Green Andre - Jugar Con Winnicott

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Jugar con Winnicott André Green

Posfacio de Jan Abram

Amorrortu editores Buenos Aires - Madrid

Biblioteca de psicología y psicoanálisis Directores: Jorge Colapinto y David Maldavsky Jouer avec Winnicott, André Green © Presses Universitaires de France, 2005 Traducción: Mirta Segoviano © Tbdos los derechos de la edición en castellano reservados por Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225, T piso - C1057AAS Buenos Aires Amorrortu editores España S.L., C/San Andrés, 28 - 28004 Madrid www.amorrortueditores.com

Queda hecho el depósito que previene la ley n° 11.723 Industria argentina. Made in Argentina ISBN 978-950-518-121-6 ISBN 2-13-054649-8, París, edición original

Green, André Jugar con Winnicott. - I a ed. - Buenos Aires : Amorrortu, 2007. 160 p .; 23x14 cm.- (Biblioteca de psicología y psicoanálisis /dirigida por Jorge Colapinto y David Maldavsky) Traducción de: Mirta Segoviano ISBN 978-950-518-121-6 1. Psicoanálisis. I. Segoviano, Mirta, trad. II. Título. CDD 150.195

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, pro­ vincia de Buenos Aires, en septiembre de 2007. Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.

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Indice general

11 Prefacio a la edición francesa 13 1. Winnicott postumo t%

33 2. La intuición de lo negativo en Realidad y juego 61 3. Winnicott en transición, entre Freud y Melanie Klein 87 4. La experiencia y el pensamiento en la práctica psicoanalítica 105 5. La terceridad 143 Posfacio, de Jan Abram 153 Bibliografía

Prefacio a la edición francesa

A la memoria de Martine Lussier.

André Green traduit p a r... es algo extraño, que merece algunas explicaciones. De 1987 a 1997, fui in­ vitado por la Squiggle Foundation de Londres, cuya finalidad es estudiar y hacer conocer la obra de Winnicott, para presentar diversas conferencias. Las ex­ posiciones, de las que sólo quedaban los registros gra­ bados, le parecieron de cierto interés a Jan Abram, experta ella misma en la obra de Winnicott y que pu­ blicó, entre otros títulos, The language o f Winnicott. A dictionary o f Winnicott’s use ofwords (1996). Jan Abram proyectó reunir esas exposiciones y transcri­ birlas, tarea que, cuando me la propuso por primera vez, yo dudaba de que fuese realizable. Me demostró lo contrario. A ella se debe el libro André Green at the Squiggle Foundation, publicado en el año 2000 por la editorial Kamac Books — de lo cual le estoy particu­ larmente agradecido— y que aquí se ofrece en su tra­ ducción francesa. Luego, la recordada Martine Lussier, a cuya me­ moria está dedicada la presente edición, se interesó, junto con Claire-Marine Frangois-Poncet, en dar a co­ nocer al público francés esta obra originalmente re­ dactada en inglés. Se dedicó entonces a esa traduc­ ción, en la cual trabajaba todavía en el momento de su muerte. Quisiera rendir aquí homenaje a su concien­ cia profesional y a su gran escrupulosidad, y a la vez agradecer a Claire-Marine Frangois-Poncet por haber proseguido sola esa tarea tras la muerte de Martine Lussier.

Los editores franceses prefirieron organizar su compilación siguiendo un orden no cronológico, difi­ riendo así en este punto de la edición inglesa. La suce­ sión de los capítulos obedece, pues, a otra lógica. El capítulo 3 de la edición inglesa, «Object(s) and subject», fue suprimido de la edición francesa. Además, se agregó un capítulo a la edición original: el que lleva por título «Winnicott en transición, entre Freud y Me­ lanie Klein», tomado de una exposición presentada después de publicarse la edición inglesa. El lector francés que me ha hecho el honor de inte­ resarse por mis trabajos reencontrará aquí, varias ve­ ces, puntos de vista ya expresados en francés que fue preciso remodelar para presentarlos al público inglés. Esas repeticiones son inevitables. Creo, sin embargo, que su reinserción en un nuevo marco puede modifi­ car su espíritu o aclarar ciertas oscuridades. Algunos de los capítulos, como el que trata sobre la terceridad — cuestión cuya complejidad merece más de una ex­ posición— , fueron objeto de trabajos anteriores en francés y han sido retomados, tras la exposición en la Squiggle Foundation, en una publicación reciente en inglés. Se impone, pues, considerar André Green at the Squiggle Foundation, rebautizado aquí Jouer avec Winnicott, como una etapa en un recorrido que volverá una vez más, y sin duda de manera todavía diferente, sobre la obra de esta gran figura del psico­ análisis. Es posible que, con el tiempo, reconociendo las marcas del genio winnicottiano, la crítica perciba mejor su carácter innovador. Pero no hay que adelan­ tarse. André Green Febrero de 2004

1. Winnicott postumo

A propósito de L a naturaleza humancana1 Winnicott y yo tenemos al menos un pn punto en co­ mún: nos encanta dar conferencias. Clareare Winnicott cuenta que su marido, Donald W. Winniccnicott, fue invi­ tado en 1936 por Susannah Isaacs a dar car conferencias a maestros y profesores. Las retomó dei después de la guerra, de 1954 a 1971. Winnicott se exj expresaba con espontaneidad, y sus atrayentes confereierencias capta­ ban un amplio público. Luego, se esforzó)rzó por compi­ larlas en un libro que comenzó en 1954 >54 — al cual le agregó dos sinopsis, una escrita en 1954 >54 y la otra en 1967— , pero nunca llegó a terminar. Estalsta publicación postuma, La naturaleza humana (1988; 18; 1990 para la traducción francesa de ediciones Gallimlimard), puede ser comparada, pues, con fragmentos de ide una sinfonía inconclusa. Sin embargo, algunas obras>ras que por la muerte de su creador están condenadas ajsa permanecer en un estadio preparatorio, pueden ensenseñarnos mu­ cho más que otras que alcanzaron la matmadurez y fue­ ron publicadas: pensemos en el Esquemiema del psico­ análisis, que también quedó inconcluso a>o al sobrevenir la muerte de Freud. Se ha publicado tanto sobre los escritoritos de Winni­ cott, que me pareció que una forma origiriginal de cele­ brar su memoria era comentar al Winnicinicott no escri­ 1 Conferencia pronunciada el 29 de junio de 1996 er36 en el Regent College, en ocasión del centenario de Donald W. Winnicotnicott.

to. Como decía Henry James (un autor que leyó a Winnicott durante la Primera Guerra Mundial): «La perla está en lo no escrito». De hecho, más que de lo no escrito, aquí se trata de lo no publicado. Pero, en cier­ ta medida, lo no publicado se reduce a lo no escrito (o cabría decir que tenemos aquí un escrito transicional, situado entre lo inédito y lo publicado). Así pues, el li­ bro, tal como se presenta, es el texto y al mismo tiem­ po no lo es. Tras la lectura de La naturaleza humana me sur­ gieron dos conclusiones. En primer lugar, pude apre­ ciar hasta qué punto la síntesis propuesta por Donald W. Winnicott se inscribía como continuidad de la obra de Freud. El autor, efectivamente, no rompió con este, sino que más bien completó su obra. Luego, me im­ presionó su libertad de pensamiento; él fue el verda­ dero conductor de la corriente independiente de la So­ ciedad Británica de Psicoanálisis. Es, en definitiva, un pensador formidable. La naturaleza humana es un concepto clásico en fi­ losofía. Hoy, ese concepto despierta muchas reservas entre los filósofos porque supone una concepción fija, rígida, de la naturaleza del hombre, como si se la pu­ diera sacar de todo contexto histórico. Para asegurar­ nos del punto de partida de Winnicott, conviene vol­ ver sobre este asunto. E l concepto de naturaleza humana sugiere una oposición entre las metas de la naturaleza específica del hombre, que es cultural (artes, ciencias, ética y religión), y la animal, es decir, la naturaleza natural. La obra de Freud se posiciona entre ambas; teórica­ mente, describe la ontogénesis del hombre desde el nacimiento hasta la edad adulta, desde el ello hasta el superyó. Esto implica, asimismo, un universo ligado a la biología, que puede coincidir, en cierta medida, con la herencia del niño, herencia que la evolución com­ pletará (epigénesis) o modificará profundamente,

mezclando de manera tan estrecha lo innato y lo ad­ quirido que devendrán casi indiscernibles. La defini­ ción filosófica de la naturaleza, referida a los princi­ pios que, se supone, producen el desarrollo de un ser según cierto tipo (Lalande, 1968), alude implícitamen­ te a Aristóteles, Bacon y Descartes; la naturaleza es la condición innata del hombre (por oposición a la reve­ lación de Dios, de la gracia o de la civilización). Hay aquí una contradicción: o la naturaleza significa un conjunto de leyes y reglas, o es sinónimo de caos. ¿Tal vez Winnicott se inspiró en el Ensayo sobre la natura­ leza (1874) de John Stuart Mili? Comoquiera que sea, este término tiene tantas significaciones que se con­ tradice él mismo, tal como la naturaleza humana. Aun cuando no podemos evitar apoyamos en la fi­ losofía para conocer el sentido que ella da a las pala­ bras que utiliza, nuestra tarea no es de orden filosófico. Nuestra finalidad es analizar personas: a niños y a otras que ya no son niños (Heimann, 1989). En su pre­ facio, Winnicott nos recuerda que un psicoanalista analiza a alrededor de setenta pacientes a lo largo de su carrera. Sacar conclusiones sobre la naturaleza humana a partir del análisis de setenta pacientes puede parecer audaz. Sin embargo, nadie intenta ja­ más comprender tan profunda y completamente a tantas personas como un psicoanalista. E incluso si el autor insiste en su formación de pediatra y subraya la continuidad entre la pediatría, la psiquiatría del niño y la del adulto y el psicoanálisis (del niño y del adul­ to), cabe citar aquí una importante reflexión, con la que estoy entersímente de acuerdo: «Es también la época de mi progresiva atracción por el tratamiento de los psicóticos adultos, y encontré que ha­ bía mucho que aprender sobre la psicología de la tem­ prana infancia a partir de las profundas regresiones de los adultos en el análisis, lo que era en gran parte impo­

sible mediante la observación directa de los pequeños, o incluso mediante la observación en análisis de un niño de dos años y medio. Este trabajo psicoanalítico con adultos de tipo psicótico se reveló agotador, devoraba mi tiempo y no siempre estuvo coronado por un éxito evi­ dente. En un caso que finalizó trágicamente, dediqué dos mil quinientas horas de mi vida profesional sin es­ peranza de recompensa. Sin embargo, ese trabajo me enseñó más que ningún otro».2 En comparación con el lavado de cerebro que sufri­ mos hoy a propósito de la observación directa del niño, estas líneas son refrescantes. El libro de Winni­ cott, La naturaleza humana, es tan rico y pródigo en consecuencias, que sólo seleccionaré aquí una peque­ ña cantidad de los problemas que el autor quería tra­ tar. Es interesante consignar que ninguno de ellos es retomado en otra parte de su obra. Algunas propues­ tas son sorprendentes; por ejemplo, su reconocimien­ to de la importancia de las pulsiones. Antes de enca­ rar las cuestiones que seleccioné, quisiera destacar algo que probablemente es evidente para ustedes, pero no para mí: el acento que Winnicott pone sobre el desarrollo emocional. Este paradigma, común al psi­ coanálisis británico en general, no es tan férreamente defendido por los psicoanalistas norteamericanos, que insistirían más bien en el yo (un concepto muy impreciso), y no lo es en absoluto por los analistas del otro lado del Canal de la Mancha, que más bien se concentran, según su preferencia, en lo pulsional o en el significante. Winnicott y Bion ubican la experiencia y el desarrollo emocionales en el origen, o al final (en el sentido, probablemente, de fin último, como Adam Phillips dice a propósito de Winnicott, citando a T. S.

2 La nature humaine, París: Gallimard, 1990, pág. 13 [La naturale­ za humana, Buenos Aires: Paidós, 1993].

Elliot); dicho de otro modo: al comienzo o en el centro, según que el enfoque sea evolutivo o estructural. Esto se halla claramente expuesto en la introducción de la cuarta parte (pág. 131), titulada «De la teoría de los instintos a la teoría del yo»: «De modo un tanto artificial, elegiré tres lenguajes dife­ rentes para describir los fenómenos tempranos del de­ sarrollo emocional. Primero hablaré de: »a) el establecimiento de una relación con la realidad externa; luego, de »6) la integración del self como unidad a partir de un es­ tado de no-integración, y, finalmente, de »c) el alojamiento de la psique en el cuerpo. «Ninguna secuencia del desarrollo puede usarse, desde mi punto de vista, para determinar el orden de la des­ cripción». Es interesante notar que Winnicott se refiere aquí a un artículo escrito en 1945 (muy al comienzo de su obra). La secuencia que describe puede ser considera­ da el hilo conductor de su pensamiento. Observare­ mos al respecto: — la importancia primitiva de la realidad externa; — el eje de orientación: del estado de no-integra­ ción a la unidad del self — la psique alojada en el cuerpo. La originalidad de Winnicott con respecto a los Freud (Sigmund y Anna) o a los kleinianos (Melanie y los otros) es aquí evidente. En este libro encontramos a un Winnicott profético. Al final de la introducción de la primera parte, propone: «Espero ese día con una impaciencia que lleva ya tres décadas. Pero veo también el peligro de que se eluda el lado penoso de las nuevas perspectivas: que haya inten­ tos de soslayarlo, que se reformule la teoría, sobreen­ tendiendo que la afección psiquiátrica no es resultado del conflicto emocional, sino de la herencia, de la consti­

tución, del desequilibrio hormonal y de un manejo in­ adecuado y confuso» (pág. 21). Aunque en esa época Winnicott no podía tener co­ nocimiento de las neurociencias ni de las ciencias cognitivas, y aunque estas palabras todavía no existían, él ya las intuía. Lo suyo era una anticipación basada en la hipótesis de una regresión inevitable tras el in­ soportable avance que se había producido en el campo del pensamiento. No es sorprendente, entonces, que en Estados Unidos los ataques se concentren ahora en Freud. Propongo comentar los siguientes puntos: 1) las distinciones entre psique-soma, alma, mente e intelecto; 2) la teoría del instinto, la sexualidad, la agresivi­ dad y la pulsión de muerte; 3) el complejo de Edipo; 4) la teoría de las relaciones de objeto; 5) la realidad, interna y externa. Seguramente comprenderán que sólo podemos examinar de modo superficial este campo vasto e ina­ cabado. Uno se pregunta qué otras cuestiones hubie­ ra incluido Winnicott si hubiese podido terminar de escribir todo lo que tenía para decir...

Psique-soma, alma, mente e intelecto Al leer La naturaleza humana, nos sorprende la importancia de lo psicosomático en la obra de Winni­ cott; reflexiona largamente sobre esto en la primera parte y termina el libro con un capítulo titulado «Re­ consideración del trastorno psicosomático». El desa­ rrollo emocional como paradigma supone, pues, un

postulado preliminar: las emociones, que juegan un papel esencial en la psique humana, están arraigadas en el cuerpo (exactamente como Freud pensaba que las pulsiones representaban las raíces de la psique en lo somático). De ahí la importancia del concepto, diría yo, de encarnación, que refuta la objeción según la cual el psicoanálisis sería sinónimo de psicogénesis y de desencamación, pero acepta la idea de que los pro­ blemas somáticos en las primeras fases de la vida son un factor importante del desarrollo psíquico. En el ca­ pítulo III de la cuarta parte, Winnicott da una visión interesante sobre el alojamiento de la psique en el cuerpo, precursora del concepto de yo-piel (desarrolla­ do luego por Didier Anzieu), cuyo importante papel en los trastornos de las personalidades fronterizas (1985) es demostrable. Además, propone: «Existe una angustia psicótica subyacente al trastorno psicosomático, aunque, en muchos casos y en niveles más superficiales, puedan aparecer claramente factores hipocondríacos o neuróticos» (pág. 161). Estoy convencido de que la relación entre la psico­ sis y la psicosomática constituye un promisorio cam­ po de investigación, como ha empezado a descubrirlo la Escuela Psicosomática de París, fundada por Pierre Marty. Aquí cobra importancia el concepto de integra­ ción, en la distinción que hace Winnicott entre la nointegración (el estado que, se supone, existe en el na­ cimiento) y la desintegración, que proviene de la re­ gresión (1962). No me parece que sea posible disociar el concepto de vínculo psique-soma del de pulsión se­ gún Freud: «un concepto fronterizo entre lo somático y lo psíquico». Debemos tomar en cuenta una doble diferencia: entre lo somático y lo psíquico (unidos y separados en cuanto tales) y entre el self y el entorno. Situaré el self entre el cuerpo y el mundo externo, es decir, el otro\ la

psique es una estructura intermediaria entre el orga­ nismo y el entorno. Son necesarias otras distinciones: por una parte, entre el organismo y el soma y, por la otra, entre el self’ el entorno y el Otro. Más que una cuestión de oposición entre «el interior profundo» y «el exterior más alejado», se trata de una definición del self como experiencia inmediata limitada por dos exteriores: uno, en la profundidad del cuerpo, y el otro, más allá de sus límites, en el mundo. Ya dijo Freud que el ello era el segundo mundo externo para el yo. Ahora se aborda una idea importante: «El aglomeramiento del self constituye un acto de hostilidad hacia el no-yo.. .» (pág. 163). Nuestra unidad se basa en una tendencia paranoide, así como la unidad de los grupos, sociedades o naciones entraña una paranoia subyacente con respecto a otros grupos, sociedades o naciones. En este momento estamos en condiciones de com­ prender lo que significa el alma para Winnicott: un atributo de la psique considerada como la elaboración imaginativa del funcionamiento corporal. Y esta con­ cepción supone un funcionamiento normal del cere­ bro. El alma misma, en cambio, puede estar sana o enferma. Winnicott descuenta que se le opondrán muchas objeciones, pero si ustedes leen Macbeth, todo les parecerá claro. En esta pieza que Shakespeare es­ cribió para provocar a Jaime I, un supuesto experto en teología, se observa que el alma de Macbeth está enferma, pero no su mente, porque el alma puede ser corrompida, probablemente porque depende de la carne. Así, debemos purificar nuestra alma, pero nuestra mente es preservada por Dios. La salud del alma es incompatible con un ataque deliberado al cerebro (leucotomía), porque una mutilación cerebral para mejorar el comportamiento no puede ser una vía hacia la salud (pág. 74). Winnicott tiene una concep­ ción muy original del intelecto: «La expresión “salud

intelectual” no quiere decir nada» (pág. 25) (quizá por­ que el intelecto no hace referencia al otro). El intelec­ to depende del funcionamiento del cerebro, se evalúa cuantitativamente (Winnicott se refiere al CI) y pue­ de ser afectado por todo tipo de lesiones físicas en aquel. Hoy podemos pensar en el esfuerzo de las cien­ cias cognitivas para desprenderse de los enfoques psicoanalíticos: se trata de negar la influencia en nues­ tros juicios de factores anclados en una actividad psí­ quica subjetiva y emocionalmente determinada, que no es sinónimo de intelecto. La cuestión es más com­ plicada aún, porque, como dice Winnicott: «La psique, en cambio, puede estar enferma en sí mis­ ma, es decir, alterada por deficiencias en el desarrollo emocional, y coexistir al mismo tiempo con esa base de su funcionamiento que es un cerebro sano» (pág. 25). Vayamos ahora al pensamiento (mind). «M ind» es una palabra difícil de traducir al francés; y si general­ mente la traducimos como «esprit» [espíritu, mente],* el término es inapropiado; «m ind» no es el espíritu. Para citar a Winnicott: • «El cuerpo del niño corresponde al pediatra. • Su alma, a los hombres de la religión. • Su psique pertenece al psicoanalista. • Y su intelecto, al psicólogo. • La mente {mind) es para el filósofo». En el capítulo V II lo resume así: «Al comienzo existe el soma, luego hay una psique que, poco a poco, se arraiga en el soma; tarde o temprano * En francés, «esprit» denota tanto «espíritu» como «mente», y esta es la dificultad a la que se refiere el autor. En la traducción hemos ele­ gido en cada caso la opción más apropiada para respetar el sentido de las ideas. (N. de la T.)

aparece un tercer fenómeno, cuyo nombre es intelecto, o mente» (pág. 75). Observemos, de pasada, que el anclaje de la psique en el soma sobreviene en segundo lugar; sucede con posterioridad al nacimiento de la psique separada del soma. Ahí también podemos ver una diferencia con la obra de Freud. Para el fundador del psicoanálisis, to­ do comienza, efectivamente, con el cuerpo, a través de su expresión psíquica primitiva: las pulsiones. Para Winnicott, esto ocurre en un segundo tiempo. ¿Cómo imaginar una psique no anclada desde el inicio en el cuerpo? Pienso que Winnicott quería decir que las dos series, psique y soma, al comienzo no están unidas; tienen que llevar a cabo esta tarea, que no es un dato previo, sino una conquista hacia la integración de la unidad psique-soma. Dicho en otras palabras: el niño tiene que apropiarse de aquello que resulta de su re­ lación con la madre. Supongo que esto explica las di­ ferentes disociaciones que afectan a la unidad psiquesoma. Me he demorado un poco en estas ideas de Winni­ cott porque no forman parte del corpus psicoanalítico clásico y parecen pertenecer más bien a la psicología o a la filosofía. Era importante recordarlas antes de concentramos en conceptos más familiares, como los instintos, los objetos o la posición depresiva, que voy a examinar ahora. Sin entrar en detalles porque se tra­ ta de terrenos muy conocidos, destacaré solamente la originalidad de Winnicott, al menos en cuanto se refie­ re a aspectos menos evidentes analizados en sus otros libros.

La teoría del instinto, el complejo de Edipo, las relaciones de objeto Las ideas precedentes nacieron de la propia creati­ vidad de Winnicott. Es, además, interesante destacar cómo interpreta los descubrimientos de sus anteceso­ res: sucesor de Freud y de Melanie Klein, traspone las ideas de estos en su propio encuadre. Para Winnicott, el momento de cambio del desarrollo del niño se pro­ duce cuando este puede mostrar una capacidad de solicitud (una característica del psicoanalista como terapeuta). Winnicott no oculta el origen autobiográ­ fico de este concepto: recuerda que un día destrozó salvajemente la muñeca de su hermana con su mazo de croquet (notemos, al pasar, que la palabra francesa croquer significa tanto morder como dibujar). Ante la desesperación del pequeño tras su fechoría, su padre consiguió reparar la muñeca. Aquí tenemos una idea diferente de la comúnmente admitida: la manifesta­ ción pulsional deviene tolerable si y sólo si el niño ad­ quiere la idea de reparación, que indica una capaci­ dad de desarrollo. Así, en el centro del desarrollo hu­ mano se encuentra la posición depresiva, testimonio de la reparación y, por extensión, de la capacidad de solicitud. Antes de la posición depresiva, el niño vive un estadio de amor sin piedad, idea que difiere de las de Freud y Klein: Winnicott no está de acuerdo ni con la pulsión de muerte de Freud ni con la posición esquizo-paranoide de Melanie Klein. Por otro lado, se pueden establecer paralelos entre el amor sin piedad y el narcisismo primario. La capacidad de solicitud sobreentiende la existencia del objeto y cierto cuidado por su integridad. Winnicott destaca la importancia de la distinción entre el objeto parcial y el total; la si­ túa de manera muy simple, trazando una frontera en la edad de dos años. Para nuestro autor, antes de los dos años, el bebé no se caracteriza por el predominio

de las pulsiones parciales, las zonas erógenas y el autoerotismo (Freud), o por la fase esquizo-paranoide (Klein). Según Winnicott, lo que hay en el comienzo es la necesidad de construir un self, de enfrentarse a la realidad externa, de intentar llevar a cabo la indivi­ duación, la autonomía, la conciencia de sí y la integra­ ción. La agresión y la destrucción son los aspectos más controvertidos de la última teoría de las pulsio­ nes formulada por Freud. Después de este, fueron muy desarrolladas. En el psicoanálisis actual hemos alcanzado un estadio en el que la agresión ha en­ vuelto completamente a la sexualidad (no es este el caso de La naturaleza humana). El artículo de Winnicott titulado «El uso de un ob­ jeto y el modo de relación con el objeto por medio de identificaciones» (1968), muchas veces citado en este libro, muestra que la agresión sólo surge desinvis­ tiendo la existencia del objeto sin «derramamiento de sangre», si se me permite expresarme así. Además, Madeleine Davis ha mostrado que, en la obra de Win­ nicott, la destrucción debía ser considerada como un logro; las palabras «yo soy», pensaba él, «son las más peligrosas en todas las lenguas del mundo» (1986). Winnicott mencionaba la necesidad de la expre­ sión «fuerza vital», que corresponde exactamente a lo que Freud entendía por «pulsiones de vida y de amor». Esta interpretación de la destrucción extiende nues­ tra concepción más allá de los afectos negativos (ce­ los, envidia, cólera, frustración). La agresión, necesa­ ria para descubrir el mundo externo, es una condición para que se plasme la realidad del objeto en tanto se­ parado del self. Ya en 1915, Freud había enunciado la idea de que el objeto nace en el odio. Esta afirmación, aunque largamente discutida, fue mal comprendida: de otro modo, tendríamos una fusión eterna, que sería la no-separación. Madeleine Davis declara, con suti­ leza: «La destrucción se convierte en la pieza de re­

cambio inconsciente para el amor a un objeto real» (1985). Es importante hacer la experiencia, pues el objeto está fuera del área de control omnipotente. En La naturaleza humana, Winnicott da cuenta de la teoría pulsional de manera más completa y profunda que en cualquier otra parte. Entre otras muchas cues­ tiones, plantea, por ejemplo, cómo hacer corresponder las descripciones del desarrollo según el punto de vis­ ta de la teoría pulsional con el del desarrollo del self y del objeto. ¿Tal vez estas preguntas sin respuesta im­ pidieron a Winnicott terminar y publicar su libro? ¿Hubo quizás otras razones que lo llevaron a abando­ narlo? Aprovecho la ocasión para destacar algunos otros puntos descuidados en la obra de Winnicott. Contra­ riamente a lo que suele pensarse, este no es un repre­ sentante incondicional de la teoría de las relaciones de objeto. Madeleine Davis lo ha mostrado en forma muy convincente: al respecto, Winnicott está a medio camino entre Freud y Klein. Madeleine Davis insiste en la influencia de Darwin, sugiriendo un punto de vista evolucionista en Winnicott (Davis y Wallbridge, 1981). Su aceptación del narcisismo primario es otra manera de revelar su adhesión a las hipótesis básicas freudianas (rasgo que distingue sus conceptos de los de Fairbairn, Klein y Balint). Puesto que yo mismo defiendo la existencia del narcisismo primario, me alegró mucho descubrir que estábamos de acuerdo en este punto. Además, en lugar de criticar la teoría de la pulsión, Winnicott le da máximo valor: «La libertad pulsional facilita la salud corporal, y de es­ to se sigue que en el desarrollo normal, donde el control pulsional aumenta sin cesar, el cuerpo debe ser sacrifi­ cado. ..». La organización de un falso self se debe, en gran parte, a la adquisición personal del control pulsional,

a la desaprobación o la no aceptación de las manifes­ taciones pulsionales del niño por parte de la madre. Debemos hacer una importante distinción entre los cuidados del bebé y el funcionamiento pulsional en el desarrollo del niño: «Si (en un caso particular) se pone el acento en la inte­ gración merced a los buenos cuidados proporcionados al niño, la personalidad puede encontrar un fundamento firme. Si el acento recae sobre la integración merced a las pulsiones y ala experiencia pulsional, y merced a la cólera que mantiene la relación con el deseo, entonces, la personalidad será probablemente interesante, e in­ cluso de una cualidad atractiva. En estado de salud, las dos posibilidades coexisten, y la combinación de ambas significa estabilidad. Cuando no hay suficiente de una u otra, la integración nunca es firme, o bien queda atrapa­ da en un dispositivo exagerado y fuertemente defendido que no permite ni relajación ni reposo en la no-integración».

Progresión de la experiencia pulsional hacia el complejo de Edipo Winnicott observa que esta relación lleva a una pa­ radoja: el complejo de Edipo no es sólo expresión de una patología, sino que también es considerado como la realización de la salud (al poner enjuego relaciones entre personas totales). Winnicott ve la angustia de castración como mía bendición, porque permite que la angustia precoz más difusa siga otra vía que la de la agonía impotente: «El propio Freud estudió casi todos los aspectos de las relaciones entre personas, y de hecho se ha vuelto muy difícil actualmente innovar, a menos que se haga una nueva exposición de lo que ya está reconocido. Freud hi­ zo para nosotros lo más duro del trabajo; puso en evi­

dencia la realidad del inconsciente y su fuerza, llegó al dolor, a la angustia y al conflicto que invariablemente está en la raíz de la formación de síntomas, y expuso, con cierta arrogancia cuando fue necesario, la impor­ tancia de la pulsión y la significación de la sexualidad infantil. Una teoría que negara o pasara por alto estas cuestiones carecería de toda utilidad». Winnicott ha sido acusado muchas veces (no por los kleinianos, por supuesto, sino por los freudianos franceses) de subestimar el papel del padre. Al final de su vida, afirmó que el niño podía consumar real­ mente su separación de la madre sólo con la ayuda del padre. Es verdad. De hecho, el padre es, ante todo, aquel que separa al niño de la madre. La angustia de castración está ligada al temor de que, sin un pene, ya no sea posible una reunificación con la madre, como pensaba Ferenczi. La ambigüedad de la figura pater­ na —por un lado, separadora y a la vez castradora, y, por el otro, amparo contra la simbiosis patológica en un período de impotencia y desesperación ligado a angustias paranoides— muestra que la relación del niño con el padre no es menos complicada que la relación con la madre.

La elaboración imaginativa, la fantasía y los fenómenos transicionales Es importante destacar que para Winnicott, como para Freud, la fantasía o, según Winnicott, la elabo­ ración imaginativa funda el desarrollo emocional y psíquico. «La psique se forja a partir del material de la elaboración imaginativa del funcionamiento corpo­ ral» (pág. 73). Yo diría que la elaboración imaginativa está muy ligada a la ausencia; en otra parte sostuve que la psique era la relación entre dos cuerpos, uno de los cuales está ausente. La originalidad de la contri­

bución de Winnicott a este problema consiste en ha­ ber encontrado una salida al dilema tradicional que pone el acento en la ausencia o, por el contrario, en la presencia. Él consideró, nuevamente, el punto de en­ cuentro entre la reunión (presencia) y la separación (ausencia), y mostró cómo en el momento que precede a la reunión (o a una presencia plena en el encuentro), el objeto era creado justo en el instante en que la sepa­ ración (el comienzo de la ausencia) podía ser ulterior­ mente utilizada como espacio de reunión potencial. Este punto de vista, que enriqueció la teoría del sim­ bolismo, le da un aspecto dinámico y hace hincapié en el momento en que las partes están separadas o nue­ vamente unidas (y, por lo tanto, el corolario: el objeto es encontrado, por oposición a perdido, y creado, por oposición a percibido), lo cual implica una concepción enteramente nueva de las relaciones entre la repre­ sentación (es decir, la memoria) y la percepción (es decir, la conciencia). La cadena de acontecimientos que va del soma al pensamiento es sustancial. Una distinción importante, que Winnicott no hace, es la del intelecto y el pensamiento. En esto nos es útil Bion: el pensamiento difiere de la intelectualización, surge de la experiencia emocional; en otros términos, arraiga en las manifestaciones pulsionales y se desarrolla en relación con la elaboración imaginativa, esto es, en re­ lación fantasmática con la realidad. El objeto creadoperdido es resultado del objeto subjetivo y del objeto objetivamente percibido. Concluiré mi lectura de La naturaleza humana con la contribución más original de Winnicott: el es­ pacio transicional y los fenómenos transicionales. Existe una estrecha relación entre la fantasía y la concepción del objeto transicional; la fantasía y el ob­ jeto transicional son resultado de la elaboración ima­ ginativa como característica humana. Están, ade­ más, ligados a la noción de realidad psíquica, si tene­

mos presente que aquí hablamos de fantasías incons­ cientes no controladas por la conciencia. La originali­ dad del aporte de Winnicott estriba en que nos permi­ te comprender el mundo interno en términos de caos (un caos debido al predominio de la pulsión en la fase oral) que reclama una forma de orden. Es hora de re­ cordar que Winnicott se rehusó a quedar atrapado en el dilema de lo interno o lo externo. El caos no provie­ ne de la no-integración, sino de la desintegración co­ mo fenómeno regresivo. Dicho de otro modo: el caos no es el estado que antecede al orden, sino la pérdida de un orden ya establecido, aunque mínimo. Los fenó­ menos transicionales son resultado de la separación. Pertenecen a los procesos de simbolización en sus ló­ gicas paradójicas (el objeto es y no es el pecho, el pe­ cho es y no es la madre). Los incluiré en lo que llamo procesos terciarios, mediadores entre los procesos pri­ marios y secundarios; son esenciales para la elabora­ ción psicoanalítica. Desde Winnicott, «ilusión» ya no es un término pe­ yorativo (un error que no debería persistir); ha deve­ nido un concepto útil para la experiencia y para el pensamiento. No se ha insistido suficientemente en las estrechas relaciones que existen entre la pulsión, la elaboración imaginativa y la ilusión. ¿Cuáles son ellas? Los instintos o pulsiones primarias (como la pa­ labra lo sugiere) son expansiones que empujan hacia adelante (Triebe) y hacia afuera a fin de obtener la gratificación (esto vale para cualquier objetivo pulsio­ nal, sea erótico o agresivo) de un objeto situado en el exterior. Esto conlleva la idea de emergencia: la emer­ gencia proviene de la soledad y, antes, de lo no vivien­ te, a veces atacado por la regresión extrema. Llamo a este estado desinvestidura. Comoquiera que sea, las pulsiones (de amor o de vida) son responsables de este crecimiento, de este «brote» de ser: a veces usamos la expresión brote instintivo para referimos a procesos

psíquicos como la alucinación. Las pulsiones están en la raíz de la elaboración imaginativa; constituyen una fuente, un empuje, un crecimiento espontáneo, y la elaboración de una gratificación que no es ni inmedia­ ta ni total. Y es ahí donde encontramos la ilusión. Winnicott emplea la misma descripción para la ilusión: una emergencia, es decir, un empuje hacia afuera de la soledad, con el objetivo de alcanzar una meta. Pero él cree que la ilusión precede a la pulsión. Al comienzo, hay una soledad pre-dependiente; la ilusión y la emergen­ cia están necesariamente asociadas a la dependencia (sostienen la omnipotencia creadora del objeto). «Si las complicaciones no son demasiado grandes, algo muy simple se produce. Es difícil encontrar las palabras justas para describir esta cosa simple; lo que podemos decir es que, en razón de la vitalidad en el niño y gracias al desarrollo de la tensión pulsional, el pequeño llega a esperar algo; y entonces se produce un querer alcanzar, que inmediatamente toma la forma de un movimiento de la mano, o de la boca que se acerca, muy naturalmen­ te, al supuesto objeto. Pienso que no es inoportuno afir­ mar que el niño está preparado para ser creativo». La teorización de Winnicott sobre el estadio inter­ medio entre el narcisismo primario y las relaciones objetales es muy sugerente. El estadio intermedio se referiría a un estrato constituido por un aspecto de la madre y un aspecto del bebé... «Hay algo loco en sos­ tener este punto de vista, y sin embargo debe ser soste­ nido» (pág. 200). Menciona luego una combinación de sustancias comunes a la madre y al niño, pero difícil­ mente se puede decir dónde comienza uno y dónde termina el otro. La locura de semejante incertidumbre concierne al punto de pasaje del narcisismo pri­ mario a las relaciones de objeto. Una sustancia que une y separa será representada por los objetos transicionales y su papel en el desarrollo.

Conclusión: filosofía y realidad Comencé con la filosofía y concluiré con la filosofía. AI confrontarse con conceptos idealistas y realistas, Winnicott escribe: «Presentaré las cosas de la siguiente manera: algunos bebés tienen la suerte de contar con una madre cuya adaptación inicial activa a sus necesidades fue suficien­ temente buena. Esto les permite tener la ilusión de en­ contrar realmente lo que fue creado (alucinado). Final­ mente, tras la instauración de la capacidad para las re­ laciones, esos bebés pueden dar el paso siguiente hacia el reconocimiento de la soledad esencial del ser hu­ mano. Por último, ese bebé crece para decir: “Sé que no existe contacto directo entre la realidad externa y yo mismo, solamente una ilusión de contacto, un fenómeno intermedio que funciona muy bien para mí cuando no estoy cansado. Nada podría resultarme tan indiferente como la existencia de un problema filosófico en este asunto”. »Los bebés que tienen un poco menos de suerte en sus experiencias están realmente contrariados por la idea de no tener contacto directo con la realidad externa. So­ bre ellos pesa en forma permanente la amenaza de per­ der la capacidad para las relaciones. Para ellos, el pro­ blema filosófico llega a ser y continúa siendo un proble­ ma vital, una cuestión de vida o muerte, de comer o con­ sumirse, de amor o aislamiento. »Algunos bebés menos afortunados aún, cuyas prime­ ras experiencias de correcta presentación del mundo fueron extremadamente complicadas, crecen sin ningu­ na capacidad de ilusión de contacto con la realidad ex­ terna. O bien su capacidad es tan insignificante que se desmorona ante la frustración, y sobreviene una enfer­ medad esquizoide». ¿Dónde se sitúa Winnicott? ¿Entre las personas sa­ nas, entre los filósofos (medianamente sanos o, algu-

ñas veces, no del todo), o entre las personalidades es­ quizoides? No lo sabemos. Tampoco sabemos dónde se sitúan los otros psicoanalistas. Yo mismo, tampoco sé dónde me sitúo. ¿Podrán quizás ustedes ayudarme a descubrirlo?

2. La intuición de lo negativo en Realidad y juego1

En 1993 propuse un nuevo concepto: E l trabajo de lo negativo. * Declaraba en la introducción que yo era en parte deudor de Winnicott, una de cuyas obras se hallaba entre las fuentes que me habían guiado en esa elaboración. Voy a referirme a Realidad y juego, porque ahora quiero decir en qué me inspiró. Si hay alguna relación entre las ideas de Winnicott y las mías, ello todavía no ha sido reconocido. La pri­ mera vez que mencioné la importancia — que pasó inadvertida— de lo negativo en la obra de Winnicott, fue durante una conferencia de los miembros anglófonos de las sociedades europeas, en Londres, en octu­ bre de 1976. Masud Khan, el experto indiscutido en Winnicott, replicó públicamente que mi cita de este autor era falsa y que jamás había dicho ni escrito nin­ guna cosa así. Quienes conocen a Khan no se sorpren­ derán de una respuesta tan categórica como prepara­ da para la circunstancia, pero, infelizmente para él, equivocada. La idea es, sin embargo, tan sorprenden­ te que si ustedes buscan en los dos recientes dicciona­ rios sobre la obra de Winnicott, escritos por Alexander Newman (1995) y Jan Abram (1996), no encontrarán

1 Este artículo fue presentado el 6 de abril de 1997 en el Congreso Internacional «El psique-soma: de la pediatría al psicoanálisis», reali­ zado en Milán para la celebración del 25° aniversario de la publicación de Realidad y juego. Reimpreso con autorización del International Journal o f Psycho-analysis, 78 (1997), 1071-84. * A. Green, Le travail du négatif, París: Minuit, 1993 [El trabajo de lo negativo, Buenos Aires: Amorrortu, 1995].

allí ninguna huella de lo negativo. La pregunta que se plantea es, pues, la siguiente: «¿Es esto un invento de André Green?». Volvamos a Realidad y juego. En la primera frase de la introducción, Winnicott escribe: «Este libro es una ampliación de mi artículo de 1951, “Objetos transicionales y fenómenos transicionales”». Si leemos este artículo con cuidado, podremos encontrar allí el hilo, manifiesto o invisible, que recorre todo el libro. De hecho, ese artículo tiene una historia singular. Su versión inicial, fechada en 1951, se convertirá, con el mismo título pero con modificaciones, en el primer capítulo de Realidad y juego. El artículo de 1951 apa­ reció en 1971 como primera sección del capítulo, bajo el título «Mi primera hipótesis», a la cual se agrega­ ron dos nuevas secciones, tituladas «II. Una aplica­ ción de la teoría» y «III. Material clínico: aspectos de la actividad de la fantasía», en las que interviene la noción de lo negativo. La sección II había sido objeto de dos publicaciones separadas, en 1960 y 1965; esta sección comienza con unas líneas introductorias se­ guidas de una subsección: «Psicopatología que se ma­ nifiesta en el ámbito de los fenómenos transiciona­ les». El comienzo de esta subsección modifica en for­ ma sustancial las últimas líneas del artículo de 19511953, en el cual Winnicott había escrito inicialmente acerca de la aplicación de sus ideas en psicopatología citando diversas afecciones: «Adicción, fetichismo, pseudología fantástica y robo». En Realidad y juego se suprimen estas aplicaciones y Winnicott pone el acen­ to en la separación y la pérdida. Introduce la idea de una tolerancia limitada a la separación respecto del objeto madre. Prosigue con un ejemplo clínico titulado «El cor­ del». La sección II de Realidad y juego finaliza con una «nota agregada en 1969» que se incluye en este nuevo contexto, y publicada postumamente en el libro.

Gran parte de lo que voy a decir ha sido tomada del material clínico (sección II), que es completamente nuevo en esta última versión del artículo; pero una larga fase preparatoria de las nuevas ideas estaba ya presente en el texto de 1951, antes de que la idea ex­ plícita de lo negativo se desarrollara y fuera integra­ da en este artículo que hizo escuela. Se supone que el material clínico muestra «cómo el sentimiento mismo de pérdida puede convertirse en una manera de inte­ grar la autoexperiencia». Aquí, las referencias explíci­ tas a lo negativo están en relación con la estructura patológica. Sin embargo, en el artículo, otros aspectos de la noción están ligados, en mi opinión, a las ideas de Winnicott sobre el desarrollo normal y se los en­ cuentra al comienzo del capítulo tanto como en la versión de 1951. Por ejemplo, definir al objeto transicional como «posesión no-yo» es considerar el concepto de objeto desde un ángulo diferente, privándolo de sus habitua­ les connotaciones positivas, ya sea como objeto que satisface una necesidad o un deseo, ya sea como obje­ to fantaseado. Aquí, el objeto es definido como un ne­ gativo del «Yo», lo cual tiene muchas implicaciones en lo tocante a la omnipotencia. Distinguir, como Winni­ cott hace, el primer objeto de la primera «posesión noyo» amplía nuestro pensamiento, sobre todo si esta experiencia se sitúa en una zona intermedia entre dos partes de dos cuerpos, boca y pecho, lo que va a crear un tercer objeto entre ellos, no sólo en el espacio real que los separa, sino también en el espacio potencial de su reunión tras su separación. Además, dado que esto implica la idea de algo que no está presente, nos encontramos nuevamente con otra significación de lo negativo. Esta noción de objeto «tercero» tiene aplica­ ción en la situación analítica. He propuesto que se comprendan los intercambios entre paciente y analis­ ta, o, en otros términos, entre transferencia y contra­

transferencia, como dando origen a un «tercero ana­ lítico», producto específico del análisis (Green, 1975). Esta idea fue posteriormente desarrollada por Ogden (1994) y Gabbard (1997). La creación del objeto transicional es importante: «No se trata tanto del objeto utilizado como de la utili­ zación del objeto». Winnicott alude aquí a la paradoja que encierra esta utilización, paradoja que, como di­ ce, no debemos intentar resolver, sino aceptar, tolerar y respetar. Apenas se ha prestado atención a la tole­ rancia a lo negativo que implica esta paradoja, tal co­ mo lo menciona en la sección sobre el simbolismo. Winnicott escribe: «Que este objeto no sea el pecho (o la madre), aunque sea real, es tan importante como que esté en lugar del pecho (o de la madre)». Cabe des­ tacar, en la misma sección, una expresión muy signifi­ cativa: al oponer fantasía y hecho, objetos interno y externo, creatividad primaria y percepción, precisa que el término «objeto transicional» se refiere al sim­ bolismo en el tiempo. Describe así el viaje del bebé, de lo puramente subjetivo a la objetividad: «Me parece que el objeto transicional (la punta de la colcha, el oso de peluche, etc.) es lo que percibimos del viaje que marca la progresión hacia la experiencia vivida» (las bastardillas son mías). En lugar de centrarme en los términos opuestos — como estaría tentado de hacer todo lector impacien­ te de Winnicott— , o incluso en el espacio entre ellos, llamo la atención de ustedes sobre la idea de viaje; volveré sobre esto más adelante. El viaje expresa la cualidad dinámica de la experiencia, que implica un movimiento en el espacio, ligado al tiempo. Me atre­ veré a decir que Winnicott desarrolla aquí una alter­ nativa a la teoría freudiana de la pulsión que incluye la misma dimensión dinámica y el mismo cambio en el espacio en el recorrido desde la fuente hasta el obje­ to. Recordemos: el espacio transicional no es simple­

mente «entre dos»; es un espacio donde el futuro obje­ to está en tránsito, tránsito al término del cual toma posesión de un objeto, creado en la proximidad de un objeto externo real, antes de haberlo alcanzado. A partir de esta concepción del desarrollo normal, el trabajo de Winnicott se centrará progresivamente en otra concepción de lo negativo. Hasta ahí, lo nega­ tivo era una cualidad inherente al funcionamiento psíquico; por ejemplo, la posesión no-yo, la paradoja de no ser y también de ser el pecho y, al mismo tiem­ po, ser un sustituto de él, no ser un objeto interno o ex­ terno, sino una «posesión», etc. A partir de ahí, Winni­ cott describirá casos patológicos que necesitan un «enunciado complejo». «El bebé puede emplear un objeto transicional cuando el objeto interno está vivo, es real y suficientemente bueno (no demasiado persecutorio). Pero las cualidades de este objeto interno dependen de la existencia, del ca­ rácter vivo y del comportamiento del objeto externo. Si este da prueba de cualquier carencia relativa a una fun­ ción esencial, esta carencia conduce indirectamente a un estado de muerte o a una cualidad persecutoria del ob­ jeto interno. Si el objeto externo continúa siendo inade­ cuado, el objeto interno no tiene significación para el pe­ queño y entonces, pero sólo entonces, el objeto transicio­ nal se encuentra, también él, desprovisto de toda signi­ ficación» (las bastardillas son mías). En el artículo de 1951, Winnicott da el ejemplo de dos hermanos. El mayor, X, no consiguió crear un ob­ jeto transicional. Tiene un apego precoz y persistente a la madre misma: aunque haya adoptado un conejo (un juguete), este objeto nunca tuvo la cualidad de ob­ jeto transicional. Lo significativo no es, pues, sólo la presencia o la ausencia de un objeto que semeja un objeto transicional, sino la presencia o la ausencia de los signos que lo caracterizan como tal. Winnicott ha­

ce notar que este hermano nunca se casó. El menor, Y, se chupó el pulgar, no tuvo dificultades de destete, adoptó la manta, se hizo cosquillas en la nariz con su lana, inventó palabras para nombrar a su manta y ahora es padre de familia. Ambos son «normales», pe­ ro las diferencias son notables. Estas observaciones abren la vía a las secciones que se agregaron al ar­ tículo en la versión de Realidad y juego, dedicadas a la psicopatología. Contrariamente a lo que escribió en la versión de 1951, donde la noción es apenas mencio­ nada, en este momento Winnicott parece comprender la importancia primordial de la ausencia de la zona transicional en la psicopatología. Escribe: «Cuando la madre se ausenta durante un período supe­ rior a cierto límite medido en minutos, horas o días, el recuerdo de la representación interna se borra. Al mis­ mo tiempo, los fenómenos transicionales pierden pro­ gresivamente toda significación y el pequeño es incapaz de experimentarlos. Asistimos entonces a la desinvesti­ dura del objeto» (las bastardillas son mías). Esta desaparición de la representación interna es lo que yo relaciono con la representación interior de lo negativo, «una representación de la ausencia de re­ presentación», como digo, que se expresa en términos de alucinación negativa o, en el terreno del afecto, en términos de vacío o, en menor grado, de futilidad o de pérdida de sentido. Estas indicaciones preceden al bello ejemplo, con­ movedor y finalmente trágico, del cordel, que no co­ mentaré aquí. La omnipresencia del cordel en el juego del niño (un sencillo juego con Winnicott en que este agitaba un cordel) lo llevó a una conclusión respecto de su pequeño paciente, que le comunicó a la madre: «Expliqué a la madre que su hijo temía la separación que intentaba negar mediante el juego del cordel, tal como se niega la separación respecto de un amigo re­

curriendo al teléfono». Esta explicación, que la madre consideró primero una tontería, le fue útil cuando re­ flexionó. El cordel era la materialización positiva de un vínculo ausente, negativo. En la nota al pie que Winnicott agregó en 1969 re­ conoce, tristemente, que diez años más tarde el niño no había podido ser curado de su enfermedad. La re­ negación de su miedo a la separación no estaba sólo li­ gada a la ausencia de su madre cuando esta se halla­ ba hospitalizada, sino también, y más aún, a la au­ sencia de contacto con ella cuando estaba físicamente presente: «La madre [.. .] hizo una observación pertinente. Había percibido que la separación más importante se produjo en el momento de su depresión, pues fue entonces cuan­ do el niño tuvo el sentimiento de haberla perdido. No se trataba simplemente de que ella se hubiese ido, dice, sino de su falta de contacto con él, completamente ab­ sorbida, como estaba, por cantidad de otras cosas». En consecuencia, el niño ya no soportó más ser se­ parado físicamente de su madre. Llegamos ahora a la idea más explícita de lo nega­ tivo, en la última sección del capítulo. Hasta aquí, te­ níamos que deducir esta noción del texto. Ahora, como lo veremos, la noción será expuesta abiertamente. Winnicott presenta el contenido de una sola sesión con una paciente adulta. Esta paciente comienza re­ latando un sueño en el cual su actual analista es visto como una mujer avara y dominante, lo cual la hace añorar a un analista anterior, al que ve bajo el aspecto de una figura masculina. Fantasea intensamente (con motivo de angustias catastróficas ligadas a via­ jes) sobre la imposibilidad en que se halla de prevenir a otras personas acerca de eventuales desgracias que podrían ocurrirles; ella podría gritar pero nadie la es­ cucharía, porque el objeto está siempre fuera de al­

cance. Winnicott escribe: «Gran parte del material, en este análisis, concernía a la aparición del lado negati­ vo de las relaciones». Esto incluía la experiencia de la paciente como niña y experiencias con sus propios hijos, de quienes había tenido que separarse por unas vacaciones. A su regreso, le habían dicho que uno de ellos había llorado durante cuatro horas. Winnicott interpreta esta situación como traumatizante, porque es imposible explicar a un niño de dos años, o a un ga­ to, la ausencia de la madre. Esto conduce a una expe­ riencia en la cual, desde el punto de vista del bebé, la madre está «muerta». Al cabo de cierto límite de tiem­ po, en efecto, la madre, ausente o presente, está defi­ nitivamente muerta; dicho de otro modo, es imposible restablecer un contacto cuando regresa. «Eso es lo que la palabra “muerta” significa», escribe Winnicott. Su trabajo es aquí muy afín al mío cuando describo a «La madre muerta» (1980). Es importante relacionar dos extremos, que son diametralmente opuestos: «La muerte de la madre cuando está presente, y su muer­ te cuando no está en condiciones de reaparecer y, en consecuencia, de volver a la vida». Diría que la sepa­ ración es irreversible, y la tendencia a revivirla, tan fuerte como la manifestación de una pulsión en la compulsión de repetición. Durante la Segunda Guerra Mundial, a la edad de once años, la paciente fue evacuada muy lejos de su casa. Olvidó completamente su infancia. En contra­ partida, siempre se rehusó a llamar «tío» o «tía» a las personas que la recibieron, como lo hacían los otros niños en sus nuevas familias. «Se las arregló para “no llamarlos de ninguna manera”», dice Winnicott; «eso era acordarse, en una forma negativa, de su padre y de su madre» (las bastardillas son mías). Todos estos ejemplos de lo negativo muestran has­ ta qué punto Winnicott se aproximaba a una noción a la que nunca tuvo la oportunidad de dar un estatuto

teórico. Sus lectores tampoco. Todo esto remite a una falta: ausencia de memoria, ausencia en la mente, au­ sencia de contacto, ausencia del sentimiento de vida; todas estas ausencias se pueden condensar en la idea de una falta. Pero, en lugar de referirse a un simple vacío o a algo ausente, esa falta deviene el sustrato de lo que es real. Winnicott dice que lo único real es la falta, «es decir, la muerte, la ausencia o la amnesia». Cuando la paciente experimenta un importante mo­ mento de amnesia durante la sesión, Winnicott escri­ be: «Resultó que la comunicación sustancial que yo debía recibir era que ahí podía haber un borramiento, y que este blanco podía ser el único hecho y la única cosa real. La amnesia es real, mientras que lo especí­ ficamente olvidado ha perdido su realidad». Aquí podemos fácilmente diferenciar lo que fue borrado, o, en mi terminología, sufrió una alucinación negativa, de lo que sólo fue olvidado o, con las palabras de Freud, reprimido. En un momento de la sesión, la paciente recuerda que en el consultorio hay una manta con la que se en­ volvió durante un período de regresión. Pero ahora «ya no la usará, porque la manta que no está (puesto que no la toma) es más real que la manta que el ana­ lista le daría, como ciertamente tuvo idea de hacerlo». Agregaré que no utilizar la manta es una necesidad absoluta. Es un hecho sobre el que ella volverá al final de la sesión, en el momento de dejar a Winnicott, diciéndole que la manta era sin duda confortable, pero que la realidad era más importante que el confort. In­ dica también que si se servía de la manta, daría una señal de perdón o de que habría habido reparación. Entonces, la realidad de la venganza se disiparía. Pe­ ro esto lo digo yo, no Winnicott. Finalmente, la paciente llega a la idea de que su anterior analista (del que tanto se lamenta) tendrá siempre más importancia para ella que el actual

(Winnicott). Ella reconoce que Winnicott la ha ayuda­ do más, pero confiesa que prefiere al anterior. Pro­ nuncia entonces una de esas frases que, como las de Freud, parecen decidir una situación: «Lo negativo de él es más real que lo positivo de usted». En su elabora­ ción, afirma: «Supongo que quiero algo que nunca de­ saparecería». Es evidente, pero lo que falta aquí es el objeto malo que nunca se va. Y la cosa mala, presente o ausente, es siempre negativa de dos maneras: en tan­ to mala y en tanto no existente. Hay coincidencia entre el juicio de atribución y el juicio de existencia. La cosa mala debe estar presente, y si no está, su ausencia — asimilada al vacío— deviene lo real, más real que los objetos existentes que la rodean. «La cosa real es la cosa que no está presente». Esta paciente tenía muchas dotes intelectuales. Winnicott le dice que la utilización de su intelecto re­ fleja el miedo a una deficiencia mental. De hecho, los símbolos que utilizaba podían ser reales por un tiem­ po, pero acababan por desdibujarse. Había razones para pensar que la aparición de una esquizofrenia en su entorno inmediato le había producido angustia. Vemos claramente cómo esta inquietud estaba li­ gada a la agresividad incontrolada y al temor de una desintegración. En su lugar, la paciente había organi­ zado mecanismos para controlar la destrucción. Por ejemplo, le revela a Winnicott que acostumbraba arrancarle las patas a una araña de papel cada día que su madre no estaba; una araña que usaba como una margarita que se deshoja para saber si se es ama­ do. Por otra parte, está la renegación de la separación respecto de sus padres. Para culpabilizar a la hija por quejarse siempre y molestarla, su madre le dijo que, cuando tenía dos años y medio, ella la había escu­ chado llorar todo el tiempo que duró su ausencia, es decir, mientras estaba a más de seis kilómetros de ahí. Como no podía admitir que su madre le mintiera,

pensó tal vez que era omnisciente. Quizá sintió ade­ más que no estaba separada de ella, puesto que su madre todavía la escuchaba. .. La simbolización estaba sin duda presente, pero debía ser comprendida de modo específico. Había mu­ chas pruebas de sus manifestaciones. Pero, como Winnicott dice, la paciente debía, progresivamente, «dudar de la realidad de las cosas que ellos (los obje­ tos transicionales, símbolos de la madre y de su fiabi­ lidad) simbolizaban». A lo largo de su vida, esta paciente había estado obsesionada por el temor a perder sus animales, sus propios hijos, todos sus bienes. Lo formula así: «Lo único que tengo es lo que no tengo». Comentario de Winnicott: «Lo negativo es lo único positivo». Cuando su paciente le pregunta qué creía que debía hacer al respecto, él primero calla y luego le dice: «Permanezco en silencio porque no sé qué decir», respuesta que satisface a la paciente, probablemente porque el ana­ lista confiesa su impotencia. Esta respuesta pone de manifiesto también su facultad de proteger su mente de la intrusión de la paciente, lo que a ella le permite anularlo. Este material proviene íntegramente de una sola sesión. A la salida, al dejar a su analista para tomar el tren hacia su casa de campo, la paciente propone que Winnicott la acompañe hasta mitad de camino. Des­ pués de un momento, la separación ya no tendría im­ portancia. Inventa, para burlarse, una representa­ ción materna de Winnicott, a quien imagina en el tren, cargado de bebés y niños trepándosele, vomitándole encima, todo lo que él se merece. Es evidente que lo uti­ liza para proyectar en él todos los objetos malos que ella contuvo durante la sesión y que imagina evacuar después de esta, durante el viaje a su casa de campo. La paciente termina relatando que, cuando fue evacuada durante la guerra, se encontró en otro país

preguntándose si sus padres estarían allí. Sólo uno o dos años más tarde se dio cuenta de que no estaban y de que «esa era la realidad». Mientras preparaba esta conferencia, recordé que entre mis notas tenía el material clínico de una sesión con una paciente, que había presentado en un semi­ nario sobre el «trabajo de lo negativo», en 1987, mu­ cho antes de la redacción de mi libro. Volví a ese mate­ rial. Antes de hablar de la sesión, tengo que explicar­ les cómo conocí a esta paciente. Durante el año en que enseñé en el University College de Londres, una dama pidió verme. Había asisti­ do a mi conferencia inaugural y recordó que uno de sus amigos le había recomendado verme, diciéndole que yo era una especie de Winnicott francés — cumpli­ do este que estaba lejos de merecer— . La paciente me dijo que había estado en tratamiento con Winnicott durante algunos años. Poco después de abandonar esa cura, Winnicott murió. Ella había sufrido mucho por no poder seguir su tratamiento con otro analista, después de varias tentativas infructuosas. Había hecho su primer análisis cuando era joven, a costa de muchos sacrificios y grandes esfuerzos, pero el tratamiento terminó mal, por una reacción tera­ péutica negativa. El analista lo interrumpió, cansado de ella. Antes de encontrar a Winnicott, había visto a una cantidad de analistas y terapeutas de todo tipo, a quienes abandonaba bastante pronto. Finalmente, había encontrado a Winnicott; guardaba, evidente­ mente, una impresión extraordinaria de sus encuen­ tros y siempre me decía: «Nadie como Winnicott», lo que yo, por supuesto, creía... Tras nuestro encuentro, ella pareció deseosa de so­ licitar mi ayuda, aunque ambos sabíamos que un análisis propiamente dicho conmigo no sería posible, pues vivíamos en diferentes ciudades. Incluso en la

época en que enseñaba en Londres, yo viajaba todas las semanas entre París y esa ciudad. Después de al­ gunas entrevistas, le propuse verla durante alrede­ dor de una semana, tres o cuatro veces por año; sabía que era muy poco adecuado, particularmente para es­ te tipo de pacientes, y que ella sufriría mucho nuestra separación. Pero sentía que el contacto que habíamos establecido era de calidad suficiente (hoy diría que había sido seducido) y que esto podría ser utilizado durante nuestros encuentros para ayudarla a com­ prender lo que ocurría en ella (lo que ella sentía). De todas maneras, me parecía imposible rehusarme a ayudarla, pues ella lo hubiera vivido como un recha­ zo. Aceptó lo que le proponía, y aquello que yo había previsto ocurrió. Dado que ella sufría enormemente por su enfermedad depresiva crónica y debía aceptar que yo no estuviera a su lado en esos momentos, le su­ gerí que en el ínterin viera a alguien en Londres. In­ tentó ver al colega que le había recomendado caluro­ samente, pero esto no se pudo concretar, por toda cla­ se de razones: en parte, a causa de sus sentimientos muy negativos respecto de dicho analista, pero tam­ bién porque él no aceptaba esa situación que lo coloca­ ba en posición de terapeuta sustituto intermitente, dado que ella no tenía intención de dejar de verme. Después entendí que me había equivocado al pro­ poner una solución que ninguno de ellos estaba dis­ puesto a aceptar. Me llevó un tiempo comprender que mi paciente era aquella de quien Winnicott habla en la última sección del artículo «El objeto transicional y los fenómenos transicionales», publicado en Realidad y juego. Al releer esta sección, me sentí en perfecto acuerdo con todo lo que decía. Había tenido la extra­ ordinaria suerte de hacer la experiencia viva de lo que él describía en su artículo. Una suerte única. No tenía ningún punto de desacuerdo con lo que leía, sino tan sólo la pena de que Winnicott no hubiera destacado

ciertos hechos que me parecen importantes y sobre los cuales volveré. Permítanme exponerles el material de una sesión que tuve con esta paciente, hace una década, quince años después de la que Winnicott relata en su libro. La paciente está muy inquieta por el hecho de ha­ llarse sola conmigo, se sobresalta ante el menor ruido, no soporta el sonido del timbre o del teléfono. Parece aterrorizada, pero sus reacciones también me aterro­ rizan. Se muestra perturbada, mira a su alrededor co­ mo si todo fuera extraño; se rehúsa a recostarse en el diván o a sentarse en el sillón frente a mí. Se sienta en el diván y da comienzo a su sesión diciendo siempre: «¿Dónde estoy? ¿Qué hora es? ¿Qué hago aquí?». Des­ pués, tras un silencio, empieza a hablar. «Déjeme con­ tarle un sueño. M i primer analista viene a visitarme. Después de un momento, pienso que se va a ir, pero me doy cuenta de que no tiene esa intención. Entonces, de­ bo enfrentar esta situación, y me inclino sobre él para besarlo». (Se trata del analista cuyo negativo era más real que lo positivo de Winnicott. Al comienzo de la se­ sión, pensé que yo podía representarlo. Pero no estoy seguro de que él fuese para ella verdaderamente un personaje de sexo masculino.) Continúa diciendo que después de este sueño yo la había llamado para decir­ le que podía venir a verme. (Ella había telefoneado más temprano para saber si eso era posible, y yo había tenido que verificarlo antes de darle una respuesta positiva.) «Hay algo que me hace feliz: es que suspendí todos mis medicamentos y me siento mucho mejor». A: «No tiene necesidad de medicamentos para venir a verme». P: «Sí. Pero, ¿qué hago?». A: «Continuar algo tal vez». P: «Ah, sí, pienso que es verdad. Pienso que muchos de mis problemas tienen que ver con una situación acerca de la cual algo que digo aquí está en relación

con algo diferente que está allá lejos, y entre estas dos cosas hay un espacio en el que ocurre algo como via­ jar, ir allá lejos y volver. ¿Qué puedo hacer para ir de acá hacia allá? Y luego, sobre todo, ¿cómo vuelvo?». Estas palabras nos recuerdan lo que Winnicott di­ ce en términos de hechos y acontecimientos. Pero, en este caso, ella habla de un estado psíquico que coinci­ de con su visita. Esto corresponde también a un víncu­ lo entre Winnicott y yo. Se podría pensar que ella asocia el hecho de venir a París para verme con el período en que fue evacuada al extranjero. Pero, más aún, destaco que la metáfora del viaje caracteriza lo que ocurre en la zona intermedia entre la creatividad subjetiva y la realidad objetiva. Su gran preocupación era poder encontrar el camino de regreso; en otros tér­ minos, no estar perdida en medio del desierto o en medio del océano. Los griegos teman ese mismo te­ mor. De hecho, ella parecía estar perdida en medio de la nada, sin punto de llegada. Me había hablado del riesgo que corrían los niños de morir durante el viaje (debido a los ataques de los submarinos alemanes) cuando eran evacuados al extranjero. Después de per­ manecer allí tres años, había cambiado tanto, física y moralmente, que su madre no la reconoció al regre­ sar, como si ella también la hubiese perdido. Continúa: «Viví una experiencia interesante: en­ contré a dos amigas que estaban conmigo durante la evacuación. Ellas amaban a mi madre, y una hasta me dijo: “¡Cómo me gustaría que fuera mi madre!”. Siempre tenía una foto de mi madre consigo. Para mí, era una madre tan terrible, tan horrible, que no podía entenderlo. Bueno, me dijeron que mi madre no se comportaba con los hijos de otros como con los pro­ pios; entonces, ciertamente, debió de ser muy dife­ rente con ellas de lo que fue conmigo». L e digo que esto podía tener algo que ver con «aquí» y «allá». «Puede ser que fuera como si usted no

estuviera segura de ser la misma persona en los dos lugares, “aquí” y “allá”, así como le es difícil unir a las dos madres, la que está con los otros y la que está con usted». P: «Sí. No tengo recuerdos de antes de mi partida. Pe­ ro tengo la impresión de que, cuando estaba allá, en el país de evacuación, era como si mi corazón hubiera si­ do arrancado y olvidado, y la vida hubiera continua­ do. Cuando volví a los quince años, tenía el cabello on­ dulado, carmín en los labios y llevaba tacos altos: ella no me reconoció». A: «Entre los doce y los quince años cambian muchas cosas». P: «Sí, por supuesto, yo tenía mis reglas. Pero eso no había cambiado nada para mí. Voy a decirle algo que estoy segura de que usted ignora: Elizabeth Taylor acaba de escribir un libro y se presentó en la televi­ sión. Perdió dos “stones” [alrededor de 13 kilos] y sus­ pendió todo: el alcohol, los tratamientos y lo demás. [Esto me recordó que la paciente había suspendido los medicamentos.] Imagínese: tuve un sueño. Durante la guerra, todas las semanas había un té danzante donde se invitaba a soldados para bailar. En mi sue­ ño, Elizabeth Taylor bailaba con mi madre. Es raro, ¿no? Es como si no pudiera dejar a mis padres. Cuan­ do pienso en ellos, siento que me suplican: “Por favor, déjanos ir, déjanos”, pero es como si yo no pudiera». A: «Sí, ese es el problema cuando se pierden dos “sto­ nes” [piedras]». Hacía alusión a las tumbas de sus pa­ dres, sugiriéndole que se trataba de los cuerpos de sus padres en su propio cuerpo. P: «Nunca entiendo lo que usted dice», decía siempre de lo que ella llamaba mis «interpretaciones freudianas», y de su estilo metafórico. «De hecho, cuando pienso a mi madre en mí, está como petrificada. Y más pasa el tiempo, más me enfrento a la necesidad de aceptar la muerte de mis padres, y más hay algo en

mí que no puede admitir que ya no existen. Es como si los tuviera prisioneros en una especie de purgatorio o de limbo». Sus padres habían muerto hacía mucho tiempo. A: «Me parece recordar que en el limbo están los be­ bés muertos». Ambas, su madre y ella misma, habían perdido bebés. P: «Sí, los niños no bautizados». Ella prosigue, evocando su primer embarazo, que había terminado en aborto espontáneo. Su familia había tomado muy mal su embarazo. En la sesión pudimos corroborar también el profun­ do vínculo con su madre, que había dado a luz dos ni­ ños muertos antes de su nacimiento. Hablando de su propio hijo muerto, dice que nunca podrá considerar que ya no existe. Nuevamente, el duelo es imposible. En­ tre ella y el muerto hay una persecución mutua. P: «Tengo la impresión de que todo mi problema es una cuestión de espacio y de tiempo. Pero estoy un po­ co mejor, porque ya no me aferró a mis terapeutas pa­ ra que me hagan mejorar; comprendí que ya no hacía falta pedirles eso. Sin embargo, estas idas y vueltas me plantean un problema. No puedo viajar tranquila porque siempre tengo que asegurarme, cuando viajo, de que puedo ir al baño. Si tengo que hacer un viaje en un autobús que no tiene baño, desisto. Toda mi refle­ xión gira alrededor de: ‘"Voy allá, cambio, llego allá, hago esto, hago aquello. Sólo así puedo partir”». Está en busca de un lugar en la zona transicional donde po­ dría depositar partes de su cuerpo, como si el vínculo entre ella y su madre estuviera siempre ahí. (Winni­ cott hace notar que las heces pueden ser entendidas como objetos transicionales.) La comparación entre las dos sesiones es notable. Nos sorprenderá el significativo lugar de la sexuali­ dad en el intercambio conmigo y su total ausencia con Winnicott. Esto no’se debe simplemente a una dife­

rencia en la transferencia. Podemos preguntamos si en el artículo de Winnicott no hay una importante censura de la sexualidad. En la versión de 1951 de «El objeto transicional», hay una seria discusión del ar­ tículo de M. Wulff, «Fetichismo y elección de objeto en la primera infancia» (1946), en la que Winnicott estu­ dia la relación entre fetichismo y objeto transicional. Esta útil discusión desaparece de la versión publica­ da en Realidad y juego. Ocurre que yo sé que esta pa­ ciente estuvo casada con un hombre que tema gran­ des problemas sexuales y del que se divorció (Winni­ cott no habla en absoluto de eso: ¿es por estrictas ra­ zones de confidencialidad?). Ella había interrumpido su análisis con Winnicott para entablar una relación amorosa. ¿Es posible excluir esto de la relación de transferencia? Además, durante su adolescencia tuvo una relación afectiva muy intensa con su padre, quien reconocía su feminidad, suscitando reacciones de celos en su madre. Pero ella estaba resentida con su padre porque este no apreciaba plenamente sus capa­ cidades intelectuales. No me pareció posible conside­ rar estos aspectos del material sólo como simples de­ fensas o incluso como carentes de importancia o perti­ nencia. Cuando ella vino a verme, hizo todo tipo de comentarios referidos a que las personas del hotel donde se había alojado insinuaban que venía a París a encontrarse con un amante. Sin embargo, en su sue­ ño con Elizabeth Taylor representa una relación ho­ mosexual con su madre. Supongo que Elizabeth Tay­ lor representaba a la joven de quince años, de regreso, esperando seducir a su madre. En realidad, había si­ do reprendida por esta última. Sin el sueño, yo hubie­ ra tendido a considerar el material como superficial, pero no pienso que sea el caso, puesto que es claro que a la transferencia sexual sobre su primer analista le sigue la fantasía homosexual en la que ella baila con su madre.

También hay un viaje en el desarrollo sexual de la muchacha, en lo que Freud llama cambio de objeto de la madre hacia el padre. Comoquiera que sea, los ele­ mentos de la sesión de Winnicott están siempre pre­ sentes. La referencia al viaje, a la amnesia, al senti­ miento de haber perdido a sus padres, especialmente a su madre, y, por encima de todo, esta idea de viaje asociada al hecho de que ella es dos personas diferen­ tes, al comienzo y al final, su pérdida del sentido de la continuidad, la no aceptación de la muerte, como si los cuerpos de sus padres, y en particular el de su ma­ dre, estuvieran petrificados en la prisión de su propio cuerpo (incorporación de los muertos): todo esto hace referencia al trabajo de lo negativo y a la enorme di­ ficultad de investir positivamente la relación con los otros. Esta paciente se despertaba todas las mañanas gimiendo durante horas: «No puedo, no puedo, no puedo», antes de poder levantarse de la cama. El mo­ delo del viaje parece ser una representación dinámica de ella misma; una especie de tentativa última de lu­ char contra la impresión de morir en la grieta, en el vacío que le recuerda todas esas cosas de las que se quejaba al comienzo de nuestros encuentros. Durante una de nuestras separaciones, su gato hu­ yó de la casa, atravesó la calle, fue atropellado por un automóvil y murió. Ella sintió una profunda pena y me escribió contándome lo que había sucedido; daba a entender que el gato aplastado evocaba un aborto o incluso heces. No comprendí muy bien lo que esto sig­ nificaba para ella. En sus cartas, cuando describía al gato, yo no podía evitar la sensación de que ella expe­ rimentaba una satisfacción inconsciente, que pienso que ignoraba por completo. Supongo que nuestras re­ laciones hubieran terminado si le hubiese hecho esta interpretación: con toda evidencia, el gato era un ani­ mal «bebé-madre». El accidente se había producido cuando ella estaba ausente. Por lo tanto, era su culpa,

como era culpa de su madre todo lo que le había ocu­ rrido a ella. ¿Se puede ser uno y el mismo después de semejante viaje? En el trabajo que llevé a cabo con ella intenté reto­ mar todo lo que, en su relación con su madre, había si­ do elaborado con Winnicott. Pero progresivamente in­ troduje la relación con el padre, con todas las gratifi­ caciones de erotismo y de intercambio cultural liga­ das a ella y de las que la madre estaba excluida. Su actividad intelectual estaba visiblemente guiada por una identificación con el padre. Llegamos tan lejos co­ mo lo permitieron las circunstancias. Ella se las arre­ gló incluso para venir durante casi un mes a fin de se­ guir un tratamiento intensivo, aunque yo le había prevenido que no me sentía suficientemente omnipo­ tente como para curarla con ese tipo de terapia mági­ ca. Pero la comparación entre lo que le dice a Winni­ cott al final de la sesión que él relata y lo que me dice a mí, a propósito de un trayecto en metro donde había presenciado los vómitos de algunos pasajeros antes de volver a Londres, es llamativa. De hecho, como Winnicott le dijo una vez, era como si nunca nada la hubiese alimentado. Esto la enfureció: puso fin a la sesión y se marchó. Finalmente, continúa su tratamiento durante unos años con sesiones cada vez menos frecuentes, hasta que deja de venir a verme porque ya no siente la nece­ sidad de hacerlo. Me envía tarjetas de Navidad, en un tono irónico humorístico, «como hacen los ingleses bien educados». Viaja siempre mucho, pero se siente mejor, aun cuando sus síntomas no han desaparecido del todo. Paradójicamente, el material clínico relativo a mis ideas sobre lo negativo es más abundante en Winni­ cott que en mi propia sesión. O, mejor, este material es más evidente en la presentación de Winnicott. Hay

varias explicaciones: quizá la paciente estaba más perturbada en el momento de su sesión con Winnicott que en el de nuestro encuentro. También puede ser que Winnicott haya escrito ese capítulo teniendo en la mente sus ideas sobre lo negativo, que desgraciada­ mente no tuvo tiempo de desarrollar. Por mi parte, no escribí mi libro El trabajo de lo negativo hasta cinco años más tarde, y no utilicé allí esta sesión. Pero en las dos sesiones, la de Winnicott y la mía, intenté rela­ cionar los aspectos normales de lo negativo con los as­ pectos patológicos. En Winnicott, los aspectos norma­ les aparecen en los objetos transicionales. La primera posesión «no-yo», la paradoja de ser y no ser el pecho, etc. En la sesión que yo cito, intento reinterpretar los con­ ceptos básicos del psicoanálisis mostrando cómo lo negativo está implícito en ellos. Por ejemplo, lo inconsciente implica una referencia a lo negativo, no sólo porque no es consciente, sino también porque, en las descripciones que da Freud, cuando piensa en la relación entre dos representa­ ciones conscientes en un contexto de asociación Ubre, debe postular la existencia de un pensamiento o de una representación inconsciente entre ellas. Aquí, lo negativo está asociado a la idea de lo latente operando entre bastidores, invisible pero activo. Podemos, in­ cluso, hacer referencia a una significación que nos ha­ ría pensar en una fotografía, donde el negativo es el elemento a través del cual aparece el positivo. Ade­ más, fuera de este ejemplo explícito, otros conceptos remiten a una estructura similar. Pienso aquí en la identificación, considerada a veces como el opuesto de la relación de objeto o, para ser más claro, como la oposición que podría existir entre todas las relaciones basadas en el deseo, o que implican un contacto corpo­ ral y que, en mi opinión, pueden ser consideradas co­ mo positivas, y, por otra parte, los procesos que ope­ ran sobre las relaciones distantes, donde no hay más

contactos que los establecidos en el pensamiento, co­ mo sucede en la identificación. En este último ejem­ plo, los procesos podrían entrar en la categoría de lo perteneciente a lo negativo. Estos son sólo algunos ejemplos de la forma en que lo negativo puede estar presente en los conceptos más corrientes. Debemos recordar que en la teoría freudiana de las pulsiones hay siempre implicación de algo en exceso en el aparato psíquico, que debe ser reducido o repri­ mido o, diría yo, «negativizado». Esto se aplica a la idea de Freud según la cual la neurosis es el negativo de la perversión. Las referencias de Winnicott son otras, porque él se interesa principalmente en la se­ paración, fenómeno que se produce tanto en el desa­ rrollo normal como en el patológico. Winnicott se inte­ resa principalmente en el objeto, mientras que yo con­ sidero la situación desde el punto de vista de la pre­ sencia de las pulsiones. De todas maneras, la referen­ cia a la ausencia (común a Lacan y a Winnicott) está ligada en forma directa a lo negativo, en tanto no pre­ sente, no percibido positivamente por los sentidos. Para dar cuenta de los aspectos normales — po­ dríamos decir «positivos»— de lo negativo propondré otro modelo. Cuando pensamos en la relación precoz madre-hijo en Winnicott, comprendemos la impor­ tancia del Holding. Cuando interviene la separación, el bebé queda librado a sí mismo; la representación de la madre puede ser suspendida y reemplazada por muchos sustitutos. El más importante es la construc­ ción introyectada de una estructura enmarcante [encadrante] análoga a los brazos de la madre en el Hold­ ing. Como el continente de Bion, esta estructura en­ marcante puede soportar la ausencia de representa­ ción porque contiene al espacio psíquico. Durante to­ do el tiempo en el que la estructura enmarcante «con­ tiene» a la mente, la alucinación negativa puede ser reemplazada por el cumplimiento del deseo alucina-

torio o la fantasía. Pero cuando el bebé se ve confron­ tado con la experiencia de la muerte, el marco ya no puede crear representación sustitutiva; sólo contiene el vacío, es decir, la no existencia del objeto o de un ob­ jeto cualquiera de sustitución. La alucinación negati­ va del objeto no puede ser superada, lo negativo no lleva a una sustitución positiva posible. Ni siquiera la maldad del objeto ni las fantasías destructoras harán sus veces. Es la mente, o sea, la actividad mental, que da nacimiento a las representaciones, la que, en ese marco, está amenazada de ser destruida. En otros momentos, es la propia estructura enmarcante la que está dañada: en ese caso estamos frente a la desinte­ gración. Las ideas de Winnicott son muy afines a las mías en lo relativo a los efectos patológicos. Por ejemplo, es­ tamos de acuerdo en considerar que, como consecuen­ cia de una separación insoportable, lo que a menudo se describe en términos de agresión, cólera, destruc­ ción, etc., se puede manifestar en forma muy diferen­ te. Lo que Winnicott designa al decir «la representa­ ción interna se esfuma», yo lo llamo «alucinación ne­ gativa destructora del objeto». Ambos pensamos que en ese caso opera el mecanismo de desinvestidura. Cuando Winnicott habla del lado negativo de las rela­ ciones, quiere decir «el fracaso progresivo que el niño debe experimentar cuando los padres no están dispo­ nibles». Esta falta de disponibilidad de los padres con­ duce a dos experiencias diferentes. Una es el senti­ miento de maldad del objeto, con toda la agresividad contenida en los gritos, los llantos, el estado de agita­ ción y de desasosiego. Aquí, lo negativo es asimilado a lo malo como contrario de lo positivo, a saber: lo bue­ no. En el otro caso, la falta de disponibilidad está liga­ da a la no presencia del objeto. Notarán que no em­ pleo la palabra ausencia, porque en la palabra ausen­ cia cabe la esperanza de un retomo de la presencia.

Tampoco es una pérdida, porque si así fuera se debe­ ría hacer el duelo. La referencia a lo negativo, en el se­ gundo ejemplo, es una referencia a la no existencia, al vacío, a la nada, al blanco. Estos dos aspectos debe­ rían ser diferenciados. La contribución de Winnicott fue mostrar cómo este negativo, la no existencia, lle­ gará a ser, en cierto punto, lo único real. Lo que se pro­ duce luego es que, incluso si el objeto reaparece, la realidad del objeto sigue estando ligada a su no exis­ tencia. El retomo de la presencia del objeto ya no es suficiente para curar los efectos desastrosos de una ausencia demasiado larga. La no existencia ha toma­ do posesión de la mente, borrando las representacio­ nes del objeto que precedieron a su ausencia. Es una etapa irreversible, al menos si no hay tratamiento. Se trata de un proceso clásico en los casos que a menudo presentan reacciones terapéuticas negati­ vas. En ellos, efectivamente, hay momentos en la se­ sión en que ni el analista ni el paciente existen. Esas defensas son movilizadas cada vez que el material se acerca a algo significativo e intolerable. La mente del paciente deja entonces de registrar las interpretacio­ nes del analista, las borra; el paciente dice que su mente está vacía y ya no hace ninguna asociación. El proceso analítico se paraliza por un tiempo. Podría­ mos decir que el «viaje» del que habla Freud va de la neurosis como negativo de la perversión a la reacción terapéutica negativa. Pienso que Winnicott no descri­ bió todos los aspectos de estos pacientes. Parecen, en efecto, terriblemente vulnerables y frágiles, aun cuan­ do extremadamente rígidos; son obstinados, los ani­ man sentimientos ocultos de venganza, que expresan por una imposibilidad de cambiar o de investir nue­ vos campos de experimentación. Parecen sometidos a la compulsión de repetición. He llamado a todo este aspecto de la relación analidad primaria (1993), que distingo de la erotización anal corriente, a causa de

los aspectos narcisistas de la fijación. Pensemos en la referencia al baño hacia el final de la sesión con la paciente. Es una de las muchas indicaciones de fija­ ciones anales o uretrales a las que Winnicott no pare­ ce haber prestado atención, sin duda porque corres­ ponden al terreno de las pulsiones, cuyo papel quizás ha subestimado, concentrando su observación en los objetos y el espacio. Pienso que, en realidad, estos as­ pectos ligados a las pulsiones deben considerarse al mismo tiempo que la relación objetal, porque ambos se esclarecen mutuamente. Algunas ideas que ahora presento fueron desarro­ lladas por Winnicott en uno de sus últimos artículos, que retrospectivamente parece importante, tanto pa­ ra comprender su obra como para sus lectores. Me re­ fiero a «El uso del objeto» (1968), en el cual somos tes­ tigos de la enorme cantidad de destrucción que impli­ ca la aniquilación reiterada del objeto, allí donde fal­ tan los caracteres visibles corrientes de la agresión. La idea winnicottiana de los objetos transicionales y de los fenómenos transicionales me enseñó algo más: Cuando hablamos de objetos, no deberíamos li­ mitamos a la relación con objetos existentes (ya sean internos o externos). Es preciso pensar, además, en la facultad que tiene la mente humana de crear perma­ nentemente nuevos objetos, lo que llamo función objetalizante (1984). No creamos objetos sólo a partir del mundo exter­ no, sino que proveemos a nuestro mundo interno de la capacidad infinita de crear objetos. Freud lo había comprendido en su descripción de la melancolía, en la cual el mismo yo puede ofrecerse en sacrificio para reemplazar al objeto perdido (o por identificación), cuando, imaginando su diálogo, Freud hace decir al yo, dirigiéndose al ello: «Mira, también puedes amar­ me; me parezco mucho al objeto» (19236). Finalmen­ te, al sublimar, se llega a crear objetos nuevos y no

existentes. Los objetos de la sublimación no son sólo los objetos tomados en el proceso de sublimación, sino la actividad misma de sublimación. El objeto de la su­ blimación del pintor no es sólo el cuerpo desnudo de la mujer, sino la pintura misma. Es la pintura la que deviene objeto compartido, más allá de la representa­ ción de lo que se pinta: el desnudo y sus orígenes en la experiencia del niño. Por el contrario, lo que ha dado en llamarse, sin duda equivocadamente, instinto de muerte se basa en una función desobjetalizante, a saber: el proceso me­ diante el cual un objeto pierde su individualidad espe­ cífica, su carácter único para nosotros, y deviene un objeto cualquiera o ningún objeto en absoluto. Un feti­ chista del impermeable no se interesa en quien porta el impermeable: sólo le interesa la materia inerte es­ pecífica de este último. La función desobjetalizante implica una desinvestidura de los objetos, ya sean in­ ternos, externos o incluso transicionales. El pretendi­ do instinto de muerte deviene una inclinación a la autodesaparición; está menos ligado a la agresión que a la nada. Hace mucho tiempo, Bion marcó la diferen­ cia entre nada y no-cosa. Volvamos por un instante a las representaciones prehistóricas. Ya no estamos haciendo especulacio­ nes, como en las primeras relaciones madre-hijo, de las que sabemos en realidad tan poco. En este campo, tenemos pruebas. El hombre prehistórico dibujó todo tipo de representaciones en sus cavernas: impresio­ nes digitales, representaciones de mujeres con pechos robustos, animales salvajes, mamuts, rinocerontes, leones, etc. Pero en las paredes de algunas cavernas se ha hallado lo que los prehistoriadores llaman ma­ nos negativas. Para representar la mano, el hombre prehistórico tenía dos técnicas. La más simple consis­ tía en pintarse la mano y luego apoyarla sobre el mu­ ro para dejar la huella directamente. La segunda era

más indirecta y sofisticada: la mano que pinta no se dibuja ella misma; se la posa sobre el muro de la ca­ verna y se la perfila con pintura dejándola caer enci­ ma. Cuando se la levanta, lo que aparece es una mano no dibujada. El resultado de la separación física del cuerpo de la madre podría ser del mismo tipo. El hombre prehistórico no nos esperó para saber qué es lo negativo.

3. Winnicott en transición, entre Freud y Melanie Klein1

Todo comenzó unos años después de la muerte de Winnicott. Como si despertaran de una pesadilla que hubiera durado más de treinta años, algunos psico­ analistas se preguntaron: «¿Un psicoanálisis o va­ rios?». Hasta el día de hoy no han podido encontrar la respuesta, o pretenden que han encontrado algo, a sa­ ber: la idea de un psicoanálisis plurimodal que no es falso, y, por qué no, también mezclado con un poco de hipnosis... Sin tener la respuesta a este enigma, me permitiré señalar que la obra de Freud, aunque enraizada en su cultura, permaneció abierta a causa de su ambigüe­ dad y porque él había dejado a un lado casos clínicos y cuestiones teóricas que no quería o no podía tratar. Algunos psicoanalistas continuaron su obra por un camino propio. Pero este final abierto de la obra de Freud semeja la forma de una figura estrellada. Con esto quiero decir que los desarrollos partieron en di­ recciones divergentes. Comoquiera que sea, el psico­ análisis no puede ser una cuestión de gusto o de tem­ peramento. En mi análisis de la obra de Winnicott, limitaré mis observaciones a una de las puntas de la estrella, que se inscribe en la British Society. Efectivamente: para mí, más que dar un cuadro completo de lo que ocurrió, importa destacar que una de las direcciones del psicoanálisis es característica de la British Socie1 Conferencia presentada en Milán el 16 de noviembre de 2000.

ty, pese a los conflictos y desacuerdos en el seno de ese grupo. Otros grupos, en Francia, en América Latina o en Estados Unidos, siguieron, me parece, caminos muy diferentes, incluso cuando ninguna barrera lin­ güística impedía la comunicación de las ideas y los conceptos. Dados los límites de espacio y de tiempo de esta conferencia, desgraciadamente, sólo podré abo­ carme a algunos puntos. Al comienzo de la década de 1980, recuerdo haber­ me lamentado ante Bion de la situación babélica del psicoanálisis. Con su sabiduría, me respondió que, antes de alcanzar un lenguaje común y único en psico­ análisis, se debía llegar a los extremos de cada idioma singular, teóricamente hablando, por supuesto. Hoy, el psicoanálisis parece una lengua hablada en mu­ chos idiomas. Empero, si la mayor parte del tiempo las personas pretenden comprenderse o, al menos, si­ mulan comprenderse a fin de salvar las apariencias — sobre todo en congresos regionales e internaciona­ les— , en realidad, no hay verdaderamente discusión, y muchos caen en la trampa de un concepto winnicottiano: el conformismo. Esto, a fin de conservar un cuer­ po psicoanalítico unido, aun cuando en realidad no hay ningún acuerdo. Esta tolerancia sólo es aparente y, de hecho, más allá del silencio, es fácil percibir desapro­ baciones, desacuerdos, incluso desprecio. Para comprender plenamente lo que intento des­ cribir, es necesario volver a Freud. Por supuesto, es imposible dar cuenta de los puntos esenciales de su obra, pero voy a tener que intentarlo pese a todo, por­ que son el origen de los desarrollos que vendrán. Más que resumir conceptos básicos de Freud o de la heren­ cia freudiana, me contentaré con comentar el Esque­ ma del psicoanálisis, suponiendo que en este último libro, donde Freud se limita a recordar constante­ mente los fundamentos del psicoanálisis, encontrare­ mos su última palabra.

Aunque el Esquema haya quedado inconcluso, puede servir de plataforma para formular los acuer­ dos y desacuerdos entre Winnicott y Freud. La natu­ raleza humana de Winnicott también quedó inconclu­ so, pero constituye, sin embargo, una fuente de refle­ xión muy útil. Comencemos por una proposición de Winnicott: «El propio Freud analizó casi todos los aspectos de las relaciones entre personas, y de hecho se ha vuelto muy difícil actualmente innovar, a menos que se haga una nueva exposición de lo que ya está reconocido. Freud hi­ zo para nosotros lo más duro del trabajo; puso en evi­ dencia la realidad del inconsciente y su fuerza, llegó al dolor, a la angustia y al conflicto que invariablemente está en la raíz de la formación de síntomas, y expuso, con cierta arrogancia cuando fue necesario, la impor­ tancia de la pulsión y la significación de la sexualidad infantil. Cualquier teoría que negara o pasara por alto estas cuestiones no tendría ninguna utilidad». Quiero destacar, además, que sus puntos de parti­ da presentan muchas diferencias cruciales. Sólo enu­ meraré algunas, porque no es posible hacer un estu­ dio exhaustivo al respecto. 1) Freud defendía la idea de un aparato psíquico. Es fácil comprender por qué esta imagen de un apara­ to para definir la psique resulta antipática, incluso chocante, desde un punto de vista humano. Winnicott no utilizó nunca esta construcción. La idea de Freud omite la perspectiva de las relaciones, salvo las esta­ blecidas dentro de este aparato. Me gustaría defender la idea de una concepción abstracta. Es difícil hacerlo desde un punto de vista epistemológico, pero, en la or­ ganización teórica freudiana, el concepto de aparato es necesario para subrayar que (así como el cerebro está dividido según formaciones filogenéticas de dife­ rente edad) la psique no es una estructura unificada, sino dividida según diferentes «instancias» en conflic­

to, como las llama, que están en lugares agonistas y antagonistas. La psique es más heterogénea que ho­ mogénea, y el aparato psíquico tiene por tarea hacer trabajar juntas las instancias disarmónicas pese a su régimen diferente. Esto es aún más importante en el modelo de la segunda tópica que en el de la primera, a causa de las diferencias entre las instancias ello-yosuperyó, mayores en comparación con la visión inicial de los procesos consciente-preconsciente-inconsciente. Observemos que la conciencia es su núcleo común. Más aún: existe esta idea específica de Freud de que la personalidad está fundada sobre un zócalo primiti­ vo, el ello, en gran parte innato, y que todos los otros desarrollos (el yo y el superyó) son resultado de las di­ ferenciaciones directas o indirectas de este zócalo pri­ mitivo. A pesar de estar diferenciadas, estas instan­ cias llevan la marca de su origen: made in ello. 2) Esto evoca la cuestión de las pulsiones. Winni­ cott no niega la importancia de estas o del ello. Según él, se necesita una buena integración de las pulsiones para la vitalidad y la originalidad; a su juicio, sin em­ bargo, aquellas sólo pueden influir en el desarrollo del self tras la resolución de problemas más urgentes pa­ ra la salud mental, que se logra por medio de la inte­ gración. Si para Freud, pues, al principio todo era el ello, para Winnicott es necesario que se construya una estructura mínima del yo antes de que las pulsio­ nes puedan adquirir alguna conciencia de su existen­ cia. Este elemento suscita todavía debates que toman diferentes formas según las escuelas. Sólo insistiré en el hecho de que la importancia que Freud da a las pul­ siones (o instintos) obedece a múltiples razones: la pulsión es una estructura límite entre psique y soma, que implica una medida del trabajo de la psi­ que a causa de sus relaciones con el cuerpo; es una excitación permanente que únicamente puede detenerse por gratificación;

la pulsión está ligada a la experiencia básica pla­ cer-displacer, y organiza el deseo, las aspiraciones, las fantasías; las más de las veces, la pulsión requiere un objeto para su satisfacción; representa la experiencia (la pulsión es represen­ tativa de la excitación corporal y se expresa mediante representaciones; principalmente, la representación de cosa o de objeto y la representación de palabra, que se combinan en el concepto de representante). Para Freud, todo el resto es secundario. Por lo tan­ to, la pregunta es: «¿Las pulsiones están ligadas a ta­ reas primarias o que se suponen urgentes, o entran en juego después? En el primer caso, ¿cuáles serían esas tareas?». 3) Según Freud, el objetivo principal es la necesi­ dad del individuo de hacer frente a las exigencias de la realidad interna, que se encuentra bajo la presión de las necesidades y de las pulsiones, apareciendo la realidad externa tras la pérdida de los objetos que an­ taño aportaban la satisfacción. Recordemos que, para Winnicott, el objeto no existe desde el comienzo, como en Melanie Klein. Más precisamente, primero existe un objeto subjetivo que proviene de la omnipotencia, y luego, en forma secundaria, un objeto percibido ob­ jetivamente, una vez que se produjo la separación en­ tre la madre y el hijo. Esta concepción es más afín al pensamiento freudiano que al kleiniano. Por otra par­ te, Winnicott está en desacuerdo con ambos respecto de la pulsión de muerte, concepto que él recusa. 4) La sexualidad infantil juega, según Freud, el pa­ pel más importante. Aun cuando Winnicott le recono­ ce un papel significativo, seguramente no quiere ad­ mitir que es lo más relevante (debido a sus observa­ ciones sobre pacientes fronterizos y psicóticos). Del mismo modo, para él, la importancia general del com­ plejo de Edipo principalmente en los pacientes neuró­

ticos. Afirma, en muchos casos, la ausencia total de signos que indiquen la presencia de un complejo de Edipo. En este punto está más cerca de Melanie Klein que de Freud. Observemos la utilidad de la distinción entre una estructura edípica, presente en todo ser hu­ mano, por regresivo que este pueda ser, y el complejo de Edipo en la sexualidad infantil, cuyas variantes se pueden describir. La ausencia de rasgos edípicos no significa que no esté presente una estructura edípica reprimida o escindida. Aquí hay confusión entre con­ tenido manifiesto y contenido latente. Hasta ahora, para constituir un ser humano es necesario asociar elementos pertenecientes a los dos sexos, y ello remi­ te, además, a la diferencia de generaciones. 5) Esto lleva a plantear la cuestión de la kisexualidad. Aunque la crítica implícita de Winnicott sobre la bisexualidad en Freud pueda ser discutida, la idea de un elemento femenino puro, sin ninguna relación con las pulsiones, merece una discusión profunda. Ella contribuye a la confusión con la comunicación narcisista, diferente de las pulsiones por esencia. 6) Un punto de acuerdo entre Freud y Winnicott no fue mencionado: el de la centralidad del sueño. Según Freud, en el Esquema, la interpretación de los sueños es el núcleo del descubrimiento y de la práctica psicoanalíticos. Escribe: «Ahora bien, lo que vuelve al sueño tan inestimable pa­ ra nuestra intelección es la circunstancia de que el ma­ terial inconsciente trae consigo, cuando penetra en el yo, sus modalidades de trabajo. [...] Sólo por este cami­ no averiguamos las leyes del decurso en el interior de lo inconsciente, y aquello que las distingue de las reglas, por nosotros consabidas, del pensar de vigilia». Cita con la que todos los psicoanalistas estarán de acuerdo. Mas ello, hasta que encaremos la cuestión de la manera de interpretar los sueños. En este punto,

nuestros tres autores, Freud, Klein y Winnicott, es­ tán en desacuerdo, pero esto es otra historia. .. Para Winnicott, en La consulta terapéutica y el niño, los sueños están citados veintiocho veces, más que cual­ quier otro tema. A propósito del caso VII, Alfred, diez años, escribe: «El sueño puede ser utilizado en psico­ terapia: el hecho de que haya sido soñado, recordado y relatado indica que el material del sueño, con las exci­ taciones y las angustias que le son propias, se integra a la capacidad del niño». En Realidad y juego, el capí­ tulo «Sueños, fantasía y vida» es un verdadero tesoro en la obra de Winnicott. El autor destaca allí el papel de lo informe (en coincidencia con Bion), «es decir, a qué se parece el material antes de ser, como un pa­ trón, elaborado, cortado, unido». Dicho de otro modo, los sueños son formas. Lo informe se aplica «a la acti­ vidad soñante en general, en tanto puede oponerse al hecho de soñar». Por cierto, el capítulo hace referen­ cia, de manera crítica, a la técnica kleiniana que in­ terpreta sistemáticamente la actividad fantasmática. En forma implícita, la crítica de Winnicott es más afín a La interpretación de los sueños: aquí, Winnicott está del lado de Freud contra Klein. Podemos decir que ha reemplazado la fantasía por el juego, sin que el segun­ do sustituya a la primera pero teniendo un valor más general. 7) De las principales divergencias entre Freud y Winnicott, podemos citar las referencias a la relación de objeto. Me gustaría hacer una diferencia entre el objeto como estructura (percibido como subjetivo u objetivo), respecto de lo cual no hay una diferencia sustancial entre los dos autores, y la relación de obje­ to. M. Davis mostró con razón que Winnicott no podía ser considerado un partidario absoluto del movimien­ to que toma como referencia la relación de objeto. Los orígenes del concepto, ya lo sabemos, se remontan a R. Fairbairn y M. Klein. Debemos destacar lo que

Winnicott aceptó y lo que rechazó de él. Así, Winnicott no estaba de acuerdo con la existencia de un yo (o de un self) y de un objeto desde el comienzo, puesto que creía en un estado no integrado, distinto de la desinte­ gración. Recordemos su indicación acerca de la impor­ tancia de la intersección entre dos niveles. En otros términos, lo que importa es el encabalgamiento, sin intrusión, y la separación, y no sólo la introyección y la proyección como mecanismos básicos de la relación de objeto según Freud y Klein. Agreguemos que la ob­ servación de la conciencia del objeto en el recién naci­ do no prueba que el objeto sea percibido como separa­ do y distinto. Puede ser todavía un objeto subjetivo, lo que no significa interno. En su artículo «Aspectos metapsicológicos y clíni­ cos de la regresión en el interior de la situación analí­ tica» (1954), Winnicott expresa una opinión clara so­ bre Freud. En un comentario directo y preciso, expli­ ca la obra de Freud por la elección de sus pacientes, «convenientemente dotados en la temprana infan­ cia», los psiconeuróticos. Agrega que la historia perso­ nal de Freud era tal que él mismo llegó al complejo de Edipo y al período previo a la latencia en su vida, co­ mo un «ser humano completo», preparado para en­ contrar a otros seres humanos completos y para invo­ lucrarse en relaciones interpersonales. Observa que, para Freud, el vínculo materno primario se daba por sí mismo, sin ser él consciente de su implicación. Sólo más tarde postulará Freud las fases pregenitales del desarrollo pulsional. Según Winnicott, esta parte de la obra no podía, empero, completarse, porque Freud no se fundaba en el estudio de los pacientes que nece­ sitaban hacer una regresión en la situación analítica. Tal vez, Winnicott olvida un elemento importante que constituye, en mi opinión, un viraje en la obra freudiana, tanto en la teoría como en la práctica: el análi­

sis del Hombre de los Lobos. Hizo falta tiempo para que los psicoanalistas aceptaran la idea de que Serguei Pankejeff era un enfermo fronterizo. M. Klein es­ tuvo entre los primeros en corregir la interpretación de Freud. Y aun cuando uno no esté de acuerdo con su interpretación, debe admitirse que ella era consciente de la discutible postura adoptada por Freud. Al desa­ rrollar sus ideas, Winnicott da una visión muy intere­ sante de la clínica de Freud con relación a la experien­ cia contemporánea. Establece claramente su propia tesis respecto del papel que cumple en la psicosis el fracaso ambiental en una etapa muy precoz. Para él, el encuadre reproduce las carencias maternas prima­ rias e induce a la regresión. Esta regresión está orga­ nizada para volver a la dependencia inicial. El pro­ greso debe estar ligado al self auténtico, que se vuelve capaz de reconocer el fracaso ambiental. A veces, de un «análisis» que no es más que un pseudoanálisis puede resultar un falso self analítico. La psicosis re­ quiere una presencia ambiental particular, «ajusta­ da» a la regresión del paciente. Entonces, pueden es­ tudiarse los procesos complejos de la individuación. Aquí arribamos a una diferencia fundamental en­ tre Freud y Winnicott. Se puede decir que la teoría freudiana que liga la experiencia infantil y la cons­ trucción del inconsciente reposa en su bien conocido modelo del cumplimiento de deseo alucinatorio. Cons­ tituye la base para la formación de los procesos pri­ marios, la construcción del deseo que funda el incons­ ciente, la formación de las huellas mnémicas (que, cuando son reactivadas, dan nacimiento al deseo) y la propensión normal de los procesos primarios a tender hacia un proceso alucinatorio, etcétera. Según Winnicott, lo expuesto no configura una si­ tuación elemental primaria, sino una estructura que adviene una vez superados otros problemas previos. ¿Cuáles?: la cuestión de la residencia de la psique en

el soma y el cuerpo (diferenciación establecida por Winnicott) y la de la relación con la realidad. Diferen­ cia capital de punto de partida, probablemente debi­ da al hecho de que Winnicott era pediatra de forma­ ción, contrariamente a Freud. Escribe Winnicott: «Se acerca el momento en que la expansión de la pedia­ tría clínica habrá tocado en este país el límite de lo re­ querido, de modo tal que un número cada vez mayor de jóvenes pediatras se verán forzados a practicar la psi­ quiatría del niño. Espero ese momento con una impa­ ciencia que lleva ya tres décadas. Pero veo también el peligro de que se eluda el lado penoso de las nuevas perspectivas: que haya intentos de soslayarlo, que se reformule la teoría, sobreentendiendo que la afección psi­ quiátrica no es resultado del conflicto emocional, sino de la herencia, de la constitución, del desequilibrio hormo­ nal y de un manejo inadecuado y confuso. Mas lo cierto es que la vida misma es difícil y la psicología se interesa en los problemas inherentes al desarrollo del individuo y a los procesos de socialización. Además, en la psicolo­ gía de la infancia debemos hacer frente a las luchas por las que nosotros mismos hemos pasado, aunque en lo esencial las hayamos olvidado, a menos que ni siquiera hayamos sido conscientes de ellas». Estas líneas, escritas entre 1954 y 1957, son siem­ pre válidas. Winnicott se inició en el psicoanálisis bajo la in­ fluencia de Melanie Klein. Cuando le habló a James Strachey, su analista, de sus ideas sobre la defensa maníaca, este último le aconsejó ver a M. Klein. Ese fue el comienzo de una relación larga y complicada. Ella supervisó algunos de esos casos y seguramente reconoció en él talentos notables para el análisis de niños, puesto que más tarde le propuso que tratara a sus propios hijos y le preguntó, al mismo tiempo, si aceptaba ser supervisado por ella —situación imposi­ ble en el plano psicoanalítico y ético, uno de los múlti-

pies signos de la locura de los analistas en este perío­ do, Freud incluido— . Por supuesto, Winnicott se ne­ gó, y después debió enfrentar una situación difícil: su segunda esposa, Clare, que quería hacer un análisis, le preguntó si era problemático que fuera a ver a Me­ lanie. Otra situación imposible, a la cual, obviamente, él no se opuso. Quienes lo conocieron cuentan que Winnicott esperó, durante toda su vida, que un día u otro M. Klein finalmente lo citara de modo significati­ vo en alguna ocasión. Pero temo que ella haya muerto antes de hacerlo o, al menos, como él lo hubiera desea­ do. Por otro lado, en la obra de Alexander Newman se puede encontrar más de un centenar de citas de Klein hechas por Winnicott. Puesto que, desgraciadamente, el libro de Newman no contiene entradas referidas a Freud, es difícil determinar su influencia. Winnicott era presidente de la British Society, en la cual su pri­ mer analista, James Strachey, tuvo un papel capital cuando se publicó la Standai'd Edition. En el índice del libro de Jan Abram sobre Winnicott, Freud es ci­ tado treinta y ocho veces y Klein sólo veinticinco. El libro de Adam Phillips incluye cuarenta y seis entra­ das para Freud contra quince para Klein. En el libro de Eric Rayner sobre Independent mind in British psychoanalysis (uno de cuyos mayores representan­ tes era Winnicott), Freud es citado veinticinco veces, y Klein y los kleinianos, diecinueve. Estamos obligados a reconocer una especie de consenso según el cual, pese a la poderosa atracción ejercida por las ideas kleinianas, la referencia principal para Winnicott y los otros independientes era —y sigue siendo— Freud. Sin embargo, es preciso distinguir a Melanie Klein de los kleinianos. Tomemos, por ejemplo, el caso de W. R. Bion. El 7 dé octubre de 1955, Winnicott le escribió: «Quisiera decirle que pienso en usted como el hombre importante, el hombre del futuro de la Sociedad Psicoanalítica Británica». Lamentaba que algunos con­

ferencistas kleinianos de la Sociedad hubieran levan­ tado un muro entre Klein y los otros miembros de esta sociedad, como para protegerla aislándola. En la mis­ ma carta, habla de Melanie Klein como «de una perso­ na amable, a quien debo tanto como a Freud», pero la­ menta que «sus partidarios formen un bloque en el que se entra a condición de haber sido analizado por la señora Klein o por alguien analizado por ella, y así sucesivamente». Es sumamente interesante leer las diferentes interpretaciones que hace Winnicott del material de Bion en la presentación a la British Society que precede a su correspondencia. Su carta a Bion termina así: «Pienso que tendremos momentos apa­ sionantes en el campo científico del psicoanálisis. Es­ pero que la escena política no consiga estropearlos». Observación siempre válida. . . Dirigió a Bion cinco cartas y lo mencionó muchas veces en otras corres­ pondencias, pero no tenemos ningún rastro de las respuestas de Bion. Las Lettres vives * dirigidas a discípulos de Mela­ nie Klein, desaprueban su actitud hacia ella, y les re­ prochan que se comporten como incondicionales, en lugar de discutir verdaderamente sus ideas. Dema­ siada aprobación no podía hacer avanzar el pensa­ miento de «la señora Klein». Winnicott desaprobaba también la solución conclusiva de las Controverses **

* Edición francesa de la colección de cartas escogidas de Winnicott, publicada originalmente en inglés bajo el título The spontaneous gesture, F. Robert Rodman (ed.), Cambridge, MA: H arvard University Press, 1987 [E l gesto espontáneo, Buenos Aires: Paidós, 1990]. {N. de la T.) ** Colección de artículos, discusiones, actas, resoluciones y parte de la correspondencia personal de los participantes del debate desarro­ llado en la British Society con respecto a la validez y el carácter de los aportes de Melanie Klein al psicoanálisis (The Freud-Klein controver­ sias, 1941-1945, Pearl King y Riccardo Steiner (eds.), Londres: Routledge, 1991 [Las controversias. A nna Freud-M elanie K lein (19411945), Madrid: Síntesis, 2003]). (¿V. de la T.)

que acepta una especie de escisión interna entre las diferentes facciones de la British Society. Implora a los dos líderes y sus partidarios que desistan de su querella y renuncien a la formación de grupos separa­ dos, así como censura la renuncia de Glover. Si bien podemos apreciar los esfuerzos de Winni­ cott por prevenir las consecuencias de las divisiones entre los grupos, así como sus intentos de reconcilia­ ción, podemos ver también allí una especie de evita­ ción del conflicto, incluso cuando las posiciones eran irreconciliables. Y esto se verificaba, asimismo, en el extranjero. Así, en una carta dirigida a Jacques La­ can (11 de febrero de 1960), lamenta la misma esci­ sión en París. En una carta a J. O. Wisdom (26 de oc­ tubre de 1964), se queja de «la terrible oposición de Melanie», y añade: «Bion va mucho más lejos que Melanie o encuentra un modo de exposición que Melanie no admitiría». Esto no le impedía pensar que, desde hacía más de dos décadas, él mismo había intentado defender ideas análogas a lo que Bion procuraba decir ahora. Podemos preguntamos si este rechazo del conflicto no atravesó su técnica psicoanalítica. En todo caso, es lo que sugiere Linda Hopkins a propósito del análisis de Masud Khan.2Ahí puede verse la diferencia entre un movimiento kleiniano organizado y la ausencia de una verdadera escuela winnicottiana. Las ideas de Winnicott están diseminadas entre personas, a veces también críticas. Melanie era una conductora, Win­ nicott no. Él no hubiera aceptado ser un maestro sin tener la impresión de traicionarse. La falta de dogmatismo es buena, pero desgracia­ damente poco eficaz frente a grupos militantes. En 1962, Winnicott fue invitado por los alumnos de la So­ 2 Hemos tratado este problema ulteriormente en relación con el artículo de Godley.

ciedad Psicoanalítica de Los Ángeles para dar su opi­ nión sobre la concepción kleiniana. Recordemos, al respecto, la severa crítica de Glover: «Un examen del sistema kleiniano» que no convenció a tantas perso­ nas como el autor hubiera deseado, o que no las ha­ bría convencido lo suficiente a causa del carácter de­ masiado personal de su crítica. Winnicott prefirió ser discreto, y su texto vale esencialmente por sus cuali­ dades autobiográficas. Menciona en primer lugar las controversias entre Anna Freud y Melanie Klein, y explica por qué la primera era menos conocida en Inglaterra que la segunda. Cuando Freud y su hija llegaron a Gran Bretaña, Klein ya estaba instalada y era conocida desde hacía mucho tiempo. Por otra par­ te, M. Klein sintió que la insistencia para que se esta­ blecieran en Inglaterra y la ayuda aportada por Jones a los Freud eran una traición hacia ella. Con respecto a los comienzos de su propia expe­ riencia, Winnicott muestra cómo su formación pediá­ trica lo familiarizó con niños en dificultades de menos de cuatro o cinco años, es decir, antes del estadio edípico. Sobre este punto, puesto que toda la teoría esta­ ba en ese momento centrada en la psiconeurosis y el complejo de Edipo, él se vivía como un pionero. Al en­ contrar a Melanie Klein, quedó muy impresionado por todo lo que ella sabía sobre los niños. Hizo una su­ pervisión informal con ella. Tomó conciencia de la im­ portancia del trabajo analítico basado en las angus­ tias ligadas a las pulsiones pregenitales. Relató un caso en que el material analítico de la niña era clara­ mente edípico, aunque su síntoma (anorexia) apare­ ció el día de su primer cumpleaños; Melanie Klein le remarcó que, para ella, no había diferencia entre el análisis de un adulto y el de un niño, y que no era necesario cambiar de técnica con los niños. Las inter­ pretaciones eran exactamente las mismas que para los adultos: interpretaciones transferenciales. Y si

bien él tuvo algunas reservas acerca de la posición esquizo-paranoide, siempre consideró la posición depre­ siva como la contribución más importante de Klein. Todo esto fue descubierto antes de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, Winnicott pensaba que Melanie Klein había cometido el error de patologizar lo nor­ mal: «En psicología, “profundo” no siempre significa “precoz”». Para él, la madre suficientemente buena vuelve fácilmente franqueables las primeras etapas, hasta que la organización del yo permita al bebé utili­ zar los mecanismos proyectivos e introyectivos para tomar el control de los objetos. Sin madre suficiente­ mente buena, el caos reemplazaba a la posición esquizo-paranoide. Por otra parte, critica la tendencia kleiniana a adelantar cada vez más la edad en la que apa­ recen los mecanismos psíquicos, crítica que comparte con muchos opositores. Pero esta notable negligencia del factor ambiental en Klein pudo, a veces, ser una ventaja desde otro punto de vista: «Lo que cuenta es que el psicoanálisis, firmemente fundado en Freud, no ignore la contribución de Melanie Klein», escribió Win­ nicott. Esta comunicación, dirigida a los candidatos nor­ teamericanos, fue escrita en 1962. A pesar de su gran claridad, despertó posteriormente muchas críticas, hasta la muerte de Winnicott. Aunque este realizó un segundo análisis, kleiniano, con Joan Riviere —que intentó completar el trabajo iniciado con Strachey— , nunca se convirtió al kleinismo. Sabemos cuánto se opuso Winnicott al uso extensivo y exclusivo del con­ cepto de objeto interno en detrimento del entorno. Evitemos cualquier malentendido: la finalidad de Winnicott no era estudiar el papel del objeto externo en sí mismo, sino ver cómo una actividad mental, transmitida por el entorno (en particular, el humor de la madre o, peor aún, su patología oculta), influye y

modela la psique del niño. De allí la frecuente conse­ cuencia de las organizaciones en falso self para some­ terse a la madre, sacrificando el sí mismo auténtico. Observemos que el sí mismo auténtico, estrechamen­ te ligado a las pulsiones, es signo de vitalidad. Winni­ cott no sólo rechazaba los mecanismos fundamenta­ les de Klein, sino que no aceptaba su presencia desde el comienzo, así como recusó algunas proposiciones de Freud con respecto a los orígenes de la vida psíquica. Según él, Freud y Klein se equivocaban en sus hipóte­ sis porque habían comprendido muy poco la impor­ tancia de lo materno. Ambos querían poner el acento exclusivamente sobre el mundo interno, como si el pa­ pel jugado por el objeto fuera insignificante. En cierta manera, podemos decir que si Anna Freud se interesó esencialmente por el papel del objeto externo y Klein por el del interno, Winnicott aspiró a evaluar la fun­ ción del entorno en la construcción del psiquismo y a crear una tercera categoría de objeto: el objeto transicional, incluido en los fenómenos transicionales y si­ tuado en la zona transicional como espacio potencial. Winnicott se oponía también al uso generalizado de la identificación proyectiva. En una carta, indica que la expresión ha sido utilizada recientemente un centenar de veces en la British Society, y agrega lo mismo en cuanto a la envidia. En otros términos, se opone a la adopción sin crítica de las ideas de Melanie Klein por los miembros del grupo kleiniano. Hace así de oveja negra, obstinadamente indisciplinada. Esto plantea el problema de lo que Bion llama su­ puestos básicos. Se pueden reconocer las diferencias entre Klein y Winnicott comparando los dos libros que considero como puntos de referencia para el psi­ coanálisis en la segunda mitad del siglo. En ellos, pa­ ra nuestro beneficio, ambos autores van sin concesio­ nes hasta el fondo de su pensamiento. Me refiero a Envidia y gratitud (1957), de Melanie Klein, y Reali­

dad y juego (1971), de Winnicott. El libro de la prime­ ra llega tres años antes de su muerte, y el del segundo será publicado a título postumo. Se trata, pues, en verdad, de sus últimos pensamientos, lo que da a es­ tas obras valor de testamento. En Envidia y gratitud, Klein desarrolla extensa­ mente su concepto de envidia, con el que más tarde Herbert Rosenfeld entrará en rica controversia. En­ tre los muchos estudios sobre la envidia, el de Walter Joffe es insoslayable. M. Klein habla en su libro de la introyección ávida y destructora, cuya parte proyectiva es la envidia, por oposición a la generosidad de la gratitud. Para nosotros, es más fácil pensar que la gratitud está ligada a la actitud sumisa del paciente ante las interpretaciones del analista, consentimien­ to que probaría la ausencia de envidia respecto de su pecho, que se supone nutricio. Incluso esta idea ha si­ do retomada recientemente por Betty Joseph: dema­ siado consenso parece sospechoso, y la idea desembo­ ca en una situación sin salida. Si usted no está de acuerdo, se equivoca, y si está de acuerdo, también se equivoca. ¿Hasta dónde podemos llegar? Un anali­ zante kleiniano, ¿debe corresponder exactamente a la imagen que el analista kleiniano tiene de él? ¿No existe ahí el peligro de instituir una especie de falso self’g rupal? El libro de Klein insiste fatigosamente so­ bre la pulsión de muerte, de modo diferente del de Freud, punto nunca aceptado por Winnicott. Para combatir la amenaza de aniquilación, el niño produce una identificación proyectiva excesiva, según Klein. Experimenta así una gratificación oral acompañada de una envidia excesiva, que actúa como estimulante de la intensificación de deseos y de mecanismos geni­ tales. Una vez más, la genitalidad es vista aquí, sobre todo, como una fuga defensiva de la oralidad, y en una perspectiva poco atrayente. Vuelve el puritanismo. Además, en este momento se etiqueta a la escena pri­

mitiva como la «figura de los padres combinados». Se observará cómo se pierde, de paso, el placer en la se­ xualidad y la genitalidad, por la prioridad concedida al pecho bueno, visto a menudo como un pecho ideali­ zado. Si bien aquí se menciona la envidia del pene, sin duda debe ser reinterpretada como una pantalla con­ tra la envidia del pecho; estamos lejos de la teoría freudiana. El pecho bueno, sinónimo de creatividad, tiene un destino muy restringido y único. En este libro, la omnipresencia de la relación oral eclipsa to­ das las otras hipótesis de la teoría psicoanalítica freu­ diana. Evidentemente, M. Klein siente que ha descubier­ to, con la envidia, algo muy importante, y en cierta manera intenta reformular la teoría psicoanalítica en su conjunto e incluso su propia teoría dentro de esta nueva perspectiva. Si juntamos la envidia y la «figura de los padres combinados», llegamos a un punto don­ de la sexualidad es absorbida completamente por la destructividad. Ni el trabajo de Meltzer ni las refor­ mulaciones de los kleinianos contemporáneos corrigieron esta interpretación. La interpretación y la ma­ nipulación de la transferencia resultantes de estas ideas difieren claramente de las prácticas de la mayo­ ría de los psicoanalistas. De esto resulta una técnica de interpretaciones intensivas pretendidamente pro­ fundas, emitidas tantas veces como sienta el analista la necesidad de repetirlas, a riesgo de saturar al pa­ ciente. Estoy sorprendido por el hecho de que, incons­ cientemente, mediante esta técnica volvemos a una forma sutil de sugestión. Destaquemos que el libro menciona (en una nota) el concepto de «pecho iluso­ rio» de Winnicott. ¡Si no fuera trágico, sería ridículo! Si consideramos ahora Realidad y juego, publicado catorce años más tarde, podemos apreciar la diferen­ cia con el libro de Klein. No sólo contiene ideas nuevas sobre la teoría psicoanalítica, sino que también mues­

tra una eclosión creativa en Winnicott, probablemen­ te intensificada por la premonición de su muerte pró­ xima. En este sentido, resulta interesante consultar la bibliografía: fuera de los psicoanalistas habitual­ mente mencionados en muchas obras, se observa la presencia de Bruno Bettelheim, Michel Foucault, L. C. Knights, Jacques Lacan, Arthur Miller, Charles Schultz (el autor de Peanuts), Shakespeare, Lionel Trilling —punto en común con Bion, quien considera­ ba a grandes genios de la civilización, como Bach, Beethoven, Rembrandt, Monet, como psicoanalis­ tas— . Sería particularmente interesante comparar la obra de Winnicott con la de Bion: veríamos, entonces, cómo dos autores cuyo pensamiento se inspira direc­ tamente en el de M. Klein llegan a conclusiones muy diferentes. Pero aquí nos falta tiempo para hacer ese paralelo, imposible de establecer en el marco de esta exposición. Realidad y juego es un libro demasiado rico como para resumirlo. En otro texto mostré cómo, en la rees­ critura de 1969 del artículo sobre los objetos y fenó­ menos transicionales, encontramos una intuición de lo negativo, concepto que antes de mi propio trabajo sólo es mencionado por Winnicott y Bion. En el caso clínico agregado a la versión definitiva de ese artículo, Winnicott dice, hablando de su paciente, «que sólo estaba interesada por el aspecto negativo de las relacio­ nes», e indica, a propósito del resentimiento hacia su analista anterior: «Lo negativo de él era más impor­ tante que lo positivo de mí». Ya he aludido a la comparación de Winnicott entre sueño y fantasía, que muestra cómo la segunda puede ser utilizada defensivamente, y cómo las fantasías pueden estar ligadas a otras actividades irrelevantes: «Su resultado era llenar la brecha, brecha que era un rasgo esencial de su “no hacer nada” mientras parecía “hacer todo”». Evidentemente, estas observaciones

sobre las fantasías contienen una crítica a Klein y sus discípulos en cuanto a la comprensión del material y de la técnica empleada para analizarlas. Pero el libro tiene un interés esencial: permitir a Winnicott desa­ rrollar sus ideas acerca del juego. Una escena muy conmovedora muestra a un Winnicott que, al mismo tiempo que discute con una madre, observa al hijo que la acompaña y nota que su juego está en relación con esta conversación pero la plantea de otro modo. Ahí, nuevamente, podemos ver la diferencia con la utilización del juego por parte de Melanie Klein. Ella no toma en consideración el juego por sí mismo, sino que lo reduce a la fantasía que se puede adivinar de­ trás. Winnicott, por el contrario, considera el juego en sí y lo aprecia según su función. Juego y creatividad están asociados manifiestamente. Winnicott muestra cómo la creación está situada entre el observador y la creatividad del artista. En esta ocasión, desarrolla la idea de un elemento puramente femenino, presente en una forma elemental de creatividad y en relación con la experiencia de la existencia. La creatividad conduce a su opuesto, la destructividad. Sobre este te­ ma, encontramos uno de sus artículos más importan­ tes: «El uso de un objeto y el modo de relación con el objeto por medio de identificaciones», según el cual es necesario permitirle al paciente experimentar el má­ ximo de destructividad para que pueda colocar al ob­ jeto (el analista) fuera de su control omnipotente. En otros términos, esta experiencia es necesaria para fa­ vorecer el proceso de separación. Señalemos que esta destructividad no tiene nada que ver con la agresivi­ dad. Tbdos los otros artículos, ya traten de la localiza­ ción de la experiencia cultural o de la mirada de la madre como espejo, también merecen ser menciona­ dos. El artículo sobre la mirada de la madre como es­ pejo es, para mí, de un enorme valor porque es el úni­ co ejemplo que conozco en que un psicoanalista ex­

tranjero contemporáneo tiene el coraje, en esa época, de responderle a Jacques Lacan y criticar su «estadio del espejo», reconociendo ciertamente su importancia, pero también reinterpretándolo de una manera com­ pletamente nueva y convincente. Winnicott no sólo no ignora la contribución de Lacan, sino que además pro­ fundiza sus interpretaciones. La obra de Klein fue ampliamente difundida, pero no suficientemente cri­ ticada por sus discípulos, que propagan la palabra santa. La obra de Lacan, por su parte, de eclosión más lenta, también fue difundida como palabra de evan­ gelio: dos teorías opuestas con las que estoy en desa­ cuerdo. Con todo lo que acabo de decir, es evidente que con­ sidero la obra de Winnicott como una contribución de gran valor para la teoría psicoanalítica. Llegaré in­ cluso a decir que es el aporte más importante del pe­ ríodo posíreudiano. Por otro lado, la presentación de su obra no sería completa si yo no expresase algunas reservas sobre su técnica. Nuestras informaciones fueron recientemente en­ riquecidas por Linda Hopkins, que ha trabajado so­ bre Masud Khan. Es obvio que sería injusto repro­ char a Winnicott las fallas profesionales y las faltas a las reglas éticas de Masud Khan en el análisis. Sabe­ mos cuánto malestar ha provocado el artículo de Wynne Godley, «Saving Masud Khan», publicado en la London Review ofBooks (22 de febrero de 2001). La responsabilidad de Winnicott no se limita al hecho de haberle enviado pacientes a Masud Khan, fiándose de él y causándoles a estos, indirectamente, daños considerables. Me pregunto cómo, sabiendo lo que sa­ bía de él por su análisis, pudo haberse dejado fasci­ nar. Conocemos hoy su técnica, por el ejemplo de Khan y por los relatos de Margaret Little y Harry Guntrip acerca de sus análisis con él. El principal re­ proche que yo haría a Winnicott es haber creído en el

deber incondicional de representar una madre sufi­ cientemente buena para los pacientes y, en cierta me­ dida, haber creado esa imagen. El pensaba que esto tenía el poder de curarlos. Me pregunto si esta actitud y la de Lacan — en el otro extremo— no eran el resul­ tado de sus psicopatologías racionalizadas y disimu­ ladas detrás de las posiciones teóricas. En mi opinión, Winnicott no podía soportar una situación en la cual tuviera que mostrarle al paciente cuán destructor era. Como vimos poco antes, interpretaba sistemáti­ camente la destructividad en su función positiva. Adoptar otra actitud implicaría, evidentemente, que las diferencias entre Klein y él podrían ser minimiza­ das. Sin embargo, no alego en favor de la técnica kleiniana, hasta donde la conozco, dado que, para mí, la compulsión a interpretar no es la respuesta. Sola­ mente insisto en el hecho de que el analista no debe someterse, mediante su actitud pasiva, a la destructi­ vidad de su paciente, sino que debe a toda costa con­ servar la mente clara y afrontar la situación de ma­ nera neutra, no tanto para defenderse él mismo, sino para señalarle enérgicamente al paciente la necesi­ dad de hacer frente a su destructividad narcisista y, finalmente, a la destrucción de sus propios procesos psíquicos en una mezcla de paranoia y megalomanía. Llego a un punto de desacuerdo: un amor despia­ dado no basta para explicar la destrucción. La rabia de destruir, el placer que se obtiene en la dominación de los otros, la aniquilación de la individualidad de otro pueden ser considerados como una forma de om­ nipotencia, intensificada por la impotencia resultante del encierro narcisista del paciente. De ningún modo estas tendencias pueden ser una forma de amor, ni si­ quiera en su forma despiadada; más bien se trata de una cultura de muerte. Estamos más allá de la ambi­ valencia y más allá de cualquier tipo de amor, frente a formas destructivas, desintegrantes, nacidas del nar­

cisismo negativo a fin de negar la existencia del otro. Sería una mentira por omisión no notarlo. Sin embargo, debemos observar que, desde el co­ mienzo, los psicoanalistas —incluso Freud— siempre estuvieron preocupados por los problemas de técnica. Podemos mencionar a Rank, Ferenczi, Reich y tantos otros que se sitúan entre los primeros, así como nues­ tros intersubjetivistas contemporáneos. ¡Regular­ mente, alguien se levanta y pretende haber encontra­ do una solución milagrosa! Sería mucho más justo decir que todos seguimos buscando la respuesta ade­ cuada. .. En conclusión, tratemos de resumir los aportes fundamentales de Winnicott. Los encontramos en La naturaleza humana, libro inconcluso pero de gran valor por su riqueza, que tanto nos inspira. Citemos primero su introducción a la cuarta parte: «Algo artificialmente, elegiré tres lenguajes diferentes para describir los fenómenos tempranos del desarrollo emocional. Primero hablaré de: A) el establecimiento de una relación con la realidad externa; luego, de B) la in­ tegración del self como unidad a partir de un estado de no integración, y, finalmente, de C) el alojamiento de la psique en el cuerpo. Ninguna secuencia del desarrollo puede, desde mi punto de vista, usarse para determinar el orden de la descripción». En una de mis conferencias, «Winnicott postu­ mo»,3 destaqué que Winnicott era el único que hacía la distinción entre psique, alma, mente e intelecto. Tbdos los psicoanalistas de la British Society han insis­ tido en el desarrollo emocional, pero en Winnicott esto se presenta como una defensa conceptual de una es­ pecie de encarnación, inseparable de la residencia de la psique en el cuerpo; la psique es una estructura in­ 3 Véase supra, capítulo 1.

termediaria entre el organismo y el entorno. Para Winnicott, el self es resultado de una conjunción: no sólo consuma la unidad de la persona, sino que tam­ bién «constituye un acto de hostilidad hacia el no-yo». Considerando el problema cuerpo-mente, Winnicott propone la idea de que la psique es la elaboración imaginativa del funcionamiento corporal. Por otra parte, el cerebro y el intelecto pertenecen a universos diferentes: «La expresión “salud intelectual” no quie­ re decir nada». «Al comienzo está el soma; luego hay una psique que, poco a poco, se ancla en el soma; tarde o temprano aparece un tercer fenómeno, cuyo nombre es intelecto o mente». Subrayo con fuerza esta posición del intelecto o de la mente como tercero situado entre el soma y la psi­ que, exactamente como Freud lo dice de la pulsión en 1915, al definirla como un concepto situado en la fron­ tera entre ambos. He desarrollado mis propias ideas sobre la terceridad,4 que desafía a la llamada psicolo­ gía de la relación dual. A mi modo de ver, hay siempre una relación de tres (como en el lenguaje: yo, tú, él o ella), tal como padre, madre e hijo constituyen un triángulo básico desde el inicio. Winnicott nota que la expresión «yo soy» es la más peligrosa en todas las lenguas del mundo. El objeto es una entidad separa­ da, el objeto necesita ser instalado por fuera del espa­ cio de control omnipotente. Esta operación, especie de mutación que sólo puede ocurrir lenta y progresiva­ mente, no puede tener lugar sin cierta violencia. Por eso la destructividad es inevitable para garantizar una identidad separada. La elaboración imaginativa de la psique condujo a la creación de los objetos transicionales. Ahora bien: aunque esto sea conocido por las madres y las nodri­ zas desde los tiempos más remotos, nadie le había 4 Véase infra, capítulo 5.

prestado atención, como si fuera obvio. Esta descrip­ ción es fundamental para el psicoanálisis. El espacio de ilusión postulado por esta descripción aclara y en­ riquece el pensamiento de Freud. Comoquiera que sea, me gustaría discutir la afir­ mación de Winnicott según la cual la expresión «salud intelectual» no quiere decir nada, porque las fronte­ ras entre salud intelectual y deformaciones intelec­ tuales de la verdad dan lugar a muchos problemas. Ciertamente, comprendo que las fronteras entre inte­ lecto, psique y mente no resulten fáciles de trazar. La obra de Bion puede ser útil porque su función tiene consecuencias intelectuales en la investigación de la verdad. Incluso en la ilusión, el intelecto juega una parte. Además, creo que la característica del objeto transicional tiene implicaciones para el intelecto, lo mismo que la aceptación de la capacidad negativa y que la paradoja bien conocida de Winnicott entre sub­ jetividad y objetividad, que no intentaremos resolver. Winnicott se atreve a proponer una idea de la que él mismo está espantado: en el primer estadio del desa­ rrollo existe un estado intermediario entre el narcisis­ mo primario, entendido por él como un individuo en completa fusión con el entorno, y las relaciones inter­ personales; ese estado intermedio es absolutamente importante: se trata de una capa, hecha, digamos, de sustancia materna y de sustancia infantil, capa que es preciso reconocer entre la madre que sostiene físi­ camente al bebé y el bebé. Tiene algo de insensato sostener este punto de vista, y sin embargo debe ser reconocido {La naturaleza humana, edición francesa, pág. 200).* Quisiera volver sobre esta afirmación de Winnicott. Pienso que el concepto de lo transicional no es sólo válido entre lo interno y lo externo, donde el objeto es y no es el pecho, sino que también se aplica a * Edición en castellano, pág. 217. (N . de la T.)

todas las otras estructuras intermediarias en el mun­ do interno. Aun cuando esos procesos tienen lugar en el mundo interno, en ciertos casos, diferentes partes que cumplen un papel en él son externas unas a otras (por ejemplo, el yo al ello o el superyó al yo). Todo esto parece implicar pasajes de un lugar a otro en el mun­ do interno. Propongo la hipótesis de que en esos lu­ gares de pasaje intervienen lógicas diferentes (por ejemplo, la lógica del ello y la del yo) y crean una ter­ cera, como en lo simbólico, donde la reunión de dos fragmentos separados crea un tercer objeto por con­ junción de las partes separadas. Esto podría aplicar­ se, por ejemplo, a los procesos preconscientes, así co­ mo a aquellos que he llamado procesos terciarios. De hecho, pienso que la estructura esencial del yo es de naturaleza transicional. Esta idea es compatible con la de capacidad negativa de Bion, tomada de Keats. Celebrar la obra de los autores que uno admira per­ mite extender sus conceptos, hacer avanzar nuestra propia teoría. Para ayudamos a repensar nuestra concepción de la mente, debemos servimos de la obra de nuestros predecesores —Freud, Klein y Winnicott— , elabora­ da a partir de su experiencia con pacientes de distin­ tos tipos. Hoy, la experiencia psicoanalítica debe con­ siderar las estructuras no neuróticas, mucho más frecuentes que las neurosis. Agregaría que cuanto más se extiende nuestra base, más precisos debemos ser. Cuanto más complejo es nuestro conocimiento, más cerca de la verdad estarán nuestras hipótesis. Convengo en que reunir las obras de quienes contri­ buyeron decisivamente al psicoanálisis es una tarea difícil. Pero, como dijo Freud: «No podemos evitarla».

4. La experiencia y el pensamiento en la práctica psicoanalítica1

Después de haber decidido el título de esta confe­ rencia, me pregunté por qué lo había elegido. Me re­ sultaba apropiado para hablarle a este público en particular, el de la Squiggle Foundation, asociado, sin duda, a Winnicott. La obra de Winnicott, y lo que sé de él a través de las personas que lo conocieron, puede resumirse así: cómo conjugar la experiencia en el tra­ bajo analítico (sin la cual no puede haber ningún tipo de trabajo contextualizado) con el pensamiento, cues­ tión sobre la que Winnicott fue mucho más discreto. Winnicott era un gran pensador, pero una especie de pensador «espontáneo». El pensamiento estaba, para él, profundamente ligado a la experiencia. Aun cuando su obra nos da mucho material para la refle­ xión, no propone un verdadero pensamiento teórico, como sí lo hace la de Bion, por ejemplo, que es muy afín, en mi opinión, a la de Winnicott. En tanto analis­ tas, nos aventuramos en una experiencia con el pa­ ciente y, aun cuando la significación de lo que ocurre en esta experiencia nos parece oscura o se nos escapa, siempre somos capaces de vivirla y hablar de ella. Podemos decir que la experiencia es una actualiza­ ción. Prefiero esta palabra a otras, más equívocas. Mucho se ha debatido, en psicoanálisis, acerca de si la experiencia psicoanalítica es una repetición del pasa­ do o una creación, es decir, algo enteramente nuevo,

1 Conferencia dictada en la Squiggle Foundation el 3 de marzo de 1987.

generado por la situación analítica, y que no existe y no puede existir fuera de esta situación (Freud, 1937c/). Sin entrar en este debate, prefiero hablar de actualiza­ ción: en esta actualización, la experiencia tiene que ver con la naturaleza histórica del ser humano. Si al­ go hemos avanzado desde la formulación de Freud so­ bre la repetición (todos somos conscientes de que no basta con hablar de la experiencia analítica en térmi­ nos de reencontrar o reanimar los recuerdos de la am­ nesia infantil), la experiencia continúa ligada, sin em­ bargo, al proceso histórico. Lo que se produce entre el analista y el analizante es un proceso histórico de tra­ bajo sobre la manera en que la historia se constituye en una persona: cómo labora, cómo deviene eficaz. Más que tratarse de reencontrar la memoria, parece­ ría que en la relación psicoanalítica uno fuera, a ve­ ces, testigo de algo histórico, como cuando, tras haber presenciado cierto tipo de acontecimientos, uno siente que algo histórico se produce en el presente. Desde el punto de vista del psicoanálisis, lo históri­ co es una noción muy difícil de manipular. Muchos trabajos psicoanalíticos se interesan en los niños, co­ mo es el caso de cierto tipo de investigaciones sobre la infancia; pero quiero dejar en claro que eso es muy di­ ferente de lo que yo llamo perspectiva histórica en lo relativo a la psique. Para la psique, lo histórico se puede definir como una combinación entre: — lo que ocurrió, — lo que no ocurrió, — lo que hubiera podido ocurrir, — lo que le ocurrió a algún otro pero no al paciente, — lo que no hubiera podido ocurrir. Para resumir, se trata de una combinación que ni siquiera hubiéramos soñado para representar lo que realmente ocurrió. Esto es lo que quiero decir cuando hablo de pers­ pectiva histórica y es lo que sentimos en el análisis.

Mi referencia al sueño, «lo que ni siquiera hubiéra­ mos soñado», aludía a lo que yo llamo lo negativo; tra­ taré de aclarar, pues, la relación entre el pensamiento y lo negativo. El sueño aparece aquí como el negativo del acontecimiento. Indudablemente, hay conceptos psicoanalíticos básicos sobre el sueño y sobre la rela­ ción entre el sueño y la satisfacción del deseo. En pri­ mer lugar, quisiera hablar de esta relación como un ejemplo de lo negativo y a la vez del pensamiento. En relación con la realidad, el sueño no es sólo una tentativa de cumplir un deseo (incluso si tomamos la formulación más simple sobre el sueño). Podemos considerarlo no sólo como la victoria sobre un obs­ táculo que no se pudo superar en la realidad, sino también como un ejemplo de lo negativo, ejemplo que nos introduce en la idea de que lo negativo es un tra­ bajo, no un estado. Por ejemplo, el sueño se satisface a su modo, no sólo a causa de cierta recompensa ligada a la satisfacción del deseo, sino también eludiendo una censura. El hecho de que la censura, que existía en la vigilia, siga presente en el sueño, aunque en for­ ma atenuada, nos hace comprender ciertas cosas acerca de lo negativo. Algo que no puede recibir una realización cualquiera encuentra una vía de realiza­ ción diferente, en una organización diferente, una for­ ma diferente y un tipo diferente de experiencia de la realidad. Pero aquí lo negativo tiene otro interés para nosotros: más que una realidad, lo negativo nos ofrece una visión de la organización y la estructura de la mente. Cuando alguien está implicado en la experien­ cia (con toda la participación afectiva que esta com­ porta) no ve, no es capaz de ser consciente de la mane­ ra en que la realidad de la experiencia y de su marco está organizada. Sólo a través del sueño podemos te­ ner una idea de los elementos y factores que intervie­ nen en la organización de la experiencia y que no pue­ den ser comprendidos inmediata o directamente, sino

a la inversa, en la situación transformada a la que los sueños nos permiten asistir. Lo negativo no es aquí meramente lo inverso de lo positivo, en la medida en que nos libera de las limitaciones de este, sino que además revela lo que no puede verse en la experiencia positiva. Se ha comparado la situación analítica con un sue­ ño, y acabo de decir que era una actualización, pero, ¿acerca de qué? No podemos responder a esta pregun­ ta o, más exactamente, no podemos responderla más que refiriéndonos a lo negativo. Puedo dar al menos dos indicadores de lo que se activa en la experiencia analítica, experiencia que pone en contacto a dos par­ ticipantes separados por diferencias de funciona­ miento. La actualización remite a algo distinto, a otro espacio y otro tiempo. Cada elemento de la situación analítica está fuertemente determinado por esta ac­ tualización y, por tal razón, parece muy presente. Ello produce una sensación de intensidad y de proximidad no comparable a ningún otro tipo de relación. Aun cuando la sensación de estar tan próximos está dada por un diálogo, se parece más bien a una relación se­ xual. Pero no hay contacto sexual y, a pesar de una impresión muy fuerte de actualidad, lo que ocurre siempre está finalmente ligado a otro lugar y a otro tiempo. Me refiero aquí al pasado, pero la formula­ ción no es tan sencilla como parece. No hablamos de un pasado estrictamente histórico, ni del tiempo pre­ sente de la relación: otro lugar y otro tiempo pueden también corresponder al futuro, o provenir de una fantasía. Una particularidad de lo negativo es que sólo se puede hacer consciente después de haberlo experi­ mentado y reconocido como tal. Esta toma de concien­ cia sobreviene en el momento de un encuentro analí­ tico, después de haber dado una buena interpreta­ ción. Uno tiene la sensación de haber realizado algo,

como si finalmente se hubiera recuperado algo en uno mismo y se le hubiera encontrado un refugio, algo así como un fragmento errante de la mente. Entonces se toma conciencia de que, antes de la interpretación, eso no estaba ahí. Nada ha cambiado: el paciente ha­ blaba, uno escuchaba y, tras esa buena interpreta­ ción, uno percibe que algo estaba ausente y compren­ de por qué no podía haber estado ahí antes. El lugar de lo negativo en la teoría psicoanalítica corriente es mucho más importante de lo que se po­ dría creer. Si tomamos, por ejemplo, el concepto bási­ co de satisfacción alucinatoria de deseo, considerado como el núcleo y la matriz del psiquismo, su condición necesaria es, indudablemente, la ausencia del pecho. Cuando más tarde, en su vida profesional, Freud con­ sideró, a partir de la alucinación, las distintas natura­ lezas del sueño, llegó a la conclusión de que no exis­ tían diferencias absolutas que permitieran distin­ guirlas. Sin embargo, en una nota de pie de página agregó que toda alucinación positiva debía ser prece­ dida por una alucinación negativa (1917<¿). Ello signi­ fica que esta creación del psiquismo depende siempre de una situación de ausencia: o bien algo que tendría que estar ahí no está, o bien hay ahí algo que no debe­ ría estar. Estas ideas elementales que Freud no desarrolló claramente las encontramos en otros teóricos. Bion estableció así una diferencia muy importante entre la nada y la no-cosa: a fin de construir una teoría del pensamiento, es absolutamente necesario partir de la ausencia del pecho. Fundamentalmente, para la construcción de los procesos de pensamiento se nece­ sita tolerancia a la ausencia del pecho. Este «no-pe­ cho» (este no-nada) es totalmente diferente del otro término «nada». Debe haber un estado entre la pérdi­ da total y la presencia excesiva, una tolerancia del psiquismo a la que estamos habituados en términos

de fantasía o de representación. A mi modo de ver, la fantasía o la representación son el recurso para llenar esa falta que caracteriza a un estado de experiencia suspendida. Esto nos conduce a Winnicott, quien te­ nía, creo, plena conciencia de este fenómeno. La no­ ción de espacio potencial es uno de los ejemplos más impactantes de la manera en que aquel pensaba el problema de lo negativo, sin verdaderamente etique­ tarlo o fijarlo con precisión. Cuando uno extiende la no­ ción de negativo, la encuentra en el campo de la virtua­ lidad, de la ausencia, de la posibilidad y de la poten­ cialidad. Se trata, sin duda, de uno de los sentidos de lo negativo, donde se abre la posibilidad del trabajo de lo negativo. En cierta medida, es el límite de lo negativo, que le procura forma, contenido y espacio. Ahora nos encontramos frente a un problema par­ ticular: utilizamos la palabra «negativo» también pa­ ra algo destructivo. Este problema no es sólo termino­ lógico, sino también semántico. No es casual que la lengua utilice la misma palabra para designar el ne­ gativo fotográfico. En este sentido, pensamos en la forma en que un fragmento de realidad o de experien­ cia puede ser invertido. Entonces, percibimos ciertos aspectos de una experiencia que se nos escapaban cuando considerábamos la experiencia positiva. Por ejemplo, Freud describe el retomo sobre el propio yo del sujeto o la inversión en lo contrario como mecanis­ mos que sobrevienen antes de la consumación de la represión. Es notable que Freud haya dado un papel considerable a lo negativo, no solamente como algo de lo que alguien quiere deshacerse o expulsarlo de su propia conciencia tan lejos como sea posible, sino, además, como la inversión en lo contrario o el retomo hacia sí de algo que previamente estuvo dirigido ha­ cia el objeto. En «La negación» (1925h), Freud escribe: «Por medio del símbolo de la negación, el pensar se libera

de las restricciones de la represión», frase habitual­ mente citada pero que prosigue así: «y se enriquece con contenidos indispensables para su operación». Freud no elabora su hipótesis. Por el contexto, es ra­ zonable suponer que alude a la relación entre la re­ presentación de cosa (propia del inconsciente, donde lo negativo lingüístico no tiene lugar) y la representa­ ción de palabra, que incluye el uso de lo negativo. Pensar depende, por lo tanto, de la relación entre re­ presentación de cosa y representación de palabra. Se trata, entonces, de precisar qué cualidades debe po­ seer el sistema de representación, más allá de esos dos tipos de representación, a fin de facilitar la trans­ formación de una en otra. La respuesta se fundaría en la posibilidad de que el deseo tenga el estatuto de una realización en la psique, y no sólo el de reproducción del resultado de una percepción. Volvamos a las posi­ bilidades de relación entre «cosa» y «palabra», y exa­ minemos la condición según la cual un deseo puede ser tratado como susceptible de realización. Las «raí­ ces» del pensamiento deben extenderse a un concepto ampliado de representación psíquica, a lo que se pre­ senta en el cuerpo, y a la respuesta dada a lo que el cuerpo demanda y necesita, inscripta a través de las huellas dejadas por objetos situados en el mundo ex­ terno y que se evocaron en primer lugar. La represen­ tación tiene, pues, en la experiencia psicoanalítica una significación mucho más importante que en la tradición filosófica. Más que con una simple condición estática, tendría que ver con un proceso posicionado en un cruce, siempre con miras al cumplimiento de una especie de satisfacción (si no es en lo real, es en la psique) hasta que el objeto finalmente la reemplace. En mi opinión, Freud considera que la negación es esencial para pensar, no sólo en términos de procesos secundarios, donde, obviamente, es importante la dis­ tinción entre yo y no-yo, sino también para el conjun­

to de la psique, incluso en sus formas más primitivas. Freud hizo un avance considerable al postular esta idea, que era y es aún absolutamente revolucionaria, cuando dijo que el juicio de atribución precede al jui­ cio de existencia. Comenzamos por atribuir una cuali­ dad, buena o mala, a un objeto o a un acontecimiento, y luego tenemos que decidir si esa cosa o aconteci­ miento existe o no. Además, debemos reflexionar en la completa inversión del pensamiento que esto en­ traña. El hecho de que el artículo de Freud termine en la discusión entre la negación y lo que él llama las pulsiones destructoras, o pulsiones de muerte, ofrece muchas vías de investigación para el pensamiento en psicoanálisis. En la situación analítica, lo que existe o no existe (como se puede decidir a partir de las propias percep­ ciones) está ligado no sólo a lo bueno o lo malo, sino también a lo oculto y lo visible. Con pacientes difíciles de tratar y de analizar, a menudo, nuestros proble­ mas provienen de su destructividad. Podemos acep­ tar que nos utilicen como un objeto sobre el que pue­ den expresar sus pulsiones destructivas, pero al mis­ mo tiempo destruyen en gran parte el insight en la si­ tuación analítica, es decir que afectan y dañan una psique que de otro modo podría ser compartida por los dos participantes del encuentro. Preguntémonos cuál es el inconsciente dinámico que está detrás de este tipo de acción destructora. En términos de negativo, podemos ver cómo esto adquie­ re una forma inconsciente. Inconscientemente, tales pacientes disimulan una especie de postulado: «Lo que tengo que ocultar está ligado a lo que oculta el otro». Esto se produce si el otro, el analista como obje­ to, aparece ante el paciente como si deseara negar sus capacidades para relacionarse con un tercer partici­ pante por fuera de la situación analítica. Se trata de la inversión de una situación de envidia normal: no es

el sujeto el que envidia al analista; es el analista el que, supuestamente, envidia las capacidades del analizan­ te de relacionarse con alguien por fuera de la situación analítica. Esta envidia se sostiene porque en la rela­ ción con el objeto debe permanecer oculto el hecho de que el compañero, el objeto, el analista, tiene la capa­ cidad de estar ligado a una tercera persona. Mencionaré ahora un caso que, espero, aclarará al­ gunas de las ideas que acabo de proponer. Se trata de una mujer de alrededor de treinta años, que me había sido enviada después de varias tentativas de suicidio y de internación, y que había sufrido un coma prolon­ gado a consecuencia de esas tentativas. Anteriormen­ te, una terapia con un colega había sido ocasión de va­ rios actings. Se trataba, en apariencia, de una rela­ ción mutuamente seductora donde la paciente quería forzar a su terapeuta a una relación sexual; lo había amenazado con suicidarse y finalmente había hecho una tentativa en el hueco de la escalera que estaba justo frente a su consultorio. La relación entre ambos debió interrumpirse, y lo menciono porque es una cir­ cunstancia en la que el «padre» de la paciente pareció actuar verdaderamente según lo que la hija esperaba de él: detener la relación histérico-perversa, quizá de ambos lados. Esta mujer vivió una parte de su infancia en Afri­ ca. Al comienzo de su tratamiento frente a frente con­ migo, me contó que a la edad de seis años había sido seducida sexualmente por un sirviente africano, a quien llamaban el «boy». Tras varios de sus «encuen­ tros», ella denunció al criado y se sorprendió mucho cuando lo enviaron a prisión. Por supuesto, ello le ge­ neró un enorme sentimiento de culpa inconsciente por­ que también lo amaba. En cierto modo, podían expli­ carse así todas las internaciones, que la hacían sen­ tir en una especie de prisión, identificada con su agre­ sor. Los sentimientos asociados a sus recuerdos de in­

fancia estaban teñidos de una inmensa tristeza y de una penosa soledad. Al comienzo del tratamiento se produjeron algunos actings. Durante las sesiones, se levantaba y giraba en redondo diciendo que tenía ganas de romper todos los muebles y tirar abajo los libros de los estantes. In­ cluso, una vez me tomó de la chaqueta con tal fuerza que logró hacerme levantar: quería acostarme en el diván. Felizmente, no sé cómo, fue ella quien cayó so­ bre el diván, que, es importante destacarlo, no se uti­ lizaba en su terapia. Esta paciente provocaba todo tipo de cosas en el mundo externo para expresar su angustia e inquietarme. En una ocasión, por ejemplo, se quedó encerrada en una sala cinematográfica después de la última función, y a las tres de la maña­ na provocó un enorme alboroto para que vinieran a liberarla. En un momento del tratamiento supuse que debió de haber sido un episodio psicótico. Era una de esas personas que a fin de parecer normales ocul­ tan los aspectos psicóticos de su personalidad. Duran­ te ese período, en las sesiones decía no querer escu­ char nada de lo que yo tenía para decir; sin embargo, venía regularmente a ellas y no faltó a ninguna. Una vez, en un estado debido, probablemente, a una esci­ sión, dijo: «Doctor Green, mi padre y yo, ambos, le da­ mos por el culo». Era, a todas luces, una inversión de su experiencia traumática infantil, que quería hacer­ me vivir en su lugar. Pero la angustia expresada se debía, tal vez, al hecho de haber incluido al padre en la escena. Esto le permitía indicar su deseo de obtener algo de él, lo cual, pensaba ella, le daría una especie de potencia. Pero, a causa de la angustia, esa potencia no podía tranquilizarla; por el contrario, la inquieta­ ba aún más, porque el sentimiento de culpa transfor­ maba esa potencia en destructividad. Poco tiempo después, olvidó completamente esas palabras. Estaba también sujeta a accesos de despersonalización en los

que a veces encontraba una especie de utilidad, pues esto «forzaba» la conciencia que tenía de sí misma. Cuando me fue derivada, esta paciente ignoraba el sentido de la palabra «angustia». Durante los actings, y cuando manifestaba intención de romper los mue­ bles, yo remarcaba el estado de angustia que estaba comunicando, y ella decía no comprender lo que yo quería decir. Era también una manifestación de lo ne­ gativo, y necesitó años para reconocer sus estados de angustia y cuánto sufrimiento le provocaban. Es interesante (y es por lo que hablo de esta pa­ ciente) ver lo que ocurrió desde su notoria mejoría, pues ahora se conduce, al menos en apariencia, sin causar problemas. Hoy, el trabajo analítico es más di­ fícil tanto para ella como para mí; ahora se puede ma­ nifestar lo que yo llamaría potencia de lo negativo. A l­ gunos podrían decir que hablo de renegación, y en un sentido es exacto. Pero la renegación es una expresión vaga si no la asociamos a la estructura completa del psiquismo y a todo lo que le está unido, a todas las ma­ nifestaciones de lo negativo y a todas las ramificacio­ nes que indican cómo se puede vivir renegando el pro­ pio mundo interno gracias a la distorsión de las expe­ riencias. Veamos lo que supe en una secuencia recien­ te y que me lleva a pensar que realmente está mejor. Vive sola; puede soportar la soledad, tiene su propio departamento, tiene un empleo, de tanto en tanto se ve con amigos, pero su única relación soy yo. Cierta­ mente, se ve con amigos, pero no tiene ninguna rela­ ción importante excepto con sus padres: va a su casa casi todos los fines de semana. Aparte de esto, no hay nadie significativo e interesante en su vida, salvo yo. Llegamos así al momento del tratamiento en que ella arriba a esta racionalización: «Ahora comprendo que las cosas son muy simples. He malogrado y repri­ mido completamente la relación con mi padre, porque mi padre es distante y lejano». Esta es una versión

aceptada en la familia, y mi paciente parece estar li­ gada a la pareja parental de manera muy extraña, casi como si se tratara de cómplices. La madre es una hija ilegítima que apenas conoció a su propio padre. En cuanto al padre de la paciente, dado que su propia madre estaba enferma, no había podido establecer ningún contacto con ella porque su enfermedad era contagiosa. La madre se queja regularmente del pa­ dre diciendo que es como un niño, incapaz de preocu­ parse por su familia como debería hacerlo, etc. Perso­ nalmente, yo pensaba que era así, pero que no se tra­ taba del rasgo más significativo del padre en el mun­ do interno de mi paciente. Visto su carácter distante y lejano, muchas cosas permiten pensar que el padre era terrorífico para ella. Una vez me contó un juego en el que antiguamente se complacía, sin entender bien por qué. Recordaba que, cuando era pequeña, su hermano y su hermana se bañaban juntos a cierta hora del día; justo al lado del baño estaba la cocina donde su madre preparaba la cena. «No sé por qué no me bañaba con mis herma­ nos». Sin que le preguntara nada, precisó que no re­ cordaba ningún juego sexual. De hecho, su juego con­ sistía en pasar delante del baño, echar una mirada a su madre que preparaba la cena, luego volver a pasar delante del baño, recorrer el pasillo, detenerse, volver, pasar nuevamente ante el baño, mirar a su madre y repetir así este ejercicio. Al final del pasillo que reco­ rría se hallaba la habitación de los padres. Interpretó este juego diciendo que probablemente encontraba placer en él porque la tranquilizaba el hecho de que su madre siempre estuviera en la cocina preparando la comida, y se sentía aliviada porque no estaba en Africa, país asociado a todos los recuerdos que se vin­ culaban al abuso sexual que había sufrido. Le di mi interpretación: su placer estaba ligado a la fantasía de que su madre podría desaparecer du­

rante su excursión y ella podría encontrarse sola con su padre en la habitación de ellos y tenía que asegu­ rarse de que esto no había ocurrido. Su respuesta fue que era una sugerencia estúpida: «Mi padre no existía para mí; no me prestaba ninguna atención. Mi madre siempre nos dijo que ni siquiera se daba cuenta de nuestra ausencia, y que si desaparecíamos iba a nece­ sitar tres o cuatro días para notar algo». Por lo tanto, yo me había equivocado totalmente, dijo. Dos días más tarde, me contó un sueño en el que veía a su padre solo en el baño, con una llave inglesa en la mano. Era una condensación entre la herra­ mienta de su padre y la consonancia de mi nombre. Había una historia asociada a esa llave inglesa: para reparar su propia motocicleta, ella había necesitado pedirle esa herramienta a su padre. El la valoraba mucho pero igualmente había consentido en prestár­ sela. Ella la utilizó, pero la perdió. Es evidente que la presencia del padre en el baño aludía a su juego por­ que era allí donde se hallaban sus hermanos, proba­ blemente implicados en contactos sexuales. Nueva­ mente ahí encontramos el deseo de cuidar la herra­ mienta del padre y el sentimiento de culpa. Su padre montó en cólera cuando ella no le devolvió la llave in­ glesa. Era raro, observó la paciente, porque esto con­ tradecía totalmente su afirmación de que su padre no existía para ella, y de que le recordaba el juego. El ele­ mento negativo del juego apareció en el sueño: la pre­ sencia del padre a quien de un modo u otro considera­ ba ausente y que no estaba en la habitación vacía de los padres al final del corredor. Ahora quisiera darles algunos elementos sobre el manejo de lo negativo en la transferencia. Un día en que ella tenía sesión al comienzo de la tarde y yo ha­ bía salido a almorzar, nos encontramos en la calle, en la entrada del edificio, y tomamos juntos el ascensor. Como faltaban unos minutos para que comenzara la

sesión, la dejé en la sala de espera y fui a la cocina a comer un trozo de chocolate. Al abrirle la puerta para que entrara al consultorio, me preguntó: «¿Usted co­ mió chocolate?». Como ustedes saben, los psicoanalis­ tas franceses no responden a las preguntas de los pa­ cientes y, por lo tanto, no respondí a esto. Durante la sesión comprendí, sin embargo, que su pregunta ex­ presaba, más que su necesidad de controlarme, la de saber exactamente qué había hecho en su ausencia durante ese breve momento. Es necesario decir que en esos días yo le había anunciado mis vacaciones de Semana Santa y, a menudo, en esos momentos (ahora menos) ella me hablaba de un acceso de amor que sentía por su analista anterior. Ahora bien: aunque este análisis precedente había tenido lugar doce años antes, había vuelto a ver a ese hombre en el último ve­ rano. .. Cuando interpreté la razón por la que experimen­ taba este acceso de amor, sugerí que yo no era tan ma­ nejable como aquel psicoanalista que siempre había estado disponible: podía telefonearle noche y día, lo que creaba en ella, por supuesto, la ilusión de que no había ningún obstáculo entre ellos, ninguna tercera persona. Sentía que no tendría que enfrentar ningún límite entre ambos, y esto es lo que parecía resultarle agradable en la situación. Cuando mencionaba nue­ vamente el amor por este analista, era fácil mostrarle que intentaba ponerme celoso, para no tener que sen­ tirse celosa ella misma pensando en mi partida con alguien más. A la sesión siguiente, llegó diciendo que no había podido dormir; sufría de insomnio. Hasta en­ tonces no tomaba pastillas, pero ahora las había nece­ sitado porque algo estaba mal entre nosotros. Habló entonces de las cóleras de su padre y me dijo que el miedo que sentía con respecto a mí debía estar ligado, en realidad, a su padre, que le parecía como una espe­ cie de dios que la amenazaba con truenos y tempesta­

des. Luego recordó una comida con una amiga de sus padres, que había propuesto con éxito relatos destina­ dos a la radio. (Ocurre que mi paciente había hecho una tentativa idéntica meses antes, pero fracasó en la última etapa, aun cuando había recibido estímulos.) La radiodifusión es importante para las obras de su padre. Durante la comida, la mujer le dijo lo que pen­ saba de sus escritos. Ella continuó diciendo (era difícil saber si se trataba del juicio de la amiga o del suyo propio) que no se trataba de relatos, que ella no era creativa o intelectual, que no tenía dotes artísticas. Yo tenía la fuerte impresión de que esta evaluación provenía de lo que la mujer había dicho. Su reacción fue decir que esto no tenía relevancia para ella, y considerando la importancia del odio mencionado a propósito de sus padres y de mis interrupciones, le dije: «No, nada grave. Lo grave hubiera sido su inca­ pacidad para recrearme cuando yo me ausenté, de un modo u otro». Desde luego, yo era consciente de que esta crítica podía ser un tanto opresiva para ella, pero suponía que peor hubiera sido que perdiese contacto con su necesidad de reorganizar su experiencia inter­ na de tal manera que pudiera mostrárselo a los otros. Recuerdo una reacción afectiva muy intensa que tuvo al mirar una fotografía de cuando era pequeña. La había descripto en dos tiempos. Primero dijo que representaba a su madre tomándola de los pies e im­ pidiéndole correr y jugar en la playa; pensaba que en esa fotografía era más madura que sus propios pa­ dres. Pero luego, cuando la miró de nuevo, me explicó que si la había emocionado tanto era porque se sentía sola y triste, mientras sus padres reían todo el tiempo en su presencia. Le dije, entonces, que probablemente reaccionaba en forma tan intensa ante mis vacacio­ nes no sólo porque yo iba a estar ausente y no disponi­ ble, sino también porque podría reír todo el tiempo con alguien a propósito de su soledad. Se sentía ca­

rente, quizá porque, si pudiera reír como yo, eso le da­ ría un gran poder, una especie de poder que impone silencio, como hacía su padre con sus cambios de hu­ mor. Me respondió que no comprendía lo que yo que­ ría decir. Para volver a mi tema principal, Freud dice, al fi­ nal de su artículo sobre «La negación», que cuando el paciente responde a una interpretación diciendo «no lo había pensado» o «nunca lo había pensado», esta es la mejor prueba del descubrimiento del inconsciente. El trabajo de lo negativo es lo que ocurre cuando al­ guien tiene la sensación de no haber pensado nunca en algo y, sin embargo, puede haber indicios de que eso puede facilitar el pensamiento. Empero, cuando un paciente dice «no comprendo», se trata del estado negativo de «no lo había pensado», y, aunque en apa­ riencia inofensivo, es un estado sutilmente destructor, porque significa que el paciente no capta nada en tér­ minos de contacto, que es incapaz de hacer cualquier enlace con la interpretación y que, por lo tanto, no puede generar el pensamiento desconocido. Lo impor­ tante es la generación del pensamiento desconocido, y su renegación es lo negativo como destrucción, más que lo negativo como facilitador de lo inconsciente. Decir que uno no comprende es más revelador en inglés que en francés. Comprender [comprendre], en francés, significa poner juntos ideas o pensamientos, pero la palabra inglesa es mucho mejor porque evoca, para mí, uno de los conceptos psicoanalíticos más in­ teresantes y oscuros: la investidura. Lo que llamamos «relación de objeto» es, de hecho, una especie de co­ rriente, prerrequisito de cualquier proceso de trans­ formación en representaciones o en pensamiento, tal como sentir el suelo bajo los pies es un prerrequisito para poder ponerse de pie. Retomé entonces su «no comprendo» y agregué: «Ahora, usted toma lo que se dijo (que no es creativa,

ni intelectual, ni artista) para significar que no tiene ninguna razón para compartir cualquier cosa conmi­ go, y que no puede acercarse a mí». Mientras hablaba, yo era consciente de que ella me escuchaba en un si­ lencio de una cualidad inhabitual. Cuando terminé, me dijo: «Mientras usted hablaba, yo cerraba los ojos y escuchaba lo que decía. Escuchaba el sonido de su voz y escuchaba sus palabras, pero sobre todo el soni­ do de su voz. Imaginaba en mi cabeza su rostro ani­ mado, y me sentía muy cerca de usted». Trivial. Pero agregó: «. .. y todo esto a causa de su trozo de chocola­ te de ayer». Yo: «Usted quisiera ser ese chocolate para que yo la coma». «Sí, por supuesto; por ejemplo, cuan­ do me encuentro con alguien que tiene buen olor o un buen perfume, quiero ser ese perfume para ser una parte de la persona que lo lleva». Es un ejemplo de lo que llamo el trabajo de lo nega­ tivo, y de los dos aspectos de lo negativo. Por un lado, está lo que ocurre durante la ausencia, los aspectos destructores, la renegación de la envidia, la renega­ ción del deseo de estar ligado a la tercera persona; y, por el otro, está lo que se halla en otro lugar y en otro tiempo. Todo esto debe ser «repatriado» para crear, entonces, no tanto el movimiento de introyección, co­ mo el movimiento interno del sujeto que parte y va hacia el objeto. Hablando de «relación de objeto», no se tiene suficientemente en cuenta este movimiento «fuera de» y «hacia» no sólo los objetos, sino también el mundo. Por eso dije, al comienzo de la conferencia, que sentía que el psicoanálisis tenía que ver con la historia y con la naturaleza histórica del hombre. No sólo en cuanto a reencontrar el pasado, sino también a hacer el presente y a estar en el presente como ser humano. Se trata de un proceso durante el cual pro­ gresar hacia el objeto moviliza todas las transforma­ ciones del pasado significativas para la situación pre­ sente. Se encuentra un nuevo espacio para las expec­

tativas que no pudieron ligarse a las transformacio­ nes, ya sea a causa de las angustias asociadas, ya sea a causa de la imposibilidad de evitar la destrucción li­ gada al miedo de arruinar los objetos de la pulsión.

5. La terceridad

Es asombroso comprobar que Freud, que inventó el psicoanálisis, el análisis del psiquismo, nunca dio una definición de lo psíquico. Decía que no era útil porque todo el mundo sabía intuitivamente o por ex­ periencia lo que quería decir. Sea cual fuere la perti­ nencia — o la sensatez— de esta posición, en todo caso no es muy científica. Si un físico tratase así conceptos como la materia o la energía, estaríamos más bien sorprendidos. En el índice general de la Standard Edition, la palabra «psíquico» ocupa una página ente­ ra de dos columnas, pero habrá que esperar hasta 1938 para que Freud mencione el problema de la naturaleza del psiquismo en un artículo inconcluso cuyo título original era «Some elementary lessons in psycho-analysis» (19406), especie de compendio es­ crito en inglés, en Londres, poco antes de su muerte. Cito: «Si alguien preguntara qué es propiamente lo psíquico, fácil sería responderle remitiéndolo a sus contenidos. Nuestras percepciones, representaciones, recuerdos, sentimientos y actos de voluntad, todo esto pertenece a lo psíquico. Pero si esa inquisición prosiguiera, y ahora quisiera saber si todos esos procesos poseen un carácter común que nos permitiera asir de una manera más ce­ ñida la naturaleza o, como también se dice, la esencia de lo psíquico, sería más difícil dar una respuesta». Sabemos que Freud era contrario a la opinión ge­ neral que asimilaba lo psíquico a lo consciente, obje­

tando que lo consciente no podía ser la esencia de lo psíquico, sino sólo una de sus cualidades. Defendía, por el contrario, la idea de que lo psíquico era en sí mismo inconsciente. Desgraciadamente, no pudo pro­ fundizar su punto de vista: el manuscrito termina sin que él haya definido la naturaleza del psiquismo. En esa época, necesitaba insistir en el hecho de que lo consciente no podía ser la «esencia», la cualidad esen­ cial mediante la cual la mente podía aprehender el psiquismo. Hoy, su observación sobre la existencia de fenómenos inconscientes en el psiquismo nos parece evidente, pero es preciso volver sobre algunas otras proposiciones del mismo artículo de 1938, principal­ mente la de la psicología como una ciencia natural. Notamos así que nuestra actual manera de pensar sobre la ciencia no siempre concuerda con las proposi­ ciones de Freud. No se trata solamente de negarse, como él, a definir lo psíquico mediante la única refe­ rencia a lo consciente y postular la existencia de lo in­ consciente, sino también de que nuestras ideas sobre algunas proposiciones actuales no son muy claras. Es el caso, por ejemplo, de la oposición entre la psicología y la biología. «La psicología es también una ciencia natural», dice Freud, «¿qué otra cosa podría ser?». Pe­ ro, como Winnicott lo hará notar más tarde, la ciencia que debería ayudar a explicar los desórdenes del de­ sarrollo emocional o las distorsiones de la persona­ lidad y del carácter (la anatomía y la fisiología en la medicina física) no tiene todavía bases suficiente­ mente sólidas. «Podemos preguntamos, además, si esta ciencia ya ha sido nombrada, porque seguramen­ te el nombre psicología no conviene a la situación» (R. Gaddini, comunicación personal). Así pues, aquí no se trata tanto de una cuestión de oposición como de una tentativa de delimitar algo específico muy difícil de definir. Se puede decir que la obra de Winnicott está enteramente consagrada a esta cuestión.

Pero volvamos a Freud. Este escribe que el psico­ análisis es parte de la psicología como ciencia de lo mental. Así, si el psicoanálisis es parte de esta psicolo­ gía (que a su vez es parte de las ciencias naturales), entonces, planteo la siguiente pregunta: ¿Qué psicolo­ gía necesitamos para comprender la naturaleza del psiquismo? En la actualidad, se admite comúnmente que uno de los aportes capitales del psicoanálisis norteameri­ cano, a través de las ideas de Hartmann, es haber agregado a los tres puntos de vista metapsicológicos de Freud (el dinámico, el tópico y el económico) otros dos: el genético y el estructural. Pero estas proposicio­ nes no gozan de consenso en todas partes (en particu­ lar, más allá de las fronteras de Estados Unidos), y muchos analistas europeos consideran estos agrega­ dos como discutibles. La perspectiva adaptativa sus­ cita muchas críticas, llevando agua al molino de quie­ nes acusan a los psicoanalistas de hacerse represen­ tantes del conformismo social y de querer adaptar al paciente a la sociedad. Esta no es una meta del analis­ ta y, en realidad, va en contra de sus valores. Es deber del psicoanálisis respetar la libertad de elección del paciente. En cuanto al punto de vista genético, las co­ sas son más sutiles y complicadas. En cierto momento de la historia del psicoanálisis, bajo la influencia de importantes figuras, se esperaba que la observación del niño ofreciera a la teoría psicoanalítica bases sóli­ das para oponerse a una especulación excesiva. Las ideas de Melanie Klein fueron discutidas y rechaza­ das por la mayoría. La observación mostraba hasta qué punto eran poco verosímiles. Sin embargo, se di­ fundieron en el mundo entero, y los propios kleinianos las validaron mediante la observación del niño (cf. la obra de Esther Bick). Sin embargo, es evidente que el mismo niño, visto con los ojos de Spitz, Mahler, Winnicott o Stem, inducía observaciones, conclusio­

nes o proposiciones teóricas muy diferentes. Y es im­ posible negar que en este campo casi no existen he­ chos objetivos y que las proposiciones más simples de­ penden de las referencias del observador, por no decir de sus creencias. Un ejemplo: ¿cuántos años de obser­ vaciones científicas transcurrieron antes de que un caballero excéntrico describiera lo que llamó un «obje­ to transicional» (Winnicott, 1951)? Sin embargo, to­ das las madres lo conocían desde hacía milenios. Con la mayor frecuencia, la «prueba» depende más de la mirada del observador que del comportamiento del niño. Se ha reprochado a Freud no ser suficientemente científico. La metapsicología fue declarada falsa e inútil. Durante un tiempo, se pensó que el psicoanáli­ sis podía desarrollarse explorando dominios que se prestaran a la investigación, como el efecto de cir­ cunstancias extraordinarias sobre el desarrollo emo­ cional del niño. La Segunda Guerra Mundial y otras situaciones, como la hospitalización, ofrecieron tales ocasiones. En la línea de este interés por las caracte­ rísticas desconocidas de la actividad psíquica, se pro­ dujo un alejamiento respecto de lo que se había explo­ rado y utilizado hasta ese momento —las consecuen­ cias de la represión de los deseos y pulsiones prohibi­ dos— , para interesarse en la influencia de los trau­ matismos externos. Se observaron las consecuencias aparentemente directas de acontecimientos externos juzgados significativos. Evidentemente, se minimizó el trabajo interno, todavía muy misterioso y que apa­ recía entre ambos. Pasó inadvertido el hecho de que, cuanto más creíamos estar cerca de aclarar los su­ puestos mecanismos del yo (a los que se había consa­ grado una nueva atención), más perdíamos de vista los medios por los cuales estaban ligados al incons­ ciente y, más aún, a sus raíces radicales definidas por Freud como el ello. Incluso factores externos, como los

traumas, no pueden ser considerados sin su reacción (que incluye a las pulsiones en ese desequilibrio ex­ cepcional), como si la joven psique pudiese atribuir al mundo interno la procedencia de los acontecimientos externos. Lo que permanecía oscuro hacía fracasar nuestros esfuerzos por alcanzar cierta transparencia (como para el inconsciente), y a la larga esto fue ina­ ceptable para muchos. Al comienzo de estas investigaciones se admitió que la psicología académica no ayudaba a explicar los hechos de los que se ocupaba el psicoanálisis. Pero po­ co a poco se comprobó que la nueva psicología (la psi­ cología del yo y su desarrollo) se parecía cada vez más a aquella que se quería reemplazar. La diferencia en­ tre lo nuclear del psicoanálisis (tal como Freud lo de­ sarrolla) y la relación entre el nuevo «yo» de moda y el campo de lo que Freud llamaba las pulsiones (que us­ tedes pueden hoy designar de otro modo si quieren, mientras tengan presente de qué se trata) devino así cada vez menos comprensible: las ideas de Hartmann sobre una región libre de conflictos (de un yo sin rela­ ción con el ello) o, más tardíamente, la idea de Kohut de un self asimismo independiente de las pulsiones son un buen ejemplo. Estas ideas, aunque muy aleja­ das de las hipótesis de base del análisis freudiano, de­ vinieron centrales a la vez en la teoría y en la terapia. Todos sabemos que la psicología del psiquismo no puede ser la psicología del yo, porque la psicología del yo existía antes del psicoanálisis. Debemos pregun­ tamos muy seriamente cuál es el sentido literal de la metapsicología. Si la intención de Freud era abando­ nar la metafísica y reemplazarla por ella, entonces, la metapsicología no puede reducirse a la psicología. Lo metapsicológico, que estaba más allá de la psicología, estaba también más allá de lo consciente; ninguna psicología podía ser aplicada al inconsciente, como in­ tuitivamente comprendió Winnicott.

La psique — dice Freud— es la función de un apa­ rato. Para él, las bases del funcionamiento psíquico son las pulsiones, y siempre se opuso a cualquier mo­ nismo pulsional. No estaba de acuerdo con la idea de una pulsión básica que se subdividiría en varias, y a lo largo de toda su vida se mantuvo fiel a una concep­ ción dualista. Incluso definió el funcionamiento de las pulsiones parciales en términos de pares contrasta­ dos. Estas oposiciones dualistas no atañen solamente al campo de las pulsiones: corresponden también a las dos series de procesos —primario y secundario— , a los dos tipos de represión — primaria y secunda­ ria— , así como a las fantasías primarias y secunda­ rias, etc. La mayoría de las nociones o conceptos freudianos están organizados en dos categorías opuestas. El aparato psíquico y el complejo de Edipo son, sin embargo, dos excepciones notables. Cuando se trata de mecanismos o procesos de base, Freud prefiere presentarlos desde el punto de vista dualista, pero cuando se refiere a las estructuras complejas, se nece­ sita la terceridad. Una opinión corriente considera (de acuerdo con el punto de vista genético) que la cifra 2 precede a la ci­ fra 3; desde el punto de vista evolutivo, la relación dual (dicho de otro modo, la relación madre-hijo) es la «relación preedípica», que antecede al estadio edípico de tres personas. En esta perspectiva, sería lógico el deslizamiento de un modo binario a un modo tema­ rio. Winnicott ha dicho con mucha propiedad: «Un be­ bé, eso no existe». Con esto quería decir que siempre se debe considerar al bebé en relación con algo más: su madre, el entorno, la cuna o cualquier otra cosa. Me gustaría agregar que una relación madre-hijo, eso tampoco existe. Obviamente, digo esto para recordar el papel del padre, sin el cual la perspectiva es dema­ siado simplista. Si bien es evidente que, muy al co­ mienzo, un bebé se relaciona exclusivamente con un

objeto materno, no hay razón para considerar que du­ rante este período el padre no existe. También es evi­ dente, en todo caso para mí, que la cualidad de una re­ lación suficientemente buena de parte de la madre depende del amor de la madre por el padre y recípro­ camente, aun cuando la relación del niño con el padre parece mínima, comparada con el vínculo con la ma­ dre, en los primeros tiempos de la vida. Es esencial saber si en esa relación los participantes en situación son aquellos que están realmente presentes, o si un ausente puede jugar cierto papel en virtud de su pre­ sencia en la mente de uno de los miembros de la pare­ ja madre-hijo. Aquí, las ideas de Winnicott pueden ser útilmente completadas por las de Bion. Cuando se interesa por los modos primarios de or­ ganización en el desarrollo del bebé, Bion llega rápi­ damente a la conclusión de que las explicaciones en términos de pecho bueno o pecho malo son insuficien­ tes. Deduce que para crear el psiquismo se necesita algo más (que también pertenece al psiquismo). Es así como postula la existencia de la función alfa, re­ sultado de la «capacidad de ensoñación» de la madre. En otros términos, incluso si la madre alimenta co­ rrectamente al niño, esto no basta para promover el pensamiento; la madre debe pensar ella misma (de una forma particular) a fin de ayudar al niño a vencer su tendencia a rechazar lo que le es penoso, lo cual se revelará ineficaz porque lo que tiene tendencia a ser rechazado tiende a re-invadir su lugar de origen. Bion nos describe la ensoñación de la madre; destaca que si la ensoñación no se concilia con el amor al bebé o al padre, este hecho será transmitido al niño aun cuan­ do sea sentido como incomprensible. Este es un ejem­ plo convincente de lo que intento decir respecto del papel del tercero, no directamente presente en la rela­ ción pero, sin embargo, transmitido, in absentía, por un miembro de la pareja en situación. El modelo de

Bion no surgió de ningún marco de observación, sino más bien de deducciones resultantes de su experiencia en el marco analítico con pacientes psicóticos. No creo que se deba esperar a que el niño sea capaz de concebir un tercero (mediante el lenguaje, por ejemplo) para admitir que puede ser influido por la presencia de fantasías referidas al padre en el pensa­ miento de la madre. Propongo llamar a esto «el otro del objeto» (ese que no es el sujeto). El tercer elemento no se restringe a la persona del padre; también es simbólico. En la mente de la madre, el tercer elemen­ to es un doble de la persona real del padre. La metáfo­ ra paterna según Lacan pone el acento en el concepto de paternidad y une al padre como elemento ausente, aunque presente en la mente de la madre, con otras figuras significativas de su pasado; por ejemplo, las huellas mnémicas de sus propios padres representan­ do fantasías infantiles ligadas al deseo de recibir un hijo de una figura parental (o incluso de los propios padres). En ciertos casos, puede advenir una verdade­ ra relación dual, pero aquí aludo a las relaciones en que el padre o la figura tercera están radicalmente excluidos, o, más aún, aniquilados, forcluidos del de­ seo de la madre, como decía Lacan. Esta es una precondición para la enfermedad mental que es origen de la psicosis o de otros desórdenes psíquicos muy impor­ tantes. A fin de aclarar mejor la situación, otra des­ cripción nos explicará distinciones capitales. Los tres participantes (el hijo, la madre y el padre) tienen estatus diferentes según que estén presentes o ausentes los unos para los otros. El bebé está co-presente con la madre y principalmente en relación con su cuerpo. Evoluciona de la fusión y la dependencia a la separación y la independencia. Al comienzo está la fusión; pese a algunos indicios de reacciones innatas aisladas, tras la primera etapa alternan estadios de fusión y de separación; la separación se realiza mien­

tras progresa la adquisición de la independencia. Por otra parte, el padre está (físicamente) relativamente ausente para el niño. La madre está co-presente con el niño, por supuesto, pero es preciso recordar que la madre es el único participante del triángulo que tiene una relación corporal tanto con el bebé como con el pa­ dre. Esta situación genera para ella un conflicto a causa de la mezcla entre la ternura y la sensualidad y la necesidad de discriminarlas. Así, si ella está copresente con el niño en una proximidad íntima mien­ tras piensa en el padre, está ausente con el niño (por el pensamiento) hasta cierto punto mientras se en­ cuentra en intimidad (física) con él. Puede afrontar la situación articulando un vínculo indirecto entre el pa­ dre y el niño a través de sus propios deseos. El padre está co-presente con la madre y ausente (relativamente) para el niño, y aunque pueda tener una relación corporal con él, al comienzo no es un ob­ jeto distinto, y esta relación no es en absoluto compa­ rable a la de la madre. Aunque su presencia para la madre no es constante, puede a la vez plenamente aportar placer al cuerpo de la madre compartiendo con ella las satisfacciones de la sexualidad. ¿Cómo pueden las huellas de la relación sexual con el padre estar totalmente disociadas y escindidas de los senti­ mientos de la madre por su propio cuerpo cuando está con el niño? Esto requiere una importante represión. Ella deberá, asimismo, hacer corresponder las hue­ llas del despertar de su sensualidad, mientras estaba con el padre, con las impresiones innegablemente sensuales que provienen de su relación con el niño. Si ella está atenta a reprimir en su mente un vínculo de­ masiado directo entre las dos situaciones, es el niño quien, por sus propias estimulaciones, incitará un re­ tomo forzado de lo reprimido. Es sorprendente com­ probar, en la literatura sobre la relación madre-bebé, que la sexualidad está totalmente ausente del cuadro.

El verdadero problema con la perspectiva evoluti­ va no es el trayecto de dos a tres (de la diada a la tría­ da), sino la transición del estadio de la terceridad po­ tencial (cuando el padre está sólo en la cabeza de la madre) a una terceridad real cuando es percibido co­ mo un objeto distinto por el niño. Dicho de otro modo, se trata del trayecto del padre ocupando el espacio in­ terno de la mente de la madre, al estadio donde de­ viene presente en la percepción del niño por su exis­ tencia y su representación. Aludo aquí a una situa­ ción que precede en mucho a lo que llamamos estadio edípico. Es importante destacar el encuentro de dos secuencias que se suponen independientes: la prime­ ra es la separación de la madre y el niño en el camino de la independencia; la segunda es la toma de con­ ciencia del obstáculo que representa el tercero para los participantes de la relación precedente. En lugar de considerar estas dos series por separado o incluso describir su sucesión en el tiempo, propongo mirar la situación desde el punto de vista del inconsciente: las dos operaciones están tan ligadas que tienen una re­ lación lógica. A partir del momento en que la madre parece haber escapado al control del niño (lo que tam­ bién es un medio de definir la renuncia del niño a la omnipotencia sobre el objeto), ella caería bajo el poder del tercero que se apropia de lo que el niño abandonó, principalmente a disgusto. En una relación donde la terceridad entra enjuego, la cantidad de personas im­ plicadas no es lo único que importa. Ahora podemos pensar la situación analítica desde una perspectiva similar. En la década de 1950, se cali­ ficó el análisis de «psicología de dos»; este nuevo abor­ daje destacaba que el papel del analista era subesti­ mado en el proceso analítico. Freud admitió muy tar­ díamente, en «Construcciones en el análisis» (1937o0, que «el trabajo analítico consta de dos piezas por ente­ ro diferentes, que se consuma sobre dos separados es­

cenarios, se cumple en dos personas, cada una de las cuales tiene un cometido diverso». Esta reflexión, continuada por estudiosos como Winnicott y Bleger, nos hizo tomar conciencia de un tercer factor. Se trata de considerar el encuadre no só­ lo como la condición de posibilidad de la práctica ana­ lítica, sino también el hecho de que el encuadre toma a su cargo, desde otro ángulo, los atributos del mundo psíquico. Como si la expresión del mundo interno pu­ diera ser traspuesta a este campo limitado de las in­ teracciones entre el sujeto y el objeto y reflejar carac­ terísticas diferentes de las generalmente deducidas de una relación entre dos partes del mundo externo. Como si algo transitase de lo interno hacia lo externo y diera nacimiento a otra forma de existencia antes de ser enteramente definido por su exterioridad. Un es­ tado transicional entre la simbiosis (Bleger) y la reu­ nión potencial (Winnicott) que no se contentaría con reflejar su lugar de origen, sino que habitaría otro espacio. Desde el punto de vista de Winnicott, esto se halla ligado a la simbolización, considerada aquí no sólo co­ mo la unión instantánea de partes antes separadas, sino también en una dimensión histórica uniendo dos momentos entre sí. Esta unión es concebida como la realización de un instante potencialmente anticipa­ do, mucho antes de que tenga lugar, pero que sólo ad­ quiere sentido al ligarse en el momento de la separa­ ción de las partes. Es evidente que las hipótesis de Winnicott no pueden ser disociadas de las hipótesis básicas de Freud sobre el deseo. En la simbolización, dos partes de una unidad fracturada se reúnen, y el resultado final puede ser considerado no sólo como la reconstrucción de una unidad perdida, sino también como un tercer elemento distinto de las dos partes escindidas. Esta forma de comprender la simboliza­ ción está evidentemente ligada a la concepción. Con­

cebir significa aquí tanto formar un concepto como imaginar un vínculo entre los dos estadios de la sepa­ ración y la reunificación. Ligazón y desligazón son, se­ gún Freud, las dos funciones básicas de las pulsiones de vida o de amor, por un lado, y de destructividad, por el otro. Esto se asocia a lo que yo proponía en tér­ minos de reunión y separación. Dos funciones pare­ cen absolutamente suficientes para explicar el juego recíproco de estas actividades de base, pero quiero proponer un tercer elemento: la religazón, que corres­ ponde a la reunión tras la separación. La mayor parte del tiempo, las estructuras psíquicas se nos presen­ tan como ya ligadas. En realidad, más que ligadas es­ tán re-ligadas, y provienen de un estadio desconocido en que las partes constituyentes estaban separadas. Se cuenta un sueño, se asocia y se lo analiza; se frag­ menta el sueño manifiesto como unidad ligada; se desmonta mediante las asociaciones la primera uni­ dad aparente; entonces, aparece una nueva unidad, después de que el trabajo del sueño fue nuevamente movilizado e interpretado. Los elementos suscitados por el análisis minucioso vuelven a reunirse en una nueva unidad. En 1972, propuse que a la descripción de los proce­ sos primarios y secundarios de Freud se agregara otro tipo de acontecimiento mental: los procesos ter­ ciarios («Nota sobre los procesos terciarios», 1972). Su papel es crucial durante el análisis. Los procesos ter­ ciarios funcionan como un intermediario y ligan los procesos primarios y secundarios. En el trabajo analí­ tico, van y vienen de la fantasía a un grupo de ideas o de una asociación racional al recuerdo de un sueño, por no decir de un relato a un lapsus por inadverten­ cia. Su trabajo silencioso permite al proceso analítico progresar hacia el insight. La ausencia de tales pro­ cesos, o su insuficiencia, es descripta por Bion como «ataques al vínculo» (1962), y explica la falta de pro­

greso en análisis. Podemos reconocer un punto de vis­ ta similar en el pensamiento de Winnicott a propósito de la incapacidad para jugar o de la ausencia de zona transicional en algunos pacientes (1951). Mi siguiente argumento es más teórico. Tras haber analizado la relación triangular (el niño, la madre y el padre), los tres mecanismos básicos (ligazón, desliga­ zón, religazón) y las tres categorías de los procesos primarios, secundarios y terciarios, voy ahora hacia lo que considero una característica principal del psi­ quismo: su relación con el lenguaje y con el pensa­ miento. Lacan utilizó la lingüística de Saussure para ilustrar su teoría según la cual el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Se consideraba que la teoría psicoanalítica de Lacan no prestaba atención más que al significante y de ningún modo al signifi­ cado o al sentido que le está ligado. La reinterpreta­ ción estructuralista, en la década del sesenta, defen­ dió la idea de que el propósito de la cura era analizar la relación del sujeto con el significante. Según la con­ cepción lingüística de Saussure, el significante es la cara acústica o material del signo. Lacan da su propia definición, muy diferente de la de Saussure: «El signi­ ficante es lo que representa un sujeto para otro signi­ ficante» (1955-1956). El sentido de esta proposición puede parecer oscuro. En realidad, es preciso com­ prender que Lacan habla aquí de los significantes del inconsciente que forman una cadena; en consecuen­ cia, la relación entre dos de ellos sólo es comprensible si se infiere la operación de un sujeto de ligazón. Ese sujeto es, evidentemente, el del inconsciente. El signi­ ficante que, en la lengua, es la unidad más pequeña está representado por su aspecto material, significati­ vo por el lugar que ocupa en un sistema de combina­ ciones y por su valor como modelo. Aplicado al psico­ análisis, el aislamiento de un significante en una ca­ dena induce la operación del sujeto, detectada por el

pasaje de un significante al otro. Desde todo punto de vista, se puede verificar la circularidad de la defini­ ción de Lacan: el psicoanálisis es la relación del sujeto con el significante como la que representa el sujeto para otro significante; dicKo en otras palabras, es la relación del sujeto del inconsciente con el sujeto del discurso y con su propio idioma, sus expresiones, sus palabras, su estilo, etc., que facilitan la ruta del deseo inconsciente, de las frases más explícitas a las formas de frases accidentales. Esta posición puede ser clarifi­ cada por otro axioma lacaniano: el inconsciente recibe del Otro su mensaje en una forma invertida; es una generalización del modelo del lenguaje aplicado al in­ consciente como discurso del Otro. Una vez más, la definición del significante por Lacan contiene una re­ ferencia a la representación: «lo que representa un su­ jeto para otro significante» (1955-1956) (las bastardi­ llas son mías). Desde mi punto de vista, esta referen­ cia a la representación en el lenguaje de Lacan tiene el valor de un lapsus porque él quería, justamente, evitar una concepción del sujeto, incluyendo la repre­ sentación de la teoría psicoanalítica. A pesar de la di­ ferencia de significación entre los dos usos de la pala­ bra «representación» (según Lacan y según la teoría psicoanalítica), el uso más abstracto termina por con­ fundirse con el otro. Lacan es así forzado a hacer aquello de lo cual intenta escapar. Si hacemos corres­ ponder su concepción con la teoría freudiana de la representación, la definición lacaniana del significan­ te nos parece más bien compatible con la formulación freudiana de los procesos secundarios: relaciones de relaciones. Para mí, el concepto de representación es la piedra angular de la concepción del aparato psíquico de Freud, a condición de que se haga justicia a la originalidad y complejidad de los diferentes tipos de representación de su sistema conceptual. La teoría del significante de

Lacan restringe la concepción psicoanalítica de la re­ presentación a la de una estructura lingüística, de­ jándonos en una gran oscuridad en cuanto a lo que re­ presenta al sujeto en el proceso de una estructura no lingüística (inconsciente). De todos modos, incluso cuando parece defender una analogía, trata de conceptualizar un sistema en que el concepto de signifi­ cante está en relación con la estructura que le ha dado un sentido y una función. Esto significa que Lacan es­ tá obligado a proponer una visión del inconsciente que él describe bajo su responsabilidad personal, y que hubiera tenido que aclarar la aplicación de un concepto surgido del campo de la lingüística y sin re­ lación con el material al que supuestamente se aplica. Considerándola en detalle, la definición del signifi­ cante de Lacan hace suyas las proposiciones del gran filósofo y semiólogo norteamericano Charles Sanders Peirce. Peirce no tomó en consideración la distinción de Saussure entre el significante y el significado, por­ que se interesaba en los signos más allá del campo lingüístico. Su teoría semiótica es muy compleja y no quiero dar la impresión de que comparto todas sus ideas, porque no estoy seguro de comprenderlas to­ das. Uno de sus descubrimientos más sorprendentes es, sin embargo, su concepción triádica del signo: la primeridad, la secundidad y la terceridad. La primeridad está asociada a las cualidades de los sentimien­ tos y las emociones; la secundidad, al ser, y la terceri­ dad, a la generalización — por ejemplo, la ley, los pro­ cesos de pensamiento, y así sucesivamente— . Su «ló­ gica de los relativos» varía a veces en la definición de sus constituyentes. En algunos escritos caracteriza la primeridad en referencia a la presencia, la simplici­ dad, la espontaneidad o, también, a un modo de ser en sí mismo. Más explícitamente, sus cualidades son las de las sensaciones y los sentimientos. Al calificarla de primaria o primitiva, destaca que esta categoría en

ningún caso puede estar en relación con otra cosa que consigo misma. La secundidad — para él, la categoría más fácil de comprender— es el resultado, según su modo de ser, de una reacción bruta a una fuerza de origen externo. Peirce asccia ahí la idea de separación y de reunión de dos y sólo dos sujetos: un principio de dualidad constante y, como tal, incompleto, porque los elementos que están o separados o unidos forman pa­ rejas, como si nada más existiera o pudiera existir. Este nivel es secundario respecto del primero pero no lo sustituye. Finalmente, la terceridad es el verdade­ ro nivel de comprensión, porque corresponde a la mo­ dificación del ser del sujeto, que no puede modificar un par sin introducir algo de diferente naturaleza a partir de la unidad del par. Estas ideas, expresadas por primera vez en 1867 y enriquecidas hasta el final de su obra, encuentran eco en los psicoanalistas: la primeridad está ligada a las sensaciones y a los afectos, e incluso a las pulsiones; la secundidad, al conflicto y en cierta medida a los procesos primarios; finalmente, la terceridad se apli­ ca no sólo a los procesos secundarios, sino también a lo que Lacan definió como lo simbólico y Bion como la función alfa. Prudente, Winnicott se posicionó entre la creatividad primaria y la percepción objetiva. Co­ mo lo señala, esta paradoja no debe ser resuelta; di­ cho de otro modo, debemos aceptar que la percepción objetiva no suprime la creatividad primaria. El resul­ tado de su interacción es el enriquecimiento de la crea­ tividad a través de la percepción objetiva, y no la sus­ titución de la creatividad primaria por una actividad perceptiva capaz de dominar la forma del pensamiento. Al asociar la primeridad a los sentimientos y la se­ cundidad al ser, Peirce está en consonancia con el ar­ tículo de Freud sobre «La negación» (1925/i). Peirce postula que el primer tipo de funcionamiento del apa­ rato psíquico se basa en el juicio de atribución que de­

cide lo que es bueno o malo. Luego aparece el juicio de existencia, que debe decidir acerca de la existencia o no de una cosa en la realidad. Encontramos aquí, im­ plícitamente, una preocupación común: la de situar la existencia, es decir, la realidad, en la segunda cate­ goría, y no en la primera. Vayamos a la terceridad: aquí está asociada al tratamiento de los símbolos. To­ do lo que caracteriza específicamente a lo «mental» representa la terceridad. En una carta a lady Welby, Peirce escribe: «La terceridad es la relación triádica existente entre un signo, su objeto y el pensamiento interpretante, él mismo considerado como constitu­ yendo el modo de ser de un signo, un signo que sirve de intermediario entre el signo interpretante y su ob­ jeto» (1931). Una reflexión sobre la transicionalidad podría dar lugar a paralelos interesantes. No espero que ustedes encuentren evidente esta definición a la primera lectura. La relación entre un signo y su objeto no basta para comprender la mane­ ra en que funcionan los signos. Es indispensable tener en cuenta el pensamiento interpretante. Este pensa­ miento interpretante es él mismo un signo de otro ti­ po, el pensamiento como signo incluido en una serie de signos. Cuando hablamos de cualidades atribuidas a un objeto, cuando las unimos a un pensamiento in­ terpretante, nos ocupamos de esa parte del objeto que puede ser sometida a lo que se puede decir de este ob­ jeto o cómo nosotros, u otros, estamos ligados con él, activando en consecuencia el pensamiento interpre­ tante. En la estructura evaluativa, esto se puede des­ cribir como el signo de la posición subjetiva. Ello me lleva a pensar en los comienzos de Freud, antes inclu­ so del nacimiento del psicoanálisis, en su estudió de 1891 sobre la afasia, cuando buscaba principios expli­ cativos de base; llegó a definir el símbolo no como una relación entre una cosa y una palabra, sino entre la representación de cosa y la de palabra.

Este tipo de signo que trabaja en el pensamiento constituye el modo de ser de un signo. Ello resultará quizá más claro en la continuación de mi exposición. Todo analista es consciente de la importancia de los descubrimientos de Freud a partir del análisis del Hombre de los Lobos (19186), no sólo en virtud del descubrimiento de la escena primitiva, sino también porque, por primera vez en psicoanálisis, se llega al pensamiento de los estados fronterizos. Probable­ mente, la causa del fracaso del más célebre caso de tratamiento analítico fue el descuido de este aspecto del paciente. Al final de su artículo (luego de la observación con respecto al saber instintivo de los animales), Freud escribe: «Si también en el ser humano existiera un patrimonio instintivo de esa índole, no sería asombroso que recaye­ ra muy especialmente sobre los procesos de la vida se­ xual, si bien no podría estar limitado a ella. Eso instin­ tivo sería el núcleo de lo inconsciente, una actividad mental primitiva que luego la razón de la humanidad —a esta razón es preciso adquirirla— destrona, super­ poniéndosele, pero que con harta frecuencia, quizás en todas las personas, conserva la fuerza suficiente para atraer hacia sí los procesos anímicos superiores». Prosigue describiendo la relación entre este tipo de saber primitivo y el pensamiento intelectual más de­ sarrollado que reemplaza al primero sin suprimirlo completamente. Esta cita muestra que, cuando se trata de los instintos, la concepción de Freud no es evidentemente de naturaleza biológica, sino que más bien alude a una especie de actividad mental primiti­ va. Esta especie de actividad primitiva del funciona­ miento mental, en el núcleo del psiquismo, debe de tener un vínculo con lo que llamamos la representa­ ción psíquica de la pulsión o del instinto.

Ahora quisiera desarrollar el punto al que aludí al citar a Freud. La representación psíquica de la pul­ sión es, según sus propios términos, la psychische Reprdsentanz, que no debe confundirse con lo que llama­ mos en francés «représentant-représentation». ¿Qué interés tiene esta distinción? Para mí, la diferencia reposa en lo que es representado en cada caso; la re­ presentación hace referencia a la presentación del ob­ jeto, vale decir, a la representación de la idea del obje­ to — en otros términos, de sus contenidos— . Por ejem­ plo, cuando pensamos en el pecho, nos referimos a la tentativa de hacer reaparecer el pecho, más que a la idea del pecho. Comoquiera que sea, se trata de una figuración de la impresión sensorial del pecho con el deseo de que vuelva a estar vivo. La representación psíquica es la representación de los estímulos corpo­ rales en busca de satisfacción, que, se supone, llega a la mente. Es bastante diferente de la representación del pecho en términos de contenidos de ideas, ya se trate de una imagen o simplemente de una evocación de sus cualidades presentes en las huellas mnémicas. En este último ejemplo, la imagen en el pensamiento tiene una correspondencia fuera del pensamiento, en el mundo externo. ¿La imagen se le parece? ¿Y qué consecuencias tiene la conformidad o la no conformi­ dad de la imagen con el modelo externo? Estas pre­ guntas plantean problemas cruciales tras los prime­ ros descubrimientos de Freud. Por otro lado, cuando hablamos del representante psíquico de la pulsión, no hay referencia externa; no es la copia de un original existente fuera de uno mismo que podríamos visua­ lizar o percibir en nuestra mente, ni su referencia a un modelo. Se trataría de un movimiento sin imagen en busca de un objeto de satisfacción y que en caso de fracaso se dirige hacia las huellas de una experiencia de satisfacción anterior. Pero lo que ahí se representa es el movimiento en busca de la satisfacción.

Dicho de otro modo, el instinto o la pulsión se defi­ ne como siendo el representante del cuerpo, pero la pulsión también se define en otra parte como teniendo representantes (ideales, imaginarios, afectivos, ver­ bales, etc.) hacia los cuales se dirige cuando la reali­ dad no aporta la satisfacción esperada. Así, el instinto une el ser con las demandas del cuerpo, pero este ser depende de un objeto exterior al cuerpo que lo sosten­ ga y lo porte, a causa de su condición prematura al na­ cer. La consecuencia de esta situación será que la ma­ triz de la mente, según Freud — al menos, en la forma en que yo la comprendo—, estará constituida por el encuentro del representante psíquico a partir del cual, por así decirlo, el ser nace a través de las demandas de la realidad interna del cuerpo, y su vínculo, por una especie de instantaneidad, con lo que la mente ha con­ servado de las huellas de las primeras experiencias (de satisfacción) que tienen alguna similitud con la situa­ ción buscada. La mayoría de las veces, esta matriz es considerada como no formada por dos partes, una procedente del interior del cuerpo (que no sabe verda­ deramente lo que busca, fuera de un alivio de la ten­ sión y del dolor experimentados), y la otra, de los con­ tenidos de la mente que corresponden a la demanda. Se puede incluso pensar que únicamente cuando las huellas mnémicas del objeto responden a las urgen­ cias del cuerpo, se encuentra retrospectivamente el sentido. En general, los psicoanalistas que valoran este modelo se conforman con la muy conocida «satis­ facción alucinatoria»; parecen ignorar que están fren­ te a los resultados de un proceso, y lo confunden con los constituyentes de sus orígenes: el movimiento del deseo reproduce el de los estímulos corporales que buscan la satisfacción, y el despertar de las huellas mnémicas durante este movimiento reproduce la ten­ tativa de invocar al objeto que ha procurado antes la satisfacción.

Si volvemos a la hipótesis de una co-optación entre el representante psíquico y la representación de cosa, se entiende por qué nuestra concepción de la repre­ sentación no puede ser comparada con las de los filó­ sofos que se sitúan fuera de toda situación de depen­ dencia respecto del cuerpo y del objeto. Lo que buscan en la representación es lo permanente, lo inmutable, la representación principalmente definida en térmi­ nos de adecuación a la realidad, es decir, a través de la percepción, relación solamente segunda en Freud. Se refieren a las representaciones más tranquilas, más silenciosas y más estables porque las integran en una cadena que va de la percepción a la concepción, mien­ tras que el nuestro es un concepto de representación dinámico. Dinámico, por cuanto se confronta con las tensiones que se esfuerzan por encontrar, mediante modificaciones interna y externa, soluciones confor­ mes al recuerdo de las satisfacciones del pasado, que se conservaron pero que no dominan todavía los me­ dios para hacer frente a un estado general de urgen­ cia, de amenaza y a veces de desamparo. Por este he­ cho, la actividad mental más primitiva — en Freud, la actividad llamada instintiva— se refiere a problemas desconcertantes vividos como experiencias del cuer­ po, que deben ser resueltos por algo situado en el ex­ terior del cuerpo, con sólo una vaga intuición de lo que podría ser la respuesta en esta relación entre lo inter­ no y lo externo. Desde este punto de vista, el concepto de representación se extendería en un vasto campo, del cuerpo al lenguaje. La representación estaría es­ trechamente asociada a lo psíquico y a la interpreta­ ción: la interpretación del movimiento nacido en el cuerpo del pequeño ser humano y la interpretación que corresponde al objeto de satisfacción de la necesi­ dad, que está a la vez en la mente y en el exterior. El encuentro de estos dos tipos de representación condu­ cirá a la conciencia de la relación entre el sujeto y el

objeto. El sujeto es visto como una entidad siempre en busca de reposo y confrontada con las condiciones múltiples del objeto, procurando hacerlas coexistir dentro de él. Sin actividad de interpretación, no comprendo có­ mo un organismo vivo perteneciente a la especie hu­ mana puede sobrevivir. Podemos así comprobar que el objeto interno no es una reproducción o una fotoco­ pia del objeto externo, sino una verdadera creación. Evidentemente, necesitamos distinguir la represen­ tación interna consciente del objeto externo, nacida de la percepción (cuya estructura se supone más afín a la del objeto externo), y la representación interna in­ consciente del objeto externo, constituida por las pro­ yecciones de la sexualidad, de sus frustraciones y de su represión, y construida por medio del deseo. Esta última construcción es el subproducto del trabajo imaginario efectuado, a la vez, sobre el objeto deseado en relación con los impulsos instintivos, sobre el deseo del sujeto y sobre las huellas mnémicas del objeto de satisfacción de las necesidades, todo lo cual es trans­ formado y da nacimiento a la representación del obje­ to. Unos y otras se combinan para formar la represen­ tación inconsciente de cosa; de esta primera unión en­ tre la representación psíquica que viene del cuerpo y las huellas mnémicas de la imagen del objeto se crea una nueva entidad: la representación de objeto. En esta nueva mixtura, el sujeto elabora toda su subjeti­ vidad no sólo a causa de la proyección, sino también porque algo procedente de las sensaciones internas de su cuerpo adquiere una forma representable. Esta re­ presentación podría ser concebida en términos de pro­ yección, si destacamos que primero es una proyección sobre sí mismo, que da la oportunidad de hacer pre­ sente esa representación en la mente comunicándola, como una interpretación que puede encontrar su lu­ gar en un contexto ampliado. Sin resolver todos los

problemas vinculados a la naturaleza hipotética de una especie de actividad mental primitiva (cf. Freud, «De la historia de una neurosis infantil», 19186), pienso que estas ideas pueden ayudar a aclararla. A primera vista, estaríamos inclinados a interpre­ tar lo que él dice como una suerte de intuición. Si mi construcción de la matriz de la mente es adecuada, podemos proponer la hipótesis de que la participación del cuerpo, desde el punto de vista de lo que llegarán a ser sus pulsiones instintivas, favorece la anticipación de concepciones racionales más elaboradas, precisa­ mente a causa de su enlace con el representante-re­ presentación y las futuras transformaciones de esta amalgama. Esta asociación no se limita a dar res­ puestas acerca del estado de inmadurez del niño y su dependencia respecto de sus padres; estimula inevi­ tablemente una intensa actividad fantasmática. Ade­ más, cuando enfoca la realidad, la percepción está ha­ bitada por los contenidos que permanecieron en la mente y encontraron refugio en el mundo interno. Es­ tá en juego la proyección, pero, como claramente lo mostró Winnicott, la mente encuentra y crea simul­ táneamente los objetos. Y en esa interacción de los procesos, donde la percepción y las proyecciones se mezclan, lo percibido y lo aprehendido pueden ajus­ tarse mutuamente para formar una especie de mode­ lo que, aunque muy alejado de la situación real, tiene un sugestivo poder de evocación y generación de otras formas mentales, quizás algo semejante al juego del squiggle. Tenemos una mejor apreciación de un proce­ so comparable, en un nivel más elevado de funciona­ miento mental, con las teorías sexuales infantiles; es como si buscásemos sus precursores en la primera forma de marca del sujeto sobre el curso de los aconte­ cimientos que se le presentan. La importancia relativa del objeto interno o exter­ no ha provocado muchas controversias en los debates

entre Melanie Klein y Anna Freud, y la querella no ha concluido aún. El relevo fue tomado por Heinz Hartmann, que respetaba las posiciones de Anna Freud al mismo tiempo que las adaptaba a su manera. Por su lado, Wilfred Bion se situó en la línea de Melanie Klein. En realidad, la obra de Bion puede también ser considerada muy diferente de su fuente de inspira­ ción, puesto que rehabilita una cantidad de hipótesis íreudianas en un marco de trabajo kleiniano. Nos re­ ferimos a sus ideas sobre los procesos de pensamien­ to. Felizmente, este duelo dio nacimiento a una terce­ ra vía, indicada por Donald Winnicott, quien, rehu­ sándose a quedar apresado en la dicotomía entre lo interno y lo externo, acampó en el espacio transicional. Nuevamente, la terceridad fue la solución ade­ cuada, porque el espacio analítico no está bajo la ex­ clusiva soberanía del mundo interno ni del mundo externo. Pero el conjunto de la disputa, al menos a mi modo de ver, concernía de hecho a la cuestión de la re­ presentación. Aun cuando Melanie Klein no utiliza mucho la noción, la pregunta es: ¿Qué hay entre lo irrepresentable ocasional de la realidad interna más profunda y la representación de las realidades a tra­ vés de la percepción? Incluso en este último ejemplo, Freud descubrió más tarde, a través de la renegación, que la percepción no podía ser considerada una prue­ ba pertinente del acceso a la realidad. Debió postular una prueba de realidad; entonces, la interpretación de la realidad devino dependiente del juicio de exis­ tencia; por último, articuló la interpretación de los acontecimientos mentales según dos tipos de juicio: el juicio de atribución, que gobierna el principio de placer-displacer, y el juicio de existencia, que debe deci­ dir si un objeto existe o no existe en la realidad, como en el principio de realidad. Volviendo a Peirce, consideremos ahora sus ideas sobre la representación según lo que él llamó «repre-

sentamen». Recordemos algunos aspectos de su posi­ ción. Para Peirce, la terceridad concierne a lo que de un primero (un signo) lleva a un segundo (su objeto) el pensamiento interpretante, signo él mismo. Podría­ mos asociar lo que acabo de evocar con lo que Benveniste dijo acerca de la tercera persona en la lengua (Benveniste, 1967). La definió como una función de representación capaz de reemplazar partes de una aserción, o incluso una aserción entera, por un susti­ tuto más conveniente. Señalemos que la operación de sustitución parece obedecer a un proceso de intemalización que adquiere una función específica dentro de un proceso que actuaría, al menos desde el punto de vista de Freud, de la misma manera: representacio­ nes de palabras como sustitutos de representaciones de cosas. Estas representaciones de palabras, según Freud, son, ellas mismas, modos de dar cierta cuali­ dad a los pensamientos para que podamos percibir­ los. Se puede decir que se encuentran entre dos siste­ mas, intermediando entre la representación interna de los objetos y la comunicación de los pensamientos. Pero, en el caso de la tercera persona, es preciso des­ tacar la extensión general de la sustitución, así como su aptitud para estar asociada a cualquier objeto de referencia, adquiriendo la función de ser reflejada con la organización del discurso. Pero volvamos a Peirce. Me parece que la función esencial de un signo es vol­ ver eficaces las relaciones ineficaces; no volverlas ac­ tivas, sino más bien establecer una habitualidad o re­ gla general según la cual actuarán ocasionalmente. Si concebimos esta definición en términos de eficacia o ineficacia disociadas de la acción, cabe pensar en lo que ocurre en el sueño. Además, cuando la organiza­ ción de los signos lleva a la acción, pueden ocurrir ac­ ciones no controladas, como en los lapsus o los actos fallidos, o que induzcan a otros a actuar en el lugar de uno, o incluso a provocar acciones que uno mismo

querría realizar. Peirce deduce de esto la necesidad de una teoría de la representación, lo cual lo acerca mu­ cho a Freud. Crea entonces un nuevo concepto, el representamen. Ahí llegamos. La interpretación no se limita a la comunicación del analista al paciente. Podemos decir que todo lo que es transmitido al analista ha sufrido una especie de interpretación (inconsciente, por supuesto) por parte del paciente antes de ser comunicado. El ejem­ plo del sueño es la prueba evidente. Aunque comple­ jas, estas observaciones nos ayudan a comprender lo que hacemos cuando analizamos. Hay signos, las pa­ labras de los pacientes o, en los términos de Freud, las representaciones de palabras, y no hay objetos. Los objetos o las cosas, según la terminología de Freud, son aquello a lo que se refieren las palabras. Los obje­ tos tienen una doble existencia: interna y externa. Las representaciones nos ayudan a lograr que estos dos aspectos se comuniquen. Pero lo que nos permite li­ gar los procesos de pensamiento, dando cuenta de su organización, es el sistema de signos. Hasta aquí, sin embargo, hemos hablado sólo de secundidad y prime­ ridad. Poder analizar es referirse a una tercera cate­ goría: la del pensamiento interpretante, él mismo un signo no accesible directamente, que llamaré el/los proceso/s terciario/s. Considero esto como el modo de ser del signo, porque, si no fuera así, las palabras no nos permitirían interpretar. Como dice Peirce, un in­ terpretante puede ser tomado en un sentido tan vasto que su interpretación no sea forzosamente un pensa­ miento, sino que también pueda ser una acción, una experiencia o un sentimiento. Este es uno de los as­ pectos más sorprendentes de la teoría de Peirce: la ex­ tensión del campo de la interpretación más allá del lenguaje, porque él es semiólogo, no lingüista. Desde mi punto de vista, el pensamiento interpretante no sólo está presente en la representación de palabra (o

sea, en la lengua), sino también en la representación de objeto. Esto está sobreentendido en la concepción del inconsciente de Freud. Tomemos, por ejemplo, lo que Freud propone sobre lo reprimido en tanto atraí­ do por lo reprimido preexistente. Las representacio­ nes de objeto inconscientes están, así, necesariamen­ te estructuradas para dominar la capacidad del pen­ samiento interpretante. De la misma manera, Freud destaca que el pensamiento es principalmente in­ consciente y, por lo tanto, no depende de las palabras. Los procesos inconscientes son capaces de cierto tipo de pensamiento diferente del de los procesos secunda­ rios, las interpretaciones, como se puede ver en la pro­ yección y en la identificación proyectiva. Estas son también formas de pensar. Lacan no tiene razón cuando habla del inconsciente estructurado como un lenguaje, porque lo que importa no es la teoría de la relación del sujeto con el significante, sino la de la relación del sujeto con todo un conjunto de represen­ taciones de diferentes naturalezas, donde el signifi­ cante tiene una estructura heterogénea que necesita una transformación cuando se pasa de un tipo a otro (o sea, los sueños, las fantasías, la transferencia). Ahora se trata de aclarar la diferencia entre la re­ presentación, el signo y el representamen. Un signo, dice Peirce, es probablemente todo lo que puede decirse sobre un objeto, pero un representamen es todo lo que está sujeto al análisis en la mente. El signo es la asociación, la asociación múltiple, efecto del interpretante. Por ejemplo, con un objeto, el repre­ sentamen es sólo lo que uno puede analizar de la rela­ ción entre la primeridad y la secundidad. Cada signo representa a un objeto independiente de él, pero sólo puede ser un signo de este objeto en la medida en que este objeto es, en y por sí mismo, de la naturaleza de un signo o de un pensamiento. El signo no afecta al objeto pero es afectado por él, de modo que el objeto debe po­

der transmitir el pensamiento; cada pensamiento es un signo. Desde luego, tal proposición me lleva a la conclu­ sión de que, por ejemplo, toda tentativa de establecer relaciones puramente duales es una ilusión total. Di­ ré que, entre el signo y lo que un analista puede decir como sujeto o representamen, media todo el espesor del pensamiento. Una representación es la operación de un signo o su relación con un objeto, y esto incluye la posibilidad (esencial cuando pensamos en el análi­ sis) de que sea una palabra o cualquier otro material de la mente susceptible de asociarse a otros elemen­ tos para dar sentido a esa asociación. Esta proposi­ ción es afín al concepto de simbólico en Lacan, pero se diferencia en que este descartó el abordaje semiótico de Peirce porque pensaba que la concepción de Saussure de la estructura inconsciente del lenguaje con­ vendría mejor al psicoanálisis. No puede haber sujeto si no es para otro sujeto, y un signo es lo que, de un modo u otro, comunica una noción definida de un ob­ jeto. Pero, ¿por qué? «Un representamen es el sujeto de una relación triádica con un segundo, que llama­ mos su objeto, para un tercero llamado su interpre­ tante, siendo esta relación triádica tal que el represen­ tamen determina a su interpretante a establecer la misma relación triádica con ese mismo objeto para otro interpretante». Soy consciente de que es muy di­ fícil comprender estas proposiciones, pero este punto resulta fundamental. Por otra parte, es una estruc­ tura compleja que hace justicia a la complejidad del acto de interpretación en el análisis. La interpreta­ ción está ciertamente en el centro del acto analítico, y prefiero tener que reflexionar sobre estas densas pro­ posiciones antes que simplificar demasiado el conjun­ to mediante una actitud esquemática. Si volvemos ahora al concepto de psiquismo, el mo­ mento inaugural del pensamiento es el encuentro de

lo irrepresentable, donde el representante psíquico expresa la demanda corporal con la investidura de una huella mnémica dejada por el objeto. A partir de este vínculo original, se abre la posibilidad del trabajo analítico por la transferencia. Para simplificar, el psi­ quismo es el efecto de la relación entre dos cuerpos, uno de ellos ausente. Intentemos explicar lo que en­ tendí de la hipótesis de Peirce. La idea de representamen trata de definir un proceso, más que una condi­ ción, como en la relación con la percepción. Tenemos aquí una analogía con el concepto freudiano de repre­ sentación, que, como vimos, se reproduce y se trans­ forma muy claramente con el doble patrón de las co­ sas y las palabras, a las que él agrega este tipo muy diferente de representación de mensajes nacidos del cuerpo y que deben encontrar un modo de expresión cuando alcanzan la mente. Por supuesto, Peirce no se preocupa directamente de esto, pero, cuando plantea la hipótesis de que un pensamiento interpretativo puede provenir de un sentimiento o de una acción, considera la posibilidad de incluir también mensajes del cuerpo; es ese juego de transformaciones lo que te­ nemos que conservar in mente. Peirce desarrolla su pensamiento siguiendo varios ejes. El primero conci­ be el signo como la manifestación de la representan­ do.:, por su capacidad de establecer una relación cual­ quiera en que la sustitución juega un papel. Se man­ tiene evasivo en cuanto a los límites de aquello a lo que se refiere la relación; en este estadio plantea la hi­ pótesis de que el signo es «algo que ocupa el lugar de». En ese proceso en que una relación conduce a una sustitución, podemos proponer una analogía: lo que Freud describe en el trabajo del sueño. En este esta­ dio no está implicado ningún sujeto: el psiquismo se reduce a la operación por la cual transforma los conte­ nidos mediante la condensación y el desplazamiento. Por supuesto, la diferencia entre Freud y Peirce es la

hipótesis, en el primero, del principio de placer-dis­ placer, que da cuenta del intento de realizar un anhe­ lo en el sueño; pero, en los dos casos, lo que cuenta es el resultado: la capacidad de establecer una relación que incluye el reemplazo de una proposición original por algo diferente que actúa como sustituto. También cabe pensar que las representaciones de objeto, más que una traducción de la percepción del objeto, son una relación entre las impresiones sensoriales dejadas por el objeto y que se presentan como sustituto de él. El cambio proviene de la comunicación de esta pri­ mera relación. Lo que fue nombrado como algo sufre un cambio considerable cuando es comunicado a al­ guien. Se muestra entonces la prosecución del proceso de representación dentro de una persona o en una persona diferente. No se trata aquí de que se instale una simple relación, sino de una creación ya sea de signo equivalente (la sustitución no va más allá de un signo semejante), ya sea de un acontecimiento men­ tal nuevo: la aparición de un signo más desarrollado. ¿Cómo puede pasar esto si no es tomando «algo» del signo propuesto e incluyéndolo en un juego de asocia­ ciones más extenso?: es ahí donde Peirce introduce el interpretante. Podemos deducir, pues, que un inter­ pretante es lo que cambia una relación ya existente mediante la acción de un sujeto. No estoy seguro de que debamos considerar a ese alguien como referido siempre a otra persona. Podemos también compren­ der esta fase como una operación de pensamiento en un segundo abordaje, no porque vendría después de la primera, sino porque examinaría una relación ya existente, limitándose a un proceso de sustitución. La especificidad del interpretante es representar algo de su objeto. El término «algo», que habíamos tenido por desaparecido con la referencia a alguien, reaparece. En realidad, Peirce quiere definir la materia sobre la que debe trabajar la mente. Tras la intervención del

interpretante, las transformaciones que tuvieron lu­ gar con el desarrollo de un tipo de signos más elevado se ven nuevamente confrontadas con una materia que pueden reformular adoptando el nuevo enfoque. Está de vuelta, pues, algo que necesitará una elabora­ ción más profunda. Lo que ahora es nuevo ya no está ligado a la operación de la relación, sino a lo que Peir­ ce llama el «algo» del objeto. Hay aquí una ambigüe­ dad. ¿Se refiere al objeto sobre el cual el signo ha tra­ bajado para formar una relación, o quiere decir que el objeto es la consumación de la relación misma, o sea, el sentido que se puede sacar de la relación intrapsíquica? Ambos sentidos son posibles, pero lo importan­ te es comprender que, en la teoría, la referencia al ob­ jeto aparece sólo después de la intervención del suje­ to, ya sea como otra persona, ya como la persona mis­ ma. El objeto no tendría existencia empírica por fuera de los acontecimientos mentales que permiten a la re­ lación establecerse. Siempre es aprehendido indirec­ tamente. Esto parece afín a la teoría freudiana. El ob­ jeto y el interpretante están asociados según un pro­ ceso de sustitución, sometido él mismo a una sustitu­ ción de otro tipo que comprende al sujeto. Esto me re­ cuerda a Freud, quien define los procesos secundarios como capaces de expresar las relaciones de relacio­ nes. Peirce no puede definir sino como una idea lo que él tiene por «fundación del representamen». Aquí, está obligado a volver al pensamiento filosófico tradicio­ nal; pero lo que cuenta para nosotros es la forma en que la relación triádica sigue avanzando. El represen­ tamen obliga a su interpretante a mantenerse en la misma relación triádica con el mismo objeto para todo interpretante. En la terceridad hay siempre un término que de­ sorganiza, indeseable o rechazado, o un término faltante que cambiaría la estructura triangular forman­ do dos pares. Vemos ahora que la naturaleza del psi-

quismo está ligada no sólo al inconsciente, sino tam­ bién a los padres. Lo mismo vale para una serie de cualidades psíquicas (consciente, preconsciente e in­ consciente) y para el segundo modelo tópico, que au­ menta la heterogeneidad de las instancias del aparato psíquico, cada una de las cuales sigue diferentes mo­ dalidades de tratamiento de la información ligada a las necesidades internas o a las del mundo externo o con relación a la represión drástica necesaria. Mencio­ no aquí alusivamente las tres partes del aparato psí­ quico: ello, yo y superyó. Para darles más vivacidad, podemos superponer a estas instancias tres figuras. Imaginariamente, consideraremos la relación de la madre con su propia madre como una ayuda para la construcción del yo. Se me podría objetar que las ma­ dres cumplen también las funciones del superyó, y los padres, las del ello; pero, en general, esta proposición es verdadera, lo cual es amplia culpa de la naturaleza, no nuestra. La cualidad supeiyoica del padre no se de­ be tanto a la superioridad inherente de los hombres so­ bre las mujeres, como al hecho de que los padres no pueden gestar hijos. No saben lo que significa ser dos en uno, amamantar a un bebé, o sentir su carne como la propia carne. He aquí el núcleo del problema: un día, ese paraíso toca a su fin, dos en uno devienen dos se­ parados, y para eso es necesario un tercero. Consideremos ahora las ideas de Peirce desde una perspectiva psicoanalítica. La primeridad es el ser, la secundidad es la relación y la terceridad es el pensa­ miento; la terceridad es también la condición de la temporalidad. Si el inconsciente ignora el tiempo, sabemos que el complejo de Edipo se interesa no sólo por la diferencia de los sexos, sino también por la de las generaciones; dos generaciones no bastan para de­ finir a alguien. Se podría objetar, por ejemplo, que en esta concepción de la terceridad falta una dimensión importante: la del conflicto. Pero pienso que esta obje­

ción no se justifica. Como dice Peirce, todo lo que apa­ rece en la mente contiene un elemento de lucha, y es­ to se halla presente aun en fragmentos de experiencia rudimentarios como un simple sentimiento, porque incluso un simple sentimiento siempre tiene un grado de vivacidad y difusión, y siempre está allí como reac­ ción a otros sentimientos. Esta es la condición básica de su aparición en la mente: nunca aislados, sino for­ mando parte de juegos que incluyen la oposición. El elemento más simple de lo que está presente en la mente es la lucha: la acción mutua de dos cosas sin re­ ferencia a una tercera ni a la mediación y sin conside­ ración de la ley de la acción (Peirce). Aun cuando, in­ tentando encontrar una idea que no pusiera enjuego los elementos de la lucha, imagináramos un universo consistente en una sola cualidad inmutable, todavía habría cierta estabilidad en esta imaginación; si no, no podríamos saber si existe un objeto con una sus­ tancia positiva cualquiera. Peirce defiende la idea de que el origen de esta estabilidad es el hecho de que, si nuestra manipulación mental es lo suficientemente sutil, la hipótesis resistirá al cambio. Pienso que es esta una magnífica manera de presentar las cosas y de mostrar que la actividad psíquica es también un tiempo de vida. Las observaciones precedentes están ligadas a la secundidad, que alude al resultado de los cambios en el ser en tanto culminación de la influen­ cia de la fuerza (acción y reacción). Más allá, encon­ tramos la idea de acoplamiento, incluso entre dos su­ jetos alejados. Este acoplamiento se limita exclusiva­ mente a esos dos sujetos. Es una dualidad constante. Es necesario precisar la noción de terceridad. Peir­ ce ha desarrollado esta idea en el contexto de una lógi­ ca relativa, oponiéndola a la primeridad y a la secun­ didad. La terceridad es la capacidad más elevada de la mente, y a su respecto Peirce dio diferentes versio­ nes. Entendida como modificaciones del ser de un su­

jeto, la terceridad sería una simple extensión de la secundidad; de hecho, hay un cambio de orden, por­ que solamente así son posibles el sentido, la compren­ sión y las generalizaciones; y esta es la condición para la formulación de una ley. Pero es necesario, ante to­ do, fijar la primeridad y la secundidad independiente­ mente; de lo contrario, la terceridad carecería de base para sus operaciones. Peirce agregó otra proposición, diferente de las anteriores, utilizando la comparación de un individuo en un sistema. Según él, si existe una relación en la que cada individuo del sistema puede tener relación con cualquier otro, pero en la que nin­ gún tercero está en relación con este último, entonces, en relación con cada individuo del sistema, cualquier individuo permanece en esa relación (Peirce, vol. I, li­ bro 2: 5.1). Esto caracteriza a las multitudes finitas. Aquí, el tercero no está en relación inmediata con el segundo, sino que se extiende sobre todo el sistema y se aplica a cualquier ejemplo de secundidad. En resu­ men, la primeridad tiene que ver con las sensaciones, los sentimientos y las cualidades; la secundidad, con las modificaciones sufridas por fuerzas externas; la terceridad, con lo que Peirce considera el terreno de la generalización y de la continuidad. Nos advierte con­ tra la tentación de simplificar abusivamente la con­ cepción de las relaciones entre estas categorías. No necesitamos suponer que las cualidades de la prime­ ridad surgieron como entidades separadas que luego se ligaron a las otras. Es exactamente lo opuesto; una potencialidad general e independiente devino limita­ da y heterogénea. Esto indica claramente que no de­ bemos vincular esta lógica de relaciones a los modelos esquemáticos del desarrollo del niño. Para encontrar las características de la terceridad, Peirce primero dudó; consideraba dos usos, la mediación y la repre­ sentación, pero temía extender abusivamente el sen­ tido corriente de esta última palabra.

El representamen parece extenderse al conjunto de la definición y, más específicamente, al sujeto, porque ese sujeto tiene como función aportar su aptitud para interpretar la relación entre el sujeto y el objeto. Im­ posible comprender tal relación sin interpretación. Pero, por otro lado, interpretar no es solamente eva­ luar o dar sentido; es, además, demostrar, por su ejer­ cicio mismo (que obra como tercer factor), la posibili­ dad de proceder a una sustitución del sujeto por el in­ terpretante y continuar el proceso de modo que el in­ terpretante pueda jugar ese papel para cualquier otro interpretante. La relación de las interpretaciones con la sustitución y la dinámica me parece un descubri­ miento importante. La relación entre el sujeto y el objeto no sólo debe ser transformada por la operación del interpretante; además, abre el campo de la inter­ pretación, al aplicarse a cualquier otro interpretante. ¡Qué importantes pueden ser estas hipótesis para el psicoanálisis! La primera consecuencia es que una re­ ferencia exclusiva a la relación entre un sujeto y un objeto (generalmente llamada «relación de objeto») es insuficiente y, desde mi punto de vista, falsa. Si agre­ gamos, con Peirce, la categoría del interpretante (di­ ferente de la del sujeto), sugerimos que con esta no­ ción de interpretante entrará enjuego una función es­ pecífica. Su tarea será extender y generalizar las deri­ vaciones de la relación entre el sujeto y el objeto en una experiencia particular. Es así como comprendo la definición de Peirce, que habla de la aplicación para «cualquier otro interpretante». No debe confundirse con «cualquier otro sujeto», porque en el discurso del sujeto el interpretante está ligado a los otros. La idea de base es que se necesitan más de dos partes para categorizar y generalizar los intercambios en una rela­ ción. Esta relación de tres partes es la matriz de la mente. Así, una relación dual no puede funcionar por­ que no hace justicia a la complejidad del proceso de

comunicación en términos de proceso de pensamien­ to. Esto me recuerda la distinción de Bion entre los pensamientos y el pensar, que necesita un aparato para transformar los pensamientos. En otras pala­ bras, la representación es representación de relación, más que de los diferentes elementos que toman parte en ella. Los interpretantes no son personas: son sig­ nos que caracterizan el modo de ser del signo. Es im­ portante destacar la solidaridad entre el sujeto, el interpretante y la representación. No sólo el interpre­ tante actúa de modo tal que sea indisociable del senti­ do, y no sólo su cualidad de mediador sirve de vínculo en la relación con un objeto, sino que asegura, ade­ más, la continuidad a causa de su potencialidad para reproducir la relación que reemplaza ahora al sujeto por cualquier otro interpretante. Si no tomamos en cuenta esta operación, no encontraremos ninguna ex­ plicación para el proceso de interpretación en el en­ cuadre analítico, dado que lo que el analista interpre­ ta del material del paciente es lo que interpretó este último, a la vez, en su mundo interno y mediante su modo de comunicación con ese otro objeto, el analista. El pensamiento es la manipulación de signos; pen­ sar no existe fuera de los signos de expresión del pen­ samiento; esta capacidad de pensamiento abre la vía a un sistema infinito de interpretación. Creo que aquí estamos más cerca de Freud que ningún filósofo. La lógica de los relativos de Peirce se aplica a lo psíquico. Si queremos aplicarlos a problemas del desarrollo, de­ bemos averiguar cómo coexisten en los diferentes pe­ ríodos, y no tanto cómo surgieron los unos de los otros. El verdadero saber debe abandonar la idea de que la comprensión de los estadios primitivos dará la clave de los modos de pensamiento más avanzados. Sólo la terceridad nos permite comprender la relación con la mente, quizá porque, aun cuando nos parezca arcaica la relación de transferencia, como ocurre en la situa­

ción analítica, ya no puede ser calificada de puramen­ te arcaica, sino más bien como una reorganización de lo que, se supone, evoca lo arcaico pero permanece in­ teligible para la mente del analista (lo cual no ocurri­ ría si fuera arcaica y nada más). El análisis muestra que en el sueño actúa una especie de terceridad y lo hace interpretable en su relato, pero también en lo que suponemos que es el trabajo del sueño. El trata­ miento psicoanalítico siempre se basó en la interpre­ tación, incluso cuando se confronta con la pretendida «relación dual». Sólo mediante la interpretación pue­ de la situación ser modificada. En la relación dual de­ be haber vínculos con la terceridad, que pueden ser entendidos por el paciente aunque sea muy joven o esté en regresión. Ello debería animamos a profundi­ zar la investigación en este sentido, en lugar de ate­ nemos a explicaciones simplistas. Propongo la hipótesis de que las ideas de Winnicott sobre la localización de la experiencia cultural po­ drían considerarse a la luz de algunas de estas pers­ pectivas. Bion, o, para ser más precisos, Keats citado por Bion, hablaba de la capacidad negativa como de una aptitud para tolerar el misterio y la duda, y como de una cualidad necesaria para ser un analista. Ade­ más, deberíamos mencionar aquí el espacio potencial de Winnicott, aun cuando este espacio, difícil de ob­ servar, sólo puede ser asido por la imaginación. Lacan también destacaba el papel del lenguaje en términos de presencia y de ausencia. Todas esas ideas, ya sea que deriven de las de Bion, Winnicott o Lacan, o inclu­ so de desarrollos de las concepciones o representacio­ nes de Freud, consideran la ausencia como pre-condición de la representación. Si no, entra enjuego la per­ cepción. Empero, probablemente las cosas no sean tan simples, ni siquiera en la percepción, ya que en esta participa igualmente una representación que ope­ ra más allá de lo consciente ordinario.

Espero haber logrado mostrar que la naturaleza de lo psíquico nunca puede reducirse a una relación dual. Sin pretender atribuirme este descubrimiento, sé dónde me posiciono y dónde se arraiga mi pensa­ miento. También estoy convencido de que muchos otros luchan por una concepción diferente del psico­ análisis, y de que las metáforas a veces son peligrosas porque pueden mover a engañosas ilusiones. Por mi parte, considero ilusoria la creencia de que se puede comprender la naturaleza de lo psíquico sin el tercer elemento, que implica una dimensión metafórica in­ evitable.

Posfacio, de Jan Abram

Una especie de Winnicott francés. La ausencia y el trozo de chocolate E l 3 de marzo de 1987, André Green daba su p ri­ mera conferencia en la Squiggle Foundation, titulada «La experiencia y el pensamiento en la práctica psicoanalítica». Alexander Newman, fundador y p r i­ mer director de la Squiggle Foundation, presentó al Dr. Green e indicó que acababa de publicarse una se­ lección de sus artículos bajo el título De locuras priva­ das [O n prívate madness/ (1986). Agregó que había leído «de la primera a la última página con poca comprensión y mucho interés». Brotaron risas y asoma­ ron sonrisas en los rostros de los miembros del público que conocían la cara de bromista serio de Newman, mientras los recién llegados se mostraban perplejos. Con la agudeza y el sentido de la réplica que lo ca­ racterizan, André Green respondió que pensaba que Alexander Newman probablemente había querido de­ cir que había leído su libro con gran comprensión y poco interés. Siguió un estallido general de risas, aparentemente de alivio. André Green no se quedó con eso y se dirigió al auditorio: «N o sé cuáles serán sus reacciones en tér­ minos de comprensión y de interés tras esta conferen­ cia, porque verdaderamente tuve dificultades para comprenderme yo mismo con más o menos interés». Entonces, el público piulo distenderse por completo en una carcajada general.

La calidez, la espontaneidad y el humor de esos in­ tercambios cautivaron a todos los que tuvieron el p ri­ vilegio de ser parte del público ese día. Luego, tuvimos el honor de asistir a una conferencia extraordinaria por su textura y su sustancia, digna de ser brindada por un orador con talento suficiente como para trans­ m itir lo inefable en la situación analítica con humani­ dad, pasión y un particular sentido del humor. Re­ cuerdo que la conferencia parecía suspendida fuera del tiempo. A l cabo de una hora y media, nadie pare­ cía moverse. Hablar de interés sería usar una palabra demasiado ligera: la asistencia estaba fascinada. En cuanto a comprender, muchos temas superaron proba­ blemente a una buena cantidad de quienes estábamos allí. Pienso que, en su intercambio humorístico, Alexander Newman y André Green aludían a las diferen­ cias de los contextos psicoanalíticos francés y anglosa­ jón. E l psicoanálisis explorado por André Green pre­ senta cualidades particulares poco familiares para un público británico. Escuchar a un nuevo orador hablar de un tema fa­ miliar, el psicoanálisis, de un modo no familiar, el del psicoanálisis francés, ¿qué nos aporta y por qué? Estoy sorprendido por algunas impresiones. Ante todo, des­ cubrí a un André Green a la vez serio y bromista. Su calidez y su humanidad se transmitían a ti'avés de su sentido del humor y su pasión por el respeto hacia el sufrimiento de los pacientes. E l otro recuerdo, en apa­ riencia trivial, que me quedó es que André Green vivía y trabajaba en París y le gustaba saborear un trozo de chocolate después de sus comidas. A l estudiar este tex­ to, me doy cuenta de que mi memoria queda prendida al desenlace de la ilustración clínica, cuando Green introduce su concepto de lo negativo. E l trozo de choco­ late se une a algo que intervino fuera de la sesión, en ausencia del objeto (Green come un trozo de chocolate antes de comenzar la sesión), aunque en el interior de

la situación analítica. La paciente se siente sometida a una tortura, preguntándose qué ha hecho su analista durante los dos minutos en que ella lo vio, no lo vio y lo vio nuevamente. Green señala que lo negativo tiene dos aspectos: por un lado, hay destrucción y forclusión (un ataque al insight y a la situación analítica); por el otro, está el tra­ bajo de lo negativo (suscitado por la relación analíti­ ca), que contiene la potencialidad de conducir lo nopensado hacia la conciencia, para culminar en la inte­ gración. Lo que ocurrió, en relación con el chocolate, entre Green y su paciente facilitó un nuevo cambio en ella, ilustrando el cambio psíquico. «Sólo si el paciente pue­ de experimentar ese sentimiento de movimiento en la sesión, será capaz de proseguir los cambios y el trabajo fuera de la sesión». Green no habla de repetición ni de enactement, sino más bien de actualización. Para él, la experiencia analítica con cada paciente promoverá actualizacio­ nes de construcciones internas del paciente en el inte­ rior de la relación analítica. «Lo que se produce entre el analista y el analizante es un proceso histórico, por cuanto lo tratado es el modo en que la historia se cons­ tituye en una persona: la forma en que esto trabaja, en que se vuelve eficaz». Green caracteriza así lo histórico: «Para la psique, lo histórico se puede definir como una combinación en­ tre: lo que ocurrió, lo que no ocurrió, lo que hubiera po­ dido ocurrir, lo que le ocurrió a algún otro pero no al paciente, lo que no hubiera podido oqurrir. Para resu­ mir, se trata de una combinación que ni siquiera hu­ biéramos soñado para representar lo que realmente ocurrió». ¿Qué es, por lo tanto, el pasado? En la teoría de Green, no existe tal cosa per se. Más bien, son las ela­ boraciones personales que el sujeto hace de las varia­

bles antes evocadas. La situación analítica se presta a las actualizaciones de esas construcciones y de esas variaciones. «.. .no podemos hablar de amor sin incluir al objeto». ¿Por qué hemos invitado a un psicoanalista fran­ cés a intervenir en el marco de una fundación consa­ grada al estudio y la difusión de las obras de Winni­ cott, y por qué, pese a su interés por la obra de Green, el auditorio de Squiggle tiene a veces dificultades pa­ ra comprenderlo? Así se interrogaba Nina Farhi, la segunda directora de Squiggle (de 1989 a 1996), tres años después de la primera conferencia. Ese día, el 2 de junio de 1990, en su conferencia titulada «Objeto(s) y sujeto»,1André Green se dirigía a un público ya con­ quistado. Durante su presentación, Nina Farhi evocó primero la diferencia entre las herencias culturales inglesa y francesa: el empirismo y el pragmatismo de la tradición inglesa, el intelectualismo y la abstrac­ ción del pensamiento francés. Pero, destacó, André Green reconocía el profundo grado de abstracción que caracteriza al trabajo de Winnicott; Realidad y juego era una «obra fundamental del psicoanálisis que se nutre de las dos tradiciones». Es sorprendente com­ probar hasta qué punto estas palabras prefiguran la conferencia de 1997, en la cual Green muestra la com­ prensión intuitiva que Winnicott tenía de los temas referidos a lo negativo. En efecto: Green explica de en­ trada que su concepto de lo negativo hunde sus raíces en la obra de Winnicott, y en particular en Realidad y juego. Este texto ilustra cómo influyeron en Green los temas de la ausencia, la pérdida y los fenómenos transicionales. Por otra parte, se trata de una de las raras ocasiones en que aborda la clínica. Green evoca 1 No incluida en la presente recopilación.

a una de sus pacientes, que había estado en análisis con Winnicott. Ella había escuchado decir que el Dr. Green era «una especie de Winnicott francés». El trabajo con esta paciente ya había comenzado, pese a las dificultades geográficas, cuando Green se dio cuenta de que se trataba de la misma de la cual Winnicott habla en la última parte de su artículo fun­ dacional, «Objetos transicionales y fenómenos transicionales».2 Winnicott utiliza este ejemplo clínico pa­ ra ilustrar la incapacidad del paciente de pensar al Otro. Para esta paciente en particular, el analista au­ sente era más real que el analista presente. Cómo no pensar en el pasaje del artículo «La ubicación de la ex­ periencia cultural» de Winnicott (capítulo 7 de Reali­ dad y juego), donde el proceso de interiorización en el bebé es puesto en relación con ese factor crucial que es el empleo del tiempo de la madre: «El sentimiento de la existencia de la madre dura x mi­ nutos. Si la madre se ausenta por más de x minutos, la imagen se disipa y al mismo tiempo cesa la capacidad del bebé de utilizar el símbolo de la unión. El bebé se siente desorientado, pero se recompone inmediatamen­ te de su angustia si la madre vuelve después de x + y minutos. En x + y minutos, el bebé no sufrió alteración, pero en x + y + 2 minutos queda traumatizado. Después de x + y + z minutos, el retomo de la madre no repara la alteración del estado del bebé. El traumatismo implica que el bebé ha experimentado una ruptura en la conti­ nuidad de su existencia, de modo que a partir de enton­ ces las defensas primitivas se organizan para proteger­ lo contra la repetición de una angustia impensable (unthinkable anxiety) o contra el retomo del estado confusional agudo que acompaña a la desintegración de la naciente estructura del yo».3 2 En Jeu et réalité, París: Gallimard, 1975 [Realidad y juego, Barce­ lona: Gedisa, 1972], 3 Jeu et réalité, pág. 135 [Realidad y juego, op. cit., pág. 131].

Green analiza la manera en que Winnicott trata de definir la naturaleza de la ausencia y su impacto en la incapacidad del niño de interiorizar un objeto asegu­ rador. Estos temas son inherentes a su concepto de lo negativo. «A h í está el fondo de la historia: un día ese paraíso se debe terminar, dos en uno devienen dos separados, y por eso se necesita un tercero». Nina Farhi invitó a André Green otras dos veces: en 1991, para dictar una conferencia titulada «La ter­ ceridad», y en 1996, para el homenaje realizado en ocasión del centésimo aniversario del nacimiento de Winnicott. La lectura de las conferencias muestra la forma en que André Green elabora su reflexión para llegar al tema de la terceridad en el texto que lleva ese nom­ bre. El autor establece relaciones entre el pensamien­ to de Charles Sanders Peirce — un semiólogo del siglo XIX— , el de Freud y el de Winnicott: nace un nuevo objeto psicoanalítico, la terceridad. Esta conferencia refleja, en sus múltiples y complejas resonancias, la esencia misma de la terceridad: la simbolización y el arte de pensar. Ese texto me recordó, además, un artículo postumo de Winnicott, «The use of an object in the context of Moses and the Monotheism» (1969), donde escribe: «Fácilmente se podría plantear la hipótesis de que, puesto que la madre comienza como objeto parcial o conglomerado de objetos parciales, el padre interviene de la misma manera, por la forma en que el yo se apro­ pia de él. Pero sugiero que, en los casos favorables, y al comienzo, el padre es un todo (como padre, y no como sustituto de la madre) y más tarde aparece dotado de un objeto parcial importante; que al comienzo está integra­

do en la organización del yo y en la conceptualización mental del bebé».4 Aunque se tienda a olvidarlo, porque, como él mis­ mo declaraba, quería sobre todo hablar a las madres, Winnicott nunca negó la importancia del tercero en el desarrollo sano del bebé. Al leer ese artículo se ve cla­ ramente hasta qué punto el pensamiento de Winni­ cott, hacia el final de su vida, es afín al de Green, en particular a la idea de que el padre en la mente de la madre (la realidad de la unión sexual) es el padre to­ tal, percibido por el bebé desde el comienzo. Para Green, este es el fundamento de la salud mental. La conferencia de 1996, titulada «La obra postuma de Winnicott: La naturaleza humana», se inscribe en el marco de los homenajes realizados por Squiggle en ocasión del centenario de Winnicott. Esta vez, André Green nos entrega sus pensamientos y observaciones sobre la contribución esencial de Winnicott al psico­ análisis tal como queda resumida en su libro postu­ mo, La naturaleza humanad Según Green, este libro es «un escrito transicional entre lo no-dicho y lo publi­ cado [...] un libro que es y a la vez no es el texto [...], fragmentos de una sinfonía inconclusa». De su lectu­ ra de La naturaleza humana había sacado dos conclu­ siones. En primer término, que «la recapitulación de Donald W. Winnicott continuaba la obra de Freud» y que «no estaba en ruptura con Freud, sino que más bien completaba su trabajo». En segundo lugar, había podido apreciar hasta qué punto Winnicott era un pensador independiente: «Fue el verdadero conductor de la corriente independiente de la British PsychoAnalytical Society». 4 Incluido en La crainte de l ’effondrement, París: Gallimard, 2000, págs. 258-9. 5 Trad. francesa: D. W. Winnicott, La nature humaine, París: Galli­ mard, 1990.

Aunque André Green haya publicado catorce li­ bros y más de doscientos artículos, hasta hace poco tiempo la única de sus obras traducidas al inglés que había sido ampliamente conocida por la comunidad analítica anglófona era la recopilación de artículos antes citada, De locuras privadas.6 Los lectores fami­ liarizados con esta obra reconocerán muchos temas en las conferencias. El tema central de la exclusión de la escena primitiva y su influencia sobre las defensas específicas de los «casos fronterizos» en el contexto del «complejo de la madre muerta» es mencionado en «La experiencia y el pensamiento en la práctica psicoana­ lítica». «La terceridad» es una elaboración típicamen­ te greeniana de Freud y de Winnicott: procesos de tercerización, simbolización, fenómenos transicionales y el papel del tercero.

El homenaje de Squiggle a André Green El 22 de noviembre de 1998, la Fundación Squig­ gle organizó un coloquio de una jomada en homenaje a André Green. Michael Parsons y Juliet Mitchell in­ tervinieron por la mañana; en la tarde, Gregorio Kohon presentó a André Green, quien comentó a conti­ nuación las intervenciones de la mañana. Una joma­ da excelente y memorable.7 En 1999, se publicaron en inglés otras obras de Green o referidas a él: The dead mother. The work of 6 A. Green, La folie privée. Psychanalyse des cas-limites, París: Gallimard, 1990 [edición original: On prívate madness, Londres: Hogarth Press, 1986 (De locuras privadas, Buenos Aires: Amorrortu, 1990)]. 7 El coloquio «Celebrating the work of André Green» (homenaje a la obra de André Green) tuvo lugar el 22 de noviembre de 1998 en la Galerie Brunei.

André Green, una colección de artículos consagrados a este autor por eminentes analistas, bajo la dirección de Gregorio Kohon (1999) (incluyendo la comunica­ ción de Michael Parsons antes mencionada), así como la traducción de una obra de 1973, E l discurso vivien­ te. Una concepción psicoanalítica del afecto. En el mismo año, apareció también una traducción de E l trabajo de lo negativo, obra publicada en francés en 1993. Así, el pensamiento de André Green deviene ca­ da vez más accesible a los lectores anglófonos. Es, pues, un gran honor para la Fundación Squiggle enri­ quecer el corpus greeniano gracias a la publicación de esta monografía, a la vez que prosigue su misión pri­ mordial de difundir la obra y el pensamiento de D. W. Winnicott.

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