Ferry Luc - Vencer Los Miedos_unlocked

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Vencer los miedos la filosofía como amor por la sabiduría



Luc Ferry

Vencer los miedos

EDAF~ ENSAYO

LUCFERRY

Vencer los miedos La filosoña como amor a la sabiduría

+

EDAF

MADRID - MÉXICO - BUENOS AIRES - SAN JUAN - SANTIAGO - MIAMI

2007

© 2006. Luc Ferry © 2007. De la traducción: !rache Ganuza Femández © 2007. De esta edición, Editorial Edaf, S. L., por acuerdo con Odile Jacob, 11 rue Soufflot, 75005 París.

Diseño de cubierta: Gerardo Domínguez Editorial Edaf, S. L. Jorge Juan, 30. 28001 Madrid http:/www.edaf.net [email protected] Ediciones-Distribuciones Antonio Fossati, S. A. de C. V. Sócrates, 1441 , 5 ~ piso Colonia Polanco C. P. 11000 México D. F. [email protected] Edaf del Plata Chile, 2222 1227 Buenos Aires, Argentina [email protected] Edaf Antillas, Inc. Av. J. T Piñero, 1594 Caparra Terrace (00921-1413) San Juan, Puerto Rico [email protected] Edaf Antillas 247 S. E. First Street Miami,FL33131 [email protected] EdafChile, S. A. Exequiel Femández, 2765, Macul Santiago - Chile [email protected]

Junio 2007

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (artículo 270 y siguiente del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO) vela por el respeto de los citados derechos.

ISBN: 978-84-414-1904-9 Depósito legal: M-25.558-2007

PRINTED IN SPAIN

IMPRESO EN ESPAÑA

Impreso por Closas-Orcoyen, S. L.-Pol. Igarsa. Paracuellos de Jarama (Madrid)

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Indice

PRÓLOGO...................................................................

11

I

¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA? UNA BREVE HISTORIA DE LAS «DOCTRINAS DE LA SALVACIÓN SIN DIOS» Los tres interrogantes fundamentales de la filosofía El arquetipo de las doctrinas de la salvación sin Dios: el caso del estoicismo ..... .... .................. ............. La victoria de la religión cristiana sobre la filosofía griega................................................................ Algunas observaciones, antes de continuar, sobre el impacto decisivo y a la vez muy particular del cristianismo sobre la historia de la filosofía occidental La revolución científica, el derrumbamiento de la cosmología griega, la vacilación del cristianismo y el resurgimiento de la filosofía: el nacimiento del humanismo moderno.......................................... La posmodernidad: Nietzsche, Heidegger y nosotros La moral del «gran estilo» y la doctrina de la salvación de Nietzsche ................................. ... ... .......

24 26 37

47

52 74 79 7

VENCER LOS MIEDOS

En defensa de un humanismo posnietzscheano: el humanismo del hombre-Dios ......... .. .............. .......

86

11 RESPUESTAS A LAS OBJECIONES l.

11.

Ill.

8

LAS OBJECIONES DE ANDRÉ COMTESPONVILLE ...................................................

107

RESPUESTAS A LAS OBJECIONES DE ANDRÉ COMTE SPONVILLE .....................

113

Sobre la définición de la filosofía ................. Popper, Foucault, Habermas, Derrida y otros. ¿Puede consensuarse de facto una definición de la filosofía? ..................................................

125

Una tradición católica y republicana que desvirtúa en mi opinión la idea que tenemos en Francia de la actividad filosófica ..............

126

Sobre la cosmología antigua y el hecho de que las sabidurías del mundo se encuentren tanto en Platón o Aristóteles como en los estoicos

135

Sobre la existencia de un vínculo entre materialismo y determinismo y tu adhesión a la tradición epicúrea tanto (o más) que a la espinosista o estoica ........................................

141

LAS OBJECIONES QUE PROVIENEN DE LOS TEÓLOGOS CRISTIANOS ..................

145

Vuelta a la cuestión: ¿autonomía filosófica/heteronomía religiosa? ..................................

160

113 118

ÍNDICE

Págs. IV.

OTRAS OBJECIONES SOBRE LOS LÍMITES DE LA FILOSOFÍA: LA CUESTIÓN DE LAS TRADICIONES «DISTINTAS DE LAS CRISTIANAS Y OCCIDENTALES»

169

111 PARA LLEVAR A UNA ISLA DESIERTA l.

DEFINICIONES DE LA FILOSOFÍA: LO QUE ES Y LO QUE NO ES .................................. Arte, religión y filosofía según Hegel ............ «La existencia precede a la esencia» o los cinco conceptos claves del existencialismo sartriano: la mala fe, la reificación, el ser y la nada, la náusea ......................................... Ciencia y falsas ciencias: el criterio de demarcación según Popper ................................. La genealogía según Marx, Nietzsche y Freud Teoría filosófica y científica según Heidegger: la cuestión de la ontología ........................

11.

179 179

188 195 206 212

ÉTICA APLICADA: LOS DERECHOS DEL ANIMAL SEGÚN LOS UTILITARISTAS. LA EDUCACIÓN A TRAVÉS DEL TRABAJO SEGÚN ROUSSEAU Y KANT ....................

219

El utilitarismo anglosajón ..............................

220

La educación según Kant: el nacimiento de métodos activos y la valoración «antiaristocrática» del trabajo .........................................

227 9

VENCER LOS MIEDOS

ID.

SOTERIOLOGÍA CRISTIANA Y FILOSOFÍA LAÍCA: EL AMOR EN EL CRUCE DE CAMINOS...........................................................

235

¿Qué amamos en los otros? La singularidad del amor según Pascal....................................

236

CONCLUSIÓN: «DOMESTICAR EL MIEDO ... » .. ...

243

10

Prólogo

E

libro se compone de tres partes muy distintas y sin embargo inseparables. La primera es una conferencia en la que presenté a un amplio público los puntos esenciales de mi libro Aprender a vivir 1• En ella se encontrará una reflexión sobre lo que para mí es la filosofía, sobre las épocas álgidas que han marcado su historia y sobre lo que puede aportamos en términos de sabiduría práctica. Allí desarrollo y profundizo la idea según la cual las grandes visiones filosóficas del mundo son, en lo esencial, doctrinas de salvación sin Dios, tentativas de salvarnos de los miedos que nos impiden alcanzar una buena vida, pero sin la ayuda de la fe ni el recurso a un Ser supremo. La primera versión de esta conferencia se presentó en la Sorbona, en el Colegio de filosofía, durante el año 2005. Desde entonces no he dejado de volver sobre ella, de reescribirla y enriquecerla, especialmente con motivo de los debates que ha suscitado, para lograr que expresara de manera como mínimo adecuada el mensaje que quería transmitir. Al hilo de este lento trabajo, siempre he tenido tres modelos en mente: El existencia/isSTE

1 Apprendre a vivre. Traité de philosophie a l'usage des jeunes générations, Plon, 2006. Versión castellana en Taurus, Madrid, 2007 (N. de la T.)

11

VENCER LOS MIEDOS

mo es un humanismo de Sastre, que tengo por una obra maestra de pedagogía. ¿Qué es la metafísica? de Heidegger, porque esa pequeña conferencia, de una profundidad abismal, resume perfectamente lo esencial de su pensamiento y, por la misma razón, La felicidad, desesperadamente, de mi amigo André Comte-Sponville. Por supuesto, de ninguna manera pretendo compararme en nada con esos tres filósofos, sino por la forma de la conferencia «canónica», que creo interesante y útil en la medida en que permite al autor, como a sus lectores, hacer balance, recobrar sin artificios ni falsas apariencias los motivos principales de un trabajo recomenzado en ocasiones desde hace decenios. Dicho esto, la intención de esta publicación no solo es pedagógica. Limitarse a resumir de manera más simple el contenido principal de Aprender a vivir no justificaría una publicación. En realidad persigo otro objetivo. Básicamente, en Aprender a vivir procuré presentar la definición y la historia de la filosofía tan límpidas e interesantes como fuera posible sin introducir en escena mi propio punto de vista sobre esa impresionante galería de retratos. En cambio, en mi conferencia, al igual que a lo largo de este libro, he creído útil indicar de manera explícita la perspectiva filosófica a partir de la cual cuento y me apropio en cierto modo de esa historia. El humanismo posnietzscheano que intento desarrollar desde hace años forma así su principal hilo conductor, lo que permitirá a mi lector definirse él mismo más fácilmente. De ahí también el vínculo con la segunda parte, perteneciente a un género más antiguo: el de las «respuestas a las objeciones». Cuando un libro aparece suscita debates, provoca observaciones, críticas y objeciones en las que de ninguna manera se había pensado escribiéndolo. Fue el caso de Aprender a vivir. Algunas de ellas, que atañen a la definición de la filosofía, pero también a las relaciones que esta mantiene con la 12

PRÓLOGO

religión, me han parecido particularmente significativas. Las he querido publicar aquí, tratando de aportar ciertos elementos de respuesta (lo que constituyen el objeto de la segunda parte), para someter en cierta forma mi propio punto de vista al banco de pruebas, para examinarlo comparándolo al de otros pensadores a fin de clarificar más y mejor ante el lector lo que la filosofía puede ser hoy. Estas discusiones, condescendientes pero sin concesiones, con interlocutores que profesan ideas distintas a las mías, me han permitido desarrollar y profundizar considerablemente la perspectiva elaborada en mis trabajos anteriores. Finalmente, tuve que escoger lo que me parecía absolutamente esencial para realizar como deseaba una verdadera síntesis de los momentos cruciales de la historia de la filosofía occidental y, en consecuencia, descartar ciertas ideas y ciertos autores que amo infinitamente pero que no podían figurar en una obra tan voluntariamente sintética. Sobre todo, por razones de fondo tanto como pedagógicas, me esforcé en presentar todas las filosofías a las que había dedicado una exposición sustancial según tres ejes fundamentales: la teoría, la ética o la moral y la doctrina de la salvación o de la sabiduría. Era esta una presentación en perfecto acuerdo con la cosa misma. No por ello deja de existir, al margen de esas tres avenidas majestuosas, una pluralidad casi infinita de callejuelas y claros, de atajos y senderos que forman una de las riquezas más admirables del pensamiento filosófico. Para ofrecer una idea de ello he redactado la tercera parte. Allí se encontrarán, presentadas en forma de breves exposiciones tan pedagógicas como me ha sido posible, algunas de esas ideas que aconsejaría llevarse a todo hijo de vecino, como solemos decir, a una isla desierta. Claro está, las he escogido en función del vínculo que mantienen con mi propósito principal. Se encontrará así una serie de reflexiones de Hegel, Popper, Sartre, Hei13

VENCER LOS MIEDOS

degger, e igualmente de Marx, Nietzsche y Freud, sobre lo que es y no es la filosofía en relación con otras regiones del espíritu (ciencia, arte, religión, ideologías ... ). Se abordarán también, con los utilitaristas ingleses, después con Kant y Rousseau, ciertas repercusiones particulares pero extremadamente significativas de las visiones morales que estos han contribuido poderosamente a construir referidas, por una parte, a la cuestión del derecho de los animales y, por otra, a la filosofía de la educación. Finalmente, expongo para concluir una reflexión de Pascal sobre el amor: no solo es de una profundidad abismal en sí misma, sino que además afecta a lo que, en el cristianismo, dice tanto a los no creyentes como a los creyentes y que, como tal, forma un pasaje entre pensamiento cristiano y filosofía laica. Son estos los que me han incitado, como indico en la conclusión, a continuar mis reflexiones sobre la sabiduría del amor en el seno de un mundo con mucho apartado de lo religioso.

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1 ¿Qué es la filosofía? Una breve historia de las «doctrinas de la salvación sin Dios»



perfectamente que puede parecer excesivamente ambicioso querer presentar de un solo tirón tanto una definición como los componentes de una historia, por breve que sea, de la filosofía. Es, como decimos en mi tierra, pretender pedir peras al olmo 2 • Soy el primero en darme cuenta y valoro de antemano la importancia y legitimidad de las críticas que puedan dirigírseme. Sin embargo, el ejercicio no me parece carente de sentido, al menos si se lo toma como lo que es: una tentativa de abrir una brecha, de encontrar un ángulo que os permitirá, así lo espero, captar una cierta idea de la filosofía. Su historia, incluso esbozada a grandes rasgos, es tan apasionante que quizá os entrarán ganas de ir y mirar vosotros mismos en ella más de cerca. Es eso, esa chispa que puede poner el espíritu en marcha y nada más, lo que me gustaría en la medida de lo posible, transmitiros hoy. Y solamente en esta medida, muy modesta en realidad, os pido juzgar las palabras que siguen. Comenzaré por una constante común: si os tomáis el tiempo de echar un vistazo a las obras de síntesis, manuales escolares o diversos libros de iniciación que normalmente pretenden introducir a la filosofía, veréis que casi siempre

S

É

2 El autor dice aquí «chercher a faire tenir la
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VENCER LOS MIEDOS

se la define como un «arte de la reflexión», un «ejercicio del espíritu crítico», incluso como una «iniciación a la argumentación». Según la tradición republicana que preside la creación de la clase de terminal 3 de nuestros institutos, la filosofía es por excelencia esa «disciplina del método» cuyo ideal consistiría en que cada cual pudiera llegar un día a «pensar por sí mismo». Cuántas veces no he escuchado a padres de alumnos asegurarme que se alegraban de ver por fin a su hijo o a su hija entrar en clase de terminal, esperando que la filosofía les hiciese «sentar la cabeza» y, seguramente, les enseñase a pensar con más «rigor» y «reflexión». . . Como si la filosofía solo enseñara lo formal, se ha extendido la convicción de que esta disciplina, esencialmente crítica, radicaría en primer lugar y ante todo en la facultad de sorprenderse, de ponerse en cuestión a sí mismo y a los demás, de despertar de sueños dogmáticos, de manera que, según otro tópico de nuestra enseñanza, sería más bien el arte de las preguntas que el de las respuestas ... Me temo que esta manera de ver las cosas corre el peligro de induciros al error. Cierto, no hay nada de indigno en ella. Incluso se inscribe en una historia que me parece más bien bella y legítima: la de nuestra tradición republicana que

considera, según la idea que se halla en el corazón de la creación de la clase de terminal, que para ejercer convenientemente las responsabilidades de ciudadano hay que ser capaz de autonomía intelectual. Al igual que una cierta independencia económica puede ser útil para que no todos voten como un único hombre según el patrón de sus «señores» (lo que los partidarios del sufragio censitario esgrimían con cierta razón en aquella época), hace falta tener una cierta autosuficiencia en el plano moral e intelectual para que el derecho al voto no sea una superchería. Por lo demás, este es el 3 Terminal es el nombre que recibe el último curso del Bachillerato francés. (N. de la T.)

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¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA? UNA BREVE HISTORIA ...

espíritu en el que en septiembre de 1809 se crea una «clase de filosofía», que según los términos del decreto* que la define, tiene por misión hacer estudiar a los alumnos «los fundamentos de la lógica, la moral y la metafísica» así como las principales «opiniones de los filósofos». Con ello se trata de iniciar a los jóvenes en la edad adulta que, en efecto, supone reflexión, espíritu crítico y capacidad de argumentar al comparar la validez de las distintas opciones éticas e intelectuales que son posibles sobre cualquier asunto. Todo esto está muy bien y es decir poco el que no tengo nada en contra de los cursos de instrucción cívica. Simplemente, os lo digo de entrada, la filosofía no tiene nada que ver con ese arte de la reflexión crítica al que tantas veces se la ha querido reducir. No es que, entiéndase bien, no recurra a él. Está claro que siempre es preferible, y a fortiori en filosofía, reflexionar, argumentar y pensar por uno mismo más que como un papagayo. Pero eso es igualmente verdad en todas las demás disciplinas de la vida del espíritu: ¿quién se atrevería a sostener de veras que un matemático, un biólogo, un artista, un escritor, y también una madre de familia, un periodista, incluso un político, no reflexionan ni argumentan, y a ser posible por sí mismos? Nada de eso es específico de la filosofía. Todo el mundo reflexiona y argumenta como «todo el mundo dice I love you». Pretender que la filosofía tuviera en ello cualquier tipo de monopolio es simplemente ridículo. Siguiendo así, ahorremos tiempo: os propongo partir de la idea de que, fundamentalmente, la filosofía, quiero decir todas las grandes visiones filosóficas desde Platón hasta Nietzsche, y esto sin excepción alguna 4 , son grandiosas tentativas de ayudar a los humanos a acceder a una «buena * Tenga presente el lector que en España es la Ley Moyano (1857) la que regula los estudios de primera enseñanza, secundaria y superior. 4 La segunda parte de este libro trata de aportar respuestas a las objeciones que se me han podido hacer sobre este punto. 19

VENCER LOS MIEDOS

vida» superando los miedos y las «pasiones tristes» que les impiden vivir bien, ser libres, lúcidos y, en la medida de lo posible, serenos, amantes y generosos. Si se designa con la palabra «salvación», como nos mueven a hacer los diccionarios, «el hecho de ser salvado» (es la misma etimología) de un «gran peligro o de una gran desgracia», entonces, las grandes visiones filosóficas del mundo son ante todo y sobre todo doctrinas de la salvación. Sin duda me diréis que esto suena demasiado «religioso» para ser sincero y que al querer definir así la filosofía, se corre el riesgo de no ver la diferencia con las religiones. Además, parece que en la filosofía hay cuando menos una dimensión puramente intelectual, «teórica» o «especulativa» como suele decirse, una búsqueda de la verdad por la verdad, una pretensión de simple «comprensión de lo que es» según la fórmula de Hegel, de la que aquel enfoque no parece rendir cuenta. Volveré sobre ello un poco más adelante. Pero aquí también, ahorremos tiempo y permitidme, aun siendo un poco abrupto por el momento, ir directamente a lo esencial: es verdad que las grandes religiones también nos prometen que podremos superar nuestros miedos más profundos y lograr así una buena vida gracias a ellas. No obstante, lo hacen con una condición muy clara: que para ello nos entreguemos enteramente y sin reserva a un Dios trascendente en el que debemos tener fe y confianza (no en vano la palabra latina fides designa por sí sola los dos componentes de la creencia religiosa). Para ser salvado, hay que pasar por Zafe y por Otro. La filosofía nos promete lo mismo, pero nos asegura que podemos conseguirlo por la razón y por nosotros mismos. Diferencia abismal que por otra parte, hará que, sobre todo los cristianos, consideren a los filósofos como arrogantes, tan suficientes en un sentido como insuficientes en otro. Así es como, ya Agustín, no tiene palabras lo bastante duras para estigmatizar a aquellos 20

¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA? UNA BREVE HISTORIA ...

que llama los «soberbios», es decir, los filósofos que pretenden contra toda evidencia de fe poder salir solos adelante. Vanidad de la filosofía, dirá todavía Pascal, algunos siglos más tarde ... De hecho, es así, las grandes visiones del mundo filosófico son «doctrinas de la salvación sin Dios». Léase a Epicteto, uno de los más importantes pensadores del estoicismo, o a Epicuro y Lucrecio, que fueron sus adversarios más decididos, todos los filósofos de la Antigüedad están de acuerdo en ese punto: la filosofía tiene como objetivo ayudarnos a superar los miedos que impiden a los seres humanos vivir bien: libres, lúcidos y generosos, capaces de pensar, actuar y amar. Pero tenemos que dar un paso más: ¿en qué consisten exactamente esos miedos de los que la filosofía pretendería «salvarnos» por otras vías que las de la fe en un Ser supremo? Y, después de todo, ¿por qué no dependerían estas de la psicología y de la religión más que de la filosofía? Sin entrar mucho en detalles, estaremos de acuerdo en el hecho de que nuestras vidas están «sitiadas» por cuatro miedos fundamentales: En primer lugar, están los peligros reales que, en cierto sentido, no plantean problema: no hay ningún mal ni ningún misterio en tener miedo en un accidente o cualquier otra circunstancia de la vida que nos exponga brutalmente al riesgo de la muerte. Pero hay otros miedos más sutiles, menos fácilmente reparables, como son los miedos sociológicos que nos sobrecogen cuando nos sentimos «incómodos» en una situación social un tanto delicada, ante un anfitrión prestigioso, obligados a hablar en público, en un medio diferente al nuestro y carentes, como suele decirse, de soltura y distinción. Entonces nos ruborizamos, nuestros gestos se hacen artificiosos, nuestras palabras confusas y experimen21

VENCER LOS MIEDOS

tamos, casi físicamente, el peso de una inadaptación social ... A lo que se añaden, si profundizamos más en el corazón del ser humano, las angustias psíquicas, empezando por las que los psicoanalistas llaman «fobias»: miedo a la oscuridad de los niños (¡y también cuántos adultos!), miedo a las algas del fondo del mar, miedo de quedarse aprisionado en un espacio cerrado (un ascensor ... ), miedo del cáncer, de algún animal (serpiente, insecto, ratón, etc.). O en otro registro más «obsesivo», miedo de haber olvidado cerrar el gas, la luz, la puerta del garaje («de manera que si no me levanto una tercera vez para comprobarlo, no dormiré ... »), de pisar las ranuras de la acera («y si logro evitarlas durante cincuenta metros, ganaré tal o cual apuesta que he hecho conmigo mismo ... »), etc. Todos esos pequeños miedos son «vivibles», al menos mientras no invadan la vida psíquica. Podemos domesticarlos porque casi siempre quedan circunscritos o localizados, de forma que incluso pueden llegar a funcionar como buenos «mecanismos de defensa», en el sentido de que la mayoría de las veces nos dejan suficientemente en paz como para que se actúe a su pesar: cuando se temen los ascensores, siempre podemos utilizar las escaleras. Pero sentimos que más allá de un cierto umbral, siempre amenaza la angustia con hacer nuestras vidas infernales ... Pero lo esencial para la filosofía --esencial porque está claramente más allá de la sociología y de la psicología- aún está por venir: y es que detrás de esos tres miedos se disimula un cuarto, propiamente hablando fundamental, en tanto que gobierna todos los demás: el miedo a la muerte, o como dicen los filósofos, el sentimiento propio de nuestra especie, y sin lugar a dudas de ninguna otra, de la «finitud», del hecho de que estamos limitados en el tiempo y destinados a ver desaparecer algún día a los que amamos. Una observa22

¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA? UNA BREVE HISTORIA ...

ción evitará un malentendido: a pesar de lo que algunos dicen sin reflexionar, este miedo no es necesariamente egocéntrico, mórbido o patológico. Incluso lo más frecuente es que el miedo a la muerte apunte más a la de los otros, a los que amamos, que a la nuestra. Trabajando sobre los seguros escolares, a menudo he conocido a padres que me confesaban no temer su propia muerte sino en relación con los niños que sabían no podrían salir adelante sin ellos. Nada de egotismo a mi parecer en ese sentimiento. Y tampoco nuestra toma de conciencia de la posibilidad de la muerte es necesariamente enfermiza. Porque la muerte no es solamente el fin de la vida. Sencillamente, hasta en el seno de la vida más animada y alegre, puede confundirse con esa conciencia que a veces tenemos de lo Irreversible, del hecho de que ciertos acontecimientos nunca volverán, que ciertas situaciones han pasado definitivamente y que el tiempo perdido ni se recobra, ni se recupera ... En el poema de Edgar Allan Poe que se titula «El cuervo», el autor encarna la muerte atribuyéndole al pájaro la capacidad de decir y repetir una frase y solo una: «Nevermore», nunca jamás. Eso es lo que llamo «muerte en vida», y hasta los propios niños pueden tener conciencia de ella, de forma que si bien el fin de la vida aún no se les presenta como una realidad verdaderamente comprometedora, una separación, el divorcio de los padres, incluso una simple mudanza, puede bastar para despertarla. Esos son los miedos, en tanto que ligados a la muerte, de los que la filosofía antigua -pero como veremos más tarde, no solamente ella- pretende «salvarnos» en la medida de lo posible a fin de permitimos vivir mejor, por fin libres y serenos. Por eso, como indica su etimología, es «amor a la sabiduría», al menos si definimos al sabio como aquel que ha logrado salvarse de los miedos en ese sentido. Como dice Aristóteles al final de su gran libro de moral, Ética a Nicómaco, debemos trabajar para hacemos <
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tales en la medida de lo posible». Epicuro y Epicteto, los más eminentes representantes de las dos corrientes de pensamiento que no obstante más se oponen en la Antigüedad, comparten, lo hemos visto, esta convicción: todos nuestros pensamientos -¡todos: no algunos!- han de consagrarse ante todo y sobre todo a superar este miedo primero que parasita nuestras existencias. Todavía una observación previa, por la claridad del tema, antes de profundizar más en el meollo de nuestro asunto.

Los tres interrogantes fundamentales de la filosofía Como vais a comprender en lo que sigue, las grandes filosofías se construyen siempre en tomo a tres grandes ejes, que corresponden a tres interrogantes fundamentales. Esto vale tanto para los estoicos, como vamos a ver en un instante, como para Espinosa, Kant, Nietzsche o incluso Heidegger. Es importante tener presente sus principios si queremos comprender en qué sentido las grandes visiones del mundo filosófico son del todo magníficas doctrinas de la salvación sin Dios. El primer eje es el de la teoría, es decir, de la actividad intelectual que persigue hacerse una idea del mundo natural y también político y social, en el cual nuestra existencia va a desarrollarse. Se trata, si me atrevo con esta metáfora, de conocer el terreno de juego que es el de nuestra vida: es duro o seco, bello o feo, hostil, favorable, arriesgado, caótico, armonioso, cognoscible, misterioso, etc. Sea como sea, tenemos que hacemos una idea, al menos aproximativa, porque es en él donde todo va a ocurrir. Por lo que ya de entrada, observamos (lo señalo de pasada pero es un punto 24

¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA? UNA BREVE HISTORIA ...

realmente fundamental) lo que en este plano va a distinguir a la filosofía de las ciencias positivas: estas últimas, por supuesto, son indispensables para la primera, porque para representarnos de la forma más justa posible nuestro mundo, es mejor partir de los conocimientos que los sabios tienen de él. Por lo demás, la inmensa mayoría de los filósofos dignos de ese nombre se interesan, y a menudo de muy cerca, por las ciencias de su tiempo. Así, vemos cómo la filosofía también es búsqueda de la verdad, tentativa de comprender lo que es. Sin embargo, la búsqueda de la filosofía no es la de la ciencia, y la verdad que persigue no es neutra: pues se trata de hacerse una idea global del mundo y no de conocer una clase de objetos particular y, lo que es más importante, de interesarse por la cuestión de saber cómo vamos a habitar esa casa, lo que vamos a poder hacer y vivir en ella: cuestiones esenciales que no son las de las ciencias en tanto que tales. Esto también hará que las filosofías (como es el caso de todas las filosofías antiguas) cuyas referencias científicas quedan completamente invalidadas por los descubrimientos más modernos, continúen diciéndonos algo e incluso poseyendo una cierta validez para nosotros. El segundo eje deriva directamente del primero: después de haberse hecho una idea del terreno de juego, hay que conocer las reglas, captar las leyes de ese juego que vamos a jugar con otros y que tendremos que respetar. Se trata, como se habrá comprendido, de la cuestión de la moral o de la ética (aquí no estableceré diferencia entre estas dos palabras que solo se distinguen a priori por la etimología, latina para una, griega para la otra). Un tercer eje, que viene a completar aquel, busca esta vez delimitar el objetivo, es decir, la finalidad o el sentido del juego. Entramos así en una esfera que no es la de la moral propiamente dicha, sino de la sabiduría, de la espiri-

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VENCER LOS MIEDOS

tualidad y de la salvación. Se me dirá que ciertos filósofos, Espinosa o Nietzsche por ejemplo, rechazan la cuestión del sentido, que la deconstruyen y la hacen saltar en pedazos para liberar de ella a los hombres. Yo respondería que no elaboran nada mejor que una doctrina de la salvación sin Dios, una tentativa de salvar a los hombres de los miedos que les impiden vivir y que a su parecer están más ligados a las ilusiones del sentido que a la verdad de la falta de sentido. Tendremos ocasión de aclarar más este punto en lo que sigue. Pero basta de hablar en abstracto. La definición de la filosofía es un tema importante. Pero nada como un ejemplo concreto para que comprendáis mejor esta noción de «doctrina de la salvación sin Dios». Comenzaré por recordar el caso del estoicismo porque es de los más ilustrativos: en mi opinión presenta de forma clara y elocuente la elaboración más profunda de la filosofía griega en materia de salvación sin Dios a partir de la representación del mundo (de la «cosmología») que con mucho dominaba entonces la Antigüedad.

El arquetipo de las doctrinas de la salvación sin Dios: el caso del estoicismo La escuela estoica nace en la Grecia (Atenas) del siglo IV antes de Jesucristo y su padre fundador es Zenón de Citio (no confundir con el otro Zenón, el de Elea y las paradojas). Existen por entonces numerosas escuelas de filosofía que, en su mayor parte, reciben el nombre del lugar donde enseña el maestro. En este caso, Zenón mantenía sus reuniones bajo un pórtico (stoa en griego), al abrigo de arcadas donde sus alumnos se apresuraban para ir a escucharlo. De ahí, simplemente, el nombre de su filosofía, que

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¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA? UNA BREVE HISTORIA ...

recorrerá los siglos hasta nosotros a través de sus principales representantes, Epicteto, un esclavo, Séneca, un consejero de Nerón, y Marco Aurelio, que fue emperador de Roma a finales del siglo n después de Jesucristo. Si se quiere comprender su mensaje, lo más sencillo es retomar los tres ejes que os acabo de sugerir. Teoría, pues, para comenzar. La etimología de la palabra -por lo menos una de ellas, que ya se encuentra en la Antigüedad- es, si no cierta, particularmente interesente y significativa: theion orao, veo (orao) lo divino (theion). ¿Qué quiere decir? ¿Tendría entonces la teoría filosófica por objeto «ver lo divino»? ¿Acaso no os he explicado hace un momento que las grandes filosofías, empezando por el estoicismo, eran «doctrinas de la salvación sin Dios» y que la teoría perseguía esencialmente comprender el mundo, el terreno de juego en el que vamos a vivir? Parece contradictorio. . . Salvo que lo divino de los estoicos no tiene nada que ver con el Dios trascendente, exterior al mundo en tanto que creador del mundo, de las religiones monoteístas. Radicalmente inmanente a lo real, se confunde por el contrario con el orden (cosmos) del mundo tal cual es. Para comprenderlo, imaginaos más o menos esto: según los estoicos, que son en este aspecto la culminación de la gran tradición filosófica griega que comienza con Parménides y continúa a través de las obras de Platón y Aristóteles, el mundo debe pensarse antes que nada como un orden magnífico, a la vez armonioso, justo, bello y bueno. Eso es lo que designa en griego la palabra cosmos (orden) y que, en francés, ha dado lugar entre otras a la palabra cosmética (el arte de resaltar el orden armonioso de los cuerpos y los rostros, disimulando de paso cuando es necesario lo que no lo es tanto gracias a los efectos del maquillaje ... ). Para los estoicos, el mundo es un orden organizado. Es exactamente análogo a lo que un médico, fisiólogo o biólogo descubren 27

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cuando abren el vientre de un conejo o de un ratón: no solamente cada órgano está maravillosamente hecho para cumplir su función (su ergon: qué mejor que un ojo para ver, que los pulmones para oxigenar los músculos, que el corazón para irrigarlos de sangre, etc.), sino que además el conjunto forma un todo perfectamente coherente, «lógico», si se puede decir, infinitamente superior a todas las máquinas fabricadas por los hombres. Razón por la cual el orden cósmico, ese cosmos, puede ser llamado divino (theion) y a la vez lógico (lagos): theion porque toda esa maravillosa armonía cósmica no ha sido creada por los hombres. Nosotros no la inventamos, nos limitamos a descubrirla o desvelarla, que no es lo mismo. Y lagos, porque ese mundo armonioso es completamente coherente, incluso racional, de manera que podemos llegar a captar lo divino por las solas fuerzas de nuestra razón teórica, de nuestra inteligencia, sin recurrir de ninguna manera a la fe. En otras palabras, si el theion es lagos, si lo divino es lógico, es porque a pesar de no estar creado por los hombres tampoco es, como el Dios de los judíos o de los cristianos, exterior y superior al mundo. Es, muy al contrario, la estructura misma de este mundo donde vivimos, su esencia más íntima. Si insisto hasta este punto en los términos griegos, y especialmente en la equivalencia entre theion y lagos, no es por inútil pedantería, sino porque dentro de un momento nos serán indispensables para comprender cómo el cristianismo va a retomarlos y desviarlos en su provecho de manera decisiva con vistas a elaborar una nueva doctrina de la salvación. Así, la primera tarea de la filosofía, por la que es, incluso en primer lugar, búsqueda de la verdad, comprensión de lo que es, consiste en hacerse una idea justa del mundo, en el caso de los estoicos, del orden orgánico y annonioso en que se asentará nuestra existencia. Ante esto surge una simple

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cuestión: ¿por qué un esfuerzo teórico semejante? ¿Para qué sirve? ¿Qué pretende? ¿Y por qué tenemos que dedicarle tanto tiempo? Respuesta: para elevarnos hasta la segunda esfera de la filosofía, a saber, la de la moral o de la ética. Si tenemos que practicar con frecuencia la teoría, hasta el punto de consagrarle la mayor parte de nuestra vida, es porque nos revela un orden cósmico al que deberemos ajustarnos. Lo justo, en ese sentido, es lo que está «ajustado», o para decirlo de otro modo, la justicia se confunde con la «justeza». Aquí la idea fundamental es que en ese orden cósmico revelado por la teoría cada uno de nosotros tienen su lugar, su «lugar natural» como dice Aristóteles, y que la justicia consiste fundamentalmente en el esfuerzo que hacemos para ajustarnos a él. Al igual que un lutier ajusta las pequeñas piezas de madera que componen el violín a fin de que entren en armonía unas con otras (de manera que si, por ejemplo el alma del instrumento, es decir, la pequeña barra de madera blanca que une la tabla y la eclisa, o el puente están mal colocados, deja de sonar bien), nosotros debemos encontrar nuestro lugar en la vida y alcanzarlo so pena de no estar en condiciones de cumplir nuestra misión (ergon) en el seno del gran todo del universo. Como ha mostrado claramente uno de nuestros mejores especialistas en la Antigüedad, Pierre Hadot, en la época de las grandes escuelas griegas, la filosofía no se había reducido a un discurso, a un comentario reflexivo sobre nociones abstractas, tal y como nuestros programas republicanos nos inducen a creer hoy en día. No, era ante todo y sobre todo una práctica, porque perseguía la sabiduría, el arte de vivir, y no solo el de la palabra o el pensamiento. Por ello, en sus escuelas, los filósofos incitaban a sus discípulos a practicar «ejercicios de ética» o de sabiduría. Se cuenta así que el maestro de Zenón, Crates, pedía a

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sus alumnos llevar un pez muerto de una pequeña correa a lo largo de la plaza del mercado de Atenas. Como podéis imaginar, el desgraciado enseguida era víctima de burlas y chanzas de todo tipo. ¿Cuál era el objetivo del ejercicio? Simplemente que el propio discípulo aprendiera a burlarse del «qué dirán», que desviase su mirada de las fútiles y artificiales convenciones sociales para volverlo, en una verdadera conversión, hacia la realidad cósmica del orden natural donde debería encontrar su lugar y su función propias para vivir bien. Durante mucho tiempo todavía, en el derecho romano y hasta el fin de la Edad Media, la justicia se definirá como un orden social que imita el orden cósmico y asimismo atribuye «a cada uno el suyo», su lugar, y lo que le corresponde según la naturaleza. En esta misma perspectiva, durante mucho tiempo también, el papel del juez será comparado con el del médico porque aquel restablece el orden del cuerpo social y lo repara, como este restablece el orden del cuerpo orgánico cuando la enfermedad lo ha trastocado. Así que no es de extrañar que por otro lado, en la Edad Media, se juzgase en ocasiones a los animales en las mismas condiciones que a los seres humanos: no porque estrictamente hablando se les creyese responsables y culpables, sino sencillamente para restituir, llegado el caso, el orden que hubieran roto ... Pero, de nuevo, se plantea la pregunta: ¿para qué tantos esfuerzos? Sin duda, tras las de la teoría, las exigencias de la ética se imponen al ser humano. Pero ¿para qué sirven y qué son, exactamente, las finalidades últimas? ¿Por qué después de todo habría que adoptar una vida lúcida y justa, conforme a la teoría y a la moral, si muchas otras formas de existencia, quizá más fáciles y divertidas, son posibles? En la tercera esfera de la filosofía, la de la sabiduría como condición de la salvación --condición puesto que gracias a ella podremos superar los miedos y las pasiones 30

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tristes para acceder a la buena vida- yace la respuesta. Y como cabía esperar, aborda directamente la cuestión de la muerte, de los tormentos que suscita y de la concepción de la sabiduría que conviene para librarnos de ellos: en lo que esencialmente consiste la promesa filosófica de la salvación. Veamos esto un poco más de cerca. Como recuerda Hannah Arendt en La crisis de la cultura, antes incluso de la aparición de la filosofía, en la cultura común de los griegos existían dos formas de vencer la muerte «lo más posible». En primer lugar, por supuesto, tener hijos, una «descendencia», como suele decirse. Y de hecho, mucho antes de conocer las razones genéticas, todo el mundo podía comprobar cómo ese o aquel rasgo del rostro, de la voz, hasta puede que del carácter, se reconocía aquí o allí, en un niño, hijo o hija, sobrina o sobrino, y que por ello algo de nosotros sobrevivía a la muerte. De eso no cabe duda. Pero ¿para qué? ¿Nos impide eso que muramos nosotros mismos? Evidentemente no, por lo que las consolaciones de la descendencia son bien pobres ... Otra vía era la del heroísmo. A la cuestión del pequeño esclavo que le tiende el escudo antes de que parta a la guerra contra los troyanos, y que le pregunta de dónde saca el coraje para afrontarlos solo, Aquiles responde: sin duda moriré en el combate, pero a diferencia del tuyo, mi nombre resonará durante miles de años. Aquiles no se equivocaba. En lo más profundo del heroísmo griego hay una voluntad de igualar a la naturaleza. Porque los ciclos naturales, al ser repetitivos (el día sucede a la noche, el sol a la tormenta, el otoño al verano, etc.), no corren el peligro de borrarse de nuestra memoria, mientras que las acciones humanas son perecederas, por decirlo así, volátiles. . . salvo cuando son tan grandiosas que, convirtiéndose en objeto de escritura y haciendo de motor de un libro de historia, entran en 31

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una duración que casi les permite igualar la del orden natural. Por eso, más aún que la filiación, la gloria puede provocar en algunos el sentimiento de escapar a la muerte. Pero aun así, eso no nos impide morir, y para decirlo todo, ¿qué ganamos exactamente con que nuestro nombre subsista sin nosotros en los estantes de una biblioteca? Vanitas vanitatis ... Ahí es, claro está, donde la filosofía toma el relevo. Esta nos lleva a pensar que el cosmos, el orden del mundo que la teoría nos ha revelado y al que nos hemos ajustado por las vías de la ética, es eterno, a la vez increado e imperecedero, sin comienzo ni fin. Entonces, una vez fundidos en él (fusión en la que sin duda hay algo de místico, si no de religioso), comprendemos que nosotros mismos somos como un fragmento cósmico, un átomo de eternidad, de forma que para el sabio auténtico la muerte no es nada real. O mejor dicho, no es más que el paso de un estado a otro, un paso que, como tal, no debe asustarnos. Por eso el estoicismo, como espero que ahora veáis de forma bastante clara, constituye una doctrina de la salvación sin Dios. Desde luego, aquí resumo tanto su pensamiento que corro el riesgo de achicarlo. Para contrarrestar por poco que sea este peligro, todavía querría insistir en el hecho de que esta visión de la salvación seguramente nunca habría encontrado un eco semejante hasta nosotros si no se apoyara, como lo sugerí hace un momento, en ejercicios de sabiduría que vienen a darle una carne y una profundidad que solo puedo insinuar aquí. No obstante, quisiera decir unas palabras al respecto para que por lo menos os hagáis una idea del poder de seducción que ha tenido esta doctrina estoica de la salvación sin Dios. Pienso sobre todo en los ejercicios que pretendían ayudar a los seres humanos a emanciparse de los dos males que pesan sobre cualquier vida humana y que tienen por nombre pasado y futuro. 32

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Puesto que esos son, si reflexionamos, las dos únicas moradas de los miedos que nos atormentan en vano y de los que tenemos que aprender. Esa es toda la sabiduría estoica, la de «salvarnos» en la medida de lo posible. ¿Por qué el pasado y el futuro? Porque el pasado, para comenzar por él, no cesa de echamos hacia atrás, por no decir hacia abajo. ¿Fue feliz? Entonces sentiremos nostalgia. ¿Doloroso? Nos sumergiremos en las pasiones tristes, remordimientos, arrepentimientos y culpabilidades que nos desvelan en la noche y nos fastidian la existencia. Escapamos entonces del pasado para buscar refugio en el futuro y entrar, como suele decirse, en la esperanza. ¡Pero en verdad nada es peor que la esperanza! Sin tregua, nos incita a ceder a las ilusiones que nos hacen creer que «todo irá mejor después», cuando hayamos cambiado de profesión, de casa, de coche, de amigos, de mujer o de marido ... Lo que, naturalmente, es tan vano como erróneo. Porque los miedos y las esperanzas que yacen en las dos dimensiones no reales del tiempo -no reales en tanto que el pasado ya no es y tampoco el futuro todavía- nos hacen faltar al presente con toda seguridad. Como sugiere un proverbio budista (equivalente oriental de nuestro estoicismo) siempre hay que tener presente la siguiente máxima: el momento que nosotros vivimos aquí y ahora, así como las personas que están con nosotros en ese instante, son el momento y las personas más importantes de nuestra vida. ¡Por la sencilla y buena razón de que son los únicos reales, presentes! ¿En qué consiste la sabiduría? En el fondo podría expresarse en esa fórmula estoica que mi amigo André Comte-Sponville ha puesto de moda: «Arrepentirse un poco menos, esperar un poco menos, amar un poco más». A partir del estoicismo, dos actitudes filosóficas van a enfrentarse en cada época de la historia sin que ninguna de ellas se imponga nunca sobre la otra: una nos empuja a 33

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reconciliamos con el mundo, más a amarlo que a querer transformarlo. La otra, al contrario, nos conmina de manera imperiosa a usar nuestra voluntad y nuestra inteligencia para tratar de mejorarlo todo lo que podamos. El conflicto reaparecerá con los modernos y los contemporáneos: Espinosa, por un lado, Kant por otro, Nietzsche y su invitación al amor fati, y Marx, que reprocha a los filósofos haberse limitado a interpretar el mundo cuando se trataba de transformarlo ... Por supuesto, los argumentos son implacables por ambas partes.. . excepto que un espinosista jamás ha convencido a un kantiano, ni a la inversa, y que, no obstante, si uno tuviera razón frente al otro, se sabría desde hace tiempo. A decir verdad, esas opciones filosóficas no hacen más que traducir y «racionalizar» actitudes respecto a la vida, actitudes que por lo demás pueden apoderarse de cada uno de nosotros según los momentos de la existencia. Para hacérselo comprender a mi hija Gabrielle, por quien escribí mi libro Aprender a vivir, le decía: cuando vamos juntos a bucear a Port-Cros y nos ponemos las aletas y las gafas de buceo para ver los sublimes fondos y los peces de colores, estamos más bien del lado de los estoicos, de Espinosa, de los budistas y de Nietzsche. No buscamos mejorar ni transformar el mundo, sino que por el contrario nos sentimos felices fundiéndonos en él y amándolo. El efecto está garantizado: nos olvidamos inmediatamente del pasado y del futuro para reconciliarnos con el presente sin reserva. En cambio, desde el momento en que soy ministro de educación nacional, y me aflige saber que nuestros niños aprenden tan mal a leer y a escribir, estoy del lado de la voluntad, de la reforma, de la mejora de lo real en nombre del ideal, con Kant en lugar de Epicteto o Espinosa. Entonces el pasado y el futuro retoman sus derechos. . . y uno se despierta en la noche preguntándose si lo ha hecho bien, si 34

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esa palabra no habrá herido inútilmente, si tal ley será aprobada, etc. No creo que se pueda decidir entre estas dos filosofías, como si una tuviera razón y la otra no. Una vez más, si ese fuera el caso, se sabría desde hace mucho tiempo. Creo más bien en las virtudes del «pensamiento ampliado», de esa amplitud de horizontes que en ocasiones nos permite comprender cómo y por qué alguien decide vivir en una casa que no nos gusta. No voy a desarrollar más este punto porque nos llevaría demasiado lejos: habría que movilizar toda una concepción de la historia de la filosofía para explicarlo. Lo que aun así puede decirse, según me parece, es que una de las dos actitudes filosóficas, la que parte de los estoicos, describe nuestros momentos de gracia, esos instantes de verdadera serenidad donde el mundo no nos parece hostil sino, al contrario, armonioso y benévolo. Tal vez el momento del aperitivo, en una terraza, una tarde agradable, junto a las aguas de Port-Cros o en otro lugar: cada uno de vosotros podrá encontrar los ejemplos que le convienen y le dicen algo. Lo que es seguro es que con la voluntad, cuando el pasado y el futuro, los arrepentimientos y las esperanzas retoman sus derechos, ya no es posible estar completamente sereno. Apasionado sí, sereno no. Y sin embargo, ¿cómo evitarlo? Cómo vivir momentos de gracia en un mundo que toma tan a menudo la apariencia del conflicto, de la guerra, de los genocidios, de las masacres ... Nunca he conocido espinosista o nietzscheano que de verdad fuera capaz de responderme sobre este punto. En cuanto a Epicteto, reconocía con una increíble lucidez que a decir verdad en su vida había coincidido con un solo sabio estoico y que dudaba que le ocurriese antes de su muerte. Después tampoco, de más está decirlo ... Como sin duda habéis comprendido, yo no soy estoico, ni siquiera espinosista. No obstante, esta filosofía me pare35

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ce de una gran profundidad. Si os he dicho algunas palabras sobre ella es sobre todo para que comencéis a haceros una idea concreta de lo que entiendo por doctrina de la salvación sin Dios. Todavía hay que seguir ese hilo conductor a fin de que podáis percibir en qué sentido esta definición de la filosofía atravesará los siglos hasta nosotros. Con dificultad, es cierto, pues le costará recuperarse del golpe casi fatal que le asesta otra doctrina de la salvación que esta vez, sin embargo, recurre a la ayuda de Dios: el cristianismo. Y es esencial, para captar la continuidad de nuestra historia, darse cuenta de por qué y cómo este va a predominar durante casi quince siglos sobre el dispositivo, con todo genial, elaborado por los griegos. Es bastante fácil, en efecto, ver lo que el estoicismo pudo aportar en calidad de dispositivo destinado a vencer los miedos. En un momento u otro, efectivamente, todos tenemos ganas de «ser desprendidos», de sentirnos solidarios con el mundo que nos rodea y nos acoge, sentimos parte receptora de una totalidad que nos envuelve por todas partes. Desde esa perspectiva cósmica, la humildad tienen algo de tranquilizador: en cierto modo, no es desagradable pensar que no somos más que un ínfimo fragmento de ese universo maravilloso, miembros entre otros miles de una naturaleza magnífica y que, con nuestra muerte, volveremos a ella, a fundimos y continuar así por otras caminos nuestra existencia terrestre ... Pero, por otro lado, no podemos desprendemos del deseo de reencontrar tras la muerte a nuestros allegados, a los que amamos, y volver a verlos como personas, con sus queridos rostros, el sonido de su voz, su sonrisa ... y no como pequeños montones de polvo fundidos en la inmensidad cósmica. El estoicismo nos promete la salvación, pero esta es, por así decir, impersonal, anónima, inconsciente y ciega. Por supuesto, es ahí donde flaquea, y en ese punto el cristianismo, especialmente por 36

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el vínculo que establece entre el amor y la vida eterna, va a abrir una brecha que finalmente le permitirá imponerse sobre la cosmología griega.

La victoria de la religión cristiana sobre la filosofía griega Para percibir, casi del natural, las razones de esta victoria, poseemos un documento precioso; hoy día casi totalmente olvidado, pero tan elocuente y claro que me gustaría evocarlo un instante y decir algunas palabras sobre él: se trata de algunas obras escritas en Roma por san Justino, el primer Padre de la Iglesia, a mediados del siglo n después de Jesucristo. En principio, Justino es filósofo y su lengua es el griego. Entre otras cosas, es el autor de dos «apologías» dirigidas al emperador Antonino. Dicho en dos palabras, escribe alegatos en favor de los cristianos destinados a rectificar los horribles rumores que se difunden contra ellos en el seno del Imperio: se los acusa de practicar el incesto, el canibalismo, de adorar a un Dios con cabeza de asno y otros disparates que evidentemente no guardan ninguna relación con los ritos cristianos. Desde ese punto de vista, las apologías escritas por J ustino en el año 150 son documentos únicos para saber cómo vivían en realidad las primeras comunidades cristianas. En 160 escribe una tercera obra, un diálogo con un rabino de nombre Trifón, en el que trata de cumplir el programa ya trazado por san Pablo en su Primera Epístola a los Corintios, cuando declara en un célebre pasaje, mil veces citado pero apenas comprendido, que el Dios de los cristianos es un «escándalo para los judíos» (porque se rebaja hasta encarnarse en la persona de Cristo, y además se deja crucificar sin reaccionar, lo que es un doble signo 37

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de debilidad ... ) y una «locura para los griegos» (por otro motivo que vamos a analizar en un momento ... ). Limitémonos por ahora a advertir que todo el interés del pequeño diálogo con el rabino Trifón radica en que Justino explica en términos muy simples por qué, después de haberse sumado con total aquiescencia a las grandes figuras de la filosofía griega, se convirtió finalmente al cristianismo, dado que la doctrina religiosa de la salvación que proponía le parecía infinitamente superior a la de los filósofos. Sus motivos merecen toda nuestra atención porque dicen mucho sobre los resortes de la victoria del cristianismo sobre la filosofía griega. Añado un detalle más, pues no es solo anecdótico: Justino será denunciado a las autoridades romanas por uno de sus «colegas» filósofo, un pensador menor de nombre Crescencio, de forma que se le decapitará en 165, con seis de sus discípulos ... y eso bajo el reino de Marco Aurelio, el último gran filósofo estoico. Todo un símbolo ... Y como vamos a ver, la muerte de Justino no carece de relación con el fondo de nuestro tema. ¿Qué nos dice, en efecto? Básicamente, lo que va a costarle la vida: el cristianismo es, en todo, superior al estoicismo así como a todas las demás figuras de la filosofía griega. Para resaltar aún más los puntos de comparación, retomemos nuestros tres ejes fundamentales: teoría, ética, doctrina de la sabiduría y de la salvación. Respecto a la teoría, toda la concepción estoica de lo divino se ve aniquilada por el cristianismo. Es lo que muestran de manera increíblemente condensada las primeras líneas del Evangelio de Juan, siempre que se comprenda su sentido: «En el comienzo fue el verbo (logos) ... y el verbo se hizo carne, y Él ha permanecido entre nosotros ... ». Subrayo el término griego logos, que se ha traducido por «Verbo», para que os deis cuenta del vínculo que Juan establece conscientemente con la filosofía griega (que conoce 38

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muy bien), y al mismo tiempo la formidable desviación de sentido que le hace sufrir. Como la cultura cristiana está de capa caída, me perdonaréis que haga un pequeño recordatorio ... En el comienzo, pues, fue el «verbo divino», el famoso lagos. Hasta aquí todo va bien, los estoicos están de acuerdo con los cristianos, puesto que en el comienzo también para ellos existe, desde siempre, un orden cósmico que puede llamarse divino (theion) en el sentido de no creado por los hombres, eterno, armonioso, justo y bueno, perfectamente ordenado y, por decirlo así, «lógico». Que se asocie el lagos con lo divino no tiene nada de sorprendente para un estoico, más bien al contrario. En cambio, con la continuación del texto de Juan todo se estropea: según los cristianos, ¡el lagos se habría transformado en carne! Os recuerdo que en el texto de Juan eso significa que Dios, el Verbo (lagos) divino, se ha encamado en la persona humana de Cristo, en la figura del hombre-Dios, Jesús, que ha permanecido entre nosotros, los simples humanos. Así evoca Juan el momento de la encarnación. Ahora bien, para los estoicos, que el lagos cósmico pueda encamarse en una persona, aunque sea la de Cristo, evidentemente es de lo más absurdo. Justamente la locura de la que hablaba san Pablo y lo que Marco Aurelio y los suyos no perdonarán a Justino. Porque si os acordáis, para los estoicos lo divino, el lagos, es la estructura misma del mundo, el orden perfecto del universo como tal. Nada, en consecuencia, que pueda encarnarse en un individuo, en una persona, sino, al contrario, una perfección supra-individual, y como tal, tan anónima como ciega. Pero en aquella época -incluso todavía hoy, en ciertos rincones del mundo-- no se bromea con la concepción de lo divino, de modo que el desgraciado Justino va a perder su vida ... En otros términos y para resumir, lo que la teoría cristiana nos revela o al menos pretende revelamos, es simple39

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mente una forma inédita de lo divino que, al menos en parte, retoma de los judíos: se trata de un Dios totalmente trascendente en relación con el orden del mundo, lo que en absoluto casa ya con la concepción estoica del lagos (a pesar de lo cual Juan no duda en recoger el mismo término griego de los estoicos para transformar radicalmente su significado), pero también de un Dios que puede, conservando el misterio y la trascendencia, encarnarse en una persona casi humana, la de Jesús ... Y frente a esta concepción radicalmente antigriega de la divinidad, la razón ya no es adecuada, sino la fe o la confianza. Fe y confianza que pueden tener en Jesús porque es una persona, y no una estructura anónima y ciega, porque ha permanecido realmente entre los hombres, porque algunos han podido conocerlo, verlo, tocarlo, oírlo e incluso hablar con él. La providencia ya no es un destino ciego, una lógica que se identifica con el curso eterno e intangible del mundo como lo era para los estoicos, sino la promesa de un cuidado benévolo y personal tanto en su fuente (Jesús) como en su objeto (nosotros, los simples humanos) ... Como consecuencia, del divino cosmos y de la razón que lo capta, pasamos al Dios trascendente (fuera del mundo) a la vez que personal, y a la fe como el único instrumento capaz de aprenderlo. Respecto a la ética -nuestra segunda esfera de la filosofía después de la de la teoría- las cosas también van a cambiar totalmente. Una vez más, permitidme ir a lo esencial: en la tradición de la cosmología griega, en Platón, en Aristóteles al igual que en los estoicos, la virtud se define ante todo de manera aristocrática, como una forma de excelencia natural. No olvidéis que el mundo griego es un mundo que descansa sobre la esclavitud, sobre el principio jerárquico según el cual hay buenos y malos por naturaleza, seres que desde el nacimiento están hechos para mandar, 40

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para estar en lo alto, y seres para obedecer y estar abajo. Por otra parte, esta es la razón por la que en su gran libro de moral, Ética a Nicómaco, Aristóteles puede hablar de un ojo o de un caballo «virtuosos». Mientras que para nosotros, modernos, herederos del cristianismo, la virtud moral es indisociable de la noción de mérito, en el mundo aristocrático está esencialmente ligada a la de don o talento natural. Un ojo virtuoso es sencillamente un ojo que ve perfectamente, que es excelente según la naturaleza para cumplir lo mejor posible su función. Se encuentra así a la misma distancia entre esos dos defectos extremos que son la miopía y la presbicia, como el coraje, para poner otro ejemplo, se sitúa entre la cobardía y la temeridad. Hay por tanto una jerarquía natural en los seres, en los hombres igual que en los ojos o en los caballos, y el orden justo consiste en el hecho de poner a cada uno en el lugar natural que le corresponde dentro del orden cósmico. Esta es la definición naturalista y aristocrática de la virtud que el cristianismo hará saltar en pedazos literalmente. Su argumentación es muy sencilla y su versión secularizada se encontrará en todas nuestras doctrinas morales republicanas y humanistas, por ejemplo, en las primeras páginas de La fundamentación de la metafísica de las costumbres de Kant: ciertamente los talentos naturales (la inteligencia, la fuerza, la belleza, la memoria, etc.) son cualidades. Pero no tienen nada que ver con la virtud. ¿La prueba? Basta con reflexionar sobre el hecho de que todos los talentos y dones naturales, sin la menor excepción, pueden ponerse tanto al servicio del bien como del mal. La inteligencia o la belleza se pueden utilizar tanto para matar como para ayudar al prójimo, y eso basta para probar que la excelencia natural no tiene ninguna relación con la ética. ¡Q. E. D! * De ahí,

*

Quod erat demostrandum.

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una visión totalmente nueva del mundo, que rompe casi o completamente con la que dominó el mundo griego. Porque la virtud ética, al no depender de la naturaleza y no confundirse con una excelencia casi dada en el nacimiento, revela desde ahora libertad. Lo que cuenta no es lo que nos es dado en el comienzo, sino, como en la parábola de los talentos, lo que vamos a hacer con ello. Hay que valorar todo el alcance de la revolución cristiana. Con esta argumentación simple en apariencia, lo que el cristianismo inventa es sencillamente la noción moderna de humanidad, la esencia de la idea democrática como tal, la convicción de que todos los seres humanos se equiparan, que son absolutamente iguales a priori, al menos en dignidad, es decir, en el plano ético. Pues si los talentos naturales difieren entre unos y otros, y eso nadie lo puede remediar, para compensar, desde el momento en que lo que cuenta en el plano moral no es la naturaleza de partida sino el uso que hacemos libremente de ella, todos nos encontramos en condiciones de igualdad: el pequeño trisómico tiene tanto valor ético como Einsten o Espinosa, y maltratarlo será desde ese momento castigado de la misma manera que si se tratase de un genio. Con esta nueva idea, revolucionaria en aquella época -y que lo seguirá siendo durante mucho tiempo-, el cristianismo nos hace entrar en el ámbito del pensamiento que el humanismo solo tendrá, me atrevería a decir que secularizar, para extraer de él los principios fundamentales de la democracia moderna. Por lo que, se quiera o no, todos nosotros somos (o casi) herederos de los cristianos ... En muchos aspectos, nuestra gran declaración de los derechos del hombre, fundamento de nuestra república, no será sino cristianismo secularizado y es imposible reconocerse en ella sin confesar una deuda con el cristianismo. Pero de nuevo, la teoría y la ética carecerían de sentido si una nueva doctrina de la salvación no viniera, por decir42

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lo así, a coronar sus esfuerzos. Y con ella, por supuesto, el cristianismo va a imponerse de forma decisiva sobre «las sabidurías del mundo» elaboradas por los griegos, como las designa Rémi Brague en un bello libro que lleva ese mismo título. Y fácilmente comprendemos por qué: cuando la providencia se confunde con el curso del mundo, con la ley del cosmos, no puede ser más que anónima y ciega. Es una ley natural y no una ley personal quien la gobierna. En cambio, cuando lo divino deja de confundirse con la estructura impersonal del orden cósmico para adquirir el aspecto de un Dios consciente y benévolo, que además se encama en la persona de Cristo, la providencia también cambia por completo. Contrariamente a1 divino logos de los estoicos, el Dios cristiano puede hacemos promesas, puede anunciarnos una buena nueva, buena nueva que se resume en cuatro palabras: resurrección de los cuerpos. Para comprenderla, hay que recordar que el amor, no el amor paradójicamente lejano del prójimo, sino el amor de los allegados -los dos términos, a pesar de su aparente proximidad, designan todo lo contrario el uno del otro 5- , está evidentemente en el núcleo de la problemática de la salvación. Pues muy a menudo la muerte del ser amado nos atormenta mucho más que la nuestra. Por eso el amor es el nudo del problema, y respecto a él dos actitudes son posibles. La primera se encuentra tanto en el estoicismo como en el budismo (de nuevo en este punto en perfecta armonía), y consiste en recomendamos firmemente no apegamos nunca a nada ni a nadie. Dado que la ley de este mundo es la de la «impermanencia», es decir, que nada en él es estable, la locura consiste en apegarse a las cosas y a los seres. Locura puesto que la existencia nos separará de ellos un día u otro 5 El autor emplea aquí los términos «prochain» (prójimo) y «proche» (cercano, próximo), lo cual le permite enfatizar su semejanza etimológica al tiempo que su diferencia de sentido. (N. de la T.)

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y así nos fraguamos los peores sufrimientos que existen. La verdadera sabiduría consiste en hacer todo lo posible para resistirse al apego. No es que haya que ser indiferente a los otros, claro está. El estoicismo y el budismo recomiendan al contrario, también aquí de un modo muy parecido, practicar la compasión e incluso la amistad hacia los otros. Solo que esta compasión y esta amistad nunca deben transformarse en apego porque de todas formas un día tendremos que morir, abandonarlo todo, y para afrontar la muerte con serenidad es mejor, como suele decirse, prepararse para «viajar ligeros de equipaje» ... Cuanto menos apego tengamos, menos dolorosa será la partida. En este sentido, Epicuro recomienda a su discípulo decirse interiormente, toda vez que abraza a su hija o a su hijo, «un día, quizá luego, morirá». Y en la misma óptica, pero más radical todavía, el Dalái-Lama sugiere que la única vida que verdaderamente permite evitar los apegos funestos del amor es la vida monástica. Porque un padre o una madre no pueden resistirse a los lazos que de manera inevitable crea con sus hijos y, de este modo, se fraguan terribles sufrimientos desde que la muerte golpea. En muchos aspectos encontramos la misma idea en algunos textos cristianos. Por ejemplo, en Pascal, que no solo desaconseja enérgicamente apegarse a otro, sino que llega a exhortamos a que no dejemos que nadie se apegue a nosotros. Porque vamos a morir, y si dejamos, por vanidad o por narcisismo, que alguien se ligue a nuestra débil y perecedera persona, entonces nosotros también fraguamos para ella los peores tormentos. La argumentación es exactamente igual en los estoicos y en los budistas. Pero el cristianismo no se queda ahí. Si, en efecto, el amor es la locura por excelencia cuando se apega a lo que es perecedero, no tiene nada de absurdo ni ilícito cuando conduce a lo que, en el otro, no se marchita, sino que puede al contrario pretender la eternidad.

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Se dirá -está de moda hoy en día- que en esas condiciones el cristianismo solo permite un amor descarnado, un amor de las almas y no de los cuerpos, puesto que solo aquellas serían eternas. No es así en absouto, y una lectura semejante, hay que decirlo y volver a decirlo, es radicalmente falsa. Pues en el cristianismo no es eterna el alma, sino el compuesto alma/cuerpo. Esa es incluso su principal singularidad en materia de salvación, su diferencia específica respecto a las demás doctrinas de la inmortalidad de su época: ¡no solo nos promete la resurrección de las almas, sino también la de la carne! En otras palabras, nos promete que vamos a encontrar de verdad a aquellos que amamos después de la muerte, con su sonrisa, su rostro, el sonido de su voz ... Esa es la última promesa hecha por Jesús, el corazón de su buena nueva. ¿A qué edad, con qué cuerpo? Con el rostro del amor, simplemente, con los rasgos, las entonaciones que se han amado en esta vida y que la doctrina cristiana de la salvación reúne bajo el hermoso nombre de «cuerpo glorioso» ... Para que el amor sea eterno es necesaria una única condición: que ese amor sea, según la fórmula de Agustín, un amor «en Dios», que los seres, como ya nos mueve a pensar el relato del Génesis, no solo estén unidos entre sí de manera armoniosa por el amor, sino que sobre todo ambos estén unidos a Dios y vivan su amor en él. Entonces se reencontrarán cuerpo y alma, como muestra el famoso episodio de la muerte de Lázaro en el Evangelio. Recordadlo: cuando Cristo se entera de que su amigo acaba de morir, llora, como el simple mortal que es. Lo que prueba que, como para vosotros y para mí, la experiencia de la separación es un sufrimiento para él. Pero sabe que podrá resucitar a su amigo, al ser el amor más fuerte que la muerte. Y, no obstante, la resurrección que tiene lugar es la de un cuerpo que el Evangelio describe 45

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con bastante detalle como habiendo entrado ya en estado de descomposición ... Una palabra sobre el Diablo, para hacer comprender mejor, como por contraste, esta difícil noción de amor en Dios. Retomad de nuevo el relato del Génesis. Como sabéis, es la serpiente quien tiene el papel de criatura diabólica. Pero ¿en qué consiste su obra? Principalmente en la tentativa -en esa ocasión lograda- de hacer dudar a los hombres de la credibilidad de la palabra de Dios. ¿Por qué hacer eso? Para separarlos de Él y entregarlos así a una muerte tan eterna (lo que será el Infierno) como la vida prometida a aquellos que permanezcan en Dios. En otras palabras, en contra de la imaginería tradicional, el Diablo no es ante todo el que separa a unos hombres de otros y los empuja al odio, al conflicto, y hasta les hace pecar entregándolos a los deliciosos suplicios de la tentación. El Diablo es el que nos hace dudar, el que pone todas sus artimañas al servicio de un único fin: arrebatarnos esa especie de pilar protector y proveedor de vida que es para un cristiano la relación con Dios. Como siempre, compite con el Creador y lo que quiere por encima de todo es alejamos de Él para que conozcamos como nunca la desolación, es decir, el horror de una soledad tanto infinita como mortal. Dicho con otras palabras, la genialidad del cristianismo en materia de doctrina de la salvación reside en ese increíble giro que consiste en invertir los términos en que la cuestión de los lazos entre el amor y la muerte se planteaba para los estoicos: pues el amor pasa de ser el mayor problema a convertirse en solución. En lugar de ser el origen principal de nuestros tormentos, es desde entonces lo que nos salva, solamente con tal de que sea amor en Dios. Entendemos sin esfuerzo lo que pudo seducir a Justino y con él a todos aquellos que desde ese momento van a

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abandonar la filosofía griega para convertirse al pensamiento cristiano: al destino anónimo y ciego, no solo lo sustituye una providencia personal y benévola, sino que además esta nos hace una promesa que se corresponde totalmente con nuestros más caros deseos. Queremos ser amados, no morir ni ver morir a los que amamos, no conocer jamás la desolación de la soledad eterna ... y Cristo nos promete tener todo eso si tenemos confianza en él. ¿Cómo resistirse? Con tal de tener fe, el cristianismo no tiene competencia: en el banco de pruebas de las doctrinas de la salvación, ninguna lo hará nunca mejor que él. Por tanto, nada hay de sorprendente en que haya logrado vencer a la filosofía, casi enteramente, durante quince siglos más o menos ...

Algunas observaciones, antes de continuar, sobre el impacto decisivo y a la vez muy particular del cristianismo sobre la historia de la filosoña occidental. .. Espero haberos mostrado hasta aquí, por lo menos de manera bastante clara, por qué me parece necesario situar la filosofía en relación con las religiones y en qué sentido su definición como doctrina de la salvación sin Dios va mucho más allá de la vulgaridad escolar según la cual la filosofía se reduciría al ejercicio de la reflexión, del espíritu crítico, de la argumentación, etc. Sin embargo, soy consciente de que alguno de vosotros seguramente tiene ya dos objeciones en la punta de la lengua: esta definición, ¿realmente vale para todas las filosofías? ¿No hay contraejemplos evidentes: Maquiavelo, Popper, Habermas, Sartre, Deleuze, Foucault, para no mencionar más que algunos nombres de los autores a los que la problemática de la sal47

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vación no parece preocupar? Y más aún, ¿por qué hablar aquí solo de la filosofía occidental, de la religión cristiana? ¿No hay otras tradiciones filosóficas, otras religiones que tener en cuenta, sobre todo en el mundo oriental? Estas preguntas son totalmente legítimas. Sobre todo la primera, que trata sobre la propia definición de la filosofía, me parece crucial: las objeciones que se me han hecho sobre este punto me han permitido afinar y profundizar considerablemente mi presentación de la filosofía como doctrina de la salvación sin Dios y se lo agradezco a quienes las han formulado. Volveré en extenso sobre ello más tarde para mostraros las respuestas que les he dado 6 • Pero tengo que resolver ahora mismo un problema clásico, decisivo para comprender la continuidad de la historia de la filosofía: ¿hay una filosofía cristiana, sí o no? Porque, en todo caso, hay, evidentemente, grandes filósofos cristianos: Agustín, Tomás, Pascal, por supuesto, y también, más cerca de nosotros, Kierkegaard, Teilhard de Chardin, Simone Weil, Etty Hillesum, Edith Stein ... ¿Cómo situarlos en relación con mi concepción de la filosofía como doctrina de la salvación sin Dios? ¿Dejaría un pensamiento de ser filosófico, bajo el pretexto de que es una doctrina de salvación con Dios y no sin él? Sí y no. Después de lo que hemos visto juntos; la respuesta puede ser bastante simple. Sí, por supuesto, hay una filosofía cristiana en un sentido muy preciso, un uso de la razón que contribuye a la elaboración de una doctrina de la salvación. A decir verdad, como ya declaró san Pablo, la razón humana, a pesar del lugar eminente e incluso muy superior que ocupa la fe, tiene dos usos legítimos.

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En la segunda parte de este libro.

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Por una parte, tenemos que utilizarla para comprender las Escrituras. En efecto, Cristo se expresa a través de símbolos y parábolas. Sin duda eso le permite llegar más fácilmente al corazón de los hombres, incluso de los más simples. Pero una vez tocado el corazón, ese género literario no exige menos trabajo reflexivo y racional de interpretación, y nada nos impide, al contrario, meditar sus palabras, ir y mirar más de cerca, con más profundidad, a efectos de captar su sentido último. Desde luego, para lograr eso tenemos que utilizar nuestra razón y, en ese sentido, filosofar. Por otro lado, aparte de las Escrituras, tenemos que comprender la naturaleza, la cual, en tanto que obra de Dios, debe tener la huella del esplendor del Creador. Por lo que de nuevo, cotno se ve en santo Tomás o en Teilhard, se necesita una filosofía de la naturaleza. Como dirá Juan Pablo II en su última encíclica -Fe y razón-, si un poco de ciencia nos aleja de Dios, mucha nos acerca, de manera que hay que conceder total libertad a los filósofos y a los sabios que tan útilmente se sirven de la razón. Por tanto, al menos en un primer momento, hay un lugar para la filosofía en el seno del cristianismo. Pero, en un segundo momento, ese lugar se hace precario y totalmente secundario con relación al de la fe. Porque evidentemente, aunque no puede haber contradicción entre las verdades de razón y las verdades reveladas, no es menos cierto que son estas últimas las que deben guiar la razón e imponerse sobre aquellas, puesto que desde ese momento es de la fe y no de la razón, de la religión y no de la filosofía, de la que depende lo esencial, a saber, la salvación. No solamente hay que creer -tener fe y confianza- en la palabra de Cristo para que su promesa nos salve de los miedos ligados a la finitud humana (¡si no, no funciona!), sino que además es de la fe, que en

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principio es una gracia, y no de nuestras obras (de nuestras buenas acciones), de la que depende antes que nada la salvación. Por eso, en la óptica cristiana, la filosofía va a convertirse, según una expresión que pasará a la posteridad de san Pierre Damián, teólogo cristiano del siglo IX, en «la sirvienta de la religión». Concretamente, el cristianismo, como también muestra muy bien Pierre Hadot, va a tener como primera y crucial consecuencia destronar a la filosofía de su primera y más noble misión: la que busca enseñar de forma práctica la sabiduría a los hombres y, por lo mismo, a elaborar con la razón una auténtica doctrina de la salvación, un dispositivo intelectual y moral destinado a salvamos, es decir, a liberamos de los miedos vinculados a la finitud. En lo sucesivo, no solo la fe y la religión se encargarán de ello, sino que pobre de la filosofía si osa mezclarse en eso. ¡Se impone la excomunión de inmediato! No en vano, las tesis del propio santo Tomás, consideradas demasiado filosóficas, serán condenadas por la Iglesia e incluidas en el Índice ... De ahí se derivará una consecuencia importantísima para el destino de la filosofía: tendrá que desprenderse de las cuestiones de fondo, las que se refieren al sentido de la vida, a la sabiduría y la salvación, desde entonces monopolio de la religión, para limitarse a un simple análisis discursivo de las grandes nociones: el ser, la verdad, la justicia, lo bello, etc. En ese punto de su historia, y bajo el efecto directo de la victoria del cristianismo, la filosofía va a dejar de ser lo que sobre todo era en Grecia: no un simple discurso teórico, un análisis reflexivo de los conceptos, sino un aprendizaje de la vida, una aspiración práctica a la sabiduría. En adelante, se le reservará el lugar de una escolástica, el de una disciplina escolar, privada de estancia en los dominios del sentido y de la sal-

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Booz era buen maestro y padre fiel. Era generoso a pesar de ser ahorrador. Las mujeres miraban a Booz más que a un joven, porque el joven es bello, pero el viejo es grande ... El viejo que asciende a la fuente primera entra en los días eternos y sale de los días cambiantes. Y vemos pasión en los ojos de los jóvenes. Pero en el ojo de un viejo se ve la luz.

La belleza no es grandeza, ni la llama luz, y es eso, quizá, lo que da sentido a esta extraña y singular experiencia que es la existencia humana.

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en la oportunidad que se nos brinda de poder distanciarnos a lo largo de la existencia de nuestra condición primera, particular, que es la de nuestro nacimiento. Soy francés de nacimiento, de una época y un medio social particulares. Pero puedo, gracias a la libertad, emanciparme por una parte de esa situación de origen. Puedo viajar, por tierras o mares al igual que en libros, puedo aprender otras lenguas, descubrir otras culturas, en resumen, elevarme hacia más humanidad, menos particularidad y más universalidad. En otras palabras, se me da la posibilidad de ampliar el horizonte, y si conocer y amar, como en la Biblia, en el fondo significan lo mismo, esa trayectoria me permitirá conocer mejor y tal vez también amar más a los demás. Si el distanciamiento de la particularidad y la apertura a lo universal forman una experiencia singular, y ese doble proceso singulariza nuestras propias vidas a la vez que nos da acceso a la singularidad de los otros, nos ofrece al mismo tiempo el medio de ampliar el pensamiento y el de ponerlo en contacto con los momentos únicos, momentos de gracia, irremplazables en tanto que singulares. En este punto, la espiritualidad laica coincide con la doctrina de la salvación, cuyo ideal es permitirnos vencer los miedos, empezando por supuesto por el de la muerte, que solo un contacto con lo que escapa al tiempo o al menos parece abolirlo, es decir, con lo Irreemplazable, llega, si no a suprimirlo, al menos, por decirlo de algún modo, a ponerlo entre paréntesis. ¿Para que sirve envejecer? Para eso y quizá para ninguna otra cosa. Para ampliar la mirada, amar lo singular y, con su presencia, vivir por momentos la abolición del tiempo. Hugo, uno de los pocos en responder en uno de sus más bellos poemas a esta cuestión, decisiva como ninguna otra, lo comprendió. A él le dejaré la última palabra:

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bien las hemos sustituido por nuevas formas de trascendencia, si se quiere, trascendencias «horizontales» en lugar de verticales, enraizadas en lo humano y no en entidades exteriores y superiores a él. Y en este sentido hablo de un humanismo del hombre-dios. No es que, por supuesto, yo divinice al hombre, como si lo encontrase «formidable» o «impresionante». Basta con abrir los ojos al mundo que nos rodea para que, desgraciadamente, nos convenzamos de lo contrario. Simplemente, a pesar de todos sus defectos y todas sus debilidades, en él y sin duda en ninguna otra parte, encuentro al día de hoy razones para «salir de mí», para admirar, para respetar y amar algo que en el otro ser me obliga en cierta forma. Esto es, me parece, lo que hay que pensar si se quiere dejar de vivir, como el materialista debe resolverse a hacer, en esa insoportable contradicción que consiste en reconocer en su experiencia íntima un «absoluto práctico», valores que comprometen absolutamente, dedicándose en el plano teórico a defender una moral puramente relativista que lleva a reducir ese absoluto al estatuto de una simple ilusión que habría que superar.

IV.

EN ESAS CONDICIONES, EL CUARlD PILAR DEL HUMANISMO DEL HOMBRE-DIOS CONSISTIRÍA EN ELABORAR LOS PRINCIPIOS DE UNA ESPIRITUALIDAD LAICA O, SI SE QUIERRE, UNA «SABIDURÍA DE LOS MODERNOS».

Toda la cuestión del sentido de la vida humana se encuentra aquí, calladamente, insinuada. En el fondo, se resume en un interrogante fundamental: ¿para qué sirve envejecer? Sin la perspectiva del humanismo posnietzscheano al que aspiro, la respuesta puede formularse simplemente. Si la experiencia humana tiene un sentido, para mí consiste 98

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so finalmente desencantado por la deconstrucción, continuamos estimando, materialistas o no, que ciertos valores podrían llevamos, si fuese necesario, a asumir el riesgo de la muerte. Al final, el famoso eslogan de los pacifistas alemanes: «Lieber rot als tot 11 », no ha convencido a todos nuestros contemporáneos y, muchos de ellos, no forzosamente «creyentes», aún piensan que la preservación de su propia vida no es necesariamente el valor supremo. Incluso estoy seguro de que, si hiciera falta, nuestros ciudadanos aún serían capaces de coger las armas para defender a los suyos e incluso oponer resistencia a la opresión, o al menos, aunque no tuvieran el valor de llevarla a cabo, esta actitud no se les antojaría ni indigna ni absurda. Ahora bien (y en cierto sentido, Nietzsche tiene razón en este punto), el sacrificio, que remite a lo sagrado, siempre posee una dimensión religiosa, incluso para un materialista convencido, porque implica admitir, puede que de manera subrepticia, que existen valores trascendentes en tanto que superiores a la vida material o biológica. Simplemente, es cierto que las entidades sacrificiales del pasado han fracasado: no es cierto, es una lítote, que, por lo menos en nuestras democracias occidentales, sean muchos los individuos dispuestos al sacrificio de sus vidas por la gloria de Dios, de la patria o de la revolución proletaria. En cambio, su libertad y, sin ninguna duda, más aun la vida de los que aman -sobre todo la de sus hijos- pueden en circunstancias extremas ser para ellos dignos de asumir ciertos combates. Y es ahí donde quiero llegar: me parece evidente que no hemos sustituido las trascendencias de otro tiempo (las de Dios, de la patria o de la Revolución) por la inmanencia radical, la renuncia de lo sagrado al tiempo que el sacrificio, sino que más 11

«Más vale rojo que muerto.»

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plo, que la obra de arte, en lugar de reflejar un orden exterior a los hombres (cósmico o religioso), va a convertirse en las sociedades modernas en la expresión de la personalidad de un individuo, ciertamente fuera de lo común, «genial», pero sobre todo humano. Ha nacido un humanismo cultural, paralelo al que instauraban la ética y la política. Para la mayoría de nosotros, y por supuesto para todos aquellos que no son creyentes, la concepción de la trascendencia sobre la que se apoyaban las grandes religiones ha quedado erosionada por el potente proceso «de humanización de lo divino» inherente a la lógica de las sociedades democráticas. De ahí, a mi entender, una cuestión decisiva: ¿no nos queda más alternativa que la elección entre las trascendencias de antaño, por un lado, que comportan necesariamente un momento de «autoridad», y por otro, la inmanencia absoluta, la banalidad radical del universo democrático, laico y desencantado? Dado que yo no lo creo así, he querido hacer hincapié en un segundo proceso, más secreto, por supuesto, y menos evidente que el primero, por el cual asistimos a la reaparición de nuevas formas de trascendencia bajo una especie de «divinización de lo humano». ¿De qué se trata? Simplemente de la convicción razonada según la cual nuestra relación con la trascendencia no solo ha cambiado en la forma -al pasar de los conceptos antiguos al concepto fenomenológico de trascendencia-, sino también en cuanto al contenido. Eso es lo que nos mostraría, por poco que profundizásemos, una historia del sacrificio, quiero decir: una historia de los motivos que hacen que los seres humanos hayan aceptado arriesgar, incluso dar su vida, por lo que les parecía sagrado. En contra de lo que cabía esperar como consecuencia lógica de un univer-

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por ejemplo, nada nuevo en nuestras declaraciones de los derechos del hombre respecto a una ética cristiana bien entendida. Lo que es nuevo, en contrapartida, es el estatuto de esos valores, que en adelante se presentan no como dados por un Dios, sino justamente como «humanizados», «fabricados» por y para los seres humanos. Para mí, este es un sencillo ejemplo de lo que podemos entender por la expresión «humanización de lo divino». Se advierte fácilmente cómo esta humanización implica una erosión considerable de las antiguas trascendencias: las sociedades laicas «salen» progresivamente de la religión, de manera que en el espacio público los creyentes, incluso aquellos que lo son a título privado, en cierto modo deben situarse en un «después» de los grandes monoteísmos. Es decir, la creencia se ha convertido en un asunto personal y, en la esfera pública, nos hemos emancipado radicalmente, al menos en Europa, de las diferentes formas de lo «teológico-político». Todo el mundo puede constatarlo: mientras que en las civilizaciones del pasado, la ley extraía su legitimidad del arraigo en un universo exterior a los Hombres (el de la cosmología o la teología) o que se presuponía como tal, la ley democrática se pretende hecha completamente por ellos y para ellos. Esa es la significación más profunda no solo de nuestra Declaración, sino también, en el plano institucional, de la creación de los Parlamentos: en lugar de derivar, como es el caso todavía en las repúblicas islámicas, la legitimidad de las autoridades de una fuente religiosa (los hombres pueden casarse con cuatro mujeres porque está escrito en el Corán), la ley democrática, laica, se quiere construida a partir de la voluntad, de los intereses y de la razón de los seres humanos. Estos últimos son, por decirlo así, el espíritu de la ley. Ocurre lo mismo en las esferas de la ética y de la cultura. Está claro, por ejem95

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caer de nuevo en las ilusiones de la metafísica clásica, que hay que renunciar a buscar en los genes o la divinidad, en la naturaleza o en el Ser supremo la explicación última de nuestra relación con los valores comunes o universales ... Me parece que ahí tenemos, incluso presentado así, de forma voluntariamente breve e intuitiva, un concepto radicalmente nuevo de la trascendencia, una concepción que no encaja en absoluto en las categorías nietzscheanas del nihilismo y de esos famosos ídolos que habría que romper con el martillo. Dicho esto, aún es un concepto vacío y, al nivel al que hemos llegado, no se puede eludir la cuestión: ¿qué contenido darle? Para responder a ello, hay que tener en cuenta dos procesos paralelos, bajo mi punto de vista, fundadores de este humanismo posnietzscheano que, con todo entusiasmo, llamo, por un lado, la humanización de lo divino y, por otro, la divinización de lo humano. Veamos brevemente de qué se trata.

III.

DE LA HUMANIZACIÓN

DE LO DIVINO A LA DIVINIZACIÓN

DE LO HUMANO.

Comencemos por la «humanización de lo divino». A primera vista, apenas plantea problemas de comprensión. Con esa expresión tan representativa, trato de designar un proceso que ya ha sido objeto, bajo denominaciones diversas -«secularización», «laicidad», «desencantamiento del mundo», incluso «descristianización»-, de una abundante literatura. Más detalladamente, la razón por la que he escogido esta formulación es la de sugerir que casi todos nuestros valores democráticos, contrariamente a la imagen que ha querido dar de ellos la ideología revolucionaria, la mayoría de las veces no son más que una herencia «humanizada» o, si se quiere, «desdivinizada», del cristianismo y del judaísmo: no veo,

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una intuición intelectual, ni por un «conocimiento de tercer género» del tipo que sea. Por esta repulsa del cierre, por este rechazo de todas las formas de «Saber Absoluto», este tercer tipo de trascendencia aparece como una «trascendencia en la inmanencia» que, como tal, no es competencia de la deconstrucción nietzscheana de los «ídolos». En efecto, solo este concepto de trascendencia confiere una significación rigurosa a esa experiencia humana que el humanismo del hombre-dios trata de describir y tener en cuenta: es «en mí», en mi pensamiento o en mi sensibilidad, donde se revelan los valores, al margen de toda referencia a un argumento de autoridad o a una heteronomía cuyo origen coincidiría con un fundamento real (Dios o la naturaleza). Y sin embargo, yo no invento ni las verdades matemáticas, ni la belleza de una obra, ni los imperativos éticos, y cuando nos enamoramos, como sugerí hace un momento, nunca es por efecto de una elección deliberada. La alteridad o la trascendencia de los valores es bien real. Podemos hacer una fenomenología, una descripción que parte del sentimiento, en tanto que tal incontestable, de una necesidad o tal vez, para decirlo mejor, de la conciencia de una imposibilidad de pensar o sentir de otra manera: no puedo evitarlo, 2 + 2 son cuatro y eso no depende de pulsiones ni de elecciones subjetivas. Sin embargo, esta verdad, por simple que sea, escapa a toda fundamentación última. Sin duda puedo deducirla de ciertos axiomas iniciales, en este caso de la aritmética clásica, pero más allá de esos axiomas, que por definición son y siguen siendo proposiciones no demostradas, nunca se me revela un fundamento real. Esta es la perspectiva que el humanismo no metafísico, el humanismo posnietzscheano quiere asumir, de ningún modo por impotencia, sino al contrario, porque tiene que aceptar, por principio y por lucidez, so pena de 93

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mundo concebido todo él como una criatura cuya existencia depende de un Ser situado fuera de ella. Tampoco insistiré más aquí. Pero una tercera forma de trascendencia, diferente de las dos primeras, todavía puede pensarse a partir de la filosofía trascendental (a la que añado naturalmente la fenomenología de Husserl y de sus herederos que, en este punto, no es más que su prolongación directa): se trata de una «trascendencia» presente en el corazón de la experiencia vivida, y en ese sentido, para hablar como Husserl, de una «trascendencia en la inmanencia». ¿Cómo comprender esta fórmula, ciertamente un tanto técnica, pero sobre todo completamente sensata? Notemos en primer lugar que, a diferencia de la trascendencia teológica, esta trascendencia fenomenológica no remite a la idea de un fundamento último ubicado fuera del mundo, sino más bien, para retomar el vocabulario de Husserl, a la idea de horizonte o, si lo preferís, al hecho de que toda presencia nos es dada sobre el fondo de una ausencia, todo lo visible sobre un fondo de invisibilidad. Una metáfora nos permitirá hacernos una idea de ello: pensad en un cubo, del que no se perciben nunca todas las caras al mismo tiempo. Hagáis lo que hagáis, nunca captaréis de un solo vistazo más que tres de las seis caras que forman la totalidad del volumen. Desarrollada, la metáfora significa que la realidad del mundo nunca me es dada en una transparencia y una posesión perfectas o, para decirlo de otro modo: si nos atenemos al punto de vista de la finitud humana, si rechazamos el salto místico que nos invitan a dar, cada uno a su manera, el materialismo y la teología, en su pretensión de encontrar un fundamento último de las ideas y de los valores, hay que admitir que la conciencia humana nunca podrá acceder a la omniscencia, que nunca puede coincidir con el punto de vista de Dios o de la naturaleza, ni por 92

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vas ya se ha tomado conciencia de diversas formas (sobre todo con el famoso teorema de Godel) de que una demostración nunca podrá aspirar a tener un carácter absoluto, sino que todo razonamiento es por definición relativo a principios, en última instancia, indemostrables. Lo que implica que nuestra experiencia de la trascendencia de los valores, que siempre se nos presentan como exteriores y superiores a nosotros, aunque no impuestos desde fuera, no podría negarse en provecho de una pretendida explicación materialista, no más por otra parte que fundarse a partir de la fe en una divinidad que sería su origen. Para comprender esta figura de la trascendencia -no reductible a ningún tipo de fundamento y sin embargo no impuesta- hay que activar un concepto nuevo que, a diferencia de las antiguas nociones, resista a la genealogía nietzscheana.

11.

HAY QUE DISTINGUIR TRES GRANDES CONCEPCIONES DE LA TRASCENDENCIA, ENTRE LAS CUALES LA ÚLTIMA ES CLARAMENTE POSNIETZSCHEANA Y, COMO TAL, INSENSIBLE A LOS GOLPES DE MARTILLO.

La primera la activaron los antiguos para responder a la cuestión de la salvación en términos de cosmología. Como hemos visto, el orden armonioso del cosmos es trascendente con relación a los seres humanos, porque estos ni lo han creado ni lo han inventado, sino que lo descubren como un don exterior y superior a ellos. Por este motivo no deja de ser, en otro sentido, inmanente a lo real, en tanto que enteramente encarnado en el mundo. A continuación, encontramos la trascendencia del Dios de los grandes monoteísmos, una trascendencia que no se manifiesta solamente en relación con la humanidad, como la de los griegos, sino también en relación con el propio 91

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Aquí están sucintamente resumidos: l.

UNA FUNDAMENTACIÓN ÚLTIMA DE LOS VALORES, YA SEA MATERIALISTA O RELIGIOSA, NO ES NI POSIBLE NI SIQUIERA PENSABLE.

Por una vez, los pensadores de la deconstrucción deberían ser los primeros en reconocerlo: la idea de un fundamento último de los valores no tiene ningún sentido fuera de los límites de la metafísica clásica. Desde ese punto de vista, la teología tradicional y el materialismo dogmático cometen paradójicamente el mismo pecado. Son, por decirlo así, como las dos caras de una misma moneda: ambos pretenden llegar a identificar un fundamento último, divino o material, poco importa aquí, de las ideas y de los valores, que permitiría asentar la experiencia de la trascendencia en una explicación por fin completa. Según el primer pilar de un humanismo posnietzscheano, hay que renunciar, como la deconstrucción kantiana de la metafísica ya nos conminaba a hacer, por ser a la vez inconcebible e incomprensible, a la idea de un fundamento último, independientemente de que sirva para justificar la trascendencia (en la religión) o para negarla explicándola como una ilusión de la conciencia común (en el determinismo materialista). En otras palabras, hay que tomarse en serio la idea de que no hay ciencia acabada, saber absoluto y que, en esas condiciones, ninguna explicación puede concluirse en el descubrimiento de un pretendido origen último de nuestras ideas y de nuestros valores. Por supuesto, estas afirmaciones no son gratuitas y, aunque aquí no las argumente hasta el final, descansan sobre una profunda crítica de la metafísica que Kant inauguró y que Husserl y Heidegger han continuado hasta nosotros. Dentro del orden de las propias ciencias positi-

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ca y su conciencia común fueran irreconciliables. Y para decíroslo todo, más que negarme a mí mismo en nombre de una ciencia pretendidamente superior y vivir de esta forma en perpetua contradicción entre lo que debo pensar según la teoría y lo que pienso en realidad en la vida cotidiana, prefiero, por hipótesis y aunque solo sea por un instante, fiarme de mí, tratar de comprender la experiencia que vivo, en la que la trascendencia de ciertos valores no me parece ilusoria. Desde luego, no se trata de quedarse en ese simple sentimiento, sino de partir de él sin rechazarlo a priori en vistas a examinar si una aproximación fenomenológica podría dar razón de él. En esta perspectiva, mi convicción es que de ningún modo es imposible concebir un concepto de trascendencia posnietzscheano, al margen de toda «vuelta a» o de toda intención reaccionaria. Eso es lo que, desde hace mucho tiempo, llamo el humanismo «no metafísico» o el humanismo del hombredios. Aún tengo que deciros algunas palabras sobre él, a guisa de conclusión, aunque solo sea para que sepáis, como decimos, «desde dónde hablo», desde dónde se os cuenta esta breve historia de las doctrinas de la salvación sin Dios, con el fin de que de este modo podáis situaros mejor vosotros mismos en relación con este relato. No tengo intención de presentar aquí ese humanismo posnietzscheano según los tres ejes -teoría, ética y doctrina de la salvación- que no obstante estructuran para mí toda filosofía. Ese es un trabajo en curso que aún me queda por terminar. Lo expondré en un próximo libro. Pero os indicaré por lo menos las convicciones sobre las que se apoya esta posición filosófica, que son como los fundamentos de ese edificio futuro, como los hilos conductores a partir de los cuales es posible concebir una respuesta a los tres interrogantes fundamentales que acabo de sugerir. 89

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de relación con la trascendencia. Permitidme, otra vez aquí, decir las cosas llanamente: lo quiera o no, ciertas verdades se me siguen imponiendo como si de ninguna manera fueran relativas al estado de mis pulsiones, de mi condición social o de mi infraestructura neuronal. Que 2 + 2 sean 4, lo siento mucho, pero no puedo hacer nada al respecto. Eso me sobrepasa y no depende del humor. Por más que me esfuerzo en establecer el vínculo, confieso no ver cómo el sentimiento de necesidad que experimento en la lectura de esta ecuación, no obstante tan simple, procedería del inconsciente. En el mismo sentido, la obligación de respeto que experimento hacia el prójimo se me impone sin que pueda remitirla a este o aquel modo de producción oculto. Y cuando escucho una suite de Bach, me cautiva una belleza que no puedo producir yo mismo y, de nuevo aquí, me cuesta imaginar a qué elementos los laboriosos esfuerzos de la sociología o de la biología podrían reducirla. La verdad, la justicia, la belleza «caen» encima de mí como si procedieran del exterior en el mismo sentido en que se dice, para evocar el último de estos valores, el más elevado entre todos, que caemos enamorados en lugar de decidir estarlo. Naturalmente, siempre podemos intentar explicar la trascendencia, empeñarnos con todas nuestras fuerzas en establecer una relación con ciertos estados de la materia, en nosotros o fuera de nosotros. Lo cierto es que la conciencia común siempre retoma sus derechos. Todos los espinosistas y nietzscheanos que conozco y, con ellos, todos los materialistas con los que he coincidido, no dejan de establecer juicios morales sobre el mundo y sus vecinos como si el libre albedrío y la trascendencia de los valores que su filosofía pretende negar de raíz continuasen animando su vida cotidiana sin tregua. Así, parecen vivir en un permanente desajuste con ellos mismos, como si su conciencia filosófi88

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Porque la verdad es que, nietzscheanos o no, seguimos percibiendo ciertas figuras de la trascendencia como incontrovertibles y de ninguna manera como ilusorias. Y antes de negar nuestra conciencia íntima en nombre de una teoría que despunta, tal vez nos iría mejor si por fin intentásemos pensarla. No en vano, mi convicción a este respecto es que sin duda existen formas de trascendencia «posnietzscheanas», figuras del ideal que escapan a la deconstrucción a martillo. Y es esta fuga o resistencia lo que hay que tratar de comprender en lugar de negarla a priori de forma dogmática, en nombre del espejismo vanguardista de la deconstrucción a cualquier precio. Por eso la filosofía contemporánea puede seguir dos vías fundamentalmente divergentes. Puede, en primer lugar, tal y como lo ha hecho en Francia y en Estados Unidos el «Pensamiento del 68», seguir casi indefinidamente el trabajo de la deconstrucción. Incluso se puede hacer enriqueciendo hasta el infinito el arsenal de los útiles elaborados por Nietzsche y otros filósofos de la sospecha. A su martillo filosófico se pueden sumar las armas de la sociología, del psicoanálisis y, en general, todas las ciencias sociales tanto como la biología que, igualmente, puede servir para mostrar de dónde vienen nuestras ilusiones de trascendencia y cómo nuestras ideas y nuestros valores son producto de la infraestructura genética propia de nuestra especie. El materialismo contemporáneo posee de este modo un bello porvenir ante sí. Asimismo, considerando que el trabajo de la deconstrucción tiende a la repetición vacía puesto que está acabado por principio, se puede considerar que, agotándose él mismo, no agota el motivo, que no lo dice todo sobre la condición humana y que esta última sigue, a pesar de los esfuerzos y los efectos del materialismo, caracterizándose por una extraña mezcla de sentimiento de finitud radical y 87

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En defensa de un humanismo posnietzcheano: el humanismo del hombre-Dios Estas son las dos verdades que en mi opinión forman el espacio del pensamiento contemporáneo: es verdad que no se puede pensar después de Nietzsche como antes de él. Del mismo modo que ocurrió con Schonberg, Picasso o Kandinsky en la obra de arte, algo ha tenido lugar en la filosofía que hace que toda vuelta atrás sea algo imposible o sospechoso. Pero también es verdad que no podemos permanecer en el arte de la genealogía o de la deconstrucción. No solamente porque la crítica del nihilismo es insatisfactoria en el plano ético y político: la destrucción a martillo de los ideales, incluidos los más laicos, desde los derechos del hombre a la idea republicana, parece conducir inevitablemente al cinismo y, por reacción, a una nueva forma de sacralización de lo que es. En esta ocasión y por los tiempos que corren, a una reedición sin límite ni pantalla protectora del reino de esta nueva figura de la voluntad de poder que es la globalización técnica ... Aunque, después de todo, esta no es una objeción suficiente, ya que el hecho de que una idea no nos guste o tenga consecuencias éticas desagradables no la hace falsa. Si la deconstrucción nietzscheana de los ídolos fuera para mí convincente, ya me valdría aceptarla, fueran las consecuencias agradables o no. Es un asunto de verdad, no de deseo. Simplemente, más allá de la cuestión de las implicaciones cínicas, la encuentro lisa y llanamente incapaz de dar cuenta de la realidad de nuestra vida y de nuestro pensamiento. Una filosofía que jamás llega a explicar la conciencia común no puede ser justa, y el hecho de sobrestimar el desfase entre el sentido común y el punto de vista filosófico, verdadero tópico de todas las vanguardias, no me convence. 86

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todas las morales «reactivas», todas las que, desde Sócrates, inventan ídolos para preconizar la lucha contra la vida, su disminución. Pero lo que también se esboza aquí, más allá precisamente del bien y del mal, es el fundamento de un nuevo pensamiento de la salvación, entendido en el sentido propio del término como aquello que nos salva de los miedos. Porque desde esta perspectiva, la sabiduría se confunde de nuevo, como ocurría entre los griegos, con una forma acabada de serenidad, con la actitud que consiste no solo en reconciliarse consigo mismo, sino también con el mundo. Eso es lo que Nietzsche llama amor fati, el amor de lo que es, o también, «la inocencia del devenir», que se obtiene, como pensaban los antiguos, cuando llegamos a emanciparnos del peso de las pasiones tristes ligadas al pasado, de las nostalgias o de las culpabilidades, al igual que de la tiranía del futuro y de los espejismos de la esperanza. La genealogía nietzscheana, como sin duda presentís, plantea mil cuestiones, suscita mil críticas e interrogantes. Por supuesto, no tengo tiempo de desarrollar esto aquí. Mi propósito era que percibierais por qué Nietzsche abre completamente el espacio de la posmodernidad, de la vanguardia filosófica o, si queréis, es todo uno, del poshumanismo. Y esta apertura es lo que seguramente le ha otorgado el lugar que ocupa en la historia de la filosofía. De hecho, no podemos pensar después de él como antes. Sin embargo, tampoco podemos, a mi parecer, quedamos ahí y seguir indefinidamente, como el «pensamiento del 68» ha querido invitarnos a hacer, el trabajo de la genealogía o de la deconstrucción. Debemos, creo, ir más lejos, y eso es lo que me gustaría haceros comprender para concluir esta conferencia, explicitando más de lo que lo he hecho hasta ahora, mi punto de vista, ese a partir del cual os invito a apropiaros de esta grandiosa historia de las ideas.

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pelota a una velocidad apabullante: simplemente, en su caso, las fuerzas puestas en juego en el movimiento están perfectamente integradas. Todas cooperan en la armonía más perfecta, sin contrariedad alguna, sin desperdicio de energía, y así, sin «reacción», en el sentido que Nietzsche da a ese término. La consecuencia: una reconciliación admirable de la belleza y de la potencia que se observa ya en los más jóvenes, con tal de que estén dotados de cierto talento. Por el contrario, el que empieza demasiado tarde, a una edad avanzada, exhibirá un gesto irreversiblemente caótico, desintegrado o, como bien se dice, «atascado». Paralizado por una infinidad de pequeños miedos inconscientes, retiene sus lanzamientos, duda en disparar ... y no deja de avergonzarse, hasta el punto de insultarse cada vez que falla. Cada vez más desanimado, combate más contra sí mismo que contra su adversario. No solo no hay elegancia en su juego, es que le falta la potencia, y por una simple razón: las fuerzas en juego, en lugar de cooperar, se contrarrestan entre sí, se entorpecen y bloquean, de forma que a la inelegancia del gesto corresponde su impotencia. Esto es lo que Nietzsche propone superar. Para lo cual no sugiere elaborar un nuevo «ideal», un ídolo más. Al contrario, el modelo que esboza, a diferencia de todos los ideales conocidos hasta la fecha, es clavarse a la vida, arrimarse a lo real. De ninguna manera pretende ser «trascendente», elevarse por encima de esta en una posición de exterioridad y superioridad. Más bien se trata de imaginarse lo que sería una vida que tuviera por modelo el «gesto libre», el gesto del campeón o del artista que reúne en sí la mayor diversidad para llegar en armonía a la mayor de las potencias, sin esfuerzos laboriosos, sin derroche de energía vital. Tal es el fondo de la «visión moral» de Nietzsche, aquella en cuyo nombre denuncia 84

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consiste en ser capaz de jerarquizar en uno mismo las fuerzas que, de no ser así, se desgarrarían en un perpetuo conflicto. Por lo demás, lo dice de manera totalmente explícita, por ejemplo, en el pasaje de Humano, demasiado humano, en el que sin duda piensa en sí mismo: «Suponed que un hombre vive tanto del amor de las artes plásticas o de la música como del entusiasmo por el espíritu de la ciencia y que considera que es imposible hacer desaparecer esta contradicción por la supresión de uno o la liberación completa del otro, así que no le queda más que hacer de sí mismo un edificio de cultura tan vasta que haga posible que esas dos potencias habiten en él, a pesar de las extremidades tan alejadas, mientras que entre ambas, las potencias conciliadoras tendrían su domicilio, provistas de una fuerza prominente, para allanar en caso de dificultad la lucha que pudiera alzarse ... ». Como los maestros del zen o del kung-fu (y muy pronto la enseñanza del psicoanálisis), el sabio auténtico es aquel que logra poner fin a los conflictos interiores que nos agotan o nos debilitan, para, jerarquizando en sí mismo las fuerzas, alcanzar la serenidad. Eso es lo que Nietzsche llama el «gran estilo» y que constituye, si es posible aventurarse con esta paradoja, la moral del inmoralista. Si uno quiere hacerse una imagen concreta de ese «gran estilo», lo más sencillo es pensar en lo que tenemos que vivir cuando practicamos un deporte o un arte difícil -y lo son todos-, para llegar a un gesto perfecto. Pensemos, por ejemplo, en el movimiento del arco sobre las cuerdas de un violín, de los dedos sobre el mástil de una guitarra o, simplemente, en un revés o un servicio en un partido de tenis. Cuando observamos la trayectoria propia de un campeón, parece de una simplicidad, de una facilidad literalmente desconcertantes. Sin el menor esfuerzo aparente, con la fluidez más límpida, envía la 83

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sino un creador, alguien que propone valores al margen de toda reacción, sin necesidad de argumentar o destruir. ¿La prueba? Podemos amar el arte antiguo y el moderno sin contradicción alguna, mientras que debemos elegir entre Galileo y Ptolomeo, y al afirmar la verdad de uno descartamos y arrojamos inevitablemente a la nada los errores del otro. Tampoco el artista es un demócrata, sino un aristócrata, un ser que ordena con autoridad. Pero, como dice Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos en una frase que resume casi todo su pensamiento: «Lo que necesita ser demostrado no vale gran cosa ... ». Durante mucho tiempo, y sobre todo en el periodo contestatario del sesenta y ocho, algunos críticos que quisieron alistar a Nietzsche en sus filas, presentaron de él una caricatura absurda: según ellos, ¡el mensaje del inmoralista, en el plano ético, habría consistido en preconizar la eliminación de las fuerzas reactivas en provecho de las fuerzas activas! Y a partir de esa lectura tan apresurada como errónea, se nos ha fabricado un Nietzsche de «izquierdas», anarquista libertario, que exhorta a los jóvenes a la liberación de los cuerpos, de la sexualidad, así como a la impugnación de los «valores burgueses». El pensamiento de Nietzsche está en las antípodas de ese izquierdismo cultural que sin lugar a dudas él habría aborrecido por una razón absolutamente meridiana: eliminar las fuerzas reactivas, las fuerzas que se ponen en juego en la lógica, en la búsqueda racional de la verdad, significaría con toda evidencia ceder a la reacción más manifiesta, ¡puesto que se anularía explícitamente una parte de la realidad vital que nos constituye! El proyecto de Nietzsche es totalmente distinto. Lo que persigue no es en absoluto la erradicación de lo reactivo en provecho de lo activo, sino al contrario, la reconciliación más armoniosa posible entre ambos. La suprema maestría 82

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go comienza y Sócrates, fundamentalmente, hace objeciones, refuta las opiniones falsas, hace aparecer las contradicciones de los discursos de sus interlocutores. Resumiendo, él mismo no plantea nada, solo es reactivo, en el sentido en que se limita a reaccionar ante las propuestas de los demás. Tras este proceder se esconde una cierta idea de la verdad que va a dominar todo el pensamiento científico occidental durante siglos y siglos: a saber, la convicción de que la verdad surge del choque de las opiniones contradictorias o, para decirlo mejor todavía, que la verdad se obtiene en primer lugar y ante todo por eliminación o refutación del error. Eso es lo reactivo en el sentido de Nietzsche. A lo que debemos añadir que la ciencia, donde esas fuerzas de la reacción están siempre en juego, se halla intrínsecamente ligada a un cierto ideal político: el de la democracia. En efecto, las verdades a las que pretende llegar por refutación y eliminación de las fuerzas de la ilusión, de la mentira, de la mala fe (que son, dicho sea de paso, esenciales al arte), son verdades que pretenden valer para todos los hombres, en todo momento y en todos los lugares, para los ricos tanto como para los pobres, para los poderosos tanto como para los débiles. En lo que Nietzsche tiene razón: hay un fuerte vínculo entre ciencia y democracia. Por el contrario, las fuerzas activas se derivan del mundo del arte y no del de la ciencia, del registro de la aristocracia más que del de la democracia. En efecto, las fuerzas activas son las que, al contrario que la voluntad de verdad que Nietzsche estigmatiza, pueden desplegarse en el mundo y producir en él todos sus efectos sin negar otras fuerzas. El modelo en el que Nietzsche piensa no es el del filósofo o del sabio, el del hombre teórico como él dice, sino el del artista: en efecto, a diferencia del sabio o del filósofo, este propone valores sin discutir. Expresa sin necesidad de demostrar ni de refutar cualquier cosa. No es un dialéctico 81

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cendencias o, como dice él mismo, situándose «más allá del bien y del mal», Nietzsche busca igualmente, en el seno de la propia vida, sin renunciar a ella ni pretender dominarla desde un punto de vista exterior, distinguir entre formas de vida enfermizas, atrofiadas, asténicas y en consecuencia, en un sentido que hay que asumir, «malas», y formas de vida que, por el contrario, son más vitales, más generosas, más afirmativas y alegres, en resumen, «mejores» que otras. ¿Cómo semejantes dispositivos de ética y de sabiduría pueden introducirse tras la deconstrucción? Esa es toda la cuestión. Para ir a lo esencial y daros al menos una idea, veamos un instante cómo procede Nietzsche. Para entenderlo, hay que partir de la idea de que bajo su punto de vista el fondo de lo real, tanto en nosotros como fuera de nosotros, está constituido por un tejido de fuerzas, de pulsiones y de energías de úna multiplicidad infinita e irreductible. Es lo que llama la «Vida». Ahora bien, esas fuerzas que constituyen la vida son de dos clases. En primer lugar, está lo que Nietzsche llama las «fuerzas reactivas», de las que no deja de decir que se ponen en marcha especialmente en la «voluntad de verdad» que anima la ciencia y la filosofía clásica. Podríamos definirlas de la forma siguiente: las fuerzas reactivas son las fuerzas que no pueden desplegarse en el mundo y producir en él sus efectos sin mutilar, anular o negar otras fuerzas. De hecho, Nietzsche tiene en mente un modelo: piensa ante todo en los diálogos de Platón y en el papel que desempeña Sócratres. Como quizá recordaréis, en sus diálogos, Sócrates, que casi siempre es el personaje principal, propone a sus interlocutores escoger un tema de debate (la justicia, la belleza, la verdad, el coraje, etc.), y a partir de esa elección, cada uno da su definición, expone sus opiniones y plantea las cuestiones que le parecen oportunas. Entonces, el diálo80

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hablar por encima de los síntomas que analiza, porque la palabra del genealogista también es un síntoma que no encierra más verdad que la de los demás. Solamente más vida, más realismo si se quiere, cuando al fin logra librarse de las ilusiones del nihilismo, es decir, como habéis comprendido, de los espejismo del ideal. Como os he dicho, Nietzsche no se ha quedado exclusivamente en la fase del pensamiento crítico, de la deconstrucción. No solo ha intentado elaborar, como acabamos de ver, una nueva teoría (la genealogía, justamente), sino también una nueva ética, la del «gran estilo», y una nueva forma de sabiduría destinada, como las antiguas, a salvarnos de los miedos y de las pasiones tristes que nos impiden vivir en la serenidad. Aún tengo que deciros unas palabras sobre esto, solo será por honestidad intelectual, por no caricaturizar su pensamiento, pero también para mostraros por qué Nietzsche entra perfectamente en el marco de la definición que doy de la filosofía; cómo responde, a su manera, a los tres interrogantes fundamentales de la teoría, la ética y la salvación.

La moral del «gran estilo» y la doctrina de la salvación de Nietzsche Desde luego (no dudéis de ello), Nietzsche no propone refundar nuevos «ídolos». ¡Sería contradictorio con todo su proyecto teórico! En ese sentido, no deja de presentarse como un «inmoralista», incluso como el «anticristo» -según el propio título de una de sus obras-. Hay así cierta paradoja en querer encontrar en él una nueva moral y, peor aún, una nueva doctrina de la salvación. Y sin embargo ... Evitando las trampas del nihilismo, es decir, evitando precisamente volver a caer en las ilusiones de nuevas tras79

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bajo los golpes de martillo de Nietzsche, debe cambiarse la teoría de arriba abajo. Evidentemente, esta ya no es el desvelamiento de un orden cósmico armonioso, pero tampoco elaboración de leyes científicas que vendrían, como del exterior, a introducir racionalidad en el mundo. Desde ahora, su trabajo fundamental será el de la deconstrucción o, más precisamente, para retomar el término del propio Nietzsche, de la «genealogía». De nuevo, ¿qué quiere decir esto? Que se trata de hacer la genealogía o la arqueología de las ideas y de los valores, de revelar, tras nuestras creencias en este o aquel ídolo, detrás en consecuencia de nuestra inclinación al nihilismo, las realidades psíquicas y pulsionales que controlan, de forma totalmente material e inconsciente, nuestras elecciones más profundas. A menudo se ha comparado a Nietzsche y a Freud, y sin duda es en este terreno donde más coinciden: la genealogía ya es una psicología de las profundidades, una voluntad de sacar a la luz los «mundos ocultos» inconscientes que se esconden bajo nuestras elecciones en favor de la verdad, del bien, de lo bello ... En lo que divergen, sin embargo, es en que Nietzsche, más radical que Freud, no se pretende «sabio» o «científico» 10 • Él no busca la verdad, porque la verdad le parece un ídolo como los demás. De ahí el hecho de que su relativismo sea total, sin límite y sin excepción. Del mismo modo, y es mi último punto, su materialismo lo es también. Como dice en el que tengo por su mejor libro, El crepúsculo de los ídolos, «todo juicio es un síntoma», en lo que parece freudiano avant la lettre ... salvo que el propio juicio también lo es. Para hablar como Lacan, en Nietzsche no hay «metalenguaje», es decir, dicho claramente, lugar donde la verdad científica pudiera pretender

'º Volveré más ampliamente sobre esta diferencia con Freud, pero más aún con Marx, en la tercera parte de este libro. 78

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De ahí el segundo punto, literalmente crucial en la obra de Nietzsche, que afecta a la crítica de lo que llama «nihilismo». ¿De qué se trata? Exactamente de lo contrario que entendemos por nihilismo hoy en día. En el lenguaje corriente, decimos de alguien que es «nihilista» para decir que no cree en nada, que no defiende ningún valor, que es «cínico»; en resumen, que no tiene ideal. Para Nietzsche, el nihilismo es exactamente lo contrario de ese tópico: el nihilista es justamente aquel que está borracho de «fuertes convicciones», altamente morales. Es el que posee ideales, cualesquiera que sean, religiosos, metafísicos o laicos, humanistas y materialistas, poco importa. ¿Por qué emplear ese término para designar a un hombre semejante? Simplemente, porque para Nietzsche los ideales, todos los ideales -los «ídolos» como él les llama-, perpetúan la estructura metafísico-religiosa de ese más allá de que se sirven para aniquilar lo real. Es decir, si llevamos el análisis un poco más lejos y nos aproximamos a las profundidades, que son inventados por los humanos para dar un sentido a la vida, para consolarse por su duración, y así, en muchos aspectos, para rechazarla tal cual es, es decir, para negarla. Por eso el idealismo en sentido estricto (el hecho de tener ideales) es un nihilismo si se entiende por este término toda actitud que niega lo real en nombre del ideal, toda tentativa de mejora de lo que es en nombre de un futuro mejor, de un sentido oculto, de un proyecto superior. Este nihilismo es la bestia negra de Nietzsche, es lo que hay que negar a su vez si se quiere, de acuerdo con la lógica que sostiene que dos negaciones equivalen a una afirmación, reencontrar al fin lo real, arrepentirse un poco menos, esperar un poco menos para llegar a amarlo por fin tal cual es -lo que Nietzsche llama el amor fati, el amor del presente tal y como nos es dado. De ahí el tercer punto esencial que hay que tener en cuenta: en la perspectiva que acabo de sugerir y que se abre 77

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tituir por nuevos ídolos los antiguos. En lugar del mundo inteligible de Platón o del paraíso de los cristianos, en lugar de ese Más Allá que oponen al más acá, ha introducido otros ídolos: la democracia, los derechos del hombre, la república, la libertad, y pronto, el socialismo, el anarquismo, el comunismo, el cientifismo, el patriotismo ... Lo hace sin darse cuenta de que esas nuevas figuras del ideal, por ser laicas en apariencia, desdivinizadas, no conservaban en menor medida un elemento fundamental de la metafísica y de la religión: precisamente la estructura del más allá opuesta al más acá. Que el paraíso se asiente en un jardín angelical del que san Pedro tiene las llaves o en una sociedad sin clases y sin explotación en la que el proletariado sería el eje vertebral no cambia nada el fondo del asunto: las religiones de la salvación terrestre, no por pretenderse ateas, incluso materialistas, dejan de ser según Nietzsche religiones. El espíritu crítico, por tanto, debe ponerse en marcha de nuevo y continuar criticando lo que las propias Luces, por una especie de inconsecuencia, por falta de radicalidad, han dejado subsistir de las antiguas formas religiosas. En otros términos, si «Dios ha muerto» -según una de las sentencias más célebres de Nietzsche-, el Hombre del humanismo también: lo que significa que son todos los ídolos, todos los ideales en tanto que renuevan involuntariamente la estructura fundamental de la religión, la del más allá en oposición al más acá, lo que las potencias del espíritu crítico una vez desencadenadas deben atacar. Que esos ideales sean propiamente religiosos o solo sean humanistas no cambia nada. Por lo que de paso vemos que Nietzsche es a la filosofía lo que las vanguardias son a la historia del arte: el primero en llevar hasta el final la lógica revolucionaria de la «tabla rasa», de la deconstrucción de las tradiciones que Descartes y las Luces habían puesto en marcha pero dejado, por así decir, sin cultivar ... 76

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lleva más lejos y de la manera más radical posible la crítica de lo que llama los «ídolos», es decir, en general de todos los ideales que pretendían animar la filosofía, la religión y la política desde hacía siglos. Nietzsche es el deconstructor por excelencia, el que, según su propia fórmula, «filosofa a martillazos». Aquí recordaré esencialmente el aspecto «negativo» de su obra. Pero es cierto que Nietzsche no se ha atenido exclusivamente a la lógica de la crítica: también intentó formular, en un sentido inédito, una nueva moral (la del «gran estilo»), e incluso una nueva doctrina de la salvación (centrada en la noción de «inocencia del devenir» y de amor fati, amor de lo real presente) de las que, con todo, os diré algunas palabras para no caricaturizar su pensamiento, aunque sin duda alguna es su mensaje crítico lo que el siglo xx ha retenido principalmente. Tratándose de este último, me parece que, para comenzar, ante todo deben subrayarse cuatro puntos fundamentales: El primero remite a la difícil cuestión del «motor de la historia»: después de todo, ¿por qué hay que dejar atrás a cualquier precio el humanismo? ¿Por qué hacerle sufrir a su vez lo que él mismo había hecho sufrir a las cosmologías y las religiones? ¿Qué extraña necesidad se encuentra así, como secretamente en marcha, en la historia de la filosofía? Sin pretender elaborar aquí una filosofía de la historia, me parece que el propio Nietzsche, en el prefacio de uno de sus mejores libros, Aurora, nos da un importante elemento de respuesta cuando paradójicamente se sitúa en la estela del espíritu crítico inaugurado por Voltaire y los filósofos de las Luces. Lo que quiere decir es que se vale de su crítica como de ciertos ácidos particularmente corrosivos: una vez vertidos, nada puede detenerlos. El espíritu crítico de las Luces se ha dirigido contra la religión y la metafísica para denunciar sus ilusiones. Pero en lugar de beber el vino hasta apurar el vaso, no ha sabido resistirse al deseo de sus-

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Se trata de abogar por una nueva sabiduría, una sabiduría del pensamiento ampliado, que vería en la vida humana una ocasión de ampliar el horizonte con el objeto de conocer mejor y amar más al prójimo. Volveré sobre ello en la conclusión de esta exposición. Pero antes, tengo que deciros unas palabras sobre la manera en que el humanismo moderno y, con él, toda la filosofía de las Luces, van a caer bajo los golpes de poderosas críticas que ese mismo pensamiento había contribuido a desencadenar. Con Nietzsche, la posmodernidad, es decir, el poshumanismo, entra en escena abriendo la vía a lo esencial del materialismo contemporáneo. Veamos esto un poco más de cerca antes de terminar nuestro periplo.

La posmodernidad: Nietzsche, Heidegger y nosotros ... Tratándose de Nietzsche y la posmodernidad, seré breve, porque en el nivel que hemos alcanzado lo más importante es que valoréis el momento nietzscheano, que comprendáis cómo y por qué Nietzsche va a inaugurar el periodo contemporáneo, establecer los principios más importantes de lo que pronto se llamará «deconstrucción» (Abbau, según la expresión de Heidegger) de la metafísica y de la religión. Si entendemos por materialismo una filosofía que se afana en mostrar que todas las formas de trascendencia sin excepción alguna son ilusorias, que todas nuestras ideas, todos nuestros valores son productos inconscientes de ciertas realidades completamente materiales, entonces, puede decirse en muchos aspectos que Nietzsche, mucho más aún que Marx, es el verdadero padre fundador del materialismo contemporáneo. Es él quien 74

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(sobre el modelo del deísmo de Voltaire o de lo que Kant llamaba la «fe práctica»). Según un gesto, propiamente hablando, liberal, encaminado a convertirse en el gesto dominante del mundo moderno cuando se trata de la soteriología, la cuestión de la salvación queda relegada a la estricta esfera privada. Este es el gesto que explica en gran parte el hecho de que, todavía hoy en día, a la filosofía contemporánea le repugne con tanta frecuencia abordar de frente lo que sin embargo es su finalidad propia, inscrita incluso en su nombre, a saber, la cuestión de la sabiduría. La otra actitud, que va a revelarse portadora de los peores males del último siglo, consistirá en inventar, siempre sobre una base humanista, nuevos dogmas religiosos o, como se dice a veces, «religiones de salvación terrestre»: el cientifismo, el nacionalismo y el comunismo constituyen su arquetipo. En cada caso, se trata de encontrar una causa que justifique la muerte, que le dé sentido y elimine una parte del miedo que suscita: arriesgar la vida, como dice Julio Veme, para dar nuestro nombre al descubrimiento de una tierra desconocida, a un invento, un progreso científico, a fin de entrar en la lista de los «sabios y fundadores» que adornará los frontispicios de nuestras escuelas republicanas.. . O de otro modo, como dice, hoy todavía, el himno cubano, supuestamente inmerso en el materialismo heredado de Marx, ¡«morir por la patria es pasar a la eternidad»! Estas dos actitudes me interesan menos y os ahorraré los comentarios que podría hacer sobre ellas. Añadiré solamente que junto a esos dos tópicos del humanismo moderno, comienza a perfilarse una tercera perspectiva que alcanzará todo su esplendor a finales del siglo xx, especialmente con los movimientos de descolonización que llevan a la Europa humanista a descubrir y respetar por fin otras culturas en lugar de pretender aportarles de forma imperialista las «Luces» de las que pretendería ser la única depositaria. 73

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cuesta cumplir con nuestro deber, seguir los mandatos de la moralidad, incluso cuando reconocemos su fundamento, por lo que tiene mérito actuar bien, preferir el interés general al interés particular, el bien común al egoísmo. Esta ética es la que subyace, al menos hasta los años sesenta del pasado siglo, bajo los principios fundamentales de nuestra escuela republicana con sus positivos y sus orejas de burro, sus «puede hacerlo mejor» y sus premios de excelencia ... Que hoy en día atraviese grandes dificultades solo debe incitamos a comprender lo que fue para poder valorar lo que hemos perdido y que a veces designamos, sin duda para consolamos, como «el precio del progreso». Sea como sea, en lo sucesivo habrá que repensar de arriba abajo la tercera esfera de la filosofía, la de la sabiduría como condición de la salvación, a partir de esa base humanista. Y como se comprende casi intuitivamente, el asunto, lejos de ser simple, es más difícil, si cabe, que el de la teoría o de la ética: porque a primera vista no es evidente cómo lograremos fundar la sabiduría y la salvación ... sobre ese pequeño ser humano que somos, cómo podremos lograr esa proeza desde el momento en que esas grandes entidades trascendentes, el cosmos y Dios, se han o derrumbado o esfumado ... Desde este punto de vista puede decirse que dos actitudes fundamentales van a dominar la «soteriología moderna», la tentativa de fundar sobre el hombre un pensamiento de la salvación o del sentido de la vida que justificaría que este superara sus miedos, sus sufrimientos, para afrontar más serenamente la perspectiva de la muerte y, por eso mismo, elevarse hacia una vida más libre, más serena y más generosa. La primera, la más corriente y, en cierto sentido, la menos filosófica, consistirá en seguir siendo creyente, casi siempre cristiano, humanizando a la vez el cristianismo 72

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tres expresiones claves que definen las modernas morales del deber. Del «deber», precisamente, porque nos ordenan una resistencia, incluso un combate contra la naturalidad o la animalidad que hay en nosotros. Razón por la cual la definición moderna de moralidad, según Kant, se expresará desde entonces en forma de mandatos indiscutibles o, para emplear su vocabulario, de imperativos categóricos. Al no tratarse de imitar a la naturaleza, de tomarla como modelo, sino casi siempre de combatirla, y sobre todo de luchar contra nuestro egoísmo natural, está claro que la realización del bien, del interés general, no es algo evidente sino que se enfrenta a resistencias. De ahí su carácter imperativo. Si fuéramos espontáneamente buenos, si estuviéramos naturalmente orientados al bien, no sería necesario recurrir a mandatos imperiosos. Pero, como sin duda cada uno de vosotros advierte, no es siempre ni sistemáticamente el caso ... La mayoría de las veces, sin embargo, no tenemos ninguna dificultad en saber lo que habría que hacer para actuar bien, pero siempre nos permitimos excepciones, sencillamente porque nos preferimos a los demás. Por eso el imperativo categórico nos conmina a hacer, como suele decirse a los niños, «esfuerzos sobre uno mismo» y, de igual manera, a intentar siempre progresar y mejoramos. Los dos momentos de la ética moderna -la intención desinteresada y la universalidad del fin elegido--- se reúnen así en la definición del hombre como «perfectibilidad». En ella encuentran su fuente última: porque la libertad ante todo significa la capacidad de actuar al margen de la determinación de los intereses «naturales», es decir, particulares; y tomando distancia respecto a lo particular, es hacia lo universal, luego hacia la toma en consideración del otro, hacia lo que nos elevamos. De ahí el hecho de que esta ética descanse enteramente sobre la idea de mérito: a todos nos 71

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interés. En cambio, no podría dejar de agradecerle a alguien, como si hubiera actuado humanamente, sin interés particular, al menos aparente, que tuviera la amabilidad de recogerme un día de huelga. La segunda deducción ética fundamental a partir del pensamiento roussoniano está directamente ligada a la primera: se trata del acento puesto sobre el ideal del bien común, sobre la «universalidad», como dice Kant, de las acciones morales, entendida como la superación de los exclusivos intereses particulares. El bien no está vinculado a mi interés privado, al de mi familia o de mi tribu. Desde luego no los excluye, pero también debe, al menos en principio, tener en cuenta los intereses del prójimo, incluso de la humanidad entera -como lo exigirá por otra parte la Declaración de los derechos del hombre. El vínculo con la idea roussoniana de libertad es claro. La naturaleza, por definición, es particular: soy hombre o mujer (lo que ya es una particularidad), tengo tal cuerpo, con sus gustos, sus pasiones, sus deseos, que no son forzosamente (es una lítote) altruistas. Si siguiera siempre mi naturaleza animal, es probable que el bien común y el interés general tuvieran que esperar mucho tiempo antes de que me dignase solamente a considerar su eventual existencia (a menos, claro está, que no recortasen mis intereses particulares, por ejemplo, mi confort moral personal). Pero si soy libre, si tengo la facultad de distanciarme de las exigencias de mi naturaleza, de resistirme a estas por poco que sea, entonces, en ese mismo desvío y porque me distancio, por decirlo así, de mí, puedo aproximarme a los otros para entrar en comunicación con ellos y, por qué no, tener en cuenta sus propias exigencias -lo que constituye la condición mínima de una vida común respetuosa y pacífica. Libertad, virtud de la acción desinteresada (buena voluntad), preocupación por el interés general: esas son las 70

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Comencemos por la idea de desinterés. La acción verdaderamente moral es, en primer lugar y ante todo, la acción desinteresada, es decir, aquella que manifiesta lo propio del hombre que es la libertad, entendida como facultad de librarse de la lógica de las inclinaciones naturales. Pues hay que confesar que estas siempre nos empujan hacia el egoísmo. La capacidad de resistirse a las tentaciones a las que este nos expone es exactamente lo que Kant llama la «buena voluntad», donde ve el nuevo principio de toda moralidad verdadera: mientras que mi naturaleza -puesto que también soy un animal- tiende a la satisfacción exclusiva de mis intereses personales, tengo igualmente, tal es al menos la primera hipótesis de la moral moderna, la posibilidad de distanciarme de ellos para actuar de forma desinteresada, altruista (es decir, dirigida hacia los otros y no solamente hacia mO. Sin la hipótesis de la libertad entendida como Rousseau nos la presenta, una idea semejante no tendría ningún sentido: hay que suponer que somos capaces de escapar al programa de la naturaleza para admitir que a veces podemos dejar a nuestro «querido yo», como dice Freud, de lado. Quizá lo más chocante de esta nueva perspectiva moral, antinaturalista y antiaristocrática (puesto que, contrariamente a los talentos naturales, esta capacidad de libertad se supone por igual en cada uno de nosotros), es que el valor ético del desinterés se nos impone con tal evidencia que ni siquiera tenemos que hacer el esfuerzo de reflexionar sobre él. Si descubro, por ejemplo, que una persona que se muestra benévola y generosa conmigo, lo hace con la esperanza de obtener cualquier ventaja que disimula (por ejemplo, mi herencia), es evidente que el valor atribuido por hipótesis a sus gestos se desvanece de inmediato. En el mismo sentido, no atribuyo ningún valor moral particular al taxista que acepta llevarme, porque sé que lo hace, y es normal, por 69

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lución newtoniana. Por otra parte, Kant dijo un día de Rousseau que era el «Newton del mundo moral». Con ello quería decir, sobre todo 9 , que con su pensamiento de la libertad del hombre, Rousseau era a la ética moderna lo que Newton había sido a la nueva física: un pionero, un padre fundador sin el cual nunca hubiéramos podido libramos de los principios antiguos, del cosmos y la divinidad. Al identificar de raíz, con una agudeza incomparable, el principio de diferenciación entre el humano y el animal, Rousseau hacía posible descubrir por fin en el hombre la piedra angular sobre la que una nueva visión moral del mundo iba a poder reconstruirse. Estas son, en efecto, las dos consecuencia morales más destacadas que Kant extraerá de esta nueva definición roussoniana del hombre a partir de la libertad: la primera se refiere a la idea de que la virtud ética reside en primer lugar y ante todo en el desinterés; la segunda, que una acción auténticamente moral debe estar orientada, no hacia el interés particular y egoísta, sino hacia el bien común y «universal» --es decir, en términos coloquiales, hacia lo que no vale solamente para mí, sino también para todos los demás. Son los dos principales pilares (el desinterés y la universalidad) sobre los que va a fundarse toda la moral moderna -y especialmente nuestra famosa declaración de los derechos del hombre, en la que son omnipresentes-. Sin duda, hoy en día parecerán hasta banales porque estamos acostumbrados a ellos. Tampoco aquí tengo intención de explicitarlos en sí mismos, pero sí de mostraros (lo que es mucho más interesante a mi parecer) cómo rompen con el mundo antiguo y al mismo tiempo se inscriben directamente en la perspectiva abierta por Rousseau. 9 También quería decir que el hombre está siempre dividido entre el egoísmo y el altruismo, como lo está el mundo de Newton entre las fuerzas centrípetas y centrífugas.

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Justamente este es el tipo de pensamiento que Rousseau descalifica invalidándolo de raíz: puesto que no hay naturaleza humana, puesto que ningún programa natural o social puede encerrarlo absolutamente, el ser humano, hombre y mujer, es libre, indefinidamente perfectible, y de ningún modo está programado por pretendidas determinaciones vinculadas a la raza o al sexo. Por supuesto, está, como dirá Sartre al hilo de Rousseau, «en situación»: la biología y la historia no dejan de mostrárnoslo. Pero, desde el punto de vista filosófico que abre Rousseau, esas cualidades no son comparables a softwares, sino que dejan, más allá de las limitaciones que sin duda imponen, un margen de maniobra, un espacio de libertad. Y este margen, este distanciamiento propio del hombre, es lo que el racismo, en esto «inhumano», quiere hacer desaparecer a cualquier precio. La moral moderna va a culminar así en una filosofía de los derechos del hombre. ¿Qué significa, efectivamente, en su principio más profundo, nuestra famosa declaración de 1789? Simplemente que el ser humano tiene derechos, que merece ser respetado, haciendo abstracción de toda especie de pertenencia comunitaria. No es como miembro de un cuerpo más grande que yo, como ejemplar de una comunidad religiosa, étnica, nacional, lingüística o cualquier otra, como yo me defino, respeto al prójimo y exijo también que se me respete, sino como individuo en general, abstracción hecha de toda pertenencia. Esa es la esencia del humanismo, en el sentido propio del término, «abstracto», que caracteriza nuestra gran declaración, y aquí, una vez más, la ruptura con el mundo antiguo es casi total. De nuevo es a Kant, en su Crítica de la razón práctica, a quien corresponderá extraer las consecuencias filosóficas de esta nueva antropología -exactamente como había extraído del plano de la teoría las consecuencias de la revo67

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Ocurre a la inversa en la humanidad: ninguna esencia la determina enteramente, ningún programa llega nunca a contenerla del todo, ninguna categoría la aprisiona tan absolutamente que no pueda, al menos en parte -la de la libertad-, emanciparse por poco que sea. Desde luego, nazco hombre o mujer, francés o extranjero en Francia, en un medio rico o pobre, elitista o popular, etc. Pero nada prueba que esas categorías de partida me encierren de por vida. Puedo, por ejemplo, ser una mujer, como Simone de Beauvoir, sin ser una madre; ser un pobre, de un medio desfavorecido, y hacerme rico; ser francés, pero aprender una lengua extranjera y cambiar de nacionalidad, etc. El gato no puede dejar de ser carnívoro, ni la paloma granívora ... A partir de la idea de que no hay naturaleza humana, de que la existencia del hombre precede a su esencia, como también dice Sartre, se deriva una crítica del racismo y del sexismo que va a caracterizar hasta el extremo la ética moderna, es decir, yendo otra vez a lo esencial, la ética de los derechos del hombre. ¿Qué es el racismo, y el sexismo, que no es más que un clon de aquel entre otros? La idea de que existe una esencia propia de cada raza, de cada sexo, y que los individuos están completamente aprisionados en ella. El racista dice que «el africano es juguetón», el «judío inteligente», «el árabe hábil», etc., y tan solo con el empleo del artículo «el», sabemos que estamos tratando con un racista, con un ser convencido de que todos los individuos de un mismo grupo comparten la misma «esencia». Lo mismo pasa con el sexismo, desde el que se piensa que forma parte de la esencia de la mujer, de su «naturaleza», ser sensible más que inteligente, capaz de ternura más que de abstracción, por no decir que está «hecha para» tener hijos y quedarse en casa entregada a sus tareas ...

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para todos los seres humanos, en todo tiempo y lugar, tanto para los ricos como para los pobres, para los poderosos como para los débiles ... Asimismo, de ahí se deriva, si nos elevamos ahora hasta la segunda esfera de la filosofía, una revolución ética rigurosamente paralela a la que acabamos de diagnosticar en la teoría. Una de las consecuencias de la definición del hombre de la antropología- esbozada por Rousseau, es que el propio principio del mundo aristocrático, a saber, la idea de naturaleza humana, queda literalmente hecha pedazos. Como dirá Sartre mucho más tarde (Sastre, que retomaba y reinventaba sin saberlo a Rousseau): si el hombre es libre en el sentido en que es en exceso con relación a toda categoría, con relación a todo código o programa en el que se pretendería encerrarlo, no hay «naturaleza humana», «esencia del hombre», definición de la humanidad que precedería y determinaría su existencia. En el Existencialismo es un humanismo, Sartre expresa esta idea con una fórmula que se hizo célebre en la época en la que estuvo de moda el existencialismo: en el hombre, dice, «la existencia precede a la esencia». De hecho, bajo una apariencia sofisticada, es exactamente la idea de Rousseau, salvo las comillas. Los animales tienen una «esencia» común a la especie que precede a su existencia individual. Hay una «esencia» del gato o de la paloma, un programa natural («el instinto») que los hace ser granívoro o carnívoro, y ese programa es tan perfectamente común a todos los miembros de una misma especie que la existencia particular de cada individuo que le pertenece está completamente determinada: ningún gato, ninguna paloma puede evadirse de esa esencia que les determina plenamente y suprime por ello toda clase de libertad. Lo que explica que todas las palomas y todos los gatos se parezcan hasta el punto de ser casi indiscemibles ... 65

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tal, es decir, la cuestión de saber cómo se elaboran leyes que establecen asociaciones, enlaces coherentes y clarificadores entre fenómenos cuyo ordenamiento no está dado sino que debe ser introducido por nosotros del exterior. Observemos, de pasada, una consecuencia inesperada y fundamental de esta revolución en el pensamiento. El mundo antiguo es un mundo naturalista y jerarquizado, un mundo en el que cada cual posee su lugar natural, un lugar que le corresponde en función de su propia naturaleza. Por eso también, en el plano político, es un universo profundamente aristocrático, un universo en el que los mejores deben estar en lo alto y los menos buenos abajo -por lo que la democracia griega se adapta perfectamente a la esclavitud-. En ese contexto, el trabajo está considerado como una actividad inferior, como la tarea servil por excelencia. Mucho tiempo después del desmoronamiento del Imperio romano -sin duda hasta nuestra Revolución francesa-, el aristócrata se definirá como un ser que no trabaja. Practica deportes, se ejercita en el juego, en la caza, hace la guerra, pero en lo tocante al trabajo, otros, esclavos, siervos, se ocupan en su lugar. Con la revolución científica moderna, que justamente hace del pensamiento un trabajo, esta visión de las cosas cambia completamente. No solamente aquel que no trabaja, el parado, es un hombre pobre porque no tiene sueldo, sino que además es un pobre hombre, en tanto que deja de desarrollar uno de los rasgos fundamentales de la existencia humana: ese por el cual la libertad nos empuja con un mismo movimiento a comprender y a transformar el mundo y, al hacerlo, a formamos y a «cultivamos» a nosotros mismos en todos los sentidos del término. Así que la valoración del trabajo se revela indisociable de la revolución científica que también será, por otros cauces, portadora de principios democráticos en la medida en que la verdad es también lo que vale 64

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Claude Bemard analiza la sangre de sus conejos para descubrir que contienen, en todos los casos, cualquiera que sea el grupo considerado, el mismo azúcar. Lo que significa, en consecuencia, que la glucosa no proviene de los alimentos, sino que la fabrica el organismo. Ahorrémonos los detalles de cómo llega a descubrir Bemard que es el hígado el que genera el azúcar. Lo que me importa aquí es que en este simple ejemplo podemos ver cuánto ha cambiado el trabajo de la teoría desde Grecia. No se trata de contemplar, sino de actuar. La ciencia no es un espectáculo, sino una actividad que consiste en enlazar los fenómenos entre sí, en asociar un efecto (el azúcar) a una causa (el hígado). Y eso es exactamente lo que Kant, antes que Claude Bemard, había formulado y analizado en la Crítica de la razón pura, a saber, la idea de que la ciencia se definirá desde entonces como un trabajo de enlace de los acontecimientos, de asociación de los efectos y las causas, o, como dice con su propio vocabulario, en la «síntesis»: la palabra significa en griego «colocar juntos», «poner juntos»; por tanto, si se quiere: «enlazar» en el sentido en que la explicación en términos de causa y efecto enlaza entre sí los fenómenos, en este caso, en el ejemplo de Claude Bemard, el azúcar y el hígado. Esto explica por qué el gran libro de Kant comienza por una cuestión aparentemente bizantina, técnica, por no decir a primera vista totalmente carente de interés para un lector «normal»: «¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?». Pero si se la sitúa en el contexto del derrumbamiento de las cosmologías griegas y, con él, de las teorías del conocimiento antiguas, se entiende que el problema que Kant trata de resolver es verdaderamente revolucionario: preguntándose sobre nuestra capacidad de elaborar «síntesis», <<juicios sintéticos», sencillamente plantea el problema de la ciencia moderna, el problema del método experimen63

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Tratemos de ilustrar esto para explicar mejor ese «cambio de paradigma». Consideremos, por ejemplo, una de las reglas fundamentales de la investigación científica, el famoso principio de causalidad según el cual todo efecto posee una causa, todo fenómeno debe poder explicarse racionalmente; en sentido propio: encontrar su razón de ser, su explicación. En lugar de limitarse a descubrir el orden del mundo por la contemplación, el sabio «moderno» va a tratar de introducir, con la ayuda de un principio semejante, coherencia y sentido en el caos de los fenómenos naturales. Establecerá activamente lazos «lógicos» entre ellos, considerará, por ejemplo, ciertos fenómenos como efectos, y algunos otros como causas. En este sentido, el pensamiento ya no es un «ver», un «orao», sino un actuar, un trabajo que consiste en enlazar los fenómenos naturales entre sí de suerte que se encadenen y se expliquen unos por otros. Y eso es exactamente lo que se va a llamar el «método experimental»: prácticamente desconocido entre los antiguos, va a convertirse en el método fundamental de las ciencias naturales modernas. Pensad, por ejemplo, en cómo Claude Bernard, uno de nuestros más grandes médicos y biólogos, autor de un libro que se hizo célebre en el siglo XIX, Introducción al estudio de la medicina experimental, cuenta uno de sus descubrimientos fundamentales, el de la función glicogénica del hígado -es decir, hablando claramente, de la capacidad del hígado para fabricar azúcar-. Claude Bernard parte de una constatación, de una simple observación: hay azúcar en la sangre de los conejos. Entonces se plantea la cuestión de cuál es el origen de ese azúcar: ¿proviene de los alimentos ingeridos o del organismo y, de ser así, qué órgano la fabrica? Asi separa los conejos en varios grupos: a algunos les da de comer alimentos azucarados, a otros alimentos sin azúcar, a otros los pone a dieta, etc. Después de varios días, 62

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idea de que el universo es un orden armonioso, un cosmos que existe desde siempre, mucho antes que nosotros, los seres humanos que, por otro lado, no somos más que una ínfima parte de ese mundo, en el mismo nivel que las plantas o los animales. La teoría no consiste, pues, en crear o implantar el orden del mundo, sino solamente, como se ha visto, en descubrirlo, en el sentido propio del término, es decir, en desvelarlo. Porque ese orden existe ya, por así decir, totalmente hecho e incluso totalmente perfecto al margen de nosotros. Con la revolución científica las cosas van a cambiar un poco. No es que, por supuesto, no haya también un mundo con sus leyes fuera de nosotros. Pero ese mundo ya no es un orden a priori. Incluso más bien se presenta como un caos incomprensible, como un entramado de objetos en perpetuo movimiento, como un universo de choques y fuerzas, él mismo inscrito en un espacio y tiempo infinitos donde a priori es imposible encontrar referencias absolutas y fijas. Estamos lejos, muy lejos, de la casa, bella, armoniosa y habitable que era el orden cósmico de los antiguos. Y en esas condiciones va a hacer falta, como se dice muy acertadamente, «poner orden» en toda esa realidad que a primera vista no ofrece ninguno y, por ello, aportar en cierto modo del exterior los instrumentos de pensamiento que van a permitimos explicar de nuevo el universo, el terreno de juego en el que nuestra existencia va a ocupar su lugar. En otras palabras, nos va a hacer falta, a diferencia de los antiguos, partir de la idea de que, como decía Bachelard, «nada está dado, todo está construido». He aquí la revolución teórica moderna: lejos de que el pensamiento sea una forma de «visión», un ejercicio de contemplación casi pasiva de una armonía del mundo cuasidivina -un «theion orao»-, va a convertirse para los modernos en una actividad, incluso un trabajo o quizá, para decirlo mejor, una praxis intelectual. 61

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como un efecto de la libertad, el propio signo de su no-pertenencia a la naturaleza. Por supuesto, el hombre también es un animal, y cualquier biólogo podría decimos que ha adquirido al hilo de una historia distinta, la de la evolución, esa capacidad de ser libre. Está, por decirlo de algún modo, programado para esa libertad, y esa historicidad que se deriva de aquella está como inscrita en sus genes. Igualmente, el biólogo insistirá en el hecho de que algunos animales, a diferencia de la tortuga, tienen embriones de cultura e historia que los aproximan a nosotros. No cabe duda. Pero el hecho sigue siendo el mismo: en total, y cualquiera que sea la explicación que demos de ello, es esta libertad, esta extraordinaria capacidad de sustracción de la naturaleza tanto en nosotros como fuera de nosotros lo que caracteriza al humano como tal. Y sobre eso la filosofía moderna va a reconstruir y fundar de nuevo una teoría, una moral y una nueva doctrina de la salvación, reemplazando finalmente a las cosmologías y a las teologías de antaño ... Eso es lo que me gustaría haceros sensible --empleo esta fórmula un tanto inventada para indicar que, evidentemente, no voy a entrar en detalle en la historia de la filosofía moderna, pero sí cuando menos a indicaros el principio de esta gigantesca reestructuración a la que da lugar el humanismo naciente. Retomemos así nuestros tres grandes ejes y situémonos en primer lugar en la primera esfera de la filosofía, por tanto, en el plano de la teoría. Es a Kant, en su famosa Crítica de la razón pura ( 1781 ), a quien le corresponde pensar las implicaciones filosóficas de la revolución científica y extraer las consecuencias teóricas de la nueva concepción del hombre elaborada por Rousseau. Acordaos de lo que hemos dicho de la cosmología griega: fundamentalmente, reposaba sobre la 60

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la naturaleza ni la historia son códigos para nosotros», porque nosotros somos libres. Y Rousseau designa esta libertad bajo el nombre de «perfectibilidad», pues va a ser, por así decir, el nuevo motor de una historia de la que no somos prisioneros, sino que inventamos nosotros mismos libremente. Eso es, justamente, lo que establece el segundo argumento, que Rousseau formula de la siguiente manera: hay en nosotros, dice, una facultad de perfeccionamos que reside tanto en el individuo (educación) como en la especie (cultura y política), «mientras que un animal en unos meses es lo que será toda su vida, y su especie en mil años lo que era el primer año de esos mil». Rousseau no se equivoca. Mirad, por ejemplo, a las pequeñas tortugas marinas: apenas salen del huevo, saben encontrar la dirección del océano ellas solas, logran avanzar sin ayuda, nadar, comer ... ¡mientras que el joven hombre habitualmente permanece en casa hasta los veinticinco años! Y es que los animales apenas tienen educación ... Pero a nivel de especie se constata lo mismo. Mientras que nuestras ciudades -pensad en París, Londres o Nueva York- cambian sin cesar, hasta el punto de que en mil años son completamente irreconocibles, las sociedades animales son rigurosamente inmutables: colmenas, hormigueros, termiteros son iguales, perfectamente idénticas a sí mismas, desde hace miles de miles de años ... Conclusión del razonamiento: porque el animal está enteramente programado por la naturaleza no necesita historia. Porque el software natural lo guía constantemente nunca se perfecciona, perfecto como ya es en su género, como mi pequeña tortuga, desde que sale del huevo. Al contrario, porque es libre, en exceso en relación con la naturaleza, el hombre debe inventarse a sí mismo, educarse y perfeccionarse sin cesar, «a lo largo de toda la vida», como hoy en día dicen nuestras políticas educativas. . . La historicidad es, entendida no como código sino 59

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La verdad, para Rousseau, está en otra parte. Si el humano difiere verdaderamente del animal, no es ni por la razón ni por la sensibilidad, sino por la capacidad para sustraerse, emanciparse de cualquier código, de todo software natural. Para explicarlo, Rousseau da dos argumentos. El primero es que «la bestia no puede alejarse de la regla que le está prescrita, aun cuando le fuera ventajoso hacerlo, y el hombre a menudo se aparta de ella en su perjuicio. Así es como una paloma moriría de hambre cerca de un cuenco lleno de las mejores carnes y un gato sobre un montón de fruta o de cereales, a pesar de que tanto uno como otro muy bien podrían nutrirse con el alimento que desdeñan si se les hubiera ocurrido probarlo». Al contrario, el hombre puede cometer excesos hasta morir, porque en él, añade Rousseau en una frase que fundamenta toda la política moderna, «la voluntad todavía habla cuando la naturaleza calla». Ved el sentido del argumento, que deja percibir abiertamente toda la definición moderna de la libertad: el animal no es libre en el sentido que es prisionero de un instinto natural. Este funciona, diríamos hoy en día, como una especie de programa, de software del que nunca puede evadirse. A la inversa, el hombre está tan poco programado por la naturaleza que puede sustraerse de ella para lo peor (puede fumar y beber hasta matarse) tanto como para lo mejor (puede, en ocasiones, hacer prueba de una generosidad sin igual en la naturaleza). Esa es su libertad entendida como la capacidad de evadirse de todos los códigos, de todas las categorías que funcionarían como una prisión. Durante la Revolución francesa, Rabaud Saint-Étienne tuvo su cita célebre: «Nuestra historia no es nuestro código», con lo que quería decir: no somos prisioneros de las tradiciones, del Antiguo Régimen, podemos inventar nuestra historia, hacer la revolución. La inspiración de la sentencia es roussoniana, excepto que Rousseau, para ser más completo, hubiera podido decir: «Ni

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momento, podrá poseer una doble historia -individual (la educación como historia del individuo) y colectiva (la política y la cultura como historia de la especie)- que el animal no conoce o muy poco 8 , una ética, y una metafísica; en sentido propio: la capacidad para interrogarse, más allá (méta) de la naturaleza (physis) sobre el sentido o nosentido de la vida y de la muerte (por lo que será el único ser que entierra a los suyos). Para comprender bien a Rousseau, hay que recordar que en su época, otras dos teorías sobre la diferencia entre la animalidad y la humanidad se reparten el mercado de las ideas. Cuando se apela al sujeto, en principio se piensa en la definición de Aristóteles, según la cual el hombre sería un animal racional o, en todo caso, capaz de razón. Esta, por tanto, sería la verdadera diferencia, la diferencia específica como dice Aristóteles, respecto al animal. Pero bien sabemos que, sobre este punto, el hombre y la bestia en verdad solo difieren en grado, en cantidad y no en cualidad: los animales también son capaces de inteligencia, a veces incluso más que algunos humanos, y la etología contemporánea lo confirma cada día. Volvemos entonces a Descartes para deducir que la verdadera diferencia no residiría en la razón o en la inteligencia, sino en la sensibilidad, la afectividad, de la que solo los humanos estarían provistos -a diferencia de esas máquinas perfeccionadas pero sin alma que serían los animales-. Pero de nuevo aquí, advertimos que los animales, contrariamente a lo que dicen los cartesianos, experimentan placer y pena: no solamente sufren cuando se les hace daño, sino que pueden ser afectuosos, sociables, como muestra el hecho de que se encariñan con sus dueños ... 8 Retomo aquí una idea muy estimada por Alexis Philonenko, una idea que ha desarrollado con el talento que se le conoce en su bella introducción a las Reflexiones sobre la educación, de Kant.

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te que se abre con una discusión muy agitada sobre los famosos «animales máquinas» de Descartes, es decir, sobre la idea cartesiana que defiende que los animales no son más que autómatas perfeccionados, tipos de relojes de muñeca o de pared desprovistos de almas y sensibilidad. Como quisiera mostraros ahora, le corresponde a Rousseau formular el criterio de esta diferenciación que se convertirá en el fundamento del humanismo moderno. Rousseau lo establece en un pequeño texto genial, de una simplicidad perfecta y al mismo tiempo de una profundidad abismal, que muchas veces he comentado en mis libros y del que aún debo deciros unas palabras para aclarar el tema. Se encuentra en las primeras páginas del famoso Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Si de toda la filosofía moderna tuviera que llevarme un libro, como solemos decir, a un isla desierta, este es sin lugar a dudas el que escogería: tan decisivo me parece para comprender en detalle el nuevo principio sobre el que va a reconstruirse la filosofía moderna --el humanismo-- con miras a imponerse a su vez sobre el pensamiento cristiano. Porque ese texto pretende explicamos lo que, en el ser humano y a diferencia del animal, va a permitimos volver a fundar una teoría, una ética y una doctrina de la salvación radicalmente inéditas. En ese sentido, vale la pena el desvío. En el fondo, ¿qué dice Rousseau sobre la diferencia entre humanidad y animalidad? En un primer acercamiento, esto que resumo libremente: el animal está enteramente guiado por la naturaleza, el hombre, al contrario, posee una dimensión de libertad, es decir, una dimensión de exceso en relación con toda lógica natural, la capacidad de evadirse de todos los programas, todos los softwares en los que algunos pretenden encerrarlo. Y por eso, como vamos a ver en un 56

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el sentido filosófico del término 7 • El hecho de que ese famoso sujeto, ese ser humano que en la filosofía moderna -y sobre todo a partir de esa herencia de Descartes que es nuestra gran declaración de los derechos del hombre- va a ocupar el lugar que el cosmos ocupaba para los griegos, incluyendo muy pronto el de lo divino de las antiguas visiones del mundo, desde ahora en. serias dificultades. De inmediato se plantea una cuestión evidente, pero terriblemente difícil de resolver: ¿qué hay de extraordinario en el ser humano que lleva a pensar que se le puede instalar en el lugar de esas realidades grandiosas que eran el cosmos y la divinidad? E incluso admitiendo que haya en él algo específico, ¿cómo nos permitirá eso volver a fundar completamente, partiendo de cero, una teoría, una moral, y hasta una doctrina de la salvación? Como veis, la filosofía moderna, al adoptar la forma de un humanismo, de una refundación de todo el edificio del pensamiento sobre el hombre, comienza por cuestiones a primera vista muy difíciles de resolver ... Esos interrogantes van a llevar a nuestro siglo xvn, siglo cartesiano por excelencia, a poner en el corazón de sus reflexiones filosóficas un debate en apariencia un tanto naíf y marginal, pero, en verdad, ahora podréis comprenderlo, propiamente fundamental en el contexto que acabamos de evocar: el debate que se centra en la diferencia entre el hombre y el animal, en lo que constituye lo exclusivo del ser humano como tal, su diferencia específica respecto al ser del que después de todo está más cerca. Deba-

7 En las historias de la literatura la mayoría de las veces se entiende por «humanismo» el movimiento de ideas que coincide con el Renacimiento porque marca un retomo a lo que llamamos «humanidades». En sentido filosófico, con ese término se designa más bien el nacimiento de la filosofía moderna, fundada sobre el hombre, el sujeto, es decir, se designa precisamente lo que Descartes inaugura con su «Cogito».

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La propia filosofía se hará eco de ese formidable momento de vacilación y de duda que entonces se adueña de las mejores mentes. Mencionaba hace un instante el caso de Pascal, pero por supuesto es a Descartes a quien corresponde dar al principio mismo de la duda toda la dimensión filosófica que le acompaña en el pensamiento moderno. A decir verdad, Descartes es incomprensible si no se lo sitúa en ese contexto. Como recordaréis --es casi un pasaje obligado en todas nuestras clases de terminal-, Descartes invita a su lector a seguir su ejemplo y, por cuestión de principio, a poner radicalmente en duda la totalidad de las creencias y de las opiniones heredadas de nuestros padres, nuestros maestros y nuestras tradiciones en general con el objeto de considerarlas en bloque, en sentido estricto, como simples «prejuicios». Entonces hay que someterlos a la criba del espíritu crítico para ver qué resiste, y si algo resiste, si algo escapa al escepticismo generalizado, tal vez sea posible reconstruir el edificio entero del pensamiento sobre esa nueva piedra. Ya conocéis esa piedra: se trata del famoso «pienso, luego soy», del cogito ergo sum. Seguro que estáis familiarizados con el núcleo de la argumentación cartesiana: puede que todo sea dudoso, que un genio maligno se divierta engañándome, que no esté despierto escribiendo o hablando sino, al contrario, dormido, desnudo en mi cama en mitad de un agradable sueño ... Incluso colmado de todas las dudas que se pueda imaginar, no es menos cierto que ese famoso «yo» que duda debe existir aunque solo sea para poder dudar. No entraré más en la argumentación cartesiana. Sin duda es interesante en sí misma, y algunos de nuestros mejores historiadores de las ideas se han pasado una vida entera diseccionándola. Pero lo que me importa aquí es más bien su alcance histórico, porque básicamente anuncia el advenimiento del humanismo, en 54

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espantado por el silencio eterno de esos nuevos espacios infinitos que no es agradable habitar. . . En resumen, toda la visión cósmica de los griegos salta en pedazos y, con ella, toda posibilidad de fundar una moral y una doctrina de la salvación sobre la imitación de un orden natural en cuyo seno el ser humano sería exhortado a situarse y fundirse. Pero con la ruina de la cosmología griega, también la Iglesia católica queda particularmente trastocada. Para empezar, porque al hilo de los tiempos, y sobre todo bajo la influencia de santo Tomás, había retomado ampliamente, adaptándolos a sus propias exigencias, numerosos elementos de la física antigua. Pero después, y sobre todo, porque los nuevos descubrimientos científicos no solo conducen a poner radicalmente en cuestión ciertas afirmaciones imprudentes de las autoridades eclesiásticas sobre el origen del mundo, la edad de la Tierra o el movimiento de los planetas, sino también a rechazar en cuanto a su principio mismo la lógica del argumento de autoridad: contra el autoritarismo, el espíritu crítico afirma su legitimidad. ¡Este debe animar constantemente la búsqueda científica, y cuando menos esta debería enfrentarse a las creencias tradicionales! En resumidas cuentas, no solo queda derrotado el principio cósmico, sino que el propio principio divino deja de poseer una absoluta autoridad. De ahí la importante cuestión que se plantea en adelante: si no hay cosmos que imitar, si lo divino mismo se hace dudoso, ¿sobre qué fundar una nueva teoría, incluso una nueva moral y una nueva doctrina de la salvación? Si creemos en lo que dice Donne, todo, en efecto, está por rehacerse, todo hay que repensarlo y reconstruirlo puesto que, decididamente, desde ahora tenemos que hacer tabla rasa del pasado.

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La revolución científica, el derrumbamiento de la cosmología griega, la vacilación del cristianismo y el resurgimiento de la filosofía: el nacimiento del humanismo moderno Permitidme una vez más ir a lo esencial: entre los siglos y XVIII Europa va a conocer una revolución intelectual, moral y cultural sin igual, una transformación de una radicalidad y una profundidad inauditas. Se trata, claro está, de esa famosa revolución científica representada por los nombres de Copérnico, Kepler, Galileo, Descartes, Newton ... Sencillamente, la ciencia moderna entra en escena; entrada en escena que va a arruinar completamente, hasta aniquilar, la cosmología griega y crear, como también sabemos -pensad en el famoso proceso de Galileo-, gran cantidad de problemas a la Iglesia. Por supuesto, es imposible entrar aquí con todo detalle en las múltiples facetas de este episodio. Digamos solamente que en lugar del cosmos cerrado, armonioso, eterno y perfecto, justo y bello de los antiguos, la ciencia moderna nos describe un mundo infinito, caótico, un entramado de fuerzas sin alma, de movimientos y choques ciegos, situados en un espacio y un tiempo que están radicalmente desprovistos de todo límite, de toda significación y de toda referencia. Como ha dicho uno de nuestros grandes historiadores de la ciencia, en dos siglos pasamos del «mundo cerrado» de los antiguos al «universo infinito» de la ciencia moderna. Los versos del poeta John Donne lo expresan, traduciendo perfectamente el estado de ánimo de los sabios de la época (estamos en 1611): «La nueva filosofía hace todo incierto ... / Todo está hecho pedazos, la coherencia desaparecida. / Sin relaciones justas, nada concuerda ya». Y sabemos que el libertino de Pascal quedará XVI

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¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA? UNA BREVE HISTORIA ...

vación. Por eso os decía hace un momento que, según una paradoja que nuestros profesores de filosofía deberían meditar bien, nuestros programas escolares son una herencia cristiana a la vez que un imperativo republicano: se limitan a añadir a la reducción cristiana de la filosofía en un análisis escolástico de nociones abstractas, el espíritu crítico, la reflexión y la argumentación. Asocian de ese modo todas las legitimidades francesas, como mínimo las de una Francia hija de la Iglesia y madre de la República. Eso los hace casi sagrados ante la mayoría, pero, la otra cara de la moneda, hacen difícil abrir los ojos a la verdadera filosofía como sí habían logrado los griegos. Afortunadamente, no tienen nada de forzoso para nuestros profesores que en verdad pueden construir su curso con total libertad. De ahí que nuestros alumnos tengan la impresión, a mi entender legítima, de que en esta materia todo depende del «profesor que te toca» ... Pero volvamos a nuestra historia. Hemos comprendido cómo y por qué el cristianismo pudo imponerse sobre la filosofía griega, en particular sobre el estoicismo. La doctrina de la salvación que elabora, con tal que uno crea en ella, es muy superior a las antiguas sabidurías del mundo. Además, como ya he sugerido, el cristianismo nos aporta, creyentes o no, una nueva moral, con un principio prometedor ya de humanismo y de democracia, así como un profundo pensamiento del amor que no tiene equivalente antes que él. La cuestión no es tanto captar los motivos de su victoria contra Grecia, como percibir las razones por las que, tras cerca de quince siglos de dominación casi absoluta, también iba él si no a hundirse -¡todavía hoy hay más de mil millones de cristianos en el mundo!- al menos a vacilar sobre sus fundamentos hasta el punto de dar lugar otra vez al renacimiento de la filosofía.

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11 Respuestas a las objeciones



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AS reflexiones, observaciones y objeciones que se me han dirigido tras la publicación de Aprender a vivir provienen de horizontes muy diversos. Sin embargo, las más significativas fueron hechas por pensadores materialistas y teólogos cristianos. Cito en extenso y analizo en lo que sigue las de André Comte-Sponville, Hippolithe Simon, obispo de Clermont-Ferrand, al igual que las de Michel Quesnel, el rector de la Universidad Católica de Lyon 1• Les agradezco calurosamente el haberse tomado el trabajo de leerme con tanta atención y hacerme partícipe de observaciones que sin duda me han permitido precisar pero también enriquecer y profundizar de manera significativa el punto de vista que desarrollé en aquel libro. La naturaleza doblemente paradójica de esas críticas merece reflexión en sí misma. Ciertamente tiene una razón de fondo: el humanismo posnietzscheano que profeso reposa sobre la constatación de una exterioridad o de una trascendencia radical de ciertos valores que considero que no se manifiestan en ninguna otra parte además de la inmanencia a nuestra conciencia. No invento la verdad, la justicia, la

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Por supuesto, he dejado de lado las fámulas de cortesía y otros aspectos concernientes a cuestiones personales.

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belleza o el amor, los descubro en mí mismo, no obstante, como algo que me sobrepasa y me es por así decir dado del afuera -sin que pueda por ello identificar el fundamento último de esta donación-. Subsiste un misterio de la trascendencia. Ahora bien, justamente el materialismo y la teología no pueden más que rechazar ese misterio. Ambos, en efecto, pretenden acabar con la insostenible vacilación de la trascendencia, arrimándola de manera por fin sólida y firme a una fundación última: material para unos (que así hacen de ella una ilusión), divina para otros, pero, en ambos casos, certera y definitiva. Para uno tanto como para el otro, una filosofía que no culmina en el descubrimiento de un fundamento último deja la explicación de nuestro sentimiento de trascendencia imperfecta, incompleta, por no decir irracional. Al contrario, en la perspectiva que yo ocupo, no hay nada en el misterio de la trascendencia que no sea completamente racional -en el sentido en que, dicho sea sin el menor artificio sofístico, es perfectamente racional que haya lo irracional, y por una razón que está vinculada a la deconstrucción de la metafísica sobre la que se apoya el humanismo del hombre-dios: salvo que se caiga en las ilusiones más clásicas del dogmatismo, hay que admitir que una explicación causal nunca podría acabar en el descubrimiento de una causalidad última, de una «causa primera» que sería «causa de sí» o, por lo menos, la explicación de todo el resto. Esta es la razón por la que hoy en día las ciencias positivas han asumido la convicción de que ninguna de ellas podría cerrarse definitivamente en un «saber absoluto» sea del tipo que sea. Para todo racionalismo auténtico, es decir, crítico y no dogmático, está claro que el progreso científico no tiene fin, que es infinito o indefinido, no solamente de hecho sino plenamente de derecho, lo que significa, si las palabras tienen algún

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sentido, que el misterio subsistirá siempre en nuestra conciencia del mundo. Ahora bien, con eso es con lo que quieren acabar las dos grandes versiones de la metafísica clásica, la versión materialista y la versión religiosa, preocupadas cada una a su manera por identificar de una vez por todas el fundamento natural o espiritual del conocimiento y de la ética: por un lado , la economía, los genes, la libido; por otro, Dios o cualquier otro principio explicativo que se quiera añadir a aquellos dos. Comprendo perlectamente ese deseo de racionalidad o al menos, al tratarse de una religión que a pesar de todo quiere dar lugar a la fe y al misterio de la creación, de explicación perlecta, pero no puedo compartirlo. Toda la filosofía en la que me inscribo se opone a ello y por eso es normal que suscite objeciones por parte de las dos tentativas más importantes de descubrir los fundamentos últimos de nuestro universo intelectual y moral. Dicho esto, estas adoptan formas tan distintas en uno y otro caso, que es el momento de examinar cada una de ellas por separado. Respondiendo a sus objeciones, podré precisar con más hondura el sentido exacto de la definici ' la filosofía que propongo en la primera parte de est~~~

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Las objeciones de André Comte-Sponville

« [ ... ] Tu definición de la filosofía ("una búsqueda de la

salvación sin Dios") me parece un tanto unilateral. En primer lugar porque hay filosofías de la salvación con Dios (Malebranche, Pascal, Kierkegaard, Simone Weil ... ). Aparte, porque hay filósofos que no creen en la salvación (entre ellos, me parece, muchos de nuestros contemporáneos, incluidos los buenos: mi amigo Francis Wolff, que es a mi parecer uno de los mejores filósofos de nuestra generación, se quedaría sorprendido al saber que busca una salvación; Clément Rosset me parece que también; Marcel Conche te diría que respecto a él no busca más que la verdad; y me acuerdo de tu hermano Jean-Marc diciéndome, en un debate público, que la felicidad o la salvación no eran de ninguna manera, para él, el objetivo de la filosofía ... ). En fin, hay algunas obras maestras innegablemente filosóficas donde la salvación no entra en juego: El príncipe, de Maquiavelo; el Tratado de la naturaleza humana, de Hume; La lógica del descubrimiento científico, de Popper. [ ... ] E incluso Sartre o Heidegger: ¿se les puede hacer entrar en tu definición? No estoy seguro. [ ... ] ¿Y Derrida? ¿Y Foucault? ¿Y Deleuze? Salvo que se dé a la palabra "salvación" una extensión exageradamente vasta, y una comprensión exageradamen107

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te pobre, que debilitaría por tanto el contenido de tu definición, no estoy seguro de que la salvación sea verdaderamente su problema. [ ... ]Por otra parte, en lo que me concierne, cada vez creo menos en la salvación, o más bien no creo en ella en absoluto, salvo por metáfora (para pensar en otra cosa: la eternidad, dicho de otra manera, la identidad de la salvación y la pérdida, de la desesperanza y la beatitud), y no soy menos filósofo por ello. [ ... ] Otro desacuerdo, al menos parcial: lo que tú dices sobre la sabiduría antigua ("encontrar su lugar en el mundo") también me parece demasiado unilateral. ¡Ni muchísimo menos eso vale para toda la Antigüedad! Los epicúreos y los sofistas no estarían de acuerdo, lo sabes. Pero Platón, ¿lo estaría del todo? No estoy seguro. El verdadero mundo, para él, no es el nuestro, sensible y cambiante, que más bien habría que abandonar: es el sentido del "Mito de la caverna", en la República, y también del F edón o del Teeteto ("Hay que tratar de huir de este mundo lo antes posible hacia el otro ... "). E incluso me parece que Aristóteles podría objetarte que no hay orden del mundo para el mundo sublunar donde vivimos, lo que nos aboca a la prhonesis (la prudencia, como sabiduría de lo incierto y de lo aproxima-

do), al menos en tanto que sabiduría o vida teorética (contemplación). E incluso, tratándose de esta última, se trata menos de encontrar "nuestro lugar" en el mundo que de "inmortalizamos tanto como sea posible", como dice Aristóteles, y eso por la contemplación de lo divino más que del cosmos: la salvación remite menos a la física que a la teología. Resumiendo: has hecho bien en elegir a los estoicos como ejemplo, te dan más o menos razón (incluso si para ellos se trata menos de encontrar su lugar como de constatar que se está ya en él), pero su singularidad limita el alcance de tu tesis (en algunos aspectos, incluidos los biográficos, son los menos griegos de los filósofos griegos). 108

RESPUESTAS A LAS OBJECIONES

último desacuerdo, que justificaría un libro (¡ya lo hemos escrito!) y que solo evoco de pasada: lo que dices sobre el materialismo. Para ser breve, no cito más que tu página 260. "El materialismo (escribes) dice, por ejemplo, que no somos libres." Epicuro y Lucrecio se quedarían muy sorprendidos: ¡dicen exactamente lo contrario! Ahora bien, ellos representan el principal materialismo de toda la Antigüedad, y quizá de todos los tiempos. [ ... ] En cuanto a Marx, solo estaría parcialmente de acuerdo contigo: te citaría la fórmula bien conocida de Engels comentando a Hegel: "La libertad es la necesidad comprendida". Tú puedes pensar que es una mala forma de pensar la libertad; no puedes reducirla a una negación de la libertad. Respecto a mí, muchas veces he explicado que hay cuatro sentidos de la palabra libertad: la libertad de acción (la libertad según Hobbes: hacer lo que se quiere); la espontaneidad del querer (la libertad según Epicteto, Leibniz o Bergson: querer lo que se quiere); la libertad de la razón (la libertad según Espinosa, Marx o Freud: la comprensión libre de la necesidad, que no es sumisa más que a sí misma); finalmente, el libre albedrío (la libertad según Descartes o Sartre). Ahora bien, solo la cuarta es una ilusión para mí. Puedes pensar que me equivoco, pero no decir que yo pienso que "no somos libres", salvo que se precise: "En el sentido del libre albedrío, es decir, de una libertad absoluta". Pero, respecto a eso, Leibniz y Bergson están conmigo, y nadie dice, que yo sepa, que niegan la existencia de la libertad. Muchas veces he escrito: "No nacemos libres, nos hacemos". Pero pensar la liberación, no es negar la libertad: es una cierta forma de pensarla, y en ocasiones conquistarla, al menos parcialmente. "El materialismo (añades) dice que estamos enteramente determinados por nuestra historia." De nuevo aquí, 109

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Epicuro y Lucrecio se llevarían las manos a la cabeza, ¡y yo con ellos! Hay indeterminismo, lo que Lucrecio llama clinamen y que la física contemporánea confirma. Lejos de que eso dañe el materialismo, le quita un gran problema, que era la objeción del fatalismo (lo que Epicuro llamaba, para combatirlo, "el destino de los físicos", y el de los historiadores no vale menos). Este indeterminismo no basta, según entiendo, para salvar el libre albedrío, pero deja a la libertad su lugar (siempre relativo y limitado) y prohíbe confundir el materialismo con un pandeterminismo (por tanto, con un fatalismo). Laplace ha muerto, y es mejor así. Epicuro aún está vivo, ¡y tu amigo también! (Breve paréntesis amistoso: siempre tienes tendencia, por la comodidad de la exposición o de tu argumentación, a hacer de mí un budista, un estoico o un espinosista ... Efectivamente, siento mucha admiración por esas tres escuelas; pero al final muchas veces he dicho que estaba más cerca del epicureísmo, especialmente en su lectura lucreciana, es decir, trágica; ahora bien, el epicureísmo es un materialismo indeterminista.) Para terminar, el materialismo, según tú, dice "que hay que amar el mundo tal y como es, reconciliarse con él, huir del pasado y del futuro para vivir el presente". Aquí, habría que hacer una criba. Yo hablo más cómodamente de aceptación que de amor, y cuando hablo de amor es más por fidelidad al espíritu de los Evangelios que al materialismo. Pero poco importan las palabras, cuando en el fondo, no se trata de "querer Auschwitz", como tú dices, sino de aceptar que el mundo sea lo que es, y de amarlo, cuando se puede (la mayoría de las veces no se puede: es lo que llamo lo trágico). Dicho esto, cuando leo a Etty Hillesum, hablando de Auschwitz (donde murió) y de amor, me entran ganas dellorar de admiración y emoción. Pero eso remite más a la 110

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espiritualidad que al materialismo (que no era seguramente la posición de Etty Hillesum). ¿Reconciliación? Depende de en qué sentido. "Amar a nuestros enemigos", si uno es capaz, eso supone que se tienen enemigos, ¡y no es una razón para dejar de combatirlos! He explicado miles de veces (también en la Sabiduría de los modernos) que aceptar el mundo, no es decir que todo está bien o es para mejor (¡eso lo dice Leibniz, no los materialistas!), ni, todavía menos, renunciar a transformarlo: si el sabio dice sí a todo, no es porque todo esté bien, sino porque es todo. Decir sí a todo, es decir sí también a nuestra revuelta (cf. Camus), a nuestra compasión (cf. Buda), a nuestra acción (cf. Epicteto), a nuestra moral (cf. Espinosa), que forma parte del mundo y nos prohíbe dejarlo en esas condiciones. Y lo mismo, por supuesto, para el amor fati de Nietzsche: ¡no se trata de aplaudir a los biempensantes o a los mediocres! Tienes razón al advertir que es mi punto de proximidad con el estoicismo, pero no se comprende el estoicismo cuando vemos en él una escuela de la pasividad o de la resignación. Es todo lo contrario: ¡una escuela del coraje, de la voluntad y de la acción! En cuanto a «huir del pasado y del futuro», ¡no es esa la cuestión! ¡No vamos a confundir la sabiduría con el "no futuro" de los punks o de los idiotas! Ciertamente se trata de habitar solo lo que nos está dado, el presente (¡prueba un poco a habitar el pasado o el futuro!), pero incluyendo una relación presente con el pasado (la memoria, la gratitud, la fidelidad ... ), y una relación presente con el futuro (la anticipación, la imaginación, el fantasma, el programa, el proyecto, la confianza ... ). Por tanto, no "huir del pasado y del futuro", sino vivirlos en el placer, la plenitud y la acción (gratitud y fidelidad, fantasma y confianza), más que en la falta y en la impotencia (arrepentimiento y nos111

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talgia, esperanza y temor). Resumiendo, todo lo contrario al carpe diem al que demasiado a menudo y equivocadamente se reduce el epicureísmo (¡la fórmula es de Horacio, no de Epicuro!).»

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11 Respuestas a las objeciones de André Comte-Sponville

nuevo, muchísimas gracias por estas observaciones y críticas. He aquí las reflexiones que me inspiran. Las primeras conciernen, claro está, al principal problema que señalas referente a la definición de la filosofía. Las segundas se refieren a la filosofía griega, y sobre todo a la idea según la cual la noción de «sabiduría del mundo» (Brague) o, como yo digo, de «ética-cosmológica», solo valdría para los estoicos. Finalmente, las terceras se dirigen más directamente a tu propia dinámica filosófica, a la cuestión de sus fuentes tanto epicúreas, en efecto, como espinosistas.

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Sobre la definición de la filosofía Tú me opones en primer lugar y ante todo el hecho de que una pléyade de filósofos, en lo esencial contemporáneos, aunque no solo (entre los clásicos, citas sobre todo a Hume y a Maquiavelo ), seguramente no se reconocería en la definición que doy de la filosofía como «doctrina de la salvación sin Dios». Desde un punto de vista factual, probablemente tienes razón. En cambio, de iure, no estoy convencido y, al contrario, me parece crucial darse cuenta de 113

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por qué la definición de la filosofía como «doctrina de la salvación sin dios», incluso si obviamente no puede, por razones sobre las que volveré más adelante (por otra parte, no más que cualquier otra definición de la filosofía), encontrar consenso entre los contemporáneos, da buena cuenta de lo que fue la historia de la filosofía en su más alto nivel, quiero decir, entre aquellos que se designa clásicamente como los «grandes autores» y que se podrían definir en una primera tentativa como los padres fundadores de una gran visión del mundo. Respecto a esa primera vertiente de tu carta, he aquí algunas reflexiones que haría falta, claro está, desarrollar, pero que solo indico para abrir la discusión. La primera es que la definición que propongo se entiende como coronación de una tarea de la filosofía que, según mi descripción, ha pasado previamente por otros dos grandes ejes: la teoría y la ética. Eso ya es decir --como no dejo de insistir en cada capítulo de mi libro, completamente estructurado en tomo a esta tripartición- que la filosofía no se reduce únicamente a la doctrina de la salvación. Simplemente, sus dos primeros momentos no adquieren su sentido verdadero más que en relación con el tercero. Hay en ella una actividad, a primera vista por lo menos, estrictamente intelectual (la ontología, la «comprensión de lo que es», para hablar como Hegel, y asimismo la teoría del conocimiento, la epistemología ... ), y una reflexión moral, en sentido amplio (incluyendo, llegado el caso, la esfera jurídica y política). Está claro que esos dos momentos siempre preceden la discusión sobre lo que yo llamo «salvación» o «sabiduría» -términos entendidos aquí en el sentido amplio de dispositivo intelectual que supuestamente nos permite salvarnos de los miedos originales, metafísicos, en cuya superación tanto los epicúreos como los estoicos ven ya la fuente primera y la finalidad última 114

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de la filosofía. De ninguna manera la tesis que propongo pretende subestimar la importancia del trabajo teórico o de la reflexión ética, sino solo señalar el hecho de que en toda filosofía auténtica, esos dos momentos están vinculados entre sí al tiempo que se subsumen finalmente en un tercero: el de la soteriología, cuya principal preocupación es la sabiduría (es por medio de ella, y no por la creencia en un Dios, como los filósofos antiguos nos invitan a salvarnos de los miedos). Por razones sobre las que voy a volver en un instante, la tercera parte puede ser explícita o, como es el caso de ciertos filósofos (especialmente los que tú citas) implícita, de manera que, en esas condiciones, su pensamiento teórico o moral debe ser reubicado en el seno de una visión del mundo más amplia, que desarrolle una doctrina de la sabiduría y de la salvación para adquirir realmente todo su sentido. Dicho esto, si la filosofía, como Conche parece pensar, no persiguiese más que la «verdad» en un sentido axiológicamente neutro, totalmente desinteresado y «objetivo», sin la mínima duda aconsejaría a mis amigos filósofos hacerse urgentemente científicos. Porque, seguramente, la ciencia es el discurso que por excelencia se impone la obligación de ser tanto objetivo como axiológicamente neutro. En cambio, si la filosofía guarda mucha relación con la verdad, si no puede, no más que la ciencia, hacer trampas con ella, se trata siempre, como se constata de Platón a Nietzsche, de una verdad portadora de sentido, es decir, de ética a la vez que de sabiduría, nunca de una «verdad a secas». Si para Epicteto, por ejemplo, la «verdad del mundo» tal y como la revela la teoría, es que este adquiere el aspecto de un cosmos, de un orden armonioso y bueno, es porque esta verdad, que no es reductible a la de los científicos, es virtualmente portadora de una ética (que exhortará a los hombres a imitar ese orden) y de una sabiduría saludable (la fusión 115

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en aquel orden es la que finalmente nos salvará del miedo a la muerte). Y si para Epicuro y Lucrecio la verdad es inversa, si el mundo aparece en su teoría como un caos y no como un orden, como un producto del azar más que de la necesidad, es sin duda porque también esta otra visión del mundo es portadora de ética y de salvación. Tanto como la de los estoicos, la moral de Epicuro se apoya sobre una teoría de la naturaleza de la cosas. Y no conozco ninguna filosofía que no desarrolle igualmente, hasta incluidas las de Nietzsche y Heidegger, una verdad cuyas implicaciones están lejos, infinitamente lejos, de ser «axiológicamente neutras», retomando una vez más la famosa fórmula que define según Max Weber la verdad científica. Evidentemente, eso no significa que el filósofo sea de «ideas preconcebidas», todavía menos que adorne o arregle la verdad para hacerla decir lo que él quiere en el plano moral o soteriológico. Pero significa que la verdad científica por sí sola no sirve para satisfacer las exigencias de la filosofía. El asunto es decisivo: permite entrever por qué la teoría filosófica no se confunde con la teoría científica, incluso si no puede prescindir de ella. Volveré sobre este punto ampliamente en la tercera parte, sobre todo con la ayuda de Popper y Heidegger. Pero desde ahora, a partir de esos simples ejemplos griegos, podemos comprender que la búsqueda de la verdad no tiene el mismo sentido ni el mismo estatuto en todas partes. ¿La prueba? Es evidente, no obedece a las mismas reglas de validación: la filosofía, salvo de manera metafórica, no es ni experimental como las ciencias naturales, ni hipotético-deductiva como las matemáticas. No cabe duda de que recurre a las ciencias exactas y a veces las pone a su servicio. Más que nunca, los filósofos deben interesarse en ellas de cerca. Para construir la teoría filosófica, hay que partir de lo real tal y como las ciencias positivas nos permiten imaginarlo. Sin embargo, ni la teoría 116

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del conocimiento ni la ontología se confunden con las ciencias propiamente dichas. Incluso Popper lo reconoce por su cuenta. Su filosofía no obedece a las mismas reglas de evaluación que las ciencias experimentales: en lo esencial, no es «falsable», y el criterio de demarcación entre ciencia y filosofía, precisamente esa famosa falsación, se revela él mismo como criterio no falsable. Por otra parte, está claro que también una filosofía puede ser parcial, que puede, por ejemplo, privilegiar la teoría o la moral más que la soteriología, sin por ello dejar de ser, aunque limitada, filosófica. Imaginemos que Kant hubiera muerto en 1781, justo después de la publicación de la Crítica de la razón pura, pero antes de haber podido redactar las otras dos Críticas, así como sus principales escritos sobre la religión. Sin lugar a dudas, consideraríamos su primera obra como un gran libro de filosofía. Sin embargo, la reflexión kantiana sobre las otras dos cuestiones fundamentales -¿Qué debo hacer? ¿Qué me está permitido esperar?- estaría casi ausente, ¡de forma que no habría ni moral ni doctrina de la salud kantianas! Entonces tú también podrías incluir la filosofía trascendental en la lista de tus contraejemplos respecto a la definición que propongo de la filosofía como «doctrina de la salvación sin Dios». Aquí es donde quiero ir a parar: aunque se atiene esencialmente a la esfera de la teoría, no por ello la Crítica de la razón pura se inscribe menos en una visión del mundo más amplia -la del racionalismo crítico, del humanismo de las Luces-, en cuyo seno las preocupaciones éticas y soteriológicas están muy presentes. Simplemente, estas permanecerían para Kant, en esa hipótesis imaginaria, veladas y correspondería a otros pensadores vincular su reflexión teórica a un conjunto más amplio en el que se encontraría, por ejemplo, una parte del pensamiento roussoniano, la declaración de los derechos del hombre, los 117

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alegatos de Voltaire en favor de la libertad de opinión, de la tolerancia, de la amplitud del pensamiento, de ciertas formas de deísmo, etc. Kant sería siempre un filósofo, pero seguramente no tan grande, porque no sería, como se nos presenta el autor de las tres Criticas, un «padre fundador», sino más bien un artífice entre otros de la elaboración de una Weltanschauung común al siglo xvm o, por lo menos, ampliamente compartida por él. Lo que me conduce a mi segunda observación, que concierne a los autores que me aseguras que no se reconocerían en la idea de «doctrina de la salvación sin Dios».

Popper, Foucault, Habermas, Derrida y otros La mayoría de los autores que citas se encuentran en el caso que acabo de sugerir: han trabajado uno, incluso dos de los grandes ejes de la filosofía, pero sin abordar el tercero, bien por falta de interés, o hasta por reticencia respecto a este, bien porque se inscribían explícitamente en una visión del mundo abierta ya por un predecesor. Está claro, por ejemplo, que Foucault y Deleuze piensan a partir de Nietzsche, se instalan por así decir «en él» para continuar, como aseguran ellos mismos, un trabajo de «arqueología» o de «genealogía». No hago más que retomar aquí lo que Foucault declaraba, no sin recato, en una entrevista aparecida justo después de su muerte en Nouvelles littéraires (el 29 de mayo 1984): «Heidegger siempre ha sido para mí el filósofo esencial. .. Todo mi devenir filosófico ha estado determinado por mi lectura de Heidegger. . . Pero reconozco que ha sido Nietzsche quien se ha apoderado de ese devenir ... Sencillamente, soy nietzscheano e intento, en la media de lo posible, comprender en ciertos aspectos, con la ayuda de textos de Nietzsche --pero también con tesis 118

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antinietzscheanas (¡que son igualmente nietzscheanas!) lo que se puede hacer en este o aquel dominio. No busco otra cosa, pero eso lo busco bien». Derrida, a pesar de lo que haya podido decir una vez revelado el pasado político de Heidegger, mantenía la misma relación con este último -lo que solo la incultura filosófica ambiente, principalmente en los Estados Unidos, impide percibir-. Habermas, Rawls y Pooper son, fundamentalmente, hombres de las Luces, herederos del racionalismo crítico de Kant. Por supuesto, también ellos renuevan, como Foucault o Deleuze con Nietzche, su problemática. Aportan nuevos conceptos (la «pragmática», el «velo de la ignorancia», la «falsabilidad», por ejemplo). Critican y modifican el pensamiento kantiano confrontándolo a interrogantes y desafíos intelectuales que no eran los originales. Ciertamente, ellos mismos refieren esto con frecuencia, sin que tampoco aquí me sea necesario extenderme. El caso de un pensador como Maquiavelo es diferente, pero, a pesar de lo que parece, puede reducirse al caso anterior. No es que Maquiavelo haya tenido un maestro del pensamiento, un precursor cuyo rastro seguiría. Pero, incluso si solo tenemos en cuenta, de cara a lo esencial, una o dos de sus obras de filosofía política, es patente -todos sus grandes intérpretes están de acuerdo en este punto-- que se inscribe en un marco filosófico más amplio, en una visión del mundo que sobrepasa con creces esa «especialidad»: Maquiavelo no es solo el primer pensador de la política moderna (Manent), de la democracia (Lefort), el primer teórico de la política en la era del individualismo, sino que también analiza en profundidad las consecuencias del fin de lo cosmológico-político y de lo teológico-político (Pocock). Que de manera explícita no haya en él ni teoría ni doctrina de la salvación, no significa que no se apoye en una visión del mundo que, globalmente, es la del humanis119

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mo naciente, en cuyo seno, por otra parte, podrían localizarse fácilmente los dos elementos que faltan. En cambio, es obvio que una explicación semejante no vale para Heidegger -por lo que tu lista me parece relativamente heterogénea-. Evidentemente, Heidegger, a diferencia de los autores que acabamos de mencionar, cumple la totalidad de la lista de condiciones. Cubre ampliamente, e incluso a mi parecer de manera notable, los tres ejes de la filosofía, de forma que entra perfectamente en la descripción que doy de ella -descripción que, por otro lado, en parte está inspirada en él-. Por supuesto, como ya hiciera Nietzsche, Heidegger se dedica a deconstruir conceptos como los de «teoría», «práctica», «soteriología». Son nociones que le parecen -no deja de decirlo, y eso no podría escapar a ninguna de sus lecturas- «metafísicas», en el sentido peyorativo del término. Estas deben someterse a la deconstrucción. No es menos cierto, como también lo era para Nietzsche, que una vez puesto en marcha el trabajo crítico, los conceptos deconstruidos y aquello a lo que apuntaban, aunque fuese en el modo de la ilusión, subsisten en cierto modo. Por ello, en el caso de Nietzsche, la genealogía sustituye a la teoría del conocimiento, y la definición de la «esencia más íntima del ser» como voluntad de poder, a la ontología. Asimismo, con toda evidencia, «el inmoralista» desarrolla una nueva ética, la del «gran estilo», y el «anticristo» una nueva forma de «salvarse» de los miedos y de las «pasiones tristes»: la «inocencia del devenir» o amor fati, dos expresiones que adquieren todo su sentido en la doctrina del eterno retorno y que están destinadas a eso. No creo que pueda decirse, como lo sugieres en tu carta, que esta aceptación, naturalmente no religiosa por no decir antirreligiosa de la palabra «salvación», sea ilegítima o laxa: porque se trata, como dice Nietzsche muy explícitamente 120

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en los pasajes que dedica a la inocencia del devenir y al amor fati, de llegar por fin a superar ciertas formas de angustia, a liberarse para siempre de esos nidos de tormentos que son la culpabilidad ligada al pasado y la ilusión de lo posible vinculada al futuro. Y si hay que «salvarse» de esos dos males, es para llegar a una forma de serenidad, de calma o de gracia, que los griegos no hubieran dudado en designar con el nombre de sabiduría. En este sentido la idea de sabiduría está vinculada a la de salvación, a mi entender, con todo rigor, porque la sabiduría es lo que realmente nos salva de los miedos primitivos, y que ese «salvamento» se opere o no por la creencia en la inmortalidad no es aquí excluyente. Al final, poco importa, desde el momento en que la vida angustiada y disminuida puede dejar sitio a la vida buena y generosa. En Heidegger, entendidos en un sentido posmetafísico, posdeconstruccionista si se quiere, también mis tres ejes reencuentran su lugar, con tal que se tenga en cuenta, desde luego, el desfase introducido por la deconstrucción como tal: a la teoría corresponde así lo que Heidegger llama la «ontología fundamental 2», cuya tarea, en apariencia puramente intelectual, no está sin embargo desprovista de prolongaciones éticas: incluso si Heidegger recusa t~da problemática «moral» en el sentido clásico del término, no es menos cierto que una exigencia de «autenticidad» Eigentlichkeit- anima en profundidad su trabajo de deconstrucción de las ilusiones metafísicas y le da un sentido. Aunque Heidegger tenga intención, siempre como Nietzsche, de pensar «más allá del bien y del mal», más allá del dualismo metafísico de la teoría y de la práctica, la asunción del Ser describe -vía la deconstrucción de los 2 O también «analítica de la finitud» que se encarga de reponemos del «olvido del Ser», característico de la metafísica, para su recuperación a la vista, paso «hacia atrás», que Heidegger compara al del cangrejo.

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dispositivos metafísicos que conducen a su olvido, olvido cuyo apogeo reside para él en el mundo de la técnica- un camino, si no hacia una moral tradicional (la Carta sobre el humanismo en respuesta a una cuestión de Jean Beaufret descarta esta hipótesis), al menos, hacia una actitud «más auténtica». Ahora bien, esta actitud tiene como propósito permitimos escapar al «desamparo» que reina sin competencia en el universo técnico, anónimo y sin finalidad, dominado por la lógica del «se» y la tiranía de la «disponibilidad» 3 ejercida sobre la tierra así como sobre los seres que la pueblan. En esas condiciones, no por casualidad el conjunto se corona con una doctrina de la «serenidad», del dejar estar (Gelassenheit), de la que no se entendería que alguien pudiera pretender seriamente (por otra parte, ¿en nombre de qué?) que no persiguiese hacemos acceder a una forma, ciertamente no metafísica, pero tanto más auténtica, de sabiduría en la que los miedos serían por fin superados en provecho de una calma serena, asociada a un cierto retiro del mundo. De nuevo aquí, sin duda los pensadores griegos, epicúreos o estoicos, no hubieran renegado de un «amor a la sabiduría» semejante. En otras palabras, no porque un pensamiento se considere antimetafísico, ateo, deconstruccionista y desilusionado, deja de reasumir, si bien de un modo renovado, los tres grandes ejes que forman la teoría, la ética y la soteriología o doctrina de la sabiduría, entendida aquí como lo que nos permite «salvamos» de los miedos ligados a la finitud 4 • Por 3 Traduzco así «arraisonnement», vocablo al que frecuentemente se ha vertido en francés el término «Gestell» de Heidegger que se refiere a la esencia de la técnica como dispositivo o estructura. (N. de la T.) 4 Sería también muy interesante examinar aparte el caso de Hume. Es, en el ámbito de la filosofía moderna, el que retoma la antorcha de los grandes despreciadores de la «sabiduría del mundo» que ya fueron los atomistas antiguos, y el que anticipa ciertos aspectos de la deconstrucción contemporánea. Es como una especie de eslabón intermedio entre aquellos que, en la Antigüedad, se dedicaban

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lo demás, si la memoria no me falla, tú mismo me has dicho (también lo has escrito, pero no recuerdo dónde ... ) que no se filosofa para entretenerse, para divertirse, sino «para salvar la piel». Que me ahorquen, como suele decirse, si eso no es una forma de doctrina de la salvación ... En cuanto al estatuto de la filosofía cristiana, que tú también evocas, es decir, de los filósofos de la salvación «con Dios», ya me he explicado suficientemente en mi libro como para volver sobre ello en extenso. Sí, desde luego, hay una filosofía cristiana, principalmente destinada a comprender el mensaje de Cristo, a interpretarlo, a explicitarlo más, pero también, como vemos en Tomás de Aquino, para comprender la naturaleza como obra de Dios. Tarea en la que, según él, la fe no excluye en absoluto a la ciencia sino que, al contrario, la requiere. El tema atravesará toda la tradición cristiana hasta la última encíclica del papa Juan Pablo 11, Fides et ratio, que, en la línea de santo a destrozar los ídolos de la cosmología triunfante, y los teóricos de la filosofía analítica que se atribuyeron como objetivo reventar los énfasis metafísicos. Hegel decía del empirismo humeano que ya no pertenecía al espacio de la filosofía, que constituía más bien una «antifilosofía», completamente instalada en el exclusivo «punto de vista de la reflexión», en el «momento de la finitud», que rechaza abandonar la esfera del «ser-aquí» para elevarse al del «para-sí», en resumen, una «contra-filosofía» más que una «verdadera» filosofía. Lo que, por otra parte, constituye todo el encanto del empirimo inglés. En cierto sentido, Hegel no se equivoca y la filosofía analítica viene a confirmar su diagnóstico, incluso si es para devolverle algo positivo. Dicho esto, evidentemente existe, más allá de la deconstrucción que es como el árbol que oculta el bosque, una moral de Hume (un pensamiento de los «fundamentos naturales de la ética» que ciertos biólogos redescubren hoy en día sin conocer siempre su origen filosófico) y, por supuesto también, una sabiduría de la duda. Aquí, reencontramos, según me parece, una vía ya transitada desde la Antigüedad, la del escepticismo, con todo lo que también puede tener de calma y de serenidad: al decidir, como de nuevo dice Hegel, atenerse sin remisión a la exclusiva esfera de la finitud, rechazando con todas las fuerzas que le da la lucidez deconstructiva, sobrepasarla hacia un Absoluto cualquiera, se establece una de las posibles formas de afrontar la muerte en el seno de la vida y, por lo mismo, de prepararse para ella aplacando los miedos que las ilusiones metafísicas, desde el momento en que son inciertas, no hacen más que reforzar. Hume aparece así como un caso límite, más como la excepción que confirma la regla que como un verdadero contraejemplo.

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Tomás, pide dejar libre curso a la razón filosófica y científica. Y al mismo tiempo, ¿cómo no entender que en un momento u otro, desde que se trata de cuestiones esenciales y últimas, empezando por la de la salvación, la filosofía debe ceder su lugar a la religión y la razón a la fe? Porque las verdades reveladas, al final, son siempre las más elevadas, y la filosofía en esas condiciones solo podría ser, siempre según la palabra de Pierre Damián, una «sierva de la religión». Esto no tiene nada de indigno ni de incoherente. Simplemente, es una concepción escolástica y secundaria de la filosofía que solo es aceptable para los creyentes. Para los demás, hay que apelar a una «doctrina de la salvación sin Dios», a veces incluso contra él -lo que se llama, propiamente, filosofar. Me parece que la definición de la filosofía como doctrina de la salvación sin Dios, siempre que se especifique que una doctrina semejante está vinculada a una teoría y a una ética, se adapta igualmente bien al conjunto de las filosofías concretas. Que ciertos filósofos escojan, por razones que les son propias o que conciernen a la época, atenerse solo a las dos primeras esferas es su derecho. Pero los «Padres fundadores», han tenido que cubrir la totalidad de una visión del mundo y es esto, en mi opinión, lo que los distingue de los demás y hace que sus nombres perduren durante siglos más fácilmente. Añado, pero eso ya lo sabes tú, que una definición semejante vale tanto, si no más, para los pensadores materialistas y ateos que para los espiritualistas, de manera que en mi opinión, da perfecta cuenta de lo que fue la filosofía, al menos en su más alto nivel, a lo largo de toda su historia. Dicho esto, ahora que creo haberte respondido en cuanto al principio mismo o, como suele decirse, de iure, todavía me queda por explicar lo máximo posible los dissensus de hecho de los que te haces eco con razón. 124

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¿Puede consensuarse defacto una definición de la filosofía? Para empezar, ¿tiene que ser así a cualquier precio? ¿Es posible en el espacio del pensamiento contemporáneo? A decir verdad, salvo si nos atenemos a fórmulas arbitrarias y vagas -«asombro», «reflexión», «espíritu crítico», «argumentación», etc.- que la confinan a la vacuidad y no comprometen prácticamente a nada, lo dudo. Como la política, la filosofía es hoy en día un campo de batalla. ¿Qué demócrata se cree de verdad que puede convencer a un líder de la extrema derecha o a un militante revolucionario en un debate público? Por supuesto, nunca se excluye del todo por principio, pero tampoco se puede ser excesivamente ingenuo: sabemos bien que estos son los herederos directos de los gurús que, hace apenas algunos decenios, nos habrían fusilado o colgado de un árbol sin escrúpulos. La ética de la discusión tiene sus límites y tenemos que asumirlos. Una buena definición de la filosofía no tiene por qué recibir forzosamente el beneplácito de todos nuestros contemporáneos, lo que es imposible, por no decir inquietante, sino la que abre una perspectiva y permite pensar, por una vez de manera tan exhaustiva como sea posible, la historia de las grandes visiones del mundo que forman nuestra tradición. Creo que la que yo propongo permite hacerlo. No por ello reivindico menos el derecho, por no decir el deber, de no suscitar consenso en este aspecto, porque sé, por haberlo vivido directamente al intentar reformar los programas de nuestra enseñanza, que no me opongo solamente a los extremos (que comparo a los de la política para hacerme entender), sino más bien, sin ninguna duda, a un medio escolar de inspiración católica al tiempo que republicana, que ha configurado nuestra enseñanza de la filosofía en

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Francia antes de convertirse -lo que lamento- en una suerte de modelo para otros países del mundo. Sé perfectamente que las distorsiones que bajo mi punto de vista introducen nuestros programas en la idea que tenemos de la filosofía no agotan nuestro desacuerdo. Sin embargo, estoy convencido de que estas son más profundas e insidiosas de lo que parece y, a pesar de que obviamente no cuento con ceñirme a esta única consideración, tampoco puedo dejarla de lado, al menos de entrada.

Una tradición católica y republicana que desvirtúa en mi opinión la idea que tenemos en Francia de la actividad filosófica ¿Qué quiere decir un programa católico y republicano? Respecto a lo esencial, esto: que del cristianismo, nuestros programas escolares, y por lo mismo gran parte de las enseñanzas que dependen de aquellos, cualquiera que sea el talento de los profesores, que en ocasiones no están de acuerdo con la ideología que implican, han conservado la reducción de la filosofía a una escolástica destinada principalmente a «analizar las grandes nociones». Como poco, estamos lejos de aquellas escuelas griegas que pretendían, según la expresión de Séneca, «aprender a vivir» exigiendo a sus discípulos que practicasen la filosofía, que la viviesen y se ocupasen en ejercicios de sabiduría orientados a nutrir directamente la vida cotidiana. ¿Qué relación tiene esto con la victoria, de casi quince siglos, del cristianismo sobre la filosofía? Se puede establecer muy fácilmente: a partir del momento en que las cuestiones del sentido de la vida, de la sabiduría y de la salvación se convierten en patrimonio de la fe y no de la razón, en lo propio de la teología más que de la filosofía, desde 126

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el momento, por tanto, en que esta se ve relegada al humilde estatuto de «sirvienta de la religión», su tarea, propiamente hablando doméstica, no consiste más que en analizar modestamente las grandes categorías abstractas -el bien, lo bello, lo justo, lo verdadero, el tiempo, el espacio, etcétera-, sin buscar implicarse en lo que ya no le atañe: la sabiduría, el sentido, la salvación. Ahora bien, la paradoja de la historia quiere que nuestro ideal republicano, lejos de oponerse aquí a la tradición cristiana, se limite a conservarla añadiéndole su propio toque, de manera que se ha contentado con superponer a la filosofía, una vez reducida al análisis de nociones y libre de la preocupación de pensar las cuestiones últimas, el ideal del espíritu crítico, de la argumentación y la reflexión. Por supuesto, al invitar a los jóvenes a «pensar por sí mismos», parece oponerse al dogmatismo religioso y, por un lado, es verdad que lo hace. Pero, en lo esencial, se cuida mucho de modificar lo que la escolástica había puesto en su lugar: un programa de enseñanza restringido al análisis de conceptos abstractos y, en esa medida, vacío de toda su sustancia vital. Hablar de «espiritualidad», de «sabiduría», de «sentido» o de «salvación» en esas condiciones, basta para irritar o repeler a muchos intelectuales «desilusionados» que han dedicado su vida al análisis puramente teórico de conceptos sofisticados, a la historia de la filosofía o al análisis crítico de la sociedad, en resumen, a cuestiones «serias» en tanto que estrictamente «laicas». Por una conjunción paradójica, pero a fin de cuentas bastante comprensible, la religión cristiana y el desencanto del mundo republicano concurren a partes iguales en la repulsión, bastante generalizada en el medio universitario contemporáneo, que suscita la idea de que la filosofía podría ir más allá de la teoría (teoría de la ciencia, de la sociedad, de la historia, del lengua127

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je, del derecho, etc.) o de la esfera ética, que todavía se consiente con frecuencia. Así, te concedo el hecho de que mi definición de la filosofía como doctrina de la salvación sin Dios no es, en estas condiciones, consensual -pero, bajo mi punto de vista, eso no prueba necesariamente que no sea pertinente cuando se trata de la tradición y de lo que todavía llamamos los «clásicos». Incluso estoy convencido de que ninguno de nuestros contemporáneos podría escapar por mucho tiempo al interrogante sobre la finalidad última de un trabajo intelectual que al fin y al cabo ocupa toda una vida. De ahí, en ocasiones, mi gran vacilación respecto a algunos de nuestros colegas. Por ejemplo, Habermas; después de todo, es posible que sea, como Horkheimer, más sociólogo que filósofo. Es él quien debe saberlo y decírnoslo. Un día tuve la ocasión de plantearle esa cuestión de viva voz, en una discusión amigable. Acompañando su respuesta de un revés de la mano, que indicaba hasta qué punto la cuestión le parecía carente de interés, me respondió que esa clase de distinción no tenía sentido para él. «Gesellschafttheorie oder Philosophie? Es ist mir egal», me declaró, por lo que terminé por concluir -pero ¿quizá me equivocaba?- que sin duda era sociólogo más que filósofo y que, tratándose del sentido, de la salvación o de la sabiduría, en su opinión, había que atenerse a la esfera privada. Pienso, sin embargo, que ninguna filosofía auténtica puede quedarse ahí. Además, estoy convencido de que el propio Habermas, si fuera arrinconado en su última trinchera, se sentiría obligado a encontrar una respuesta, aunque no fuera más que para dar un sentido a la actividad que ocupó y ocupa aún lo esencial de su existencia. Tal vez diría que él, humildemente, busca contribuir a la emancipación o a hacer mejor a los hombres o algo por el estilo, con lo que toparía con un tópico de las Luces. Seguramente, 128

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encontraría algo más profundo y original que decir. Por supuesto, no puedo afirmar nada en su lugar y son sus discípulos quienes deberían plantearle la cuestión. En cambio, lo que puedo decir con toda certeza es que un análisis de la sociedad que, aunque filosófico en principio, permaneciese en la exclusiva esfera de la teoría, añadiendo cuando fuera oportuno una preocupación ética -«de compromiso» con la ciudad, como suele decirse después de Sastre- no constituiría una filosofía completa. Porque su pertenencia a una visión global del mundo específicamente filosófica se decidiría, por así decir, en otra parte, en el exterior de ella misma. No asumiría ni la herencia de los griegos, ni la de Espinosa, ni la de Kant que se pregunta con insistencia lo que nos está «permitido esperar». Tampoco se situaría en el mismo nivel que los padres fundadores de la deconstrucción, Nietzsche y Heidegger, cuando nos invitan a la inocencia del devenir o a la Gelassenheit -término que se traduce normalmente por «serenidad» pero que remite evidentemente a una forma de sabiduría laica. Muchos intelectuales, sin embargo, se atienen a eso y reivindican el hecho de no ir más allá; un poco de «teoría» (que la mayoría de las veces se reduce a tentativas de comprensión del tiempo presente -a lo que Clavel, creo, llamaba de forma bastante divertida el «periodismo trascendental>>-), algunas tomas de posición ético-políticas y, con la ayuda de la notoriedad, se es un reputado filósofo. Sabes tan bien como yo que eso no tiene sentido, al menos al margen del universo mediático. Incluso si tú te alejas un poco de la problemática de la salvación que animaba tus primeros libros, no sigues menos preocupado por cuestiones (la de la felicidad, de la sabiduría o de la espiritualidad laica) que están claramente «más allá» de la esfera de la teoría y de la práctica. Para utilizar tu lenguaje, que es también el de Espinosa, fundamentalmente, tú te interesas más por la 129

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ética que por la moral, por la sabiduría, la beatitud y el amor más que por la ley y los deberes que nos impone ... Queda así por explicar por qué ese empobrecimiento de la filosofía, su reducción a las dimensiones de la teoría y de la práctica, su exclusión de la soteriología y de la sabiduría, son tan compartidas hoy en día. Respecto a esto, veo tres razones que están íntimamente ligadas entre sí. La primera, que en parte ya he esbozado al evocar nuestra tradición escolar católica y republicana, se refiere a la larga historia (sencillamente es la del liberalismo) del retiro progresivo pero irreversible de lo religioso a la esfera privada. Por razones de fondo sobre las que no volveré aquí, al universo laico le gusta la discusión pública sobre las cuestiones de la teoría, de lo moral y de lo político, pero arroja visceralmente al orden de la intimidad todo lo que a priori se le antoja -incluso si es equivocadamente- como manifiestamente religioso. Todo lo que concierne al sentido, a la salvación, a la sabiduría le parece que «huele a cura» o, pero aún, que pertenece a una forma de discurso sectario. El primer nietzscheano que llega se cree inteligentísimo cuando explica que no podría sostener una doctrina de la salvación en una filosofía por fin desilusionada. Lo cómico del asunto es que se trata, como acabo de recordar, de uno de los principales efectos perversos de la reducción que llevó a cabo el cristianismo de la filosofía al estatuto de sirvienta de la religión. Para los griegos, ya fueran materialistas y atomistas o idealistas y cosmologistas, iba de suyo que el objeto de la filosofía era el de proporcionar a los hombres un saber vivir que se apoyase en las solas fuerzas de la razón. No había para ellos ninguna contradicción entre el racionalismo y la soteriología, y en ese sentido, tampoco ninguna dificultad en ser perfectamente laicos y dirigirse sin reticencia hacia la problemática de la salva-

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ción. Desde el momento gue con el cristianismo la religión se impone sobre la filosofía, desde que la doctrina de la salvación depende enteramente de las verdades reveladas, de la fe más que de la razón, la filosofía se transforma en escolástica. Puede, eso sí, continuar ejerciéndose en cierta medida en el seno de las esferas de la teoría y de la práctica, pero desde entonces le está prohibido aventurarse en los dominios que, definitivamente, ya no son los suyos. Por una paradoja tan extraña en el plano intelectual como comprensible en el plano histórico, es esta prohibición la que el universo laico continúa haciendo valer sin darse cuenta sobre la filosofía, reducida, como en tiempos del cristianismo triunfante, al estatuto subalterno de reflexión sobre la teoría y la moral. La segunda razón está ligada al devenir del mundo de la técnica, al predominio casi sin competencia del universo técnico. En él cada vez vemos desarrollarse más el gusto por la especialización y, con él, la descalificación del generalista, aquejado irremediablemente de ilegitimidad. Nuestro ideal universitario descansa sobre el culto a la erudición, hasta el punto de olvidar las palabras de Hegel: «La erudición empieza con ideas, pero finaliza con sandeces ... ». En muchos de nuestros grandes organismos de investigación, el chiste de Nietzsche que dice que el sabio auténtico debe estrechar su abanico de cuestiones y escoger un tema tan delimitado como el «cerebro de la sanguijuela» para acceder al saber auténtico, parece tomarse en serio. Con esta mentalidad, el «verdadero filósofo» debe concentrarse en un «sector». Filosofía de las ciencias, de la moral, del derecho, de la política, de la sociedad, del arte, del lenguaje, de la física, de las matemáticas, de la lógica, de la biología, de Oriente, de Occidente, de este siglo y no de aquel otro, del continente o del mundo anglosajón: imposible enumerar la lista de «especialidades» cuya exis131

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tencia misma tiende por contraste a descalificar cualquier aproximación global, sin necesidad de reflexionar sobre ello. Sin ninguna duda la candidatura de Epicteto o Lucrecio sería rechazada e incluso convertida en objeto de escarnio por nuestras comisiones universitarias de especialistas. . . Lo digo tranquilamente, en tanto que profesor de universidad, como tú, desde hace más de veinte años, que experimenta el mayor de los respetos por la auténtica erudición. Esta es indispensable para la enseñanza y yo mismo he pasado varios decenios estudiando historia de las ideas, traduciendo y comentando a Kant, Lambert, Fichte, Schelling, Hegel, Cassirer, Horkheimer y algunos otros con un inevitable cuidado de «experto». Simplemente, yo era consciente de que esto no tenía ninguna relación, digo bien, ninguna, con la filosofía ... Finalmente, la tercera razón de este distanciamiento en relación con la cuestión de la sabiduría me parece ligada, más allá del desencanto del mundo y del advenimiento del imperio de la técnica, al ascenso de la ideología republicana o quizá, para decirlo mejor, del republicanismo como ideología. Ya he dicho algunas palabras al respecto, pero tengo que volver sobre ello un instante, porque sobre todo a él se debe lo que constituye en mi opinión el error por excelencia, el pronton pseudos: la reducción de la filosofía a una simple reflexión crítica sobre las «grandes cuestiones» o las «grandes nociones» tal y como estas arraigan en el tiempo presente al igual que en la historia de las ideas. Y he aquí a nuestros filósofos, de Aristóteles a Heidegger y Nietzsche incluidos, enrolados en la formación de honrados ciudadanos, conscientes y responsables, preocupados por «vivir juntos», capaces de argumentar bien, ¡y de votar bien! Evitemos un malentendido inútil: amo la tradición republicana y, políticamente, me reconozco en ella como en mi familia. Sus objetivos no tienen nada de absurdo ni de indigno, al 132

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contrario, y me atrevería a añadir que la filosofía tiene algo que ver en ello. Pero que con este motivo se pretenda reducirla a dichos objetivos es signo de una desviación ideológica que no da cuenta (dista mucho de ello) de lo que ha sido fundamentalmente en su historia y puede seguir siéndolo hoy en día. Por otra parte, una ilusión parecida se difunde a propósito de la Escuela. Lo recuerdo de paso porque no carece de relación con nuestra discusión. No se deja de decir y de repetir que la misión principal, por no decir última, de nuestra enseñanza sería la de «formar ciudadanos». Habría, según parece, que enseñar con toda urgencia a nuestros alumnos «el vivir juntos», buscar por encima de todo favorecer su autonomía, su libertad de pensamiento, su espíritu crítico. Por otra parte, ¿quién podría criticar el objetivo? Todos deseamos que nuestros hijos lleguen a pensar por sí mismos, que en la medida de lo posible adquieran ciertos principios de civilidad que les permitan más tarde vivir en armonía con los demás. Pero ¿es ese el objetivo último de la enseñanza? Pienso evidentemente que no, que la preservación y la transmisión de saberes son y deben seguir siendo primordiales. Basta para convencerse con meditar sobre una de nuestras experiencias más comunes: todos nosotros nos hemos topado en nuestras vidas con dos o tres «grandes profesores» -maestros de escuela o prestigiosos universitarios, poco importa-. ¿Qué tienen en común? ¿Arrodillarse ante la autonomía del niño? ¿Ser artesanos celosos de la instrucción cívica, parteros de conciencia moral y de responsabilidad? Ciertamente, no ... Visto más de cerca, su arte -y no hay que dejar de insistir en que la educación no es más ciencia que la política- se parece más al del sofista, incluso más al del comediante que al de demócrata. Tan lejos está de ello que su carisma, su encanto, no pertenecen al registro de virtudes republicanas. La verdad es que su 133

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talento es el de habemos seducido hasta el punto de hacernos descubrir una gran obra, una disciplina, un campo del saber o de la cultura que a priori nos parecían carentes de interés, incluso más bien repelentes. Hacer conocer y amar las grandes obras, los grandes momentos de la vida del espíritu es la finalidad primera y a la vez primordial de la enseñanza -y tanto mejor si se puede, de pasada, como por añadidura, hacer que nuestros alumnos se conviertan en sagaces ciudadanos-. No es desdeñable, en efecto. Pero el objetivo, por loable que sea, sigue siendo en todos los aspectos secundario. La enseñanza no es la educación, los profesores no son padres, ni los alumnos sus hijos. Reducir los unos a los otros es tan falaz como peligroso. Ocurre lo mismo, y vuelvo con ello a la filosofía, con su reducción a una simple «reflexión crítica» o a una teoría de la argumentación que capacitaría para una entrada exitosa en el espacio público. La reflexión y la argumentación son actividades altamente estimables, sin duda, pero solo son medios, de ninguna manera fines en sí mismos. Seguramente la formación de los ciudadanos es buena, pero la filosofía no es un instrumento político ni una muleta de la moral. A partir de esta perspectiva, he querido someter a discusión una definición distinta de la filosofía, verla por fin como lo que realmente es: a saber, la gran competidora de las religiones -y, por una vez, la única actividad del espíritu que desempeña ese papel. Para retomar una metáfora que a primera vista puede parecer simplista, pero que desarrollo en mi libro porque para mí ofrece el mérito de poseer varios «armónicos»: la teoría nos permite hacemos una idea del terreno de juego sobre el que va a desarrollarse nuestra existencia -por lo que necesita de las ciencias positivas sin que por ello se reduzca a estas-. La moral nos da las reglas del juego y la soteriología su finalidad -o, llegado el caso, su ausencia 134

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de finalidad, sobre la que también hay que pensar-. Respecto a la tercera esfera, podemos, por supuesto, movilizar términos diferentes: salvación, sentido, sabiduría, espiritualidad, serenidad. No son equivalentes, suscitan reticencias en unos y otros que no son del mismo orden: sentido es inaceptable para los espinosistas; salud lo es para los nietzscheanos porque suena demasiado religioso como para ser honesto; espiritualidad también, sabiduría parece demasiado antiguo. . . Todas esas reticencias parecen obedecer, cada una a su manera, a las tres razones que acabo de sugerir. Pero poco importa en el fondo, si diferencias y, en consecuencia, también repulsiones, existen en tomo a la elección de cada uno de esos términos (muy significativos, es verdad) desde el momento en que se me concede la existencia de esas tres esferas y no se anula la tercera para limitar la filosofía a las dos primeras. Porque mi convicción es que, incluso contemporánea, incluso desilusionada y posdeconstruccionista, la filosofía más que nunca debe reestablecer el conjunto de problemas que plantea en esta tercera esfera en vistas a elaborar lo que hemos llamado, por otro lado de común acuerdo, una «sabiduría de los modernos» o una «espiritualidad laica».

Sobre la cosmología antigua y el hecho de que las sabidurías del mundo se encuentren tanto en Platón o Aristóteles como en los estoicos Por supuesto, como tú mismo adviertes, las sabidurías del mundo no coinciden con toda la filosofía griega. La expresión, y sobre todo la idea que encierra, no vale ni para los sofistas, ni para los atomistas, ni para los epicúreos. Lo que no quita que la especificidad del mundo griego no resi135

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da en ninguna de estas corrientes de pensamiento, sino en la construcción de una cosmología que dominará el espacio intelectual y moral de Europa hasta la moderna revolución científica que nos hizo pasar, según la hermosa fórmula de Koyré, del «mundo cerrado al universo infinito». De forma perfectamente similar, podríamos decir que el espacio del humanismo y de la filosofía de las Luces se caracterizará por la emergencia de la idea democrática y los derechos humanos. Desde luego, esto no significa que todos los pensadores, ni todos los políticos, estén de acuerdo con esas ideas. Habrá reaccionarios, contrarrevolucionarios cuyas ideas se proseguirán hasta la extrema derecha contemporánea, e igualmente ultras de otro tipo, del que el fascismo rojo será el heredero. Aun así: la Europa de hoy se caracteriza ante todo por el advenimiento de sociedades democráticas que implican procedimientos parlamentarios comunes así como un común respeto por la ideología de los derechos del hombre, las elecciones y el pluralismo de las opiniones. Que diversas ideologías rechacen esta característica dominante de la Europa de hoy en día no afecta en nada al hecho de que esta constituya, respecto a la historia, una de sus singularidades más destacables, como la de Grecia fue elaborar una visión cosmológica de la ética y de la salvación de los hombres. Que los atomistas, los epicúreos o los sofistas hayan elaborado una magnífica «contracultura», que hayan, con el talento que conocemos, intentado deconstruir la cosmología dominante de Parménides a los estoicos pasando por Platón y Aristóteles (como algunos pueden declarar hoy en día en nombre de otra forma de contracultura), que las elecciones sean una «trampa para gilipollas» y los derechos del hombre una superchería burguesa, es una cosa. Que, sin embargo, la cosmología no sea la singularidad del mundo griego como hoy lo es la democracia para el 136

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universo contemporáneo, es otra que no entiendo cómo un historiador de las ideas, e igualmente de las ciencias, de las artes o de la cultura podría sostener en serio. La especificidad de una época, para hablar como Heidegger, o de una episteme, retomando el lenguaje de Foucault, nunca ha sido sinónimo de homogeneidad. Muy al contrario, es en relación con aquella como en cada momento se puede reparar en la presencia de contraculturas, a menudo materialistas y deconstructivas avant la lettre, que quizá formen el principal resorte de la historia de la filosofía y que en todo caso se detectan en todas las épocas de la historia. En cualquier caso, independientemente de cómo se resuelva este debate, está claro que la idea de «sabiduría del mundo» o de «ética cosmológica» se aplica claramente tanto a Parménides, Platón y Aristóteles, como a los estoicos, al margen de que este último ejemplo, que en verdad he escogido por este motivo, sea más fácil de utilizar ante un público debutante para ilustrar la definición de la filosofía como doctrina de la salvación sin Dios, al igual que el de la tradición parmenídea como «sabiduría del mundo». Aparte de Koyré, que en el fondo dice lo mismo, te remito al hermoso libro de Rémi Brague, que en este aspecto me parece definitivo. Para que no falte, sin embargo, un argumento de autoridad, permíteme darte un ejemplo platónico de lo que debemos entender por «sabiduría del mundo» (con Aristóteles, eso sería aún más fácil: habría, por ejemplo, que reconstruir el hilo de las implicaciones éticas de su teoría del lugar y del principio del movimiento definido por la admirable fórmula physis arche kinéseos: «la naturaleza es el principio del movimiento». Pero me concederás que lo que vale para Platón vale a fortiori para Aristóteles, que es más realista y naturalista, lo que me evitará llevar muy lejos la argumentación). 137

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Puedes estar seguro de que no he pretendido decir que para Platón, ¡el mundo verdadero fuera el mundo sensible! Yo también conozco el mito de la caverna. Pero la idea de naturaleza, como la idea de cosmos, no se confunde con la de mundo sensible. La noción de «sabiduría del mundo» o de «ética cosmológica» remite a otra cosa: a la idea de que el criterio de los valores, trátese de lo verdadero, de lo justo o de lo bello, reside en la representación de un «cosmos», de un orden natural radicalmente exterior a los hombres y superior a ellos. De nuevo insisto: ese orden no es necesariamente «sensible», «físico» en el sentido moderno y científico del término, sino «natural» y puede entenderse, en el platonismo, en un sentido no «realista». Consideremos un instante, para ilustrar esta idea, el famoso ejemplo de la definición de la justicia expuesto por Sócrates en la República. Sin duda es tan célebre como el mito de la caverna, y me perdonarás que lo recuerde solo de forma esquemática, para no extraer más que las conclusiones que interesan a nuestra discusión. Preguntándose sobre la definición de la justicia, Sócrates propone a sus interlocutores aceptar que la ciudad debe dividirse en tres clases: la de los dirigentes que conducen la política, la de los guardianes que la protegen y hacen la guerra, y la de los artesanos que la hacen subsistir materialmente. Tres virtudes vienen a completar ese cuadro: la requerida por los jefes es la sabiduría; para los guardines es el coraje, y para todos, pero cuando menos especialmente para los artesanos, hay que añadir la templanza. Sócrates aporta dos precisiones todavía: ese orden --ese cosmosse corresponde, como perfecto equivalente, a las tres partes del alma (la razón, el coraje y el apetito), e igualmente a las tres grandes divisiones del cuerpo (la cabeza, el diafragma y el bajo vientre). 138

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Tenemos aquí el ejemplo de una sabiduría del mundo, de una visión cosmológica de la ética y de la política, que en ese aspecto nada tiene que envidiar a la de los estoicos. Dos simples consideraciones bastan para mostrarlo: La primera es que la justicia --cuya búsqueda, según recuerda Sócrates, era el objetivo del diálogo y de la exposición que acaba de hacer sobre las tres clases- no consiste en otra cosa que ese mismo orden (siempre «cosmos», en griego), en el hecho de que la ciudad real lo imite y, por así decir, se «acople» a él. Por tanto, la justicia no tiene nada que ver con la obediencia a órdenes divinas, y menos aun con una supuesta «voluntad general» expresada por una mayoría de seres humanos. Por supuesto, estamos de antemano en las antípodas del principio cristiano, así como del principio humanista o democrático y, en cambio, al nivel del principio cosmológico: la justicia no es nada más que la justeza, si se entiende por ello, únicamente, el ajuste a un cosmos, a un orden de la ciudad, del alma y del cuerpo, cuya descripción Sócrates acaba de esbozar. La segunda consideración es que ese cosmos, por el hecho de no ser sensible, no es menos natural en su totalidad. Sócrates insiste constantemente en ello, señalando repetidas veces, por ejemplo, que la tarea del dirigente supremo de la ciudad consiste antes que nada en escoger a aquellos que son «aptos por naturaleza» para dirigir o para proteger. Aquí nos situamos claramente en una perspectiva a la vez cosmológica, naturalista y aristocrática, una visión del mundo en la que la justicia consiste en la imitación más perfecta posible de la jerarquía natural de los seres. Por ejemplo, tratándose de los guardianes, la siguiente comparación no ofrece ninguna duda sobre este punto: «¿Crees tú, pregunta Sócrates a su interlocutor, que el natural de un cachorro de buena raza difiere, en lo que se refiere a la defensa, de aquel de un joven bien nacido? (374/375). No, 139

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por supuesto, si uno se sitúa en ese horizonte cosmológiconaturalista. De ahí también -pero es solo la confirmación de lo que se acaba de decir, por la recíproca- el hecho de que la injusticia suprema consista a la vez (en verdad es lo mismo) en el desorden y en la revuelta contra la naturaleza (433/434): «La justicia consiste en no retener más que los bienes que nos pertenecen en propiedad y en no ejercer más que nuestra propia función ... En cambio, cuando un hombre que la naturaleza destina a ser artesano o a cualquier otro empleo lucrativo, exaltado por su riqueza ... trata de elevarse al rango de guerrero o un guerrero al rango de dirigente y guardián del que es indigno ... esta confusión entraña la ruina de la ciudad». Como se ve, tanto para Platón como para los estoicos, la justicia consiste en la imitación de un orden (cosmos) natural, pero no sensible -un orden físico, sin duda, pero en el sentido griego, que obviamente no se confunde con la acepción científica y moderna de la palabra-. El principio de legitimación de la justicia es cosmológico. No es ni divino, como en los grandes monoteísmos, ni humano, como en la filosofía moderna: lo justo no tiene nada que ver, estrictamente nada, con la soberanía del pueblo. No tiene ningún vínculo, ni directo ni indirecto, con lo que Rousseau llama la voluntad general sobre la que se fundarán las modernas teorías de la ley y en general de la justicia. El patrón de lo justo y de lo injusto es completamente exterior y superior a los hombres, trascendente en relación con ellos -lo que distingue lo cosmológico-ético del humanismo moderno--; pero, si bien es trascendente en relación con los hombres, no lo es en relación con el mundo entendido como ese orden natural, cósmico o cosmológico, poco importa, del que en cambio no es más que el reflejo aquí abajo. Que ese orden sea designado como «divino» en tanto 140

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que natural, como inteligible en tanto que biológico o físico, no debe confundirnos: no estamos ni en la teología, ni en la ciencia moderna, sino completamente en lo cosmológico-ético, en una moral naturalista precisamente en el sentido que Platón da a ese término cuando declara que ¡sería antinatural, luego injusto, que los individuos destinados por naturaleza a ocupar las tres casillas previstas para ellos perdieran su orientación! Se podrían multiplicar los ejemplos en el mismo sentido, mostrar también cómo el mismo tipo de criterio rige las demás esferas de la filosofía, por ejemplo, la del arte y más generalmente de la belleza, que, a imagen de la justicia, también reside en la imitación de un orden natural y sin embargo no sensible. Pero creo que eso es suficientemente claro. Pasemos al último punto.

Sobre la existencia de un vínculo entre materialismo y determinismo y tu adhesión a la tradición epicúrea tanto (o más) que a la espinosista o estoica Desde luego, tienes razón en recordarme --como por otra parte ya habías hecho y yo, erróneamente, no tuve en cuenta en la presentación de tu pensamiento-- que tú eres tanto o más heredero de Epicuro y de Lucrecio que de Espinosa. Solo una observación y una pregunta. La observación es, como bien señalas tú mismo, que desde el punto de vista de la problemática del libre albedrío (única forma de libertad de la que hablo en mi libro, dado que las otras no me parecen siempre, como sabes, dignas de ese nombre) el azar y la necesidad remiten rigurosamente a lo mismo. Que el mundo esté regido por uno o por otro no cambia 141

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nada en el hecho de que, en ambos casos, escapa a la voluntad y responsabilidad de los hombres. Por supuesto, la idea de azar parece dejar un lugar, al menos posible, al libre albedrío, pero el problema de su estatuto permanece intacto. En cuanto a la cuestión, se impone por sí misma: ¿cómo conciliar tus dos enfoques? ¿Cómo conciliar el determinismo absoluto que caracteriza al espinosismo y la filosofía del azar y el clinamen? Quizá no sea del todo imposible, pero te confieso que no veo cómo hacerlo sin recurrir a Kant y al famoso problema que planteaba respecto a la posibilidad de reconciliar la hipótesis del mecanicismo, que funda la física moderna, y la de la libertad, sin la cual las ideas morales, y principalmente la de la responsabilidad, no tienen ningún sentido 5 • En cuanto al argumento del verdugo, me permitirás no volver sobre él en extenso 6 • Nosotros ya hemos tenido esta discusión y ya te he dicho por qué me parecería imposible decir al mismo tiempo sí y no al mundo -salvo, de nuevo, que se vuelva a una posición kantiana, es decir, a la conciencia común que dice sí a lo que es bueno y no a lo que es malo, en lo que se pierde evidentemente toda la originalidad y ventaja del estoicismo y del espinosismo--. Por otra parte, por este motivo Epicteto declaraba al final de forma bastante divertida que él en su vida se había topado con un sabio estoico y que dudaba encontrarse algún día con alguno ... De la misma manera, espinosistas y nietzscheanos, a pesar de ser todos partidarios del amor fati, se pasan el tiempo criticando a todo el mundo y a su vecino, como si la «visión moral del mundo» que su filosofía pretende denunciar. y 5 No solamente en la primera Crítica, con la «tercera antinomia», sino más aún con la antinomia del mecanicismo y de la finalidad tal y como expone la Crítica del juicio. 6 Respecto a esta discusión el lector puede remitirse a los capítulos 1 y 2 de La sabiduría de los modernos, Península, Barcelona, 1999. (N. de la T.)

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superar, expulsada por la puerta del pensamiento abstracto, volviese a entrar siempre por la ventana de la vida cotidiana, en la que la ilusión de lo posible retoma inevitablemente sus derechos. De nuevo, no veo lo que se gana aquí en relación con el punto de vista kantiano, puesto que todo ocurre como si constantemente se debiera reintroducir en filosofías que, sin embargo, se han construido a sus espaldas para eliminar de antemano hasta su posibilidad misma. En otros términos, el kantismo da cuenta de las dificultades del espinosismo, es consciente de las contradicciones que tienen lugar entre el punto de vista de la teoría, que quiere el determinismo, y el de la moral, que exige la libertad, pero la inversa no es verdad. El dogmatismo sigue ciego a las contradicciones que lo atraviesan sin que lo sepa. Pero sin duda ese es, tú lo sabes, el lado irreductible de nuestra discusión, lo que la hace posible sin fin. No obstante, para intentar acercar los horizontes, te propondré la siguiente idea. Mi convicción -pero es bastante reciente y con toda seguridad te la debo-- es que Espinosa y Kant traducen, ambos, trozos de verdad, que es vano, totalmente vano, querer elevar de manera unilateral uno de los dos puntos de vista a lo universal, como si alguno pudiera anular al otro. Por lo demás, si uno de los dos «tuviera razón» de manera indiscutible y certera, se sabría desde hace mucho tiempo. Y no conozco a nadie, digo bien, a nadie, que no sea a la vez espinosista y kantiano. Como Epicteto, no he dado nunca con un verdadero estoico, ni tampoco con un verdadero espinosista, alguien que sea realmente capaz de superar el punto de vista del libre albedrío, que no ceda jamás a la ilusión de lo posible; y, recíprocamente, nunca he conocido kantiano que no estuviera dispuesto a confesar que es más feliz en los momentos de gracia y de reconciliación con el mundo que en aquellos en los que se siente «respon143

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sable» de llevar a cabo una lucha contra él en nombre de la voluntad y del ideal. Por eso yo intento, con la ayuda de la noción de «pensamiento ampliado» -noción que seguramente todavía tiene que ser meditada-, pensar en una visión de la historia de la filosofía que, lejos del eclecticismo y del dogmatismo, acoja favorablemente esa complejidad real que la voluntad de llevar razón me parece que borra de manera, propiamente hablando, estrecha y limitada. ¡Perdón por haberme extendido! Pero, dicho sea sin el menor artificio retórico, es porque la discusión contigo me invita a pensar más y sin ninguna duda me enriquece más que ninguna otra.

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111 Las objeciones que provienen de los teólogos cristianos

aquí ahora, sobre la otra vertiente de la metafísica clásica que evocaba al comenzar esta segunda parte, los principales extractos de la carta que Michel Quesnel, rector de la Universidad Católica de Lyon, me ha hecho el honor de dirigirme. Como vamos a ver, aquí no es la definición de la filosofía lo que supone un problema, tampoco la hipótesis de la libertad humana, sino más bien el estatuto que el humanismo moderno reserva inevitablemente a la fe del creyente cuando a pesar de todo ve en ella una forma de «heteronomía», de dependencia radical del hombre respecto a lo divino. Pero además, como en el materialismo, también la cuestión última de la fundamentación de los valores, o más bien la de la ausencia de fundamentación que yo reivindico, supone un problema para un creyente:

H

E

* «Por consejo de un amigo, he leído su libro. Leyéndole he pasado momentos más que agradables y enriquecedores. [ ... ] Sin embargo, me permito hacer sobre su obra dos series de observaciones [... ] : 145

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En sus páginas de introducción, me parece que concede demasiado poco a la racionalidad creyente, tal y como al menos la practican los teólogos y los cristianos cultivados. La duda forma parte del proceso de la fe, a pesar de lo que usted escribe (página 24); no conozco teólogo que dijera lo contrario. Y sus palabras me parecen poco pertinentes cuando, en su nota de la página 26, barren la racionalidad exegética y teológica con un revés de la mano. No es legítimo poner en confrontación una reflexión filosófica elaborada, tal y como la que propone, y "las visiones populares de la religión". Para debatir dos tipos de actitud, es preciso ilustrarlas con consideraciones del mismo nivel. En mi segunda serie de reflexiones, sostengo con usted el debate de otra manera, no para expresar un desacuerdo, sino para plantear una cuestión. Su capítulo 6, "Después de la deconstrucción, la filosofía contemporánea", es particularmente interesante. Trata de abrir una nueva vía tras la sospecha nietzscheana. Entonces es cuando se propone expresar, con mucha claridad y honradez, sus propias propuestas, de las que un punto de apoyo es, me parece, la noción de trascendencia inmanente. Pero es ahí cuando el creyente que soy le interroga: ¿no está encaminado a salir de la racionalidad de la que ha hecho profesión desde el comienzo de la obra al plantear aquí un postulado del que se desprende un programa filosófico que no está tan alejado de la actitud creyente? Es usted mismo, por otra parte, quien utiliza el verbo "postular" en su texto (página 259). Eso no desemboca en la fe, cierto, y yo me cuidaría mucho de tratar de recuperarle en las filas de la creencia. Me parece, sin embargo, que la necesidad ante la que se encuentra, como todo humano, de hacer elecciones diferentes a las racionales -más adelante, usted habla del "corazón" (página 267)-

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deconstruye por una parte la oposición que usted establece en sus páginas de introducción entre lo filosófico y lo religioso ... »

* En otro tono, pero que coincide en muchos puntos en cuanto al fondo con las palabras del rector de Lyon, he aquí las objeciones que Hyppolite Simon, obispo de ClermontFerrand, ha querido dirigirme bajo la forma 1 de un comentario crítico que vale tanto para mi libro precedente, ¿Qué es una vida realizada? 2 , como para Aprender a vivir. Le agradezco calurosamente el tiempo que se ha tomado en leerme, así como la autorización que me da para citar largos extractos de su carta con el propósito de poderle aportar algunos elementos de repuesta que espero se ampliarán en un nuevo diálogo:

* «[ ... ]

El primer mérito de esta obra es [ ... ] situamos frente a la cuestión decisiva de toda existencia: "¿qué es una vida realizada?" A contracorriente de todas las pretensiones de "saber absoluto" que han tratado, finalmente en vano, de enmascarar la angustia ante la muerte que perfora el corazón de cada ser humano, he aquí a un filósofo que no busca engañar. Reconoce de entrada que ninguna construcción filosófica podría dispensarnos de afrontar el enigma de 1 Hoy día publicado en las «melanges» en honor a Jean Foubert (Centre d'Études theologiques de Caen. Junio de 2003) bajo el título: «La référence e saint Augustin dans le livre de Luc Ferry: "¿qu'est-ce qu'une vie réussie?"». 2 ¿Qué es una vida realizada? Una nueva reflexión sobre una vieja pregunta, Madrid, Paidós, 2003. (N. de la T.)

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nuestra propia muerte, y, tal vez más doloroso aún, el de la muerte de nuestros allegados [ ... ] . En otros términos, Luc Ferry nos invita a adentrarnos en la filosofía, no para situarnos por encima de lo real o abstraemos de ello, sino para acceder, en la medida de lo posible, a esa experiencia que, por sí sola, puede justificar una existencia: el reencuentro entre dos singularidades irreemplazables: "lo que hace que un ser sea amable, lo que da el sentimiento de poderlo escoger entre todos y continuar amándolo aunque la enfermedad lo hubiera desfigurado, es lo que lo hace irreemplazable, eso y no otra cosa. Lo que se ama en él (y que él ama en nosotros en su caso), y que en consecuencia debemos tratar de desarrollar tanto para los demás como en uno mismo, no es ni la particularidad pura, ni las cualidades abstractas (el universal), sino la singularidad que lo distingue y lo hace único. A aquel o aquella que amamos, podemos decir afectuosamente, 'gracias por existir', pero también, con Montaigne, 'porque era él, porque era yo', y de ninguna manera 'porque era bello, fuerte, inteligente o valiente'" ... El segundo mérito de este libro, para mí, es el de proponemos una exposición muy sincera de la experiencia cristiana. Mientras que, desde hace lustros, la fe cristiana se ha presentado como una ilusión o una coartada, aquí se nos presenta por sí misma. Rompiendo con más de dos siglos de esfuerzos del pensamiento occidental por deconstruir la doctrina cristiana de la salvación, Luc Ferry nos obliga a repensar, siguiendo a Marcel Gauchet, nuestra relación con la experiencia religiosa. [ ... ] Es imposible resumir aquí las magníficas páginas consagradas a la forma en que Agustín supera lo que podría parecer una contradicción: el amor de Dios pensado como incompatible con el amor de las criaturas. Solo puedo remitir a ellas a los lectores. Al final de un estudio muy exhaustivo, Luc Ferry concluye de esta mane148

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ra: "A este respecto, la respuesta cristiana, siempre que se crea en ella, es seguramente la más 'eficiente' de todas. Si el amor, e incluso el apego, no son excluidos desde el momento en que se refieren a lo divino como tal -y como hemos visto, así lo admiten explícitamente tanto Pascal como Agustín-, si los seres singulares, no el prójimo sino los propios allegados, son parte integrante de lo divino en la medida en que son salvados por Dios y llamados a una resurrección en sí misma singular, la soteriología cristiana se presenta como la única que nos permite superar no solamente el miedo a la muerte, sino la muerte misma. Haciéndolo de manera singular, y no anónima o abstracta, solo esta propone a los hombres la buena nueva de una victoria al fin realmente lograda de la inmortalidad personal sobre nuestra condición de mortales: "Tal es la entera satisfacción de los espíritus: conocer respetuosa y perfectamente por quién somos conducidos a la verdad, de qué verdad se goza completamente, por qué somos vinculados a la dimensión suprema ... ". Naturalmente, la reserva "siempre que crea en ella" es aquí fundamental. Pero es perfectamente coherente con la frase en que se inserta. Confirma el primado de la singularidad. En efecto, la fe cristiana no respetaría la singularidad que proclama, si no admitiese que la fe revela un acto eminentemente personal y que nunca puede imponerse a la conciencia. Por tanto, no es mi intención establecer aquí una discusión sobre este punto. Respeto infinitamente la afirmación del autor cuando dice que él no se reconoce en la fe cristina. En cierto sentido, la discusión podría detenerse aquí. Ateniéndose respetuosamente al límite de lo que constituye la singularidad de cada una de nuestras conciencias. 149

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Sin embargo, me parece que no es contradictorio con esta exigencia de respeto abrir otro debate. En efecto, tan pronto se enuncia la conclusión que acabo de citar de inmediato, Luc Ferry establece una oposición radical entre el programa de Agustín y el de la filosofía. "[ ... ] He aquí, según Agustín, la ecuación de la vida bienaventurada cumplida. Como se puede ver, el programa se opone en cuanto a su principio mismo al de la filosofía." No es faltar a las exigencias del diálogo sino responder diciendo: "No, precisamente, no lo veo". Por mi parte, no encuentro contradicción entre el programa de Agustín y el principio mismo de la filosofía. Sin poder desarrollar aquí todos los argumentos que serían necesarios, me parece que esta contradicción solo es aparente, y descansa sobre postulados (si el término es aquí adecuado) que conviene poner en cuestión. El punto de desacuerdo se enuncia así "Pero, bajo categorías comunes, la diferencia, incluso la oposición, es la que prevalece. Lejos de que la religión nos incite a salvarnos por nosotros mismos, recomienda la humildad de la salvación por Otro del que dependemos enteramente". Precisamente es lo que hay que examinar: ¿hay contradicción entre el hecho de aceptar que la salvación nos viene de Otro y el hacer filosofía? Para responder a esta pregunta, bastaría aquí retomar el análisis de tres problemas que me parecen mal planteados. O, si se prefiere una imagen serrana, de tres problemáticas que me parecen constituir otros tantos "puentes de nieve" 3 filosóficos.

3 Con «ponts de neige» (puentes de nieve) se refiere el autor a lenguas de nieve que forman un puente peligroso de atravesar dada su fragilidad. En España carecemos de semejante «accidente montañoso». (N. de la T.)

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El primero de esos postulados nos llevaría a releer el libro del Génesis. En efecto, parece que Luc Ferry admite aquí como una evidencia que toda pregunta introduce una duda y que la duda es forzosamente "obra del diablo". Es una evidencia ampliamente compartida. Yo la encuentro regularmente en las cartas de los jóvenes que piden la confirmación. Pero ¿quién ha dicho que toda pregunta provenga del diablo? Si nos fijamos atentamente en el texto del Génesis, lo que ocurre es que la pregunta que hace la serpiente a la mujer infunde menos la duda que la mentira, cosa que evidentemente es muy distinta. En efecto, allí donde el Creador planteó la prohibición en estos términos: "Puedes comer de todos los árboles del jardín. Pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque, el día que comas de él, morirás". El tentador la deformó, enunciándola así: «Entonces, ¿Dios ha dicho 'No comeréis de todos los árboles del jardín?'". Ante este diálogo, y esta deformación de la prohibición, el reproche que se podría hacer a Eva es el de no haber dudado lo suficiente. . . ¡de la palabra de la serpiente! Puestos a dudar, ¿por qué no redoblar la duda sobre la duda? Así, no es verdad que toda pregunta sea diabólica, hay que luchar contra este prejuicio tenaz. Conviene persuadir a nuestros jóvenes contemporáneos, a mi parecer demasiado inclinados a aceptar sin espíritu crítico todas las falsas evidencias que reinan en el ambiente. Se me perdonará enunciar mi pregunta de manera un tanto prosaica: ¿Por qué diablos (¡me atreveré a decir!) el Creador nos habría dado meninges si era para impedirnos utilizarlas? Para decirlo de otra manera, estoy convencido de que no es tanto el hecho de plantear preguntas lo que estaría prohibido como el hecho de no entender las respuestas. A este 151

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respecto, la lectura de Agustín muestra claramente que es sano plantearse cuestiones. De la misma manera, no es la duda la que es diabólica, sino más bien el hecho de no dudar de las propias certezas. Dicho aún de otra manera, la duda no es lo contrario de la fe, sería más bien su condición. En efecto, puesto que la palabra fe viene del verbo fiarse, no está prohibido, antes de dar su confianza, preguntarse uno mismo a fin de saber si hay motivos para tenerla. El Evangelio está plagado de escenas en las que Cristo plantea cuestiones a sus interlocutores para incitarlos a reflexionar. Y vemos cómo, lejos de prohibir las cuestiones, más bien estigmatiza a aquellos que se encierran en su "certeza". La confianza a la que son movidos los discípulos de Cristo no es ciega. Pero en este asunto, lo difícil es quizá admitir que ¡en primer lugar se puede dudar de uno mismo! Un segundo punto merece ser examinado. En numerosas ocasiones, Luc Ferry parece establecer como una identidad entre el hecho de pensar por sí mismo y el hecho de salvarse por sí mismo. Pero ¿hay identidad entre esos dos órdenes de realidad? Recíprocamente, ¿habría contradicción entre el hecho de confiar en Otro y de pensar por sí mismo? [ ... ] Me parece que es necesario preguntarse por esta problemática. ¿Todo esfuerzo por pensar por uno mismo proviene forzosamente de la soberbia? ¿Hay incompatibilidad entre el hecho de aceptar una noticia que aporta otro y el hecho de someter esa noticia a un verdadero examen crítico? Me parece que hay allí una reducción que solo es una seudoevidencia. Y esta no resiste a la experiencia. Como ha mostrado Agustín, en todos los actos de mi vida cotidiana, yo confío en otros, sin por ello distanciarme de mi discernimiento. No hay que confundir pensar por sí 152

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mismo y ser uno mismo el autor de todas las informaciones sobre las que se reflexiona. En otro orden de experiencia, cuando yo confío en un guía para ir al Mont Blanc, no renuncio a pensar por mí mismo. Mi confianza no es ciega. Pero, en verdad, no pretendo saber más que mi guía. [ ... ]

Es precisamente [la] concepción de la trascendencia la que hay que someter a cuestión. Cuando describe el paso de la cosmología pagana, sobre todo de la cosmología griega, a la concepción cristiana de un universo creado por un Dios personal y trascendente, Luc Ferry escribe: "Con la representación de lo divino, no inmanente ya al orden del mundo, sino encamado en la figura de un Dios personal ubicado en el origen del universo y por tanto situado fuera de él, parece que la cuestión de la buena vida va a decidirse en nombre de una concepción totalmente distinta de la trascendencia. Ya no se trata de encontrar su lugar natural en la estructura orgánica de lo real, sino de situarse bajo la mirada benévola de otro, el Altísimo, y de conformarse a las leyes que aquel, por puro amor gratuito, ha donado a los hombres. Sin embargo, a pesar de las diferencias radicales, en el fondo la naturaleza de la respuesta sigue siendo similar: incluso si la fe sustituye al conocimiento y la revelación a la razón, se trata siempre, en un primer momento, de abrirse paso hacia un principio exterior y superior a la humanidad, y después, en virtud de esta conversión misma, de conformarse prácticamente a las verdades divinas que se derivan de aquel". Se habrán advertido los términos: "Superior y exterior a la humanidad". Pero ¿esos adjetivos dan cuenta de la experiencia cristiana tal y como san Agustín nos la presenta? No estoy seguro. Cualquiera conoce la expresión: "Dios más 153

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íntimo a mí mismo que yo mismo". Dicho de otra manera, si Dios es creador del ser humano, si es verdaderamente trascendente, ¿las categorías de interior y de exterior son aún pertinentes? Para que haya superioridad y exterioridad tiene que haber comparación posible entre dos seres de una misma naturaleza. Si ambos seres no son de la misma naturaleza, toda comparación, especialmente si se hace a partir de la experiencia espacial, pierde su pertinencia. No tiene más sentido decir que Dios es exterior a mí que decir que es más interior a mí que yo mismo. Lo que sé es que yo no soy el origen de mí mismo. Me descubro dado a mí mismo. Y reconozco en Dios a aquel que está en la fuente, en la raíz, en el centro de gravedad de mi existencia [... ] . Por tanto, es legítimo plantear la cuestión a Luc Ferry: en su voluntad de comparar históricamente los adelantamientos sucesivos operados por el pensamiento occidental, ¿no ha dejado de lado toda una parte de la experiencia cristiana expuesta por Agustín? [ ... ] Me parece abusivo escribir: "Pero hay más: entendido en este sentido, lo religioso no implica simplemente la heteronomía, la convicción de que la ley viene de otra parte distinta de la humanidad misma, sino la negación de la autonomía, es decir, el hecho de que los seres humanos rechacen atribuirse a sí mismos la organización social, la historia, la creación de las leyes, y que, a través de esa negativa de la humanidad como verdadero origen de lo político, estos extrapolan los principios fundadores del vínculo político a una trascendencia y una dependencia radicales". Si esa es la definición de lo religioso, entonces hay que decir, con Marcel Gauchet, que el cristianismo es la experiencia espiritual que precisamente nos saca de lo religioso. Si no, es imposible dar cuenta del 154

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hecho de que la autonomía de los individuos y la democracia hayan aparecido, precisamente, en la esfera de influencia de la experiencia cristiana. Una vez más, nos topamos con la cuestión de Maurice Clavel: "¿Hombre, quién te ha hecho hombre?" [ ... ]»

Hippolyte SrMON

* Como vemos, mis dos interlocutores coinciden como mínimo en dos puntos: la cuestión de la duda, que ambos encuentran inseparable de la fe, y la de la autonomía y de la libertad de pensamiento, que evidentemente no les parecen contrarias al compromiso cristiano. Sobre esos dos puntos, por tanto, haré que recaiga lo esencial de las observaciones que les dirijo a modo de respuesta. «Así, no es verdad que toda pregunta sea diabólica»: Seguramente ... Pero ¿quién puede tomarse en serio que yo considero que todo cuestionamiento es diabólico para los creyentes? ¿Dónde se encuentra en mi libro que el «Creador nos habría dado meninges para no utilizarlas»? Veo que a los teólogos también les gusta la retórica. Dicho esto, los deslizamientos sucesivos al hilo de los cuales mi segundo interlocutor cristiano llega a atribuirme esta opinión me parecen claros síntomas de la confusión que sacude al creyente frente a la cuestión, en efecto, temible, de la duda. Perdóneme, estimado Hippolyte Simon, por revelar, antes de llegar a la verdadera cuestión que me gustaría discutir otra vez con mis amigos cristianos, esos deslizamientos del razonamiento, agradeciéndole de nuevo la excepcional calidad de su lectura, que realmente me impresiona y me incita a continuar nuestro diálogo,

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Primer deslizamiento: como si fuera lo mismo, se pasa de dudar a preguntarse -lo que, sin embargo, es totalmente distinto--. Cuando mi hija me pregunta qué es la filosofía, en qué consiste mi trabajo, cómo se escribe un libro, etc., se pregunta y me pregunta, pero no entiendo por qué dudaría por ello. Plantearse y plantear cuestiones no es dudar, porque si usted reflexiona cuidadosamente se dará cuenta de que la duda se refiere siempre a las respuestas, no a las preguntas. Evidentemente, Cristo nunca le exigió al hombre privarse de su inteligencia, todavía menos dejar de preguntarse. Todas sus parábolas son prueba de ello, porque están manifiestamente destinadas a «hacer reflexionar», incluso a conmocionar, a perturbar, a poner en movimiento nuestra inteligencia inquisitiva (¿que ha querido decir al justo?) e interpretativa (¿cuál es el sentido de su mensaje?). Como he explicado en mi libro, si a pesar de la preeminencia de la fe sobre el conocimiento racional hay una filosofía cristiana, luego un uso eminente de la razón en el seno del cristianismo, es justamente para eso: para descifrar las Escrituras, pero también la naturaleza como obra de Dios, esa creación que debe llevar su huella y testimonio. Por otra parte, por eso Juan Pablo II, en su última encíclica, Pides et ratio, no duda en alentar el uso de nuestra razón, convencido, con Tomás de Aquino, de que no podría haber contradicción entre las verdades científicas y las de la Revelación. Por lo demás, es conocido el adagio: un poco de ciencia aleja de Dios, mucha nos acerca ... De manera que hay que operar un segundo deslizamiento para disimular el primero: se pasa subrepticiamente del ser que trata de infundir la duda en el espíritu de otro con el fin de separarlo de Dios (la serpiente en el relato del Génesis, el propio diablo en el de las tentaciones de Cristo), al ser humano que duda por sí mismo, sin intervención exterior, por espíritu de inteligencia y de probidad, de sus certezas 156

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dogmáticas. Pero ¿a quién se hará creer que las dos actitudes, una propiamente «diabólica», lo sostengo, la otra signo de un espíritu de apertura y de honradez, pueden situarse en el mismo plano? Esos deslizamientos no me parecen necesarios para llegar a la idea de que la duda, lejos de ser diabólica en algún aspecto, sería consustancial a la fe. Pero tampoco sobre este último punto puedo seguirlo del todo. Desde luego, es bien conocida la argumentación que habla en favor del vínculo entre duda y fe. Procede por el absurdo o en contrario: si la existencia de Dios fuera, en el sentido propio del término y de manera absolutamente incontestable, demostrada -admitámoslo por hipótesis para continuar con la argumentación-, entonces, por la propia definición, la fe desaparecería. No creeríamos en Dios puesto que sabríamos de manera irrefutable que existe. Allí donde el conocimiento es seguro, se desvanece ipso facto la creencia. De ahí la recíproca que desde ese momento parece firme y sólida: ¡solo hay fe porque hay duda! Perdón, no obstante, por decírselo tan francamente, pero creo que esta franqueza es lo que da valor a nuestro diálogo: esta argumentación no es en absoluto cristiana. Solo es racionalista. Porque en la óptica cristiana, la creencia no se opone a la certeza como lo no demostrado a lo demostrado. Es una certeza de un orden distinto que las certezas de razón, una certeza, si me atrevo a decirlo, tan cierta como 2 + 2 = 4, más cierta, incluso, por su carácter fundacional. Simplemente, se trata de una certeza que no pasa por el rodeo de la demostración racional. Decir que dudamos porque Dios no está demostrado, que es por eso, en razón de esa duda, por lo que estamos en cierto modo obligados a pasar por la fe, es reducir a esta última a no ocupar más que un lugar secundario, a no existir más que por falta, por defecto de racionalidad -y eso en absoluto es conforme con la enseñanza de Cristo. 157

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El Catecismo de la Iglesia católica tiene el mérito, por no decir el coraje, de asumirlo plenamente: «El motivo de creer no es el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles para nuestra razón natural. Nosotros creemos "a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede ni engañarse ni engañarnos" ... La fe es cierta, más cierta incluso que todo conocimiento humano, porque se funda en la propia Palabra de Dios, que no puede mentir. Cierto, las verdades reveladas pueden parecer oscuras ante la razón y la experiencia humanas, pero "la certeza que da la luz divina es más grande que la que da la luz de la razón natural" (§§ 156/157). Tal vez se diga que el catecismo no es una referencia, que pertenece a un género literario poco dado al matiz y que la discusión filosófica apenas le está permitida. Sin duda, pero Pascal, que con todo no era del género beato ni propenso a la necedad, no deja de decir lo mismo: si el yo es detestable, es porque pretendiendo siempre predominar, hace que los humanos olviden lo más importante, a saber, que «no es en vosotros mismos donde encontraréis la verdad, ni el bien 4 ». Toda verdad y toda justicia vienen de Dios, no de los hombres, y su principal virtud, a este respecto, reside en la humildad. Para resumirme: sí, el ser humano no solamente tiene derecho sino el deber de plantearse siempre cuestiones y de cuanto pueda su razón. Sí, el cuestionamiento metafísico es incluso lo propio del hombre. Pero la duda no es idéntica al cuestionamiento. Con ella, se entra en una esfera en la que el hombre está en peligro e incluso, hablando con propiedad, en peligro de muerte, puesto que la duda, si se impusiera sobre la fe, lo conducirá a ser separado de Dios, por lo tanto, de la Vida. Y esa es la razón por la que 4

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Pensamientos, 430

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quien trata de hacemos dudar solo puede ser malvado, el diablo mismo, que hace de eso, en buena teología cristiana, su obra principal -una obra de muerte, por supuesto, en tanto que separación de la fuente de toda Vida-. El Diábolo es aquel que separa, el que separa al hombre de Dios gracias a la duda, y es solamente esta separación primera, matriz de todas las demás, la que conduce al hombre separado, en sentido propio desolado, a entrar también a la postre en conflicto con los demás. Los odios interhumanos no son más que el producto secundario de esta separación original de la que la duda es el síntoma y el diablo el agente. Y las tentaciones que el diablo ejerce sobre Cristo, al igual que sobre nosotros, no tienen nada que ver con una supuesta incitación a un pecado particular. El diablo no se interesa demasiado por la gula y el sexo, pero aislar a un ser humano de Dios, sí, eso vale la pena, pues, eso llevará a una muerte eterna, y a través de la duda, seguramente, se obtendrá mejor este efecto. Y eso no tiene nada que ver, pero absolutamente nada, con el hecho de que les estuviese (¿por qué?) prohibido a los hombres plantearse cuestiones o hacer uso de su razón ... En el mismo sentido, puesto que los dos problemas están directamente vinculados, mis interlocutores cristianos me hacen una segunda objeción: en el fondo, me reprochan hacer como si la reflexión religiosa, aunque estuviera enteramente guiada por la fe, excluyese el ideal de «pensar por sí mismo». Es esta una crítica que a menudo me han hecho los cristianos que no comprenden en nombre de qué les denegaría yo el derecho a la «autonomía de pensamiento» del que el magisterio de la Iglesia no sería más que un símbolo sobre esta tierra --como si solo la filosofía pudiera alcanzar el ideal de «pensar por sí mismo», mientras que el desgraciado creyente estaría abocado a la heteronomía, 159

VENCER LOS MIEDOS

siempre sumiso por su fe a la autoridad de «Otro»-. Este tema es de gran importancia: de pasada afecta también a otro punto esencial, a la concepción misma de la trascendencia de un Dios que yo presento, en efecto, como «exterior y superior» al hombre. Más aún, la objeción es tanto más seria cuanto que se vuelve contra mí: acaso no tengo yo también la misma dificultad que resolver puesto que a mi vez no dejo de reconocer el misterio del origen de los valores -verdad, justicia, belleza y amor-. Hablar de misterio, ¿no es, justamente, dar eco a la heteronomía, lo que, en última instancia, sería todavía más inoportuno en un filósofo racionalista que en un creyente? Se trata de un debate de fondo, que agradezco a mis interlocutores haber introducido con talento y rigor. Ahora me gustaría darme tiempo para responderles en cuanto al fondo del asunto.

Vuelta a la cuestión: ¿autonomía filosófica/heteronomía religiosa? Según la tesis desarrollada por Marcel Gauchet en el El desencanto del mundo (tesis a la que uno de mis interlocutores hace referencia explícitamente), la organización religiosa de la sociedad aparece como el mayor elemento del que progresivamente ha salido la modernidad democrática a lo largo de los dos últimos siglos. En efecto, en una primera tentativa, se podría decir que esta ensalza de buena gana contra la heteronomía, la autonomía; contra la tradición, la innovación; y contra el comunitarismo, el individualismo. En principio, el dictamen parece histórica y filosóficamente poco discutible. Sin embargo, los términos que utiliza en su favor son ambiguos, incluso diría que equívocos, de manera que la discusión que comienzan a delimitar se encuentra lejos de estar cerrada. ¿Qué se quiere decir, para 160

RESPUESTAS A LAS OBJECIONES

empezar, cuando se habla de heteronomía? En un primer momento al menos, la respuesta puede parecer fácil: sencillamente, el término designa el hecho de que las grandes religiones se ponen de acuerdo para hacer depender a la humanidad -su organización, su vida, su salvación- de un principio radicalmente exterior y superior a ella. En la existencia temporal, esta trascendencia de lo divino se manifiesta en una cierta relación con la ley, en la convicción de que su principio escapa radicalmente a los individuos que la reciben y de la que dependen hasta en su vida cotidiana. Esta es la perspectiva desde la que Marcel Gauchet ha podido argumentar la tesis que sostiene que el religioso «más religioso» se encuentra en el origen de la historia, que está, por así decir, en un estado químicamente puro en las «sociedades salvajes» donde la exterioridad de las fuentes fundadoras de la organización social es mayor. Pero hay más: entendido en este sentido, lo religioso no implica simplemente la heteronomía, la convicción de que la ley proviene de otro lugar que no es la humanidad misma, sino la denegación de la autonomía, es decir, el hecho de que los seres humanos rechacen atribuirse a sí mismos la organización social, la historia, la creación de las leyes, y que, a través de esta negativa de la humanidad como verdadero origen de lo político, extrapolen los principios fundadores del vínculo político en una trascendencia y una dependencia radicales. Y de hecho, hay que reconocer, al menos en principio, que esta estructura de heteronomía tradicional constituye en muchos aspectos uno de los rasgos dominantes de lo religioso --que por esta razón continúa imponiéndose en cierta forma bajo la apariencia del argumento de autoridad-. Más que negar esta realidad, porque podría parecer «dogmática» y contrariar la sensibilidad democrática en la que estamos continuamente inmersos, es mejor admitir con Pascal, al que citaba hace un momento, que no es en uno 161

VENCER LOS MIEDOS

mismo donde se encuentra la verdad. No insisto en ello porque el tema de la dependencia del hombre respecto de Dios me parece en este aspecto patente. Todavía hay que precisar que a esta primera autoridad, que viene directamente del Ser supremo, se añade la autoridad indirecta de la Iglesia, a cuyos fieles se les reclama que admitan que detenta el monopolio de la legitimidad en la interpretación del contenido de la Revelación, incluido allí, claro está, el plano moral, como establece el propio pasaje del Catecismo: «El Magisterio de la Iglesia implica enteramente la autoridad recibida de Cristo cuando define los dogmas, es decir, cuando propone, bajo una forma que obliga al pueblo cristiano a una adhesión de fe irrevocable, verdades contenidas en la Revelación divina, o bien cuando propone de manera definitiva verdades que tienen con aquellas un vínculo necesario» (buscando, por supuesto, con este último añadido, las recomendaciones morales ausentes en los Evangelios pero adaptadas por la Iglesia al mundo de hoy en día). No se podría ser más claro: el Magisterio no niega la libertad personal, ni el papel de la conciencia en la «elección» de la fe. Pero esta solo es una «respuesta» frente a un don, una reacción segunda con relación a una Revelación que la precede. Ahora bien, por supuesto es esta relación con una «autoridad revelada», que en ocasiones ha sido interpretada hasta sus consecuencias más remotas, la que espontáneamente rechaza la ideología democrática prendada de autonomía. Así, desde el siglo xvn, se creó un conflicto tan pronto abierto como larvado, entre las religiones reveladas y la exigencia moderna que principalmente había surgido del cartesianismo, y que defendía la conveniencia de poner en duda los prejuicios heredados del pasado, de rechazar radicalmente toda especie de argumento de autoridad. «Pensar por sí mismo»: tal fue la exigencia última, el impe162

RESPUESTAS A LAS OBJECIONES

rativo fundamental y no negociable que condujo progresivamente a todo el mundo a querer someter a examen crítico las verdades más asentadas por la tradición, empezando por las de la Revelación. ¿Significa eso, como algunos han fingido creer 5 , que para los demócratas, la religión, abocada por entero a la heteronomía y a la tradición, pertenecería desde entonces al mundo antiguo, al universo donde el hombre aún no ha accedido, por decirlo así, a sí mismo, mientras que los Modernos, heraldos de la autonomía democrática, serían por fin perfectamente libres, conscientes, lúcidos y autónomos? Evidentemente, no. Una lectura semejante deforma -obviamente de manera intencionada- el sentido del análisis que acabamos de sugerir. Convirtiéndolo en una caricatura y deformándolo por las necesidades de su causa, esta se pierde y procura echar a perder tanto la noción de heteronomía como la de autonomía. En efecto, nadie niega que la fe, precisamente porque esta se pretende respuesta a una llamada, pueda ser vivida por el creyente como una «elección libre», como un acto de autonomía -lo que no excluye en absoluto que continúe remitiendo a la idea de una dependencia radical, a una heteronomía originaria (en este caso, una «teonomía»: una fundación de la ley en Dios)-. La recíproca vale por supuesto del lado de los Modernos: la pretensión cartesiana de «pensar por sí mismo», lejos de anular toda forma de heteronomía, no hace sino poner más de relieve la existencia de numerosos determinismos, psíquicos, históricos o biológi5 Cf., por ejemplo, Paul Valadier, Un christianisme d' avenir, Seuil, p. 130 y ss. (Publicado en castellano, Un cristianismo de futuro, por Promoción Popular Cristiana.) Contrariamente a las de mis dos interlocutores de hoy, las críticas que me dirige Valadier son tan agresivas en la forma y tan indigentes en cuanto al fondo que desalientan un tanto la discusión; del mismo modo que el indigesto «corta/pega» laboriosamente confeccionado por el autor a partir de los trabajos de Hanna Arendt y de Charles Taylor apenas invita a ir más allá ...

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VENCER LOS MIEDOS

cos, que continúan pesando tanto como antes sobre los individuos que no dominan ni su nacimiento, ni su muerte, ni incluso, sin lugar a dudas, lo esencial del curso de su vida. He aquí para mí la verdadera cuestión, si se quiere abandonar una polémica, siempre estéril: ¿cómo comprender la doble paradoja de una heteronomía radical que no excluye la autonomía de la elección religiosa y de un ideal de autonomía que de ninguna manera pone fin a la realidad multiforme de la heteronomía? En verdad, muy bien puede concederse que la religión tiende por sí misma (y no según una acusación malintencionada que se le haría desde el exterior) a afirmar que la fe es una gracia, es decir, un don gratuito de un ser real del que nosotros dependemos radicalmente y al que debemos obediencia. La heteronomía no significa que la fe haya sido conseguida por la fuerza, por argumentos de autoridad impuestos desde fuera. Al contrario, el cristianismo es la religión que por excelencia deja al hombre libre de su consejo, que le reconoce la legitimidad de su forum interior y que solo atribuye mérito a la fe porque esta revela, al menos en parte, una libre elección. De ahí, por otra lado, que el papa Juan Pablo 11, reconociendo la heteronomía radical de la verdad, no deje de conciliarla con la libertad de conciencia. Según su encíclica consagrada al Esplendor de la verdad, la conciencia y la verdad deben ser reconciliadas. Como se decía ya en el Vaticano 11: «Dios ha querido confiar al hombre a su consejo». Él no le ha quitado la libertad, al contrario. Simplemente, como también ha creado al hombre a su imagen, solo siguiendo los principios de la verdad divina en sus acciones, el ser humano accede plenamente a sí mismo. En el lenguaje de la teología se hablará de «teonomía participada». Hablando claro: la ley moral, ciertamente viene de Dios y no de los hombres (teonomía), 164

RESPUESTAS A LAS OBJECIONES

pero eso no excluye su autonomía, puesto que el ser humano, que participa en cierta forma de lo divino, no accede a la plena libertad más que por la obediencia a la ley que le es prescrita. Como dice de nuevo Veritatis Splendor: «La auténtica autonomía moral del hombre no significa de ningún modo que él rechace, sino que acoja la ley moral, el mandato de Dios [ ... ] . En realidad, si la heteronomía de la moral significara la negación de la autodeterminación del hombre o la imposición de normas exteriores por su bien, estaría en contradicción con la revelación de la Alianza y de la Encamación redentora». Así pues, la libertad de conciencia no excluye la heteronomía radical de la Verdad, la trascendencia absoluta, pero eso no quita, Juan Pablo 11 tiene razón desde su punto de vista, que la fe sea un don, que haya una verdad revelada y espléndida, y que esta tenga por origen un Ser supremo, un fundamento real. No cabe duda que, a la inversa, la ideología democrática posee una tendencia a magnificar el ideal de autonomía. Pero ese es justamente un defecto que yo no he dejado de denunciar como síntoma de una lógica que pertenece mucho más al materialismo que al humanismo, es decir, a un pensamiento que, a semejanza de la sociobiología contemporánea, por ejemplo, acepta la inmanencia radical de los valores a la realidad material del ser humano. Para el materialismo, el hombre no descubre los valores, los inventa, es su creador, el fundamento último, incluso si no se da cuenta y cree, de forma fetichista, que lo que ha establecido no proviene de él. La crítica del fetichismo es el momento clave de la actitud moderna de la sospecha, de la deconstrucción, y ese momento siempre tiene por resultado un inmanentismo radical: los valores son relativos al humano porque es él --0 al menos algo que habla en él- lo que los produce. Se podría pensar que, a diferencia del materialismo, la religión acoge favorablemente la idea de misterio. Eviden165

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temente, eso sería un error: como el materialismo, el creyente también quiere una explicación completa, un fundamento de los valores igualmente último, incluso superior aún al que el materialismo puede invocar. Simplemente, no lo busca en la inmanencia radical, sino en la trascendencia de un ser supremo que, para conservar él mismo una parte insondable de misterio, sigue funcionando como una causa primera de todo aquello que nosotros podemos percibir como inexplicable aquí abajo. La idea de que podría existir una trascendencia en la inmanencia de la conciencia humana, una trascendencia que no sería un ser o un fundamento, sino un horizonte de sentido, ha escandalizado a algunos de mis amigos cristianos que me han acusado de incoherencia: habiendo comprendido, al menos, que yo no identificaba de ninguna manera modernidad, autonomía e inmanencia de los valores al ser humano, sino que, al contrario, el humanismo al que me refería aceptaba la hipótesis de una trascendencia, incluso de un misterio y, en consecuencia, de una exterioridad de esos valores en relación con el individuo, han estimado que una actitud semejante era doblemente contradictoria: ¿por qué, en primer lugar, reprochar al cristianismo su doctrina de la heteronomía si tan pronto la hace suya en el seno del humanismo rehabilitando allí un lugar para la trascendencia? ¿Cómo, a continuación, responder a la cuestión del origen de los valores comunes a los seres humanos, si no se admite la idea de un fundamento real, en este caso, divino? Así, en un artículo muy penetrante que manifiesta una verdadera honestidad intelectual 6 , Damien le Guay me dirige la siguiente objeción: «¿Cuál es entonces el estatuto de esta exterioridad aceptada por Ferry? Pues quien habla de una 6

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«Un nouveau théologien, Luc Ferry?», Communio, enero-febrero 2001.

RESPUESTAS A LAS OBJECIONES

"moral exterior a la naturaleza y a la historia", habla de una moral que se presenta antes de la conciencia humana. Ahora bien, esta anterioridad es rechazada con lo teológico-ético. En lo sucesivo, por un malabarismo teórico, ¿habría una exterioridad compatible con el hombre cuando es humanista y una exterioridad incompatible cuando es religiosa?». No se puede decir mejor: hay, en efecto, varias concepciones de la trascendencia, y según se haga de alguna de ellas un fundamento real, un dato supremo o, al contrario, un simple horizonte de sentido del que no se podría dar razón en términos de fundación última, se sale o no del marco de un humanismo que se pretende no metafísico. Más allá comienza la fe, la del cristiano, como la del materialista, por lo que, naturalmente, uno y otro dirigen al humanismo del hombre-dios dos críticas perfectamente simétricas: el primero le concede gustoso su afirmación, contra el materialismo, de una trascendencia pero deplora que el humanismo no vaya completamente hasta el final de una lógica, no obstante, tan prometedora. ¿Por qué, en efecto, detenerse en tan buen camino, por qué no fundar la trascendencia de los valores en un Dios que vendría por fin a garantizarla y a explicarla de forma satisfactoria? El materialista, al contrario, alaba al humanista por no haberlo hecho, comulga con él, podríamos decir, en el ateísmo, pero lamenta a su vez que de nuevo allí, aunque por razones inversas, la lógica del razonamiento no sea efectuada y quede como en suspenso: si Dios no existe, ¿por qué no suprimir del todo la absurda noción de trascendencia, por qué no acabar de una vez con ella planteando que todos los valores son inmanentes a la materialidad de lo real? Respuesta: porque, tanto en un caso como en otro, se cae torpemente en las ilusiones de las fundamentaciones metafísicas últimas, en una ontoteología de la que hemos visto cómo sobrepasaba los límites de la finitud humana. 167

VENCER LOS MIEDOS

La fe, sin duda, no tiene nada de ilegítimo, pero es y debe seguir siendo lo que es: una apuesta, un postulado, una decisión de creer que solo compromete a uno mismo. Por supuesto, nada prohíbe una apuesta semejante: cada cual es totalmente libre de creer con el materialista (¡pues es una creencia que excede todo razonamiento realmente racional!) que lo real es eterno, que excluye los posibles al mismo tiempo que el libre albedrío o pensar, con el cristiano, que un Dios nos ha dado los valores a los que nos adherimos. Pero esa «salvación fuera de sí» no puede comprometer a otro y, en última instancia, no pertenece a la filosofía. Tanto como que la salvación solo vale si no está fundada sobre una ilusión y, después de todo, en términos de sabiduría, más vale una ambición más modesta que la de los cristianos o de los espinosistas, pero enraizada en lo real y la lucidez, más que en una promesa grandiosa pero evidentemente ligada, a mi parecer, a las ilusiones o al menos a las «convicciones» de la metafísica clásica. Soy consciente de no agotar, con esas cuantas observaciones, toda la riqueza de la discusión que mis dos interlocutores cristianos han querido entablar conmigo. No se trata más que de elementos de reflexión que servirán, así lo espero, para futuros diálogos que aguardo con entusiasmo.

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IV Otras objeciones sobre los límites de la filosofía: la cuestión de las tradiciones «distintas de las cristianas y occidentales» concluir, aún querría recordar una última serie de objeciones. Algunos, en efecto, me han reprochado no hablar lo suficiente de religiones que no fueran las cristianas, principalmente de no dar al judaísmo y al islamismo el lugar que seguramente merecen en una historia general del pensamiento. Otros, más numerosos aún, han lamentado que no diese un eco más favorable a las sabidurías de Oriente -el budismo, la filosofía china, india ... Debo decir, para comenzar, que acepto totalmente estas críticas. Sí, es verdad, en lo esencial he querido escribir una historia, no del pensamiento en general --creo que por otra parte, a pesar del gusto francés por la tradición enciclopédica, sería completamente irrealizable, por no decir incongruente-, sino solamente de la filosofía occidental. A decir verdad, solo tengo una excusa, aparte como acabo de decir del carácter para mí completamente utópico de una empresa enciclopédica hoy en día, y es que según entiendo, la filosofía no se confunde con el conjunto del pensamiento. Está claro que existen formas de pensamiento totalmente eminentes, sin duda incluso mucho más eminentes para la mayoría de lo que lo es la filosofía, pero que, sin embargo, no se confunden con ella. Las ciencias, por ejemplo, son

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ARA

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VENCER LOS MIEDOS

muestra, en sentido amplio, de pensamiento, las religiones también, ciertas formas de arte, de literatura, de creencias de todo tipo. Por ello, evidentemente, no pertenecen al mundo de la filosofía, al menos tal y como el «milagro griego» la inauguró, y por una razón que en mi opinión no es del todo desdeñable: y es que en Grecia, en tomo al siglo VI antes de Jesucristo, por razones que en parte todavía siguen siendo misteriosas pero que seguramente son cómplices del nacimiento de la democracia, los seres humanos comenzaron a querer «pensar por sí mismos» la cuestión de la sabiduría y de la salvación. Se propusieron, sin duda por primera vez en la historia de la humanidad conocida hasta entonces, deliberar racionalmente, dialogar, argumentar, en resumen, liberarse de las supersticiones, creencias y otros argumentos de autoridad que normalmente configuran pensamientos prefilosóficos, sin por ello, como lo hacen las ciencias positivas, limitarse al conocimiento de un sector particular y «objetivo» del mundo. Se trata, en ese milagro, de pensar racionalmente, y no religiosamente, la sabiduría y la salvación. Se puede, si se quiere, deplorar esta primera forma de «laicismo», despreciar el racionalismo occidental --es un defecto frecuente del «regreso a Oriente>>-. No se puede negar que posee una especificidad singular. Y en mi libro he dedicado un largo capítulo a la religión cristiana, porque como ninguna otra mantiene un diálogo conflictivo con esa tradición filosófica griega. Sin embargo, sobre todo en ¿Qué es una vida realizada?, me he ocupado de recordar y analizar en detalle todo lo que ese diálogo debe al mundo árabe y, muy especialmente, al que fue, sin duda con Maimónides, el filósofo más grande de su época: Averroes. Sin él, podemos decir, sin riesgo a equivocarnos, que la revolución alberto-tomista no hubiera tenido lugar. Sin él, la Iglesia no hubiera redescubierto a Aristóteles y no sería lo que 170

RESPUESTAS A LAS OBJECIONES

es hoy en día. Me hubiera encantado coincidir con Maimónides y Averroes, esos intelectuales más filósofos que creyentes, que han cambiado, cada uno a su manera, el curso de la historia de la filosofía. Pero, paradójicamente, su influencia -sobre todo la de Averroes- se ha ejercido a través de la vía del cristianismo. Por ella, la filosofía será integrada durante siglos en el proyecto religioso -al que, como he mostrado en la primera parte de este libro, nunca se someterá del todo--. Por este motivo le he dedicado un capítulo importante. Por razones diferentes, pero similares, me apasioné por el budismo --que coincide por otra parte en más de un punto con las antiguas sabidurías occidentales-. Sin embargo, no estoy seguro de que el budismo pueda considerarse como una «filosofía» en el sentido griego del término. Contrariamente a las versiones edulcoradas que se tienen de este en Occidente, contiene demasiados dogmas propiamente religiosos para eso. Son, es evidente, eminentemente respetables, sin duda impresionantes en profundidad, pero no veo claro cómo la filosofía podría aceptarlas. Desde luego, reconozco de buena gana que la discusión permanece abierta. De ninguna manera pretendo cerrarla aquí. Solamente precisar los límites de una obra que no tenía ninguna pretensión de saber absoluto y de la que estoy convencido que no hubiera ganado nada -salvo quizá en políticamente correcta- transformándose artificialmente en una enciclopedia universal del pensamiento en todas las direcciones.

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Para llevar a una isla desierta...



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ÓMO situamos al final de esta historia de la filoso(, fía, cómo sacar partido de ella para prolongarla todo lo posible? ¿Cuáles son las cuestiones que la animan hoy en día y que tenemos que tener en cuenta para seguir dando sentido a nuestras vidas? Cuando en Aprender a vivir esbocé mi historia de las grandes visiones del mundo, tuve la ocasión de presentar una constelación de ideas que me parecen geniales y que, como suele decirse, aconsejaría a todo hijo de vecino llevarse a una isla desierta. Entre otras y en desorden: la diferencia entre el hombre y el animal en Rousseau, la fundación del humanismo moderno en Kant, el mundo de la técnica en Heidegger, la representación del cosmos en los estoicos, el rechazo de la importancia del futuro y del pasado en los antiguos, el gran estilo y la inocencia del devenir según Nietzsche, la critica de las pasiones tristes en la sabiduría materialista heredada de Espinosa, los principios aristocráticos de la ética de Aristóteles, el Cogito de Descartes y algunas más que también compensan el viaje ... Con el fin de ensanchar el horizonte e incitar a que se prosiga con el trabajo del pensamiento ampliado, me gustaría añadir a esa colección algunas perspectivas suplementarias en las que me parece que vale la pena --o más

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VENCER LOS MIEDOS

bien el placer- detenerse. A veces las he evocado en algunos de mis libros precedentes, pero en contextos particulares, a menudo de forma menos pedagógica, por lo que me gustaría presentarlas aquí por sí mismas, como «miniaturas», en forma de breves exposiciones concentradas sobre el pensamiento moderno y contemporáneo a fin de que también se pueda valorar lo grande que es la filosofía no solo por su pasado. Incluso si estoy lejos de compartirlas todas, esas ideas forman parte de mi museo imaginario y estoy seguro de que, por hipótesis, dan mucho que pensar. Aparte de que ofrecerán la ocasión de reflexionar en un tema puntual, también las he escogido por otras dos razones. La primera es que me parece que ofrecen por sí mismas un ángulo de ataque que permitirá a los que lo deseen abordar más fácilmente un gran autor o una corriente de pensamiento. La segunda está directamente ligada al hilo conductor de este libro. Como indico en el prólogo, existe, fuera de las grandes avenidas que forman la teoría, la ética y la reflexión sobre la sabiduría y la salvación, una cantidad innumerable de travesías. En este punto asumo completamente las observaciones de André Comte-Sponville: evidentemente se puede hacer filosofía, e incluso de la más elevada, sobre temas particulares que, al menos de entrada, no tienen una relación directa con la cuestión de la salvación. La filosofía ayuda a pensar y también a vivir en el sentido de que nos permite como ninguna otra disciplina del espíritu comprender los aspectos concretos de nuestras existencias que, más o menos secretamente, liga a esas perspectivas más vastas que implícitamente constituyen la teoría, la moral y el interrogante sobre la sabiduría. Este es un aspecto del trabajo filosófico al que querría rendir homenaje, un lado a menudo oculto que me gustaría hacer visible a todos los que pueda interesar. 176

PARA LLEVAR A UNA ISLA DESIERTA ...

Como se verá en la primera exposición dedicada a Hegel, otras disciplinas de la vida del espíritu van en la misma dirección que la filosofía: es el caso, según Hegel, del arte y de la religión que, bajo su punto de vista, poseen las mismas ambiciones que la filosofía, aunque por otras vías. Esta analogía puede entenderse en dos sentidos. Se la puede leer como si se tratara de demostrar la superioridad del trabajo filosófico sobre otros momentos de la vida del espíritu. También se la puede descifrar a la inversa, como si mostrara que todas las formas de vida espiritual se reúnen y en el fondo van, cada una a su manera, en la misma dirección. Esta última lectura, que me parece más justa e interesante, permite comprender la experiencia que tienen todos los filósofos al descubrir que otras disciplinas, por vías que a primera vista no tienen nada en común con las de la filosofía (por ejemplo, la literatura o la música, e incluso a veces ciertas artes manuales en las que la filosofía raramente piensa a priori), han descubierto sobre la vida verdades propiamente filosóficas que no tienen nada que envidiar a las que terminan por descubrir los «profesionales» de la disciplina. Este es uno de los puntos de interés del breve texto de Hegel, siempre que se acepte leerlo un poco a contracorriente del que a primera vista parece su movimiento natural. He aquí el resto de temas abordados, agrupados bajo las tres rubricas que son los interrogantes esenciales respecto a la teoría, la ética y la sabiduría: l.

LA FILOSOFÍA, LO QUE ES, Y LO QUE NO ES ...

Arte, religión y filosofía según Hegel. El abrecartas de Sartre y la definición del existencialismo. 177

VENCER LOS MIEDOS

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II.

El criterio de demarcación entre ciencia y falsa ciencia según Popper. La genealogía en Marx, Nietzsche y Freud. La diferencia entre teoría filosófica y teoría científica según Heidegger.

ÉTICA APLICADA

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llI.

El utilitarismo inglés y la cuestión del derecho de los animales. La pedagogía del trabajo en Rousseau y Kant.

LA SABIDURÍA DEL AMOR

-

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¿Qué amamos en los otros? La singularidad del amor según Pascal.

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Definición de la filosofía: lo que es y lo que no es

Arte, religión y filosofía según Hegel

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os textos que Hegel ha dedicado -principalmente en

su curso sobre estética pero también en sus lecciones sobre historia de la filosofía- a las relaciones que existen entre el arte, la religión y la filosofía ofrecen un interés excepcional. Permiten como pocos comprender de qué manera concibió Hegel, que fue uno de los más grandes filósofos de todos los tiempos, la actividad filosófica en relación con esas dos esferas vecinas en el campo de la cultura y del pensamiento. Este es, en sustancia, su mensaje: esas tres dimensiones de la vida del espíritu tienen la misma misión, la misma finalidad, a saber, expresar lo divino o, como él dice en su lenguaje, «la vida del espíritu absoluto». Pero en cada caso, aunque el contenido sea finalmente el mismo, la forma o la expresión difieren. Tratemos de comprender lo que Hegel quiere decir. Vale la pena, pues no solo nos permitirá captar un aspecto decisivo de su obra, sino también cuál es la esencia de la filosofía en general.

Comencemos por el arte. 179

VENCER LOS MIEDOS

En sus cursos de estética, Hegel lo define como esa actividad específica del hombre que busca crear o, para decirlo mejor, encamar bajo una forma sensible, material, la idea de lo absoluto. En otros términos, eso significa que el arte está ahí para traducir en un dibujo, una pintura, un templo, una escultura, una pieza de música, etc., la idea que los hombres tienen de Dios en una época y una cultura determinadas. Y de hecho, no se puede negar que en todas las civilizaciones, hasta una fecha reciente -aproximadamente, hasta el siglo XVII europeo-, el arte está la mayoría de las veces abocado, como la religión, a expresar lo que Hegel llama la «Verdad inteligible» más alta, es decir, la Idea de Dios. Pero la gran diferencia respecto a la religión, según Hegel, es que este, paradójicamente, lo hace en una forma contraria al contenido que quiere transmitir. En efecto, aunque el arte parte de la idea de Dios, y en consecuencia de lo más espiritual que hay en nuestros pensamientos, no deja de encamar esta idea en un material sensible: el mármol del escultor, la piedra del arquitecto, las vibraciones sonoras del compositor, los colores del pintor, etc. Desde ese punto de vista, puede decirse que la forma artística como tal es inadecuada al fondo que quiere traducir, puesto que, precisamente, es sensible y ese fondo inteligible. Dios es por definición una entidad inmaterial, puramente espiritual. Nunca podrá, por tanto, ser perfectamente expresado en el arte. Por eso, al final el arte deberá ser superado, como dice Hegel de manera perfectamente clara en los cursos en que se ocupa de estética: «Del mismo modo que el arte encuentra su antes en la naturaleza y en los dominios de la vida, posee también su después, es decir, una esfera que, a su vez, supera su modo de aprehensión y presentación del absoluto. Porque el arte aún contiene en sí mismo un límite, debe disolverse en formas superiores de conciencia». 180

PARA LLEVAR A UNA ISLA DESIERTA ...

Y ese «después del arte», esa esfera superior a la de la estética tiene un nombre: por supuesto se trata de la propia religión. Es esta quien toma el relevo y quien podrá llegar mucho más lejos que el arte porque esta vez buscará expresar lo divino, no en un material sensible, que le es totalmente extraño, sino en el elemento de la conciencia de un sujeto, en una interioridad, la de la fe, que es un estado de conciencia personal situado en el «sentido interno», es decir, en el tiempo, y no en la exterioridad de una materia situada en el espacio. Como también dice Hegel, la religión nos habla de lo divino a través de «representaciones». Con este término, Hegel persigue algo totalmente preciso. Piensa sobre todo en el hecho de que para hacer comprender la verdad divina, Cristo siempre recurre a imágenes, metáforas, mitos, símbolos, etc., que hablan a la conciencia de los hombres. Los Evangelios están plagados de parábolas al hilo de las cuales Jesús trata de transmitir un mensaje religioso que sea accesible para todos. Algunos románticos alemanes a veces comparaban esas famosas parábolas con los cuentos de hadas populares que también hablan a la conciencia común y, en ocasiones, transmiten mensajes de una profunda significación. Para Hegel -que hizo largos estudios de teologíala religión se eleva un paso por encima del arte en la tentativa de expresar la verdad de la idea de Dios. Hablar a la conciencia, acoger de lleno lo divino en la interioridad del espíritu, y no en la exterioridad de un material sensible, ya es mucho mejor que tratar, como en el arte, de expresarlo en el seno de lo que le es radicalmente contrario. La religión aparece así como más próxima a lo auténticamente divino puesto que ahora se lo sitúa en la subjetividad. Esta nos eleva de la estética, de lo sensible, a lo espiritual. Se advertirá, sin embargo, que, por una parte, para Hegel el contenido sigue siendo el mismo -se trata siempre de 181

VENCER LOS MIEDOS

traducir el mismo mensaje divino al que se vincula el arte- y, por otra, la forma todavía no alcanza la expresión más alta. En efecto, las parábolas, los mitos y los símbolos, por profundos que sean, siguen girando en tomo a la cosa misma sin captarla verdaderamente: hablan de lo divino, pero dicen de él palabras encubiertas, como si se dirigiesen a los niños, como si se emplearan siempre en sentido figurado sin ser nunca capaces de decir el sentido propio. Solo la filosofía podrá, según Hegel, cumplir de veras la tarea de pensar y decir adecuadamente lo divino: si este es de orden espiritual, inteligible, efectivamente hay que expresarlo en el elemento de la inteligencia, y no en el de lo sensible o en el del mito. En consecuencia, solo en el elemento conceptual por excelencia, en la racionalidad filosófica bien entendida, podrá advenir esa expresión por fin adecuada. Toda la filosofía estará destinada a realizar por fin esta tarea: decir lo divino mejor que el arte y la religión, decirlo «en el concepto», en el pensamiento, y no en un material sensible o en parábolas aproximativas. Así, vemos cómo Hegel atribuye a la filosofía el mismo contenido que a la religión, del que únicamente se distingue por la expresión, que debe hacerse racional, haciéndose el momento de la Revelación, es decir, el momento religioso por excelencia, cada vez más superfluo. Y por eso mismo puede decirse que esta racionalización de la religión por parte de la filosofía moderna es también una secularización o una humanización de su contenido. Eso es lo que transparenta claramente una de las tesis más célebres de Hegel, que sostiene que, desde entonces, el arte pertenecería a una época acabada de la historia humana. En ese curso de estética no deja de insistir: «El arte es y sigue siendo para nosotros, en cuanto a su destino más elevado, algo del pasado», ha perdido «para nos-

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otros», añade Hegel, su «verdad auténtica» y ha «dejado de estar vivo». En resumen, Hegel se hace apóstol de la «muerte del arte». Sin duda, esto podrá parecer curioso, incluso simplemente falso, a todos los que piensen que el arte contemporáneo, el arte del siglo xx, ha renovado todos los géneros estéticos de manera particularmente convincente al librarse, precisamente, del imperativo de representar lo divino. Sin embargo, la afirmación dista mucho de carecer de sentido, si nos esforzamos por entenderla desde el interior, en los dos niveles de profundidad sucesivos en los que se sitúa: está claro, por supuesto, que el «para nosotros» se entiende, en primer lugar, en un sentido histórico y significa: «para nosotros, modernos», que hemos abandonado la infancia de la humanidad. Significa también: para nosotros, filósofos de cultura cristiana, que alcanzamos a comprender que la divinidad no tiene necesidad de una forma sensible, por consiguiente, necesidad del arte, para ser representado en la conciencia. Puesto que es espiritualidad pura, solo por una ingenuidad radical la visión estética del mundo se aferra a una aprehensión sensible de lo absoluto. He aquí al arte llevado a su disolución en la religión -esta misma concebida como un simple modo (ciertamente superior, en tanto que menos sensible) de presentación de la verdad de lo divino-. Es eso lo que Hegel, que a veces pasa por el filósofo más oscuro de todos los tiempos, formuló en sus cursos de la forma más clara: «Para nosotros, el arte ya no pasa por la forma suprema que la verdad pueda adoptar para darse una existencia. En efecto, muy pronto el pensamiento se alzó contra el arte como representación que hace sensible lo divino: entre los judíos y los mahometanos, incluso entre los griegos como Platón, que se opuso ya con vigor a los dioses de Homero y Hesíodo. A decir verdad, con el progreso de la cultura llega 183

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para cada pueblo un tiempo en el que el arte apunta hacia su propia superación» (1, 141/142). Y, según Hegel, ese tiempo llegó a Europa cuando, con la Reforma, el cristianismo, que también había recurrido al arte, finalmente tuvo que renunciar a él, al haber alcanzado la representación de Dios un grado demasiado elevado de espiritualidad como para poder ser deshonrado por mucho más tiempo de esa manera. De nuevo, Hegel lo dice en términos meridianos: «Cuando la pasión del saber y de la investigación así como la necesidad de una espiritualidad interior engendraron la Reforma, la representación religiosa también tuvo que retirarse del elemento sensible para entrar en el interioridad del alma y del pensamiento. El después del arte consiste en que el espíritu está habitado por la necesidad de encontrar satisfacción solamente en su propio seno como la única forma que conviene a la verdad». No se podría decir mejor, y ese paso por la Reforma expresa de manera condensada todo lo que la religión añade al arte al adoptar como forma la representación: con esta última, «el absoluto se desplaza de la objetividad del arte hacia la interioridad del sujeto», de forma que Hegel no duda en hablar de un «progreso del arte hacia la religión». Pero ese progreso, como ya he dejado entender, solo se cumplirá para Hegel con la filosofía: solo esta consigue pensar la interioridad de una manera que conviene plenamente a la naturaleza de lo divino, que es el Espíritu. Pues, por haberlo interiorizado, la religión no deja de representar a Dios como un objeto exterior a la conciencia: lo que a decir verdad es inherente a la estructura misma de la representación como tal. Como Husserl dirá más tarde, con una fórmula que Hegel no hubiera rechazado, «toda conciencia es conciencia de algo», conciencia de algo finito -una mesa, una silla, un árbol, etc.- que 184

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se opone a ella como dado del exterior. Pero, precisamente, Dios no es algo finito, es absoluto. Por tanto, no se le debe representar como un objeto entre otros, exterior a nosotros como todas las demás cosas en el mundo. En consecuencia, la propia conciencia humana no podría ser el lugar mejor adaptado a su justa comprensión. De igual manera que se debe superar la expresión sensible, estética, de lo divino en el arte, también, según Hegel, hay que superar la representación ingenua que habitualmente la religión establece de Dios como un objeto exterior que, en cierto modo, se enfrentaría a nuestra conciencia. Si queremos intentar comprender lo que quiere decir Hegel con esto -solamente para aproximarnos a lo que piensa, sin necesidad de quedarnos allí, como veremos-, podemos pensar en esos creyentes un tanto particulares que son los místicos. Justamente, hacen lo posible por evitar pensar en Dios como un objeto separado, incluso opuesto a la conciencia humana. Para ellos el ideal sería la reconciliación completa de nuestra conciencia de ser finito con el absoluto divino. Por eso tratan de pensar la fe como una «fusión en Dios», como una suerte de abolición de la conciencia en provecho de una unión absoluta con Dios. Y por lo mismo desarrollan prácticas religiosas (mortificación o plegarias repetidas, por ejemplo) que persiguen abolir su propia subjetividad para coincidir más con el absoluto buscado. Por supuesto, Hegel no es un místico. Es un racionalista que condena esa tentativa ilusoria de coincidir directamente, de manera inmediata, con Dios. Pero piensa, como los místicos, que, sin embargo, hay que realizar esta reconciliación perfecta. Sencillamente, en su opinión no debe producirse en el misticismo. Solo la filosofía especulativa, el pensamiento puro, conseguirá reconciliar la objetividad del arte y la subjetividad de la religión para 185

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expresar por fin plenamente los atributos de lo divino y reconciliamos con ellos. Poco importan aquí las modalidades de esta difícil reconciliación -son las tesis más generales del sistema hegeliano, incluso el sistema entero, lo que habría que desarrollar para justificar su posibilidad-, admitiendo que se consiga... Con la que ya podemos contar, en la fase a la que hemos llegado, es que para él la metafísica, en su momento racionalista más elevado, es la que pretende realizar mediante el pensamiento, con el «elemento del concepto», como dice Hegel, lo que la religión nos proponía mediante la fe: reconciliar al fin al hombre y a Dios, reunirlos en una misma comunidad espiritual y alcanzar así la unión de lo finito y de lo infinito, de lo relativo y de lo absoluto. A manera de conclusión, podemos indicar un ejemplo que ilustra muy bien la forma en que la jerga filosófica, de la que Hegel, como casi todos los filósofos de su época, era un entusiasta, puede revestir ideas que en ocasiones podrían ser formuladas de forma sencilla (al igual que en los grandes conciertos románticos, que datan del mismo periodo, la virtuosidad formaba parte integrante de la cultura del momento hasta el punto de convertirse en un imperativo casi inevitable): Hegel define en muchos pasajes de su obra su sistema filosófico acabado como «la identidad de la identidad y de la diferencia». Hay que confesar que, formulada de esta manera, la definición de la filosofía se vuelve incomprensible para la casi totalidad del género humano. Sin embargo, con lo poco que ya hemos visto disponemos de medios que pueden permitimos «traducir» la fórmula para hacerla poco menos que comprensible. Significa simplemente que la filosofía, como el arte, como la religión, pero mejor que estos y de forma por fin acabada, 186

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debe realizar la reconciliación de Dios y del hombre, del infinito y de lo finito, términos que son aquí sinónimos: Dios es el infinito, el ser que es siempre idéntico a sí mismo, puesto que es perfecto y a la vez eterno, está fuera del tiempo. El hombre, es lo «finito», es decir, ese individuo efectivamente limitado, puesto que está destinado a la ignorancia, al pecado y finalmente a la muerte. Lejos de ser siempre idéntico a sí mismo, como Dios, está abocado al cambio, al tiempo, por tanto, a la «diferencia», incluso a la «escisión», como dice Hegel para designar el hecho de que el ser humano nunca puede reconciliarse de manera plena con el mundo y amarlo completamente en la medida en que no está reconciliado con Dios. La filosofía, como pensamiento de la reconciliación de lo divino y de lo humano, de lo infinito y de lo finito, de lo que es idéntico a sí y de lo que es mortal, destinado a hacerse diferente de sí, ¡es por ello «identidad (= reconciliación) de la identidad (= de Dios) y de la diferencia (= del hombre)»! Pero más allá de la abstracción de las fórmulas -y sin duda también del pensamiento que mal que bien tratan de traducir- creo que la percepción hegeliana de la diferencia entre arte, religión y filosofía queda bastante clara para nosotros en más de un aspecto. Lo que yo rescato de ella es, en primer lugar y antes que nada, esa idea que me parece profundamente justa, según la cual la finalidad del arte, su «misión» (como quizá algunos dirían hoy en día), es la de expresar la verdad -verdades, o por lo menos grandes experiencias humanas- en un material sensible. En ese sentido, el arte posee el mismo objetivo que la literatura o la filosofía. Solo la expresión, los medios utilizados si se quiere, difieren. Lo que explica con claridad los vínculos que se pueden establecer sin que nos demos cuenta entre regiones de la vida del espíritu que muchas veces tenemos la costumbre de oponer: no está, por un lado, la filosofía, 187

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que sería racionalista y «árida»; por otro, la ficción, imaginativa y sensible; en tercer lugar, la música o las artes plásticas que afectarían sobre todo a la sensibilidad, sino que esos diversos momentos de la actividad espiritual, sin confundirse por ello, desde luego, están secretamente enlazados entre sí por múltiples analogías.

«La existencia precede a la esencia» o los cinco conceptos claves del existencialismo sartriano: la mala fe, la reificación, el ser y la nada, la náusea. Empecemos por el comienzo: ¿qué es el existencialismo? Sencillamente, según Sastre, la filosofía que hace suya la convicción de que «la existencia precede a la esencia». La fórmula puede parecer abrupta y poco significativa a primera vista. Sin embargo, es más simple y profunda de lo que parece. Para empezar, significa esto: en toda la filosofía clásica de inspiración platónica y, más aún quizá, en la religión cristiana, se ha partido de la idea de que para el ser humano «la esencia precedía a la existencia». Más claramente: Dios concibe en primer lugar al hombre y a la mujer, después viene, en un segundo momento, la creación que los hace existir. En cierta forma es un «Dios artesano» que, como un obrero que ha de fabricar un objeto, trazaría en primer lugar un plan y después lo realizaría. Para decirlo todavía de otro modo, desde esta perspectiva, Dios primero hace funcionar su entendimiento y, solamente después, en un segundo momento, su voluntad. Para expresar su pensamiento con total claridad, Sartre, en un breve texto que yo aconsejo leer a todos mis estudiantes, El existencialismo es un humanismo, pone el 188

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ejemplo de un obrero que tuviera que fabricar un abrecartas. Así es como lo formula: «Cuando se considera un objeto fabricado, como, por ejemplo, un libro o un abrecartas, ese objeto ha sido fabricado por un artesano que se ha inspirado en un concepto; se ha referido al concepto de abrecartas, e igualmente, a una técnica de producción previa que forma parte del concepto y que en el fondo es una fórmula. Así, el abrecartas es a la vez un objeto que se produce de una cierta manera y que, por otra parte, tiene una utilidad definida, y no podemos suponer un hombre que produjera un abrecartas sin saber para qué sirve. Diremos entonces que para el abrecartas la esencia, es decir el conjunto de fórmulas y de cualidades que permiten producirlo y definirlo, precede a la existencia ... Cuando concebimos un Dios creador, la mayoría de las veces ese Dios se asimila a un artesano superior; y cualquiera que sea la doctrina que consideremos, trátese de una doctrina como la de Descartes o la de Leibniz, admitimos siempre que la voluntad sigue más o menos al entendimiento o por lo menos lo acompaña, y que Dios, cuando crea, sabe precisamente lo que crea. Así, el concepto de hombre, en la mente de Dios, es asimilable al concepto de abrecartas en la mente del industrial ... El existencialismo ateo que yo represento, [ ... ] declara que si Dios no existe, hay al menos un ser cuya existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto y que ese ser es el hombre ... ». Vemos así cómo Sartre, sin saberlo (e incluso creyendo ser completamente original), reproduce casi literalmente el pensamiento de la libertad humana elaborado por Rousseau y Kant. Para él, como para ellos, el hombre es libre 189

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en el sentido de que escapa a todas las categorías «esenciales», a todas las definiciones, e igualmente a todos los «programas» en los que se pretendería encerrarlo. Por eso, para Sastre, el primer adversario del existencialismo es la religión, y principalmente la teología cristiana. En efecto, según la visión teológica del mundo, la esencia (el plan) viene antes que la existencia (su realización), de manera que hay que suponer de antemano una finalidad del ser creado de la que podría deducirse una reflexión sobre su destino --en lo que concierne al hombre, una moral-. De igual manera que el abrecartas está «hecho para» abrir los libros o el reloj para dar la hora, debemos imaginar que también el ser humano, desde la perspectiva de que está «fabricado» por un Dios, debe responder a un objetivo y cumplir una cierta misión (por ejemplo, servirlo, obedecer sus mandatos, etc.). Es un esquema clásico, con todas sus implicaciones éticas, lo que el existencialismo sartriano propone invertir: si el ser humano, propiamente hablando, no es una criatura, ningún «plan», ninguna «esencia», precede a su existencia. Ninguna finalidad particular se asigna, en consecuencia, a su ser --como en cambio sí ocurre en todos los objetos fabricados-. El ser humano es en ese sentido el único plenamente libre, el único que escapa a priori a toda definición previa. Lo que le toca, ya no es seguir los mandatos divinos que se asignarían a su estatuto de criatura, sino al contrario, «inventar» el Bien y el Mal. Con esta simple aproximación al existencialismo se deduce ya una tesis crucial: para Sartre, como para Rousseau y Kant, no hay «naturaleza humana» intangible, destino del hombre inscrito a priori en una esencia. Hay que prestar atención cuando se lee a Sartre: como no es un buen historiador de la filosofía, ignora sus predecesores y no deja de pretender, equivocadamente, que el 190

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existencialismo marca una ruptura total con los filósofos del siglo xvm, en lo que se equivoca. Lo que no tiene importancia en cuanto al fondo, pero en ocasiones confunde en el plano histórico. En verdad, como Rousseau y Kant, Sartre piensa que el hombre es el ser que, por decirlo así, hace «estallar» todas las categorías, todas las definiciones en las que se le quiere aprisionar -en lo que reside, de nuevo, su libertad-. Por eso también, como aquellos, hace que salten en pedazos los presupuestos del racismo y del sexismo. ¿En qué consisten estos, en efecto, si no es en la idea de que existe una esencia de la mujer, del árabe, del negro, del amarillo o del judío que precedería a su existencia y de la que se deducirían características necesarias y comunes a la «especie»? Así, formaría parte de la naturaleza de la mujer (¡como si no hubiera más que una!) tener hijos, no participar en la vida pública para encerrarse en casa, ser dulce y sensible, intuitiva más que intelectual, etc., como estaría, según los clichés habituales del racismo, en la naturaleza «del» negro llevar el ritmo en la sangre y ser infantil («el africano es juguetón»), en la «del» árabe ser falso, en la «del» judío ser inteligente, amar el dinero, y otras pamplinas de la misma índole. Pero no existe ninguna «naturaleza» del ser humano en general, no es más de tal sexo o de tal «raza». Sobre esta convicción, el existencialismo ha querido fundar un feminismo y un antirracismo de tipo universalista: lo que da dignidad al ser humano en general es el hecho de que es, a diferencia de los objetos o de los animales, un ser fundamentalmente libre, trascendente a todas las etiquetas que pretenden acorralarlo. Lo que le da su valor, no es su pertenencia a una comunidad sexual, étnica, nacional, lingüística o cultural particular, sino al contrario el hecho de que es capaz de elevarse por encima de cualquier posible arraigo para participar de la humanidad en general. 191

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Por las mismas razones, ni la historia ni la naturaleza podrían ser tenidas por «códigos» determinantes. Cierto, el ser humano está en situación: es de un sexo, de una nación, de una familia, etc. En resumen, tiene una naturaleza y una historia. Pero precisamente, en contra de lo que pretende el materialismo, no es esta naturaleza y ni esta historia ni se puede reducir a ella. Las tiene y puede distanciarse, incluso, en cierta medida, abstraerse para arrojar sobre ellas una mirada crítica. Por ser mujer, no se es menos Hombre ... A pesar de todas sus pretensiones por librarse de cualquier forma de religión, las grandes figuras del materialismo (el biologismo, el psicoanálisis y el marxismo), desde ese punto de vista, se le presentan a Sartre como las nuevas «teologías» de nuestro tiempo. Incluso sin darse cuenta, efectivamente renuevan la idea de que el ser humano estaría determinado inconscientemente por «esencias» previas a su existencia: su sexo, su infraestructura genética o neuronal, su medio familiar, su clase social funcionarían como categorías determinantes, como códigos poderosos que controlarían inconscientemente hasta el menor de sus actos. Ese nuevo determinismo es lo que el existencialismo rechaza. De ahí su célebre crítica a la idea de inconsciente y, en la época en que todavía es una filosofía de la libertad, sus polémicas contra los marxistas ortodoxos. Es esta la óptica desde la que, durante un debate que se ha hecho célebre, Sartre reprochará a los marxistas querer encerrar al ser humano en una ciencia de la historia que, anunciando la Revolución como una fatalidad mecánica, niega su libertad. De ahí la importancia del concepto de «mala fe» en Sastre. En el fondo, designa lo contrario de la libertad asumida, la reafirmación de las categorías que supuestamente nos determinan. En la práctica, la mala fe consiste en identificarse con un papel psicológico o social, con una imagen extraída de la mirada de los otros, de tal manera que ese papel y esa 192

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imagen enseguida funcionarán como una «esencia» que determinará del todo nuestras actitudes. Hay que leer desde ese punto de vista las célebres páginas dedicadas por Sastre en El ser y la nada a la descripción del camarero que interpreta ser camarero, que hace lo posible para conformarse a su esencia: sus fórmulas son fijas («y el señor, ¿qué desea?») y sus más pequeños gestos están predeterminados (la posición de la bandeja, sus movimientos sabiamente dominados, el descuido de la servilleta blanca que cuelga sobre el brazo, etc.). Hay que añadir que, por supuesto, solo se trata de un ejemplo entre mil otros posibles y que, en nuestra vida, existe una infinidad de formas de ceder a la mala fe identificándonos con papeles «bien conocidos»: el buen padre de familia, el sabio matemático siempre distraído, el militar rígido, la niña mujer, la chica modelo, etc. Resumiendo, todo nos parece bien para negar nuestra propia libertad y colarnos en «esencias» tan hechas que solo nos queda interpretar como personajes de teatro. Razón por la que la mala fe siempre conduce a la reificación de lo humano, en sentido propio, etimológico, a su transformación en una cosa (en latín: res), en un objeto cuya esencia, efectivamente, precede a la existencia y la determina. Todo objeto es lo que es. Coincide plenamente con él mismo, y esta coincidencia perfecta consigo es lo que busca el hombre de mala fe cuando trata de identificarse con su papel hasta el punto de no ser más que uno consigo mismo. Por extraño que eso pueda parecer a primera vista, el ser humano auténtico, a diferencia de todos los demás seres, no es lo que es. Esto no es una fórmula y no hay nada en ello de contradictorio ni de ilógico. Basta para convencerse con prestar un instante atención al fenómeno de la «conciencia de sÍ»: cuando pienso en mí y digo de

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mí, como confesándome, que soy esto o aquello, glotón o perezoso, obviamente ya estoy en cierta forma más allá de mí mismo. Se opera por así decir un desdoblamiento del yo, entre un yo objeto, del que digo que es glotón, perezoso, etc., y un yo sujeto que reflexiona e interpreta su álter ego. En resumen, si los objetos materiales y los animales son lo que son, si están «plenos de ser» como dice Sartre, el ser humano, a través de esa experiencia única y misteriosa de la conciencia, experimenta la prueba de la dualidad: desde que comienza a mirarse a sí mismo, no es totalmente lo que es. Es ese «no», esa distancia consigo, ese «agujero en el ser», lo que Sastre llama la «nada». De ahí el título que, por lo demás, pone a su principal libro: El ser y la nada, que casi se podría traducir por: «La cosa y el hombre». En la misma perspectiva, se podría decir del materialismo en todas sus manifestaciones contemporáneas -del biologismo, del psicoanálisis ortodoxo y del marxismo principalmente- que son los instrumentos teóricos de la mayor «mala fe» en tanto que niegan la presencia de la nada en el hombre y, así, trabajan en su reificación. La verdad, si la existencia no está determinada y si no hay ningún Dios que haya creado el universo, es que el mundo entero está inmerso, podríamos decir, en el «indeterminismo». No solamente la existencia humana no tiene sentido determinado a priori (de manera que el ser humano debe dar por y para sí mismo un sentido a su vida), sino que el mundo en el que vivimos es totalmente contingente en el sentido de que muy bien hubiera podido no ser, al igual que hoy podría caer en la nada. El sentimiento de esta contingencia del ser es lo que Heidegger llamaba la angustia y que Sarte designa bajo el nombre de «náusea». En el libro que lleva ese título, el personaje principal la define en estos términos: «Todo es gratuitito, el jardín, esta ciudad y yo mismo. Cuando nos damos cuenta, se nos

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revuelve el corazón y todo se pone a flotar. Ahí está la náusea.» Se comprende perfectamente que esos temas sartrianos hayan podido suscitar en algunos, cristianos y marxistas ortodoxos sobre todo, la opinión de que el existencialismo era un inmoralismo o, peor, un nihilismo. También se hubiera podido ver en él una crítica radical a las dos grandes figuras de la metafísica: la teología dogmática y el materialismo, que siempre buscan la razón del comportamiento de los hombres fuera de ellos. Es una pena que el propio Sastre no haya sido fiel a las ideas de su juventud, que haya renegado de ellas para dejar finalmente la pobre imagen de antiguo compañero de viaje de las ideologías antihumanistas y totalitarias. Porque había sabido traducir, como quizá ningún otro antes que él (salvo Husserl), lo que el humanismo de Rousseau y de Kant tenía de anunciador para la filosofía contemporánea. En otro estilo, y respecto a distintas cuestiones -sobre todo la del estatuto de las ciencias-, el filósofo del que vamos a hablar ahora, Kart Popper ( 1902-1994), es también uno de los que, dentro del pensamiento contemporáneo, han intentado desarrollar ciertos aspectos del kantismo. Al igual que Sartre, puede figurar entre los más grandes críticos del materialismo contemporáneo. En una época en la que no estaba bien visto remover sus dogmas, tuvo la idea de denunciar la superchería de las «falsas ciencias» que, en su opinión, eran el marxismo y el psicoanálisis dogmáticos. Como vamos a ver, su mensaje merece que nos desviemos.

Ciencia y falsas ciencias: el criterio de demarcación según Popper ¿Cómo distinguir el discurso científico de los demás discursos, y sobre todo de las falsas ciencias que pretenden 195

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adoptar su legitimidad? ¿En qué consiste, por ejemplo, la diferencia entre la astronomía y la astrología, e igualmente entre las ciencias duras, como la biología y la física, y las ciencias humanas, como la psicología y la sociología? Esta es la cuestión crucial en la que Popper trabajará toda su vida. El pensamiento de Popper no es una doctrina filosófica completa, un sistema como el de los estoicos o Kant, por ejemplo, con una teoría, una moral y una soteriología. Ese carácter parcial de su filosofía está ligado al hecho de que, en lo esencial, se inscribe en un marco ya elaborado que él llama «racionalismo crítico» y que, grosso modo, corresponde a la filosofía kantiana. Por ello, no es menos coherente y profunda. Posee ramificaciones innumerables, de manera que ha dado lugar a muchas controversias, así como a lecturas a menudo divergentes. Muchas veces, Popper ha tenido la sensación de haber sido mal comprendido, incluso traicionado por algunos de sus más cercanos discípulos. Aquí solo aspiro a dar una idea del principio fundamental de su pensamiento. Pero si se quiere ir más lejos, habrá que leer su libro clave, Conjeturas y refutaciones. Tratemos de ir a lo esencial, que sin duda reside, para el propio Popper, en la famosa noción de «falsabilidad». Fundamentalmente, Popper la utiliza para designar el criterio de demarcación entre la ciencia y los demás discursos. Para él, en efecto, el discurso científico se caracteriza, en principio y antes que nada, por el hecho de que a diferencia de otros discursos es, como se dice tan a menudo, no verificable, sino, al contrario, «falsable», es decir, según una primera aproximación, refutable por la experiencia. Para comprender bien esta idea, lo mejor es partir de representaciones comunes de la ciencia a las que Popper se opondrá radicalmente. Normalmente, en efecto, sabios y filósofos tienen una propensión casi natural a considerar que la ciencia es el 196

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conjunto de proposiciones verdaderas y ciertas por demostrables -sea de manera puramente lógica, como en las matemáticas, o de forma experimental, como en las ciencias naturales-. En el fondo, espontáneamente pensamos que el objetivo de la actividad científica es el de probar, demostrar proposiciones a fin de alcanzar certezas o, al menos, probabilidades casi ciertas. Esa es una concepción de la ciencia que Popper llama el «verificacionismo», contra el que se alzará vigorosamente. Porque, según una paradoja sorprendente, el primer riesgo de ese «verificacionismo» es el de conducir a lo contrario de lo que persigue, a saber, al escepticismo. En efecto, según la perspectiva empirista, que tan a menudo es la «filosofía espontánea de los sabios», lo esencial del método científico reposa sobre lo que tradicionalmente llamamos el razonamiento por «inducción». La actividad científica, al menos del lado de las ciencias experimentales, procedería según este siguiendo cuatro grandes etapas: En primer lugar, estaría la observación, el registro neutro, por no decir pasivo, de datos suministrados por los sentidos. En segundo lugar, esta observación llevaría al científico a pensar que existe un orden en el universo o, por lo menos, secuencias ordenadas: cuando se calienta agua, siempre acaba por hervir, el día sucede a la noche, el calor dilata algunos materiales, derrite la cera, etc. Intervendrían entonces las hipótesis explicativas destinadas a «dar razón» de los fenómenos observados. El método experimental consistiría desde ese momento en tratar de verificar esas hipótesis con el objeto de transformarlas en leyes científicas definitivamente establecidas. Según la conclusión de este proceso, las grandes leyes científicas siempre se obtendrían a partir de la inducción: 197

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al observar regularmente la repetición de una misma secuencia de hechos (el agua entra en ebullición alrededor de los cien grados) se extraería una ley general (sobre los efectos del calor). El problema, por supuesto, como Hume había visto ya en el siglo XVIII, es que ese tipo de «verificacionismo» se vuelve en su contra y se convierte en escepticismo. Pues el razonamiento por inducción nunca nos permitirá alcanzar conclusiones ciertas. Puedo haber observado mil veces que el día sucede a la noche, ¡nada prueba con todo rigor que ocurrirá lo mismo mañana por la mañana! Por otra parte, por eso, en filosofía consecuente, Hume se consideraba a sí mismo escéptico y tenía a la ciencia, según sus propios términos, por una «creencia» entre otras: en efecto, gracias a la creencia paso de lo probable a lo cierto, de lo general a lo universal, de la convicción íntima de que el Sol va a salir a la certeza absoluta (pero en rigor ilegítima) de que saldrá mañana con seguridad. En realidad, nada me lo prueba absolutamente, no más que el hecho de que yo pueda tener certeza, únicamente a partir de la inducción, de que el agua volverá a hervir siempre alrededor de los cien grados. Así, la ciencia fundada sobre la observación solo sería una creencia, una «expectativa» en cierto modo, y de ninguna manera un cuerpo de verdades ciertas. Si la primera conclusión lógica del empirismo es el escepticismo, la segunda es el «psicologismo», es decir, la idea, tan paradójica como la primera, según la cual la ciencia no es más que un sentimiento, un «estado psíquico» entre otros, de manera que no habría criterio de demarcación claro y legítimo entre la ciencia y las demás opiniones, prejuicios o creencias. Aquí es donde Popper va a intervenir. Por supuesto, no puede sino estar de acuerdo con la conclusión de los 198

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empiristas: si toda la actividad científica descansa en la observación y la inducción, el escepticismo y el psicologismo se imponen. La experiencia podrá mostrar mil veces que una ley está «verificada», en esas condiciones nunca permitirá probar que lo estará otra vez de nuevo. Pero lo que Popper critica son las premisas de esta epistemología. Lo que es falso, a su parecer, es que la ciencia proceda por inducción y verificación. Al contrario, sus dos momentos claves son la conjetura y la refutación: la conjetura, porque el espíritu científico no es de ningún modo pasivo y neutro, sino activo e incluso, llegado el caso, apasionado. La refutación, porque, frente a la opinión dominante (punto en el que Popper introduce su verdadera «revolución»), la ciencia no tiene por objetivo «verificar» hipótesis («conjeturas»), sino, al contrario, hacer lo máximo para tratar de refutarlas o (los dos términos son aquí sinónimos) «falsadas». Veamos ahora lo que eso significa en realidad, por qué esta inversión de los puntos de vista, aparentemente banal, va a revelarse de una excepcional riqueza. En su obra, Popper a veces recurre a un ejemplo simple pero particularmente significativo. Consideremos la proposición «todos los cuervos son negros». Por las razones que acabamos de examinar, es imposible probar, tal y como pretendería el «verificacionismo», la verdad de una proposición semejante. Se podrán acumular mil, diez mil, cien mil observaciones que van en la misma dirección, nunca probarán absolutamente que todos los cuervos son negros. Siempre es posible, en efecto, que una nueva observación vaya en el sentido inverso, que un día se descubra un cuervo blanco o gris, y habría que conocer todos los cuervos pasados, presentes y futuros para poder establecer una conclusión con valida, lo que por definición es imposible. En cambio, es perfectamente posible refutar o 199

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falsar esta proposición, ¡basta que yo exhiba un solo cuervo blanco (o gris o verde, poco importa), y entonces estaremos seguros de que la proposición es falsa! De ahí la primera conclusión que Popper puede extraer de la noción de falsabilidad: hay asimetría entre la verdad y la falsedad. De forma más clara, es imposible probar empíricamente que una proposición es verdadera, en cambio es posible probar con todo rigor que es falsa. O, dicho de otra manera: nuestras certezas nunca pueden dar con la verdad, pero, en cambio, al menos podemos escapar del escepticismo, pues es cierto, e incluso absolutamente, que ciertas proposiciones son erróneas. A partir de este hilo conductor se hace posible trazar una línea de clara demarcación entre el discurso científico y el resto de discursos, no científicos: simplemente, una proposición que a priori no se presta a ninguna refutación posible (por ejemplo: Dios existe, que nadie puede refutar experimentalmente), no es, por pura definición, una proposición científica. En ningún caso eso significa que sea falsa, sino simplemente que depende de otra lógica distinta que la de la ciencia. Para comprender todo el alcance de esta simple observación, no carece de interés recordar una anécdota que dice mucho sobre las relaciones que Popper mantenía con discursos que siempre ha considerado, a pesar de sus pretensiones, como no científicos, en este caso, el psicoanálisis y el marxismo. A comienzos de 1920 Popper se interesa especialmente en los trabajos de Einstein sobre la relatividad. Por aquel entonces eran muy criticados. En paralelo, continúa estudiando el marxismo, al que, a priori, no es hostil. Él mismo estuvo tentado por el comunismo y, como socialdemócrata, simpatizó con las corrientes «austromarxistas». Finalmente, también se interesa en el psicoanálisis y 200

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sobre todo trabaja con Alfred Adler analizando grupos de niños. Sin embargo, desde entonces, quedó sorprendido por la diferencia fundamental de actitud que separa al físico del resto de intelectuales. Por un lado, marxistas y psicoanalistas adoptan siempre, hasta en los mínimos detalles, una actitud verificacionista. No se trata de negar que algunas de sus hipótesis sean plausibles, inteligentes o seductoras. . . y quizá incluso ¡«plenas de verdad»! Simplemente, siempre se invoca a la experiencia para confirmarlas, nunca para tratar de invalidarlas. Cualquiera que sea el caso que se presente, viene a confirmar la teoría, de tal forma que, sobre todo para los marxistas, la lectura de los periódicos, desde los titulares de la Une* hasta las breves noticias, funciona como una larga serie de pruebas en favor de sus convicciones. Y si por azar un acontecimiento parece oponerse a los principios fundamentales de la doctrina, rápidamente se inventa una «hipótesis ad hoe>>, una especie de parche para, como bien dice Popper, «inmunizar la teoría», vacunarla contra los posibles golpes de lo real. En la misma época, la actitud de Einstein ofrece una imagen exactamente inversa, la de la verdadera ciencia, según Popper. Uno de los aspectos de sus descubrimientos lo conduce a suponer que los rayos luminosos describen una curva cuando están en el campo de gravitación de un cuerpo sólido. Pero en lugar de inmunizar esta hipótesis contra cualquier posible golpe de lo real, él mismo imagina los medios que podrían refutarla. Efectivamente, a fin de probarla, haría falta poder observar el rayo luminoso de una estrella situada en el campo de gravitación del Sol. Pero para eso debe haber un eclipse. ¡El 29 de mayo de 1919 se presenta la ocasión! Se puede observar un eclipse de Sol desde África, y Einstein predice con precisión que, *

Primera cadena nacional francesa. (N. de la T.)

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en las fotos, las estrellas próximas al Sol deberán aparecer desplazadas de su posición habitual en el cielo, calculando igualmente la amplitud de ese desfase. Hecho esto, asume inevitablemente el riesgo de que los hechos lo refuten sin que ninguna inmunización sea posible en ese momento. Se expone al peligro de que los hechos lo contradigan de manera incuestionable. Aunque audaces y refutables, a diferencia de las tesis de Freud o de Marx, las conjeturas de Einstein van a resistir la prueba de los hechos. Sin duda, esta victoria no se consigue de una vez por todas, pero nos pone en camino de lo que es la ciencia auténtica: un conjunto de proposiciones refutables o falsables -una vez más, los dos términos son aquí sinónimos- que han superado, hasta que se demuestre lo contrario, pruebas de falsificaciones arriesgadas para ellas. De ese simple criterio de demarcación se siguen ya toda una serie de consecuencias importantes sobre la diferencia entre la ciencia y los demás discursos. Destacaremos aquí dos, particularmente significativas. La primera es que si la ciencia, en primer lugar y ante todo, es un cuerpo de proposiciones falsables, la principal característica de una conjetura científica será la de ser arriesgada, audaz, y no tibia, a priori inmunizada contra toda refutación y discusión posible. Ahora bien, un enunciado solo podrá ser refutado si excluye «valientemente» la posibilidad de ciertos acontecimientos en el mundo. Solo haciendo eso corre el riesgo de que los hechos lo contradigan -al contrario, una teoría que no excluya ninguna eventualidad, una hipótesis que puede explicar tanto un acontecimiento como su contrario, escapa a toda posibilidad de ser impugnada por lo real. 202

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Por supuesto, eso no significa (Popper no ha dejado de repetirlo), que los discursos no refutables sean falsos: ¡cómo podríamos probarlo, por otra parte, puesto que precisamente no son falsables! Incluso es posible que incluyan muchos elementos, en cierto modo, «verdaderos», al describir correctamente ciertas realidades. Simplemente, no pueden ser objeto de una discusión objetiva, susceptible de ser arbitrada hasta el final por pruebas que apelen a la experiencia. Además, a fuerza de inmunización, acaban por no enseñarnos nada sobre lo real: una doctrina que puede explicarnos todo, en verdad no explica nada. A fin de hacer el criterio de demarcación más sensible todavía, examinemos brevemente dos ejemplos (podrían, claro está, multiplicarse hasta el infinito) de proposiciones no científicas en tanto que manifiestamente no falsables: «Dios existe»: quizá es verdad, pero es imposible imaginar una experiencia, una prueba, que viniera a contradecir esta hipótesis. Por supuesto, se ha intentado muchas veces, como por ejemplo Diderot, en su Carta sobre los ciegos, escrita contra la teodicea de Leibniz. Es bastante fácil comprender su argumento: si existe el mal, que hiere injustamente a quienes no han pecado, es que no hay un Dios justo. Ahora bien, existen ciegos desde el nacimiento, luego no existe un Dios justo ... Pero, aparte de que el razonamiento solo es válido frente a un Dios justo, incluso en contra de este último, no prueba nada en absoluto para el creyente, que siempre puede suponer que «los caminos del Señor son inescrutables», ¡punto final! La proposición «Dios existe» nunca es verdaderamente refutable y, en ese sentido, no es científica. «Toda acción humana está determinada por intereses conscientes o inconscientes. No existe, por tanto, acto gratuito alguno ni libre albedrío»: este tema, común al utilitarismo y al materialismo, que presentan frecuente203

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mente como un hecho científico, es evidentemente todo lo contrario: un postulado torpemente metafísico, siempre no falsable. ¿Cómo probar, en efecto, que un acto no habría sido determinado secretamente por intereses inconscientes puesto que, por definición incluso, son invisibles e impalpables? Ni la teología, ni el materialismo seudocientífico o filosófico son teorías falsables. La segunda consecuencia del criterio de demarcación popperiano se refiere a la concepción de la objetividad que emplean las ciencias auténticas. Merece también todo nuestro interés. En el marxismo y el psicoanálisis, a menudo, de manera implícita o explícita, la idea que sostiene la teoría de la objetividad es la de un dominio de los intereses inconscientes. Eso da sentido, por ejemplo, al hecho de que, para ser psicoanalista, en principio haya que haber sido analizado. Igualmente, el sociólogo marxista es aquel que tiene (al menos es una de sus pretensiones más constantes) «objetivizado» su inconsciente social, el que ha tomado conciencia de sus determinaciones y de los intereses que pesan sobre su trabajo, sus elecciones, compromisos, etc. La objetividad, en ese sentido, no sería una propiedad intrínseca de este o aquel juicio o proposición, sino el resultado de un largo proceso, de un trabajo sobre uno mismo, sobre su historia, su familia, su medio, sus condiciones sociales de existencia, etc. Es muy posible que, en un plano personal, un trabajo semejante sea útil, e incluso necesario. Lo que afirma Popper, sin embargo, es que no tiene en rigor ninguna relación con la actividad científica, y esto, al menos, por dos razones. La primera es que si la actividad científica tuviera que depender de un trabajo semejante del sabio sobre sí 204

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mismo, deberíamos desembocar de inmediato en el escepticismo: porque ese trabajo es, por definición, una tarea infinita, e incluso el sociólogo o el analista más veterano no podrían pretender seriamente haber esclarecido la totalidad de su inconsciente social o personal. Nadie puede saber nunca a qué determinación está expuesto sin saberlo. Es incluso una simple tautología. Por consiguiente, desde esta perspectiva, la objetividad perfecta solo podría ser un ideal, nunca una realidad. La segunda razón, es que, de todas formas, eso no tiene ninguna importancia desde un punto de vista científico. Pues el problema no es de ningún modo el de saber «desde dónde habla el sabio», de analizar cómo y por qué ha llegado a tal o cual hipótesis, sino el de poder someter la hipótesis en cuestión a la discusión común y crítica. La objetividad de un enunciado científico no depende de la forma en la que es producido, sino únicamente de su «discutibilidad». El criterio de la objetividad no se sitúa en una genealogía más o menos sospechosa, sino en lo que Popper llama una «epistemología sin sujeto», es decir, una teoría de la ciencia en la que uno se cuida como de un mal de ojo del inconsciente de los investigadores. Ciertamente, nos podríamos interesar en ella desde otro punto de vista: por ejemplo, si nos ponemos a reflexionar en las políticas científicas, si nos preguntamos por qué se trabaja sobre tal objeto, en una dirección más que en otra, etc. Todas esas cuestiones son legítimas e interesantes. Pero no afectan en nada al problema de la objetividad científica, que Popper, en su libro titulado Conjeturas y refutaciones, define en estos términos: «Si se me preguntara: ¿cómo llega a conocer usted? ¿Cuál es la fuente o la base de su saber? [ ... J Respondería: no lo sé, mi afirmación era una simple conjetura. Poco importa esta o las fuentes de las que ha podido salir -hay 205

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varias posibles y puede que no sea consciente de ellas. De todas formas, las cuestiones de origen o de genealogía tienen poco que ver con las cuestiones de verdad. Pero si el problema que he intentado resolver con mi hipótesis os interesa, podéis colaborar conmigo criticándola tan severamente como podáis, y si podéis indicar una pueba experimental que creéis que podría refutarla, con gusto os ayudaré.» Lo que muestra que el científico no es ni un periodista, ni un filósofo de la sospecha, sino alguien que, en principio, no puede sino estar abierto a la discusión pública. Ese es sin duda uno de los aspectos más profundos del pensamiento popperiano: como Kant, inscribe la intersubjetividad, la ética de la discusión, diríamos nosotros hoy en día, en el corazón de la objetividad. En su «epistemología sin sujeto», se interesa por los enunciados, las ideas y las conjeturas, no por el sexo, el origen social, étnico, religioso o cultural de los que las defienden. Por eso también se puede «acabar con las ideas sin acabar con los hombres», refutar una hipótesis, sin arrojar seguidamente el anatema sobre quien la ha propuesto. De ahí el doble vínculo que mantienen ciencia y democracia: no solamente todo el mundo es, al menos en principio, igual ante la ciencia, en el sentido de que nadie está excluido de la discusión por «naturaleza», en razón de su clase social o de cualquier otra pertenencia comunitaria que se quiera. Sino que además, tanto en la ciencia como en una verdadera democracia, nada escapa tampoco, salvo precisamente la esfera privada del «sujeto», a la discusión pública ... Para completar el cuadro, no carece de interés presentar el reverso, por así decir, exponer de manera tan objetiva e imparcial como sea posible el punto de vista que acabamos de ver cómo Popper se ha esforzado en criticar, a saber, el prejuicio de la sospecha o, como decía el propio Nietzsche, de la «genealogía». Aquí, ya no nos pregunta206

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mos por lo que dice el interlocutor, sino desde dónde habla y quién es para sostener el discurso que sostiene. Perspectiva, por tanto, rigurosamente inversa a la defendida por Popper.

La genealogía según Marx, Nietzsche y Freud En efecto, es exactamente la concepción de la ciencia que hemos visto puesta en marcha por Popper, la que los «filósofos de la sospecha» siempre se han esforzado por «deconstruir», proponiendo una concepción distinta del pensamiento, de la «teoría», entendida como actividad «genealógica». Nosotros ya la hemos tratado a propósito de Nietzsche, pero ahora me gustaría volver sobre ella de manera más minuciosa, sobre todo para situar mejor la genealogía nietzscheana en relación con la de los otros grandes filósofos de la sospecha que son Marx y Freud. Y como estos han influido en muchos aspectos la filosofía contemporánea, al menos hasta una fecha reciente, no es vano tener algunas ideas claras relativas a ellos. Ya se trate de las «ideologías» burguesas criticadas por Marx, de los «ídolos» de la metafísica hechos añicos por Nietzsche o de la crítica de la religión como «neurosis obsesiva» de la humanidad según Freud, el gesto es, en un primer momento al menos, similar: siempre se trata de acabar con las ilusiones de una humanidad que trascendería la realidad material (la de la historia para Marx, la de la vida para Nietzsche, o de las pulsiones en el psicoanálisis freudiano) en cuyo seno, en verdad, está del todo inmersa. A pesar de ello, una diferencia crucial distingue la actitud intelectual de Nietzsche, por un lado, y la de Marx y Freud, por otro -una diferencia que va a permitir comprender en qué medida su materialismo, y por lo mismo su crítica de las 207

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ilusiones de la trascendencia, es infinitamente aún más radical que la de sus dos iguales en filosofía de la sospecha. Y es que Marx y Freud, a pesar de lo que se haya podido decir, son cuando menos herederos de las Luces. Con esto quiero decir que su pretensión de verdad, de más verdad incluso que todas las teorías anteriores a la suya, todavía se inscribe en el marco de una búsqueda científica o racionalista. Para pensar lo irracional, no pretenden abandonar la razón, sino más bien aplicarla a lo que es o parece ser diferente a ella: hay una lógica de las ideologías y de su producción, de igual manera que hay una lógica en marcha en la emergencia de los lapsus, de los sueños, de las patologías neuróticas o psicóticas. Incluso si las verdades que descubren o creen descubrir se pretenden revolucionarias --de lo que no dudaremos aquí- tanto uno como otro siguen estando convencidos de fundar una ciencia nueva: ciencia de la historia y de la economía para Marx, ciencia del inconsciente y de la vida psíquica para Freud. Incluso si pretenden revolucionar la sociología o la medicina, Marx no deja de ser sociólogo y Freud médico. Entre la ideología --es decir, los discursos ilusorios- y la ciencia auténtica existe realmente para ellos una línea de demarcación tan clara como irreductible. Por razones que hemos sugerido en el primer capítulo de este libro, la situación de la genealogía nietzscheana es necesariamente distinta. Su crítica de la ciencia y, más generalmente, de todas las manifestaciones de la voluntad de verdad como emanación típica de las fuerzas reactivas no le permite reasumir tan ingenuamente como Marx y Freud una posición -tan sofisticada e inédita como se quiera- de «científico». ¡La deconstrucción de la verdad a la que se entrega toda la obra de Nietzsche no puede con todo, sin contradicción flagrante, recibir a su vez el estatuto de una verdad científica! 208

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Así, desde ese punto de vista, para precisar exactamente el sentido y el estatuto de la filosofía de Nietzsche, una comparación con los demás filósofos de la sospecha, y sobre todo con el psicoanálisis, puede revelarse muy esclarecedora. En principio, un «buen psicoanalista» debe haber pasado él mismo por un análisis. Debe -admitiendo por hipótesis que una fórmula semejante tenga sentidohaber «aclarado» suficientemente su propia historia y sus relaciones con su propio inconsciente para poder entender a los otros. Se da por supuesto que por lo menos sabe un poco sobre sí mismo, y las interpretaciones que da de los diversos síntomas que percibe en sus pacientes deben poseer, tanto como sea posible, una cierta relación con lo «verdadero». Para revelar la «verdad de los demás», o al menos comprender parte de esta, hay que haberse revelado un tanto a sí mismo, en la medida de lo posible. Sutilmente, lo que siempre se esconde más o menos detrás de una convicción semejante, incluso si en contadas ocasiones se ofrece una explicación, es la convicción implícita de que a pesar de todo existe un vínculo entre la idea de una cierta autonomía de la subjetividad (la que se supone en un psicoanalista «veterano») y la noción de objetividad (la que se atribuye a sus interpretaciones). Al exigirle al futuro psicoanalista que se analice a sí mismo, lo que se le reclama es que llegue, gracias a su propio análisis, a ser un sujeto, si no perfectamente libre y soberano, al menos un poco más liberado y consciente de sí mismo que sus propios pacientes -de manera que las interpretaciones que formule, sin pretender quizá la «verdad absoluta», no dejen de manifestar cierta aspiración de aproximación, por poca que sea, a lo verdadero. La perspectiva nietzscheana es mucho más radical. Cuando Nietzsche afirma que «no hay hechos, sino solo 209

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interpretaciones», no duda en añadir que no hay, propiamente hablando, ni «sujeto» que interprete, ni «objeto» interpretado. La fórmula puede parecer una figura de estilo, incluso casi puede parecer absurda. No lo es. He aquí lo que significa: el genealogista, como el psicoanalista (o como el crítico marxista de las ideologías), es el que interpreta las creencias, los ídolos, las ilusiones (de la trascendencia), en resumen, los síntomas en general, relacionándolos con los procesos inconscientes que los han engendrado. Pero, a diferencia del psicoanalista (al menos si este no es nietzscheano y piensa, al menos en cierta medida, que su disciplina es una ciencia), el genealogista admite plenamente la idea de que su interpretación está totalmente producida por su propio inconsciente, que solo es un reflejo, sin ninguna verdad superior, de sus propias fuerzas vitales y que estas son siempre irreductibles a la conciencia que se puede tener de ellas, que en consecuencia se le escapan, tanto a él como a los que él pretende interpretar. En esas condiciones, que inevitablemente son las del genealogista nietzscheano en razón misma de sus presupuestos anticientíficos, la interpretación del genealogista no podría tener ninguna pretensión científica de verdad. Al contrario, en tanto que producto de fuerzas inconscientes que atraviesan al genealogista tanto como a aquellos cuyas ilusiones critica, esa interpretación es a su vez interpretable por otro genealogista cuyas interpretaciones son a su vez interpretables según un proceso que puede repetirse hasta el infinito. Hay así, en la pretensión metafísica de querer juzgar el mundo de aquí abajo como si pudiésemos sobrepasarlo y libramos nosotros mismos de las fuerzas vitales que nos hacen ser lo que somos, o mejor, que simplemente somos, un verdadero círculo vicioso: comprender el círculo es también comprender que ningún 210

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enunciado filosófico, aunque fuera el del propio Nietzsche, no podría escapar a lo que lo engendra (a la vida), que no hay, en el sentido que sea, «meta-lenguaje», verdad que sobrepasaría lo real. Eso es exactamente lo que quiere decir Nietzsche cuando declara, en el Crepúsculo de los ídolos, que «una condena de la vida por parte del viviente nunca es más que el síntoma de una especie de vida determinada». Eso significa que nuestras evaluaciones, nuestros puntos de vista, nuestras interpretaciones del mundo, nunca pueden fundarse a partir de la referencia, cualquiera que sea, a un saber, en sentido propio, absoluto (no relativo a la vida). Al contrario, lo único que hacen es expresar nuestro estado vital --en lo que vemos que Nietzsche es realmente un materialista radical-. Nada trasciende ni mínimamente la materialidad de lo viviente. En este sentido hay que entender ese pasaje de la Gaya ciencia titulado «Nuestro nuevo infinito» según el cual «el mundo, para nosotros, se ha vuelto infinito, en el sentido de que no podemos negarle la posibilidad de prestarse a una infinidad de interpretaciones» de las que ninguna podría nunca culminar en la ilusión de una verdad última. En la filosofía moderna, el relativismo escéptico, la creencia en la imposibilidad de alcanzar una verdad objetiva, siempre había tomado la forma de un «subjetivismo»: si era imposible llegar a la objetividad, era porque precisamente la subjetividad del individuo estaba, por así decir, hasta tal punto afirmada que venía a hacer imposible cualquier esperanza de encontrar criterios aceptables de objetividad (de lo bello, de la verdad, de la moralidad, etcétera). No hay nada semejante en Nietzsche. Su escepticismo, si el término todavía conviene, como mucho adquiere la forma de un perspectivismo sin sujeto ni objeto, de una teoría de la interpretación en la cual solo existe 211

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la interpretación como tal, sin la expectativa de una verdad científica, e independiente de la idea de un sujeto que interpretaría tanto como de un objeto interpretado. Es casi impensable y, por otra parte, no estoy del todo seguro de que Nietzsche no ceda a la convicción de tener «razón», como suele decirse, contra las ilusiones de la metafísica. Pero en todo caso, esta es la concepción de la genealogía que intenta pensar -lo que hace que no sea un filósofo de la sospecha como los demás. Para él, como acabamos de ver, la filosofía nunca podría ser una ciencia. A decir verdad, esa es una convicción que comparte con la mayoría de los filósofos que saben, incluso cuando hablan de teoría, que esta no tiene ninguna pretensión, estrictamente hablando, científica. Las grandes tesis filosóficas no son ni verificables ni falsables experimentalmente. Por ejemplo, ¿el cosmos es armonioso y bueno, como piensan los estoicos o, por el contrario, caótico y neutro, como afirman los epicúreos y los atomistas? Imposible de responder, desde un punto de vista científico, pues ninguna experimentación puede confirmar o invalidar verdaderamente las palabras de los filósofos. Algunos «cientifistas» -algo miopes- a veces concluyen que la filosofía es un discurso hueco. No han comprendido su estatuto en absoluto. Por eso puede ser muy útil reflexionar con rigor sobre la diferencia entre filosofía y ciencia. Hemos visto lo que decía Popper al respecto, en la estela del racionalismo crítico fundado por Kant. Pero también Heidegger, al continuar y explicitar la obra de Kant, ha intentado enfrentarse al mismo problema, aunque de forma muy diferente a la de Popper. Me gustaría, pese a lo abstracto que puede llegar a ser, presentar lo más claramente posible las conclusiones a las que ha llegó gracias a su inspiración kantiana. Aunque en las antípodas de las de Popper, me parecen también profundamente justas y útiles. 212

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Teoría filosófica y teoría científica según Heidegger: la cuestión de la ontología La primera conclusión de Heidegger --conclusión que nadie, según me parece, cuestiona- es que la filosofía, a diferencia de las ciencias, no trata sobre ningún objeto particular. Con su vocabulario, que se aleja bastante del lenguaje común porque a menudo retoma conceptos que vienen del griego antiguo, Heidegger dice que la filosofía no trata sobre ningún «ente» en particular. La sociología, por ejemplo, se ocupa de un objeto preciso, la sociedad, la biología de los organismos vivos, y de la misma forma, todas las ciencias exactas o humanas poseen un objeto que las define y a cuyo estudio se limitan: un matemático que estudia los números no es un historiador y él mismo no se confunde con un físico porque los objetos -las cosas reales, los «entes»- que estudian no son sencillamente los mismos. En cambio, cuando los estoicos, por ejemplo, nos hablan del «cosmos» en general, no se ocupan de ningún ente, de ningún objeto particular, sino de la totalidad del Ser en general. Por lo que, según Heidegger, la filosofía es en primer lugar y ante todo, por lo menos en su parte teórica (la única que aquí nos interesa sin incluir por tanto la de la moral y la soteriología), una ontología, una teoría del ser, no una teoría de tal o cual clase de objetos o de datos particulares. Más concretamente, y aquí damos un paso más, la teoría filosófica se interroga sobre las características comunes de todos los «entes», de todos los objetos particulares, y esto antes incluso de tener una experiencia concreta (teniendo este «antes» una significación lógica y no cronológica: es obvio que, felizmente, comenzamos a ver objetos antes de hacer filosofía). 213

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Esto significa que incluso antes de haber visto o tocado tal o cual objeto particular, puedo saber, completamente a priori, que debe poseer un cierto número de propiedades sin las cuales no podría ser tenido por objeto. Por ejemplo, antes de haber visto una mesa, una silla o un árbol, sé que tendrán en común que se sitúan en el espacio y en el tiempo, que ocupan una cierta porción de ese espacio, que son en cierta medida idénticos a sí mismos (es decir, que tienen una cierta permanencia a través de las diferentes modificaciones que subsisten al hilo del tiempo), que poseen una razón de su existencia o, si quiere, una causa, etc. Por tanto, la filosofía, desde ese punto de vista teórico, puede definirse como una ontología, si al menos se le da al término el sentido preciso y, en verdad bastante inusual, que a veces le da Kant y, tras él, Heidegger, de definición a priori de la objetividad del objeto, de lo que constituye la esencia de la objetividad en general -lo que también Heidegger designa, en el gran libro que dedica a Kant, con la sugestiva expresión de pre-comprensión ontológica = lo que yo sé del objeto antes de tenerlo presente ante mí. Si uno quiere hacerse una idea de lo que esos términos tan abstractos significan, uno de los rodeos más simples consiste en acordarse del B-A BA de la teoría de los conjuntos. Eso permite hacer totalmente inteligible el sentido en que se toma aquí el término de ontología. Sabemos, en efecto, que para definir un conjunto en matemáticas, basta enunciar una propiedad a la cual corresponderán un cierto número de elementos (los que precisamente se clasifican bajo esa propiedad). Ahora bien, si yo quiero definir a priori un conjunto vacío, es decir, un conjunto al que no corresponda ninguna realidad, basta con que enuncie una propiedad que niegue explícitamente uno de los criterios que la ontología indica como constitutivos de la definición de 214

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toda objetividad. Así, por ejemplo, si admito al nivel de la ontología que un objeto, para ser objeto, debería ser idéntico a sí mismo, basta con que niegue el principio de identidad, que ponga, por ejemplo, como propiedad que define mi conjunto la propiedad de «no ser idéntico a sí mismo», o «X difiere de X», y con certeza habré definido a priori un conjunto en el que ningún elemento se pueda clasificar. Quien comprenda este ejemplo necesariamente comprende lo que se entiende aquí por ontología. Si se reflexiona sobre la operación por la que hemos obtenido esta definición del conjunto vacío, se verá que efectivamente exige, aunque sea implícitamente, que yo cuente con una idea, un criterio de las propiedades sin las cuales un objeto no podría representarse como existente. Y ese criterio, se convendrá, lo poseo totalmente a priori: para saber que a la propiedad x difiere de x, no corresponde ningún elemento, no hay ninguna necesidad de comparar uno por uno los objetos empíricos con el fin de ver si, por ventura, se encuentra entre ellos uno al que corresponda esta exigencia. Esta definición general de la objetividad del objeto (de la «entidad del ente», como dice Heidegger) aparece así como el primer y principal objeto de toda filosofía. Su primera tarea, en efecto, es la de describir y enumerar el conjunto de esos criterios sin los cuales un objeto no podría ser pensado como tal. Este es el trabajo que ya aborda Platón cuando distingue la idea (lo que es estable, idéntico a sí mismo) de lo sensible (siempre variable y cambiante), como lo que es plenamente frente a lo que tiene menos ser; o Aristóteles cuando enuncia su tabla de las «categorías». Pero sin duda es Kant quien pretende dar a esta enumeración una forma verdaderamente sistemática. Sin profundizar aquí en los resultados de ese trabajo ontológico, puede decirse que los dos criterios fundamentales que el conjunto de la filosofía moderna ha destacado 215

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como esenciales a toda definición de la realidad de lo real son el principio de identidad y el principio de razón. Una vez descrita esta ontología, todavía es posible preguntarse sobre su origen, es decir, sobre las razones por las que precisamente pensamos la objetividad en general de tal forma y no de tal otra, según esos criterios (identidad, razón) y no según otros; igualmente, sobre los motivos que hacen, según parece, que esos criterios sean más o menos comunes a la humanidad (comunidad que podríamos probar, si se nos pidiera un indicio, por la capacidad de las ciencias que utilizan o han utilizado esos principios para ser universalmente comunicadas y discutidas), y fundamenten así la perspectiva ética de la comunicación intersubjetiva. Puede decirse que ante la cuestión del origen de las estructuras ontológicas, se han aportado dos tipos de respuesta. La primera consiste en buscar una razón, un fundamento de esa estructura, por tanto, en duplicarla en cierta forma haciendo funcionar sobre ella uno de sus elementos constitutivos (el principio de razón). Habitualmente, este fundamento se ha encontrado en Dios, creador de las «verdades eternas» de la ontología. De ahí el término que Kant y, tras él, Heidegger han utilizado para designar ese tipo de respuesta: «onto-teo-logía», puesto que la explicación de esa comunidad de estructura que pone de manifiesto la ontología reposa sobre una cierta teología, sobre un pensamiento de Dios como fundamento de las verdades filosóficas. En ese sentido, la tentativa «materialista» de deducir las categorías ontológicas de un fundamento material, de explicar, por ejemplo, la aparición del principio de identidad a partir de una «relación social» como la del trueque, se integra perfectamente en el mecanismo de la onto-teología, incluso si ofrece de esta una versión secularizada. Ese modo de funcionamiento de la onto-teología fue denunciado por primera vez por Kant, después, de una 216

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forma bastante análoga, por Heidegger. Sin entrar en el núcleo de esta crítica, al menos podemos enunciar someramente su principio: consiste en denunciar la onto-teología como circular mostrando cómo, para fundar la ontología, esta ya está obligada a utilizar principios que son los de la ontología, de manera que su justificación se vuelve un círculo vicioso. De ahí la segunda «respuesta» que se aporta a la cuestión del origen de la ontología, respuesta que, para Kant, y después para Heidegger (¡nunca se mencionará suficientemente lo que Heidegger ha leído y releído a Kant!), consiste en deconstruir la cuestión misma. Esta explicita su circularidad y concluye, al término de esta deconstrucción, en la imposibilidad misma de encontrar un verdadero fundamento de la ontología y de aportar así una respuesta definitiva a la cuestión del origen último de nuestras estructuras filosóficas de pensamiento. De nuevo se advertirá que ninguna de esas dos cuestiones depende de un análisis científico. La ciencia siempre supone las estructuras ontológicas que la filosofía trata de sacar a la luz. No las cuestiona ni busca (salvo de cuando en cuando, como de pasada) explicitarlas. Para utilizar una metáfora sencilla, pero significativa, podemos pensar en el juego de ajedrez: las ciencias son como las diferentes jugadas, la filosofía, al menos en su parte teórica, como el análisis reflexivo que trataría de extraer las reglas del juego para explicitarlas e intentar pensar la cuestión de su origen. Con Kant y Heidegger, que sigue en esto sus enseñanzas, comprendemos al fin por qué la idea de un fundamento último de los valores es imposible, incluso aberrante. Como un pez que no podría salir de su pecera para contemplarla desde el exterior, nosotros no podemos salir de nuestro pensamiento para explicar su origen como desde 217

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el afuera. Tanto si nos situamos en un punto de vista materialista, para tratar de elaborar, como por ejemplo hacen hoy muchos biólogos, «fundamentos naturales de la ética», del arte y de la ciencia, como si deseamos mantener en vida el antiguo punto de vista de la teología, que vincula todas las actividades del espíritu humano al Ser supremo, el propósito de querer extraer un fundamento último es ilusorio. Ciertamente, podemos describir los valores, lo verdadero, lo bello, el bien y, a veces, el sentimiento de lo absoluto que nos inspiran. Podemos hacer de ello, como dice Husserl, ese otro potente discípulo de Kant que fue el maestro de Heidegger, una fenomenología. Pero nos es imposible fundamentarla absolutamente. Eso es lo más profundo que nos enseñan, en mi opinión, las reflexiones de Kant y de Heidegger sobre la diferencia entre filosofía y ciencia.

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Etica aplicada: Los derechos del animal según los utilitaristas. La educación a través del trabajo según Rousseau y Kant

el siglo xvm, el universo occidental está dominado casi sin excepción por dos grandes visiones morales del mundo: por un lado, el utilitarismo, que reina en el universo anglosajón y sostiene, todavía hoy, casi todos los debates éticos y jurídicos en Estados Unidos, y, por otro, el kantismo, que reencontramos, bajo formas diversas, en la mayoría de las tradiciones republicanas de la vieja Europa. Esas dos visiones morales del mundo tienen ciertos rasgos comunes: ambas, por ejemplo, son individualistas y reconocen los derechos de la persona. Ambas, también, son universalistas en el sentido de que buscan no solo el bien común, sino que consideran a los seres humanos como moralmente iguales entre sí. Por lo demás, divergen principalmente en un punto esencial: para los utilitaristas, lo que fundamenta la dignidad moral de un ser o, para hablar con más precisión todavía, lo que debe incitarnos a respetarlo, es el hecho de que posee «intereses», es decir, más claramente, que sea susceptible de experimentar placer y dolor, que sea capaz, por lo mismo, de sufrir. Para los kantianos, esta consideración no es, desde luego, despreciable, pero lo que fundamenta la dignidad moral de un ser y exige su respeto proviene de otro lugar y se refiere a una cualidad que solo el ser

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humano posee verdaderamente: la libertad, entendida justamente como la capacidad de poder poner de lado, en ocasiones, sus intereses egoístas para poder, llegado el caso, si no sacrificarse, al menos ponerse entre paréntesis para ocuparse de otro. Más que una exposición puramente teórica, he preferido, con el fin de dar al lector una idea sustancial de esos puntos de vista opuestos, abordar dos ejemplos de ética aplicada: el del derecho de los animales, que constituye un aspecto esencial de la literatura utilitarista, y el de la educación que, en la tradición republicana inspirada por Kant o, por lo menos próxima a sus ideas, ha tomado una dimensión de una importancia inestimable. Comprenderemos así los principios de esas dos éticas humanistas, pero también podremos captar sus divergencias de fondo a la vez que sus posibles prolongaciones en un plano completamente práctico.

El utilitarismo anglosajón El utilitarismo es, sin ninguna duda, la doctrina filosófica que ha tenido más éxito en el mundo anglosajón desde el siglo XVIII. Todavía hoy, un número impresionante de filósofos contemporáneos, principalmente moralistas, tienen esta filosofía como referencia. Para que esto suceda, es necesario que haya en ella algo potente que hay que tratar de comprender aunque no se compartan sus principios. Generalmente, se considera que el padre fundador del utilitarismo es Jeremy Bentham (17 48-1832). Ha sido admirado hasta nuestros días por una línea ininterrumpida de filósofos que han tratado de prolongar y profundizar sus ideas. 220

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Comencemos por despejar un malentendido, lamentablemente muy extendido: el utilitarismo no tiene nada que ver con una justificación del egoísmo, con una defensa e ilustración de los intereses particulares contra el interés general. De ser así, no se entendería por qué, en sentido estricto, podría constituir una moral. Nunca ha defendido la tesis que en ocasiones se le atribuye, según la cual ¡todo lo que sirve para mis intereses personales sería forzosamente bueno! Por el contrario, el utilitarismo se presenta como una moral «altruista», es decir, una moral que tiene en cuenta a los demás y se preocupa por el bienestar de todos. De hecho, su intuición fundadora podría enunciarse de la siguiente manera: una acción es buena cuando tiende a realizar la mayor cantidad de felicidad en el universo para el mayor número posible de seres afectados por esa acción. Es mala en caso contrario, es decir, cuando tiende a aumentar la cantidad global de desgracia en el mundo. Vemos que el postulado inicial no tiene nada de egocéntrico y que incluso debe entrar directamente en conflicto con los comportamientos que se limiten al exclusivo cuidado de uno mismo: para los utilitaristas existen, en efecto, casos en los que se puede exigir el sacrificio individual en nombre de la felicidad colectiva, y la naturaleza exacta de tales conflictos constituye uno de los principales problemas de la teoría utilitarista. Aclarado esto, se comprende que a partir de una convicción semejante, el utilitarismo adoptará una posición opuesta a la de Rousseau y Kant sobre la cuestión crucial del humanismo, la diferencia entre el ser humano y el animal. Nosotros hemos visto en la primera parte de este libro que, para este último, lo que hace del hombre un «ser moral», un ser que merece ser respetado y protegido, especialmente por esos famosos derechos que formulará la 221

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gran Declaración de 1789, es su libertad entendida como la capacidad de alejarse de la naturaleza para entrar en la doble historicidad de la educación y la cultura. La moral que Rousseau inspira a Kant y a los grandes republicanos franceses es, por tanto, una moral del desinterés. Ciertamente, esta no desprecia de ningún modo la felicidad, como algunos comentadores superficiales a veces han creído, pero sostiene que en algunas circunstancias, cuando es contraria a lo que debe hacerse moralmente, hay que saber dejarla de lado y actuar de forma desinteresada. El utilitarismo piensa exactamente lo contrario: para él, la búsqueda de la felicidad debe imponerse sobre cualquier otra consideración. Es ella la que constituye a la vez el primer principio y el fin último de la moral. Desde esta perspectiva, si se admite como postulado que la cantidad de felicidad sobre esta tierra es el exclusivo y único criterio ético, es absolutamente normal que se extienda la protección del derecho a todos los seres susceptibles de sufrir, sean o no personas humanas. Porque lo que en el fondo importa es esa suma global de alegrías y penas en el mundo, ¡y no el hecho de que estas sean alegrías y penas de una u otra categoría de seres, dotados o no de más o menos capacidad de libertad! En esas condiciones, que se trate de un ser humano o de un animal poco importa, puesto que lo que la moral utilitarista nos invita a combatir es el sufrimiento o la desgracia en todas sus formas. Eso es lo que expresa a la perfección un breve texto de Jeremy Bentham que formula de manera condensada y clara esta idea fundadora de todo el pensamiento utilitarista. Prestemos atención a los términos que emplea Bentham. Notemos, por ejemplo, que de entrada habla del «resto del reino animal» para designar lo que los utilitaristas de hoy en día llaman «animales no humanos»: es su manera de decir, a la inversa que Kant y Rousseau sobre

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todo, que el hombre es un animal como los demás y que la especie humana forma parte integral del reino animal en su conjunto. Observemos también que fue escrito justo después de la Revolución francesa, en el momento en que Francia acababa de liberar a los esclavos negros, mientras que continuaba, según la conocida expresión, «tratándolos como animales» en los territorios británicos: «Quizá llegue el día en que el resto del reino animal recuperará los derechos que nunca le hubieran podido ser arrebatados de no ser por la tiranía. Los franceses ya han conseguido que la piel oscura no sea una razón para abandonar sin recursos a un ser humano a los caprichos de un perseguidor. Tal vez se acabe un día por comprender que el número de piernas, el vello de la piel o la extremidad del hueso sacro son razones igualmente insuficientes para abandonar a una criatura sensible a la misma suerte. ¿Qué otra cosa debería trazar la línea de demarcación? ¿Acaso la facultad de razonar, o quizá la facultad del lenguaje? Sin embargo, un caballo que ha llegado a la madurez o un perro es, más allá de toda comparación, un animal más sociable y más razonable que un recién nacido de un día, de una semana o incluso de un mes. Pero supongamos que fuera de otro modo, ¿de qué nos serviría? La cuestión no es: ¿pueden razonar? Ni: ¿pueden hablar? Sino: ¡¿pueden sufrir?!» El argumento central está claro: las diferentes cualidades que suelen invocarse para valorar al hombre en detrimento del animal (la razón, el lenguaje) no son pertinentes. Evidentemente, no concedemos más derechos a un hombre inteligente que a un tonto, ni a un parlanchín que a un afásico (alguien que ha perdido la facultad de hablar). El único criterio moral significativo solo puede ser, para Bentham, la capacidad de experimentar placer y 223

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dolor. Desde que un ser puede sufrir, y contrariamente a lo que pensaba Descartes, obviamente los animales sufren, tenemos el deber moral de ahorrarle en la medida de lo posible sufrimientos. Las consecuencias de un principio semejante no son ni simples ni evidentes. Por ejemplo, la mayor parte de los utilitaristas hoy en día son vegetarianos y generalmente hostiles a los experimentos que se llevan a cabo en los laboratorios con animales, pero no todos: porque por la argumentación de la cantidad de felicidad en el mundo se puede, en una cierta medida, hacer experimentos con animales e incluso matarlos sin hacerlos sufrir inútilmente, es decir, sin provecho, y si acciones como esas son, en suma, susceptibles de disminuir los sufrimientos, pueden ser legítimas. Por eso debe entenderse que la moral utilitarista se va a presentar precisamente, no como una doctrina de aplicación simple, sino como un difícil «calculo de los placeres y sufrimientos» que considera los casos prácticos con mucho cuidado. Debemos observar que esta visión moral del mundo se inscribe en una perspectiva que cuenta con los progresos de la democracia, es decir, con los progresos de la «igualdad de condiciones», para que tras las mujeres, a las que hasta hace poco no se les concedía el derecho al voto, tras los Negros de África, que se habían visto reducidos a la esclavitud, los animales entraran a su vez en la esfera del derecho. Hay que recordar a las jóvenes generaciones -pues eso les parece con razón inimaginable- que piensen que, en ciertos países de Europa, sobre todo en algunos cantones de Suiza, ¡aún se denegaba a las mujeres el derecho al voto hasta finales de los años 70! Lo que significa que lo que nos parece escandaloso, e incluso grotesco hoy en día, podía estar sobrentendido apenas algunos años antes y, recíprocamente, lo que aún nos parece insensato, por ejem224

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plo, conceder derechos a los animales, quizá sea la evidencia del mañana. Ahora podemos resumir el pensamiento utilitarista en tres puntos fundamentales: 1) el hombre no es el único ser que posee derechos, sino que deben beneficiarse de estos todos los seres susceptibles de experimentar placer y dolor. El utilitarismo, por tanto, no es una moral centrada exclusivamente en el hombre, no es un «antropocentrismo»; 2) el objetivo último de la actividad moral y política es la optimización de la cantidad de felicidad en el mundo, y no primordialmente el respecto de la libertad (salvo, claro está, si esta libertad es un elemento de nuestra felicidad); 3) el derecho tiene por finalidad primera proteger intereses, cualquiera que sea el sujeto al que esos intereses pertenezcan (si por otra parte todos son iguales, poco importa en efecto que se trate de los intereses de un blanco o de un negro, de un hombre o de una mujer, de un humano o de un ratón, etc.). A finales del siglo XIX, un libro escrito por uno de lo más grandes discípulos de Bentham, Henry Salt, Les Droits de l' animal dans leur rapport avec le progres social ( 1892) reactivará la discusión precisando las tesis del utilitarismo y aplicándolas a cuestiones muy concretas: reconocimiento de los derechos de los animales salvajes, crítica de las matanzas, de la caza, de la moda del cuero, de las plumas o de las pieles, de la experimentación con animales, etc. He aquí la primera línea de su obra, que le da perfectamente el tono: «¿Tienen derechos los animales? Sin ninguna duda, si los hombres los tienen ... ». Pues para Salt, como para Bentham, los derechos son simplemente protecciones que proceden del Estado en dirección a lo seres susceptibles de sufrir. En consecuencia, si los hombres tienen derechos, no hay ninguna razón para que los animales no los tengan puesto que a todas luces sufren tanto como los humanos. 225

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Hoy, un filósofo australiano, Peter Singer, prolonga este tipo de argumentación en su libro titulado, de forma significativa, La liberación animal (el título, por supuesto, alude a los movimientos de liberación de la mujer). Como para Bentham o Salt, es la capacidad de experimentar placer o dolor lo que supone toda la dignidad de un ser y lo constituye, en sentido amplio, en persona moral. En el lenguaje de Singer, se dirá que esta capacidad se traduce en el hecho de «poseer intereses». De nuevo aquí no es estéril detallar un poco el tipo de argumentación y de lenguaje que mantienen constantemente los utilitaristas. He aquí, a título de muestra, un pasaje destacable del libro de Singer: «La capacidad de sufrir y de experimentar placer es un prerrequisito para tener intereses, una condición que hay que cumplir antes de poder hablar con sensatez de intereses. Sería absurdo decir que no entraba en los intereses de la piedra, por ejemplo, que los niños le fueran dando puntapiés camino de la escuela. Una piedra no tiene intereses porque no puede sufrir ... A un ratón, por el contrario, le interesa que no le vayan dando puntapiés a lo largo del camino que lleva a la escuela, porque sufriría con ello ... Así, el límite de la sensibilidad (un término estenográfico cómodo aunque imperfecto para designar la capacidad de sufrir y/o experimentar placer) constituye el único límite válido al respeto que tenemos que otorgar a los intereses de los demás. Resultaría arbitrario fijar este límite mediante otra característica como la inteligencia o la racionalidad.» El razonamiento tiene el mérito de ser claro: si el derecho es, en sentido amplio, el sistema por el cual los intereses son reconocidos y respetados, las rocas y los árboles están excluidos de ellos, pero no los ratones ni el resto de animales. 226

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Como hemos visto en el primer capítulo de este libro, no es el mismo criterio el que tiene la moral republicana tal y como la elaboran sobre todo otros grandes filósofos del siglo xvm, comenzando por Kant: para este último, al contrario, es la facultad de alejarse de los intereses (la libertad de no estar totalmente determinados por ellos) lo que define la dignidad y hace solo del ser humano una persona moral susceptible de tener derechos. Para Kant, en efecto, ni la razón ni el lenguaje (en este punto, estaría de acuerdo con Bentham) hacen de un ser, cualquiera que sea, un ser de derecho, que posee una dignidad, un ser que merece respecto y protección. Lo que le da su verdadera dignidad, es la libertad que, como hemos visto, Rousseau llamaba también «perfectibilidad» y Kant «buena voluntad», es decir, la capacidad de actuar de forma desinteresada. Es esta facultad la que hace del ser humano, y solo de él, un ser capaz de cultura, de política y de moral. Esto no significa de ningún modo que haya que martirizar a los animales, ni tampoco ser indiferente a sus sufrimientos. Al contrario, debemos protegerlos y sin duda tenemos deberes para con ellos, sobre todo el de evitarles sufrimientos inútiles. Simplemente, ellos no forman parte, para Kant, del mismo reino que nosotros, del mismo mundo moral, el de la reciprocidad de los deberes o, como dirán los discípulos de Kant, de la «intersubjetividad». Esto no zanja el debate, claro está, pero hay que advertir, sintamos lo que sintamos por los animales, que si bien a veces nos ocupamos de proteger a las panteras, los osos o incluso a los tiburones, la reciprocidad es, por lo menos, bastante rara. Tan es así que carecen, brutalmente, de educación. Por razones que, como vamos a ver en un momento, no son tan anecdóticas como piensan los utilitaristas ... 227

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La educación según Kant: el nacimiento de métodos activos y la valoración «antiaristocrática» del trabajo Las concepciones tradicionales de la educación en general están fundadas sobre un mismo modelo: se trata siempre más o menos de considerar al niño como un adulto en miniatura e, incluso por esta razón, de exhortarlo, para que imite a sus padres y a sus profesores tan perfectamente como sea posible. En ese esquema educativo, el niño se asimila, básicamente, a un receptáculo pasivo en el que se vierten conocimientos y reglas de comportamiento. Por supuesto, lo que digo suena un poco a caricatura y existe una educación antigua más fina e inteligente de lo que deja ver esta breve presentación. Sin embargo, la idea general no es totalmente falsa y al menos se corresponde con la visión que los modernos tienen de los antiguos cuando aquellos inventan una nueva pedagogía. En efecto, a medida que el mundo humanista y democrático entra en escena, aparece una concepción de la educación que invertirá esos dos postulados del pensamiento tradicional. En primer lugar, se trata de afirmar que existe una «lógica del niño» cuya psicología y modos de pensamiento no se pueden reducir a los del adulto «en más pequeño»; por otro lado, al mismo tiempo que la noción de libertad se precisa, que la de la virtud, como hemos visto en Kant, se asocia estrechamente a la del trabajo, una pedagogía activa, y ya no pasiva, entra en escena: sostiene que el niño solo se formará verdaderamente de manera eficaz y profunda practicando por sí mismo las actividades formativas y no solamente siendo pasivo frente a los saberes que un maestro depositaría en su cabeza como en un vaso o un depósito vacíos que habría que rellenar.

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Ahora bien, esta nueva pedagogía, que aparece ya en el libro clave de Rousseau, el Emilio, y después, como bien ha mostrado uno de nuestros más grandes historiadores de la filosofía, Alexis Philonenko, en las Reflexiones sobre la educación de Kant, posee a la vez una dimensión política y filosófica que hemos de tener presente si queremos entender las preguntas y dificultades que atraviesan todavía hoy nuestros sistemas escolares. Puesto que como vamos a ver, sin duda todavía continuamos pensando la escuela de hoy desde el universo mental de los métodos activos. Rousseau, en el Emilio, ya decía que era preferible la educación «a través de las cosas» que la educación «a través de los hombres». Y precisamente esta es la idea que está directamente en el corazón de los métodos activos. ¿Qué significa esta fórmula? Grosso modo, que la educación a través de los hombres es la educación tradicional, en la que el alumno está pasivamente formado por otro hombre, el maestro. La educación a través de las cosas, al contrario, designa los métodos nuevos, en los que el alumno se forma por sí mismo, activamente, trabajando para salvar ciertos obstáculos que le pone la realidad. No por ello, por supuesto, en esta perspectiva moderna, el maestro es inactivo: es él principalmente quien escoge lo que podríamos designar como los «buenos obstáculos», los que están en relación con la edad y las posibilidades del alumno, los que por tanto podrá superar sin que dejen de ser útiles para su formación, fecundos para él en términos de aprendizaje de una u otra disciplina. Hasta aquí, esas ideas tal vez pueden parecer interesantes, pero en el fondo son bastante banales, en cualquier caso, no tan «geniales» como para llevárselas a una isla desierta. Pero precisamente es ahí donde interviene Kant, 229

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fiel discípulo de Rousseau en este punto, para darle una dimensión filosófica de una extraordinaria profundidad. Se pueden, según él, distinguir tres grandes concepciones de la pedagogía que forman entre sí un sistema completo, y que a la vez remiten a aquello que distingue más radicalmente la política y la moral modernas de todas las de la Antigüedad. La primera deja una libertad absoluta al niño: es la educación a través del juego. Desde la época de Kant, en efecto, ciertos pedagogos modernistas ya tenían la idea de que una educación mediante el juego podría, en ciertos casos, ser buena. Después de todo, ¿por qué en lugar de enseñar las matemáticas, que a veces son tan penosas y aburridas, no enseñarles a los niños juegos que formen igualmente bien el espíritu sin por ello embrutecerlos --el ajedrez, por ejemplo?-. Y, a partir de ese modelo, que como se advertirá cada vez se aplica más hoy en día, como muestran los programas educativos que se propone a los niños, se imaginan ya toda una serie de técnicas pedagógicas «innovadoras» que casi permitirían ahorrar todo aburrimiento y obligación al alumno. Esta teoría de la educación -del mismo modo que todas las teorías de la educación como veremos en un momento- mantiene una analogía muy estrecha con el pensamiento político. Como Kant percibía con mucha finura, una educación que llegara a ser enteramente lúdica, a suprimir verdaderamente toda obligación, sería «el equivalente» perfecto de lo que se puede llamar en política la anarquía: un sistema en el que el ciudadano, al igual que el alumno, está finalmente liberado de todas las obligaciones que le imponen normalmente la ley y el Estado. La segunda concepción de la educación es exactamente inversa a la primera: se identifica simplemente con el modelo tradicional al que yo aludía hace un momento, el adies230

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tramiento. En esta perspectiva, el niño es completamente pasivo, tan pasivo como activo en la educación a través del juego, y «la educación a través de los hombres», para hablar como Rousseau, alcanza aquí su apogeo como «la educación a través de las cosas» lo alcanzaba en la pedagogía mediante el juego. En cuanto al equivalente político del adiestramiento, Kant lo sitúa por supuesto en esa cara de la política autoritaria que es el absolutismo. Para Kant, esas dos concepciones de la educación forman lo que él llama una «antinomia», es decir, una discusión en la que dos tesis se enfrentan diametralmente. Y como pasa a menudo en las antinomias que describe Kant, ambas son igualmente falsas y, sin embargo, ambas encierran también algo de verdad. Veamos eso un poco más de cerca. La pedagogía del juego es falsa en tanto que no deja ningún lugar a la obligación, necesaria no solo para adquirir, sino también para dominar una disciplina. Creer que se puede alcanzar todo por medio del juego es simplemente un error: ciertos saberes se resisten y suponen, como se va a ver en la solución de la antinomia, una obligación que es la del trabajo. Y sin embargo, la pedagogía del juego tiene algo de justa, a saber, lo que en ella coincide con la intuición de Rousseau respecto a la educación mediante las cosas: es verdad que practicando una actividad intelectual, por lúdica que sea, como es el caso del ajedrez, el espíritu del niño se forma mejor que cuando está siempre obligado a la pasividad. Las cualidades y los defectos del adiestramiento se deducen de lo que acabamos de decir: es erróneo en tanto que niega los beneficios de la práctica, de la actividad, resumiendo, de la libertad del niño, de forma que sin lugar a dudas es conveniente para los animales, pero no para los seres libres. En cambio, es adecuado por el 231

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momento de obligación que mantiene en la educación, incluso si lo hace de manera dogmática y unilateral. En adelante, para Kant, esta es la ecuación que hay que resolver para quien haya comprendido bien los dos términos de esta antinomia: ¿cómo conciliar lo que esas dos visiones extremas, ambas falsas, pueden sin embargo tener de justo, al menos en su punto de partida?, o para decirlo mejor: ¿cómo respetar la libertad del niño enseñándole una disciplina, cómo hacerlo de manera que sea activo y pasivo al mismo tiempo, libre y sin embargo obligado? Respuesta: por el trabajo. ¿Por qué? Porque puede proporcionar, si se puede decir así, el «concepto sintético», la solución de la antinomia. Pues, trabajando -siempre que no se trate simplemente de una obligación impuesta desde fuera como en el adiestramiento-, el niño ejerce ciertamente su actividad, su libertad, pero no deja de tropezarse con obstáculos objetivos que, cuando están bien escogidos por el maestro, pueden resultar formadores para él desde el momento en que llegue a superarlos activamente. Con el trabajo, el alumno es a la vez activo y pasivo, libre y coaccionado, todo ello, sin embargo, dentro del marco de una educación a través de las cosas tal y como lo recomendaba Rousseau. La idea es tan simple como profunda: el buen maestro no es ni el que deja jugar al alumno y se retira por incapacidad o por demagogia, ni tampoco el que pretende obligarle pasivamente a entender su discurso sin la mínima participación activa; el buen maestro es el que sabe escoger los buenos obstáculos, los que son, como lo sugería hace un momento, a la vez de buen nivel para el alumno y formadores en relación con la disciplina que se quiere que descubra y aprenda. Y así, en la solución de esta antinomia, la educación a través de las cosas y la educación a través de los hombres se reconcilian. 232

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Y de nuevo, un modelo político se perfila detrás de las elecciones pedagógicas: a la anarquía del juego y al absolutismo del adiestramiento sucede la idea republicana o, si se quiere, la ciudadanía del trabajo. La fórmula puede explicitarse de la manera siguiente: si la anarquía corresponde al juego y el absolutismo al adiestramiento, la República constituye el sistema político análogo a la valoración de las pedagogías del trabajo. ¿Por qué? Simplemente porque el ciudadano de una república es el que vota activamente las leyes y quien escoge también libremente a sus dirigentes por medio de la elección. Ahora bien, si reflexionamos, constataremos que en esta actividad, que es la del ciudadano de una república por excelencia, el adulto, como el alumno de nuestra pedagogía del trabajo, es a la vez libre y coaccionado, activo y pasivo. En efecto, es libre cuando vota la ley y elige un dirigente, pero está coaccionado por esta misma ley y, llegado el caso, por los dirigentes que él se ha dado, desde el momento en que la elección queda cerrada -donde encontramos los dos momentos, libertad y disciplina, actividad y pasividad, que el trabajo reconcilia en él. De manera que vemos que cuando se abandona el mundo antiguo, el mundo aristocrático donde el trabajo solo es una actividad subalterna, reservada a los esclavos, el trabajo tiende a convertirse en una de las manifestaciones esenciales del propio hombre, de la libertad como facultad de transformar el mundo y, tramformándolo, transformarse y educarse de paso a sí mismo. El primado de la teoría ha dado lugar, en cierta forma, al de la praxis. En el mismo sentido, la noción de virtud, que se encuentra en el corazón de cualquier pedagogía con sus orejas de burro y sus positivos, sus sanciones y sus matrículas de honor, cambia también completamente. Ya no es, como en el mundo antiguo, aristocrática, la actualización 233

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de una naturaleza bien dotada, es decir, bien nacida, sino que desde entonces depende del orden del «mérito». El húsar de la república siempre preferirá al alumno poco dotado, en principio, pero que a fuerza de trabajo consigue aprobar, en lo que se revela eminentemente meritorio, al alumno dotado, que tiene todas las «facilidades», pero es perezoso e impertinente. Lo que nos permite revelar un pequeño secreto de nuestra vida escolar y explicar por qué la fórmula canónica de los boletines trimestrales sigue siendo y lo será durante mucho tiempo, por lo menos mientras la idea republicana no esté completamente muerta: «Puede mejorar».

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Soteriología cristiana y filosofía laica: el amor en el cruce de caminos

moral -el respeto al otro- es vital... cuando falta. Sin ella, no podríamos vivir en comunidad de forma más o menos pacífica. Pero cuando está ahí, cuando el respeto a los demás va de suyo, cuando por así decir se da por hecho, la moral se vuelve superflua, por no decir irrisoria. Porque, aun siendo condición de una relación pacífica con los demás, no le da ningún sentido. Todos lo sabemos: solo el amor da sentido a nuestras vidas. Por lo demás, puede que sea amor a los otros, o amor al arte, a la justicia, a la verdad o a cualquier otro valor imaginable: es él el que nos anima, el que nos hace vivir. Sin embargo, nada que hacer con la moral. A no ser que me equivoque, las más grandes pasiones amorosas son, en lo esencial, amorales, si no inmorales, y todos hemos conocido personas bondadosas y altamente morales de las que sin embargo no nos enamoraríamos por nada del mundo ... Es decir, que por sí solo, al amor designa, más allá de la teoría y de la práctica, una tercera esfera: la del sentido, incluso, como vemos en la tradición cristiana, la de la salvación. Es, por decirlo así, su principal hilo conductor. Razón magnífica en mi opinión para captar ese hilo y seguirlo un instante según uno de aquellos, a saber Pascal, que tal vez lo ha llevado hasta lo más profundo del corazón humano.

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¿Qué amamos en los otros? La singularidad del amor según Pascal La gran tradición romántica, al retomar, como vamos a ver en un instante, una de las ideas más geniales de Pascal, nos ha legado un pensamiento grandioso de lo que amamos en la singularidad de un ser, de una obra o de una cultura. Esta reposa en un análisis muy simple de lo que caracteriza toda gran obra de arte: en cualquier dominio, la gran obra se caracteriza, para empezar, por un origen «local», por la particularidad del contexto cultural de su nacimiento. A pesar de su grandeza, siempre está más o menos marcada histórica y geográficamente por la época y el «espíritu del pueblo» en el seno de los cuales ha surgido. Este es, si se quiere, su lado «folclórico». Incluso sin ser grandes especialistas de la historia del arte, nos damos cuenta casi sin pensar que un lienzo de Vermeer no pertenece ni al mundo asiático, ni al universo árabemusulmán y que claramente tampoco es localizable en el espacio del arte contemporáneo ... De la misma manera, en ocasiones bastan apenas unos compases para determinar que una música viene de Oriente o de Occidente, que es clásica, barroca, romántica ... Por otra parte, muchas obras de música compleja asumen explícitamente una influencia popular: las danzas húngaras de Brahms, las polonesas de Chopin, las danzas populares rumanas de Bartok, e infinidad de otras partituras de una indudable importancia musical ... Dicho esto, lo propio de la gran obra, a diferencia precisamente del folclore y la artesanía local, es que posee en ella misma algo que le permite elevarse a lo universal o, para decirlo mejor si la palabra asusta, algo para dirigirse potencialmente a la humanidad entera. En ese sentido Goethe, después de Hegel, hablaba de una historia mun236

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dial del arte y de la cultura y sobre todo de una «literatura mundial» (Weltlitteratur). La idea de mundialización no está de ningún modo asociada a la de uniformidad: el acceso de la obra a un nivel mundial no se obtiene mofándose de las particularidades de origen, sino al contrario, puesto que en parte se nutre de ellas, respetándolas. Simplemente, esas particularidades, en lugar de permanecer intactas, incluso de ser sacralizadas y como tales destinadas a encontrar sentido solo en su comunidad de origen, son tomadas en un proyecto que, traduciendo una experiencia existencial potencialmente común a la humanidad, habla eventualmente a todos los seres humanos, sea cual sea el lugar y tiempo donde vivan. Pero, tras Aristóteles, la lógica clásica designa bajo el nombre de «singularidad» o de «individualidad» una particularidad que no permanece en lo particular sino que, por el contrario, se reconcilia con lo universal. Fácilmente percibimos por qué la gran obra de arte nos ofrece de ello el modelo más perfecto: porque los grandes autores, los «genios», son, en ese sentido preciso, autores «singulares», a la vez arraigados en su cultura de origen y en su época, pero destinados a hablar a todos los hombres de todos los tiempos en razón de la universalidad de su mensaje, leemos todavía a Platón u Homero, Moliere o Shakespeare, o escuchamos aún las obras de Bach o Chopin. También vale para todas las grandes obras, todos los grandes monumentos: se puede ser francés, de cultura católica, y sin embargo quedar profundamente deslumbrado por el templo de Angkor, por la mezquita de Kerouan o por una caligrafía china. Esta concepción de las grandes obras como «singularidades», es decir, como transfiguración de las particularidades locales de origen en una relación con la universalidad del mundo, puede aplicarse tanto a los mayores descubrimientos científicos (por ejemplo: el álgebra, como su 237

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nombre indica, es de origen árabe, pero todo el mundo la utiliza hoy en día) como a las culturas tomadas como entidades globales (es así como se habla de arte griego, del «clasicismo francés», del «romanticismo alemán», etc.). Igualmente, en este sentido se puede defender una concepción no tribal, no nacionalista, de las identidades culturales que, aunque particulares, o más bien, porque también son particulares, enriquecen el mundo al que se dirigen y del que realmente son parte cautiva desde que aceptan hablar también el lenguaje universal: «cultura compartida» o «reparto de culturas» que, desde el punto de vista del pensamiento ampliado, se enriquecen unas a otras, no bajo la sola forma anodina y demagógica del respeto a los «folclores» y los «artesanos locales», sino en la óptica más profunda de la construcción de un mundo a la vez diverso y común. Por ello se ve por qué la noción de singularidad puede y debe ser vinculada directamente al ideal del pensamiento ampliado: distanciándome de mí mismo para comprender al otro, ampliando por tanto el campo de mis experiencias, me singularizado puesto que supero a la vez lo particular de mi condición individual de origen para acceder, si no a la universalidad, al menos a una conciencia cada vez más amplia y más rica de las posibilidades que son las de la humanidad entera. Ahora bien, precisamente esto es lo que Pascal ha pensado como ningún otro antes que él, en su filosofía del amor. Únicamente él da su valor y su sentido últimos a ese proceso de «ampliación» del horizonte que puede y debe guiar la experiencia humana. ¿Qué relación, se preguntará quizá, con la noción de singularidad tal y como la acabamos de evocar? Un fragmento, sublime, de los Pensamientos de Pascal (323), nos ayudará a comprenderlo mejor. Él se pregunta sobre la naturaleza exacta de los objetos de nuestras afecciones al mismo tiempo que sobre 238

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la identidad del yo. Tengo que citarlo entero a fin de cada uno pueda tenerlo presente en la mente: «¿Qué es el yo? Un hombre que se asoma a la ventana para ver a los que pasan; si yo paso por ahí, ¿puedo decir que se ha asomado para verme a mí? No, porque no piensa en mí particularmente. Pero el que ama a alguien por su belleza, ¿lo ama? No, pues la viruela, que acabará con la belleza sin acabar con la persona, hará que ya no lo ame. Y si me aman por mi discernimiento, por mi memoria, ¿me aman a mí? No, porque puedo perder esas cualidades sin perderme a mí mismo. ¿Dónde esta entonces ese yo si no está en el cuerpo ni en el alma? ¿Y cómo amar el cuerpo o el alma sino por sus cualidades, que no son lo que hace al yo, puesto que son perecederas? Pues ¿amaríamos la sustancia del alma de una persona abstractamente, y algunas cualidades que le perteneciesen? Esto no es posible, y sería injusto. Por tanto, nunca se ama a nadie, sino solamente cualidades. No nos burlemos más por tanto de los que se hacen honrar por sus cargos y oficios, puesto que no amamos a nadie más que por sus cualidades prestadas». De ahí la conclusión que se extrae generalmente de este texto, a saber, que el yo, del que Pascal ya nos había dicho que era «detestable», no es plausible como objeto de amor. En efecto, parece, en un primer momento al menos, que me aferro antes que nada a las particularidades, a las cualidades íntimas del ser que pretendo amar: su belleza, su inteligencia, etc. Pero, como tales atributos son ante todo perecederos, un día u otro debo esperar dejar de amarlo, lo que, como Pascal advierte en otro fragmento (123), confirma la experiencia más banal: «Ya no ama a 239

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esa persona a la que amaba hace diez años. ¡Me lo creo! Ya no es la misma, ni él tampoco. Él era joven y ella también~ ella es otra. Tal vez él la amaría tal y como era antes ... ». Por eso se descubre que, lejos de haber amado en el otro lo que se tenía por su «particularidad» más esencial, uno solo se aferra a cualidades abstractas, que se pueden encontrar, llegado el caso, en cualquier otro: la belleza, la inteligencia, el coraje, la fuerza, no son propias de este o aquel, no están necesariamente ligadas de manera íntima y particular a la «sustancia» de un ser, sino que son, por decirlo así, intercambiables. Sin duda, el antiguo amante del fragmento 123, si piensa así, se divorciará y buscará una mujer más joven y bella, y en eso, muy semejante a aquella con la que se había casado diez años antes ... Ahí Pascal descubre, mucho antes que Hegel, que lo particular y lo universal abstracto, lejos de oponerse, «pasan del uno al otro» y no constituyen más que una verdad. Yo creo captar el corazón de un ser, su intimidad más íntima, amándolo por sus cualidades, pero la realidad es otra: yo no capto de él más que atributos tan anónimos como un cargo o una condecoración, y nada más. En otros términos, y recobro aquí el hilo de nuestro tema: lo particular no era lo sin¿?ular. Solo, en efecto, la singularidad que supera a la vez lo particular y lo universal puede ser objeto de amor. Si nos atenemos únicamente a las cualidades particulares/generales, no amamos nunca a nadie y, desde esta óptica, Pascal tiene razón, ¡hay que dejar de reírse de los vanidosos que buscan honores, porque nosotros no somos superiores a ellos! Lo que hace que un ser sea amable, lo que da el sentimiento de poder escogerlo entre todos y de continuar amándolo cuando la enfermedad lo haya desfigurado, es lo que lo hace irreemplazable. eso y no otra cosa. Lo que se ama en él (y que él ama en nosotros en su caso) y que en consecuencia debemos 240

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tratar de descubrir tanto en los demás como en uno mismo, no es ni la particularidad pura, ni las cualidades abstractas (el universal), sino esa singularidad que lo distingue y lo hace único. A aquel o a aquella a quien se ama, puede decirse afectuosamente, «gracias por existir», pero también, con Montaigne evocando a su amigo La Boétie, «porque eras tú, porque era yo», pero no: «porque era hermosísimo, rico e inteligente ... ».

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CONCLUSIÓN:

«Domesticar el miedo ...»

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qué un título tan ambicioso, al final, tan modesto? (, ¿Por qué, por ejemplo, no prometer al lector que, gracias a la filosofía, podrá «vencer los miedos» sin esfuerzo, acabar con ellos, fulminarlos, como san Jorge a su dragón, para vivir al fin en la serenidad más perfecta? La promesa, en los tiempos que corren, podría seducir. Doctrinas de todo tipo, derivadas más o menos del psicoanálisis y de las teorías del «desarrollo personal», atraen a la clientela, y hasta el Dalái Lama seduce a todos los desgraciados de la Tierra con las virtudes de su «arte de la felicidad». Lo digo sin tapujos, dispuesto a decepcionar: no creo una palabra de todos esos cuentos. El filósofo no es un sabio, todavía menos un gurú. Amar la sabiduría es desearla, buscarla, no poseerla, y en ese aspecto, si no en todos, la filosofía es una búsqueda. El sabio auténtico, si existe, seguramente no escribe, no sermonea a las multitudes: se contenta con vivir y eso le basta. Como Epicteto, confieso no haberlo encontrado jamás. La promesa de una victoria sobre los miedos es una mentira: nunca se acaba con ellos. Y eso es igualmente válido para los tres discursos que pretenden, cada uno a su manera, afrontarlos: el religioso, el psicoanalítico y el filosófico. Fijaos en los creyentes de vuestro alrededor. Salvo algunas excepciones -que personalmente tampoco he 243

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encontrado nunca- no los veo locos de alegría cuando se anuncia la muerte de un hijo, de una madre, de un marido o de un hermano. Ahora bien, en buena teología, deberían alegrarse por ello, festejarlo incluso como una oportunidad maravillosa para el difunto que regresa por fin junto a su Dios y se encuentra así liberado de sufrimientos terrestres. No cabe duda de que la religión ofrece consuelo. Que suprima por ello el miedo a la muerte no me parece en absoluto corroborado por la realidad observable ... Fijaos en aquellos a los que un largo análisis hubiera debido por lo menos librar de algunas de sus fobias más avasalladoras y menos razonables: miedo infantil a la oscuridad, a los ratones, a los ascensores, a las algas del fondo del mar ... La verdad es que después de unos veinte años invertidos en hablar con un terapeuta, no es extraño (tengo algunos casos muy concretos en mente) que esos pequeños síntomas de angustia estén como el primer día, todavía en su lugar ... En cuanto a la filosofía, Epicteto tenía ya la honestidad de concederlo, es muy posible que no haya engendrado jamás un solo sabio, ni conseguido liberar completamente a ningún hombre de los miedos que lo habitan. Espinosa nos habla de la beatitud a la que llega aquel que accede a la sabiduría suprema, al «conocimiento del tercer género», pero nadie ha visto jamás, ni de cerca ni de lejos, a qué se parecería ni en qué podría consistir este famoso pensamiento de tercer tipo. Por eso, bien mirado, prefiero filósofos que no prometen la felicidad. Tengo algunos amigos espinosistas; no me parecen ni más serenos ni más alegres que el primer cartesiano que se presenta. En cuanto al amor fati de Nietzsche, el amor del presente tal y como es, se lo podemos aconsejar al que, en Ruanda u otra parte, ve a los suyos descuartizados y bañados en sangre; dudo mucho que eso le sea de gran ayuda ... 244

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Entonces, me diréis, ¿para qué la filosofía? Frente a los miedos que encogen la vida, que la hacen menos libre y menos alegre, no es ni una muleta, ni un medicamento. Sin embargo, con razón o sin ella, la creo más lúcida, menos ilusoria si se quiere, que la religión, y más fundamental, menos «técnica», que el psicoanálisis, que se atiene al «cómo» sin acceder nunca al «por qué». Desde luego, no nos deja ninguna solución clave a mano, ni nos dispensa del esfuerzo de vivir y de pensar por nosotros mismos, pero puede, como ninguna otra, ayudamos, si no a vencer, al menos a domesticar una realidad que no entiendo cómo podría no asustamos. Sobre este último punto pienso exactamente lo contrario que Freud, cuando en una carta a su amigo Flies, declara tranquilamente que «cuando uno comienza a plantearse cuestiones sobre el sentido de la vida y de la muerte está enfermo, ya que todo eso no existe objetivamente». ¡Objetivamente! ¿Puede decirse cosa más falsa, más dogmática y menos reflexiva? Una torpeza, una caída, un microbio y os veis privados de los seres que más queréis: ¿no es eso la objetividad misma? Basta con mirarnos, pequeños trozos de carne rosa o marrón cubierta de una fina película de piel que la menor herida expone al sufrimiento y a la muerte: ¡Ah sí! Efectivamente, estamos locos por estar un poco inquietos, levemente preocupados ... A menos que sea nuestro gran psicoanalista el que se pierde en sus propios fantasmas en el momento en que pretende que la angustia es patológica, cuando es el signo mismo de la lucidez. ¿Vencer los miedos? Ni lo pensemos. Pero podemos, en lugar de negarlos como Freud o huir de ellos entrando en el refugio de la religión, aprender a vivir con ellos, incluso, como el yudoca hace de su enemigo, transformarlos en ocasiones en nuestro provecho, hacer de ellos el 245

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motor del pensamiento y de la acción, en resumen, domesticarlos. Como el zorro del pequeño príncipe que, salvaje al principio, aspira a entrar en la esfera de la amistad, los miedos nos obligan a progresar. Cualquier marinero que tras una travesía difícil alcanza la tranquilidad de un puerto tiene esa experiencia: cada vez que logramos superar un miedo, nos sentimos más libres, y si no más dichosos, al menos más serenos. Contrariamente a lo que recomienda Freud, hay que pensar en la muerte, familiarizarse con ella, reflexionar de nuevo y siempre sobre el hecho de que la finitud nos impone vivir con los que amamos y de los que seremos un día u otro separados. Ayudamos a hacerlo de la manera más consciente y lúcida posible, he ahí, me parece, lo que la filosofía, modestamente, puede prometer. Es poco o mucho, como se quiera, pero esto es. Por eso también admiro las meditaciones de Pascal sobre la singularidad y, tanto en ese ámbito que afecta al amor como en otros, me gustaría ahondar en la idea de que una secularización del cristianismo no es solamente posible sino, en más de un aspecto, fecunda. ¿En qué podría consistir, al margen de la religión, una sabiduría del amor? ¿Cómo vivir filia y ágape con la clara conciencia de que veremos morir inevitablemente a los que amamos, a no ser que muramos antes que ellos? ¿Qué diálogo, qué lazos establecer con ellos en esas condiciones cada día que Dios crea o más bien no crea? Esas son las cuestiones que merecen que nos detengamos inspirándonos, entre otros, en el mensaje de Pascal. Un humanismo laico puede tener allí su origen. Trataré de volver sobre ello en un próximo libro. Pero, contrariamente a una idea común, las consideraciones sobre el amor no afectan solamente a la esfera privada, al ámbito de las relaciones interindividuales. Por 246

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una parte, no desdeñable, valen también en la esfera de lo colectivo. En La sabiduría de los modernos sugerí la idea, extraña a primera vista, de una «política del amor». Sigo convencido de que merece ser meditada. Para que un proyecto político de envergadura pueda entrar en vigor y concretarse sin provocar de inmediato el desfile habitual de descontentos y manifestaciones que en nuestro país acompañan cualquier tentativa de reforma un tanto audaz, tenemos que ser capaces de apoyamos en el vínculo social, incluso crearlo si falta. Ahora bien, lo vemos cada día, la solidaridad casi no existe más que en la familia o cuando, a un nivel abstracto y desencarnado, los mecanismos del Estado del bienestar, como por ejemplo los seguros de enfermedad o el paro, nos vienen a ayudar. Respecto al resto, el reino absoluto del corporativismo y los lohhys de toda clase. Me acuerdo que un día, el jefe de Gobierno al que yo pertenecía anunció, sin haberlo advertido a sus ministros, que tres mil millones de euros iban a ser desbloqueados en beneficio de los restauradores. Entonces, yo me enfrentaba a una huelga de investigadores, que exigían -con razón, ¿hace falta explicarlo?- algunas decenas de millones de euros para volver a sus laboratorios. En el momento mismo en que la noticia se difundió como la pólvora, yo estaba en un anfiteatro, en medio de quinientos o seiscientos de entre ellos, en plena negociación. Poco es decir que yo no sentí el aire de la solidaridad con los bares soplar en la asamblea que me rodeaba ... Cada uno barre para su casa y el dinero público, siendo más escaso que nunca, lo gana normalmente el egoísmo. Ahí no hay ni moral ni objeción que hacer. Es así, eso es todo, y es perfectamente comprensible, incluso si el hecho es, hay que confesarlo, bastante lamentable. Sin embargo, queda una chispa de esperanza. Se debe al hecho de que, globalmente, los vínculos entre generacio247

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nes son, se diga lo que se diga en ocasiones, más fuertes que nunca. Bien mirado, sin duda los padres quieren a sus hijos más que en ninguna otra época de la historia. Les atenaza la angustia desde que su futuro está en tela de juicio -el número incalculable de demandas de seguro escolar al que debe hacer frente todo ministro de Educación es una clara prueba de ello-. Y en total, los niños corresponden bastante ese amor de sus padres junto a los cuales permanecen, como sabemos, hasta una edad cada vez mayor. En mi opinión, habría que apoyarse más en ese vínculo para construir un proyecto político, porque sin duda es el único que, al hilo de los dos últimos siglos, se ha enriquecido y reforzado, e incluso profundizado. Es casi imposible soportar la pobreza, incluso relativa, en una sociedad que nos incita sin cesar y por todos lados al consumo. En cambio, cuando se tiene el sentimiento de que los esfuerzos que se han hecho y las pruebas que se han sufrido por lo menos serán útiles para nuestros hijos, que tendrán una vida mejor que la nuestra, todo parece tener más sentido y, por lo mismo, se hace más soportable. Esclarecer lo que está en juego en la política moderna a la luz del humanismo al fin liberado de los oropeles de la metafísica puede ser útil. Porque la filosofía puede y también debe, incluso si a veces es peligroso, entrar en la ciudad.

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NOTA FINAL

Le recordamos que este libro ha sido prestado gratuitamente para uso exclusivamente educacional bajo condición de ser destruido una vez leído. Si es así, destrúyalo en forma inmediata. Súmese como voluntario o donante y promueva este proyecto en su comunidad para que otras personas que no tienen acceso a bibliotecas se vean beneficiadas al igual que usted.

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LUC FERRY (París, 1951) es

filósofo y ha ejercido la docencia en el IEP de Lyon, en la ENS y en las universidades de la Sorbona y de Nanterre. Entre 2002 y 2004 fue ministro de juventud, Educación e Investigación en el gabinete de j eanPierre Raffarin. En la actualidad se ha convertido en una referencia obligada de la cultura francesa, con gran predicamento en los medios de comunicación social. Su obra --extensa y exitosa- está traducida a varios idiomas y difundida en más de veinticinco países. Entre sus publicaciones podemos remarcar El nuevo orden ecológico, El hombre-

dios: el sentido de la vida, La sabiduría de los modernos , con André Comte-Sponville , ¿Qué es una vida realizada?, ¿Qué es el hombre?, Aprender a vivir y Lo religioso después de la religión.

uc Ferry define la filosofía como una soteriología, es decir, una doctrina de salud en concurrencia con las grandes religiones. Para él, la filosofía no puede limitarse a una reflexión crítica, sino que alcanza su plenitud cuando se aleja de Dios: cuanto más atea se hace, más se corresponde con su concepto de filosofía. En Vencer los miedos ofrece un reflexión sobre qué es la filosofía, sobre qué puede aportamos en términos de sabiduría práctica y sobre las épocas históricas que han marcado su desarrollo. En esta obra -de fácil lectura y pensada para el gran público- defiende que los grandes sistemas filosóficos son tentativas de evitamos los miedos, el miedo a la muerte principalmente, que nos impiden disfrutar de una buena vida y nos obligan a echar mano del refuerzo de la fe o del recurso de creer en un Ser supremo . •

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ISBN: 978-84-4

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