Cuadernos Callejeros

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JOSE ROBERTO DUQUE

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Tres décadas de crónicas y reportajes

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© José Roberto Duque © Fundación Editorial El perro y la rana, 2018

Correos electrónicos

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Centro Simón Bolívar, Torre Norte, piso 21, El Silencio, Caracas - Venezuela 1010. Teléfonos: (0212) 768.8300 / 768.8399

Páginas web

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[email protected] [email protected]

www.elperroylarana.gob.ve www.mincultura.gob.ve

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Redes sociales

Twitter: @perroyranalibro Facebook: Fundación Editorial Escuela El perro y la rana

Diseño y diagramación

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Lheorana González

Imagen de portada

Félix Gerardi Serie Caracas reflejada

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Edición y corrección Yanuva León

Hecho el Depósito de Ley Depósito legal DC2018001820 ISBN 978-980-14-4314-8 impreso en la república bolivariana de venezuela

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Tres décadas de crónicas y reportajes

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Índice

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Presentación: el rompecabezas “Un delincuente es fácil de identificar” (1994) Investigar al investigador (1997) Historia de desaparecidos (1997) El vértigo se llama Ana Karina Manco (1997) ¿Por qué se fue? ¿Y por qué murió? (1998) El último rumbero (1998) Colombia: Cóndor herido (y entrevista a Alfonso Cano) (2000) Vivir en frontera (fragmento) (2004) Las casas de ahora; las casas que vienen (2011) Historia de una gente, una laguna y unas cachamas (2012) El atraco (2013) La coñaza (2013) El pobre flaco agüevoniao (2013) El pico (2013) El miedo (2013) Alguna vez fuimos de maíz (2013) El depredador (2014) Mayweather o la crisis de la industria del espectáculo (2015) Sobre la comunidad que decidió comer potaje gratis (2015) La rebelión de Nuevo Callao y el poblado posible (2017)

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Presentación: el rompecabezas

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stos textos han sido escritos en tres décadas distintas (muy distintas): los años noventa del siglo xx y las dos primeras del actual. Hemos hecho una decantación de lo publicado en revistas, periódicos, libros y publicaciones digitales, y el resultado ha sido este volumen. Transitan aquí momentos, personas y remembranzas personales. Hay un rastro que atraviesa todas estas historias, y es la mirada de un observador cuyo punto de vista va mutando con el tiempo. El sujeto que escribió los textos de 2017 no es el mismo que hacía aquellos preparativos para ingresar a la treintena (1994), cuando escribió el primero de estos trabajos. En aquel entonces, revolcado por la doble emoción de estar engendrando mi primer libro y de estar incursionando en un doloroso ámbito de la sociedad (las cárceles y los protagonistas de la violencia) apenas tuve tiempo para cuidarme de los excesos de la corrección y el respeto al lenguaje. En textos más recientes se me pasa la mano en eso del desparpajo y el “dale como salga”. No sé si el proceso evolutivo de los escribidores (¿y de la gente?) es por lo general al revés: uno madura, se serena y se cuida al transcurrir los años. He notado que aquella escritura tan correcta obedecía a un cierto temor de verme reprochado por alguna falta en el correcto empleo del idioma. Qué sabroso ha sido luego poder dedicarme a escribir sin sentir esa presión ni dolerme del ojo implacable de los oficiantes 9

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de una pretendida perfección que, de tan antiséptica, impoluta y pasteurizada, termina perdiendo la sazón. He volcado aquí una muestra de lo que hice o he estado haciendo en varias fuentes y temas: desde entrevistas y crónicas faranduleras hasta análisis sociohistóricos, en algunos casos con un par de gotas de antropología. Como en el género crónica entra o puede entrar más o menos de todo, pues aquí le he dado cupo a unos textos muy extraños. Pero no a los más extraños; cuando comencé a hacer periodismo o algo parecido lo hice en el diario El Universal en 1990, a escribir en las páginas hípicas: “Se escapaba la mora Stillwater al promediar la última curva, pero su físico no es el mismo de hace dos años y la recta final la sorprendió con tres rivales disputándole la gloria del Clásico”. También pasé por una revista cultural o culturosa, muy pesada y ladilla (Imagen; por andar de impuntual, de allí me botó su director, el poeta Luis Alberto Crespo), por dos periódicos arrabaleros y amarillistas que leía mucha gente (2001 y Así es la noticia, célebres por los titulares sangrientos o fotos de cadáveres que compartían protagonismo con las de unas muchachas de culos formidables). Decidí no incluir aquí ningún material publicado en esos papeles, aunque sí hice una selección de la extinta dominical de El Nacional, aquella revista Feriado que era tan buena en los años ochenta y tan irrelevante cuando entré yo a terminar de matarla. Incluí también algo de lo escrito en mis blogs personales (Discurso del Oeste y Tracción de Sangre) y en la revista Épale Ccs. De modo que si perciben aquí cierta sensación de rompecabezas inconcluso, ya tienen la clave: este puñado de piezas es apenas un esbozo que llama diversidad a lo que seguramente es simple y puro desorden. Este volumen, alterno, paralelo o quizá directamente hermano de otro titulado Comunes y extraordinarios (tres décadas de semblanzas y testimonios) ha sido posible gracias

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al esfuerzo de varias personas. Quiero mencionar con especial afecto a Lheorana González y a Félix Gerardi. Lheorana no solo se ocupó de los asuntos gráficos y estéticos del libro, sino que dedicó horas de su valioso tiempo a ayudarme en la investigación y producción. Félix me obsequió fotografías y aportó ideas para el concepto gráfico, y se zambulló en la hemeroteca para ayudarme a rescatar materiales sepultados. También Yanuva León metió músculo y cerebro para intentar darles orden y sentido de unidad a estas páginas. Agradezco finalmente a Niki Herrera por su disposición y aporte en la preparación de los artes finales. Así de colectivo es este trabajo, que tiene tanta fama de solitario e individualista.

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JRD, septiembre de 2018.

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“Un delincuente es fácil de identificar” (1994)

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roteger un colectivo que los rechaza, enfrentarse a sujetos que tienen mayor libertad de movimiento que ellos, los guardianes de la ley, recibir constantes acusaciones de violar los derechos humanos, incluso por parte de familiares de delincuentes muertos, y actuar con plena conciencia del desamparo judicial que los limita: cuatro factores que suelen enumerar los funcionarios de la Policía Metropolitana cuando se les presenta la oportunidad de dar su versión de los hechos. “Ocupamos menos espacio en la prensa que los delincuentes”, se lamentan, y muchos aseguran que a veces resulta peor cuando los altos jerarcas de ese cuerpo policial declaran ante las cámaras, “uno no sabe si están allí para proteger a quienes les servimos o para sacrificarnos”, comentan. Por esta posición de la clara inconformidad con los voceros oficiales de la institución, los funcionarios, policías metropolitanos, pidieron que mantuviéramos en reserva su identidad. Son catorce policías, responsables del patrullaje en la parroquia 23 de Enero. Realizan sus guardias y sus labores de vigilancia en un módulo policial de un sector de esa parroquia, y cada uno tiene su propia experiencia como policía metropolitano. Cada pregunta encuentra múltiples interlocutores, varias interpretaciones. La posibilidad de comunicarse

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resulta algo inusual y también una oportunidad para exponer sus puntos de vista: ellos son presentados invariablemente como los culpables, los monstruos, la mano torpe de una justicia incapaz de controlarlos; ellos desean presentar su propia visión del asunto y lo hacen con muchas voces, con muchas variantes. La entrevista que sigue recoge cada una de ellas. Les preguntamos si consideran que la comunidad les teme, los respeta, los admira.

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Inspector: La comunidad siempre se ha sentido cohibida en presencia de un policía metropolitano. Un 70% se cohíbe de llamar a la policía, y el otro 30% lo hace cuando necesita la protección policial. Policía 2: A veces a la gente la atracan en la calle y se frustra o se molesta porque la policía no acudió a ayudarla, y cuando uno realiza una redada o un operativo de chequeo e identificación de personas, entonces dice: “Ah ahora sí se presentan ustedes, por qué no estuvieron la semana pasada cuando me atracaron”. Pero hay que recordar que al policía se le presenta el procedimiento una sola vez, el procedimiento no lo busca a uno, ni uno lo busca, ¿entiende?, no es como otras profesiones: a un médico lo buscan los pacientes, un maestro va a encontrarse con sus alumnos, pero un policía no sale a encontrar a todos los delincuentes. Policía 3: No, no, no es que uno no los busque, sino que no se pueden hacer operativos todos los días ni caerse a plomo las veinticuatro horas con los delincuentes. Inspector: La idea de la presencia policial de un sector, un centro comercial, un estacionamiento, etc., es que el delincuente se dé cuenta de que la policía anda por allí. El patrullaje persigue ese fin, el de evitar que los hampones actúen, pero

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uno nunca anda en busca de un grupo de delincuentes para batirse a tiros con ellos. Cuando se presentan estos casos es porque el funcionario o la patrulla es atacada, o cuando hay un delito en desarrollo.

¿Han intentado un acercamiento con la comunidad, con la gente de los bloques de este sector, con el barrio que está enfrente?

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Inspector: Casi siempre las actividades deportivas y de otra índole las planifica el Estado Mayor, y las juntas de vecinos por el lado de la comunidad. Pero date cuenta de algo: si uno se mete a un bloque lo que va a recibir es plomo. El 23 de Enero es un sector conflictivo, hay muchos delincuentes. Aquí conviven los profesionales, la gente decente, con los que roban y venden drogas. ¿Cómo se acerca uno a una comunidad así?, donde uno no sabe con quién se va a encontrar. Policía 2: Aquí nos dejaron un regalito el día que los Leones del Caracas ganaron el campeonato [el funcionario señala en la fachada varios agujeros de unos cinco centímetros de diámetro]: esos son disparos de FAL. Los realizaron desde aquel bloque. Aprovecharon la celebración con cohetes y fuegos artificiales para lanzarnos metralla. Esa noche estábamos el compañero y yo nada más en el módulo, y tuvimos que soportar ese tiroteo. Policía 4: Una vez tiraron un niple que no entró para acá porque ya habíamos colocado estos sacos de arena que nos sirven de protección. Y antes, al amigo acá le dispararon con una nueve milímetros, mire, aquí está el casco que llevaba, un impacto de bala. No le perforó porque el material de los cascos soporta impacto de armas cortas. Inspector: Siempre es difícil contar con la confianza de la ciudadanía. Hay una señora por aquí, la señora Carmen. Ella siempre nos trae arepas, café. Pero debieron pasar muchos 15

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años antes de que nos tuviera y le tuviéramos esa confianza, me han dicho que esa doña tiene casi veinte años colaborando de esa forma con los agentes, pero con los demás uno debe guardar distancia y desconfiar siempre: a lo mejor mañana viene alguien a ofrecernos comida y envenena a todo el mundo aquí en el módulo. Es que ahora los padres de familia no inculcan el respeto hacia los policías, hacia los cuerpos policiales. La mayoría de las personas nos ve como un cuerpo represivo y no como lo que somos, unos servidores…

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El adiestramiento que deben cumplir los policías es, dicen los entrevistados, constante. Antes de asignarlos a un módulo, patrulla, brigada o comando, cumplen la formación paramilitar esencial y se les dictan cursos paralelos de relaciones humanas, se les insiste en la necesidad de mantener el respeto a los superiores y la disciplina; el entrenamiento es constante: se les restringe el consumo de alcohol y de cigarro, se les exige entrenamiento físico diario, el manejo de armamento es una constante. Las líneas básicas que guían el proceso de formación institucional de un policía son: protección del bienestar de la sociedad, control de los abusos de fuerza física, propiciar la imagen de que el oficio es digno y útil. El arma de reglamento no solo es un instrumento importante de trabajo, sino algo sagrado; solo debe usarse en defensa propia y en defensa de un ciudadano. Cuando a un funcionario se le extravía un arma, el caso pasa al Departamento de Disciplina, el cual se encarga de averiguar las causas del extravío. Y se prevén, por supuesto, sanciones fuertes para los funcionarios que incurran en esta falla. A cada funcionario se le asigna dieciocho proyectiles calibre treinta y ocho, y nunca puede llevar menos de esa cantidad, siendo sancionados quienes no cumplan esta norma. Solo que, por un problema

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logístico, no siempre la comandancia surte con prontitud de municiones a los funcionarios y estos deben comprarlas. Están conscientes de que existe una suerte de guerra no declarada en la sociedad. Los soldados del bando contrario no son otros que los delincuentes. ***

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¿Qué es un delincuente? ¿Cómo y por qué catalogar a alguien como delincuente?

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Policía 3: Un delincuente es un excremento de la sociedad. Un excremento. Esta sociedad está integrada por un 50% de estos elementos, excrementos de la sociedad. Inspector: Hay delincuentes y reseñados por la policía, delincuentes conocidos por el barrio donde viven y actúan, y delincuentes que cometen delitos en otras zonas y nadie los conoce ni los puede identificar.

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¿Es posible identificar visualmente a un delincuente? ¿Reconocerlo en la calle así no esté cometiendo fechorías? Inspector: Aprendemos a distinguir los tipos de delincuentes: por un lado están los de cuello blanco, ya todos sabemos quiénes son y qué hacen. Y por otro lado el delincuente común, los lanzas, esos tipos que te sacan la cartera en el Nuevo Circo y no te das cuenta, o los que te dan un tiro para quitarte un reloj, el atracador, el asaltante. Policía 2: Uno se fija en la fisionomía, un delincuente es fácil de identificar… Inspector: Pero eso se puede prestar a acciones equivocadas. De pronto uno ve a alguien con rasgos fisionómicos de delincuente, se viste mal y viene de trabajar con la ropa sucia, quién sabe, a lo mejor lava carros por ahí, pero no es un delincuente.

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Policía 2: Pero la experiencia te da algunas claves, hay casos en los que uno se equivoca: si uno encuentra a un tipo a las dos de la madrugada al lado de un negocio y con una pata’e cabra en una mano, ese tipo es un choro (risas). Y si lleva un ramo de flores es porque va donde la novia.

Ustedes deben tomar en cuenta todos los riesgos a la hora de enfrentarlos, pero también tratar de no equivocarse porque está el deber de respetar los derechos humanos.

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Inspector: Esa es una parte delicada en esta profesión y un comentario muy delicado el que voy a hacer. Esto de los derechos humanos, lejos de buscar la protección de la ciudadanía lo que logra es obstruir el trabajo de la policía. Nosotros tenemos familiares, tenemos esposa, tenemos hijos. Pero cuando uno mata a un malandro en una acción al día siguiente sale la madre del sujeto a decir que su hijo era deportista, que estudiaba en la universidad, y al policía le manchan su expediente y le aplican varios meses o años de reclusión. Los derechos humanos deberían funcionar también para las policías, ¿se entiende?, los delincuentes nunca respetan los derechos humanos, pero siempre hay quien los defienda. Policía 3: Y los superiores, los comandantes, la jerarquía más alta prefiere castigarnos a nosotros para limpiar la imagen de la institución, del cuerpo. Porque cuando uno comete una falta los periódicos no dicen: “El agente tal mató a un ciudadano”, sino “La policía volvió a agredir a otro ciudadano”. Cuando un agente se equivoca la prensa mancha toda la institución. Policía 2: En la Policía Metropolitana no hay un respeto de los superiores hacia los subalternos. Deberían buscar la forma de que las cosas graves no salieran a la luz pública. ¿Evitar que se conozcan los hechos graves?

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Inspector: Claro, en otros cuerpos policiales un efectivo comete una falta y los superiores hacen lo posible para que la sociedad no se entere. Debería ser así en la PM. Cuando un funcionario comete una falta debe ser expulsado, pero la comunidad no tiene por qué enterarse. ¿Cree que las normas y la opinión pública los perjudican?

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Inspector: Eso es así. Si un carajo que mide tres metros agrede a un policía y lo arrastra por el piso, no hay una ley que lo sancione, mucho menos al que veja o insulta a un policía. Y no solo eso: la comunidad ve esto y lejos de defender al policía se mete para lincharlo. El problema es de educación: al ciudadano se le debe enseñar desde pequeño que al policía se le debe respeto y consideración, y también al policía, por supuesto, se le debe enseñar la forma de abordar a los ciudadanos: “Buenas noches, ciudadano, ¿me permite su cédula de identidad?”. Policía 5: Lo que pasa también es que uno a veces entra a un rancho y encuentra un betamax, un televisor de treinta pulgadas, un equipo de sonido, y les pregunta a las personas que viven allí de dónde sacaron todo aquello, y la respuesta es casi siempre: “Bueno, eso no es problema suyo, yo me gano mi dinero y compro lo que quiero”. Inspector: Debería cobrarse un impuesto, algo… debería haber un mecanismo para saber de dónde saca la gente sus valores, cuál es la procedencia de sus bienes. ¿En qué piensa un policía durante un enfrentamiento? Inspector: Una vez me hirieron. Bueno, fue otra situación, en realidad yo estaba cerca de mi casa, en Catia, e intentaron atracarme. Yo me resistí al atraco, hubo un forcejeo y los tipos, que eran cinco o seis, me quitaron la cartera. Cuando 19

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vieron mi credencial me dispararon, estuvieron a punto de matarme, pero lo peor no fue eso sino lo que vino después, cuando yo busqué apoyo de mis compañeros dentro de la institución. Descubrí una historia fea, un cuento de un soborno de funcionarios, gente que pagó porque al parecer unos agentes identificaron a quien me disparó, luego se negoció y lo dejaron ir. Hubo negligencia policial, la hubo. Pero uno no puede luchar contra la marea. Si yo me pongo a salir en los periódicos a denunciar cosas entro en contradicción, porque voy a denunciar policías y resulta que yo también soy policía. Tengo que guardar silencio y tratar por todos los medios internos, dentro del cuerpo, de resolver algunas cosas con esos funcionarios, con esos compañeros… ¿Por qué no me prestaron ayuda? ¿Por qué no atraparon a los delincuentes? ¿Por qué se dejaron sobornar? Hay un detalle que da risa desde afuera, pero yo lo sufrí mucho. En vez de preguntarme si había reconocido al sujeto, si había oído que lo llamaran por un sobrenombre o si había visto su cara, me preguntaron: “¿Y tú qué hacías a esa hora en la calle? ¿No sabes que tienes que prevenir, evitar problemas?”. Imagínate, estos sí son arrechos, eran las ocho y media de la noche, a esa hora todo el mundo anda por la calle. Entonces uno se desmoraliza. Uno se pregunta si vale la pena tanto sacrificio. En Los Flores hay más de cien policías presos por cumplir con su deber: uno está preso por matar a un malandro con quien peleaba y a este se le cayó la pistola, el funcionario recogió la pistola, mató al sujeto y lo acusaron de haber abusado de su fuerza y de su autoridad. Policía 2: Los que más expuestos están son los patrulleros motorizados. A ellos los enseñan a disparar sobre una moto en marcha porque son los que van a ir adelante siempre, el escolta motorizado es carne de cañón, el que va a recibir de primero el plomo si se produce un enfrentamiento. Corre más riesgos que quien está en un módulo, por

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ejemplo. Para volar un módulo hay que meterle una bomba, mientras que un hombre en una moto es vulnerable. ¿Por qué la gente se está matando en las calles? ¿Qué debe hacer la sociedad y qué debe hacer la policía para frenar el problema de la violencia?

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Inspector: Hay varias razones que han permitido esto de los muertos y la violencia. Yo mencionaría primero la falta de patrullaje, creo que debe haber más policías en la calle. Y en segundo lugar, la falta de acercamiento entre los vecinos y los cuerpos policiales, la falta de comunicación. Lo ideal sería que cuando los vecinos sepan quién es el que roba y el que mata, se acercaran a la policía y le dijeran: “Señor agente, tenemos un azote aquí”. Pero la comunidad debe perderle primero el miedo a los delincuentes y también a los policías, porque si no la tarea de nosotros es más difícil. Recuerdo un caso grave, que nos puso en peligro por esto de la falta de comunicación. En San Agustín había un malandro que llamaban “Roba Gallina”, era el azote de La Charneca. Cada rato oíamos las historias: “Roba Gallina mató a dos estudiantes, Roba Gallina atracó a un señor, Roba Gallina mató a una señora dentro de su casa, a un policía, al hijo de aquel”. Pero nadie conocía a Roba Gallina, ningún policía había podido averiguar quién era, ni cómo era físicamente. Bueno, había un muchacho que todas las mañanas se acercaba al módulo y les vendía café a todos los policías, cargaba un termo y vendía su café en el módulo. Era menor de edad, tenía 16 años, se jugaba con todo el mundo y la gente lo quería, tenía confianza con todos. Una vez se hizo una redada en el sector y el muchacho del café cayó en la redada. Andaba armado, cargaba una 3.57. Pero uno de los agentes que estaba al frente del operativo reconoció al muchacho y lo soltó, dijo: “Este carajito es sano, es el que nos vende café”, y lo dejó ir. Un rato después, una de las personas que estaba con las ma-

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nos contra la pared le dijo al funcionario: “Caramba, agente, ¿por qué usted dejó ir a Roba Gallina?”. Todos los policías se quedaron azules, se miraban las caras y nadie respondió nada. “Ese muchacho que usted dejó ir, ese es Roba Gallina”, dijo el señor. Pues era el muchacho del café. Él se enteró de que lo habían descubierto y no volvió más al módulo. Una vez una comisión lo vio en Hornos de Cal y le dio la voz de alto, pero él no se dejó capturar vivo. Cayó en un enfrentamiento con dieciséis balazos en el cuerpo. Policía 2: También está la falta de comunicación entre los cuerpos policiales. Ahí tienes tú la PTJ (Policía Técnica Judicial). La gente los admira porque andan siempre pulcros, porque no se ensucian las manos, pero resulta que nosotros les facilitamos el trabajo. La mayoría de las capturas que hace la PTJ se las facilitamos nosotros, la Policía Metropolitana. Nosotros estamos siempre en la calle, ellos no. Ellos investigan casos y casos y los llaman “investigadores, detectives, gente de inteligencia”. Y mientras tanto a nosotros nos dejan el trabajo fácil, el más panza: caernos a tiros. Nos dicen que la PM hace el trabajo fácil porque no requiere investigaciones ni análisis, y lo fácil según ellos es eso, entrarse a plomo.

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Muchas inconformidades más manifiestan los policías para realizar su trabajo diario. Hablan de los bajos sueldos, de los múltiples e inútiles descuentos que se les hace por nómina: un seguro que rara vez cubre los gastos médicos o de defunción. A un agente, unas municiones disparadas con escopeta le perforaron el chaleco antibalas; el seguro determinó que el chaleco estaba vencido y por lo tanto declaró al agente fuera de cobertura y no costeó los gatos de hospitalización, y tampoco los de su funeral. A algunos funcionarios se les ocurre una salida práctica por la cual podrían ir a pri-

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sión: improvisar operativos en las zonas en las que se sabe de la presencia de delincuentes, distribuidores de drogas. No pueden organizar tales operativos porque necesitan la orden y la planificación de sus superiores. Los policías se saben expuestos a pasiones difíciles de enfrentar con éxito: son considerados seres irreflexivos, sujetos violentos y peligrosos en esencia. “Un policía es un malandro vestido de azul”, reza un viejo decir de los barrios. “Somos humanos y tenemos familia”, parece ser su única defensa inmediata●

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Investigar al investigador (1997)

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ay quienes aseguran que el oficio de detective es uno de los más notables aportes de la ficción a la realidad: en la década de 1840, Edgar Allan Poe creó un personaje (Charles Dupin) que resolvía casos tortuosos mediante el análisis y el razonamiento lógico. Más tarde, Charles Dickens le endosó a una criatura suya características semejantes y, además, utilizó por primera vez el término “detective” para designar su oficio. Aparte, o en la cumbre o colofón, tal vez Sherlock Holmes ha sido el detective por excelencia de todos los tiempos. A mediados del siglo xix, el afán cientificista del positivismo contagió a las policías británica y francesa con su visión del mundo, y comenzó a utilizarse el método científico en la investigación criminal. El salto de la profesión a América generó variantes creativas del detective “oficial”, del policía-investigador. La natural animadversión del ciudadano común hacia la gente de uniforme provocó, en los espléndidos años veinte del siglo xx, la aparición del detective privado, un personaje que resolvía, por métodos no siempre limpios o convencionales, los casos que la policía tendía más bien a complicar. A pesar del tortuoso prestigio que las ha acompañado (y pese a la exaltación literaria y cinematográfica de que el oficio ha sido objeto) hay agencias de detectives privados cuyas

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ganancias alcanzan para garantizarle el pan a varias familias. En Venezuela la profesión ha florecido en silencio, con el bajo perfil que requiere una ocupación de esa naturaleza. Basta leer los anuncios clasificados de los periódicos para percatarse de la existencia de unas cuantas agencias dedicadas a la investigación privada. A pesar de la sensación de historia remota que producen, la conformación y legalización de estas agencias en nuestro país tienen una trayectoria más o menos reciente.

En esta ribera

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La primera oficina de investigaciones privadas que se constituyó en Venezuela estuvo a cargo de Víctor Araujo Pabón, quien a mediados de los años setenta fundó el Instituto de Policía Científica Simón Bolívar, con sede en Maracaibo. El marco legal de ese proyecto tuvo su primera manifestación en el Gobierno de Raúl Leoni, mediante el decreto presidencial 559. Más tarde, en 1975, el decreto 699 reformuló el reglamento del ejercicio de la profesión, hasta que en 1984 fue introducido un Proyecto de Ley de Ejercicio Profesional. En la actualidad, los detectives legalmente registrados intentan conformar el Colegio de Investigadores en Ciencias Policiales, Civiles y Criminales. No obstante toda la trayectoria y la argumentación legal que los respalda los detectives privados suelen ser vistos como invasores dentro de un campo que compete a la Policía Técnica Judicial, que es el único cuerpo detectivesco del Estado venezolano. Como ocurre con todas las profesiones, la de detective pronto fue invadida por empíricos sin más experiencia que alguna que otra incursión más o menos brutal en la vida privada de terceros (y de todos modos ofrecían sus servicios por la prensa). A causa de esto, a profesionales y piratas por igual 25

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se les fue endilgando cierta famita indeseable: para mucha gente los detectives solo sirven para hacerle seguimiento a mujeres u hombres sospechosos de infidelidad. Con ese lastre han debido cargar durante muchos años, y hubo momentos en que la situación empeoró debido a circunstancias delicadas. En 1984 la DISIP allanó las oficinas de 16 agencias de detectives, sospechosas de realizar espionaje telefónico, entre ellas las de Jesús Navarro Dona, Erasto Fernández y José Gabriel Lugo Lugo. Un año después, en Maracaibo se descubrió la intervención de tres detectives privados como mediadores en un caso de secuestro. No ha sido, pues, muy florido ni afortunado el tránsito de los detectives por esta tierra de gracia.

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De mujeres, para mujeres, pero sin mujeres

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Uno puede meter la mano al azar en la lista de agencias que ofrecen servicios al público y encontrarse con un circuito de historias merecedoras de divulgación. Pero, dejando de lado el factor suerte, una búsqueda meticulosa puede ser un buen método para encontrarse con algunas curiosidades. Antonio Rodríguez es el nombre del fundador y director de Invepride, oficina de detectives privados cuyo anuncio en la prensa no podía resultar más interesante: “Solo para mujeres, atención de investigadoras profesionales”. Lo tiene todo: misterio y encanto. Había que buscarla; tanta intriga le quita el sueño a cualquiera. Para llegar a la agencia, ubicada en el centro de Caracas, es preciso entrar por un pasillo más lúgubre que antiguo (y es bastante antiguo), subir por un ascensor cuyas guayas chirrean de lo lindo por cada metro que logran trepar, y toparse de frente con las señas de un bufete convencional. Una secretaria nos extendió la cordial invitación a pasar adelante, a tomar asiento en un sofá abominable, que deja la impresión

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de que lo último que se recostó en él fue un tigre. Una corta espera y estamos frente a Antonio Rodríguez, el jefe de la agencia, que ha funcionado allí desde su fundación en 1978. No puede decirse que la misma esté desaseada o tan siquiera descuidada, pero algo en la atmósfera hace pensar al visitante que el mobiliario no ha sido cambiado de lugar desde el año de su fundación, o quizá desde mucho antes. Antonio Rodríguez es, pues, detective, veintisiete años de experiencia, cumanés. Vive del oficio desde que tenía deicisiete años y asegura que no necesita rebuscarse con otra actividad. En una biblioteca se aprecian muchos libros de investigación criminal, un busto de El Libertador; en el escritorio algunos papeles, una máquina en la que probablemente se escribió el Acta de la Independencia; en la pared, cien diplomas; en una silla, un hombre de un metro noventa de estatura, estampa de boxeador, una sortija de contundente metal amarillo en un dedo, una camisa cuyo color lo obliga a uno a lagrimear un poco. Una pequeña petición, antes de conceder la entrevista: “Nada de fotografías. Mi oficio me exige un mínimo de confidencialidad”. Exigencia concedida. El lector también lo agradecerá. ―¿Cómo fueron sus inicios como detective? ―Cuando comencé, en Venezuela nadie sabía mucho de este asunto de los detectives privados. Cuando ofrecía mis servicios me miraban con extrañeza: “¿Eso no es en las películas?”, preguntaban. De todos modos les dejaba mi tarjeta, sobre todo a compañías, y poco a poco fueron dándose los contratos. ―¿Cuál fue su primer gran contrato? ―Trabajé un tiempo en la Recuperadora Suramericana. Yo hacía investigaciones de bienes, elaboraba informes y luego el departamento legal se encargaba de las recuperaciones. Después, a título particular, conseguí clientes comerciales que me planteaban búsquedas. Tenían una cartera de clientes

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desaparecidos y necesitaban recuperar tal cantidad de mercancías, que ubicara a varios clientes que debían dinero. ―Una marca de fábrica que tienen todos los detectives privados criollos es que les encargan casi exclusivamente casos de infidelidad conyugal. ―Esa no es la especialidad que uno estudia en un instituto. Los casos en que uno interviene en cuestiones de pareja es cuando un abogado, por ejemplo, pide una investigación sobre los bienes patrimoniales de la comunidad conyugal. Cuando a mí me proponen hacerle seguimiento a una esposa o a un marido infiel, simplemente lo rechazo. Hay casos que uno no acepta, por ética. ―Su aviso en prensa dice que su agencia solo atiende a mujeres, y que las encargadas de investigar son damas entrenadas para el asunto –ante la pregunta, el detective puso la misma cara que puso Jesucristo cuando Judas le estampó el beso en la mejilla. Pero qué va: los detectives están preparados para peores emergencias. ―Pasa lo siguiente. La mujer... la especialidad... la parte depositaria... las personas que acuden en mayor porcentaje a las agencias de detectives, son mujeres. ―Me encantaría conocer a sus investigadoras. ¿Será posible entrevistar a alguna de ellas? ―Es bastante problemático. Yo les dije que había alguien interesado en entrevistarlas, y ellas se opusieron. Casi nunca dan la cara. Yo recibo los casos y las subcontrato de acuerdo a sus posibilidades. Pero puede escribir que son damas que han hecho cursos y están capacitadas para realizar investigaciones. Hay abogadas, expolicías... ―Quieren publicidad, pero no quieren decir quiénes son. ―Uno debe actuar muchas veces de incógnito y no es bueno que la gente lo identifique a uno en la calle●

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Historia de desaparecidos (1997)

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os venezolanos solemos recordar el período de lucha guerrillera en nuestro país como un largo acontecimiento cruzado de plomo, algún héroe olvidado, ecos de metralla, maldiciones mutuas y, al final, muchas cosas para arrepentirse. Una guerrita más, un episodio marginal abortado en el trópico por la Guerra Fría, que como ya sabemos tuvo sus momentos de calor en los años sesenta. Al referirnos a esa temporada solo nos vienen a la mente cierto tipo de injusticias, el “comandante” guerrillero de entonces convertido en ministro, el despecho ideológico que sobrevino, la derrota de una utopía destinada a vegetar por el mundo durante un puñado de lustros más. Pero hubo episodios dentro del proceso que tienden a ser olvidados más fácilmente por la gente del común, sobre todo por aquellos ciudadanos que no tuvieron razón alguna para derramar una sola lágrima en aquellos años. Hay uno en particular que acaba de ser rescatado del desván: los casos de desapariciones que tuvieron lugar entre los años 1967 y 1973. Jóvenes militantes de izquierda, combatientes de las montañas o activistas de comandos urbanos que un mal día cometieron el error de dejarse ver en las ciudades y fueron convertidos en polvo para el olvido. Conviene volver a revisar las circunstancias de algunos casos conmovedores, no porque sean en sí mismos ejemplos dramáticos de la ferocidad

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de aquellas luchas, sino porque, sorprendentemente, ahora mismo (1997) ha sido abierta una averiguación penal que, se supone, determinará algunas responsabilidades y aclarará ciertos puntos oscuros.

El caso Tejero Cuenca

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Cuando el proceso estaba en su etapa más intensa y dolorosa, un grupo de familiares de estos jóvenes movieron lo inamovible en su búsqueda o al menos en la pesquisa de sus restos. En muchos casos hubo testigos que dieron fe de la captura por parte de los cuerpos de seguridad del Estado (casi siempre el Sifa y la Digepol), a partir de lo cual se dio inicio a la primera etapa de una investigación que atormentó por su tenacidad a algunos involucrados en casos borrascosos. La prensa de la época reseñó y le dio cabida a muchas denuncias desesperadas, la mayoría suscritas por Ana de Pasquier, María Teresa Cuenca de Tejero, Reina de Malaver, Antonieta de Palma y Felipe Malaver. El caso de Alejandro Tejero Cuenca fue, junto con el del profesor Alberto Lovera, el más difundido en su momento, quizá por el hecho de que su madre, María Teresa Cuenca, es una señora con energía de sobra para clamar justicia durante toda la eternidad. Alejandro, un joven llegado pocos años atrás de su natal España, estudiaba Ingeniería en la UCV, tenía veintiséis años y militó desde muy joven en la Juventud Comunista. El 11 de mayo de 1967 andaba realizando unas diligencias junto a Eduardo Navarro Laurens en Chacaíto. De pronto, cuando los muchachos pasaban frente al cine Broadway, fueron interceptados por los ocupantes de un Renault sin identificación oficial. Unas horas más tarde los familiares de Tejero recibieron una llamada anónima según la cual el joven

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estaba detenido en los calabozos del Servicio de Inteligencia de las Fuerzas Armadas. El trámite de la verificación resultó infructuoso porque en ese cuerpo de seguridad negaron tenerlo allí detenido. El 23 de junio, otra llamada anónima a la familia Tejero informó que Alejandro acababa de ser trasladado a un campamento antiguerrillero, y más tarde, el 9 de julio, se les indicó que su paradero exacto era el Teatro de Operaciones número 5 (Yumare). Para allá fueron en más de una ocasión y conversaron con los militares que se presentaban como los comandantes del campamento: los coroneles Ramón Ignacio Palmero y Héctor Franceschi. Estos militares negaron repetidamente tener conocimiento de la detención de Alejandro Tejero, pero muchos testimonios posteriores rebatieron esas versiones. En septiembre de 1967, la persona que había estado informándole de manera anónima a la familia Tejero sobre los traslados y la situación de Alejandro, se dignó revelar su identidad: se trataba de la madre de Napoleón Granados, un joven que también estuvo preso en Yumare y había visto allí a Alejandro junto a Navarro Laurens, muy maltratados por las torturas. Luego se hizo pública una declaración crucial para este caso, en los labios de unos campesinos testigos de un instante patético. Los testimoniantes, de nombres Alfonso Noguera, Ramón Mogollón y Pablo González, aseguraron ante una comisión del Congreso, de la que formaba parte, entre otros, el periodista y parlamentario José Vicente Rangel, haber visto a un hombre prácticamente destrozado en la sede del TO5. Este hombre logró articular unas palabras imposibles de pasar por alto: “Mi nombre es Alejandro Tejero, mi familia vive en Caracas y me van a matar”. Acto seguido dio un número telefónico que varios presos políticos se encargaron de registrar en su memoria.

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Material para el enigma

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Con elementos tan contundentes en las manos se realizó una investigación que arrojó una conclusión muy útil: el funcionario que había detenido a Tejero en Chacaíto había sido Alexis Martínez Linares, un exguerrillero que, por esas cosas de la veleidad y la mala digestión de las ideologías, ahora era funcionario del Sifa. La oportunidad se presentaba más fácil de lo esperado: el hombre se encontraba detenido en el Cuartel San Carlos por la muerte de un niño, de modo que allí mismo podría ser interrogado, si los canales regulares se movían a la velocidad deseada. Y vaya si se movieron con rapidez los canales, pero no los indicados: Martínez Linares fue sacado subrepticiamente del Cuartel San Carlos y dado por desaparecido, sin mayores explicaciones. En julio de 1970 apareció ahogado en una laguna, con lo cual la memoria de Alejandro Tejero perdió una buena oportunidad de redención. Fue, como se dijo, apenas uno de los casos más conocidos, pero de ninguna manera el más absurdo o brutal. A Víctor Ramón Soto Rojas, dirigente del MIR, un grupo de agentes de las Fuerzas Armadas de Cooperación lo detuvieron el 27 de julio de 1964 en Altagracia de Orituco. Dos días después fue reclamado por una comisión de la Digepol, instancia que más tarde lo entregó al capitán Héctor Peña Peña en el destacamento militar de Cúpira, estado Miranda. Hay testigos de un hecho atroz: Soto Rojas fue lanzado con vida desde un helicóptero, según le fue relatado a sus familiares por un soldado testigo de los hechos. A Felipe Malaver Moreno lo capturó el Sifa el 12 de octubre de 1966, en una alcabala ubicada en Barinas. Luego llevado a un cuartel militar en El Tocuyo y luego al TO3 de Urica, al mando del coronel Camilo Vethencourt. Allí fue visto en octubre de 1966 por un procesado de nombre Martín Crespo, y en adelante solo retumbaría el silencio.

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Un cable de Reuters publicado por El Nacional el 22 de septiembre de 1996 titulaba: “Estados Unidos alentó a militares a aplicar tortura y extorsión”. El cable hacía referencia a documentos divulgados por el Pentágono, según los cuales cinco manuales habían sido refrendados y entregados por la Escuela de las Américas (ubicada en el Comando Sur, Panamá) a los cuerpos militares de varios países latinoamericanos, y que sirvieron de guía para enfrentar por varios métodos a los movimientos guerrilleros. Entre los países mencionados como receptores del manual figuraban Bolivia, Costa Rica, Ecuador, Colombia, El Salvador, Guatemala y Venezuela. Entre otras cosas, los manuales recomiendan a los militares aplicar técnicas de interrogatorio e intimidación como la tortura, la ejecución, el chantaje y el arresto de parientes de los interrogados. El asunto estuvo a punto de pasar sin mayor gloria a la categoría de comentarios sin eco. Solo que entre los lectores del cable se encontraban personas con muy fuertes razones para no olvidar una serie de episodios escabrosos. Entre ellas, los familiares de aquellos militantes desaparecidos. Comienza así una etapa de profundización en la real naturaleza del asunto: más que episodios aislados, la tortura y la desaparición fueron políticas de Estado, estudiadas y diseñadas como en un posgrado de la perversidad.

“Cumplir órdenes, no comentar” El coronel del Ejército (r) Ramón Ignacio Palmero era comandante del TO5 (Yumare, estado Yaracuy) para el momento en que se supone que estuvo allí detenido Alejandro Tejero Cuenca. Así lo atestiguan cantidades de trabajos, documentos y testimonios publicados en la prensa nacional en 33

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1967 y años siguientes. María Teresa Cuenca de Tejero, madre del estudiante, se entrevistó varias veces con él, y cada una de esas veces le dijo que su hijo no estaba allí. Un militar amigo suyo asegura, sin autorizar la mención de su nombre, que Palmero le ha confesado varias veces haber visto a Alejandro Tejero llegar al TO5 en pésimas condiciones. “Lo recibí muy torturado y herido del Sifa”, le habría dicho al informante, un militar de alto rango. Treinta años después, en conversación telefónica, niega que su responsabilidad en la desaparición del joven haya sido “directa o indirecta”, porque sencillamente no era comandante de ese campamento antiguerrillero. Asegura, además, que le tiene sin cuidado la reapertura del caso, pues no tiene nada que temer. ―Queremos conocer su opinión acera de la reapertura de los casos de desapariciones del año 1967. ―No tengo nada que opinar, ya han pasado treinta años de eso. ―¿No le parece que es un detalle de nuestra historia reciente que es importante revisar? ―Un detalle importante de nuestra historia reciente, como usted dice, sería saber cómo me siento viviendo en este país. Hay temas que se agotan. ¿Por qué es tan importante mi opinión al respecto? ―Tenemos conocimiento de que usted puede ser citado a un tribunal para declarar en torno a la desaparición de Alejandro Tejero Cuenca en 1967. ―En esa época yo era miembro del Estado Mayor, no era comandante del Teatro de Operaciones. El responsable operativo de toda unidad es su comandante. Mi función era solo asesorar a los responsables de esos escenarios, nunca tomar decisiones concretas sobre operaciones concretas. ―¿Su testimonio no sería relevante en caso de ser solicitado en un tribunal?

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―Si me llega a citar un tribunal allí diré lo mismo que le estoy diciendo a usted ahora. Además, le estoy hablando a usted como si hablara con un poste, no lo conozco, no sé si en realidad es periodista, no sé de dónde sacó la información sobre el proceso en los tribunales, y para completar, no sé quién le dio el teléfono de mi casa. Tenga la bondad de decirme quién se lo dio, porque yo no se lo he dado. ―No hay nada misterioso aquí, coronel. Yo quise hacerle estas preguntas porque su comentario es importante para esta historia. Y en cuanto a su teléfono, mi oficio me exige rastrear las señas de los entrevistados por distintos medios. ―Sí, yo sé algo de eso, he trabajado años de mi vida en inteligencia militar... ―Entonces debe saber algo de los manuales de contrainsurgencia que el Pentágono asegura que están en manos de militares venezolanos. ―No tengo esa información. Las relaciones y contactos con Gobiernos y ejércitos de otros países solo puede decidirlas el Alto Mando Militar. ―¿Entonces no le preocupa ni le molesta ser citado para que declare en torno al caso de Alejandro Tejero Cuenca? ―Si me llama un tribunal, acudiré al tribunal. Yo no le debo nada a nadie. O como dicen algunos políticos por ahí: el que no la debe no la teme. No tengo nada que ocultar por eso estoy aquí hablando tranquilamente con usted, sin siquiera conocerlo. ―Tengo información de que usted y otros militares de la época se han reunido para recibir asesoría legal del general Oswaldo Sujú Raffo. ―Yo no me reúno con nadie, yo actúo solo y no necesito que me asesoren. ―¿Algún comentario final sobre las desapariciones de los tiempos de la lucha armada? ―Mire, mi hermana murió y yo no sé dónde está enterrada,

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y eso fue hace apenas seis años. ¿Cómo quiere que me preocupe un caso de hace treinta años? Como militar estuve y estoy obligado a cumplir órdenes, no a hacer comentarios sobre lo que se me ordenaba. Diga lo que diga, mis adversarios tratarán de utilizarlo para destruirme.

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El vértigo se llama Ana Karina Manco (1997)

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Ella ha salido un momento, regresará en seguida. Uno entra en su apartamento –el de sus padres– y la primera sensación es de orden, de sobriedad. No hay nada fuera de lugar, el piso está más limpio que la conciencia de Lorena Bobbitt y allí se respiraría una placidez absoluta de no ser por los susurros del televisor y el lagrimero de la novela vespertina. La chica que realiza las labores domésticas ve la de Radio Caracas; el alma de la casa –Ana Karina Manco– viene de protagonizar la de Venevisión. Cómo se hace, amplitud de criterios, lo llaman. De pronto alguien entra, se escucha un taconeo breve por el pasillo y por esa puerta surge un huracán. Hola, apretón de manos, beso fugaz, mucho gusto, tú eres, hace calor, siéntate, ¿y el fotógrafo?, vamos a hablar, llegaste temprano, cuando quieras, ¿ya te ofrecieron café?, estoy lista. Hubiera querido inventar una metáfora propia para describir aquella explosión, pero es mejor citar una de Juan Villoro: para verla hacen falta más de dos ojos. Y para escucharla, agregamos, muchos oídos: habla rapidísimo, con un énfasis y una claridad que producen un poco de vértigo. Se disculpó, de entrada, por no haber concedido la entrevista en la oficina, pues anda paranoica por un intento de atraco del que se salvó hace pocos días en el centro de Caracas. Ya es la tercera vez; las otras dos fueron en su mismo edificio: un tipo quiso quitarle el carro y como ella se opuso

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le dio un derechazo en la nariz. Después fue otro sujeto que entró al apartamento, nadie sabe cómo, y al verse descubierto se lanzó del piso dos. Todo eso lo contó con lujo de detalles, en cosa de medio minuto. Capacidad de síntesis. ―Vamos a comenzar por el tema más cómodo: tu edad. ―Por favor, no publiques mi edad. No quiero que sepan que tengo veintinueve años. ―De acuerdo. ¿Cómo te ves a ti misma, a tu edad? ¿Eres una muchacha madura, una señora joven, una mujer madura pero bien conservada? ―Me considero una joven con aspecto maduro. Sé que para los demás luzco mayor de lo que soy, pero lo que soy es una mujer joven y madura a un mismo tiempo. ¿Me estoy contradiciendo? Bueno, digamos que he vivido muchas cosas, buenas y malas, para la edad que tengo. Y la vida, golpe a golpe, te va haciendo madurar. ―¿Tienes ataques de inmadurez? ―Soy inmadura en un aspecto: le busco siempre el lado bonito a las cosas… ―¿Buscar la belleza es inmaduro? ―No es eso. Me explico: soy muy realista, trato de ser muy fuerte y exigente conmigo misma, entonces a veces me reprocho buscarle el lado bueno a las cosas en vez de verlas tal cual, crudas, como son en realidad. ―Vienes de hacer el papel de Eileen Abad. Hay actrices que se molestan porque les proponen papeles de mujeres mayores. ―Yo lo asumí sin problemas, no me compliqué la vida porque ¿quién va a creer que una mujer de veintiocho años es madre de una de dieciocho? Eso es embuste, no le paras y ya. Una vez en el teatro hice de madre de María Lionza, y el personaje era una anciana de noventa años. Cuando tenía catorce hice el personaje de una muchacha de dieciocho. Siempre he representado a mujeres mayores que yo, quizá porque mi voz y mi carácter son muy fuertes, me hacen aparentar más

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edad. Yo me complicaré la vida cuando tenga cuarenta y ocho y me toque hacer el papel de una joven de veintiocho, eso sí es difícil. ―Son muchos papeles de mujeres maduras, mayores, madres. ¿En la vida real estás preparada para ser madre? ―Las mujeres nunca estamos preparadas para ser madres. Creo que es algo que llega y hay que afrontarlo. Ahora, hay una edad en que uno siente esa necesidad, y yo estoy en ese momento. Tengo una familia linda y me gustaría tener un hijo que crezca en una familia así, unida, con un papá, con todo lo que su madre y su papá podamos darle.

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Apenas terminó de rodarse el último capítulo de su más reciente telenovela cayeron en sus manos sendas propuestas del exterior: México y Colombia reclaman sus servicios. Un germen de internacionalización, el momento que con más frenesí suelen esperan las actrices y actores venezolanos que se precien. Sorpresa: Ana Karina no se lanzó ciegamente en brazos de estas proposiciones. Consideró su deber consultar y analizar exhaustivamente la posibilidad antes de aceptarla –o rechazarla–, y tiene algunas razones para actuar así. ―Me da como cosa irme al exterior, será la primera vez que lo hago y no quiero estrellarme, quiero estar segura de lo que va a pasar conmigo. Además hay razones de tipo sentimental… ―¿Hay alguien que no te deja irte al exterior? ―No, nada de eso. Es que en mi casa siempre me han sobreprotegido, y esto me ha afectado a la hora de tomar algunas decisiones. Fíjate, tengo mi apartamento, pero ahorita vivo con mis padres. Yo no quisiera decir “sí” sin pensarlo porque tengo la impresión de que al mes voy a querer venirme. 39

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―¿Por qué es tan difícil tomar esa decisión en este momento? ―No es solo en este momento. Siempre que me han propuesto salir al exterior he tenido otras ofertas que analizar. Y además esas propuestas han coincidido con momentos sentimentales que… Bueno, he tenido que escoger entre muchas propuestas, y otras veces he preferido intentar consolidar una relación afectiva antes que irme al exterior. ―¿Es más importante el hogar que la carrera? ―Una no puede formar un hogar una sola, hace falta un hombre con quien levantarlo. ―Hablando de la televisión como espectáculo, ¿para qué sirven las telenovelas? ―Para entretener a aquellos que no tienen con qué poner un cable. Es un género más. Como el cine, los programas cómicos, el teatro. La ve quien la desea ver. Ahora, a las nueve de la noche no hay muchas alternativas en la televisión nacional. Por eso digo que es una opción para quien no tiene cable ni parabólica. Hablando del género en sí, es una opción muy bonita, la telenovela es una historia de amor en la cual una pareja se separa y al final se reencuentra. Siempre los finales son felices, y no hay nada que le guste más a la gente que un final feliz. ―¿No te parece que hay situaciones exageradas en las telenovelas? ―Sí, alguna vez leyendo un guion he pensado “cónchale, se pasaron, llegó el tipo exactamente cuando estábamos hablando de él”, o se cayó el ascensor cuando se montó el protagonista. Pero tú te pones a ver y son cosas que a veces pasan así en la vida real. Contra viento y marea le encantó a la gente, además, porque fue una novela corta. Una novela de cinco meses no te satura, no hay necesidad de inventar que si el paralítico, el sordomudo, la mujer que va a la cárcel, se vuelve loca y además se mete a monja.

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Ángel caído

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―Tu papá, Floro Manco, fue un célebre difusor de la salsa en los años sesenta. ¿Te gusta la salsa? ―Me encanta la salsa y todo tipo de música. En casa siempre se escuchó música. Yo me despertaba con música, almorzaba con música, no solo con salsa sino con Mozart, con cualquier melodía. ―¿Sales a bailar? ―No soy muy salidora. Necesito como todo el mundo salir de vez en cuando a drenar las tensiones, brincar. Pero me gusta más reunirme en una casa con los amigos y compartir. Nunca, ni de pequeña fui muy rumbera. Una pausa para intercambiar bromas con los fotógrafos. Se levanta y comienza otra vez el vaivén, la exhalación, la ametralladora de chistes, un toquecito de control en la cocina, unos segundos de risa y aquí está de nuevo, temporalmente sentada; hay que aprovecharla. El tema más amargo –accidente en ultraliviano, junio de 1995; su compañero sentimental, Luis Fernando Quintero, falleció, y ella resultó con politraumatismos; perdió seis centímetros de la tibia izquierda y debieron reconstruirle las piernas y brazos en una operación de trece hora– lo aborda con la misma frescura y el mismo desparpajo que a los más felices. ―¿Qué recuerdas de tus días en la clínica, después del accidente? ¿Pensaste en la muerte, o que no ibas a poder caminar? ―Sí, en algún momento pensé que iba a quedar paralítica. Después comenzaron a hablarme con optimismo, me aseguraron que iba a poder caminar y me tranquilicé. Lo más recomendable es eso. Dejarse llevar y tomarlo con calma. Dos años de mi vida los pasé en una cama, dos años que se me escaparon de las manos. Uno piensa muchas cosas en una cama, cosas buenas y malas. Por ejemplo, pensé en ejercer el Derecho si no quedaba en condiciones de seguir en la actuación.

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―¿Cuánto tiempo estuviste en recuperación? ―Me paré de la cama cuando cumplí el año; di dos pasos y me volví a acostar. Yo creí que iba a poder pararme y salir corriendo, pero las piernas no me respondieron. Tuve que empezar de cero, pero a los dos meses ya podía caminar más o menos sin ayuda. ―¿Qué te molestó y que te agradó de la gente, del público y los medios, mientras estuviste convaleciente? ―Me molestó la parte amarillista que se hizo de todo este asunto con respecto a la persona que me acompañaba, eso de ponerse a hablar de las novias que tuvo. Hay cosas que respetar, sobre todo cuando hay una persona muerta, que tiene familia y seres que lo quieren. Con respecto a mí, me trataron muy bien. Quizá exageraron un poco, se dijo que había perdido un dedo y esas cosas, pero estoy muy agradecida… ―Vamos a hacerte un close-up de las manos –dijo Ricardo Gómez, uno de los fotógrafos. Conócelo, pueblo; es un gran tipo. ―¿Cómo te trataron cuando te reincorporaste al trabajo? ―Tuvieron mucha consideración conmigo, cuando yo decía que estaba cansada detenían un momento la grabación. Al principio no decía nada cuando me sentía mal. Estaba guapeando, era una lucha contra mí misma, yo quería demostrarle a los demás que yo estaba bien, que no había quedado convertida en un monstruo. ―¿Te quedaron muchas cicatrices? ―Claro que quedan cicatrices en el cuerpo y también en el corazón, pero todas se pueden borrar.

Candidatos y candidatos ―Estamos en un año electoral. Me imagino que a estas alturas tienes tu candidato.

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―Soy apolítica, no opino. ―Entonces no me hables de política, háblame de políticos. ―Prefiero no hablar. ―Vamos a hacer un ejercicio. Yo te digo un nombre y tú dices la primera palabra que te venga a la mente. ―Es que hay puntos de vista que, como artista, es muy comprometido decirlos, porque lo pueden tomar a mal. Lo único que puedo decirte es que a estas alturas no sé por quién votar. ―Empezamos: Irene. ―Ehhh… Miss Universo. ―Chávez. ―Dictadura. ―Claudio. ―No te puedo decir. ―Caldera. ―Presidente. ―Teodoro. ―Petkoff ¡ja, ja, ja! ―Pedroza. ―¿Quién es Pedroza? ―Salas Römer. ―¿Salas Römer? ¡Sóplame! ―¿Tienes pareja? ―Prefiero no hablar de mi vida sentimental, siempre ha sido muy conflictuada. Espero que en un momento de mi vida se estabilice, todos aspiramos tener estabilidad sentimental, ¿no? Algún día eso me va a pasar, yo no le cierro las puertas al amor. O sea, hay dos cosas de las que no quiero hablar: de la política y del amor. ―¿Pero hay algún candidato por allí? ―No voy a hablar de eso. ―¿Ni de candidatos a la presidencia ni de candidatos a tu corazón? ―Exacto.

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¿Por qué se fue? ¿Y por qué murió? (1998)

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o están de moda, no son unos muchachos, el menor de ellos tiene cuarenta y cuatro años, el mayor cincuenta y cuatro. De aquella antigua irreverencia que era su aspecto físico ya no queda mucho: quizá una melenita tímida, eso es todo. Pero todavía son tipos enérgicos, casi impulsivos. Resulta difícil explicarles que las entrevistas tienen que producirse una por una, con un mínimo de orden, imposible contenerlos para que no salten de un tema a otro –o a diversas variantes dentro del mismo tema– con la misma facilidad con que antaño conectaban una estridencia melódica con otra para producir unas piezas de las que poca gente hoy se acuerda. Ninguno tiene una formación académica muy elevada – lo dejaron todo muy jóvenes, todo, por la música–, pero son capaces de hilar tres o cuatro reflexiones inteligentes por minuto. Son ellos: Jesús Toro (miembro de los grupos Tse Mud, The Love Depression), José Romero (llamado la versión venezolana de Jimi Hendrix en su época de oro; guitarrista de Los Rangers, LSD, Tse Mud), Jorge Spiteri (cantante de Los Memphis, grupo Spiteri), Manolo Álvarez (baterista de los 007), Iván Marcano (Way, Los Bravos). Tienen cientos de comentarios y anécdotas que referir. Y fueron psicodélicos, una condición que –sobre todo a la hora de hablar– no han perdido del todo. Por esos vaivenes de la nostalgia, la Fundación

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Nuevas Bandas homenajeará al locutor Cappy Donzella, lo cual se traduce en un reconocimiento a la generación que inició el movimiento de la psicodelia en Venezuela hace treinta años. Cinco de los homenajeados hablan a continuación.

Los inicios

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Psicodélico 1: Yo tenía una ventaja, y es que mis padres nacieron en Nueva York. Por lo tanto en mi casa se hablaba inglés. Yo oía blues, oía a Ray Charles. En los años cincuenta, cuando tenía como ocho años, mi papá me llevó a ver la película Rock de la cárcel, de Elvis Presley. Aquello me impactó mucho. Psicodélico 2: Yo siempre escuchaba a unos tipos vecinos de mi casa que tocaban arpa, cuatro y maracas. “Yo puedo tocar como estos tipos también”, me dije, y poco a poco comencé a aprenderme y a interpretar las canciones de Pedro Infante, Jorge Negrete; las canciones mexicanas, que era lo que nos llegaba. Por allí comencé a explotar las condiciones que ya tenía. Psicodélico 3: México era el colador del rock en esa época: por allí pasaba todo lo que estaban produciendo los gringos, lo traducían al castellano y a nosotros nos llegaba ya procesado. Por ejemplo, la pieza “Good Gally, Miss Molly”, que era una canción buenísima cantada por un negro, nos llegó convertida en “Ahí viene la plaga”, de Enrique Guzmán. Ese fue el primer disco que compré, por cierto. Psicodélico 4: La revelación me llegó en una discotienda. Una vez venía pasando por allí y escuché un sonido nuevo, una canción que me impactó mucho. Me paré a escucharla, y mientras la oía vi en la vidriera un disco que tenía en la carátula unos tipos peinados así, hacia abajo, una cosa rara (nosotros en la época usábamos copete), y me dije: “Esos tipos son los que están tocando esa música”. Pregunté en la tienda, y en efecto: esos eran los Beatles.

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Psicodélico 5: Sí, ahí comenzó todo; ya no era un solista como Elvis o Little Richard, sino cuatro tipos que tocaban en equipo, uno los veía en las películas y se daba cuenta de que, en mitad del toque, se miraban, sentían la misma nota. Era como una complicidad. Ese es el tipo de experimentos que caló aquí, y en todo el mundo. La droga todavía no era el enemigo público. ¿Qué comenzaron a meterse ustedes?

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Psicodélico 5: Bueno, a mi hermano y a mí nos llamaban los zanahorias, porque nunca nos metimos nada. Psicodélico 2: Ya había gente metiéndose marihuana, pero los que lo hacían estaban muy asustados. No eran los tiempos de la depravación; estamos hablando de mediados de los sesenta, yo tenía 14 o 15 años... Psicodélico 3: Yo sí me metí ácido, pero después. La primera vez me estaba tomando un cuba libre, y cuando me explotó la vaina creía que el pitillo se me estaba subiendo por la nariz... Psicodélico 1: Bueno, la droga fue un ingrediente muy fuerte, pero no era lo decisivo. Ese es un estigma que no nos alcanza a todos. Nuestra única droga es y sigue siendo la música.

Los falsos héroes, los paralelos

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En cuanto al desencanto por no haber logrado metas más altas, ¿qué cosa creen que estaba mal en Venezuela para que no salieran más valores de exportación?

Psicodélico 2: Sí había valores de exportación y sí exportamos talento, cómo no. Todos los que estamos aquí tocamos y grabamos afuera, fuimos aplaudidos en Alemania, en España. 46

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Joseíto Romero estuvo en el Madison Square Garden alternando con las 4 Estaciones, y en España con Los Bravos. Spiteri tocó con Bob Marley, con la gente de Traffic. Nada de eso salió en la prensa venezolana. Psicodélico 3: Entre las cosas que no funcionaron yo quiero precisar una en particular. Nuestro movimiento fue paralelo al de la farándula, que sí tenía espacios en la televisión, y que hoy se dicen protagonistas y autores de los sesenta. Este movimiento produjo músicos de alta factura, pero ninguna televisora se interesó por nosotros. Psicodélico 1: La gente cree que los sesenta eran “Limón limonero”, Rudy Márquez, Los Impala, “El último beso” (con el perdón de Manolo aquí presente). No quiero decir que esa música era mala, pero había un movimiento muy fuerte, el que hemos llamado paralelo, que fue ignorado por completo a pesar de ser la auténtica vanguardia. Psicodélico 5: Las experiencias psicotomiméticas fueron eventos de alta factura. Jesús Ignacio Pérez Perazo, hoy director de la Orquesta Sinfónica Municipal, hizo los arreglos para una orquesta de treinta músicos. Nunca se había visto aquí algo parecido: rock sinfónico, temprano, en los sesenta. Psicodélico 1: Un momento muy duro fue cuando presentamos las Experiencias Psicotomiméticas en el Aula Magna de la UCV. Era en los tiempos del auge del movimiento comunista, los guerrilleros. Eso de cantar en inglés, dejarse el pelo largo y tocar rock era visto como una manifestación pitiyanki. Bueno, nos cayeron a tomatazos, nos tiraron huevos, rompieron la puerta, nos insultaron. Pero cuando Jesús Toro comenzó a cantar, la gente de la UCV tuvo que aplaudirnos, porque reconoció que aquella música era de calidad. Toro se los metió en el bolsillo. Psicodélico 3: ¿Y en la calle? Cada diez segundos nos paraba la policía, porque andar con el pelo largo era mal visto.

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Psicodélico 2: A mí una vez me pusieron una ametralladora en la cara. El policía le hacía “clac-clac” y decía: “¡Ay coño!, esta vaina se trancó”, y yo era un niño, yo no llegaba a quince años. Psicodélico 5: Hay que ubicarse en la época. Hoy en día tú sales a la calle con el pelo pintado de verde y unos patines en las orejas y nadie te dice nada; hace treinta años te dejabas el pelo largo y todo el mundo decía: “Ese hombre es marico, es hampón, es drogadicto”. Ese es el valor de los pioneros: uno hacía aquellas cosas cuando nadie en el país las conocía. Psicodélico 4: Miles de personas fueron a las Experiencias Psicotomiméticas, que fueron varios conciertos, y la prensa no reseñaba nada. Silencio total, ante algo tan importante. No teníamos promoción. Ahora a cualquiera lo convierten en un producto de laboratorio, lo mandan al exterior y le inventan un talento que no tiene.

Sangre de ahora

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¿Qué sienten ante el auge de grupos como Los Amigos Invisibles y Desorden Público? ¿Cuánto hay de laboratorio en ellos?

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Psicodélico 2: Yo mido la calidad musical por la creación, no por el éxito comercial. Hay músicos talentosos y otros que no lo son, el éxito no tiene nada que ver con eso. Psicodélico 1: Los Amigos Invisibles son muy buenos, arrechísimos. Yo los vi en Londres hace poco y sentí orgullo, de verdad. Esos muchachos son músicos. Psicodélico 4: Antes uno no tenía los recursos que se mueven ahora... Psicodélico 5: Yo no quiero hablar de éxito fácil al referirme a esos muchachos, pero una cosa es verdad: hay una

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inmensa maquinaria detrás de ellos, una promoción que nosotros nunca tuvimos.

¿Diferencias entre la generación de ustedes y la de ahora?

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Psicodélico 3: Bueno, lo nuestro era ensayar y aprender música, no probar para ver qué tal nos veíamos con pantalones rojos, o con unas argollas en las orejas. Psicodélico 2: Es distinto ser músico a ser rockero. El ser rockero puede ser una fiebre pasajera; el que asume su condición de músico sabe que ese es un aprendizaje que va a durar toda la vida. Psicodélico 1: A mí me parece bien que tengan promoción, que tengan lo que nosotros no tuvimos. Psicodélico 3: Mire, hermano. Yo vi a Led Zeppelin, a Eric Clapton, a Jimi Hendrix. Varios de los que estamos aquí alternamos con esos monstruos. ¿Cómo crees tú que voy a reaccionar yo ante una cosa como Zona 7? ¿Cómo comparar ese tun-tun-tun con lo que hacían esos maestros?

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Cuatro preguntas para el Cappy Donzella

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―¿Cómo recibió la noticia del homenaje que va a hacerle el Festival Nuevas Bandas? ―¡Ja ja ja! Bueno yo soy un tipo muy sensible. Lo recibí con mucha extrañeza y mucha sorpresa, imagínate, recibir un homenaje por algo que ya no hago y por una cosa que ya no soy. ¡Y en vida! Coño, uno está acostumbrado a que se homenajee nada más a los muertos. ―Pero es un homenaje muy serio. ¿Cuál va a ser su actitud cuando esté en el evento? ―Yo no creo haber hecho una labor tan grande como para recibir un homenaje, pero de todas formas lo acepto 49

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con humildad. Te repito que soy un hombre sensible, es posible que en ese acto se me mueva alguna fibra. Y para qué dudarlo: el ser humano tiene una necesidad recóndita de reconocimiento, quizá porque todos tenemos nuestras inseguridades. Así que bienvenido sea el homenaje. ―¿Cómo reaccionó el medio rockero en 1973, cuando decidió cambiar el rock por el arpa, cuatro y maracas? ―Los amigos de verdad comprendieron lo que había en el fondo de ese cambio: la necesidad de reencuentro con la propia identidad. En determinado momento la música que venía de afuera comenzó a hacerse muy histérica, estridente, insoportable, y la juventud que la producía se estaba dejando ganar por la paranoia y el desenfreno. Además, antes había una cuestión de fondo más allá de la música, un soporte filosófico y espiritual de todo esto, y era el movimiento de Paz y Amor, el movimiento hippie. Yo sigo siendo hippie en mi corazón que no es lo mismo que ser rockero o andar por ahí con una melena, un incienso y una túnica. Un hippie es un idealista; un rockero es un fanático. Ahora, muchos llegaron a decir que mi cambio se debió a que me había metido un ácido piche. ―¿Y en el medio de la música llanera? ¿No lo recibieron con recelo, como un invasor? ―No, por el contrario. Lo interpretaron como un espaldarazo, eso de que alguien que venía del rock decidiera apoyar ahora el movimiento popular venezolano●

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LE C TU R A El último rumbero (1998)

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n la época de oro de las rumbas, rumberos y rumberas de la mejor cantera de Cuba, una de las figuras que se echaron a rodar por el mundo fue Sergio Sánchez, alias Guapachá, coreógrafo y bailarín. Para los no iniciados, o más bien para toda esta generación, que no recuerda “eso”: los rumberos eran unos sujetos que bailaban en cambote, adornados con unos trajes en los que destacaban unas mangas llenas de pliegues y faralaos, y su ambiente natural eran los cabarets cubanos (después internacionalizados) de los años cincuenta. Pues bien, Guapachá era uno de esos sujetos. El recuento básico de su trayectoria puede hacerse rápido, en frías palabras (y se advierte que el resumen es mezquino con la intensidad de su vida): desde su adolescencia, allá por los tempranos años cincuenta, figuró en los más célebres cabarets y shows de La Habana, desde Sans Souci hasta Tropicana. En 1953 estableció su residencia en Venezuela, y en esa misma época inició un periplo por Estados Unidos y Europa. Brilló tanto como se lo permitió el auge del género; hizo cine, actuó al lado de las mejores orquestas de su tiempo, realizó presentaciones privadas para familias tan herméticas y cupulares como la del Sha de Persia y la de Francisco Franco. Actualmente vive en Caracas, dice que tiene cincuenta y nueve años y se mantiene activo en el escenario (“para estar en forma me tomo un vaso de jugo de zanahoria todos los

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días”), aunque no exactamente en las mismas condiciones que disfrutó en su época de esplendor: la estrella del ícono marca Tropicana tiene ahora su lugar habitual de trabajo en el bar de un hotel de tercera o cuarta categoría (El Arroyo) ubicado en una avenida de quinta o sexta categoría (la avenida Lecuna, en El Silencio), y ese lugar no es, definitivamente, el mejor para disfrutar del descanso del guerrero ni de la gloria añeja del veterano. Aunque sí lo es para que cuente, por retazos, cómo fueron de verdes aquellos laureles.

Mucha memoria

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El recuento se prolonga, esta vez con un poco más de detalles, pero ninguna anécdota redonda fluye de su garganta: el estruendo de la música y el regocijo de las luces rojas hacen imposible el empalme de muchas ideas coherentes. Lo que queda compensado con un detalle: Sergio Guapachá guarda, en algún armario de la trastienda, un respetable bulto de fotografías en las que aparece al lado de Celia Cruz, Onela Montes, Blanca Rosa Gil, Adilia Castillo, Xiomara Alfaro y otras figuras de mayor o menor renombre. “Bailé muchos años con el conjunto de Skippy, actué con la Billo’s Caracas Boys, fui yo quien convenció a Blanca Rosa Gil de que se dedicara al canto”. Tiene la memoria presta para los instantes fotográficos, pero no la capacidad para discriminar entre las grandes figuras y las que no pasaron el examen de la inmortalidad; no se puede colocar a una Celia Cruz al lado de una Skippy sin que la combinación suene con algo de ruido. Así, entre pasos de mulata caraqueña y fogonazos de humo-luz de taberna, se entera uno de que fue muy aplaudido en Hollywood y en Las Vegas; que durante su estancia en España tuvo un paso efímero por el cine (Un bruto para Patricia, 1961). De un sobre saca un pasaporte cubano antiquísimo, los

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restos de otro documento, más fotografías, evidencias de que anduvo durante tres décadas por Montecarlo, París, Irán y Holanda, mostrando sus habilidades en coreografías multitudinarias o en pareja, hilando suertes con su carnal Angeli. “Me llamaban ‘El Muñeco’, debe ser porque también bailé en los cincuenta con las Dolly’s Sister”. Como toda capital caribeña, la Caracas que encontró Sergio Guapachá en los años cincuenta contaba con celebrados centros nocturnos, algunos más celebrados que otros, pero todos llenos de la necesaria agitación. No había hada que igualara al Tropicana o al Sans Souci, verdaderos templos de la noche cubana, pero de todas formas era la época de oro de las fiestas glamorosas, el redescubrimiento de las noches gracias (dicen) a lo segura que se había vuelto la ciudad por el control perezjimenista. De esa época data aquel tipo de anécdotas: “Uno amanecía borracho, inconsciente, con el carro encendido, y nadie le tocaba sus pertenencias; la policía lo escoltaba a uno hasta su casa”, etcétera. Frecuentes o no esas situaciones, lo cierto es que en Caracas había locales consagrados por la buena y la mala fama, y Guapachá comenzó a hacerse protagonista habitual en muchos de ellos. “Bailé en el Pasapoga, en el Metropolitano, en el Imperial; los cronistas de espectáculos de la época me dedicaron muchas páginas. El propio general Pérez Jiménez se levantaba a aplaudirme después de mis presentaciones”.

Otoño en Caracas Nadie sabe si ocurrió por la llegada del nuevo régimen, por la natural debacle de los gustos y costumbres o por una mezcla de las dos circunstancias; lo cierto es que la escena y las noches de fiesta comenzaron a cambiar de signo y dejó de proliferar aquel tipo de musicales de los años cuarenta y 53

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cincuenta. Comenzó también la dispersión de las grandes figuras o su asimilación a otras dinámicas. Quienes persistieron en los viejos géneros empezaron a envejecer con ellos; quienes se adaptaron a lo nuevo encontraron otra posibilidad de respiro. Los cultores de todas las manifestaciones artísticas tienen sus etapas, muchas veces independientes del curso que ha seguido el género en su globalidad. En la inevitable decadencia, las viejas glorias inician un repliegue definitivo, cuando ya las leyendas deben conformarse con el viejo arrabal: viaje a la semilla, regreso al punto de partida. El establecimiento en el que transcurre el otoño de Sergio Guapachá no es, como ya se dijo, ni la sombra de lo que fueron los escenarios de su juventud. Allí comparte roles con un puñado de bailarinas, de lunes a sábado, por una paga inferior a la que percibía ocho años atrás, y en el estricto horario de quienes deben satisfacer a los noctámbulos: desde que comienza la noche hasta el amanecer. Antes de llegar a ese sitio, hace diez años, anduvo por varios locales de Altamira, y su política era, como en los buenos tiempos, adiestrar a una pareja fija y a otra suplente, con el fin de tener siempre alguien a su lado. “Ahora bailo con todas, es mejor así porque no puedo contar con una sola que se puede ir a otro local o enamorarse y abandonar el trabajo. Ya no puedo contar con una pareja fija, ya ninguna tiene la disciplina de las de antes”. Y como disciplinada puede catalogarse su actitud actual en la tarima: lleva los mismos trajes, el mismo aplomo, el esfuerzo multiplicado por la pérdida del tono muscular; en una rutina que debe haber repetido miles de veces, la mulata caraqueña de la noche se le resbaló de las manos y el paso de baile terminó en un traspié, nada grave pero nada elegante. ¿Y qué dicen las parejas de Guapachá, esas mismas que comparten con la exestrella antes de ejecutar sus suertes de streeptease? “Sé que es un bailarín, que fue famoso, vi sus fotos con Celia Cruz”. “Yo bailo con él para hacerle la 54

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segunda”. “Es meritorio que se mantenga bailando a su edad, todas las noches”. Sergio sale del camerino, se ajusta su chaqueta de mangas brotadas de encajes, y sale a bailar por enésima vez en la pista al son de algo que debe ser una rumba caliente●

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Colombia: Cóndor herido (y entrevista con Alfonso Cano) (2000)

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n San Vicente del Caguán, lo único que resulta más fácil que toparse de frente con un guerrillero es toparse de frente con una guerrillera. Después vienen las tabernas, los lugares plenos de música a toda hora, y los comercios. En ese orden. Ese decorado deja una sensación que puede asemejarse a la de la prosperidad, pues el espectáculo de tantos ciudadanos entregados a la recreación y a las compras no deja lugar para el olor a miseria. Solo que existe cierta frontera donde la felicidad se confunde con la simple euforia, y es allí donde comienzan a percibirse los primeros desajustes: un pueblo cuyos bares y tabernas están abiertas (y llenas) el domingo a las seis treinta de la mañana, tiene que ser un pueblo demasiado feliz o demasiado ansioso de entregarse a la evasión y al olvido. Para quien escuchó decir en Bogotá, el día anterior, que San Vicente es el municipio más seguro de Colombia, puede parecer natural que las requisas en los lugares nocturnos (y vaya que hay lugares nocturnos en ese pueblo) sean realizadas apenas por un puñado de policías civiles “armados” con sendos rolos de madera. Un vistazo más detenido aclara las cosas: hasta el más borracho o el más libertario de los comensales permite que los policías requisen y pidan documentos a placer solo porque allá afuera, a escasos metros (y a veces en el interior mismo del local) permanece una

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escuadra de combatientes de las FARC, y esto ya cambia un poco el panorama: el respeto que un triste rolo de madera no logra infundir en el ánimo de nadie, lo infunde con su sola presencia un fusil de asalto AK-47 de fabricación soviética. Pero, más allá del fetichismo maquiaveliano de las armas, está el hecho de que las FARC hacen las veces de gobierno en muchos aspectos de la vida que en el papel le correspondería a las autoridades municipales. La guerrilla tiene en las afueras una Oficina de Quejas y Reclamos adonde los ciudadanos llevan toda clase de denuncias: allí se escuchan casos como el del padre que no le da la pensión correspondiente a su hijo, el del empleado de la zapatería a quien botaron justa o injustamente, el del vecino que derribó una cerca y no ha querido pagarla, el del pichón de delincuente que robó o causó algún estrago. Según el caso, la guerrilla le impone al infractor una sanción que puede ser una multa o unos días de trabajo en el campo o la carretera en construcción. Cuando se trata de un hampón, un consumidor o distribuidor de drogas, se le exige que abandone el municipio. Al acusado le queda otra alternativa, pero huele demasiado a sangre y a pólvora.

El mejor postor

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La noche del miércoles 30 de agosto, en el bar El Mexicano, el de prestigio más explosivo de la zona, un cartelito hacía un anuncio espectacular: “Hoy, 11 p.m., gran streeptease, dos hermosas chicas incluyendo la rifa de una de ellas, más una caneca de aguardiente. Valor de la ficha: 2.500 pesos”. Súbito ataque de moralismo. Había que hacer algo para detener aquel acto de entrega de la mujer-botella, así que tomamos cartas en el asunto: compramos cuatro números. La noche prometía. Casi 1.000 kilómetros hacia el norte, en la ciudad de Cartagena, otra rifa grandiosa ponía en la ruleta de la historia 57

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el destino de muchos colombianos: Bill Clinton daba algunas declaraciones decisivas mientras recorría las calles y apretaba manos y cachetes por doquier. El Plan Colombia estaba, ahora sí, en plena marcha. Al presidente Pastrana la sonrisa no le cabía en la cara; la bolita comenzó a girar en la rueda y él tenía en sus arcas el grueso de la apuesta. La visita de Clinton le subió la popularidad de 24 a 45%, mientras la de las FARC debe haber bajado de 3 a 1,5% con los últimos ataques. Las perspectivas son de lo más interesantes. La bolita deja al fin de girar y se detiene en un número. Un grito etílico hace volver las miradas hacia el ganador, un borracho que seguramente no disfrutará en lo absoluto de la chica y tampoco de la botella de aguardiente; la muchacha se ha salvado del bochorno de una entrevista y nosotros hemos perdido diez mil pesos. En Cartagena un avión acaba de despegar, su pasajero principal ha dejado una apuesta de siete mil millones de dólares en la mesa. La bolita está detenida hace rato y la escena está congelada, como la sonrisa de Pastrana: todos saben cuál es el número ganador, pero nadie ha mostrado la ficha ganadora. La paz colombiana es una muchacha esquiva con una botella de aguardiente en la mano.

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Entrevista con Alfonso Cano

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El jefe guerrillero que luego llegaría a ser jefe máximo de las FARC concedió a este reportero una entrevista en el año 2000, en una carretera del Caquetá, en las selvas del sur de Colombia. Alfonso Cano es considerado uno de los estrategas e ideólogos del movimiento. Para ese entonces era jefe del Movimiento Bolivariano por la Nueva Colombia, brazo político en construcción por parte de las FARC. Una versión editada y más corta fue publicada en el semanario Tal Cual en septiembre del año 2000. La reproduzco acá completa por

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cuanto muchos de los planteamientos allí contenidos conservan su vigencia e importancia. Es preciso, sin embargo, tener presente el contexto de la época, el cual puede resumirse en estos elementos: era el primer año del Plan Colombia; el Gobierno de Andrés Pastrana decretó una Zona de Despeje o de Distensión en San Vicente del Caguán para entablar conversaciones de paz con las FARC; el presidente de Estados Unidos era Bill Clinton y justo por los días de la entrevista visitó Cartagena de Indias; el Gobierno de Hugo Chávez estaba en sus inicios y ya la derecha lo bombardeaba con acusaciones de tener vínculos con las FARC.

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―¿Por qué las FARC consideraron la necesidad de lanzar un brazo político? ―Colombia está viviendo una crisis profunda, una crisis que es económica, que es social, que es política. Esa crisis ha llegado a tocar las estructuras de los partidos tradicionales y de los partidos alternativos, democráticos o de izquierda. Las propuestas políticas de las FARC tienen mucha simpatía en amplios sectores de la opinión. Y muchos de esos sectores y muchas de esas franjas por una u otra razón no pueden o no quieren participar de la lucha armada. Discutiendo, llegamos a la conclusión de que era el momento. La oportunidad histórica para que las FARC le hicieran propuestas específicas, orgánicas y con claros objetivos políticos de poder a esos sectores de opinión que creen en las FARC. ―¿Está planteado como un movimiento electoral? ―En primer lugar, de organización de la gente; y en segundo lugar, de desarrollar unos planteamientos políticos que encarnen en la cotidianidad de la gente de Colombia. La opción electoral no está al orden del día porque el movimiento es clandestino, pero no nos hemos limitado. Donde 59

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haya movimientos cuyos postulados programáticos coincidan con los nuestros y cuyas opciones personales de los candidatos colmen las expectativas nuestras, entonces estamos apoyándolos. ―¿Cuál sería la diferencia fundamental del Movimiento Bolivariano con el experimento que fue la Unión Patriótica? ―Esencialmente, aunque hay circunstancias de modo, tiempo y lugar que también determinan, es su forma organizativa. La Unión Patriótica fue un movimiento amplio desde el punto de vista de su organización, con sedes, con medios de comunicación legales. La Unión Patriótica fue una opción que liquidó el Estado colombiano a los tiros. El Movimiento Bolivariano no tiene esa organización abierta, es clandestina precisamente para defender la integridad física de sus integrantes. ―Sorprende un poco ese concepto de clandestinidad. Las FARC tienen voceros internacionales. Tienen aparatos que funcionan en toda Colombia, han sido reconocidos por el Gobierno (de Andrés Pastrana) como un grupo con el cual hay que dialogar. ¿Por qué un movimiento clandestino? ―Porque esta es una propuesta para las masas, para el pueblo, y en Colombia el Estado es un Estado terrorista que desarrolla la guerra sucia como una forma de liquidar la oposición política. No es posible, en las actuales circunstancias, desarrollar un movimiento abierto, porque sería fácil presa de las balas del paramilitarismo. ―¿Está planteado el lanzamiento de algunos partidos políticos con otro nombre, pero que en realidad obedecen las directrices del Movimiento Bolivariano? ―No, lo que hemos hecho en este período electoral es tratar de incentivar prácticas políticas democráticas en distintas regiones del país, pero no formar nuevos movimientos. Es ayudarle y contribuirle a gente que ha formado o

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que tiene movimientos democráticos, pero siempre en el marco del desarrollo de una práctica política transparente. ―La concepción del Movimiento Bolivariano por la Nueva Colombia, ¿en qué se parece y en qué se diferencia del movimiento bolivariano de Venezuela? ―Hombre, no conozco mayores detalles del movimiento bolivariano de Venezuela. En cuanto a nosotros, queremos rescatar el ideario, la lucha de nuestro pueblo, y Bolívar está inmerso en la lucha de nuestro pueblo. Hacer de nuestras raíces algo real, vigente, actual, dinámico, porque es sobre esas bases y no sobre ningunas otras que vamos a poder construir el futuro. ―El Plan Colombia está en marcha y ustedes han entendido que se trata de un plan contra las FARC. ―Más que un plan anti-FARC es un plan anti-Colombia. Nosotros somos guerreros y tenemos una concepción de la vida y de la lucha de guerra y guerrillas móviles. Es contra el país, porque se trata de someter la voluntad soberana del pueblo, someterla a los dictámenes del Fondo Monetario Internacional y de la banca internacional para desarrollar toda la política neoliberal que está llevando a Colombia a la crisis. Todo eso bajo la mampara de la lucha antinarcóticos. ―Está previsto que los helicópteros Black Hawk norteamericanos dispararán si les disparan. ¿Quién dará el primer paso en la escalada de la guerra que se anuncia? ―No se puede predecir eso con precisión, pero uno se puede imaginar situaciones. Ellos tienen reconocidamente acá a seiscientos asesores, están distribuidos en distintos batallones. Cualquier día hay un encuentro y puede haber uno de ellos muerto o capturado. El Congreso de Estados Unidos le abrió las puertas a Clinton para que mande más tropa en caso de que lo considere conveniente. Lo que tememos nosotros es que apenas se abrió la compuerta para que empiece la invasión. No la intervención, porque ellos están interviniendo

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en Colombia desde hace años, sino la invasión militar a través de hombres y de tecnología. ―¿En la estrategia de las FARC está planteado el repliegue hacia otros países en caso de recrudecimiento de la guerra? ―No, esto es un conflicto nuestro, interno. En el caso particular de Venezuela, ustedes deben tener presente que entre 1991, cuando estuvimos allá, y hoy, ha cambiado radicalmente nuestra situación. Cuando estuvimos allá en el 91 las quejas eran por las intervenciones nuestras. Era un problema colombiano inserto en territorio venezolano. Pero este es un problema de los colombianos que tenemos que resolver acá dentro de las fronteras nuestras. ―¿Hay conciencia de parte de ustedes y de parte del Gobierno de que lo que viene es ya demasiado grave, que es preciso detenerlo con un urgente cese al fuego? ―El Gobierno colombiano está arrodillado frente a los gringos. El Plan Colombia es elaborado en el Pentágono, ellos están entregados a los dictámenes del Gobierno norteamericano. ―¿Entonces el interlocutor natural de las FARC debería ser el Gobierno norteamericano y no el colombiano? ―Es que ellos son las marionetas y en esa misma medida lo hemos dicho, lo hemos denunciado. El Plan Colombia es ideado y pensado y escrito en inglés. Aquí viene semanalmente el general Wilhelm a decirle al general de aquí, de las fuerzas militares, “Cómo va este gasto, cómo va el otro. Hay que hacer esto, hay que hacer lo otro”, porque el que pone la plata es el que pone las condiciones. ―¿No piensan que a estas alturas los paramilitares han cobrado mucha fuerza y suficiente autonomía para convertirse en un movimiento para tomar en cuenta en una eventual discusión nacional sobre la paz? ―La política militar nunca tiene autonomía, siempre depende de algo más. En cuanto está claro que nos toca pelear con el ejército, los vemos cambiarse el uniforme y ponerse

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los brazaletes, las capuchas, cambiarse las botas. Los vemos cuando son reforzados con los mismos mandos del ejército oficial. Los oímos hablar por radio intercambiándose necesidades y llamadas de auxilio. Los hemos visto salir de los campos de confrontación en los helicópteros militares, vamos a estar claros. Lo que pasa es que el manejo que le ha dado la prensa, que corresponde a intereses de la oligarquía colombiana, ha generado lo que usted me plantea. Es un problema de la publicidad, no es más. Para nosotros el interlocutor es el Estado●

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Vivir en frontera (fragmento) (2004)

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a Guajira es un lugar fundamental para comprender lo que significa la vida en la frontera colombo-venezolana. Entre las muchas anécdotas fuera de lo común que los habitantes de Paraguaipoa –estado Zulia–, y sus alrededores, suelen rememorar con orgullo y algo de boato, se encuentra el honor de haber hospedado en su oportunidad a Rómulo Gallegos, quien escogió una estancia cercana llamada Alitasía para pernoctar. Su objetivo era “cargarse” de atmósferas que le soltaran la pluma al escribir su novela sobre la misma tierra. No seleccionó nada mal el sitio, el escritor: uno ha escuchado mil veces que el cielo de La Guajira es el más azul del mundo y suele admitirlo solo por conveniencia, para que no nos vuelvan a repetir la bendita metáfora. Pero cuando uno se encuentra allí se da cuenta de que no hay tal metáfora: la cosa era verdad, ¡diablos! Apreciaciones estéticas aparte, es preciso conformarse de momento con la imagen de un sitio soleado e inmenso, situado en la entrada hacia la Alta Guajira, el territorio que mayores sinsabores, duras acusaciones, aspavientos de guerra y mea culpas ha suscitado al par de países que lo comparten. Es preciso volver sobre Alitasía y la carretera que comienza unos metros atrás, para llegar lo más cerca posible al retrato de una de las particularidades político-territoriales más notables de la actual Guajira colombo-venezolana.

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El lugar en cuestión, una finca que fue propiedad del Torito Fernández –un patriarca del pueblo wayúu a quien también recuerdan con veneración los integrantes de la etnia, y aun los marabinos con buena memoria– queda a escasos metros del mercado de Los Filúos, situado a su vez a la salida de Paraguaipoa. El viajante que viene de Maracaibo, por la vía convencional de El Moján-Sinamaica, se desvía hacia la derecha –hacia el norte– dejando la ruta que lo llevaría hasta Maicao, y allí mismo se encuentra con una carretera que a uno se le antoja tan angosta como ardiente, tan ardiente como lineal y tan lineal como inacabable, sobre todo si el viaje es a la una de la tarde y usted no tiene ningún argumento a favor para comprobar que es conocedor de la zona: ni el habla de los guajiros, ni aspecto de guajiro. Usted es un alijuna. Un criollo, un blanco, un extranjero, un occidental, alguien que, en resumidas cuentas, no debería estar paseando por allí. Sobre esta cuestión de la desconfianza del guajiro hacia el otro y las sólidas razones que tiene para albergarla, habrá que volver más adelante, breve pero necesariamente. El caso es que de pronto uno se topa con una línea de pavimento que se desvanece a lo lejos entre ramazones de vegetación xerófila y algún espejismo; al fondo, sobresaliente y empinada, una montañita conocida como la Teta de La Guajira. Imposible encontrar un accidente geográfico mejor dotado de connotaciones edípicas y matriarcales; y, para que no quede ninguna duda al respecto, ya veremos cómo es que este cerro ha sido utilizado como referencia para discurrir sobre el origen de las patrias chicas –Colombia y Venezuela–, sobre la madre Patria, sobre la reina madre y sobre otras progenitoras muy recordadas a la hora de enumerar ciertos increíbles errores políticos que le han costado territorio a Venezuela a favor de Colombia. Alguien que tenga suficiente aplomo, tiempo, provisiones, un vehículo rústico de los guapos y sobre todo una buena razón

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para hacerlo, puede recorrer sus diez horas por aquella carretera y toparse sucesivamente con los caseríos de Pararú, Guayamulisira, Sichipés, Neima, Calinatai, lugares que uno rebasa a 80 kilómetros por hora sin llegar a saber que estuvo en un sitio con un nombre. La índole seminómada y de pastoreo de los guajiros de esa región hace que la noción tradicional de “pueblo” sea inaplicable: usted llegó a un lugar que se llama Sichipés, pero no ha visto sino media docena de viviendas bastante distanciadas una de otra, algunos cuadrúpedos atravesando la carretera y si acaso a un puñado de personas caminando en medio de la resequedad. Los alijunas, habituados como estamos a bautizar con nombres a pueblos cuadriculados, con un centro y una periferia, nos encontramos de súbito en un lugar ante el cual no se entera uno de haber llegado. Porque en realidad uno no llega: uno se acerca, pasa, se aleja: eso es todo. No hay una plaza Bolívar o una edificación que albergue a la autoridad local, solo más carretera, más casas dispersas y de pronto Cojoro, que en esa zona viene a ser lo más parecido a un pueblo de los que estamos acostumbrados a encontrar en toda Venezuela: la escuela binacional Ramón Paz Ipuana con las señas de Fe y Alegría, un poco más de casas que en los otros poblados, más habitantes también. Y a la derecha, el mar, el controvertido mar que forma el llamado Golfo de Venezuela. “De Coquibacoa”, se apresura alguien a corregir. El viajante seguirá rumbo por la misma carretera, que comenzó, no lo olviden, allá en Alitasía, y nuevamente se topará con lugares como Urimana, Cusí, Palachúo, Marchipa, Aipiapá. Entre un caserío y otro encontrará un puente en mal estado, luego otro semidestruido, más adelante las ruinas de lo que alguna vez fue un puente y más allá un proyecto de puente que se quedó en la intención, pues sencillamente no existe y quien transite por allí deberá entrarle a lo macho a la quebrada que interrumpe la vía. Con todo, a pesar del sol de plomo vivo, el viajante deberá estarle profundamente agradecido a

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la naturaleza, pues es preferible soportar todo ese fuego, toda la plaga y todo el salitre, antes que ir en época de lluvias: si lo hace jamás podrá moverse de un mismo lugar, ya que el torrente, la brisa y el mar endemoniado lo convertirán pronto en una isla estremecida sin conexión posible con el mundo. Minutos después del puente que no pudo ser encontrará un caserío llamado Tapurí, enseguida Güincua y más adelante una laguna que parece abortada de aquel mar inmenso, que de pronto ya no está a la derecha sino en todas partes. Un poco después verá una colinita, unos soldados desplazando su aburrimiento a la derecha de un poste inmenso, y a otro grupo de soldados haciendo lo propio a la izquierda de ese poste. Al llegar, alguno de aquellos soldados le pedirá su cédula de identidad con un poco de extrañeza y cautela, luego lo mirará de arriba abajo, se compadecerá de su aspecto y de su condición de criatura extraviada, y finalmente le explicará: ese poste que usted ve allí no se llama poste, es un mojón. Feo nombre para ese túmulo tan rodeado de soledad como de significados. En ese objeto que se levanta contra el mar Caribe y a cuyos flancos, además de los soldados, pueden verse dos banderas sospechosamente parecidas, comienza, hacia el este, un país llamado Venezuela, y hacia el oeste, otro llamado Colombia. Bienvenidos a Castilletes, un lugar que goza de una profunda veneración patriótica de lado y lado –en Castilletes nacen dos patrias– a pesar de que su génesis, su escogencia como punto de partida de dos territorios, registra un error monumental, una equivocación histórica tan rotunda como difícil de corregir a estas alturas.

Un error de alto kilometraje En la década de 1830, los quince mil setecientos sesenta y siete kilómetros del territorio de La Guajira quedaron divididos, 67

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en el momento de la separación de Nueva Granada y Venezuela como repúblicas, quedando la mayor parte del lado este, estaba establecido, desde 1528, que el punto donde comenzaba el territorio de la Provincia de Venezuela era el Cabo de La Vela, desde donde se trazaba una línea recta hasta la Teta de La Guajira. Una autoridad en la materia, el doctor Pablo Ojer, sostiene que ese Cabo de La Vela a que se refiere el documento de la capitulación no es el accidente geográfico que puede verse en los mapas, sino una comarca o provincia situada mucho más al suroeste. Su tesis sostiene que Venezuela debería hoy tener su frontera junto a la actual ciudad colombiana de Santa Marta. En 1833, Lino de Pombo y Santos Michelena, plenipotenciarios de Nueva Granada y Venezuela, respectivamente, discutieron y elaboraron un proyecto de Tratado que trasladó aquel punto originario desde el Cabo de La Vela hasta el Cabo Chichibacoa, un salto descomunal a favor de los neogranadinos. Por razones más que comprensibles, el congreso de Nueva Granada se apresuró a aprobar este acuerdo; no así el venezolano, por razones también comprensibles. La diferencia entre los dictámenes de las dos repúblicas provocó una situación que los juristas denominan statu quo, y que le dio vigencia a lo acordado por Pombo y Michelena en el año 33. Llega el año 1886, los dos países deciden someter la cuestión al juicio de alguien cuyo criterio fuera respetable; escogieron a María Cristina, reina regente de España. El documento por el cual se le otorga a la reina tan tremenda responsabilidad dice que se está acudiendo a su arbitrio “para que fije la línea de frontera del modo que crea más aproximado a los documentos existentes, cuando respecto de algún punto de ella no arrojen toda la claridad apetecida”. Cuando, un siglo después del dictamen de la reina, su bisnieto el rey Juan Carlos visitó Caracas, el Instituto Nacional de Estudios Territoriales y Fronterizos le envió un documento en

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el cual explicaban, entre otras cosas, que su visita era inoportuna, pues se estaban cumpliendo cien años de aquella “amputación de territorio” cuya sentencia corresponde a “vuestra bisabuela”. No se sabe cuál fue el parecer de Juan Carlos de España al recibir una carta contentiva de tan tardía reacción, pero en todo caso debe haberle dolido eso de “vuestra bisabuela”, con todo y el elegante posesivo utilizado. En efecto, el apetito de claridad que movió a los venezolanos de finales del siglo xix no fue satisfecho nunca, y ha sido causa de las más agrias discusiones que tienen que ver, ni más ni menos, con los derechos sobre una de las tres regiones del mundo más ricas en petróleo. Veamos cuál fue el resultado del llamado Laudo Arbitral de 1891, es decir, la palabra de la reina hecha documento inapelable. Dice la sección Primera, refiriéndose al punto donde definitivamente deben comenzar a delimitarse los dos territorios: “Desde los mogotes llamados Los Frailes, tomando como punto de partida el más inmediato a Juyachi en derechura a la línea que divide el valle de Upar de la Provincia de Maracaibo y Río de La Hacha, por el lado de arriba de los montes de Oca, debiendo servir de precisos linderos los términos de los referidos montes, por el lado del valle de Upar y el mogote de Juyachi por el lado de la Serranía y orillas de la mar”. ¿Está claro? Dígalo honestamente: no tanto, aunque con un mapa frente a los ojos la cosa tiende a cobrar sentido, al menos en lo que respecta al asunto del sitio donde comienza la raya divisoria. No lo pierdan de vista: los mogotes llamados Los Frailes. Usted tiene un mapa en las manos; ¿ya vio dónde están Los Frailes?, ¿tiene algún problema para ubicar el sitio en el papel? Pues no se sienta ignorante, culpable o miserable, pues sucede que en el año 1900 los comisionados de Colombia y Venezuela intentaron ubicar también ese lugar, esos benditos Frailes. Y no solo en los papeles, ya que la reina no se tomó la molestia de enviar un mapa explicativo;

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su sentencia consistió en una exposición de palabras, palabras, palabras tan complicadamente conectadas como las que acabamos de transcribir de la sección Primera. No solo en papeles: aquellos pobres hombres debieron buscar el sitio en cuestión en la piel de La Guajira, en el terreno, allá en aquella región que hace cien años no tenía ni la carretera ni los puentes destruidos que tiene ahora. En 1898 fue creada una Comisión Mixta cuya función era la “ejecución práctica del Laudo Arbitral” de 1891, esto es, el establecimiento de indicaciones sobre el terreno, convertir en un asunto físico y palpable la línea fronteriza entre los dos países. Dice el pacto firmado entre Colombia y Venezuela: “... se procederá a la demarcación y al amojonamiento de los límites que traza aquella sentencia, en los límites en que no los constituyan ríos o las cumbres de una sierra o una serranía”. Trámite sencillo si los lugares están bien especificados, pero no así si la señora reina y sus asesores, en lugar de precisiones se dedicaron a transmitir acertijos. Menudo problema: encontrar Los Frailes, un lugar que nadie en su vida había escuchado ni siquiera nombrar en esos desiertos. Esa sentencia resultó al final inaplicable. Aquellos comisionados de 1900 debieron dejar las cosas de ese tamaño, regresar a sus casas y explicarles a sus Gobiernos la situación: no podemos encontrar ese lugar, ni en los mapas ni mucho menos en aquel inmenso terreno. En lugar de esto, se aplicaron a la tarea de hacer de detectives, y en el intento incurrieron en una singular monstruosidad: escoger por azar o intuición un lugar –la colinita aquella después de la laguna, ¿recuerdan?, donde hoy se levanta el poste o mojón de Castilletes, en el que se aburren los soldados–, levantar un acta en la cual declaran no haber encontrado ningún lugar que llevara el nombre de “Mogotes de Los Frailes”, por lo cual establecieron como punto de inicio político-geográfico de las patrias, sin respirar ni mirar hacia los lados, aquel

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sitio ubicado a unos cuantos centenares de kilómetros del Cabo de La Vela. Así que Venezuela (y también Colombia) comienza en Castilletes. A Colombia le corresponde desde entonces la abrumadora mayoría de la península, mientras que Venezuela se quedó con una escuálida franja en la que a duras penas cabe aquella carreterita que comunica a Los Filúos con Alitasía, y a esta con la recta gigantesca que va a parar a Castilletes. ¿Qué queda de la soberanía, y cómo se ha defendido en los momentos de tensión? En el plano formal y oficial, parece que con mucho ardor. Baste recordar que, en agosto de 1987, la corbeta misilística Caldas, de bandera colombiana, penetró en aguas del Golfo de Venezuela, ocasionando una airada reacción del Gobierno de Venezuela, y no solo diplomática, pues en dos días se movilizó el setenta por ciento de la maquinaria militar venezolana en la vía hacia Castilletes. Setenta por ciento de todo un aparato de guerra dispuesto a defender aquella precaria franja que corresponde a nuestro país. ¿Y qué hay del habitante común, del escudo humano que defiende con su cotidianidad lo que de venezolano puede detectarse en la inmensidad de La Guajira y en otras zonas de la frontera binacional? Habrá que darle un vistazo en el terreno●

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Las casas de ahora; las casas que vienen (2011)

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a vivienda se convirtió en un problema por los mismos motivos que convirtieron en problemas la alimentación, la recreación y la fabricación de bienes. Nota para distraídos: no he dicho que los problemas sean la falta de viviendas, de alimentos, de opciones para el solaz o de objetos útiles. La insinuación que queda en el aire es el objeto de estas reflexiones, producto de conversas con gente que vive haceres orgánicos: en el capitalismo la vivienda es un problema porque el tipo de relaciones humanas que produce viviendas (y alimentos, y diversión, y objetos) en este sistema es perverso y criminal.

Ningún individuo o familia humana puede vivir tranquilamente y sin sobresaltos en una vivienda capitalista, ya que esta fue hecha por esclavos, por hombres atormentados, rabiosos, frustrados en las aspiraciones elementales de su vida. Los obreros que construyen las casas de este sistema por lo general viven en ranchos lamentables e insalubres, y no hay casi nada que agregar a la letra de aquella canción titulada “Juan Albañil”. El modo de producción capitalista ha “organizado” de tal manera sus dinámicas que no parece haber forma de escapar a lo que impone una vergonzosa división social del

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trabajo. La frase o idea “el ser humano construye sus viviendas” se ha pervertido hasta convertirse en rigurosa mentira, porque la verdad es que una clase social esclavizada, excluida, expoliada, humillada y triturada le hace las casas a sujetos y familias que ganaron o ganan la plata suficiente para pagarlas, pero a cambio perdieron la capacidad de hacer cosas con las manos.

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¿Cuál es el origen de esta perversión y de cuándo data? Es muy antiguo, sí; lo colosal de Fenicia, Egipto, Grecia y Roma es obra de esclavos. Pero en el siglo xix, el de la revolución sicópata que fue la Industrial, hay que buscar las claves y elementos que masificaron y multiplicaron lo monstruoso a escala planetaria: el perfeccionamiento del cemento y su mutación en hormigón o concreto armado. Y más tarde, en el xx, la apoteosis del acero y el asfalto.

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El fenómeno de la quimera del cosmopolitismo de las grandes masas, hijo directo de la conversión del ser rural en ser urbano, arrastra otro tipo de desajustes afines: cuando se entra en la fase del aburguesamiento ya casi nadie quiere ser campesino, sembrar y cosechar alimentos, ensuciarse las manos, sudar a causa del trabajo físico. Quien no quiere ser profesional o patrón y dueño de la vida de gente esclavizada quiere ingresar en una categoría insólita: el “trabajo intelectual”. Hay unos personajes que trabajan con las manos; hay otros que se sienten superiores y consideran deleznables a aquellos, y dicen “trabajar” con el cerebro. Unos construyen la sociedad mientras otros, que se dicen intelectuales (de izquierda o derecha, da lo mismo), sueñan otra: no-te-lle-vo-na-da. 73

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De modo que ¿para qué voy a producir alimentos si de eso se encargan esos seres primitivos (el campesinado o lo que queda de él) que lo hacen por mí, y esos otros seres inferiores que los traen en camiones hasta el supermercado? ¿Para qué hacer mi casa si hay tanto obrero que las hace en serie por un sueldo miserable? ¿Para qué enseñarle a mi hijo cómo hacer una casa si cuando yo muera heredará el apartamento que compré? ¿Por qué decirle a mi hijo que es importante que haga su casa, si para eso él estudia (será un profesional de clase media y no necesitará ensuciarse las manos) y mientras tanto los esclavos de hoy también tienen hijos que harán las casas capitalistas del futuro?

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A principios de (2011) trabajé o intenté trabajar en un refugio para damnificados. En los sótanos del canal Venezolana de Televisión vivían entonces cincuenta y dos familias (ciento ochenta personas) a las que el Gobierno les garantizaba camas, espacios para cocinar y lavar y algunas actividades recreativas. Algunas de esas personas trabajaban y otras permanecían allí a la espera de una respuesta de las autoridades. Los compas encargados de organizar a esas personas hicieron un censo para obtener información básica sobre su condición socioeconómica. Ese censo arrojó varios resultados insólitos; de ellos, el que nos concierne, reveló que, de ochenta y cuatro hombres, cincuenta y siete afirmaron ser albañiles o ayudantes de albañilería. Ninguno de ellos fue convocado para que trabajara en la construcción de sus respectivas casas. Los esclavos que han dado forma e infraestructura a Caracas permanecen descansando en una cama mientras otros esclavos les hacen sus viviendas. El colmo de la estupidez. Una estupidez tan trágica que le congela a uno la risa en la boca.

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Hacia el mes de marzo fui con varios de estos compatriotas al lugar donde perdieron sus viviendas (sector Macayapa, Lídice, Caracas) y que quedó devastado por sucesivas lluvias y derrumbes. Allí entrevistamos a varias personas que se negaban a abandonar la zona. Un señor llamado Ender, colombiano, aportó ciertos datos también escalofriantes. La casa donde “vive” consiste en tres láminas de zinc; la cuarta pared era la ladera de un cerro que ya debe haberse venido abajo. Su oficio: la albañilería. Cada mañana tiene que bajar de ese escenario de guerra, tomar una camioneta hasta el metro. El tren lo dejará en una parada para tomar otra camioneta, que lo llevará hasta una quinta lujosa en Macaracuay. Así transcurre un día en la vida de Ender, quien por cierto anda cerca de los sesenta años: él ocupa ocho horas diarias remodelando una casa ajena, más las dos horas que gasta en el transporte de ida y dos más en el regreso. Son doce horas invertidas en embellecerle la casa a un rico; si tiene “suerte” y consigue que lo contraten gastará la misma cantidad de tiempo y energía construyendo alguna casa o edificio nuevos. Ender debe, además, dormir unas siete horas porque al día siguiente continúa la faena: van diecinueve horas. Le quedan cinco horas del día para hacer algo más, y ya veremos si ese algo es importante: comprar alimentos, hablar con sus hijos y sus panas, hacerle el amor a su mujer, entretenerse, reparar su propia casa. Y ya vendrán los adoradores de las letras y los libros y el “saber” académico, los que se hicieron “socialistas” a punta de leer y navegar por internet, a exigirle que lea un libro, que haga activismo a favor de un partido político, que fije posición sobre el país y sobre Libia, que vaya a una marcha o que integre un consejo comunal. Sin ir más hondo en la vida personal de este caballero, le preguntamos si no le parece que algo anda mal con eso de invertir más energía en la mansión de un rico que en la suya propia. Quisimos provocarlo con la paradoja espantosa de

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que un albañil viva en una barraca porque no tiene tiempo para reconstruirla, o para mudarse a otro lugar y construir un espacio digno (porque ese de Macayapa de todas formas iba a derrumbarse o ya se derrumbó). Respondió: “Pero para hacer eso necesito reunir unos reales para comprar material”. La pregunta siguiente iba a ser: “¿Y cuánto dinero puede acumular usted?”, pero ya eso hubiera sido una falta de respeto.

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En esta fase angustiosa y terminal del capitalismo la vivienda y lo demás son problemas porque ya el ser humano no piensa en satisfacer necesidades reales suyas, sino en cubrir necesidades del capital y de su espacio territorial por excelencia: la megalópolis, la urbe, la gran ciudad. Ninguna persona tiene la necesidad real de vivir en una ciudad monstruosa donde no hay convivencia sino competencia entre millones de seres humanos. Ese estado de cosas solo le viene bien al capitalismo, y por supuesto a sus beneficiarios: el amo, el vendedor, el que se hace rico con las ansias de consumo de millones de esclavos apretados en un campo de concentración. ¿Soluciones o propuestas? Las hay por montones, pero el fantasma que empuja a la gente a despreciar el campo y a volverse un cosmopolita o su caricatura termina por ver estas experiencias como hechos marginales y sin vocación propagadora. Entre las que conozco me han entusiasmado el proyecto o concepto “Poblados Integrales” de Los Cayapos y El Arca de José. El primero es una propuesta de poblado de unos pocos grupos o familias (con la idea de que se multiplique en varias experiencias) autogestionario y cuestionador del capitalismo y sus mecánicas. Un poblado donde la gente genere alimentos, discusión política, espacios propios para la formación (para lo cual tiene que ponerse al margen del sistema educativo tradicional, fábrica de burgueses y esclavos

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por antonomasia) y que reinvente las formas de organización para el trabajo y el entretenimiento. Las casas son de barro y materiales desechados por el capitalismo; los constructores son gente sin complejos ni pruritos burgueses: usted debe hacer una casa así sea médico, ingeniero o indigente, y esa casa no la heredarán sus hijos, porque estos participarán en su construcción y por lo tanto ya tendrán en la mente y el cuerpo la información necesaria para construir la suya propia después, con su gente cercana. Con sus hijos (los nietos de usted), que en el siglo xxii harán otras casas con esos muchachos y muchachas que todavía no han nacido. Y la segunda propuesta, quizá menos colectivista pero igualmente revolucionaria, es el hombre-casa que mantiene vivo y activo a José Rondón para desafiar unas cuantas convenciones establecidas acerca del ser humano y de su vida útil. Rondón comenzó a hacer esa casa a la edad de sesenta y cuatro años, ya tiene noventa y cinco (en 2011) y decidió que no dejará de construirla nunca. Es decir, trabajará en ella hasta el último día de su vida. El Cayapo ha dicho al respecto que es una decisión anticapitalista porque “en las grandes ciudades las personas mayores se jubilan cuando dejan de producirle al sistema; en cambio, en el campo muchos viejos entienden naturalmente que nadie se jubila de la vida”. Una interesante trampa para ganarle a la vejez entendida como fase en que el ser humano se vuelve inútil: si en lugar de empezar a hacer una casa para no terminar nunca de hacerla, José la hubiera construido con el criterio de culminarla para echarse a morir en una cama, el tipo ya hubiera muerto o estaría permanentemente acostado y convertido en un anciano inmóvil, casi en un cuerpo inerte. En la síntesis o combinación de esas dos propuestas puede encontrarse el posible germen de una tarea decisiva: empezar a soñar y a construir la otra forma de convivencia, esa donde en lugar de exigirle al Gobierno o a las empresas que

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nos regalen viviendas o nos den créditos para seguir alimentando el capital, se nos convierta en costumbre el acto noble de hacer casas (y otras cosas) con nuestras manos. La tarea nuestra (y hablo de este ser nómada, más testigo que protagonista de estas experiencias) es masificar el conocimiento y discusión de estas experiencias. Tratar de que sean objeto de análisis, práctica y enriquecimiento por parte de mucha gente. Cuando se me ocurra otra la abordaré con mucho gusto●

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Historia de una gente, una laguna y unas cachamas (2012)

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a comunidad se llama El Zancudo. Queda en Apurito, municipio Achaguas del estado Apure. Allí viven ciento veinte familias; unas cuatrocientas cincuenta personas. Frente al núcleo más grande de casas de esa comunidad hay un préstamo (esos huecos enormes que dejaron las maquinarias al construir las carreteras llaneras, y que con el tiempo se llenaron de agua y se convirtieron en lagunas). Con los años esa laguna se fue cubriendo de vegetación y hacia 2010 ya casi no se veía el agua debajo de la capa vegetal. Los habitantes de vez en cuando limpiaban una parte de esa laguna y los muchachos se metían ahí para bañarse. Esa es la única utilidad que le daba la gente de El Zancudo a ese “charco”. Hasta que Walter pasó por Apure y se encontró con Pedro Nieves, uno de los jóvenes que activan políticamente en El Zancudo. Pedro le contó de esa laguna, y le informó a Walter que había diez más en todo el caserío. Entonces Walter le dijo a Pedro: —Dime algo. ¿Ustedes son arrechos? —¿Cómo? —Necesito saber si esta comunidad es arrecha. ¿La gente de aquí es capaz de echarle bolas a un proyecto comunitario? —Claro que sí —Pedro, picao, no podía responder de otra forma.

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Gente que trabaja gratis

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—Bueno, vamos a hacer un trato: limpien esa laguna y yo les regalo unos peces para que los críen. En dos meses la gente de El Zancudo cumplió con lo de la limpieza de la laguna y empezó a meterle presión a Walter para que llevara los pescados. “Epa, pero ya va: hay que esperar el ciclo de reproducción de las cachamas”. Hagamos un paréntesis para presentarles a Walter. Pero por favor, después de enterarse del factor Walter regrese al cuento de El Zancudo, que es más complejo y hermoso de lo que aparenta. Coño, qué fastidioso es Walter.

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Walter Lanz es un agroecólogo de toda la vida; es esa clase de gente que se enamora de cuanto tema contracultural, proyecto raro, lucha de los pobres o acción antisistema se consigue en la carretera, y ha andado suficiente país y carretera como para estar enamorado y activo todo el tiempo. Hace unos años conoció a un tipo tan emprendedor y enamorado como él de la otra sociedad. Ese señor se llama Genaro Díaz y tiene en su casa de Aroa (Yaracuy) una especie de laboratorio donde reproduce y cría unos pescados gordos llamados cachamas. Este es el dato raro que hermanó a esos dos sujetos: Genaro se ha dedicado por años a ese esfuerzo, y su punto de honor es que los peces que reproduce no están a la venta: el hombre se los regala a las comunidades que estén dispuestas a criarlos. Gente que trabaja gratis. Walter aprendió con Genaro la técnica de la reproducción de cachamas y entre ambos crearon un concepto y una forma de funcionar que llamaron Escuela Popular de Piscicultura. Digo algo, porque eso no existe ni como figura jurídica ni como estructura ni como nada, sino apenas como concepto

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y acción: usted va, le dice o le demuestra a Genaro que tiene dónde meter unos peces y Genaro le regala tantos alevines o juveniles (pescados jóvenes) como quepan con holgura en su laguna, charco o pote acondicionado. Precisamente en Genaro estaba pensando Walter cuando le formuló aquella provocación a la gente de El Zancudo. Luego volveremos con Walter para que nos explique por qué es tan importante y revolucionario el ensayo de El Zancudo; por qué las cachamas en manos de las comunidades se están convirtiendo en un arma de creación espeluznante que asusta a académicos, técnicos y tecnócratas, economistas y sabios de todo pelaje.

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El chapuzón

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Finalmente, en octubre de 2011, la gente de la comunidad recibió los alevines y los metió en la laguna. Freddy Cortés, un habitante de El Zancudo, refiere un tropiezo que tuvieron a los pocos meses de depositados los alevines: “Nosotros no teníamos idea de cómo criar las cachamas. Un día los pescados empezaron a ‘boquear’, a salir a la superficie como buscando aire”. La razón era que esos peces necesitan que el agua esté en movimiento, porque si no les falta el oxígeno. Nadie por ahí cerca tenía una bomba de agua y mucho menos un aireador. Walter les dijo por teléfono que tenían que poner el agua en movimiento, como fuera. Lo resolvieron con más alegría que técnica: llamaron a todo el que quisiera para darse un chapuzón en la laguna. Docenas de muchachos y adultos se metieron a bañarse y a retozar en el agua y con esta “técnica” ya no les faltó oxígeno a las cachamas, ni excusas a los muchachos para estar ahí metidos de cabeza cada vez que les provoque. A un lado del préstamo hay un samán gigante; 81

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desde sus ramas se lanzan los carajitos en permanente certamen de clavados. No hizo falta comprar una bomba de agua ni algo tan sifrinamente sofisticado como un aireador para darles oxígeno a los peces.

Inversión y ganancia

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Otro de los mitos que quedó derribado en El Zancudo es el que refiere Luis Cardoza, otro habitante de El Zancudo. La pregunta del momento: “¿Dónde consiguieron el alimento para las cachamas?”. La respuesta: “Les echamos restos de comida, frutas picadas como mango y guayaba, pepinillo; maíz, la planta pequeña de maíz y otras cosas”. Consultado Walter acerca de la producción, su costo y sus ganancias, dijo: “Esta comunidad derrotó esa visión que propone que solo haciendo una gran inversión se puede obtener ganancias. Aquí la gente sin invertir un solo bolívar ha producido cerca de treinta mil bolívares; en esta laguna hay cerca de mil cachamas. Que vean los economistas qué hacen con este ejemplo”.

El pasado fin de semana hubo una singular fiesta en El Zancudo. Había gente de la comunidad, funcionarios de Insopesca, el INIA (Instituto Nacional de Investigaciones Agrícolas), la Corporación Venezolana de Alimentos (CVAL) y unos cuantos cantores. Pero el Walter (coño, qué fastidioso es Walter) se encargó también de que estuviera gente de otras comunidades que también están criando cachamas con métodos raros: la familia Gaviria (unos ocho coñitos de tres a diecisiete años de los que hablaré

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en otra entrega; los venezolanos merecemos saber de estos muchachos campesinos de la sabana apureña), miembros de la primera promoción de agroecólogos del IALA (Instituto Agroecológico “Paulo Freire”). Ellos hablaron de su experiencia en la crianza no convencional de cachamas. Dice Rubén Barráez: “Gente que le ha encontrado alternativas al uso del alimento concentrado, y le está inculcando a los niños en edad escolar el interés por la cría con métodos artesanales o agroecológicos”. También hubo una jornada de pesca: a anzuelazo limpio la gente sacó varios ejemplares de cachama. Sorpresa: se sacaron pescados de entre ochocientos gramos y dos kilos cien gramos. Así que debe haber peces más grandes en esa laguna. Sin un solo gramo de alimento concentrado comercial.

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Retazos de una conversa con Walter Lanz

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En Venezuela andamos hablando desde hace unos pocos años de soberanía alimentaria, de la necesidad de producir los alimentos que consumimos, o al menos de ser capaces de lograrlo. Uno de los obstáculos para lograr esto es la creencia generalizada de que la fuente ideal de proteína animal es la carne de bovinos (vacas, toros). Casi nadie se imagina una dieta o un mercadito familiar que no incluya unos kilos de carne bovina al mes; la competencia son el pollo (beneficiado y lleno de hormonas) y el cerdo (igual). Cuando el Walter llegó a este punto del discurso lo interrumpí para decirle: “Sí, es una costumbre, un patrón cultural que nos incrustaron. Y eso es muy difícil de derrotar”. El tipo me miró unos segundos y me dijo: “Marico, en Venezuela estamos comiendo carne de bovino desde hace un poco más de doscientos años, pero antes de eso teníamos siete mil años pescando y comiendo pescado”. 83

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*** En el estado Apure la producción de carne bovina alcanza en promedio los cuarenta kilos/hectárea/año. Con ese modelo se pretende consolidar la soberanía alimentaria. “Si llenamos de cachamas los cientos de préstamos del estado Apure, hasta alcanzar una superficie de una hectárea de espejo de agua, la producción sería de trescientos kilos/hectárea/año: de ochocientos por ciento a mil por ciento más que el modelo bovino”. Usando otro tipo de alimentos se puede aumentar esa brecha a tres mil o cuatro mil kilos/hectárea/año.

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¿Cómo se impuso el modelo de la producción y consumo de bovino? Los mecanismos son muchos, pero hay uno que se relaciona con la percepción impuesta de lo que es un hombre exitoso. Cuando uno pronuncia la palabra pescador hay una imagen que viene sola a la mente: un sujeto pobre, probablemente un indígena, con el pantalón enrollado hasta la rodilla, tirando un anzuelo con carrete o una red para sacar pescado. Luego, uno pronuncia la palabra ganadero y aparece un hombre rico, blanco, vestido con camisa a cuadros, bluejeans nuevos, un gran sombrero, una correa con una cabilla metálica impresionante y fumando un cigarro que seguramente es Marlboro. A mucha gente no le gusta que asocien su imagen a la de un pobre pescador. Pero hay algo que no hemos investigado pero las claves andan por ahí: cuando hay temporada de ribazón esos llanos se llenan de gente y es una gran fiesta, vienen cientos de personas a pescar. Esa información viene de muy adentro: ese impulso que nos lleva a vivir de lo que nos regala el agua es más profundo y humano que este mecanismo artificial, antinatural e insostenible que es la cría de ganado. Tras ese dato y esa

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huella ancestral deberíamos ir, si de verdad queremos lograr la soberanía alimentaria.

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Próximo atentado de la Escuela Popular de Piscicultura: la creación de un laboratorio móvil para la reproducción de cachamas. La tecnología en manos del pueblo: ya la gente no tendrá que esperar que le lleven los alevines: ellos/ nosotros/ustedes mismos podemos hacer reproducciones de cachamas en laboratorios artesanales. A la mierda otro mito: el que nos hace creer que solo se puede propiciar el nacimiento de larvas de pescado en laboratorios sofisticadísimos. ¿Cómo lo hacía la naturaleza antes que existieran los científicos? Ganas de joder...●

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LE C TU R A El atraco (2013)

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ecién llegado a Caracas me puse a estudiar cuarto año de bachillerato en el liceo Fermín Toro. Todavía me ronroneaba en la oreja la advertencia de mi papá y de una madre postiza: “Cuidado con las malas juntas”. Yo todavía no sé si las juntas que me encontré entonces eran buenas o malas, pero lo cierto es que en una de esas tardes de jubilarnos y caminar sin rumbo por la ciudad yo y dos panas del liceo decidimos tirar un atraco. La víctima iba a ser un taxista. La cosa la organizamos así: Carlos, el más robusto y con cara de malo, y que además era o parecía mayor que los otros dos, se sentaría adelante en el puesto del copiloto. Ernesto, yo y nuestras respectivas caras de güevones iríamos atrás. Al detenerse el carro en algún semáforo Carlos le clavaba un coñazo al chofer; yo, sentado justo detrás de este, lo inmovilizaba con una llave de esas que los luchadores llaman “doble Nelson”. Ernesto y Carlos aprovechaban para sacarle la plata del bolsillo o de donde la tuviera, y en menos de un minuto nos echábamos a correr, cada uno en una dirección distinta. Paramos el carro en la avenida Baralt. El taxista era un señor gordo con cara de no haber dormido en una semana, buen indicio. Carlos le dijo que nos llevara al hospital de Lídice. Nos montamos y el carro echó a andar por la avenida Sucre. Cuando pasábamos por Miraflores ya yo había perdido las esperanzas, porque el tráfico estaba ligero y el taxi viajaba a

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buena velocidad, sin ningún semáforo a la vista. Llegamos a la esquina donde se dobla hacia Lídice, el semáforo estaba en verde y dele, compañero, nada iba a detener ese carro. A esas alturas yo iba pensando ya en la forma de decirles a los otros que abortáramos la misión, pero no hallaba cómo. El carro subió una, dos cuadras. Justo cuando pasábamos por la calle culebrera donde se encuentra el módulo policial, el compa Carlos hizo gala de su tremendo sentido de la oportunidad, y de su fama de peleador callejero, y le encajó aquel rolo ‘e coñazo al taxista en el pescuezo. La vaina sonó y que “prac”, así como cuando uno desguaza la pechuga de una gallina. Transcurrió un segundo, y después dos. Y tres, y cuatro; el chofer miraba a Carlos, yo lo miraba a él y a Ernesto, los panas me miraban a mí, todo en silencio dentro del carro que bajó la velocidad, pero nunca se detuvo. En vista de que yo no cumplí mi parte del libreto y los otros tampoco tuvieron corazón para seguir con el plan, Ernesto tuvo la salida colosal de aquella situación de mierda. Le dijo al taxista: “Perdónelo, señor, es que a él le dan esos ataques de vez en cuando y se pone violento. Por favor nos deja frente al siquiátrico”●

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LE C TU R A La coñaza (2013)

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n la avenida Urdaneta, de Platanal a Candilito, a media cuadra de la plaza La Candelaria, existe un bar llamado Los Cuchilleros, uno de esos sitios que no cierran nunca, para alegría de algunos y desgracia de otros. Una madrugada de 1991, tipo cuatro y media, iba pasando por ahí con un compa de beberes, después de haber vaciado y cerrado algún botiquín cercano. En la puerta estaba parado un carajo enorme; más o menos un metro noventa, con la cara y la actitud que hay que tener en la puerta de un lugar con semejante nombre y a esa hora. Estaba, además, contando una paca de billetes. Entonces se me activó la pea chistosa, en forma de chiste de esos que solo tienen sentido en la mente de un borracho. Le dije: “A este tipo debe ser fácil atracarlo”. Creo que detrás del sujeto salieron ocho o diez más, y comenzó la película de kung-fú. No sé cuántas tortas me dieron, pero sí recuerdo que casi todas me aterrizaban en la boca (ese impertinente hocico que debió quedarse cerrado). Al hermano de desgracia lo manotearon bello también; ambos chorreamos sangre como para echarle una mano de pintura a una casa. En mitad del revolcón encontré una botella y en mi psique, tanto o más maltrecha que el cuerpo, cobró forma una especie de esperanza peliculera: “Listo, con esto me les enfrento y los jodo”. Así que agarré la botella y, tal como había visto hacer tantas veces en otras peleas callejeras, la agarré

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por el pico y la partí contra el asfalto. No sé qué salió mal en el cálculo, pero la botella se volvió pedazos y yo me quedé con el arito ese donde va agarrada la chapa. Y la coñaza recrudeció. Unos tipos que se hacían pasar por policías detuvieron la masacre, que terminó por allá debajo del elevado que da hacia la Andrés Bello. Dice la leyenda negra que el labio me quedó como el de la danta esa que lleva en el lomo a María Lionza. Y que yo, para poder tomar cerveza, tenía que levantarme esa trompita con una mano y poner el pico de la botella en el labio de abajo con la otra. Esos panas de uno sí joden●

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El pobre flaco agüevoniao (2013)

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ra febrero de 1989 y los adecos estaban contentos porque Carlos Andrés Pérez acababa de asumir la presidencia de la república. Felices y en clave de fiesta, organizaron un concierto gratuito en el Nuevo Circo de Caracas, como gratitud al pueblo que eligió por segunda vez a ese coñoemadre. Anunciaron un montón de cantantes y grupos nacionales y extranjeros, exponentes de varios géneros musicales, algunos de ellos de mucho renombre. Por ejemplo, el “Manos Duras” Ray Barretto. Yo en ese tiempo andaba embullado con la salsa y el jazz latino y nunca había visto tocar a ese tipo en vivo, así que no quería perdérmelo. Me junté con varios locos del 23 de Enero y me fui para el venerable lugar. El grueso del público era de San Agustín del Sur, así que obviamente la mayoría iba a ver también al rey de las tumbadoras. Cantaron los teloneros (creo recordar que se presentaron Soledad Bravo y el grupo Madera, entre otros). Era temprano en la noche cuando se subió el legendario salsero. El Nuevo Circo se convirtió en fiera atronadora. Primera canción: una versión de “Si me voy para mi islita”. Pero con la letra amoldada a las circunstancias: “Yo me voy pa’ Venezuela”. El sonido estaba perfecto; yo estaba en la tercera o cuarta línea de gente, abajo en la olla, cerquita de la tarima. Segunda canción: “Indestructible”. Tercera canción: “Cocinando”. Terminada esta pieza el hombre se paró, levantó

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una mano, dijo “chao” en castellano neoyorkino y desapareció junto con los músicos. Yo no entendía muy bien qué cosa era esa de “coitus interruptus” hasta ese momento. La gente empezó a pedir otra, otra, otra, por supuesto. Pasaron unos segundos. Luego unos minutos. Y la gente se empezó a arrechar. Poco después se arrechó por completo. Y empezó la botellamentazón y se formó el tumulto. Eran los salseros indignados porque Barretto los despachó con tres piezas, apenas. Transcurridos unos instantes más, para terminar de cagar la jaula, salió a la tarima un flaco esmirriado, pálido, drogado hasta las metras, más devastado por la sífilis que por el hambre. Agarró el micrófono y dijo: “Buenas noches. Me disculpan, pero es que ahora me toca cantar a mí”. Ahí sí fue que la gente estalló en serio: era un maldito rockero profanando un templo de la salsa. Pocas semanas después de ese evento estallaba el Sacudón; creo que este hubiera sido más violento si no se hubiera producido antes este drenaje de energía. Esa noche hubo en el Nuevo Circo un ensayo del Caracazo. El flaco agüevoniao esquivó unos botellazos y pedradas, con una mano en la melena desordenada y con la otra tapándose la luz de un reflector que lo encandilaba a pesar de los lentes oscuros. En un reflujo de la marejada furiosa alcanzó a decir: “Bueno, vamos a hacer algo: desahóguense ahí mientras yo acomodo a los músicos, y ustedes me avisan cuando pueda empezar”. Increíblemente, la gente se calmó. Increíblemente también, la banda del pedazo de flaco empezó a tocar. E increíblemente, la gente aplaudió y se puso a corear lo que cantaba el tipo, una canción que decía: “En esta puta ciudad”. A mí no me gustan las canciones de Fito Páez, pero esa noche empecé a respetar a ese valiente flaco agüevoniao, y empecé a escuchar con más atención a los clásicos del género. ***

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Vainas de la memoria: acabo de encontrar (horas después de publicada esta crónica) un video del inicio de ese concierto, y resulta que no fue en febrero 1989 sino en diciembre de 1988, días después de las elecciones que ganó CAP●

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l pico es probablemente el implemento más importante al que acudimos los hombres en estos lados del mundo. Sobre todo en sus facetas metafóricas: el instrumento de trabajo no es usado por tanta gente, así que el pico dejó de ser solo ese poderoso aparato para perforar, arrastrar, desgarrar y partir, y ha alcanzado la categoría de elemento sicológico asociado al dominio, al poder, a la posesión, a la fuerza y a la inteligencia; a la lucha (cuerpo físico) y también al ajedrez (elaboración mental de estrategias). Contra lo que pudiera sugerir el pensamiento más directo o simple (y también el idioma: “machete” parece un anuncio, apodo o maqueta de “macho”) no es el machete sino el pico el instrumento que sintetiza las aptitudes de la hombría, entendida esta en su acepción machista: el ejercicio vital de los “hombres de verdad”. ***

Traen su carga patriarcal el concepto pico y la explosión de símbolos alrededor. Esto tal vez provenga del hecho de que el pico se llame como se llama. Que se utilice para ciertas cosas el nombre de la protuberancia que tienen las aves en la boca marcó de significados viriles la simple pieza de hierro, porque el ser humano, en sus modalidades rurales y urbanas, 93

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se la pasa imitando, prefigurando o intuyendo a los pájaros en muchas de sus manifestaciones cotidianas. Gallos se les llama a los aguerridos peleadores y gallina a los cobardes (llámase cobarde al tipo que no se atreve a pelear con otro); pico de oro y pico ‘e plata es el sujeto que tiene labia, seduce, convence, dirige, influye, manda y se impone: el poder se ejerce fundamentalmente con la palabra (la boca, que es el pico), no hay don de mando sin voz recia. Por eso la conmoción general cuando el comandante Chávez salió del quirófano sin poder hablar (mandar). En sus connotaciones sexuales también hay un despliegue de aves y sus partes corporales. La cinematografía que formó sentimental o emocionalmente a nuestra generación y a la de nuestros padres (la mexicana) está llena de gavilanes, gallos y palomas. No hay nada más parecido al breve y violento cortejo de los gallos sobre las gallinas que ciertos bailes como el joropo llanero, los tambores y la danza wayúu; el grito altanero con que suele empezar la canta de los copleros imita el grito madrugador del gallo que quiere dejar constancia de su señorío sobre los pollos y las pollas de los alrededores. Picaflor es el hombre que anda cogiendo hembras por todos lados y del hombre afeminado se dice que suelta las plumas. El viejo José Rondón, montañés de noventa y siete años que todavía se entusiasma al ver a alguna hembra vistosa, dice de su capacidad para “cumplirle” a una mujer: “Los gallos finos de pelea lo que no pueden hacer con la espuela lo hacen con el pico”. ***

Usar el pico para convencer es el acto diametralmente opuesto a “echar pico y pala”. Así como es celebrado el hablar mucho y sabroso hay un límite difuso que convierte esa práctica en despreciable: al que habla mucha paja provoca partirle el pico. Cuando el parlanchín no sabe hacer otra cosa en la

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vida y permite que se le note, queda reducido a su vergonzoso nivel: no hace nada, es un hablador de paja. El hablar y hablar y hablar sin sustancia es inorgánico e inferior frente al hacer. La gente que hace, es o debería ser más importante que la que solo habla; uno no es lo que dice sino lo que hace. Echar pico y pala: expresión genérica que designa el hacer un trabajo manual duro, casi siempre de agricultores y albañiles. Recuerdo las amargas recomendaciones de mi viejo: “Estudie para que no tenga que ganarse el pan echando pico y pala”. Aunque ese y otros millones de seres humanos se levantaron a sí mismos y a sus familias haciendo trabajos pesados y dicen estar orgullosos de esa hazaña, la verdad es que nuestra sociedad se ha construido sobre un sustrato muy hondo de desprecio hacia los obreros y campesinos, de quienes el hombre de oficina, el que hace trabajo intelectual o el entregado al ocio improductivo suele decir que son brutos, malolientes y primitivos. Es muy fácil que ese desprecio se convierta en autodesprecio, aunque también hay un dato animal formidable, que reivindica y levanta la moral del trabajador manual. Leí hace poco un testimonio, invalorable credo de hembritud. Es una gallarda y romántica confesión, contentiva de cosas que uno sabe o sospecha sobre el pensar y el sentir femeninos, pero que es muy estimulante leerlo escrito o dicho por una mujer, cierta cronista de sí misma y de su ciudad revelaba cuántas cosas maravillosas le hacía sentir el violento y no siempre limpio piropo de unos albañiles cada vez que ella pasaba rumbo al liceo o de regreso a su casa. Así que el pico metafórico del que tiene labia, domina y conmueve es al mismo tiempo premonición del pico físico, del utensilio de trabajo tosco y potente: ese hierro se hizo para llevar a cabo en la vida real algo que los aficionados al revoloteo metafísico dicen que solo se hace con algo que llaman fe: el pico mueve montañas. Literalmente: las carreteras

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del país, muchas casas, plantaciones y ciudades no hubieran podido construirse sin que el pico de verdad hubiera entrado en acción. El pico destroza el suelo ancestral, resquebraja la piedra; la pala mueve para otra parte los restos devastados de esos trozos heridos de planeta.

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Enamorado como estoy de un pedazo de montaña barinesa, esa zona mágica donde el llano empieza a desaparecer y se convierte en los Andes, quise convertirme en custodio y habitante de un pedazo de terreno. No es tan directo el trámite. Tuve que fajarme a contarle al consejo comunal qué pensaba hacer con esa parcela. Hablarles de lo que pienso sobre la siembra sin veneno, del cuido del bosque y el río, de las casas orgánicas hechas con el mismo material con que fuimos fabricados nosotros (barro). También les hablé de lo que puede hacerse con un poco de ganas de comunicar noticias e historias (les hice un facsímil de una especie de boletín que esa comunidad puede hacer si se lo propone y me dejan explicarles cómo). Tras unas buenas sesiones de poner a funcionar el pico y de escuchar las réplicas de un vocero de lujo, que me da clases a mí y a cualquiera en eso del palabreo inclemente (vaya: ese consejo comunal tiene entre sus integrantes a Rafael Martínez, “El Cazador Novato”) me han concedido el privilegio de formar parte de la comunidad. No sé qué cataclismo tendrá que ocurrir para que algo me empuje a irme de ese territorio maravilloso. Y sí: me siento propietario, vicio humano de los que crecimos en capitalismo. Siento haber dado con eso que llaman “el pedazo de tierra para caerse muerto”. Pero antes de que ello ocurra viviré. No solo existiré (que es lo que uno hace en las grandes ciudades), sino que me lanzaré a vivir.

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Todo lo anterior, porque la primera herramienta que he comprado expresamente para la primera faena que viene (replantear un terreno, terracear, preparar el lugar donde estará la casa) ha sido un pico. Las heridas que me ha dejado en las manos la primera jornada de entrarle a la tierra son hondas y dolorosas. Tengo un triste orgullo de esas heridas; hubiera querido ahorrarme muchos de los placeres fatuos de la juventud, esos premios por haber puesto a andar el pico metafórico, y haber invertido más tiempo y esfuerzo en las heridas corporales que deja el pico de levantar casas y conucos●

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ace tres años años iba caminando por el hato El Frío (o hato Marisela), en el estado Apure; me acompañaban unos trabajadores del hato. Era la primera vez que iba, así que no tenía forma de saber que en una pequeña laguna en el borde de un camino cualquiera, una vía de tierra que comunica el comedor con el área de dormitorios, vive una caimana respetable, de unos tres metros de largo. Cuando pasaba al lado de la laguna uno de los jodedores lanzó una piedra en el agua y la caimana salió de pronto, violenta, con la boca abierta. No había peligro real en ese momento (yo estaría a unos ocho metros de la orilla) pero lo más grande que uno suele ver salir del agua en las ciudades son cucarachas, sapos y tal vez una rata perdida que huye, no un aparato lleno de dientes que te informa su arrechera porque le estás invadiendo el territorio. Así que pegué el brinco de ley, traté de burlarme de mi propio susto, me calé las carcajadas de los peones. La vida continuó normalmente. Bueno, normalmente, solo un rato más. Una hora después comencé a sentir escalofríos y un dolor de cabeza. Y un motorcito del coño ronroneándome en los oídos. Era como una de mis adorables migrañas, pero con un componente extra que no lograba identificar. Hasta que comencé a sentir un hormigueo en las manos y se me dispararon las alarmas: esos eran los síntomas que me habían

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descrito algunos amigos hipertensos. Les pedí a unos compañeros que me llevaran a algún ambulatorio o centro de salud cercano; había que ir a Mantecal, a cuarenta y cinco minutos. El médico cubano me informó que tenía la tensión en 145100, y que eso se llamaba hipertensión arterial. Resumen del chiste del mes entre mis panas: quien inauguró el CDI de Mantecal fue un caraqueño asustao.

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Y sí, esa ha sido probablemente la vez que he sentido más miedo en mi vida. No me lo dicen los recuerdos: me lo dijo el cuerpo al manifestársele un episodio que nunca, en más de cuarenta años, había padecido. Una cosa es asustarse porque se está a punto de sufrir un accidente, o porque un tipo te pone una pistola en la cabeza; una cosa es el susto enorme, el terror y el pánico de que a alguien querido le esté ocurriendo algo grave; el temor cotidiano de no poder llegar a tiempo o la angustia por las deudas; los temores a veces infundados (y a veces no) a la oscuridad, a las alturas, a la violencia, a las pérdidas. Pero otra cosa distinta es ese terror profundo que no viene de la conciencia, del saber que algo anda mal, sino de los adentros, del instinto, de algo más íntimo y primitivo que todo lo que podamos describir con palabras, y es la presencia de un depredador natural. No hay miedo más profundo, más primario y más fulminante que ese. La naturaleza diseñó de tal forma el sistema de relaciones entre los seres vivos que cuando aparece el animal cuya misión es destruir a otro más débil, este se paraliza o huye, nunca se queda imperturbable. Cuando se encuentran esos dos seres uno siente fruición y el otro siente pavor. Esta “información” tiene millones de años poblando la Tierra y nuestro cuerpo es depositario de ella. El ser humano, animal desvalido

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que teme ser herido incluso por otros de menor tamaño o dotación, ha construido lo que ha construido debido al miedo profundo a la naturaleza; el absurdo proceso civilizatorio exacerbado en el capitalismo ha tenido por objeto suprimir toda referencia a esa naturaleza llena de peligros. El reino vegetal y el animal nos parecen sucios, amenazantes y despreciables, por eso nos construimos nuestra peculiar jungla llamada ciudad. Logramos mantener a raya a los depredadores naturales (del conocido enunciado que nos recuerda que somos autodepredadores hablamos después), pero el miedo está aquí. Es decir, adonde vayamos.

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“Agárralo por el pescuezo con la mano derecha”, me dijo Carlos Chávez; yo acaté la instrucción. “Con la izquierda lo agarras por aquí”, me dijo. Lo tomé por la zona del cuerpo donde se junta la cola con las patas traseras. El caimán (¿caimán o cocodrilo?, más abajo explicaremos esto), un joven de noventa centímetros de largo, ejecutó un movimiento reptante y casi se me sale de las manos. Los entendidos comenzaron a darme indicaciones contradictorias: Agárralo duro. No lo estrangules. Que no se te salga. No lo lastimes. La compacta masa de músculos decidió reservar para otro momento la exhibición de su potencia y pude entonces cargarlo sin ayuda, rumbo hacia el lugar donde debía soltarlo, una ensenada del caño Guaritico dentro del hato San Francisco, en Apure. Era uno de los cuarenta y cinco ejemplares jóvenes de caimán del Orinoco que estaba liberando ese día, 24 de noviembre, el Ministerio del Ambiente, en el marco de un programa que busca repoblar las zonas donde este animal abundaba, y que hoy está amenazado de extinción. Había otras personas con su respectivo caimán en las manos; yo

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tuve unos pocos minutos para observar el mío (nótese la violenta idea de poder, propiedad y apropiación: lo tengo agarrado por el pescuezo, así que ya es mío). Animal poderoso, una de las máquinas de triturar más antiguas y perfectas de la naturaleza, ahora estaba inmovilizado por un bicho que en otras circunstancias vendría a ser su desayuno. Tenía el hocico cerrado por un teipe, un triste teipe negro. Es fácil evitar que la boca de un caimán (¿o cocodrilo?) se abra, ya que los músculos que ejecutan esa función son débiles, y tan relajados como para permitir esos largos bostezos de horas. El problema es cuando esa boca se abre y decide cerrarse sobre una presa o enemigo. No hay un animal sobre el planeta con una mordida más fuerte que la de los cocodrilos y caimanes. Olvídense de leones, osos, hipopótamos o monstruos marinos: los primos adultos de este caimán (los de agua salada) ejercen una presión de más de doscientos cincuenta atmósferas o mil setecientos newtons, lo que equivale a decir que por cada centímetro cuadrado de carne que estos camaradas muerden, cae un peso de doscientos setenta kilos. No es que si un caimán le agarra un brazo este va a soportar doscientos setenta kilos de dientes y jalones, no: esa presión recaerá sobre cada centímetro de la zona mordida. Digamos que usted pone un clavo o espina gruesa y afilada en el piso, con la punta hacia arriba, y encima coloca la uña del dedo meñique (que mide más o menos un centímetro cúbico). Encima de la uña coloca una tabla o plataforma, y encima de esta tabla se paran al mismo tiempo tres personas gordas de noventa kilos cada una: esa es la presión que ejerce un caimán adulto por cada centímetro cuadrado al morder. Si los caimanes le hubiesen descubierto algún valor gastronómico al hierro, las cabillas de construcción se partirían en sus fauces como en nuestras miserables bocas se parten las paletas de helados. ***

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“Estos son animales rezagados, aquí los llamamos sutes”, dice Carlos Chávez. “Nacieron en mayo de 2012 y no habían alcanzado la talla en julio de 2013, cuando liberamos a los primeros sesenta de esta camada. En estos meses los alimentamos dos veces por semana y les dimos complementos vitamínicos, y ahora miden entre ochenta y cinco y ciento quince centímetros”. Chávez es el funcionario del Ministerio del Ambiente encargado del proyecto de conservación del caimán del Orinoco o cocodrilo intermedio. Estrictamente hablando, un tecnicismo (que los biólogos sabrán explicar) obliga a considerarlo como una de las veintitrés especies de cocodrilos existentes en todo el planeta; cinco de ellas se encuentran en Venezuela. Pero acá se operó un triunfo del habla popular sobre la terminología científica, pues luego de varios siglos de oír a los habitantes del llano hablar del “caimán” en conversaciones cotidianas, en cuentos y leyendas, la convención académica y científica ha terminado por aceptar, sin escandalizarse, la denominación caimán del Orinoco para este enorme reptil. Estos que fueron liberados en una ensenada del caño Guaritico, en predios del hato San Francisco (municipio Muñoz del estado Apure) provienen de un zoocriadero ubicado en Puerto Miranda (Camaguán, Guárico) donde se encuentran once machos y doce hembras reproductores, cuyos huevos son incubados artificialmente y sus crías liberadas en distintos puntos de la cuenca del Orinoco, su hábitat original. ***

Las razones por las que el caimán del Orinoco comenzó a escasear hasta casi extinguirse fueron, sucesivamente, el miedo y la codicia. En la Venezuela preindustrial, al llanero que transitaba por esas sabanas no tenía por qué caerle simpática la presencia de un animal de seis metros de largo y una fiereza

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comprobada. El dato del miedo estaba en su cuerpo, en la sabana era frecuente la vieja danza del depredador y su presa, y la del hombre que para probar su virilidad se sentía obligado a enfrentar al matador. Toparse con un animal de esas características, huir de él o darle muerte para comer (y también para exhibir su piel como trofeo) era un asunto inherente a la cultura de esas zonas, pero no era una práctica masiva ni descontrolada; nunca el caimán iba a exterminar a los seres humanos ni estos al caimán. Se trataba de una tensión que no era de guerra sino una lógica de coexistencia. Esa relación humano-caimán se pervirtió por las mismas razones que han pervertido casi todas las manifestaciones autóctonas en cualquier parte del mundo: el ingreso del capitalismo industrial, la explotación masiva y el comercio de pieles hicieron disminuir la población de caimanes en cuatro décadas del siglo xx. De pronto, encontrarse con un caimán dejó de ser un episodio fortuito que ponía a prueba la valentía del veguero y pasó a ser una actividad comercial más, un negocio: ahora el caimán se escondía y el mercader iba con sus baquianos a asesinarlos en masa. “Quien quiera saber a dónde fueron a parar esas decenas de miles de caimanes exterminados vaya a los países europeos y a Estados Unidos. Ahí están, convertidos en carteras y objetos para disfrute de la burguesía”, reflexiona Miguel Rodríguez, ministro del Ambiente. “Cuando uno habla del tema del caimán del Orinoco se da cuenta de que no fue ociosa ni caprichosa la formulación del comandante Chávez del Quinto Objetivo del Plan de la Patria. Antes de ser redactado este plan ya el comandante hablaba en términos de mucho afecto del patrullero, ese caimán legendario de veinte metros que los llaneros de Elorza han convertido en patrimonio cultural inasible. Chávez no se refería a esa fiera en términos de odio al monstruo sino de remembranza tierna, y esa fue una base muy sólida para después proponer como

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objetivo importante dar pasos para la defensa de la vida en el planeta”. Pero el patrullero es también producto del miedo. A los grandes caimanes suelen quedárseles en el lomo, cuando salen del agua, matas de bora y otras plantas acuáticas. El colosal cocodrilo del imaginario llanero tiene en el lomo, no unas matas de bora sino una palmera. Así que ese día unos pocos privilegiados nos disponíamos a echar al agua cuarenta y cinco caimanes. La incomodidad inicial se me fue quitando poco a poco al ver que, a mi lado, había otras personas con la misma actitud de crispación que yo. A pesar de la nobleza del acto, eso que se veía en el rostro de todos también se llama miedo. ***

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Miré a mi caimancito, al que uno de los compañeros le había quitado el teipe de la boca. Justo en ese momento, cuando ya faltaban unos segundos para su liberación, el caimancito se orinó. Corrijo: me orinó. El líquido caliente me bañó la mano y parte del pantalón. Después de todo, el ser humano es el mayor depredador de la historia, y ese pobre animal tenía muchas razones para sentir miedo también. Al lado del dato ancestral de su enorme poder viaja con sus genes el reconocimiento de la bestia que lo exterminó metódicamente, por miedo y por dinero, en el último siglo. Hay en estas iniciativas algo de reconocimiento entre depredadores, un acuerdo tácito y sin palabras; a estos caimanes los estresamos y asustamos un rato y luego les regalamos su caño y su sabana, su libertad. Nos corresponde hacerlo, se lo debemos. Porque al final, poniéndonos a observar las cosas con serenidad, resulta que los animales y nosotros somos la misma gente, estamos hechos de la misma materia. La naturaleza toma unos materiales, los mismos para nosotros y para

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ellos, y los procesa a nivel molecular de manera distinta; de una combinación salen caimanes, de otra combinación nacemos los seres humanos. El orden de los factores altera el producto, pero lo cierto es que estamos fabricados con las mismas cosas, así que todos esos seres: insectos, cuadrúpedos, aves, bípedos, magallaneros, reptiles, escualos, escuálidos, peces; depredadores y mansos, cantarinos y violentos, todos esos bichos son hermanos nuestros. Hermosa o fatalmente, estamos todos aquí y ellos son de los nuestros.

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Me acerqué a la orilla del caño, lo lancé como me indicaron hacia el agua liberadora, y el bichito se echó a nadar. En un segundo me salió del cerebro otra información, seguramente obtenida de algún programa de National Geographic: los jugos gástricos de los caimanes y cocodrilos son tan devastadores que ninguna bacteria puede sobrevivir en su estómago. Los grandes animales que padecen el verano africano a veces son azotados por epidemias de cólera y mueren por docenas. Ningún animal carroñero come de esa carne envenenada; los cocodrilos, armados con un coctel disolvente perfeccionado por millones de años de evolución devoran esos cadáveres sin problema; lo que se le salva al artefacto de su boca pletórica de colmillos y fuerza inaudita sucumbe en el estómago lleno de los ácidos más corrosivos del reino animal. Me olí la mano orinada: no olía a nada. Se lo comenté a Jesús Ernesto, a quien su caimán le había defecado la camisa, y quien tenía una explicación al respecto: —Esos animales comen más limpio que nosotros. Su orina no puede oler mal, no es tóxica: ellos no andan bebiendo cocacola ni comiendo mayonesa. —Sí, güevón. Los gatos tampoco comen mayonesa y el miao de gato huele más mal que el coño.

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José Ramos trabaja en el zoocriadero de Puerto Miranda. Es el encargado de alimentar los caimanes en cautiverio desde hace diecisiete años. Discreto y cauteloso como todo llanero (“¿Son peligrosos los caimanes? “Sí, peligrosos son”. “¿Pero no recuerda ningún accidente, alguien que haya sido herido por descuido?”. “No, no me acuerdo de nada de eso) a medida que se relaja y toma confianza va revelando detalles del trato con los caimanes. —Les ponemos nombres a las hembras para controlar mejor los nidos y el número de nacimientos. Las caimanas se llaman Elena, Julia, Panchita, Paquita, Petra, Josefina. La Negra Rosa tiene un récord: uno de estos años puso cincuenta y un huevos y nacieron cincuenta caimanes. Me acuerdo también de Carmen, murió por una pelea con otras caimanas cuidando su territorio. Las hembras ponen sus huevos entre febrero y marzo, los criadores toman los huevos y los ponen a incubar durante tres meses. Los machos también han sido “bautizados”: Perucho, el Catire Páez, Siete Machos, Pedrito, Pepe, Juancho, Pancho, Francisco. Negrín es el caimán más viejo: tiene cuarenta años y mide más de cinco metros●

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Alguna vez fuimos de maíz (2013)

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finales de 2011 visité el Complejo Agroindustrial José Inacio Abreu e Lima, allá en Anzoátegui. Trabajaba entonces para el Instituto Nacional de Desarrollo Rural, y se suponía que había buenas noticias para difundir; por ejemplo, que estaban por cosecharse las primeras doce mil hectáreas de soya, una leguminosa que no es de por estos lados (tranquilos: el mango, el cambur y el arroz tampoco lo son y la gente los cree o los considera autóctonos, nomás porque caen bien). Bastante se ha hablado sobre la devastación de los frágiles suelos de la Mesa de Guanipa. También sobre el dato insólito de que en pocos años ya no serán doce mil sino treinta y dos mil las hectáreas de soya por sembrar (por cierto, le conté esto a un brasileño, y el hombre, después de mirarme con lástima, se me rió en la cara: en su país ya rebasaron el millón de hectáreas de sembradíos). Así que, morboso y malintencionado como me criaron, comencé a fijarme en otra dimensión del fenómeno: el dato sociocultural adjunto al hecho económico-productivo. Como es de esperarse, en ese complejísimo complejo trabajan personas que, en su mayoría, viven cerca de las instalaciones. Muchas de esas personas pertenecen al pueblo kariña, y uno las ve allí desempeñando labores de vigilancia, limpieza; algunos son operadores de maquinaria. Allí están, orgullosos

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de sus uniformes, de sus carnets, de sus radios transmisores; agradecidos por su sueldo y sus cestatiques. Muchos no hacen en todo el día más que mirar la inmensidad en busca de alguna eventualidad que casi nunca se produce, y eso está bien: de alguna manera hay que pagarles a los pueblos originarios el genocidio de siglos. El momento culminante de la observación sobreviene cuando uno de los compañeros del complejo me informa, todavía más orgulloso que los hermanos kariña, que en esos días unos técnicos del Ministerio de Agricultura y Tierras iban a comenzar a dictar en las comunidades cercanas un taller de cultivo de yuca. Había que hacer una nota de prensa sobre eso. Los chistes, cuando son malos, hay que explicarlos. Y este chiste es espantosamente cruel, amargo, repulsivo, desesperadamente grave: muy rejodida tiene que haber quedado una cultura, muy desmoralizado y neutralizado tiene que estar un pueblo, muy hondo tiene que estar sepultado el cadáver de un país, para que hayamos llegado al punto en que unos técnicos caraqueños les enseñen a los inventores del casabe cómo se siembra y se cosecha una mata de yuca.

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Hablando de yuca

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Ese caso es actual y es una muestra microscópica, una maqueta muy pequeña, de cómo nos enyucó el capitalismo como pueblo y como cultura, hasta llegar al momento inaceptable, triste y miserable en que un hijo de la gran puta, el habitante más rico de Venezuela, genere pánico y desasosiego con solo dar la orden de no distribuir en los puntos de venta la harina Pan. Explicación del chiste: un coñoemadre que en su perra vida habrá tocado una maldita mazorca de maíz, nos ha hecho

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creer a nosotros, los inventores de la arepa, que sin la harina inorgánica, esa que mientan “precocida”, nos moriremos de hambre. El disparate tiene su origen en un crimen originario, que fue separarnos del país que estábamos a punto de ser, y empujarnos a la imitación forzosa de un país industrial, urbano y cosmopolita que nunca seremos. Puede que echándole mucha bola y sacrificando mucha dignidad a ratos parezcamos neoyorkinos o parisienses, pero nosotros no somos parisienses ni neoyorkinos sino una caricatura de esas ciudadanías. Nosotros teníamos un país apegado a la tierra, a unas tradiciones, muchas de ellas españolas, pero por cierto bastante nobles y tiernas, porque estaban dirigidas al vivir y no al enriquecer a un explotador; teníamos un país en el que la gente no tenía vergüenza de sembrar unas matas, levantar una casa y coser unas ropas, pero cuando estalló el boom petrolero y la orden de los dueños de nuestro petróleo fue emigrar en masa hacia las grandes ciudades y convertirnos en urbanos, empezaron a darnos asco todas esas cosas. En 1929 se publicó una novela llamada Doña Bárbara, obra cuya metáfora esencial se nos ha impuesto como emblema de la venezolanidad: hay un ser salvaje por derrotar (el campesino feo, hediondo a humo y a monte, a sudor) y un Santos Luzardo que lo domina (el caraqueño blanco, bien vestido y mejor hablado, que no olía a sudor sino a perfume) a punta de civilización y buenos modales. Menos de veinte años después Caracas pasó de trescientos mil a un millón de habitantes. El proyecto de citadino de los años cuarenta todavía era un campesino, pero estaba aprendiendo a vivir conforme a las normas y el ritmo de la ciudad; de esa época data la aparición en el habla popular de dos dichos lamentables: “Aquí, jodido pero en Caracas”, y “Caracas es Caracas y lo demás es monte y culebra”. Entre la Doña Bárbara de Rómulo Gallegos y la Venezuela protourbana de Medina Angarita, Luis Caballero

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La arepa que no es arepa

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Mejías inventó la fórmula de la harina precocida de maíz, y a los pocos años el derecho de masificar y explotar esta fórmula pasó a las manos de la familia de Lorenzo Mendoza. El negocio del año: cómo hacer desaparecer los vestigios de ruralidad para adaptarse a las necesidades del capitalismo industrial y comercial.

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Muchos venezolanos, más ingenuos que desinformados, creen que comiéndose una arepa en una arepera en lugar de una hamburguesa en cualquier hamburguesería les están siendo fieles, de alguna manera, a lo venezolano. Pero el éxito de la harina precocida de maíz es de la misma índole que el de la hamburguesa: ambas son fórmulas que no le sirven a la gente sino al capitalismo. En los años treinta del siglo xx, cuando a los genios de Roosevelt se les ocurrió la idea de preñar de rascacielos Nueva York y otras ciudades para sacar a Estados Unidos de la Gran Depresión (ser esclavo albañil se puso de moda, pues miles de hombres desempleados se lanzaban a la aventura de pegar bloques, vigas y cabillas por un sueldo miserable, mientras creaban megalópolis de concreto armado) cobró auge el objeto-alimento más exitoso de la centuria: el famoso emparedado, un truco tan sencillo como meter la comida dentro de un pan para efectos de la comodidad y no tener que bajar setenta pisos de andamios para sentarse a comer (o evitar caerse por andar manipulando platos, cubiertos y vasos en esas altitudes). Mientras el acto de nombrar al emparedado (o sándwich o hamburguesa) obliga al honesto y correctísimo hecho de referirse al bojote completo, es decir, al pan y a lo que lleva adentro, con la “arepa” de harina precocida se nos ha empujado a

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una cándida y a la vez monstruosa trampa: uno dice “voy a comerme una arepa”, pero en realidad nadie va a una arepera pensando en zamparse la arepa sola. La arepa pelá y la arepa de maíz pilado sí fueron el bocado nacional por antonomasia y sí puede comerse sin relleno alguno, porque son de maíz y saben a maíz. Pero la arepa de harina precocida no sabe a nada, así que hay que rellenarla con algo que le dé gusto y sentido. Contra lo que dice Empresas Polar, la arepa de harina precocida no es el plato nacional, la vedete de nuestra mesa, la novia esplendorosa, sino de vaina la muchachita que va atrás sosteniéndole el velo. Hace poco tuve una revelación en una casa en el asentamiento campesino La Chigüira, en Barinas. Después que hubimos comido la gente de la casa trajo el postre; era un plato con tres arepas para compartir entre seis personas. Estaban frías, pero mi media arepa me supo a gloria: por primera vez en mucho tiempo me estaba comiendo media arepa de verdad. Los anfitriones de esa casa (Juancho, Laura) son colombianos.

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¿A quién le sirve una “arepa” así?

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Lo que llaman “comida rápida” tiene la sospechosa virtud de ahorrarnos tiempo y esfuerzo, y ese es el mismo concepto que se explota para vender la harina precocida. ¿A quién se le ahorra tiempo? ¿A usted? Póngase a ver: usted ya no tiene que sembrar, cosechar, sancochar, moler o pilar y amasar el maíz, pero ese tiempo que se ahorra no lo está invirtiendo en usted sino en cumplir con el requisito de la puntualidad. El signo distintivo de la gente que sobrevive en capitalismo es la rapidez; cuando usted sale a las doce y regresa a la una y media se siente satisfecho, no de haber almorzado sino de haberlo hecho antes de que el aparato o persona que le vigila el horario empiece a decir que usted es un irresponsable. Como 111

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“el trabajo dignifica” y ser vago es una mancha horrorosa en su biografía, usted termina dándole más importancia a trabajar que a comer. Pero el capitalismo ya pensó en eso y no va a permitir que usted se angustie: para eso creó la vianda o lonchera, ese ataúd contentivo de la “comida” que usted hizo a los coñazos la noche anterior o el fin de semana, y que, como a cualquier cadáver, la saca del congelador al crematorio (el horno microondas) y de ahí a la triste mesa dentro de la oficina, de donde no saldrá para evitar llegar tarde. ¿Y en la casa, qué? ¿Y mi arepita casera? Ahí tiene el tostiarepa, un artefacto diseñado para que ni siquiera tenga que tomarse el trabajo de acariciar la masa y de lubricar el budare. Cierto que todos o casi todos terminamos aceptando y naturalizando este ritual inhumano y vejatorio; una sociedad que le da más importancia a la puntualidad en el trabajo que a la comida es una sociedad de esclavos. ¿Usted de verdad necesita esa forma de vida? No: la necesita la empresa, ministerio, fábrica o maquila donde le exprimen su fuerza de trabajo.

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El resto del crimen

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El crimen que nos despojó de nuestra cultura en formación tiene muchos rastros y señales; la clave gastronómica es apenas una de ellas. Así como los agroindustriales nos convencieron de que el conuco es prehistórico, cochino, chabacano e indigno, esas y otras hegemonías nos han inculcado el asco, el desprecio y el temor a las casas de barro (para vendernos cemento), a la caza y la pesca como cultura cinegética (para vendernos carne de vaca), a la posibilidad de hacer con nuestras manos lo que en capitalismo se compra ya hecho (por esclavos y para esclavos). Y así, nos enseñaron también a detestar nuestros olores corporales (oler a ser humano es

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oler a mierda: usa jabón y desodorante), nuestro color (tintes, maquillajes), nuestra forma de hablar (diccionarios, cursos y policías del lenguaje “correcto” como lo habla y escribe una élite de españoles de academia), nuestra música. Cuando Chávez propuso llenar las azoteas de los edificios de sembradíos y gallineros verticales la reacción generalizada fue de asco, risa y pena ajena, porque para unos seudocosmopolitas acostumbrados a la sifrina idea de que solo se puede ser gente si se es profesional o intelectual, está bien el orden que divide a la humanidad en esclavos (pobres), amos (ricos) y parásitos (clase media). ¿Para qué enseñar a mi hijo a hacer casas si ya hay niños de su edad, hijos de esclavos albañiles, que se la harán en el futuro? ¿Para qué enseñarlo a sembrar si ya hay hijos de campesinos condenados a no saber hacer otra cosa sino regar unas plantas de las que no van a comer porque le pertenecen a la agroindustria? ¿Para qué enseñar a mis hijos a hacer una mesa o silla o casa si esas cosas ya las venden hechas, y de polietileno? ¿Para qué enseñarles a hacer zapatos o pantalones, si cuando sean profesionales van a poder ir a tiendas renombradas? ¿Para qué enseñarles a tocar un cuatro o una bandola si por una módica suma aportada por el Estado puede aprender a tocar violín o corno francés, cosa que da más caché y es más currrta que andar tocando tambores? De esto, y no de otra cosa, está hecha la afrenta del empresario bobo (uno llama “bobos” a quienes nos someten y nos aplastan a nosotros los vivos, y de paso se enriquecen con ello, ustedes me entienden) que nos convenció de que la comida solo es comida si se compra y se vende masivamente●

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LE C TU R A El depredador (2014)

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sta crónica iba a titularse “El ignorante”, rótulo más ajustado al episodio que le dio origen. Pero se atraviesan esas cosas del merchandising, la imagen personal que uno cree que debe defender y las ganas de captar lectores con cultura cinematográfica, y ustedes saben, cede la justicia y termina triunfando el espectacular lenguaje de la guerra. ***

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Llegué a mi casita de madera en construcción. Me alisté para trabajar, busqué las herramientas, me paré frente a una de las paredes, y vi que esta se movía. Se meneaba, culebreaba como una bandera. Me puse los lentes; lo que se movía no era la pared sino los millones de hormigas que la cubrían. Eran unas bichitas de culito rojo, no tan impresionantes como los clásicos bachacos, aunque pude distinguir algunas de grandes tenazas y supuse que eran los soldados de la partida. Marea de innumerable vértigo, la hecatombe animal se apoderaba del ranchito. Y se me dispararon las sirenas de alarma. Si esas bichas anidaban ahí, yo no podría habitar nunca esa casa, que por cierto es la única que tengo. ***

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Me armé entonces de lo más eficaz de lo que disponía para combatir a los bichos salvajes, esos enemigos incómodos que nos impiden construir nuestra casa: sustancias tóxicas. Gasolina, gasoil y creolina; un tobo entero de una mezcla de esas tres sustancias, que juntas seguramente son más venenosas y letales que lo que pueda tener una mapanare en sus pertrechos. Iba a usar candela también, pero fíjate tú, la mía es una construcción noventa por ciento de madera. Les zumbé varias cargas con un vaso pequeño, así de lejitos. Las hormigas se agitaron, comenzaron a correr en todas direcciones. Ya estábamos igualados en algo: yo estaba sobresaltado, ellas también. Busqué un cepillo de barrer y una brocha para aplicar el resto del líquido directamente en las paredes. Barrí, cepillé, arrasé a lo macho a docenas, centenares, tal vez miles de las invasoras. Estaba en eso, más o menos eufórico y excitado, cuando recibí un gol en contra. Más bien dos: escuché claramente algo que me sonó tac, tac en la pantorrilla derecha; acto seguido un dolor lacerante y ardiente, y segundos después una sensación que no tengo por qué reservarme ni tratar de narrar de manera elegante (porque es imposible): esas dos pequeñas picaduras me dieron ganas de cagar. Me imaginé la picadura de cien, doscientas o mil de esas hormigas en el cuerpo de alguien perdido o descuidado en estas montañas. Aplasté con más dolor que rabia a las dos agresoras y me vi las heridas: aquí las tengo. Muy grandes para ser infligidas por ese par de bichitas. Me acordé de la canción de Gino: “Solos somos la gota; juntos, el aguacero”. Hasta ese momento no se me había ocurrido pensar en la forma en que esas locas habían llegado allí, y por supuesto miré hacia el piso. No estaba cubierto totalmente como las paredes, pero había tres filas/oleadas de insectos trotando hacia su objetivo. A tener cuidado entonces con los puntos donde pisaba.

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Vacié medio tobo del coctel tóxico dentro de la casa, salí y utilicé el otro medio tobo en la fachada principal. Se me acabó el combustible y pensé, optimista y más o menos orgulloso, que mi matanza y el olor de la mezcla iban a ser suficientes para espantarlas. Tuve entonces el impulso de seguir el rastro del río animal que subía desde la calle; miré con atención y vi algo que, debido al estado de alarma en que me encontraba, no me dediqué a contemplar con toda la atención que se merecía: imbuida en la marcha caminaba una hormiga perfecta, de unos tres centímetros, casi animación 3D: una hormiga de plástico, blanca con lunares azules, que no sé si vuelva a ver en la vida. Bajé las escaleras, miré la cuneta, me fijé en la enorme fila; las invasoras venían en correcta y torrencial formación desde allá, desde muy lejos, desde el coñísimo de su madre, y ni el movimiento ni el número de ellas se terminaba. Ni cien tobos de combustible iban a acabar con esas diablas, y yo no tengo cien tobos de combustible ni de nada. Martín, un niño de diez años, vecino de la comunidad, se acercó a curiosear y me preguntó en qué andaba. Después de mostrarle y comentarle el rollo me dijo: “Mi papá dice que a esas bichas hay que dejarlas tranquilas”. No le paré bolas. Nadie le hace caso a un niño de diez años, así esté citando a su papá. ¿Regalarles mi casa a las hormigas? Mamen.

Bajé al pueblo a buscar ayuda y asesoría; los campesinos altamireños han sido durante más de un año mis maestros en materia de siembra, alimentación, construcción y otros aspectos de la vida en la montaña, así que ellos debían saber cómo combatir esta plaga. Me encontré con la señora María y el compai Angelón y les pregunté si tenían algún insecticida

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que pudiera aplicar en grandes cantidades, con asperjadora. Les describí el problema que tenía y les mostré unos pocos cadáveres de los insectos que me azotaban. Los dos hablaron al mismo tiempo, pero a los dos los oí por separado: —Ay, señor Duque... —¿Tú eres güevón?

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Sucede que entre los muchos rituales populares del pueblo de Altamira se encuentra uno del que yo no tenía noticias: de vez en cuando, en tiempo de lluvia, aparece una bandada de hormigas cazadoras (así las llaman) en una casa cualquiera. Este es un acontecimiento fortuito que algunas veces le sucede a una casa y a veces a varias; a otras no les ocurre nunca. En cualquier caso, es una bendición. Un súbito regalo de la selva a los seres humanos que tienen aquí sus viviendas: las hormigas no llegan para anidar o quedarse allí sino para limpiar la casa. Este depredador multitudinario se mete en todos los rincones y arrasa con cuanto alacrán, culebra, ratón, polilla, termita y animal nocivo o buen culo se atraviese. Cuando sucede esto es común que la familia premiada desaloje la vivienda durante todo el día, hasta que llega la noche; en ese intervalo de tiempo la gente se instala en una casa vecina mientras las cazadoras hacen su trabajo, se llevan lo que encuentren por ahí mal parado y siguen su camino. Son nómadas, un río constante que no hace nidos ni madrigueras sino que surca lo inmenso del húmedo y frío bosque del piedemonte, cumple su misión de profilaxis y sigue para allá, para donde sea y para más nunca. En términos abstractos es temible su potencia; un cocodrilo, león o jaguar se burlaría de un encuentro con una, dos o diez de estas hormigas. Pero ningún ser viviente sobreviviría al ataque de treinta millones de ellas. Solo que ellas no vienen

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a atacarte, estúpido: vienen a limpiarte la casa, a hacértela más habitable.

Y sí, me siento mal, culpable, profundamente ignorante. Están los depredadores que cazan para comer y estamos los que matamos porque le tememos a lo que no conocemos. ***

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Anoten los datos centrales del cuento: miedo, sentido de la propiedad. De ser un carajo que defiende la causa de los débiles me convertí de pronto en un amo con miedo; en un propietario dispuesto a defender con violencia sus dominios. Yo estoy haciendo una casa ahí en el territorio donde ellas vivían primero. Aun así no vinieron a desalojarme sino a hacerme tremenda segunda, pero del lado de allá lo que vi fueron soldados. Uno prefiere llamar soldado a una legión de animalitos con tal de anunciar que lo que viene es el relato de una guerra espantosa, una coñacera épica. Como la formación emocional y sentimental de nosotros, los esclavos del capital, proviene en buena parte del cine gringo, no es difícil adivinar qué cosa produjeron en nuestros adentros las películas sobre esos seres malditos llamados tarántulas, marabuntas, anacondas, tiburones y cualquier iguana o lagartija transfigurada en Godzilla. Eso de ser urbano o citadino consiste en buena parte en negar el ser natural que somos (proceso civilizatorio llaman a eso), así que se van entendiendo el desapego a la tierra y el terror a la naturaleza de nosotros, los que fuimos secuestrados por la ciudad. Esa fobia contra nuestros hermanos tiene un síntoma evidentísimo en el lenguaje: el peor insulto que usted puede

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proferir contra alguien en cualquier idioma moderno es animal. Si alguien no se altera porque usted lo llame así puede ser más específico e intentar con algo como burro, zorra, cochino, gallina, gusano, chigüire o pato.

Solos somos la gota y juntos el aguacero: aquello fue una lección de trabajo colectivo. Táctica o estrategia que sirve para la destrucción y también para la construcción. ***

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Nota mental, por enésima vez: no combatir la naturaleza sino adaptarse a ella. Si la naturaleza se opone, mejor apartarse y dejar que se le pase la furia o la traslade para otro lado. “Hacer que nos obedezca” es imposible; nosotros no somos los papás de la naturaleza, sino uno de sus interesantes (y a veces muy miserables) productos●

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Mayweather o la crisis de la industria del espectáculo (2015)

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esde que el milenario arte del teatro mutó hacia la televisión y el cine (y luego a sus variantes marca internet) algunas de las formas de divertir a los demás en un espectáculo han florecido y caído en desuso, pero siempre han mantenido unos códigos. En algunas de esas actividades (casos del cine, el teatro, la lucha libre, algunos programas de TV; por allá lejos la literatura) el espectador está dispuesto a dejarse engañar, a pagar y aplaudir para que le mientan, para que le inventen una fantasía que lo haga llorar, reír o reflexionar. El espectáculo (palabra que, por cierto, tiene la misma raíz etimológica que la palabra “espejo”) puede entonces hacer que el espectador se sienta representado en esos seres que le caen a mentiras. Como si se tratara de un espejo embustero y estafador. En el caso de los deportes la cosa es un poquito distinta: la gente espera que los jonrones, nocáuts, goles y demás marcadores de la victoria sean reales y no prefabricados, trajinados o amañados. Los ídolos y hazañas deportivas tienen que ser reales; la pérdida de la credibilidad puede significar el fin del espectáculo (del negocio), de allí que a Pete Rose y a Ben Johnson los hayan borrado de todos los récords e historias deportivas, como si ellos fueran los únicos tramposos de la historia del deporte. De todas formas, en esas contiendas se gesta otro tipo de mentiras. Por ejemplo, aquella monstruosa y sutil que empuja

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al público a creer que las victorias deportivas son reflejo o comprobación de la superioridad de una facción, llámese escuela, equipo callejero, municipio, estado, país o cultura. Venezuela no necesita que la vinotinto vaya a un mundial o que Pastor Maldonado termine una carrera sin chocar ese maldito carro, pero parece que hay cosas que levantan la autoestima de los pueblos, y esas cosas hay que respetarlas. Vinimos a hablar de boxeo, así que digámoslo de una buena vez: en la bárbara antigüedad romana los esclavos devenidos gladiadores peleaban y mataban a cambio de conservar una vida precaria, mientras que en el avanzado y civilizadísimo capitalismo industrial algunos de esos esclavos lo hacen por millones de dólares (que luego derrocharán para regresar sin remedio a una vida precaria). En otra variante remota del mismo espectáculo los animales salvajes despedazaban personas desarmadas o provistas de armas, para solaz y excitación de una aristocracia enferma. Los gladiadores de hoy se despedazan entre sí ante las cámaras para que millones de enfermos nos emocionemos y unos pocos empresarios se lleven la colosal tajada. Espectáculo = espejo: nos sentimos impotentemente Pacquiao al no poder reventar a golpes al gringo pedante, y mire lo grave de nuestra enfermedad que no sabemos ni queremos explicar por qué queríamos que perdiera ese coñastre insípido, tan parecido al presidente de su país, pero tan parecido también a tantos panas del barrio y la esquina. ***

Se lo dijo Sugar Ray Robinson a Herbert Kretzmer durante una entrevista. El periodista le preguntó por qué había decidido meterse a boxeador. Sugar Ray respondió: “Un día me miré la mano izquierda. Después me miré la derecha. En ninguna había dinero”. Los boxeadores pelean y quedan reducidos a 121

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despojos humanos por plata, esto ha sido así toda la vida. En toda su carrera boxística, que duró un cuarto de siglo (1940-1965), Robinson, de quien se dice que ha sido el mejor peleador de todas las épocas, declaró haber acumulado una fortuna de cinco millones de dólares. En 1974 Muhammad Alí y George Foreman se ganaron cada uno esa cantidad por pelear poco más de veinte minutos; treinta y un años después Mayweather y Pacquiao se acaban de repartir trescientos millones: el filipino por tratar de pelear con el norteamericano y este por huir durante los doce rounds que duró el “combate”. Volvemos al espectáculo-espejo de nuestra miserable formación capitalista: hablamos de Mayweather en tono de burla y desilusión porque estamos entrenados para emocionarnos al ver a dos seres humanos cayéndose a coñazo limpio o sucio. El gringo aplicó a cabalidad una regla universal del boxeo, que consiste en pegar y no dejarse pegar, pero nuestra condición de espectadores de la violencia esperaba que esos gladiadores hubieran terminado bañados en sangre. En nuestra defensa pudiera decirse que la pulsión primitiva que nos hace enardecer ante las masacres y el dolor ajeno es muy anterior al capital: el mejor sinónimo de “comer” es “matar” (en una próxima entrega nos regodearemos en esa cruel pero irrefutable verdad) así que no hay nada que nos estremezca, tanto como el hambre y la necesidad de morder, que el espectáculo de un depredador destrozando a su presa. Tuve una revelación al respecto hace años, leyendo sobre la vez que Roberto Mano’e Piedra Durán ganó uno de sus títulos mundiales. El panameño tenía problemas para mantenerse en el peso de su categoría, así que debía someterse a una dieta muy rigurosa. Su entrenador (perdonen el lapsus, no recuerdo quién era en ese momento) contaba varios años más tarde en una entrevista que a Mano’e Piedra le deban para que probara un churrasco a “término medio”, pero le indicaban que solo lo masticara, se tragara el jugo

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y botara la parte sólida. Esto era importante (decía el preparador): que el boxeador se enfrentara con frecuencia en la mesa a un pedazo de carne roja, sangrienta, ya que esto mantenía en los seres humanos el instinto depredador vivo, a flor de piel, esa cosa que necesitan los boxeadores y que es alimento del “pundonor”. Recuerdo que esa fue la palabra que utilizó el entrenador. Lo llamé “pundonor” hasta que di con el sustantivo correcto: “encarnizamiento”. La forma en que Roberto Durán peleaba da pistas certeras sobre el significado exacto de la palabra. El que se encarniza es el opuesto exacto del “comeflor”, y habrá que estudiar si esta otra palabra obedece solo a una observación superficial de ciertas conductas relajadas o si de verdad el forzarnos a ser vegetarianos termina por apaciguar alguna bestia de los adentros. Espejo-espectáculo: nos vemos en el vencedor porque anhelamos ser el depredador y nunca la presa. Es fácil explicarse desde este punto el triunfo global del capitalismo: quienes nos estimulan para que destruyamos al otro están acudiendo a atavismos biológicos quizá mal sepultados. A lo más primario que tenemos, al motor fundamental de la especie que es el hambre (de comida, de sexo, de supervivencia, de reconocimiento, de dominio territorial, de victoria), esa cosa que solo la conciencia puede convertir en combustible para la vida en dignidad. ***

La industria del espectáculo deportivo, tal como la conocemos, tiene poco menos de cien años de desarrollo y consolidación. En ese ínterin ha visto florecer momentos y personalidades grandiosas y ha visto venir una lenta pero sostenida debacle. Hoy proliferan las marcas y records pero van desapareciendo las personalidades magnéticas, los ídolos de verdad, 123

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los que eran representación (espejo) de sus pueblos. Unas cosas eran el deporte y el boxeo amateur, y otras esencialmente distintas el espectáculo del deporte por dinero, por millonarias bolsas, el deporte-negocio. Hubo una etapa del boxeo profesional en que los combatientes luchaban por algo relacionado con el patriotismo y el honor, algo que parecía gallardo y grandioso así en el fondo también fueran miseria e ignominia. Esto se ha ido deteriorando y envileciendo a una velocidad monstruosa. Caso Mayweather: cuando a un señor lo presentan como al “mejor boxeador del planeta” y el hombre termina dando una lección de danza contemporánea para no dejarse lastimar el rostro, está rompiendo uno de aquellos códigos del espectáculo de los que hablábamos arriba: los ídolos del deporte y sus hazañas tienen que ser reales, patentes y convincentes. ¿Somos enfermos espectadores sedientos de sangre? Lo somos: el que se lleva los dólares, la fama y la “gloria” aceptó satisfacer esa fanaticada y haría bien en atenerse a las normas del show. O concretar la estafa y convertirse en agente del fin del espectáculo. La danza de los millones de dólares puede darle un respiro un rato más al boxeo-espectáculo, pero un escenario en el que cualquier boxeador (no es exageración: cualquiera) puede ser campeón de cualquiera de las muchas organizaciones de boxeo existentes, no parece un buen síntoma de lo que viene. La humanidad pudiera estar encaminándose a otras formas de generación de emociones●

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Sobre la comunidad que decidió comer potaje gratis (2015)

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n una carretera de Barinas, que recorro varias veces a la semana, hay un caserío llamado Vega del Puente. Destacan en la orilla de la vía unos gaviones (esas estructuras de piedra sujetada por redes de alambre que evitan o contienen los derrumbes). Pasé el viernes en la mañana por ahí y vi a unas personas montadas en el piedrero recogiendo algo. Seguí de largo, pero cuando regresé de mis diligencias me paré en el lugar a ver qué vaina era aquella. Y sí, en efecto, eran vainas, miles de vainas: la gente que vi en la mañana estuvo ahí recogiendo tapiramas. Para nosotros, capitalistas por costumbre y formación, el titular de la noticia que funciona es este: en un país donde ciertos coñoemadres decidieron que la caraota cuesta mil quinientos bolos (precios de 2015) la gente estaba recogiendo tapiramas gratis, nacidas en un piedrero infame. Una tapirama, para no darle más vueltas cientificistas a la cosa, es una especie de caraota silvestre, una leguminosa que crece como monte y en efecto es monte. Un grano que nos alimentó durante cientos o miles de años hasta que llegó el mercado y nos dijo: “Epa, tú tienes que ser una persona decente. No recojas granos del monte: cómpralos en el supermercado”. Desde entonces se nos olvidó que existen docenas y docenas de variedades de estos granos comestibles, y nos aplicamos a comer solo diez o doce pepas comerciales:

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caraotas negras, rojas y blancas; arvejas, un par de frijoles, lentejas, quinchonchos y tres o cuatro más. Una de las tapiramas encontradas aquí la conocía; es tapirama negra, muy parecida a esa caraota comercial que llevan los pabellones. La otra es para mí una novedad: una tapirama muy parecida a la paspasa “vaquita”, popular en Sanare, pero no es una paspasa sino una tapirama. Me bajé y les caí a preguntas a algunos habitantes, y los titulares son estos: la enfermera del dispensario del caserío, que vive en Barinitas y se llama Eloísa, recogió esas semillas y las llevó a la comunidad. Se las dio a varias familias para que procedieran a sembrarlas, y varias de ellas tienen su moño de caraotas en el patio, en la jardinera, en las áreas comunes. ***

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Una coñita de cuatro años, llamada Chiquinquirá, agarró por costumbre abrir huequitos en el patio de su casa y eso está ahora cundido de tapiramas, por su culpa. Y la culpa de las caraotas en la orilla de la carretera es de la enfermera Eloísa, que agarró varios puños de semillas y las tiró ahí en el bulto de piedras, donde se supone que solo proliferan los lagartijos y el monte. Y bueno, hay monte que se come, vaya sabiendo: la gente de Vega del Puente declara orgullosa que ahí ya nadie compra caraotas, y que es común que en esas casas preparen unos potajes bellos con los granos mezclados y la respectiva guarnición de papas, aliños (que también siembran ellos mismos) y más de un trozo de cochino. El ciclo de estas leguminosas es un prodigio de generosidad: son plantas perennes, lo que quiere decir que nacen, florean (“florecen”, dicen los poetas burgueses), echan sus vainas, y cuando ya las semillas comienzan a secarse empieza la floración otra vez. Eso ocurre hasta cinco veces en el año: de

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dos a tres kilos de comida echa cada una de estas enredaderas en cada carga. Así de violenta y fecunda es esta mata. Les dije a esas personas que eso que estaban haciendo es la cosa más importante que pueden hacer las comunidades de este país, que si todos los venezolanos estuviéramos haciendo esto no habría especulación ni escasez. Me miraron extrañados, así como diciendo “ah verga y a este loco qué le pasa”, pero no importa, ya les explicaré con más calma. Sé que entenderán mejor cuando les diga que si todo el mundo hiciera eso que ellos hacen derrotaríamos el mecanismo y la clase criminal que han permitido que la comida no sea un derecho humano sino una mercancía, y bien cara. Matas nobles como ellas solas: nacen en cualquier piedrero vil, son atacadas por insectos y sin embargo cargan varias veces al año. Agarré a siete vecinos del caserío La Quinta (diez kilómetros más arriba), a quienes estoy adiestrando para que escriban para el periódico Piedemonte, y me los llevé para allá, con dos misiones. Una, que recabaran y escribieran ese cuento o noticia para nuestro periódico. Dos, que recolectaran de esas para que vengan y reproduzcan la experiencia en su caserío. Vega del Puente es una comunidad que espontáneamente decidió ser guardiana de semillas; vamos a ver si en La Quinta hay músculo y ganas para copiar el proceso. Allá los dejé conversando y bajé para Barinitas para hacer tiempo. No me preocupó para nada que esos aprendices de periodismo dejaran información sin recabar. ¿Por qué? Sencillo, papá: lo que dejé allí funcionando fue una conversa entre agricultores. Y, que se sepa, los agricultores saben de esas cosas más que los periodistas. Sabes que uno anda por ahí tratando de organizarse y de animar a la gente para que identifique, recolecte y propague semillas nativas y/o en peligro de extinción (nos llaman “guardianes de semillas”; a mí me gusta el mancillado y casi

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olvidado término “catabre”). Pero es un hecho que, hagamos lo que hagamos, siempre habrá gente de nuestro pueblo que, sin andar reclamando títulos o denominaciones, nos lleva una morena●

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La rebelión de Nuevo Callao y el poblado posible (2017) Para llegar a la historia

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quí tuvo lugar uno de los hitos más importantes de las luchas mineras en Venezuela: la rebelión de Nuevo Callao (1995). En este tiempo de transformación de la actividad minera en nuestro país es pertinente revisar la evolución de ese poblado hasta el momento actual. Su fundación fue violenta; mineros organizados de Tumeremo se pusieron al frente de una multitud harta del saqueo y la humillación de la transnacional Greenwich Resources, expulsó a los dueños de la compañía que se llevaba el oro de Venezuela y desde entonces la explotación minera está a cargo de pequeños mineros organizados. Está llena de falsedades la propaganda que quiere satanizar a los pueblos mineros, exponiéndolos al desprecio del resto del mundo como territorios donde solo existe barbarie, catástrofe y corrupción. Tampoco proceden la edulcoración ni la idealización de un fenómeno económico-social que sí ha sido violento y tortuoso, como todo proceso creador de sociedades. Hay problemas y complejidades que el Arco Minero del Orinoco no ha creado, sino que está comenzando a sistematizar para normar y corregir algunas situaciones inaceptables. Unos problemas y complejidades que un buen número 129

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de personas pensantes y trabajadoras están luchando desde hace años para eliminar o transformar. El municipio Sifontes del estado Bolívar es un territorio con una historia de luchas populares y numerosos ensayos de organización social y política. Por eso, los planes de humanización y dignificación de la actividad minera son un proyecto realista y posible: allí donde el fascismo y la ignorancia se empeñan en ver salvajes, hay en realidad seres humanos con el talento y el impulso de vivir de otra forma, conservando y humanizando su actividad económica primordial. En esta primera entrega se arrojan luces sobre un contexto histórico y sobre el espacio geográfico, una visión inicial necesaria para entender la enormidad del trabajo hecho por la gente, cuando expropiar empresas no era una política de Estado sino una gesta heroica de pueblos. ***

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Antes del renacer del oro la fiebre era de balatá. En este territorio selvático del estado Bolívar la explotación del caucho llegó a ser mucho más rentable que la del oro, más o menos hasta mediados del siglo xx. Era una actividad ruda, que podía llegar a ser cruel e inhumana. A los hombres, miles de hombres, que venían a extraer de un coloso vegetal la materia prima del caucho, los llamaban pulgueros. Eran los obreros encargados de trepar a un árbol alto y robusto llamado pulgo, hacerles cortes transversales que hacían drenar la savia, un líquido blanco y viscoso, hacia un canal principal, en cuyo extremo inferior se colocaba una especie de canal metálico. Por allí corría el líquido e iba a parar a un recipiente. Ese recipiente era puesto en el fuego y la sustancia se iba convirtiendo en una pelota de goma que se vendía a buen precio. Suena fácil y hasta divertido el

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trabajo, pero el paludismo y los accidentes laborales diezmaron centenares de estos trabajadores. Todavía se pueden ver, en la vía que va desde la comunidad kariña Los Guaica hasta Pueblo Viejo (centro fundacional de Nuevo Callao), e incluso más adentro entre las actuales minas de oro, algunos de esos árboles centenarios, objeto de explotación. Les haces un pequeño corte levantando la corteza y la leche del caucho vuelve a fluir. Marcos Rivero y Luis Gerónimo Marcano conservan algo más que el simple cuento/testimonio de los viejos: el primero vio muchas veces al pasar algunos de aquellos canales recolectores incrustados en los árboles, pero cuando adquirió conciencia del valor patrimonial de esos objetos fue a ver si recuperaba alguno y ya no quedaban rastros. Marcano tuvo más sentido de la oportunidad y conserva una “espuela”, implemento que los pulgueros se colocaban a la altura de los tobillos para ayudarse a trepar por los troncos hasta arriba. La vía que conduce desde Tumeremo hasta Nuevo Callao es asfaltada hasta un punto; es la Troncal 10, la carretera nacional que comunica con la Gran Sabana. Luego hay que desviarse hacia el este por una vía de tierra, transitable por un corto trecho para cualquier vehículo en buenas condiciones, y de pronto se convierte en una pequeña pesadilla en la que solo se puede seguir en una Toyota (las hazañas cotidianas han inmortalizado esta marca japonesa), en moto o a pie. La otra opción es un helicóptero (el pájaro, lo llaman), pero hace unos años este medio de transporte dejó de ser una alternativa viable, por los costos. Muy contadas veces, sobre todo en casos de emergencia, los pobladores de Nuevo Callao solicitan uno por teléfono a la compañía Ranger, pero tienen que estar dispuestos a pagar el precio: treinta gramos de oro o sesenta millones de bolívares, por una “carrerita” hasta Tumeremo, que dura unos pocos minutos. Hacia el año 1996 los estudiantes y la maestra de la

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escuela de Rancho de Lata (un sector del núcleo fundacional de Nuevo Callao) se trasladaban en helicóptero desde la orilla del río Botanamo hasta la sede del plantel ubicada a unos dos kilómetros. Ahora ese corto trayecto se hace por picas y caminos. Tumeremo queda a unos sesenta kilómetros de Nuevo Callao, pero por ese intento de carretera (una pica, en el lenguaje popular de los lugareños) puede uno invertir hoy entre una hora y media y doce horas, dependiendo de las condiciones climáticas, las del terreno y las del vehículo en que uno se mueva. A mediados de noviembre de 2017 hicimos el trayecto en casi cinco horas. Es tiempo de lluvias esporádicas y pasajeras y esa escasa agua es suficiente para llenar el camino de lagunas, repentinas trampas de arcilla, huecos formidables que la Toyota sortea ayudada por el güinche y sus aliados, los muchos árboles del entorno. Si uno viaja al descubierto en la parte trasera, la faena se agradece si uno va dispuesto a “pasarla distinto”, en clave de aventura memorable para citadinos. Hay un bejuquito insidioso y malasangre lleno de espinas curvas como uñas de gato, que cuelga de los árboles y parece haber sido diseñado especialmente para amagarle la vida a los viajantes distraídos; si uno no lo esquiva a tiempo puede romperle la piel, la ropa o incluso llevarse impunemente un ojo. En la zona lo llaman jalapatrás, y créanlo, no podía llevar un mejor nombre esa ramita tan ladilla. Hay que bajarse y caminar cada tantos kilómetros, porque hay tramos en que la Toyota tiene que lidiar con el menor peso posible contra el barro y a veces se inclina hasta casi voltearse; es difícil decir si esos hombres llevan la camioneta o si la camioneta los lleva a ellos. Uno ha transitado por carreteras feas en la vida, y esta califica como de las más odiosas. Pero cuando uno le comenta esto al chofer de la Toyota el hombre suelta un grito de burla y aporta este otro dato toponímico: “¡Muchacho!, esta carretera es bella, esto es una autopista.

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Si quiere ver carretera mala siga hasta Botanamo; antes de llegar hay un pedazo que llaman La Lambada”. Quienes no se hayan enterado de que hubo un baile brasileño de moda en toda América los años ochenta, solo tienen que buscar los videos: aquello era una faena hipnotizante en que las garotas agitaban cintura, cadera y culo en un despliegue maravilloso de sensualidad. Vaya y mire los videos: así mismo se menean las Toyotas llenas de gente y mercancías al pasar por esa parte de la ruta. Unos kilómetros antes de llegar al río Botanamo (río que es preciso cruzar en chalana artesanal, esperar que la Toyota haga lo mismo y proseguir) los mejor informados informan: “Debajo de la carretera, en esta curva, aparecieron enterrados varios cadáveres el año pasado. El helicóptero donde vino la fiscal general aterrizó en este punto y aquí mismo uno veía botadas las batas, guantes y mascarillas que usaron los forenses”. Venimos de El Callao, donde uno aprende por esas cosas de los nombres de los pueblos que hay asuntos que no es bueno andar comentando ni preguntando mucho en público, pero está claro que se estaban refiriendo a la masacre perpetrada por El Topo y su banda. Esa matanza, que según cuentan los vecinos no fue ejecutada allí sino en un lugar lejano, y esta carretera solo les sirvió a los asesinos para ocultar los cuerpos, no ha sido lo más espectacular que ha ocurrido en este pueblo. Hay sacudones lamentables y perversos, y hay otros que funcionan como punto de arranque o big bang para las faenas edificantes de los pueblos. En Nuevo Callao hay comunidades kariña que viven de la caza y la pesca, también de sus conucos y de su elemento ancestral por antonomasia: la yuca y sus casabes. No es extraño que de vez en cuando aparezcan por el pueblo vendiendo piezas de cacería: venados, lapas. Los moradores han visto cerca

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del poblado ejemplares de león barretiao, dos variedades de tigres, ofidios de varios calibres. Las minas de Nuevo Callao están, entonces, en medio de una selva espléndida, remota y peligrosa en muchos sentidos.

La rebelión de 1995

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A finales de mayo de 1995, días después de la toma-rebelión de Nuevo Callao, un vehículo avanza por la Troncal 10, la carretera que conduce a Upata con el eje Guasipati-El Callao-Tumeremo-Gran Sabana, ese territorio lleno de oro y de gente luchadora. En las alcabalas se ha redoblado la vigilancia y el celo con todo lo que se desplace por allí, debido al tremendo impacto que ha causado la expulsión de una corporación inglesa por parte de un grupo de mineros y revoltosos. En una de las alcabalas, uno de los guardias se detuvo durante más tiempo de lo normal a observar dentro del carro, a cada uno de los cuatro viajeros. Momento de tensión; en el auto viajaba un personaje en modo clandestino, pues andaba buscado o seguido muy de cerca por los cuerpos de seguridad del Estado. Esta historia continuará al final de esta otra historia, la que sigue.

En los parajes selváticos de la mina conocida como Nuevo Callao, al sureste de Tumeremo y en dirección hacia el territorio Esequibo, los administradores, capataces y propietarios de ese yacimiento de oro se comportaban como uno espera que se comporte todo ente tiránico, en este caso un consorcio transnacional. Nadie se movía a largo de las diecisiete mil hectáreas que “alguien” le entregó en concesión a la Greenwich Resources, empresa inglesa dedicada a la explotación de oro en varias partes del mundo, sin arriesgar la vida.

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Muchos fueron los mineros que fueron secuestrados, torturados y vejados entre las décadas de los setenta y los noventa por un pequeño ejército privado de criminales apoyados por la Guardia Nacional, por el solo acto de meterse a ese territorio, que queda en Venezuela pero que era propiedad de una empresa transnacional, y buscar unos gramos de oro para medio ensayar la sobrevivencia de una familia. En la década de los ochenta un gramo de oro valía apenas real y medio (0,75 bolívares), y esto no alcanzaba sino para resolver el desayuno muy modesto de una persona. En otra entrega se analizará la evolución y algunos datos comparativos del precio del oro; de momento, limitémonos a retener el detalle, muy revelador, de que para obtener un gramo de oro de una veta a veces es preciso remover cientos de kilos de material (mayoritariamente cuarzo). Transportar esa enorme cantidad fuera de los inmensos territorios de “los gringos”, que así llamaban en Tumeremo y sus alrededores a los odiosos invasores que se comportaban en nuestra tierra como si fuera su finca particular, era una verdadera hazaña. Quienes no lograban esa hazaña eran capturados y tratados como delincuentes. Los mineros venezolanos no podían sacar oro del pedazo de suelo (venezolano) asignado a los ingleses. Una de las mayores vejaciones que sufrían los mineros furtivos capturados era ser retenidos en una especie de celda improvisada con varios rollos de alambre de púas, a la que se aplicaba electricidad. Los mineros capturados eran encerrados allí hasta que llegaban las “autoridades” y los sacaban a palos para llevarlos a otra prisión, formal pero igualmente vejatoria. Entrada la década de los noventa, con un país en dramático proceso de transformación debido a dos cataclismos político-sociales ocurridos en tres años (el sacudón de 1989 y la rebelión cívico-militar de 1992), y un pueblo en pleno despertar de su conciencia, comenzó a gestarse lo

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que después se conoció como “La Toma de Nuevo Callao” y, en otro registro un poco más épico, “La rebelión de 1995”. Luis Gerónimo Marcano, un trabajador venido a Tumeremo desde Cocollar, en el estado Sucre, para ese entonces tenía poco más de treinta años; hoy tiene cincuenta y cinco años y se ha convertido en una especie de cronista no oficial del poblado. Lo llaman “El Tío” y es uno de los pocos fundadores del caserío que aún se mantienen en el lugar. Recuerda que “los gringos” les pagaban a varios mineros un sueldo mensual de setenta y cinco mil bolívares; se trabajaba veintiún días al mes por ocho días libres. “Había una alcabala como una hora antes de llegar al río Botanamo, y hasta ahí podía llegar la gente que no trabajaba en la mina. Tenían unos vigilantes armados y apoyo de la Guardia Nacional”. El sentimiento de rencor ante los abusos de “los gringos” y capataces de estos propietarios era creciente. Tumeremo estaba lleno de gente que vivía de la minería o que quería probar suerte buscando oro, y la actitud señorial de aquellos patrones protegidos “desde arriba”, sumada a su forma abusiva de ejercer el poder y el control de la zona, comenzaron a convertir la situación de Nuevo Callao en una olla de presión. Todos los días llegaban reportes de una nueva arbitrariedad. Todos los días se iban sumando personas dispuestas a sacar de allí por las malas a los intrusos, desde preadolescentes hasta hombres con toda una vida de trabajo minero. José Lacourtt, proveniente de Güiria, cuenta que durante los días decisivos, cuando ya había suficientes hombres del pueblo dispuestos a ingresar a las instalaciones y enfrentar a los dueños, se regó como pólvora otro crimen en desarrollo: los ingleses tenían prisioneras a unas mujeres y todo indicaba que las estaban abusando sexualmente o preparándose para la violación. Hasta que llegó el día 5 de mayo de 1995 y cayó la gota que derramó el vaso.

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Héctor Franco, quien hoy es dirigente político, activista y trabajador de Minervén, en ese momento era un joven de veintidós años, pero ya tenía suficiente bagaje político, sabía cómo agitar y enardecer multitudes con el verbo, y había estado en contacto con factores para ese momento catalogados como “extremistas”: era uno de los hombres con que contaba en Bolívar el movimiento emergente alrededor de Hugo Chávez Frías. “Éramos clandestinos todavía, el comandante acababa de salir de la cárcel y la gente nos recomendaba que nos presentáramos como militantes de La Causa R, que para ese momento era afín a los movimientos revolucionarios y tenía la ventaja de que era un partido legal”. Franco, nacido y criado en Guasdualito, estado Apure, estaba metido de lleno en la efervescencia del movimiento que cobraba forma en Tumeremo, cuando el día 5 llegó la noticia decisiva: un trabajador que había sido capturado por “los gringos” enfermó de paludismo en la prisión que estaba dentro de la empresa, y luego obligado a salir de allí sin un bolívar, para que se largara a pie hasta Tumeremo (a sesenta kilómetros por una región selvática), y había muerto antes de poder recibir atención médica. Su nombre era Alfredo Nieves, natural de Achaguas, en Apure. Esta muerte desató las furias del pueblo, y se ha registrado esa fecha (5 de mayo) como el inicio de la toma o rebelión. Docenas de carros y motos atravesaron la precaria carretera llena de dirigentes y mineros, arribaron a la primera alcabala, donde desarmaron y maniataron a los vigilantes y siguieron camino hasta el río Botanamo. Cuenta Héctor Franco que cuando él llegó vio a un vigilante atado y con fractura de una de sus clavículas. Los mineros que se habían adelantado lo habían desarmado por la fuerza, pero lo habían dejado vivir. Fue ese el momento, cuenta Franco, en que comenzó a sentirse súbitamente mal, a sentir un escalofrío. “Me preguntaba a mí mismo, cuando empecé a sentir esos temblores y ese frío: ¿pero qué me está pasando, si yo no tengo miedo

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sino más bien ganas de llegar? No tardé mucho en entender lo que me estaba pasando: eran los primeros síntomas del paludismo”. Héctor debió guardar reposo y reincorporarse días después a la fundación de Nuevo Callao. Cruzaron el río, recorrieron el trayecto que los separaba de Rancho de Zinc, el campamento residencial de los ingleses, y allí fueron recibidos a plomo. A plomo respondieron los trabajadores en una corta batalla, que terminó al percatarse los gringos de la enorme cantidad de gente que venía contra ellos. Los ingleses fueron sometidos y desarmados. Comenzó entonces a concretarse la entrega de territorios al pueblo organizado, por parte de la transnacional. Esto, en un tiempo en que las transnacionales y el Estado venezolano formaban una sólida alianza contra toda iniciativa levantisca. Llegaron los guardias nacionales dizque “a poner orden”, pero fueron los trabajadores los que decidieron qué cosa significaba eso de “orden” de entonces en adelante. Al frente de este movimiento se encontraba, entre otros dirigentes, el minero William Padilla. A este caballero, que vive en Tumeremo, se le atribuye haber negociado la entrega de los pocos ingleses que fueron capturados y retenidos a la Guardia Nacional. Las condiciones y puntos negociables fueron sencillos: a los ingleses se les respetará el derecho a la vida, pero se largan y se llevan la maquinaria pesada, y las minas activas y por activar quedan en manos de los mineros organizados. Estos acuerdos fueron pactados en corta discusión en presencia del mayor Panfill, de la Guardia Nacional. Se dice que William Padilla conserva el “documento” en que se firmó el compromiso pactado: una caja de pilas abierta por la mitad y usada como papel para darle aspecto legal al acto. José Lacourtt dice que ese documento en realidad no existe o no tiene valor: “El mayor Panfill dijo, cuando las dos partes estuvieron de acuerdo en la entrega: ‘Para mí, lo que se acuerde aquí es válido’; es decir, que le estaba dando valor a la palabra empeñada”.

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“De bolas que no tenía validez de documento legal, ¿qué pretendían? ¿Que el cartón estuviera en una notaría de Caracas, en medio de una rebelión de gente en la selva?”, replica Néstor Perlaza, militante de movimientos sociales de Caracas que por esos días se instalaba en Tumeremo para hacer un registro de las luchas mineras. “Había que dejar constancia ante la Guardia Nacional de la devolución de las armas decomisadas a los gringos. William hizo eso para evitar una culebra mayor, ya que además de la toma le iban a poner los cargos a los mineros de robo y posesión ilícita de armas”. La gente de Nuevo Callao ha querido agregarle un cierre de leyenda al episodio: dicen que cuando uno de los “gringos” más despreciados era sacado del lugar custodiado por la Guardia, William Padilla cogió impulso y le metió un patadón tan fuerte en el trasero que después hubo que sacarle con esfuerzo la bota de obrero, atascada entre los glúteos. Que se sepa, es la primera y única vez que un movimiento popular venezolano expulsa una transnacional y dispone de sus instalaciones, sin más trámite que el enérgico acto fundacional de una toma. En los meses siguientes hubo intentos de desalojo por parte de la Guardia Nacional y más de un líder fue a prisión acusado de invasor. Cuando le llegó el turno del carcelazo a William Padilla el pueblo de Tumeremo se alzó, se paralizó el comercio y por la emisora Radio Rumbos se hicieron llamados a los organismos internacionales de derechos humanos; desde aquella remota región, a la que el centro político y administrativo del país siempre dio la espalda, llegaban noticias de una masacre, de brutalidad de los cuerpos represivos. Esa batalla también la ganó el pueblo organizado de Tumeremo, ya que los líderes fueron liberados y el desalojo no procedió.

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*** A finales de mayo de 1995, días después de la toma-rebelión de Nuevo Callao, un vehículo avanza por la Troncal 10, la carretera que conduce a Upata con el eje Guasipati-El Callao-Tumeremo-Gran Sabana, ese territorio lleno de oro y de gente luchadora. En las alcabalas se ha redoblado la vigilancia y el celo con todo lo que se desplace por allí, debido al tremendo impacto que ha causado la expulsión de una corporación inglesa por parte de un grupo de mineros y revoltosos. En una de las alcabalas, uno de los guardias se detuvo durante más tiempo de lo normal a observar dentro del carro, a cada uno de los cuatro viajeros. Hasta que uno de los ocupantes dijo: “Este caballero que está aquí es el nuevo párroco de San Miguel, lo llevamos para que se encargue de la parroquia”. El efectivo le pidió la bendición al cura y este lo bendijo con la señal de la cruz. Cuando el carro avanzó unos metros, estallaron las carcajadas: el falso cura era un Hugo Chávez Frías que había ido hasta allá, camuflado y clandestino, para recibir directamente de sus muchachos el reporte de los acontecimientos. Era el hombre de la gran rebelión continental aprendiendo primero del pueblo cómo es que se hace una rebelión de verdad, y no cuentos o teorías acerca de rebeliones improbables. Chávez no estuvo en Nuevo Callao, pero se reunió con varios de los tomistas entre El Callao y Guasipati, relata Héctor Franco, uno de esos tomistas y fundadores.

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La fundación Producto de una rebelión (la rebelión de 1995), coronada con una toma popular de minas y territorios que eran usados como hacienda privada por una empresa transnacional (la Greenwich Resources, de capital inglés), comienza a formarse

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en mayo de 1995 una comunidad minera. La “bulla” de Nuevo Callao convocó gente de muchos lugares del país, como suele pasar cada vez que se corre la voz de que fue encontrado un nuevo yacimiento, con la diferencia de que esta vez no se trataba de una veta recién descubierta. Se trataba de un sistema de minas activas y por descubrir expropiadas por el pueblo organizado a una empresa depredadora, que en su afán de ejercer dominio pleno sobre diecisiete mil hectáreas de territorio no permitía el paso ni el ejercicio de ninguna actividad a venezolano alguno. La otra diferencia era que los activistas y fundadores de la comunidad tenían una visión distinta a la de la mayoría de las zonas mineras. Por lo general alrededor de las minas se forman comunidades provisionales, sin vocación de permanencia; más bien campamentos portátiles y transitorios que son abandonados cuando merma la producción y se termina la “fiebre” del oro. En el caso de Nuevo Callao el sentimiento predominante era de fundación y permanencia. La gente que participó en la toma creía importante ejercer soberanía sobre un espacio ubicado relativamente a pocos kilómetros del Esequibo. Veintidós años después todavía viven en el poblado algunos de aquellos fundadores: Luis Gerónimo Marcano, María Teresa Hernández, Carlos Sarría; Vidal Betancourt, José Luis Sulbarán, Simón Pérez, Pedro Ruiz, Miguel González, Nancy García y varios otros. Este intento de reconstrucción histórica y actual fue realizado a partir de los testimonios de varios de ellos.

Las dos fundaciones El punto original de la fundación fue un sector que se llamó Pueblo Viejo, a orillas del río Botanamo. Entre este punto 141

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y Rancho de Zinc, que era la base de operaciones de los ingleses, hay que realizar un recorrido de unos cinco kilómetros por una carretera de tierra; en esa época no eran muy distintas las condiciones. Durante los primeros meses de la fundación hubo intentos de desalojo por parte de los cuerpos de seguridad del Estado, alegando que había demasiadas personas poblando las riberas de un río, y esto era considerado un crimen ambiental (“crimen ambiental” a poca distancia de donde funcionaba un monstruo que devastó por años la zona selvática). El río Botanamo va a desembocar al Cuyuní. La tensión entre los pobladores y las autoridades era permanente, pero el poblado comenzó a cobrar forma poco a poco, con más organización y criterio de comunidad que un campamento minero común y corriente. Había una escuela en la zona de Rancho de Zinc, y los niños y la única maestra eran llevados desde Pueblo Viejo hasta la sede de la escuela en helicópteros (pájaros, en el lenguaje local) alquilados a las compañías Ranger y Aerotécnica. La Ranger todavía presta servicios en Tumeremo y sus alrededores. Un día de 1996 se presentaron las autoridades sin ánimo de discutir más el asunto y comenzó un intento de desalojo a la fuerza. La población se movilizó para su defensa y el clima de represión encontró eco en Tumeremo, donde hubo un paro activo y protestas en la carretera nacional. Hasta que las autoridades decidieron negociar con los fundadores. Estos aceptaron retirarse de la orilla del río y adentrarse hacia la zona de las minas, donde fundaron dos espacios residenciales: Peladero 1 y Peladero 2. En estos dos espacios construidos en mitad de la selva, pero mucho más cerca de la zona de operaciones mineras, se encuentra todavía el núcleo más importante de Nuevo Callao. Allí viven varios de los antiguos fundadores, sus familias y personas que vienen a probar suerte con la minería.

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De ese mismo año data la fundación de la Asociación Civil Agrominera Sifontes, un ensayo de organización gremial de trabajadores de la pequeña y mediana minería.

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El campamento y zona de explotación de la Greenwich Resources había requerido el arrase de buena parte de la vegetación circundante, por razones operativas: utilizaron la madera para construir casas y para mover los molinos y otra maquinaria industrial, que era a vapor. Ha sido lenta pero sostenida la recuperación del bosque; ya las zonas donde se levantaban las casas de los “gringos” y algunos equipos abandonados pueden verse semicubiertos por la vegetación, y apenas pueden verse vestigios de las fundaciones. Los actuales pobladores también han hecho sus casas de madera. Todas están hechas de madera y techos de zinc. No hay nadie construyendo con barro u otros materiales. Todavía abundan los buenos palos de construir: pulgo, pardillo, algarrobo, caramacate, zapatero. Durante los primeros meses, al comenzar la explotación de las riquezas por parte de los pequeños mineros, hubo un impulso poblacional importante y en la memoria de los más antiguos ha quedado el recuerdo de los primeros expendios: había bodega, restaurant, frutería, venta de ropa, farmacia, servicio de radio transmisor para comunicarse con Tumeremo. Cada día se mataba una res y la carne se vendía entre la población. El bodeguero es el personaje más importante del circuito comercial de una mina, pues es el que vende comida a crédito a los trabajadores, quienes cancelan cuando comienza a aflorar el oro. No había dinero en esa alborada de Nuevo Callao; las transacciones se realizaban en oro. El oro como valor de

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cambio se usaba y todavía se usa para comprar casi todo lo que puede comprarse con moneda. No es el gramo (o grama) la unidad menor; un gramo de oro está dividido en diez “puntos” (es decir, cada una de las diez partes en que se divide un gramo es un punto). El peso de un punto es el de un fósforo; puede verificarse esta equivalencia en una balanza manual o electrónica. Rubén Sierra vendía catalinas, queso y otros alimentos y cobraba en puntos de oro. Lo mismo “El Gocho” Pedro Ruiz, que traía helados desde Tumeremo e iba de casa en casa y de barranco en barranco cambiando su mercancía por partículas de oro. La exploración inicial de lo existente fue ardua y a ratos mortal. Tres hombres bajaron sin protección a explorar una galería abandonada y caminaron sobre gruesas capas de guano de murciélago. A los pocos días dos de ellos fallecieron, presumiblemente de una enfermedad respiratoria, después de ponérseles la piel amarilla●

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ESTE LIBRO SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN OCTUBRE DE 2018 EN LA FUNDACIÓN IMPRENTA DE LA CULTURA GUARENAS - VENEZUELA LA EDICIÓN CONSTA DE 2.500 EJEMPLARES.

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