Bajo Un Cielo Rojo Sangre - Kate Furnivall.pdf

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BAJO UN CIELO ROJO SANGRE Kate Furnivall Traducción de Irene Saslavsky

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Título original: Under a Red Blood Sky Traducción: Irene Saslavsky 1.ª edición: octubre de 2016 © 2008 by Kate Furnivall © Ediciones B, S. A., 2016 Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España) www.edicionesb.com ISBN DIGITAL: 978-84-9069-549-4

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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Contenido Agradecimientos 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22 23 24 25 26 27 28 Página 3 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

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A Norman, con mi amor

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Agradecimientos Quisiera dar las gracias a Joanne Dickinson y al personal de Little Brown por su estupendo entusiasmo y su maravillosa imagen de portada. En especial a Emma Stonex por revisar el manuscrito con su experta vista de lince. También me gustaría agradecer especialmente a Teresa Chris, mi agente, haber refrenado mis excesos con sabiduría, así como su invaluable perspicacia con respecto al núcleo del libro. Igualmente, gracias a Alla Sashniluc, no solo por su ayuda con el idioma ruso, sino también por ofrecerme una mayor comprensión del modo de vida en una aldea de los Urales, y por corregir mis errores. Y, por fin, mi amor y mi agradecimiento a Norman por su apoyo constante y sus consejos. Lo significan todo para mí.

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1 Campo de trabajos forzados Davinski, Siberia Febrero de 1933 La Zona. Así se referían al complejo. Estaba rodeado por una doble alambrada de púas y en la parte posterior se elevaba un alto cerco y unas torres de vigilancia que jamás dormían. En la mente de Sofía Morózova se confundía con todos los otros aborrecidos campos plagados de piojos en los que había estado. Los campos de paso eran los peores: devoraban el alma de las personas y luego las escupían dentro de camiones de transporte de ganado que las trasladaban al siguiente. Ese traslado de prisioneros de un campo a otro hasta que no quedaba ni un amigo, ningún bien y ninguna consciencia de la propia identidad se denominaba etap. La persona se convertía en nada. Eso era lo que ellos querían. «El trabajo es un acto de honor, coraje y heroísmo.» Esas palabras aparecían en letras de hierro de un metro de altura por encima de las puertas del campo de trabajos forzados Davinski. Cada vez que Sofía cruzaba ese umbral para trabajar en las profundidades de la taiga, a razón de dos veces diarias durante los diez años a los que fue sentenciada, leía las palabras de Stalin situadas por encima de su cabeza. En total serían más de siete mil veces... Eso si lograba seguir con vida durante tanto tiempo, lo cual era improbable. ¿Acaso acabaría creyendo que los trabajos forzados eran un «acto de heroísmo» tras leer esas palabras siete mil veces? ¿Le importaría creérselas o no? Mientras iniciaba una ardua marcha a través de la nieve a las cinco de la mañana, en la penumbra de una madrugada ártica, junto con seiscientas prisioneras más en largas y silenciosas columnas, Sofía escupió al pasar bajo las palabras de Stalin y el salivazo se congeló antes de caer al suelo.

—Quedaremos bloqueados por la nieve —dijo Sofía. Poseía un talento asombroso para pronosticar el tiempo con un día de antelación. No había sido consciente de ello en la época en que vivía en Petrogrado, pero allí el Página 7 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

cielo no era tan elevado, ni tan vacío y amenazador. En Siberia, donde los bosques podían devorar a cualquiera de un bocado, le resultaba muy fácil. Se volvió hacia la joven que estaba sentada a su lado. —Será mejor que te acerques a los guardias y les digas que saquen las cuerdas. —Una buena excusa para calentarme las manos en la hoguera que han encendido. Ana sonrió. Era una figura frágil, siempre dispuesta a sonreír, pero las ojeras bajo sus ojos azules se habían vuelto tan oscuras que parecían moratones, como si hubiese participado en una pelea. Sofía se preocupaba por su amiga más de lo que estaba dispuesta a admitir incluso ante sí misma y observar a Ana mientras esta pateaba el suelo para activar la circulación de la sangre bastaba para inquietarla. —Asegúrate de que esos cretinos tomen nota de ello —dijo Nina, una ucraniana de anchas caderas, que sabía blandir una maza mejor que todas las demás—. No quiero perder a ningún miembro de nuestra brigada durante el bloqueo; necesitamos todas las manos para acabar este condenado camino. Cuando la visibilidad se reducía por completo a causa de una tormenta de nieve, sujetaban a las prisioneras a una cuerda durante la larga caminata de regreso al campo, no para evitar que escaparan, sino para que no se perdieran y murieran de frío en la nieve. —A la mierda con las cuerdas —gruñó Tasha, la mujer sentada al otro lado de Sofía, y se cubrió los cabellos negros y grasientos con un pañuelo. Sus rasgos eran menudos y afilados, y, pese a su expresión puritana, tenía un gran talento para soltar groserías—. Si tienen dos dedos de frente hoy acabaremos temprano y regresaremos a los apestosos barracones antes de la tormenta. —Te convendría, Ana —dijo Sofía, asintiendo con la cabeza—. Un día más corto, podrías descansar. —No te preocupes por mí. —No puedo dejar de hacerlo. —Hoy me encuentro bien. Pronto trabajaré al mismo ritmo que tú, Nina, será mejor que tengas cuidado. Ana lanzó una pícara sonrisa a las otras tres mujeres y todas rieron, pero a Sofía no se le escapó que su amiga había notado la breve mirada que intercambiaron. Ana trató de sofocar la tos y bebió un sorbo del chai de mediodía para aliviar el ardor en la garganta, aunque la bebida no merecía el nombre de té: era un amargo brebaje elaborado con agujas de pino y musgo, supuestamente un buen remedio contra el escorbuto. Nadie sabía si solo se trataba de un rumor que hacían circular con el fin de obligarlas a beber ese asqueroso mejunje de color oscuro, pero servía para engañar el Página 8 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

estómago y evitar el hambre, y a ellas eso era todo lo que les importaba. Las cuatro mujeres estaban sentadas en el tocón de un pino, acurrucadas para entrar en calor y pateando la nieve con sus lapti: botas confeccionadas con suave corteza de abedul. Todas aprovechaban la pausa de media hora al mediodía, que les permitía tomarse un descanso del trabajo interminable. Sofía inclinó la cabeza hacia atrás para relajar los doloridos músculos de los hombros y clavó la vista en el cielo blanco que ese día las cubría, las encerraba y las aplastaba robándoles su libertad. El habitual nudo de ira le agarrotaba el pecho. Eso no era vida, ni siquiera era digna de un animal, pero la ira no era la solución, solo servía para consumir los patéticos restos de energía que aún le quedaban. Sofía lo sabía; había intentado desprenderse de ella, en vano: la ira le seguía los pasos como un perro enfermo. Espesos bosques de pinos se extendían en todas direcciones, inacabables oleadas de bosques que ocupaban el norte de Rusia cubierto de nieve... y a través de esa extensión infinita estaban intentando abrir un camino. Era como tratar de excavar una mina de carbón con una cuchara. ¡Dios mío, qué desgracia suponía construir ese camino! Una tarea brutal en el mejor de los casos, pero con herramientas inadecuadas y temperaturas de veinte o incluso treinta grados bajo cero se convertía en una auténtica pesadilla. Las palas se partían, las manos se ennegrecían y la respiración se congelaba en los pulmones. —Davay! ¡Deprisa! ¡Volved al trabajo! Los guardias se apiñaban en torno al brasero y gritaban órdenes, pero no se alejaban del círculo de calor. A lo largo de la cicatriz recta como una flecha que se abría paso entre los árboles para dar lugar al nuevo camino, las prisioneras se arrebujaban en sus abrigos acolchados y se ponían los deshilachados guantes procurando cubrirse cada trocito de piel. Mientras las brigadas de mujeres volvían a recoger los picos y las palas, un suspiro colectivo de resignación se elevó como una columna de humo. Ana fue la primera en ponerse de pie, quería demostrar que era capaz de cumplir con su cuota de trabajo cotidiano. —Vamos, perezosa... —murmuró para sus adentros. Pero no pudo acabar la frase. Se tambaleó, sus ojos azules se volvieron vidriosos y habría caído si no se hubiera aferrado a la pala. Sofía fue la primera en alcanzarla y sostenerla mientras la tos sacudía el frágil cuerpo; le cubrió la boca con un trapo. —No lo superará —susurró Tasha—. Sus jodidos pulmones están... —Calla. —Sofía la miró con el ceño fruncido. Nina le pegó unas palmaditas en el hombro y no dijo nada. Sofía acompañó a Ana hasta su sector del camino, la ayudó a encaramarse a la superficie elevada y le puso la Página 9 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

pala en la mano. En el último mes Ana no había podido cumplir con la cuota de trabajo ni una sola vez y eso suponía una reducción de las raciones de comida. Sofía apartó unas cuantas paladas de piedras para ella. —Gracias —musitó Ana, y se restregó la boca—. Sigue con lo tuyo —añadió, y logró esbozar una sonrisa convincente—. Hoy volveremos temprano a casa, antes de que caiga la tormenta de nieve. Sofía la miró con expresión azorada. «A casa.» ¿Cómo podía llamar así a ese lugar? —Ahora me encontraré perfectamente —le aseguró Ana. «No te encuentras perfectamente —quiso gritar Sofía—, y tampoco más adelante.» Pero se limitó a clavar la mirada en los ojos hundidos de su amiga y lo que vio allí la acongojó. Ana, pobrecita mía, una frágil mujer de solo veintiocho años. Demasiado joven para morir, demasiado joven. Y en ese instante, en un terreno helado y pedregoso en medio de un desierto páramo siberiano, Sofía tomó una decisión. «Juro por Dios, Ana, que te sacaré de aquí. Aunque me cueste la vida.»

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2 La tormenta de nieve llegó tal como Sofía había pronosticado, pero esa vez los guardias hicieron caso de su advertencia y antes de que estallara sujetaron la larga hilera gris a las cuerdas y todos emprendieron la marcha de regreso al campo. El sendero serpenteaba a través de los interminables bosques de la taiga, sumidos en perpetua oscuridad y, como si fueran los centinelas de Stalin, las esbeltas columnas de los pinos supervisaban la marcha. En el profundo silencio, la respiración de cientos de mujeres generaba un sonido extraño e inquietante, al tiempo que sus pies tropezaban con los surcos cubiertos de nieve. Sofía detestaba el bosque, lo cual resultaba raro teniendo en cuenta que había pasado gran parte de su vida en una granja y estaba acostumbrada al ambiente rural, mientras que Ana, que adoraba el bosque y lo consideraba mágico, se había criado en la ciudad. Pero a lo mejor se debía a eso; Sofía sabía muy bien de lo que era capaz un bosque, sentía su aliento en la nuca como una presencia amenazadora, de modo que se estremecía cuando unos sonidos suaves y repentinos surgían de entre los árboles al tiempo que capas de nieve caían de las ramas. Era como si el bosque suspirara. El viento se intensificó y les arrebató el último resto de calor que albergaban sus cuerpos. A medida que las prisioneras se abrían paso entre los árboles, Sofía y Ana agacharon la cabeza y se arrebujaron en sus bufandas para evitar que las ráfagas heladas les golpearan el rostro. Avanzaban paso a paso, exhaustas, y procuraban mantenerse juntas en un intento de compartir los últimos restos de calor, pero también debido a algo diferente, algo más importante para las dos. Incluso más importante que el calor. Ambas conversaban y no se limitaban a quejarse del dolor de espalda, las palas rotas o la brigada que no cumplía con la cuota diaria, no: utilizaban palabras auténticas que describían imágenes reales. Resultaba difícil huir de las duras escenas que conformaban la existencia diaria y brutal en el campo Davinski, pues estas clamaban incluso en su cabeza y se aferraban a la mente impidiendo el paso de cualquier otro pensamiento. Desde el principio, Sofía había comprendido que en un campo de trabajos forzados Página 11 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

la vida se reducía a lo que ocurría de un minuto a otro, de un bocado al siguiente. Uno dividía el tiempo en porciones minúsculas y uno se decía a sí mismo que podía sobrevivir durante ese diminuto periodo: era la manera de aguantar un día más, no había pasado ni futuro, solo ese momento. Sofía estaba convencida de que era el único modo de sobrevivir en ese lugar, sometiendo al alma a una lenta y dolorosa inanición. Ana albergaba otras ideas. Había roto todas las reglas autoimpuestas de Sofía y logrado que cada día fuese tolerable. Mediante palabras. Todas las mañanas, durante la caminata de dos horas hasta la zona de trabajo, y todas las noches, en la agotadora marcha de regreso al campo, ambas se acercaban la una a la otra y creaban imágenes, cada palabra una vistosa puntada en ese tapiz compartido, hasta que las escenas delicadamente creadas fueran lo único que veían. Los guardias, los rifles, el bosque oscuro y la implacable brutalidad del lugar se disipaban como se disipan los sueños, de manera que lo único que quedaba eran vagos fragmentos de algo casi olvidado. Ana era la que poseía más talento. Era capaz de hacer danzar las palabras. Después de narrar sus historias soltaba risas de placer, y el sonido era tan libre y tan poco común que las otras prisioneras se volvían y suspiraban de envidia. Todas las historias versaban sobre la infancia de Ana en Petrogrado, antes de la Revolución, y día tras día, mes tras mes, año tras año, Sofía notaba que las palabras y las historias se acumulaban en sus propios huesos. Invadían el espacio antes ocupado por la médula ósea desaparecida hacía tiempo y mantenían sus miembros firmes y fuertes cuando blandía un hacha o cavaba una zanja. Pero las cosas habían cambiado. A medida que la nieve comenzaba a caer, blanqueando los hombros de las prisioneras que iban en cabeza, Sofía desvió la mirada y se volvió hacia Ana. Le había llevado mucho tiempo acostumbrarse al aullido del viento siberiano, pero ya había aprendido a no prescindir de él, junto con los gruñidos de los perros guardianes y los sollozos de la joven a sus espaldas. —Ana —insistió, aferrando la cuerda que las mantenía unidas—, vuelve a hablarme de Vasili. Ana sonrió, no podía evitarlo. La mera mención de su nombre encendía una luz en su interior por más cansada, mojada o enferma que estuviera. Vasili Dyuzheyev había sido el amigo de infancia de Ana en Petrogrado, dos años mayor que ella, y acompañaba sus pensamientos cotidianos y sus sueños nocturnos. Era el hijo de Svetlana y Grigori Dyuzheyev, unos amigos aristocráticos del padre de Ana, y en ese preciso momento Sofía necesitaba saberlo todo acerca de él. Absolutamente todo. Y esa vez no solo por placer —si bien le desagradaba reconocer, incluso ante sí misma, cuánto placer le proporcionaba Ana al hablar de él—, porque entonces la situación se había vuelto seria. Página 12 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Sofía había tomado la decisión de sacar a Ana de ese agujero infernal antes de que fuera demasiado tarde; su única esperanza de alcanzar el éxito era mediante una ayuda, y Vasili era el único a quien podía recurrir, pero ¿la ayudaría? Y, además, ¿lograría encontrarlo? Una sonrisa silenciosa y pensativa recorría el rostro de Ana. Tenía la cabeza y la parte inferior de la cara envuelta en la bufanda, de modo que solo se le veían los ojos entornados frente al viento. Pero cuando empezó a hablar la sonrisa permaneció allí, en lo más profundo de ambos...

—El día era tan descolorido como el de hoy. Era invierno y el año 1917 acababa de comenzar; en todas partes el cielo blanco y el blanco suelo se confundían para convertirse en una única caracola, congelada en un mundo silencioso. No había viento; el único sonido, el de un cisne que golpeaba la superficie helada del lago con sus patas palmeadas grandes y planas. Vasili y yo habíamos salido a dar un paseo, solo nosotros dos, muy abrigados para defendernos del frío. Mientras recorríamos el césped corriendo para entrar en calor, nuestras botas forradas de piel producían un crujido agradable al pisar la nieve. »“Desde aquí veo la cúpula de la catedral de San Isaac, Vasili. ¡Parece una bola de nieve grande y resplandeciente!”, grité desde las ramas superiores del sicomoro. Siempre me había gustado trepar a los árboles y ese era especialmente tentador. Estaba junto al lago de la finca de su padre. »“Construiré un trineo para ti, digno de una reina de las nieves”, prometió. »Deberías haberlo visto, Sofía. Tenía los ojos brillantes, tan brillantes como los carámbanos que colgaban de las ramas del árbol; se quedó mirándome mientras yo me encaramaba a las grandes ramas desnudas que se extendían por encima del césped como un esqueleto. No dijo “Ten cuidado” o “Eso no es propio de una señorita” ni una sola vez, tal como hubiese hecho María, mi institutriz. »“Allí arriba estarás seca”, dijo, riendo, “y así al menos no andarás saltando por encima del trineo con tus grandes pies antes de que esté terminado.” »Le tiré una bola de nieve y luego disfruté observando cómo formaba patines con la nieve y empezaba a crear el cuerpo del trineo y sus lados largos y curvados. Al principio le canté “Gaida Troika”, balanceando los pies al ritmo de la canción, pero después ya no aguanté más y le hice la pregunta que me abrasaba la lengua. »“¿Me dirás lo que has estado haciendo, Vasili? Casi nunca estás aquí y he... oído cosas.” »“¿Qué clase de cosas?” Página 13 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

»“Los criados dicen que las calles se han vuelto peligrosas.” »“Siempre has de prestar oídos a las palabras de los criados, Annochka”, contestó, riendo. “Por lo visto lo saben todo.” »Pero yo no me conformé con su evasiva. »“Dímelo, Vasili.” »Él alzó la vista y de pronto su mirada se tornó grave, sus suaves cabellos castaños cayeron hacia atrás revelando los huesos de su frente y sus pómulos. Me pareció que estaba más delgado y se me encogió el estómago cuando comprendí el motivo: estaba regalando su comida. »“¿De verdad quieres saberlo?” »“Sí, ya tengo doce años, soy lo bastante mayor para saber qué está ocurriendo. Dímelo, Vasili.” »Él asintió con expresión pensativa y luego pasó a hablarme de las multitudes que el día anterior se habían reunido ruidosamente en la plaza del Palacio de Invierno y que alguien disparó un tiro. Que la caballería había cargado contra la multitud blandiendo sus sables para mantener el orden. »“Pero no tardará mucho, Ana. Es como los fuegos artificiales: la mecha está encendida y ahora solo se trata de saber cuándo estallarán.” »“Las explosiones causan daños.” »Temí por él y, desde lo alto, dejé caer una bola de nieve a sus pies. Observé cómo reventaba y desaparecía. »“Exacto. Por eso te lo cuento, Ana, para advertirte. Mis padres se niegan a escucharme, pero si no modifican su estilo de vida ahora mismo, será...” »“¿Será demasiado tarde, Vasili?” »“Será demasiado tarde.” »Aunque iba muy bien abrigada con mi sombrero y mi capa de piel de castor, un escalofrío me recorrió la espalda. Reconocí la pena en su rostro; me apresuré a bajar del árbol, descolgándome de una rama a la siguiente y cuando estaba a punto de brincar al suelo Vasili me tendió los brazos y me lancé. Me cogió e inspiré el aroma de sus cabellos, un aroma fresco y masculino, un terreno desconocido que me encantaba explorar. Le di un beso en la mejilla y él me estrechó entre sus brazos, luego me hizo girar en el aire y me dejó sobre el trineo de nieve, en el asiento que había tallado, e inclinó la cabeza. »“Vuestra carroza, princesa Ana.” »En aquel momento no estaba de humor, pero para complacerlo cogí unas riendas imaginarias y las agité, zas, zas, le chasqueé la lengua al imaginario caballo y entonces comencé a volar a lo largo de un sendero del bosque en mi trineo plateado mientras los Página 14 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

árboles se inclinaban por encima de mi cabeza, susurrando. De repente miré en derredor y me volví en mi gélido asiento. ¿Dónde estaba Vasili? Lo descubrí apoyado contra el oscuro tronco del sicomoro, fumando un cigarrillo con expresión apesadumbrada. »“¡Vasili!”, grité. »Cuando dejó caer el cigarrillo en la nieve, la brasa soltó un silbido. »“¿Qué pasa, princesa?” »Se acercó, pero sin sonreír. Mantenía la mirada de sus ojos grises clavada en la casa de su padre. Era de tres plantas, de elegantes ventanas y altas chimeneas. »“¿Sabes cuántas familias podrían vivir en una casa como la nuestra?”, preguntó. »“Una. La tuya.” »“No: doce familias. Quizá más, si los niños compartieran las habitaciones. Las cosas cambiarán, Ana. Rasputín, el viejo y malvado hechicero de la zarina, fue asesinado el mes pasado, y eso solo fue el comienzo. Debes estar preparada.” »Le di un golpecito en el rostro con la mano enguantada y le alcé la comisura de los labios. »“Me gustan los cambios.” »“Sí, lo sé, pero allí fuera hay personas, millones de personas, que exigirán cambios, y no porque les guste sino porque los necesitan.” »“¿Son las que están en huelga?” »“Sí. Son pobres de solemnidad, Ana, y les han robado sus derechos. Tú no comprendes cómo es su vida porque siempre has vivido en una jaula de oro. No sabes lo que es tener hambre y frío.” »Ya habíamos hablado de eso con anterioridad y ya sabía que era mejor no mencionar la propia jaula dorada de Vasili. »“Pueden quedarse con mi otro abrigo. Está en el coche.” »La sonrisa que me lanzó aceleró los latidos de mi corazón. Compensaba la pérdida de mi abrigo. »“Ven, vamos a buscarlo”, dije, riendo. »Vasili recorrió el césped a grandes zancadas y dejó un rastro de profundas huellas en la nieve. Lo seguí procurando estirar las piernas al máximo para no perder su paso y apoyé las suelas de mis botas de piel negra en cada una de sus huellas, y durante todo el tiempo continué oyendo el tintineo de los carámbanos en los árboles. Parecía una advertencia.

Sofía estaba sentada en el suelo sucio con las piernas cruzadas, inmóvil. La noche Página 15 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

era oscura, muy fría, y la temperatura seguía bajando, pero había aprendido a controlar sus músculos. Había aprendido a tener paciencia, de modo que cuando el curioso ratón gris asomó el hocico por entre las tablas podridas de la pared del barracón con ojos brillantes y agitando los bigotes, ella estaba preparada. Contenía la respiración; notó que el ratón percibía el peligro, pero la atracción de la migaja de pan depositada en el suelo era demasiado grande en el mundo carente de alimentos del campo de trabajos forzados, y la pequeña criatura cometió su último y fatal error: corrió hacia la migaja. Sofía estiró la mano, el ratón soltó un chillido y todo acabó. Añadió el minúsculo cuerpo a los otros tres que tenía en su regazo y partió la migaja de pan en dos, se introdujo un trozo en la boca y volvió a dejar el otro en el suelo. Entonces guardó silencio una vez más. —Lo haces muy bien —dijo Ana en voz baja. Sorprendida, Sofía alzó la vista; en la penumbra logró distinguir la inquieta cabeza de cabellos rubios apoyada en uno de los catres, y el delicado rostro. —¿No puedes dormir, Ana? —preguntó Sofía. —Me gusta observarte. No sé cómo consigues moverte con tanta rapidez. Además, así dejo de pensar en... —dijo, indicando el entorno con un breve ademán— todo esto. Sofía miró en derredor. Un brillante haz de luz de luna dividía la oscuridad en segmentos al penetrar por los estrechos resquicios entre las tablas de la pared. El largo barracón de madera estaba repleto de ciento cincuenta mujeres desnutridas tendidas en duros catres, todas soñando con comida. Sus toses y sus ronquidos hendían el aire gélido. Pero solo una estaba sentada en el suelo con un montoncito de preciosa comida en el regazo. Aunque solo tenía veintiséis años, Sofía había pasado los suficientes en un campo de trabajos forzados como para conocer los secretos de la supervivencia. —¿Tienes hambre? —le preguntó a Ana con una sonrisa torcida. —No mucha. —¿No te atrae la idea de un roedor asado? —Niet. Esta noche no. Cómetelos tú. Sofía se puso de pie y se inclinó por encima del catre de Ana, inspirando el olor rancio de los cinco cuerpos sucios y los cinco estómagos vacíos que yacían en los camastros vecinos. —No lo hagas, Ana. No abandones —dijo con brusquedad. Cogió el brazo de su amiga y lo presionó—. Bajo ese abrigo solo hay un montón de huesos de pajarito. Escúchame. Has llegado demasiado lejos para abandonar ahora. Debes comer lo que consigo para ti, aunque sea asqueroso, ¿me oyes? Si no comes, ¿cómo vas a trabajar mañana? Ana cerró los ojos y volvió la cabeza hacia la oscuridad. Página 16 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—No te atrevas a excluirme, Ana Fedorina. No lo hagas. Háblame. Pero no obtuvo más respuesta que la respiración agitada de su amiga. Fuera, el viento hacía traquetear los tablones de madera del techo y Sofía oyó el chirrido de algo metálico; uno de los perros guardianes junto al perímetro soltó un ladrido. —Ana —dijo Sofía en tono enfadado—, ¿qué diría Vasili? Sofía contuvo el aliento. Era la primera vez que pronunciaba dichas palabras o utilizaba el nombre de Vasili como un instrumento. Lentamente, la despeinada cabeza rubia de Ana se volvió y una sonrisa curvó sus labios pálidos. Un movimiento mínimo, apenas una mancha en la oscuridad, pero Sofía no dejó de notar la chispa de energía que titiló en los ojos azules. —Muy bien, ve a cocinar tus miserables ratones —murmuró Ana. —¿Prometes comerlos? —Sí. —Primero atraparé uno más. —Deberías estar durmiendo. —Ana aferró la mano de Sofía—. ¿Por qué haces todo esto por mí? —Porque tú me salvaste la vida. Más que ver el gesto de indiferencia de Ana, Sofía lo percibió. —Eso ya está olvidado —susurró Ana. —Yo no lo he olvidado. Cueste lo que cueste, Ana, no te dejaré morir. Acarició los dedos enguantados, luego se arrebujó en su propio abrigo y regresó a su lugar junto al agujero y la migaja de pan, apoyó la espalda contra la pared y aguardó hasta que el temblor de sus miembros desapareció y volvió a permanecer totalmente inmóvil. —Sofía —musitó Ana—, eres tan cabezota como el diablo. Sofía sonrió. —Él y yo nos conocemos muy bien.

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3 Sofía se apoyó contra la pared del barracón, procuró hacer caso omiso de las heladas corrientes de aire y recordó las palabras de Ana. «Eso ya está olvidado.» Dos años y ocho meses. Sofía se quitó el improvisado mitón de la mano derecha, confeccionado con hilos de manta y forro de colchón, y alzó los dos dedos cubiertos de cicatrices; logró distinguir la carne deformada, un recordatorio permanente, algo que no olvidaba ni un solo día de su vida.

Todo comenzó cuando dejaron de cortar las ramas de los árboles talados con las hachas y las obligaron a trabajar en el camino. La presión no tardó en aumentar; las brigadas de prisioneras no fueron informadas de dónde provenía la orden ni cuál era su objetivo, pero era dura e implacable y la actitud de los guardias lo denotaba: se volvieron más exigentes y no perdonaban ningún retraso. Las prisioneras empezaron a cometer errores. Sofía estaba tan exhausta que ya era incapaz de pensar con claridad y, a pesar de los guantes, tenía la piel de las manos desgarrada. Su mundo únicamente consistía en piedras, rocas y grava, y después más piedras, más rocas y más grava. Las apilaba mientras dormía, paleaba grava en sueños, golpeaba montones de granito con el pico hasta obtener una superficie lisa y plana, hasta que los músculos de su espalda olvidaron cómo era la ausencia de un dolor profundo y lacerante que minaba su fuerza de voluntad porque sabía que jamás desaparecería. Cavar zanjas era todavía peor: siempre encorvada y con los pies hundidos en el fango y el agua sucia. El único objetivo era comer, y dormir se había convertido en un lujo. —Eh, espantapájaros, ¿alguna de vosotras sabe cantar? La sorprendente petición procedía de uno de los guardias nuevos. Era alto y tan delgado como las propias prisioneras, solo tendría unos veintitantos años y su rostro denotaba inteligencia. Sofía se preguntó qué estaba haciendo allí; quizás había cometido un error en su carrera profesional y lo pagaba trabajando como guardia. Página 18 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Bueno, ¿quién de vosotras sabe cantar? Cantar consumía energía. Nadie cantaba y, además, se suponía que debían trabajar en silencio. —Venga, me gustaría oír una canción para alegrarme el día. Estoy harto del sonido de vuestros jodidos picos. Ana estaba en el camino elevado machacando piedras, pero Sofía notó que alzaba la cabeza y que la idea empezaba a cobrar forma. ¿Una canción? Sí, ¿por qué no? Ella no tenía mala voz. Una antigua balada de amor sería... Sofía lanzó una piedrecita que golpeó contra el tobillo de Ana; esta se encogió de dolor y dirigió la mirada hacia su amiga, de pie en una zanja llena de agua que le cubría las rodillas y extrayendo fango y piedras. Tenía el rostro mugriento, cubierto de mocos, picaduras de insectos y sudor. Las nubes oscurecían el cielo del día estival, pero hacía calor y todos estaban de mal humor debido a la necesidad de cubrirse cada centímetro de piel con harapos para evitar las picaduras de los mosquitos. Sofía negó con la cabeza y articuló las palabras «no lo hagas». —Yo sé cantar —dijo una voz. Se trataba de una mujer menuda y morena de unos treinta años. Las prisioneras alzaron la vista y la miraron con sorpresa: en general era muy callada y poco comunicativa. —Soy una... —La mujer se interrumpió—. Era cantante de ópera. He actuado en Moscú, en París, en Milán y en... —¡Excelente! Otlichno! Canta algo dulce para mí, pajarillo. El guardia se apoyó en su rifle y le lanzó una sonrisa expectante. La mujer no vaciló, dejó el martillo con ademán desdeñoso, se enderezó, inspiró profundamente un par de veces y empezó a cantar. El sonido se derramaba de su boca como un torrente, puro, conmovedor y de una asombrosa belleza. Todas las prisioneras alzaron la cabeza y las lágrimas reanimaron sus rostros exhaustos. —Un bel dì, vedremo levarsi un fil di fumo sull’estremo confin del mare. E poi... —Es Madama Butterfly —murmuró una mujer que arrastraba una carretilla cargada de rocas por el camino. Mientras la música flotaba en el aire como un hechizo dorado, un grito de advertencia lo hendió. Todos volvieron la cabeza y vieron lo que ocurría: cuando se detuvo para escuchar el canto, la mujer había dejado caer la carretilla al suelo y esta empezó a precipitarse desde lo alto del camino. Era el accidente que todas temían: morir aplastadas bajo un cargamento de rocas que caían desde el camino elevado. No tenían la menor posibilidad de escapar. —¡Sofía! —gritó Ana con voz aguda. Página 19 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

La mujer actuó con rapidez. Procuraba escapar con el agua hasta las rodillas, pero sus reflejos le permitieron esquivar las rocas, que levantaron una oleada de agua al caer en la zanja detrás de ella. A excepción de una de las rocas. Rebotó contra los escombros apilados a un lado del nuevo camino y aterrizó sobre la mano derecha de Sofía, aferrada a las piedras del terraplén. Sofía permaneció en silencio. —¡Volved al trabajo! —gritó el guardia, perturbado por el accidente que había causado. Ana se lanzó al agua junto a su amiga y le cogió la mano: las puntas de dos dedos estaban completamente aplastadas, y un chorro de sangre brotó y se derramó en el agua de la zanja. —Véndale la mano —gritó el guardia, y le arrojó un trapo que guardaba en el bolsillo. Ella lo cogió. Estaba sucio y Ana maldijo en voz alta. —En este agujero dejado de la mano de Dios no hay nada limpio. —No te preocupes —le aseguró Sofía mientras Ana envolvía los dedos heridos en el jirón de tela, uniéndolos para que un dedo hiciera de tablilla del otro y dejaran de sangrar. —Toma —dijo Ana—, coge mi guante. Un extraño sabor pastoso inundó la boca de Sofía y murmuró: —Gracias. Clavó la mirada en los ojos de Ana y aunque ella no desvió la suya, supo que su amiga veía las sombras que se movían en las profundidades, como el primer aleteo de la muerte. —Sofía —ordenó Ana, introduciendo la mano herida en su propio guante y después en el guante empapado de Sofía para protegerla de los golpes—, ni se te ocurra. Sofía retiró la mano y contempló el voluminoso objeto como si ya no le perteneciera. Ambas sabían que la infección era inevitable y que su cuerpo carecía de los nutrientes necesarios para defenderse de ella. —¡Vosotras dos, volved al trabajo! —gritó el guardia—. ¡Y en silencio! —¿Que no se me ocurra qué? —preguntó Sofía en voz baja. —Ni se te ocurra pensar que no te recuperarás; ahora sube al camino y arrastra piedras. Al menos están secas. Ana cogió la pala caída al agua y comenzó a trabajar. Sofía remontó la ladera hasta el camino y durante un segundo clavó la vista en la rubia cabeza de Ana, como si estuviese memorizando cada uno de sus cabellos. Página 20 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Un día, Ana, te compensaré por esto.

Después Sofía cayó enferma; ambas sabían que ocurriría, pero la rapidez con que avanzó la infección las consternó. —Cuéntame algo alegre, Ana —había dicho Sofía—. Hazme sonreír. Era más de medianoche y ambas estaban sentadas en el suelo del barracón con la espalda contra la pared, en su lugar habitual. Solo habían transcurrido cuatro días desde el accidente y Sofía percibió la inquietud de Ana como un objeto sólido apoyado en su regazo. Ninguna de las dos derrochó palabras, pero no se engañaban mutuamente. La mano herida había empeorado muchísimo, y la piel de Sofía se había vuelto seca y febril. Tenía las mejillas tan sonrosadas que Ana le dijo que casi parecía gozar de buena salud, lo cual provocó la risa de Sofía, pero sus escasas carnes se reducían cada vez más y estaba prácticamente en los huesos. Trabajaba con demasiada lentitud para recibir la comida necesaria y aunque Ana la alimentaba con su propio y escaso paiok, a veces Sofía no tardaba en vomitarlo a causa de la fiebre. Sofía apoyó la calenturienta cabeza contra el pecho de su amiga. —Cuéntame algo alegre, Ana —repitió. Entonces oyeron el sonido de unas uñas aplastando los cuerpos grises y gordos de los piojos, pero cuando Ana comenzó a tejer su tapiz de palabras todo lo demás, incluso el dolor, empezó a desvanecerse en medio de la oscuridad. Fue entonces cuando Ana le contó que Vasili le había enseñado a patinar en el lago helado. Al final, Sofía había apoyado la cabeza en el hombro de su amiga y soltó una risita. —Creo que empiezo a enamorarme de ti, Vasili —dijo en voz baja.

—Perderé la mano. —No. —La has visto, Ana. —Ve a la enfermería cuando regresemos de la Zona. Ambas se contemplaron. Sabían que era una estupidez. Los feldshers no se molestarían en ocuparse de una mano vendada. Por otra parte, en la enfermería las infecciones proliferaban hasta tal punto que si alguien estaba sano al entrar, era casi seguro que moriría cuando saliera. La tuberculosis era endémica en el campo de trabajos forzados, los pulmones ensangrentados y carcomidos difundían la enfermedad cada vez que un afectado tosía. Página 21 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Pensaba conseguir la sierra de Nina y pedirte que me cortaras la mano —dijo Sofía con voz serena. Ana la miró fijamente. El castigo por automutilarse era un balazo en la cabeza. —No —contestó con dureza—, debemos buscar una solución mejor.

Y Ana pensó en otra cosa, pero no era una solución mejor. En aquel momento rumores inquietantes circulaban por el barracón; susurraban en el aire como el viento en el bosque al tiempo que las andrajosas prisioneras se acurrucaban en sus catres y murmuraban que la culpa era de la mujer. «Esa mujer estúpida»: estaban hablando de la cantante de ópera. Le habían perforado el cerebro de un balazo. Uno no infringe las reglas, y aún menos a la vista de todos. El guardia aprendió la misma lección, pero la suya fue más dura: lo obligaron a enfrentarse a un pelotón de fusilamiento formado por sus propios colegas, para que todos aprendieran la lección. Al recordar que aquel día Ana había estado a punto de ponerse a cantar, Sofía se estremeció. —Esto te ayudará. Con la mano de su amiga apoyada en la suya, Ana había comenzado a desenrollar el mugriento y húmedo trapo que la envolvía. Sofía ni siquiera abrió los ojos. Estaba tumbada en las maderas del catre, su respiración era entrecortada y su piel se partía cada vez que la tocaban. Sentía que ya se había hundido más allá del alcance de cualquiera. Hacía días que no trabajaba, y en ese campo si alguien no trabajaba, no comía. —Sofía —dijo Ana bruscamente—, abre los ojos. Vamos, demuéstrame que estás viva. Sus rubias pestañas se agitaron, pero no logró abrir los ojos. —Otra vez —insistió Ana—. Por favor. Haciendo un esfuerzo inmenso, Sofía abrió los ojos. El aspecto de la mano era casi intolerable. Era un trozo de carne podrida, negro e hinchado, con grandes heridas entre los dedos que supuraban un pus maloliente. Cada vez que Ana la lavaba se despegaban trozos de carne. —Mi pobre Sofía —susurró Ana. Le quitó un mechón de pelo de la frente ardiente empapada en sudor—. Esto te ayudará —murmuró una vez más—, te curará. Aplicó una cataplasma de líquenes verdes y anaranjados en la mano, entre los dedos y alrededor de la esquelética muñeca. Mientras lo hacía —y aunque sus movimientos eran muy suaves— Sofía se estremeció y un hilillo de bilis se derramó de la comisura de sus labios. Ana deslizó unas hojas trituradas mezcladas con mantequilla Página 22 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

entre los labios partidos de Sofía. —Mastícalas —dijo—. Aliviará el dolor. No despegó la vista de su amiga mientras ella intentaba masticar. —Ana —dijo Sofía en un áspero murmullo. —Estoy aquí. —Dime dónde has conseguido esto. —No tiene importancia, limítate a tragarlo. Mañana habrá más, lo prometo. A las hojas le siguió un trocito de cerdo. La mirada nublada de los ojos azules de Sofía estaba clavada en la cara de Ana y su rostro expresaba confusión; entonces, cuando de pronto su mente abotargada comprendió lo que sucedía, dio paso a una expresión de desesperación y soltó un gemido profundo y estremecedor. Ana se encogió de dolor. En ese campo solo había una manera de conseguir la carne de cerdo de los guardias y las dos sabían cuál era. Sofía se sentía sucia, sentía la suciedad en el interior de su cuerpo y por debajo de la piel, como algo duro y áspero. Cogió la muñeca de Ana con la mano sana. —No lo hagas —siseó, y una lágrima se deslizó por su mejilla hasta la oreja—. Te ruego que no vuelvas a hacerlo. No me comeré eso. —Quiero una amiga con vida, Sofía. No una pudriéndose en la pestilente fosa del bosque donde arrojan los cadáveres. —No puedo soportarlo. —Si yo puedo, tú también —exclamó Ana, alzando la voz e invadida por una repentina cólera. Sofía observó fijamente a su amiga durante un buen rato. Después, lentamente, retiró los dedos de la muñeca de Ana y le acarició el brazo como una madre acariciaría a su hija. —Ahora come esto —dijo Ana. Sofía abrió la boca.

Desde aquel día habían pasado dos años y ocho meses; sin embargo, el recuerdo aún la desgarraba por dentro y le invadía el deseo de zarandear a Ana. Y de abrazarla, estrecharla con toda la fuerza de sus brazos. Desde su lugar en el suelo, aguardando la llegada del siguiente ratón demasiado aventurado, Sofía distinguía la rubia cabeza que se agitaba de un lado a otro sobre las maderas del catre y oía la tos pese al trapo que le cubría la boca. —Ana —murmuró en voz tan baja que nadie más la oyó—. No lo he olvidado. Apoyó la frente en las rodillas. «Cueste lo que cueste, Ana.» Vasili tenía que ser la Página 23 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

clave. Ana no tenía familia y estaba demasiado débil para emprender el viaje de mil millas a través de la taiga, incluso si lograba escapar de ese agujero infernal, así que solo había una solución. Sofía debía encontrar a Vasili y confiar en que le prestaría ayuda. «Confiar.» No: esa palabra no lo expresaba, era demasiado débil. «Creer.» Esa era la palabra correcta. Ella debía creer en primer lugar que lograría encontrarlo y en segundo lugar que él accedería a ayudar a Ana, aun cuando hacía dieciséis años que no la veía... y siendo brutalmente sincera consigo misma, ¿era probable que estuviera dispuesto a arriesgar su vida? Y en tercer lugar, que tuviera los medios para ayudarle. Alzó la cabeza y una mueca le crispó el rostro. Planteado de ese modo parecía absurdo. Era una idea demencial e imposible, pero era lo único a lo que podía aferrarse, así que asintió con la cabeza. —Vasili —susurró—, deposito mi confianza en ti. Los riesgos eran inmensos. Y también estaba ese pequeño problema, desde luego: ¿cómo se las arreglaría para escapar de la mirada alerta y malvada de los guardias? Cientos de prisioneras lo intentaban todos los años, pero muy pocas lograban alejarse más de un par de verstas. Los sabuesos, la falta de alimentos, los lobos, el frío invernal... Y en verano, el calor y los enjambres de mosquitos negros que las devoraban vivas... todo ello se confabulaba para derrotar hasta al más determinado de los espíritus. Sofía tiritó, pero no de frío. Una parte de su fatigado cerebro acababa de vislumbrar algo que casi había olvidado. Era algo vivo y brillante, y centelleaba justo al borde de su visión, titilando y seduciéndola. Era la libertad.

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4 Campo de trabajos forzados Davinski Marzo de 1933 El cielo era como un inmenso y vívido lago azul por encima de la cabeza de Ana. Sonrió al sol que se elevaba lentamente por encima de la línea de árboles, hacia la libertad ofrecida por el cielo abierto. Le envidiaba el vasto espacio. Ana estaba tendida de espaldas, pensando que el día era bueno. No pasaba frío gracias al abrigo de la gruesa bufanda de lana que Nina había ganado en una partida de póquer. Tenía las botas secas y no estaba caminando; viajaba en la parte abierta posterior de un camión y era como estar de vacaciones. Sí, no cabía duda de que era un buen día. —¡Ana! ¿Te encuentras bien? —preguntó Sofía. Su amiga esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza. Ambas se apiñaban junto a otras dieciocho prisioneras, todas sentadas en el fondo del camión y proporcionándose calor con sus cuerpos. Sentían tanto alivio por no verse obligadas a realizar la marcha de dos horas a pie por senderos cubiertos de nieve hasta la habitual zona de trabajo que una sensación de alegría invadía al pequeño grupo. Durante unos momentos esa sensación de alivio borró las arrugas de la frente de las mujeres y la tensión que les crispaba la boca. Por una vez el acto de pasar lista se había desarrollado con rapidez y eficacia, y después un camión había entrado en el recinto marcha atrás y bajó la plataforma. Escogieron un grupo de veinte prisioneras al azar y les ordenaron que montaran en el vehículo. Echando humo por el tubo de escape como un anciano malhumorado, el camión atravesó las dos puertas y avanzó en dirección al bosque. —¿Adónde nos dirigimos? —preguntó una menuda tártara con marcado acento. —¿Qué más da? Sea a donde sea, esto es mucho mejor que caminar —respondió una de ellas. La que habló fue una muchacha joven. En su primer día como maestra en Nóvgorod fue denunciada por un alumno por afirmar que, desde un punto de vista artístico, el símbolo del águila de dos cabezas de los Románov resultaba más atractivo que la dura Página 25 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

imagen de la hoz y el martillo. Cuando se convirtió en una reclusa del campo Davinski nunca dejó de manifestar el mismo temor. «Ejecutada de un balazo y arrojado a la fosa.» Ana sentía pena por ella. —Desde luego —dijo Sofía—. En alguna parte escasea la mano de obra, así que supongo que nos transportan en camión para que realicemos el mismo sucio trabajo de siempre. Pero a nadie parecía preocuparle lo que les esperaba; no tenía sentido, así que todas optaron por disfrutar del momento. Incluso soltaron sonoras carcajadas cuando Nina sugirió que las llevaban a un publichniy dom: un prostíbulo en uno de los campos de trabajos forzados de hombres. —Yo antes tenía unas tetas muy bonitas —dijo Tasha con una sonrisa pícara—. Eran grandes y carnosas como melones y podías apoyar una taza en ellas. Hubiese sido la estrella de cualquier prostíbulo —añadió, palmeando su torso plano—. Y ahora miradme: tan flaca como un palo. Ahora solo son como dos tortitas, pero todavía soy capaz de satisfacer a cualquier hombre. Hizo unos movimientos seductores y todas rieron. —¿Te encuentras bien, Ana? —volvió a preguntar Sofía. —Sí, muy bien. Estoy observando las aves, esa bandada de allí que revolotea por encima de los árboles. Mira cómo planean y dan vueltas. ¿No te gustaría ser un ave? Durante un momento Sofía apoyó la mano en la frente de Ana. —Intenta dormir —dijo con voz suave. —No —contestó Ana, sonriendo—. Me conformo con observar las aves. El camión avanzaba traqueteando a través del llano fangoso y por encima del hielo resbaladizo. Ana observaba la lejana bandada y le pareció que se movía de un modo extraño. —¿Son cuervos? —preguntó. —Es humo, Ana —le susurró Sofía al oído. —Sé que es humo —dijo Ana, sonriendo—. Te estaba tomando el pelo. —Ya. Sofía soltó una risa extraña.

El trabajo era bastante soportable. En primer lugar era bajo techo, en el interior de un cobertizo largo y bien iluminado, de modo que el viento del norte que las recibió en medio de un paisaje desolado y devastado no supuso un problema. Ana procuró no respirar demasiado profundamente, pero el aire polvoriento empeoró su tos y tuvo que cubrirse la boca con la bufanda. Página 26 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Es como si hubiésemos acudido a una fiesta en el infierno —masculló mientras bajaban del camión. —¡Silencio! —gritó el guardia. —Es una jodida mina de oro —comentó Tasha en voz baja, y se persignó con gesto furtivo. Feos y negros cráteres se extendían ante sus miradas, como si un monstruo extraterrestre hubiese pegado grandes dentelladas a la tierra y eliminado toda la vegetación. Se correspondía con la imagen que Ana tenía de la Luna, pero a diferencia de la Luna, allí había hormigas correteando por encima de los cráteres... excepto que no eran hormigas, eran hombres que trabajaban a treinta o cuarenta metros de profundidad con la ayuda de carretillas, picos y palas, extrayendo las rocas de un inmenso cráter mediante una complicada red de tablones que parecían una telaraña. El interminable y ensordecer repiqueteo de los martillazos y la velocidad con la que los hombres remontaban los tablones empujando sus cargadas carretillas con el fin de cumplir con la cuota de su brigada aturdieron a Ana. Comparado con eso, la construcción de caminos parecía un juego de niños. —Entrad ahí. Davay, davay! ¡Daos prisa! —gritó el guardia, indicando un cobertizo de madera. El trabajo era sencillo: consistía en clasificar las rocas. En un extremo del largo cobertizo había un gran tambor de metal desde el cual caían las rocas de las carretillas a través de un conducto, después iban a parar una cinta transportadora que traqueteaba de manera ruidosa hasta alcanzar el otro extremo del cobertizo. Las mujeres debían clasificar las rocas, ya fuera para reducirlas a martillazos o para ser aplastadas bajo un gigantesco martillo a vapor cuyo estrépito retumbaba en los oídos. El polvo del mineral que flotaba en el aire era tan denso que la hilera de ventanas situadas al otro lado resultaba casi invisible. A medida que trabajaba, Ana notó que el dolor en el pecho aumentaba y su cabeza palpitaba al mismo ritmo que los golpes del martillo a vapor. Alguien reía. Podía oírlos pero por algún motivo no podía verlos. Las rocas de la cinta transportadora empezaron a desaparecer tras unas sombras grises que parecían nubes de cenizas y Ana comenzó a preguntarse si el problema no residiría en sus ojos más que en el ambiente del cobertizo. Vaciló y luego alzó la mano con lentitud. Lo único que veía eran las cenizas. —¡Regresa al trabajo, bistro! —chilló un guardia. Los pulmones de Ana empezaban a fallar, lo notaba, y el oxígeno no le llegaba al cerebro. Trató de tomar una última bocanada de aire, pero ya era demasiado tarde y notó que caía al suelo. Página 27 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Necesita una inyección de clorato de calcio. Eso es lo que utilizarían para curarla. —Háblame, Ana. La enferma oía la voz de Sofía; descendía lentamente hasta ella; estaba tendida de espaldas, aunque durante un instante no tenía idea de dónde se encontraba. —Vamos, Ana, me estás asustando. Recurriendo a toda su voluntad, Ana trepó hacia arriba desde la oscuridad hacia la voz, pero no tardó ni un instante en lamentar haberlo hecho, porque el dolor punzante volvió a perforarle los pulmones. Las sacudidas que le agitaban el cuerpo le informaron de dónde se encontraba: otra vez en el camión. Quiso abrir los ojos, pero era como si los párpados fueran de plomo, así que desistió mientras oía que alguien hablaba en voz baja a su lado. —Está demasiado enferma para seguir trabajando. —Baja la voz, si los guardias te oyen se limitarán a arrojarla del camión y dejar que muera congelada. —Lo que necesita es un tratamiento adecuado. —Y comida adecuada. —¿No es eso lo que necesitamos todas? —dijo otra, soltando una áspera carcajada. Entonces volvió a oír la voz de Sofía y percibió su cálido aliento. —Despierta, Ana. Bistro, rápido, holgazana. Te advierto que no me engañas. Sé perfectamente que solo estás... fingiendo. Ana se obligó a abrir los ojos. El mundo se volvió nítido de repente y percibió el olor mohoso de la tierra húmeda que emergía del gélido bosque invernal. Estaba tendida de espaldas bajo el cielo estrellado y, más cerca, apareció el rostro de Sofía. —Vaya, por fin te has tomado la molestia de despertar. ¿Cómo te encuentras? —Estoy bien. —Lo sé. —La voz de Sofía era alegre y animada—. Pues entonces deja de fingir. Ana rio.

—Lo he decidido —anunció Sofía—. Me marcho. —¿Qué? —Que me marcho. —¿De dónde? —Del campo Davinski. Estoy harta, así que voy a escapar. —¡No! —gritó Ana. Echó un rápido vistazo en derredor y bajó la voz hasta convertirla en un murmullo—. Estás loca. Ni se te ocurra. Casi todas las que intentan Página 28 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

escapar acaban muertas. Te echarán los sabuesos, seguirán tus huellas y cuando te atrapen te encerrarán en la celda de aislamiento... y las dos sabemos que eso es peor que un ataúd. Allí dentro morirás lentamente. —No, no ocurrirá nada de eso, porque no dejaré que esos cabrones me atrapen. —Eso es lo que dicen todas. —Pero yo hablo en serio. —Ellas también, y están muertas. Pero si te empeñas en escapar, iré contigo. Ana no podía creer que le hubiese dicho esas palabras a Sofía. Debía de haber perdido el juicio. Su participación en el intento de fuga significaría una sentencia de muerte para ambas, pero el plan de Sofía la había sumido en una desesperación tan grande que le resultaba imposible pensar con claridad. —Iré contigo —insistió. Estaba apoyada contra el tronco de un árbol, simulando que no necesitaba hacerlo para mantenerse en pie. —Nada de eso —replicó Sofía en tono sosegado—. No lograrías recorrer ni diez millas con esos pulmones, por no hablar de mil. No pongas esa cara, sabes que es verdad. —Todos dicen que si tratas de escapar por la taiga, nunca debes hacerlo solo. Alguien debe acompañarte, alguien a quien puedas matar para alimentarte cuando lo único que te espera es la muerte por inanición. Así que llévame a mí. Como sé que estoy enferma no me importa. Puedes comerme a mí. Sofía la abofeteó y una marca roja apareció en la cara de Ana. —Nunca vuelvas a decirme eso. Entonces Ana le rodeó el cuello con los brazos y la estrechó.

Ana estaba aterrada. Aterrada ante la idea de perder a Sofía, aterrada de que muriera ahí fuera, de que la atraparan, la llevaran de vuelta al campo y la encerraran en la celda de aislamiento hasta que muriera o perdiera la razón. —Por favor, Sofía, no te vayas. No tiene sentido. ¿Para qué habrías de marcharte ahora? Ya has cumplido cinco años de la condena, en solo cinco más te pondrán en libertad. Solo cinco más... ¿A quién pretendía engañar? Lo había intentando con lágrimas y súplicas, pero nada de eso sirvió para cambiar la decisión de Sofía. Era imposible. Para Ana era como si le arrancaran el corazón. Por supuesto que no podía culpar a su amiga por intentar huir y recuperar la libertad, por optar por una vida que mereciera la pena. Nadie podía negarle eso. Todos los años Página 29 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

miles de prisioneros trataban de fugarse, muy pocos lo lograban... Sin embargo, le parecía que... No. Niet. Ana se negaba a pensar eso, se negaba a dejar que esa palabra penetrara en su cabeza, pero por la noche, cuando no lograba conciliar el sueño debido a la tos y al temor por Sofía, la palabra se deslizaba en su mente, oscura y silenciosa como una serpiente. «Deserción.» Era como una deserción, como si volvieran a abandonarla. Ninguna de las personas que había amado había permanecido a su lado.

Ana empezó a contar. Contaba los tablones de madera de la pared y los clavos de cada tablón y la clase de clavo que era, de cabeza plana o redondeada, procurando no pensar. —¡Deja de hacer eso! —le espetó Sofía. —¿De hacer qué? —De contar. —¿Qué te hace pensar que estoy contando? —El hecho de que estés sentada con la vista clavada en la pared; sé que estás contando. Deja de hacerlo. No me gusta. —No estoy contando. —Sí lo haces, y además mueves los labios. —Estoy rezando por ti. —No mientas. —Contaré si quiero. Igual que tú te irás si deseas hacerlo. Ambas se contemplaron fijamente, luego desviaron la mirada y callaron.

Lo planearon cuidadosamente. Sofía seguiría las vías del tren, viajaría de noche, y de día se ocultaría en el bosque. Así era más seguro y evitaría que por las noches se muriera de frío, porque estaría caminando. Estaban en marzo y la temperatura aumentaba todos los días; la nieve y el hielo se fundían, y el suelo del bosque se convertía en una blanda y húmeda alfombra de agujas de pino. Avanzaría con rapidez. —Debes dirigirte al río Ob —indicó Ana—, y una vez que alcances la orilla has de seguir su curso hacia el sur. Pero incluso a pie y en la oscuridad, sin documentos de identidad, el viaje será complicado. —Me las arreglaré. Ana no dijo nada más. Las posibilidades de que Sofía lograra siquiera llegar al río Ob eran prácticamente nulas. Sin embargo, ambas continuaron con los preparativos y se dedicaron a robar toda clase de objetos, no solo a los guardias sino también a las otras Página 30 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

prisioneras. Robaron cerillas, hilo y agujas para hacer anzuelos y también un par de polainas. Quisieron apoderarse de un cuchillo de la cocina, pero no lo lograron pese a sus diversos intentos, y el día anterior a la planeada huida todavía no lo habían conseguido. Ana hizo una última incursión. —Mira —dijo cuando entró en el barracón con la bufanda cubriéndole la barbilla. Se agachó junto a Sofía en su lugar habitual en el suelo de madera, de espaldas a la pared y cerca de la puerta, donde el aire era más limpio, con el fin de evitar los gases de queroseno que siempre provocaban los ataques de tos de Ana. Ella extrajo su último botín de debajo de la chaqueta: un afilado cuchillo despellejador, una pequeña lata de tushonka, guiso de carne, dos gruesas rebanadas de pan negro y un par de guantes de lona en bastante buen estado. Sofía se quedó boquiabierta. —No te preocupes —dijo Ana—. Los robé, no pagué nada por ellos. Ambas sabían a qué se refería. —No deberías haberlo hecho, Ana. Si un guardia te hubiese descubierto te habrían fusilado, y no quiero que mueras. —Yo tampoco quiero que mueras. Las dos hablaban en tono duro y distante; su amistad se había convertido en una relación fría y práctica. Sofía cogió los objetos de las manos gélidas de Ana y los guardó en el bolsillo secreto que habían cosido en el interior de su chaqueta acolchada. —Spasibo. Guardaron silencio durante un momento, porque no quedaba nada por decir que no hubiera sido dicho ya. Ana tosió, se cubrió la boca con la bufanda, apoyó la cabeza contra la pared y se centró en el punto en el que los hombros de ambas se rozaban. Ese era el único contacto tibio entre las dos amigas, y ella lo apreciaba. —Temo por ti, Sofía. —No lo hagas. —El temor es una mancha asquerosa..., está pudriendo el corazón de este país igual que pudre mis pulmones —dijo Ana, respirando entrecortadamente. Durante unos momentos ambas callaron, pero el silencio era doloroso, así que Ana preguntó: —¿Adónde irás? —Haré lo que tú dijiste y seguiré el curso del río Ob, después me dirigiré al oeste, a Sverdlovsk y los Urales. A Tivil. —¿Por qué a Tivil? —preguntó Ana, desconcertada. —Porque Vasili está allí. Los celos volvieron a aguijonearla; eran como una puñalada en el pecho. Página 31 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Te encuentras bien, Ana? Sofía la contemplaba con mirada inquieta y de pronto una roja bruma de ira se apoderó de Ana. Quería golpear sin mirar a quién, gritar y chillarle Niet! al rostro preocupado de su amiga. ¿Cómo osaba dirigirse a Tivil? Ana introdujo las manos entre ambas rodillas y las presionó. —¿Vasili? —Sí, quiero encontrarlo. —¿Quieres fugarte por él? —Sí. —Comprendo. —No, no lo comprendes. Pero Ana lo entendía perfectamente: Sofía quería quedarse con Vasili. Sofía la contempló fijamente y después suspiró. —Escúchame, tonta. Me dijiste que María, tu institutriz, te habló de las joyas de Svetlana Dyuzheyeva. Ana frunció el entrecejo. —Sí. La madre de Vasili poseía unas joyas muy bonitas. —Te dijo —prosiguió Sofía con lentitud, como si le hablara a una niña—, que Vasili y su padre habían enterrado una parte de las joyas en su jardín a principios de 1917, por temor a lo que pudiera suceder. —Sí. —Y que después, después de la guerra civil, Vasili regresó para recogerlas y las ocultó en una iglesia de Tivil. —Así que te marchas por las joyas. —No, no solo por eso. —¿También Vasili? —Sí, también Vasili. Ana se estremeció. No pudo evitar que un temblor gélido y agudo recorriera sus miembros y, una vez más, dijo: —Comprendo. Sofía le pegó un pequeño empujón con el hombro que cogió a Ana por sorpresa y le provocó otro ataque de tos. Se encogió y se presionó la bufanda contra la boca, luchando por tomar aliento. Cuando los espasmos dejaron de agitarla dirigió una mirada inexpresiva a su amiga. —Cuida mucho de él —susurró. Sofía inclinó la cabeza hacia un lado. Guardó silencio durante un buen rato, después Página 32 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

estiró la mano y retiró la bufanda de la boca de Ana. Las dos contemplaron las manchas de sangre en el paño. Entonces Sofía dijo: —Si me marcho solo es por un motivo —dijo en tono muy claro y pausado—. Mediante las joyas y con la ayuda de Vasili, regresaré aquí. —¿Por qué querrías regresar a este apestoso agujero, por el amor de Dios? —Para recogerte. Dos palabras, solo dos. Pero que cambiaron el mundo de Ana. —No sobrevivirás a otro invierno en este lugar —dijo Sofía en voz baja—. Sabes que tengo razón, pero estás demasiado débil para caminar cientos de millas a través de esta jodida taiga, y eso contando con que lográramos escapar. Morirás si no voy en busca de ayuda para ti. Ana no podía mirarla; apartó la cabeza y procuró reprimir las lágrimas. El temor la invadió y supo que permanecería allí como un peso muerto durante cada segundo que Sofía estuviera ausente. —Sofía —dijo en un tono de voz que apenas reconocía—, intenta evitar que te devore un lobo. Sofía rio. —Un lobo no tendría la menor posibilidad.

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5 Montes Urales Julio de 1933 El perro. El perro fue lo primero que oyó Sofía. El perro. Después los hombres. El sonido llegó a través del trémulo aliento del bosque al tiempo que las patas de los sabuesos chapoteaban en la hondonada y remontaban la otra ladera. Se acercaban, se acercaban demasiado soltando profundos aullidos, mostrando los dientes y dejando colgar la lengua, sedientos de sangre. Al oír sus aullidos la ira se adueñó de Sofía y se le erizó el vello de la nuca. Estiró la mano y sus dedos cubiertos de cicatrices manotearon el aire, como si durante un último segundo pudiera capturar su plácida tibieza y acunarla contra su pecho. Pero ¿cómo enfurecerse con un perro? El animal se limitaba a hacer aquello para lo cual lo habían criado, aquello que era lo que mejor sabía hacer: seguir el rastro de su presa. Y ella era su presa... Así que finalmente venían a por ella. Un escalofrío le recorrió la espalda. No tenía importancia: estaba preparada.

Sofía había estado observando el sol, que se deslizaba y se alejaba de ella a lo largo de la sinuosa hilera de los árboles, convirtiendo el verde en ámbar y después en un rojo intenso. Un komar aterrizó en su brazo desnudo; Sofía no se movió, se limitó a observar el diminuto cuerpo del insecto mientras este se convertía en un rubí a medida que se saciaba con su sangre. La imagen le evocó el modo en que el campo de trabajos forzados intentó sorberle el alma. Golpeó con fuerza y el mosquito se convirtió en una única mancha roja en su piel. Estaba de pie en el umbral de una cabaña; la descubrió en un pequeño claro oculto en la ladera septentrional del bosque, en las profundidades de los Urales. Más que un claro, era un trozo de terreno en el que un rayo había derribado un alto abedul que, al Página 34 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

caer, había arrastrado unos cuantos pinos jóvenes. La cabaña estaba diestramente construida para resistir los implacables inviernos de esos montes, pero ya estaba vieja y cubierta de musgo, inclinada hacia un lado como un anciano acalambrado. Era como si le dolieran los huesos, al igual que a ella. Había tardado cuatro duros e interminables meses en alcanzar ese punto. Se había arrastrado, reptado y abierto paso a través de media Rusia, siempre en dirección al suroeste y guiándose por las estrellas. Lo curioso era que había tardado mucho tiempo, demasiado, en acostumbrarse al aislamiento, y eso la desconcertó. Lo peor eran las noches, tan largas y solitarias... Tras cinco años de compartir un catre de madera con cinco personas parecía lógico que apreciara el alivio de vivir sin compañía, pero no fue así. Al principio la soledad le resultaba casi insoportable porque el espacio que la rodeaba era demasiado inmenso. Le costaba conciliar el sueño, pero poco a poco su cuerpo y su mente se adaptaron, y entonces avanzó con mayor rapidez.

La huida del campo Davinski resultó todavía más peligrosa de lo esperado. Era un día de marzo nublado y húmedo y una niebla persistente se arremolinaba entre los árboles; parecían los muertos flotando de un árbol a otro. La visibilidad era escasa: un día ideal para reunirse con los fantasmas.

Ella y Ana lo habían planeado cuidadosamente. Aguardaron hasta que la perekur, la pausa para fumar, le proporcionara cinco minutos. Solo cinco minutos. Sofía formaba parte de un corrillo de otras mujeres de su brigada y vio que Ana la observaba y tomaba nota de cada detalle en silencio. La idea de abandonar a Ana le parecía una traición; era absurdo... pero no le quedaba más remedio. Incluso a solas, sus posibilidades de sobrevivir eran... Entonces dejó de pensar en ello. Sobreviviría minuto a minuto. La adrenalina fluía por sus venas y tenía la boca seca. Se acercó a Ana y, en voz baja, dijo: —Te prometo que volveré a buscarte, espérame. Ella se limitó a asentir con la cabeza. Solo ese gesto y la mirada que ambas intercambiaron. Un momento congelado en el tiempo, sin principio ni fin. Un asentimiento. Una mirada. Entonces Ana se alejó del corrillo de mujeres y se dirigió apresuradamente hacia cuatro guardias reunidos alrededor de un brasero, fumando, pateando el suelo y riendo de sus propios chistes groseros. Uno de ellos aferraba la Página 35 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

cadena de un perro, un ovejero alemán tendido en la hierba helada, como una sombra negra de ojos entornados. Ana rodeó al perro con mucha cautela. Su propósito era causar una distracción, así que soltando un chillido alarmado montó un alboroto agitando los brazos para llamar la atención. —¡Mirad! —gritó. Las cabezas de los guardias se volvieron hacia ella—. ¡Mirad, allí! —volvió a gritar, indicando la línea de pinos que se elevaba detrás de los guardias. Habían talado un trozo del bosque para dejar lugar al nuevo camino que estaban construyendo, pero más allá se extendía un mundo denso y lúgubre en el que apenas penetraba la luz. Allí el poder se ejercía mediante garras y dientes en vez de armas. —¿Qué pasa? —exclamaron los guardias, poniéndose de pie y alzando los rifles. —¡Lobos! —gritó Ana. —¡Mierda! —exclamó uno de los guardias—. ¿Cuántos son? —Tres. He visto tres —contestó Ana, mintiendo—. Tal vez eran más. —¿Dónde? —No veo ninguno —dijo un segundo guardia, y avanzó un paso. —¡Allí hay uno! —chilló Ana—. Allí. ¿Ves esa figura pálida detrás de... —añadió, en un tono cada vez más alarmado— no, se ha movido, pero juro que lo he visto, lo juro. Sonó un disparo de rifle. Por si acaso. El perro y el otro guardia corrieron hacia los árboles, al tiempo que todas las prisioneras contemplaban la escena, presas de los nervios. Sofía aprovechó el momento: la atención de todos estaba centrada en el bosque al norte del camino, así que ella enfiló hacia el sur y se puso en movimiento. Los árboles se encontraban a una distancia de quince metros. Los latidos de su corazón se aceleraron. «No te apresures, camina despacio.» Maldijo el ruido del hielo que crujía bajo sus botas. Avanzó diez metros y se acercó a los troncos altos y delgados. —¡Allí! —Sofía volvió a oír el grito de Ana—. Date prisa, a tu derecha... ¡mira, uno de los lobos está allí! El pastor alemán aullaba y tironeaba de su cadena, pero al oír una única palabra de su adiestrador el animal se tendió en el suelo y dejó de aullar. Sofía contuvo el aliento. Solo seis metros la separaban de la acogedora oscuridad del bosque, solo seis. Se obligó a avanzar con paso firme y se resistió a la tentación de mirar por encima del hombro. Otro disparo resonó en medio del silencio y Sofía se agachó de manera instintiva, pero el disparo no estaba dirigido contra ella. Le siguió otra ráfaga de disparos que perforaron los matorrales al norte del camino, pero ningún aullido se elevó entre la Página 36 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

niebla. —Muy bien, davay, regresad al trabajo, escoria holgazana. Hubo un murmullo de voces y Sofía alargó sus zancadas. Tres pasos más y... —Detente ahora mismo. Sofía se detuvo. —¿Adónde diablos crees que vas? Sofía se volvió. No era uno de los guardias, gracias a Dios, era la jefa de una de las otras brigadas, una mujer de mirada dura y puños aún más duros. Sofía volvió a respirar. —Solo voy a la letrina, Olga. —Regresa al trabajo o llamaré a un guardia. —Déjame en paz, Olga, tengo un apretón... —No me jodas, ambas sabemos que la letrina más próxima se encuentra en dirección opuesta. —Está completamente desbordada, demasiado repugnante para usarla, así que yo... —¿Un guardia te ha dado permiso? Sofía suspiró. —¿Estás ciega, Olga? Claro que no, todos están ocupados en descubrir a los lobos. —Conoces las reglas. No puedes abandonar tu puesto de trabajo sin el permiso de un guardia —dijo la mujer, apretando los labios y la dentadura postiza. —¿Y a ti qué te importa? —Soy la jefa de la brigada —dijo—. Debo asegurarme de que se cumplan las reglas —añadió—, y por eso mis raciones de comida son mayores que las tuyas y dispongo de una cama mejor que la tuya. Así que... —Oye, Olga, estoy desesperada, por favor, solo por esta vez... —¡Guardia! —No, Olga... —¡Guardia! Esta prisionera intenta escapar.

La tierra todavía estaba endurecida, mezclada con los restos del hielo invernal. Cada vez que Sofía clavaba la pala en el suelo sus huesos soltaban un crujido y ella mascullaba maldiciones dirigidas al guardia, un hombre fornido que la observaba con un rifle colgado del brazo y una sonrisa en la cara. Le habían ordenado que excavara una nueva letrina como castigo y era como cavar en una plancha de hierro, así que le llevó el resto del día. «Podría haber sido mucho peor —se decía a sí misma—, podría haber sido mucho peor.» La castigaban por no Página 37 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

haber pedido permiso antes de alejarse del camino, porque, gracias a Dios, ninguno de los guardias dio crédito a lo que afirmó la jefa de la brigada: que Sofía había intentado escapar. ¿El castigo por un intento de fuga? Una bala en la cabeza. Sin embargo, Sofía maldijo su suerte por haberse topado con Olga. Había estado a punto de lograrlo, había disfrutado de un breve vistazo a la libertad que la aguardaba allí fuera, entre las sombras del bosque. La letrina, que debía medir tres metros de largo y un metro de profundidad, se encontraba a solo dos pasos del linde del bosque; allí los pinos no abundaban y casi no ofrecían privacidad. Al atardecer, cuando las brumas comenzaban a ocultar las ramas de los árboles, una muchacha de cabellos oscuros fue obligada a ayudarla a cavar como castigo por haber insultado a un guardia. Mientras trabajaban juntas en silencio y el único sonido era el chasquido metálico de las palas, Sofía intentó divisar a Ana en el camino, pero su brigada ya había avanzado, así que se quedó a solas con la muchacha y el guardia. Resultaba extraño, pero pese al fracaso del intento, pese a saber que había defraudado profundamente tanto a Ana como a sí misma, no se sentía decepcionada. Era como si tuviese la certeza —en ese único espacio mental lúcido— que su contacto con la libertad aún no había llegado a su fin... de modo que, cuando llegó el momento, estaba preparada y no vaciló. El cielo comenzaba a oscurecer y los susurros y crujidos en el suelo del bosque se volvían más sonoros cuando de pronto la muchacha se bajó las bragas, se situó a horcajadas por encima de la letrina y la bautizó. La sonrisa maliciosa del guardia se volvió más amplia y se acercó para observar el vapor que surgía del chorrito amarillo entre las piernas de la joven. Ese era el momento, Sofía lo supo con la misma claridad con que sabía su propio nombre. Se acercó por detrás del guardia en medio de la penumbra, alzó la pala y le golpeó la cabeza con la hoja de metal. Ya no había marcha atrás. Soltando un gruñido apagado el guardia cayó al suelo con la cabeza colgando por encima de la letrina. Sofía no aguardó para comprobar si estaba vivo o muerto: antes de que la muchacha se subiera las bragas y soltara un grito alarmado, Sofía desapareció.

La persiguieron con los perros, desde luego. Ya sabía que lo harían, así que no se alejó de los pantanos que en esa época del año estaban anegados y dificultaban que los sabuesos olfatearan su rastro. Corrió a través del páramo inundado dando grandes zancadas, levantando agua a cada paso y chapoteando; el corazón le latía Página 38 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

apresuradamente y el temor le erizaba la piel. Una y otra vez oyó que los perros se aproximaban y se arrojó de espaldas en las aguas estancadas, de forma que solo su boca y su nariz asomaran a la superficie. Permaneció tendida durante horas en el fango mientras los guardias trataban de encontrarla, diciéndose que era mejor ser devorada por los insectos que por los perros. Al principio pudo alimentarse de los restos de comida que guardaba en el bolsillo secreto que Ana había cosido en el interior de su chaqueta, pero estos no duraron mucho. Después sobrevivió comiendo gusanos y cortezas de árbol. En una ocasión la suerte la acompañó. Descubrió un alce moribundo: se había roto la mandíbula. Puso fin a la vida de la pobre criatura con el cuchillo y durante dos días permaneció junto al cadáver llenándose el estómago de carne, hasta que un lobo la obligó a alejarse. A medida que avanzaba por la taiga, caminando sobre las quebradizas agujas de pino en busca de las vías del ferrocarril que condujeran al sur, a veces su soledad era tan sobrecogedora que gritaba a voz en cuello, soltaba sonoros alaridos solo para oír una voz humana en medio del desierto páramo únicamente poblado de pinos. Allí casi no había seres vivos excepto algún alce o un lobo solitario, porque apenas había alimentos para ellos. Pero extrañamente, el único efecto de los gritos y los alaridos era una sensación aún peor, porque el silencio que recibía como respuesta se limitaba a agrandar un hueco en el mundo que ella era incapaz de rellenar. Finalmente encontró las vías del ferrocarril del que ella y Ana habían hablado, unos rieles plateados que se alejaban hacia el horizonte. Los siguió de día y de noche, incluso dormía junto a las vías porque temía perderse, hasta que por fin llegó a un río. ¿Era el Ob? ¿Cómo estar segura de ello? Sabía que el Ob fluía hacia el sur, hacia los Urales, pero ¿era ese? Una oleada de pánico la invadió; el hambre la había debilitado y no lograba pensar con claridad. Las aguas grises que se arremolinaban a sus pies resultaban horrorosamente tentadoras. Sofía perdió la noción del tiempo. ¿Cuánto hacía que vagaba por ese páramo dejado de la mano de Dios? Haciendo un esfuerzo de voluntad, se obligó a concentrarse y calculó que debían de haber transcurrido semanas, puesto que el sol estaba más alto en el cielo que el día en que abandonó el campo. Mientras extraía su preciosa aguja doblada y el hilo y lo lanzaba al agua, se percató de que los brotes de los abedules ya se habían convertido en hojas y que el sol le calentaba la espalda y la reanimaba. La primera vez que se topó con un lugar habitado casi lloró de placer. Era una granja situada en un terreno tan pobre que apenas garantizaba la subsistencia; permaneció acurrucada detrás del tronco de un abedul durante todo el día, observando el ir y venir de la pareja de campesinos que cultivaban las tierras. Una escuálida vaca blanca y negra estaba atada a un cerco próximo a un cobertizo y, no sin envidia, Página 39 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

observó que la mujer la ordeñaba. ¿Podría acercarse y suplicarle un cuenco de leche? Se puso de pie y avanzó un paso. Empezó a salivar y notó que el ansia de beber un poco de leche se adueñaba de ella, una sensación que no solo invadía su estómago sino incluso el tuétano de sus huesos y los escasos glóbulos rojos que aún fluían por sus venas. Todo su cuerpo se moría por saborear un trago del líquido blanco. Pero ¿merecía la pena arriesgarlo todo después de haber llegado tan lejos? Se obligó a sentarse de nuevo en el suelo. Debía aguardar hasta que oscureciera. No había luna ni estrellas, únicamente una noche fría y húmeda habitada por murciélagos, pero Sofía ya estaba acostumbrada a ello: avanzó en la oscuridad y se dirigió al granero donde habían encerrado a la vaca tras la puesta de sol. Entreabrió la puerta cubierta de líquenes y aguzó el oído. Lo único que se oía eran los suaves ronquidos de la res. Se deslizó al interior y se estremeció de placer cuando por fin se encontró en un lugar tibio y protegido tras tantas semanas enfrentándose a los elementos. Y, a pesar de que Sofía tenía los dedos helados, la vieja vaca se mostró amable y dejó que la ordeñara y bebiera unos sorbos de leche. Nada había sabido tan exquisito, nunca, y entonces Sofía cometió el primer error. La tibieza, el aroma del heno, los restos de leche en su paladar, el dulce olor del pelaje de la vaca... todo ello derritió el escudo de hielo tras el cual se había protegido. Sin pensárselo dos veces, amontonó el heno, se acurrucó en un hueco y se durmió en el acto. La noche envolvía el granero.

Despertó cuando algo puntiagudo se clavó en sus costillas. Sofía abrió los ojos: era un dedo de gruesos nudillos y muy firme, pegado a una mano de piel tensa bajo la cual se extendía una telaraña de venas azules. Sofía se puso de pie de un brinco. La campesina, iluminada por la pálida luz de la aurora, apenas era visible. La mujer no dijo nada, se limitó a entregarle un hatillo de tela; después se apresuró a conducir a la vaca fuera del granero, pero antes meneó la cabeza de cabellos grises en señal de advertencia. En el exterior del granero su marido silbaba y amontonaba leños en un carro. La puerta se cerró. —Spasibo —musitó Sofía. Le hubiera gustado llamar a la mujer y abrazarla, pero en lugar de eso comió los alimentos que contenía el hatillo sin despegar la vista de un agujero en la madera y, cuando el campesino terminó su labor con los troncos, Sofía volvió a desaparecer en el solitario bosque. Página 40 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Después las cosas se torcieron, salieron muy mal, y todo por su culpa. Casi se ahogó cuando fue lo bastante estúpida como para tomar un atajo nadando a través de un afluente del río donde la corriente era letal; en cinco oportunidades estuvo a punto de quedarse atrapada con la mano en un gallinero o robando ropa tendida. Vivió de su ingenio, pero a medida que empezaron a aparecer aldeas con frecuencia cada vez mayor, resultaba demasiado peligroso viajar de día sin disponer de documentos, así que se limitó a caminar de noche y avanzó más lentamente. Entonces aconteció el desastre. Durante toda una semana demencial avanzó en la dirección incorrecta bajo cielos sin estrellas, sin darse cuenta de que el río Ob había girado hacia el oeste. —Dura! ¡Serás tonta! Maldijo su estupidez e, iluminada por la luna, se dejó caer a orillas del río, con los pies cubiertos de llagas sumergidos en las aguas oscuras. Cerró los ojos y se esforzó por imaginar el lugar al que se dirigía. Se llamaba Tivil. Nunca había estado allí, pero no le costó invocar una imagen: solo era un punto pequeño y remoto en un país inmenso, una tranquila aldea situada en un valle de los antiquísimos montes Urales. «¡Oh, Ana! ¿Cómo diablos he de encontrarla?»

No obstante, por fin consiguió llegar. En el claro entre los plateados abedules, la cabaña cubierta de musgo y su techo torcido a sus espaldas, los últimos rayos del sol iluminando su rostro... Allí, en el corazón de los Urales. Pero justo cuando parecía que estaba a punto de alcanzar su meta, volvían a perseguirla. El sabueso estaba tan cerca que oía sus aullidos. Regresó a la cabaña, cogió su cuchillo y echó a correr. Unos instantes después dos hombres armados de rifles y un perro surgieron entre los árboles, pero para entonces ella ya había dejado atrás la cabaña y corría hacia la parte posterior del claro, encorvada y respirando entrecortadamente. Los troncos oscuros le franquearon el paso y se lanzó hacia la fresca protección que ofrecían. Entonces vio al niño... y en un hueco a menos de tres pasos de distancia del pequeño se agazapaba un lobo.

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6 Piotr Pashin notó que se le encogía el corazón. No movió ni un músculo, ni siquiera parpadeó, solo clavó la vista en el animal. La malvada mirada de sus ojos amarillos lo contemplaba fijamente y no se atrevió a respirar; era la primera vez que el niño se encontraba tan cerca de un lobo. Había visto muchos lobos muertos ante la izba de Borís en la aldea, donde colgaban sus pieles al sol para secarlas. A Piotr y a su amigo Yuri les gustaba deslizar las manos por la piel espesa y sedosa e incluso meter un dedo entre los afilados dientes cuando osaban hacerlo, pero esto era diferente. Los dientes del lobo asomaban entre sus labios negros y lo último que Piotr tenía ganas de hacer era meterle un dedo en la boca. Cuando Borís lo invitó a acompañarlo a ir de caza no dudó ni un instante. —Eres un alfeñique —había dicho Borís—, pero los perros se te dan muy bien. Eso significaba que quería que quien corriera fuese Piotr, pero el día no resultó bueno. Las presas escaseaban e Ígor, su otro compañero cazador, guardaba un silencio malhumorado, de modo que Borís echó mano de la botella que llevaba en el bolsillo y el día empeoró aún más. Al final Borís le pegó un golpe con la culata del rifle por no sujetar al perro con suficiente firmeza, y Piotr, enfurruñado, se adentró en el bosque. —¡Vuelve aquí, Piotr, maldita sea! —gritó Borís en medio de la penumbra del bosque—. ¡Si no vienes aquí ahora mismo te despellejaré vivo, enano cabroncete! Piotr no hizo caso. Sabía que lo que hacía estaba mal: infringía la primera regla del bosque, que consistía en que uno jamás debía perder contacto con sus compañeros. Los niños del raion recibían constantes advertencias de que nunca jamás vagaran solos por el bosque, un lugar donde serían inmediatamente devorados por trasgos o lobos, o incluso por un leñador de mirada feroz que devoraba niños para el desayuno. Les decían que el bosque poseía una gran boca que tragaba a la gente sin dejar ni rastro si le daban la menor oportunidad. Pero Piotr ya tenía once años y consideraba que era capaz de cuidar de sí mismo; además, estaba enfadado con Borís por lo del culatazo. Y también —aunque no estaba seguro del porqué— en esa parte del bosque el aire era distinto; era como si le lamiera las mejillas a medida que la luz del día se desvanecía y lo atrajera a ese silencioso Página 42 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

círculo de luz: el pequeño claro entre los árboles. Divisó la parte posterior de la cabaña cubierta de musgo de un brillante color verde y el conjunto de ramas caídas reposando en el suelo bajo el sol despertaron su curiosidad. Avanzó un paso más y de inmediato oyó un gruñido a sus pies que le erizó el vello de la nuca. Se volvió y entonces vio al lobo y le pareció que su corazón dejaba de latir. No osaba respirar. Muy lentamente, tan despacio que ni siquiera estaba seguro de haberse movido, acercó la mano al silbato que colgaba de un cordón verde en torno a su cuello. Entonces, de pronto, una borrosa cabellera rubia como la luna y unos miembros largos y dorados irrumpieron en la quietud: una mujer agitaba el aire que lo rodeaba, jadeando en voz alta, tan alta que quiso gritarle, advertirla, pero el nudo en la garganta se lo impidió. La mujer se detuvo con los ojos azules muy abiertos, pero en vez de gritar al ver al lobo se limitó a dirigirle una breve mirada y sonrió a Piotr. Fue una sonrisa lenta, leve al principio, pero que luego se ensanchó y dio paso a un gesto de complicidad. —Privet —dijo—. Hola. Se llevó un dedo a los labios y lo sostuvo allí para indicarle que permaneciera callado, sonriendo como si se tratara de una broma, pero cuando el muchacho la miró a los ojos notó que no estaba riendo. Algo en su mirada le resultaba familiar: una tensión, como si se sumiera profundamente en sí misma, como solían hacer los niños de la escuela cuando los mayores se metían con ellos. Estaba asustada. En ese momento Piotr se dio cuenta de quién era. Era una fugitiva, una enemiga del Estado que huía. Los habían advertido al respecto en las reuniones semanales en la sala. Una repentina confusión le oprimió el pecho, pues ninguna persona normal se comportaba de un modo tan extraño, ¿verdad? Así que tomó una decisión y se llevó el silbato a la boca. Después recordaría la sensación del frío y duro metal en los labios y el palpitar acelerado de su corazón mientras ambos permanecían allí en silencio, a la sombra del gran pino y ante la mirada malvada de esos ojos amarillos. La joven negó con la cabeza, un movimiento urgente y firme, al tiempo que sus ojos se volvían más oscuros y su pálido azul estival cambió, como si alguien hubiese derramado una gota de tinta en ellos. En el instante en que el silbato entró en contacto con los labios del chico, ella se estremeció e hizo un rápido movimiento con una mano. Al principio él creyó que pretendía quitarle el silbato, pero en lugar de eso se la llevó a los botones de la blusa y empezó a desprenderlos. Piotr observaba. A medida que cada botón desprendido revelaba más, notó que se ruborizaba y le ardían las mejillas. La piel de la mujer era como la leche, blanca y fresca bajo el triángulo dorado del Página 43 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

escote, bronceado por el sol. La blusa no tenía forma y carecía de cuello, las mangas eran cortas y cubiertas de bordados, y si bien en algún momento fueron de color, se habían vuelto grises como la ceniza. Cuando la fugitiva abrió la blusa, Piotr vislumbró el brillo de un cuchillo en la cintura y se sorprendió. Bajo la blusa ella solo llevaba una prenda muy ligera de un material desgastado que se pegaba a su delgado cuerpo. Al ver sus frágiles clavículas olvidó el silbato, pero lo que atraía su atención eran sus pechos, que destacaban bajo la tela con toda claridad. El cerebro le dijo que debía desviar la vista, pero sus ojos no le obedecieron. Entonces ella volvió a llevarse un dedo a los labios y le lanzó una sonrisa que, de un modo extraño e incomprensible, pareció apoderarse de algo que residía en el interior del muchacho. Dejaba un hueco en un lugar secreto antes solo tocado por su madre... y cuando Piotr solo era un niño pequeño. Un dolor agudo le atravesó el pecho, tan punzante que tuvo que presionarse con la mano para mitigarlo y, cuando volvió a dirigirle la mirada, la joven había desaparecido. Un leve movimiento entre las ramas y un centelleo en las hojas era lo único que quedaba de ella. Incluso el lobo había desaparecido. Piotr permaneció allí con el silbato en la mano durante lo que le pareció una eternidad, pero que no debió de ser más de un minuto, y poco a poco los sonidos comenzaron a regresar: los aullidos del perro, los cazadores que lo llamaban y lo maldecían. Una urraca soltó un graznido irritado. Piotr sabía que habría debido gritar y llamarlos, que alertarlos era su deber como ciudadano soviético. «Daos prisa. Hay una fugitiva corriendo hacia el río. Traed vuestro rifles.» Pero algo terco se endureció en su pecho joven al recordar el cabello color luna y no acertó a pronunciar las palabras.

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7 Sofía permaneció de pie, inmóvil, concentrada en los sonidos de la noche: el rumor de una pequeña criatura deslizándose por el tronco de un árbol y un ligero chapoteo en el agua, quizá causado por un sapo. Por encima de su cabeza el cielo era profundamente negro, el cielo nocturno de una tibia y húmeda noche de verano que le acariciaba la piel; no había ni rastro del lobo. El día anterior había visto al animal merodeando por los alrededores, tenía una pata infectada cubierta de moscas estivales, así que no significaba una amenaza para ella o para el niño: lo único que quería era un lugar donde esconderse y lamerse la herida. Tampoco había rastros de los hombres o del perro. ¿Estarían escuchando tratando de descubrir su paradero, al igual que ella aguzaba sus oídos, allí, entre el susurro de los pinos? «¿Acaso el silencio supone una trampa para mí?» Pero no, las tropas de la OGPU no tenían tanta paciencia; lo que más les gustaba era irrumpir en medio de la noche, arrastrar de la cama a la gente cuando estaba indefensa y más débil que nunca. No solían practicar ese acecho silencioso y desalmado. No. Fuesen quienes fueran los hombres de los rifles, no eran miembros de la policía secreta. Notó que su pulso se calmaba y empezó a respirar con mayor tranquilidad. Se deslizó hacia la cabaña sin hacer ruido, pisando las agujas de los pinos que a su paso desprendían su fragancia. Debían de haber sido cazadores, y su perro seguía el rastro de... ¿qué? Tal vez del lobo. Ya habrían regresado a su aldea, disfrutarían de un vaso de kvass con una mano bajo las faldas de una esposa dispuesta, mientras... Había alguien en el claro. Una tenue luz surgía del interior de la cabaña, formaba un triángulo amarillo en la oscuridad e iluminaba un caballo atado en el exterior. Sofía sintió el corazón en un puño. Retrocedió hasta los árboles, se ocultó tras uno de los negros troncos de los pinos y presionó el cuerpo contra la áspera corteza, de la que emanaba un intenso olor a resina. Ella también quería oler a resina y confundir su propia esencia con la de la corteza del árbol. La luz se apagó; un instante después la puerta de la cabaña se abrió y emergieron unas figuras. El caballo las saludó soltando un relincho y oyó los susurros Página 45 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

de dos voces masculinas. Después captó el excitado ladrido de un sabueso y el crujido del cuero de la silla cuando uno de los hombres montó a caballo. Oyó el chasquido de las riendas y el impaciente golpe de los cascos. —Gracias, amigo mío —dijo uno de los hombres con voz trémula de emoción—. Lo único que puedo decir es... spasibo. Gracias. Sofía oyó el entrechocar de dos palmas y luego el caballo trotó a través del claro en dirección al oeste. Tenía prisa. Aguzó el oído para descubrir dónde se encontraba el otro hombre y su perro, pero parecían haber desaparecido en medio de la oscuridad. Se dijo que fuera quien fuese carecía de importancia, se limitaba a ser una interrupción pasajera en sus propios planes; aún lograría llegar hasta la aldea de Tivil antes del amanecer. Se apartó del árbol y un temblor de anticipación le recorrió la piel. Con un sigilo y una seguridad producto de los muchos meses en los que había viajado de noche, se alejó en medio de las tinieblas.

Había escogido el momento ideal. Aún faltaban dos horas para la madrugada y los aldeanos todavía no habían abandonado la tibieza de sus lechos. La aldea de Tivil estaba a oscuras y en silencio. Parecía apagada y sin vida, pero al verla Sofía se animó: ese era el lugar que había buscado durante meses; se la había imaginado miles de veces, en ocasiones más grande, otras más pequeña, pero siempre con una única persona ocupando el núcleo. Vasili. Había llegado el momento de encontrarlo. Su pulso se aceleró al tiempo que, desde el linde del bosque, clavaba la vista en el valle y, una vez más, recordó la pregunta que la había acuciado cada vez que arriesgaba su vida introduciéndose a hurtadillas en un granero o robando huevos para sobrevivir: ¿era Tivil el lugar correcto?¿O acaso había recorrido todo ese camino en vano? La idea hizo que se estremeciera y procuró reprimirla, porque lo había apostado todo a la palabra de una mujer. Esa mujer era María, la institutriz de Ana cuando era niña. ¿Cuánto valor tenía su palabra? Cuando arrestaron a Ana, María le había susurrado al oído que Vasili había huido de Petrogrado tras la Revolución de 1917 y que volvió a aparecer en el otro extremo de Rusia, en Tivil, donde vivía bajo el nombre de Mijaíl Pashin. Sí, pero ¿qué valor tenían sus palabras? Sofía tenía que confiar en que él se encontraba allí, tenía que saber que estaba cerca. —Vasili —susurró en voz alta, para que el viento arrastrara su palabra hasta las Página 46 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

casas del valle—. Necesito tu ayuda.

Se deslizó ladera abajo en silencio. Los únicos movimientos en el camino de tierra de Tivil eran los de las breves sombras a medida que las nubes ocultaban momentáneamente la luna, una luna que en ese momento despertaba de su sueño. Ella había observado las izbas con suma atención: las toscas casas de una sola planta y con intrincados postigos pegadas al borde del camino, y preciosos terrenos cercados que se extendían por detrás en largos rectángulos. Las observó hasta que seguir fijando la vista le resultó doloroso, intentando vislumbrar formas oscuras en un oscuro paisaje. Pero nada interrumpía la quietud. Entonces cogió su cuchillo, lo extrajo de la vaina de cuero apoyada contra su cadera y, por fin, tras tantos meses de esfuerzos, puso pie en Tivil. Experimentó una repentina dicha y sintió un hormigueo en las puntas de los dedos cubiertos de cicatrices. La aldea estaba formada por unas cuantas casas a ambos lados de una única calle central, entremezcladas con un desordenado conjunto de graneros, establos y cercos remendados. Se encontraba en la cabecera del valle de Tiva, que, más allá, se ensanchaba formando un amplio llano protegido por escarpadas laderas boscosas sobrevoladas de día por los halcones. La iglesia se elevaba en el centro de la aldea, algo bastante extraño. En toda Rusia el Politburó había hecho dinamitar las iglesias de las aldeas, o en última instancia las utilizaban para almacenar cereales o estiércol: el peor de los insultos. La de Tivil había escapado a esa humillación, pero, a juzgar por los numerosos anuncios fijados en el exterior, la habían convertido en una sala de actos donde se celebraban las reuniones políticas obligatorias. El edificio de ladrillos se elevaba como una mole negra contra el cielo oscuro, una presencia casi tan contundente como el propio bosque que proporcionó esperanzas a Sofía. A lo mejor María había tenido razón. Sus palabras podían ser ciertas... todas ellas. Pero solo porque allí hubiese una iglesia no significaba que Vasili también se encontrara allí, se dijo a sí misma, o que estuviera lo bastante loco como para arriesgar su vida por las palabras de una desconocida. Al amparo de las sombras, se acercó al umbral de la iglesia. Chyort! La cerradura era un antiguo artilugio de hierro y su cuchillo no serviría para forzarla. Mascullando otra maldición rodeó el edificio sin dejar de mirar en torno con cautela. En la parte posterior, donde los prados se aproximaban al patio cubierto de malezas, descubrió una pequeña puerta de cerradura mucho más endeble e inmediatamente se dispuso a intentar abrirla con la punta del cuchillo. Página 47 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Sofía trabajó con rapidez, concentrándose y procurando no hacer ruido, pero dio un respingo cuando de pronto las sombras palidecieron. Alguien debía de haber encendido una luz en las proximidades. Se escurrió sigilosamente hasta la esquina del edificio, su cuerpo se confundió con la masa sólida de la iglesia y, conteniendo el aliento, atisbó hacia la calle. La solitaria luz brillaba como una advertencia; procedía de la ventana de una izba próxima y, mientras la observaba, un hombre pasó por el rectángulo de luz amarilla, una figura alta que se movía con rapidez y que luego desapareció. Un momento después el interior de la izba volvió a sumirse en la oscuridad y Sofía oyó el sonido de la puerta principal al cerrarse. ¿Qué hacía ese hombre a una hora tan temprana? ¿Por qué no dormía? Ella había contado con que la aldea no cobraría vida antes del amanecer. El vuelo de un murciélago la sobresaltó y el sudor le cubrió la frente. Las pisadas del hombre resonaban con nitidez en sus oídos, tan nítidas como los latidos de su propio corazón y, observando desde su escondite, lo vio pasar. Sus zancadas decididas y la rapidez de sus movimientos la inquietaron, pero de todas formas dio unos pasos para ver más. El hombre se alejaba calle abajo, iluminado por la luz de la luna, y Sofía vio que llevaba el cabello corto y una tosca camisa de obrero, lo cual le resultó curioso porque sus movimientos eran seguros y confiados, como los de un hombre acostumbrado a mandar. Sofía dejó de aferrar el cuchillo. ¿Podría ser Vasili? A punto estuvo de salir al descubierto y llamarlo por su nombre, excepto que no sería el que ella conocía, sino Mijaíl Pashin, el nombre que según Ana estaba usando. «Mijaíl Pashin», murmuró Sofía en voz tan baja que tan solo la luna podría haberla oído. Luchó por reprimir una oleada de excitación y una confusa esperanza. Era imposible que tuviera tanta suerte, ¿verdad? Echó a correr junto a la fachada principal de la iglesia y, cuando atisbó entre las sombras que envolvían la aldea, la suerte no la abandonó, la luna dejó de coquetear con las nubes y emergió, llena y blanca, bañando la calle con su luz argentina. Él estaba allí, a escasa distancia, la luz de la luna dibujaba su contorno, pero lo desproveía de color, de modo que podría haber sido un fantasma. Un fantasma del pasado. «¿Es eso lo que eres, Mijaíl Pashin?» Sofía vio que el hombre abandonaba la calle y enfilaba un abrupto sendero pegado a la ladera de la colina que conducía hasta el borroso contorno de un largo y oscuro edificio apenas visible. Estaba tentada de seguirlo, pero algo en ese hombre la convenció de que sería descubierta. Incluso en medio de la penumbra su actitud era vigilante, desprendía cautela como un reguero de chispas. Página 48 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Sofía se deslizó al suelo, aguardando, invisible e inmóvil bajo el alero negro de la iglesia, con la espalda firmemente presionada contra la pared. Diez minutos después su paciencia se vio recompensada cuando oyó los pasos de un caballo que descendía por el sendero, el golpe vivaz de sus cascos contra la tierra seca, y soltó un suspiro de alivio porque el jinete era el mismo hombre de antes. Era evidente que había subido hasta un establo y ensillado su caballo para emprender una temprana partida, y la luna volvió a pintar de plateado sus cortos cabellos y anchos hombros. Pero se sorprendió al ver que detrás de él un hombre de a pie trotaba sendero abajo, una figura pequeña y menuda de pasos muy ligeros. Ambos hablaban en voz baja, pero se trataban con brusquedad, y ello revelaba cierta hostilidad. Sofía no despegó la mirada del jinete. «Ana.» Sus labios no se movieron pero las palabras resonaron en su cabeza. «Creo que he encontrado a Mijaíl Pashin.» En ese preciso instante los dos hombres alcanzaron el punto donde el sendero lleno de baches desembocaba en la calle, y el jinete giró abruptamente a la izquierda sin pronunciar palabra. El segundo, el tipo más menudo, se dirigió a la derecha, pero antes —y con gesto cariñoso— deslizó la palma de la mano por el lomo del caballo a medida que este se alejaba. Después, alzando y bajando los hombros como si tratara de relajar una tensión dolorosa en el cuello, permaneció con la vista clavada en el jinete y su montura. Los únicos sonidos eran el tintineo de las riendas y el suave golpeteo de los cascos en la tierra. —Camarada presidente Fomenko —gritó el hombre menudo con voz aguda—, hoy no le exijas demasiado al caballo. Aún tiene la pata dolorida y necesita... Por toda respuesta, el jinete obligó al animal a trotar y después a lanzarse al galope. Entonces hombre y caballo se alejaron en dirección al otro extremo de la aldea hasta que su contorno se confundió con la noche y desaparecieron. —Camarada presidente Fomenko —gruñó el hombre menudo una vez más, y lanzó un salivazo al polvo. A solas en la calle, con pasos que ya no mostraban la ligereza anterior, avanzó calle arriba y se acercó al lugar donde Sofía se escondía. A esas alturas ella ya estaba temblando. Se deslizó hacia la parte posterior de la iglesia en medio de las tinieblas y apoyó la mejilla ardiente contra los frescos ladrillos. Después de todo, resultó que el jinete no era Vasili —y tampoco Mijaíl Pashin—, sino alguien llamado Fomenko. ¡Fomenko! ¡Maldito fuera! ¡Y maldita fuera su propia estupidez! Se había equivocado. Se rodeó el cuerpo con los brazos y la desilusión se transformó en un ataúd de plomo en su estómago. ¿En qué más se había equivocado? Página 49 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

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8 —La extraña está aquí. Lo percibo. Se encuentra muy cerca. Las palabras vibraron en la oscura habitación y agitaron el aire nocturno dentro de la pequeña izba situada en el extremo de Tivil, donde dos figuras de cabellos oscuros se inclinaban sobre una mesa envuelta en un incierto círculo luminoso. Un puñado de polvos aromáticos creaba una espiral de chispas en torno a la única vela que ardía entre ambos y aspiraron su delicada fragancia. —La he atraído —murmuró Rafik—, está tan cerca que puedo oír los latidos de su corazón en Tivil. Su mano se cernía sobre un paño negro sobre el cual reposaba una pesada esfera de cristal que resplandecía, centelleaba y parecía palpitar en la oscuridad a medida que la mano del gitano trazaba lentos círculos por encima ella y escuchaba su voz. —¿Qué oyes? —susurró la muchacha de tez morena. —Oigo que su corazón se desgarra. Oigo sangre que se derrama gota a gota, y sin embargo... Oigo su risa. —El sonido era tan dulce como el trino de las aves—. Y ahora, Zenia, dime qué ves tú. La muchacha agitó la copa de cobre apoyada en la mesa y las hojas húmedas y oscuras que contenía reflejaron la luz titilante. A Rafik le encantaba observar a su hija mientras ella realizaba su tarea, la pasión que despertaba en la muchacha y ardía en sus ojos negros cuando inclinaba la cabeza por encima de la copa. Si bien sus talentos de gitana diferían en gran medida de los de su padre, parecían proporcionarle más dicha que a él los suyos. Percibía el estallido de su excitación que hacía que la pequeña y monótona habitación cobrara vida, pero al mismo tiempo ella era tan frágil como una flor en primavera. Complacía su alma y Rafik volvió a dar las gracias al espíritu de su madre, fallecida hacía tiempo. Sus propios talentos más bien suponían un peso, como un alimento demasiado sustancioso para su estómago que le causaba una desagradable sensación de hartazgo casi doloroso. Y eso era lo que sentía en ese momento. —¿Qué es lo que ves, Zenia? —Veo peligro, una gris y oscura capa de peligro que ella arrastra tras de sí a Página 51 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

medida que se acerca a Tivil. El silencio, frío como la luz de la luna, inundó la habitación. —¿Hay algo más? —preguntó Rafik. La muchacha agitó su rizada y negra cabellera, removió la copa, rozó el borde con los labios y cerró los ojos. —Está envuelto en humo —musitó, pero sus párpados temblaron, inquietos—. Veo algo más tras el velo de humo, algo más brillante que el mismo sol —añadió. Frunció los labios rojos y carnosos y sacudió la cabeza para ver con mayor claridad—. Ella lo está buscando, pero alberga una sombra en su interior. Es la sombra de la muerte. —¿Ella comprende por qué se encuentra aquí? —Comprende tan poco... La mano de su hija comenzó a temblar y Rafik percibió las capas tenebrosas que descendían sobre su mente. Se apresuró a estirar la mano, le quitó la tibia copa y rozó la amplia frente de su hija con la punta del dedo. Los ojos de ella se iluminaron. —Ella debe escoger —dijo él—. Una bifurcación en el camino. Una conduce a la vida, la otra a la muerte. Apoyó la cabeza en las manos, recorrió la huella de dolor entre sus ojos con la punta de un dedo y, antes de hablar, reflexionó sobre sus palabras. —Todos nosotros debemos escoger.

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9 Sofía se encontraba delante de la kuznitsa, la herrería. La vieja y desgastada puerta estaba cerrada con llave y ella se apresuró a clavar la punta del cuchillo en la madera seca alrededor de la cerradura. En menos de dos minutos logró entrar. Hacía mucho tiempo que no se hallaba en el interior de una herrería, pero el olor a madera quemada que emanaba de las gruesas vigas la envolvió de inmediato y despertó recuerdos infantiles. Hurgó en el saco de cuero que colgaba de su cintura... ¿Qué diablos le ocurría? Aún estaba aturdida por los acontecimientos de esa noche, por su alocado afán de acercarse a cualquier hombre que pareciera tener aproximadamente la edad de Vasili. El hecho la había conmocionado, no podía volver a cometer el mismo error. «Debo ser prudente.» Se quitó un mechón de cabello rubio de la frente y por fin encontró su preciosa caja de cerillas, cogió una y la encendió. La repentina luz de la llama hizo retroceder la oscuridad y Sofía se encontró mejor. Se lamió los labios resecos y echó un vistazo en derredor. La herrería era estrecha; por encima de su cabeza vislumbró el techo: era de terrones de turba apoyados sobre tablones ennegrecidos. De una pared colgaban herramientas en ordenadas hileras: tenazas y martillos, fuelles y pinzas, además de toda suerte de cuchillos y formones. Ese herrero era un hombre cuidadoso; justo antes de que la llama le quemara los dedos Sofía estiró la mano en medio de la oscuridad y cogió el mango de un hacha pequeña: la cerradura de la iglesia no se resistiría a ella. Entonces abandonó la herrería, salió a la calle y regresó a la iglesia, pero al tiempo que se acercaba notó que estaba mareada. No había probado bocado en toda la jornada y el día anterior solo había comido un puñado de bayas. Era el momento de llenarse el estómago. El aire nocturno ascendiendo desde el río que serpenteaba a lo largo del valle arrastraba el aroma a humo y Sofía avanzó sigilosamente más allá de la iglesia y escogió la última izba situada en el límite de la aldea, donde comenzaban el bosque y las rocas. Si la descubrían le resultaría fácil escapar y ocultarse entre los árboles. Se agachó y se deslizó hasta el huerto situado en la parte posterior. Atisbó en medio de la negrura y observó las destartaladas paredes de madera Página 53 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

recompuestas en parte con leños toscos, una gran tina y la línea del tejado, huesuda como el lomo de una cabra: todo estaba en silencio. Rebuscó entre las hileras de vegetales, arrancó un par de coles y las introdujo en su bolso, luego escarbó con el hacha y cogió todo lo que pudo: una remolacha, una cebolla, un rábano. Dirigió la mirada hacia la casa con los nervios en tensión, pero el silencio seguía reinando en torno a la izba. Restregó el rábano contra la manga de la blusa y abrió la boca para pegarle un mordisco. Pero justo antes de poder hincar los dientes, un golpe en la nuca la derribó y perdió el conocimiento.

Sofía se estremeció. ¿Dónde diablos se encontraba? Durante un instante aterrador creyó que volvía a estar en el campo de trabajos forzados; tal vez un guardia cabrón le había asestado un culatazo en la cabeza solo para divertirse. Pero no, no estaba en el campo, oía los balidos de una cabrita y los golpes de sus patas en el suelo, y sabía muy bien que no había cabras en la Zona. Además, estaba tendida en una cama, no en un catre; sus manos rozaron suaves sábanas de algodón y sabía que el comandante del campo no se habría mostrado tan amable... así que no se encontraba en el campo Davinski. Pero entonces... ¿dónde estaba? Trató de abrir los párpados y se sorprendió por no haberlo intentado antes, pero los rayos de luz se clavaron en sus ojos como lanzas y oyó un grito de dolor. Inmediatamente, una cuchara le rozó los labios, una voz masculina murmuró palabras incomprensibles y un líquido dulzón y espeso se deslizó por su garganta. Casi instantáneamente sintió que se precipitaba hacia atrás, volando por encima de prados con la agilidad de una golondrina y posándose en el tibio y oscuro río Nevá cuando la marea estaba baja. Se quedó dormida.

Sofía luchó por emerger. El tiempo se le escapaba de las manos. Rostros aparecían y desaparecían. En cierto momento una voz femenina soltó una maldición. Sofía comenzó a hablarle del lobo y del niño, de los ojos amarillos en el bosque y del largo y peligroso viaje a través de la taiga septentrional hasta llegar a Tivil. Le dijo que le habían sangrado los pies hasta que robó un par de valenki y que en una ocasión, cuando se moría de hambre Página 54 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

en el bosque, oyó ráfagas de música. Una sinfonía de Rachmáninov, como luces en el mundo verde oscuro que la había devorado. Solo cuando acabó el relato se dio cuenta de que había olvidado abrir la boca para decir esas cosas, pero para entonces ya estaba demasiado cansada y volvió a dormirse.

Un ruido. Un sonido áspero que recorrió la caverna vacía en la que se había convertido su cerebro. Entonces recordó con rapidez. Se quedó quieta y entreabrió los ojos. El esfuerzo que supuso eso la dejó atónita, pero la estrecha franja de luz que titilaba entre sus pestañas hizo que volviera a percibir la realidad y esta no parecía aciaga. Sofía empezó a albergar esperanzas. Lo primero que vio fue una oscura y desordenada cabellera que enmarcaba un joven rostro femenino. Una frente amplia y labios rojos y carnosos. La joven estaba sentada en una silla de respaldo recto junto a la cama de Sofía, inclinada sobre algo que tenía apoyado en el regazo. De allí procedía el ruido. Sin mover la cabeza, Sofía intentó ver el entorno y alzó los párpados un poco más, pero el aspecto de la estancia aceleró su pulso aletargado. Era distinta a cualquier habitación que hubiese visto en su vida. El bajo cielorraso estaba enlucido y pintado de azul oscuro, salpicado de cientos de estrellas brillantes, y en cada esquina había una luna pálida y etérea. Planetas de extraños colores rodeados de anillos de hielo blanco parecían flotar entre ellas creando un remolino y Sofía fue consciente de que el remolino no existía únicamente en el interior de su cabeza. Y en el centro de ese peculiar techo aparecía un ojo pintado de al menos un metro de diámetro; tenía la forma de un diamante, la pupila era negra como la brea y la contemplaba fijamente. Le resultaba aterrador y desvió la vista, un movimiento muy leve, pero la cabeza de cabellos oscuros se alzó en el acto y unos grandes ojos negros la contemplaron con mirada suspicaz. —Estás despierta. No era una pregunta. Sofía intentó asentir, pero el dolor en la parte trasera del cráneo aumentó, así que se limitó a parpadear. Tenía la boca reseca y la lengua demasiado espesa para hablar. —Debes dormir. La joven que la vigilaba se puso de pie y Sofía vio lo que sostenía: un mortero en cuyo interior vislumbró semillas negras, pequeñas y brillantes, algunas ya molidas. —No —articuló Sofía. Los labios rojos y carnosos esbozaron una leve sonrisa, pero la mirada no era sonriente. Página 55 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Sí —replicó la joven morena. Sofía notó que sus sentidos se volvían más agudos. Se había equivocado al creer que esa persona era una mujer adulta. La habían engañado las abundantes curvas de sus pechos y sus caderas, y el hecho de llevar un vestido negro cubierto de delicados bordados de colores vivos; aves deslumbrantes y mariposas aparecían entre los pliegues de la falda. Sin embargo, apenas era más que una muchacha. Tendría dieciséis o diecisiete años, la piel tersa de una joven y una rizada cabellera que cobraba vida cada vez que movía la cabeza. La muchacha cruzó la habitación y empezó a verter el líquido de una botella de color marrón oscuro en una cuchara. El bebedizo olía a tierra húmeda y a bosque. Recelosa de lo que estaba ocurriendo, Sofía inspiró profundamente y se incorporó. De inmediato, la habitación y la muchacha giraron en medio de un estallido de colores vivos que le causó dentera. Se esforzó por recolocar todo en su lugar, pero no antes de inclinarse por encima del borde de la cama y vomitar, solo un hilillo de saliva, en la estera de arpillera que cubría el suelo. —¿Quién eres? —logró preguntar a la muchacha. —Soy Zenia Ilian —contestó ella en voz baja y cálida. —¿Por qué estoy aquí? La muchacha se acercó a la cama, estiró una mano, le tocó la nuca y comenzó a masajearla con lentitud. —Porque necesitabas ayuda. Ahora tiéndete. La muchacha le ayudó a apoyar los hombros en la almohada y con una mano le secó el sudor de la frente, al tiempo que con la otra sostenía una cuchara contra los labios de Sofía. —No —susurró ella. —Sí. Te ayudará. —No, no estoy enferma. —No sabes qué te ocurre —dijo la joven, y después, muy lentamente, como si se dirigiera a una niña muy estúpida, añadió—: Sanarás con mayor rapidez si duermes. Cuando estés curada te despertaremos. Sofía sintió que los párpados le pesaban, pero abrió los ojos al reparar en una hilera de velas que ardían en un estante y proyectaban sombras, y el olor del sebo flotando en el aire. Solo entonces advirtió que la habitación carecía de ventanas, como un sótano. O una prisión. Un dolor punzante le martilleaba la cabeza. —Duerme —murmuró la muchacha. —Duerme —repitió Sofía, y abrió la boca. Página 56 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

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10 —¡Corre, Piotr, corre! Piotr Pashin avanzaba por la polvorienta pista a toda velocidad, moviendo los brazos y las piernas con fuerza y lanzándose hacia la cabeza de la competición. Nueve niños más le pisaban los talones, jadeando y sudando. Al ver que nada se interponía entre él y la meta, Piotr sintió un estallido de dicha; la meta solo era una estaca oxidada clavada en la dura tierra, pero en ese instante y a la luz del sol, resplandecía como si fuera de oro. De repente percibió un aliento húmedo en el hombro desnudo y volvió la cabeza para echar un vistazo a su perseguidor. Un último esfuerzo y después una inclinación hacia delante, como si fuese un ave acuática arrancando algas, era lo único necesario para vencer a Yuri y ser el primero en cruzar la línea de meta. Pero en lugar de eso Piotr se refrenó, no tanto como para que resultara evidente, pero sí lo bastante para dejar que su contrincante se adelantara. Diez pasos más y Yuri atravesó la línea de meta. Piotr observó a los otros muchachos mientras estos se reunían en torno al vencedor, alborozados como cachorros en un intento de convertirse en su mejor amigo. —Lo has hecho muy bien, Piotr. —Quien se había acercado a él era Elizaveta Lishnikova, su maestra—. Molodyets! ¡Enhorabuena! Él alzó la vista rápidamente y vio que una sonrisa atravesaba su arrugado rostro. Piotr no provocaba esa sonrisa con excesiva frecuencia, así que se atrevió a confiar en que ese día se hubiera ganado una de las estrellas rojas. Elizaveta era muy alta, llevaba los gruesos cabellos grises en un moño y mantenía la espalda recta y tensa como uno de los nuevos postes de teléfono que empezaban a recorrer el paisaje. Su nariz larga y fina era capaz de olfatear una mentira a cien pasos de distancia. —Has corrido muy bien, Piotr —dijo. —Spasibo. Gracias. Un instante después un cuerpo se abalanzó sobre su espalda, unos brazos lo asfixiaron y cayó al suelo polvoriento en medio de un remolino de brazos y piernas. —Suéltame, Yuri, durachok. —Has estado genial, Piotr, fantástico. Pero sabía que podía ganarte, lo sabía. Página 58 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Yuri le pegó un puñetazo en el pecho que le hizo doler las costillas y alzó el brazo celebrando su victoria. —Cállate, Yuri —dijo, pero no pudo dejar de sonreír. Había algo en Yuri Gamerov que impulsaba a querer complacerlo. Era alto y fuerte, de abundantes cabellos rojos, y siempre se las arreglaba para ser el que mandaba, algo que Piotr envidiaba. Él era menudo y tímido, pero en compañía de Yuri se sentía más..., bueno, más vistoso y, por algún motivo que no acertaba a comprender del todo, ambos eran buenos amigos. —Si os comportáis de esa manera tan inadecuada, niños, iréis los dos a limpiar los cristales de las ventanas de la escuela. La voz de la maestra se había vuelto más dura, el tono al que Piotr estaba acostumbrado. Las pesadas tareas del curso escolar habían llegado a su fin ese verano y todos participaban en el Campamento Veraniego de Jóvenes Pioneros que tanto le gustaba a Piotr. Pero de todas formas este tenía lugar en el patio de la escuela todos los días y era Elizaveta Lishnikova quien lo organizaba, de modo que las normas de conducta seguían siendo estrictas pese a que en realidad ya no asistían a clase. —Salid de la pista. Estoy a punto de dar comienzo a la siguiente carrera. Los muchachos se alejaron. El sol había bronceado sus espaldas desnudas y se tumbaron en la hierba, que les cosquilleó las piernas. Anastasia se acercó a ellos de inmediato. —Ahí viene el ratón —dijo Yuri, soltando un gemido. Tenía razón, desde luego. Anastasia Tushikova se parecía a un ratón: una nariz y un mentón pequeños y puntiagudos, una trenza de pelo pardusco delgada como la cola de un ratón, y unos pantaloncitos cortos demasiado grandes que hacían que sus piernas parecieran palitos rosados. Pero a Piotr no le molestaba su presencia, aunque jamás lo reconocería ante Yuri. Anastasia se dejó caer en la hierba delante de ellos y estiró una mano. Estaba sucia; en la palma reposaba una galleta. —Es tu premio por haber ganado la carrera —dijo, dirigiéndose a Yuri—. La maestra me dijo que te lo entregara —añadió. Se volvió y le lanzó una sonrisa muy dulce a Piotr. Tenía once años, la misma edad que él, pero parecía menor, sobre todo cuando sonreía así—. Tú también te mereces una galleta. Casi ganaste. —«Casi» nunca es suficiente —dijo Yuri, y cogió la pechenka que Anastasia le tendía, la partió en tres trozos y los repartió. —No —dijo Piotr, apartando la galleta—. Tú has ganado y tú debes comerla. —Insisto —replicó Yuri—. La compartiremos a partes iguales, es lo que considero Página 59 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

justo. Eso era lo malo de Yuri: creía que debía aplicar el comunismo a todos los aspectos de su vida... y también de las vidas de todos los demás, incluso cuando se trataba de galletas. No era el caso de Anastasia. —¡Qué rico! —maulló—. Miod. Sabe a miel. Su parte de la galleta desapareció en su boca antes de que Piotr pudiera parpadear y la rapidez con que devoró el trozo lo abochornó; volvió a tenderse en la polvorienta hierba y notó su presión en la delicada piel de la espalda. Adoraba el cielo, el altísimo arco azul que se elevaba por encima de Tivil, con el sol como una esfera de oro que flotaba aguardando que la atraparan. Alzó los brazos para comprobar si podía tocarla, pero solo alcanzó un insecto que pasaba volando. Lo aplastó entre los dedos y se los limpió en el pantaloncito corto. Yuri se había incorporado y observaba la siguiente carrera, pero Anastasia se lamía los dedos con la minuciosidad de un gato limpiándose el pelaje. Piotr entornó los ojos y dirigió la mirada hacia la espesura verde del bosque que se extendía por las abruptas laderas del valle y cubría las montañas que se elevaban más allá. La mujer de los cabellos color luz de luna estaba allí arriba, en alguna parte. Viviendo en el bosque. A lo mejor al día siguiente regresaría a hurtadillas a la vieja cabaña para ver si... —Piotr —dijo Anastasia. —¿Sí? —Mira. Su mano pequeña y huesuda señalaba más allá del grueso tronco del cedro que indicaba el límite de la aldea, hacia un punto lejano donde un remolino de polvo recorría el camino sin pavimentar acercándose a ellos a través de los llanos campos de coles situados a ambos lados. Nunca había mucho tráfico en el camino, en general se limitaba a unos cuantos carros al día y, muy de vez en cuando, a un coche o un camión. Uno de los niños de los Octubristas, un grupo formado por los más pequeños, también había descubierto la nube polvorienta y soltaba excitadas risitas tocándose la insignia fijada a su camisa; era una estrella roja y en el centro aparecía una imagen de Lenin: un bebé de cabellos rizados, el orgullo de todos los jóvenes Octubristas que la lucían. Piotr y Yuri ya eran demasiado mayores para eso, en su lugar llevaban la corbata escarlata triangular y el distintivo que indicaba que eran miembros de los Jóvenes Pioneros. Piotr olvidó a la mujer del bosque y la misma excitación del niño pequeño se apoderó de él cuando vio quién conducía el carro que avanzaba valle arriba. Era Alekséi Fomenko. Página 60 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

El carro se detuvo ante el patio de la escuela. El caballo picazo que tiraba de él apoyó el borde del casco de la pata trasera en la tierra para descansar y soltó un sonoro relincho. Yuri se puso de pie de un brinco y arrastró a Anastasia consigo. —Es el camarada Fomenko. Vamos a saludarlo. —No. Piotr también se puso de pie. —¿Por qué no? —preguntó—. ¿Qué pasa? —La semana pasada se llevó a Masha —contestó Anastasia con rostro inexpresivo, pero las pecas que sembraban su tez pálida destacaron como puntos de alarma—. Condujo ese carro hasta nuestro patio trasero y se la llevó. —No, Anastasia. Piotr no sabía qué decir. Masha era la última guarra de la familia Tushkov, lo último que les quedaba. Sin ella... —Toma —dijo, y le dio su trozo de galleta. Anastasia se lo metió en la boca. —La cerda era muy bonita —dijo Piotr, y advirtió que una chispa de placer iluminaba los pálidos ojos de la niña, pero su puntiagudo mentón tembló. Apoyó las manos en la coronilla, de forma que los codos ocultaron su rostro, y se volvió. Piotr notó un dolor en el pecho, pero no se debía a la carrera. Cogió a Anastasia de la muñeca y la presionó, porque fue lo único que se le ocurrió. Descubrir que era delgada como una spichka, una cerilla, lo impresionó: solo piel pálida, translúcida y tensa por encima de unos huesos de ratón. Echó un vistazo al resto de sus compañeros de clase ataviados con pantalón corto, las niñas vestidas de blanco, los muchachos con el torso desnudo. ¿Cuándo se habían convertido en espantapájaros? ¿Por qué no lo había notado? —Es la tarea del camarada Fomenko —susurró. —¿Llevarse a nuestra única guarra? —Pues claro —dijo Yuri con mucha determinación—. Somos un koljós, una granja colectiva. Y él debe realizar bien su trabajo. —Entonces su trabajo no es correcto. Yuri negó enfáticamente con la cabeza. —No digas eso, Anastasia. Podrías ir a prisión por ello. —A lo mejor fue un error —sugirió Piotr. —¿Crees que podría haber sido un error? Una chispa de esperanza asomó a los ojos de Anastasia y Piotr se enfadó consigo mismo por haberla causado, pero en ese momento no soportaba la idea de decepcionarla. Se enderezó, se pasó una mano húmeda por los despeinados cabellos y Página 61 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

tragó saliva. —Iré a preguntárselo.

Alekséi Fomenko era el director del koljós de Tivil, la granja colectiva del valle llamada Krasnaya Strela: Flecha Roja. Aunque solo tenía treinta años lo controlaba todo: era él quien decidía los turnos de trabajo, adjudicaba los días laborables, se aseguraba de que la mano de obra ocupara sus puestos todos los días... y que las cuotas cumplidas fueran enviadas a tiempo al centro del raion. Había llegado desde la oficina central de la oblast hacía cuatro años y puso orden en un poco organizado sistema de agricultura tan retrasado en el pago de impuestos y cuotas que todos los habitantes de la aldea corrían peligro de ser considerados un hato de saboteadores y enviados a la cárcel. Fomenko había impuesto orden. Piotr lo veneraba. Fomenko estaba hablando con la maestra ante la escuela, un cuidado edificio pintado de blanco, de techo nuevo de tejas. Piotr pasó junto al carro, pero este era demasiado alto para echar un vistazo al interior, así que se dirigió a la parte posterior, donde una joven yegua de pelaje color hígado estaba atada al gozne de la plataforma. La yegua estaba inquieta, deseosa de recuperar la libertad. Piotr procuró calmarla, pero el animal no estaba de humor y trató de lanzarle una dentellada con sus grandes dientes amarillos, aunque la brida se lo impidió. —Camarada director. Era la primera vez que Piotr le dirigía la palabra a Alekséi Fomenko, si bien lo había visto a menudo y oído hablar de él en las reuniones políticas obligatorias celebradas en la sala de actos. Notó que se ruborizaba y dirigió la mirada a las botas de Alekséi Fomenko: eran unas botas excelentes, resistentes, producidas en una fábrica, no como las que llevaba su padre, cosidas a mano por un viejo zapatero medio ciego de Dagorsk. —Ahora no, Piotr —dijo su maestra en tono firme. —No, Elizaveta —intervino Fomenko—, escuchemos a nuestro joven camarada. Parece que tiene algo que decir. Elizaveta Lishnikova se llevó la mano al apretado moño de cabello gris en un gesto de incomodidad, pero no dijo nada más. Piotr alzó la mirada hacia Alekséi Fomenko, agradecido por la calidez de sus palabras. Unos ojos grises y profundos lo observaban con mirada atenta; el rostro era firme, al igual que sus botas, las cejas rectas y espesas. Y pese a llevar una camisa holgada de trabajo parecía delgado... y autoritario, exactamente como Piotr ansiaba ser. Página 62 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Bien, ¿de qué se trata, joven camarada? ¡Habla! —Camarada director, yo... eh... —Tenía las palmas de las manos calientes y húmedas y se las restregó contra sus pantaloncitos cortos—. Quería decirte dos cosas. —¿Y qué son? —La semana pasada te llevaste una guarra de la familia Tushkov, camarada director. Fomenko entornó los ojos. —Continúa. —Solo que... verás, creí que tal vez se trataba de un error... y si te explicaba la situación, entonces... —No fue un error. —Pero ellos no pueden sobrevivir sin Masha. De verdad. —Sus palabras brotaron como un torrente—. Tienen ocho hijos, camarada director. Necesitan ese animal para vender sus crías. De lo contrario, ¿qué comerán? Y Anastasia está muy... —entonces notó que los ojos de Fomenko se hundían en sus cuencas, pero ignoraba lo que eso significaba— muy delgada —añadió con voz débil. —Escúchame bien. —El director apoyó una mano en el hombro desnudo de Piotr; notaba la fuerza de esa mano y la mirada de los ojos grises—. ¿Quién crees que alimenta a los obreros de nuestras fábricas? ¿A todas las personas de los pueblos y las ciudades que confeccionan nuestras ropas, montan nuestras máquinas y elaboran nuestros suministros médicos, a todos los hombres y las mujeres de los astilleros y de las minas? ¿Quién los alimenta? —Nosotros, camarada director. —Así es. Cada koljós, cada granja colectiva y cada distrito deben cumplir con su cuota. Abastecen al raion, el distrito, y cada distrito abastece a la oblast, la provincia. De esta forma es como el gran proletariado de este vasto país se alimenta y se viste. Así que, ¿quién es más importante, joven camarada? ¿El individuo o el Estado soviético? —El Estado soviético —contestó Piotr en tono apasionado. Fomenko esbozó una sonrisa de aprobación. —Bien dicho. Entonces ¿quién es más importante, la familia Tushkov o el Estado? Ese repentino giro pilló desprevenido a Piotr, que sintió un ardor en el estómago. ¿Cómo había llegado a enfrentarse a esa elección? Bajó la vista, removió los pies en la hierba seca y volvió a clavar la mirada en las fuertes botas. Su dueño estaba esperando una respuesta. —El Estado —musitó. —Por eso me llevé la cerda —dijo Fomenko con suavidad—. ¿Comprendes? Página 63 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Sí, camarada director. —¿Estás de acuerdo, consideras que hice lo correcto? —Sí, camarada director. —Bien —dijo, y retiró la mano del hombro de Piotr—. ¿Y qué era la segunda cosa de la cual querías hablarme? Piotr se detestaba a sí mismo, ya no tenía ganas de hablar de la segunda cosa. —¿Y bien? —insistió Fomenko. —Es la yegua —murmuró Piotr—. La cuerda es demasiado corta y la brida está demasiado ajustada. —Tienes buena vista, joven camarada. La yegua ha perdido una herradura. — Introdujo la mano en el bolsillo, extrajo una moneda de cincuenta kopeks y la lanzó al aire. La moneda brilló al sol—. Cógela. Veo que eres un chico listo y que entiendes de caballos. Lleva la yegua al herrero. Piotr atrapó la moneda y dirigió la mirada a Elizaveta Lishnikova. Ella asintió con la cabeza. —Llévate a Anastasia contigo —dijo en un tono sorprendentemente suave que, en general, reservaba para los niños pequeños. Saber que ella había oído toda la conversación aumentó su bochorno. Se alejó de los adultos, desenganchó a la yegua y, al tiempo que recorría la polvorienta calle junto a Anastasia, le dio la moneda de cincuenta kopeks. —Puedes quedártela —dijo. —Gracias, Piotr. Eres el mejor amigo del mundo.

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11 Sofía abrió los ojos: la oscuridad era absoluta. Su cerebro se negó a funcionar y casi volvió a deslizarse bajo las suaves mantas del sueño, pero logró impedirlo justo a tiempo. ¿Dónde estaban las velas? ¿Y la muchacha? Se incorporó: un error. La habitación se astilló y vio luces de colores; aguardó hasta que las astillas volvieran a unirse y, tanteando, descubrió que estaba tendida en una cama, completamente vestida. Todo bien, de momento. Inspiró y espiró. ¿Qué más? Estaba asustada. Era como si tuviese una angustiosa bola de alambre de espino en el pecho, pero eso no era nada nuevo. ¿Qué más? Le dolía la cabeza. ¿Qué más? La oscuridad. Estaba cambiando, se desvanecía a medida que su vista se acostumbraba a ella, y adoptaba diversos tonos de negro y de gris. Apoyó los pies en el suelo y solo entonces notó que no llevaba zapatos; luego se levantó: estaba mareada, pero menos de lo que había creído. Volvió a tomar aire y se dirigió hacia el gris. Era una puerta cerrada mediante un pestillo de madera colgado de un cordón. Sus manos recorrieron fuertes tablones de madera llenos de nudos y marcas dejadas por una sierra. En torno al marco vislumbró un poco de luz diurna. Sofía apoyó la oreja contra la hoja y aguzó el oído; no oyó nada, solo más silencio y los latidos acelerados de su corazón. Levantó el pestillo. La puerta daba a una sala de estar de vigas bajas y paredes de tablas sin pintar. En un rincón había un arcón tallado y en el centro una mesa rústica y dos sillas de respaldo alto. En un extremo había una pechka, una gran estufa y, aún más curioso, un gran sillón de color granate frente a esta. El suelo irregular estaba cubierto con una estera tejida y un intenso aroma a hierbas flotaba en el ambiente, lo cual no resultaba sorprendente debido a los manojos de toda clase de hierbas secas colgados de las paredes y formando un friso fragante. Pero lo más importante era que la habitación estaba desierta. Sin muchacha y sin Página 65 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

cuchara de color marrón. A la izquierda había una ventana por la que se veía la polvorienta calle y, junto a la ventana, otra puerta. Echó a correr hacia ella y soltó un suspiro de alivio cuando alzó el pestillo metálico y cruzó el umbral. —Necesitarás zapatos. Sofía se quedó inmóvil. La voz, masculina, procedía de detrás de ella. Vagamente, como el apagado eco de un sueño, recordó haber oído esa voz con anterioridad, murmurando palabras extrañas e incomprensibles mientras ella estaba inconsciente. Al principio, deslumbrada por el brillo de luz diurna exterior, no notó nada diferente dentro de la habitación, pero entonces un movimiento llamó su atención y se fijó en el sillón escarlata. Vio un rostro, una boca sonriente, un mechón de cabello oscuro peinado hacia atrás y un par de ojos aún más negros en un rostro delgado. El hombre la observaba. ¿Por qué no había advertido su presencia? —¿No quieres un par de zapatos? —preguntó él en voz baja. Su cabeza asomaba por el borde del sillón y el respaldo ocultaba gran parte de su cuerpo, aunque sobresalían las piernas envueltas en pantalones de cuero marrón y la manga de una camisa amarilla reposaba en el apoyabrazos. —¿No quieres un par de zapatos? —repitió. Ella había olvidado que iba descalza. Echó un vistazo por encima del hombro a la soleada ladera, una confusión de rocas de color miel que ascendía hasta el bosque, un refugio seguro para ocultarse. «Corre —se dijo a sí misma—; no pienses, huye.» Había recorrido una distancia demasiado grande y trabajado demasiado duro para perder ahora su preciosa libertad. Tenía que elegir. —Sí, quiero un par de zapatos —dijo. Tenía la boca reseca. —Iré a buscarlos. Él se puso de pie y se alejó del sillón. Sofía no se había dado cuenta de su escasa estatura; ni siquiera era tan alto como ella y sin duda tenía más edad de lo que sugerían sus ojos y sus cabellos. Rondaría los cincuenta años y su piel morena y arrugada era la de los hombres que viven al aire libre, de cara al viento, como los comerciantes que viajaban desde Kazajistán con sus caballos montañeses. Era bastante delgado pero sus brazos parecían musculosos. —Date prisa, por favor —lo instó. Una sonrisa curvó la boca del hombre, que se dirigió al arcón de roble junto a la pared. —No te preocupes. No hay armas ocultas ahí. Levantó la tapa y extrajo un par de zapatos. Lentamente, para no sobresaltarla, se acercó y los depositó en la mesa antes de retroceder para situarse a un lado de la estufa. Página 66 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Intentaba que ella volviera a entrar, tal como uno intenta hacer entrar a un caballo en el establo tentándolo con una manzana. Sofía optó por regresar al interior de la izba. De un modo sutil y un tanto inexplicable, el ambiente en la habitación había cambiado. El aroma de las hierbas ya no resultaba sofocante sino refrescante y el lugar parecía albergar una suerte de tentadora paz. Sofía sacudió la cabeza para aclararse las ideas y maldijo su confusión. ¿Sería consecuencia del golpe en la cabeza o del resto de todo ese líquido marrón que aún circulaba por sus venas? Contempló los zapatos. —No son los míos —dijo. —Los tuyos están completamente desgastados. Las suelas están agujereadas y se caen a pedazos. Pensé que tal vez preferirías estos. Se refería a los zapatos como si fuesen un puñado de tabaco barato majorka en vez de unas pertenencias por las que alguien estaría dispuesto a matar. Eran de suave cuero de cerdo cosido a suelas de goma de doble espesor. Zapatos nuevos. ¿Quién diablos era capaz de conseguir unos zapatos nuevos en esos días? ¡Y después regalarlos! Pero no tenía intención de discutir con el hombre, así que se acercó a la mesa, cogió los zapatos y se los puso. Eran exactamente de su talla. —Gracias —dijo. —Que los disfrutes —contestó él con una sonrisa cordial. —Lo haré. —Ojalá te mantengan a salvo. —¿Qué? —Me parece que necesitas ayuda, eso es todo. El hombre hablaba con voz suave. —¿Cuánto tiempo he estado aquí? —Dos días. —¿Dos días? Más bien parecen dos semanas. —No. Solo dos días. —Me atacaron. —Sí, lo sé. Mi hija te descubrió mientras robabas nuestras verduras. —No era una acusación, solo un comentario acerca de los hechos—. Y también habías robado un hacha. —Me habéis mantenido prisionera. Se produjo un silencio. La sonrisa había desaparecido y los hombros parecían tensos. Sofía comprendió que lo había ofendido. —He procurado curarte —comentó el hombre en voz baja. —Gracias, te estoy agradecida. —Sofía volvió a recordar la voz murmurando palabras extrañas y el roce de una mano fresca en su frente ardiente—. ¿He estado Página 67 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

durmiendo en tu habitación? —Sí. —No tiene ventanas. —No necesito ventanas para ver. Ella no entendió a qué se refería. —Una vez más, gracias por alojarme, pero ahora he de irme. Se volvió hacia la puerta abierta. A sus espaldas y en voz muy baja, tan baja que ella podría no haber oído sus palabras, él dijo: —No es necesario que te marches. Sofía optó por hacer caso omiso de ellas y siguió avanzando hacia la libertad. —Puedes quedarte aquí. Estarás a salvo. En esa ocasión la voz de él retumbó en la habitación y en el interior de su cabeza. «Estarás a salvo.» De pronto, como si fuera una idea surgida de la nada, Sofía se dio cuenta de que estaba absolutamente cansada de tener miedo, de sentir un permanente nudo en las entrañas, tanto despierta como dormida. Si pretendía volver a por Ana a tiempo, era necesario permanecer en Tivil, no fuera de la aldea y en medio de la noche. Se sintió confusa. —Siéntate. Él se acercó por primera vez y apoyó una mano en el borde de la mesa. Ella no se movió. —¿Por qué? ¿Por qué habrías de acogerme sin tan siquiera preguntarme por qué estoy aquí y cómo llegué? Seguramente eres consciente de que soy... de que tú y tu hija podríais veros en graves problemas. ¿Por qué corres semejante riesgo? El hombre apretó los labios y todo su cuerpo, flaco y nervudo, se tensó. Apoyó las palmas de las manos en la mesa y se inclinó hacia delante. —Si las personas de este país no se ayudan unas a otras —dijo en tono fiero—, pronto Rusia habrá dejado de existir. No habrá más personas. Todas estarán en campos de trabajos forzados, como prisioneros o como carceleros, no importa su papel. Una nación entera condenada a una muerte lenta. Los únicos que quedarán serán los gordos y bien alimentados miembros del Politburó de Moscú, porque el poder hace que el orgullo crezca en el corazón humano, como la grasa en un cerdo. Maldigo sus podridas almas dejadas de la mano de Dios. Que mueran de hambre como nosotros hemos muerto de hambre. Que pierdan a sus mujeres y sus hijos como nosotros perdimos a los nuestros. Que se atraganten con sus propios comités y kominterns. Que el Diablo se los lleve a todos. Sofía se sentó en una de las sillas, alzó la vista hacia esos ojos de mirada intensa y Página 68 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

el mundo se convirtió en un lugar más pequeño, como si los únicos que existieran fuesen ellos dos en esa habitación. Ese hombre era bastante extraordinario. Ella había logrado sobrevivir porque había aprendido que la confianza era tan frágil como las alas de una mariposa y que no era prudente concederla así, sin más. Sin embargo, le dirigió una sonrisa. El hombre rio, un sonido cálido y fluido, y le tendió la mano. —Me llamo Rafik Ilian, pero suelen llamarme «el gitano». Tú y yo podemos ayudarnos mutuamente. —Me llamo Sofía —dijo ella.

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12 —¿La has visto? Deslumbrada por el sol, Elizaveta Lishnikova entornó los ojos y dirigió la mirada a lo largo de la aldea, hacia la izba del gitano. —Niet. No —contestó Pokrovski mientras martilleaba el último clavo en un casco bien engrasado y cortaba la punta metálica con pinzas. La yegua de pelaje color hígado no dejaba de volver la cabeza y tirar de la brida: quería ver qué estaba haciendo el herrero, quien se sorprendió al descubrir que, por una vez, el animal se comportaba correctamente. La yegua soltó un largo suspiro, como si estuviera agradecida de que el mal rato ya hubiese quedado atrás. —No —repitió Pokrovski—, el gitano afirma que es su sobrina política. —¿Le crees? —No. Cuando la maestra entró en la herrería con su habitual paso firme y decidido, el hombre estaba trabajando en el patio a un lado del taller. Siempre disfrutaba de las visitas de Elizaveta, aunque ella le exigía respuestas como si él fuese uno de sus delgaduchos alumnos. El día era caluroso y húmedo y él disfrutaba de su trabajo, pero de pronto tomó conciencia del sudor que empapaba su cabeza rapada y del tufo a caballos que despedía su delantal de cuero. Ella siempre ejercía ese efecto sobre él, hacía que se sintiera torpe y corpulento en vez de hábil y poderoso. Elizaveta llevaba un largo vestido negro muy ceñido en torno a su estrecha cintura y todo en ella era delicado y femenino, como el pequeño cuello de encaje blanco y el modo en el que su delicado pañuelito asomaba de una manga, demasiado tímido para aventurarse más allá. Pokrovski echó un vistazo a sus elegantes uñas cuando ella fijó una peineta de carey en sus cabellos grises y luego las comparó con las suyas, duras, negras y grasientas. —Yo tampoco le creo —comentó la maestra. —Entonces ¿por qué está aquí esa muchacha? —¿Tú qué crees? Ambos intercambiaron una mirada. Esa mujer siempre lo obligaba a pensar por su Página 70 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

cuenta, como si ella no supiera las respuestas de antemano. Él pasó la lima por encima del casco de la pata trasera de la yegua y manifestó lo que la maestra seguramente ya estaba pensando. —Es una confidente, la han enviado para que nos espíe. —Pero ¿por qué Rafik, que siente un gran amor por nuestra aldea, acogería a alguien como ella? —Porque... —Pokrovski hizo una pausa, deslizó una mano a lo largo de los músculos de la pata de la yegua y soltó el casco, se incorporó y se frotó las manos con un trapo sucio colgado de su cintura—. Solo soy un simple herrero, Elizaveta, tú eres la que tiene cabeza. Sus palabras la hicieron reír, una risa cantarina, y le golpeó las costillas con la punta de su sombrilla. —¿Simple? ¡Tú no eres simple! El herrero soltó una risita y la condujo al interior del taller, donde le sirvió un vaso de vodka sin consultarla; él también se sirvió uno y lo vació de un trago, mientras que ella se lo bebió a sorbitos, como si fuese té. —Me robó el hacha —dijo él—, pero Zenia me la devolvió. Elizaveta lo contempló, sorprendida. —Me pregunto por qué esa desconocida haría algo así. —¿Tal vez quería cortar leña? —aventuró Pokrovski, arqueando una poblada ceja. —Muy gracioso —se limitó a replicar Elizaveta—. La pregunta es la siguiente: ¿no será que Stírjov la ha enviado aquí para espiarnos? —Rafik jamás acogería a un espía de ese cabrón de Stírjov. —Lo haría si quisiera vigilarla. —¿Crees que se trata de eso? —Tal vez. —Elizaveta apuró el vaso de vodka con gesto elegante y deslizó la mirada por encima de las herramientas y la fragua. Después asintió con la cabeza y, sin volverse, dijo—: Esta noche debe llegar otro paquete, amigo mío. Petrovsky se escanció otro vaso. —Aquí estaré, puedes contar con ello —dijo, y dio cuenta del trago.

—Alguien viene, es una mujer. Sofía habló en tono sereno, pero dio un respingo, alarmada al ver la figura femenina que se dirigía a la casa del gitano, avanzando en medio del ocaso. Resultaba difícil reprimir la reacción de miedo; estaba sentada en el peldaño de la puerta con la mejilla apoyada en una mano y la mirada clavada en la aldea. Observaba las vacas que Página 71 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

regresaban de los prados, avanzando con pasos pesados, y al grupo de hombres que se dirigían a la reunión en la vieja iglesia. La velada en la izba del gitano no transcurrió con facilidad. Conversar resultaba imposible, pues, ¿cómo mantener una conversación en esas desconcertantes circunstancias sin hacer preguntas? Pero si uno hacía preguntas, alguien estaba obligado a contestarlas, y eso significaba escuchar mentiras. ¿Y quién tenía ganas de escuchar mentiras? —¿Quién es? —preguntó Rafik. Zenia abandonó la silla ante la mesa donde había estado picando un montón de hojas de color pardusco, se acercó a Sofía y entornó los ojos, procurando distinguir la figura que avanzaba en medio de la penumbra. —Es Lilya Diméntieva. —¿La acompaña el niño? —preguntó Rafik. —Sí. Cuando la mujer y el niño se acercaron, Sofía se puso tensa. Sin embargo, no había motivo de inquietud, porque Lilya Diméntieva no le prestó atención, como tampoco a las aves talladas en el dintel. Tenía unos veinte años, era menuda y delgada, de rostro de expresión impaciente y largos cabellos castaños sujetados con un pañuelo. Su vestido azul marino estaba limpio y planchado, a diferencia de la desastrada falda y la blusa de Sofía, pero el niño pequeño aferrado a su mano iba descalzo y necesitaba un buen baño. —Zenia, quiero... —Espera, Lilya —dijo la gitana en tono brusco—. Pasa —añadió, indicando a la desconocida, que permanecía sentada en el peldaño en silencio—. Esta es mi prima y cuidará de Misha, ¿verdad, Sofía? —Con mucho gusto —dijo ella, y le tendió una mano al pequeño. —Aguarda aquí, Misha —dijo la madre, quien lo desprendió de sus faldas y desapareció en el interior de la izba con Zenia. Sofía y el niño se estudiaron mutuamente con expresión solemne. El pequeño, que tendría tres o cuatro años como mucho, llevaba algo que parecía una desechada camisa militar demasiado grande para él. —¿Quieres sentarte a mi lado? —preguntó ella, palmeando el tibio peldaño. El niño vaciló, jugueteando con un rizo rubio. Ella se deslizó a un lado para dejarle espacio. —¿Quieres que te cuente un cuento? —¿Va de soldados? —No, trata de un zorro y un cuervo. Creo que te gustará. Página 72 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

El niño le tendió la mano y ella la cogió. Era suave y polvorienta. El niño se acomodó en el peldaño como un gatito, pero dejó cierto espacio entre los dos: ya había aprendido a ser cauteloso. —Esta casa no me gusta —susurró, y sus pupilas se dilataron en la penumbra—. Está llena de... oscuridad —soltó y, como si hubiese dicho algo malo, se cubrió la boca con una mano. Sofía rio con suavidad y el niño le cubrió la boca con la otra mano en el acto. Ella percibió el sabor a cebolla en los labios y le apartó la mano con lentitud. —No —dijo, procurando tranquilizarlo—, Rafik es un hombre bueno y esta casa es igual que cualquier otra casa de Tivil. —No mencionó el techo con el remolino de planetas ni el ojo inmenso—. No has de tener miedo. Misha le palmeó la rodilla. —Cuéntame el cuento —pidió. Ella cerró los ojos y se apoyó contra la jamba de madera de la puerta. Notó su solidez desde la nuca hasta las caderas y se sorprendió al percatarse de que Misha también se había inclinado y que apoyaba el hombro contra sus costillas. En la habitación a sus espaldas oía el murmullo de voces. Abrió los ojos y sonrió al niño. —Érase una vez un zorro llamado Rasta que vivía en un bosque verde y oscuro, en lo alto de las montañas, entre las nubes. —¿Un bosque como el nuestro? —Exactamente igual que el nuestro. La oscuridad se había tragado la alta cresta asomada al valle, pero ellos aún la veían en su imaginación. En algún lugar aulló un zorro. —Ahí está Rasta, reclamando su historia —dijo Sofía. Envueltos en el aire nocturno, tan silencioso que parecía estar escuchando sus palabras, Sofía comenzó a narrarle a Misha la historia del zorro que se hizo amigo del cuervo. Antes de que le hubiese contado la mitad de la historia, el niño apoyó la cabeza en su regazo y su respiración se volvió lenta y pesada. Ella le retiró una cascarilla de cebada del cabello. Mientras le acariciaba la mejilla con la punta de los dedos, consciente del cuerpo tibio del niño apoyado en su rodilla y el resplandor de la lámpara de queroseno que titilaba detrás de ella entre las voces, casi logró engañarse a sí misma y creer que había encontrado un hogar.

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13 Campo Davinski Julio de 1933 —Espérame, Ana —gritó Nina al tiempo que se agachaba para meter más musgo en sus zapatos, en un intento de impedir que penetrara el agua. Ana alzó la cabeza. El corazón le palpitaba con fuerza. «Espérame, Ana.» Esas habían sido las últimas palabras que oyó cuando Sofía escapó y en ese momento volvió a oírlas con tanta claridad como si su amiga estuviera a su lado: flotaban en el aire, insistentes. «Espérame.» Durante todos esos meses Ana se había preocupado, inquietado, martirizado con pesadillas e imaginado que la fugitiva sufría toda suerte de destinos atroces: que moría de hambre lenta y dolorosamente en las estepas, que un granjero le clavaba una horca hasta matarla o que un soldado la violaba, que un lobo la devoraba o un oso la mataba a zarpazos. Que la atrapaban y la enviaban a trabajar en una mina de carbón o, todavía peor, que le daban caza y le pegaban un balazo en la cabeza. Capturada, capturada, capturada... No lograba quitarse esa palabra de la cabeza. «Espérame.» Ana miró en torno y contempló a las mujeres que formaban filas para emprender el agotador camino de regreso al campo. Un largo día de trabajo había llegado a su fin, las aguardaba una marcha de dos horas, tenían los pies doloridos y llagados, les dolía la espalda y el estómago, estaban hambrientas, pero a pesar de todo ello, aquel suponía un breve momento del cual Ana siempre disfrutaba. En vez de tener las cabezas gachas, las alzaban, volvían a anudarse los pañuelos y se quitaban las polainas que las protegían de las picaduras de los insectos en las fangosas zanjas. Había que trabajar en el más estricto silencio, pero durante esos escasos y breves minutos las mujeres entablaban conversaciones. Para Ana el sonido de sus voces era tan dulce como si se hubiesen puesto a cantar; daba igual que comentaran los problemas de ese día o soltaran carcajadas provocadas por chistes tontos, lo importante era que hablaban entre ellas. —¿Cómo tienes la rodilla? Página 74 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Igual que ayer, ya sabes cómo es. ¿Y las úlceras de tus piernas? —Un jodido fastidio. —¿Alguien tiene un trozo de tela de algodón? Mira, se me ha roto la camisa. —¿Os habéis enterado de lo de Natalie? —No —respondieron en coro—. ¿Hay novedades? —Ha tenido a su bebé. —¿Niño o niña? —Un niño. —Una pausa—. Nació muerto. Dos mujeres se persignaron discretamente para evitar que los guardias las vieran. —Un cabrón con suerte —exclamó Tasha—. Muerto es mejor que... —Cállate —la regañó Nina, ocupando su lugar junto a Ana y encogiéndose de hombros; era el lugar que solía ocupar Sofía. Cada vez que Ana tropezaba o se quedaba rezagada, las fuertes manos de Nina la sostenían—. Corre un rumor... —añadió en voz baja. —¿Qué rumor? —preguntó Ana. —Dicen que pronto nos pondrán a construir un tramo de vía férrea —dijo, se quitó una costra del brazo y la masticó. —¿La vía férrea del norte? Nina asintió y las dos mujeres se miraron. —Según dicen —murmuró Ana cuando emprendieron la marcha—, este año el ferrocarril ya ha costado la vida a cuarenta mil personas. Sin embargo, siempre llegaban más, un interminable río de prisioneras enviadas desde todos los extremos del país en vagones de ganado. Cada vez que llegaba una nueva remesa al barracón, Ana abrigaba esperanzas, pero siempre se veían frustradas. «¿Has hablado con una mujer llamada Sofía Morózova? ¿En uno de los campos? ¿En un tren? ¿En la celda de una prisión?» «Niet. —Siempre la misma respuesta—. Niet.» Ana dirigió la mirada a la espesa pared de troncos de color cobre a ambos lados del camino, una cicatriz que se abría paso a través del bosque hasta otro campo dejado de la mano de Dios, y después hasta otro y otro más. ¿Acaso Sofía se encontraba allí fuera? ¿En algún lugar? Alzó el rostro hacia el argentino cielo estival. Trató de volver a escuchar las palabras: «Espérame, Ana», pero se habían desvanecido. Tenía frío y el dolor en los pulmones aumentó; tosió y se limpió la sangre con la manga de la blusa. —No puedo esperar —murmuró.

Un pie. Después el otro. Y luego de nuevo el primero, derecha, izquierda, derecha, Página 75 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

izquierda, no dejar de mover los pies. Había pasado una breve tormenta de verano que dejó el cielo del atardecer tan pálido y apagado como la hilera de mujeres que avanzaban bajo él. Los pinos rígidos parecían verdes centinelas apostados a lo largo del sendero, como si estuvieran confabulados con los guardias. Un pie. Después el otro. No dejar que se detengan. Las agujas de los pinos formaban una alfombra blanda; el sendero presentaba profundos baches causados por cientos de pies a medida que las prisioneras iban y venían de la Zona. Solo de vez en cuando las mujeres vislumbraban un solitario lobo entre las sombras u oían el escalofriante aullido de una manada, como si fueran fantasmas en el bosque. En esos momentos los rifles de los guardias de pronto suponían un consuelo en vez de una amenaza. Durante las horas que Ana dedicaba a caminar —o más bien a arrastrar los pies, para ser más exactos— era cuando perdía el control de sus pensamientos, que escapaban de ella como un perro que se zafa de la correa y huye. Sin la risa de Sofía cuando ella le narraba sus historias, Ana ya no tenía fuerzas para controlarlos, se desplazaban a lugares a los que no siempre quería seguirlos y chocaban entre sí. Al principio solo fueron momentos aislados que se deslizaban en su cabeza, cálidos y vívidos, como el recuerdo de montar en el caballo negro de su padre, cuyo pelaje brillaba como el metal pulido, soltando grititos dichosos cuando sus manos infantiles se aferraban a las ásperas y negras crines. O cuando María, su institutriz, ataviada con su segundo mejor vestido de seda, el que era del color del vino tinto, le dijo que aquel día Ana no podía salir a cabalgar con él —el padre era médico— porque le dolía la garganta. El hombre adoptó una expresión apesadumbrada y le hizo cosquillas en la barbilla, le dijo que se curara y la llamó su «dulce ángel». Le dio un beso de despedida y ella captó el olor de sus gruesos cigarros en el áspero bigote de su padre. En cierta ocasión, Ana había robado uno del humidificador del despacho de su padre y lo desmenuzó secretamente en la buhardilla para descubrir por qué su aroma era tan maravilloso, pero lo único que consiguió fue un montón de polvo de color pardo desparramado en su regazo. —Estás sonriendo —musitó Nina a su lado en tono complacido. —Dime, Nina, ¿alguna vez piensas en el pasado? —No, si puedo evitarlo. —Entonces ¿en qué piensas? Una sonrisa recorrió los rasgos toscos de Nina. —Pienso en el sexo. Y cuando estoy demasiado cansada para pensar en eso, pienso en ganar jugando a cartas. —Anoche le gané ese mugriento trozo de espejo a Tasha. Página 76 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Para qué diablos quieres un espejo? Todas tenemos una pinta horrorosa. Ana asintió un par de veces con la cabeza y observó una yasheritsa, una lagartija de un brillante color anaranjado, que huía bajo sus pies y remontaba el tronco de un árbol agitando la cola. —Estaba pensando en usarlo para quemar el campo en un día soleado y despejado —contestó. Nina soltó una carcajada tan sonora que un guardia se acercó y le pegó un culatazo en la cara.

Pero las imágenes y los recuerdos se amontonaban unos sobre otros a medida que Ana se concentraba en avanzar un paso y otro más, sin fuerzas para defenderse de ellos. Olvidó el penumbroso sendero del bosque y, en lugar de eso, dentro del imprevisible laberinto que ocupaba su cabeza, se encontró en el asiento trasero de un coche negro y lujoso.

Era el Daimler de los Dyuzheyev, más grande y brillante que el Oakland de su padre, y con una mampara de cristal —que no chirriaba— entre ellos y el chófer. Svetlana y Grigori Dyuzheyev eran los amigos más íntimos de su padre, acaudalados aristócratas que vivían en una magnífica mansión de Petrogrado. —Qué perlas tan bonitas. Svetlana Dyuzheyeva, una mujer muy elegante, estaba encantada con el cumplido. Recorrió con el dedo el collar de perlas de tres vueltas que le rodeaba el cuello. —Gracias, Ana. Eran de mi madre y antes fueron de mi abuela. ¿Quieres tocarlas? —dijo, y cogió uno de los dedos de Ana. El tacto de las perlas era sedoso y tibio, más fino que su propia piel. Se le antojaba inconcebible que semejante belleza pudiera esconderse en algo tan feo como una ostra. —Son maravillosas —murmuró—. Y un día serán de Vasili. Pensaba en voz alta, ya temía que su amigo acabara comportándose como un estúpido y las utilizara para alimentar a sus compañeros manifestantes. La idea le resultaba insoportable. Svetlana le lanzó una sonrisa pícara, arqueó una ceja y le susurró al oído: —De Vasili... o de su esposa. Entonces, horrorizada, Ana notó que el rubor le cubría las mejillas, volvió la cabeza para ocultar su desazón y miró por la otra ventanilla. María, la institutriz de Ana, estaba sentada en el asiento plegable frente al padre de su pupila, ataviada con su Página 77 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

mejor vestido de seda verde y sonriendo. Ana adoraba a su institutriz, sobre todo ese día, porque no hubo ceños fruncidos, regañinas ni deberes. En lugar de eso María había tocado el piano para todos ellos cuando Grigori se cansó de hacerlo, y había bailado con papá hasta que su nariz adoptó un brillo sonrosado. Después entonaron canciones, bebieron champán y comieron finísimos cuadrados de pan blanco cubiertos de caviar osyotr. Entonces su padre acompañó a Svetlana y Grigori al teatro y luego el chófer llevaría a Ana y a María a casa. La niña estaba sentada entre su padre y Svetlana en el ancho asiento de cuero del coche. Había disfrutado de ese día emocionante, pero que Vasili se ausentase la había decepcionado. Le había susurrado al oído que debía reunirse con un amigo, pero cuando ella preguntó: «¿Para hacer qué?», su expresión se volvió adusta y no le contestó. —Nikolái —dijo Svetlana, como si supiera lo que Ana estaba pensando—, mi Vasili fue muy descortés al no acompañar a tu hija a casa esta noche. Espero que no estés ofendido. Eso no se hace. Pero lo dijo con la sonrisa indulgente de una madre. —No te preocupes —respondió el padre—. Gracias a sus trineos de nieve y los bailes, tu Vasili sabe muy bien cómo complacer a mi hija, y por tanto cómo complacerme a mí. Echó un vistazo por la ventanilla mientras avanzaban lentamente tras una cola de coches que se dirigían al teatro, a lo largo de la calle Bolshaya Morskaya; las luces de las tiendas titilaban y reflejaban la seda negra de los sombreros de copa. Después de unos instantes volvió a dirigir la mirada a Svetlana. —¿Dónde están esta noche? —No lo sé —contestó ella, encogiéndose de hombros con gesto elegante—. A las ocho entró en vigor un toque de queda. —Están en la plaza del Palacio —dijo María en voz baja—. Miles de ellos. Con pancartas y banderas. —¡Malditos leninistas! —gruñó Grigori. —¿Y hoy por qué están en huelga? —preguntó Svetlana, suspirando. —Exigen pan, señora. Svetlana se llevó la mano a las perlas que le rodeaban el cuello y no hizo ningún comentario, pero las palabras habían provocado un cambio abrupto en el ambiente que reinaba en el coche. De pronto Ana se sintió como si hubiese sumergido los pies en un cubo de agua helada. Detestaba ver tan preocupado a papá, y para animarlo, comentó: —Vasili dice que pronto todo será mejor para los obreros. —Asomó el brazo por la ventanilla e indicó una de las tiendas junto a la cual estaban pasando—. Vasili dice que las joyerías como esa cerrarán porque son unos delincuentes. Página 78 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Delincuentes? —preguntó papá. —Sí, dice que son unos delincuentes porque han confeccionado cincuenta y dos huevos de oro para la zarina y la emperatriz viuda, mientras que los obreros ni siquiera... —Creo que en este caso Carl Fabergé tal vez no esté de acuerdo con mi hijo — masculló Grigori en tono furibundo. —Y Vasili dice que hay ametralladoras en los tejados para... —Annochka —dijo Svetlana con voz firme—, no debes prestar oídos a todo lo que dice mi hijo. —¿Por qué no? —Porque... él es como tú —añadió, y le rodeó los hombros con el brazo—. Todavía cree que el mundo tiene arreglo. —Papá —dijo Ana en tono serio—, creo que deberíamos hacer algo más para ayudar a algunas de esas personas que según Vasili no tienen comida ni prendas de abrigo. Creo que tenemos más ropa de la que necesitamos; estaría bien compartirla con ellos. Papá le palmeó la rodilla con un gesto indulgente sumamente irritante. Grigori soltó un gruñido y María sonrió. En cambio Svetlana soltó una carcajada, la estrechó con el brazo, y las plumas de avestruz que adornaban su capa de terciopelo azul oscuro cosquillearon la nariz de Ana y la hicieron estornudar. —Bud zdorova! —corearon los adultos—. ¡Jesús! Papá le dio un beso en la mejilla. —Dios te bendiga, mi querida niña. Te bendiga hoy, mañana y todos los mañanas venideros. Ana clavó la vista en los coches conducidos por un chófer, desfilando en apretadas hileras como lustrosos elefantes. —¿Estará el zar esta noche, papá? ¿Será una función muy distinguida? Papá cogió un cigarro de su cigarrera de plata y lo hizo rodar entre los dedos. —«Distinguida» no es la palabra adecuada, cariño. Esta noche el teatro Alexandrinski está repleto de grandes duques, rublos de oro y magnificencia imperial solo para que las personas como nosotros podamos ver un melodrama tonto sobre el amor y la muerte titulado Mascarada. —Nikolái —murmuró Svetlana en tono de desaprobación. El padre de Ana encendió su cigarro en silencio, observó la primera voluta de humo que flotaba en el interior del coche y después contempló a Svetlana y Grigori. —Amigos míos —dijo en tono grave—, si alguna vez me ocurriera algo, ¿cuidaréis de Ana? Página 79 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

La pequeña se quedó boquiabierta. ¿Ocurrir? ¿Qué podía pasarle a su padre? —Querido Nikolái, no... —Por favor, Svetlana. Ahora que mi hermano ha muerto de difteria no hay nadie más. Y en estos tiempos inciertos uno nunca sabe, así que... Svetlana estiró el brazo y le presionó el hombro. —Sería un honor. Puedes estar tranquilo, amigo mío. Queremos mucho a Ana y cuidaríamos de ella como si fuera nuestra hija. —Spasibo. Gracias —contestó Nikolái con voz ronca. Ana trató de tomar aire, no comprendía lo que estaba ocurriendo. Temía que acababan de dejarla en manos de otros y eso la disgustaba. Pero su padre no había terminado y se dirigió a la institutriz. —Y tú, María. Si algo... sucediera, ¿también cuidarás de mi hija? Ana volvió a quedarse boquiabierta al ver que los ojos castaños de María se llenaban de lágrimas. Trató de ocultarlas parpadeando, pero la farola de la calle proyectó su luz amarilla sobre su rostro. —Sí, doctor Fedorin. Adoro a la niña. —Prométemelo. —Ya klyanus. Lo juro, doctor. Nikolái tragó saliva, alzó la mano y cogió el alfiler que siempre llevaba en la corbata; durante un segundo contempló los dos exquisitos diamantes engarzados en oro antes de rozar el alfiler con los labios. Ana lo observó, azorada. Él se inclinó hacia la institutriz, que estaba sentada frente a él, le levantó la solapa del abrigo y clavó el alfiler en la suave lana, en la parte inferior. Cuando volvió a inclinarse hacia atrás el alfiler ya no era visible. —Nikolái —dijo Svetlana en voz muy baja—, ese alfiler fue un regalo de bodas de la madre de Ana. —¿Acaso no es la mejor protección que puedo ofrecer? Fuera lo que fuese lo que estaba ocurriendo allí, Ana estaba decidida a ponerle fin. —Ne boysya, papá, no tengas miedo. Nada te ocurrirá, yo cuidaré de ti —dijo, le dirigió una amplia sonrisa y le palmeó el brazo—. Puedes confiar en mí. Y en Vasili.

La luz de las farolas pintaba brillantes franjas en la oscuridad. Odeen... dva... tri... Ana empezó a contarlas, uno... dos... tres... Pero los párpados empezaban a pesarle mucho y las luces eran demasiado brillantes, así que cerró los ojos y apoyó la cabeza contra el tibio hombro de María. El familiar aroma a lavanda y naftalina que despedía Página 80 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

el pañuelo de su institutriz la reconfortó. El chófer de los Dyuzheyev los conducía a casa después de dejar a Nikolái, Svetlana y Grigori ante el teatro. El Daimler giró a la izquierda, abandonó la avenida Nevski y pasó junto a la amplia escalinata de la catedral de San Isaac y por debajo de los tilos. Ana se deslizó más profundamente en la oleada de oscuridad que precede al sueño. Apenas notó que el coche aminoraba la marcha, pero sí que María se ponía tensa, y de pronto oyó los gritos alarmados del chófer. Abrió los ojos y de repente se halló rodeada de rostros que se asomaban a las ventanillas desde la calle oscura. Narices aplastadas contra los cristales, puños golpeando la carrocería, bocas soltando gruñidos y mostrando los dientes... Lobos. Eran lobos que llevaban una gorra y gruesas bufandas. Lobos que aullaban palabras incomprensibles, pero Ana sabía que querían descuartizarla. El vehículo se sacudía sobre los neumáticos, a su lado María gritaba, y entonces el gran coche se lanzó hacia delante, el motor soltó un rugido y las caras desaparecieron. Los altos edificios pasaron como en una carrera; Ana sentía un ardor en el corazón y María jadeaba. Ana cogió la mano temblorosa de su institutriz y le canturreó como solía hacer con su gatito cuando el borzói de Grigori la asustaba. —Ahora estás a salvo, estás a salvo. Pero los ojos de María estaban desorbitados en su rostro redondo y tenía los labios trémulos. Abrazó a Ana y musitó: —Procura volver a dormir. Ana obedeció, cerró los ojos y respiró sosegadamente, pero solo fingía. En realidad estaba tensa, incluso sus mejillas estaban rígidas. No podía decirle a nadie lo que había visto, ni a María ni a su padre. Y tampoco a Svetlana y Grigori, desde luego. Guardaría el secreto, pero poco a poco y con mucha cautela, dejó que los rostros de los lobos invadieran su cabeza. Se estremeció y se obligó a examinarlos uno por uno, hasta encontrar el que buscaba. Sí: él estaba allí, detrás del hombre que presionaba la cara contra la ventanilla de María, un rostro que Ana conocía, un rostro que amaba. El de Vasili. Llevaba la gruesa bufanda roja que ella le había regalado por Navidad y una chaqueta gris que nunca había visto antes, pero que parecía tan vieja y desgastada como las de quienes lo rodeaban. No cabía duda de que era Vasili, pero tenía dientes y ojos de lobo. Las lágrimas dejaron una fina huella en sus mejillas.

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14 Tivil Julio de 1933 Sofía despertó sobresaltada. El mundo estaba oscuro. Alguien aporreaba la puerta de la izba y los golpes la despertaron de una pesadilla que se alegró de dejar atrás, pero antes de que pudiera pensar con claridad su cuerpo reaccionó de manera instintiva. Brincó de la improvisada cama detrás de la estufa con un único y fluido movimiento, corrió a través de la sala de estar y se presionó contra la pared a un lado de la puerta. Su cuchillo. ¿Dónde estaba su cuchillo? —¡Abre, Rafik, maldito seas! —gritó un hombre desde el exterior, y le pegó una patada tan violenta a la puerta que casi arranca la madera de los goznes. El corazón de Sofía dio un vuelco. La puerta de la habitación de Rafik se abrió abruptamente y una vela avanzó por la estancia; por encima de la luz titilante la cara del gitano entraba y salía de las sombras como si aún formara parte del sueño de Sofía, pero Rafik avanzaba con paso firme. Notó la presencia de ella a un lado de la puerta, dispuesta a enfrentarse a una emboscada y, en voz baja, dijo: —No pasa nada. Es Mijaíl Pashin, no los de las gorras azules. Es el director de la fábrica Levitski de Davorsk, donde trabaja Zenia. Mijaíl. Había acudido a ella. —¡Gitano! —Otro puñetazo en la puerta—. ¡Abre, por amor de Dios, tu presencia es necesaria! Sofía contuvo el aliento y se dispuso a levantar el pestillo, pero Rafik la cogió de la muñeca. —Aquí estás a salvo —dijo en tono sereno. —¿Seguro? —Sí, no permitas que el miedo te domine. —Lo tendré presente. Página 82 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Bien. Rafik le soltó la muñeca y abrió la puerta, dando paso a una ráfaga gélida que hizo temblar la llama de la vela. —¿Qué pasa? —exclamó Rafik. —Es la yegua baya —respondió la voz desde fuera en tono impaciente. —¿Ya está pariendo, tan temprano? —Lo está pasando muy mal. El sacerdote Logvinov teme que la perdamos. El dolor crispó el rostro del gitano, como si la idea de perder un caballo supusiese una herida física. Sofía le quitó el candelabro de la mano. —Espérame aquí dentro, Piloto —dijo el gitano, y desapareció en la oscuridad de su habitación. Mijaíl Pashin cruzó el umbral, cerró la puerta a sus espaldas y dejó fuera el viento y la noche. En medio del repentino silencio y la luz tenue Sofía vio un par de ojos grises de mirada inteligente y reservada. Aunque Pashin no tenía más de treinta años, dos profundas arrugas se extendían desde su nariz hasta las comisuras de la boca. Esos surcos hablaban de cosas no dichas, pero en Rusia —y en esa época— ¿quién no albergaba palabras ocultas? —Perdóname por haber interrumpido tu sueño —dijo él, inclinando la cabeza con gesto cortés. Sofía notó que la observaba con interés y entonces cayó en la cuenta de que solo llevaba un camisón de fino algodón blanco que Rafik le había dado. Alzó la vela para ver con mayor claridad. Quería saber por qué la presencia de Mijaíl Pashin cargaba el ambiente de la casa de energía y notó que el hombre no dejaba de flexionar sus largos miembros, como si ansiara ponerse en movimiento. Llevaba unos zapatos negros muy lustrados y un traje gris oscuro, una camisa blanca almidonada y una corbata negra; un atuendo bastante incongruente en ese ambiente rústico e informal. Ajeno a ello, Mijaíl se percató de que ella lo contemplaba con mirada curiosa. Entonces alzó la mano, se aflojó el nudo de la corbata y se encogió de hombros. —¿Por qué Rafik te llama Piloto? —preguntó Sofía. —Solo es una broma suya. No soy piloto de nada. —¿Excepto en la fábrica Levitski? Mijaíl rio, pero en un tono que no dejaba dudas: la pregunta no le había hecho la menor gracia. —Eso no es un pilotaje, es un aterrizaje forzoso. —¿Es prudente? —¿El qué? —Decir semejantes cosas. Página 83 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Ella no pretendía sobresaltarlo, pero vio que el recién llegado alzaba una ceja y notó que entre ellos algo había cambiado. Él retrocedió un paso, se sumergió en las sombras más profundas más allá de la llama de la vela y volvió a inclinar la cabeza, pero esa vez el gesto conllevaba una actitud burlona. —Te agradezco la advertencia —dijo en tono sosegado. —No era una advertencia, era... Entonces Rafik entró apresuradamente en la habitación; ya estaba vestido, envuelto en una abrigada chaqueta de lana, con una tosca manta colgada de un hombro y un gran bolso de cuero del otro. —Vamos, Mijaíl —dijo—, hemos de darnos prisa. Mijaíl Pashin se volvió, abrió la puerta y, sin despedirse, ambos hombres abandonaron la casa y salieron a la oscura calle. Sofía los observó: una figura era menuda y avanzaba a paso rápido mientras que la otra, alta y delgada, daba grandes zancadas, como un lebrel. Ninguno de los dos llevaba un candil, como si conocieran el camino de memoria. —No era una advertencia, sino una pregunta —dijo Sofía, acabando la frase.

«Él es real, Ana, es real. Es de carne y hueso, no existe únicamente en nuestra mente. Es sólido, tan sólido que podría haberlo tocado si hubiese deseado hacerlo y mis dedos no habrían atravesado su cuerpo como ocurre en mis sueños.» Había acudido a ella, materializándose de la oscuridad tal como tantas veces antes lo había hecho cuando ella lo convocaba, pero era la primera vez que era de carne y hueso. Y también la primera que poseía una voz, una lengua, una piel besada por el sol, una garganta larga y dura, cabellos de los que emanaba un aroma a niebla matutina y heno... Su mandíbula era más angulosa de lo que había imaginado y la mirada de sus ojos más cauta, pero era él: Vasili. «Mijaíl Pashin.» Allí, en la casa del gitano, ella había respirado el mismo aire que él. El corazón le latía con fuerza y todavía oía su voz diciendo: «No soy piloto de nada.» —Pero estás equivocado, Mijaíl Pashin —susurró Sofía, y deslizó la mano por el espacio que él había ocupado, como si pudiera atrapar su sombra—. Tú me trajiste aquí. Tú guiaste mis pasos hasta la aldea de Tivil. ¿Y qué había hecho con ese precioso momento? Lo había desperdiciado. Su necia intervención lo había asustado con una pregunta que él interpretó como una amenaza. ¡Maldita sea, maldita sea! ¿Dónde estaban las suaves palabras que había pensado dirigirle? Página 84 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—La próxima vez —murmuró para sus adentros, enfadada consigo misma—, la próxima vez te tocaré, apoyaré los dedos en los músculos de tus brazos y percibiré los duros huesos debajo de tu piel. —De pronto se desplomó en la mesa y clavó la mirada en la trémula llama de la vela—. Pertenece a Ana —le susurró a la noche.

Elizaveta Lishnikova sintió pena por el hombre que ocupaba la cámara. Era ella quien había comenzado a llamar «cámara» a la oscura y lóbrega habitación subterránea con el fin de otorgarle un poco de dignidad en vez de denominarla «el agujero», que era como antes se referían a ella. Solo medía tres metros cuadrados y unas toscas tablas de madera cubrían las paredes de tierra. Una única vela apoyada en un estante proyectaba sombras de perfiles curiosos que solo ponían más nervioso al ocupante, según había detectado Elizaveta. Una sola silla de respaldo duro estaba apoyada contra la pared mohosa y sobre la arpillera que cubría el suelo reposaban unas mantas dobladas. En el estante, a un lado de la vela, había una Biblia. Elizaveta la había dejado allí, pero era evidente que esa noche nadie la había tocado. Las manos del hombre temblaban, pero por lo demás lograba simular una cierta confianza. Llevaba los cabellos rubios con raya al medio, el cuello de su camisa estaba limpio y mantenía los hombros erguidos. A Elizaveta le disgustaba que aparecieran en medio de la oscuridad envueltos en harapos, encogidos de miedo. Pero eso se limitaba a ser una extravagancia suya; le agradaba que mostraran cierta firmeza, aunque solo Dios sabía hasta qué punto cada paquete tenía motivos de sentir temor. —Bien, camarada Gorkin..., ese es tu nuevo nombre, dicho sea de paso: Andréi Gorkin. Acostúmbrate a él. El hombre parpadeó, como si se grabara el nombre en la mente. —No lo olvidaré —dijo. Elizaveta notó que hablaba en tono educado. Otro intelectual, tal vez un profesor universitario que había pronunciado una palabra de más y elogiado un libro o una música que no debía elogiar. Se arrebujó en el pañuelo de lana gris que le cubría los huesudos hombros para protegerse del estremecimiento que le causaban esas ideas. —Toma —dijo, y le tendió un pequeño bulto envuelto en muselina—, algo para comer ahora. Y algo más para el viaje; solo es pan negro y algunas semillas de girasol, pero servirán para emprender el camino. —Spasibo —respondió él con voz trémula, y se restregó los ojos con la mano. —No, nada de eso —contestó en el mismo tono suave que dedicaba a las niñas pequeñas de su clase—. Ahora has de ser... —Iba a decir «fuerte», pero una mirada a la expresión nerviosa del hombre bastó para que cambiara de idea—. Debes prepararte Página 85 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

para sufrir ciertas privaciones. Mantente alerta, haz exactamente lo que te digan y llegarás sano y salvo. —No puedo agradecerte lo suficiente que... —Calla. Come. Pronto emprenderás la marcha. Elizaveta apoyó una mano en el antiguo pestillo de madera de la puerta, dispuesta a abrirla en cuanto oyera la llamada en clave, y observó al hombre mientras este se obligaba a comer. Era evidente que esa noche eso era lo último que le apetecía. Ella no lo culpaba: noches como esa le revolvían las tripas y suspiró al pensar en toda una aniquilada generación de intelectuales, todos cuantos albergaban ideas propias. ¿Quién enseñaría a pensar a la siguiente generación? —Debes considerarme un infeliz —dijo él, alisándose los cabellos rubios en un intento de no parecerlo. —No. —Tenía un buen trabajo en Moscú, en la... —No me lo digas. No quiero saberlo. Él se sentó en la silla tan abruptamente como si ella lo hubiera abofeteado. Dios mío, esos paquetes esperaban demasiado de ella. —Es más seguro —le explicó—. Cuanto menos sepa, tanto mejor para los dos. —Sí, comprendo. La vela soltó un siseo cuando una corriente de aire agitó la llama y ella oyó que alguien llamaba a la puerta. —Ha llegado tu guía —susurró Elizaveta. Abrió y la fornida figura de Pokrovski se deslizó al interior de la lúgubre cámara y, no por primera vez, consideró que el herrero —un hombre tan corpulento y robusto— se movía con gran ligereza. Parecía ocupar la mitad del espacio disponible y ella no pudo reprimir una sonrisa al ver el negro sombrero de piel de oso que llevaba en la cabeza, con el fin de que el brillo de su calva a la luz de la luna no lo delatara en medio de la oscuridad del bosque, tal como él le había dicho. No obstante, la idea siempre le resultaba divertida. —¿Estás preparado? —preguntó Pokrovski al hombre. —Sí. —¿Tienes tus nuevos documentos de identidad? —Sí, aquí en el bolsillo —dijo, y se palmeó la chaqueta. —Entonces en marcha. Elizaveta abrió la puerta sin hacer ruido y el hombre salió al fresco aire nocturno. Entonces ella notó que vacilaba. La más absoluta negrura reinaba bajo una fina capa de nubes y a la mujer casi le pareció oír que el corazón del fugitivo palpitaba más Página 86 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

aceleradamente. —Ojalá esta noche brillara la luna —musitó el hombre. —No seas necio —gruñó Pokrovski. Una ráfaga de viento agitó las ramas de los abedules cercanos produciendo un sonido que bien podría haber estado causado también por botas pisando hojas secas. Elizaveta apoyó una mano en el grueso brazo del herrero. —Ten cuidado, amigo mío —susurró. —No te preocupes. Entregaré tu paquete sano y salvo. La oscuridad ocultaba la expresión de su rostro, pero soltó un gruñido, resopló como un caballo antes de abrevarse y se alejó de ella, dejándola con el brazo colgando. Emprendió la marcha con rapidez y el paquete tuvo que apresurarse para darle alcance.

—No estás en la cama. —No, Zenia. Te he preparado un té —dijo Sofía con una sonrisa, pero la muchacha no reaccionó. La gitana acababa de emerger de su diminuto habitáculo y soltó un sonoro bostezo, aún medio adormilada. Se desperezó, arqueó la flexible columna vertebral, se levantó el camisón hasta las rodillas y trepó a una de las sillas que rodeaban la mesa. —Me gusta el té con enebro —dijo en tono escasamente cortés. Arrancó un puñado de bayas secas de uno de los ganchos clavados en las vigas y se acurrucó en la silla con la barbilla apoyada en las rodillas. Una tras otra, dejó caer las bayas arrugadas en la taza de té que su huésped le había preparado. —Huele bien —dijo Sofía. Hablaba en tono cauteloso, era evidente que su presencia molestaba a la muchacha. —Sí —masculló Zenia, cerrando los ojos e inhalando el vapor. Sofía tomó asiento frente ella, observó en silencio las uñas cuidadosamente cortadas de la muchacha y aguardó a que abriera los ojos. Pasaron unos cuantos minutos. Por fin las negras pestañas se alzaron. —¿Qué pasa? —preguntó Zenia—. ¿No podías dormir? Aún no es de día. —Toma un poco de kasha. —¿Dónde está Rafik? —Se marchó hace un par de horas para ocuparse de una yegua parturienta. —Sí, comentó que una estaba a punto de parir. —¿Es eso lo que hace? —preguntó Sofía—. ¿Cuida de los caballos de la aldea? Zenia comió un poco de las gachas que Sofía había preparado para ella. Página 87 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Sí, mi padre es mitad caballo. Todo este koljós estaría acabado si no fuese por él, aunque no creo que ni siquiera el camarada Fomenko, nuestro venerado director de la Flecha Roja, se dé cuenta de ello —dijo, se pasó la lengua por los labios y recogió una pizca de kasha. —Dime, Zenia, ¿cómo es tu jefe de la fábrica? Me refiero a Mijaíl Pashin. Bastó con pronunciar su nombre en voz alta para que el corazón le diera vuelco. —¿Por qué? —Quiero que me dé un trabajo. —¿Sin documentos de identidad? Estás loca. No puedes hacer nada sin documentos, ¿no lo sabes? —La mirada de los ojos negros se volvió inquieta—. Lo sabes, ¿verdad? —Claro que sí. —Déjame comer en paz, Sofía, por favor. Zenia volvió a sumergir la cuchara en el cuenco. —Por supuesto. Lo siento. Sofía se puso de pie; no quería agobiar a la muchacha, así que abrió la puerta principal y se apoyó en la jamba, aspirando el aroma a manzanas del humo. —También sabrás que pueden mandarte a uno de los campos de trabajos forzados del gulag por robar —dijo Zenia a sus espaldas, en tono neutro. Sofía se volvió lentamente. ¿Se trataba de una amenaza?—. Es una conducta antisoviética —añadió la muchacha, sin mirarla a los ojos. —Lo sé. —Entonces ¿por qué correr el riesgo? —En un Estado soviético todo pertenece al proletariado, ¿verdad? Pues yo soy un miembro del proletariado. Zenia rio, un sonido sorprendentemente melodioso, y agitó un dedo en dirección a Sofía. —Debo contarle eso a Borís Zarkov —dijo—. Por aquí es el espía del Partido. —Preferiría que no lo hicieras. —No me extraña. Zenia apoyó la taza en la mesa con más brusquedad de la necesaria, se recogió el pelo negro en un moño y abandonó la habitación. A Sofía le dolía la cabeza. ¿Un riesgo? Claro que lo era. Como todo. Avanzó un paso y salió a la calle; la aldea comenzaba a entrar en movimiento, siluetas perfiladas contra la delgada franja dorada del horizonte oriental, luces titilando en las casas... En algún lugar una cabra soltó un balido lastimero y un gallo cacareó como si el mundo le perteneciera. «Hoy. Hoy será el comienzo.» Página 88 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

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15 En la intimidad de su habitación, Rafik sostenía la piedra en la palma de la mano, una piedra no mayor que un huevo de pato y blanca como el cuello de un cisne. Había retirado el guijarro blanco de su lecho escarlata porque captaba la inminencia del peligro, el entrechocar de sables como el de tropas preparándose para el combate. Que esa noche su adorada Tivil se viera amenazada una vez más le causaba un profundo dolor y cada vez que cerraba los ojos veía a Sofía, la mujer de cabellos rubios, alta y delgada. Le parecía la hoja de un cuchillo, resplandeciente y afilada; veía la aguzada hoja hendiendo la oscura y espesa masa del peligro. Un punto doloroso comenzó a palpitar detrás de sus ojos y, con repentina urgencia, apoyó el pulgar en el blanco y liso guijarro, que le transmitió su frescura. Le evocó el antiguo poderío de sus ancestros y le aclaró las ideas. Entonces la clarividencia se volvió más fácil. El guijarro había pasado de mano en mano y de padres a hijos durante generaciones de gitanos, y decían que originalmente procedía de la piedra que fue apartada de la tumba de Jesucristo en Tierra Santa. Siempre que el objeto reposaba en la palma de su mano, Rafik percibía con suma claridad la chispa de fuerza que cada uno de sus dueños había impartido a los cristales que lo conformaban y la vibración de la vida blanca que estos albergaban. Una llama ardía en el estante, elevándose desde un cuenco de aceite aromático, y una fina voluta de humo se alzaba desde allí hasta el techo, donde se acumulaba en torno al ojo negro pintado, como si fuera un escudo. Su pulgar rozó el guijarro, acarició la lisa superficie y trazó un círculo alrededor de la piedra, un círculo protector. Después volvió a repetir el movimiento. Rafik clavó la vista en la piedra. Luego trazó otro círculo, ungiéndola con aceite, y casi oyó su respiración. Trazó otro círculo, otro y otro más. Después pronunció una prolongada e intrincada maldición en una lengua tan extraña y sutil que las palabras repicaron contra el escudo de humo flotando por encima de su cabeza. Cogió un cuchillo apoyado en la mesa, con el mango de marfil en forma de serpiente, y apoyó la punta contra la parte interior de su antebrazo. Trazó una delgada Página 90 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

línea y un hilillo rojo se deslizó hasta su muñeca, donde formó un charco poco profundo. Entonces derramó tres gotas en la piedra.

—Zenia. Su hija entró en la habitación de inmediato. Llevaba un vaporoso vestido rojo, con una ancha faja gitana ceñida a la cintura, y una guirnalda de frescos zarcillos de un verde bosque alrededor del cuello. «¡Qué hermosa es, cuánto se parece a su querida y difunta madre!», pensó el hombre. Zenia contempló la piedra que él sostenía en la mano con mirada despierta, brillante, negra y curiosa. No obstante, la piedra no poseía ninguna resonancia para Zenia; aunque la tocaba y le daba vueltas en la palma de la mano, para ella solo era un guijarro blanco recorrido por una tenue redecilla de vetas plateadas, una piedra común y corriente. Rafik sabía que para su hija suponía una frustración el hecho de no poder percibir a sus antepasados en el interior de la piedra y, aunque jamás lo habría admitido, su propia decepción era mucho mayor que la de la joven. —Acompáñala esta noche, Zenia, hija mía. Pero que no descubra que tú eres mis ojos. —Sí, Rafik —dijo, e hizo una pausa—. ¿Está en peligro, tan pronto? —Proviene de dos direcciones. Asegúrate de cuidarla bien. —¿Y tú? Los dedos de Rafik aprisionaron el guijarro y su mano atravesó brevemente la llama de la vela. —Esta noche la oscuridad se cernirá sobre Tivil. El fuego y la oscuridad. El fuego abrasará al que ella ama y la oscuridad apagará la caldera que arde en su interior. —¿Estás preparado? —preguntó Zenia con voz trémula. Él alzó la piedra, la apoyó contra la sien y la sostuvo escuchando algo en el interior de su cabeza. Frunció el entrecejo y una vena palpitó en su cuello. —Estoy preparado. —Pero caerás enfermo... Él le dirigió una sonrisa tierna y profunda. —No temas, hija mía. Ella está aquí.

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16 A Piotr le gustaban las reuniones. Le encantaba sentarse en la primera fila de la sala, justo ante las narices del orador. Todas las semanas llegaba temprano con su camisa de Joven Pionero que él mismo acababa de planchar, las rodillas y las manos limpias y los cabellos momentáneamente alisados. Las mejillas le brillaban casi tanto como los ojos. —Dobriy vecher. Buenas noches, Piotr. Un hombre corpulento de cabeza afeitada y barba negra en forma de as de picas tomó asiento a su lado y el muchacho notó que, bajo el peso del recién llegado, el banco se hundía y soltaba un crujido. —Dobriy vecher, camarada Pokrovski. El herrero también ocupaba siempre el primer banco durante esas reuniones semanales, pero por motivos muy distintos de los de Piotr: al hombre le gustaba hacerle preguntas al orador. —Tu padre tampoco viene hoy, ¿verdad, Piotr? —Niet. Trabaja hasta tarde en la fábrica. —¡Ja! Siempre trabaja hasta tarde cuando se celebra una reunión. Piotr notó que el rubor le cubría las mejillas. —No, de verdad, está ocupado, produce uniformes para el ejército, un pedido importante, directamente desde Moscú. Ha recibido instrucciones, debe mantener la actividad de la fábrica las veinticuatro horas del día si fuese necesario, porque lo que hace es muy importante: vestir a nuestros valientes soldados. —Palabras orgullosas, muchacho —dijo Pokrovski con una sonrisa pícara. La barba negra que le cubría la boca se partió y reveló sus grandes dientes blancos, y Piotr consideró que el herrero parecía impresionado. Gracias a eso, la ausencia de su padre lo angustió un poco menos. —Es un trabajo importante —repitió el muchacho; después temió mostrar demasiada insistencia, así que calló. Pero su estado de ánimo decayó. Se desmoronó en el banco, deseó que llegara su amigo Yuri y deslizó la mirada por las desnudas paredes antes cubiertas de vistosos Página 92 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

murales de Cristo y sus discípulos, así como por los restos de los ornados iconos en los pilares, si bien la mayoría de las tallas y decoraciones habían sido eliminadas a hachazos y solo quedaban bordes irregulares. Todas las imágenes religiosas habían sido cubiertas de pintura blanca y las paredes presentaban un aspecto uniforme y anodino. Eso agradaba a Piotr, como también la mesa metálica dispuesta en una plataforma baja delante de él —donde antes se elevaba el altar dorado— y las dos sólidas sillas que aguardaban a los oradores bajo un cartel del mismísimo Gran Líder. Junto a este, otro cartel de un brillante color rojo proclamaba Smert vragam sovietskogo naroda: «Muerte a los enemigos del pueblo soviético.» Todo era como debía ser. Sencillo. Auténtico. Para el pueblo, exactamente como había prometido el Padre Stalin. Piotr y Yuri habían leído todos los panfletos, aprendido los lemas del Partido de memoria, y Yuri no dejaba de repetirle que ese nuevo mundo era para ellos. Piotr ansiaba creerle, con todo su corazón; sin embargo, de vez en cuando una pequeña duda se abría paso a través de los lemas y perforaba la certeza. Pero ese día el calor de la camaradería circulaba por sus jóvenes venas: notaba su presencia en la sala, confundida con el murmullo de las voces. Dirigió la mirada hacia la parte trasera de la estancia, donde los bancos comenzaban a llenarse. La mayoría de los aldeanos aún llevaba ropa de trabajo de tosco algodón azul, aunque algunas de las mujeres más jóvenes se habían quitado los polvorientos pañuelos de la cabeza y llevaban vistosas blusas que destacaban en medio de esa multitud grisácea. La muchacha gitana era una de ellas. Su blusa escarlata de mangas abullonadas realzaba sus largos rizos negros, pero ella mantenía la vista baja y las manos apoyadas en el regazo, como si aún se encontrara en una iglesia. Piotr siempre tenía la sensación de que la joven no pertenecía del todo a la aldea, aunque no sabía muy bien por qué. —Privet, Piotr. Hola. Era Yuri. Se acomodó junto a su amigo en el extremo del largo banco, intachable con su camisa blanca de Joven Pionero y el pañuelo rojo alrededor del cuello. Solo entonces Piotr se dio cuenta de que la camisa de Yuri, planchada por la madre de su compañero, presentaba un aspecto bastante mejor que la suya. —¿Te has enterado? —Yuri inclinó la cabeza pelirroja hacia Piotr. Siempre estaba al corriente de las últimas noticias. —¿De qué? —De que esta noche Stírjov nos dirigirá unas palabras. Durante un instante Piotr sintió una opresión en el pecho. —¿Por qué? ¿Qué hemos hecho? —No seas estúpido. Que acuda el subdirector del distrito es un honor para Página 93 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

nosotros. —No, Yuri; Stírjov solo viene a Tivil para protestar y quejarse. La fornida figura de Pokrovski se inclinó hacia Piotr, tanto que notó que los pelos negros de su barba cuidadosamente recortada se estaban volviendo blancos en algunos lugares. —Esta vez —dijo el herrero, contemplándolos fijamente con sus ojos negros— el cabrón quizá quiera comprobar quiénes se saltan estas reuniones. Ni siquiera Yuri logró reprimir un estremecimiento. Su padre asistía con diligencia, pero su madre siempre se excusaba diciendo que se encontraba enferma. Piotr pensó en su propio padre y la angustia volvió a oprimirle el pecho. —Espera y verás, Pokrovski —soltó—. Papá no tardará en recibir una condecoración de primera clase de Héroe del Trabajo, por su labor para el Estado soviético. Pokrovski pegó una palmada en el frágil hombro de Piotr y soltó una carcajada tan sonora que los de su propia fila se volvieron, sorprendidos. —Que Dios te perdone, muchacho, por contar semejantes mentiras en Su iglesia.

Piotr decidió que eran las manos, el modo en que se movían, fuertes y ejerciendo el control. Amplios y enérgicos gestos que subrayaban las palabras, bruscos movimientos para destacar un punto, incluso la palma de la mano para silenciar una voz pendenciera. El poder residía en las manos. Hacía una hora y media que Alekséi Fomenko, como predsedatel koljoza, director de la granja colectiva, estaba hablando, y Piotr no lograba despegar la vista de él. Estaba sentado detrás de la mesa, con su amplio pecho y tan lleno de energía que la tela de su ligera chaqueta marrón no parecía lo bastante fuerte para contenerlo. De momento, enumeraba las últimas cuotas establecidas por la Comisión del Comité Central, nombrando a los gandules que no habían cumplido con su parte e instándolos a todos a alcanzar logros mayores. Fomenko se inclinaba hacia delante al hablar, clavaba una mirada dura en el público y observaba a los aldeanos que ocupaban la sala. Ninguno de ellos escapó a su escrutinio. —Evitad caer en la complacencia —los instó—. Casi hemos llegado al final del Primer Plan Quinquenal de Stalin, que está convirtiendo nuestro país en la principal nación industrializada del mundo. Hemos eliminado las supersticiones del pasado — dijo, dirigiendo la vista a un hombre alto de mirada fiera, melena leonina castaña y rala barba roja, pero cuya camisa abierta dejaba ver una gran cruz de madera colgando de su cuello— y el concepto de servidumbre ha sido reemplazado por la doctrina de la Página 94 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

libertad. —Fomenko apretó los puños—. Un mundo nuevo está surgiendo —prosiguió —, uno que eliminará los errores de los siglos pasados... y nosotros somos el motor que lo impulsa. Sí: vosotros y yo. Y el colectivismo. Nunca lo olvidéis. Hemos acabado con el poder de los kuláks..., esos granjeros ricos y burgueses, enemigos de clase que se reían de las lágrimas de los pobres y os explotaban a todos, azotándoos con su tiranía y sus porras. Hemos escapado de sus garras gracias a la inspirada visión de nuestro Gran Líder. Fomenko se volvió hacia el gigantesco cartel donde aparecía el rostro todopoderoso de Stalin, flanqueado por las banderas rojas colgadas a ambas lados. —Nuestro Gran Líder —repitió. Un murmullo recorrió el público, pero nadie reaccionó a la invitación, así que fue Yuri quien se puso de pie. —¡Larga vida a nuestro Gran Líder! —gritó. —Magníficas palabras —dijo Fomenko en tono solemne—. Ha hecho falta un muchacho para indicar el camino a los demás. Este joven továrich, este camarada, es un auténtico proletario, un hombre del futuro. Una mujer de la fila de detrás de Piotr se puso de pie y, alzando la voz, repitió: —¡Larga vida a nuestro Gran Líder! —Iósif Stalin, el Padre de nuestra nación. —La voz de Fomenko se elevó hasta las vigas, desde donde los restos de los santos los contemplaban—. Él es quien porta la antorcha que Vladímir Ilich Lenin encendió para nosotros a través de la gran Unión de Soviets. Stalin es quien nos está liberando de los saboteadores y los subversivos, los destructores y los que quieren estropear y destruir el impulso hacia el gran Plan Quinquenal. —El director unió las manos en la espalda—. Debemos unirnos en la gran lucha para alcanzar la victoria del comunismo. —¿Y qué os parecería un poco de pan para comer en vez de una gran lucha? — preguntó Pokrovski. Yuri lo contempló con el ceño fruncido; Piotr se sentía atrapado entre ambos. Vaciló, se puso de pie y en voz baja declaró: —El camarada Stalin nos alimentará. A su lado oyó que el herrero soltaba un gemido y lo obligaba a sentarse en el banco. Uñas negras como cucarachas se clavaron en sus carnes recién lavadas e intentaron retenerlo, pero Piotr estaba decidido y comenzó a entonar las palabras de La Internacional: —«Arriba los pobres del mundo, en pie los esclavos sin pan...» —Camaradas. El hombre que tomó la palabra estaba sentado junto a Fomenko ante la mesa, una Página 95 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

figura corpulenta de rostro liso y bien alimentado, cabellos crespos y ojos extrañamente descoloridos. Llevaba una elegante chaqueta de cuero e incluso Piotr se dio cuenta de que el precio de esa prenda habría bastado para alimentar a la familia de Anastasia durante un mes. Ese hombre era el subdirector del distrito, enviado por el raikom, y por más que Yuri insistiera que suponía un honor que asistiera a la reunión, Piotr no lo consideró así. Más bien parecía una reprimenda. —Camaradas —repitió el hombre, y luego hizo una pausa, aguardando a que reinara el silencio más absoluto. Fomenko se inclinó hacia atrás en la silla cediendo el control a su superior de inmediato. Los presentes callaron. —Estoy orgulloso de encontrarme aquí, camaradas. Con vosotros, mis hermanos, los trabajadores del koljós Flecha Roja. Todos me conocéis. Soy Aleksandr Stírjov, subdirector del comité del raion. Soy un hombre del pueblo y traigo un mensaje de nuestro comité. Elogiamos lo que habéis logrado hasta ahora en este año difícil y os instamos a que hagáis mayores esfuerzos. En el pasado agosto el fracaso de la cosecha fue obra de destructores y saboteadores financiados por los poderes extranjeros y sus espías, confabulados para destruir nuestro gran avance hacia la tecnología. A lo largo de diversas zonas de Rusia nos vimos obligados a apretarnos el cinturón un par de muescas... —O tres —gritó un hombre desde la parte trasera de la sala. —Tu propio cinturón no parece muy apretado, subdirector Stírjov —dijo otra voz. —Escúchame, camarada subdirector, mi hijo menor ha muerto de hambre. Piotr reconoció la voz: era la madre de Anastasia; nunca olvidaría la mañana en la que la vio meciendo a su bebé muerto entre los brazos. Ese día Anastasia no asistió a clase. Stírjov frunció los labios. —Es verdad, hubo cierta escasez. —Es una hambruna —proclamó Pokrovski a un lado de Piotr—. Una jodida hambruna. Hay gente muriendo por todas... —El camarada subdirector Stírjov es un hombre ocupado —se apresuró a interrumpirlo Fomenko—. No está aquí para perder el tiempo escuchando tus comentarios, Pokrovski. No hay una hambruna, eso solo es un rumor difundido por los destructores que causaron escasez saboteando nuestras cosechas. —Eso es mentira. Stírjov se volvió hacia el herrero. —Te recuerdo. Ya eras un alborotador la última vez que estuve aquí. No me obligues a apuntarte en la lista de quienes difunden afirmaciones negativas, de lo Página 96 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

contrario... —dijo, sin acabar la frase. Todo el mundo sabía lo que les ocurría a los agitadores. Pokrovski tensó sus grandes hombros como si se dispusiera a golpear el yunque con un martillo, pero no dijo nada que el camarada subdirector pudiese oír. Solo Piotr oyó las palabras masculladas. —Que te jodan, lameculos. —Herrero —dijo Stírjov bajando la voz, y cogió una hoja de papel del montón de encima de la mesa—. Aquí tengo una lista de las cosas que has confeccionado y de los servicios que has llevado a cabo en esta aldea, actividades no estrictamente destinadas al koljós. De hecho, no destinadas a la granja colectiva. Pokrovski se pasó la mano por la rapada cabeza con gesto indiferente. —¿Y qué? —Pues que fabricaste un bebedero de metal para las gallinas de Lenko, reparaste la chimenea de una estufa para Elizaveta Lishnikova, arreglaste la rueda del carro de Vlásov, el mango de una sartén para Zakarov... —dijo. Alzó la mirada de sus ojos de reptil y escudriñó a Pokrovski—. ¿Es necesario que prosiga? —No. ¿Adónde quieres ir a parar? —¿Te han pagado por esos objetos y servicios? —No, no exactamente. Pero sí me los agradecieron con verduras y un pollo. Y Elizaveta Lishnikova me remendó mis camisas. Coser no se me da muy bien —dijo, alzando sus gruesos dedos. Una suave risita resonó entre los bancos—. Lo dicho: no me pagaron, no exactamente. —Sin tus servicios, y aquí dispongo de una larga lista de ellos, no habrías recibido dichos regalos, así que creo que podemos considerarlos un pago. —Puede ser. —Lo cual te convierte en un especulador privado. Un suspiro general interrumpió el silencio. Piotr ya no estaba observando al subdirector Stírjov; dirigió la mirada al director Fomenko y vio que los músculos del cuello se le tensaban. Todos sabían lo que les ocurría a los especuladores. El pánico se apoderó de Piotr y miró en torno. Entonces la vio, una figura inmóvil de pie junto a la puerta. Era la joven del bosque, la de los cabellos color luz de luna. La mirada de sus ojos azules estaba clavada en el muchacho. Se le formó un nudo en la garganta y apartó la vista con rapidez. ¿Por qué estaba allí la fugitiva? ¿Acaso era una destructora y una saboteadora llegada para causar problemas? ¿Debiera decir algo? Ojalá poseyera la absoluta certeza de Yuri y supiera cómo actuar en un mundo blanco y negro. Inspiró profundamente y se puso de pie de un brinco. Página 97 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Tengo algo que decir, camarada director.

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17 Sofía se dio cuenta de lo que iba a suceder, pero no culpó al muchacho por ponerse de pie. Estaba atrapado, seducido por el entusiasmo arrollador; ella había notado cómo aumentaba cada vez que se volvía para lanzar miradas furibundas a los imperturbables campesinos que lo rodeaban y también por la manera en la que se inclinaba hacia el muchacho joven y apasionado a su lado y se apartaba del disidente herrero, el muchacho que parecía salido de un cartel propagandístico. No, no lo culpaba, pero eso no significaba que no fuera a luchar contra él, así que se apresuró a situarse en el pasillo entre las hileras de bancos. —Camarada subdirector. Pronunció las palabras con toda claridad, apagando la voz débil del muchacho. Inmediatamente, todos apartaron la mirada de Piotr y se centraron en la recién llegada. Un murmullo recorrió la sala. —¿Quién es? Kto eto? —Me llamo Sofía Morózova —dijo, y el corazón le latía como un caballo desbocado—. Tras la muerte de mi tía he viajado desde Garinzov, que se encuentra cerca de Lesosibirsk, en el norte. Soy la sobrina política de Rafik Ilian, el que cuida de vuestros caballos. Las cabezas se volvieron hacia Zenia, sentada junto al hombre alto de melena leonina. Zenia asintió, pero mantuvo la vista al frente y permaneció callada. —¿Qué deseas decir, camarada Morózova? —preguntó Stírjov. Una de esas untuosas sonrisas le atravesaba la cara, esas que ella conocía demasiado bien y que le daban ganas de escupir. —He acudido a esta reunión para ofrecer mi trabajo durante la cosecha, camarada subdirector. Quien respondió fue el director Alekséi Fomenko. —Damos la bienvenida a quien quiera ayudar durante la cosecha, cuando las horas son largas y la labor, dura. ¿Has trabajado en el campo con anterioridad? —Sí —dijo Sofía—. He trabajado en el campo. —¿Dónde? Página 99 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—En la granja de mi tía. —¿Qué clase de trabajo? —Ella criaba cerdos y cultivaba cebada. Voces entusiastas surgieron entre los bancos. —Me vendría bien en mi brigada. —La necesitamos en los campos de patatas —gritó una mujer—. Pero es un trabajo muy duro. —No parece capaz de realizar trabajos duros, Olga. Es muy delgada. —Soy fuerte —insistió Sonia. Una mujer que llevaba un pañuelo floreado en la cabeza y calzaba botas de goma estiró el brazo desde el banco más próximo y clavó un dedo calloso en el delgado muslo de Sofía. —Tiene buenos músculos. —No soy un caballo —protestó Sofía, pero en tono cordial. Las mujeres rieron. Alekséi Fomenko golpeó la mesa. —¡Basta! Muy bien, Sofía Morózova, te encontraremos trabajo y supongo que Rafik responderá por ti. —Sí, mi tío responderá por mí. —¿Te has registrado como residente en la oficina del koljós? —Todavía no. Entonces Fomenko hizo una pausa y ella vio que los músculos de su rostro se tensaban y que comenzaba a dudar de ella. —Debes hacerlo mañana mismo, por la mañana. —Por supuesto. El muchacho se volvió y la contempló, la mirada de sus ojos oscuros era furibunda al tiempo que se disponía a hablar, y entonces Sofía jugó su mejor carta. Le lanzó una sonrisa al muchacho y dijo: —Sé conducir un tractor.

Piotr notó que el temor que ella le infundía se desvanecía. Durante un instante fue como un ácido que le quemaba la garganta y un momento después sabía a miel, dulce y empalagoso. Se sentía confuso. ¿Qué le había hecho? Ella era una enemiga del pueblo, estaba convencido de ello, porque, de lo contrario, ¿por qué habría de huir por el bosque? Pero al contemplar los rostros de los demás no lograba comprender por qué ellos no lo notaban. ¿Qué era? ¿Una vedma? ¿Una bruja? —Pokrovski —gimió. Página 100 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

El herrero se volvió hacia él. —¿Qué pasa, muchacho? —Aún tengo algo que decir. —Pues quédate quieto y cierra el pico —gruñó el hombre. Toda su atención estaba centrada en la desconocida. Piotr sabía que los conductores de tractores eran más valiosos que el mejor caviar del mar Negro. El estado organizaba cursos en todos las destacamentos de máquinas y tractores del país, y un conductor de tractores recibía un pago mayor en días de trabajo, a veces incluso en efectivo, pero de momento nadie de la aldea colectiva de Tivil había logrado obtener un puesto en uno de los abarrotados cursos. La fugitiva había echado mano de la llave de oro ideal para abrir la puerta del koljós, porque un tractor reduciría a la mitad el pesado trabajo de la siguiente cosecha. —¿Una conductora de tractores? —repitió Fomenko. —Sí —respondió ella. —¿Tienes el certificado del DMT? —Sí, lo tengo. Estaba mintiendo, Piotr estaba seguro que mentía; oyó el engaño en sus palabras. —Eso es una excelente noticia, otlichnaya novost —dijo Stírjov—. Beneficiará a toda la aldea, desde luego, pero... —Hizo una pausa y la mirada de sus ojos descoloridos de pronto se volvió más dura—. Pero esta noche he acudido para informaros a todos de las cuotas que habéis de cumplir para la cosecha de este año. El Estado exige que vuestra cuota de contribuciones sea más elevada. Una oleada de consternación recorrió la sala y una mujer estalló en sollozos; las protestas masculladas producían un sonido similar al que hacen las ratas al corretear por un campo de trigo. Después llegó la ira. Piotr la percibió como una bocanada de aire caliente en la nuca. Estaba seguro de que, de un modo extraño, la fugitiva era la causa de esa consternación, que su presencia atraía el desastre a la aldea. —¡Silencio! —Fomenko aporreó la mesa—. Escuchad al camarada Stírjov. —Estamos escuchando —dijo Ígor Andreev, un jefe de brigada, en tono razonable. Su perro de caza soltó un aullido—. Pero en diciembre pasado el politburó ordenó la incautación de la mayoría de nuestros cereales y nuestras patatas para alimentar a las ciudades y al Ejército Rojo, así que la cosecha de esta estación es más pequeña que los testículos de una musaraña. Ni siquiera podemos cumplir con las cuotas actuales — añadió y le lanzó una mirada apagada a Fomenko—. Estaremos comiendo ratas, director. —Si trabajáis duro, comeréis —replicó Fomenko en voz baja—. Stalin ha anunciado la eliminación de la pobreza y el hambre en el campo. Trabajad duro — Página 101 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

repitió— y habrá suficiente comida para todos. Stírjov aplaudió vigorosamente. Yuri lo imitó y unos cuantos más lo remedaron con escaso entusiasmo. —Esta semana —anunció Stírjov sacando pecho bajo su chaqueta de cuero—, Stalin inaugurará el canal de Belomorsk. Ciento veinte millones de toneladas de tierra congelada fueron retiradas mediante el trabajo duro y ahora el mar Báltico está conectado con la zona central de Rusia. Solo el aumento del comercio de madera proporcionará un torrente de prosperidad y de divisas a nuestro gran Estado soviético y a sus habitantes. Y también a vosotros, hermanos de Tivil, así que no habléis de fracaso. Ya veréis lo que podemos lograr si todos trabajamos juntos y seguimos la visión de nuestro líder. El primero en ponerse de pie fue Leonid Logvinov, el hombre pelirrojo al que aún llamaban sacerdote aunque su iglesia había desaparecido hacía tiempo. Logvinov cogió su crucifijo de madera y lo apuntó directamente a Stírjov. —Que Dios te perdone tus delitos —tronó— y las mentiras blasfemas de tu anticristo. —Demasiado lejos, sacerdote, has ido demasiado lejos —vociferó Stírjov, aporreando la mesa metálica. Pero en ese preciso instante la gran puerta de roble del otro extremo de la sala se abrió, golpeó contra la pared con gran estrépito y una oleada de aire gélido barrió la estancia. Mijaíl Pashin avanzó a lo largo del pasillo central, despeinado y con el traje arrugado. —¡Papá! —exclamó Piotr. Pero Mijaíl Pashin no lo oyó. —¡Salid de aquí! Esos dos os han engañado —vociferó, señalando a los dos hombres sentados detrás de la mesa en el estrado—. Os han mantenido aquí encerrados mientras las fuerzas de la Agencia de Procuración de Cereales están saqueando vuestras casas. Están destrozando vuestras buhardillas en busca de provisiones ocultas de cereales, vacían vuestras despensas y roban vuestras gallinas para cumplir con sus cuotas. Un gemido se elevó desde los bancos y el pánico impulsó a todos a ponerse de pie. —¡Id a casa! —gritó Mijaíl por encima del alboroto—. Antes de que muráis de hambre.

Solo a duras penas Mijaíl Pashin logró controlar su cólera. Soltó el aliento violentamente y se apartó para dejar paso a los aterrados aldeanos que empujaban, Página 102 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

luchaban por abrirse paso y gritaban, cien personas procurando cruzar la puerta como si los lobos de gorras azules estuvieran pisándoles los talones soltando gruñidos feroces. Al verlos, Mijaíl pensó que las personas se estaban convirtiendo en borregos. Stalin les cortaba la cola, pero ni siquiera soltaban un balido a pesar de que, desde la implantación del colectivismo, campesinos muertos de hambre se apiñaban en todas las estaciones del ferrocarril, tratando de alcanzar las ciudades. Él mismo los había visto, mendigando en las calles de Járkov y de Moscú, vendiendo su alma por un par de kopeks. Escudriñó las cabezas con mirada urgente. ¿Dónde estaba Piotr? Debía de estar allí, en alguna parte; apretó los dientes al pensar en la capacidad aparentemente inagotable de su hijo para absorber propaganda comunista, aunque en ese momento lo único que quería era encontrarlo y ponerlo a salvo. Esa noche estallaría la violencia. En cuanto esa idea se le cruzó por la cabeza, se oyó un disparo de rifle en el exterior, resonó en las paredes de las izbas y estremeció el valle. En la sala una mujer soltó un alarido. La multitud se volvió menos densa. De pronto una piedra hizo añicos una de las ventanas laterales al tiempo que alguien manifestaba su ira. Astillas y gotas de lluvia se desparramaron sobre los bancos desiertos. Mijaíl tomó aire. —¡Piotr! —rugió. —¡Papá! El alivio se adueñó de Mijaíl al ver a su hijo. El muchacho estaba en la parte delantera, procurando zafarse de las manos de Pokrovski; el herrero lo aferraba, indiferente a las patadas de Piotr, y lo mantenía fuera de peligro. El padre del chico alzó una mano para saludar al herrero. —Spasibo —articuló. Pokrovski le lanzó una sonrisa torcida, pero dirigió la mirada a la ventana rota y las hojas que se arremolinaban a merced del viento como si fuesen un augurio. El corpulento herrero se pasó un dedo de la mano libre por la garganta. Smert. La muerte estaba allí fuera.

—Siempre pareces ser portador de malas noticias. Mijaíl no cesó en su esfuerzo por abrirse paso a codazos hasta la parte delantera de la sala, pero le echó un breve vistazo a la persona que había hablado. Se sorprendió al ver que era la muchacha con la que se había encontrado en aquel instante antes del amanecer iluminado por las velas, la sobrina del gitano, la que parecía haber llegado desde un mundo distinto. Sus extraños ojos azules lo Página 103 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

contemplaban como si vieran a otra persona, esa a la que uno mantiene oculta de la vista del público. Estaba de pie en el pasillo, inmóvil como una piedra, dejando que la multitud pasara a ambos lados de ella, y le sonreía. ¿Por qué diablos sonreía? —Hoy en día casi todas las noticias son malas —masculló él. Ella asintió con la cabeza y después dijo: —No siempre. Mijaíl quiso pasar a su lado y alcanzar a Piotr, pero algo en ella lo detuvo durante un momento, y cuando una anciana babushka le pegó un codazo y lo empujó contra la muchacha, se descubrió contemplando su rostro a pocos centímetros del suyo. Percibió el dulce aroma del enebro en su aliento. Era muy delgada, los huesos destacaban bajo la piel y las moradas sombras del hambre manchaban los huecos de su rostro. Pero sus ojos eran extraordinarios. Más amplios y más azules que un cielo estival, resplandecientes a la luz de las lámparas, llenos de algo salvaje. Y la burla asomaba a ellos. Durante un extraño e inquietante momento creyó que ella contemplaba su interior y hurgaba en sus secretos. De pronto, recordó la velada amenaza que ella había insinuado la última vez que hablaron y dio un paso atrás. —Deberías ir a casa —dijo, en un tono más brusco de lo que había sido su intención. —¿A casa? —Ella ladeó la cabeza y lo observó—. ¿Y eso dónde está? —Estás viviendo con los gitanos, ¿no? —Sí. —Entonces no seas insensata y vete allí. La noche acaba de empezar. —Los que solo acabamos de empezar —dijo ella en voz tan baja que Mijaíl apenas oyó sus palabras en medio del alboroto—, somos tú y yo. Él frunció el ceño y meneó la cabeza. Cada vez que la veía, esa mujer lograba desconcertarlo. Entonces se apartó de la sonrisa de ella y volvió a gritar: —¡Piotr! El herrero soltó al muchacho y este comenzó a encaramarse por los bancos para acercarse a su padre. Pero a mitad de camino el sacerdote Logvinov permanecía de pie, erguido como un espantapájaros en uno de los bancos, y la roja melena le rodeaba la cabeza como las llamas mientras blandía la cruz como si fuese un arma. —¡Abominación! —rugió, apuntando con el dedo hacia el pecho de Stírjov, como si pudiera penetrar hasta el corazón blasfemo que albergaba—. «No tendrás otro Dios que yo, dijo el Señor.» —¡No lo hagas, sacerdote! —gritó Mijaíl. Vio que Stírjov, que estaba solo en la plataforma, empujaba la mesa y la derribaba. Página 104 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

La mesa cayó con un chirrido metálico. Sin la menor prisa, el subdirector del raikom extrajo una pistola Mauser de la chaqueta de cuero y la apuntó directamente a la figura vociferante del sacerdote, situada a menos de diez metros de distancia. —¡Al suelo, sacerdote! —gritó Mijaíl, y se lanzó hacia el banco. Pero quien lo salvó fue la muchacha desconocida. —Aleksandr Stírjov —gritó con voz clara y sonora. La boca de la pistola dejó de apuntar al sacerdote al tiempo que el subdirector volvía la cabeza. Ella se limitó a sonreírle, pero la punta rosada de la lengua de Stírjov asomó entre sus labios en el acto. La sonrisa de ella se volvió más amplia y cálida, y lo distrajo. Eso dio a Mijaíl tiempo suficiente para alcanzar al sacerdote, arrastrarlo hasta la multitud y obligarlo a avanzar hacia la puerta junto con los demás. —Christe eleison —proclamó el sacerdote en tono solemne—. Que Cristo se apiade de nosotros en este mundo de incrédulos. De repente el rostro preocupado de Piotr apareció junto a Mijaíl, quien agarró el brazo de su hijo con una mano y con la otra el de la muchacha, y los arrastró a ambos hacia la puerta.

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18 Campo Davinski Julio de 1933 Ana robó media patata de la cocina del campo. Robar empezaba a dársele bien, ¿o acaso se debía a que se estaba volviendo invisible? Era bastante posible. Cuando se miraba los brazos y las piernas lo único que veía bajo las picaduras de los mosquitos era un esqueleto cubierto por una película gris casi transparente, tanto que los huesos destacaban debajo de esta en toda su blancura. A veces los tocaba con un dedo... para comprobar su resistencia, se decía a sí misma, pero en realidad lo hacía para asegurarse de que aún estaban allí. No quería robar la patata, como tampoco el pan que hurtó la semana anterior o el grasiento trozo de carne de cerdo del que se apropió la semana antes de esa, porque cada vez sabía que la descubrirían, como así solía ocurrir. Un chillido de protesta de una de las cocineras, una mano que la aferraba y la arrojaba al suelo... pero siempre demasiado tarde, porque ya se había metido el trozo de comida en la boca antes de que pudieran arrebatárselo. Soportaba los azotes de castigo y rezaba para que los palitos blancos debajo de la piel no se quebraran. De momento habían resistido, aunque en una ocasión estuvieron a punto de romperse. Si volvían a descubrirla robando, le dispararían un tiro en la cabeza. Notó el trozo de patata descendiendo por su esófago milímetro a milímetro y bajando hasta el estómago, donde se acomodó, tibio y reconfortante como un amigo. Se pegó una palmadita en la cavidad donde suponía que aún estaba su estómago: no, no como un amigo. A causa de una amiga, a causa de Sofía. Ana sonrió y se sintió invadida por una dicha absurda. Había logrado algo positivo, se había mantenido con vida un día más, y esa vez resultó tan fácil que le pareció increíble. —¡Eh, tú! —le había gritado un guardia, ese que tenía las cejas cubiertas de costras, cuando permaneció en el patio después de que pasaran lista—. Ven aquí. Bistro! Página 106 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Cuando se movía, Ana tenía que concentrarse de forma consciente para deslizar un pie hacia delante, después el otro y luego una vez más el primero. Era como empujar troncos de árboles cuesta arriba; ella avanzaba con lentitud y el guardia estaba impaciente, así que le golpeó el codo con la culata del rifle. —Descarga esas cajas y llévalas a la cocina. Y hazlo con cuidado, suka, zorra estúpida. Son nuevos. Resultó así de sencillo. Mover cajas, descargas cazos. Mantener la vista baja. Colocar cada cazo de hierro en un estante. Deslizar una patata en el bolsillo. Sin palizas. Sin encierro en una celda de castigo. —Por ti, Sofía —musitó, y se frotó el lugar satisfecho ocupado por la patata. Se lo había prometido a sí misma y también a Sofía, pero la espera era dura, y una y otra vez tuvo que luchar contra la idea de que tumbarse en el suelo y morir era mucho más fácil. Soltó un áspero jadeo y empezó a toser. «¿Vendrás, Sofía? ¿O tal vez la vida allí fuera es demasiado bonita?»

—¡Escuchad! —exclamó Ana con el hacha aún alzada, interrumpiendo su tarea de cortar ramas—. ¡Escuchad eso! Las otras prisioneras titubearon. Era el canto de un ave, una nota pura y sedosa que ascendía y descendía con el dulce sonido de la libertad. El corazón de Ana se encogió. —Sigue con tu labor, no seas insensata —gruñó la moscovita de baja estatura que había trabajado todo el día a su lado con la precisión de una máquina. —Es bello —insistió Ana. —¿De qué me sirve la belleza? No puedo comerla. Ana volvió a cortar ramas de árbol. El pino alto y elegante estaba tendido a sus pies, rígido como un soldado caído y rezumando su pringosa resina. Hacía mucho tiempo que ya no sentía pena por el bosque y la sistemática masacre de miles de árboles, porque en un campo de trabajos forzados no había lugar para semejantes sentimientos. Lo único que existía era el trabajo, el sueño y la comida. Trabajar. Dormir. Comer. Sobre todo comer. De vez en cuando se asustaba cuando sentía que empezaba a perder su humanidad, temiendo estar convirtiéndose en un animal del bosque, masticando ramitas y rascando la tierra en busca de raíces. Y entonces un pajarillo de color pardo había abierto el pico y el sonido que emitió hizo que volviera a formar parte de la especie humana, que recordara un vals de Chopin y los brazos de un hombre joven rodeándola. El corazón se le encogió de dolor. —Sí —dijo, dirigiéndose a la espalda encorvada de la moscovita—. Puedes Página 107 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

alimentarte de belleza. —Blyad! —exclamó la mujer en tono desdeñoso—. Estarás muerta antes de que acabe el año.

Ana no tenía la menor intención de morir. Al menos no de momento. Clavó el hacha en la aromática madera blanca con gesto decidido, desprendiendo las últimas ramas y avanzando hasta el siguiente tronco de la hilera. En torno a ella, hasta donde alcanzaba su vista, figuras encorvadas cortaban, cercenaban y maldecían por entre los miles de pinos talados, preparándolos para ser transportados río abajo. Ana pegó una palmada a los voraces insectos posados en su piel empapada de sudor; ese día los mosquitos la torturaban más que de costumbre, el sol le abrasaba la piel, calentando ese paisaje anegado, y el zumbido de los mosquitos flotaba por encima del cenagoso terreno. Los insectos enloquecían a todos, pero ella le había prometido a Sofía que aguantaría. «Date prisa, Sofía.» No se permitía considerar que tal vez su amiga estaba muerta. Era una idea demasiado dolorosa, demasiado negra y demasiado grande como para caber en su cabeza. Para alejar este temor observaba el bosque todos los días, procurando detectar un movimiento entre los árboles, una sombra que no debería estar allí. Recordaba con total claridad la primera vez que vio a Sofía. Fue en el invierno de 1929, poco después de que Ana llegara al campo, cuando aún era inexperta y blanda, como la leña que estaba cortando.

—Davay! Davay! En marcha, escoria de la tierra. Los guardias patearon la nieve endurecida, tenían prisa por desplazar las brigadas de prisioneras hasta la siguiente tala de pinos, situada a una versta de distancia. —Bistro! ¡Deprisa! Ana había maldecido su hacha. Era demasiado pequeña y poco afilada, y la hoja se había quedado atascada en la madera. —Bistro! Ana se había arrodillado en la rama, agrandando la distancia entre esta y el tronco, y logró arrancar el hacha. Todo le dolía: los músculos de la espalda, la piel que le cubría las rodillas, las llagas de los pies, los tendones de las muñecas, hasta los dientes. Y entonces le salieron unas lesiones en la cara y eso la asustó. Golpeó las últimas dos ramas con la herramienta una y otra vez, pero un nudo duro como el hierro Página 108 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

se resistía a los hachazos y Ana empezó a entrar en pánico. Desesperada, tironeó de la rama con las manos, consciente de que las otras brigadas avanzaban, pero se le desgarraron los guantes y sintió un dolor punzante en los dedos. Entonces una mano fuerte y musculosa la agarró del hombro y la apartó con brusquedad antes de que pudiera protestar. Un hacha trazó un amplio arco a un palmo de su mejilla, un borrón azul en el aire blanco, una hoja muy afilada cortó la rama y esta aterrizó en la nieve con un chasquido, seguida casi de inmediato por la segunda rama. El árbol estaba desnudo y listo para ser arrastrado. Ana había observado a la dueña del hacha. Era una joven alta, envuelta en el tosco uniforme reglamentario del campo debajo de una chaqueta acolchada, con su número de prisionera en la parte delantera y la espalda, y un gorro de lana con orejeras atado bajo la barbilla. Capas de harapos le cubrían las piernas y en los pies llevaba zapatos confeccionados con corteza de abedul y viejos neumáticos, todo sujetado con un cordel. —Spasibo —dijo Ana, agradecida. Los hachazos suponían gastar energía y allí la energía era como oro en polvo, así que nadie la malgastaba en los demás. La salvadora de Ana la contempló con sus grandes ojos azules, y su tez era tan gris como el cielo. Pero no presentaba lesiones. —Spasibo —repitió Ana. —No lo haces bien —dijo la otra prisionera—. Has de levantar el hacha por encima de la cabeza, así cobra impulso. Entonces se encogió de hombros y se dispuso a alejarse. —Me llamo Ana —gritó ella a sus espaldas. La joven se volvió y le lanzó una mirada pensativa, con los ojos entornados a causa del viento. —Me llamo Sofía.

Eso fue en 1929, hacía solo cuatro años, pero parecía una eternidad. En la época en la que cuatrocientos gramos de repugnante pan negro al día eran como morir de hambre, cuando este escaso alimento le pesaba en el estómago como arcilla mientras se esforzaba por trabajar más duro en el bosque, porque su técnica con el hacha había mejorado. El comandante del campo dejó muy clara la siguiente regla: cuanto más trabajaran, tanto más comerían. Así que solo cuando su brigada cumplía toda la cuota Ana recibía su ración completa de setecientos gramos de paiok. —Vendería mi alma por setecientos gramos de pan. Su intención no había sido pronunciar estas palabras en voz alta, pero durante esos primeros días, cuando aún se estaba adaptando al hecho de encontrarse prisionera, Página 109 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

había descubierto que hacía cosas extrañas: de noche, cuando sus sueños se volvían demasiado dolorosos, se clavaba las uñas en los muslos con tanta fuerza que sus carnes se cubrían de verdugones escarlatas, y también había empezado a pronunciar sus ideas íntimas en voz alta. Eso la preocupaba; estaba perdiendo el control y solía echar un vistazo en derredor del barracón para comprobar si alguien la había oído. La mayoría de las mujeres se apiñaba en los extremos, donde las estufas proporcionaban un poco de calor, no suficiente como para evitar que una delgada capa de hielo cubriera la parte interior de las mugrientas ventanas, pero sí lo bastante para crear una ilusión de tibieza. Otras permanecían tumbadas en sus camastros en silencio. El barracón albergaba diez literas de tres camastros superpuestas, apretujadas las unas contra las otras a ambos lados del recinto; cada cama consistía en una dura tabla destinada a acoger dos personas, pero ocupada por cinco todas las noches. A veces era imposible darse la vuelta o hacer algo que no fuera permanecer inmóvil, tendida de costado: los huesos de las caderas no tardaron en cubrirse de llagas y existía un orden jerárquico que determinaba que las más fuertes y más en forma ocuparan los camastros superiores. Aquella noche, a la luz de las lámparas, algunas de las mujeres jugaban a cartas confeccionadas con trozos de papel y un grupo discutía en voz alta en una de las camas superiores al tiempo que negociaban por la majorka y la sal. —Tu alma no vale setecientos gramos de chleb. Desconcertada, Ana alzó la vista. Era la voz de Sofía, la muchacha que la había ayudado. Ana estaba sentada al borde de su tabla en la cama inferior, sometida a las corrientes de aire, intentando remendar un agujero de su guante. La aguja que había fabricado con una astilla de madera y el hilo que había desenrollado de la manta le servían bastante bien pese a la escasa luz de las lámparas de queroseno. —Mi alma —dijo Ana con firmeza— vale un buen desayuno. Y no me refiero a la asquerosa papilla de kasha que nos dan por la mañana. La joven alta la escudriñó con sus ojos azules, como si fuese un espécimen recientemente descubierto bajo un microscopio. Sofía estaba apoyada contra el montante de la cama de Ana y parecía cansada; una manta marrón oscura le envolvía los hombros y, en comparación, su cabello rubio platino parecía más brillante. Lo llevaba corto, al igual que todas las demás: la solución obligatoria de las autoridades al problema de los piojos. Su tez presentaba el matiz grisáceo de la malnutrición, pero sin llagas ni lesiones, y sus dientes eran asombrosamente blancos. —Me refiero a un desayuno de tres huevos fritos, de yemas amarillas como el sol y claras esponjosas como las nubes estivales, y una gruesa loncha de jamón, sonrosada y suculenta, rodeada de una fina tira de grasa que se derrite en la lengua como... —Continúa, continúa —dijo la babushka ucraniana, tocando la espalda de Ana con Página 110 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

un dedo huesudo. La mujer estaba tendida en el diminuto espacio de su cama a espaldas de Ana, quien creyó que estaba dormida, porque por una vez no tosía, pero la mención de la comida incluso penetró en sus sueños. —El pan —susurró la anciana—, háblame del pan que acompaña los huevos y el jamón. —El pan es blanco, recién salido del horno, tan ligero y tierno que absorbe la yema del huevo como una esponja y sabe divinamente. —¿Y el café? ¿También hay café? —Oh, sí. —Ana cerró los ojos y soltó un suspiro de placer que se desplegó en su interior como un delicado abanico que casi había olvidado cómo abrir—. El café es tan negro y cargado que su aroma... —ella y la anciana inspiraron profundamente en un intento de percibir su fragancia—, basta para que se te haga... —Ya basta. Ana abrió los ojos. —Basta —dijo Sofía, con una mirada oscura y colérica—. ¿Por qué te torturas? —Un día volveré a saborear esos huevos y ese café. Lo juro —contestó Ana en tono feroz. —Dura! Eres tonta —replicó Sofía, y se alejó en dirección al otro extremo del barracón. Ana observó a la joven mientras esta se encaramaba a su litera superior y se cubría con la manta marrón, arrebujándose como un animal en su madriguera. El dedo huesudo volvió a clavarse en la espalda de Ana. —¿Y manzanas? ¿Rodajas de manzanas con canela? —Sí —contestó ella—. Y un cuenco de mermelada de ciruelas de color violeta oscuro y cubiertas de sirope. —¿Sabes una cosa, malishka?: vendería mi alma temerosa de Dios por un desayuno como ese antes de morir. Ana se volvió y sonrió a la anciana, cuyo cuerpo estaba cubierto de llagas. Acarició la piel de la mano de la babushka con mucha suavidad, porque eran tan delgada que el menor roce podía dejar moretones oscuros como la tinta. —Yo también —susurró. La mujer se esforzó por incorporarse. Su pecho frágil como el de un pajarillo luchó contra el primer ataque de tos y cerró los ojos. —El infierno no podría ser peor que este lugar —murmuró Ana—, ¿verdad?

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Al día siguiente uno de los guardias la llamó. —¡Eh, tú! ¡Ven aquí! El sufrimiento de todas las noches ya había llegado a su fin. La acción de pasar lista, la poverka, era un procedimiento interminable; a veces se prolongaba durante horas a pesar de que las prisioneras apenas lograban mantenerse en pie tras un día de duro trabajo en el bosque. El proceso seguía hasta que los números de las prisioneras alineadas en estrictas filas en la Zona coincidían con los que aparecían en las listas que el comandante sostenía en la mano. El procedimiento se repetía de manera rigurosa todas las mañanas y todas las noches, y todas las mañanas y todas las noches alguien moría. Con las fauces abiertas, los perros pastores alemanes sujetos a sus cadenas observaban cualquier movimiento en las filas. —Tú —gritó el guardia—, número 1.498. Ven aquí. Cuando un guardia escogía a una mujer entre el grupo siempre suponía un problema. Ana se cubrió las orejas con el pañuelo para apagar el sonido de esa voz arrogante y se concentró en seguir caminando. Se ocultó entre un grupo de prisioneras que avanzaban hacia el refugio de los barracones para escapar del viento que congelaba el aire en sus pulmones. El cielo nocturno era una vasta extensión negra y aterciopelada como un gato, tachonado de estrellas e iluminado por la luna llena, cuya luz proyectaba feas y pálidas sombras sobre los rostros y transformaba los largos cobertizos en ataúdes. Ana oyó el chasquido de un rifle, señal de que una bala entraba en la recámara. Se volvió y se enfrentó al guardia; era joven, apenas había empezado a afeitarse. Ella ya había notado que la observaba y que su mirada voraz, más repugnante que los piojos, le recorría la piel. Avanzó por el suelo helado acercándose a ella con aire fanfarrón, con el rifle bajo el brazo y el cañón apuntando directamente al lugar entre las piernas de ella donde él clavaba la mirada, aunque Ana estaba envuelta en una falda y una chaqueta acolchada. —Número 1.498. —Sí —contestó ella, sin alzar la vista. Contempló el suelo a los pies del guardia y cruzó las manos a la espalda, tal como debían hacer las prisioneras cuando un vigilante les dirigía la palabra. —Dicen que estás dispuesta a vender tu alma. —El corazón de Ana palpitó aceleradamente y alzó la vista—. ¿Es verdad? —preguntó el guardia con una sonrisa taimada. —Era una broma, nada más. Tenía hambre. Las stukachs eran unas asquerosas soplonas. Estaban por todas partes, como las ratas de dientes amarillos, intercambiando una pizca de información por un mendrugo de pan. No se podía confiar en nadie; el precio de sobrevivir en el campo era muy Página 112 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

elevado. El guardia le rozó la mejilla con el rifle, arañó una de las lesiones y la obligó a volver la cara mientras presionaba la boca del cañón contra su garganta por debajo del nudo del pañuelo. El metal estaba muy frío y ella notó que su corazón empezaba a latir más lentamente. —¿Tienes hambre ahora? —preguntó. —No. —Creo que mientes, prisionera 1.498. El guardia le sonrió y se relamió los labios ásperos. Estaba de espaldas al foco más próximo, que proyectaba un haz de luz amarilla en la oscuridad de la Zona, de manera que sus ojos parecían profundos agujeros negros en el rostro. Ana sintió el impulso de clavar los dedos en ellos. —No —repitió. —Tampoco es tu alma lo que quiero. —Entiendo. —En ese caso, ¿venderías tu cuerpo a cambio de un buen desayuno? Extrajo un paquete envuelto en papel marrón del bolsillo de su abrigo, se colgó el rifle del hombro, desenvolvió el paquete y se lo tendió. El viento agitó el papel y los pliegues soltaron un chasquido. Contenía dos huevos y una delgada loncha de carne de cerdo. Ana casi soltó un sollozo; clavó la mirada en los huevos, en su redondez parda, en las delicadas manchitas grises, blancas y marrones, en la perfecta curvatura de las cáscaras. Ni siquiera osó contemplar la carne. —Qué, ¿lo harías? El guardia se había movido; estaba de pie a su lado, respiraba entrecortadamente y el vapor de su aliento formaba pequeñas nubecillas de deseo a la luz de la luna. La boca de Ana se llenó de saliva. Sabía que algunas mujeres del campo aceptaban favores de un guardia, acudían a ellos para que las protegieran. Esas mujeres no tenían lesiones en la cara y la muerte no asomaba a sus ojos; se ocupaban de la cocina o del lavadero del campo en vez de trabajar en los campos de muerte del bosque. ¿Tan malo era querer seguir con vida? De mala gana, apartó la vista de la belleza de los huevos y la clavó en el joven rostro del guardia, y en ese momento descubrió que sus facciones expresaban soledad, la necesidad de algo parecido al amor aun cuando no lo fuera. Él estaba atrapado allí tanto como ella, tenía más o menos su misma edad y estaba apartado de todo lo que conocía y apreciaba. Rusia les había robado la vida a los dos y el guardia ansiaba desesperadamente algo más. Un poco de contacto humano, dejar una marca de sí mismo en un mundo inexpresivo y sin rostro. Podría ayudarles a ambos a sobrevivir. El cuerpo Página 113 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

famélico de Ana se inclinó hacia el otro, joven y fuerte. —¿Un buen desayuno? —susurró él con voz seductora. —Que te den —replicó ella, y se alejó en medio de la oscuridad.

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19 Tivil Julio de 1933 A Piotr le pareció que aquella noche Tivil fue devastada y arrasada. —No salgas, Piotr, y mantén la puerta cerrada con llave. Eso fue lo que le dijo su padre. Después el hombre frunció el ceño, encendió un cigarrillo, le pasó la mano por el pelo a su hijo y, cuando estaba a punto de desaparecer en medio del caos nocturno, se detuvo abruptamente y dirigió la mirada a Sofía Morózova, evaluándola. Mijaíl Pashin no le había soltado el brazo, como tampoco el de Piotr, cuando abandonaron la sala de reuniones y los condujo a los dos hasta su casa, donde estarían fuera de peligro, pero en ese momento se disponía a abandonarlos. —¿Puedo pedirte un favor? —le preguntó—. ¿Cuidarás de mi hijo esta noche? —Claro. Cuidaré muy bien de él. Piotr se moría de vergüenza, pero su padre asintió con expresión satisfecha y salió a la calle. Caía una fría llovizna mientras cerraba la puerta y Piotr vio las gotas de agua brillando como diamantes en los cabellos oscuros de su padre. Intentó no preocuparse por su destino. Él y la fugitiva permanecían de pie en el diminuto vestíbulo donde guardaban las botas, los dos a solas en la casa, contemplándose con recelo. Piotr cogió la lámpara de aceite que su padre había dejado encendida en un estante junto a la puerta y entró en la sala de estar. Confió en que ella no lo seguiría, pero no fue así: le pisaba los talones. Ambos callaron. Él dejó la lámpara sobre la mesa y se dirigió a la cocina, donde se sirvió un vaso de agua, bebió con lentitud, contó mentalmente hasta cincuenta y regresó a la sala de estar. Ella todavía estaba allí, inclinada sobre la mesa, contemplando la maqueta a medio construir de un puente mientras sostenía uno de los minúsculos fragmentos de madera entre los dedos. Había docenas de pequeñas y ligeras vigas desparramadas en la superficie. —No las toques —se apresuró a decir él. —Hay que tener mucha paciencia para hacer eso —dijo ella. Página 115 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Papá lo está construyendo —comentó, acercándose—. Yo le ayudo. —Es muy bonito —dijo la mujer en tono grave. Él clavó la vista en una de las elegantes torres de madera sin decir nada. —¿Qué puente es? —El puente Forth, en Escocia —contestó el muchacho, mintiendo. —Comprendo —dijo Sofía, asintiendo con la cabeza. —No toques nada. Ella dejó el trozo de madera en la mesa y miró en derredor de la sala. —Tenéis una casa muy bonita —dijo por fin. Piotr se negaba a mirarla. Claro que era una casa bonita, la más bonita de la aldea. Una gran estufa pechka proporcionaba calor al corazón de la izba, que disponía de habitaciones amplias, una gran cocina y un elegante samovar decorado al estilo jojloma. La casa era luminosa y espaciosa, los muebles elegantes y comprados en una fábrica, no tallados a mano. Piotr echó una orgullosa mirada en torno. Era un hogar adecuado para el director de una fábrica, las mejores alfombras de lana cubrían el suelo pintado de color pardo y había cortinas confeccionadas por las máquinas de la fábrica Levitski. Solo entonces se le ocurrió a Piotr que quizá presentara un aspecto un tanto desordenado. —¿Puedo beber algo? —preguntó ella. Él la miró. Tenía las mejillas sonrosadas; a lo mejor tenía calor. No quería servirle un vaso de agua, quería que se marchara, que lo dejara solo, pero... —¿Puedo beber algo? —repitió la mujer. Piotr regresó a la cocina justo en el momento en el que el reloj de cuco daba las diez y vertió un poco de agua en el mismo vaso que él había utilizado. No se molestó en lavarlo. Pero cuando se apresuró a volver a la sala de estar, la encontró agachada ante el armario triangular en el que su padre guardaba sus cosas privadas. En una mano sostenía una botella de vodka y en la otra, una copita. —Eso es de papá. —No creí que fuese tuyo. —Déjalo donde estaba. Ella esbozó una sonrisita. Piotr la observó mientras la mujer destapaba la botella y servía un poco de líquido en la copita, un líquido que parecía agua pero que no lo era. No sabía qué decir. Ella llevó la botella y la copita hasta el sillón, tomó asiento y alzó la mano en un gesto de brindis. —Za zdorovie! —dijo en tono solemne. —Ese es el sillón de papá. —Lo sé. Página 116 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Cómo puedes saberlo? —Sé muchas cosas sobre tu padre. Ella inclinó la cabeza hacia atrás y vació la copita. Abrió los ojos azules y murmuró unas palabras. —Lo diré —dijo él, rápidamente. —¿Qué es lo que dirás? —Le diré al director Fomenko que eres una fugitiva. —Comprendo. Sofía se sirvió un poco más de vodka y lo apuró de un trago. Cerró los ojos y se relamió, jadeando un poco. Las pestañas se apoyaban en sus mejillas como rayos de luna. —¿Qué te hace pensar que soy una fugitiva? —preguntó, sin abrir los ojos—. Solo hacía una pausa en mi viaje al sur, descansaba en el bosque. —Y en voz baja, añadió —: no tienes pruebas. Él no contestó. —No quiero problemas —añadió ella. —Si no quieres problemas, ¿por qué viniste a la reunión de esta noche? —Te buscaba a ti. El corazón de Piotr dio un vuelco. —Cuando nos encontramos en el bosque ignoraba que eras el hijo de Mijaíl Pashin. Piotr se limitó a clavar la vista en sus zapatos. Había olvidado lustrarlos. —¿Dónde está tu madre? —Se marchó —replicó él, encogiéndose de hombros—. Y no volvió. —Lo siento, Piotr. ¿Cuánto tiempo hace de eso? —Seis años. —Eso es mucho tiempo. Él alzó la vista y la contempló. La joven tenía los ojos muy abiertos, presa de una emoción que no logró descifrar. De pronto resonó un grito en la calle y oyeron pasos apresurados. Piotr deseó estar allí fuera. —¿De verdad sabes conducir un tractor? —Sí. —¿En serio? —Sí. —La mujer le sonrió y él volvió a sentir la dulce miel deslizándose por su garganta. Ella se inclinó hacia delante con el mentón apoyado en una mano—. Por favor, Piotr. Tú y yo podemos ser amigos. El muchacho percibía los hilos de la red acercándose a él, tan finos que resultaban invisibles, pero sabía que estaban allí. Envuelta en sus prendas grises, ella parecía Página 117 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

inofensiva... pero reconoció su determinación, del mismo modo que reconocía la inminencia del trueno tras los nubarrones grises de una tormenta. Se volvió y salió corriendo de la casa.

Elizaveta Lishnikova estaba de pie en el umbral de la escuela, observando al muchacho que corría calle arriba como alma que lleva el diablo antes de desaparecer en la oscuridad. Caía una ligera llovizna, pero ella permaneció inmóvil, tensa y escuchando los gritos y los alaridos de pánico que recorrían la aldea. Formas negras se movían sigilosamente en la noche y vio una niña delgada como un palito arrastrándose junto a la verja que bordeaba la escuela. Su corazón se encogió de dolor. —Anastasia —gritó—, ven aquí. La niña vaciló, temerosa. Llevaba un bulto de tela bajo el brazo. —Ven aquí, niña —ordenó Elizaveta en el tono que utilizaba como directora de la escuela. La niña pasó por la puerta principal y recorrió el sendero a toda prisa, como un ratoncillo asustado. Se detuvo ante Elizaveta con la cabeza gacha y una expresión consternada atravesó su rostro pequeño y delgado. El bulto que llevaba en brazos estaba envuelto en una tela a rayas y la lluvia lo había humedecido. «¡Dios mío! ¿Hemos de vernos reducidos a usar a nuestros hijos para hacer nuestros trabajos sucios?» —¿Qué estás haciendo, Anastasia, vagando por la aldea esta noche? —Los soldados vinieron a nuestra casa —susurró la niña. Moqueaba y se secó la nariz con la manga. —Yo diría que ese es el mejor motivo para quedarte en casa con tus padres. —Mi padre me dijo que... cogiera una cosa... y escapara —respondió la pequeña, sorbiéndose los mocos. La niña apretaba esa «cosa» contra su pecho huesudo y de pronto el inconfundible cacareo de una gallina enfadada surgió del bulto de tela. —¿Por qué la has traído aquí a la escuela, Anastasia? La niña asintió vigorosamente con la cabeza. —Piotr me dijo que lo hiciera. Dijo... —Su vocecita se interrumpió. —¿Qué dijo Piotr? —Dijo que los soldados no registrarían la escuela en busca de comida. —¿Eso dijo? —Dijo que esta noche era el lugar más seguro. —Comprendo. Página 118 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Unos ojos de mirada esperanzada contemplaron a Elizaveta; húmedas mechas de pelo estaban pegadas a sus mejillas; parecían colas de ratón. —Muy bien, Anastasia. Por esta vez puedes entrar en el aula. Siéntate allí al fondo y no hagas ruido, y procura que la dichosa gallina no cacaree. Retuércele el pescuezo si no hay más remedio. La cara pálida la contempló con una expresión de adoración que Elizaveta no deseaba porque sabía que no se la merecía; lo único que se le ocurrió fue que no valía la pena correr semejante riesgo por una gallina. Sí por un hombre, no por una gallina. Durante unos instantes recordó algo ocurrido treinta años atrás, cuando en la lustrosa mesa de comedor de su padre habían reposado seis pollos asados destinados a la cena de una única familia y los restos fueron arrojados a los perros. En ese momento estaba arriesgando su vida por una sola de esas estúpidas criaturas. El mundo estaba patas arriba. En la casa de enfrente, una pareja de soldados de la OGPU se abrían paso a la fuerza. Elizaveta retrocedió al vestíbulo, Anastasia cruzó la puerta y corrió hasta el aula. Una vez dentro, de pronto se animó y mantuvo la cabeza más erguida al tiempo que dirigía una sonrisa a Elizaveta. —Piotr tenía razón —gorjeó—. Siempre tiene razón. Elizaveta suspiró y volvió a dirigir la atención a la calle. En ese preciso momento el director Fomenko entraba en la casa de enfrente pronunciando duras palabras; Elizaveta sintió el impulso de dirigirse allí y pegarle un azote en las manos con una vara. ¿Qué diablos creía que estaba haciendo ese hombre? «No puedes apoderarte de todas las provisiones de la aldea y pretender que sus habitantes sigan trabajando para ti.» Pero de vez en cuando el condenado la dejaba atónita mediante sus inesperados gestos de generosidad, como cuando se encargaba personalmente de conducir uno de los carros del koljós y transportaba a todos los alumnos de la escuela hasta el valle cercano donde celebraban el festival de primavera, o cuando arrancaba las verduras de su propio huerto y contribuía a organizar una fiesta para toda la aldea el día del cumpleaños de Stalin, con sopa, pan negro y gallina hervida. A un lado vio el brillo de unos cabellos rubios iluminados por una antorcha. Era la desconocida, la supuesta sobrina del gitano. ¿Y ella por qué andaba correteando por ahí en medio de la oscuridad? Y encima muy cerca de la iglesia. El corazón de Elizaveta palpitaba con fuerza. ¿Acaso la muchacha estaba conduciendo las tropas hasta allí? ¿Descubrirían la cámara? «¿Dónde estás, Pokrovski?» Por Dios: ese era uno de los motivos por los cuales no se había casado: siempre pasaba lo mismo, cuando necesitabas a un hombre, nunca estaba allí. Página 119 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Rafik luchó contra ellos mentalmente. No causó heridas más que en su propia imaginación, pero la ira lo consumía. Llegaron los uniformados, de uno en uno, en parejas y tríos, con la cabeza llena de paja seca que él podía encender con un toque del dedo o una mirada. Rafik manipuló sus débiles pensamientos y los obligó a retroceder casa por casa, proporcionando tiempo para que los aldeanos hicieran desaparecer las provisiones de las despensas y las ocultaran en el bosque. Sacos de cereales, carne de cerdo, quesos... todos desaparecieron en la oscuridad, pero los uniformes se arrastraban por todas partes, eran demasiados para él. El dolor comenzó cuando seis de ellos se le enfrentaron. Superaban sus fuerzas, pero cuando vio llorar a la dueña de la casa mientras les suplicaba a los rostros pétreos que dejaran algo de comer para su familia, supo las consecuencias que tendría para la aldea el hecho de que él se detuviera. Así que no se detuvo... y entonces comenzó a pagar por ello. Un dolor punzante estalló en su cabeza y se tambaleó con la boca llena de sangre. —Zenia —musitó. Antes de que la palabra acabara de brotar de sus labios su hija ya estaba a su lado en medio de la oscuridad, sosteniendo un diminuto frasquito que contenía un líquido verde. Su mirada buscó la de su padre y él vio cuán grande era su temor por él, pero Zenia en ningún momento lo instó a dejar de hacer lo que hacía. —La poción no detendrá el daño, pero mitigará el dolor —dijo, y le roció las sienes con un paño que olía a hierbas—, así que podrás continuar. Si es eso lo que quieres. Pero la mirada de sus ojos le suplicaba que no lo hiciera. Él le acarició la mejilla y bebió el líquido verde.

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20 Sofía estaba desesperada, no lograba encontrar al muchacho. Se deslizó entre las izbas pegada a las paredes, evitando las antorchas, las lámparas y las voces que impartían órdenes. Buscó por todas partes, pero Piotr había desaparecido. En medio del caos que la rodeaba, aferró el hombro de una mujer que salía apresuradamente de su casa; un pañuelo ocultaba su rostro de la mirada de las tropas que se desplegaban por toda la aldea. —¿Has visto a Piotr Pashin? Pero la mujer, que aferraba un saco, se escabulló con la cabeza gacha y desapareció en la oscuridad del bosque. En medio de la única calle había un camión aparcado impidiendo cualquier movimiento; entonces el motor soltó un rugido y el vehículo avanzó de una casa a la siguiente. Arrastraba un remolque en el que ya se amontonaban más de una docena de sacos de todo tipo y hombres uniformados los arrojaban a un par de jóvenes soldados que los apilaban con eficacia. Sofía intentó pasar a un lado del vehículo. —¿Documentos? ¿Identificación? Sofía se volvió. A sus espaldas un hombre tendía la mano con gesto imperioso. Llevaba un largo abrigo que le rozaba los tobillos y gotas de lluvia mojaban las gafas sin montura apoyadas en su nariz. —¿Documentos? —repitió. —Están en mi casa, esa de allí. «Calma, mantén la calma.» —Ve a buscarlos. —Desde luego, camarada. «Camina, no corras. Camina.» Sofía dejó atrás el camión y se dirigió a la parte trasera de uno de los edificios. Por todas partes se oían gritos airados y súplicas. Jadeando, alcanzó la casa del gitano, pero estaba desierta; unas voces que surgían de la parte posterior llamaron su atención y se acercó con sigilo: allí estaba Zenia hablando en voz baja con uno de los oficiales de aprovisionamiento. Sofía se alejó en silencio y regresó a la calle. ¿Adónde ir? ¿Dónde estaba el muchacho, dónde? Página 121 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Se deslizó por una callejuela entre las izbas e inmediatamente descubrió a Mijaíl Pashin, pero cuando ya se disponía a llamarlo, se tragó sus palabras. El hombre sostenía una antorcha en una mano y rodeaba los hombros de una joven con la otra, con la cabeza pegada a la de ella: era la madre de Misha, el niño rubio al que ella le había contado la historia del zorro y el cuervo. Era como si se ahogara, como si sus pulmones se llenaran de algo que no era aire. Él acompañaba a Lilya Diméntieva a su casa como si fuese la suya propia; Mijaíl Pashin se escabullía para meterse en la cama de su amante. Sofía se apoyó contra la pared que se alzaba a sus espaldas y soltó un áspero quejido. Él tenía un hijo. Tal vez dos. ¿Qué oportunidad les dejaba eso a ella y a Ana? Se acuclilló en el húmedo suelo, la lluvia cesó y Sofía se cubrió el rostro con las manos.

—Sofía. —Era Rafik—. ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó con voz débil. —Estoy buscando a Piotr Pashin. ¿Has visto al muchacho? Él negó con la cabeza. Y fue ese movimiento, lento y pesado, lo que hizo que Sofía lo escudriñara a través de la llovizna. Lo que vio la horrorizó: los ojos negros de Rafik estaban apagados, parecían viejo polvo de carbón, y lo que brillaba en su frente eran gotas de sudor, no de lluvia. —¿Estás herido, Rafik? —No. —¿Estás enfermo? —No —musitó él apenas. —Te acompañaré a casa —dijo Sofía, agarrándolo de la mano, que encontró helada —. Necesitas... Desde el interior de la casa más cercana resonó un culatazo. Él retiró la mano. —Gracias, Sofía, pero debo seguir con mi tarea. Rafik se alejó tropezando en dirección a un grupo de uniformes que se aproximaban, y la confianza de la fugitiva disminuyó: si él se entrometía, lo matarían.

Piotr corría hacia los establos cuando Sofía surgió de la oscuridad y lo atrapó. Le aferró una muñeca y la fuerza de sus dedos dejó atónito al muchacho, a quien bastó con echar un vistazo al rostro de su captora para entender que esa vez no lo soltaría. —Privet —dijo ella sin rastro de enfado por el hecho de que él hubiera escapado —. Hola otra vez. —Solo iba a comprobar que Zvedza, el caballo de papá, se encuentra en el establo Página 122 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—se apresuró a decir—. Quería asegurarme de que las tropas no se lo llevaron. Ella hizo una pausa, consideró la idea y luego asintió como si se diera por satisfecha, antes de conducirlo por el estrecho sendero hasta los establos que se elevaban en torno a un patio. Una vez dentro de la cuadra le soltó la muñeca y encendió una lámpara de queroseno colgada en una pared con gesto relajado, como si solo hubiesen ido hasta allí para disfrutar de una conversión en vez de escapar de los soldados. Por más que Piotr se negara a admitirlo, el salvajismo con el que los hombres arrasaban la aldea lo había asustado. La mirada de los ojos azules siguió cada uno de sus movimientos mientras Piotr volvía a llenar el cubo de agua de Zvezda y percibía el aliento tibio y el aroma a cebada en la nuca; por algún motivo la mirada de ella hizo que se sintiera torpe. —Zvezda está inquieto —comentó Sofía, quien alzó una mano y acarició el morro del animal. Piotr rodeó el musculoso cuello del caballo con un brazo y sumergió los dedos en las espesas y negras crines. Los otros animales relinchaban nerviosos en sus pesebres y Piotr intuyó que algo no iba bien, aunque ignoraba qué era. Se dijo que a lo mejor se debía a la presencia de Sofía, pero cuando deslizó la mirada hacia ella, descubrió que la mujer no presentaba un aspecto amenazador en absoluto, solo era una imagen suave y dorada a la amarilla luz de la lámpara. Justo cuando comenzaba a preguntarse si no se habría equivocado con ella, de pronto Sofía se llevó un dedo a los labios, tal como había hecho aquella vez en el bosque. —Escucha eso —susurró. Piotr obedeció. Al principio no oyó nada excepto los movimientos inquietos de los caballos y el viento barriendo el techo de chapa ondulada. Entonces prestó más atención y por debajo de esos ruidos oyó un rugido apagado que le causó dentera. —¿Qué pasa? —preguntó. —¿A ti qué te parece? —Suena como si... —¡Piotr! —gritó el sacerdote, irrumpiendo violentamente en los establos, y de inmediato comprobó que los caballos seguían tranquilos en sus pesebres—. Piotr — añadió con un gemido—, es el granero donde guardan los carros. ¡Está ardiendo! Su cabellera se agitaba como si las llamas consumieran sus hombros. Su figura angulosa se estremecía mientras se dirigía de un caballo a otro, palmeándoles el cuello y acariciando su pelaje trémulo. Estaba envuelto en una manta completamente agujerada. —«Soy un Dios vengativo, dijo el Señor» —citó, y dirigió la mirada de sus desorbitados ojos verdes a Piotr—. Esta es la mano de Dios en acción. Su castigo por Página 123 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

el mal acaecido esta noche. Su largo dedo empezó a señalar a Piotr, quien por un instante atroz temió que fuera a clavárselo en el pecho, pero la delgada figura de Sofía lo apartó al tiempo que echaba a correr hacia la puerta del establo, se asomaba a la noche y exclamaba: —Ven aquí, Piotr. El chico se apresuró a obedecer y se quedó boquiabierto: todo el cielo nocturno estaba en llamas, llamas que incendiaban las estrellas. Las ideas del muchacho se arremolinaron en su cabeza; ya había visto semejante infierno en otra ocasión y había cambiado su vida. Se dispuso a lanzarse hacia delante, pero Sofía lo agarró del hombro. —Haces falta aquí, Piotr —dijo en tono firme—. Tienes que calmar a los caballos. Piotr vio que el sacerdote y la fugitiva se miraban. —Tiene razón —dijo el sacerdote Logvinov, extendiendo los brazos con ademán de súplica—. Esta noche necesitaré toda la ayuda que puedas darme, porque ahora mismo los caballos ya están captando el olor del humo. —Pero quiero buscar a papá. —No, Piotr, quédate aquí —dijo Sofía, sin apartar la vista de las llamas. Una profunda arruga de preocupación le recorrió la frente—. Me aseguraré de que tu padre esté a salvo —añadió y, sin agregar ni una palabra más, se adentró en la oscuridad de la noche.

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21 Deformes y gigantescas llamas herían el cielo nocturno y lo sembraban de chispas al elevarse veinte metros en el aire, de modo que incluso a orillas del río las pavesas abrasaban los ojos de Mijaíl Pashin y el humo le llenaba los pulmones. Estaba de rodillas, con los pantalones empapados y rozaduras en los nudillos, agazapado sobre la bomba de agua y luchando por ponerla en marcha, aunque de momento la máquina se había resistido a sus esfuerzos y sus maldiciones. Frustrado, aporreó la carcasa metálica con la más pesada de sus llaves inglesas y de inmediato el motor soltó un chirrido, se puso en marcha y litros de agua comenzaron a recorrer la manga de goma. —Veo que aplicas el método científico —dijo una voz surgida de la oscuridad. Al principio no distinguió nada en la penumbra, solo sombras que se intuían contra el rojo resplandor del cielo, pero después vio el pálido óvalo de un rostro. —Soy Sofía —dijo ella. —Creí que tú y Piotr estabais en mi casa. —No te preocupes, tu hijo está a salvo en los establos, con Zvezda y el sacerdote. —Bien. Allí no correrán peligro. Ella se acercó y las llamas pintaron de dorado un lado de su cara, realzando los finos pómulos; el otro lado era una máscara impenetrable en medio de la negrura. La mujer permanecía de pie contemplándolo y durante un instante él se desconcertó porque creyó que ella le tocaría los cabellos, pero en vez de eso se agachó al otro lado de la bomba. Sus rostros estaban a la misma altura y Mijaíl vio el reflejo de las llamas en la lisa superficie de las aguas del río y en los ojos de Sofía. Se sorprendió al ver la ironía que expresaban en una noche como esa. Era como si el fuego ardiera en su interior. —Toda la aldea está prestando ayuda —dijo ella, y sus palabras se confundieron con el traqueteo del motor. —Sí, en una emergencia los miembros del koljós saben trabajar juntos —dijo él. Echó un vistazo a la larga fila de hombres y mujeres con cubos en las manos que serpenteaba desde el río hasta el granero en llamas. Todas las caras expresaban una gran determinación. —Una cadena humana —murmuró Sofía. Página 125 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Quién diablos ha hecho esto? ¿Quién podría querer que nuestro granero fuese pasto de las llamas? —Mira: ¿quiénes forman la cadena? —¿Cómo? ¿Te refieres a los aldeanos? —¿Y quién más? —Los soldados les están ayudando. —Exacto. —¿Y qué pasa con ellos? Mijaíl apoyó una mano en el motor para reducir las vibraciones y se complació en los latidos del corazón del aparato. Las máquinas siempre le proporcionaban una incomprensible sensación de poder. Sofía rozó la mano de Mijaíl con la suya. —Míralos —insistió. Él frunció el ceño. ¿A qué se refería? Examinó las tropas que se esforzaban para evitar que las llamas se extendieran al otro granero. La ceniza manchaba sus gorras, el sudor les empapaba la piel, algunos llevaban pañuelos sujetados a la parte inferior de la cara para protegerse los pulmones, otros maldecían y gritaban que debían darse más prisa, todos los hombres uniformados luchaban junto a los lugareños. —¿Aún no lo ves? —susurró Sofía. Él no notaba nada. ¿De qué diablos estaba hablando? Solo veía la negrura y las llamaradas y el esfuerzo de todos... y de pronto se dio cuenta y su pulso se aceleró al comprender que en ese momento las tropas ya no prestaban la menor atención a los cereales. ¿Cómo no se había fijado en ello? Se puso de pie de un brinco, dejó que la bomba de agua siguiera funcionando al mismo ritmo y echó a correr entre los sauces hacia el centro de la aldea, acompañado por Sofía.

—Esperad aquí —ordenó Mijaíl—, no hagáis ruido. El pequeño grupo de aldeanos asintió con la cabeza; estaban acurrucados a un lado de la herrería de Pokrovski, silenciosos e invisibles, envueltos en las oscuras sombras de la noche. Cuatro mujeres, una de ellas enferma, y dos ancianos. Sus espaldas no parecían lo bastante fuertes para cargar los sacos, pero fueron las únicas personas que Mijaíl encontró en el interior de las casas; todos los demás estaban combatiendo el fuego, así que tuvo que conformarse. Además de Sofía, desde luego. Cuando se disponía a alejarse, ella se inclinó y él notó su cálido aliento en la oreja cuando le susurró: —Ten cuidado. Le prometí a Piotr que te cuidaría para que no te ocurriese nada. —Regresaré —aseguró Mijaíl, y salió a la calle principal. Página 126 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Estaba oscura y desierta, a excepción del camión, junto al cual había un hombre envuelto en un largo abrigo que le rozaba los tobillos, empuñando una Mauser. Mijaíl miró en derredor, pero no había otras tropas a la vista. El hombre estaba apoyado contra la compuerta trasera fumando un cigarrillo, vigilando los sacos amontonados en el remolque y aguardando el regreso de sus camaradas, pero su rostro estaba tenso. Volvía la cabeza ante cualquier movimiento y tras los gruesos cristales de sus gafas su mirada recorría todos los puntos de acceso. No era tonto, sabía perfectamente cuál era el peligro. —Oy moroz, nye moroz menya, nye moroz menya, moevo kon —empezó a cantar Mijaíl con voz alegre y sonora. Balbuceaba las palabras; empezó a acercarse al camión, pero dando tumbos y tropezando de un lado de la calle al otro, luego lanzó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. —¡Eh, camarada, amigo mío! ¿Qué te parece si echamos un trago? —barbotó y blandió una botella de vodka que había cogido en la herrería y miró en torno con aire perplejo—. ¿Dónde se ha metido todo el mundo? El hombre se apartó del camión, arrojó el cigarrillo al suelo y lo apagó con el talón de la bota. Contempló al recién llegado con aire cauteloso. —¿Quién eres? —Soy tu amigo, tu buen amigo —dijo Mijaíl con una sonrisa ladeada, y le tendió la botella—. Toma, bebe un trago. —No. —¿Por qué no? —preguntó el aldeano. Se llevó la botella a los labios, bebió un trago de vodka y el líquido le abrasó el estómago—. Es de buena calidad —balbuceó. —Estás borracho, estúpido patán. —Borracho pero feliz. Tú no pareces feliz, továrich. —Tú tampoco lo parecerías si te vieras obligado a tratar con semejantes... —Toma —dijo Mijaíl, y volvió a tenderle la botella—. Queda un poco para ti. Tal vez tengas que quedarte aquí fuera toda la noche. Las llamas se reflejaban en las gafas del hombre. Su vacilación lo delató, así que Mijaíl aferró la mano que había arrojado el cigarrillo al suelo y presionó la botella contra la palma. —Te encenderá el estómago —dijo, riendo—. Te encenderá el estómago en vez de nuestro granero. El rostro del hombre se relajó y casi sonrió. —Venga —dijo, bebió un trago y se relamió. —¿Está bueno? Página 127 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Es pis de gato. Con razón los palurdos sois tan imbéciles; este brebaje casero te pudre el cerebro. —Acompáñame, camarada oficial, y te mostraré... —Mijaíl adoptó el susurro de un conspirador— dónde guardamos el mejor vodka. —¿Dónde? —preguntó el otro y bebió otro trago. —En mi casa. Está allí, al otro lado de la calle... —No, lárgate. Estoy vigilando este camión. Mijaíl bostezó, se desperezó, se rascó y tropezó. —Vamos, camarada oficial, aquí no hay nadie. Tus sacos están a buen recaudo — masculló. Le rodeó los hombros con el brazo y percibió el olor a tabaco barato en su aliento—. Ven, amigo, disfruta de un vodka del bueno.

El hombre estaba más borracho que una cuba; tenía los ojos enrojecidos y la lengua tan pastosa que solo lograba balbucear, pero cuando Mijaíl tiró de sus brazos, lo obligó a ponerse de pie y lo arrastró hasta la puerta tras una hora de verter su mejor vodka en la garganta del cabrón, se sorprendió al notar que el tipo aún conservaba cierta cordura. —Ven tú también —dijo el hombre, meneando la cabezota. —No, amigo mío, me voy a la cama —dijo Mijaíl con una sonrisa. Empezó a cerrar la puerta, pero el oficial apoyó el hombro contra la hoja. —Tú te vienes conmigo, mi camarada de Tivil. Al camión. —Y con rapidez sorprendente para alguien con el estómago lleno de vodka, extrajo la Mauser y apuntó a Mijaíl—. Ven. Bistro. Date prisa. Ambos tropezaron calle arriba, iluminados por las llamas que se elevaban hacia el cielo nocturno. El camión se encontraba más allá y, pese a la oscuridad, resultaba evidente que en el remolque solo quedaban unos pocos sacos. El hombre los miró fijamente y tragó saliva. —¿Dónde están los cereales? Su borrachera desaparecía con rapidez debido a la conmoción y, soltando un esforzado gruñido, trató de golpear a Mijaíl en la mandíbula con la pistola, pero el aldeano lo esquivó con agilidad. Sintió la tentación de arrebatarle el arma y romperle el cráneo al muy cabrón, pero sabía que toda la aldea pagaría por cualquier acción violenta. Los funcionarios del partido eran como las cucarachas: si alguien aplastaba una con el pie, diez más salían del entarimado. Intentó alejarse, pero el otro presionó el cañón de la pistola contra su nuca. —Dime dónde están los cereales, maldito ladrón. Ahora mismo. Mijaíl permaneció inmóvil. Página 128 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Camarada —dijo, arrastrando la palabra—, te equivocas. Yo solo... —Contaré hasta tres. —No, camarada... —Odeen. —No sé nada de los cereales. —Dva. El cuerpo de Mijaíl se tensó, dispuesto a arremeter, pero una voz serena surgió a un lado del camión y los distrajo a los dos. —Creo que estás cometiendo un error, camarada oficial. Era Sofía. Ella y el gitano surgieron de la oscuridad que envolvía a ambos como una capa. —¿Quién eres? —Soy Sofía Morózova y este es mi tío Rafik Ilian, un miembro del koljós Flecha Roja. —¿Sabes dónde están mis cereales? —Claro. Están aquí. La presión ejercida por la pistola se redujo y Mijaíl tomó aire. Se volvió y vio que Sofía agitaba algo que parecía una pañoleta ante la cara del oficial; a la luz de la luna sus labios estaban pálidos. De pronto, Rafik se encontró tan cerca del hombre que era como si sus figuras se confundieran. Los ojos negros del gitano estaban hundidos en sus cuencas y aferraba el brazo del hombre, presionando los dedos en la carne por debajo de la manga con la vista clavada en los ojos entrecerrados e inyectados de sangre. Sin embargo, el oficial no protestó. ¿Qué diablos estaba ocurriendo? El hombre contemplaba al gitano con una expresión ligeramente desconcertada, como si hubiese olvidado dónde había dejado sus cigarrillos en vez de más de una docena de sacos de cereales. —Te has equivocado —afirmó Rafik con claridad y, al decirlo, lanzó la otra mano hacia delante y cogió a Mijaíl del brazo. La voz del gitano era suave, pero algo se introdujo en la cabeza de Mijaíl y se arrastró por las circunvoluciones de su cerebro hasta que no pudo oír nada más—. En el remolque solo había cuatro sacos y todos están ahí —añadió el gitano—. No falta ninguno. Mijaíl y el oficial clavaron la vista en los sacos. En el bosque una lechuza soltó un chillido, ¿o acaso era el ladrido de un zorro? Los sonidos se arremolinaban en la cabeza de Mijaíl a medida que el gitano vertía sus palabras en la noche; por detrás de todo ello retumbaba un rugido apagado, pero no logró recordar qué era. Claro que solo había cuatro sacos. ¿En qué habría estado pensando? Página 129 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Sofía observaba la escena con expresión de incredulidad. El gitano había aparecido a su lado como salido de la nada cuando ella estaba descargando otro saco del remolque. Él la ayudó a transportarlo hasta una pequeña carretilla y luego una anciana encorvada de sonrisa pícara y desdentada se alejó empujándola. Del cielo rojo como la sangre caían pavesas, como luciérnagas que abrasaban la piel. Rafik cubrió los brazos desnudos de Sofía con una suave pañoleta. —Ven —dijo, y la condujo hacia la parte delantera del camión, donde la sombra de la iglesia los ocultaba—. ¿Quieres ayudar a Mijaíl Pashin? —Sí. —Hasta ahora lo ha hecho muy bien, pero cuando el oficial regrese, correrá un gran peligro. Sofía notó un escozor en la piel de la cara, como si un ejército de hormigas la recorriera. —¿Qué puedo hacer? —Me encargaré del hombre a mi manera, pero necesito que distraigas su atención para que pueda acercarme a él. Sofía consideró que el gitano parecía tan débil que ni siquiera sería capaz de repartir un mazo de naipes, por no hablar de acercarse a un oficial armado de la OGPU. —Estás enfermo, Rafik —dijo en tono preocupado. Unos pasos resonaron en la sombría calle; unas voces masculinas se acercaban y una de ellas pertenecía a Mijaíl. Sofía no tenía opción: debía confiar en Rafik. —Distráelo, Sofía. Al ver la pistola presionada contra el cráneo de Mijaíl casi perdió el control, pero logró decir en tono sereno: —Creo que estás cometiendo un error, camarada oficial. Y un instante después estaba agitando la pañoleta, el borde rozó la mandíbula del oficial y la irritación brilló en su mirada. Pero lo que Rafik hizo le resultó increíble: de una manera extraña e imposible pareció apoderarse de las mentes de ambos hombres, primero de la del oficial de la OGPU y después de la de Mijaíl, manipulando sus pensamientos como un niño que mueve y desplaza una serie de ladrillos de juguete. Clavó una mirada incrédula en Mijaíl, en sus brazos que colgaban a ambos lados de su cuerpo y en la expresión confusa de su cara enrojecida por las llamas. —¡Sofía! Rafik tuvo que repetirlo. —¡Sofía! Ella parpadeó y vio que el gitano tropezaba en la oscuridad. Lanzó una mano hacia delante para sostenerlo y percibió los temblores que agitaban su cuerpo bajo el ligero Página 130 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

algodón de su camisa. —Vete —indicó él con voz débil—. Corre a la escuela y dile a Elizaveta que traiga la llave de la cámara. ¡Corre, date prisa!

La escuela se encontraba en el extremo de la calle, un edificio rectangular y moderno rodeado de una cerca; desde una puerta central un haz de luz amarilla se proyectaba sobre las sombras del sendero. Las ventanas situadas a la izquierda de la entrada estaban oscuras. Sofía supuso que eran las de las aulas, pero también vio un resplandor rojo cuando las volutas de humo y las chispas del cielo nocturno se reflejaron en los cristales. A través de la única ventana situada a la derecha distinguió el resplandor de una lámpara: la maestra estaba en casa. Sofía echó a correr sendero arriba, aliviada, pero no pudo dejar de preguntarse por qué Elizaveta Lishnikova no estaba ayudando a apagar el fuego. Aporreó la puerta. Esta se abrió de inmediato y Sofía llegó a la conclusión de que la mujer había estado de pie al otro lado, aguzando el oído. La maestra, esa mujer alta de cabellos grises que la observaba con la mirada brillante de un halcón, tenía algo que la tranquilizó y su corazón palpitó más lentamente. Sofía dedujo que no era una persona que se arriesgara de manera innecesaria y la idea supuso un consuelo. —Me envía Rafik —dijo en voz baja. —¿Qué quiere? —La llave. La maestra abrió la boca y luego la cerró abruptamente. —¿Te habló a ti de la llave? —Sí, la llave de la cámara, dijo. Necesita que se la lleves. Se produjo una pausa; incluso en medio de la oscuridad, Sofía percibió la suspicacia de la mujer. —Espera aquí. Pero en cuanto Elizaveta Lishnikova desapareció en el vestíbulo de la escuela, Sofía la siguió y cerró la puerta a sus espaldas. Permanecer fuera en el sendero, iluminada por la lámpara del vestíbulo, suponía una invitación para cualquier soldado que tal vez decidiera que estaba harto de combatir el incendio. Además, la puerta a través de la cual Elizaveta había desaparecido estaba entreabierta y la tentación de echar un vistazo era demasiado grande. Lo que vio la dejó atónita. La habitación parecía salida de una mansión de San Petersburgo, una profusión de colores: la alfombra de un profundo granate que cubría el Página 131 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

suelo ostentaba un intrincado diseño indio; era evidente que las mesas y las vitrinas francesas procedían del siglo anterior, adornadas con arabescos, tiradores dorados y exquisitos taraceados de marfil, caoba y malaquita de un intenso tono verde; las cortinas eran de pesada seda roja. Un magnífico reloj de bronce hacía tictac en una repisa. Sofía soltó un resuello y Elizaveta alzó la vista de lo que parecía el cajón secreto de un escritorio de madera lacada, se enderezó y se volvió hacia ella. Un repentino rubor le encendió los pómulos. —Así que yo tenía razón: eres una espía del subdirector Stírjov, ¿verdad? —No. Las mujeres se contemplaron fijamente y el rostro anguloso de Elizaveta manifestó su convicción, pero Sofía no dijo nada más, porque si seguía hablando quizá dijera demasiado y no sabría cuándo detenerse. —No —repitió con firmeza. La maestra no continuó poniéndolo en duda. —No te he invitado a entrar en esta habitación. Sal de aquí, si eres tan amable. —Esperaré en el vestíbulo. Date prisa, por favor. Abandonó la bella habitación y al cabo de un instante apareció Elizaveta con dos llaves en la mano, cerró la puerta de su habitación privada con una de ellas y después la deslizó dentro de su grueso moño de cabello gris. Sofía estaba impresionada. —¿Tienes la llave de la cámara, sea lo que sea esa cámara? —Por supuesto —contestó la maestra, asintiendo con la cabeza. —Entonces llevémosla a Rafik. —Tú no. —¿Qué? —Quiero que te quedes aquí, en el vestíbulo. No salgas. —¿Por qué? Sofía estaba impaciente por regresar junto a Mijaíl. —Por si las tropas se presentan para registrar la escuela. Estoy casi segura de que no lo harán... pero por si acaso. —La mujer evaluó a Sofía con sus ojos castaños—. Pareces una persona capaz de evitar que entren en mi escuela. Protégela, confío en ti. La maestra se envolvió en su pañoleta gris, se marchó y cerró la puerta con suavidad. Sofía caminó de un lado a otro, frustrada. Quería estar allí fuera y asegurarse de que no arrojaran a Mijaíl y a Rafik en el camión en vez de los sacos. Detestaba tener que quedarse allí, vigilando una pequeña e irrelevante escuela. Por otra parte, ¿qué era lo que debía proteger aparte de unos cuantos muebles elegantes? ¿Y qué había querido decir Elizaveta al comentar que Sofía parecía una Página 132 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

persona capaz de evitar que las tropas registraran la escuela? ¿Que estaba confabulada con las fuerzas de la OGPU? ¿Que podía argumentar con ellas con éxito? ¿O que poseía la juventud y los ardides femeninos necesarios para lograr que los soldados no cumplieran con su propósito? ¡Al diablo con esa mujer! Sofía aporreó la pared de mera rabia. Solo unos minutos después oyó el sonido, un suave gemido, como el de un ratón quejumbroso, y se preguntó si no procedería de una criatura que había huido del incendio del granero. Entonces el sonido se interrumpió tan abruptamente como había comenzado. Sofía volvió a recorrer el estrecho vestíbulo, tratando de desentrañar lo que Rafik les había hecho al oficial y a Mijaíl con solo rozarlos con la mano, pero antes de volver a evocar la mirada intensa y abrasadora del gitano el sonido se repitió, más intenso: era un llanto. Parecía provenir de detrás de la otra puerta del vestíbulo, la que ella supuso que daba al aula. Su respiración se volvió entrecortada y notó que el vello de su nuca se erizaba, pero no tenía intención de quedarse allí sin hacer nada. Cogió la lámpara de aceite colgada en la pared y abrió la puerta. La luz penetró en el aula por delante de ella, iluminando la oscuridad, rebotando contra los cristales de las ventanas y Sofía divisó un puñado de círculos pálidos. Le llevó unos segundos comprender que eran rostros. Rostros infantiles, pálidos y temerosos. Allí estaban sentados varios niños de menos de cinco años hasta diez o doce años de edad, todos en silencio ante sus pupitres. Once pálidas lunas en medio de la oscuridad, y ante cada una de ellas había un bulto sobre el pupitre, algunos grandes y gruesos, otros pequeños y olorosos. Los brazos delgados de casi todos los niños rodeaban el bulto con los alimentos que habían logrado rescatar de sus hogares. A los pies de uno de los niños mayores reposaba un balde de zinc lleno de algo que parecía alguna clase de cereal. El sonido procedía de una niña muy pequeña; sollozaba mientras otra un poco mayor le cubría la boca con la mano, pero los gemidos de dolor —como los de un ratoncillo— no cesaban. Sofía se apresuró a llevar la lámpara al vestíbulo y volvió a colgarla de su soporte para que la luz no penetrara en el aula; luego regresó junto a los niños y, tras cerrar la puerta a sus espaldas, oyó que todos soltaban un suspiro de alivio. Tanteando, se abrió paso hasta la silla de la maestra y tomó asiento. —Ahora os contaré un cuento —susurró—. Pero debéis permanecer callados como ratoncillos.

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22 —Despierta, papá. Despierta por favor. Es tarde. Mijaíl abrió los ojos y esbozó una mueca de dolor cuando un rayo de sol matutino se clavó en ellos. Estaba tendido en el suelo de su propia sala de estar, acurrucado en su abrigo y con una botella apoyada en el pecho, una botella vacía. Maldijo en voz baja y sintió un regusto a estiércol en la boca. —¡Te emborrachaste, papá! Mijaíl se incorporó y se pasó una mano por el cabello; era como si el techo se desplomara sobre su cabeza, algo palpitaba detrás de sus ojos y en sus oídos una suave voz femenina susurraba palabras que no lograba oír con claridad. —No estaba borracho, Piotr. —Lo estabas, sabes que lo estabas —dijo el muchacho, y le lanzó una mirada enfurruñada—. Y ahora llegarás tarde al trabajo. —¿Qué hora es? —Las ocho y media. —Chyort! Mijaíl notó que un enfado impreciso se adueñaba de él... No estaba seguro de con qué o con quién estaba irritado, pero sabía que por algún motivo había perdido el control y detestaba que su hijo lo viera en ese estado. —Beberé cuando me dé la gana, Piotr —dijo en tono brusco—. No necesito tu permiso, muchacho. —No, papá. Mijaíl se puso de pie con un quejido. Joder, jamás había experimentado semejante resaca, era como si su cerebro fuese a estallar. Se dirigió a la tina de agua del patio trasero, sumergió la cabeza y no la retiró hasta que notó que se despejaba un tanto. Ese día tendría que cabalgar a toda prisa. Tenía el cuello de la camisa húmedo, apestaba a alcohol y algo más. Olisqueó la manga cautelosamente. ¿No era la fragancia de la piel de ella lo que captaba en el brazo? El repentino recuerdo del rostro de Sofía en la oscuridad, sus labios suaves y carnosos que le susurraban palabras... ¿Qué palabras? ¿Qué palabras, maldita sea? No Página 135 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

lograba recordarlas. Agitó la cabeza en un intento de aclarar las ideas, pero fue en vano. ¿Se debía a los efectos del vodka o...? Tenía un vago recuerdo de Rafik, él había estado allí anoche. ¿Qué relación guardaba el gitano con todo eso? Volvió a entrar en su casa y descubrió a su hijo mirando fijamente a través de la ventana. —Piotr —dijo en tono adusto—, ya sabes que me pongo tan cascarrabias como un oso cuando duermo demasiado. Has hecho bien en despertarme. Spasibo. Su hijo seguía mirando por la ventana, con la espalda rígida y los codos apretados contra el cuerpo. Mijaíl sintió el impulso de abrazarlo, de rodear a su tozudo hijo con los brazos y protegerlo de los pirómanos, los ladrones de cereales y los vendedores de lemas. Sin embargo, en vez de eso se dirigió a su propia habitación, se afeitó y se cambió de camisa. Cuando volvió a salir Piotr lo estaba esperando. —¿Qué sucedió anoche, papá? Anoche. Mijaíl volvió a sacudir la cabeza en un intento de aclarar la confusión que se había apoderado de él en cuanto su hijo mencionó la noche anterior. «¿Qué ocurrió en realidad? ¿Y por qué siento tan próxima a Sofía?» —¿Qué pasó con los cereales y los sacos, papá? Quiero decir todos esos sacos que los oficiales de la agencia de abastecimientos amontonaron en el remolque. La gente dice que los robaron, que tú estabas... involucrado. El rostro del muchacho estaba tenso, como si temiera la respuesta. Ambos conocían el caso tristemente célebre de Pavlik, el muchacho que en la primavera anterior había delatado a su propio padre a las autoridades por sus actividades antisoviéticas. El politburó aprovechó el acontecimiento para hacer propaganda. Piotr no dejaba de pegar puntapiés al suelo. —No robaron cereales —contestó Mijaíl con firmeza—. Solo había cuatro sacos. —No es eso lo que dicen. —Pues entonces están mintiendo —aseveró el hombre. El muchacho removió los pies, inquieto—. Hoy no debes acercarte a los graneros, Piotr. Alguien les prendió fuego y Fomenko estará buscando al culpable.

El aire fresco le despejó la cabeza. Polvorientas nubes blancas recorrían la cresta de la colina que se elevaba a ambos lados de Mijaíl al tiempo que trotaba a lo largo de un camino de tierra, más allá del cedro que indicaba los límites de la aldea, avanzando hacia el valle que se extendía ante él, soleado y lleno de vida. El denso follaje de las plantas de patatas susurraba en los campos y figuras encorvadas blandían azadas y rastrillos a través de las largas hileras. Toda la mano de obra del koljós ya se afanaba en cumplir con las cuotas impuestas por Alekséi Fomenko. Si había algo que Mijaíl no Página 136 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

podía negar era que Fomenko había impulsado y manipulado a los miembros de la granja colectiva de Tivil hasta que alcanzaron cierto nivel de productividad. Puede que fuese un cabrón, pero era un cabrón eficiente. Por encima de su cabeza, una solitaria alondra se elevaba hacia el límpido cielo azul batiendo las alas, que aleteaban al ritmo de los latidos de un corazón; Mijaíl envidió su vuelo sin esfuerzo. En el pasado había trabajado en la fábrica de aeronaves N22 de Moscú y echaba de menos la maravillosa sensación de libertad que implicaba el vuelo, pero en esos días la palabra «libertad» carecía de sentido. Se preguntó si Andréi Túpolev estaría avanzando en el desarrollo del avión ANT-4 y durante un momento se permitió el lujo de disfrutar de las imágenes de la carcasa de duraluminio corrugado, similar a las ondulaciones en la arena, y del rugido de sus potentes motores que... Mijaíl dejó de recordar ese sonido. Atormentarse era inútil. Esos días habían pasado. Taconeó a Zvezda para impulsarlo a galopar y el caballo resopló, alzó las orejas y reaccionó de inmediato. Avanzaron con rapidez, levantando una nube de polvo a sus espaldas. El valle se ensanchaba a lo largo de las plateadas aguas del río y se convertía en una planicie sembrada de grupos de pinos y alerces. Se sorprendió cuando alzó la vista y, más allá, divisó una solitaria figura a un lado del camino. La reconoció de inmediato, sobre todo por su manera de mantener la cabeza ladeada, como si estuviera a la expectativa de algo. Lo estaba observando, se protegía los ojos con una mano. Bajo la intensa luz del sol, la desgastada tela de su falda se veía casi transparente y la brisa agitaba sus rubios cabellos en torno a su cara. Mijaíl refrenó a Zvezda y se acercó con cuidado, evitando que la polvareda envolviera a Sofía.

—Buenos días, Sofía Morózova. Te encuentras muy lejos de tu hogar. Ella lo contempló con una amplia sonrisa en los labios. —Eso depende de dónde se encuentre mi hogar. La sonrisa era contagiosa. —¿Piensas ir andando hasta Dagorsk? La mujer espantó un moscardón posado en el ojo del caballo. —Estaba esperándote. —Me alegro, porque quería preguntarte una cosa. Mijaíl se deslizó de la silla de montar y aterrizó ante ella con las riendas en la mano. La cabeza de la joven estaba a la altura de sus labios, una buena estatura para una mujer. Página 137 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Sabes qué ocurrió con los sacos de cereales anoche? —preguntó, nuevamente consciente de la desconcertante confusión mental que se apoderaba de él en cuanto mencionaba el asunto. La mirada directa de sus ojos tan azules capturó su atención, pero entonces esta se volvió extraña, como si la pregunta la perturbase. —Tú estabas allí —contestó ella, y desvió la mirada hacia la aldea—. Los viste. —Eso es lo que no comprendo —dijo Mijaíl. Se alisó los cabellos agitados por el viento con una mano y se descubrió observando la blanquísima curva del cuello de la joven, expuesto porque se había recogido un mechón de pelo rubio platino detrás de la oreja—. Sí, estaba allí —añadió—, pero mis recuerdos son muy confusos y no logro sacar nada en limpio. Piotr afirma que estaba borracho y Dios sabe que esta mañana es como si una maza me golpeara la cabeza, pero... Ella se volvió hacia él con mirada expectante. —Recuerdo el fuego —continuó diciendo Mijaíl, meneando la cabeza—, y te recuerdo a ti junto a la bomba, y un hombre de gafas bebiendo mi mejor vodka, pero después... —Mijaíl se acercó un paso—. Sofía, solo dime cuántos sacos de cereales había en el camión antes de que todos se largaran para apagar el incendio. Durante un momento creyó que ella no respondería; algo en su mirada cambió y se volvió impenetrable y, antes de que pronunciara una sola palabra, supo que Sofía le mentiría. Por algún motivo que no alcanzaba a comprender la idea le resultó repugnante. —Antes del incendio había cuatro sacos en el camión, Mijaíl, y al final de la noche los cuatro seguían estando allí —aseguró. Él no dijo nada—. Rafik está enfermo — añadió ella. Mijaíl intentó encontrar qué relación había entre Rafik y el camión, y esa vez estuvo a punto de descubrir cuál era, pero la idea se le escapó. —Lamento que no se encuentre bien —comentó. —Tú tampoco tienes muy buen aspecto. —Eso es porque necesito saber qué ocurrió anoche. Te ruego que me lo digas, Sofía. La mujer desvió la vista. Él la sujetó del brazo. Al notar la fuerza de su delgado cuerpo de repente recordó haber percibido lo mismo en cierto momento de la noche anterior, un momento en el que estaba de pie junto a ella en la oscuridad, su piel en contacto con la de Sofía, el tibio aliento de ella en su oreja, pero ¿por qué?, ¿dónde? En ese instante volvió a sumirse en la confusión y sus pensamientos se tornaron borrosos, como las brumas que envuelven las puntas de las ramas de un árbol, ondulando, desplazándose, impidiendo ver con Página 138 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

claridad. Y de pronto su mente retrocedió ante lo acontecido durante la noche, al igual que Zvezda ante una serpiente. —¿Cuántos sacos, Sofía? —exclamó, zarandeándola. —Cuatro. —¿Es la verdad? —Sí. Eran cuatro. Una punzada de ira lo impulsó a soltarle el brazo y con un único movimiento fluido volvió a montar en la silla, pero no sabía si estaba furioso con ella porque mentía o consigo mismo, por su incapacidad de recordar. El viejo cuero de la silla de montar crujió y una pequeña lagartija verde salió huyendo entre los cascos de Zvezda. El díscolo mechón de cabello de la joven, brillante a la luz del sol, volvió a desprenderse de detrás de la oreja. Todas esas cosas quedaron grabadas en la memoria de Mijaíl, cada una de manera indeleble, y supo que no olvidaría ese momento. Sujetó las riendas con una mano y, en el último instante, cuando estaba a punto de lanzar su caballo al galope, se volvió hacia Sofía y algo lo detuvo. Algo relacionado con su mirada intensa, algo que no podía dejar atrás. Le tendió un brazo; inmediatamente ella lo cogió y él la sentó a sus espaldas en la grupa del caballo.

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23 Al principio ambos guardaron silencio. Sofía se inclinó hacia delante y, bajo sus manos, notó la dureza de los músculos a ambos lados de las costillas de Mijaíl. En cuanto sus pies dejaron de tocar el suelo cuando él la alzó y la sentó en la grupa del caballo fue como si se desprendiera de la carga del pasado: un gran fardo de aguzadas ramas muertas que había arrastrado y que abandonó en el camino. Tendría que recogerlas. Sabía que lo haría, desde luego, pero más adelante, porque en ese momento se sentía despierta, dichosa y viva, y lo único que importaba era encontrarse allí, montada en ese caballo. Él estaba tan cerca que percibía su aroma masculino, limpio y fresco, y observaba la curva de su cráneo y notaba que el cuello de su camisa estaba deshilachado allí donde le rozaba la piel. Quería abrazarlo, estrecharlo entre sus brazos, presionarse contra su cuerpo y sentir la espalda de él, entibiada por el sol, contra sus pechos, desprenderle la camisa y la chaqueta, apoyar la mejilla contra la piel desnuda y oír los latidos de su corazón. Sin embargo, se limitó a rodearle la cintura con los brazos y dejó que su cuerpo se moviera al ritmo de las zancadas del caballo, que avanzaba a buen paso. Pasaron junto a campos de patatas cuyos largas hileras de matas se extendían hasta donde alcanzaba la vista, de vez en cuando rodeadas de una nube de tréboles en flor que atraían a las golosas abejas. ¿Y ella? ¿También era una golosa abeja atraída por su flor particular? Pero Mijaíl no le pertenecía. Ella lo estaba robando. Un dolor le atenazó el pecho, sus dedos aletearon por encima de las costillas de él y Mijaíl volvió la cabeza. —¿Te encuentras bien? Sofía vio sus largas pestañas oscuras y una sombra en un punto de la mandíbula que la navaja de afeitar no había alcanzado. —Perfectamente. Tu caballo debe de tener un lomo fuerte para cargar con dos personas sin esfuerzo aparente. Mijaíl apoyó una mano afectuosa en el cuello de su montura y masajeó los fuertes músculos. —Para Zvezda tú y yo no pesamos más que el ala de una mosca, está acostumbrado a arrastrar pesados carros por Dagorsk durante todo el día. Página 140 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Para tu fábrica? —No, para una empresa soviética de transporte. No creerías que descansaba todo el día en un pesebre, masticando heno y en compañía de una yegua joven para distraerlo, ¿verdad? —dijo, riendo—. Porque estoy seguro de que es así como el camarada Stírjov pasa sus jornadas. Ella notó que la risa de Mijaíl vibraba bajo sus costillas y un torrente de dicha le recorrió las venas. —Tienes la lengua muy suelta, Mijaíl —comentó, y señaló una paloma torcaz que aleteaba por encima de sus cabezas—. Creo que ese pájaro está a sueldo del subdirector Stírjov e informa de todas nuestras palabras a su amo. Él volvió a reír y le apuntó a la torcaza con dos dedos, imitando una pistola. —No, ahora en serio —dijo ella—. Deberías ser más cauto. Mijaíl se encogió de hombros, como si ella le hubiese cargado un peso molesto en la espalda. —Tienes razón, ya lo sé. A estas alturas debería haber aprendido la lección. Por eso acabé aquí en este páramo, en vez de... —dijo, e interrumpió sus palabras con un suspiro. —¿En vez de dónde? —Moscú. —¿Querías ir a Moscú? —Me gustaba la fábrica de aeronaves Túpolev. —¿Por eso Rafik te llama «piloto»? —Sí. Pero en realidad nunca lo he sido; soy ingeniero, trabajaba en el diseño de los motores y las pruebas de estrés de los aviones ANT. —Eso debía de ser muy emocionante. Se produjo una pausa. Dos libélulas iridiscentes volaron a la par de ellos durante un segundo, antes de regresar al río. —Sí —se limitó a responder. —No cabe duda de que eso es algo muy distinto a una fábrica de prendas de vestir en medio de la nada —comentó ella como sin darle importancia al tema—. Las máquinas de coser no sirven para volar. Mijaíl volvió a reír, pero esa vez sus carcajadas no parecían sinceras. —Sí, en estos días mis pies no se despegan de la tierra. No resultaba difícil imaginarlo volando a través de las nubes, con los ojos brillantes de alegría, allí en lo alto, y disfrutando de la libertad del cielo azul, pero ella no hizo las preguntas obvias, no intentó descubrir el porqué y el cómo, sino que se limitó a apoyar la mejilla contra su hombro. Siguieron cabalgando en silencio y ella Página 141 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

notó que el hilo que los unía se tensaba y los atraía. Tras varios minutos y como si fuese capaz de leerle el pensamiento, Mijaíl dijo en tono inexpresivo: —Me despidieron. Escribí una carta a un amigo de Leningrado en la que me quejaba de que, por mera incompetencia, una parte del equipo tardaba muchísimo en llegar a la fábrica N22, y eso a pesar de que el propio Stalin afirmaba que se había comprometido a expandir la industria aeronáutica, que era su máxima prioridad. —Una estupidez —murmuró Sofía al tiempo que le daba un golpecito en la cabeza. El tacto de sus cabellos era suave. —Sí, fui un estúpido —dijo, y se inclinó hacia atrás en la silla, presionando el hombro contra la mejilla de ella—. Debería haberme dado cuenta de que controlarían la correspondencia de todos los empleados que trabajaban en un proyecto tan sensible. Fui un imbécil. No me enviaron a un campo de trabajos forzados de Siberia solo gracias a la intervención del propio Andréi Túpolev. Pero me trasladaron aquí, en medio de la nada, como bien has dicho. Pero soy un ingeniero, Sofía, no un maldito comerciante de prendas de vestir. —Tuviste mucha suerte —declaró Sofía, y se enderezó—. Debes tener cuidado, Mijaíl. —Reconozco que ya tuve un par de encontronazos con Stírjov y su comité del raion. Soy un ingeniero, y desde todos los grandes procesos públicos que se celebraron con fines propagandísticos contra los ingenieros ya no se fía de mí y siempre quiere interferir. —¿Qué procesos propagandísticos? —preguntó Sofía casi sin proponérselo, y enseguida quiso tragarse sus palabras. —Tienes que haber oído hablar de ellos, todo el mundo lo sabe. Los procesos contra los ingenieros industriales. El primero fue el proceso Shakhty en 1928. ¿Lo recuerdas? Cincuenta técnicos de la industria del carbón. El fiscal Krylenko acusó a esos pobres desgraciados de estar confabulados con poderes extranjeros, de quitarles el pan de la boca a las masas hambrientas y de traicionar a la patria. Ella notó que la espalda de Mijaíl se tensaba. —Hubo un clamor general para que condenaran a muerte a esos hombres, a los que obligaron a confesar delitos absurdos e increíbles y a comportarse como borregos ante el tribunal. Traicionaron a toda la industria ingeniera, nos humillaron. Nos pusieron en peligro. Él calló bruscamente y Sofía se preguntó qué se le había pasado por la cabeza, pero no tardó en averiguarlo. En un tono de voz absolutamente diferente, Mijaíl añadió: Página 142 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Para ignorarlo todo acerca de los procesos tendrías que haber estado ciega, sorda y muda. Fueron un inmenso espectáculo y Stalin aprovechó para difundirlo en todos los diarios y emisiones de radio, en los noticieros y en las carteleras. Nos bombardearon con las noticias durante meses. De pronto dejó de hablar. —Estaba enferma —mintió Sofía. —Ciega y sorda... —murmuró él— o en una situación que te impedía por completo acceder a cualquier periódico. —Estaba enferma —repitió Sofía. —Sabes leer, ¿no? —Sí. Pero tenía... fiebre tifoidea. Estuve enferma durante meses y no me enteré de nada. —Comprendo. Lo dijo en tono tan frío que ella se estremeció. Hicieron el resto del camino en silencio.

Mientras Sofía recorría las calles de Dagorsk junto a Mijaíl, la pequeña ciudad parecía oprimirla. Los edificios, del mismo gris de las lápidas, se apiñaban, tanto los viejos y ruinosos como los nuevos, deslucidos y miserables. Capas de mugre cubrían la escasa belleza de algunas moradas elegantes y antiguas; nadie pintaba sus desconchadas puertas y ventanas porque en esos días la pintura escaseaba tanto como los mirlos blancos; el traicionero pavimento estaba resquebrajado. Dagorsk había sido una tranquila población con un mercado, semioculta en las laderas orientales de los montes Urales, pero desde que en 1929 Stalin juró civilizar a los retrógrados campesinos de Rusia y liquidar la clase social de los kuláks, los granjeros acaudalados, Dagorsk se había incorporado al siglo XX por la fuerza. Las austeridades del comunismo proyectaban una sombra sobre la población: los escaparates se convirtieron en agujeros negros y vacíos, y resultaba imposible obtener cualquier clase de bienes. El hollín de las chimeneas de las fábricas construidas en el linde de la pequeña ciudad ennegrecía el aire y los habitantes también habían cambiado. Las conversaciones relajadas y los rostros conocidos desaparecieron a medida que bloques de viviendas nuevos e intimidantes y miserables casas de vecinos se llenaban de forasteros en busca de trabajo. O aún peor, de forasteros obligados a exiliarse en esa remota región por delitos cometidos contra el Estado. Dagorsk estaba atestada de personas que evitaban las miradas ajenas, al tiempo que la suspicacia y la paranoia se extendían por las calles. Sofía se sentía inquieta. Página 143 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Aquí siempre hay mucho ajetreo —dijo Mijaíl mientras se apresuraban a dejar atrás una iglesia en ruinas con la cúpula en forma de bulbo—. Por eso decidí trasladarme a la pacífica y tranquila Tivil, aunque no estoy muy seguro de que mi hijo esté muy contento con el cambio. Todavía es joven y creo que preferiría el bullicio de Dagorsk. —No. Me parece que le gusta el campo, sobre todo el bosque. —Puede ser. Lo qué sí he visto es que le encanta trabajar en la herrería de Pokrovski durante sus ratos libres —comentó en tono complacido—. ¿Y tú? —Me disgustan las multitudes. —Ya lo he notado. Mijaíl le lanzó una sonrisa y ella se dio cuenta que desde que habían dejado el caballo en el patio de la empresa de transportes y empezaron a recorrer el laberinto de calles a pie, abriéndose paso a través del gentío, se había acercado cada vez más a él. Él acortó sus pasos y caminó más lentamente, su cuerpo rozaba el de Sofía, percibía su inquietud. Ella notaba el peso del brazo de Mijaíl a su lado y la proximidad de su hombro. ¿Acaso la sonrisa significaba que le había perdonado? —A mi tía soltera tampoco le gustaban las multitudes, prefería los cerdos —dijo Sofía, tratando de provocarle otra sonrisa. —¿Cerdos? —Sí. Sobre todo una gigantesca guarra llamada Koroleva. Dos veces al año la llevaba a las montañas para aparearla con el verraco de un granjero que vivía en el valle vecino y que ascendía a la montaña desde el otro lado, tanto si llovía como si lucía el sol. Pasaban unos cuantos días allí arriba, lejos de las multitudes, mientras los cerdos disfrutaban de algo más que los piñones. Después volvían a sus casas hasta la próxima vez. —Apuesto a que producían buenas camadas tras recorrer todo ese camino. —Sí, camadas sanas y fuertes, pero de niña tardé años en comprender que Koroleva no era la única que disfrutaba de buena compañía en la cima de la montaña, puntualmente como un reloj. —Eso acabas de inventártelo —dijo él, lanzando la cabeza hacia atrás y soltando una carcajada. —No, es la pura verdad —contestó Sofía, ruborizándose. Los dos se detuvieron un momento, intercambiando sonrisas. A ella le encantaba el sonido de su risa en un mundo en el que la gente había olvidado cómo producir ese sonido. Él la tomó del brazo y la condujo a lo largo de las sinuosas callejuelas hasta la plaza central, alejándola de las manos de los mendigos que tironeaban de su falda y se clavaban en ella como púas. Después de unos minutos se detuvieron en un ancho cruce Página 144 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

donde hora tras hora unos altavoces difundían uno de los discursos de Stalin, leído por Yuri Levitan. Haciendo caso omiso de la larga cola de mujeres delante de la panadería, Mijaíl miró a Sofía fijamente y la cogió de los hombros. La curiosidad brillaba en la mirada de sus ojos grises y el eco de la sonrisa anterior curvaba sus labios. —¿Qué estás haciendo aquí exactamente, Sofía? —Rafik me ha encargado que vaya a la farmacia de la calle Kírov. Sabía muy bien que él no se refería a eso, que quería saber qué estaba haciendo en Tivil, pero aún no estaba preparada para decírselo. Todavía no. Era demasiado pronto para hablarle de Ana, demasiado pronto para estar segura de que no la delataría a las autoridades..., porque, si lo hacía, cualquier esperanza de salvar a Ana estaba perdida. Mijaíl la contempló fijamente, luego le cogió la mano, extrajo un billete de cincuenta rublos y lo depositó en la palma de ella. —Ahora debo dejarte, Sofía. Ve a comprarte un poco de comida —dijo, y le rozó la mejilla con la punta del dedo—. Has de engordar un poco. Ella notó que su mano era muy masculina, y hacía tanto tiempo que no entraba en contacto con la masculinidad... La palma era ancha y las uñas, cortas y duras. Sofía tomó aire, había llegado el momento de hacer la pregunta. —¿Me darías un empleo, Mijaíl? —Sofía, yo... —Estoy dispuesta a hacer lo que sea —añadió apresuradamente—. Barrer el suelo, engrasar máquinas, tipografiar facturas... Y también sé coser, si... El rugido de una moto apagó sus palabras, pero no antes de que notara la expresión consternada de Mijaíl. —Lo siento, Sofía. Todos los días se forman largas colas de personas delante de la fábrica, personas que solo son patéticos montones de huesos envueltos en harapos, personas que están desesperadas. —Yo estoy desesperada, Mijaíl. Él frunció el ceño y recorrió su cuerpo con una mirada que la abochornó. —Tú no estás muriendo de hambre —replicó en voz baja. —No, es verdad, no muero de hambre gracias a Rafik, pero... —Y podrás trabajar en la granja colectiva —añadió él, volviendo a sonreír—. Me han dicho que eres la famosa conductora de tractores que este otoño aligerará el trabajo de los cosechadores. —Trabajar en el koljós no me sirve —replicó ella en tono impaciente—. Haré todo lo que pueda por ellos, podré dormir bajo techo y tendré comida en el estómago, pero eso no me proporcionará lo que necesito, que es... —Sofía se interrumpió. —¿Dinero? Página 145 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Sí. —Lo siento, Sofía, pero no puedo hacerlo. —¿Ni siquiera uno o dos días a la semana? —Me parece que no lo comprendes —dijo él en tono sombrío—. No puedo proporcionarle un empleo a todo el mundo. Debo escoger, escoger entre quienes ganan dinero suficiente para comer ese día y quienes no —añadió, y su mirada se volvió tan dura como el pavimento bajo sus pies—. Estoy obligado a decidir quién vive y quién muere. Es... —apartó la mirada y la dirigió hacia el otro extremo de la calle— es mi castigo. —Por favor —susurró Sofía, avergonzada de verse obligada a suplicar. Ambos se contemplaron—. Supone la vida o la muerte, Mijaíl. Si no fuese así no te lo pediría. Necesito dinero. Durante unos instantes él clavó la vista en su rostro y ella se vio a sí misma a través de su mirada; de pronto se sintió asqueada ante lo que debía de parecerle su propia codicia y dio un paso atrás. —Bueno, al menos piénsatelo —dijo, procurando sonreír para restar importancia al asunto—. Gracias por traerme hasta aquí en tu caballo. Y por esto —dijo, alzando el billete. Bajó de la acera y esquivó una carretilla que transportaba montones de viejos periódicos sujetados con alambre. La decepción estaba a punto de asfixiarla. Lo había estropeado todo. Cuando alcanzó la otra acera se volvió para saludarlo con la mano y vio que Mijaíl no se había movido: la observaba fijamente, pero ya no estaba solo. A su lado apareció una delgada figura femenina que llevaba un ligero vestido veraniego en cuyo dobladillo había un remiendo, pero que a diferencia de la andrajosa falda de Sofía estaba limpio y planchado. Se conmocionó al reconocer a Lilya Diméntieva, la misma mujer a la que la noche anterior había visto tan íntimamente entrelazada con Mijaíl, la que había acudido a la casa de Rafik para susurrarle algo a Zenia. La madre de Misha. Esa misma. Sonreía a Mijaíl con una mirada seductora de sus ojos castaños y, mientras Sofía los observaba a ambos, lo cogió del brazo y frotó el hombro contra el de él como una gata. Después se alejaron calle abajo.

Sofía estaba furiosa, quería romper algo frágil entre los dedos, algo parecido al delgado cuello de Lilya Diméntieva. Estaba furiosa con Mijaíl aunque sabía que no tenía ningún derecho sobre él. Recorrió la calle Ulitsa Gorkova a grandes zancadas sin prestar atención al gentío, Página 146 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

como si pudiera dejar atrás la ira causada por aquel pequeño y posesivo gesto de Lilya. No lo logró: la abrasaba por dentro como las llamas del infierno.

Cuando Sofía abandonó la lúgubre farmacia y salió a la calle Kírov iluminada por el sol, aferró el paquete de Rafik y se dirigió calle abajo, en dirección a las fábricas que se apiñaban a orillas del río. Allí el Tiva se ensanchaba hasta convertirse en una ajetreada vía pública donde largas y negras barcazas atracaban junto a los almacenes mientras hombres gritaban y arrojaban cabos. Sofía contempló la superficie inquieta y grasienta de las aguas y se preguntó hasta dónde podría llegar con un pequeño bote a remo. No cabía descartar ninguna posibilidad. No tardó en encontrar la fábrica Levitski, un feo edificio de ladrillo rojo de tres plantas que se elevaba junto a la fangosa orilla, en cuya parte trasera se alzaban grúas que asomaban por encima del río y en la delantera, una serie de puertas de madera de pino lo bastante grandes como para dar paso a un carro. A un lado aparecía una moderna ampliación de cemento con hileras de amplias ventanas a través de las cuales los rayos del sol debían de inundar el edificio. «¿Ella está ahí dentro? ¿Contigo, Mijaíl? ¿Le tiendes un vaso de chai en este preciso momento? ¿O le enciendes el cigarrillo, rozas sus dedos con los tuyos y te inclinas hacia delante para oler su perfume e incluso echas un vistazo al escote de su ligero vestido de verano?» Lentamente, el rubor le cubrió las mejillas. Permaneció ante la fábrica durante una hora; luego meneó la cabeza y se alejó, abriéndose paso entre los bezprizorniki, los golfillos de mejillas hundidas que hurgaban entre la basura procurando sobrevivir y tratando de vender cualquier cosa a los transeúntes. Ese día eran apestosos cigarrillos marca Sport a razón de diez kopeks cada uno. Sofía volvió sobre sus pasos hasta la plaza Lenin, donde predominaba una imponente estatua de bronce del mismísimo Vladímir Ilich Lenin con el brazo en alto exhortando a las masas. A su lado aparecían los vistosos plakati de propaganda donde ponía Smert Kapitalizmu!: ¡Muerte al capitalismo! y ¡Obreros del mundo, uníos! La primera persona a la que vio fue Zenia. La muchacha gitana estaba de pie, a la sombra de las grandes ramas de un tilo que se alzaba junto a los tablones de anuncios de los periódicos, con un brazo desnudo rodeando el cuello de un joven que le apoyaba una mano en la cintura. El joven llevaba un uniforme de corte militar y una gorra de color azul claro: el de la OGPU, la policía de seguridad estatal. Sofía se volvió rápidamente en dirección contraria, pasó junto al pasaje abovedado de un mercado y desapareció al otro lado de una esquina. Página 147 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Y a quién tenemos aquí? Al parecer, se trata de la bella conductora de tractores de Tivil. Era el camarada subdirector Stírjov, del raion. Y le impedía el paso.

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24 Campo Davinski Julio de 1933 —Sofía está muerta. —No. Mientes. —Has de ponerle fin a esto, Ana. A esta estúpida espera. —Tasha alzó la vista de las cartas que sostenía en la mano—. Debes aceptar la realidad: Sofía no volverá. Joder, ¿qué persona cuerda regresaría a este agujero de mierda, a menos que...? —Cierra el pico, Tasha —dijo Ana, pero sin rencor—. Sofía vendrá. Como siempre, estaban sentadas en la cama de Ana, jugando a póquer con las desgastadas cartas que ellas mismas habían confeccionado. Nina iba ganando; apostaban con hilos de algodón arrancados de sus faldas. —Pronto inaugurarás una fábrica de prendas de vestir, Nina —dijo Ana y, riendo, arrojó sus cartas en la cama—. ¿Quién me ha servido esta porquería de cartas? —Yo —dijo Lara, la muchacha nueva. Tenía diecinueve años, era alta, de tez pálida y cabellos claros. Ninguna de ellas lo mencionó, pero Lara les recordaba a Sofía, de algún modo llenaba un hueco para todas ellas—. Ana —preguntó—, ¿por qué crees que volverá? La tentación de conservar la libertad debe de ser muy grande. Tasha y Nina intercambiaron una mirada, pero Ana hizo caso omiso de ellas. —Tú no la conoces —contestó en tono firme. —Pero Tasha tiene razón: estaría loca si corriera el riesgo de regresar a este lugar. —Me lo prometió. —Sí, pero una promesa hecha aquí no es como una promesa hecha allí fuera — argumentó Lara con voz suave, indicando con un gesto de la cabeza el mundo que se extendía más allá de la alambrada—. En el mundo real las personas no juegan al póquer con trozos de hilo para remendar su ropa. Y no cumplen promesas demenciales. —Lo que pasa, Lara, es que aún no has estado aquí el tiempo suficiente. —¿Qué quieres decir? —Que este lugar nos vuelve un poco dementes a todas. Página 149 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

«Sofía está muerta.» Ana sentía las palabras de Tasha clavadas en la cabeza como si fueran agujas y no conseguía arrancarlas, pero todavía se negaba a darles crédito y, mientras transcurría la larga noche, se dedicó a revivir sus recuerdos de Sofía; estaba convencida de que si dejaba que su amiga caminara, riera y llorara y hablara en su cabeza, eso ayudaría a que siguiera caminando, riendo y llorando y hablando allí, en ese lugar que Lara denominaba «el mundo real». Pero al mismo tiempo sabía que Tasha tenía razón: solo un loco regresaría al campo Davinski por su propia voluntad y por primera vez las dudas le recorrieron la espalda como un escalofrío. «¿Qué hay ahí fuera, Sofía? ¿Qué te retiene? »Vendrá. Sé que vendrá. Es tenaz.» Ya de niña había mostrado dicha tenacidad. Ana recordó una historia que Sofía le había contado un día, cuando marchaban hacia la zona de trabajo, una historia sobre su infancia. El sonido del látigo era como una rama que se quebraba una y otra vez, eso fue lo que dijo Sofía. Cuando ella tenía once años, sujetaron a su padre a un árbol en el centro de la aldea y lo azotaron hasta la muerte. Era un sacerdote, pero en enero de 1917 descubrieron que colaboraba con los bolcheviques, y eso equivalía a una sentencia de muerte. Las tropas del zar Nicolás II, emperador de todas las Rusias, recorrieron las ocho verstas desde Petrogrado y, cuando entraron en la aldea, las bridas de sus caballos tintinearon en el aire frío y silencioso. Después descargaron sus látigos sobre la espalda de su padre. Él no gritó ni los maldijo, se limitó a rezar en voz baja con la cara apoyada contra la corteza del árbol.

Sofía aguardó hasta después del entierro, y entonces, entre las brumas de la madrugada, se trenzó los largos cabellos rubios, se calzó sus botas lapti y se dirigió a la despensa de su padre situada en el patio trasero. Allí llenó un saco con algunas de las verduras que ella misma había cultivado: patatas, remolachas y un puñado de nabos, y emprendió el largo camino hasta Petrogrado. El saco que llevaba a la espalda pesaba como un animal muerto. El hielo cubría la vera del camino y las nubes del cielo eran de un tono blancuzco manchado de gris, como si unos dedos sucios las hubieran tocado. Avanzó con pasos rápidos, como si pudiera dejar atrás la pena y el dolor que le pisaban los talones. El mundo se había desplazado y ella oyó como cambiaba de posición, tanto en el interior como en el exterior de su cabeza. De vez en cuando, al contemplar los lugares conocidos a lo largo Página 150 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

del camino —el antiguo depósito elevado de agua, el aserradero, la inclinada veleta del techo del granero—, apenas los reconocía. Era como si su mente fuese tan quebradiza como el hielo que pisaba; sentía un intenso deseo de gritar a voz en cuello, pero en cambio recordó el cuerpo inane de su padre tendido en la mesa de la cocina. Lo había estrechado entre sus brazos y se negó a soltarlo. Derramó lágrimas en las manos del cuerpo sin vida y besó las laceraciones en el cuello, pero cuando se llevaron el cadáver para meterlo en un ataúd supo que tendría que construir una nueva vida para sí misma. Su tío le había ofrecido acogerla en su propia casa, pero también le dijo que había llegado la hora de dejar sus libros a un lado —esos que ella y su padre habían disfrutado leyendo juntos— y empezar a ganarse el sustento. Sofía aferró el saco con mayor firmeza.

La ciudad de Petrogrado olía a peligro. La tensión flotaba en el aire que Sofía inspiró en cuanto pisó sus calles y que aceleró los latidos de su corazón, si bien no comprendía por qué. Siempre le había gustado Petrogrado, aunque solo había recorrido sus ajetreadas calles unas cuantas veces; sin embargo... allí estaban sus altas casas pintadas de colores pastel, sus elegantes tiendas y los deslumbrantes transeúntes que entraban y salían de ellas a lo largo de la avenida Nevski. La ciudad palpitaba con el permanente ruido del tráfico, un animado tintineo de carruajes, coches y tranvías. El hielo cubría las alcantarillas y colgaba como lágrimas congeladas de los balcones a medida que Sofía se abría paso hasta los mercados callejeros de Liteiny, pero aquel día los negocios no prosperaban. Nadie tenía rublos para gastar, así que tres horas después recogió lo que quedaba de su saco y regresó al bullicioso centro, orientándose mediante la dorada torre del almirantazgo, tal como su padre le había enseñado. El cielo estaba blanco y lustroso, como si albergara reservas de nieve ocultas tras un cristal. Envuelta en su abrigo acolchado, con el gorro y los guantes de un brillante color amarillo que ella misma había tejido, Sofía caminaba con rapidez para entrar en calor, pero el nerviosismo aún vibraba en el aire, como si la ciudad sostuviera el aliento. Ella observó a la gente que la rodeaba con mucha atención: quería descubrir de dónde procedía esa extraña sensación. Personas envueltas en abrigos de piel y bufandas de seda recorrían las calles apresuradamente y hablando en voz alta, pero notó que las que llevan desgastadas chaquetas y gorras de tela en la cabeza se apiñaban en las esquinas entre los sucios montones de nieve, con las cabezas muy juntas. Se acercó a uno de los harapientos grupos y los observó con mirada interesada. Sí: de allí procedía la tensión; notaba que ondulaba en torno a los hombres confundiéndose Página 151 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

con el humo de sus cigarrillos liados a mano que sostenían entre los dedos con mucho fervor, como si fueran una insignia. Tragó saliva, se colgó el saco del otro hombro y se acercó a un grupo de tres hombres ante la boca de una callejuela, junto a una lavandería cuyo nombre aparecía en letras de cristales de colores; no pudo dejar de notar que las suelas de los zapatos de los tres estaban agujereadas. Se aproximó más, haciendo balancear el saco. —Vete, niña —murmuró el más joven del grupo cuando se dio cuenta de que Sofía estaba lo bastante cerca como para oír lo que decían. Tenía ojos castaños muy redondos, pestañas más largas que las de una muchacha y muñecas delgadas y huesudas —. Vete a jugar a otra parte. Lo que la enfadó fue el tono en el que pronunció la palabra «jugar». —Al menos yo estoy ocupada trabajando —replicó, lanzándole una mirada fría, con la intención de irritarlo. Y lo logró. —Nosotros también, durochka. El segundo hombre sonrió, revelando sus dientes pequeños y blancos. —¿Qué hay en ese saco, pequeña? —Algo que puede interesarte. —¿Qué es? ¿La cabeza de Kérenski? Los tres hombres soltaron carcajadas y tironearon de sus gorras. Sofía conocía ese nombre: Aleksandr Kérenski era el jefe del gobierno provisional. —No —contestó—, verduras. De buena calidad, no medio podridas. —Cuando ella mencionó los alimentos los hombres se quedaron boquiabiertos—. Me pareció que estabais hambrientos. —Claro que tenemos hambre —dijo el tercer hombre en tono sosegado. Era mayor que los otros dos, profundas arrugas surcaban sus mejillas y su sonrisa era melancólica —. Todo Petrogrado pasa hambre, las raciones de pan son miserables... —En ese momento un carruaje arrastrado por cuatro caballos conducidos por un cochero de librea pasó a su lado; el cochero avanzaba con expresión arrogante a través de la nieve medio derretida y salpicaba las heladas aceras. El tipo esbozó una lenta e irónica sonrisa y meneó la cabeza—. Bueno, puede que no todos los de esta ciudad tengan el estómago vacío. Entonces Sofía notó algo extraño. Esos hombres la sorprendieron un poco. Sí: sus caras eran angulosas y sus ropas pobres y remendadas, indicando claramente que pertenecían a la clase baja de Petrogrado, pero su actitud no era la de los derrotados. Alzaban la cabeza como gallos de riña, ansiosos de pelear. En sus miradas ardía una expectativa de... Sofía luchó por descifrar qué era y entonces comprendió: era la Página 152 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

expectativa de triunfar. ¿Triunfar sobre qué? Volvió a agitar el saco, intentando captar de nuevo su atención gracias al olor de las verduras. —¿Estáis interesados? —preguntó. Los hombres clavaron la vista en el saco. —No tenemos dinero. —No creí que lo tuvierais. —En ese caso, ¿qué quieres a cambio? —Cigarrillos. —¿Son para ti? —Eso no es asunto vuestro. —¿Cuántos años tienes, pequeña? —Once. —De acuerdo, echemos un vistazo a lo que tienes ahí —dijo el de las pestañas femeninas. Estiró la mano para coger el saco, pero ella retrocedió con pasos ágiles. —No. Yo os lo mostraré. Sofía empezó a abrir el saco, pero la muñeca huesuda volvió a lanzarse hacia delante y los dedos de grandes nudillos trataron de quitárselo. De manera instintiva Sofía supo que si el hombre se lo arrebataba nunca volvería a verlo... ni recibiría cigarrillos a cambio. —¡No! Le arrojó la palabra a la cara con todas sus fuerzas y notó la mirada alarmada del hombre. Cuando él retrocedió, la niña le pegó un puñetazo en el pecho flaco, él tropezó hacia atrás y casi cayó al suelo. —¡Pequeña diabla! —la maldijo. —Lo tienes merecido —dijo el hombre mayor, soltando una risita. —Toma, niña —dijo el de los dientes—. Ya que te crees tan mayor y quieres cigarrillos, fuma este —añadió, y le tendió la colilla encendida. Tenía un aspecto asqueroso, solo quedaban una o dos caladas y la saliva humedecía la punta. Ella sabía que la estaba poniendo a prueba y, encogiéndose de hombros, cogió el cigarrillo, se lo llevó a los labios e inhaló el humo. Los tres hombres sonrieron maliciosamente al tiempo que ella tragaba el humo, reprimía la tos y parpadeaba con los ojos llenos de lágrimas. Sofía se obligó a sonreír. —Bien, ¿cómo te llamas? —preguntó el hombre mayor. Retiró el cigarrillo de los dedos de ella, pegó una larga calada y arrojó la colilla a Página 153 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

la alcantarilla, donde soltó un siseo. —Sofía Morózova. Inmediatamente los tres hombres intercambiaron una mirada. —¿Algún parentesco con el sacerdote Morózov? La pregunta la tomó por sorpresa; al oír el nombre de su padre un nudo se formó en su garganta y asintió. —Aquí era muy conocido —dijo el hombre de las muñecas huesudas, y toda su actitud cambió: se volvió tan suave como sus pestañas. —Era mi padre —logró responder ella. —Bien, Sofía —dijo el hombre mayor, inclinándose hacia ella y bajando la voz—, hoy entraremos en acción, así que un plato de sopa de verduras en el estómago nos dará ánimos a todos. Me llamo Ígor —añadió, y Sofía vio que su sonrisa se tornaba menos melancólica—. Creo que tú y yo podemos alcanzar un trato.

Sofía ocupó una posición delante del teatro Alexandriski, donde reinaba un constante ajetreo de coches, carruajes y damas y caballeros elegantes. Cada vez que podía se acercaba a ellos ofreciendo su bandeja de cartón donde reposaban los cigarrillos, pero casi siempre un empleado uniformado la expulsaba, haciendo que se sintiera como un perro callejero. Los cigarrillos habían supuesto una buena idea, resultaba fácil venderlos. Había empezado con cuarenta y ocho y solo quedaban siete. No estaba nada mal. Cuando miró en derredor en busca de su siguiente cliente descubrió un hombre que llevaba un sombrero de copa y una capa oscura forrada de seda que se encaminaba directamente hacia ella a lo largo de la gélida acera. Se plantó ante Sofía y examinó la bandeja a través de unas diminutas gafas de media luna. Ella le devolvió la mirada: era un hombre lustroso, como podría haberlo sido un abrigo de piel; bajo las luces de la entrada del teatro incluso su cabello brillaba como si lo hubieran bruñido. —Hola, pequeña vendedora de cigarrillos. Recogió uno de los grisáceos cigarrillos y lo sostuvo entre el índice y el pulgar como si temiera que lo mordiera, después clavó la mirada en el rostro de Sofía y un repentino temor de que fuese él quien fuera a morderla se apoderó ella. —Es buen tabaco —dijo, mintiendo. —¿Ah, sí? ¿De dónde los has sacado? ¿Los robaste del bolsillo de tu padre? Sofía se negaba a reconocer que los había conseguido a cambio de una sopa. Ígor había aceptado su sugerencia con entusiasmo; él y sus compañeros huelguistas se reunieron en torno a un enorme brasero de hierro, en un solar en las nevadas orillas del Página 154 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

río Fontanka —todo un grupo de rostros de mejillas hundidas— y calentaron las verduras en una gran olla sobre las llamas, convirtiéndolas en una sopa que atrajo a hombres de las esquinas de las calles de toda la ciudad. Todos pagaron un cigarrillo. —Sí —dijo Sofía, y miró al hombre directamente a los ojos—. Provienen del bolsillo de mi padre. —Hizo una pausa y luego añadió—: Está muerto. El hombre parpadeó, extrajo un billete de cinco rublos y lo dejó caer en la bandeja. —Eres muy bonita, querida. Tal vez ahora necesites que alguien cuide de ti —dijo, adoptando una buena imitación de una sonrisa paternal—. No deberías estar en la calle en una noche tan fría como esta, podría ser peligroso. Sofía agitó la cabeza y la trenza se deslizó por encima de su hombro. Él la observaba con aire fascinado. —Has comprado mis cigarrillos —dijo con voz inexpresiva—, pero no me has comprado a mí. Con una precisión de la que se enorgullecía, lanzó un salivazo junto al zapato del hombre, una costumbre adquirida de sus compañeros de esa tarde. Si su padre hubiera estado presente le habría pegado un pescozón, pero ya no estaba allí. Cogió el dinero, le tendió la bandeja y los cigarrillos al hombre, y desapareció en las calles oscuras. Era hora de ir a casa. El toque de queda comenzaba a las ocho y permanecer allí era una necedad, pero ya oía a los manifestantes y sus gritos a medida que la muchedumbre avanzaba hacia la plaza del Palacio. Solo quería echar un rápido vistazo, eso era todo.

Era como formar parte de un muro. Esa fue la sensación que la embargó: de un muro sólido y firme. Se vio a sí misma como un ladrillo, uno pequeño y frágil, es verdad, pero que no dejaba de ser un ladrillo. A un lado se agarraba al brazo de Ígor, al otro al de una mujer vociferante, y los brazos de ellos estaban unidos a otros brazos, y así sucesivamente a lo ancho de toda la calle, cientos de ellos impidiendo el paso del tráfico y provocando el caos en la ciudad. A sus espaldas avanzaban hileras y más hileras de hombres y mujeres cogidos de los brazos, y en otras calles y otras plazas gritaban sus exigencias a voz en cuello, voces que se volvían más osadas con cada ladrillo que se añadía al muro. —¡Queremos pan! —¡Queremos trabajo! —¡Muerte al zar! Antes de que la multitud acabara de proferir las palabras, resonaron golpes de cascos de caballos lanzados al galope. La caballería irrumpió en la calle y se lanzó contra la cabeza de la manifestación con la intención de aplastar a los líderes. Al Página 155 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

verlos, un temblor le aflojó las rodillas, pero estaba convencida que el muro resistiría. No se rompería, era fuerte e invencible. Temblaba y algo le impedía respirar, pero el muro no caería..., ¿verdad? —¡Ígor! —gritó. —¡Muerte a la Duma! —rugió él, enfrentándose a los caballos que avanzaban—. ¡Muerte a la Duma! Sofía ya veía el aliento de los animales elevándose como incienso en la calle a medida que surgían de la oscuridad y en ese momento distinguió la expresión determinada de los rostros de los soldados, rostros crispados por la ira. El corazón le latía como un caballo desbocado y se aferró a los brazos a ambos lados de ella. Entonces resplandecieron los sables. Una mujer soltó un grito de dolor y el muro se rompió. Los brazos se desprendieron y los cuerpos se presionaron contra los escaparates de las tiendas, intentando evitar los sables fulminantes cuando los caballos cargaron contra la multitud. Sofía oía el latido de sus grandes corazones al tiempo que sus cascos aplastaban a todos cuantos se ponían en su camino; alaridos y pánico recorrían la multitud, las personas tropezaban, caían, se escurrían en las callejuelas al tiempo que el aire nocturno se rompía con la misma facilidad que el muro. Sofía echó a correr. Se había separado de Ígor en medio de la estampida, pero la mujer a su izquierda la había arrastrado hasta una calle lateral y juntas escaparon del sonido metálico de los cascos. El eco de sus mutuas pisadas les daba esperanzas mientras doblaban varias esquinas, y se agacharon bajo las verjas, jadeando e inspirando el aire gélido. Sofía no sabía dónde se encontraba y tampoco le importaba; al recorrer calles desconocidas, oyó que la respiración de la mujer que iba a su lado se volvía más áspera y notó que trastabillaba. —Por aquí. Sofía la condujo hacia una tranquila avenida bordeada de grandes mansiones que se elevaban tras verjas imponentes. Allí por fin estarían a salvo. Sabía que debería dar gracias a Dios por haber escapado, pero no encontró las palabras para dirigirse a Él; lo único que sentía era una cólera sorda hirviendo en su estómago. Que la persiguieran por las calles como un animal la llenaba de humillación. —Nos tratan como si fuésemos alimañas —susurró la mujer, caminando más lentamente. —No soy una rata. —De acuerdo, pero no cabe duda de que eres capaz de correr con la misma rapidez que una de ellas, niña. —¿Eres bolchevique o menchevique? Página 156 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Esa tarde Sofía había oído ambas palabras. Apenas lograba vislumbrar la cara de la mujer en la oscuridad, pero vio que se echaba el pañuelo que le cubría la cabeza hacia atrás y oyó un gruñido. Podría haber significado da: «sí», o también «cierra el pico, suka». En ese momento, en el otro extremo de la calle apareció un solitario oficial de caballería que de inmediato lanzó su caballo al galope: la punta de su sable hendía la húmeda noche y apuntaba directamente a la garganta de la mujer, que echó a correr. —¡No! —gritó Sofía—. ¡Nos echará encima su caballo! —Moriremos de todos modos, niña estúpida. Para sorpresa de la jovencita, la mujer se postró de rodillas en medio de la calle, bajó la cabeza, plegó las manos y empezó a rezar. El jinete se acercaba blandiendo el sable, dispuesto a arremeter. Cuando Sofía recordaba ese instante era como si el tiempo se hubiese detenido en esa silenciosa avenida de Petrogrado. La quietud invadió su cabeza, el pánico y el terror que le golpeaba las costillas parecieron disolverse y sus pensamientos se volvieron claros. Esperó hasta que el oficial se apoyó en los estribos y el arma cercenó el delgado hilo de las plegarias al abatirse sobre el cuello indefenso de la mujer arrodillada. Entonces se lanzó hacia delante. Arremetió contra el caballo desde el costado y le pegó un puñetazo en la grupa con todas sus fuerzas. Sorprendido, el animal soltó un relincho y pegó un brinco a un lado, alejándose, pero ella lo siguió sin dejar de asestarle puñetazos cada vez más violentos. El caballo se encabritó y se volvió para enfrentarse a su atacante. El oficial gritó una orden y tironeó de las riendas, pero ya era demasiado tarde. En su intento de asestarle un sablazo a la mujer, perdió el equilibrio y cayó de espaldas en la calle, donde permaneció tendido, inmóvil. Sofía se lanzó hacia delante y aferró las riendas del caballo. El animal había entrado en pánico, pero ella sabía cómo tratarlo y no estaba dispuesta a dejarlo escapar. Le murmuró unas palabras y apoyó una mano en su flanco sudado, tirando de las riendas con suavidad. El animal puso los ojos en blanco y le mostró los dientes, bailoteando, pero se sometió al contacto tranquilizador de la mano de Sofía. La mujer se puso de pie. —¡Dios te salve, pequeña ratita! —gritó, soltando una carcajada de alivio, se acercó al oficial inconsciente tendido en el suelo helado y le propinó dos puntapiés en la cabeza—. El Señor ha respondido a mis súplicas, soldado. —¡Escucha! —siseó Sofía. Un nuevo sonido interrumpió el silencio: numerosos pasos apresurados golpeando el pavimento. Sofía recorrió la calle con la mirada y divisó a un joven alto que corría Página 157 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

hacia ellas. A sus espaldas se extendía una mancha negra, como tinta derramada: más tropas, pero esa vez de infantería. —¡Date prisa! —gritó a la mujer, e hizo girar el caballo. Para cuando el joven les dio alcance, ambas ya estaban montadas en el animal, una por delante de la silla, la otra por detrás, así que lo único que tuvo que hacer el fugitivo fue apoyar un pie en un estribo y montar. Al hacerlo soltó un grito de combate que rebotó contra las paredes, sorprendiendo y deleitando a Sofía. Después taconeó al nervioso animal y este se lanzó al galope, alejándose de sus perseguidores. Lo condujo con destreza y, segundos después, las tropas volvían a ser una mancha oscura. Sofía sostenía el sable en la mano.

Cabalgaron velozmente y en silencio, manteniéndose en las calles oscuras y sombrías para evitar las avenidas principales. El joven parecía conocer bien la ciudad, como si estuviera acostumbrado a correr a través de las callejuelas, y varias veces pasó por debajo de un puente o avanzó a lo largo de inesperados pasadizos para evitar grupos de hombres uniformados. Estaban por todas partes, pero el desconocido siempre lograba esquivarlos. Sentada detrás de él, Sofía le rodeó la cintura con los brazos, notó la fuerza de sus músculos, su respiración agitada y, de vez en cuando, también los latidos de su corazón a través de la fina tela de su chaqueta. A veces su gruesa bufanda roja le azotaba la cara mientras el joven azuzaba al caballo. A medida que se abrían paso a través de las calles, Sofía comenzó a reconocer algunos lugares: una tienda, una fábrica. Así supo que se aproximaban al punto en el que ella había entrado en la ciudad esa mañana. Le dio un golpecito en la espalda y dijo: —Esta es mi calle. Él refrenó el caballo en el acto, que siguió avanzando al paso, y ella se deslizó del lomo y aterrizó en la nieve. —Do svidania, joven anarquista —dijo el joven—. Spasibo. Gracias, amiga mía — añadió. La saludó con una mano e hizo girar el caballo. Sofía no le devolvió el saludo; ni siquiera había visto más que una sombra de su rostro, pero lo siguió con la mirada cuando él se alejó como un fantasma en medio de la noche, con la mujer montada delante de él. Aguardó hasta que se perdió de vista por completo antes de volverse y emprender el largo camino a casa en la oscuridad. Solo entonces dio rienda suelta a la amplia sonrisa que había permanecido atrapada en sus labios y al estremecimiento excitado de huesos. Esa noche había aprendido mucho y, soltando un grito que resonó en el silencio de la noche, alzó el sable que había robado Página 158 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

al oficial y lo blandió trazando círculos por encima de su cabeza. Sin embargo, ya echaba de menos al joven y enérgico jinete, la tibieza de su cuerpo contra su pecho. Se alejó de la ciudad con extraña renuencia y «tenacidad», una de las palabras predilectas de su padre, que surgió en su cabeza al tiempo que empezaban a caer suaves copos de nieve.

La bufanda, la bufanda roja. Ese fue el detalle que quedó atrapado en la mente de Ana, como una manga que se engancha en una zarza. No lograba desprenderlo, por más que lo intentara. Sabía que tan siquiera preguntárselo era absurdo, porque, dado que había tantos hombres jóvenes luchando por los bolcheviques bajo la Bandera Roja, la mitad de ellos debían de haber llevado bufandas rojas. Pero no pudo dejar de recordar que, aquellas Navidades, ella había regalado una bufanda roja a Vasili. La había tejido especialmente para él, y él la había besado, soltando un grito de alegría y jurando que siempre la llevaría. Entonces, ¿era él? ¿Ese impetuoso jinete de la infancia de Sofía? Ana nunca dejaba de preguntárselo y la incerteza la atormentaba. Vasili siempre se había negado a que ella, Ana, lo acompañara durante una de sus aventuras, afirmando que era demasiado peligroso, pero, en cambio —si el joven de aquella noche había sido Vasili—, había estado dispuesto a cabalgar a través de las puertas del infierno con Sofía pegado a su espalda. Sintió un diminuto aguijonazo de celos y lo aplastó en el acto: Sofía jamás la habría traicionado.

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25 Dagorsk Julio de 1933 El despacho del subdirector Stírjov no guardaba ningún parecido con lo que Sofía había imaginado. Era elegante: contenía un amplio escritorio de superficie negra y brillante y patas cromadas, un resplandeciente reloj y un encendedor de sobremesa plateado, además de sillas tubulares cromadas y asientos de cuero de color pálido. Por supuesto que ostentaba la habitual efigie de Lenin en un estante destacado y una imagen de dos metros de ancho de Stalin colgada de la pared, pero el busto barbudo de Lenin era de mármol, no de yeso, y la imagen de Stalin era un excelente retrato pintado al óleo. En otra pared había fotografías enmarcadas de Rýkov y de Kalinin. Resultaba obvio que Stírjov era de esos hombres que sabían cómo obtener lo que querían. Sofía se sentó en una silla, cruzó las piernas y balanceó un pie con actitud desenfadada pese a que el pulso palpitaba en sus dedos cubiertos de cicatrices: una clara señal de que estaba nerviosa. Aceptó una copa de vodka aunque aún no era mediodía y notó que el frío que le congelaba los huesos disminuía. —Gracias, camarada subdirector. No esperaba encontrar un despacho tan moderno aquí en Dagorsk. —Moderno en cuerpo y alma —dijo Stírjov, sacando pecho, y se acomodó detrás del escritorio. Abrió una caja de baquelita y le ofreció un elegante cigarrillo de color marrón que a Sofía no le pareció ruso. En esos días no solían verse artículos importados, en todo caso no abiertamente, aunque todo el mundo sabía que estaban disponibles en las tiendas especiales solo accesibles para miembros de la élite del Partido. Ella negó con la cabeza y el subdirector cogió uno y lo encendió, dio una profunda calada y la evaluó con la mirada. Sofía todavía no había descubierto qué pretendía de ella ese hombre de ojos incoloros cuando le propuso: «Mantengamos una conversación en mi despacho.» —¿Eres una recién llegada a esta zona y también a Tivil? —Sí. Página 160 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Siento un gran interés por Tivil. A ella le disgustó el tono que había empleado al decirlo. —Es una aldea de gente muy trabajadora, bastante similar a otras, y no resulta especialmente interesante. Al menos así me lo parece a mí —comentó Sofía. —Pues en eso te equivocas, camarada Morózova. Vació su copa de vodka de un trago y se sirvió otra. Sofía aguardó, consciente del valor del silencio frente a un hombre como ese, siempre tentado de interrumpirlo. Parecía hincharse con cada trago de vodka y su cara se volvió aún más redonda de lo habitual. Tenía las mejillas lustrosas como si las puliera cada mañana, como si fuesen manzanas. Su traje era pulcro, aunque un tanto desgastado en los codos; parecía un gato elegante y ella no dudó del filo de sus garras. —Tivil no se asemeja a ninguna otra aldea de mi raion —replicó él con sequedad —. Esa gente parece empeñada en tender trampas a mis oficiales y dejarlos en ridículo. Ellos acuden allí para comprobar que se cumplen las cuotas, que aportan suficiente cantidad de ganado y cereales, que pagan los impuestos y que contribuyen al raion con el trabajo estipulado, cavando zanjas y reparando caminos. Pero ¿con qué regresan aquí? —preguntó. Se inclinó hacia delante y la miró expectante. Ella le sostuvo la mirada y notó que el silencio que reinaba entre ambos se volvía amenazador—. Regresan con listas —espetó—. Listas de bienes cuidadosamente comprobados, todas ellas con su correspondiente sello oficial —añadió, y soltó un puñetazo en el escritorio que hizo rebotar el reloj—. Es un disparate. Todas las semanas se produce una discrepancia entre las existencias: las que figuran y las que debería haber. Por eso me dirigí allí la otra noche, para resolver el asunto en persona. Sofía sorbía su vodka demostrando un escaso interés por su triste historia. —Pero volvió a suceder —gruñó Stírjov—. Todo salió mal. Y sé a quién echarle la culpa. —¿A quién? El subdirector encogió la cabeza entre los hombros. —Eso no te incumbe. —En ese caso, ¿por qué me has invitado a tu despacho? —preguntó ella con impaciencia, justa la necesaria. —Porque eres una extraña, aún no formas parte de esa comunidad. En vez de joderse entre ellos para obtener privilegios suplementarios como todos los otros aldeanos, esos cabrones de Tivil mantienen la boca cerrada y se te quedan mirando como si acabaras de salir de debajo de una mierda de perro. Y sin embargo, no puedo... —la frustración le impedía encontrar las palabras idóneas— hallar una grieta que me permita... Página 161 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Meneó la cabeza y se llevó la copa a los labios. —Un hombre de tus recursos habría infiltrado un espía del Partido entre ellos — dijo Sofía en tono cordial—. Estoy convencida de ello. —Desde luego —dijo él con gesto desdeñoso—. Pero el muy bedniak es un inútil total y sus informes solo consisten en chismorreos. Dedica demasiado tiempo a beber vodka —añadió, y parecía no tener presente la ironía de sus palabras cuando bebió la tercera copa de vodka de esa mañana. —Entonces ¿por qué me has hecho venir? —Para advertirte. —¿Para advertirme? ¿De qué? —Del peligro —contestó él con una sonrisa. —¿Qué peligro? —Corren rumores de que fuiste tú quien incendió el granero. Sofía tomó aire y soltó una risita, pero Stírjov ya no sonreía. —Eso es absurdo —replicó ella—. No tuve nada que ver con eso. ¿Por qué diablos iba a prender fuego al granero? —¿Por rencor? —No, camarada subdirector Stírjov. Te aseguro que no guardo ningún rencor a la aldea. Mi tío ha sido lo bastante gentil como para acogerme en su casa y le estoy agradecida, tanto a él como a Tivil. ¿Quién está difundiendo semejantes rumores? Dímelo. ¿No será tu espía? Porque en ese caso deberías prescindir de ese necio. Créeme: jamás cometería semejante acto delictivo contra la propiedad soviética o... — Se interrumpió y dejó de aferrar el borde del escritorio. Tenía los nudillos blancos—. Te agradezco la advertencia, camarada subdirector. Seré cautelosa. Es evidente que quien incendió el granero intenta echarme la culpa a mí. Él la observaba con mirada astuta. —Interesante —murmuró en voz baja—. No tienes mucho aspecto de gitana, ¿verdad? —La hermana de mi padre, la que me crio, estaba casada con el hermano de Rafik. Stírjov recogió su estilográfica de oro y garabateó una nota en la libreta que había sobre el escritorio, la examinó un instante y luego apoyó los codos en el tablero. —Muéstrame tus documentos, camarada. Era un delito no llevar siempre los documentos de identidad, donde figuraban el lugar de residencia, la fecha y el lugar de nacimiento, y el nombre del padre. Y abandonar el koljós sin un permiso oficial constituía un segundo delito. Sofía volvió a cruzar las piernas lentamente y notó que él seguía el movimiento con la vista. —Antes quisiera hacerte una sugerencia, camarada Stírjov. Página 162 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Él se puso de pie y rodeó el escritorio para apoyar el gordo trasero en el borde antes de posar una mano en la rodilla de Sofía. Ella no la apartó de un manotazo. —¿Qué clase de sugerencia? —preguntó. —Me parece que necesitas a alguien nuevo en Tivil. Alguien... con una nueva mirada. —Alguien como tú. —Alguien exactamente como yo. Él recuperó la sonrisa, un gesto que pretendía ser encantador, y por un instante la rosada punta de la lengua asomó a sus labios. —Solo me informarás a mí. —Por supuesto. —¿Y a cambio? —Me pagarás. Todas las semanas. Cien rublos y cincuenta ahora mismo, para cerrar el trato. —¡Ja! ¿Me tomas por estúpido? —exclamó. Se inclinó por encima de ella y Sofía percibió el olor a tabaco francés en su aliento—. No me subestimes, camarada Morózova —dijo, y le apretó la rodilla con la mano—. Tráeme la información y entonces hablaremos de dinero. Ella rio, se levantó y la mano de él cayó a un lado. —Un estómago vacío nubla la vista y entorpece los oídos, subdirector Stírjov. Me cuesta oír las cosas cuando mi estómago protesta —dijo, y tendió la mano con la palma hacia arriba. Él la miró, luego la contempló a ella y se lamió los labios. —Muy bien. Diez rublos ahora. —Cincuenta. Stírjov entornó los ojos. —Cincuenta —repitió Sofía—. Te merecerá la pena. —Será mejor que tengas razón. —Te lo prometo. Él introdujo la mano en el bolsillo, extrajo un billete de cincuenta rublos y se lo entregó. Cuando Sofía lo cogió, el subdirector se inclinó hacia delante para besarla, pero ella apartó la cabeza, de modo que sus labios apenas le rozaron la oreja. La mujer reprimió un estremecimiento, bajó la vista modestamente y se dirigió a la puerta. —Camarada Morózova —dijo Stírjov en tono duro—. Espero mucho de ti. —Yo también —dijo ella con una sonrisa deslumbrante.

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—Noté que me estabas observando —dijo Zenia, saliendo al paso de Sofía cuando esta abandonó el despacho del raikom—. Se supone que ya debería estar trabajando en la fábrica, pero... —Ruborizada, bajó la vista con timidez. Un pañuelo de un brillante color amarillo cubría los rizos de la gitana y, aunque desgastada, su blusa escotada estaba limpia y mostraba más de su piel tersa y oscura de lo que Rafik tal vez hubiese aprobado. Llevaba una falda verde de algodón y Sofía comprendió que cualquier joven soldado se sentiría atraído por Zenia. —Estás preciosa, Zenia —comentó—. ¿Quién era tu amigo? —Se llama Vania —contestó la gitana, ruborizándose aún más. —Veo que trabaja para la OGPU. La policía secreta. Zenia le lanzó una rápida mirada de sus ojos negros. —No le he dicho nada. Acerca de ti, quiero decir. Sofía se acercó y percibió el almizclado olor a sexo. —Zenia —susurró—. La policía secreta es astuta. Le proporcionas información sin darte cuenta de que lo estás haciendo. Zenia lanzó la cabeza hacia atrás con gesto desdeñoso. —No soy tonta. No digo... —En ese momento hizo una pausa como si hubiera recordado algo y su mirada se ensombreció—. No dije nada que no debiera haber dicho —añadió con voz desafiante. —Me alegro. Ve con mucho cuidado, en bien de Rafik. La joven gitana desvió la vista una vez más. —No te preocupes, Zenia. Seré discreta. —Los ojos oscuros se entrecerraron y la joven adoptó un aire suspicaz—. No contaré nada sobre Vania. A Rafik, quiero decir — añadió Sofía. Zenia sonrió, una sonrisa dulce y agradecida que hizo que Sofía se inclinara hacia delante y rozara la mejilla de la muchacha con la suya. —Pero ten cuidado. Después de lo ocurrido con el oficial de abastecimiento no dejarán de acechar la aldea de Tivil y es posible que traten de aprovecharse de tu situación. —Él me ama —dijo Zenia, antes de alejarse meneando las caderas y con la cabeza erguida, atrayendo las miradas de los transeúntes masculinos. —Él me ama —repitió Sofía, como si quisiera comprobar el sonido de las palabras. Después volvió sobre sus pasos a través de las calles miserables y regresó al río.

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26 El despacho de Mijaíl era oscuro. Las pequeñas ventanas dejaban pasar un rayo de luz formando un cuadrado que se deslizaba sobre el suelo hacia la puerta, como si tratara de escapar. A menudo estaba tentado de trasladarse a la nueva y luminosa ampliación que había hecho construir a un lado de la vieja fábrica, pero siempre cambiaba de parecer en el último momento porque sabía que su presencia era necesaria allí: desde ese lugar supervisaba el complejo y resultaba visible para las obreras cada vez que estas alzaban la cabeza de las máquinas, algo que desanimaba a las holgazanas. Su despacho se encontraba en el extremo superior de una escalera que ascendía desde el inmenso suelo de la fábrica, de modo que, al igual que su respiración, el incesante traqueteo de las agujas también formaba parte de su vida laboral. Lo único que lo separaba de la mano de obra era un cristal, lo cual implicaba que podía bajar la vista y contemplar las hileras de cientos de máquinas de coser y, mediante un único vistazo, comprobar que la línea de producción funcionaba correctamente. En la ampliación había hecho instalar nuevas máquinas cortadoras, pero allí, en la fábrica, eran tan antiguas y caprichosas que las condenadas exigían una atención constante. Debía vigilarlas como un lince porque los repuestos valían su peso en oro y las muchachas que manejaban las máquinas no siempre eran tan cuidadosas como deberían ser. Las estaba observando con las manos en los bolsillos, pero estaba inquieto y no lograba concentrarse. En su escritorio se amontonaban formularios, permisos, pedidos y licencias de importación aguardando su firma, pero esa mañana era incapaz de centrarse en ellos. Se aflojó el nudo de la corbata y se arremangó la camisa blanca. Las mentiras de Sofía lo habían puesto nervioso, por no mencionar su mirada retadora, como si lo desafiara a hacer algo sin decirle qué. Soltó una carcajada, riéndose de ambos. Fuera lo que fuese lo que tramaba Sofía Morózova, Mijaíl se alegraba de su llegada a Tivil: era como una criatura del bosque, salvaje e impredecible, que le aceleraba el pulso. De algún modo difícil de definir, había alterado su equilibrio mental y él sentía que volvía a volar por encima de las nubes. Soltó otra carcajada, pero luego frunció el entrecejo y encendió un cigarrillo, Página 165 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

intentando inhalar a Sofía junto con el humo. Toda suerte de recuerdos surgían en su interior, unos que había dado por muertos y enterrados, pero que volvían a cobrar vida, acuciándolo y hostigándolo. ¿Qué tenía Sofía para causar esas sensaciones? ¿Se debía únicamente a que era rubia y de ojos azules, y que su carácter era fogoso como...? No. Guardó esos recuerdos y esas sensaciones tras una puerta y la cerró con llave. Recordar no conducía a absolutamente nada. Dio una profunda calada y soltó el humo contra el cristal, empañándolo y convirtiendo las mujeres y las máquinas en una imagen borrosa. Trató de imaginar a Sofía allí abajo en la fábrica, trabajando ante uno de los bancos durante todo el día, pero no lo logró porque la imagen lo confundía y desconcertaba. Sofía era una alondra, como él. Demasiado independiente en un país donde la implacable bota del Estado aplastaba cualquier individualismo e iniciativa. Adaptarse y someterse... o morir. Tan sencillo como eso. Entonces llamaron a la puerta. —Pasa —dijo, sin volverse. Debía de ser Sukov, su asistente, con otro montón de papeles y documentos que requerían su atención. —Tienes visita, camarada director. Mijaíl suspiró. En ese momento lo último que quería era recibir una visita de un ignorante funcionario del raikom o de un inspector del sindicato en busca de problemas. —Dile a quien sea que no estoy. Hubo una pausa incómoda. —Dile al camarada director que quien sea sabe que no es así. Era Sofía. Se volvió hacia ella lentamente, disfrutando del momento. Estaba justo detrás de su asistente contemplándolo con mirada divertida y respirando entrecortadamente como si hubiera estado corriendo; incluso envuelta en sus ropas grises, iluminaba el despacho. —Mis disculpas, camarada Morózova —dijo en tono cortés—. Toma asiento, por favor. Trae una taza de té para mi visita, Sukov. El asistente puso los ojos en blanco y le dirigió una mirada elocuente, el muy atrevido, pero no olvidó cerrar la puerta a sus espaldas. En vez de tomar asiento, Sofía avanzó, se situó a un lado de Mijaíl ante la pared de cristal y dirigió la mirada a las mujeres atareadas ante las máquinas de coser, con el hombro casi rozando el de él. Una ligera capa de polvo de ladrillo le manchaba la falda y el codo. Le proporcionaba un aspecto vulnerable y Mijaíl tuvo que reprimir el impulso de quitarle el polvo con la mano. —Me alegro de volver a verte tan pronto y de manera tan inesperada. —Mijaíl Página 166 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

sonrió y la saludó inclinando la cabeza—. ¿A qué debo este placer? Ella lo miró de soslayo y arqueó una ceja al oír el tono irónico de su voz, pero en vez de contestar dio un golpecito al cristal con el dedo. —Las hormigas obreras —murmuró. —Trabajan mucho, si es que te refieres a eso. —Mijaíl hizo una pausa, contemplando la tensa piel de su mandíbula—. ¿De verdad querrías ser una de ellas? Ella asintió. —Es dinero —dijo, y se volvió hacia él abruptamente—. Este lugar es muy ruidoso. —¿Ah, sí? —No me digas que no lo notas... Él meneó la cabeza. —Estoy acostumbrado; aquí arriba no hay tanto ruido como en la sala de costura. Les proporciono tapones para los oídos, pero la mitad de las mujeres no se molestan en usarlos. Sofía contempló los cientos de cabezas inclinadas sobre las máquinas. —Qué ágiles son sus dedos. —Han de trabajar con rapidez para cumplir con sus cuotas. —Desde luego: las cuotas. —La maldición de Rusia —dijo él, y le tocó el hombro en el punto donde la blusa estaba remendada mediante pequeñas y cuidadosas puntadas. Ella no se apartó. —Tengo la impresión de que las máquinas manejan a las mujeres y no al revés — comentó ella en tono pensativo. —Eso es lo que Stalin pretende: anular a las personas. Quiere que solo existan máquinas que cumplan órdenes. —¡Mijaíl! —siseó Sofía, echó un vistazo a la puerta y bajando la voz, añadió—: No digas esas cosas. Por favor —dijo, mirándolo a los ojos. La puerta se abrió y ambos dieron un paso atrás. Sukov entró con una bandeja que dejó en el escritorio con ademán ceremonioso, provocando la risa de Mijaíl. Era un joven de tez pálida y rizos rubios que en general demostraba un gran resentimiento frente a cualquier tarea servil desde que Mijaíl lo ascendió a asistente del director y le evitó el tedioso trabajo que suponía el control de calidad. Pero mantenía muy buenas relaciones con los líderes del sindicato y sabía cómo evitar que lo fastidiasen, así que Mijaíl toleraba sus peculiaridades. En ese momento se quedó atónito al ver dos pechenki en un plato de porcelana. ¿Dónde diablos había encontrado bizcochos Sukov? Un soborno, por supuesto. Mijaíl no lo olvidaría. —Spasibo —dijo en tono elocuente. Página 167 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Sukov puso los ojos en blanco una vez más y abandonó el despacho de puntillas. —Me disculpo por la excesiva discreción de mi asistente —dijo Mijaíl, riendo, al tiempo que ambos tomaban asiento frente a frente ante el escritorio. —Bueno, debe de pensar que hoy es tu día de suerte. Una primera visita femenina y ahora otra más —comentó ella con mirada brillante y provocadora, pero él no era un tonto. —Si te refieres a Lilya, me acompañó hasta la puerta de la fábrica, eso es todo — dijo. Cogió uno de los vasos de té de su podstakanik, el soporte metálico, reparó en que tenía grabada una imagen del Kremlin y lo cambió por el otro, en el cual aparecía una imagen del lago Baikal. Se lo tendió—. Necesita un empleo. —Como yo. Él le ofreció el plato con los dos bizcochos y Sofía cogió uno. —No —replicó él—, ni mucho menos como tú. Ella pegó un mordisco al bizcocho. —¿Quieres que te cuente un chiste? —preguntó. Sus palabras lo sorprendieron, tanto que casi se atragantó con el té. —Adelante. Ella se inclinó hacia delante con mirada pícara. —Dos hombres se encuentran en la calle y uno le dice al otro: «¿Cómo estás?» «Como Lenin en su mausoleo», responde, pero el primero no comprende a qué se refiere. «¿Qué quieres decir, por qué como Lenin?» El segundo se encoge de hombros. «Porque no te dan de comer y tampoco te entierran.» Mijaíl lanzó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada. —Es un chiste muy negro. Me gusta. Ella lo miraba con una sonrisa maliciosa. —Sabía que te gustaría, pero no se lo cuentes a nadie más, porque a lo mejor no les hace tanta gracia como a ti. Prométemelo. —¿Es eso lo único que nos queda a los rusos? ¿No estar vivos ni muertos? —Yo estoy viva —declaró ella—. Mira. —Dejó el vaso de té en el escritorio, levantó los brazos por encima de la cabeza y los agitó con movimientos extraños y serpentinos—. ¿Lo ves? Me muevo, bebo —añadió, sorbiendo el té—. Como —dijo, y se metió el resto del bizcocho en la boca—. Estoy viva. —Pero la mirada de sus ojos azules se volvió sombría al contemplarlo desde el otro lado del escritorio y, en voz baja, añadió—: No estoy muerta. Fue como si Mijaíl hubiese sufrido una descarga eléctrica y se puso de pie abruptamente. —Vámonos de aquí, Sofía. Página 168 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Sus manos casi rodeaban por completo su cintura cuando la alzó al oxidado vagón de carga; era tan liviana que creyó que podría alzar vuelo en el aire claro y transparente. —Desde aquí hay una vista excelente —dijo ella, protegiéndose los ojos del sol y dirigiendo la mirada a las aguas grises y fangosas del río Tiva. —Y también desde aquí. Mijaíl aún estaba de pie entre la maleza y la mugre de las vías muertas del ferrocarril, contemplándola. Ella sonrió. ¿Se sonrojaba o solo era la brisa del río acariciando sus mejillas? No la había llevado al lugar ideal, pero era el único donde podían mantener una conversación privada. Mijaíl la había conducido a lo largo de una hilera de almacenes junto al tendido ferroviario que seguía la orilla del río hasta donde un ramal desembocaba en esas olvidadas vías muertas. Oculto tras arbustos y árboles, el emplazamiento se utilizaba como cementerio de vagones de carga y mercancías abandonados. Mijaíl escogió uno de lados abiertos, tiró una piedra a una rata que estaba tomando sol en los restos de los tablones de madera y alzó a Sofía. Luego montó en el vagón de un brinco y se sentó a su lado con las piernas colgando por encima del borde. Reparó en que ella llevaba zapatos nuevos y cuando la mujer se agachó para quitarles el polvo, volvió a fijarse en las cicatrices blancas en dos de sus dedos. Se preguntó qué las habría causado y sintió el absurdo impulso de tocar la superficie vulnerable con la punta de los dedos. Desde un lugar invisible, el sonido de un tren deteniéndose en una estación le recordó que ese día debía enviar una gran remesa de uniformes y que debería estar supervisando el operativo para asegurarse de que todo saliera bien. —Al diablo con ello —dijo. —¿Al diablo con qué? —Con este crisol. Ella desvió la vista del río y escudriñó el rostro de Mijaíl. Las pestañas de Sofía eran largas e, iluminadas por el sol, aún más pálidas que su piel. —Pero ¿a qué te refieres? —A Rusia. A esta patria nuestra que se ha convertido en un crisol en el que todos estamos atrapados. Los hombres y las éticas de todo tipo están siendo fundidos y remodelados. Nadie puede seguir siendo como fue en el pasado. —Contempló la frágil estructura ósea de Sofía y se preguntó qué la sostendría—. Todos hemos de remodelarnos. —¿Tú te has remodelado? —Lo he intentado. —Mijaíl lanzó una piedra al río que fluía delante de ellos y se Página 169 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

arrastraba al norte, pardo y sin vida, y en cuya superficie flotaba una suciedad blancuzca, producto de los desperdicios que las fábricas de Dagorsk arrojaban directamente al río a través de tuberías. Un barco mercante cubierto de óxido navegaba río abajo y las ondas de su estela se extendían como se difunde el miedo, murmurando, susurrando y levantando lodo del fondo—. Pero ahora mismo no tengo el menor interés en cambiar nada, y aún menos a ti. Una sonrisa recorrió los labios de la joven, pero apartó la cabeza como si quisiera mantenerla en secreto. —Mírame, Sofía. Ella se volvió hacia él con timidez. —¿Por qué has acudido a mi despacho hoy? —preguntó Mijaíl. —Porque quiero preguntarte una cosa. —Pues adelante —contestó él, pero se puso tenso. —¿Estás orgulloso de tu padre? ¿De lo que hizo? Fue como si un andamio que hasta entonces lo había sostenido se desmoronara y él se quedara sin apoyo, haciendo equilibrio en el borde. —¿Acaso en lo más profundo de su corazón no se sienten orgullosos de su padre todos los hijos? —contestó en el mismo tono ligero, pero sus palabras no sonaban convincentes, ni siquiera para sí mismo. Con la cabeza ladeada, ella le dirigió una de sus extrañas miradas, tan directas. —Me pregunté cómo sería la relación que mantenías con tu padre —declaró luego en voz baja con una amplia sonrisa—, porque es evidente que adoras a Piotr. Es un muchacho estupendo. Sé que hoy en día la gente no tiene muchas ganas de hablar del pasado porque resulta peligroso, pero..., bueno, solo me lo preguntaba. Mijaíl sabía que había algo más, pero no quería seguir indagando. Además, hablar de su hijo suponía un placer. —Piotr y yo nos parecemos demasiado; me veo a mí mismo en él, a esa misma edad. Esa convicción inquebrantable de que puedes arreglar el mundo; en ciertos aspectos es envidiable porque proporciona una estructura rígida a tu vida, al igual que la maqueta del puente que estoy montando: cada viga firme e inflexible. Excepto que las vigas de los creyentes provienen de planos diseñados por otros, por Lenin o Stalin o Dios o Mahoma. No provienen de tu interior. —¿Así que ya no crees que puedes arreglar el mundo? —No, dejo que el mundo cuide de sí mismo. Ya no me interesa salvarlo. Ella deslizó la vista hacia el río. —De acuerdo, no puedes salvar el mundo, pero ¿salvarías a una persona? ¿A un individuo? Página 170 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Salvarlo de qué? —De la muerte. —Eso es una pregunta importante. —Lo sé. Ella retorcía los dedos apoyados en su regazo y Mijaíl no lograba despegar la vista de las cicatrices en su piel por otra parte perfecta. Pensaba que si clavaba la mirada en ellas lograría descifrar qué impulsaba a su dueña. Los dedos eran largos pero de punta ancha, las uñas cortas y pálidas como perlas, excepto dos de su mano derecha. Parecían acostumbrados a los trabajos duros. ¿En una granja? ¿O quizás en algo peor? ¿Por qué Sofía nunca había oído hablar del proceso Shakhty? ¿Se debía a que había estado arrastrando carretillas en profundas minas o excavando rocas de la tierra como un animal de carga? El infierno en la tierra, eso eran los campos de trabajos forzados, todos lo sabían y lo comentaban en susurros. Cada día había muchos que preferían suicidarse antes que ser condenados a esa horrible muerte lenta. Pero ¿cómo había logrado sobrevivir esa frágil criatura sin perder la calidez de su espíritu? ¿Dónde estaban la amargura y la ira que convertían a los prisioneros en carcasas vacías, irreconocibles para sus familias? Sofía no podía ser una de ellas, debía de haberse equivocado. La joven aguardaba la respuesta sin mirarlo. —¿Que si salvaría a un individuo? Dependería de la persona —contestó meditadamente—. Pero sí: si fuera la persona indicada, lo intentaría. Ella se llevó las manos a la boca, pero no pudo evitar que él notara el temblor de sus labios. Advertir su debilidad, ese momento en el que bajó la guardia, lo conmovió profundamente. —Esa es una respuesta importante —susurró Sofía. —Lo sé. Mijaíl cogió una de sus manos marcadas por las cicatrices y la cubrió con la suya para protegerla. —¿Por qué? —murmuró ella. —Solo es mi modo de ver las cosas —contestó él, acariciando sus dedos estropeados con el pulgar, recorriendo los costurones—. Alguien tiene que defenderse, que contraatacar. —Pero dijiste que ya no te interesaba salvar el mundo. —El mundo no, pero a lo mejor sí el pequeño rincón que yo ocupo. Acatar las órdenes de otro hombre no se me da bien, sobre todo cuando ese hombre es Iósif Stalin. Sofía soltó un grito ahogado y se apresuró a mirar en torno de su refugio tranquilo y soleado. Página 171 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—No digas esas cosas, Mijaíl. —No soy una persona fácil de controlar —dijo, contemplándola con mirada grave —. Pregúntaselo a Túpolev, el de la fábrica de aeronaves, o al subdirector Stírjov aquí, en Dagorsk: todos te dirán que soy una persona difícil de controlar. Alzó la mano de ella, rozó el dorso con los labios y percibió el palpitar de la sangre. Sofía lo observaba con mirada intensa. —Cuando no haces nada para no convertirte en un engranaje impersonal de la inmensa maquinaria del Estado es muy fácil olvidar que eres una persona y acabas por hacer cosas de las cuales después te arrepientes. Pero yo soy Mijaíl Pashin. Nadie puede cambiar eso. —Mijaíl Pashin —repitió ella—. ¿Te dice algo el apellido Dyuzheyev? —No. Pese a su negativa, había pronunciado la palabra con excesiva rapidez. Ella apoyaba el delgado hombro cubierto por la tela de la blusita contra el suyo y él notó su tibieza. —He visto arrebatar la esencia de mucha gente, Mijaíl. Fueron Stalin y sus creyentes —murmuró apenas—. No subestimes aquello de lo que son capaces de hacerte. —¿Es eso lo que te hicieron a ti? —preguntó él, tocándole las cicatrices de los dedos. —Sí. Ambos se contemplaron y fue como si ella abriera sus puertas interiores y le franqueara el paso. Cuando Sofía ya se disponía a hablar oyó un ruido, el de un objeto duro raspando contra algo metálico.

—Silencio —murmuró Mijaíl, y se llevó un dedo a los labios. La mirada de Sofía se volvió cautelosa, pero procuró no hacer ruido mientras él la ayudaba a bajar del vagón y la depositaba en el suelo. Ambos permanecieron inmóviles, aguzando el oído. Tras unos momentos él señaló un vagón de carga cubierto situado unos metros por detrás de ellos. Las oxidadas ruedas traseras, que habían salido de las vías, reposaban entre malezas y trozos de tablones ennegrecidos y podridos desprendidos del vagón. Sofía asintió con la cabeza, se estiró y se puso de puntillas acercando los labios a la oreja de él. —Es peligroso... Un estrépito los envolvió cuando el aterrador crujido de unas botas militares Página 172 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

irrumpió en su silencioso refugio, una urraca alzó el vuelo soltando un alarmado graznido que espantó a un par de palomas y estas echaron a volar buscando refugio en los árboles. Doce soldados entraron en la vía muerta, invadiendo la intimidad de hacía unos instantes, y se encaramaron a los cuatro furgones dormidos bajo los rayos del sol. Tras echarles un breve vistazo, el oficial hizo caso omiso de Mijaíl y Sofía, pero desde otro vagón surgió un grito de terror. Un hombre se arrojó fuera del vagón y Mijaíl notó que la tensión se apoderaba del cuerpo de Sofía. El tipo llevaba una espesa barba gris y ropas negras, pero algo brilló en su pecho cuando echó a correr junto al furgón, algo dorado que atrapó el sol y lo delató: era un crucifijo. En una mano aferraba una Biblia de tapas tachonadas. —¡Mijaíl! —gritó Sofía al tiempo que intentaba cerrar el paso de los soldados que perseguían al del crucifijo. Inmediatamente él la agarró, la abrazó y la besó. La joven se debatió y trató de golpearlo, pero él no la soltó, estrechándola con fuerza entre sus brazos. Notó que la delgada tela de la blusa se desgarraba a medida que luchaba por inmovilizarla, inclinando su cabeza hacia atrás y presionando los labios contra los de ella. Los soldados intercambiaron gritos mientras pasaban corriendo junto a la pareja abrazada, pero no se detuvieron. Un momento después resonó el disparo de un rifle y un alarido de dolor. Sofía permaneció inmóvil entre los brazos de Mijaíl, cuya boca aún presionaba la suya, silenciándola, pero los ojos azules de la joven lanzaban chispas de ira y él las notó en la piel de la cara. Quiso zarandearla hasta que comprendiera lo que estaba ocurriendo, pero en cambio aflojó la presión de sus dedos en los hombros de ella, pues no quería hacerle daño. Fue consciente de la presión del hueso de la cadera de ella contra su vientre y de sus pechos contra el torso. Entonces resonó otro disparo, un grito triunfal y finalmente el chapoteo de un cuerpo al golpear la superficie del río antes de desaparecer bajo las aguas mugrientas. Sofía cerró los ojos y su cuerpo se relajó. Mijaíl la sostuvo, pero dejó de aferrarle los hombros; despegó los labios de los de la joven y ella ocultó el rostro contra el hombro de él. —No has hecho nada —gimió. —He evitado que nos mataran a los dos —contestó Mijaíl con dureza—. Un delator ya había firmado la sentencia de muerte de ese hombre. Los soldados regresaron por donde habían llegado, indiferentes a los amantes, y de inmediato las palomas volvieron a posarse en el suelo, pavoneándose con miradas curiosas en torno a las finísimas hojas de la Biblia caída en la tierra polvorienta. —¡Ni siquiera has intentado salvar a ese hombre de la muerte! —le recriminó Página 173 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Sofía. —Ya te lo he dicho: solo a la persona indicada. Él oyó su respiración agitada y furiosa. Durante un buen rato ambos permanecieron de pie en silencio hasta que dejaron de temblar y el calor de sus cuerpos unidos expulsó el frío de la muerte que había invadido el aire que respiraban y el suelo que pisaban. Los cabellos de Sofía contra su mejilla eran suaves como plumas y de ellos emanaba un aroma soleado; en algún lugar invisible el rugido de otro tren se abría paso hacia la estación de Davorsk. Con extrema delicadeza, como si temiese romperla, Mijaíl alzó la cabeza de ella y dio un paso atrás para contemplar su rostro, pero no la soltó. Los brazos de Sofía parecían frágiles bajo sus manos, delgados como ramitas, pero su mirada era abrasadora. Él tomó su rostro entre las manos y examinó el perfil de sus labios carnosos, la inclinación de las cejas y la delicada nariz, y de pronto notó que algo cobraba vida en su interior, algo que había dado por muerto para siempre. Lo identificó en el acto: era la confianza. Mucho tiempo atrás había aprendido a vivir sin ella, todos los días, todos los meses, todos los años, vaga pero dolorosamente consciente de lo que había perdido, pero de pronto, en ese lugar improbable, había vuelto a cobrar vida y quiso gritar su júbilo a los cielos... porque sin confianza amar era imposible. Con mucha suavidad, temeroso de que esa mágica criatura que tenía entre los brazos fuera a desaparecer ante sus ojos, besó su boca. Sabía a azúcar de bizcocho y a algo más que no pudo identificar. Ella entreabrió los labios y soltó un suave gemido mientras su cuerpo se fundía con el de Mijaíl. Él le acarició la espalda, explorando cada hueso, cada músculo, y deslizó las manos hasta la fina cintura. Ella le rodeó el cuello con los brazos con una urgencia que aceleró los latidos del corazón de él, abrió la boca, las lenguas de ambos se entrelazaron y el dulce sabor de ella inundó los sentidos de Mijaíl. En ese instante lo único que existía era Sofía, lo único que percibía era su presencia entre sus brazos. —¡Separaos! Un joven soldado se enfrentaba a ellos al otro lado de la polvorienta plataforma del furgón; manchas de sudor oscurecían la tela color caqui bajo sus axilas mientras sostenía un rifle en las manos. —¡Separaos! —repitió, y apuntó el rifle hacia la cabeza de Mijaíl. —No hagas ninguna tontería —murmuró Mijaíl, y retrocedió un paso, solo uno—. No hacemos daño a nadie en este lugar —dijo en tono razonable dirigiéndose al soldado. —Estabais merodeando cerca del enemigo del pueblo, ese supersticioso propagandista de las ideas burguesas al que acabamos de dar caza. —En la delgada Página 174 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

cara del soldado, la mirada de sus ojos castaños era decidida: uno de los creyentes de Stalin—. Pedí permiso para regresar y asegurarme de que no sois unos miembros subversivos de su célula religiosa —dijo, apuntando primero a uno y después al otro con el cañón del rifle. —Camarada —dijo Mijaíl, quien avanzó un paso interponiéndose entre el soldado y Sofía—, no sabemos nada acerca del hombre que se ocultaba en este lugar. Nunca lo habíamos visto, y desde luego no sabíamos que se encontraba en el vagón. —Documentación, los dos. Más que verlo, Mijaíl notó que Sofía daba un respingo. Ella le lanzó una mirada elocuente. Mijaíl sonrió al joven soldado. —Por supuesto, camarada —dijo en tono sereno, y comenzó a caminar alrededor del vagón mientras su sombra permanecía junto a Sofía, como si se negara a abandonarla—. Soy el director de la fábrica Levitski, mira mis documentos. Ya estaba a un paso del soldado y distinguía las gotas de sudor en el labio superior del muchacho. El rifle aún le apuntaba. —Toma —dijo, y extrajo un paquete de cigarrillos, un mechero y sus documentos de identidad del bolsillo del pantalón, al tiempo que señalaba a Sofía con la cabeza con gesto indiferente, como si ella no tuviera importancia—. El marido de la muchacha trabaja para mí, así que te estaría muy agradecido si no la mezclaras en este asunto — añadió, encogiéndose de hombros—. Eres un hombre de mundo, camarada, y sabes cómo funcionan estas cosas. Hoy ella me entretiene, pero su marido es un ingeniero valioso y no puedo permitirme el lujo de perderlo solo porque se haya enterado de mi... bien, llamémoslo escarceo con su mujer. Mijaíl rio y le ofreció un cigarrillo. El soldado cogió uno y aceptó el fuego. —Comprendo —dijo, tomó otro cigarrillo y lo sujetó detrás de la oreja. Dirigió una mirada lasciva a Sofía y meneó la cabeza con gesto desdeñoso—. No es de mi gusto — añadió, frunciendo la nariz y soltando el humo—. Demasiado flaca, tiene los pechos como guisantes. Me gusta que haya donde agarrar. «A ver si te gusta más mi puño contra tu boca de mierda, desgraciado cabrón.» Pero Mijaíl no alzó el puño, sino que le tendió sus documentos, pegó una calada al cigarrillo y volvió la vista hacia Sofía, que parecía dispuesta a echar a correr. Mijaíl negó con la cabeza y notó el brillo codicioso en los ojos del soldado cuando desplegó los documentos y encontró un billete de cien rublos. —Creo que nos entendemos, ¿verdad? —dijo Mijaíl. —Desde luego, camarada director. Tú, lárgate, ve a vender tu miserable coño a otra parte. Página 175 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Sofía vaciló con la vista clavada en el arma del soldado, como si tuviera otras ideas. —Vete —ordenó Mijaíl. Ella le lanzó una prolongada mirada y luego echó a correr con pasos ágiles. Mijaíl permaneció junto al soldado, apoyado contra el vagón, dándole conversación y fumando hasta asegurarse de que Sofía estaba a salvo. Después regresó rápidamente a la fábrica. En su despacho el vaso del que ella había bebido aún estaba sobre el escritorio; él lo alzó y rozó el punto que habían tocado los labios de ella con los suyos.

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27 Campo Davinski Julio de 1933 Cientos de figuras esqueléticas envueltas en harapos formaban filas ante los miserables barracones de madera. La paciencia de las mujeres estaba llegando al límite; había sido un día duro en la zona de trabajo y agotadora la marcha de regreso al campo, pero después las habían obligado a permanecer de pie en el recinto del campo. Todas mantenían la vista clavada en el suelo y espantaban los tábanos y los mosquitos. Hacía dos horas que aguardaban a que pasaran lista bajo el cielo gris del atardecer, en silencio y con las manos en la espalda. En torno a ellas las alambradas y las torres de vigilancia exhalaban una amenaza que las prisioneras habían aprendido a ignorar mediante sus propios rituales privados: un recuerdo, un fragmento de una canción... o incluso apoyando el peso en un pie y después en el otro según un ritmo interno secreto, pies que calzaban lapti, los zapatos de corteza de abedul. Finalmente, la puerta del edificio se abrió, el comandante salió y todas se volvieron para admirar sus mejillas regordetas, tal como uno admira el cuerpo gordo de un cerdo antes de cercenarle la garganta. El comandante se pavoneó agitando un largo bastón rematado por una punta de plomo y mandó pasar lista, pero arrastrando las palabras y farfullando. Recorrió las filas mientras sus subalternos cumplían la orden, asqueado por los cuerpos descarnados y los labios pálidos... y todos los días disfrutaba descargando el bastón sobre huesos frágiles y cuerpos cubiertos de llagas. —Tú —dijo, golpeando a una prisionera en el hombro—. ¿Nombre? —Prisionera 1498 —respondió la mujer, con la vista clavada en las botas del comandante—. Fedorina, Ana. —¿Delito? —Condenada bajo el artículo 58, sección... La punta de plomo del bastón se deslizó bajo su mentón y la obligó a alzar la cabeza, silenciándola. Ella lo miró directamente a la cara, sus labios entreabiertos, sus ojos de mirada golosa y desenfocada, y tosió. Un hilillo de sangre y esputo voló de los Página 177 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

labios de Ana a los del comandante. Él le golpeó la mejilla con el bastón y se restregó la boca con la manga, pero luego se volvió y se apartó de ella, tambaleándose. Ana logró reprimir una sonrisa, pero a su lado Nina soltó una risita casi inaudible, y Ana percibió que una oleada de energía invadía toda la hilera de mujeres.

Mientras trabajaba en la construcción del camino, empapada en sudor y machacando piedras para convertirlas en gravilla con un martillo que a duras penas lograba alzar, se le ocurrió una idea y se preguntó por qué diablos no había pensado en eso antes. Había algo que debía preguntarle a Nina, pero ese día la corpulenta ucraniana trabajaba en otra brigada, así que Ana tuvo que esperar el momento propicio. Pasó todo el día tratando de centrarse en algo neutral, como, por ejemplo, el tiempo que le llevaría a un único árbol repoblar el bosque si talaran a todos sus compañeros, dados los feroces inviernos siberianos y los pequeños mamíferos y pinzones que se alimentaban de las semillas de las piñas caídas. O si las estrellas existieron antes que el propio Sol en el amplio firmamento septentrional o a la inversa. Pero en cuanto obligaron a las mujeres a formar filas y regresar al campo, no pudo dejar de susurrarle su pregunta a Nina. —Hay una civil trabajando en el despacho, ¿verdad, Nina? Esa mujer alta de cabellos oscuros. Su fornida compañera asintió con la cabeza, como un caballo que se espanta las moscas. —Sí. Vive en el alojamiento de los civiles y se ocupa del papeleo. —A veces hablas con ella. Te he visto. —Creo que le gusto —dijo Nina, riendo con suavidad. Ana sonrió. —¿Crees que tendrá información sobre las fugitivas y lo que les sucedió? Debe de estar registrado en el despacho, ¿no? Nina se limitó a parpadear antes de encogerse de hombros y decir: —Dado lo borracho que está nuestro querido comandante la mayor parte del tiempo, dudo mucho que los casos estén archivados de manera eficaz. Pero el parpadeo de Nina le bastó. —Me estás mintiendo —murmuró. —No, yo... —Por favor, Nina —dijo Ana, y rozó el brazo de la otra mujer—, dímelo. Siguieron avanzando unos pasos en silencio bajo el cielo cada vez más incoloro a medida que el sol se ocultaba tras el horizonte. Alrededor de ellas solo el interminable Página 178 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

bosque de pinos prestaba oídos a los suspiros de los cientos de mujeres. —¿Qué has oído? —insistió Ana. —Dijeron que una fugitiva de este campo fue hallada en la estación de tren de Kazán —dijo Nina, hablando con rapidez. Luego titubeó y añadió—: La encontraron muerta, con un disparo en la cabeza. Ana tropezó, cegada. Un zumbido uniforme y doloroso retumbaba en su cabeza. Nina siguió hablando pero ella no la oía. —No —dijo con voz ahogada—. No es ella. De pronto sintió que le faltaba el aire. Trastabilló, se encogió y procuró respirar hondo. A sus espaldas la fila se detuvo. —¡Muévete, suka, maldita perra! El guardia más cercano alzó la culata del rifle y le asestó un golpe en la espalda. Ana cayó de rodillas en la polvorienta pinaza, pero el golpe hizo que sus pulmones reaccionaran y volvieran a cumplir su cometido. Nina la obligó a levantarse y avanzar antes de que el guardia volviera a golpearla. —A ese cabrón habría que meterle la culata del rifle por el culo —masculló Tasha a sus espaldas. —No será ella —musitó Ana—. No será Sofía. A su lado, Nina asintió, pero no dijo nada más.

Después Ana ya no logró controlar sus pensamientos. Tuvo que recurrir a todas sus fuerzas solo para seguir dando un paso tras otro y continuar respirando para evitar que el guardia le asestara otro culatazo. El sudor llenó los huecos bajo la garganta y fue como si sus pensamientos se deslizaran en esas cavidades y se ahogaran. A lo largo de los años transcurridos en el campo de trabajos forzados ella había evitado que los recuerdos, afilados como navajas, la invadieran. Pero en ese momento, a pesar de todos sus esfuerzos, recordó una y otra vez aquel día de 1917 que aún permanecía en su memoria como el Día del Zumo de Grosellas. Y tiritó pese al caluroso atardecer.

En el salón de los Dyuzheyev la jornada había comenzado bien. Cuando Ana movió su alfil, Grigori Dyuzheyev frunció el ceño y se golpeó los dientes con el dedo. —Te estás volviendo una dura contrincante, Ana. Te he enseñado a jugar demasiado bien. Página 179 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Ana rio, miró por la ventana, contempló la nieve que caía del cielo plomizo y procuró disimular la oleada de placer que sentía. Su padre no prestaba mayor atención a la partida de ajedrez, estaba sentado junto al fuego de la chimenea sumido en la lectura de otro de sus aburridos periódicos. Siendo niña, Ana había acosado a Grigori e insistido para que le enseñara a jugar, y de hecho había aprendido con rapidez. Al parecer, tenía un talento natural para la estrategia y en ese momento, cuatro años después, amenazaba con apoderarse del rey ante las narices de su maestro, aunque él nunca le daba cuartel y la obligaba a luchar por cada pieza. Sin embargo, en el último instante vio que él fruncía el poblado entrecejo, alarmado ante la idea de ser derrotado por una niña de doce años. De repente Ana no quiso seguir, no quería humillar a ese hombre generoso, así que dejó la retaguardia abierta, franqueó el paso a su rey y dejó que ganara la partida. —Bien hecho, niña —gruñó Grigori con un gruñido de dragón—. ¡Por los pelos! Quizá la próxima vez me ganes... ¡si tienes suerte! El padre alzó la cabeza del periódico y rio. —Te ha obligado a batirte en retirada, ¿verdad, amigo mío? —dijo, pero inclinó la cabeza hacia atrás contra el respaldo del sillón y se acarició la barba, como solía hacer cuando algo le disgustaba. —¿Qué pasa, papá? Él arrojó el ejemplar del Pravda al suelo. —Es esta maldita guerra contra Alemania; vamos de mal en peor por culpa de tanto incompetente y en Petrogrado otras dos fábricas están en huelga. No me extraña que estos días los jóvenes como Vasili estén en pie de guerra y en marcha. —Deberían azotarlos —gruñó Grigori, enfadado y expulsando una voluta de humo azul de su cigarro. —No puedes ocultarte entre tus pinturas italianas y tus sementales árabes y negarte a reconocer que Rusia está en crisis. —Sí que puedo, Nikolái. Y lo haré. —Maldita sea, hombre, esos jóvenes tienen ideales que... —No me vengas con tonterías. Hoy en día la palabra «ideología» solo sirve para ocultar actos indignos tras un manto de justicia. Estos jodidos mencheviques y bolcheviques provocarán la desintegración de nuestro país y en ese punto será imposible dar marcha atrás. —Te quiero como a un hermano, Grigori, pero estás ciego. La Rusia de los Románov no es una utopía ordenada y nunca lo ha sido. Es un sistema condenado a desaparecer. Grigori se puso de pie, se dirigió hacia la chimenea y se colocó de espaldas a las Página 180 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

llamas; el rubor teñía sus mejillas barbudas. —¿Acaso estos necios creen realmente que su carnet de miembro del Partido es la respuesta a todos sus problemas? Tienen mucho que aprender, Nikolái. —A lo mejor somos nosotros los que tenemos mucho que aprender —dijo el padre de Ana en tono irritado. —No seas ridículo. —Escúchame, Grigori, ¿sabías que Petrogrado, nuestra maravillosa capital, tiene el índice de accidentes más elevado de Rusia? Solo en la fábrica Putílov hay quince accidentes mensuales y nadie está haciendo absolutamente nada al respecto. No es de extrañar que los sindicatos estén furiosos. —Papá —lo interrumpió Ana, citando algo que ella misma había leído en los periódicos el día anterior—, estamos en el siglo XX; sin embargo la mitad de los hogares de esta ciudad carecen de agua corriente o de desagües al alcantarillado. —A eso me refería exactamente, pero ¿le importa eso al zar Nicolás? No, y tampoco la escasez de pan. —Eso no significa que hayamos de enfrentarnos a la caída de los zares —espetó Grigori. —Pues me temo que sí —replicó papá. —¡Ya basta, caballeros! —Sentada en el sofá junto a la chimenea, Svetlana Dyuzheyeva regañó a su marido y a su amigo, agitando un dedo elegante—. Dejad la política ahora mismo y sírvenos una copa a todos, Grigori. Ana y yo nos morimos de aburrimiento con todo eso, ¿verdad, malishka? Pero en realidad Ana no estaba aburrida. Desde hacía un tiempo, se dedicaba a recortar artículos de los periódicos de su padre cuando él ya los había leído, y los informes acerca de las cargas con sables por parte de la caballería la alarmaban. Ambas partes habían sufrido bajas. —Vasili ya debería haber llegado, ¿no? —preguntó, procurando disimular su inquietud ante los demás. —Ese tarambana vuelve a llegar tarde —gruñó Grigori. Se dirigió a la mesa de las botellas y cogió una de vodka. Los muebles del salón eran tan ornados como la propia casa. El espacio estaba repleto de mesas elegantes y vitrinas lustrosas apoyadas en patas delicadamente talladas, y dos lámparas de araña eléctricas iluminaban hermosos objetos de porcelana tan fina como el papel. —Dale tiempo —dijo Svetlana con una sonrisa, tan indulgente como siempre. Ana abandonó la mesa de ajedrez, cuyo tablero eran escaques incrustados de marfil y ébano, y tomó asiento en el escabel debajo de la ventana. Página 181 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

«No mueras sin mí.» Susurró las palabras contra el cristal de la ventana y vio que su aliento lo empañaba y difuminaba el gélido mundo exterior. «No mueras sin mí, Vasili.» Los posibles motivos por los cuales el joven todavía no había aparecido se arremolinaban en su cabeza y al pensar en cada uno un estremecimiento le recorría la espalda. —¿No tienes frío? —preguntó María, la institutriz de Ana, atareada en una labor de costura. —No, estoy bien. —¿Por qué no vienes a sentarte con nosotras, junto al fuego? —preguntó Svetlana Dyuzheyeva con una sonrisa amable—. Aquí se está mejor que en la ventana. Ana se volvió y la contempló. Su propia madre había muerto cuando ella nació, así que sus ideas sobre cómo debía ser una madre estaban centradas en Svetlana. Era bella, de tez como el alabastro y suaves ojos castaños, y era bondadosa. Vasili se quejaba de que se mostraba demasiado estricta, pero cuando Ana se lo comentó a su padre, él dijo que era en bien del muchacho y que, de hecho, una buena paliza de vez en cuando habría conseguido que se comportara correctamente en vez de vagar por las calles con los manifestantes de los sindicatos y metiéndose en problemas. —No, gracias —contestó Ana amablemente—, prefiero quedarme aquí. —No te preocupes, estoy segura de que no tardará en llegar —dijo Svetlana con una sonrisa dulce—. No querrá hacerte esperar, sabiendo que estás aquí. Ana asintió con la cabeza para complacer a Svetlana, pero no creía ni una palabra. Sabía muy bien hasta qué punto Vasili se sentía atrapado por la actividad en las calles. Al otro lado de la ventana el césped estaba cubierto por una capa de nieve reciente que resplandecía, blanca y silenciosa, bajo los rayos intermitentes del sol a medida que estos se deslizaban desde la casa hasta el lago. Dibujó un pequeño círculo en el cristal empañado con la punta del dedo, un círculo idéntico a un agujero de bala, y atisbó a través de él. El camino de entrada seguía desierto. Ni siquiera recordaba una época de su vida sin la presencia de las risas de Vasili y la mirada pícara de sus ojos grises o sus suaves cabellos castaños a los que ella se aferraba cuando él la llevaba sobre los hombros, galopando por el césped, pero últimamente se había vuelto esquivo y estaba cambiando de un modo que la desconcertaba. Incluso cuando estaba sentado en casa, ella percibía que mentalmente echaba a correr a las calles. Había dicho que la ciudad estaba «turbulenta» y eso solo aumentó su temor. Fue entonces cuando había sugerido acompañarlo. —No seas tonta, Ana —había dicho él, riendo, y su risa resultó dolorosa—. Página 182 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Morirías aplastada. No quiero que sufras ningún daño. —Eso no es justo, Vasili. Yo tampoco quiero que te hagan daño o te aplasten. Él había soltado otra carcajada, meneó la cabeza y se enderezó, y ella notó que en esos días crecía con tanta rapidez que la dejaba atrás en estatura. —La vida es injusta —había contestado él. —No debería serlo. —Pues de eso se trata. —Vasili había agitado los brazos con gesto exasperado—. ¿No lo comprendes? Por eso todos nos manifestamos en las calles por una sociedad más justa, arriesgando... —Pero se interrumpió antes de que las palabras se le escaparan—. El gobierno se verá obligado a escucharnos. El gris de sus ojos adoptó tantos matices como el mar frente al palacio de Peterhof y Ana quiso sumergir un dedo en él. —Llévame contigo la próxima vez, Vasili —había rogado ella en tono impaciente —. Por favor, Vasili, hablo en serio. —No sabes lo que pasa allí fuera, Annochka. Por más horroroso que sea lo que imaginas, es muchísimo peor —había dicho él, y su mirada se ensombreció—. El gobierno no nos ofrece otra vía que la violencia —añadió, cogió la mano de ella y la restregó entre las suyas—. No quiero que te hagan daño, Ana. Por eso en ese momento ella estaba allí encerrada mirando por la ventana y preguntándose dónde estaría Vasili. «No mueras sin mí, Vasili.»

De pronto se oyó el crujido de una troika y el tintineo de las campanillas. Antes de que Ana brincara del escabel la puerta se abrió y un joven alto de ojos grises más resplandecientes que las lágrimas de cristal de las lámparas entró en el salón. Una delgada capa de nieve aún le cubría los cabellos castaños como si se negara a que la quitasen y el viento había encendido sus mejillas. Junto con él, una gran oleada de vitalidad penetró en el salón, pero en vez de sus inmaculados pantalones y chaqueta habituales llevaba lo que a Ana le parecieron horrendas prendas de obrero de color pardo, anchas y sin forma, y en la mano hacía girar una gorra de tela. Primero besó las mejillas de su madre, estrechó la mano de Grigori y del padre de Ana, y después hizo una reverencia muy formal. —No te enfades, Ana —la regañó—. Sé que prometí llegar más temprano, pero... me distraje —dijo, riendo y tironeando del mechón de pelo que le cubría la frente; pero ella aún no estaba dispuesta a perdonarlo. —Creí que te habían cortado la cabeza —dijo en tono acusador y le dio la espalda, justo a tiempo para ver que su padre le guiñaba un ojo a Grigori con expresión Página 183 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

divertida. Se acercó haciendo aspavientos a la chaise longue donde Svetlana estaba sentada envuelta en su elegante traje gris perla, con los puños adornados de piel gris oscura, como brazaletes. Ana inhaló su maravilloso perfume y dirigió una mirada furibunda a los tres hombres. Vasili se acercó a ella y se arrodilló en la alfombra persa. —Annochka —dijo en voz baja, y un hormigueo le recorrió el cuero cabelludo—, te ruego que me perdones por haber llegado tarde. —Estaba tan... —dijo ella, pero antes de pronunciar las palabras «preocupada por ti» se dio cuenta de que a él le molestarían, así que las cambió justo a tiempo y en vez de eso dijo—: cansada de esperar. Quiero bailar —añadió, y le dio un beso en la mejilla—. Quiero bailar contigo. Tras hacer otra elegante reverencia, Vasili la tomó entre sus brazos y la hizo girar sobre sí misma una y otra vez, hasta que su vestido onduló en torno a ella. —Mamá —exclamó—, un poco de música para nuestra bailarina. —Yo tocaré —se ofreció Grigori, dirigiéndose al piano de cola situado en el otro extremo del salón—. ¿Qué os parece esto? —preguntó, y comenzó a interpretar una pieza melodiosa. —Ah, un vals de Chopin —comentó Svetlana con un suspiro de placer y se puso de pie, grácil como los cisnes del lago—. ¿Me haría el honor, doctor Nicolái? —Encantado —contestó el padre de Ana cortésmente, y rodeó a su esposa con los brazos. Bailaron alrededor del salón. Fuera, el mundo era frío y a cada momento se volvía más glacial, pero en el interior del salón el aire era tibio y bañado en risas. Vasili le sonreía, le cogía la cintura y cuando la hacía girar en círculo la mejilla de Ana rozaba la áspera tela de su chaqueta. Invadida por la dicha, la jovencita reprimió cualquier pensamiento acerca de los obreros, los manifestantes y los sables. Estaba segura de que Vasili se equivocaba. Ese mundo perduraría para siempre.

Llamaron a la puerta del salón. La hoja se abrió de golpe y María entró seguida de una criada ataviada con un uniforme negro y una cofia de encaje blanco que hizo una reverencia. La voz de María era aguda y tensa. —Perdón, señora, pero ha habido un accidente. Todos dejaron de bailar y la música se detuvo en medio de un compás. Ana percibió la tensión que flotaba en el ambiente. —¿Qué clase de accidente? —preguntó Grigori de inmediato. Página 184 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Ha habido problemas, señor —dijo María—. En el huerto. El jefe de los jardineros está herido. Dicen que fue una bayoneta, una herida grave —añadió, puntuando cada oración con pequeñas exclamaciones de horror—. Lo atacaron un grupo de bolcheviques y pensé que tal vez el doctor Fedorin podía ayudar. —Iré de inmediato —dijo el padre de Ana—. Tengo mi maletín en el coche — añadió, corriendo hacia la puerta—. Pide que traigan agua limpia, Svetlana —gritó por encima del hombro mientras ya salía. Svetlana se apresuró a abandonar el salón, seguida de Gregori y María. Vasili aún sostenía a Ana entre sus brazos y ella notó los apresurados latidos de su corazón. —Bien, mi pequeña amiga, parece que solo quedamos tú y yo. Bailemos una última pieza —dijo, pero su mirada era grave—. Mañana ya no habrá más bailes, Ana. Empezó a hacerla girar alrededor del salón una vez más, aunque la música ya no sonaba y fuera se oían gritos. Le dio un beso en la frente y Ana respiró profundamente el aroma que emanaba de él. Entonces resonó un único disparo y se oyó un alarido. Vasili la obligó a tenderse en el suelo en el acto y la empujó debajo de la chaise longue. Ella notó el olor a pelo de caballo del relleno y también el de su propio temor. —No, Vasili —susurró. —Sí, Ana. No te muevas. Debes quedarte aquí, ¿me oyes? —El joven estaba de rodillas, inclinado hacia un lado, atisbando por el estrecho hueco entre el suelo y el asiento. Las arrugas de su rostro se habían vuelto más profundas y de pronto parecía mayor que sus catorce años—. Pase lo que pase, Ana, no salgas. Quédate aquí —dijo. Le cogió la mano, besó la punta de un dedo y se marchó. Pero ella no tenía intención de que la trataran como si fuese una muñeca de porcelana, así que empezó a arrastrarse al otro lado de la chaise longue, avanzó a gatas, aunque los pies se le engancharon en el dobladillo del vestido, y llegó hasta la ventana. Allí apoyó las manos y la nariz contra el helado cristal y miró hacia fuera. ¿Por qué había un charco de zumo de grosellas en la nieve? Como si alguien hubiese dejado caer un frasco lleno de zumo. También vio que Grigori Dyuzheyev estaba tendido junto al charco. Parecía dormido.

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28 Tivil Julio de 1933 —Rafik. Sofía se inclinó hacia él. La respuesta del gitano apenas fue un murmullo. Su figura delgada permanecía inmóvil, tendida bajo la colcha, un frágil cuerpo cubierto por el patchwork de vistosos colores. De vez en cuando sus ojos parecían empañarse al tiempo que mantenía la vista clavada en el techo sembrado de lunas y planetas y el ojo que todo lo veía. El negro de las pupilas del gitano se había vuelto gris y apagado. —Rafik. Ella le tomó la mano con suavidad. No sabía muy bien por qué estaba tan enfermo y en este sentido Zenia no supuso una ayuda: cuando Sofía le preguntó cuál era el problema, la gitana desvió la mirada y, repentinamente aniñada, dijo: —Tendrás que preguntárselo a Rafik. Pero este se encontraba en tal estado que no podía responder. Aunque su mano en la de Sofía parecía pequeña y de huesos quebradizos, también era excepcionalmente pesada e irradiaba un calor que sin duda procedía de algo más profundo que la piel y los músculos. Ella recorrió sus venas nudosas con el dedo: quería que la sangre siguiera fluyendo a través de ellas. Antes de dirigirse a la fábrica, Zenia había dejado un vaso que contenía un líquido de olor extraño y estrictas instrucciones de que le administrara un sorbo cada dos o tres horas, o incluso más si el dolor de cabeza aumentaba. Pero Rafik había enviado a Sofía a la farmacia de Dagorsk para que comprara algo más fuerte. El dolor debía de ser muy agudo y Sofía temía por él mientras le administraba una cucharada del polvo blanco. Tras cerrar los ojos, un temblor recorría los labios del gitano, como si sus sueños fueran demasiados intensos como para poder ignorarlos. Ella se inclinó hasta que sus cabellos rozaron los de él. —Quédate —susurró—. Quédate conmigo. Un pesado golpe en la puerta la sobresaltó. Se dijo que lo más probable era que se Página 186 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

tratara de un aldeano que pretendía la ayuda de Rafik con un caballo, pero cuando abrió la puerta se sorprendió al ver la corpulenta figura del herrero. —¿Puedo pasar, camarada Morózova? —preguntó el recién llegado sin más trámite —. Quiero hablar contigo. De repente recordó el hacha, esa que había robado. ¿Se trataba de eso? Lo miró a los ojos para saber si la situación era peligrosa, pero en ese caso no fue así: la mirada del herrero era grave y no manifestaba la menor amenaza. Sofía retrocedió un paso y lo dejó entrar. La camisa sin cuello abierta dejaba ver sus voluminosos músculos. Aún llevaba el delantal de cuero que olía a grasa, pero su actitud era cortés y hablaba en voz baja. Era como si supiera que su cabeza rapada y su cuerpo alto y fornido ya resultaban bastante intimidantes. La barba en forma de as de picas cuidadosamente rasurada revelaba un toque de vanidad que no encajaba del todo con él y Sofía se preguntó si había una mujer en su vida a la que intentaba complacer con su aspecto. —Dime, camarada Pokrovski, ¿qué puedo hacer por ti? —He venido a hacerte una oferta —contestó el herrero, escudriñándola con los ojos castaños entornados. —¿Una oferta? ¿Qué clase de oferta? —Un empleo. —¿Me estás ofreciendo un empleo? —Sí. Zenia me dijo que estabas buscando uno. ¿Es así? —Sí. —Pues entonces estoy aquí por eso. —Blandir un martillo y manejar un fuelle no se me da muy bien —contestó ella con una sonrisa. Al principio Pokrovski frunció el ceño, pero después soltó una carcajada tan sonora que casi la ensordeció. —No te ofrezco un empleo en la herrería, sino en la escuela. Sofía cruzó los brazos y guardó silencio. Algo no encajaba. —¿Y bien? —insistió el herrero. —¿Por qué tú? —¿Qué quieres decir? —¿Que por qué eres tú quien me propone ese empleo en vez de la maestra? —Está ocupada con los niños: perdió a su otro ayudante. De todos modos, ella... — Hizo una pausa y frunció el poblado entrecejo. Sofía no estaba segura de si su mirada entrañaba enfado o vergüenza. —Dime —lo instó con suavidad. Página 187 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Él inspiró profundamente y su enorme torso se expandió hasta tensar las costuras de la camisa. —Bien, de todos modos quiere mi opinión. Sofía parpadeó. —¿Quiere saber lo que tú opinas de mí? Él asintió sin dejar de observarla. —Pero si hablé con la maestra anoche, en la escuela —dijo Sofía. —Lo sé. Entonces reinó un momento de silencio entre ambos. Sofía fue quien lo interrumpió. —Elizaveta Lishnikova debe de respetar mucho tu opinión. Él se encogió de hombros. —Ha cometido errores en el pasado. El trato con nosotros... con los palurdos, no se le da bien —comentó, sonriendo y mostrándole sus grandes dientes—. Lo mismo le pasaba al último maestro, que ya se marchó. —Entonces ¿qué le dirás? Pokrovski rumió la respuesta. —Que tu sonrisa es capaz de poner orden entre los niños. Que tienes una voz suave que consolará a los más pequeños. Que tu mirada es aguda y desconfía de todos, pero que eres la clase de persona que uno quiere que le guarde las espaldas cuando hay problemas. A menos que —dijo, y entornó los ojos—, a menos que sostengas un cuchillo en la mano, desde luego. Entonces se produjo otro silencio. —Camarada Pokrovski —dijo Sofía después de un momento, y ya no mantenía los brazos cruzados—, ¿te gustaría tomar una taza de té conmigo?

No hablaron mucho, se limitaron a permanecer sentados a la mesa contemplándose con interés. Sofía percibía la suspicacia en la habitación, tan sólida como una tercera persona, pero ello no parecía incomodar a ninguno de los dos en exceso. Estaban acostumbrados a convivir con ella, a captar sus emanaciones, y ambos se esforzaron por evitar cualquier comentario sobre lo ocurrido la noche anterior en la aldea. Ella le contempló las manos: cubiertas de cicatrices, arrugadas, con la forja grabada en la forma de cada uña y nudillo. —¿Siempre has sido el herrero de Tivil? —Toda mi vida. Y mi padre antes que yo. —La aldea debe de haber cambiado mucho. —Sí, mucho. Página 188 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Él apretó los labios y no dijo nada más, pero la mirada de sus ojos oscuros ya no era tan cautelosa y una profunda ira brillaba en ellos. Ella apartó la suya para darle tiempo a ocultarla. —Así que conoces a Rafik desde hace años. —Sí. Es el hombre más indicado para controlar un caballo. —¿Y para controlar una mente? Pokrovski se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y esta soltó un crujido. —Así que has visto cómo lo hacía, ¿verdad? —Sí. —A que resulta aterrador... —¿Qué es lo que hace, exactamente? El herrero se pasó la mano por la cabeza rapada, como si protegiera el contenido de su cráneo. —Es hechicería gitana —gruñó. —¿Qué clase de hechicería gitana? —Chyort! ¿Cómo quieres que lo sepa, muchacha? Supongo que se trata de un antiguo poder —respondió, y Sofía observó que abría los brazos y abarcaba todo ese desconcertante universo—. Puede que sea algún tipo de magia negra —añadió, bajando la voz—, ¡qué sé yo! —No creo —contestó ella, riendo con suavidad. Él tendió la mano, le arrancó un pelo de la cabeza y lo enrolló alrededor de su grueso dedo índice. —Rafik es capaz de retorcer tu mente con la misma facilidad con que yo enrollo tu pelo. Si eres su sobrina, tal como afirmas, sin duda sabrás bastante acerca de los talentos de los gitanos. El corazón de Sofía dio un vuelco; en general no era tan torpe, maldita sea. Aunque ese herrero hubiese vivido en una aldea de los Urales durante toda su vida, no era ningún tonto y no dejaba de tenderle trampas, trampas como las que tendía a los animales del bosque. —Mi tía se casó con el hermano de Rafik, pero yo no llevo sangre gitana. —Esa era la historia que ella y Rafik habían ideado, y estaba decidida a atenerse a ella—. Nadie me enseñó sus tradiciones y sus costumbres. Él desenrolló el pelo rubio de su dedo y lo depositó en la palma de la mano de ella. —Eso lo explica todo —dijo con otra sonora carcajada, si bien ella no le veía la gracia en absoluto. —Deja de meterte con la muchacha, Pokrovski. Página 189 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¡Rafik! —exclamó Sofía, y se puso de pie de un brinco. El gitano, de pie en el umbral, se tambaleaba un poco y buscaba apoyo contra la jamba. Ella no sabía cuánto tiempo había permanecido allí, pero calculó que no sería más de un par de minutos. El sudor oscurecía su camisa gris claro. —Deberías estar en la cama, Rafik. —No. —El gitano aceptó el brazo que ella le ofrecía y dejó que lo condujera hasta el sillón de color granate—. Una nube se cierne sobre nosotros, negra como... —Rafik esbozó una sonrisa— las uñas de Pokrovski. Flota sobre nosotros y... —Pero se interrumpió y aguzó el oído. Sofía ignoraba si el sonido provenía del interior o del exterior de su cabeza. —¿Qué quieres decir? —preguntó en voz baja. —La aldea no vuelve a estar en peligro, ¿verdad? —gimió Pokrovski. —No —contestó Rafik, y dirigió la mirada de sus ojos negros hacia Sofía—. No: eres tú, Sofía —dijo. Se puso de pie y deslizó una mano por la cabeza de ella, pero sin tocarla—. Hace frío —murmuró y se restregó la cara con un gran pañuelo rojo—. Ahora te acompañaremos a la oficina del koljós para... Un golpe en la puerta lo interrumpió y asintió con la cabeza, como si lo hubiese esperado. Sofía notó que apretaba los labios —¿de dolor o porque sabía lo que ocurriría?— antes de acercarse a la puerta y abrirla, dando paso a un luminoso haz de luz solar. —Buenos días, camarada Fomenko. El director de la granja colectiva superaba al gitano en altura y durante un instante Sofía creyó que apartaría a Rafik solo con la mirada de determinación que le lanzó a ella, haciendo caso omiso de los dos hombres. Se sentía inquieta. —Camarada Morózova —dijo Fomenko en tono brusco—, me han informado de que todavía no te has registrado como residente de Tivil. —Estaba a punto de acompañarla al despacho para hacerlo —fue la rápida respuesta de Rafik. —Bien. La necesitamos en los campos. Te asignarán a una brigada, camarada Morózova. Sofía tenía la boca seca. La mera mención de la palabra «brigada» la hizo estremecer. No hizo ningún comentario, solo le devolvió la mirada fija. ¿Es que ese hombre no pensaba en otra cosa que sus campos y sus cuotas? Pero sus ojos grises no revelaban nada. Después Fomenko observó fijamente a Rafik durante un largo rato y, con una breve inclinación de cabeza, se marchó. Sofía percibió que la energía que flotaba en la habitación disminuía, como si algo la hubiese absorbido. —Pokrovski —dijo la joven en tono pensativo—. Dile a la maestra que si quiere Página 190 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

una respuesta tendrá que venir a hacerme la pregunta ella misma.

—He mentido a Mijaíl. —Ha sido por su propio bien —dijo Rafik. —Sabe que le mentí. —Ha sido para protegerlo. Cuanto menos recuerde sobre los sacos de cereales tanto más a salvo estará. —Lo sé, pero... —Déjalo, Sofía —dijo él bruscamente. —A veces me asustas, Rafik. —Eso es bueno, porque tú me asustas a mí, querida mía. Igual que asustaste a Fomenko. —¿Ah, sí? —Por eso ha venido en persona para comprobar qué hacías. Es evidente que no está seguro. A nuestro director le gusta controlarlo todo, así que, en efecto: tú lo inquietas. Sofía rio en voz baja y sintió que la sonrisa del gitano reforzaba el vínculo que se había generado entre ambos. —¿Estás seguro de que esto es una buena idea? —preguntó. Estaban avanzando a lo largo de la polvorienta calle en dirección a la oficina del koljós. Ocupaba lo que era con mucho la izba más conspicua de la aldea, cubierta de carteles y vistosos anuncios donde aparecían las últimas cifras de producción e instando a un mayor compromiso de los koljozniki. Para subrayarlo, por encima de la puerta ponía «EL PRIMER PLAN QUINQUENAL DE CUATRO» en grandes letras. Nadie iba a acusar a Stalin de permitir que su pueblo holgazaneara. Nubes grises se elevaban del horizonte y flotaban por encima de la cresta de la colina como si aguardaran la oportunidad de descender sobre el valle; no había ni un soplo de aire que las alejara de Tivil y el olor a madera calcinada y cenizas aún permanecía entre las casas como una presencia física. Rafik se había puesto su camisa de color amarillo brillante y avanzaba con pasos cuidadosos y una mano apoyada en el brazo de Sofía para no caer. Ella sabía que el esfuerzo era excesivo y demasiado prematuro, pero no trató de disuadirlo. Nunca más volvería a poner en peligro la vida de Mijaíl como ese día en Dagorsk debido a que carecía de documentos de identidad. Bastaba con recordar que se había salvado por un pelo, con evocar el rifle apuntando a su cabeza para que se le helara la sangre en las venas. Cuando pasaron junto a la herrería, Pokrovski alzó una mano engrasada, pero Sofía Página 191 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

solo tenía ojos para Piotr, el hijo de Mijaíl, que estaba de pie a su lado. Parecía muy pequeño junto al gigantesco herrero, aferrando un par de tenazas. El muchacho se limpió la mano en el pesado delantal de arpillera y luego se restregó la boca, manchándola de grasa. Sofía le sonrió, pero él no reaccionó. Rafik tropezó. —No deberías haberte levantado —dijo Sofía—, tendrías que estar descansando. —No me vengas con tonterías. Si hoy no te registras como miembro de este koljós la gente empezará a hacer preguntas —dijo, y sus ojos negros chispearon—. No querrás eso, ¿verdad? —No. Pero tampoco quiero verte enfermo. —Y yo no quiero verte muerta —contestó él, soltando un profundo gruñido.

El hombre detrás del escritorio llevaba las de perder. Tenía unos cuarenta años, se enorgullecía de su posición de autoridad en la granja colectiva y su expresión era un tanto presuntuosa. Pese al brillo del sol en el exterior, sus gafas de montura metálica reflejaban la luz de la lámpara apoyada en su escritorio y no dejaba de juguetear con el cordón del teléfono, el único de toda la aldea. El teléfono era un símbolo de estatus del que no quería separarse ni un instante. —Sus documentos de identidad, pazhalsta, por favor, camarada Morózova —dijo en tono cortés. Se acarició el bigote y tendió la mano con aire expectante. Sofía detestó la oficina en cuanto la pisó. Pequeña, atestada, repleta de formularios y documentos. Paredes cubiertas de listas... El mero olor de la burocracia le revolvía el estómago. Había visto cómo podía deformar la mente de un hombre hasta que las personas se convertían en simples cifras y las hojas de papel, en dioses que exigían sacrificios sangrientos. —¿Documentos? —volvió a preguntar el secretario del koljós, esa vez en tono más insistente. Sofía hizo exactamente lo que Rafik le había dicho. Extrajo una hoja de papel en blanco del bolsillo de la falda y la depositó en el escritorio. El hombre frunció el ceño, evidentemente confuso. La recogió y la desplegó. —¿Qué es esto, camarada? ¿Una broma? Rafik golpeó el escritorio de metal con los nudillos; Sofía y el hombre se sobresaltaron. —No es una broma —dijo el gitano. Entonces unas palabras en una lengua incomprensible comenzaron a brotar de su boca, un torrente continuo cuyas olas parecían barrer la habitación, sonidos suaves y Página 192 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

melodiosos que hacían vibrar el aire y zumbaban en sus oídos. Sofía percibió una resonancia en su mente; luchó contra ella pero al mismo tiempo advirtió que el rostro del hombre sentado ante el escritorio se volvía inexpresivo, como si las olas hubieran barrido su mente dejándola tan limpia como la playa cuando baja la marea. Sofía habría jurado que incluso notaba el sabor salado del mar y se preguntó si su propio rostro también parecería tan inexpresivo como el del secretario. —No es una broma —repitió Rafik con mucha claridad. Rodeó el escritorio —su camisa amarilla resultaba tan hipnótica como el sol— hasta situarse a un lado del secretario, le apoyó una mano en el hombro y con la otra golpeó la hoja de papel con un dedo. —Documentos de identidad —le ronroneó al oído. Sofía vio el instante en el que la comprensión inundó la mirada del hombre, tan violenta y feroz como un puñetazo en el estómago. El hombre parpadeó, hizo rechinar los dientes y asintió con la cabeza. —Por supuesto —murmuró con voz áspera. Cuando Rafik volvió a encontrarse junto a Sofía, el hombre hurgó en los cajones, extrajo formularios y cogió el sello oficial del koljós Flecha Roja, pero ella apenas le prestó atención. Solo era consciente del sabor salado en la lengua y del brazo de Rafik cubierto por la manga amarilla junto al suyo. Sofía no estaba segura de cuánto tardaron en volver a pisar la calle, pero cuando salieron las nubes ya habían invadido el valle y Tivil había perdido su fulgor estival. En el bolsillo llevaba un permiso oficial de residencia. —Rafik —preguntó en voz baja—, ¿qué es lo que haces? —Envuelvo los pensamientos de las personas con hilos de seda. —¿Se trata de algún tipo de hipnotismo? Él le sonrió. —Llámalo como quieras. Me mata lentamente, trozo a trozo. —¡Ay, Rafik! Le rodeó la cintura con el brazo, cargó con casi todo el peso de su cuerpo, lo condujo hasta un solar detrás del despacho, lejos de las miradas curiosas, y lo dejó en el suelo con sumo cuidado. Rafik se quedó sentado, temblando y con las rodillas encogidas, la vista clavada en los árboles más allá del río. Entonces, sin aviso previo, vomitó. Sofía le limpió los labios azulados con la falda. —Mejor —jadeó él—. Dentro de un momento me encontraré... mejor. —No hables, descansa. Sofía le rodeó el cuerpo con los brazos, apoyó la cabeza de él en su hombro y aceptó la sensación de culpa que la embargaba. Página 193 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Gracias, Rafik —murmuró. —Y ahora —dijo él, haciendo un enorme esfuerzo—, dime por qué estás aquí. No la tocó. Las manos nervudas que de un modo inexplicable poseían la llave que abría la mente de las personas, reposaban sin vida en su regazo. Ni siquiera la miró. Los ojos de mirada penetrante estaban cerrados, no emitían ninguna ola que la obligara a decir la verdad. Ella debía tomar la decisión de revelársela. O de guardarla para sí.

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29 Sofía se dirigió a toda prisa a los establos, quería alcanzarlos antes de que Fomenko la descubriera correteando por ahí en vez de unirse a una de sus malditas brigadas. El sendero estaba lleno de baches y hoyos dejados por los cascos de los caballos; ella iba en busca de Logvinov y estaba nerviosa: el sacerdote era de esa clase de personas que atraen la desgracia a cuantos se acercan a ellas... y de momento no podía permitirse ese lujo, y mucho menos estando tan cerca de su meta. La experiencia con Rafik en la oficina la había hecho dudar de sus propios pensamientos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para dejar de pensar en Mijaíl, pero su cuerpo se resistía al control: la acuciaba el recuerdo de los labios de Mijaíl presionando los suyos, al principio con una intensidad dolorosa y después tan suaves y seductores que su boca anheló más besos. Sofía apretó el paso, procurando pensar en otras cosas. Alcanzó un grupo de destartalados edificios de madera que se elevaban sin orden ni concierto en tres lados de un polvoriento patio. Estaban lo bastante alejados de la aldea como para aprovechar la suave ladera que ascendía hasta la cresta. Allí, en ese terreno más elevado, Sofía disfrutó de la brisa y del aroma del bosque, denso y secreto. —¿Se encuentra aquí el sacerdote Logvinov? —le preguntó a un joven de tez oscura que barría el patio con movimientos lentos y perezosos. Tenía la cabeza y los brazos desnudos cubiertos de costras. —En el interior, con Glinka —murmuró el muchacho, inclinando la cabeza hacia las puertas abiertas del establo, sin interrumpir los movimientos rítmicos de la escoba. —Spasibo —dijo Sofía. Después de la luz deslumbrante del patio, la penumbra reinante en el interior supuso un alivio y su vista tardó unos momentos en adaptarse. Inhaló el olor a caballo y heno, y al principio no vio a nadie, solo una hilera de pesebres desiertos, paja fresca cubriendo el suelo y baldes llenos de agua limpia. Los caballos estaban trabajando en los campos o arrastrando troncos de árboles desde el bosque, pero entonces oyó el golpe de un casco y un suave murmullo que provenía del otro extremo. El sacerdote no se volvió hacia ella cuando se acercó, pero Sofía estaba segura de Página 195 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

que se había percatado de su presencia. Su alta y desgarbada figura envuelta en un chaleco sin mangas de piel de ciervo estaba inclinada por encima de la puerta baja de uno de los pesebres, mientras con los nudillos masajeaba la frente de una pequeña yegua baya que mantenía los ojos entornados y soltaba relinchos de placer. Junto a ella, un potrillo negro procuraba mantenerse en pie sobre sus patas delgadas, que parecían demasiado largas. Debía de ser el que había nacido la noche anterior. Cuando ella se aproximó, el potrillo pateó el suelo con aire bravucón y la contempló con sus ojos de largas pestañas. —Es un potrillo estupendo —dijo Sofía. —Lleva el demonio en el cuerpo. Como para demostrarlo, el animal le pegó una coz a la pared. —¿Estabas aquí en Tivil, sacerdote, antes de que cerraran la iglesia? Él volvió la cabeza y la contempló. Una red de venas azuladas palpitaba en su cuello largo y flaco, sus lacios cabellos rojizos colgaban a ambos lados de su rostro, pero la mirada de sus ojos verdes aún era abrasadora. —Sí, era el pastor de una feligresía temerosa de Dios. En aquella época podíamos venerar a nuestro Señor y entonar los himnos del oficio de vísperas, tal como nos dictaba nuestra conciencia. La tristeza de su voz la conmovió. Era un hombre extraño. —¿Así que conocías el interior de la iglesia? Antes de que eliminaran la decoración y la pintaran de blanco, quiero decir. —Sí, conozco cada centímetro de la casa de Dios, al igual que conozco las palabras de la Santa Biblia. Conozco sus estados de ánimo y sus sombras, al igual que conocía los estados de ánimo y las sombras de mis feligreses mientras ellos se aferraban a su fe. Lucifer en persona merodea por los pasillos de mármol del Kremlin y arrastra su pezuña por los corazones y las almas de los hijos de Dios —dijo, y su rostro delgado se crispó—. Un infierno eterno aguarda a cuantos abandonan las leyes divinas debido al temor que los atenaza. —Su voz se volvió áspera a causa del dolor y la pena—. El miedo es una mancha que se extiende a lo largo y lo ancho de nuestro país. —Decir esas cosas en voz alta es poco prudente —le advirtió ella—. Ten cuidado. Logvinov abrió los brazos esqueléticos y el potrillo soltó un gruñido alarmado. —«Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque Tú estarás conmigo» —citó. —Aún ignoras el mal de que es capaz la humanidad, sacerdote —dijo ella en voz baja—, pero has de creerme: si sigues así, pronto lo conocerás. Carcome tu humanidad hasta que ni siquiera te reconoces... —añadió. Logvinov la miró fijamente y sus ojos verdes expresaron una tristeza feroz. Ella Página 196 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

bajó la vista, se apartó e hizo la pregunta que la había llevado hasta allí. —¿Había una imagen de san Pedro en la iglesia antes de que la clausuraran? —Sí. —¿Dónde se encontraba? —¿Por qué me lo preguntas? —¿Qué más da? Solo necesito saber dónde estaba. Los únicos sonidos eran los del potrillo mamando y la escoba barriendo el patio con movimientos rítmicos. Finalmente, Logvinov se pasó una mano por la barba roja. —Llegaron un domingo por la mañana, un grupo de komsomoltsky —dijo en tono amargo—. Arrancaron todos los ornamentos, los destruyeron a martillazos, lo quemaron todo en una hoguera en medio de la calle, destruyeron todas las antiguas tallas y los iconos de la Virgen María y de nuestros adorados santos. Y cargaron todo lo que no fue pasto de las llamas en su camión, para fundirlo, incluso la gran campana de bronce y el altar con su cruz de oro de dos siglos de antigüedad. Sofía había creído que el hombre gritaría y se desgañitaría, pero en cambio habló en voz cada vez más queda. —¿La imagen de san Pedro? —Hecha trizas —contestó el sacerdote, estremeciéndose—. Ocupaba un nicho junto a la ventana que da al sur. Ahora lo ocupa un busto de Stalin. —Lo siento, sacerdote. —Yo también. Y también mis feligreses, por Dios. —Has de permanecer con vida. Al menos en bien de ellos. —«Sé que vives donde está el trono de Satanás.» La sensación de encontrarse frente a un hombre que se tambaleaba al borde de una obstinada autodestrucción volvió a apoderarse de Sofía y la llenó de una profunda melancolía. Le dio las gracias y se apresuró a abandonar los establos, pero cuando volvía sobre sus pasos a lo largo del bacheado sendero no sabía muy bien qué la había disgustado. ¿Qué le ocurría? ¿Acaso temía por Rafik? ¿O se debía a Mijaíl y el modo en que Lilya había restregado el hombro contra el de él como si le perteneciera? ¿Es que sus propias defensas tan cuidosamente erigidas se estaban desmoronando? El viento parecía agitar sus ideas, arremolinar sus pensamientos y volvió a traerle las palabras de Logvinov: «El miedo es una mancha que se extiende a lo largo y lo ancho de nuestro país.» Y entonces cayó en la cuenta: meses atrás, Ana había pronunciado casi esas mismas palabras. Ana. Los débiles latidos de su corazón se detendrían si ella no regresaba a tiempo. Página 197 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

La iglesia —o sala de reuniones, tal como se la llamaba en ese momento— era el único edificio de ladrillo de Tivil. El techo era de chapa de zinc cubierta de líquenes amarillos, y estrechas hileras de ventanas de cristal acabadas en punta dividían las paredes, aunque una estaba clausurada con tablas, un recuerdo de los actos violentos de la noche de la reunión. Por encima de la puerta se elevaba una torre baja de lados abiertos, donde era de suponer que antaño colgaba la campana, pero que ya solo albergaba aire tibio y palomas. Sofía tiró del gran pasador de hierro, pero la puerta no se abrió. Soltó una maldición y la empujó con más fuerza. Chyort! Pero comenzaba a darse cuenta de que el director Fomenko no era de los que dejan las cosas al azar, y mucho menos la seguridad de su sala de reuniones. Echó un vistazo calle arriba y calle abajo, pero a esa hora la actividad era escasa, solo había un niño y su cabra que se dirigían a los prados. De pronto reparó en dos ancianas sentadas a la sombra, ataviadas con pañuelos en la cabeza y largos vestidos negros pese al calor; casi parecían formar parte del paisaje. Cuando Sofía se acercó, notó que una de ellas tenía un libro apoyado en el regazo y leía en voz alta. —Dobrye utro, babushki —dijo Sofía, sonriendo—. Buenos días, abuelas. La anciana del libro reaccionó con sorpresa, era un poco sorda y no había oído los suaves pasos de Sofía. El libro desapareció de inmediato bajo el pañuelo tejido a mano, pero la joven alcanzó a distinguir que era una Biblia. Leer la Biblia no era ilegal, pero identificaba a quien lo hacía, indicaba que era alguien que no compartía la doctrina soviética, alguien que debía ser vigilado. Sofía simuló no haberla visto. —¿Podrías decirme quién tiene una llave de la sala de reuniones, por favor? La mujer que no había leído la Biblia alzó la cabeza y, al ver la película blanca que le cubría los ojos, Sofía se dio cuenta de que era ciega, aunque un ovillo de lana verde reposaba en su regazo y sus manos estaban atareadas tejiendo a ritmo veloz. —La tiene el director —dijo, y ladeó la cabeza—. ¿Es la muchacha del tractor? — preguntó. —Da, sí, es ella —contestó la otra y dirigió una sonrisa cordial a Sofía—. Bienvenida a Tivil. —Spasibo. ¿Dónde puedo encontrar al director Fomenko? —En cualquier lugar donde estén trabajando —dijo la babushka ciega—. Polina y yo calculamos que no tardará en llegar, por los puntos que he tejido esta mañana. Ambas ancianas soltaron risitas bondadosas. —Pero su casa no está lejos, se encuentra justo al otro lado de la igle... de la sala de reuniones. Su izba es la de la puerta negra. Podrías probar allí. —Gracias, lo haré. Página 198 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Cuando llamó a la puerta negra nadie respondió, así que regresó a la iglesia y empezó a caminar siguiendo la fachada tal como ya había hecho antes. En aquella ocasión había avanzado de manera furtiva, en la oscuridad y aguzando el oído, pero en esa ocasión inspeccionó el edificio abiertamente, procurando encontrar un acceso. Avanzó entre la maleza a ambos lados de un estrecho sendero hasta la sombría parte trasera de la iglesia y allí descubrió una puerta, tan antigua que parecía formar parte del muro de piedra. Era bastante baja, su cabeza casi rozaba el dintel, y quedaba medio oculta tras un arbusto espinoso... Observó que alrededor de la pesada cerradura de hierro aparecían las marcas de su cuchillo. Tocó la terca cerradura y se preguntó por qué parecía estar tan bien engrasada. —Intentas encontrar algo, ¿verdad? Sofía retiró la mano y se volvió bruscamente. A sus espaldas había un hombre de hombros estrechos envuelto en una tosca bata; fumaba la colilla de un cigarrillo liado a mano y su cara evocaba la de un roedor: facciones pequeñas y dientes afilados. —Busco la manera de entrar. —Podrías usar una llave, pero detrás de la puerta solo hay un viejo depósito. La expresión del hombre era repugnante. —Me han dicho que el director Fomenko tiene la llave de la sala de reuniones, pero no está en casa. —Pues claro que no, está trabajando en el campo. Sofía trató de avanzar, pero el hombre se interpuso en su camino y esbozó una sonrisa desagradable. —Te recuerdo, estabas en la reunión de la otra noche: te llamas Sofía Morózova. Soy el camarada Zakarov. Sofía se puso tensa en el acto y recordó las palabras de Zenia: «Borís Zakarov. Es el espía del Partido de esta comarca.» Así que no se había acercado subrepticiamente a ella por casualidad. —¿Por qué tienes tanto interés por entrar en la sala de reuniones, camarada Morózova? —Creo que eso es asunto mío, ¿no te parece? —Pues yo podría ayudarte. —¿Tienes una llave? —Quizá —contestó Zakarov, pegando una larga calada a su pitillo. —Se me cayó una llave durante la reunión —dijo ella con mirada fría—. La perdí durante el alboroto y quiero encontrarla. —¿Qué valor adjudicas a esa llave? —preguntó. Su sonrisa reveló sus dientes afilados—. ¿Vale un beso? Página 199 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Sus palabras rebotaron en la cabeza de Sofía como en una oscura caverna. «Es un mendrugo de pan mohoso.» ¿Vale un beso? «Es un trozo de felpa para hacer guantes.» ¿Vale un beso? «Es una pizca de mantequilla.» ¿Vale más que un beso? ¿Cuánto más? Pasó a un lado de Zakarov sin decir una palabra, solo para toparse directamente con Alekséi Fomenko, que remontaba la ladera desde los campos y el río con un saco lleno de coles colgado del hombro y un borzói de largas patas a su lado. Parecía disgustado al verla holgazanear cuando debería estar trabajando para la granja colectiva.

«Lo primero: conoce a tu enemigo.» Ella había aprendido bien esa lección. «Conócelo y busca su punto débil.» En la aldea, quien suponía la mayor amenaza para Sofía era Alekséi Fomenko, pero su punto débil estaba bien oculto. El hombre le daba la espalda mientras abría la puerta de su casa; era una espalda orgullosa y musculosa, y Fomenko no temía dársela a nadie, algo que Sofía le envidiaba. Observó sus orejas pequeñas, que destacaban debido al corte de sus cabellos castaños. El sudor manchaba su tosca camisa de algodón y se preguntó por qué diablos ese director de una gran granja colectiva se esforzaba por parecer un simple campesino. ¿Qué lo impulsaba a hacerlo? —¿Te has registrado? Habló en tono brusco, pero la mirada demostraba su interés y Sofía consideró que era un hombre que sentía mayor curiosidad por los demás de lo que estaba dispuesto a reconocer. Zenia le había dicho que no estaba casado y se preguntó cómo sería su vida. Evidentemente, él confiaban en que ella lo aguardara fuera, pero no lo hizo: una vez que el borzói entró en la casa y sus patas chasquearon contra el suelo de madera, Sofía lo siguió. —Sí, ya me he registrado —contestó. Mientras, echó un rápido vistazo a la habitación que acababa de pisar. «Conoce a tu enemigo.» ¿Qué le decía esa guarida acerca del hombre? Era de una sencillez desconcertante. Nada colgaba de las paredes, ningún adorno burgués u otros objetos pretenciosos. Una silla, una mesa, una estufa, algunos estantes, eso era todo; resultaba evidente que el director Fomenko no se permitía lujos. En vez de una casa distinguida, digna de un director de un koljós, era idéntica a cualquiera de las otras izbas de la aldea. El suelo estaba barrido y las vigas, libres de telarañas; era una casa de un hombre de mente ordenada. O de uno muy reservado. No había pistas, solo el perro. Sofía tendió la mano y el animal rozó sus dedos con su nariz negra y húmeda y, cuando se dio por satisfecho, dejó que ella le acariciara el Página 200 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

pelaje gris e hirsuto del lomo. Era un elegante borzói, una perra de hocico estrecho y dulces ojos pardos que contemplaban a Sofía con una expresión tan bondadosa que casi se enamoró de la criatura. Pero un instante después la perra volvió a situarse junto a la pierna de Fomenko y permaneció allí. —Es hermosa —dijo Sofía—. ¿Cómo se llama? —Nadyezhda. —Esperanza. Un nombre poco habitual para un perro. Él apoyó una mano en la cabeza del animal y le acarició una oreja. Contempló a Sofía como si estuviera a punto de explicarle el motivo del nombre, pero tras reflexionar un instante se volvió y cogió una gran llave de hierro de un estante lleno de libros situado en la parte posterior de la habitación. Estaba demasiado lejos para que Sofía pudiera leer los títulos. Fomenko parecía tener prisa, pero cuando se disponía a darle la llave se detuvo. —¿Dices que perdiste algo en la sala de reuniones? —Sí. Una llave. —No tengo tiempo de ayudarte a buscarla, camarada, pero si te doy esta llave debes entregarla en la oficina cuando ya no la necesites. —Desde luego. —Después preséntate en la brigada de patatas. —Trabajaré duro. Pero él aún sopesaba la llave en la mano y ella tuvo la sensación de que, a pesar de tener prisa, había algo más que quería decirle y eso la ponía nerviosa. Mientras la examinaba cuidadosamente, la mirada de sus ojos grises era tan intensa que de pronto ella percibió la soledad de ese hombre y el esfuerzo que hacía para ocultarla. —Un conductor de tractores le resultará muy útil al koljós el mes que viene, cuando comience la cosecha —dijo en tono pensativo. —Me alegro. Sofía no tenía la menor intención de seguir en Tivil para entonces. —Pero todos saben que un conductor de tractores puede causar grandes daños a la cosecha si él, o más exactamente ella, decide hacerlo. —Me ofrezco como ayudante, camarada director, no como destructora. —Pero resulta significativo que en cuanto apareciste en Tivil un granero fuera pasto de las llamas y desaparecieran varios sacos de cereales. —Es una coincidencia que está manipulando otra persona de la aldea —dijo Sofía, y sintió que el corazón le palpitaba con fuerza. —¿Quién? —¿Cómo quieres que lo sepa? —replicó—. Acabo de llegar. Página 201 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—De eso se trata —dijo Fomenko. Alzó la mano y se golpeó la mandíbula con la llave—. Ven a la oficina mañana al mediodía; quisiera hacerte unas preguntas. —Eso me ofende, director. Estoy aquí para prestar ayuda al koljós de mi tío. —En tal caso no te importará responder a mis preguntas, ¿verdad? —preguntó, mirándola fijamente. —¿Preguntas acerca de qué? —Acerca de dónde provienes, quiénes eran tus padres. Acerca de tu familia —dijo Fomenko, hizo otra pausa y, escudriñándola, añadió—: Acerca de tu tío. —El tío Rafik no se encuentra bien. —Es curioso que el gitano siempre se ponga enfermo tras la visita a Tivil de los oficiales de abastecimiento —dijo, esbozando una sonrisa irónica—. Ocurre con tanta frecuencia que empiezo a preguntarme si existe una relación entre los dos hechos. —Creo que el sufrimiento de la aldea lo angustia. Sus palabras desagradaron al director y apretó los labios. —Lo que debería angustiarlo son los hombres, las mujeres y los niños que sufren hambre en nuestros pueblos y ciudades. Mi tarea consiste en procurar que no sea así, haciendo que este koljós sea productivo. Debemos ayudar a cumplir el plan de nuestro gran líder. La pausa que hizo a continuación exigía una respuesta patriótica, pero ella fue incapaz de pronunciar las palabras adecuadas y en vez de eso tendió la mano para que le diera la llave.

Cuando Sofía cerró la puerta con llave encontró el interior de la iglesia fresco y silencioso. La luz del sol entraba por las ventanas en haces dorados y brillantes en los que danzaban motas de polvo y hacía que las sombras parecieran más oscuras. Inspiró profundamente y se desconcertó al descubrir que estaba temblando. ¿Cómo era posible que Fomenko la afectara tanto, solo por respirar el mismo aire que él? Se miró la palma de la mano y casi esperó ver la huella de los dedos de él. Pero eso era una tontería, así que reprimió la idea y miró en derredor. Los iconos, las imágenes de mosaicos y las doradas celosías que en el pasado habían bordeado la nave central habían desaparecido. No se veían velas ni cepillo para honrar a la Madre de Dios. Una gruesa capa de pintura blanca cubría lo que antaño era el alma del edificio. Sofía permaneció allí un instante, completamente inmóvil, preguntándose qué habría opinado su padre. Luego tomó aire. «Ahora las cosas son así. Acéptalo. No pierdas el tiempo lamentándote de lo que jamás volverá a ser como antes. Estás aquí por Ana, solo por Ana. Y ahora registra este lugar desierto, tal como ella te dijo.» Página 202 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Sofía se apresuró a buscar el busto de Iósif Stalin. No le costó encontrarlo: ocupaba un lugar destacado en un nicho de la pared lateral, tal como le había dicho el sacerdote Logvinov. Ella clavó una mirada de disgusto en los ojos sin vida y el arrogante mentón y sintió el impulso de encaramarse para hacerle lo mismo que los esbirros del komsomol habían hecho a la imagen de san Pedro. «No debes correr riesgos, y mucho menos ahora. Dedícate a registrar.» Primero examinó los ladrillos debajo del nicho, recorriendo el contorno de cada uno con los dedos, buscando una esquina floja o un resto de cemento removido que indicara un escondrijo. Pero los ladrillos eran lisos. Los examinó todos en vano y luego se arrodilló en las tablas del suelo para recorrer cada una con las manos, golpeando, tirando de los bordes y comprobando si se movían o se inclinaban. No halló nada, absolutamente nada, excepto una fría y penosa desilusión. Frustrada, se acuclilló en el suelo con los codos apoyados en las rodillas y clavó la vista en la pared blanca. ¿Dónde? ¿Dónde estaba el escondrijo? María había susurrado a Ana que allí habían ocultado una caja secreta, pero ¿dónde, maldita sea, dónde? ¿Dónde ocultar algo que no debía ser hallado? Entonces alguien aporreó la puerta de roble y Sofía se levantó: alguien trataba de entrar en la iglesia. —¿Estás ahí dentro, camarada Morózova? Era la voz del hombre del Partido, del espía, el camarada Zakarov. Sofía se apresuró a examinar la pared por debajo de la cabeza de Stalin por última vez. «Una caja enterrada a los pies de san Pedro.» Se puso de rodillas abruptamente. —San Pedro —susurró—, concédeme inspiración. Por favor, te lo suplico. ¿No es eso lo que queréis, tú y tu Dios? ¿Humildad y súplicas? Pero no ocurrió nada, no apareció ningún rayo de luz que le indicara el camino. Sofía asintió con la cabeza como si no hubiese esperado otra cosa y entonces aporrearon la puerta con más violencia. —Sé que estás ahí, camarada Morózova. Y ahora, ¿qué? Tenía que irse. Avanzó por el pasillo central, introdujo la llave en la cerradura y de pronto el deseo de estar junto a Mijaíl se adueñó de ella con tanta intensidad que la dejó sin aliento. —Mijaíl —musitó, solo por el placer de pronunciar su nombre. Él podía ayudarla, pero ¿lo haría? Si le decía todo lo que sabía sobre Ana y el pasado de él, y sobre lo que estaba oculto en la iglesia, ¿se apartaría de ella como si fuese una ladrona? Él había dicho que estaría dispuesto a ayudar a la persona indicada, pero ¿era ella esa persona? ¿Lo era Ana? Mijaíl ocupaba un puesto importante, Página 203 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

trabajaba para el sistema estatal soviético y tenía un hijo al que adoraba. ¿Estaría dispuesto a arriesgarlo todo si ella se lo pedía? «¿Lo harías, Mijaíl, lo harías? Estarías loco si lo hicieras.» Enderezó los hombros e hizo girar la llave. Si le solicitaba ayuda corría el riesgo de fracasar, lo cual significaba la muerte. Y no solo la suya propia.

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30 Campo Davinski Julio de 1933 El gato se arrastró hasta el campo, al parecer surgido de la nada; su llegada coincidió con el fin de una de las violentas tormentas de verano que barrían la región. La pequeña criatura rodeó los charcos del patio con pasos delicados, como si pisara cáscaras de huevo. Era joven y muy flaco, y el color de su pelaje enmarañado oscilaba entre el pardo y el gris, pero sus elegantes movimientos atraían la atención en un mundo en el que todos los movimientos eran lentos y pesados. Las mujeres no pudieron evitar una sonrisa y un grupo trató de atraer al animalito a un rincón, pero los ojos verdes del gato las miraron con desdeño y se deslizó entre sus piernas sin el menor esfuerzo, corrió hasta uno de los barracones, contempló las hileras de literas y se acomodó en la de Ana de un brinco. Presionó la cabecita huesuda contra el brazo de ella y clavó sus afiladas garras en la manta, amasando rítmicamente el desgastado tejido hasta desgarrarlo. Ana le rozó la cabeza con la punta de los dedos, acarició el pelaje húmedo, y el gatito empezó a ronronear de inmediato. Al oírlo, de pronto se sintió invadida por la dicha y advirtió que esta ocupaba un lugar cálido y satisfecho en su pecho y que le aliviaba el dolor de respirar. Al igual que el gato, la dicha parecía haber surgido de la nada. Le rascó la barbilla con un dedo hasta que el animalito estiró el cuello y, satisfecho, la observó con los ojos entornados. —Lo siento, pero no tengo comida para ti, pequeño. Otras prisioneras se reunían alrededor de su litera. —Es tan mono... —gorjeó una de ellas. —Necesita carne. —Todas nosotras necesitamos carne. —Ese bicho estará lleno de pulgas —rezongó Tasha. Ana rio. —Pulgas, piojos, mosquitos, tábanos... tanto da. El animalito soltó un hipo repentino y todas rieron. Tasha tendió la mano y acarició Página 205 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

su suave pelaje, pero entonces uno de los perros guardianes ladró, el gato siseó, bajó las orejas y clavó las garras en la piel de Tasha. —¡Será cabrón! El gato brincó de la cama, anduvo agazapado por el suelo y desapareció por la puerta como un rayo. Varias mujeres lo persiguieron. —Espero que los perros devoren a ese maldito animal —dijo Tasha, chupándose la mano. —En eso nos convierte este lugar: malditos animales. Estoy segura de que lo devorarán. Solo espero que la pobre criaturita sea lo bastante lista como para ir directamente hacia la alambrada. —¿No es eso lo que querríamos hacer todas? —Dame la mano —dijo Ana—, esto te aliviará —añadió. Tomó la mano de Tasha entre las suyas y la presionó para contener la hemorragia. Las diminutas garras solo habían rasgado la piel y pronto el hilillo de sangre dejó de brotar. —Gracias —dijo Tasha, y se acercó a la pequeña ventana para observar la persecución. Pero Ana no la oyó, porque mantenía la vista clavada en la pared opuesta. La breve sensación de una mano presionando la suya la había devuelto a aquel día en la mansión de los Dyuzheyev, al momento en que el baile acabó para siempre cuando llamaron a la puerta. —No —había siseado María—. No, Ana.

Ana, que en aquel entonces tenía doce años, había salido corriendo de la casa, pero su institutriz la aferró dolorosamente de la muñeca, la arrastró peldaños arriba y la presionó contra su falda. Luego apoyó una mano en el hombro de Ana y con la otra le aferró la mano con fuerza. No tenía intención de soltarla. —No digas ni una palabra —musitó, sin despegar la vista del grupo reunido en el camino de entrada. Había uniformes grises por todas partes, con insignias rojas en los hombros. Bajo sus botas la nieve quedaba sucia y pisoteada, y un círculo de rifles brillando bajo el sol apuntaba a las tres figuras en el centro: Vasili, Svetlana y Grigori. Este último estaba tendido en la nieve; parecía dormido, pero Ana sabía que no era así. Estaba tendido en un charco de zumo rojo, pero Ana sabía que no era eso. Sintió un repentino ahogo y trató de tomar aire. Svetlana estaba arrodillada junto a su esposo y un quejido atroz brotaba de sus labios mientras apoyaba la cabeza contra el pecho de Grigori. La manga y la parte delantera de su bonito vestido gris también estaban manchadas de zumo de Página 206 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

grosellas, así como el adorno de piel y la barbilla. Vasili tenía un aspecto extraño. Estaba de pie con los miembros rígidos mientras hablaba con el soldado de la gorra con visera, el que aún apuntaba su revólver contra el cuerpo inmóvil de Grigori. Las palabras que brotaban de su boca eran bruscas y airadas. —Mira, chico, si no dejas de cotorrear te ocurrirá lo mismo. —La mirada del soldado era dura y rebosante de odio—. Tú y tu familia sois sucios enemigos del pueblo. Grigori Dyuzheyev era un parásito, explotaba a los obreros de nuestra patria, no tenía derecho a poseer todo esto y... —No —dijo Vasili, procurando no perder el control—. Mi padre trataba muy bien a sus criados y arrendatarios, pregúntale a cualquiera de ellos qué clase de... El soldado escupió en la nieve, un chorro de odio amarillo. —Nadie debería poseer una casa como esta —sentenció, mordiéndose el bigote—. Deberíais ser exterminados como ratas. Ana gimió. El soldado le apuntó directamente con el rifle. —Tú. Ven aquí. Ana avanzó un paso, pero no pudo dar otro porque María no la soltaba. —Déjala en paz —se apresuró a decir Vasili—. Solo es la mocosa de una criada. —¿Con ese vestido? ¿Me tomas por imbécil? No, es una de las de tu clase. Una de las ratas. —Déjala en paz —repitió Vasili—. Es demasiado joven para elegir. —Las ratas se reproducen —gruñó el soldado. Sin dejar de apuntar a Ana con el rifle, se volvió para dirigirse a un muchacho que permanecía en posición de firme a su lado. La gorra le cubría la frente, llevaba unas botas desastradas y su respiración era agitada. Ana notó que pese al gélido aire invernal el sudor le humedecía la piel. Su uniforme había pertenecido a alguien más corpulento, las mangas y las perneras eran demasiado largas y anchas, y justo por encima del corazón había un agujero revelador. —Ve a buscar a esa rata, hijo. El muchacho miró directamente a Ana. Tenía las pupilas tan dilatadas que temió que la devoraran, eran tan negras e insondables... Ella le lanzó una mirada furibunda a medida que el muchacho se aproximaba. —No, camarada —dijo María con voz tan fría como la nieve—. Esta niña es mía, es mi hija. Soy una criada, una obrera, y ella es la hija de una obrera, un miembro del proletariado soviético. —Ninguna obrera lleva vestidos como ese. Página 207 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Ellos se lo regalaron —dijo María, indicando el cuerpo de Grigori y a Svetlana, inclinada por encima de él—. Les gusta disfrazarla con vestidos como este. El soldado se restregó una vieja cicatriz a un lado de la cabeza y Ana vio que le faltaba una oreja. Se volvió hacia Svetlana y preguntó: —¿Es verdad? ¿Le diste el vestido a la mocosa? Svetlana hizo caso omiso del soldado, pero dirigió una tierna sonrisa a Ana. —Sí —dijo en voz baja—, le di ese vestido a mi querida Annochka. Pero vosotros sois las ratas y la escoria. Mi marido pasó toda la vida en el Ministerio de Asuntos Exteriores, ayudando a su país. Y vosotros, ¿qué habéis hecho por Rusia? Sois las ratas que roerán el corazón de nuestra madre patria, hasta que solo queden sangre y lágrimas. Cuando el disparo sonó en el silencio de aquel día de enero, Ana dio un respingo y sus pies se hubieran deslizado de los peldaños si María no la hubiera sostenido. Se mordió la lengua y notó el sabor de la sangre. Vio que Svetlana, aún arrodillada, caía con la cabeza echada hacia atrás, revelando las venas azuladas y la piel blanca y traslúcida por encima del cuello gris del vestido. Un agujero rojo floreció en el centro de su frente y de él brotaron oscuros hilillos. Vasili soltó un rugido y corrió hacia ella. Ana miró fijamente al joven soldado del uniforme y la gorra demasiado grandes, que aún empuñaba el rifle con mano firme, y se dio cuenta de que él había disparado. El soldado más viejo le apoyó una mano en el hombro. —Bien hecho, hijo mío —dijo. Los demás soldados emitieron gruñidos de aprobación: estaban tan satisfechos que se distrajeron y dejaron de apuntarles. Vasili avanzó con rapidez. Solo tardó un segundo en hundir el cuchillo que sostenía en la mano en la garganta del soldado más viejo al mando del grupo, ese al que le faltaba una oreja; luego remontó los peldaños de un brinco y desapareció en el interior de la casa. Ana captó su olor dulce y familiar cuando pasó por su lado y la fea chaqueta de obrero de la construcción le rozó la mejilla. Los soldados le dispararon y una bala rozó la sien de María, pero fueron demasiado lentos. Sus gritos y estruendosos pasos resonaron en el vestíbulo de mármol y escaleras arriba a medida que registraban la casa. En el interior se oyó un tintineo de cristales rotos. Ana apenas movió los labios, pero se volvió hacia María y susurró: —¿Crees que ahora estará a salvo? Vasili ha escapado, ¿verdad? El rostro de su institutriz había cobrado un tono macilento, a excepción de un hilillo de sangre que le manchaba la sien, mientras mantenía la vista clavada en el cadáver de Svetlana. Solo entonces Ana se dio cuenta de que las lágrimas le bañaban las mejillas. Se las restregó con dedos helados y gesto apresurado, y entonces vio a su padre. Página 208 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Corría, pero a Ana le pareció que volaba; su larga capa ondulaba en torno a su cuerpo como alas negras al tiempo que cruzaba el césped cubierto de nieve hasta el camino de entrada, con el rostro crispado de angustia al ver a sus dos amigos más queridos tendidos en la nieve pisoteada. —¡Alto! —gritó uno de los soldados. Era mayor que los demás, de hombros anchos y ojos castaños de mirada preocupada que no se apartaban del cuerpo de su superior tumbado de espaldas en la nieve. —¿Qué ha pasado? —preguntó el padre de Ana—. ¿Por qué habéis disparado a estas personas? —Ana vio la tensión en los músculos de la mandíbula—. Te denunciaré. —¿Quién eres? —preguntó el viejo soldado alzando la voz. —Soy el doctor Fedorin. Estaba encargándome de una persona herida por tus hombres. Dio un paso atrás y se arrodilló junto a Grigori, dirigió la mirada a Ana y, de manera casi imperceptible, negó con la cabeza. Acto seguido tocó la muñeca de Grigori y después la de Svetlana. Ana vio que movía los labios en silencio mientras se estremecía profundamente, y notó que el mismo estremecimiento la recorría a ella. —El muchacho mató a mi camarada —gruñó el soldado. Fedorin alzó la vista y se puso de pie lentamente. —¿Qué muchacho? —El hijo de los Dyuzheyev. Nikolái permaneció inmóvil. —¿Dónde está? —Mis hombres han ido a buscarlo. El padre de Ana miró a su hija, pero no dijo nada. —Ocuparé esta casa —declaró el soldado de pronto—. La requiso en el nombre del pueblo soviético y... —Entonces se detuvo abruptamente e indicó el Oakland negro aparcado más allá, en el camino de entrada, cuyos faros resplandecían al sol—. ¿De quién es ese vehículo? —Es mío —contestó Nikolái—. Soy médico. Necesito un coche para visitar a los enfermos. —A los enfermos ricos —espetó el joven soldado—. Los enfermos que poseen grandes casas y abultadas cuentas bancarias —añadió. Apuntó el rifle contra el Oakland y disparó. El parabrisas se hizo añicos y las astillas volaron por encima del hielo. El soldado más viejo frunció el ceño. Página 209 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Por qué has destrozado ese coche? Podríamos haberlo utilizado para... —Es americano. Apesta a injusticia, igual que este matasanos. —Dime, doctor, ¿también vives en una casa grande? —preguntó el soldado más viejo en tono duro—. ¿También tienes criados? ¿Posees caballos y carruajes y más samovares de plata y más abrigos de pieles de los que jamás podrás utilizar? —añadió, acercándose a él. Ana vio que su padre dirigía la mirada a los cuerpos inmóviles de Svetlana y Grigori. De repente se arrancó el elegante reloj de plata del bolsillo del chaleco. —¡Toma! —gritó—, y esto también —añadió, arrojó su cigarrera y su sombrero de piel de castor a los pies de los soldados—. ¿Y por qué no tomas mi casa también? — volvió a gritar al tiempo que lanzaba su pesado llavero contra las botas del muchacho. La ira de sus palabras asustó a Ana—. Tómalo todo. No me dejes nada, ni siquiera a mis amigos. ¿Acaso así seré un médico adecuado para tu glorioso proletariado? ¿Y acaso eres tú quien debe decidir quién merece mis cuidados y quién no? La mirada del muchacho estaba llena de odio. Ana vio que su padre se acercaba a ella con cuatro grandes zancadas. Odin. Dva. Tri. Chetiri: Uno, dos, tres, cuatro. El corazón le brincó de alegría al ver su sonrisa habitual que procuraba tranquilizarla, la mirada entusiasta de sus ojos azules y su cabello agitado por el viento. La capa que en tantas ocasiones la había envuelto en su aroma a cigarro contra su cuerpo tibio ondeó como si le diera la bienvenida. Estiró el brazo tratando de cogerle la mano y notó que María la soltaba. Entonces resonó un estallido. Ana ya sabía que era el sonido de un disparo de rifle. «Es el muchacho, que vuelve a disparar al coche», pensó. Supuso que su padre volvería a enfadarse con él, pero en lugar de eso abrió la boca como dispuesto a soltar un grito y puso los ojos en blanco. Se le doblaron las rodillas y cayó de bruces en la nieve, como cuando se zambullía en las aguas del mar Negro para divertirla cuando pasaban el verano en su dacha. De cara sobre el blanco manto y con el cráneo destrozado. El joven soldado aferraba su rifle con expresión orgullosa. Ana se desprendió de las manos de su institutriz y empezó a gritar.

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31 Tivil Julio de 1933 Zenia echó las cartas de tarot, las gadalniye karti. Sus manos, rápidas y diestras, dejaban cada carta en la mesa y luego las cubrían con una segunda y una tercera: las imágenes del ahorcado, los cuerpos desnudos y una larga guadaña se amontonaban unas sobre otras. La habitación estaba en penumbra tras las persianas cerradas y en el aire flotaba un olor a grasa de ganso que procedía de una fuente de cobre en la que ardía una bola de sebo. En el centro de la mesa, una cesta de corteza de abedul estaba cubierta con un paño rústico en el que se apoyaba un cuchillo con la hoja apuntando al este y bajo el cual algo se movía. Las sombras se desplazaron y Rafik apoyó la mano en el cuchillo. —Otra vez, Zenia —dijo con voz tensa y profunda. La muchacha gitana recogió las cartas, las barajó y volvió a echarlas. Aparecieron las mismas: el ahorcado, la guadaña y los cuerpos desnudos de piel rosada envueltos en cabellos plateados de mechas largas y rizadas. —Los amantes —anunció Zenia—. Traen la muerte a Tivil. Un jadeo acompañó la vibración de una persiana, aunque el viento no soplaba. Rafik cogió una taza de té apoyada en la mesa, la taza de la que un poco antes había bebido Sofía junto a Pokrovski. Las hojas de té se acumulaban en el fondo formando unas figuras intrincadas que Zenia había examinado. —¿Estás segura? —preguntó Rafik, aunque en realidad no dudaba de la interpretación de su hija. —Sí, estoy segura. —A ella le espera un viaje. Uno que traerá pena y dolor a Tivil. —Sí. Ambos contemplaron el sobre marrón junto a la cesta, donde aparecía una única palabra: «Sofía.» Rafik sintió el peso de cada una de las letras negras. —Esta noche recorreré el círculo —dijo. Página 211 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

El campo comenzaba a quedar desierto. Sofía se enderezó, estiró los músculos entumecidos y observó a las mujeres que regresaban a la aldea en grupos de dos y tres, cuyas charlas se confundían con el tintineo de los cencerros de las vacas mientras estas regresaban a los establos. —Hemos terminado —gritó la mujer encargada de la siguiente hilera de matas de patatas—. Vamos, ya puedes dejar de trabajar, por hoy es suficiente. Sofía apoyó la azada en el hombro. —¿Así que el director Fomenko por fin nos da permiso para dejar de trabajar? La mujer rio y ambas remontaron la ladera hablando en voz baja y comentando el estado de la cosecha de ese año mientras el sol del atardecer proyectaba sus largas sombras por delante de ellas. Cuando se acercaron al cedro, Sofía descubrió un grupo de tres niños acuclillados en el polvo junto a la base del grueso tronco, entretenidos con algún juego con pequeñas piedras y una pelota de goma. Su mirada se cruzó con la de unos ojos castaños y brillantes que se apartaron con rapidez: era la de Piotr. Se dio cuenta de que ella lo ponía nervioso y el corazón le dio un pequeño vuelco. Lo saludó con la mano y le sonrió procurando ganarse su amistad, pero también sintió el impulso de acercarse a él y zarandearlo. No lo hizo, desde luego, porque él también la ponía nerviosa, y eso habría sido una tontería. Ambos se sentían incómodos, ambos eran demasiado conscientes de sus mutuas debilidades. El niño sabía que ella era una fugitiva y Sofía sabía que él no la había delatado. Todavía no, en todo caso. —Hola. La joven parpadeó. Una figurita pequeña y delgada se había apartado del grupo para acercarse a ella. Sofía se detuvo y su compañera la saludó cordialmente inclinando la cabeza y siguió caminando, tenía que preparar la comida para su marido. Sofía tardó un momento en reconocer el fino rostro y los cabellos enmarañados de la niña; pertenecían a una de las alumnas que había visto en el aula la noche anterior, uno de los pequeños y silenciosos ratoncillos. —Soy yo, Anastasia. —Hola, Anastasia. —Mi madre me dijo que te diera las gracias. —¿Por qué? Anastasia miró en torno con cautela exagerada, pero los únicos que podían oírla eran los dos niños. —Por la historia que nos contaste. —Lo hice con mucho gusto. La niña le sonrió, mostrando sus dientecitos de ratón. —Preguntamos a la maestra si podías volver a la escuela. ¿Lo harás? Página 212 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Bien, eso explicaba la visita de Pokrovski y el motivo de que varias mujeres que trabajaban en los campos de patatas esa tarde se hubieran molestado en incluirla en sus bromas. —Da —dijo Sofía—. Sí, volveré, si recibo una invitación oficial. —¿Has oído eso, Piotr? ¡Puede que la camarada Morózova venga a nuestra escuela! Piotr alzó la vista y miró esquivamente a Sofía. —Pero tú eres conductora de tractores. —Sí. Ella notó su vacilación y comprendió que trataba de enfrentarse a preguntas cuya respuesta ignoraba. ¿Sería muy malo que una fugitiva entrara en su escuela? ¿Debería informar al respecto? ¿Qué pasaría si lo hacía? ¿Y si no lo hacía? —Soy muchas cosas, Piotr —dijo ella, riendo para demostrarle que comprendía—. No... El otro muchachito se puso de pie de un brinco, tenía las rodillas polvorientas y su mirada era dura. Inquieta, Sofía lo reconoció: era el muchacho de la reunión en la sala, ese que parecía salido de un cartel de propaganda. —¿Ha sido informado de esto el director Fomenko? —preguntó. —No seas tonto, Yuri —dijo Anastasia haciendo un gesto desdeñoso que hizo sonreír a Sofía: era muy evidente que estaba imitando a su maestra—. La camarada Lishnikova es quien dirige la escuela, no el director Fomenko, ¿verdad, Piotr? — añadió con expresión animada. El muchacho se encogió de hombros y arrojó una piedra hasta las ramas más altas del cedro. —No hagas caso a Piotr. —Anastasia suspiró, disculpándose—. Está de mal humor porque su padre se marcha de Tivil. «Se marcha.» El corazón le palpitaba con fuerza. —¿Ah, sí? Piotr dibujó el contorno de un avión en el polvo; el cabello le cubría la cara, ocultando su expresión. —¿Tu padre se marcha de Tivil, Piotr? —preguntó ella con voz suave. —Se va a Leningrado —contestó el niño, asintiendo de mala gana. —¿Cuándo? —Mañana. Una sola palabra bastó para que el cielo del atardecer se oscureciera.

—¿Por qué no me lo dijiste? Página 213 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Esta mañana, Sofía, mientras comías mis bizcochos, el futuro me daba igual, disfrutaba demasiado del presente como para pensar en marcharme. —Podrías habérmelo dicho. —¿Habría cambiado algo? —No. Excepto... —¿Excepto qué? —Excepto que... habría sido más consciente de lo que tenía y... de lo que estaba perdiendo. La mirada de Mijaíl hizo que su pulso se acelerara, que la larga espera en la oscuridad hubiese merecido la pena. El sol se había puesto hacía varias horas, pero ella había permanecido sentada pacientemente en el bebedero de piedra del patio de los establos, escuchando los satisfechos suspiros y ronquidos de los caballos mientras un murciélago revoloteaba por encima de su cabeza cazando mosquitos. Esperar a Mijaíl empezaba a convertirse en una costumbre. Para cuando oyó el golpe de los cascos de un caballo en la ladera, la luna brillaba en el cielo y las estrellas resplandecían como astillas de diamantes en el amplio arco de la negra noche que flotaba por encima de las montañas de Tivil. El aire era húmedo; la brisa, fría, y su respiración, agitada. Cuando Mijaíl entró al patio conduciendo de las riendas a Zvezda, el enorme y fuerte caballo, hombre y animal avanzaban con pasos fatigados, los miembros pesados y la cabeza gacha. Había sido un día muy largo. Mijaíl llevaba la chaqueta colgada del hombro y una alforja de cuero colgaba del pomo de la silla de montar. Iluminados por el incoloro haz de luz de la luna ambos parecían plateados y luminosos fantasmas y, por un instante, Sofía creyó que eran figuras arrancadas de sus sueños y solo el tintineo metálico de los cascos la convenció de lo contrario. —Mijaíl. Él alzó la cabeza, sorprendido, y la sonrisa que apareció en su rostro provocó en ella una necesidad tan intensa de tocarlo que tuvo que esforzarse por quedarse sentada, porque de haberse levantado tal vez le habría quitado las riendas de la mano para sujetarla entre las suyas. —¿Ocurre algo, Sofía? —preguntó, y su sonrisa dio paso a una expresión preocupada. —Sí. Él avanzó de inmediato. Las sombras que oscurecían su rostro impedían adivinar sus pensamientos, pero cuando se inclinó por encima de ella, Sofía se acercó a él y sus cabellos rozaron la manga de la camisa de Mijaíl. —¿Qué pasa? —insistió él. Página 214 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Te marchas de Tivil. Él se enderezó y soltó una leve carcajada. —¿Eso es todo? Creí que se trataba de algo grave. Ella se apartó, silenciada por su indiferencia. Mijaíl dio un paso a un lado y comenzó a desprender la cincha del caballo; el animal soltó un relincho de placer y él le acarició el grueso y lustroso cuello hasta que brilló bajo la luz de la luna. —Spasibo, amigo mío —dijo en voz baja y el profundo afecto de su voz suscitó los celos de Sofía. Sin volverse y como si no tuviera importancia, Mijaíl preguntó—: ¿Recibiste mi carta? —¿Qué carta? —Se la di a Zenia para que te la entregara. Sabía que esta noche regresaría muy tarde porque tenía que acabar de escribir un informe. ¿No la recibiste? —insistió, volviéndose para mirarla. —No, he venido aquí directamente después de trabajar en los campos. —¡Ay, Sofía! Ella ignoraba a qué se refería con esas palabras. Un murciélago se cernió por encima de sus cabezas como si escuchara su conversación, después alzó el vuelo hacia el contorno gris del techo de los establos y desapareció en la oscuridad. De pronto su libertad de movimiento la irritó y sintió una punzada de cólera porque Mijaíl parecía poseer la misma libertad, podía viajar a cualquier parte, pero consideraba que era demasiado intrascendente como para mencionarlo. —¿Por qué no me lo dijiste? —le recriminó. Él la contemplaba como si esperara una reacción, pero ¿una reacción frente a qué? Sofía pensó que algo se le escapaba, algo importante. Mijaíl se dispuso a hablar pero en ese preciso instante el caballo pateó el suelo con impaciencia y él cogió las riendas. —Venga, vamos, vagabundo de medianoche. Sofía no sabía si le hablaba a ella o al caballo, pero se conformó cuando ambos abandonaron el patio y entraron en el establo donde flotaba el dulce aroma del heno y ella encendió una lámpara de aceite. Mijaíl desensilló a Zvezda y empezó a cepillarle el pelaje con movimientos rítmicos. Sofía llenó el cubo de agua y el pesebre, de heno. Ambos guardaban un silencio amigable, excepto por los murmullos que Mijaíl dedicaba al caballo, y Sofía disfrutó de la cotidianeidad que suponía trabajar junto a él, algo que le proporcionaba una inesperada satisfacción. Cuando por fin él apagó la lámpara, ambos salieron al patio y ella se sorprendió cuando Mijaíl se detuvo junto al bebedero donde había estado sentada. —Debes de tener frío después de una espera tan larga. Se quitó la chaqueta y le cubrió los hombros y la fina blusa; ella percibió su aroma, Página 215 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

que la envolvió, apaciguándola. —Dime qué ponía en la carta, Mijaíl. —Dudo que quieras oírlo. —Inténtalo. —Se trata de mañana. —Irás a Leningrado —dijo ella en tono apagado. —Sí, eso es. —¿Y no pensabas despedirte? ¿O acaso de eso trataba la carta? —Si no la has leído, ¿cómo sabes que me marcho? —Me lo dijo Piotr. —Ah, sí, Piotr. Está disgustado porque debe quedarse en Tivil. Ella le lanzó una mirada horrorizada. Las sombras ocultaban el rostro de él. —¿Piensas abandonar a tu hijo? Se produjo una extraña y breve pausa de solo unos segundos; después Mijaíl le agarró el brazo y la zarandeó, desconcertándola, como también la desconcertó la dura carcajada que soltó. —Así que me consideras un desertor —soltó. Ella lo había ofendido. —Sí. —El muchacho sobrevivirá. —Sí, desde luego. «Pero ¿y yo? ¿También sobreviviré?» —La reunión de las delegaciones solo durará unos días. —¿Delegaciones? —Sí. Es la convocatoria para presentar informes al Comité de Producción y Distribución Soviético. Una tarea anual que... —dijo él, y se interrumpió, le soltó el brazo y dio un paso atrás. La luna iluminaba la mitad de su rostro y ella notó que tensaba la mandíbula—. Creías que me marchaba para siempre, ¿verdad? —preguntó en voz baja. Ella asintió en silencio. —Creías que me largaba para siempre, que me instalaría en la bulliciosa ciudad para divertirme sin mi hijo y sin despedirme... de ti. Sofía agachó la cabeza con expresión contrita y volvió a asentir. De pronto asimiló el hecho de que Mijaíl regresaría a Tivil tras solo unos días de ausencia y alzó la cabeza con una amplia sonrisa. —Lo que me disgustaba no era que te marcharas, sino que ya no podría montar en Zvezda y me vería obligada a recorrer todo el camino a Dagorsk a pie. Página 216 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Él lanzó la cabeza hacia atrás, rio y su alegría desbordante aceleró los latidos del corazón de Sofía. Una repentina ráfaga de viento le agitó los cabellos, como si riera junto a él. Sofía quiso tocarle la garganta para sentir la vibración de su risa. —Ven —dijo Mijaíl. La cogió del brazo para conducirla fuera del patio y ladera abajo, hacia la silenciosa aldea. Pasear a su lado en la oscuridad parecía un acto secreto e íntimo, como si la noche únicamente les perteneciera ambos. Sofía inspiró y el aroma húmedo e intenso de la tierra negra le provocó una sensación de pertenencia que disminuía su soledad. Apoyaba los dedos en el antebrazo de Mijaíl. —¿Quieres que te cuente un cuento? —preguntó él. —A condición de que sea divertido. Tengo ganas de reír. —Creo que este te gustará. Ella alargó el paso para mantenerse a la par; a ambos lados las coles parecían gallinas grises posadas en una percha. —Cuéntame. —Bien, ¿recuerdas las escaleras que dan a mi despacho en la fábrica? —Sí. Él soltó una risita y ella descubrió que sonreía con expectativa. —Sukov, mi asistente..., ¿recuerdas ese tipo insolente que nos sirvió el té esta mañana...? Pues esta tarde se ha caído por las escaleras y se ha roto la pierna por dos sitios. Sofía se detuvo y lo miró, perpleja. —¿Y eso qué tiene de gracioso? La sonrisa de Mijaíl se ensanchó, pero su mirada era sombría y grave. —Iba a acompañarme a Leningrado por la mañana. Eso significa que ahora sobran un asiento en el tren y un billete.

A la luz de la luna, el río fulguraba como el acero pulido. Sofía se adentró en la corriente, desnuda, pero ni siquiera las aguas heladas lograron enfriar el ardor que la consumía. Una semana con Mijaíl. Disfrutaría de una semana entera con él, a solas. Era más de lo que nunca habría osado desear, mucho más. La mera idea hizo que su corazón latiera como un caballo desbocado mientras contemplaba las deslumbrantes estrellas como si esa noche solo lucieran para ella. Su felicidad era incontenible, burbujeaba en medio del silencio de la noche. Agitó los brazos levantando una lluvia de gotas hacia las estrellas y volvió a reír cuando oyó que una asustada criatura nocturna se zambullía Página 217 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

bajo las aguas. Imposible conciliar el sueño. No lograba cerrar los ojos y tampoco su corazón, así que bajó al río, sola y sin ser vista, y se lavó para quitarse del cuerpo el polvo de los campos. «¿Estás mirando esta misma luna, Ana? ¿Estas mismas estrellas? Regresaré, lo prometo. Aguanta. Después de pasar una semana con él lo sabré, sabré si puedo pedirle ayuda. A tu Vasili.» Vaciló y después pronunció las palabras en voz alta, para obligarse a escucharlas. —Tu Vasili. No me odies, Ana. Lo hago por ti. Juro que lo hago por ti. Se sumergió en las aguas, en un mundo negro y frío donde era imposible distinguir el fondo de la superficie.

Una sombra entre muchas sombras. La noche estaba repleta de sombras: las ramas meciéndose en la brisa, brumas blancas que envolvían los caminos, un zorro o un ratón de campo que recorría el sendero... Sin embargo, ella vio las sombras. Estaba vestida, de pie a orillas del río, cuando el estrecho sendero que lo atravesaba pasó del plateado al negro y luego se repetía el cambio más allá. Ella lo notó en el acto, retrocedió y se ocultó bajo las ramas de un sauce; desde allí observó la sombra y no tardó en distinguir que era un hombre que se alejaba. La luz de la luna iluminaba la parte posterior de su cabeza y sus largos miembros, y durante un instante creyó que era Mijaíl que acudía en su busca. De pronto un rayo de luz cayó sobre el lomo del perro fantasma pegado a la sombra y comprendió que se trataba de Alekséi Fomenko y su borzói. ¿Fomenko? ¿Qué hacía allí el director, por qué merodeaba de noche? Los observó desde detrás del delgado velo de las ramas del sauce mientras avanzaban por el estrecho sendero sin titubear: ambos conocían el camino. ¿El camino hacia dónde?

Una ligera brisa agitaba la noche y el susurro de las hojas de los árboles bastaba para apagar el de su falda contra un espino o el crujido de una rama que pisó mientras los seguía. El perro la inquietaba; su oído era agudo, pero solo parecía prestar atención a lo que se encontraba más allá. Sofía no se aproximó, los siguió a bastante distancia concentrándose en los pequeños sonidos que producían al moverse para guiarse a través del bosque. Remontaban un sendero en dirección a la cresta y Sofía se devanó Página 218 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

los sesos tratando de encontrar una explicación de la sorprendente excursión nocturna de Fomenko. ¿Iría al encuentro de una amante? ¿En el otro valle? Tal vez. Nadie había mencionado la presencia de una mujer en la vida del director. Le gustaba la idea de que un hombre tan capaz de dominar sus emociones perdiera el control y que sus deseos le llevaran a olvidar sus dichosas cuotas. Eso la hizo sonreír y le aceleró el pulso. En torno a Sofía el bosque se volvió más oscuro, los densos árboles casi impedían el paso de los rayos de luna a través del espeso follaje. Bajo sus pies el sendero se volvió más abrupto a medida que pasaban de un valle a otro y ascendían a las montañas, pero el hombre y el perro no se detuvieron. Se sintió agitada y los pensamientos se arremolinaron en su cabeza. Las mariposas nocturnas le rozaban la cara. El perro soltó un aullido y remontó una hondonada; el sonido era tan familiar que el vello de la nuca se le erizó y de pronto creyó saber adónde se dirigían: a la choza.

Le resultó extraño volver a encontrarse en el claro. Durante los últimos días habían cambiado muchas cosas, pero allí todo parecía igual. La choza aún se inclinaba a un lado como un anciano y, a la luz de la luna, las ramas del árbol caído parecían una blanca osamenta, pero Sofía no avanzó, sino que se ocultó entre los matorrales presionada contra el tronco de un árbol. Cuando Fomenko y el perro entraron en la cabaña, ella vio que una luz se encendía tras el ventanuco. ¿Se estaría reuniendo con alguien? La otra vez, cuando ella se ocultó a orillas del arroyo y luego regresó, había descubierto un caballo atado en el exterior y dos hombres ocupando la choza... pero estaba convencida de que en aquella ocasión uno de los hombres había sido Fomenko y la perra, Esperanza. Pero en ese momento no había otro hombre, el director de la granja colectiva estaba a solas, y en secreto. Los secretos siempre indicaban debilidad. «Conoce a tu enemigo. Descubre sus debilidades.» Ella aguzó el oído, escuchando los sonidos nocturnos con la vista clavada en el rectángulo amarillo de la ventana, pero un repentino gruñido a sus espaldas la sobresaltó. Se volvió con rapidez, pero no distinguió nada entre las negras formas del bosque. ¿Una persona? ¿Un alce? ¿Un oso tal vez? No pensaba quedarse allí, aguardando a que un animal le clavara las garras. Se agachó y se arrastró hasta el claro, consciente de que resultaba visible para un observador. Avanzó silenciosamente hasta la ventana y se asomó por encima de una esquina del marco con mucha cautela... pero su preocupación resultó inútil: Alekséi Página 219 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Fomenko estaba arrodillado en el suelo polvoriento, completamente absorto. Llevaba su habitual camisa de tela basta y estaba de espaldas a ella, inclinado sobre un agujero en el suelo. ¿Un agujero? Ella no lo había visto cuando durmió en la cabaña, pero entonces vio dos tablas de madera a un lado: era evidente que el entarimado lo había ocultado. Junto a las maderas ardía una vela y la luz incierta de la llama iluminaba la habitación. Sofía se asomó un poco más y por encima del hombro de Fomenko vislumbró el objeto que captaba la atención del director, un objeto cuadrado de color caqui. Tardó un momento en comprender qué era. Un aparato emisor y receptor lleno de diales, indicadores y mandos. Un repentino chasquido de estática la sobresaltó y se agachó por debajo del alféizar, jadeando. Una radio secreta. ¿Por qué el director necesitaba una radio secreta? Mientras permanecía agachada pegada al suelo trató de hallar una explicación. ¿Esa radio servía para conectarlo directamente con la OGPU, era una línea directa con la policía secreta para delatar los secretos de sus koljozniki? En ese caso, ¿por qué no utilizaba el teléfono de la oficina? ¿Acaso la radio evitaba los canales normales y lo comunicaba con los jefes? Sofía negó con la cabeza: «No —se dijo—, no te dejes llevar por la fantasía.» Quizá solo se trataba de un medio para comunicarse con una amante secreta que le susurraba dulces palabras al oído. Optó por arriesgarse a echar otro vistazo y se enderezó lentamente hasta que sus ojos volvieron a quedar a la altura del cristal cubierto de telarañas. Esa vez observó algo más: la inmovilidad de los fuertes hombros de Fomenko, los auriculares pegados a sus orejas, el micrófono al que susurraba, el cuaderno abierto a su lado cubierto de densas líneas de texto. ¿Por qué diablos necesitaría apuntar las palabras que transmitía a una amante? Entonces notó la presencia de la perra. Estaba tendida en el suelo, lamiéndose las patas, pero de pronto se detuvo, alzó la cabeza y enderezó las orejas. Dirigió la mirada a la puerta cerrada y mostró los dientes: un gruñido silencioso. Sofía ignoraba lo que su agudo oído había percibido, pero no tenía intención de quedarse allí para averiguarlo. Se alejó de la choza y echó a correr por el sendero que descendía hasta Tivil.

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32 Campo Davinski Julio de 1933 Después del episodio con el gato Ana permaneció despierta, con la espalda apoyada contra la húmeda pared de madera del barracón para respirar con mayor facilidad. A su lado una mujer muy baja y nerviosa que siempre estaba enfada y resentida, tanto que apenas lograba conciliar el sueño por las noches, estaba tendida en la litera. Yacía de lado con la vista clavada en el mundo degradado del interior del barracón, aborreciéndolo con una intensidad mortífera. Ana no quería ser como ella. No quería amargarse hasta que el odio fuese su único sentimiento. Había visto incontables veces como las prisioneras morían por ello, y procuraba escupir el sabor acre e insidioso del rencor; pero a veces resultaba muy difícil, sobre todo sin Sofía, la única que la hacía reír. La echaba de menos. Y después del episodio con el gato la añoraba aún más, porque Sofía hubiese sabido borrar las imágenes que se arremolinaban en su cabeza. La culpa la tenía ese estúpido gato que había arañado la mano de Tasha, porque entonces, cuando Ana dejó que las imágenes terroríficas de aquel día volvieran a penetrar en su cabeza, se instalaron allí, royéndole las entrañas y negándose a desaparecer. Incluso mientras se pasaba el día cortando ramas con el hacha, intentando olvidarlas concentrándose en la inútil arrogancia de los guardias o la fragancia de la resina de pino, el recuerdo de aquel invierno gélido de 1917 en Petrogrado se volvía imborrable. Después de que el padre de Ana muriera en la nieve, ella se había convertido en una sombra; ya no era una persona, solo una sombra de doce años de edad en el interior de un apartamento pequeño y sofocante que pertenecía a Serguéi, el hermano de María, y a Irina, la mujer de este. Su piel adoptó un tono grisáceo, rara vez hablaba y apenas comía unos bocados. Aprendió a llamar «mamá» a María, llevaba un sencillo vestido de campesina color marrón sin protestar y comía pan negro en vez de blanco. De noche compartía el estrecho camastro de su antigua institutriz y pasaba las horas de oscuridad tendida obedientemente en el colchón, envuelta en su olor agrio. Era como si jamás Página 221 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

cerrara los ojos; su intenso brillo azul había dado paso a un apagado tono pardusco, muy similar al lúgubre color invernal del río Nevá. Pero se negaba a derramar una lágrima. —No es normal —dijo Irina en voz baja—. Su padre acaba de morir. ¿Por qué no llora? —Dale tiempo —murmuró María a su cuñada al tiempo que acariciaba los rubios y sedosos cabellos de Ana—. Todavía está profundamente afectada. —Lo que necesita es un sopapo —replicó Irina, gesticulando—. Es como vivir con un cadáver —añadió, estremeciéndose—. La niña nos da grima, tanto a Serguéi como a mí. No comprendo cómo puedes dormir con ella en la misma cama. —Por favor, Irina: es callada pero no está sorda. —No, no estás sorda, Ana, solo eres terca. Bien, niña, es hora de alegrar esa cara y dejar que la pobre María continúe con su propia vida. Mañana empieza su nuevo empleo y no puede pasarse el día preocupándose por ti. Ana dirigió una mirada aterrada a María. —¿Puedo ir contigo? —susurró—. Yo también puedo trabajar. —No, querida. —María le besó la frente—. Trabajaré en una fábrica colocando arandelas en grifos. Será ruidoso, sucio e increíblemente aburrido. Lo pasarás mejor aquí, con el pequeño Sasha y tía Irina. —Podrías morir mañana, entre los grifos. María abrazó a Ana y la meció con suavidad. —No moriré y tú tampoco. Te lo juro. Debes esperar hasta que regrese, sin ponerte impaciente. Ana soltó un leve gemido.

Pasaba todo el día ante la ventana. Se despedía de María con un beso ante la puerta del apartamento de la primera planta y luego corría hasta la ventana para saludarla con la mano mientras la mujer se alejaba calle abajo, pero en cuanto desaparecía una negrura asfixiante se apoderaba de la jovencita. No podía respirar, el aire se negaba a penetrar en sus pulmones y a veces debía golpearse las costillas con los puños para que el aire entrara y volviera a salir. Irina le pegaba pescozones cuando la veía hacerlo y le decía que se dejara de tonterías, que estaba asustando a Sasha, quien observaba a Ana sentado en la alfombrilla de vivos colores con una amplia sonrisa. Sus orejas sobresalientes como alas captaban todos sus esfuerzos por respirar. Ana contaba. Contaba sus dedos, contaba las flores azules del empapelado, los granos en el mentón de Sasha, las chimeneas de los tejados, las baldosas de la casa de Página 222 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

enfrente, los transeúntes y las palomas que picoteaban en las alcantarillas. Incluso trató de contar los copos de nieve cuando caían del cielo incoloro, pero eso era demasiado difícil. Solo cuando el cielo se oscurecía y María regresaba a casa, solo entonces Ana se convencía de que su antigua institutriz aún estaba viva.

Llegaron en busca de María en medio de la noche; casi no le dieron tiempo a ponerse un vestido por encima del camisón, pero ella se apresuró a empujar a Ana contra la pared. —No te muevas de aquí —dijo en tono fiero. Así que la niña se quedó allí. Pero cuando el hombre alto, corpulento y arrogante que calzaba botas y llevaba un largo abrigo le palmeó el hombro y le dijo que no se preocupara, quiso morderle la mano, clavarle los dientes en la muñeca donde las feas venas azuladas asomaban por encima de sus guantes de cuero negro y derramar su sangre en el suelo. María habló muy poco, pero cuando se inclinó para calzarse sus valenki de fieltro Ana vio el temblor que recorría la blanca piel de su nuca, como si una araña se arrastrara por ella. El que opuso resistencia fue Serguéi. —¿Qué queréis de mi hermana? —preguntó—. Es una buena trabajadora. No ha hecho nada, somos una familia de leales bolcheviques, marché sobre el Palacio de Invierno con todos los demás. Mira —gritó, y se abrió la camisa de dormir con gesto violento, revelando la lívida cicatriz que le atravesaba el pecho—. Me enorgullezco de llevar la marca del sable. —Te saludo, camarada —dijo el hombre del abrigo con expresión astuta—. Pero no queremos interrogarte a ti, sino a ella. —Pero es mi hermana y nunca... —Ya basta, camarada —exigió el hombre, y alzó la mano para acallarlo: estaba acostumbrado a ser obedecido—. Llevadla fuera —ordenó a sus soldados. —María —dijo Irina, lanzándose hacia delante—, coge esto —añadió, al tiempo que encajaba su más abrigado sombrero de piel en la cabeza de su cuñada y depositaba un trozo de queso en la palma de su mano y un rápido beso en su mejilla—. Por si acaso. ¿Por si acaso? «¿Por si acaso qué?», quiso gritar Ana. ¿Qué le harían esos gigantescos soldados de hombros musculosos que ocupaban la pequeña habitación, con sus apestosos uniformes y armados con sus largos rifles? —¿Y quién es esta bonita gatita de mirada asesina? —preguntó el oficial, y soltó una dura carcajada. Página 223 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Es mi sobrina —dijo Serguéi, rodeando los hombros de Ana con gesto protector —. No es nadie importante. Se ocupa de cuidar a mi hijo y así mi mujer dispone de más tiempo para tejer bufandas y guantes destinados a nuestros valientes soldados. El hombre se acercó, apoyó las manos en las rodillas, se agachó hasta que su cara estuvo al nivel de la de Ana y la examinó lentamente. —Bien. ¿He de interrogarte también a ti? Ana apenas asintió con la cabeza. La sonrisa del oficial era viperina y Ana le escupió a la cara. Las gotas de saliva se deslizaron por la mejilla del hombre y, sin pensárselo dos veces, este le pegó una bofetada. La cabeza de Ana golpeó contra la pared. No lloró, pero María sí. —¡No lo ha hecho con mala intención! —gritó María—. Está conmocionada y asustada. Discúlpate de inmediato, Ana. Ana fulminó al hombre con la mirada. Quería que la llevara con María, así que empezó a juntar más saliva en la boca. —Ana —suplicó la mujer. —Lo siento —musitó la pequeña. De pronto el oficial se desinteresó. —Ven —dijo, y los hombres se marcharon abruptamente y solo su hedor siguió flotando en el ambiente.

Cinco días. Ana contaba sus respiraciones. Veinticinco respiraciones por minuto. Mil quinientas respiraciones por hora. Treinta y seis mil respiraciones de día y de noche. No estaba muy segura de cuántas veces respiraba por la noche: durante el sueño, se respira más lentamente, pero no lograba dormir a solas en la cama, y de día, cuando cerraba los ojos tendida en el sofá, la despertaban las pesadillas e Irina la regañaba por perturbar a Sasha con sus gritos. Cinco días. Ciento cuarenta y cuatro mil respiraciones.

María regresó a casa el sexto día. Apenas habló unas palabras y no fue a trabajar; permaneció tendida en su cama durante horas, con los ojos abiertos. Ana se quedó sentada en el suelo junto al lecho, aferrando el edredón porque así podía estar cerca de ella sin llegar a tocarla... porque sabía que si rozaba siquiera el frágil cuerpo de María, este se rompería. Así que no se movió de allí, quieta y en silencio, y solo alimentaba a María con Página 224 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

pequeños cubitos de remolacha en salmuera que teñían los dedos de Ana y los labios de María del mismo color que el zumo de grosellas.

Cuando María por fin abandonó la habitación se había cambiado de peinado, pero aun así sus cabellos no lograban ocultar las feas marcas a un lado del cuello. —¿Qué son esas marcas? —susurró Ana. —Quemaduras de cigarrillo. —¿Fue un accidente? —Sí —contestó María en voz baja—. Un accidente de creencias. Ana no comprendió, pero sabía que María no quería que lo hiciera. —Debes irte. La pequeña no daba crédito a sus oídos. —Debes irte, Annochka. Hoy. —No. —No discutas. Debes irte. María sostenía un saquito de arpillera en la mano y Ana sabía que contenía sus propias y escasas pertenencias. —No, María, por favor. Te quiero. Entonces las lágrimas se deslizaron por las mejillas de la mujer y el saquito se agitó en su mano. —Ha llegado la hora de que te marches, cariño —insistió María—. No tengas miedo, por favor. Serguéi te acompañará a la estación y después una buena mujer viajará contigo hasta Kazán. Ana le rodeó el cuello con los brazos. —Ven conmigo, por favor —susurró. María la meció contra su pecho. —No puedo, pequeña. Ya te lo he dicho: los hombres que vinieron al apartamento quieren hacerme más preguntas. —¿Por qué? —Porque quieren saber dónde se encuentra Vasili. Mató a uno de los suyos cuando dispararon a sus padres y ellos no perdonan algo así. Me interrogaron acerca de dónde podría ocultarse y no les dije nada, pero... no me creyeron. Por eso van a hacerme más preguntas. No pasa nada, no tiembles, estaré perfectamente. —¿No habrá accidentes? —No, no habrá más accidentes —contestó, sin poder reprimir un estremecimiento —. Aunque tu padre está muerto han declarado que es un enemigo del pueblo y eso Página 225 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

significa que estás en peligro. Debes marcharte. Iré a buscarte en cuanto pueda. —¿Lo prometes? —Sí. —Te escribiré, así... —No, Ana, es demasiado peligroso. Dentro de seis meses, cuando todo este baño de sangre haya acabado, volveremos a estar juntas. Te alojarás en la casa de un primo mío y más adelante yo iré a cuidar de ti, tal como le prometí a tu querido papá. Te quiero, mi dulce niña, y ahora las dos hemos de ser fuertes —dijo, y se desprendió de los brazos de Ana con mucha suavidad pero con firmeza—. Y ahora sonríeme. Ana sonrió... y fue como si su cara se rompiera en mil astillas.

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33 El tren se detuvo. Mijaíl tiró de la correa de cuero, bajó la ventanilla y el aire exterior, húmedo y pesado, penetró en el vagón cargado del hollín que soltaba la locomotora. En el andén los vendedores ambulantes luchaban por ofrecer cestas de comida. —Qué asco, este compartimento es como un horno —protestó el hombre sentado a la derecha de Mijaíl. Era Lev Boriskin, su capataz de la fábrica, un hombre bajo pero muy fornido, de espesos cabellos grises, que tenía la costumbre de tocarse el labio inferior. —Veré si más allá hay nubarrones que anuncien lluvia —dijo Mijaíl. Se apoyó contra la ventana más que nada porque eso le permitía rozar el brazo de Sofía. Ella estaba sentada en el rincón, con la rubia cabeza vuelta hacia el otro lado del cristal, contemplando a las personas que se apiñaban en el andén. Casi no había pronunciado una palabra en todo el día, pero ¿acaso podía culparla? Las cosas habían salido mal desde el principio; viajaron hasta Dagorsk en un carro, junto con otras cuatro personas, dos de ellas una pareja casada que no dejó de pelearse a gritos durante todo el trayecto hasta la estación. Cuando llegaron al andén, Mijaíl le presentó a Boriskin y a Alania Sirova, la secretaria de este, una mujer de unos treinta años de mirada ambiciosa tras sus gafas de montura de carey, y solo cuando reparó en la expresión rígida y consternada de Sofía y su mirada inquisidora advirtió que había olvidado mencionar quiénes los acompañarían hasta Leningrado. Entonces la invitó a tomar asiento junto a la ventana. —Diría que como director de la fábrica te corresponde el mejor asiento en vez de... —comentó el capataz, mirando a Sofía de soslayo. —La camarada Morózova ha recibido el encargo de escribir un informe sobre esta delegación —lo interrumpió Mijaíl en tono duro—. Dará cuenta de nuestra contribución al comité y de nuestros planes de viaje, así que en mi opinión debe ocupar el asiento junto a la ventana, ¿no te parece? Boriskin se puso pálido, se tironeó del labio inferior y abrió un ejemplar de Pravda simulando indiferencia. Mijaíl tomó asiento junto a Sofía, entre ella y el capataz. La Página 227 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

joven le lanzó una mirada severa, pero él notó que reprimía una risita.

El atestado vagón facilitó la situación. Los pasajeros no dejaban de charlar, de recoger paquetes o de disponerlos en los portaequipajes por encima de sus cabezas. El hombre sentado junto a la puerta jugueteaba con su pipa y murmuraba para sus adentros mientras Alania Sirova, que ocupaba el asiento al otro lado de Boriskin, extraía y guardaba documentos en su maletín; Mijaíl estaba convencido de que pretendía que su entusiasmo figurara en el mítico informe. El ruido y el ajetreo le permitían hablar con Sofía en voz baja sin que nadie lo notara. —Lo siento —murmuró. —No tiene importancia —contestó ella con una sonrisa. —Es un viaje largo. Habrá momentos. —A condición de que no haya una cuota que cumplir —comentó Sofía, arqueando una ceja. Eran los únicos comentarios que podían permitirse en presencia de Boriskin, sentado a un lado de Mijaíl, pero fueron suficientes. Él percibía la tibieza del brazo de Sofía pegado al suyo y de vez en cuando sus pies se rozaban como al azar. Mijaíl era incapaz de relajarse, pero observaba las vías del ferrocarril deslizándose bajo su mirada como venas plateadas. En un momento dado vio un halcón alzando el vuelo en espiral, como ingrávido en el aire blanquecino, las grandes alas extendidas y su sombra proyectada sobre el campo como un cuerpo sin vida. —Mira —dijo, señalando el halcón y su sombra, y, bajando la voz, añadió—: El alma de Rusia. —Calla —musitó ella.

Dedicaron demasiadas horas a leer los documentos que Alania Sirova le pasaba a Boriskin y este a Mijaíl, páginas de datos y cifras que bailaban ante su mirada y que no le interesaban en absoluto. Su inquietud y su agitación iban en aumento y todos los ocupantes del vagón lo irritaban, sobre todo el hombre que fumaba en pipa y el militar que roncaba: todos le impedían estar a solas con Sofía. Incluso la mujer bienintencionada que, sentada frente a él, no dejaba de picotear comida como una paloma oronda: blinis y salchicha kolbasa que extraía de un gran bolso rojo antes de romperlos en trocitos y metérselos en la boca. Con gesto amable le ofreció unos a Sofía, pero ella negó con la cabeza. Al otro lado de la ventanilla se deslizaban vastas regiones, bosques interminables, Página 228 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

pinos dorados por los rayos del sol y abedules plateados cuyas delicadas ramas se agitaban al paso del tren. De vez en cuando aparecía un río, una miserable aldea o un depósito elevado de agua que interrumpían la monotonía, pero no muy a menudo. Ocasionalmente se detenían en una bulliciosa estación donde todos gritaban y la locomotora emitía grandes nubes de vapor blanco, mientras los vendedores ambulantes tendían sus manos mugrientas ofreciendo pelmeni o huevos duros y pepinillos en salmuera envueltos en cucuruchos de papel. —Ven, camarada Morózova —dijo Mijaíl, poniéndose de pie en una de esas estaciones—. Es hora de estirar las piernas. —Camarada director —intervino Alania Sirova con rapidez—, primero quisiera tus comentarios acerca de este informe de... —Más tarde —replicó Mijaíl en tono brusco. Abrió la portezuela, cogió la mano de Sofía y la condujo afuera; ambos inspiraron el fresco aire nocturno. —¿Se han creído lo que les has dicho? —preguntó Sofía en tono divertido una vez que alcanzaron el andén—. ¿Creen que estoy aquí como observadora de la delegación? —¿A quién le importa? —Mijaíl rio—. La cuestión es que tú estás aquí y ellos ya se han acostumbrado a que el sistema esté infestado de informadores, no van a dudar de tu papel. En realidad es sencillo: Alania Sirova informa sobre Boriskin, Boriskin informa sobre mí, pero ¿quién informa sobre Alania? —dijo, con una sonrisa pícara—. Tú, por supuesto. Tiene sentido. —Muy ingenioso —comentó ella, sonriendo. Mijaíl se abrió paso entre la agitada muchedumbre y se acercó al samovar de la estación, donde los pasajeros rellenaban sus recipientes de kipyatok: agua hirviendo. Llenó una botella de té y vertió el líquido en la kruzhka, el tazón esmaltado que todos los viajeros llevaban consigo. Se retiraron a un lugar más tranquilo, cerca de la verja de la estación. Una interminable llanura se extendía en todas las direcciones, sembrada de las figuras encorvadas de los trabajadores de los koljós y algunas reses en busca de protección entre las largas sombras del atardecer. El paisaje relumbraba bajo una bruma dorada, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. —¿Te he dicho que hoy estás preciosa? Por fin Mijaíl pudo devorar a Sofía con la mirada mientras observaba cómo bebía el té en pequeños sorbos. —Mencionaste algo por el estilo esta mañana —contestó ella, riendo—. Gracias por el vestido. —Si te digo que lo escogí porque el color hace juego con el de tus ojos, ¿te burlarás de mí? Página 229 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Sin duda. —De acuerdo, la verdad es que cogí el primero de un montón de vestidos, en el almacén de la fábrica. Ella lo contempló: sus ojos azules eran exactamente del mismo tono que los acianos del vestido y él notó que no creía ni una palabra. —¡Así está mejor! —dijo Sofía, sonriendo. Algo en la traviesa mirada de soslayo que le lanzó hizo que mereciera la pena cada segundo de la hora que el día anterior había dedicado a buscar el estilo ideal y la talla del vestido y la chaqueta para ella. Por la noche, cuando le entregó el bolso de cuero a la luz de la luna, fue como si Sofía se derritiera: era evidente que no estaba acostumbrada a recibir regalos. —Háblame de la conferencia sobre la que se supone que debo informar —dijo. —No, es demasiado aburrido. Prefiero que pensemos en cómo escapar de nuestros acompañantes en Leningrado para dar un paseo a orillas del río Nevá y por el Campo de Marte mientras tú te asemejas a un hálito estival, luego nos detendremos a beber una cerveza y... —¡Mijaíl! —exclamó, frunciendo el ceño—. Háblame de la conferencia, debo estar preparada. Es... —dijo, echó un vistazo al tren, a las ventanillas sucias y a las gafas que la observaban fijamente desde detrás del cristal— es así como me mantengo a salvo. Una oleada de ira lo abrasó. Mijaíl era capaz de reírse de cualquier cosa que amenazara su propia seguridad, pero no la de ella. Al ver que Sofía se sentía coaccionada por sus subalternos tuvo el impulso de despedirlos en el acto. —Muy bien —dijo en tono serio—. Hay algunos puntos que esperarán que recuerdes. Lo primero que has de hacer es manifestar tu admiración por el muy cacareado «fin del desempleo». El desarrollo de la industria ha proporcionado puestos de trabajo para todos. Ya verás cómo lo repiten hasta la saciedad. —Pero Mijaíl —dijo ella, y de pronto el azul estival de sus ojos se ensombreció—, he visto a los desempleados mendigando en las calles y haciendo cola ante las puertas de la fábrica sin la menor esperanza. —Pues esa, mi querida Sofía, es la clase de comentario que te llevará a la cárcel por incitación antisoviética en cuanto menos lo esperes. Ella lo miró fijamente y asintió con la cabeza. —Dime más. —Ni se te ocurra mencionar el acaparamiento de monedas porque los billetes de rublos carecen de valor. Y tampoco la inflación galopante. O la escasez de alimentos y bienes debido a que el Kremlin, en su infinita sabiduría, está vendiendo el trigo, el pescado, los huevos, la mantequilla, el petróleo, la pasta de madera (¿debo proseguir?) Página 230 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

en los mercados extranjeros a unos precios ridículamente bajos para obtener divisas. O... Ella alzó la mano fingiendo quitarle una mancha de hollín de la mejilla y la acarició con la punta del dedo. —Basta —murmuró. Él calló. —Supongo que en tu discurso ante el comité evitas mencionar esos temas —dijo en voz baja. —Sí, desde luego —gruñó él—. Soy tan capaz de mentir como todos los demás. —Bien. Solo quería comprobarlo. —Sofía, recuerda que cuando las cosas salen mal siempre buscan a un cabeza de turco. Atacaron a Bujarin e incluso a Rýkov, aunque era el director del Consejo de los Comisarios del Pueblo. Tú limítate a quedarte sentada con tu estilográfica y tu bloc, toma apuntes, pon cara seria y no digas nada. Ella asintió y sus cabellos rubios se agitaron bajo los últimos rayos del sol. —Y ahora —dijo Sofía, embelesándolo con su sonrisa ladeada— dime cuáles son los planes para esta noche y dónde dormiremos. Él esbozó una mueca y soltó un gruñido. —Me temo que no tengo buenas noticias.

Mijaíl apagó un cigarrillo y encendió otro. Durante un instante la llama de la cerilla brilló en la oscuridad de la llanura. Estaba apoyado contra la pared del lugar donde pasaban la noche, que solo muy generosamente se podría haber descrito como «hotel»: un edificio de madera repleto de habitaciones como cerillas en una caja, todas apiñadas entre sí, cuyos eventuales ocupantes estaban sometidos a una rigurosa supervisión por parte de la OGPU. Había sido un necio al llevarla consigo en este viaje y arriesgar su seguridad, pero dejarla en Tivil habría sido como abandonar una parte de sí mismo. Y ella quería acompañarlo, lo había dejado claro mediante un beso. Tomó aire y recordó la dulce suavidad de sus labios presionando los suyos en los establos. La noche era oscura, las nubes se habían acercado desde el norte y se preguntó si Sofía estaría dormida en su cama. O despierta, escuchando los ronquidos de Alania Sirova en la cama de al lado y pensando... ¿qué? «¿En qué piensas, Sofía?» Desvelado, Mijaíl había salido con la esperanza de que el viento nocturno se llevara los recuerdos indeseados. Siempre le ocurría lo mismo en Leningrado, era como viajar hacia atrás en el tiempo y regresar a su infancia de Petersburgo. Se diría Página 231 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

que el tren que lo había llevado al oeste y después al norte, hacia el golfo de Finlandia, había desovillado su vida con cada giro de las ruedas, como si hubiese tironeado del delicado hilo que unía los años entre sí. La sensación era tan vívida que lo desconcertó. El silbido del vapor escapando de la locomotora y el eco de su silbato a través de los antiguos bosques habían removido imágenes del pasado que se arremolinaron en su cabeza. No tenía apetito y no lograba conciliar el sueño. Lo aguardaba una conferencia importante, pero pensaba en otra cosa, justo cuando debía mostrarse agudo y perspicaz. Dos días más de ese viaje a Leningrado, con los pistones atronando por debajo de él tan sonoros como en su cabeza, los inútiles retrasos cuando el tren se detenía en una vía muerta durante horas... Solo dos días más para olvidar el pasado y regresar al presente. Lo cual significaba solo dos días más para sentir el suave brazo de Sofía junto al suyo y el vestido sembrado de acianos azules cubriendo su rodilla, pero después ¿qué?

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34 «¿Cómo lo hacen?» Sofía miró en derredor, contemplando el mar de rostros y su expresión concentrada. ¿Realmente le daban tanta importancia o solo fingían? Bajo la enorme cúpula de la sala, apoyada en columnas de mármol, se extendían numerosas hileras de asientos ocupados distribuidas en forma de arco. Sofía intentó en vano concentrarse en los discursos, pero por más empeño que ponía en prestar atención a las palabras de cada nuevo delegado que accedía al estrado, no podía evitar el aburrimiento que se apoderaba de ella a medida que iban recitando las listas de cifras de producción y las metas de cada raion. Los únicos momentos emocionantes se producían cuando el delegado en cuestión recitaba los lemas del Partido acompañados de puñetazos en el atril y miles de voces los repetían, rugiendo desde los asientos. En vez del bloc apoyado en su regazo, las que atraían su mirada eran las columnas, altas, blancas y elegantes, como troncos de pino sin corteza. No lograba apartar la vista de ellas, cada una le recordaba a Ana, que aún permanecía en el bosque, cortando ramas con su hacha. «No te detengas, Ana querida. Respira, amiga mía, respira.» Se tragó la ira que la invadía al pensar en esa injusticia, pero al parecer de alguna manera la había manifestado, porque Alania Sirova, sentada a su lado, se volvió y la escudriñó. —¿Te encuentras bien? —preguntó Alania. —Sí. Pero la mujer no dejó de mirarla fijamente. —Hace media hora que no apuntas nada en el bloc —dijo, indicando la hoja en blanco con un gesto de la cabeza. Sofía se volvió y se encontró con la mirada suspicaz de la otra. De momento, la comunicación entre ambas mujeres había sido forzada, a pesar de compartir habitación y de haber permanecido sentadas la una junto a la otra en la sala de conferencias durante las últimas seis horas. Sofía percibía la curiosidad de Alania como algo palpable agazapado entre ambas y su repentina preocupación le resultó divertida. —Camarada Sirova —dijo en voz baja y en tono ligeramente condescendiente—, estoy escuchando. El delegado que interviene ahora —añadió, indicando el hombre Página 233 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

barbudo que llevaba un viejo y desgastado traje marrón y que hablaba con pasión a favor del desarrollo de la ingeniería— nos está diciendo algo que resulta vital para comprender cómo hacer avanzar la fábrica Levitski paso a paso, hasta que sea capaz de superar incluso las metas del desarrollo y del progreso tecnológico de nuestro Gran Líder. Resulta esencial reflexionar sobre el tema y solo tomar apuntes después —dijo, entornando los ojos—. ¿Me comprendes? —Sí, camarada, te comprendo —respondió, asintiendo con entusiasmo. —Y te aconsejo que lo tengas presente —continuó diciendo Sofía— si quieres progresar y dejar de ser una mera secretaria. No me cabe duda de que estás capacitada para un puesto más alto. La mirada ambiciosa de Alania brilló tras los gruesos cristales de sus gafas y sus pálidas mejillas adoptaron un tono sonrosado. —Spasibo, camarada. En adelante prometo tenerlo presente. Sofía se permitió esbozar una leve sonrisa: había resuelto el problema de la camarada Sirova y volvió a concentrarse en las columnas, en los pinos.

Entre los pinos, una calurosa tarde plagada de mosquitos, Ana contó a Sofía que en una ocasión había visitado a María. Durante los años en que Ana vivió con un primo lejano de la antigua institutriz en una aldea situada a cientos de millas de distancia, cerca de Kazán, nunca fue a buscarla. Nunca le escribió una carta, nunca se puso en contacto con ella. Guardó silencio, como si su pupila hubiese dejado de existir. La jovencita había aguardado día tras día, mes tras mes, se había pellizcado para asegurarse de que aún era real y jamás dejó de creer que un día María llegaría para llevársela. Su corazón joven y solitario se aferraba a las palabras de María: «Te prometo que vendré a buscarte.» Pero no fue así. Entonces, en los húmedos bosques de una zona de trabajo siberiana, Ana meneó la cabeza con tristeza. —Fui una tonta, siempre confié en que vendría, así que cuando la mujer que me había acogido murió de un accidente, pisoteada por un toro cuando yo tenía veintiún años, pasé un tiempo llorando la muerte de esa arpía vieja y severa. Después cogí la pequeña suma de dinero que me había dejado en herencia, compré un billete de tren y un permiso de viaje, y partí en busca de María. Tardé meses en conseguir un asiento en el tren, pero por fin regresé a Leningrado. Sofía estaba afilando el hacha de Ana, acuclillada entre las astillas de pino ante una piedra plana y evitando que los guardias la vieran. Ana reposaba apoyada contra el Página 234 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

tronco de un árbol, respirando con dificultad a medida que hablaba. —No hables, Ana, dale un descanso a tus pobres pulmones. —No: debes saber esto, para cuando te marches. No dijo adónde, solo dijo «cuando te marches». No solían hablar de ello, pero ambas sabían que sería pronto. —Muy bien, cuéntamelo —accedió Sofía, sin apartar la vista del guardia más cercano, que de momento les daba la espalda. —Encontré la casa —prosiguió Ana con un suspiro de satisfacción. Entonces se detuvo como si ya hubiera terminado y, cuando Sofía alzó la vista, vio que su amiga había cerrado los ojos, que su pecho delgado se agitaba y que sus labios se volvían azules. Se apresuró a coger su último mendrugo de pan negro mezclado con la pulpa de los piñones recogidos del suelo del bosque. —Toma, mastícalo —dijo, y le deslizó el alimento entre los labios. Ana masticó hasta que por fin logró tomar aire una vez más y poco a poco su respiración recuperó el ritmo. —Fui al barrio de Liteiny —susurró Ana— y encontré la casa donde vivían Serguéi Mískov, el hermano de María, e Irina, la mujer de este. Estaba a pocos pasos de la fábrica de grifos. —Hizo una pausa y descansó un momento, fijando en Sofía sus ojos azules y hundidos—. Recordaba la escalera de hierro y el kolodets: un patio con una fuente en el centro. Y por encima del pasaje abovedado había una cabeza de león que de pequeña me aterraba. —¡Eh, vosotras dos! —El guardia las había visto—. Volved al trabajo. —Da —gritó Sofía—, enseguida. —Empezó a ponerse de pie como si obedeciera su orden y el guardia se volvió—. Ahora no hay tiempo, Ana, y tú no estás... Pero su amiga le cogió la muñeca, aún tenía fuerzas. —Escúchame, es importante. Acuérdate bien de esto, te resultará útil. Sofía alzó la mano para secar el sudor que cubría el rostro demacrado de su amiga, pero ella la apartó con gesto impaciente y el brillo de sus ojos azules le evocó a la Ana del pasado. —Estoy bien —siseó—, tú escucha y calla. Sofía dejó el hacha a un lado y se agachó junto a su amiga.

—Para cuando encontré el edificio de apartamentos estaba lloviendo. Estaba empapada, pero apenas me daba cuenta: me sentía tan emocionada ante la perspectiva de volver a ver a María después de nueve años... Cuando llamé, un muchacho de ondulados cabellos castaños y orejas de soplillo abrió la puerta del apartamento de la Página 235 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

primera planta. Lo reconocí de inmediato. »“¿Sasha?”, exclamé. Era Sasha, el hijo de Irina, que en aquel entonces tendría unos once años. “Soy una amiga de tu tía María.” »“Tiotya María no tiene amigos”, respondió él. »¿Qué quería decir? ¿Por qué María no tenía amigos? »“¿Dónde vive ahora, Sasha?” »“Aquí.” »“¿Aquí?” Pensé que estaba resultando demasiado fácil. “¿Puedo entrar, por favor?” »Sasha dio un paso atrás y gritó: “Tiotya María, tienes visita.“ »“¿Quién es?” »Y, en efecto, era la voz de María. Me lancé al interior de la habitación y vi a una mujer de rostro pálido y cabellos blancos sentada en una silla junto a la ventana. Era una María mucho más vieja, pero seguía siendo mi querida institutriz. »“María”, susurré, “soy yo.” »La silenciosa figura empezó a temblar y las lágrimas cayeron por sus mejillas. »“Mi Ana”, dijo entre sollozos, y me indicó que me acercara a la silla. »Le rodeé el cuello con los brazos mientras ella me acariciaba los cabellos húmedos y murmuraba palabras suaves. »“¿Por qué no viniste?”, musité. “Te esperé mucho tiempo.” »María se cubrió los ojos con una mano trémula. »“No pude.” »“¿Por qué no me escribiste?” »“La tía María sufrió un derrame cerebral”, intervino Sasha. Yo había olvidado que el chico todavía estaba en la habitación. “Ocurrió mientras la torturaban”, añadió. »Mis pensamientos se arremolinaron. ¿Cabellos blancos? María no podía pasar de los cuarenta años, ¿por qué tenía los cabellos blancos? Sus ojos aún eran hermosos, aún eran de un luminoso castaño, pero parecían cubiertos por un finísimo velo que ocultaba un mundo desconcertado y confuso. Y tampoco se había puesto de pie para saludarme; todo resultaba espantosamente evidente. »“¡María, mi pobre y querida María! ¿Por qué no le pediste a tu hermano Serguéi que me escribiera? Habría venido...” »María frunció el entrecejo y murmuró: “Calla, no tiene importancia.” Dirigió una rápida mirada a Sasha y luego volvió a contemplarme. »“Claro que es importante. Habría cuidado de...” »“No, tú no, Ana Fedorina”, me interrumpió Sasha en tono brusco. “Mis padres jamás te habrían escrito ni querido que pisaras esta casa”, añadió con las manos Página 236 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

apoyadas en las caderas y la cabeza muy erguida. “La tía María sufrió el derrame mientras la torturaban por culpa de su relación con tu familia, contigo y con tu padre y con los amigos de tu padre. He crecido oyendo la historia de cómo sus cabellos se volvieron blancos en una noche, mientras permanecía en la celda de la prisión. Tu padre fue declarado un enemigo de clase y...” »“¡Cállate!”, grité. »“Déjanos, Sasha, te lo ruego”, gimió María. »Él me dirigió una larga y furibunda mirada antes de abandonar la habitación y salió dando un portazo. Después reinó el silencio. María no quiso oír mis disculpas por sus sufrimientos, así que la besé, le dije que la quería y le prometí que cuidaría de ella. Preparé té con agua caliente del samovar que había en un rincón de la pequeña habitación, después cogí un taburete y le conté historias de los largos años transcurridos en Kazán. Cuando la habitación empezó a quedarse a oscuras me arriesgué a hacerle la pregunta que me abrasaba. »“¿Sabes qué fue de Vasili?” »María rio, una risa suave, como la de antaño. »“¡Adorabas a ese muchacho! Lo seguías como una pequeña sombra. ¿Recuerdas que lo obligabas a bailar contigo? Quizá lo hayas olvidado.” »“No, no lo he olvidado.” »“Y él te quería”, dijo ella y soltó otra risita. “Incluso vino a buscarte.” »“¿Cuándo? ¿Cuándo vino a buscarme?” »“No estoy segura, no puedo... Piensa, estúpido cerebro, piensa”, dijo María, golpeándose la frente. “Hoy día lo olvido todo.” »Le acaricié la mano para tranquilizarla. »“Está bien, no hay prisa, tenemos tiempo. ¿Recuerdas qué aspecto tenía? »La boca torcida esbozó una sonrisa torcida. »“Sí, era alto. Se había convertido en un hombre.” »“¿Seguía siendo tan guapo?” »“Sí, guapísimo. Vino en dos ocasiones y me dijo que había cambiado de nombre, por seguridad.” »“¿Recuerdas qué nombre lleva ahora?” »Ella volvió a mirarme con expresión confusa. »“¿Le dijiste dónde estaba, María?” »“No, querida, lo siento. No recordaba dónde estabas.” »“¿Parecía... decepcionado?” »“¡Oh, sí! Por eso vino dos veces, para ver si lo había recordado”, dijo ella, con los ojos llenos de lágrimas, “pero mi cabeza no...” Página 237 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

»La abracé y, sin la menor esperanza, susurré: “¿Dónde vive ahora?” Para mi sorpresa, María asintió. »“Lo dejó anotado”, dijo. »Sacó una Biblia de tapas negras y desgastadas de un bolso de lona que tenía a los pies. Entre las páginas había un trozo de sobre gris donde, en letras negras, ponía “Mijaíl Pashin, fábrica Levitski, Dagorsk. Casa: aldea de Tivil, cerca de Dagorsk”. Pero mientras sostenía el trozo de papel en la mano la puerta de la habitación se abrió estrepitosamente y cinco hombres uniformados irrumpieron en la pequeña sala. Sus caras severas me contemplaron y detrás de ellos vi a Sasha, de once años y con la expresión más severa de todas. »“¿Ana Fedorina?” El oficial lucía un bigote negro de cosaco de aspecto amenazador, pero su mirada era serena. “Eres Ana Fedorina, hija del doctor Nikolái Fedorin, que ha sido declarado enemigo del pueblo.” »“Pero eso fue hace años.” »El oficial me lanzó una sonrisa que no era una sonrisa. »“Nosotros no olvidamos. Ni perdonamos.” »Unas manos férreas me cogieron del brazo y me levantaron del taburete. »“¡Ana!”, gritó María con toda la fuerza de sus frágiles pulmones y arañando el aire con una mano. “¡Dejad que me despida de mi Ana con un beso!” »Después de dudar un momento, los soldados me empujaron hacia la silla de María. Ella me rodeó el cuello con el brazo y apoyó el rostro en mis cabellos, me besó la mejilla, la mandíbula y la oreja sin dejar de susurrar. Así que cuando las manos bruscas me arrancaron de los brazos de ella, lo único que oí fueron estas palabras: “Las joyas de su madre. En una caja. Las enterró en la iglesia, bajo los pies de san Pedro. Me lo dijo. En la aldea donde él vive.”

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35 —¿Adónde vas, camarada Morózova? Sofía se había puesto de pie en la sala de conferencias; permanecer más tiempo en ese vivero de mentiras y paranoia le resultaba insoportable. Todas las promesas de cuotas imposibles de alcanzar y la incesante crítica a los destructores y los saboteadores le causaban un dolor agudo en el estómago, como si las ratas le royeran las entrañas. En el rostro de Alania Sirova se mezclaban la curiosidad y la suspicacia. —¿Te marchas? —Da. Tengo trabajo. —Pero creí que... —Mientras el camarada doctor Pashin y el camarada Boriskin informan al comité —dijo Sofía, y arrojó el bloc y el lápiz en la falda del traje azul de Alania—, quiero que tomes nota de todo lo que ocurre aquí. Complacida, la secretaria se ruborizó. —Spasibo, camarada. No te defraudaré, lo prometo. Sofía sintió ganas de echarse a llorar.

Las calles de Leningrado habían cambiado. Mientras Sofía las recorría empezó a desear no haber regresado a la ciudad. Las altas casas pintadas de colores pastel y sus ornados marcos de ventanas y balcones de hierro forjado que en el pasado había considerado tan elegantes se habían convertido en edificios cubiertos de hollín donde se apiñaban personas grises y cubiertas de hollín que se apresuraban a unirse a las colas del pan, de las velas y del queroseno, sumisos como corderos en un matadero. Llevaban ropas desastradas y mantenían la cabeza gacha... ¿para protegerse de la fría brisa que barría los canales? ¿O de lo que expresaban las miradas de los demás? El hedor de la suspicacia era tan intenso que resultaba palpable. A medida que recorría la avenida Nevski con pasos rápidos vio los tranvías que pasaban a su lado traqueteando, repletos de rostros grises de mirada vacía. Las nuevas Página 239 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

fábricas emitían un humo denso y maloliente que se depositaba en los edificios como un manto negro; cuando Sofía se inclinó por encima de la barandilla del puente, como solía hacer de niña para contemplar el río Fontanka, el hedor de las aguas le irritó la garganta y los ojos. ¿Qué estaban vertiendo en el río? Quería encontrar el apartamento en el que Ana había vivido durante un corto tiempo junto con María e Irina, pero no disponía de una dirección exacta. Caminó a paso rápido por la orilla del Nevá, cruzó la pasarela de Gorbatiy Mostik, giró a la izquierda y por fin atravesó el puente de Liteini. Ya en el barrio de Liteini se dedicó a recorrer el laberinto de calles bordeadas de miserables edificios, pero tardó una hora en encontrar la fábrica de grifos: todavía estaba allí. ¿Qué más le había dicho Ana? Una escalera de hierro. Un kolodets y una cabeza de león tallada por encima de un arco... pero todos los oscuros edificios de viviendas miserables parecían poseer escaleras de hierro que daban a las plantas superiores y patios donde niños andrajosos se arrastraban entre montones de leña. Solo al descubrir la cabeza de león por encima de uno de los arcos, la voz de Ana palpitó en sus oídos: «Acuérdate bien de esto, Sofía. Te resultará útil.» Recorrió la calle dos veces para asegurarse de que no había otra cabeza de león en las proximidades y luego se acercó a la entrada. La puerta no se diferenciaba de las que la rodeaban: era de madera hinchada y resquebrajada, con la pintura desconchada. Alzó el gran aldabón y llamó.

Tras la hoja asomó la cara arrugada de una mujer. —¿Sí? —Busco a María Miskova. Creo que vive aquí. —¿Quién pregunta? Pese al día caluroso, un grueso pañuelo de lana cubría la cabeza de la mujer y una manta de color marrón oscuro le envolvía los hombros; en el lóbrego vestíbulo su cabeza parecía flotar en el aire. Fruncía el entrecejo y era evidente que tenía un ojo de cristal, pero el otro era de color castaño y brillaba de curiosidad. —¿Quién eres, muchacha? —preguntó, tendiendo una mano y exigiendo documentos. Sofía se mantuvo firme, sin revelar su nombre. —María vivía aquí con el camarada Serguéi Miskov, su mujer y su hijo. En la primera planta. ¿Sabes dónde se encuentran ahora? —Trabajando. —¿Quieres decir que aún viven aquí? ¿Cuándo regresarán a casa? Página 240 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Quién quiere saberlo? —¿Eres la dezhurnaya? —Da —respondió la mujer, que apartó la manta y reveló un brazalete rojo oficial. Todo el mundo sabía que las encargadas eran espías a sueldo de la policía estatal, que vigilaban las idas y venidas de los habitantes del edificio por encargo de la OGPU. Lo último que Sofía quería era despertar ese avispero. —Regresaré más tarde si me dices cuándo suelen... El estrépito de una pieza de vajilla estrellándose contra el suelo seguido de una maldición proferida por una voz masculina surgieron de la parte posterior del vestíbulo. La mujer se volvió soltando un chillido y se encaminó a toda prisa hasta una puerta entreabierta en la oscuridad. Sofía no vaciló. Entró y subió los peldaños de dos en dos, tratando de no inhalar el olor a col hervida y cuerpos sucios que parecía emanar de las paredes del edificio, porque de inmediato le evocó el hedor de los barracones del campo Davinski. Cuando alcanzó el rellano de la primera planta dobló a la izquierda; allí una ventana cubierta de tablas dejaba entrar tenues rayos de luz y se sorprendió al ver tres camas largas y estrechas apoyadas contra la pared del sucio y lúgubre pasillo. Una estaba hecha, cubierta de un edredón doblado, la segunda era una confusión de sábanas mugrientas, y la tercera estaba ocupada por un hombre calvo que apestaba a vómito y cuya piel era tan amarilla como la mantequilla. Esa fue la primera vez que Sofía se topaba con una communalka: los apartamentos compartidos donde se apiñaban varias familias en el espacio que antes ocupaba una sola. Se abrió paso entre las primeras dos camas y se dirigió al hombre tendido en la tercera. —¿Necesitas algo? —susurró. Era una pregunta estúpida. Por supuesto que aquel pobre desgraciado necesitaba algo: algo como una cama adecuada en un buen hospital, comida suficiente, medicamentos y aire puro, pero el hombre no contestó. Tenía los ojos cerrados, tal vez estaba muerto. Consideró que debía informar a alguien, pero ¿a quién? De puntillas, para no despertarlo, se acercó a la puerta que había al otro lado del rellano y llamó. Abrieron de inmediato y apareció una mujer de cabellos oscuros, más baja que Sofía pero de busto abundante. —Dobriy vecher —saludó Sofía con una sonrisa—. Buenas tardes. Soy Ana Fedorina.

—Murió. María falleció hace dos años. Otro infarto. —Las palabras eran duras, Página 241 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

pero Irina Miskova las pronunció con suavidad—. Lo siento, Ana. Sé cuánto te quería. Es muy triste que no haya seguido viva para verte libre. —Díselo a Sasha. El rostro de la mujer se endureció al oír el nombre de su hijo. El papel que había desempeñado el muchacho en la detención de Ana parecía angustiar a Irina, que apoyó una mano en el generoso pecho como para mitigar la congoja que la atenazaba. La ropa que llevaba se veía limpia pero vieja y su falda presentaba numerosos remiendos. También el apartamento estaba pulcro y ordenado, adornado con alfombrillas caseras a rayas de estilo poloviki. Todo parecía muy usado y solo el blanco busto de yeso de Lenin brillaba como nuevo, al igual que los vistosos carteles rojos que proclamaban «ADELANTE HACIA LA VICTORIA DEL COMUNISMO» y «JURAMOS HONRAR TUS ÓRDENES, CAMARADA LENIN». Sofía hizo caso omiso de ellos y dirigió la mirada a la silla junto a la ventana: era la de María y estaba desocupada; era evidente que la familia había dejado de usarla. —Sasha solo cumplió con su deber —adujo Irina, lealmente. Sofía no había acudido allí para discutir. —Sí, eran malos tiempos y... —Pero tú tienes buen aspecto, Ana —la interrumpió Irina, contemplando el vestido nuevo de Sofía y sus brillantes cabellos rubios con expresión pensativa—. De niña eras bonita, pero ahora te has convertido en una mujer muy hermosa. —Spasibo, camarada Miskova, ¿hay algún objeto de María que pudieras darme? ¿Un recuerdo? —Por supuesto —dijo Irina, y su rostro se relajó—. La mayoría de sus pertenencias han desaparecido... Nos vimos obligados a venderlas —añadió, abochornada—. Pero Serguéi insistió en conservar algunas. —Se acercó a un armario y extrajo un libro—. Es la Biblia de María —declaró, y se la tendió a Sofía—. María habría querido que tú la tuvieras, Ana. —Gracias. El regalo la conmovió. El tacto del libro bajo sus dedos y las páginas tan lisas y hojeadas de pronto le evocaron su propia infancia y el recuerdo de su padre, un devoto del estudio de la Biblia. —Gracias —murmuró una vez más y se dirigió a la puerta. —Espera, Ana —dijo Irina, y se acercó a ella. —¿Qué pasa? —Sofía se sintió invadida por una repentina y curiosa simpatía por esa mujer, atrapada entre el amor por su hijo y el afecto por la hermana fallecida de su marido y, en tono suave, dijo—: Lo hecho, hecho está, Irina. Podemos cambiar el futuro, pero el pasado... Página 242 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Niet. Y no quisiera cambiarlo, pero... si puedo serte de ayuda... María me dijo que siempre sentiste un gran afecto por el hijo de los Dyuzheyev. —¿Vasili? —¿María te contó que vino aquí una vez? Ahora lleva un nombre diferente. —Sí. Mijaíl Pashin. Me dijo que acudió en dos ocasiones. —Yo no estaba aquí, pero creo que fue una sola. A veces María se confundía. La segunda vez, el que vino fue otro hombre completamente distinto. —¿Sabes quién era? —Deberías saber que ese segundo hombre trataba de encontrarte a ti, Ana. —¿A mí? —Da. Al parecer, era el joven soldado bolchevique, el que mató a tu padre y a la madre de Vasili. Te estaba buscando. El corazón de Sofía dio un vuelco. —¿Quién era? —Eso es lo que me pareció extraño. Dijo que lo habían enviado a trabajar en una aldea de los Urales. —¿Cómo se llamaba? —María tenía mala memoria, pero le dijo su nombre a Sasha y él lo recordó. —¿Cuál era? —preguntó Sofía. Sostuvo el aliento y un presentimiento la estremeció pese al calor que reinaba en el apartamento. —Fomenko. Alekséi Fomenko.

Mijaíl no dormía. El viaje de regreso a casa era duro y ni siquiera se interrumpía por las noches. Dormían en sus asientos mientras el tren se abría paso en la oscuridad y su solitario silbato sobresaltaba a los lobos que merodeaban por los bosques. De vez en cuando caía un chaparrón y las gotas de lluvia golpeaban las ventanillas como dedos invisibles demandando acceso. Mijaíl fumaba un cigarrillo tras otro en silencio, procurando no moverse en exceso. La rubia cabeza de Sofía reposaba en uno de sus hombros, la morena de Alania en el otro. Que la secretaria lo usara de almohada le disgustaba, pero sabía que si se daba cuenta se sentiría abochornada. No estaba seguro del motivo por el cual Boriskin y Alania había intercambiado sus asientos, pero sospechaba que guardaba alguna relación con el rapapolvo que él había soltado a su capataz por haber descrito los problemas laborales de la fábrica con excesiva precisión. Ese tipo le había hecho quedar pésimamente. ¿Qué sentido tenía lamentarse de la falta de mano de obra cualificada en una comunidad de campesinos, si hasta un memo Página 243 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

como Boriskin sabía que la menor queja suponía perder pedidos importantes? Y lo que era aún peor, hacerles perder el abastecimiento vital de materias primas. Ya existían bastantes conflictos en la conferencia sin añadir más leña al fuego. Eso era lo malo de algunos de esos malditos sindicalistas presumidos, no tenían ni idea de cómo... Interrumpió sus pensamientos. Ya solucionaría el problema de la idiotez de Boriskin —¿o acaso se trataba de incompetencia intencionada, destinada a hacerlo quedar mal a él?— en el despacho de la fábrica. Pero no esa noche. Esa noche ya estaba harto. Rozó la cabeza de Sofía con la mejilla y se maravilló al comprobar que pese al tufo de sus propios cigarrillos y del grueso cigarro que fumaba el hombre sentado frente a él, el aroma de sus cabellos seguía siendo dulce y fresco. Su fragancia le evocó las aguas burbujeantes de un río. Aguzó el oído procurando oír su respiración, pero el sonido atronador de las ruedas del tren se lo impidió. Su propio papel en la conferencia se había desarrollado sin problemas. El informe que proporcionó al comité fue bien recibido —no podía ser de otra manera, teniendo en cuanta las cifras de producción que presentó a esos cabrones de caras como cuchillos — y su discurso ante los delegados presentes en la sala había sido adecuadamente tedioso y repleto de números aburridos. Nadie lo había escuchado, pero al final todos aplaudieron y lo felicitaron. Así funcionaban las cosas. «Tú me cuidas las espaldas, yo cuidaré las tuyas.» Frustrado, Mijaíl dio una larga calada a su cigarrillo. No, no podía quejarse del desarrollo de la conferencia; lo que lo inquietaba mucho más profundamente era lo demás. La manera en la que Alania se pegó a Sofía como una lapa, de modo que estar con ella a solas resultó imposible, además de ese otro pequeño asunto: su desaparición. ¿Adónde había ido, maldita sea? Regresó muy tarde y, para explicar su ausencia, Mijaíl inventó una tontería diciendo que había asistido a una cena con los miembros de la élite del Partido. La cosa podría haber salido muy mal, porque cuando ella regresó, Alania y Boriskin empezaron a alborotar como gallinas preguntándole quién había asistido a la cena y qué platos les habían servido. Al recordarlo soltó una risita: Sofía había resuelto el problema de manera genial. Dirigiendo a Mijaíl una de esas sonrisas lentas y traviesas tan propias de ella, se llevó un dedo a los labios y meneó la cabeza. —Nada de detalles, camarada Sirova. Has de esperar a que te inviten a un evento así, entonces tú misma lo descubrirás. —Desde luego, camarada. Tienes razón. Boriskin asintió con aire pomposo y Mijaíl tuvo que esforzarse por contener una carcajada, pero después ya nada fue igual, porque de un modo difícil de definir, Sofía se sumió en sí misma. Todavía le regalaba sonrisas secretas y restregaba el hombro Página 244 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

contra la chaqueta de él o entrelazaba los dedos con los suyos cuando nadie los observaba, pero algo había cambiado. Y varias veces descubrió que, cuando creía que él no lo notaba, ella lo contemplaba con una mirada que lo asustó. Era como si hubiesen apagado una luz y algo oscuro hubiese ocupado el brillo anterior. ¿Qué le había ocurrido durante esas horas de ausencia? Apartó la cabeza de Alania de su hombro y la apoyó en el respaldo del asiento, después se volvió y depositó un suave beso en la coronilla de Sofía. —Quédate, amor mío, quédate conmigo —susurró. Le acarició los dedos, recorrió las cicatrices blancas con el pulgar y se llevó la mano a los labios. Mientras los besaba, los dedos de Sofía cobraron vida, rozaron su mejilla y una oleada abrasadora recorrió el cuerpo de Mijaíl. —Mijaíl —musitó—, bésame. Mientras los demás ocupantes del vagón dormían, él tomó el rostro hermoso de Sofía con ambas manos y besó sus delicadas facciones: los ojos, la nariz, la fresca frente, el mentón e incluso los lóbulos de las orejas. Ella soltó un suave quejido. Finalmente, le besó los labios y los saboreó. Entonces supo que era un sabor al que jamás podría renunciar.

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36 Piotr se puso una camisa blanca limpia, se lustró los zapatos y se peinó. Reflexionó sobre lo que estaba a punto de hacer; tenía un poco de miedo y se lamió los labios para humedecerlos. En la cocina cortó una rebanada de pan negro, pero tenía el estómago demasiado revuelto, así que solo bebió un vaso de agua y abandonó la casa. «Todos deben volver a nacer. Todos deben aprender a pensar de nuevo.» Eso era lo que ponía en el panfleto comunista que conservaba bajo la almohada y lo que Yuri le había explicado detalladamente, ese día en la reunión de los Jóvenes Pioneros. «Todos tendrán un nuevo corazón.» Sí, Piotr lo comprendía: si uno no borraba lo viejo y lo malo no habría lugar para lo nuevo y lo bueno. Por eso iría a hablar con el director Alekséi Fomenko. La mujer fugitiva acabaría por estarle agradecida, estaba seguro de ello. Cuando tuviese un nuevo corazón.

Piotr llamó a la puerta negra de la casa del director Fomenko y una araña surgió entre las maderas. Al no recibir respuesta volvió a llamar, pero con el mismo resultado. Permaneció ante el umbral tanto rato que el sudor le manchó la camisa; el sol se deslizó por detrás de la cresta de la montaña y las sombras se alargaron a medida que los trabajadores empezaban a abandonar los campos. —Eh, Piotr, ¿qué estás haciendo? Era Yuri, que se acercó corriendo con la cara enrojecida. —Estoy esperando al director. —¿Por qué? —He de decirle una cosa. —Debe de ser importante —dijo Yuri, y pateó una piedra. —Lo es. —¿De qué se trata? —preguntó su amigo con mirada brillante de curiosidad. Piotr estaba a punto de decírselo, tenía las palabras que delatarían a Sofía en la Página 246 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

punta de la lengua, estaba impaciente por escupirlas: «Es peligrosa.» Sin embargo, una extraña sensación en el estómago se lo impedía. Sabía que todo lo que Yuri le había dicho esa mañana acerca de que las personas debían «aprender a pensar de nuevo» era cierto. Tenía sentido, desde luego. Quería hacer lo correcto, pero llegado el momento ya no estaba tan seguro. Una vez pronunciadas, las palabras cobrarían una suerte de vida propia y ya no tendría control sobre ellas. Si se lo decía a Yuri, este se lo contaría al director, el director se lo comunicaría a los policías de la OGPU, que vendrían a Tivil, arrestarían a Sofía y entonces... Su mente era incapaz de ir más allá. —¡Venga! —insistió Yuri—. ¿Qué es...? En ese momento Anastasia apareció corriendo desde el otro extremo de la calle y se detuvo ante los dos; gotas de sudor grababan surcos en la suciedad que cubría su rostro delgado. A menudo ayudaba a su padre en los campos con la azada o la hoz y era evidente que acababa de abandonarlos. Tenía las uñas mugrientas. —¿Qué estás haciendo aquí, Piotr? —preguntó, sonriendo—. No te habrás metido en problemas, ¿verdad? —Claro que no —replicó el muchacho. —Tiene información secreta para el director —declaró Yuri en tono solemne. —¿De veras? —Anastasia se quedó boquiabierta—. ¿De qué se trata? Piotr se sentía acorralado. —Trata de una muchacha de esta aldea —soltó—. Sobre sus actividades antisoviéticas. Para su sorpresa, los ojos de Anastasia se llenaron de lágrimas y se apartó con expresión temerosa. —Tengo que ir a casa —dijo, y echó a correr calle abajo, con los cabellos ondeando al viento y levantando nubes de polvo con cada paso. Piotr notó los bultos bajo su desteñida blusa amarilla, por encima de la cintura. A medida que corría los cuatro bultos se agitaban. —Yuri —dijo, para evitar que su amigo se fijara en los bultos—, ya no seguiré esperando. Anastasia había robado patatas. Hacía solo dos semanas una mujer de una aldea al otro lado de Dagorsk había sido condenada a pasar cinco años en un campo de trabajos forzados por robar medio pud de cereales de su koljós. Una repentina consternación se apoderó de él. Si informaba al director Fomenko acerca de lo que sabía de Sofía, ¿no debería contarle también lo de Anastasia? Alzó la vista y vio que su padre recorría la calle y se acercaba a él. —¿Qué estáis tramando, chicos? —Nada. Página 247 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Entonces ¿qué estáis haciendo aquí, ante la puerta del director Fomenko? Pero en vez de enfadarse su padre reía y las sombras que siempre le recorrían el rostro tras trabajar todo el día habían desaparecido. Desde que regresó de la conferencia siempre estaba de buen humor. Debía de haberle ido muy bien en Leningrado. —Buenas tardes, camarada Pashin, dobriy vecher —dijo Yuri en tono cortés—. ¿Sabes si hay nuevas noticias acerca de los sacos de cereales que desaparecieron? Eso era típico de Yuri: siempre intentaba obtener información, pero el padre de Piotr se disgustó y dejó de sonreír. —No sé absolutamente nada al respecto. Vamos, Piotr —dijo en tono firme, y cogió a su hijo del brazo—. Iremos a casa de Rafik. Ambos caminaron calle arriba, guardando un silencio incómodo. —¿Por qué te disgusta, papá? —¿Quién? —Yuri. —Porque no quiero que ese joven tonto te convierta en alguien como él. —Pero yo pienso por mi cuenta, papá. Su padre se detuvo en medio de la calle y se volvió hacia él. —Lo sé, Piotr. He notado que siempre decides qué debes hacer después de reflexionar lo que es correcto y lo que no —dijo—. Me parece admirable. Piotr se enorgulleció; su padre debió de darse cuenta, porque lo abrazó y lo estrechó contra su pecho como si su propio corazón pudiese bombear la sangre dentro de las venas de su hijo.

Era la primera vez que Piotr entraba a la izba del gitano. Un aroma extraño flotaba en el ambiente y era como si medio bosque colgara de las vigas. El muchacho se quedó junto a la puerta, vacilando. —Dobriy vecher —dijo su padre, saludando a Rafik. —Dobriy vecher, Piloto —contestó Rafik—. Y buenas tardes, Piotr. —El gitano estaba sentado en un enorme sillón de color granate, sonriendo al chico—. ¿Cómo se encuentra el potrillo, allí arriba en los establos? —Hoy le pegó una coz al sacerdote Logvinov. Rafik rio. —Es un animal brioso. Tanto como tú. Piotr asintió con la cabeza. La mujer fugitiva estaba sentada a la mesa frente a Zenia; la muchacha gitana había dispuesto una hilera de naipes con el resto del mazo Página 248 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

aún en la mano y le dirigió una sonrisa. Piotr examinó las cartas con interés, porque era la primera vez que veía unas como esas. En vez de los números habituales aparecían imágenes que no eran los consabidos y aburridos reyes y reinas. Había un verdugo y un ángel con las alas extendidas. Piotr se acercó un paso. —Me alegro de ver que te encuentras mejor, Rafik —dijo su padre. —Mucho mejor. —Estupendo. Entonces Mijaíl se volvió hacia las dos mujeres sentadas a la mesa y las saludó con una pequeña reverencia, algo que sorprendió a Piotr. ¿Qué estaba ocurriendo? —Buenas tardes, Sofía. Ella se volvió en la silla y estiró una de las largas y doradas piernas que Piotr recordaba haber visto en el bosque. Hasta entonces había evitado mirarla a la cara, pero entonces se arriesgó a hacerlo e inmediatamente se arrepintió, porque no pudo apartar la vista de aquellos ojos de un profundo color azul, resplandecientes como la superficie del mar. El muchacho advirtió que cuando Sofía alzó la mirada hacia su padre entreabrió los labios, como hacía Anastasia en la escuela ante la rebanada de pan con miel de Yuri: como si quisiera comérselo. Y su padre estaba haciendo lo mismo. El pánico se apoderó de Piotr. «No mires, no mires.» —Tengo una sorpresa para todos vosotros —dijo Mijaíl, y se volvió hacia su hijo —. También para ti, Piotr. —¿Qué es, papá? —La semana que viene el Krokodil vendrá a Dagorsk. Toda la sensación de peligro y cualquier idea sobre fugitivos desaparecieron de la cabeza de Piotr, que soltó un grito de entusiasmo. —¿Podemos ir a verlo, papá? ¿Qué día? ¿Cuánto tiempo se quedará en Dagorsk? ¿Podemos llevar a Yuri y...? Su padre rio. —Calma, muchacho. Sí, claro que iremos a verlo. —Se volvió hacia los demás y, tras otra formal inclinación de la cabeza, dijo—: Estáis todos invitados. —Yo iré —dijo Zenia en el acto y descubrió otra carta: un cáliz de oro. Rafik meneó la cabeza y se pasó la mano por los espesos cabellos negros. —Nunca salgo de Tivil, pero los demás debéis ir y divertiros. —¿Qué es el Krokodil? —preguntó Sofía. —Un aeroplano —explicó Piotr, entusiasmado—. ¡Y está pintado para parecer un cocodrilo! Mijaíl asintió con la cabeza y dibujó el contorno en el aire. —Es uno del escuadrón de los Túpolev PS-9: forma parte de la campaña de Página 249 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

propaganda de Stalin. Vuela por todo el país para demostrar el progreso al pueblo. La idea consiste en proyectar películas, repartir panfletos y cosas por el estilo. Nos parece una de las mejores ideas del Politburó, ¿verdad, Piotr? —Sí —contestó su hijo, sonriendo de oreja a oreja. —Piloto —dijo el gitano. Algo en el tono de voz de Rafik hizo que todos se volvieran hacia él. Había abandonado el sillón y estaba de pie en el centro de la habitación, rígido y presionándose las sienes con las manos, como si tratara de impedir que algo escapara de su cabeza. La mirada de sus ojos negros era febril. —¡Piloto! —gritó—. ¡Lárgate de aquí ahora mismo, rápido, corre! Zenia se acercó a él de inmediato. —Dinos, Rafik. —¡Vienen a por él, para apresarlo! ¡Corre, Mijaíl! Sofía se puso de pie de un brinco. —¡Papá! —exclamó Piotr. —Vete, Mijaíl —lo instó Sofía—. Vete. Pero él no se movió. —¿De qué diablos estás hablando, Rafik? ¿Quién viene a por mí? En ese instante la puerta se abrió con estrépito y varios hombres uniformados irrumpieron en la habitación.

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37 Dagorsk Julio de 1933 La puerta de la celda se cerró detrás de Mijaíl y el hedor le golpeó la cara como un puñetazo. ¿Cuántos hombres había allí dentro? ¿Diez? ¿Veinte? ¿Treinta? No lograba distinguirlos en medio de la semioscuridad, pero el aire era irrespirable y no había dónde sentarse. Era de noche, pero una luz azulada tenue y trémula brillaba tras la reja metálica del techo, como un ojo malévolo que vigilaba a los prisioneros. Había entrado en un mundo diferente; al principio trató de golpear a sus captores y las consecuencias de ello ya eran visibles: el labio partido, un dolor en las costillas cada vez que respiraba y una rótula desplazada por un puntapié. Necio, fue un necio por no controlar su ira. Los soldados no le hicieron caso cuando les dijo que cometían un terrible error y que él no había hecho nada que justificara su detención, pero luego, al ver que abofeteaban a Piotr como si fuese un cachorro solo por aferrarse a su padre, perdió el control. Intentaba hacer memoria, procuraba atrapar imágenes que no dejaban de escapar. Lo que recordaba con mayor claridad era el rostro atemorizado de Piotr y las facciones airadas de Sofía mientras discutía acaloradamente con los guardias, con los ojos echando chispas. La imagen de Rafik era más borrosa, silenciosa y remota, como también la de Zenia, sentada ante la mesa con la cara apoyada en las manos y la oscura melena ocultando su perfil. Y también guardaba una vaga impresión de Sofía, suplicando... pero lo curioso es que sus súplicas no estaban dirigidas a los soldados sino a Rafik, implorándole de rodillas que hiciera algo. Después el grito aterrado de Piotr... «¡Dios mío, Piotr! ¿Quién cuidará de mi hijo?» De pie junto a la puerta, tratando de no apoyar la espalda contra las mugrientas tablas, cerró los ojos y oyó el ruido de las gotas que caían: las paredes de la celda estaban húmedas. Luego percibió un movimiento repentino. Una figura encorvada Página 251 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

pisoteó otras figuras tendidas en el suelo, dormidas, y oyó gritos de «cabrón» y «gilipollas», pero la mayoría no se movió, estaban encerrados en su propia desesperación y en sus pesadillas. La figura alcanzó el cubo lleno hasta los bordes justo a tiempo y el hedor aumentó. Unos momentos antes los guardias disfrutaron arrancándole los cordones de los zapatos y el cinturón. Lo desnudaron. Mijaíl sabía que su propósito era humillarlo y menospreciarlo, aplastar su arrogante espíritu subversivo para facilitarle la tarea al interrogador cuando llegara el momento de las preguntas. Su única reacción fue un odio duro como la piedra. Volvieron a arrojarle sus ropas y lo obligaron a avanzar con las manos en la espalda a lo largo de interminables pasillos grises hasta la celda atestada y subterránea. A un mundo diferente. Esa era la nueva realidad y sería mejor que se fuese acostumbrando a ella. Atrapado en ese miserable agujero. Aún estaría allí mañana y también al día siguiente. Lanzó un salivazo, intentando escupir su temor y hallar algo limpio, fresco y firme a lo que aferrarse. Encontró unos ojos que lo miraban directamente, azules como el cielo del estío y de un brillo alegre. Los atrajo y dejó que ocuparan toda su cabeza, incluso esos lugares oscuros y podridos que le desagradaba contemplar. —Sofía —musitó—. Sofía.

Sofía hacía cola, hora tras hora hasta que los pies le quedaron entumecidos; la congoja le oprimía el corazón y se moría de ganas de aporrear la ventanilla exigiendo que la atendieran. La larga oficina en forma de ele estaba pintada de verde y olía a desinfectante. Alguien había puesto un jarrón con flores rojas en el alféizar. En su mayoría, la cola estaba formada por mujeres: esposas, madres, hermanas e hijas, todas buscando a sus seres queridos; algunas de mirada desesperada y expresión aterrada, otras con la paciencia de los muertos, avanzando y arrastrando los pies sin la menor esperanza. «¿Para qué habré venido?», se preguntó Sofía. Pero en el fondo de su corazón lo sabía. Había que resistir con todas las fuerzas, porque, de lo contrario, ¿qué quedaba? Nada. Solo tumbarse y morir. Y si uno moría, ellos ganaban. —Niet —dijo en voz alta—, niet. Las demás la miraron sorprendidas, pero Sofía prescindió de ellas y se volvió al hijo de Mijaíl de pie a su lado, una delgada y silenciosa figura que apenas había pronunciado una palabra durante todo el día. —Piotr. Página 252 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Él alzó la cabeza. —¿Tienes hambre? ¿Quieres un poco de pan? Habló en voz baja, evitando que los oídos envidiosos la oyeran, y le tendió una pequeña rebanada de pan negro que Zenia le había dado antes de abandonar la casa esa mañana muy temprano. El chico negó con la cabeza. Tenía los puños metidos en los bolsillos y estaba encorvado: parecía un animal herido. Ella le tocó el brazo, pero el muchacho se apartó. —Falta poco —dijo Sofía. —Eso dijiste hace dos horas. —Bueno, esta vez será verdad. Él miró a la veintena de personas que los precedían y a las otras de la cola que ya salía por la puerta y se encogió de hombros. Ella quiso frotarle la huesuda espalda, apartarle el pelo de la frente, alzarle la cabeza y devolverle cierta energía. Desde que los soldados se alejaron con Mijaíl en el negro furgón de la cárcel, el muchacho había dejado de saber quién era, se había vuelto gris y vacío. Sofía había conocido demasiadas personas como él en los campos, había visto cómo el gris lentamente daba paso al negro y este a la muerte. O aún peor: a la nada. Lo agarró del hombro y lo zarandeó hasta que él reaccionó, enfadado. —Así está mejor —dijo en tono duro—. Tu padre está en prisión. No ha muerto ni lo han llevado a un campo de trabajos forzados. Todavía no. Así que no te atrevas a abandonar las esperanzas, ¿me oyes? —Sí. —Dilo. —Sí, te he oído. —Así está mejor. Pronto averiguaremos de qué lo acusan —dijo, echando un vistazo impaciente a la ventanilla—. Si es que ese cabrón con cara de babosa decide darse prisa. Una anciana estaba de pie ante el funcionario uniformado. Las lágrimas se derramaban por sus mejillas y trataba de entregarle un paquete de papel marrón a través de la ventanilla. —Dale esto —dijo, sollozando—, dale esto a mi hijo... —Nada de paquetes —espetó el funcionario con aire aburrido antes de cerrar la ventanilla. Piotr parecía asustado; Sofía le tocó el brazo y esta vez no se apartó. —Tu padre es un trabajador valioso para el Estado, Piotr. No malgastarán sus conocimientos y su experiencia... —¡No es mi padre! —gritó Piotr, y de pronto se ruborizó, avergonzado—. ¡Es un Página 253 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

ladrón! Merece estar encerrado.

—¿Nombre? —Pregunto por Mijaíl Antónovich Pashin. Anoche se lo llevaron de Tivil, pero... —¿Quién eres? —Estoy aquí con su hijo, Piotr Pashin. —¿Documentos? —Estos son los de Piotr. —¿Y los tuyos? —Solo soy una amiga. Estoy ayudando a Piotr a averiguar qué... —¿Tu nombre? —Sofía Morózova. —¿Documentos? Sofía titubeó. —Toma. Este es mi permiso de residencia en el koljós Flecha Roja de Tivil. No comprendo por qué yo... —Espera. La ventanilla se cerró.

—Sofía. —No es necesario que susurres, Piotr. Ya estamos fuera, aquí nadie puede oírnos. —Sé lo que ocurre cuando arrestan a alguien. —¿Lo sabes? —Sí. Le ocurrió al tío de Yuri. Le interrogan, a veces durante meses, y si es inocente lo ponen en libertad, así que... ¿Por qué ríes? —Por nada. Continúa. —¿Tú crees que pondrán en libertad a papá? —Hoy esos desgraciados se han negado a decirnos nada, ni dónde está ni de qué lo acusan. Pero insistí en que es inocente. —Entonces ¿lo pondrán en libertad? Las palabras del muchacho la emocionaron. Lo obligó a volverse hacia ella y apoyó las manos en los delgados hombros de él. —Lo pondrán en libertad —afirmó—. Tu padre es un buen hombre. Nunca creas lo contrario, y que no te vuelva a oír que lo repudias. Un intenso rubor cubrió las mejillas de Piotr, pero no bajó la mirada de sus ojos Página 254 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

castaños. —No es mi padre. —No te atrevas a decir semejante cosa. Él no dejó de mirarla fijamente, pero bajó la voz y susurró: —No lo es. Pregúntaselo a Rafik. Mi padre era el molinero de Tivil. Hace seis años mi madre escapó a Moscú con un soldado y mi padre quemó el molino. Él estaba dentro. —¡Ay, Piotr! —No me quedaba nadie, no tenía familia. Declararon que mi padre era un kulák pese a que estaba muerto, así que ninguno de los aldeanos podía ayudarme. Las autoridades querían enviarme a una institución —dijo. Se interrumpió y se restregó los ojos—. Pero Mijaíl Pashin me adoptó. Era un recién llegado a la aldea y ni siquiera me conocía, pero me acogió. Sofía abrazó a Piotr y le acarició el cabello. —Lo pondrán en libertad —susurró—. Te lo prometo.

—¿Nombre? —Soy Mijaíl Antónovich Pashin. —¿Ocupación? —Ingeniero licenciado. Y director de fábrica. Administrador de fábrica. —¿Qué fábrica? —La Levitski de Dagorsk. Producimos ropa y uniformes militares. Es una fábrica leal y sus obreros trabajan con entusiasmo. Este mes superamos nuestra cuota de... —Silencio. La perentoria orden hizo que la pequeña sala de interrogatorios pareciera aún más estrecha. No había ventanas, solo una bombilla desnuda que colgaba del techo. En el centro, una desgastada mesa de metal gris, dos sillas a un lado, y al otro, una silla atornillada al suelo. Mijaíl permanecía erguido, centrado en lo que quería declarar y obligándose a tragarse la ira. Notó el ardor que se deslizaba por su garganta hasta el estómago. —Siéntate. Mijaíl obedeció. —¿Lugar de nacimiento? —Leningrado. —¿Nombre del padre? —Antón Ivánovich Pashin. Página 255 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Ocupación del padre? —Carretero. Era un hombre leal a la Revolución y murió por ello cuando... —¿Por qué abandonaste la fábrica de aeroplanos Túpolev? —Estoy seguro de que sabes por qué tuve que abandonarla. Estará apuntado en ese grueso archivo delante de ti. ¿Por qué te molestas en preguntármelo? Por primera vez el hombre al otro lado de la mesa demostró cierto interés. Era alto y elegante, llevaba un uniforme bien confeccionado y una hilera de medallas en el pecho. —Responde a mi pregunta. Tenía ojos ligeramente almendrados y sus rasgos menudos y delicados resultaban casi femeninos. —Me marché porque me obligaron a hacerlo. —¿Y a qué se debió? «Mantén la calma. No dejes que la ira te invada. Sígueles el juego.» —Porque cometí un error. Critiqué el sistema de entregas. Tenía tantas ganas de construir el avión ANT-4 para nuestro Gran Líder que permití que mi desilusión por el retraso de la llegada de algunas partes esenciales del equipo me obnubilara. —Reconoces que estabas equivocado. —Lo reconozco. No tuve en cuenta la magnitud de la empresa que había emprendido nuestro líder. Ahora he comprendido que había que ampliar las vías férreas para que pudieran transportar los cargamentos necesarios. Era joven y necio —dijo, bajando la voz. Los ojos almendrados lo observaron durante un buen rato; luego, empujando la silla hacia atrás con un chirrido, el interrogador se puso de pie y comenzó a caminar de un lado a otro en el reducido espacio detrás de la mesa. —No me mientas, sucio destructor. —No soy un destructor. —No me mientas. Trataste de destruir la fábrica Túpolev y ahora estás destruyendo la fábrica Levitski, obstaculizando el progreso esbozado para todos nosotros en la Primera Piatiletka. Quienes causan la escasez de bienes son las personas como tú. —No, te he dicho que hemos superado nuestras metas. —¿Quién te paga? Mijaíl dio un respingo. —Nadie. —Te vieron hablando con un diplomático alemán en Moscú. —Eso es mentira. —¡Soy yo quien decide qué es mentira y qué no! —gritó el interrogador. La saliva Página 256 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

se acumulaba en las comisuras de su boca. —Esto es un error. —¿Estás diciendo que el sistema de inteligencia soviético se equivoca? —Solo digo que... —Te vieron destruyendo el sistema de abastecimiento de cereales del koljós Flecha Roja de Tivil. —No. —Sí. Hay testigos. —¿Quiénes son? —Cállate, escoria. ¿Quién te paga? Nuestro progreso asusta a los poderes extranjeros. Sabemos que emplean a subversivos como tú que cometen traición y merecen ser fusilados. El corazón le latía como un caballo desbocado. Eso era peor de lo que había esperado. —Confiesa la verdad, pedazo de mierda. —Soy inocente de esas acusaciones. Lo juro. Soy un comunista leal a Rusia. El interrogador dejó de caminar de un lado a otro tan abruptamente como había comenzado. Volvió a sentarse ante la mesa y su expresión colérica se esfumó. Contempló a Mijaíl con mirada decepcionada y reprobadora. —Te equivocas, interrogador. Te juro que no tuve nada que ver con los cereales de Tivil. El otro suspiró y meneó la cabeza con aire desilusionado. —Volvamos a empezar. —Te lo he dicho todo. —¿Nombre? —Sabes cómo me llamo. —¿Nombre? —gritó el interrogador, y pegó un puñetazo en la mesa—. ¿Nombre?

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38 Campo Davinski Julio de 1933 —Es un ferrocarril. —¿Qué? —Dicen que debemos construir un ferrocarril. —¡Joder! Ana miró al grupo de mujeres que formaban una fila junto a ella ante el barracón de la enfermería. Ya hacía una hora que esperaban en el patio, vestidas únicamente con su andrajosa ropa interior: un montón de cuerpos huesudos con las costillas marcándose bajo la piel y las rodillas más gruesas que los muslos. Casi todas presentaban llagas de diversos tipos. ¿Un ferrocarril? ¿Cómo pretendía que un ejército de esqueletos hiciera eso? —De todos modos, ¿para qué diablos querrían un tren en esta zona —preguntó Ana —, donde solo hay árboles? —Árboles y mosquitos —gruñó una mujer, y mató un mosquito posado en su brazo. Todos los años, en cuanto se derretía la capa superficial de la nieve, la región se convertía en un lodazal cubierto de una capa constante de agua estancada donde millones de mosquitos pululaban a sus anchas. Eran la maldición del verano y en esa época del año las picaduras infectadas causaban la mayoría de las muertes. —Oro —dijo Nina mientras intentaba arrancarse una espina clavada en el pulgar. —¿Qué quieres decir? —Allí arriba hay oro. —¡Hostias! —exclamó una muchacha pecosa de Leningrado—. Dime dónde. —He oído decir que piensan abrir otra mina y llevar prisioneros varones para que trabajen en ella. El campo de trabajos forzados de los hombres solo se encontraba a una distancia de cuatro verstas y su tamaño doblaba al de las mujeres. Los hombres eran quienes talaban los pinos y los arrastraban hasta el río, donde las mujeres acababan despojándolos de Página 258 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

las ramas. Durante todo el verano, grandes balsas de troncos flotaban río abajo hasta los aserraderos, y uno de los trabajos más temidos consistía en dirigirlas. —La construcción de un ferrocarril es un trabajo brutal —gruñó Nina. —Por eso nos someten a esta farsa de revisión médica. —¿En qué consiste? —preguntó la muchacha pecosa. —Se limitan a quedarse ahí, mirando —dijo Tasha en tono desdeñoso—, mientras un hombre con bata blanca te ordena que te desnudes para pellizcarte las nalgas y comprobar tu tono muscular. Y también te auscultan los pulmones. —Y los muy cerdos te meten los dedos en lugares donde no necesitan meterlos — añadió Nina. —No la asustes, Nina —dijo Ana, frunciendo el ceño. La mujer mayor se encogió de hombros. —Eso no es nada. Lo que sí me asusta es lo que esos cabrones de mierda le hicieron a un hombre que se rompió un tobillo en el bosque, cuando un árbol le golpeó el pie. —¿Qué le hicieron? —Como ya no les resultaba útil, los guardias lo ataron desnudo a un árbol e hicieron apuestas sobre cuánto tardaría en morir por las picaduras de los mosquitos — dijo. Se inclinó hacia delante y susurró—: Al parecer, todo un enjambre se le posó en las pelotas y... —Cállate, Nina —espetó Ana. —Venga ya, quiero oír... —¡Escoria! —gritó un guardia y agitó el rifle en dirección a ellas—. Entrad aquí. Bistro! Inmediatamente, todas entraron en el barracón donde habían dispuesto una hilera de mesas. Detrás de cada una estaba sentada una de las afortunadas prisioneras que trabajaban para la administración y habían alcanzado un estatus que les confería un poder considerable en el campo. Comían más y trabajaban menos. Una de ellas tenía una expresión aburrida y tachaba los números de las prisioneras en una lista mientras estas permanecían de pie ante la mesa. A su lado estaba sentado un hombre de aspecto alegre; llevaba gafas de montura metálica, una bata blanca y un estetoscopio colgado del cuello. Un guardia estaba apostado junto a ellos; Ana lo reconoció de inmediato y le lanzó una mirada larga y hosca. Él se relamió y después la contempló con interés, sonriendo. —Desnúdate —ordenó.

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Ana aborrecía a ese guardia más que a ningún otro. Cada vez que se cruzaba con él bastaba con ver su expresión presuntuosa y sus dedos gordos y codiciosos para que se sintiera como si fuese un miembro de una especie inferior que él podía pisotear cuando le viniera en gana. Daba igual que estuviera vestida o desnuda. Su mirada era pringosa como la baba de una babosa deslizándose por su piel y de vez en cuando incluso había recogido un puñado de tierra y se había frotado los brazos y las piernas para eliminarla. Cuando salió del barracón de la enfermería volvió a hacerlo: recogió tierra y se frotó la piel. Le proporcionaba un extraño alivio y también la hacía sonreír porque sabía que, si Sofía hubiese estado presente, habría arqueado una ceja y soltado su acostumbrada risa en voz baja. «Lo que cuenta es lo que está en el interior —habría dicho, eliminando la mugre de la piel de Ana con el dedo—. El exterior... el exterior solo es la piel de la cebolla.» Fue junto a Sofía, a principios de primavera, antes de que escapara, cuando ese guardia en particular había demostrado a Ana el nivel de degradación que habían alcanzado. En esa época las largas noches de invierno se hacían más cortas y el cielo plúmbeo, que durante muchos meses casi había rozado las copas de los pinos, se elevaba. El sol lucía más alto cada día y el aire comenzaba a resplandecer con una claridad deslumbrante. El dolor de sus pulmones desaparecía y su piel comenzaba a sanar, los músculos entraban en calor y trabajar resultaba menos agotador. —¡Pausa para fumar! Perekur! —¡He de afilar las hachas! —El grito de Sofía había resonado por encima de las hileras de troncos talados en dirección al guardia más próximo—. Dos hachas. —Bistro! —protestó el guardia—. ¡Date prisa! Sofía indicó a Ana que la siguiera hasta el linde del bosque, donde estaba la zanja que servía de letrina para los cientos de trabajadoras. Detrás había una roca todavía medio hundida en la nieve. Sofía se deslizó a lo largo de la otra cara de la roca, dentro de un hueco profundo en cuyo fondo fluía un arroyuelo de agua helada. Se agachó junto a la orilla para afilar el hacha contra una de las piedras mojadas con movimientos rítmicos, se volvió hacia Ana sin interrumpir el movimiento y le sonrió. Una sonrisa que siempre la asombraba, porque aún albergaba tanta esperanza... ¿Cómo había conseguido conservarla, oculta tras la mirada de sus ojos azules? ¿Acaso guardaba una reserva secreta de esperanza en su delgado pecho? —Se acerca un guardia —le advirtió Ana. Sofía se encogió de hombros, sin dejar de afilar la hoja del hacha. —A ese le gusta matar —dijo Ana. El día anterior, había matado a culatazos a una mujer de la región de Tver solo por haber tropezado y dejado caer en el pie del guardia la rama superior del montón que Página 260 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

cargaba en brazos. Sofía alzó la vista y esbozó una mueca cuando vio que el guardia se asomaba al hueco. —¿Qué diablos crees que estáis haciendo, escoria? —gritó, apuntando el rifle hacia la cabeza de Ana—. No os he dado permiso para afilar las hachas, perras. —Es nuestra pausa para fumar —replicó Ana—. No estamos malgastando tiempo y de todos modos hemos pedido permiso. —Es para trabajar con mayor eficiencia para nuestro Gran Líder y Sabio Maestro —dijo Sofía con voz fría—. No quisiéramos retrasar a nuestra brigada e impedir que cumpla con su cuota. El guardia entornó los ojos y empujó su sombrero shapka hacia atrás con la punta del rifle. Las dos prisioneras permanecieron inmóviles hasta que por fin él asintió con la cabeza. —De acuerdo. Bistro! Ana se arrodilló junto a su amiga y empezó a afilar el hacha, pero no era tan diestra como Sofía ni mucho menos. El hacha era un objeto patético: la hoja estaba mellada, sujetada al mango con un trozo de cuerda y un poco de alambre, pero el mango era sólido y encajaba en la mano. Con una breve sonrisa, Sofía cogió el hacha de Ana y comenzó a afilarla contra la piedra lisa y húmeda, primero un lado de la hoja y luego el otro. Hacía que pareciera fácil. —Lo haces tan bien como un herrero —murmuró Ana. Sus dedos eran largos y musculosos, a excepción de los dos cubiertos de cicatrices. —Después de que azotaron a mi padre hasta la muerte —susurró Sofía—, trabajé en la granja de mi tío durante años. De todos modos, era la última de siete hijas, así que mi padre me enseñó las habilidades del hijo que nunca tuvo. —¡Silencio! —chilló el guardia. De un salto se plantó en la franja de gravilla a menos de seis pasos de las dos mujeres. Ana vio que echaba una furtiva mirada por encima del hombro para asegurarse de que nadie lo seguía y de inmediato comprendió que sus intenciones eran pésimas. Se puso de pie con rapidez y se enfrentó a él. Al parecer esa mañana no se había afeitado, porque su mandíbula presentaba un aspecto oscuro y amenazador, y su mirada era hambrienta. Tenía la nariz torcida, como si se la hubiese roto en algún momento, y Ana sintió el incontenible impulso de volver a rompérsela... con el hacha. Con un movimiento lento el guardia apuntó el rifle a la espalda de Sofía, que sin duda debía de haber percibido la amenaza. Sin embargo no se movió, excepto las manos, que siguieron afilando la hoja de acero. El guardia se pasó la lengua por los labios. —Tú no me gustas —gruñó, dirigiéndose a Sofía. —Tú tampoco me gustas a mí —contestó ella en voz baja, sin volverse. Podría Página 261 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

haberle hablado a la hoja del hacha. —Dame un buen motivo para no meterte un balazo entre las costillas. Ana se interpuso entre ambos con rapidez, ocultando la figura que aún permanecía a orillas del arroyuelo. —¿Así que quieres jugar, bonita? Te diré una cosa —dijo con una amplia y lobuna sonrisa que reveló sus dientes, tan torcidos como su nariz—. No dispararé a tu insolente amiga si me das un beso con tus deliciosos labios rojos. Una oleada de cólera invadió a Ana, no tanto por el insulto del guardia sino más bien porque su actitud despertó en ella el deseo de matarlo a sangre fría. El deseo abrasador la asustó y empezó a acercarse al guardia. —Niet, Niet! —exclamó Sofía, enderezándose con un movimiento tan sinuoso como el de una serpiente y blandiendo el hacha. Pero Ana se lanzó hacia delante antes de que su amiga pudiera alcanzarlo, le rodeó el cuello con los brazos y presionó los labios contra su boca. Sabía a tabaco, a cebollas y a una repugnante lujuria. Sintió el impulso de escupir, morder, arrancarle los labios con los dientes, pero los labios del guardia se abrieron bajo los suyos y se transformaron en fauces enormes que empezaron a devorarla. Ana se debatió tratando de zafarse, pero los brazos de él eran fuertes y la estrechaban contra su cuerpo. Ambos llevaban gruesos abrigos, pero la mano del guardia se abrió paso y le pellizcó el pecho al tiempo que le metía la lengua en la boca... Ana no podía respirar, se estaba asfixiando. —¡Basta! —gritó Sofía en tono gélido. De pronto el hombre la soltó. Ana aún percibía su hedor pegado al cuerpo, pero el guardia retrocedió unos pasos y clavó la mirada en Sofía, de pie con el rifle en las manos: se lo había quitado mientras él trataba de abusar de Ana. —Dispárale —siseó Ana. —Calla —murmuró Sofía, procurando calmarla. Tenía el rostro blanco como la nieve—. Toma —dijo, y le arrojó el rifle al guardia. Ana estaba segura de que les dispararía a las dos, pero en el fondo el tipo había perdido el valor. El guardia clavó la vista en los ojos de mirada fría de Sofía, escupió una maldición, subió a la roca de un brinco y desapareció de la zona de trabajo. Ana se inclinó y vomitó, eliminando el sabor asqueroso de su boca. —Ana —dijo Sofía, rozando la cabeza de su amiga con suavidad. Ella se enderezó y se restregó la boca con la manga. —¿Cuántos años más podremos aguantar esto? Deberíamos haber dejado que ese hijo de puta nos disparara. —No, Ana —replicó Sofía con fiereza—. No pienses eso, nunca. Página 262 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Por qué no lo mataste mientras podías? —Porque todos se habrían lanzado sobre nosotras como una manada de lobos y nos habrían destrozado, disfrutando de cada instante. Esa clase de personas se complace haciendo lo que hace. Cuando yo era pequeña y mi padre cumplía con su deber de sacerdote en Petrogrado llevándome en sus hombros, unos hombres exactamente como ese, salvo que llevaban los colores del zar en vez de los de Stalin, vinieron a nuestra casa y mataron a mi madre y a mis seis hermanas. Su mirada se había vuelto sombría y las ojeras, más profundas. —Sofía —dijo Ana en voz baja—, no todos los hombres son así. Ella soltó una carcajada dura, áspera y fría como el agua del deshielo. —Muy bien, ¿y cómo sabes en cuáles puedes confiar, eh?

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39 Dagorsk Julio de 1933 Mijaíl no temía al dolor. Sería atroz, desde luego, no se hacía la menor ilusión al respecto, pero no lo habían llevado allí para matarlo. Todavía no, en todo caso, así que se asegurarían de que sobreviviera a las palizas. No: lo que le daba miedo era la degradación, la humillación, la obscena apropiación de su yo arrastrado por los suelos y la destrucción mental que eso suponía. No dudaba de que eran expertos en esos menesteres y sabía que él era un hombre orgulloso, tal vez demasiado. ¿Sobreviviría Mijaíl Pashin, la persona a la que conocía tan íntimamente y a la que había aprendido a amar y odiar de manera apasionada durante más de treinta años de su vida? No se preguntaba si sobreviviría su cuerpo sino él. Su yo. Eso era lo que le daba miedo.

El suelo de cemento estaba mojado, lo acababan de fregar. Obligaron a Mijaíl a entrar en la celda desierta, descalzo y con las manos atadas en la espalda. La puerta se cerró con un estruendo metálico. El carcelero de rostro delgado y mirada impaciente la cerró con una llave de hierro sujeta a su cinturón mediante una cadena, y después se volvió hacia Mijaíl con una sonrisa... excepto que no era una sonrisa: se limitó a mostrarle los dientes. El segundo carcelero soltó una risita expectante. Era un hombre fornido, corpulento como un buey, casi sin frente, con unos grandes puños que no dejaba de abrir y cerrar al tiempo que el deseo dilataba las pupilas de sus ojos enrojecidos por el vodka. Desde un punto de vista objetivo, Mijaíl pensó que esos dos hombres habían sido escogidos porque eran ideales para cumplir con su tarea. Pero desde uno subjetivo los aborrecía como bestias que deberían ser sacrificadas como se sacrifica un perro rabioso. Mijaíl percibía el hedor de la rabia que emanaba de sus cuerpos. ¿Resistirse o rendirse? Daba igual, porque los vencedores serían dos pesadas Página 264 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

porras de goma y una barra de metal; si tenías los puños encadenados a la espalda era como si no los tuvieras. No disponía de armas excepto su odio. El corazón le palpitaba con fuerza, pero trató de mantener la respiración serena y preparar su cuerpo para recibir el primer golpe. Con expresión displicente lanzó un salivazo al suelo recién fregado. El carcelero blandió la barra de metal, Mijaíl agachó la cabeza y la barra pasó silbando junto a su oreja, pero sin pronunciar palabra el otro carcelero le pegó un tremendo puñetazo en el pecho, una porra de goma dura como un ladrillo le golpeó la boca y la sangre brotó entre sus dientes. El prisionero escupió un trozo de algo blanco. —¿Eso es todo lo que sabéis hacer? —dijo, desafiándolos. El siguiente golpe aterrizó en el punto entre el cuello y el brazo. Un dolor punzante le atravesó el cráneo y el hombro y el brazo quedaron paralizados. Soltó un rugido de furia, golpeó la mandíbula del carcelero del rostro delgado con la cabeza y tuvo la satisfacción de oír el chasquido de algo que se quebraba. El carcelero soltó un chillido agudo, como el de un cerdo; inmediatamente el otro asestó a Mijaíl un golpe con la barra de hierro en la parte de atrás de las piernas y el prisionero cayó de rodillas. Entonces llegó el dolor, el auténtico dolor. Los golpes llovían sobre él, en la espalda, las costillas, las rodillas, los riñones, la nuca, las plantas de sus pies descalzos, una y otra vez. Y aún peor, en los testículos. Un dolor especial, candente como un horno, las llamas le abrasaban las terminaciones nerviosas, una agonía espeluznante. —¡Confiesa! —rugió uno de los carceleros. Mijaíl se desintegraba, notaba que sus órganos se aflojaban y se desprendían. —¡Malditos cabrones de mierda! —espetó, escupiendo sangre. Su cerebro registró una explosión de dolor, pero no logró identificar de qué parte de su cuerpo procedía, y por fin se rindió: estaba roto por dentro y no podía respirar.

Sofía consiguió que un carro que se dirigía a Tivil aceptara transportarlos a ella y a Piotr, que tomó asiento en la parte trasera con un suspiro de alivio. Durante el camino de regreso ella había impuesto un ritmo agotador y el muchacho apenas lograba mantenerse a la par; era como si la visita a la prisión lo hubiese dejado sin aliento. El viejo Vlásov había aparecido a sus espaldas con su caballo y su carro de dos ruedas, vacío tras dejar la carga de troncos en la panadería de la ciudad. Ambos montaron en el carro de un brinco. Piotr se tendió de espaldas entre el serrín y se cubrió los ojos con el brazo ocultándose del mundo exterior. Ocultándose de sí mismo y de su traición. No miraba a Sofía pero percibía su presencia, sentada junto a él con la espalda recta y los brazos rodeando las rodillas. El camino era accidentado y el cielo tenía un Página 265 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

tono plomizo. Cuando Piotr se puso de costado vio una bandada de golondrinas volando por encima del río, pero ese día no despertaron su interés y se dedicó a observar a Sofía. Sumida en sus pensamientos, poseía la capacidad de permanecer inmóvil, tan inmóvil que casi se volvía invisible, como un animal del bosque. Piotr se preguntó dónde habría aprendido a hacerlo. —Sofía. Ella se volvió como si regresara de un lugar remoto. —No lo dije en serio. —Ya lo sé —contestó ella en tono suave. —Él es mi padre. —Por supuesto que sí. Te quiere, Piotr, y tú lo quieres a él. —No le... —Piotr vaciló. —No, no se lo diré. Piotr le dio las gracias con un gruñido. —Ha sido... mejor. —¿Mejor que tu verdadero padre, quieres decir? —Sí. Nunca me pega y lo que más quiere es darme una educación. Dice que es el camino que debe seguir Rusia. Y no se emborracha —añadió, riendo—. Bueno, casi nunca. En realidad Piotr no había querido decirle nada de todo eso. Ella lo miró con solemnidad. —Tu padre es un leal ciudadano de Rusia. —Sí, lo es. —No debes dudar de él. —Ha leído todas las obras de Lenin y de Stalin, cosas como El Estado y la revolución, y yo siempre deslizo los últimos panfletos por debajo de la puerta de su habitación para que los lea cuando regresa a casa. —Estoy segura de que lo aprecia —dijo Sofía con una sonrisa. —Sí. —¿A quién intentas convencer, Piotr? ¿A mí? ¿A ti mismo? ¿O a los hombres de la sala de interrogatorios? —Si es inocente, pondrán en libertad a papá —insistió. —¿Y es inocente? ¿O descargó los sacos de cereales del camión? ¿Tú qué crees? Fue como si la pregunta abriera un agujero en su pecho, dando paso una vez más a la confusión. Entonces volvió a tumbarse en el fondo del carro y esa vez se cubrió los ojos con los dos brazos. —No lo sé —murmuró. Página 266 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Ella se abalanzó sobre él en el acto, le apartó los brazos de la cara y el muchacho se enfrentó a la mirada fiera de los ojos azules de Sofía. —Que sea culpable o inocente no tiene importancia —dijo con dureza—. ¿Es que no lo comprendes? Lo que importa es que es tu padre. Te quiere. Estás en deuda con él, con ese hombre que te acogió como si fueras su propio hijo cuando tú estabas manchado por la etiqueta de kulák que le colgaron a tu padre, el molinero —añadió, clavando los dedos en los brazos del muchacho—. Se lo debes todo, eso es lo que importa: el amor y la lealtad. —Entonces lo soltó bruscamente y el muchacho se sintió como si lo hubiesen atropellado—. No se lo debes a un diablo enloquecido por el poder y con un brazo atrofiado que disfruta firmando sentencias de muerte en el Kremlin. El chico sollozó. Sus pensamientos chocaban entre sí. Entonces ella volvió a acercarse a él y su aliento le rozó la mejilla. —Ayúdame, Piotr. Ayúdame a sacar a Mijaíl de esa apestosa prisión.

Cuando ella volvió a dirigirle la palabra la aldea ya estaba a la vista. —Háblame de Lilya Diméntieva, Piotr. —¿Qué pasa con ella? —Ella y tu padre son... amigos. —Sí. —¿Buenos amigos? —Sí. —¿Cómo es ella? —No está mal. —¿Y Misha, el niño? —¿Qué pasa con él? —¿Es... hijo de tu padre? —No, claro que no, no seas tonta. El padre de Misha murió en un accidente el pasado verano, cuando estaba talando árboles en un campo. —Ah. —Papá ayuda a Lilya cuando ella lo necesita, como cuando Misha rompió el cristal de una ventana. Y de vez en cuando nos prepara la comida. —Comprendo. —Es muy amable. Piotr notó que el rubor cubría las mejillas de Sofía, al principio lentamente y luego con mayor rapidez e intensidad. Ella apartó la vista y Piotr lo lamentó: no había Página 267 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

querido hacerle daño.

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40 Sofía dejó a Piotr en la oficina del koljós, pasó junto a un estanque donde dos niños armaban un alboroto considerable en sus intentos de atrapar un pato, echó a correr hasta la izba de Rafik, entró apresuradamente y gritó: —¿Rafik? No obtuvo respuesta, la casa estaba desierta. ¿Dónde estaba el gitano? Quería hacerle varias preguntas y el tiempo apremiaba. —Camarada Morózova. Ella se volvió. Fuera, ante la casa, estaba Elizaveta Lishnikova, la maestra, con un libro en la mano. Llevaba el pelo recogido en un moño y su vestido gris ceñido en la cintura se veía tan inmaculado como siempre, pero algo en su actitud y en el brillo de sus ojos hizo que el corazón de Sofía diera un vuelco: parecía decidida y expectante. Sabía algo que Sofía ignoraba. —Precisamente quería hablar contigo, camarada Lishnikova. —Pues te he ahorrado la molestia —dijo la maestra y le tendió el libro—. Toma, te he traído un regalo. Sofía lo aceptó, sorprendida. Era un ejemplar de buena calidad de El idiota, de Dostoievski. —Gracias, camarada. —Supongo que lo has leído. —Sí, pero me encantará leerlo de nuevo —contestó, hojeando el libro con aire pensativo—. Spasibo, pero ¿por qué me haces este regalo? El rostro alargado de facciones elegantes se contrajo un poco. —Pensé que a lo mejor lo necesitarías. Algo que te serenara antes de esta noche. —¿Esta noche? ¿Qué ocurrirá esta noche? —Ah. —Elizaveta vaciló un momento antes de dirigirle una sonrisa amable—. Veo que aún no lo sabes. Disculpa mi error —dijo, y se dispuso a marcharse. —Camarada —la llamó Sofía, alzando la voz—, pensaba ir a verte para agradecerte el ofrecimiento de un empleo. —La maestra arqueó las cejas con expresión expectante—. Me gustaría aceptar el puesto. Página 269 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿De veras? Supondría una ayuda, pero Rafik me dijo que pronto te marcharás. —¿Que me marcharé? —Sí, de Tivil. —¿Por qué lo dices? —Eso pregúntaselo a Rafik, camarada, pero permite que te diga una cosa: ese hombre sabe más que tú y que yo juntas —dijo, riendo en voz baja, una risa que parecía corresponder a una mujer mucho más joven, y se volvió. —Dime qué le ocurrió a tu anterior ayudante —gritó a espaldas de la maestra. Elizaveta Lishnikova solo se detuvo un instante, pero Sofía lo notó. —Se marchó —contestó la maestra. —¿De repente? —Sí —dijo, y Sofía creyó que no diría nada más, pero Elizaveta prosiguió en tono tenso—. Un día dijo algo inapropiado y un alumno lo denunció —añadió, encogiéndose de hombros—. Son cosas que pasan. —¿Fue Yuri el alumno que lo delató? En el tren, Mijaíl le había hablado del amigo de Piotr. Elizaveta guardó silencio, pero suspiró y el brillo de sus ojos se apagó. Se marchó sin decir una sola palabra más.

Sofía trató de entender lo ocurrido. El mensaje de la maestra la había inquietado. ¿Esa noche? ¿Qué quería decir? ¿Por qué necesitaba serenarse? ¿Qué sucedería esa noche? De pronto sintió miedo, un temor frío y duro que le oprimía el corazón, y se pasó la mano por el pecho para mitigarlo. «Ana, Ana, me faltan fuerzas. No puedo hacerlo.» Se sentó en el sillón color granate de Rafik y apoyó la cabeza en las manos. Todo el esfuerzo y el sufrimiento de los últimos cuatro meses en los que había luchado por atravesar media Rusia paso a paso la aplastó y de pronto le faltó el aire. Permaneció así durante un largo rato, reflexionando profundamente hasta que los dedos se le entumecieron. Pensando en Mijaíl y en Ana. En lo que estaba a punto de perder. Y, por fin, cuando el dolor se volvió soportable una vez más, se levantó para acercarse al cofre de madera tallada de Rafik apoyado contra la pared, el cofre del cual había sacado sus zapatos, el cofre que ella jamás había abierto. La tapa estaba cubierta de imágenes talladas de serpientes. Sofía la levantó. Ignoraba qué encontraría, pero desde luego no esperaba aquello. Dos brillantes ojos negros y una piel más blanca que la nieve, resplandeciente como Página 270 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

el hielo. La tocó. Era la piel de un zorro ártico expertamente curtida, tan suave y flexible que resultaba difícil creer que el animal no estaba vivo. La acarició y la sacó del cofre. Debajo había una pila de sábanas blancas dobladas y, junto a toda esa blancura, destacaba un bulto envuelto en un trozo de tela de un intenso color rojo. Sofía lo cogió, casi esperando que las fibras rojas le mancharan los dedos de sangre, y notó que la tela envolvía un objeto pesado. La apartó con cautela y un único guijarro cayó en su regazo. La desilusión se apoderó de ella. Había esperado encontrar algo... más revelador, pero recogió el guijarro y lo examinó. La piedra era blanca con vetas plateadas, pero aparte de eso parecía normal y corriente. ¿Qué uso le daría Rafik? Era absurdo, pero cuanto más clavaba la vista en el guijarro, menos ganas tenía de volver a guardarlo en el arcón. Animada por una sensación extrañamente reconfortante, alzó la mano y se apoyó el guijarro contra la mejilla. Se fue apaciguando y su respiración se sosegó. Ignoraba qué estaba ocurriendo, pero el temor y la sensación de debilidad que la embargaban apenas unos momentos antes habían desaparecido. Era extraño. Quizá Rafik había tocado esa piedra con tanta frecuencia que una parte de sí mismo se había pegado a las vetas plateadas. ¿Era el firme espíritu del gitano lo que la calmaba, o era algo que emergía desde su propio interior? Sofía no lo sabía con seguridad. Meneó la cabeza, envolvió de nuevo el guijarro en la tela roja y guardó el bulto en el arcón. Debía encontrar a Rafik, pero al salir de la casa oyó el golpe de cascos, alzó la vista y se encontró con Fomenko, que, montado en un gran caballo negro, se dirigía a la oficina del koljós. El director refrenó al animal y se detuvo ante Sofía. —Buenos días, camarada Morózova. Ella le dirigió una mirada dura y fría. Ese hombre era el joven soldado que dieciséis años atrás había matado al padre de Ana a sangre fría, el mismo que había disparado a Svetlana, la madre de Mijaíl. Por milésima vez se preguntó si Mijaíl lo sabría y si ella debería decírselo. —Todavía no has acudido a mi oficina, tal como te pedí. —Hoy estaba en Dagorsk. —¿Has averiguado qué ha sido del camarada Pashin? Sus anchas espaldas parecían ocultar el cielo oscuro y plomizo. —Niet. Durante un momento Fomenko la escudriñó en silencio. Parecía preocupado y eso la sorprendió. —Bien, entonces te espero mañana por la mañana a las ocho, en mi oficina. —Ella asintió—. Camarada Morózova —añadió en tono menos duro—, ¿puedo sugerirte que comas algo? Página 271 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Que coma algo? —preguntó ella—. ¿Tal vez cereales, por ejemplo? En vez de maldecirla tal como ella había esperado, Fomenko se echó a reír. Al oír sus carcajadas Sofía sintió el impulso de arrancarle la lengua.

Alertada instintivamente de algún peligro, Sofía rodeó la aldea. Los establos parecían el lugar más probable para encontrar al gitano, pero en vez de recorrer el sendero directo entre los campos de coles se mantuvo junto al linde del bosque y remontó la ladera hasta la cresta, inspirando el aroma dulce y fresco de los pinos. Desde allí alcanzaría los establos desde la parte posterior y desde arriba. Bajó la vista y contempló los alargados edificios de madera, pero no descubrió nada extraño. El patio estaba desierto, a excepción de un perro que ladraba en alguna parte y unos golfillos que alborotaban en el fangoso estanque. A lo lejos, diseminadas por los campos, había figuras como espantapájaros con azadas en las manos, mientras otras estaban arrodilladas, arrancando las malas hierbas de las hileras de patatas. No veía nada extraño, nada fuera de lugar. ¿A qué se debía su inquietud? Entonces lo oyó, débil pero inconfundible: la cadencia rítmica de un cántico religioso. Se elevaba desde la pared del establo como el incienso, cargando el aire. Era un sonido intenso y cálido que le evocó a su padre y su juventud, pero el sacerdote y su rebaño secreto se engañaban a sí mismos si creían que su Dios era capaz de combatir el poder del comunismo. Miró en derredor con rapidez. Un centinela... El sacerdote debía de haber apostado un centinela, ¿no? Al principio no divisó ninguno, pero dio unos pasos a la izquierda para ver el acceso a través de los campos de coles y lo descubrió: allí, donde comenzaba el sendero, se encontraba el muchacho de las costras y la escoba, pero no estaba barriendo, sino que discutía y alzaba los brazos. Los hombres uniformados se abalanzaron sobre él como un enjambre de avispas, le golpearon las costillas y le propinaron bofetadas. Sofía echó a correr, se lanzó ladera abajo hasta la parte posterior de los establos y aporreó las polvorientas tablas. El cántico cesó en el acto. Corrió hasta un alto y estrecho respiradero en la pared de madera, pegó un brinco y se escurrió a través del diminuto hueco con la agilidad de una ardilla. Cayó de pie, parpadeó en la penumbra y se encontró en un pequeño almacén donde guardaban los arneses, rodeada del aroma a cuero y el brillo apagado del latón. Oyó un movimiento y salió apresuradamente a un largo sector que albergaba los establos, pero no vio a nadie. Solo un caballo volvió el pesado morro hacia ella con curiosidad y soltó un suave relincho. El aroma a incienso era intenso. Página 272 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Sacerdote —dijo en voz baja. Un sonido que reconoció surgió a su derecha: el suave tintineo de un incensario de latón. El sacerdote estaba solo, de pie ante lo que parecía una pared de tablas desastradas, pero su aspecto no guardaba el menor parecido con el de la última vez que lo había visto. Llevaba el atavío de la iglesia rusa ortodoxa: una larga sotana negra que lo envolvía de una quietud que ocupaba todo el reducido espacio; alrededor del cuello llevaba una estola bordada y, en la cabeza, un sombrero alto y negro transformaba sus cabellos rojos en un halo dorado. Pero lo que más había cambiado eran sus ojos. Su mirada salvaje había desaparecido, dando paso a la paz de un mar fresco y verde. El sacerdote la contemplaba con serena autoridad. —Dios sea contigo, hija —dijo, e hizo la señal de la cruz. —Rápido —lo instó Sofía—. Bistro. Los soldados han llegado a los establos. El hombre era consciente de que ella podía estar tendiéndole una trampa, pero la mirada de sus ojos verdes se cruzó con la de ella y algo en Sofía debió de convencerlo, porque empujó uno de los maderos y, en silencio, girando sobre goznes bien engrasados, el madero se elevó hasta las vigas y apareció un hueco alto y estrecho. Sofía se asomó. Más allá había una habitación alargada llena de gente, perfumada por las velas, el incienso y las plegarias. Más de veinte rostros se volvieron hacia ella: ancianos de barba gris y ojos cansados, ancianas con la cabeza cubierta de un pañuelo negro y una cruz colgando del cuello. Una gran Biblia abierta estaba apoyada en un atril. —Bistro. Salid, deprisa —susurró Sofía—. Soldados... Todos soltaron un jadeo aterrado y sus cuerpos esqueléticos pasaron por el estrecho hueco. —¿Hacia dónde? —Nos matarán. —Que Dios se apiade de nosotros. —Santa María Madre de Dios, Virgen Santa, escucha nuestras plegarias. —Por aquí —dijo el sacerdote Logvinov. Condujo a su rebaño hasta uno de los pesebres arrastrando su desgastada sotana por el suelo cubierto de briznas de paja. Una mujer sollozaba y se cubría la cara con el pañuelo. Logvinov se inclinó, desplazó un pestillo de madera e inmediatamente la tabla se abrió. Al otro lado apareció la ladera rocosa que conducía al bosque. Sofía tuvo que reconocer que el sacerdote estaba mejor preparado de lo que ella había supuesto. —Marchaos, hijos míos. Todos los aldeanos se detuvieron para besar el anillo del sacerdote. —Gracias, padre —decían. Página 273 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Pero cada segundo de demora desesperaba a Sofía. —Daos prisa —instó—. Bistreye! El golpe de las botas resonó en el patio delantero y el centinela soltó un grito, como si lo hubiesen golpeado. Sofía luchó contra el abrumador deseo de huir montaña arriba, hasta el fresco refugio de los árboles. —Trataré de demorarlos, sacerdote —dijo—. Quítate esas prendas y si quieres poder volver a rezar una oración en el futuro, esconde esa Biblia —añadió. Le arrancó el sombrero ceremonial de la cabeza y se lo tendió—. Date prisa. —Dios te protegerá, hija mía —murmuró el sacerdote Logvinov. —Mi lengua lo hará mejor —replicó Sofía. Se volvió y echó a correr por los establos para enfrentarse a los uniformados en el patio.

«¿Por qué estoy haciendo esto? ¿Por qué correr semejante riesgo?» La pregunta se le cruzó por la cabeza en cuanto vio a los soldados pavoneándose en el patio. La mera visión de sus botas y sus gorras de visera le revolvieron el estómago. —Továrichi! —gritó—. ¡Camaradas! Eran jóvenes, de lo contrario no se hubieran detenido con tanta rapidez al oír una voz femenina. —Továrichi —repitió Sofía, esa vez acompañando la palabra con una sonrisa. Cada segundo de demora significaba que otro fugitivo alcanzaría la protección de los árboles—. Me alegro de que hayáis llegado. Os hemos estado esperando, pero habéis acudido al granero equivocado. Debéis dirigiros al que se encuentra al otro lado del río. Los soldados volvieron la mirada hacia ella, excepto uno alto y desgarbado, de facciones asiáticas y cabello negro y lacio, que se encaminó directamente a la desvencijada puerta que daba al sector del establo donde se ocultaba la habitación secreta. Un delator se había ganado sus treinta monedas de plata. —Primero el camarada director Fomenko querrá hablar con todos vosotros —se apresuró a añadir ella—. Antes de que empecéis a trabajar. El soldado de rasgos asiáticos se detuvo y la observó entrecerrando los ojos. —¿De qué estás hablando? —preguntó frunciendo el ceño un joven de cara delgada que parecía estar al mando—. No estamos aquí para trabajar para vuestro director. —Ah —dijo Sofía, y agitó la cabellera—. Creí que erais los que vienen a ayudarnos a levantar el nuevo granero. —Somos soldados de la OGPU —contestó él en tono orgulloso y sacando pecho—, Página 274 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

no campesinos. Pero no despegó la vista de ella. Ninguno de ellos lo hizo. —Pues me he equivocado —dijo, sonriendo y balanceando las caderas—. Entonces ¿por qué estáis aquí? —Para registrar ese edificio —contestó él, señalando los establos con el rifle. —¿Qué buscáis? Los segundos iban transcurriendo. —Enemigos del Estado que celebran reuniones religiosas ilegales. Unas gotas de sudor le cubrían el labio superior; el aire era caluroso y sofocante bajo el cielo plomizo y cuando el oficial miró en torno con inquietud, Sofía tuvo la impresión de que era la primera vez que el joven oficial comandaba un grupo. Estaba tan angustiado como ella. —Allí dentro —dijo el soldado asiático gesticulando con su rifle y señalando el oscuro interior del establo—. Traed a la muchacha —añadió, observando a Sofía con suspicacia. El oficial asintió con la cabeza, aliviado de que otro tomara la iniciativa. Sofía se preparó. —Agua. —Era Rafik, vestido con su camisa de un brillante color amarillo y un pañuelo sujetado alrededor de la cabeza—. Agua es lo que necesitáis, muchachos, después de haber andado tanto. ¿Verdad que sí? Estaba de pie ante la puerta, frente a los suspicaces soldados, impidiendo la entrada. En una mano sostenía un gran jarro y en la otra, dos tazones de latón. —Agua fresca del pozo. Venid y bebed un poco.

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41 Las palabras hicieron sangre. En la pequeña habitación sin ventanas, solo iluminada por una única bombilla, el interrogador volvía a estar sentado ante la mesa frente a Mijaíl. Tenía los labios pálidos y la piel amarillenta, como si hubiera pasado toda la vida abriéndose paso por la mugre de la prisión como un topo. Mijaíl permanecía de pie con las manos a la espalda, tal como le habían ordenado, tratando de concentrarse. —Mijaíl Pashin, en la fábrica Levitski empleaste a una mujer que había estado al servicio de la zarina. Su padre luchó por los Blancos. —Eso fue hace mucho tiempo. Hoy es una buena comunista. —Permitiste que saboteara los uniformes del Ejército Rojo mientras los cosía. —Eso no es verdad. Me aseguro de que la confección de todos los uniformes sea revisada. —¿Por qué los haces revisar? Eso prueba que ella no es digna de confianza. Era la hermana de su amigo muerto; había acudido a él suplicando trabajo, clavando sus dedos de gruesos nudillos en la pechera de su camisa. Dijo que estaba contaminada, que era una paria, que nadie le daba trabajo porque en el pasado había trabajado en un palacio. —No, no es así. Todas las prendas son revisadas de manera rutinaria antes de enviarlas, porque cualquier costurera puede cometer errores. —Los saboteadores siempre se escudan en tonterías como esa. —Ella no es una saboteadora. —Pero tú sí que lo eres. Mijaíl empezó a respirar entrecortadamente, como si las paredes de la habitación lo presionaran, y sintió un dolor palpitante en los testículos a causa de las palizas que había recibido en la celda. —No me mientas, imbécil. ¿Te atreves a negar que la semana pasada estropeaste tres máquinas de coser para retrasar la producción, por orden de tus amos de Berlín? —Sí, lo niego. —Pero las máquinas se estropearon. —Sí. Página 276 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Tú las estropeaste. Eres un asqueroso destructor. —No. Se estropearon porque son viejas. —Al igual que estropeaste la turbina cuando trabajabas en la fábrica de aviones Túpolev. Eso lo cogió desprevenido. Siempre pasaba lo mismo: las preguntas tergiversadas, las acusaciones deslizándose bajo sus defensas cuidadosamente montadas. —No, la turbina se estropeó porque había que reponer una pieza, pero... —¿Te pagaron bien por hacerlo? —Ya te dije cuál era mi salario en la Túpolev. —¿Recibiste una buena suma de tus amos extranjeros por esa traición? —Eso es absurdo. No hay tales extranjeros. Producía... —¿Por eso permitiste que la empresa alemana te mandara máquinas defectuosas? Los ojos de topo se entrecerraron. —Las máquinas son... —Solo querías sabotear las cuotas. —Superamos las cuotas el último... —Eres un destructor. —No. —Un saboteador. —No. —Un traidor. —¡No! —gritó Mijaíl, intentando que las palabras penetraran en el estúpido cerebro del hombre. —Intentas dejar al ejército sin uniformes. —Ya te he dicho que superamos las cuotas estipuladas. —Mientes. —Echa un vistazo a las cifras de producción de la fábrica Levitski. —Falsificas las cifras, cambias los números, eres un saboteador, un destructor, un traidor —repitió el hombre y su voz se convirtió en un agudo chillido—. ¡Confiesa! La habitación pareció oscilar. ¿O acaso era él quien se bamboleaba? Era como si el aire se volviera espeso y un zumbido raspó sus terminaciones nerviosas cuando la bombilla titiló brevemente. Su mente intentaba dejar de funcionar y Mijaíl cerró los ojos. En medio de la bruma que parecía rodearlo una voz le susurró al oído: «Deberías ser más cauto.» Era la voz de Sofía, sentada detrás de él en el lomo del caballo; percibía la tibieza de su cuerpo, de sus pechos presionados contra su espalda y de sus dedos rozando sus costillas. —Cabrones —gruñó. Página 277 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Pero volvió a oír su voz solemne: «No insultes a la ligera.» Sus palabras eran reales. Esa habitación solo podía ser una pesadilla, una pesadilla lamentable. Abrió los ojos, pero la pesadilla seguía allí, el interrogador inclinado hacia delante presionando los pulgares y contemplándolo con expresión de asco. —Confiesa. —Soy un comunista leal. —No pronuncies esa palabra, sucio capitalista burgués. No tienes derecho a pronunciar la palabra «comunismo». Desconoces su significado, mientes, engañas y aceptas el oro de un traidor. —No. —Ampliaste la fábrica Levitski, comprometiendo una parte del dinero del Estado que podría haber sido mejor empleado en otro lugar. Intentabas minar la economía rusa. Esa afirmación absurda acabó por desencadenar la cólera de Mijaíl. —¡Estúpido cabrón! —gritó, alzando las manos como si pretendiera coger al hombre del cuello—. Amplié la fábrica para incrementar la producción y prestar ayuda a la economía rusa. Si encarcelas a todos los que tienen ideas nuevas y productivas este país caerá de rodillas y llorará. Se produjo un repentino silencio y fue como si la habitación vibrara. Mijaíl oía su propia respiración agitada. El interrogador abrió el archivo apoyado en la mesa, pero la ira crispó sus labios pálidos y apenas echó un vistazo a la página. —Acogiste al hijo de un kulák —declaró—, el hijo de un enemigo de clase. No lo niegas porque no puedes hacerlo. El kulák era un enemigo de clase que saboteó el molino de la aldea. Vosotros los destructores trabajáis todos juntos, sois unos conspiradores. Reconócelo. Confiesa. Firma esta declaración. —No. Refuto la acusación. —Eres un enemigo de clase. Robas al Estado. —No. —Robaste sacos de cereales. —No. —Tengo un testigo. —Mientes, no es verdad. ¿Quién me acusa en falso? —Tu hijo.

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42 Ella no vendría. Piotr apoyó la frente contra la puerta de madera de la sala de reuniones, como si su tibieza pudiera mitigar el frío que lo atenazaba. Estaba solo y echaba de menos a su padre. Permanecía de espaldas a la calle porque se negaba ver a otro aldeano que pasaba y apartaba la vista, como si él fuera invisible. Sofía no vendría; incluso para ella era un marginado, un leproso. Un intocable por segunda vez en su vida, pero... ¿qué había hecho? Pegó un puntapié a la puerta y los viejos goznes soltaron un chirrido. —Piotr. Ella estaba allí. El chico se volvió, aliviado y con ese extraño sabor a miel en la boca cada vez que ella estaba cerca. —¿La has traído? —preguntó Sofía. Él asintió y tendió la mano, en la que reposaba la pesada llave de hierro de la puerta de la sala de reuniones. El contacto con su piel la había entibiado. —Molodyets. Buen chico —dijo ella, y cogió la llave—. ¿Te creyeron? ¿Creyeron que querías ayudar al koljós limpiando la sala? Él volvió a asentir, pero con el mango de la escoba en la mano indicó una de las hojas de papel clavadas en la puerta: eran las listas de los logros individuales de cada trabajador durante esa semana. Su nombre figuraba en ellas, el tiempo pasado en la herrería. Alguien había tachado el nombre de Piotr para demostrar que él no existía y oyó la respiración agitada de Sofía. —¿Quieres que la arranque? —preguntó ella en tono tan indiferente como si le preguntara si quería que le cosiera un botón. —No —contestó Piotr, horrorizado. —¿Por qué no? —No, no lo hagas. Ella le rozó los cabellos con la mano. —¿Por qué no, Piotr? —Porque no sería... —el muchacho se esforzó por hallar la palabra correcta— prudente. Página 279 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Por qué? ¿Porque quien clavó la lista en la puerta fue el director Alekséi Fomenko? —Hay soldados aquí, en Tivil —susurró—. Los he visto. —Yo también. —Si la quitaras solo causaría... más problemas —murmuró él. Ella dejó de acariciarle el pelo. Nadie lo había tocado así desde la noche en que su madre se marchó con el soldado. Ni siquiera su padre lo había hecho. —Piotr —dijo ella en voz tan baja que el chico tuvo que aguzar el oído—. Si todos tienen miedo de causar problemas, ¿cómo podremos mejorar el mundo? Incluso Lenin era un gran causador de problemas. Piotr se encogió de hombros. —Los habitantes de Rusia se sumirán en su desgracia y se pudrirán —continuó diciendo Sofía—, como tu padre en su celda. Como yo. Como el sacerdote Logvinov si no tiene más cuidado que el que tuvo hoy. Como todos los otros apestosos prisioneros si tú y yo no causamos problemas. —¿Eras una prisionera? —Sí. Escapé. Era como un regalo: ella confiaba en él. No era invisible. —Abre la puerta —dijo Piotr—. Te ayudaré.

Los dos registraron la sala, cada uno una mitad. Piotr era veloz como un hurón, corría de un lugar a otro, lo exploraba y pasaba al siguiente, ansioso por ser quien encontrara el escondrijo. Ella era más lenta y metódica, pero el muchacho percibía su frustración. Piotr introducía los dedos en grietas y tanteaba bajo los bancos en busca de compartimientos ocultos, pero no encontró nada. Lo único que no registró fue la mesa de metal gris, las dos sillas y los dos lápices, porque ese era el territorio del director Fomenko y se sentía como un intruso. Tenía las mejillas arreboladas pero no quería detenerse, ya no. —¿Sabías que en la iglesia ortodoxa rusa los fieles siempre permanecían de pie? —La voz de Sofía lo alcanzó desde el otro lado del edificio—. No había bancos para sentarse y la misa podía durar horas. El tema no le interesaba. De todos modos, habían hecho estallar casi todas las iglesias. Tiró de un ala de yeso de un ángel y la desprendió, pero detrás no había nada. —Era para demostrar su devoción, ¿comprendes? —dijo Sofía. ¿Por qué le decía todo eso? Ella apoyaba la mejilla contra la pared opuesta examinando la superficie y tanteando con los dedos en busca de ladrillos flojos. Página 280 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Sabes por qué debían hacerlo? —preguntó. —No. —No tenían que demostrárselo a Dios sino entre ellos. Piotr reflexionó durante un momento y se rascó la cabeza. —¿Como cuando nos reunimos aquí y los trabajadores se denuncian los unos a los otros por haraganear en los campos ese día? ¿Te refieres a eso? —Exacto. Es para demostrar a los demás que eres un auténtico creyente. Para evitar que te condenen al infierno o a un campo de trabajos forzados. Las dos cosas son lo mismo. Él se puso en cuclillas y recorrió el borde de una tabla con el dedo. Sabía que ella se equivocaba, desde luego. Stalin advertía tanto contra los saboteadores de ideas como contra los de las fábricas, pero él no quería decirle eso, al menos no en ese momento. Su dedo se enganchó en algo. —Sofía. —¿Qué pasa? —He encontrado algo. Ella se acercó rápidamente. —¿Qué? —Esto. Mira. Piotr levantó un mugriento trozo de cuerda de apenas un palmo de largo sujeto a una tabla del suelo. Sofía se agachó a su lado. —Tira —dijo. Él obedeció y una lama de un metro de largo se despegó del suelo. Piotr soltó un grito y su trasero golpeó contra el suelo, pero después se puso de rodillas y se asomó al hueco. Había encontrado el escondrijo y tendría el medio de liberar a su padre, era lo que ella le había prometido. Ignoraba qué estaban buscando exactamente, excepto que se encontraba dentro de una caja y que sería algo bueno. Sofía tironeaba de la tabla de al lado para agrandar el hueco, pero no lo logró, y por primera vez él notó las cicatrices que le cubrían los dedos. Ambos presionaron la cara junto al hueco negro y profundo. Demasiado negro y profundo para poder ver el fondo. —No era lo que esperaba encontrar —dijo ella, frunciendo el ceño. —Me meteré en el hueco —se apresuró a proponer Piotr. No quería que ella dudara de lo que había descubierto—. Me dejaré caer. —No. Página 281 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Ella lo aferró del hombro. —¿Por qué no? —Porque no sabemos si es muy profundo ni lo que hay allí abajo. —Pues entonces busca algo que podamos dejar caer, es así como comprueban los pozos. Ella tomó uno de los lápices de la mesa, pero Piotr no aguardó, dejó colgar las piernas por encima del borde, alzó las caderas, levantó las manos por encima de la cabeza y se deslizó en el agujero como una anguila. Se precipitó en la oscuridad, aterrizó en una superficie dura y el choque lo dejó sin aliento. Alzó la vista: varios metros por encima de su cabeza un pequeño rectángulo de luz interrumpía la oscuridad y le permitió orientarse. —¡Piotr! Él oyó el tono consternado de su voz. —Todavía estoy vivo. Entonces el pálido óvalo del rostro de Sofía apareció en el hueco, bloqueando la luz. —¿Te has hecho daño? —No. —Se frotó la rodilla; estaba húmeda pero se limitó a limpiarse la mano en el pantalón—. Está muy oscuro. —¿Y qué esperabas, idiota? —dijo ella, riendo. Pero no lo regañó y eso le gustó. —Ahora que estás ahí abajo, tantea, pero ten cuidado. Intenta encontrar un saco o una caja. A lo mejor incluso unas velas. Piotr se puso de pie y durante un momento se quedó inmóvil con la vista clavada en la oscuridad, esperando a que sus ojos se acostumbraran. Entonces comenzaron a surgir formas borrosas, gris sobre negro. Inspiró profundamente, el aire era seco y un poco dulzón. Estiró la mano por delante de él y avanzó dos pasos... y entonces la tabla por encima de su cabeza cayó y la oscuridad lo devoró por completo.

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43 Campo Davinski Julio de 1933 Ana estaba demasiado enferma para trabajar. Sabía que se acercaba el día en que el aire que lograba inspirar no bastaría para caminar, por no hablar de trabajar, pero no había supuesto que llegara tan pronto. Estaba tendida en su litera de madera, luchando contra la tos que le desgarraba el cuerpo medio muerto de inanición. Era extraño, pero se había convencido de que cada uno de los espasmos era el gruñido de un monstruo de dientes afilados que moraba en su pecho, con los ojos como brasas incandescentes y la piel cubierta de húmedas escamas verdes. Sabía que era una fantasía, pero no lograba quitársela de la cabeza por más que se esforzaba. —Es la falta de oxígeno —dijo, resollando— que me está haciendo papilla el cerebro. Pero captaba el apestoso aliento del monstruo surgiendo de su propia boca y oía el crujido de sus escamas en el interior de sus pulmones cuando la criatura cambiaba de posición.

—Toma, come esto. Con el rostro crispado de preocupación, Nina introdujo un pequeño trozo de pan negro entre los labios de Ana. La enferma chupó el mendrugo lentamente, para hacerlo durar. —Y esto. Tasha le dio otro mendrugo y luego acarició la frente húmeda de su compañera. —Una perra estúpida, eso es lo que eres —dijo en tono áspero. Ana chupó el pan y sonrió. Era incapaz de hablar, pero la imposibilidad de pronunciar una palabra no se debía solo a la tos: también al hecho de que esas dos mujeres, que nunca comían lo suficiente como para seguir realizando los trabajos forzados, estaban sacrificando una parte de su paiok, su ración cotidiana. Era algo que Página 283 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

no se le pedía a nadie, ni siquiera a los amigos, porque era como pedirles la vida. Haciendo un gran esfuerzo, tragó el pan. —Mañana me encontraré mejor y volveré a trabajar —dijo. —Pues claro. —Después de pasarte todo un día haciendo el vago estarás fuerte como un buey. —Tenéis envidia, ya se ve. Las otras dos rieron. —Y que lo digas —dijeron al unísono. Ana estiró la mano y rozó el musculoso brazo de Nina. —Spasibo —susurró. —No seas tonta —dijo la mujer, encogiéndose de hombros—. Solo lo hago porque quiero que vuelvas a la brigada y nos cuentes historias. Sin ti nos morimos de aburrimiento en los pantanos, ¿verdad, Tasha? —Sí, ya lo creo. Hoy Nina trató de divertirme con un cuento sobre el parto de un ternero. Casi vomito de asco, joder —dijo, frunciendo su boquita de expresión mojigata —. Ahora trata de dormir y mañana te encontrarás mejor. —Spasibo. Ana cerró los ojos, exhausta. La luz le irritaba los ojos cada vez más y sentía pequeños pinchazos de dolor en las órbitas. Recordó que Sofía se había visto afectada por el mismo problema cuando las heridas de los dedos se le infectaron y apenas comía. —No veo nada —había dicho una noche en el barracón, y Ana percibió su desesperación pese a los esfuerzos de Sofía por disimularla. Ana había agitado la mano ante los ojos de su amiga. —Es pelagra. —Lo sé. La pelagra, como el escorbuto, estaba causada por la falta de vitaminas y era la maldición de las prisioneras. Uno de los efectos era la incapacidad de ver en la oscuridad. Ana había cogido la mano ilesa de Sofía y la había conducido entre las hileras de literas hasta la suya. La fiebre abrasadora de su amiga la aterró y entonces decidió ir en busca de Sara la Loca.

—Sara. —Vete, puta. —Te he traído un poco de pan, Sara —dijo Ana, haciendo otro intento. —Pan podrido de una puta —replicó la otra, poniendo en blanco sus ojos verdes. Página 284 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Pese a ello, estiró la garra marchita, cogió el grumo gris de pan duro y lo introdujo en su desdentada boca antes de que la otra cambiara de idea. Ana aguardó pacientemente hasta que Sara dejó de soltar un torrente de obscenidades y de rascarse. —Verás, Sara, me han dicho que tienes conocimientos de las plantas curativas que crecen en el bosque. La mujer se carcajeó y señaló a Ana con un dedo torcido. —Más de los que te imaginas. Ambas se encontraban junto al inmenso vertedero situado en un extremo del campo. Llovía, un aguacero frío y lúgubre que no se había detenido en todo el día y que volvía resbaladizas las rocas del camino. A lo lejos, el sol permanecía pegado al horizonte y no se movería hasta la mañana, renuente a abandonar su posición en esa época del año. El hedor del vertedero era insufrible, como el de los cadáveres enterrados en la mugre, pero Ana disimuló su repugnancia. Sara era una de las brodyagas, las devoradoras de basura, el grupo de patéticas desdichadas que se alimentaban de lo que encontraban entre los desperdicios. Se arrastraban por encima de la basura como cangrejos en busca de cosas que meterse entre las blancuzcas encías y aceptaban las insinuaciones de cualquier guardia lo bastante desesperado como para tocar sus cuerpos enfermos. En su mayoría habían perdido el juicio, sus cerebros se pudrían con la misma rapidez que sus miembros, pero para Ana, Sara significaba la única esperanza y se aferró a ella. —Dicen que eres una bruja —dijo Ana, hablando con lentitud y claridad para asegurarse de que la mujer oía sus palabras, pero no se arriesgó a acercarse demasiado —. Que puedes... Sara chilló y Ana tardó unos instantes en darse cuenta de que reía y soltaba un resuello complacido. Hacía tiempo que había perdido todo el cabello, incluso las cejas negras como el carbón habían desaparecido; su cuero cabelludo rosado y costroso resplandecía bajo la lluvia. —¿Qué me pagarás? —preguntó, agitando las manos como garras. —¿Qué pides? —Mantequilla, pan y remolacha. Y... —dijo, meciendo la cabeza y procurando pensar en algo más— y tu abrigo. Lo quiero ahora... ahora... ahora... Quiero... Ana retrocedió. Estaban en verano, pero cuando llegara el invierno... —Necesito una cura para una mano infectada. Si sana te daré el abrigo, pero no antes. La mano de la mujer se deslizó hacia delante como la cabeza de una serpiente y aferró el cuello mojado del abrigo de Ana, toqueteando la tela acolchada y babeando. —Tráeme mantequilla, entonces veremos. Página 285 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Ana asintió con la cabeza y, conteniendo el aliento para evitar en lo posible el hedor de la podredumbre, se apresuró a alejarse del vertedero y de las mujeres que se arrastraban por encima de los desperdicios. La lluvia no apagó las carcajadas enloquecidas de Sara.

No tardó mucho en conseguir lo que necesitaba. Compró pan y mantequilla y, a cambio, Sara le entregó una cataplasma de hierbas. Algunas de las mujeres del barracón dejaron de dirigirle la palabra cuando vieron que todos los días Ana extraía de su bolsillo un paquete de papel marrón que contenía carne y grasa e incluso un bizcocho dulce. Todas lo sabían, pero a Ana le importaba bien poco, habida cuenta de que Sofía comenzaba a sanar. Notaba la repugnancia feroz de sus compañeras: era como si sus miradas le rasparan la piel como el papel de lija. Las prisioneras murmuraban cubriéndose la boca con la mano e incluso en la zona de trabajo la señalaban con el dedo cuando los guardias se acercaban a ella con una sonrisa. De todas formas, los sucios pensamientos de las otras mujeres eran incluso más clementes que los suyos propios acerca de sí misma. No obstante, ello no la detuvo y cada noche surgía de detrás del barracón de las herramientas con comida en el bolsillo y llamas en el vientre. Una noche, mientras deslizaba diminutos trozos de carne de cerdo entre los labios agrietados de Sofía, vio que los ojos de mirada febril se clavaban en su rostro como si trataran de descubrir qué era real y qué un truco de su mente confusa. —Ana —dijo la enferma en un áspero susurro. —Estoy aquí. —Cuéntame... algo... feliz. Una gran oleada de ternura envolvió a Ana. Estaba de pie junto a la litera superior de Sofía y apoyó la cabeza contra el brazo de su amiga. ¿Cómo era posible que algo que parecía tan muerto estuviera tan caliente? —Háblame, Ana. —La voz era tan apagada que solo parecía una vibración del aire —. Dime más cosas sobre Vasili. Ana deslizó una pasa de uva entre los labios de Sofía. Ella nunca probaba ni un bocado de los alimentos, porque el mero hecho de pensar de dónde provenían le provocaba náuseas. —Mastica —ordenó, y comenzó a hablar.

—La llamábamos la Isla de los Piratas. Era pequeña y estaba en el centro del lago Página 286 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

de la magnífica propiedad de los Dyuzheyev. Los únicos que habitaban la isla eran los cisnes. Había dos, los llamábamos Napoleón y Josefina porque eran sumamente desagradables, siempre chillaban y agitaban las grandes alas blancas como ángeles furiosos caídos del cielo. Un perezoso día de verano Vasili decidió que atacaríamos la isla, así que nos metimos en el bote de remos fingiendo que éramos las mejores tropas del zar Nicolás que expulsaban a los aborrecidos piratas finlandeses de las tierras rusas. Vasili había hecho unas espadas de madera para los dos. »“Vamos, capitán Konstantin, rema con más fuerza», rugió Vasili como si nos encontráramos en medio del océano, azotados por un huracán. »El sol brillaba en las aguas y el aleteo de los insectos hacía vibrar el aire. Una mariposa de un resplandeciente color azul se posó en la gorra de Vasili y yo aplaudí, encantada, de manera que estuve a punto de perder el remo. La verdad, la idea de invadir la diminuta isla me ponía bastante nerviosa. »“Vasili”, le advertí, “no creo que los cisnes, quiero decir los piratas, se muestren muy amistosos.” »“Pues claro que no, capitán, esos malditos son unos auténticos piratas, ¿verdad? Protegen muy bien su tesoro, pero juntos los derrotaremos y les cortaremos la cabeza.” »“Pero tú eres el general y yo solo un capitán, o sea que tú estarás al mando, ¿no?” »No quería bajar a tierra, pensé que sería perfecto si nos limitábamos a flotar en el bote para siempre, pero poco después la quilla chocó contra la orilla de la isla. Vasili se llevó el dedo a los labios, remontamos la orilla rocosa en silencio y nos arrastramos entre los matorrales; de pronto Vasili soltó un grito de dolor, se llevó una mano al pecho y cayó de rodillas en el fango. »“¡Vasili!”, chillé. »“Me han disparado, capitán Konstantin”, dijo, soltando un resuello. »“¿Qué?” »“Los piratas han acabado conmigo”, añadió, y se retorció en el suelo como si agonizara. “Ahora todo depende ti, mi valiente capitán. Habrás de atacar su campamento tú sola.” »“Vasili”, dije en tono enfadado, y tiré de sus suaves cabellos castaños como un pajarito. “No seas tonto.” »“¿Eres un miserable cobarde, capitán?” »“¡No!” »“Sabía que podía confiar en ti, soldado. Toma, coge mi espada. Cuando ataques, no te olvides de soltar un terrorífico alarido para expulsar a los malditos piratas de la isla. »Lo contemplé, horrorizada. Él mantenía los ojos cerrados y sus miembros jóvenes Página 287 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

y fuertes estaban tendidos en el suelo, sin vida. ¿Por qué no podía estar tendida junto a él, herida por los piratas? Horrorizada, miré en torno con rapidez, imaginando peligrosos picos de punta negra y ojos amarillos de brillo amenazador acechando tras cada arbusto. Recogí la larga espada de Vasili, pero con mano temblorosa. »“Vasili”, susurré, “los cisnes son más grande que yo.” Al ver que él no se movía, avancé con paso vacilante hacia el centro de la isla. —Ahora iré a por los cisnes. Él no contestó. Agucé el oído por si un cisne se acercaba, pero solo oí el palpitar de mi corazón; estaba tan aterrada que hasta me olvidé de respirar; vi que el viento hacía temblar las hojas y supe que sentían el mismo temor que yo. Iba a morir. Eché a correr y, soltando un chillido espeluznante y haciendo girar ambas espadas en círculo, me abrí paso entre los matorrales, cuyas ramas me azotaron la cabeza. Josefina me oyó en el acto y se lanzó contra mí con la cabeza alzada y las alas extendidas soltando un grito de guerra ensordecedor. Arremetí contra ella blandiendo las espadas y durante un segundo el cisne retrocedió por la sorpresa... y me dejé engañar. «Esto es fácil, soy un gran guerrero y puedo...» »Josefina se lanzó contra mí con los ojos soltando chispas, me derribó y caí de espaldas al tiempo que ella lanzaba el largo y sinuoso cuello hacia atrás, dispuesta a atacar con el gran pico amarillo abierto. Estaba a punto de devorarme. Grité y alcé la espada, pero antes de que el cisne o yo pudiéramos movernos, un brazo fuerte me alzó del suelo y, con un grito de batalla capaz de partir el mundo en dos, mi salvador echó a correr hacia la orilla entre las ortigas. Josefina nos persiguió como un demonio infernal, pero montamos en el bote de un brinco y nos alejamos de la isla. Mi general me había salvado, pero yo estaba tan enfadada que me negué a sentarme junto a él en el banco. Ni siquiera me digné a dirigirle la palabra. »“Venga ya, princesa, no te pongas de morros. Ha sido una aventura genial”, dijo, salpicándome con el remo. »“¿Por qué, Vasili, por qué lo has hecho?” »“Ven aquí, Anochka”, dijo, me obligó a sentarme en el banco a su lado y me dio un beso en la cabeza. “No te enfades. Ha sido para demostrarte que puedes hacer todo, todo lo que quieras, que bastará con que decidas hacerlo. Tienes el corazón de un león.” »Me acurruqué contra él y su blanca camisa de hilo se cubrió de manchas verdes cada vez que lo tocaba. »“Pero tenía mucho miedo”, gemí. »Todos tenemos miedo algunas veces, cariño. El truco consiste en convertir el temor en una pelota, meterla en el bolsillo y seguir adelante. Tal como has hecho hoy.” Página 288 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

»“La próxima vez, tú serás el pirata y te atravesaré con mi espada”, anuncié en tono altanero. »Él sonrió y de pronto la mirada de sus ojos grises se ensombreció y me rodeó con sus brazos. »“Pronto llegarán tiempos terribles a Rusia, Anochka. Lo único que saciará la sed de nuestro pueblo es la sangre y será duro para nuestras familias. Necesitarás hasta la última pizca de tu valor. Todo lo anterior era para demostrarte que puedes hacer mucho más de lo que crees. Quiero que estés preparada.” »“Estoy preparada”, susurré.

Una sonrisa dichosa había curvado los labios de Sofía. «¿Cómo quieres que no ame a tu Vasili, Ana?»

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44 Tivil Julio de 1933 Sofía estaba atrapada. No en la oscuridad, como Piotr, o en algún apestoso agujero, como Mijaíl, pero estaba atrapada. El director Fomenko la hizo pasar a su oficina y en cuanto cerró la puerta la tensión aumentó. —Siéntate, por favor. —Prefiero estar de pie. Le bastaba con ver a ese hombre para sentirse invadida por el odio; permaneció con los brazos cruzados y la leve y divertida sonrisa de Fomenko al ver su actitud la irritó. Él se sentó a su escritorio y se acomodó. —¿Un cigarrillo? —preguntó. —No. El director abrió un cajón y extrajo una lata de majorka delgados y torcidos, liados a mano, y encendió uno con una cerilla. ¿Por qué fumaba el tabaco más barato y maloliente? Estaba segura de que no tenía necesidad de ello y la idea de que quizá solo lo hacía para demostrar que se identificaba con los trabajadores comunes y corrientes aumentó la irritación de Sofía. Tampoco le gustó la mirada inteligente que le dirigió a través del humo o la sensación de que examinaba sus ropas, sus zapatos y las suaves curvas de sus piernas. —Ya que estás aquí, creo que celebraremos nuestra reunión hoy en vez de mañana por la mañana, camarada Morózova. Sofía guardó silencio. —¿Te encuentras a gusto aquí, en Tivil? —Sí. —¿Y te gusta vivir con los gitanos? —Sí. —¿No te parecen un poco raros? —No. Página 290 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—He oído hablar de ellos, de sus... payasadas. —No sé a qué te refieres. Fomenko encogió los anchos hombros cubiertos por la camisa a cuadros marrones desteñida por el sol y Sofía comprendió que el gesto respondía a una frustración y también a una advertencia: que debía comportarse con cortesía. —Tú no pareces gitana —comentó. —Lo soy por matrimonio, pero no pertenezco a esa raza. —Te ruego que te expliques. —La tía que me crio estaba casada con el hermano de Rafik; ella no era gitana, pero su marido sí. —¿Y tus padres? —Murieron. —Lo siento. ¿Qué les ocurrió? —Ambos trabajaban en el ferrocarril. Hubo un choque de trenes. Esa era la historia a la cual se atenía, pues no invitaba a hacer muchas preguntas. —Esas cosas ocurren —dijo él, asintiendo. —Cuando alguien es incompetente. —A menudo la incompetencia solo es un disfraz para el sabotaje. ¿Por qué decía eso? ¿La estaba poniendo a prueba? ¿Para ver si ella asentiría como otro miembro de su dócil rebaño? O tal vez era para engañarla, para que insistiera en que la incompetencia era el resultado de la fatiga, el hambre y el temor de tomar decisiones que pudieran conllevar la acusación de ser un destructor. ¿Se trataba de eso? Sofía se limitó a echar un vistazo a la oficina, en silencio. Al principio no se había fijado en los detalles y solo se había centrado en Fomenko y en descifrar cada uno de sus gestos, pero en ese momento se dedicó a contemplar las banderas rojas y los retratos colgados de las paredes de madera pintadas de blanco. Eran los habituales: de Lenin y Kírov y, ocupando el lugar de honor, de Iósif Stalin ataviado con uniforme y gorra militar. Había oído decir que llevaba una vida sencilla, casi austera en su bastión del Kremlin, pero ¿de qué servía la austeridad cuando la sed de beber la sangre de su pueblo era insaciable? Sofía desvió la vista, dejó de cruzar los brazos y dio un paso hacia el escritorio. El metal estaba pintado de negro, la superficie desconchada por el uso prolongado y cubierta de pilas ordenadas de papeles. En un extremo había una bandeja de madera en la que reposaba un objeto abultado, pero no descubrió qué era porque lo cubría un paño rojo. —Si ya has acabado con las preguntas, ¿puedo marcharme? Me gustaría terminar de barrer la sala de reuniones, pero necesito la llave —dijo, y tendió la mano. Página 291 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Fomenko había irrumpido en la sala y le había preguntado qué estaba haciendo allí justo cuando ella se asomaba al agujero mirando a Piotr. Sofía había logrado desplazar la tabla de madera antes de que Fomenko reparara en el hueco y enseguida le explicó que estaba barriendo la sala para ayudar a Piotr, alzando la escoba para demostrarlo. Fomenko no había abandonado sus sospechas y ella sabía que no lo había engañado, pero la actitud del director había seguido siendo escrupulosamente amable al quitarle la llave y conducirla a su oficina. En ese momento Alekséi Fomenko se inclinó hacia atrás en la silla, pero no parecía dispuesto a meter la mano en el bolsillo para entregarle la llave. Entornó los ojos y una voluta de humo brotó de sus labios. Su silencio la inquietó. —Siéntate, camarada —dijo—, por favor. Ella reflexionó y después tomó asiento. —Quiero ver tus documentos. Ella extrajo su permiso de residencia del bolsillo de la camisa y lo dejó en el escritorio. —¿Y tu permiso de viaje? —Tu secretario de la oficina exterior examinó toda mi documentación cuando emitió este permiso de residencia —dijo, señalando la puerta—. Pregúntaselo. —Te lo pregunto a ti. Ella se obligó a sonreír. —¿Qué más necesitas saber? Los rasgos tensos de Fomenko se relajaron y le devolvió la sonrisa, luego se pasó la mano por el pelo corto y cogió un formulario de una de las pilas. Que las manos de él fueran tan anchas y diestras, como si estuvieran acostumbradas a obtener lo deseado, la irritó. El director apagó el cigarrillo en un pequeño plato de metal que hacía las veces de cenicero y tomó una estilográfica negra de pluma dorada, el primer objeto relacionado con él que indicaba cierto estatus. Durante un segundo el silencio reinó en la oficina mientras en el exterior el viento arrastraba pequeños sonidos: el tintineo de los arreos de unos caballos, el traqueteo de la rueda de un carro, el áspero chillido de un ganso. —¿Cómo se llamaba tu padre y dónde nació? —Fiódor Morózov, nacido en Leningrado. —¿Cómo se llama tu tía y dónde nació? —Katerina Zhdanova, nacida en la región de Lesosibirsk. —¿Cuánto tardaste en llegar a Tivil? —Cuatro meses. —¿Cómo viajaste? Página 292 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Casi siempre a pie, a veces en carro. —¿No tenías dinero para comprar un billete de tren? —No. Él dejó la estilográfica en el escritorio. —Un viaje tan largo como ese podría resultar peligroso, sobre todo para una joven que viaja sola. Ella recordó al campesino de mal aliento y manos grasientas que la descubrió durmiendo en su granero. Para cuando lo dejó tumbado en la paja, inconsciente, él había perdido su diente de oro y Sofía pudo comprar comida durante una semana. —A veces trabajé, cavé zanjas o corté leña, clasifiqué patatas y nabos podridos en sacos. Las personas eran bondadosas y me daban comida. «Fuera de aquí, perra. No queremos extraños.» Las piedras cayeron a sus pies en el fango: una advertencia. Los perros soltaron gruñidos amenazadores. —Bien, me alegro —dijo Fomenko, pero sus ojos grises se ensombrecieron, y Sofía se preguntó qué estaría pensando—. Los rusos tienen un corazón bondadoso —añadió. —Veo que los aprecias incluso más que yo. Él apoyó los codos en el escritorio y la observó atentamente. —Ahora todos se tratan con bondad porque desde la Revolución hay más justicia. No tienen motivos para no ser bondadosos. Ella pensó en Mijaíl encerrado en la celda y se estremeció. El movimiento alertó a Fomenko y su rostro adoptó una expresión indescifrable: frunció el ceño, pero le lanzó una sonrisa suave e inesperada. Se inclinó hacia un lado y, con un rápido ademán, quitó el paño rojo de la bandeja apoyada en el otro extremo del escritorio. El gesto le recordó la eficiencia de ese hombre. —¿Te sientes débil? ¿Es eso? ¿Acaso no has comido nada hoy? Una rodaja de pan negro, un trozo de queso cremoso, un vaso de agua y un cuchillo de mango de hueso reposaban en la bandeja, además de un jarro azul. —Aquí tienes un poco de comida —añadió. Cortó un trozo de pan, lo untó con el queso y se lo ofreció, pero Sofía no tenía la menor intención de tocar nada de todo eso. —No quisiera dejarte sin —dijo en tono firme. Fomenko vaciló y tensó los músculos de la mandíbula; después devolvió el pan al plato sin hacer comentarios. —¿Un trago de kvas? —preguntó. A Sofía no le agradaba aquella bebida alcohólica fermentada, elaborada a partir de pan, levadura y azúcar, pero asintió con cortesía. Él vertió el líquido marrón en el vaso y se lo tendió. —Spasibo —dijo ella mientras sostenía el vaso en la mano, sin llevárselo a los Página 293 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

labios. Como si de repente necesitara poner distancia entre ambos, el director se puso de pie y se acercó a la ventana, donde permaneció dándole la espalda y en silencio, limitándose a contemplar los campos y el koljós cuya productividad él estaba tan empeñado en aumentar. Ella percibió su determinación: la revelaban su espalda recta y su cuello rígido. Dejó el vaso en el escritorio al tiempo que cogía la caja de cerillas y la ocultaba en su bolsillo. —¿Es todo? —preguntó. Él tosió, un sonido extraño que más bien parecía un gruñido. Cuando se volvió su cara estaba en sombras y Sofía no alcanzó a distinguir su expresión. —¿Me das la llave de la sala para que pueda terminar de barrerla? —preguntó. Fomenko permaneció inmóvil. —¿Por qué quieres barrer la sala? ¿A qué se debe tanto interés? Ella se puso de pie. —Piotr está afligido a causa de la detención de su padre y me gustaría ayudarlo, eso es todo. No siento ningún interés por la sala. —Permite que te dé un consejo, camarada: no te acerques a ese muchacho. Tendrá que denunciar a Mijaíl Pashin durante la próxima reunión del koljós. —No, director, eso es exigir demasiado... —Solo exijo lo justo. Nuestro Jóvenes Pioneros conocen su deber. Mientras tanto, mantente alejada de él, de lo contrario tú misma podrías verte en problemas. —No sufre una enfermedad contagiosa. Están interrogando a su padre. —Camarada Morózova —dijo el director en tono insistente—, nosotros, los miembros del koljós Flecha Roja, no toleraremos la presencia de un saboteador impulsado por la codicia y el egoísmo. La Revolución nos ha indicado un camino mejor. —Solo es un niño de once años. ¿Qué clase de amenaza puede suponer para el Estado, o para mí, dado el caso, cuando...? —Al mencionar a un saboteador no me refería a Piotr Pashin. —Entonces ¿a quién? —A ti. Se instaló un silencio que pareció eterno; gotas de sudor se deslizaron por la espalda de Sofía, quien inspiró profundamente. —Aquí en Tivil eres un hombre muy poderoso, camarada director —dijo ella y notó su sorpresa ante el repentino cambio de tema—. Y tal vez también en Dagorsk. —Él la observaba con suma atención—. Mijaíl Pashin ha sido arrestado... —Lo sé —la interrumpió Fomenko. Página 294 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Arrestado injustamente —prosiguió Sofía—. No tuvo nada que ver con la desaparición de los sacos de cereales. —Eso lo determinarán los interrogadores. —Pero si una persona con autoridad, por ejemplo, un hombre poderoso como tú, informara a esos interrogadores de que su prisionero es un comunista leal y que cuando sucedió el robo estaba bebiendo en su casa con un oficial de la OGPU, resultaría evidente que es inocente de cometer un... sabotaje, y entonces lo pondrían en libertad. Te creerían. La tensión y la rigidez habitual desaparecieron del rostro de Fomenko y sonrió, una sonrisa amplia y sincera. —Camarada —dijo, riendo en voz baja—, me preocupas. Creo que el hambre te ha confundido las ideas. —No, director, creo que no. Como tampoco ha confundido las tuyas el hecho de escuchar una radio en el bosque. Fue como si le hubiese pegado una bofetada. Fomenko se tambaleó ligeramente y el rubor le cubrió las mejillas al tiempo que apretaba y aflojaba un puño. Durante un segundo Sofía creyó que estaba a punto de agarrarla del brazo, pero no fue así. En vez de eso, con cortesía tensa, se dirigió a la puerta y la abrió. —Puedes ir a barrer la sala —dijo en voz baja, tendiéndole la llave. Sofía la cogió y notó que estaba caliente. Salió sin decir una palabra.

—¡Piotr! —gritó Sofía. Se agachó junto a la escoba que antes había dejado caer en la sala de reuniones y acercó la boca a las tablas. —¡Piotr! —volvió a gritar. Entonces oyó un ruido bajo sus pies. —¿Sofía? —¿Te encuentras bien? —Perfectamente. Pero la voz del muchacho era tan débil que se le encogió el corazón. Tiró de la cuerda, la tabla se levantó y pudo asomarse al agujero. Al principio no logró distinguir nada en la penumbra. —No te preocupes, Piotr, te sacaré de ahí. —Se tendió boca abajo, deslizó la cabeza y los hombros por el agujero y tanteó con las manos—. Quien venga a este lugar no puede llevar una cuerda consigo cada vez que acude, eso lo delataría. Debe de haber... Página 295 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Lo veo, lo veo. Ahí, a un lado, a la derecha... no... más allá —dijo Piotr, alzando la voz—. Eso es, justo a un lado de... —Lo he encontrado. Había tocado una cuerda con la punta de los dedos, un cabo que colgaba hacia abajo por debajo de las tablas que cubrían el suelo. Tiró de él y la cuerda se desenrolló de inmediato hasta caer a la oscura cueva. —Es una escala —exclamó Piotr—, una escala de cuerda. Sofía descendió por la escala y aterrizó en el suelo de tierra. El cambio de temperatura le llamó la atención: en la cámara subterránea hacía frío. —Piotr. El pálido rostro del muchacho estaba muy cerca de ella. Lo abrazó. —Lo siento —le murmuró al oído—. Fomenko entró en la sala. Al principio notó la rigidez del cuerpo delgado del muchacho, pero luego él se relajó entre sus brazos y de pronto empezó a temblar. Solo un poco, pero bastó para que ella comprendiera lo que había tenido que aguantar allí abajo, a solas en la oscuridad. Pese al frío, su camisa estaba empapada de sudor. Lo estrechó con más fuerza hasta que él dejó de temblar, se apartó y le pegó un golpecito burlón en la barbilla. —Mira lo que el amable director me ha dado para ti. Extrajo la caja de cerillas del bolsillo —la que había robado del escritorio de Fomenko— y la depositó en la palma de la mano del muchacho, que se apresuró a encender una cerilla. Sosteniéndola ante sí se dirigió a un estrecho estante, cogió un trozo de vela apoyado junto a una Biblia y la encendió. La llama titiló y siseó, pero por primera vez la luz iluminó el rostro del chico: se había mordido el labio hasta hacerse sangre. —Vamos, he de sacarte de aquí —dijo Sofía alegremente, tendiéndole la punta de la escala de cuerda—. Tú primero. —No —dijo él, meneando la cabeza—. Mira esto. Alzó la vela y se acercó a la parte posterior de la habitación. Ella esquivó una silla rodeada de media docena de sacos repletos cuidadosamente amontonados. El corazón le palpitó con más fuerza al comprender que Piotr debía de haberlos apilado, luchando en la oscuridad para alcanzar el hueco, pero que no lo había conseguido. ¿Había gritado? ¿Había chillado pidiendo ayuda o aguardado en silencio, convencido de que ella volvería a buscarlo? —Mira —volvió a decir. ¿Había encontrado las joyas? Tablones de madera cubiertos de brea revestían las paredes en parte remendadas. A un lado había una vieja puerta de pesados goznes de hierro. Página 296 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Está cerrada con llave —dijo Piotr al ver que ella la contemplaba. Estiró la mano que sostenía la vela y la luz titilante reveló que, en vez de tablas, la pared posterior estaba cubierta de una pesada cortina de brocado. Era difícil distinguir el color en la penumbra, pero a Sofía le pareció ver un profundo color púrpura brillando entre las sombras. —¿Es...? —Aguarda —susurró Piotr, y después, con el ademán garboso de un mago, apartó la cortina. La pared estaba cubierta de ojos y la decepción se apoderó de Sofía al comprender que no era la caja de joyas que esperaba encontrar. —Bien, Piotr —murmuró—, al parecer Dios no ha sido expulsado del todo de Tivil. La cortina ocultaba un nicho de un metro de profundidad y unos tres metros de ancho. Cada centímetro de la pared revestida de madera de abedul estaba cubierto de iconos religiosos, tallas y crucifijos. Dorados santos de mirada triste cargaban sobre los hombros el peso de los pecados del mundo, cientos de imágenes de la Virgen María contemplaban al Niño Jesús con mirada adoradora y a sus pies estaban dispuestos grupos de imágenes pintados de intensos tonos azules, rojos y dorados. Piotr los miraba boquiabierto. —Vaya, es aquí donde la aldea ocultó sus creencias —dijo ella en voz baja, como si estuviera en una iglesia. Después de un momento alzó la mano y volvió a cubrir el nicho con la cortina. Piotr dio un respingo; tenía la mirada perdida—. Impresionante, ¿verdad? Él se restregó los ojos con la mano y asintió con la cabeza. —Son tan... —empezó a decir. —¿Tan poderosas? —añadió ella. —Da. No lo sabía. —Nunca has estado en el interior de una auténtica iglesia ortodoxa, con frescos, esculturas, cruces de oro y un ambiente tan cargado de oraciones e incienso que apenas se puede respirar, ¿verdad? Él negó con la cabeza. —Pero solo es una superstición —declaró. Pretendía que fuese una afirmación, pero más bien sonaba a pregunta—. Cuando lo comprendan abandonarán la idea, ¿verdad? —No, Piotr, no lo harán —dijo Sofía, pero se detuvo: ese no era el momento de iniciar esa discusión—. Vamos, miremos qué hay en esos sacos que has amontonado. —Solo cereales, patatas y nabos. —Propinó un puntapié a uno de los sacos y Página 297 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

levantó una nube de polvo—. Comida acaparada —dijo en tono disgustado. —Volveré a dejar la vela en el estante —dijo ella, y lo empujó hacia la escala de cuerda—. Es hora de salir de aquí. Piotr se volvió y la miró directamente a la cara. —Creí que me habías engañado, Sofía. Cuando dijiste que había algo que ayudaría a mi padre creí que me habías encerrado aquí para que rezara a la Virgen María por él. —¡Ay, Piotr! —Sofía se inclinó y le besó la mejilla—. Nunca te engañaré. Lo que busco vale miles de rublos. En este país puedes comprar lo que quieras, incluso la libertad. Solo necesitas tener el dinero suficiente. Lograremos sacarlo de allí de un modo u otro —dijo, y le acarició los húmedos cabellos—. Te lo prometo.

Caía una ligera llovizna. Sofía cerró la puerta de la iglesia con llave y echó un cauteloso vistazo hacia ambos lados de la calle para comprobar si el director Fomenko los observaba, pero no halló ni rastro de él. Dos niñas brincaban por la fangosa calle y saludaron a Piotr con la mano, pero él las ignoró. —Necesito que hagas algo más, Piotr. —¿Para ayudar a papá? —Sí. Y para ayudarme a mí. Él la observó con aire expectante. La desconfianza parecía haber desaparecido de su mirada. —¿Qué es? —Quiero que lleves la llave a la herrería donde te vi trabajando y... —Haga una copia. Lo había cogido al vuelo. —¿Puedes hacerlo? ¿O tal vez le estaba exigiendo demasiado al hijo de Mijaíl? —Por supuesto —respondió él, sacando pecho—. Y Pokrovski el herrero me ayudará si fuera necesario. —¿Guardará el secreto? —Sí, si es en bien de papá. —Gracias, Piotr —dijo ella con una sonrisa—. Cuando tengas la copia, has de llevar la llave original a la oficina del koljós, ¿de acuerdo? —Sí. Piotr lanzó la cabeza hacia atrás dándose importancia y se alejó en dirección a la herrería. —Mijaíl —murmuró ella—. Puedes estar orgulloso del terco de tu hijo. Página 298 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Después se encaminó al otro extremo de la aldea: era hora de hablar con Rafik.

—Te esperaba. Rafik, aún vestido con la camisa amarilla, estaba sentado ante la tosca mesa cuando Sofía entró. Mantenía los ojos negros casi cerrados, su tez olivácea parecía más oscura y su pelo negro quedaba oculto bajo la piel del zorro blanco. Estaba encorvado como un anciano: ese no era el Rafik que ella conocía y se le secó la boca. La habitación estaba casi a oscuras pese a la luz diurna exterior, y un extraño olor se captaba en el cargado ambiente. ¿Qué había hecho el gitano? Tomó asiento frente a él con expresión cautelosa. —Así que los soldados que estaban en los establos dejaron que te marcharas —dijo ella. —¿Creías que no lo harían? Ella negó con la cabeza. —Te estaba buscando a ti allí arriba. No esperaba encontrarme con las tropas. Estaba preocupada por ti. —Hoy estaban buscando sacerdotes, no gitanos. Puede que la próxima vez no tenga tanta suerte. —¿Los fieles lograron escapar? —Sí, todos. —¿Y el sacerdote? —Está a salvo... pero no lo está. —Es un milagro que aún no lo hayan arrestado y ejecutado. —Yo cuido de él. Sofía ya sabía a qué se refería: utilizaba su extraño poder hipnótico. —Entonces ¿por qué te negaste a cuidar de Mijaíl cuando él lo necesitaba? Te lo supliqué. —No te enfades, Sofía. Compréndelo, había demasiados soldados..., era imposible. No era el momento indicado, pero ahora... la situación ha cambiado. Esta noche llegará la hora en que tus ojos se abrirán. Ella no sabía a qué se refería. Hablaba en un tono curiosamente formal, su mirada era distante y Sofía ni siquiera estaba segura de si la estaba viendo. —Rafik —susurró—, ¿quién eres? Él no respondió. Su respiración sibilante se volvió más audible y cuando movió las manos ella bajó la vista para contemplar la mesa donde antes habían reposado sus puños cerrados. Entonces él apoyó las manos en la mesa con los dedos separados como Página 299 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

estrellas, una a cada lado del guijarro blanco. La piedra parecía atraer toda la luz de la habitación y Sofía se estremeció. Era el guijarro que antes había encontrado en el arcón. Aunque en aquel momento le había parecido inofensivo, por algún motivo que no alcanzaba a comprender de pronto se sobrecogió. Pese a ello no pudo apartar la vista del objeto y su respiración se aceleró. —Sofía. Rafik la llamó con voz profunda. El gitano estiró el brazo y apoyó una mano pesada en la cabeza de ella. De inmediato Sofía sintió que los párpados se le cerraban, y por primera vez, en medio de la oscuridad que reinaba en su cabeza, tomó conciencia de un poderoso zumbido, una vibración que le hizo castañetear los dientes. Y su mente confusa tuvo la impresión de que ese sonido surgía del guijarro.

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45 —¿Estás preparado? —¿Acaso lo parezco? Pokrovski acababa de salir de su banya, el cobertizo de baño situado detrás de la herrería, con una toalla alrededor de las caderas y una gran sonrisa en la cara. Elizaveta Lishnikova no estaba muy segura de lo que le resultaba más desconcertante: la sonrisa traviesa o su corpulento pecho desnudo. El sol estaba a punto de desaparecer tras la cresta de montañas, pero primero incendió las nubes occidentales, un rojo llameante que iluminaba la piel untada de aceite del herrero. —Eres hermoso —murmuró ella—. Como Ulises. —¿Cómo quién? —Ulises. Un guerrero griego de... —Iba a decir la Odisea de Homero, pero en cambio solo apuntó—: De la antigüedad. Pokrovski soltó una carcajada, flexionando los brazos para destacar sus grandes bíceps e impresionarla. —Son como piedras —declaró. —Más bien como rocas de granito —comentó ella. Él volvió a reír y relajó los músculos, y ella se preguntó cómo sería tocarlos. Antes de su llegada a Tivil para ejercer de maestra hacía dieciséis años, su experiencia con el sexo opuesto se había limitado a bailar valses con oficiales de caballería o a pasear por los dorados jardines de Petrogrado del brazo de un elegante capitán de la marina. Incluso en aquel entonces había disfrutado al tocar sus duros músculos bajo el uniforme, pero esos hombres guardaban tan escasa relación con Pokrovski como las lagartijas de un brillante color anaranjado que se escurrían por debajo de su banya con los grises y monstruosos cocodrilos del Nilo. En ese momento Elizaveta tenía cincuenta y tres años. Tal vez había llegado el momento de dejar esas niñerías de lado. Y varios habían pedido su mano pese a lo alta que era. Había rechazado tres ofertas de matrimonio, una negativa que angustió a sus padres. Incluso se había dejado besar por uno de sus pretendientes en la terraza; recordaba su áspero bigote y el sabor de un buen coñac en los labios, pero no había Página 301 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

amado a ninguno de ellos y prefería estar sola a vivir en compañía de un necio. —Pokrovski —preguntó con su voz de maestra—, ¿cuántos años tienes? —Eso es algo personal. —¿Cuántos? —Cuarenta y cuatro. —¿Por qué no estás casado? —Eso no te incumbe. —Supongo que asustas a las mujeres con esos grandes músculos de granito. Podrías estrujarlas hasta asfixiarlas. —¡Ja! —Pero el herrero volvía a sonreír—. Tu problema, Elizaveta, es que crees saberlo todo. Ya que eres tan lista, dime: ¿cuántos años tienes y por qué no estás casada? —No seas impertinente, Pokrovski. Vístete ahora mismo; si no te das prisa llegarás tarde esta noche. ¿No sabes que ni siquiera deberías hablar con una dama estando medio desnudo? El herrero soltó otra sonora carcajada y se restregó la pequeña y cuidada barba con una de sus manazas antes de dirigirse a su izba. Elizaveta no se apresuró a seguirlo hasta la herrería, no quería que él creyera que era incapaz de mantener la calma y la indiferencia ante sus burlas, pero una vez en el interior de la izba, se sirvió una copa de vodka y la vació de un trago. Solo entonces se permitió una sonrisa y osó imaginar a un heroico Ulises con un torso como ese.

Lo primero que oyó fue el tintineo dulce y argentino de una campana. Cinco purísimas notas en la oscuridad que no era tal, más bien era la inexistencia, y Sofía se preguntó si estaría muerta. ¿Era el toque de difuntos, de su propia muerte, lo que estaba oyendo? Pero entonces el tañido cambió, se extendió, aumentó y ondeó hasta convertirse en un sonido opulento que reverberaba en torno a ella y hacía vibrar el aire. Sin embargo, el toque parecía surgir del interior de su cabeza, no del exterior. No solo lo oía: lo sentía. El gran badajo de bronce golpeando contra el delicado interior del cráneo, hasta que cada una de las notas bajas alcanzó un crescendo y Sofía temió que sus huesos estallaran como el cristal cuando una nota aguda lo golpea. Y a través de todo eso oyó una voz en el oído, suave como el amor pero tan clara que comprendió cada palabra. —Vuela, ángel mío, vuela. Ella bajó la vista por primera vez y descubrió que estaba flotando en lo alto, junto Página 302 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

al último pináculo de un alto capitel que no formaba parte de ningún edificio: solo era una alta aguja de oro que perforaba el cielo, como la aguja del almirantazgo de San Petersburgo, que resplandecía al sol como la hoja de un sable en llamas cuando ella era una niña. —Vuela, ángel mío, vuela. Ella extendió los brazos con único movimiento fluido y descubrió que eran alas. Atónita, clavó la vista en las plumas, largas plumas blancas finas como telarañas, de un aroma tan salado como el del mar y que susurraban cuando ella respiraba. Movió las alas hacia arriba y hacia abajo con suavidad, flexionándolas y comprobándolas, pero su peso era mínimo. Mucho más abajo se extendía una ancha llanura ocupada por mujeres de cabellos plateados con los rostros vueltos hacia arriba, miles de pálidos óvalos, cada uno estirando los brazos por encima de la cabeza. Todas murmuraban: —Vuela, ángel mío, vuela. Sofía notó su aliento bajo las alas y se lanzó...

Abrió los ojos. No tenía ni idea de dónde se encontraba o cómo había llegado hasta allí, solo que estaba de pie en la oscuridad con los brazos extendidos a ambos lados, rodeada de cuatro figuras blancas con luces titilantes en las manos, llamas de velas y el aroma del sándalo. Del suelo se elevaba una bruma blanca que la envolvía. Sofía inhaló, una breve inspiración, y notó el sabor de agujas de pino quemándose. Entonces bajó la vista. A sus pies, apoyado en el paño de color rojo sangre que había descubierto en el arcón de Rafik, había un pequeño brasero de hierro que contenía cosas imposibles de distinguir, pero todas ardían, todas soltaban chasquidos y siseos y se retorcían. Estaba descalza. Fuera del círculo de luz reinaba la oscuridad, pero de inmediato percibió que se encontraba en el interior de algo, en un sitio fresco y húmedo, en algún lugar de las profundidades del negro seno de la Madre Rusia. Las cuatro figuras que la rodeaban permanecían inmóviles y silenciosas, envueltas en vestidos blancos y holgados, ocupando cada uno de los puntos cardinales. —Rafik —murmuró, dirigiéndose a la que se encontraba justo delante de ella. Al pronunciar su nombre se dio cuenta de que ella también llevaba un vestido blanco, que produjo un susurro cuando bajó los brazos. —Sofía. —La única palabra que pronunció el gitano fue como un roce fresco en su frente—. No temas, Sofía, eres uno de los nuestros. —No siento temor, Rafik. —¿Sabes por qué estás aquí esta noche? Página 303 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Sí. Ignoraba cómo lo sabía, pero así era. Su mente luchó por liberarse, pero era como si sus pensamientos ya no le pertenecieran. —Dilo en voz alta —indicó Rafik—. ¿Por qué estás aquí esta noche? —Por Mijaíl. —Sí. Hubo un silencio prolongado al tiempo que las palabras se agolpaban en su boca, palabras que no parecían surgir de su propia mente. —Y por la aldea, Rafik —añadió con voz clara—. Estoy aquí por la aldea de Tivil, para que viva una vida en vez de morir una muerte. Estoy aquí porque necesito estar aquí y estoy aquí porque así está escrito. Apenas reconoció su propia voz; era baja y sonora y las palabras vibraban en el aire fresco. Se estremecía bajo el tenue vestido, pero no de miedo. Deslizó la mirada por las cuatro figuras, cuyos labios murmuraban palabras silenciosas que flotaban en la bruma, espesándola y agitándola sobre las mejillas de Sofía. —Pokrovski —dijo, dirigiendo la vista hacia el hombre corpulento como un oso cuyos anchos hombros tensaban la blanca túnica—. Herrero de Tivil, dime quién eres. —Soy las manos de la aldea. Mi labor es para el trabajador. —Spasibo, Manos de Tivil. Luego apartó la vista del herrero y contempló la delgada figura de labios carnosos y mirada atrevida. —Zenia —preguntó—, ¿quién eres? —Soy una niña de esta aldea. —La voz de la muchacha, nítida y sonora, se proyectaba más allá de las llamas y la oscuridad—. Los niños son el futuro y yo soy una de ellos. —Spasibo, Niña de Tivil. —Sofía se volvió y se enfrentó a la figura situada al este de ella—. Elizaveta Lishnikova, dime quién eres. La mujer alta de cabellos grises y nariz como el pico de un ave se mantenía muy erguida. —Soy la mente de esta aldea. Enseño a los niños que son su futuro y les ofrezco conocimientos y comprensión, al igual que el amanecer brinda cada nuevo día a nuestra aldea. —Spasibo, Mente de Tivil. Finalmente, Sofía volvió a sumirse en la mirada intensa de los ojos negros en los que ardía una antigua sabiduría. —Rafik —preguntó, esta vez en voz baja—, ¿quién eres? Transcurrieron diez segundos antes de que hablara. Su voz era un sonido profundo y Página 304 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

reverberante, y las llamas cambiaron el ritmo de su palpitar. —Soy el alma de esta aldea, Sofía. Vigilo, guío y protejo este pequeño trozo de tierra. A lo largo de toda Rusia las brutales botas de un dictador sediento de sangre que ha asesinado a cinco millones de personas de su propio pueblo destruyen y aplastan aldeas, pero él sigue afirmando que está construyendo el Paraíso de los Trabajadores. Sofía —dijo y extendió los brazos abarcando a todas las figuras vestidas de blanco—, nosotros cuatro hemos unido nuestras fuerzas para salvaguardar Tivil, pero tú has visto llegar a los soldados, has visto robar los alimentos de nuestras mesas y has presenciado cómo aniquilaban las plegarias a culatazos antes de haber nacido. —Lo he visto. —Ahora has llegado a Tivil y el pentagrama está completo. Sofía no notó ninguna señal, pero las cuatro figuras vestidas de blanco surgieron de las sombras al mismo tiempo, hasta rodearla en un círculo tan estrecho que, cuando cada una alzó el brazo izquierdo, este se apoyó en el hombro de la persona que estaba a su izquierda. El corazón de Sofía palpitaba con fuerza cuando se sintió encerrada en el círculo. Rafik esparció algo en el brasero a sus pies, las llamas cobraron vida y la bruma se transformó en una densa niebla. Sofía notó que con cada respiración el humo penetraba en lo más profundo de sus pulmones y se tambaleó, porque el cuello no conseguía sostenerle la cabeza. Las sienes le palpitaban al mismo ritmo que el corazón. —Sofía —dijo Rafik—. Abre los ojos. Ella no se había dado cuenta de que los había cerrado. Le pesaban los párpados y tardó en abrirlos. ¿Qué le estaba ocurriendo? —Coge el guijarro, Sofía. Rafik le tendía la piedra blanca y ella la tomó sin titubear. Esperaba que sucediera algo, que soltara una chispa o que un dolor le recorriera el brazo, pero no ocurrió nada. Lo único que reposaba en la palma de su mano era un guijarro blanco común y corriente. Rafik murmuró, el círculo se estrechó y todos iniciaron un cántico lento y rítmico. Al principio fue suave, como una madre que murmurara una nana a su hijo, un sonido que relajó los miembros de Sofía y la desproveyó de su ser. Luego el cántico se volvió más sonoro y las palabras, en una lengua que ella no conocía, se convirtieron en una ráfaga que tironeó de su mente, arrancó sus pensamientos conscientes y los arrastró hasta que lo único que permaneció en su cabeza fue una gran cámara resonante en la que surgió una sola palabra. —¡Mijaíl! —gritó—. ¡Mijaíl! Unas manos le tocaron la cabeza y comenzó a ver y oír cosas que sabía que no estaban allí. Página 305 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Una habitación pequeña. Un escritorio pequeño. Un hombre pequeño de mente pequeña, largas orejas de conejo y mejillas pálidas jamás besadas por el sol. Los codos apoyados en el escritorio, sus pensamientos centrados en el prisionero frente a él. El prisionero lo enfurecía, aunque procuraba disimularlo. Desplazó la lámpara apoyada en el escritorio, la inclinó para que la luz diera de pleno en los ojos del cautivo y tuvo la satisfacción de observar que este esbozaba una mueca de dolor. El prisionero tenía un ojo hinchado y medio cerrado, un moratón en la mandíbula y los labios tumefactos y violáceos como una ciruela demasiado madura, pero todavía adoptaba una actitud incorrecta. ¿Aún no había comprendido que daba igual que fuera culpable o inocente de los delitos de los cuales lo acusaban? Una actitud incorrecta. Ese era su verdadero delito: que aún creyera que podía escoger las partes del credo comunista que estaba dispuesto a aceptar y las que rechazaba. Una actitud jodidamente incorrecta. La mente del prisionero suponía un peligro para el Estado. Había llegado la hora de cambiarla o de demostrarle que el Estado era capaz de quebrar la más fuerte de las voluntades y las mentes. El Estado era un experto en esas cuestiones y él, el interrogador, era un instrumento del Estado soviético. Solo podía haber un vencedor.

—Mijaíl —musitó Sofía. —Mijaíl —repitió el círculo. Era como si el blanco guijarro que sostenía Sofía se hubiera enfriado. ¿O solo era su propia piel la que estaba fría? Lo apretó con más fuerza y clavó las uñas en la fría superficie como si pudiera arrancarle los ojos al hombre de las orejas de conejo. —Te maldigo, interrogador —siseó. Las llamas del brasero crepitaron y se elevaron, como alimentadas por su odio. —Mijaíl —entonó entre las sombras—. Ven a mí.

—¿Por qué yo? —preguntó Sofía. Las nubes eran bajas y no había luna. La noche parecía pesada y sofocante a pesar de la brisa que soplaba desde el río, susurraba bajo los aleros de las izbas y arrastraba las palabras de los labios de Sofía. —¿Por qué yo? —repitió. Página 306 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿No lo sabes? —preguntó Rafik en voz baja. Caminaba por encima de las raíces y la tierra con pasos ágiles, rodeando los límites de la aldea de Tivil—. ¿Es que aún no sabes quién eres? —Dime quién soy, Rafik. —Intenta percibirlo, Sofía, regresa mentalmente al principio y a antes del principio. Busca en lo más profundo de ti misma. Un murciélago aleteó en el cielo nocturno, trazando círculos por encima de sus cabezas; otro no tardó en seguirlo y las sombras de sus alas parecían presionar la mente de Sofía. Algo se agitó en su interior, algo desconocido. Volvió a experimentar esa sensación de encontrarse en las alturas, en un pináculo dorado con las figuras de cabellos plateados por debajo de sus pies, lanzando su aliento hacia arriba para elevar las alas de ella. Sacudió la cabeza, pero la imagen se negaba a desaparecer, estaba instalada en su cerebro. Rafik no la apremió, le concedió tiempo; ambos recorrían el círculo que el gitano trazaba todas las noches alrededor de Tivil: a través de los campos, más allá del estanque y por detrás de todas las izbas, tejiendo lo que él denominó una red protectora. Cuando la condujo fuera de la cámara ritual ella no se sorprendió al descubrir que la misteriosa ceremonia había tenido lugar en el interior de la iglesia, no en la sala principal sino en los antiguos almacenes de la parte posterior, donde las marcas de su cuchillo todavía rodeaban la cerradura de la puerta. —Ahora —dijo Rafik cogiéndola de las manos, y Sofía notó un hormigueo en las palmas de ambos, como si las unieran mediante puntadas—, ahora recorrerás el círculo conmigo. —La escudriñó y ella tuvo la certeza de que él era capaz de ver con claridad incluso en una noche sin luna—. ¿Estás preparada, Sofía? —preguntó, y le cubrió los hombros con un manto que disponía de capucha. —Sí, estoy preparada. La sangre palpitaba en sus oídos. ¿Preparada para qué? Lo ignoraba, pero sin mediar palabra alguna supo que ese era el trato cerrado con Rafik: su ayuda para salvaguardar a Mijaíl a cambio de que ella le ayudara a salvaguardar la aldea. Pero todo era tan extraño... Tenía la sensación de que dicho trato podía resultarles muy caro a los dos. —Estoy preparada —había repetido. De pronto él sonrió y le besó la mejilla. —No temas —le susurró al oído—. Eres fuerte y posees el poder de muchas generaciones.

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Aparecieron más murciélagos; al principio eran unos pocos, pero después un aleteo incesante los siguió hasta que por fin un torbellino negro formado por esas criaturas se lanzó en picado desde la cresta de la montaña, elevándose desde las profundidades del bosque, y una pared de ojos y chillidos, de afiladas garras y dientes se abalanzó sobre el punto del círculo donde estaba Sofía, precedida a escasa distancia por Rafik. Ella trató de ahuyentarlos agitando los brazos, pero eran demasiados. La densa sombra negra se abatió sobre ella como una red y un instante después los murciélagos estaban enganchados en sus cabellos, mordiendo y tironeando. Diminutas alas correosas se deslizaron bajo su manto, cuerpos peludos le abrasaban la piel, dientes afilados arrancaban tiras de su garganta y sus hombros, le cortaban las mejillas y le clavaban las garras en los párpados. Ella luchó contra las criaturas en medio de la hirviente oscuridad, las barría de su cuerpo, se las sacaba de la cara y de los cabellos y les arrancaba las alas. Pisoteó sus rostros pequeños y malvados, los atacó con las manos, los codos, los pies e incluso los dientes, apartándolos de sus ojos... Y, entonces, tan repentinamente como habían llegado, desaparecieron: un tremendo susurrar de alas y, después, nada. Reinaba el más absoluto silencio, ni siquiera se oía el susurro del viento entre los árboles. De pronto se dio cuenta de que la plaga de murciélagos no había afectado a Rafik, que los animales se habían abalanzado sobre ella, pero no sobre él. ¿Por qué? ¿Y por qué él no le ofreció su ayuda? Un intenso temblor le recorría el cuerpo y se llevó una mano a la cara: no había sangre, rasguños ni dolor. ¿Acaso se lo había imaginado todo? Rafik asintió con la cabeza y alzó la vista al punto donde la luna se ocultaba tras las viejas ramas del cedro que se alzaba a la entrada de la aldea de Tivil. —Te lo dije —murmuró. —¿Qué me dijiste? —Que eres fuerte.

—Te he servido algo de beber. Era mucho después de medianoche cuando Sofía, aliviada, se dejó caer en el sillón de Mijaíl y se preguntó cuánto tiempo hacía que la bebida la aguardaba en la mesa. —Gracias, Piotr, necesitaba un trago —dijo, intentando sonreír—. Lamento haber llegado tan tarde. El muchacho, que llevaba un pijama con las perneras cortadas, recogió la copa de vodka y se la tendió. La mirada de sus ojos castaños parecía tan complacida de verla que Sofía se arriesgó a rozarle la mano para tranquilizarlo. A diferencia de la suya, la Página 308 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

piel de Piotr era maravillosamente tibia, tal como debía ser la piel de un muchacho. Al tacto, la suya estaba seca como un papel, como si algo la hubiera desprovisto de toda la vida y la humedad. Sentía un dolor punzante detrás de un ojo. —Esta noche te busqué por todas partes pero no te encontré, Sofía, creí que habías decidido... El reloj de cuco dio las dos. Eran las dos de la madrugada. —Nunca huiré en secreto, Piotr. Si me marcho primero te lo diré, ¿me crees? —Da —contestó él, con una sonrisa vacilante—. Pero ¿dónde estabas? ¿En el bosque? Sofía vació la copa de vodka de un trago y notó que su cuerpo exhausto recobraba cierta energía. —No, no estaba en el bosque, pero sí en un lugar igual de oscuro. Él volvió a llenarle la copa en silencio, recogió una gota del cuello de la botella con un dedo sucio y lo lamió. La cotidianidad del gesto del muchacho le proporcionó tal sensación de alivio que casi le contó lo que le había ocurrido esa noche. Las palabras ansiaban brotar de su boca para escuchar a Piotr diciendo: «No, Sofía, no seas tonta. Te dormiste en un campo y tuviste una pesadilla.» Y entonces ambos reirían y todo volvería a ser normal. Sofía bebió más vodka. —Estaba con Rafik. Queríamos... tratábamos de averiguar algo más acerca de lo que le está ocurriendo a Mijaíl. —Yo también he estado ayudando. Mira: he hecho la llave. —Extrajo una gran llave de hierro del bolsillo del pijama, era de un metal negro y violáceo, nueva y brillante, y se la tendió—. Y llevé la vieja a la oficina, tal como me dijiste. Sofía se incorporó y abrazó al muchacho. —Gracias, Piotr. Eres tan listo como valiente. No podemos registrar la sala ahora, a oscuras, porque la luz de una vela a través de una ventana llamaría la atención. Comenzaremos mañana —dijo, haciendo una mueca—. Quiero decir hoy. Ya son las dos de la madrugada. Piotr asintió, pero ella notó una chispa de inquietud en su mirada. —¿Qué pasa, Piotr? —Nada. —Dímelo. —El director Fomenko vino aquí. —¿Qué quería? —Te buscaba a ti. Sofía se quedó inmóvil. «Ahora no. Que no me atrape ahora.» Página 309 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Qué le dijiste? —Que no sabía dónde estabas. Era la verdad. —Me alegro de que no hayas tenido que mentirle. No te preocupes, mañana hablaré con él. Ahora vete a dormir, mañana estarás muy cansado. Durante un momento, Piotr no se movió; el rostro en sombras, mitad niño, mitad hombre. —Tú también —dijo por fin y se marchó. Sofía volvió a dejarse caer en el sillón de Mijaíl y apoyó la cabeza en el mismo lugar que él apoyaba la suya. Pero no durmió.

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46 Campo Davinski Julio de 1933 Al día siguiente, Ana no se encontraba mejor, pero con la ayuda de Nina, Tasha y hasta de la joven Lara logró llegar hasta la zona de trabajo y palear gravilla. Su ritmo era de una lentitud patética, pero al menos conseguiría un mendrugo de paiok sin que las otras tuvieran que darle el suyo. Su propia debilidad la llevó a pensar en aquel período espantoso en que su amiga Sofía estuvo al borde de la muerte. Las heridas en los dedos de la mano cicatrizaron lentamente, pero incluso entonces, tanto tiempo después, el recuerdo del precio de su curación hizo que Ana escupiera sangre. El sabor de la vergüenza todavía le invadía el paladar y tenía que expulsarlo o morir de asfixia.

En agosto de aquel año atroz murió la anciana babushka que dormía a un lado de Ana en las tablas de la litera, y lo primero que esta hizo fue robarle su abrigo, pues tras entregarle a Sara la Loca el suyo era cuestión de vida o muerte conseguir uno. No tenía intención de morir en cuanto comenzaran las primeras nevadas. En octubre el tifus asoló el campo segando vidas de manera indiscriminada, como un zorro se lleva la vida de las gallinas de un gallinero, pero tanto Ana como Sofía se habían salvado. De hecho, la tragedia hizo la existencia un poco más fácil porque, dado que el barracón ya no estaba tan abarrotado, Ana pudo trasladarse a una litera cerca de una ventana; también robó un segundo abrigo más grueso de otro cadáver. En noviembre, cuando la temperatura bajó, el trabajo en el camino se tornó brutal, el hielo rompía los martillos y los dedos se quedaban pegados a las piedras. La nieve caía de un cielo de un engañoso color sonrosado y se acumulaba en el camino y en la espalda de las trabajadoras, otorgando una descarnada belleza a la escena... pero ya no había nadie capaz de apreciar la belleza: habían olvidado su aspecto. Lo más semejante a algo bello que veían era un cuenco extra de kasha cuando sobornaban a una cocinera. Página 311 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Cuando la larga fila de prisioneras finalmente regresó al campo tras una marcha de dos horas a través de la nieve en medio de la oscuridad, incluso los reflectores —como grandes lunas de tibieza amarilla— parecieron darles la bienvenida. Pero mientras Ana avanzaba hacia el barracón arrastrando los pies, entumecida y con la cabeza gacha para protegerse del viento, una mano la cogió del brazo, la apartó de la fila y unos labios ansiosos que apestaban a cerveza barata buscaron los suyos. Era el guardia, ese al que le sobraba carne de cerdo y pelmeni. Se llamaba Mishenko, Iliá Mishenko. Ella trató de zafarse. —¿Qué coño te pasa? —preguntó. Le quitó la nieve del pañuelo que le cubría la cabeza y le tocó la mejilla—. Así que ya no estás tan simpática, ¿verdad? Hace poco no dejabas de buscarme, a mí y a toda esa rica comida que te daba, pero desde hace semanas te has vuelto tan fría como este jodido clima. ¿Y si te regalara otra manta? ¿O un cuenco de buen guiso de carne para entrar en calor...? —¡Vete a la mierda! —Ana lo apartó de un empellón—. No quiero nada, te he dicho que me dejes en paz. Le lanzó una mirada amarga y se apresuró a acercarse a la puerta del barracón. —¡No te dejaré en paz, puta! —gritó el guardia a sus espaldas—. No hasta que vuelvas a decir que sí. Y lo harás, sé que lo harás. ¡Un día, cuando estés enferma o herida, volverás a decir que sí! —añadió. Se encasquetó su shapka de piel en la cabeza y soltó una carcajada—. Solo es cuestión de tiempo. Ana se cubrió las orejas con las manos, asqueada. Él era sucio. Y ella también..., así que, ¿en qué se diferenciaban el uno del otro, si ambos se aprovechaban de lo que poseían? Pero mientras se esforzaba por abrirse paso entre la multitud, de pronto vio a Sofía. Estaba de pie a un lado, haciendo caso omiso de la nieve y observando a Iliá Mishenko.

Después Sofía empezó a evitar a su amiga, como si también estuviera asqueada y no soportara su proximidad. Durante dos días casi no se acercó y para Ana su distanciamiento era como si le clavaran un cuchillo en las entrañas. Incluso cuando le ofreció narrarle una historia sobre Vasili para atraerla, la única respuesta fue un movimiento negativo de la cabeza. —Estoy demasiado cansada —dijo Sofía. Ana estaba tendida en su nueva litera; el aire del barracón apestaba a queroseno. Estaba completamente vestida, llevaba el abrigo acolchado sobre la ropa de trabajo, porque, al igual que todas las demás, en invierno solo se quitaban la ropa para el banya: el baño mensual. El olor no tenía importancia, pero el calor resultaba vital. Página 312 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Se cubrió la cara con las manos enguantadas, hundió la nariz en el tejido, olió la mugre y la podredumbre, notó que la gravilla y las espinas clavadas en los guantes le arañaban la cara. Eran repugnantes, ningún ser humano debería verse obligado a llevar esos asquerosos harapos. Y, sin embargo, los adoraba. La protegían, se ensuciaban, se volvían andrajosos y repulsivos en lugar de ella. Por fin depositó un beso suave en cada guante. ¿Es que Sofía no podía comprenderlo?

Por una vez, esa noche pasaron lista con rapidez. Todos los números coincidían y el comandante estaba sobrio, así que las prisioneras no se vieron obligadas a permanecer de pie soportando el frío gélido durante más de cuarenta minutos. Ese día no había nevado, pero una gruesa capa de nieve caída el día anterior cubría el suelo y dos envidiadas brigadas se habían quedado en el campo, quitando la nieve de los senderos y del techo de la casa del comandante. Casi había llegado la hora de encerrar a las prisioneras durante la noche y Ana estaba en su litera. La mujer tendida a su lado se rascaba las costras de las piernas, sonriendo como si le proporcionara placer, mientras que otras vagaban por el barracón o se dejaban caer en sus literas. Pero con el rabillo del ojo Ana vio que una figura se deslizaba hacia la puerta y, a pesar del pañuelo que le cubría la cabeza y la cara, supo que era Sofía. Como siempre, llevaba el brazo derecho pegado al torso y la mano lastimada apoyada en la clavícula. Al principio las heridas habían cicatrizado muy bien a medida que los preparados de hierbas fueron extrayendo la infección de los dedos. Sofía empezó a recuperar fuerzas y energía gracias a los alimentos suplementarios, pero después la mejoría se detuvo: nada cicatrizaba correctamente cuando la temperatura era tan baja y el proceso solo continuaría con la llegada de la tibieza primaveral, así que de momento Sofía se protegía la mano con todos los trozos de tela de los que lograba apoderarse. Entreabrió la puerta y se deslizó al exterior. Ana se apresuró a ponerse los zapatos aún mojados, pero uno de los cordones se rompió y perdió tiempo volviendo a anudarlo. Para cuando se hubo cubierto la cabeza con la bufanda y salido a la noche gélida, Sofía había desaparecido. El gran patio cuadrado central del campo, iluminado por los reflectores y solo vigilado por un par de guardias entretenidos en una conversación al tiempo que patrullaban el perímetro, fumando y pateando el suelo para entrar en calor, estaba desierto.. ¿Qué planeaba Sofía? Faltaban escasos minutos para que encerraran a las prisioneras y si ella se quedaba Página 313 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

fuera moriría de hipotermia durante la noche. ¿Dónde se habría metido? ¿En la cocina? ¿En el vertedero? ¿En el banya? ¿En la lavandería? Ana pasó junto a todos esos lugares, pero no halló ni rastro de Sofía. Respiraba entrecortadamente y se dijo que se debía al frío, no al temor, pero estaba muy asustada. Desde que el guardia había intentado besarla la noche anterior Sofía había cambiado. Agachó la cabeza para protegerse del viento y entonces oyó un ruido. Era un gruñido masculino, no había otras palabras para describir esos sonidos que parecían surgir de las fauces de un animal. Ana los reconoció enseguida, eran sonidos muy conocidos, sonidos que le daban náuseas. Echó a correr. Nadie echaba a correr en el campo Davinski, pero ella corrió hasta la parte posterior del cobertizo de las herramientas, y allí, entre las densas sombras, los encontró: eran Sofía y Mishenko. La nieve casi les cubría las rodillas y estaban apoyados contra la pared del cobertizo. La falda de Sofía le rodeaba la cintura y las manos de él estaban clavadas en sus pálidas nalgas al tiempo que la penetraba una y otra vez. Era como si los gruñidos de Mishenko le devoraran las entrañas, como lobos arrancando las de un cervatillo. Ana aborrecía al hombre por lo que le había hecho a ella y por lo que le estaba haciendo a Sofía. Cuando se disponía a soltar un grito él lanzó la cabeza hacia atrás, un rictus agónico le crispó el rostro, eyaculó y se retiró de inmediato. El repentino silencio resultaba chocante. Mishenko se volvió y se acomodó las ropas, solo durante un par de segundos, pero bastaron para que los Cuatro Jinetes se abalanzaran sobre él. Con la velocidad de una rata Sofía sacó una piedra de su chaqueta y la aplastó contra el cráneo del hombre con todas sus fuerzas. El guardia cayó hacia delante con la cara en la nieve y apenas soltó un gruñido. Sofía se lanzó sobre su espalda y no dejó de golpearlo hasta que Ana la agarró de la muñeca. —Basta, Sofía, ya basta. Debes detenerte. —Nunca será bastante. —Está muerto. Sofía soltó un profundo suspiro y se puso de pie, temblando y con una mirada indescifrable. El blanco de sus ojos relucía en la oscuridad y respiraba entrecortadamente. —Sí —dijo en tono áspero—. Está muerto y ya no volverá a molestarte. Ana abrazó a su temblorosa amiga y la estrechó, meciéndola con suavidad. Permanecieron así un buen rato a pesar del tremendo frío, escuchando el latido de sus respectivos corazones. —Están a punto de cerrar —susurró Ana—. Hemos de darnos prisa. Solo tardaron dos minutos en cavar un agujero en la nieve acumulada contra la Página 314 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

pared trasera del cobertizo y enterrar al muerto. El montón no se derretiría hasta la primavera y para entonces, ¿a quién le importaría? Cubrieron el montículo con nieve fresca, rogaron que esa noche cayera una ventisca y echaron a correr hasta la puerta del barracón antes de que cerraran con llave. Saber que en sus bolsillos llevaban un paquete de cigarrillos marca Belomor, un mechero de acero, un cortaplumas, media barra de chocolate y un reloj de pulsera les transmitía una energía salvaje y ambas rieron: semejante botín les proporcionaría alimentos durante gran parte del invierno.

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47 Tivil Julio de 1933 Sofía aguardaba en la oscuridad; estaba tensa y respiraba agitadamente. Se hallaba de pie junto al cedro ante la entrada de la aldea de Tivil. Él acudiría, estaba segura de que acudiría. El cielo nocturno estaba nublado, oscuro y húmedo, y caía una ligera llovizna. Cuando empezó a temblar se alegró, porque significaba que el calor abrasador que la consumía comenzaba a apagarse. En medio del frío y del silencio volvió a oír las palabras de Rafik: «Busca en lo más profundo de ti misma, eres fuerte.» ¿Fuerte? No se sentía fuerte, se sentía golpeada y exhausta, y lo único que quería era echarse a llorar. Las preguntas se arremolinaban en su cabeza: ¿qué había visto Rafik en ella? ¿Qué había ocurrido en el interior de esa cámara? ¿Quiénes eran esas personas de cabellos plateados y por qué la habían atacado los murciélagos? Y Mijaíl, ¿llegaría? Debía creer que lo haría, ya fuera como resultado de la extraña ceremonia o sencillamente porque Fomenko hubiera reaccionado ante su velada amenaza y hubiera optado por ejercer su influencia en los lugares correctos. El motivo le daba igual, siempre que Mijaíl acudiera. Inspiró profunda y lentamente, trató de recuperar la calma y notó que la brisa nocturna eliminaba el pánico que le atenazaba los pulmones. «Mijaíl, mi Mijaíl. Ven a mí.» Murmuró las palabras en voz alta y durante un segundo oyó un aleteo, pero cuando alzó la vista el sonido desapareció. Se preguntó si su mente agotada lo había imaginado. Allí, al borde de la aldea, notó que de algún modo el aire se volvía menos denso y el peligro más acuciante. Las cicatrices de los dedos se volvieron dolorosas, como le ocurría cuando se ponía nerviosa. «Busca en lo más profundo de ti misma.» Escudriñó la negrura durante mucho tiempo, pero no logró distinguir nada. De pronto un hormigueo empezó a recorrerle el cuerpo desde la planta de los pies hasta las palmas de las manos y se le encogió el corazón. Empezó a mover las piernas y al Página 316 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

principio percibió los baches bajo los pies, también las piedras y las raíces mientras tropezaba en la oscuridad. Después corrió calle abajo, hacia él, con los brazos abiertos mientras las gotas de lluvia le rozaban las mejillas. Mijaíl estaba entre sus brazos, cálido, a salvo y con vida. Durante un segundo temió que sus sentidos la engañaran: eso no era real, solo se trataba de otra versión de su deseo desplegándose en su cabeza... Pero las ropas de él hedían, sangre seca le manchaba el cuello de la camisa y su mandíbula sin afeitar le arañaba la piel. Tenía los labios hinchados, pero no tanto como para no presionar los suyos o susurrar una y otra vez: —Sofía, amor mío, Sofía.

Mijaíl se lavó en el patio detrás de la casa. La lámpara de aceite proyectaba una tenue luz, pero gran parte del recinto estaba en sombras. Ella lo observó desde el interior mientras él se quitaba cada una de las mugrientas prendas hechas jirones, las arrojaba al suelo y les prendía fuego. Las llamas eran pequeñas y humeantes en el aire húmedo, pero proyectaban dorados haces de luz en sus muslos desnudos y en la curva de sus nalgas. Una oleada de deseo la invadió, pero al igual que las sombras se desplazaron y lo envolvieron como un manto, ella se alejó de la ventana para concederle intimidad. Cuando finalmente entró en la habitación llevaba una camisa y unos pantalones negros y limpios. Al verla sentada en su gran sillón, una sonrisa de alivio le cruzó el rostro, como si hubiese temido que ella se marchara. Mientras Sofía contemplaba sus ojos grises, amoratados, sintió que se le encogía el corazón. Vio que tenía los labios hinchados, un diente astillado y que se movía con incomodidad: algo le dolía. Sin embargo, cuando ella le preguntó al respecto, dijo que no era nada. Sofía se puso de pie, le besó la boca, le lamió los labios con delicadeza y le ayudó a sentarse en el sillón. Después le masajeó las pantorrillas, eliminando la ira de sus músculos y procurando transmitirle su energía. Por fin el aroma masculino y familiar de él acabó por serenar los latidos de su corazón. —Estás preciosa —dijo Mijaíl, y le acarició la mejilla con gesto tierno, como si ella fuese de frágil porcelana. Sus dedos recorrieron los labios de ella—. Resplandeces. Ella le besó la punta de los dedos. —Te he echado de menos. Mijaíl le alborotó los cabellos rubios y enrolló un rizo en torno a su índice, como si la sujetara a él. El silencio entre las palabras de ambos se desvaneció y él ahuecó la Página 317 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

mano y le rodeó la parte posterior de la cabeza. —Estabas conmigo —susurró sin despegar la vista de ella—. Estabas conmigo todo el tiempo.

—Todavía duerme. Era la segunda vez que Mijaíl echaba un vistazo a Piotr; la inquietud por el muchacho le impulsaba a abandonar el sillón pese al cansancio. —Estaba preocupado por ti —dijo Sofía al tiempo que servía dos vodkas. Le tendió uno cuando él volvió a acomodarse—. Pero se encuentra bien. Es fuerte. —Gracias por cuidarlo. —Hice muy poco, excepto llevarlo a Dagorsk para interceder por ti. Ambos nos cuidamos mutuamente. —Ven aquí. Mijaíl le tendió una mano y cuando Sofía la cogió, él la atrajo y la sentó en su regazo, apoyó la cabeza contra la de ella, la abrazó tan estrechamente que ella percibió los latidos de su corazón y lentamente ambos comenzaron a inspirar y espirar hasta que sus alientos se acompasaron. —Dime qué diablos está pasando, Sofía —musitó él con los labios pegados a los cabellos de ella. Ella guardó silencio. Mijaíl le alzó la barbilla y la obligó a mirarlo. —Me esperabas. ¿Cómo sabías que vendría? —No lo sabía, no con certeza. —Estaba en prisión, Sofía, pasaba del interrogatorio a las palizas y otra vez al interrogatorio, una y otra vez, no me daban de comer ni de beber y no me dejaban dormir. Me considero afortunado porque no me sometieron al suplicio del armario, pero... —¿Qué es el armario? —No quieras saberlo. Ella le besó los ojos amoratados. —Dímelo. —Es algo acerca de lo cual susurraban los otros prisioneros de la celda. Es un espacio de un metro por medio metro y de la altura de un hombre. Lo llaman el armario. Los cabrones meten allí a cinco o seis pobres desgraciados, todos apiñados, sin poder moverse ni apenas respirar. Podían permanecer allí horas o incluso días, incapaces de volverse o sentarse. La mayoría muere de asfixia. Página 318 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Sofía hundió la cara en el cuello de él. —No cabe duda de que habría acabado allí dentro si no me hubieran puesto en libertad —dijo en tono feroz, pero besó una lágrima de ella con delicadeza—. Sin embargo, en medio de un interrogatorio un oficial de la OGPU entró en la habitación, agitó una orden de liberación firmada y me encontré en la calle, en plena noche y bajo la lluvia antes de que pudiera decir Chto za chyort! —añadió, vació la copa de vodka de un trago y se estremeció. Le besó los cabellos y restregó la mejilla contra las sedosas mechas—. Y después resultó que tú estabas esperándome. —Estás a salvo —musitó Sofía—. Eso es lo único que importa. —Necesito saberlo, Sofía. Ella le cogió el rostro con las manos. —Mijaíl, mi querido Mijaíl, ignoro qué ocurrió, de verdad. Puede que Rafik haya causado tu liberación. El gitano posee poderes asombrosos y es capaz de manipular pensamientos. O también puede que... haya sido otro. Mañana hablaremos de ello, amor mío. Ya has sufrido bastante. Ella le rozó la nariz recta con la punta de los dedos: que no se la hubieran roto era un milagro; después sus dedos recorrieron la ancha frente. Mijaíl frunció el ceño y la escudriñó con mirada sombría. Ambos se miraron a los ojos hasta que de pronto algo en lo más profundo de Mijaíl pareció abrirse, una emoción agitaba su cuerpo vigoroso con tanta violencia que un temblor recorrió sus piernas. Soltó un quejido y Sofía presionó los labios contra la garganta de él. Cuando Mijaíl se levantó del sillón con ella en brazos y la llevó a su habitación, ella trató de acallar las palabras que retumbaban en su cabeza y le decían que estaba robando.

Mijaíl estaba seguro de que el mundo había dejado de girar sobre su eje, porque, de lo contrario, ¿cómo pudo pasar de un imborrable y momentáneo infierno a la más absoluta perfección? La piel desnuda de Sofía era una perla, no como una perla, sino una perla. Una cremosa y traslúcida palidez cuyo brillo parecía surgir del interior; se moría por tocarla, un ansia que alcanzaba hasta la punta de sus dedos. Estaban tendidos en la cama de él, los miembros entrelazados en la penumbra, iluminados tan solo por el tenue brillo que la lámpara de queroseno de la sala de estar proyectaba en la alfombrilla. Mijaíl no quería que Sofía viera su cuerpo cubierto de verdugones, moratones y cortes. Si lo asqueaba a él, ¿qué efecto le causaría a ella? Siempre había sentido cierto orgullo por su cuerpo, su fuerza y su poderío invencible; siempre había podido confiar en él, pero en ese momento la ira que le provocaban los que lo habían herido y humillado en nombre de la justicia le retorcía las tripas. Página 319 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Ella pareció percibir esa ira. Deslizó la mano hasta su vientre y empezó a trazar círculos con los dedos abiertos, al principio con suavidad y después con mayor firmeza. Él notó el calor que irradiaban sus manos y vio una delicada vena palpitando en su sien cuando se inclinó sobre él. Estaba expulsando el odio de su cuerpo. Los labios de Mijaíl se apoderaron de los de ella y ahuecó la mano en torno a su pecho pequeño, firme y perfecto. Ella gimió, un sonido suave como un sollozo. Él recorrió todas las curvas y los ángulos de su cuerpo mal nutrido, acariciando, explorando y provocando, rozó el borde de sus caderas y acarició su vientre sedoso hasta el espeso y rizado pubis rubio, e inhaló su aroma exquisito. Sus labios acariciaron los párpados de ella, las orejas, el tentador hueco de su garganta al tiempo que sus dedos exploraban los lugares húmedos y secretos hasta que gemidos de placer brotaron de la boca abierta de Sofía y la besó. Adoraba los profundos gruñidos que surgieron de su garganta cuando él deslizó los dedos por la cara interior de sus muslos y el temblor de su cuerpo cuando chupó su pezón erecto. Sabía a bosque, el sabor de una criatura limpia y salvaje. No sucia como él. Por más que se hubiera fregado con el cepillo esa noche, en el patio, aún notaba la suciedad de las celdas y las palizas por debajo de la piel. Era como si ella pudiera leerle el pensamiento. —Amado mío —susurró, y lo presionó contra la almohada. Le lamió una mejilla y después la otra; la flexible tibieza de su lengua parecía envolverlo, suave y seductora, mientras le rozaba la frente, la nariz, los labios, los dientes y el mentón. Mijaíl sabía lo que estaba haciendo y su corazón se derritió: lo estaba purificando. Cuando Sofía acercó la cabeza al pecho de él respiraba agitadamente y él soltó un resuello cuando ella comenzó a lamerle los moratones y los verdugones trazando círculos cada vez más sensuales. Hundió las manos en la cabellera de ella, apretó los puños y soltó un aullido que le arrancó todo excepto el amor por esa mujer. —Te amo, Sofía. —Mi Mijaíl. El deseo enronquecía sus palabras. El cuerpo de ella rezumaba un aroma almizclado que lo enloquecía al tiempo que la piel de ambos se fundía y también su sangre se convertía en una sola. Cuando se tendió sobre el cuerpo brillante como una perla se retuvo, le apartó un rizo de la frente y se sumergió en la mirada de ella, salvaje y resplandeciente. —Sofía, dulce corazón mío —murmuró—, ¿es la primera...? Ella entreabrió los labios y apartó su rostro del suyo. —¿Que si es mi primera vez? —gimió. Página 320 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Si es así, yo... —No, Mijaíl, no te preocupes, no es mi primera vez —respondió en un tono de infinita amargura. Con mucha suavidad, la obligó a volverse hacia él y le besó los labios, murmurando y susurrando palabras de consuelo hasta notar que se relajaba; entonces sus lenguas se entrelazaron y ella alzó las caderas desnudas. —Lo convertiremos en la primera vez, amor mío —musitó, con los labios pegados a los de ella—. Para los dos.

—Así es como debe ser. Sofía murmuró las palabras en la oscuridad. No fue un forcejeo torpe y brutal detrás de un cobertizo, bajo la lluvia, un desgarro violento de sus carnes como si ella fuera un animal. «Así es como debe ser.» Un maravilloso estallido de dicha que había convertido su cuerpo en algo magnífico y vibrante, algo que apenas reconocía. Rozó la muñeca de Mijaíl con los labios, volviendo a saborearlo una vez más. —Así es como debe ser —susurró. Suspiró, incapaz de despegarse de él. La lámpara de queroseno de la sala de estar se había apagado y la oscuridad nocturna era total, más densa justo antes de la madrugada. Ella sabía que debía irse, pero en vez de eso se acurrucó contra el brazo de Mijaíl y frotó su piel contra la su amado, sintiendo su tibieza mientras él dormía abrazado a ella. Le encantaba el peso del cuerpo de él contra el suyo. Escuchó el ritmo de su respiración y deseó que lo que vivía tras sus párpados trémulos fueran dulces sueños. Sofía se cerró a todo lo demás, todo lo que no fuera amor dejó de existir y, pese a saber con absoluta certeza que el precio de esa dicha sería muy elevado, en ese momento eso carecía de importancia. Con gesto posesivo deslizó una mano por el muslo de Mijaíl y notó que su respiración se aceleraba, como si ella hubiera penetrado en su sueño. Tanteó en busca de la hinchazón palpitante a un lado de su pierna, un recuerdo del lugar donde había estado y de lo que le habían hecho. Eso bastó para despertar su cólera y la impulsó a abandonar el lecho. Se vistió con rapidez y sin hacer ruido, luego vació la copa de vodka que anoche había dejado en la mesa, pero antes de abandonar la casa y salir a la calle —donde todavía reinaba la oscuridad anterior al alba— regresó junto a la cama de Mijaíl, se inclinó y le rozó la frente con los labios, tan suavemente que ni siquiera fue un beso. Pese a la oscuridad y aunque él no se despertó, supo que sus labios habían esbozado una sonrisa. Página 321 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Ansiaba conservarlo así, suyo para siempre, para amarlo y cuidarlo. Vivir toda una vida juntos hasta que fueran ancianos de cabellos grises y pudieran evocar esos días riendo y repitiendo esa frase mágica: «¿Recuerdas cuando...?» ¿Por qué no? Era posible, él la amaba, lo había dicho. Sintió una punzada en el corazón. Era posible. Sería tan sencillo no decir nada e iniciar una nueva vida con Mijaíl en ese lugar y en ese momento... «¡Oh, Ana, no puedo!» Se enderezó lentamente, los brazos y las piernas pesadas y sin vida, objetos inútiles sin el toque de él, sin sus besos, sin sus abrazos... Se alejó de la cama con los ojos llenos de lágrimas, se dirigió a la puerta y extrajo del bolsillo la llave que Piotr había hecho para ella. Ese día todo cambiaría.

Piotr oyó movimientos en la casa. Lo despertaron, pero hundió la cara en la almohada negándose a desvelarse del todo. ¿Qué le estaba ocurriendo a él y a su mundo? Era como si los cimientos se resquebrajaran bajo sus pies y eso lo aterraba. Intentó regresar al consuelo de sus sueños pero fue inútil: ya no estaban a su alcance. Al igual que su padre. Entonces oyó el estrépito de un cazo golpeando contra la hornalla de la cocina y el corazón le dio un vuelco: Sofía todavía se encontraba en la casa. Eso le levantó el ánimo y brincó de la cama. Ella sabría qué debía hacer, le ayudaría... Pero Sofía era una fugitiva, le había confesado que había escapado de la prisión, así que si lo ayudaba se convertiría en un enemigo del pueblo. La idea lo mareó. ¿Fue eso lo que sintió el camarada Stalin el año anterior, cuando Nadezhda Alilúyeva, su esposa, se disparó un tiro en la cabeza en el interior del Kremlin? ¿Desconcierto y mareo? ¿Qué era más importante: el amor o las palabras del Gran Líder? Presa de un ataque de ira le pegó un puntapié a un zapato, que fue a dar contra la pared de su diminuta habitación. Lo que más miedo le daba era pensar en lo que podía estar ocurriéndole a su padre y, procurando escapar de sus ideas angustiosas, salió precipitadamente del cuarto. La figura sentada a la mesa se levantó de la silla con movimientos lentos y torpes, no rápidos y seguros como los de su padre. Pero la figura poseía sus fuertes hombros y era su voz la que pronunció su nombre. —Piotr. El chico se arrojó entre los brazos abiertos de su padre y ambos cayeron en la silla Página 322 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

estrechamente abrazados. Piotr ocultó el rostro contra la camisa del hombre: lloraba como una niña y no quería que él viera sus lágrimas. —Piotr, hijo mío. Al oír su tono de voz el muchacho alzó la vista. Las lágrimas empapaban las mejillas de Mijaíl.

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48 —Qué inesperado placer, querida mía. No esperaba volver a verte tan pronto. El subdirector Stírjov expulsó una voluta de humo que flotó en el ambiente al tiempo que indicaba a Sofía que tomara asiento en su brillante y cromado despacho. Una botella destapada de vodka reposaba en el escritorio; estaba medio vacía, pero el vaso junto a ella estaba medio lleno. Sofía se deslizó en la silla tapizada de cuero, ante el escritorio. —Me subestimas —dijo, sonriendo. —¿Tienes información para mí? —Por supuesto. Es por lo que me pagaste. ¿Acaso no te lo prometí? Una sonrisa satisfecha atravesó la cara de Stírjov. —En este mundo no todos cumplen con lo prometido. —Yo sí. Si piensas otra cosa es que no me conoces. —Tengo la intención de llegar a conocerte mucho mejor —replicó él, e introdujo la mano en un cajón del escritorio para buscar otro vasito, lo llenó y se lo alcanzó. En el cristal aparecía un grabado de un alce de Laponia. —Gracias —dijo ella, pero no llegó a coger el vaso. Notó que él clavaba la vista en su blusa; era una de las de Zenia, de tela casera, de un apagado color rosa con bordados de flores silvestres en el cuello y los puños. —Me han informado de que ahora mismo un miembro de tu aldea está en prisión — dijo él, como si en realidad se dirigiera a los pechos de ella. —Si te refieres al camarada Pashin, lo han puesto en libertad. Stírjov despegó la vista de sus pechos. —¿De veras? ¿Cuándo? —Hoy. —Es una pena. Estaba seguro de que no soltarían a nuestro díscolo y rebelde director de fábrica. Dagorsk sale ganando sin la presencia de personas como él. —¿Por qué? —Porque es un agitador. Oh, sí, reconozco que es un buen ingeniero y que ha espabilado a esos haraganes imbéciles que trabajan en su fábrica, pero es uno de esos Página 324 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

cabrones arrogantes que creen saberlo todo mejor que el Partido —dijo. Se inclinó hacia delante apoyado en los codos y la señaló con un dedo muy cuidado—. Ese no es un hombre del pueblo, tal como finge ser. Estoy convencido de que oculta algo, lo siento en las tripas cada vez que lo veo. Solo has de aguardar —añadió. Se tomó el vodka y apagó el cigarrillo, aplastándolo mucho después de que la colilla hubiese dejado de humear—. Un día cometerá un error y yo estaré allí para atraparlo. Sofía cogió su vaso; durante un segundo Stírjov pareció temer que le arrojaría el contenido a la cara, pero en lugar de eso ella brindó ante el retrato de Stalin y se tomó el licor de un trago. Soltó un suave gruñido, casi un siseo, y después sonrió a Stírjov. —Qué perspicaz eres, camarada Stírjov. —Y tú qué hermosa eres, camarada Morózova. Ella parpadeó y se llevó una mano a la garganta, como si tratara de calmar su agitación. —Me alegro de que nos entendamos tan bien —dijo, sonriendo—. Ahora podemos hacer negocios. —De acuerdo, ¿qué es esa información sobre Tivil que me traes? ¿Que un koljoznik ha llegado tarde al trabajo? ¿O acaso uno de tus palurdos campesinos se ha visto envuelto en una pelea de borrachos y ahora lo denuncian por cantar La Internacional, pero con palabras obscenas? —No, no se trata de eso. —Entonces, ¿qué? —Alguien en Tivil está acaparando grandes cantidades de patatas, remolachas y cereales. Fue como si hubiese arrojado una granada de mano. Mentalmente, Sofía oyó como la explosión estallaba en el silencio del despacho lleno de humo. El camarada Stírjov estaba boquiabierto. —Ahora cogeré a Tivil del cuello —gruñó— y lo zarandearé hasta que suplique misericordia. ¿Quién es ese enemigo del pueblo?

Sofía regresó apresuradamente a la aldea. En el cielo matutino, de un intenso azul, un grupo de cuervos flotaban en la brisa sin apenas agitar las alas. Cuando llegó reinaba un alboroto en la calle: dos mujeres y varias muchachas intentaban bañar una cabra bajo la bomba de agua y el enfurecido animal se resistía. Tras revolcarse en el estanque tenía el blanco e hirsuto pelaje cubierto de barro y los niños chillaban de risa cada vez que los embestía. Sofía se detuvo, observó la escena, la memorizó y saboreó su cotidiana normalidad, porque a partir de ese momento nada sería normal ni Página 325 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

cotidiano. Se dirigió a la escuela donde aún se desarrollaban las actividades del campamento de verano. El patio estaba lleno de las blancas y limpias camisas de los Jóvenes Pioneros de ojos brillantes, de pequeños cuerpos echando carreras y dando volteretas. «Sí —pensó—, Zenia tenía razón. Esos niños son el futuro de Tivil.» Cuando se dio cuenta de lo mucho que le importaba se quedó perpleja. De algún modo, esa aldea ya ocupaba un lugar en su corazón. —¿Has venido para contarnos un cuento? —preguntó Anastasia, balanceándose en la verja; estaba descalza y un rizo le cubría la frente. —No, hoy no, Anastasia, pero te prometo que vendré otro día. Debo hablar con la maestra. ¿Me harías el favor de avisarle de que estoy aquí? Entonces descubrió la cabeza de revueltos cabellos castaños de Piotr. Se encontraba a la sombra de un grupo de alisos y era evidente que estaba enseñando a un círculo de niños más jóvenes a construir un puente levadizo con troncos y tablas. Para la mirada inexperta de Sofía parecía una construcción bastante complicada y contuvo el aliento cuando un niño se subió al tramo central y empezó a brincar. Pero el puente resistió y una ola de orgullo por Piotr la invadió. Anastasia también dirigió la mirada hacia el muchacho y soltó un suspiro silencioso. Después se alejó saltando hacia el espacio de hierba seca donde Elizaveta Lishnikova controlaba las carreras con un gran cronómetro. Durante un intenso segundo Sofía deseó que el mundo se detuviera, allí y en ese preciso instante, mientras los niños jugaban, Mijaíl descansaba sano y salvo en su cama, lucía el sol y ella se encontraba en la calle de la aldea como si perteneciera a ese lugar. Que se detuviera en ese pequeño momento de felicidad, que perdurara para siempre. Pero inspiró profundamente y pasó al momento siguiente y al que le seguía. Porque le había hecho una promesa a Ana. Pero ¿y si Ana ya estaba muerta? ¿Y si todo eso fuera inútil?

—¿Qué sucedió anoche? Elizaveta la miró con severidad. —Estabas aquí —dijo—. Tienes ojos, ¿no? Tú misma viste lo que ocurrió. Se encontraban en el elegante salón de la maestra; había imágenes colgando de las paredes, antiguas fotografías de hombres ataviados con uniformes extravagantes y mujeres imperiosas envueltas en amplios vestidos; para destacarlas y realzarlas, las medallas y las joyas estaban pintadas a mano. Sofía habría deseado dedicar tiempo a examinarlas, descubrir los rasgos fuertes de Elizaveta Lishnikova en los rostros, pero la Página 326 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

maestra no habría aprobado esa actitud curiosa. En lugar de eso, repitió la pregunta. —¿Qué sucedió anoche? Eres una persona racional. Dudo que accedieras a participar en una ceremonia que fuese... malsana. —¿Es eso lo que crees que fue? ¿Malsana? —No. —Sofía negó con la cabeza—. No, no lo creo. Pero he visto el daño que le hace a Rafik y el modo en el que le afecta. Elizaveta frunció el ceño y recorrió una ceja con la punta del dedo, como si se alisara los pensamientos. —Siéntate —dijo. Sofía tomó asiento en una frágil chaise longue y se sorprendió cuando la maestra se sentó a su lado con la espalda recta y las manos plegadas en el regazo. De inmediato, la pose le evocó a Sofía las imágenes de las aristocráticas mujeres de las fotografías. —Camarada Lishnikova, quiero entender mejor lo que hacen los gitanos —declaró, mirando directamente a los orgullosos ojos castaños de la maestra—. Ayúdame a hacerlo, por favor. La mirada de Elizaveta no cambió, pero una leve sonrisa curvó sus labios entreabiertos. —No te conozco, jovencita y vivimos en una sociedad peligrosa, infestada de confidentes ansiosos por conseguir un rublo, inventando mentiras sobre... —No soy una soplona. —Te han visto entrar en el despacho del subdirector Stírjov. —Las noticias vuelan. —Esto es la Rusia soviética. ¿Qué esperabas? Pero dime: si no fuiste al despacho para proporcionarle información, ¿para qué fuiste? La mujer mayor alzó el mentón y la contempló con los ojos entornados. —Para proteger Tivil. —Creo que quieres decir para proteger al camarada Pashin. —Ambas cosas. Elizaveta asintió y su rostro se relajó un poco. —El amor no es el mejor de los guías, querida. Nos impulsa a hacer cosas que... — dijo, y se encogió de hombros con expresión elocuente. —¿Que no siempre son prudentes? —preguntó Sofía, riendo. —Exacto. —Correré ese riesgo. —Rafik corrió un riesgo al confiar en ti, una desconocida. —Alzó la mano con gesto impaciente—. No, no me digas que eres su sobrina, ya sé que no es verdad. Pero... —Hizo una pausa y escudriñó el rostro de Sofía—. Rafik posee habilidades que Página 327 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

van más allá de nuestra comprensión y confío en su intuición. —Gracias. —Así que si lo deseas, te diré lo que sucedió anoche. Sofía se inclinó hacia ella. —Por favor. —Has de comprender que Rafik posee una mente extraordinaria. ¿Quién sabe si las destrezas que posee son autodidactas o heredadas de sus ancestros gitanos? —¿Es hipnotismo? —Creo que se trata de algo más que eso. Posee un poder mental capaz de trascender los pensamientos de otros y manipularlos, pero a un coste para él mismo. Una vez me dijo que le causa hemorragias cerebrales. Sofía se estremeció. En el salón reinaba un silencio frágil. En el exterior, las risas de los niños pertenecían a un mundo diferente. —Así que tú le ayudas, ¿verdad? —dijo Sofía en voz baja—. Tú, el herrero y Zenia, le ayudáis a reducir los daños que se causa él mismo, ¿no? —Sí. —Entonces ¿por qué me habéis escogido a mí? —No lo sé. Deberías preguntárselo a Rafik. Todas las noches teje algo que él denomina una red protectora alrededor de la aldea y traza un círculo. Dice que si pudiera trazarlo alrededor de toda Rusia lo haría. Sofía sonrió. —Es un buen hombre, pero ¿realmente ha ayudado a Tivil? —Dios mío, claro que sí. Todavía estamos vivos, ¿no? Todas las aldeas de los alrededores han sido diezmadas por el hambre y por las tropas, que las obligan a cumplir cuotas, hasta el extremo de que en algunas no ha sobrevivido ningún niño. Escucha a los nuestros. —Los gritos de los Jóvenes Pioneros suscitaron una sonrisa en las dos—. Tivil aún está en pie —dijo Elizaveta, con orgullo. —Con vuestra ayuda. —Ignoro si la aportación de una persona como yo, una zarista destronada, o la de Pokrovski, ese réprobo pecaminoso, realmente proporciona alguna ayuda en esas ceremonias. Pero... —hizo una pausa y se frotó las sienes con la punta de los dedos— a veces siento cosas. Aquí dentro —añadió, trazando círculos en su piel traslúcida—. Lo creo, cuando estoy con Rafik. —Meneó la cabeza y su voz se volvió más firme, más aplomada—. Confío que sirva de ayuda. —Entonces ¿crees que esa extraña ceremonia de anoche en la que participamos nosotros cinco puede haber generado un poder suficiente..., cierta clase de poder misterioso... para causar que liberaran a Mijaíl? Página 328 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Es posible. Llámalo un milagro o una extraña coincidencia, si prefieres, pero el caso es que soltaron al camarada Pashin. Elizaveta se puso de pie y Sofía comprendió que la conversación había llegado a su fin. —Una última pregunta —se apresuró a pedir—. Por favor, dime... —empezó y vaciló cuando un escritorio de tapa rodadera le llamó la atención. Era de exquisita madera satinada de las Indias y la tapa no estaba completamente cerrada; en el interior distinguió un tintero cuadrado, un sello y lo que parecía una gran lupa—. Dime si sabes algo acerca de una choza en el bosque que... —Allí arriba hay muchas cabañas para cazadores —la interrumpió Elizaveta en tono brusco. Se acercó al escritorio y cerró la tapa—. No sé nada de chozas. Pregúntale al herrero, él es quien anda a menudo por ahí arriba... cuando sale a cazar, me refiero. Sofía la observó y captó la inquietud de la maestra. ¿Se trataba del escritorio? ¿Había visto algo que no debía ver? —En ese caso hablaré con Pokrovski —dijo Sofía, y se dirigió a la puerta—. Gracias por dedicarme tu tiempo, camarada. Las dos se sonrieron, sabiendo que ya habían dicho lo suficiente.

La herrería parecía el taller del diablo. Grandes chispas volaban a través del aire que reverberaba bajo el golpe atronador del martillo contra el metal. Cuando Sofía entró en el penumbroso interior percibió la vibración en los huesos y los dientes, pero el herrero sonreía de oreja a oreja, disfrutando cada vez que pegaba un martillazo como si fuera el mismísimo Thor. Estaba forjando una gruesa lanza de hierro cuyo extremo puntiagudo estaba al rojo vivo. —Camarada Pokrovski —gritó ella entre un golpe y el siguiente. Él se detuvo con el martillo alzado por encima del hombro, una posición que hubiera hecho caer de espaldas a casi todo el mundo. El herrero llevaba un grueso delantal de cuero sobre una túnica sin mangas y su afeitada cabeza resplandecía de sudor. Su aspecto hizo sonreír a Sofía: he ahí un hombre que adoraba su trabajo. Una vez que las reverberaciones se detuvieron se dio cuenta de que Pokrovski estaba cantando una vieja marcha militar y blandía el martillo al ritmo de la canción. El hombre apoyó su herramienta en el yunque y le lanzó una mirada sorprendida. —¿A qué debo este placer? Se secó el sudor del labio superior con el dorso de una manaza. Sus dientes eran tan grandes como todo lo demás, pero tan blancos que Sofía se preguntó si serían postizos. —La camarada Lishnikova sugirió que hablara contigo. Página 329 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Acerca de lo que ocurrió anoche? —preguntó él con expresión interesada. —No. Acerca de una choza. Su actitud cambió de inmediato y su cordialidad se desvaneció. —¿Qué choza? —Una que descubrí en el bosque. En un claro a unas verstas al noroeste de aquí. Estaba... —dijo en tono cauteloso. —No te acerques a las cabañas, camarada. —Se aproximó a ella con los fornidos y musculosos brazos a ambos lados del cuerpo—. Te lo advierto. —¿A qué te refieres? —A que no metas las narices en lugares que... —Ya sé lo que hay en esa choza y quién acude allí, camarada Pokrovski. Él inspiró entre dientes y su pecho desnudo se hinchó. Ella retrocedió un paso, no pudo evitarlo. Aunque no la había tocado, la presencia intimidante del herrero ejercía una presión sobre ella. —No te acerques a la choza —gruñó. —El director Fomenko sube allí para... —No te acerques a nuestro camarada director. —Creí que tú tratabas de ayudar a esta aldea formando parte del círculo de Rafik. Si es así, ¿por qué...? «Infestada de confidentes ansiosos por conseguir un rublo.» Las palabras de Elizaveta se deslizaron en su cerebro como algo pringoso y de pronto sintió una profunda decepción cuando comprendió lo que tramaba ese hombre. —Trabajas para ambas partes, ¿no es así, camarada Petrovski? —dijo con voz ronca. El herrero se acercó a ella hasta que Sofía tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos, pero esta vez no retrocedió. —Deja en paz a Fomenko —le advirtió. —¿Por qué? ¿Qué significa para ti? El herrero inclinó su cuello de toro hasta que sus ojos quedaron al mismo nivel que los de ella y entonces las chispas ya no flotaban en el aire: asomaban a su mirada. —Deja en paz a Fomenko. Porque lo digo yo. Ella dio media vuelta y abandonó la herrería.

—¿No deberías estar trabajando en los campos con tu brigada, camarada Morózova? De haber podido, Sofía habría hecho caso omiso de él, pero Alekséi Fomenko y su Página 330 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

borzói se interpusieron en su camino antes de que reparara en su presencia. El miedo por lo que Pokrovski podía revelar le martilleaba las sienes y lo único que quería era alcanzar la izba de Mijaíl lo antes posible. Y de pronto se encontraba con esa reprimenda. Se sentía incapaz de mirar al director y optó por contemplar los ojos castaños de mirada dulce del perro. —¿Fuiste tú quien se lo dijo? —¿Decirle qué a quién? —Decir a los interrogadores que soltaran al camarada Pashin. Fomenko soltó una carcajada, un ladrido áspero que casi podría haber salido del perro. —No seas ridícula, camarada. No tengo tanto poder. Ella alzó la vista y lo miró por primera vez. El director apretaba las mandíbulas, pero su mirada era tan dulce como la de su perro. Sofía había aprendido a no fiarse de las miradas dulces. —Entonces ¿no has sido tú? —No. —Comprendo. Y así era. Se daba cuenta de que la noche anterior la capacidad de Rafik de unir las fuerzas de Tivil había generado algún tipo de poder. A menos que Fomenko le mintiera y hubiera sido él quien había organizado la puesta en libertad de Mijaíl, pero ¿por qué haría eso? Él la miraba fijamente y la intensa luz solar borraba las arrugas de su cara, de modo que durante un momento parecía tan lisa como la de un muchacho. Sofía podía imaginárselo con un rifle en la mano, el muchacho que le disparó al padre de Ana. —Date prisa o perderás tu turno en el campo —dijo él. Ella asintió y siguió caminando.

Se deslizó en la habitación donde descansaba Mijaíl. Dormía con un brazo estirado por encima de la cabeza, como si en sueños se desprendiera de aquello que no podía soltar cuando estaba despierto. Sofía se acercó a la cama en silencio. Había muestras de que él se había levantado: una taza vacía en la mesilla y su camisa colgada de uno de los ganchos clavados en la pared en lugar de seguir en el suelo, donde ella la había arrojado la noche anterior después de quitársela. Permaneció en silencio, observándolo, contemplando su respiración lenta y rítmica, el suave temblor de sus labios. Absorbió cada detalle, no solo con la mente sino también con el cuerpo, los absorbió profundamente, en la sangre y en los huesos. Su Página 331 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

cuerpo elegante, los pómulos cincelados, sus oscuras pestañas, incluso los moratones hinchados en torno a sus ojos. Quiso besar su barbilla sin afeitar, imaginó su risa en la nieve mientras construía un trineo de hielo, patinando en el lago y sonriendo con satisfacción al tiempo que asaba patatas en las brasas. Sabía que había hecho todas esas cosas y muchas más cuando era Vasili. Pero luego clavó un cuchillo en la garganta del asesino de su padre, Vasili murió y nació Mijaíl. A ella le daba igual. Vasili. Mijaíl. Los amaba a los dos, un amor doloroso, pero se trataba de un dolor incomparable con el que le causaba el hecho de saber que estaba a punto de perderlo. Silenciosamente, para no interrumpir el ritmo de sus sueños, Sofía dejó caer sus ropas en el suelo y se deslizó entre las sábanas, junto a él. El cuerpo desnudo de Mijaíl despedía un aroma tibio y almizclado. Ella le rozó la piel con los labios, curvó el cuerpo alrededor del cuerpo de él y permaneció acurrucada en esa posición durante una hora, quizá dos. Cuando por fin la mano de Mijaíl encontró la suya entre sueños, ella sonrió. Lentamente, sin abrir los ojos, él comenzó a acariciarle los pechos hasta que Sofía gimió y oyó que la respiración de él se aceleraba. —Chist —susurró—. Necesitas dormir. —No: te necesito a ti —replicó él. Abrió los ojos y le sonrió. Ella le besó el labio magullado y lo chupó, acariciándolo con la lengua. Él murmuró un quejido que reverberó en los pulmones de ella y ambos comenzaron a explorar sus cuerpos una vez más, ya sin prisas, al tiempo que sus manos elevaban su mutua pasión al máximo, hasta que se fundieron en un solo ser. Mientras Mijaíl la penetraba profundamente, con los labios presionados contra los suyos, Sofía mantuvo los ojos abiertos, clavados en los de su amante, tan próximos que casi formaban parte de ella. La mirada de él no se desvió de la suya ni un instante y repentinamente, el atroz dolor y el temor la abandonaron. El dolor de amar, el temor de perder. Lo único que existía era eso, era él, era ella. Juntos.

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49 —Os esperaba. Rafik estaba sentado ante la mesa en su izba, con las palmas de las manos apoyadas en la tosca madera. La banda blanca que llevaba en torno a la cabeza destacaba sobre sus oscuros y espesos cabellos; además vestía una camisa de suave tela blanca de mangas anchas y en la pechera aparecía un bordado blanco que formaba un extraño motivo geométrico. Indicó las dos sillas al otro lado de la mesa. Sofía y Mijaíl se sentaron y, de inmediato, la mirada de ella quedó prendida en el guijarro blanco apoyado en la mesa. —Ha llegado la hora de que sepas algo más, Sofía —dijo Rafik con una sonrisa—. Pero primero —añadió, y desvió la mirada hacia Mijaíl—, ¿qué deseas de mí, camarada Pashin? Mijaíl apenas prestó atención al guijarro, pero rodeó el respaldo de la silla de Sofía con ademán protector. —Ayer estaba prisionero en una celda mugrienta y, en el mejor de los casos, el futuro solo me deparaba un campo de trabajos forzados. Hoy me encuentro aquí en Tivil, un hombre libre —dijo, y se inclinó hacia delante escudriñando el rostro del gitano—. Es un milagro, y yo no creo en los milagros. —No, no es un milagro. Quien te salvó fue Sofía. —Dices que Sofía me salvó, Rafik, pero ella afirma que fuiste tú. Necesito saber qué está ocurriendo aquí. Se rumorea que posees extraños poderes místicos, pero siempre había creído que solo eran habladurías, fantasías de mentes ociosas. En cambio ahora... Mijaíl inspiró y Sofía notó que una vena palpitaba junto a su oreja. —Te contaré una historia, Mijaíl —dijo Rafik en tono sosegado. Al oír sus palabras fue como si los pensamientos de Sofía se volvieran pesados—. Durante siglos y generaciones —prosiguió el gitano—, miembros de mi familia fueron consejeros y astrólogos de los reyes de Persia. Su sabiduría y su intimidad con los espíritus los convirtieron en una fuerza que guio a uno de los imperios más poderosos de la historia en tiempos de guerra y también de paz. Pero nada... —añadió, y rozó el guijarro con un Página 333 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

dedo— nada dura eternamente, ni siquiera el comunismo. —Rafik frunció las gruesas y negras cejas—. Mis antepasados fueron expulsados de su paraíso terrenal y huyeron a través del mundo conocido; algunos escaparon a Europa, otros a India y a tierras más orientales a medida que el imperio se desmoronaba. Durante un momento Sofía cerró los ojos. —Lo percibo —murmuró. Mijaíl la miró con aire solemne, luego le acarició la frente y los rubios y sedosos cabellos. —¿A qué se refiere Sofía? Rafik cogió las manos de la mujer entre las suyas, uniendo las palmas como si orara. —Ella es como yo —declaró. —No es gitana. —No. Soy el séptimo hijo de un séptimo hijo y mis antepasados se remontan hasta Persia, a través de generaciones de séptimos hijos. De ahí procede mi poder, transmitido mediante una conexión mística de la sangre. Sofía es igual que yo. —¿Qué quieres decir? ¿Que es la séptima hija de un séptimo hijo? —No. Es la séptima hija de una séptima hija a lo largo de muchas generaciones. Como su madre murió cuando ella aún era una niña, nunca le reveló lo que debería haberle transmitido sobre el poder que se centra en ella, surgido de la fuerza y la sabiduría de otras que la precedieron. —Rafik presionó las manos de Sofía—. Mi voluntad es fuerte y también la de ella, pero juntos —continuó el gitano, mirándola fijamente— somos más fuertes. —Pero mi padre era un sacerdote de la Iglesia ortodoxa rusa —dijo Sofía—. Su fe habría chocado con la de mi madre, ¿no? Si lo que tú afirmas es verdad... —Una fe no impide la otra. El vínculo que crean puede convertirse en una fuerza poderosa. Ella asintió. —¿Alguna vez has hablado con el sacerdote Logvinov, aquí en Tivil? ¿Acerca de trabajar conjuntamente? —No está preparado. Hasta que lo esté, yo lo protejo. Mijaíl se inclinó hacia delante sin despegar la vista de Rafik. —Eso explica por qué ese necio loco aún está con vida. Nunca logré comprender por qué las autoridades no lo fusilaron o lo exiliaron hace tiempo. Corre riesgos, grandes riesgos. —Tú también —adujo Rafik. Mijaíl apretó los labios, entornó los ojos y se inclinó hacia atrás en la silla. Página 334 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Qué es lo que sabes, Rafik? —Sé que todos los días regresas de la fábrica con una alforja llena de comida para la familia Tushkov. —Eso sería ilegal —replicó Mijaíl con voz firme—. La comida de la cantina solo está destinada a los obreros de la fábrica Levitski. —Por favor, amor mío, ten cuidado —susurró Sofía. Un grito resonó en la calle e interrumpió el momento. Oyeron los golpes de botas y el rugido del motor de un camión. Los niños salían de la escuela a la carrera y voces airadas se alzaban en la calle. Rafik y Mijaíl echaron a correr hacia la puerta. Solo Sofía se quedó donde estaba, con la vista clavada en el guijarro blanco. Lo tocó y notó que estaba frío como el hielo. —Sofía —preguntó Rafik en tono duro—, ¿qué has hecho?

Ante la casa dos fornidos soldados aferraban de los brazos a Alekséi Fomenko, director del koljós Flecha Roja, rodeados por los koljozniki: en los campos las noticias volaban. Sofía se obligó a observar la escena: los soldados uniformados que lo maltrataban como si fuese escoria, su actitud erguida vestido con su camisa a cuadros y sus toscos pantalones de trabajo como si se enorgulleciera de ellos, su espalda recta y la mirada acusadora de sus ojos grises barriendo la multitud. La negra tierra de Rusia incrustada en sus botas. A sus pies reposaban tres sacos, cada uno repleto de un botín secreto. —¡Acaparador! —¡Ladrón! —¡Escoria! —Eres un asqueroso hipócrita que nos quitó todos esos alimentos... —¡Mentiroso! —Todo el tiempo estabas robando comida para ti mismo. —¡Cabrón! Una mujer arrojó una piedra y después otra que dio en el blanco. Sofía vio el hilillo de sangre que brotaba del cuero cabelludo de Fomenko. Se obligó a observar los acontecimientos, pero ¿por qué no experimentada la esperada satisfacción? ¿Por qué no se regodeaba y disfrutaba de la victoria? Lo que acababa de ocurrir era lo que ella había deseado, ¿no? Era lo que ella había jurado hacer; entonces ¿por qué la venganza sabía tan amarga?

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—Todos estamos estupefactos —dijo Mijaíl, meneando la cabeza y esparciendo gotas de agua del pelo mojado—. Jamás hubiera creído que Fomenko haría algo así. Sofía guardaba un silencio absoluto. Mijaíl hundió el cucharón en el jarro, extrajo más agua y la derramó sobre las piedras calientes. El vapor se elevó siseando y apenas logró ver a Sofía. Estaban en el banya de él, el cobertizo situado en la parte trasera del patio. Era una pequeña y oscura construcción de madera que disponía de un banco, una estufa y una diminuta ventana que dejaba entrar un fino haz de luz. Rodeados del aire húmedo y caliente, ambos se habían restregado la piel con las veniks, las ramitas de abedul, y en la penumbra ella había untado los cortes y los moratones que recorrían el cuerpo de Mijaíl con aceites aromáticos y besado cada uno con tanta ternura que él sintió el irrefrenable deseo de estrecharla entre sus brazos. Pero ella no se lo permitió. Había estado muy callada toda la tarde. Tras el arresto de Fomenko se había apartado de Rafik, pero en vez de enfadarse el gitano había tomado a Mijaíl del brazo. —Ve con ella, Mijaíl, no la dejes. —¿Qué pasa? —había preguntado Mijaíl, atemorizado—. ¿Está en peligro? —Veo sombras oscuras en torno a ella y... —Se interrumpió. —¿Y qué? Rafik se restregó los ojos. —No te separes de ella, eso es todo. Cuando Mijaíl le había sugerido que visitaran el banya, Sofía le lanzó una amplia sonrisa y sus ojos azules brillaron. —A condición de que yo te lave y tú me laves a mí —bromeó. —De acuerdo. El trato se prolongó durante un buen rato. Él encendió la estufa y derramó agua sobre las piedras calientes hasta que el vapor abrió todos los poros de sus cuerpos. Le encantaba el aspecto y el tacto del cuerpo de Sofía, tan vulnerable y al mismo tiempo tan fuerte, y ansió alimentarla con trozos de carne de cerdo y queso para que sus huesos angulosos se cubrieran de suaves curvas y sus pequeños y desnutridos pechos florecieran como capullos de dulce aroma. Ambos permanecían abrazados al tiempo que él le acariciaba las delgadas nalgas y besaba sus hombros delicados. —Sofía, Sofía —no dejaba de repetir. Ella había cambiado todo su mundo, lo había transformado en algo limpio y que merecía la pena. Era una mujer muy diferente a todas las demás que había conocido, pero cuando la sentó en el banco de madera ella se llevó un dedo a los labios y negó con la cabeza. Página 336 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Qué ocurre Sofía, amor mío? Ella tomó aire y un temblor le recorrió el cuerpo. —Quiero que hablemos —dijo. —¿Que hablemos? ¿Eso es todo? Por un momento tu frialdad me ha asustado — declaró, riendo. Al tomar asiento a su lado en el banco le rozó el brazo, pero apenas—. Bien, ¿de qué quieres que hablemos? —Quiero hablar de... los Dyuzheyev. Mijaíl dejó de respirar. —¿Conoces ese nombre? —preguntó ella. —Sí. —Cuando te lo pregunté la otra vez afirmaste que no lo conocías. —Mentí. —¿Por qué? —Porque... Ay, Sofía, no quería recordar esas cosas. Ya fueron... forman parte del pasado. Nada puede cambiar lo que ocurrió. En el silencio que invadió el húmedo cobertizo fue como si las cosas se le escaparan de las manos, como tanto tiempo atrás, aquel día en la nieve, cuando la vida se escapó de sus dedos helados. «Pero ahora no, esta vez no, me niego a que vuelva a ocurrir.» Se puso de pie con rapidez, se enfrentó a ella y notó que, pese al calor y la pasión de ambos, la piel de Sofía estaba blanca como la nieve. —¿Por qué haces esto, Sofía? ¿Qué intentas sonsacarme? Sí, conocía a los Dyuzheyev. Sí, los vi morir. Los detalles de ese día están grabados en mi cerebro, por más que intente olvidarlos. Ahora no insistas, amor mío, deja todo eso en paz, por favor. Sea cual sea tu vínculo con ese día atroz, no lo arrastres hasta aquí. Se arrodilló en el suelo de madera ante ella. El pubis cubierto de rizos rubios solo estaba a un palmo de distancia, pero él se limitó a fijarse en sus ojos, cuya mirada azul parecía tan desdichada. —Sofía —susurró—, mi Sofía. No hagas esto. —Debo hacerlo. Mijaíl se apoyó en los talones y alzó la vista. —Te amo, Sofía. —Te amo, Mijaíl. Sus ojos resplandecían, iluminados por el estrecho haz de luz. Él le quitó el sudor que le cubría el labio superior. —Muy bien, cielo, ¿qué es lo que quieres? Ella no dijo nada. Trató de tragar saliva pero no pudo; él aguardó mientras la respiración de ambos resonaba en medio del silencio. Solo cuando ella apartó la vista Página 337 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

del rostro de él y la dirigió a la pequeña ventana iluminada por la luz del día pudo pronunciar las palabras. —Ana Fedorina aún está viva.

Estaban en la casa, vestidos. Mijaíl había encendido un cigarrillo, pero lo olvidó, y el pitillo se consumía entre sus dedos. Estaba enfadado. No con Sofía, sino consigo mismo. Algo ocurrido dieciséis años atrás no debía seguir afectándolo tanto. Tras el anuncio de Sofía apenas intercambiaron más palabras. —¿Dónde está? —le había preguntado. —En un campo de trabajos forzados de Siberia. Él se había cubierto la cara con las manos y soltado un largo quejido, pero cuando por fin alzó la vista, ella se había ido. Mijaíl se vistió y se apresuró a regresar a la casa, temiendo que ella se hubiera marchado, pero estaba sentada en su sillón con expresión serena y mirada tranquila. Sin embargo, su piel había adoptado el color de la lluvia, un gris extraño, traslúcido y apagado. Mijaíl se plantó en el centro de la habitación y clavó la mirada en la maqueta a medio construir apoyada en la mesa. —Es el puente de Brooklyn —dijo con voz monótona—. Está en América. Atraviesa el East River entre Nueva York y Brooklyn. —Creí que era el puente de Forth. —No —dijo él, frunciendo el ceño. ¿Por qué estaban hablando de puentes?—. El de Forth es levadizo, este es colgante. —Deslizó un dedo sobre una de las torres de construcción intrincada—. Una proeza asombrosa, construida en los años setenta del siglo pasado. Lo sostienen catorce mil millas de cable y cada cable es capaz de resistir un peso de doce mil toneladas. El tramo principal mide quinientos metros de largo y... —Entonces meneó la cabeza lentamente—. ¿En qué estaría pensando? ¿Que un día podría llegar a ser ingeniero en vez de un mísero administrador de una fábrica? Qué necio era. En un súbito arranque de furia descargó un puñetazo sobre el puente, que se desmoronó y se rompió en mil pedazos cuando cada una de las diminutas vigas se partió en dos. —¡Mijaíl! —He estado viviendo en un mundo irreal —dijo en tono amargo, y barrió de encima de la mesa los restos de la maqueta—. Creí que podía reconstruir el pasado, crear una nueva familia con Piotr y contigo, y que un día mi dedicación a las exigencias del Página 338 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Estado supondría una recompensa en forma de un trabajo del que pudiera volver a disfrutar. —Apoyó un pie en uno de los anclajes de la maqueta y la aplastó—. Se acabaron los sueños. —¿Por qué saber que Ana está viva debe destruir tus sueños? ¿Acaso tu vida te resulta tan intolerable sin ella? —preguntó Sofía con mirada encendida—. Ella todavía te ama. —¡Me ama! ¡Pues debería odiarme! —¿Por qué? ¿Porque nunca fuiste a buscarla? No te preocupes: ella sabe que lo intentaste. María se lo dijo cuando Ana fue al apartamento de Leningrado. —¿Vio a María? —Sí. Fue allí donde la capturaron. Pero María le mostró el nombre y la dirección que tú apuntaste, por eso vine aquí a Tivil, para encontrarte —dijo, e hizo una pausa cuando su voz se volvió trémula. Bajó la vista, examinó sus manos y se golpeó la rodilla con los dos dedos cubiertos de cicatrices, como si debiese recordar algo—. Ana te ama... Vasili. Siempre te amará, hasta el último suspiro. Mijaíl cruzó la habitación, la agarró de las muñecas, la obligó a ponerse de pie y mientras la mantenía aferrada supo que la había perdido. Fue como si algo se desgarrara en su interior. —No soy Vasili —dijo en tono frío. Notó que ella se ponía tensa, pero ya no pudo detenerse. —Vasili Dyuzheyev acuchilló a mi padre aquel día de invierno de 1917 en la mansión de los Dyuzheyev. Mi padre era el soldado que estaba al mando de la patrulla, pero mi contribución a la masacre fue doble. Yo disparé a la madre de Vasili y al padre de Ana Fedorina a sangre fría —dijo, y zarandeó a Sofía—. Y ahora dime que ella me ama —exigió—. Ahora dime... que tú me amas.

Desentrañar la verdad les llevó tiempo, tuvieron que desenmarañarla, soltar un nudo tras otro. Una y otra vez regresaban a María, solo para comprobar que ella suponía el núcleo de la confusión. Mijaíl caminaba de un lado a otro mesándose los cabellos, como si quisiera arrancarse el cuero cabelludo. Apenas podía contemplar a Sofía acurrucada en su sillón, con la barbilla apoyada en las rodillas, los brazos en torno a las pantorrillas y la mirada oscura e inescrutable. —Dices que María le dijo a Ana que Vasili la visitó en dos ocasiones. Que apuntó el nombre de Mijaíl Pashin y una dirección de Tivil y también la fábrica Levitski. Pero ese no era Vasili, era yo. Y según la conversación que mantuviste con la cuñada de María, el segundo hombre era Fomenko. Verás: yo solo la visité una única vez. — Página 339 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Mijaíl recordaba aquel día, el diminuto y sofocante apartamento, y la mujer de cabellos blancos tan ansiosa por complacerlo y tan dolorosamente afectada por el derrame cerebral—. No tenía ni idea de que ella creía que yo era Vasili Dyuzheyev. Hacía años que estaba buscando a María. —¿Por qué? —¿No es evidente? —dijo Mijaíl, y dejó de caminar de un lado a otro—. Porque maté al padre de esa niña. Quería encontrar a Ana Fedorina y hacer todo lo posible por enmendar lo que le había hecho a su familia. Descubrí que su madre había muerto hacía años y que la mujer que la acompañaba era su institutriz. Pero... —añadió, abriendo los brazos con gesto desesperado—, ambas desaparecieron de la faz de la Tierra. En esos tiempos caóticos las desapariciones eran habituales. Comenzó la guerra civil y la vida normal se volvió... imposible. —¿Cuántos años tenías cuando disparaste a Svetlana Dyuzheyeva y al doctor Fedorin, Mijaíl? —Catorce. —Solo tenías tres años más que Piotr. Mijaíl se estremeció. —A esa edad era muy parecido a él. Estaba tan convencido como él de que en el bolchevismo radicaba la verdad universal que purificaría el mundo. Que todo lo demás era mentira. —Dime qué ocurrió. —Aquel día estaba hombro con hombro con mi padre, cargándonos a la ociosa burguesía como a ratas —dijo, y le dio la espalda a Sofía—. ¿De qué sirve que sigamos atormentándonos? No puedes despreciarme más de lo que me desprecio a mí mismo por lo que hice. Y el colmo de la ironía es que... —soltó una amarga carcajada— que durante todo este tiempo el muchacho que le cercenó el cuello a mi padre aquel día ha estado viviendo a mi lado, aquí en Tivil. Resulta que Alekséi Fomenko es Vasili Dyuzheyev, bajo otro nombre. Se dejó caer en una silla ante la mesa. —Durante años ni él ni yo nos reconocimos, pero yo lo detestaba por ser la clase de persona que yo era antes. Y él me detestaba por haber perdido la fe. Yo suponía una amenaza. Daba igual el número de cuotas que yo superara en la fábrica, mi mentalidad no era bolchevique, y Fomenko quería que yo recuperara dicha fe. Es un idealista ciego. —No sigas —le pidió Sofía. Mijaíl la miró y una punzada de dolor le atravesó el pecho. Estaba sentada al borde de su gran sillón y un haz de luz le iluminaba los cabellos. Tenía los ojos hundidos en las cuencas como si solo pudieran contemplar su propio interior. Página 340 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Sofía —dijo en voz baja—, hasta que entraste en mi vida era incapaz de amar. No confiaba en nadie. Me despreciaba a mí mismo y consideraba que los demás también debían despreciarme, así que recelaba de cualquier relación. Vivía como una máquina. Por eso dedicaba mi amor a un aeroplano, a una maquinaria bien fabricada o... —añadió, y señaló los restos de la maqueta desparramados en el suelo. —Y a Piotr. —Sí, y a Piotr —murmuró, y los duros músculos de su mandíbula se relajaron—. Hace seis años, cuando llegué a esta aldea y recorría la fangosa calle hacia mi exilio de la fábrica Túpolev, me encontré con que arrojaban a ese niño a la parte trasera de un camión para llevarlo a algún orfanato dejado de la mano de Dios. Me recordó a Ana Fedorina, tal como la vi hace tantos años, de pie en el umbral: la misma pasión, la misma ira frente al mundo. Así que llevé al feroz renacuajo a casa y lo mimé y lo protegí, porque no podía protegerla a ella. He llegado a quererlo como si fuese de mi propia sangre. —Pero seguiste tratando de encontrar a María. —Sí —dijo, y apartó los restos de la maqueta de la mesa—. Un día le hice un favor a uno de los oficiales de la OGPU y, a cambio, él se encargó de averiguar el paradero de la antigua institutriz. Pero juro que solo fui a ese apartamento una única vez, Sofía. Sofía asintió con la cabeza. —María os confundió. Incluso se equivocó al decirle vuestros nombres a Irina — dijo con voz pesada y monótona—. Los dos sois altos, de cabellos castaños y ojos grises. Ella se equivocó por completo —añadió entre dientes, y lo miró fijamente—. Como yo. —Da igual lo que ocurra a partir de ahora. Quiero que sepas que te amo y que siempre te amaré. Ella se puso de pie y negó con la cabeza, un gesto violento. —No, Mijaíl. Vine aquí porque juré a Ana que encontraría a Vasili y destruiría al asesino de su padre, si podía. Y lo que he hecho ha sido destruir a Vasili.

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50 Sofía imploraba y Mijaíl sufría al ver a esa criatura salvaje e independiente humillada. —Por favor, Rafik, por favor, te lo suplico. Estaba arrodillada en el suelo de madera ante el gitano, aferrando sus manos nervudas de piel oscura con las suyas pálidas, los labios presionados contra los nudillos y la mirada clavada en el rostro de él. —No —dijo el gitano, volviendo a negar con la cabeza. En la habitación pequeña y lúgubre, las llamas de las velas hacían que el aire resultara sofocante. Mijaíl se sentía muy incómodo entre las seis personas apiñadas en el reducido espacio. Pokrovski, Elizaveta Lishnikova y Zenia, la hija del gitano, estaban de pie junto a la cama, muy tensos. Ninguno les ofreció una sonrisa de bienvenida. ¿Qué diablos estaba pasando allí? La hilera de velas dispuestas en el estante proyectaba sobre los rostros luces como pinceladas doradas y sombras, mientras que por encima de sus cabezas un ojo gigantesco pintado en el techo contemplaba fijamente el paño de color carmesí que cubría la cama, en cuyo centro reposaba un guijarro blanco: parecía otro ojo blanquecino. Una inquietante sensación se había adueñado de Mijaíl: la de haber entrado en otro universo. Un escalofrío le recorrió la espalda. Quería burlarse de ese universo, de esas caras sombrías, pero algo lo detuvo. Y ese algo era Sofía. Se le partía el corazón al verla arrodillada en el suelo, suplicando. —Ayúdale, Rafik —exclamó, manifestando su cólera—. Tú eres capaz de modificar la realidad. Pues modifica la suya. —No, Mijaíl —dijo el gitano, sin despegar la vista del rostro de Sofía—. No modifico la realidad, solo la percepción que las personas tienen de ella. —Por favor —susurró Sofía en medio del silencio. —No —intervino Pokrovski. Sus manazas aún estaban ennegrecidas del hollín de la forja, pero su presencia modificaba el equilibrio reinante en la habitación. La coronilla afeitada de su cabeza Página 342 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

casi rozaba el ojo pintado en el techo, y fuera cual fuese el poder que irradiaba ese extraño símbolo, convertía a Pokrovski en un hombre distinto del amigo junto al que Mijaíl a menudo reía mientras bebían una o dos copas de vodka. —No —repitió el herrero. —No —dijo Elizaveta en tono claro y preciso. —No —respondió Zenia. El silencio se volvió trémulo, las sombras recorrían las cortinas verdes que cubrían las toscas paredes de madera y el guijarro blanco resplandecía en el centro del paño carmesí. Sofía tomó aire. —¿Por qué, Rafik? —preguntó—. Fui yo quien cometió el error, no Fomenko. Fui yo quien robó los sacos de alimentos del almacén secreto en la iglesia y los escondí bajo su cama cuando él estaba trabajando en los campos. Sabes que aquí en Tivil nadie cierra la puerta con llave durante el día. Infringí esa confianza y lo denuncié ante Stírjov. La deshonesta fui yo, Rafik, no él. Lo juro —dijo, y presionó la frente contra las manos del gitano. —Escúchame bien, Sofía. El director Alekséi Fomenko arrebató a Tivil todo lo que pertenecía a la aldea por derecho y nos dejó demacrados y desnudos. Desproveyó de comida a nuestros niños para alimentar las voraces fauces que residen en el Kremlin, en Moscú. En este mundo, mi tarea principal consiste en proteger nuestra aldea y por eso jamás la abandono. Y si ello supone protegerla de Alekséi Fomenko y eso le cuesta la vida a él, que así sea. —Que así sea —repitieron los otros tres. Las llamas de las velas se avivaron. Sofía se levantó. Ya no suplicaba, sino que se dirigió a la puerta y Mijaíl admiró su porte orgulloso. —Ella necesita ayuda, Rafik —insistió él en tono vehemente. Rafik negó con la cabeza; profundas arrugas surcaban su rostro. Mijaíl se acercó a la cama y cogió el guijarro. —Dale esto —dijo. —Vuelve a dejarlo donde estaba —gruñó Pokrovski, dando un paso hacia Mijaíl con actitud amenazante. Rafik alzó la mano. —Que haya paz —murmuró, y durante un prolongado momento contempló el guijarro que Mijaíl sostenía en la mano—. Está bien, dáselo. Sofía lo contempló con los ojos muy abiertos. Con gesto cauteloso Mijaíl depositó el guijarro en la palma de la mano de ella, como si pudiese abrasarle la piel, pero en cuanto la piedra entró en contacto con su piel algo cambió en la mirada de la joven. Mijaíl notó que la vehemencia se reducía, dando paso a una serena determinación. Página 343 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

«Por favor, Señor —rogó a una deidad en la que no creía—, no dejes que el guijarro le haga daño.»

Piotr estaba quitando escoria de hulla de una gran pala cuando vio a su padre en la calle. Pokrovski había dejado al muchacho en la herrería con la orden de que limpiara todas las herramientas. —¡Papá! —gritó. Una línea de sombras azules se deslizaba cuesta abajo desde el bosque y se proyectaba sobre la aldea, así que durante un instante Piotr no reparó en la presencia de la delgada figura que caminaba junto a su padre, pero los últimos rayos del sol tiñeron de rojo los cabellos de la mujer cuando volvió el rostro hacia el taller. Mientras Mijaíl se acercaba, ella aguardó en medio de la calle, inmóvil y silenciosa en el polvo. En algún lugar resonó una voz femenina regañando a un niño y el ladrido de un perro. El viento amainó. Una sensación extraña se apoderó de Piotr, la sensación de haber atravesado una línea. —Papá —dijo, y dejó la pala en el suelo—. He estado pensando. Su padre sonrió, pero no era una sonrisa dichosa. —¿Sobre qué? —Sobre el director Fomenko. La sonrisa desapareció. —No te preocupes, Piotr. Acaba con tu tarea y ven a casa. —He llegado a una conclusión, papá. El director Fomenko nunca robaría al koljós, sabes que no lo haría. Es inocente. Alguien debió de esconder esos sacos bajo su cama, un malvado que quería... —Déjalo, Piotr. Te aseguro que eso mismo se les debe de haber ocurrido a los interrogadores, así que olvídalo. En ese preciso momento, Sofía se acercó a ellos aprisa, con la falda enredada en las piernas y los cabellos sueltos. —¡Piotr —gritó—, tú y yo tenemos algo que hacer! Introdujo la mano en el bolsillo y extrajo la llave de hierro.

Los tres registraron la sala de reuniones, pero Piotr percibió que algo iba mal. Correteaba entre los bancos, rascaba las tablas del suelo con uno de los cuchillos de Pokrovski buscando otro trozo de cuerda que los condujera a un nuevo escondrijo, pero era consciente de los extraños silencios: ocupaban toda la sala, chocaban contra las Página 344 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

vigas y agitaban las ventanas. —¿Has buscado en ese rincón, papá? Mira, Sofía, este tablón parece flojo. ¿Y qué pasa con ese ladrillo reparado con cemento? Piotr no interrumpió la cháchara, procurando ocupar el silencio para impedir que este se estableciera. ¿Por qué su padre y Sofía estaban tan callados? ¿Qué había pasado? Pero sus palabras no bastaban y los huecos se prolongaban. En cuanto entraron en la sala y Sofía cerró la puerta con llave, notó que ella y su padre ni siquiera se miraban. ¿Habrían discutido? No quería que se pelearan, porque entonces tal vez Sofía se marcharía. —¿Qué estamos buscando? —había preguntado Mijaíl. —Un caja llena de joyas. —¿De quién son? Piotr se encogió de hombros y miró a Sofía, que estaba examinando una pared de espaldas a ellos, iluminada por un haz de luz violáceo que penetraba a través de la ventana. —¿De quién son? —repitió Piotr. —De Svetlana Dyuzheyeva —respondió ella sin volverse. Mijaíl se puso tenso. —No estamos robando —se apresuró a decir el muchacho. —Si pertenecen a otra persona, es robar. —No, papá, no si las usamos para hacer el bien. —Piotr notó que el rubor le cubría las mejillas, consciente de que lo que acababa de decir no era completamente correcto —. Ya hemos registrado la sala antes. Sofía trató de encontrarlas y utilizarlas para rescatarte, cuando estabas... —¿De veras? —Ahora hemos de encontrarlas para salvar al director Fomenko, ¿verdad? —dijo, dirigiendo sus palabras a la espalda de Sofía. —Sí. Entonces el silencio comenzó a derramarse por debajo de la puerta e invadió la sala, y Piotr tuvo que arrojar palabras al silencio para evitar que los tres se ahogaran en él. Registraron los huecos y las grietas más pequeñas, recorrieron ladrillos con los dedos y examinaron vigas. Su padre se dedicaba a registrar un extremo de la sala rápida y metódicamente, mientras Sofía revisaba la otra, pero estaba encorvada y su piel casi parecía azul a la luz de una claridad curiosamente desteñida. Piotr no dejó de parlotear. —Creo que este es un buen lugar. El enlucido está desconchado. Esa tabla crujió cuando la pisaste, papá, inténtalo otra vez. Mira esto, Sofía, es... Página 345 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Un puño aporreó la puerta de roble. Piotr se asustó. ¿Serían soldados? Tragó saliva, porque en el fondo sabía que lo que estaban haciendo estaba mal. —Ven aquí, Piotr —susurró su padre en tono insistente. Piotr se encaramó por encima de un banco, su padre lo cogió en brazos y se sintió mejor de inmediato. Sofía apareció junto a Mijaíl, aunque el muchacho no la había oído ni visto moverse. Y por primera vez ambos se contemplaron y se comunicaron mediante un lenguaje incomprensible para Piotr, solo con la mirada. Sofía señaló al chico y luego a un lugar junto a la entrada. Mijaíl asintió, empujó a su hijo y lo presionó contra la pared detrás de la pesada puerta; en contacto con sus brazos desnudos la superficie de la puerta parecía helada. Volvieron a llamar, haciendo chirriar los goznes de hierro. Atónito, Piotr vio que su padre tomaba la cara de Sofía con ambas manos y la besaba en los labios. Durante un segundo ella se apoyó contra el pecho de Mijaíl y Piotr oyó que murmuraba unas palabras; después ambos volvieron a separarse y Sofía extendió la mano para coger la llave. —¿Quién es? —preguntó su padre, alzando la voz como cuando se dirigía a los obreros de la fábrica.

Era el sacerdote Logvinov. Había acudido directamente de los establos y apestaba a sudor de caballo y a cuero. Piotr pegó el ojo contra un nudo de la puerta cuando esta se abrió. —¿Qué quieres, sacerdote? —preguntó Mijaíl en tono cortante. Piotr vio que Logvinov aferraba la gran cruz de madera colgada de su cuello. Sus mejillas demacradas estaban grises. —Mijaíl, amigo mío. Estoy buscando a la muchacha. —¿Qué muchacha? Sofía dio un paso adelante. —¿Esta muchacha? El sacerdote asintió con expresión inquieta. —Antes me preguntaste por una imagen de san Pedro. —Sí. Piotr oyó el tono esperanzado de su voz. —He acudido porque... —Logvinov hizo una pausa, y dirigió una mirada pensativa a la calle— porque... —Entonces lanzó un profundo suspiro—. Dios mío, no sé por qué he venido, pero me sentí... atraído a este lugar. Entonces Piotr se fijó en el guijarro que Sofía sostenía en la mano. No veía su rostro al otro lado de la puerta, pero sí su mano, en la que sostenía una piedra blanca y Página 346 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

lisa. —Dime, sacerdote, ¿qué has venido a decirme? —preguntó ella en voz baja. —Te hablé de la imagen de san Pedro en el interior de la iglesia. —Sí. —Pero antes había otra. —¿Dónde? —Fuera, detrás del templo. Era una magnífica imagen de mármol que los diablos del Komsomol rompieron en mil pedazos y utilizaron como cimientos para el edificio de la oficina del koljós —dijo, y señaló la oscuridad que envolvía la aldea—. En la parte de atrás de la iglesia, junto al contrafuerte, verás el pedestal en el que se apoyaba, hoy cubierto de musgo. —Gracias, sacerdote. —Ahora vete —dijo Mijaíl en tono bondadoso—, antes de que te veas demasiado involucrado. Logvinov vaciló, luego hizo la señal de la cruz y se marchó. Piotr salió de detrás de la puerta y cuando echó a correr por el sendero que conducía a la parte trasera del edificio, el húmedo aire nocturno le refrescó los pulmones. Allí estaba el pedestal, tal como había dicho el sacerdote. —Cava —lo instó Sofía. Piotr escarbó la tierra seca y quebradiza con las manos y el cuchillo de su padre y excavó un agujero de un metro de profundidad, jadeando de excitación. —¡Lo noto! —gritó cuando la hoja del cuchillo tocó algo sólido. Era una caja de tosca madera de pino envuelta en arpillera. En el interior, envuelto en un trozo de cuero viejo y rígido, había un pequeño cofre esmaltado. Era el objeto más bello que Piotr había visto en toda su vida, pavos reales de marfil y dragones verdes, que según su padre eran de malaquita, estaban incrustados en la superficie. Cogió el cofre con mucho cuidado y lo depositó en las manos de Sofía. —Spasibo, Piotr. Ella abrió la cerradura de oro y levantó la tapa. Piotr soltó un grito ahogado al descubrir colores desconocidos para él, piedras de un brillo fulgurante. —Sofía —musitó—, con estas joyas podrías comprar el mundo.

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51 Sofía estaba de pie en el despacho del subdirector Stírjov. El collar de perlas pendía de su mano como una ristra de copos de nieve, cada una única en sí misma pero perfectamente a juego con las demás. —Creo que esto podría ayudarte a tomar una decisión, camarada subdirector. Dejó colgar el collar de perlas de tres vueltas sobre su escritorio y lo balanceó un poco, impulsando el dulce aroma del dinero hacia los dilatados orificios nasales del hombre. Detrás de las gafas los ojos de Stírjov se habían vuelto tan redondos como las propias perlas y había entreabierto los labios, como disponiéndose a tragarlas. Tendió la mano. —Deja que las vea. Podrían ser falsas. Sofía rio. —¿Te parecen falsas? Las perlas, de una blancura límpida, iluminaban el despacho. —Quiero examinarlas. Stírjov trató de arrebatarle el collar, pero ella dio un paso atrás y alzó la mano, poniéndolo fuera de su alcance. El hombre estaba sentado al escritorio y se incorporó a medias de la silla, pero le bastó echar un vistazo a la cara de Sofía para cambiar de idea. Ante él, en un cuadrado de tela de algodón blanco, reposaba un broche; era de plata, en forma de un borzói de patas largas que sostenía un faisán incrustado de esmeraldas entre las fauces. La mirada de Stírjov osciló entre las perlas y el broche, y Sofía notó que su codicia aumentaba cuanto más los contemplaba. —La mitad ahora —dijo— y la otra cuando el trabajo esté hecho. Stírjov frunció el entrecejo, desconcertado. —Te lo pondré fácil. Sofía sonrió y sacó unas tijeritas de su bolsillo. Entonces él comprendió. —No. —Sí —replicó ella y cortó el collar. Las perlas cayeron en el escritorio y rebotaron contra la lustrosa superficie negra como el granizo. Stírjov se apresuró a recogerlas. Página 348 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Estúpida zorra. —La mitad ahora —insistió— y la otra cuando el trabajo esté hecho. Se dirigió a la puerta con la mitad del collar en la mano. —Podría arrestarte —gruñó él. —Pero entonces no obtendrías estas, ¿verdad? —adujo con una sonrisa fría. Se guardó las perlas en el bolsillo y abandonó el edificio antes de que él pudiese cambiar de idea.

—Paciencia. Sofía estaba en casa de Alekséi Fomenko; apenas había muebles en el interior de la izba, casi parecía deshabitada. No veía ningún motivo para no estar allí puesto que no era la primera vez que irrumpía en su casa, ya la había invadido cuando ocultó los sacos debajo de la cama de Fomenko, así que le resultó fácil traicionar por segunda vez la confianza que suponía una puerta a la que no le habían echado la llave y entrar en la casa del director. —Vendrá —dijo para sí, y cerró los dedos en torno al guijarro guardado en su bolsillo donde permanecía, frío y terco. Miraba por la ventana trasera, contemplando las rectas hileras de remolachas, nabos y zanahorias que crecían en su huerto, libres de malas hierbas y ordenadas. Como su casa. «Vasili, ay, Vasili, ¿cómo he podido cometer semejante error? No me diste ningún indicio, no me advertiste. ¿Cómo pude amar a alguien que no existe?» Sintió un dolor en el pecho, un dolor real. Era como si su corazón derramara sangre caliente con cada latido. «¿Cómo te convertirse en Fomenko, Vasili? ¿Qué te ocurrió?» Tocó la tabla que él usaba para cortar el pan, la sartén en la que se preparaba la comida, la toalla con la que se secaba las manos, buscándolo. Entró en su alcoba, pero era como entrar en la habitación de un muerto. Una cama, un taburete, ganchos en la pared en los que dejaba la ropa. Rozó tres camisas a cuadros colgadas de los ganchos; la tela parecía suave y desgastada al tacto. Se llevó la prenda a la nariz e inhaló el aroma: era limpio y fresco, olía a pino. No olía a él, Alekséi Fomenko. Incluso eso ocultaba. Había un espejo y un cepillo de madera oscura apoyados en un estante. Sofía cogió el cepillo y se cepilló el pelo contemplándose en el espejo, viejo y cubierto de manchas negras. Allí no había ni rastro de él, solo su propio reflejo... y el rostro que veía era el de una desconocida. Se acercó a la cama de madera de pino, una colcha de patchwork cubría las sábanas blancas y bastas, pero cuando levantó la sábana superior la impronta Página 349 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

del cuerpo de Fomenko brillaba por su ausencia, como si jamás se hubiera tendido allí. Tocó la almohada, blanda al tacto; creyó que sería dura e inflexible, como sus ideas. Se inclinó y apoyó la mejilla sobre la almohada, reposó la cabeza en las plumas y cerró los ojos. ¿Qué sueños lo visitarían por la noche, qué pensamientos? ¿Soñaría con Ana alguna vez? Deslizó la mano bajo la almohada en busca de un talismán secreto, pero no halló nada. Cuando se puso de pie una suerte de cólera apagada se apoderó de ella. —¡Lo mataste! —gritó en medio del silencio de esa casa muerta—. ¡Mataste a Vasili! Recogió la almohada y la zarandeó. —No tenías derecho —gimió—, no tenías derecho de matarlo. Él pertenecía a Ana, sé que lo tomé prestado, pero siempre perteneció a Ana, y ahora la has matado a ella, al igual que lo mataste a él. Arrojó al otro extremo de la habitación la almohada, que golpeó contra la pared de tablones y cayó al suelo. Algo se deslizó fuera de la funda blanca, algo pequeño y metálico que rodó hasta un rincón como si tratara de ocultarse. Sofía lo recogió, lo tomó en la palma de la mano y lo examinó. Era un pastillero de peltre, pequeño, redondo y gris, con una cara abollada. Le evocó el guijarro que guardaba en el bolsillo. Al abrirlo descubrió que dentro había un rizo de pelo rubio, brillante como el sol.

Mientras Sofía aguardaba, un hormigueo impaciente le recorría la piel. Observó que el sol se deslizaba lentamente desde una pared de la habitación hasta la otra; en algún momento bebió un vaso de agua, pero ni por un instante dejó de pensar en Mijaíl Pashin y en quién era realmente. En lo que había hecho y en lo que ella, Sofía, había jurado hacerle a él. Despegó cada una de las capas de dolor como si descortezara un árbol y contempló lo que aparecía por debajo: un montón de confusiones y errores. «Ay, Mijaíl, te obligaste a sufrir por lo que hiciste. Te flagelaste como los penitentes de la Iglesia, pero al final no encontraste el perdón divino. En vez de eso te construiste una vida e intentaste expiar tus pecados con el mismo cuidado con el que montaste tu puente. Ahora no quiero derribar tu vida de un puñetazo pero... tú mataste al padre de Ana.» Una y otra vez la oscuridad se abatió sobre Sofía mientras permanecía allí sentada, sola. ¿Qué tenía en la cabeza? ¿Qué clase de persona era? ¿Qué clase de muchacho es capaz de disparar a seres humanos a sangre fría? Sacó el guijarro del bolsillo y lo apoyó en su regazo, pero la piedra permaneció allí, inerte y de un blanco apagado. Entonces una vibración le recorrió el cuerpo y creyó oír que el guijarro zumbaba, un Página 350 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

rumor débil y agudo en su cabeza. La piedra pareció cobrar brillo, como una perla. ¿Se lo estaba imaginando? ¿Era Rafik quien lo imaginaba todo? La séptima hija de una séptima hija... ¿Era verdad? Y si lo fuera, ¿acaso significaba algo? Vasili ya no existía y saber que el chico que ella había amado en el campo de trabajos forzados era una quimera le había arrancado una parte importante de sí misma, dejando un espantoso vacío en su interior, un vacío similar al hambre. Pero era aún peor que el hambre: a un nivel más profundo era como morir de inanición. Le roía las entrañas con dientes afilados de roedor. Vasili ya no existía y ella lloraba su pérdida. Gimió y se meció en la silla. Finalmente, se puso de pie y aferró el guijarro con fuerza. —Espérame, Ana —dijo con voz firme—, iré a por ti.

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52 —¿Qué estás haciendo en mi casa? Una oleada de pena por el hombre alto y arrogante al que había agraviado invadió a Sofía. Estaba de pie en el umbral, no presentaba heridas, al menos ninguna visible, pero la mirada de sus ojos gris oscuro expresaba conmoción y dolor. Ella no se levantó de la silla. —He de decirte algo importante, camarada Fomenko. —Ahora no. Se acercó a la mesa, cogió el jarro de agua, se sirvió un vaso y lo vació, como si quisiera deshacerse de algo en su interior. Después cerró los ojos de oscuras pestañas durante un largo momento y ella supo que su presencia le resultaba profundamente molesta. —Vete por favor —dijo en tono frío, volviéndose hacia ella. —Llevo todo el día esperándote. —¿Por qué diablos suponías que hoy regresaría de la prisión? —Por esto. Sofía alzó la mano en la que sostenía lo que quedaba del collar y las perlas resplandecieron a la luz del ocaso que penetraba por la ventana. Fomenko crispó el rostro, tomó aire y luego la contempló fijamente. —¿Quién eres? Llegas a esta aldea y yo intento ayudarte porque... me recuerdas a alguien que conocí en el pasado, pero tu mirada solo expresa cólera, y ahora invades mi casa cuando lo único que quiero es estar solo. ¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí? —Soy una amiga. —No eres amiga mía. —Él dejó el vaso en la mesa, se apoyó en el borde, cruzó los brazos y meneó la cabeza—. ¿A qué vienen esas perlas? —Di la mitad a un funcionario para que te pusiera en libertad y le prometí que le entregaría estas —dijo, mostrándole las restantes apoyadas en la palma de su mano— cuando regresaras a casa. Él mantenía la vista clavada en las perlas y a Sofía le pareció que las reconocía, que identificaba el collar y el inconfundible cierre de oro, pero tal vez se equivocaba, Página 352 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

tal vez se trataba de otra cosa. Era un hombre difícil de descifrar. —¿Quién eres? —repitió Fomenko en voz baja. —Lo dicho: una amiga. Abruptamente, él se dirigió a la puerta y la abrió. Fuera, el borzói dormitaba al sol. —Vete antes de que te eche a patadas. No gritó, hablaba en voz baja. Sofía se puso de pie y se acercó a él; notó que el cuello de su camisa estaba desgarrado y que en el puño había una mancha de color óxido que parecía sangre seca. Estaba sin afeitar. Sintió una gran pena por ese hombre al que había amado... y también detestado. —Soy una amiga de Ana Fedorina, Vasili. Sofía notó su conmoción. Un temblor recorrió el cuerpo de él antes de quedar inmóvil. —Cometes un error, camarada. —¿Me estás diciendo que no eres Vasili Dyuzheyev, el único hijo de Svetlana y Grigori Dyuzheyev, oriundos de Petrogrado? El que mató al soldado bolchevique que asesinó a tu padre, el que protegió a Ana Fedorina cuando ella se ocultó bajo un diván, el que construía trineos y agitaba a favor de los bolcheviques. Ese Vasili. ¿Acaso no eres tú? Él le dio la espalda, recta como uno de los surcos del huerto. Durante un buen rato ambos guardaron silencio. —¿Quién te ha enviado? —preguntó por fin—. ¿Eres una agente de la OGPU? ¿Has venido para tenderme una trampa? Creo que fuiste tú quien ocultó los sacos debajo de mi cama. Vi tu mirada de odio cuando los soldados vinieron a buscarme —dijo, tomando aire—. Dime por qué. —Creí que eras otra persona. No soy un agente de la OGPU, no temas, pero cometí un terrible error y te pido disculpas. Me equivoqué. Él mantenía la vista clavada en las nubes del atardecer y en una hilera de gansos que volaban bajo las nubes. —¿Quién creías que era? —El joven soldado que disparó al padre de Ana y a Svetlana Dyuzheyeva. Él no respondió. El corazón de Sofía palpitaba con fuerza. —Háblame, Vasili. Ella está viva. Ana Fedorina está viva. Fue como observar un terremoto en las profundidades de la tierra. Los anchos hombros de él se encorvaron y un temblor recorrió su cuello musculoso, pero no se volvió, se limitó a tensar los brazos cruzados, como para impedir que algo surgiera de su interior. Página 353 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Dónde? —En un campo de trabajos forzados. Yo estaba allí con ella. —¿Cuál? —preguntó. Su voz apenas era un susurro. —El campo Davinski, en Siberia. —¿Por qué? —Solo por ser la hija del doctor Nikolái Fedorin, que fue declarado enemigo del pueblo. No dijeron nada más. Ninguno de los dos tenía palabras. Entre ellos la sombra negra de Vasili se proyectaba en el entarimado como un cadáver.

Ambos bebieron vodka. Bebieron hasta que el dolor perdió su agudeza y ambos pudieron mirarse a los ojos. Sofía se quedó sentada en la silla, erguida y tensa, mientras Fomenko iba a buscar un taburete de la alcoba y tomaba asiento; había recuperado el control. Ella quería que él le gritara, que la increpara y vociferara y la acusara de delatarlo falsamente. Quería que la hiciese sufrir como ella lo había hecho sufrir a él. Pero él no hizo nada de todo eso. Tras la conmoción inicial, retrocedió del borde del abismo que se había abierto a sus pies y su fuerza la dejó estupefacta. ¿Cómo lograba contener toda esa confusión y parecer tan sereno? Su autocontrol era férreo, hasta el punto que incluso le sonrió —una sonrisa melancólica— y acarició la cabeza de la perra, que se había tendido a sus pies y cuyos ojos castaños lo contemplaban con la misma atención que Sofía. —Me alegro de que Ana tenga una amiga, camarada —dijo él. —Ayúdame a ser una amiga leal de Ana, Vasili. —¿Ayudarte cómo? —Rescatándola. Por primera vez los labios de Fomenko temblaron. —No poseo la autoridad para ordenar que la pongan en libertad... —No quise decir eso, sino que vayamos allí. Podrías conseguir permisos de viaje y nosotros... —No. —Está enferma. —Lo siento mucho —dijo él en voz baja. —Que lo sientas no basta. Ana morirá; está escupiendo sangre y no sobrevivirá a otro invierno en el campo. Era como si una bruma apagada volviera borrosa la mirada del director. —Ana —musitó. Página 354 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Ayúdala. Él negó lentamente con la cabeza, apesadumbrado. —¿Qué te ha ocurrido? —preguntó Sofía—. ¿Cuándo perdiste la capacidad de preocuparte por otro ser humano? ¿Cuando mataron a tus padres, fue entonces? ¿Acaso ese momento asfixió para siempre tus sentimientos? Él la contempló fijamente en medio de la penumbra. —No lo comprendes, camarada. —Haz que lo comprenda, Vasili, hazlo. ¿Cómo puedes abandonar a alguien a quien amabas, que aún te ama a ti, que cree en ti y te necesita? ¿Cómo sucede eso? — preguntó, y se inclinó hacia delante juntando las manos—. Venga, dímelo. Ayúdame a comprender. —Averigüé el paradero de María, su institutriz. Quería... —De pronto no pudo seguir hablando. Soltó un gemido, se acercó a la mesa y bebió un trago de vodka directamente de la botella—. Mis sentimientos solo me incumben a mí, camarada Morózova. Y ahora vete, por favor. —No, Vasili, no pienso irme si no me dices... —Escúchame, camarada, y presta atención. Vasili Dyuzheyev está muerto, ya no existe. No vuelvas a dirigirte a mí por ese nombre nunca más. Rusia es un país tozudo, sus habitantes son obstinados y resueltos. Para transformar este sistema soviético en una economía mundial, que es lo que Stalin intenta hacer desarrollando nuestra inmensa riqueza mineral en los páramos de Siberia, hemos de olvidar las lealtades personales y solo aceptar la lealtad al Estado. Es la mejor manera de avanzar... la única. —Los campos de trabajos forzados son inhumanos. —¿Por qué estabas allí? —Porque mi tío era un excelente granjero y lo tildaron de kulák. Creyeron que yo estaba «contaminada». —¿Aún no comprendes que los campos de trabajos forzados son esenciales porque proporcionan mano de obra para los caminos y los ferrocarriles, para las minas y los aserraderos, además de enseñar a la población que debe... —¡Basta, cállate! Él guardó silencio y ambos se contemplaron con mirada dura. Cuando Sofía soltó el aliento el aire entre ambos vibró. —Estarías orgulloso de ella —susurró—. Tan orgulloso de Ana... Esas sencillas palabras causaron el efecto que todos sus argumentos y sus súplicas no habían logrado: acabaron con el control de él. Ese hombre alto y fuerte cayó de rodillas en el duro suelo como un árbol talado, sin fuerzas. Se cubrió la cara con las manos y soltó un quejido apagado, duro y áspero, como si algo se hubiera desgarrado Página 355 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

en él. Eso le dio esperanzas a Sofía, sobre todo cuando oyó que murmuraba: —Ana, mi Ana, mi Ana... —repetía una y otra vez. La perra se acercó, lamió una mano de su amo y aulló suavemente. Sofía se levantó de la silla y se acercó a él. Le acarició los cortos cabellos con gesto vacilante y entonces una imagen de ese hombre, más joven y dulce, con los cabellos más largos aferrados por la mano de Ana, aún una niña, se formó en su cabeza. Él había cortado los cabellos de Vasili con la misma eficacia que cortó los latidos de su corazón. En ese momento lo que él necesitaba era estar solo, tener tiempo para respirar, así que fue a la diminuta cocina para concederle ese tiempo, llenó un vaso de agua y cuando regresó él estaba sentado en la silla, los miembros relajados y torpes. Ella le tendió el vaso y al principio lo miró sin comprender. —Bebe —indicó ella, y el director obedeció. Entonces Sofía se sentó en el suelo ante él y, en voz baja, comenzó a hablarle de Ana. Lo que la hacía reír, lo que la hacía llorar, el modo en que arqueaba una ceja y ladeaba la cabeza cuando se burlaba, que trabajaba más duro que cualquiera de sus koljozniki, que era capaz de narrar una historia fascinante que transportaba a quien la escuchaba a un lugar muy remoto, lo alejaba del barracón húmedo y mísero y lo trasladaba a un mundo luminoso y resplandeciente. —Ella me salvó la vida —añadió Sofía en cierto momento. No entró en detalles y él no se los pidió. Poco a poco, Alekséi Fomenko fue alzando la cabeza, su mirada se centró y recuperó el control de sus miembros. A medida que Sofía hablaba, una sonrisa frágil apareció en el rostro de él y, cuando ella guardó silencio, el director inspiró profundamente como si absorbiera las palabras que ella había pronunciado y asintió con la cabeza. —Ana siempre me hacía reír —dijo en voz baja—. Siempre era cómica, siempre exasperante —añadió, y su sonrisa se volvió más amplia—. Me volvía loco y yo la adoraba. —Entonces, ayúdame a salvarla. —No —replicó, y la sonrisa se apagó. —¿Por qué no? Él se puso de pie, descollando por encima de la mujer sentada a sus pies y habló en voz baja, ocultando su agitación en lo más profundo de su ser. La perra se apoyaba contra su muslo y él dejó la mano sobre la hirsuta cabeza del borzói. —Compréndelo, camarada —dijo—. Hace dieciséis años y para satisfacer mi propia ira y mis deseos de venganza, cercené la garganta de un hombre. El resultado fue que mataron al padre de Ana de un disparo y su vida quedó destruida. Eso supuso una Página 356 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

lección que me llevaré a la tumba. —La mirada de sus ojos grises era tan intensa que Sofía comprendió hasta qué punto necesitaba obtener su comprensión—. Aprendí que las condiciones individuales no tienen importancia, el individuo es egoísta e imprevisible, impulsado por emociones descontroladas que solo causan destrucción. Lo único importante es la necesidad del Todo, la necesidad del Estado, así que por más que quiera rescatar a Ana de su... desgracia —añadió y cuando pronunció esa palabra cerró los ojos durante un instante—, sé que si lo hiciera... —Entonces se interrumpió, evidenciando su lucha interior. Prosiguió alzando la voz—. Debes comprender, camarada, que perdería mi puesto de director del koljós. Todo lo que he logrado aquí, o lo que pueda lograr en el futuro, se destruirá porque los aldeanos retomarían su conducta anterior. Los conozco bien. Dime qué tiene mayor valor: ¿que Tivil siga contribuyendo al progreso de Rusia y al alimento de muchas bocas, o que yo y Ana seamos...? —¿Felices? Él asintió y bajó la vista. —¿Y necesitas preguntármelo? Estás ciego —dijo Sofía en tono amargo—. No ayudas a nadie y ya no eres capaz de pensar por ti mismo. Algo pareció quebrarse en él y, sin aviso previo, se inclinó, la agarró con fuerza de las muñecas y la obligó a ponerse de pie. —Pensar es lo único que hará avanzar este país —masculló, con la cara pegada a la de ella—. De momento, Stalin nos impulsa a alcanzar mayores logros en la industria y la agricultura, pero al mismo tiempo está destruyendo uno de nuestros mayores bienes: nuestros intelectuales, nuestros hombres y mujeres con ideas y visión. Esas son las personas a las que ayudo a... —dijo, y se detuvo. Ella notó que se esforzaba por recuperar el control. Entonces la soltó. —La radio en el bosque —susurró Sofía—. No es para informar a tus amos de la OGPU. Es para ayudar... —Formo parte de una red —expuso él en tono brusco, furioso con ella y consigo mismo. —¿Al maestro anterior que dijo cosas inconvenientes? —Sí —contestó él, asintiendo. —¿Y a otros? ¿Los ayudas a escapar? —Sí. —¿Alguien más de Tivil lo sabe? —Solo Pokrovski —contestó con voz áspera—, y él ha jurado guardar el secreto. Ningún miembro de la red conoce a más de un miembro de la organización. Así nadie Página 357 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

puede delatar a más de una persona. Pokrovski les proporciona... paquetes... y documentación falsa. No le pregunto dónde lo obtiene. Sofía recordó el sello entintado y la lupa que Elizaveta Lishnikova guardaba en su escritorio. Podía adivinar su significado; también recordaba el rostro duro del herrero cuando ella lo había acusado de trabajar para ambas partes. Su propia ceguera la soliviantó y se dirigió a la puerta abierta, desde donde contempló la aldea. —Me das lástima, director Fomenko —dijo en voz baja—. Te has ocultado de ti mismo y has enterrado tu dolor tan profundamente que eres incapaz... —No necesito ni quiero tu lástima. Pero se acercó a ella por detrás y Sofía percibió que luchaba con algo que parecía emitir un suave siseo. Lo oía con toda claridad, si bien el silencio reinaba en la habitación. —¿Qué pasa? Ella se volvió y lo miró a los ojos, y durante un instante lo pilló desprevenido. Su mirada expresaba un intenso anhelo. —¿Qué pasa? —repitió en tono aún más suave. —Dile que la amo. Llévate las joyas de mi madre, llévatelas todas y úsalas para salvarla. Sofía sacó los restos del collar de su bolsillo y deslizó una única y perfecta perla del hilo, tomó la mano fuerte de Fomenko y depositó en la palma la pálida esfera que había tocado la piel de su madre. Él cerró la mano, su rostro se suavizó y ella percibió el temblor que lo recorrió. En el mismo instante volvió a guardar el collar en su bolsillo y extrajo el guijarro blanco, apoyó los dedos de la otra mano en la muñeca de Fomenko y los clavó en su carne, tal como había visto hacer a Rafik, tocando los duros bordes de los huesos, los tendones y el pulso, buscándolo. —Vasili —dijo con voz firme y clavando la mirada en los ojos de él—, ayúdame a ayudar a Ana. Yo sola no puedo. Algo pareció moverse bajo sus dedos, como si la sangre de él se espesara o sus huesos se realineasen. Un levísimo chasquido resonó en su cabeza y sintió una punzada de dolor detrás del ojo derecho. —Vasili —insistió—, ayuda a Ana. La mirada de él se ensombreció, pero una sonrisa de conformidad le iluminó las facciones. El corazón de Sofía palpitó más aprisa. —¡Director Fomenko! —gritó una voz de niño desde la calle, y unos pasos apresurados se acercaron a la puerta. Era un grupo de muchachos rubios aún mojados tras bañarse en el estanque—. ¿Está todo dispuesto para mañana? Fomenko regresó a la realidad haciendo un esfuerzo de voluntad y se zafó de las Página 358 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

manos de ella. Volvió a parpadear y se centró en el mundo exterior. Sofía salió a la calle. Lo había perdido. —¿Qué es lo que debe estar dispuesto para mañana? —preguntó él. —Los carros para transportarnos a todos a Dagorsk. Nos lo prometiste la semana pasada —dijo el muchacho con una sonrisa entusiasta. —Unas vacaciones —gorjeó un niñito rubio—. Para ver el avión Kokodril y escuchar el discurso de nuestro Gran Líder. Fomenko enderezó los hombros y soltó una tos áspera, como si tratara de escupir algo. —Sí, desde luego, todo está dispuesto —aseguró. Asintió con la cabeza, entró en la casa y cerró la puerta. Sofía se quedó allí al tiempo que los muchachos echaban a correr calle abajo, brincando por encima de los baches y soltando gritos excitados. El cielo se había oscurecido y un solitario murciélago pasó volando por encima de su cabeza. Vio que un resplandor amarillo cobraba vida en el interior de la izba de Fomenko cuando él encendió la lámpara de aceite, pero en el exterior Sofía no notó ningún resplandor, solo el dolor detrás de su ojo derecho.

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53 Sin la presencia de ella, la noche era insoportable. Mijaíl pasó las largas horas de oscuridad luchando contra sus propios demonios y la información que le había proporcionado Sofía. «Alekséi Fomenko.» El nombre estaba marcado a fuego en su cerebro: Fomenko era Vasili Dyuzheyev, el asesino de su padre. Pero también era el hijo de Svetlana Dyuzheyeva, la mujer a quien el propio Mijaíl había matado a sangre fría. Él y Fomenko estaban unidos, unidos en una macabra danza de la muerte, ambos siervos del Estado y ambos enviados al mismo raion campesino para arrastrarlo hasta el siglo XX. Tan semejantes y, sin embargo, tan distintos. Mijaíl lo aborrecía en la misma medida que se aborrecía a sí mismo... y aborrecía la poderosa influencia que Fomenko —que también era Vasili— parecía ejercer sobre Sofía. La imagen de su cuerpo hermoso y flexible, su mente orgullosa y su inquebrantable lealtad para con sus seres queridos inundaron sus pensamientos a lo largo de la noche. —Sofía —dijo cuando la luna asomó por detrás de las nubes y la luz bañó su alcoba—, no creas que te dejaré ir así, sin más. Sus decisiones se volvieron más firmes. Estaba en deuda con Fomenko: ojo por ojo; estaba en deuda con Ana: una vida por otra..., pero la persona con la que más estaba en deuda era él mismo.

Ella acudió justo antes del amanecer, se deslizó en el lecho, los pies fríos contra los suyos y el corazón palpitante como el de un pajarillo. La envolvía un aroma tan intenso a secretos del bosque que estuvo a punto de preguntarle dónde había estado y para qué, pero recordó a Rafik y guardó silencio, limitándose a estrecharla entre sus brazos. Permanecieron tendidos así, con los miembros entrelazados, inmóviles y en silencio hasta que los primeros rayos del sol rozaron los cabellos y las mejillas de Sofía. Ella besó el cuello de Mijaíl: un suave y posesivo roce de sus labios. —No perteneces a Ana —susurró. Página 360 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—No —dijo él en tono firme—, no le pertenezco.

—Despierta, haragán. ¡Levántate y espabila! Piotr hundió la cara en la almohada intentando eludir la insistencia de su padre, pero este retiró la colcha y lo despegó de las sábanas. —¡Papá! —protestó—. ¡Hoy es vijodnoy, un día de fiesta! —Tenemos mucho trabajo. Vístete —dijo su padre y abandonó la habitación—. No olvides que tu amigo Yuri no tardará en llegar. Por supuesto. Piotr se dio prisa pero de pronto recordó las joyas que habían encontrado el día anterior y el corazón le dio un pequeño vuelco. Ansiaba contárselo todo a Yuri pero sabía que no debía hacerlo. Era un secreto, un secreto que ni siquiera podía compartir con su mejor amigo. Cuando clavó la vista en el cofre lleno de joyas fulgurantes percibió su poder de un modo completamente inesperado, un poder tan intenso que lo inquietó. Había cogido un anillo de esmeraldas del que le costaba desprenderse, y esa sensación lo consternó. ¿De dónde procedía esa codicia que lo corroía? El director Fomenko había sido puesto en libertad y Piotr sabía que se debía al poder de las perlas. Eso significaba corrupción, así que debería alzar la voz y comunicar el hecho, era su deber. Exponer la existencia de esas joyas corruptoras, eso es lo que diría Yuri. Pero ¿cómo hacerlo sin delatar a su padre y a Sofía? ¿Y sin poner en peligro la libertad del director Fomenko? ¿Qué era lo correcto y qué no? Piotr se puso sus pantalones cortos con gesto brusco. La vida era demasiado confusa. Sacudió la cabeza y al recordar que ese día llegaría el avión Kokodril, su estado de ánimo cambió en el acto, un temblor excitado lo recorrió de los pies a la cabeza y se apresuró a ponerse la camisa. Ya se preocuparía por las joyas otro día.

El amplio prado verde se extendía bajo el sol en el otro extremo de Dagorsk. Desde todas las direcciones carros, carritos y bicicletas descendían hasta allí y las tiendas surgían por todas partes, como setas. Hombres con brazaletes rojos correteaban tocando silbatos, gritando órdenes y agitando bastones, pero nada podía apagar el ánimo y la energía de la multitud que ocupaba la llanura. A Piotr le encantaba todo aquel ajetreo. Incluso el trayecto en el viejo y traqueteante carro había resultado divertido; estaba repleto de aldeanos de Tivil y él había viajado junto a Yuri en el cajón, con las piernas colgando por encima de la plataforma trasera. El polvo se arremolinaba desde el sendero y se les metía en la boca, pero todos Página 361 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

cantaban acompañados por la melodía de un acordeón, sonora y alegre. Era como ir a una fiesta. Más allá, en el primer carro, estaban Mijaíl, Sofía y Zenia, pero todos los niños de la aldea se apiñaban en el segundo, junto con su maestra. Incluso la camarada Lishnikova reía y llevaba un pañuelo de un intenso color escarlata en vez del gris que solía ponerse. Ese día sería especial. Ya en el prado abandonaron el carro entre empellones, brincos y agudos chillidos. —Todavía falta media hora para que aterrice el aeroplano —anunció Elizaveta Lishnikova. —¿Nos das permiso para echar un vistazo a la tienda donde proyectarán la película? —preguntó Piotr. —Sí, podéis ir a explorar, pero cuando toque el silbato debéis regresar y formar fila, tal como hemos practicado. —Una guardia de honor —gritó Yuri. Una sonrisa divertida atravesó el rostro alargado de la maestra. —Así es —asintió, y cogió la mano de un niño muy pequeño que estaba a punto de alejarse—. Y cuento con que vosotros, Jóvenes Pioneros, lo hagáis correctamente y digáis a los más pequeños qué han de hacer. Quiero poder enorgullecerme de vosotros ante todas las demás brigadas del raion. —¡Lo haremos! ¡Por nuestro Gran Líder! —gritó Piotr y, con ojos brillantes, todos hicieron el saludo de los Pioneros—. Bud gotov, vsegda gotov! ¡Estad preparados, siempre preparados! La maestra contempló los rostros delgados de su rebaño con mirada cariñosa, pero no hizo el saludo. —Tomad —dijo, y sacó una cartera de cuero del bolso—. Poneos en fila. Los veintidós niños se apresuraron a obedecer y ella depositó un rublo en cada mano. Era la primera vez que hacía algo semejante. —Spasibo. —Id a compraros unos bizcochos. Los niños echaron a correr como ratones en un campo de maíz, brincando y saltando entre grupos de mujeres envueltas en vestidos floreados y los hombres koljoznik de otras aldeas con sus gorras planas, además de los jóvenes mayores y más desdeñosos de las fábricas de Dagorsk. —¡Por aquí! —chilló Piotr. Arrastró a Yuri hasta un tenderete donde vendían konfekti y dedicaron diez deliciosos minutos en decidir qué dulces comprar. Yuri escogió un pollo de azúcar clavado en un bastoncito, pero Piotr compró una de las petushki, una piña hervida, y comenzó a devorar los piñones. Desparramados entre la multitud había otros Jóvenes Página 362 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Pioneros pertenecientes a otras brigadas que también vestían camisas blancas y rojos pañuelos triangulares, y todos se contemplaron con curiosidad y rivalidad. Más tarde se celebrarían carreras. —Los derrotarás —dijo Yuri en tono confiado—. Seguro. —Da, claro que lo haré —contestó Piotr, y se pavoneó, pero en el fondo no estaba tan convencido de ello. Ambos se dirigieron a la tienda más grande de todas. —¡Vamos! —gritó Yuri, y echó a correr.

—Seré un piloto de guerra —declaró Piotr cuando él y Yuri abandonaron la tienda donde habían proyectado la película. Ambos habían permanecido sentados por tercera vez con los ojos muy abiertos, contemplando las secuencias del desfile del Primero de Mayo en la plaza Roja, y el corazón todavía les palpitaba al ritmo de la música marcial. Piotr empezó a balancear los brazos imitando a los soldados que había visto en la pantalla y a marchar con las piernas tiesas, imitando el paso de la oca. Yuri rio y remedó la actitud militar de su amigo, sacando pecho y sonriendo. —Cuando deje la escuela quiero ser conductor de tanques. ¿Viste esas máquinas? A que son inmensas, ¿verdad? Si los alemanes siguen causando problemas esos tanques aplastarán toda Alemania. Los muchachos marcharon juntos por el prado, esquivando a un hombre calvo que llevaba un tatuaje en el brazo y hacía rodar una barrica de madera hacia una tienda. Yuri tenía un panfleto en la mano donde ponía: «CUIDADO CON LOS ENEMIGOS DE PUEBLO, ESTÁN ENTRE VOSOTROS» en grandes letras rojas. —Me pregunto quiénes son los enemigos en Tivil —dijo Yuri, agitando el folleto y sin dejar de marchar. Piotr perdió el ritmo y se sonrojó. —A lo mejor no hay ninguno —se apresuró a decir. —Claro que los hay. ¿Has olvidado que Stalin, nuestro gran camarada, nos ha dicho que están en todas partes, ocultos entre nosotros? En su mayoría empleados por los poderes extranjeros para... —¿Por qué diablos un poder extranjero sentiría interés por lo que ocurre en nuestra aldea? —Porque proporcionamos la comida que alimenta a los obreros de las fábricas, tontainas —se burló Yuri. Piotr se ofendió. —Apuesto a que sé más sobre los enemigos en Tivil que tú. Página 363 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—No es verdad. —Sí que lo es. Se detuvieron en el centro del prado, lanzándose miradas furiosas. Un poco más allá la banda empezó a tocar una marcha, pero ninguno de los dos tenía ganas de seguir desfilando. —Dime el nombre de uno —lo desafió Yuri. —Podría hacerlo si quisiera. —Mientes. —No, no miento. —Entonces dime su nombre. —No —replicó Piotr negando con la cabeza. —Lo sabía. No conoces a ninguno —dijo Yuri, y le pegó un empellón desdeñoso en el hombro. El desencadenante fue el empellón, como si Piotr fuese un niño estúpido al que podían mangonear. El rubor le cubrió las mejillas y le pegó un puñetazo en el pecho a Yuri; no muy violento pero sí lo bastante como para demostrarle que hablaba en serio. —Solo te lo diré si prometes guardar el secreto. —Venga, suéltalo ya —lo instó con mirada brillante. Pero no prometió nada.

Piotr buscaba a Sofía con desesperación. Debía hablar con ella, advertirla. Una gran angustia se había apoderado de él mientras recorría el prado con la mirada, tratando distinguir una cabellera rubio platino y un vestido sembrado de acianos. Zigzagueaba entre las tiendas y con cada paso tragaba saliva en un intento fútil de engullir la vergüenza. ¿Cómo había podido hacerlo? ¿Cómo había podido traicionarla solo porque estaba enfadado con Yuri? Escarbó la tierra polvorienta con el zapato; su único deseo era cavar un agujero profundo y quedarse allí. El sudor le empapaba la piel porque sabía que debía enfrentarse a Sofía. Y enseguida. Pasó a toda velocidad junto a un grupo de hombres que arrojaban herraduras de hierro hacia unas estacas y ver que Yuri estaba entre ellos supuso un alivio. A lo mejor no se lo contaría a nadie... Pero entonces Piotr descubrió a Sofía: estaba a un lado de una de las tiendas más grandes, fácil de reconocer porque llevaba el vestido más bonito del prado. Empezó a correr hacia ella, pero se detuvo al ver que estaba hablando con alguien y se le encogió el estómago cuando reconoció a su interlocutor: era el subdirector Stírjov, el que había pronunciado el discurso durante la reunión en la sala, el subdirector de todo el raion. El subdirector Stírjov era un hombre del Partido, un Página 364 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

hombre que sabía distinguir entre el bien y el mal. Sofía le estaba tendiendo algo pequeño envuelto en un trozo de tela y el corazón le dio un vuelco, porque sabía qué ocultaba la tela: el anillo de diamantes o tal vez el collar de perlas. Daba igual qué fuera, pero no cabía duda de que era una joya. Stírjov se guardó el objeto en el bolsillo del pantalón y después se inclinó hacia delante y trató de darle un beso en la boca. Piotr estaba estupefacto. ¿Qué le había hecho Sofía a ese hombre? También estaba corrompiendo a Stírjov. En lo alto del cielo azul un sonido parecido al remoto zumbido de una sierra mecánica empezó a taladrarle la cabeza y Piotr se dio cuenta de que era el Kokodril que se aproximaba. Se secó las palmas de las manos en los fondillos del pantalón. Había estado en lo cierto desde el principio: Sofía no solo era una fugitiva, sino una auténtica enemiga del pueblo. Saberlo le causó una punzada de tristeza porque la quería y, lo que era aún más importante, también la quería su padre. Su padre. Debía encontrarlo y hablar con él. Piotr echó a correr.

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54 Dagorsk Julio de 1933 —Es hermoso. —Los ojos de Mijaíl brillaban de placer al contemplar las alas del avión resplandeciendo bajo el sol de mediodía—. Mira qué cerca está, me muero por tocarlo. —Es un arma propagandística estupenda —comentó Sofía, asintiendo y protegiéndose los ojos con la mano. El avión plateado bajó del cielo en picado como una gigantesca ave de presa. A ambos lados de la improvisada pista de aterrizaje Sofía vio a los Jóvenes Pioneros en una fila, con la espalda tan recta como los soldados. Estos estaban en formación detrás de ellos, armados de rifles para impedir que los espectadores se acercaran al avión. —El Kokodril forma parte del escuadrón de agitprop Máksim Gorki —le informó Mijaíl— y vuela de ciudad en ciudad por toda Rusia. Distribuye panfletos y proyecta películas para demostrar los grandes avances del comunismo. Difunde los proyectos más magníficos de Stalin, como la construcción del canal del mar Blanco. —Ya me habías dicho todo eso. Cuéntame más. —¿He mencionado que debe su nombre a la revista Kokodril y que se diferencia de otros aviones ANT-9 porque dispone de carenados aerodinámicos en las ruedas y los puntales? —Muy interesante, pero ¿y los motores? —Bien, tiene dos motores M-17 en vez de los tres Titan originales de la Gnome et Rhône, que le proporcionaban... —Mijaíl dejó de contemplar el avión y miró a Sofía con una de sus pícaras sonrisas que tanto le gustaban a ella—. Me tomas el pelo, ¿verdad? —Sí. —Bueno, ¿qué más quieres que te cuente? ¿Que la intención de Stalin es que Rusia no tarde en superar a Occidente o... —añadió con una sonrisa traviesa— que tienes los ojos más bellos del mundo y que quiero besar tus labios? Página 366 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Tendré que pensármelo. Es una elección difícil. Sofía se le acercó y en ese momento los motores del avión soltaron un rugido gutural. El aparato se dirigió a la pista de aterrizaje. —¡Mira! —exclamó Mijaíl, señalando por encima de las cabezas de la multitud—. ¡Mira esos dientes! Sofía prefería contemplar los dientes blancos y fuertes de él y el pequeño trocito astillado, pero no tenía intención de discutir. El aparato aterrizó en la hierba, siguió rodando un trecho, la multitud estalló en vítores, los Jóvenes Pioneros saludaron y la banda empezó a tocar La Internacional. —Está sonriendo —dijo Sofía con una carcajada sorprendida. En el largo morro reptiliano añadido especialmente por el diseñador Vadim Shavrov aparecían las mandíbulas y los afilados dientes de un cocodrilo, y la curva encantadora de su sonrisa. A lo largo del fuselaje sobresalía una hilera de protuberancias como los bultos escamosos que cubren el lomo de un cocodrilo. —Es genial —exclamó Mijaíl—, el aeroplano más famoso de todo el país. —Hace que me sienta orgullosa de ser rusa —dijo Sofía en tono solemne. —Vuelves a tomarme el pelo. —No, Mijaíl. Hablo en serio. Me enorgullezco de Rusia y de ser rusa. —Entonces vayamos a inspeccionar el Kokodril —dijo él con una amplia sonrisa. La cogió de la mano para conducirla a través del prado y de la muchedumbre con pasos largos y enérgicos, pero su mirada era tan seria y decidida que desentonaba con su sonrisa, y eso la inquietó.

—¿Has visto a Yuri, Sofía? —preguntó Mijaíl. La tarde se medía según el número de veces que las hélices se ponían en movimiento. Ambos volvían a contemplar un nuevo despegue del Kokodril. Una vez más, la multitud soltó un suspiro cuando el aeroplano despegó las ruedas del suelo, alzó vuelo en medio de la cálida brisa estival y, de inmediato, una vez alcanzado su elemento natural, evolucionó con la gracia de un bailarín. Un ala se inclinó, el avión trazó un círculo por encima del prado y después se elevó cada vez más con cada circuito. —Sí, lo vi hace ya un buen rato, en la tienda donde proyectan la película. —¿Y después no has vuelto a verlo? —No. Las carreras están a punto de empezar; quizás esté allí, junto a las banderas. Mijaíl recorrió el mar de rostros en el prado. —No lo encuentro. Página 367 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Sofía le apoyó una mano en el antebrazo. Llevaba la camisa blanca arremangada debido al calor y notó que sus músculos estaban tensos. —¿Qué pasa, Mijaíl? ¿Qué ocurre? —Piotr vino a hablarme —explicó, soltando el aliento—. Le contó a Yuri cosas sobre ti que debería haberse guardado y teme que Yuri se las diga a Stírjov. Pese al calor del sol, Sofía se quedó helada. Las voces y las risas que los rodeaban, los incesantes redobles de tambor de la banda y el zumbido de los pesados motores M17 se desvanecieron. El silencio parecía ocupar todo el amplio cielo. —Es hora de irnos —dijo Mijaíl con expresión sombría.

—Espera un momento, Zenia. La muchacha gitana salía de una de las tiendas que albergaban una máquina o un proceso distinto para demostrar la modernización de la industria, pero la más visitada con mucho era la que exponía las máquinas de coser más nuevas y relucientes. Todas las mujeres presentes ansiaban conseguir una. Sofía cogió a la muchacha gitana del brazo y la arrastró hasta un pesado camión Gaz que había transportado los bancos y las sillas. Olía a aceite y a pintura recalentada por el sol. —¿Qué pasa, Sofía? Pareces... disgustada. —Hace unos momentos te vi con tu amigo Vania. Hoy no lleva el uniforme de la OGPU. —No, no está de servicio —dijo Zenia, incapaz de reprimir una sonrisa cuando hablaba de él. —Pero estará enterado de lo que pasa, ¿verdad? Sabría si hay alguna clase de problema. —¿Problema? —Que estuvieran buscando a alguien. Los rasgos de Zenia se endurecieron y escudriñó el rostro de Sofía. —Espera aquí y quédate detrás del camión. Volveré lo más rápido que pueda. No te muevas —dijo, y se marchó apresuradamente. Sofía no se movió.

Permaneció detrás del camión y supo que se había acabado. Que todo se había acabado. La elección ya estaba hecha. El susurro de la cálida brisa en las ramas de los abedules que bordeaban el prado parecía tan melancólico como el viento que barría las desiertas llanuras de la taiga y en Página 368 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

torno a ella el aire era frágil y transparente como el cristal. Percibía su brillo y su sabor como nunca antes, porque ya lo estaba perdiendo. Era una elección clara. Y en ese momento detestaba a Ana con un odio que la dejaba sin aliento.

—Bistro! —Zenia había vuelto—. Debemos intercambiar nuestras ropas. Mientras lo decía, ya se desprendía del pañuelo rojo que llevaba alrededor del cuello y se quitaba la falda, revelando sus piernas delgadas e infantiles. Sofía no le preguntó el motivo: era obvio que la buscaban a ella y que tenían su descripción. —Spasibo, Zenia —dijo cuando se puso la falda negra de la gitana sembrada de flores de fieltro de vivos colores en torno al dobladillo. Luego se abotonó la blusa blanca, pero la palabra «gracias» le parecía insuficiente. —Se lo pregunté a Vania. En cuanto te encuentren te arrestarán por ser una fugitiva de un campo. Sofía se cubrió los cabellos rubios con el pañuelo triangular de Zenia y se lo anudó en la nuca, al tiempo que la muchacha gitana se ponía el vestido sembrado de acianos. Entonces Sofía extrajo tres objetos del pequeño bolso que llevaba colgado de la cintura. En su palma extendida su perfección contrastaba con los dedos cubiertos de cicatrices. —Me marcho, Zenia, pero me gustaría que te quedaras con uno. Coge el que quieras. Uno era el guijarro blanco y redondo que Rafik le había dado. El segundo era el diente largo y curvo de un lobo, un recuerdo de los días pasados en el bosque. El tercero era un anillo con una gema, un diamante tan grande y tan brillante que era como si se hubiera tragado el sol. Mientras la gitana reflexionaba para escoger uno, sus pestañas negras proyectaban sombras en sus mejillas. Su mano flotaba por encima de la de Sofía. Por fin cogió el amuleto del canino de lobo y se lo colgó del cuello con un cordel. Ninguna de las dos hizo un comentario sobre el regalo o la elección. —En el bolsillo de mi falda hay un paquete para ti —dijo Zenia—. Me lo dio Rafik. —¿Qué es? —Un analgésico —contestó Zenia, y desvió la mirada. ¿Un analgésico? ¿Qué sabía Rafik que ella ignoraba? —Gracias, Zenia. —Ten cuidado. Sofía aferró el guijarro y el anillo. Necesitaría mucho más que tener cuidado. —Zenia me dijo que estabas aquí —dijo Mijaíl al tiempo que rodeaba la Página 369 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

plataforma trasera del camión Gaz y la abrazaba. Le acarició la nuca y ella deseó quedarse en ese lugar durante el resto de su vida; apoyó la frente contra el pecho de él y escuchó los acelerados latidos de su corazón. —Creí que no regresarías —susurró. Él le rodeó el rostro con las manos, le alzó la cabeza y la miró a los ojos. —Siempre regresaré, amor mío —prometió—. Siempre. La besó en la boca, un beso suave y tierno. Ella se aferró a él y grabó el recuerdo de su cuerpo en sus músculos, luego se apartó y, en tono sereno, dijo: —¿Encontraste a Yuri? ¿O a Piotr? —No. Piotr parece haber desaparecido, pero descubrí que Yuri está en el avión. —¿Qué? Durante toda la tarde el Kokodril había levantado vuelo con algunos afortunados, pero solo había lugar para nueve pasajeros en cada viaje. La mayoría de los asientos estaban reservados para los líderes del Partido, pero unos pocos se habían destinado a los obreros seleccionados por su dedicación especial y sus logros. —Yuri está volando en el avión —repitió Mijaíl en tono apagado. —Es la recompensa de Stírjov —gimió Sofía—. Por la información. Mijaíl asintió con la cabeza, un gesto silencioso y severo. —Lo siento mucho, Sofía. El avión se disponía a realizar el último aterrizaje de ese día y el rugido de los motores apagaba los vítores que celebraban su regreso. —Te están buscando, amor mío. Los perímetros están bien vigilados y comprueban los documentos. Lo mejor que puedes hacer para pasar desapercibida es ocultarte entre la multitud, donde podrás seguir moviéndote hasta que... —Piotr idealiza el Partido, Mijaíl. No lo culpes. —Lo culpo, Sofía, y me culpo a mí mismo. La miró, notó que se había cambiado de ropa y el brillo de ira que ardía en su mirada disminuyó. Le apoyó una mano en la mejilla y ella ladeó la cabeza. —Bien, ¿qué tenemos aquí? Un oficial de uniforme color caqui apareció a un lado del guardabarros delantero del camión y los miró fijamente. Parecía tan sorprendido como ellos. —Camarada —dijo Sofía, y deslizó un brazo en torno a la cintura de Mijaíl—, no nos negarás cinco minutos lejos de la mirada aguda de la esposa de mi amigo, ¿verdad? El soldado soltó una carcajada. Llevaba la bragueta medio desabrochada y era evidente que había acudido para orinar detrás del camión. Su rostro era ancho y bondadoso, pero tenía la nariz torcida, como si hubiera participado en demasiadas peleas. Página 370 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Seguid con lo vuestro, camaradas —dijo, pero no tardó ni un segundo en desenvainar la pistola Tokarev y apuntó directamente a Sofía—. Primero muéstrame tus documentos —añadió, sonriendo para destacar que no tenía malas intenciones, que solo actuaba con cautela. —Por supuesto, camarada. Ella fingió que rebuscaba en su bolsillo, pero sus dedos rozaron la fresca superficie del guijarro, despejó su mente en el acto y respiró más despacio. Se acercó al soldado con la vista clavada en sus ojos y vio que él fruncía el ceño y bajaba la mirada, contemplando la pistola con repentina confusión. Entonces Mijaíl avanzó dos pasos y le asestó un golpe en la garganta con el borde de la mano, luego un puñetazo en la mandíbula; la cabeza del soldado chocó contra el camión con un sonoro crujido metálico y el hombre se desmoronó. No se arriesgaron: Sofía no tardó ni un segundo en quitarle el cinturón y Mijaíl lo usó para sujetarle las manos a la espalda, después le metieron el pañuelo en la boca y se apropiaron de la pistola. —Ha llegado la hora —dijo Mijaíl—. Tienes que irte.

En cuanto el Kokodril aterrizó todo ocurrió muy rápidamente. Ambos pilotos y sus dos asistentes volvieron a cargar el equipo de proyección y las cajas de cartón en el avión mientras se pronunciaban los últimos discursos —por suerte breves—, la banda interpretó La Internacional por última vez y unas nubes blancas se deslizaron por el cielo ocultando el sol, como cortinas al final de un espectáculo. En el prado reinaba la alegría al tiempo que bulliciosos grupos de hombres comenzaban a reunirse en torno a botellas de kvas y de vodka. Pero nada de ello impidió que los uniformados realizaran su tarea con eficiencia y exigieran a todas las mujeres rubias que les mostrasen sus documentos de identidad. Sofía logró esquivar a varios, pero el tiempo se acababa, porque no tardarían en encontrar al soldado tendido detrás del camión. Mijaíl había vuelto a marcharse en busca de Piotr. —Ni se te ocurra irte antes de que regrese —había dicho en tono severo. Ella se despidió con un beso, apenas le rozó los labios y entonces fue como si todo se resquebrajara en su interior. Respiró, pero únicamente porque no le quedaba más remedio, no porque quisiera. Estaba rodeada por una muchedumbre, cerca del avión, cuando de pronto distinguió la alta figura de Pokrovski a su derecha y la de Elizaveta Lishnikova a la izquierda. Estaban vigilando, otros pares de ojos buscando el peligro, y Sofía estaba segura de que había sido Rafik quien les había pedido que la protegieran. Página 371 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Cuando se dispuso a acercarse al herrero para disculparse por su arrebato en el taller, la maestra soltó un grito de advertencia y un instante después una mano se apoyó en el hombro de Sofía. Ella se volvió. Era un soldado de uniforme, pero no el mismo del camión. Ese hombre era mayor y de mirada alerta bajo las cejas hirsutas. —Documentos —exigió. Cuatro hombres uniformados la rodeaban como lobos y con el rabillo del ojo vio que Pokrovski se abría paso entre el gentío hacia ella. «No, no te acerques.» Deseó que no se acercara, porque no quería que le hicieran daño también a él. Si echaba a correr le dispararían una bala en la espalda, pero si veían el nombre que buscaban en sus documentos sería una bala en la cabeza. Espalda o cabeza: la elección era sencilla. El tiempo pareció detenerse cuando metió la mano en el bolsillo y extrajo su permiso de residencia. «Perdóname, Ana. Perdóname, amiga mía, por fracasar.» —Ah, estabas aquí. De pronto la mano de Mijaíl la cogió del antebrazo y casi la hizo caer. Piotr estaba presionado contra su pierna y la desesperación asomaba a la mirada de sus ojos castaños. —Lo siento —susurró. —No pasa nada, Piotr, hiciste lo que creías correcto —dijo Sofía. Le rozó la mano y notó que el niño se aferraba a ella. —¿Tus documentos? —exigió el soldado, alzando la voz. —Camarada —dijo Mijaíl en tono duro—, esta mujer forma parte del equipo... Pero los soldados ya estiraban las manos dispuestos a arrancarla de las de Mijaíl y sus rifles traquetearon. —Deteneos inmediatamente. Sofía se volvió y, atónita, vio que se encontraba frente a Alekséi Fomenko. Él se limitó a saludarla con una breve inclinación de la cabeza, luego le mostró un documento al oficial uniformado y todos dieron un paso atrás en el acto. —Yo respondo por esta mujer —dijo en tono brusco—. ¿Qué diablos estáis haciendo aquí tú y tus hombres, perdiendo el tiempo cuando debierais estar allí fuera —añadió, señalando el prado con gesto desdeñoso—, buscando a la fugitiva? El espacio en torno a Sofía se volvió aún más grande al tiempo que los soldados retrocedían y Mijaíl la agarraba del brazo con más fuerza. —Esta mujer y yo debemos partir con el equipo del avión —protestó Mijaíl en tono furioso. —Necesito algo que lo demuestre —respondió el oficial, pero ya no hablaba con voz tan agresiva y su actitud delataba cierta vacilación. Página 372 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Fomenko se interpuso entre Sofía y los uniformados y su autoridad no tardó en imponerse. —No seas estúpido, soldado. Las nubes descienden cada vez más, así que han de despegar ahora mismo; de lo contrario te denunciaré por causar demoras al... —No, camarada director, eso no será necesario. Sofía notó que Mijaíl la arrastraba hacia el avión. Sus pies entraron en movimiento y, con el corazón palpitante, advirtió que unas manos la empujaban hacia delante, al interior del aparato. La endeble portezuela de chapa ondulada se cerró tras ella, el fuselaje del Kokodril se agitó y soltó un sonido que parecía un gruñido satisfecho. Sofía respiró. Porque quería respirar, no porque no le quedara más remedio.

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55 El aeroplano volaba hacia el norte, por encima de ríos sinuosos de aguas tranquilas que atravesaban un vasto paisaje acuoso e incoloro, cubierto por un velo de brumas. Los motores del M-17 vibraban, y para Mijaíl, sentado en la cabina de pasajeros, era como si cada golpe de los pistones palpitara en sus venas, proporcionándole una maravillosa sensación de libertad. Hacía mucho tiempo que no sentía eso, que no se sentía tan a gusto, lo cual era demencial, porque, desde cualquier punto de vista, sabía que se encontraba en un aprieto considerable. Sin embargo, de algún modo todo eso carecía de importancia allí en las alturas. Tenía a Sofía, volvía a volar y estaba firmemente decidido a encontrar a Ana Fedorina. La realidad de allí abajo, en la tierra, parecía muy lejana.

—¿Te encuentras bien? Sofía apartó la mirada de la ventanilla y le sonrió, esa pequeña curvatura de sus labios que tanto lo seducía. —Muy bien. —Es tu primer vuelo. ¿No estás nerviosa? —No, me encanta. ¿A qué altitud nos encontramos? —A unos tres mil metros. Ella asintió, pero parecía tensa; él estiró el brazo a través del estrecho pasillo que los separaba y acarició el de ella para tranquilizarla. —Es la constante vibración —dijo—. Si no estás acostumbrado resulta inquietante. Ella volvió a asentir. No habían hablado mucho en el avión porque en la pequeña cabina se oía todo. Había nueve asientos, cuatro a cada lado del estrecho pasillo central y uno en la cola. Los dos miembros ayudantes del escuadrón, encargados de proyectar las películas y distribuir los panfletos, estaban sentados en la parte delantera, pero bastante cerca, de manera que las conversaciones no eran privadas ni mucho menos. —¿Hasta dónde volaremos? —preguntó Sofía en voz baja. Página 374 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—El Kokodril puede recorrer setecientos kilómetros sin repostar. —¿Recorreremos esa distancia? —Sí. Ella lo miró con aire de incredulidad antes de inclinar la cabeza hacia atrás y soltar un silencioso grito de alegría. —Creí que solo nos alejarían... de ese prado y nos dejarían en algún sitio no muy lejos —dijo, tratando de hablar en tono indiferente. —No —contestó él, riendo por si alguien los escuchaba—, el capitán nos lleva a dar un paseíto considerable. Quiere que evalúe el resultado de estos viajes propagandísticos y tú, que eres mi asistente, debes tomar notas. —Desde luego —contestó Sofía, adoptando el tono recatado de una secretaria, pero puso los ojos en blanco y fingió teclear en el aire. Mijaíl tuvo que morderse la lengua para reprimir la risa. Mientras las sombras de las nubes se deslizaban por encima de la llanura, ella preguntó—: ¿Fuiste tú quien organizó esto? —Sí. Sofía asintió, calló unos momentos y miró por la ventanilla. Por fin se volvió hacia él. —¿Y Piotr? —Estará perfectamente. Zenia cuidará de él en mi ausencia. Ella parpadeó, pero Mijaíl no sabía por qué. ¿Acaso estaba enfadada con el muchacho? —No me esperaba eso de Fomenko —murmuró. Él la contempló durante un momento prolongado. «Chyort! ¿Todavía seguía pensando en ese hombre?» Inclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. «Concéntrate en Ana Fedorina —se dijo—, esta es tu única oportunidad. Concéntrate en ella.»

El Kokodril aterrizó. La pista de aterrizaje estaba cubierta de baches y el avión se agitó al tomar tierra, pero se detuvo con rapidez y ambos descendieron. Desde el aire la ciudad de Novgorki era una fea costra negra en el paisaje, pero en tierra su aspecto era aún peor, más gris y sombrío. Tras horas de no ver casi nada excepto bosques de pinos, ríos de centelleos plateados y ocasionales y frágiles aldeas pegadas a las orillas, la mugre y la miseria de las calles de la ciudad septentrional de Novgorki les recordaron con cuánta facilidad los seres humanos podían convertir un lugar en algo feo. Era una localidad construida especialmente para la industria metalúrgica, sembrada de chimeneas que se elevaban al cielo gris y enrarecían el aire vomitando gases químicos. Pero, curiosamente, a Mijaíl le agradó. En ese lugar sin pretensiones Página 375 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

percibió un trasfondo de algo salvaje tan intenso como los efluvios del azufre, una ciudad al borde de la civilización. Aquello le convenía. Le dio las gracias al piloto del Kokodril con un apretón de manos. Sofía observó a los dos hombres con aire pensativo, pero no hizo ningún comentario, sino que se limitó a depositar un beso en la mejilla del piloto y este se ruborizó hasta las raíces de sus rojos cabellos. Mijaíl se alegró de verse obligado a caminar hasta la ciudad porque el paseo les daba tiempo para comentar lo que les esperaba. Para cuando llegaron al centro de Novgorki ya había atardecido, pero en julio los días eran largos y de noche apenas oscurecía. Como de costumbre, la vía principal era la calle Lenin, bordeada por una hilera de deteriorados edificios de cemento; todos eran del mismo gris monótono y entre ellos había algunas bajas tiendas de madera que tenían un aspecto más permanente que el cemento. Baches llenos de agua de lluvia perforaban la calle, incluso a esa hora recorrida por camiones y coches que aprovechaban las horas de luz. —¿Y ahora qué? —dijo Sofía, mirando en derredor con cautela. —Buscaremos una cama y un lugar donde comer. Grupos de hombres ocupaban las esquinas, con cigarrillos colgando de los labios y botellas en los bolsillos. Mijaíl se acercó a uno con un espeso bigote al estilo de Stalin que lanzó una mirada lasciva a Sofía, pero les indicó el camino a un dormitorio de obreros, un edificio lúgubre donde mostraron sus documentos de identidad y pagaron unos rublos por adelantado. Les ofrecieron un par de catres y de edredones sucios en dos dormitorios comunales separados. —Es mejor que nada —comentó Mijaíl. Ella arqueó una ceja con aire dubitativo. —¿Has notado que por aquí casi no hay mujeres? —preguntó cuando volvieron a salir. —Por eso tenemos que cuidarte mucho. Recorrieron la calle principal, conscientes de los ojos que los observaban. —Otro ejemplo de estos tiempos —masculló Sofía en voz baja, indicando los escaparates vacíos con un irónico gesto de la cabeza. Incluso a esas horas muchas de las tiendas seguían abiertas y escogieron una ferretería de aspecto próspero para su propósito. El interior olía a resina de pino y polvo, y un hombre mofletudo de baja estatura los saludó desde detrás del mostrador, sin despegar la vista de Sofía. —Buenas noches —saludó Mijaíl, recorriendo la tienda con la mirada—. Veo que estás ocupado. El lugar estaba desierto, no había ningún cliente, pero al menos localizó algunos Página 376 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

artículos en los estantes. Un saco de clavos y tornillos, una caja de bisagras, pinceles y algunas latas de queroseno... pero no de pintura, desde luego. A lo largo de las paredes había esterillas y una selección de herramientas de segunda mano, mientras que sartenes de zinc colgaban de las vigas del techo, lo bastante bajas como para golpearse la cabeza si uno no prestaba atención. Pero detrás del tendero había estantes que mostraban una hilera de cajas de cartón sin etiquetar y Mijaíl sospechó que contendrían las mercancías más buscadas para los mejores clientes. Recogió un rollo de lona del suelo y lo arrojó sobre el mostrador. Sofía permanecía a su lado en silencio. —¿Eso es todo? —preguntó el tendero, rascándose una axila. —No. —¿Qué más? —Tengo algo para vender. La mirada del comerciante se encendió y le echó un vistazo a Sofía. —Lo que está en venta no soy yo —apuntó ella en tono incisivo. El hombre se encogió de hombros. —De vez en cuando sucede. Mijaíl apoyó el puño en el mostrador. —¿Qué habitante de esta ciudad podría querer un objeto de valor? —¿Qué clase de objeto? —Uno que vale dinero de verdad, no... —dijo, deslizando una mirada de desprecio en derredor—, no kopeks de Novgorki. El hombre contempló a Mijaíl con los ojos entornados mientras sus dientes manchados de nicotina roían el labio inferior. —Muy bien —dijo, y señaló una puerta cubierta por una cortina situada en el fondo de la tienda—. Tú, camarada, ven conmigo, y tú —añadió, indicando a Sofía—, aguarda aquí. Antes de que el tendero pudiera reaccionar, Mijaíl saltó por encima del mostrador y lo empujó contra las cajas aferrándole la garganta con una mano. Notó que el hombre luchaba por respirar. —No te confundas, camarada —le siseó al oído—. No soy uno de tus necios palurdos. No entraré a ciegas ahí para que me embosquen y me atraquen mientras me roban a mi mujer. ¿Me has comprendido? —Da —dijo el hombre, resollando y con los ojos desorbitados. Mijaíl retiró la mano y lo dejó respirar. Los ásperos jadeos del tendero resonaron en el silencio de la polvorienta tienda. —Bien —dijo Mijaíl, sin dejar de presionar al tendero contra las cajas—, regresaré aquí mañana por la mañana a las ocho, solo durante cinco minutos. Si Página 377 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

conoces algún comprador dispuesto a conseguir una joya que vale más de lo que ganarías en diez vidas, tráelo aquí. ¿Has comprendido? El hombre asintió con la cabeza. —Do zavtra, hasta mañana —gruñó Mijaíl. Cogió el rollo de lona, agarró a Sofía del antebrazo y abandonó la tienda.

—Al final va a resultar que eres algo más que una cara bonita —dijo Sofía. Él sabía que le tomaba el pelo, pero en ese momento sus labios no sonreían. —Tuve que hacerlo, Sofía. Era la única manera de demostrar a ese hombre que hablaba en serio. Esta es una ciudad dura, amor mío, se respira el peligro. No me mires con esa cara de reproche. —Podría haber sacado un arma. Mijaíl dio una palmadita a la pistola cargada que llevaba oculta bajo el delgado cinto, la que le había robado al oficial detrás del camión Gaz. —Entonces tú le hubieras disparado —dijo, y le besó la punta de la nariz. Sin embargo, ella se estremeció. Mijaíl le rodeó los hombros con un brazo para abrigarla, pues ninguno de los dos llevaba ropas apropiadas para la fresca noche septentrional, pero ella se apartó. —No lo hagas —dijo en tono furioso—, no corras riesgos. Él soltó una carcajada y, cuando Sofía le pegó un puñetazo en el pecho, le cogió la mano y la atrajo hacia sí. —Todo esto es un único peligro enorme, amor mío, ¿qué más da correr uno o dos pequeños riesgos? —No te mueras —susurró ella. —Tengo la intención de vivir hasta los cien años, siempre que me prometas cumplir tú los mismos a mi lado. —¿Para remendarte los calcetines y prepararte la comida? —preguntó ella en tono burlón. —No, querida, para calentarme la cama y dejar que bese tu dulce cuello. Ella lo besó. —Te calentaré la cama y dejaré que me beses —canturreó—, si tú me remiendas los calcetines y me preparas la comida durante cien años. —Trato hecho —respondió él, riendo.

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56 —No, Mijaíl, lo haremos juntos. Es lo que acordamos. Estaban en la calle y caía una lluvia torrencial que los calaba hasta los huesos y convertía la calle en un torrente fangoso. Un perro perdido de pelaje amarillo estaba agazapado en la alcantarilla, temblando y observándolos con mirada melancólica. Mijaíl abrió la puerta de la ferretería y Sofía se situó silenciosamente junto a la entrada, se apoyó contra la pared de madera y colocó una mano en la pistola que llevaba en el cinturón. Siguió a Mijaíl con la mirada mientras él se aproximaba al desconocido que aguardaba junto al mostrador con los brazos cruzados. El hombre parecía estar formado por una serie de cajas apiladas una encima de la otra: un sombrero cuadrado, la cabeza cuadrada, hombros cuadrados y un traje cuadrado. Unas venillas rojas propias de un bebedor le recorrían la cara y su mirada sagaz era la de un hombre autoritario acostumbrado al mando. El tendero rondaba en el fondo, tan pardo y polvoriento como sus cajas. —Bien, camarada, ¿qué me has traído? —preguntó el hombre cuadrado sin ningún prolegómeno—. Será mejor que no sea una mierda. Una gavno. Mijaíl se tomó su tiempo, ojeó al hombre de un modo que pretendía ser insultante y a Sofía se le encogió el corazón. Sin mediar palabra, se limitó extraer un pequeño trozo de tela verde del bolsillo del pantalón, lo sostuvo en la palma de la mano y lo desplegó. El hombre abrió mucho los ojos y después los entrecerró como un lagarto, porque incluso en la penumbra de la ferretería el diamante apoyado en la tela verde resplandecía. El hombre inspiró. —Vale más de lo que tú posees —dijo Mijaíl, tomando la palabra por primera vez. —Hay algo que has de comprender, camarada: una joya como esa solo vale lo que alguien está dispuesto a pagar. —Y... —añadió Mijaíl con una sonrisa fría— con cuánta rapidez está dispuesto a pagar. El hombre asintió con la cabeza, sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz. Al parecer se trataba de una señal, porque otro hombre salió de detrás de la cortina que daba a la trastienda, un individuo barbudo alto y corpulento de rostro surcado de Página 379 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

cicatrices. Sofía inmediatamente cogió la pistola, la aferró con ambas manos y la apuntó al desconocido de rostro cuadrado. Sus ojos de lagarto la contemplaron durante un instante, evaluando el peligro, luego hizo un gesto displicente y su compinche volvió a desaparecer tras la cortina. Nadie dijo nada, nadie mencionó la breve intrusión, pero Sofía no bajó el arma. Mijaíl avanzó un paso. —Ahora que ambos nos comprendemos... camarada —dijo, alzando la voz y acentuando la última palabra en tono despectivo—, hablemos de negocios. Dispongo de poco tiempo. —Por supuesto —respondió el hombre en tono untuoso y sin despegar la vista del diamante—, hablemos de dinero. —No, camarada, hablemos de caballos.

Sofía aguardaba bajo la lluvia, sola. El pañuelo de Zenia que le cubría el cabello estaba empapado, pero unos metros de lona con un agujero para la cabeza evitaban que la lluvia torrencial le empapara la ropa y el cuerpo. Bajo sus pies, la tierra negra se había convertido en un lodazal, pero ella apenas reparó en el chapoteo del fango mientras avanzaba entre los árboles sin hacer ruido, oteando el camino recto como el cañón de un rifle que conducía a Novgorki. ¿Dónde estaba Mijaíl? Ya debería haber llegado. ¿Estaba a salvo? ¿Debía ella regresar enseguida a la ciudad? Angustiada por Mijaíl, no dejaba de manipular la pistola Tokalev que aferraba bajo su mortaja de lona. El peso del arma, los duros bordes metálicos y su letal sencillez le proporcionaban cierto consuelo. «Pero en este momento, quien debería empuñar la pistola es Mijaíl. Él es quien está en peligro.» Él la había obligado a esperar. El hombre cuadrado de sonrisa demasiado tensa había insistido en negociar a solas con Mijaíl, sin pistolas y sin compinches. Así que él la había besado —un ligero roce de labios que ella guardó en la memoria— y abandonó la ferretería. Sofía los observó mientras los dos desaparecían calle abajo seguidos por el perro amarillo bajo la lluvia y luego se retiró al borde de la ciudad donde él le había pedido que lo esperara. Le parecía que llevaba toda una vida aguardando.

Por fin, dos horas más tarde, Mijaíl surgió entre la cortina grisácea de la lluvia. Página 380 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Sofía sintió el impulso de arrojarse en sus brazos y regañarlo por haberla sometido a esa espera infernal, pero en lugar de eso permaneció bajo el álamo y dejó que él se acercara. Mijaíl montaba un gran caballo alazán y arrastraba otros dos de las bridas, bajo una lona uno de ellos cargaba con un fardo de tamaño considerable. Mijaíl desmontó con agilidad, apoyó las manos en los hombros de ella y la escudriñó. —Has tardado mucho —se limitó a decir Sofía. —Lo siento. ¿Estabas inquieta? —No. —Bien. Debes confiar en mí. —Eso hago. Él le regaló la amplia sonrisa que reservaba para ella y Sofía se agarró a la empapada camisa de Mijaíl en un intento de aferrar esa sonrisa. —Espero que uno de esos caballos sea para mí. —Siempre pensando en tomártelo con calma, ¿verdad? Sofía rio y el inesperado alivio que les proporcionó la risa acalló sus temores. —¿Conseguiste un buen trato? —preguntó, y soltó la camisa. —Svetlana Dyuzheyeva se revolvería en la tumba si supiera que su anillo de diamantes cambió de mano por un precio tan bajo, pero sí: para nosotros ha sido un buen trato. —Extrajo un puñado de grandes billetes de rublos de debajo de la camisa mojada, alzó la capa de lona y deslizó el dinero en el bolsillo de la falda negra de Sofía —. Eso bastará para mantenerte fuera de peligro —dijo con una sonrisa, y de pronto la estrechó como si temiera perderla. Permanecieron abrazados con las cabezas juntas; Sofía ignoraba durante cuánto tiempo, pero cuando se calmó el latido acelerado de sus corazones montaron a caballo y se adentraron en el bosque, seguidos por el perro amarillo.

El gruñido suave y áspero del perro lo advirtió y un escalofrío recorrió la espalda de Sofía. Cabalgaban por el bosque, acompañados únicamente por el golpeteo de la lluvia y el ligero rumor de los cascos de los caballos en la tierra húmeda. Mijaíl iba en cabeza, Sofía lo seguía a escasa distancia, pero la zancada de su caballo era más corta y no dejaba de rezagarse. Llevaban más de una hora avanzando entre los árboles cuando se produjo el ataque. Pero el perro los había alertado y ella empuñaba la pistola. Dos figuras corpulentas aparecieron desde detrás de los árboles soltando un rugido, se abalanzaron sobre Sofía y el estallido de un disparo rebotó contra los troncos. El caballo soltó un relincho agudo y aterrado y el perro gruñó amenazadoramente. La cara Página 381 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

de un hombre apareció junto a la cabeza del caballo: demacrada y de piel tensa sobre huesos afilados, cabello negro e hirsuto largo hasta los hombros. Su boca abierta profería insultos, amenazas y maldiciones groseras. Sofía lanzó un alarido de furia cuando una mano mugrienta sujetó las riendas de su caballo y la otra la agarró del tobillo. Alzó el arma y soltó un grito de advertencia. Su atacante tiró de las riendas y la sangre brotó del morro del caballo. Presa del terror, el animal brincó a un lado, se encabritó, los cascos delanteros hendieron el aire y agitó violentamente la cabeza. Sofía cayó al suelo. Y al caer, apretó el gatillo.

—Sofía. La voz de Mijaíl parecía a veces próxima y otras lejana, tan remota que a duras penas lograba oírla. También había otros sonidos, rumores extraños que no lograba identificar, pero todos acompañados por el suave aullido de un perro. Trató de abrir los ojos, pero sus párpados se negaban a obedecer. Pronunció el nombre de Mijaíl pero no fue más que un susurro. —Despierta, Sofía. Ella escuchó la voz amada, el modo en que él pronunciaba su nombre como si fuera algo precioso, y cuando notó que la mano fresca de él le rozaba la frente, suspiró. Algo se aflojó en su interior y empezó a soñar con mujeres de cabellos plateados que formaban un círculo en torno a ella.

Sofía abrió los ojos. Le dolía la cabeza, como si tuviese una astilla de hierro clavada en el cerebro. El aire parecía tan gris y tibio como la piel de una ardilla y durante un instante no supo dónde estaba. —Mijaíl —murmuró. —Mi Sofía. —Él se inclinó en el acto y sus labios rozaron la sien de ella—. No te muevas, amor mío. Te has dado un buen golpe en la cabeza. Ella empezó a recordar muy lentamente y se dio cuenta de que estaba tendida de lado con la cabeza apoyada en el regazo de Mijaíl. Él permanecía sentado con la espalda apoyada en el tronco de un pino, sosteniéndola con una mano, mientras que con la otra empuñaba la pistola. Había extendido una cubierta de lona por encima de ambos y bajo esa protección había encendido una pequeña hoguera que chisporroteaba cuando las gotas de lluvia la salpicaban. Ella se tendió de espaldas y lo contempló. La Página 382 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

preocupación ensombrecía la mirada de Mijaíl. —Ayúdame a incorporarme. —No, cielo, quédate así, descansa. —Ya he descansado bastante. Él no discutió, se limitó a ayudarla y la sostuvo mientras el mundo giraba en torno a ella. Le tendió una taza de té caliente y guardó silencio mientras ella lo sorbía. —¿Dónde están? —preguntó Sofía por fin, apoyándose contra él. —Allí —dijo, señalando a la izquierda. —¿Quiénes eran? —Sus compinches. Han venido para recuperar el dinero y los caballos. —No estás herido, ¿verdad? —Un par de moratones, nada grave —dijo, pero casi no podía controlar su ira—. Están muertos. Los dos. Ella asintió, espantada ante su propia indiferencia. Cuando estuvo preparada él le ayudó a ponerse de pie. Ella insistió en acercarse a los cuerpos de sus atacantes para comprobar que estaban muertos, porque solo viéndolos con sus propios ojos se convencería de que ella y Mijaíl estaban a salvo. Al menos de momento. Con el brazo de Mijaíl rodeándole la cintura clavó la vista en los dos cadáveres tendidos en el barro. El del pelo hirsuto tenía un agujero en el centro del pecho y sus ojos sin vida la miraban fijamente; el otro era el hombre corpulento con la cara surcada de cicatrices que había visto en la ferretería. Un corte le había cercenado la garganta y la sangre teñía sus ropas de rojo. Sofía asintió con la cabeza, satisfecha. Cubrieron los cuerpos con unas ramas y los dejaron a merced de los lobos; después levantaron el campamento y siguieron cabalgando.

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57 Cabalgaron durante todo el día y gran parte de la noche. De vez en cuando caminaban para dar descanso a los caballos, aguzando el oído por si alguien los perseguía, pero solo oyeron el rumor de las criaturas salvajes que se movían entre los árboles, invisibles en la penumbra del ocaso. Por encima de sus cabezas el cielo nunca se oscureció del todo, pero bajo las copas verdes de los pinos el sendero sembrado de agujas de pino apenas resultaba visible. Hablaron, pero no demasiado y siempre en voz baja. Mijaíl se orientaba mediante una pequeña brújula, pero casi siempre el terreno los obligaba a avanzar en fila india, seguidos del tercer caballo que cargaba con el fardo. Estaban demasiado separados para hablar en susurros, así que guardaron silencio y se sumieron en sus propios pensamientos. Pero justo antes del amanecer, cuando el nuevo día solo era un rubor dorado en las ramas superiores de los árboles, Mijaíl decidió detenerse. Sofía no estaba muy de acuerdo. —Basta —insistió él, y comenzó a desensillar su caballo. Cuando le quitó la silla de montar del lomo, el animal soltó un suave relincho y le rozó el hombro con el morro. —¿Es seguro? —preguntó ella. —Hemos de dormir, amor mío, y los caballos necesitan descansar. Será mejor que nos refugiemos aquí durante dos o tres horas. —Pero ni una más. Su impaciencia por seguir adelante era constante. Mijaíl se acercó a ella y le rodeó la cintura con el brazo. Le gustó su inmediata reacción, que consistió en reclinar todo el cuerpo contra el suyo. ¿Qué proporcionaba tanta fuerza a esa mujer extraordinaria? Recordó lo que Rafik había comentado sobre sus orígenes y se preguntó si se debería a eso, si eso era lo que alimentaba su núcleo interior. Le acarició los cabellos con suavidad, pero, después, cuando ambos se tendieron en una manta bajo los altos árboles e hicieron el amor, su pasión se desató. Era una pasión salvaje y ambos se aferraban mutuamente. Ella lo besaba y lo mordía, las caricias de él apenas podían considerarse tales. Finalmente, cuando Sofía lanzó la cabeza hacia atrás y soltó un grito, y un profundo gemido brotó de la garganta Página 384 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

de Mijaíl, se desmoronaron uno en brazos del otro y se quedaron tendidos con los miembros entrelazados, exhaustos y jadeando. Ambos sabían que la ira no estaba destinada al otro sino al mundo que los rodeaba.

—Mijaíl. Se habían quedado dormidos. —¿Pasa algo? Él respetaba la manera instintiva en que ella detectaba el peligro y se apresuró a alzar la cabeza de la manta, pero lo único que vio fue una nube de insectos flotando en el aire tibio. Espantó un komar que estaba picando a Sofía en el hombro desnudo. Ella tenía los ojos casi cerrados. —Cuando partimos para asistir al espectáculo del Kokodril, ¿ya sabías que volaríamos al norte en un avión? —preguntó. —Pensaba intentarlo, pero no estaba seguro de lograrlo. Por eso no te dije nada. Ella apoyó la cabeza en el pecho desnudo de él. —¿El capitán accedió a cambio de dinero? —No. —Entonces ¿por qué? —Yo trabajaba con su hermano Stanislav en la fábrica de aeroplanos de Moscú. Una vez se encontró en un apuro y yo lo ayudé. Eso es todo. Ella asintió y un rizo cosquilleó el pecho de Mijaíl. —Gracias —murmuró, y se sentó a horcajadas sobre él.

¿Qué clase de hombre haría algo así? ¿Arriesgar su vida por alguien a quien no conocía? Sofía estaba sentada a orillas del río con los pies en las aguas torrentosas, observando a Mijaíl mientras este lavaba y restregaba su cuerpo con violencia, como si creyera que así podía expiar sus pecados. Estaba desnuda y dejaba que el sol secara su piel. Hacía diez días que viajaban sin detenerse y habían decidido tomarse un descanso de una hora antes de seguir. El perro amarillo pasó junto a ella entre la hierba, restregó el pelaje húmedo contra su hombro y se tendió a la sombra de un árbol. —¿Qué clase de hombre eres, Mijaíl? Él la miró por encima del hombro, sorprendido. Después le sonrió. —Uno afortunado —dijo por fin. —¿De verdad? ¿Eso crees? Página 385 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Sí, con todo mi corazón. —¡Piensa un poco, Mijaíl, por amor de Dios! Estás aquí, en medio de un bosque, sin hogar, sin trabajo, sin permiso de viaje y tu vida corre peligro. ¿Dónde ves tú la fortuna? Él recogió agua del río y se la derramó por encima de la cabeza; bajo el sol todo su cuerpo resplandecía y fulguraba, los moratones casi habían desaparecido. —La fortuna de tenerte a ti, cariño mío. Me has dado una segunda oportunidad. —¿Qué clase de segunda oportunidad? —La de reparar un daño. —Te refieres a... cuando mataste al padre de Ana. Lo había dicho, por fin había arrastrado las palabras fuera de su escondrijo y las había soltado en el aire límpido y dorado. —Sí, a eso es exactamente a lo que me refiero. —¿Y Fomenko? Tú mataste a su madre. ¿Acaso es otro daño que piensas reparar? Mijaíl tensó la mandíbula y golpeó el agua con la palma de la mano, levantando un arcoíris de gotitas. —No —respondió con serenidad. —¿Por qué no? —Porque él clavó un cuchillo en la garganta de mi padre. Dime cómo he de perdonar eso. —Comprendo. Así que cuando te pregunté qué clase de hombre eras, quizá deberías haber contestado «uno vengativo». —¿Cómo puedo mostrarme vengativo, amor mío, cuando Fomenko dejó que nos lleváramos el anillo de diamantes de su madre para salvar a Ana? —preguntó en tono solemne. Sofía enterró los dedos de los pies en la hierba. —Entonces, cuando hayamos hecho esto —dijo al tiempo que le lanzaba un arándano del puñado que sostenía en la mano y él lo atrapó—, ¿dejarás de detestarte a ti mismo? Más que oír su repentina inspiración la oyó, vio que los músculos del vientre se tensaban y su pecho se ensanchaba. —Me conoces demasiado, Sofía. Ella rio e inmediatamente él soltó un rugido y se abalanzó sobre ella abriéndose paso entre las aguas del río y levantando olas. Sofía soltó un chillido de sorpresa y se puso de pie, pero no logró esquivarlo. Cuando Mijaíl le cogió la muñeca, los arándanos rodaron por la orilla. La estrechó entre sus brazos, presionó su cuerpo húmedo y desnudo contra el suyo y la besó en los labios. Página 386 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

A sus espaldas, el perro soltó dos agudos ladridos. —Rápido —dijo Sofía, y se arrojó al río arrastrando a Mijaíl. —¿Qué pasa? —Hay peligro. —¿Lobos? —No estoy segura. Ambos dejaron que la corriente los arrastrara río abajo antes de nadar hasta la orilla en un punto donde un grupo de arbustos descendía hasta el agua. Permanecieron allí en cuclillas, alerta. —Nuestros caballos —dijo Sofía, haciendo una mueca. —Los até a la sombra, donde los árboles son más densos. Si es un lobo, ya habrán entrado en pánico —dijo Mijaíl, y le apartó una mecha de pelo de la frente—. ¿Qué te advirtió del peligro? —El perro... De pronto oyeron voces masculinas y el relincho de caballos sedientos ante la vista del agua. Río arriba, justo en el tramo de orilla donde antes estaban Sofía y Mijaíl, un grupo de soldados surgió del bosque.

Cabalgaron a toda prisa el resto del día, dejando atrás las delgadas sombras de los troncos de los pinos y los haces de luz que las dividían como cuchillos. Habían aguardado entre los matorrales junto al río hasta que sus sombras se alargaron y comprobaron que la patrulla se había marchado. Los soldados no descubrieron los caballos de Mijaíl, ocultos entre los árboles, pero sus ropas tendidas en la orilla debieron de suscitar comentarios. La pareja cabalgó en silencio por si encontraban otras patrullas, pero sin aminorar la marcha, y los ijares de los caballos no tardaron en cubrirse de sudor. Ya era casi de noche cuando Mijaíl vislumbró el hilo plateado de otro río, más allá entre los árboles. —Nos detendremos aquí —dijo él—, los caballos necesitan agua. —Mi cantimplora también está casi vacía. —Montaré guardia. Desmontaron y se quedaron quietos, prestando mucha atención. El único sonido era el graznido de los cuervos, así que Mijaíl, seguido de Sofía, emergió del linde del bosque... y se detuvo en el acto, soltando un gemido. —¿Qué ocurre? —preguntó ella a sus espaldas. Entonces el hedor la golpeó y vomitó. Era la patrulla de soldados. Estaban tendidos como muñecos de trapo con los que Página 387 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

un niño se hubiera cansado de jugar y arrojado a un lado, con los uniformes cubiertos de agujeros y manchas de color óxido. Los nueve soldados estaban muertos. Los animales salvajes habían devorado parte de sus cadáveres, las lobas les habían arrancado las entrañas, pero lo peor eran los rostros: los cuervos, aún posados en los torsos de los jóvenes soldados, les habían arrancado los ojos y solo quedaban cuencas negras. Una brillante costra de moscas cubría los cuerpos. —No te muevas de aquí —dijo Mijaíl, y le tendió las riendas. Los caballos pateaban el suelo, ponían los ojos en blanco con los ollares distendidos, espantados por el olor de la sangre. Mijaíl se arrancó la camisa, se cubrió la boca y la nariz y descendió la ladera cubierta de hierba. Los soldados eran jóvenes, ninguno tendría más de veinte años, y un agujero de bala —a veces dos o tres— perforaba cada cuerpo. Quien hubiese hecho eso había realizado un trabajo excelente. Sin esperanzas ni expectativas, Mijaíl los fue examinando, pero ninguno presentaba señales de vida. En cierto momento se arrodilló junto al cadáver de un muchacho y le cogió la mano. Estaba tibia y durante un segundo creyó que el corazón del soldado aún latía, pero solo era el calor del sol. Esos pobres jóvenes eran el alma de Rusia, al igual que un día lo sería Piotr, y al contemplarlos Mijaíl sintió asco y se cubrió el rostro con las manos. Un momento después una caricia en la nuca lo pilló por sorpresa. —¿Quién habrá hecho algo así, Mijaíl? ¿Subversivos? —No, aquí, en esta región salvaje solo pueden haber sido ladrones de caballos — dijo, meneando la cabeza, asqueado—. Nueve vidas a cambio de nueve caballos y tal vez también un par de caballos de carga. Pero esos miserables deberán darse prisa si confían en escapar. —Ven rápido, amor mío, hemos de irnos —dijo Sofía, y se inclinó para recoger un rifle tirado a sus pies. —No —dijo Mijaíl—. No cojas nada. Cuando encuentren estos cuerpos el ejército barrerá toda la región, como la peste. Si posees un único objeto de esta patrulla, te... No pronunció la palabra. No era necesario.

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58 Tivil Julio de 1933 —¿Ella está allí? —No —dijo Rafik. —¿Está cerca? —Está cerca de la muerte. —¿Puedes salvarla? —No. Un suspiro como el hálito de la luna recorrió las paredes de la cámara. Tres rostros palidecieron. —Sálvala. —Sálvala. —Sálvala. —No puedo, la estoy perdiendo en un laberinto. Vertieron sangre en un cuenco de cobre, como si fuera vino. —Está demasiado lejos de mí, no consigo desenredar las sombras. Echaron trozos de carne blanca como el pan en el cuenco. —Está sola, fuera de mi alcance. Esparcieron hierbas amargas como el dolor en la brillante superficie. —¿Cómo podemos protegerla? Dinos cómo. —Necesito más poder. —Bebe la sangre. —Come la carne. —Traga las hierbas. Rafik bebió y miró los rostros que lo contemplaban. —No es suficiente.

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—Has venido. El sacerdote entró en la habitación, la roja cabellera encendida y la mirada inflamada de fe. Su barba resplandecía como un peto en llamas. —He venido. —Necesitamos tu fuerza. —Mi fuerza es la de Dios Todopoderoso. Rafik se puso de pie, un fantasma envuelto en una túnica blanca. —La muchacha está en el abismo. —Todos corren peligro de precipitarse en el Abismo, todos cuantos adoran la imagen de la Bestia. Está escrito en la Palabra de Dios. —Ayúdanos, sacerdote. —Si lo que estás haciendo proporciona alimento al Diablo, gitano, el humo de tu tormento será eterno y no hallarás descanso de día ni de noche. —La necesitamos. Ella es rica en poder. —¿Qué son las riquezas? En Su infinita sabiduría, Dios nos dice lo siguiente: que cuando nos creemos ricos es cuando más desgraciados somos, y miserables y pobres y ciegos y desnudos. Y con la misma certeza con la que la noche sigue al día, Su ira golpeará a los escorpiones de este mundo. —Esta aldea bien sabe que es pobre y desgraciada, sacerdote —replicó Rafik con voz sonora—. ¿Te unirás a nosotros? —Dios te maldecirá, Rafik. —¿Estás dispuesto a ver cómo Tivil se desangra? —Los hechiceros están condenados a morar fuera de la Ciudad de Dios y tú eres un hechicero. —Rafik —dijo el herrero, y señaló el pecho del gitano con dedos ennegrecidos—. Díselo al sacerdote. —¿Que me diga qué? Era como si la luz titilara por encima del cuenco de cobre al tiempo que Rafik hablaba lentamente. —La muchacha tiene un guijarro, un guijarro blanco. Ya le ha proporcionado ayuda. El rostro del sacerdote Logvinov palideció al tiempo que sus dedos buscaron la cruz que le colgaba del cuello y la aferraba. —No blasfemes. —No lo hago. El sacerdote agitó sus rizos flamígeros. —En el último Libro de Su Sagrada Palabra, el Señor dice: «Al vencedor daré maná escondido, y también una piedrecita blanca, sobre la que irá grabado un nombre Página 390 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

nuevo que nadie conoce, salvo el que lo recibe.» —Ella tiene la piedrecita.

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59 Pantanos Agosto de 1933 La luz era tan blanca y cristalina que a veces parecía que el paisaje era de hueso. A medida que viajaban al norte por la taiga, el bosque de pinos y cedros se volvía menos denso, dando paso a zonas pantanosas en las que Sofía se sentía desprotegida y expuesta. Aguardaban a que cayera la noche y su penumbra antes de cruzar la cenagosa llanura que se extendía ante ellos, pero cada demora enloquecía a Sofía. —Paciencia —recomendó Mijaíl. Estaba ajustando la carga de los caballos y quitando abrojos de sus crines. El alazán dejaba colgar la cabeza con los ojos entornados y Sofía se espantó al ver que las costillas sobresalían bajo el pelaje y hasta qué punto parecía exhausto. ¿Ellos dos presentaban el mismo aspecto? Observó a Mijaíl mientras él se ocupaba de los animales. Le gustaba la destreza con que los tocaba, tranquilizándolos al igual que la tranquilizaba a ella. Ya no hablaban mucho, las imágenes de los soldados muertos expulsaban las palabras de su cabeza. Acarició en silencio las orejas del perro amarillo, que tenía la cabeza apoyada en su muslo. —La paciencia no es lo mío —dijo. La mirada de los ojos grises de Mijaíl recorrió el pantano. —Pero otras cosas, sí. —Ana está ahí fuera. —Y también los soldados que buscan esa patrulla.

Un anciano robusto dormitaba al sol de la tarde con la espalda apoyada en la pared de madera de una solitaria izba, una imagen de serena satisfacción en medio de la nada. Llevaba pantalones remendados y una camisa desgastada, y una voluta de humo se elevaba de la pipa tallada que tenía en la boca, manteniendo los mosquitos a raya. —Zdravstvuitye, camarada —lo saludó Mijaíl en tono cordial. Página 392 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Qué puedo hacer por ti, camarada? —La cincha se ha roto y necesito... —Ahí dentro —dijo el anciano, e indicó un granero a un lado de la casa. El edificio era de construcción sólida, pero el musgo empezaba a cubrirlo—. Encontrarás toda clase de arreos colgados de los ganchos. Ahora no los necesito, el único que me queda para arrastrar el arado es el viejo Iván —añadió, y se rascó la barba, una mata larga y gris que parecía mucho más vieja que sus vivaces ojos azules—. ¿Quién es ella? — preguntó, sonriendo a Sofía. —Mi esposa. El hombre exhaló una bocanada de humo aromático. —Que se quede a charlar conmigo mientras tú arreglas la cincha. No disfruto de muchas conversaciones desde que murió mi Yulia. Mijaíl tomó las riendas de la mano de Sofía y se dirigió al granero. —¿De qué te gustaría hablar? —preguntó Sofía con una sonrisa, y se sentó a su lado en el banco. La palabra «esposa» la había pillado por sorpresa, pero su sonido le resultó agradable. Rio al ver un diminuto gatito blanco que se apresuró a buscar refugio entre los tobillos del anciano cuando vio al perro recorriendo el claro. Varias gallinas flacas dejaron de escarbar el suelo polvoriento, alzaron la cabeza y contemplaron a los intrusos. —¿Conoces Moscú? —preguntó el anciano. —No, lo siento, nunca he estado allí. —¿Es verdad que Stalin dinamitó la sagrada catedral del Cristo Redentor y planea construir un Palacio de los Soviets en ese lugar? —Creo que sí. —¿Y qué opinión te merece que los comunistas holandeses hayan incendiado el Reichstag de Alemania? —preguntó, soltando una risita—. Eso es una patada en el culo para ese mono fascista que ha tomado el poder allí, con sus desfiles al paso de la oca. —Estás muy bien informado. —Da. Leo el Pravda. Mi hijo viene a verme cada tres meses y me trae todos los periódicos que necesito —comentó, asintiendo con gesto orgulloso y masticando su barba manchada de nicotina—. Es un buen hijo. Siguieron hablando sobre la escasez de pan, los precios elevados en las tiendas, el aumento de escuelas para niñas y los planes de Kírov para Leningrado. Nada de ello podía afectar al anciano, allí en medio del páramo; no obstante, el hombre sentía pasión por el renacimiento de Rusia. Además de una animada conversación les proporcionó una buena comida: pollo, patatas hervidas, col en salmuera y pepinos con smetana, y a Página 393 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

cambio Mijaíl cogió un hacha y partió troncos durante una hora mientras Sofía apilaba la leña contra una pared. Casi volvía a ser una vida normal; hasta el perro dormía a la sombra soltando ronquidos satisfechos con la panza llena de restos de pollo. —Es hora de ponernos en marcha —anunció Mijaíl por fin—. Te agradezco tu hospitalidad. Spasibo. —He disfrutado de vuestra compañía. —El anciano sonrió a Sofía, le palmeó la mano e hizo una mueca al ver las cicatrices—. ¿Has estado luchando, muchacha? —Algo por el estilo. —En el futuro deberías cuidar mejor de tu esposa, jovencito. Mijaíl dirigió una mirada elocuente a Sofía. —Es una de esas mujeres a las que no resulta fácil cuidar. De pronto —y por primera vez— Sofía vio su temor por ella, profundo y doloroso como una bayonetazo. Un intenso anhelo se apoderó de la joven, quería liberar al hombre a quien amaba de esas sombras densas y oscuras, verlo tan satisfecho y relajado como el perro que seguía tendido en el polvo. —Cuando esto haya acabado —dijo ella con una sonrisa torcida. Mijaíl asintió con la cabeza y le devolvió la sonrisa. Solo duró un instante, pero ella lo conservaría en el corazón. Sofía dio las gracias al anciano y Mijaíl acercó a los caballos sujetando las riendas con la mano. Entonces ella deslizó la mano en el bolsillo y guardó un par de bizcochos que su anfitrión le había dado para el viaje. Uno de sus dedos heridos rozó el guijarro blanco, entibiado por el calor de su cuerpo, y notó un cambio. Desconcertada, miró en derredor esperando descubrir algo diferente, pero la brisa seguía agitando suavemente las ramas de los abedules plateados. Una urraca se lanzó en picado sobre el claro para robar un hueso de pollo. La izba parecía tan pacífica como antes, las ventanas relucían bajo el sol. Sin embargo, algo había cambiado; ella ignoraba qué, pero lo percibía. Entonces con lentitud, como el eco de un trueno remoto, sintió la vibración de cascos de caballos en las plantas de los pies. Permaneció inmóvil, aguzando el oído. Captaba el agitado palpitar de corazones y susurros entre las hojas. —¡Mijaíl! —exclamó alzando la voz—. Están aquí. —¿Quiénes? —Los soldados.

Se prepararon con rapidez, desmontaron la carga y soltaron los caballos en un prado junto al río. Decidieron que Mijaíl partiría troncos en el patio delantero mientras Página 394 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

el anciano permanecía sentado en el banco delante de la casa, esta vez con un tablero de ajedrez a su lado. Sofía se dirigió al huerto situado al otro lado del granero con una azada en la mano. —No corras riesgos, Sofía, no cometas una... tontería. Prométemelo —insistió Mijaíl, tomándole la cara con las manos—. Prométemelo —repitió. —Somos una dichosa familia de campesinos dedicada a sus tareas. Ella le sonrió y apoyó una mano en el pecho de él, pero Mijaíl la miró seriamente sin devolverle la sonrisa. —Lo prometo —dijo ella. —No te inmiscuyas —añadió Mijaíl en tono fiero—. Yo me encargaré de hablar con ellos. Tú mantén la cabeza baja y dedícate a quitar las malas hierbas. —La zarandeó un poco—. No me estás escuchando. —Sí, te escucho. Pero él la conocía demasiado bien.

El traqueteo metálico de los rifles rodeaba la casa. Sofía notó que se le erizaba el vello de la nuca. —¿Quién es el encargado? —preguntó el soldado que encabezaba el grupo. Quien hablaba era un individuo delgado de cabellos negros peinados hacia atrás y mirada inteligente y vivaz. Los soldados se desplegaron en torno a él, nerviosos y con el dedo en el gatillo; aún no habían olvidado la imagen de la patrulla asesinada. —Este es mi hogar —dijo Mijaíl en tono cortés pero no cordial. Llevaba el hacha en una mano, tenía las piernas abiertas y el pulgar metido en el cinto. —¿Y tú quién eres? —Mijaíl Pashin. —¿Y los otros? —Mi suegro y mi mujer. ¿A qué se debe el interés por nosotros? —Estamos buscando a los criminales que asesinaron una patrulla. —No hemos visto a ningún extraño por aquí. —¿Ninguno? —No, pero hace uno o dos días, cuando salí de caza, vi a un par de hombres con gorras y rifles en la mano. Estaban demasiado lejos para distinguir más. —¿Dónde? —A unas veinte verstas de aquí, en el bosque. Cerca de la curva del río. Junto al granero, Sofía contuvo el aliento. Mijaíl parecía muy convincente: el modo en que aferraba el hacha con destreza, su figura musculosa y su actitud solo un poco Página 395 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

desafiante, la mirada firme y directa. Seguro que los soldados se marcharían y los dejarían en paz, ¿no? Entonces notó que el perro amarillo se apretujaba contra su rodilla y soltaba un suave aullido. ¿Qué le ocurría? —Mira lo que he encontrado —dijo uno de los soldados, un hombre bajo y fornido con el cuello demasiado grueso para su camisa. Conducía los tres caballos hasta el patio con una amplia sonrisa—. Estaban a orillas del río y hay otro caballo viejo en el granero, pero ese no merece la pena. —Cuatro caballos —dijo el oficial en tono ácido—. Eso te convierte en un rico kulák. Sofía no podía respirar. Mijaíl soltó una suave carcajada. —No, camarada, no soy un kulák —dijo, señalando la primitiva casa y el granero con gesto desdeñoso—. ¿Te parezco un miembro de la acaudalada burguesía? Sofía cogió el guijarro blanco y lo sacó del bolsillo. Imaginó los pensamientos del oficial como granos de arena, abandonó el granero y la azada y dio un paso adelante. Inmediatamente resonó el golpe metálico del hacha contra un tronco, advirtiéndola, pero ella no despegó la vista del oficial. —Mi marido no es un kulák, camarada. —Nosotros disparamos a los kuláks. —Por eso no tienes motivos para disparar a mi marido. Sofía siguió avanzando hasta encontrarse a solo dos pasos del oficial, inclinado hacia delante en la silla de montar. Apretó el guijarro con los dedos, inspiró, estiró la mano y tocó la bota del oficial apoyada en el estribo. Entonces desplazó los granos de arena. —No hay ningún motivo en absoluto, ¿verdad? —preguntó en voz baja y tono persuasivo. Los párpados gruesos y grasientos del oficial se abrieron y cerraron. —No —murmuró—. De todos modos, no estoy aquí para dar caza a kuláks, pero los caballos nos resultarán útiles. Los necesitamos para reemplazar los que robaron. —Este no —dijo Sofía, entrelazando la mano en las gruesas crines del caballo gris. «Ana no puede viajar a pie.» —Quita la mano. —No. El soldado que conducía los caballos alzó el rifle. —Ya lo has oído. Quita la mano. Entonces un puño impactó contra el rostro de Sofía y la arrojó al suelo. Página 396 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Cuántas veces te he dicho que me obedezcas? Era la voz de Mijaíl. Estaba de pie por encima de ella y su silueta se recortaba contra el cielo pálido. Por un momento le pareció increíble que Mijaíl la hubiera golpeado y le lanzó una mirada consternada, pero la de él seguía dura y de pronto el día se volvió frío. —Mijaíl... —susurró. —Vete a casa. Ella soltó un gemido y una lengua tibia le lamió la mejilla. Se estremeció, se puso de rodillas y luego de pie; sentía una punzada en la cabeza. Cuando su mano entró en contacto con el pelaje del perro fue como si Rafik estuviera a su lado y le pareció oír su voz susurrando en el claro. «No mueras sin motivo, Sofía. Eres necesaria.» Ella vaciló. «Eres necesaria.» El caballo gris se alejaba agitando la cola. «Necesaria.» La palabra le perforaba la cabeza. «Ana me necesita. No puede viajar a pie.» Alargó el brazo y agarró la cola. El animal se encabritó y el borde metálico de su casco delantero golpeó el hombro del soldado, que soltó una maldición. Sin dudar ni un instante, el oficial apuntó a Sofía con el rifle y disparó.

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60 Campo Davinski Agosto de 1933 Ese día los pulmones de Ana estaban peor que nunca; respiraba con cuidado, tosía con cuidado y procuraba blandir el hacha con cuidado, pero la hoja no dejaba de clavarse en la leña verde y quedar atascada. —Eres una inútil —dijo el guardia. Era uno mayor que los demás, de rizados cabellos grises que comenzaban a ralear en la coronilla pero aumentaban en sus orejas. Ana asintió en silencio, no tenía intención de malgastar el aire precioso pronunciando palabras inútiles. Tiró del hacha, pero no logró desatascarla. «¿Dónde estás, Sofía?» Entonces alguien arrancó el hacha de la leña con facilidad. Era Lara, la joven de cabellos rubios que cortaba las ramas de otro árbol talado, quien volvió a colocar el hacha en la mano de Ana justo cuando anunciaron la pausa matutina para fumar. —Spasibo —susurró Ana, y cayó de rodillas en la tierra cubierta de cortezas, sin fuerzas para reunirse con las demás prisioneras. Se apoyó en el áspero tronco y escudriñó la línea de árboles del bosque. —No vendrá —dijo Lara. —Sí que vendrá. Lara se encogió de hombros antes de ir en busca de una cerilla para encender su majorka, y Ana se alegró de quedarse sola. Sentada entre los fragmentos de corteza, de pronto se sintió invadida por una sensación extraña, una sensación de que algo iba mal. Al principio pensó que era la inminencia de su muerte, pero en cuanto Lara se marchó y examinó la sensación, cambió de opinión. Era la proximidad de la muerte de otro lo que percibía, pero no tenía ni idea de por qué. Todo era muy extraño y un escalofrío le recorrió la espalda y la nuca. —¿Por qué lloras? —preguntó el guardia. —No estoy llorando. Página 398 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Entonces deja de gemir. ¿Gemir? ¿Estaba gimiendo? Se cubrió la boca con la mano y tomó conciencia de los sonidos atrapados en su cabeza: gemidos agudos, aullidos como los de un perro. Los latidos de su corazón se aceleraron. ¿Quién había muerto? ¿Vasili? ¿Sofía?

La jornada llegó a su fin. Cesaron los chirridos de las sierras y el golpe de las hachas, las mujeres estiraron la espalda y se frotaron los músculos entumecidos mientras los últimos rayos del sol desaparecían tras los árboles. A esa hora el bosque comenzaba a transformarse, invadido por las brumas y la oscuridad, y el olor a tierra húmeda se volvía más intenso y amenazador. Las prisioneras apartaban la mirada del bosque y los guardias le daban la espalda: los ponía nerviosos. Entonces los disparos de un rifle hicieron añicos el silencio de la zona de trabajo y dos guardias rodaron por el suelo cubierto de astillas de madera, muertos. Se produjo otro disparo, seguido de tres más rápidos. Otro cuerpo uniformado cayó al suelo y una brigada de prisioneras empezó a gritar, presa del pánico. Nadie sabía de dónde provenía el ataque y todos echaron a correr en diversas direcciones, tratando de ponerse a cubierto. Los guardias empezaron a disparar hacia los árboles pero en el pecho de cuatro aparecieron manchas rojas al tiempo que otros gritaban órdenes, agachaban la cabeza y agitaban los brazos. Ana se puso de pie y clavó la vista en el bosque. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, comenzó a dirigirse hacia allí arrastrando los pies.

—¡Eh, tú! Ana hizo caso omiso y siguió avanzando entre los árboles. —¡Tú! —volvió a gritar la voz—. ¡Alto! Pero lo único que la detendría sería la muerte. Alrededor de ella las prisioneras aprovechaban el caos y trataban de escapar, sus esqueléticas figuras se escabullían en el bosque como fantasmas fugitivos y se perdían entre la bruma grisácea. Ana divisó a Nina y a Tasha: desaparecían mucho más allá y envidió su capacidad de huir a toda velocidad. Una mano la agarró, estuvo a punto de derribarla y ella lanzó golpes a diestro y siniestro, pero eran golpes débiles. En el rostro de su captor, el guardia de cabello canoso, se mezclaban la furia y el terror, y el esfuerzo por recuperar el control. Página 399 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Ana no titubeó ni un instante: señaló las oscuras profundidades del bosque y soltó un alarido. —¡Está allí! Bastó con un único segundo. El guardia se volvió y ella blandió el hacha que aún sostenía en la mano. La hoja lo golpeó en la cabeza. Los dedos del guardia se desprendieron de su brazo y ella se adentró en la niebla.

Ana no sabía cómo había logrado encontrarla entre todas esas mujeres harapientas que huían; la visibilidad era muy escasa y cundía el pánico entre los árboles. Apenas podía respirar y, en su precipitación, había tropezado y caído. Mientras se obligaba a ponerse de pie, oyó que gritaban su nombre. —¿Ana Fedorina? Ella escudriñó por entre la cortina de bruma y de pronto un hombre alto vestido de oscuro surgió entre los velos grises. Le tendía una mano de dedos largos y Ana vio que sostenía un guijarro blanco en la palma: era la muerte, a punto de abrazarla. —¿Ana Fedorina? Te estaba llamando, me dijeron que estabas aquí. —Sí, soy yo. —Ven conmigo. —No. —Me envía Sofía. Ana se echó a temblar. —¡Sofía! —gritó. La prisionera dirigió una mirada febril a los troncos oscuros de los pinos. ¿Estaba muerta Sofía? ¿Había enviado al mensajero de la muerte para que se la llevara a ella también? —Ven, date prisa —le susurró al oído el mensajero de la muerte. Sin saber cómo, descubrió que estaba colgada de las anchas espaldas del hombre que la transportaba a toda velocidad a través de las sombras. Apoyó la mejilla en la húmeda cabeza del mensajero y se le ocurrió que los cabellos de un ángel eran muy similares a los de un ser humano.

Sofía la estaba esperando. Era muy hermosa. Ana no recordaba que poseyera una belleza tan embriagadora. Estaba apoyada en un pequeño caballo gris con una pistola en la mano para defender el animal de posibles ladrones y su rostro expresaba una férrea determinación. Cuando comprendió que su amiga no estaba muerta, una dicha Página 400 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

inconmensurable se apoderó de ella. «Gracias a Dios, no está muerta.» Sofía abrió los brazos y Ana se dejó caer en ellos. Ambas se abrazaron en silencio, respiraron juntas y sus corazones palpitaron al unísono. Vagamente, Ana oyó voces gritando a lo lejos, pero no hizo caso y se limitó a estrechar a Sofía y notó el calor de sus lágrimas que le mojaban las mejillas. —Ahora estás libre —susurró Sofía. El sonido familiar de su voz le proporcionó una fuerza repentina y le aclaró las ideas. Alzó la cabeza y, sin soltar a su amiga, preguntó en tono desesperado: —¿Dónde está Vasili?

El mensajero de la muerte se llamaba Mijaíl. Aun así, Ana siempre pensaría en él como el mensajero de la muerte, porque él había matado a su padre. El propio Mijaíl se lo confesó la primera vez que se detuvieron en el bosque para descansar y ella quiso arrancarle el corazón allí mismo, cortarlo en cuarenta y un trozos, uno por cada año de la vida de su padre, pero no pudo hacerlo, porque era evidente que había entregado ese corazón a Sofía y Ana no estaba dispuesta a robarle nada a su amiga. —Gracias por rescatarme, Mijaíl —dijo con fría cortesía—. La deuda está saldada. Una vida por otra. Pero se alegró al comprobar que la mirada de los ojos grises aún era atormentada y que él se sintiera obligado a hacerle una pregunta la complació. —¿Cuántos guardias murieron allí, en el bosque? —Unos pocos, en comparación con las prisioneras que tú liberaste. —De todas formas son demasiados. —No, Ana tiene razón —dijo Sofía, rozando la mano de él para consolarlo—. A esas mujeres les has dado una oportunidad de seguir viviendo. —Si logran alcanzar la libertad. —Algunas lo conseguirán, otras no. Nosotros lo lograremos. Mijaíl asintió con gesto rígido. Ayudó a las dos mujeres a montar a lomos del caballo gris y emprendió la marcha dando grandes zancadas.

—¿Qué aspecto tiene Vasili? Ambas estaban tendidas en una manta, pero Ana no lograba conciliar el sueño. No podía dejar de pensar. La luna era un disco gigantesco en el cielo, mucho mayor que la que veía desde el campo de trabajos forzados. La brisa nocturna rezumaba secretos en vez de fetidez y ranciedad, y el fresco aroma de las criaturas del bosque la mareaba, Página 401 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

inundaba sus sentidos. Tosió, apagó el sonido cubriéndose la boca con el pañuelo y mantuvo los ojos muy abiertos, porque dejar de disfrutar de un único minuto de su libertad habría sido un pecado. Habían viajado toda la noche y de día se ocultaban entre los árboles y bajo el verde manto de las copas. Oyeron los ladridos de los sabuesos en la lejanía, pero ninguno se acercó. —¿Aún se parece a mi descripción? —preguntó Ana. —Es alto —contestó Sofía en tono suave—. Anda muy erguido y balancea los hombros al caminar, como si supiera exactamente adónde se dirige. Notas que ejerce el control, no solo sobre el koljós, sino sobre sí mismo. —¿Aún es guapo? —Sí. —Dime más cosas. —Bien. —Sofía sonrió, y Ana se percató de que elegía las palabras con mucho cuidado al tiempo que contemplaba las estrellas—. Sus ojos son grises, ese gris que cambia según el estado de ánimo, y su mirada siempre es atenta. Siempre está observando y pensando. —Sofía rio en voz baja y el sonido hizo que Ana se preguntara si realmente estaba hablando de Vasili—. A veces puede resultar bastante inquietante, pero resplandece, Ana. —¿Resplandece? —Su fe lo vuelve resplandeciente. Su certeza en el futuro que construye resplandece como el oro. —Repíteme lo que dijo. —Ay, Ana... —Dímelo. —¿Por qué? Solo resulta doloroso. Limítate a recordar que me dio las joyas para que te ayudara. —Quiero volver a oír lo que dijo. —Dijo que Vasili estaba muerto, que ya no existía... Que había que olvidar las lealtades personales... Que ese era el modo de avanzar, el único modo de avanzar. Ana cerró los ojos. —Tiene razón. Sabes que tiene razón.

—Ana —dijo Mijaíl, hablando en voz baja para no despertar a Sofía—, ella no es tan fuerte como quiere aparentar. —Te refieres a la herida que tiene en el vientre. —Sí. Página 402 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Se niega a decirme cómo ocurrió. —Había un grupo de soldados —dijo Mijaíl con un suspiro—. Se llevaban nuestros caballos y ella... trató de impedirlo. Caía una suave lluvia que apagaba sus voces al golpetear contra la lona extendida por encima de sus cabezas. Ana estaba sentada junto a Sofía con la espalda recta, procurando no hacer ruido al respirar; Sofía se agitaba y murmuraba en sueños. Mijaíl le acarició el hombro, un gesto tan tierno que Ana sintió ganas de llorar. —Sofía mencionó un perro —dijo, instándolo a seguir hablando. Mijaíl asintió. —Sí, había uno, un perro vagabundo que ella adoptó y alimentó. Fue extraordinario. Cuando el oficial le disparó, el perro se interpuso de un brinco y la bala lo mató. —A lo mejor solo estaba excitado. —Tal vez. —Pero ella recibió un balazo en el vientre. —Sí, pero solo fue una herida poco profunda; la bala atravesó el cuerpo del perro y después le dio a ella. Un anciano que estaba con nosotros en ese momento, el que dejó que cogiéramos uno de sus rifles, extrajo la bala y le cosió la herida. Dijo que había tenido mucha suerte porque a esa distancia la bala hubiera destrozado sus órganos vitales, pero... —Mijaíl apartó los cabellos del rostro dormido de Sofía y una sonrisa curvó sus labios. —Pero ¿qué? —Pero no creo que se debió a la suerte. —¿Entonces a qué? —A algo más. Guardaron silencio durante unos momentos, observando la lluvia; después Ana susurró: —¿Adónde vamos, Mijaíl? Los rasgos de él se ensombrecieron. —A Tivil, porque tengo un hijo allí. Sofía y yo lo hemos planeado todo: lo recogeremos y después utilizaremos el resto de las joyas para comprar billetes para los cuatro, además de permisos de viaje y nuevas identidades. Y medicinas para ti. Iremos a un lugar seguro e iniciaremos una nueva vida junto al mar Negro, donde el clima es templado y tus pulmones se curarán. —Mi padre tenía una dacha allí. Que mencionara a su padre lo acalló y ella lo lamentó. Durante mucho rato permanecieron en silencio, escuchando el viento en el bosque y los murmullos de Sofía mientras dormía. Página 403 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Crees que lograremos llegar a Tivil? —La verdad... —Mijaíl hizo una pausa y se inclinó hacia ella—. Es improbable, Ana. Pero no se lo digas a Sofía; ella se ha empeñado en lograrlo y yo haré todo lo posible para llegar hasta allí, lo juro, pero somos fugitivos. Nuestras posibilidades son... Pero no fue necesario que acabara la frase. —¿Escasas? —Solo me quedan cuatro balas para el rifle. —¿Y la pistola? —Dos balas —dijo, y algo pareció aflojarse en su interior—. Las estoy conservando —añadió. Miró a Ana y después a Sofía, y resultaba evidente a qué se refería—. Por si acaso —murmuró. Inclinó la cabeza y besó los cabellos de su amada. No era un milagro que Sofía fuera hermosa: semejante amor volvería hermoso a cualquiera. —Gracias, Mijaíl —murmuró Ana.

—¿Notas el sabor del aire, Ana? Era de noche y la luna casi llena iluminaba el sendero que recorrían a través del bosque. Mijaíl caminaba en cabeza con el rifle en la mano, mientras que las dos mujeres iban a caballo. Sofía había andado junto a Mijaíl durante horas, pero después montó detrás de Ana, sujetándola. Ana no recordaba cómo y cuándo había ocurrido; tenía el vago recuerdo de haber caído del caballo. —Sí. —¿A qué sabe? —A animales y aves salvajes y a bayas silvestres. A nada enjaulado. —Te equivocas. —A agua limpia, a jabón y a uñas limpias. —Te equivocas —respondió Sofía, riendo. —Sabe a esperanza. —Ana inspiró profundamente y luego se inclinó hacia atrás, apoyándose contra el cuerpo tibio de Sofía—. Más dulce que la miel. —Eso está mejor. Ana suspiró. No quería suspirar, pero cuando un rayo de luna iluminó los suaves cabellos castaños que se agitaban entre las sombras un poco más allá, un temblor anhelante le recorrió el cuerpo. Amaba a Vasili tan apasionadamente... ¿Dejaría de echarlo de menos algún día? Aunque él había dejado muy claro que no la quería, que no ansiaba su presencia como ella anhelaba la de él, Ana sabía que nunca podría Página 404 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

olvidarlo. —¿Quieres que te diga a qué sabe el aire, Ana? Ana asintió en la oscuridad y el apagado golpe de los cascos del caballo se desvaneció. El aliento de Sofía junto a su oreja era caliente y Ana notó su excitación. —Es el mejor sabor del mundo, y también el peor. Dulce y agrio al mismo tiempo. Es el sabor de la elección. Puedes elegir, Ana. ¿Aún recuerdas cómo se hace? Yo tuve que volver a aprender a elegir, después de todos esos años en que no podía hacerlo. Al principio resultaba aterrador, pero ahora —Ana percibió que la mirada de su amiga buscaba a Mijaíl en la oscuridad—, ahora ya no tengo miedo. —Ana apoyó la cabeza contra la clavícula de Sofía—. Hay algo más —añadió, como si el contacto hubiera desencadenado las palabras—, algo que no pensaba decirte, pero que ahora me parece que debes saber. —¿Qué es? —Algo que me guardé porque no quería hacerte daño alimentando tus esperanzas. —Dímelo. Durante la pausa que siguió, algo, tal vez un animal, partió una rama y ambas dieron un respingo. —Vasili conserva un rizo de tu cabello bajo la almohada. Ana dejó de respirar. Tosió, se restregó la sangre de la boca con la manga y notó que algo cobraba vida en su interior con un rugido. Sacó la lengua para paladear el fresco aire nocturno y notó que sabía a felicidad.

Las noches se confundían unas con otras, Ana ya no podía separarlas de los días a medida que la oscuridad se instalaba en su cabeza y se negaba a desaparecer. Notaba que su cuerpo dejaba de funcionar, pero procuraba luchar contra esa sensación. —No puede seguir viajando, Sofía. El esfuerzo la está matando. —No podemos detenernos Mijaíl, amor mío, es demasiado peligroso. —Demasiado peligroso para detenernos y demasiado peligroso para continuar. Tú eliges. Sofía bajó la voz hasta convertirla en un susurro, pero Ana oyó las palabras, tendida en la grupa del caballo. —Se está muriendo, Mijaíl. Juro por mi amor por ti que no dejaré que muera antes de haberlo visto una última vez. El caballo siguió avanzando y con cada paso una punzada de dolor perforaba los pulmones de Ana, pero no le importó: vería a Vasili, Sofía lo había jurado. Página 405 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

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61 Tivil Enero de 1934 —Viene un caballo. Piotr pateó la nieve con sus valenki. —No veo ningún caballo —protestó, entornando los ojos y tratando de ver más allá de la niebla blanca que cubría el valle como una sábana. —Están a punto de llegar. —¿Es papá? Rafik frunció el ceño y luego alzó las cejas oscuras bajo su shapka. —Es él... y no está solo. —¿Cómo lo sabes, Rafik? —preguntó Piotr. Pero el gitano no respondió. Él y Zenia mantenían las manos unidas, susurrando extrañas palabras cuyo sentido Piotr no comprendía; al muchacho le parecía que los murmullos se convertían en algo sólido en el aire frío y húmedo y se elevaban como su aliento para confundirse con la niebla que cubría Tivil. La sensación le disgustó y comenzó a tirar bolas de nieve para entrar en calor. Hacía una hora que aguardaban y tenía los dedos congelados, pero eso le daba igual; lo que lo preocupaba mucho más era que sus esperanzas se habían congelado, formaban una bola dura y gélida en su pecho. Había estado acurrucado en casa ante la cálida pechka, la estufa, cuando Zenia entró apresuradamente, lo envolvió en su abrigo shuba y lo arrastró al exterior, a la nieve. A lo largo de los últimos meses nunca había logrado acostumbrarse a los repentinos estallidos de energía de la muchacha gitana y a menudo se había preguntado si tal vez se debían a todas esas extrañas hierbas que comía. —Vamos, Piotr, date prisa, nos está esperando. —¿Quién? —preguntó, trotando a su lado al tiempo que se ponía los varezhki, los mitones de lana, y aplastando la nieve con las botas. —Rafik. Página 407 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Un momento, Zenia. —Piotr estaba perplejo—. ¿Qué quiere de mí? —Date prisa. —Lo hago. —Tu padre regresa a casa. Piotr sollozó, un extraño sonido como el de un animal, uno que jamás había oído con anterioridad. En torno a él Tivil no había cambiado: los techos bordeados de estalactitas azules, los altos montones de leña, los cercos de estacas hibernando bajo una capa de nieve... Aún era la misma vieja y aburrida aldea, pero de pronto había cambiado: todo se había vuelto deslumbrante y resplandeciente para dar la bienvenida a su padre.

Su excitación se había enfriado; el viento, la nieve y el crujido del hielo en el río la habían desprovisto de su calor. Hacía mucho rato que los tres aguardaban en el camino que desembocaba en la aldea, pero nadie había llegado y Piotr comenzó a pensar que se habían equivocado. Aunque Rafik lo recibió con una sonrisa cuando llegó, de momento los gitanos no le hacían caso, hablaban en voz baja, mantenían las cabezas juntas y lo excluían. —¿Cuándo llegará papá? —volvió a preguntar. —Pronto. Pero de eso ya hacía un buen rato. Sin embargo, en ese momento Rafik dijo en tono insistente: —Viene un caballo.

Piotr fue el primero en oír el relincho del animal. Se enderezó y dirigió la vista más allá de Zenia —envuelta en su grueso abrigo y la cabeza protegida con un pañuelo— hacia la densa niebla que cubría el camino: era como flotar hasta otro mundo desconocido e impredecible. —Piotr. La palabra flotó, girando y acercándose a él a través del aire. —¡Papá! —gritó el muchacho—. ¡Papá! De la blanca pared de niebla surgió una alta figura envuelta en un abrigo mugriento, a su lado cojeaba un pequeño caballo gris. —Papá. Piotr intentó volver a gritar, pero la palabra se le atragantó. Voló hasta los brazos abiertos, hundió la cara en el abrigo helado y escuchó los Página 408 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

latidos del corazón de su padre. Era real y palpitaba muy rápido. El olor de la tela de la chaqueta le resultaba extraño y la barba que le cubría el rostro era áspera, pero era su padre. Las grandes manos lo agarraron con fuerza y lo estrecharon contra su pecho con tanta intensidad que Piotr no pudo hablar. —¿Qué está pasando aquí? —preguntó Mijaíl. —Te estábamos esperando —contestó el gitano. Mijaíl depositó a su hijo en el suelo con suavidad y le tendió una mano a Rafik. El gitano la aferró con un fervor que sorprendió a Piotr. —Gracias, Mijaíl —murmuró Rafik y ni siquiera el gélido gemido del viento logró ocultar la dicha que expresaba su voz. Solo entonces Piotr se percató de la persona que estaba detrás de su padre. —¡Sofía! —exclamó. —Hola, Piotr —lo saludó ella con una sonrisa en su delgado rostro—. Tienes buen aspecto. No captó ningún resto de enfado en su voz por lo que él había hecho, solo una gran calidez que desafiaba el frío que los envolvía. —¿Me has echado de menos? —preguntó ella. —Echaba de menos tus bromas. Ella rio. Su padre le despeinó el cabello por debajo del sombrero de piel, pero su mirada era grave. —Hemos regresado con la amiga de Sofía, Piotr. Señaló un bulto oscuro tendido en el lomo del caballo. Unas correas la sujetaban al lomo del animal y su piel era del mismo tono gris que el pelaje del caballo, pero la figura se movió y trató de incorporarse. Inmediatamente, Piotr vio que era una joven. —Hemos de llevarla a un lugar abrigado —se apresuró a decir su padre. Sofía se acercó al caballo. —Aguanta, Ana, solo unos minutos más. Ya hemos llegado a Tivil y pronto estarás... La mirada de la joven era vidriosa y Piotr no sabía si había entendido las palabras de Sofía. La joven intentó asentir con la cabeza, pero fracasó y volvió a desplomarse en el cuello del caballo. Sofía le rodeó los delgados hombros con el brazo. —Daos prisa, bistro. Rafik y Zenia se adelantaron a los demás, avanzando con la cabeza gacha para protegerse de los copos de nieve que el viento lanzaba contra sus rostros. Piotr y Mijaíl, que conducía la pequeña yegua gris, los siguieron lo más rápido que pudieron. Sofía caminaba a su lado, evitando que la mujer enferma cayera del lomo del animal. Piotr oyó la respiración entrecortada de su padre, así que cogió las riendas, se pegó a él y dejó que apoyara parte de su peso en su brazo. El caballo arrastraba las patas y de Página 409 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

pronto Piotr sintió temor. «Que no se desplome aquí fuera en la nieve, por favor.» El cielo comenzaba a oscurecerse; Piotr captó que la aldea se agazapaba en las profundidades del valle, excluyendo el mundo exterior. Una sensación intensa y posesiva se apoderó de él y cogió la mano de su padre con más fuerza. La nieve bajo sus pies era resbaladiza, pero en vez de detenerse ante su propia casa, la pequeña procesión continuó avanzando. —¿Adónde vamos, papá? Mijaíl no le contestó y el grupo llegó ante la izba del director, acurrucada bajo una capa de nieve; las persianas estaban cerradas y el humo surgía de la chimenea. —¡Alekséi Fomenko! —gritó Mijaíl con el viento azotando su rostro. No se molestó en llamar a la puerta negra—. ¡Alekséi Fomenko! ¡Ven aquí! La puerta se abrió de un golpe y la alta figura del director salió a la nieve en mangas de camisa; la perra borzói era una sombra a sus espaldas. —Así que has decidido regresar, camarada Pashin. No esperaba ver... Su mirada se deslizó por encima de Mijaíl y Piotr, más allá de los gitanos, se detuvo abruptamente en Sofía y su mandíbula se agitó como si hubiese recibido un puñetazo. Entonces dirigió la vista al miserable caballo. Nadie dijo nada. Fomenko fue el primero en entrar en movimiento, echó a correr hacia el caballo y, aprisa pero con mucho cuidado, desató las correas. —¿Ana? —susurró. Ella alzó la cabeza. Durante un instante su mirada fue vidriosa y perdida, pero los copos de nieve pegados a sus pestañas la hicieron parpadear. —Ana —repitió el director. Poco a poco, los ojos cobraron vida. Haciendo un esfuerzo, la enferma logró incorporarse y clavó la mirada en el hombre que estaba a su lado, como si dudara de lo que veía. —¿Eres real, Vasili? ¿O solo otro fantasma de la tormenta? Él cogió su mano enguantada y la presionó contra su fría mejilla. —Soy real, tan real como el trineo que construí para ti y tan real como las canciones que tú me cantabas. Aún las oigo cuando el viento sopla en el valle. —Vasili —dijo Ana, sollozando. Trató de bajar del caballo pero Fomenko la tomó en brazos con mucha delicadeza, como si sujetara un gatito, y la protegió de la ventisca. Ella apoyaba la cabeza contra su pecho y él le besó los cabellos, apagados y sin vida. Entonces se volvió hacia Sofía y Mijaíl. —Yo cuidaré de ella —dijo—. Compraré los mejores medicamentos y le devolveré la salud. Página 410 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¿Por qué? —preguntó Sofía—. ¿Por qué ahora y no antes? Fomenko contempló a la pálida mujer que sostenía en brazos y todo su rostro se ablandó. Habló en voz tan baja que el viento casi se llevó sus palabras. —Porque ella se encuentra aquí. Piotr vio que las mejillas de Sofía estaban húmedas, pero no sabía si a causa de los copos de nieve o de las lágrimas. Fomenko dio la espalda al grupo que lo observaba y, con paso firme pero lento para no agitar los frágiles huesos de Ana, con la perra caminando por delante de él a través de la nieve, transportó a la enferma al interior de su casa de Tivil.

El aire era tibio, eso fue lo primero que Ana percibió. Parecía estar desvaneciéndose el dolor insoportable que durante tanto tiempo le había afectado a los huesos, que le dieron la impresión de ser blandos y pesados. Entonces abrió los ojos. Había olvidado esa sensación de sentirse cómoda, cuidada y mimada; bajo su cabeza había una blanda almohada y una sábana de aroma limpio la cubría hasta el cuello. El hielo quebradizo no le perforaba los pulmones como astillas de cristal; trató de respirar e inhaló una rápida bocanada de aire tibio. Era soportable. Deslizó una lenta mirada por la habitación, examinando las cortinas, la silla, la alfombra y las camisas colgadas de ganchos, todo de vistosos colores. Colores. No se había dado cuenta de lo mucho que los había echado de menos. En el campo de trabajos forzados todo era gris, y soltó un pequeño suspiro de placer, pero eso bastó. Inmediatamente, un aullido resonó al otro lado de la puerta de la alcoba y la devolvió a la realidad. ¿En casa de quién estaba? ¿En la de Mijaíl? O... No. Sacudió la cabeza. No, no era la de Mijaíl. Solo tenía un vago recuerdo de unos brazos fuertes que la llevaban, pero sabía exactamente de quién era esa cama en la que estaba tendida y a quién pertenecía la perra que aullaba ante la puerta.

El pestillo se levantó sin hacer ruido y el corazón de Ana se detuvo cuando divisó la figura de pie entre las sombras. Era alta y de porte rígido, y con un aguijonazo de inquietud se preguntó si la rigidez era física o mental. La camisa le ceñía el ancho pecho y llevaba el cabello muy corto. Vasili. Era Vasili, el de la frente de los Dyuzheyev, la larga y aristocrática nariz... y los ojos, ella recordaba esos ojos grises. Pero la boca antaño generosa formaba una Página 411 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

línea apretada. Junto a él había una borzói grande de pelo hirsuto. Ana recordó que Sofía le había dicho cómo se llamaba. —Esperanza —musitó. Era más fácil que decir «Vasili». La perra se acercó rascando con las garras el suelo de madera y le acarició la mano con el hocico. Esa sencilla demostración de afecto pareció persuadir a Vasili, que por fin entró en la habitación, pero su actitud era deliberadamente formal y se detuvo a los pies de la cama, sin acercarse. —¿Cómo te encuentras? —preguntó. Su voz era controlada y más profunda que en el pasado, pero ella todavía captaba el eco de la voz del joven Vasili y se estremeció de placer. —Muy bien. —¿Tienes frío? ¿Quieres que traiga otra manta? —No, gracias. Estoy bien. —¿Tienes hambre? —Sí, mucha —contestó ella, sonriendo. Él asintió y aunque no se apartó de la cama, desvió la mirada. Contempló la cabeza peluda del animal apoyada en la colcha, los redondeados pomos de madera en cada esquina de la cama, la pared pintada de blanco, la ventana y el remolino de copos de nieve que barría el patio. Pero no a ella. —Tienes buen aspecto, Vasili —dijo en voz baja. Él examinó sus manos fuertes, pero no hizo ningún comentario. Esta vez ella no interrumpió el silencio; ignoraba qué estaba ocurriendo y se sentía demasiado débil para esforzarse por comprender. ¿Acaso estaba enfadado con ella por haber ido allí? ¿Por arriesgar su puesto como director del koljós? ¿Quién podría culparlo? Ella no quería que estuviese enfadado, claro que no, pero al mismo tiempo, de algún modo extraño, le daba igual..., porque lo que importaba era eso: estar allí. Ver el brillo de sus ojos grises al entrar en la habitación. Examinó su figura alta y delgada, la familiar postura de la cabeza apoyada en los anchos hombros. Lo único que echaba en falta eran sus cabellos castaños, el modo en el que antes caían por encima de su alta frente y le daban un aspecto de... ¿qué? Ana sonrió: un aspecto encantador. Esos cabellos cortos y tiesos pertenecían a un Vasili distinto. Él vio la sonrisa. Aunque no la estaba mirando, percibió la sonrisa y Ana notó que se aproximaba. Una oleada de amor la asfixió. Había tantas cosas no dichas... y ella no sentía la necesidad de decirlas. Le bastaba con contemplarlo. Bruscamente y cuando Ana menos se lo esperaba, él se volvió y abandonó la habitación. Ella ignoraba si se había ausentado cinco minutos o cinco horas, pero Página 412 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

cuando volvió a abrir los ojos lo vio sentado en una silla junto a la cama, tan cerca que notó las sombras que le rodeaban los ojos y las pequeñas arrugas en torno a las comisuras de los labios. —Es hora de comer. Sostenía un cuenco de sopa en las manos. El vapor se elevaba de la superficie y le rozaba el mentón, y ella no pudo despegar la mirada de su mandíbula firme y cuadrada. —Come —dijo él. Ella trató de incorporarse y fracasó, así que se esforzó por despegar la cabeza de la almohada; su debilidad la consternó. Todo le dolía, incluso ese pequeño movimiento de la cabeza le causó un ataque de tos y, cuando recuperó el aliento y dejó de jadear, él le limpió los labios con un paño húmedo, examinó la mancha roja con el ceño fruncido y lo dejó a un lado. Luego la observó con atención. —¿Cómo te encuentras? —Bien —susurró ella. Durante un breve momento una sonrisa irónica recorrió el rostro del director. —Bien —repitió él—, muy bien. Cogió una cuchara y la acercó a los labios de Ana, ella los entreabrió y notó que el líquido espeso y aromático se derramaba en su estómago hambriento. —Es maravillosa —murmuró. —Solo toma unas cucharadas, después comerás más. —Pero tengo ha... —No. Tu cuerpo todavía no puede absorber más, Ana. Era la primera vez que pronunciaba su nombre y ella se moría de ganas de que lo repitiera. —Gracias... Vasili. —Ya no me llamo Vasili. Ahora soy Alekséi Fomenko. Es importante que me llames por ese nombre. He dicho en la aldea que eres... Pero se interrumpió, incapaz de seguir hablando. Mantenía la vista clavada en la cara de ella y Ana notó los miles de pensamientos y preguntas que reflejaban sus ojos grises, pero no logró descifrar ninguno. De repente tomó conciencia del aspecto que debía presentar: un montón de huesos esqueléticos envueltos en un camisón, la piel tan apagada como la ceniza y las llagas en... ¿Camisón? ¿Quién le había quitado los mugrientos harapos? ¿Quién le había puesto ese camisón blanquísimo? No dudó ni por un instante que había sido el propio Vasili. Al pensar que la había desvestido y bañado y visto el estado lamentable en que se encontraba, una abrasadora oleada de vergüenza la invadió. Él pareció adivinar sus Página 413 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

pensamientos: dejó el cuenco a un lado, tendió una mano y apoyó las puntas de los dedos en su garganta desnuda. —Ana —dijo en voz baja—. Noto los latidos apresurados de tu corazón. Eres... — añadió, pero no pudo seguir hablando y durante un largo momento el único sonido que Ana oyó fue el viento haciendo vibrar los cristales de la ventana y la única sensación los dedos de Vasili rozando su garganta—. Eres aún más hermosa de lo que recordaba. —¡Vasili! Cuando pronunció su nombre, la enferma vio que algo se quebraba en el interior de él. Y de pronto se encontró con que sus brazos la rodeaban mientras él estaba sentado en la cama sosteniéndola contra su pecho, meciéndola, estrechándola como si quisiera presionarla profundamente en el interior de sus propios huesos. —Ana —susurró una y otra vez—. Ana, mi Ana. —Le besó la frente ardiente y le acarició los sucios cabellos—. Perdóname. —Perdonarte, ¿por qué? —Por no haber ido a buscarte. Ella le rozó la mandíbula con los labios. —Ahora estás aquí. —Hice una promesa —dijo Vasili. —¿A quién? —A Lenin. —Vasili meneó la cabeza—. A la estatua de bronce de Lenin que está en Leningrado. Cuando regresé de la guerra civil —dijo con voz trémula— y no pude encontrarte a pesar de recorrer toda la ciudad en busca de noticias tuyas, juré que me convertiría en un perfecto ciudadano soviético, que dedicaría mi vida a los ideales de Lenin, si... Ella le rozó los labios con el índice. —Calla, Vasili, no hace falta que me lo expliques. —Sí, es necesario. Quiero que comprendas. Dediqué mi vida al comunismo. Incluso vertí un poco de mi propia sangre y escribí la promesa en rojo para sellar el trato, a cambio de... —¿De qué? —A cambio de que Lenin te mantuviera sana y salva. Ana soltó un grito ahogado. —Cumplí mi palabra —murmuró, con los labios pegados a los cabellos de ella—, durante todos estos años. Si ayudé a algunas personas a escapar de las autoridades fue porque eran intelectuales necesarios para reconstruir Rusia —dijo, inspiró profundamente y repitió—: Cumplí mi palabra. —Incluso cuando vino Sofía y te suplicó. Página 414 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—Sí, incluso entonces. —¿Para asegurar que mi corazón siguiera latiendo? —Sí. —Ay, Vasili... Ambos se abrazaban, inmóviles, y permanecieron en silencio durante mucho tiempo.

Ana dormía. No tenía conciencia del tiempo, solo de momentos que se insertaban aislados en su mente febril. A veces despertaba y Vasili estaba allí, siempre estaba allí, alimentándola con cucharadas de sopa y trocitos minúsculos de carne u obligándola a tragar medicamentos de sabor asqueroso. No dejaba de hablarle y ella lo escuchaba. —Despierta. Ana había vuelto a quedarse dormida, sumida en un mundo de pesadillas, pero en cuanto oyó la voz de Sofía abrió los ojos en el acto. —Despierta —repitió Sofía—. Cada vez que vengo a verte duermes como un tronco. Estaba sentada en el borde de la cama, llevaba un vestido de lana de un oscuro color lavanda y una amplia sonrisa iluminaba su hermoso rostro. —Tienes mucho mejor aspecto —afirmó Sofía—. Y solo has estado aquí una semana. ¿Qué tal la tos? Ana hizo una mueca. —Dame tiempo. Sé que tu plan era que nos trasladáramos a un lugar más seguro, pero... Sofía cogió la mano de su amiga y la frotó con suavidad. —Ahora dispones de todo el tiempo del mundo. —Gracias a ti. —Y a Mijaíl. No lo hubiese logrado sin él. —Sí. Y a tu Mijaíl. Os lo agradezco a los dos. Las miradas de ambas se encontraron, ojos de un azul distinto, y algo pasó de la una a la otra: el conocimiento de lo que Sofía había hecho pero también el acuerdo de nunca volver a mencionarlo. Las palabras no servían para expresar aquello que reposaba en lo más profundo de las dos. —¿Mijaíl ha hablado con Vas..., quiero decir con Alekséi, sobre los asesinatos... aquel día en la mansión de los Dyuzheyev? —preguntó Ana. —Sí. Jamás serán amigos, pero al menos ahora están dispuestos a no ser enemigos. Es un primer paso. —Eso es maravilloso. Página 415 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

Sofía asintió con una sonrisa. —Abrázame, delgaducha perezosa. Ana trató de incorporarse pero un ataque de tos le crispó el pecho de inmediato. Su amiga la estrechó entre sus brazos hasta que los espasmos cesaron y la enferma percibió la fragancia limpia de sus cabellos rubios y la frescura de su cutis. Cuando por fin dejó de toser, insistió en incorporarse. —Lávame el pelo, Sofía. —Quedarás exhausta. —Por favor, hazlo por mí. —Por él, querrás decir —dijo Sofía, riendo y con los ojos brillantes. —Sí —susurró Ana, y abrazó a la joven sentada en su cama—. Por Vasili.

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62 Sofía se encontraba en el gélido patio trasero de la izba de Mijaíl, cogiendo leña de un montón, cuando el sacerdote Logvinov apareció tras la esquina de la cabaña y la llamó por su nombre. —Sofía —dijo, y, después, alzando la voz, repitió—: Sofía. Ella siempre había sabido que ese día llegaría, que ese hombre estaría involucrado en el desastre que se cernía sobre la aldea de Tivil, gruñendo y resollando como un lobo que lanzara dentelladas a las patas de un alce antes de derribarlo en la nieve empapado en sangre. Dejó caer los leños al suelo y se volvió hacia él. —¿Qué pasa, sacerdote? Logvinov estaba envuelto en un raído abrigo que le llegaba hasta los tobillos y llevaba un shapka negro provisto de orejeras; sus ojos verdes relumbraban como relámpagos estivales. Jadeaba, había acudido a la carrera. —Se acercan —dijo con voz entrecortada. —¿Quiénes? ¿Quiénes se acercan? —Pregúntaselo a Rafik. —¿Dónde está? El sacerdote agitó uno de sus brazos largos de espantapájaros. —Allí fuera. —Indícame. Echó a correr hacia la casa y se puso el abrigo. —Mijaíl —gritó en tono urgente—, alguien viene. Rafik aguarda fuera. Mijaíl alzó la cabeza. Estaba reconstruyendo la maqueta del puente, una tarea complicada, y le lanzó una mirada serena, pero al ver la expresión de su rostro, se puso de pie, dio dos zancadas y la abrazó. —No es necesario que vayas, Sofía. —Debo ir. —Tienes otra opción. —Sí —contestó ella, asintiendo—, podríamos marcharnos, tú y yo, con Piotr. Ahora Página 417 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

mismo. Podríamos coger unas cuantas cosas, escapar al bosque y dirigirnos al sur tal como planeamos y... —¿Es eso lo que quieres, amor mío? ¿Para eso regresaste aquí? Se miraron a los ojos. Después Sofía se inclinó hacia él, apoyó el cuerpo contra el de Mijaíl y la frente contra su pómulo y notó que su temor se desvanecía. —Date prisa, Sofía —gritó el sacerdote desde el exterior. Ella levantó la cabeza y contempló a Mijaíl. —¿Vendrás conmigo? —preguntó. —Es una pregunta superflua —respondió. La besó y la rodeó con los brazos. —Haremos esto los dos juntos —susurró Sofía. Entonces una figura envuelta en un abrigo de piel apareció a su lado. —Contad conmigo —dijo Piotr.

—Vienen más caballos —dijo Rafik, y cerró los ojos, buscándolos mentalmente—. Son cuatro. El grupo estaba reunido en la nieve endurecida y por encima de ellos se extendían las ramas del gran cedro, envueltas en jirones de niebla blanca que descendían hasta las ocho figuras, rozando sus mejillas heladas y mojándoles el cabello. Para cuando el sacerdote Logvinov hubo conducido a Sofía y Mijaíl —Piotr corrió por delante de ellos — hasta el lugar donde Rafik y su hija mantenían la vista clavada en la distancia, el cielo se había deslizado ladera abajo desde la cresta y los envolvía: la niebla ya ocupaba todo el valle. Sofía se sorprendió al ver a la maestra y al herrero junto a los gitanos; Elizaveta envuelta en un severo traje gris, Pokrovski vestido de un negro amenazador. Su silenciosa presencia solo podía significar una cosa: que Rafik necesitaría ayuda. Sofía deslizó la mano en el bolsillo y sus dedos tantearon el guijarro. El sacerdote alzó el brazo en medio del aire gélido e hizo la señal de la cruz. —Cuatro jinetes —anunció—. ¿Comprendéis lo que eso significa? Que Dios se apiade de nuestras almas. —¿Qué significa eso, Sofía? —preguntó Piotr en tono impaciente—. ¿Qué significa? ¿Quiénes son los cuatro jinetes? —Calla, Piotr —siseó Zenia. —Son soldados —dijo Rafik. —¿Por qué vienen a Tivil? —quiso saber Piotr. En vez de contestar, el gitano miró fijamente a Zenia y en voz baja, preguntó: —¿Eres tú quien los ha traído aquí? Página 418 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

—¡No! —exclamó la muchacha—. No los he traído, lo juro. Sus ojos negros brillaban y tendió las manos a su padre. Él las tomó con suavidad. —Siempre supe que ocurriría —dijo Rafik, y su pena y su dolor eran evidentes—. Sabía que llegaría la traición, pero... —añadió con una tierna sonrisa, y se llevó las manos de ella a los labios—, pero no pude ver que serías tú quien me traicionaría, hija mía. El amor que siento por ti enturbió mi clarividencia. —No, Rafik. ¡No! Él presionó los labios contra la fría frente de su hija cuando el tintineo de las bridas de los cabellos y los crujidos coriáceos se acercaron. —Perdóname, Rafik, no quería hacer daño a nadie —dijo Zenia, aferrándose a él —. Solo fue una palabra imprudente a Vania, nada más. No era mi intención. Sabes cuánto te quiero; incluso prendí fuego al granero el verano pasado para evitar que las tropas saquearan Tivil y te causaran dolor. Perdóname, por favor, yo... —Calla, amada hija mía. No hay nada que perdonar —aseguró, y le tendió los brazos abiertos. Ella se acurrucó contra él y le besó la mejilla. El sacerdote Logvinov alzó el rostro acongojado al cielo, extendió los brazos en forma de cruz y rugió: —¡Vedla dar el beso, Señor! ¡Ved como aquí, entre nosotros, aparece la señal de Judas!

Cuatro figuras surgieron entre la blanca confusión de la niebla. Hombres a caballo, voluminosos en sus abrigos y sus altas botas de cuero, hombres decididos y conscientes de su poder. Eran de la OGPU. El oficial que los encabezaba escudriñó con mirada dura y arrogante el grupo que permanecía de pie en la nieve. Llevaba el cuello del abrigo levantado para protegerse del frío y con una mano procuraba sosegar a su caballo de pelaje claro. El animal disgustó a Sofía: sus ojos eran pequeños y de mirada feroz. —¿Alguno de vosotros conoce al hombre llamado Rafik Ilian? —preguntó el oficial. —Soy yo. Los otros tres jinetes se apearon. Sofía vio que la maestra cogía inmediatamente al herrero y al sacerdote de la mano. Zenia se unió a ellos y formaron un círculo en torno a Rafik, dándole la espalda. —Hemos venido para arrestarte, Rafik Ilian. —¡No! —gritó Piotr antes de que Mijaíl lograra impedirlo. Página 419 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

El oficial lo observó con aire de irritación. —Vete a casa con tu madre, muchacho, si no quieres recibir una paliza. —No tengo madre. —Tienes a la Madre Rusia. —Creo que hay un error, camarada —dijo Elizaveta en tono sereno—. Rafik Ilian es un miembro leal de nuestra aldea. —No hay ningún error. —¿Por qué lo arrestan? —quiso saber Pokrovski. —Mi padre no ha hecho nada malo. Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Zenia mientras el sacerdote lanzaba miradas furibundas a los intrusos y sus labios pronunciaban plegarias silenciosas. El oficial sonrió, satisfecho. —Arrestad al gitano, después registrad su casa —ordenó, dirigiéndose a sus hombres. Cuando fueron a por él, la primera en romper el círculo fue Zenia, que se lanzó hacia el oficial, se aferró a la brida de su caballo y suplicó. —No lo hagáis, por favor. Todo esto es un error. No tenía intención de decir nada a Vania... El caballo agitó la cabeza con violencia, Zenia salió despedida y cayó en la nieve pisoteada. Sofía corrió hacia ella, se agachó y le rodeó los hombros con el brazo pese a los afilados cascos de los inquietos caballos. —Esto no es justo —dijo la muchacha en tono acusador. —¿Que no es justo? —repitió el oficial soltando una risita, con expresión tan cordial que durante un momento Sofía creyó que estaba de acuerdo con ella, pero la risita se interrumpió abruptamente—. Tenemos información de que Rafik Ilian ha estado realizando actividades antisoviéticas. Arrestadlo. —¿De qué se le acusa, exactamente? —preguntó Mijaíl. —Lo dicho: de actividades antisoviéticas. —¡Eso es una tontería! —exclamó Sofía con dureza. Pero con un movimiento rápido le dio la espalda al oficial, se acercó al gitano y le lanzó una mirada suplicante —. Ayúdate a ti mismo, Rafik —murmuró. Él negó con la cabeza. —No tengo el poder para hacer eso, Hija del Guijarro. Solo puedo ayudar a los demás. Sofía se apresuró a extraer la piedra blanca del bolsillo de su abrigo. —Entonces, ayúdame a ayudarte —suplicó. Él clavó la vista en el guijarro. La lechosa superficie parecía atraerlo y trastabilló, Página 420 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

pero de repente los uniformados lo rodearon. Soltando un rugido de ira, el alto y corpulento herrero se lanzó hacia delante con Zenia a su lado. —Un paso más y será el último que des. La voz del oficial resonó en el inhóspito paisaje. En el cielo flotaba un solitario cuervo, que plegó las alas y descendió hasta los blancos campos en silencio. Rafik sacudió la cabeza y tocó a todos sus compañeros con la mano. La apoyó en el ancho pecho de Pokrovski, en el orgulloso hombro de Elizaveta y en la mejilla pálida y húmeda de Zenia. Durante un instante cogió la mano del sacerdote, lo miró profundamente a los ojos y después la soltó: un mudo adiós. Cuando por fin se separó de ellos, los tres uniformados también se movieron. —Camarada —le gritó al oficial—, deja en paz a mis amigos. Yo soy el que... Antes de que pudiera seguir hablando Sofía dio un paso adelante y apoyó las manos en las muñecas de dos de los hombres de la OGPU, presionándolas y murmurando. En medio de la blanca niebla el tiempo se detuvo. El chasquido metálico de un cerrojo de rifle interrumpió el silencio. —Aléjate de ella. Ven aquí —dijo el oficial con la vista clavada en Sofía... pero se dirigía a Rafik. —No lo hagas, por favor —dijo Mijaíl—. Te amo, Sofía. No lo arriesgues todo. Eres necesaria —la instó. Los dos hombres permanecían con los hombros hundidos, la mandíbula laxa y la espalda encorvada. Rafik contemplaba a Sofía con una extraña sonrisa. —Mijaíl tiene razón —dijo—. Eres necesaria. —Apoyó el pulgar en el centro de la frente de ella—. Tengo fe en ti, hija de mi alma. —Solo lo diré una vez más. Ven aquí —gritó el oficial. En vez de obedecer, Rafik se volvió y echó a andar en dirección opuesta, hacia la aldea. —¡Rafik! Era el grito desolado de Zenia. —No puedo abandonar Tivil. Su voz los alcanzó a través de la niebla y Sofía captó el eco de las palabras del gitano resonando en su cabeza un segundo antes de oír el disparo. La figura nervuda de Rafik se agitó, levantó los brazos a los lados como si fueran alas y después se desplomó en la nieve. Una mancha se extendió bajo su cuerpo. —¡Corre, Piotr, corre! Ve en busca del director Fomenko. La voz rápida y determinada de Mijaíl hendió el aire. El chico echó a correr. Sofía no percibía el hielo que le congelaba las mejillas o la nieve traicionera bajo sus pies: lo único que notaba era el gran agujero en su corazón. Página 421 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

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63 El guijarro permanecía en la palma de la mano de Sofía, inmóvil, sin vida. —No me dejes, Rafik —suplicó en tono desesperado. Pero el gitano estaba muerto. Una punzada de dolor le atravesó el pecho y cerró los ojos, pero lugares oscuros comenzaron a abrirse en su cabeza, lugares lúgubres y solitarios que no quería visitar. Sofía se estremeció. Entonces unos cálidos brazos la rodearon y pudo volver a respirar. Mijaíl le hablaba; no oía las palabras pero sí el amor que albergaban y notó que el poder de ese amor expulsaba su soledad. —Ven —dijo él. La condujo hasta Rafik, tendido en la nieve. Zenia había vuelto el cuerpo de su padre de espaldas y sus ojos negros contemplaban ciegamente al cuervo que flotaba por encima de su cabeza mientras sus alas desgreñadas susurraban palabras que solo él podía oír. La muchacha gitana estaba tendida sobre el pecho de Rafik y los sollozos agitaban sus enmarañados rizos negros. Estaba rodeada por la maestra, el herrero y el sacerdote, todos pálidos y conmocionados. Había comenzado a nevar, grandes copos de nieve descendían en espiral: era la primera gélida ráfaga de una purga, una repentina tormenta de nieve. Vagamente, Sofía tomó conciencia de las voces furibundas que resonaban a sus espaldas. Se volvió y vio a Alekséi Fomenko, una figura alta y fornida envuelta en su abrigo fufaika, discutiendo con el oficial de la OGPU. Como siempre, la perra borzói estaba a su lado. —No tenías derecho a entrar en mi aldea para arrestar a un miembro del koljós sin informarme a mí primero. —No soy responsable ante el director de una aldea. —Al parecer, has hecho bastante más que llevar a cabo tu trabajo —gruñó Fomenko, encolerizado—. Ahora vete. —Primero mis hombres registrarán la casa del gitano. —No —musitó Sofía: los extraños dibujos y objetos místicos que había allí condenarían a toda la aldea. Mijaíl dio un paso adelante y se colocó junto a Fomenko, con los ojos entornados a Página 423 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

causa de la nieve. —Verás, solo era un gitano al que se le daban bien los caballos, eso es todo; un hombre que comprendía sus estados de ánimo y lograba que trabajaran todo el día sin cansarse. Y ahora está muerto. Lo único que encontrarás en su casa son unos cuantos cazos llenos de la grasa apestosa que él empleaba para ablandar el cuero de los arreos. —¿Así que conoces a este enemigo del pueblo? —preguntó el oficial con interés. Sofía sintió el corazón en un puño. Pero las palabras de Mijaíl eran cautelosas. —Solo lo conocía como vecino de Tivil; no solíamos compartir una copa de vodka, si te referías a eso. —Asintió con la cabeza, tiritó y se frotó los brazos—. Hace frío, camarada. Si no te das prisa, la tormenta te atrapará aquí en Tivil. Regresa a Dagorsk con tus hombres, este asunto ha acabado. Sofía notó que todos contenían el aliento, inquietos, y en medio de la semioscuridad reinante nadie se percató de que se acercaba al caballo de pelaje claro del oficial y le rozaba el musculoso cuello. El animal le mostró los dientes, pero no le lanzó un mordisco, aunque agitó las crines blancas de la cola como una serpiente. «Vete. Solo vete.» Tras reflexionar un largo momento, el oficial hizo girar la cabeza del caballo y, encogido para protegerse del viento, echó a trotar a través de la nieve a la cabeza de su tropa. La purga los devoró.

Aún conmocionadas, las figuras permanecieron inmóviles durante unos momentos, tras los cuales Mijaíl rodeó los hombros de Sofía con un brazo y con el otro los de Piotr. —Retiremos el cuerpo de Rafik antes de que se desencadene la tormenta. Pero antes de que atinaran a moverse, Elizaveta alzó la voz, casi apagando el rugido del viento. —Escúchanos, Sofía. A través del sendero que conducía a la aldea, cuatro figuras formaban una fila: el sacerdote Logvinov, Elizaveta Lishnikova, Pokrovski y la muchacha gitana hecha un mar de lágrimas. El herrero cargaba el cuerpo inerte del gitano en brazos y Zenia apoyaba la mano en la cabeza de cabellos oscuros de su padre. —Te rogamos que ocupes el lugar de Rafik. —No. —Eres necesaria, Sofía —dijo Pokrovski. «Eres necesaria.» Las palabras de Rafik. Era como si un sonido susurrante le rozara la mente y negó violentamente con la Página 424 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

cabeza. —No —repitió. —Sofía. —El sacerdote alzó la mano en medio de la ventisca, pero esa vez no hizo la señal de la cruz—. Dios te concederá fuerza. Tú eres la que puede ayudarnos a cuidar de nuestra aldea. Rafik lo sabía, creía en ti. «Tengo fe en ti.» Esas eran las últimas palabras que le había dicho. —Niet. No. —Inspiró profundamente y el aire helado le abrasó los pulmones—. Es peligroso. Díselo, Mijaíl. Fomenko permanecía de pie a un lado, observándolos en silencio con mirada curiosa e intensa, pero el camino a Tivil atraía la mirada de Sofía y ella sintió el tirón, tan poderoso como el que ejerce la luna sobre el mar. Entre la nieve que ya caía con rapidez divisó la aldea y sus izbas, esperando. Mijaíl le cogió la mano. —Es decisión tuya, amor mío, solo tuya. —No tengo tanta fuerza. No tanta como Rafik. —Nosotros te ayudaremos. Sofía miró al círculo de personas que la rodeaban y de pronto comprendió que la vida que había imaginado para ella y Mijaíl lejos de allí jamás había estado destinada a ser una realidad. —Yo estaré contigo —dijo Mijaíl, y le apretó la mano. Entonces ella oyó el sonido: era la respiración de Tivil. No quería que se apagara y de algún modo sintió que la decisión había sido tomada hacía mucho tiempo, antes de que naciera. ¿Había algo de verdad en lo que Rafik le había dicho, que ella había heredado un don especial al ser la séptima hija de una séptima hija? No lo sabía. Solo sabía que de él había comenzado a aprender una manera de utilizar la mente, un modo de desplazar los granos de arena. Miró en derredor en medio del remolino de nieve, contempló a esas personas que creían en ella y que albergaban un amor tan apasionado por su aldea, y por primera vez experimentó una profunda sensación de pertenencia. Allí había un lugar que le llegaba al corazón, un lugar que era un hogar. Y se lo debía a Ana. «Ana querida, has de curarte y recuperar fuerzas. Estoy aquí con este hombre a mi lado gracias a ti. Spasibo.» —Me quedaré —fue lo único que dijo.

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64 Tivil Primavera de 1934 El aire era claro como el cristal y en lo alto, por encima de Tivil, la fina estela de un avión recorría el cielo azul pálido. Mijaíl alzó la vista para contemplarlo y se protegió los ojos con la mano. —Es un ANT-9 —dijo Piotr con seguridad—. Como el Kokodril. —Tienes razón —dijo Mijaíl con una sonrisa alegre—. Llegarás a ser un piloto. Estaban en el cementerio en la parte posterior de lo que tiempo atrás había sido una iglesia. A la sombra del edificio la hierba aún era frágil a causa de las heladas, pero los primeros brotes ya crecían bajo el sol primaveral. Sofía estaba arrodillada junto a la tumba de Rafik. Sostenía un ramo de podsnezhniki, campanillas de invierno, y sus delicadas cabezas se agitaban con suavidad cuando las introdujo en un jarro y lo dejó en la tumba. —¿Dónde encontraste esas flores tan tempranas? —preguntó Mijaíl. —¿Dónde crees que las encontré? —contestó, alzando la cabeza con una sonrisa. —Debajo del cedro. —Claro. Ella y Ana las habían recogido juntas; el recuerdo le despertó otra sonrisa: fue allí donde Ana le había susurrado tímidamente que estaba embarazada. —Es un secreto —había dicho Ana—, pero tengo que contártelo. Ahora que me encuentro mejor no supondrá un peligro. —¿Ya se lo has dicho a tu marido? —Sí. —¿Y? Ana se tocó el vientre. —Lo llamaremos Vasili. —Pues confiemos en que sea un niño —había respondido Sofía, riendo. Entonces cogió el guijarro blanco que guardaba en el bolsillo y lo apoyó en la Página 426 de 427 Visitanos en Librosonlineparaleer.com

tumba de Rafik. —¿Por qué siempre haces eso? —quiso saber Piotr. Había crecido durante los meses del invierno, de repente sus hombros se habían vuelto más anchos y la mirada de sus ojos más pensativa. Sofía se descubrió observándolo y haciéndose preguntas. —Lo hago porque este guijarro conecta a Tivil con Rafik. Sofía recogió la piedra. Ni el comunismo ni la Iglesia habían llevado la paz a Tivil, pero eso era algo distinto, una fuerza que parecía surgir del corazón de la propia tierra. Ella lo miró a los ojos. —Cógelo. Piotr no vaciló, como si hubiese aguardado la llegada de ese momento durante mucho tiempo. Tomó el guijarro con la mano e inmediatamente sus jóvenes ojos se llenaron de luz en la resplandeciente mañana primaveral. —Antes de que tu padre te adoptara, Piotr, ¿tenías hermanos? —Sí, pero cuando tenía tres años todos murieron en una epidemia de tifus — contestó, examinando el guijarro blanco. —Seis hermanos mayores, ¿verdad? Así que tú eras el séptimo hijo. —Sí. ¿Cómo lo sabes? Ella no contestó la pregunta. —¿Te gustaría venir de vez en cuando a dar un paseo conmigo, Piotr, cuando esté oscuro? Te enseñaría a dar forma a los pensamientos que surgen en tu mente. Piotr miró a su padre. Mijaíl lo contempló con suave pesar y asintió con la cabeza. —Cuida de mi hijo, Sofía. —Lo haré, lo prometo. Piotr tanteaba el guijarro. —¿Cuándo empezamos? —preguntó. Sofía miró en derredor para contemplar la aldea que era su hogar, las casas tan sólidas y, sin embargo, tan frágiles bajo la luz del sol. —Esta noche —murmuró—. Empezaremos esta noche.

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