Caminando Tras Jesus - Edward Herskowitz

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CAMINANDO TRAS JESUS Autor: Edward Herskowitz

CAMINANDO TRAS JESÚS DEDICADO A LA VIRGENCITA MARÍA DE NAZARET MAESTRA DEL MAESTRO

Derechos reservados Edward Herskowitz Febrero, 2018

TABLA INTRODUCCIÓN.. 3 Capítulo 1: DEJAR A DIOS SER DIOS. 4 Capítulo 2: ALGO NOS FALTA.. 9 Capitulo 3: DISCÍPULOS. 15 Capitulo 4: UN MORTAL PECADO.. 20 Capitulo 5: LA ORACIÓN.. 27 Capitulo 6: LA EUCARISTÍA.. 39 Capitulo 7: LA MISIÓN.. 46 Capitulo 8: LA PALABRA Y LA MISIÓN.. 53 Capitulo 9: COMPROMISO.. 60 Capitulo 10: DON DEL ESPÍRITU SANTO.. 65 Capitulo 11: EL BOTÓN SECRETO.. 80 Capitulo 12: NO ENTRISTEZCAN AL ESPÍRITU SANTO 88 Capitulo 13: AGUAS CON EL PELAGIANISMO.. 93 Capitulo 14: HUMILDAD.. 98 Capitulo 15: GUERRA ESPIRITUAL. 103 Capitulo 16: TODOS SOMOS TESTIGOS. 107 Capitulo 17: NACER DE NUEVO.. 120

INTRODUCCIÓN En este año de 2018, Dios nos sigue buscando, llamando, y hasta interpelando como lo a hecho desde el principio cuando llamó a Adan y Eva en el jardín: "¿Dónde estás?", "¿Por qué te escondes?" (Génesis 3, 9). Nos cuestiona porque nos ama, quiere que tengamos una vida plena. Él tiene un plan para cada uno de nosotros y desea que lo sigamos con todo corazón. El Señor Jesús nos toca a la puerta de nuestro corazón: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguien escucha mi voz y me abre, entraré a su casa a comer, yo con él y él conmigo" (Apocalipsis 3, 20). Las Sagradas Escrituras nos hablan muy a menudo sobre nuestra misión, nuestro fin en esta vida. Nos piden que seamos misioneros (Ezequiel 3, 1; Jeremías 1, 5-10; Mateo 28, 18-20; Marcos 16, 15-18). Dios nos habla con toda claridad y sinceridad. "Ustedes no me escogieron a mí. Soy yo quien los escogí a ustedes y los he puesto para que vayan y produzcan fruto, y ese fruto permanezca. Y quiero que todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo dé" (Juan 15, 16). En las palabras de san Juan Pablo II, "no tengas miedo abrir tu corazón a Jesús". Dios nos ha favorecido a través de los años con mucho amor, bendiciones, y dones innumerables. Ciertamente el Señor ha sido muy bueno conmigo y es propio que comprarte lo maravilloso que es. "…cuéntales lo que el Señor ha hacho contigo y cómo ha tenido compasión de ti" (Marcos 5, 19). Te doy la bendición que san Pablo le dio a los Efesios (3, 17-21): “Que Cristo habite en sus corazones por la fe. Que estén enraizados y cimentados en el amor. Que sean capaces de comprender, con todos los creyentes, la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, que conozcan este más allá del conocimiento que es el amor de Cristo. Y, en fin, que queden colmados hasta recibir toda la plenitud de Dios. A Dios, que demuestra su poder en nosotros y puede realizar mucho más de lo que pedimos o imaginamos, a Él la gloria, en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén”.

Capítulo 1: DEJAR A DIOS SER DIOS Hay que reconocer que acerca de la voluntad de Dios no todo lo que nos sucede es la voluntad de Dios, pero Dios sí permite todo lo que sucede. Todos nuestros momentos se hacen productivos por nuestra obediencia a la voluntad de Dios, la cual se revela en un millar de diferentes formas que de inmediato se hace nuestra tarea. Si en realidad creemos que Dios nos ama, que Él nos creó para amarle, servirle y ser felices con Él y que Él mismo habita en nosotros entonces se nos hará más fácil aceptar lo que nos suceda, de aceptar esa voluntad de Dios. Al aceptar la voluntad de Dios no se debe aceptar con una mirada hacia atrás sino con una visión al porvenir. Aceptar la voluntad de Dios es más que decir: “Bueno ya pasó, sea por Dios. No puedo hacer nada, así que tengo que aceptar lo hecho sin renegar”. Jesús no intentó ese sentido cuando nos enseñó en el Padre Nuestro: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Lo que Jesús intentó, yo pienso, es que estuviésemos en la mejor disposición de anhelar su voluntad; que esa voluntad del Padre sea lo que más queramos para nosotros porque con fe sabemos que es su deseo y lo mejor para nuestro bienestar. "Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra” (Juan 4, 34). Estas palabras de Jesús, pues, hay que hacerlas nuestras. Hacer la voluntad de Dios es usualmente cumplir con nuestros deberes de cada día, llevar nuestras relaciones con amabilidad, tolerar lo que uno no puede cambiar, agradecer lo bueno que nos trae la vida y gozar de la vida en su plenitud. Hay que hacer todo lo posible por cambiar, denunciar y eliminar la injusticia donde se encuentre. La voluntad de Dios no es que aceptemos ser usados como un tapete que todos usan para pisotearnos. Es tener confianza en que estamos en las manos de nuestro Padre quien jamás nos abandona y acercarnos más a su Hijo Jesús nuestro hermano mayor para que Él sea nuestro guía para hacer la voluntad del Padre. En lo más complicado, hacer la voluntad de Dios quiere decir cumplir con cualquier caridad que se nos pide. Por ejemplo, hay que reconocer que Dios no exige que le pidamos por las necesidades de los pobres, los que sufren y los hambrientos de este mundo. Eso es algo que Él nos pide a nosotros. Darles de comer a los hambrientos, de beber a los sedientos, vestir a los desnudos, sanar a los enfermos, visitar a los presos, dar alojamiento a los forasteros, cobijar a los que tienen frío no son cosas de Dios, son cosas nuestras. Son, para que las hagamos nosotros, es nuestro deber para cumplir con la voluntad de Dios. "La religión verdadera y perfecta delante de Dios, nuestro Padre,

consiste en esto: visitar a los huérfanos y a las viudas que necesitan ayuda y guardarse de la corrupción de este mundo” (Santiago 1, 27). El Reino de Dios que estamos lentamente construyendo es una victoria total sobre el mal del mundo. El Reino de Dios es vivir la vida que Él comparte con nosotros y ha preparado para nosotros desde el principio. La presencia del Reino también se manifiesta y se proclama con humildad, caridad, confianza, fe y generosidad. Como el sentido de Dios va creciendo en nosotros se va reduciendo la preocupación por sí mismo y la compasión va suavizando el corazón más herido y cansado. No importa que tu linaje sea de nobles, de fama, de dinero, de genios. De nada te sirve si te olvidas que por su Preciosa Sangre hemos nacido de vuelta y somos dignos de ser hijos de Dios. Uno tiene que ser Cristocéntrico para vivir como un verdadero Cristiano. No hay otro modo. Él explica todo, todas las personas, todos los hechos. Él es la respuesta de cada pregunta, duda y dificultad. Él es la razón de vivir, sufrir, gozar, y de morir. Hay que recordar que Jesús vivió en la obscuridad por 30 años, su vida y su muerte en términos humanos no habrían tenido sentido. Pero el Hijo estaba haciendo la voluntad de su Padre, nuestro Padre y eso fue precisamente lo que le dio sentido y valor a su vida que nosotros pensaríamos era tan “monótona”. A las cosas se les da un nombre para distinguirlas de otras cosas y establecer qué o quién son. Dios le presentó a Adán una mujer y él la nombró “Eva” desde ese momento cada uno comenzó a ser un individuo, alguien único. Eva no es Adán ni Adán es Eva, son diferentes con sus distintas características. Así cada uno puede expresar sus temores, gustos, disgustos y deseos; cada uno tiene sus emociones y necesidades. Aunque estas emociones y necesidades pueden ser diferentes para cada uno, con el nombramiento la pareja se va formando y creciendo en una relación de amor, con cada uno dando de sí mismo para complacer a su amado. Este es el camino maravilloso que nos lleva a Dios: darnos a nosotros mismos en amor para complacer a nuestro amado. Hay que amar y dejarse amar. El propio sentido de darse en amor es de poner la persona que es el objeto de nuestro amor en la posición de ya no necesitar nuestro don. Les damos de comer a los pequeños para que pronto sean capaces de darse de comer a sí mismos; les enseñamos para que pronto no necesiten nuestra enseñanza. Y luego ellos mismos pueden hacer lo mismo que hicimos nosotros. El darse en amor es un proceso que va de persona a persona sin terminar. Dios es AMOR y no sabe más que amar y al amar da de sí mismo. El regalo, el don de sí mismo tiene más importancia cuando el que da es más que el que recibe.

Consecuentemente el don que recibimos de Dios (que es Él mismo) es mucho más grande que el amor que le podemos dar nosotros porque Él es mucho más grande que nosotros. Basta que le demos todo lo que nos es posible darle porque es nuestro amor completo, todo lo que somos capaces de amar, y Él no puede esperar más de nosotros. El amor tiene que darse totalmente. El verdadero Amor no reserva nada para sí: se da completo. Al aprender a amar a Dios lo dejamos ser Dios, dejémoslo hacer lo que Él quiere con nosotros, ante todo dejémoslo amarnos. Como el niño que no se deja enseñar a comer no aprende y se muere de hambre. Y al dejar a Dios ser Dios quiere decir que lo aceptemos en toda su plenitud, tal como Es. Por eso hay que ir creciendo en su amor para recibir más de Él y poderlo amar más a Él con el amor que nos da. Sin embargo al ir conociendo a Dios mejor en nuestra jornada de fe hay que tomar en cuenta que jamás podemos limitar a Dios con nombres, descripciones o prejuicios. Un grupo de hombres charlaban de Dios y uno de ellos hizo la pregunta: “¿Por qué amas a Dios? Uno dijo, porque Él es bueno y me ama a mí. Otro respondió, porque es mi Padre y me ama. El tercero aclaró: “No se puede contestar esa pregunta adecuadamente. Yo amo a Dios porque lo amo. Que tal si no fuera bueno, ¿ya no lo voy a amar? ¿Si no fuera mi Padre no lo voy a amar? Esa clase de amor es condicional y hay que amar a Dios sin interés, sin condición alguna”. Por años hemos estudiando teología, cristología, eclesiología y no se cuantas más “logias” pero ¿cuánto tiempo hemos utilizado para conocer a Dios íntimamente, para tener un encuentro personal con Él? “Que la pastoral urbana procure, en la pluralidad de sus actividades, conducir a los hombres y mujeres a una auténtica experiencia de Dios, fundamento último de su fe y de su vida cristiana…Sin la confrontación con el Absoluto, sin este encuentro personal con Jesucristo, sin esta experiencia profunda del Espíritu, la vivencia cristiana carece de solidez y estabilidad. Sólo a partir de ella tiene sentido la inculturación de la fe en la cultura urbana y su consecuente evangelización” (DT 660). ¿Cuántos católicos pueden decir honestamente que han tenido un encuentro personal e íntimo con Jesús? Estamos aquí en este mundo para dar. Darle gloria a Dios, darle nuestro amor, darle nuestra vida. Cristo se hizo hombre para darle al hombre vida nueva, pero también se hizo hombre para darle a su Padre Honor y Gloria. Hay que glorificar a Dios conociéndole íntimamente. Cuando Dios nos da de sí mismo se da completo. Dios nunca hace las cosas a medias. Cuando Dios creó al

hombre le dio todo: vida sin dolor, sin enfermedad, sin la muerte junto con toda su creación. "Dijo Dios: Yo les entrego, para que ustedes se alimenten, toda clase de hierbas, de semilla y toda clase de árboles frutales.” (Génesis 1, 29). Cuando Dios quiso salvar al hombre de su desgracia del pecado, Él no hizo cualquier cosa. No mandó a cualquier sirviente: ENTREGÓ A SU HIJO. "Pero Dios dejó constancia del amor que nos tiene y, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5, 8). Dios nos da todo y así quiere que seamos nosotros con Él. Decíamos que hay que dejar a Dios ser Dios en nuestra vida. Así es. Dejar a Dios ser Dios es aceptar de Él todo lo que tiene para nosotros. Él nos quiere dar todo su ser, Él quiere que estemos unidos a Él (Juan 17, 21). Nos dice el Señor Jesús que la vida eterna es "conocerte a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesús, el Cristo” (Juan 17, 3). Ese amor tan grande que nos tiene no puede ser completo en nosotros si no lo conocemos en la Santísima Trinidad: Dios Único, Dios Trino. Hay más de Dios que Padre e Hijo. También existe la Tercera Persona, la que muchos de nosotros no conocemos: el ESPÍRITU SANTO. Y cuando Dios se da, lo hace en la Santísima Trinidad así que hay que conocer al Espíritu Santo igual que al Padre y al Hijo. "Si ustedes me aman, guardarán mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y les dará otro Intercesor que permanecerá siempre con ustedes. Este es el Espíritu de Verdad, que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce. Pero ustedes saben que él permanece con ustedes, y estará en ustedes… En adelante el Espíritu Santo Intérprete, que el Padre les enviará en mi Nombre, les va a enseñar todas las cosas y les recordará todas mis palabras” (Juan 14, 15-17. 26). Nada de importancia ocurre hasta que tiene nombre. Jesús era un hombre común uno entre tantos- oculto, no era conocido fuera de su colonia. No fue hasta que el Padre confirmó su nombre y lo selló con el sello del Espíritu Santo que Jesús pudo tener la certeza y valentía para comenzar su ministerio. “…Y, mientras estaba orando, se abrieron los cielos; el Espíritu Santo bajó sobre él y se manifestó exteriormente con una aparición como de paloma. Y del cielo llegó una voz: Tú eres mi Hijo, el Amado, tú eres mi Elegido” (Lucas 3, 2122). Esta era la afirmación que Jesús esperaba y necesitaba para comenzar su ministerio. Desde allí en adelante el Espíritu fue su guía. "Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió de las orillas del Jordán y se dejó guiar por el Espíritu a través del

desierto…” (Lc 4, 1). El Espíritu Santo fue su fuerza, el poder que tenía Jesús cuando hizo todos sus milagros, sanaciones, y prodigios. Este mismo Espíritu impulsó a Jesús a seguir su misión a pesar de todas las angustias que lo esperaban, incluso muerte en la cruz. “Jesús, volvió a Galilea con el poder del Espíritu, y su fama corrió por toda la región” (Lc 4, 14). De este modo Jesús dejó a Dios ser Dios en su vida: fue sujeto a la guía del Espíritu Santo. En los capítulos 4 y 5 del Evangelio de San Lucas, Jesús expulsa demonios, sana a la suegra de Pedro, obra una pesca milagrosa, cura a un leproso, sana a un paralítico y convierte a un pecador, Leví. Todo lo hace con el poder del Espíritu Santo. Con su gracia nosotros también podemos hacer igual: "Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará. El que se resista a creer se condenará. Y estas señales acompañarán a los que crean: en mi Nombre echarán los espíritus malos, hablarán en nuevas lenguas, tomarán con sus manos las serpientes y, si beben algún veneno, no les hará ningún daño. Pondrán las manos sobre los enfermos y los sanarán” (Marcos 16, 15-18). Esto también es la voluntad de Dios y al hacerla dejamos a Dios ser Dios.

Capítulo 2: ALGO NOS FALTA En el libro del Éxodo leímos que los israelitas salieron de Egipto guiados por Moisés a quien Dios escogió para liberar a su pueblo. Cuando el rey de Egipto, Faraón, se dio cuenta que se habían escapado los israelitas juntó su ejército para capturarlos de vuelta. “Los israelitas vieron que los egipcios marchaban tras ellos; Faraón se acercaba. Sintieron mucho miedo y clamaron a Yavé; dijeron a Moisés: ¿Acaso no había tumbas en Egipto para que nos hayas traído a morir al desierto?, ¿qué has ganado con sacarnos de Egipto? Te dijimos claramente en Egipto: déjanos en paz, queremos servir a los egipcios, porque es mejor servir a los egipcios que morir en el desierto.Moisés contestó al pueblo: No se asusten, permanezcan firmes, y verán de qué manera Yavé los va a salvar…Yavé peleará por ustedes. Ustedes solamente mirarán”. (Éxodo 14, 10-14). Algunos vivimos con miedo, miedo de la incertidumbre del futuro, de sufrir más, de morir. Muchos de nosotros no estamos satisfechos con lo que tenemos ni con nuestras circunstancias. Si estamos aquí queremos estar allá, si estamos allá queremos estar aquí. El pasto al otro lado de la cerca se nos hace más verde y cuando nos mudamos vemos que en realidad es igual o peor. Es el estilo del ser humano estar renegando y culpando a otro por su situación. Le llamo a esto “el juego de Adán y Eva”. Cuando Dios le pregunta a Adán quéhizo, Adán le dice que él no hizo nada sino que fue la mujer que Dios puso a su lado. Entonces Dios le pide a la mujer que dé cuenta de sus acciones y la mujer culpa a la serpiente que Dios puso en el jardín (Génesis 3, 813). Hay pocos los que aceptan responsabilidad por sus acciones. Estamos inquietos e impacientes. Parece que no estamos felices. Intentamos seguir al Señor Jesús y cuando las cosas no salen a nuestra medida o gusto clamamos: “¿De qué nos sirve seguir a Dios si todo sale igual o peor?”. Somos inconformes. Hace poco fue entrevistado un joven artista muy famoso y se le hizo la pregunta: ¿Eres feliz? Su respuesta aunque muy honesta no fue nada sorprendente. Dijo: “En mi vida profesional estoy muy feliz porque tengo todo lo que necesito, todo lo que deseo y aún más. Pero en mi vida privada, mi vida personal, me falta mucho para poder decir que soy feliz”. Tú, ¿eres feliz? No lo sé, pero presiento que se te complica tu vida con problemas económicos, preocupaciones de la vida diaria, problemas con tus amistades, compañeros de trabajo, vecinos, tus hijos, familiares, etc. ¿Has pasado momentos de desesperación y no puedes dormir? ¿Sientes que algo te falta? ¿Como un vacío que no puedes llenar o satisfacer? ¿Has buscado y no has encontrado, sin saber lo que buscas?

Si así está tu situación, entonces no te desesperes más porque esa es buena señal. No todo está perdido. Tal vez sientas el descontento de quien ha soñado mil veces con el éxito pero nunca lo tuviste. Tal vez intentaste mucho y lograste poco y por eso te sientes triste o fracasado. Quizás pienses a menudo que hay algo mejor en esta vida que la existencia que llevas. Siempre estamos soñando, planeando o anhelando ser alguien más y no logramos ni el cambio ni la meta, aunque con todo empeño lo intentemos. ¡Qué bueno! Me alegro por ti. ¿Sabes por qué? Porque estás pasando una crisis de fe. Una crisis que tiene remedio; ¡la vas a superar! Si Dios ha querido que sea albañil ¿por qué trato de ser plomero? Si Dios quiere que sea médico, el único modo de lograr lo que Él quiere que sea es ser el mejor médico posible. Si Dios me da oportunidad para trabajar en su mies no debo pensar trabajar por otro lado sino en ser el trabajador más fiel y más productivo en su mies. Aunque nos gusta vivir felizmente hacemos lo que no queremos y no lo que queremos hacer (Romanos 7, 15). Somos nuestros peores enemigos y nuestra memoria es la tortura más cruel que existe. La lección de la parábola de los talentos nos ayudará mucho (Mateo 25, 14-30) porque a muchos de nosotros nos falta fe. Desde hoy puedes ser feliz. Mucho más feliz de lo que has sido hasta ahora. Ponte a pensar que lo importante no es lo que tienes, o lo que te falta, sino lo que haces con lo que tienes. Eso es lo que Jesús nos dice con la parábola de los talentos. Puedes ser feliz con lo que tienes si lo usas a su máximo y tal como el Dador intenta que lo uses. Al usarlo y multiplicarlo el Señor te dará más. “…El ojo no ha visto, el oído no ha oído, a nadie se le ocurrió pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (1ª Corintios 2, 9). También se nos dice: “Por eso alégrense, aunque por un tiempo quizá les sea necesario sufrir varias pruebas. Su fe saldrá de ahí probada, como el oro que pasa por el fuego” (1 Pedro 1, 6-7). Hay que tener una fe sencilla pero firme; una fe con vista al premio que nos espera en el Reino de Dios; una fe que nos facilita el comenzar a vivir en ese Reino desde ahora. Esa fe nos asegura que Cristo Jesús calma las tempestades de nuestra vida y nos toma de la mano para cambiar nuestra angustia en paz y tranquilidad. Teniendo fe en Cristo Jesús podemos tener la certeza que no solamente Él está con nosotros sino también que vamos por el camino que Él quiere que sigamos y con su ayuda se van multiplicando nuestros talentos. Debemos tener fe en un Padre que ve

por nosotros, que sabe lo que necesitamos antes de tener que pedirlo, un Padre que provee con gusto y amor. La fe nos trae felicidad cuando dependemos totalmente en el Padre que es Bondadoso. Pero para depender de Él y de nadie más, hay que vaciarnos: despojarnos de todo lo que tenemos. Para ser feliz tengo que dar; para ser muy feliz debo dar con generosidad; para ser plenamente feliz tengo que sacrificarme totalmente. El Amor sirve. El Amor da de sí mismo. "Si alguno quiere venir a mí, y no deja a un lado a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas, y aun a su propia persona, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz para seguirme, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14, 26-27). Para salir al encuentro de Dios, hay que despojarnos de nosotros mismos. Hay que soltar lo que nos trae atados. La mayoría de la gente terminó su aprendizaje de lo religioso cuando tenía menos de 15 años de edad, cuando dejó de asistir a clases de catecismo. En consecuencia su fe y el modo en que tratan y piensan en Dios es de modo adolescente e inadecuado para la vida adulta. “Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba y razonaba como niño; pero, cuando ya fui hombre, dejé atrás las cosas del niño” (1 Corintios 13, 11). Para algunos estas palabras se hicieron la verdad porque dejaron toda la religión en el pasado. Para otros estas mismas palabras fueron el impulso de avanzar en la fe, de madurar cristianamente a una fe adulta. Hay una necesidad enorme de cambiar el modo de ver al Padre, especialmente cuando hemos tenido un padre terreno que ha sido insatisfactorio. Existen aquellos desafortunados que tuvieron un padre que era borracho, mujeriego, grosero, que le pegaba a su esposa e hijos. Quizás ese padre no se preocupó por su familia y pasaron tiempos de hambre y carencias. Con ese ejemplo de “padre” es difícil aceptar que hay un Padre Dios que es amoroso, cariñoso, paciente y nos perdona todo. Es difícil aceptar que existe un Padre que es fiel y cumple con sus promesas. Es más fácil decir que no quieres ser hijo de nadie sino que prefieres la vida solitaria con tus amigos y compañeros. O, como dijo una persona hablando de Dios: “Ese señor no existe”. Hay que cambiar ese modo de pensar, ese punto de vista. Sé que es difícil, muy difícil, pero no imposible. Teniendo fe todo es posible porque confiamos en Dios, no en nuestra propia fuerza.

“Todo lo puedo en aquel que me fortalece” (Filipenses 4, 13). Dios no quiere que lo intentemos solos, únicamente con nuestro propio esfuerzo. Dios prefiere que tengamos una relación de confianza y amor con Él en vez de batallar tratando de superarnos a nosotros mismos. Estar preparados para aprender algo nuevo supone que estemos preparados para olvidar, despojarnos de lo que equivocadamente hemos aprendido, o cuando menos sacar lo inútil de nuestra mente. Regresando a los que tuvieron un padre que les golpeaba y trataba mal: hay que llegar a comprender que no todos los padres son así y que hay un Padre completamente diferente. Tan diferente que es totalmente distinto: amoroso, cariñoso, paciente y que provee de todo a sus hijos. El Reino se va haciendo realidad en la medida en que los creyentes cambien radicalmente su propia mentalidad, su escala de valores, su apreciación práctica y concreta por el dinero, el poder y el prestigio. Se trata de responsabilidad cristiana. Cuanta más vida tenga yo, más podré darle a mi hermano, el más necesitado. Pero muchos de nosotros vivimos a medias, y con frecuencia no llegamos ni a eso. Sabemos sacarle interés al dinero, pero no a la vida. Repetición, rutina, aburrimiento, hastío, vueltas y vueltas de ida y venida, hacer siempre lo que hemos hecho, vivir siempre como hemos vivido. La rutina sin la t (cruz) de Cristo resulta en ruina. Si tenemos que seguir la rutina entonces hay que seguirle con el amor de Jesucristo. Pero es mejor vivir la vida como la intentó Dios: una experiencia nueva con cada amanecer. La vida es para vivirla sin máscaras, mirando de frente a quienes nos miran, vivificando con el contacto humano la chispa sagrada de nuestra propia personalidad, estando presentes no sólo en nosotros mismos sino en todo lo que nos rodea en cada instante real y en cada encuentro irrepetible. Si queremos crecer, madurar como personas cristianas integralmente, tenemos que cambiar nuestra actitud interna y empezar a reintegrarnos a ser agentes del Evangelio. Ser auténticos, equilibrados en nuestras palabras y obras y descartar el cascarón viejo para que luzca el verdadero yo, el Cristo vivo en mí. Los placeres de este mundo son reales. El dinero sí compra cosas, es absolutamente necesario. Además el dinero es poder. La fama sí nos puede traer alegría. Una buena película nos relaja por el momento o nos irrita. Un sabroso platillo alegra y satisface nuestra hambre. Un buen puesto nos da poder. Pero todo esto es pasajero. Y si negamos estas cosas somos mentirosos porque no cambia la realidad.

No puede uno cambiar a quien está errado diciéndole mentiras. Pero hay que hacerle ver que hay algo más importante, más provechoso, más bueno que lo que esta haciendo mal. Y ese “algo” es Jesucristo. Pero ¿cómo podemos cambiarle su punto de vista? Dándole a probar de lo bueno que es Jesús con nosotros. Se necesita mucha paciencia, oración y fe. Somos criaturas de Dios. Somos la creación más importante de Dios en el mundo terrenal, nos creó de la nada pero eso no significa que seamos “nada”. Si fuéramos “nada” no existiríamos pero Dios nos creó y nos dio vida…su vida para imitarla y vivirla. Si fuéramos “nada” entonces se podría decir que el Señor Jesús vino a este mundo a sufrir y morir para nada. Pero no es así, es al contrario. Dios nos ama muchísimo y nos lo dice: "Porque tú vales mucho más a mis ojos, yo te aprecio y te amo mucho” (Isaías 43, 4). San Pablo lo dice de este modo: "Pero Dios dejó constancia del amor que nos tiene y, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5, 8). Él vino a vivir entre su pueblo, sufrir con su pueblo, morir por su pueblo y resucitar a vida nueva por su pueblo porque su pueblo — tú y yo — somos algo: somos hermanos de Cristo, somos hijos de Dios. "Vean qué amor singular nos ha dado el Padre: que no solamente nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos” (1 Juan 3, 1). "No temas, pequeño rebaño, porque el Padre de ustedes le agradó darles el Reino” (Lucas 12, 32). El ser hijos de Dios nos da la certidumbre de que somos partícipes de la resurrección que nos espera. Los hijos saben que es la voluntad del Padre que ninguno se pierda. Jesús, en su oración sacerdotal ora: “Esa gloria que me diste, se la di a ellos, para que sean uno como tú y yo somos uno” (Juan 17, 22). Somos partícipes de la gloria del Padre. Dios les concede a sus hijos los dones necesarios para la salvación. Dios tiene un plan de santidad para cada uno de nosotros. Nada de lo que sucede es casualidad. No somos productos de la casualidad, somos creados en la imagen de Dios, en la imagen de Cristo resucitado. Somos la esperanza de Dios Padre para que nos desarrollemos en otros Cristos. El demonio goza por nuestra falta de fe, goza al observar cómo nos aferramos a nuestras depresiones, desánimos y desalientos, lo cual mucho está fabricado por nosotros mismos.

La vida se nos dio para hacer un enorme acto de amor y eso depende de un gran acto de fe. La fe vive de las cosas ocultas, lo que no se ve; de tener lo que esperamos (Hebreos 11, 1). "Así como el cuerpo sin el espíritu está muerto, del mismo modo la fe que no produce obras está muerta” (Santiago 2, 26). Fe es la certeza de que Dios me ama igual cuando estoy pecando que cuando estoy haciendo una obra de caridad. Fe es lo que nos ayuda a vivir con nuestros fracasos a pesar de que vemos a otros logrando lo que nos hubiera gustado lograr. Fe es la certeza de saber que donde estoy, Dios está conmigo. No obstante que tan muerto me siento en este momento, la fe me asegura que la voz de Dios puede llamarme del sepulcro y puedo comenzar nuevamente lleno de esperanza. Dios nos quiere vivos para amarnos pero parte de su plan de amor es que muramos. Hay que morir esa infinita cantidad de pequeños fallecimientos que se requiere de nosotros diariamente. Por ejemplo las veces que uno hace un bien y alguien lo toma como un mal. Una palabra tomada fuera de contexto que da como resultado que alguien se ofenda. Las veces que alguien sabe que tiene la razón pero alguien con mayor autoridad por capricho lo humilla. Y las veces que uno tiene que perdonar un grave mal que se le hizo. También esto es parte del plan de Dios, su plan para amarnos y que nosotros lo amemos a través de y a pesar de estas series de muertes. Llevar su cruz y negarse a sí mismo es una invitación a dar su vida en sacrificio y renunciar diariamente a sus propios intereses. Vivir los sufrimientos y contradicciones que nos enfrentan diariamente es cargar nuestra cruz. ¿Tienes dudas? Esta bien, dudar es esencial para la fe. El único enemigo de la fe es el miedo, no la duda, pues si no dudas, no cuestionarás tu fe, y no podrás crecer en ella. La fe no es algo fijo sino tiene que desarrollarse, tiene que renovarse constantemente para que esté viva.

Capitulo 3: DISCÍPULOS Nuestra vida es como un juego de futbol. Imagínate en un estadio viendo un partido de tu equipo preferido jugando contra el favorito de la liga. Tu equipo está jugando con ganas, la estrella luciéndose como nunca, metiendo gol tras gol. Van ganando. La gente brinca, aplaude, grita y canta sus porras, hay trompetas, maracas, el ruido está en su apogeo. Tú estás como loco. De repente algo pasa, como una traición. Le ponen frenos al capitán. Esos otros comienzan a meter goles y de pronto toman la ventaja. El juego termina, tu equipo aparentemente pierde. Tú y tu amigo, incrédulos y tristes se levantan para ir rumbo a casa y no se dan cuenta de que hay un tiempo extra en el partido. Así nos pasa con frecuencia, tenemos tiempos de mucha alegría, éxitos y situaciones positivas acompañados de amigos y familiares. Luego sucede algo negativo, una enfermedad, la pérdida de un empleo o algo inesperado y la situación se reversa. Nos preocupamos, nos ponemos tristes y quedamos al borde de la desesperación. Nos adelantamos con prejuicios y nos rendimos sin saber que el éxito está esperándonos a la vuelta de la esquina. Perdemos la realidad, lo esencial. Jesucristo se presenta como “el Camino, la Verdad y la Vida” (Juan 14, 6), se hizo hombre para que viéramos en Él al Padre y siguiéramos sus pasos. A sus seguidores les pide que sigan el camino de la verdad el cual los llevará a la vida eterna, o sea, a la vida plena con Dios. Se les pide también que abran su corazón hacia Él y hacia sus valores, aun siendo misterios pero accesibles para todos. El ser humano está rodeado de misterios y sólo por medio de Jesús y con el poder del Espíritu Santo se van revelando. En las palabras del Papa san Juan Pablo II, "no tengan miedo abrir su corazón a Jesús”. En el Evangelio de San Lucas se nos habla de dos discípulos de Jesús que salían de Jerusalén después de su muerte, ellos pasaron por algo similar al ejemplo descrito anteriormente. Es interesante notar que cuando Jesús los encuentra van por el camino equivocado y después de todo, al final del día regresan por el camino correcto. Cuando el Señor hablaba de cosas buenas y bonitas, sanando enfermos y expulsado demonios, todo estaba bien, era tiempo de júbilo. Luego, al ver que lo traicionaron, arrestaron, crucificaron y luego de verlo morir en la Cruz se desanimaron, perdieron las ganas y la esperanza, no esperaron el verdadero fin: la Resurrección.

Por eso iban caminando tan tristes de regreso a su pueblo cuando Cristo se acercó a ellos y sólo Él pudo convertir su angustia en alegría, solo Él pudo restaurar su fe. Cleofás (uno de los dos) y su compañero (no se nombra, ¿quizás podría ser tú?), nos dan un buen ejemplo de una vida espiritual inmadura. Pero al final se hacen discípulos a manera de Jesús. Primero, porque viven la vida típica de los cristianos, mientras no existen nubes en el cielo, esta todo tranquilo pero nos llegan obstáculos nos ponemos tristes o hasta groseros. Nos dejamos engañar con una palabra o un gesto que interpretamos mal; nos rendimos cuando se nos presenta cualquier dificultad o traba y la poca fe que tenemos se espanta como un pájaro cuando nos acercamos. Como niños chiquitos cuando nos hacen un mal, tomamos nuestro balón y nos marchamos. Pero hay una lección todavía más importante que nos da el Señor Jesús a través de estos dos seguidores. Veamos lo que nos dice: Ese mismo día, dos discípulos iban de camino a un pueblecito llamado Emaús, a unos treinta kilómetros de Jerusalén, conversando de todo lo que había pasado. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se les acercó y se puso a caminar a su lado, pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. Jesús les dijo: -¿Qué es lo que van conversando juntos por el camino?. Ellos se detuvieron, con la cara triste. Uno de ellos, llamado Cleofás, le contestó: -Cómo, ¿así que tú eres el único peregrino en Jerusalén que no sabe lo que pasó en estos días?. -¿Qué pasó?, preguntó Jesús. Le contestaron: -Todo ese asunto de Jesús Nazareno. Este hombre se manifestó como un profeta poderoso en obras y en palabras, aceptado tanto por Dios como por el pueblo entero. Hace unos días, los jefes de los sacerdotes y los jefes de nuestra nación lo hicieron condenar a muerte y clavar en la cruz. Nosotros esperábamos, creyendo que él era el que ha de libertar a Israel; pero a todo esto van dos días que sucedieron estas cosas. En realidad, algunas mujeres de nuestro grupo nos dejaron sorprendidos. Fueron muy de mañana al sepulcro y, al no hallar su cuerpo, volvieron a contarnos que se les habían aparecido unos ángeles que decían que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y hallaron todo tal como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron.

Entonces Jesús les dijo: -¡Qué poco entienden ustedes y cuánto les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas!, ¿no tenía que ser así y que el Cristo padeciera para entrar en su gloria?. Y comenzando por Moisés y recorriendo todos los profetas, les interpretó todo lo que las Escrituras decían sobre él. Cuando ya estaban cerca del pueblo al que ellos iban, el aparentó seguir adelante. Pero le insistieron, diciéndole: Quédate con nosotros, porque cae la tarde y se termina el día. Entró entonces para quedarse con ellos. Una vez que estuvo a la mesa con ellos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. En ese momento se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero ya había desaparecido. Se dijeron uno al otro: -¿No sentíamos arder nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?. Y en ese mismo momento se levantaron para volver a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los de su grupo. Estos les dijeron: -¡Es verdad! El Señor resucitó y se dejó ver por Simón. Ellos por su parte, contaron lo sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. (Lucas 24, 13-35). Como en toda la Biblia, encontramos muchísima riqueza en este relato de Los Discípulos de Emaús. Una de las cosas que nos enseña es que hay tres niveles para conocer a Jesús. El primer nivel es Cristo de la historia; el segundo es Cristo de la fe y el tercero Cristo de la vida. Antes que nada, Jesús es el que toma la iniciativa, los ve y se une con ellos, les pregunta “¿de qué hablan?”, y después de contestarle se puede imaginar un poco de buen humor cuando responde “¿qué pasó?”; la pregunta es para que los caminantes, los discípulos, expongan su comprensión de la situación, la expliquen. Jesús los acepta tal como están y acepta su nivel de fe. Lo que le relatan a Jesús es suficiente para saber que están en el primer nivel: Jesús de la historia. Cristo o Jesús de la historia es conocer todos los datos históricos de su vida (versículos 18-24). Cleofás le relata todo lo sucedido y nosotros en este nivel podemos incluir más detalles todavía, podemos hablar de su nacimiento, los milagros que hizo y hasta repetir algunos dichos que nos han gustado, pero no tenemos mucha fe ni entendimiento, somos de los famosos “católicos pero no practicantes”. Jesús de la fe es cuando nos impresiona una homilía, una lectura de la Biblia o un libro religioso, por ejemplo. Vamos a Misa, frecuentamos los sacramentos y nos

involucrarnos en alguna actividad de nuestra parroquia. Esto lo vemos en los versículos 27 al 29 y en el 32, los cuales explican que nuestra fe existe pero es débil y se puede perder con cualquier tentación: algo tan sencillo como preferir descansar que asistir a Misa. Se llega al tercer nivel cuando hay un encuentro personal con Cristo. Los dos discípulos estaban con Él, hablaban juntos, caminaban juntos, hasta sintieron su corazón arder cuando les hablaba en el camino, pero no fue suficiente, faltaba algo, “algo impedía que sus ojos lo reconocieran”. Lo que faltaba era un encuentro personal con Jesús (versículos 30 y 31). A ellos se les concedió este encuentro personal con Jesús en la partida del Pan, en la Eucaristía. Muchos experimentamos este tipo de encuentro a través de retiros, de la oración, una Hora Santa, una homilia, o de leer la Biblia, Jesús no tiene límite de cómo hacerlo con nosotros. El resultado de este encuentro con Jesús fue que regresaron a Jerusalén, a la Iglesia, en donde los Apóstoles estaban reunidos, dieron su testimonio, contaron lo sucedido en el camino y cómo le habían reconocido al partir el pan. Esta experiencia hizo que su fé creciera y madurara. Otra lección que podemos sacar de este pasaje es que la Biblia necesita ser entendida y creída. Cleofás y su compañero no son novatos, conocen las Escrituras pero no muy bien y su fe tampoco es muy profunda. Jesús les reprocha esto: “¡Qué poco entienden ustedes y cuánto les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas!”. El Señor se aprovecha de la situación y les explica las Escrituras: “-Y comenzando por Moisés y recorriendo todos los profetas, les interpretó todo lo que las Escrituras decían sobre él”. Todos somos llamados a ser profetas (Jeremías 1, 5; Mateo 28, 19-20; Marcos 16, 15-16). El hecho de ser bautizados nos da el derecho, la obligación y la dicha de vivir el triple ministerio de Jesús como sacerdotes, profetas y reyes. El llamado a ser testigos de Jesucristo no es suficiente para lanzarnos en cualquier dirección. Primero se necesita un conocimiento fundamental de la fe. La formación puede variar según la función que se nos pide. Cristo es misionero orante, el primero y fundamental. La Iglesia es, por su misma naturaleza, misionera y orante; a manera de Jesús (Mateo 28, 18-20).

La Iglesia es la comunidad de creyentes de los que, unidos a Cristo por el bautismo, participan de su misma misión. En esa comunidad hay carismas y funciones distintas, sin embargo, la vocación misionera es común a todos pero varea la forma de realizarla. Uno de los misterios más importantes en la vida cristiana es que hemos sido llamados para producir en nosotros la imagen de Jesús, o sea, que seamos otros Cristos en el mundo de hoy (cf. Romanos 8, 29). Esto se logra siendo, primero discípulos y luego testigos de Cristo, llevando su Palabra a los confines del mundo, haciendo su voluntad y cumpliendo la misión asignada a nosotros. Todas las enseñanzas que nos da esta página de la Biblia son el objeto de este libro. Como seguidores de Cristo siempre hay lugar para acercarnos más y más a Él; siempre hay lugar para crecer, para mejorar y para tener el primero, el segundo y seguir hasta llegar al último encuentro personal con nuestro Salvador Jesucristo. Así seremos discípulos a manera de Jesús. “A los que de antemano conoció, también los destinó a ser como su Hijo y semejantes a él, a fin de que sea él primogénito en medio de numerosos hermanos” (Romanos 8, 29).

Capitulo 4: UN MORTAL PECADO ¿Cuál es el peor pecado del mundo? “Avaricia”, uno puede contestar pero eso no va a lo profundo. Los gobernantes son avariciosos, eso explica los problemas con otras naciones, problemas dentro de su propio país y problemas con la Iglesia. No tendríamos guerras si la gente no fuera avariciosa. No habríamos tenido escándalos como el de Peña Nieto, Trump y Maduro. Los problemas que resultaron de de la guerra en Siria, el Medio Oriente y África fueron y son consecuencias de la avaricia. Tampoco tendríamos terrorismo, drogadicción, alcoholismo, prostitución, demandas y muchas de las matanzas si no fuera por la avaricia. Se está desarrollando una guerra de enorme magnitud en la cual los dos partidos declaran que luchan en nombre de Dios. ¿A qué hemos llegado? Pero la avaricia es solamente un síntoma de la causa. Cuando un muro cae no hay que ver el ladrillo sino los cimientos. Cuando un árbol no da fruta buena no hay que ver las hojas sino las raíces. La causa de todos los problemas del mundo está en la raíz y cuando uno analiza la raíz es fácil encontrar el verdadero problema: NO HAY FE. La falta de fe es la causa de casi todos los problemas del mundo. Si tuviéramos fe ¿tendríamos tantos divorcios en el mundo? Con fe no habría más abortos. Si tuviéramos fe no habría necesidad de huelgas o de paros de trabajo. Si tuviéramos fe nuestro gobierno sería diferente. ¿Tenemos fe en el partido que gobierna nuestro país? ¿Tienes confianza en los que te venden carne, verduras, frutas, pollo, azúcar, huevos y tortillas? ¿No hay ocasiones en que dudas de su calidad o que hayan sido pesados correctamente? ¿Cuántos sacerdotes y obispos han tenido más fe en el poder de un presidente municipal, un gobernador o un político que en el poder de la oración? Hasta hay situaciones en que no le tenemos fe al sacerdote ni al Dios que él proclama. La gente no profesa lo que dice que cree. “…Por lo tanto, busquen primero el Reino y la justicia de Dios, y esas cosas vendrán por añadidura” (Mateo 6, 33). A algunos les cuesta admitir que Jesús tuviera fe, porque piensan que Él, siendo Dios tenía fe perfecta o no la necesitaba. Sin embargo, Jesús como hombre sí tenía fe y sí tenía una fe que fue creciendo y madurando a través de los años hasta que llegó a la perfección. La fe que Jesús tenía en el Padre le llevaba a estar en constante comunicación con Él, buscando siempre conocer y cumplir su voluntad. Esto lo hacía con una total familiaridad y confianza en su Padre. Esta actitud de Jesús es el modelo a seguir para todo el que tenga fe en Él. La fe en el Padre da el valor para aceptar su voluntad en los

momentos difíciles. Jesús es el primero de los creyentes y nosotros hemos de recorrer su mismo camino con la misma actitud. Él es el auténtico creyente en Dios. Jesús es el que promueve entre los hombres una nueva fe, una fe valiente que arriesga todo para hacer la voluntad de Dios. Él es el hombre total porque ha sido el creyente total. En la carta a los hebreos se nos dice: "Levantemos la mirada hacia Jesús, el que motiva nuestra fe y la lleva a la perfección..” (Hebreos 12, 2). ¿Cómo motiva nuestra fe? La motiva con su ejemplo. Este modelo perfecto experimentó en su propia vida una situación humanamente muy dura, tuvo que elegir entre el gozo y la cruz, tuvo muchísimas tentaciones que superó con su fe, tuvo que luchar consigo hasta el final para cumplir la voluntad del Padre. Su vida fue un recorrido en la obscuridad de la noche pasando por la contradicción; tiempos de lágrimas, de súplicas y dolores. Pero también pasó tiempos de alegría, de gozo y de felicidad. Su miedo y confusión fueron superados por la fe y transformados en amor. Jesús es una señal de contradicción desde el pesebre a la cruz. Jesús mostró a un Dios diferente del que los fariseos y escribas enseñaban. Aquellos maestros y sacerdotes decían que a Dios no permitía que trabajaran en sábado, que Dios castigaba, que se contentaba con los sacrificios de animales y el incienso que le ofrecían. Y lo peor de todo: decían que Dios despreciaba a los pobres, ignorantes, enfermos, niños y viudas. El Nazareno le enseñó a todo el pueblo que Dios no quiere situaciones de opresión. El Señor manifestó que si hay pobreza es porque los ricos no comparten sus riquezas; si existe la ignorancia es porque los maestros no enseñan, si hay opresión es porque los gobernantes actúan mal. Él combate la hipocresía de los sacerdotes y maestros de la ley. La lucha de Jesús, es acerca de Dios, el mismo Dios de los judíos, no de una doctrina diferente sobre Dios. Jesús estaba de acuerdo con las cualidades de Dios que eran enseñadas pero no concordaban con el conocimiento real de Dios. Se rebeló contra los sacerdotes, no porque los principios estuvieran equivocados, sino porque consideraba intolerable que distorsionaran la verdad con sus enseñanzas. El Dios en el que creyó Jesús era muy distinto a la idea de Dios de la religión de su tiempo. Su revelación de Dios fue un escándalo tan grande para muchos de esa época que lo llevó a la muerte.

La cruz es la consecuencia de la fe de Jesús y su amor, la espiritualidad cristiana consiste en el seguimiento de Jesús, que tiene como consecuencia la cruz. Jesús vio que los hombres tenían diferentes y aún contrarias nociones de Dios. Y también vio que debido a esa diferencia de como se veía a Dios los sacerdotes permitían unas acciones contra la voluntad de Dios. Y precisamente por eso Jesús se dedicó a anunciar y denunciar la “religiosidad popular” de sus días. El Pecado Original tuvo inicio con una desconfianza. Adán y Eva comenzaron a dudar de Dios y luego eso los llevó a la desobediencia y al pecado. Hoy, algunos de nosotros no confiamos en Dios, pensamos que Él nos está haciendo tranza. Creemos que las promesas del Señor Jesús eran para la Iglesia primitiva y no para nosotros, o, pensamos que sus promesas son exageradas. Pensamos que lo que prometió Cristo es algo simbólico. Esa desconfianza que le tenemos a Dios puede fácilmente llevarnos a ocultar, negar o desconocer la verdad. Y la verdad es que solamente el que cree en el Señor “… hará las mismas cosas que yo hago, y aún hará cosas mayores” (Juan 14, 12). Estamos en una situación muy similar a la que se encontraba el pueblo hace 2000 años. Hay unos que nos dicen que Dios no actúa hoy como en tiempos pasados porque no hay necesidad; que éstos son tiempos modernos. Dios es igual ayer, hoy y siempre. Son algunos que al no aceptar a Dios tal como es, lo quieren modernizar a su propia imagen y semejanza. Dios todo el tiempo está dando de sí mismo y eso incluye sus prodigios. Unos todavía creen que Dios está muy lejos y el único modo de llegar a Él es encendiéndole velas a los santos. Los santos, para algunas de estas personas, son más poderosos que Dios y es más fácil identificarse con un santo que con Cristo. Todavía hay personas que dicen que ser pobre es un castigo de Dios; muchos de ellos lo usan como un pretexto para no salir de la pobreza. Dios ama y necesita de pobres y ricos igual, de obreros y abogados, de amas de casa y profesionales. Dios sigue exigiendo que los ricos compartan su riqueza y nos habla de las injusticias que existen en el trabajo, en el gobierno, en las escuelas y aún en la Iglesia. Existen sacerdotes que permiten -contra su mejor juicio- prácticas de idolatría porque eso es lo que la gente acostumbra. “…¿Por qué son ustedes tan miedosos? ¿Todavía no tienen fe?” (Marcos 4, 40). Nos habla el Señor Jesús de una Evangelización Nueva: que su pueblo está sediento de recibirla para poder conocer a Jesús mejor y acercarse más a Él. A través del

Concilio Vaticano II abrió las puertas para que nosotros los laicos participemos con mayor empeño; el Concilio nos ha dado a los laicos nuestro debido lugar en la Iglesia. No más nos falta tomarlo. La Iglesia fue creada para llevar el Evangelio de Cristo Jesús a todo el mundo. ¿Estamos presentando ese Evangelio en su totalidad, con el poder de Dios, o solamente es una proclamación de la historia que sucedió hace 2000 años? El secreto de la evangelización es compartir la pobreza igual que la riqueza, lo poco o lo mucho que sabemos pero siempre hay que contar “… lo que el Señor ha hecho contigo y cómo ha tenido compasión de ti” (Marcos 5, 19). Hay algunos sacerdotes hoy en día que están pasando una crisis de fe muy dura, hablan de lo que aprendieron en el seminario y no lo que han experimentado; no saben compartir de lo profundo de su corazón. Los sacerdotes no tienen el papel de transmitir teorías o ideas abstractas, sino de testificar lo que han visto y oído. “…cuenta todo lo que Dios ha hecho por ti…” (Lucas 8, 39). Para evangelizar efectivamente hay que compartir la experiencia no solo el texto. El Papa Pablo VI decía que hoy el pueblo de Dios necesita más testigos que maestros. Pero la peor crisis de fe la estamos experimentando nosotros los laicos porque estamos satisfechos con lo poco que hacemos y sabemos, lo cual se nos hace más que suficiente. Se ha dicho que menos del diez por ciento de católicos van a misa los domingos. ¡Qué lástima! Como dijo San Agustín, “Si nos ponemos a pensar en lo que Dios ha hecho por nosotros no hay más que darle infinitas gracias. Y si nos ponemos a pensar en lo que nosotros hemos hecho por Dios no nos queda más que arrodillarnos y pedirle perdón”. El Señor Jesús nos indica el camino cuando dice: "Vine a traer fuego a la tierra, ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lucas 12, 49). Nos pide también que sigamos ese mismo camino y “traer fuego” y hacer “arder” a nuestra familia, nuestros vecinos y hasta nuestros sacerdotes, si fuese necesario. Si no lo intentamos escucharemos otras palabras todavía más fuertes de la boca de nuestro Dios: "Yo sé lo que vales; no eres ni frío ni caliente; ojalá fueras lo uno o lo otro. Desgraciadamente eres tibio, ni frío ni caliente, y por eso voy a vomitarte de mi boca” (Apocalipsis 3, 15-16). La Renovación que se ha manifestado en los últimos 50 años es para quienes tienen sed de esa agua "del manantial del agua de la vida” (Apocalipsis 21,6). Esta Renovación o Nueva Evangelización es para quienes quieren una vida nueva, la misma experiencia que millones de católicos están experimentando, y que también

experimentaron los discípulos en ese primer Pentecostés: la vida en el Espíritu (Hechos 2). Sin embargo no basta con tener la “experiencia” sino que hay que crecer en la fe, llegando a ser santos porque esa es nuestra llamada. Creer en Jesús y creerle a Jesús es fundamentalmente creer en lo que Él creyó y esperar la gloria que Él esperó y alcanzó. La fe de Jesús nos enseña a afrontar a los anticristos y denunciarlos junto con la injusticia, opresión y el resto del mal que encontramos. También la fe de Jesús nos revela al Dios verdadero, el Dios que nos creó, el Dios que es nuestro Padre amoroso. Por su humanidad, Jesús es el Camino para llevarnos a creer en Dios como Él creyó y dejar que Dios sea nuestro Padre. Un día le llevaron a Jesús un niño que padecía de epilepsia. Los discípulos no habían podido curarlo y Jesús se enojó y los regañó, "¡Qué generación tan incrédula! ¿Hastacuándo tendré que estar con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos?” (Marcos 9, 19). Y Jesús sana al muchacho después de decirle al padre, "Por qué dices: si puedes? Todo es posible para el que cree” (Marcos 9, 23). Nos enseña con este ejemplo que hay mucho poder en la fe. Jesús tiene una fe ilimitada y por eso puede curar al jovencito. La fuerza con que Él actúa es la fuerza de Dios en el poder del Espíritu Santo que anida en nosotros por nuestro bautismo. En la pasión de Jesús, la tentación prueba a su fe más que nunca. La fe de Jesús entra en una tentación sumamente fuerte. Por un lado está enfrentando la muerte; por el otro Él puede huir. ¿En dónde está ese Dios que fue su compañero en la dulzura de la vida? Parece que lo ha abandonado. ¿Qué hacer?, ¿qué pensar? Todo es obscuro, no hay claridad. ¿Hay que abandonarse totalmente a ese Dios que aparentemente no está? ¿Ciegamente?, ¿se puede huir? Jesús supera la tentación con la misma actitud de siempre: "Padre, si quieres, aparta de mí esta prueba. Sin embargo, que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lucas 22, 42). Esta fue la crisis de fe más severa que tuvo Jesús. Así podemos medir nuestra fe personal. Jesús es nuestro modelo y medida. Pero no hay que desesperarse, porque Jesús sale a nuestro encuentro exactamente en donde estamos -con poca o mucha fe- nos toma de la mano y nos lleva caminando con Él en una jornada de crecimiento en esa fe. Podemos decir como dijo el papá del niño que sanó Jesús: "Creo, ¡pero ayuda mi poca fe!” (Marcos 9, 24). Tener fe es creer en Jesús y creerle a Jesús. Vamos a medir nuestra fe con las palabras de Jesús que se encuentran en la Biblia. Jesús sacudió profundamente a sus

seguidores cuando proclamó que su carne es comida verdadera y su sangre bebida verdadera (Juan 6, 55). No solo comía con ellos, sino que Él mismo sería su comida. ¿Cómo podía ser esto? Era fácil responder a los milagros de Jesús y a sus enseñanzas que daban ánimo, pero no era fácil aceptar estas palabras. Muchos de sus seguidores se fueron, pero sus discípulos buscaron entender el significado de lo que Jesús decía. ¿Dónde te encuentras tú? ¿Aceptas estas palabras de Jesús como verdaderas? ¿Crees con todo tu corazón que Jesús está presente en la Hostia Consagrada? ¿De veras crees que Jesús está vivo? Bueno, déjame hacerte otra pregunta. ¿Qué tan frecuentemente vas a misa? Si Jesús, que es Dios está presente en ese altar y en la Hostia consagrada lo crees con todo tu corazón hay que asistir a misa frecuentemente con una actitud de atención, temor, asombro, admiración y sobre todo de amor. ¿Qué te cuesta? ¿Cuánto pagarías para oír en persona a tu cantante favorito? ¿Por qué no le dedicas más tiempo a Dios, tu creador? Todos tenemos fe. La fe fue uno de los dones que recibimos cuando fuimos bautizados. En ese sacramento tan hermoso que nos ha otorgado el Señor, Él nos da la fe. Dios da la luz de la fe pero nosotros tenemos que tenerla encendida todo el tiempo. "Ustedes son luz para el mundo…No se enciende una lámpara para esconderla en un tiesto, sino para ponerla en un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa. Así, pues, debe brillar su luz ante los hombres, para que vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre de ustedes que está en los Cielos” (Mateo 5, 14-16). Nos pertenece a nosotros desarrollar esa fe: hacerla crecer. A la fe le pertenece dejar a Dios ser Dios. Por eso hay que estar dispuestos, como Jesús lo fue, de hacer la voluntad de Dios en todo hasta el fin, incluso morir por Él si se nos pide eso. Nos dice Santiago que hay que mostrar nuestra fe con hechos. "Hermanos ¿qué provecho saca uno cuando dice que tiene fe, pero no la demuestra con su manera de actuar? ¿Será esa fe la que lo salvará? Si a un hermano o a una hermana les falta la ropa y el pan de cada día, y uno de ustedes les dice «Que les vaya bien; que no sientan frío ni hambre», sin darles lo que necesitan, ¿de qué les sirve? Así pasa con la fe: si no se demuestra por la manera de actuar, está completamente muerta” (Santiago 2, 14-17). Y la fe que mueve montañas no es suficiente, hay que tener fe que transforma al hombre, principalmente a uno mismo. Lo que nos va a salvar es la fe en Jesucristo y como la mostramos.

"Porque si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo. Al que cree de corazón, Dios lo recibe; y el que proclama con los labios, se salva. En efecto el que invoque el Nombre del Señor se salvará. Pero, ¿cómo invocarían al Señor sin antes haber creído en él? Y ¿cómo escucharán si no hay quien predique? Y ¿cómo saldrán a predicar sin ser enviados? (…) Por tanto, la fe nace de una predicación, y la predicación se arraiga en la palabra de Cristo” (Romanos 10, 9-10. 13-15. 17).

Capitulo 5: LA ORACIÓN Sabemos que hay un Dios que nos ama y ve por nosotros, que es omnipotente y nos puede dar todo. Hemos leído la Biblia para saber algunas cosas que nos dice, como: “Porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y el que llame a una puerta, se le abrirá” (Lucas 11, 10). A menudo nos desesperamos o desilusionamos cuando nuestras peticiones no son contestadas como pensamos que deberían ser, ¿qué dice San Pablo de esto? : “Además el Espíritu nos viene a socorrer en nuestra debilidad; porque no sabemos pedir de la manera que se debe, pero el propio Espíritu intercede por nosotros con gemidos que no se pueden expresar. Y aquel que penetra los secretos más íntimos, conoce los anhelos del Espíritu cuando ruega por los santos según la manera de Dios” (Romanos 8, 26-27). La oración es nuestro vinculo con Dios, es una herramienta muy poderosa y siempre la escucha nuestro Padre. No la contesta todo el tiempo como nosotros quisiéramos, pero sí la contesta con un “sí”, un “no”, o un “espera”, además -hablando espiritualmente—Dios siendo nuestro Padre tiene la obligación de escuchar nuestra oración. Más aún, tiene la obligación de darnos lo que necesitamos, pero también tiene la obligación, como Padre Amoroso, de negarnos lo que nos va a dañar, aunque se lo pidamos. Puede posponer darnos lo que necesitamos hasta el momento propicio. Así, hay que pedirle todo lo que deseamos pero dejar los resultados en sus divinas manos: que se haga su voluntad, no la nuestra (Mateo 26, 39). Orar es ponernos ante Dios con las manos vacías, abiertas y las palmas hacia arriba, así Dios puede, si le permitimos, poner algo en nuestras manos, quitar algo o dejarlas igual. Un día nos quita algo y lo repone con algo mejor. Otro día nos dejará igual, sin poner ni quitar nada. En otra ocasión nos puede quitar sin reponer o dar sin quitar. Lo hace para saber qué tan apegados estamos a lo que tenemos. Dándole permiso de hacer lo que sea su voluntad, es la manera de demostrar nuestro amor y humildad. Que Él haga de nuestra oración y vida lo que quiera. Cuando sinceramente nos ponemos en las manos de Dios y estamos dispuestos a hacer su voluntad entonces podemos pedir todo lo que nuestro corazón anhela y Él nos dará todo lo que le pidamos (Juan 15, 16; 16, 24).

Nuestro Padre Dios sabe lo que necesitamos y ya nos lo ha dado (Mateo 6, 8). Lo que Él quiere de nosotros es un corazón humilde, un corazón orante (Salmo 51, 19). Podemos demostrar nuestro amor a Dios con la oración unida a su voluntad. La oración es una relación personal entre tú y Dios, es una conversación entre ambos así que hay que escuchar, no solamente hablar. La oración es primeramente obra del Espíritu Santo en la mente y corazón de la persona que está orando, no es un acto espiritual que comienza con uno y termina con Dios, todo lo contrario, es una acción que inicia Dios en la mente y el corazón de la persona y termina en y con Dios. Entonces, la oración es como un circulo que inicia y termina en y con la misma persona: Dios. En realidad, la oración es un don de Dios, una gracia que Dios nos da a todos sin excepción, es por eso que todo cristiano es capaz de hacer oración ya que los dones se dan en la medida que uno los pida, se disponga a recibirlos y sean necesarios no sólo para la persona que los solicita, sino también para la comunidad en que vive. Jesús nos dice que el Padre busca personas que oren de una manera muy especial, “en espíritu y en verdad” (Juan 4, 23-24). Dios da sus dones cuando sabe que serán bien recibidos (no como resultado de autosuficiencia), con humildad y no necesariamente para nuestro propio uso sino para la edificación de la Iglesia y que no nos enorgulleceremos con ellos, alejándonos así de Él. Es la humildad expresada y actualizada en la petición, la que nos dispone a recibir los dones que Dios quiere darnos, por eso los humildes piden, y crecen rápidamente en la gracia, con gran sencillez y seguridad (cf. Lucas 18, 9-14). Necesitamos orar porque venimos de Dios y estamos llamados a regresar a Dios. Por eso hay que mantener las vías de comunicación abiertas entre nosotros y Dios. Se debe dedicar tiempo cada día para estar con Él, hablarle y escucharle. Lo que le digas debe venir de tu corazón, de tus experiencias de la vida, sean agradables o desagradables; todo se lo debes decir con sinceridad, sencillez y sin tratar de ocultarle nada, como si no supiera nada. Aunque lo sabe todo. Quienes ven la oración como una actividad del hombre aunque sea hecha con la ayuda de la Gracia Divina, fácilmente dejan de orar cuando se ven cansados o distraídos o cuando ponen demasiado valor en los métodos y hacen vanas evaluaciones de sus oraciones. Por ejemplo, al terminar de orar se felicitan por haber “hecho una buena oración” o piensan: “hoy no me salió muy bien” según su opinión. Una oración poderosa, valiente y agradable a Dios contiene ciertos ingredientes: primero la alabanza. Alabar a Dios es narrar sus maravillas, exaltarlo, bendecirle,

darle honor y gloria, santificar su Nombre, etc. Después de alabar a Dios hay que darle gracias y no hay que confundir “alabar” con “agradecer”. Alabamos a Dios por lo que ES; le damos gracias por lo que HACE. En nuestra oración le damos gracias a Dios porque Él existe, porque nos ha creado a su imagen y semejanza, porque nos ama y ve por nosotros, que somos sus hijos. Damos gracias también por la vida y nuestro bienestar: la comida, la ropa, la casa, el trabajo, la salud y por la naturaleza con toda su belleza. Dar gracias por nuestras familias, amigos, vecinos, compañeros, sacerdotes y hasta por nuestros enemigos y los que no nos caen bien, hay que dar gracias por todo y todos. También hay que agradecer por el amanecer, el cual es el vivo reflejo de un día nuevo que Dios nos ha dado. “Sí, alma mía, bendice al Señor, y no olvides tantos beneficios de su mano” (Salmo 103, 2). Y, ¿por qué no? dar gracias por lo que no tenemos, pero es importante que demos gracias con nuestras propias palabras. Al final de nuestra oración debemos hacer las peticiones. Una sincera oración contiene intercesiones. Hay que pedir por familiares, amigos y toda la gente que es parte de nuestra vida, incluso enemigos (Mateo 5, 44). Es permitido recordarle a Dios la situación actual admitiendo nuestras debilidades y que no se puede hacer nada sin la voluntad del Todopoderoso. Hay que ser humildes en nuestra oración. “Cuanto más grande seas, más debes humillarte, y el Señor te mirará con agrado”(Eclesiástico 3, 18). Si no tienes experiencia y no sabes cómo orar comienza con hablarle a Dios como le hablas a un amigo. “En cualquier circunstancia recurran a la oración y a la súplica, junto a la acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios” (Filipenses 4, 6). Es necesario tomar un tiempo cada día para hacer tus oraciones. Al principio rezar unos 20 minutos será difícil si uno no esta acostumbrado pero con la práctica una hora se irá rápido y pasará el tiempo tan pronto que no te darás cuenta. Y Dios, siempre fiel, te hará rendir tu día. Recuerda que lo importante no es la cantidad de tiempo que oras sino la entrega de ti mismo que haces en la oración. Muchos se levantan una hora más temprano o se acuestan un poco más tarde y dedican ese tiempo a la oración. Si eres uno de ellos, que ven la televisión o pasas mucho tiempo en las redes sociales, sacrifica parte de ese tiempo para la oración. Dios te bendecirá sin medida. La oración no es la finalidad de la vida espiritual, sino una ayuda para acercarnos a Dios. San Juan de la Cruz dijo que al principio oramos como nosotros queremos pero

llega el momento en que nuestra oración ya no es nuestra sino del Espíritu que ora en nosotros. El Señor Jesús nos dice en el Evangelio de san Juan: “Pero llega la hora, y ya estamos en ella, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Son esos adoradores a los que busca el Padre” (Juan 4, 2324). Orar en espíritu y verdad es entrar en el misterio de Dios; rendir culto a Dios nos permite contemplar la realidad tal como es, nos hace notar como Jesús vio que el Padre está en todo y haciendo todo. “Yo digo lo que he visto en mi Padre…” (Juan 8, 38). Hemos dicho que la oración contiene ciertos ingredientes: alabanza, dar gracias, segmentos de la Biblia, y peticiones. También se puede decir que los diferentes tipos de oración son: alabanza, acción de gracias, lecturas bíblicas, peticiones y podemos agregar silencio y meditación entre las clases. No se puede hablar de la oración sin tomar en cuenta que hay varios tipos de ella: la comunitaria, la privada, la formal, la informal, la espontánea, entre otras. Unos ejemplos de la oración comunitaria serían la Eucaristía, la Liturgia de Las Horas (rezada en comunidad), las celebraciones de los Sacramentos y oraciones como el Rosario rezado en grupo y cualquier otra ocasión donde se unen varias personas a rezar. La oración privada es aquella que hacemos solos; la formal sería esa en la que usamos una formula o ciertas oraciones preestablecidas cada día, como la Misa y la Liturgia de las Horas. La oración informal es aquella en la cual usamos nuestras propias palabras para expresarnos según nuestros sentimientos en ese momento; y la espontánea es cuando invocamos el Nombre de Jesús o lo alabamos en varias ocasiones durante el transcurso del día. EL SILENCIO Al formar una relación íntima con Dios, le podemos hablar de cualquier cosa a cualquier hora del día o de la noche. Lo que es importante para nosotros es importante para Dios; Él siempre está dispuesto para escucharnos, más aun, nos habla en cada momento del día.

Habrá momentos en nuestra oración en los que no encontremos las palabras adecuadas para expresar nuestros sentimientos. En esos momentos, podemos estar ante Dios en el silencio, simplemente amándolo como dos enamorados sentados juntos sin decir nada. El simple hecho de estar juntos es más que suficiente para expresar el amor mutuo, esta forma de unión con Dios es excelente e ideal. No es necesario hacer oración todo el tiempo con palabras, se puede hacer con el silencio también. Hay que tener libertad completa del espíritu porque sin ella solo queda un espíritu de obligación que nos impide acercarnos a Jesús. Hay que aprender a estar a gusto con Dios, a no estar tensos, ni nerviosos, porque estamos en su presencia. MEDITACIÓN La meditación es una parte importante de la oración; en su forma más sencilla es, pensar en Dios y las cosas de Dios y esta tiene éxito únicamente cuando en verdad la persona se concentra. La fuente de la meditación puede ser la Biblia, un libro espiritual, puede venir de una inspiración de la naturaleza o un pensamiento de Dios, también lo que leemos nos puede iniciar y motivar a pensar en Dios y las cosas de Dios. La meditación es una parte esencial de la oración y siempre debe ser incluida en nuestra preparación espiritual. No importa la clase de oración que hagamos, lo importante es que sea sincera y que salga de nuestro corazón. Hay que dejar al Espíritu Santo actuar en nosotros y guiarnos en la oración y cuando así se hace, se convierte en una oración de “espíritu y verdad”. De este modo, nuestra oración va en busca de Cristo. Encontrar a Cristo en nuestra oración es el fin de ella. Es conveniente recalcar que muchos de los métodos de meditación ahora en uso no son oración, y pueden ser peligrosas porque nos enfocan en lo que no es Dios, incluso nos pueden introducir a dioses falsos. Algunas pueden ser una buena preparación para la oración porque conducen a uno a un estado de paz y tranquilidad. Algunas prácticas no son realmente oración pues suelen tratarse de introspección o de un encuentro con la energía cósmica. La oración cristiana nos puede llevar a la introspección pero todavía más importante nos lleva a un encuentro con Dios. Dios siempre tiene que ser el enfoque de nuestra oración, de otro modo, podríamos sentirnos decepcionados. Cuando hacemos oración por alguien o por alguna situación que nos preocupa y lo hacemos intensamente desde lo más profundo de nuestro ser puede suceder que Dios no sea el centro de nuestra oración sino

nuestra oración en sí. Nos enfocamos más en lo que nos tiene preocupados que en la presencia de Dios en esa situación o persona. Y esto está bien mientras que no perdemos lo esencial: Dios es lo principal. Si nuestra concentración está verdaderamente enfocada en Dios no nos distraemos, pero si enfocamos nuestra atención en una persona o situación se nos va la concentración que teníamos puesta en Dios (cf. Marcos 9, 2-8; Mateo 14, 25-31). Esto no quiere decir que orar por alguien o algo sea malo, al contrario, es bueno pero hay que pedirle al Señor Jesús que se haga presente a la persona o a la situación por la cual estamos orando. Que Él se encargue. También la oración incluye reconocimiento de que somos pecadores y hemos ofendido a nuestro Creador. Hay que admitir y arrepentirnos de nuestros pecados y pedir perdón por ellos. Para eso estableció el Señor Jesús el sacramento de Reconciliación.. En nuestra oración no es necesario tratar de “inventar” palabras únicas ni forzar la mente a recordar frases u oraciones que hemos leído en un libro. Cuando se nos acaban las palabras y ya no sabemos que decir la mejor oración que podemos hacer en ese momento es el Padre Nuestro y como no podemos estar sin la ayuda de nuestra Madre María, es provechoso seguir el Padre Nuestro con un Ave María y terminar con una Gloria. Pero estas se deben de hacer con reverencia, saboreando cada palabra, expresando con el corazón lo que se dice con la boca. Una cosa es pensar en Dios o hablar de Él como se hace en un curso de teología o una conversación sobre lo religioso y otra cosa muy diferente es hablarle a Dios, abrirse a Él, llorar en su presencia por la impotencia que se siente, la oscuridad del futuro, la pena del pasado y llenarse de interrogaciones: ¿hasta cuándo, Señor?, ¿porqué a mí, Señor?, o mejor un simple, ¿para qué?. Cuando le preguntamos por qué nos pasa algo, frecuentemente estamos pensando en nosotros mismos. Cuando preguntamos para qué nos pasa, buscamos la voluntad Divina: ¿qué quiere lograr de esta situación? No solo hay que cuestionar a Dios sino dejar que nos cuestione durante nuestra conversación. La oración nos hace alegres para cantar y ¿porqué no?, bailar delante de Él hasta que las lágrimas de amor, felicidad y de satisfacción de sentirse amados broten de nuestro corazón. La oración en este sentido nos engrandece por que nos saca de nuestro centro y nos lleva al Absoluto que está fuera, encima, a nuestro lado y dentro de nosotros. “Así seré yo en ellos y tú en mí, y alcanzarán la perfección en esta unidad” (Juan 17, 23).

Cada uno tiene un lugar favorito para hacer oración. A algunos se les hace difícil -si no imposible— cuando no tienen acceso a ese lugar, especialmente si están acostumbrados a estar ante una imagen favorita. Cuando uno deja que la oración sea guiada por el Espíritu Santo todo cambia: su lugar favorito y sus imágenes ya no son necesarios, las palabras y frases que han usado toda la vida tampoco son útiles. Cuando sucede esto es como la salida de Egipto de los israelitas a su libertad, a una vida nueva. Hay que salir de la esclavitud de la oración para gozar de la libertad que nos da “orar en espíritu y en verdad”. Jesús nos invita a pedir con perseverancia. No para que Dios sucumba a nuestros deseos, sino para que entremos mejor en sus pensamientos y deseos. La petición perseverante deja de ser egoísta cuando se vuelve oración, o sea, cuando nos eleva y acerca a Dios. Hay una conexión tal entre la oración y la santidad, ya que no puede existir la una sin la otra. Cuentan por allí de una señora que descubrió que su esposo le fue infiel. Ella oraba todos los días por su conversión. Pasó un tiempo y oía una voz diciéndole “perdón” y ella lo perdonó sin embargo, el continuó con su infidelidad. Pasó más tiempo orando y seguía escuchando “perdón, perdón, perdón”. Se molestó y le dijo a Dios que estaba cansada de perdonarlo y que él no cambiaba. El Señor le contestó: “pídele perdón por fallarle y no ser como él quiere que seas”. Lo hizo, comenzaron a dialogar y su esposo cambio. También sabemos que nada requiere y nada produce tanta humildad como la oración (cf. Job 38). Sin humildad es imposible avanzar en ella ya que nos revela nuestra pequeñez ante la grandeza de Dios. En ella se encuentra al Señor cuando humildemente, solo se le busca a Él y no se le exige nada. Frecuentemente queremos consuelo, ver luces brillantes, oír palabras reconfortantes, sentir bonito, tener sentimientos y lagrimas, pero todo eso puede ser vanidad. En la oración hay que buscar a Dios y solo a Él y nada más. Hay que estar como las vírgenes prudentes, esperando al esposo (Mateo 25, 1-13), como la viuda que es perseverante en pedir la justicia (Lucas 18, 1-8), como aquel que de noche le tocaba y molestaba a su amigo (Lucas 11, 5-13). Hay que tener con Dios tanta paciencia como la que Él tiene con nosotros. “Nos sentimos seguros hasta en las pruebas, sabiendo que de la prueba resulta la paciencia; de la paciencia, el mérito, y el mérito es motivo de esperanza…” (Romanos 5, 3-4). Entonces Dios nos puede iluminar, sonar campanas, darnos lagrimas y sentimientos sin buscarlos.

LA BIBLIA La Biblia es indispensable en nuestra oración. El estudio de Biblia es obligatorio para ser un buen discípulo a manera de Jesús. “Y me dijo: -Hijo de hombre, come lo que te presentaron, come este libro y anda a hablar a la gente de Israel. Abrí la boca y me hizo tragar el libro. Y me dijo: -Aliméntate y llena tus entrañas con este libro que te doy. Lo comí, pues, y en la boca lo sentí dulce como la miel” (Ezequiel 3, 1-3). Las Sagradas Escrituras contienen varios ejemplos de como hacer oración (Daniel 3; Ester 14, 4ss; Jeremías 12, 1-5; 15, 10-21). Los Salmos son excelentes para esto pero es importante que hagamos nuestras estas oraciones y Salmos. Hay tres elementos importantes para interpretar o escuchar bien lo que la Palabra de Dios nos dice: concentración, cuestionar y reflexión/aplicación. Estos tres elementos son básicos, sencillos e indispensables para sacarle provecho a cualquier lectura. Tenemos que desmenuzar para saborear, o sea, hay que ver los detalles y analizarlos uno por uno. Para poder concentrar hay que buscar un lugar tranquilo y un tiempo adecuado. Hay que quitar los ruidos externos e internos, es decir, pacificar nuestra mente y eliminar las distracciones como la televisión, la radio, niños jugando o hablando, etc. En este primer elemento está incluida la oración, la cual es necesaria antes de comenzar. Una oración al Espíritu Santo pidiendo iluminación puede salir del corazón o de cualquier libro de oraciones. Una alternativa para relajarse es respirar profundamente tres veces y dejar salir el aire despacio. Cada vez que exhala uno se imagina que sus pensamientos se van con el aire y su mente queda libre. La mente debe concentrarse en Jesús y su presencia, imaginar que Él está allí a tu lado, para platicar contigo. Está ahí como tu maestro. El segundo elemento es leer una historia o un relato despacio con la siguiente pregunta en mente “¿qué está diciendo el Señor?”. Se debe poner atención en cada palabra y su relación con las demás; hay que desmenuzar para saborear; hay que cuestionar y dejar que el Señor le cuestioné. Se deben tomar encuenta a las personas que aparecen en el relato. San Ignacio nos enseña a “considerar a las personas”, ¿quién son y qué hacen?, ¿qué dicen y qué piensan?. Es buena idea hacer una lista de los personajes que se mencionan: los principales y secundarios.

Los primeros intervienen directamente y los otros indirectamente pero ambos tienen que suscitar preguntas ya que la palabra de Dios nos cuestiona. El tercer elemento es la reflexión/aplicación. Se lee el relato por segunda vez para cuestionar “¿qué me esta diciendo Dios en lo personal?, ¿cuáles son los elementos importantes para una aplicación en mi vida?. Si es necesario se lee por tercera vez, con el fin de decirle a Dios cómo vas a responder, cómo vas a aplicar su Palabra a tu vida. Habrá momentos que al leer la Biblia algo resalte, el mensaje personal se hace bien claro. En casos así no es necesario hacer nada más que gozar de lo que te dice Dios y pedirle que te quite cualquier duda que tengas para poder entregarte en las manos del Espíritu Santo y que éste te guié en el camino correcto. Lo más importante de todo es leer la Biblia diariamente. Solamente así puedes conocer a Jesucristo ya que la Biblia es la historia de su vida y sus enseñanzas, es su propia revelación, la cual te ayudará no solamente a conocerlo mejor, sino a enamorarte de Él. Las maneras más comunes de oración de la Biblia son las peticiones, las alabanzas y la acción de gracias (cf. Salmos 103, 1-6; 116; 117; 139; 145; 150, etc.). Estas formas de oración no están contrapuestas, sino que se complementan. La petición prepara y anticipa la acción de gracias y es una alabanza, pues confiesa que Dios es bueno y fuente de todo bien; y la acción de gracias, brota del corazón creyente que pide a su Padre y que recibe todo bien como don de Él. Cuando uno es sincero en su agradecimiento, esa sinceridad lo lleva a la alabanza, a glorificar a Dios por su bondad y grandeza, por su amor y su misericordia, su paciencia y perdón. Se debe pedir en nombre de Jesús (Juan 14, 13; 15, 16; 16, 23-26; Efesios 5, 20; Colosenses 3, 17). Esto significa dos cosas: (1) orar al Padre con la misma actitud y sentimientos de Jesús, como hijo amado y participando de su Espíritu (Gálatas 4, 6; Romanos 5, 15; Efesios 5, 18-19), y (2) pedir a través de Jesús (Romanos 1, 8; 7, 25; 2ª Corintios 1, 20; Hebreos 13, 15; Hechos 4, 30), esto es, tomándolo como mediador y abogado (1ª Timoteo 2, 5; Hebreos 8, 6; 9, 15; 12, 24). En muchas ocasiones no sabemos como pedir (Romanos 8, 26), y pedimos mal (Santiago 4, 3) por eso Jesús nos manda al Espíritu Santo para intervenir en su nombre y enseñarnos como pedir (Juan 16, 23-24). El éxito de la oración implica una salida del “yo” que se convierte en el “tú” de Dios. El cristiano tiene la convicción de que cuando reza siempre lo hace en unión con

Cristo, en el Espíritu Santo, junto con todos los santos para el bien de la Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo. Con el crecimiento espiritual, nuestras peticiones se irán simplificando y universalizando y acabaremos pidiendo en perfecta docilidad al Espíritu sólo lo que Dios quiera que le pidamos. En fin, pidamos primero el don, del cual derivan todos los demás dones: pidamos el Espíritu Santo (Lucas 11, 13). La Virgen de Medugorie dijo: “La gente no sabe orar. Muchos van a la iglesia, a los santuarios solamente para ser sanados de sus males físicos, o para pedir gracias particulares, y nunca ahondan en la profundidad de la fe: esto es puro fatalismo. Poquísimos piden el don del Espíritu Santo. Lo más importante es pedir el Espíritu Santo; si tienen este don, no les faltará nada, y todo lo demás se les concederá”. También advierte que somos débiles porque es poca nuestra oración. “Hay muchos cristianos que son débiles, porque oran poco; otros que ya no creen, porque no hacen oración. Hay que volver a la oración. El mínimo de oración que debemos rezar es: el Credo, siete Padrenuestros, siete Avemarías y siete Glorias: cinco en honor de las llagas de Jesús, una por las intenciones del Santo Padre, y una para pedir el don del Espíritu Santo”. Glorificar a Dios Padre es la misión de Cristo en el mundo como Él mismo lo declara (Juan 17, 41), e igualmente es la misión de la Iglesia porque somos un linaje elegido, sacerdotes reales, nación santa, sacados de las tinieblas a la luz admirable (1 Pedro 2, 9). Somos un pueblo reunido en Cristo y con Él y con la fuerza del Espíritu Santo elevamos al Padre himnos y cánticos espirituales, agradeciendo todo a Dios (Efesios 5, 15-20; Salmo 150). El cristiano sin oración es como un niño muy pequeño que todavía no sabe hablar con su padre. Cuando los padres ven que su niño ya crecido no aprende a hablar, se preocupan y lo llevan al médico, pues piensan que debe de hablar porque es lo natural en un ser humano. De modo semejante el cristiano sin oración es un enfermo grave al no hablar con Dios su Padre, lo cual debiera ser lo más natural y esencial de la vida cristiana. Quien no puede hablar con Dios le falta práctica, fe o amor y sigue como un sordomudo a pesar de que haya sido bautizado y confirmado (Marcos 7, 31-35). Poco a poco hay que acostumbrase a hacer oración para poder entablar siempre esta comunicación con nuestro Padre. Muchos de nosotros sabemos rezar, pero no sabemos orar, lo cual resulta problemático. Pensamos que es lo mismo y no lo es.

Rezar es dirigir nuestras palabras a Dios sin dejarlo hablar con nosotros, por ejemplo, rezar un rosario por un difunto. Rezar, también es recitar unas oraciones de un libro sin concentrarse en su sentido (Mateo 6, 7). Orar es ponernos en la presencia de Dios y dejar que Él nos dirija la oración que quiere que salga de nuestro corazón; es dejar que el Espíritu Santo nos dirija su palabra según su deseo. Puede ser que en ese momento no tenga nada que decirnos así que debemos ser pacientes. Dios sabe lo que hace. "Confía en el Señor y haz el bien…pon tu alegría en el Señor, él hará lo que desea tu corazón. Pon tu porvenir en manos del Señor, confía en él y déjalo actuar. Cállate junto al Señor y espéralo” (Salmo 37, 3-5.7). Es muy probable que la oración comience con un rezo. Podemos rezar, sea un rosario, una oración de nuestro libro favorito o un Salmo y dejarnos guiar por el Espíritu para que Él transforme el rezo en oración. Cada cristiano católico debe darse tiempo cada día para rezar y orar a solas con Dios. Al principio, si uno no está acostumbrado, será difícil hacerlo por más de unos pocos minutos pero es esencial que esos pocos minutos vayan haciéndose más largos cada vez, hasta llegar a una hora o más. Una hora cada día no es mucho pedir, al contrario, es poco tiempo para dedicar a Dios en comparación con el tiempo que Él nos dedica. Estadísticas indican que el ser humano, en promedio, pasa 3 horas y 35 minutos diarios viendo la televisión, lo que equivale aproximadamente al 15% de su vida. Si vivimos 80 años, entonces pasamos casi 12 años de nuestra vida sin hacer nada productivo: inertes y estériles. Y esto sin tomar en cuenta las horas que se pasan en las redes sociales. Si dedicamos tanto tiempo a las redes sociales y a la televisión, ¿por qué no tomar una de esas horas y dedicarla a la oración? ARIDEZ Es bueno mencionar la aridez de la oración, que se conoce también como desierto. En la vida espiritual habrá tiempos en los cuales no podamos hacer oración a pesar del empeño que pongamos, nos esforzamos pero sin resultados, no podemos concentrarnos. Todo es como una hoja en blanco, siempre habrá tiempos así. Esta situación se puede comparar a una travesía intentando cruzar un desierto árido y seco, viaje que puede durar semanas o meses, sin embargo, no hay que perder

la esperanza sino esforzarse más para intentar hacer la oración aún en los tiempos más difíciles. Si no logramos la oración nuestro esfuerzo incansable le agrada a Dios y si no podemos hacer más que hojear la Biblia, Dios lo comprende. Hay que saber que es Dios quien está obrando en nosotros y durante este tiempo que estamos en el desierto Él esta “trabajando” tan profundo en nuestro ser que no sentimos nada. Días, semanas o meses después nos damos cuenta que hay cambios en nosotros, en nuestro modo de orar, pensar, hablar y ver las cosas. Son los resultados del desierto que hemos pasado, los resultados del Espíritu de Dios en nosotros. Constantemente le doy gracias a Dios por los cambios que Él ha logrado en mí a través de los años. Le doy gracias por su paciencia conmigo, por soportarme tanto. Como Cristo vino a este mundo para hacer la voluntad del Padre, Él se puede encontrar en cualquier lugar en donde se hace su voluntad: en el trabajo, en la casa, en el mandado, en la escuela, en la oración y en el silencio. Así que Cristo siempre está con nosotros cuando hacemos oración o intentamos hacerla. San Pablo nos instruye. “Vivan orando y suplicando. Oren en todo tiempo según les inspire el Espíritu. Velen en común y prosigan sus oraciones sin desanimarse nunca, intercediendo a favor de todos los hermanos” (Efesios 6, 18). Orar diariamente es indispensable en la vida de un cristiano. Sin la oración somos sujetos a nuestros propios caprichos y peor todavía, nos hacemos débiles y propensos a los ataques del diablo. Además, es necesario entregarnos en las manos del Señor y el Espíritu Santo antes de iniciar las actividades de cada día. Todos los cristianos debemos orar porque somos testigos y tenemos una misión en la cual sólo Dios nos puede guiar. Hoy más que nunca es necesario redescubrir que la oración, la vida sacramental, la meditación, el silencio de adoración, el trato de corazón a corazón con nuestro Señor y el ejercicio diario de las virtudes, todo esto es mucho más productivo que cualquier debate y es la condición para su eficacia. Repitiendo, para saber lo que Dios pide de nosotros hay que estar en dialogo con Él todos los días y la mejor manera de hacerlo es asistir diariamente a Misa.

Capitulo 6: LA EUCARISTÍA La mejor y más poderosa oración que se puede hacer es unirse con los hermanos en el Sacramento del Altar: la Santa Misa. Este medio nos hace partícipes en la vida divina de una manera muy especial. “La Eucaristía hace a la Iglesia” como lo escribió San Juan Pablo II. "…nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo: Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la Eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección…" (CIC 1000). Para el día de Navidad la oración colecta pide esta participación: "Dios nuestro, que de modo admirable creaste al hombre a tu imagen y semejanza, y de modo más admirable lo elevaste con el nacimiento de tu Hijo, concédenos participar de la vida divina de aquel que ha querido participar de nuestra humanidad”. "Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete Pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura" (cf CIC 1323; SC 47). Jesús instituyó la Eucaristía dando un sentido nuevo y definitivo a la bendición del pan y vino, convirtiéndolos en su Cuerpo y Sangre. Se llama Eucaristía porque es acción de gracias y recuerda las bendiciones judías y las nuestras que proclaman las obras de Dios: la creación, la redención y la santificación. La Santa Misa es el tiempo y lugar propicio para ofrecerle nuestra vida entera a Él que tomó nuestros pecados sobre Sí para nuestra salvación. Hay que morir con Cristo para poder resucitar con Cristo, por eso es importantísimo unirse con Él para ofrecernos al Padre. “Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén”. El sacerdote Nelson Medina dice: "No nos acercamos a la Eucaristía en primer lugar para expresar algo nuestro, ni siquiera la magnitud o claridad de la fe que tenemos: al altar vamos, por el contrario, como Iglesia siempre necesitada, que sabe

que nada puede sin el alimento celeste y sin el amor redentor que se hace presente en el “sagrado banquete, en que se recibe al mismo Cristo,” según expresión perfecta de Santo Tomás de Aquino". San Agustín en sus sermones sobre la Misa decía que el pan y el vino sobre el altar, santificados por obra y gracia del Espíritu Santo se convierten en el Cuerpo y Sangre de Jesucristo. Al recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor uno se convierte en lo que ha recibido. Nos hace pan, o sea, el Cuerpo de Cristo porque en ese Cuerpo aprendemos a valuar la unidad. "Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, vivificada por el Espíritu Santo y vivificante, conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático" (CIC 1392). (A los que están a punto de muerte, la Iglesia ofrece, además del sacramento de Unción de Enfermos, la Eucaristía como viático.) El pan consiste de muchos ingredientes los cuales son transformados: fuimos bautizados con agua, molidos con penitencia, ungidos con el fuego del Espíritu Santo. Esto es lo que entendía San Pablo, "Como uno es el pan, todos pasamos a ser un solo cuerpo, participando todos del único pan" (1ª Corintios 10, 17) y "Lo mismo nosotros, con ser muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo, y dependemos unos de otros" (Romanos 12, 5). Para san Agustín el cuerpo eucarístico es igual que el cuerpo que es Iglesia, no tiene sentido uno sin el otro. Algunos católicos no creen en la verdadera existencia o presencia de Jesús en la Eucaristía o la entienden, como la gran mayoría de los protestantes, como algo simbólico. La razón por esto es que ignoran o no creen totalmente en las Sagradas Escrituras y les falta fe. El Señor Jesús fue muy enfático y explícito cuando nos enseñó sobre darnos de comer de su cuerpo y beber de su sangre. En el Antiguo Testamento Dios facilitó a los israelitas un pan provisional, el maná. Con Jesús Dios Padre propone algo nuevo. El pan bajado del cielo no es algo, sino alguien: el mismo Jesús, el Cristo. Jesús aludió esto diciéndole a la muchedumbre, "Afánense, no por la comida de un día, sino por otra comida que permanece y con la cual uno tiene vida eterna. El Hijo del Hombre les da esta comida, él es al que el Padre, Dios, señaló con su propio sello" (Juan 6, 27). Los congregados en torno al Maestro Jesús lo cuestionan, lo enfrentan hostilmente. Le hablan de Moises y el maná. Le piden que demuestre sus obras. Jesús les contesta

que Dios es el que da el pan "El pan que Dios da es el que ha bajado del cielo y que da vida al mundo" (v 33). Ellos piden de ese pan y el Señor les dice: "Yo soy el pan de vida" (v 35). Jesús vuelve a repetir que Él es el pan de vida y agrega, "Vuestros antepasados, que comieron el maná en el desierto, murieron. Aquí tienen el pan que bajó del cielo para que lo coman y ya no mueran. Yo soy el pan vivo bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi carne, y la daré para vida del mundo" (v 48-51). Los judíos estaban desconcertados: "¿Cómo este hombre va a darnos a comer (su) carne?". Jesús les contesto, "En verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su sangre, no viven de verdad. El que come mi carne y bebe mi sangre, vive de vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es comida verdadera, y mi sangre es bebida verdadera. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él. Como el Padre, que vive, me envió, y yo vivo por él, así quien me come a mí tendrá de mí la vida. Este es el pan que ha bajado del cielo, no como el que comieron vuestros antepasados, los cuales murieron. El que coma este pan vivirá para siempre" (Juan 6, 53-58). Si le ponemos atención a estas palabras de Jesús podemos entender que lo que dice lo dice en serio: "En verdad les digo". Cuando el Señor quiere subrayar algo, lo repite y hay que notar las muchas veces que repite sus puntos importantes. Las palabras de Jesús son reales, son verdaderas aunque sean duras son ciertas. Hay que acordar que "Para Dios, nada será imposible" (Lucas 1, 37). Se puede ver que san Juan en su Evangelio le da su merecido espacio al tema de la Eucaristía, aunque no lo nombra así. También hay que recordar que esta discusión tomó lugar en la Casa de Oración, en Cafarnaún antes de que el Señor instituyó el Sacramento de la Eucaristía (la Santa Misa). Jesús quería preparar a la gente para lo que iba hacer. La Santa Misa fue instituida durante la cena Pascual de los judíos, la cual nosotros cristianos nombramos la Última Cena. Los tres Evangelios Synopticos (Mateo 26, 1735; Marcos 14, 12-25; Lucas 22, 14-38) cubren este evento, cada uno a su manera y con diferentes detalles. Lo que sigue es del Evangelio según san Marcos (14, 22-24: "Mientras estaban comiendo, Jesús tomó pan y, después de pronunciar la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: Tomen; esto es mi cuerpo. Después tomó una copa, dio gracias, se la entregó y todos bebieron de ella. Y les dijó: Esto es mi sangre, sangre de la alianza, sangre que será derramada por una muchedumbre".

El Señor Jesús es muy claro en decir que el pan es su cuerpo y el vino su sangre. No cabe duda que lo que predicó en el Evangelio de Juan lo está poniendo en práctica. Esta instituyendo la Eucaristía, que es la real presencia de Cristo Jesús, con toda su humanidad, divinidad, cuerpo y alma en el pan y vino consagrados. Esto se logra con sus palabras y en el poder del Espíritu Santo. Así que no es una ceremonia conmemorando un muerto, sino una celebración de vida: la vida real y la presencia real de Cristo Jesús en la Hostia y el Vino Consagrados. Es cierto que san Lucas tiene a Jesús diciendo "Hagan esto en memoria mía" (Lucas 22, 19). Con estas palabras Jesús autoriza la celebración de la Eucaristía, no como en memoria de un muerto, sino en memoria de Él. La Pascua judío se celebra para recordar la salvación del pueblo judío cuando Moises partió las aguas y los libró. Ahora la Iglesia celebra la Eucaristía recordando y dando gracias porque Jesús nos salvó de la muerte y nos da vida eterna. San Pablo habla de la real presencia de Jesús en el pan y la reverencia necesaria para comer y beber el cuerpo y sangre del Señor (1 Corintios 11, 24-29). Llega a la conclusión de que si comulga indignamente peca contra el cuerpo y sangre del Señor. Termina diciendo que uno puede comer y beber su propia condenación. Si la Eucaristía como la instituyó Jesús fuera puro simbolismo no sería grave comulgar sin la consciencia limpia. El Catecismo de la Iglesia Católica (1377 y 1378) nos instruye: "La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y de todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo (…). En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor…" San Agustín, en lo citado anteriormente, lleva el concepto de la unión del cuerpo eucarístico y el cuerpo que es Iglesia un paso más adelante al decir que esta unión nos llevará algún día a seguir la cabeza que es Cristo y a unirnos con Él. En otra reflexión, el santo hace un comentario sobre la cita bíblica de Juan 17, 19: “Y por ellos voy al sacrificio que me hace santo, para que ellos también sean santos en la verdad”.

Su explicación de este versículo es la siguiente: No puede decir otra cosa más que “los santifico porque son yo mismo, porque son miembros del cuerpo; la cabeza y el cuerpo son un solo Cristo”. Termina diciendo que los que santifica, los santifica en la verdad. Las palabras “en la verdad” tienen que decir lo mismo que “en mí”, porque Él es la Verdad. y “al santificarme, los santifico a ellos porque son Yo” (In Ioh., 108). Entonces podemos llegar a la misma conclusión que llegó san Agustín: “Será un solo Cristo amándose a sí mismo” (San Agustín Epist. Ad Parthos., P:L: 35, 2055). Será un solo Cristo, unido con el Padre y el Espíritu Santo y nosotros seremos parte de esa unión; eso es lo que significa la Eucaristía (cf. Juan 17, 21-22). Celebramos la vida completa del Señor Jesús, su nacimiento, pasión, muerte y resurrección. Él se ofrece a nosotros en la Comunión para que seamos uno con Él. ¿Será posible que al comulgar con Jesús estamos comulgando y recibiendo a nuestro prójimo, también? Hay que pensar y darnos cuenta que Dios Hijo se humilla al hacerse hombre, acepta la muerte clavado en la cruz, resucita y vuelve al lado del Padre porque es Dios Todopoderoso. Él no necesita de nada ni de nadie, todo lo tiene. Ese mismo Dios se humilla todavía más al tomar la forma de unos pedazos de pan y unas gotas de vino, sin duda alguna, ese Pan y Vino consagrados son el Cuerpo y Sangre de Jesús y lo maravilloso de todo esto es que el Todopoderoso, Dios Hijo, se humilla otra vez al invitarnos a entrar y morar en nuestro corazón. El mismo Dios Hijo que estaba presente con Dios Padre cuando creó el universo y todo lo que contiene, quiere hacerse uno con nosotros para que sea un solo Cristo amándose a sí mismo. Hay que mencionar los recientes milagros eucarísticos donde Hostias Sagradas se han hecho carne la cual bajo la examinación se descubre que la carne es de un corazón humano con características de varón como Jesús. Es un hecho que lo más que uno se entrega a Jesús durante la Misa, lo más se entrega Él en la Comunión. Para participar espiritualmente hay que estar preparados para recibir al Señor Jesús o sea, estar libre de pecado mortal, pecado grave. En la Comunión Él está presente en su totalidad, no solo su Cuerpo y Sangre sino toda su humanidad, divinidad, todo su ser.

Hay que reconocer esto, anticiparlo abriendo el corazón y la mente para participar en el misterio glorioso que nos ofrece Dios Padre: su Hijo en forma de una Hostia Consagrada. No tengas miedo de abrir tu corazón a Jesús. Pensamos ordinariamente que la unión con Cristo en la Comunión es pasajera; a veces nos lamentamos y decimos que quisiéramos que durara para siempre. San Juan nos habla de ello (6, 56) poniendo las palabras siguientes en la boca de Jesús: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él”. Jesús no viene de paso, como la visita de un médico que entra, comenta, receta y se va, al contrario, Jesús se queda. Él permanece en y con nosotros, su visita es permanente. Mira lo que dice al respecto: “Como el Padre, que vive, me envió, y yo vivo por él, así quien me come a mí tendrá de mí la vida”. Y no habla de vida humana, sino de la vida divina, de la vida eterna, su misma vida.Él oró que seamos uno con Él como Él y el Padre son uno (Juan 17, 21). Para entender esto mejor haremos una comparación de lo más natural: el proceso de alimentación. Cuando comemos, lo que se come se convierte en parte de nosotros a través de la digestión, asimilación y transformación. Se hace parte de nosotros porque es inferior y el metabolismo lo digiere y causa el cambio. Así lo que comemos al hacerse parte de nosotros alimenta el cuerpo para darle salud, fuerza, crecimiento y vida. Cuando recibimos la Hostia Santa el proceso es igual, con la diferencia que lo que comemos, el Cuerpo y Sangre de nuestro Señor, es superior a nosotros y nos hace parte de Él. En vez de que nosotros absorbamos el alimento (el Cuerpo y la Sangre de Jesús) el alimento (Jesús mismo) nos absorbe a nosotros y nos da salud espiritual, fuerza para superar tentaciones y seguir el Camino, crecimiento en la fe y sobre todo, vida divina. La Comunión es un verdadero alimento, y el alimento no puede alimentar sin una asimilación, sin una transformación. El amor siempre quiere la unión y en la unión perfecta encuentra su consumación definitiva. La Hostia Santa es un Don del Amor a su amada con el fin de que se transforme en Cristo. Jesús se dona a Sí mismo en la Comunión; no hay don más grande que éste. Jesús se da a todos sin excepción alguna. Es el pan de vida no solamente para los santos también para las Samaritanas, las Magdalenas y los hijos pródigos; las ovejas extraviadas que vuelven al redil. También es para los ciegos, los sordos y mudos que son sanados y perdonados por el mismo Jesús que los ama y los llama a esa unión santa. Es el pan de los niños, jóvenes, adultos, ancianos y los moribundos.

La Eucaristía es el don universal. Se da al niño inocente, se da a los jóvenes en medio de la lucha de las pasiones, se da a la madre soltera, se da al adulto sudando para ganar el pan de cada día y al anciano decrépito. Es el pan de todo hombre y mujer que quiere responder a la llamada que le hace el Novio amoroso. Espera a todos los convertidos y libres de pecado mortal. No solamente recibimos su Cuerpo y Sangre, sino su humanidad y divinidad, su Alma. Nos da su vida completa junto con la gracia santificante aumentada para ser más humanos y más divinos en nuestra manera de ser. Cuando Cristo se nos da a sí mismo en la Comunión también recibimos al Padre y al Espíritu Santo y como Dios, Trino y Uno, es la sustancia del cielo, todo el cielo viene a habitar en nuestra alma. La Hostia Santa es un don total por que en ella Jesús no solamente se nos da en la totalidad de su ser, sino también en la sustancia de sus misterios y en el mérito de sus virtudes. La Eucaristía es el mismo Jesús de las bienaventuranzas, es Jesús que con un gesto de mano sana a los paralíticos, los ciegos, sordos y mudos, es el mismísimo Jesús que con una sola palabra expulsa espíritus malos, calma tempestades, encadena los vientos y apacigua las olas; es Jesús que consuela los afligidos, cura enfermos, perdona pecadores y da esperanza y vida a los desesperados y muertos; sobre todo, Jesús Sacramentado es el que nació en un establo y que se perdió de niño en el Templo; es el mismo que fue coronado de espinas, abofeteado, escupido, flagelado, crucificado, muerto y resucitado. En la Eucaristía se nos da el Jesús “manso y humilde de corazón” (Mateo 11, 29), el Jesús de todos los tiempos. Jesús no se da hoy y mañana no, sino se da hoy, mañana, pasado mañana y por toda eternidad. Se da en la eternidad para todas las generaciones de todos los tiempos y en todas circunstancias. Se deja entrega con un beso traidor, con los brazos abiertos y extendidos para acoger a los pecadores, como nosotros, de este mundo. En la Eucaristía recibimos al Jesús eterno, rico en misericordia, el Alfa y la Omega (nuestro Creador y nuestro fin), el que ha de venir, el “Yo Soy” (Éxodo 3, 14), el que hará todo nuevo. Finalmente, es un don doloroso, es decir, que cuesta sacrificio, que supone inmolación. La Misa supone el calvario y para llegar a comulgar hay que aceptar la humillación, pasión, muerte, el sacrificio sangriento de Jesús y su gloriosa resurrección. No nos ha amado de broma ni como juego sino con amor infinito, con humildad, con la sangre que derramó, con la entrega de su propia vida.

Todo don exige correspondencia y, ¿cómo podemos corresponder al don tan grande y maravilloso de Jesús en la Hostia Consagrada?. “Les doy este mandamiento nuevo: que se amen unos a otros. Ustedes se amarán unos a otros como yo los he amado” (Juan 13, 34). Nuestro don también debería ser universal, por nuestra oración, participación en la Misa, por el sacrificio que hacemos, por nuestra entrega, debiéramos darnos a todos los hombres puesto que en todos ellos esta presente Cristo (Mateo 25, 40). Pero, sobre todo, nuestro don debiera ser fruto de nuestra inmolación y de nuestro sacrificio. Resolvámonos, pues, a ser generosos y a devolverle don por don, amor por amor, donación por donación, vida por vida.

Capitulo 7: LA MISIÓN Desde San Pedro, hasta hoy, los Papas han instruido a los fieles mediante diferentes Cartas. Estas Cartas son documentos de la Iglesia y sirven para educarnos, no solamente en la fe sino también en nuestros derechos, obligaciones y la manera de actuar en el mundo en que vivimos. Las siguientes citas de algunas de estos documentos nos sirven para entender nuestro papel en la Iglesia.. “La formación de los fieles laicos tiene como objetivo fundamental el descubrimiento cada vez más claro de la propia vocación y la disponibilidad siempre mayor para vivirla en el cumplimiento de la propia misión”. “Dios me llama y me envía como obrero a su viña; me llama y me envía a trabajar para el advenimiento de su Reino en la historia. Esta vocación y misión personal define la dignidad y la responsabilidad de cada fiel laico y constituye el punto de apoyo de toda la obra formativa, ordenada al reconocimiento gozoso y agradecido de tal dignidad y al desempeño fiel y generosos de tal responsabilidad”. "En efecto, Dios ha pensado en nosotros desde la eternidad y nos ha amado como personas únicas e irrepetibles, llamándonos a cada uno por nuestro nombre, como el buen pastor que “a sus ovejas las llama a cada una por su nombre” (Jn 10, 3). Pero el eterno plan de Dios se nos revela a cada uno sólo a través del desarrollo histórico de nuestra vida y de sus acontecimientos, y, por tanto, sólo gradualmente: en cierto sentido, de día en día. “En la vida de cada fiel laico hay además momentos particularmente significativos y decisivos para discernir la llamada de Dios y para acoger la misión que Él confía”. “De todos modos, no se trata sólo de saber lo que Dios quiere de nosotros, de cada uno de nosotros en las diversas situaciones de la vida. Es necesario hacer lo que Dios quiere: así como nos lo recuerdan las palabras de María, la Madre de Jesús, dirigiéndose a los sirvientes de Caná: Haced lo que Él os diga (Jn 2, 5). Y para actuar con fidelidad a la voluntad de Dios hay que ser capaz y hacerse cada vez más capaz”.(CRISTIFIDELES LAICI 58). “La formación no es el privilegio de algunos, sino un derecho y un deber de todos” (CL 63). “La misión requiere contemplación, pues no consiste sólo en la transmisión de una doctrina, sino sobre todo en el testimonio de una persona, Jesucristo. Este testimonio pueden darlo quienes, por la oración, han contemplado y tocado al

Verbo de la vida (1ª Juan 1, 1) para que se irradie la Gloria de Dios (2ª Corintios 4, 6). No sólo podemos predicar a Jesucristo, sino es absolutamente necesario (1ª Corintios 9, 16-17; Jeremías 20, 9). No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído (Hechos 4, 20; 22, 15). ¿Cómo puede uno hablar de Dios si no habla con Dios?”. “Ante todo está claro que la Iglesia, cuando ejerce su misión catequética -como también cada cristiano que la ejerce en la Iglesia y en nombre de la Iglesia- debe ser muy consciente de que actúa como instrumento vivo y dócil del Espíritu Santo. Invocar constantemente este Espíritu, estar en comunión con Él, esforzarse en conocer sus auténticas inspiraciones debe ser la actitud de la Iglesia docente y de todo catequista” (Catechesi Tradendae 72). ENVÍO Y MISIÓN En la Biblia, envío y misión tienen el sentido de hacer presente a otra persona, o sea suplir al que envía. La persona enviada habla y actúa con la autoridad de la persona que le dio la misión. “En verdad les digo: el que recibe al que yo envío, a mí me recibe, y el que me recibe a mí, recibe al que me envió” (Juan 13, 20). No importa si hay que mudarse de un local a otro, eso es secundario, lo que sí importa y es esencial para la misión, es la unión personal y la transparencia entre el enviado y el que envía para que la persona que envía se haga presente en la persona enviada. No cabe duda que la persona que acepta la misión tiene que desprenderse de mucho para lograr lo que se le pide, y esto también es necesario para cumplir la misión satisfactoriamente. Esta unión tiene tanto que ver con la misión que Jesús pide, que en otra ocasión repite lo dicho en el Evangelio de san Juan subrayando su aspecto negativo: “El que los escucha a ustedes, a mí me escucha; el que los rechaza, a mí me rechaza, y el que a mí me rechaza, rechaza al que me envió” (Lucas 10, 16). Todo cristiano es llamado a trabajar en comunión con Cristo, lo cual implica estar sujeto a su voluntad, el llamado es a ser testigo, no a ser maestro, sólo hay un Maestro. El testigo es más creíble cuando proclama a Cristo Resucitado que cuando se proclama a sí mismo o cuando solamente actúa como alguien que enseña y tiene que lograr algo para sentirse exitoso. La fe, la esperanza y el amor sólo alcanzan la madurez cuando se comparten y cada vez que compartimos lo que hemos recibido vamos creciendo en ello.

El énfasis no se debe de poner en nosotros, sino en Dios que, en la persona de Jesús, nos envía; es Él quien nos da, quien nos envía, quien habla a través de nosotros, sin embargo, sí hay que dar testimonio de lo que el Señor a hecho con nosotros, por nosotros y en nosotros. En efecto, nos proponemos reflexionar sobre el testigo como alguien que, habiendo hecho suya la palabra y sintiéndola dentro, vive el esfuerzo, el drama, el riesgo, la aventura de tener y querer comunicarla (cf. 1ª Pedro 1, 22-25; 1ª Juan 3, 9; Romanos 14, 7-8). El testigo que queremos exponer es aquel que, según la expresión de San Pedro, siente la palabra como semilla sembrada en su vida y que quisiera hacerla germinar sintiendo toda su fatiga y todo su peso. Como dice San Agustín, “todo lo que entiendo quisiera que lo entendiera quien me escucha”. La misión es básica, viene de nuestro bautismo y no tiene distinción entre sacerdotes, religiosas o laicos; es la misma con diferentes enfoques e limitaciones según la vocación de cada uno. Por ejemplo, un laico no puede hacer algunas cosas que hace un Diácono, un Diácono no puede hacer todo lo que hace un Sacerdote, quien tampoco puede hacer todo lo que le corresponde a un Obispo. En la Iglesia hay variedad de ministerios y el sentido de la misión común es lo que establece la armonía dentro de la diversidad, esta clase de misión es esencial para la Iglesia y para cada uno de sus miembros. Para esto precisamente nos ha llamado el Señor para alentar a los que están abatidos, para animar a los que están agobiados y para consolar a los que están tristes (Mateo 11, 28-30). Para anunciar buenas nuevas a los pobres, para liberar a los cautivos y anunciar el tiempo de gracia del Señor (Lucas 4, 18-19). Para animar la fe que se oscurece, fortalecer la esperanza que vacila y dar un beso en la mejilla al amor que se ha cansado. Sin embargo, habrá dificultades y mal entendimientos. Por eso se declaró en uno de los documentos de la Iglesia, “Lumen Gentium”, lo siguiente: “Saben en verdad los Pastores que ellos no fueron constituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia para con el mundo, sino que su excelsa función consiste en apacentar de tal modo a los fieles y reconocer de tal manera sus servicios y carismas que todos, a su modo, cooperen unánimemente a la obra común” (LG, 30). Dios Padre "necesita" de todos nosotros para continuar la misión de su Hijo.

Cuando Jesús envió a los setenta y dos discípulos les dijo: “No traten de llevar ni oro, ni plata, ni monedas de cobre, ni provisiones para el viaje. No tomen más ropa de la que llevan puesta; ni bastón ni sandalias” (Mateo 10, 7-10). Pide de ellos, y de nosotros, una fe ciega; Dios va a proveer lo necesario. Jesús exige todavía más, no sólo pide confianza en que se les dará lo material, sino que tengan fe que el Espíritu Santo les pondrá las palabras adecuadas en su boca. “Cuando los juzguen, no se preocupen por lo que van a decir ni cómo tendrán que hacerlo, en esa misma hora se les dará lo que van a decir. Pues no van a ser ustedes los que hablarán, sino el Espíritu de su Padre es el que hablará por ustedes” (Mateo 10, 19-20). ¿Qué no es cierto que cuándo proclamamos la Palabra de Dios lo hacemos en una “corte de jueces” que decidirán si aceptan lo proclamado como cierto o no?. Quienes tienen experiencia en dar temas y charlas, ciertamente alguna vez han preparado lo que van a decir y cuando lo presentan sale algo muy diferente de su boca, es el Espíritu Santo que está dando la plática; por eso es muy importante ponerse en sus manos cada vez que hagamos una presentación. Hay otro punto que se necesita resaltar: Cuando Jesús envía a los primeros misioneros les da instrucciones de proclamar que el Reino de Dios se ha acercado. Después de su resurrección el mandato es “vayan y enseñen”. Primero, los seguidores de Jesús eran discípulos y anunciadores, después son apóstoles y maestros. La responsabilidad de enseñar, de cumplir todo lo mandado por Jesús y de bautizar es grande y Jesús los anima: “yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”. El Emmanuel, el Dios-con-nosotros, acompañará siempre a la Iglesia en su misión. Hay cuatro causas que pueden disminuir el sentido de la misión: (1) falta de tiempo dedicado a la oración o falta de calidad (no de cantidad, sino calidad, o sea sinceridad) de la misma; (2) estancarse en el crecimiento espiritual y descuidar las oportunidades de avanzar intelectualmente; (3) falta de disciplina ya que es necesario preparar cada presentación igual que es necesario comer, dormir, beber y hacer ejercicio según la propia necesidad de nuestro cuerpo; y (4) falta de integridad. ¿Crees verdaderamente en lo que anuncias?, ¿vives lo que crees?, ¿predicas verdaderamente lo que vives? (EN, 76). Siempre existe el peligro de que nuestra vida se haya convertido en una mentira. Hay una diferencia sutil, una línea fina, entre trabajar por Dios (hacer lo que Dios pide de nosotros) y hacer las cosas de Dios.

Cuando hacemos las cosas de Dios existe el peligro que no son de Él, no las pide de nosotros, sino son nuestras, son cosas que queremos hacer, sin saber si es lo que Dios quiere o no, sin embargo al terminarlas se las ofrecemos a Dios con mucho gusto y sinceridad sin que falte el orgullo. Le decimos, “mira lo que hice por ti. Estoy dando de mi tiempo, esforzándome en hacer esto y lo otro”. ¿Estamos haciendo la voluntad de Dios o la nuestra? Esta es una pregunta muy valida que solamente nos puede contestar Dios, después de mucha oración de nuestra parte. Consecuentemente existe el peligro de hacernosorgullosos y egoístas porque estamos sirviendo a Dios a nuestra manera y es posible que nos estemos sirviendo a nosotros mismos y no a Dios. Si deseamos de todo corazón cumplir su voluntad y nos salimos del camino, Él nos guía y desvía lo necesario para corregirnos. Cuando trabajamos por Dios, somos sus empleados, Él nos dice que hacer, donde y como hacerlo, pone las horas de trabajo y, porque es el patrón, se encarga de los resultados. “Yavé, dígnate darnos la paz, pues, si conseguimos algo nosotros, esto será lo que quisiste darnos” (Isaías 26, 12). San Pablo pone el enfoque en Cristo: “Lo que somos es obra de Dios: él nos ha creado en Cristo Jesús con miras a las buenas obras que dispuso desde antes, para que nos ocupáramos en ellas” (Efesios 2, 10). Jesús lo dijo mejor y más directo que todos: “No es el que me dice: ¡Señor!, ¡Señor!, el que entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre del Cielo” (Mateo 7, 21). A nosotros nos corresponde cumplir con lo que se nos ha asignado, sin preocuparnos por el éxito (1ª Pedro 4, 10). Todo es don de Dios y nos incumbe aceptar y usar el don o dones que nos dio para la edificación de su Reino, somos instrumentos en las manos del Creador y no sabemos lo que quiere lograr. Santa Teresa de Calcuta solía decir que ella era como un lápiz en la mano de un escritor, no sabia que escribía solo seguía los impulsos de la mano. Puede ser que pensemos que hay que convertir a todos los que nos escuchan, pero puede ser que Dios tiene planeado sólo sembrar semillas y que otros vengan a cosechar los frutos de esas semillas. Nuestra función la vamos descubriendo en la oración. Interpretamos, malamente, los esfuerzos de nuestra misión con la medida del mundo: el éxito. Al hacerlo perdemos lo esencial. “Ustedes no me escogieron a mí. Soy yo quien los escogí a ustedes y los he puesto para que vayan y produzcan fruto, y ese fruto permanezca” (Juan 15, 16).

Estas palabras de Jesús no nos llaman al éxito, sino a la fecundidad. Somos destinados a dar fruto, pero como cualquier árbol frutal, no toda la fruta va a ser buena y entre la buena, alguna será más buena que otra. Dios se encarga de los resultados. En la parábola del sembrador (Lucas 8, 4-15), Jesús nos habla de que la semilla puede caer en diferentes tipos de terreno, entre piedras, al borde del camino, entre espinas o en tierra fértil. Para que la semilla brote, crezca y dé fruto, mucho depende en donde se siembre. Así, con nosotros. Sembramos la semilla y cae entre personas con la mente y el corazón cerrados, cae entre personas con prioridades muy diferentes a las nuestras y a las de Dios, cae entre personas que no perduran y cae entre personas con la mente y el corazón abiertos, por eso los resultados no dependen de nosotros, están en las manos de Dios y en las manos de aquellos que nos escuchan. Igual que Dios no pudo forzarnos a aceptar la misión, no podemos forzar a los demás que acepten el mensaje que compartimos, por bueno y bonito que sea, las palabras exactas de Jesús son, “y los que están en buena tierra son los que reciben la palabra con un corazón noble y generoso, la conservan y producen fruto por ser constantes” (Lucas 8, 15). Así que no hay que preocuparnos por los resultados, solamente seguir adelante sembrando, siendo testigos del Evangelio. Los que reciben la palabra también son llamados “para que vayan y produzcan fruto, y ese fruto permanezca”. La misión que inició Dios Padre cuando envió a su Hijo, siguió con los Apóstoles, luego con sus sucesores y con nosotros los fieles laicos porque es la misión de la Iglesia entera, es para todos los tiempos. La Iglesia es evangelizada y evangelizadora; envía a los evangelizadores a seguir la obra que Jesús nos dejó; los envía a predicar no a sí mismos o ideas personales, sino el evangelio de Jesús, del que ni ellos ni la Iglesia son dueños para disponer de él a su gusto, sino enviados para transmitirlo con suma fidelidad (cf. EN, 15). Evangelizar es imperativo para aquel que ha encontrado a Cristo y ha experimentado su amor, perdón y salvación. “No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hechos 4, 20). En las palabras de San Pablo, un misionero completamente comprometido: “…yo no tendría ningún mérito con sólo anunciar el Evangelio, pues lo hago por obligación. ¡Pobre de mí si no anuncio el Evangelio! Si lo hiciera por iniciativa propia, podría esperar recompensa. Pero, si la cosa no salió de mí, no hago más que cumplir con mi oficio” (1ª Corintios 9, 16-17).

Por eso se dice que la misión y la oración están intrínsecamente unidas. La prueba está en las numerosas veces que el Señor Jesús se apartó para estar en conversación con su Padre y hay que tomar nota que su misión inició después de pasar cuarenta días en oración en el desierto (Mateo 4, 1-2; Marcos 1, 12-13; Lucas 4, 1-2). Cerramos esta sección con una cita de los Hechos de los Apóstoles en cual nos habla de que el testigo está lleno de gracia y de fortaleza, como Esteban, el primer mártir. “Esteban, lleno de gracia y fortaleza, realizaba grandes prodigios y señales milagrosas en el pueblo. Algunos que pertenecían a la sinagoga llamada de los Libertos, cirenenses y alejandrinos, y otros de Cilicia y Asia acudieron para rebatir a Esteban, pero no pudieron hacer frente a la sabiduría que estaba en él y al Espíritu que hablaba por él cuando los rebatía con mucha autoridad. Todos los que estaban sentados en el Sanedrín, cuando miraron a Esteban, vieron su rostro como el de un ángel” (Hechos 6, 8-10.15). M Esta es la imagen ideal del testigo: el que tiene dentro una fuerza increíble y cuando habla se transfigura por lo menos un poco.

Capitulo 8: LA PALABRA Y LA MISIÓN Nadie conoce al Padre, menos el Hijo. Hay que apegarnos más como hijos en el Hijo para reconocer la voz del Padre. Es difícil, sino imposible, conocer y amar a Dios sin hacernos semejantes a Él y por esa misma razón no podemos seguir siendo pasivos sino convertirnos en discípulos activos y eso duele y requiere sacrificio. Se trata de cargar con nuestra Cruz sea la que sea (Lucas 14, 25-27; Mateo 10, 3739). Debemos estar dispuestos a morir porque nadie puede ver a Dios y vivir; para ver a Dios hay que dejar todo eso que nos tiene atado; todo eso que pensamos es tan necesario e indispensable para nuestra vida y que en realidad nos distancia de Dios. Es cosa de ser puesto a la prueba, despojados, encuerados de nuestros pensamientos, gustos, placeres y deseos. Hay que salir de nuestro escondite, de nuestro terreno, casa y familia. Forzados a creer en vez de saber; esperar en vez de tener; a amar sin lucirnos (a veces sin agradecimiento), sin palabras bonitas, sin reservas, sin garantías a pesar que deseamos lo contrario: estabilidad, seguridad, posesiones, reconocimiento, control y certitud. Al final hay que ser humildes y obedientes (Mateo 11, 28-30). Es imposible conocer a Dios y no cambiar y no amarlo sobre todas las cosas. “Lo que hemos visto y oído se lo damos a conocer, para que estén en comunión con nosotros, con el Padre y su Hijo Jesucristo. Y les escribimos esto para que tengan alegría perfecta” (1 Juan 1, 3-4). Es imposible ser transformado y no perder lo que creemos es esencial para seguir viviendo en la manera que lo hacemos. Tenemos que quitar todo el maquillaje antes de poder estar en su presencia. Cuando la Virgen María recibió la palabra de Dios dirigida a ella por el ángel Gabriel, su respuesta fue que es la esclava del Señor, su servidora, y estaba dispuesta a hacer su voluntad (cf. Lucas 2). Una esclava no tiene mas que una obligación, obedecer. No tiene derechos excepto los que le da su amo. María entiende el lenguaje de Dios, acepta sus condiciones y consecuencias. Si queremos hacer igual que ella, o ser más semejantes, nos tenemos que someter como ella. El Papa Francisco en su homilia de la Misa de canonización de la Santa Teresa de Calcuta dijo: “Nuestra tarea es la de escuchar la llamada de Dios y luego aceptar su voluntad…Estamos llamados a concretar en la realidad lo que invocamos en la oración y profesamos en la fe. No hay alternativa a la caridad: quienes se ponen al servicio de los hermanos, aunque no lo sepan, son quienes aman a Dios (cf. 1 Jn

3,16-18; St 2,14-18). Sin embargo, la vida cristiana no es una simple ayuda que se presta en un momento de necesidad. Si fuera así, sería sin duda un hermoso sentimiento de humana solidaridad que produce un beneficio inmediato, pero sería estéril porque no tiene raíz. Por el contrario, el compromiso que el Señor pide es el de una vocación a la caridad con la que cada discípulo de Cristo lo sirve con su propia vida, para crecer cada día en el amor…” Muy a menudo Dios no habla nuestro idioma, no se manifiesta según nuestros términos, si queremos hablar con Dios hay que hablarle en su propio lenguaje; escucharle a través de su lenguaje, no el nuestro. Dios nos ha hablado toda la vida y lo seguirá haciendo en su propio idioma: el lenguaje sencillo de la vida cotidiana. No le escuchamos porque estamos esperando oír algo espectacular, algo aduladora, algo que nos haga sentir bonito; no nos gusta el lenguaje que usa porque es difícil de entender y aceptar: nos habla de sacrificio, conversión, fe, perdón, de humildad, de su plan prodigioso de salvarnos. Nos habla a través de los acontecimientos de la vida, la vida ordinaria, nos pone trabas cuando lo queremos evitar, nos cambia las circunstancias para desanimarnos de seguir nuestro propio plan de salvación que terminará en un gran fracaso. La palabra de Dios seguirá siendo una revelación mientras que la aceptemos y nos dejemos desenmascarar por ella, dejarla penetrar como una espada de doble fila para cortar la carne y llegar al tuétano de nuestro ser. Es necesario aceptar a Dios como se va revelando, no necesitamos ir a descubrirlo en el mundo venidero, donde “se esconde”, sino reconocerlo en este mundo, donde está presente y se manifiesta a aquellos que lo aman y lo obedecen. Los Evangelios son un espejo. Cuando Dios se revela en ellos también nos revela a nosotros mismos, por eso no le sacamos provecho a la Palabra porque resistimos el cambio que nos pide, no queremos aceptar que necesitamos cambiar. Esa espada de doble filo (Hebreos 4, 12), si no hace pedacitos nuestro orgullo es porque no la dejamos; el lenguaje de Dios es fuerte, duro, exigente y al final de todo, hay que hacerle caso porque, en realidad, es puro amor y misericordia. Tenemos que dejar que Dios nos toque en lo más profundo, hay que contestar su llamada aterrorizante a cambiar, desguarnecer, dar, perdonar y pedir perdón, de hablar con la verdad y hacernos conscientes de nuestra inmensa pobreza y nuestras infinitas posibilidades. Muchos están desanimados porque no escuchan la Palabra y consecuentemente no saben cuál es su misión; muchos cristianos han pasado toda su vida intentando a rezar

diez minutos diarios y no pueden ya que su vida y trabajo no son homogéneos con su oración. Trabajan sin rezar y rezan sin trabajar, poniendo los dos lado a lado como departamentos separados. Un obstáculo grande que tenemos para llegar a la santidad es que estamos ciegos, no vemos o no entendemos nuestra misión. En el instante de nuestro bautismo nuestra vida dejó de ser profana para transformarse en un culto, una liturgia, una oración, un apostolado, se hizo una misericordia. No llegamos a entender que Dios nos ha llamado a través del sacramento del bautismo a una vocación misionera mucho más importante, y de la cual nace cualquiera otra vocación que tengamos o creemos que tenemos. Nos falta conocimiento de nuestra llamada a ser cristianos, católicos y apostólicos. No nos damos cuenta que todos tenemos la misma llamada a ser misioneros y nos incumbe prepararnos primero como discípulos para luego ser enviados. Lo que importa no es tanto que clase de misión tenemos —porque todo bautizado tiene la misma—sino que estemos conscientes que la tenemos y completamente convencidos que Cristo está con nosotros, que Él nos acompaña (Mateo 28, 20) y normalmente nos quiere donde nos encontramos. Para entender mejor lo que es la llamada vamos a tomar una mirada hacia unas líneas que nos divulga la Biblia. Empezamos con la llamada del profeta Eliseo: “Elías partió de allí. Encontró a Eliseo (…) Este estaba arando (…) Elías, al pasar, le echó su manto encima. Eliseo entonces abandonó los bueyes, corrió tras Elías y le dijo: -Déjame ir a abrazar a mi padre y a mí madre y te seguiré. Respondió Elías: -Vuélvete, si quieres; era algo sin importancia. Pero Eliseo tomó los bueyes y los sacrificó. Asó su carne con la madera del arado y la repartió a su gente para que comiera. Después partió en seguimiento de Elías y entró a su servicio” (1 Reyes 19, 19-21). La vocación de Eliseo como profeta se presenta no como una llamada directa de Dios sino por medio de una investidura hecha por Elías. (Frecuentemente Dios nos llama a través de nuestros semejantes.) El manto era un signo distintivo de los profetas y simbolizaba la personalidad y los derechos del que lo poseía. El hecho de echarlo encima de alguien significaba una investidura y una iniciación para ejercer el mismo ministerio. Eliseo sabe que significa el echarle el manto encima. Dice que quiere ir a su casa a despedirse de los suyos. Elías le responde de una manera enigmática pues no deja claro si está de acuerdo con la decisión de Eliseo o no, quizá hay algo de sarcasmo en su voz.

Sea como sea Eliseo organiza un banquete sacrificial de despedida que tiene en sí, mucho simbolismo. Al matar el par de bueyes que él mismo conducía y asar la carne al fuego que “hizo con la madera del arado” indica que deja atrás su trabajo, renuncia su vida anterior para iniciar una nueva. Demora un poco en querer despedirse de los suyos pero está firme en su decisión de seguir al profeta. El último renglón también nos dice mucho: “Luego se levantó, siguió a Elías y se puso a su servicio”. No habla de ser discípulo sino a servir primero. Eliseo se puso a servir a Elías, así aprendió del maestro, así entró en su escuela como alumno. En el capítulo nueve del Evangelio de san Lucas (9, 51-62) se nos presentan cuatro llamadas. El primero es del Señor Jesús, aunque no escuchamos la voz que lo llama, leemos “cuando ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo, Jesús tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén”. En otras palabras, cuando llegó su tiempo no demora, sino se lanza y sigue en su misión a pesar de algunos obstáculos, el primero de ellos es que los “samaritanos no quisieron recibirlo”. Santiago y Juan, como muchos de nosotros, quieren resolver los problemas con violencia, Jesús los calma y les dice que así no se hacen las cosas. La segunda misión es voluntaria, uno viene a ofrecerse a seguirlo bajo cualquier circunstancia. Jesús le dice claramente que el seguimiento no es fácil, se presentarán obstáculos y el camino será difícil “a otro, Jesús le dijo: Sígueme”, pero este quería ir a enterrar a su padre. Con su respuesta el Señor acaba con una tradición judía. Para el judío es muy importante no solo enterrar a los difuntos sino también estar presente en el entierro. Para un hijo, no estar presente en el entierro de su padre era casi causa para perder la herencia. Jesús le dice a este joven que, es más importante seguirle que cumplir con una tradición y más importante todavía, es glorificar a Dios. Le indica que hay algunas practicas religiosas que en verdad no son tan importantes como nuestra verdadera misión o llamada. La cuarta llamada a seguir a Jesús recuerda el diálogo entre Elías y Eliseo. El que fue llamado pone una condición similar a la de Eliseo y la respuesta que hace Jesús subraya el carácter serio y decisivo de la opción por seguir su camino. No hay ninguna razón más importante que la de seguir a Jesús. Dios Padre necesita de todos nosotros para continuar la misión de su Hijo. Antes de regresar a la derecha de su Padre, Jesús nos dejó esa misión. “…así como el Padre

me envió a mí, así los envío a ustedes” (Juan 20, 21). (También lean Mateo 28, 1820 y Marcos 16, 15-16.) Lo que nos pide en los Evangelios de Mateo y Marcos es una obligación que nos impone el Señor y que no tiene limite. En el Evangelio de San Mateo, después de la Resurrección, las últimas palabras de Jesús son un mandato serio, no son una opción, son ordenes del Señor: “…Todo poder se me ha dado en el cielo y en la tierra. Por eso, vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado. Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este mundo” (Mateo 28, 1820). En Marcos (16, 15-16) se nos dice: “Vayan por todo el mundo y anuncien la buena nueva a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará. El que se resista a creer se condenará”. Jesús no nos dice que hagamos esto si tenemos un “tiempecito”, tanpoco nos dice “háganlo cuando tengan ganas”, no, nos dice “vayan y hagan”, es una invitación que no más tiene una respuesta. Sin embargo tiene unas características que podemos explorar para poder entender la tarea mejor: (1) es una misión de todos para llegar a todos. “Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación” (Marcos 16, 15); (2) tiene sus consecuencias: la salvación o la condenación. “El que crea y se bautice se salvará. El que se resista creer se condenará” (v. 16); (3) tiene objetivo concreto: “que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos (…) enséñenles a cumplir” (Mateo 28, 19-20); (4) somos enviados y eso significa que nos exige la misión porque es algo serio y necesario. “Si alguno quiere venir a mí, y no deja a un lado a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas, y aun a su propia persona, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14, 26). La misión, entonces, tiene su fundamento en el mandato de Cristo: es una orden divina, fruto de la voluntad del Padre de salvar a los hombres. Por supuesto qué mantenemos la propia voluntad de obedecer o no. Fijémonos en los verbos: vayan; hagan; enséñenles; cumplir. Primer verbo: vayan. Esto nos indica actividad, movimiento, salir, ir. No es cuestión de quedarse en casa, aunque allí es donde empezamos a evangelizar los nuestros. Hay que ir a donde la gente, nuestros prójimos.

El segundo verbo: hagan. Hay que tener éxito, hay que hacernos entender, hay que explicar bien las cosas, pero específicamente “hacer discípulos”. Es necesario, absolutamente necesario, ser discípulo antes de ser apóstol. Jesus se preparó por treinta años para una misión de tres años. Para esto hay que enseñar; para enseñarlo hay que saberlo; la mejor manera de enseñar es con el ejemplo. La misión es un abandono, no sólo de nuestra locución (lo que vamos a decir o proclamar), sino también de nuestra manera de vivir, del ejemplo que ponemos ante los demás, de nuestra manera de pensar. Al aceptar la responsabilidad de la misión implica disciplina, obediencia, entrega, dedicación, desprendimiento, compromiso y sobre todo confianza de nuestra parte. Se trata de fe: confianza que el Espíritu Santo nos va guiar. Pero, ¿qué es lo que tenemos que enseñar? “cumplir todo lo que yo les he encomendado”, cumplir, no solamente aprenderlo sino hacerlo, que se haga una realidad, la fe sin acción esta muerta nos dice Santiago (2, 14-17). Con nuestro ejemplo enseñamos obras de caridad, de misericordia, enseñamos a amar, a ser respetuosos, amables, serviciales y, sobre todo, confiar en el Señor. El Maestro nos dice que no es el que dice “Señor, Señor” quién va entrar al Cielo, sino el que hace la voluntad del Padre que está en el Cielo (Mateo 7, 21). Cada uno de nosotros tenemos que hacer nuestra parte y cumplir con nuestra misión, para esto hay que escuchar la Palabra de Dios. La Biblia presenta a la creación como una obra de la palabra de Dios (Génesis 1, 3ss). A la palabra de Dios debe Israel su existencia como pueblo y en los momentos más trágicos de su historia encontrará su salvación en ella. Nehemías (8, 2-10) para reconstruir la comunidad y dar al pueblo una nueva conciencia moral y política reúne a la comunidad y llama a Esdras para que proclame la palabra, en ella el pueblo redescubrirá sus relaciones con Dios. Esdras ha recibido el encargo de comunicar al pueblo la Ley. Cuando la palabra de Dios llega al pueblo, produce su efecto, la conversión, una conversión que no se limita al arrepentimiento y al llorar por sus pecados, sino hace sentir el gozo de la presencia y de la acción de Dios. La renovación de la alianza es el reencuentro con Dios, es comunión con Dios y con los hermanos. En la carta a los Hebreos se nos dice que la palabra de Dios es “viva y eficaz, más penetrante que espada de doble filo” (4, 12). La palabra de Dios es la buenísima luz, estimulo, liberación y guía de nuestra existencia como lo fue para el pueblo de Israel

en su regreso del destierro, la comunidad cristiana vuelve a estar en medio de un mundo indiferente e, incluso, hostil. La alegría de poder escuchar la Palabra de Dios se tendría que gozar y agradecer hoy, como buena alternativa a tantas otras palabras que amenazan y distorsionan nuestra libertad y la verdad. En la santa Misa celebramos la doble mesa de nuestra salvación: la de la Palabra y la del Cuerpo y Sangre de nuestro Señor. En cualquier ocasión es buen momento para recordar lo que representa la palabra de Dios en nuestra celebración dominical. Ya antes de que Cristo, el Señor glorioso, se nos diera a sí mismo como alimento en el pan y el vino de la Eucaristía se nos dió como palabra, como se señala en la introducción del Misal Romano: “Cristo, presente en su Palabra, anuncia el Evangelio” (n. 9); “Cristo por su Palabra, se hace presente en medio de sus fieles” (n. 33). La doble mesa consta de la Palabra y de la Eucaristía: una doble comunión de la comunidad con Cristo. La Misa termina con un envío y después de instruirnos nos manda a nuestra misión a compartir lo que hemos oído y recibido. “Hay mucho que cosechar, pero los obreros son pocos; por eso rueguen al dueño de la cosecha que envíe obreros a su cosecha. Vayan, pero sepan que los envió como corderos en medio de lobos” (Lucas 10, 2-3). San Pablo, por otro lado, nos recuerda sobre la necesidad de ser fieles a nuestra misión. “En efecto, el que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero, ¿cómo invocarían al Señor sin antes haber creído en él? Y ¿cómo creer en él sin haber escuchado? Y ¿cómo escucharán si no hay quien predique? Y ¿cómo saldrán a predicar sin ser enviados?” (Romanos 10, 13-15).

Capitulo 9: COMPROMISO Caminaban con Jesús grandes multitudes y, dirigiéndose a ellos, les dijo: “Si alguno quiere venir a mí, y no deja a un lado a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas, y aun a su propia persona, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz para seguirme, no puede ser mi discípulo…” (Lucas 14, 25-27). ¿Qué nos dice esto? Ciertamente no nos pide que abandonemos a nuestros familiares y seres queridos al contrario el cuarto Mandamiento nos dice lo contrario, “honrarás a tu padre y a tu madre”. Jesús no puede contradecir las leyes de Dios, lo que sí pide de nosotros es que tengamos prioridades, que pongamos todo en su propio lugar, dándole su propio valor. El Señor nos dice que si queremos seguirle tenemos que poner a Dios ante todos y todo, pues es el Primer Mandamiento. “Tengan, pues, temor a Yavé, y sean cumplidores y fieles en servirlo. Dejen a un lado esos dioses que sus padres adoraron en Mesopotamia y en Egipto, y sirvan solo a Yavé” (Josué 24, 14). Se crea un conflicto cuando se trata de servir a más de uno al mismo tiempo. En el Evangelio de Mateo se nos presenta este dilema: “Ningún servidor puede quedarse con dos patrones, porque verá con malos ojos al primero y amará al otro, o bien preferirá al primero y no le gustará el segundo…” (Mateo 6, 24). Para evitar las preocupaciones sobre que vamos a hacer o a quien servimos primero tenemos que definir nuestras prioridades. Hay momentos en que lo más importante es la familia, otros, cuando lo más importante es el servicio a los demás. Todo tiene su propio tiempo y conoceremos la solución orando y dejando que el Espíritu Santo nos ilumine. “Hay un tiempo para cada cosa, y un momento para hacerla bajo el cielo: Hay tiempo de nacer y tiempo para morir; tiempo para plantar, y tiempo para arrancar lo plantado. Un tiempo para matar, y un tiempo para sanar; un tiempo para destruir, y un tiempo para construir. Un tiempo para llorar y otro para reír; un tiempo para los lamentos, y otro para las danzas. Un tiempo para lanzar piedras, y otro para recogerlas; un tiempo para abrazar, y otro para abstenerse de hacerlo. Un tiempo para buscar, y otro para perder; un tiempo para guardar, y otro para tirar fuera. Un tiempo para rasgar, y otro para coser; un tiempo para callarse, y otro para hablar. Un tiempo para amar, y otro para odiar; un tiempo para la guerra, y otro para la paz. Finalmente, ¿qué le queda al hombre de todos sus afanes?” (Eclesiastés 3, 1-9).

El Señor Jesús nos habla de esto mismo pero lo aterriza para nuestra era, nos habla sobre las preocupaciones inútiles de esta vida: “¿Por qué, pues, tantas preocupaciones?: ¿qué vamos a comer?, o ¿qué vamos a beber?, o ¿con qué nos vestiremos? Los que no conocen a Dios se preocupan por esas cosas. Pero el Padre de ustedes sabe que necesitan todo eso. Por lo tanto, busquen primero el Reino y la justicia de Dios, y esas cosas vendrán por añadidura” (Mateo 6, 31-33; cf. Lucas 10, 41-42). Sabiendo lo que es importante en nuestra vida y teniendo confianza en Dios podemos renunciar hasta a nosotros mismos como lo pide Jesús: “y aún a su propia persona”. También hay tiempos donde hay que poner nuestras preferencias, gustos y diversiones en segundo, tercer o cuarto lugar, porque hay algo más importante que hacer en ese momento. Renunciar a su propia persona requiere que en ocasiones dejemos de comer para que coma otra persona o al menos comer después de los demás, que dejemos a otra persona tomar nuestro lugar; aceptar una molestia o un malentendido con amor. Esto se puede clasificar como humildad, pero el Señor le pone un valor mucho más grande cuando dice: “…cuando lo hicieron con alguno de estos más pequeños, que son mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mateo 25, 40). El Señor nos habla de saber que es importante y que no. Se puede hacer una lista de todo lo que hay que hacer y numerar las actividades según su importancia, esto es lo que quiere decir priorizar las cosas. El número uno en nuestra lista es lo más importante que tenemos que hacer, número dos sigue, etc. Habrá trabajos o situaciones que aparecen inesperadamente y tengamos que olvidar, por el momento, lo que hacíamos y seguir con algo diferente. Pero si sabemos lo que es importante para Dios, sabemos que hacer. Y esto nos lleva a la segunda parte de la cita bíblica con que iniciamos este capítulo: “El que no carga con su cruz para seguirme, no puede ser mi discípulo”. ¿Qué quiere decir cargar con su cruz? Primero hay que saber que Jesús no buscó la cruz, pero cuando se presentó la aceptó, así tiene que ser con nosotros. Nuestra cruz no es algo que buscamos, es algo que se nos presenta y hay que aceptarla igual como lo hizo el Señor. Nuestra cruz se compone de las cosas -pequeñas y grandes- que no nos gustan, pero tenemos que aceptar. Nuestra cruz puede ser algo tan sencilla como lavar y planchar la ropa, sacar la basura o saludar con amabilidad a la vecina gruñona. También nuestra cruz puede ser algo más pesado, como estar en casa y no en la calle, para darle de comer al esposo e hijos cuando llegan del trabajo o de la escuela.

Tal vez nuestra cruz nos pese todavía más cuando tenemos que cuidar a un enfermo o un anciano, sufrir las consecuencias de una enfermedad propia o tener la pena de un drogadicto o alcohólico en la casa. Para otros su cruz es hacer lo que le pide su patrón o cualquier persona que tiene autoridad sobre él, o sea cumplir con su tarea, vivir bajo reglas, observar procedimientos y respetar el tiempo de los demás. Para todos la cruz es, hacer la voluntad de Dios con amor en vez de la nuestra. “Padre, si es posible, aleja de mí esta copa. Sin embargo, que se cumpla no lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mateo 26, 39). Seguir a Jesús no es sencillo y conlleva muchas consecuencias. Hay que evaluar el costo, revisar la propia situación, tener en mente que requiere de tiempo y esfuerzo.. “En efecto, cuando uno de ustedes quiere construir una casa en el campo, ¿no comienza por sentarse a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminar? Porque si pone los cimientos y después no puede acabar la casa, todos los que lo vean se burlarán de él y dirán: Ahí tienen a un hombre que comenzó a construir y fue incapaz de concluir. Del mismo modo, cualquiera de ustedes que no renuncia a todo lo que tiene, no puede ser discípulo mío” (Lucas 14, 28-30.33). ¿Qué es lo que nos pide el Señor? Se puede contestar con una sola palabra: compromiso. Según el diccionario, la palabra “compromiso” se define como una obligación contraída o una palabra dada. No es algo que se tome a la ligera, sino en serio. Nuestro compromiso es el resultado de una respuesta a un llamado que se nos hace. Nada ni nadie nos obliga a contraer la obligación que nosotros elegimos libremente, sin embargo, al aceptar el compromiso debemos de entender lo que implica de tiempo, esfuerzo y dinero, si esto es requerido. Por eso es importantísimo que no nos comprometamos a más de lo que podamos hacer. Algunas personas se comprometen con dos o tres pastorales y no le dan la importancia que merece cada una y como consecuencia no se realiza un buen trabajo. Aunque quisiéramos, no lo podemos hacer todo. No somos Dios y tampoco nos corresponde hacer más de lo que somos capaces. Somos sus instrumentos y tenemos nuestra propia función. Un serrucho no puede hacer el trabajo de los demás herramientas en el taller de carpintería. Cuando aceptamos la llamada y nos comprometemos, estaremos obligados a hacer lo que se nos pide. “Mi Padre encuentra su gloria en esto: que ustedes produzcan mucho fruto, llegando a ser con esto mis auténticos discípulos” (Juan 15, 8).

Dios no quiere un compromiso a medias. “Al salir, Jesús vio un cobrador de impuestos llamado Leví, sentado en su puesto donde cobraba. Jesús le dijo: Sígueme. Y Leví, dejándolo todo, se levantó y lo siguió” (Lucas 5, 27-28). ¡Lo dejó todo! Cuando alguien decide seguir a Jesús no hay que cambiar de opinión, vacilar ni echar una mirada para atrás. “Hijo, si te has decidido a servir al Señor, prepárate para la prueba. Camina con conciencia recta y mantente firme; y en tiempo de adversidad no te inquietes. Apégate al Señor y no te alejes, para que tengas éxito en tus últimos días. Todo lo que te suceda, acéptalo y, cuando te toquen las humillaciones, sé paciente, porque se purifica el oro en el fuego, y los que siguen al Señor, en el horno de la humillación. Confía en él, él te cuidará; sigue la senda recta y espera en él” (Eclesiástico o Sirácides 2, 1-6). Comprometerse en una pastoral es una obligación para cumplir, obedecer las reglas y directrices de la pastoral. Una pastoral trabaja en conjunto para lograr su objetivo, no los deseos de cada miembro. La comparación que hace san Pablo del cuerpo, se puede aplicar a la pastoral. Cada miembro funciona para el beneficio de todo el cuerpo; ningún miembro puede separarse del cuerpo, tiene que ir a donde el grupo va; y ningún miembro le puede decir a otro “no te necesito”. Solamente cuando no funciona, se tiene que reemplazar. Como dijo el Señor Jesús, “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre el viñador. Si alguna de mis ramas no produce fruto, él la corta; y limpia toda rama que produce fruto para que dé más” (Juan 15, 1-2). EXIGE MÁS DE LO QUE PIDE El Señor espera más de nosotros que lo que nos pide. “No resistan a los malvados. Preséntale la mejilla izquierda al que te abofetea la derecha, y al que te arma pleito por la ropa, entrégale también el manto. Si alguien te obliga a llevarle la carga, llévasela el doble más lejos. Dale al que te pida algo y no le vuelvas la espalda al que te solicite algo prestado” (Mateo 5, 39-42). Nos dice el Señor: No hay que invitar a amigos a una fiesta, sino a los pobres que no pueden corresponder (Lucas 14, 12). Hay que amar a los enemigos y rezar por nuestros perseguidores (Mateo 5, 44; Lucas 6, 35); perdonar y seguir perdonando a la persona que nos ofende constantemente (Mateo 18, 21); nos pide darle de comer y beber al enemigo (Proverbios 25, 21; Mateo 25, 31-46).

San Pablo nos exige sufrir las injusticias y soportar los perjuicios mejor que pelear entre nosotros (1ª Corintios 6, 7). “No temas ni te asustes, porque contigo está Yavé, tu Dios, adondequiera que vayas” (Josué 1, 9). Jesús también lo prometió: "…Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este mundo" (Mateo 28, 20). La Biblia señala en varios lugares: hay que dar más de lo que se nos pide. Un gran ejemplo es la viuda que da “dos moneditas de poco valor” (Marcos 12, 41-44; Lucas 21, 1-4). Jesús se admira de ella porque “echó todo lo que tenía para vivir”. Esta viuda se entregó por completo, se quedó sin nada, dio todo lo que tenía para vivir. ¿Será posible que las dos monedas representen su alma y cuerpo?. Debemos ser conscientes de dar una medida de nuestro servicio bien rebosante, porque con esa misma medida se nos dará, además al producir fruto se nos dará más, pero si no producimos, lo poco que tenemos lo perderemos (Mateo 7, 2; Marcos 4, 2425; Lucas 6, 38). Otro ejemplo que usa el Señor para animarnos en trabajar más de lo que pide, es la parábola de los talentos (Mateo 25, 14; Lucas 19, 12). “Esto vale para ustedes. Cuando hayan hecho todo lo que les ha sido mandado, digan: Somos servidores que no hacíamos falta; sólo hicimos lo que debíamos hacer” (Lucas 17, 10).

Capitulo 10: DON DEL ESPÍRITU SANTO ¿QUIÉN ES EL ESPÍRITU SANTO? Podemos decir que es la tercera persona de la Santísima Trinidad, pero eso no es suficiente, también podemos decir que es el amor que une el Padre con el Hijo, pero tampoco es suficiente. El catecismo nos dice que es el Santificador y, aunque cierto, es más todavía. El Espíritu Santo es Dios. El Espíritu también es un don, una gracia dada a nosotros por Dios Padre y constituye la manera con que participamos en su naturaleza, Dios se nos da a sí mismo. El Espíritu se expresa en nosotros con el deseo de volver al Creador, de ver a Dios, pues hemos sido creados para ver y estar con Dios. Algunos místicos de la Iglesia dicen que el Espíritu Santo es el alma del alma del hombre. Tanto las Sagradas Escrituras como la tradición de la Iglesia enseñan que, si el hombre vive, se debe a la acción del Espíritu. La acción del Espíritu nos hace “espirituales” y esto no quiere decir que por ser “espiritual” llevamos una vida superior a la biológica, sino que nuestra vida al ser verdaderamente cristiana es sobrenatural, una vida guiada por y sometida al Espíritu Santo. El Espíritu de Dios nos guía a nuestro destino el cual es estar plenamente gozando la vida eterna en la presencia y compañía del Padre, de Cristo Jesús y el Espíritu Santo. La santificación, transformación, y vida consagrada a Dios es por obra del Espíritu Santo. Él impulsa al hombre hacia Cristo a quien hace presente. ¿Qué dice el Señor Jesús sobre el Espíritu Santo? “Si ustedes me aman, guardarán mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y les dará otro Intercesor que permanecerá siempre con ustedes. Este es el Espíritu de Verdad, que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce (…) En adelante el Espíritu Santo Intérprete, que el Padre les enviará en mi Nombre, les va a enseñar todas las cosas y les recordará todas mis palabras” (Juan 14, 15-17. 26). Le llama Intercesor o Paráclito. “Paráclito” es una palabra griega que tiene varios sentidos. El Espíritu guía a los creyentes e inspira su oración. El Paráclito es defensor del hombre delante el tribunal del Juez Supremo. “Cuando él venga, rebatirá las mentiras del mundo, y mostrará cuál ha sido el pecado, quien es el justo y quién es condenado” (Juan 16, 8).

Es propio del Espíritu Santo gobernar, santificar y animar la creación porque Él es Dios igual que el Padre y el Hijo. La tarea del Espíritu Santo es revelar a Cristo a cada uno de nosotros, hacerlo presente en nuestra vida y llevarnos a la Verdad. El Señor Jesús lo mandó para que perdure con nosotros para siempre. En el Credo se confiesa: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida…” El hombre es imagen de Dios, es decir, imagen de Cristo que es imagen encarnada del Padre y por haber sido creado a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona, no es solamente algo, sino alguien. El hombre es un ser viviente capaz de ser divinizado. Somos partícipes de la naturaleza divina. “Su poder divino nos ha dado todo lo que necesitamos para la Vida y la Piedad. Primero, el conocimiento de Aquel que nos llamó por su propia Gloria y poder, entregándonos las promesas más extraordinarias y preciosas. Por ellas ustedes participan de la naturaleza divina…” (2ª Pedro 1, 3-4). Así que esta participación en la naturaleza divina es una participación en Cristo en el Espíritu. Y aquel que imprime en el hombre la imagen de Dios es el Espíritu Santo. Sin el Espíritu de Dios no podemos existir. El Espíritu es el creador de toda criatura; actúa para que cada criatura pueda experimentar el misterio de la comunión del hombre con Dios y con sus semejantes. En el libro del profeta Ezequiel (37, 1-10) hay una historia curiosa que habla precisamente de como el Espíritu de Dios es el que da vida. El profeta fue llevado a un llano el cual estaba lleno de huesos secos. Yavé dijo que les iba a dar vida y los juntó, les puso nervio y carne y los cubrió con piel pero no se movían. Entonces Yavé le pidió al profeta que pidiera al Espíritu que soplara sobre ellos. Cuando el Espíritu entró en ellos “se reanimaron y se pusieron de pie”. El Espíritu les dio vida y nos da vida a nosotros. UNA PROMESA Una de las promesas que nos hizo el Padre desde siglos antes de la venida de Jesucristo fue que nos iba a mandar su Espíritu Santo a renovar la faz de la tierra, a darnos una vida nueva para hacer de nosotros un Pueblo nuevo. Isaías, Jeremías, Joel, Ezequiel, y Juan el Bautista todos proclamaron esa promesa. De la boca del profeta Joel se escucha: “Dice Yavé: -Vuelvan a mí con todo corazón, con ayuno, con llantos y con lamentos. Rasga tu corazón y no tus vestidos y vuelve a Yavé tu Dios, porque él es bondadoso y compasivo, le cuesta enojarse, y grande es su misericordia; envía la desgracia, pero luego perdona (…) derramaré mi Espíritu sobre todos los mortales. Tus hijos y tus hijas hablarán de parte mía, los ancianos tendrán sueños y los jóvenes verán visiones.

En aquellos días, hasta sobre los siervos y las sirvientas derramaré mi Espíritu” (Joel 2, 12-13. 3, 1-2). Los Profetas anunciaron la venida del Espíritu Santo pero no se manifestó en el Antiguo Testamento sino en unas cuantas personas: Moisés, Josué, los Jueces, David y desde luego los Profetas. En el Nuevo Testamento, la Nueva Alianza se va manifestando con el Espíritu Santo primero en Maria y luego en Jesús como primer fruto de su sacerdocio y su Señorío. El Señor Jesús confirma todas las profecías. Confirma la promesa de su Padre. “Ahora yo voy a enviar sobre ustedes al que mi Padre prometió” (Lucas 24, 49). “Mientras comía con ellos, les mandó: No se alejen de Jerusalén, sino que esperen lo que prometió el Padre, de lo que ya les he hablado: que Juan bautizó con agua pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días (…) van a recibir una fuerza, la del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los limites de la tierra” (Hechos 1, 4-5. 8). El Señor Jesús habla de un modo nuevo de la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida, no sólo como huésped, a quien se le conoce y mora en nuestro corazón sino como poder de Dios para ser testigos. El Señor habla de un: (1) Espíritu de Verdad que da testimonio de Jesús en el corazón del creyente; que lleva al conocimiento de Dios y a la verdad completa. Habla del Espíritu como un iluminador, enseñador y conductor en la Vida Nueva. (2) Habla de un Espíritu de fuerza de lo Alto para dar testimonio y proclamar la Buena Nueva con unción, valentía y poder. Habla de los poderes del Espíritu Santo (señales) que acompañarán a los creyentes para edificar la comunidad y para crecer espiritualmente con mayor intensidad. LA PROMESA SE CUMPLE Dios envió al Espíritu Santo en Pentecostés y cumplió con su promesa, se manifestó primero a los apóstoles y discípulos y después a todos los que creyeron en Jesucristo. En los Hechos de los Apóstoles se nos narra la historia del primer Pentecostés, o sea la venida del Espíritu Santo a la Iglesia y como este le va dando forma y vida. Esta historia se encuentra en Hechos (2, 1-4). Después de esto, San Lucas nos describe otros cuatro incidentes donde el Espíritu Santo es enviado a ciertas personas. (1) Hechos 4, 29-31: Los discípulos en oración lo reciben. (2) Hechos 8, 14-17: Pedro y Juan van a Samaria y hacen oración por algunos

recién bautizados y reciben el Espíritu Santo. (3) Hechos 10, 44-46; 11, 17: Mientras que Pedro predicaba el Espíritu Santo cae sobre un grupo que no eran judíos. (4) Hechos 19, 1-7: San Pablo percibe que unos doce discípulos aunque fueron bautizados, no tienen señas que el Espíritu Santo está presente en su vida. Tomando las palabras del padre Vallés en su libro “Dejar a Dios ser Dios”:“El Dios de Jesús no era Dios de muertos, sino de vivos; el Evangelio es noticia (Buena Nueva)… o no es nada; el cristiano es testigo, no magnetófono; el bautismo del Espíritu, con su aureola de gozo y milagros y glosolalia y expansión apostólica, se había repetido en Jerusalén, Samaría, Damasco, Cesarea y Efeso (todo esto son citas de los Hechos), y esta última ocasión distaba ya veinticinco años de la primera. ¿Por qué iba a detenerse ahí? Así es como la Iglesia se había de extenderse, si no iba a estancarse ahora en sus edificios y monumentos y documentos. El ‘poder de la resurrección’ y el ‘poder del Espíritu’ son las dos constantes básicas del avance evangélico, y son tan verdad hoy como entonces”. (p. 116) Sigue el jesuita: "hay que vivir a ventana abierta, hay que dejarle a Dios que entre y que salga, que venga y que se marche si así lo desea; hay que dar lugar a nueva formas de ver y pensar, de orar y de entender a Dios, sin forzar nada, sin hacerse violencia ni para rechazar lo nuevo ni para retener lo antiguo; que hay que dejar a Dios ser Dios a su tiempo y a su manera, para conocer más rasgos de su eterno encarnar” (p. 120). "La experiencia de Dios en el Espíritu parece ser la gran necesidad de la espiritualidad cristiana hoy. Lo que el mundo busca hoy no son palabras acerca de Dios, sino la experiencia de Dios. (…) La Iglesia necesita encontrar una respuesta a ese deseo legítimo de la experiencia de Dios, de la presencia del Espíritu…” (p. 113). Menciona que el concepto de Dios es inseparable de la experiencia de Dios (P. 109) y si el concepto de Dios es de un Dios ajeno, desconocido, que está solo para darnos lo que pedimos, entonces no hay una experiencia autentica. Así que esa llegada del Espíritu no es un incidente aislado, sino ocurre varias veces y sigue ocurriendo hasta hoy. La venida del Espíritu Santo, en los Hechos de los Apóstoles, está marcada con signos. Los cuales se pueden dividir en dos grupos: signos inmediatos y efectos permanentes. Los signos inmediatos son testimonio ungido, valiente y con poder; profetizar; lenguas; euforia; viento huracanado; fuego. Esto es confirmación de lo que se nos dice

en el Evangelio de san Lucas (24, 49) y en Hechos (1, 5.8).. La promesa se convierte en un don cumplido y culmina la obra de Jesús. Más importantes que los signos sensibles inmediatos son los efectos permanentes que son fruto del Espíritu Santo (Gálatas 5, 22-25). Los más importantes de entonces y que deberían manifestarse siempre son: impulso misionero; comunidad cristiana; dones para la edificación de la Iglesia y caminar en el Espíritu. El testimonio valiente, gozoso y ungido va creciendo y haciéndose no solo más visible sino tiene más resultados positivos. La salida misionera hasta los confines del mundo no importa porque el Espíritu es el guía y sopla donde quiere. Este impulso misionero se manifiesta con una lengua de fuego para alabar a Dios, para proclamar la palabra que construye el Reino al proclamar el Evangelio. Pentecostés es para la misión, para dar testimonio de la presencia de Jesús en nuestra vida; este impulso nos lleva a un compromiso apostólico y misionero que no se puede negar ni ignorar. Solo con el poder del Espíritu de Dios hay pasión y entrega misionera. Los Apóstoles habían sido enseñados por Jesús, lo conocían como amigo, compañero y Maestro, pero no hicieron nada hasta que fueron “bautizados en el Espíritu Santo” (Hechos 1, 5). Él encendió el fuego en el corazón de cada uno y fueron impulsados a salir como misioneros. El Espíritu Santo impulsa a formar comunidad Cristiana con ciertas características. Formó una comunidad orante que rezaba unida y diariamente iban al templo para recibir enseñanzas. Se reunían en sus casas para alabar a Dios y compartían el pan (Eucaristía), edificándose unos a otros. La descripción de la primera comunidad que se encuentra en Hechos 2, 42 está muy vivida. Nos habla de una comunidad unida con un solo corazón y una sola alma. Ponían todo en común y no había entre ellos ningún necesitado. También era una comunidad de testigos, proclamaban la Palabra con valentía y no cesaban de enseñar y anunciar la Buena Nueva. Su testimonio fue con tanto poder que se hicieron hechos, curaciones, milagros hasta resucitaron a muertos por el testimonio ungido del Espíritu Santo. Se manifestaron carismas y ministerios. Por carismas queremos entender aquí toda manifestación del poder del Espíritu Santo que actúa a través de un creyente lleno de Espíritu Santo, para la edificación de la comunidad. Estas carismas también son dones y algunos de ellos son los que se encuentran en Isaías 11, 2-3; Romanos 12, 6-8; 1ª Corintios 12, 4-11 y Efesios 4, 11-13.

Hablaremos más adelante sobre los dones que san Pablo menciona en la carta a los Corintios como dones ordinarios. En realidad, el Espíritu Santo se manifestó con dones extraordinarios los cuales son estos mismos dones pero más perfeccionados, más avanzados. Por ejemplo, cuando Pablo estaba en Efesio y se encontró con los doce discípulos él usó el don de conocimiento para discernir que ellos no estaban bautizados con el Espíritu Santo, sino solo con el bautismo de Juan. La característica del creyente, de las comunidades y de la Iglesia consiste en lo siguiente: ser iluminados, enseñados y conducidos por el espíritu de Dios. Todo es gobernado y movido por Él de una manera claramente palpable y sensible; es Él que impulsa la Iglesia a evangelizar, a abrir sus puertas y ventanas para que se haga un cambio radical en ella. EL ESPÍRITU SANTO EN JESÚS No solamente lo que hizo Jesús fue guiado por el Espíritu Santo sino su propia vida como hombre fue obra del Espíritu Santo, desde la Anunciación, cuando el Ángel del Señor le dice a la Virgen María: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso tu hijo será Santo y con razón lo llamarán Hijo de Dios” (Lucas 1, 35). Dios Espíritu Santo hace posible que Dios Hijo se encarne. María con su fe hace posible que Dios Hijo tome forma humana. Jesús, en la potencia del Espíritu es la unión perfecta entre Dios y el hombre y Dios por obra del Espíritu Santo se ha hecho hombre para que el hombre pueda hacerse como Dios. Vamos comenzando con el bautismo de Jesús porque allí es cuando recibe el poder del Espíritu Santo. Leemos en el Evangelio de san Marcos (1, 9-11): “En esos días, Jesús vino de Nazaret, pueblo de Galilea, y se hizo bautizar por Juan en el río Jordán. Cuando salió del agua, los Cielos se rasgaron para Él y vio al Espíritu Santo que bajaba sobre Él como paloma. Y del cielo llegaron estas palabras: -Tú eres mi Hijo, el Amado; tú eres mi Elegido”. Con estas palabras el Espíritu Santo transformó y capacitó a Jesús para realizar la misión que el Padre le encomendaba. El Espíritu Santo lo llenó de los dones y carismas que necesitaba para lograr su misión, en otras palabras, Jesús recibió del Espíritu Santo lo necesario para iniciar y cumplir su misión. Después de su bautizo, Jesús fue al desierto a consultar con su Padre. “Jesús lleno del Espíritu Santo, volvió de las orillas del Jordán y se dejó guiar por el Espíritu

a través del desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por el diablo” (Lucas 4, 1-2). Al final de ese tiempo, Jesús regresó a Galilea. “Jesús, volvió a Galilea con el poder del Espíritu, y su fama corrió por toda la región. Enseñaba en las sinagogas de los judíos y todos lo alababan” (Lucas 4, 14-15). Allí en la sinagoga proclamó ese famoso pasaje del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí. Él me ha ungido para traer la buena nueva a los pobres, para anunciar a los cautivos su libertad y a los ciegos que pronto van a ver, para despedir libres a los oprimidos y para proclamar el año de la gracia del Señor” (Lucas 4, 18-19). Así comenzó su ministerio lleno del Espíritu Santo con todos sus dones y carismas. Desde éste momento en adelante todo lo que realiza no será otra cosa que una actualización de la fuerza del Espíritu Santo. Antes de su pasión y muerte se le fue dado a Jesús el Espíritu Santo; después de su Pascua, Él es quien nos lo da. Hay dos puntos de esto en que pensar. El primero es que Jesús estaba esperando confirmación de su Padre para comenzar su ministerio; Jesús supo de Juan, fue a ver de que se trataba y tuvo el impulso del Espíritu para bautizarse. Al hacer esto recibió la Confirmación que esperaba: “Tú eres mi Hijo, el Amado; tú eres mi Elegido”y, por supuesto el Espíritu descendió sobre Él en forma de una paloma. El segundo punto es que su misión no podía tomar inicio sin el poder del Espíritu Santo. No solamente tenía que estar seguro que su tiempo había llegado sino también tenía que tener el poderpara hacerlo, era su misión, su vocación y no podía defraudar a su Padre. Tenía que cumplir totalmente lo que el Padre había pedido de Él. Uno de sus primeros actos fue de expulsar un demonio de un ciego y mudo. Jesús lo sanó dé modo que pudo ver y hablar. Jesús les dijo a los que lo criticaban: “Pero si yo echo los demonios con el soplo del Espíritu de Dios, comprendan que el Reino de Dios ha llegado a ustedes” (Mateo 12, 28). Entonces el Señor Jesús identifica el Reino con el poder del Espíritu. Cuando los setenta y dos discípulos que Jesús había mandado en misión regresaron, Jesús los felicitó y el Espíritu Santo lo impulsó a darle gracias al Padre, a hacer oración: “En ese mismo momento, Jesús, movido por el Espíritu Santo, se estremeció de alegría y dijo: -Yo te bendigo, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y se las has mostrado a los pequeños” (Lucas 10, 21). Este relato de haber mandado a los discípulos habla no solamente del poder de Dios sino que el Señor Jesús compartió sus propios poderes (dones) con sus discípulos y demuestra con su ejemplo como utilizarlos.

Aunque Jesús estaba lleno del Espíritu Santo, Él no lo podía comunicar hasta después de su Pasión, Muerte y Resurrección. Su misma misión evangelizadora de Jesús es presentada en los evangelios como obra del Espíritu Santo: “…van a recibir una fuerza, la del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los limites de la tierra” (Hechos 1, 8). Es el Espíritu quien da fuerza y vida a la evangelización. Es verdad que Jesús vino para hacer la voluntad del Padre (Juan 4, 34), pero eso fue posible solamente por la acción del Espíritu Santo en Jesús. Hay un solo Espíritu y es el mismo Espíritu que actuó en Jesús y el que actúa en la Iglesia, es el mismo Espíritu que guía la Iglesia hoy como lo ha hecho por más de 2000 años. EL ESPÍRITU SANTO EN LA IGLESIA El Espíritu que actuaba y conducía a Jesús es el mismo que continua actuando en Él después de su Resurrección para animar y dar las últimas instrucciones a los Apóstoles. Jesús Resucitado les pidió que esperaran en Jerusalén hasta que llegara el Espíritu Santo sobre ellos y permanecieron en oración acompañados de María, la madre de Jesús y otros. Los Apóstoles no se imaginaban de lo que iba a pasar, ni de la grandeza y la maravillosa fuerza del Espíritu Santo que les iba a llegar, en ellos se iba a cumplir la promesa del Padre. “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De pronto vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde estaban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que, separándose, se fueron posando sobre cada uno de ellos; y quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar idiomas distintos, en los cuales el Espíritu les concedía expresarse” (Hechos 2, 1-4). Si seguimos leyendo veremos que a través de este nuevo don, el don del Espíritu Santo, los Apóstoles comenzaron a proclamar la Buena Nueva, fueron dando testimonio de Jesús con valentía y no solamente se atrevieron hablar en público de Jesucristo sino sus palabras fueron fuertes y llenas de fuego. Pedro es el primero en proclamar el Evangelio. “… Pedro daba testimonio y los animaba; «Sálvense de esta generación descarriada.» Los que creyeron fueron bautizados, y ese día se les unieron alrededor de tres mil personas” (Hechos 2, 40-41). Esto fue solamente parte del inicio de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia. Esteban estaba tan lleno del Espíritu que dio su vida por causa del Señor Jesús. Felipe fue arrebatado por el Espíritu del Señor en su misión. Santiago murió por

Jesucristo. Saulo tiene un encuentro con Jesucristo que le cambia completamente la vida. Todo esto fue obra del Espíritu Santo. Poco después de que Pedro da su primer testimonio, Él y Juan con el poder del Espíritu Santo y en el nombre del Señor sanan a un hombre tullido. Es el Nombre de Jesús el que tiene el poder y ese poder viene con y del Espíritu Santo. Arrestan a Pedro y a Juan. Después de estar en la cárcel quedaron libres y regresaron a la comunidad de Apóstoles para contarles lo que había sucedido. Cuando lo oyeron, todos a una voz se dirigieron a Dios. “Cuando terminaron su oración, tembló el lugar donde estaban reunidos y todos quedaron llenos de Espíritu Santo, y se pusieron a anunciar con seguridad la palabra de Dios” (Hechos 4, 31). Poco después Pedro fue conducido por el Espíritu Santo a visitar las iglesias y al predicar la Palabra y el Espíritu bajaba sobre todos los que escuchaban. “Todavía estaba Pedro hablando…cuando el Espíritu Santo bajó sobre todos los que escuchaban la Palabra. Y los creyentes de origen judío que habían venido con Pedro quedaron atónitos: -¡Cómo! ¡Dios regala y derrama el Espíritu Santo sobre los no judíos!. Y era pura verdad: los oían hablar en lenguas y alabar a Dios” (Hechos 10, 44-46). Está claro que el Don es para todos. Pablo después de tener su encuentro con Jesucristo comenzó a ir por todos lugares llevando consigo la Palabra de Dios. Constantemente Pablo, Pedro y todos los Apóstoles pudieron hacer milagros y obras con el poder del Espíritu Santo. El Espíritu Santo fue el que le dio vida a la Iglesia, no solamente en Jerusalén ese primer Pentecostés, sino por todo el mundo a donde iban los Apóstoles. El Espíritu sigue convirtiendo corazones hoy como siempre lo ha hecho. Los Apóstoles fueron guiados, iluminados y enseñados por el Espíritu Santo. Por ejemplo, en Antioquia: “Mientras celebraban el culto del Señor y ayunaban, el Espíritu Santo les dijo.: -Sepárenme a Bernabé y a Saulo, y envíenlos a realizar la misión a que los he llamado. Ayunaron, pues, e hicieron oraciones, les impusieron las manos y los enviaron” (Hechos 13, 2-3). No todo lo que intentaron los Apóstoles fue permitido por el Espíritu Santo. Él sabe por qué. Lo que sí se sabe es que fue guiándolos dondequiera que fueran. “Atravesaron Frigia y la región de Galacia, pues el Espíritu Santo les había prohibido predicar la Palabra de Dios en Asia. Estando cerca de Misia, intentaron dirigirse a Bitinia, pero no se lo consintió el Espíritu de Jesús”. (Hechos 16, 6-7).

La manifestación del Espíritu Santo en la Iglesia primitiva era un acontecimiento tan vivo y eficaz que Pablo pudo notar la falta del Espíritu en la vida de unos discípulos (Hechos 19, 1-2). EL ESPÍRITU SANTO EN LOS SACRAMENTOS El reunir su pueblo en Iglesia es obra del Padre que tiene un fin de formar el Cuerpo de Cristo, pero es el Espíritu que impulsa y aconseja a cada uno en unirse al Cuerpo de Cristo. Nosotros unidos y reunidos como Iglesia rendimos culto movidos por el Espíritu. “La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El mismo Espíritu es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos (Cf. Juan 15, 1-17; Gálatas 5,22). En la liturgia se actúa la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. Él, el Espíritu de comunión, permanece indefectiblemente en la Iglesia y por eso la Iglesia es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del Espíritu en la liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y comunión fraterna” (CEC 1108). La Palabra de Dios en la liturgia posee una particular vitalidad y una eficacia real. La Palabra se hace viva por el Espíritu Santo. “En efecto, la palabra de Dios es viva y eficaz, más penetrante que espada de doble filo. Penetra hasta la raíz del alma y del Espíritu, sondeando los huesos y los tuétanos para probar los deseos y los pensamientos más íntimos” (Hebreos 4, 12). De todas las liturgias y medios salvíficos que tenemos como dones hay tres que queremos enfocar un poco aquí. Estos tres son los tres sacramentos de la iniciación cristiana: se nace con el Bautismo, se fortalece con la Confirmación y se alimenta con la Eucaristía. EL BAUTISMO El Bautismo es el fundamento de la vida cristiana, este sacramento nos abre la puerta, no solamente a recibir los demás sacramentos, sino al Espíritu Santo. Por el Bautismo somos liberados del pecado original y la gracia de Dios que se perdió por ese pecado es restaurada, con este sacramento nos hacemos hijos de Dios y como hijos tomamos las características de nuestro Padre. Es el Espíritu de Dios, de nuestro Padre, el que va formando y perfeccionando esas características en nosotros. “En el bautismo volvimos a nacer y fuimos renovados

por el Espíritu Santo que derramó Dios sobre nosotros por Cristo Jesús, Salvador nuestro” (Tito 3, 5-6). El Bautismo es nuestro segundo nacimiento; el nacimiento a la vida divina. El Espíritu Santo construye de nosotros un templo y nos hace portadores de la Santísima Trinidad, esa construcción es una renovación total y tan radical que se le nombra “re nacimiento”. “Por esa misma razón, el que está en Cristo es una criatura nueva. Para Él lo antiguo ha pasado; un mundo nuevo ha llegado” (2ª Corintios 5, 17). No podemos existir en este mundo sin el nacimiento biológico. Así también no podemos entrar en el Reino de los Cielos sin el nacimiento del Espíritu. “En verdad te digo: El que no renace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Juan 3, 5). “Todos nosotros, ya seamos judíos o griegos, esclavos o libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un único cuerpo. Y a todos se nos ha dado a beber del único Espíritu” (1ª Corintios 12, 13). En el Bautismo somos regenerados en el Espíritu, venimos a ser justificados en el mismo Espíritu y somos incorporados en Cristo y en la Iglesia, este Espíritu de Dios viene en el Bautismo a imprimir en el nuevo cristiano un sello espiritual indeleble de su pertenencia a Cristo (Efesios 1, 11-14). Hemos sido sellados para pertenecer a Cristo. Y como somos de Él, su Espíritu nos puede ir formando más y más en su imagen. “Quiero conocerlo; quiero probar el poder de su resurrección y tener parte en sus sufrimientos, hasta ser semejante a Él en su muerte y alcanzar, Dios lo quiera, la resurrección de los muertos” (Filipenses 3, 10-11). ¡Amén! Cuando somos ungidos por el Espíritu Santo en el Bautismo somos ungidos para poder participar en las obras de Cristo. Esa unción hace de nosotros sacerdotes, profetas y reyes. Sacerdotes para orar por los demás; profetas para llevar la Palabra de Dios a nuestros semejantes; reyes para ser justos, amables y servir los demás. “…el que cree en mí hará las mismas cosas que yo hago, y aún hará cosas mayores” (Juan 14, 12). LA CONFIRMACIÓN Si recibimos el Espíritu Santo en nuestro Bautismo, lo recibimos en su plenitud cuando fuimos Confirmados. La Confirmación es el sacramento del Espíritu por excelencia. “Con el Bautismo y la Eucaristía, el sacramento de la Confirmación constituye el conjunto de los sacramentos de la iniciación cristiana, cuya unidad debe ser salvaguardada” (CEC 1285).

El Amor de Dios personificado es el Espíritu Santo y se nos da para ponernos en comunión con Dios Trino. Este auto donarse no cesa porque el Amor de Dios es inagotable y aunque el fin del Espíritu Santo es unirnos a Jesucristo él actúa en diferentes formas y a diferentes tiempos para lograr esto en nosotros. Se manifestó el Espíritu por primera vez en su plenitud en Pentecostés. Con la Confirmación, nosotros hemos sido hechos partícipes en el misterio de ese mismo Pentecostés que transformó a los Apóstoles. Desde aquel tiempo los Apóstoles comunicaban a la gente el don del Espíritu Santo a través de imposición de manos, destinado a completar la gracia del Bautismo. Si así ha sido, entonces al ser confirmados nosotros recibimos el mismo Espíritu -en toda su plenitud- y consecuentemente podemos aprovecharnos de los mismos dones o carismas que fueron dados a la primera Iglesia porque nosotros, la Iglesia Católica, somos la continuación de esa Iglesia. Para nosotros los fieles, la Confirmación representa ese misterio de Pentecostés que sigue de la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Otra vez en la Confirmación, el Espíritu Santo nos marca con su signo indeleble que reafirma que somos de Cristo. “Somos el buen olor que de Cristo sube hacia Dios, y lo perciben tanto los que se salvan como los que se pierden” (2ª Corintios 2, 15). El sello tiene forma de Cristo y todos nosotros que somos marcados somos partícipes en su vida. Mientras con el Bautismo el Espíritu nos reconstruye en la imagen de Dios, el Espíritu en la Confirmación nos confiere la semejanza; confiere el don de la perfección y de santidad. ¿Cuál es la distinción entre “imagen” y “semejanza”? La “imagen” se refiere al ser y la “semejanza” al actuar. De eso podemos concluir que el Espíritu Santo, con la Confirmación, nos ayuda a crecer en Cristo.(Isaías 11, 1-2). LA EUCARISTÍA En la Eucaristía está ciertamente presente el Señor Jesús, pero esta presencia no es inmóvil sino es dinámica, porque en este Sacramento se celebran todos los misterios salvíficos de Jesús: su nacimiento, vida, pasión, muerte, resurrección y Pentecostés. La misma presencia eucarística de Cristo es un reflejo y una ampliación de su Encarnación. El cambio del pan en el Cuerpo del Señor por obra del Espíritu Santo es una renovación del acto maravilloso de esa otra obra del Espíritu en el seno de María la Virgen.

La vida nueva de la Resurrección de Cristo se nos da en la Eucaristía a través de la acción del Espíritu, así el Espíritu actualiza el misterio pascual en la Misa. El Espíritu ha transformado la muerte de Cristo en ofrenda de amor filial por el Padre y de Salvación por los hombres y los ha resucitado. En la Eucaristía el mismo Espíritu hace que este misterio de amor se actualice a fin de que se puedan gozar sus frutos, a través del Espíritu es posible participar en la muerte redentora de Cristo igual que en su Resurrección salvadora. La presencia del Espíritu en la Eucaristía hace que podamos participar en su Pentecostés igual que como si fuera el original. En la Eucaristía celebramos los tres momentos de la obra de la Salvación: la Cruz, la Resurrección y Pentecostés; tenemos un Dios filántropo que envía Aquel que santifica, consagra, transforma y hace presente a Cristo. Todo lo que el Espíritu Santo toca, es transformado y santificado. En la Eucaristía, el Espíritu Santo no sólo hace presentes los misterios ya vividos por Cristo sino, al mismo Cristo Resucitado. EL ESPÍRITU SANTO EN NOSOTROS El Espíritu Santo se nos fue dado en nuestro Bautismo y luego en el sacramento de Confirmación y aunque ya tengamos al Espíritu Santo en nosotros y more en nuestro corazón hay que dejarlo revelarse. Hay que reavivar y hacer operante en nosotros el Don del Espíritu Santo como poder de Dios para ser testigos fieles y valientes; es como un talento que duerme dentro de nosotros y no lo despertamos para aprovechar o gozar de él. Hay que aceptar con fe que el Espíritu de Dios quiere renovarnos, quiere hacer para nosotros un Pentecostés personal. Aunque el Espíritu Santo sea ya huésped del alma, esté en ti y tenga su morada en ti, puedes invocarle para que se manifiesta, te de vida y vitalidad. Hay que dejar el Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo, forme tu vida, tu forma de pensar, actuar y vivir. El Espíritu Santo continúa diariamente formando la imagen de Cristo en nosotros. Él transforma y transfigura de tal manera nuestra vida y opera un cambio tan profundo en nosotros que no puede pasar sin notarse. En el libro del profeta Jeremías se nos dice que Yavé mandó al profeta a la casa del alfarero y esto es lo sucedido: “…el cántaro que estaba haciendo le salía mal, mientras amoldaba la greda. Lo volvió entonces a empezar, transformándolo en

otro cántaro a su gusto. Yavé, entonces, me dirigió esta palabra: «Yo puedo hacer lo mismo contigo…como el barro en la mano del alfarero, así eres tú en mi mano” (18, 4-6). Dios es el Alfarero y el Espíritu Santo es la acción de sus manos, así el Espíritu nos hace partícipes de la vida divina. Esta obra santificadora del Espíritu se llama “divinización” o el acto de hacernos santos. La santidad comienza aquí en la tierra y el Reino de Dios es nuestra meta.. Ser santo significa participar en la naturaleza de Dios por medio de Cristo en el Espíritu Santo, no existe santidad sin el Espíritu Santo. La naturaleza santa de Dios se nos da por el Espíritu y nuestra unión con esta naturaleza santa es lo que nos hace santos. Sin embargo, el Espíritu Santo se introduce en nosotros como una semilla que poco a poco, con nuestra misma colaboración, se desarrolla hasta transformarnos en “otro Cristo”. En su sentido original la palabra “santidad” implica cortar o separar. El santo, entonces, es el que esta separado o cortado de lo común: está en un nivel distinto. Dios es Santo y solo Él lo es pero Él nos extiende una invitación a ser semejante, a Él. Cuando se manifiesta a nosotros nos extiende una invitación para tomarlo como ejemplo, nosotros elegimos: la santidad y el seguimiento o rechazamos la oferta. La llamada a ser santo es una invitación que, como cualquier otra invitación se puede libremente aceptar o rechazar. Al aceptarla impone en nosotros una obligación de seguir a Cristo. Seguir a Cristo implica cambiar nuestros esquemas internos, implica una conversión para caminar con Dios y compartir la vida con Él. La vida santa es lo que Dios comparte, el seguimiento es nuestra respuesta a la oferta. La santidad no se trata de cumplir con la Ley, hacer obras de caridad ni milagros, al contrario, estas cosas o acciones son resultados de la gracia que hemos recibido del Padre a través del Espíritu Santo. La santidad es una invitación a vivir una vida mejor, una vida divina y nuestra respuesta a la invitación es una de colaboración y disponibilidad para recibir el regalo. Cuando nos dejamos guiar por el Espíritu, nuestra vida se volverá en una constante búsqueda de la voluntad del Padre. Esta búsqueda nace del amor y no del temor. “Yo no puedo hacer nada por mi propia cuenta; para juzgar, escucho (al

Padre), así mi juicio es recto, porque no busco mi voluntad, sino la de Aquel que me envió” (Juan 5, 30). El Espíritu Santo es nuestro Maestro de oración. “Además el Espíritu nos viene a socorrer en nuestra debilidad; porque no sabemos pedir de la manera que se debe, pero el propio Espíritu intercede por nosotros con gemidos que no se pueden expresar” (Romanos 8, 26). Podemos pronunciar palabras pero no podemos orar, nuestra oración es obra del Espíritu Santo, otro don de Dios que necesitamos porque no somos capaces en nuestra búsqueda de encontrar a quien buscamos sin la ayuda de Él mismo. “La oración cristiana es una relación de Alianza entre Dios y el hombre en Cristo. Es acción de Dios y del hombre; brota del Espíritu Santo y de nosotros, dirigida por completo al Padre, en unión con la voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre"(CEC 2564). Toda nuestra oración, sea en comunidad o en privado, acontece siempre en el Espíritu. El Espíritu de Jesús nos permite decir: “Jesús es el Señor” (1ª Corintios 12, 3). Esta frase tan sencilla, tan fácil de decir, es la más difícil para orar. Al orar que Jesús es el Señor aceptamos su soberanía sobre nosotros; nos abandonamos completamente a Cristo, el es Señor y le permitimos decirnos que hacer, como hacerlo y donde hacerlo. Y aceptamos su voluntad sin renegar, sin vacilación. Al orar “Jesús es el Señor” es admitir que Él es el Señor del universo, todo lo demás no es importante porque Él es el Todopoderoso, el "Yo Soy". Por lo tanto, se puede decir que uno no puede orar ni tener una experiencia de Dios y las cosas de Dios si no es por el Espíritu Santo. La experiencia de Dios a través de su Palabra es dada por el Espíritu que nos orienta hacia la verdad. El Espíritu actúa para que nosotros podamos experimentar el misterio de la vida, la comunión con Dios y con los demás. La obra del Espíritu Santo es edificar la Iglesia en la unidad. “…hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un único cuerpo” (1ª Corintios 12, 13). En Él se encuentra la fuente de todo don que nos da Dios. En suma, entonces, el Espíritu Santo es Dios y regalo de Dios. ¡Qué estupendo misterio! El Espíritu Santo nos hace testigos de Cristo Resucitado; esa es su misión. “Yo les enviaré, desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre. Este Intercesor, cuando venga, presentará mi defensa. Y ustedes también hablarán en mi favor, pues han estado conmigo desde el principio” (Juan 15, 26-27).

De hecho no es posible dar testimonio de Cristo sin la fuerza del Espíritu Santo. “Ahora yo voy a enviar sobre ustedes al que mi Padre prometió. Por eso, quédense en la ciudad hasta que hayan sido revestidos de la fuerza que viene de arriba” (Lucas 24, 49). Cada uno de nosotros es llamado a ser testigo del Evangelio, dar testimonio de Cristo con la fuerza del Espíritu significa involucrarse en la Palabra del Evangelio. La voluntad humana es esencial para que el Espíritu de Dios pueda actuar en nosotros. La vida en Cristo, el “caminar en el Espíritu” no es un jardín de rosas ni un camino alfombrado. Todo bautizado está invitado a vivir el servicio del testimonio y del amor, lo cual es una responsabilidad de confesar la fe católica. “…cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo y cómo ha tenido compasión de ti” (Marcos 5, 19). No se trata de ser sólo “devotos” del Espíritu Santo, sino sencillamente de vivir y respirar del Espíritu. No se busca tanto los dones carismáticos, sino la sincera y humilde conversión que nos llevará al misterio de Cristo y dar testimonio de Él.

Capitulo 11: EL BOTÓN SECRETO Hace tiempo la televisora CLARA-VISION presentó una entrevista de una religiosa francesa. Al verla y antes de escucharle supe que estaba llena del Espíritu Santo. Su testimonio fue impresionante. Dio testimonio con su rostro lleno de paz y serenidad; sus ojos brillaban con la luz de Cristo. También dio testimonio veraz y sincero; cada palabra era pronunciada con la alegría de poder dar testimonio como hija querida de su Padre. Explicó lo siguiente: Sus papás le dieron una buena formación en la fe católica, pero al llegar a la edad de la juventud fue con un astrólogo sin razón específica y nadie le había dicho que estaba mal. El astrólogo le reveló mucho de su vida pasada y su vida futura. Salió de esa entrevista muy confusa y molesta. Pasaron los días y se puso peor. Pasaron los meses y dejó de comer y dormir regularmente. Estaba muy preocupada por su futuro que según el astrólogo estaba lleno de pecado y sufrimiento. Su alegría y gozo por la vida se convirtieron en amarguras y depresión. Un sábado, el día antes de Pentecostés, estaba tan deprimida y tan desesperada que quería morir. En eso llegó su hermana a visitarla. Se sorprendió de la condición en que la encontró; era un cambio muy radical. Después de una conversación bastante larga, su hermana le dijo de un grupo de oración: “Este grupo es católico y la gente es muy buena, muy apegada a Dios y son carismáticos. Ellos oran por la gente y Jesús los sana. ¿Por qué no vas tú? Ven te llevo con ellos", le imploró. La joven se rehusó a ir. Pero su hermana le dio la dirección y le explicó como llegar. Esa noche al acostarse le pidió a Dios que se la llevara, que no quería vivir más. Al día siguiente, día de Pentecostés, se sintió peor que el día anterior. Toda su confianza, su esperanza, sus deseos de seguir adelante ya no existían. Lo único que deseaba era morir. Le repitió, con más fuerza, a Dios que no quería seguir viviendo y le dió hasta las cinco de la tarde para llevársela. Al avanzar el día su desesperación se incrementó. Ya no sabía qué hacer tenía miedo a morir pero tampoco quería vivir porque temía el futuro, por lo que le había dicho el astrólogo. En su desesperación se acordó del grupo de oración y decidió levantarse para ir con ellos. Tomó el papel con la dirección y obligándose a sí misma se fue. Al llegar, varias personas la recibieron con cariño y amor. La hicieron sentirse como en su casa. La religiosa comentó que “eran personas buenas, llenas de amor y alegría”. Comenzaron a orar y cantar alabanzas pero con una devoción sincera, con alegría y una entrega que la hizo recordar que cuando era chica había leído los Hechos de los Apóstoles y le impresionó tanto que le pidió a Dios que si hubiese un grupo de

personas como esos primeros discípulos en Pentecostés que por favor se lo revelara porque quería estar y quedarse con ellos. En esa reunión una señora comenzó a hablar en voz alta y anunció: “Hay alguien aquí que consultó un astrólogo que le dijo unas cosas muy malas de su futuro. Le dijo que iba ser madre soltera sin trabajo. Esa señorita hoy ha perdido todo deseo de vivir. Jesús le quiere decir a ella en este momento que Él la puede sanar, que Él le puede dar una vida nueva llena de alegría, gozo y felicidad”. Al terminar esta palabra de conocimiento la joven se acercó a la señora y le preguntó como sabía todo eso. La señora le dijo que ella no lo sabía, que era una revelación de Dios. La joven estaba sorprendida porque todo lo que dijo era la verdad y muy precisa. Le preguntó: “¿cómo es posible que usted sepa tantos detalles?” “El Señor puso su Palabra en mi mente y plantó en mi corazón con mucho ardor la invitación para acercarse a Él. Él puede sanar a esa persona de sus angustias. Si tú eres esa persona deja que oren por ti”. La señorita se presentó ante el equipo de oración y oraron por ella. Sintió un ardor en su ser como “ríos de agua viva que la bañaban y limpiaban dándole una vida nueva”. Al terminar la oración ella estaba transformada en una persona diferente, nueva y sana. Eran las 5 de la tarde. Se quedó con el grupo, y ahora se llama sor Emmanuel. Me he preguntado, ¿Cuántos católicos somos como fue sor Emmanuel que no sabemos ciertas cosas porque nadie nos ha dicho toda la verdad? ¿Cuántos pensamos que nuestra fe consiste solamente en ir a misa, rezar el rosario u otra oración a un santo favorito, hacer una peregrinación o celebrar, con cohetes, la fiesta del patrono de la parroquia y nada más? Lo hacemos porque así se nos enseñó. Y si no obtenemos los resultados que queremos vamos con un curandero o un brujo. Una de las cosas que muchos no sabemos, mejor dicho lo sabemos por las Escrituras pero no por experiencia es que Jesús sana. Lo vemos sanar en el Evangelio, vemos a los apóstoles sanar en el libro de los Hechos pero ¿Cuántos de nosotros creemos que el Señor Jesús todavía sana? El Señor Jesús es igual hoy, ayer y será igual mañana. Cuando Él caminaba en esta tierra la gente le hacía caso, lo escuchaban y lo seguían. ¿Por qué? Porque querían oírlo y querían que los curara. "Bajando con ellos, Jesús se detuvo en un llano. Con él estaba un grupo impresionante de discípulos suyos y un pueblo numeroso procedente de toda Judea y de Jerusalén, (…) de la costa de Tiro y de Sidón. Habían venido a oírlo y para que los sanara de sus enfermedades. Sanaba también a los atormentados

por espíritus malos, y toda esta gente trataba de tocarlo porque de él salía una fuerza que los sanaba a todos” (Lucas 6, 17-19). En estos tiempos modernos nosotros no vamos en “grupo impresionante” a ver a Jesús, pero sí vamos “un pueblo numeroso” a ver a Ricky Martin, Lady Gaga, los Tigres del Norte u otros cantantes y estrellas de la pantalla. Veo a los jóvenes gritando, brincando, aplaudiendo y desmayándose al ver a su “ídolo”. Actuando como si hubiesen perdido sus sentidos. Y ese “ídolo” no hace nada por ellos ni les da una sonrisa sincera. El Señor Jesús es el que les da todo y su sonrisa es sincera y “una sola palabra basta para sanarlos”. ¿Por qué nos comportamos así? Simplemente porque no tenemos fe. "Y de hecho no los sanaron ni hierbas, ni cataplasmas, sino tu palabra, Señor, que todo lo sana" (Sabiduría 16, 12). Hay un botón secreto en el alma de cada hombre y mujer que, cuando se toca, hace de esa persona más hombre o más mujer de lo que era. Ese botón es lo que motiva a la persona. El botón se empuja con la acción del Espíritu Santo. La acción del Espíritu Santo se nos manifiesta en varias formas. Para los apóstoles fue la fuerza de Pentecostés; para otros es un retiro en donde se les impusieron las manos y se hizo oración para que al abrirse, fuera liberado el Espíritu Santo que mora en nosotros; otros lo reciben a través de una experiencia o revelación especial con la cual Dios los premia (San Pablo es un ejemplo de esto). Todavía otros, como sor Emmanuel, tienen la experiencia a través de una oración de sanación o de liberación. De cualquier modo, esa transformación, sanación o conversión solamente puede venir con el Soplo del Espíritu de Dios: un Pentecostés personal. Lo más común que resulta al activar ese botón es que la persona se convierte en un testigo poderoso de Jesucristo. Comienza a anunciar la Buena Nueva con valentía y verdad, la oración toma un sentido diferente: es más espontánea y profunda, la fe va creciendo y haciéndose más firme, comienza tal sed por conocer la Palabra de Dios que uno se pone a absorber la Biblia como una esponja. Estos son algunos de los signos y los más comunes que se manifiestan en aquellos que han recibido el “bautismo en el Espíritu Santo”, o sea, han experimentado ese Pentecostés personal. Todos necesitamos una conversión, una renovación de nuestra vida. Sin embargo, el Documento de Santo Domingo nos dice en el número 40: “Predicamos poco acerca del Espíritu que actúa en los corazones y los convierte, haciendo así posible la santidad, el desarrollo de las virtudes y el valor para tomar cada día la cruz de Cristo (…)”.

Pentecostés es la fiesta de la madurez espiritual. Pocos saborean esta gran fiesta, muchos no tienen la menor idea de lo que se trata. La solemnidad supone mucho: algo de teología; un conocimiento de la liturgia; pero más que todo una experiencia personal, o sea fe. Durante el tiempo desde el domingo de la Resurrección hasta el día de Pentecostés los apóstoles tenían miedo de que les pasara lo mismo que a Jesucristo y se pusieron en oración. Crecieron en la fe y cuando llegó el día de Pentecostés fue algo impresionante. Su fe maduró en un instante. Normalmente, pero no siempre, con el hombre ese crecimiento es lento y toma tiempo, hasta 50 años o más. Pero no hay que desanimarse. Al contrario siempre hay la esperanza que nuestra fe va creciendo y madurando cada día: sea poco o mucho pero va creciendo y eso es ganancia. Durante este tiempo de crecimiento tenemos varias crisis de fe y cada crisis es una oportunidad de acercarnos más a Dios. Una crisis de fe ocurre cuando Dios le pide a uno tomar una decisión demostrando su fe. Este pedido puede ser algo muy sencillo, como regresar a misa los domingos, o puede ser muy difícil como dejar a su amante y regresar a su esposa(o) e hijos. Sea lo que sea, Dios nos llama a dar ese paso en fe y confianza para nuestro crecimiento. Ahora se te está planteando una idea para que tú tengas una “crisis de fe”. Ahora vas a poder escoger si quieres seguir tu vida tal como la llevas o si quieres cambiarla por algo verdaderamente excitante y apasionante y llegar a un acercamiento a Dios que no te imaginabas posible. No tengas miedo a dar este paso, aunque se te haga difícil te aseguro que lo más difícil es empezar. “…lo que sufrimos en la vida presente no se puede comparar con la gloria que ha de manifestarse después en nosotros” (Romanos 8, 18). Decimos que recibimos el Espíritu Santo en el Bautismo y su plenitud en la Confirmación, y así es.. “¿No saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo, que Dios mismo puso en ustedes?” (1 Corintios 6, 19). Pero en muchos casos éstas palabras pueden ser vacías por falta de fe, ignorancia o mal entendimiento. Hay que experimentar el Espíritu Santo en nuestra vida y eso se hace, por parte de Dios con su gracia, y por parte nuestra deseándolo de todo corazón; orando con todo nuestro ser y abriéndonos para liberarlo y aceptando todos los dones y carismas que Él nos quiere dar y dejarlo actuar en nosotros como Él quiere. En otras palabras, hay que tener nuestro Pentecostés personal, hay que experimentar a Jesús vivo en nuestra vida. Sólo el Espíritu Santo nos convierte en serios testigos de la Resurrección de Jesucristo. Sólo el Espíritu Santo puede empujar el botón secreto de nuestra alma. Deja que Dios sea Dios en tu vida.

Después de la muerte y Resurrección de Jesús, Él envió a los apóstoles a bautizar y anunciar la Buena Nueva pero antes de hacerlo les dijo que iba enviar al Espíritu Santo para que les diera poder para cumplir todo lo que Él les había pedido. “…van a recibir una fuerza, la del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los límites de la tierra” (Hechos 1, 8). Los historiadores están de acuerdo y a la vez asombrados de cómo los cristianos de los primeros dos siglos habían evangelizado a casi todo el imperio greco-romano y cómo los paganos fueron convertidos al cristianismo. La razón de esto fue que los cristianos de los primeros siglos tomaron muy en serio el mandato de Jesús: "Vayan y hagan discípulos a todos y enséñenles todo lo que yo les he dicho” (ver Mt 28, 18ss y Mc 16, 15-20). Cada cristiano se consideraba un evangelizador y no se preocupaba si había tomado un curso bíblico o alguna “logia”. Para esos cristianos lo importante era evangelizar, hacer la voluntad del Señor. Como habían tenido un encuentro personal con Jesucristo se sentían obligados a compartir esa experiencia. “…cuenta todo lo que Dios ha hecho por ti” (Lucas 8, 39). Si pudiéramos saber lo que los historiadores van a escribir sobre estos tiempos en que vivimos, pienso que dirían que “sin ninguna duda el mundo estaba en una crisis de fe”. La evangelización de nuestros días tiene que ir dirigida a la muchedumbre de bautizados que han perdido la poca fe que tuvieron y se han alejado de Dios. Son muchos los que tienen una fe superficial, o sea de apariencia y sin raíces. Se persignan cuando pasan ante un templo o una imagen, pero no han asistido a misa desde la última vez que murió un familiar o fueron a una boda. Hay otros que durante la misa llevan un crucifijo u otra imagen a media homilía o durante la consagración al pie del altar para que el “padrecito” lo bendiga. Gracias a Dios y el Concilio Vaticano II el laico está despertando y comienza a vivir su bautismo. Con esta “liberación” del laico se han comenzado buenos programas de catequesis para adultos pero no van más allá que el primer anuncio, o sea el Kerygma. El anuncio kerygmático es la base de toda evangelización. Se centra en Cristo nuestro Salvador, Señor e Hijo de Dios. El Kerygma hace que el hombre se encuentre con Dios. Y ese encuentro es permanente y continuo. En muchos casos estas presentaciones se van dando por personas que no son evangelizadas y su presentación está sin poder.

Después del anuncio kerygmático se necesita tener un crecimiento en forma de pláticas, retiros, asambleas, pequeñas comunidades, etc. a esto se le llama la catequesis o seguimiento. Cuando hay asambleas o retiros en los cuales los predicadores están llenos del poder del Espíritu Santo no le importa a la gente los sacrificios y las distancias. La gente quiere una comunidad que la acoja, le ayude, le anime a encontrar la felicidad que siempre ha buscado y nunca ha encontrado. Como dijo un sacerdote, “Para crecer espiritualmente hay que estar en un ambiente que se preste para el crecimiento, no uno que está muerto o estancado”. Al encontrar esa comunidad la persona comienza a involucrarse y servir a los demás. La evangelización no es un acto piadoso, sino una fuerza necesaria para la vida actual y futura de los hombres. Bajo un punto de vista, la evangelización es un factor social de suma importancia, que nos obliga a intentar superar las dificultades que hacen difícil o imposible el anuncio del Evangelio. Hay que perseverar contra la mentalidad preconcebida que en vez de ayudar apaga la oportunidad de crecer en la fe. Hay que estar alertas y abiertos a todo lo que nos tiene y quiere dar el Espíritu Santo. La Catequesis ayuda a la gente a creer que Jesús es el Hijo de Dios, a fin de que, por la fe, tengan vida en abundancia en su Nombre, ayuda educarlos e instruirlos en esta vida y construir así el Reino de Dios. Desafortunadamente es más común dar la catequesis antes del Kerygrma y eso es como poner la carroza adelante y el caballo atrás. En otras palabras el Kerygma nos permite nacer de nuevo, de arriba (Jn 3, 7); la catequesis nos permite crecer en Cristo; el Kerygma nos lleva a un encuentro personal con Cristo; la catequesis nos lleva a un encuentro personal con el Cuerpo de Cristo: la Iglesia. El Papa nos dice que la Catequesis es Cristocéntrica, porque se trata de transmitir, no la doctrina del catequista o de otro maestro, sino la enseñanza de Jesús mismo, la verdad que Él comunica y que Él es. El cristiano tiene que convertirse en otro Cristo. Se dice que la vida cristiana consiste en ser, por la gracia de Dios, lo que Jesús es por naturaleza. Esto no significa que debemos ser un Cristo diferente sino estamos destinados a ser el Cristo único y verdadero que existe. No hemos de hacernos una cosa distinta de Él; hemos de convertirnos en Él. “… y en adelante será Dios todo en todos” (1 Cor 15, 28). Desde nuestro bautismo tenemos el germen de la transformación en Jesús. Todos tenemos la misma meta en esta vida: LA SANTIDAD. La evangelización es acción pascual de la Iglesia. Con ella, al anunciar el Evangelio de Jesucristo, se proclama la salvación realizada por el Señor en la cruz y la resurrección. Pero no se trata de una simple proclamación intelectual, sino

acompañada del testimonio de los creyentes, que hacen valer y sentir la fuerza renovadora de Cristo Resucitado. A la vez, esa acción evangelizadora de la Iglesia hace brillar la luz de Cristo que destruye la oscuridad de la muerte, del pecado y la falta de fe. Dicha evangelización conlleva también una tarea irrenunciable: la invitación a participar de la salvación que Jesucristo ganó por nosotros hace 2000 años. Esta invitación será dirigida a todo los Confirmados, llamándolos a convertirse en hombres nuevos y mujeres nuevas. Hay que tener una conversión profunda y permanente, aunque la verdadera conversión es un proceso que se repite cada día. La conversión más dolorosa es la que cada uno de nosotros tenemos que hacer en el mero centro de nuestra religión. ¿La estamos viviendo en su plenitud? La pregunta del joven rico del Evangelio siempre es actual: “¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?” No una vida futura, darnos cuenta, sino una vida presente, una vida para vivirla ahora. Y Cristo no le responde: “¡Prepárate para una buena muerte!”, sino: "¡Déjalo todo y sígueme!”, es decir: “Arriesga tu existencia en una relación personal, aprende a amar y a vivir. Todas tus riquezas son peso muerto, te esterilizan, te fosilizan, te inmovilizan. Yo te atraeré a una intensidad de vida que no tiene por qué terminar”. Lo que nos hace vivir no es nuestro apego a las cosas, sino nuestras relaciones con las personas. La vida nueva, la vida intensa, la vida viva que Jesús prometía a quienes le siguieran era esta conmoción, esta revolución: el establecimiento sobre la tierra de unas relaciones humanas tan justas, tan amantes, tan profundas que podrían eternizarse, que permitirían afrontar la muerte. Hasta aquel encuentro, el joven, que observaba los mandamientos, había creído que el pecado alejaba a Dios y la ausencia de pecado le hacía presente y proporcionaba la verdadera vida. Pero, por el contrario, Jesús le enseñó que era la presencia de Dios y de sus hermanos la que alejaría al pecado y le introduciría en la Vida. Cuando se habla con personas que son de otra religión, nos hace pensar que una de las metas que le enfrenta a la Iglesia es la de profundizar la evangelización: Evangelización continua. Continuando mucho después de la catequesis para el sacramento de Confirmación. Más allá del Kerygma. Evangelización profunda, con lo que ello supone: una invitación a asumir la propia responsabilidad de la fe. Esto exigirá que no se reduzca la catequesis a una simple

información sobre datos religiosos o del cristianismo, sino una invitación y provocación a una respuesta de vivir la fe, un encuentro personal con Cristo. Evangelización fuerte y ungido para que penetre no sólo la mente sino también el corazón, lo más profundo del ser para que haga vibrar la Palabra de Dios al ser testigos de Cristo. Llegar a querer dar la vida por Cristo. Esta evangelización debe incluir cuando menos lo siguiente: FORTALECIMIENTO. El fortalecimiento del sentido de pertenencia a la comunidad. Una de las tentaciones que tiene el hombre de hoy es aislarse. SALIR AL ENCUENTRO. Que los evangelizadores salgan al encuentro de la gente para invitarlos a conocer a Dios mejor y agregarse al número de los creyentes para vivir y sentirse parte del plan salvífico de Dios. IGLESIA SERVIDORA. Demostrar que la Iglesia de hoy es servidora. Que es una Iglesia que predica y practica el amor. CAMBIO. Demostrar un cambio en la liturgia de una triste reunión de “cuerpos presentes” que no entiende el significado de la misa, a una de celebración y gozo en la cual se alaba a Dios “en espíritu y en verdad”. Sobre todo hay que demostrar que Dios los ama y quiere lo mejor para ellos y lo pueden encontrar en su Iglesia, la misma que Cristo fundó, la Iglesia Católica. LA IGLESIA NO PUEDE OLVIDAR QUE SU MISIÓN ES EVANGELIZAR. Evangelizar no es la tarea principal de la Iglesia, es la única tarea. El anuncio evangelizador es la mejor forma de afrontar el problema de falta de fe, la crisis de fe. Si lo hace con decisión y con la fuerza del Espíritu, hará sentir sus consecuencias en quienes lo reciben. Ciertamente hay y habrá dificultades, pero también Dios no quiere destruir la obra buena que Él mismo inició y la cual le costó la vida de su Hijo Primogénito. Por eso también está dispuesto a pedir de ti y de mí que seamos parte de su equipo de evangelizadores: "Todo poder se me ha dado en el Cielo y en la tierra. Por eso, vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado. Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este mundo” (Mateo 28, 18-20).

Capitulo 12: NO ENTRISTEZCAN ALESPÍRITU SANTO Un modo de evangelizar se llama la “Renovación en el Espíritu Santo”, “Nacer de nuevo en el Espíritu”, “Bautizado por el Espíritu Santo”, “Movimiento o Renovación Carismática”, etc. Tiene diferentes nombres y se identifica en unos lugares como el movimiento en el Espíritu Santo, o simplemente como La Renovación. Lo importante de todo esto es que existe y es aprobado por la Iglesia. Los últimos seis Papas hablaron sobre la Renovación en el Espíritu Santo. El Papa Juan XXIII fue como el precursor de la Renovación cuando llamó a la Iglesia Católica a revisarse y renovarse a la luz del Espíritu de Dios. Su oración y deseo por el Concilio Vaticano II fue la siguiente: “Repítase en el pueblo cristiano el espectáculo de los Apóstoles reunidos en Jerusalén, después de la ascensión de Jesús al cielo, cuando la Iglesia naciente se encontró unida en comunión de pensamiento y de plegaria con Pedro y en torno a Pedro, pastor de los corderos y de las ovejas. “Dígnese el Divino Espíritu escuchar de la forma más consoladora la plegaria que asciende a Él desde todos los rincones de la tierra. Renueva en nuestro tiempo los prodigios como de un nuevo Pentecostés, y concede que la Santa Iglesia, permaneciendo unánime en la oración, con María, la Madre de Jesús, y bajo la dirección de Pedro, acreciente el Reino del Divino Salvador, Reino de Verdad y Justicia, Reino de amor y de paz”. El Papa Pablo VI fue el que habló más, en diferentes ocasiones y a diversos grupos. Entre todo lo que escribió y dijo aquí les presento solo unas cuantas palabras. En octubre de 1973 dirigió estas palabras a los líderes de la Renovación Carismática: “Nos alegramos con vosotros, queridos amigos, por la renovación de vida espiritual que se manifiesta hoy en día en la Iglesia, bajo diferentes formas y en diversos ambientes. Ciertas notas comunes aparecen en esta renovación: El gusto por una oración profunda, personal y comunitaria; un retorno a la contemplación y un énfasis puesto en la alabanza de Dios; el deseo de entregarse totalmente a Cristo; una gran disponibilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo; una frecuentación más asidua de la Escritura; una amplia abnegación fraterna; la voluntad de prestar una colaboración a los servicios de la Iglesia. En todo esto podemos conocer la obra misteriosa y discreta del Espíritu que es el alma de la Iglesia”. El Papa Juan Pablo I leyó un libro sobre la Renovación en el Espíritu escrito por el Cardenal José Suenens. El comentario es parte de una carta con fecha del 10 de diciembre de 1974: “…En cuanto al contenido, confieso que mientras leía, me sentí forzado a leer, con una nueva mirada, los textos de San Pablo y los Hechos de los Apóstoles, los cuales creía que sabía. Tu libro fue y será una valiosa guía para mí por

haberme hecho leer nuevamente los Hechos. Gracias por el bien que le has hecho a mi alma y por el servicio que le has prestado a la Iglesia a través de tu inspiración…” El Pontífice, (ahora santo) Juan Pablo II, también ha hecho sus comentarios sobre la Renovación en el Espíritu Santo. El 11 de diciembre de 1979 recibió en audiencia especial al Cardenal José Suenens, al Obispo Alfonso Uribe y a los miembros del Consejo Internacional de la Renovación Carismática. En parte, esto es lo que les dijo: “El mundo necesita mucho de esta acción del Espíritu Santo, y de muchos instrumentos para esta acción. La situación en el mundo está muy peligrosa. El materialismo se opone a la verdadera dimensión del poder humano… El materialismo es una negación de lo espiritual y es por esto por lo que necesitamos la acción del Espíritu Santo. Ahora yo veo este movimiento, esta actividad por todas partes… el Espíritu Santo viene al espíritu humano, y desde este momento empezamos nuevamente a vivir, a encontrarnos nosotros mismos, a encontrar nuestra identidad, nuestra total humanidad. De manera que estoy convencido de que este movimiento es un muy importante componente de esta total renovación de la Iglesia, de esta renovación espiritual de la Iglesia”. Al cuarto Congreso Internacional de Dirigentes de la Renovación Carismática el Papa Juan Pablo II dirigió estas palabras durante la semana del 4 al 10 de mayo de 1981. “… como dirigentes de la Renovación, debéis tener la iniciativa en la creación de lazos de confianza y de cooperación con los obispos, quienes en la providencia de Dios, tienen la responsabilidad pastoral de guiar todo el Cuerpo de Cristo, incluida la Renovación Carismática. Aun cuando no compartan con vosotros las formas de oración que habéis encontrado tan fecundas, estarán dispuestos a acoger con agrado vuestro deseo de renovación espiritual, tanto para vosotros mismos como para la Iglesia, y os proporcionarán la guía segura, que es la tarea que tienen encomendada. Dios no puede fallar en su fidelidad a la promesa hecha el día de su ordenación, cuando se le imploró diciendo: Infunde ahora sobre estos siervos tuyos que has elegido la fuerza que de Ti procede: el Espíritu de sabiduría que diste a tu amado Hijo Jesucristo, y Él, a su vez, comunicó a los Santos Apóstoles, quienes establecieron la Iglesia por diversos lugares como santuario tuyo para gloria y alabanza incesante de tu nombre (Ritual de la ordenación del Obispo)”. En cuanto a los sacerdotes, el Santo Papa en el mismo discurso dice: “Los sacerdotes en la Iglesia han recibido el don de la ordenación como colaboradores en el ministerio pastoral de los obispos, con quienes participan del único y mismo sacerdocio y ministerio de Jesucristo, que requiere su absoluta comunión jerárquica con el orden de los obispos…Como consecuencia, el sacerdote tiene una única e indispensable tarea que cumplir en y para la Renovación carismática, lo mismo que para toda la comunidad cristiana. Su misión no está en oposición ni es paralela a la legítima tarea del laicado. El sacerdote, por el vínculo sacramental con el obispo, a quien la ordenación confiere una responsabilidad pastoral para toda la Iglesia,

contribuye a garantizar a los Movimientos de renovación espiritual y al apostolado seglar su integración en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia… El sacerdote, por su parte, no puede cumplir su servicio en favor de la Renovación en tanto no adopte una actitud de acogida ante la misma, basada en el deseo de crecer en los dones del Espíritu Santo, deseo que comparte con todo cristiano por el hecho de su bautismo”. El día 5 de septiembre de 1999 estaba en Cd. Cooperativa Cruz Azul, Hidalgo el representante del Papa, el Nuncio Apostólico en México S.E.R. Monseñor Justo Mullor García. Se le hizo la pregunta: “¿Qué piensa usted de la Renovación”. Monseñor contestó: “Es un movimiento carismático que es bueno. Todo lo que viene de Dios es bueno y el movimiento carismático viene de Dios”. Sin embargo todavía hay obispos y sacerdotes que no están de acuerdo y no permiten la Renovación en el Espíritu Santo. A pesar que fue el mismo Jesús quien enseñó y demostró que con la predicación habrá señales y prodigios para las personas que crean (Marcos 16, 20). "No apaguen el Espíritu, no desprecien lo que dicen los profetas. Examínenlo todo y quédense con lo bueno” (1 Tesalonicenses 5, 19-21). En nuestra Iglesia existe mucho temor de los signos carismáticos (hablar en lenguas, don de profecía, don de sanación, etc.). Se les tiene desconfianza. No falta quien vea estas manifestaciones del Espíritu como charlatanería, fanatismo o algo fingido. En verdad y con la debida prudencia, estos son los signos que le mostrarán al mundo que éstos son los discípulos que Cristo manda al mundo diariamente: "Y estas señales acompañarán a los que crean: en mi Nombre echarán los espíritus malos, hablarán en nuevas lenguas, tomarán con sus manos las serpientes y, si beben algún veneno, no les hará ningún daño. Pondrán las manos sobre los enfermos y los sanarán” (Mc 16, 17-18). No cabe duda que hay exageraciones. Entre los mismos sacerdotes se ha sabido de casos de abuso y fanatismo. Mientras seamos humanos habrá abusos y extremos. La reacción humana es normal y esperada aunque no correcta en todos casos. ¿Qué no acusaron a Jesús de echar demonios con el poder del demonio? (Lc 11, 15). Por este miedo y reacción negativa de parte de muchos quizá nos dejamos ir al otro extremo. Hay que preguntarnos si ese miedo, ese temor no es también un exceso o exageración de prudencia la cual extingue el fuego del Espíritu Santo en la vida actual de la Iglesia. "Si vivimos por el Espíritu, dejémonos conducir por el Espíritu” (Gálatas 5, 25). El mismo san Pablo dice en la carta a los Efesios (4, 30-32): "No entristezcan al Espíritu santo de Dios; éste es el sello con el que fueron marcados en espera del día de la salvación. Arranquen de raíz entre ustedes los disgustos, los arrebatos, el enojo, los gritos, las ofensas, y toda clase de maldad.

Por el contrario, muéstrense buenos y comprensivos unos con otros, perdonándose mutuamente, como Dios los perdonó en Cristo”. En el libro de los HECHOS DE LOS APÓSTOLES se nos narra: "Todavía estaba Pedro hablando en esta forma cuando el Espíritu Santo bajó sobre todos los que escuchaban la Palabra. Y los creyentes de origen judío que habían venido con Pedro quedaron atónitos: «¡Cómo! ¡Dios regala y derrama el Espíritu Santo sobre los no judíos!» Y era pura verdad: los oían hablar en lenguas y alabar a Dios” (Hechos 10, 44-46). Una señora comentó: “Si en ese tiempo a los no judíos, no se les negó el Espíritu Santo, ¿por qué la Iglesia no accede a enseñarnos a orar en el Espíritu? Se me hace que los sacerdotes tienen la obligación de enseñar a la gente como convertirse, como rezar, aún como orar con el Espíritu”. Nunca se debe olvidar que todo alejamiento de la doctrina de la Iglesia, o el silencio acerca de ella no constituyen una forma de auténtica atención ni de valida pastoral. Sólo lo que es verdadero puede ser también pastoral. Naturalmente el aprendizaje no es una tarea de pocos meses ni de pocos años, sino algo que se va aprendiendo cada día, sin terminar de hacerlo. El Espíritu Santo es el Amor personal del Padre y del Hijo, no sólo en el seno de la Trinidad, sino además fuera de ella, porque Él es quien realiza en el mundo y en los corazones los planes amorosos de Dios. El Espíritu Santo es una Persona viva, que mora en nosotros, que actúa en nosotros y a través de nosotros como Poder de Dios. Así, el Espíritu Santo habita en nosotros y hay que hacerlo bienvenido y no contristarlo. Se nos invita a no contristar al Espíritu Santo viviendo en el amor. Amor que perdona y se entrega por los demás, con entrañas de bondad, desechando toda actitud de división y rechazo. El pecado, especialmente contra el amor y la comunión fraterna, es lo que contrista al Espíritu. El no creer en el poder del Espíritu Santo es el único pecado que no se perdona: “…El que calumnia al Espíritu Santo no tendrá jamás perdón, sino que arrastrará siempre su pecado” (Marcos 3, 29). Contristar al Espíritu Santo es contaminar el ambiente divino que nos rodea, es rechazar el Amor de Dios. Impedir la manifestación del Amor de Dios, que quiere amar a los demás con todo su ser, es también una manera concreta de contristar al Espíritu Santo.

En la Iglesia primitiva era común que los signos acompañaran a la predicación. Jesús los empleó. También los apóstoles. Enfrentando la persecución los apóstoles y discípulos no huyeron sino al contrario oraron para que hubiera manifestaciones del poder del Espíritu Santo. "Y ahora, Señor, mira sus amenazas y concede a tus siervos anunciar tu palabra con toda seguridad. Manifiesta tu poder, realizando curaciones, señales y prodigios por el Nombre de tu santo siervo Jesús” (Hechos 4, 29-30). Y a través de los años los santos han predicado y Dios los ha sostenido con los mismos signos y prodigios. Él siempre que evangelizaba sanaba y cuando curaba evangelizaba. Aunque algunos obispos y sacerdotes no aceptan la Renovación Carismática no pueden negar su existencia. Eso si no, porque será un insulto al Espíritu Santo. Hay varios movimientos dentro de la Iglesia que ayudan y guían a uno a la conversión y renovación. Lo bueno es esto: Tú, sí TÚ, puedes tener ahora un encuentro vivo con Cristo para tener vida nueva. Este encuentro lo puedes tener junto a María, tu Madre en tu Iglesia Católica. Cuando Cristo llama hay que seguir esa llamada a todo costo.

Capitulo 13: AGUAS CON EL PELAGIANISMO El Papa Juan XXIII dijo que el peligro más grave que enfrenta la Iglesia es el de pelagianismo, o sea negar lo sobrenatural. Negar lo sobrenatural es decir que Dios al crearnos nos abandonó y no interviene en nuestra vida. El pelagianismo niega la existencia del demonio y la existencia de un Salvador verdadero y, por supuesto, la necesidad de ese Salvador. También deja de reconocer la existencia y el poder del Espíritu Santo, y desacredita sus dones. “Se perdonará a los hombres cualquier pecado y cualquier palabra escandalosa que hayan dicho contra Dios. Pero las calumnias contra el Espíritu Santo no tendrán perdón” (Mateo 12, 31). Un laico comprometido, que recibe los sacramentos con frecuencia puede caer en la trampa del pelagianismo. Este error se puede manifestar en la negación de que Dios puede lograr en nosotros todo lo que quiere. Un ejemplo será: “Yo no puedo y jamás podré hacer esto o lo otro”, “no sirvo para nada”. Pensamientos o dichos como estos no tienen lugar en la vida cristiana, se podrían decir solamente después de mucha oración y discernimiento de la voluntad de Dios y, por supuesto, la voluntad de Dios es que todos, sin excepción, seamos valiosos en la construcción de su Reino. Dios no hace basura ni nos creó sin un propósito; tenemos qué hacer y como hacerlo porque nuestro Creador nos ha capacitado para funcionar de tal manera que contribuimos valiosamente en la construcción de su Reino. No hay comunidad auténtica si cada uno no participa activamente en la vida de esa comunidad, poniendo su talento al servicio de todos. Hasta el cristiano más humilde, o menos preparado, puede tener riquezas de orden moral, artístico, manualidades, o ideas, con que puede servir a los demás. Cuando uno se compromete en la vida cristiana, el Espíritu despierta en él nuevas capacidades, muchas veces inesperadas. Si sabemos prestar más atención a las riquezas propias de cada uno, y despertarle la conciencia de su dignidad y de su responsabilidad, veremos brotar en la Iglesia una multitud de iniciativas, fruto del Espíritu. Así que no se vale decir “no puedo” porque todo es posible con Dios (Lucas 1, 37). “Todo lo puedo en aquel que me fortalece” (Filipenses 4, 13) Sin embargo, la vida cristiana es sobrenatural, hay cosas que el hombre no puede hacer pues sobrepasan sus capacidades. La Biblia nos habla mucho de la gracia de Dios que nos hace capaces de vivir esta vida que nos pide el Señor: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Romanos 5, 20); “Te basta mi gracia; mi mayor

fuerza se manifiesta en la debilidad” (2ªCorintios 12, 8); “Pues por gracia de Dios han sido salvados, por medio de la fe. Ustedes no tienen mérito en este asunto; es un don de Dios” (Efesios 2, 8). San Pablo muy bien sabía que esa gracia es absolutamente necesaria: “…ahora no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Todo lo que vivo en lo humano se hace vida mía por la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gálatas 2, 2021). Él no podía resucitar muertos, curar enfermos, sufrir lo que sufrió ni predicar tan convincente si no fuera por la gracia de Dios, por el Espíritu Santo. Al decir que la vida cristiana es sobrenatural estamos diciendo que es imposible vivirla como se nos pide sin la gracia de Dios, sin su ayuda, sin fe, por ejemplo: Jesús nos dice que nos amemos como Él nos ama, que nos amemos con el mismo amor que el Padre lo ama a Él. Esto es imposible para el ser humano, ¿cómo será posible que un hombre o una mujer ame con amor divino?. Pero con la gracia de Dios lo hace posible. Otro ejemplo: La misión cristiana es un mandamiento del Señor que se nos hace imposible si nos apoyamos en nuestras propias fuerzas humanas, pero con la gracia de Dios podemos iniciar y llograr mucho. Un tercer ejemplo sería perdonar todo, también se nos hace imposible como un acto humano pero Dios lo hace posible. La gracia de Dios se puede manifestar en muchas maneras y una de ellas es a través de lo que llamamos los dones del Espíritu Santo. Hay múltiples dones y se pueden clasificar en varias maneras. En la Biblia se encuentran en Isaías 11, Romanos 12, Efesios 4 y en 1ª Corintios 12 entre otras partes. ¿Qué es un don? Es una gracia, un talento, o regalo de Dios que nos ayuda a cumplir con lo que Él nos pide. Los dones son dados a cada uno en la medida que se necesitan en la persona y en la comunidad y según como se piden. Los dones no son personales, sino para edificar la Iglesia. San Pedro nos dice: “Sírvanse mutuamente con los talentos que cada cual ha recibido; es así como serán buenos administradores de los dones de Dios” (1ª Pedro 4, 10). San Pablo lo expresa con estas palabras: “En cada uno el Espíritu revela su presencia con un don, que es también un servicio” (1ª Corintios 12, 7). Sin duda todos tenemos dones que Dios nos ha obsequiado. Aunque los dones son recibidos y auténticos, no son automáticos, se pueden tardar en tomar efecto y en desarrollarse, no es como un botón para prender o apagar la luz.

Dios puede tomar su tiempo en actuar, por eso no hay que desanimarnos ni perder la confianza. Dios sabe qué, cómo y cuándo hace las cosas, lo importante es evitar el pelagianismo, no dudar, sino tener fe y esperanza. Entre los dones espirituales que San Pablo nos presenta en la primera carta a los Corintios (12, 4-11) hay: sabiduría, enseñanzas, fe, curaciones, milagros, profecía, reconocimiento y lenguas. Estos se pueden agrupar en tres grupos: dones de revelación, dones de manifestación y dones de comunicación. No es la única manera de separarlos; cada don se puede entender, definir o explicar de muchas diferentes maneras, pero sigue siendo el mismo don y con el mismo fin "pero el Espíritu es el mismo”. También que quede bien claro que vamos a hablar de los dones ordinarios y no los extraordinarios. Los dones ordinarios son los que nos tocan todos los días y los usamos constantemente. Son tan ordinarios que la mayoría del tiempo no nos fijamos que los tenemos y los tomamos como una coincidencia. Los dos dones de revelación son sabiduría y conocimiento. Recordemos las palabras de Jesús: “En adelante el Espíritu Santo, intérprete, que el Padre les enviará en mi nombre, les va a enseñar todas las cosas y les recordará todas mis palabras” (Juan 14, 26). El Espíritu Santo es el que nos guía para proclamar todas las enseñanzas del Señor. El Espíritu es el que nos da la sabiduría para expresar la revelación de Jesús que se nos dio a través de su Evangelio, y nos recuerda lo que dijo e hizo durante su tiempo aquí en la tierra. El don de sabiduría nos enseña a vivir y morir como hijos de Dios, la sabiduría nos permite vivir como Cristo y nos capacita para imitarlo. El don de enseñanza es el que nos permite conocer a Dios y hablar de Él porque se nos revela con su enseñanza. El conocimiento de Dios se va traspasando de uno a otro por el mismo don. Ciertamente habrá momentos en la vida de cada uno cuando al hablar de las cosas de Dios con otra persona, se viene a la mente un dicho del Señor o una frase de la Biblia que al usarla saca provecho la otra persona. Esto sucede, no tanto porque tenemos buena memoria, sino es el Espíritu enseñándonos “todas las cosas y les recordará todas mis palabras”. Así se manifiestan los dones ordinarios.

Hay tres dones de manifestación: fe, curación y milagros. Nuestro papel en el mundo es manifestar la presencia de Dios y su poder, o sea, revelar a Jesús a los demás. La fe nos permite hacer esto en nuestra vida, no podemos hacer a Jesús vivo para los demás sin la fe. Con la fe manifestada en el amor, construimos el Reino de Dios y con ella nos salvaremos. Nos dice Santiago que si no se demuestra con la manera de actuar no existe, la fe se demuestra con las obras; este don hace posible el uso de los otros dones en la medida que ha crecido en nosotros. El don de curación es muy ordinario porque Dios usa personas y cosas muy ordinarias para sanar. Por ejemplo el medicamento es un instrumento de Dios, Él lo usa para sanar; usa médicos también para curarnos (cf. Sirácides 38, 1-9). El Apóstol Santiago nos exhorta a pedir oración de los presbíteros de la Iglesia para que el enfermo, ungiéndolo con aceite en el Nombre del Señor, sea curado (Santiago 5, 14-15). Aunque esta oración y unción forman el sacramento para enfermos, se puede hacer la oración fuera del sacramento. La oración es muy importante y hecha con fe puede cura a enfermos y fortalecer a los ancianos. El Señor tiene muchas maneras de curar o sanar y la mejor sanación es estar con Él para toda eternidad, hay que recordar que la curación puede ser inmediata o se puede tardar. Dios es el que decide. El don de milagros se da cuando no hay instrumento, como Pedro caminando sobre las aguas, cuando uno ora por un cambio en las circunstancias y se logra, eso es un milagro. Por ejemplo: en el CERESO había un interno sentenciado injustamente porque era inocente. Se pidió en oración que se hiciera justicia y en su apelación fue absuelto y le otorgaron su libertad. En otro caso un interno hablaba de suicidarse y después de que se le hizo oración hasta su semblante cambio. Los dones de comunicación son: profecía, reconocimiento (también se conoce como discernimiento) y lenguas. Ya sabemos que la comunicación tiene dos sentidos: hay que hablar y hay que escuchar. Dios nos da estos dones precisamente para comunicarse con nosotros, para poder oírle y hablarle. Él comunica su mensaje y nosotros comunicamos el nuestro a través de la oración. “Mis ovejas conocen mi voz y yo las conozco a ellas. Ellas me siguen” (Juan 10, 27).

Si las ovejas siguen a Jesús entonces quiere decir que no solamente escucharon su voz, sino que entendieron lo que dijo. Conocer su voz y entenderla es reconocimiento del Pastor para poder discernir lo que les dice. Profecía es, en parte, anunciar. Cuando Dios nos anuncia algo, nos habla de varias maneras: la conciencia, una idea, la Biblia o a través de otra persona, sea amigo, familiar o un sacerdote, etc. Todo esto es profecía en el sentido más sencillo de la palabra. Cuando alguien nos dice algo que nos pone a pensar que tenemos que cambiar en nuestra manera de actuar, Dios se está manifestando a través de esa persona usando los dones de comunicación. El don de lenguas es, quizá, el más mal interpretado y el más fácil de fingir e imitar, pero es una manera auténtica de comunicarse con Dios. ¿Cuáles palabras son las que usamos para alabar a Dios? Glorioso, maravilloso, fantástico, increíble, divino, bueno, poderoso, etc. Estas mismas palabras se usan para anunciar el jabón que usamos para lavar la ropa. Dios merece mejor que esto, pero nuestro vocabulario está limitado y en algunas ocasiones quisiéramos tener otras palabras para alabar a Dios, pero no podemos porque no tenemos la capacidad. ¿No sería bueno tener otro lenguaje para usar palabras diferentes? Pues el Espíritu Santo nos puede poner palabras nuevas en nuestra boca para poder alabar de una manera diferente. San Pablo nos dice: “Además el Espíritu nos viene a socorrer en nuestra debilidad; porque no sabemos pedir de la manera que se debe, pero el propio Espíritu intercede por nosotros con gemidos que no se pueden expresar” (Romanos 8, 26). Cuando alguien alaba a Dios y después de un tiempo se le acaban las palabras, no deja de alabar, sino pide al Espíritu Santo que venga a poner las palabras en su boca que Él quiere usar. Reza esto o algo similar: “Ven Espíritu Santo, dame las palabras en mi boca y corazón para alabar al Padre. Yo ya no tengo más palabras, pero tú sí. Te doy mi boca, mi lengua, mis labios, mi mente, mi corazón, porque Tú tienes las palabras para alabar al Padre como merece.” Ahora, si salen palabras nuevas de la boca se sigue alabando, aunque no se entienden, la alabanza no es para ti, ni para mí, solo es para Dios y Él sí la entiende. Para nosotros no es importante saber lo que decimos si viene del Espíritu. Si el

Espíritu Santo nos pone palabras extrañas en nuestra boca que son alabanzas a Dios, nos ha dado el don de lenguas. ¿Porqué renegar o negarlo? Todos tenemos estos dones ordinarios para usar diariamente en nuestra vida como cristianos. Hay que hacernos conscientes de ellos y reconocer que vienen del Espíritu Santo. Pidámosle al Espíritu Santo que nos colme de los dones que más necesitamos para edificar el Reino de Dios.

Capitulo 14: HUMILDAD Abandonarse a la Divina Providencia es la expresión visible de la virtud de humildad, Cristo es todo en todo. Solo hay una verdadera adoración y servicio a Dios en el mundo, son los de Cristo; solo hay una verdadera vida en el mundo y es la de Cristo; solo hay un bien que se hace en el mundo y es la obra de Cristo. Nuestra única esperanza de servir a Dios, de orarle, o vivir por y para Dios es, entrar en la vida y la obra de Cristo, haciendo la voluntad de Dios con amor y humildad. O, mejor dicho, hay que dejar a Cristo entrar en nosotros y así será Cristo que vive en nosotros el que obra en nosotros. En el Cuerpo Místico de Cristo, la vida sobrenatural con todas sus virtudes y obras buenas vienen de Dios, son iniciadas por Dios, operan por la fuerza de Dios y son dirigidas hacia Dios porque así es la voluntad de Dios. “Más bien revístanse de Cristo Jesús, el Señor, y ya no se guíen por la carne para satisfacer sus codicias” (Romanos 13, 14). Fuimos creados por libre decisión y acto de Dios. Nadie lo obligó a darnos vida, lo hizo porque nos ama, nada tuvimos que ver con nuestra creación, todo fue porque Dios así lo quiso. Después de nuestra creación seguimos necesitando de la asistencia del Creador para seguir viviendo. Somos como el sonido de la voz de alguien que está hablando; si deja de hablar, la voz ya no se oye, porque ya no existe, así es nuestra relación con Dios, existimos, pero si Él deja de pensar en nosotros, dejamos de existir. En otras palabras: existimos porque Dios nos ama. Si deja de hacerlo ya no existiéramos. No son nuestros méritos los que contribuyen a lo que somos o a lo que hacemos, sino los méritos de Cristo que nos otorgan la vida, el bien y el éxito. “Pues Dios es el que produce en ustedes tanto el querer como el actuar tratando de agradarle” (Filipenses 2, 13). La humildad permite y solicita la ayuda de Dios. El rechazo de sí mismo y la aceptación de Cristo, o lo contrario, la exaltación de sí mismo y el rechazo de Cristo, son consecuencias de nuestra voluntad, por eso, negarnos a hacer la voluntad de Dios, es el golpe fatal de la vida espiritual. Si aceptamos hacer la voluntad de Dios y sometemos nuestro corazón al de Él, entonces hemos hecho lo que nos pertenece y el resto está en manos del Padre. “El que se humilla será ensalzado” (Lucas 33, 46). Cristo no se mantuvo igual a Dios, sino que descendió hasta el abismo de la muerte y por eso Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre (Filipenses 2, 5-11).

¿Cómo podemos rendirnos a Dios y poner nuestro destino en sus manos? Veamos un ejemplo: Supongamos que una persona quiere cambiar su apariencia, está cansada de su corte y color de cabello; va al salón de belleza y le dice a la estilista, me pongo en sus manos, quiero salir de aquí siendo una persona nueva. Cuando la estilista comienza a cortar el pelo, la persona protesta y comienza a decirle que no lo corte así, que será mejor de otra forma, etc. La persona que va con la estilista no se rinde, no se pone completamente en sus manos. Para dejar que Dios actúe en nuestra vida, debemos poner nuestro destino en sus manos; hay que dejarlo cortar todo lo que es necesario. “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre el viñador. Si alguna de mis ramas no produce fruto, él la corta; y limpia toda rama que produce fruto para que dé más. Yo soy la vid y ustedes las ramas” (Juan 15, 1-2. 5). La respuesta a la pregunta puede ser una sola palabra: humildad. Las Escrituras prueban que el Cielo es nuestra herencia y un requisito para entrar es la humildad. “Felices los que tienen espíritu de pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mateo 5, 3). San Benito y Santo Tomás de Aquino enseñan que la humildad es la primera virtud para obtener un lugar en el Cielo, porque quita los obstáculos que no permiten que la gracia de Dios nos llegue y su acción obre en nosotros. La humildad no solo quita los obstáculos sino invita a Dios a entrar en nuestro corazón para ayudarnos. ¿Qué es la humildad? En el sentido que lo usamos aquí no tiene nada que ver con lo material, con la carencia de dinero o bienes materiales. La humildad tampoco es dejarse pisotear o esclavizar, hay mucha diferencia entre ser humilde y ser humillado. La humildad es reconocer que Dios es mucho más grande que uno, que somos inferiores, que Él es la causa y efecto de todo lo bueno en nuestra vida. La humildad es una virtud sobrenatural que permite reconocer nuestro verdadero valor ante los ojos de Dios y reconocer que Él es el dador y fuente de todo lo bueno que encontramos en nosotros. El Señor nos dice, “soy manso de corazón y humilde” (Mateo 11, 29). Son las únicas virtudes que se atribuye a sí mismo. Ser humilde es reconocer la verdad, aceptar su lugar en la vida. La Virgen María aceptó su lugar, ella sabía que era “esclava del Señor”, que era humilde, que Dios la iba ensalzar entre las naciones; ella sabía que era la criatura más maravillosa de la creación de Dios. Estaba en lo cierto, porque reconocía que todo lo bueno en su vida se debía a Dios, era obra de Dios.

Ser humilde es matar el yo y dejar que viva el tú y el nosotros. Se necesita renunciar al yo que pudiera haberse convertido en juez de los demás; ver lo positivo en el otro y no estar juzgando o enfocando en lo negativo. Hay que humanizar el egoísmo que podría llevar a buscar al yo en vez de el tú. No somos una isla en medio de un océano, necesitamos de los demás, vivimos con los demás y hay que servir los demás. Los humildes aceptan a todos, se alegran con la alegría de los demás, son pacientes y esperan en el Señor (cf. Salmo 37). Ser humilde es aceptarse tal como se es: en lo físico, en lo inteligente, en las limitaciones, pero esto no quiere decir que no hay que seguir estudiando y aprendiendo. Aceptarse tal como se es quiere decir que, aceptamos nuestro nivel social sin ver a los semejantes como superiores o inferiores, sino verlos como hermanos y hermanas con el mismo Padre. Los agentes de pastoral no son superiores a los demás laicos, son instrumentos que Dios utiliza para el beneficio de todos, en ese sentido, los agentes de pastoral también sirven al prójimo igual que a Dios (Mateo 25, 40), nunca se deben servir a sí mismos al costo de los demás. Los humildes no desean ser estimados, ensalzados, alabados ni preferidos a otros; no buscan el reconocimiento ni la importancia ante otros; están satisfechos con lo que tienen y con lo que son; no buscan grandeza ni homenajes, prefieren lo sencillo. Sí se lanzan a ser mejor, pero en el servicio de Dios y sin soberbia. Los humildes piensan más en lo que Dios dice de ellos, que en lo que dicen los demás. Sin embargo cuando la persona humilde recibe reconocimiento, hay que aceptar con toda humildad, sabiendo que es Dios el que logra en sí: "no soy yo, es Cristo en mi". La persona humilde bebe la copa de la vida (Marcos 10, 35), toma su lugar en la fila de la vida, cargando con su cruz sin renegar. “Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y que me siga” (Lucas 9, 23). Ser humilde es, reconocer y aceptar con gratitud los dones que Dios le ha dado y utilizar esos dones para el provecho de los que necesitan de ellos. La persona humilde comparte lo que tiene con gusto y amor, no considera el costo ni el sacrificio, también reconocen sus limitaciones y sus fuerzas. La persona humilde sabe decir “no” cuando es necesario ya que no es correcto comprometerse a hacer más de lo que pueda. “Cualquier cosa que hagas, hijo, hazla con discreción, y te amarán los amigos de Dios. Cuanto más grande seas más debes humillarte, y el Señor te mirará con agrado. Porque grande es el poder del Señor, y los humildes son los que le dan gloria” (Sirácides 3, 17-20).

La persona humilde sabe cuando callar, que no es necesario hablar todo el tiempo. Ser humilde es rechazar una conversación si conlleva, que los demás se fijen en ella. Una persona humilde no llama la atención, no necesita ser el enfoque de la conversación, sabe que es preferible callar cuando no se tiene nada nuevo que agregar al asunto, pero con toda humildad toma la palabra cuando es para el beneficio de los demás. Cuando la persona humilde no sabe la respuesta a una pregunta, lo debe admitir sin intentar disimular o cubrir su ignorancia. No es un crimen ser ignorantes, no podemos saber todo, tenemos limitaciones. La persona humilde respeta el tiempo de las otras personas y no llega tarde ni hace esperar a los demás; los trata con respeto y consideración; no es arrogante ni prepotente, sino “manso y humilde de corazón” como Cristo. “Hijo, si te has decidido a servir al Señor, prepárate para la prueba. Camina con conciencia recta y mantente firme; y en tiempo de adversidad no te inquietes. Apégate al Señor y no te alejes, para que tengas éxito en tus últimos días. Todo lo que te suceda, acéptalo y, cuando te toquen las humillaciones, sé paciente, porque se purifica el oro en el fuego, y los que siguen al Señor, en el horno de la humillación. Confía en él, él te cuidará; sigue la senda recta y espera en él” (Sirácides 2, 1-6). En nuestros tiempos los que sobresalen como los mejores ejemplos de humildad son San Juan Pablo II, el Papa Benedicto XVI, el Papa Francisco y Santa Madre Teresa de Calcuta. Lo contrario a la humildad es el orgullo. Si examinamos el orgullo nos damos cuenta por qué impide que la gracia de Dios obre en nosotros. El orgullo es el amor propio que causa que pensemos que somos nuestro propio principio y fin de la vida. El orgullo, entonces, nos lleva a creer que lo que tenemos de bueno y el bien que hacemos viene de nuestro propio esfuerzo, o si admitimos que Dios tuvo algo que ver con lo bueno que somos o el bien que hacemos fue por nuestro propio mérito. Nos lleva a la exageración de que somos mejores que los demás, sabemos más y tenemos dones superiores a ellos porque hemos logrado lo que ellos no han logrado. El orgulloso se exalta a sí mismo y desprecia a sus compañeros, frecuentemente se oye al soberbio decir: que no necesita más preparación ni tomar otro curso porque ya lo sabe todo.

¿Qué es el chisme? Es la manera en que la persona egoísta se luce. Los chismosos llaman la atención con lo que tienen que contar, sin importarles si es verdad o no; lo exagerado y los detalles del chisme, es lo que cree hace importante a la persona; se cree un sabelotodo y lo que no sabe, lo inventa. Y todo es por vanagloria. Muy a menudo queremos impresionar a la gente con detalles y hechos insignificantes; les hacemos el cuento más largo, pensando que así nos van a creer o que los convenceremos más fácilmente; si el testimonio es veraz será creído, si no, no. No es necesario distorsionar los hechos, hacemos esto por el orgullo. Todo pecado, o casi todo, tiene raíces en el orgullo, Adán y Eva pecaron porque querían saber más que Dios. La presunción es lo que impulsa a obtener más y más; más poder, dinero, bienes, autos, ropa, belleza, etc. No se dice que sea malo tener, pero sí es cuando el motivo es para presumir. “Vanidad de vanidades. Todo es vanidad”, decía el sabio Eclesiastés

Capitulo 15: GUERRA ESPIRITUAL “Pónganse la armadura de Dios, para poder resistir las maniobras del diablo. Porque nuestra lucha no es contra fuerzas humanas, sino contra los gobernantes y autoridades que dirigen este mundo y sus fuerzas oscuras. Nos enfrentamos con los espíritus y las fuerzas sobrenaturales del mal” (Efesios 6, 11-12). Es un hecho, cuanto más nos acercamos a Dios y más nos usa como instrumentos lo más nos ataca el diablo. Las tentaciones vienen en varios grados de intensidad; pueden llegar con fuerzas mayores o muy leves, pueden ser como un viento de aire que pasa rápido, o pueden detenerse como una tempestad tropical o terremoto y hacernos mucho daño. Incluso pueden venir imperceptibles. La oración y la cercanía a Dios nos ayudan tremendamente para superar estos ataques, hay que estar preparadas para ellas, porque no cabe duda seremos atacados, somos el blanco del maligno. Él hace todo en su poder para desanimarnos y conseguir que abandonemos la misión que nos tiene el Señor; quiere separarnos de Él. “Depositen en él (Dios) todas sus preocupaciones, pues él cuida de ustedes. Sean sobrios y estén despiertos, porque su enemigo, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quien devorar. Resístanle firmes en la fe, sabiendo que nuestros hermanos dispersos por todo el mundo enfrentan semejantes persecuciones” (1ª Pedro 5, 7-9). No hay ningún cristiano que está exento de estos ataques. La verdad es que el diablo quiere conquistar a Dios, sigue tratando de hacerle guerra y el mejor modo de hacerlo es quitándole sus instrumentos porque al Todopoderoso no se le puede hacer nada. No es que somos tan importantes, buenos o valiosos para el diablo, al contrario no tenemos valor para él, pero sí somos hijos de Dios. ¿Qué mejor manera de herir a un padre que quitarle sus hijos? ¿O, mejor todavía, darles muerte? Si el diablo logra en retirarnos de los brazos amorosos del Padre lo hierre inmensamente. Dios se pondrá muy triste si morimos espiritualmente. “Porque el Hijo del Hombre ha venido a salvar lo perdido” (Mateo 18, 11). Más aún, cuando el diablo sabe que queremos crecer en la fe, que estamos haciendo oración con devoción y entrega, dándose cuenta que nos involucramos en las cosas de Dios con más entrega y propósito nos ataca. Primero, pone obstáculos para no hacer oración, pretextos para no ir a Misa, dudas, ansias, miedos y usa la falsa humildad para que no cumplamos con los deberes. Usará la falsa humildad para engañar, por ejemplo nos dirá que no somos dignos ni capacitados para una obra tan grande. Tuerce la verdad para hacernos sentir mal y

nos hace creer que la mentira es verdad. Nos dice cosas como: “No tienes suficiente fe”, “Dios no escucha a tales como tú” o “no te esfuerces porque no lo puedes lograr”. Manipula nuestro orgullo para hacernos sentir ofendidos: “Si no lo logras se burlarán de ti”; “que ridícula te verás” o usa el famoso “¿qué dirán?”. Nos pone nerviosos hasta no poder dormir porque no quiere que demos una charla que estamos preparando. No tiene limite a lo que puede hacer a través del engaño. Es tan inteligente que conoce nuestros gustos, debilidades y limitaciones mejor que nosotros mismos y toma cada oportunidad para atacar donde somos lo más vulnerables. Hay que resistir las dudas que el diablo nos pone en el cerebro igual que el miedo que nos invade cuando el Señor nos pide algo. “Por eso sométanse a Dios; resistan al diablo y huirá de ustedes…” (Santiago 4, 7). Si no echamos estas dudas fuera de nuestra mente no podremos crecer en la fe y tampoco podremos ganar la guerra espiritual y aunque el demonio tenga mucha fuerza se puede decir que es cobarde en un sentido: No le gusta que alguien se pongan en contra de él. Al haber sido derrotado en alguna ocasión prefiere huir que quedarse a pelear y perder otra vez. Es valiente cuando ataca por sorpresa y puede vencer sin o con poca resistencia, por eso nos dice Santiago que si imploramos a Dios y resistimos al demonio se huye de nosotros. LOS GUERREROS DE SATANÁS Para lanzar la guerra, Satanás usa las circunstancias de la vida para poner trabas en nuestro camino. Si está lloviendo, usa la lluvia, si hace calor nos desanima de salir a la calle, igual que con el frío; se aprovecha del tiempo y nos engaña en creer que no hay suficiente tiempo para hacer lo que se debe. Implanta en nuestra mente que hay cosas más importantes que hacer, como comer, dormir o hacer ejercicio; nos hace esclavos del trabajo y así nos quita el tiempo que debemos dedicar a Dios y sus obras. Y lo peor de todo es que Satanás usa nuestros familiares, hijos, esposo o esposa, amigos y hasta sacerdotes como sus propios guerreros para atacar, usa a quien puede, donde se puede y a la hora que sea, no importa. ¿Cómo usa a estas personas? Cuando cometemos un error o decimos algo que lastima a otra persona, frecuentemente su manera de desquitarse es diciendo: “Tú que estás en la Iglesia y tan cerca de Dios…” así comienzan y le siguen por ese camino porque el demonio los está usando para lanzar su ofensiva.

Es muy posible que el demonio use un sacerdote celoso para impedir el trabajo de Dios porque no quiere que los laicos tomen tanta responsabilidad y vayan teniendo éxito. Es la misma historia de los sacerdotes, maestros de la Ley y los fariseos con quien Jesús tuvo tanto problema: tenían miedo de perder el poder sobre la gente, su prestigio y su puesto como jefes del Templo. El diablo hará todo dentro su poder para que no sigamos en las huellas de Jesús. Muy al menudo creemos lo que nos dice esta gente que nos ataca y caemos en la tentación de retirarnos de Dios o al menos abandonar la obra inmediata y así no se cumple la voluntad de Dios. “Estén despiertos y oren, para que no caigan en tentación: el espíritu es animoso, pero la carne es débil” (Marcos 14, 38). Cada uno de nosotros es capaz de cometer cualquier pecado, si negamos esto nos estamos engañando a nosotros mismos; el maligno está velando y esperando una oportunidad de usar nuestro orgullo para hacernos pecar llegando al colmo de hacernos creer que un pecado no es pecado sino un bien que hacemos, por ejemplo, las mentiras que cuenta el diablo sobre el aborto de inocentes. Mete en nuestra mente y nuestra boca ideas y palabras ofensivas y dañosas contra los demás, de repente, sin pensar, caemos y pecamos. No para disculpar pero es algo normal porque somos humanos y propensos al pecado. San Juan nos dice que: “Si decimos: Nosotros no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos; y la Verdad no está en nosotros” (1ª Juan 1, 8). Lo bueno de esto es que hay perdón. Jesucristo vino a este mundo para salvarnos de nuestros pecados y de las garras del demonio. Cuando pecamos, el Señor Jesús nos espera para perdonarnos. “Si confesamos nuestros pecados, Él, por ser fiel y justo, nos perdonará nuestros pecados, y nos limpiará de toda maldad” (1ª Juan 1, 9). Esta es, en parte, la esperanza que tenemos en Cristo Jesús. La guerra espiritual puede durar mucho tiempo, hasta toda la vida. Se va intensificando en relación con nuestra participación en la construcción del Reino de Dios. El esquema puede variar y puede que sea un lanzamiento tras otro cada día o cada semana por meses o años y luego una tregua por un tiempo y de repente comienza el bombardeo otra vez. Cuando el demonio no pudo lograr que Jesús cayera en la tentación, nos dice la Biblia que: “Habiendo agotado todas las formas de tentación, el diablo se alejó de él, para volver en el momento oportuno” (Lucas 4, 13). Si el demonio no logra en hacernos caer hoy, se retirará para regresar otro día, "en el momento oportuno" por eso las palabras del Señor son tan importantes y hay que hacerles caso: “Estén despiertos y oren, para que no caigan en tentación: el espíritu es

animoso, pero la carne es débil”. El Señor nos conoce muy bien, por eso hay que hacer lo que nos pide. Esta guerra espiritual que lanza el demonio en contra nuestra es algo serio, no es broma, sino es muy real. ¡CUIDADO! No toda resistencia que enfrentamos es del demonio, puede ser que Dios nos está hablando muy fuertemente sobre algo que en realidad no estamos haciendo bien o estamos ignorando. Las quejas que vienen de parte de nuestros familiares pueden tener una cierta validez, hay que evaluar nuestras prioridades en la luz de Cristo y con la ayuda del Espíritu Santo. Se vuelve a repetir, la oración es la manera de estar en constante comunicación con Dios.

Capitulo 16: TODOS SOMOS TESTIGOS Cuando una persona comienza a purificarse de sus pecados, fallas y todo lo que no es de Dios y busca con sinceridad el Camino, la Verdad y la Vida entonces se va dando cuenta que el Espíritu Santo va actuando en ella. De este modo el Espíritu Santo ya no es un desconocido sino un Paráclito que viene con valentía, fuerza y poder. Ese mismo Paráclito también es un Consolador que nos da gozo, alegría, esperanza; nos ayuda en nuestro discernimiento y nos llena de su sabiduría. El Espíritu Santo de hoy es el mismo que el del día de Pentecostés y anhela manifestarse igual en nosotros como lo hizo con los apóstoles y los que los acompañaban. Hoy, hay cientos de personas ungidas con los carismas (dones) de profecía, sanación y palabra de conocimiento (Dios revela y comunica lo que ha pasado o está pasando en la vida de una persona). Miles más tienen el don de lenguas con el cual pueden alabar a Dios en un modo muy especial. Estas personas han dado testimonio del poder del Espíritu Santo en su vida en varias formas incluso escribiendo libros y grabando casetes o videos. Otros han vivido una vida más privada y dedicada a su comunidad acompañando a los que van a recibir bendiciones y sanaciones del Señor. Tal fue el caso del P. Pío de Pietrelcina. El Padre Pío era un escogido por Dios para manifestar a la humanidad, a través de signos y milagros extraordinarios, el amor que el Señor tiene a los hombres, especialmente a los pecadores conforme a su plan de salvación. Llevó la mayor parte de su vida las llagas de Cristo crucificado en su cuerpo, tuvo el don de bilocación, o sea podía estar en dos lugares al mismo tiempo. Leía las conciencias -a una persona le dijo que veía 32 pecados en su alma-.Celebraba la Eucaristía con tanta devoción que era impresionantísimo; Un hombre tenía 35 años que no entraba en una iglesia. Fue a una misa que celebró el padre Pío y durante la misa empezó a morderse los labios y a sudar. Sentía que su cabeza explotaría. La celebración de la Eucaristía dejó tan grande impresión en él que decidió confesarse. Al llegar a la sacristía donde se encontraba el padre Pío no recordaba sus pecados. El padre Pío esperó un poco y luego le dijo: “Animo, hijo, ¿no me dijiste todo durante la misa?” Y enseguida comenzó a decirle al hombre sus pecados, uno por uno, y el hombre no pudo hacer más que contestar “sí” a cada uno. Salió de la confesión este hombre hecho un hombre nuevo, un hombre sintiendo el perdón y la misericordia de Dios y completamente feliz. El padre Pío murió en septiembre de 1969.

Otro escogido de Dios de nuestros tiempos escribió varios libros. Uno de ellos se llama JESÚS ESTA VIVO escrito por el Padre Emiliano Tardif. Este libro es un testimonio vivo de un ministerio asombroso. El padre Tardif murió en junio de 1999 pero hay miles de personas que lo recordarán con cariño en sus oraciones. Dios hizo muchísimos milagros a través del padre Tardif y su equipo. He escogido unos cuantos renglones de este libro para indicarte lo maravilloso que siguen siendo el Señor Jesús y el Espíritu Santo. “Lo sorprendente no es que se hayan sanado los enfermos. Lo extraño sería que no se hubieran curado; lo raro sería que Jesús no cumpliera su promesa” (P. 38). ¡Qué fe tan fuerte! “Yo soy testigo de que los milagros y curaciones se multiplican cuando anunciamos a Jesús. Yo no entiendo cómo todavía hay personas que se sorprenden y no aceptan los milagros. A mí me sorprendería más que Jesús no cumpliera sus promesas de sanar a los enfermos cuando anunciamos su nombre. Si Dios es maravilloso ¿por qué no habría de hacer maravillas?” (P. 94 y 95). “¡Qué maravillas vemos en las personas que oran! Si creyéramos en el poder de la oración estaríamos más dispuestos para hacerla y le daríamos prioridad sobre otras actividades. Muchos dicen que se pierde el tiempo orando porque no se hace nada, y no se dan cuenta que lo más importante no es lo que nosotros hacemos sino lo que Dios hace en nosotros durante la oración”. (P. 105). Hace poco un obispo dio una homilía y habló sobre como ser testigos. El dijo que muchos sacerdotes hablan de lo que hizo y dijo Jesús pero no hablan de su propia experiencia."Hay que ser testigos como lo fue María Magdalena. Ella corrió a donde los apóstoles para avisarles lo que ella había visto y oído. Cada uno de nosotros debemos ser testigos de nuestra propia experiencia con Dios, de lo que uno ha oído y visto en su vida espiritual”, continuó el Obispo. Lo más que compartimos el Pan Celestial entre nosotros, lo más tendremos. "No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hechos 4, 20). He sido, personalmente, testigo de muchos prodigios del Señor y no hay lugar para mencionar todos así que relato unos sobre el poder de la oración, que el Señor Jesús sana de varios modos, en diferentes lugares y en todo tiempo usando todo para nuestro bien (Romanos 8, 28). Dios me ha guiado en ocasiones a rezar por personas sin que ellas lo pidieran. El padre Gottwalls era un ejemplo. Un martes antes de misa lo vi y salió de mi boca sin pensarlo: “¿Quiere que rece por usted, padre?” Me vio sorprendido, pues, pienso que nunca le habían preguntado eso en su vida. “Sí, cómo no,” me dijo con vacilación y

asombro, como que no sabía que pensar ni esperar. Al terminar la oración me vio con ojos húmedos y dijo con mucha humildad, “Gracias”. El jueves murió. Cuando mi amigo Rivas estaba grave iba todos los días a rezar con él. Los dos pedíamos por la sanación y el regreso a su familia y al trabajo. También pedía por su sanación en mi oración privada hasta ese día que oí una voz que decía, “Suéltalo, suéltalo”. Cuando fui a verlo más tarde nos vimos y nuestras miradas hablaron por nosotros. Yo sabía que nunca lo volvería a ver, y él también lo sabía. Cuando oramos juntos la oración que salió de mí boca era completamente diferente: en lugar de pedir por sanación era oración pidiendo paz, luz y fe. Esa noche murió. En otra ocasión durante mi oración privada sentí una necesidad de orar por un amigo que vivía lejos y que no había visto en mucho tiempo. Pienso que oré como 15 minutos por él, no me acuerdo exactamente en qué consistió la oración porque parte fue con el don de lenguas pero pedí por él y su protección. Tan intensa fue esa oración que las lágrimas se derramaron sobre mi rostro. Después me tranquilicé y pasaron unas dos semanas cuando recibí una carta por correo de su esposa avisándome que mi amigo había fallecido. Tengo fe que Dios en su misericordia por estos tres hombres me usó cuando menos un poquito para ayudarles en ese paso de esta vida a la que nos espera a todos en el Cielo. Gracias Señor porque me usaste, aunque no entiendo exactamente cómo, pero tú pusiste esas oraciones en mi corazón y tú sabes porque. Bendito seas por siempre, Oh Dios. ¿Qué haríamos sin ti? A un retiro de VIDA NUEVA EN EL ESPÍRITU SANTO llegaron dos mujeres, se vieron sorprendidas de encontrarse en el mismo lugar pero no se hablaron. Era obvio que se conocían. Se sentaron lo más lejos la una de la otra como les fue posible. Al final del retiro y al terminar la oración que se hace para recibir el Espíritu Santo hubo un momento de reflexión y luego de gozo y alegría. Estas dos personas se levantaron caminaron la una hacia la otra y se abrazaron con mucha ternura y con tanta emoción y llanto que sus cuerpos temblaban. En el momento dedicado a dar testimonio ellas se pusieron de pie al frente de todos y dieron su testimonio. La mayor era la madre, la menor su hija y no se habían hablado en más de 10 años. En ese retiro el Espíritu Santo las reunió y cada una perdonó a la otra. No soy testigo de sanaciones extraordinarias, no puedo decir que he visto a un ciego recobrar la vista, a un sordo recuperar el oído o a un mudo hablar, pero si soy testigo de una sanación que el Señor Jesús logró con un ciego, sordo y casi muerto espiritualmente. En un tiempo yo estaba ciego a las cosas del Señor, sordo a su Palabra, mudo cuando se trataba de hablar de Dios y enfermo del espíritu y el alma a

punto de condenación. Quisiera compartir contigo mi, querido lector, algo de mi caminada tras Jesús… Que bien me caen las palabras del profeta Jeremías, “…Con amor eterno te he amado, por eso prolongaré mi favor contigo” (Jeremías 31, 3). Pues ese 12 de noviembre de 1932 Dios me hizo el favor de darme un padre judío de la raza que Yavé había elegido, del mismo linaje de Jesús. Me dio una madre mexicana del país elegido por la Virgen de Guadalupe. Y desde ese momento me comenzó a preparar el Espíritu Santo en la misión que el Padre había elegido: “Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te conocía, antes de que tú nacieras, yo te consagré, y te destiné a ser profeta de las naciones” (Jeremías 1, 5). Se supone que hubo la propia y adecuada formación para prepararme para recibir los sacramentos de Confesión, Primera Comunión y Confirmación. No recuerdo mucho pero sí hay algunos detalles que se gravaron en la memoria. Recuerdo poco de mi Primera Comunión, fue en una casa de monjas. Ellas nos prepararon, a mi y a mi hermano. Una de ellas era la Madre Nieves que fue de misionera a África y allí falleció. Recuerdo que el desayuno no me gustó. Después mi mamá nos llevaba a mi hermano y a mí a Misa los primeros viernes de cada mes, y por supuesto a Misa cada domingo. Los sábados eran días de confesarnos. Un sábado no hubo sacerdotes y cuando regresé a casa le dije a mi madre que me confesé directo con Dios. Dijo fuertemente, casi gritando, "eso no se hace, la confesión es solo con un sacerdote". En la época que fui Confirmado estaba la segunda guerra mundial en su apogeo y vivíamos cerca de un campamento de soldados. Todo lo que se escuchaba de los soldados era negativo: “son sinvergüenzas”, “violadores”, “ladrones” y no sé que más. No se oyó nada positivo de ellos. En la preparación para la Confirmación dijeron que con este sacramento nos convertiríamos en soldados de Cristo. Era lo peor que podía oír: yo no quería ser soldado de nadie, menos en un ejército de Cristo a quien no conocía. Así que cuando llegó ese día de mi Confirmación fui a la ceremoniasin ganas y solamente porque era obligatorio. Recuerdo que el Obispo me dio una cachetada y me acuerdo quién fue mi padrino y no recuerdo más de ello. Durante la prepa me ingrese en un grupo de jóvenes católicos pero no logramos nada importante. El estudio religioso fue desapareciendo de mi vida como se desaparece el sol en el atardecer. Y sin el catecismo mi asistencia a Misa y los sacramentos fue disminuyendo. Vivimos una vida típica de muchos: éramos católicos

de domingo. Sin embargo los Jueves Santos visitábamos los siete templos y al día siguiente íbamos al sermón de las siete palabras. No fue hasta el último año de la preparatoria que comencé a pensar seriamente en Dios otra vez. Ingresé en una escuela católica. Al siguiente año, en una universidad católica tuve una experiencia religiosa que fue bastante impresionante. Fue durante una Hora Santa. Arrodillado ante el Santísimo expuesto en el altar me entró un calor, un sentido inexplicable que sin duda era el Amor de Jesús que me penetraba y me colmaba. Fue algo que nunca había sentido en mi vida. Creo que fue la primera vez que lloré con lagrimas de amor. Pasaron más de 25 años hasta que volví a sentir el fuego de ese amor. Pero pronto me olvidé. Esa sensación pasó y la memoria de esos momentos tan dulces y tan hermosos también pasaron. Entre los cursos de estudio en la universidad católica hubo unos cursos religiosos. Como frecuentaba los sacramentos y asistía a Misa dos o tres veces por semana aparte de los domingos pensé que estaba cerca de Dios y era lo suficiente para vivir bien. No sabia ni me interesaba saber más. Entraba y salía de la iglesia como uno entra y sale de un edificio por una puerta giratoria. Sin embargo algo de fe se quedo pegado, gracias a Dios. Terminé los estudios y fui a trabajar en el negocio familiar. Desde ese tiempo comenzó mi vida en un sube y baja. Al principio iba a Misa todos los domingos y recibía la Comunión. No sé cuando exactamente comenzaron las tentaciones, quizá cuando comenzó a llegar el dinero. El diablo me cogió y no me quiso soltar. Deje de ir a Misa. Los domingos, día de descanso, fueron dedicados a jugar golf. Dar limosna y hacer obras de caridad me repugnaban. Lo que sí me agradaba era el buen comer (y todavía me gusta). Me enamoré del dinero, chismes y cuentos groseros. Creo que para mí ya no existía Dios pero me hacia el muy sabio con mis amigos en hacerles creer que conocía a Dios muy bien y que sabia mucho de Él, o sea que era muy católico. Fui bueno para aparentar. Un día entró a la tienda donde trabajaba un borracho vagabundo pidiendo limosna. Era un hombre joven, dos o tres años mayor que yo, vestido en harapos, estaba sucio, olía a orina y cerveza rancia, greñudo con los pelos grasosos y la barba como chamuscada. El hombre estaba hecho un asco. Lo quise echar a fuera pero alguien me lo impidió. Luego sentí algo en mi corazón que me decía, “Si no fuera por mi gracia tu serías ese hombre.” Me escondí y lloré. Poco después un sacerdote amigo mío me vio y me invitó a unas charlas que daba. Él sabía que yo estaba alejado de la Iglesia y creo que por eso me invitó. Los que asistían eran hombres de negocios y de dinero. Como el grupo era impresionante de “títulos” y "con dinero" me quise asociar con ellos. Nos reuníamos temprano en la

mañana a desayunar café y donas y a escuchar una charla. Qué tranza me hizo el sacerdote: no eran tanto charlas sino un taller. Él funcionaba de coordinador pero cada asistente se turnaba en dar la plática cada semana. Sin embargo me gustó y no fue mucho tiempo después que yo también di mi primera presentación. Qué cosa tan maravillosa como Dios usó el borracho para darme una sacudida y ver el pecado dentro de mí y luego me mandó el sacerdote para acercarme más a Él. Estos dos incidentes fueron como los primeros peldaños de la escalera tan larga y alta que tengo que subir como discípulo.. Regresé a la parroquia y a Misa los domingos. Al pasar el tiempo me fui involucrando en algunas actividades: Lector, Ministro Extraordinario de Comunión y presidente del consejo parroquial. Yo estaba feliz porque las actividades me ponían al frente de la gente con la esperanza de que si se daban cuenta que era “buen católico” harían negocio conmigo. Decía que servia al Señor, pero en realidad era un servicio auto céntrico, me estaba sirviéndome a mí mismo. El dinero seguía siendo mi dios. Como me gusta leer compraba libros con el tema del éxito: como tener poder; cómo ser un líder distinguido; como llegar a ser el “número uno”, etc. Lo más interesante que leía lo subrayaba para referirme a ello después. Pero, como lo descubrí años después, lo que subrayaba eran, en mayor parte, valores cristianos. A pesar de mi ambición desviada me guiaba el Espíritu Santo al bien y me ponía gente buena en mi vida para orientarme. Todo comenzó a cambiar cuando conocí a un hombre en la reunión de comerciantes. Un hombre amable, sincero y hablaba claramente y con facilidad; al menudo me invitaba a asistir a una asamblea de oración pero yo no quería ir y no sabía como decirle “no” otra vez. Decidí, después de varias invitaciones aceptar para poder decirle que había ido y que no me había gustado. Hasta pensé decirle: “Yo fui, yo vi, yo escuché y no me gustó”. Un miércoles llegué a la asamblea y lo que sucedió en dos horas cambió mi vida completamente, totalmente, radicalmente. Fue estupendo como Jesús se manifestó esa noche tan inolvidable para mí. Sus rostros radiaban alegría y paz. Extendieron la mano para saludarme. Algunos me quisieron abrazar pero me hice para atrás. Todos se sonreían sinceramente con amor. El aula estaba transformada en medio de un ambiente de tranquilidad, de algarabía, de alegría y gozo. Yo estaba asustado y preocupado porque no sabía qué iba a suceder. Alguien vino y me invitó a sentarme porque ya iban a comenzar. Sentí algo que, al principio no sabía que era, pero luego me di cuenta que era el mismo calor, el

mismo sentido que había tenido años pasados cuando estaba ante Jesús Sacramentado, no más que ahora iba aumentando a cada minuto. En ese entonces yo no sabía mucho de la Biblia o me hubiera acordado de, “…¿No sentíamos arder nuestro corazón…?" (Lc 24, 32). Sentí el amor de Jesús como lo había sentido ese día en la universidad 25 años atrás y sentí que me envolvía en una cobija suave, caliente y agradable. ¡Estaba atónito! No escuché las palabras pero estaba consciente que alguien estaba anunciando algo o dando instrucciones. Todos se silenciaron y se hizo una oración. Las lágrimas empezaron a llenar mis ojos. Después de la oración siguieron unas alabanzas hermosas, llenas de vida. Eran alabanzas que nunca había escuchado y me llenaron de paz y amor. Las lágrimas llenaron mis ojos y se desparramaban sobre mis mejillas. Como si hubiera bajado un coro de ángeles, las alabanzas cambiaron del inglés a una lengua que no entendía. Nunca, Dios mío, había tenido el gusto de escuchar tan bellas melodías, sincronizadas, ¡perfectas! quedito, suavecito, se fueron terminando y después de un momento de silencio alguien comenzó a alabar en voz alta: “Bendito sea Jesús, Bendito sea su Nombre”. Otro: “Gloria a Dios.” Y otro: “Aleluya”. Siguió un clamor de alabanzas que brotaban del corazón de los presentes. Las alabanzas se fueron armonizando canto tras canto. Todos en el don de lenguas. Yo estaba incontrolable. Las lágrimas se desprendían de mis ojos como una presa desbordada. Me avergoncé terriblemente pero no me podía controlar, no podía cesar de llorar. Una señora a mi lado me tomó de la mano como a un niño y como signo de comprensión. Nos sentamos para escuchar una lectura de la Palabra. Después de unos momentos de silencio alguien dio una plática pero no recuerdo el tema. Hubo más cantos de alabanza y yo seguí en medio de un llanto incontrolable. Hay muchos detalles que se me escapan pero sí confieso que fue una experiencia única, algo que nunca olvidaré. El amor de Dios me penetraba hasta la médula. Ahí cambió mi vida para siempre. Ahora tenía que decirle a mi amigo, “Yo fui, yo vi, yo oí y Jesús me conquistó”. Desde esa noche asistí cada miércoles casi sin falta. El Señor Jesús me fue empapando con su amor y yo lo absorbía como una esponja. Un día pedí oración y un pequeño grupo me rodearon. Una señora que tenía el don de profecía me dirigió este mensaje: "Si tú me amas Yo te enseñaré el amor como nunca lo haz expirementado". Pues si Dios dejaría de amarme en este instante, ya cumplió su palabra. Yo soy testigo del amor y misericordia de Dios, que ha sido derramado en mi corazón por el Espíritu Santo que nos ha sido dado a todos. Un miércoles invitaron a todos los que no habían asistido a un seminario de VIDA NUEVA EN EL ESPÍRITU SANTO. El seminario duró varias semanas y culminó con un

“Bautismo en el Espíritu Santo”. Nos explicaron que no era otro bautismo distinto al que habíamos recibido de bebés sino una oportunidad de invitar al Espíritu Santo a entrar a nuestras vidas y dejarnos guiar por Él. Era una oportunidad de reavivar nuestro Bautismo y Confirmación. Son muchos los detalles de esa noche, pero quiero divulgar dos: comencé a rezar en lenguas y no dejé de hacerlo hasta dos horas después cuando llegué a casa. Después de la oración y mi entrega al Espíritu Santo sentí un temblor en mis manos, no fuerte sino más bien como una corriente de electricidad que me las invadía. En mi entusiasmo e inexperiencia le dije a uno de los coordinadores que vino a preguntarme cómo estaba: “siento que tengo que sanar a alguien, creo que tengo el don de sanación”. El coordinador con la sabiduría de Salomón me dijo que le pidiera a Dios que me mandara a alguien para sanar si tenía el don de sanación. Así pedí y nadie llegó. Pero mi vida comenzó a mejorar desde esa noche. Despertó en mí un deseo de conocer la Biblia, de predicar, de orar y de servir. Comencé a ir a Misa todos los días. Me despertaba a las cinco de la mañana para hacer mis oraciones, ir a Misa y llegar al trabajo a las nueve. Nos enseñaron cómo usar la Biblia y rezar con ella. Nos pidieron que leyéramos algo cada día. Durante el retiro nos exigían leer unas lecturas seleccionadas del Nuevo Testamento para el retiro, después del retiro nos dejaron escoger lo que queríamos. Me puse a leer la Biblia entera, comencé con el Nuevo Testamento y le seguí con el Antiguo Testamento. Cuando terminé, la volví a leer con todos los comentarios. En ciertos días cuando la estaba leyendo y rezando algunos párrafos resaltaron y me impactaron muchísimo. Cuando leí Jeremías me llamó mucho la atención cuando dice que antes de que naciéramos Dios nos conocía y nos destinó para ser profetas (Jeremías 1, 5ss). El profeta Ezequiel me habló muy fuerte sobre devorar las Sagradas Escrituras para aprenderlas bien. Las cartas de san Pablo a Timoteo parecían como si fueran escritas para mí personalmente. Lo que más me impresionó de ellas en esos días fue, "No dejes que te critiquen por actuar como un joven. Más bien trata de ser el modelo de los creyentes por tu manera de hablar, tu conducta, tu caridad, tu fe y la pureza de tu vida. Mientras llego, dedícate a la lectura, la predicación y la enseñanza. No descuides el don espiritual que posees y que recibiste de mano de profeta cuando el grupo de los presbíteros te impuso las manos… Cuídate de ti y de cómo enseñas; persevera en ello. Si así obras, te salvarás tú y los que te escuchan" (1ª Timoteo 4, 12-14.16). Me impresionó porque yo era un “joven” en la vida nueva de Jesús, y me dio mucha esperanza para el porvenir porque a los 46 años de edad, Dios me había dado un rejuvenecimiento.

Muy a menudo sentía que Dios me hablaba a través de la Biblia. La carta de Santiago me impresionó lo siguiente: "Así como el cuerpo sin el espíritu está muerto, del mismo modo la fe que no produce obras está muerta” (2, 26). Esto me impulsó a comenzar a hacer obras de caridad. Para mí las lecturas de Jeremías, Ezequiel, Timoteo, Santiago, varios Salmos u otras tenían un mensaje personal que me hablaba de ser testigo y perseverar en ese oficio de proclamar la Buena Nueva, la misión estaba clara pero me equivoqué con el lugar. El ministerio que Dios me dio era hermoso pero no me imaginaba que algún día ese mismo ministerio me iba a llevar lejos y fuera de los Estados Unidos mi tierra natal. Comencé a darme cuenta que hacía mis actividades en la Iglesia sin amor y con fines de lucro y dejé de hacerlas por un tiempo hasta que pude hacerlas sin interés propio sino por amor a Dios y mis semejantes. Aunque todavía tengo mucha soberbia Jesús me ha quitado muchísima, y me está enseñando a ser humilde. Pero como digo, me falta mucho: El Señor no ha terminado conmigo todavía. El Espíritu ha aumentado mi fe y mi amor. Lo que antes me daba asco en la gente, ahora lo acepto. En vez de asociarme solamente con gente de dinero ahora no importa, lo importante es servir. Lo repugnante de ir a una cárcel a visitar a presos el Espíritu Santo me lo cambió por un deseo de estar con ellos porque Él me dio el entendimiento de saber que Cristo habita en ellos, a igual que habita en mí, y son mis verdaderos hermanos en Cristo. Poco a poco el Espíritu de Verdad me está enseñando que, “El Reino de Dios no es cuestión de comida o bebida; es ante todo justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo” (Romanos 14, 17). Además de estas lecturas, y muchísimas más, hubo tres intervenciones muy significantes en mi vida que me animaron muchísimo. Una de ellas leí, la otra la escuché y la tercer fue una visión o un sueño. Leí que la Madre Teresa de Calcuta había dicho que ella solamente era un lápiz en la mano del autor, el lápiz no sabe lo que el autor escribe ni piensa, sólo sigue el impulso de la mano. Lo que escuché fue de un sacerdote, el Padre Mosqueda, que dio su testimonio en una Hora Santa. Él confesó que cuando era joven era un ratero y un día la policía le dio un balazo en la pierna y lo encarcelaron. En la cárcel descubrió y llegó a conocer a Jesucristo. Decidió entrar en el seminario y con el tiempo fue ordenado. Terminó su testimonio diciendo: “Si Dios puede hacer un sacerdote de un ratero, que tanto más puede hacer de ustedes”. Me quedé frío y sobre todo muy pensativo por varios días después. El sueño o visión que tuve fue esta: estaba en un taller de carpintería y Jesús estaba trabajando ahí. A un lado tenía una mesa con mucha herramienta y me indicó con sus ojos que me fijara en ella. Enfoqué mi vista sobre la herramienta la cual consistía de diferentes piezas de varios tamaños. Me asombré porque yo estaba sobre

la mesa como cualquier martillo o serrucho. Oí que Jesús me dijo: “Sí, tu eres parte de mi herramienta, un instrumento mío, y te voy a usar cuando te necesito y donde te necesito. No te voy a usar todo el tiempo pero quiero que estés disponible y listo para cuando te necesito”. Así ha sido. Él me ha usado en muchas ocasiones pero hay tiempos que siento que ni se acuerda que estoy en su mesa de herramienta. Pasaron los meses y seguí encantado, feliz y alegre. Mi amigo y yo nos reuníamos a medio día cada miércoles y nos acompañaban dos coordinadores del grupo de oración. Ellos eran más jóvenes y el viejo estaba aprendiendo de los jóvenes. ¡Bendito sea el Señor! Durante la Cuaresma no comíamos sino ayunábamos y hablábamos de Jesús o visitamos enfermos. Años después confesó que después de haberme conocido por primera vez él y su esposa oraron por mí todos los días por dos años. ¿Cómo me vieron? ¿Qué tan bajo estaba? Le doy gracias a Dios porque escuchó esas oraciones y me sacó de mi propio paganismo. Un miércoles en la reunión de medio día Mi amigo y los otros dos coordinadores me invitaron a preparar un tema para la asamblea en quince días. ¡Qué sorpresa! Me tomó de la mano el Espíritu Santo y me guió como temista porque ese fue el primero de muchos en el transcurso de los años. Estas reuniones a medio día las usó Dios para acercarme más a Él y el modo que escogió fue maravilloso. Tuve tres compañeros, tres escogidos de Dios para guiarme y recomendarme libros para leer. Me guiaron en las Sagradas Escrituras, como hacer oración privada y me explicaron muchísimo de Jesús. ¡Dios mío que bendición me diste con estos tres hombres! "Y… crecía y su espíritu se fortalecía…” (Lucas 1, 80). Con el tiempo el Señor Jesús fue enseñándome -usando los coordinadores u otros como instrumentos- como rezar por los enfermos, hacer oración por los que tenían problemas y me dio un sexto sentido por lo cual me guiaba el Espíritu Santo en la oración. Muchos venían conmigo por la oración que el Espíritu Santo hacía a través de mi boca. Esas oraciones las relajaba y les daba paz y tranquilidad. Con el impulso y ayuda del Espíritu Santo, tenemos la responsabilidad de ser testigos de lo que hemos visto y oído, tanto para edificar la Iglesia como para animar a nuestros hermanos a proclamar la Palabra de Dios. He sabido de sanaciones interiores, de esas cosas que no se pueden difundir. Aprendí un modo de orar, alegre y sereno. He escuchado cantos y oraciones en lenguas con armonía musical. He visto hombres y mujeres unidos como hermanos en la fe de Cristo Jesús, ricos y pobres abrazados y tomados de la mano haciendo oración, personas humildes que no terminaron la prepa orando con y aconsejando a titulares de la universidad.

Soy testigo de una religiosa que después de 17 años como religiosa confesó públicamente que nunca había conocido al Señor Jesús personalmente hasta que lo conoció en un retiro de VIDA NUEVA EN EL ESPÍRITU SANTO. Para comunicar a otros la abundancia de la vida de Dios, tenemos ante todo, que obtenerla nosotros. No puedo comunicar la sonrisa si a mi no me sale de adentro. No puedo hablar de la alegría si no la siento. No puedo sentarme con mis hermanos y hermanas en oración si ésta no llena mi alma. El Evangelio de Jesucristo nos impone el deber de fomentar la fe, primero en nosotros mismos lo más posible, y luego transmitirla a los demás. La evangelización no es tanto problema teológico como personal. Hay que experimentar ese Pentecostés personal de que hemos mencionado. El Espíritu Santo se manifiesta en diferentes personas y en diferentes formas. No hay sorpresas porque todo lo hace, todo lo puede. La sorpresa es que muchos todavía no aceptan que el Espíritu Santo esta logrando maravillas porque el Señor Jesús esta vivo. “… Y no creían en él, todo lo contrario. Jesús les dijo: «A un profeta sólo lo desprecian en su tierra, en su parentela y en su familia.» Y no pudo hacer allí ningún milagro. A lo más, sanó unos pocos enfermos, con una imposición de las manos; pero se admiraba al verlos tan ajenos a la fe” (Marcos 6, 3-6). Aunque mi vida cambió, llegue a enojarme con Dios porque las cosas no iban como yo quería. (¡Ay! Que orgullo.) Por cinco años dejé de orar, dejé de ir a Misa y no leí las Sagradas Escrituras. Tanto fue el enojo que comencé a criticar a Dios y su Iglesia, a hablar contra Él. Dios en su misericordia seguía llamando. Oía una voz en mi interior diciendo, "regresa, regresa, te quiero". Al fin regrese al confesionario. Jesús en su infinita misericordia me esperaba pacientemente. Al terminar el sacerdote preguntó si tenía un inconveniente de ir a Misa. Le dije que no y dijo: "de penitencia ve a Misa y comulga". Sentí un calor amoroso y muy agradable en el corazón y lloré. Cambiamos de parroquia, a una más cerca y nos involucramos en la asamblea de oración, visitar a enfermos, evangelización y obras de misericordia.. Participamos como año y medio antes de mudarnos a México. Mi esposa es de México aunque nos conocimos en los EUA y allí vivíamos. Estábamos planeado nuestra jubilación y vivir felizmente el resto de nuestra vida en la casita que habíamos comprado para ese fin. En la próxima visita a México, Tula, Hidalgo para ser exacto, estábamos en la Catedral de visita y oí una voz que me decía: "aquí te quiero". Busque alrededor pero

estábamos solos en la nave. Escuche la voz dos veces más: "aquí te quiero", "aquí te quiero". Lo comente con mi esposa y ella dijo que la decisión era mía. No quería que algún día fuera culpándola por haberme traído a Tula. Cuando regresamos a casa me comuniqué con un sacerdote y le conté este relato y compartí varias lecturas Bíblicas que me hablaban fuertemente, o sea me cayó el veinte, como dicen. Esperé que me dijera "piénsalo bien" o "haz más oración". No fue así. Me dijo: "Si así fue, vete". Esta era la confirmación que necesitaba. Lloré de gusto. Poco después de llegar a vivir en México me hicieron el favor de invitarme, como observador, a unas clases para aprender cómo usar la Biblia. Las clases eran de cinco a siete de la tarde de lunes a viernes. El lunes llagaron las monjitas con catorce Biblias bien gastadas y veinte personas para tomar las clases. Para colmos al final de cada día recogían las Biblias, solo eran prestadas. Pensé: "¿Cómo van a aprender a usar la Biblia si no tienen una?" Mi esposa y yo teníamos planeado un viaje a los EUA y me comuniqué con el párroco de la parroquia a la cual habíamos pertenecido. Le pedí permiso para hacer una segunda colecta en la Misa del domingo con propósito de obtener dinero para comprar cien Biblias. Dijo que no, pero que él nos regalaría las cien Biblias. ¡Bendito Dios! Yo tenía un plan "maravilloso". Ir al CERESO (cárcel) a dar las clases de cómo usar la Biblia, les regalo las Biblias y me regreso a casa. Pero Dios tenía otro plan, uno mucho mejor. Fui a dar las clases pensado que era algo fácil y rápido. Pero el plan de Dios era que el Espíritu Santo me iba enamorar de los internos. Nació un doble ministerio: visitar internos y regalar Biblias. Fácil, sí, pero no por entrada y salida. Gracias, Dios mío. El Señor me bendijo con trece años en la Pastoral Penitenciaria. Visitábamos los internos dos veces por semana dándoles estudio de Biblia, preparándolos para recibir los sacramentos y conviviendo con ellos según las circunstancias. Éramos un equipo de mi esposa, yo y cinco a diez personas más (algunos no persistieron y llegaban otros). Para recaudar fondos mendigábamos, hacíamos rifas y viajes turísticos. Para festejar al santo patrono de internos, Maximiliano María Kolbe, les dábamos una gran fiesta con comida y regalos para todos. Dios nos bendijo tremendamente. El Presidente Municipal nos regaló dos autobuses para ir en excursión a Acapulco. Así y con donaciones de amigos y familiares el Señor Jesús construyó una Capilla en el CERESO donde se dan estudios de Biblia, talleres de oración, pláticas, retiros y por supuesto se celebra en ella la Eucaristía. Por la gracia de Dios se han repartido gratis a través de los años más de mil quinientas Biblias.

Un librito que me inspiró a escribir el Espíritu Santo, "Ser Libres en la Cárcel" fue obsequiado a muchos y a igual que a los internos, a sido mucha ayuda para sus familiares también. A través de muchas luces y sombras el Señor me a tomado de la mano y a pesar de mis errores y fallas Él ha logrado mucho. Si Dios puede hacer algo bueno a través de este indigno siervo, ¿qué tanto más puede hacer contigo? No tengas miedo abrir tu corazón a Jesús. Por la Gracia de Dios, funcionó para mí. Seguramente funcionará para ti, si abres tu corazón a Jesús. Ya es tiempo de hacer lo que has evitado por demasiado tiempo. Ya es tiempo de comprometerte y poner tu vida en manos de Jesús. Dios quiere que todos se salven y lleguen a la vida eterna (1 Timoteo 2, 4). Tú eres una persona muy importante en el plan de Dios. Créelo, Dios te ama. Le doy gracias a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo por todo lo que ha hecho en mí, para mí y a través de mí. Que de Él sea todo honor y gloria por los siglos de los siglos.

Capitulo 17: NACER DE NUEVO “Entre los fariseos había un personaje judío llamado Nicodemo. Este fue de noche a ver a Jesús y le dijo: Rabbí, nosotros sabemos que has venido de parte de Dios como maestro, porque nadie puede hacer señales milagrosas como las que tú haces, a no ser que Dios esté con él. Jesús le contestó: En verdad te digo, nadie puede ver el Reino de Dios si no nace de nuevo, de arriba. Nicodemo le dijo: ¿Cómo renacerá el hombre ya viejo? ¿Quién volverá al seno de su madre para nacer de nuevo?» Jesús le contestó: En verdad te digo: el que no renace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, y lo que nace del Espíritu es espíritu. Por eso no te extrañes de que te haya dicho: necesitan nacer de nuevo, de arriba” (Juan 3, 1-7). Este tramo del Evangelio de san Juan usualmente se usa para explicar la necesidad del sacramento del bautismo. Sin embargo tiene otro sentido también: se refiere al bautismo en el Espíritu Santo. Cuando Pedro subió a Jerusalén les explicó a los creyentes judíos lo ocurrido en la casa de Cornelio: "Apenas había comenzado yo a hablar, cuando el Espíritu Santo bajó sobre ellos, como había bajado al principio sobre nosotros…me acordé de las palabras del Señor, que dijo: Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo. Si ellos creían en el Señor Jesucristo y Dios les comunicaba lo mismo que a nosotros, ¿quién era yo para oponerme a Dios?” (Hechos 11, 15-17). Teólogos católicos están de acuerdo que se tiene que explicar qué se entiende por el bautismo en el Espíritu. Uno de ellos dice que no es tan importante el nombre que se le da como el cambio de vida, la conversión que la Renovación Carismática está promoviendo en la Iglesia. Es una realidad que no se puede ignorar ni negar. Otro teólogo católico, Heribert Mühlen, escribe: “en el contexto histórico actual, la expresión “bautismo en el Espíritu” tiene un sentido algo distinto: nos parece útil para caracterizar ese cambio de vida, en esa “segunda conversión” de la que podría depender el futuro de las iglesias cristianas después del fin de la Iglesia popular. La situación misionera de la Iglesia Primitiva, en la que lo primero es la conversión personal a Cristo (Hechos 2,38) y en donde lo normal es el bautismo de los adultos, es muy distinta a la situación en donde se es cristiano desde el nacimiento (bautismo de los niños) sin haber pasado nunca en la vida por algo así como una crisis de conversión a Cristo, a una entrega total de la persona a él…por eso nos parece que es adecuado comprender elbautismo en el Espíritu como una “renovación de la Confirmación” (Espíritu, Carisma y Liberación. Pag.243 y 244).[1] Veamos la costumbre: pequeños y adolescentes no pueden hacer conciencia de su bautismo ni su confirmación. ¿Por qué se dice esto? Hay dos razones. La primera es

que los pequeños no tienen uso de razón y los adolescentes no tienen la madurez de tomar una decisión tan importante. En segundo lugar en la mayoría de los casos las catequistas no han experimentado el “nuevo nacimiento”, o sea el bautismo en el Espíritu. Y por esa razón no pueden dar lo que no tienen. Así fue en mi caso personal mi experiencia con el sacramento de Confirmación fue más negativo que positivo. Pasaron más de 30 años hasta que conocí al Espíritu Santo y lo acepté en mi vida como el Paráclito que el Señor Jesús me había mandado. La aceptación personal de Jesús es lo que propicia la Renovación Carismática en nuestra Iglesia. El sistema o modo que se emplea es muy sencillo. Se toma tiempo pero es muy efectiva. La explicación que da Mühlen es muy sencilla: “… después de un tiempo de intensa preparación personal (en el seminario de introducción, en la oración común pidiendo la apertura a todos los dones del Espíritu, mediante la lectura de las Escrituras y la oración cotidiana) el individuo se presenta y pide a los presentes que le impongan las manos y oren por él. Esta imposición de manos no es un rito mágico ni una mera dinámica de grupo, ni menos aún, un nuevo sacramento. Es una simple oración de intercesión y dogmáticamente tiene la estructura de un sacramental. Es un simple hecho de experiencia, el que casi todos digan, después de este paso, algo ha cambiado en mi vida” (obra cit. Pag 245). Después de haberse bautizado en el Espíritu, Mühlen atestiguó que por 15 años él conoció al Espíritu Santo intelectualmente, pero ahora lo conoce con el corazón. En nuestra fe católica hay muchos que conocen a Dios, a Cristo y al Espíritu Santo de lo que han leído o han oído en una homilía o plática presacramental, pero no han tenido el encuentro personal con el Señor Jesús que nos lleva a ese bautismo en el Espíritu que tanto nos hace falta. Muchos de los católicos hoy son católicos solamente los domingos y al salir de las puertas del templo se vuelven paganos. Son cristianos de la boca para afuera pero no del corazón. El ir al templo, en sí, no te va a cambiar, ni el hacer novenas a santos. Eres tú el que ha de cambiar. No sirve decir “¡Señor, Señor!”, si no haces la voluntad del Padre. Y la voluntad del Padre es que seamos fieles a la verdad, porque sólo la verdad nos hará libres. Como dijo Jesús al inicio de su ministerio público: "…El plazo está vencido, el Reino de Dios se ha acercado. Tomen otro camino y crean en la Buena Nueva” (Mateo 1, 15). Y luego al encontrar a Simón, Andrés, Santiago, Juan y Leví les dice a cada uno: “Sígueme”. Y dejan todo para seguirle. Nosotros tenemos la misma llamada y si la obedecemos podemos gozar de lo que nos tiene nuestro Señor Jesucristo.

No solamente tenemos la misma llamada sino que algunos tenemos un nombre especial a los ojos de Dios. “… Simón, a quien puso por nombre Pedro; Santiago y su hermano Juan, hijos de Zebedeo, a quienes puso el nombre de Boanerges, es decir, hijos del trueno…” (Marcos 3, 16-17). A Leví le cambió su nombre a Mateo. En el Antiguo Testamento Dios también cambio varios nombres. Muchos de esos nombres cambio para que la persona pudiera funcionar mejor en su vida nueva que Dios hizo para él o ella. Dios me ha nombrado también a mí con un nombre especial: Petrus. El primer año en la universidad tomé un curso sobre la Vida de Cristo. El profesor era un sacerdote polaco que hablaba con mucho acento. Al pasar lista dijo el nombre: Hershkovitz, Piter. Nadie respondió. Volvió a llamar. Silencio. Por tercera vez repitió: Hershkovitz, Piter. Alcé la mano y dije: “Yo me llamo Ed Herskowitz, no Hershkovitz, Piter”. Él contestó “tú eres el mismo, a ti te llamo”. Le dije indignamente que me llamaba Edward y no Piter. Se sonrió amablemente y dijo, “Para mí eres Piter porque me acuerdas a San Pedro”. Pasaron los años sin volver a recordar el incidente. Años después fui a un retiro de varios días. En una plática un sacerdote nos dijo que Dios había cambiado los nombres de muchos personajes en la Biblia y qué significaba ese cambio de nombre. Dios les daba un nuevo nombre lo cuál era más propio para el papel que Dios tenía para ellos. Nos sugirió que le preguntáramos a Dios si Él tenía un nombre especial para nosotros y si así era, qué nombre sería. Nos pusimos a orar y lo único que vino a mi mente fue lo que Jesús le dijo a Simón, “…Tú eres Pedro, o sea Piedra…” (Mateo 16, 18). Fui con el sacerdote y le dije esto y me dijo que pidiera una confirmación para saber si Pedro (Petrus en latín) era mi nombre especial. Pedí confirmación y dentro de poco tiempo me acordé lo que me había dicho el sacerdote polaco en la universidad unos 25 años antes. ¡Qué maravillosos son los hechos del Señor! Él provee cada detalle de nuestra vida. Aunque no nos demos cuenta, Él sí. Hasta los cabellos de nuestra cabeza los tiene contados (Mt. 10, 30). La llamada que nos hace el Señor Jesús y que pocos lo tomamos en serio es el ir a todo el mundo y hacer discípulos de todos, enseñándoles todo lo que Él nos enseñó (Mateo 28, 19-20). Jesús no nos manda al mundo prometiéndonos que Él estará con nosotros si no fuera cierto. Él cumple con su palabra como dice en Marcos (16, 20)."Y los discípulos salieron a predicar por todas partes con la ayuda del Señor, el cual confirmaba su mensaje con las señales que lo acompañaban” . Dios no puede cambiar; un hijo puede no ser fiel a su padre pero el Padre no puede dejar de ser fiel. El hambre que siente el hombre de Dios no es nada en comparación al hambre que siente Dios por el hombre. Dios nunca falla en salir al encuentro con el

hombre, en realidad Él planea esos encuentros y los hace posible. Nadie ha buscado a Dios sin encontrarlo. Nadie le ha pedido algo según su voluntad y ha quedado con las manos vacías. Quizás ahora puedes darte cuenta que hay más, mucho más, que el Señor tiene para nosotros y quiere darnos. Sus maravillas no cesan, su amor es infinito, su perdón es gratuito y nos quiere sanar completamente. Su nombre, Jesús, significa “Dios salva”. Salvación íntegra, del hombre completo sin excepción alguna. El Señor de las Maravillas sigue haciendo maravillas pero tenemos que dejar que actúe en nuestra vida, hay que hacer lo que El pide y creer que Él lo va a lograr a través de nosotros y a pesar de nosotros. Lo va a lograr porque JESÚS RESUCITÓ Y ESTA VIVO y Él está caminando hacia ti para tener ese encuentro personal contigo (Lucas 15, 20). Al principio de esta obra se te preguntó: ¿Sientes que algo te falta? Bueno, ¿has leído algo en estas páginas que quizá pueda llenar ese vacío? Si piensas que sí, lo puedes lograr con el Espíritu Santo, o puedes huir y quedarte vacío. Como se te ha dicho, estás en una crisis de fe y la puedes superar. ¿Quieres mejorar tu vida? ¿Quieres participar en la gloria de Dios? "Esa gloria que me diste, se la di a ellos, para que sean uno como tú y yo somos uno. Así seré yo en ellos y tú en mí, y alcanzarán la perfección en esta unidad…” (Juan 17, 22-23). Si tú quieres saborear al Señor Jesús como nunca lo has experimentado; si quieres llenarte de su amor para poder ser su testigo poderoso y valiente; si quieres participar en experiencias que te llenarán el corazón de amor hasta reventarse, entonces ¿qué esperas?

NOTAS [1] CONVIERTANSE Y CREAN EN EL EVANGELIO, P. Hugo Estrada s.d.b., Publicaciones Kerygma

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January 2021 0