantosa ignorancia.
GOG
Las máscaras Nagasaki, 3 febrero Ayer compré tres máscaras japonesas antiguas, auténticas, maravillosas. En seguida las colgué en la pared de mi cuarto y no me sacio de mirarlas. El hombre es más artista que la naturaleza. Nuestros rostros verdaderos parecen muertos y sin carácter ante estas creaciones obtenidas con un poco de madera y de laca. y al mirarlas pensaba: ¿Para qué el hombre cubre las partes de su cuerpo, incluso las manos (guantes), y deja desnuda la más importante, la cara? Si ocultamos todos los miembros por pudor o vergüenza,
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¿por qué no esconder la cara, que es indudablemente la parte menos bella y perfecta? Los antiguos y los primitivos, en muchas cosas más inteligentes que nosotros, adoptaron y adoptan las máscaras para los actos graves y bellos de la vida. Los primitivos romanos, como hoy los salvajes, se ponían la máscara para atacar al enemigo en la guerra. Los hechiceros y los sacerdotes tenían máscaras de ceremonia para los encantamientos y los ritos. Los actores griegos y latinos no recitaban jamás sin máscara. En el Japón se danzaba siempre con la máscara (las que he comprado son precisamente máscaras para el baile Genjó-raku y pertenecen a la época de Heian). En la Edad Media los miembros de las hermandades llevaban la cara cubierta con una capucha provista de dos agujeros para los ojos. Y recuerdo el Profeta Velado del Korazan, el Consejo de los Diez de Venecia, la Máscara de Hierro... Guerra, arte, religión, justicia: nada grande se hacía sin la máscara. Hoyes la decadencia. No la adoptan más que los bufones del carnaval, los bandidos y los automovilistas. El carnaval está casi muerto, y los salteadores de caminos son cada vez más raros. La máscara, según mi opinión, debería ser una parte facultativa del vestido, como los guantes. ¿Por qué aceptar un rostro que, al mismo tiempo que es una humillación para nosotros, es una ofensa para los demás? Cada uno podría escoger para sí la fisonomía que más le gustase, aquella que estuviese más de acuerdo con su estado de ánimo. Cada uno de nosotros podría hacerse fabricar varias y ponerse ésta o aquélla, según el humor del día y la naturaleza de las ocupaciones. Todos deberían tener en su guardarropa, junto con los sombreros, la máscara triste para
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las visitas de pésame y los funerales, la máscara patética y amorosa para los flirts y los casamientos, la máscara riente para ir a la comedia o a las cenas con los amigos, y así por el estilo. Me parece que las ventajas de la adopción universal de la máscara serían muchas: l." Higiénica. Protección de la piel de la cara. 2." Estética. La máscara fabricada por encargo nuestro sería siempre mucho más bella que la cara natural y nos evitaría la vista de tantas fisonomías idiotas y deformes. 3." Moral. La necesidad de disimular -es decir, de componer nuestros rostros con arreglo a sentimientos que casi nunca experimentamos- se vería muy reducida, limitada únicamente a la palabra. Se podría visitar a un amigo desgraciado sin necesidad de fingir con la fisonomía del rostro un dolor que no sentimos. 4." Educativa. El uso prolongado de una misma máscara -como demuestra Max Beerbohm en su Happy Hypocrite- acaba por modelar el rostro de carne y transforma incluso el carácter de quien la lleva. El colérico que lleve durante muchos años una máscara de mansedumbre y de paz, acaba por perder los distintivos fisonómicos de la ira y poco a poco también la predisposición a enfurecerse. Este punto debería ser profundizado: aplicaciones a la pedagogía, al cultivo artificial del genio, etc. Un hombre que llevase durante diez años sobre la cara la máscara de Rafael y viviese entre sus obras maestras, por ejemplo en Roma, se convertiría con facilidad en un gran pintor. ¿Por qué no fundar, basándose en estos principios, un Instituto para la fabricación de talentos?
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El papel
Leipzig, 15 septiembre Visitando hoy una exposición de la imprenta, me he dado cuenta de que toda la civilización -al menos en sus elementos más delicados y esenciales- se halla unida a la materia más frágil que existe: el papel. Pienso que todo el crédito del mundo consiste en millones de billetes de Banco, de letras y talones que no son más que trocitos de papel. Pienso que toda la propiedad industrial de los continentes consiste en millones de acciones, certificados y obligaciones: trocitos de papel. Los despachos de los notarios y de los abogados están atestados de documentos y de contratos de los que depende la vida de millones y millones de hombres, y no son nada más que papeles ligeramente emborronados. Los registros de las poblaciones, los archivos de los ministerios y de los Estados: fajos de papeles amarillentos. Las bibliotecas públicas y privadas: montones de papel impreso. En las oficinas públicas, en los ejércitos, en las escuelas, en las academias, en los parlamentos, todo marcha adelante a fuerza de trocitos de papel: circulares, bonos, recibos, votos, borradores, cartas, informes: papel escrito a mano, papel escrito a máquina, papel impreso. Tanto los periódicos como los «waterclosets» consumen cada año toneladas de papel. La materia prima de la vida moderna no es el hierro, ni el petróleo, ni el carbón, ni el caucho: es el papel. Cada día caen bosques enteros bajo el hacha para proporcionar una cantidad enorme de una sustancia que no tiene la duración ni la dureza de la madera. Si las fábricas de papel se cerrasen, la civilización quedaría paralizada. Antiguamente, las monedas eran todas de metal; los
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documentos se extendían en pergamino o se grababan en el mármol y en el bronce, y los libros de los asirios y de los babilonios estaban escritos en ladriIlos. Ahora, nada resistente ni duradero: un poco de pasta de madera y de cola, sustancias deteriorables y combustibles a las que se confían los bienes y los derechos de los hombres, los tesoros de la ciencia y del arte. La humedad, el fuego, la polilla, las termitas, los topos, pueden deshacer y destruir esa masa inmensa de papel en la que reposa lo que hay de más caro en el mundo. ¿Símbolo de una civilización que sabe será efímera, o de incurable imbecilidad?
Cosmocrator New Parthenon, 2 noviembre Tengo miedo de haberme equivocado de planeta. Aquí estamos demasiado estrechos. No hay bastante sitio para mí. O tal vez me he equivocado de siglo. Mis verdaderos contemporáneos murieron hace miles de años o tienen todavía que nacer. El hecho es que me siento extranjero en todas partes y mortificado. La Tierra es un puñado de estiércol resecado y de orina verde, a la que se da la vuelta hoy en pocas horas, mañana en pocos minutos. y no hay ocupaciones a propósito y dignas para uno que sienta dentro de sí los apetitos y las fantasías de un titán. Pienso a veces que Asia podría ser mi factoría; Africa, mi campo de caza o mi jardín de invierno; América del Norte, mi fábrica con las administraciones anejas; la del Sur, los pastos para mis rebaños; 151
Europa, mi museo y mi villa de descanso. Pero sería siempre una manera mezquina de vivir. Tener el Atlántico como piscina, el Pacífico como pesquería, el Etna como calorífero, tomar duchas bajo el Niágara, poseer Australia como parque zoológico y el Sabara como terraza para los baños de sol, son cosas que parecerían, a las estúpidas criaturas que se alojan en esta esfera de quinta magnitud, portentosas o monstruosas. Para mí, en cambio, desearía algo más. Ser el Cosmocrátor supremo, el director de la vida universal, el ingeniero jefe del teatro del mundo, el gran prestidigitador de la tierra y de los mares: esto sería mi verdadera vocación. Pero no pudiendo ser Demiurgo, la carrera de Demonio es la única que no deshonra a un hombre que no forma parte del rebaño. Si pudiese, por ejemplo, desencadenar el hambre en un continente, desmenuzar en repúblicas de San Marino y de Andorra un imperio, destruir una raza, separar Europa de Asia por medio de un canal desde el mar de Botnia al Caspio, obligar a todos los hombres a hablar y a escribir una sola lengua, creo que por dos o tres años conseguiría hacer desaparecer mi eterno aburrimiento. Me gustaría también tener en mi casa, bajo mi mando, a un Presidente de República como mecanógrafo, a un Rey cualquiera para chofer, a una Reina desposeída como cocinera, al Kaiser como jardinero, al Mikado como portero y sobre todo tener a mi servicio, como ídolo doméstico y parlante, a un DalaiLama, esto es, un Dios vivo. ¡Con cuánta voluptuosidad desfogaría sobre esos grandes, reducidos a esclavos, la desesperación de mi insoportable pequeñez!
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LA ESCALA DE JACOD
El buey y el asno (1928)
Díjole el Buey, grueso y ahíto, al Asno, enjuto y abstraído, que yacía a su lado: -¿Has visto jamás tanto aparato por un hijo que nace? Esta noche, por lo que veo, no nos será posible dormir. Sobre el techo deben estar los rapazuelos que cantan a voz en cuello y aturden nuestros oídos; estos pastores, en lugar de cuidar sus bestias, han invadido el establo y permanecen allí absortos en contemplar como si jamás hubiesen visto a un recién nacido. Este anciano padre parece adorar también él, como si hubiese sucedido quién sabe qué milagro, y la madre, en vez de descansar, como hacen todas, no logra apartar los ojos de su obra maestra. Cada día y cada noche hay mujeres que paren, pero nunca he visto semejante escena. Ni que fuera el hijo del centurión de Belénl -Sería mejor -respondió el asno- que usaras el aliento para mitigar el frío de ese pobre niño, en lugar de murmurar. Algo grande debe ocurrir. ¿O no adviertes que irradia más luz él que Ia linterna de aquel pastor? -Asno has nacido y bien te lo mereces. ¿Qué pretendes que sean estos andrajosos? Si fuesen señores se hubieran hospedado en la pensión de la Oca Negra, como todas las personas de bien. Si los han arrojado hasta aquí quiere decir que no poseen ni siquiera un dracma para hacer bailar a un cojo. Son gente que van de una parte a otra, vagabundos sin oficio, pro-
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fugo s quien sabe de dónde. Si yo fuese el amo, los echaría fuera a cornadas. -¡Ejemplar misericordia! -respondió el asno, con los ojos humedecidos-. ¡Moverían a compasión a un oso, y tú que te jactas siempre de tu profunda sabiduría, hablas de esta manera! ¡Pero contempla el rostro de la esposa, cuán dulce es, cómo se ha iluminado por los reflejos de su hijo y por el gozo de su corazón! Si no me avergonzase de la gente, yo también me pondría de rodillas. -La madre es una joven muy hermosa, imposible negarlo, pero también debe ser prepotente. Me ha quitado aquel haz de heno, al que yo tenía echado el ojo para comérmelo en las primeras horas del día, y nos ha ocupado todo el establo para acomodar a su niño. ¿Te parece, acaso, una buena acción? -¡Bah! Por una noche no morirás de hambre. Tú no piensas en otra cosa que en engordar ese cuerpo monumental que tienes, y de seguro que en lugar del corazón tienes una bolsa de heno. Por mi parte, no me canso de mirar a aquel niño tan misterioso como hermoso, y ni siquiera experimento apetito. Por momentos me parece que me mira también él, con aquellos ojos que parecen bañados de sol y siento como un hormigueo dentro de mi dura y peluda piel. Te digo y te aseguro que no es uno cualquiera. -y yo te repito que asno eres y asno morirás. Cuando era profesor de la Universidad de Antioquía, en el tiempo de Marco Antonio, buena alma la suya, presencié casualmente un parto en casa de un procónsul, y he visto cómo nacen las grandes personalidades. Hallábanse presentes las matronas de toda la parentela, esclavas transportaban aguas olorosas dentro de ánforas de plata, y para los amigos se había preparado un convite en el que se comió un coro dero entero discutiendo con Critolao y Demetrio, mis
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colegas de filosofía, de la sobriedad pitagórica y de la inmortalidad del alma. ¿Qué quieres darme a entender, pues, torpe orejudo que has pasado toda tu vida entre ignorantes campesinos? Y has de saber que cuando está por nacer algún gran personaje aparece siempre alguna señal y prodigio en el cielo y en la tierra, y aquí no veo nada de milagroso y de extraordinario. -¡Oh! ¿Y estos cantos que parecen descender del cielo? -¡Pero qué cielo! Deben ser los hijos de los carnpesinos que se divierten en chapurrear algún salmo mientras esperan a sus padres. -¡Oh! ¿Y la luz que emana del niño? -Yo no veo ninguna luz fuera de la que procede de la linterna. ¡Y bien grandes que tengo mis ojos! -¿Y los pastores que vinieron hasta aquí sin que nadie los haya llamado? -Es gentuza plebeya que no tiene nada que hacer y se maravilla de cualquier cosa. ¿No adviertes cuán estúpidos son los rostros de estos campesinos? Fíjate en aquel viejo calvo que abre enormemente sus ojos como si viera efectivamente al propio Mesías en pero sona. O aquel otro, quemado completamente por el sol, con aquella nariz achatada, que extiende sus negras manos hacia el niño, como si quisiera hacerle una caricia. Se ve al instante que son hombres sin instrucción, que no saben lo que hacen. -¿ Y no podría darse que supiesen más que nosotros? De la manera como han llegado aquí, sin aliento y todos contentos, yo creo que sí. -¿Quién pretendes que pasee de noche a esta hora, para llevar las embajadas a estos malolientes? Y mientras tanto, yo deseaba echarme para descansar un poco, y estos intrusos me obligan a permanecer despierto.
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-y yo, querido buey, no cedería mi lugar por todas las habas y todo el heno del mundo. Se me ha metido en la cabeza que este niño dará mucho que hablar, y quién sabe si no llegarán a hablar también de nosotros. -A mí me parece que el ayuno te ha alterado el cerebro. Dos pobretones a quienes no quisieron admitir en la pensión y que se han refugiado aquí por razones del improvisado parto, para desgracia nuestra. ¡Y a ti se te ocurre hablar de grandezas y celebridades y sueñas asnalmente con penetrar con tus orejas erguidas en el templo de la historia! ¡Lo único que faltaba! Ten en cuenta que en mi tiempo he estudiado cuantas ciencias se enseñan en las escuelas de Atenas y que he leído casi todos los libros existentes en las bibliotecas de Alejandría, y ya ves qué fruto he cosechado. Los Dioses, celosos de mi sabiduría, me han condenado a hacer el buey y a obedecer la picana de nuestro maldito patrón. Si no tengo esperanza de alcanzar la fama después de tan fatigosos estudios, ¿cómo podrás lograrla tú? ¿Y pretenderás que yo me conmueva porque una pobre desgraciada sin un centavo ha venido a parir en nuestro establo? -Ten cuidado, amigo, que no hay que confiarse en las apariencias. Tú también eres un profesor, conforme has dicho, y sin embargo pareces un buey, y nada más. Y en cuanto a la gloria, no se la conquista únicamente con la sabiduría de los libros. -Faltaría más que viniese un asno a darme lecciones! ¡Nada menos que a mí, que he escuchado las palabras de todos los peripatéticos más ilustres dé nuestro tiempo y también las enseñanzas de los epicúreos, que no son, ciertamente, despreciables! Si en estos días hubiese de nacer un niño milagroso, lo sabría yo antes que nadie, que no en balde he aprendido de memoria los oráculos sibilinos.
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-¿Y no has encontrado en ellos absolutamente nada? -Sí que he encontrado. Un Mesías ha de nacer por cierto, y tal vez está próximo a aparecer. Pero debe ser, conforme rezan los manuscritos, el hijo de un rey y ha de erigirse en amo de todos los imperios. ¿Por ventura te parece posible que nazca en un establo y de estos trotamundos desconocidos? Aquel barbudo, que debe ser su padre, o su abuelo, no tiene, por cierto, el porte de un príncipe, ni mucho menos. Su aspecto, más bien, es es de un obrero desocupado que recorre las calles en procura de trabajo. -Será como tú dices. Yo soy un pobre ignorante y no he frecuentado la escuela, y ni siquiera sé en qué consiste la tan mentada filosofía que llena tu cabezota. Pero el hecho es que, cuando se casó el patrón, un esclavo bribón me obligó a beber un vaso de vino y me parecía que tenía cien diablos encima. También ahora me parece estar habitado por espíritus, pero la ebriedad de esta noche es muy distinta. Experimento decididamente una gran alegría sin saber el por qué; mis ojos lo ven todo más claro y más bello, y en lugar de sangre parece que corre por mis venas un fuego de placer y de satísfacción inexplicable. Siento que desde este momento comienza una nueva vida para mí y para todo el mundo, y no sé lo que haría por permanecer siempre junto a este niño y a esta madre. -Si Pitágoras está en lo cierto, tú debías haber sido, en otra vida, uno de aquellos locos rematados que los hombres llaman poetas. Son ciertos exaltados, si no lo sabes, que se imaginan oír las voces de los númenes y que son capaces de reconocer un semidiós aun en un niño envuelto en andrajos. Pero yo soy positivo, querido asno, y mientras no dispongo de pruebas y de contrapruebas, no creo en los
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nacimientos milagrosos. Si padeces de alucinaciones, peor para ti y gózatelas. Ya verás mañana cómo el patrón te quitará todas estas fábulas de la cabeza. ¡Ya sentirás los latigazos! ¡Otra que vida nueva! -¿Pero estás verdaderamente ciego? ¿No adviertes que la luz aumenta cada vez más y parece que está por incendiarse el establo? -Ahora, sin embargo, yo también la veo, pero el remedio es fácil. Cierro bien los dos ojos y me echo en este rincón para tratar de conciliar el sueño. Y si a ti te agrada mitigar el frío de este intruso con tu aliento, tú verás. A mi juicio, echarás tu aliento en balde. ¡Buenas noches, asno!
LOS TESTIGOS DE LA PASION
La venganza de Caifds José, de sobrenombre Caifás, Sumo Sacerdote del pueblo judío, volvió a su villa del Mal Consejo, en aquel anochecer de abril del año 31, más hosco de cara y de corazón que lo fuera en la mañana que salió para el Templo. Desde un tiempo no se mostraba seguro y sereno como antes; en verdad, desde que crucificaron a aquel Mesías embustero y blasfemo, llegado de Galilea con una banda de facinerosos. . A partir de ese día, el Procurador Romano lo había tratado con más fría altivez que antes. Muchos en el pueblo lo consideraban menos; casi le reprocharon una culpa, de la cual, abiertamente, no habrían sido capaces de acusarlo. Hasta algunos miembros del
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Sanedrín, entre otros José de Arimatea, hacían alusión, delante de él, a errores que se debían pagar, a profecías que estaban por verificarse, a oscuras amenazas para un futuro próximo. Caifás se repetía para sí, una y mil veces, que su conciencia estaba tranquila y que volvería a cumplir, si el caso se presentare, aquel doloroso deber, pero esa misma necesidad que sentía de renovar cada mañana y cada noche su propia absolución, podía ser indicio, y quizá lo era, de un principio de inquietud y acaso de temor. Bien sabía que los secuaces de aquel Jesús de Nazareth no se resignaban a la muerte de su jefe. En un comienzo se habían dispersado y refugiado en cuevas y lugares ocultos, como perros atemorizados por el bastón, pero después salieron de los escondites y comenzaron a novelar entre la plebe una resurrección del ajusticiado y, poco a poco, adquiríeron tanto ánimo y presunción que no se intimidaban de hablar al pueblo en las encrucijadas de la ciudad y hasta en los patios del Templo. Caifás consideraba a estos charlatanes un poco locos o desatinados, un poco enredadores, gentuza despreciable, pero que, fermentando las heces, también puede llegar a ser peligrosa. Había tratado de hablarle a Pilatos, mas todo fue en vano: el Procurador se echó a reír. -¿Has querido hacer crucificar al Rey de los Judíos y te sorprende que sus súbditos piensen vengarlo? Caifás, que conocía a su raza mejor que el romano, no se sentía del todo dispuesto a tomar en broma el continuo aumento de aquel movimiento herético y sedicioso. Al día siguiente, los frenéticos fieles del pretendido Cristo suscitaron un alboroto más grave que de costumbre y tal como para preocupar a todos
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los que tenían cargos y responsabilidades en Jerusalén. Un viejo pescador de Betsaida, Simón, llamado Pedro, sobreviviente de Jesús y, al parecer, el principal de la mesnada, había curado milagrosamente, según decires de los exaltados, a un pobre rengo que pedía limosna en una puerta del templo. Pedro y un compañero suyo, llamado Juan, aprovecharon la ocasión de este creído prodigio para realizar una prédica a los desocupados y a los curiosos, que nunca faltan en las vecindades del Templo, vociferando locamente contra las legítimas autoridades religiosas. Muchos fanáticos, como ocurre en el populacho, síempre ávido de novedades, aprobaron y aplaudieron estas peroraciones estólidas y, a gritos, varios solicitaron ser admitidos en aquella secta de tontos. Sobrevino un desorden tan exorbitante y clamoroso, que del Templo salieron algunos sacerdotes acompañados del Segan y de guardianes armados para averiguar qué ocurría. Apenas se dieron cuenta del escándalo y del peligro que entrañaba, apresaron a los dos jerarcas y dispersaron a la gentuza coaligada. Caifás, que fue inmediatamente informado de todo, aprobó el encarcelamiento de Pedro y de Juan; no obstante, en su fuero interno no se sentía ni contento ni tranquilo. Como el hecho ocurrió casi de noche, no hubo tiempo para juzgar a los arrestados, como algunos habrían querido. Caifás se opuso: toda decisión debía ser postergada hasta el día siguiente. Regresó a su casa cansado, perseguido y angustiado por pensamientos opuestos. ¿Cuál podía ser el camino más seguro para cortar de raíz y sofocar -ahora que, quizá, se estaba aún a tiempo- ese motín de visionarios aulladores? La muerte de los jefes había parecido expediente radical, pero no produjo el efecto deseado. La crucifixión de Jesús había inflamado los ardores y afectos de sus compañeros; la
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reciente lapidación de Esteban hizo multiplicar las afiliaciones a la congregación cismática. Parecía que la sangre reavivase aquel funesto incendio en lugar de extinguirlo. Algunos maestros del Thorá y por último Gamalíel, no obstante ser fariseo, propendían por la bondad, opinando que el motín, si se fingía ignorarlo, habría terminado en breve de por sí. Las persecuciones, decían, revelan el temor de los dominadores y, por consiguiente, acrecen el coraje y alimentan el entusiasmo de los perseguidos. Mejor es disimular todo; observar atentamente en secreto y aguardar la natural consunción de aquella ingenua efervescencia. Caifás no estaba del todo persuadido de estos argumentos, pero por otra parte debía reconocer, asimismo, que el derramamiento de sangre no había servido para nada; antes bien, transformó el escándalo en verdadera y propia rebelión. Aquella noche, al volver al Mal Consejo, de pésimo humor, rumiaba las razones opuestas, los métodos contrarios, las posibles vías de escape. Los dos delincuentes mayores estaban encarcelados y en la mañana del día siguiente debían ser juzgados ante el Sanedrín. ¿Qué comportamiento, qué conducta debía observar en la hora del juicio? ¿No era mejor, casi, interrogarlos en privado, con cuatro ojos, y tratar de persuadirlos y seducirlos, evitando así un proceso que podía acarrear malos resultados? Apenas había transcurrido la primera vigilia de la noche, Caifás, de pronto, llamó a un siervo y le entregó una orden para el Segan del Templo: los dos arrestados de aquella noche debían ser llevados inmediatamente, y bien escoltados, a la casa del Sumo Sacerdote.
PAPINI.~
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A LOS SACERDOTES Hermanos míos: Hijos míos: A vosotros, sacerdotes de Cristo, dirijo, antes que a nadie, mis palabras. Atribuladas palabras de amonestación, de enfado, de incitación; pero, sobre todo, de afecto. Si en ocasiones os parecen duras pensad que me causan dolor antes que a vosotros, más que a vosotros. No creáis que ignoro vuestra vida, el sacrificio, el drama, el calvario de vuestra vida. Yo también, como sabéis, fui pastor de almas en mi juventud, y no he olvidado las tentaciones, las aflicciones, el desamparo que acompañan a la grandeza y la alegría de nuestro ministerio, pesando sobre ellas y haciéndonoslas expiar. Para nosotros, más que para los cristianos ordinarios, es terriblemente cierto el gemido de Jesús: ..El espíritu está dispuesto, pero la carne es flaca .• Cada uno de nosotros es un cuerpo de blanda arcilla clavado en una cruz de hierro candente. ¿A quién
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extrañará que ese cuerpo intente libertarse de los clavos para buscar un lecho menos inhumano? El sacerdote es el intermediario entre el hombre y Dios, entre el hombre que huye y Dios que persigue, entre el hombre recio y Dios omnipotente, entre el hombre que se hace atrás, acobardado por su debilidad, y Dios que, en nombre de su obstinado y desmesurado amor, exige todo de él. Se nos pidió más que a los restantes hijos de mujer. Estamos hechos de sangre y de vísceras, pero tendríamos que ser semejantes a los ángeles. Vivimos junto al fango y el cieno, pero deberíamos permanecer siempre limpios. Estamos colocados aquí abajo, en las honduras terrenas, y nuestras palabras deberían ser celestiales. Hay, entre vosotros, quienes consiguen salvar el sentido puro de la vocación y saben vivir, sombras trépidas y lúcidas, en la inmensa sombra esplendorosa de Dios. Pero son pocos, y no están libres de los toro mentas de la noche oscura del alma, de la sequedad espiritual que, en ocasiones, resiste incluso a la oración. Pero hay, por desgracia, quien vive alternando la resignación culpable del torpor y un desperezo no siempre perseguido por el bautismo regenerador de un segundo nacimiento. Sé de la tristeza de las veladas solitarias, mal consoladas por las nostalgias, las asechanzas de la mente inquieta, las languideces de los sentidos, las instigaciones del demonio meridiano. las impaciencias juveniles, las claudicaciones de la vejez, las invitaciones del pecado que pone sitio a la fantasía, las lisonjas de la cómoda vida ordinaria, las miserias de la decadencia y de la indigencia, las rebeliones del orgullo no alentado, pero no siempre
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dominado; el fraudulento acobardamiento, que nace de la costumbre. Lo sé todo, lo comprendo todo, pero no puedo pero donarlo todo. Vuestra responsabilidad es demasiado grande, hermanos, y yo soy responsable de todos vosotros ante Dios. Perdonar a todos sería ofender a aquellos que os fueron confiados. El pastor perezoso hace que las ovejas queden con hambre; el pastor corrompido hace que las ovejas se echen a perder; el pastor dormilón hace que las ovejas se escapen; el pastor infiel les hace perder la cordura. No sólo tenéis que rendir cuentas a Dios y a mí de vuestra alma, sino de millares de almas. Vuestra tonsura no estará mano chada solamente de ceniza, sino de lágrimas y sangre, llanto y sangre derramados no por vosotros, sino por muchos otros, por culpa de vuestra indolencia y vuestra negligencia. Me siento desconsolado y angustiado por vuestra culpa, por la gran parte de culpa que es vuestra. Hasta ahora he tenido secreto este lamento, encerrado en mí por no entristeceros, por no dar alimento a la malicia de vuestros enemigos. Pero no puedo retenerlo más: la caridad lo arranca con violencia de mi corazón convulso. Con excesiva frecuencia, la justa defensa de los clérigos contra la jauría rabiosa de nuestros enemigos ha servido de excusa a los menos dignos. La confesión de la verdad será la mejor respuesta a las exageraciones de la acusación. Las piedras con las cuales golpearemos nuestros pechos habrán sido arrebatadas de mano de los lapidadores. Perdonadme, hermanos, si en algún momento os parezco cruel. Pero la caridad que siento por las multitudes abandonadas e insatisfechas es infinitamente más fuerte que la que siento por vosotros. Prometisteis lo que los demás no prometieron; os fueron con-
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cedidos dones, poderes y consolaciones que los demás no tuvieron. Más se debe pedir a quien ha prometido y más ha recibido. Cristo os llamó la sal de la tierra. ¿Por qué, pues, la tierra es aún tan desabrida, tan estúpida, desabrída hasta la insipidez, estúpida hasta la locura? Si las desgracias actuales de los hombres son debidas al abandono del Cristianismo, al no cristianismo de los cristianos, a la no conversión de los cristianos, ¿quién sino vosotros deberá asumir la mayor parte de culpa? y no puedo por menos que preguntaros: ¿creéis verdaderamente en Dios? ¿Conocéis de veras a Cristo? ¿Habéis cumplido todo vuestro deber? ¿Habéis recordado y cumplido siempre lo que Cristo quiere de vosotros, lo que jurasteis con vuestra boca y vuestro espíritu el día de la ordenación? Son preguntas que se me anudan en la garganta, que caen sobre el papel bañadas por mis lágrimas. Son sollozos, más que preguntas, pero el Señor tendría derecho a formulárselas si yo me negase a dirigíroslas. Son preguntas que pueden pareceros ferozmente injuriosas pero que, desgraciadamente, me han sido sugeridas por la vida de muchos de vosotros. ¿De qué manera, decidme, creéis en Dios, en el Dios vivo que os dio la vida, que vertió toda la sangre de sus venas, todo el sudor de sus miembros, todo el llanto de sus ojos, toda la luz de sus palabras, para renovar y transfigurar en todos la vida? Creéis, sí, en Dios, creéis creer en Dios, habláis todos los días en nombre de Dios. Pero, ¿de qué Dios se trata? ¿Es, quizá, una noción de la mente, un concepto abstracto, una helada entidad intelectual, aceptada por comodidad práctica, por hábito de lenguaje, por tradición de maestros, por obediencia y conve-
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niencia antes que por fe verdadera y tenaz, abrasadora y resucitadora?
Si vuestra fe se inflamase cada día, cuando tenéis en la mano el cuerpo mismo de la Víctima divina, no seríais a menudo tan indiferentes, tan distraídos, tan apagados, tan ausentes. Sed fuego y todos vendrán a calentarse el corazón junto a vosotros. Embriagaos, y todos cantarán con vosotros el canto de la libertad, aún en las mismas llamas de la hoguera. Pero vuestras manos no queman, vuestras palabras no arden, vuestros ojos no lanzan chispas, vuestros rostros son grises y apagados, a menudo, como los de quienes habitan en subterráneos. Pensad por un momento en vuestros asombrosos privilegios. Todos los cristianos pueden comer la carne de Cristo, pero sólo vosotros bebéis, todas las mañanas, su Sangre. Su Sangre límpida y fervorosa, que ha redimido incluso a vosotros con una de sus gotas. La sangre, como dice la Escritura, como debéis saber, es el alma; la sangre es vino transformado en bebida y salvación y embriaguez. ¿Por qué, pues, sois tan tranquilos, tan moderados, tan razonables, tan fríos? ¿Por qué ninguno os repite las palabras que los hebreos dijeron a los primeros discípulos de Cristo? (1). ¿No sabéis que sólo la locura, la locura de la Cruz, puede llevar de nuevo a los hombres a la coro dura? ¿No sabéis, pues, que sólo la incandescencia del estusiasmo puede devolver el calor a los tibios y hacer caminar a los paralíticos? Demasiados de entre vosotros parecen simples empleados de la Iglesia -ujieres, bedeles, escribanos y contables-, en vez de apóstoles insomnes, impacientes, imperiosos. Demasiados de entre vosotros son (1) Alii autem irridentes dicebant: «Ouía musto pleni sunt isti». (Act. Apost., 11, 13.) (N. del T.).
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adormilados y mecamcos admhatradores de sacramentas en vez de testimonios, confesores, modelos irradiantes de la verdad que bI'1tó de los labios del Redentor. Deberíais ser árboles vivos en el viento de las alturas, refugios de los pájaros en el aire, generosos de hojas, de flores, de frutes y de sombra, y, en cambio, no sois, las más de las teces, sino palos descortezados y cepillados, bien barnizados en ocasiones, pero que ya no ahondan sus raíces en el mantillo de la Humanidad, que ya no dan yeIDas ni racimos: palos bajos, palos muertos, que sirven, todo lo más, para construir empalizadas y barreras, para sostener carteles con prohibiciones y reglammtos.
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LO IMPOSIBLE Den lieb lch, der Unmogliches begehrt GoETHE:
Fausto.
I
La palabra imposible, en el diccionario del hombre de escasa fantasía, significa una dificultad insuperable de vencer para su pereza o para su pensamiento. Imposible es la cosa que él es incapaz de hacer, pero no quiere quedarse solo en esa impotencia, y la extiende a todos los hombres, a todos los tiempos y a todo el universo. El hombre que-puede-un Napoleóndirá: la palabra imposible no existe en el diccionario francés. Impulso de fe, porque él cree que los franceses, con él, no se dejarán apabullar por ninguna dificultad. El vocablo imposible expresa casi siempre en el
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pensamiento lo que se considera inexistible en todo siglo, pero es lo que no se desea, lo que no se quiere que sobrevenga. No es una comprobación, sino un imperativo a la realidad: ¡Es imposible que ese hombre sea un traidor! ¡Es imposible que de aquí a medio siglo esté yo convertido en polvo y nada! Pero los hombres traicionan y mueren, todos, siempre, y se expresan nuevos deseos con idéntica seguridad; el pequeño mundo de lo imposible corriente naufraga una y otra vez en el mar gris de lo perpetuamente posible.
II
El verdadero imposible no se encuentra en eso. Los extremos, los absolutos, no encuentran sitio en el estrecho glosario cotidiano. Medias palabras a medios hombres. En ellos el pensamiento se detiene siempre allí donde empieza el descenso que ha de darles ímpulso para trepar a lo más alto. El héroe -no ya el héroe que maneja la clava o la espada, sino el que desafía a las tinieblas y a los encantamientos sin salir de su habitación- tiene que crearse por sí mismo su tarea. Toda Filosofía es la gramática de un mundo nuevo.
III El verdadero imposible no es ése. Nosotros vamos en busca de lo imposible puro, de lo que no podrá ser
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jamás convertido en posible, por mucho que nos esforcemos, ni siquiera en la imaginación del lírico más delirante. Es preciso recurrir a la Nada. Lo imposible se refiere a potencia, pero el concepto es más amplio. Sería mejor calificarlo de lo inexistible. Lo inexistible es la Nada en el futuro, en el tiempo. La Nada es lo inexistible en el presente, en el espacio. En lo inexistible entra la idea de acción, de dinamismo; en lo inexistente entra el hecho, lo estático. Lo imposible implica siempre la idea del porvenir -incluso cuando se refiere a hechos pasados-, pero no es ésta la diferencia que tiene importancia. También nuestros juicios de existencia implican referencias al futuro, puesto que conocer es prever; saber que una cosa existe significa el poder realizar determinados actos. No por esta razón son idénticos ambos conceptos. Lo imposible recibe varios nombres, según el gajo de poder a que se refiere su negación; existe lo que no se puede conocer (lo inconocible); lo que no se puede concebir (lo inconcebible), o creer (lo increíble), o decir (indecible, inefable). Empleando estos conceptos, se da a entender que se encuentra fuera del concepto de inexistente. Lo inconocible, por ejemplo, es pensado como un imposible para la razón, pero no como un Nada; para ciertas personas, el que una cosa sea inconcebible no demuestra su inexistencia, y aquello a lo que un místico califica de inefable es para él la realidad más alta. Lo imposible, cuando se hace referencia al obrar humano, tiene menos amplitud que la nada total. ¡Cuantas imposibilidades falsas! Existen los imposibles personales; por ejemplo, el que yo pueda llegar a ser Papa. Ciertamente, es un
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imposible; pero no lo es para mí yo de ahora, y para el Papa tal y como lo ha sido hasta ayer. La imaginación que quisiera hacer posible ese hecho no necesitaría recurrir a imposibilidades permanentes. Le basta con un simple sL., puesto al principio, que lo cubra todo. Imposibilidades prácticas: el contar todas las plantas que existen sobre la tierra una por una. El número de éstas tiene un límite, de modo que teóricamente no existe imposibilidad. Ahora bien: la operación sería tan larga que el número de las plantas variaría constantemente. Existe también la dificultad de encontrar hombres aptos, en todas partes y al mismo tiempo. Es una dificultad que no merece la pena vencer, pero no es una imposibilidad. Si dependiese de ese número la vida de todos los hombres, quizá el pretendido imposible se convirtiese en posible. Imposibilidad relativa para determinados hombres; experiencias que son posibles únicamente para quienes se encuentran animados de una fe determinada. Precisamente porque cree en Dios, el místico convierte en realidad la unión que para un escéptico resulta imposible. Pero es suficiente con que un solo hombre lleve a cabo una sola vez aquella cosa, para que ninguno tenga derecho a calificarla de imposible. Imposibilidad que se relaciona con determinados estados del hombre; lo que es posible realizar en la juventud, en sueños, no se puede llevar a cabo en la vejez o estando despiertos. Los objetos contradictorios de los filósofos, los que éstos declaran imposibles (por ejemplo, la cuadratura del círculo, etc.), son, por el contrario, posibilísimos, son los que menos cuesta convertir en posibles. Como han sido creados por un error voluntario de termino-
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logia, basta un cambio de vocabulario, de convencionalismos (es decir, de lo que mejor podemos llevar a cabo) para hacerlos desaparecer. Imposibilidades que parecían radicales -el que un ciego-sordo-mundo pudiera llegar al conocimiento pleno del mundo-- fueron vencidas, como es el caso de Elena Keller.
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CIELO Y TIERRA
LLAMAMIENTO EN LA NOCHE DE NAVIDAD
Despierten de su sueño los dormidos, muévanse los que en sombra están envueltos, volvió a nosotros en figura humana el que creó amoroso el universo. Hijos de Addn, abandonad el lecho,' vestíos, hijas de Eva, vuestras galas; escuchad el pregón del coro de ángeles: ¡Un sol nuevo en la noche se levanta! Despiértate, pastor, de tu modorra; sal del amor del fuego, deja el hato, que en el gélido invierno nació un místico cordero que a la nieve gana en blanco. Despierten de su sueño los que reinan, los ojos hacia el trono alcen de Aquel que es; ya, por las señas ha llegado al mundo el que de reyes es el Rey.
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Desperézate, obrero, en tu yacija y aprieta el paso, que el camino es largo.
La mujer del canoso carpintero alumbró felizmente otro artesano. Magos, poetas, sabios y sofistas, dejaos de quimeras y de ensueños; que se ha encendido la Luz pura que abrasa las almas e ilumina los cerebros. Siervos del interés, de vientre ahíto y plúmbeo corazón, saltad del lecho;
el Amigo del triste y del mendigo refulge mds que el oro sobre el heno. Rompa el labriego su descanso justo, y el que podó la viña y regó el huerto, que en un establo ahora nació un Dios Niño que del trabajador es gozo y puerto. Dejen también las madres a sus hijos para adorar al Hijo de María; ni un solo instante quedarán sin guarda; los ángeles haránles compañía. Alborócese la Naturaleza, los marchitos resurjan y renazcan. La serpiente el cubil oscuro deje, y el palomo a su amada casquivana. Casa y guarida desertad, vivientes, venced perezas, desechad espantos. Acérquense gozosos los humanos al Rey Niño, al Amor que se ha encarnado.
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RESUMEN CRONOLOGICO
Para el lector curioso de fechas, o para facilitar el hilo cronológico de esta biografía no sujeta a un orden exacto de los acontecimientos, he aquí un esquema resumido de aquellos años que, por especial importancia, merecen consignarse en la vida de Papini. No aparecerán, por tanto, los periodos omitidos en el presente libro, ni tampoco se indica la relación completa de las obras del autor. Clasificadas por años, se recogen las efemérides que, a mi juicio, ofrecen una visión de conjunto en función de lo limitado de este libro.
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CRONOLOGIA
1881. El día 19 de febrero de este año nace Giovanni Papini en Florencia. 1896. A los quince años de edad publica su primer trabajo literario. En colaboración con Allodoli crea las publicaciones «La Revistas y «Sapientia». 1898. Después de pertenecer a la «Hermandad Artesana», funda la sociedad «Trinidad», que muy pronto deja de existir. Hace amistad con Garoglio. 1900. Mientras frecuenta otros centros de enseñanza, nace su amistad con Prezzolini. 1901. Muere su padre. Surge la primera idea de publicar "El Iconoclasta», periódico rebelde. 1902. Se perfila la idea mejorada de otro periódico que Ilevará por título «Leonardo». 1903. El día 4 de enero sale a la luz el primer número del «Leonardo».
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1904. Por primera vez, llevado por el deseo de realizar una gran obra, Papini esboza el proyecto del Juicio universal. 1905. Comienza a colaborar en numerosas publicaciones. Le nombran corresponsal de la revista moscovita e Víesy». 1906. Publica su primer libro titulado Crepúsculo. Es una recopilación de escritos ya editados. Realiza un viaje a París. 1907. Después de cinco años de vida, deja de publicarse el «Leonardo». En el mes de agosto se casa con Giacinta Giovagnoli. 1908. Pasa una temporada en Milán. Escribe en el «Corriere della Sera». Comienza a habituarse a pasar grandes épocas en Bulciano, el pueblo de su mujer. Su proyecto del Juicio universal se modifica por un esquema de la obra Informe sobre los hombres. Nace su hija Viola. 1909. Empieza a escribir Un hombre acabado, especie de novela autobiográfica. 1911. En cierto modo puede considerarse esta fecha como el comienzo de su conversión. Se edita su libro Memorias de Dios. Nace su segunda hija, Gioconda. Funda la revista «L'Anima» con su amigo Amendola. 1912. Director del periódico «La Voce», escribe Vida de nadie, Palabras y sangre, 24 cerebros y La otra mitad. Se edita Un hombre acabado. 1913. El primer día del año sale el primer número de la revista «Lacerba», que ha nacido sobre el
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1920. Desaparece la revista «Vraie Italie.. en mayo. A finales de año se divulga la conversión de Papini. 1921. Corrige las pruebas de la Historia de Cristo, que somete a censura eclesiástica. En marzo se publica el libro. del que se venden 20.000 ejemplares en un mes. El 9 de mayo sale la segunda edición con algunas correcciones. Los derechos de autor de Un hombre acabado le proporcionan unos ingresos hasta ahora desconocidos en su vida de autor. 1922. Al mismo tiempo que se dedica a revisar lo escrito del Informe, redacta --en colaboración con Domingo Giuliotti- el Diccionario del hombre salvaje. 1923. Escribe Segundo nacimiento, un libro autobiográfico a partir de la conversión. Redacta nuevas poesías y lleva a cabo otra ordenación del Informe. Se publica este año el Diccionario del hombre salvaje. 1924. Mantiene su actividad articulista en la prensa. 1925. Anota en su Diario que desea terminar Addn. Intenta la fracasada conversión de Bonaiuti. 1926. Al publicarse el libro de poesías Pan y vino se anuncia que pronto será editado el esperado Addn. 1927. Manda componer en tipografía los manuscritos del Informe y realiza un nuevo esquema de Addn.
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1928. La idea de escribir la vida de San Agustín le aparta de otras actividades. 1929. Se publica San Agustín, que provoca muchas críticas, y Los obreros de la viña. En este año se casa su hija Viola. Comienza a escribir una vida de Miguel Angel. 1930. A los cincuenta años de edad, Papini se convierte en abuelo mientras sufre por la enfermedad de su otra hija, Gioconda. Escribe Gog y multiplica sus colaboraciones en el ..Corriere della Sera». 1931. Se publica Gog, una sátira de la sociedad, cuyo personaje central parece ser autobiográfico. Continúan los esfuerzos de Papini en la realización del Informe. Piensa en escribir una biografía de Dante Alighieri, el autor florentino de la Divina Comedia. 1933. A primeros de año aparece Dante vivo, libro que desencadenó muchas críticas por ser una ..stroncatura» sobre el inmortal poeta. Se publica también El saco del ogro, una recopilación de varios escritos inéditos. Se publican, igualmente, dos volúmenes de las obras completas de Papini. Le conceden el ..Premio Florencía» por especial indicación del Duce (Mussolini), en honor a la biografía Dante vivo. 1935. Además de publicarse La piedra infernal, libro de polémicas religiosas, Papini es nombrado titular de la Cátedra de Literatura Italiana en la Universidad de Bolonia. El día 8 de julio ha muerto su madre. La ceguera sigue en aumento: el 26 de septiembre le prohíben leer y es-
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cribir; a final de año apenas distingue los objetos. 1936. A primeros de año es sometido a una operación quirúrgica ocular, después de la cual le es prohibido de nuevo leer y escribir. 1937. Se publica el libro Los testigos de la Pasión y el primer volumen de la Historia de la Literatura. Es nombrado académico de Italia. 1939. Después de un año de poca actividad creadora, en el que se limita casi al artículo de prensa, inicia los trabajos para componer un Vocabulario de la lengua. Comienza la Segunda Guerra Mundial. Escribe nuevos capítulos del Juicio y a finales de año se publica Italia mía. 1940. Continúa la redacción de la Historia de la Literatura. Se acentúa la ceguera. Visita a Pío XII y escribe nuevamente sobre el Juicio. 1941. Después de una segunda operación ocular, pierde totalmente la vista de un ojo. Trabaja en nuevos capítulos del Juicio, tarea que continúa durante el año siguiente. 1944. Destruida su casa de Bulciano por los bombardeos y perdida la Cátedra de Bolonia, escribe otros episodios del Informe, inspirados esencialmente en el marco de la guerra. 1945. Escribe las famosas Cartas a los hombres del Papa Celestino VI, pontífice imaginario que ya apareció en el texto de Los testigos de la Pasión. Comienza la biografía de Miguel Angel.
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1946. Al tiempo que aparecen editadas las Cartas, tra baja otra vez en el Informe. 1947. Aunque se dedica esencialmente a elaborar el Juicio, le tientan otros proyectos: un libro sobre el Diablo y una segunda parte de Gag, que se titulará Libro negro. 1948. Termina de escribir y se publica este mismo año el libro Pasado remoto. Se le considera como candidato más adecuado al Premio Nobel de Literatura, que no le es concedido. 1949. Se publica su biografía sobre Miguel Angel. 1950. Continúa trabajando en el eterno libro nunca acabado, el del Juicio. 1951. Se publica el Libro negro.
1952. Se dedica con igual atención al Juicio y al libro sobre el Diablo. En esta época comienza el proceso de parálisis. A finales de año, su caligrafía deja de ser fácilmente inteligible. Entrega al editor el original sobre El Diablo. 1953. En marzo escribe las últimas páginas autógrafas de su Diario. A finales de año se ve obligado a dictar. 1954. Muere su hija Gioconda. La parálisis es cada vez más aguda. 1955. Ya no puede hablar. Dicta con grandes esfuerzos a su nieta Ana. En abril aparece un tomo de escritos recopilados que se titula Espía del mundo. Mantiene con enorme voluntad sus co-
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laboraciones en el ..Corriere della Sera... Después se recogen en otro libro -La logia de los bustos- una serie de semblanzas de personajes famosos. 1956. El día 8 de julio muere Giovanni Papini. Una gran parte de su obra queda inédita. Se han publicado los siguientes libros póstumos: La felicidad del desdichado (1956), Juicio universal (1957), Segundo nacimiento (1958) y el Diario (1962).
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BIBLIOGRAFIA
BIBLIOGRAFIA SOBRE PAPINI
CECCHI,
E.: Estudios criticos (Aneona, 1912).
SERRA, R.: Las cartas (Roma, 1914). G.: Discurso por Giovanni Papini (Florencia, 1915).
PREZZOLINI,
- Amigos (Florencia, 1922). CRocE, B.: Conversaciones criticas (Bari, 1919). MOSCARDELLI, N.: Giovanni Papini (Trieste, 1923).
Veinte hombres, un sátiro y un títere (Florencia, 1923).
PANCRAZI, P.:
ANGELINI,
G.: El lector abastecido (Milán, 1923).
RAVERGNANI,
GoBETTI,
G.: Los contemporáneos (Módena, 1926).
P.: Obra crítica (Turín, 1927).
E.: Interpretaciones de mi tiempo: Giovanni Papini (1917).
PALMERI,
L. GIUSSO: El viajero y la estatua (Milán, 1929).
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FALCHI-VITIORINI: Escritores nuevos (Lanciano, 1930). DONATI, L.: Pascoli, Papini..., yo (Bolonia, 1934). GARGIULO, A.: Literatura italiana del novecientos (Florencia, 1940). BALDINI, A.: Amigos en el asador (Florencia, 1932). VIVIANI, A.: Gianfalco (Juan Halcón) (Florencia, 1934). - Frontispicio (1937). BARGELINI, P.: Retrato viril (Brescia, 1940). FABBRETTI, N.: El Gallo (diciembre 1946). SPAGNOLETTI, G.: Antología de la poesía italiana contemporánea (Florencia, 1946). MARSANO, G.: El nuevo ciudadano (1948). RIDOLFI, R.: Papini (1958).
GIRONELLA, J. M.: Los fantasmas de mi cerebro (Muerte y juicio de Giovanni Papini. Con la familia de Papini en Florencia). PAPINI, VIOLA: Y tu hija miraba (1963).
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RELACION CRONOLOGICA DE PUBLICACION DE LAS OBRAS DE PAPINI
1906. El crepúsculo de los filósofos. Lo trágico cotidiano. La cultura italiana (en colaboración con Prezzolini). 1907. El piloto ciego. 1912. Las memorias de Dios. La otra mitad. La vida de nadie. Un hombre acabado. Veinticuatro cerebros. Palabras y sangre. 1913. Pragmatismo. 1914. Bufonadas. Viejo y nuevo nacionalismo (en colaboración con Prezzolini). 1915. Cien páginas de poesía. Masculinidad. La paga del sábado. 1916. «Stroncature» (Cercenaduras).
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1917. Primera obra. Polémicas religiosas. 1918. Días de fiesta. Testimonios. El hombre Carducci. 1920. La experiencia [uturista. Poetas de hoy (en colaboración con Pancrazi). 1921. Historia de Cristo. 1923. Diccionario del hombre salvaje (en colaboración con D. Giuliotti). 1926. Pan y vino. 1929. Los obreros de la viña. San Agustín. 1931. Gag. 1932. Los nietos de Dios. Herejías literarias. La escala de Jacob. Retratos italianos. Retratos extranjeros. Los amantes de Sofía. Florencia. 1933. El saco del ogro. Dante vivo. Ardengo Soffici. 1934. La piedra infernal. 1935. Grandezas de Carducci. 1937. Historia de la Literatura italiana. Los testigos de la Pasión.
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1939. Rey Lear. Italia mía. 1940. Figuras humanas. Medardo Rosso. 1941. La corona de plata. Exposición personal. 1943. Prosas de católicos italianos de cada siglo (en colaboración con De Luca), Cielo y tierra. 1946. Cartas del Papa Celestino VI a los hombres. Hojas del bosque (antología de prosa y verso). 1948. Pasado próximo, Santos y poetas. 1950. Miguel Angel. 1951. Libro Negro. 1956. La felicidad del desdichado. 1957. Juicio universal. 1958. Segundo nacimiento. 1962. Diario.
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INDICE
Páginas Razón de ser '" ... ... ... ... .,. Contra el destino Enfermedad de grandeza En busca de la verdad y la amistad Las avanzadillas del inconformismo .oo Líder de la guerra, penitente del desastre Conversión: Manifiestos de un cristianismo a «ultranza» Nuevo estilo: «Cristianismo de caníbales» ... San Agustín y Dante, dos biografías apasionadas ... Confesiones del escritor Ocaso de la vida, actividad pletórica Papini, el diablo y España Líder del pragmatismo oo. .oo
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Un hombre acabado Juicio universal ... . Historia de Cristo A los sacerdotes
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Páginas Lo imposible Cielo y tierra
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Bibliografía sobre Papini oo. oo. oo. oo. oo, Relación cronológica de publicación de las obras de Papini oo' oo. oo • • • • oo. oO,
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