Cuerpos Descartables

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Diseño de Ja tapa: Sergio Pérez Fernández Ilustración de Carlos A. Sánchez

Sergio Gaut vel Hartman

Cuerpos descartables

~

Minotauro

A Graciela

HARVARD UNIVERSITY

WIDENER UBRARY

25453 IMPRESO

EN

LA

ARGENTINA

Queda hecho el depósito que previene Ja ley 11. 723. © 1985, Ediciones Mino· tauro S.R.L, Humberto J'! 531, Buenos Aires. ISBN 950·547·038·X

Índice

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ISIAS

CARAMELOS

IA NOVENA SINFONiA DE MACEDONIO

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CARNE DE CAÑÓN

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LOS TREPADORES

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PLURAL

LOS CONTAMINADOS

Islas Otro fracaso. González volvió arrastrándose, con una pierna cercenada a la altura de la rodilla. La dentellada del tiburón había quedado impresa en el muñón perfectamente cicatrizado. García, en cambio, murió por el camino. Lo sentimos. Era un buen tipo. Nos comimos lo que quedaba de González y sorteamos a la viuda. Martínez y yo tiramos seis y tuvimos que desempatar. Yo tiré un tres, pero él tiró un dos. En la cara de la viuda asomó cierta expresión de alivio. -¡Armaduras de corteza! Ustedes están locos. Una armadura de corteza no puede parar el ti-

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burón. -López se pellizcó la mejilla, su señal de desprecio por una idea ajena. -De acuerdo. Pero hay que suponer que los recursos de la arena son limitados; no puede tener. más que un número finito de armas. Si no aparece una trampa nueva esta vez se repetirán los remolinos, la incandescencia o los abismos. Nunca hubo una repetición inmediata. -Eso, más que locura, es imbecilidad. Los recursos de la arena no se repitieron en una secuencia ordenada, y sólo emprendimos cinco expediciones. ¿Quién se atreve a certificar que no volverá a ser el tiburón? Todos callamos. Lopez, envalentonado, prosiguió. -La arena debe· saber que el tiburón fue el arma más eficaz. Esta vez perdimos un hombre y medio, el otro día dos y medio. Por otra parte, la corteza no resistirá la incandescencia, y no impedirá que el hombre caiga al abismo. -Pero podríamos intentarlo igual -interrumpió Fernández-. Podríamos mandar un hombre con armadura de corteza y otro calzado con patines. -¡Brillante! ¿Y qué ·pasaría si Ja arena, por una vez, no respeta las reglas y se manda un doblete? Tiburón y abismo. ¿Cómo haría un hom-

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bre que baja los médanos a toda velocidad para franquear una grieta que se abre sorpresivamente en medio del desierto? Pérez-se levantó y se dirigió a López con un tono entre fastidiado y aburrido. -Usted, una vez más, propone que mandemos todo a la mierda, que nos olvidemos de Ja isla del sur, de las éxpediciones, de buscarle una salida a esto. -Sí--contestó López, rígido-, ¿por qué no? Pérez me pasó el largavista. La arena se había aquietado lo suficiente como para que pudiésemos ver Ja isla vecina, envuelta en Ja magia serena de lo fantasmagórico. Parecía una manzana cuidadosamente mordida hasta los trópicos, con el enhiesto cabo del mirador asomando en el polo norte y las ondas de arena lamiendo el pedestal, tímidas, mansas. Sobre Ja plataforma, apoyados contra Ja balaustrada y mirando a través de unos binoculares, había dos tipos. -¿Nos miran? -No, miran una isla que nosotros no vemos, situada al suroeste de la de ellos. Me sumí en un prolongado silencio que Pérez no trató de quebrar. Luego, impulsivamente, dije:

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~ERGIO(,,\( T \~El. llARTMAN

ISW\S

-Nos está vedado. Esto es un sueño hecho trizas de antemano. -Me sonó cursi. Pérez se encogió de hombros, me arrancó el largavista de las manos y se alejó de la plataforma.

bitada por seres inexistentes, de conducta imposible, inquietaba y excitaba. La risa bien podía interpretarse como una fuga de seguridad. Cuando cesaron las risas, las miradas convergieron en López; un López sorprendentemente cabizbajo y arrepentido. De todos modos, al dar las siete, sin permitir que las súplicas nos desviaran del cumplimiento de las reglas, lo agarramos entre varios y Sánchez le cortó tres dedos de cada mano. Poco antes de irnos a dormir, todavía dolorido, López admitió que lo que había escrito era un fraude, que nadie sabe cómo se llaman los habitantes de la otra isla, si se llaman de alguna manera, y que tampoco se sabe cómo actúan ante los heridos y los muertos.

Por una de esas casualidades que nadie busca ni provoca, encontramos un . manuscrito, un texto que López había estado escribiendo a escondidas: "Hemos fracasado. Definitivamente, es imposible atravesar el mar de arena. Johnson y Smith se han perdido en el último intento. Williams pudo regresar, herido, en estado desesperante. Aunque lo cuidamos con esmero murió al anochecer. Thompson enloqueció de rabia, y se puso a patear la arena. La compañera de Williams lloró abrazada al cadáver toda la noche. Lo sepultamos a cincuenta pasos de la isla. A lós pocos minutos el movimiento de la arena hizo imposible la identificación de la tumba. El silencio, como una sombra, se abatió sobre los náufragos Y Thompson se alejó aullando, en dirección equivocada... " Al concluir la lectura todos se echaron a reír s?noramente. Se codeaban con picardía, haciendo muecas de complicidad. Era lógico que la ficción de una realidad diferente, una isla ha-

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Los hombres se alejaron de la isla a diferentes velocidades, rumbo al sur. La isla más cercana nos ha parecido desde el principio la más accesible. Aunque tal vez deberíamos probar alguna otra opción: por ejemplo un camino más largo, que podría estar libre de tiburones, remolinos y otros peligros mortales. Gutiérrez caminaba pesadamente. La corteza, a pesar de ser liviana, le dificultaba el paso. Tardó toda la mañana en avanzar un par de kilómetros.

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Al otro, a Domínguez, lo perdimos de vista y lo recuperamos varias veces. Subía y bajaba los médanos con mucha gracia. Por fin, casi a mitad de camino; desapareció en una depresión y no volvió a ascender. Entonces nos concentramos en el fatigado Gutiérrez, que se tambaleaba bajo el sol. A simple vista parecía una manchita oscilando en el amarillo uniforme del desierto. El largavista pasaba de mano en mano para revelar que la manchita era un hombre protegido por Ja armadura de corteza y que a pesar de la protección tenía miedo y sufría. De repente la arena se arremolinó en torno de Gutiérrez formando una ampolla donde un segundo antes no había otra cosa que una superficie lisa y brillante. La burbuja era de una rara transparencia y lo envolvió por completo. No tendría mucho. más que un grano de grosor porque, a pesar de la distancia, vimos cómo el hombre se debatía y lanzaba maldiciones mientras golpeaba sin éxito la esfera. La gente de la isla tejió teorías y explicaciones. La más plausible parecía ser la que se inclinaba por un aumento de la radiación solar actuando sobre la arena, transformándola en una retorta rigurosamente sellada, elástica, de ten-

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s1on superficial desmesurada y capacidad de transformación casi infinita. Otra, sólo sostenida por López, aseguraba que la burbuja no era más que uno de los tantos espejismos que vagaban entre las islas y que esta vez se había interpuesto entre la isla y Gutiérrez. Pero todos estuvimos de acuerdo en ver un nuevo enemigo y en catalogarlo como tan eficaz contra la armadura.de corteza como contra los veloces patines-trineo. Cuando Gutiérrez dejó de agitarse, la burbuja se desmoronó abruptamente. El cuerpo quedó rígido sobre la arena; una escama un poco más oscura en el lomo de un pez. Sumando experiencias nos convencimos de que la única solución psoible sería cavar un túnel dtbajo del desierto. La arena podía reclamar la superficie como propia, pero nunca tendría· el mismo control sobre el subsuelo, de donde estaban excluidos los cómplices: el viento y el sol. -¡Presunciones! -López gesticulaba revoleando las pinzas.- Vamos a suicidarnos de puro presuntuosos. Nada, repito, nada nos permite suponer que la conducta del desierto se relaciona con el viento o el sol. Los efectos pue-

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den ser el producto de una fuerza invisible o de un agente local que hemos estado activando nosotros mismos por simple e improbable azar. La gente empezó a inquietarse. López siguió, cada vez más entusiasmado: --Somos menos que bacterias contra un cuerpo sano. El desierto no necesita utilizar todos los recursos de que dispone. Basta con un meneo de la piel del lomo ... Sánchez se adelantó. Buscó con los ojos la aprobación de los notables de la isla, sacó del bolsillo un extraño instrumento (algo así como una combinación de tenazas y navajas unidas por un resorte) y cazó la lengua aleteante del orador, cercenándola con un chasquido. Empezamos a cavar, amontonando arena a los costados del pozo. Algunos hombres tuvieron a cargo la tarea de acopiar listones de madera para utilizarlos en el futuro como puntales. El desasosiego causado por el episodio de López cedió el lugar a una actividad febril. La gente trabajaba con palas, pero también con rastrillos, con cucharas, con las manos. Era como si el hecho de arrancarle arena al desierto simbolizara una forma de venganza contra padres particularmente odiados.

!SI.AS

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La arena, inofensiva, flotaba como polen en la limpia atmósfera matutina antes de posarse en el suelo. Hacia mediodía reemplacé a Suárez en el mirador, y casi inmediatamente vi una columna de personas que abandonaba la isla vecina y se dirigía al suroeste. Eran cientos, miles. Durante varias horas los miré absorto. Caminaban recortados contra el horizonte, como si en vez de hombres y mujeres fueran hormigas; una corrección irreal empujada por una fuerza anónima, como la crecida de un río o un devastador incendio forestal. Estaba tan fascinado por el movimiento de aquella gente que advertí demasiado tarde que una lengua se levantaba de la arena, giraba en el aire como una tromba, se enroscaba imitando las serpentinas y terminaba engulléndolos. De buenas a primeras ya no hubo más que bruma entre el cielo y el desierto y ningún objeto, ningún sentido, ninguna lógica en cavar un túnel para llegar a la otra isla y encontrarla vacía. Pero nadie me creyó. La efervescencia generada por el trabajo había crecido en progresión geométrica. Parecían hipnotizados. A cada uno de mis intentos de reclamar atención sujetando

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un brazo o tironeando una manga, seguían sacudidas eléctricas acompañadas por gruñidos inarticulados. Hablé a los gritos de la columna que había abandonado la isla vecina dirigiéndose al suroeste y del comportamiento de la arena que se los había tragado. Quizá me oyeran pero, poseídos como estaban por la fiebre del trabajo, ninguno me escuchó. Y si alguien entendió lo que yo decía, no lo creyó. Siguferon cavando y penetrando la arena, por lo que, cansado, volví a la plataforma y al escrutinio del desierto, ahora vacío, calmo, haciendo (y esto me pareció ridículo) honor al nombre. Sólo después de un largo rato noté que Pérez estaba a mi lado. Le pasé el largavista y empecé a contarle lo que había hecho la arena con los habitantes de la isla vecina. -Ya me enteré -me dijo-. Pero allá abajo no hay clima para discusiones. Sánchez ya no cava y amenaza con el dichoso aparatito a todo el mundo. López gesticula tratando de convencer a la gente de que la tarea emprendida es descabellada. La arena está sospechosamente dócil. Eso no presagia nada bueno. Me concentré en el paisaje tratando de aprovechar la cristalina transparencia de la atmósfera a falta del largavista. Pero nada había cambiado

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desde la masacre. Pérez tenía el ceño fruncido; se comportaba como si esperara algo concreto: la burbuja formándose delante de nuestros ojos 0 el tiburón saltando con las fauces abiertas. Al rato comprobé que mi acompañante no apuntaba al horizonte sino que miraba un punto al pie de nuestra propia isla, alguna escena que se desarrollaba entre los que cavaban. Antes de que le pidiera el instrumento, él me lo tendió. -Mire eso. Vi a Sánchez persiguiendo a López y a López zigzagueando entre los médanos. Iban hacia el mirador, y en los ojos del perseguido, que se alzaban repetidamente en demanda de auxilio; creí descubrir una expresión de terror ciego. López trepó con cuatro peldaños de ventaja señalándose la entrepierna con los pulgares, y en cuanto alcanzó la plataforma se colocó detrás de mí. Sánchez, enfurecido y con el aparatito empuñado, trató de hacerme a un lado para cazar al pobre López. Como soy más débil que Sánchez estoy seguro de que nada le hubiera impedido salirse con la suya. Pero justamente en ese momento ocurrió un suceso imprevisto que desvió nuestra atención. Frente a la isla se estaba formando un cuchillo de arena. El cuchillo absurdo e incomprensible

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avanzaba sobre la gente que, ajena a todo, seguía cavando. Pérez y yo gritarnos hasta desgañitarnos, inútilmente. En pocos segundos hubo una multitud de muertos y mutilados. El cuchillo, silencioso, se inclinó ligeramente y empezó a bordear la isla, siempre cortando. Ante nuestra mirada atónita completó la circunferencia y se alejó por donde había venido, no sin antes rematar a los heridos que encontraba en el camino. Nos mirarnos aterrados. Hasta Sánchez parecía haber abandonado toda intención hostil hacia López. Pérez aprovechó ese momento ciego para arrebatarle el precioso mutilador, arrojándolo mirador abajo, en dirección al desierto. A los pocos minutos notarnos que la isla se alejaba de los muertos y del pozo que la gente había estado cavando. Algunos pocos sobrevivientes corrieron tras la isla, pero ésta aceleraba y ninguno pudo alcanzarla. La isla se detuvo veinticuatro horas después, en un lugar del desierto que no tenía puntos de referencia. No había otras islas alrededor. El cielo presentaba un aspecto extraño, sin nubes ni estrellas. Nos dispusimos a esperar. -Basta de expediciones -dije. -De acuerdo -aceptó Pérez. Sánchez y López asintieron en silencio, aun-

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que por diferentes razones. Sáncliez parecía muy consternado por la pérdida del aparato. No tardarnos en adaptarnos a la nueva situación, y al cabo de una semana recibimos la visita de cuatro pájaros de arena que sobrevolaron la isla y dejaron caer otras tantas mujeres sobre colchones de paja que habíamos preparado expresamente. Consideramos que López no podría tirar los dados y que por lo tanto se quedaría con una morocha bizca que ninguno de nosotros quería como compañera. Pérez tiró un cuatro. Sánchez y yo tiramos cincos. En el desempate él tiró un tres y yo un dos, pero no me importó. Sánchez tiene muy mal gusto para las mujeres y yo sabía que me dejaría la rubia de pechos grandes.

C:ARA,\tEl.O~

Caramelos

Ahora todo se deforma, como en un sueño mal recorda_do. Pero mientras sucedía se ajustaba a reglas lógicas, tenía cierta coherencia interior era creíble. ' Empezó cuando llevábamos unos pocos meses de casados. En aquel entonces teníamos tan poco dinero que nuestra única diversión consistía en recorrer las calles y avenidas mirando vidrieras. lrma enfrentaba la tortura de no poder comprar con un buen humor admirable. Invariablemente regresábamos a casa con la. sensación _de haber perdido algo por el cammo. Una tarde de tantas, hartos de túnicas y san-

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dalias -pero en silencio, porque no teníamos nada mejor que ofrecernos--, nos detuvimos frente a un negocio antiguo, de vidrios sucios e iluminación deficiente, que sin embargo contenía una buena cantidad de sillones de diseño moderno. Había sillones tapizados en pana y raso, sillones de cuero, con armazones de madera, de cromo, y un juego de hierro forjado con almohadones rojos de seda. Una variedad enorme de sillones colmando un local que cualquier comerciante astuto habría convertido en tres. Nos pareció raro que no hubiese vendedores a la vista, pero la curiosidad nos venció, y entramos. -¿No hay nadie? -pregunté en voz alta. Irma se aferró a mi brazo, insegura. -Para· qué llamás, si no vamos a comprar nada. ' -Pregunto un precio y salimos. Le quiero ver la cara al vendedor. -Vámonos ahora. Este lugar me da miedo. --Si salimos sin preguntar algo haremos el ridículo. Pero pasaron dos o tres minutos silenciosos, inmóviles, que sólo sirvieron para aumentar la incomodidad. Irma miraba hacia la calle con los· ojos muy abiertos y yo trataba de comprobar si

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CARAMELOS

el bulto que yacía en un diván azul, al final del salón, era el bendito vendedor que dormía la siesta. Me armé de valor -aunque sabía que lo único a vencer era mi timidez-, y caminé entre los sillones arrastrando a Irma. No había dado más de cinco pasos cuando el vendedor se levantó refregándose los ojos y nos miró desconcertado. Como almohada había estado usando una bolsa de caramelos y las irregularidades del celofiín le marcaban la cara corno cicatrices. -¿Qué desean? -Un juego de sillones -dije-. De cuerina, corno ésos. -Sefüllé un par de sillones marrones, vulgares y sin gracia. El vendedor cabeceó sin mirarlos y luego de una pausa dijo una cifra. Era una cifra muy alta, algo más de lo que ganábamos Irrna y yo sumando nuestros sueldos. -Es muy caro-dijo Irma-·. Lo vamos a pensar. -Sí, sí -dijo el vendedor-. Vuelvan cuando quieran. -·-Era evidente que se había dado cuenta de que no éramos compradores aun antes de interrumpir la siesta, pero no parecía guardarnos rencor por eso. Sonrió desganadarnente y pudimos apreciar que no era mucho mayor que nosotros. -Perdone la molestia -dije dándole la espalda, y tornando a Irrna de la mano carnina-

rnos hacia la calle-. Buenas tardes -s~surré. -Esperen -dijo el vendedor-. Llévense unos caramelos. -Tornó la bolsa y la rasgó con brusquedad-. Gentileza de la casa. -No se moleste -dijo Irrna. -No somos aficionados a los dulces -dije, con desconfianza. -Por fuvor -dijo el vendedor. Había algo de SÚ· plica en el tono con que lo dijo. Volví sobre mis pasos, metí la mano en la bolsa y agarré un caramelo. -Gracias. -Agarre más. -Ahora el tono era perentorio.- Usted también ... señorita. ¿O señora? -Señora -dijo Irrna extendiendo la mano. -Lleven para los chicos -dijo el vendedor. -No tenernos -dije. -Ya vendrán. Y siempre hay sobrinos, los hijos de los amigos ... No sean tímidos. Terminamos llevando una docena de caramelos. Comimos varios en el camino de regreso a casa, riéndonos de nuestra propia estupidez. Durante aquel otoño recordarnos el episodio una que otra-vez, y siempre servía corno excusa para reír y comer caramelos. -No tenernos donde guardar las cosas -se quejó Irma.

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-Liquidá un poco de ropa vieja -dije distraídamente. lrma me miró un momento, como para justificar el tránsito del fastidio a la simpatía. -¿Sabés que no es una mala idea? Revolvió el placard a conciencia. Una hora después tenía una montaña titulada "esto puede servir" y un montoncito titulado "esto no sirve para nada"; había perdido demasiado tiempo considerando posibles reformas sin reparar en los años y los kilos transcurridos. -¿Te acordás de este saco? Acá a la vuelta hacen arreglos ... -Está pasado de moda, Irma. No pensarás que voy a ir a la oficina disfrazado de tanguito. --Se usan más justos. -¡Haceme el favor! Tirá esa reliquia a la basura. Irma se encogió de hombros resignada. Sostuvo el saco de las solapas, tal vez imaginando que podría aprovecharse la tela para hacerle bermudas a uno de los chicos. ¡La ropa está tan cara! Finalmente decidió aceptar mi opinión, pero después de colocar el saco en la pila "esto no sirve para nada" cambió de idea. -¿Qué hacés? -dije espiando por encima del diario.

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-Le reviso los bolsillos. Vos tenés la costumbre de olvidar dinero en cualquier parte. --Si encontrás algo seguro que está desmonetizado. ¿Sabés cuánto hace que no uso ese saco? -Años. -Frunció el ceño y sacó algo ovalado de un bolsillo interior. -¿Qué es? -¿Recordás estos caramelos? --Sí. Es uno de los que nos dio el vendedor de la mueblería. Creí que los habíamos comido todos. -Parece que no. Qué risa. ¿Lo querés? --Guardáselo a los chicos. -¿Uno solo? ¿Para que se peleen? Además está viejo. Mejor comételo vos, tenés tripas de hierro. -Irma lo desenvolvió con cuidado y me lo alcanzó. Pero vi algo en el papel que me llamó la atención. -Hay algo escrito -dije. --Será una viñeta, como la de los chicles. -Pero los otros no eran así. -Leí con dificultad; la letra era casi microscópica.- Mirá qué raro. Es una invitación a una fiesta campestre. -¡Qué lástima! Entonces rios la perdimos. -Es para el sábado que viene -dije con tono sombrío.

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CARAMELC>S

-Fue hace como cinco años. Estará equivocado. -Está impreso, clarito. Sábado 14 de noviembre. A menos que sea un error. --Si fuera un error no diría sábado. Hace cinco años el 14 de noviembre fue domingo. -Irma hablaba con aplomo de temas matemáticos. Era profesora de un colegio secundario, y jugando con los números me superaba con facilidad. Tenía un calendario perpetuo en la cabeza y manejaba el ábaco con más destreza que yo una calculadora. -Pero el error pudo cometerse el año anterior. -Estás equivocado. Hace seis años el 14 de noviembre fue viernes porque los bisiestos saltean un día de la semana a causa del 29 de febrero. La última vez que el 14 de noviembre cayó un sábado fue en 1970. Me di por vencido. El papelito invitaba a una fiesta campestre a realizarse dentro de dos días en un lugar del oeste bonaerense que yo nunca había oído nombrar. -Vayamos -dijo Irma contra toda lógica. -¡Estás loca! No sabemos dónde es, ni quiénes son ... -Vos te metiste en la mueblería de puro cu-

rioso. Aquí se indica un punto de reunión muy preciso y ahora la que está intriga~a soy yo. Sería interesante comprobar s1 mantienen la promesa, tanto tiempo después. Dale. . . Era un disparate. Y un disparate sm gracia. Pero tampoco tenía argumentos para forzarla a desistir. Cuando a mi mujer se le mete algo en la cabeza es cuestión de seguirle la corriente o soportar las consecuencias. -De todos modos se me ocurre que no va a haber nadie -insistió para justificar el capricho. --Sos capaz de levantarnos un sábado de madrugada, el único día ·que podemos dormir si~ remordimientos, para comprobar si un papelito ... ¡Por favor! -No es tan temprano. En el papelito dice "once horas"; con levantarnos a las nueve ... Podemos aprovechar bien el día ... Si la cita es una broma podemos ir a la quinta de tu sindicato, en La Reja ... Hago empanadas. Claudiqué, perdida toda esperanza. Por lo menos no era una broma. Nunca había visto el puente de Pringles tan concurrido. Parecía una manifestación política, y las caras que me resultaban familiares ya habían superado la

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media docena. Gente del barrio, seguramente. -¡Irma! -exclamó una mujer mayor a la que yo conocía de vista; una profesora del colegio, pensé. -¡Raquel! ¡Qué sorpresa encontrarte aquí! -Irma estaba encantada.- ¿Cómo te enteraste? -Raquel contó una historia confusa: el primo, un llamado telefónico ... Los chicos me pidieron caramelos y perdí el resto de la explicación. Cuando volví del kiosco Irma estaba hablando con una mujer que habíamos conocido el año anterior mientras veraneábamos en Necochea. Pensé que una gran organización secreta, tal vez una secta religiosa sórdida, estaba detrás de todo el asunto. --¿Y los chicos? -preguntó Irma. -Los traje. Miralos. Había dos tipos con aspecto de sindicalistas sentados en sillas tijera y acodados en una mesita. Contestaban de mal modo a las preguntas de la gente, pero parecían los únicos que estaban al tanto de lo que pasaba. Me acerqué en pie de guerra. -¿Alguno de ustedes es flautista? -No -dijo extrañado el más corpulento-. ¿Por?

(.ARAMEl.O~

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-Por nada. Y Hamelín, ¿les suena? -En absoluto -dijo el otro, petiso Y. calvo. Pero la pregunta le debió sonar graciosa, porque sonrió. Era la prueba que necesitaba. Hasta ese momento me había sentido como un pobre paranoico, un exagerado que se pone en ridículo por pura falta de imaginación. Pero se trataba de profesionales, sabían cómo manejarnos. -Aquí hay gato encerrado -le susurré a Irma apretándole el brazo-. No vamos. -¡Estás loco! Han venido casi tocios los profesores del colegio ... -Y muchos vecinos del barrio que me conocen desde chico. Igual no vamos. Es una trampa. -¡Por favor! Aquí tengo los pasajes. -¿Encima pagaste? --Son pasajes gratuitos. ¿Qué mosca te picó a vos? Los chicos co.rreteaban por el puente. Seguía llegando gente. En algún momento el petiso y calvo se levantó, plegó la silla y señaló una escalera metálica oxidada y vetusta que juro no haber visto antes en ese lugar. La gente empezó a bajar e Irma fue ele los primeros por lo que no tuve más remedio que seguirla. Desembocamos en un andén estrecho, precario, formado con ta-

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CARAMELOS

blones colocados sobre una estructura tubular. La masa humana empujaba en todas direcciones, y a pesar de mis esfuerzos me vi separado de Irma y los chicos. Lamenté no haber tenido por lo menos a uno de ellos en brazos: los imaginaba asfixiados por la multitud. Sin embargo Irma estaba tranquila, me hacía continuas señas con la mano y sonreía. Traté de remontar la corriente pero los bolsos de ropa y comida complicaban la tarea. Cuando comprendí que sería imposible acercarme opté por anunciar a los gritos que nos reuniríamos en el tren, que yo ocuparía los lugares necesarios con los bolsos, que no se apuraran, que dejaran subir al resto de la gente. Justamente en ese momento el tren ingresó en la "estación". Encajonado entre los muros altos y los vagones, y apretujado por la multitud, me sentí el personaje de un film de Losey. Soy el otro señor Klein, pensé. En cualquier momento llegarán los de la Gestapo y me coserán una estrella de David en la manga ... Este tren nos reserva un recorrido atípico: Moreno, Luján, Dachau, Treblinka, Auschwitz. Esta forma de autocompasión no parecía el mejor método para levantarme el ánimo. Por suerte la puerta del vagón quedó cerca de don-

de yo estaba, y fui uno de los primeros en subir. Ocupé un asiento triple y me asomé por la ventanilla luego de acomodar los bolsos. Me llamó la atención que subiera tan poca gente, pero lo atribuí a las aglomeraciones y desencuentros. Cinco minutos después el vagón seguía casi vacío, y los únic'Os pasajeros eran hombres solos, separados de sus familias. Estábamos como acorralados, en una situación precaria, hablando a los gritos por sobre un mar de cabezas. Parecíamos reclutas confundidos, a punto de ser enviados al frente sin instrucción militar. Varias veces traté de acordar con Irma puntos de reunión alternativos, pero ella parecía estar cada vez más lejos y mis palabras, mutiladas por la distancia, le llegaban tal vez entrecortadas, imprecisas. Finalmente comprobé que, en efecto, nos separábamos más y más porque el tren, silenciosamente, se había puesto en marcha. Los vagones posteriores llegaron al extremo del pequeño andén improvisado y la estación quedó atrás. Perdí todo rastro de prudencia y procuré lanzarme del tren, pero una serie de factores tan simples como imprevisibles se confabularon para impedírmelo. Estaba en la parte central del vagón y grandes pilas de bolsos me cerraban el

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GAtrr \'Et 1-IAHTMAN

paso en ambas direcciones. Cuando logré sortear los obstáculos encontré trabadas las puertas de ese lado. Y después fue demasiado tarde: el tren marchaba a una velocidad taV que tirarme en esas condiciones habría sido un suicidio. Descarté la idea de abandonar el tren y decidí esperar una parada o el final del viaje para regresar a casa en el primer servicio descendente disponible. Por ef momento no parecía haber mejor entretenimiento que observar a mis compañeros de infortunio. Casi todos tenían un aspecto mustio, marchito. Pero, aunque estaban confundidos y desanimados, no se hubieran diferenciado de h clase de pasajeros que viaja en tren rumbo al trabajo. Habían aceptado la rareza de la situación con filosófica pasividad, y por lo que pude ver ninguno de ellos había tratado de saltar. Me pareció lícito admirarlos en silencio. Contemplaban el paisaje por las ventanillas con absoluto desapego, como si en lugar de un viaje a lo desconocido estuvieran paseando por una galería comercial. O como si esas líneas paralelas de color gris que iban quedando a nuestras espaldas formaran parte de una rutina diaria. Y sí, pensé, por qué no; cuando subí había varios pasajeros acomodados, que bien podían

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haber subido en la cabecera confundiéndolo con un suburbano regular. Pero el tren no paró en ninguna estación. Es un rápido, pensé para levantarme el ánimo. No tenía sentido atormentarse con ideas n.egativas. El tren llegaría a destino ... El paisaje fluctuó. Villas de cartón, villas de chapas; zonas residenciales, zonas fabriles, campos hasta el horizonte. Me angustiaba pensar que cuanto más lejos me llevara ese maldito tren, más tardaría en reunirme con Irma y los chicos. Algunos de mis acompañantes leían el diarío y otros dormitaban. No me atrevía a encarar a nadie. Finalmente decidí pasar al vagón contiguo; quizás allí la gente no fuera tan apática y alguien tuviera una explicación para lo .que nqs estaba pasando. En el otro vagón había mujeres, no muchas, como si un ordenamiento lógico pero desconocido hubiera separado a las víctimas por sexo. Tenían rostros comunes, casi borrosos, el tipo de cara que resuita difícil de recordar apenas se cierran los ojos. En lugar de personas bien podían ser el producto de una pesadilla. Y así, la idea que había estado pugnando por entrar en el círculo de la conciencia terminó

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por imponerse: yo estaba soñando. Uno de esos sueños vívidos, que parecen reales y son capaces de incorporar hasta las reflexiones sobre la naturaleza de los sueños, me había tomado por asalto. Estaba atrapado en una pesadilla capaz de alimentarse de sí misma y al mismo tiempo destruir todos mis intentos por despertar. -Escúcheme -le dije a una mujer de cierta edad que me pareció confiable-. ¿Usted entiende esto? -¿Sí? -La mujer no separó la cara de la ventanilla; estaba como hipnotizada. Los cables de alta tensión ondulaban paralelos y cadenciosos entre las torres, configurando un esquema de aislamiento rítmico e inhumano. Comprendí que no lograría nada con ella y me acerqué a otra. -¿A usted también la cazaron con la trampa de los caramelos?-le pregunté estúpidamente. -¿HmÍnm? -La mujer me miró a los ojos y mis párpados cayeron; noté que se le habían borrado las facciones. O tal vez no fuera así y mis sentidos empezaban a jugarme malas pasadas. Veía planos que se cortaban en puntos distantes, fuera del tren, y formaban ángulos borrosos, inconclusos. Cuando logré reaccionar y ya me disponía a

CAMMELOS

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pasar al vagón siguiente noté que el tren se detenía. Me asomé por la ventanilla y comprobé que entrábamos en una estación de pueblo. Por el tiempo de viaje deduje que no podíamos estar más allá de Merlo, pero el andén, corto e irregular, no se correspondía con ningún lugar que yo conociera. Tal vez, me dije, hayamos tomado por un desvío; debe ser eso. Traté de leer el cartel que suele haber en los extremos de los andenes o sobre la oficina del jefe, pero no vi nada. Un lugar anónimo. El tren se había detenido sobre una vía única que se perdía en el horizonte, y su arribo debía constituir un acontecimiento importante porque se había congregado una multitud para recibirlo. Hombres y mujeres agitaban los brazos alegremente y voceaban nombres que yo no alcanzaba a identificar. Mis compañeros de viaje, en cambio, parecían aturdidos. Unos pocos se habían levantado de los asientos y miraban hacia afuera e:i.:trañados, como si la cosa no fuese con ellos. Agarré los bolsos y bajé del tren. Caminé unos pasos por el andén con la intención de preguntar en la boletería si ese u otro tren regresaba a Buenos Aires y cuándo. En virtud de la larga serie de acontecimientos nefas-

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tos que parecía perseguirme estaba dispuesto a aceptar respuestas como "mañana'', '.'dentro de una semana" o "ése fue el último viaje" ... Una mujer joven, de largo pelo negro, se desprendió de la multitud y vino rectamente hacia mí, interrumpiendo el hilo de mis pensamientos. -¡Bela, por fin! Cuando dijo Be/a sentí que un escalofrío me corría por la espalda. ¿Se estaría refiriendo a mí? Miré a los costados y comprobé que era el único pasajero que había descendido. Pero no me llamo Bela. Hasta ese momento estaba seguro de que mi nombre era otro, aunque no lograba recordarlo. Bela me sonaba a húngaro, un nombre ridículo, como de fantasía, adecuado tal vez para un actor de películas de terror, no para una persona normal. -¡Querido! -exclamó la mujer abrazándome con fervor y besándome en la boca. Sentí su lengua aguda abriéndose paso entre mis dientes; tenía gusto a naranja-. ¿No estás contento de haber vuelto a casa? -No. No sé -balbuceé. -Bela, siempre el mismo atont~do. Vamos, no te quedes ahí parado como un pavo. Tironeó de mi mano riendo con descaro. Era

una mujer de una belleza silvestre, agresiva, que en otras circunstancias me hubiera atraído irresistiblemente en lugar de amedrentarme. Me limité a seguirla. Cuando abandonábamos la estación miré hacia atrás y descubrí que era el único que había bajado del tren. La gente se desconcentraba en silencio y la fiesta podía considerarse terminada. El tren se puso en marcha. Era evidente que me había apresurado y estaba aún más comprometido que antes. La mujer me condujo por la única calle del lugar hasta una especie de supermer_~ado que estaba en la esquina, frente a la estac10n. Pasamos por delante de una pila de cajones vacíos y el~a empujó una puerta vaivén de vidrio. En la ~ªJª había un hombre mayor, de unos sesenta anos, que nos miró inexpresivamente. Atravesarnos el salón de ventas sin saludar a nadie, casi a la carrera, y subimos por una escalera escondida entre latas de dulce de membrillo. La escalera conducía a un entrepiso que bordeaba todo el local, pero ése no parecía ser el punto final de_nuestro viaje. La mujer se detuvo ante otra puerta y la abrió con una llave que había sacado del bolsillo del jean. -Vení--dijo tironeándome una vez más. Era

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una provocación. Yo sabía lo que venía a continuación, pero todavía no había logrado poner mis pensamientos en orden como para hacer alguna pregunta coherente. Me llevó a un cuarto en penumbras, bastante limpio a pesar de que se hallaba abarrotado de mercaderías. Dejé los bolsos sobre una mesa y me acerqué a ella. Llevó mis manos hasta sus pechos y me indujo a que se los apretara. Esa conducta me descolocó de tal modo que me moví con mucha torpeza y pateé una hilera de botellas vacías. Las botellas rodaron interminablemente y cayeron a la planta baja rompiéndose con gran estrépito. Contrariamente a lo que supuse, a nadie le preocupó lo sucedido, y nadie nos reprendió; hasta me pareció que había risas divertidas y comentarios intencionados, tal vez referidos a lo que podríamos estar haciendo arriba. -No sabés cómo te extrañé -dijo la mujer sacándose el suéter de lana. Como imaginé, no usaba sostén. Tenía pechos en forma de gota, con pezones y aureolas diminutos. -¿Te parece un buen lugar para hacerlo? -Mientras pronunciaba esas palabras sentí un hormigueo en la lengua. Una porción de mi mente pensaba otra cosa, tal vez una respuesta

adecuada, algo así como: "No pudiste haberme extrañado porque no nos conocemos." · A partir de ese momento toda la escen~ se desarrolló en dos planos paralelos: yo decia algo diferente de lo que pensaba y a ella le parecía lo más natural del mundo. Nos conocíamos desde hacía varios años, estábamos casados, vivíamos en los altos del supermercado -aunque durante mi ausencia nuestra habitación se había aprovechado para almacenar mercaderías-, ella era la hija del propietario y se llamaba Mari. -¿Ganaste mucha plata en Buenos Aires? -Mari me apoyaba los pechos en el brazo; s~ntí la dureza de los pezones, aunque traté de reprimir mi excitación para no perder la cabeza. Aún confiaba en poder explicarle la verdad de la situación, que estaba confundida... -Algo. Pero vos sabés que un kiosco de cigarrillos y golosinas no es la clase de negocio que permite hacerse rico en poco tiempo. -No me escribiste ni una carta. -Tenía el kiosco abierto día y noche. Dormía en el kiosco. -Yo quería hablarle de Irma, de Jos chicos; decirle que trabajaba en una inmobiliaria y que me llamaba Abe!, no Bela. Ahora ya no pensaba en pesadillas, sino en una larga amnesia, una bifurcación en algún punto del ca-

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mino. Sin embargo retenía mi pasado, recordaba los años de mi niñez. -Malo; no me trajiste ni un caramelo. -Era el colmo. Revisé los bolsillos del pantalón y encontré los caramelos que había comprado para los chicos en la esquina del puente de la calle Pring!es. Le di uno.- ¡Qué lindo! -dijo Mari-. En el papel hay un mensaje de la buena suerte. -No sabía que los caramelos venían con mensaje -susurré. Mari terminó de leer el papelito y una sombra le cruzó la cara. -¡Idiota! -Tiró ei envoltorio y salió corriendo, con los pechos al aire, desentendidos de los dramas humanos, felices. Recogí el papelito y leí el mensaje: "Este hombre la engaña con una mujer que se llama Irma." Bajé tratando de pasar inadvertido. Cuando llegué a las cajas observé que Mari estaba hablando con un hombre joven que yo no había visto al entrar; el hombre no parecía impresionado o molesto o excitado porque Mari tuviera el torso desnudo. Ella ni me miró. Salí a la calle y vi que ya se estaba poniendo el sol. No tenía objeto volver a la estación de ferrocarril, por lo que me alejé del pueblo a campo traviesa. A lo lejos divisé una ruta por la que pasaban coches y camiones.

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No fue difícil hacerme llevar por un transportista de hortalizas que iba a Buenos Aires. ¿Las cosas se estarían encarrilando, por fin? Esperaba que Irma no se hubiera puesto excesivamente nerviosa al ver que me iba en el tren, . aunque seguía sin entender por qué ella y los chicos no habían subido. Conté los minutos que me separaban de casa. Todo se arreglaría. El camionero era muy locuaz e interrumpía continuamente mis pensamientos. Traté de ser educado asintiendo y sonriendo de vez en cuando. Hablaba del precio de la verdura, de mercados de concentración... Quizás algo que él dijo, o mis propios nervios, me llevaron a un descubrimiento. Bela no es otra cosa que un anagrama de Abe!. ¡Y Mari de Irma! ¡Ahora los rasgos del sueño se afirmaban! ¿Qué significado puede tener verse separado de la familia por culpa de un envoltorio de caramelo, embarcado_ en un tren irregular, obligado a realizar un viaje sin sentido hasta un pueblo que no figura en los mapas, tironeado por una loca que dice ser tu mujer... ? Me dejó bastante cerca de casa. Pero me sentía perdido, como si hubiera estado mucho tiempo fuera de la ciudad, y no unas pocas horas. Llegué a casa a eso de las nueve. El portero es-

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taba sacando la basura y ni me miró. El corazón me latía con fuerza; estaba muy ansioso y me pareció que el ascensor se movía con exagerada lentitud. Cuando por fin llegué· al departamento me detuve a escuchar. Aparentemente no había nadie. Estarían todos en la casa de la madre de Irma. Puse la llave en la cerradura y la hice girar. Yo no vivía allí. Nunca había vivido en ese lugar. Una mujer mayor se me acercó, aterrada. -¿Usted ... ? --Señora -articulé con dificultad-: discúlpeme; me debo haber equivocado... soy nuevo en el edificio, ¿sabe? No entiendo lo que pasó. Mi llave abre su puerta... Es una casualidad. -Le tendí la· llave, pero la mujer retiró la mano. La llave cayó sobre la alfombra, en silencio. ¿~~guía el sueño, la pesadilla? La mujer retroced10, como si yo fuese un aparecido. Le di la espalda y salí corriendo de allí. Bajé por la escalera y paré un taxi al llegar a Ja vereda. Iría a la casa de mi suegra. Era el único lugar lógico. No quería ni pensar en lo que acababa de pasar en el departamento. Hablaría con Irma y todo se aclararía. Pero la sensación de angustia se repitió ante el llamador de bronce de la casa de mi suegra.

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Ahora sabía de qué se trataba. Había algo irremediablemente desfasado en el modo en que se habían ido desarrollando los acontecimientos, y un sentido extra, una capacidad ignorada hasta ese momento, me ponía sobre aviso. Ya empezaba a ser capaz de descifrar los mensajes. Por suerte fue Irma quien atendió a los golpes de la manito de bronce. -¡Querida! -exclamé temblando-. ¡Por fin! -Irma me miró, primero con asombro, luego con espanto. -Usted... ¿quién es? -¡Irma! ¡Soy Abe!! -No lo conozco. ¿Qué quiere? -El tono·era duro. Yo podía ser un asesino, un borracho; cualquier cosa menos Abe!. -Escuchame -insistí-. No sé de qué lado de la pesadilla estoy, ni siquiera sé si es una pesadilla. Pero dejame entrar, permitime que te cuente lo que pasó desde el principio. -¡No! No tengo nada que hablar con usted, ni me interesa. -Irma hizo un intento de cerrnrme la puerta en la cara. Vaciló. -Dame un minuto. Hacé de cuenta que soy un desconocido que te para en la calle... -¡No! -repitió Irma. Cerró la puerta. -Soy... -Yo ya no era nada. ¿Acaso Irma iba a

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creer una historia basada en que nos habíamos conocido en un baile, siete años atrás, que habíamos estado tres años de novios, que al principio le había costado quedar embarazada... ? Los sucesos del día tenían más consistencia. Mari, el caramelo de la buena suerte, con ese mensaje ridículo. Di media vuelta. No sabía si me emborracharía, si iría a ver a un psicólogo, si me suicidaría, o en qué ordeñ haría todo eso. Entonces la puerta se abrió e Irma se asomó tímidamente. -Espere. -¿Sí? -Recuerdo un suefü) --dijo Irma-. Una estación de ferrocarril y mucha gente. Lo raro es que había un hombre muy parecido a usted. Me llam.aba desde el tren, y me decía algo, pero yo no le entendía. No le dije nada. Bajé la cabeza y me alejé. Estaba seguro de que Irma luchaba contra el deseo de llamarme, de seguir indagando, tal vez por pura compasión. Ya no estaba asustada. Pero todas mis pruebas eran como bruma, o peor, como estigmas. Caminé una cuadra con los puños crispados en los bolsillos, y pensé en los personajes de la literatura, ésos que visitan un lugar imposible y

siempre logran rescatar un objeto testigo, la prueba de que estuvieron allí. No en mi caso. Ni siquiera me servía tener los bolsillos llenos de cai.;amelos, los caramelos que los chicos no habían llegado a comer. Me planteé seriamente la posibilidad de volver al pueblo de Mari, pero no tenía idea de cómo viajar hasta allí. ¿Atravesando un espejo? ¿Tomando un tren fantasma que saliera de un vigésimo piso? Es inútil. La situación no tiene remedio. Mi efímera existencia habrá terminado cuando el soñador se despierte por la mañana, y me olvide entre el primer sorbo de café y la lectura del diario.

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--Quisiera vivir para verlo -se burló el tlaco dándome la espalda. Como invasión no impresionaba demasiado, lo acepto, pero tampoco era un trabajo de aficionados. Me parecía improcedente recibir tal rechazo de cualquiera. -¡AcÍelante! -ordené. Algunos de mis hombres obedecieron de inmediato; otros se quedaron haraganeando por ahí. La Novena Sinfonía de Macedonio

Llegamos al otro planeta a eso de las seis. Era temprano, aun para una invasión. Las nativas estaban sin maquillar y los chicos se restregaban las legaüas con entusiasmo. -¿Ustedes vienen de otro planeta? -nos preguntó un tipo muy delgado con aspecto de carcelero. --Sí --contesté asumiendo la representación del ejército invasor-; venimos a conquistar este mundo. -Eso es asunto suyo. Todos fuimos invasores alguna vez. -El tono desencantado del tipo me hizo sonreír. -Esta invasión no será como las otras --dije.

-Quisiéramos alquilar departamentos, amueblados si es posible. El empleado de la inmobiliaria me miró sin interés. . -¿Cuántos ambientes? -No sé, digamos ... no sé ... -Me encogí de hombros-. Dos. -¿A la calle o internos? Busqué amparo en mis hombres; todos sin exéepción miraban el techo o los extraüos adornos de terracota que representaban flores antropomorfas devorándose unas a otras. -Internos --contesté luego de un sorteo mental. Por suerte el empleado no había incluido "contrafrente" entre las opciones. Mi moneda ideal sólo tiene dos caras. -¿Servicios centrales o individuales?

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-Señor --dije perdiendo una buena porción de mi extraordinaria paciencia-, somos seres de otro planeta, aunque usted no parezca notarlo, y nada sabemos de servicios .... -Está equivocado --contestó el empleado · mirándome por primera vez a los ojos--: he notado que son extraplanetarios. ¿Acaso me toma por un idiota? No lo había considerado bajo esa perspectiva. Pero definitivamente el tipo no parecía idiota. Por el contrario, tenía una expresión mucho más inteligente que la mayoría de mis propios hombres. -Confío en usted --Oije finalmente, tratando de ganar su confianza-. Acomódenos según su criterio. Somos veintiocho ... veinticinco. -¿Juntos o separados? --Sería preferible que nos pusiera a todos en el mismo edificio. ¿Puede ser? -¡Cómo no! -repuso el empleado esbozando la primera sonrisa-. Son ocho millones de karamungs. -¿Acepta cheques? -¡Por supuesto! La sencillez con que se allanaban los problemas en el otro planeta me desalentaba, me llenaba de confusión. Sentía que era un modo de mi-

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nar el optimismo de un'jefe invasor. ¿No se supone que tendría que haber cierta resistencia? Se lo dije al empleado. -No se preocupe. Ya verá que la resistencia se materializa ante sus ojos cuando le lleguen las cuentas de expensas e impuestos. Esta afirmación me condujo a un gesto interior de suficiencia (que me preocupé por disimular): la cuenta de gastos de una flota invasora no se debilita por un millón de karamungs más o menos. -Le pido un último servicio --Oije bajando la voz. -Si puedo ... -¿Podría informarme dónde hay una armería? El oficial de abastecimiento olvidó traer las armas. --Con el mayor gusto. Vayan por esta calle hasta el Santuario de la Hija y allí giren a la izquierda. La tercera tienda es la armería de mi hermano. Dígale que lo mando yo y le hará un 'buen 'precio. Nos dirigimos de inmediato hacia el lugar señalado. Un enorme cartel identificaba la armería y en el lujoso escaparate se exhibía una variedad casi infinita de armas, desde las más sim· ples hasta las más sofisticadas.

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El dependiente no se parecía en absoluto al empleado de la inmobiliaria, pero la disimilitud entre consanguíneos es frecuente también en nuestro planeta. -¿Usted es el hermano del empleado de la inmobiliaria? -Sí. ¿Qué se le ofrece? -Somos invasores extraplanetarios y hemos venido desarmados. -Un contratiempo muy molesto -admitió el armero. --Quisiéramos comprar un buen surtido· cortas y largas, pesadas y livianas. ' -Seguro. Tengo unos cotilleros muy eficaces. -¿Los puedo probar? -Por supuesto. El armero me entregó una escobilla con empu~adura. De los costados del caño, formando un angulo de cuarenta grados, salían dos varillas rematadas por sendos ojos en los extremos; parpadeaban con luz verde. Se me ocurrió pensar que ese color indicaría que el cotillero estaba cargado. -La luz verde indica que el cotillero está cargado --dijo el armero. -Entiendo --dije.

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--Cuando la luz pasa del verde al amarillo, indica que h carga está a punto de agotarse. --Claro, claro. -Y el rojo indica que la carga se agotó por completo. Mi mente se inflamó y alcanzó una cima. Este es un momento ideal para empezar efectivamente la invasión, razoné. Busqué el gatillo sin éxito. -¿Perdón? -preguntó el armero, solícito. -No encuentro el gatillo. -No tiene gatillo. El cotillero se dispara respondiendo al deseo de quien lo empuña. Responde a las ondas mentales. -¿Ahsí? -Sí. Apunté al cuello del armero sin que a éste se le alterara un solo músculo. Deseé con todo mi corazón que el cotillero disparara y el resultado me sorprendió: varias docenas de relámpagos morados zigzaguearon cruzando el espacio y sep:µ-aron la cabeza del tronco del armero. La cabeza estalló con tal violencia que todos quedamos salpicados de sangre y materia gris. Miré el cotillero con extrañeza, ya que en mis cálculos había reservado un buen porcentaje de posibilidades a que el armero me ve.ndiera un artefac-

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to fallado (lo que por otra parte yo hubiera interpretado como un acto inspirado en el derecho de legítima defensa). -Muchachos --dije euforizado por la carnicería-, la invasión acababa de empezar. Mis hombres respondieron con muecas despectivas y dos de ellos se marcharon bruscamente, haciendo sonar las campanillas de la puerta. Como si el sonido hubiera activado un circuito, una puerta corrediza se deslizó hacia un costado y de la trastienda salió un hombre idéntico el armero, el hermano gemeki absoluto. El armero número dos se acodó sobre el mostrador y enarcó las cejas en un gesto interrogativo. -¿Los lleva o no los lleva? Noté admirado que empujaba disimuladamente con el pie el cadáver del armero número uno. -¿Los lleva o no? -insistió, impaciente. --Sí -dije, resuelto a que la situación no escapara a mi control. -¿Cuántos? -Veintitrés. -¿Envueltos para regalo? -No, déjelos así; los vamos a usar enseguida. -El armero sacó otros veintidós cotilleros de

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un baúl y los colocó en un confuso montón sobre el mostrador, junto al que yo había probado. --Son diecisiete millones de karamungs. Me pareció caro, pero pagué sin protestar. Por otra parte no estaba en condiciones de volver al otro planeta en busca de las arm¡¡s. A mis superiores los irrita mucho más la ineficacia. que un gasto extra. -Dígame: ¿usted sabe que esto- es una invasión extraplanetaria? -¿Cuántas veces me lo va a decir? -Yo se lo había dicho a él-dije apuntando con un dedo tembloroso el cadáver semioculto por el mostrador. -Usted tendría que ver a un psiquiatra. ¿Siempre se preocupa tanto por un cuerpo descartado? -Yo lo maté. Él es la primera víctima de la invasión extraplanetaria. -Y habrá otras --enfatizó el arm¡:ro número dos--. No se puede comer un huevo sin romper la cáscara.· -¿Usted no debería dar una alarma general? Me parece que esto se está desarrollando muy ... muy, digamos, alevosamente. -Ocúpese de su invasión. Yo sé bien lo que

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tengo que hacer -dijo el armero sin inmutarse. En la puerta de lá tienda repartí los cotilleros Y en cuanto lo hice noté que me sobraban cinco. Por otra parte recordé que había olvidado comprar las armas largas; pero la idea de volver a ~nfrentar al armero número dos (y quizás al numero tres, arriesgándome a caer en una trampa hábilmente urdida) me repugnaba. -¿Dónde están los que faltan? -pregunté con el ceño adusto. -Bajas -respondió el sargento. -¿Escaramuzas? -Dije bajas. Anoté el asunto en "pendientes" y ordené a los hombres que me siguieran. Luego de insistir varias veces logré convencer a siete. Los demáS se quedaron tomando cerveza alegremente. No pude menos que festejar en mi fuero interno el éxito de los muchachos con las chicas del otro planeta. Pero una invasión tiene sus obligaciones y yo era el jefe. Tomamos por asalto la Casa de Gobierno. Eso es lo que me gusta de los planetas con Gobierno Mundial: uno no tiene que dilapidar esfuerzos. ~n la Casa de Gobierno había pocos funcionarios. El Presidente estaba pescando truchas en

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un lago lejano y el \'ice solía llegar después de !as seis de la tarde porque los martes sacaba a pasear a un hermano tullido. La excusa me pareció pueril, pero parafraseando al armero: cosa de ellos. El funcionario de mayor jerarquía resultó ser un secretario de asuntos ecológicos que buscaba en ese momento la solución de un problema insoluble: cómo extraer potasio cianhídrico de las aguas servidas. En algún momento del pasado (un momento que prefiero no recordar) ocupé un cargo semejante. --Somos una invasión extraplanetaria -le dije apuntándole con dos cotilleros. Creo que no sonó muy convincente, pero el secretario levantó la cabeza de la pila de formularios. -¿Son muchos? --Sí -dije con mi voz más grave. -Entonces me rindo. Tengo todos los cuerpos lejos de aquí y no quiero correr riesgos. -¿Usted me podría explicar ese asunto de los cuerpos? -No. Y créame que lo siento, pero tampoco yo lo entiendo. Es como con la luz, el crecimiento de las flores, las estaciones y el viaje a otros planetas. Están ahí y uno los utiliza cuando los necesita.

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-Gracias -dije de todos modos. -Vengan. Les enseñaré el trabajo. Cuando mis hombres vieron los archivos, las montañas de expedientes, las inmensas salas abarrotadas de computadoras que trabajaban febrilmente, vomitando tiras de papel que nadie leía, escaparon a la carrera. -¡Motín! --exclamé, perdida la calma-. ¡Vuelvan! ¡Se exponen a una corte marcial! -Escúcheme -dijo el secretario tirándome de la manga-: son jóvenes, tienen música en las entrañas; no los censure. Este planeta tiene encantos que usted, limitado por la responsabilidad, no puede apreciar. --Somos invasores invictos. -Lo sé. Ah, el invicto. ¿Quiere que le diga una cosa? Les convendría perderlo de una buena vez. El invicto es una carga, una pesada carga. La observación del secretario me hizo reflexionar acerca del triste papel que yo, como jefe de la invasión, estaba cumpliendo. Desertar... Nunca había considerado el asunto, ni siquiera como hipótesis de trabajo. Y justo cuando iba a hacerlo por primera vez, el cielo verde se llenó de libélulas enloquecidas que descendían en espiral sobre la Casa de Gobierno. -¡Mire eso! --exclamé aterrado. El secreta-

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río se limitó a observar de reojo el brillante reflejo de las alas y volvió a fijar la atención en mí. -No se preocupe. Es una invasión más. ¿Un invasor le tiene miedo a otro invasor? -No es lo mismo -dije-. Por la forma en que caen sobre nosotros diría que proceden de un planeta hostil. Fíjese con qué agresividad baten las alas. -Agresivos o simpáticos, como ustedes. ¿Qué importa? Hemos llegado a considerar a los invasores de otros planetas un elemento más en la trama de la realidad. Reflexioné un momento. -Tiene razón -dije-. La agresividad es aleatoria. Fue su turno de sentirse desconcertado. -¿Sabe que nunca lo había considerado bajo ese punto de vista? -Miró el cielo con más atención. Las libélulas estaban muy cerca, pero parecían agruparse para un ataque masivo--. Corremos el riesgo de que los cuerpos ni siquiera alcancen. -No pensaba en eso, pero sí, podría suceder. -Entonces había un límite para el número de cuerpos que una persona podía descartar, aunque quedaban otras cuestiones sin resolver.No puedo volver por donde vine.

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-¿La nave quedó muy lejos de la ciudad? -¿Nave? ¿Qué es una nave? El secretario me miró como si yo hubiera perdido la cabeza. -Naves. Aparatos para viajar entre planetas. Como ésas -dijo señalando la nube de libélulas. -Ésas son libélulas, invasores de otro munfo. -Llamamos libélulas a una clase de nave. Los paneles solares brillan como alas de insecto. -El secretario se rascó la cabeza.- ¿Realmente ·no sabe lo que es una nave? Entonces ¿cómo llegaron a nuestro planeta? -Pasamos. No sé. Lo hacemos con naturalidad. Pim, plaf. -Pim, plaf -susurró el secretario. La masa de libélulas se hacía más densa a cada minuto que pasaba; su aspecto era amenazador-. A fin de cuentas no somos tan diferentes. Es posible que estemos un poco anquilosados por culpa de los cuerpos, pero mi abuelo decía que cuando él era joven... -Opciones -dije tratando de no parecer pedante-. Infinitas. Nosotros las controlamos. Cada obra de arte es una puerta abierta a otro mundo.

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Las libélulas se precipitaron como una lluvia de verano. -¡Huyamos! -gritó el secretario. -¡Espere! -le dije tomándolo del brazo-. Confíe en mí. ¿Ve ese cuadro? --Señalé con el dedo el paisaje aldeano que ocupaba una pared completa del cuarto; un fantástico cielo compuesto en azules, celestes y blancos, y en pr~er plano una casa humilde, un huerto, un cammo de tierra. -Brahms. Amo las creaciones de Brahms. Qué raro, pensé; en mi planeta Brahms había sido un talentoso novelista. Y el cuadro me evocaba una obra conocida, aunque no podía recordar su título ni quién la había pintado. -¡Métase! -exclamé en el preciso instante en que Ja primera libélula rompía el vidrio de la ventana. -Métase usted-dijo el secretario-. Tengo cincuenta y un cuerpos. No creo que los invasores los encuentren a todos ... No escuché el resto de la frase. Me metí en el cuadro y mi pensamiento derivó hacia una cuestión estúpida: ¿podría volver desde la realidad del cuadro a mi planeta de origen? La respuesta no estaba al alcance de la mano. Si había algún punto de intersección entre los dos

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mundos no era visible desde este lado. Decidí concentrarme en el paisaje. Los azules, celestes y blancos, girando en torbellino sobre mi cabeza, alentaban una traducción musical de la escena. Pero Brahms... En una cosa podía estar de acuerdo con el secretario: el pintor del cuadro, fuera quien fuese, habría producido maravillosas sinfonías. Ese pensamiento fue reemplazado por otro, una certeza tan sólida como inidentificable: los habitantes de la casa me ayudarían. Empecé a caminar. El lugar se llamaba Cordeville y había sido pintado por van Vogt. La certeza me golpeó como un martillazo. Poseía una reproducción del cuadro en mi habitación de soltero. Pero, ¡qué lejos estaba todo! Mi planeta natal, mi esposa ... Llegué ante la puerta de madera y la golpeé con energía. A los pocos segundos apareció una mujer vieja y rústica que me miró sin hostilidad y sin alegría. -Soy un ser de otro planeta-dije-. ¿Me daría pan y leche? -Pase -dijo la mujer.

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Lo convocaron mediante un telegrama muy formal, pero él se sintió como si lo hubieran arrancado de la cama, desnudo y sin la dentadura postiza. Lo concentraron, junto con un centenar de hombres como él, en una barraca maloliente; les dieron ropa adecuada, fusiles láser, algunas granadas y paquetes de tabletas alimenticias. Al monte, no me importan sus achaques, les gritó el sargento; esto es una guerra. Una guerra en serio, se dijo; pero, ¿contra quién? Le enseñaron a usar el arma. El fusil láser no era un arma especialmente sofisticada.

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No tenía nada que ver con las miniatómicas las ' beluga o la bomba de pánico. Era una forma desarrollada de las armas convencionales que pueden verse en el Museo de los Horrores. Pero de todos modos estaba preparado para matar. Le dijeron que se había inventado una nueva clase de guerra porque sostener una guerra nuclear era impensable. No somos imbéciles como los gobernantes del pasado, decían los carteles pegados en las paredes de las ciudades; firmado: el Gobierno. Finalmente lo habían comprendido. Una vez que la espiral queda fuera de control y los conflictos regionales se transforman en globales ... La cuarta realmente se pelearía con garrotes. Así que los bandos decidieron --de común acuerdo, como corresponde a la gente civilizada- usar los garrotes en la tercera. Nada de misiles, ojivas nucleares, submarinos y portaviones atómicos, cazas supersónicos y bombarderos de gran autonomía de vuelo. Lo entrenaron como infante. Fusil láser y bayoneta calada. Una guerra no resulta creíble ni estimulante sin muertos, heridos y mutilados. -¿Ésos son los soldados que se van a la guerra, mami?

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--Sí, hijo. Enseguida va a pasar el abuelo. Vas a ver qué lindo le queda el uniforme. Las tropas desfilan delante del palco de honor. El joven rey preside la solemne marcha del ejército que se dirige al frente. Los soldados tratan de conservar el paso bajo la lluvia de pétalos que arrojan las muchachas, pero a la mayoría le pesan más los años que la mochila. -No está mal --dice el rey inclinándose hacia la ministro de guerra. -Especialmente si se tiene en cuenta que los preparamos en una semana. --Se los ve animosos --dice el canciller-. Hasta parecen haber superado los achaques propios de la edad. --Será por la dosis masiva de provecta! que les circula por las venas --dice el ideólogo del Orden Nuevo. Termina de pasar el Cuerpo de Gerontes y le llega el turno a la Milicia de No Videntes. Los Zapadores Tullidos se impacientan en un rincón de la plaza, ansiosos por hacer correr las nuevas sillas blindadas. G~erra de trincheras. Un fósil desenterrado de los archivos de las cinematecas y cuidadosa-

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mente secado al sol explosivo del mediodía. Ratas. Barro ácido, gomoso. Horas flacas y el uniforme pegado al cuerpo, como si todo formara parte de una tortura inventada por esos mocosos pacifistas. Arriba, adelante, los fuegos artificiales esta· liando como en una fiesta municipal químicamente pura. Lo empujaron a una trinchera sin darle expli· caciones y lo pusieron bajo el mando de un sargento tan reumático como él mismo. Lo obligaron a convivir con un montón de viejos sucios y mezquinos; los que se han quedado solos para no tener que mantener a una mujer y ahora necesitan cortejar a la bruja desdentada para durar un día más.

digo yo que me limito a manosearla desde hace medio siglo. La metralla del enemigo los obliga a hundir la cara en el barro. -¡Mierda y mierda! Si por lo menos dejara de caer esta jalea por un rato ... -No se va a secar. De todos modos no se va a secar. Te vas a morir vos, me voy a morir yo, y todavía no se va a secar. Una explosión, hacia el este. Un grito largo, casi un aullido licantrópico que corta el campo al sesgo. Una voz de mando, quebrada, vacilan· te, demandando silencio sobre una herida abierta; una herida de bordes irregulares. -¡Hijos de puta! ¡No aguanto más! -"¡Mueran con honor ya que no pueden vi· vir con dignidad!" --diría nuestro amado rey. -Esto es sólo un ensayo. Cuando empiece la joda en serio ni siquiera te van a dejar morir. Una dosis de estopa, una costura de emergen· cia, una descarga eléctrica y otra vez el frente. Ellos encontraron la forma de no ensuciarse las uñas. Muy apropiado. Justo lo que necesitába· mos. Una guerra a los veinte, otra a los cien. Un infierno de colores y sonidos se derrama sobre el campo de batalla. Un latido epileptoide recorre los sistemas nerviosos como si estuvie-

Entabla una relación cordial, casi empática, con un ciego que ha perdido a su pelotón. El ciego es más sucio que una letrina y malo y resentí· do, pero la guerra es la guerra y la soledad es peor. -Tenemos que llegar a la colina antes del anochecer, carajo. -Me da lo mismo. Estoy reventado. Ahora o dentro de un rato. Cuestión de tiempo, ¿no? -No hables al pedo. La vida es hermosa. Lo

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ran interconectados. Orden de saltar fuera de las trincheras. Orden de matar a contrafuego enemigo. La tierra parece erizada de flores: calvos y canosos. Son como cardos y hongos avanzando a desgano por el tórrido paisaje, eludiendo los trazos blancos que escupen los fusiles láser del enemigo. Y ellos, a su vez, replican arrancando jirones de carne podrida, brazos sarmentosos y vísceras gastadas. Están obnubilados por una idea lejana, ajena, y avanzan y avanzan y disparan y avanzan y mueren y siguen avanzando, abúlicos, reticentes. Están apagados, son absolutamente viejos. · Antes de caer la noche, casi sin notarlo, han ganado la colina y un collar de pozos y trincheras. Ahora tienen donde arrojar los cuerpos que sienten como prestados para ahogarlos en barro y mugre. -¿Hay muchos muertos? Me gustaría verlos. -No te perdés nada. Son como quince. La puta que las parió a estas granadas: me parece que hay más cabezas que brazos. -No se puede creer. Otro día sin que me toque el turno. -Los pendejos del Gobierno ¿sabrán las reglas de esta guerra? Yo no.

-¡Qué gusto de escarbar en la mierda, viejo! ¿Acaso no estamos ganando? --Sí, a lo mejor estamos ganando. Parece que a ellos se les están terminando los viejos. -¡Nos mandan a casa! -No sé. Todos estos muertos son mogólicos y oligofrénicos.

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Los trepadores

Cuando llegué delante de la puerta no había nadie esperando. Pulsé el disco de llamada y de inmediato una flecha verde indicó que el ascensor bajaba. Instintivamente alcé la vista para medir la espera, pero no había tablero indicador, y el ascensor tanto podía estar a tres como a treinta pisos de la planta baja. Los edificios colosales me abruman. Me aterra la perspectiva de quedar atrapado por un incendio y a veces me asalta una pesadilla de corredores infinitos y puertas cerradas o recodos ciegos. Suelo despertarme empapado, presintiendo.que he naufragado en una realidad ajena, de la que será difícil salir:

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En pocos segundos ya éramos cuatro los que esperábamos. Una mujer joven, deslumbrante y escandalosa, vestida con una solera verde muy ceñida, fue la primera que llegó. Preguntó si hacía mucho que esperaba. Le dije que no. Mientras pensaba con qué excusa podía prolongar la conversación, la miré descaradamente. Tenía los pechos redondos, marcados por la tela, y no usaba sostén. Cuando decidí que le hablaría del tiempo llegó un hombre con aspecto de ejecutivo, prematuramente calvo, que portaba una cartera impresionante, con cerradura de combinación. Casi de inmediato lo siguió un anciano encorvado, triste y harapiento que parecía fuera de lugar en un edificio de líneas tan audaces como aquél. Todos miraron hacia arriba en algún momento, y luego de comprobar que el único dato seguro era que el ascensor se acercaba empezaron a observarse discretamente unos a otros. El ascensor se detuvo con un clanc, y durante dos o tres segundos permaneció con las puertas cerradas. Se acercaron dos mujeres mayores, una de las cuales se parecía aJoan Crawford. Yo utilicé la pausa para especular acerca de la capacidad de la caja. En los grandes ascensores caben diez o

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doce personas. Y ya éramos seis, un número ideal para no viajar apretados e incómodos. Las puertas se abrieron con un desprolijo sonido metálico. Dejamos pasar a las mujeres e iniciamos la torpe pantomima de cedernos mutuamente el paso. Para no prolongar el asunto me metí yo. Después de todo había sido el primero en llegar. Las puertas automáticas volvieron a chasquear y trataron de cerrarse. El ejecutivo las detuvo con un rápido movimiento y p<:rmitió que entrara el viejo. Las puertas, luego del sofocón; no parecieron tener apuro por volver a cerrarse. Hubo otra pausa larga y eso me dio tiempo de pensar en la estupidez de los ascensotes automáticos y los mecanismos que miden los intervalos sin tener en cuenta las necesidades humanas. Marqué en el tablero el piso al que deseaba ir. Los otros me imitaron, y sólo restaba que el ascensor se pusiera en movimiento de una buena vez. Pero todavía hubo otra interrupción: en el momento en que las puertas empezaban a cerrarse llegó una chica a la carrera, taconeando por el pasillo. El ejecutivo y yo detuvimos las hojas de la puerta una vez más. La espera se hizo fastidiosa. Me prometí interiormente rechazar a patadas al próximo intru-

so. Ya éramos siete, y aunque no había cartel algunó que indicara capacidad máx~m~, el :iscensor era más chico de lo que yo habta nnagmado. Las puertas por fin se cerraron y el ascensor aceleró. Todos íbamos a pisos situados por encima del 10. La chica llegada en último término, una pecosa menuda vestida con una amplia camisola bordada, bajaba en el mismo piso que yo. El ejecutivo iba al piso 27 y el viejo al 29. Las mujeres mayores, contrariamente a lo q~e yo suponía, no andaban juntas. Una de e~as iba al piso 17 y la otra al 19. La joven del vestido ver~? marcó dos pisos: el 11 y el 20, lo que me parec10 muy raro. . . La falta de signos indicadores en el mtenor del ascensor no tardó en ponernos nerviosos. Estábamos obligados a confiar en que el mecanismo respetaría lo que habíamos marcado, pero pasó largamente el tiempo necesario para subir diez pisos y el ascensor no se detuvo. Cuando la marcha se prolongó más de cinco minutos, empezamos a intercambiar miradas recelosas. La certeza de que estábamos viajando en un aparato moderno, ultrarrápido, sólo servía para aumentar nuestra perplejidad. A eso se sumaba que el ascensor no parecía moverse. Lo único que contradecía la sensación de absoluta

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quietud era una leve vibración de las paredes metálicas. El ejecutivo miraba su reloj con obsesiva frecuencia, pero no parecía interesado en compartir la información obtenida con ninguno de nosotros. Por último, incapaz de aguantar la curiosidad por más tiempo, le pregunté. -Por favor, ¿podría decirme cuánto hace que estamos viajando? --Cuatro minutos y cincuenta segundos -dijo el ejecutivo sin dejar de mirar el reloj. Hice un rápido cálculo mental. Un ascensor común (éste no lo era) recorre, sin detenerse, no menos de veinte pisos por minuto, lo que haría cien pisos en el tiempo que llevábamos viajando. Había una remota posibilidad de que algún mecanismo estuviera trabado y nos hubiéramos detenido sin notarlo. Pero me costaba aceptar que un ascensor tan moderno no contara con un sistema de alarma Como el único que tenía reloj era el ejecutivo, empezamos a acosarlo. Le preguntábamos la hora cada cinco segundos y el hombre, como es lógico, terminó por fastidiarse. -Les diré la hora cada quince segundos --dijo con un tono que no admitía réplica-. Pero no me vuelvan a preguntar porque

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suspendo todo ... Doce minutos, cuarenta y cinco segundos. A los quince minutos exactos de viaje el ascensor se detuvo. La pausa habitual despertó en nosotros una ansiedad desmedida. ¡Ya no teníamos paciencia ni para esperar la apertura de las . 1 puertas. El anticlímax fue auµ peor. Apareció un hombre de unos treinta años, vestido con uniforme militar, y con paso firme entró en la caja. Se apoyó en la pared del fondo con aire ausente, ignorándonos. Miré los galones que adornaban el uniforme, pero me resultaron totalmente esótericos. Ni siquiera el color y el diseño del traje se par-ecían a los que normalmente usan las Fuerzas Armadas. Nosotros, los ocupantes originales del ascensor, nos dedicamos a mirar la abertura con expresión imbécil. Nos parecía imposible que después de semejante viaje la puerta pudiera franquearse sin obstáculos. Pero todo estaría perdido en un par de segundos •si no lográbamos superar la parálisis, interrumpiendo el mecanismo que volvería a poner en marcha el ascensor. Curiosamente el que actuó fue el viejo decrépito. Con un salto felino apoyó la espalda contra la hoja en el mismo mo-

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mento en que empezaba a cerrarse. Esto sobresaltó al militar y lo obligó a mirarnos con atención por primera vez. -Dígame -dijo la mujer .que se parecía a la Crawford-: ¿en qué piso estamos? El militar se cuadró como si le hubiera hablado un superior. Formó en su cara una sonrisa artifical y se inclinó hacia la mujer. -No le puedo proporcionar esa información, señora-dijo-. Estamos en un sector mili~ar del edificio, zona restringida. Si le dijera el n~mero del piso traicionaría a mi Arma, ami Patria, a mi Honor. -Las mayúsculas sonaron con toda claridad. . -T~dos nosotros -logré decir-, íbamos a pisos situados entre el 1Oy el 29, sin embargo el ascensor viajó sin detenerse hasta aquí... -Posiblemente -me interrumpió el militar- porque yo lo llamé pulsando un control de prioridad. Mientras se desarrollaba este diálogo, las puertas permanecían abiertas gracias al· viejo. Pero ya parecía hora de dar un corte al asunto y continuar viaje. El ejecutivo siguió tal vez una línea de razonamiento similar, porque preguntó: -ysted, ¿sube o baja? -Lamentablemente no se lo puedo decir. El

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mismo control que marca la prioridad registra el piso al cual me dirijo. Es secreto militar. -Entonces ¿nos convendría seguir con usted o tomar otro ascensor? -El ejecutivo miró nervioso el reloj. -Créanme que lo siento, pero ambas opciones parecen arriesgadas. Si siguen conmigo podrían verse involucrados en una acción de comando muy peligrosa. Si bajan... No sé; como ya les dije esto es zona militar. Si tardaran en conseguir otro ascensor podría capturarlos una patrulla. El oficial al mando es un hombre de mal genio y quizás los confundiría con agentes del enemigo..Los encarcelarían, serían juzgados en secreto, atrapados en una maraña de la que les costaría mucho desprenderse. -¡Pero nosotros somos personas decentes, no saboteadores! -se espantó la mujer mayor que no se parecía aJoan ·crawford. -¿Tiene un certificado? Usted parece háber visto muchas películas en las que los espías se visten con abrigos de tweed, se levantan las solapas hasta las orejas y se cubren los ojos congafas para sol. -El militar tenía dificultades para mantener la sonrisa, y ya empezaba a sentir el esfuerzo de hablar tanto tiempo con civiles. -Si lo que le voy a preguntar no lo obliga a

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violar un secreto --dije-, ¿podría informarnos si la zona militar es muy extensa, si falta mucho para salir de ella, si en algún momento podrá decirnos dónde estamos? -Lo siento, no. Tenga un poco de paciencia. ¿Qué querría decir con eso? El edificio era grande, uno de los más grandes de la ciudad. Pero la joven había marcado el piso 29 y eso me parecía un límite razonable. Para colmo ahora no podíamos ni siquiera estar seguros de que el ascensor hubiera estado subiendo. La llamada de prioridad que había realizado el militar y anuló las nuestras, bien podía haber sido hecha desde un subsuelo. Esto concordaría perfectamente con el encanto que ejerce, sobre la mente militar, el poner toneladas de cemento entre la cabeza y las bombas. Cien pisos hacia abajo es mucho más factible que la misma cantidad hacia arriba. -Entonces sigamos --dije haciéndome cargo de la decisión, e imaginando que ninguno de mis compañeros de infortunio querría arriesgai:se a un juicio sumario y fusilamiento. El crudo realismo aconsejaba no gastar fuerzas contra el militar. En ese mismo momento volvieron a chasquear las puertas, y el viejo se hizo a un lado, permitiendo que se cerraran. Soportamos varios minutos de gran tensión.

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Todos sentíamos que cualquier agresión contra el militar era inútil. No sólo porque él tenía un arma, sino porque estábamos indefensos frente a los caprichos del ascensor. Hasta que imprevistamente una de las mujeres hizo una pregunta: -¿Usted es general?--dijo la chica escandalosa tocando las insignias con una larga uña pintada en tres colores. -No --contestó el militar; pero se cuidó muy bien de no revelar el grado. La otra chica, la pecosa, le preguntó al militar si creía que ganaríamos la guerra. Él dijo que sí, que seguro, y yo quedé preguntándome de qué guerra estarían hablando. Roto el hielo, la conversación entre el militar y las chicas se hizo más animada. Hablaron de música -tema en el que él parecía muy entendido-- y al cabo de un rato me dio la impresión de que la chica pecosa quedaba desplazada. El · militar y la joven escandalosa bajaron la voz, se apretaron en un ángulo de la caja y pasaron a un sugestivo nivel de intimidad. La chica pecosa tal vez se sintió herida por el rechazo. Se refugió en otro rincón del ascensor, y cuando el militar y la joven escandalosa empezaron a acariciarse y besarse, vi que se rubori-

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zaba y se le llenaban los ojos de lágrimas. Todos los demás fuimos, a partir de ese momento, confusos testigos de dos líneas de hechos paralelos. Por un lado no podíamos dejar de vigilar con angustia. la marcha del ascensor, por otro nos fascinaba el desigual acople de la chica y el militar. Ella era una experta, sabía dar a sus movimientos un ritmo, una cadencia sensual; se adivinaba que un ascensor le resultaba tan cómodo y apropiado como el asiento trasero de un coche. Él, en cambio, era torpe y desmañado. Había pasado demasiado tiempo en el cuartel, limitado a sus activ..idades específicas, y tal vez su único contacto con mujeres había sido el que le proporcionaba el Ejército, cuando una vez al año traía a un grupo de prostitutas veteranas. Los delicados intercambios del principio fueron reemplazados por expresiones más intensas. Ella empezó a luchar contra el cierre del pantalón y él había logrado sacarle uno de los pechos fuera de la solera y le apretaba el pezón entre el pulgar y el índice. Entornamos los ojos para parecer discretos y nos concentramos en la marcha del ascensor. · Sólo oíamos gemidos y jadeos -era como si· la pareja se hubiera vuelto invisible-, cuando

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la mujer que no .se parecía a la Cravv:ford lanzó un chillido. El militar se sobresaltó y se apartó bruscamente, como si hubiera recibido una orden de la superioridad, dejando a la chica desairada, con el pecho fuera del vestido y las manos acariciando el aire. Ante nuestra sorpresa el militar se acercó a la mujer que había gritado, la miró un momento con el ceño fruncido y le dijo: -Señora, soy un caballero. Me casaré con la chica. La mujer retrocedió, dando con la espalda contra la pared metálica del ascensor, que sonó como un timbal. Susurró algo que no pude entender, aunque imagino que trataría de explicar que no era la madre de la chica, que no tenía nada que ver. El militar se mantuvo en su postura y la joven escandalosa parecía feliz. Aunque todos estábamos tácitamente de acuerdo en que aquello no tenía el menor rasgo de legalidad y por otra parte no había razones para apresurarse, ya que en algún momento el ascensor tendría que terminar su viaje, ninguno se atrevió a discutir con el militar. Me eligieron para que presidiera la ceremonia, ya que el viejo presentaba un aspecto lamentable, y el ejecutivo tenía un aire comer-

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cial, inadecuado para el caso. No me importó haber sido elegido por descarte. Era la primera vez que casaba a una pareja. Me gustó. La ceremonia fue rápida. Dije los declaro marido y mujer, aunque pensaba que ese matrimonio insólito no podía durar. Acordamos mirar a la pared para que la flamante pareja pudiera consumar la unión y todos nos comprometimos a no girar la cabeza. De todos modos, y aunque mi intención no era espiar, la espejada superficie metálica devolvía, deformada, una imagen de lo que pasaba a nuestras espaldas. El militar era definitivamente inexperto. A pesar de los esfuerzos de la chica, el coito era insatisfactorio. Para rematar el asunto, la mujer que no se parecía a]oan Crawford volvía continuamente la cabeza desconcentrando al militar. El final fue ruidoso, con gemidos y chillidos. Nos apresuramos a consolar al militar dándole palmadas en los hombros y apretones en los brazos. Le dijimos cosas como no se preocupé, yo tengo un primo que es mucho más impotente que usted, no se asuste, la ¡mpotencia se cura. El militar agradeció las molestias que nos tomábamos, pero no modificó la rigidez anterior cuando sacamos una vez más el tema del límite

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de la zona secreta, aunque reconoció que ni su propia familia había sido jamás tan delicada para hablar con él de temas sexuales. Le dijimos que no estaba en deuda con nosotros, que aunque era militar lo considerábamos un ser humano como cualquiera. Hubiéramos seguido animándolo, pero en ese momento el ascensor se detuvo. Cuando las hojas se separaron vimos a un guardia cuadrado justo frente a la caja, esperando. Nuestro militar había recompuesto mágicamente su aspecto y lucía como al principio. Se adelantó un paso y saludando a su vez con un golpe de taco le habló al otro en un idioma desconocido para nosotros. El guardia movió la cabeza negativamente y después hizo lo mismo con el dedo índice. En ~l gesto había algo burión, como si no se estuviera dirigiendo a un superior. Creo que si le hubiéramos visto los ojos, tapados por el casco, también habríamos notado un brillo duro, un no de acero. -Querida -dijo el militar apoyando las manos sobre los hombros de su mujer-, tenemos que separarnos por algún tiempo. Ser mi esposa no te habilita a entrar en la zona restringida. Pero nos volveremos a encontrar en la planta baja cuando el Coronel me otorgue una licencia.

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-¿Cuánto tiempo? -preguntó ella parpadeando y haciendo fuerza por no llorar. -No sé. Una semana, un mes. Eso lo dispone el Alto Mando. Mis deberes para con la Patria... -¿Y si estoy embarazada? El militar miró desconcertado a la mujer. Todos nosotros tosimos o carraspeamos aparentando indiferencia. Embarazo sonaba -ignoro por qué motivo-- más indecente que coito. -Es demasiado pronto para saberlo. -Creo que estoy -insistió la chica. El militar pareció irritado, pero se contuvo. Lo que decía la joven escandalosa tenía varios niveles de lectura, aunque su marido prefirió aceptar la interpretación literal. -,Mis deberes son sagrados --dijo el militar. Habia una terquedad infantil en su tono que no podía pasar inadvertida. -Explícale al guardia, querido. Explícale lo que pasó entre nosotros. , El militar volvió a encarar al guardia, que habia ~ermanecido inmóvil todo el tiempo, y le hab.l~ _otr~ vez en:· el idioma extraño. El guardia rep1t10 la mflexible negativa. Parecía gozar con la situación. Si bien yo había previsto un matrimonio breve, mis cálculos estaban hechos en base a serna-

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nas. Nunca hubiera imaginado que una relación conyugal pudiera durar minutos. Una idea disparatada surgió desde el fondo de mi mente: el ascensor era una especie de acelerador vital; estábamos viviendo un modelo a escala; allí nos multiplicaríamos y moriríamos en poco tiempo más. Para nosotros habrían pasado unos minutos; afuera, años. Pero la idea perdía sentido con sólo mirar el reloj del ejecutivo: apenas habían transcurrido cuarenta y nueve minutos desde el momento en que subimos al ascensor. Las máquinas pueden fallar, pero son incapaces de mentir. El militar se alejó por la izquierda sin volver la cabeza. No nos saludó y tampoco se despidió de su mujer, que empezó a sollozar. Las puertas se cerraron y el ascensor reemprendió la marcha. --Supongo --dije, con la intención de levantar la mara!- que una vez anulada la orden de prioridad militar, el aparato nos llevará a los pisos que marcamos al principio. -No debería ser así --dijo el ejecutivo con un tonito pedante-. Conozco estas máquinas como si las hubiera fabricado. Lo que marcamos al subir se borró cuando los militares metieron los dedos.

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-Entonces marquemos otra vez. -No tier¡e sentido. No se puede modificar el rumbo con el ascensor en marcha: ¡Quién sabe de dónde nos llamaron! -¿Y por qué no marcó usted, antes de que se cerraran las puertas? --exclamé irritado--. ¡Se cree muy vivo, muy inteligente, pero es un tarado! El ejecutivo no pudo replicar con propiedad · Y optó por callarse. La chica pecosa me tocó el brazo. -Dígame: ¿este viaje terminará alguna vez? Había sentido simpatía por ella desde el primer momento. Me gustaba ese aire de artesana o poeta. Y el mismo hecho de que nos dirigiéramos al mismo piso establecía 1ma correlación generaba una onda favorable. ' -Creo que sí --contesté sin comprometerme, tratando de ganar tiempo para pensar. -Pero cada vez estamos más lejos de nuestro destino -insistió la chica. -No necesariamente. Fíjese que no podemos estar seguros de si bajamos o subimos. --Subimos, no le quepan dudas. -Todo lo que sube termina por bajar... -¿Le parece? -¿Le parece que no?

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-No sé. Deberíamos intentar otras explicaciones. Resultaba gracioso que la chica dijera eso. Parecía mi reflejo. Aunque cada vez que yo me aventuraba en esos territorios acababa hundido hasta el cuello en ciénagas espantosas. -¿Algo así como decir que el ascensor entró en un mundo alterno que no se rige por las normas del nuestro? La chica se encogió de hombros. -Ésa es tan aceptable y tan irrelevante como la que se me ocurrió a mí. Nuestros compañeros de viaje asistían indiferentes al diálogo. La mujer que no se parecía a Joan Crawford nos miraba con gesto acusador, como si calificara de promiscuo hasta un mero intercambio de teorías. -¿Cuál es su explicac¡ón? -Viajamos en una máquina del tiempo. ¿No se fijó en que el ... esposo de la ... señora parecía un oficial nazi? -No me pareció. Yo hubiera jurado que hablaban un idioma balcánico, croata, tal vez. En este punto, cuando ya las teorías languidecían, el ascensor se detuvo. -Tenemos que organizarnos--dijo el ejecutivo reponiéndose de mis agravios--. La señora

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del oficial y yo sostendremos las puertas, por turno para no cansarnos. Usted -se refería a mí- y la señorita tratarán de averiguar en qué piso estamos y cómo podemos salir de esta situación. Las personas mayores permanecerán en el ascensor, a salvo de cualquier amenaza. No se me escapaba que esa clase de arreglo nos perjudicaba más que a nadie, pero parecía natural que nosotros, los más jóvenes, corriéramos los riesgos y que el ejecutivo se comportara con mezquindad. Las puertas, al abrirse, revelaron una planta muy espaciosa, con excelente iluminación la clase de paisaje que suelen exhibir los pisos ~n­ tes de dividirse en infinitas oficinas mediante tabiques vidriados. Caminamos veinte o treinta metros mirando a cada paso hacia atrás para cerciorarnos de; que el ejecutivo no nos abandonaba. -Mire ahí -susurró la chica tocándome el codo e indicando con el dedo en dirección a una consola, frente a la cual había un hombre sentado. Nos daba la espalda y parecía muy concentrado, la cabeza apoyada en los pulgares y las demás uñas rascando con frenesí el cuero cabelludo. Cuando nos acercamos más advertimos que había un tablero de ajedrez delante del

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hombre. En la consola parpadeaban incansables un millar de luces. --Señor --dije-, por favor. El hombre no cambió de posición. --Señor -insistí-. Estamos perdidos. El ascensdr ... El hombre siguió pensando la jugada (¿qué. , otra cosa podía estar haciendo?). Recién cuando movió un alfil dio alguna señal de vida. Apenas soltó la pieza recrudecieron los destellos en la consola y varios sonidos sibilantes se mezclaron y cruzaron destruyendo el silencio del lugar. --Señor... -¿Sí? -El ajedrecista giró en la silla y tardó un momento en enfocar correctamente la vista. -Mire, estamos viajando en un ascensor demente. Se detuvo casualmente en este piso y pensamos que usted podría ayudarnos. -La chica soltó el discurso de un tirón. Le temblaban las manos. -No hay nada casual cuando hablamos de cibernética... La computadora es el cerebro y el alma del edificio. La respuesta no era enigmática, aunque me pareció que encerraba algo así como una amenaza.

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-¿Quiere decir que su programa, además de jugar al ajedrez, controla los movimientos de nuestro ascensor? -No. El programa, Morphy, sólo juega al ajedrez. Pero la computadora Cyber que lo soporta ocupa muchos pisos, se emplea en millones de funciones y forzosamente debe controlar el tráfico que circula por sus entrañas. -Me puede decir en qué piso estamos, por lo menos ... -En el 2401 -dijo el ajedrecista sin vacilar. No lo podía creer. Ese número, 2401, contradecía todo lo que yo sabía, lo que era capaz de pensar e imaginar. Nunca había oído hablar de un edificio con esa cantidad de pisos. Bajarlos por la escalera podría ocupar toda una vida. Pero me inclinaba a suponer que el ajedrecista bromeaba. -No hay edificios tan altos-dije sin convicción. El ajedrecista ni siquiera respondió. O era un actor magistral o un cínico o un loco. -¿Cómo salimos de aquí? -dijo la chica con la voz quebrada. El ajedrecista no le prestó atención y siguió su propia línea de pensamiento. -Cyber controla volúmenes, temperatura, humedad. Es muy sutil y mimosa.

--Somos personas. ¡Somos algo más que volúmenes! -Eso es irrelevante porque no se puede computar. Si Cyber necesita calor lo toma de la fuente qu,e tiene más a ... mano. La conversación se tornaba lunática y lo que nosotros necesitábamos era el mapa del territorio por donde se movía el ascensor. Algo preciso. -¿Puede ordenarle que nos suelte? -Por supuesto. Lo que no puedo garantizarle es la dirección en que serán lanzados. Ya no me importaba. Y creo que a la chica y aun a los que nos esperaban en la caja, tampoco. Un crudo realismo me inducía a pensar que en cuanto dejáramos de preocuparnos el ascensor nos devolvería por su propia voluntad a la planta baja. Morphy hizo su jugada y el ajedrecista dejó de prestarnos atención. -Vamos -dije-. Puede tardar horas en volver a dirigirnos la palabra. El ejecutivo nos esperaba con los ojos brillantes de ansiedad. -Nos controla una computadora -dije por toda explicación. -¡Ah! ¿Y ahora?

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Me encogí de hombros. -No sé. Dejarnos llevar. Estamos en el piso 240 l. Quizás una jubilada inocente nos llame desde la planta baja o tal vez un sabio loco nos lleve al 3000. -No. hay que perder las esperanzas -dijo sorpres1vamente la mujer que se parecía a}oan Crawford. . -Bajemos por las escaleras -sugirió el vie¡o. . A su vez, cada uno expuso su insensatez. Las ideas fluctuaban entre el más franco disparate y el candor infantil. Me parecía que nadie tenía verdadera conciencia de la situación. Estábamos a más de seis mil metros sobre el nivel de la calle, sujetos al capricho de voluntades extrañas, artificiales. -Yo creo -dije alzando la voz por encima de la trama gris en que se había convertido la charla- que si el azar empezó esta locura el azar habrá en algún momento de terminarla'. No contestaron, pero la sola idea de volver a viajar en el maldito aparato despertaba un sentimiento de condenado a muerte a punto de ascender al patíbulo. Pero no fue tan malo. En el piso 263 7 (sorprendentemente a partir

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del 2500 había indicadores .en cada piso) encontramos un restorán automático. Comimos y aprovechamos el baño en dos turnos. Todo estaba inmaculadamente limpio, a pesar de que no vimos personal de.mantenimiento por ninguna parte. ¿Estábamos todavía en la zona que controlaba Cyber? ¿Habíamos vuelto al sector militar? ¿Entrábamos en una región nueva, inexplorada? Como venía sucediendo desde el principio del viaje, las preguntas quedaron sin respuesta Poco después el viejo se murió de un ataque cardíaco. Hubo chillidos y desmayos. No es demasiado agradable viajar con un cadáver, especialmente si se ignora cuándo se detendrá el vehículo. Nuestra próxima escala podía estar a cinco minutos o cinco horas de distancia, y nadie sabía si los arquitectos habían destinado algún piso a cementerio. La siguiente vez que el ascensor se detuvo era de noche (los pasillos estaban a oscuras), por lo que aprovechamos para sacar el cadáver del viejo. Que se arreglaran los ordenanzas... Ya no nos preocupábamos por marc~ el piso al que deseábamos ir. El propósito original del viaje había quedado desvirtuado. Los pisos bajos eran un recuerdo lejano, estaban hechos del mismo material que la memoria.

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El ascensor paró en un piso que estaba enteramente dedicado a la venta de materiales escolares. Hasta donde alcanzaba la vista -y luego hasta donde llegaron nuestras exploraciones-todo lo que se veía eran pilas de cuadernos, parvas de lápices, montafias dé gomas de borrar. Elegí un cuaderno y un bolígrafo con la intención de empezar a escribir un diario y registrar en él los sucesos importantes que se fueran produciendo. Pero jamás lo hice. Tal vez porque la falta de intimidad en el ascensor desalentaba la confesión de pecados personales o la crítica de conductas ajenas. O quizás porque en definitiva no había acontecimientos que relatar. La mujer del militar estaba embarazada y de algún modo los demás nos sentíamos responsables de su cuidado. El militar no volvió a subir al ascensor a pesar de que más de una vez atravesarnos zonas restringidas. Estábamos un poco preocupados porque la comida que se podía obtener en los restoranes automáticos era inadecuada para una embarazada, y constantemente ·fantaseábamos con la idea de encontrar un depósito de latas de leche en polvo. Las teorías acerca del origen y eventual desenlace de nuestra aventura ocuparon nuestro tiempo libre durante los primeros días. Pero a

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medida que la vida en el ascensor fue encontrando su rutina, quedaron relegadas a segundo plano. No volvimos a encontrarnos con Morphy. Al cabo de cierto tiempo comprobarnos que los bafios estaban sucios y los restoranes carecían de algunos alimentos, como si cierto grado de abandono empezara a socavar la organización del edificio. La mujer del militar tuvo un varón. Lo llamó Algis, según ella porque el padre se llamaba así. Eso hubiera supuesto que el militar era letón y no croata, aunque me abstuve de abrir una discusión. El día que nació Algis hice un cálculo en el cuaderno. Descontando las paradas para comer y explorar habíamos subido siete millones de pisos. Arranqué la hoja, la arrugué y la tiré en un ri.ncón de la caja.

PLVRAL

Plural

El hombre giró en la cama como un trompo. Gna y otra vez. Estaba excitado, molesto. Al cabo de un rato se sentó y miró alrededor. Se sentía vacío. Del otro lado de la ventana estaba la ciudad, el cadáver de la ciudad. Recibió un soplo fétido en la cara, como una bofetada. Un escalofrío le recorrió los brazos húmedos, y un punto de terror se le instaló entre los ojos. Era la señal: como si un perro le mordiera las entrañas, la boca y el ano custodiados por una enfermedad indescriptible. La mujer cambió de posición, y él trató en vano de penetrar el sueño helado, el sueño cal-

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mo e inexplicable que elia mantenía lejos de su alcance. Tocó el hombro de la mujer y ella abrió los ojos, aún dormida. -¿ Q ue, te pasa.í -La lluvia -dijo él. -La lluvia -se burló ella. -No me deja dormir. -No llueve. -¡Oigo la lluvia! -se exasperó él, contra su costumbre. Ella saltó de la cama y se asomó a la calle. La ciudad no había logrado resucitar. El camisón transparente reveló unos pechos aburridos, fláccidos. La luna, espesa y rojiza, se le metió por el escote, inventó una mano y le estrujó el vientre. -Es una noche hermosa --comentó con indiferencia. -La cabeza se me parte. . -Dormite. Es tu imaginación. Estás loco. La mujer se arrojó en la cama con un suspiro hondo y se sacudió las migas de luna que todavía le manchaban el pubis. Él se esforzó por ignorar la lluvia, el dolor que le producía la lluvia. Pero el sonido de las gotas era como los cascos de un millón de búfalos de hierro galopándole en el cerebro.

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-¡No puedo! -aulló. Ella se cubrió con la sábana. Se tapó los oídos con las manos crispadas. Trató de huir, pero estaba atrapada en un sueño denso, hundida hasta las rodillas en un mar de melaza. El hombre recorrió con la lengua el vidrio de la mesita de noche. Ya no había una sola aspirina en toda la casa, ni una mota. Usó los ojos como si fuesen microscopios y se perdió entre dunas de cuarzo, abrumado por las imágenes prehistóricas almacenadas en su mente reptil. Pero no encontró aspirinas. -¡La lluvia está aquí, imbécil! -bramó tocándose el cráneo con el dedo. Se movió nerviosamente y mezcló las últimas percepciones. Estaba desesperado-. ¡Aquí!-repitió. Hundió la cabeza en la almohada en busca de un alivio imposible.

-¡Por fin! --exclamó, tal vez liberada, tal vez feliz. Sobre las sábanas no había ni una sola gota de sangre. Quizás, sí, algunas manchas de agua maloliente que el colchón absorbía con rapidez. La mujer miró el reloj de pie e hizo una mueca de fastidio. Las tres. Toda la noche por delan-. te ... Minutos más tarde, cuando casi había logrado volver a dormirse, un hombre bajo y regordete carraspeó junto a su cama. -¿Qué quiere? -dijo la mujer sin intentar cubrirse. -Salir de aquí -dijo el hombre. Tenía un aire tímido, casi cómico. -Primero dígame cómo entró. -No entré. Soy el segundo cuerpo de Carlos. Estaba ansioso por empezar a funcionar. -Mi marido no habló nunca de que tuviera un segundo cuerpo. -Sin embargo tenía. Y un tercero y un cuarto. -No se parece a él. El hombre se encogió de hombros. Vestía un traje de buen corte y le colgaba un paraguas del antebrazo izquierdo. -Espero que usted me ponga al tanto de todo.

Cuando la mujer se permitió abrir los ojos vio el mismo cielo de otoño, la misma ciudad muerta. Es como un recuerdo de la infancia, pensó con morboso deleite. Inspiró profundamente, tratando de postergar el momento del choque con la realidad. Hay que aceptarlo, pensó; hay que ser condescendiente. La cabeza del hombre había estallado.

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-¿Sobre qué? -La mujer se apoyó en el respaldo de bronce de la cama; se sentía divertida eufórica. ' -Acerca de los hábitos, vicios, debilidades de Carlos. -¿No los conoce? Si pretende ocupar su lugar debería saberlos. -Está equivocada. No pertenezco a esta realidad. . Atravesé la línea cuando murió Carlos, pero ignoro todo lo referente a él. Usted debe informarme; lo único que le pido son las coordenadas de este lugar y un esquema de la vida de su ~arido. -El hombre parecía impaciente, como s1 empezara a desconfiar de la consistencia de lo que lo rodeaba. -No le voy a decir nada. Adivine, imagine. No sé. Arrégleselas. Sinceramente, usted no estaba en mis planes. Creí que una vez que Carlos muriera podría disponer de mi vida. -Estaba molesta. ¿Iba a ser todo así? ¿Una serie de fastidiosas incongruencias? Sería maravilloso que se tratara de una pesadilla. Pero no voy a tener tanta suerte, pensó. -Ocuparé el lugar de Carlos de todos modos. Sería mejor para ambos que usted me proporcionara la información que necesito. -¡No se parece a Carlos! -dijo la mujer,

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irritada-. ¿Se cree que voy a pasear por la calle con usted y decir, cuando me cruce con gente conocida, "éste es el segundo Carlos"? -¿Por qué no? No soy un fantasma. -Los ojos del hombre estaban apagados. Parecía estar luchando contra un enemigo invisible. -Eso lo veremos. -La mujer bajó de la cama, se calzó unas pantuflas y fue a la cocina. Cuando regresó empuñaba un cuchillo muy afilado en la mano derecha. El segundo Carlos no se había movido y tampoco se movió al ver el cuchillo. -Es inútil -dijo cambiando el paraguas de brazo-. Una vez que esto se pone en marcha no hay fuerza que pueda detenerlo. Por toda respuesta la mujer dio un paso hacia adelante y hundió el cuchillo en el pecho del hombre. Había tenido suerte de que la hoja no chocase con una costilla. El segundo Carlos expiró sin un quejido. Sus labios habían quedado distendidos en una sonrisa pícara, una expresión que la mujer no había advertido mientras estuvieron hablando. Debió esforzarse para sacar el cuchillo. Lo limpió con una toalla, pero no lo volvió a guardar en el cajón de los cubiertos. ¡Las cuatro!, pensó espantada; no podré le-

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vantarme para ir a trabajar. Se acostó, agotada. Pero no pudo dormir. Demasiadas emociones. Dos muertos en una misma noche ... Aunque no estaba segura de poder calificar a ninguna de las dos muertes como asesinato, sintió un poco de culpa o de vergüenza. Se levantó y fue al baño. Esperaba que Carlos no hubiera descubierto el escondite del Nembutal. Había tenido que guardar el frasco dentro de un paquete de Modess. Lo encontró y tragó una pastilla. Cuando abrió la canilla para llenar el.vaso de agua, vio al hombre en el espejo del botiquín. -El tercer Carlos, supongo. -Sí --dijo el hombre. Se parecía al segundo Carlos aunque le faltaba el ojo derecho. Desde el ángulo que ella lo veía era imposible saber si tenía un paraguas colgando del brazo. -Por poco tiempo --dijo la mujer. -¿Por qué? -En la órbita vacía se agitaba una forma oscura, más oscura que cualquier cosa que la mujer hubiera visto en su vida. -Es muy f'ácil _estrellar este vaso contra el espejo. -Estoy detrás suyo, señora. La mujer dio vuelta la cabeza y se estremeció. El hombre estaba al lado de la puerta.

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-No soy una ilusión, señora. Puede tocarme, si quiere. -¿Cuál es el precio? -La mujer había perdido el control. Estaba aterrada. -¿Precio? No entiendo. -El tercer Carlos parpadeó. -Para que la pesadilla termine. -No es una pesadilla. -Mi cara no se reflejó en el espejo. -Ah ... eso. Demasiado poco para una pesadilla. -Déjese de chistes. Desde que Carlos murió estoy atrapada en una pesadilla atroz. -¿Y por qué no piensa que la muerte de Carlos es parte de la pesadilla? La mujer lo pensó, pero sólo unos segundos. El cuerpo de Carlos -y el del segundo Carlos, no debía olvidarlo- se enfriaba sobre la cama, con la cabeza rota como.un zapallo podrido. -Tal vez termine cuando lo mate a usted. -Sí... o no. -El tercer Carlos parecía algo más dispuesto a defenderse de los ataques de la mujer. El instinto de conservación se refuerza en cada ensayo, pensó ella. Quizás el décimo Carlos se parezca al original: un sádico, un aficionado a la crueldad. --Carlos, mi marido --dijo la mujer-, goza-

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ha haciéndome sufrir, aunque él lo considerase un pasatiempo tan inofensivo como la fiiatelia. El tercer Carlos sacó una libreta del bolsillo del saco y anotó algo. Escribía febrilmente, sacando la lengua y pasándola por los labios. Cuando terminó dijo: -¿Qué más? -Nada más. -Dígame algo más. -El tercer Carlos estaba excitado. La mujer sacó una tijera de uñas del botiquín y la ocultó en la palma de la mano, fuera de la vista del hombre. -¿No me va a contar otras cosas? Por ejemplo, ¿qué leía? -De todo --dijo ella avanzando un paso-. Novelas pqliciales, terror. -Avanzó otro paso.- Lautréamont, Dostoievski, Rimbaud, Mailer... -¡Qué ecléctico, por Dios! -El tercer Carlos se concentró en sus anotaciones. La mujer cubrió la distancia que la separaba del hombre y le clavó la tijera en el ojo. El tercer Carlos cayó sobre los mosaicos negros, con la cara apoyada en la libreta abierta. La mujer levantó la libreta y trató de averiguar qué había escrito. Pero el tercer Carlos se había limitado a dibujar un mapa. Las líneas eran torpes y no tenían ningún significado aparente.

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La mujer volvió al dormitorio. Se sentó en la cama y se refregó los ojos con los nudillos. Después sacó una pistola plateada del cajón de la mesita de noche, comprobó si estaba cargada y buscó dónde guardarla; el camisón no tenía bolsillos. Abrió la puerta del placard para sacar un jean y una camisa. Ya no valía la pena acostarse. El cuarto Carlos estaba en el placard. Se parecía muy poco a los anteriores: una cicatriz violeta le cruzaba la mejilla y no tenía brazo izquierdo. -Veo que ya no te sorprendo --dijo et cuart0 Carlos con ul).a sonrisa cínica. -No. Ya no me sorprendo de nada. -Pero estaba cansada, aburrida. Le costó dar un paso atrás, apuntar al pecho del hombre, tirar del gatillo, matarlo. -¿Cuántos? --dijo la mujer en voz alta-. ¿Cuántos más? -Muchos, muchos más --dijeron a coro los Carlos desde la sala. Algunos· estaban sentados en sillas, otros en sillones, uno o dos en el suelo. Había un Carlos de pie, al lado de la biblioteca; se parecía mucho al Carlos original, aunque éste tenía el cráneo afeitado. Una costura rosada, la huella de una trepanación, le rodeaba la cabeza como una corona de espinas. -¿Sabés una cosa, linda? Ya no me duele.

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Palpé la pared. Sentí una textura aceitosa, densa, y retiré la mano. Es inútil, me dije; jamás llegaré por mis propios medios. Caminé inseguro unos pocos metros; resbalé, rodé, golpeé contra algo sólido, tal vez una columna de alumbrado , . y me ensucié hasta la médula en un charco. Me incorporé trabajosamente. -¡Ta.xi! Hubo un minuto de ominoso silencio, un minuto con olor a glicerina y densidad de mermelada. -Taxi, ¡sí señor! ¿Adónde quiere que lo lleve? Me acerqué al chofer tratando de verle la

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cara. Fue imposible. Deduje por el sonido de la voz que debía ser un adolescente. Malo, pensé, éste no conoce el camino. Pero tenía el uniforme del Sindicato -anaranjado, el único color que resaltaba en el smog-, aunque eso, lejos de tranquilizarme, aumentaba mi confusión. -¿Cuánto hace que sos chofer? -¡Qué le importa! -exclamó el taxi de mal modo--. ¡Dígame adónde va y punto! Le dije la dirección de mi casa. Debí morderme la lengua antes de preguntarle sobre el trabajo que realizaba. A los choferes les molesta hablar de su condición, y todo el resentimiento acumulado en siglos de marginalidad aflora a la primera referencia directa. Me abracé a la cintura del mocoso de mierda, ciego hijo de puta, y me dejé llevar. Se despojó de la ropa sucia y la tiró sobre una silla. Una vez más, el racionamiento de la electricidad favorecía la impresión de vivir sumergido en alquitrán. Abrazó a la mujer sin decir una palabra y sintió lo mismo que si hubiera abrazado a un maniquí cubierto de miel. No pudo contener un pensamiento pesimista. Vivían en una era de rasguños invisibles, de golpes inconfesados. Ahora todo era secreto, menos el

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olor. Ella olía a menudos de pollo; él olía a menudos de ballena, mucho menos menudos que los de pollo. Comieron sin hablar. Agar puro, queso al cianuro, pan de corcho molido al treinta por ciento. Después tomaron un té digestivo. Té de orégano. A las ocho en punto sopló el simún de butano. -¡Qué puntual! --dijo él, súbitamenmte de buen humor-. Para mí que los meteorólogos estudian brujería. iCómo cambian los tiempos! Antes no acertaban ni una ... -¡Grfff! -se ahogó ella. -¡Maldición! Las máscaras. A las nueve pudieron, por fin, sacarse las máscaras. Trataron de besarse y sólo consiguieron chocar en la oscuridad. Cada frase era la imitación contaminada de olvidadas palabras de amor. Se dijeron muchas cosas dulces, y no creyeron ninguna. Mientras lograba penetrarla, después de varios intentos fallidos, él pensaba en otra cosa. Hubiera querido tomar vino Mistela en la terraza de un café, a orillas del mar, con el viento soplándole en el pecho desnudo, y la barba crecida de seis o siete días. El afiche en el muro decía:

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LOS TOXICONES HAN SIDO DECLARADOS ENEMIGOS DEL HOMBRE HUMANO. Colabore. Denúncielos. Pretenden conquistar el planeta. Buscan la extinción del hombre humano para ocupar su lugar. ¿Cómo reconocerlos? a) No usan mascarillas ni filtros. b) Pueden respirar anhidrido carbónico, cianógeno, butano y acetonas. . . c) Pueden comer tragacanto, prop1leno, piróxilos, podzol y lantano. d) Usan el distintivo de la secta cosido en el pecho: humo verde saliendo de una chimenea roja flanqueada por peces muertos sobre campo negro. e) Siempre van en grupos de tres, simbolizando el Sagrado Triángulo: contaminación de las aguas, envenenamiento del aire, esterilización de la tierra. El encubrimiento de los toxicones está penado con ingestión obligatoria de agua corriente. Colabore. Denúncielos. LUCHE POR PRESERVAR LA RAZA HUMANA. LA RAZA HUMANA ES LA MEJOR RAZA. A las diez volvió la luz. Aunque había una sola lámpara de baja potencia, pudieron verse. Los

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cuerpos desnudos y pálidos contrastaban con las flores del empapelado. -¡Oh, Dios! -exclamó la mujer-. ¡No lo conozco! ¿Quién es usted? ¿Con quién estuve haciendo el amor? Mortell dio un salto. Las palabras de la mujer le despertaron una idea cínica: ¿Cómo se puede llamar amor a esta porquería? Conservaba recuerdos, tesoros, la memoria del amor. De todos modos la luz se había vuelto a cortar. Mortell supuso que la mujer intentaba cubrirse, como si él fuese capaz de ver en la oscuridad. -¿Qué le diré a mi marido?-La pregunta sonaba imbécil. Y habría quedado flotando indefinidamente en el denso aire de la habitación si Mortell no se hubiera compadecido de la mujer. -No le dirá nada -dijo-. Es casi imposible que logre regresar. Probablemente le pase lo mismo que a mí. Un taxi que no conoce la ciudad lo llevará a cualquier parte; a mi casa o a la de otro. Se acostará con mi mujer. La pobre chillará aterrada cuando lo descubra y él quizás la asesine en la oscuridad, inadvertidamente, y hasta es posible que le pisotee las entrañas. Hace tiempo que dejé de preocuparme por esas cosas.

-Es muy celoso --dijo la mujer-. No me perdonará, nunca. --Señora, señora --dijo Mortell impaciente-. No va a volver. -¡Soy una mujer decente! -Ya lo sé. Puse estricnina en el té. -La voz de Mortell sonaba cansada, agotada. -¿Qué dice? -Puse estricnina, veneno. Vamos a morir en unos minutos. -No le creo. -A la mujer la aterraba la perspectiva de morir abrazada a un desconocido, que el marido la encontrara junto a un extraño al volver a casa. -Es un veneno rápido. Hubiera usado curare, pero no conseguí. En un rato todo habrá terminado pai;a nosotros. Se quedaron callados, quietos. -¿Siente algún malestar? -dijo Mortell. -No. -Esperemos un poco más. -Mortell estaba desconcertado y la mujer empezaba a fastidiarse. Trató de poner la mente en blanco, pero se le puso blanco amarillento, un color entre bilioso y cerúleo. Trató de combatir esa sensación.¿Cómo se llama? --dijo. -Hortensia. ¿Y usted?

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-Mortell. -¿Qué cosa Mortell? -Mortell, a secas. -No se atrevía a confesar un nombre como Narciso. De todos modos estaba seguro de que la mujer mentía. Probablemente se llamara Vanessá, Solange u otro de los nombres de moda tres décadas atrás. Aunque en definitiva eso fuera irrelevante. -¿Y? -La mujer había perdido la paciencia; no parecía dispuesta a esperar la muerte un sólo segundo más. -No hay caso --dijo Mortell-. Nuestro organismo cambia permanentemente. Ahora aprendió a asimilar la estricnina, y quién sabe cuántos venenos resultan inocuos. Morir es muy difícil. También mantenerse vivo. Me siénto como delante de un semáforo en amarillo impedido tanto de seguir como de parar. ¿Co'. noció los semáforos? -No. -Era un aparato de relojería que regulaba el tránsito de autos. -Autos... Los autos... ¿Cuántos años tiene? Debe ser muy viejo. Habla como los ultras. No será ultra, ¿no?-Hortensia estaba asustada. Hubiera salido corriendo, pero afuera el peligro era mayor.

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-Tal vez haya sido ultra en algún momento. ¿Ahora para qué sirve? ¿Acaso hay gente de menos de veinte años? La única especk fértil que habita el planeta es la de los toxicones. Los hombres creen saber todo y no saben nada. Dejamos de aprender hace tiempo. -Advirtió que estaba hablando atropelladamente, demasiado excitado. Cerró la boca, -No fue tan feo, después de todo--dijo Hortensia-. ¿Está seguro de que mi marido no regresará? Mortell dijo sí con la cabeza, dos veces. Ella no lo vio. -Yo tengo esperanzas --dijo la mujer. -¿De qué? --dijo Mortell-. Me voy-agregó--. No puedo estar tan lejos de casa. -¡No se vaya! Mi marido salió a buscar dinamita para volar todo. -¡No me diga! ¿Le parece que vamos a tener tanta suerte? Después de lo que pasó con la estricnina ... --Si la dinamita no explota podemos probar masticándola --dijo la mujer. -Aquí no es --dije en voz baja. Sin embargo el taxi me oyó. -Ésta es la dirección que usted me dio.

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No era mi casa. Conté las lanzas de la verja con las manos y comprobé que tenía sólo nueve. -Escuchame: estás tan perdido como yo y no lo querés reconocer. -Conozco la ciudad como .la palma de mi mano. -No te hagas el idiota. Yo no vivo en la palma de tu mano. El taxi chasqueó la lengua y emitió un sonido que trataba de ser una carcajada. Se puso en marcha a tal velocidad que a duras penas logré sujetarme a su cintura.

ba muerto. Quedaban él, algún otro vagabundo y los filtros. Los toxicones habían heredado ~a Tierra. Tocó la mascarilla plástica que sostema los filtros y recorrió con las yemas de los dedos las correas que se unían en la nuca. El último grito ... no ... el último estertor de la tecnología. Contuvo la respiración y sonrió. Movió los dedos con torpeza por encima del cierre y con un brusco impulso arrojó la mascarilla hacia adelante. Inhaló. Los pulmones chirriaron y crujieron, pero terminaron recibiendo ese aire fraudulento sin mayores problemas. Era como respirar gofio. Ni siquiera se sorprendió. Si se veía obligado a mirar el lado bueno del asunto reconocería que liberarse de los filtros era un paso adelante. Ahora sólo faltaba que los ojos se adaptaran a la permanente oscuridad y la transformación se habría completado.

Mortell gateó entre sombras blandas; tan blandas y negras que parecían·capaces de tragar a una multitud sin que se notara. Llegar o no llegar, pensó Mortell; ésa no es la cuestión. La cuestión es para qué. Cada vez le costaba más poner un pie delante del otro. Una creciente sensación de peligro le erizaba los pelos de la nuca. Extendió los brazos y se sintió ridículo, remedando la postura de los sonámbulos. Sin embargo logró dar dos o tres pasos. Se detuvo para ajustarse los filtros nasales. Lo asaltó la idea de que si respiraba esa mierda moriría instantáneamente. ¡Y por qué no! Ya todo esta-

"La línea demarcatoria entre el universo de los toxicones y el de los hombres humanos era tan tenue que el paso de un grupo a otro se cumplía con la mayor naturalidad. Uno podía sentirse tentado a creer que los hombres humanos se convertían en toxicones en las cabinas telefónicas abandonadas, tal como hiciera el legendario

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Clark Kent para transformarse en Superman. Lamentablemente, el caso inverso no ha podido ser comprobado, y aún hoy es un enigma cuándo y cómo empezaron los toxicones a reproducirse sexualmente." P. Smutz, Enciclopedia Toxiconológica ilustrada -¡Pará, pará! -El taxi me había llevado hasta un descampado; un lugar tan distante de los lugares que yo conocía que hasta el smog parecía un poco menos denso. -¡Cómo no! -El chofer se detuvo y me encaró. No era ciego. Tenía ojos verdes y una mirada penetrante. Esa mirada y la falta de dientes le conferían a la cara del muchacho un aspecto monstruoso. Lanzó una carcajada y en ese momento tuve la certeza absoluta de que no era un hombre humano, sino un toxicón. En el pecho, cosido con dos o tres puntadas, ostentaba el distintivo de la secta. -¡Me engañaste! -exclamé. -Todo el tiempo -dijo con la mayor tranquilidad. -El uniforme del Sindicato de Taxistas... -¡Qué tontos son los hombres! El uniforme -se burló. Sacó un pote de podzol y empezó a

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comer metiendo los dedos como si fuera dulce de leche-. ¡Sáquese la mascarilla! -¿Qué? ¿Estás loco? Si me saco la mascarilla me muero. -¡Dígame señor! Los toxicones no necesitamos mascarillas. -¿Señor? ¿Y por qué te tengo que decir señor? -Los toxicones tenemos un orden jerárquico muy estricto -dijo el toxicón chupándose los dedos una vez más-. Y como yo acabo de reclutarlo, usted es mi subordinado. -¡Yo te voy a dar subordinado, mocoso de mierda! -exclamé abalanzándome sobre él. El toxicón dio un paso al costado, y con la misma mano que tenía metida en el podzol me arrancó la mascarilla de un tirón. Caí de cara al suelo y, antes de perder el conocimiento, sentí que una corriente de caucho derretido me llenaba la boca. Mortell sigmo caminando, impotente, desmoronado; todo parecía estar demasiado lejos, demasiado perdido. El mundo tal como lo conociera en su juventud, su mujer, Hortensia, los intentos de suicidio que siempre terminaban en tibios fracasos, los toxicones. No, los toxicones

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no. Ellos estaban cerca. A un paso. Sintió frío. Cuando se completara su transformación, cuando dejara de pensar como un hombre humano y empezara a pensar como un toxicón, ya no se sentiría solo. Una imagen fugaz, milagrosa, le cmzó por la cabeza. Era tan absurda que le dio risa. La fantasía se refería a la llegada providencial de una raza extraterrestre dispuesta a salvar a la humanidad un minuto antes del final. En la visión, los extraterrestres poseían toda la tecnología necesaria para sanear y restaurar el planeta. Eran unos seres amantes de la belleza, movidos por una ética impecable y capaces de llegar al sacrificio para preservar la vida. Mortell sacudió la cabeza para alejar las imágenes. Eran como una tortura. Si tales extraterrestres existieran en algún lugar del universo, no perderían el tiempo ayudando a una raza moribunda incapaz de valerse por sí misma. Pero podían ayudar a los toxicones. Una raza joven e inexperta merece ... Una explosión distante, apagada por esa jalea que cubría la ciudad, sonó a espaldas de Mortell. El marido de Hortensia había logrado volver a casa con la dinamita y la dinamita había logrado explotar. ¡Mala suerte! Una vez

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más el fracaso lo envolvía con su manto ·negro. Volvió a pensar en los extraterrestres. Aunque exigieran un precio demasiado alto por la descontaminación de la Tierra, él estaría dispuesto a sacrificarse. Pero, ¿qué podía quedar en el planeta además de los gases tóxicos, la contaminación y la esterilidad? El afiche en el muro· decía: SEA SOLIDARIO CON LA HUMANIDAD. APIÁDESE DE LOS POBRES HOMBRES Y MUJERES QUE IGNORAN LAS DELICIAS DE LA CONDICIÓN TOXICO NA. No los maltrate. No los fuerce. No los subestime. No los humille. Recuerde que, de algún modo, los hombres humanos son nuestros padres.

LOS TOXICONES SON EL FUTURO. CONTRIBUYA AL FUTURO DE LOS TOXICONES. El toxicón me llevó a una aldea toxicona. Allí se me instruyó en las técnicas de adaptación y supervivencia y una toxicona huraña contestó a casi todas mis preguntas. Se rieron desaforadamente cuando dije que me parecía que en ese lugar el smog era menos denso. Finalmente dejaron de reír y me explicaron que en realidad

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era más denso, pero que yo había completado mi transformación y era un toxicón hecho y derecho. Para celebrar mi iniciación improvisaron una fiesta. Cantamos, bailamos y comimos podzol y un guiso de lantano y samario. Mortell decidió dejarse llevar por la corriente. Pensar lo agotaba, y nunca le servía más que para acentuar sus estados depresivos. Tropezó. Cayó sobre un bulto blando y se golpeó la cara contra algo metálico. Se sintió más desdichado que nunca. Cuando pudo palpar el obstáculo descubrió una cara hinchada, los dientes de un hombre humano. Un muerto. -¡Un muerto! -exclamó Mortell, exultante-. ¡Todavía es posible morir! Lleno de entusiasmo se olvidó de los malditos extraterrestres, de los toxicones y de la mismísima puta Tierra. Se levantó y sacudió las inmundicias que se le habían adherido a la ropa. -¡Mientras hay muerte hay esperanza! -gritó.

Este libro se terminó de imprimir en los talleres de Industria Gráfica del Libro Av. Warnes 2383, Capital Federal en el mes de marzo de 1985

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