Gustavo Zagrebelsky - Libres Siervos - El Gran Inquisidor Y El Enigma Del Poder

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LIBRES SIERVOS El Gran Inquisidor y el enigma del poder

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Libres siervos El Gran Inquisidor y el enigma del poder Gustavo Zagrebelsky Traducción de Francisco José Martín

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EDITORIAL

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! La traducción de esta obra ha sido financiada por el SEPS Segretariato Europeo per le Pubblicazioni Scientifiche

S E F> S Via Val d'Aposa 7 - 40123 Bologna - Italia [email protected] - www.seps.it

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Derecho

Título original: Liberi serví. II Grande Inquisitore e l'enigma del potere © Editorial Trotta, S.A., 2017 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 E-mail: [email protected] http://www.trotta.es © Gustavo Zagrebelsky, 2015 © Francisco José Martín Cabrero, para la traducción, 2017

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pú­ blica o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción previsto por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprogróficos, svww.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. ISBN: 978-84-9879-709-1 Depósito Legal: M-32031 -201 7

3 Impresión Grupo Gráfico Gómez Aparicio

CONTENIDO

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Advertencia............ Nota a la traducción

Primera parte PRÓLOGOS Capítulo 1: Capítulo 2: Capítulo 3: Capítulo 4:

Imágenes de un viaje.................... Cautelas....................................... Supremas cuestiones que esconder Trastornos e implicaciones...........

17 37

51 70

Segunda parte EXÉGESIS Capítulo 1: Capítulo 2: Capítulo 3: Capítulo 4: Capítulo 5: Capítulo 6: Capítulo 7: Capítulo 8:

Hermandades............................. Tres fuerzas en la tierra.............. Las tentaciones........................... Antropología y visiones políticas. Mal y bien.................................. Intriga........................................ Sufrimientos y medicamentos.... . El beso...................................... .

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85 103 110 125 140 153 172 185

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Tercera parte REPERCUSIONES

207 209 223 233 252 266 283 293

Capítulo 1: Esfinge................................ Capítulo 2: La belleza y el escorpión ... Capítulo 3: Capítulo 4: Capítulo 5: Capítulo 6: Capítulo 7: Capítulo 8:

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La Torre.............................. Opresión del presente....... Nihilismo............................ Gobierno pastoral............. cEn nombre de quién?....... Silencio soledad oscuridad

Post scriptum

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Indice general

309

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ADVERTENCIA

Los grandes clásicos han producido en el curso del tiempo una ingente literatura secundaria. Una suerte de pululación azarosa que nadie puede ya ni abarcar ni dominar. Por tanto, las relecturas no son necesariamente recapitulaciones a las que se pretende añadir algo. No son acumulaciones. Son siempre nuevamente experiencias inéditas, como moverse por un bosque en el que los senderos son tan numerosos que ya no representan signos fiables para encontrar la dirección adecuada. El camino nos lo tene­ mos que trazar nosotros mismos. Más allá de la metáfora, la filología de la totalidad de las interpretaciones es imposible y no ayuda a seguir adelante: es más, se trata de una empresa que, además de imposible, es paralizante. La sobrecarga sería excesiva. Para poder moverse es necesario sacudirse de encima el peso que supera la capacidad de soportarlo. Por eso hoy, en el tiempo de la sobreabundancia de significados, hay que volver a empezar de nuevo. El texto es el objeto de la interrogación; no es el conjunto de las interpretaciones de las interpretaciones de las in­ terpretaciones. Ya Montaigne se lamentaba: «II y a plus affaire á interpréter les interprétations qu’á interpréter les choses. Et plus de livres sur les livres que sur tout autre subject: nous ne faisons que nous entregloser» (Ensayos III, 13)*. Hay, además, una razón más específica que tiene que ver precisamen­ te con Dostoievski. Esta nos lleva a un terreno en el que es necesario asu­ mir posiciones independientes respecto de las interpretaciones acumula­ das en el curso del tiempo. Cabe interrogarse, y así se ha hecho con una * «Hay más quehacer en interpretar las interpretaciones que en interpretar las cosas. Y más libros sobre los libros que sobre ningún otro tema: no hacemos sino glosarnos unos a otros». 9

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pregunta perfectamente ajustada a la naturaleza de su obra, por la posi­ bilidad de no involucrarse personalmente en el texto y con su autor, de poder permanecer al margen de ellos: «¿Es posible exponer-e interpretar a Dostoievski sin interferir constantemente en el discurso? ¿Hablar de él sin hablar con él? Es este tipo de fidelidad la que él exige; de él no se puede hablar sin convertirse de algún modo en uno de sus personajes, esos perso­ najes que agitan continuamente y de las más diversas maneras problemas que son propiamente suyos, del autor; no se puede hablar de él sin parti­ cipar activamente en esa polifonía de hombres e ideas en que consiste su obra»1. Walter Benjamín ha llegado incluso a afirmar que Dostoievski ha inventado un nuevo tipo de lector: Si cierro una novela de Stendhal o de Fláubert, de Dickens o de Keller, me siento como si saliera de una casa al aire libre. Por muy profundamente que haya podido sumergirme en el relato, he permanecido yo mismo, determinado en modos y grados muy distintos, pero siempre como a través de las proporciones de un espacio en el que me muevo, es decir, sin cambiar de sustancia y perder el control de la conciencia. Cuando termino un libro de Dostoievski, en cambio, lo pri­ mero que tengo que hacer es volver en mí, reubicarme. Tengo que tomar conciencia de mí mismo, como si me despertase, pues leyendo me sentía umbrátil como en el sueño. Porque Dostoievski encadena mi conciencia y la transporta al terrible laboratorio de su fantasía, la expone a eventos, visiones y voces en que se me hace extraña y se disuelve. La conciencia se rinde y queda a merced de los personajes, incluso de los menores. Este procedimiento, en sí mismo no carente de problematicidad, queda conva­ lidado por el poeta en la esfera de la experiencia religiosa y moral2. Esto es cierto en general, con relación a la filosofía, a la concepción de la novela y a la experiencia religiosa, algo de lo que Dostoievski ha dado buena muestra; pero es cierto en modo particular para la concep­ ción política que Dostoievski ha delineado en el célebre capítulo de Los hermanos Karamázov en el que lván escenifica la acusación del Gran In­ quisidor contra Cristo: un texto que no deja de interrogarnos y al que nosotros mismos no dejamos de interrogar según nuestras actuales preo­ cupaciones; un texto que actúa como un espejo en el que nosotros nos reflejamos a nosotros mismos, a la luz de las palabras del Inquisidor y del silencio de Cristo, sin pantallas, filtros o mediaciones. Un texto, so1. L. Pareyson, Dostoevskij. Filosofía, romanzo ed esperienza religiosa, Einaudi, Turín, 1993, p. 143. [Dostoievski: filosofía, novela y experiencia religiosa, Encuentro, Ma­ drid, 2008 (II parte, cap. I, iv)|. 2. Reseña de W. Benjamin, Ivan Smelév. ll cameriere [ 1927J, en Opere complete, vol. II, Scritti 1923-1927, Einaudi, Turín, 2001, p. 662.

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ADVERTENCIA

bre todo, que, nacido dentro de una visión general de la libertad cris­ tiana y expuesto casi como coronación de la misma, se ha emancipado de ella y, cada vez más intensamente, habla al hombre contemporáneo, poniéndolo delante de la realidad actual de su vida y obligándole a en­ frentarse a ella. En el punto en el que, con el anuncio de propósitos suicidas, culmina el disgusto de Iván Karamázov por el mal absurdo e injustificado del mun­ do, ilustrado con breves y perturbadores cuadros de la maldad humana sacados no de la fantasía sino de la observación, Dostoievski introduce la acusación contra Cristo, responsable de tanta aflicción. El Inquisidor pro­ pone la inquisición como remedio, como medicina eficaz para extirpar la causa del mal que aflige a la humanidad. La causa es la libertad. «Has ve­ nido a traer al mundo la libertad. Pero la libertad, para tus criaturas, es solo impaciencia y sufrimiento. Es un don, pero envenenado». ¿Se puede permanecer indiferente frente a una tal sentencia? No, no se puede. Esta contiene, sí, una condena de Cristo, pero la condena presupone una con­ cepción de la naturaleza humana. El Inquisidor, y con él los inquisidores de todos los tiempos y de todas las especies, dicen de nosotros que, por nuestra constitución psíquica, somos refractarios a la libertad y así justi­ fican —por nuestro bien— la inquisición. Para el Inquisidor, esta es una constatación. Para nosotros que leemos sus palabras, es una provocación a la aquiescencia o a la resistencia. Por eso quedamos situados frente a una elección que presupone un ejercicio de autoconsciencia. Cada vez más a menudo, este texto viene tratado como un excursus de psicología y de teoría política, es decir, como un «aparte»: operación arbitraria desde el punto de vista de la filología de la novela y de la com­ pleja visión del mundo que, como en un grandísimo fresco de personajes diabólicos y angélicos, Dostoievski ha esbozado en sus obras. Pero es, evi­ dentemente, una operación perfectamente legítima, dada la relevancia au­ tónoma de la cuestión que plantea, más allá de la arquitectura general de la novela en la que se halla colocada. G. Z.

NOTA A LA TRADUCCIÓN

La principal dificultad de la traducción de Libres siervos ha consistido en la ver­ sión de las numerosas citas de Dostoievski diseminadas a lo largo del texto y que constituyen un solo cuerpo con el discurso que es la obra. No son ni citas de apoyo ni ejemplificaciones de una tesis ya expuesta o que se expondrá más adelante; tampoco son citas eruditas, cuyo fin podría ser el de situar el tex­ to dentro una determinada tradición de estudios. La reflexión que Gustavo II

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Zagrebelsky conduce en este libro parte de —y se confunde con— un minu­ cioso análisis hermenéutico de la Leyenda del Gran Inquisidor, pertenecien­ te a la novela Los hermanos Karamázov (II parte, libro V, cap. V) de Fiódor Dostoievski. Se trata de una reflexión filosófica, o, si se prefiere, de filosofía política, a partir de un texto literario. Zagrebelsky conforma un texto propio que mantiene una relación esencial con el texto de Dostoievski. Esencial quie­ re decir que no es prescindible, pues la reflexión de Zagrebelsky va montada sobre la intransferible precisión de las palabras de Dostoievski. Y el problema consiste en que esa precisa e insoslayable forma lingüística de Dostoievski de la que Zagrebelsky se sirve para configurar su texto es ya una forma traduci­ da, pues lo que Zagrebelsky cita en su obra es la traducción italiana del origi­ nal en ruso de Dostoievski. Si la traducción no fuera un «desvío» del original no habría ningún problema, pues para nuestra traducción de las citas aludidas hubiéramos podido servirnos de alguna de las traducciones de Dostoievski al español. El problema es que ningu­ na traducción cumple nunca el mismo desvío y, en consecuencia, que la corres­ pondencia entre dos traducciones de la misma obra no siempre es precisa en el nivel de sus elementos singulares (sí lo es en el nivel general del texto, pues lo que se traduce es el texto en cuanto unidad de significación y sentido, pero no lo es en el de cada una de sus partes, frases o períodos tomados individualmente). Así pues, al desvío que supone cada traducción respecto del original, en nuestro caso se añadía la no coincidencia en el nivel singular de las partes (al que con precisión remiten las citas) entre las traducciones italiana y española de la nove­ la de Dostoievski. Valga un ejemplo ilustrativo: en un pasaje de Los hermanos Karamázov (III parte, libro VII, cap. I) del que Zagrebelsky se sirve en un par de ocasiones, la traducción italiana se refiere a Aliosha como eroe (héroe) de la na­ rración, mientras que la traducción española habla del «personaje principal» del relato. Por lo que hace a nuestra traducción de la obra de Zagrebelsky, carece de importancia saber cuál de las dos soluciones se acerca más o menos al origi­ nal. El sentido en la obra (traducida) de Dostoievski, grosso modo, no cambia; ahora bien, en la economía de la obra de Zagrebelsky y del desarrollo de su ar­ gumentación la palabra «héroe» confiere a su pensamiento un acento que hacía inservible en nuestra traducción el simple uso de la traducción española de ese pasaje de la obra de Dostoievski. Una similar falta de coincidencia entre las tra­ ducciones italiana y española se encuentra también en las numerosas citas bíbli­ cas presentes en el texto de Zagrebelsky, lo cual pone en evidencia, acaso con estupor, que la Palabra de Dios se manifiesta de manera diferente en cada una de las lenguas de los hombres. Tanto en uno como en otro caso (citas bíblicas y citas de Dostoievski), en nuestra traducción hemos procedido a una suerte de mediación o compromiso entre el sentido de la forma lingüística de la traducción empleada por Zagrebel­ sky y la forma lingüística de la traducción española de ese pasaje, modificando esta última en la dirección de las exigencias del primero. Es decir, hemos privile­ giado siempre el sentido que la cita adquiría en el texto de Zagrebelsky, en detri­ mento tanto de la forma lingüística precisa del pasaje de la cita en la traducción

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NOTA A LA TRADUCCIÓN

española de la novela (o del texto bíblico) como de la de su forma lingüísti­ ca original. De Los hermanos Karamázov disponemos en español de las traducciones de Alfonso Nadal (Atenea, Madrid, 1927), Rafael Cansinos Assens (Aguilar, Ma­ drid, 1943), José Laín Entralgo (Círculo de Lectores, Barcelona, 1969), Augus­ to Vidal (Bruguera, Barcelona, 1979) y Fernando Otero y Marta Sánchez-Nieves Fernández (Alba, Barcelona, 2013), entre otras. Detalles sobre la recepción de Dostoievski en España y sobre la historia de sus traducciones al español pue­ den verse en Jordi Morillas Esteban, «Dostoievski en España»: Mundo Esla­ vo 10 (2011), pp. 119-143. Por razones de prestigio (de la traducción) y de di­ fusión editorial (del libro), nos hemos servido de la versión de Augusto Vidal publicada en Alianza Editorial (Madrid, 2016). En el caso concreto de Los her­ manos Karamázov, junto a la referencia a la edición italiana señalada en nota a pie de página por Zagrebelsky hemos añadido entre corchetes la referencia a la edición española, indicando tanto la página como la parte, el libro y el capítulo de la cita en cuestión, de modo que esta paeda ser fácilmente localizada en otras ediciones distintas de la que aquí hemos seguido. El mismo proceder se ha man­ tenido con Memorias del subsuelo, obra para la que hemos seguido la traducción de Juan López-Morillas titulada Apuntes del subsuelo (Alianza, Madrid, 2015). Para las demás citas de las obras de Dostoievski, aparte de la primera mención a una edición española disponible, se ha preferido dar siempre entre corchetes una referencia genérica (parte, capítulo, apartado, etc.) con el fin de que el lec­ tor pueda localizar las citas en cualquiera de las demás ediciones que hayan po­ dido tener tales obras en nuestra lengua. Con el resto de las obras citadas por Zagrebelsky en traducción italiana nos ha parecido conveniente, al menos la pri­ mera vez que aparecen en nota, acompañar su referencia original de la referencia de la obra en su traducción española, cuando existía, o de la referencia original de la obra, en el caso de que no existiera una traducción al español*. F.J. M.

* Siempre que ha sido posible localizar las citas en una traducción española disponi­ ble se ha optado por dar solo la referencia de esta última, como también en todos aquellos casos en que la referencia no iba acompañada de indicación de página. Las traducciones introducidas entre corchetes en el cuerpo de texto y las notas con asterisco son del edi­ tor. Para las referencias a los libros bíblicos citados, se han adoptado las abreviaturas con­ vencionales, cuya equivalencia indicamos a continuación en orden alfabético: Col: Carta a los Colosenscs; Dt: Deuteronomio; Ef: Carta a los Efesios; Gn: Génesis; Job: Libro de Job; Le: Evangelio de Lucas; Me: Evangelio de Marcos; Mt: Evangelio de Mateo; 1 Re: Primer libro de los Reyes; Sal: Salmos; I Ts: Primera carta a los Tesalonicenses; 2 Ts: Se­ gunda carta a los Tesalonicenses. [N. del £.] 13

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Primera parte PRÓLOGOS

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Capítulo 1 IMÁGENES DE UN VIAJE

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Años de meditación En el verano de 1862, con ocasión de su primer viaje al Occidente euro­ peo, en el que se adentró hasta llegar a París y Londres, Dostoievski tomó conciencia de la realidad de una gran ciudad —Londres— moldeada por la industrialización, convertida en símbolo del progreso mundial y exhi­ bida como tal en una Exposición Universal que allí se celebraba ese mismo año. Las impresiones recibidas, profundas y sorprendentes, quedaron re­ cogidas en Notas de invierno sobre impresiones de verano (1863). Debió de presentarse a su conciencia como el primer punto de arranque de una idea que habría de ir madurando a lo largo de los años y, finalmente, ha­ bría de encontrar su expresión más completa y orgánica en el capítulo V del libro V de la II parte de Los hermanos Karamázovy más conocido como la «leyenda» del Gran Inquisidor. La novela fue publicada en 1880: diecio­ cho años de meditaciones dispersas entre Memorias del subsuelo (1864), Crimen y castigo (1866), El idiota (1868), Los demonios (1872), algunas cartas1 y el Diario de un escritor, que cubre desde 1873 hasta la muerte de Dostoievski en enero de 1881. En estos textos se repiten no solo los

1. Véase, en especial, las cartas a Apolion Nicoláievich Májkov (15 de mayo de 1869) y, sobre todo, a Nicolai Nicoláievich Strájov (18 de mayo de 1871), donde el pretexto es la Comuna parisina, así como a V. A. Alekseiev (7 de junio de 1876), en la que se encuentra anticipado el tema de las tentaciones de Cristo en el desierto (en F. Dostoievski, Lettere sulla creatiuitá, Feltrinelli, Milán, 2006, pp. 100 ss., 125 ss. y 134 ss., respectivamente). (Para el epistolario de Dostoievski en español, véase Correspondencia íntima, Maikalili, Barcelona, 2004; Cartas a Misha, Mondadori, Barcelona, 1995; Cartas de Dostoievsky a su mujer, Apolo, Madrid, 1937].

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PRÓLOGOS

mismos conceptos, sino, incluso, palabra por palabra, las mismas frases y las mismas expresiones. Se puede ver en ello una obsesión.

La Exposición Universal En las Notas de invierno sobre impresiones de verano está escrito lo que en el ánimo de Dostoievski se había venido insinuando durante aquel viaje2. Son sugestiones importantes para la formación de su visión de la realidad social las que el Occidente europeo estaba moldeando: una vi­ sión que había acompañado la segunda parte de su vida, marcada por el completo repudio de los entusiasmos juveniles por las utopías sociales del mundo nuevo: el socialismo, el «fourierismo», el populismo cosmopolita. Aquella adhesión juvenil le había valido, junto a un grupo de secuaces de las nuevas ideas (los petrashevski, por el nombre de uno de sus mento­ res), el arresto, la condena a muerte, conmutada en el último momento, y cuatro años de trabajos forzados en Siberia. En Memorias de la casa muerta3 se recogen sus experiencias en contacto directo con la huma­ nidad de los más humildes, de los desesperados, de los malditos, pero también de los hijos más auténticos de la tierra rusa. Fue el inicio del cambio y de la rehabilitación de lo que él, desde aquel momento, empe­ zó a considerar como el alma profunda y fecunda de su pueblo. Aque­ lla rehabilitación lo puso en radical conflicto con las tendencias, que él consideraba modas, esteticismos y mentiras occidentales, que circulaban también en Rusia, alimentados por intelectuales que, habiendo elegido vivir lejos, habían traicionado vergonzosamente4 a su propia patria. El viaje de 1862 debió de ser para él una confirmación. Entre finales de junio y principios de julio de ese año, Dostoievski, después de París, había esta­ do en Londres para visitar a Alexandr Herzen, el principal inspirador de la intelligentsia rusa socialista, de tendencias nihilistas y populistas: una des­ ilusión que debió de reforzar sus aversiones. En aquella ocasión pudo asis­ tir al espectáculo de la «exposición universal». De alguna manera se abrió paso en su mente la idea de que había llegado «el momento propicio» del 2. F. Dosroievski, Note invernad su impressioni estive [1863), Riuniti, Roma, 1984. [Notas de inviento sobre impresiones de verano, en Obras completas, vol. IIl, Vergara, Bar­ celona, 1969]. 3. F. Dosroievski, Ricordi della casa dei morti {1860), Utet, Turín, 1935. [Memorias de la casa muerta, Alba, Barcelona, 2001]. 4. Véanse las anotaciones mordaces sobre los rusos en el extranjero de Qualche pa­ rola intonto alia mettzogna, en F. Dostoievski, Diario di uno scrittore (1873], Bompiani, Milán, 2010, pp. 178 ss. [Diario de un escritor, Páginas de Espuma, Madrid, 2010J.

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IMÁGENES DE UN VIAJE

demonio, y también de que estaba ya en pleno desarrollo aquel proyecto diabólico que el rechazo opuesto por Cristo a las tentaciones en el de­ sierto no había derrotado sino solamente aplazado. Que aquel desafío de hacía veinte siglos fuera, para Dostoievski, que lo asumía como punto de partida, un símbolo o un hecho histórico, no importaba. Así pues, también nosotros tenemos que iniciar nuestro comentario desde aquí, precisamente desde aquí.

«Para volver en el momento propicio» ;

«Acabadas todas las formas de tentación, el diablo se alejó de él para volver en el momento propicio». Así dice el evangelista (Le 4, 13) como conclusión de las tentaciones del desierto, las mismas con las se inicia el discurso del Inquisidor. 'Apxi KCiipou: en el momento propicio^, el mo­ mento que representa la «buena ocasión». Para todo seguidor de Cristo estas palabras son una advertencia: ¡estad alerta! Invitan a ser como el centinela atento, en guardia para captar los signos del tiempo demonía­ co y anticrístico, que es el tiempo de la caída en las tres tentaciones del de­ sierto. Entonces, sobre la tierra entera reinarán «paz y seguridad», dice Pa­ blo de Tarso (1 Ts 5, 1-3): «Hermanos, en cuanto al tiempo y al momento propicio, no es necesario que os escriba. Sabéis bien que el día del Señor vendrá como un ladrón en la noche. Y cuando digan que hay paz y se­ guridad, entonces vendrá sobre ellos la ruina repentinamente, como los dolores de parto a la mujer embarazada, y nadie podrá escapar». ¿Acaso no son, en efecto, la misma paz y la misma seguridad que el Inquisidor se da a sí mismo como tarea, opuesta a la de Cristo, que vino, sí, para traer también él la paz entre los hombres, pero una paz suya que pasa por el fuego y la espada (Mt 10, 34; Le 12, 49-51)? Se sea o no seguidor de Jesús de Nazaret, esas mismas palabras son una advertencia sobre el veneno contenido en la pacificación benignamente ofrecida a los hom­ bres por el «príncipe de este mundo», por el «hijo de la perdición» que, a través de sus seducciones, «se alza con soberbia contra todo lo que lleva el nombre de Dios»; que «es objeto de culto, hasta llegar a instalarse en

5. Las traducciones posibles son varias. Se tiende a reducir el Ktupoü a simple «oca­ sión» en la que los relatos evangélicos mencionan la presencia de Satanás: por ejemplo, en los endemoniados; en Judas el traidor; en el combate de las «tinieblas» contra la luz, en el momento de la Pasión. Pero el término griego indica algo más: el momento repleto de oportunidades, momento que hay que atrapar al vuelo porque es prometedor, aunque fugitivo. Por eso es totalmente arbitraria la traducción «en el momento prefijado». 19

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PRÓLOGOS

el templo de Dios, y proclamar que él mismo es Dios» (2 Ts 2, 4). Quizá Dostoievski pudo pensar que el «momento propicio» había llegado, por­ que los dones del tentador habían sido ya universalmente aceptados.

El Palacio de Cristal La representación esencial de aquella idea, una idea que, como queda di­ cho, le obsesionará durante los años sucesivos como resultado fatal y a la vez aborrecido por las diversas corrientes progresistas que atravesaban la civilización occidental, es el «Palacio de Cristal», símbolo del mundo redu­ cido a inmenso mecanismo técnico. Aquella imagen retornará constante­ mente, como una pesadilla, a partir de Memorias del subsuelo, el texto que testimonia el cambio del Dostoievski sentimental que se conmueve por las desgracias ajenas (es el periodo de Pobre gente, de 1845, y de Humillados y ofendidos, de 1861), al Dostoievski realista que indaga sin piedad en­ tre los pliegues más oscuros del alma humana. Pliegues oscuros y anár­ quicos, pero en cualquier caso preferibles a la linealidad sin alma del hombre desvitalizado y normalizado de la civilización del sobresuelo. El Palacio de Cristal, insolentemente grandioso, de proporciones monstruosas para entonces, que había sido construido diez años atrás para la anterior Exposición Universal fagocitando gran parte de los jardines de la Royal Horticultural Society, adquiere en las grandes novelas de Dos­ toievski el valor de símbolo del mundo moderno, marcado por el progre­ so incesante y orgullosamente promovido —como diría cien años después Martin Heidegger— por el «pensamiento calculador». El Palacio de Cris­ tal representa un gigantesco crustáceo que extiende sus tenazas rapaces y, a la vez, un objeto de fe ante el que se pliega la razón colectiva de una multitud homologada, racionalizada, matematizada y pacificada por la técnica y el comercio. Una multitud cuyos miembros han perdido la indi­ vidualidad y han sido transformados en «una especie de tecla de piano o de pasador de acordeón»6. Una multitud, en fin, sometida a concordia por el culto del dinero como única unidad de medida de la vida de los hombres, única por carecer de alternativas y, sobre todo, por ser glorificada como ídolo de una nueva religión monoteísta. Si el «espíritu del tiempo» no hubiera sido algo así, semejante a todo esto, Giuseppe Verdi quizá habría tenido algún reparo, aunque solo fuera de buen gusto, en poner música para la inauguración de aquella Exposi6. F. Dostoievski, Memorie del sottosuolo, Einaudi, Turín, 2003, p. 26. [Apuntes del subsuelo, Alianza, Madrid, 2011, p. 47 (1 parte, cap. Vil)]. 20

IMÁGENES DE UN VIAJE

ción a un Himno para las Naciones compuesto con palabras como estas, escritas para la ocasión por Arrigo Boito:



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Gloria por los cielos altísimos, por los encumbrados montes, por los límpidos horizontes repletos de esplendor: en este día jocundo salte de alegría el mundo, porque cercano a los hombres está el reino del amor. ¡Gloria! Que los pueblos-futuros canten de todo ello la memoria, ¡gloria por los cielos! ¡gloria! ¡Espectáculo sublime! ... mira ... de las orillas remotas de la tierra, donde brilla ardientemente el sol, donde extiende blanco manto la nieve, un migrante despliegue de naves remar por las aguas de los amplios océanos, y dirigirse todas hacia un mágico templo, ¡y en ese templo propagar a millares los portentosos milagros del genio!*. Aquel era el espíritu que se exhibía en la liturgia triunfal de la Expo­ sición. El «mágico templo» de la nueva religión era, de hecho, el «Palacio de Cristal».

Baal victorioso Así es como el Londres de la Exposición Universal, meta de seis millones de visitantes-peregrinos (un número para entonces extraordinario, fan­ tástico), aparecía a los ojos extraños e incrédulos del viajero ruso. Así lo * «Gloria pei cieli altissimi, / pei culminosi monti, / pei limpidi orizzonti / geminad di splendor: / in questo di giocondo / balzi di gioia il mondo, / perché vicino agli uominiy' é il regno dell’amor. / Gloria! I venturi popoli / nc cántin la memoria, / gloria pei cieli! gloria! / Spettacolo sublime! ... ecco ... dai lidi / remoti della térra, ove fulge / cocentementc il sol, ove distende / bianco manto la neve, una migrante / schiera di navi remigar per l’acque / degli ampli oceani, ed affollarsi tutte / verso un mágico tempio, ed in quel tempio / spandere a millc a mille i portentosi / miracoli del genio!». (El Himno de las na­ ciones, del que aquí se cita solo el inicio, es una cantata profana compuesta por Giuseppe Vcrdi sobre un texto de Arrigo Boito para la Exposición Universal de 1862; se estrenó el 24 de mayo de 1862 en el Royal Opera House de Londres. N. del T.J. 21

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PRÓLOGOS

describe en el capítulo de las Notas de invierno dedicado a Baal, el dios fenicio cuyo culto equivale en la Biblia a idolatría: «Una ciudad grande como un mar y llena de movimiento día y noche; los silbidos y los gri­ tos de las máquinas; este ferrocarril construido por encima de las casas (y en breve también por debajo); este audaz espíritu de iniciativa, este aparente desorden que, al revés, es sustancialmente la expresión del or­ den burgués en su forma más elevada; este Támesis envenenado, este aire cargado de carbón fósil, estos estupendos jardines, y los parques, y estos rincones terribles de la ciudad, como Whitechapel, con su pobla­ ción andrajosa, salvaje y hambrienta. Y la City, con sus millones y el co­ mercio mundial, el Palacio de Cristal, la Exposición Universal... Sí, la exposición es algo asombroso. Se percibe una fuerza tremenda que ha reunido allí en un único rebaño todo aquel incalculable número de per­ sonas llegadas de todas partes del mundo». Así pues, no una humanidad encaminada milagrosamente hacia la felicidad universal, sino «un único rebaño». «Allí os dais cuenta de un pensamiento enorme: percibís que allí, en efecto, algo ha sido conseguido, que la victoria está allí, que allí reside el triunfo. Llegáis incluso a temer algo. En la medida en que seáis independientes, por un motivo u otro también os asaltará el temor. ‘¿No es quizá todo esto, realmente, el ideal alcanzado?’, pensáis. ‘¿No es este el fin? ¿Y no es este ya, de hecho, el único rebaño (Jn 10, 16)?’. ¿Y no hay que aceptar todo esto, por tanto, como la completa verdad y callar para siempre? Todo esto es tan solemne, tan imponente y lleno de orgu­ llo, que empezáis a sentir un peso en el corazón. Mirad estos centenares de miles, estos millones de personas que con docilidad han venido has­ ta aquí de todas partes del globo terrestre: personas que han venido con un único pensamiento, que se amasan tranquilamente, con obstinación y en silencio, en este palacio colosal, y percibid que allí se ha realizado algo definitivo, que se ha realizado y se ha concluido. Es una suerte de cuadro bíblico, una evocación de Babilonia, una especie de profecía del Apocalipsis, la que se va realizando ante vuestros ojos. Percibís que se necesita mucha resistencia espiritual y una eterna capacidad de negación para no ceder, para no sucumbir al efecto, para no inclinarse ante el he­ cho y no deificar a Baal, es decir, para no aceptar lo que existe como el propio ideal»7. Ya ciento cincuenta años antes, Voltaire había visto su «Palacio de Cristal», y, al contrario que Dostoievski, había quedado prendado. Era la Bolsa de Londres. Su imaginación, alimentada por la esperanza puesta

7. F. Dostoievski, Note bweniali su impressioni estiue, cit., pp. 55-56. 22

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en el progreso de la civilización de la razón, de los intereses y del comer­ cio, le había hecho escribir su entusiasta exaltación. No una deshumaniza­ ción, sino lo contrario: una humanización de las relaciones entre los indi­ viduos de todo el mundo y de todas las creencias: «Entrad en la Bolsa de Londres, lugar más respetable que muchas cortes; encontraréis reunidos a los representantes de todas las naciones para utilidad de los hombres. Allí, el judío, el mahometano y el cristiano tratan uno con otro como si fuesen de la misma religión, y llaman infieles solo a quienes caen en ban­ carrota; allí, el presbiteriano se fía del anabaptista y el anglicano acepta la promesa del cuáquero»8. Esta «visión comercial» de la convivencia entre los pueblos, y por tanto de la paz, es la misma que había sido teorizada también por Jeremy Bentham9, convirtiéndose en el lugar común de los partidarios de una sociedad mundial fundada sobre el libre comercio: lugar común que resiste a todos los desmentidos de la historia y llega has­ ta nosotros mismos.

En el subsuelo del Palacio de Cristal Ahora bien, esta forma de paz, este «orden burgués en su forma más ele­ vada y realizada», se le aparece a Dostoievski con su faz más brutal, he­ cha también de seres humanos normalizados, pero mucho menos brillan­ te, más bien desesperada e inhumana. En Charles Dickens se encuentra el fresco del gran Londres como sumatorio de dramas individuales. Pero, en verdad, no era solo eso. Menos de veinte años antes que Dostoievski, en 1845, Friedrich Engels había descrito en términos generales, categoriales —la categoría de las «grandes ciudades»—, la capital del comer­ cio mundial, la ciudad donde se puede caminar horas y horas sin ver su final, la que hospeda gigantescos docks y reúne miles de buques en las aguas del Támesis. La descripción no está hecha para la celebración, sino para la cruda denuncia de un sistema, es decir, para la revuelta contra la exaltación de la potencia comercial, la cual encierra en su núcleo dis­ gregación social, embrutecimiento y violencia: «Todo esto es tan gran­ dioso, tan inmenso, que da vértigo y causa asombro por la grandeza de

8. Voltaire, Lettere filosofiche o Lettere inglesi [ 1733], SE, Milán 1 987, p. 32. [Car­ ias filosóficas, Credos, Madrid, 2010). 9. J. Bentham, Progctto di pace univcrsale e perpetua [ 17S6-1789], en D. Archibugi y F. Volraggio (eds.), Filosofi per la pace, Riuniti, Roma, 1991, pp. 190-191. [A Plan for an Universal and Perpetual Peacc, cuarto de los ensayos incluidos en la publicación postuma de Principies of International Lata]. 23

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Inglaterra aun antes de poner pie en suelo inglés. Pero es solo después... después de haber pisado durante algunos días el pavimento de las calles principales, después de haber penetrado con enorme esfuerzo en el en­ jambre humano, entre las filas interminables de carros y carrozas, después de haber visitado los ‘barrios feos’ de la metrópolis: solo entonces se de­ tecta que estos londinenses han tenido que sacrificar la parte mejor de su humanidad para poder llevar a cabo todos esos milagros de civilización de los que su ciudad está llena; que centenares de fuerzas latentes en ellos han quedado inactivas y han sido sofocadas para que unas pocas pudie­ ran desarrollarse más completamente y multiplicarse mediante la unión con las de otros. Ya el mismo tráfico de las calles tiene algo de repelente, algo contra lo que la naturaleza humana se rebela. ¿Los centenares de miles de individuos de todas clases y estamentos que chocan entre sí no son todos hombres con las mismas capacidades y cualidades, con el mis­ mo deseo de ser felices?... La brutal indiferencia, el insensible aislamiento de cada uno en su propio interés personal emerge de un modo tanto más repugnante y ofensivo cuanto mayor es el número de estos individuos singulares que se han amasado en un espacio estrecho; y si bien sabe­ mos que este aislamiento del individuo, este angosto egoísmo, es ya por todas partes el principio fundamental de nuestra actual sociedad, tam­ bién es cierto que en ningún otro sitio se revela de modo tan descarado y abierto, de modo tan consciente como aquí, en la multitud de la gran ciudad. La descomposición de la humanidad en mónadas, cada una con su principio de vida particular y su propio propósito, el mundo de los átomos, ha llegado aquí a sus extremas consecuencias. Por eso la guerra social, la guerra de todos contra todos, ha sido declarada abiertamente aquí... Por todas partes bárbara indiferencia, duro egoísmo de un lado y miseria sin fin de otro; por todas partes guerra social, la casa de cada individuo bajo asedio; por todas partes atracos recíprocos bajo la pro­ tección de la ley, y todo de manera tan desvergonzada, tan abierta, que nos aterroriza por las consecuencias de nuestras condiciones sociales, que se presentan sin velos, y solo sorprende el hecho de que todo este loco al­ boroto logre en general mantenerse aún en pie»10. Dostoievski no se queda atrás en la denuncia: «Ante tal monstruosa grandeza, ante tal gigantesca soberbia del espíritu dominante, ante la triun­ fal plenitud de sus creaciones, no pocas veces queda sorprendida nuestra alma hambrienta y se somete, se doblega, para buscar después la salvación en la ginebra y en la depravación y comenzar a creer que así debe ser. Por10. F. Engels, La situazione della clase operaia in Ingbilterra [ 1845], Riuniri, Roma, 1955, pp. 63 s. [La situación de la clase obrera en Inglaterra, Akal, Madrid, 1976]. 24

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que el hecho aplasta, y la masa se adormece, la envuelve una inercia de imperio chino; y también allí donde nace el escepticismo, tristemente y lanzando maldiciones termina por buscar la salvación en los mormones, o en otras cosas similares. [Aquí aparece clara la obsesión de Dostoievski por las sectas religiosas, demoníacas obras de la discordia]11. Y en Londres se puede ver una masa humana de tales dimensiones y en tales condiciones como no podréis ver despiertos en ninguna otra parte del mundo. Me habían dicho, por ejemplo, que todos los sábados, por la noche, medio millón de obreros y de obreras con sus niños se vertían como un mar por la ciudad entera, agrupándose generalmente en algunos barrios, y que durante toda la noche hasta las cinco de la mañana festejaban el repo­ so del trabajo, es decir, se atracaban y se emborrachaban como bestias, para toda la semana. Esta multitud lleva allí sus economías semanales, todo lo que ha logrado juntar a base de trabajar duro y maldecir. En las carnicerías y las tiendas de alimentación arde el gas en amplios haces de luz que iluminan las calles como si fuera de día. Parecería un verdadero baile, organizado por estos negros blancos. El pueblo se agolpa en las ta­ bernas abiertas y en las calles. Y se come y se bebe. Las cervecerías están adornadas como palacios. Esta multitud está borracha, pero sin alegría; está triste, oprimida y, en cierto sentido, en silencio. Solo de cuando en cuando las blasfemias y las peleas sangrientas infringen este silencio sos­ pechoso, que actúa tristemente sobre vosotros. Todos corren a embo­ rracharse cuanto antes, hasta perder la conciencia»12.

Historias amenas Sigamos aún con este cuadro infernal, donde el desesperado intento de rebelión, antes que en actos de redención, se manifiesta en actos de acen­ tuada depravación: «Las mujeres no se separan de sus maridos y se embo­ rrachan con ellos; los niños corren y resbalan entre sus padres. En una de estas noches, hacia las dos, una vez me perdí y me arrastré a lo largo de las calles en medio de la innumerable multitud de aquel pueblo oscuro, preguntando casi por señas la calle, dado que no conozco una palabra de inglés. Encontré la calle, pero la impresión de cuanto había visto me ator­ mentó durante tres días por lo menos. El pueblo es igual en todas partes, pero allí era todo tan colosal y tan vivido que os parecería casi tocar con la mano lo que hasta entonces solo habíais imaginado. Allá abajo no se 11. F. Dostoievski, Diario di uno scrittore, cit., p. 255 [enero de 1876, cap. III]. 12. F. Dostoievski, Note invernali su impressioni estive, cit., p. 57. 25

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veía ya el pueblo, sino solo un entontecimiento, una pérdida de la con­ ciencia, sistemática, sometida, animada. Y viendo a estos parias de la so­ ciedad, presentís que aún por mucho tiempo no se hará realidad para ellos la profecía, que aún por mucho tiempo no les darán a ellos los ramos de palma y los vestidos blancos, y que por mucho tiempo aún ellos gritarán ante el trono del Omnipotente: ‘¿Hasta cuándo, Señor?’. Y ni siquiera ellos lo saben, y por el momento se vengan de la sociedad mediante al­ gunas de sus sectas subterráneas, mormones, fanáticos de vario pelaje, peregrinos... Nosotros nos sorprendemos de la estupidez de quien se junta con esos fanáticos y peregrinos, y no intuimos que precisamente allí reside su separación de nuestra fórmula social, una separación obs­ tinada, inconsciente: una separación instintiva, a cualquier precio, para poder tener una salida, un separarse de nosotros con repugnancia y te­ rror. Estos millones de personas abandonadas y excluidas del banquete de la humanidad, calentándose y pegándose unas a otras en las tinieblas subterráneas a las que han sido arrojadas por sus hermanos mayores, a tientas llaman a cualquier puerta y buscan una salida para no ahogar­ se en aquellas oscuras cárceles. Allí está el último intento desesperado de confundirse en el propio montón, en la propia masa, y de separar­ se de todo, incluso del semblante humano, para poder vivir por cuenta propia y no tener que permanecer junto a nosotros... Quien haya estado en Londres habrá ido al menos una vez, de noche, a Haymarket. Es este un barrio en el que cada noche, en algunas calles, las mujeres públicas se cuentan a millares. Las calles están iluminadas como entre nosotros no podría ni siquiera imaginarse. Cafés suntuosos, adornados con espejos y oro, surgen a cada paso. Allí están los puntos de encuentro, los refugios. Se siente incluso un cierto horror al penetrar en esa multitud. Una mul­ titud muy extrañamente abigarrada. Las hay viejas, y las hay de una belleza tal que ante ellas uno se para sorprendido. En todo el mundo no existe un tipo de mujer tan bella como las mujeres inglesas. Esta mul­ titud se mueve trabajosamente por las calles, pues es densa y apretada. La multitud no logra estar toda ella sobre las aceras y se desborda por la calle entera. Esta multitud está ávida de presa, y se arroja con desver­ gonzado cinismo sobre el primero que pasa. Y se ve tanto brillantes ves­ tidos costosos como vestidos hechos de andrajos, y netas diferencias de edad, todo junto y revuelto. En esta terrible multitud se abre camino el vagabundo borracho y se encuentra también el rico con título de noble­ za. Se oyen blasfemias, altercados, regateos y el silencioso e implorante susurro de una joven aún tímida... En el casino... en lo alto, en la galería, vi una muchacha y me quedé lleno de espanto: no había encontrado aún nada semejante a tal belleza ideal. Estaba sentada a una mesita, en com26

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pañía de un jovencito con aspecto de ricogentleman que, por lo que po­ día verse, no debía de ser un habitual del casino. Puede que él la hubiera buscado durante mucho tiempo, y que al final se hubieran encontrado allí, o que allí hubieran acordado una cita. El apenas le hablaba, y siempre entrecortadamente, como si no estuvieran hablando de lo que quisie­ sen. A menudo se intercalaban en la conversación prolongados silencios. También ella estaba muy triste. Los rasgos de su cara eran dulces, finos, como si algo triste y oculto estuviera encerrado en su mirada estupenda y un poco señorial, algo pensativa y atormentada. Tuve la impresión de que fuese tísica. Ella estaba, no podía no estarlo, por encima de todas aquellas mujeres infelices: de lo contrario, ¿qué significado tendría el rostro humano? Mientras tanto bebía la ginebra que el jovencito pagaba. Al final el hombre se levantó, le estrechó la mano y se separaron. Salió del casino y ella, con las pálidas mejillas enrojecidas por las manchas densas que le había encendido el alcohol, se preparó y se perdió en la multitud de las mujeres de mala vida. En Haymarket he visto madres que lleva­ ban a sus hijas menores de edad a aprender el oficio. Niñas ni siquiera de doce años os toman de la mano y os invitan a ir con ellas. Recuerdo que una vez, por la calle, vi a una niña de no más de seis años, toda an­ drajos, sucia, descalza, demacrada, y a quien habían pegado: el cuerpo que se vislumbraba entre los andrajos estaba cubierto de contusiones. Caminaba como olvidada de sí misma, sin apresurarse a ningún lugar, y sabe Dios por qué motivo estaría dando vueltas entre aquella multitud: quizá tenía hambre. Nadie le hacía caso ni se fijaba en ella. Pero lo que sobre todo me llamó la atención fue que caminara con tal aire de dolor, con tal irremediable desesperación en el rostro, que el ver a esta criatura que ya llevaba encima tanta maldición y tanta desesperación era en cier­ to modo algo innatural y tremendamente doloroso. Seguía haciendo os­ cilar su cabeza enmarañada de un lado a otro, como si estuviera discu­ tiendo quién sabe de qué, alargaba los bracitos, gesticulando, y después, de improviso, entrecruzaba las manos y las apretaba sobre su pecho des­ nudo. Volví atrás y le alcancé medio chelín. Ella agarró la monedita de plata y me miró a los ojos de manera salvaje, con un asombro temeroso, y de improviso echó a correr con todas sus fuerzas, temiendo que le fuera a quitar el dinero. Historias amenas, vamos...»13.

13. lbid., pp. 57-60.

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Sin vergüenza Hasta aquí el disgusto, un disgusto que, con toda evidencia, es el humus de aquella pesadilla encerrada en el Palacio de Cristal. Pero lo más ca­ racterístico que hay que observar —y que distingue la denuncia de Dostoievski de la de Engels, el cual, como se ha visto, está seguro de que todo aquel absurdo está destinado a derrumbarse— es su ostentación desvergonzada y definitiva: «Pero cuando la noche termina y comienza el día, aquel mismo espíritu orgulloso y terrible luce de nuevo, solemne, sobre la gigantesca ciudad. No se preocupa de lo que ha sucedido de no­ che, no se preocupa tampoco de lo que ve a su alrededor de día. Baal rei­ na y no exige ni tan siquiera sumisión, porque está ya seguro de ella. La fe que tiene en sí mismo es ilimitada: soberbio e indiferente, lo justo para quitarse de encima un obstáculo, concede una caridad organizada, por lo que no es posible hacer vacilar su seguridad... La pobreza, el sufrimien­ to, el malestar y el embrutecimiento no lo preocupan lo más mínimo. El permite, no sin desprecio, a todos estos fenómenos equívocos y funestos coexistir junto a su vida, cerca de ella, a la luz del día. No se esfuerza de manera bellaca, como hace el parisino, por engañarse a sí mismo a la fuerza, por infundirse valor para decirse a sí mismo que todo está bien y está tranquilo. El no oculta a los pobres, como hacen en París, en algún lugar apartado, de manera que no asusten ni turben en vano sus sueños. Al parisino, como al avestruz, le gusta ocultar la cabeza bajo tierra, pues así no ve a los cazadores que le persiguen... ¿Pero cuándo, Señor, empe­ zaré a acostumbrarme a este orden?»14. He aquí en qué consiste exacta­ mente la pesadilla: la sensación de que ya no hay nada que hacer; que, en el Palacio de Cristal, haya que acostumbrarse y amoldarse; incluso que se le deba profesar devoción y gratitud. Así empieza a cobrar forma la figura del Gran Inquisidor.

Tedio y alcohol Baal, por tanto, había ganado; y entre las paredes de hierro y de cristal, bajo el cielo fuliginoso, bajo un sol exangüe y mortecino, Dostoievski ad­ miró su «espíritu orgulloso, soberbio y prepotente, ciego y obstinado, al­ tivo y tranquilo, orgullosamente convencido de su propia victoria. Frente a este triunfo, él tiene que haber pensado en el tedio mortífero que en poco tiempo, como la lenta, fangosa y venenosa marca del Támesis, se 14. Ibid., pp. 62-63.

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habría extendido sobre la tierra, por lo que debe haberse despertado en él su viejo amor por la destrucción y el caos»15. Tedio equivale a apaga­ miento de la vida, que, en un primer momento, lleva a la degradación uniforme, al único rebaño de seres semidesnudos y arruinados física y mentalmente; máquinas de trabajo, tanto de día como de noche, fuera de la vista del Palacio de Cristal, tratan de escapar en la alienación, en el embrutecimiento de las tabernas y en el alcohol, en las calles pestilen­ tes, en la prostitución de los hombres y mujeres consumidos por la tisis y la sífilis, de viejos y niños: mucho peor que los siervos de la gleba que en Rusia, un año antes, habían sido «liberados», pero desenraizándolos y, a menudo, arrojándolos a la desesperación. A su vez, los hombres de la City, en cuanto a deshumanización, no eran inferiores. Solamente estaban limpios, pero apagados por el tedio. Sea cual sea la causa, el embruteci­ miento sin esperanza de los barrios obreros del Londres de Haymarket o la vida rutinaria en la maquinaria de las finanzas, el tedio, en cualquier caso, al final, es el veneno mortífero16; literalmente «mortífero», por­ que se realiza a sí mismo en el suicidio: o el apagamiento de la vida o el apagamiento de la libertad moral del individuo, es decir, el apagamiento de lo que en él hay de más humano. El tedio, conectado con la autodestrucción por el alcohol o con el suicidio psico-físico, es, de hecho, uno de los temas de fondo de la reflexión de Dostoievski sobre la condición humana, de manera particular sobre la inteligencia humana: «Cuanto más grande es la inteligencia, tanto más grande debe ser el tedio»17. Baste solo la referencia al Marmeládov de Crimen y castigo, al Stavroguin de Los demonios, al Versílov de El adolescente18 o a la reflexión sobre el «suicidio chic» de la hija de Alexandr Herzen19. Este es el elemento demoniaco que Dostoievski debe de haber visto en el espectáculo que Londres ofrecía a sus ojos. Había llegado el «mo­ mento» de Satanás. ¿Qué sucedería —se pregunta20— si los hombres tu-

15. Son palabras de Pietro Citati, // rnale assoluto. Nel atore del romanzo dell’Ottocento, Mondadori, Milán, 2000, pp. 269 ss. [El mal absoluto, Galaxia Gutenberg, Barcelo­ na, 2006]. 16. Cf. F. Dostoievski, Memorie del sottosuolo, cit., p. 26. [Apuntes del subsuelo, cit., p. 48 (1 parte, cap. Vil)]. íd., Lettere sulla creativitá, cit., pp. 61, 62, 81, 136. íd., Diario di uno scrittore, cit., pp. 254 ss. [enero de 1876, cap. III]. 17. F. Dostoievski, L’adolescente, Einaudi, Turín, 1997, p. 371. [El adolescente, Ju­ ventud, Barcelona, 2001 (III parte, cap. II, ap. III)]. 18. Ibid., p. 466. [III parte, cap. VIII, ap. I]. 19. F. Dostoievski, Diario di uno scrittore, cit., pp. 604 ss. y 700 ss. [octubre de 1876: «Dos suicidios» y diciembre de 1876: «Suicidio y arrogancia»]. 20. Ibid., pp. 253 ss. [enero de 1876: «Sobre el espiritismo»]. 29

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viesen a su disposición todos los descubrimientos, toda la técnica capaz de permitirles vivir, exactamente como ellos quieren una vida «satisfe­ cha», de la que eran ejemplo los hombres bien vestidos y civilizados de la City? «En primer lugar, se pondrían muy contentos. Se abrazarían en éxtasis, se pondrían en cuerpo y alma a estudiar los descubrimientos; se sentirían de improviso, por así decir, llenos de felicidad, repletos de bienes materiales, quizá caminarían por el aire o volarían, recorrerían distancias extraordinarias diez veces más rápido de lo que ahora hace el ferrocarril; recogerían de la tierra cosechas ingentes; podrían, incluso, con la química, crear nuevos organismos y habría tres libras de carne por cabeza, como sueñan nuestros socialistas rusos; en una palabra, come, bebe, goza. ‘Así —gritarían todos los filántropos—, solo ahora que tiene la existencia asegurada, puede el hombre manifestarse plenamente. Ya no hay limitaciones materiales, ya no hay el ambiente que te carcome y era la causa de todos los vicios; ahora ¡el hombre se hará bello y justo! Ya no más trabajo sin tregua para poder llevarse algo a la boca; todos se ocuparán de ideas superiores, profundas, de fenómenos generales. Ahora, solo ahora, se ha alcanzado una vida superior*. Y como personas inteligentes y buenas lo gritarían con una misma y sola voz, y quizá se arrastrarían todos detrás de la novedad y se pondrían a gritar, finalmente, en un himno general: ‘¿Quién puede compararse a la bestia? Gloria a él, que hace descender el fuego del cielo’»21. Pero sería una ilusión destinada a durar poco. Los hombres se darían cuenta de que ya no tendrían vida, de que ya no tendrían libertad de espí­ ritu, voluntad y personalidad; se darían cuenta de que alguien les habría robado todo de una sola vez; de que el semblante humano habría desapa­ recido y que habría llegado la época de la imagen bestial del esclavo, la imagen del animal; con la diferencia de que el animal no sabe que es animal, pero el hombre comprendería que se habría convertido en bes­ tia. Y la humanidad se pudriría; los hombres se cubrirían de llagas y se morderían la lengua en el tormento, viendo que se les quita la vida por el pan, por «las piedras transformadas en pan». Los hombres compren­ derían que no hay felicidad en la inercia, que un pensamiento que no se esfuerza no puede más que apagarse, que no se puede amar al prójimo sin sacrificarse con el propio trabajo; que la felicidad no está en la feli­ cidad misma, sino solo en alcanzarla. Llegarán el tedio y la melancolía, 21. Expresión que encontramos en boca del Gran Inquisidor: F. Dostoievski, I fratelli Karatuazov, Einaudi, Turín, 1998, p. 344 [en adelante: FK, seguido de página]. (Los herma­ nos Karamázov, Alianza, Madrid, 2016, p. 410 (en adelante: HK, seguido de página) (II par­ te, libro V, cap. V)]. 30

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dos sensaciones de quienes se las pueden permitir porque ya todo ha sido hecho y no queda nada más que hacer, ya todo se conoce y no queda nada más que aprender. Los suicidios aparecerán en masa y no a es­ condidas como ahora; los hombres se congregarán en masa, aferrándo­ se por las manos y destruyéndose todos a la vez, a miles, con algún nue­ vo medio descubierto por ellos junto a los demás descubrimientos.

Los «euclidianos» El Palacio de Cristal es la utopía sin alma que se realiza por la fuerza de la inercia. A diferencia de las utopías clásicas, producto de filosofías pensa­ das desde la Antigüedad y revitalizadas en el siglo precedente por proyec­ tos como el Code de la nature, ou le véritable esprit de ses loix de Morelly (1755)22 y del socialismo utópico del siglo XIX, Baal es la consecuencia de una fuerza anónima, objetiva, y por ello irresistible. Es el símbolo de la victoria de la razón racionalizadora que promete —sin conseguirlo por completo, al menos de momento— una felicidad aunque sea degra­ dada a «bienestar»; es el símbolo de la única facultad conocida por aque­ llos a los que Dostoievski llama «euclidianos», los «hombres del dos más dos», los hombres que no dejan espacio a otra cosa que a su aritmética, a sus tablas que contienen hasta 108.000 logaritmos, y a su geometría aplicadas a la vida y a la sociedad. He aquí el gigantesco crustáceo. No se le podrá arrancar la lengua a escondidas ni hacer conjuros con las manos en los bolsillos y desafiará a los siglos23; no se permitirá el sufrimiento: «El sufrimiento es, de hecho, duda, negación, ¿y qué clase de palacio de cristal sería ese en el que pudiera acomodarse la duda?»24. El sufrimien­ to no está abolido, es cierto. Pero está relegado a la noche —el lado os­ curo que acompaña al cristal— y allí queda, pero solitario e impotente, como en la noche desesperada del suburbio londinense. Sobre todo im­ potente, y, por tanto, inútil y desesperado, para nada comparable con el sufrimiento que hace vivir, sin el que «todo se reduciría a un tedeum sin fin: algo santo, sin duda, pero tedioso»25.

22. Cf. A. de Tocquevillc, El Antiguo Régimen y la revolución, t. 1, Alianza, Ma­ drid, 1982, p. 174. 23. F. Dostoievski, Memorie del sottosuolo, cit., p. 26. [Apuntes del subsuelo, cit., p. 47 (I parte, cap. VII)]. 24. Ibid., pp. 35 s. [Ibid., p. 60 (I parte, cap. IX)]. 25. FK 842, en las palabras del diablo tentador de Iván. [HK 1017 (IV parte, libro XI, cap. IX)]. 31

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El Palacio de Cristal, con la humanidad que, obediente y pasiva, pasa por debajo, es el símbolo del carácter imperativo y necesario de las ver­ dades axiomáticas, del tipo de las que encontramos en las matemáticas, aplicadas a la naturaleza de las sociedades humanas. El exponente más destacado de la «fisiocracia», Le Mercier de la Riviére, tenía completa razón cuando escribía: Euclides es un auténtico déspota y las verdades geométricas que nos ha transmitido son leyes verdaderamente despóticas. El ser del déspota legal y el ser del déspota personal son una misma cosa para el legislador fisiócrata: es la fuerza irresistible de la evidencia. Estas verdades, para obrar, no tienen necesidad de ser declaradas. Ellas operan silenciosamente como necesidad inflexible, como la anánke de las trage­ dias griegas, con fuerza irresistible. Durante mucho tiempo, dice el In­ quisidor, esta inflexible necesidad ha sido escondida entre los pliegues de la historia de las contorsiones de las sociedades humanas, pero ahora está para revelar su potencia y coacción. No se trata de leyes escritas. Es más, no se las debe ostentar, porque ellas exigen sumisión inconsciente y silenciosa. Pueden ser desveladas en el secreto de una celda bajo tierra, pero, para poder difundirse mejor sobre la tierra, su verdad debe perma­ necer sepultada. Ahora bien, escribiendo poco después de aquella vista a Londres, el proyecto diabólico, a pesar de todo, debió de parecerle a Dostoievski, al menos por el momento, incompleto. El Palacio de Cristal es cierto que tiene a sus pies el rebaño o el hormiguero de seres humanos apagados y apáticos, pero hay un mundus inversus: horrible, sin duda, pero al menos bien consciente de su bajeza. El subsuelo es el lugar donde se refugian al­ gunos ejemplares de la raza humana que han mantenido vivos concien­ cia y deseo, aunque sean conciencia de la propia humillación y deseo de la propia abyección, como signos de distinción o más bien de rebelión interior. Desde allí, desde el subsuelo, estas criaturas, semejantes a topos o a insectos sin futuro, miran con desprecio a los del «sobresuelo», a quie­ nes están de pie delante del Palacio de Cristal y buscan y obtienen el éxi­ to gracias a las reglas que este dicta y defiende. A diferencia del gran in­ secto de La metamorfosis de Franz Kafka sobre el que el mundo normal «de arriba» se cierra, anulándolo, el hombre del subsuelo de Dostoievski lanza su desafío a esa normalidad de los buenos y juiciosos y denuncia su hipocresía asumiendo él mismo, con ostentación, los peores hábitos del sobresuelo26 (dinero pro amor a la jovencísima e ilusa prostituta), hu­ millándose con ellos y dándoles la vuelta en su misma abyección. Todo

26. L. Ginzburg, Scritti, Einaudi, Turfn, 2000, p. 247.

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ello, sin embargo, en cierto sentido, mantiene viva la chispa de una espe­ ranza de anormalidad arraigada en la libertad. A su modo, o mejor, en el único modo posible, él es un héroe «humanista» o «existencialista». El paradójico discurso del hombre del subsuelo es un acto de impotente re­ belión, no el relato irónico o cómico de la frustración que él mismo su­ fre tras haber querido, sin conseguirlo, ser aceptado por el mundo del sobresuelo. La interpretación en clave grotesca podría ser la que apa­ rece a primera vista, ignorando el camino intelectual de Dostoievski, de la visita de Londres al epílogo de la Leyenda, un camino coherente marcado por ideas que van progresivamente madurando y expresándo­ se con las mismas imágenes y palabras (por ejemplo el «Palacio de Cris­ tal», los «euclidianos», «los dos más dos», etc.). El hombre del subsuelo tiene que ser tomado en serio, no como un representante romántico, es decir, heroico, de los mitos de la soledad sublime, irrespetuosa, irónica e incluso «mística»27. Las Memorias son de dos años casi inmediatamente posteriores al viaje londinense y contienen esta visión de la sociedad industrial que se estaba afirmando a orillas del Támesis para después conquistar el mundo entero. No todo aparece allí perfectamente planificado, normalizado, anestesia­ do. El sufrimiento aún está vivo, aunque solo sea como anomalía, en quien no renuncia a la conciencia, aunque solo sea una conciencia nihilista que se encierra en sí misma en el rechazo y no propone sustituciones al mun­ do de los valores que niega: «Al verdadero sufrimiento, es decir, a la des­ trucción y al caos, el hombre no renunciará nunca. El sufrimiento es de hecho el único motivo de la conciencia. Y si bien la conciencia es para el hombre la más grande desgracia, el hombre la ama y no la cambiaría por las mayores satisfacciones. La conciencia es infinitamente superior al ‘dos más dos son cuatro’. Tras el advenimiento de los dos más dos no solo no quedaría ya nada que hacer, sino nada por conocer. Solo quedaría taparse los cinco sentidos y abandonarse a la contemplación. Con la con­ ciencia, aunque el resultado sea el mismo y no haya igualmente nada que hacer, por lo menos podrá azotarse de vez en cuando, lo cual sirve siem­ pre de estímulos. Aunque sea de retrógrados, es mejor que nada»28.

27. Cf. R. Giraré, Mentira romántica y verdad novelesca, Anagrama, Barcelona, 1985, cap. XI, «El apocalipsis dostoyevskiano», pp. 231-260. 28. F. Dostoievski, Metnorie del sottosuolo, cit., p. 37. [Apuntes del subsuelo, cit., p. 60 (I parte, cap. IX)]. 33

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Del Palacio de Cristal a la «Leyenda» En el tiempo que separa el viaje a Londres de la Leyenda, la inicial impre­ sión de repulsión de la sociedad que se iba afirmando toma la forma de una teoría objetiva. La realidad, incluso la que en principio parece más dura e inaceptable, encuentra siempre quien la justifique e incluso la ce­ lebre en nombre del bien y de la felicidad de los seres humanos, y la con­ vierte en teoría. Esta es la misión que el Inquisidor se da a sí mismo en el diálogo con Cristo: justificar el momento anticrístico a la luz del bien de la humanidad, maldiciendo a su mudo o enmudecido contradictor y presentándolo como el peor malhechor que los seres humanos hayan te­ nido la mala ventura de encontrar en su camino. Hay continuidad entre las Notas de invierno, las Memorias, el Diario ■ y la Leyenda: el hilo de la continuidad es el rechazo instintivo, pasional, de la promesa de felicidad universal que brillaba seductora desde el Palado de Cristal. Pero en el nivel de las ideas,'en cambio, hay una ruptura, n las Notas de invierno encontramos solo disgusto. En las Memorias, el ombre del subsuelo, es decir, el rebelde del Palacio de Cristal, represena la vena escondida y a la vez inagotable de la humanidad, la vena de la rebelión: rebelión no en nombre de nobles ideales, sino de sórdidas y crueles pulsiones; y sin embargo, siempre se trataba de rebelión, es de­ cir, de vitalidad. En el Diario, en un texto de enero de 1876, hay representada una lu­ cha de incierto resultado entre los seres humanos que defienden su con­ ciencia, rebelándose, y «los diablos» que se las ingenian para apagarla fo­ mentando discordia. Esta es la fase intermedia, que precede a la llegada de los Inquisidores. «Pero los diablos no cometerán el error de afrontar directamente la cuestión de la conciencia. Ellos son políticos profundos y van hacia la meta por el camino más sensato y agudo. La idea de su rei­ no es la discordia. Lo quieren fundar sobre la discordia. La discordia es una fuerza terrible en sí misma; reduce a los hombres a la insensatez, al oscurecimiento y a la perversión de la mente y de los sentimientos. En una disputa, el ofensor, reconociendo haber cometido una ofensa, no va a pedir consejo al ofendido, sino que dice: ‘Yo lo he ofendido, por tanto tengo que vengarme de él». Lo importante es que los diablos conocen magníficamente la historia universal y recuerdan perfectamente todo lo que ha sido construido sobre la discordia. Ellos saben, por ejemplo, que si en Europa existen las sectas, que se han separado del catolicismo y se mantienen aún como religiones, esto sucede solo porque por su causa, tiempo atrás, fue derramada sangre. Si terminara, por ejemplo, la religión católica, infaliblemente desaparecerían también las sectas protestantes: 34

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¿contra quién iban a protestar entonces? Ya ahora casi todas tienden a su transformación en alguna ‘forma de humanitarismo’ o, incluso, simple­ mente en ateísmo, inclinación que, por otro lado, se observa en ellas desde hace mucho tiempo; y lo cierto es que si aún se mantienen como religio­ nes es porque aún protestan. El año pasado, por ejemplo, ¡protestaron y mucho! Querían llegar hasta el papa. Bien se comprende, pues, que los diablos obtendrán al final lo que quieran y aplastarán al hombre, con las ‘piedras convertidas en pan’, como a una mosca: este es su principal obje­ tivo; pero no se decidirán a hacerlo antes de haberse garantizado su futu­ ro reino contra la rebelión humana, dándole así una larga duración. Mas ¿cómo domar al hombre? Fácil: divide et impera. Por eso se necesita la dis­ cordia. Por otra parte, los hombres se aburrirían de las piedras convertidas en pan, y por eso es necesario encontrar para ellos otra ocupación, para que no se aburran. ¿Y no es acaso la discordia una ocupación?»29. La Leyenda es el último paso, el cumplimiento, la superación de la fase de la discordia, la teorización del orden cumplido que se instaura sobre la discordia, pero no para perpetuarla, sino para eliminarla para siempre y para realizar finalmente el orden definitivo y total de toda la humani­ dad: confundí et impera. En la Leyenda hay ya aceptación, o mejor, más que aceptación: anhelo de domesticar. Concluye el trayecto de lo sub­ jetivo a lo objetivo: del inicial disgusto, a través d£ la contemplación de la resistencia del desorden oculto y abominable, a la teorización del or­ den pleno, total y objetivo, un orden que no contempla ni disgusto ni resistencia —algo de lo que la humanidad ha perdido el rastro— sino sumisión. Se ha dicho30 que Dostoievski ha escrito, si no la historia de la humanidad :omo en cambio afirma el Inquisidor introduciendo su tema a través de la tentación de Cristo—, por lo menos «la historia de los próxi­ mos siglos», es decir, la historia de la sociedad masificada, donde econo­ mía, ideología y política colaboran para desembocar en los totalitarismos, los que hemos conocido y, quizá, aún más, los nuevos que podríamos encontrar en nuestro futuro, si es que ya no es presente. Para George Steiner31, la Leyenda «prefigura con increíble acuidad los regímenes tota­ litarios del siglo XX, el control del pensamiento, los poderes aniquilado­ res y salvíficos de las élites, el éxtasis animalesco de las masas implicadas 29. F. Dostoievski, Diario di uno scrittore, cir., pp. 254-255 [enero de 1876J. 30. M. Bachtin, Dostoevskij. Poética est dística [ 1929], Einaudi,Turín, 1968. [M. Bajtín, Problemas de la poética de Dostoievski, FCE, Madrid, 2004]. 31. G. Steiner, Tolstoj o Dostoevskij, Garzanti, Milán, 2005. [Tolstói o Dostoievski, Siruela, Madrid, 2002]. 35

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en los ritos musicales o coreográficos de Núremberg y del Palacio de los deportes de Moscú, el uso de la confesión, y la total subordinación de la vida privada a la vida pública». Más allá de las formas, es posible que no se hable solo del dominio sobre los hombres del siglo XX. Pero vayamos paso a paso y evitemos por ahora puntos de llegada, generalizaciones y conclusiones. Para llegar tenemos que proceder, diga­ mos así, deshuesando la argumentación del Inquisidor, profundizando y discutiendo sus basamentos y tomando distancia de algunos lugares co­ munes y también de posibles malentendidos.

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Capítulo 2 CAUTELAS



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No «razón de Estado» sino «razón de vulgo»

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Para no caer desde el principio en interpretaciones que nos desvíen de nuestro propósito, como, por ejemplo, la que acerca el Inquisidor de Dostoievski al Inquisidor del Don Carlos de Friedrich Schiller (que también es evocado con una cita evidente)1, fijemos un primer punto. En ambos casos se habla de inquisidores. Pero la figura del inquisidor no es la misma en uno que en otro. El Inquisidor schilleriano representa la sabiduría política de los sacerdotes al servicio del príncipe y la obediencia del príncipe al servicio de la sabiduría de los sacerdotes, en una fusión que «el arte del gobierno» hace incondicionadamente necesaria, incluso a costa del más abominable de los delitos, como es el asesinato del hijo: El Gran Inquisidor [al Rey]: Para Vuestra Majestad los hombres no tienen que ser más que números, nada más. ¿Tengo que repasar con el alumno sombrío las lecciones sobre el arte del gobierno?... Si Vuestra Majestad gime implorando compasión, ¿no confiesa al mundo que es como los demás? ¿Y qué derechos, me gustaría saber, podría después Vuestra Ma­ jestad afirmar sobre sus semejantes? REY: ¿Puedes difundir una nueva fe que legitime el asesinato del propio hijo? El Gran Inquisidor: Para reconciliarse con la eterna justicia el hijo de Dios murió en la cruz. Rey: Soy solo un hombre, lo sé... Tú pretendes de la criatura lo que solo puede el Creador. El Gran Inquisidor: ¡No Majestad! No me engañéis. Os hemos desenmasca­ rado. Vuestra Majestad quería escapar: las graves cadenas del orden [Ket-

1. Véase ittfra, p. 201. 37

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ten des Ordens, en el sentido de las obligaciones del propio estatus] os opri­ mían. Vuestra Majestad queríais ser libre y estar solo... Rey: ¿Eres capaz de fundar para mi uso una nueva fe que defienda a quien mata a su propio hijo? El Gran Inquisidor: Para apaciguar la justicia eterna el hijo de Dios murió en la cruz. REY: ¿Te propones difundir en toda Europa esta opinión? El Gran Inquisidor: Por todas partes donde la cruz se venere. REY: Cometo un delito contra natura... ¿Quieres silenciar también esta po­ tentísima voz? El Gran Inquisidor: Frente a la fe la voz de la naturaleza no cuenta2. En síntesis, según el Inquisidor schilleriano: los gobernantes tienen que sofocar las leyes de la naturaleza; tienen que acallar el amor y la pie­ dad y acordarse solo del «gobierno» que ellos personifican. Hasta aquí, los dos Inquisidores estarían de acuerdo. El gobierno tiene sus propias leyes, leyes frías que no conocen ni pasión ni compasión y que, en cual­ quier caso, no coinciden con las de los hombres comunes: «Si a uno se le concede la gracia, ¿con qué derecho entonces pueden sacrificarse cien mil?», dice el Inquisidor. Sin embargo, la analogía no puede ir más allá. La Leyenda de Dostoievski a veces queda adscrita a la misma tradición a la que pertenece esta trágica confrontación entre Felipe II y el Gran In­ quisidor del Reino de España: la tradición de los arcana imperii y de los arcana dominationis, es decir, la tradición de las occultae atque abstrusae artes reipublicae constituendae (los arcana imperii) atque conservandae (los arcana dominationis)3. Si bien Dostoievski parece sugerir él mismo el acercamiento, por ejemplo, introduciendo su leyenda —como en Don Carlos— con una escena de potencia mundana de la que la hoguera de los herejes es parte constitutiva, esta adscripción parece abusiva y privaría a la Leyenda de gran parte del valor que deriva de su fuerza profética. Los arcana del poder son el tema clásico de la literatura de la «razón de Estado» que, lejanamente, se inspira en Tácito4 y, más cercanamente, en el Príncipe de Maquiavelo: una literatura que conoce su mayor éxito en tiempos de la Contrarreforma católica, época en la que está precisamen­ te ambientada la historia narrada en la Leyenda. Pero Dostoievski no ha2. F. Schillcr, Don Carlos, Marsilio, Venecia, 2004, pp. 483 ss. [Don Carlos, Centro Dramático Nacional, Madrid, 2009 (acto V, escena X)]. 3. Se trata del título del capítulo I del De arcanis rerunt publicarían libri sex (Fráncfort, 1611) de Arnaldus Clapmarius, lino de los aurores de la «razón de Estado» propia del siglo XVII, predecesor de Gabriel Naudé, de quien se habla más abajo en n. 7. 4. Tácito, Historias II, 59, y sobre todo, Anales, II, 36: altius penetrare et arcana imperii temptari.

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bla de los siglos xvi y xvn, sino del xix y XX, e incluso de después. Quizá sobre todo de después. No haríamos bien, y a él le haríamos un agravio, colocándolo entre los Autores de tal literatura. El tiempo en el que está situada la acción narrada en la Leyenda, el siglo xvi, es en el que cobra forma el «Estado moderno» y es también el tiempo en el que se desvela y se empieza a teorizar la existencia de una do­ ble ley y de una doble moral: una ordinaria, para los comunes mortales, y otra extraordinaria, para los gobernantes a quienes pertenece el cuidado de los superiores intereses del Estado, su supervivencia, su defensa, su grandeza. Estos intereses están en el corazón del poder y están reservados al cuidado de los hombres de Estado. Sus prácticas deben sustraerse a la vista del vulgo, incapaz de elevarse a visiones auténticamente políticas. La tarea de quien tiene el cuidado del Estado es la de no proteger ni hon­ rar a la razón común, sino la de seguir una «razón» superior. Quienes co­ nocen los arcana del poder, es decir, los «iniciados» en las artes del gobier­ no, están autorizados, por tanto, cuando hay necesidad, a liberarse de la moralidad común, de la «mera» legalidad que vale solo para el hombre me­ dio (la legalidad qui tue5, cuando es aplicada a las «razones» de Estado) y a proclamar lo que, en términos modernos, se llama «estado de excepción». La violencia, el chantaje, la mentira, la traición, el envenenamiento, el asesinato —prohibidos a los hombres comunes—, son medios que se con­ vierten en lícitos, o mejor, necesarios, si son usados cuando hay circuns­ tancias extraordinarias que lo exigen para conquistar y, sobre todo, para «conservar el Estado». En estas circunstancias, quien tiene la responsabi­ lidad del gobierno debe olvidarse de ser «hombre», debe olvidar los sen­ timientos privados, los lazos familiares y pasar por encima de ellos: debe, en una palabra, recordar solo que es «Estado» y actuar en consecuencia. El marqués de Halifax empleó esta hermosa metáfora: «Es fundamental que una nave tenga echada el ancla [el ancla de la moral común] cuando está en puerto, pero si llega una tormenta hay que cortar amarras»6. 5. Estn expresión —légalité qui tue— es un paradójico lugar común de los hombres de orden que se aferran a la ¡legalidad para salvar la legalidad. El origen está en los desórdenes que llevaron al poder a Luis Bonaparte (después Napoleón III). En nombre de aquel lema se sostuvo la legitimidad de las medidas excepcionales tomadas por el gobierno contra los monárquicos legitimistas y contra los socialistas: véase K. Marx, Le lotte di classe in Francia dal 1848 al 1850, en K. Marx y F. Engels, Opere scelte, Riuniti, Roma, 1969, p. 422; F. Engcls, «Prefazione» a K. Marx, Le lotte di classe in Francia..., cit., p. 1274. [Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, Espasa Calpc, Madrid, 19921. 6. G. Savile, primer marqués de Halifax, Riflessioni e pensieri politici [1750], en Opere complete, Giuffré, Milán, 1988, p. 327. [The Works of George Savile Marquis of Ha­ lifax, 3 vols., Clarendon, Oxford, 1989]. 39

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La literatura de la época ha agrupado las situaciones en las que eso sucede, o mejor, debe suceder, bajo la fórmula comprensiva de coups d’Etat7. En los «golpes de estado» el criterio de la eficacia en relación con el objetivo —el bien del Estado— es la norma suprema, frente a la cual callan todas las demás leyes: las leyes del derecho, de la moral, de la religión. La «razón de Estado» es, por tanto, la respuesta de quien dispone del poder, en favor de esa entidad metafísica que es el Estado mismo, sin el que los seres humanos no pueden vivir. Ello permite actuar tal y como estaría prohibido por la legalidad ordinaria, que en cambio vale para el mundo físico poblado de súbditos. Los poderes extraordinarios pueden ser necesarios para defenderse de enemigos externos, pero también de enemigos internos, es decir, del pueblo mismo que se rebela cuando se sacude el yugo del gobierno y pone en peligro su estabilidad. El pueblo está ligado a las leyes de su moral, idóneas para guiar las acciones en las relaciones sociales; pero la esfera más alta, esa en la que opera el poder, se rige por las leyes de una moral distinta, incomprensible a los ojos de la gente común, o mejor, inmorales y escandalosas8. Tales leyes y apli­ caciones de las leyes son, pues, normalmente mantenidas en secreto. El fin de la moral común es la sociedad virtuosa. El fin de la moral política es también la virtud, pero la virtud del Estado. Esta exige, cueste lo que cues­ te, la derrota de sus enemigos por medio de la acción de sus gobernantes. Lo justo, además de lo verdadero e incluso de lo sagrado, no es idén­ tico, mirado desde cada uno de los dos lados de la línea que separa a los gobernantes, en alto, de los gobernados, abajo9. Es más, a veces es todo lo contrario. Baste el solo ejemplo del mandamiento «No mentirás». Este res­ ponde a una evidente razón de moral social, la salvaguardia de la recíproca confianza. La mentira, en cambio, es una acción habitual entre los gober7. La noción de «golpe de Estado» adecuada a la noción de «razón de Estado» es el producto de la elaboración, entre otros, de Gabriel Naudé, Cottsiderazioni politiche sui colpi di Stato [ 1639], Giuffré, Milán, 1992. [Consideraciones políticas sobre los golpes de Es­ tado., Tccnos, Madrid, 1998]. En el curso sucesivo de la historia, esta expresión lia tomado una coloración dramática, de guerra civil, mientras que en el escrito aquí citado indica, con expresión sintética, las consecuencias del imposible sometimiento integral del «político» a la ley, la disposición de afrontar con medios no previstos, con acciones eficaces, antes que con medidas y sentencias legales, los casos en los que el Estado queda en peligro de manera imprevista. 8. Véase N. Bobbio, Etica e política [1994] y Ragione dell’tionto e ragione dallo Sta­ to (1991], ambos en N. Bobbio, Etica e politica. Scritti di impegno civile, Mondadori, Mi­ lán, 2009, respectivamente en pp. 577 ss. y 613 ss. 9. J. Miernowski, «Le plaisir tragique de la haine. Rodogune de Corneille»; Reúne d’histoire littóraire de la France 103 (2003-2004), p. 806. 40

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nantes, quienes se inspiran normalmente para sus acciones en la descon­ fianza y el engaño. Esta mentira se justifica cuando está orientada por el Estado. Resulta casi superfluo recordar el célebre pasaje del capítulo XVIII de El príncipe de Maquiavelo10, donde se hace coincidir la «naturaleza» • del gobernante perspicaz con la del zorro, el animal al que el «bestiario» clásico atribuye la astucia en grado supremo. Pero puesto que la moral del gobernante, en los casos de necesidad, termina por manifestarse, al menos de forma inmediata, como contraria a la moral común, es decir, contraria al pueblo, y puede provocar, por tanto, reacciones contrarias (aunque no se excluye que la vida de los súbditos, de algunos de ellos o de muchos, o la República entera, a la larga saque ventaja)11, se necesita que el pueblo no sepa; se necesita que los individuos comunes crean que tienen que vérselas con gobernantes que «son como ellos». La «razón de Estado» se aplica, pero, mientras se pueda, se aplica sin decirlo o dicien­ do lo contrario. Maquiavelo, poco maquiavélicamente, desvela esta re­ gla y muestra así su verdad desnuda12: «Debe tener el príncipe gran cui­ dado de que no salga nunca de su boca una cosa que no esté llena [de] cualidad, y parezca, en verlo y oírlo, todo piedad, todo fe, todo integri­ dad, todo religión. Y no es cosa más necesaria a parecer que tener, que esta última cualidad. Y los hombres juzgan umversalmente más a los ojos que a las manos; porque hay que ver a cada uno y oír a pocos. Cada uno ve lo que tú pareces, pocos escuchan lo que tú eres». Por eso, el secreto es esencial para la «razón de Estado». Es más, no solo el secreto, sino que también la capacidad de simular lo falso y de disimular lo verdadero son virtudes, y no reprobable doblez, del gobernante sabio13. El Gran Inquisidor está, él también, inmerso en la distinción entre los que (los pocos elegidos) conocen los secretos del gobierno de los hombres y los que (los muchos) los ignoran; pero, para legitimar el poder de los primeros y el sometimiento de los segundos, él no apela a la «razón de

10. N. Machiavelli, II Principe, Eínaudi, Turín, 1979, pp. 86 ss. En la página 87, la ex­ presión mate necessitato. [El príncipe, Biblioteca Nueva, Madrid, 2004, pp. 127 ss.]. 11. A. Granisci, Quademi del carcerc, Einaudi, Turín, 1977, vol. I, p. 431; en pp. 656662 y 951 ss. del vol. II, la referencia al partido político moderno como nuevo Príncipe maquiavcliano. [Cuadernos de ¡a cárcel, Era, México, 1985 (t. V, cuaderno XIII: ««Notas breves sobre la política de Maquiavelo»)]. 12. N. Machiavelli, // Principe, cit., p. 87. [£/ príncipe, cit., pp. 128-129 (cap. XVIll)). Ugo Foscolo, en Los sepulcros, reconoce a Maquiavelo el papel de ««desvelador», no de inven­ tor de la razón de Estado: «temprando lo scettro ai regnatori, gli allor ne sfronda cd alie genti svcla di che lacrime grondi c di che sangue» [templando el cetro a los gobernantes, les poda los laureles y a la gente desvela de qué lágrimas llora y de qué sangre (vv. 156-158)]. 13. Según un dicho atribuido a Tácito: nescit regnare qui ncscit dissimulare. 41

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Estado». Entre quien dispone del poder y quien está sometido al poder no está «el Estado», esa entidad sobrehumana que tiene sus leyes obje­ tivas y sus abstractas y frías instituciones en una esfera transcendente. Para el Inquisidor de Dostoievski todo es humano, muy humano. El tiene más bien de su parte algo que bien podría llamarse «razón del vulgo». Su intento no es salvaguardar el Estado, plegando a la «razón» de este último la de los súbditos a través del poder soberano del gobernante. Tampoco es el teórico de los poderes excepcionales, de los coups d’Etat. Apela no a la namraleza extraordinaria del Estado, sino a la ordinaria naturaleza de los hombres. El poder del que se proclama investido no es contra, sino para ellos. Es un poder benigno que de manera abierta intenta satisfacerlos ;n las necesidades de su índole normal. La «razón de Estado», en última instancia, se resuelve en el gobierno de la fuerza o de la violencia orientada solo al objetivo. Su norma es el fin que justifica los medios. Para justificar los medios, el fin debe ser exalta­ do. Cuanto más abyectos son los medios, tanto más el Estado, propuesto como fin, debe ser hinchado, glorificado, incluso divinizado como ins­ trumento providencial del gobierno de las cosas humanas. La «razón del vulgo», en cambio, se resuelve no en la violencia, sino en la seducción o, por usar una expresión famosa de Tocqueville, en un pouvoir tutélaire, absoltt, détaillé, régulier, prévoyant et doux que querría eliminar la violencia del propio horizonte; es más, que, si fuera posible, querría ser considerado y amado como un amigo grande, el amigo a quien más se quiere y en quien más se confía: «Veo una multitud innumerable de hombres semejantes e iguales que giran sin descanso sobre sí mismos para procurarse peque­ ños y vulgares placeres... Por encima de ellos se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga por sí solo de asegurar sus goces y de vigilar su suerte. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y benigno»14. El Gran Inquisidor es el gran tranquilizador, lleno de benevolencia para con to­ dos. Por eso su moral es una sola, la misma que la del vulgo. Tanto los in­ quisidores como sus súbditos deben plegarse. La diferencia entre los pri­ meros y los segundos está en esto: que los primeros —como veremos— lo hacen en el sufrimiento y los segundos, en la felicidad. Los Inquisidores son, a su modo, déspotas, pero déspotas-servidores, que tienen que ser

14. A. de Tocqueville, La democracia en América, Trotta, Madrid, 2010, pp. 1151 s. Sobre Tocqueville y el valor de su reflexión para la comprensión del tiempo presente de la democracia —valor que nosotros podemos ver en paralelo al del discurso del Gran In­ quisidor dostoievskiano—, véase M. Ciliberto, La democrazia dispotica, Laterza, Roma/ Bari, 2011, en especial el prólogo (pp. VlI-XVIIi) y el capítulo titulado «Tocqueville e la ‘scienza’ dei legami», pp. 4-55. 42

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tales para estar de la parte de una humanidad inocente, que no conoce nada más que sus propias necesidades primordiales. El Príncipe renacentista, que encarna la «razón de Estado», ve por to­ das partes potenciales enemigos que él mismo debe «apagar»; el Inquisi­ dor de Dostoievski, que encarna la «razón del vulgo», ve por todas par­ tes potenciales amigos, a los que adular, complacer y encantar. Ambos se consideran libres de vínculos legales, pero, para el primero, esta libertad coincide con la crueldad y el arbitrio; para el segundo, con la piedad y la indulgencia. Hasta la misma hoguera, cuando es necesaria, es una mani­ festación de bondad y dedicación. He aquí la diferencia entre aterrorizar y seducir como ingredientes del gobierno. Esta es la primera distinción que hay que tener presente a la hora de leer el Inquisidor de Dostoievski. No «razón de fe» sino «razón de sosiego»



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La Leyenda no habla de un inquisidor en el sentido que la palabra ha asumido en la historia de la intolerancia cristiana con relación a los ene­ migos de la fe. De esta errónea asimilación tenemos también que distan­ ciarnos. Naturalmente, no habrían sido elegidos esta figura y este nombre si no hubiera habido semejanzas15. Pero las analogías no prevalecen sobre las diferencias. La principal diferencia está en el fin. El fin, para todas las inquisicio­ nes al servicio del dogma —la Inquisición católica es un buen ejemplo de ello—, es, al menos en la intención declarada, la derrota de la herejía y la salvación de las almas. Es por tanto, en primer lugar, un fin de na­ turaleza espiritual e institucional. La Iglesia, como sociedad soberana y perfecta encargada de velar sobre la palabra revelada por Dios transmi­ tiéndola de generación en generación, es responsable de una tarea pri­ maria: defender y mantener la ortodoxia e impedir la caída del pueblo de Dios en el error inculcado por Satanás. El Pastor era el Inquisidor. En un tiempo en el que la libertad de conciencia estaba aún muy lejos de poder aparecer en el horizonte, aquella tarea, aquella misión, tenía que poder realizarse a cualquier precio, incluso empleando los medios más cruentos. Nada, ningún sentimiento de piedad o de horror, ningu­ na consideración de oportunidad podía obstaculizar el cumplimiento de esta obligación de salvaguardia de la verdadera fe y de garantía de la 15. Sobre las que tratan las observaciones de Beniamino Placido en su presentación de II Grande ¡nquisitore di Dostoeuskij, Laterza, Roma/Bari, 1995. 43

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salvación16. Dicho de otro modo, para la Inquisición se trataba de «apa­ gar» la idea que siembra dudas, atentando contra la unidad de la fe y de las convicciones. Los cuerpos que llevan la idea eran los instrumentos de persistencia y de difusión del error; se los podía suprimir o perdonar, se­ gún que la idea perversa fuera objeto de reafirmación o retractación. Es más, la mayor victoria de toda inquisición no era y no es la eliminación física del portador de la idea herética, sino la conversión, la abjuración y la recuperación del dogma, recuperación que al misrnt) tiempo es tam­ bién la reafirmación victoriosa de la verdad y la vía de la salvación. La Santa Inquisición juzgaba separando a los fieles de los infieles; obtenía confesiones y pedía arrepentimiento; convertía a los errantes y los lle­ vaba de nuevo a la recta vía: por eso era una sabia mezcla de persuasión y represión, de premios y castigos, de alivios y tormentos, de promesas de redención y amenazas de perdición17. Su más significativo trofeo no era el hereje quemado, sino el hereje reconducido a la recta vía: eventual­ mente quemado, pero arrepentido y convertido. El proceso inquisitorial era una espectacular y fanática caza que perseguía las pestilencias del de­ monio, el olor y el ruido de la herejía, exhalados por el cuerpo, por la actitud, por las relaciones y por la expresiones del suspecto (el proceso de Juana de Arco, tal y como lo llevó a la escena el grupo teatral Bread and Puppet, de Peter Schumann, estaba conducido por grandes narices y grandes orejas que olían y escuchaban la herejía de Juana). En España se desarrollaba en público delante de frailes y gente del pueblo, esos sí, en­ demoniados, como los representa el célebre cuadro de Goya. Pero los in­ quisidores eran, a su modo, perfectamente racionales. El Inquisidor de la Leyenda es algo completamente distinto. No tenía que ver para nada con verdades y herejías ni con espectáculos de aquel gé­ nero. No tiene delante de sí a los enemigos de la Iglesia, sino a la huma­ nidad cuyo gobierno ha asumido: debe preservarla de sí misma, es decir, de sus debilidades intrínsecas. Él tiene que ver con la pasta de la que está hecha la humanidad, al servicio de la cual está. Su tarea no es corregir o enderezar, sino secundar y contentar. El Inquisidor es un planificador; a su modo es un científico social. Su gran estratagema consiste en esto: el poder puede ser absoluto si no se propone cambiar, castigar o frenar a la naturaleza humana según una doctrina, un dogma o una moral cualquie­ ra, sino si la respeta tal como es, la halaga y deja que se desahogue. Es un 16. J. Blotzer, «Inquisirion», en Origina! Catholic Encyclopedia, Robert Appleton, Nueva York, 1907-1912, vol. VIII, p. 26. 17, A. Prosperi, 1 tribunali delta coscienza. Inquisitori, confessori, missionari, Einaudi, Turín, 1996, p. XII. 44

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poder, es cierto; pero un poder amigo, que está de parte del hombre co­ mún, semejante en esto a lo descrito por Tocqueville en el pasaje antes citado. El punto de llegada de Tocqueville y de Dostoievski es idéntico, aunque sean distintas las condiciones sociales e institucionales que sir­ ven de fondo a sus respectivos discursos: uno, sociológico (los poten­ ciales peligros de la igualdad, observados en la sociedad democrática de masas de un determinado tiempo histórico); otro, antropológico y teo­ lógico (el rechazo espontáneo de la libertad cristiana, observado en la naturaleza humana sin tiempo). Es una diferencia importante. De ella deriva la distinta validez del discurso de uno y otro en el cambio de unas épocas a otras, como se dirá en conclusión. Los Inquisidores de la fe podían considerarse agentes de la caridad cristiana (y no había en ello nada de paradójico). Su tarea era la salvación de las almas de los descarriados. Puesto que tan alta era su misión, nada podía apartar de su cumplimiento y todo estaba justificado. También para ellos, el fin justificaba los medios. Justificaba «terribles procedimientos, donde los opuestos se tocaban en la perversión más total: el consuelo por la muerte inminente, la alegría por la conversión, incluso la felicidad in­ fundida en el ánimo y en el rostro de los moribundos ‘recuperados’ a la vida cristiana, y el espectáculo terrible que ofrecían al pueblo. Todo esto ofreciendo su ‘abrazo maternal’. El objetivo era conseguir que el réprobo se abandonara confiadamente en esos brazos, incluso para ir al patíbu­ lo, posiblemente con una sonrisa beata y demente en los labios, infundi­ da por las compañías de la buena muerte que, después de la condena, lo asistían en sus últimas horas»18. Los jueces castigaban sin arrogancia, o mejor, con el dolor de no haber logrado la abjuración, y con «condolen­ cia enorme» por obedecer a la voluntad divina. El público aplaudía, con­ fortado, contento y seguro de su propia fe. Dostoievski cuenta, como prueba de la maldad humana que nada tiene que ver con la misión de su Inquisidor, el caso de un cierto Richard, un bruto condenado a muer­ te, en la conmoción general de la Ginebra calvinista: «¡Tú eres nuestro hermano, sobre ti ha descendido la gracia!... Sí, sí, Richard, muere en el Señor»; y él, capturado por la gloria de la salvación: «Este es el más hermoso de mis días, voy con el Señor»19. El Inquisidor escapa a todo esto. Conoce y respeta la naturaleza hu­ mana y tiene piedad de ella. Con sus medios la acompaña, no quiere «des­ pertarla a la verdad», sino adormecerla; «domarla», sí, pero antes de que se asome al conocimiento del bien y del mal, es decir, a la libertad. Una 18. Ibid. 19. FK 320-322. [HK 388-390 (II parre, libro V, cap. IV)).

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vez más la «razón» que lo mueve es la «razón del vulgo», del vulgo que aspira a la tranquilidad, que huye de los tormentos de la duda. En cierto sentido, el Inquisidor de Dostoievski viene lógicamente antes de los inqui­ sidores de la Santa Inquisición: estos deben reprimir, aquel se preocupa de prevenir para que reprimir no sea necesario. Tanto los inquisidores de la fe como el Inquisidor de Dostoievski pueden llamarse pastores de su rebaño, pero en sentido distinto. Comen­ tando el evangélico pasee oves meas (Mt 16, 19; Jn 21, 17), el cardenal Roberto Bellarmino explica: «Con la palabra pasee, según el modo co­ mún de hablar, se entiende toda acción pastoral: de hecho, paseere es tan­ to la acción del pastor cuanto el ser pastor. Precisamente, la acción del pastor no es solo dar de comer, sino también conducir, llamar, proteger, preservar, sostener y castigar con el bastón»20. El Inquisidor dostoievskiano habría podido subscribir este mismo programa, pero entendién­ dolo en un sentido más profundo, como penetración en el alma humana para eliminar allí toda tendencia a la desviación. El primero piensa en la violencia exterior, el segundo mira al secundamiento interior. Sin embargo, en caso de necesidad, de la hoguera se podía recuperar un valor como «razón del vulgo», transformándola en un rito de la ciudad, una ceremonia incluso festiva, igual que había sucedido con aquellas ce­ remonias de herejes quemados en el «grandioso auto de fe» celebrado como un ritual del poder el día de antes del encuentro con Cristo en la plaza de la catedral de Sevilla, ante la corte al completo con todo su sé­ quito. En aquella celebración había participado el cardenal Gran Inqui­ sidor, pero bien podríamos decir que como si se tratara de una necesidad de un tiempo que aún no había logrado su perfecto cumplimiento. Lo dijo él mismo21: «Nuestra empresa se encuentra aún solo al principio: pero el principio ha comenzado. Durante mucho tiempo habrá que esperar aún su cumplimiento, y mucho sufrimiento caerá aún sobre la tierra: pero noso­ tros alcanzaremos la meta... y entonces sí que proveeremos a la univer­ sal felicidad de todos los hombres». Cuando suceda, el «gobierno pastoral» que guiará a los hombres (no a la salvación, como insensatamente querría Cristo, sino) hacia el tranquilo bienestar habrá expulsado la violencia de su armería y de su parafernalia. No se trataba, en primer lugar, de castigar,

20. R. Bellarmino, Opera omnia, t. 1, De Sumnto Pontífice, Ñapóles, 1856, vol. I, p. 506: «per verbum ‘pasee’ inrelligitur ex communi usu loqucndi oninis actus pastoralis: ídem enim est paseere, quod agere pastorem, sive esse pastorem. Porro actus pastoralis non est tantu m praebere cibum, sed etiam ducerc, reducere, tucri, praeservare, regere, báculo castigare». Sobre el «gobierno pastoral», véase tnfra, pp. 266 ss. (Tercera parte, cap. 6). 21. FK 343. (HK 417 (II parte, libro V, cap. V)]. 46

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de hacer sufrir a los culpables, sino más bien de dar alivio a los inocentes, haciéndoles sentir que estaban del lado justo en la genuflexión colectiva ante sus benefactores, mostrando, al mismo tiempo, los males en los que se incurre cuando uno cae presa de la inquietud y de la tentación de la duda, y de los males de los que se está exento cuando se renuncia a ellas. Por eso, aquel auto de fe que en Dostoievski precede a la confrontación entre el Gran Inquisidor y Cristo, lejos de ser un doloroso y cruel tributo a la verdad del dogma, podía celebrarse como una fiesta colectiva exclu­ sivamente mundana. Sobre todo, permitía mostrar la gran benevolencia de los inquisidores con relación a los humildes que no saben qué hacer con la libertad: la libertad, que es el lujo de los orgullosos, de los arro­ gantes, de los soberbios, de todos aquellos que pueden y quieren distin­ guirse del vulgo. Estos, los aristócratas del espíritu y los ricos en bienes que vuelven soberbios, son los verdaderos enemigos del Inquisidor. El tiene como objetivo un pueblo de homologados en la aceptación agrada­ ble de la tierra tal como es, no un pueblo de hombres inquietos en busca de una vida individual tal como podría y debería ser para ellos. Lo que el Inquisidor quiere construir es un «poder pastoral»22.

No razón calculadora sino pulsión espontánea La obediencia, para el Gran Inquisidor, deriva de la necesidad, no de la voluntad de sumisión, para liberarse de la máxima causa de inquietud, la libertad. ¿Tienen algo en común las palabras del Inquisidor con las teorizaciones del pactum societatis de los siglos XVII y XVIH con el que, conscientes de los males del estado natural, los hombres renuncian a la ilimitada libertad del «estado natural», crean la autoridad y prometen obediencia? No hay que confundir las cosas. Dejando de lado las distintas concepciones que se encuentran en la tradición contractualista23, en un punto concuerdan todas ellas. Los se­ res humanos, por naturaleza, están, cada uno por sí mismo, en favor de la libertad, aman la libertad. Su naturaleza originaria es la libertad. Pero las libertades naturales ilimitadas de los individuos (en plural: si fuese en singular, el problema no existiría) están destinadas a entrar en conflicto 22. Referencia, bajo aspectos diversos, a la noción bosquejada por Michel Foucault, Tecnologie del sé e sessualitd [1978], en Antología. Uimpazienza delta liberta, Feitrinclli, Mi­ lán, 2008, pp. 174-178. [Tecnologías del yo y otros textos afines, Paidós, Barcelona, 1990]. 23. N. Bobbio, «11 giusnaturalismo», en L. Firpo (dir.), Storia delle ideepolitiebe, economiebe e sociali, Utet, Turín, 1980, vol. IV, pp. 491-558. 47

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y a generar opresión o, cuando menos, inseguridad. De ahí la amenaza a los bienes esenciales de cada individuo, en primer lugar el bien de la pro­ pia vida. He aquí, entonces, la opción de la razón en favor de la transferen­ cia voluntaria, total o parcial (según las distintas concepciones), de la liber­ tad natural a una autoridad soberana. Esta cesión es un supremo acto de racionalidad, conforme a un interés primario, cumplido en el ejercicio de la originaria libertad natural. Es un «acto artificial». La diferencia, respecto del argumento del Inquisidor, es capital. O mejor: es una inversión. Para él, a los seres humanos su naturaleza no les mueve hacia la libertad, sino que les mueve a huir precisamente de la libertad. Por eso la obediencia a quien los libere de ella es algo coherente con su naturaleza. No hay ninguna necesidad de alterar la naturaleza con un artificio. Basta con dejarse llevar por la propia naturaleza. Sigmund Freud, para explicar por qué los seres humanos doblegan sus impulsos na­ turales (sexualidad y agresividad) a las constricciones impuestas por la «civilización», que limitan la libertad natural, y por qué están dispuestos a «rebajar una parte de sus posibilidades de felicidad por un poco de se­ guridad», apela él también a la naturaleza: «sospechamos que... por ahí inda la mano de la naturaleza invencible, que en este caso [está] repre¡entada por nuestra misma constitución psíquica»24. Este es, podríamos decir, el gran descubrimiento de la teoría políti­ ca: quien priva a los seres humanos de la libertad no actúa contra la na­ turaleza, sino según esta: es un benefactor, no un malhechor. Su poder no necesita de ningún fundamento artificial y ni siquiera de medidas vio­ lentas, porque se basa en una propensión instintiva, la mediocridad, es decir, «el instinto de rebaño» que protege de los riesgos de lo imprevisi­ ble. Quien pone su libertad en manos del Inquisidor no lo hace, pues, por elección. No lo hace ni siquiera por interés o temor. Lo hace por inclinación. También es engañosa la comparación que se hace a veces con quien elige la «servidumbre voluntaria» en favor de un tirano. El ser humano en el que piensa el Inquisidor no es quien se hace voluntariamente siervo para obtener algo, riqueza, poder, protección, etc., es decir, alguien que, despreciando todo esto, si quisiera podría preservar una libertad que le importa más que las ventajas que podría obtener renunciando a ella. En el Discurso sobre la servidumbre voluntaria (1576) de Étienne de la Boétie, se explica el mecanismo del enrolamiento en los giros de poder: «No 24. S. Freud, II disagio della civiltá [1929], en Opere, vol. X, Bollati Boringhieri, Turín, 1994, pp. 602 y 577. [El malestar de la cultura y otros ensayos, Alianza, Madrid, 2008]. 48

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son las tropas de caballería, no son las compañías de infantería, no son las armas las que defienden al tirano. No se creerá al principio, pero es verdad que siempre son cinco o seis los que mantienen al tirano, cuatro o cinco los que para él mantienen a todo el país en servidumbre. Siempre son cinco o seis los que se hacen escuchar por el tirano, y se lo han gana­ do por ellos mismos, o bien han sido llamados por él para ser cómplices de sus crueldades, compañeros de sus placeres, alcahuetes de su lujuria, y partícipes de los beneficios de sus saqueos... Estos seis tienen a seis­ cientos que prosperan bajo su protección, y hacen con esos seiscientos lo que ellos hacen con el tirano. Y estos seiscientos tienen bajo ellos a seis mil... Grande es el cortejo que viene detrás de todo esto, y quien quiera entretenerse en tirar de este hilo, verá que no son aquellos seis mil, sino cien mil, sino millones, los que se atan al tirano con él... En suma, que con esto llegan, a través de favores o componendas, las ganancias o las retribuciones que se obtienen con los tiranos, de manera que al final se halla casi tanta gente para la que la tiranía parece ser beneficiosa, como gente para la cual la libertad sería agradable... Así subyuga el tirano a sus súbditos: a unos por medio de otros, y es guardado por aquellos de los que, si tuvieran algún valor, debería guardarse él... No obstante, al ver a estas gentes que sirven al tirano para beneficiarse de su tiranía y de la servidumbre del pueblo, me quedo estupefacto por su maldad, y a ve­ ces siento piedad por su estupidez. Pues, a decir verdad, ¿qué otra cosa es acercarse al tirano, sino alejarse de la libertad propia y, por así decir, aferrar la servidumbre, y abrazarla?... Para ellos, obedecerle no es todo; es necesario aún complacerle, es necesario que se revienten, que se ator­ menten, que se maten a trabajar en sus asuntos, y, después, que se gocen con su placer, que abandonen su gusto por el suyo, que fuercen su com­ plexión propia, que se despojen de su natural... ¿Qué condición es más miserable que la de vivir así, sin tener nada que sea propio, debiendo a otro el gusto, la libertad, el cuerpo y la vida?»25. Así, con este sistema de cajas chinas, se describe el mecanismo del tacitiano ruere in servitium, que pertenece propiamente a los espíritus educados en la adulación y en el servilismo. Pero este espíritu no es natural, como lo es, en cambio, en la idea del Inquisidor: es más, es una perversión de la naturaleza, y, como tal, se describe con disgusto. Los seres humanos, para La Boétie, obran contra su propia naturaleza —he aquí un preanuncio de un tema rousseauniano— por estar pervertidos por la mala educación a la servi­ dumbre y por estar moldeados por el hábito de servir: «La naturaleza 25. É. de la Boétie, Discurso de ¡a servidumbre voluntaria [1576J, Trotta, Madrid, 2008, pp. 50-53. 49

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del hombre es ser libre y querer serlo, pero su naturaleza es también tal que el hombre se pliega naturalmente a lo que la educación le da... Así, la primera razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre»26. Al con­ trario, el Inquisidor piensa que la libertad es solo una peligrosa ilusión y que no se necesita ninguna educación para promover la necesidad de servidumbre. Los hombres llegan por sí solos, una vez experimentados los males que la libertad comporta. Es cierto que se habla en ambos casos de hábito servil, pero para La Boétie se trata de un mal, de una perver­ sión de la naturaleza, y para el Inquisidor, de un bien, según esa misma naturaleza.

Síntesis Podemos, pues, decir lo siguiente: las buenas razones del Inquisidor de Dostoievski no caben ni en la razón de Estado ni tampoco en la razón de fe. Tampoco caben en un cálculo racional sobre la utilidad que conduz­ ca a contratar la obediencia a cambio de ventajas. En cambio, caben en 'a pulsión natural de los seres humanos para agruparse alrededor de aluien que los conduzca, eximiéndoles de tener que pensar y decidir libre responsablemente. Caben, pues, en la razón del vulgo que aspira a la .ranquilidad y al sosiego. Si es así, se entiende por qué los argumentos del Inquisidor nos parecen familiares y por qué en aquel capítulo de Los hermanos Karamázov se recurre cada vez más a menudo a discurrir so­ bre la vida social y política del tiempo presente, cuando la aspiración a la libertad parece retroceder y debilitarse respecto a la presión de otras necesidades. Para dictar condenas o dar justificaciones, en nombre (las primeras) del insoportable carácter paternalista de la misión del Inqui­ sidor dostoievskiano, y (las segundas) en nombre de la «piedad» que muestra con relación a la masa del género humano, de los hombres co­ munes, que no saben qué hacer con la libertad, pues su vida agobiada tiene muy otras y prioritarias necesidades.

26.

Ibid.y p. 40.

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Capítulo 3 i

SUPREMAS CUESTIONES QUE ESCONDER

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Cosas que tener escondidas La perorata del Inquisidor ocupa el capítulo V del libro V (Pro y contra) de la segunda parte de Los hermanos Karamázov. Desde Vasili Rozánov, que fue el primero en dar de ella una interpretación, se la conoce univer­ salmente como «la leyenda del Gran Inquisidor»1, si bien su inventor, Iván Karamázov, la denomina «poema», o mejor aún, «poema inconclusivo» (óecTOJiKOBafl no3Ma) de un insulso estudiante, un «absurdo» (nejienaa), una «estupidez» (B3jaop), y aunque Iván mismo habla de ella como de un «delirio puro y simple, una alucinación» de un viejo nonagenario, exalta­ do y próximo a la muerte. A pesar de esta ostentada deminutio, estamos, además de frente a una página de literatura grande y potente, ante un tra­ tado sobre los problemas máximos de la filosofía política (la naturaleza de los lazos sociales y el origen de la obediencia), de la teología política (la función de la religión en el gobierno de los hombres), de la antropo­ logía política (la disposición de los seres humanos frente a la propia liber­ tad y el poder ajeno) y de la filosofía moral (la naturaleza de la felicidad y de la infelicidad). Todos estos problemas giran alrededor de lo que en Dostoievski es el problema de los problemas: el mal y su redención en el bien; en otras palabras, la libertad humana en la tensión entre nihilismo y esperanza, entre vacío y plenitud de la existencia. Podemos decir que en la Leyenda, situada en la «parte culminante» de la novela2, construida esta última de manera dicotómica (aut-aut, pro-contra), esa tensión está sintetizada y elevada a la extrema potencia. Es una revelación, o mejor, 1. V. Roznnov, La legenda del Grande Inquisitore [1891], Marietti, Genova, 1989. 2. Carra a K. P. Pobedonoshev, del 19 de mayo de 1879, en F. Dostoievski, Lettere sulla creatiuitá, Fcltrinelli, Milán, 2006, p. 156. 51

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la revelación de la última verdad del mundo de los humanos, una verdad terrible y obscena, que puede ser susurrada solo de tú a tú, en el silencio nocturno de una cripta en los subterráneos de una catedral de la Contrarreforma católica, para permanecer sepultada allí mismo, en el secreto de una confesión, y no, claro está, para ser proclamada a la luz del día. El cara a cara del cardenal Gran Inquisidor con Cristo asemeja una confi­ dencia entre dos seres que tienen acceso a las cosas últimas y más obs­ cenas, cuyo choque pocos sabrían resistir: cosas que, precisamente por eso, deben ocultarse, confinarse, literalmente, dentro de los muros de una celda oscura y subterránea. Cristo no ha sido llevado ante el tribunal de la Santa Inquisición como se habría hecho con un caso cualquiera de herejía. No es tratado de he­ reje. La acusación que se le hace cae fuera de la inteligencia de cualquier otro que no sea uno de ellos dos, en la oscuridad rota solo por la débil luz de una linterna que permite apenas mirarse a los ojos. En una narración construida por radicales contrastes, esta escena es especular y opuesta a la que abre aquella. Cristo aparece en la «plaza iluminada por el fuego», al lado de la catedral de Sevilla, donde, la víspera, en un grandioso auto de fe, ante el rey, la corte, los caballeros, los cardenales y las damas seduc­ toras, en presencia de la ciudad entera que había acudido en masa, había sido quemado en bloque, por el cardenal «Gran Inquisidor», un buen cen­ tenar de herejes, ad maiorem gloriam Dei. Esta es la «verdad» del poder que puede y debe ser representada solemnemente en público, a plena luz del día, en un clima de fiesta prometida3. Pero ahora, en la oscura noche sevillana, calurosa y ahogada, que huele a perfume de laurel y de limón (cita puskiniana)4, tiene lugar otra representación muy distinta del poder, la del poder que no debe ser mostrado en público y que requiere iniciación para acceder a él. En las profundas tinieblas se abre la puerta de hierro de la angosta y oscura prisión abovedada del antiguo edificio del Sagrado Tri­ bunal, y el viejo Gran Inquisidor, solo, con una lámpara en la mano, entra lentamente. La puerta se cierra enseguida tras él. Se abre y se cierra sola, como por la necesidad de esconder la continuación con el mundo profano. El visitante se para en el umbral y durante un largo rato fija su mirada en el rostro de El. AI final, despacio, se prepara, posa la lámpara en la mesa y dice: «cEres tú? ¿Eres verdaderamente tú?»5. Así da comienzo la re3. F. Schillcr, Don Carlos, Marsilio, Venecia, 2004, p. 95 [acto I, escena III). 4. Cf. S. Vítale, en II grande inquisitore (con G. Colombo, «II peso della liberté»), Salani, Milán, 2010, p. 93. 5. Al contrario de lo que dice Cristo en Getsemaní: «¿A quién buscáis? Soy yo» Un 18,4-5). 52

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velación del secreto del Inquisidor, su «cuento malo». El contraste entre las dos caras del poder, la que mira a los impotentes, que debe exhibirse a plena luz, y la de los potentes que, en momentos de sinceridad, escudriñan mutuamente sus ojos buscándose en la oscuridad de la noche, no podría representarse más vividamente.

Nudos irresueltos Los superlativos abundan. La Leyenda «es la cima de la obra de Dostoievski, es la coronación de su dialéctica»; y «es asombroso el método al que recurre» para tejer «una alabanza de Cristo de eficacia incomparable», dice Nicolai Berdiaev6. Dostoievski «viene inmediatamente después de Shakespeare», «Los hermanos Karamázov es la novela más grandiosa que jamás se haya escrito» y «el episodio del Gran Inquisidor es uno de los vértices de la literatura universal, un capítulo de una belleza incompa­ rable», escribió Sigmund Freud7. La «leyenda», en palabras de uno de los mayores críticos de la obra de Dostoievski8, «pertenece al grupo de las obras artístico-filosóficas más profundas de toda la literatura mundial», tan profunda que hace dudar de que se pueda alcanzar jamás su fondo y hace sospechar que, cuando nos parece haberlo alcanzado, hay que abrir siempre uno nuevo. Esto sucede, en general, por una característica propia de la escritura de Dostoievski: una característica que se debe tener siempre presente para evitar buscar en la «leyenda» lo que no hay y para no perder lo que, en cambio, sí hay. Lo que no hay y no se quiere que haya en la Leyenda es la arenga en­ caminada a un veredicto. No es la exaltación del bien y la condena del mal, para que el primero pueda derrotar al segundo, en la medida en que el primero se pueda ver personificado en la figura de Cristo y el segundo en una figura anticrística como la del Inquisidor. En la Leyenda, en cuanto tal, no hay un «mensaje» evidente e intencional, sino la representación de un contraste existencial insuperable. En otras palabras, no se trata de una 6. N. Berdjaev, La concezione di Dostoevskij [1923], Einaudi, Turín, 2002, p. 147. [El espíritu de Dostoievski, Nuevo Inicio, Granada, 2008]. 7. S. Freud, «Dostoevskij e il parricidio» [1927], en Opere, Boilati Boringhieri, Tu­ rín, 1994, pp. 521 ss. [Dostoievski y el parricidio, en Obras completas, t. VIII, Biblioteca Nueva, Madrid, 1998]. 8. M. Bachtin, Dostoevskij. Poética e stilistica [ 1929], Einaudi, Turín, 1968, p. 204. Sobre el lugar de Bajtín en la crítica dostoievskiana, véase T. Todorov, Michail Bachtin. II principio dialogico, Einaudi, Turín 1990. [Mikha'il Bakhtine, le principe dialogique, Seuil, París, 1981]. 53

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composición en la que los pensamientos y las acciones de los personajes en conflicto entre sí sean instrumentos del autor para expresar de manera indirecta u oblicua su voz resuelta; instrumentos para insinuarse en la con­ ciencia del lector y, al final, conducirlo a la adhesión a una concepción del bien y al rechazo a una concepción del mal, según una intención externa a la puesta en escena del contraste. Las figuras que pueblan las páginas de las novelas dostoievskianas no son marionetas en manos de un titiritero al servicio de una moral apologética. No son la boca del escritor. La escritura artística de Dostoievski (precisión que excluye las páginas en las que él habla de sí mismo y en primera persona, como las del Dia­ rio de un escritor), al tratar sobre los mayores dilemas de la conciencia, no puede, sin embargo, no tener un valor moral, y ello aunque no quiera ni ser la espada que separa el mal del bien ni tampoco indicarnos el camino para convertirnos del primero al segundo. Quiere representar, por sí mis­ ma, a la humanidad en lo que es, en sus muchas versiones y contradiccio­ nes. Al decir «humanidad» no debe entenderse por ello una masa indife-enciada o «el ser humano» en cuanto tal, como abstracción o «esencia». 2ada individuo se comprende como un mundo independiente, que se construye desde dentro como consciencia de sí mismo y está representa­ do en diálogos interiores y exteriores hechos de preguntas, laceraciones, contradicciones que pueden llegar hasta la tragedia. Se podría incluso decir que, si encontramos en Dostoievski una idea esencial del ser hu­ mano «realizado», esta es una «metaidea», una idea de ideas que encierra todos los ovillos enmarañados de los conflictos irresueltos que forman la psique de los seres humanos concretos que pueblan sus cuentos y no­ velas. El resultado de su escritura es la representación de estos enredos, no la disolución de los sentimientos, de las inquietudes, de las contradic­ ciones, de las introspecciones. En otros términos, es la descripción que él pretende que sea realista, objetiva, del alma humana en sus infinitas variantes. Esta característica justifica la definición de «novela objetiva» dada por el autor de ¿Qué hacer?, Nicolai Gavrilovich Chernishevski, a este tipo de escritura9.

Realismo del alma Ya desde 1838, cuando no tenía más que diecisiete años, Dostoievski ex­ presó la que habría de ser su idea más profunda sobre la relación por él de­ finida entre intelecto y alma, entre conocimiento y sentimiento: una vena 9. M. Baclitin, Dostoevskij..., cit., pp. 90 ss. 54

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ideal que quizá perviviera subterráneamente en el periodo 1845-1849, los años transcurridos bajo la influencia de ideas socialistas de tendencia radical y occidentalizantes, concluido con el arresto y la condena a muerte; una idea, sin embargo, que estaba destinada a irrumpir de ma­ nera irrespetuosa en los años de madurez, tras el retorno de los trabajos forzados. Escribía a su hermano Mijail Andreivich: «Para saber más, di­ ces tú, hay que sentir menos, y viceversa; pero esta es una regla insensa­ ta, un delirio del corazón... la naturaleza, el alma, Dios, el amor... pero todo esto se conoce con el corazón y no con el intelecto. Si fuésemos puro espíritu, es cierto que viviríamos y nos remontaríamos a la esfera de ese pensamiento por encima del cual se eleva nuestra alma cuando quiere resolver el misterio en él contenido. Pero somos polvo, los hom­ bres tenemos que intentar resolver el enigma, pero no somos capaces de abrazar de una sola vez la idea. Lo que permite al pensamiento abrazar la corteza efímera para llegar a la sustancia del alma es el intelecto. Pero el intelecto es una facultad material... El alma, en cambio, o el espíritu, vive de la idea que le llega sugerida por el corazón... El pensamiento nace en el alma. El intelecto es un instrumento, una máquina puesta en movimiento por el fuego espiritual... Además... el intelecto del hom­ bre, una vez arrastrado al campo del conocimiento, actúa independien­ temente del sentimiento, y en consecuencia, del corazón»10. Y al final, la conclusión: renunciando al corazón, «cuántos absurdos sistemas filosó­ ficos han nacido de geniales cabezas exaltadas; para deducir un resulta­ do exacto de este confuso conjunto tan variado hay que reducir [al ser humano] a fórmula matemática». Mientras que la razón puede ponerse «en la línea recta» de un algorit­ mo, en «férreos trazos rectilíneos»11, las pasiones no pueden. Las pasiones trastornan las almas, las transportan y alguna vez las arrojan aquí y allá, de modo que se las puede solo describir una por una, y nunca una por todas. No puede haber teorías generales de la conciencia. En una carta un poco anterior, también dirigida al hermano, se lee: «Una sola con­ dición ha sido concedida en suerte al hombre: la atmósfera de su alma está formada de una combinación del cielo con la tierra. ¡Qué criatura rebelde a toda ley es el hombre! En él la ley de la naturaleza espiritual ha sido violada»12. 10. Carta del 31 de octubre de 1838, en F. Dostoicvski, Lettere sulla creativita, cit., p. 24. 11. F. Dostoicvski, «Una inórale in ritardo», en Diario di tino scrittore [1873), Bom* piani, Milán, 2010, pp. 690 s. [diciembre de 1876). 12. Carta del 9 agosto 1838, en F. Dostoievski, Lettere sulla creativita, cit., p. 23. 55

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Aunque, en general, no haya peor intérprete que el que lo es de sí mis­ mo, en este caso lo cierto es que Dostoievski ha comprendido claramente la esencia de su propio trabajo literario. «Todos nosotros —había dicho en un primer momento— salimos de debajo de la capa de Gogol»; pero des­ pués, en un segundo momento, se había distanciado de esta afirmación. El realismo gogoliano es el del bocetista que mueve sus grotescos personajes «de modo característico», como un «pintor de insignias», un «pintor de brocha gorda»13. El realismo de Dostoievski no agota el propio objeto ni siquiera en la llamada «vida real», como la vida de la gran ciudad, como podía ser París (para Balzac), Londres (para Dickens), San Petersburgo (para Gogol y para él mismo)14, y ni tan siquiera en las estratificaciones de la sociedad rusa, con sus usos, costumbres y modos de pensar caracte­ rísticos. Todo eso existe y está representado como fondo variado, pero no agitado por las fracturas y por las tensiones sociales que en la Europa oc­ cidental de ese tiempo otorgaban a la literatura un característico sabor clasista15. La sociología política, dicho brevemente, no es motivo domi­ nante de la inspiración poética tal y como Dostoievski mismo la entien­ de: «Sobre la realidad y sobre el realismo yo tengo otras ideas muy dis­ tintas de las de nuestros realistas y críticos. Mi idealismo es más real que el suyo. ¡Por Dios! Si se contara con todo detalle todo lo que nosotros, los rusos, hemos vivido en estos últimos diez años en el curso de nuestra evolución espiritual, ¿acaso no se pondrían a gritar que se trata de una fantasía? ¡Y en cambio, este es precisamente el eterno, el auténtico realis­ mo! Este es precisamente el realismo, solo que es más profundo, mien­ tras que el suyo pesca poco»16. Sobre todo a partir de su excavación en el «subsuelo», el realismo dostoievskiano es «más profundo» del de los «realistas y críticos», porque no se preocupa primariamente ni del paisaje exterior ni tan siquiera de las estructuras sociales en las que actúan las figuras humanas que pueblan sus novelas. La atención se desplaza del «panorama exterior» —objeto de la primera novela, Pobre gente—, a través de Humillados y ofendidos, al «panorama interior». El objeto pasa a ser la «estructura del alma» o la 13. F. Dostoievski, «La maschera» [ 1873], en Diario di uno scrittore, cit., p. 130 [«La máscara»]; al respecto véase P. Tufari, «Introduzionc» a // Grande Inquisitore, Lavoro, Roma, 1995, pp. 18 s. 14. Cf. D. Fanger, Dostoevskij and Roniantic Realista. A Study of Dostoeuskij in Reíatiott to Balzac, Dickens and Gogol, Harvard UP, Cambridge, 21998. 15. E. Auerbach, Mimesis. II realismo nella letteratura occidentale, Einaudi, Turín, 2000, vol. II, pp. 300 ss. [Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, FCE, Madrid, 1983 (II parte, cap. IX)]. 16. Carta del 11 diciembre 1868, en F. Dostoievski, Lettere sulla creativitá, cit., p. 96.

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«constitución espiritual», puesta en evidencia con la fuerza de la inmedia­ tez que pasa por encima de los condicionamientos, las atenuaciones, las convenciones derivadas de los distintos «ambientes». La estructura subje­ tiva del alma, sin embargo, no se busca ni se indaga como si se tratase de la construcción de una idea de lo humano. El cambio está en la experien­ cia del confinamiento, recogida en Memorias de la casa muerta (1860), experiencia que pone a Dostoievski en contacto con la realidad espiritual de la Rusia en la que, desde entonces, él ya no dejará de sumergirse como en la única realidad verdadera, digna de fidelidad (de ahí su desprecio por los «rusos del extranjero»17). En este sentido, su realismo se connota de idealismo patriótico, de «aura del espíritu ruso»18. Se trata, pues, de un realismo cultural-antropológico, no sociológico, y tampoco psicológico. Su tarea es, «en pleno realismo, encontrar al hombre en el hombre... Me llaman psicólogo: no es cierto, yo soy solo realista en el sentido más alto, es decir, represento todas las profundidades del alma humana»19, del alma individual y, en el sentido ya dicho anteriormente, nacional. Su búsqueda se desarrolla en un nivel distinto del de la tipología de la psi­ que humana, como si se tratara de capítulos de un manual de psicología experimental confeccionado en laboratorios que podrían estar en cual­ quier sitio. Se podría decir que su campo de investigación es el dualismo de tierra y cielo, o de dios y demonio, cómo este entra en conflicto en el alma humana20, tal y como él ve que se manifiesta a su alrededor. Puesto que el conflicto ni está resuelto ni puede resolverse de una vez por todas, las figuras dostoievskianas del periodo de la madurez llevan constituti­ vamente en sí la contradicción y no están nunca cerradas en sí mismas, a diferencia de lo que sucede en otro tipo de literaturas coetáneas. Por eso su realismo, confrontado, por ejemplo, con el realismo sociológico-radical de un Dimitri Pisarev, uno de los maestros del leninismo, puede parecer, como en efecto lo es, falto de compromiso político. Su pa­ labra, sin embargo, no es nunca sentimental; no tiene que ver con un «rea­ lismo de los sentimientos». Al contrario, es violenta, salvaje, impetuosa, absoluta, no filtrada por la forma y por el decoro de la civilización lite­ raria occidental, como si «el péndulo de los caracteres de las emociones de los escritores rusos [Dostoievski in primis] oscilase con mayor ampli-

17. F. Dostoievski, Diario di uno scrittorc, cit., pp. 513 ss. [julio-agosto de 1876]. 18. \V. Benjamín, «£/ idiota de Dostoievski», en Obras, libro II, vol. 1, Abada, Ma­ drid, 2007, pp. 241-244. 19. En M. Bachtin, Dostocvski}..., cit., p. 82. 20. L. Basso, «La cristianitá di Dostoevskij», en Scrittistdcristianesimo, Marictti, Cá­ sale Monferrato, 1983, pp. 24 s. 57

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tud que en el resto de Europa»21. Por otro lado, es el mismo Dostoievski quien así se confiesa, casi reflejándose en sus personajes más atormenta­ dos, como Iván Karamázov: «Y lo peor es que mi naturaleza es abyecta y demasiado pasional. En todo y por todas partes llego al límite extremo; en toda mi vida he superado siempre el límite»22. Las oposiciones que cons­ truye pueden parecer demasiado rígidas, poco problemáticas, incapaces de resistir a un análisis histórico-ideológico. Sin embargo, precisamente por esta inmediatez suya, «pescan más» en el alma humana y hablan de forma absoluta, independientemente de los contextos histórico-sociales: ponen problemas que van más allá del tiempo en que fueron formulados. Dostoievski, además de no ser sociólogo y ni siquiera un psicólogo de manual, tampoco es un teólogo23. Su realismo se detiene ante Dios, pero no ante el Demonio. Mientras que «lo demoníaco» a veces aparece «en persona» (como en la pesadilla de Iván Karamázov)24, «lo divino» nunca aparece representado en el relato de sucesos y aventuras «direc­ tas». Lo divino domina el pensamiento dostoievskiano no en cuanto tal, sino en cuanto parte constitutiva del ser humano, en cuanto «divino en lo humano», es decir, como reflejo, como complementariedad de lo de­ moníaco25. Cuando lo humano intenta realizarse en lo divino, como en el caso de Kiríllov en Los demonios26, hay suicidio. En la Leyenda Cris­ to realiza dos gestos: al principio, como acto de reconocimiento, repite el milagro de la niña resucitada (Me 5, 41), y al final, como despedida, da un beso. Pero entre el principio y el final hay solo su silencio, un pro­ fundísimo silencio que excava hasta el fondo en el alma de su interlocu­ tor, el Inquisidor, quien no pretende en modo alguno hacerse Dios, sino hacerse hombre expulsando de sí a Dios. Esta es ya, quizá, una primera explicación del extraño diálogo con Cristo, a quien no le es dado decir ni una palabra.

Nada es puro En un escrito que rezuma disgusto e indignación, David H. Lawrence, precisamente con respecto a la Leyenda, habló de un espíritu rencoroso 21. E. Auerbach, Mimesis, cit., vol. II, p. 303 [II parte, cap. IX]. 22. Cit. en V. Laksin, «11 giudizio su Ivan Karamazov», en FK XVII. 23. N. Berdjaev, La concezione di Dostoevskij, cit. [El espíritu de Dostoievski, cit.]. 24. [HK 1004-1031 (IV parte, libro XI, cap. IX)]. 25. T. Kasatkina, Dostoevskij. ll sacro nel profano, Rizzoli, Milán, 2012. 26. F. Dostoievski, 1 demoni, Einaudi, Turín, 1998, III parte, cap. VI. [Los demonios, Alianza, Madrid, 2011]. 58

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en el que, «como siempre en Dostoievski», convive una singular mezcla de sorprendente perspicacia y de torpe perversidad, donde «nada es puro», donde amor y odio se aprietan mutuamente sin que «el pensador» lo­ gre deshacer su nudo27. Entre los grandes personajes, solo Mishkin, el «totalmente bueno», y Stavroguin, el «totalmente perverso», escapan a la ley de la mezcolanza. Pero, si escapan, es por una especie de enfermedad del alma. ¿En qué debería consistir esta pureza cuya esencia es objeto de reprensión? En la separación interior del bien respecto del mal, de Dios respecto de Satanás. Pero semejante pretensión sería claramente contraria no solo al proyecto poético de Dostoievski, sino incluso a su misma con­ cepción de la naturaleza conflictiva del alma humana, naturaleza que, en todo su realismo, tenía que ser representada por él. Más aún: no solo naturaleza conflictiva, sino, a veces, también incertidumbre e ignorancia de lo que sea el bien y de lo que sea el mal. El Versílov de El adolescen­ te es una figura huidiza, para sí y para los lectores, hecha de virtud y de infamia. La misma prueba de «impureza» se encuentra en Arcadi Dolgoruki, el adolescente, y, por poner una prueba capital, en La sumisa28, en la figura del marido, en quien los más viles y los más nobles motivos de la conciencia se entrelazan en lo que, a primera vista —para quienes buscan soluciones, aseguraciones y pacificaciones, es decir, consolacio­ nes—, no puede sino aparecer como una sustancia moral cambiante. El ser humano no sabe qué Ser es él. No hay en su base una decisión, una decisión que valga de una vez por todas. Es un «enigma», como ha dicho Mitia Karamázov, no porque no se lo pueda descifrar momento a momen­ to, sino porque a cada momento puede ser distinto del momento que lo ha precedido y del que lo seguirá. A su vez, también el propio Dostoievski, personalmente, está implica­ do en el juicio: nada es puro tampoco en él; es más, en él menos que en otros. Si «el hombre sano es el hombre terreno por excelencia», es decir, el hombre de una sola dimensión en la que encuentra plenitud y orden, los personajes de Dostoievski son sujetos patológicos y no podrían elevarse a representaciones de lo humano «normal». Estarían en su sitio en la casuís­ tica de los manuales de psicopatología, pero no en la literatura que pre­ tende dirigirse al ser humano in universalibus19. El mismo Dostoievski no 27. D. H. Lawrence, «Prefacc to Dostoevsky’s The Grand hiquisitor» [1930], en R. Wellek (ed.), Dostoevsky. A Collection of Critical Essays, Prenticc-Hall, Englewood Cliffs, 1962, pp. 90 ss. 28. F. Dostoievski, Diario di uno scrittore, cit., pp. 633-675 [noviembre de 1876]. 29. V. Nabokov, Lezioni sulla letteratura rusa, Garzanti, Milán, 1994, p. 132 (Dos­ toievski se ocupa a toda marcha de «complejos prefreudianos», de «desventuras de la digni­ dad humana»; «desparrama a Jesús por todas partes»; pinta la finalidad de la vida como «un 59

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sería un hombre sano, puesto que sus personajes son enfermos. Como les sucede a su héroe Raskólnikov y a Iván Karamázov, también a él se le aparecen fantasmas que proceden del mundo demoníaco y del mun­ do divino. «Las manifestaciones morbosas de la voluntad» son, para sus críticos, el campo predilecto de sus ejercitaciones artísticas. Franz Kafka, según testimonio de Walter Benjamín, atribuía a Dostoievski (y a Chopin) «una influencia particularmente perniciosa para la salud»30. La suya sería una «sensibilidad morbosa». El mismo toma muy en serio esta definición, que le toca directamente, y dedica muchas páginas de su Diario a su propia defensa, a propósito de su «debilidad por las manifes­ taciones morbosas de la voluntad»31. «Santo criminal» es la definición que, con la autoridad de Thomas Mann32, se le ha quedado pegada de manera irrevocable, cual mezcla específica de su genio artístico. De he­ cho, es difícil de creer que una tal capacidad de profunda y atormen­ tada introspección en la psique de sus personajes —sobre todo de los más ogrados— sea posible si no es como proyección de los caracteres de su isma psique. ¿Quién puede inventar de la nada, no por simple y exteor imitación, algo que ya no le pertenece? Al leer, por ejemplo, la conesión del «hombre del subsuelo», y el largo y contradictorio camino in­ terior de Raskólnikov, o, aún, el tormento del marido frente al cadáver de la sumisa esposa suicida, que él mismo ha anulado, o el diálogo de Iván Karamázov con su alterego demoníaco, ¿no se nos insinúa acaso la sospe­ cha de estar ante un cierto elemento confesional de sí mismo? Incluso en la terrible «confesión» de Stavroguin al obispo Tichon, en la que se decla­ ra culpable de haber inducido al suicidio a la niña violada por una simple razón de goce estético, incluso aquí se ha conjeturado la existencia de un precedente que de algún modo habría tenido que ver con el escritor. De hecho, aun sin dar crédito a esta malévola insinuación, es difícil que la criatura (literaria) no lleve consigo —poco o mucho— algo del crea­ dor. Lo que separa constitutivamente a Dostoievski de un Tolstói, por ejemplo, es el inmanente y oprimente sentido de culpa que sobrevuela sobre el primero de ellos y sobre las figuras de sus obras. llegar pecando hasta Jesús»»); íd., Disperazione, Adelphi, Milán, 2006, donde (en p. 104) lla­ ma a Dostoievski «el famoso autor de novelas policíacas rusas». [Curso de literatura rusa, B de Bolsillo, Barcelona, 2016; Desesperación, Anagrama, Barcelona, 1999]. 30. W. Benjamín, «Appunti Svcndborg», en Opere complete, cit., vol. VI, p. 186. IObras, libro VI, Abada, Madrid, 2017, pp. 689 ss.]. 31. F. Dostoievski, Diario di uno scrittore, cit., pp. 1209 ss. [ 1 de diciembre de 1877]. 32. T. Mann, «Dostoevskij - Con misura!» [1945], en Nobiltá dello spirito. Saggi critici, Mondadori, Milán, 1953, pp. 605 ss. [Ensayos sobre música, teatro y literatura, Alba, Barcelona, 2002]. 60

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También puede añadirse que lo mismo se puede decir del lector, en medida proporcional, claro está, a su modo de sentirse dolorosamente implicado y trastornado al seguir la excavación de la psique llevada a cabo por Dostoievski. Para no ser rechazado, como si se estuviera frente a una cosa extraña o insignificante, si no abstrusa o banal, es necesaria una particular predisposición de ánimo, algún tipo de «afinidad con el objeto, con Dostoievski mismo, algo de su espíritu»33. Como ha escrito George Steiner34, el mundo de la literatura se puede dividir entre quienes están de parte de Tolstói y de su alma soberana y quienes están de parte de Dostoievski y de su alma subyugada. Estar en sintonía con este último es, por sí misma, una razón de turbación. El mismo Dostoievski tomó en consideración este aspecto de su obra, ligado a su personalidad, en respuesta a un «señor Observador» que le reprochaba tener su «campo de acción» en las «manifestaciones morbosas de la voluntad»35. Se dice que Turguéniev, a propósito de El adolescente, habría dicho con cierta malevolencia, pero no sin razón, que Dostoievski se había deleitado quitándose las costras de sus heri­ das sangrantes y grumosas y había hecho con ello un caldo infame que servirnos. El compañero del viaje a Florencia en 1862 y crítico litera­ rio Nicolai Nicolaievich Strájov, ajustando retrospectivamente las cuentas con Dostoievski, a quien además había estado unido de joven por lazos de amistad, lo describe en 1913 como «un hombre malo, envidioso, di­ soluto, semejante en todo a los peores personajes de sus novelas»36. En breve: puede ser objeto de amor o de odio. Divide. Se lo puede amar u odiar, incluso despreciar. Vladimir V. Nabokov lo describe no solo como un hombre despreciable, sino también como un «escritor banal, vulgar, que se nutre de idioteces y cuyo único mérito es haber escrito páginas de humor»37. A su vez, Sigmund Freud habla de la personalidad de Dostoievs­ ki como de la de un «delincuente o pecador», con una «fuerte tendencia destructiva y autodestructiva» marcada por el sentido de culpabilidad y el masoquismo, y atestigua la «relación implícita» de Dostoievski con el 33. N. Berdjaev, La concezione di Dostoevskij, cit., p. 8. 34. G. Steiner, Tolsíoj o Dostoevskij, Garzanti, Milán, 2005. [Tolstói o Dostoievski, Siruela, Madrid, 2002]. Para la contraposición entre la «pureza» de Tolstói y la «impureza» de Dostoievski, véase D. S. Mirskij, Storia della letteratura russa, Garzanti, Milán, 1965, p. 287. [A bistory of Russian literature, George Rourledge 8c Sons, Londres, 1927; Algu­ nas observaciones sobre Tolstoi y otros ensayos, FCE, México, 1998]. 35. F. Dostoievski, Diario di uno scrittore, cit., p. 1209 |1 de diciembre de 1877]. 36. Al respecto, véase L. Satta Boschian, «Le dimenticate bencmerenze di N. N. Strachov»: Europa Orientalis 13 (1994), p. 315. 37. Véase V. Nabokov, Lezioni sulla letteratura rusa, cit. 61

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parricidio, revelado a través de sus creaciones literarias, Iván y Mitia Karamázov con relación a su hermanastro Smerdiákov38: relación vivida con sentimiento de culpa y, al mismo tiempo, con admiración narcisista. :omo se verá— el encuentro entre Es sumamente «impuro» también Cristo y el Inquisidor en la celda de la catedral de Sevilla. La «impureza» dostoievskiana —que es característica suya— no es en sí misma anormalidad o locura. Ahí reside el aspecto inquietante de las numerosas figuras psicológicas de sus novelas, dominadas por violentas pasiones antagónicas: se trata, según la antropología dostoievskiana, de lo que guarda la naturaleza humana ordinaria. En respuesta a una crí­ tica sobre el caso Kornílova (una madrastra que había empujado por la ventana a su pequeña hijastra), crítica dirigida contra él por un «obser­ vador» que notaba su «debilidad por las manifestaciones morbosas de la voluntad», Dostoievski respondía de este modo: «En efecto, a veces me parece haber logrado demostrar, en mis novelas y cuentos, que ciertas per­ sonas que se consideraban sanas en cambio están enfermas». Pero ¿en qué sentido enfermas? «¿No sabéis que muchísimas personas están enfermas orecisamente de salud, es decir, de una desmedida seguridad de la propia íormalidad, y por eso mismo contagiadas por una terrible presunción, por una inconsciente autoadmiración que a veces llega incluso a la infa­ libilidad?... Estos hombres llenos de salud no están tan sanos como se creen, sino que, al contrario, están muy enfermos y deben curarse»39. Una definición perfecta de su campo de investigación: la enfermedad de la des­ medida seguridad de la propia normalidad.

é Comprenderlo todo es justificarlo todo? El realismo de la psique dostoievskiano está encaminado a la compren­ sión de lo que se llama «conciencia», en todos sus pliegues y en todas sus contradicciones. ¿En qué se basa el juicio de impureza? Evidentemente en la convicción de que «comprenderlo todo es justificarlo todo», es decir, mezclar todo sin discernimiento. Todo comprender puede, en efecto, equivaler a darse una razón de cada cosa y, así, no distinguir lo sublime de lo abyecto, lo íntegro de lo corrupto, lo noble de lo vil. En el lenguaje común —a menudo índice de algo más profundo— la expresión «isé comprensivo!» significa «justifí­ came», «no tomes partido». Y si todo es justificable, todo tiene su razón; 38. Véase S. Freud, «Dostocvskij e il parricidio», cit., pp. 1029 ss. 39. F. Dostoievski, Diario di uno scrittore, cit., p. 1209 [diciembre de 1877, cap. IJ. 62

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o lo que es lo mismo, ninguna cosa la tiene. Uno y otro pensamiento, aun opuestos en su contenido, convergen en la única, amarga e «impu­ ra» conclusión: si tout comprendre c’est tout aimer o, al contrario, si tout comprendre c’est tout mépriser40, ¿por qué motivo habría que elegir?; ¿qué motivo podría haber para adoptar una posición? Los «hombres de mundo», los cultivadores del alma humana, quienes creen «haberlo visto ya todo», y por tanto les gusta considerarse juiciosos porque son sose­ gados, en realidad son idiotas y vanas figuras de carácter optimista que «aman todo», sabiéndose dar razón de cada cosa del mundo; o también, son figuras trágicas del nihilismo, si «desprecian todo», incluso su propia vida, no sabiéndose dar razón de nada. En ambos casos, de todos mo­ dos, son figuras odiosas y estetizantes que se deleitan con suficiencia en su misma «náusea del conocimiento»41 y, con ella, alimentan su propia pereza. A menudo, energía moral y conocimiento están en una relación inversa. Quien conoce cada lado de las cosas, fácilmente puede creer que no vale la pena esforzarse por ninguno de estos lados42. La comprensión total lleva, como conclusión paradójica, a la falsa sabiduría del «todo es relativo», del «todo depende de los puntos de vista», y todos los puntos de vista son legítimos. Es esta una «sabiduría» que contiene, para quien la profesa, una autorización universal al extrañamiento del mundo. Esta suerte de fatalismo es el peligro de «quien sabe demasiadas cosas» y ter­ mina por aceptar, con ánimo resignado, relajado o dolorido, que el mun­ do es un completo revoltijo y que no hay nada verdaderamente verdadero,

40. F. Nietzsche, Nietzsche contra Wagner. Documenti di uno psicólogo. Epilogo, 2, en Opere 1882-1895, Newton Compton, Roma, 2008, p. 914. [Escritos sobre Wagner, Bi­ blioteca Nueva, Madrid, 2015]. 41. T. Mann, Tonio Kroger [1903], en Romanzi brevi, Mondadori, Milán, 1989, pp. 92 s. [Tonio Kroger, Bruguera, Barcelona, 1984]. Habla de la suficiencia, de la indife­ rencia, del irónico cansancio de la verdad: «Nada hay más sórdido y desesperado que un círculo de finos cerebros que ya lo han visto todo y dicen estar de vuelta. Todo conocimien­ to adquirido es para ellos algo rancio y empalagoso. Haced la prueba y enunciad una ver­ dad cuya conquista y posesión os hagan, quizá, juvenilmente felices; un despreciativo ‘hum, hum’ acogerá vuestro descubrimiento por toda respuesta... Ah sí, la literatura cansa... En la humana sociedad, os lo aseguro, puede ser que por un gran escepticismo y reserva uno sea juzgado como estúpido, mientras que en realidad es solo orgulloso y está desanimado... «Comprenderlo todo significaría perdonarlo todo? Eh, no lo sé. Hay algo... que yo deno­ mino la náusea del conocimiento; el estado de ánimo en el que al hombre le basta con ver a fondo una cosa para sentirse disgustado a muerte... todo esto es infame... es abyecto, es indigno, pero «para qué indignarse?». 42. W. von Humboldt, Idee sulla costituzione dello Stato suggerite dalla nuova carta costituzionale frúncese [1792], en Antología degli scritti politici di Wilhelm von Humboldt, il Mulino, Bolonia, 1961, p. 48. [Los límites de la acción del Estado, Tecnos, Madrid, 2009].

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bueno, justo y bello, porque todo puede ser falso, malo, injusto y feo, según los puntos de vista. «Mucha sabiduría trae mucha aflicción, y el que acumula ciencia, acumula dolor». Dostoievski, que a menudo cita las Escrituras, ignora el Eclesiasíés, de donde están sacadas estas palabras (1, 18). Y sin embargo, esas palabras se adaptan perfectamente a su inquisición del alma humana. También él «lo ha visto ya todo», y así nos lo muestra. En él, el conoci­ miento «aumenta el dolor». Pero este dolor no es náusea; es inquietud. Náusea y tormento no son lo mismo. Quien dice que la literatura de Dostoievski es «impura» es porque siente náuseas. Lo que significa que no ha comprendido, o ha comprendido mal, su fin, un fin que no es el estúpido sosiego ni el nihilismo indiferente y destructor, contra el que él, más que cualquier otro en su tiempo, ha «tomado posición», y ni siquiera la inercia del tedio, que él aborrecía sobre todas las cosas. Es la ver­ dad de la conciencia, de la conciencia inquieta, sin la que no hay posibi­ lidad de vida moral.

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La duda y la certeza

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La sabiduría dostoievskiana es todo lo contrario que resignación o es­ toica aceptación; es la duda dolorosa, de la que habla la célebre carta a Natalia Dimitrievna Fonvizina de enero-febrero de 1854, escrita al fi­ nal de la condena en la prisión de Omsk43, carta en la que puede leerse: «He escuchado a muchos decir que usted, N. D., es muy religiosa. No porque usted sea religiosa, sino porque yo mismo he vivido y probado todo eso, le diré que en [ciertos] instantes se está sediento de fe como la ‘hierba seca’ [imagen frecuente en Salmos, por ejemplo el 129], y se la en­ cuentra porque precisamente en la desgracia la verdad brilla más clara. De mí le diré que soy hijo de mi tiempo, hijo de la incredulidad y de la duda, y no solo hasta hoy, sino que permaneceré así (lo sé con certeza) hasta la tumba. ¡Qué terribles sufrimientos me ha costado —y me cuesta aún— esta sed de creer, de manera que cuanto más fuerte se hace sentir en mi alma tanto más fuertes me parecen los argumentos contrarios!». Esta es la confesión de un alma problemática, en la que está operando un me­ canismo psíquico bien conocido: a cada argumento a favor se contrapone un argumento en contra (título, como queda dicho, del libro V de Los her­ manos Karamázov), y cuanto más crece el uno tanto más crece el otro,

43. F. Dostoievski, Leltere sulla creativitá, cit., pp. 48 ss. (cita en p. 51). 64

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con la consecuencia trágica de no poderse estabilizar ni de una ni de otra parte44. Es una contradicción extenuante, y quien la haya experimentado, aunque solo sea una vez en la vida, sabe de qué carga destructiva es ca­ paz. Imagínese, pues, si se tratara de una condición permanente. La carta citada prosigue con un pasaje que, según se dice, probaría la «fe profunda» de Dostoievski: «No obstante [la duda], Dios me manda a veces algunos momentos en los que me siento perfectamente sereno; en esos instantes descubro que amo y que soy amado por los demás, y pre­ cisamente en esos momentos he concebido el símbolo de la fe, un cre­ do en el que todo es para mí claro y santo. Este credo es muy sencillo, y dice así: creer que no hay nada más hermoso, más profundo, más simpá­ tico, más razonable, más viril y más perfecto que Cristo; es más, no solo que no lo hay, sino que, incluso, con amor celoso, me digo que no puede haberlo». Fe profunda, sí; pero «intermitente», que vale solo para «esos momentos». ¿Y en los demás? Pregunta que vale también para la céle­ bre, siguiente, «profesión de fe», a la que Dostoievski debía estar muy unido, si la pone también, en los mismos términos y a una distancia de diecisiete años —aunque sea como resumen de cuanto precedentemente ha afirmado el cínico Stavroguin— en boca de otra alma dividida que evi­ dentemente gozaba de su simpatía: el Satov de Los demonios, el revolu­ cionario sentimental, trágico, atormentado e inconsecuente, asesinado por sus mismos compañeros a causa de sus tormentos: «Llego a decir que si alguien me demostrara que Cristo está fuera de la verdad, y si fuese efectivamente verdadero que la verdad no está en Cristo, entonces yo preferiría permanecer con Cristo antes que con la verdad»45. De todos modos, todo esto es autobiografía y no literatura. Puede servir para la reconstrucción de la personalidad del escritor, pero no para la interpretación de su obra, en cuyo ámbito el intérprete queda progra­ máticamente libre para proceder por sí mismo. Dado, pues, el carácter ob­ jetivo del arte dostoievskiano, habría que mantener siempre separado lo 44. Una descripción potente del cortocircuito moral del que se habla en el texto se en­ cuentra en la primera parte de Antonio y Cleopatra, donde Shakespeare describe la contra­ dicción y la vuelta de tuerca cada vez más profunda que se produce cuando fuerzas antagó­ nicas no se combaten sino que se alimentan unas a otras; es decir, cuando el crecimiento de una fuerza hace crecer a la otra. Antonio, cuanto más se convencía de la necesidad de volver a Roma para cumplir con sus deberes políticos, tanto más lo subyugaba la imposibilidad de dejar a Cleopatra. 45. Carta a Natalia Dimitrievna Fonvizina de enero-febrero de 1854, en Lettere sulla creatiuitd, cit., p. 51. «¿Pero no era usted quien me decía que si le hubieran demostrado que la verdad está fuera de Cristo, habría preferido permanecer con Cristo anres que con la ver­ dad?»» {I dentóni, cit., p. 233 [II parte, cap. I, ap. VIIJ). 65

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que en las novelas y los cuentos se representa de lo que el escritor dice de sí mismo. Así es, por ejemplo, su declaración sobre la «fragua de las dudas», en la que se habría forjado su fe, que aparece en los Cuadernos de traba­ jo de 1880-1881, precisamente a propósito de Los hermanos Karamázov: «No es como un niño como creo en Cristo y profeso esta fe; mi hosanna ha pasado a través de la gran fragua de las dudas, como dice el diablo en esta novela»46. Por otro lado, el diablo así evocado —el diablo que com­ parece como alter ego de Iván— habla de sí mismo como del «encargado de negar», y añade que sin negación no habría crítica y que, sin crítica, no quedaría más que el hosanna; «pero para la vida el hosanna solo es poco; es necesario que este hosanna pase a través de la fragua de las dudas», la cual, evidentemente, no es solo un estado pasajero, sino permanente. De todos modos, como quiera que sea, el camino personal de Dostoievski de la incredulidad a la fe —suponiendo que así haya sido47— no debe orientar la interpretación de su obra, en la que en cambio se encuentra más bien, precisamente, la representación de una fragua en la que se su­ merge la psique del lector.

In interiore homine. Manchas de tinta El programa de una literatura consolatoria es ocultar al ser humano de sí mismo, o mostrar solo su lado edificante: para disminuir el dolor dismi­ nuyendo el saber. El realismo del alma humana de Dostoievski persigue el programa opuesto: eliminar toda seguridad y hacer consciente. Para rea­ lizar este programa de excavación realista en las conciencias, la realidad estremecida de la humanidad queda grabada fríamente, objetivamente, en sus extremas oscilaciones. El escritor se esfuerza por estar frente a sus criaturas exactamente como nos ponemos nosotros frente a ellas en ca­ lidad de lectores. Su grandeza está en la profundidad y en la veracidad que no pueden dejar indiferentes, tanto más cuanto más grandes son los dilemas morales que laceran las conciencias. No dejan indiferentes, a me­ nos de ser de ánimo ligero y sin sustancia, e inclinados a tomar todo a broma, a profanar todo, incluso hasta llegar a la burla y la parodia. Pero, incluso en una época superficial, en la que la seriedad por sí misma no es 46. FK 842 [HK 1016 (IV parre, libro XI, cap. IX)]. X. Tilliettc, Filosofi davanti a Cris­ to, Queriniana, Brescia, 1991, p. 299; M. Ivaldo, «La libertó e Dio. Pareyson, Dostoevskij e il ‘crogiuolo del dubbio’»: 11 Regno 8 (2011), pp. 243 ss. 47. S. Frcud, Dostoeuskij e il parricidio, cir., p. 1027, donde se da de la indecisión de Dostoievski una interpretación psicoanalítica, «constitucional», podríamos decir. 66

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un honor y a menudo es ridiculizada, hay interrogantes y dilemas que, hasta ahora, no han sido objeto de burla. Este es el caso aquí. André Gide48 dijo que Dostoievski era para él un pretexto para expre­ sar sus propios pensamientos. Las páginas de Dostoievski han sido defi­ nidas como «test de Rorschach»49, es decir, como manchas de tinta en las que nosotros mismos estamos llamados a encontrar una forma, un signi­ ficado. Encontrándolo, revelamos no la suya, sino nuestra propia psique.

¿De qué parte estar? Remisión Terminada la escucha interior de la perorata del Gran Inquisidor y escu­ chadas las pocas y apenas insinuadas palabras de rebelión contra su tris­ te antropología que Aliosha dirige a su hermano Iván, es natural pregun­ tarse: ¿de qué parte estar? La pregunta está tanto más justificada cuanto que el Inquisidor-acusador está pintado con colores inflamados y su ar­ gumentación procede con fuerza abrumadora frente a un Cristo mudo o, quizá, enmudecido: o de esta parte o de aquella otra, dice la Leyenda. La respuesta, que en cualquier caso se debe dar, no se encuentra, sin embar­ go, en la Leyenda misma. Si bien habla de ella como de «una alabanza de Cristo de una eficacia incomparable», Nicolai Berdiaev ve en ella «un enigma»: «No está totalmente claro de qué parte está el autor mismo. Mucho se deja a la intuición de la libertad humana... la leyenda sobre la libertad tiene que dirigirse a la libertad»50. Igual que «el hombre del subsuelo» entra en conflicto con el orden del mundo del «sobresuelo» y el conflicto se explica a través de la propia abyección, es decir, literal­ mente, con el propio escandaloso «arrojarse fuera» de las reglas, de la moral, de las conveniencias, de la decencia, es decir, fuera de las reglas vigentes en la vida que aquel rechaza y de la que es rechazado, sucede lo mismo con el Inquisidor, quien, provocativamente, da la vuelta e invierte la visión del mundo y del ser humano en la que nos gusta reconocernos y teje la alabanza de lo que nos gustaría no tener que ver. En ambos casos se trata de un diálogo interior que se alarga al mundo exterior al que perte­ necemos: mundo que aparece no tanto como objeto cuanto como mudo interlocutor. 48. A. Gidc, Dostoevsky, Pión, París, 1930, p. 252. [Dostoievski, Ediciones del Sub­ suelo, Barcelona, 2016]. 49. S. Karlinsky, Dostoevskij's Critne and Punishment. A Norton Critical Edition, cd. de G. Gibian, W. W. Norton, Nueva York, J1989, pp. 612 ss. 50. N. Berdjaev, La concezione di Dostoevskij, cit., p. 147. 67

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Se ha dicho que en estos textos no se habla del mundo, sino con el mundo51. Y en esta confrontación dilemática el lector está llamado a to­ mar posición, a pronunciar su palabra, que es la palabra sobre el mundo. No se dice que tenga que tratarse de un veredicto. Podría tratarse, simple­ mente, de la prosecución en nosotros mismos, en el tiempo en que hoy vivimos, del diálogo puesto en escena por Iván Karamázov en las cárceles de la catedral de Sevilla: «con nosotros mismos» no significa «según nues­ tra ética solitaria», sino respecto a nosotros mismos que vivimos nuestra época y en dicha época nos colocamos. Las preguntas interpretativas y las respuestas interpretadoras dependen, sí, de nosotros, pero de nosotros colocados en el tiempo en que nos formamos nuestras categorías inter­ pretativas de la relación que establecemos con el mundo. De donde re­ sulta que puede ser que esa palabra pueda variar y no ser, hoy, la misma de quien se hubiera interrogado después de la Primera Guerra Mundial, o durante y después de los totalitarismos, o en las sociedades por re­ construir después de las destrucciones, o en un tiempo que va hacia una catástrofe nihilista o que cae bajo el dominio de la técnica aliada con los poderes financieros sin más propósito que ella misma. Dicho de otro modo: las respuestas tienen que ver con las biografías de quien lee y de quien ha escrito la leyenda, no con la leyenda como tal. Es verdad, como se ha escrito52, que todo el relato, y especialmente la pregunta que Aliosha, al final, dirige a su hermano: «¿Y tú con él?», es decir, con el poderoso y maligno espíritu del desierto, están entrela­ zados de manera evidente con el alma del autor. Pero también es verdad que, frente al texto y a su fuerza, «los rostros se confunden ante nuestros ojos, dejándose vislumbrar uno detrás de otro, tanto que nos olvidamos de quién está hablando por boca del Inquisidor, y ni siquiera vemos al Inquisidor; frente a nosotros, en una imagen ondulante y difuminada, está el espíritu maligno que, como hace (dos) siglos, disuelve su prolusión tentadora entonces tan concisamente enunciada». La Leyenda, en cam­ bio, como todas las tentaciones, es doble: de una parte, uno, Cristo; de la otra, el otro, el demonio. Incluso la implícita llamada a la libertad, que emerge del silencio de Cristo, es una tentación. La fuerza de la Le­ yenda no está en las respuestas, sino en las preguntas alternativas, seduc­ toras e ineludibles que plantea. La fuerza de estas páginas, inquietante y a veces abrumadora, está en el hecho de que, en el dar respuestas, nos desvelamos a nosotros mismos. «Noli foras iré, in te ipsum redi», porque

51. M. Bachtin, Dostocvskij..,¡ cit., p. 310. 52. V. Rozanov, La legenda del Grande inquisitore, cit., p. 121. 68

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«in interiore homine habitat veritas» [No vayas fuera, entra en ti mismo, en el hombre interior habita la verdad]53. Esta es la estructura narrativa, la estructura que aparece a primera vista. Pero si se excava un poco, ¿no se encuentra nada que nos diga algo del autor? ¿De veras puede el autor llegar a hacerse invisible? ¿Dónde nacen sus visiones sino en su cabeza? Dicho de otro modo: si no las so­ luciones a los dilemas, al menos las coordenadas morales en las que los dilemas se ponen son sin duda una elección que representa el mundo interior del escritor: allí está él totalmente sumergido. Esta inmersión es un compromiso total. La posición del autor está en ese compromiso. Si el mundo se representa en términos «duales» es porque dual es también, irremediablemente, el alma de su creador. Si la «dualidad» es una enfer­ medad del espíritu, Dostoievski es un espíritu enfermo, como, por otro lado, él mismo ha dicho. Sin embargo, para que pueda darse una respuesta al «de qué parte estar» de un modo no moralista, sino moral, conforme al planteamien­ to de Dostoievski, hay que remitirse a después de que se hayan intenta­ do esclarecer los términos de la dualidad, es decir, la relación que él ve entre el bien y el mal, la relación dentro de la cual está la libertad. Pero, a este respecto, las anticipaciones serían apresuradas. Aquí basta con ad­ vertir que el «comprenderlo todo» dostoievskiano impide un demasiado fácil aut-aut, que simplificaría arbitrariamente lo que más que nada «no es puro», es decir, el alma humana.

53. Agustín de Hipona, De vera religione, 39, 72.

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Capítulo 4 TRASTORNOS E IMPLICACIONES

Polifonía trágica Así pues, si de las páginas que leeremos esperamos componendas y conso­ laciones quedaremos decepcionados. En cambio, si buscamos la represen­ tación de la forja interior en la que los grandes dilemas de la vida surgen, se desarrollan y, desarrollándose, envuelven la existencia consciente de los seres humanos, entonces quedaremos cumplidamente satisfechos y, al mismo tiempo, desconcertados. Esto es lo que podemos encontrar. La llamada «sorprendente perspicacia» de Dostoievski es quizá la mayor ca­ pacidad de sondear en las contradicciones de la conciencia, y su «talento feroz» o «brutal»1 quizá no sea más que el dolor que procede de la expe­ riencia de la contradicción. Una de las características más importantes y más resaltadas de la es­ critura de Dostoievski es la polifonía2, el entrelazado de voces diversas. Para que esta no sea una constatación superficial, hay que precisar uno de los secretos de la poderosa fuerza que se advierte al acercarse a las figuras de la humanidad que él pone en escena en sus novelas y cuentos. Las distintas voces no son solo diversas, sino también plenamente coherentes, aunque no autosuficientes. Se ponen unas al lado de otras. Es más: para existir tienen que juntarse y chocar entre ellas. Pero no se fun­ den en compromisos; no producen consonancia, sino conflicto. El diálogo ni compone ni recompone ningún acuerdo; no se eleva a una voz superior de síntesis en la que se pueda distinguir «un mensaje» representativo de 1. Definición del crítico N. K. Mijailovski, Zestokij talant [Un ingenio cruel], 1882. 2. Este es el punto sobre el que el gran libro de M. Bachtin, Dostoevskij. Poética e stilistica [1929], Einaudi, Turín, 1968, hace pivotar la interpretación del arte dostoievskiano; véase T. Todorov, Micbail Bachtin. 1¡ principio dialogico, Einaudi, Turín, 1990. 70

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una visión de la verdad atribuible al autor. Es posible que de su visión pue­ da decirse solo esto: que la humanidad está entretejida de bien y mal, de entrega y perversión, de impulsos sublimes y bajezas innombrables, que tienen, cada cual de por sí, una voz propia, y que esta es la verdad a la que irremediablemente estamos constreñidos. Hasta las mismas «cosas» son a veces dúplices, tal como resuenan en el alma de los personajes y desde ella se insinúan en la nuestra, sumién­ donos en el desconcierto. Grúshenka, una de las figuras femeninas más espléndidas del arte dostoievskiano, por quien el mismo autor se sentía particularmente fascinado3, teniendo que ceder ante la sorda y triste fuer­ za de atracción que la empujaba hacia quien tiempo atrás la había «des­ honrado», manda a través de Aliosha un adiós desesperado a Mitia: «Da mis saludos a tu hermano Mitenka, y dile que no me guarde rencor, a mí, ¡su enemiga mortal! Y díselo con estas precisas palabras: ‘Al vil le ha tocado Grúshenka, y no a ti, alma noble’. Y dile aun que Grúshenka le ha querido; una horita sola, en total solo una horita le ha querido: y que él, para el resto de la vida, se acuerde de esa hora pequeñita: dile esto, es la orden que Grúshenka te da para toda la vida. Y así terminó, con la voz ahogada en llanto». Cualquiera de nosotros, por poco que tenga motivos para implicarse, se siente turbado por esta «horita sola» y piensa que es una prenda de amor que custodiar en su corazón. ¿Pero es así? «¡Hum, hum! —gruñó Rakitin riéndose—. ¡A tu hermano Mitenka primero lo degüella y después le ordena además que se acuerde de ella durante toda la vida! Esto sí que se llama ser una fiera carnívora»4. ¡Qué lío! Podría decirse lo siguiente: en la polifonía no están representadas simples contradicciones, sino contradicciones insuperables, constitutivas del alma humana. Su presencia conjunta no es un simple estado transitorio hacia una subsiguiente pacificación. Cada voz es completa en sí misma, re­ presenta una visión del mundo y de la vida, una visión que, sin embargo, no vive (o, quizá, no pueda vivir) fuera de la confrontación con las otras voces. En la tragedia clásica las figuras humanas incorporan una sola voz, la suya propia, y lo hacen de manera integral. Aquí las voces son plurales, y resuenan también, o mejor, sobre todo, dentro de las mismas figuras hu­ manas (principalmente masculinas: las femeninas son por lo general más lineales). Raskólnikov, Satov, Stepán Verjovenski, por poner solamente tres ejemplos, son «yoes divididos» entre lemas elevados e innobles, al­ truistas y egoístas. Viven de nobles ideales y de sórdidas bajezas. La poli3. F. Dosto¡evski,D/rtr/oí/
PRÓLOGOS

mía deriva, de este modo, no solo de la presencia de varios personajes en oposición y lucha entre ellos, sino, a menudo, de la existencia de varias voces que rompen la unidad de cada personaje y lo desdoblan. La figura del desdoblamiento está al principio (en forma de Doble, la novela corta que lleva ese título es de 1845) y al final de la actividad literaria de Dostoievski (la confrontación de Iván con su alterego demoníaco, en la pesa­ dilla que ocupa el capítulo IX del libro XI de la IV parte de Los hermanos Karamázov). Puede decirse que, en el arte compositivo de Dostoievski, las voces externas interesan principalmente por el eco que dejan en el drama que se desarrolla en el alma perturbada del personaje en cuestión. Es muy representativa la vicisitud interior de Raskólnikov, provocada por su con­ trato con el juez instructor Porfiri Petróvich, una figura genial cuya voz penetrante, sin embargo, está viva porque resuena, y resuena infinitas veces en la mente del asesino. Las muchas voces, externas e internas, están como prisioneras de un impasse moral. Por eso, a pesar de algunos resultados positivos que, como en el caso de Raskólnikov y Sonia Marmeládova, están llamados a termi­ nar la narración pero no a cerrarla o resolverla en el plano psíquico, esta­ mos ante una literatura trágica, una literatura de la «doble realidad», no solo entre los muchos, sino también dentro de cada uno de los seres hu­ manos. La tragedia no es solo «exterior», como en los modelos clásicos, conforme a los cuales cada persona incorpora hasta el final un destino, una necesidad que la lleva a la muerte. Es sobre todo «interior». Las vo­ ces que entran en contacto en la misma psique son íntegras y totales, a menudo colocadas en el choque entre la abstracta ideología y la concre­ ta humanidad y, a veces, entre lo humano y lo demoníaco. Por eso no se puede decir que entre ellas haya diálogo, si con esta palabra entendemos el intercambio intelectual y moral que, a partir de posiciones distintas, está abierto al entendimiento, al acuerdo, al compromiso, como solución final bajo la guía del escritor.

Voces que se derrumban No hay dialéctica, porque el choque no acontece con vistas a una síntesis que sea del interés del escritor, como propósito de su escritura. Las solu­ ciones de síntesis comportarían la renuncia, total o parcial, a lo que cada sujeto, con su propia voz dentro de sí, quiere ser en sí y por sí, lo que implicaría su transformación en una marioneta en manos del autor. Iván y Mitia Karamázov (solo sobre Aliosha pende un signo de inte­ rrogación que habría tenido que encontrar solución en una continuación 72

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narrativa, que, sin embargo, no tuvo lugar); Natasha y Aliosha en Humi­ llados y ofendidos; Raskólnikov, los Marmeládov, Svidrigáilov en Cri­ men y castigo; Stavroguin, Lizaveta Nicolaievna, Varvara Petrovna, Verjovenski padre e hijo en Los demonios; el príncipe Mishkin, Rogozhin y Nastasia Filippovna en El idiota; Dolgoruki en El adolescente (por no hablar de la multitud de personajes «menores», representativos de otras tantas figuras de humanidad) son iguales de principio a fin, más o menos coherentes y unitarios, o incluso coherentes en la contradicción de sus ac­ ciones y convicciones, en la aspiración a la salvación como en la conciencia de la muerte. Stepán Verjovenski, por ejemplo, es una mezcla coheren­ te de orgullo sincero y de efectiva villanía hasta el final de su existencia. El final de las novelas puede coincidir con la conclusión de la aventura humana de los personajes: conclusión predestinada que puede consistir en el aniquilamiento, en el suicidio o en la muerte (este último es el caso, en El idiota, de Nastasia Filippovna, perfecta y potente representación, según la psicología masculina, de la función sacrificial de la belleza fe­ menina) o en la redención de vidas perdidas y equivocadas, a menudo con la ayuda de figuras femeninas de la piedad (para Raskólnikov, Sonia Mermeládova; para el Adolescente, Sonia Andreievna), del amor (para Mida Karamázov, Katia y Grúshenka), o, cuando no hay redención, figu­ ras de una humanidad más rica y profunda (Aglayá Yepanchiná, la con­ fidente de Mishkin; María Timofeievna, la esposa demente y lisiada de Stavroguin; Dasha, la hermana de Satov; Sofia Matveievna, la consola­ dora de los últimos días de Stepán Verjovenski). Estas son, sin embargo, «conclusiones» que concluyen peripecias exteriores, pero que no resuel­ ven conceptual o moralmente las contradicciones que las han determina­ do. No se dan cambios definitivos, mejoramientos o empeoramientos por influencias recíprocas. En suma: se trata de personajes cuya composición moral es fija. Si parece que cambian e incluso que se convierten (como en el caso del stárets Zosima, una suerte de alter ego de fray Cristóforo, o de Raskólnikov), en realidad se pliegan a dilemas ya preexistentes en su estructura psíquica. Jamás, sin embargo, uno desciende a pactos intelec­ tuales con otro, ni siquiera aunque fuese con una buena finalidad. Son, como se ha dicho, «hombres-idea» o «ideas-hombre». La lógica de las grandes creaciones dostoievskianas no prevé evolucio­ nes de los personajes en algo que no son, sino solo profundizaciones de la realidad que son, en el bien y en el mal, es decir, de la realidad como con­ tradicción. Al final se pueden encontrar muchas cosas: la perseverancia en el propio carácter dominante llevado a sus extremas consecuencias, o la oscilación entre las propias inseguridades, e incluso, el fracaso y la inversión completa de lo que se creía ser, frente a una prueba cualquiera 73

PRÓLOGOS

de existencia radical. Dostoievski, haciendo sonar y resonar muchas voces, representa contradicciones que asaltan al lector privadas de indicaciones moralistas y satisfactorias salidas superficiales y síntesis pacificadoras. Por eso, por polifonía no tenemos que entender, en propiedad, diá­ logo, sino, según los casos, confrontación y choque de posiciones idea­ les. El entramado de las voces, de este modo, no forma un cuadro que trasciende las partes en una visión unitaria. Las contradicciones, cuando llegan a ser insostenibles —podría decirse que el clímax narrativo típico en Dostoievski es precisamente este: los caracteres van acentuándose has­ ta desarrollar contradicciones insostenibles— llevan al suicidio, es decir, al vacío, o a la catarsis, es decir, al relleno del vacío, como conclusión ya implícita desde el principio en la conciencia de los personajes. Por lo ge­ neral, permanecen abiertas y, en el campo de tensiones que de este modo se crea entre las voces en conflicto, el lector viene a estar continuamente solicitado, en un movimiento no lineal sino ondulatorio, de una posición a otra. A su vez, la inteligencia del lector se ve arrastrada a tomar parte en la tragedia, poniendo en juego, en el conflicto psicológico en acto, el propio discernimiento. La Leyenda es un ejemplo sumo de esta segunda posibili­ dad, donde no hay final, o, si se quiere, el final es «abierto». El lector, el verdadero lector de Dostoievski5, es decir, el que entiende sus propósitos narrativos, advierte un ensanchamiento de la conciencia, que se convier­ te en activa precisamente en el momento en el que espera una conclusión que, en cambio, falta.

La partitura De todos modos, el resultado del conjunto es la cohesión. Las voces no se disgregan una a una por senderos propios que no se cruzan. Esto es debido a que las voces están como extendidas sobre una partitura cu­ yas líneas son las coordenadas fundamentales del alma humana entre las que se desenvuelve la experiencia moral, con sus disonancias que intentan componerse en el silencio de la nada, en el suicidio o en la reconciliación y el perdón. En estas coordenadas yacen interrogantes fundamentales, que tienen que ver, por ejemplo, con la inocencia (Mishkin), la nada (Stavroguin), el crimen (Raskólnikov), el éxito (Dolgoruki), el parricidio (Iván) y, en la Leyenda, la infelicidad de la libertad. Al final, a veces, los sende­ ros se separan, remitiendo a otro tiempo que podrá ser ocupado a conti5. M. Bachtin, Dostoevskij..., cir., p. 93. 74

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nuación, futuro y posible, dejado a los propósitos del narrador o dejado a la reflexión, también futura y posible, del lector. De esta conclusión que no concluye y alude a algo más allá es expre­ sión el modo con el que se separan los hermanos, Iván y Aliosha Karamázov, después de que el primero, denunciando el mal del mundo en nombre de Satanás, se ha sacudido la fe en el bien que el segundo cultiva en nom­ bre de Cristo. Iván había preanunciado sus instintos suicidas cumplidos los treinta años, una vez transcurrido el tiempo de las pasiones que sopor­ tan la existencia sin hacerse demasiadas preguntas. Pasado aquel tiempo, se abre el que anhela el retorno al amor de los «pegajosos brotes», imagen del enamoramiento de la vida como tal, sin más preguntas6. «Salieron, pero se detuvieron en el porche de la taberna. —Escucha, Aliosha —dijo Iván con voz firme—: si en verdad no pierdo aún la capacidad de mirar los brotes pegajosos, será gracias a tu recuerdo. A mí me bastará con que tú estés en cualquier rincón del mundo, y así no le perderé el gusto a la vida ni vivir conseguirá darme náuseas. ¿Basta esto mismo para ti? Si quieres, puedes tomarlo como una declaración de amor. Pero ahora tú por la de­ recha y yo por la izquierda, y basta, ¿está claro? Y... si volviésemos a en­ contrarnos, nada me dirás de todo esto. Te lo ruego encarecidamente... Ya todo está hablado, todo dicho y redicho, ¿no es cierto? Y a ti, por mi parte, haré en pago una promesa: cuando al acercarme a los treinta años me vengan ganas de ‘arrojar la capa al suelo’, entonces, dondequiera que estés, yo iré para discurrir contigo una vez más... aunque tenga que ve­ nir de América, ya lo sabes. ¡Vendré a posta! ¡Será la mar de interesan­ te poder ver un poco de ti, comprobar cómo serás entonces! Como ves, es una promesa bastante solemne. Y realmente, quién sabe, es por siete, diez años, que nos estamos despidiendo ahora. Adiós, bésame otra vez, así, y vete... Bruscamente Iván se dio la vuelta y se fue por su camino, sin volver la vista atrás... De golpe, [Aliosha] también se dio la vuelta y echó a correr hacia el monasterio. Ya hacía rato que oscurecía, y él sen­ tía una especie de terror: algo nuevo le crecía dentro, distinto de lo ha­ bitual, algo que no habría sabido explicar. Se había levantado también, como la víspera, el viento, y los pinos seculares promovieron un lúgubre rumor en torno de él al penetrar en el bosquecillo del cenobio»7. Final abierto: ¿qué será de Iván y de sus desesperaciones? El suici­ dio parece el resultado necesario, y sin embargo de él Dostoievski hace decir a Mida: «Nuestro hermano Iván nos dejará atrás a todos nosotros.

6. FK 308. [HK 373 (II parte, libro VII, cap. III)]. 7. FK 351 s. [HK 428-429 (II parte, libro V, cap. V)]. 75

PRÓLOGOS

I

Él sí que tiene la vida delante de sí, no nosotros»8. ¿Y qué será de Mida, de sus pasiones, de sus mujeres y de sus convulsos e insensatos proyec­ tos, después de la condena? ¿Y de Aliosha y sus consuelos? A pesar de la advertencia del autor al lector, donde al más joven de los hermanos se lo llama «mi héroe»9, y de la mención al «principal, aunque futuro, hé­ roe» de su relato10, si bien no se trata de un gran hombre, Aliosha es el que tiene el perfil menos marcado, no completamente definido11. En el diálogo donde se sitúa la Leyenda, su voz hace de contrapeso, es cierto, pero en una posición menor, casi solo como contrapunto, a la voz de Iván, el verdadero héroe de la novela, en la cual, con todas sus irresuel­ tas y abismales contradicciones, aparece el rostro atormentado del propio Dostoievski. En suma, Aliosha representa un elemento fundamental de la tríada fraterna. Pero no se justificaría, referido a él, claro está, el califi­ cativo de «mi héroe». Y sin embargo, advertimos —como, por otro lado, se dice en la presentación de la novela, donde se preanuncia una segunda parte de la biografía del menor de los hermanos, en la que su vida habría sido contada «trece años después», es decir, en plena madurez— que su figura es la que tiene muchos elementos capaces de crecer. ¿En qué direc­ ción? «Por lo que respecta a la biografía, tengo solo una, pero novelas tengo dos»12. ¿Dónde está la segunda? Puede ser considerada así la parte de la triste y consoladora historia del pequeño Iliusha, que tanto llama la atención en la economía de la novela y representa una caída en la litera­ tura edificante que, sin duda, no está a la altura de las demás partes de la novela. Parece casi que al autor le hubieran faltado las fuerzas al final de su vida, y hubiera querido de todos modos cerrar la novela de su «héroe» al haber advertido la imposibilidad de señalar para él una meta más am­ biciosa. Cuando narra la consternación de Aliosha frente al mal olor que emana de la descomposición del cuerpo de su stárets, el autor anota: «Siento casi repugnancia al pararme en este fútil y escandaloso hecho... y sin duda lo habría dejado fuera, sin mencionarlo siquiera, si no hubie­ se ejercido una influencia fortísima y muy bien determinada en el alma y en el corazón del principal, aunque futuro, héroe de mi relato»13. ¿Fu-

8. FK 998 s. (HK 1206 (Epílogo, cap. II)J. 9. FK 3. [HK 17 (Prólogo del auror)J. 10. FK 438. [HK 531 (111 parte, libro VII, cap. I)]. 11. L. Pareyson, Dostoevskij. Filosofía, romanzo ed csperienza religiosa, Einaudi, Turín, 1993, p. 221 [Apéndice, ap. I], 12. FK 4. [HK 18 (Prólogo del autor)]. 13. FK 438; «futuro», en cursiva en el original. [HK 531 (III parte, libro VII, cap. I)].

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turo? No ha habido futuro para él. Aliosha ha quedado como una pro­ mesa incumplida14. Los hermanos Karamázov, en el proyecto de Dostoievski, habría teni­ do que ser solo el prólogo a una supuesta Vida de Aliosha, en la que, quién sabe, su figura habría sido completada y muchas preguntas hubieran en­ contrado respuesta. Se ha dicho también, por voces referidas y sin fun­ damento documental, quizá por razones de adaptación ideológica a las vicisitudes políticas de la Rusia del siglo XX15 o de ideología tout court [sin más), que su amor por la justicia lo habría llevado a abrazar algún pro­ yecto de revolución mundana, traicionando con ello su inicial vocación de discípulo de Cristo y de su Pater seraphicus, el stárets Zosima, a cuya muerte siguió en él un momento de profunda desilusión. En un diálo­ go entre Dostoievski y Alexei S. Suvorin, crítico literario y editor del periódico Novoe vremija (Tiempos nuevos), que tuvo lugar en febrero de 1880, es decir, en el tiempo de la gestación de Los hermanos Kara­ mázov—según el testimonio de su interlocutor—, el primero había afir­ mado que «había escrito una novela y que el protagonista era Aliosha, un joven que tras la experiencia del monasterio se habría convertido en revolucionario; después habría cometido un delito político y habría sido ajusticiado. Aliosha quería descubrir la verdad, y en el curso de esta búsqueda se habría convertido de manera natural en revolucionario»16. Quizá, pues, Dostoievski habría encontrado en la traición de la voca­ ción originaria del más joven de los Karamázov el motivo para una ex­ cavación ulterior en la conciencia de su futuro héroe, no la conciencia del hombre cegado por el fanatismo ideológico, sino del hombre cegado por el fanatismo religioso. ¿Después de Los demonios habríamos tenido quizá Los ángeles, estos no menos malvados que aquellos? Nada sabemos

14. Sobre los proyectos de Dostoievski anunciados por escrito, véase V. Rozanov, La leggenda del Grande Inquisitore [1891], Marietti, Génova, 1989, pp. 7-13. 15. Se trata de una conjetura difundida entre la crítica dostoievskiana del periodo so­ viético, cuando se llevó a cabo un intento de apropiación ideológica de la figura del escri­ tor por parte del régimen. Véase, por ejemplo, L. P. Grossman, Dostoevskij, Garzanti, Mi­ lán, 1977, pp. 606 ss.: un texto de transparente y a veces fastidiosa habilitación del escritor como descriptor de la descomposición de la sociedad rusa de su tiempo, y, por tanto (
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con seguridad; voces, pues17, que no encuentran confirmación en nada que provenga del propio interesado, Dostoievski. Quizá, en una hipotéti­ ca continuación, incluso el conflicto entre Cristo y el Inquisidor habría po­ dido tomar alguna salida para superar el impasse descrito en el texto, aunque fuera con una eterna maldición recíproca que, en aquel texto, no encontramos en modo alguno. Tampoco sabemos nada de esto. Los dos besos, de Cristo y de Aliosha, ambos a continuación de las dos sentencias pronunciadas como ruptura definitiva: «Mañana te haré quemar. Dixi»18 (el Gran inquisidor) y «Ahora me doy cuenta que tampoco en tu cora­ zón hay sitio para mí, mi querido anacoreta»19 (Iván), ¿no son quizá una apertura a la espera de algo que habría podido suceder? Después del per­ turbador acontecimiento del velatorio del cuerpo en descomposición de Zosima, «algo» había relampagueado en el alma de Aliosha, una cierta impresión tormentosa del diálogo con el hermano que lo había inducido, si bien irónicamente, a repetir sus palabras: «Yo no me sublevo contra mi Dios; solo que ‘no acepto su mundo’»20. Todo esto como puntos suspensi­ vos puestos allí para sugerir que algo, o mejor, mucho, tenía que suceder todavía. El qué, no lo sabemos, pero desearíamos saberlo. De este modo, nos damos cuenta de que tenemos que llenar con una reflexión ulterior, nuestra, si no es con una respuesta nuestra, el sentido de profundo vacío que la dolorosa melancolía de la escena de la despedida de los dos herma­ nos, antes recordada, transmite.

Fuga a varias voces Prosiguiendo con la imagen de la polifonía es fácil caer en la cuenta de la estructura de la fuga: un tema expuesto por primera voz con la tónica; re­ cuperado, como respuesta, a la dominante de la segunda voz mientras la primera prosigue exponiendo el contratema que hace de contraste; des­ pués, el ingreso de las eventuales otras voces, con la misma modalidad; 17. Como las otras según las cuales Aliosha habría tenido que convertirse en maestro en una escuela rural, y que, a través de un camino de transformación moral, se habría con­ vertido en un revolucionario que habría cultivado la idea de atentar contra la vida del zar. O que se habría casado con una mujer que ya había aparecido en la novela con un papel menor (Liza Jojlakova), para terminar después en los brazos de la bella pecadora Grushenka, que ya en la novela había despertado sus sentidos, para volver al final al monasterio y terminar en él sus días. Todo conjeturas, por lo demás bastante banales. 18. FK 347. IHK 422 (I! parte, libro V, cap. V)|. 19. FK 351. [HK 427 (ibid.)]. 20. FK 453. [HK 550 (III parte, libro VII, cap. II)J.

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luego, la inversión del tema y del contratema; el desarrollo de la polifonía hasta la contracción del material temático en el «estrecho» que conduce a la conclusión. En la fuga las voces se entrecruzan, se desarrollan, se con­ traponen sin jamás cantar al unísono, para encontrar paz en el acuerdo final que reafirma la tonalidad de base. Esta estructura la podemos encon­ trar quizá en distintas composiciones de Dostoievski21: sin duda en el diálogo entre los dos hermanos y en la confrontación entre el Inquisidor y Cristo, con la sola diferencia de que aquí, en la fuga dostoievskiana, fal­ ta la conclusión. Parece que los argumentos y los contra-argumentos, los sufrimientos y las consolaciones, las contraposiciones que hacia el final se contraen dramáticamente, tuvieran que producir ulteriores argumentos y contraargumentos, sufrimientos y consolaciones, contracciones cada vez más apretadas, sin que se vea el final de todo ello.

Uno dentro de otro Si bien el diálogo entre el Inquisidor y Cristo se considera a menudo un «aparte», un excursus que se presta a ser extrapolado, y se lo trata como una joya solitaria, una joya de luz siniestra, su significado solo se ilumina cuando se lo considera como parte de un discurso mucho más amplio y dispuesto como en círculos concéntricos. El círculo superior está repre­ sentado por la relación entre los dos hermanos. Después de años de se­ paración y de experiencias de vida distintas, que los han vuelto lejanos pero no extraños, se encuentran en una taberna por un hecho para nada casual. A ambos les mueve el deseo de recíproco desvelamiento con re­ lación a las cosas últimas del mundo, en cuya relación nutren expectati­ vas antitéticas. Entre ellos, el discurso que incorpora la Leyenda es inten­ so, amoroso. La Leyenda es una explosión unilateral de odio profundo, pero está, por decirlo así, enmarcada en aquella atmósfera fraterna. La primera, si bien ocupa casi por entero un largo y denso capítulo de la novela, depende de esta segunda. Aislarla, hacer de ella una parrafada sin más fin que ella misma, significaría privarla de su humus vital y redu­ cirla a un frío tratado, a una excrecencia incomprensible en sí misma y dentro de la economía de la novela. Es el mismo Dostoievski quien nos pone en guardia. El gesto de Cristo que, en la Leyenda, cierra su encuen­ tro con el Inquisidor, es el mismo que aquel que, en la novela, concluye el encuentro entre los dos hermanos: el beso que Iván acepta de buen 21. A la estructura de «fuga de movimientos acelerados» alude A. M. Ripellino, «Prefazione» a F. Dostoievski, L’adolescente, Einaudi, Turín, 1997, p. X. 79

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¿rado, aunque sea minimizándolo como «plagio literario»22, es una evi­ dente remisión. Pero el juego de cajas chinas es más complejo. El choque entre el Inquisidor y Cristo está dentro de la confrontación de Iván con Aliosha. Esta, a su vez, está dentro del lugar crucial de la gran novela (pro y con­ tra), el cual, a su vez, está dentro del núcleo central de la reflexión de Dostoievski sobre la condición espiritual de su tiempo en Rusia, que, a su vez, está dentro de su metafísica del ser humano. Puesto que después la escritura dostoievkiana, como queda dicho en nuestra «Advertencia» inicial, se caracteriza por ser capaz de implicar activamente la conciencia del lector, rodo esto se desenvuelve dentro de un círculo aún más amplio, potencialmente universal. Esta es la estructura. Cristo es contado por el Inquisidor: es más, quizá no sea más que «una alucinación de un viejo nonagenario»23, en la cual el viejo se refleja en su yo de joven. El Inquisi­ dor frente a Cristo es contado por Iván; Iván frente a Aliosha es contado por Dostoievski; Dostoievski frente a las figuras por él representadas es contado por nosotros, que nos sumergimos en la novela24. El secreto del Inquisidor —«no estoy contigo, estoy con él», es decir, el desvelamiento de la faz demoníaca del gobierno de los hombres— re­ sulta así el punto focal de cinco informes, cada uno dentro de otro como en círculos concéntricos. En el externo estamos nosotros, con nuestra sen­ sibilidad; después el escritor, con su vida, elaborada en medio de las con­ tradicciones en una profunda reflexión sobre la naturaleza de los seres hu­ manos; en el siguiente, Iván, portador también él de una experiencia de vida no menos profunda, si bien de creación literaria; en el más interno, el Inquisidor, también criatura literaria, representativa, sin embargo, de una concepción general del mundo. Círculos concéntricos, en cuyo centro, como punto focal, está su secreto. Nos equivocaríamos pensando, sin embargo, que el paso de un círcu­ lo a otro, hasta el centro, sería una trayectoria de especificación. Al con­ trario, es una trayectoria de generalización. La experiencia personal de Dostoievski conduce a Iván, que no es un individuo sino un tipo humano; Iván, a su vez, cuenta no un episodio de la historia de la humanidad, sino la historia en la que están destinadas a converger las historias de todos los tiempos y de todos los lugares: historia resumida en la figura del Inqui22. FK 351. [HK 427 (II parte, libro V, cap. V)]. 23. FK 335. [HK 406 [ibid.)]. 24. N. Berdjaev, Gli spiriti delta rivoluziotte russa, en S. A. Askoldov et al. (eds.), Dal profondo. URSS 1918. Undici saggi sulla rivoluzione russa, Bruno Mondadori, Milán, 1971, p. 80. 80

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sidor y en su secreto. Pero este secreto tiene que ver con cada uno de nosotros, y Dostoievski, habiéndolo revelado, nos llama a juicio como testigos y como jueces, al mismo tiempo, de la verdad o del engaño que contiene. Dostoievski y su tiempo, Iván y Aliosha, el Gran Inquisidor y Cristo, nosotros mismos y el tiempo de nuestra vida: este último ele­ mento de los círculos dostoievskianos explica la fuerza de atracción y de seducción del texto a distancia ya de casi un siglo y medio. A juzgar por la cantidad de las citas, de las interpretaciones filosóficas, politológicas, teológicas o psicológicas, contenidas en obras literarias, teatrales, operís­ ticas y cinematográficas, es una fuerza creciente25. La razón determinante de esta atención es, sin duda, la potencia con la que se plantean en pro­ fundidad cuestiones que siempre se renuevan con el cambio de época y que son ineludibles: cuestiones de siempre, también, pues, de hoy, muchas de las cuales nos instan y reclaman precisamente hoy desde muy cerca, cuando ciertas visiones con las cuales nos hemos representado a nosotros mismos y quizá consolado se empañan, y la realidad de nuestras vidas unos con otros, en lo que aún llamamos sociedad, empieza a mostrarse despiadadamente sin velos. La trama de los argumentos es muy rica en hilos entretejidos: la li­ bertad para el bien y el mal; la libertad como bendición o como maldi­ ción; el nihilismo y la violencia; la felicidad y la infelicidad de los seres humanos, es decir, la naturaleza de su ser; el significado de la vida y de su resultado mortal; el individuo y la masa; el dolor y la redención del dolor y del pecado; la religión y el ateísmo; el cristianismo, en la versión católico-romana, y la función niveladora y domesticadora de las doctri­ nas políticas y sociales. Se comprende así que la Leyenda pueda ser, y que en efecto haya sido, considerada bajo numerosos puntos de vista, necesa­ rios para iluminar todos sus muchos y muy distintos aspectos. Y se com­ prende también, dada la importancia decisiva de los temas tratados para la vida de las sociedades humanas, que haya sido comprendida a la luz de postulados, proyectos e intereses de naturaleza política, y que haya in­ cluso caído en manos de politicastros de variado género. Un texto solo aparentemente simple, con tantos contenidos que las interpretaciones se

25. Esta observación tiene que ver, en general, con la obra de Dostoievski y, en particu­ lar, con su Gran Inquisidor. Además de las informaciones de las redes telemáticas a las obvias «voces» de referencia, cabe encontrar noticias sintéticas en A. Urussov, «Dostoevskij in Ita­ lia e nel mondo»: Euthymema 4 (2011), pp. 359 ss. Entre la bibliografía más reciente, cabe señalar: G. Colombo, «11 peso delta libertá», en II grande inquisitore, Salani, Milán, 2010, pp. 57-86; E. Scalfari, L’Apocalisse del Grande Inquisitore, en Ver Vaho ntare aperto, Einaudi, Turín, 2010, pp. 196-201; F. Cassano, L’umiltá del niale, Laterza, Roma/Bari, 2011. 81

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multiplican, haciéndolo escurridizo, y, precisamente por eso, siempre nue­ vo, actual, atractivo. Se tiene la impresión —que se hace certeza cuanto más se profundiza en ella— de estar en presencia de una revelación pro­ funda. No es una página que se lee para pasar página y avanzar. Hay reve­ lación, pero quizá está incompleta, interrumpida; quizá, contra toda apa­ riencia, no sea definitiva, porque corresponde a quienes vienen después el recoger su verdad profunda.

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Segunda parte EXÉGESIS

Capítulo 1 HERMANDADES

Hermanos El significado de la Leyenda no es independiente de su colocación dentro de la confrontación entre los dos juveniles caracteres personificados por Iván (veintitrés años) y Aliosha (diecinueve): dos caracteres opuestos, sin duda, y sin embargo unidos por una profunda fraternidad, no solo carnal, sino sobre todo espiritual. Esta confrontación ocupa los capítulos que preceden el gran acto de acusación del Inquisidor: «Los hermanos se co­ nocen» y «Rebelión». Hay una cuestión «urgente para ambos»1: ¿existe algo en lo que creer y que esperar, es decir, en lo que poder tener fe?2. De la respuesta —a favor o en contra— depende la razón de vivir. Iván representa las razones en contra; Aliosha, las razones a favor: en la her­ mandad hay oposición, es decir, también aquí, un típico desdoblamiento dostoievskiano, un ejemplo de composición dialógica. Ellos representan el aut-aut que dominaba al espíritu ruso de entonces, «literalmente infec­ tado de Dios»3 y a la espera de una gran revelación histórica, de un apoca­ lipsis que desgarrase el velo de una sociedad cerrada, opaca, incompren­ sible, violenta, agitada por atentados y homicidios políticos, sobresaltos y desórdenes que culminaron, en 1881, en el asesinato del zar Alejandro II; revelación sobre la que se ejercitaban en discusiones interminables, por las que sobre todo la joven generación se sentía poderosamente atraída4: 1. FK 312. [HK 378 (II parte, libro V, cap. III)]. 2. FK 312 y 314. [HK 378 y 380 (ibid.)\. 3. G. Steiner, Tolstoj o Dostoevskijy Garzanti, Milán, 2005, p. 49. 4. La atmósfera espiritual dominante entre las clases intelectuales en cuyo medio fue concebida la novela de Dostoievski ha sido descrita por J. Frank, Dostoevsky. The Mantlc of the Prophet, 1871-1881, Princeton UP, Princeton/Oxford, 2002, pp. 407 ss. 85

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vDe qué razonarán durante los momentos que estén juntos en la taberna? Sobre los problemas eternos y universales, no hay duda: ¿existe Dios, hay inmortalidad? Y los que no creen en Dios hablarán de socialismo y anarquismo, del modo de reformar la humanidad entera según un nuevo orden, sin que se llegue a nada concreto: siempre los mismos problemas... Y quién sabe cuántos, cuántos jóvenes rusos entre los más originales no hacen más que hablar, hoy, entre nosotros, de los problemas eternos y universales. ¿No es así, acaso?»5. La confrontación entre los dos hermanos y entre las posiciones que cada uno, respectivamente, representa, muestra una tendencia oscilante que la hace bastante huidiza, y, por tanto, apasionante. Aliosha parece ser, por así decir, el pernio fijo. Es «un hombrecito bien plantado y seguro»6 que llega a la hedionda taberna en la que, en el piso de arriba, está su hermano por una razón completamente distinta del motivo por el que le llama. No para discutir sobre los eternos y últimos problemas de la vida —problemas que a la luz de la enseñanza de su stárets, al menos hasta el momento de la separación de su hermano, le parecen completamente resueltos—, sino, «simplemente», para intentar evitar una tragedia fami­ liar. Es Iván, en cambio, el que advierte la necesidad de la confrontación sobre esos temas, porque su posición es, al mismo tiempo, firme e in­ cierta, y la incertidumbre habría de resolverse discutiendo precisamente con uno de esos que están «bien plantados y seguros», que a él le gustan tanto por eso, «dondequiera que estén plantados»7. Se diría que el valor de Aliosha, en el diálogo, no fuera más allá de ser un punto de apoyo o un mero sostén. «Mi querido hermanito, no es que yo te quiera corromper y hacer caer de tu pedestal: yo mismo, quizá, lo que quisiera es curarme gra­ cias a ti», dice Iván sonriendo «como un muchachito tímido»8. El pro­ tagonista del diálogo es indiscutiblemente Iván. Sus certezas y su nece­ sidad de justicia, unido a sus incertidumbres y a su manifiesto cinismo, representado por el desprecio que muestra en la ruptura de su relación con Katerina Ivanova9, es decir, su «lío»10, hacen su figura más viva que la de su hermano: espíritu crítico profundo, pero inquieto, el uno; acrí­ tico y en paz, el otro. Al menos al principio. Si se presta atención, más que a los argumentos, a las atmósferas, se capta en cambio algo así como una vena de resignada suspensión. ¿Quién 5. FK 313. [HK 379 (II parte, libro V, cap. III)]. 6. FK 307. [HK 372 (¡bid.)]. 7. FK 307 y 309. (HK 372 y 375 (ibid.)\. 8. FK 315-316. [HK 383 (¡bid.)]. 9. FK 310-311. [HK 376-377 {¡bid.)]. 10. FK 309. [HK 374 (¡bid.)].

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prevalece en este diálogo? Conforme a la poética dostoieskiana ya alu­ dida, nadie: cada uno ha sido llamado para expresar «objetivamente» sus propias razones. Pero son, para ellos mismos que las enuncian, ra­ zones provisionales, como si estuvieran envueltas —todas— en un supe­ rior halo de duda que, al final, envuelve a los dos hermanos, los cuales, además, en el curso de la confrontación habían tenido la manera de ex­ presar perentoriamente las que para ellos eran certezas. Iván, el escépti­ co, es, de los dos, el más intransigente con relación a la depravación del mundo. Aliosha, aparentemente seguro de su fe en el amor al prójimo y en la justicia de Dios, hasta un cierto punto, cede al sentimiento de ven­ ganza. «iQue lo fusilen!», al viejo general que ha hecho despedazar, de­ lante de la madre, al niño que había tirado la piedra golpeando la pata de uno de sus perros de caza. También el pío y amable converso cede, pues, a la ira y a la venganza. Se contradice. Al final, se aleja inquieto, in­ vadido por una especie de terror, de algo insólito, inquietante, que crece dentro de él. Está en esta suspensión, en este gran signo de interrogación que pende sobre ambos, y que, a pesar de la disensión, en cierto sentido los hermana, el secreto de la atmósfera extraordinariamente amorosa que domina su encuentro.

¿De la manera más estúpida del mundo? La reforma del proceso penal promovida por el zar Alejandro II en 1864 había introducido en Rusia el jurado, y con él, la publicidad de las audien­ cias. Dostoievski dio mucha importancia a esta reforma. La descripción del proceso a cargo de Dimitri Karamázov11 es el producto literario de esto. Pero muchas reflexiones se encuentran en el Diario12. En las aulas de justicia se representaba una buena panorámica de la sociedad rusa de la época, de sus tensiones, su malestar y sus tendencias autodestructivas, que siguieron a la abolición de los siervos de la gleba en 1861. Vicios y virtu­ des, es decir, la pasta de la que está hecha la humanidad, aparecían al mis­ mo tiempo con toda evidencia. Las crónicas de los periódicos hacían de amplificadores y Dostoievski las seguía apasionadamente, encontrando en ellas materia para sus exploraciones en las profundidades del alma huma­ na. A veces iba más allá y buscaba el contacto directo con los protagonistas de los procesos que le interesaban. Hablando de sí mismo, evidentemente, 11. FK 861 ss. [HK 1039 (IV parre, libro XII, cap. I)J. 12. Véase, por ejemplo, Diario di uno scrittore, Bompiani, Milán, 2010, p. 1119. [octubre de 1877, cap. II, aps. II y III], 87

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le hace decir a Iván: «Mira, yo soy un apasionado coleccionisra de ciertos hechos, y me los apunto y los recojo tanto de los periódicos como de viva voz, para que sea correcto, así que tengo ya una buena colección de un cierro tipo de pequeñas anécdotas»13. El Diario de un escritor es testimo­ nio de este interés, focalizado sobre todo en la crueldad infligida a los ino­ centes, a Jos niños14. El discurso de Iván es una confesión15 sobre su visión desesperanza­ da de la vida, una confesión que inicia «de la manera más estúpida del mundo»16. Quiere evitar—en sus propias palabras— las elucubraciones de la inteligencia y llegar al meollo para él incontrovertible: «Cuanto más estúpido es el modo, más cerca se está de la meta. Lo estúpido va de la mano con lo claro. La estupidez es apresurada y poco astuta, mientras que la inteligencia serpentea y se adecúa. La inteligencia es canalla, pero la estupidez es abierta y honesta»17. ¿Qué significa aquí esta estupidez «abierta y honesta»? Significa asumir el mal y el dolor del mundo sin in­ tentar comprenderlo filosóficamente. Significa no razonar sobre la justi­ cia, sino exponerse a la experiencia de la injusticia.

Irrefutabilidad e intolerabilidad del mal Hay que leerlas, esas páginas18. Su fuerza es extraordinaria. Están llenas de «ciertos hechos» que tienen que ver con horribles crueldades en rela­ ción con seres inocentes: los niños sobre todo, y después los dementes (Ri­ chard, el bruto quemado en Ginebra por el fanatismo religioso)19 y los ani­ males (la yegiiira de ojos amables, cuya muerte a golpes de su dueño ante un grupo de seres humanos, ebrios de violencia, es descrita a través de una 13. FK 320. [HK 387 (II parte, libro V, cap. IV)]. 14. Véase, por ejemplo, Diario di uno scrittore, cit., p. 341 (la madrastra que metía las manitas del niño que no paraba de llorar dentro del samovar con agua hirviendo); p. 278 (proceso Kroneberg: un padre —absuclto por el jurado— que da latigazos «fuera de sí y sin contemplaciones» a su hijita, que le implora: «papá, papá, papaíto»); p. 985 (proceso Dzunkovski: maltratos inhumanos, prolongados, por un matrimonio instruido y con medios a sus hijos); pp. 593 ss., 679 ss., 1187 ss., 1203 ss. (caso Kornílova: una mujer embaraza­ da que tira por la ventana a su hijastra) [proceso Kroneberg: febrero de 1876, cap. II, ap. I; proceso Dzunkovski: julio-agosto de 1877, cap. I, ap. III; caso Karnílova: octubre de 1876, cap. 1, ap. I; diciembre de 1876, cap. I, ap. I; diciembre de 1877, cap. I, aps. I y V]. 15. FK 317. [HK 383 (II parte, libro V, cap. IV)]. 16. FK 315. [HK 383 (II parre, libro V, cap. III)]. 17. lbid. 18. FK 320-325. [HK 387-394 (II parte, libro V, cap. IV)]. 19. FK 320 s. [HK 387 s. (ibid.)}.

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cita del poeta Nicolai A. Nekrasov)20, todos seres indefensos y sin culpa, expuestos precisamente por eso a la violencia de hombres y mujeres arre­ batados por un éxtasis, por una ebriedad —podría decirse— de violencia destructora. Las crónicas de la guerra ruso-turca (1877-1888) ofrecen a Dostoievski, convencido sostenedor de la causa eslava hasta el límite de la intolerancia y del fanatismo, aunque eslavófilo sui generis21, mucha materia para denunciar las horribles crueldades de los «infieles» contra los cristianos ortodoxos22: orejas clavadas a la empalizada durante toda una noche a la espera de la muerte al alba; recién nacidos lanzados al aire y ensartados con bayonetas ante los ojos de las madres; violaciones y destripamientos de mujeres, preferiblemente embarazadas; los turcos que entran en casa, encuentran a la madre con un niño de leche entre los brazos e «idean una perversión muy fina: hacen muecas al niño, ríen para que se alegre, y lo consiguen: el niño empieza a reír. En ese mo­ mento un turco le apunta con una pistola a una palma de distancia de la cara. El niño, todo contento, explota en risitas, tiende los bracitos para coger la pistola, y a quemarropa el artista le dispara en plena cara y le hace saltar la cabecita». ¿Qué fin tienen estos y otros cuentos de la ferocidad humana? Quie­ ren mostrar la maldad que dormita en el fondo de nuestra condición, de nuestro ser, siempre lista para manifestarse con violencia, una violencia tanto más extrema cuanto más gratuita. Iván-Dostoievski se basan en el sentimiento de humanidad para mostrar, con los hechos, la inhumanidad de los seres humanos y la matriz del mal en el mundo. Nada de teodiceas, nada de razonamientos, nada de filosofías, solo hechos desnudos y recha­ zo existencial. A esto alude la autoironía expresada por las palabras: «de la manera más estúpida del mundo»; más estúpida, sí, pero irrefutable e insuperable.

Falsedad de la armonía «por razón» El mal infligido al inocente —por eso son elegidos, como ejemplos, los casos que tienen que ver con los niños, los dementes y los animales—, además de repulsivo y gratuito, es también injustificable. Este es un punto esencial de la posición expresada por Iván. El personifica, en la novela, la 20. 21. 22. nuevo»,

FK 322 s. [HK 390 s. (¡bul.)]. D. Tschizewsky, Storia dello spirito ruso, Sansoni, Florencia, 1965, pp. 292 ss. F. Dostoievski, Diario di uno scrittorey cir., p. 145. («A propósito de un drama 1873). 89

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parte del racionalista-occidentalista, contra el hombre de las pasiones, que es Dimitri, y el hombre de fe, que es Aliosha. Pero la racionalidad, para Iván, llega al punto de contradecirse a sí misma y mostrar su propia debi­ lidad. Se podría decir: coincidentia oppositorum. Con la razón se destruye la razón. La razón es capaz de teorizar cualquier cosa absurda, cualquier monstruosidad, cualquier sinrazón. Los «razonamientos» pueden llevar a cualquier sitio. ¡El racionalismo es enemigo de sí mismo! En la última parte de su perorata, antes de introducir el episodio del Gran Inquisidor, Iván afronta el argumento central, expuesto con la evi­ dencia de la exasperación de los términos: ¿estamos dispuestos a derramar las lágrimas de un inocente, de un niño, a cambio de la armonía univer­ sal? ¿El Palacio de Cristal justifica el dolor provocado intencionalmente a quien es completamente inocente? ¿Puede haber sitio, en nuestras con­ cepciones de la justicia, para el «chivo expiatorio»? Leamos: «Dilo sin­ ceramente, es a ti a quien llamo a juicio»: tú, no una doctrina tuya. «Su­ pon que tuvieras que ser tú mismo quien levanta el edificio del destino humano, con la meta suprema de hacer felices a los hombres, de darles a ellos, al final, la paz y la tranquilidad: pero que, para conseguir eso, se presentase como necesario e inevitable hacer sufrir por lo menos a una minúscula criatura, por ejemplo precisamente a aquella niña que se gol­ peaba con su propio puño en el pecho [¿recordamos la niña de no más de seis años encontrada en Haymarket?], y sobre sus no vengadas pobres lágrimas fundar este edificio: ¿consentirías tú ser el arquitecto en estas condiciones? Habla, no mientas... ¿Y puedes admitir la idea de que los hombres, para quienes tú edificases, consentirían por su parte aceptar la felicidad propia a cambio de la sangre injustificada de un niño destroza­ do, y aceptando el pacto, podrían ser felices para toda la eternidad?»23. La respuesta es no, para ambos hermanos. En esa respuesta —en la lágrima injustificable del inocente— está como concentrado el rechazo de todas las teorías de la justicia secular, ela­ boradas por la «razón occidental», razón contra la que Dostoievski militó durante toda la segunda mitad de su vida, en nombre del «alma rusa» de la que se sentía el auténtico representante. La «idea» no redime la «pobre lágrima» de nadie. La felicidad de todos, en el porvenir, no justifica la in­ felicidad (intencional) de nadie en el presente. El mal no se hace tolerable apelándose a alguna teoría. Es más: toda teoría que tuviese esa pretensión sería, a su vez, por ese solo hecho, intolerable. Una vez justificada una lá­ grima, se sería capaz de justificar ríos de sangre simplemente aumentando la apuesta. «No quiero la armonía: por amor mismo de la humanidad, 23. FK 328 s. [HK 398 s. (II parte, libro V, cap. IV)]. 90

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no la quiero»24. La alternativa está clara y se encuentra expresada de ma­ nera límpida en la arenga de un inquisidor moderno, el mediocre funcio­ nario que, impasible e implacable, condena a muerte a un inocente por el bien del régimen estalinista: «Hay solo dos concepciones morales del hombre... y están en polos opuestos. Una es cristiana y humana, decla­ ra al individuo sacrosanto y afirma que las reglas de la aritmética no son aplicables a las unidades humanas. La otra parte del principio fundamental de que un propósito colectivo justifica cualquier medio y no solo permite, sino que exige, que el individuo tenga que estar siempre y en cualquier caso subordinado y sacrificado a la comunidad»25. El individuo, entonces, desaparece; es un número infinitesimal en un cálculo infinitamente más grande que él.

Inmoralidad de la armonía «por la fe» La perorata de Iván es también, quizá sobre todo, una provocación diri­ gida contra la fe de su hermano: «¿Con qué fin me estás tentando?», ex­ clama Aliosha atravesado de dolor. ¿Fe en qué? En la esperanza y el con­ suelo puestos no en una justicia de aquí abajo, que —según Iván— es solo engaño, sino en una justicia que ha de llegar cuando las contradicciones de este mundo se disuelvan en una visión de superior armonía. Es la visión apocalíptica en la que todos los contrarios —tanto el mal como el bien— encontrarán su lugar y su propia razón de ser. Si no hay justicia en este mundo, la habrá en el otro, cuando «a El suba el himno: ‘Eres justo, oh Señor, desde que se han desvelado tus caminos’», según la revelación del Apocalipsis. Lo que ahora no comprendemos, lo que ahora no justifica­ mos, lo comprenderemos y lo justificaremos después, según el proyecto divino que, en el tiempo que está en manos del Señor, veremos desvelado ante nosotros. Solo en sus manos está el juicio, en sus manos la venganza, en sus manos la respuesta al mal del mundo. Por el momento, para no­ sotros, se trata de aceptar y perdonar. Este modo de pensar no resuelve, sino que simplemente alivia o cal­ ma la necesidad de justicia. Para Iván, la idea misma de conciliar los opues­ tos: el sádico y su víctima, el humillado y el arrogante, el ofendido y el ofensor, el miserable y el prepotente, es moralmente inaceptable. Como es inaceptable la idea del ajuste de cuentas en el más allá de nuestro tiem24. FK 328. [HK 398 (ibid.)]. 25. A. Koestlcr, Bnio a mezzogiorno [1941], Mondadori, Milán, 1950, p. 174. [£/ cero y el infinito, Random House, Barcelona, 2014]. 91

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po, cuando los justos se sentarán a la derecha del Señor, los réprobos se hundirán en los infiernos y los inocentes serán vengados. «A esa supre­ ma armonía opongo un neto rechazo. ¡No vale, esa, ni tan siquiera las pobres lágrimas de aquel niño solo que, destrozado, se golpeaba con su minúsculo puño en el pecho y en su hedionda perrera rezaba con lágri­ mas irredimibles al ‘buen Jesús’! No vale porque esas pocas lágrimas que­ darán sin redención. Tendrían que ser redimidas, porque de otro modo no podría haber armonía. Pero ¿en qué modo, de qué manera querrías redimirlas? ¿Crees que es posible? ¿Quizá diciendo que serán vengadas? ¿Qué me importa la venganza del porvenir, qué me importa el infierno para los atormentadores: qué puede remediar, aquí, el infierno, si aque­ llos otros ya han padecido los tormentos? ¿Y qué armonía puede haber si existe infierno?... Y si los sufrimientos de los niños estuvieran destina­ dos a completar esa suma de sufrimiento, que era el precio necesario para la adquisición de la verdad, en tal caso yo declaro desde ahora que toda la verdad no vale un precio semejante. Yo no quiero, en definitiva, que la madre se abrace con el verdugo que ha hecho despedazar por los perros a su hijo. ¡Ella no puede atreverse a perdonarlos!... Ella no tiene derecho a perdonar los sufrimientos de su niño despedazado, no osará perdonar al verdugo ni siquiera aunque fuera el mismo niño a perdonarle. Y si es así, si esos no osarán perdonar, ¿dónde estará, pues, la armonía?»26.

Rebelión Esta argumentación, tan excitada cuanto abrumadora, concluye con una declaración que Aliosha define como «rebelión»: rebelión no contra Dios, cuya existencia a Iván le importa poco o nada, y que a los «euclidianos» como él, en cualquier caso, que razonan en tres dimensiones, es decir, se­ gún la lógica de las criaturas situadas en el mundo físico, les es totalmente inaccesible27: que exista o no exista no cambia nada respecto de la insostenibilidad de la condición humana y respecto del deber de rebelión fren­ te al mundo. Será verdad también que, al final, todo se desvelará, «¡pero yo no lo acepto y no quiero aceptarlo!»28; «quiero permanecer, más bien,

26. FK 327-328. [HK 397-398 (II parte, libro V, cap. IV)]. 27. FK 314. [HK 381 (II parte, libro V, cap. III)]. Sobre la reducción del mundo a rea­ lidad calculable, «numerable»», y sobre el significado de la «perspectiva euclidiana» en Dostoicvski, véase P. Zellini, «La matemática del Grande Inquisitore», en Adelphiaua (21 de no­ viembre de 2002). 28. FK 315. (HK 382 (II parte, libro V, cap. III)]. 92

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con los sufrimientos no vengados. Prefiero permanecer en mi estado de no vengado sufrimiento y de desapaciguado descontento, aun cuando no tuviese razón. Muy cara, en suma, han valorado la armonía: verdadera­ mente no está al alcance de nuestros bolsillos tener que pagar tanto de entrada. Así que yo me apresuro a devolver mi entrada... No es que no acepte a Dios, Aliosha: sino que simplemente le devuelvo mi entrada con la máxima deferencia»29. El dios de Iván, en el caso de existir, es un dios inaceptable. Sus obras contemplan el mal injustificado. Pero la existencia de un Dios semejante es peor que su no existencia. La no existencia ter­ minaría ahí; la existencia conduce al rechazo. Iván, en propiedad, no es una figura de ateísmo, sino de blasfemia, de rebelión30. ¿Adonde puede llevar «un infierno semejante en el pecho y en la cabeza»?31. Según Iván, si el mundo es irredimible, no hay escapatoria a la anulación del mismo. O al modo de los hedonistas, para quienes «todo está permitido», es decir, está permitido «hundirse en el vicio y ahogar el alma en la depravación»32. O al modo de los suicidas, que rechazan el mundo quitándose de en medio. O mejor: primero hedonismo, hasta los treinta años, y después «tirar la capa al suelo»33.

«He compuesto un poema»: la entrada del Inquisidor Es obvio que Aliosha tiene un argumento que ofrecer: el gran y univer­ sal perdonador, el apaciguador del mundo, sobre el que «está fundado el edificio»: Cristo. A lo que Iván, por toda reacción, introduce en el cam­ po a su Inquisidor: esta es su respuesta. «Mira, yo una vez compuse un poema»34. La impresión es la de un salto, la de una separación, o mejor, la de una ruptura del hilo argumental. Leamos el pasaje. El nexo no es evi­ dente. Por eso es tan fácil aislar la Leyenda y presentarla como un texto en sí, sin advertir la necesidad de reconstruir la relación que la liga al desarrollo del discurso. Pero es que aquí, precisamente en esa relación, hay una clave para su comprensión. Y la clave es esta: Aliosha propone a su salvador, Cristo; por toda respuesta Iván le contrapone el Inquisi29. FK 328. [HK 397-398 (II parte, libro V, cap. IV)]. 30. S. Neiman, In cielo come in térra. Storia filosófica del mole, Larerza, Roma/ Barí, 2011, pp. 280-281. [Euil in modera thought: an alternative bistory of philosopby, Princeton UP, Princeton, 2002]. 31. FK 350. [HK 426 (II parte, libro V, cap. V)J. 32. Ibid. 33. Ibid. 34. FK 329. [HK 399 (II parte, libro V, cap. IV)]. 93

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dor que quiere demostrar la impostura de Cristo. Pero la salvación que el Inquisidor puede ofrecer es tal que provoca la repulsión de Iván mismo y lo confirma en su disgusto en relación con el mundo. La solución del problema existe, pues; solo que es una solución que no resuelve; es más, que redobla la desesperación.

Hermanastros y dobles Ya se ha puesto de relieve la analogía de estructura entre el encuentro de Iván con Aliosha y la confrontación relatada en la Leyenda. Ahora bien, hay una contradicción, aunque sea dentro de una analogía. En el primero se trataba de hermanos, en desacuerdo pero amantes, los cuales se dejan prometiendo volver a verse; aquí, en cambio, se trata de un conflicto ren­ coroso entre visiones de la vida personificadas por dos sujetos de los que uno está demás, pues uno aplasta al otro con la intimación de que no se deje ver nunca más. Y sin embargo, tampoco aquí se trata de extraños. Nos encontramos situados dentro de una confrontación entre dos fi­ guras distintas, si bien ambas «crísticas»35. Cristo y el Inquisidor personi­ fican una misión común, una misión salvífica. Tanto uno como otro han asumido una tarea de salvación de los hombres, de la iniquidad, de la debi­ lidad, de los pecados. Para ambos, hay un «pecado original» del que aliviar a la humanidad, para uno liberándola y para otro anestesiándola. Por eso, en cuanto «salvadores», ambos pueden ser reconocidos por el pue­ blo con igual participación total, si bien la acogida de Cristo en la plaza encendida de la catedral de Sevilla adviene en medio de la conmoción general y del entusiasmo del ¡hosanna!, mientras que al Inquisidor se le rinde obediencia «en el mortal silencio que sobrevino de golpe»36. En Cristo, la salvación es vida. El aparece renovando el «gran asombro» de la jovencita, la hija de Jairo, resucitada del ataúd: tatúa kum (Me 5,41). Del Inquisidor, los signos son de muerte: la sumisión, la hoguera. Las vías de la salvación divergen y los puntos de llegada están en las antípodas. Cristo asume sobre sí el peso enorme que es consecuencia de la iniquidad de los hombres, para que de este peso ellos queden aliviados: aliviados, es decir, liberados. La salvación, en este caso, coincide por tanto con esta liberación, pero el hombre redimido de ningún modo ha sido li35. N. Berdjaev, Gli spiriti delta rwoluzione rusa, en S. A. Askoldov et al. (eds.), Dal profondo. URSS 1918. Undicisaggi sulla rivoluzionc russa, Bruno Mondadori, Milán, 1971, cit., p. 80. 36. FK 333-334. [HK 403-405 (II parte, libro V, cap. V)]. 94

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berado de la iniquidad, que permanece siempre dentro de él como posibi­ lidad. Ha sido aliviado del peso de la iniquidad. Para el Inquisidor, todo es al revés. Para aliviar al hombre de la iniquidad hay que liberarlo de su causa, y la causa es la libertad. Dicho brevemente: la misión del Inquisidor es liberar a la humanidad de la libertad, por su bien, para su liberación. Una liberación es, pues, la misión común. Por esa razón, Cristo y el Inquisidor no son extraños el uno para el otro. La existencia de uno está justificada por la existencia del otro. Pero en ellos hay un principio de contradicción. Para uno, Cristo, la iniquidad está en la naturaleza huma­ na, de cuya constitución la libertad es parte esencial. El respeta la natura­ leza humana, y por tanto reconoce la libertad, y, reconociéndola, admite la iniquidad en cuanto posibilidad. Para el otro, el Inquisidor, se trata en cambio de suprimir tal posibilidad de iniquidad eliminando la libertad, que él considera, a diferencia de Cristo, contraria a la naturaleza humana. Las dos posiciones están separadas por una antropología opuesta. No son, pues, hermanos, sino hermanastros.

Confesión «Tengo que hacerte una confesión»: así empieza el gran discurso de Iván sobre la iniquidad del mundo37. «Confesión»: Iván se confiesa a un Aliosha que lo escucha, limitándose casi solamente a proporcionar, a contrariis, motivos a la argumentación de su hermano. Así se confiesa también el In­ quisidor a Cristo. El paralelismo estructural es evidente. Los hermanos no se buscan mutuamente y tampoco lo hacen los hermanastros. Iván anhela «conocer» a su hermano y abrirse a él, pero no viceversa. Igual que en la Leyenda: Cristo aparece delante de la catedral de Sevilla porque le había «surgido el deseo de visitar al menos por un instante a sus hijos y precisa­ mente allí donde estaban chisporroteando las hogueras de los herejes»38. El Inquisidor no lo envía directamente ante el Tribunal, sino que lo manda arrestar para poder encontrarse con él de tú a tú. Es evidente que le mueve un interés más fuerte que el de deshacerse de él: quiere con­ frontarse con él, incluso, quizá, confesarse con él. Lo que determina una asimetría. Cristo queda colocado más en alto. No es él quien desea la conversación con el Inquisidor, sino al contrario. Es el Inquisidor quien advierte la necesidad de una explicación, que es también una justifica­ ción, y también, al final, una acusación: pero es antes que nada la nece37. FK 317. [HK 383 (II parte, libro V, cap. IV)]. 38. FK 332. [HK 403 (II parte, libro V, cap. V)]. 95

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sidad de un desvelamiento, de una confesión: «El viejo tiene necesidad de expresar lo que tiene en el alma, y finalmente llega a expresar todo lo que en noventa años se le ha acumulado dentro, y dice en voz alta lo que en el curso de noventa años ha callado siempre»39. Una traza de genialidad en el relato reside en la inversión de las par­ tes: esta vez la confesión es del Inquisidor; es el Inquisidor el que recita la parte del hereje que se confiesa, mientras que Cristo, callando, es a su vez un perfecto inquisidor que pone al indagado en la condición de «aliviar el alma» de un peso. Que se trata necesariamente de un peso está pro­ bado por el mismo hecho del contacto que el Inquisidor busca con su prisionero: un peso, sin embargo, que se echa fuera, que se «confiesa», a primera vista no para solicitar una petición de perdón, sino para reivin­ dicarlo como obra meritoria con relación a la humanidad. El Inquisidor, con sus mismas palabras, confirma su verdad hasta el fondo, o quizá hasta un instante antes de llegar al fondo, cuando en el último momento él no rechaza, sino que acepta con emoción el beso de Cristo y «lo deja perder­ se por ‘los oscuros meandros de la ciudad’»40. En esta aceptación, que en su humanidad contradice perfectamente la fría institucionalidad de toda su autoapología precedente, quizá pueda verse al menos una petición de comprensión y de compasión por la dolorosa necesidad de la elección a la que ha dedicado toda su vida, desde el momento en que «abrió los ojos». ¡Y qué elección! La elección satánica41.

Diálogo para una voz sola: el silencio de Cristo Entre los dos hermanos se intercambian algunas palabras. Entre los anta­ gonistas de la Leyenda, no. Es más, Cristo, desde el momento de su apa­ rición en la plaza de la catedral de Sevilla, está envuelto en silencio: «Ha aparecido en silencio, inadvertido, y, sin embargo, cosa extraña, todos lo reconocen... Pasa silenciosamente por en medio de ellos, con una dulce sonrisa de infinita piedad». Después, «en un silencio sepulcral», es arresta­ do por los guardias del cardenal Gran Inquisidor. Es en silencio como este llega hasta él en la celda: «¿Eres tú? ¿De verdad eres tú?—. Pero como no recibe respuesta, enseguida [el cardenal Inquisidor] continúa: —No res­ pondas, calla. ¿Qué podrías decir? Sé bien qué quieres decir. Mas tú no 39. FK 335. [HK 406 (ibid.)J. 40. FK 350. [HK 426 (ibid.)]. Sobre la interpretación de esta «inmersión en la ciu­ dad*» de Cristo, véase infra, p. 202. 41. FK 343. [HK 417 (ibid.)]. 96

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tienes derecho de añadir nada a lo que ya dijiste una vez». Y después, al final del encuentro: «El inquisidor deja de hablar, y después espera duran­ te un cierto tiempo a que el prisionero responda. Su silencio le pesa. Ha visto que el prisionero le ha escuchado hasta el fondo, mirándolo siempre fijamente a los ojos de manera dulce y penetrante, y que evidentemente no quiere rebatir nada. El viejo, en cambio, quisiera que le dijese algo, quizá algo amargo, quizá terrible. Pero él se le acerca en silencio y...». El Inquisidor, en cambio, abruma a Cristo con un torrente de palabras sin respuesta. Su «confesión» es un discurso de sentido único. Y sin embargo, su confrontación, incluso de manera más propia que la de Iván y Aliosha, puede definirse como un «diálogo». La estética polifónica dostoievskiana, en este caso polifonía a dos voces, no solo no entra en contradicción, sino que se confirma del modo más grandioso. Al contrario de su apariencia, en efecto, no se trata de un monólogo42. El Inquisidor se enfrenta a Cristo claramente no para dialogar con él, en el sentido de un intercambio paritario de ideas (dia-logos) abierto al entendi­ miento o a la superación de las divergencias en una síntesis, o también solo dispuesto a una comparación entre las posiciones. Su discurso pretende desvelar la propia verdad y aplastar la verdad del otro. El resultado se obtiene a través de una apología de sí mismo y de la misión que ha asu­ mido con relación a la humanidad. Pero los argumentos apologéticos del Inquisidor consisten no en buenas razones propias y autónomas: más bien consisten en confutaciones y derrocamientos del mensaje salvífico anunciado por Cristo, según la idea que el Inquisidor tiene de él. No hay ninguna necesidad de que Cristo tome la palabra. Es más, su silencio ex­ presa una idea de inalcanzabilidad de las cosas divinas, de intangibilidad por las cosas y por las palabras humanas. El exceso de palabras del In­ quisidor, en propiedad, lo hace terriblemente terreno, mientras que el silencio de su interlocutor confirma su naturaleza divina. A medida que se acerca uno a lo divino, la palabra se hace rara. «En adelante lo que vi fue más grande / que ante su vista nuestro lenguaje cede, / y cede la memoria a tanto ultraje», dice Dante Alighieri (Paraíso, XXXIII, 55-57) al acercar­ se a la luz divina cuya contemplación vuelve mudos. Podría decirse que la locuacidad misma del Inquisidor, ante la presencia divina de Cristo, que también él reconoce como tal, es de por sí un ultraje, una blasfemia43. 42. R. Lauth, «/ demoni di Dostoevskij come esplicazione omoiotetica del nichilismo», en C. Ciancio y F. Vercellone (eds.), Nietzsche e Dostoevskij. Origini del nichilismo, Traubcn, Turín, 2001, pp. 75-88. 43. G. Steiner, Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhuma­ no, Gedisa, México, 1990, p. 69. 97

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Se puede paragonar al Cristo silencioso frente al Inquisidor con el Cristo silencioso frente a Pilatos. En ambos casos, se encuentran frente a frente dos concepciones de la «salvación»: la de Cristo sigue el camino de la libertad del mundo; la de Pilatos y la del Inquisidor sigue el camino del dominio del mundo44. Mientras Pilatos-Inquisidor se valen de palabras humanas, Cristo se vale de silencios divinos para invitar a acceder a su mundo. El poderoso silencio divino, el deus silens y absconditus, el cru­ jido de las hojas, la voz del silencio sutil o el murmullo del viento ligero (1 Re 19, 12) que se confunde con el silencio, contienen interrogaciones profundas, invitaciones a buscar algo más verdadero y más auténtico de lo que es resabido; invitaciones a adentrarse en los «interminables espa­ cios», en los «sobrehumanos silencios», donde las palabras se pierden, «se hunden y se ahogan». Las palabras del Inquisidor nos parecen sorpren­ dentes, no porque no sean archisabidas, sino solo porque quisiéramos que no fueran pronunciadas. Son desvelamientos de una realidad terrena, y también terrosa, que conocemos bien, aunque nos gusta no querer verla. El diálogo se desarrolla así entre dos mundos expresivos opuestos: palabras y silencios. De lo divino es propio el silencio; de lo humano, el sonido que avanza hasta el ruido. Quien lea de un tirón la arenga del Inquisidor, prueba, en efecto, esta sensación: que el clímax sobre el que está construida, desde el susurro inicial («¿Eres tú? ¿De verdad eres tú?»), conduce al estruendo sellado por el dixi final. Nuestro diálogo, o mejor, su contenido dialógico, es irresistible preci­ samente porque la posición alternativa está representada de manera roco­ sa, impracticable, inaccesible en cuanto que está totalmente privada de la palabra, pero no por ello privada de significatividad. «El callar aísla: quien calla está más solo que quien habla. Y así él adquiere el don de la singula­ ridad: es depositario de un tesoro, y el tesoro está en él», a diferencia de quien usa las palabras. Ante una pregunta, «el silencio es como el rebotar de un arma en un escudo o en una armadura»45, porque la pregunta es de por sí una incursión, una penetración en el ser ajeno. Por eso, «quien ca­ lla goza de una ventaja: sus palabras son muy esperadas y se les atribuye mayor peso. Raras y aisladas, parecen órdenes»46; ausentes, pueden asu­ mir la fuerza perturbadora del misterio, tanto más cuanto que el silente está cerca de Dios, o es Dios mismo.

44. G. Agamben, Pílalo e Gesít, Nottctempo, Roma, 2013. 45. E. Caneni, Masa e potere [1960], Bompiani, Milán, 1990, p. 1326. [Masa y poder\ Alianza, Madrid, 2002]. 46. lbid.y pp. 1337 ss. 98

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La confrontación del Inquisidor con Cristo, si bien este calla «sin de­ sear evidentemente refutar nada»47, es pues una presencia viviente, «gra­ vosa». Volveremos sobre el silencio de Cristo, presentado en el «diálogo» de modos variados: ya como rechazo de tomar parte en él, aun cuando el Inquisidor quede a la espera de una respuesta, de una palabra, aunque sea «algo amargo, quizá terrible»48; ya como imposibilidad, que el Inquisidor le reprocha, de añadir algo a cuanto dijo dos mil años antes49; ya como renuncia a vincular, con una nueva palabra, la libertad de los creyentes en él50. Su verdad, dicha una sola vez, al principio, no puede ser impuesta, ni siquiera con la fuerza de la palabra: la verdad divina se extiende «con discreción». Toda ostentación contrasta con la libertad que está en el nú­ cleo profundo del mensaje divino a los hombres. Cristo, de todos modos, persevera en el silencio, un silencio no hostil: «Tú me miras con dulzura y no me crees digno ni tan siquiera de tu resentimiento»51, reconoce el In­ quisidor, que evidentemente preferiría un interlocutor combativo. Pero su presencia silente no equivale a ausencia: si bien no desea refutar nada, su «mirada penetrante y sosegada» está fija en él, y así alimenta el diálogo del Inquisidor consigo mismo. No todos los silencios son iguales. Es más, quizá el silencio, más que cualquier otra cosa, puede ser rico en significados, significados no pro­ nunciados sino implícitos. El de Cristo es un silencio fecundo de argu­ mentos, que da a entender mucho más que un torrente de palabras. El In­ quisidor está inducido, obligado, podría decirse, a excavar hasta el fondo de sus propias razones, para contraponerlas a las que él mismo atribuye a quien está ante él, penetrándole con la mirada y casi empujándole para que siga adelante con sus argumentos. El silencio de Cristo es como la provocación al desvelamiento de una identidad. Después, por contraste, también puede decirse que la Leyenda, dada su estructura radicalmente antinómica —o de esta parte o de la otra—, es también un desvelamiento de Cristo, un desvelamiento indirecto, a contrariis, a través de las pala­ bras de su antagonista: un desvelamiento que Aliosha define como «una alabanza de Jesús»52. La Leyenda puede ser definida también como un «diálogo de confe­ sión». El confesor es indispensable y, en el momento esencial en el que

47. FK 349. [HK 426 (II parre, libro V, cap. V)J. 48.

ibid.

49. 50. 51. 52.

FK 335. [HK 406 (ibid.)]. FK 334-335. [HK 404-406 (ibid.)]. FK 335. [HK 406 (ibid.)]. FK 347. [HK 422 (ibid.)]. 99

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recoge la confesión, calla para dejar espacio a la palabra del confesante. Esta palabra es, en primer lugar, sobre todo, la respuesta a una interroga­ ción del alma que quien está cargado de pecado, de mal, se da a sí mismo; en segundo lugar, después, también es un desahogo, una liberación, una «evacuación del peso». Que haya confesor es tan importante como el he­ cho de que calle. Su presencia silente o su silencio presente, como mejor quiera decirse, son el vacío a la espera de ser rellenado. En este sentido, podemos hablar de confesión, aclarando, sin embargo, que a esta no si­ gue ni el arrepentimiento ni la solicitud de perdón, ambos integrantes como elementos esenciales de la confesión como «sacramento», es de­ cir, como renacimiento a una nueva vida tras la limpieza de la conciencia. Al contrario: la confesión-desvelamiento del Inquisidor es sobre todo una justificación que se resuelve en una orgullosa reivindicación de verdad y de piedad53 hacia el género humano, y suena no como arrepentimiento, sino como acusación de desprecio con relación al error y a la crueldad del mensaje de quien tiene delante. El Inquisidor no piensa en absoluto poder desplazarlo de su verdad: lo ha condenado ya ab initio. A su vez, excluye poder ser desplazado de la suya. Cristo representa la verdad, una verdad que él no contradice de ningún modo, ni tan siquiera discute. La respeta, aun considerándola imposible, y le contrapone otra completamente dis­ tinta. La verdad del Reino de Dios y la verdad del Reino de los hombres. Dos verdades en conflicto: así, de manera no paradójica, está construi­ do el «diálogo». A esta luz, la confesión del Inquisidor no es «dialógica», sino que sería mejor llamarla «dialéctica», en el sentido del diálogo por oposición, aunque sin superación54. Igual que Cristo asume sobre sí los vicios, las debilidades, los pecados de los hombres, así hace el Inquisidor, el primero para liberarlos y el segundo para hacer de ellos dóciles esclavos. Ambos se presentan con una misión de salvación que el pueblo acepta con la misma total participación, si bien la acogida de Cristo en la plaza en­ cendida de la catedral de Sevilla adviene en el entusiasmo del hosanna y la obediencia al Inquisidor se manifiesta, como se ha visto, «en el mortal silencio que sobreviene de golpe»55. No toca a Dostoievski, sino al lector, si acaso, encontrar el camino entre estas dos verdades extremas, represen­ tadas hasta el penúltimo instante como en un duelo a muerte: o tú o yo. O mejor, hasta el beso final, que parece poner todo en discusión.

53. Sobre «piedad» y «compasión» véase ¡ttfray pp. 193 s. 54. N. Bcrdjaev, La concezione di Dostoevskij (1923], Einaudi, Turín, 2002, pp. 147 ss. 55. FK 334. (HK 405 (II parre, libro V, cap. V)J. 100

I HERMANDADES

Qui pro quo

!

Nada más terminar el Inquisidor, al principio de la Leyenda, de acusar a Cristo de haber venido a «molestar», Aliosha salta: «No entiendo bien, Iván, de qué trata todo esto... ¿Es simplemente una fantasía desenfrena­ da, o se trata de un error de viejo, de no sé qué inaudito qui pro quo}». Aquí Dostoievski sugiere una interpretación que podría llevarnos bas­ tante lejos (y sobre la que volveremos más adelante): «El viejo tenía no­ venta años y hacía tiempo que podía delirar con aquella idea fija suya. El prisionero, por su parte, podía tener un aspecto chocante. Y podría ser también, en el fondo, un puro y simple delirio, una alucinación de un viejo nonagenario próximo a la muerte y exaltado más que nunca por el auto de fe de la vigilia, con sus cien herejes quemados vivos. Pero ¿no es esta una cuestión que a nosotros dos nos importa muy poco: qui pro quo}». Exacto: ¿qui pro quo f ¿Quién en el puesto de quién? Una de las figuras literarias a las que Dostoievski recure con eficacia es la del «doble», uno en el puesto de otro: Iván y su demonio, Stavroguin y el «ser malvado» que está a su lado56, y también Stavroguin y «su mona» (Verjovenski), de la que se burla pero de la que no puede liberarse, Goliadkin sénior y júnior en la novela juvenil El doble, por ejemplo. El sueño es el momento del desdoblamiento. El sueño o los desvarios, como en el caso del «hombre del subsuelo», evidente doble invertido de los hombres normalizados del sobresuelo57. ¿Es posible que Cristo represente al Inquisidor de joven, y el Inquisidor, un Cristo hecho viejo? ¿Que se trate no de una contrapo­ sición entre dos sujetos, sino de una evolución del mismo que, al final de sus días, medita sobre su aventura humana no en una confrontación exterior sino en un diálogo interior? En suma, ¿que haya sitio tanto para Cristo cuanto para el Inquisidor, y que, al final, se trate de fases de la existencia del mismo individuo y del mismo pensamiento? Inmediatamente antes de la condena: «Mañana haré que te quemen», el Inquisidor se pone en el mismo nivel que los elegidos de Cristo y preten­ de haber pasado por las mismas pruebas sufridas en el desierto: «Has de saber que yo también estuve en el desierto y me alimenté de langostas y de raíces, que también yo bendije la libertad con la que tú habías bendeci­ do a los hombres y me preparé para entrar en el número de tus elegidos, en el número de los capaces y fuertes, ávidos de ‘completar el número*. Pero abrí los ojos y no quise servir a la locura». En breve, la raíz, no solo la comida en el desierto, era común, y de aquella raíz que originalmente 56. F. Dostoievski, I demoni, Einaudi, Turín, 1998, p. 400 [II parte, cap. IX, ap. I]. 57. G. Steiner, Tolstoj o Dostoevskij, Garzanti, Milán, 2005, p. 214. 101

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le había nutrido, el Inquisidor se distanció y llegó a contradecirla. La confrontación con Cristo puede fácilmente —y Dostoievski mismo nos muestra esa posibilidad— concebirse como diálogo interior entre dos almas presentes: el alma joven y el alma vieja dentro de la misma vida. Toda la argumentación del Inquisidor parece conducir a la amputa­ ción de una de estas, la hipostasiada en el Cristo silente, y la condena a la hoguera parece la lógica conclusión. ¿Pero es así? Aún una vez más nos interroga aquel beso final, como una señal de fraternidad y de intimidad, de la misma naturaleza del que Aliosha posa levemente en los labios de Iván, quien no deja escapar la ocasión, «pasando de golpe a una especie de exultación», para tomarlo como un «plagio literario», o mejor, un «robo»58.

58. FK 351. [HK 427 (II parte, libro V, cap. V)J. 102

Capítulo 2 TRES FUERZAS EN LA TIERRA

Universalidad La piedra de toque entre el Inquisidor y Cristo son las tentaciones del dia­ blo en el desierto (Mt4,1-11; Me 1,12; Le 4,1-13). Cristo y el Inquisidor las han entendido de manera opuesta: el primero, como seducciones trai­ cioneras y engañosas; el segundo, como consejos honestos y responsables; el primero, como mentiras; el segundo, como verdades. Cristo arroja le­ jos de sí «el poderoso espíritu del desierto», cual insidioso seductor, a pesar de presentarse no como una criatura malvada sino como «príncipe cósmico» capaz de competir con el «príncipe divino»1. El Inquisidor se alía con el príncipe cósmico cual sabio consejero: ambos no por su propio bien, sino por el de la humanidad. En el comentario al suicidio de una muchacha de veinticinco años, de nombre Pisareva —un ensayo de extraordinaria perspicacia psicológi­ ca y, al mismo tiempo, de intensa y muy humana compasión—, aparecen por primera vez, y solo como fugaz alusión (estamos en mayo de 1876), las «piedras convertidas en panes»2. El contexto es el intento de explicar la sorprendente y casi maníaca atención prestada por la joven abocada al suicidio, casi como si se tratase de una cuestión capital, al destino que a su muerte tendría su pequeño tesoro: ¡veinticinco rublos! La explicación de Dostoievski es, en verdad, demasiado «artificiosa» y está por él indicada en lo que consideraba el catecismo de su tiempo, es decir, la convicción según la cual si todos tuvieran un sustento, todos serían felices, no ha1. F. W. J. Schelling, Filosofía della rivelazione [1858], Bompiani, Milán, 2002, p. 1301. [Filosofía de la revelación, Universidad de Navarra, Pamplona, 2002]. 2. F. Dostoievski, Diario di uno scrittore, Bompiani, Milán, 2010, p. 437 [mayo de 1876, cap. 11, ap. II]. 103

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bría pobres y no habría delitos: en breve, la ideología social positivista procedente de Occidente. Poco después, aquella alusión encuentra la oca­ sión de desarrollarse y profundizarse en una carta a un lector que había captado la alusión y a quien le había sorprendido3, carta que es la señal de una reflexión en curso sobre el profundo significado del pasaje de los Evangelios que narra el ayuno de Jesús de Nazaret en el desierto. «En las tentaciones de Cristo por el diablo se proponen tres colosales ideas de al­ cance universal; han pasado ya dieciocho siglos y no hay nada más difícil ni más profundo que estas ideas, y hasta ahora no se ha conseguido resol­ ver la cuestión que ellas plantean». Encontramos esta misma convicción, completamente desplegada y solemnemente enunciada, en las palabras del Inquisidor. En las tres ten­ taciones estaría la clave interpretativa de todos los enigmas y de todas las contradicciones que marcan la entera historia de la humanidad. «Después de haber agotado todo tipo de tentación» (Le 4, 13): todo está compren­ dido allí, nada queda excluido. El estilo literario se eleva a la altura de la revelación. «Si alguna vez ha ocurrido en esta tierra un auténtico milagro formidable, fue... ¡el día de las tres tentaciones! Precisamente en el he­ cho de que pudieran tener lugar aquellas tres preguntas se realizó un mi­ lagro. Si se pudiese imaginar, simplemente como hipótesis y a modo de ejemplo, que estas tres preguntas del terrible espírim fuesen completa­ mente borradas de los textos, sin dejar rastro alguno, y que hubiera que restablecerlas de nuevo, de nuevo idearlas y formularlas, para poder in­ troducirlas otra vez en las Escrituras, y a tal propósito se reunieran todos los sabios de la tierra, reyes y gobernadores de estados, sumos sacerdo­ tes, eruditos, filósofos, poetas, y se Ies dijese: idead, formulad tres pre­ guntas, pero que sean tales que no solo correspondan a la grandeza del acontecimiento, sino que por añadidura expresen, en tres palabras, en tres solas frases humanas, toda la historia del porvenir del mundo y de la humanidad: ¿piensas que toda la sabiduría de la tierra reunida conse­ guiría idear algo comparable, en fuerza y en profundidad, a aquellas tres preguntas que realmente te hiciera a ti, aquel día, el potente y penetrante espíritu del desierto? Ya con esas mismas preguntas, ya con el milagro mis­ mo de su manifestación, se puede entender que nos encontramos delante, no ya de una lábil inteligencia humana, sino de una inteligencia eterna y absoluta. Porque en esas tres preguntas está como resumida en bloque y predicha toda la futura historia humana, y se revelan las tres formas típi­ cas en las que vendrán a confluir todas las irreducibles contradicciones 3. Carta a V. A. Alekseiev del 7 de junio de 1876, en F. Dostoievski, Lettere sulla creativitá, Feltrinclli, Milán, 2006, pp. 134 ss. 104

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históricas de la naturaleza humana en toda la tierra. Entonces esto no podía... lograrse de manera tan evidente porque el porvenir era descono­ cido; pero ahora, que han pasado quince siglos, podemos ver que todo, en estas tres preguntas, está tan adivinado y predicho, y hasta tal punto se ha cumplido, que añadir o quitar nada ya no es posible. Juzga tú mismo quién tenía razón: ¿tú o el espíritu tentador?»4.

Estructuras triádicas El relato evangélico sobre Cristo que se enfrenta de tú a tú con el «espíri­ tu de la tierra», en un lugar-símbolo como es el desierto, está cargado de referencias y alusiones. Observemos ante todo la insistencia en el número tres. El tres es, a la vez, la señal del dios trinitario y de la sociedad tripar­ tita. Es el número natural perfecto, teológico y político al mismo tiempo. La dialéctica de la confrontación entre el Inquisidor y Cristo está toda ella encerrada en esto: el primero está todo él y solo en el tres que rige el mundo y así lo salva de la destrucción (pero pierde al hombre); el se­ gundo está todo él y solo en un tres ultramundano y así salva al hombre (pero pierde el mundo). No hay, hasta donde parece, mediación. ¿Qué representa el tres? Representa los ámbitos de la experiencia en los que se expresan las necesidades sociales. Estas necesidades y ámbitos tienen que ver con la economía, esto es, los bienes materiales; la cultura, los bienes espirituales, y el gobierno, los bienes políticos. El tres es «nú­ mero verdadero»: «¿Era quizá posible decir algo más verdadero de lo que él te anunció en tres preguntas?», son palabras del Gran Inquisidor en las que se refleja una gran tradición. El esquema tripartito o «trinitarismo», en la concepción de la esfera social, es muy antiguo y está muy difundido. Las necesidades sociales son todas reconducibles a la tríada: economía, cultura, política; tres funciones sociales que, al estar diversamente configuradas, distinguidas, entrelaza­ das o colocadas en una jerarquía, connotan el modo de ser y de regirse la sociedad, en todo el tiempo plurimilenario del que conservamos memoria y en la vasta área que llamamos indoeuropeo. Son las sociedades que, se­ gún algunas hipótesis, se habrían desarrollado y difundido a partir de un mismo tronco unitario situado en una región del sur de Rusia. Hordas a caballo, a partir del final del tercer milenio a. C., habrían invadido y sojuz­ gado, con ondas centrífugas, vastas regiones del continente europeo, por

4. FK 336-337. [HK 409 (II parte, libro V, cap. V)j. 105

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un lado, llegando, por otro, hasta Persia e India. Se advierten las huellas de esta visión social trifuncional en innumerables signos de la más diversa naturaleza (mítico-religiosa, filosófica, artística, jurídica, etc.) que se pres­ tan a ser recogidos en una «teoría general» de la sociedad5 y a conver­ tirse en un modelo normativo.

Permanencia cSon cosas de otros tiempos, de hace cinco milenios? Para nada. En efec­ to, toda nuestra historia y la misma conceptualización de nuestras socie­ dades están marcadas por esta tripartición. Por ejemplo, para no remon­ tarnos a la filosofía política del mundo griego y romano, o aún más atrás a las civilizaciones preclásicas, el Medievo cristiano, en continuidad con la tradición platónica iniciada con el Tinieo y «cristianizada» por Agustín de Hipona, ha representado la sociedad de un modo rígidamente tripartito, como proyección natural del modelo trinitario divino (Dios Padre, el go­ bierno; el Hijo, el alimento; el Espíritu Santo, la inspiración) y la ha dividi­ do en estamentos rigurosamente separados: los bellatores, los laboratores y los oratores6. A las puertas de la Revolución francesa, los tres «estados» representados ante el rey eran una vez más la proyección de la función militar y de gobierno, el primero; de la función ético-cultural, durante siglos hegemonizada por la Iglesia, el segundo; del estamento de los pro­ ductores, el tercero. Pero el ideal de las tres funciones sobrevivió a la Re­ volución. De hecho, siguieron ateniéndose a él no solo las concepciones contrarrevolucionarias7, sino también las concepciones del «gobierno 5. El pionero de la búsqueda e investigación de tales huellas es G. Dumézil, de quien cabe destacar entre su vasta obra: L'idéologie tripartie des ¡ndo-Européens, vol. XXXI, Collection Laromus, Bruselas, 1958; Mytbe et Epopée, Gallimard, París, 1995; Júpiter Mars Quiriuus, Einaudi, Turín, 1955; 67/ déi dei germani, Adelphi, Milán, 1974; II libro degli eroi, Adelphi, Milán, 1969; Matrimoui indoeuropei, Adelphi, Milán, 1984. [Mito y epope­ ya, 3 vols., FCE, México, 2016; Los dioses de los germanos, Siglo XXI, México, 1973]. Esta visión ha creado escuela: véase, por ejemplo, É. Bcnveniste, II uocabolario delle istituziotti indoeuropee, vol. 1: Economía, parentela, societá, Einaudi, Turín, 2001, p. 215. [Vocabu­ lario de las instituciones europeas, Taurus, Madrid, 1983]. 6. Véase la antología de M. L. Picascia (ed.), La societá trinitaria: un’immagine medioevale, Zanichelli, Bolonia, 1980. 7. Véase, por ejemplo, F. Corres, Die künftige deutsche Verfassung [1814], en P. Longcrich (ed.), Was ist des Deutscben Vaterland. Dokumente zur Frage der deutseben Einbeit 1800 bis 1990, Piper, Múnich/Zúrich, 1990, pp. 51-52, donde se trata de los tres Stiinde, o estamentos, indispensables para la vida social. Uno se ocupa de la unidad cultural del grupo (el Lehr-stand, el orden de los maestros y enseñantes, compuesto por el clero); otro se 106

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mixto» del constitucionalismo liberal (convivencia del principio monár­ quico, del aristocrático y del democrático: política, tradición, economía). E incluso la venerable doctrina de la tripartición de los poderes, cuando aún no había sido concebida, a diferencia de hoy, como mera técnica de organización de un único poder del Estado, asumía en su base precisa­ mente la existencia de las tres funciones sociales distintas de las que esta­ mos hablando, concebidas como «poderes» autónomos operativos en los distintos ámbitos de las necesidades. Cuánto de esta visión sobrevive hoy, cuando la igualdad y la ley general han ocupado el lugar de los estamentos y de los privilegios, es una cuestión que excede nuestro discurso, situado dentro del perímetro de las categorías adoptadas por el Inquisidor. Dostoievski va demasiado lejos, sin duda, al atribuir a la triple tenta­ ción el significado de una revelación fulgurante. Las «tres preguntas» del desierto parecen ser, en cambio, síntesis conscientes de historias y concep­ ciones difusas y muy citadas. Hasta el Buda Sákyamuni, el Buda histórico fundador del budismo medio milenio a. C., según una antigua tradición, habría sido sometido al inicio de su misión a una análoga tentación triádica8. Las tentaciones de Jesús se insertan, pues, en un cuadro históricocultural bien definido, del que también formaba parte la Palestina de su tiempo. Cristo —y podemos añadir también: su iglesia— tiene que rechazar la oferta de las tres tentaciones. Si las aceptase —una, dos o las tres— se confundiría con el mundo y su misión ultramundana quedaría anonadada en un proyecto mundano. El demonio susurra al oído de Cris­ to en el desierto tres frases que, sin embargo, se compendian en una sola: deja que se pierda el reino de los cielos; asume sobre ti el reino de la tierra; no pienses en la salvación de los hombres, piensa en gobernarlos.

Tranquilizar las conciencias Allí donde hay necesidades sociales, se instaura el poder. Sin necesidades no hay poder. El poder existe y se justifica en cuanto satisface las necesi­ dades: necesidades sociales. Entiéndase: necesidades comunes fundamen­ tales, de las que depende la vida, que ven peligrar su seguridad por estar ocupa de la guerra y la seguridad (el Wehr-stand, el orden de los guerreros, compuesto por la nobleza); y el tercero se ocupa de la economía y los medios de subsistencia (el Ndbrstaud, que se compone de la masa del pueblo, dividida entre quienes trabajan la tierra para recoger sus frutos y quienes, como las abejas, se dedican al transporte y a los intercambios comerciales). 8. G. Dumézil, «Le Bouddha hésitant ou tenté», en Esquisses de mytbologie, Gallimard, París, 2003, pp. 312 ss. 107

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amenazadas por la escasez de medios o por la competencia de otros que persiguen la satisfacción de la misma necesidad. ¿En qué consiste el po­ der, qué lo justifica, qué lo alimenta, según el Gran Inquisidor? Consiste en apropiarse de las conciencias; lo justifica el «tranquilizarlas»9 en rela­ ción con esas necesidades; lo alimenta la inquietud. «Se apropia de la li­ bertad de los hombres solo quien da tranquilidad a sus conciencias»10. Se puede añadir: las conciencias de todos, con exclusión de ninguno. Si hu­ biera excepciones, si hubiera conciencias capaces de juicios autónomos, ya solo este hecho crearía inquietud y haría que se insinuase en el alma de los demás. Podríamos decir, pues, según la fórmula de Max Weber: igual que, para él, la esencia del poder en el Estado moderno es el «monopolio de la fuerza física legítima»11, para el Inquisidor, en su visión del mundo, es el «monopolio legítimo de las conciencias». «Legítimo» quiere decir aquí «aceptado como algo bueno». La tranquilidad de las conciencias, para el Inquisidor, se obtiene qui­ tando a los hombres el ansia con respecto a los bienes materiales (las pie­ dras transformadas en panes), mostrando prodigios incomprensibles y, sin embargo, incontrovertibles (los ángeles que milagrosamente sujetan en el aire a cuantos se arrojarían desde el pináculo del templo al suelo) y, finalmente, ofreciendo protección de los peligros del mundo (los reinos de la tierra y sus gobiernos). Así, el Inquisidor se propone como sustenta­ dor de los cuerpos, como formador de las mentes y como gobernador de las gentes. Tiene perfectamente claros los tres pilares sobre los que se sostiene la vida de los hombres: economía, ideología, gobierno. Sabe que puede vacilar si las conciencias individuales pretenden ejercer el se­ ñorío sobre sí mismas, y que, si vacilan, la inquietud, es decir, el germen de la destrucción, se apoderará de los hombres. Concluye por tanto que «hay tres fuerzas, en la tierra, únicamente tres fuerzas que pueden ven­ cer y cautivar por los siglos de los siglos la conciencia de estos impo­ tentes rebeldes para su misma felicidad: y estas fuerzas son el milagro, el misterio y la autoridad» (o «el reino»)12. Capturada la conciencia con estas tres fuerzas materiales y terrenas, el demonio derrotaría a Dios, ha­ ciéndolo no solo superfluo, sino peligroso. Lo habría convertido en el enemigo del hombre.

9. FK 340. [HK 413 (II parre, libro V, cap. V)]. 10. FK 339. [HK 412 (¡bid.)\. 11. M. Weber, La politica come professione [1918], en ¡I lavoro hiteUettuale come pro­ fessione, Eínaudi, Turín, 1948, p. 48. [La política como profesión, Biblioteca Nueva, Ma­ drid, 2007). 12. FK 340. [HK 413 (II parte, libro V, cap. V)J. 108

TRES FUERZAS EN LA TIERRA

La argumentación del Inquisidor, atormentada, a veces repetitiva y expresada con el vigor de una requisitoria, y, obviamente, no con el rigor sistemático de un tratado político, tiene raíces profundas, tiene solidísi­ mas bases histórico-culturales, además de profundas bases psicológicas. Veámoslo en detalle. 1 ! | ¡

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Capítulo 3 LAS TENTACIONES

E¡ pan «Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre. Y el tentador, acercándose, le dijo: ‘Si eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes’. Mas Jesús le respon­ dió: ‘Está escrito: No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios’» (Mt 4, 1-4, cit. de Dt 8, 3). «Fue conduci­ do por el Espíritu al desierto, donde fue tentado por el diablo durante cuarenta días. No comió nada durante esos días, y al cabo de ellos tuvo hambre. El diablo le dijo entonces: ‘Si eres Hijo de Dios, manda a esta pie­ dra que se convierta en pan’» (Le 4, 2-3). Jesús, según los Evangelios, tuvo que ver milagrosamente con panes (y peces), en ocasiones llenas de significados escatológicos y providencia­ les1. Pero lo que hizo, lo hizo porque «sentía compasión por la muche­ dumbre» (o7tA.ayxví^opai), palabra que alude a una especie de mezcla vis­ ceral, no para comprar con el milagro la fidelidad. Es más, cuando se daba cuenta de que la gente, a la vista de lo que había hecho, empezaba a decir: «Este es en verdad el profeta que tenía que venir al mundo», y por eso lo quería proclamar rey, Jesús se retiraba a la montaña, comple­ tamente solo, o subía a una barca para marcharse o «se retiraba a lugares solitarios a rezar» (Le 5, 16). El pan de Jesús es, pues, desinteresado; el pan del espíritu del desier­ to es interesado. El primero es un don; el segundo, instrumento de poder. l. Mt 14, 13-21; 15, 32-39; Me 6, 31-44; 8, 1-10; Le 9, 10-17; Jn 6, 1-13; 21,9-13.

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He aquí cómo el Inquisidor entiende el pan: «¿Ves estas piedras, en este árido y tórrido desierto? Conviértelas en pan, y la humanidad correrá tras de ti como un rebaño, agradecido y sumiso, aunque lleno de temor de que retires tu mano y tus panes no lleguen. ¡Hacednos esclavos, pero dadnos de comer!»2. El pan no es más que la síntesis de los bienes materiales en una escala del bienestar que desde el mínimo esencial para la vida llega hasta el lujo más desenfrenado. Cuando la vida buena viene a ser identificada con el bienestar, no hay límite a la necesidad de los bienes materiales. «Le superflu, chose trés nécessaire», había dicho Voltaire, revelando con sorpren­ dente agudeza y frivolidad uno de los secretos satánicos3. La búsqueda obsesiva «del pan» es la carcoma de Occidente. Dostoievski pone en boca del stárets Zosima, a quien en la novela está asignada la parte del impug­ nador del Inquisidor en nombre de la fe simple de la Santa Rusia, estas palabras: «Dice... el mundo: ‘Tienes necesidades, por tanto satisfácelas, pues tienes los mismos derechos que tienen los hombres más potentes y ricos. No tengas miedo de satisfacerlas, es más, multiplícalas’. He aquí la actual enseñanza del mundo; y en esto se reconoce precisamente la liber­ tad. Ahora bien, ¿qué es lo que se desprende de este derecho a multiplicar las necesidades? Por parte de los ricos, la soledad y el suicidio espiritual, y, por parte de los pobres, la envidia y el homicidio: porque los derechos, en efecto, han sido concedidos, pero los medios para satisfacer las ne­ cesidades aún no han sido indicados. Se nos asegura que, a medida que se avanza, más se unifica el mundo y se organiza en una comunidad fra­ terna, por el hecho de que acorta las distancias y transmite por el aire los pensamientos, etc. ¡Ay!, no creáis en una semejante unificación de los hombres. Concibiendo la libertad como una multiplicación y una rápida satisfacción de las necesidades, alteran y trastornan su misma naturale­ za, pues engendran en sí mismos una multitud de insensatos y estúpi­ dos deseos, de insulsas costumbres y fantasías. No viven más que para la envidia que se tienen unos a otros, para la sensualidad y la fanfarronería. Comidas, viajes, carrozas, altos honores y sirvientes a sus órdenes se con­ sideran una necesidad tal que, con tal de satisfacerla, sacrifican por ella incluso la vida, el honor y la humanidad: y si no puede ser satisfecha, llegan a matarse. Y en los que no son ricos vemos lo mismo: con la di­ ferencia de que aquí, entre los pobres, la imposibilidad de satisfacer las necesidades y la envidia se sofocan por ahora en borracheras. Pero bien 2. FK 337. [HK 409-410 (II parte, libro V, cap. V)]. 3. Voltaire, Le tttondain [1736J: «Le superflu chose trés nécessaire — a réuni l’un et l’autre hémisphérc». 111

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pronto, en vez de con vino se emborracharán con sangre: a esto los es­ tán conduciendo»4. La tentación del pan es, por tanto, la tentación del bienestar material; para resistir a ella y no caer en la idolatría de la materia y en la guerra de todos contra todos por la posesión no hay más que dos vías. La prime­ ra es la liberación de las almas de la tiranía de las cosas en exceso, es de­ cir, el «ayuno», que es la vía de Zosima: «Solo este es el camino hacia la real y verdadera libertad: corto por mí mismo las necesidades superfluas e inútiles, humillo a la egoísta y orgullosa voluntad mía y la fustigo con la obediencia, y llego así, con la ayuda de Dios, a la libertad de espíritu, y, con esta, a la alegría espiritual»5. La otra vía es el eudemonismo, es decir, el creciente encantamiento por las cosas, la esclavitud de las almas a las necesidades y al «desarrollo», es decir, a la oferta, de nuevo siempre cre­ ciente, de bienes para satisfacer las necesidades; tal es la vía que el espí­ ritu tentador había ofrecido al gran ayunador del desierto. Pero en la tentación del pan hay también un discurso mucho más pro­ fundo y político. Lo explica el propio Dostoievski en la ya citada carta a V. A. Alexeiev de 18766 y en un pasaje del Diario7, en los que glosa una referencia suya a los panes evangélicos, a propósito del ya recordado sui­ cidio de la joven partera Nadezva Pisareva, muerta para protestar contra las injusticias sociales. Las piedras y los panes representan la «cuestión so­ cial»; en el lenguaje de Dostoievski, el «ambiente». Según su argumenta­ ción, que él atribuye a Cristo, la escasez de bienes materiales es condición de libertad del espíritu. No puede haber libertad en la opulencia. ¿Cómo puede dirigirse uno a los pobres abandonados, a quienes el hambre y la opresión han reducido a una condición más propia de animales que de hombres, cómo puede dirigirse uno a los hambrientos predicando la abs­ tención del pecado, la docilidad y la continencia? ¿No sería mejor, sobre todo, darles de comer? ¿No sería más humano? ¿Por qué Cristo no ha dado a los hombres una organización social como la que los socialistas, por ejemplo, han ideado para asegurar a todos la vida material? ¿Por qué no ha ordenado a la tierra dar sus frutos sin esfuerzo? ¿Por qué no ha ense­ ñado a los hombres una ciencia o un orden social que asegure para siempre la vida? ¿Cómo es posible que él no sepa que los vicios y las desventuras del hombre están provocadas por el hambre, el frío, la miseria y la lucha 4. FK 416. [HK 505-506 (11 parte, libro VI, cap. III)]. 5. FK 417. |HK 506 (¡bid.)\. 6. Véase, sufna, p. 17, n. 1 y p. 104, n. 3. 7. F. Dostoievski, Diario di uno scrittorc, Bompiani, Milán, 2010, pp. 440 s. [enero de 1876].

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por la supervivencia? ¿Y si los hombres pecan por culpa del hambre, el frío y la miseria, cómo puede haber pecado en su pecar? En primer lugar, la vida no está hecha solo de pan: «no solo de pan vive el hombre», dice Cristo. Si no existiese la vida espiritual, es decir, el ideal de la justicia, de la verdad y de la belleza, «el hombre caería preso de la angustia, moriría, enloquecería, se mataría o se entregaría a fantasías paganas». En cambio, puestos los ideales de la belleza, de la verdad y de la justicia —lo que coincide con la libertad del espíritu—, «todos se convertirían en hermanos unos de otros, y entonces, natural­ mente, trabajando unos por otros, se harán también ricos. Si se les diera el pan, en cambio, puede que se convirtieran en enemigos unos de otros simplemente por tedio». Pero la cuestión no queda cerrada. ¿Por qué no podrían darse, juntos, pan y libertad? He aquí la respuesta: «En tal caso el hombre será privado del trabajo, la personalidad, el sacrificio de los propios bienes en favor del prójimo, en definitiva: será privado de toda la vida, de todo ideal de vida». En breve: la indigencia es indispensable para la libertad; la opulencia para nada abre a la dimensión espiritual, sino que la anula. Esta es la idea de Dostoievski, que él encuentra sintetizada en la frase de Cristo: «No solo de pan...». Hay, en esta interpretación, un forzamiento que ignora el «solo» contenido en el célebre dicho: un forzamiento paupérrimo. Solo en la indigencia es posible la libertad. La riqueza espiritual es incompatible con la riqueza material.

El milagro «Luego el diablo llevó a Jesús a la Ciudad Santa y lo puso en la parte más alta del Templo, diciéndole: ‘Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece en piedra alguna» (Mt 4,5-6). «Después el dia­ blo lo condujo a Jerusalén, lo puso en la parte más alta del Templo y le dijo: ‘Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: Dará órdenes a sus ángeles para que te guarden. Y también: Te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece en piedra alguna» (Le 4, 9-11). Esta es la tentación del milagro, es decir, de la respuesta a los enigmas que, de imposible, se hace posible y disuelve todas las contradicciones y las aporías que están entre el problema y su solución, a través de la ani­ quilación de lo fáctico y de la afirmación de lo contrafáctico. El milagro anula la razón, poniéndola bajo el dominio de una fuerza irracional ma­ yor. Quien muestra dominar el milagro domina la mente de quien, «en los momentos tremendos de la vida, en los momentos de las más tremendas, 113

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lacerantes y fundamentales preguntas del alma», no consigue «permane­ cer solo con la libre decisión del corazón»8. En el momento de la dificul­ tad que parece insuperable, en el momento de la rendición, frente a quien cumple o promete milagros no hay que capitular, no hay que dejar que él tome posesión de nuestra libertad porque «nunca hemos visto nada igual» (Me 2, 12). «Es el Mesías, el rey de Israel, ¡que baje ahora de la cruz, para que veamos y creamos!» (Me 15, 32); «que baje ahora de la cruz y creere­ mos en él» (Mt 27, 42). Jesús, dicen los Evangelios, fue un gran taumaturgo. Es superfluo re­ cordar la larga lista de milagros que le atribuyen los cuatro evangelistas. Las muchedumbres estaban entusiasmadas, pero para él, como en el epi­ sodio de los panes y los peces, se trataba de misericordia y no de instru­ mentos para conquistar adeptos, creyentes, fieles. Es muy recurrente la invitación a guardar para sí el milagro recibido (Mt 8, 4; 9, 30; 12, 16; Le 8, 56); y constante es también el sustraerse al abrazo de la muche­ dumbre: «¡Todos te buscan! Y él les dijo: Vámonos a otro sitio». «Su fama se extendió por toda Siria, y le llevaban a todos los enfermos, afli­ gidos por distintas enfermedades y sufrimientos: endemoniados, epilép­ ticos y paralíticos, y él los curaba. Lo seguían grandes multitudes que llegaban de Galilea, Decápolis, Jerusalén y Judea y, del otro lado del Jor­ dán» (Mt 4, 24-25). Viendo las muchedumbres «que querían apoderar­ se de él para hacerlo rey» (Jn 6, 15), Jesús «ordenaba pasar a la otra ori­ lla» (Mt 8, 18; Me 8, 13), «debía quedarse afuera, en lugares desiertos» (Me 1, 45), «se retiraba a lugares desiertos para orar» (Le 5, 16), o «su­ bía a la montaña» y, sentado con sus discípulos, les enseñaba hablando no del gobierno del mundo, sino de las beatitudes del reino de los cielos (Mt 5, 14-23). En suma, Jesús teme la transformación del milagro de acto de amor en insirumentum regni. La insinuación tentadora del demonio persigue esta fácil inversión. El milagro se basa en datos materiales: panes y peces a voluntad, ojos que se abren, piernas lisiadas que echan a andar, enfermedades que des­ aparecen, demonios transformados en cerdos que huyen. El valor de es­ tos datos no es intrínseco a ellos, sino que reside en el símbolo que llevan consigo y que transporta las mentes «más allá»: el milagro es símbolo de una potencia superior que se dirige a la imaginación de los hombres dando forma a las creencias y a las esperanzas comunes en la derrota de los ma­ les que afligen a los seres humanos. En resumen, el milagro es símbolo de salvación, sobre todo de salvación de la muerte. El milagro al que Satanás

8. FK 341. [HK 414 (II parte, libro V, cap. V)). 114

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invita a Cristo —tirarse desde el pináculo del Templo y salvar la vida— es imagen del milagro más grande de todos, la derrota de la muerte a través de la resurrección. ¿Quién puede resistir a la promesa de escapar de la muerte? El milagro remite al misterio. El misterio, a su vez, remite a un excedente respecto del conocimiento palpable, explicable, a lo que está escondido para la mayoría y está reservado para unos pocos iniciados que tienen acceso a la dimensión última y secreta de las cosas y llevan en sí algo sobrehumano, divino. La palabra rusa tajna, que se traduce unas veces como «secreto», otras como «milagro», otras en fin como «miste­ rio», contiene todas estas alusiones. Estamos en plena segunda función social, la función cultural, una fun­ ción que es siempre la misma pero que, en el curso del tiempo, se mani­ fiesta en modos y representaciones muy diversos unos de otros. «Función cultural», son siempre el sortilegio del taumaturgo, del charlatán o de la correveidile; la creencia en el mito difundida por los poetas; la religión cultivada en las iglesias; las doctrinas políticas que prometen salvaciones de variada índole; las maravillas de la ciencia y de la técnica que se cele­ bran en los laboratorios donde científicos e investigadores presumen tra­ bajar para la humanidad feliz; las técnicas de la comunicación con las que se orientan la atención, las pasiones y las esperanzas del público hacia determinados objetivos, distrayéndole de otros. En tiempos de Jesús de Nazaret, el demonio veía como un gran milagro el saltar sin consecuen­ cias desde lo alto del Templo. Hoy, la medicina molecular y la genética nos prometen muy otros «milagros»: la duplicación de los seres huma­ nos, la derrota de las enfermedades, del envejecimiento y de la muerte. Que se trate de bendiciones y no de maldiciones es algo que está por ver. De que son milagros respecto a lo que se consideraba como posible en el pasado, no cabe duda. Estos «milagros», más allá de su aspecto meramen­ te material, ejercen una eminente «función cultural», cuya potencia para mover las acciones humanas y para cimentar la vida social sería difícil de infravalorar. Dostoievski conocía la fuerza contagiosa de las ideologías, la impa­ ciencia que estas provocan en «gente hambrienta, calentada por las teo­ rías de una futura beatitud»9, la capacidad de crear un «ambiente» en el que personas animadas de los mejores propósitos y sentimientos se pueden transformar fácilmente en fieras crueles. En el fondo, este es el significado de Los demonios, la gran novela de la perversión ideológica, en la que el horrendo homicidio político del estudiante Iván Ivanov perpetrado por 9. F. Dostoievski, Diario di uno scrittore, cit., pp. 190 ss. [«Una falsedad contem­ poránea», 1873]. 115

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el anarquista Serguéi Necháiev está idealizado y tipificado en el homicidio del estudiante revolucionario idealista Satov, a manos, sí, de un hombre corrupto e insignificante como Petr Stepanovich Verjovenski, pero ideali­ zado en una doctrina nihilista á la Necháyev y ambientado además en un círculo de hombres que se autoproclamaban salvadores de la humanidad. La ideología, en hombres mediocres, es capaz de conferirles una contex­ tura moral superior10. Es más, esa fuerza contagiosa Dostoievski la había probado en sí mismo, cuando —de joven— había entrado en el círculo socialista utópico de Mijail Vasil Petrashevski (y por esta participación había sido condenado a muerte y luego exiliado en Siberia). Nada habría podido excluir la eventualidad de que también él se hubiese podido transformar, «si las cosas hubiesen ido así», en un «nechaieviano»11. Pero la ideología puede desarrollar también un efecto contrario: con la ideolo­ gía se puede convencer a los seres humanos a que renuncien a su propia humanidad, a embrutecerse a nivel animal y a ponerse en manos de se­ ductores que acarician sus pulsiones elementales. De esta fuerza, el dis­ curso ideológico del Inquisidor quiere dar prueba y testimonio. Hay como una línea de desarrollo natural que va desde el milagro al misterio, al dogma que codifica el misterio, a la ideología que, en el sig­ nificado totalitario de la palabra (de por sí neutra: logos-discurso sobre las ideas), es el equivalente político del dogma religioso. Quien promete soco­ rros y soluciones milagrosas para los males de la humanidad, una humani­ dad que con sus solos medios no milagrosos y no misteriosos estaría desti­ nada a sucumbir ante su propia impotencia y sus propios vicios, bien puede pedir y cobrar un precio: el precio de la gratitud que es la obediencia12.

El reino No sabríamos decir si las tres tentaciones están expuestas en un orden preciso, creciente o decreciente, con relación a su fuerza de seducción. En Mateo el orden es: el pan, el milagro, el reino. En Lucas: el pan, el rei­ no, el milagro. Está bien claro, en cambio, tanto en los textos evangélicos como en el comentario del Inquisidor, que las tres «agotan todo tipo de tentación» (Le 4, 13). En esta tríada se cifra el secreto del poder, de todo 10. /bid, p. 199. Sobre el episodio de Necháyev, el proceso, la condena a muerte y las repercusiones, véase V. Srrada, «Introduzionc» a A. I. Herzen, A un vecchio compagno, Einaudi, Turín, 1977, pp. Vll-LXXII. I I. F. Dostoievski, Diario di uno scrittore, cit., p. 196 («Una falsedad contemporá­ nea», 1873J. 12. U. Bonanate, La cultura del male> Bollati Boringhieri, Turín, 2003, p. 17. 116

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poder sobre la tierra. «El diablo lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: ‘Todo esto te daré, si te postras para adorarme’» (Mt 4, 8-9). «Luego el diablo lo llevó a un lugar más alto, le mostró en un instante todos los reinos de la tierra y le dijo: ‘Te daré todo este poder y esplendor de estos reinos, porque me han sido entregados, y yo los doy a quien quie­ ro. Si te postras ante mí, todo eso te pertenecerá’» (Le 4, 5-7). La seducción del reino no tiene que ver con el poder en su versión política, tal y como lo concebimos con referencia a los Estados moder­ nos, por ejemplo según la definición weberiana: monopolio de la fuerza legítima, como recurso de la obediencia exterior uniforme de grandes grupos humanos. En este sentido, «el reino» se conforma con este tipo de obediencia y se desinteresa de la adhesión interior al poder y a quien lo ejerce. El diablo tentador, en cambio, va a lo más profundo, a la interiori­ dad de los seres humanos. Quiere que los seres humanos se sometan vo­ luntaria y espontáneamente; es decir, quiere que la sumisión por la fuer­ za se convierta en adhesión por gusto. Su propósito no es controlar los cuerpos, sino sojuzgar las mentes. Su propósito es «tomar posesión de la libertad humana»13, por lo que debe «tranquilizar las conciencias»14. Si existe una distancia, o peor, una contradicción entre lo que se desea interiormente y lo que, exteriormente, está permitido, prohibido o im­ puesto por la constricción del poder, las conciencias están todo menos «tranquilas». Es más, en tal distancia o contradicción está el origen de la inquietud, de la infelicidad, de la rebelión. En el fondo, el problema po­ lítico reside todo él en esto: cómo sintonizar la interioridad con la exterio­ ridad; cómo evitar que la distancia crezca hasta convertirse en un precipi­ cio; cómo prevenir la rebelión y cómo impedir la catástrofe. La respuesta es siempre una y solo una: haciendo que lo que está en las conciencias, el ethos, se corresponda con lo que está en el poder, el kratos. Lo que gene­ ralmente sucede, o manipulando las conciencias para adecuarlas al po­ der, o sometiendo el poder a las conciencias. Es evidente que el proyecto del Inquisidor es el primero. Es el prime­ ro en su forma más extrema. Para él no se trata de tomar las conciencias y de adecuarlas a las exigencias del poder, sino, sobre todo, de vaciarlas, de quitarles cualquier consistencia, de rellenarlas exclusivamente de de­ seo de sujeción a quien asume la tarea de cargar sobre sí con el peso. Los proyectos de dominación política se basan, por lo general, en la violencia con relación a las conciencias. La genialidad del proyecto del Inquisi13. FK 340. [HK 413 (II parte, libro V, cap. V)]. 14. FK 339. [HK 412 (ibid.)\. 117

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dor, en cambio, está en el hecho de que él se apodera de las conciencias como respuesta al deseo, o mejor, al ruego de los seres humanos de «sal­ varles de sí mismos». Ellos encuentran en la privación de la conciencia una razón de felicidad y un motivo de agradecimiento hacia sus bene­ factores-inquisidores. El «reino» del que habla el Inquisidor, por boca del potente espíritu del desierto, no es el reino de la fuerza, sino el reino —paai?xía— de la fama o de la gloria —6ó^a—: dos realidades que el Evangelio de Lucas dice ser diabólicas, pues están en manos del demo­ nio que las concede a quien quiere. En la unión de reino y fama está, no la fuerza, sino la seducción: el poder, por decirlo así, en potencia. Es el poder que se manifiesta en sus símbolos, en sus ceremonias, en sus ves­ tiduras, en sus liturgias, en su ostentación; el poder que representa «ple­ namente todo lo que el hombre busca en esta tierra, es decir: ante quién arrodillarse, a quién confiar la propia conciencia, y, finalmente, en qué modo reunirse todos en un indiscutible, común y concorde hormiguero, pues la exigencia de una unión universal es la tercera y última preocupa­ ción de los hombres. Siempre la humanidad en su conjunto ha tenido la aspiración precisa de darse un orden que fuese universal»15. Para ello, son necesarios los atributos de la majestad y del esplendor: el diablo está «en alto» y dice tener en sus manos no solo la Potencia, sino también la «glo­ ria». Por eso dispone de un fortísimo poder de seducción sobre el hom­ bre: ponerse por encima de los hombres, mandar sobre ellos, ser por ellos honrado. El «estar en alto» es el lugar de esta tentación diabólica. Con sor­ prendente continuidad en la historia de la filosofía política, la tiranía ha sido casi unánimemente identificada como mal político en que puede in­ currir de manera específica quien «está en alto»16. Se podría añadir que la democracia no ha logrado arañar esta simbología. Se dice que al poder «se sube»; los palacios del poder tienen que descollar en el «monte más alto»; los potentes se sientan en palcos que sustituyen a los tronos erigi­ dos con el botín capturado a los enemigos17 y no «se rebajan» al estilo de vida común: donde todo lo que sucede es por efecto de la perdurable función de seducción asignada al poder, como dijo el demonio hace ya más de dos mil años. Los auténticos «hombres del reino» conocen la fuerza seductora del poder en la forma de la «reputación del poder». Muy oportunamente Thomas Hobbes, tratando de los distintos tipos de poder, escribe: «La 15. FK 343. (HK 417-418 (ibid.)\. 16. Véanse a este propósito los ensayos contenidos en la parte monográfica de la re­ vista Filosofía política 1/3 (1996). 17. E. Canetti, Masa e potere [1960], Bompiani, Milán, 1990, pp. 486-487. 1 18

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reputación del poder es un poder, puesto que atrae hacia sí la adhesión de los que tienen necesidad de protección... puesto que es un medio para tener el sostén y el servicio de muchos»18. Los hombres del reino saben que, sobre la fuerza bruta, sobre el mando desnudo de ornamentos, sobre la coerción material, no se construye «el reino». Es más, saben que se termina por alimentar el espíritu de la rebelión en las conciencias in­ dividuales, lo que contradice el fin de la sujeción universal. Al contrario, la seducción que el poder ejerce, crea uniformidad, pasividad, tranquili­ dad. Este es el punto de encuentro entre las exigencias del «reino» y las aspiraciones de los individuos. Estos, solos, están dispersos en el vasto mundo, y por tanto tienen que sentirse ligados los unos a los otros, «to­ dos juntos», es decir, sin la semilla divisoria de la duda. El reino, como objeto de amor y de temor, es el lugar simbólico donde todos, todos juntos, pueden encontrar la pacificación de la conciencia en una «ge­ nuflexión en común»19 ante quien goza de «prestigio» y de «honor», es decir, ante quien está visto como el que está más alto que los demás, in­ dependientemente de que su acción sea justa o injusta, «pues el honor consiste solo en la opinión del poder»20. Se ha dicho21 que nada es más difícil para el hombre mediocre que soportar el sentimiento de no poder­ se identificar con un vasto grupo. Si tiene que elegir entre quedarse solo y sentir que pertenece a una masa, a una nación, a un pueblo concorde, elegirá esta segunda vía. El miedo al aislamiento y la relativa debilidad de los principios morales que forman las conciencias independientes pueden ayudar a cualquier demagogo, una vez conquistado un puesto en el centro del Estado, para asegurarse la fidelidad de una gran parte de la población. La renuncia a la conciencia independiente se asocia al gusto por los fuertes, al odio por los débiles, a la mezquindad, al re­ sentimiento, a la hostilidad, a la avaricia, tanto en lo que hace a los sen­ timientos como en lo que hace al dinero, al odio hacia el extranjero y hacia el diferente, a la envidia disfrazada de indignación moral. Todo ello se resume en el deseo de sumisión, y la sumisión se confunde con la vita­ lidad, con la libertad. Así reducidos, los seres humanos sentirán «orgullo de la potencia y de la inteligencia nuestras —de los Inquisidores—, tanto más grandes por

18. T. Hobbes, Leviatán, 1 parte, cap. X. 19. FK 339. [HK 412 (II parte, libro V, cap. V)]. 20. T. Hobbes, Leviatán, I parte, cap. X. 21. E. Fromm, Fuga dalla libertá [19411, Mondadori, Milán, 1994, p. 167 (en referen­ cia a la condición espiritual de Alemania en los años treinta del siglo pasado). [Miedo a la libertad, Paidós, Barcelona, 2012]. 119

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haber sabido amansar un tan indócil rebaño de miles de millones»22. Solo entonces «la fiera» será mansa y se convertirá en «rebaño», en masa. Fuer­ za y seducción, temor y amor tienen que estar juntos. Así pues, la seduc­ ción del reino producirá temor y miedo, y, juntos también, adhesión y amor, como los pueblos a menudo han aprendido sobre sí mismos, me­ nos las veces que han cedido a la tentación de mere in servitium. «¿Pue­ de ser amado un dictador? Claro que sí, dijo un dictador con seguridad. Cuando la masa, al mismo tiempo, también lo teme. A la masa le gustan los hombres fuertes. La masa es mujer»23. El carácter sádico y, al mismo tiempo, masoquista (el primero, ex parte domin'v. la pulsión por someter; el segundo, ex parte populi: la pulsión a someterse) está presente en todas las relaciones políticas de tipo demagógico, sin diferencias de color políti­ co, tal y como está escrito con letras bien claras en un texto como Mein Katnpf24, y tal y como ha acabado convirtiéndose en un lugar común de la «psicología de las masas». Catolicismo y socialismo Dostoievski identifica la «genuflexión en común» de la humanidad con el programa tanto del catolicismo romano cuanto del socialismo, hijo de la revolución atea: distintos, muy distintos en superficie; hostiles, muy hos­ tiles en apariencia. En realidad, aliados en su raíz más profunda, en la idea de la unificación universal de la humanidad bajo un solo pastor, o una sola ideología. La reductio ad unum de los seres humanos es su programa, y para realizarlo llegarán a establecer pactos entre ellos, o mejor, abrazarán una alianza porque los unirá su común ateísmo: manifiesto en el caso de los socialistas; disimulado con supersticiones religiosas en el caso de la Iglesia católica romana. Entre el socialismo y la Iglesia católica no hay solo analogía, según la interpretación de Nicolai Berdiaiev. Hay, según Dostoievski, una rela­ ción de derivación celada por una momentánea y aparente separación, la cual estaría destinada, sin embargo, según el vaticinio ampliamente expuesto en las páginas del Diario de un escritor, a recomponerse en la alianza del papa con Proudhon, en analogía con la alianza constantinia22. FK 345. (HK 421 (II parte, libro V, cap. V)]. 23. E. Ludwig, Colloqui con Mussolini [1932], Mondadori, Milán, 21950, p. 64. [Tres dictadores: Hitler, Mussolini y Stalin. Y un cuarto: Prusia, Acantilado, Barcelona, 2011]. 24. A. Hitler, Mein Katnpf [ 1925-1926), Kaos, Milán, 2006, en especial del volumen II los capítulos VIII («El fuerte es más fuerte cuando está solo») y XI («Propaganda y or­ ganización»). [Mi luchay Ojeda, Barcelona, 2004 J. 120

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na. En las páginas del Diario leemos: «El mismo socialismo francés —a lo que parece, ardiente y fatal protesta de todos los hombres y de todas las naciones atormentadas y sofocadas, deseosas de vivir y de seguir viviendo a cualquier precio sin el catolicismo y sus dioses— esta misma protesta, de hecho iniciada al final del siglo pasado (pero en sustancia mucho antes), no es otra cosa que la más fiel y constante continuación de la idea católica, su más pleno y definitivo cumplimiento, su consecuencia fatal elaborada a lo largo de los siglos. Porque el socialismo francés no es otra cosa que la unión forzada de la humanidad: una idea que deriva de la antigua Roma y se ha conservado enteramente en el catolicismo. De tal modo que la idea de la liberación del espíritu humano del catolicismo, en puridad, se ha revestido de las más estrechas formas católicas tomadas como préstamo del corazón mismo de su espíritu, de su letra, de su materialismo, de su despotismo, de su moralidad». Por tanto, se puede aventurar una pro­ fecía: «El papado, si hasta cierto punto será abatido por los gobiernos de este mundo, que se arroje en los brazos del socialismo y forme una misma cosa con él. El papa irá descalzo a visitar a los pobres y dirá que todo lo que ellos predican y quieren está ya desde hace tiempo en el Evangelio, que hasta ahora no había llegado aún el momento para ellos de saber­ lo, pero que este momento ha llegado y que él, el papa, les cede a ellos a Cristo y cree en el hormiguero. El catolicismo romano (está más que claro) no necesita a Cristo, sino la dominación del mundo. Vosotros nece­ sitáis la unión contra el enemigo: reunios bajo mi dominio, porque yo soy el único jefe universal de todos los dominios y de todos los domina­ dores del mundo, e iremos juntos»25. La égalité, la liberté y la fraternité de la revolución no serían más que la transcripción en forma ateísta o teísta de la doctrina católica de la idéntica sumisión de la humanidad entera a la teocracia papal. En otro pasaje se habla de «conjura católica», a cuya cabeza se había puesto el nuevo papa, Pío IX, en 187026 con la pro­ clamación del dogma de la infalibilidad papal, proclamación que Dostoievski toma muy en serio interpretándola como el desvelamiento de la naturaleza imperial del catolicismo romano27. La reconquista católica de Europa era, para Dostoievski como para to­ dos los eslavófilos cristiano-ortodoxos, un peligro concreto y muy presen­ te a causa de los jesuítas. Aliosha interrumpe la narración de su hermano 25. F. Dostoievski, Diario di uno scrittore, cit., pp. 723, 1060, 1181 [enero de 1877, cap. I, ap. I; septiembre de 1877, cap. I, ap. III; noviembre de 1877, cap. III, ap. III)]. 26. Ibid., p. 1060 [septiembre de 1877, cap. I, ap. III]. 27. Ibid.y pp. 336 y 1181 [marzo de 1876, cap. I, ap. V y noviembre de 1877, cap. III, ap. III]. 121

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para observar que «muy orra es la concepción de la Iglesia ortodoxa» y que el jesuitismo es la «parte falsa» de Roma, los exponentes peores del cato­ licismo: «Son simplemente el ejército que debe conquistar para Roma el futuro imperio sobre toda la tierra, con el romano pontífice a la cabeza... he aquí su ideal, mas sin tantos secretos ni nobles tristezas... El más sim­ ple deseo de poder, de crasos bienes materiales, de esclavitud... un caso de nuevos siervos de la gleba, en la que ellos —los jesuítas— ocuparían el puesto de los propietarios de tierras... he aquí todo lo que ellos quieren. Ni siquiera creen en Dios, probablemente»28. El idiota contiene el célebre «sermón» anticatólico puesto en boca del príncipe Mishkin en el fervor que precede a la crisis epiléptica. Habla de un converso: «¿Cómo pudo so­ meterse a una fe... no cristiana? ¡El catolicismo, en propiedad, es semejan­ te a una fe anticristiana!... —¡Oh, esto es excesivo! —respondió el viejecito, que miró maravillado a Iván Petrovich [Mishkin]—. ¿Cómo es que el catolicismo sería una fe anticristiana?... ¿Y qué es entonces? —En primer lugar, ¡es una fe anticristiana! —prosiguió el príncipe, muy agitado y con un tono especialmente brusco—. Esto en primer lugar; en segundo lugar, el catolicismo romano es peor incluso que el ateísmo: esta es mi opinión. ¡Sí, esta es mi opinión! El ateísmo no hace más que predicar la nada, en cambio el catolicismo va más allá: predica un Cristo tergiversado, que él mismo calumnia y ultraja, ¡un Cristo al revés! ¡Predica el Anticristo, os lo aseguro, os lo juro! Esta es desde hace mucho tiempo mi opinión personal, y yo mismo la he sufrido... El catolicismo romano cree que sin el dominio temporal universal la Iglesia no puede subsistir sobre esta tierra y grita: non possumus! En mi opinión, el catolicismo romano ni siquiera es una religión, sino que es la verdadera continuación del Imperio Romano de Occidente, y en este todo, empezando por la fe, estaba subordinado a este pensamiento. El papa se ha apoderado de una tiara, de un trono terres­ tre, y ha empuñado la espada; y desde entonces todo continúa así, salvo que a la espada se han añadido la mentira, la intriga, el engaño, el fanatis­ mo, la superstición, el delito; se ha jugado con los sentimientos más sagra­ dos, más ingenuos, más ardientes del pueblo; todo ha sido rebajado a di­ nero, a bajo poder terrenal. ¿Y no es esta acaso la doctrina del Anticristo? ¿Cómo no podía salir de su seno el ateísmo? Sí, el ateísmo ha comenzado por ellos mismos: ¿podían ellos creer en sí mismos? Después se ha refor­ zado por el disgusto que ellos mismos inspiraban, producto de su mentira y de su impotencia espiritual. ¡El ateísmo! Entre nosotros, las únicas que no creen aún son las clases privilegiadas... las que han perdido sus

28. FK 347. [HK 422-423 (II parre, libro V, cap. V)]. 122

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raíces; allí abajo, en cambio, en Europa, empiezan a no creer masas in­ mensas del pueblo: primero por causa de la ignorancia y de la mentira, y hoy también por el fanatismo, por odio hacia la Iglesia y el cristianis­ mo... ¡También el socialismo es un producto del catolicismo y de esen­ cia católica! También él, como su hermano el ateísmo, ha nacido de la desesperación, en contraposición al catolicismo en sentido moral, para reemplazar el perdido poder moral de la religión, para extinguir la sed espiritual de la humanidad anhelante y salvarla, no a través de Cristo, sino también él a través de la violencia. ¡También esa es una libertad merced a la violencia, también esa es una unión llevada a cabo con la espada y con la sangre! ‘No debes creer en Dios, no debes poseer, no debes tener una personalidad: fratemité ou la morty ¡dos millones de cabezas!’. Por sus actos los conoceréis: así se dijo. Y no tenéis que creer que para noso­ tros sea una cosa inocua e inmune a todo peligro. ¡Oh, tenemos que re­ sistir, y sin demora, sin demora! Es necesario que, en contraste con Oc­ cidente, brille nuestro Cristo, que nosotros hemos conservado y ellos no conocieron nunca. No tragar servilmente el anzuelo de los jesuítas, sino llevarles a ellos nuestra civilización rusa; ahora tenemos nosotros que erigirnos frente a ellos, y que no nos vengan a decir que su predicación es elegante, como alguien ha dicho hace poco...»29. «¡Mostrad al Ruso el ‘Mundo’ ruso, hacedle descubrir este oro, este tesoro que la tierra le esconde! Mostradle en el porvenir la renovación y la resurrección de toda la humanidad por obra, quizá, del solo pensa­ miento ruso, del Dios y del Cristo rusos, y veréis qué gigante potente y justo, sabio y suave, se levantará ante el mundo sorprendido, sorprendi­ do y aterrado, porque ellos no esperan de nosotros más que la espada y la violencia, porque ellos no saben imaginarnos, juzgando desde sí mis­ mos, exentos de barbarie... Pero aquí sucedió de repente un inciden­ te...»30. Cuál tenga que ser, en la vida pública, el puesto del Cristo ruso, es otra cuestión no completamente clara: Dostoievski propone, invir­ tiendo la fórmula romano-católica del cristianismo que se hace estado a través de la alianza con el César, un estado que se hace cristiano: una expresión que se comprende solo a condición de considerar el cristia­ nismo ruso auténtico, no el de los pope y el del knut aliados de la auto­ cracia zarista, sino el de la piedad fiel del suave, paciente y buen pueblo ruso. El Cristo silente y paciente que, en la Leyenda, después de todo aún besa a su perseguidor, es la imagen sublimada del pueblo cristiano que 29. F. Dostoievski, L’idiota, Einaudi, Turín, 2000, pp. 535 ss. [El idiota, Cátedra, Madrid, 2016 (IV parte, cap. Vil)]. 30. Ibid., pp. 538 s. 123

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Dosroievski mitificaba; así como el Inquisidor, que anhela y piensa en el rebaño universal, es la encarnación del espíritu de la Iglesia católica romana. Esta, para Dostoievski, debía ser la misión histórica de Orien­ te, contra la alianza occidental Francia-Roma, la alianza socialismocatolicismo31.

31. F. Dostoievski, Diario di uno scrittore, cit., pp. 1182 y 1383 [noviembre de 1877, cap. III, ap. III y agosto de 1880, cap. III, ap. 11. 124



Capítulo 4 ANTROPOLOGÍA Y VISIONES POLÍTICAS

! Las divisiones de la humanidad Solo en el reino de Utopía hay unidad. Solo en la edad del oro los seres humanos viven en armonía. Solo fuera de la Historia, antes de su inicio o después de su final, los hombres han sido y serán todos hermanos; han estado y estarán inmersos en la naturaleza benigna del jardín del Edén o en la divina armonía, donde reina entre ellos la benevolencia y la paz. Una vez entrados en la Historia y construidas las ciudades, la humanidad se divide y el amor cede a la envidia, la concordia a la discordia. Nosotros estamos en el tiempo intermedio. Abel que muere a manos de su her­ mano y Caín que funda ciudades (Gn 4, 8 y 4, 7) están al principio de la Historia, es decir, de las divisiones entre los hombres y de las opre­ siones de los unos sobre los otros: libres y esclavos, explotadores y ex­ plotados, príncipes y súbditos, ricos y pobres, propietarios y proletarios, posesores y trabajadores, estado y sociedad civil, hombres y mujeres, heterosexuales y homosexuales, viejos y jóvenes, etc.: divisiones todas generadoras de conflictos. La división, según el Inquisidor, es algo completamente distinto y bas­ tante más profundo: es entre necesitados y dispensadores de seguridad. Esta es la antropología dualista que está en la base de la politología del Inquisidor: por un lado, los elegidos, los iluminados, los protectores; por otro, los sumergidos, los ignaros, los protegidos. Pero, a diferencia de cualquier otro dualismo, donde la distinción es una contraposición y, por tanto, un factor de hostilidad, en el caso del Inquisidor la contrapo­ sición y el conflicto son solo el efecto de una transitoria imperfección, destinada finalmente a resolverse en la pacificación: el cumplimiento de la misión de los pacificadores coincidirá de hecho con la realización de la 125

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aspiración de los pacificados. Para el momento contingente, el proyecto del Inquisidor es político; es utópico, en cambio, para el momento final y definitivo al que se llegará «para no pensar más en ello»1. No es que no habrá ya más división, sino que la división no será generadora de conflic­ to. Será siempre una división pacificada. Bajo este aspecto, el dualismo del Inquisidor no pertenece al pensa­ miento escatológico, según el cual las contradicciones son condiciones de imperfección temporales destinadas a recomponerse en la unidad final del género humano. La garantía ofrecida por el Inquisidor no es el reino de Dios que desciende sobre la Tierra, la Jerusalén celeste. Es el reino inmor­ tal que fija de una vez por todas el dualismo haciéndolo concorde, com­ pleto, unánime, absoluto, disimulado bajo el manto de la benevolencia. Existe una tradición del dualismo en el pensamiento político que po­ dría definirse como «dualismo de las esencias», según la cual la humanidad se divide por naturaleza, y por tanto irremediablemente, en libres y escla­ vos, pastores y rebaño, amos y siervos. Al inicio de su Contrato social, a propósito de la concepción de Hugo Grocio, Rousseau escribe lo siguien­ te: «Es... dudoso que el género humano pertenezca a un centenar de hom­ bres, o que este centenar de hombres pertenezca al género humano. Y en todo su libro [se refiere a De iure belliac pacis], él parece inclinarse por la primera concepción, con una actitud análoga a la de Hobbes. Así pues, he aquí a la especie humana dividida en rebaños de bestias, cada una de las cuales tiene su propio jefe que la gobierna para devorarla. Como un pastor es de naturaleza superior a la de su rebaño, los pastores de hom­ bres, que son sus jefes, son también de naturaleza superior a la de sus pue­ blos. Así razonaba... el emperador Calígula, concluyendo correctamente de esta analogía que los reyes eran dioses [o demonios] o que los pue­ blos eran bestias... Antes que ellos, Aristóteles había dicho también que los hombres no son de hecho iguales, sino que los unos nacen para ser esclavos y los otros para ser dominadores»2. El dualismo del Inquisidor tiene que ver menos con las esencias que con las consecuencias. Es la fracasada experiencia de la libertad la que, para él, debe convencer del hecho de que la humanidad tiene que divi­ dirse. No es que los seres humanos sean por naturaleza refractarios a la libertad. Llevan en sí el veneno de la rebelión y del desorden. Por tanto, quieren la libertad, pero son generalmente incapaces de soportar ese peso. No todos, pero sí la gran mayoría. Los pocos son los inquisidores, capa­ ces de soportar sobre sus hombros el enorme peso de la libertad que los 1. F. Dostoievski, / demoni, Einaudi, Turín, 1998, p. 375 [II parte, cap. VII, ap. II). 2. J.-J. Rousseau, El contrato social (1762), I, 2. 126

¡ ANTROPOLOGÍA Y VISIONES POLÍTICAS

demás no pueden soportar. Mientras que, según el dualismo de las esen­ cias, estos pocos pertenecerían a una raza humana distinta, a la raza de los señores, según el dualismo de las consecuencias todos pertenecemos a la misma raza, pero en esta se puede manifestar un componente heroico que hace de contrapeso a las debilidades de esa otra parte inadecuada para la libertad.

Dualismos antropológicos: Raskólnikov Una idea de la humanidad dividida en dos —ya a partir de la descripción del Londres de la Exposición Universal— atraviesa problemáticamente muchas páginas y muchas reflexiones de Dostoievski, antes de concluir en la concepción de la historia humana expuesta por el Gran Inquisidor, donde la división se presenta no como producto histórico contingente y, por tanto, eventualmente reversible. Sino, en propiedad, como conse­ cuencia del dualismo antropológico esencial, estamos ante una eviden­ cia empírica de la historia, frente a la cual de nada'vale ningún discurso «humanístico» y ninguna llamada sobrenatural a la conversión que puedan convencernos de la posibilidad de la recomposición de la humanidad bajo el signo de la libertad. Según la visión de Raskólnikov, que él mismo expone para justificar lo que para la gente común sería un delito, pero no lo es para él, que per­ tenece a un orden superior, «todos los hombres, en un determinado sen­ tido, están divididos en ‘ordinarios’ y ‘extraordinarios’». Los ordinarios tienen que vivir en la obediencia y no tienen derecho a violar la ley, porque, como podéis ver, son ordinarios. Los hombres extraordinarios, en cambio, tienen derecho a cometer cualquier delito y a violar la ley de cualquier modo y manera, precisamente porque son extraordinarios... el hombre «extraordinario» tiene derecho... es decir, no lo tiene oficialmen­ te, pero por su parte tiene derecho de autorizar a su propia conciencia a pasar por encima de... ciertos obstáculos, y esto solo en el caso de que la realización de su idea (saludable, a veces, para toda la humanidad) lo requiera... Si los descubrimientos de Kepler y de Newton, por algún con­ curso de circunstancias, no hubieran podido de ningún modo llegar a ser conocidos por los hombres si no gracias al sacrificio de una, de diez, de cien o de más personas que se hubieran opuesto a ellos o que se hubieran interpuesto como obstáculo en sus respectivos caminos, entonces Newton habría tenido el derecho, o mejor, habría tenido el deber de... eliminar a esas diez o cien personas para dar a conocer sus descubrimientos a la en­ tera humanidad... También los legisladores y los fundadores de la socie127

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dad humana, empezando por los más antiguos y siguiendo con Licurgo, Solón, Mahoma, Napoleón y compañía, todos ellos, todos, fueron delin­ cuentes, aunque no fuese más que porque, al dar una nueva ley, con ello se infringe la antigua venerada por la sociedad y transmitida de padres a hijos, y se comprende también que no se detuvieran ni siquiera ante la sangre, si la sangre (a veces del todo inocente y vertida con valor en de­ fensa de la antigua ley) podía beneficiarles. Es más, vale la pena notar que la mayor parte de estos benefactores y fundadores de la sociedad humana fueron tremendos derramadores de sangre... todos los hombres, no digo ya grandes, sino que apenas se salgan del carril común, es decir, que ape­ nas sean capaces de decir algo nuevo, tienen sin falta que ser delincuentes, por su propia naturaleza, más o menos, entiéndase. De lo contrario sería para ellos muy difícil salirse del carril, y quedarse en él, naturalmente, es algo que ellos no pueden aceptar, siempre por su propia naturaleza, y... tienen el deber de no aceptar... No insisto en cifras determinadas. Yo creo solo en la parte esencial de mi pensamiento... que los hombres, por ley na­ tural, en general se dividen en dos categorías: una inferior (la de los hom­ bres ordinarios), que constituye el material, por así decir, que sirve solo para procrear otros individuos semejantes, y la de los hombres verdadera­ mente tales, es decir, los que tienen el don o el talento de decir dentro de su propio ambiente una palabra nueva». En Crimen y castigo, la división del género humano es entre conservadores e innovadores, y esta división es la causa de un eterno conflicto: «La primera categoría, es decir, el mate­ rial, en línea de máxima consta de hombres por naturaleza conservadores, morigerados, que viven en la obediencia y gustan de ser obedientes. Y en mi opinión tienen el deber de serlo, porque tal es su misión, y en ello no hay para ellos nada de humillante. Los de la segunda categoría son todos transgresores de la ley, subversivos o inclinados a la subversión, a juzgar por su actitud... No hay que alarmarse demasiado por ello: la masa no les reconoce casi nunca este derecho, pero los juzga y los ahorca (más o me­ nos), y con ello corresponde de manera completamente justa a su misión conservadora, salvo que en las generaciones siguientes esta misma masa coloque a los así ajusticiados en un pedestal y se incline ante ellos (más o menos). La primera categoría es siempre señora del presente, la segunda del porvenir. Los primeros conservan el mundo y lo multiplican numéri­ camente; los segundos mueven el mundo y guían hacia la meta. Y unos y otros tienen un derecho de igual fuerza, y... vive laguerre éternelle, hasta la Nueva Jerusalén, se entiende»3. 3. F. Dostoievski, Delitto e castigo, Einaudi, Turín, 1995, pp. 309 ss. [Crimen y cas­ tigo, Cátedra, Madrid, 1996 (111 parte, cap. V)]. 128

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Shigaliov Esto es lo que se dice en Crimen y castigo, en 1866. En Los demonios, cinco años después, encontramos la separación de la humanidad en dos categorías, pero con un significado distinto. El «personal orden del mundo» descrito demencialmente en los diez cuadernos de Shigaliov4, y criminalmente compartido por Piotr Stefanovich VerjovenskP, pre­ vé, en nombre del humanitarismo, si no es posible la eliminación física (hipótesis que encuentra hoy el favor de visionarios prosélitos «posmo­ dernos» que difunden sus locuras a través de videojuegos), al menos la progresiva reducción del mayor número (los nueve décimos) a una con­ dición animal, bajo la dictadura de un menor número (un décimo) de se­ res superiores. A este resultado se llega partiendo de la ilimitada libertad para llegar a la igualdad absoluta a través de un total despotismo. «No hay otra salida» para «salvar el mundo». Verjovenski desarrolla el concepto: «Hay cosas buenas en su cuaderno: está el espionaje. Allí cada miembro de la sociedad vigila a los demás y está obligado a la de­ lación. Cada cual pertenece a todos, y todos pertenecen a cada cual. To­ dos son esclavos, y en la esclavitud son iguales. En casos extremos, está la calumnia y el homicidio, pero lo esencial es la igualdad. En primer lugar se rebaja el nivel de instrucción, de las ciencias y de los estudios técnicos. Un alto nivel de ciencia y de técnica es accesible solo a las ca­ pacidades superiores, ¡pero no se necesitan capacidades superiores! Los hombres de capacidad superior siempre se han apoderado del poder y han sido unos déspotas. Los hombres de capacidad superior no pueden no ser déspotas y siempre han pervertido más de cuanto han sido bene­ ficiosos: a ellos se los aplasta o se los ajusticia. A Cicerón se le corta la lengua, a Copérnico se le sacan los ojos, a Shakespeare se lo lapida, ¡eso es el shigaliovismo! Los esclavos tienen que ser iguales: sin despotismo no ha habido aún ni libertad ni igualdad, pero en la manada tiene que haber igualdad, ¡eso es el shigaliovismo! La instrucción no es necesaria, basta la ciencia, hay material para mil años, pero para ello hay que ins­ taurar la obediencia. En el mundo solo falta una cosa, la obediencia. La sed de instrucción es ya una sed aristocrática. En cuanto aparece la fa­ milia o el amor, aparece enseguida también el deseo de propiedad. No­ sotros acabaremos con ese deseo: desencadenaremos la borrachera, la delación, la chismorrería; desencadenaremos una corrupción inaudita, apagaremos el genio en la infancia... Pero se requieren también convul4. F. Dostoievski, I demoni, cir., pp. 375 ss. [II parte, cap. VII, ap. II]. 5. Ibid.y pp. 388-390 [II parte, cap. VIII]. 129

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siones; en ello habremos de pensar los dirigentes. Plena obediencia, plena impersonalidad, pero una vez cada treinta años Shigaliov hace que se des­ encadene también una convulsión, y todos empiezan de repente a devo­ rarse unos a otros, hasta un cierto punto, solo para no aburrirse. El abu­ rrimiento, el tedio, es una sensación aristocrática; en el shigaliovismo no habrá deseos. El deseo y el sufrimiento para nosotros, y para los esclavos el shigaliovismo»6. Esta visión de la humanidad ha tomado mucho del nihilismo de Bakunin y Necháyev7 y representa un punto de paso de la concepción elitista de Raskólnikov a la del Inquisidor. Según el primero de ellos, los seres superiores tienen el derecho de sobresalir, incluso sustrayéndose a las le­ yes comunes, precisamente porque son «superiores», es decir, capaces de aportar dones preciosos a la humanidad común, a su vez elevándola y haciéndola partícipe de sus conquistas de civilización. La división de la humanidad en alto y bajo es, por así decir, fuerza dinámica que favorece el progreso general, que también tira hacia arriba de quien está abajo. La visión de Shigaliov también está fundada en una división, pero en ella quien está abajo tiene que estar siempre más abajo, hasta perder sus pro­ pias características humanas y «bestializarse», es decir, hasta reducirse a la mera condición de rebaños de individuos todos iguales y totalmente sujetos a sus propios pastores. El fin es una suerte de general «igualdad zoológica»; los medios son el embrutecimiento, la discordia, la ignorancia, la delación. Raskólnikov, a pesar de no desdeñar el delito, en compara­ ción es un humanista.

La contradicción de la naturaleza humana Se podría decir lo siguiente: Raskólnikov, Shigaliov y el Inquisidor se re­ conocen en una común visión de la humanidad dividida en dos partes. Las raíces sentimentales de sus respectivos dualismos, y, por tanto, las conse­ cuencias prácticas de los mismos, son, sin embargo, muy distintas: para Raskólnikov, el amor por la humanidad y por su progreso; para Shigaliov, el desprecio; para el Inquisidor, en fin, la piedad. Para el primero, la humanidad se divide en benefactores y beneficiados; para el segundo, en dominadores y dominados; para el tercero, en salvadores y salvados. En resumen: el Inquisidor no es ni Raskólnikov ni Shigaliov. Su actitud es dis­ tinta, y, así, distinta es también la vocación que él se asigna a sí mismo. 6. Ibid.y pp. 412-413 [II parte, cap. IX, ap. II]. 7. Cf. A. Herzen, A un vccchio com¡)agno> Einaudi, Turín, 1977, pp. 67 ss. 130

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Para el Inquisidor la humanidad común está compuesta por indivi­ duos impacientes, inquietos e infelices, débiles y viles, pero, al mismo tiempo, orgullosos y ebrios de la ilusión de su propia potencia. La defini­ ción precisa es la de «esclavos», si bien con la constitución del «rebelde»8: una real y bien visible contradicción. La complejidad de la posición representada por el Inquisidor está en el hecho de que el espíritu de rebelión es una característica de los seres humanos tradicionalmente adscrita a la influencia maligna. En la tradi­ ción hay una oscilación en el modo de considerar la mansedumbre y su contrario, la revuelta: ¿vicio o virtud? ¿La sumisión es el lado positivo o es, más bien, el lado negativo del alma humana? El diablo es división, impaciencia, intolerancia a los lazos, sedición: todas ellas amenazas de discordia. En un pasaje de la Carta a los Efesios (2, 2), el diablo está de­ finido como «el príncipe que domina en el espacio, el mismo espíritu que sigue actuando en quienes se rebelan». Diábolos (contrario a synbolon) remite a la idea de división, de separación. Diabállein es en Platón, en el célebre elogio de Alcibíades a Sócrates9, el acto con el que se in­ tenta poner a un amigo contra otro con el fin de ganar en una discusión; o es también la difamación que se promueve para romper una amistad10. En Aristóteles es el uso de la división como estratagema para conservar el poder, que forma parte de las prescripciones y de las astucias «bárbaras» y «tiranas»: «calumniar los unos a los otros e incitar a unos amigos con­ tra otros»11. Estas palabras parecen describir perfectamente lo que hace la serpiente con los primeros hombres en el Edén y luego en el corazón de Caín: «Calumniar a Dios ante los hombres y levantar a un hermano contra otro». Si las visiones del bien de vez en cuando concuerdan, lo que está mal, en cambio, parece claro a todos. En el Evangelio de Juan (8, 44) este espíritu de división se asocia a la mentira, al engaño, a la vio­ lencia y al homicidio: «Desde el comienzo él fue homicida y no tiene nada que ver con la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando miente, habla conforme a lo que es, porque es mentiroso y padre de la mentira». Hay una sorprendente inversión: es la libertad de Cristo, según las palabras del Inquisidor, la que representa el factor de desorden, de caos, de división, de separación. En nombre de la libertad cristiana, dice, los hombres llegarán a devorarse los unos a los otros. Cristo, sorprendente­ mente, es diábolos. El Inquisidor es syn-bolon. La libertad cristiana no lle8. 9. 10. 11.

FK 341. [HK 415 (II parte, libro V, cap. V)]. Platón, Banquete, 222b. Platón, República, 498c. Aristóteles, Política, V (E), 11,1313b. 131

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va a la liberación, sino que alimenta el poder, el despotismo necesario para impedir la disolución generada por la libertad. Naturalmente, la cuestión en abstracto es bastante más complicada que todo esto, porque de libertad y de rebelión, de sumisión y servidum­ bre, hay que hablar distinguiendo los niveles, el nivel teológico del políti­ co, el más acá del más allá. En el nivel teológico, el referente es Dios: ad­ hesión a Dios o rebelión contra Dios; en el nivel político, el referente es el gobierno de los hombres: obediencia al poder mundano o rebelión contra él. El espíritu diabólico se manifiesta en la rebelión a Dios, fundando las ciudades y la sujeción al poder. En la tradición cristiana hay una relación explícita entre el demonio y el poder mundano. Satanás es el «señor de este mundo»; Caín es «constructor de ciudades». Ya en la tentación del rei­ no que ofrece a Cristo (Le 4, 6), Satanás presenta así sus credenciales: toda esta potencia y la gloria de estos reinos «ha sido puesta en mis manos y yo la doy a quien quiero». Reconoce, pues, que tal poder le ha sido dado, y por tanto, que no deriva de él mismo, es decir, que no es originario sino derivado12; y sin embargo dice que puede disponer de él plenamente y como mejor guste. También en varios pasajes del Apocalipsis se confir­ ma el atributo diabólico del poder que «el dragón» ha conferido «a la bestia de los doce cuernos y de las siete cabezas» (Ap 13, 1-12). Aquí hay un enigma: tanto el reino terrestre como el reino celeste nacen de la misma autoridad divina, pero de ellos dimanan, para los seres huma­ nos, deberes de fidelidad que se contradicen. Aun cuando el hecho de que el diablo muestre a Jesús los reinos «en un instante» pueda significar la precariedad del poder terrenal13, no por ello «en ese instante» dejan de entrar en conflicto las dos fidelidades. La contradicción es grande, porque las pretensiones que exponen se encuentran en las experiencias de la vida concreta y derivan ambas de Dios: a través de Cristo, que él ha enviado para redimir a los seres humanos, y a través de Satanás, al que ha dado el gobierno sobre los seres humanos. El espíritu diabólico es un vicio y una virtud: vicio respecto a la libertad, virtud respecto al poder. La docilidad con relación a Dios es rebelión contra el poder; la rebelión a Dios es docilidad al poder. Esta es la dialéctica radical, que no admite caminos intermedios, ni armisticios ni, menos aún, tratados de paz entre la fidelidad a Dios y la fidelidad al poder de los hombres. Aún más, esta dialéctica no prevé salidas definitivas, con la victoria de 12. El término empleado por el diablo en el relato de las tentaciones es exousía, el mismo que emplea Pablo para señalar también a las autoridades terrenas. 13. -Hay que decir en un instante, porque estos no pueden durar» (Ambrosio, De Caín et Abel, I, 5, 16). 132

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una fidelidad sobre la otra, porque ambas tienen sede en Dios, no en los hombres, sean buenos o malos. El dominio político, es decir, la tiranía, es por tanto el mal satánico, pero está preparado por el bien cristiano, es decir, por la rebelión contra el mundo. Pero entonces las ideas se confunden: el bien que produce las condiciones del mal y el mal que sirve para oponerse a ellas, es decir, en el fondo, que actúa por el bien, como de hecho sostiene el Inquisidor ante el Cristo silente. Lo entiende plenamente Shigaliov cuando, en su progra­ ma, coherente consigo mismo pero no con el Inquisidor, introduce como factor tiránico principal las «convulsiones» programadas a intervalos de treinta años por el tirano mismo: no para debilitarse, sino para reforzarse. Así, la rebelión cristiana frente al mundo queda transformada en confir­ mación del mundo. La infelicidad está en esta contradicción, en la oscilación entre dos pulsiones, hacia la quietud y hacia la rebelión; la felicidad debería estar en la resolución de las contradicciones, es decir, en la eliminación de uno de los dos términos. Cristo es acusado de haber traído a la tierra el insen­ sato orgullo de quien cree en la rebelión; el Inquisidor asume la misión de calmar la tensión y, por tanto, de eliminar la infelicidad suprimiendo la pulsión rebelde. El tema de Shigaliov, las convulsiones programadas, no lo retoma el Inquisidor porque mira a la supresión definitiva, a dife­ rencia del que miraba simplemente a la contención, al «gobierno» de la contradicción, es decir, a medidas contingentes.

Salvarnos de nosotros mismos en el único rebaño La diferencia no termina aquí. Shigaliov y el Inquisidor concuerdan: las obras del ilusorio orgullo humano pueblan la historia d^e templos abati­ dos, convulsiones sociales, horrores de esclavitud y ríos de sangre que bañan la tierra; la inteligencia, dejada en libertad, aliada a la ciencia, conlleva una insoportable maraña moral y un peso cada vez más abru­ mador de misterios insolubles. Pero Shigaliov no consigue imaginar otra salvación que la tiranía despiadada. El Inquisidor va más allá porque cuenta con la colaboración voluntaria: «Algunos de ellos, intolerantes y violentos, se quitarán la vida ellos mismos, otros, intolerantes pero débiles e infelices, se acercarán a nuestros pies y cantarán agradecidos: ‘Sí, teníais razón, solo vosotros estabais en posesión del misterio de El, y nosotros volvemos a vosotros: salvadnos de nosotros mismos’»14. He aquí la cues14. FK 344-345. [HK 419 (II parte, libro V, cap. V)J. 133

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tión: salvarnos de nosotros mismos, es decir, de esa parte de nuestra na­ turaleza que nos hacer ser rebeldes, esclavos pero rebeldes, donde anida la razón de nuestra infelicidad. Una vez amputada esta parte suya maldita, los seres humanos estarán preparados para converger todos juntos en el único rebaño, estarán de­ seosos de hacerse engullir por un Leviatán universal. De hecho, no hay angustia humana más general y perpetua, de cada hombre en particular y de la humanidad en general, que la que se expresa en la pregunta: cante quién arrodillarse? «No hay preocupación más imperiosa y aterradora para el hombre, apenas queda libre, que la de buscarse lo antes posible al­ guien ante quien arrodillarse. Pero el hombre pretende arrodillarse de­ lante de lo que es ya indiscutible, de tal manera indiscutible que ante ello todos los hombres en coro consienten en una general genuflexión. Ya que la preocupación de estas míseras criaturas no consiste solo en buscar algo ante lo cual yo u otro cualquiera podamos arrodillarnos, sino en buscar algo de manera que también todos los demás crean en ello y pue­ dan arrodillarse, o mejor, podamos hacerlo todos juntos. Precisamente, esta exigencia de una genuflexión en común es el mayor tormento de cada hombre tomado de por sí y de la humanidad en su conjunto des­ de el principio de los siglos. Por necesidad de esta general genuflexión los hombres se han masacrado unos a otros a golpes de espada. Se han creado dioses y se han desafiado unos a otros... Y así sucederá hasta el fin del mundo, incluso cuando del mundo hayan desaparecido los mismos dioses: no importa, caerán de rodillas ante los ídolos»15. Esta es la naturaleza humana, la cual explica la ferocidad en relación con los no alineados, los espíritus libres «que no se arrodillan», una fe­ rocidad de la que han dado muestra pueblos enteros, etnias, creyentes de fes distintas, hasta los mismos individuos que seguían a su divinidad interior, como Sócrates en la Atenas del siglo iv a. C., los profetas en la historia bíblica, hasta el mismísimo Jesús el Cristo. Una ferocidad que desaparecerá cuando todos estén «alineados». Los bendecidos de la humanidad Esta es, para el inquisidor, la naturaleza humana, y de ella, nace la misión político-salvífica de quien de veras ama a la humanidad. Los «amantes de la humanidad» representan el otro lado, el de los elegidos: sin embargo, no como querría Cristo, con vistas a una misión de libertad, sino de su15. FK 339. [HK 411-412 (ibid.)].

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misión. Shigaliov había hablado de una parte de diez que recibe la liber­ tad personal y el derecho ilimitado sobre las otras nueve décimas partes16. A su vez, el Inquisidor retoma la imagen apocalíptica de los «redimidos de la tierra» que llevan en la frente la señal del Señor (Ap 5, 5-8 y 14, 3): «El gran profeta tuyo, en visión y en alegoría, dice haber visto a todos los participantes en la primera resurrección, y que los había a razón de doce mil por cada generación»17. Estos «doce mil por cada generación» son los que, como Cristo, han soportado «el hambriento y desnudo desierto, nu­ triéndose de langostas y de raíces». Ellos, sí, son los «hijos de la libertad, del libre amor, del libre y espléndido sacrificio de sí mismos», en nombre de Cristo18. Pero, precisamente por haber estado a la altura del desafío que la libertad cristiana ha traído a la humanidad, los inquisidores se han sublevado contra Cristo: «Nosotros no estamos contigo, estamos con él: ¡este es nuestro secreto! Ya desde hace mucho tiempo no estamos contigo, sino con él: de ello hace ya ocho siglos. Precisamente hace ocho siglos que tomamos de él lo que tú rechazaste indignado y con desdén, aquel último don que él te ofreció mostrándote todos los reinos de la tierra: de él hemos aceptado nosotros Roma y las espadas del César y nos hemos proclamado nosotros solos los soberanos de la tierra»19: no por sed de dominio, sino porque esa decena aproximada de miles de los grandes y los fuertes tienen a bien el cuidado de los restantes millones de débiles, innumerables como la arena del mar, viciosos y sediciosos, quienes, al final, se harán virtuosa­ mente obedientes y considerarán a los inquisidores como dioses propios, porque estos les habrán liberado de sus tormentos. El Gran Inquisidor, así, se presenta como un Cristo al revés, un sal­ vador totalmente terreno que se ha apoderado del alma de los hombres y ha destruido su libertad. El Inquisidor se eleva, en la Leyenda, a sím­ bolo de todos aquellos que se presentan como portadores de proyectos de salvación del mundo fundados exclusivamente en razones y fuerzas mundanas. Estos, para Dostoievski, son los hijos de Satanás.

Infelicidad y felicidad El Inquisidor no es en modo alguno una figura despreciable. Su grandeza y, en cierto sentido, su dignidad y su moralidad derivan de la consciencia 16. 17. 18. 19.

F. Dostoievski, / demoni, cit., p. 377 [II parte, cap. Vil, ap. II). FK 342. [HK 416 (II parre, libro V, cap. V)]. ¡bid. FK 343. [HK 417 (II parte, libro V, cap. V)]. 135

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de sí y de su propia misión. Bajo este aspecto, se distingue de los nume­ rosos portadores de utopías y proyectos de organización científica de la sociedad, que, en el curso de los siglos, han prometido la armonía univer­ sal, el paraíso en la tierra. Se distingue de ellos porque sabe perfectamente que él es una especie de médico de la infelicidad, no un dispensador de felicidad. Su visión es sombría, triste, y sombría y triste es su alma. Quiere dar forma a la humanidad, pero no está animado por ningún fervor re­ volucionario. No quiere elevar la naturaleza humana, forjar «el hombre nuevo». Su propósito es secundar su naturaleza esencial, en la que no hay impulsos ideales, sino tan solo necesidades elementales. El Inquisidor conoce bien la duplicidad de los seres humanos. Sabe que tiene que vérselas con esclavos, pero en ellos reconoce la constitución del rebelde que se alimenta, aun engañándose, de libertad. La libertad es su orgullo, la ebriedad que los lleva a la perdición. Están dispuestos a ha­ cerse esclavos, pero no están dispuestos a reconocerse como tales. «Pues el misterio de la existencia humana no está en el vivir por vivir, sino en el tener una finalidad por la que vivir. Si no se prevé de manera segura una finalidad por la que se deba vivir, el hombre no se resignará a vivir y preferirá matarse antes que permanecer en la tierra»20. Por eso los in­ quisidores deben engañarles, tienen que decir, mientras sirven a Satanás, que obedecen a Cristo, que actúan en su nombre, que la servidumbre equivale a la libertad que El ha traído al mundo. «En esta impostura con­ sistirá nuestro sufrimiento, pues nos veremos obligados a mentir»21. La mentira piadosa es propia de los gobernantes inmorales; la impía, en cam­ bio, de los gobernantes morales, como pretende ser el Inquisidor mismo. Los seres humanos, al no poder soportar el peso de la libertad, no pueden soportar la luz de la verdad. Así pues, también la mentira es en su propio interés. Pero los inquisidores, al cargar sobre sí la libertad ajena, también llevan sobre sí la igualmente pesada verdad, a la que tienen que ocultar de los ojos de los débiles. Los inquisidores —los centenares de millares de «mártires» que son «depositarios del secreto»22— sí que estarían a la al­ tura de la libertad con la que Cristo llama, pero tienen que renunciar a ella por amor a los millones que no están a la altura, y esta renuncia es su voluntaria, consciente y benéfica infelicidad.

20. FK 340. [HK 412 (II parre, libro V, cap. V)]. 21. FK 339. (HK 411 {ibid.)\. 22. FK 346. [HK 421 {¡btd.)\. 136

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¿Qué felicidad? Después de que la libertad, la libre inteligencia, la ciencia, los hayan pues­ to frente a tantos prodigios y misterios, después de los suicidios y de los exterminios, después de que los restantes hayan reconocido que solo los inquisidores conocen la verdad y la salvación, después de que hayan vuel­ to para ser salvados de sí mismos, les será dada a todos ellos, a este rebaño amansado, como compensación, la felicidad. Es lo que promete el Inqui­ sidor, precisando: una felicidad infantil. La felicidad reducida a «bien­ estar», es decir, a la existencia exonerada de inquietudes, circunscrita a los pequeños goces de los cuales los problemas morales están excluidos: «Nosotros les daremos una sosegada y humilde felicidad, una felicidad de seres débiles, como son ellos por constitución. Oh, nosotros, al final, los persuadiremos para no ser orgullosos, puesto que tú los has elevado en alto y les has enseñado a enorgullecerse: les demostraremos que son débiles, que no son más que pobres niños, pero que en compensación la felicidad infantil es la más afable de todas... Una pusilánime trepidación de nuestra ira se apoderará de ellos, sus inteligencias se intimidarán, a sus ojos acudirán prestas las lágrimas, como a los de los niños y de las mu­ jeres: pero con la misma facilidad, con un simple gesto nuestro, pasarán a la alegría y a la risa, al más límpido gozo y a las benditas cancioncitas infantiles. Sí, los obligaremos a trabajar, pero en las horas libres del traba­ jo darán a sus vidas un aspecto como de juego infantil, con canciones de niños, coros y danzas inocentes... Les permitiremos incluso el pecado: son tan frágiles e impotentes; y ellos nos querrán como quieren los niños, por el hecho de que les permitiremos pecar»23. ¿Felicidad infantil o más bien tranquilidad de animal domesticado? ¿Puede haber una felicidad propiamente humana? ¿Cuando pensamos que la experimentamos, no somos acaso como niños o animales domesticados? Niño, porque los niños se miran solo a sí mismos y, si saben mirar más allá, en un círculo de relaciones más o menos amplio, es porque más o menos han dejado ya de ser niños; seres mansos, porque nos hemos plegado a sentirnos satisfechos solo con lo que nuestros amos han establecido que se puede satisfacer de nuestros deseos. ¿Quién podría establecer qué es la felicidad propiamente humana sin transformarse en el peor tirano de masas deshumanizadas? Pero una cosa sí puede ser dicha. No podría ser la felicidad de Epicuro, según la caricatura que de él hicieron sus detractores, es decir, la felicidad de los

23. FK 345. [HK 420-421 (ibicl.)].

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cerdos. Tampoco es la felicidad egoísta de los hombres que consciente­ mente intentan cerrar los ojos para no ver la inmensa infelicidad que hay en el mundo que los circunda. «En el mundo actual, la felicidad de tales hombres no puede estar mezclada con demasiado dolor, desde el momen­ to en que no logran sustraerse al sufrimiento derivado de la visión del sufrimiento ajeno»24. ¿Y entonces? Entonces, he aquí la misión de los Inquisidores: encerrar a los individuos en sí mismos, circunscribir sus aspiraciones y evitar que miren más allá de lo que está a su alcance, antes y después de los momen­ tos singulares en los que se consume su existencia: «Mira el rebaño que pace delante de ti: no sabe qué sea el ayer ni qué sea el hoy; salta alrede­ dor, come, reposa, digiere, salta de nuevo, y así de la mañana a la noche y día tras día, atado levemente con su placer y con su pena a la estaca del momento, por así llamarlo, y por tanto ni triste ni aburrido. Ver todo esto es muy triste para el hombre, porque él alardea de su humanidad frente al animal y, sin embargo, mira con envidia a la felicidad de aquel —pues él quiere solo vivir como el animal, ni aburrido ni apesadumbrado, pero lo quiere en vano, porque no lo quiere como el animal—. El hombre pregun­ tó una vez al animal: ¿Por qué solo me miras y no me hablas de tu felici­ dad? El animal quería responder y decir: La razón es que olvido enseguida lo que quería decir —pero olvidó también esta respuesta y calló—»25. Esta es una descripción del perfecto nihilismo, es decir, de un mundo sor­ do, inmóvil, sin pasado y sin futuro, clavado al instante presente: una des­ cripción que habría gustado al Inquisidor. En suma: alimentar un modesto egoísmo. El resto, el mal y la infelicidad del mundo, existe, pero tiene que permanecer tapado para no hacerse contagioso e inquietante. Asumirán su peso los inquisidores, los «bendecidos de la humanidad», cargados con todo el dolor del que ellos han descargado a las masas humanas incons­ cientes. Ellos conocen la verdad, pero tienen que mantenerla tapada. La mentira está en su carácter. Es más: es su más esencial virtud de gobierno, virtud política, dolorosa en la medida en que puede ser plenamente cons­ ciente, o mejor, ser asumida como razón de la propia existencia. Con la mentira se puede cancelar lo que de tormentoso atraviesa la vida humana, cuando es consciente de la distancia entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte. De hecho, el programa del Inquisidor concluye —en cierto 24. B. Russcll, Un'etica per la política [1954], Laterza, Roma/Bari, 1994, p. 215. [Sociedad humana: ética y política, Cátedra, Madrid, 1984]. 25. F. Nierzsche, Sull'utilitá e il danno della storia per la vita. Considerazioni inattuali II, en Opere 1970-1881, Ncwron Compton, Roma, 2008, p. 339. [Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, Biblioteca Nueva, Madrid, 1988]. 138

ANTROPOLOGIA Y VISIONES POLÍTICAS

sentido podría decirse que se corona—con la mayor de todas las mentiras, la supresión de la muerte, la iiltima y más grande inquietud de la huma­ nidad, la que obliga a salir del pequeño círculo de la vida individual y to­ mar conciencia de la unidad de la humana condicio y de su carácter com­ partido: «En silencio morirán, en silencio se extinguirán en tu nombre, y más allá de la tumba no encontrarán más que muerte. Pero nosotros mantendremos el secreto, y por su misma felicidad los acunaremos en la ilusión de una recompensa celeste y eterna. De hecho, si hubiera algo en el mundo de allá, en verdad no sería para gente semejante a ellos»26. La abolición del terror a la muerte no es un detalle: es lo esencial. Solo con esta condición —típicamente infantil— puede haber verdadera y defini­ tiva pacificación de los seres humanos, cada uno por sí mismo.

26. FK 346. [HK 421 (II parte, libro V, cap. V)]. 139

Capítulo 5 MAL Y BIEN

Si Dios no existe... ¿Qué significa «la frasecita» de Iván Karamázov1: «Si Dios no existe, todo está permitido», que Mitia comenta con fervor y que Smerdiakov asume como máxima absolutoria de su delito? Para Rakitin, el personaje que aparece por sorpresa profetizando so­ bre la suerte de los Karamázov y se introduce entre los temores y turbacio­ nes de Aliosha para inducirlo a ceder al piececito tentador de Grúshenka («pero si fueran solo los piececitos...»2), esa es, sin tanto perifollo, la «es­ túpida teoría» de Iván: «Si no hay la inmortalidad del alma, entonces no hay ni siquiera virtud, y por tanto todo está permitido... teoría seductora para los canallas»3. La inmortalidad del alma se instalaría, digámoslo así, al lado de Dios con el fin de hacer posible una justicia divina en el más allá, arreglar las cosas pendientes en el más acá y restablecer así la armo­ nía universal. Al faltar Dios, faltarían el premio de los justos y el castigo de los malvados, pues no podría haber ni paraíso ni infierno. Faltando la inmortalidad del alma, Dios, incluso si existiese, no sabría qué hacer con su justicia. Esta interpretación de la «frasecita» es una caricatura proveniente de un personaje de esos de «dos más dos igual a cuatro». Representa la apli­ cación del punto de vista retributivo a la esfera moral. Desde el punto de vista filológico, sin embargo, presupone un forzamiento del texto. La fór­ mula de Iván aparece durante la «reunión equivocada» que abre la novela, 1. FK 350-351. [HK 427 (II parte, libro V, cap. V)J. 2. FK 105. [HK 137-138 (1 parte, libro II, cap. VI1)|. 3.

FK 107. [HK 141 (ibid.)\.

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en el curso de una discusión sobre el imperativo del amor hacia los pro­ pios semejantes que dice así: «Destruid en los hombres la fe en la propia inmortalidad, e ipso facto... todo estaría permitido»4. La cuestión no está centrada en la existencia de un más allá donde haya un tribunal de la justicia divina, sino en la fe en la propia inmortalidad que no coinci­ de necesariamente con la existencia o con la fe en Dios. Lo que está en cuestión no es primariamente la existencia de Dios y de su tribunal de justicia en el tiempo del porvenir. Lo está, en cambio, para Iván y para su fórmula, la fe actual en algo (la inmortalidad) que va más allá del simple ciclo de la vida biológica y le confiere un valor que lo transciende. No es un mero detalle. Para Iván, lo justo y lo injusto, el bien y el mal, desde el punto de vista tanto lógico como moral y temporal, están antes del even­ tual premio y del eventual castigo: el paraíso y el infierno presuponen el bien y el mal. El bien y el mal en el más acá no implican de ningún modo el paraíso y el infierno en el más allá. Existen paraísos e infiernos en la vida de acá abajo y su sitio está en la autoconciencia del hombre y de la humanidad. Si no fuese así, debería decirse que quien no cree en Dios y en el más allá, los ateos o los agnósticos, son seres privados del criterio del bien y del mal: es decir, estarían privados de la capacidad de juicio moral, serían bribones y canallas en potencia. En Dostoievski, el juicio moral y las consecuencias relativas están ya en la conciencia y son independientes del premio o del castigo. Iván de ningún modo se contenta con la satisfacción de pensar que los malos serán castigados y que llegará un tiempo en el que la madre del niño des­ pedazado por los perros abrazará a su verdugo: él quiere la justicia aquí y ahora, independientemente de los premios y castigos futuros, y, puesto que no la puede obtener, rechaza el mundo. Decir que está bien lo que será premiado y mal lo que será sancionado implica una mentalidad típi­ ca de juristas, pero impropia en la dimensión ética, donde las acciones tienen valor «en sí». Dostoievski, sin embargo, no aclara el significado de su «todo está permitido»: bcé posboleno. Si rechazamos la interpretación de Rakitin, que es a la que se agarra Smerdiakov como passe-partout moral para el parricidio, se abren inte­ rrogantes sin respuesta. «Permitido» no equivale a «lícito», en el sentido de «consentido» de la misma manera que una norma que funda, que jus­ tifica. Más bien significa: «Todo es indiferentemente posible», porque una cosa vale por otra cualquiera, es decir, nada vale nada. ¿Cómo suena

4. FK 92. [HK 121 (I parte, libro II, cap. VI)]. 141

EXÉGESIS

el «rodo está permitido» en boca de un sediento y desilusionado de la justicia como Iván, y, quizá, como nosotros mismos? Pues suena como un grito de dolor, no como una afirmación «filosófica», escéptica y nihi­ lista. Equivale a una exclamación desesperada de quien se atormenta en busca del «sentido»: una suerte de razonamiento por el absurdo. Si Dios no existe, entonces hay que penar lo impensable, es decir, que todo está permitido. Esa es la entonación que se siente continuamente en Iván Karamázov. No está claro que él, en su fuero interno, comparta la tesis de la «omnipermisividad». Hay más bien un juicio fugaz de desesperación en el pensamiento de uno que, sin negar al Dios del más allá, no logra distinguirlo en el más acá. Iván vive en la contradicción: no es un indiferente. El mal es mal y el bien es bien. Pero, como dirían las Escrituras, él ve que Dios hace salir el sol tanto para los malos como para los buenos, y que llueve igual sobre unos y otros (Mt 5,45). Su grito es una maldición arrojada contra aquel Uno que, prometiendo justicia, la aleja y la sitúa en un tiempo distinto: un Dios que se burla del hambre y de la sed de justicia de quienes viven bajo el sol. La cuestión no es si Dios existe o no existe, sino si Dios se burla de sus criaturas dotándolas inútil e insensatamente del juicio sobre el bien y sobre el mal ya en esta misma vida mortal. La cuestión de Iván tiene que ver con la justicia divina en el mundo, la teodicea. El se atranca en la búsqueda de una respuesta no porque nie­ gue el más allá, sino porque niega la distinción de los tiempos. La distin­ ción, a sus ojos, es una vía de fuga demasiado fácil para aligerar a Dios de las responsabilidades con relación a las criaturas: criaturas en las que El mismo ha introducido la necesidad de justicia. No hay precio que pue­ da ser pagado para restablecer la armonía posible; no hay perdón por el mal realizado que pueda compensarlo. Los seres humanos viven en un mundo sin sentido. Conocen el bien y el mal, pero este conocimiento es solo la premisa de la desesperación. Todo está permitido, todo es posible, y ante cualquier cosa que tú hagas, Dios, si bien existe, te mira burlón. Es más, es tal la insensatez que, haya o no haya Dios, nada cambia. Dios es irrelevante. A esto llega la invocación de Iván a un dios de la justicia para que muestre su rostro. Pero como no lo muestra, prometiendo mostrar­ lo quién sabe dónde y quién sabe cuándo, llega el tormento. El nihilista Iván es tal no por el deseo de justicia al que se resigna, sino por la deses­ peración de no poderlo cumplir.

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Desesperación Iván representa la suprema contradicción: la desesperación. ¿Qué es la desesperación sino la condición de quien se encuentra en un impasse mo­ ral existencialmente insoportable, es decir, en una alternativa sin salida, sin pacificación posible? La solución, estoicamente, es quitarse de en me­ dio, quitarse la vida. Iván tiene una muy viva visión del bien y del mal del mundo; más viva en él que en su «espiritual» hermano Aliosha. Por eso es candidato al suicidio. La contradicción es esta: la diferencia entre el bien y el mal existe en cuanto a la causa, pero no existe en cuanto a las con­ secuencias. Existe porque está en la conciencia de los seres humanos; no existe porque la vida de la humanidad fluye indiferente. Dios es la causa de la carga moral que gravita sobre los seres humanos, y Dios, de nuevo, es la causa de la indiferencia, aquí y ahora, respecto a toda la responsabilidad que de ello deriva. Iván no contesta la existencia de Dios, sino que contes­ ta la obra de Dios, es decir, el mundo, un mundo que Dios ha abandonado a la injusticia. Por eso, respetuosamente, «devuelve la entrada». Todo esto en la medida en que, como piensa Iván, Dios existe. Pero ¿y si Dios no existe? De nuevo, nueva desesperación, pero de otro tipo. La «frasecita», entendida con un significado distinto y más profundo, tiene que ver sobre todo con la libertad de los seres humanos en el sentido de Dostoievski. Si Dios no existe, todo está permitido por una razón ra­ dical: la indistinción del bien y del mal en las acciones humanas. Solo res­ pecto a Dios puede haber la gran decisión: reconocerlo o desconocerlo. Para Dostoievski, Dios es la piedra de toque, la unidad de medida que nos hace moralmente activos, independientemente de los premios y de los castigos. Si Dios no existe, hay solo la ignorancia del bien y del mal. Se está sumergido en la indiferencia, y, por tanto, en la imposibilidad de una vida moral. Como posibilidad, quedan solo la aniquilación de la per­ sona y de su dignidad, es decir, la inocencia del ganado, del rebaño que tiene que ser conducido por un pastor, o bien la ilimitada conveniencia de elecciones utilitaristas, egoístas. De aquí puede partir de igual manera la humillación del individuo o su paroxismo. «Si el hombre, el hombre en general, es decir, todo el género humano, no es bellaco, esto significa que todo lo demás son prejuicios, solo terro­ res que nos han inculcado, y que no hay barreras y que así tiene que ser»5, dice Raskólnikov reflexionando sobre la suerte de Sonia, la chiquilla que se prostituye con el tácito y vil consentimiento del padre, el borrachín de Marmeladov. Esta es la humillación del individuo. Pero Dostoievski 5. F. Dostoievski, Delitto e castigo, Einaudi, Turín, 1995, p. 34 [I parte, cap. IIJ. 143

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representa también la exaltación del hombre que quiere hacerse carica­ tura de Dios, el hombre-dios, y así, en cierto sentido, quitarle el sitio. La imagen recurrente es la torre de Babel y Nietzsche indicará la misma idea :on el «ultra-hombre» que se sitúa más allá del bien y del mal. Si Dios no existe, no hay ninguna razón por la que el hombre no pueda hacerse él mismo dios6. Por encima de Dios no hay leyes. Donde se pone al hom­ bre-dios todo está permitido, todo. Hasta el homicidio, es más: incluso el lúcido suicidio se justifica con la idea de estar por encima de la vida misma, como en el caso de Kiríllov en Los demonios. Este es el paroxis­ mo del individuo.

¿Existencialismo f El concepto de bien y de mal que justifica la posición de Dostoievski es metafísico: es un a pr/or/, frente al cual puede haber o adhesión o repul­ sión. Solo respecto a Dios puede haber libertad, la libertad de reconocer­ lo o de negarlo. Solo respecto a Dios puede haber la «libertad mayor»: lo contrario de la interpretación que da el existencialismo a la fórmula de Dostoievski para hacer de ella el «punto de partida» de un humanismo sin Dios. Dice Jean Paul Sartre7: todo está permitido si Dios no existe y, en consecuencia, queda abandonado a sí mismo (délaissé) porque no se encuentra ni en él ni fuera de él ninguna posibilidad de agarrarse (de s’accrocber). En primer lugar, no encuentra justificaciones. Si, en efecto, la existencia precede al ser —este es el núcleo de la crítica que el existen­ cialismo dirige a toda metafísica—, no se podrán nunca dar explicacio­ nes por medio de referencias a una naturaleza humana predeterminada y rígida (figée); dicho de otro modo, no hay determinismo; el hombre es libre, el hombre es libertad. Por otra parte, si Dios no existe, noso­ tros no nos encontramos frente a valores u órdenes de justicia objetivos que legitimen nuestra conducta. Y así, ni detrás ni delante de nosotros, en un cuadro cualquiera de referencias morales, tenemos justificaciones o excusas. Estamos solos frente a nuestras determinaciones. Es lo que Sartre expresa diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Conde­ nado, porque no se ha creado a sí mismo, y, por lo demás, sin embar­ go, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo 6. L. Pareyson, Dostoevskij. Filosofía, romanzo eci esperienza religiosa, Einaudi, Turín, 1993, pp. 66-68 [I parte, cap. II, ap. VIII). 7. J. P. Sartre, L'existentialisnie est un huntanisme [1946], Gallimard, París, 1996, p. 38. 144

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que hace. En una palabra: el bien y el mal no están fuera; están dentro del ser humano. El demonio se ríe de esta libertad y dice que está permitido «ordenar su propia vida tal como [al hombre] le plazca»8: el «permiso» es «su co­ modidad». En este sentido, a estos «todo les está permitido». Porque el bien y el mal no preexisten a ellos como «datos», como «realidades mo­ rales», en cuanto que no existe una «naturaleza humana» como esencia precedente a la existencia, no es cuestión de elección, sino de creación sin parámetros externos, determinada por factores existenciales. Esta es la libertad existencialista, necesariamente sin Dios; mientras que la li­ bertad de Dostoievski, que podríamos llamar metafísica, es una condi­ ción que necesariamente presupone a Dios. La una es la libertad como potencia de hacer; la otra, la libertad cristiana de Dostoievski, es la li­ bertad como potencia de elección. La primera no tiene parámetros deter­ minados, la segunda los tiene en el bien y el mal. Existe, pues, una diferencia entre las dos posiciones que se podrían lla­ mar, una —la de Dostoievski— existencial, y otra —la de Sartre— existen­ cialista. Sin embargo, hay entre ellas una importante convergencia. Para Sartre, no existen puntos de partida ontológicos y todo se somete a la li­ bertad de autocreación humana que se proyecta en el futuro. Para Dos­ toievski, los puntos de partida ontológicos existen y la existencia humana es un desenvolverse entre el bien y el mal que en cuanto tales preexisten. Para ambos, sin embargo, la vida no es sujeción a una misión o una ley da­ das, sino que es libertad creadora de sí. En un caso, se podría decir así: la creación está libre de parámetros morales externos; el ser humano tiene que dárselos. En el otro caso, la creación de sí está obligada, constreñi­ da por la dialéctica del bien y del mal dentro de la cual tiene que desen­ volverse existencialmente (no existencialistamente).

El mal absoluto En la portentosa arquitectura del mal que se expresa en los personajes cru­ ciales de sus novelas, un sitio central lo ocupa el mal absoluto, el mal que coincide con la sustitución de Dios por el hombre. Aproximadamente, es el desconocer la existencia de una realidad por encima de nosotros; es la inexistencia de límites. Analíticamente, es la coincidencia de querer, po­ der y licere. En Dios no existe la distinción entre mal y bien. En él, la vo­ luntad corresponde al poder y el poder, en él, no es ni lícito ni ilícito: 8. FK 851. [HK 1029 (IV parte, libro XI, cap. IX)]. 145

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es simplemente omnipotente. Dios, de hecho, es medida de sí mismo, es decir, es desmedida. En cuanto a los seres humanos, en cambio, el intento de apropiación de lo que en Dios es omnipotencia, es decir, el intento de fundir lo posible con lo lícito, los transmuta simplemente en indiferentes, en «tibios» interiormente, en existencialmente anodinos. Viene a propósi­ to la maldición que el ángel anuncia a la iglesia de Laodicea (Ap 3, 14-16), recordada por el obispo Tichon, palabra por palabra, a esa especie de por­ tador de fuerza desmedida y vacía que es Stavroguin, en Los demonios: «Y al Angel de la iglesia de Laodicea escribe: así dice el Amén, el testigo fiel y veraz, el principio de las cosas que vienen de Dios: me son conocidas tus obras, no eres ni frío ni ardiente, oh, ¡si fueras frío o ardiente! Mas como eres tibio, y ni frío ni ardiente, comenzaré a vomitarte de mi boca. Porque vas diciendo: soy rico y no me falta nada, y sabes que eres mez­ quino y miserable y pobre y ciego e ingenuo»9. El punto que parece esencial es «el principio de las cosas que vienen de Dios», q ájtxil xfjq ktígecú^ too Oeou (man;: creación, fundación). De Dios vienen y en Dios se forman el calor y el frío. Si se quita a Dios de en medio, solo hay tibieza, indiferencia, la muerte térmica aplicada a la moral. Puede haber cambio tanto de una parte como de otra, sin que una de las dos sea el bien y la otra el mal. No hay nada inmoral si no hay nada moral. Hay solo el egotismo del yo que aspira a deleitarse en sí mismo ignorando los límites y finalidades de las propias acciones, hasta el ho­ micidio. «Si Dios no existe, el hombre es el rey de la tierra, de la creación. ¡Magnífico! ¿Pero cómo hará para ser virtuoso sin Dios? ¡He aquí el problema!... Si no existe un Dios infinito, no existe ni siquiera la virtud, es más, no hay siquiera necesidad de ella... todo está permitido... Si Dios y la inmortalidad no existen, al hombre nuevo, quizá solo a uno en todo el mundo, le es lícito hacerse hombre-Dios, y naturalmente en su nueva cualidad le es lícito pasar sin preocupación por encima de todas las barreras morales del antiguo hombre-esclavo. ¡Por encima de Dios no hay leyes! Donde se pone Dios, ese es su sitio. Todo está permitido, todo»10. Son las palabras del huésped de Iván, su alter ego demoníaco. Se comprende así por qué, para Dostoievski, el mal absoluto coincide con el ateísmo: porque, en la sustitución de Dios por el hombre, lo que para Dios es omnipotencia para el hombre es indiferencia. La indiferen­ cia, podría decirse, es para él lo que, un siglo después, Hannah Arendt llamó la «banalidad del mal»: el mal que no se representa el bien, el mal absoluto, raíz de toda posible perversión. Pero la banalidad podría tam9. F. Dostoievski, ¡ demoni, Einaudi, Turín, 1998, p. 403 (II parte, cap. IX, ap. IJ. 10. FK 851. [FIK 1029 (IV parte, libro XI, cap. IX)).

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bién manifestarse en el bien: el bien banal que no se representa la posi­ bilidad del mal. Mal y bien igualmente privados de valor, indiferentes, equivalentes, moralmente nulos. El mal relativo El contrario del mal absoluto, el mal relativo, es tal con relación al bien. En esta relación se desarrolla la experiencia de la conciencia: lo contrario de la indiferencia. La conciencia, en Dostoievski, no es el lugar interior donde reside la verdad, sino el lugar del conflicto entre el bien y el mal. El mal relativo no es el enemigo del bien. Como Satanás respecto a Dios, es su antagonista necesario. Se ha dicho11 que el mal hace de testigo del bien. Pero también vale lo contrario: el bien hace de testigo del mal. El mal y el bien «en persona» Para Dostoievski, el mal no es debilidad, fragilidad, fragilidad en el ceder a inclinaciones indignas de la naturaleza humana. No es incapacidad o vacío de bien, o, si así se quiere, un desvanecimiento de la plenitud de ser. En otros términos, no es una carencia o un vacío, como dice una tradición que se remonta a san Agustín. Es, al contrario, una realidad en sí, que convive con la realidad del bien. Está en «él»: «el terrible espíritu ingenioso, el espíritu de la autodestrucción y del no ser» que, en el desierto, sometió a Cristo a las tres tentaciones12. Tampoco se trata de una noción filosófica abstracta, que se pueda definir en libros y tratados. Se trata de una verdadera y propia presencia constitutiva de la existencia que, en los momentos de debilidad, desde de­ trás de los bastidores se asoma a la escena de nuestra conciencia. «Mo­ mento de debilidad» significa ruptura de la capacidad de soportar cons­ cientemente la tensión entre el bien y el mal. La conciencia es una sola y, por norma, preside el control de las fuerzas dualistas que operan en ella y previene la disociación destructiva de la unidad de la psique. Stavroguin, contando al obispo Tichon que «sufr[e], especialmente de noche, una serie de alucinaciones», confiesa que, a veces, sentía «a su lado a un ser malvado, burlón y ‘razonable’, con distintas personalidades y dis­ tintos caracteres, pero siempre igual», y que hacía que se enfadase13. En 11. L. Pareyson, Dostoevskij, cit., p. 71 [I parte, cap. III, ap. IJ. 12. FK 336. (HK 408 (II parte, libro V, cap. V)]. 13. F. Dostoievski, / demoni, cit., p. 400 [II parte, cap. IX, ap. I]. 147

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Sravroguin hay la perturbación del estado mental, la confusión de la con­ ciencia que le destruye la personalidad. No es un modo de retomar el tema del «doble», del Doppelgdnger, del ego, aparentemente sereno, y del alter ego, realmente inquietante: un tema recurrente en Dostoievski, ya trata­ do en la novela El doble, que pertenece a la primera fase de su reflexión literaria (1846). En Memorias del subsuelo, veinte años posterior, se re­ presenta un antihombre, un hombre al revés. En el capítulo «Pesadilla de Iván Fiódorovich»14 de Los hermanos Karamázov, se va decididamen­ te más allá de estos esquemas. Allí se desarrolla una confrontación con el demonio, presentado como un ser sociable, también aquí, como en Stavroguin, muy razonable, aunque insinuante. Su aspecto y sus modales son los de un parásito. Como Mefisrófeles en el Fausto de Goethe, también en Dostoievski el demonio, a pesar de ser portador de una fuerza potente, que le permite combatir contra las fuerzas del bien en igualdad de condi­ ciones, se presenta como un ser mediocre, como una suma de debilidades y, por tanto, como amigo del hombre, como quien lo sigue en su vulgari­ dad: no está rodeado de llamas, sino que se mueve vestido con decoro, si bien con la camisa sucia y el traje raído; no amenaza, sino que se acerca amistosamente; no pide heroicas rebeliones contra Dios, sino insignifi­ cantes cesiones a la routine cotidiana. Iván, «cuando al final encuentra al demonio, no tiene ninguna elección heroica que cumplir. El demonio es la expresión de necesidades que no son audaces, sino elementales»15. El de­ monio es un benefactor, análogo, en cierto sentido, al Inquisidor. Ambos se proponen como amigos persuasivos que ayudan a evitar o a superar los dramas y los dolores de la existencia. ¿En qué sentido, o de quién es la pasividad? Es parásita del bien, que, también él, es una persona: para Dostoievski es Cristo. El demonio, el mal, no existiría sin Cristo, el bien. Se puede decir también lo contrario: que el bien no podría existir sin el mal; que Dios no podría existir sin el Demo­ nio; que el ser no podría existir sin el no-ser. El parásito no es tal respec­ to al ser humano, como se le ha construido en la literatura del «doble». Es parásito de la otra fuerza constitutiva de la vida de la conciencia moral, y es un «parásito necesario», sin el que no habría ni siquiera el bien. Sin el demonio, no habría razón de Dios. En la apología delirante que el demo­ nio hace de sí mismo ante Iván, se lee: «Se me dice: ‘No, ve a negar, sin negación no habría crítica’, ¿qué periódico habría sin la ‘página de críti­ ca’? Sin crítica todo sería un ‘hosanna’. Pero para que haya vida no basta 14. FK 833 ss. [HK 1004 ss. (IV parte, libro XI, cap. IX)]. 15. S. Neiman, Itt cielo come in térra. Storia filosófica del male> Laterza, Roma/Bari, 2011,p. 265. 148

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que haya hosanna, es necesario que el hosanna pase a través de la fragua de las dudas... ». El parásito no está en la personalidad de un disociado, como un as­ pecto suyo, como su «accidente» que, si se quiere, se puede suprimir. Iván querría refugiarse en la que él desearía que fuese su enfermedad, querría reducir el demonio solo a un sueño mentiroso, a un fantasma, a una fanta­ sía producida por la mente trastornada por alucinaciones que le revelan la parte abyecta de sí mismo. Quiere negar la realidad autónoma: «Tú eres una alucinación mía... soy yo, soy yo quien hablo, no tú»16. La cuestión es importante. No es lo mismo concebir el demonio como una realidad en sí o como una «pura fantasía» patológica. Si es una reali­ dad, una presencia viviente, se puede hasta «creer en él», hacerse secuaces suyos; si es una debilidad o una patología, en cambio, se convierte en un problema de competencia de la psique o del psiquiatra, pudiéndose pensar en eliminarlo con un esfuerzo de voluntad o con alguna terapia mental adecuada. En este caso, estaríamos en el tema del «doble»; en el prime­ ro, en cambio, en el tema del «otro», de quien ser amigo o enemigo. El demonio hace de todo para afirmar su presencia real como principium negationis, sin el cual la vida misma se apagaría en la nada de un tedeum sin fin: «Algo sagrado, pero tedioso»17. Iván, al final, tiene que admitir: «Esto no es un sueño. No, lo juro, esto no ha sido un sueño, todo esto ha sucedido ahora»18. El hecho de que «el mal en persona» se presente en forma amigable lo hace seductor, bienvenido y, por tanto, particularmente peligroso y efi­ ciente. Lo que no significa que quienes advierten su naturaleza maligna no sufran su fuerza grandiosa. Quienes hayan tenido experiencias de este tipo saben que no se trata de fantasías, supersticiones o meras representacio­ nes literarias. Lo sabía perfectamente Dostoievski, por experiencia. ¿Qué experiencia? La experiencia del «mal sagrado» que, desde la juventud, le asaltaba cada vez con mayor frecuencia. En las crisis epilépticas, que la ciencia médica atribuye a una insuficiencia eléctrica entre zonas cerebra­ les, Dostoievski veía la ruina de la conciencia atravesada por la lucha entre polos extremos que no conseguía tener bajo control.

16. FK 836. [HK 1008 (IV parte, libro XI, cap. IX)]. 17. FK 842. [HK 1017 (ibid.)\. 18. FK 852. [HK 1030 (ibid.)]. La presencia real del demonio de la que habla Iván es un retorno al rema, tratado nítidamente, del diálogo entre Tichon y Stavroguin de Los demo­ nios, trad. it. cit., p. 401 [II parre, cap. IX, ap. 1]. El «noble» suicidio de Kiríllov en la «noche laboriosa» de Los demonios (trad. it. cit., pp. 585 ss. [III parte, cap. VI, ap. I]) está acom­ pañado por el innoble comportamiento de Piorr Verjovenski, un doble en carne y hueso. 149

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La mujer del escritor, Anna Grigorevna Snitkina, cuenta que él emitía «un grito descomunal, un grito que no tenía nada de humano», para des­ pués caer por tierra sumido en la inconsciencia. Dostoievski ha dado algún detalle de lo que sucedía en la proximidad de las crisis, en el momento del aura que, a veces, asumía un carácter místico o extático. En esos momen­ tos podía suceder que entrase en contacto, cara a cara, con Dios: «Y tuve la sensación de que el cielo hubiera descendido sobre la tierra y me hu­ biera tragado. Y en verdad llegué a Dios y fui penetrado por él. ‘Sí, ¡Dios existe!’, grité a plena voz, y luego no recuerdo nada más. Vosotros que estáis sanos... no conseguiréis mínimamente comprender qué felicidad pueda ser esta, la felicidad que los epilépticos experimentamos en el ins­ tante antes del ataque... No sé si este sentido de beatitud dura segundos, horas o meses, pero, creedme, no cambiaría todos los goces de la vida con ese estado de absoluta felicidad»19 al que se asocia una impresión de subitáneo, verdadero e irresistible terror. Se puede pensar que en el ata­ que epiléptico, tal y como lo experimentaba Dostoievski, se encuentre no una alteración, sino una verdadera y propia lucha entre dos fuerzas sobrehumanas, cuya señal es «el grito que no tenía nada de humano»20. Lo demoníaco, fuente de infinita infelicidad, y lo divino, fuente de infinita felicidad, entran en contacto y el contacto desencadena el grito de dolor de quien ha sido elegido como campo de batalla. De manera simétrica al mal, también el bien es, pues, una presencia, una persona que se pone «al lado» en el desenvolvimiento dialéctico de la vida: principio vital contra principio mortal21. Es un elemento, una fuer­ za autónoma de la conciencia que se hace manifiesta en presencia del mal. A diferencia del mal, que en la figura del demonio de Iván es amigable, el bien es una fuerza que, cuando se la contradice, puede actuar en la con­ ciencia con una fuerza incoercible. Es a la fuerza de esa función destructi­ va a la que llamamos remordimiento. Todo ello lo comenta Dostoievski por medio del versículo de la Carta a los Hebreos (10,31) citado por Zosima en la escena dramática en la que Mijail, el homicida pasional, decide confesar públicamente su delito para liberarse de su peso: «¡Es terrible caer en manos del Dios vivo!». ¿Cómo se manifiesta la fuerza del «Dios 19. Véase S. Kovalevskaja, Mentorte d'infamia, Pendragon, Bolonia, 2000, pp. 177178 [Memorias de juventud, Herdcr, Barcelona, 1997]; O. Sacks, Allucinazioni, Adelphi, Milán, 2013, pp. 149-150 [Alucinaciones, Anagrama, Barcelona, 2013]; T. Alajouanine, «Dostoiewski’s epilepsy»: Brain 2 (1963), pp. 209-218. 20. Así aparece en la descripción del ataque epiléptico del príncipe Mishkin: L'idiota, Einaudi, Turín, 2000, p. 234 (II parte, cap. V]. 21. D. Bonhoeffcr, Rcsistenza e resa. Lettere e scritti dal carcere, Queriniana, Milán, 1988, p. 485. |Resistencia y sumisión, Sígueme, Salamanca, 2001J. 150

MAL Y BIEN

vivo»? En el trabajo del remordimiento en el corazón de los hombres, es decir—según nuestro lenguaje— en «aquella maravillosa facultad nues­ tra que llamamos conciencia»22. El ser humano, en la medida en que no se ha sustraído a la visión de sí mismo como ser moral, puede estudiarse todo lo que quiera y convencerse de haber actuado bajo el impulso de la necesidad, o no deliberadamente, y por tanto considerarse inocente bajo cualquier aspecto. Sin embargo, en la conciencia «el abogado que habla en su favor no puede de ningún modo callar al acusador en él, si tiene tan solo consciencia de que, en el tiempo en que hizo la injusticia, se en­ contraba en su sentido, es decir, en el uso de su libertad»23. Es un trabajo que excava poco a poco, a partir de un pequeño inicio, una pequeña os­ cilación en el castillo de las propias certezas, que se agiganta sin solución hasta hacerse invasivo y colisionar con toda forma de seguridad, con toda forma de autojustificación del mal cometido, hasta llegar al mismo borde de la locura. Si este «acusador» no es simplemente la abstracta fuerza del remordimiento que cada cual puede generar en sí mismo y por sí mismo según una ética de tipo kantiano, es decir, según un imperativo interior que no es imposible hacer callar «razonablemente» (como Mijail había hecho con éxito durante mucho tiempo), sino que es otro, otro de sí, e incluso es un «dios viviente», se comprende entonces la fuerza terrible que puede desencadenar en la conciencia según la Caita a los Hebreos. En el relato de Mijail, este tormento que despierta del sueño y trastorna la conciencia que se había dormido, es explorado en profundidad y has­ ta el final, hasta la confesión liberadora que desconoce las razones de li­ bertad del mal y abre al bien, a la redención, de modo que al final hace callar al acusador. Análoga es la exploración psicológica a la que está sometido Raskólnikov en su recorrido desde la justificación del homicidio hasta el reco­ nocimiento de la culpa. El bien salva y conduce a la tranquilidad interior, pero antes de abrirse a ello, ¡cuánto sufrimiento interior! La libertad del mal puede convertirse en opresión en la conciencia de los seres humanos. «Les juro, señores, que tener una conciencia sobradamente sensible es una enfermedad, una auténtica y verdadera enfermedad», dice con sarcas­ mo el hombre del subsuelo. Es más: «No solo una conciencia excesiva, sino que cualquier dosis de conciencia es una enfermedad»24, tan grave 22. I. Kanr, Crítica de la razón práctica [1788], Sígueme, Salamanca, 1994, p. 124 («Analítica de la razón pura»). 23. ¡bul. 24. F. Dostoicvski, Memorie del sottosnolo, Einaudi, Turín, 2003, pp. 8 y 9. [Apuntes del subsuelo, Alianza, Madrid, 2011, pp. 25 y 26 (I parte, cap. II)). 151

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que, a veces, se hace preferible incluso el suicidio, cuando no se tiene la fuerza de afrontar los conflictos que se desarrollan en su interior. La mezcla de mal y de bien Bien puede decirse que, en la Leyenda, todo gira alrededor del interrogan­ te sobre cuál sea la posición del ser humano en la tensión entre el bien y el mal, es decir, en la posición común a todos aquellos que conducen la propia existencia con la consciencia de las contradicciones éticas que ellos tienen que afrontar, las contradicciones que Dostoievski representa como antinomias entre Dios y el demonio. Dostoievski cita a menudo, expresamente o por alusiones, las Escri­ turas. Si está fundada la hipótesis de que él sería partícipe de la idea de la naturaleza humana como «mezcla» de bien y mal, habría podido referirse a algunos pasajes bíblicos. Cuando el humo del sacrificio de Caín caía sobre la tierra, el Señor le dijo (Gn 4, 6-7): «¿Por qué estás irritado y tienes la cabeza baja? Si obras bien podrás mantenerla erguida. Pero si obras mal, el pecado está agazapado a tu puerta y te acecha con su instinto, pero tú debes dominarlo». Y después del diluvio, a la salida del arca (Gn 8, 21): «El Señor... se dijo a sí mismo: ‘Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre, porque el instinto del corazón humano se inclina hacia el mal desde su juventud; ni tampoco volveré a castigar a todos los seres vivientes, como ahora acabo de hacer’». Un versículo fulminante del Eclesiastés (7, 20) dice: «No hay en la tierra un solo hombre tan justo que haga solo el bien y no peque», es decir, un hombre que haciendo el bien no haga también el mal. Podríamos pensar así: «bajo el sol», es decir, sobre la tierra, el- «solo bien» es tentación divina; mientras que el «solo mal» es tentación satáni­ ca. El puesto del hombre está entre una y otra tentación. La ruina, el error del ser humano, está en la ilusión de poder salir de esa naturaleza biparti­ ta, poder disolver de una vez por todas su doble sustancia y estar íntegra­ mente y siempre o de una parte o de la otra: en ambos casos, pecado de orgullo. No dicen así solo las Escrituras. Lo dice el demonio en persona, justificando «esa indispensable línea de lo negativo», sin la cual «en todo el mundo se instauraría la racionalidad, a la que de manera natural segui­ ría el final para todas las cosas: mientras el secreto no se desvele [alusión al final de los tiempos] subsisten para mí dos verdades: la de allí arriba, de ellos, que para mí, por el momento, es letra muerta, y la mía»25. 25. FK 849. [HK 1027 (IV parte, libro XI, cap. 1X)J. 152

Capítulo 6 INTRIGA

Campo de batalla El alma humana no es el «alma bella» que cultiva virtuosamente la belle­ za, la justicia y la verdad. Es un campo de batalla. «Vasto es en verdad el hombre, demasiado vasto», exclama Mitia confesando su ser sensual y de­ nunciando, dividido entre la Virgen y Sodoma, la ambigua fascinación por la belleza. «La belleza es algo terrible, e infunde terror porque es in­ definible, y definirla no se puede porque Dios no nos ha dado más que enigmas. Aquí las dos orillas se unen, aquí todas las contradicciones co­ existen... ¡La belleza! Yo no puedo Soportar que un hombre, acaso de corazón noble y mente elevadísima, empiece con el ideal de la Virgen y termine con el ideal de Sodoma. Aún más terrible es cuando uno tiene ya en su corazón el ideal de Sodoma y, sin embargo, ni siquiera reniega del ideal de la Virgen, es más, su corazón arde por este ideal, y arde verdade­ ramente, sinceramente, como en los años inocentes de la juventud. No, el alma humana es inmensa, demasiado, yo la reduciría... Lo terrible es que la belleza no es solo algo tremendo, sino también misteriosa. Aquí el diablo está en lucha con Dios, y el campo de batalla son los corazones de los hombres»1. La libertad del hombre es la fuerza con la que tiene que resolver esta situación. Según el Inquisidor, es una fuerza insuficien­ te. No es una fuerza con la que Job, según Gn 32, 24-34, pueda competir con el Angel, ya sea el Angel de Dios o el Angel del demonio, neutralizando el uno o el otro, pidiéndoles la bendición.

1. FK 144. (HK 184 (I parte, libro III, cap. III)]. Véase L. Pareyson, Dostoeuskij. Filo­ sofía, romanzo cá espericnza religiosa, Einaudi, Turín, 1993, p. 113 [1 parte, cap. IV, ap. II]. 153

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Según el Inquisidor, solo hay dos posibilidades, que además se exclu­ yen recíprocamente: o la anestesia de la conciencia, que permite dejarse llevar pasando indemnes, quitándosela de encima a través de la renuncia a la libertad; o bien, para quien no se la quita de encima y no renuncia a la libertad, la autodestrucción. «Pero, sabes, las vacilaciones, la inquietud, la lucha entre la fe y la incredulidad, pueden constituir un tormento tal para un hombre de conciencia, como eres tú, que hacen preferible el ahor­ carse», dice el demonio a Iván, quien, a su vez, para nada lo contradice2. La lucha es insostenible y la libertad que se debate en la lucha es maléfica. «¡Nada fue jamás para el hombre y para la sociedad humana más insopor­ table que la libertad!», exclama el Inquisidor3. La libertad, para el Inquisi­ dor, es una realidad trágica: aquí está la distancia con Cristo, para quien, en cambio, es una realidad dramática. ¿Tragedia o drama? Para el prime­ ro, el ser humano es la víctima designada de la libertad que no tiene nada que hacer más que ser arrastrada hacia la destrucción y hacia la muerte; para el segundo, en cambio, nada está definitivamente dicho antes de tiempo, porque el ser humano tiene mucho que hacer para defender y construir su propia vida con la práctica de la libertad. Dostoievski ha escrito que la réplica al Inquisidor hay que buscarla en las palabras del stárets Zosima. He aquí la misión a la que él destina a Aliosha: ir al mundo para «peregrinar»; para «experimentarlo todo», hasta que hubiera vuelto al convento para terminar la vida. «Inmenso será el dolor que aparecerá ante tus ojos, y en esto serás feliz. He aquí la consigna que te doy: en el dolor busca la felicidad»4. Se podría aña­ dir, traduciendo: en el mal, busca el bien. Así pues: la libertad como de­ ber, la mezcla de dolor y gozo como condición. Esta condición dramática no es, para Dostoievski, patología de la psi­ que, si bien ha dado rica materia de reflexión al psicoanálisis y a la psiquiatría5. Para él es la condición ordinaria de los seres humanos, que puede explorar de un momento a otro y, por tanto, está inmersa en una atmósfera en suspensión: y es que la mezcla de los opuestos no se puede resolver de manera definitiva, pues mientras hay vida, hay libertad. Los seres humanos están arrastrados por esta condición suya irresuelta e irre­ soluble. Ni el bien suprime el mal, ni el mal el bien. Es más, se alimentan recíprocamente: en el santo hay siempre un gran pecador, como indica el 2. FK 846. (HK 1022 (IV parre, libro XI, cap. IX)]. 3. FK 337. (HK 409 (II parte, libro V, cap. V)]. 4. FK 101. [HK 133 (I parte, libro II, cap. VII)]. 5. Además de la ya citada investigación tle Freud sobre el parricidio, véase A. Smcrari, 11 delirio di ¡uan. Psicopatologia dei Karamazov, Larcrza, Roma/Bari, 2014. 154

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título de una novela no escrita pero ideada por Dostoievski al final de su vida6. No estamos lejos del peccare fortiter, creciere fortius de Martín Lu­ lero. Ni siquiera es posible el compromiso, tratándose de opuestos. El mal está «agazapado a la puerta», pero lo mismo sucede con el bien. Quizá está aquí la explicación del carácter abierto de los personajes dostoievskianos, hasta que su experiencia se concluye con la muerte: no sabemos cómo ter­ minarán Iván, Mida y Aliosha. La verdad está en un minuto, en ese «breve minuto»7: así es como se comenta el febril encuentro final entre Mitia y Katia —el amor racional— en la clínica para prisioneros, pero enseguida esa misma verdad es puesta toda ella en entredicho en el minuto siguiente, cuando Grúshenka —el amor pasional— irrumpe allí. Incluso la majes­ tuosa figura de Zosima, a la que Aliosha se había unido «quizá incluso de manera errónea»8 y cuya santidad queda plasmada a partir de un delito cometido, logra escapar de esta ley de la irresolución. La duda anidaba desde siempre bajo la superficie de aquel hombre santo y las murmura­ ciones («no ayunaba demasiado, se permitía delicadezas, tomaba té con mermelada de guindas»9) salieron a la superficie en cuanto el cadáver em­ pezó, antes de tiempo, a descomponerse.

Más acá del bien y del mal Sin embargo, Dostoievski conoce también figuras que están fuera de ese campo de batalla y que nunca se han aventurado en él: figuras que se sus­ traen al juicio ético y que, sin embargo, en general se identifican con lo totalmente bueno :1 príncipe Mishkin, el protagonista de El idiota— y con lo totalmente malo—el príncipe Stavroguin, la presencia dominante en Los demonios—. Dos principios y dos príncipes: uno, estupidez; otro, esteticismo. El actuar según una ética y su relativo juicio presuponen de hecho, podríamos decir, un desdoblamiento, es decir, posibilidades abiertas entre las cuales la libertad tenga un campo. Si no se vive inmerso en tales posibilidades, no hay juicio ético porque no hay libertad.

6. Se trata de Vida de un gran pecadoro más precisamente, de Hagiografía de un gran pecador: véase L. Parcyson, Dostoevskij..., cit., p. 74 [I parte, cap. III, ap. II|. 7. FK 1003. [HK 1211 (Epílogo, cap. II)]. 8. FK 450. (HK 546 (III parte, libro VII, cap. II)]. 9. FK 443. [HK 537 (III parte, libro VII, cap. I)]. 155

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Estupidez «pro» ética. El idiota Mishkin, el «loco de Dios», la encarnación de una belleza que, contraria­ mente a la promesa, uo salvará al mundo10, el bien absoluto, no derrota­ do sino absorbido en su condición de idiota: Mishkin, pues, está en rela­ ción con el mal, representado por Rogozhin, hermano-competidor, más que rival, por el amor.de Nastasia Filippovna, cuya seductora fascinación «puede alterar el ritmo del mundo»11, pero no lo altera en absoluto: preci­ samente, en él encuentra la muerte. Su relación con el mal no es de lucha y tensión: es más bien de simple acercamiento sin pathos. Mishkin no cono­ ce la lucha entre el bien y el mal, y no es, por tanto, libre, en el sentido de la libertad dostoievskiana. El, el «totalmente bueno», no es tal porque haya derrotado al mal, sino simplemente porque «vive», sin llegar a experimen­ tarlo, como un Cristo redivivo en la interpretación contenida en el Anti­ cristo de Nietzsche: «mixtura de lo sublime, enfermedad e infantilismo»12. No vive, en propiedad, el dolor, sino solo, si acaso, la angustia. No vive de su propia autoconciencia, sustancialmente nula e insignificante; vive en la conciencia de los demás, que lo desprecian o, en algunos casos, logran penetrar en su ingenuidad, en su docilidad, en su bondad, para descen­ der a las profundidades de su alma: Nastasia Filippovna, despidiéndose de él para ver reconocida su propia indignidad, sigue su camino diciendo: «iAdiós, príncipe, por primera vez he visto un hombre!». Pero Mishkin puede aparecer así visto desde el exterior, si hay alguien que lo mira desde la perspectiva del mal de los seres humanos, como sabe hacer de manera perfecta Nastasia. Es obvio que El idiota es una gran creación artística. Para algunos llega a ser incluso el ápice de la obra dostoievskiana. Pero la figura de Mishkin se sustrae al esquema compositivo corriente en Dostoievski. Si se juzga se­ gún este esquema corriente, puede parecer incluso como algo mutilado, no completamente logrado, y Dostoievski mismo tenía que ser conscien­ te de ello, como resulta de algunas de sus cartas. No es él el símbolo de la división y de la lucha entre principios morales opuestos. Las partes, si acaso, son él y el mundo que no lo comprende y lo tiene apartado. La estructura dualista permanece, pero es exterior. El es, según el progra­ ma del autor, la representación de «una naturaleza humana plenamente 10. F. Dostoievski, L'idiotay Einaudi, Turín, 2000, p. 378 [III parte, cap. VJ. 11. Ibici., p. 82 [I parte, cap. Vil]. 12. En El Anticristo (1895), Nietzsche lamenta que junto a ese «interesantísimo décadettt« —Jesús de Nazaret— hayan vivido figuras como los apóstoles, captadas por Pablo para una especie de nueva religión, y que no haya vivido un Dostoievski. 156

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bella»13, casi una humanización de Cristo, que ignora, sin embargo, el lado diabólico que, no de manera accidental, connota a la naturaleza humana: una empresa extraordinariamente difícil, advertida como su­ perior a sus propias fuerzas compositivas y expuesta por ello al ries­ go del fracaso. El modelo en el que Dostoievski dice querer apoyarse es el de Don Quijote, que «es bello solo porque al mismo tiempo es ridículo»14. Quizá no pueda aplicarse a Mishkin la calificación de ridí­ culo, esto quizá no. Pero la de demasiado ingenuo, demasiado bueno, sin espesor ni profundidad, sin personalidad propia, quizá sí. Y aquí, quizá, Dostoievski mismo distinguía un aspecto de su propia obra que lo exponía a la sospecha de la incompletud, como incompleto es el ca­ rácter de su héroe. Mishkin existe solo en la relación de conflicto y atracción con Rogozhin, mediado por Nastasia Filippovna, que a la postre es el objeto de la pasión de ambos y a ambos les da la razón de su existencia como individuos. Esta estructura triádica de la narración, con la figura femenina en el punto en el que las dos fuerzas antagó­ nicas, pero «miméticas», es decir, imitativas una de otra, encuentran el equilibrio, es la más clara representación del «tercer mediador» en Dostoievski15. Frente a la tragedia última, cuando los dos compañeros, hermanados por la atracción hacia la misma mujer, bárbaramente asesinada por Rogo­ zhin, se encuentran acostados juntos, al lado de su cadáver, «el príncipe miraba y esperaba; el tiempo pasaba, empezaba a amanecer... El prínci­ pe tendía hacia él [¡hacia él, no hacia ella!] su mano temblorosa y le acari­ ciaba dulcemente la cabeza, el pelo, las mejillas... ¡no podía hacer más que esto! Una sensación para nada nueva le atormentaba el corazón con una angustia infinita. Mientras tanto se había hecho de día. Al final se abando­ nó sobre la almohada, como si ya no tuviera más fuerzas, desesperado, y apretó su rostro contra el pálido rostro inmóvil de Rogozhin: las lágrimas caían de sus ojos sobre las mejillas de Rogozhin, pero quizá entonces él ya no sentía esas lágrimas y no tenía ya ninguna conciencia de ellas... no entendía nada de cuanto se le preguntaba y no reconocía a las personas que habían entrado y estaban a su alrededor. Y si el mismo Schneider [su médico] hubiera llegado ahora de Suiza para visitar a su antiguo discípulo y paciente... habría hecho con la mano un gesto de desaliento y habría di13. Carra del 31 de enero de 1867 a Apollon Nikolaievich Majkov, en F. Dostoievs­ ki, Lettere sulla creativita, Feltrinelli, Milán, 2006, p. 82. 14. Carta del 1 de enero de 1868 a Sofia Aleksandrovna Ivanovna, ibid., p. 85. 15. Cf. R. Girard, Mentira romántica y verdad novelesca, Anagrama, Barcelona, 1985, cap. XI, «El apocalipsis dostoyevskiano», pp. 231-260.

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cho, como entonces, ‘Idiota’»16. En la «idiotez», es decir, en la estupidez y en la ausencia de reacción frente a la desaparición del objeto de la atrac­ ción común, se lleva a cabo la anulación de uno en el otro que había sido impedida hasta ese momento por la rivalidad, anulación representada por las lágrimas que bañan, no la faz de la mujer amada, como se hubiera es­ perado en presencia de una relación erótica no desviada, sino la faz de quien, hasta hace poco, era el rival.

Esteticismo «pro» moral. Stavroguin Si el idiota es, pues, la figura asténica que acaba manifestando insensibili­ dad ante las sacudidas del bien y del mal, que no acaba de tener sitio ni en el paraíso ni en el infierno, sino solo en la zona gris de un limbo moral; si su actitud suscita simpatía, pero se trata de ese tipo de simpatía que se siente frente a alguien a cuya naturaleza falta algo importante; si su carác­ ter es la falta de carácter: si todo esto es Mishkin, frente a él se levanta la potente y terrible «figura estética» de Stavroguin, portador de una fuerza enorme e insensata que él «experimenta» sin saber a qué aplicarla, siendo, por tanto, «ociosa»17, indiferente. De Stavroguin no puede decirse que sea ateo. Está antes del proble­ ma de dios. A él, el obispo Tichon le dirige estas palabras: «El perfecto ateo está en el penúltimo escalón antes de la fe más perfecta (lo supere o no, después), mientras que el indiferente no tiene ninguna fe, excepto el miedo, y este, si es un hombre sensible, solo a veces»18. Así debe ser 16. F. Dostoicvski, L’idiota, cit., p. 378 [III parte, cap. V). 17. F. Dostoicvski, / demoni, Einaudi, Turín, 1998, p. 416 [II parte, cap. IX, ap. III]. 18. Ibid., p. 402 [II parte, cap. IX, ap. 1]. Es posible que Tilomas Mann tuviera presen­ te este pasaje donde, en Doctor Faustus, en la discusión sobre las «cláusulas de perdición», Adrián I.cverkühn dirige a Satanás las siguientes palabras: «Cuidaos de creer que podéis estar demasiado seguros de mí», es decir, de mí como contrayente fiel que vende para siempre su condenación: «Una cierra superficialidad de vuestra teología podría induciros a ello. Vos os fiáis del hecho de que el orgullo me impedirá esa contrición que es necesaria para la salva­ ción y no calculáis que existe también una contrición orgullosa, Ja contrición de Caín, fir­ memente persuadido de que su pecado es demasiado grande para que pudiera perdonársele: la contrición sin ninguna esperanza y sin ninguna fe en una posible gracia y en un posible perdón, como segura convicción del pecador de haber hecho algo demasiado gordo, hasta el punto de que ni siquiera la Bondad infinita puede ser suficiente para perdonar su pecado. Esta es la verdadera contrición, y os advierto de que está muy cerca de la redención. Admi­ tiréis que el pecador moderado de todos los días puede ser solo moderadamente interesante. El pecado, cuando es tan enorme que hace que el pecador desespere profundamente de la salvación, es la verdadera vía teológica a la salud» (T. Mann, Doktor Faustas, Mondadori, Milán, 1949, pp. 473 s.). [Doctor Faustas, I’laza y Janés, Barcelona, 1990]. 158

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la relación entre la incredulidad, es decir, la contestación activa a Dios, y la fe. En cambio, la verdadera victoria de Satanás es la apatía cotidiana, la routine banal sin lances ni pulsiones de ningún tipo, el «nihilismo de tous les jours»19. Stavroguin se representa, y lo hace con orgullo, como uno que no co­ noce, y ni siquiera siente, ni el mal ni el bien, y que no solo ha perdido el sentido de ambos, sino que sabe por añadidura que el mal y el bien no son realidad, y que en verdad no existen, o, si se quiere dar la vuelta a la misma idea, como alguien que admite una fe propia en Dios (como de­ muestra la exigencia del diálogo con Tichon), pero también en Satanás, indistintamente, porque también Satanás procede de Dios y, por tanto, equivale a Dios. Que el bien deba o pueda prevalecer sobre el mal sería solo un prejuicio sin fundamento del que es lícito liberarse, aunque, una vez liberados, nos espere la perdición20. La única reacción de naturaleza no estética de la que Stavroguin se muestra capaz es el miedo, según la confesión leída al obispo Tichon, cuando recuerda el pequeño puño levantado de la niña violada, que él mismo conduce al suicidio simplemente guiándola con la mirada. Pero el miedo no es un sentimiento moral. Stavroguin representa a todos los que en las acciones humanas no ven nada más que apariencia sin contenido, y que de la apariencia, cuando es posible, sacan un motivo de complacen­ cia, a pesar de temer algo indefinido que procede del vacío, o quizá pre­ cisamente por eso. Tampoco para estos hay libertad en el sentido de Dostoievski, pues carecen de la polaridad dentro de la que esa misma libertad puede desa­ rrollarse. Stavroguin puede tener miedo, pero no siente remordimiento alguno ni, menos aún, pide perdón. La «confesión» que le hace a Tichon, más que una confesión es una reivindicación: es un acto de sinceridad, o mejor, de orgullo, o quizá de suma humildad frente a la inextricable co­ existencia de bien y mal, ambos voluntad de Dios, quien modela dualísticamente la naturaleza humana y que solo los «filisteos» querrían separar de manera moralista. La confesión de Stavroguin sería así un acto no de orgullo, sino lo contrario; no una «mentira estética» sino una aceptación existencial: en cualquier caso, nunca un intento de contrición. Para arre-

19. L. Pareyson, Dostoevskij..., cit., p. 194 [II parte, cap. III, ap. VII]. 20. La «confesión» contenida en el cap. IX de la II parte de Los demonios (e incluida en la novela solo en 1915, pues anteriormente fue juzgada como moralmente insoportable) puede leerse como un testimonio dramático, antiidealista o «surrealista» (ante litteram) de esta equivalencia: W. Benjamín, «El surrealismo» [1929], en Obras, libro II, vol. 1, Abada, Madrid, 2007, pp. 301-316.

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pentirse es necesario una instancia jurídica que esté más alta de lo que se juzga, algo de lo que Stavroguin carece. Con él estamos en el mundo de los indolentes, de los que no están ni de una parte ni de la otra, y por eso no merecen siquiera ni las penas del infierno. Son la «larga fila de gen­ te», «la secta de los malos para Dios que no gustan a sus enemigos», los «desgraciados que jamás estuvieron vivos» aun cuando eran vivientes, cuya «ciega vida es tan baja que envidian cualquier otra suerte» {Infier­ no III, 55-56, 62-63, 64 y 47). Y están, por indiferencia, dispuestos «a todo» y también «para todo», o bien a nada y para nada. Este es también el mundo de los realistas morales, que constitutivamente «están de ambas partes»: pero el resultado no cambia, desde el punto de vista de las con­ secuencias para la libertad que —esteticismo o realismo extremos— en cualquier caso falta. Existe desde siempre una «versión estética» de la indolencia que, a partir del siglo XIX, florece de manera singular. Es la que hace aparecer «el bien por el bien» como algo empalagoso, banal, azucarado e hipócrita, y no ve en él diferencia apreciable con respecto a la abyección. Valor y cobardía, abnegación y egoísmo, piedad y crueldad, sinceridad y mentira, son iguales: lo que vale es el gesto estético. De ahí, la atracción por las tragedias cuando son teatrales; o bien, banalmente, cuando falta el valor para ir hasta el fondo, la predisposición por el esplín, el dandismo, la ex­ centricidad, que pueden llevar al suicidio, como en el caso de la hija de Herzen21: acritudes vacías, fatuas, chic, que se fundan en la indiferencia entre el bien y el mal. Hay una escala en el mundo de los indolentes: del esteticismo solo ridículo, como el de Stepan Verjovenski, quien, mori­ bundo, pide a la vendedora de Biblias que le lea el anuncio del ángel de Laodicea que parece haber sido escrito para él, al esteticismo heroico y terrible de Stavroguin, quien mezcla sin pudor gestos generosos y abis­ mos de mal. Coincidentia oppositorum: Stavroguin es un experimentador estético, un «puro espectador»22 de sí mismo que, sin embargo, no siente ninguna sensación auténtica de placer haga lo que haga, vaya donde vaya, porque incluso el hecho de sentir placer es ya un modo de tomar posición. El pla­ cer es sensación diferencial, porque nace de una confrontación con el dis­ gusto. Si todo es indiferentemente puro espectáculo, el resultado será el tedio: el sentimiento que Dostoievski considera corrosivo para toda vida 21. Sobre el que Dostoievski se detiene en Diario di uno scrittore, Bompiani, Mi­ lán, 2010, pp. 604 ss. y 700 ss. [octubre de 1876; cap. I, ap. 111; diciembre de 1876, cap. I, ap. V]. 22. L. Parcyson, Dostoevskij..., cit., p. 35 [1 parte, cap. II, ap. II). 160

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moral. Inmerso en el barro, « [en él] no podrán darse jamás desdén y ver­ güenza; por tanto tampoco desesperación»23. «Si cree, no cree que cree. Si, en cambio, no cree, no cree que no cree»24. «Posa» por una «desagra­ dable necesidad, con flaqueza, con pereza, incluso con tedio» y, si es nece­ sario, es capaz de la más terrible frialdad25, pero en el momento decisivo de una elección se retrae. No tiene miedo de nada26, salvo de comprome­ ter la propia existencia en algo sensato y duradero, aunque sea sensato en el sentido de la abyección. Cuando se le presenta la ocasión de formar parte de «aquel que se oculta»—el príncipe Dimitri de la tradición rusa— para después desvelarse y capitanear el proyecto de destrucción general propuesto por Verjovenski-hijo con vistas a una regeneración universal, se «ríe malignamente» de él y lo manda al diablo27. Su disposición natu­ ral es la de quien mira inmóvil al vacío, con la «mirada fija en un punto de la esquina del aparador»28, sin que ni siquiera él sepa qué es lo que ve: la misma mirada fija en el vacío de su complemento femenino, la soberbia y vacía Lizaveta Nikolaevna29. Está dispuesto a todo, en su indiferencia ética admira, se admira y quiere ser admirado. Es bello, pero de la manera en que puede ser bella una máscara30. Angel y demonio al mismo tiempo, sin tensión, es capaz de gestos extremos que, a otros ojos, pueden parecer nobles pulsiones o delitos innombrables, unidos en cualquier caso a la superficialidad que es propia de quien mira a la existencia, la suya misma y la de los demás, solo como secuela de «gestos», de la irrisión gratuita, como la tomadura de pelo o el mordisco en la oreja, a las decisiones generosas, pero, en rea­ lidad, burlonas, como el matrimonio con una pobre demente lisiada, has­ ta el delito, o mejor, hasta el delito más horrendo, el suicidio de la pobre Matréna, provocado, guiado y observado con la curiosidad del esteta necrófilo y divulgado en el «memorial» consignado al obispo Tichon. Este memorial :omo ya se ha dicho— no es un acto de confesión, sino una exhibición provocadora y vanidosa llevada a cabo dudando de su propia sensatez: «Por mí quedarán los que sabrán todo y me mirarán, y yo les miraré a ellos. Quiero que todos me miren. No sé si esto me será

23. 24. 25. 26. 27. 28. 29. 30.

F. Dostoievski, I demoni, cit., p. 657 [III parte, cap. VIII]. Ibid., p. 603 [III parte, cap. VI, ap. II]. Ibid., p. 191 [I parte, cap. V, ap. VIII]. Ibid., 394 [II parte, cap. VIII]. Ibid., 393 [ibid.]. Ibid., 395 [II parte, cap. IX, ap. I]. Ibid., 152 [I parte, cap. V, ap. III]. Ibid., 169 [I parte, cap. V, ap. V]. 161

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de alivio. Recurro a ello como un medio extremo»31. Como medio extre­ mo para ser mirado recurre al suicidio, en la plena posesión de sus facul­ tades mentales32.

Orgullo de bien y de mal Las dos figuras del idiota y del esteta no entran en las concepciones del bien y del mal y en el modo de ponerlas en relación con la praxis moral en su calidad de figuras monistas. Aquí, en cambio, interesa entrar en el vas­ to campo de la dualidad, es decir, de la experiencia dividida, porque solo aquí se plantea, según Dostoievski, la cuestión de la libertad y, por tanto, de la moralidad33. ¿Qué decir al respecto? En primer lugar, que existe un orgullo del bien, pero también un orgullo del mal. Del primero, no hay mucho que añadir a lo que ya se sabe. Es el orgullo de quienes se sienten íntegramente llamados, sin compromisos de ningún tipo, a la realización del bien sobre la tierra. Son los «incorruptibles», los sacerdotes de la virtud que presu­ men que el bien esté todo y solo de su parte: «Noli esse justus multum» [No quieras ser honrado en demasía] (Qo 7, 16), amonesta la Escritura. El incorruptible exagera en el bien, separa con una línea que no admite contaminación el bien del mal, los buenos de los malos; no tiene ninguna moderación en el uso de cualquier medio para el triunfo de la integridad sobre la corrupción: la ley de la virtud puede acompañarse de la delación, la tortura, el látigo, la guillotina, el terror. «O la virtud o el terror», era el lema de Saint-Just. El orgullo del bien puede dirigirse incluso contra no­ sotros mismos. Frente al «solo bien», el malvado que se ha convencido de serlo no intenta ninguna excusatio y acepta todo como algo debido, has­ ta el patíbulo, la bala del sicario o el suicidio. Los ejemplos históricos de quienes en nombre del «solo bien» dan razón a quien los aniquila, sea este un tercer homicida o el mismo suicida, no faltan34: son los testigos de una idea o de una fe que buscan el martirio; son los revolucionarios em­ bebidos de ideología que se autoconvencen de sus crímenes frente a la ineluctabilidad del «bien» y callan o incluso confiesan sus culpas inexis-

31. Ibid., 414 [II parte, cap. IX, ap. I], 32. Ibid., 658 [III parte, cap. VIII]. 33. Véase S. Forti, / nuovi demoni, Feltrinelli, Milán, 2012, en especial el capítulo I de la I parte: «II paradigma Dostoevskij», pp. 3-49. 34. A. Cannis, L'uomo in rivolta [1951), en Opere, Bompiani, Milán, 2000, pp. 748 ss. [El hombre rebelde, Alianza, Madrid, 2013]. 162

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rentes respecto a aquel bien, convencidos de que así colaboran a su rea­ lización. Así van a morir, porque «deben morir», con el orgullo de quien «ahora» está de la parte buena, en ese momento y en ese modo35. Si bien resulta menos inmediatamente concebible, existe también un orgullo del mal. No es cuestión de experiencias «más allá del bien y del mal», porque el orgullo del mal está plenamente en la dialéctica con el bien, pero invierte los valores. Judas Iscariote, entre las muchas cosas dichas sobre él, ¿acaso no puede ser interpretado de este modo, es decir, no solo como alguien que no soporta el peso de la parte que le ha sido asig­ nada y cede al deseo de decir: ¡basta! al «demasiado bien», el bien opresor, sino también como alguien que quiere humillar, rebajar, el sumo bien a la altura de treinta monedas? Cuando el bien y sus pregoneros exhalan un aliento sofocante, he aquí una explicación de la rebelión y la destrucción incluso de las cosas más bellas y queridas, hasta el aniquilamiento de sí mismos. Dostoievski conocía bien la orgullosa tensión al mal, el «gusto infernal» de la ruina propia y ajena, el «abrumador entusiasmo» por la destrucción y la muerte, la «sensación excitante» de la maldad, es decir, de la propia temeridad puesta al servicio del mal. La «excitación del mal» no sería concebible en ausencia del bien. En Vías36 este aspecto del alma humana es sometido a un análisis penetrante que muestra que no están en la verdad aquellos para quienes el mal deriva necesariamente de la ig­ norancia o del conocimiento defectuoso del bien. ¡No!, no es verdad que «el hombre (incluso el más perverso)... no transgreda nunca la ley moral por simple espíritu de rebelión»37, sino siempre porque en él se insinúa el error en el conocimiento de lo que está bien y de lo que es de su inte­ rés. Para Dostoievski, el solo hecho de conocer el bien en modo alguno es garantía para no actuar por el mal. Es más, cuanto más elevado es el bien que se ha visto, tanto mayor puede ser la tentación, la instigación a corromperlo, a gozar en hacer de él un sacrilegio38.

35. Así se ha dicho de algunas de las víctimas de las purgas estalinistas, de las que ha dado una representación elocuente A. Kocsrler en Del cero al infinito, a través de la figura de Nicolai S. Rubasciov, contrafigura de Nicolai I. Bujarin. 36. F. Dostoievski, Diario di uno scrittore, cit., pp. 43 ss. [«Vías», 1873]. 37. 1. Kanr, La religione nei limiti della semplice ragione, en Scritti tnhtori, Utet, Turín, 1970, p. 356. [La religión dentro de ¡os límites de ¡a mera razón, Alianza, Madrid, 2016]. 38. Véanse los desarrollos del propio Dostoievski en Memorie del sottosuolo, Einaudi, Turín, 2003, pp. 21 ss. [Apuntes del subsuelo, Alianza, Madrid, 2011, pp. 42 ss. (I parte, cap. VII)]. Respecto al puesto de Dostoievski entre los tratadistas del problema del mal, véa­ se S. Forti, I nuovi demoni, cit., pp. 3 ss. 163

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Más allá del bieti y del mal. Verjovenski y Kiríllov El orgullo del bien y del mal puede ser una actitud relativa solo cuando se mide en la tensión con lo que se niega: el mal que se opone al bien y ‘1 bien que se opone al mal. En tal caso, se está siempre dentro de una dación que contempla la responsabilidad de la elección, es decir, la res■onsabilidad ínsita en todo acto de libertad. En este sentido, se opera estando en la dimensión moral de la existencia y no en una dimensión dominada por la necesidad determinista o metafísica; es decir, se está dentro de una experiencia propiamente humana. Entonces, en el campo de la libertad se puede decir que el mal es funcional al bien y viceversa. Solo así puede haber imputación moral. De hecho, si el mal no puede ser eliminado, en cuanto «parre durmiente» siempre lista para despertarse, puede sin embargo ser «vencido» caso por caso, según movimientos e in­ tenciones buenas. Y, al contrario, también el mal, si triunfa en una circuns­ tancia, siempre tiene que temer sucumbir al bien en otra. Pero Dostoievski muestra otras actitudes que están fuera de la tensión relacional, no porque ni siquiera hayan entrado en ella —como en el caso de Mishkin y Stavroguin—, sino porque han salido de ella de una vez por todas sobre la base de una decisión sin posibilidad de retorno. Dostoievski conoce los absolutos. Es más, se le atribuye el mérito de haber osado echar la mirada más despiadada y radical sobre el mal desligado de todo término de comparación, sobre el mal que niega la libertad. Aparentemente, Piotr Verjovenski y Kiríllov, cada cual a su manera, dan prueba de ilimitada li­ bertad. En verdad, ambos están totalmente dominados por el propio de­ monio, al que ellos han abrazado de una vez para siempre. Han hecho «vo­ tos», y estos han anulado todo lo demás. Su visión moral es una línea recta que ignora lo que está a su alrededor. Si Mishkin y Stavroguin estaban an­ tes, Verjovenski-hijo y Kiríllov están después, están «más allá» del bien y del mal porque inicialmente habían entrado en una contradicción y salieron de ella con una decisión definitiva. Son el producto de un «yo» sobredimensionado, que se aventura el uno hacia abajo, hacia la nada; y el otro, hacia arriba, hacia el todo (en esta categoría, en cambio, no cabe Raskólnikov porque, a pesar de sus aspiraciones al superhombre, «no ha quemado las naves»39 y se mueve dentro de la contradicción). Piotr Verjovenski se presenta, así, como un muchacho sin raíces que ha tenido experiencias —no sabemos cuáles— en el mundo utópico del racionalismo francés. Al final ha llegado a la convicción de que «nunca

39. L. Pareyson, Do$toevsltij...y cit., pp. 30 ss. [I parte, cap. II, ap. IIJ. 164

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ha habido buena gente»40, y por tanto no hay que creer en nada distinto de la destrucción, de la nada, de la opresión por la opresión. También en el nihilismo puede haber un orgullo desmedido y en él lo encontramos. Verjovenski quiere ser el artífice de un mundo nuevo carente de funda­ mento, y este soberbio proyecto suyo es, en efecto, soberbio, pues no contempla ninguna tensión con algo que pueda llenar el vacío en el que se mueve y por el que se agita. «Habla rápido, con prisas, y a la vez se­ guro de sí y de palabra fácil. Sus pensamientos son tranquilos, a pesar de la aparente prisa, precisos, definitivos... Su dicción es perfectamente clara; sus palabras caen como grandes granos iguales, siempre bien ele­ gidos y siempre listos para su servicio. Al principio esto os gusta, pero luego os cansa y desagrada, precisamente por la dicción demasiado clara incluso, por esa manera suya de desgranar palabras eternamente prepa­ radas. Empezáis a imaginar en cierto modo que la lengua que tiene en la boca debe tener una forma particular, insólitamente larga y fina, tre­ mendamente roja y con una punta extraordinariamente aguda, que sin pausa y a su pesar está siempre en movimiento». Este ilimitado orgasmo palabrero carece de finalidad, o está precisamente destinado a la nada, a la destrucción total, al nihilismo sin atenuantes, como se expresa en el «discurso programático» de inspiración shigalioviana, con el que quiere convencer a Stavroguin para que asuma la guía de la conspiración: «Una o dos generaciones de corruptos son ahora indispensables; una corrup­ ción inaudita, innoble, que convierta al hombre en una suciedad asquero­ sa, temible, cruel, egoísta: ¡esto es lo que se necesita! Y después, 4un poco de sangre fresca’ para habituarnos... Nosotros proclamaremos la des­ trucción... porque, ¿por qué, una vez más, esta idea es tan fascinante?... Encenderemos fuegos... Inventaremos leyendas... ¡Empezará la subleva­ ción! Habrá un tal desconcierto como jamás se ha visto en el mundo... Rusia se oscurecerá, la tierra llorará a los viejos dioses»41, incluso apa­ recerá el que «se oculta», el salvador: es decir, en el proyecto de Verjo­ venski, Stavroguin, el aristócrata que se pone a la cabeza de tanta basura democrática: «Sois un aristócrata tremendo. ¡Un aristócrata, cuando va hacia la democracia, es fascinante!»42. Kiríllov es distinto: es el que mira hacia la «libertad esencial», es decir, a la omnipotencia. Conoce perfectamente la dualidad de la existencia hu­ mana: por un lado, el temor de la muerte por amor a la vida, y, por tanto, el temor de perderla; por otro, la liberación de este temor por medio de 40. F. Dostoievski, / demoni, cit., p. 601 [III parte, cap. VI, ap. II]. 41. Ibid.y 392 (II parte, cap. VIII]. 42. Ibid.y p. 390 [ibid.]. 165

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la indiferencia entre el vivir y el no vivir. Estos son las dos componentes de la naturaleza humana: la primera deriva del impulso vital animal; la se­ gunda, de la aspiración a convertirnos en dios nosotros mismos en cuan­ to dueños de nuestra propia existencia: «Aquel para quien dará lo mismo vivir que no vivir, iese será el hombre nuevo! El que vencerá al dolor y al miedo, él será Dios. Y ya no habrá ningún otro Dios»43. Esta es la «tesis sobre el suicidio» de Kiríllov. Y la desarrolla trágicamente hasta el últi­ mo instante de su vida, en una lucha interior, no carente de grandeza ni de nobleza, que concluye con la derrota definitiva de la parte animal y la victoria de la parte divina, es decir, con un tiro en la sien44: ¿el máximo absurdo o la máxima coherencia? Kiríllov no persigue una ascesis a tra­ vés de la propia aniquilación de sí, como hacen los contemplativos que se encierran en una ermita para separarse de las necesidades, las pasiones, las alegrías, los dolores humanos, y poder acercarse de este modo a Dios. De hecho, no quiere ni acercarse ni, mucho menos, confundirse con él: quiere sustituir a Dios. El también, como Verjovenski, es un monista: no un monista de la nada, sino un monista del todo, aunque se trate de un todo que puede ser aferrado solamente a través de la autodestrucción. Pero esta no es en modo alguno una derrota. En el instante en el que se da la muerte, instante eterno, se realiza la divinización del ser humano: un instante que, a pesar de la atmósfera trágica y opresora que domina el capítulo VI de la III parte de la novela45, debería ser vi­ vido con la exaltación victoriosa del ser humano que se hace «super­ hombre». Y sin embargo, Kiríllov mismo no duda en hablar en varias ocasiones de la «nueva aterradora libertad»46 que él ha descubierto y que le obsesiona. Verjovenski y Kiríllov han conocido inicialmente el dualismo y la ten­ sión del bien y del mal, pero los han arrancado para siempre de sus vidas con un acto de orgullo: el primero ha hecho volar los puentes con el bien; y el segundo, con el mal. Ambos, en la visión de Dostoievski, son igual­ mente culpables hacia la naturaleza humana. El suyo, aunque sea opues­ to, es en cualquier caso «mal radical» en el que ya no hay (ningún) sitio para la libertad. Puesto que en la libertad, en cualquier caso ejercida en la elección entre el bien y el mal, está la moralidad de los seres humanos, Verjovenski y Kiríllov pertenecen a la inmoralidad, pues se han privado de tal posibilidad (de la misma manera que, podría decirse, Mishkin y 43. 44. 45. 46.

¡bid., p. 106 [I parte, cap. III, ap. VIII]. Ibid., pp. 596 ss. [III parte, cap. VI, ap. II]. Ibid., pp. 585-612 [III parte, cap. VI, aps. I y II]. Ibid., p. 606 [III parte, cap. VI, ap. II]. 166

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Stavroguin, pertenecen a la esfera de la a-moralidad, pues no han cono­ cido nunca dicha posibilidad).

Entre el bien y el mal, el dolor y la felicidad. La libertad Las figuras que han ido saliendo en las páginas anteriores son, cada una con sus razones, figuras inhumanas que constituyen una excepción a la condición que Dostoievski considera auténticamente humana: la condi­ ción de quien está en la contradicción y en la contradicción debe desen­ volver su propia existencia. La contradicción es la condición de la liber­ tad. Cuando el Inquisidor habla del terrible peso de la libertad, lo que está precisamente indicando es la contradicción de la existencia. Entre el bien y el mal, la libertad, como condición dramática de la dignidad huma­ na, está en esta lucha; no es la libertad gozosa de quien se inspira en el «todo está permitido» para sus propios caprichos. En la perspectiva de Dostoievski se puede, pues, invertir la fórmula de Iván: todo está permitido precisamente si (o porque) «Dios existe», don­ de «permitido» debe entenderse como «moralmente posible». Solo si Dios existe tiene valor la distinción y la tensión entre el bien y el mal, y puede, por tanto, haber aceptación o rechazo. Para Dostoievski, está en esta ten­ sión el problema de la libertad, es decir, el gran tema de la Leyenda. Llegados a este punto, no puede sorprender que pueda, o mejor, deba decirse que, de manera coherente con esta visión, el mal es presupuesto del bien. En la misión que Zosima confía a Aliosha, según las palabras ya citadas, la tensión está entre el dolor y la felicidad, que no es sino otro modo de decir lo mismo. A la felicidad no puede llegarse más que a través del dolor47. Se puede constatar con facilidad, en un autor dominado por la idea fija de la adhesión a Dios y al bien que representa, que los cuatro quintos, o los nueve décimos, de su obra están dedicados al mal que hay en los seres humanos. Esta insistencia no es una apología, sino el desve­ lamiento del otro lado del bien que, en cierto sentido, lo hace posible, siendo a su vez su misma condición. La dignidad del ser humano, según Dostoievski, está en la capacidad de orientarse entre el uno y el otro, es decir, en la libertad cristiana. Dostoievski niega el determinismo en el campo moral. Niega la exis­ tencia de fuerzas que, con la fuerza de la necesidad, conducen al bien o al mal. Hay excepciones, como queda dicho, pero dependen de la degene-

47. Vcase supra, p. 153. 167

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ración, del esteticismo y de la enfermedad, como en Stavroguin y Mishkin. Pero la condición común de los seres humanos no es la de quienes están movidos por fuerzas invencibles. No hay rapto de la gracia divina que, alterando toda contradicción, arrastre hacia el bien; al contrario, no hay fuerza mundana irresistible a la que poder agarrarse para justificar el mal que se comete. En cualquier caso, lo que hay es la participación del ser humano, y en ella está su misma libertad. En cuanto a la «gracia» que irrumpe en el alma humana, cabe decir que tiene siempre un efecto abrumador, tremendo, que produce contra­ dicción y lucha. El Dios vivo, cuando se cae en sus manos, no irradia paz sino guerra entre fuerzas opuestas. «Dios me ha visitado y quiero sufrir», dice quien ha recibido el «don» de la gracia48. En cuanto a las fuerzas mun­ danas, Dostoievski ha llevado a cabo, siempre que las crónicas judiciales de su tiempo le daban pie para ello, una dura polémica contra las doctri­ nas que asignaban, no a los individuos singulares, sino al «ambiente», la responsabilidad del mal cometido. En el capítulo de su Diario que lleva ese título, «El ambiente»49, Dostoievski polemiza de manera resuelta con­ tra esa doctrina según la cual las malas acciones no pueden adscribirse a la responsabilidad de los malhechores, sino a la injusticia de las leyes so­ ciales; para una doctrina semejante, las malas acciones no serían delitos, sino protestas contra las injusticias sociales: por tanto, no solo justifica­ bles, sino incluso necesarias y, en este sentido, dignas de elogio. En esas páginas encontramos el preanuncio del gran discurso de Zosima sobre el «no juzgar»: no en el sentido de «absolverlo todo», sino en el sentido de extender la culpa individual a la sociedad que juzga. «Hay que decir la verdad y llamar al mal con su verdadero nombre, pero en compensación tenemos que asumir la mitad del peso de la condena. Te­ nemos que entrar en la sala del tribunal pensando que también nosotros somos culpables. Esta aflicción del corazón que ahora todos temen, y con la que saldremos de la sala del tribunal, será nuestro castigo. Si esta aflicción es auténtica y fuerte, nos purificará y nos hará mejores. Con­ virtiéndonos en mejores nosotros, enmendaremos también el ambiente y lo haremos mejor. Porque solo así se lo puede enmendar. Mientras que huir de la propia compasión y absolver constantemente, con tal de no su­ frir nosotros, es muy fácil. Así llegaremos poco a poco a la conclusión de que los delitos no existen y de que de todo ‘tiene la culpa el ambiente’... Esto es lo que dice la doctrina del ambiente, en contraste con el cristianis­ mo, que, reconociendo plenamente la presión del ambiente, pone un 48. FK 411. [HK 500 (II parte, libro VI, cap. II d)]. 49. F. Dostoievski, Diario di uno scrittore, cit., pp. 15 ss. [«El ambiente», 1873]. 168

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límite donde termina el ambiente y empieza el deber. Al considerar al hombre responsable, el cristianismo le reconoce implícitamente la liber­ tad. En cambio, al considerar al hombre como dependiente de cualquier error de la organización social, la doctrina del ambiente lleva al hombre a una plena despersonalización, a su plena emancipación de todo deber moral personal, de toda independencia. Lo lleva a la más asquerosa de las esclavitudes imaginables». Esta fuerte insistencia en la responsabilidad, individual y colectiva, con relación al bien y al mal en lucha entre ellos, significa que el «campo de batalla» del que se ha hablado antes no es un terreno amorfo. La con­ ciencia de los seres humanos no queda anulada en la confrontación, donde no puede refugiarse, para eludir sus responsabilidades, en el predominio abrumador del bien sobre el mal o del mal sobre el bien. El ser humano no es un huésped que simplemente se observa a sí mismo pasivamente en la lucha desencadenada en su conciencia. El campo de batalla debe es­ tar «predispuesto» y, en ese espacio, se desenvuelve la elección, es decir, la libertad.

Contradicciones irreducibles El discurso dostoievskiano sobre la libertad está construido sobre la po­ laridad entre el bien y el mal. ¿Qué hay que entender por bien y mal? La respuesta es: respectivamente, el ser y el no-ser. El ser, en la plenitud de sí mismo, es Dios; el no-ser, es Satanás. Satanás, en la escena de las ten­ taciones, queda presentado como «el terrible e ingenioso espíritu, el es­ píritu de la autodestrucción y del no ser»50. Al contrario, Dios debe pen­ sarse como el que exhibe todo lo que no puede no ser. La nada, Satanás; el todo, Dios. La nada es el vacío, es decir, el lugar en el que todo puede acontecer; el todo es lo lleno, es decir, el lugar en el que ya ha acontecido todo y nada más puede ya acontecer. Si el espacio está vacío, podemos; si está lleno, no podemos lo que queramos. Si vivimos en el vacío, estamos en un abismo de posibilidades; si vivimos en lo lleno, estamos en la pren­ sa de la necesidad. «¡Dios existe!», gritaba Dostoievski en los segundos que precedían a la crisis epiléptica: «existe» porque en esos momentos se realizaba la unión del yo con el todo. Pero, inmediatamente después, lle­ gaba el vacío diabólico de la confusión y el caos. Calma, seguridad y sa­ tisfacción; o bien agitación, desaliento e insatisfacción: he aquí los dos polos de la existencia. 50. FK 336. [HK 408 (II parre, libro V, cap. V)J. 169

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AI decir bien y mal no hay que pensar en prescripciones morales. No se rrata del mandamiento: haz el bien y huye del mal, como si la obedien­ cia integral a este mandamiento representara la realización de la exis­ tencia humana en cuanto hay de más conforme a su naturaleza. No es así de ningún modo. El encuentro total con este «bien», en cuanto que todo lo que es es lo que es y no puede ser lo que no es, no es para nada deseable, no es en modo alguno «el bien»: es el encuentro con un tirano que anula todo lo que cae en sus garras, porque el orden del ser está dado por le­ yes objetivas y constrictivas que no admiten réplica. Ese orden es lo que, en las Memorias del subsuelo51, se indica como la «muralla» de la im­ posibilidad contra la que uno puede romperse la cabeza: «¿Qué mura­ lla? Bueno, mira, se entiende, las leyes naturales, las deducciones de las ciencias naturales, la matemática... Dos por dos es matemática. Intenta replicar». La polémica inmediata está dirigida contra el industrialismo de cuyas obras Dostoievski se había dado cuenta en el viaje a Londres, que ya recordamos al principio de nuestro texto, y contra las doctrinas más o menos «científicas» que, procedentes de la Europa occidental, di­ fundían en Rusia las utopías socialistas de una sociedad construida sobre ideas abstractas de verdad y de justicia. Sin embargo, en general, la polé­ mica es de naturaleza antiintelectualista y anticientificista y está dirigida, concretamente, contra todas las teorías sociales que pretenden «poner a la humanidad en una línea recta», «racionalizarla», «matematizarla» en una tabla de algoritmos, hasta 108.000, y en algunos millares de logarit­ mos, para eliminar así toda contradicción en la construcción del «Palacio de Cristal». La verdad axiomática o «demostrativa» o autoevidente es la que encontramos en matemática o en geometría y tiene naturaleza impe­ rativa: eso es, «ilntentad replicar!». Esta es una historia antigua: ya esté enraizada en las verdades esencia­ les platónicas o en el principio de no contradicción aristotélico o en las ver­ dades racionales que se argumentan deductiva e inflexiblemente, la con­ secuencia es siempre la misma: el despotismo de las certezas geométricas en metafísica, moral, teología, derecho. El fisiócrata Pierre-Paul Mercier de la Riviére (fisiocracia: gobierno de los hombres según las leyes natura­ les objetivas de la physis), en nombre de todos los «euclidianos», ha escri­ to con tanta mayor razón cuanto la verdad «geométrica» se quiera aplicar a la vida de lo «humano» y al gobierno de la sociedad: «Euclides es un verdadero déspota y las verdades de la geometría que nos ha transmitido son leyes verdaderamente despóticas. Su despotismo legal y el despotis51. F. Dostoievski, Memorie del sottosuolo, cit., pp. 14 ss. [Apuntes del subsuelo, cit., pp. 33 ss. (I parte, cap. III)]. 170

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mo personal de este Legislador son una misma cosa, la fuerza irresistible de la ‘evidencia’»52. Haciéndose eco de esto, Tocqueville ha extraído la consecuencia: «Es preciso que el Estado sea conforme a las normas del orden esencial, para lo cual se necesita que sea omnipotente»5*.

52. P.-P. Mercier de la Riviére, L’ordre naturel et essentiel des sociétés politiques, Londres/París, 1767,1.1, p. 311. 53. A. de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la revolución, t. 1, Alianza, Madrid, 1982, p. 173; véase también H. Arendt, Sulla rivoluzione [1963], Einaudi, Turín, 2009, p. 221. [Sobre la revolución, Alianza, Madrid, 2013]. 171

Capítulo 7 SUFRIMIENTOS Y MEDICAMENTOS

Tedio En Memorias del subsuelo1, Dostoievski recurre a una imagen, la muralla, para indicar que lo que es no es posible que no sea. La «muralla del ser», sin embargo, es, para los hombres y para sus sociedades, insostenible. En cuanto posee el atractivo de las cosas incontrovertibles, la realidad de lo que es se corrompe por sí misma por causa del tedio, carente de convic­ ción y de vida, que difunde. De tedio se trata, pero no, en el sentido de Schopenhauer, de la satisfacción del deseo, que se traduce inmediata e irremediablemente en el vacío que genera otra insatisfacción en el peren­ ne dar vueltas sin sentido de la existencia2. Tedio mortal, suele decirse. O «tedio inmortal», según la expresión de otra gran víctima de la insensatez de la vida: Giacomo Leopardi3. El tedio, en la visión de Schopenhauer, es circular; en la de Dostoievski, es lineal, logarítmica. Nada hay más insoportable que el tedio: es este un punto fijo, casi un centro copernicano que vuelve de continuo en las reflexiones de Dos­ toievski sobre la condición humana. El tedio es una prisión precisamente porque no habrá ya sitio para el deseo que trastorna la fuerza objetiva de 1. F. Dostoievski, Memorie del sottosuolo, Einaudi, Turín, 2003, pp. 14 ss. [Apun­ tes del subsuelo, Alianza, Madrid, 2011, pp. 33 ss. (I parte, cap. IÍI)J. 2. A. Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación [1819], vol. I, Trotta, Madrid, 22009, § 58, pp. 377-381; íd., Parerga y paralipómena [1851], vol. I, Trotta, Ma­ drid, 22009, «Aforismos sobre la sabiduría de la vida». 3. G. Leopardi, «Al conde Cario Pepoli»: «en el pecho, / en lo más profundo, grave, seguro, inmóvil / como columna adamantina, está sentado el inmortal Tedio» (vv. 69-72); véase también P. Citan, Leopardi, Mondadori, Milán, 2010, pp. 41 ss. [Leopardi, Acantila­ do, Barcelona, 2014].

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las verdades matemáticas transformadas en verdades sociales. «Llegará el tedio y la melancolía», escribe en el Diario4, después de haberle hecho decir lo mismo al hombre del subsuelo, que deja libre su imaginación de este modo: «En un momento desaparecerán todos los problemas posi­ bles, precisamente porque se tendrán a disposición todas las soluciones posibles. Entonces se construirá un palacio de cristal. Entonces... Bueno, sí, entonces llegará volando el pájaro Kagan [mítica imagen de la felicidad de la que se habla en Recuerdos de la casa de los muertos]. Cierto, no se puede garantizar de ningún modo... que entonces no haya, por ejemplo, un tedio tremendo (¿porque qué es lo que aún podrá hacerse cuandc todo esté perfectamente calculado según una tabla científica?); pero, ei cambio, todo será tan extraordinariamente razonable»5. El tedio es la fuerza que, infaliblemente, destruye el ser incontrover­ tible y, en el ser humano que no renuncia a su humanidad, genera su con­ trario, es decir, el igualmente insensato gesto iconoclasta. «Sí, cierto, ¿del tedio qué es lo que no se dice? De hecho, yo, por ejemplo, no me maravi­ llaría para nada si de golpe, de punta en blanco, en medio de la univer­ sal sabiduría futura surgiese algún tipo de gentleman de aspecto innoble o, mejor dicho, retrógrado y burlón, que con las manos en las caderas nos dijese: ¿Y bien, señores, acaso no tenemos que derribar de golpe toda esta sabiduría de una patada, haciéndola polvo con el solo fin de que todos los logaritmos se vayan de una vez al diablo y nosotros poda­ mos vivir de nuevo según nuestra estúpida voluntad?»6. «Si bien nues­ tra vida, en esta manifestación, acaba a menudo en una nadería, se trata siempre de la vida, y no es solo una extracción de la raíz cuadrada»7. «El dos por dos igual a cuatro es siempre algo desmedidamente insoportable. El dos por dos igual a cuatro, en mi opinión, no es más que insolencia. El dos por dos igual a cuatro se da demasiada importancia, atraviesa la ca­ lle con las manos en las caderas y escupe. Yo también estoy de acuerdo en que el dos por dos igual a cuatro es algo excelente; pero si hay que decirlo todo, también creo que el dos por dos igual a cinco es a veces una cosilla graciosa». «¿Quién se parece a la bestia, la bestia apocalíptica (Ap 13, 3-8)? ¡Gloria a él que hace descender el fuego del cielo!»8.

4. F. Dostoievski, Diario di uno scrittore, Bompiani, Milán, 2010, p. 254 [enero de 1876, cap. III, ap. 2]. 5. F. Dostoievski, Memorie del sottosuolo, cit., pp. 26 ss. [Apuntes del subsuelo, cit., pp. 48 ss. (I parte, cap. VII)]. 6. Ibid., p. 27. [Ibid.y pp. 48-49 (I parte, cap. VII)]. 7. Ibid., p. 29. [Ibid.y p. 52 (I parte, cap. VIII)]. 8. Ibid.y p. 35. [Ibid., p. 59 (I parte, cap. IX)]. 173

EXÉGESIS

Es improbable que el entusiasmo por los muros de piedra pueda du­ rar incluso una sola generación. Los hombres se darían cuenta de no tener ya vida, de no tener ya libertad de espíritu, voluntad y personalidad, de que alguien les ha robado todo de una vez por todas; que la semblanza humana ha desaparecido y ha llegado la época de la imagen bestial del es­ clavo, la imagen del animal; con la diferencia de que el animal no sabe que es animal, pero el hombre comprendería que se había convertido en bestia y la humanidad se pudriría; los hombres se cubrirían de llagas y se morderían la lengua en los tormentos, viendo que su vida les había sido arrebatada en nombre de alguna implacable armonía. Comprenderían que no hay felicidad en la inacción, que un pensamiento que no se esfuerza no puede sino apagarse, que no se puede amar al prójimo sin dolor y sin sacri­ ficio, que es innoble vivir a costa de los demás y que la felicidad no está en la felicidad misma, sino solo en el camino para alcanzarla9. Llegará el tedio y, con él, la melancolía, el sentido rencoroso de la nada; todo ha sido hecho y ya no hay nada que hacer, todo es sobrada­ mente conocido y ya no hay nada que aprender. Los suicidios se darán en tropel y no como ahora, a escondidas; los hombres se congregarán en masas, cogiéndose de la mano y destruyéndose todos a la vez, a millares, con algún nuevo medio descubierto por ellos junto con todos los demás descubrimientos. Y entonces, quizá, se lamentarán los que queden ante Dios: «¡Tienes razón, Señor, no solo de pan vive el hombre!». Es decir, no vive solo de materia y de sus leyes incontrovertibles, a las que, quie­ ra o no, todos tenemos que someternos por igual. Y aquí aparece aquel gentleman que propone dar una patada a todo esto: el hombre de la des­ trucción y del caos. Lo que, en el relato del Inquisidor, está personificado por el «potente espíritu del desierto». ¿Se puede decir que no tenga él una parte esencial que desempe­ ñar? Precisamente, la parte benéfica del mal o del «no ser» que pone en movimiento el principio autodestructivo que el bien o «el ser» contie­ ne en sí mismo.

Caos No solo el bien, el ser, contiene una fuerza negativa que lleva al mal, al no ser. También el mal subyace a la misma ley, que lleva al bien. Se pue­ de, pues, hablar, para ambos, de principio de autonegación. Si así no fuese habría que esperar la victoria definitiva del bien o habría que resignarse a 9. Ibid., pp. 33-36. [Ibid.y pp. 56-60 (I parre, cap. VIH)]. 174

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la victoria definitiva del mal: todo, pues, colocado más allá de nuestro horizonte temporal, en un mundo quizá posible pero inactual. Antes del momento fatal, la ley de la autodestrucción también vale para el mal. Quien ha desarrollado este argumento, lo ha hecho en nom­ bre de la lógica, no de la índole humana o de la experiencia de la huma­ nidad. «El mal proviene del propio no ser y vuelve a él; como el principio de la negación y de la nada, no pudiendo acceder a lo absoluto, dirige la propia acción contra el ser creado y sus principios de existencia; al final aspira a la omninegación. Habiendo negado todo, llega al punto de ne­ garse a sí mismo». Este sería el pensamiento de Dostoievski cuando afir­ ma que el mal es el espíritu de la ¿míodestrucción (no de la destrucción) y del no ser. «La existencia originaria de lo absoluto reduce eternamente este principio de la negación al silencio ontológico, en base al cual este es la Nada. No es más que un signo imaginario e irreal, neutralizado por el hecho de haberse encerrado necesariamente en sí mismo: ‘es’ bajo la forma de la nada, existe como inexistente, para él ser significa negarse a sí mismo; si puede decirse que el mal existe, existe solo para ser anulado. El ser absoluto se afirma, el no ser absoluto se niega... El momento ideal de la autonegación del mal prepara el momento real de su desaparición definitiva del mundo creado que se afirma en el bien»10. En el fondo se trataría del carácter autodestructivo de las proposiciones negativas que terminan en positivas. «Pues bien: el mal primero niega todo lo que alcan­ za a destruir, y después se niega a sí mismo; es decir, se reconoce como negación, destrucción, no ser, en una palabra, como mal; y esto significa ya aceptar la victoria del bien o, por lo menos, que es el bien el que tiene que vencer, que solo el bien existe verdaderamente, que solo en el bien hay verdadero cumplimiento. El destino del mal es constitutivamente la autodestrucción y la muerte; pero este destino mortal del mal prepara el advenimiento del bien. Por el solo hecho de que el mal, en su destino de negación, llega al fondo del abismo de su nulidad, comienza la acción del bien: la autodestrucción del mal es ya efecto de la actual instauración del bien, y la instauración del bien se manifiesta sobre todo como autodestrucción del mal. En el abismo más profundo del mal se lleva a cabo la inversión: el mal llevado a sus extremas consecuencias se transforma inopinadamente en el bien. Es el momento de la crisis... el mal se con­ vierte en bien, la muerte en vida, lo negativo en positivo, la destrucción en construcción; y esto sucede de modo tan paradójico y trágico que el sentido de la vida hay que ir a buscarlo precisamente en su mismo carác10. P. N. Evdokimov, Dosloevsktj e il problema del tríale, Cittá Nuova, Roma, 1995, p. 127. 175

EXÉGESIS

ter enigmático, y ci hombre se comprende a sí mismo solo si se ve en su irremediable problematicidad, y el renacimiento se abra solo en la muer­ te del hombre viejo»11. Dostoievski estaría de acuerdo (con la excepción, sin embargo, de esos personajes suyos que no entran en el círculo bien-mal). Pero habría disentido en el punto de la definitiva victoria del bien sobre el mal, en la convicción de que en el tiempo histórico el bien vencerá sobre el mal. También el bien, el ser, como hemos visto, está dentro de la ley de la autodestrucción. AI menos mientras vivamos, precisamente, en el tiempo histórico. El fin de los tiempos, dicen las Escrituras, estará precedido por el mal supremo —el reino del Anticristo— que, en el «día del Señor», abrirá el camino hacia el bien supremo —el triunfo de Cristo—. Luego la profecía se abre hacia el carácter definitivo que rompe la doble ley de la autodestrucción. Pero este es el gran motivo de la fe ultraterrena y no in­ teresa aquí en el comentario de la apología del Gran Inquisidor. Él no se nutre de fe, sino de despiadado realismo terrenal; no mira hacia, sino que mira contra el tiempo mesiánico. Es un Kaiéycov en el sentido de Pablo (2 Ts 2, 7). La contradicción del ser, es decir, del bien, es con el «no ser», es de­ cir, con el mal. Pero puesto que el espíritu de la destrucción y del caos es lo que sirve para impedir el tedio, es, pues, bendito, o, por lo menos, tan necesario como el bien. En esta conclusión se puede ver que es el leit­ motiv del hombre del subsuelo, un acto subversivo e iconoclasta, dirigi­ do contra toda la tradición filosófica fundada en el ser como verdad y en el principio de no contradicción; un gesto que inaugura un cambio de perspectiva12. Es dudoso que Dostoievski pueda ser fácilmente adscrito a la genealogía del nihilismo. No es dudoso, en cambio, que haya otorga­ do valor a la antítesis al bien, en una visión de la experiencia humana más rica de implicaciones que la más simple del bien como exclusión del mal y del mal como exclusión del bien. Si el bien es la concordancia del ser sub­ jetivo con el ser objetivo y el mal es la contradicción de todo ello, se puede concluir que en Dostoievski el significado de tales concordancias apare­ ce relativizado, y a fin de cuentas destruido en favor de una visión de la

11. L. Pareyson, Dostoevskij. Filosofía, romanzo ed esperienza religiosa, Einaudi, Turín, 1993, pp. 69-70 [I parre, cap. II, ap. VIII]. Véase también R. Di Napoli, ¡l problema del male nella filosofía di Luigi Pareyson, Pontificia Universita Gregoriana, Roma, 2000, pp. 171 ss. 12. E. Sevcrino, II muro di pietra, Rizzoli, Milán, 2006, pp. 53-88, donde interpreta a partir de este concepto la posición de Dostoievski como ruptura de la tradición filosófi­ ca occidental orientada hacia el ser y hacia su verdad. 176

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existencia humana continuamente expuesta a la oscilación. Las concor­ dancias no son más que momentos excepcionales y de paso dentro de movimientos pendulares en estado de inestabilidad y de inseguridad. La libertad es esta inestabilidad e inseguridad.

Infelicidad de la libertad Dice el Inquisidor que los seres humanos no saben soportar la libertad porque necesitan estabilidad y seguridad. Su índole —se dice y se repite— es la del «esclavo, si bien con la constitución del rebelde»: expresión en la que se compendia la oscilación entre el ser y el no ser. «Llegarán a com­ prender, al final, estos estúpidos niños, que, si bien son rebeldes, son sin embargo rebeldes de corto recorrido, incapaces de mantener su propia rebelión»; «inquietud, rebelión, infelicidad: he aquí cuál es ahora el des­ tino de los hombres, después de que Tú has afrontado tanto sufrimiento para darles la libertad»13. «La libertad, la libre inteligencia y la ciencia, los habrán llevado por tales matorrales y los habrán puesto delante de tales prodigios y de tales insolubles misterios que algunos de ellos, in­ transigentes y violentos, se quitarán por sí mismos la vida, otros, intran­ sigentes pero débiles, se exterminarán unos a otros, y los demás, débiles e infelices, caerán a los pies de los inquisidores invocando: ‘Salvadnos de nosotros mismos’»14. Aquí resuena el espíritu antimoderno de Dostoievski. Las palabras del Inquisidor, él las comparte plenamente. En cuanto a los «matorrales de la conciencia» abandonada a sí misma, son demasiados los lugares de su obra para dudar de que consideraba las fuerzas interiores de los seres hu­ manos demasiado débiles para soportar el peso y el precio de la libertad. • La conciencia abandonada a sí misma conduce a la muerte. Lo mismo vale para la sociedad en su conjunto, a propósito del «progreso» asegurado por las condiciones científicas de la política, por los logaritmos aplicados a las relaciones humanas, a las conquistas de la técnica, etc.: todas fuerzas destinadas a arruinarse por sí mismas, produciendo monstruos e incon­ trolables construcciones sociales, minadas desde dentro por la anomia, por la iniquidad y por la violencia. No hay duda de que, al menos en esta visión negativa de la libertad de los tiempos, por así decir, Dostoievski estuviese perfectamente de acuerdo con el Inquisidor.

13. FK 342. [HK 415-416 (II parte, libro V, cap. V)j. 14. FK 344-345. [HK 419 (ibid.)J. 177

EXÉGESIS

Misterio del Inquisidor El Inquisidor habla de «su» misterio, alternativo al de Cristo. ¿Cuál es el «misterio» al que los débiles seres humanos «están obligados a sujetarse ciegamente, e incluso independientemente de su conciencia»; ante el que tendrán que arrodillarse; al que tendrán que confiar su propia concien­ cia13? Misterio no es sinónimo de arcano, de lo incomprensible, de lo oculto a la humana comprensión. Al contrario: misterio, al menos en la lengua neotestamentaria, es sinónimo de algo que está en Dios y que los hombres comprenden en el momento en el que Dios se lo muestra a ellos. Jesús habla del «misterio del Reino de Dios» (Me 4, 11) precisamente en el momento en el que El lo «da», lo «confía» (5í8copi) a sus discípulos. Pablo (2 Ts 2, 7) habla del «misterio de la iniquidad» (puorqpiov xfjq ávopidtq) ya en acto, por tanto ya desvelado a los ojos de todos. Incluso al Evange­ lio se lo llama «misterio del Evangelio», cuyo anuncio Pablo asume como misión que llevar a cabo con «palabra dada» (Ef 6, 19). Como Cristo, pues, también el Inquisidor tiene su «misterio», su evan­ gelio, que desvelar. Pero lo puede desvelar solo Cristo, el único que lo puede escuchar porque personalmente no tiene que ver con él. Su núcleo es lo opuesto de lo anunciado por el ángel de Laodicea: si para Dios los malditos son «los tibios», para el Inquisidor los tibios son los salvados. Es a ellos a quienes está reservada la «felicidad infantil». Solo esta es la felicidad posible sobre la tierra. Pueden disfrutar de ella quienes hayan puesto la propia conciencia en las manos tranquilizadoras de los «elegi­ dos», de los benefactores de la humanidad, en número de «doce mil por cada generación» de miles de millones de seres humanos16. Este misterio debe quedar oculto a los millones de millones. Ellos no lo aceptarían nun­ ca porque, si llegaran a conocerlo, verían lo que son: ganado, manada, individuos sin valor, simple material humano (hoy hablamos de recur­ sos humanos) predestinado a una muerte sin perspectiva. Tienen que ser engañados, pues para ellos su conciencia es lo más importante. Hay que aligerarla mintiendo. El gobierno de los inquisidores es el gobierno de la mentira. Para ellos, misterio y mentira se confunden para no cerrar a los millones de seres humanos la ilusión del sentido de la vida. «En silencio morirán, en silencio se extinguirán en tu nombre, y más allá de la tumba no encontrarán más que muerte. Pero nosotros mantendremos el secreto, y por su misma felicidad los acunaremos en la ilusión de una recompen-

15. FK 343. [HK 416 (ibid.)\. 16. FK 339. (HK 411 (¡bul.)].

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sa celeste y eterna»17. Por este lado de su misión, parecen una «compa­ ñía de la buena muerte» que acompaña al suplicio a los «pacientes», los condenados a la pena capital, consolándolos y engañándolos con la pro­ mesa de la vida eterna. Misterio, mentira, ilusión: palabras que indican lo oculto, lo que tiene que quedar oculto por el bien de todos, porque la luz de la verdad, o mejor, la oscuridad del vacío, haría que se derrum­ bara todo el castillo. Detrás de todo esto, sin embargo, hay desesperación, como estado existencial que tiene que ser escondido a los vivientes. Los seres huma­ nos necesitan una «dimensión vertical» para su propia existencia, que los emancipe de la dependencia de las puras y simples necesidades materiale inmediatas, del hic et nunc, por cuya fuerza se matarían entre sí. Para vi vir, es decir, para prolongar en el tiempo la propia vida, tienen que poder darle un sentido. La donación de sentido es una función de la conciencia, en virtud de la cual se dan respuestas a la pregunta: ¿qué puedo esperar ser en el tiempo que vendrá? Esta dimensión del espíritu que busca un sen­ tido para la existencia no puede ser suprimida, pero puede ser vaciada. El Inquisidor la reconoce, pero, mientras la reconoce, la priva totalmente de contenido y la coloca en la indeterminación del misterio. «Llegará... un día en que la fiera se aproximará a nosotros y se pondrá a lamer nuestros pies y a regarlos con las lágrimas sanguinolentas de sus ojos. Y nosotros montaremos sobre la fiera y levantaremos la copa y en ella estará escrito: ‘Misterio’. Pero entonces y solo entonces sobrevendrá para los hombres el reino de la paz y de la felicidad»18. La imagen es apocalíptica y miste­ riosa. Quizá se inspira en la gran prostituta que tiene en mano la «copa de oro, colmada de las abominaciones e inmundicias de la prostitución» (Ap 17, 4). Aquella mujer llevaba escrito en la frente «un nombre mis­ terioso»: Babilonia la grande, la madre de las prostitutas y de las abo­ minaciones de la tierra, entendida como la Roma pagana. El inquisidor levanta esta copa y, por tanto, se reconoce en el poder babilónico, el po­ der de los Césares de Roma; pero en la copa escribe «misterio». Así pues, mientras se apodera de ella, la vacía de contenido. Así los seres humanos —la fiera que lame los pies de sus salvadores— no quedan privados de la necesidad de sentido, lo que llevaría a la desesperación: pero el sentido está vacío. Hay que poder esperar, sin que haya nada que encontrar.

17. FK346. [HK421 (ibid.)\. 18. FK344. [HK418 (ibid.)].

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EXÉGESIS

Los anticristos sufrientes Los inquisidores se ponen en contra de Cristo, no en sí y por sí, porque tengan una solución al problema de la libertad positivamente distinta de la suya. De ningún modo proponen una cruzada al revés, contra el men­ saje de la cruz. Quieren «enmendar» y, de este modo, dejando con vida la envoltura, la concha, vaciarlo de su veneno de infelicidad. Por eso son difícilmente reconocibles y fácilmente identificables con los benefactores de la humanidad. Del Evangelio de Juan y del Apocalipsis, y aun antes de la «visión del final» en Daniel (8, 23-25 y 11, 21-25), ha salido y se ha desarrollado una interpretación de la figura del anticristo que, podría decirse, hace de fondo a la figura del Inquisidor dostoievskiano. El anticristo sería una efectiva presencia satánica, un dominio del «príncipe de este mundo» que surge dentro de la comunidad cristiana y se hace portadora de una falsa doctrina que persigue combatir y eliminar la verdadera fe en Cris­ to. Los combatientes de esta batalla, que es una suerte de apocalíptica (es decir, atinente al tiempo extremo y a los problemas de la última hora) «guerra civil de religión», se arrojan recíprocamente la acusación de he­ rejía. Se trata de una interpretación que se encuentra ya en los Padres de la Iglesia y que retoma Lutero en su polémica contra la Iglesia católica romana. No hay que pensar necesariamente en un personaje histórico concreto, sino en una «potencia» que se encarna en hombres e institu­ ciones y alcanza su apoteosis en esa institución del demonio que, para los reformadores, es el mismo papado19. Esta oscura potencia se instau­ ra insensiblemente en un proceso oculto de sustitución, inversión y si­ mulación. El suyo es un «reino de la apariencia» que se hace pasar por realidad. La suya es una acción engañadora, no negadora. La verdad del Evangelio no se contradice con verdades opuestas, sino que se integra con añadidos que, poco a poco, la transforman y le dan la vuelta. Una acción acumulativa que se lleva a cabo desde dentro crea siempre nuevos apara­ tos exteriores que multiplican roles, funciones, cuerpos, jerarquías, ritos, vestiduras, formularios, que se mantienen unidos a través de normas, bu­ las, reglas, constituciones, decretales, breves, encíclicas, tratados, cáno­ nes: todo ello garantizado por férreos (aunque discrecionales) poderes disciplinares y apoyado sobre un inmenso aparato teológico y teológicopolítico que a lo largo de los siglos se ha desarrollado como por una pu19. Cf. M. Mieggc, Figure del «mysterium iniquitatis» tiella cultura protestante, en N. Pirillo (etl.), Kant e la filosofía delta religioney Morcclliana, Brcscia, 1996, vol. I, pp. 193-210. 180

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lulación ininterrumpida. El éxito anticrístico final es la inversión radical, de modo que «las cosas espirituales se hagan temporales, las laicas se ha­ gan eclesiásticas, la terrenas se hagan celestes»20. De este modo, la libertad cristiana termina por ser progresivamente circundada y contradicha por estructuras jurídicas opresivas que sustituyen la adhesión de fe por la obe­ diencia a la autoridad y a la norma que aquella establece en nombre del dogma. Pero siempre en el nombre de Cristo, usado de modo mentiro­ so, blasfemo. En esta misma línea, también Kant habla de inversión. El mundo del anticristo es el mundo moral al revés, «el final [invertido] d/j todo desde el punto de vista moral»21. Este anticristo no propone otr visión del mundo por venir en una dimensión ultraterrena, sino que s> propone el gobierno del mundo terreno, tenerlo unido para impedir la irrupción de la fuerza salvífica de Cristo. De donde se sigue que la inver­ sión moral se transforma en fuerza política que impone sus verdades como verdades de fe, como ideologías públicas que requieren adhesión incon­ dicionada, total, totalitaria, so pena de la separación de la comunidad de los súbditos-fieles y la condena al infierno de los no creyentes. Todo esto está en el fondo. La visión que Dostoievski traduce en la Leyenda tiene, sin embargo, dos características que la diferencian. La pri­ mera deriva de la necesidad formal de sus novelas, construidas dialógica­ mente a través de la incorporación de ideas en personas reales que tejen entre ellas diálogos y controversias. El anticristo no puede ser presenta­ do como una «potencia» anónima. Debe encarnarse, y el Inquisidor es la encarnación. Pero este es siempre la hipóstasis de una degeneración institucional objetiva, que procede inexorablemente según una lógica intrínseca y que, antes o después («estamos solo al comienzo», dice el Inquisidor), se extenderá por toda la tierra y envolverá la vida de la hu­ manidad entera. La segunda característica, sustancial y no solo debida a razones compositivas de la novela, está en el hecho de que el reino del anticristo no se impone a un cuerpo recalcitrante, sino que se difunde por aclamación. Puede decirse así: la obediencia que el Inquisidor quiere obtener es una actitud no pasiva, sino activa. No es una opresión, sino una movilización en la que se participa de buena gana, gozosamente, so­ bre la base de una implicación interior. El dominio penetra, como factor constitutivo de la psique, en lo íntimo de los gobernantes y alegremente los dispone a la obediencia.

20. M. Lutero, L‘Anticristo. Replica ad Ambrogio Catarino, ed. de L. Ronchi De Michelis, Claudiana, Turín, 1989, p. 80. 21. I. Kanr, Das Ende aller Dinge, AA VIII, 339. 181

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«El reino de Dios está en vosotros», dice Cristo (Le 17, 21); en cam­ bio, el Inquisidor dice: en vosotros está el reino de Satanás, del señor del mundo, del hijo de la perdición, que os propone una existencia que podéis aceptar despreocupadamente. Está claro que, con estas consideraciones, se están delineando proféticamente los caracteres del «hombre totalitario», con una fundamental diferencia, sin embargo, con respecto a los proyectos perseguidos por los regímenes totalitarios del siglo pasado. Estos preten­ dían transformar la naturaleza humana con la violencia física y psíquica; el Inquisidor no quiere forzar, sino secundar. Su estrategia es el halago hacia el lado de la naturaleza humana sobre el que es más fácil abandonarse por­ que comporta la total exención de las responsabilidades de la vida. Este tipo de totalitarismo feliz puede coincidir perfectamente con las formas de la democracia, un régimen que resulta así demasiado hospitalario, es más, el más hospitalario de todos los regímenes porque reduce o, incluso, elimina las asperezas del poder. Pero la exoneración tiene su precio: el engaño. Este pesa como una montaña en la conciencia de los inquisidores, pues son perfectamente conscientes de él. A cada exoneración corresponde una carga. Es más: el peso se agrava por la conciencia del engaño que la exoneración compor­ ta. ¿Se puede vivir completamente inmerso en el engaño consciente? «Nosotros les engañaremos y este será nuestro sufrimiento», dice el In­ quisidor22. Los inquisidores se condenan a sí mismos a la infelicidad, al dolor: «Todos serán felices, todos los millones de seres, exceptuados los centenares de millares que tendrán el gobierno. Porque nosotros solos, nosotros que tendremos que custodiar el secreto, nosotros y nadie más se­ remos infelices. Habrá miles de millones de muchachos felices, y cien mil mártires, que habrán tomado sobre sí la maldición del conocimiento del bien y del mal»23. Esta no es una declaración arrogante, como podría ser la de un autó­ crata que ha conquistado el poder para satisfacer su codicia y para ventaja de sí mismo y de sus acólitos. En las palabras del Inquisidor no se vislum­ bra por ninguna parte el placer de gobernar solos, propio de los tiranos. AI contrario, él es un hombre atormentado por el peso de un munus que no puede rechazar, al haber abierto los ojos y no habiendo querido «ser­ vir a la locura». Ha cambiado de rumbo y se ha sumado a la formación de los que han enmendado Sus hazañas. Ha dado la espalda a los orgu­ llosos y se ha dirigido hacia los humildes, para felicidad de estos mismos

22. FK 338 s. [HK 411 ss. (II parte, libro V, cap. V)J. 23. FK 346. [HK 421 (ibici.)]. 182

SUFRIMIENTOS Y MEDICAMENTOS

humildes24. Su sufrimiento consiste en haber visto la verdad de Cristo y, a pesar de pertenecer al grupo de los pocos que habrían podido seguirlo en libertad, en estar obligado, en cambio, a practicar la mentira y a cul­ tivar las pulsiones de la servidumbre. La mentira suprema es la anticrística, la de quien es demonio y habla como si fuese el enviado de Dios: «Diremos que Te obedeceremos y que dominamos en Tu nombre. Los engañaremos de nuevo, ya que a Ti no te permitiremos acercarte más a nosotros. Y en este engaño consistirá nuestro sufrimiento, pues nosotros estaremos obligados a mentir»25. Para la humilde felicidad de los demás, los inquisidores aceptan parsí, pues, una grandiosa infelicidad: grandiosa por diabólica. No hay nad mezquino en la figura del Inquisidor: hay el peso de una gran responsabi lidad; hay el dolor de una tarea inevitable, que, por el bien de la multitud de los débiles, tiene que desenvolverse en la doblez, en la inautenticidad. Aligerando la responsabilidad de los hombres, sabe que les roba su hu­ manidad, es decir, su condición de responsabilidad en la dialéctica del bien y del mal, y que, en consecuencia, los encadena a una existencia prehumana. En lo que a él se refiere, el Inquisidor bien habría podido «completar el número de los elegidos». También él, como Cristo, ha esta­ do en el desierto nutriéndose de langostas y de raíces. El, sí, bien habría podido llevar victoriosamente el peso de la libertad. Pero, volviéndose con piedad hacia la masa de los débiles, ha usado su libertad para rene­ gar de su valor y para dirigirse contra Cristo: «Nosotros no estamos con­ tigo, estamos con él: ¡ese es nuestro secreto!»26. Del pecado de la gran rebelión que los inquisidores organizan para la felicidad de los débiles, el Inquisidor asume orgullosamente toda la responsabilidad, arrojando a la cara de Cristo un desafío del que él presume ser el vencedor, en el tiempo del juicio final: «Yo me levantaré y te señalaré a los miles de mi­ llones de muchachos felices, ignorantes del pecado. Y nosotros, que ha­ bremos cargado con sus pecados para hacerlos felices, nos plantaremos ante Ti y Te diremos: ‘Condénanos si puedes o si te atreves’. Debes saber que no Te temo»27. Sigue la condena a la hoguera, sellada por un perentorio dixi! que no admite réplica ninguna. No se trata de una condena por un delito cual­ quiera: es la condena de toda una concepción del hombre y del mundo fundada sobre la libertad, pronunciada en nombre de la opuesta concep24. 25. 26. 27.

Ibid. FK 339. [HK 411 (ibid,)]. FK 343. [HK 416 (ibid.)]. FK 346. [HK 421 (ibid.)).

183

EXÉGESIS

ción fundada sobre el adormecimiento moral. En la figura del Inquisi­ dor que condena a Cristo se pueden ver resumidas todas las fuerzas que mil seiscientos años atrás ya lo habían llevado a la muerte, levantándose y reuniéndose juntos para apagar la libertad de los hombres y para enca­ denarlos a la tierra.

184

Capítulo 8 EL BESO

Lance imprevisto El relato de Iván se encamina hacia el final y se produce una pausa. Aliosha, venciendo el sarcasmo con el que le parecía que su hermano lo miraba, retoma la palabra. «¿Y cómo termina tu poema? —preguntó de repente, con la mirada en el suelo—. ¿O es que termina así?». No, no termina así. «Cuando el Inquisidor termina, permanece durante un tiempo esperan­ do que el Preso le responda. Su silencio se le hace gravoso. Ha observado cómo hasta ahora el Encadenado ha estado escuchando, manco y atento, con la mirada penetrante y fija en sus ojos, sin desear rebatirle en nada. Al viejo le gustaría que le dijera algo, aunque fuese algo amargo, tremendo. Pero El, de repente, en silencio, se acerca al viejo y levemente le besa en los exangües labios de nonagenario. Esta es toda su respuesta. El viejo se sobresalta. Una emoción contrae las comisuras de sus labios»1. ¿Cuál es la conclusión? ¿El dixi o el beso? «Yo quería terminar de este modo», dice Iván. Pero ¿cuál es «este modo»? No está para nada claro: podría ser lo que precede, es decir, la condena a la hoguera, o bien lo que sigue, es decir, el gesto de Cristo. Una conclusión de muerte, o de amor. Y el «quería» parece aludir a una incertidumbre o, quizá, incluso, a una im­ posibilidad: «hubiera querido», pero algo me lo ha impedido. Si así fuese, el dixi sería la palabra definitiva, y el beso una hipótesis poética no realiza­ da. La Leyenda se cierra, pues, con un gran signo de interrogación. La es­ cena del beso, a pesar de estar narrada, ¿forma o no forma parte de la Le­ yenda, tal y como efectivamente la ha concebido Iván? Final abierto, con

1. FK 351. [HK 426 (II parte, libro V, cap. V)]. 185

EXÉGESIS

dos soluciones: la primera congruente, la segunda incongruente dentro del discurso del Inquisidor. En la hipótesis del beso, sin embargo, está claramente el ápice de la Leyenda, su secreto, en el que converge la atención. No se esperaría un final de este tipo, sorprendente, desorientador. Las prisas han llevado a algunos comentadores a quedarse en la condena. El dixi parece, en efecto, la obvia y definitiva conclusión de la acusación del Inquisidor. Otros, lec­ tores que no tienen reciente la lectura, creen incluso que el beso se haya dado en sentido inverso. Según lo acostumbrado, es Cristo (en la cruz) quien se expone al beso de su pueblo. El Inquisidor es siempre parte del pueblo de Dios, aunque sea un rebelde, y, por lo demás, ha reconocido repetidamente la nobleza de la misión de Cristo y, junto con él, o mejor, frente a él, no ha dudado en definir su propia misión como una dolorosa e indigna, aunque necesaria, mentira. El beso dado por el Inquisidor habría significado el desvelamiento de un estrato de verdad más profundo del que había servido para motivar la acusación contra Cristo. Habría podido ser el obvio, pero banal, homenaje de la carne al espíritu; del «pan terre­ nal» al «pan celestial». O habría podido ser, también, para un viejo des­ ilusionado, el beso de despedida de sus propias ilusiones juveniles. Segu­ ramente tampoco habría faltado, finalmente, quien hubiera visto en él el sello de la condena, es decir, el sello de la decretada «muerte de Dios», y hubiera encontrado así una anticipación de sabor nietzscheano. No ha­ bría sido en absoluto una conclusión inexplicable. En cambio, no es así: de manera sorprendente y, si cabe, aún más intrigante, es Cristo quien, saliendo de la oscuridad y de la aparente pasividad en la escena del diálo­ go, cumple un acto de amor con relación a su implacable acusador. Excluyendo que Cristo pudiera salir de la escena sin un gesto o una palabra que dieran a su presencia, ante el Inquisidor, un significado distin­ to del de un simulacro petrificado, está claro que no hubiera podido espe­ rarse de él un discurso, una autodefensa, un informe sobre la naturaleza de su misión, para contrarrestar los argumentos del Inquisidor. Habría sido grotesco y, al menos por razones artísticas, impensable. Además, Cristo se habría puesto al mismo nivel del Inquisidor, lo que seguramente habría contradicho la intención del escritor. Habría abierto un contencioso entre la salvación de los hombres, por la que él vino al mundo, y el gobierno de los hombres, al que el Inquisidor dedicaba su obra: un contencioso im­ posible que habría anulado las diferencias de nivel. Había solo espacio, pues, para un gesto, un gesto que dominase la escena. ¿Podía ser quizá un gesto violento que anulase a quien, en su nombre, había hecho votos por «él», su enemigo mortal? El viejo —lo hemos visto— deseaba algo amar­ go, tremendo. Pero, pensándolo bien, no habría podido ser así sin con186

EL BESO

tradecir la ley, no solo del amor, sino sobre todo de la libertad, la ley de la que Cristo, desde el principio hasta el final, es representado como su paladín. Con un gesto de hostil soberanía, Cristo, de un golpe, se habría destruido completamente a sí mismo. Así pues, quedaba espacio solo para un gesto de amor. Este gesto es un beso. Todo el episodio del Gran Inquisidor cobra color a su través. Pero es una coloración sumamente enigmática. Y el enigma del beso se extiende a la entera Leyenda, abriéndola a multitud de posibles interpretaciones. Por lo demás, en toda la novela hay esparcidos signos enigmáticos des­ de el principio. El stárets Zosima, el hombre espiritual, se arrodilla ante Iván, el hombre material, vislumbrando la nada que le espera2: un signo, o mejor, un símbolo, que Dostoievski, en palabras de Fiódor Pávlovich Karamázov, invita a interpretar3. Y lo mismo vale para el beso.

éTriunfo? La primera y más difundida respuesta al enigma, la más simple y obvia según la caridad cristiana, puede encontrarse seguramente en el impera­ tivo evangélico de amar a los propios enemigos (Le 6, 27) y en la trans­ formación del odio en amor («habíais entendido... pero yo os digo...»: Mt 5, 43). El Inquisidor ha cavado una fosa insuperable entre él y Cristo, presentándose como siervo de é/, es decir, como figura anticrística. Ni siquiera una contraposición tal, que no podría ser más radical, impide a Cristo, sin embargo, un acto de amor ilimitado. Si el Inquisidor lo desa­ fía en el nivel del rencor, Cristo no solo recoge este desafío, sino que lo vuelve del revés. Con su beso, Cristo habría dado así prueba de la «in­ tangible soberanía celeste» de su amor4, capaz de envolver incluso a su antítesis. Con el beso, Cristo habría sellado la victoria sobre su acusa­ dor, aplastando con la lógica del amor divino que todo lo perdona a la vez que se pone más allá de todo posible resentimiento humano. El beso equivaldría, pues, a una confutación con la cual se reafirma la sobera­ nía del cielo sobre la tierra. Victoria, pero no condena, sin embargo. Si acaso, se podría añadir que en ese gesto de amorosa soberanía, del que está ausente toda constricción, se vislumbra algo así como un aviso, una 2. FK 98. [I-IK 130 (I parte, libro II, cap. VI)]. 3. FK 99, 102 y 103. [HK 130-131 (I parte, libro II, cap. VI) y 133-134 (I parte, libro II, cap. VII)]. 4. V. Strada, «Introduzionc» a V. Rozanov, La legenda del Grande ¡nquisitore (1891], Marietti, Genova, 1989, p. X. 187

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inviración a despertar, una llamada a la vida. ¿No habrá un paralelismo entre el talitá kum pronunciado por Cristo sobre el ataúd de la niñita, en la apertura de la Leyenda, y el beso que la cierra? ¿No habrá, en ambos casos, una llamada a la vida? éCapitulación y gratitudf Pero podría ser también lo contrario. ¿No será que el propio Dostoievski, al final, haya quedado atrapado por la fuerza de la arenga que él mismo ha puesto en boca de su Inquisidor5? ¿No será el caso, digamos, del aprendiz de brujo, es decir, de un personaje que se adueña de la situación incluso más allá o en contra de las intenciones de su autor? Cristo es arrastrado al terreno del Inquisidor y, en este terreno, capitula. Como queda dicho, re­ conoce «con un acto de suprema piedad» (y, podría añadirse, de suprema humildad) la fuerza terrena de la requisitoria-justificación del Inquisidor6. En este mundo, el Inquisidor tendría perfectamente razón; y Cristo esta­ ría perfectamente equivocado. Esta es la interpretación de Cari Schmitt, según el testimonio del biblisra judío Jacob Taubes, a quien debemos las siguientes palabras: «Había pensado ya muy pronto que Cari Schmitt pu­ diera ser una encarnación del Gran Inquisidor de Dostoievski. En efecto, en el curso de una encendida conversación... en 1980, Cari Schmitt me dijo que quien no reconoce que el ‘Gran Inquisidor’ simplemente tiene ra­ zón contra los rasgos exaltados de una religiosidad como la de Jesús, no ha entendido ni qué es la Iglesia ni lo que Dostoievski, contra su personal inclinación, efectivamente ha transmitido, obligado por la violencia de la problemática»7. Aquí se entraría en un terreno que tiene que abrirse espa­ cio entre ideas y experiencias políticas. La figura del Inquisidor, en efecto, puede ejercer fascinación desde distintos puntos de vista, siempre que se niegue a los seres humanos la propia subjetividad soberana a la que están llamados por la libertad cristiana. Si se la considera un sin-sentido, una ilusión peligrosa, se puede llegar tanto al Estado-fuerte conservador del statu quo (como en el caso de Schmitt), como al partido revolucionario que pone fin a la disgregación social de la civilización burguesa (como en el caso de Lukács)8. 5. V. Rozanov, La Leggcnda del Grande Inquisitore, cit., p. 121. 6. V. Strada, «Introduzione», cit., p. XXII. 7. J. Taubes, bi divergente accordo. Scritti su Cari Schmitt, Quodlibet, Maccrata, 1996, p. 27. 8. Véase al respecto V. Strada, Le veglie della ragione. Miti e figure della letteratura russa da Dostoevskij a Pasternak, Einaudi, Turín, 1986, pp. 74 ss. 188

EL BESO

Si así fuese, es decir, si al Inquisidor hubiera que interpretarlo como el salvador de la humanidad, el beso habría que interpretarlo como un signo de dolorosa contrición, de terrible fracaso y de sumisión dócil y agradecida a las buenas razones de quien lo ha derrotado, es decir, a las razones de la tierra opuestas a las razones del cielo. Satanás y su profeta habrían derrotado de este modo a Cristo, incluso contra las intenciones generales del escritor. En cambio, sabemos que para Dostoievski la répli­ ca al Inquisidor no debía, ni tampoco podía, ser esta, haciéndose necesa­ rio buscarla excavando en las palabras siguientes del «monje ruso» a punto de morir9. A través de esas palabras —escribió Dostoievski—, «si me sale bien, haré algo verdaderamente bueno: obligaré al lectora reconocer que un cristiano puro e ideal no es algo abstracto, sino algo que se puede dai en una imagen real; algo posible y presente, y que el cristianismo es el úni co refugio para la Tierra rusa de todos sus males. Ruego a Dios que el cua­ dro me salga»10. Ese era el propósito: «¡que el cuadro me salga!». ¿Y si, al final, Dostoievski mismo hubiera querido reconocer que el cuadro lo­ grado era opuesto a sus intenciones? Pero esto, en cualquier caso, tiene que ver con la posición personal del autor, deducida alinnde, no con el significado impersonal de la Leyenda tomada como tal. Dostoievski dice «tomarla» de un modo, en su intención, pero esto no excluye de ninguna manera que los lectores «la tomen» de otro modo. Por lo demás, frente a la descripción de la humanidad contenida en la obra dostoievskiana, se ha dicho que todos somos lectores, incluido el mismo autor. En el fondo, el cuadro realista de la humanidad que ofrece el Inqui­ sidor puede aparecer como una deminutio inhumana, un rebajamiento a la condición animal, solamente a quien lo confronte con el mundo subli­ me de la desencarnada libertad cristiana. Pero, una vez liberados de la que en la Leyenda muestra ser solo una pura ilusión, entonces tanto vale dejar la utopía a sus tormentos y abandonarse a lo que de bueno puede haber en la felicidad, totalmente terrena, prometida por el Inquisidor. En re­ sumen: el Inquisidor promete los placeres de la vitalidad, contra Cristo que promete los dolores de la mortificación. ¿Por qué no abandonarse, según Iván Karamázov, a un amor enteramente pagano hacia lo que la vida hace posible, hacia sus instintos, hacia sus satisfacciones? El obstáculo que presenta esta interpretación está en el carácter de la figura del Gran Inquisidor, tal y como aparece esbozado en la Leyenda. El es, sí, un benefactor pero de rasgos repulsivos. Aquí se muestra otra vez 9. FK 377-430. [HK 456-523 (II parte, libro VI)]. 10. Carta a Nikolai Alekseievich Liubiinov del 11 de junio de 1879, en F. Dostoie­ vski, Lettere sulla creativitá, Feltrinelli, Milán, 2006, p. 159. 189

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el entrelazamiento de bien y mal, esa «impuridad» que encontramos, como carácter dominante, en muchas creaciones dostoievskianas. Lo que aquí se presenta como mal desde el punto de vista abstracto (divino), . contiene, en cambio, el bien desde el punto de vista concreto (humano). Estamos ante una lección. D. H. Lawrence11 sostuvo que sin duda ninguna el Inquisidor expresa la opinión final de Dostoievski sobre Jesús: Jesús es «inadecuado» y los hombres tienen que «corregirlo», pues el cristianismo no solo está más allá, sino que tiene que reprimir las posibilidades reales del hombre de vivir su propia vida. Con una inversión de perspectiva, la libertad de Cristo resulta no solo imposible, sino también contraria a la li­ bertad del hombre. Sería una gélida constricción espiritual que excluye el calor de los cuerpos. El beso representaría, pues, el sello colocado sobre el reconocimiento de la idoneidad de las ideas del Inquisidor y el error del mensaje cristiano. Incluso, según la invención novelística de Lawrence, no solo Cristo estaba equivocado para Dostoievski, sino que habría termina­ do por estar equivocado para Cristo mismo, el cual, antes de su muerte, habría sido el profeta de la renuncia de sí y de la vida de aquí abajo, pero, después de la resurrección, se habría convertido a la ética hedonista del Inquisidor12. Si así fuera, esto mismo no impediría a Dostoievski, sin embargo, pro­ clamar que «si alguien me demostrase que Cristo está fuera de la verdad [como el Inquisidor habría demostrado, según la presente interpretación] y si efectivamente fuese verdad [como el Inquisidor habría probado] que la verdad no está en Cristo, entonces yo preferiría quedarme con Cristo más que con la verdad»13. Así pues, el impulso existencial hacia Cristo vale más que la convicción racional. «Pero es mejor dejar de hablar de esto», comenta Dostoievski el pasaje citado. De hecho, si «hablar de ello» sig­ nifica poner encima de la mesa argumentos racionales, entonces vale lo que está escrito antes del pasaje citado: «Yo soy hijo de mi tiempo, hijo de la incredulidad y de la duda, y no solo hasta hoy, sino que seré tal (lo sé con certeza) hasta la tumba. ¡Qué terribles sufrimientos me ha costa11. D. H. Lawrence, «Preface ro Dostoevski’s The Grand biquisitor» [1930], en R. Wellck (ec!.), Dostoevsky. A Collection of CriticaI Essays, Prcntice-Hall, Englewood Cliffs, 1962, p. 91. Véase también al respecto G. Panella, «David H. Lawrence e la Leggenda del Grande Inqiiisirore«, en R. Badii y E. Fabbri (eds.), // Grande Inquisitore. Attualitá e riccrca di una metáfora assoluta, Mimesis, Milán/Udine, 2013, pp. 191 ss. 12. D. H. Lawrence, «L’uomo che era morto» (1936), en Romanzi brevi e frammenti di romanzo, Mondadori, Milán, 1950, p. 1908. [El gallo escapado, Laertes, Barcelo­ na, 1980]. 13. Por ejemplo, pero no solo, en la célebre carta a Natalia Diinitrievna Fonvizina de enero-febrero de 1854, en F. Dostoievski, Lettere sulla creatiuitá, cit., p. 51. 190

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do —y me cuesta aún— esta sed de creer, que cuanto más fuerte se hace sentir en mi alma tanto más fuertes me parecen los argumentos en con­ tra de ella!». Aquí estamos en contacto con tortuosidades y contradicciones que se explican solo con la complejidad, o mejor, con la doblez, del alma del autor: la razón que empuja a la duda y a la incredulidad, junto a la pasión que llama al amor de Cristo, incluso sin lógica alguna, es más, contra toda posible lógica. ¿No podría entonces representar el beso las contradiccio­ nes, esta vez de Cristo mismo? El permanece lo que es, por lo que respec­ ta a su naturaleza transcendente. Pero, en el nivel de la argumentación racional del Inquisidor, basada en la experiencia, la victoria le toca al In­ quisidor y el beso que recibe de Cristo es su sello. De este modo, en la contradicción que marca también a la figura de Cristo y en el hecho de ceder al argumento racional al que el Inquisidor lo invita en su arenga, paradójicamente, se disuelve el enigma.

éSolidaridadf

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í =

I

La arenga del Inquisidor ha sido abrumadora. Cristo ha callado de prin­ cipio a fin. Hay aquí un evidente paralelismo con el silencio mantenido frente a los ancianos del pueblo y a Pilatos (Mt 27, 11-15): «Mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y los ancianos, nada respondía. Entonces Pilatos le dijo: ‘¿No oyes todo lo que declaran contra ti?’. Pero Jesús no dijo nada, y esto dejó muy admirado al gobernador». Cristo no ha venido para juzgar o ser juzgado, sino para salvar. Dos mundos cara a cara que no se encuentran: el mundo de los hechos y el mundo de la verdad, la tierra y el cielo, el hombre y Dios14. El silencio nace de la incomunica­ bilidad de los argumentos desplegados y por desplegar en dicho campo. Por lo demás, acaso no es cierto que Cristo no tiene «el derecho de aña­ dir nada a lo que ya en su tiempo fue dicho... Todo (puede decirse) ha sido transmitido de Ti al papa, y por tanto todo está ahora en manos del papa». De este modo lo insta el Inquisidor15. En efecto, para la doctrina católica es así desde siempre y para siempre, una doctrina continuamente reavivada para defenderse del surgimiento imprevisto de nuevos profe­ tas16. Así pues, la soberanía de la palabra de Dios ha sido transferida inte14. Vcase G. Agamben, Pílalo e Gesú, Nottetempo, Roma, 2013. 15. FK 335. [HK 406-407 (II parte, libro V, cap. V)]. 16. Se puede leer la «Declaración» de la Congregación para la doctrina de la fe, Domimis Jesús, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6 de 191

EXÉGESIS

gralmente a la jerarquía infalible de la Iglesia, titular —dirían los juris­ tas— del poder exclusivo de «interpretación auténtica». ¿Quién podría contradecirla, si no Cristo mismo? Pero Cristo ya no puede hablar. El Inquisidor lo dice: nosotros hablaremos «en tu nombre»; diremos que lo que hacemos y lo que decimos lo decimos y lo hacemos en tu lugar. Cristo ha padecido en la cruz por la libertad de sus hijos; los Inquisido­ res, por la salvación del pueblo, a su vez, son libres por tanto de «enmen­ dar» su palabra soportando el peso de la mentira y de la traición: el peso que no podría ser más pesado, al tratarse de despacharle a él por El. Pero a mentira está plenamente en la libertad que Cristo ha traído al mundo, .os Inquisidores son los sumos infelices y aceptan serlo para que el pue­ blo pueda ser feliz. Llevan la cruz para aliviarnos de la nuestra. ¿Acaso no merecen un gesto de solidaridad? Es como decir: consolación para quien cumple una pena y no por una culpa suya sino por la debilidad de los demás. ¿Es que acaso no lo ha dicho el Inquisidor mismo: si fuera por mí estaría en el conjunto de tus elegidos? La necesidad exige la presencia de los inquisidores. Más aún: esta nece­ sidad procede de Dios que, de manera precipitada, o mejor, culpable, ha creado a sus hijos débiles e incapaces de libertad. El consuelo nace de la aceptación de la necesidad por ambas partes, aunque aparentemente am­ bas se hayan confrontado hasta el mismo acto final. No puede ser más que así. Tú no llevas ninguna culpa tuya, pero llevas un peso terrible en beneficio de la vida de los demás. ¿Se te puede negar un gesto de consue­ lo que incluso yo, en el Gólgota, he recibido (Mt 27, 34; Me 15, 23)? Tú llevas el peso y por eso estoy contigo en la sujeción al dolor, del cual am­ bos somos hijos. En el beso de consolación hay también una medida de re­ mordimiento o de inquietud, como si se tratara del reconocimiento de una responsabilidad por parte de quien besa en relación con quien es besado, o, por lo menos, la participación en un sentimiento de injusticia: tú eres infeliz y lo eres, si no por mi causa, sí a causa de un sistema de relaciones y fuerzas en el que ambos estamos inmersos, pero del que yo fui víctima hace tiempo y ahora eres tú la víctima. En el mundo existen el mal y el su­ frimiento; pero este, sin que sea tu culpa, en el presente, tiene que ver con­ tigo, no conmigo. Siento piedad, como sucede a quien asiste a una víctima agosto de 2000), así como el Catecbismo della Chiesa cattolica, Librería cditrice vaticana, Roma, 1992, p. 36: «La economía cristiana, por ser alianza nueva y definitiva, nunca pasa­ rá; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo... La fe cristiana no puede aceptar ‘revelaciones’ que pretenden superar o corregir la Revelación cuya plenitud es Cristo» [Catecismo de ¡a Iglesia católica, cap. II, art. 1 -III, § 66 y 67]. La síntesis del Catecismo, editio tniuor, sub. n. 9, precisa brutalmente: «Dios no tiene nada que decir». 192

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de una grave injusticia, al sufriente por una grave enfermedad, al conde­ nado injustamente, y por mi causa, a una pena muy pesada. ¿No merecen todos ellos un gesto de consolación y de solidaridad de mi parte? éConsolación? cY si, en cambio, fuese una consolación para quien, de buena fe, vive en el error que lo destruirá? Cristo ve más claro y más lejos que el Inquisidor. El sabe que los esfuerzos para domar a la humanidad son inútiles y que, al final, lo que desde su punto de vista es la libertad, y lo que desde el punto de vista de su acusador es el caos, prevalecerán. Los inquisidores de todo el mundo, entonces, conocerán la derrota. Cristo no deja su figura de prín­ cipe de la rebelión a los inquisidores, pero es un príncipe piadoso que no niega el lenitivo de un beso a quien sabe con anticipación ser un condena­ do a muerte: ¿es que acaso no merecen, los destinados a la pena capital, la consolación de un delegado de la Compañía de la buena muerte?

¿Compasión? Si el beso expresa piedad, y puesto que la piedad implica un desnivel en­ tre quien da y quien recibe, el Silente frente al Inquisidor no abandona su naturaleza de Cristo, el enviado por Dios a los hombres. En cambio, si lo interpretamos como un signo de compasión, Cristo, entonces, depone su aura sobrenatural y se nos aparece como Jesús, el Nazareno restituido al mundo de los hombres. Quien siente piedad se coloca en un pedestal y des­ de el pedestal mira hacia abajo, a los abandonados. La piedad es jerárqui­ ca. No lo es, en cambio, la compasión. Quien ha desarrollado y profundi­ zado en la relación entre piedad y compasión, como relación entre virtud y bondad —la primera «política», la segunda «impolítica»—, es Hannah Arendt, en un capítulo de su estudio clásico «sobre la revolución»17 dedi­ cado a la relación entre política y felicidad-infelicidad, en el que el epi­ sodio del Gran Inquisidor es tratado de manera conjunta —aun a costa de algún forzamiento— con el relato Billy Budd de Hermán Melville18. 17. H. Arénele, Sobre la revolución, Alianza, Madrid, 2013, cap. 2, «La cuestión social», espec. pp. 129ss. Véase a este respecto D. Spini, «L’lnquisitoree il tnarinaio. L’interpretazionc della leggenda in Hannah Arendt», en R. Badii y E. Fabbri (eds.), II Grande ¡nquisitore..., cit., pp. 137 ss. 18. H. Melville, Billy Bud, gabbieredi parrocchetto [1891/1924], en Opere scclte, Mondadori, Milán, 1983, vol. II, pp. 749 ss. [Billy Budd, marinero, Alba, Barcelona, 2015]. 193

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No hay compasión sin que los sufrimientos ajenos aflijan concreta­ mente como si fueran contagiosos; la piedad, en cambio, nace del estar tristes idealmente, sin sentir la herida en la propia carne. No son lo mis­ mo19. No se trata de un matiz, sino de una diferencia sustancial. En el texto dostoievskiano, la primera vez —cuando se dice de Cristo que está deseoso de descender de los cielos entre los suplicantes, considerados como número abstracto— se usa la palabra sostrada’nie: piedad, en efec­ to; la segunda vez —cuando se dice que Cristo pasa en medio «otra vez entre los hombres en la misma forma humana con la que se había movi­ do entre ellos durante treinta y tres años»— se usa la palabra miloserdie: caridad, misericordia, compasión. La compasión es calurosa; la piedad, fría. La compasión pertenece a la esfera de las emociones; la piedad, a la de las razones. La compasión es una forma de dolor existencial. La pie­ dad una forma de placer racional. La primera está escondida; la segun­ da es exhibida. Se puede com-padecer, como co-alegrarse, solo junto a aquellos con los que se tiene una relación concreta, en la que se com-parte la vida. No se pueden compadecer las penas de una clase social entera, de una nación o de la humanidad en su conjunto. Compadecer es difícil. Porque requiere «identificación», «empatia», es decir, anulación de las distancias. Es mu­ cho más fácil sentir piedad. A nivel personal, cuesta mucho menos. Lo sabía perfectamente Iván Karamázov, al decir: «Yo no he podido com­ prender nunca cómo pueda ser posible amar al prójimo. A mi entender, precisamente al prójimo es imposible amarlo, a diferencia, quizá, de quien está lejos... Para poder amar al hombre, es necesario que permanez­ ca escondido: en cuanto te muestra el rostro, el amor se acaba»20. El amor-compasión genera relaciones concretas que se expresan más con gestos que con palabras, y también las palabras, cuando las hay (como las que Billy Budd dirige al capitán Vere que lo ha condenado a muerte), son más gestos que palabras: gestos que pueden calentar y salvar vidas, pero que se cumplen en un momento y no se consolidan ni en discursos, proclamas o programas, ni tan siquiera en «instituciones duraderas». Es más, pueden contradecirlas, romper sus frías reglas, ser subversivos. Al contrario, el amor-piedad alimenta ideologías, programas humanitarios, partidos políticos y se encarna en «instituciones duraderas» y en normas generales y abstractas. A los grandes líderes políticos que quieren suprimir la infelicidad del mundo les mueve la piedad, no la compasión. Es más, en nombre del amor-piedad hacia la humanidad están dispuestos a ser des19. H. Arendr, Sobre la revolución, cir., p. 131. 20. FK 317. [HK 383-384 (11 parte, libro V, cap. IV)]. 194

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piadados con los hombres. Su «virtud» puede alimentar el «terror», como Saint-Just y Robespierre testimonian en primer lugar a lo largo de la edad moderna. «Par pitié, par amour pour l’humanité, soyez inhumains!»: pa­ labras de una petición de la Comuna de París a la Convención21. He aquí, pues, una interpretación del silencio de Cristo frente a la lo­ cuacidad del Inquisidor: el primero es compasión y la cruz es su símbolo desnudo; el segundo es piedad, redundante de palabras y símbolos de po­ der: piedad con relación a la humanidad que exige inhumanidad con re­ lación a quien siente compasión. En el beso de Cristo se condensa la par­ ticipación en el dolor del Inquisidor, el cual debe ser inhumano, es decir, político. Podemos, pues, ir más allá de la cercanía amorosa y piadosa que se tiene en la consolación y ver en ello la coparticipación en una experiencia dual: dos en uno. ¿De qué modo?

éAlianza? Ya lo había dicho el Gran Inquisidor hablando del «misterio»: el hombre no vive si no sabe ver un «sentido» de la vida. El Inquisidor puede decirse que es la vida; Cristo, el sentido de la vida. Entre ambos, puede, o mejor, debe, haber alianza. La vida no es posible sin el sentido de la vida. Pero tampoco el sentido de la vida es posible sin la vida. Lo que puede ser dicho desde el principio, en la perspectiva de la dua­ lidad, es que la presencia de la ilibertad, representada por los inquisidores, es precisamente lo que permite existir a la libertad dostoievskiana en el sentido aludido. El Inquisidor es el lado negativo de esta libertad, negati­ vo pero necesario. Sin Inquisidor ni siquiera Cristo tendría razón de ser. De nuevo estamos frente a la dialéctica sin salida de bien y mal, donde el uno existe en razón del otro. En el fondo, el beso podría ser interpre­ tado como un gesto de con-vivencia necesaria, aunque no de conniven­ cia: el signo de la propia—de cada uno—especular necesidad. Mientras la condena a la hoguera pronunciada por el Inquisidor demuestra que él considera que puede vivir sin Cristo —más aún: que puede existir solo a condición de suprimir a Cristo—, lo contrario no vale. Cristo necesita de los inquisidores. El día del triunfo de Cristo, Cristo mismo, como to­ dos los mesías, como todos los liberadores, dejaría de existir por ago­ tamiento de su misión.

21. Cit. por H. Arendr, Sobre la revolución, cit., p. 141. 195

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El beso, si prescindimos de su aspecto ligado a la sexualidad, sobre todo en la tradición rusa es una forma establecida de acogida y de despe­ dida, es decir, de unión, entre amigos, entre phíloi o etaíroi. Cristo, cuan­ do va a despertar a su amigo Lázaro, lo llama phílos (Jn 11, 11); cuando recibe el beso de la «traición» de Judas, lo llama etaíros (Mt 26, 49-50). ¿Matices? Quizá. Pero ¿qué es el beso dado por Cristo al Gran Inquisi­ dor? Probablemente es más el beso del etaíros que el del phílos. Etaireía es sociedad, comunión de propósitos22. Si Jesús podía estar unido a Láza­ ro por afecto, y por tanto ser su amigo en el primer sentido, es obvio que Cristo no puede considerarse amigo del Inquisidor en el mismo sentido. Vale, pues, el segundo significado: amigo como compañero, socio en una aventura, hermano en una hermandad concreta, en un orden, copartícipe de un mismo proyecto. Pero una cosa es cierta: el beso no es signo de re­ probación, sino de aprobación. Si interpretamos así el beso entre aquellos que el Inquisidor, a lo largo de su discurso, ha presentado como opuestos nconciliables, enemigos mortales, estamos inducidos inmediatamente a pensar en la idea, típicamente pascaliana, pero también profundamente dostoievskiana, de la intrínseca convivencia, en la realidad humana, de grandeza y miseria, de nobleza y abyección, espiritualidad y materialidad. Se trata de una coincidentía oppositorum de la que Dostoievski trata, por ejemplo, en Vlasli: una coincidencia que no debe ser entendida como in­ diferencia y confusión, sino como com-presencia conflictiva en la duplici­ dad de la naturaleza humana. Cristo y su difícil y dolorosa libertad no tendrían razón de ser si no existieran el Inquisidor y la esclavitud, fácil y agradable, que él quiere dispensar. En el fondo, podría concluirse que la posición del Inquisidor es inaceptable porque es exclusiva y unilateral. La posición de Cristo, en cambio, es aceptable porque, y solo porque, con su beso legitima la del Inquisidor y, al mismo tiempo, en cierto sentido se pone en relación con ella. En la Leyenda, la separación, o mejor, el conflicto, entre las dos par­ tes, se manifiesta en el modo más elocuente en cada palabra de uno y en el toral silencio del otro. Pero, al final, en el beso, la radicalidad del con­ flicto es como si fuese puesta en duda por obra de Cristo mismo. Dos­ toievski parece querer conducirnos a la sospecha sobre la fiabilidad de la narración del Inquisidor, de su representación álgida de Cristo y de su mensaje metafísico: representación sobre cuya base el Inquisidor ha construido su acusación.

22. G. Zagrebelsky, Giuda. II tradiniento fedele, Einaudi, Turín, 2011, pp. 54 ss. 23. F. Dostoievski, Diario di unoscrittore, Bonipiani, Milán, 2010, p. 53 [«Vías», 1873). 196

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éPrudencia política? En un pasaje de los Cuadernos de la cárcel, Antonio Gramsci desarrolla una reflexión sobre la fe de los intelectuales y la de los «simples»24. La relación entre filosofía «superior» y sentido común, dice, está asegurada por la «política», así como está asegurada por la política la relación en­ tre la religión de los espíritus ilustrados y la religión ligada a creencias y supersticiones populares. La preocupación de la Iglesia siempre ha sido la de evitar la ruptura de la comunidad de los fieles, ruptura que no puede ser evitada o sanada elevando a los «simples» al nivel de los intelectuales. Hay dificultades de todo tipo. Es necesaria la «disciplina de hierro» que la Iglesia impone a los intelectuales para que no supe­ ren ciertos límites en su separación con respecto a la fe de los simples, para evitar que la distancia se haga catastrófica e irreparable. Las or­ ganizaciones de masas promovidas o aprobadas por la jerarquía (los dominicos, los franciscanos, etc.) serían, para Gramsci, el pegamento de los simples con los elegidos. A su vez, el jesuitismo constituiría el intento de penetrar en las clases cultas para mantener su relación con la organización eclesiástica y, a través de ella, con el vasto mundo de los fieles comunes. Si trasladamos esta perspectiva a la relación entre Cristo y el Inqui­ sidor, podemos encontrar una análoga división, representada por Cristo como portavoz de los elegidos, y por el Inquisidor como portavoz de las ansias y de las necesidades de los simples. El beso dado por Cristo y recibi­ do por el Inquisidor, por tanto, podría ser visto como un acto «político» dirigido a salvaguardar la unidad entre dos lados de la experiencia humana y religiosa que, abandonados a sí mismos, tendrían efectos destructivos. No una alianza, ni siquiera un compromiso, sino la búsqueda de una me­ dida de entendimiento válido en las condiciones dadas, cuando ni Cris­ to ni el Inquisidor han realizado enteramente su proyecto. En espera de que los tiempos disuelvan la contraposición, si es que acaso es posible, elevando los simples al nivel de los elegidos o rebajando los elegidos al nivel de los simples.

24. A. Gramsci, Quadenü dal carcere, vol. II. II materialismo storico e la filosofía di Benedetto Croce, Editori Riuniti, Roma, 2013, pp. 13 ss. [Cuadernos de la cárcel, t. IV, Era, México, 1986). 197

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Palabras últimas y penúltimas El beso, evidentemente, representa el punto culminante, la síntesis de sen­ tido que el autor atribuye al relato entero. Se mire como se mire, el beso es en cualquier caso signo de un contacto: en este caso, entre los dos uni­ versos representados por el Inquisidor, que lo recibe con sorpresa, y por su mudo interlocutor, que con suavidad lo deposita en sus labios. Toda la narración dicotómica queda profundamente afectada hasta sus mismos ci­ mientos, en las dos últimas líneas. Desde aquí se puede quizá proceder ha­ cia una interpretación conclusiva, que tiene naturaleza teológico-política (sobre la que se habrá de volver en las reflexiones finales). Si concebimos el mundo de Cristo como el del ideal y el mundo del Inquisidor como el de lo real, estos dos mundos pueden entonces ponerse en tensión sin resultados destructivos, es decir, sin que el ideal destruya lo real (según la acusación del Inquisidor a Cristo) o que lo real niegue el ideal (según el proyecto anticrístico del Inquisidor). El beso y los labios del viejo que se emocionan pueden ser asumidos como expresión de esta tensión que mantiene juntas la bajeza de las condiciones humanas, personificada por el Inquisidor, y la altura de la vocación cristiana, personificada por Cristo. El final, repentino cambio de intención del Inquisidor, que renuncia a quemar a Cristo en la hoguera, no representa la última palabra, sino una conclusión abierta que contradice con claridad el dixi! definitivo que, in­ mediatamente antes, había sellado la requisitoria contra él. Una excelente representación teológica de esta tensión la proporcio­ na Dietrich Bonhoeffer en el capítulo de su Ética titulado «Lo último y lo penúltimo»25: representación teológica en la que, sin embargo, puede reconocerse cualquiera, incluso fuera de toda fe en alguna verdad proce­ dente de Dios, que no renuncie a concebir de manera dualista la propia vida: materia y espíritu, realidad e idealidad, ser y deber ser, tierra y cielo, o como quiera que pueda decirse. Dice Bonhoeffer que la palabra significante de Dios es lo «último», una meta nunca alcanzada, inalcanzable, nunca plenamente lograda de modo que pueda decirse que se ha convertido en palabra nuestra. Antes de las últimas cosas, están las penúltimas, las del mundo, es decir, las de la humana condicio que de mil maneras nos agarra y que no necesaria­ mente está compuesta por materiales innobles: la solidaridad entre seres que tienen en común un mismo destino mortal, por ejemplo. Esta realidad es justo tenerla en cuenta no porque tenga un valor en sí, o porque pue­ da imponer legítimamente compromisos con «lo último», sino porque está 25.

D. Bonhoeffer, Ética, Trorta, Madrid, 2000, pp. 117-136.

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en relación necesaria con lo último. Por amor a lo último hay que tener en cuenta lo penúltimo, con todo el esfuerzo y la responsabilidad necesarios, porque el ser humano vive y puede vivir en lo penúltimo; porque solo a partir de lo penúltimo puede, día a día, levantar la mirada para intentar vislumbrar lo último. Por eso no es una culpa tomar en serio la tierra y preocuparse de la sociedad humana y de las condiciones que permiten su existencia, aunque estas, desde el punto de vista de la última palabra, pueden aparecer como miserables, desagradables para el fino paladar que conoce solo las cosas nobles del espíritu puro. Hace mal a la justicia cris­ tiana odiar o, cuando menos, despreocuparse del lado mundano de la existencia, lo penúltimo. Así pues, el Inquisidor no se equivoca totalmente al ocuparse del reba­ ño, y el beso de gratificación que le da Cristo parece ser un reconocimien­ to. En cambio, se equivoca cuando el rebaño se convierte en su preocupa­ ción íntegra: tan íntegra que lo empuja a negar que pueda haber algún' medida de redención y liberación de su misma sujeción, y a justificar en consecuencia, a perfeccionar los artificios que le permiten tener rebaño resignado y subyugado. El precio que el Inquisidor tiene que pi gar por la misión que ha abrazado es la corrupción política del mensaje escatológico cristiano, reducido a arte de gobierno o economía cristiana (desde este punto de vista, no hay diferencia si se trata de política radi­ cal que quiere llevar la revolución al mundo, o de una política de com­ promisos que persigue el embotamiento en la tranquilidad social). En cualquier caso, la orientación mundana del mensaje cristiano conlleva odio hacia Cristo mismo, el odio que se transparenta en cada una de las palabras que el Inquisidor ha pronunciado hasta el momento. Naturalmente, esta interpretación presupone que se rechace la repre­ sentación de la libertad de Cristo que da el Inquisidor como algo comple­ tamente distinto de la realidad de la vida, como radical contemptus mundi, es decir, como algo imposible para el ser humano común no llamado a la santidad por un acto de gracia, es decir, como algo sobrehumano, o quizá, inhumano: una representación que es siempre la autojustificación de la Iglesia cuando se mezcla, cuando se confunde con el mundo y se convierte en una de tantas de sus potencias. En realidad, en la Leyenda, la teorización de la fe en Cristo a partir de la libertad como rechazo del mundo y fuga del mundo no está hecha por Cristo, sino que se le atribu­ ye a él por parte del Inquisidor. Nada autoriza a pensar que Dostoievski, al término de una larga polémica contra la Iglesia católica que se desarro­ lla en sus novelas, en su Diario, y en sus Cartas, se reconociera finalmente en las palabras del Inquisidor, que dan al silencio de Cristo un significado de rechazo del mundo, próximo a la gnosis. Precisamente el beso puede 199

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significar lo contrario: que el mundo de las últimas cosas necesita de las penúltimas, no para confundirse con él o para establecer un compromiso entre ambos, sino para poder iniciar desde ahí una ascesis más allá del mundo. Estar dentro, pero sin odiarlo; amarlo incluso, pero sin pertene­ cer a él, como está escrito en la Carta a Diogneto: los cristianos están en el mundo, sin ser del mundo. Por lo demás, pensemos en la conclusión del encuentro entre los dos, al que nos referiremos un poco más adelante. Cristo, dejado en libertad con la invitación a «no volver nunca más», no asciende al cielo de donde había descendido, sino que se marcha por los callejones tenebrosos de la ciudad, mezclándose así con esa realidad hu­ mana degradada que, sin embargo, está toda ella junta, sin derrumbarse, precisamente por obra de los inquisidores. Es como decir que las obras de ambos son distintas, pero las de Cristo toman la materia, es decir, sustan­ cia, de las de los Inquisidores. Esta es una interpretación teológica cristiana. Pero en ella se puede en­ contrar linfa vital independientemente de la adhesión a visiones de fe reli­ giosa. Se puede estar de acuerdo con Bonhoeffer con tres condiciones que excluyen, la primera, a los oportunistas, la segunda, a los utopistas radica­ les y, la tercera, a los veleidosos: que se tomen en serio las cosas últimas, verdades, principios, valores, que no se está dispuesto a intercambiar, po­ ner en peligro o convertir en objeto de comercio; que se tenga la humil­ dad de reconocer que nuestras últimas cosas serán siempre y solo ideales que perseguir y nunca realidades plenamente poseídas o que poseer; fi­ nalmente, que se reconozca el vínculo que nace del deber de actuar en el mundo. ¿Era mucho llegar a esta conclusión? Quizá no. Pero para llegar a ella no se necesitaba solo rechazar la visión del hombre dada por el Inqui­ sidor: cosa fácil, por ser repelente. Había que rechazar también la que da de la libertad cristiana. Y esto era más difícil, porque la visión del Inquisi­ dor es sublime y tentadora: casi como si fuera otra tentación del espíritu que añadir a las del desierto, pero de signo opuesto, la tentación no de la pura materia, sino del puro espíritu, la tentación maniquea.

Cierre Con su beso, Cristo muestra no haber sido aniquilado por la requisitoria de su antagonista. Al menos esto lo podemos decir con certeza, pues es ca­ paz de un gesto que echa por tierra la entera construcción de este último. El Inquisidor espera, o mejor, desea, una respuesta, una confutación, una autodefensa por parte del condenado, y está preparado incluso para sentir cómo se le echa en cara algo horrible. También habría podido acep200

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tar un acto de clemencia de Cristo que hubiese triunfado sobre él. Habría sido, en cualquier caso, la confirmación de que el terreno en el que él se colocaba era el apropiado, en el que se podía disputar y en el que se ha­ bría de decidir el vencedor. «¡Condéname, si puedes!», se había anticipado a exclamar. En cambio, sucede algo imprevisto que le quita, si así puede decirse, la tierra bajo los pies: un gesto de amor o de amistad unilateral. Porque, sin embargo, en ese gesto no solicitado sino impuesto, se escon­ de, en realidad, una sutil «violencia paralizante, que deja atónito y des­ concertado a quien lo recibe»26. Amor o amistad violentos: la violencia está aquí en la inversión del escenario. El Inquisidor se queda en el vie­ jo escenario y, en el nuevo que se le impone, ya no tiene nada más que decir. Enmudece porque queda totalmente fuera de juego, extrañado y extraño. El beso es un acto unilateral. Los labios del viejo se contraen, pero la contracción es solo una reacción: el beso es dado (por Cristo) y recibido (por el Inquisidor), pero no se lo devuelve. Se trata de la aplic ción de un topos dostoievskiano. Por ejemplo, al inicio de Los herman Karcimázov, a propósito de la «reunión inoportuna» en la celda del m nasterio del stárets, se cuenta la confusa y provocadora charla del padr Karamázov, Fiódor Pávlovich. A las provocaciones contra «los santos pa­ dres», Zosima responde con una «reverencia de rodillas»27, algo equiva­ lente al beso desorientador, como sugiere Dostoievski mismo con pala­ bras que atribuye a Los ladrones de Schiller: «El beso en los labios y el puñal en el corazón». Y el mismo stárets, en la misma «reunión inopor­ tuna», se había dejado caer de rodillas ante Mida, que se había quedado estupefacto, logrando murmurar tan solo «Oh, Dios mío»28. El Inquisidor se queda sin palabras: «El viejo se estremece. Una emoción contrae las comisuras de sus labios... Ese beso le quema en el corazón»29. Le quema en el corazón, pero se queda sin respuesta: «El viejo permanece fijo en la idea de antes»30, pero hace un gesto que, a su vez, des­ truye la escena de la confrontación: un gesto que, en el terreno que el In­ quisidor mismo había preparado, parece de «irrazonable clemencia»31. Abre la puerta y le dice: «Vete y no vuelvas más, no vuelvas nunca... ¡ja­ más, jamás!», como si quisiera anular, cancelar, olvidar para siempre lo

26. S. Franchini, «Sigmund Freud e il bacio di Cristo», en R. Badii y E. Fabbri (eds.), II Grande Inquisitore..., cit., p. 187. 27. FK 53. [HK 73-74 (I parte, libro II, cap. II)]. 28. FK 98. (HK 129-130 (I parte, libro II, cap. VI)]. 29. FK 350. [HK 426 (II parte, libro V, cap. V)). 30. Ibid. 31. V. Strada, «Introduzionc», cit., p. X. 201

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que acababa de suceder en la celda subterránea de la catedral de Sevilla. ¡Que nunca más pudiera repetirse! La expulsión de Cristo del mundo parece definitiva. Parece prohibir incluso la última venida, en la que se habrá de manifestar la plenitud de su realeza: la más anticrística de las pretensiones, que se une al igual de anticrístico proyecto de los inquisi­ dores de «un mundo que no tendrá jamás final». Así, el Inquisidor. ¿Y Cristo? Cristo se marcha, pero no para volver al cielo, de donde había venido a visitar a su pueblo, sino para perder­ se, con la aprobación del Inquisidor, por «los oscuros meandros de la ciudad»32: cita, puesta entre comillas, quizá de Carmina Burana, en los que la entera Leyenda parece haberse inspirado. Bajo el título de Initium $a?icti evangelii secundum marcas argenti, vemos al papa pronun­ ciar las mismas frases que el Inquisidor: «In illo tempore dixit Papa Romanis: ‘Cum venerit filius hominis ad sedem maiestatis nostre, primum dicite: Amice, ad quid venistif At ille si perseverarit pulsans, nil dans vobis, eicite in tenebras exteriores [los oscuros meandros]’»33. O quizá la alusión es a la parábola de los invitados que dicen que no. Las palabras entre comillas en Dostoievski expresan el intento de evocar el contexto y el significado de los pasajes bíblicos, y a través de ellos, arrojar luz so­ bre sus mismas palabras34, como sucede ya en el epígrafe que encabeza Los hermanos Karamázov con el versículo 12, 24 del Evangelio de Juan: el grano de trigo que, para dar fruto, tiene que morir. Dice el amo al siervo: «Sal enseguida por las plazas y por las calles35 de la ciudad, y trae aquí a los pobres, a los enfermos, cojos y ciegos... Sal por las calles y a lo largo de los caminos36, y hazlos entrar, empújalos, para que mi casa se lle­ ne... Porque yo os digo: Ninguno de los hombres que habían sido invita­ dos comerá de mi cena» (Le 14, 21 y 23). Si la referencia fuese esta, Cristo vuelve a tomar su camino, el camino que desde hace mil quinientos años ha recorrido al lado de los parias de la humanidad, ocupándose de ellos y dejando en paz a los elegidos, a los doce mil por cada generación, los inquisidores. El Inquisidor no hace nada para detenerlo. Acepta el he­ cho consumado. Admite su impotencia. Entonces nada: ni vencedores ni vencidos. Un largo sueño que se des­ vanece en la disolución, tal y como se había iniciado en sordina, con la aparición discreta en la plaza de la catedral de Sevilla. De todos modos, 32. 33. 34. 35. 36.

FK 350. [HK 426 (II parte, libro V, cap. V)]. Este carmen (n.° 40) es un violento ataque a la Iglesia simoníaca. S. Salvestroni, Dostocvskij e la Bibbia, Qiqajon, Magnano (Biclla), 2000, pp. 12 ss. eí<; tac; 7tAmcíaq Kai ¿ñipa?; na «tcmhmc croma rpa/ia» (stoghna: plaza alargada). eíq xou; ó5oi)<; icai ippaypoix;. 202

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una metáfora llena de pesadillas confiadas a nosotros para que las desci­ fremos, que no se prestan a ser fijadas de una vez por todas en proposicio­ nes finitas, objetivas, que contienen conceptos concluidos y cerrados37. Otra vez aún: final que no se cierra.

37. R. Badii y E. Fabbri, «Una metáfora assoluta per la tarda modernitá: la Leggenda del Grande Inquisitore», en Id. (cds.), II Grande lnquisitore, cit., pp. 15 ss. 203

Tercera parte REPERCUSIONES

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Capítulo 1 ESFINGE

El rostro del Gran Inquisidor que se mira en el espejo del rostro de Cristo nos mira de manera enigmática, como el de quien posee y nos revela un secreto: ¿quién ese ese viejo que dice sacrificarse por nosotros desde hace ya casi dos mil años, pero cuyos argumentos parecen decir, en cambio, que desde hace dos mil años trabaja contra nosotros? ¿Es nuestro amigo piadoso o es el enemigo traicionero de nuestra humanidad? ¿Nos invita a la resignación o a la rebelión? ¿Ha elevado tanto a Cristo para poder de­ rribarlo con mayor facilidad? ¿O, en cambio, se ha denigrado a sí mismo para poder ser más fácilmente disculpado? ¿Ha descrito la miseria del ser humano para salvarlo? ¿O, en cambio, lo ha calumniado para poder pro­ ponerse como salvador? Recojamos las ideas. La Leyenda, como queda dicho, es una profecía: una profecía que, en palabras del mismo Inquisidor, abarca la entera his­ toria de la humanidad. ¿Se ha verificado? ¿O, de algún modo y por lo que a nosotros respecta, se está verificando? ¿Sí o no? Nos sentimos conmovi­ dos, implicados, irritados, y esto no sucedería si no hubiera correspon­ dencia con algo más profundo que, como un veneno difuso, percibimos en nuestras vidas. Por tanto, parece adecuado responder: sí. Al mismo tiempo, advertimos a nuestro alrededor algo distinto, irreducible y po­ tente, frente a lo cual también los inquisidores tienen que hacer acto de humildad o, incluso, declarar la propia impotencia y callar. Por tanto, parece que tengamos que responder: no. ¿Qué otra cosa es la esfinge si no esta ambigüedad de contrarios? Salgamos de los sueños, de las metáforas, de las leyendas; volvamos la mirada a nuestra vida. Allí, podemos buscar alguna respuesta, no en abstractas antropologías, demonologías o visiones de la vida y de la his­ toria. Aquí, la palabra ya no es la de Dostoievski. Los círculos concéntri207

REPERCUSIONES

eos se han agrandado. La palabra es nuestra. La lóbrega materia que Iván y el Inquisidor nos echan encima es un compuesto de muchas cosas; un compuesto que hay que separar en sus partes para discutirlas una por una, respecto al tiempo pasado, al presente y, con todas las cautelas del caso, al futuro. El núcleo de la arenga del Inquisidor está en estas palabras suyas: «Nuestra misión se encuentra aún solo al inicio: pero el inicio ya ha em­ pezado. Habrá que esperar aún mucho tiempo hasta poderla culminar, y la tierra padecerá aún mucho sufrimiento: pero nosotros alcanzaremos la mera... y entonces sí que proveeremos a la universal felicidad de los hombres»1. Pongámonos manos a la obra, pues, para interrogarnos sobre el punto al que hemos llegado en el camino hacia esa «universal felicidad».

1. FK 343. (HK 426 (II parte, libro V, cap. V)]. 208

Capítulo 2 LA BELLEZA Y EL ESCORPIÓN

Belleza «¿Es verdad, príncipe, que una vez dijisteis que al mundo lo salvará la ‘belleza’?», pregunta a Mishkin el tísico Ippolít antes de iniciar la lectu­ ra de su «indispensable explicación»: la explicación de las buenas razones para quitarse la vida, en un mundo repulsivo, representado por una espe­ cie idealizada de escorpión de horrenda estructura1. La pregunta queda sin respuesta. ¿Ha dicho eso el príncipe? ¿Y, si lo ha dicho, cuál es esa be­ lleza salvadora? ¿Qué sentido tiene hablar de belleza cuando la realidad es el escorpión? Ippolít avanza una hipótesis que es una burla: «Yo afirmo que estos pensamientos juguetones se le ocurren porque está enamorado. Señores, el príncipe está enamorado». Esa expresión —«al mundo lo salvará la belleza»— es claramente una sentencia enigmática, y en cambio se ha convertido en un lugar común, una suerte de invocación banal y consoladora, una fuga de los problemas del presente. Pero, en otro lugar, Dostoievski habla de la belleza de manera completamente distinta, como el lugar de la contradicción trágica y des­ tructora, es decir, como una trampa. Ya hemos encontrado la exclamación de Mitia: «La belleza es algo terrible y espantoso. El diablo, aquí, está en lucha con Dios, y el campo de batalla son los corazones de los hombres»2. Todo lo contrario de una aseguración de salvífica pacificación.

1. F. Dostoievski, L’idiota, Einaudi, Turín, 2000, p. 378 [III parte, cap. VJ. 2. FK 144. [HK 184 (I parte, libro III, cap. III)]. 209

REPERCUSIONES

Nastasia Procedamos a partir del testimonio de una belleza perturbadora, una belleza que seduce llevando tormentos y muerte: la aparición, en los ca­ pítulos 3-8 de la primera parte de El idiota, de Nastasia Filippovna, una de las tantas «mujeres perdidas» de Dostoievski, extraordinaria represen­ tación del eterno femenino desde un punto de vista masculino. Hay que señalar que esta figura aparece en la novela por primera vez no en un en­ cuentro cara a cara, sino a través de un retrato, es decir, por medio de una imagen indirecta que asombra al observador. El observador es el príncipe Mishkin y nosotros estamos con él. El observador viene inducido a enri­ quecer la percepción a través de sus propias consideraciones, fantasías y valoraciones, colocándolas en el espacio abstracto que separa a la imagen de su objeto físico. He aquí como esta aparece al príncipe. «¿Así que esta es Nastasia Fi­ lippovna? —exclamó, después de haber mirado el retrato con atención y curiosidad—, ¡es muy guapa, maravillosamente hermosa! —añadió ense­ guida calurosamente. El retrato, de hecho, representaba a una mujer de belleza poco común. Había sido fotografiada con un vestido de noche de corte extraordinariamente simple y exquisito; el pelo, evidentemen­ te de color rubio oscuro, estaba peinado con simplicidad, a la manera de un ama de casa; los ojos oscuros, profundos, la frente pensativa; la expre­ sión del rostro apasionada y, podría decirse, altiva. Era quizá un poco de­ masiado delgada de cara, y pálida»3, y «con los ojos brillantes»4. «¿Así que os gusta esta mujer, eh, príncipe? —¡Una cara maravillosa! —respondió el príncipe—, e imagino que su destino no es de los más comunes. Un ros­ tro agradable, y sin embargo ha sufrido tremendamente, ¿no es cierto? Lo dicen los ojos y estos dos huesecitos, estos dos puntos debajo de los ojos, donde empiezan las mejillas. Es un rostro orgulloso, orgullosísimo; pero ¿quién sabe si es buena? ¡Ah, si fuese buena! ¡Todo estaría a salvo!»5. (He aquí, pues, cómo aparece la salvación, pero para la salvación no basta solo la belleza). Después, el príncipe «se puso a observar el retra­ to de Nastasia Filippovna. Parecía que quisiera resolver el enigma que estaba oculto en aquel rostro y que ya antes lo había impresionado. Esa impresión casi no lo había abandonado, y ahora se disponía como a veri­ ficar de nuevo ese punto. Ese rostro no común por su belleza, y por otras cosas, lo impresionó con más fuerza que antes. Había en él un orgullo sin 3. 4. 5.

F. Dostoievski, L’idiota, cit., p. 32 [I parte, cap. lili. Ibiíl., p. 44 [I parte, cap. IVJ. Ibid.y p. 37 [I parte, cap. III].

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LA BELLEZA Y EL ESCORPIÓN

límites y un desprecio que era casi odio, y al mismo tiempo algo como de confiado, como de maravillosamente ingenuo; ese contraste suscitaba en quien miraba esos rasgos un sentimiento de piedad. Era casi insopor­ table esa belleza deslumbrante, esa belleza con el rostro pálido, las me­ jillas hundidas y los ojos ardientes: ¡extraña belleza! El príncipe la miró fijamente durante un minuto, después despertó de repente, miró a su alre­ dedor, acercó rápidamente el retrato a los labios y lo besó»6. La belleza no está hecha solo de materia dúplice y conflictiva: es tam­ bién enigmática. Quien se había aprovechado de la belleza de Nastasia «durante mucho tiempo no pudo perdonarse el haberla mirado sin verla... él recordaba, sin embargo, que ya antes le venían a veces extraños pensa­ mientos, cuando, por ejemplo, miraba aquellos ojos: como si en ellos se presintieran unas profundas y misteriosas tinieblas. Aquella mirada os mi­ raba como si propusiera un enigma. En los dos últimos años a menudo lo había maravillado el cambio de color de su piel; se estaba quedando pali dísima y, extrañamente, esta palidez la hacía aún más hermosa»7. Esta belleza contradictoria es sin duda una fuerza. Pero ¿se la po­ :xclamó dría considerar una fuerza salvadora? Para nada. «¡Qué fuerza! Adelaida mirando con avidez el retrato—... Una belleza como esta es una fuerza —dijo Adelaida con efusión—, ¡con una belleza así se puede poner el mundo patas arriba!»8. Una belleza que puede «alterar» el mundo no es, claro está, la belleza que puede «salvarlo». Puede, más bien, trastor­ narlo. No una belleza salvadora, sino una belleza que puede desencade­ nar amor y voluntad de dominio, como en la araña frente a la mosca que está para caer en su telaraña. Es más, cuanto más «altiva y majestuosa» es la belleza, más crece la voluntad de hacer de ella la propia víctima, como cuenta Arkadij Dolgoruki en presencia de la hermanastra Anna Andreevna Versílova, en El adolescente9.

Armonía ¿Hay, pues, una belleza salvadora? ¿Y cuál? Quizá en Dostoievski sea ne­ cesario separar y distinguir las criaturas y la creación. Las criaturas llevan en sí esa contradicción, tanto más fuerte y destructiva cuanto más bellas son. Nastasia Filippovna es fiel testigo de esto. En el fondo, podría decirse 6. 7. 8. 9.

lbid., pp. 81-82 [1 parte, cap. VII]. lbid., p. 45 [I parte, cap. IV]. lbid., p. 82 [I parte, cap. VII]. F. Dostoievski, L'adolescente, Einaudi, Turín, 1997, p. 43 [I parte, cap. III, ap. I]. 211

REPERCUSIONES

que en la belleza se manifiesta en grado máximo esa duplicidad del ser humano que, como se ha constatado, es su constitución moral. La belleza en las criaturas es tanto mayor cuanto más contradictoria es. Esta belleza es destructiva y autodestructiva. La historia de la literatura es muy rica en trágicos ejemplos10. Pero, además, hay otro modo de comprender la belleza, no la belleza trágica de las criaturas, sino la belleza pacificada de la armonía. La belle­ za es idoneidad de relaciones. Así la representaba la Antigüedad. La be­ lleza está en relación, por tanto, con la justicia, y la justicia puede verda­ deramente salvar el mundo. Se puede dar un salto y definir al modo de Leopardi la relación entre la belleza y la justicia como «el misterio de las cosas llenas de dulzura, aún no degustada, entera»11, en el que no existe el tiempo —es decir, no existe la continua superación del antes en el des­ pués, donde no hay contradicción entre estados de la existencia— sino que todo es completo presente; donde uno se siente inmerso en una to­ talidad y la totalidad está plenamente en ti, o mejor, donde se supera la separación entre la exterioridad y la interioridad. La soberana armonía de lo creado, de la que la música puede hablarnos si sabemos escuchar, en determinados y potentes momentos; la armonía que crea paz y descanso; la armonía con la que, en momentos excepcionales, percibimos estando en simbiosis. Es algo que advertimos como familiar cuando la calma entre el adentro y el afuera del ser entra en nosotros, pero que, al mismo tiempo, nos sorprende como el descubrimiento, o el redescubrimiento, de algo que habíamos perdido. Esto es lo que da esperanza de «salvación» de los tormentos y lo que lleva la paz a nosotros mismos y al mundo. Tzvetan Todorov ha descrito perfectamente esta experiencia de extrañamiento de lo contingente y de confusión con lo absoluto al relatar la audición de un concierto para flauta y cuerdas de Antonio Vivaldi, el concierto deno­ minado La noche: «Mientras sonaba la música hemos sido raptados por algo que no pertenecía solo a la música... una experiencia rara, pero al mismo tiempo conocida... nos ha llevado a un lugar al que no siempre sabemos dar un nombre, pero que reconocemos enseguida que nos per­ tenece. Es un lugar de plenitud... de paz interior. Por un momento, nues­ tra incansable agitación interior se ha aplacado. Raras veces una acción o una reacción contienen en sí la propia justificación; ambas tienen un fin bien preciso, un significado que va más allá. En los momentos felices como este del que hablo, no aspiramos ya a nada más: ya lo hemos alean10. T. Todorov, La bellezza salverá il mondo. Wilde, Rilke, Cvetaeva, Garzanti, Mi­ lán, 2010. [Les aventuricrs de l'absolu, Roberr Laffonr, París, 2006]. 11. G. Leopardi, Canti. Le ricordanze, Einaudi, Turín, 1993, v. 73, p. 181. 212

LA BELLEZA Y EL ESCORPIÓN

zado... Es esta la sensación de habitar plena y exclusivamente el presen­ te que hemos percibido escuchando La noche»11.

«Mir» Mir spasét krasotá: mir es tanto mundo como paz. El mundo, a su vez, es también el pueblo, el pueblo rural que regula su vida según los ciclos de la naturaleza, en el respeto de sus equilibrios y de sus ritmos, ritmos y equili­ brios que se imprimen en la existencia de los seres humanos que allí viven y con los que estos se identifican. Así pues, podría decirse que la belleza salva, a la vez, el mundo, las comunidades humanas y la paz. La paz no está en la naturaleza de los hombres tomados individualmente; está, er cambio, en la relación con la naturaleza del mundo, es decir, de lo creadc Dando un paso más, se podría decir que el ser humano se salva cuai do se identifica, se sumerge y se confunde con la belleza de lo creado, i bien cuando por momentos logra tales estados. Es lo que representa la filocalía13, un carácter que distingue a la espiritualidad eslava, en la que ocupa un lugar relevante la relación amorosa interior entre Dios y el hombre, entre lo absoluto y lo contingente, entre lo universal y lo parti­ cular. Comprende la capacidad de sentir la presencia de la divinidad en la belleza del mundo, como experiencia del tiempo inocente del jardín del Edén. Salido de las manos de Dios, el mundo, de hecho, era bello y tal parecía al Creador, como se dice en el libro del Génesis (1, 31). Del relato bíblico sale la idea de que la condena divina consiste en la ruptura del equilibrio entre lo humano y el mundo, ruptura de la que el trabajo como condena y el parto como dolor son símbolos. Además del discurso de los brotes que Aliosha dirige a Iván14, valgan también estos testimonios dostoievskianos sobre el abandono pánico y el sentido de liberación sobrehumana que deriva de ahí. Dostoievski, tan parco siempre en describir las circunstancias «externas» de la acción, en particular los ambientes «artificiales», a menudo reducidos a habitáculos sucios con las paredes cubiertas de papel igualmente sucio y a veces arran­ cado o muy deteriorado, en algunos momentos de transformación habla,

12. T. Todorov, La bellezza solverá ¡l mondo.... cit., pp. 7-9. 13. Título de una colección de escritos sobre el ascetismo ortodoxo publicada en 1782, de la que existe traducción italiana: Filocalía. Testi di ascética e mística della Cbiesa oriéntale, Librería Editrice Fiorentina, Florencia, 1998. [Filocalía de los padres népticos, Monte Casino, Zamora, 2016]. 14. Véase supra, p. 75. 213

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en cambio, del ambiente-naturaleza del mundo en términos bastante inspi­ rados: la naturaleza como paz regeneradora y acogedora, donde la belleza coincide con la alegría. Es lo que sucede con Aliosha, a la salida de la celda donde su stárets acaba de morir, en un momento en el que vida y muerte se confunden: «Llena de tribulaciones, su alma llena de alegría necesita­ ba libertad, espacio, ilimitación: sobre su cabeza, amplia, inabarcable, la cúpula celeste estaba llena de tácitas estrellitas brillantes. Del cénit has­ ta el horizonte se curvaba por aquí y por allí, todavía no perfectamente distinguible, la Vía Láctea. Pura, tranquila hasta la inmovilidad, la noche envolvía la tierra. Las blancas torres y las áureas cúspides del monasterio centelleaban en un cielo color jacinto. Las flores otoñales y magníficas de los arbustos de alrededor de la casa se habían como dormido a la espera de la mañana. La quietud de la tierra parecía fundirse en la del cielo: el misterio terrestre se entrelazaba con el de los astros... Aliosha estaba allí, irguido, en contemplación; y de repente, como si los pies le hubieran altado, cayó a tierra. No sabía por qué la abrazaba de aquel modo, no encontraba la razón de ser de tan irresistible deseo de estrecharla entre sus brazos, de abrazarla toda»15. También Makar Ivanovich, la delicada figura antigua del strannik, el peregrino de la tradición espiritual rusa en El adolescente: «Todos dormían aún y el sol todavía no había salido de detrás del bosque. Levan­ té la cabeza... giré la mirada y suspiré. ¡Por doquier vi belleza inefable! rece, sí, Todo estaba en calma, el aire era ligero: la hierbecita crecía hierbecita de Dios—; el pajarito cantaba —canta, pajarito de Dios—; un niño dejaba oír su vocecita en manos de una mujer—¡que Dios te bendiga, pequeño ser humano, crece para la alegría, niño mío!—. Fue como si entonces, por vez primera en mi vida, sintiera todo ello dentro de mí. Me tumbé de nuevo y me dormí con un sueño dulcísimo. ¡Se está bien en el mundo, querido mío! Fue como si entonces, por vez primera en mi vida, sintiera todo ello dentro de mí... Bien, si me encontrase un poco mejor, en primavera me pondría otra vez en camino. Y en el fondo es mejor que todo esto sea un misterio; es terrible y maravilloso para nuestro corazón: ‘¡Todo está en Ti, Señor, y yo mismo estoy en ti, acógeme!’, y si hay mis­ terios, tanto mejor: al corazón le consterna y maravilla; e incluso este mie­ do da alegría al corazón. ‘¡Todo está en Ti, Señor, y yo mismo estoy en ti, acógeme!’. No murmures, jovencito: es mucho más hermoso si es un misterio —repitió enternecido»16.

15. FK 479-480. [HK 583-584 (III parte, libro VII, cap. IV)]. 16. F. Dostoievski, L’adolescente, cit., pp. 357-358 [III parte, cap. I, ap. III]. 214

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También Zosima tiene sus momentos de éxtasis. He aquí uno: «La no­ che estaba serena, calma, tibia, como es en julio; el río, anchuroso, y, de él, subía una humedad que refrescaba: se oía el leve rumor de los peces, mientras los pájaros callaban ya: todo estaba en calma, todo era magnífico, todo rezaba a Dios. Y solo nosotros dos no dormíamos, este jovencito y yo, y discurríamos sobre la belleza de este mundo, de Dios, y de su alto misterio. Cada pequeña hierbecita, cada escarabajo, la hormiga, la abe­ ja dorada, todas las criaturas conocen de manera sorprendente, a pesar de no poseer razón, su vía: dan testimonio del misterio de Dios y de continuo lo cumplen en sus acciones... el entero universo y cada una de las criatu­ ras, hasta la más minúscula hojita de hierba, tiende hacia el Verbo, alaba a Dios, eleva su llanto a Cristo, sin ni siquiera saberlo ella misma, actuando así conforme al misterio del propio vivir inocente»17. «Todas las criaturas», dice el stárets, pero el hombre no está entre ellas El hombre está en el tormento de su libertad. Para él, los momentos ext ticos son como relámpagos imprevistos, fugaces intermedios. Quien 1< haya experimentado o se haya acercado a ellos sabe lo que son. Quier. no, no; y es difícil que logre comprender a qué aluden los pasajes cita­ dos, que —a quien no los haya experimentado— pueden parecer pura retórica literaria. Si se prolongaran, no podrían resistirse, como en una transfiguración. Se apagarían por sí solos en la vida ordinaria que conti­ núa. Pero son momentos que, si bien aturden en lo inmediato, dan ener­ gía para no caer de manera perdurable en el desaliento.

Aura Dostoievski, por lo que a él se refiere, ponía en conexión estos momen­ tos con la enfermedad que, junto a otros célebres visionarios, padecía: la epilepsia. Una enfermedad, claro está; pero una enfermedad que, para él, se asociaba a instantes durante los cuales se está como en trance de superar la condición humana y de acceder a una existencia superior en la que to­ das las contradicciones se anulan, el tiempo se contrae y, de manera ins­ tantánea, se llega literalmente al éxtasis, se conoce la identificación con el todo y la autoanulación en la armonía del universo: lo que Dostoievski llama Dios. Nada tiene esto que ver con la exaltación artificial provocada por el uso de drogas que producen, sí, aturdimiento y extrañamiento de la conciencia contingente, pero que introducen en un mundo retorcido,

17. FK 391-392. [HK 475-476 (II parte, libro VI, cap. II b)].

215

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inestable, contradictorio y transitorio, y mantenido solo en una suerte de «umbral»18 que, después, pasado el efecto, expulsa de nuevo al vacío, a la insatisfacción, a la desesperación. Es el «aura», el momento extático que precede, en propiedad, al ataque, casi como transportando a quien lo pa­ dece a una dimensión sobrehumana de soberana belleza donde no existe el espacio, se anula el tiempo y el ser absorbe toda existencia particular, donde no existe el pasado, con su carga de recuerdos, arrepentimientos, nostalgias, resentimientos, y no existe el futuro, con sus expectativas, an­ sias, miedos: «estado de excepción» en el sentido más pleno, destinado a dejar pronto sitio al estado de normalidad. Sofía Kovaleskaia, la matemática de gran fama, hermana de aque­ lla Anna a la que Dostoievski había cortejado durante un tiempo, en sus Memorias, ya citadas19, deja un testimonio sobre el valor que el escritor atribuía a su epilepsia, recordando el mismo episodio ya mencionado, na­ rrado por la esposa Anna Grigorevna Snitkina20. La noche antes de una Pascua, durante una apasionada discusión sobre la fe en Dios con un com­ pañero ateo, Dostoievski, fuera de sí por la exaltación, habría gritado: «¡Dios existe, existe!», y en ese momento empezaron a tocar las campanas de la cercana iglesia para anunciar la primera de las misas pascuales. «Y yo sentí :ontó Fiódor Mijailovich— que el cielo había bajado a la tierra y me había engullido. Llegué verdaderamente a Dios y me compenetré con El». Habría continuado ante sus espectadores que lo escuchaban como hipnotizados, explicando lo que significa la contracción del tiempo que se verifica en esos instantes: «Todos ustedes, personas sanas, ni siquiera sospechan lo que es la felicidad, la felicidad que experimentamos los epi­ lépticos un segundo antes del ataque. Mahoma asegura en el Corán ha­ ber visto el paraíso y haber estado en él. Todos los imbéciles inteligentes están convencidos de que era solo un mentiroso y un impostor. ¡Pero no! ¡No miente! El ha estado en verdad en el paraíso en un ataque del mal caduco del que sufría como yo. No sé si esta beatitud dura segundos, u horas, o meses, pero, creedme lo que os digo, todas las alegrías que pueda dar la vida yo no las querría a cambio»21. «Dios existe» no equiva­ le a una afirmación filosófica sobre la existencia de Dios, sino que es el testimonio de una experiencia de quien afirma que se ha encontrado cara 18. W. Benjamín, Verbali di esperimenti con la droga y Annotazioni non datatc su esperimenti con la droga, en Opere complete, vol. VI: Scritti 1934-1937, Einaudi, Turín, 2004, pp. 67 ss. y 192 ss., respectivamente. [Obras, libro VI, Abada, Madrid, 2017, pp. 737 ss.) 19. Véase supra, p. 150, n. 9. 20. Véase supra, pp. 149-150. 21. V. St rada, Le veglie della ragione. Miti e figure della letteratura rtissa da Dostocvskij a Pasternak, Einaudi, Turín, 1986, pp. 52 ss. 216

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a cara con una realidad, sea cual sea su sustancia. El síndrome epiléptico, no solo en Dostoievski, aparece acompañado a veces de visiones, alucina­ ciones, experiencias místicas. No hay motivo para dudar de la sinceridad del escritor. En la figura de Mishkin, el tema del aura está desarrollado sobre todo con respecto a la belleza como identificación en la armonía de lo crea­ do. Se dice que, en las páginas de El idiota que describen la experiencia de la epilepsia, a través de las palabras de la criatura «totalmente bella» que hace su aparición en la sociedad de los hombres procedente de un mundo ajeno (la clínica suiza en las montañas), para después volver allí aparentemente sin dejar rastro, Dostoievski habría descrito su propia experiencia, una experiencia, desde luego, no generalizable a todos los aquejados del mal, pero que él testimoniaba como suya. El aura, es de­ cir, el estado premonitorio del ataque convulsivo, era para él un estado privilegiado de «felicidad que es imposible en condiciones normales y d la que los demás no tienen noticia», un experimento de «armonía total < sí mismo y en todo el mundo», un sentimiento «tan fuerte y dulce qu por algunos segundos de esta beatitud se pueden dar diez años de vida y quizá la vida entera»22. Aunque, como por una deuda compensatoria, en la enfermedad, a estos voluptuosos «minutos supremos» tenga que seguir el desencadenamiento del mal: terrible depresión, profunda tris­ teza y devastación mental23. En tal estado de excepción, el cerebro parece inflamarse y todas las fuerzas vitales se expanden. El sentido de la vida, de la autoconciencia, se decuplica. La mente y el corazón se iluminan con una luz extraordinaria; todas las ansias, las inquietudes, las dudas, se aplacan de repente y se resuelven en una calma suprema, llena de límpida, armoniosa alegría y esperanza, llena de inteligencia y cargada de finalidad. Se entra en una «existencia superior», formada en grado sumo por armonía y belleza extática, por equilibrio, plenitud, paz, fu­ sión con la síntesis suprema de la vida, donde el tiempo, es decir, la se­ cuela de acontecimientos que rompe la unidad de la existencia, ya no existe. Pródigo de citas bíblicas, Dostoievski habría podido evocar la es­ cena evangélica de la transfiguración de Cristo (Mt 17, 1-9; Me 9, 2-10; Le 9, 28-39), pues son numerosos y muy evidentes los puntos de contacto (luz deslumbrante, nube atenuada, supresión del tiempo y de los senti­ dos, caída a tierra, exaltación, etc.), que culmina en las simples palabras 22. F. Dostoievski, L’idiota, cit., pp. 222-224 y 540 [II parte, cap. 5 y IV parte, cap. VII]. 23. T. Mann, «Dostoevskij - Con misura!» [ 1945], en Nobilta dello spirito. Saggi critici, Mondaclori, Milán, 1953, p. 609. 217

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de Pedro: «Maestro, para nosotros bello es estarnos aquí». La belleza como transfiguración. Elevación existencial, por tanto: son, todas ellas, expresiones de la re­ flexión que hace Mishkin para sí mismo, entre la perplejidad (no se habría puesto a sostenerla en serio; sin duda hay algún error) y el sarcasmo (la jarra de agua que el ala del ángel deja caer y que Mahoma, epiléptico tam­ bién él, agarra una fracción de segundo antes de que caiga, en el tiempo de la ida y de la vuelta de visita a todas las moradas de Alá).

Salvación Las expresiones ahora recordadas describen lo que es el aura para Mishkin-Dostoievski. Por una vez, estamos autorizados por las confirmacio­ nes aportadas por diversas fuentes (diario, cartas, testimonios) a atribuir esas palabras a una autobiografía que hace una excepción respecto de la actitud objetiva del escritor con relación a las cosas narradas. Confronte­ mos, sin embargo, el impulso místico de estas descripciones de experien­ cias existenciales ligadas al momento excepcional del aura epiléptica con las sensaciones de desorientación y confusión pánica que Dostoievski mis­ mo describe con tanta identificación en los pasajes citados al principio, pa­ sajes en los que almas sensibles se encuentran cara a cara, sin fracturas ni defensas, con la belleza de lo creado. ¿Es que acaso no hay una evidente homogeneidad, a pesar de la diversa intensidad de las sensaciones? Quizá ahora estemos en condiciones de poder dar una respuesta al significado de la frase «al mundo lo salvará la belleza». El «mundo» será salvado cuando sea reconstruida la capacidad de los seres humanos de ver en él la belleza y crezca el deseo de sus equilibrios, de su armonía, de las proporciones. Entonces «el mundo» salvado por la belleza equivaldrá a «la paz». La paz a través de la derrota del escorpión, no la paz cobarde y pasiva prometida por el Inquisidor. En la visión de Dostoievski, la llegada es a Cristo, el modelo perfec­ to del ser humano, síntesis de todo lo que de salvífico ha aparecido en el mundo, antídoto de todas las perversiones destructivas que, con relación a las tensiones creativas, atraviesan el alma humana. En la ya citada car­ ta a Natalia Dimitrievna Fonvizina24, en la cual la verdad de la fe se con­ trapone a la verdad racional, Dostoievski ve en el abandono de Cristo la síntesis de toda contradicción, una síntesis no racional sino existencial,

24. Véase supra, p. 64 y p. 190, n. 13. 218

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de donde se seguía la necesidad de estar con Cristo y no con la verdad en el caso de que se demostrara de manera incontrovertible que El no está en la verdad y que la verdad no está en él. Cristo es, pues, elevado a «símbolo»: sentido, significado, orden de lo que, fuera de él, sería solo un pulular de astillas desordenadas, insensatas, enloquecidas. Pero no de un orden que pueda ser creado en función de un plan racional, «euclidiano», fijo, definitivo —que, por otro lado, llevaría al caos, al desastre—, sino un orden que lo sea por respetar la variedad de lo creado y el ligamen de sus partes, ligamen que Dostoievski identifi­ ca con el amor, cuya representación más potente es el amor de Cristo. Y ello a pesar de que este orden aparezca «en ciertos momentos», como en un relámpago.

Perdición Sí, pero «lo creado» que nosotros tenemos enfrente es lo que podemos observar, raptados por su belleza, como pensaba el príncipe Mishkin, y Dostoievski con él; o más bien, es el arácnido con la estructura horrenda que Ippolít veía en sus sueños: una bestia horrible, semejante «al escor­ pión, pero que no era un escorpión, sino algo más repugnante y mucho más aterrador... porque esas bestias no existen en la naturaleza, y porque esa había venido expresamente a mi habitación y esta circunstancia parecía encerrar en sí algún tipo de misterio... Era un reptil de color marrón, con escamas, de unos dieciocho centímetros de largo, con una cabeza de un grosor de dos dedos y un cuerpo que se adelgazaba gradualmente hacia la cola, de modo que la extremidad de esta no era más ancha que medio centímetro. Después, a unos cinco centímetros de la cabeza salían del cuerpo, formando con este un ángulo de cuarenta y cinco grados, dos pa­ tas, una por cada lado, de unos diez centímetros de largo, de manera que el animal entero presentaba, mirado desde lo alto, la forma de un tridente. La cabeza no la examiné, pero vi dos pequeños bigotes semejantes a dos gruesas agujas, también de color marrón. Tenía otros dos bigotes pareci­ dos en la extremidad de la cola y de cada una de las patas. En total, por tanto, ocho bigotes. El animal corría por la habitación muy velozmente, apoyándose en las patas y en la cola, y cuando corría, el cuerpo y las pa­ tas se retorcían como serpientes pequeñitas, con una rapidez nada co­ mún, a pesar de las escamas, y era repugnante verlo»; y, al moverse por la pared, producía un «crujiente silbido». Después entró Norma, la pe­ rra, una enorme terranova negra con mucho pelo. «Se abalanzó dentro de la habitación y se paró en seco frente a la bestia. Se paró también el 219

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reptil, aunque seguía retorciéndose y golpeando el suelo con las extre­ midades de las patas y de la cola. Los animales, si no me equivoco, no pueden sentir el terror místico, pero en aquel instante me pareció que en el terror de Norma hubiera algo bastante insólito, casi místico, y que por tanto también ella, como yo, intuía en la bestia algo fatal, como un mis­ terio. Se echaba para atrás lentamente ante el reptil, que despacio, con circunspección, se arrastraba hacia ella, quizá para después, de repente, echarse encima de ella y morderla... Abrió las enormes fauces rojas, mi­ dió la distancia, tomó impulso, luego se decidió y cogió al reptil entre los dientes... las escamas crujieron entre los dientes; la colita y las patas del animal, sobresaliendo de las fauces, se movían con increíble rapidez. De repente Norma aulló lamentándose: el reptil había conseguido picarle en la lengua. Entre aullidos y gruñidos, abrió la boca por el dolor y vi cómo la bestia, ya destrozada, se le movía aún dentro de la boca, vertiendo en la lengua de su cuerpo medio mutilado un abundante líquido blanco, similar a la papilla de un escarabajo negro aplastado...»25. Esta descripción, tan rica en desagradables detalles, evidentemen­ te contiene muchos elementos metafóricos, algunos bastante evidentes y otros menos, que aluden a la realidad del mundo en el que Ippolít, y Dostoievski con él, veían inmersa su propia existencia. No solo la realidad del mundo físico, sino también la del mundo moral, de las relaciones entre los seres humanos. ¿Y nosotros qué diremos? ¿Qué nos revela la mirada sobre la natura­ leza física y moral, sobre la tierra que habitamos y sobre los sujetos que la habitan, sobre las relaciones que han venido construyéndose y que hacen de la naturaleza un ambiente y de los sujetos una sociedad?

Madre prostituida La destrucción de los equilibrios de la naturaleza se extiende cada vez más. El paisaje se devasta cada vez más. Está cada vez más indefenso frente a los hombres de dinero. Son cada vez más vastos y numerosos los vertede­ ros que crecen a nuestro alrededor y, hasta cierto punto, habrán de crecer encima de nosotros mismos, pues no sabemos eliminar los residuos. Eli­ minar: un verbo terrible propio de nuestro tiempo. Cada vez más inten­ samente la tierra es explotada en sus recursos, recursos que a su vez están destinados a ser eliminados como basura. Cada vez le es más difícil rege­ nerarse. La relación entre destrucción definitiva y capacidad regenerativa 25. F. Dosroievski, L'idiota, cit., pp. 385 s. (III parre, cap. V]. 220

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esrá cada vez más desequilibrada del lado de la primera. Se vive no que­ riendo ver. Hasta la atmósfera que envuelve la tierra se ha convertido en una burbuja de venenos. La asombrosa variedad de las formas de vida que la tierra hospedaba se reduce progresivamente, y buena parte de lo que aún queda está confinado en «parques» artificiales o «reservas» na­ turalistas cuya existencia, o mejor, resistencia, es aún posible por la co­ existencia de otros intereses especulativos, turísticos o científicos, que re­ quieren porciones «incontaminadas». Ninguno, de entre los poderes del mundo, honra ya a Gea o a Tellus, o a una de las tantas figuras femeninas antiguas que, en cualquier cultura de cualquier continente, representaban la fecundidad del mundo en sus ciclos vitales. La veneranda idea de la tie­ rra como ser viviente generador de vida se ha perdido y se ha hecho total­ mente extraña a nuestro modo de pensar. Ya no creemos que la tierra sea madre que nutre, sino que pensamos que nosotros, para vivir, la tenemo' que explotar, y por eso se puede exprimir indefinidamente el alimento qu contiene. De mujer, sin respeto, la estamos convirtiendo en prostituta. La tierra es un campo, pero un campo de batalla. Es más, es la apuesta, y no para amarla, protegerla, conservarla como algo precioso, sino para apropiarse de ella y poder destruirla. Planes reguladores y batallas legales para obtener permiso de devastación y contaminación; acciones de fuerza y guerras para apoderarse de los restantes recursos; fuentes de energía y de sustento que la tierra contiene como razón última de los conflictos que estallan en el mundo: el choque está en marcha y el futuro verá desplega­ das fuerzas cada vez más agresivas y feroces, en medida creciente cuanto más reducidos sean los recursos que queden. La madre-tierra que nutría de sí a la humanidad se ha convertido en una presa, o bien, en la mejor de las hipótesis, en tierra-madre. El inter­ cambio de los términos, en las iniciativas de resistencia que reivindican este nombre, no carece de significado. La madre-tierra ha sido durante milenios la nodriza espontánea de la vida de la humanidad: los hombres podían combatirse y destruirse entre sí, ararla, sembrarla, llenarla de pla­ gas, transformarla para sus propios fines, según el profético estásimo pri­ mero I de la Antígona de Sófocles, pero no por eso dejaba ella de ser la expresión de un equilibrio que se autoconservaba o se autorecomponía después de que hubiera sido temporalmente alterado. En ese equilibrio se podía buscar y encontrar la imagen de una armonía existencial en la que encontrar paz para nuestro desorden. Frente al progreso, al desa­ rrollo, a la innovación, promovidos por la fuerza inagotable de la técnica unida al dinero, hoy la tierra es víctima del ambiguo demos que anida en el ser humano y, de vez en cuando aún, se rebela en un espasmo, picán­ dole en la lengua. 221

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Desconexiones humanas ¿No es quizá la parte espantosa del deinós la que también se asoma en las tentaciones sociales? ¿Las relaciones entre los seres humanos no son quizá el otro lado de su relación con el ambiente natural en el que viven? ¿La destrucción del ambiente no destruye quizá también el ambiente social? Dos desastres paralelos. Cuando los equilibrios ambientales se alteran, es como si un hormiguero se volviera loco y cada individuo buscase su vía de fuga pisoteando a los demás. La naturaleza tiene un doble aspecto: tierra y humanidad. Ambos se tienen o mueren juntos. Si echamos una mirada a las bidonvilles, a las favelas, a los slums, a las villas-miseria que rodean lo que llamamos ciudad y donde van a parar, en proporciones crecientes, millones de personas privadas de todo, menos del instinto de superviven­ cia, y si consideramos los barrios altos de la sociedad donde impera la lu­ cha no por la supervivencia sino por el éxito, y donde la afirmación de unos coincide con la humillación de los otros, ¿acaso no vemos manos a la obra la misma ley de la opresión? Por razones distintas pero conver­ gentes, parece haberse encaminado ya hacia el final, como un reperto­ rio de anticuariado, la veneranda definición aristotélica del ser humano como «animal social» (politikón zóon). Después de milenios de estudio, clasificaciones, teorizaciones de las sociedades humanas, hoy hay quien dice simplemente que la sociedad ya no existe. Hay solo más individuos que, sí, entran en contacto los unos con los otros, pero que no establecen, en propiedad, relaciones entre ellos. Son contactos pasajeros que tienen como finalidad la autoafirmación a expensas de los demás. Si el contacto no sirve para este fin, uno pasa al lado del otro ignorándose. En la fealdad, el mundo se perderá. He aquí la misión del Inquisidor. En la belleza el mundo será salvado: he aquí la derrota del Inquisidor.

222

Capítulo 3 LA TORRE

Babel En el discurso del Inquisidor aparece la torre de Babel en un dúplice sig­ nificado: «terror» e «ideal» de toda la humanidad1. Una vez es la obra am­ biciosa e insensata de los hombres que, abandonándose al vértigo de la libertad, se dejan arrastrar por sus libres sueños de omnipotencia y, caren­ tes de guía, terminan por destruirse a sí mismos; y otra, en cambio, es el proyecto racional y verosímil de los inquisidores comprometidos en dar a los hombres lo que —legítimamente— desean, cosa que se hace posible una vez que hayan sido privados de la libertad. La Torre como tal no es signo de contradicción entre los seres hu­ manos y sus inquisidores: es punto de convergencia. Cambian los me­ dios, pero el fin es común. El fin es la expugnación de Dios, la confusión de lo divino en lo humano; la abolición de la distinción y de la tensión entre lo subyacente y lo sobrestante. Una vez más, el Inquisidor se mues­ tra no como el gran enemigo, sino como el gran aliado de la humanidad. La empresa de hacerse Dios no es insensata en sí misma, según dice él: lo es si se la quiere llevar a cabo en la libertad, en ausencia de la inquisición y de sus ministros. Sujetaos —dice el Inquisidor— y todo os será posible. «En lugar del templo Tuyo se levantará un nuevo edificio, se levantará de nuevo una tremenda torre de Babel, y aunque tampoco esta pueda termi­ narse, como no se terminó la primera, Tú habrías podido evitar esta nueva torre y abreviar en mil años los sufrimientos de los hombres: porque, en efecto, estos volverán con nosotros después de haberse atormentado du1. F. Dostoievski, Diario di uno scrittore, Bompiani, Milán, 2010, p. 1181 [noviem­ bre de 1877, cap. III, ap. IIIJ. 223

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rante mil años alrededor de su torre»2, «. .. Oh, sí, pasarán aún siglos enteros en la confusión de la libre inteligencia, de la ciencia humana y de la antropofagia, porque, habiendo comenzado a edificar su torre de Babel sin nosotros, acabarán en la antropofagia»3. «Entonces ellos mismos nos buscarán bajo tierra, en las catacumbas en las que nos habremos escon­ dido... nos encontrarán y elevarán a nosotros la invocación: ‘Dadnos de comer, porque los que nos han prometido el fuego del cielo no nos lo han dado’. Y entonces seremos nosotros los que terminaremos su torre, porque la terminará quien les dé de comer, y de comer les daremos solo nosotros, en tu nombre, y mentiremos diciendo que lo hacemos en Tu nombre»4. En estas proposiciones encontramos preanunciado el núcleo de las reflexiones sobre la «sociedad de masas» que serán desarrolladas por la sociología política de los siguientes decenios y que acompañarán a las técnicas de seducción que los poderes totalitarios del siglo XX usarán para apoderarse de la conciencia de los seres humanos y transformarlos en gentío, masa, multitud que anula la individualidad5.

Símbolo católico La torre se extiende verticalmente, pero exige la universal llamada a con­ gregarse horizontalmente en su base. La base tiene que tener toda la ex­ tensión posible, pues debe soportar una altura ilimitada: debe implicar a la entera humanidad, es decir, debe ser católica. La empresa tiene que ver con todos. Cada cual será involucrado en una estructura de acción fuertemente jerarquizada: se necesitan arquitec­ tos de la construcción. Pero, a la vez, la organización del trabajo allana a todos los trabajadores en la igualdad respecto a la tarea común. En defi­ nitiva: pocos amos y muchos esclavos. La masa de estos últimos es una

2. FK 338. [HK 410 (II parte, libro V, cap. V)J. 3. FK 344. [HK 418 (ibid.)]. 4. FK 338. (HK 410 [ibid.)]. 5. Vale la pena recordar aquí los nombres de G. Le Bon, Psicología de las masas [ 1895J, Morara, Madrid, 2005; G. Tarde, La opinión y la multitud [1901], Taurus, Ma­ drid, 1986; M. Weber, Economía y sociedad 11922], FCE, Madrid, 2002 (a propósito del poder carismático); C. Wright Mills, La élite del poder [1956], FCE, México, 2013; P. Bourdieu, La distinción: criterio y bases sociales del gusto [1979] Taurus, Madrid, 2012. Otras citas, de G. Le Bon a S. Freud, de J. Ortega y Gasset, M. Horkheimer y Th. Adorno a H. Marcuse, en A. Gehlen, Le origini dell'uomo e la tarda cultura. Tesi e risultati filosofici, II Saggiatore, Milán, 1994. [Urmenscb und Spátkultur: Philosophische Ergebnisse und Aussagen, Athenaion, Francfort, 1977]. 224

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«masa cerrada»: la «masa abierta», que permite faltas de compromiso y fugas, es el enemigo mortal de la empresa6. La grandeza de la empresa y la igualdad que requiere entre los seres humanos ejerce una general e irre­ sistible atracción. La Torre de Babel es, pues, símbolo de universalidad; es el género humano, en su conjunto, congregado bajo una sola palabra y un solo orden. Las gentes se confunden en una sola gente. Es el rebaño o el hormiguero mundial. El desafío a Dios por parte de sus criaturas es un lugar común sobre el que insisten muchas de —o quizá todas— las fantasías mitológicas sobre el origen de las sociedades humanas. En Grecia, Urano, los Titanes, los gi­ gantes de cien manos que «daban miedo a los dioses» (Infierno, XXXI, 95; Ilíada, V, 385-386; Odisea, XI, 305-314) y los seres dobles de los que Aristófanes habla en el Banquete de Platón. A propósito del islam, Gilbert K. Chesterton narra la fábula del sultán Aladino que ordenó a sus gigan­ tes que le construyeran una especie de pagoda tendida en alto, cada ve' más hacia lo alto, más allá de las estrellas. La Biblia, a su vez, cuenta 1 historia de la Torre de Babel y el Inquisidor hace suya la imagen. En lai tres narraciones míticas la conclusión es siempre la misma: la insensatez de los hombres a la que sigue la ira de Dios. Alá, por ejemplo, derrumba la construcción de la pagoda con una vorágine que es un pozo sin fondo, del mismo modo que la construcción de los hombres no habría debido proseguir sin alcanzar jamás la cumbre. El Inquisidor, en cambio, dice algo distinto: insensatez o sensatez, según la condición de los hombres. Los hombres que han renunciado a la libertad, bajo los inquisidores, pueden no poner límites a sus ambiciones. Una evidente y seductora paradoja: renunciad a la libertad y seréis capaces de todo. El cielo del Inquisidor está apagado, pero eso no significa que los seres humanos, bajo su guía, no puedan levantar la Torre: una torre, sin embargo, que no tiene una fina­ lidad distinta de sí misma y es por ello insensata, pero, en cualquier caso, aplaca el deseo de potencia de quien la construye.

Símbolo totalitario En el relato bíblico encontramos algunos detalles que aquí nos interesan especialmente como símbolos inquietantes de una realidad en la que, cons­ ciente o inconscientemente, todos estamos inmersos. Son los símbolos de efectividad totalitaria. En verdad, el capítulo 11 del Génesis, más que cualquier otro relato mitológico, es premonición de la historia del por6. E. Canctti, Masa c potere [1960], Bompiani, Milán, 1990, p. 1163. 225

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venir, en la que el mundo figurado por el Inquisidor se encuadra per­ fectamente. Demos un gran salto en el tiempo. Comprendemos que en la imagen de la Torre de Babel se haya querido ver la esencia de los regímenes totali­ tarios, los del siglo pasado, sin duda, pero no solo: el totalitarismo es una hidra de muchas cabezas, de las que una es, sin duda, inmortal. Al poeta Johannes R. Becher, primer ministro de la República Democrática Ale­ mana antes de denunciar los crímenes del estalinismo, se deben dos tex­ tos: uno de ellos, escrito cuando todavía estaba Adolf Hitler en el poder, es un texto cargado de involuntarias referencias a la gloria de la Torre7 y acabó convirtiéndose después en himno de la RDA, de uso oficial en­ tre 1949 y 1990; el otro, escrito bajo el régimen comunista como una :rítica radical del mismo, utiliza expresamente Babel como metáfora del égimen de la mentira y la Torre no ya como obra gloriosa de la juven­ tud alemana, sino como la obra nihilista de Caín: Turm von Babel (La Torre de Babel): Esta es la Torre de Babel habla en todas las lenguas y Caín mata a Abel y es celebrado como Dios con su Torre, bien ascenderá al cielo y ante ninguna tormenta que lo zarandee se rendirá; sin embargo zumban voces la verdad calla los corazones enferman ¡por lo alto que hemos subido! La palabra se transforma en vocablo, para apagarse sin sentido. La Torre ha caído sobre Babel se desploma en la nada. Así habla Primo Levi de la «Torre del Carburo», la torre «que surge en medio de la Buna y cuyo pináculo es escasamente visible entre la nie­ bla», que los mismos prisioneros del Lager han construido. «Sus ladrillos han sido llamados Ziegel, briques, tegula, cegli, kametiny, bricks, téglak 7. Auferstanden aus Ruinen (Resucitados de las ruinas): «Resucitados de las ruinas / y mirando al futuro, / déjanos servirte bien / Alemania, patria unida. / Déjanos construir, / aprended y cread como nunca antes / y, confiando en su propia fuerza, / sube y surge un pueblo libre. / Y el sol, hermoso como nunca / brilla sobre Alemania». 226

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[siempre ladrillos, pero en tan gran confusión de lenguas], y el odio los ha cimentado; el odio y la discordia, como la Torre de Babel, y así la llama­ mos: Babelturm, Bobelturm; y en ella odiamos el demente sueño de gran­ deza de nuestros amos, su desprecio de Dios y de los hombres, de noso­ tros los hombres»8. En el relato bíblico están diseminadas algunas ideas que nos hablan de nosotros mismos que vivimos en nuestro tiempo, un tiempo que muchos ven marcado con signos apocalípticos, es decir, con presentimientos oscu­ ros de amenazadores desastres: desastres por exceso, por desmedida, por hybris. Están los ladrillos cocidos por el fuego y unidos con alquitrán en lugar de las piedras superpuestas «en seco» en el muro: símbolo de la tec­ nología que no respeta la naturaleza. No está solo la Torre, sino tam­ bién la ciudad construida alrededor de la Torre, símbolo cainita de la vidarrancada de sus raíces y conducida de modo innatural. Está el viaje < Oriente a Occidente, símbolo del ingreso en un mundo habitado por fi nesíes prometernos. Hay también, para no dispersarse y perderse por toe la tierra, la aspiración a «darse un nombre» que contraponer al de Dios. La construcción de la Torre es el centro del relato, y es el elemento común a los distintos mitos del desafío de los hombres al cielo. Es natural que en ella se concentre la atención. Sin embargo, los elementos que soportan la narración, los que definen su punto de partida y de llegada, no están en la manufactura del hombre, sino en la lengua común y en sus palabras. La lengua y las palabras indican no simplemente una unidad comunicati­ va, sino, más ampliamente, una unidad cultural: el mismo modo de ver el mundo y de vivir en el mundo, la misma concepción del bien y del mal, de la belleza y de la fealdad, de la verdad y de la falsedad; el mismo gobierno y la misma sujeción. Al principio del relato del orgullo humano, todo esto era uno, al final, en cambio, será multíplice. La dinámica es esta. El epi­ sodio de la Torre es, en efecto, un episodio incluido en una significación más amplia, sostenida por esos dos puntos de partida y de llegada. En la relación entre el uno y los muchos hay que entender el gesto sacrilego de la escalada al cielo. La unidad de lenguas y de palabras de la que habla el relato de la To­ rre de Babel no es, sin embargo, la condición inicial. Antes había sido el Diluvio. Dios había bendecido a Noé y a sus hijos a la salida del Arca, di­ ciendo: «Sed fecundos, multiplicaos y poblad la tierra» (Gn 9, 1). Y estos obedecieron, poblaron la tierra, las islas, las montañas de Oriente. Así, de Sem, Cam y Jafet, nacieron las familias de los hijos de Noé y sus pueblos, según sus generaciones. De ellos que se dispersaron surgieron las distin8. P. Levi, Si esto es un hombre [ 1947), Península, Barcelona, 2014. 227

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tas naciones sobre la tierra después del Diluvio (Gn 10, 32). Los tres lina­ jes tenían, cada uno, su propia lengua (Gn 10, 5; 10, 20; 10, 31). La épo­ ca de la Torre, en cambio, presenta una novedad: «Toda la tierra tenía una sola lengua y las mismas palabras». No queda dicho cómo se hubo llegado a ello. Sí queda dicho, en cambio, que los hombres que tomaron parte en la empresa de la Torre eran los que emigraron «desde oriente», la tierra de Senaar en Mesopotamia, país de Babel, Urec, Acad y Calne (Gn 10, 10), donde expresamente se localiza la empresa de la Torre. En Oriente se ha­ bían establecido los hijos de Cam, según la compleja genealogía narrada en el capítulo X del Génesis (los demás estaban «en las islas» o «en las mon­ tañas»). Cam, padre de Canaán, era el hijo menor de los tres, maldecido por su padre por haberlo mirado mientras, borracho, yacía desnudo en su tienda. Canaán, por eso, estaba destinado a ser esclavo de la descen­ dencia de sus hermanos (Gn 9, 25-27). Podría decirse, pues, que el epi­ sodio de la Torre haya que referirlo a los descendientes del hijo maldito de la generación posdiluviana. Quizá la construcción de la Torre haya que interpretarla como una venganza con relación al Dios de Noé que había alejado a su progenitor, una venganza que les habría permitido a ellos «darse un nombre», es decir, poder volver al honor del mundo y reconquistar la dignidad perdida, y, lo que más importa, reconquistar­ la «con sus propias manos», con una obra suya tan grande que igualaba en altura a aquel Dios que los había abandonado. O también: darse un nombre, es decir, darse «el nombre», nombrarse con «el nombre» por excelencia, el nombre de Dios: idolatría. No, pues, simplemente, una obra grande, o una escalera para acer­ carse a Dios, acaso para contemplarlo mejor o para facilitar su bajada en­ tre los hombres. No: un desafío de la potencia humana a Dios o, como se verá mejor, al proyecto de Dios para la humanidad. La culpa estaba en la pretensión de omnipotencia, o mejor, de autosuficiencia: era, pues, en la negación de la necesidad de Dios, es decir, en la negación del límite que Dios representa para el hombre que sabe no ser Dios. En el fondo, algo semejante a la culpa original de Adán, quien, una vez arrimado al árbol del conocimiento, creía poder reducir a Dios a un recuerdo «anacrónico». Se­ gún una interpretación rabínica9, el ultraje a Dios se comprende también a la luz del Diluvio, cuando el cielo se había «derrumbado sobre la tierra», juntando las aguas desde arriba y desde abajo: entonces, con la Torre, los hombres quisieron apuntalar el cielo para que no pudiera derrumbarse 9. S. Levi Della Torre, «Babele: l’unitá e la diversirá», en E. Loewentlial et al AH'origine dcll'Occuiente. Aulico Testamento. Immagini, luoghi, personaggi, Morcelliana, Brescia, 2003, p. 65. 228

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otra vez. Pero así se ponía en duda la promesa divina, sellada por el arco iris de paz enviado por Dios a su pueblo (Gn 9,14-15) o, mejor, se actua­ ba para poder prescindir de El, otra vez para ser autosuficientes. Cualquiera que fuese la naturaleza de la ofensa, Dios reacciona de­ fendiéndose como si estuviera frente a una amenaza real y temida: «Son un solo pueblo y tienen todos una sola lengua; esto es el inicio de su obra y ahora todo lo que proyecten hacer ya no les será imposible». La lengua única: equivale al hecho de «arrodillarse todos juntos» que el Inquisidor indica como la aspiración de la humanidad desde el prin­ cipio de los tiempos: «No hay preocupación más imperiosa y aterradora para el hombre, apenas queda libre, que la de buscarse lo antes posible al guien ante el cual arrodillarse. Pero el hombre pretende arrodillarse an lo que es ya indiscutible, de tal manera indiscutible que ante ello todos 1 hombres en coro consienten en una general genuflexión. Ya que la pret cupación de estas míseras criaturas no consiste solo en buscar algo ante lo cual yo u otro cualquiera podamos arrodillarnos, sino en buscar algo que sea tal que también todos los demás crean en ello y puedan arro­ dillarse, o mejor, que podamos hacerlo todos juntos. Precisamente, esta exigencia de una genuflexión en común es el mayor tormento de cada hombre tomado en sí y de la humanidad en su conjunto desde el princi­ pio de los siglos»10. Ese «algo» es la Torre de Babel, cuya fuerza seductora, bien mirado, habría tenido que residir en sumo grado en el hecho mismo de ser obra del hombre: ¡el ser humano que se seduce a sí mismo con la grandeza de sus obras! Un círculo del que no se puede salir. La Torre, en palabras del Inquisidor, es la misión que los seres huma­ nos, bajo la guía de los inquisidores que empuñan la espada del César (es decir, del poder universal por excelencia, el Imperio romano), pueden ra­ zonablemente perseguir; irrazonablemente, en cambio, si son dejados solos con su libertad.

Hoy, la Torre ¿Qué es, hoy, la Torre? Es hasta demasiado fácil la respuesta. ¿Acaso no tenemos ante los ojos las ciudades de nuestro tiempo en el continente ame­ ricano, en Asia, por todas partes, cuyo perfil está hecho de puntas agudas y afiladas que penetran en el cielo? Donde la dimensión horizontal ha sido sustituida por la vertical. Donde la omnipotente concentración de di10. FK 339. [HK 411-412 (II parte, libro V, cap. V)J. 229

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ñero del mundo ha construido sus monumentos, sus templos, sus torres. Donde la lengua es una sola, una lengua artificial también, carente de profundidad y de cultura, y son idénticas las palabras que se conocen y se usan. Donde una especie de unidad totalitaria de las mentes descalifica, oprime y esconde los pensamientos y las ideas que no se adaptan a este progreso que lanza hacia lo alto sus rascacielos. Donde trabajan una tec­ nología y una ingeniería que se creen omnipotentes y respecto a las cuales los ladrillos cocidos al fuego son una broma. Hoy, centenares de metros, mañana kilómetros, pasado mañana decenas o quizá centenares de kiló­ metros: ciudades verticales que de verdad pinchan el cielo, están sobre las nubes, se separan de la tierra, de la gravedad, de la meteorología, osten­ tando omnipotencia y, si hubiera fe en un dios distinto del dinero, serían hoy la representación simbólica del desafío de entonces al Omnipotente. Hay noticia de una entera comunidad campesina china, la comunidad Huaxi —un mir en versión china— encerrada dentro de un rascacielos de 328 metros de altura, capaz de contener más de dos mil personas, dotado de helicópteros, escuelas, gimnasios, ambulatorios, centros para ancianos, donde la terraza es el lugar de la plaza, del agora desde la que los habitantes irradian sus actividades al mundo exterior: agricultura, inver­ siones financieras, comercio, naves de transporte. Este parto monstruoso se presenta por la retórica oficial del poder como «el nuevo pueblo en el cielo», como «el ejemplo más glorioso de la urbanización más rápida de la historia», donde «se elimina la soledad»11. Sí, pero en el rebaño eleva­ do al cielo. La Torre es una metáfora, el rascacielos es una metáfora de la Torre: una y otro son metáfora de las conquistas de la tecnología que se eleva a ritmo vertiginoso y, al mismo tiempo, unifica a sus usuarios en una masa de consumidores de costumbres y estilos de vida homologada. Hay dife­ rencias, pero no tan grandes como podría parecer teniendo en cuenta las dos celebérrimas representaciones de la Torre debidas a Pieter Brueghel el Viejo, donde el inmenso taller, siniestro y oprimente, es la obra idea­ da por unos pocos soberbios arquitectos, que la contemplan desde lejos, y realizada por una miríada de pequeños obreros que se mueven furiosa­ mente como hormigas enloquecidas, subiendo y bajando por las escale­ ras y entrando y saliendo de sus antros. Los rascacielos de hoy también tienen sus ideadores, que no son solo los arquitectos, los calculadores de la estática de sólidos y los expertos en resistencia de materiales. Pero estos no serían nada por sí solos si detrás de ellos no hubiera políticas económicas y financieras capaces de extraer de todo el mundo la rique11. la Repubblica, 4 de octubre de 2011. 230

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za necesaria y las materias primas que utilizar; si las tecnologías no se experimentaran, a menudo por la industria bélica que necesita experi­ mentos sobre el terreno. En fin, los rascacielos contemporáneos no son frutos solitarios del ingenio de unos pocos individuos: son, más bien, el producto de enteros sistemas sociales y de relaciones entre los pueblos que han invadido toda la tierra, sin los cuales nada de todo esto sería posible. No es casualidad que las Torres Gemelas arrasadas en el atenta­ do de 2001 fueran el corazón del World Trade Center de Nueva York. La diferencia está en que estos sistemas intentan sustituir, en los Países ricos (y la ideología del desarrollo ilimitado dice que todos los Países pueden llegar a ser ricos), el pueblo de los esclavos con el pueblo de los consu­ midores. El problema del alineamiento y de la conformación a las exi­ gencias de tales inmensos sistemas sociales no puede resolverse, claro está, con el recurso a la violencia, sino con la atracción y la persuasión, es decir, con el apoderamiento agradable de las conciencias. El Inquisi­ dor tiene mucho que enseñar, aunque solo sea, de momento, a los pue­ blos en los que convergen las riquezas del mundo. Para los demás, a los que la suerte ha colocado en tierras que son objeto del interés predato­ rio de los primeros, valen siempre la explotación y la violencia. Lo que demuestra que la figura del Inquisidor, como, por lo demás, implícití mente dice el mismo Dostoievski, vale solo en una parte del mundo. L suya es una autoridad limitada en el espacio, pero que aspira a exten derse por toda la tierra.

Dispersión: écondena o salvación? ¿Qué significado podemos dar a la reacción divina contra la blasfemia de quien quiso (y quiere) hacerse como Dios, tomando asiento a su lado o, incluso, echándolo de su sitio? La dispersión sobre la tierra y la confusión de las lenguas son consideradas generalmente como dos castigos. ¿Pero es así? Recuperemos el hilo de la narración bíblica. Al principio, los hombres se habían reunido en el país de Senaar y hablaban todos la misma lengua y usaban todos las mismas palabras. En este contexto perfectamente mono­ lítico —hoy diríamos holista— se manifiesta la idea de construir la torre. La perfecta unidad de aquel pueblo permite decir que la idea recogió un consenso unánime. Había que evitar el riesgo de «dispersarse por toda la tierra» y permanecer unidos, en una comunidad cerrada, podría decirse. Este es el inicio. ¿Era bueno o malo? Al final, ese mismo pueblo llega a encontrarse dividido en tantos pueblos sobre la tierra y a hablar distintas 231

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lenguas y a usar palabras distintas, es decir —diríamos hoy—, a profesar fes y a adherir a visiones del mundo y de la vida distintas, a pertenecer a culturas diversas. A su vez,
Capítulo 4 OPRESIÓN DEL PRESENTE

Variedad ¡Cuánta más variedad habría podido observar un viajero entre los seres humanos algunos milenios atrás! ¡Cuántas culturas se han extinguido y cuántas han sido extinguidas por otras en el breve periodo de tiempo del que tenemos memoria! ¡Cuántas imágenes del mundo, cuántas pregun­ tas sobre el sentido de la vida, cuántas respuestas a las inquietudes, a los miedos, a las esperanzas se han dado y se han perdido! ¡Cuántas lenguas, cuántas costumbres, cuántas creencias, cuántas religiones! ¡Cuánta nive­ lación y cuánto derroche! El geógrafo y etnólogo Jared Diamond ha do­ cumentado magníficamente, aun sin pretensión de exhaustividad, la gran variedad de usos y costumbres que todavía sobreviven en el mundo bajo la costra normalizadora y sincronizadora de la civilización occidentalizada de nuestro tiempo1. Es sorprendente la diversidad con la que los ser humanos han afrontado y afrontan aún las cuestiones fundamentales de existencia que a nosotros, en el mundo del que formamos parte, nos p rece que tengan una sola solución «civil» (en el sentido de «civilizada»), mientras que todas las demás nos parecen bárbaras, inciviles, inmo­ rales. Pensemos en la estructuración de las relaciones sociales en fami­ lias, bandas, clanes, tribus, sociedades abstractas; en las relaciones entre los sexos, en la vida de pareja o familiar; en la acogida, en el rechazo, en el crecimiento y en la aculturación de los hijos y de las hijas; en la relación entre actividades lúdicas y de trabajo, en los caracteres y en las funciones 1. J. Diamond, The World until Yesterday. What Can We Leam front Tradittonal Socictiesf [2012]; trad. it. // mondo fino a ieri. Che cosa possiamo irnparare dalle societá tradizionali?, Einaudi, Turín, 2013. 233

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de los juegos; en las relaciones entre las generaciones; en la actitud hacia los ancianos (veneración, aprendizaje, asistencia, abandono y supresión); en la concepción de la justicia, en la responsabilidad individual y de gru­ po, en los modos de resolver las controversias y de castigar a los réprobos; en las modalidades de los intercambios y del comercio; en los con­ tactos amigables y hostiles, en las amistades y en las enemistades, en la colaboración y en la competición; en la actitud de empatia y curiosidad o de cerrazón y apatía hacia el extraño; en los criterios de estratificación social; en las actitudes de superioridad e inferioridad entre culturas; en los motivos de orgullo y de vergüenza; en los modos de organización del trabajo social y del tiempo libre; en las técnicas agrícolas, de cría de ani­ males y de caza; en la relación con los recursos de la tierra; en los hábi­ tos alimenticios; en las modalidades de consumo y acumulación; en las dietas; en los métodos de cura de las enfermedades, en la actitud frente a la enfermedad y la muerte; en la interpretación y en la reacción fren­ te a los hechos naturales (terremotos, inundaciones y sequías, o incluso el cambio de las estaciones, la sucesión del día y la noche, el transcurrir de las lunas, etc.), en la relación con los difuntos; en los códigos comu­ nicativos, en las estructuras lingüísticas y en las estructuras mentales... Heródoto hizo el primer inventario, sacándolo de la variedad observada durante sus viajes, pero era solo una pequeña muestra. La «modernidad» ha sepultado un inmenso patrimonio de la huma­ nidad, condenándolo bien como superstición, bien como subdesarrollo y atraso, bien como simple retraso. El Dios que baja y destruye la Torre para dispersar a los hombres y confundir sus lenguas había querido la va­ riedad. Los hombres están haciendo de todo para reconstruir la uniformi­ dad. Mitos, ritos, creencias, divinidades sin número han poblado la anti­ güedad del mundo representando sus esencias. Hoy, una imagen de Tokio no se distingue, por ejemplo, de una de Detroit o de Dubai. Y las que aún se diferenciaban en virtud de sus propias tradiciones han empezado a ir a remolque en nombre de la modernidad, a menudo produciendo horrores como en Milán o en Berlín. Lo que queda de las esencias se confina en los barrios típicos, mantenidos en vida de manera artificial como lugares para turistas en busca de sensaciones «tradicionales». El mundo se está poblan­ do de torres. Quien no las tiene se siente fuera de juego. La arrogante dimensión vertical de la existencia que tiende a un cielo indefinido está suplantando a la humilde red de relaciones horizontales enraizadas en la tierra. El «rasca-cielos» es el símbolo por excelencia. El ser humano des­ arraigado de las variedades de la tierra se confunde en un neutro cielo artificial por todas partes idéntico. En la «red» de la comunicación elec­ trónica, él cree que puede restablecer una relación horizontal de la exis234

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tencia: pero lo puede hacer solo a condición de presentarse como un fan­ tasma, como un sujeto digital y mediado por el desk telemático que está delante de él sin calor, como sin calor son los seres producidos en serie que se han alejado de las originarias raíces terrenas.

Hombre normal Sobre la variedad, que es la condición originaria, se extiende el ala de la uniformidad. Se extiende «progresivamente», es decir, «poco a poco» y si­ guiendo la actual ideología del progreso que domina el mundo, el desarro­ llo, versión actualizada de la Torre, que avanza igualando las diferencias en todos los ámbitos de la vida social: los mismos a los que se refieren las tentaciones diabólicas del desierto formuladas por el Inquisidor al princi­ pio de su arenga. La coronación de esta marcha progresiva es el hombre normal. Si bien la idea de la homologación general a un estándar de normalidad válido para todos puede parecer una idea inhumana, lo cierto es que esa idea ha conquistado una posición de relieve en la estructuración moral de nues­ tras sociedades. ¿Quién osaría contestar el valor moral de la venera­ ble «ley fundamental de la razón pura práctica» de Kant: «Obra solo se­ gún una máxima tal que puedas querer en todo tiempo que se torne ley universal»2? ¿Acaso no es este el fundamento de todas las demás máximas de la acción? ¿Acaso no es esta la «ley universal que nosotros llamamos moral»3? Sin embargo, hay que estar muy atentos: estamos tan acostum­ brados a la idea de la uniformidad como valor y a la de la variedad como desvalor que no nos damos cuenta de la intrínseca violencia subyugadora que esta aspiración a la universalidad tendencialmente contiene. ¿Aca­ so no es en nombre de esta máxima como la civilización que domina el mundo ha marginado y suprimido a otras civilizaciones al considerarlas regresivas e incapaces de ofrecer a la acción humana «máximas» capaces de valer como «ley universal»? En el fondo de la inspiración moral kan­ tiana hay una idea prototípica del ser humano, como tal incompatible con todas las características que no caben en el modelo único. Los pueblos, las tradiciones, las experiencias divergentes se descalifican incluso en el nivel moral o, como mucho, se las tolera como folclore o se las protege en «reservas» como testimonios arqueológicos. Solo el ser humano «universalizable» es coherente con la idea de progreso de la humanidad: es 2. I. Kant, Crítica de la razón práctica, libro I, cap. I, § 7. 3. Jbid., Corolario. 235

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el hombre nuevo cosmopolita, inevitablemente enemigo de las unida­ des particulares. Hombre nuevo La idea del hombre nuevo es propia de toda revolución, cualquiera que sea su sentido ético y político. Originariamente la encontramos expresada en términos religiosos, en la metánoia cristiana, es decir, en la conversión interior que se requiere de los seguidores de Jesús de Nazaret para acce­ der al reino de los cielos, en palabras de Pablo (Ef 4, 21-24 y Col 3, 9): «De él aprendieron que es preciso renunciar a la vida que llevaban, des­ pojándose del hombre viejo... para renovarse en lo más íntimo de su espíritu y revestirse del hombre nuevo, creado a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad». Esta es la utopía de la libertad de las constricciones del mundo en la construcción de los paradigmas del pro­ pio estar en el mundo sin ser del mundo4. A la utopía de la libertad se contrapone la utopía de la constricción que siempre seduce a los regímenes totalitarios, de los que sin duda cons­ tituye uno de sus pilares, con independencia de su orientación política. Todos los totalitarismos afirman que el individuo, de por sí, no vale nada. Tiene valor en cuanto miembro de la sociedad toda y, por tanto, tiene que ser modelado de manera coherente con los caracteres de esta última. El «hombre nuevo» es la utopía tanto de los totalitarismos de derechas (fas­ cismo y nazismo) como de izquierdas (comunismo); es el hombre fun­ cional al «todo social» del que está llamado a formar parte (bien sea la nación, la raza o la sociedad homogénea sin divisiones de clase, o bien —antes y con vistas a una sociedad homogénea— la clase como medio y primicia de la sociedad sin divisiones). El hombre nuevo se construye sustituyendo los viejos paradigmas por los nuevos. El individuo que piensa u obra por sí mismo y que con­ sidera la sociedad como ambiente de la propia autoafirmación tiene que dejar su sitio al individuo «masificado», totalmente dedicado a la sociedad nueva, que constituye el fin de su existencia. Los medios de esta metá­ noia política son sobre todo psicológicos: para derribar al hombre viejo y 4. Carta a Diogneto (de autor desconocido del siglo Ii): «Despréndete de todas las opiniones preconcebidas que ocupan tu mente, y descarta el hábito que te extravía, y pasa a ser un nuevo hombre, por así decir, desde el principio, como uno que escucha una doc­ trina nueva... En una palabra, lo que el alma es en un cuerpo, lo son los cristianos en el mundo... El alma tiene su morada en el cuerpo, y, con todo, no es del cuerpo. Así que los cristianos tienen su morada en el mundo, y aun así no son del mundo» [II, 1; VI, 1 y 3]. 236

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suplantarlo por el nuevo hay que inculcar una nueva mentalidad, un nue­ vo estilo de vida, un nuevo sentido del deber y del honor, nuevas pasiones y compasiones, una nueva sensibilidad artística, empezando, claro está, por las nuevas generaciones, consideradas generalmente más fáciles de moldear según los nuevos ideales. Lo que la espontaneidad de la naturale­ za humana, en los tiempos largos de la historia y de la experiencia, había llegado a realizar de manera silenciosa tiene ahora que romperse repen­ tinamente. La utopía del «hombre nuevo» sustituye al ser humano como terminus a quo, es decir, como punto de partida de la construcción social, con el ser humano como terminus ad quem, es decir, como punto de lle­ gada de la construcción social. El ser humano cono artífice se transforma en un artefacto. Los medios de este grandioso y terrible taller humano han sido de naturaleza estrictamente psíquica: educación, domesticación inte­ lectual, propaganda y «lavado de cerebro», abolición de la esfera privada de la vida, manifestaciones de masas, movilización general. Han obrado con violencia sobre los paradigmas. Los regímenes totalitarios se han c: racterizado precisamente por eso, por haber asumido el gobierno abso’ to de ios paradigmas como exclusiva función propia. La política asui así como misión el moldeamiento de la estructura psíquica de los seL humanos, moldeamiento que, en cambio, las sociedades libres considt ran misión de las fuerzas intelectuales que, de manera autónoma, operan en ellas. Se ha tratado de la manifestación planificada de la llamada biopolítica aplicada no a la vida de los cuerpos sino a la de las mentes.

Hombre nuevo normal Las visiones del hombre nuevo por regla general contienen algo heroico. Corresponden a proyectos de vida colectiva grandiosos: para bien o para mal, pero en cualquier caso grandiosos. También el Inquisidor tiene su propio proyecto de «hombre nuevo», pero es un proyecto que vale para la humanidad mediocre, mediana, en la que han sido apagadas las ten­ dencias extremas, tanto al bien como al mal. Es la humanidad en la que el bien y el mal han sido suplantados por lo normal. Solo al pequeño grupo de los inquisidores, los «doce mil por cada generación», se ha reservado la terrible responsabilidad del bien y del mal, responsabilidad que llevan sobre sus hombros para aligerar los de millones y millones de otros se­ res humanos. Al hombre nuevo del Inquisidor no se le pide ninguna conversión o metánoia, en el sentido literal de transformación de la mente y del modo de concebir la vida: ni como transcendencia en sentido religioso, ni como 237

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revolución en sentido político. En cambio, sí se le pide la amputación de una parte de sí, precisamente esa en la que nacen las razones de la inquie­ tud, de la intolerancia, del deseo, del desorden y del dolor: es decir, la amputación de la libertad en favor de la normalidad. El psicoanálisis ha denominado al hombre amputado «hombre colectivo»; a su psique, «in­ consciente colectivo»3. Amputación que vale en los tres ámbitos de la vida social, el económico, el cultural y el político; cada uno por sí solo, pero los tres con relación entre sí a la hora de moldear un solo modo de vivir.

Opresión del presente El efecto es el statu quo incontestable, la dictadura del «dato». En el dato hay el mero presente que no tiene ni memoria del pasado ni expectativas para el futuro. El dato sofoca el deseo tanto de restauración como de ins­ tauración. No, pues, trascendencia de pasado y de futuro, sino leopardiana «noia inmortal»6.

Presente económico Es verdaderamente sorprendente que la humanidad se haya metido poco a poco, sin darse cuenta, si no involuntaria al menos despreocupadamente, en el mecanismo que la está estrangulando y del que parece no haber sa­ lida. Cuál sea su inicio se ve claramente cuando llega la crisis, cuando sus factores entran en conflicto unos con otros generando víctimas y destruc­ ciones. Pero la salida no está nada clara. Es más, la lógica de este meca­ nismo es que hay que estar dentro a toda costa; que cuanto más aprieta la soga más hay que soportarla, porque no hay un «afuera» o, si lo hay, es todavía peor que el «adentro». Parece que se está prisionero de un desti­ no. Y parece por tanto que es mejor aceptarlo. Pensar en poder evitarlo es inútil, es más, produce mayores daños, sobre todo para quienes son sus víctimas. El dinero produce dinero y tiene que producirlo. El mecanismo está en necesaria, continua expansión. Los datos sobre la riqueza financiera que circula en el mundo, autoproducida por el dinero e independiente de : 5. A. Gramsci, Buon senso e senso comíate, en Quaderni da¡ carcerc, Einatidi, Turín, 1996, vol VI, Passato e presente, p. 216; L'itomo individuo e l'uomo massa, ibid., vol. IV, Note sul Machia velli, sulla política e sulio stato moderno, pp. 149-152. 6. G. Leopardi, «Al conde Cario Pepoli», v. 72. 238

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los datos de la llamada economía real, muestran cifras de vértigo, que, no casualmente, se indican con palabras que provienen del mundo de los cómics (miles de millones, trillones de millones). Pero estas cifras tie­ nen que aumentar. Su ley está contenida en los «beneficios» y estos son siempre una fracción de valor superior a la inversión inicial. Si se para, no hay beneficios, y sin ellos el mecanismo implosiona. No es de extra­ ñar que el volumen de dinero ficticio supere no se sabe cuántas veces al capital real. Sorprende que las instituciones crediticias y los bancos, nacidos para financiar la actividad empresarial, se hayan convertido en agentes de la especulación financiera, es decir, de una economía ficticia que prospera no sobre el crédito, sino sobre la deuda. Sorprende que las víctimas, al final, sean conscientes. Las víctimas son los deudores, pero, para poder sostener el peso de la deuda tienen que recurrir a los acreedores, es decir, a quienes compran la deuda a cambio de interese que se transforman en empobrecimiento generalizado para todos, salv para quienes hacen que el mecanismo no se pare y siga moviéndose, es de cir, quienes disponen de la financiación. Los cuales, en cambio, ven incre­ mentarse el volumen de su riqueza (si bien, al crecer se desmaterializa, y, por tanto, se vacía progresivamente de sentido). La normalidad del presente económico es, pues, la desigualdad cre­ ciente respecto a la disponibilidad de bienes materiales: la enorme des­ igualdad entre los pocos felices poseedores y los muchos infelices indigen­ tes como quizá nunca ha sido realizada en la época moderna. La distancia que separa a individuos y pueblos de la tierra en riqueza y pobreza quizá no ha alcanzado nunca las dimensiones actuales, y parece no constituir un problema. El problema es como perseverar. En primer lugar, el gobierno de los bienes materiales se ha mundializado. En cierto sentido, podría decirse que hemos entrado en una dimensión católica del gobierno de la economía. La disputa, que no falta, tiene que ver no con el sistema sino con las medidas necesarias para asegurar su du­ ración. Todas son medidas anticrisis, dirigidas a hacer frente a los riesgos de atasco y estancamiento. Si el consumo baja, hay que reanimarlo para sostener la producción. Si la producción languidece, hay que sostener el consumo. Si las arcas de los Estados se vacían, hay que introducir medidas fiscales, que, a su vez, no incidan en el consumo ni en la producción. Si la competencia a nivel internacional es desfavorable, hay que incentivar la innovación industrial y, por ello, promover inversiones, sin que nada de ello vaya contra el nivel del empleo y de la redistribución de los trabajado­ res, ni tampoco, por tanto, de la capacidad de consumo y de desarrollo de la producción. Para desarrollar la producción y mantener la competición a nivel internacional, hay que comprimir los derechos de los trabajadores y 239

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limitar la protección de los bienes colectivos, como el ambiente y la salud, los cuales, a su vez, cuando la presión destructiva se hace insostenible, re­ quieren medidas de salvaguardia que gravan las finanzas públicas y priva­ das y se sustraen al empleo productivo. Círculos viciosos, pues, que ponen en peligro la «estabilidad» de un sistema que parece no tener alternativas y que requiere continuamente de medidas marginales y temporales con efec­ tos de contención, pero en modo alguno resolutivas. La panacea siempre invocada es el «aumento» de la riqueza disponible para el consumo, las inversiones, la producción, las arcas del Estado y la defensa de los bienes colectivos. El «crecimiento», claro está, reduciría la presión destructiva de los factores de la crisis. Pero, consideradas en su valor neto las tranquili­ zadoras declaraciones de los gobernantes, la panacea es más una quime­ ra, en cuyo nombre se piden resignación, sacrificios y aguante, que una concreta perspectiva para salir de las dificultades. Lo que es aún más cierto en la medida en que el invocado crecimiento está hoy dentro del sistema global de una economía concentrada en los intereses financieros. Asumiendo las finanzas como lugar central del desa­ rrollo o del derrumbe de las economías, se las debe considerar solo como un «centro de referencia» o de polarización, del que sin embargo depende el valor de los otros factores de la condición de todo sistema económico. Entre estos, interesa de manera especial el cambio de «valor moral» del dinero. Aquí está la verdadera novedad que interesa a los inquisidores: el dinero como valor sumo y homologador en cuanto tal, es decir, como fin y no como medio. O mejor, como fin y medio al mismo tiempo. Desde siempre, la vida y la riqueza forman un binomio. El dinero como motor no solo de la existencia individual, sino también de la po­ lítica, es un lugar común: pecunias oboediunt omnia [«el dinero todo lo allana»], dice el Eclesiastés (10, 19). Desde entonces, los dichos que han sintetizado esta relación se han multiplicado. Erasmo de Roterdam, en susAdagia, recuerda numerosos de ellos. De Cicerón, por ejemplo, es la sentencia: Robustissimus reí publicae nervus pecunia est [«el dinero es el nervio robusto de los estados»]. En suma: Pecunia regina mundi [«el di­ nero rige el mundo»]. Pero en el curso del tiempo ha cambiado el modo de concebir la riqueza: la riqueza que hoy identificamos en el anónimo capital financiero, pero que en otro tiempo era sobre todo propiedad de bienes inmuebles, influencia y autoridad sobre las personas y poder de mando. Durante mucho tiempo, el dinero no ha tenido valor exclusivo a la hora de diferenciar la posición social. Los banqueros, para aumentar su dignidad, compraban títulos nobiliarios. La distinción primaria no era en­ tre ricos y pobres, sino, en palabras del Magníficat (Le 1, 50), entre los potentes [potentados] y los humiles [humildes]. A menudo, los potentes 240

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eran también divites [opulentos] y los humildes esurientes [hambrientos]. Esta última, sin embargo, era una distinción secundaria (podían ser ricos impotentes y también —si bien raramente— potentes pobres). El dinero no era el fin, sino un medio. Era un medio entre otros, y, sobre todo, no era un fin en sí mismo para acumular cada vez más. Servía para construir carreteras, puentes, acueductos, catedrales; para armar ejércitos y hacer guerras; para corromper a los enemigos y aumentar el Estado; para or­ ganizar empresas comerciales en las Indias y en los territorios colonia­ les; para financiar las cortes monárquicas o para glorificar a un soberano y a su casa real. El dinero, en el Renacimiento, servía para satisfacer la sed de fama. En la época de la moral calvinista, la riqueza debía ser inver­ tida en las industrias familiares, de las que los empresarios se glorificaban de ser «los capitanes». Nunca, durante muchísimo tiempo, se aceptó la idea del dinero como bien en sí mismo, destinado a ser simplemente pro­ ductivo de más dinero. La controversia sobre la legitimidad de los intr reses madurados por el dinero prestado agitó a las iglesias cristianas. I cualquier caso, si bien dentro del progresivo distanciamiento de las pr hibiciones, quienes se dedicaban a tal tipo de actividades fueron mirado con sospecha, aunque no se hubiera tratado, según nuestros criterios, de usureros o de ladrones. Incluso cuando las barreras fueron abatidas por las exigencias de la economía basada en capitales de inversión y nacieron las primeras instituciones bancarias —las cajas de ahorro y los «montes»— el dinero no estaba al servicio de la especulación sobre el dinero: estaba al servicio de la actividad económica y comercial de las comunidades de referencia a través de préstamos destinados a su desarrollo. Hoy, el dinero concebido como medio se ha transformado en capital financiero. El capital financiero es dinero volátil, es decir, dinero que no se involucra en la llamada «economía real» y, de consecuencia, se sustrae a los ciclos productivos para producir simplemente más dinero. Exacta­ mente igual que las cuatro monedas de oro de Cario Collodi, enterradas y regadas en el Campo de los milagros para producir más monedas a mi­ llares, como se hace con las habas o con las calabazas7. La candidez de Pi­ nocho aparece desnuda ante los ojos de los demás; la destreza de los espe­ culadores, que riegan el dinero con más dinero, está cubierta por teorías e instituciones financieras que se presentan con el traje de la ciencia y de los consultores financieros. Pero no es muy distinto. El dinero se ha convertido en medio y fin al mismo tiempo; sustraído a la producción y al consumo, es decir, a las actividades industriales, cam7. C. Collodi, Le avventure di Pitiocchio. Storia di un burattino [1881], Einaudi, Turín, 2008, pp. 135-138. [Las aventuras de Pinocho, Alianza, Madrid, 2014, cap. XII]. 241

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bia de destino. Sirve para mantenerse y expandirse a sí mismo a través de la especulación financiera que se ejercita en la compraventa de «pro­ ductos financieros». La capacidad expansiva parece ilimitada. Basta solo con usar la astucia y la perspicacia en las inversiones y con saber cargar a otros los riesgos «derivados» de las inversiones azarosas. Es más, la verdadera habilidad de quienes manejan los capitales financieros está precisamente en alargar la secuencia de las conexiones para hacer que se pierda la pista de las responsabilidades. Los primitivos y poco refinados panes que los inquisidores ofrecen a los hambrientos, con el fin de que corran como un rebaño de ovejas, dig­ nos y obedientes, aunque con la constante preocupación de que la mano se retire y deje de haber panes8, se han transformado en dinero abstracto y la carrera no tiene fin: los ricos para enriquecerse, los pobres para ha­ cer frente a la propia pobreza. El dinero es medida de todas las cosas, a los ojos de todos. Los panes del desierto servían para quitar el hambre a los hambrientos y, una vez alcanzado ese fin, se podía pensar que, en la sobreabundancia, ya no servirían, y que su utilidad disminuiría progre­ sivamente. En cambio, el deseo de dinero no cesa jamás. El ser humano se ha convertido en «hombre de dinero». Quien más tiene, más desea tener: Crescit amor nummi quantum ipsa pecunia crevit [«cuanto más crece la riqueza, más crece el amor por el dinero»], según las palabras de las Sá­ tiras de Ju venal. ¿Es necesario expresar con palabras la fuerza homologadora que des­ encadena esta carrera generalizada hacia el dinero y hacia su dilatación a medida de todo? Una carrera que, claro está, merece juicios distintos se­ gún las condiciones de abundancia o de indigencia de los participantes en la carrera misma, pero que, en cualquier caso, ejerce sobre todos ellos una fortísima influencia homologadora respecto a un bien que, en sí mismo y teóricamente, está igualmente al alcance de todos en régimen de formal igualdad. Todos corren por lo mismo y hacia lo mismo; quien está delante es objeto de admiración y de envidia social por parte de quien está detrás, al menos mientras la esperanza de participar con algún éxito y poder al­ canzar lo sobrante pueda ser de algún modo alimentada, aunque no fuera más que con la ilusión de la buena suerte en el juego de azar de la vida. Cuando muera la esperanza porque las distancias se muestren insuperables y sobrevenga la desesperación, a la admiración y a la envidia seguirán la desilusión y el desprecio, y entonces el círculo habrá quedado destruido. Pero mientras sea y siga siendo así, el dinero será la única medida de todas las cosas, monopolizará las energías e impedirá mirar alrededor para ver 8. FK 337. [HK 409 (II parte, libro V, cap. V)].

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si acaso no hay otras dimensiones del vivir a las cuales merezca la pena dirigir la propia libertad.

Presente ideológico Todo lo que es materialmente posible es igualmente admisible. Admisi­ ble y posible son lo mismo. Esta es la conclusión a la que lleva inevitable­ mente la eliminación de la distinción entre el bien y el mal que deriva de la ausencia de libertad. Lo que importa es satisfacer inocentes jueguecitos, como dice el Inquisidor. La ciencia y la tecnología, de este modo, están movilizadas para producir siempre nuevas ocasiones de distracción y so­ laz que amplían el campo de lo posible y de lo deseable. El desarrollo de la ciencia y de las aplicaciones tecnológicas está promovido por una fue1 za irresistible. Las causas y los fines del desarrollo no se reducen, cía está, a la satisfacción de fútiles aspiraciones, pero está igualmente cía que la incluyen. Sin embargo, puesto que las aspiraciones satisfechas si apagan, es necesario alimentarlas siempre con nuevas, por más que estén vacías. Es más, en el desarrollo incesante y siempre más rápido de la in­ novación tecnológica, los bienes puestos a disposición en el mercado de los deseos se anticipan a los mismos deseos, e incluso los suscitan, y los ca­ nalizan hacia cosas cada vez más inútiles, pero percibidas como necesarias, cuyo sentido es la satisfacción del deseo en cuanto tal. Tú quieres desear y yo te lo permito: precedo y alimento ilimitadamente esta inclinación tuya y te procuro siempre nuevos motivos para desear, haciéndote ver y tocar los medios para saciarte, no solo como si fuesen abstractamente posibles, sino como realmente alcanzables. También a propósito se puede repetir algo semejante a lo que acabamos de decir respecto del dinero, es decir, de su transformación de medio en fin. En el campo de la satisfacción de* los deseos, los objetos tienen una doble función: satisfacen deseos existen­ tes y, al mismo tiempo, promueven deseos futuros. Esta es la ley que, como la que promueve dinero con dinero, promueve bienes con bienes, deseos con deseos: círculos viciosos de consecuencias incalculables que están en la base de lo que se denomina «desarrollo» y que procede como las neoplasias. La impresión es la de un gran dinamismo, pero su movi­ miento es un dar vueltas frenéticamente alrededor de lo mismo. El resorte psicológico es el deseo. En Los hermanos Karamázov se va más allá, o mejor, se va contra el programa de Shigaliov que, en cierto modo, bien podría considerarse como precursor del programa del Inqui­ sidor. En Los demonios se trataba de «apagar los deseos» y de impedirles nacer a través de convulsiones y violencias provocadas ex profeso cada 243

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cierto tiempo9; ahora, en cambio, el programa es opuesto: hay que ali­ mentarlos y saciarlos para aplacar las angustias del vivir. Zosima lo dice con claridad: los inquisidores necesitan infundir «una multitud de insen­ satos y estúpidos deseos, de insulsas costumbres y fantasías»10. Los in­ quisidores de nuestro tiempo, los «doce mil de cada generación», son los innovadores por la innovación, destinada a producir bienes siempre de «nueva generación» que ofrecer a los deseos colectivos, espontáneos o ex­ citados por adecuadas campañas promocionales que se sirven de técnicas de persuasión cada vez más sofisticadas. Los inquisidores dirán que esta es la libertad, la libertad de satisfacer los propios deseos según lo que ha sido y será puesto para que se pueda slegir11. La masa de millones de millones, a su vez, se «persuadirá, como /amas lo ha estado, de que es plenamente libre, mientras con sus propias manos nos han traído su propia libertad y humildemente la han deposita­ do a nuestros pies»12. Pero ¿qué tipo de libertad es esta? Es la libertad del consumidor, la li­ bertad de decidir cómo satisfacer los deseos, no la libertad de determinar los deseos según orientaciones morales. «El secreto de la existencia —se ha dicho13— no está en vivir por vivir, sino en tener un fin para vivir». Los inquisidores saben que para llevar a cabo su misión no pueden no dar fi­ nes. El fin es la satisfacción de los deseos que ellos mismos proponen en las campañas de marketing. El marketing es una verdadera ciencia que, cuan­ do envuelve completamente la vida de los individuos, de sus comunidades y de sus estados, es ideología pura y simple que excluye distintos modos de concebir la existencia, sus fines y su libertad. Como toda «ideologización» de lo existente, también esta es ideología del statu quo. El único discurso público admitido es el de la defensa, la perpetua­ ción, la multiplicación, la eficacia de los procesos en curso de realización. Quien se coloca fuera de estos límites no es un adversario que propone otras ideas, posibles y distintas, del vivir civil, sino un fautor de desastres o, en la mejor de las hipótesis, un inocuo soñador de mundos fantásticos. La ideologización es también ideologización que se traduce en dictadura del presente y en anulación de quien está fuera de esos límites. El presente cultural impide pensar de otro modo y selecciona los pensamientos de tal modo que solo los funcionales tengan acceso a la esfera pública. 9. 10. 11. 12. 13.

Véase supra, pp. 129-130. Véase supra, p. 111. FK 344. [HK 418 (II parte, libro V, cap. V)l. FK 336. [HK 407 (ibid.)\. FK 340. [HK 412 (ibid.)]. 244

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El acceso al discurso público está abierto o cerrado por los llamados tnass media. Médium es una palabra de significado plural e intrigante: medio, como algo que vale por instrumento para algo distinto; medio, en el sentido de algo que está en la mitad, que es mediano o mediador, me­ dio como algo que expresa una media. Este último significado a menudo es olvidado, pero interesa de manera muy particular para la cuestión de la ideología del statu quo y de la opresión del presente. Para poder ocupar la posición mediana y llevar a cabo una función mediadora, los mensajes que pasan a través de los mass media tienen que adaptarse a la percepción media, y la percepción media es la que está en la norma, en la normalidad. Las asperezas tienen que ser limadas, es decir, minimizadas y, eventual­ mente, silenciadas. Los mensajes que «pasan», de la infinita masa de los mismos, son elegidos a través del criterio selectivo de la capacidad d' pasar del emisor a un destinatario cuya capacidad receptiva varía, ciar está, de un sujeto a otro; pero, en cualquier caso, no se trata de una tabl blanca sino que es una tabla colorada, predispuesta por el continuo e im­ perceptible trabajo ideológico al que está sometida. En 1967 se publicó un libro de Marshall McLuhan y Quentin Fiore titulado The Médium is the Massage: An Inventory of Effects. El término massage contenía un evidente error tipográfico. La célebre tesis de McLuhan es the médium is the message. Se cuenta que él mismo impidió de manera entusiasta que se procediera a la corrección, no solo por el gusto del juego de palabras (mes­ sage [mensaje], message [era de desbarajustes]; massage [masaje], massage [era de masas]), sino porque efectivamente los medios, cada uno según sus propias características técnicas, «masajean» la forma mentís de los receptores, disolviendo las contracturas, desenmarañando y estirando los tejidos sobre una superficie lisa. Nada más apropiado para describir metafóricamente la función de los medios como promotores de medias. Las medias son medianas, y mediana existe solo una por ámbito. Eliminan lo que está por encima y por debajo de su línea. Y si el ámbito tiende a ser total (la «aldea global» de McLuhan), la mediana tiende a ser una sola. La cultura, condicionada por los medios, a su vez, de liberación se transforma en guiño y conven­ ción, es decir, en «monocultura». Los que se dedican a las profesiones intelectuales tienen que adaptarse si quieren no quedar colocados fuera del «círculo formidable» que, en la sociedad de masas, envuelve y apaga a los espíritus libres y crea «extraños entre nosotros», de quienes habla Tocqueville14. 14. A. de Tocqueville, La democracia en América, Trorta, Madrid, 2010, el capítulo «La omnipotencia de la mayoría en los Estados Unidos y sus efectos*», p. 460. 245

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A su vez, sin embargo, el «círculo formidable» ofrece a la cultura que se le adapta los instrumentos para inflar sus ambiciones, transformándola en «industria cultural». La transformación de la cultura en industria es un tema clásico de la literatura de denuncia de las perversiones de las «so­ ciedades avanzadas» moldeadas por la comunicación de masas. También el arte, aquello que debería ser más creativo e irrepetible, se convierte en un producto como los demás, reproducible hasta el infinito, consumible, una mercancía que el público compra o es inducido a comprar con la mis­ ma falta de gusto personal con el que compra una pastilla de jabón o un par de zapatos. Frente al producto de la industria cultural el individuo no tiene que trabajar con su propia cabeza: el producto se vende acabado y listo para el consumo. No tiene que pensar, sino divertirse; no tiene que estar turbado, afectado, atormentado, sino que tiene que estar distraí­ do, amansado, pacificado consigo mismo y con la sociedad. El efecto es de un general embotamiento, una nivelación de los gustos y de las aspi­ raciones, una completa e incruenta despersonalización, la eliminación de la silenciosa reserva de la vida privada a cambio de una impúdica y ruidosa publicidad: «La industria cultural ha realizado malignamente al hombre como ser genérico. Cada uno es solo aquello en virtud de lo cual puede sustituir a cualquier otro: fungible, un ejemplar»15. En esta situa­ ción, hablar aún de libertad puede parecer una blasfemia, un modo de nombrar el nombre de Dios en vano; una palabra demasiado solemne para un mundo tan contentadizo y a la baja, donde en lugar de la inteligencia personal priman la repetición, la imitación, la adaptación, la aceptación incondicionada de la lógica del poder. El protagonista, si aún puede usarse esta palabra de otras épocas, de la sociedad dominada por la industria cul­ tural es el siervo sublimado y satisfecho, en puridad lo contrario del ciu­ dadano de Rousseau, que estaba «obligado a ser libre»16. Creando sentido común, y no admitiendo el sentido común ninguna forma de disensión, la industria cultural no hace más que crecer sobre sí misma, cerrando pro­ gresivamente el círculo y haciéndolo cada vez más impermeable. Presente político El presente económico e ideológico sin alternativas repercute, en conse­ cuencia, sobre el presente político. Para poder entrar con buen pie en los 15. M. Horkheimer y T. W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, ,02016, p. 185. 16. N. Bobbio, Libertó, en Etica e política, Mondadori, Milán, 2009, pp. 873 s. [.Li­ bertad, Paidós, Barcelona, 1993]. 246

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pliegues de la cuestión, es útil tener presente la diferencia entre la polí­ tica de los modernos y la política de los antiguos. La política en sentido moderno es una actividad de conjunto que tiene que ver con la dirección del gobierno de colectividades enteras. Se la pue­ de especificar respecto a los distintos ámbitos a los que se aplica: política interior, exterior, económica, social, cultural, etc. Pero estas particiones son solo elementos de una actividad práctica —la política sin adjetivos— que tiene que ver con el conjunto, cuyo gobierno recae, como tarea, sobre los hombros de los «políticos», a quienes compete darle una u otra direc­ ción. Lo que designamos con el nombre de «lucha política» es la con petición por acceder a las palancas del poder para imprimir a la vida si cial una u otra dirección. En suma: la política presupone la posibilidad di «elecciones políticas». Si falta esta posibilidad, se puede hablar de política solo en el sentido de «poder público». «Tú y yo, querido amigo ¡scribía John Adams a Thomas Jefferson en la época de la Revolución america­ na—, hemos sido enviados al mundo en una época en la que habrían que­ rido vivir los grandes legisladores de la humanidad. Pocos hombres han tenido más oportunidad de elegir un gobierno para sí y para sus hijos de la que han tenido de elegir el aire, el suelo o el clima»17. La libertad de la po­ lítica, en cuyo nombre se proyectan reformas y se preparan revoluciones sociales, nace precisamente de este presupuesto: que la política y los políti­ cos pueden gobernar las condiciones de existencia de las sociedades y por tanto tienen poder para establecer los caracteres de estas últimas. Por eso es necesario que en el debate público existan ideas y proyectos políticos, y que, si existen, no sean relegados entre las utopías de soñadores, sino que se presenten como posibilidades realistas de acción práctica y se presten por tanto a convertirse en proyectos de sociedades actuales. En la Antigüedad no se pensaba así. La política se definía como cien­ cia práctica, y tenía por objeto el cuidado (de la felicidad) de los ciudada­ nos. La actividad práctica estaba concebida en estrecha dependencia del conocimiento del bien objetivo, es decir, del «buen gobierno» de la polis: ciencia cognoscitiva a la que sigue el mando técnico-ejecutivo. Por ejem­ plo, en Platón la definición de la que él define como «arte regia» procede a través de sucesivas aproximaciones y distinciones a partir de la «cría en grupo de los animales que caminan, no tienen cuernos y son bípedos de especie no cruzada». La analogía de los gobernantes es, pues, primera­ mente con los pastores de hombres, cuyos modelos son, por semejanza, los tejedores de tela, los médicos, los maestros de gimnasia y los pilotos 17. Cit. por T. Bonazzi, «Un ‘cosrituzionalismo’ rivoluzionario. II Demos basileus c la nascira dcgli Stati Uniti»: Filosofía política (1991), p. 283. 247

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de las naves. Todos ellos, cuando actúan según las reglas del propio ám­ bito, se asemejan a quienes ejercen el «arte regia» en la polis: «Digamos pues que esta [el arte regiaj ha conseguido su fin legítimo, que es cru­ zar los caracteres fuertes con los moderados formando un sólido tejido, compuesto con perfecta [rectal tejedura... el arte regia, uniendo a estos hombres diversos en una vida común mediante los lazos de la concordia y de la amistad, realizando el más magnífico y el mejor de los tejidos hasta formar un todo, y abrazando a la vez cuanto hay en los Estados, lo mis­ mo a los esclavos que a los hombres libres, lo estrecha todo en sus mallas, ' manda y gobierna sin despreciar nada de lo que puede contribuir a la rosperidad y a la felicidad del Estado»: así concluye el Político, con las /alabras del «extranjero de Elea»18. Esta concepción objetiva de la política no incluía en modo alguno la lucha y las conjuras por el poder, que en las sociedades antiguas eran per­ manentes y feroces y se manifestaban como stasis y guerra civil: el pue­ blo llano contra los ricos; el príncipe contra los oligarcas; el pueblo lla­ no contra el príncipe, según alianzas cambiantes. Sin embargo, se trataba de quién debía alzarse con el gobierno, que se entendía siempre como «el buen gobierno». Se discutía si el buen gobierno —lo que Aristóteles deno­ mina politeia— sería mejor si estuviera asegurado por muchos, por pocos, o solo por uno, y así teorizaban sobre las tres clásicas «formas de gobier­ no»: la democracia-oclocracia, la aristocracia-oligarquía y la monarquíatiranía. Se trataba, claro está, de «formas», juzgadas mejores o peores res­ pecto al mismo fin general; no se trataba, por tanto, de programas, es decir, de proyectos políticos distintos, igualmente posibles, sobre los que los contendientes pudieran abrir controversias19. La política en sentido moderno, en cambio, es libertad política y ne­ cesita de ideas proyectivas en conflicto entre sí: esto comporta su carácter potencialmente innovador sobre la base de ideas «proyectoras». La política en sentido antiguo las rehúye. Esta se nutría de ideas prácticas «resolven­ tes», de cuya eficacia técnica se podía discutir mientras estuviese claro que tenían que servir para confirmar, no para innovar. Dado lo que se ha dicho sobre la opresión del presente en el terreno económico y en el terreno ideológico, la consecuencia sobre la política está bastante clara. Nuestro tiempo, desde el punto de vista político, se asemeja mucho más al tiempo antiguo que al moderno. La posmodernidad es una vuelta a la Antigüedad. La frustración [en el sentido de hacerse vana] de 18. Platón, Político, 31 lb-c. 19. La discusión más célebre a este proposito, y la más influyente, es la de los tres no­ bles sabios persas, narrada por Heródoto en el libro III de sus Historias. 248

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la lucha política, la ausencia de alternativas, el vaciamiento de las institu­ ciones democráticas y los «gobiernos técnicos», son todos ellos signos de la despolitización moderna, en favor de una suerte de idea antigua, como garantía de un eterno presente que deja fuera de la discusión el problema de los fines, es decir, de la confrontación entre distintas ideas de justicia. Se dirá: ¿no hay quizá una idea política dominante, o mejor, una ideología que domina la sociedad de nuestro tiempo, condiciona los go­ biernos, hace necesaria su acción y la dirige, pide a los ciudadanos sacrifi­ cios enormes, como si estuviera bajo una ley de necesidad? La hay, claro está. Pero es una idea que lo envuelve todo y no prevé alternativas, por lo que es impolítica: el carácter absoluto de la ley del mercado, o mejo’ de los mercados globalizados, donde el legislador que ha hecho esta 1< obligatoria se ha escondido en la invisibilidad, en la incontrolabilida en la inevitabilidad, es decir, en la esfera de la necesidad o del destine Si la posibilidad de elección está prohibida, estamos fuera de la política, o, por lo menos, de la libertad política. Mega- y gigastore Como lugar-símbolo que en la psique colectiva representa el predominio del dato o del estado (de la raíz sí-, que en las lenguas indoeuropeas in­ dica lo que es y es esíable) y que expresa con evidencia el moldeamiento en serie de las vidas, se puede tomar el gran almacén, hoy convertido en ciudad-almacén de compra y venta. Ambientaciones fingidas donde se amasan mercancías chispeantes que huelen a pegamento ácido, luces arti­ ficiales, aire acondicionado y climatizado, seductores recorridos obligato­ rios que te guían por escaparates y te suscitan necesidades antes inadver­ tidas, box de información como en un ministerio, colas de personas para miles de objetos de los que en cualquier vida simple se podría prescindir pero que son emblemas de la vida «moderna» y «de buen gusto», pesa­ dillas de cosas, dolor de cabeza de quien se siente subyugado, parques de juegos para niños, restaurantes-cantinas-comederos: este es el nuevo há­ bitat, perfectamente artificial y, al mismo tiempo, perfectamente natural según la concepción de los nuevos templos de la homologación respecto a los objetos que poseer y consumir. En un solo domingo, en uno de estos «no-lugares», donde pueden transcurrir horas y horas sin establecer una relación entre el ambiente y tú que te haga decir: estoy allí, pueden pa­ sar 22000 personas, contadas con detector a la entrada20. 20. M. Auge, Los «no lugares», espacios del anonimato: una antropología de la sobremodernidad [1992], Gedisa, Barcelona, 2000. 249

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Invocas una mirada amiga y no la encuentras, porque cada cual sigue su propio demonio que lo guía hacia su meta. Si logras pillar a un «emplea­ do» te das cuenta de inmediato de que ha seguido un curso sobre como «tratar» al cliente. En un ministerio, el trato es hostil; pero puedes poner­ te a gritar y esto es ya una satisfacción. Aquí no, porque los empleados han sido adiestrados para tratarte bien y ni siquiera tienen necesidad de convencerte de lo que necesitas y de elogiar la calidad de la mercancía, porque de ello ya estás convencido desde el principio por el «catálogo» que has recibido en casa o que has consultado por internet; se da por descontado que estás ya enganchado. No eres un ser humano, sino que eres el «cliente tipo» que cabe dentro de una categoría preparada por el marketing. Ellos saben, porque se lo han enseñado, cómo tratarte bien se­ gún la tipología de comprador en la que, sin que tú lo sepas, te han clasifi­ cado. Tú estás de fiesta y ellos, más que «empleados», son los encargados de la fiesta; o, al menos, es un rito y ellos son los sacristanes. Son burócra­ tas oraculares que conocen más sobre tus exigencias de lo que crees saber tú mismo. Te «rellenan», cuando pides, por ejemplo, una cocina, con los espacios, los centímetros, los enganches, los colores: algo que te hace en­ tender que estás dentro de una caja donde las medidas y el aspecto de las cosas prevalecen sobre ti. No hay que equivocarse con el ordenador, si no todo salta por los aires y hay que empezar de nuevo. Cada cosa tiene su código, hasta el más minúsculo tornillo; cada «orden» se multiplica en un número infinito de «códigos», en listas en lenguas incomprensibles que se traducen en fórmulas y logaritmos. Tienes que entrar en un megastore o, mejor aún, tienes que «navegar» en un gigastore, para entender los desastres que se producen en la mente de la gente. Allí se va, no solos, sino con la familia, grandes y pequeños, o con las amigas, y se comenta y se elige, se decide y después se vuelve atrás al estand precedente o a la página web que acabas de mirar y se vuelve a empezar de nuevo, porque el placer está en la elección de la cosa más que en la cosa. Familias, hombres y mujeres que compiten sobre quién sabe «decorar» mejor la propia casa con cosas falsas, artilugios de cocina superfluos, accesorios para el «salón» que no sirven para nada; compra­ dores que se sienten importantes porque hay quien se toma en serio el colchón, el edredón, la alfombra, la silla, el comedor; novios que sueñan allí, en vez de hacerlo en el claro de luna, su futura vida juntos. Pero es un placer agresivo hasta que no queda satisfecho. La satis­ facción, sin embargo, contiene un vacío: has elegido, sí, pero eligiendo has excluido lo que habrías podido elegir y no has elegido. ¿Estás verdadera­ mente seguro de que lo que has elegido, entre innumerables posibilida­ des, era lo mejor? ¿No te llevas dentro de ti el reconcomeo de la duda de 250

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haberte equivocado? La satisfacción se mezcla con la insatisfacción. Se queda uno confuso e impaciente. Los niños multiplican sus peticiones y llantos. De mercancías, marcas y griffes [etiquetas] saben casi más que los adultos. Ai final, puedes incluso salir entre montañas de mercancías que se escalan solo con elevadores, llevando en la mano un cactus enano o un juguete para el niño que ha tenido una rabieta para que se lo com­ praras, y que una hora más tarde ya habrá destruido o lo habrá olvidado en algún sitio. Así se pasa el tiempo libre. La opresión del presente, en sus tres dimen­ siones, necesita tiempo «libre» que se pasa de este modo. Aquí, en esta ex­ posición universal, permanente y descentrada, madura en ti una impresiói de la que durante días no consigues liberarte: el Inquisidor ha ganado. Ha¿ ido tú mismo, como a una fiesta, a este paraíso de los niños. Si, por ven­ tura, tienes que pasar una tarde en semejantes lugares (y miles, repeti­ damente, pasan en ellos días enteros deseando poder pasarlos) y logras mantener una mirada crítica, sales de allí modificado, disgustado y rebela­ do. Pero, si el espíritu crítico sucumbe, sales adaptado y satisfecho. A la salida te regalan incluso un «bono» para una «consumición» en el bar que está cerca del restaurante. Y al final te preguntas qué significan este café y este croissant: ¿confortación o ironía? Acabas de colaborar en una operación «política», acabas de contribuir al crecimiento de una To­ rre, de uno de esos hongos que desertifican los alrededores, que sustituyen los parques de vegetación y los jardines con aparcamientos de chapa, que destruyen sabores, gustos y tiendas, y que normalizan la variedad de los deseos y de las compras en unos pocos puntos de venta que te capturan, fingiendo respetar tu libertad. Es la libertad del consumidor, coherente con el poder concentrado del productor. Quizá estás aturdido, y quizá disgustado con un disgusto semejante al que experimentaba Dostoievski cuando observaba la inundación de visitantes en la Exposición Universal. Un caramelo puede ser útil, piensan, si es ofrecido gratuitamente.

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Capítulo 5 NIHILISMO

Tipos nihilistas La palabra «nihilismo» encierra en sí numerosos significados. Es una en­ crucijada donde se encuentran las muchas y muy diversas desilusiones me­ tafísicas de nuestro tiempo. La Rusia de mediados del siglo XIX estaba llena de nihilistas. Turgeniev, en Padres e hijos, a través de la figura de Bazarov, da una definición de ellos: individuos para quienes no cuenta nada la au­ toridad, cualquier tipo de autoridad, tanto moral como convencional. Los demonios se considera generalmente como «el tratado» dostoievskiano sobre el nihilismo, pues contiene, de hecho, un repertorio de figuras «ni­ hilistas»: Stavroguin, el esteta completamente amoral; Verjovenski hijo, el terrorista del vacío, de la anomia como fin en sí misma; Verjovenski padre, el «muy respetable» parásito vanidoso, rico solo en palabras hueras (que al final, sin embargo, rescata su dignidad). Todas ellas son represen­ taciones individuales. A ellas, en Los hermanos Karamázov, se suma la potente figura de Iván, el que rechaza no a Dios, sino la creación de Dios, y, de tal modo, del modo más radical, coloca a lo humano en el sinsentido absoluto. En el fondo, un nihilismo que negara a Dios y, en general, cualquier dimensión transcendente, sería aceptable y, en la muerte, daría incluso un sentido a la vida: los propios huesos que se consumen en el entumecimiento primave­ ral de un cementerio de montaña son, o pueden ser, un pensamiento muy consolador de recomposición con las fuerzas de la naturaleza que siempre se reniega. En cambio, no hay ninguna consolación en el pensamiento de estar en el mundo sin ningún sentido, porque sentido lo hay, pero está fue­ ra, y entre el sentido de aquí abajo y el de allí arriba hay una cesura moral que hace inaceptable, o mejor, repugnante, la promesa de una justicia re252

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mitida a un tiempo que no es el nuestro, mientras las mayores injusticias pueden ser perpetradas impunemente por los prepotentes contra los im­ potentes (los niños, en primer lugar). Esta es la posición nihilista de Iván, distinta de la de los demás, porque en él la riqueza de la tensión moral está acompañada de la desilusión. De este modo, puede ser definido (y diferen­ ciado de los demás) como un nihilista por consternación y por desespera­ ción, y por tanto inclinado a la autodestrucción no por a-moralidad, sino, al contrario, a causa de su frustrada tensión moral. Estas figuras del nihilismo, tan diversas, están unidas, sin embargo, por la común dimensión del fracaso existencial. Hay, además, una figura de nihilista que se podría definir «por paradoja»: Kiríllov, en Los demo nios. La suya no es la condición de la ausencia de sentido, sino, al contri rio, del exceso. El fin es muy alto, liberarse del peso de lo humano y ele varse a lo divino, es decir, a la libertad suprema. El gesto espasmódico —el suicidio— con el que invierte la figura del «Dios que se hace hombre» en la del «hombre que se hace dios» alcanza la meta, pero, en el momen­ to en el que la alcanza, crea el vacío, se anula en la autodestrucción. Este tipo de «suicidio filosófico» quiere el todo y abraza la nada: paradójico suicidio de soberbia extrema. Hay mucho más en Kiríllov que en el «ultrahombre», el Übermensch de Nietzsche, que llama a la destrucción de los valores de la tradición, sintetizada en la fórmula hipernihilista de la «muerte de Dios», a superarse a sí mismo y a volver a empezar de nuevo desde el principio, desde la tabula rasa desde la que habrá de nacer no un nuevo dios sino una nueva humanidad. Este nihilismo —podría decir­ se entonces— es una fase de tránsito hacia una nueva aurora de la huma­ nidad caracterizada por la «voluntad de poder»1. En Kiríllov no hay, en propiedad, ningún intento de transición de una época a otra, libre esta última del peso de la primera (como en el ultrahombre nietzscheano), sino un intento de transustanciación que se resuelve en el autoanonadamiento, no en la superación de sí.

«Qohéleth» Hay también otro tipo de nihilismo, el nihilismo del «nunca pasa nada», todo es una sempiterna repetición en la que los seres humanos son sim­ ples marionetas: «El sol sale y se pone, y se dirige afanosamente hacia el lugar de donde saldrá otra vez. El viento va hacia el sur y gira hacia el 1. C. Ciancio y F. Vercellone (eds.), Nietzsche e Dostocvskij. Origitti del nichilismo, Trauben, Turín, 2001. 253



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norte; va dando vueltas y vueltas, y retorna sobre su curso. Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena; al mismo lugar donde van los ríos, allí vuelven a ir. Todo está en movimiento y nadie podría explicar el motivo. No se sacia el ojo de ver ni el oído de escuchar. Lo que fue, eso mismo será; lo que se hizo, eso mismo se hará: ¡no hay nada nuevo bajo el sol! ¿Hay acaso algo de lo que pueda decirse: ‘Mira, esto sí que es algo nue­ vo?» (Qoh 1,5-10). Con estas palabras de desesperación de Qohéleth, hijo de David, rey de Jerusalén, nos acercamos al Inquisidor y a su mensaje. El nihilismo asu­ me carácter estructural de colectividad humana. No tiene que ver con la constitución moral de los individuos: tiene que ver con la psicología social, es decir, con la forma mentís de la entera sociedad. Pero con una diferen­ cia respecto al Predicador: el viento que da vueltas sobre sí mismo es el re­ sultado de la acción de gobierno sobre los hombres. El viento que soplase libremente «bajo el sol», cuando se desencadenaran sus fuerzas, sería catas­ trófico, y conduciría no hacia un fin, sino hacia el final de la humanidad. He aquí, pues, la misión de los inquisidores: hacer de modo que el viento dé vueltas siempre de nuevo, de manera que su movimiento se traduzca en el estar parado dando vueltas sobre sí mismo, para evitar la catástrofe.

Nihilismo en grande Este dar vueltas sobre sí, sin salida, sin alternativas, sin esperanza, como en una jaula, es otra forma de nihilismo. Hay un nihilismo cognitivo: nada puede saberse de la verdad, así que no existen ni lo verdadero ni lo falso; un nihilismo evaluativo: nada vale más que nada, así que no existen ni el bien ni el mal; hay un nihilismo moral: el mal existe, pero no es rescatable en el bien; hay un nihilismo existencial: la vida no vale más que la muerte. En las figuras nihilistas dostoievskianas encontramos mezclados todos estos factores de sinsentido. Pero luego está el nihilis­ mo en grande, digámoslo así, el que afecta y modela a la sociedad ente­ ra. El proyecto del Inquisidor es, de hecho, este nihilismo en grande: las relaciones entre los seres humanos están, o mejor deben estar, determi­ nadas por fuerzas imperiosas anónimas y despersonalizadas respecto a las cuales, por el propio bien, no hay nada que hacer más que adaptarse. A las tres célebres preguntas kantianas: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?2, con respecto a la red de relaciones en 2. I. Kanr, Crítica de la razón pura, «Doctrina trascendental del método», cap. II «Canon de la razón pura», scc. 2 (A805/B833). 254

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que se está colocado, la respuesta unívoca del Inquisidor es: nada. No puedes ni debes conocer, no puedes ni debes hacer, no puedes ni debes esperar. Cada una de estas facultades se entrelaza con las otras. Puesta una en movimiento, también las otras empiezan a moverse, con resul­ tados catastróficos para todas. Por eso hay que tenerlas apagadas a las tres. La vida debe resolverse en mera existencia, en conservación de lo que hay. La libertad que nos haría buscar lo que no hay se resolvería en catastróficos resultados existenciales. El «dato» es el marco a-moral de toda existencia. En el proyecto del Inquisidor encontramos el nihilismo elevado a la máxima potencia, aplicado a la existencia no de los individuos, sino de la humanidad entera. La seguridad que deriva de la aquiescencia al «dato», al precio de la sustracción de la libertad. El Inquisidor sabe perfectamen te que los esclavos también son rebeldes. Esta segunda connotación es precisamente lo que, a sus ojos, justifica, o mejor, ennoblece, su misión: separarla, y, una vez separada, apagarla, en vista de la existencia que el espíritu de rebelión podría poner en peligro. Mientras que el nihilismo de los Stavroguin, de los Verjovenski padre e hijo, de Iván Karamázov, es de carácter individual, el nihilismo del Inquisidor es un proyecto políti­ co que intenta moldear por sí mismo la entera multitud de los seres huma­ nos, apagando en ella la aspiración al conocimiento de lo verdadero y lo falso, del bien y del mal, de la vida y la muerte. Entropía social negativa, podría decirse: es decir, reducción progresiva del desorden y del movi­ miento, hasta alcanzar el estado de perfecta inmovilidad elemental. Cuando el Inquisidor intima a Cristo, en la conclusión de su diálogo, diciéndole: no vuelvas más, nunca más, desvela completamente su proyec­ to. Cristo es el signo supremo de la contradicción, que genera inquietud y molesta al orden constituido. «Nunca más» significa: ni ahora ni nunca. La historia de la humanidad se detendrá cuando el proyecto del Inquisidor, que está solo en sus comienzos, sea completado. La existencia queda­ rá fijada al dato. La idea misma de un futuro distinto del presente será aplastada, y con ella, por tanto, también la idea del final de los tiempos, donde se sitúa la promesa del gran retorno de Cristo, y, con él, del triun­ fo de la justicia: fin de los tiempos, es decir, consumación de la historia. El carácter anticrístico del Inquisidor se manifiesta en este punto con la máxima claridad: no consumación, sino negación de la historia. ¿Acaso hay algo, más que esto, que sea capaz de garantizar «paz y seguridad» y, al mismo tiempo, merezca el nombre de nihilismo?

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Nihilismo en profundidad Si del programa profético del Inquisidor volvemos la vista a las condicio­ nes del tiempo presente, podríamos sorprendernos de la distancia entre el primero y las segundas. El Inquisidor parece haber fracasado completa­ mente en su intento. Nunca como ahora los seres humanos, tanto indivi­ dual como colectivamente, se habían mostrado tan insatisfechos, inquie­ tos, inestables, competitivos, agresivos. La tarea del Inquisidor era la liberación de la angustia de la libertad y la donación de seguridad y de paz, un don que habían de recibir «rodos juntos»; en cambio, nunca como aho­ ra estos «todos» están atormentados por la insatisfacción, por la inquie­ tud, por la inestabilidad, por la competición, por la agresividad, «cada cual por sí mismo», individuos, pueblos y gobiernos. Pero ¿es verdaderamente un fracaso el balance del Inquisidor? Quizá se haga necesario, antes de sacar conclusiones, mirar a nuestra condición con un poco más de profundidad. Quizá haya que trazar una línea divisoria entre lo que, por así decir, está debajo, en la profundidad, y lo que está encima, en la superficie. Debajo, en la estructura, «no hay alternativa»; las alternativas habría que buscarlas en la superestructura. Lo que aquí entendemos por una y otra, estructura y superestructura, resulta de lo que sigue. La estructura es el conjunto de las fuerzas que nos afectan a todos co­ lectivamente y que establecen las condiciones en las que se desenvuelven las existencias individuales. Es la esfera que antes ocupaban las institucio­ nes públicas, visibles y controlables, y que hoy se ha evaporado en forma de fuerzas anónimas, no precisamente identificables, despersonalizadas, que se reproducen inexorablemente según lógicas, automatismos e inte­ reses concretísimos, pero que, al mismo tiempo, no son controlables por nosotros, precisamente porque somos nosotros los controlados por ellas. Todas son abstracciones: los mercados, los inversores y las inversiones, los equilibrios financieros, el desarrollo y el crecimiento, la innovación, la competencia y la competitividad, la movilidad, etc., o, si acaso, cosas como «Europa» o «los italianos»: abstracciones que, a su vez, remiten a las precedentes abstracciones. Respecto a estas abstracciones y a sus «deman­ das», se vive en condiciones en las que, como suele decirse, «no hay al­ ternativas»: lo que equivale a decir que toda alternativa es, o es percibida como, imposible, catastrófica, por lo que hay que evitarla completamen­ te por «sentido de la responsabilidad». Hay siempre algo abstracto que se nos escapa, que «nos lo pide» inexorablemente, a lo que no se puede no decir rápidamente que sí, y, con mayor razón, es imposible responder que no, o incluso, simplemente, con el célebre «preferiría no hacerlo». Quien 256

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se refugiase en la fórmula de Bardeby, el escribiente de Hermán Melville3, para reivindicar como derecho fundamental la suspensión de la respuesta —la suspensión que toma distancia dejando intacto, es decir, «en poten­ cia», lo que podríamos pensar, hacer, ser—, es por sí mismo un traicio­ nero, un irresponsable. Hay que respetar las reglas de juego, porque si no es peor para todos. ¿Qué es lo que «nos piden»? Siempre, sin que falte ni una sola vez, el mantenimiento del statu quo —es decir, el mantenimiento de las condicio­ nes en las que puede desarrollarse el gran juego de los diversos potentados que atraviesan el mundo—. Lo que sin duda necesita «reformas», para re­ mediar el sistema de las relaciones cuando corre el peligro de atrancarse o de derrumbarse. Es más, cuanto más en peligro está el sistema, más «inelu­ dibles» son las reformas. Pero estas reformas son siempre y solo medidas de precaución y de preservación. En tales condiciones, la palabra «reformismo», que desde los tiempos del «socialismo reformista» indicaba la as piración al paso gradual de una a otra condición estructural de la socieda' ha cambiado completamente de significado: indica el consecuencialisn necesario para el mantenimiento de la situación frente a sus dificultada No se trata de movimiento y de capacidad de proyectar, sino de estabili­ dad, de renuncia a proyectar el futuro y de confirmación de lo existente. El uso de la palabra «reforma», en este contexto, es una demostración de la contorsión a la que se obliga a las palabras para hacerlas decir su con­ trario, contorsión propia del tiempo en el que vivimos, un tiempo de la mentira seductora que habría gustado mucho al Inquisidor. El reformismo del que se habla hoy es la forma actual del conserva­ durismo sin esperanza de cambio, como la «jaula de hierro» de la que ha­ blaba Max Weber, indicando así la alianza de legalismo y burocracia. La jaula actual no es menos inexorable, pero ha cambiado de componentes: intereses financieros y técnica ejecutiva. No hay que extrañarse de que el «gobierno de los técnicos» y «de los competentes» sin alma proyectora pa­ rezca hoy superar en legitimidad al gobierno de los políticos, pues esto no es más que una mera consecuencia a nivel institucional. Tampoco hay que extrañarse demasiado de que los gobiernos dependan cada vez menos de los parlamentos y de las elecciones, y se alternen unos a otros siendo más o menos idénticos en sus programas «reformistas». Y tampoco hay que extrañarse de que no sean los parlamentos los que orientan a los go­ biernos, sino que sean los gobiernos los que orientan a los parlamentos. Y también es una consecuencia lógica que a los «gobiernos» de las socie3. Véase G. Dcleuze y G. Agamben, Bartleby. La formula delta creazionc, Quodlibct, Macerata, 1999 (Preferiría no hacerlo, Pre-Textos, Valencia, 2000). 257

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dades elegidos por los distintos pueblos les suceda la «gobernanza» mun­ dial, des-localizada y determinada por los efectivos equilibrios de fuerzas que se preservan a sí mismas. En la governance —palabra aparentemente inocente y «de moda», es decir, moderna— la proyectividad política está completamente ausente. Sin embargo, queda pendiente la solución prác­ tica al mismo problema de siempre: ¿cómo lograr que la estructura dure en medio de las dificultades? La gobernanza es fluida, a menudo invisible. Pero las consecuencias son muy concretas y corresponde a los gobiernos tomar medidas concretas para ejecutar «técnicamente» los deberes que se les ha puesto. Porque no hay alternativas, si no de manera muy limitada, al modo de ser fieles ejecutores, es decir, con respecto al cómo y no al qué, los gobiernos que mejor responden a las expectativas de los que «nos pi­ den algo» son aquellos que, en los políticos de la vieja escuela, dominan los técnicos de las finanzas y escasean los auténticos reformadores sociales. La ausencia de perspectivas de cambio, porque lo que hay no puede no ser, ¿no es acaso una forma de nihilismo? ¿El dominio del ser que apa­ ga las esperanzas no es causa de vacío político, generador de ese tedio que Dostoievski consideraba el sentimiento más corrosivo para la vida? ¿No es el tedio de la vida disipada, sin compromiso, irresponsable, fatua y vacía, por brillante, de quien está en la superficie de la estructura, la vida de la élite global, refinada y de mal gusto, que se encuentra siempre con los mismos, indiferentes al mundo, «patina» y se desliza de forma ligera y sin límites, sin lugares o en el lugar-no-lugar que está en cualquier sitio en el que uno pueda deleitarse consigo mismo y dar así un sentido vacío a la propia existencia? Las conversaciones, si no son de negocios, a menudo delegados a consultores y agentes propios, consejeros delegados y nego­ ciantes, son de un vacío desolador: quién es quién, chismes, envidias, difa­ maciones, como en los peores gallineros. Y quizá haya también el encar­ gado de la lectura de libros «de cultura», que hace un resumen para con él poder condimentar la conversación con alguna cita de segunda mano. Exterioridad plena, recíproco conocimiento, comprensión, connivencia, estilo de vida. Hijos no educados sino criados, clientes, frecuentadores, ayudantes, promoters, aduladores, teorizadores, justificadores que en­ cuentran su propia ventaja. Una pequeña multitud que recoge los huesos. La nueva élite, preocupada por perseguir un ideal de vida lejano, sepa­ rado, inimaginable para la masa, no quiere ni iluminar ni instruir, ni a sí misma ni a los demás. Tiene sus colleges adonde manda a la propia prole, pero no para que aprenda nada —aprender cansa—, sino para que los hi­ jos y los nietos empiecen a conocerse entre ellos, para emparejarlos des­ pués yseguir haciendo hijos y nietos como ellos. Quien abre los ojos, no es infrecuente que salga de allí, como Dostoievski había previsto, con la 258

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inclinación al esoterismo, las sectas, charlatanerías, o, a veces, negándose trágicamente a la vida. El gobierno de las compatibilidades del mundo es un tema ausente de la agenda de la nueva élite, que, precisamente por eso, representa un peligro para todos. La suma de sus condiciones, en la ignorancia o en el descuido de las condiciones de los demás, es como un gigantesco manantial envenenado del que depende la suerte de la entera humanidad, una suerte que, al final, puede arrastrar consigo a ricos y a pobres, a potentes y a impotentes.

Nihilismo en superficie Después están aquellos cuya existencia depende de la estructura. Diciendo «sobre la estructura» (no «superestructura», palabra demasiado densa de significados históricos distintos de aquel en el que se la podría usar aquí), se indica la existencia de las multitudes de seres humanos que están a la vista de cualquiera, que tiene que ver con los muchos (la gran mayoría) que no se pueden permitir la vida que quieren e intentan resolver los pro­ blemas existenciales desenvolviéndose entre las dificultades impuestas por la estructura. Mientras que en el fondo encontramos la inmovilidad del único credo y del único interés repartido entre muchos sujetos, en com­ petición entre sí, pero unidos por el meta-interés del mantenimiento del cuadro en el que operan, en la superficie encontramos la agitación. Cuan­ to mayor es la inmovilidad abajo, tanto mayor es arriba la agitación, la efervescencia. En presencia de la desestructuración social que el gran juego del capi­ talismo financiero impone, sobre todo a las colectividades más débiles y más expuestas al chantaje de la desviación de las inversiones y de la ban­ carrota del erario público, crece la inseguridad de las vidas individuales, que se transforman en existencias en busca de la mera supervivencia a toda costa, cada cual por sí y para sí. La ciencia sociológica ha intentado comprender y resumir en algún tipo de fórmula brillante esta condición generalizada de los seres huma­ nos, completamente nueva con respecto a la de las generaciones que se han formado después de la Segunda Guerra Mundial. Se ha hablado de «sociedad del riesgo»4 y de «sociedad líquida»5, y se ha llegado incluso 4. U. Bcck, La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad (1986), Paidós, Bar­ celona, 2006. 5. Z. Bauman, La societá solio assedio, Laterza, Roma/Bari, 2006. [Society under Siege, Polity, Cambridge, 2002|. 259

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a teorizar el «final de la sociedad»6. Son todas ellas fórmulas de la incerti­ dumbre, que, desde distintos puntos de vista, indican el progresivo em­ pañarse de las fuerzas estabilizadoras que crean vínculos entre los indivi­ duos, formando estructuras existenciales ciertas, seguras, a partir de las cuales los individuos pueden proyectar su futuro. Está en juego ni más ni menos que el vínculo social. La sociedad del riesgo está determinada por el progreso tecnológico, que, como efecto colateral, pero inevitable, desarticula las estructuras de agregación del pasado y deja fuera a quien no marcha al paso con los tiem­ pos, reduciendo el área de las ocupaciones tradicionales y creando «paro»: oalabra que indica no solo la pérdida del puesto de trabajo, sino, más proundamente, de la posibilidad de dar un contenido de sentido a la propia /ida. El riesgo no es solo el que deriva de la imponderabilidad de las con­ secuencias puestas en juego por cada innovación tecnológica, sino que es también el que corren los individuos, el riesgo de quedar fuera del círcu­ lo cada vez más reducido de la vida buena, es decir, de la vida dotada de sentido. Es la vida «parada» que no se ocupa de sí misma. Así caen las agregaciones tradicionales, los lazos de solidaridad familiares, de clase, de profesión, de generaciones. Frente a los pocos que están dentro del círculo, para los que el riesgo es la otra cara de la libertad, se ensancha la mancha social de quienes tienen colocaciones inciertas, o ya no las tienen o ni siquiera las buscan. Para ellos lo que está en riesgo es la vida. La in­ terpretación dictada por la fe dice que el riesgo que incumbe a las vidas individuales crea, por reacción, fuerzas de cohesión. La interpretación dictada por el realismo, en cambio, dice que la inseguridad, cuando los puestos que se presumen son escasos, determina si acaso fuerzas no co­ laboradoras sino agresivas. La búsqueda de seguridad individual de uno se hace a expensas de las posibilidades de otro. Las sociedades actuales presentan este carácter contradictorio: apa­ tía, como cuando decimos: «nunca pasa nada» en nuestras vidas; al mis­ mo tiempo, efervescencia, como cuando decimos: «pasa de todo». Pero la efervescencia no está dirigida a la creación de lazos sociales: más bien los destruye en la competición por la supervivencia. Aquí aparece la imagen de la sociedad líquida, expresión eufemística que ya se ha convertido en un lugar común. Ella indica la condición de inestabilidad y de insegu­ ridad de las condiciones de vida en que vive una parte creciente de los seres humanos en el mundo de la economía global de las finanzas y de sus fluidas y socialmente irresponsables dinámicas. La estabilidad de las condiciones y de las relaciones sociales que durante dos siglos de historia, 6. A. Touraine, La fin des societés, Seuil, París, 2013. 260

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después de la destrucción del «estado estamental» del Antiguo Régimen, ha sido el objetivo esencial de las políticas públicas, se ha perdido de vis­ ta y ha sido sustituida por la conveniencia de las condiciones de inversión financiera. Son las conveniencias, antes que las sociedades, las que pue­ den definirse como «líquidas», porque las condiciones cambian a causa de múltiples factores, siendo los más importantes de ellos las mismas deci­ siones de los inversores que crean o destruyen «liquidez» en los merca­ dos financieros. La «liquidez», vista desde el punto de vista social, equivale a movili­ dad y a flexibilidad (otros eufemismos) en las relaciones de trabajo; mie­ do en el presente y angustia por el porvenir; imposibilidad de elaborar y perseguir proyectos de vida propios, reducción del horizonte existencial a la cotidiana supervivencia; pérdida de identidad y de autoestima; disponibilidad para aceptar condiciones de explotación en otro tiempo impensables, donde quiera que haya posibilidad. La palabra más precisa y menos edulcorada es precariedad, referida no solo al trabajo, sino a la existencia en su conjunto. La precariedad corroe las relaciones interper­ sonales; obstaculiza la formación de familias; transforma la que debería ser expresión de máxima responsabilidad social, es decir, la procreación, en una amenaza inaceptable. En la precariedad, la sociedad se hace árida. Hay muchos modos de expresar esta condición y el contraste con la que durante siglos, incluso milenios, ha constituido el humus no expreso de nuestros pensamientos y de nuestras acciones, sin que ni siquiera nos dié­ ramos cuenta de ello. Todos se pueden resumir en este: supervivencia en lugar de convivencia. La inseguridad en las llamadas «sociedades avanzadas» puede dar la impresión de la mayor movilidad de las posiciones individuales; puede ha­ cer creer que la libertad haya conquistado espacios que en el pasado no ha­ brían podido imaginarse. No es así. Sería libertad si el hormigueo no deri­ vase de la necesidad, no fuese consecuencia del desarraigo violento, como sucede, en cambio, en el caso de la pérdida de la más mínima seguridad económica o de la huida de la propia tierra devastada por la guerra o la miseria. Una cosa es la «movilidad» de un sitio a otro, cuando los si­ tios son más numerosos que los aspirantes, y otra cosa completamente distinta es cuando la relación es la inversa o, incluso, cuando los sitios libres no existen o no se tienen las capacidades necesarias para ocupar­ los. En los ambientes saturados o donde los sitios son engañosos, por no decir falsos, la efervescencia es signo de desorientación y de miedo. En la práctica electoral mexicana, uno de los sistemas de fraude se indica con la expresión ratón loco. El elector va a su circunscripción electoral, pero allí no aparece registrado su nombre y tiene que ir a otra que está a kiló261

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metros de distancia; y allí tampoco, y así más y más, hasta que, abatido y exhausto, renuncia. Cree tener una posibilidad, y teóricamente la tiene; pero el modo de llevarla a cabo se le escapa continuamente porque no en­ cuentra el sitio justo. Así sucede también en la sociedad de la inseguridad y de la ilusión, hasta el momento en el que se deja de creer en las ilusio­ nes. Más que en la agilidad del antílope o el surfing placentero sobre las olas del océano —imágenes a las que a veces se recurre cuando se quiere edulcorar la realidad y falsificarla de manera consolatoria— habría que pensar en el «ratón loco». Sociedad e inseguridad son, evidentemente, conceptos contradicto­ rios. Si la inseguridad crece, la sociedad se debilita hasta llegar a disolverse en el «cada cual para sí». A este resultado dirigen su atención politólogos, sociólogos, economistas y hombres y mujeres de gobierno, para consta­ tarlo deplorándolo como corrupción o, al contrario, para exaltarlo como el producto de la «modernidad» posindustrial. Otro «post» se añade así a esos otros que definen con un dato solo temporal nuestra época: post­ social. Lo que durante milenios, desde Aristóteles en adelante, se había considerado el principal carácter de los seres humanos, la sociabilidad, estaría a punto de concluir su ciclo y llegar al final, el «final de la sociedad». Volviendo a nosotros, desde una época en la que el principal factor de socialización ha sido la organización de la economía (no la política o la cultura), el progresivo declive del capitalismo industrial con sus valores de agregación, unido a la parte siempre más importante desarrollada por el capital financiero con sus fuerzas disgregadoras, ha determinado la cri­ sis de la sociedad. La finanza no es la industria, desde el punto de vista de las consecuencias sociales; es más, es lo contrario. Por eso, hoy, todas las categorías y las instituciones sociales que ayudaban a pensar y a construir la sociedad: Estado, nación, democracia, clase, familia, se han convertido en inutilizables. Eran hijas del capitalismo industrial. En la época del capi­ talismo financiero ya no corresponden a nada, o corresponden a residuos de otra época. Ya no nos ayudan a pensar las prácticas sociales contempo­ ráneas y a gobernar el mundo. Con la disolución del vínculo social, vacilan los fundamentos de nues­ tro pensamiento político, pues sobre ese vínculo fueron construidos du­ rante siglos. Con la sociedad en crisis, está claro, por un lado, que los instrumentos conceptuales que hemos creado para comprenderla se pul­ verizan, y por otro, que sus componentes elementales enloquecen como las hormigas en el hormiguero cuando alguien, con un bastón, lo destru­ ye. Pero también podría notarse la tendencia contraria. A la disgregación acompaña el resurgir del tribalismo, bajo la forma de sociedades cerradas, basadas en la tradición, en la etnia, en la posesión de la tierra y en el lema 262

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«en mi casa», para contrapesar el efecto de extrañamiento y de desestabi­ lización derivado de la pérdida de sólidas identidades sociales. Pero, a su vez, la vuelta a proponer viejas ideas y sentimientos primordiales es una consecuencia: no existiría, o no en la medida presente, si no existiese la causa de ello. Por eso, incluso el reflorecimiento del tribalismo no es más que una consecuencia inducida por la crisis de los vínculos sociales.

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Nihilismo de necesidad Caben muchas cosas bajo el nombre de nihilismo. Las figuras nihilistas dostoievskianas evocadas al principio de este capítulo son tales por su ín dolé, ideología o filosofía. El nihilismo proviene de su interior, de su líber tad de ser lo que son y de la renuncia a lo que podrían ser. Aquí, en cam bio, nos hemos dado de bruces con un nihilismo de naturaleza distinta, que deriva de la imposibilidad de imaginar de manera realista situaciones existenciales diferentes de aquellas en las que se está inmerso. Precisamen­ te: nihilismo de necesidad, por razones impuestas por situaciones existen­ ciales bloqueadas. Sin esperanza decae el sentido de la existencia. El sen­ tido es la indicación de una dirección de movimiento, de lo que hay hacia algo que no hay y que podría haber. Aunque fuese incluso la condición de perfecta beatitud lo que hay, se trataría siempre de nihilismo desde el punto de vista del sentido de la existencia, en cuanto fija, inmóvil, intoca­ ble, incorruptible. Del mismo modo, al contrario, es nihilista la condición de perfecta infelicidad en la que permanece la parte marginada de la so­ ciedad, pues esta siente esa condición como irremediable consecuencia necesaria de una organización de poder global e inalcanzable, que no le deja vislumbrar la posibilidad de cambio. A esta parte de la sociedad se le ha sustraído el derecho fundamen­ tal que, en el fondo, resume, si no todos, al menos una gran cantidad de derechos consecuenciales: el derecho al sentido de la existencia. Si desapa­ rece el sentido, desaparece el contrasentido y queda solo el sinsentido. El sinsentido es, de hecho, la esencia del nihilismo. En el mundo del sin­ sentido todo es insensatamente posible, porque una cosa vale lo mismo que otra, es decir, que no vale nada. El valor de las cosas está siempre en relación con el valor de otras cosas. Si no hay posibilidad de establecer una relación, no hay valor. Bajo este aspecto, el nihilismo de la nada y del vacío existencial de quien está en la superficie de un sistema hostil, agitándose o resignán­ dose, equivale al nihilismo del todo o de lo pleno de quien está dentro del sistema amigo. Obviamente, la condición material de los unos y de 263

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los otros es profundamente distinta, o mejor, opuesta. Pero es igual des­ de el punto de vista de la ausencia de sentido. Quien está dentro se en­ cuentra exactamente, como quien está fuera, en la imposibilidad de obrar críticamente en relación con un sistema de poder que lo envuelve y de­ termina unívocamente sus comportamientos. El «sentido» de sus acciones es siempre y solo conforme al statu quo. Sus «reformas» —como ya se ha visto— son actos obligatorios de salvaguardia, es decir, actos defensivos necesarios. Ya se esté en el vacío o en la nada, o bien en lo pleno o en el todo, cuando se está íntegramente inmerso allí está ausente el derecho al sentido de las propias acciones. El sentido es solo uno: la sujeción a la ne­ cesidad. Si es uno solo, no hay libertad. El derecho fundamental a dar li­ bremente un sentido a las propias acciones es algo que se viola tanto en ino como en otro caso. Si los que están en la estructura no se dan cuenta e incluso consideran extraña la constatación precedente es quizá solo porque, normalmente, se hallan bastante confortablemente (a diferencia de quien se agita sobre la estructura) y, también normalmente, no piensan poner en peligro su pro­ pio bienestar. Pero el estar bien no coincide con la libertad. La libertad tiene un precio, desde el punto de vista de la vida cómoda. Quien, des­ de dentro de la estructura, quisiera apropiarse de su libertad de sentido, tendría que salir de ella; se convertiría en disfuncional y sería expulsado. ¿Acaso es esto un sujeto libre? ¿Acaso no está él mismo también inmerso en el «nihilismo de necesidad»? La condición no nihilista presupone la libertad. Otra vez, de manera conforme con el dualismo dostoievskiano, es la condición que rechaza tan­ to la nada como el todo. Solo este rechazo permite no caer ni en la desespe­ ración (la nada), ni en la satisfacción (el todo): ambas privadas de sentido.

Dar vueltas en redondo. Ceguera La total inmersión en la nada y en el todo tiene como consecuencia común la ceguera. Privados de la capacidad de establecer un sentido y prisioneros del statu quo del sistema de las relaciones de poder existente, como sus víctimas o como sus agentes, somos como ciegos con respecto al futuro. Las víctimas no ven más que su condición individual actual en la que tie­ nen que desenvolverse; los agentes no ven más que la condición del pre­ sente que tienen que preservar para que siga siendo lo que es. Nadie sabe hacer previsiones ni proyectos; todos son prisioneros del presente. Pero ninguna vida individual y ninguna vida colectiva están en condi­ ciones de vivir en la inmóvil autosuficiencia. Si vive, tiene que moverse, 264

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expandirse o contraerse. La detención de la expansión es ya la primera señal de la decadencia que preanuncia el derrumbe. La expansión con­ tinua, el consumo de recursos que conlleva, la explotación de la tierra que deriva de ello, la marginación social consiguiente, ¿adonde llevan? ¿Quién, si no los que consiguen liberarse del dominio nihilista de la nece­ sidad, podrá dar respuestas, indicar caminos, obrar para orientar? Contra estos se dirige el proyecto del Inquisidor. Cuando esté plena­ mente realizado (estamos solo al inicio, nos advierte), estaremos al final de la historia, el tiempo se detendrá, los días se sucederán los unos iguales a los otros. No habrá vida, sino mera existencia. Nada será posible, salvo uniformarse a lo existente sin hacerse preguntas. La vida «sensata» será la vivida del modo más «insensato» posible: nihilismo en grado máximo a escala universal, global. Es sorprendente que la humanidad se haya metido sin darse cuenta en un mecanismo que, con su movimiento inexorable, la está destruyen­ do, estrangulando su libertad y conduciéndola ciegamente por un cami­ no que no ha querido y no podría querer. Que tiene la siguiente caracte­ rística: que la soga al cuello aprieta más cuanto menos se está dispuesto a soportarla, y que, cuando se afloja, crea las condiciones para después apretar todavía más. Hay que estar en la soga, porque vale la promesa, o la amenaza, de que afuera no hay espacio para vivir.

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Capítulo 6 GOBIERNO PASTORAL

Coexistir sin convivir, imitar sin actuar La misión del Inquisidor es la coexistencia en masa, no la convivencia. Hay en ello una profunda diferencia. La convivencia implica vida en común, es decir, vida en comunidad de relaciones: ya sean pacíficas o conflictivas, de cooperación o de competencia, de amor o de odio, de igualdad o de su­ misión. En cualquier caso, las relaciones corren siempre el peligro de «convulsiones sociales»1 y en el peligro surge la libertad. Quien vive en soledad también corre el «peligro de convulsiones», pero las suyas son convulsiones individuales. El suicidio paranoico de Kiríllov en Los de­ monios, por ejemplo, es una de estas convulsiones individuales. Al con­ junto de los individuos no les tocan semejantes convulsiones. Al Inqui­ sidor no le preocupan los individuos y sus inquietudes; él mira al dócil rebaño, al «indiscutido, común y concorde hormiguero»2, en el que cada individuo es considerado en sí pero solo en cuanto masa, en cuanto que está con los demás. Este es un punto importante en la visión del Inquisi­ dor: el individuo-masa. El objeto es la masa, no los individuos; la masa está hecha de individuos y, por tanto, a ellos va dirigida la acción del In­ quisidor en la medida en que forman parte de la masa. Si se diferencian y cada uno va por su lado, acaban abandonados, segregados, olvidados (si su gesto es solitario), o bien reprimidos (si su gesto busca adeptos). La masa y la soledad están juntas no en la convivencia, sino en la mera co-existencia carente de peligros individuales, es decir, carente de libertad. Vivir no es existir; con-vivir no es co-existir. Ya al principio de sus pensa1. FK 344. [HK 418 (II parre, libro V, cap. V)]. 2. FK 343. [HK 417 (ibid.)]. 266

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' mientos, en el viaje a Londres, Dostoievski había observado la fila inin­ terrumpida de individuos, cada uno movido por una fuerza invencible que los tomaba individualmente y los movía a todos juntos sin que ninguno se hubiera preguntado el porqué de aquel movimiento que desplazaba a mi­ llones de individuos: en común, pero sin ninguna comunidad entre ellos. El Inquisidor, que aborrece las «convulsiones sociales», habla de «ge­ nuflexión general... todos juntos». «Esta exigencia de una genuflexión en común es el mayor tormento de cada hombre tomado en sí mismo y de la humanidad en su conjunto»3. El ideal del Inquisidor es «atraer hacia sí» a los seres humanos, es decir, evitar las relaciones horizontales entre ellos. Las relaciones horizontales son relaciones sociales. La sociedad es horizontal; el mundo de los inquisidores está hecho de la suma de innu merables soledades verticales que no se cruzan entre sí. La genuflexión no es solo un signo de subordinación, de reconocí miento de la propia nulidad o de la propia pequeñez, frente al otro todo o a la otra grandeza. Es también una manifestación de soledad. Es posible arrodillarse todos juntos, pero ello no crea relaciones entre quienes do­ blan las rodillas. La relación es solo con el destinatario del homenaje, que está más alto que todos, tomados uno a uno, coexistentes. La genu­ flexión es un acto de imitación y la imitación no es acción, en el sentido de Hannah Arendt en La condición humana4. No es interrelación creado­ ra de sentido común, es decir, de sociedad. La imitación da la ilusión de la máxima libertad, entendida como au­ sencia de vínculos, como un acto solitario; a diferencia de la acción, que es siempre de tú a tú con los condicionamientos que provienen de la co­ presencia de otros distintos de nosotros, con quienes siempre habrá que contar. Extraña condición. Máxima libertad y, a la vez, total impotencia. El Inquisidor también dona una libertad: la suya, su libertad. Pero esta es una libertad que se retuerce sobre sí misma, en la vacuidad de los puntos de contacto y de resistencia externa. Es el producto de la liberación de la libertad que compromete, sustituida por la libertad que fluctúa en el vacío.

Nuda vida, vida desnudada La expresión «nuda vida» ha entrado en el vocabulario corriente y se ha convertido en la figura de todo extremismo del pensamiento sobre el ser



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3. FK339. [HK412 (ibid.)\. 4. H. Arendt, Vita activa [1958], Bompiani, Milán, 1974, p. 7. [La condición humana, Paidós, Barcelona, 2016]. 267 .

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humano. El uso que ha dado inicio a todo ello está quizá en las páginas en las que Walter Benjamín, ya en 1921 (con mucho anticipo respecto a lo que habría de verse en Alemania a partir de 1940), se interrogaba por el valor de la existencia carente o privada de significado ulterior a la existencia misma: «En efecto, la frase de que la existencia se halla por encima de la existencia justa es falsa y abyecta si ahí ‘existencia’ no sig­ nifica nada más que mera vida... El hombre no coincide en modo algu­ no con la mera vida que es la suya; tampoco con la mera vida en él, ni con ningún estado o propiedad; ni coincide tampoco, tan siquiera, con la unicidad de su persona»5. La expresión ha sido utilizada sobre todo con relación a la condición del ser humano reducido a mera carne viviente, a «engranaje de funciones físicas en los últimos sobresaltos» (Jean Améry), es decir, por ejemplo, a la condición extrema del Muselmann del cam­ po de exterminio, descrita por Primo Levi en el capítulo «Los elegidos y los salvados» de Si esto es un hombre y por tantos otros testimonios, todos ellos con acentos concordantes6. Últimamente se la emplea con frecuencia en los debates sobre «bioética», en referencia a los seres hu­ manos privados de las funciones intelectivas y mantenidos en un estado de vida vegetativa con el auxilio de las tecnologías de las fases terminales que pueden monstruosamente prolongar de manera infinita una «vida artificial».

5. W. Benjamín, Hacia la crítica de la violencia [ 1921 ], en Obras, libro II, vol. 1, Aba­ da, Madrid, 2007, p. 204. El pasaje citado prosigue de esta manera: «Aunque el ser humano sea sagrado (o también la vida en él, idéntica en la vida terrenal, en la muerte y en la vida ultraterrena), no lo son sus estados, ni tampoco su vida corporal, vulnerable por los demás seres humanos. ¿Qué la diferencia esencialmente de la de los animales y de las plantas? Aun­ que estos fueran sagrados, no lo serían por su mera vida, como no podrían serlo en ella. Valdría la pena sin duda investigar el origen del dogma de que la vida es, sin más, sagrada. Tal vez, probablemente, sea reciente; el último extravío de la tradición occidental debili­ tada, buscando en lo impenetrable cosmológico al santo que perdió Y, por último, habría que pensar que lo que aquí se da como sagrado es, de acuerdo al pensamiento mítico, al portador de la inculpación, esto es: la mera vida» (ibid., pp. 204-205). Sobre el doble —y opuesto— significado de sacer (intocable por supremo o ínfimo y, por tanto, a merced de todo tipo de ultraje), véase G. Agamben que sobre el gobierno de la nuda vida ha cons­ truido una concepción de lo «político» que sintetiza muchos aspectos de la vida presente: Homo sacer I. El poder soberano y la nuda vida (19951, Pre-Textos, Valencia, 1998; Homo sacer II, 1. Estado de excepción (2003], Pre-Textos, Valencia, 2004; Homo sacer III. Lo que queda de Auschwitz: el archivo y el testigo (19981, Pre-Textos, Valencia, 2005. 6. Z. Ryn y S. Klodzinski, An der Grenzc zwiscben Leben uncí Tod, en Die AuschwitzHefte, vol. I, Texte der polnischen Zeitschrift «Pzreglqd Lekarski»iiber historisebe, psyebisebe und medizinische Aspekte des Lebens mui Sterbens in Auschwitz, Weinheim/Basel, 1987, pp. 89-154, que contiene numerosos testimonios, algunos mencionados por Agamben, Homo sacer III. Lo que queda de Auschwitz, cit.

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Sin embargo, la noción de «nuda vida» puede ser usada en un senti­ do más comprensivo. Puede ser separada de la idea del último estadio, de la condición vital extrema, de la existencia mínima, precaria y carente de horizonte, y puede ser asociada también a condiciones de normalidad e in­ cluso de bienestar físico. Puede abrazar también una «bella nuda vida». Lo que cuenta, en el meollo del concepto, es la existencia desintegrada, escin­ dida de las relaciones con el exterior y, en primer lugar, con los demás seres humanos, asociada al encerramiento en sí misma, en la mera con­ dición del ser corpóreo o biológico, del que se ha separado la capacidad intelectiva: en breve, el ser humano al que se ha quitado o que ha renun­ ciado a la capacidad de pensar; el ser humano que ha sufrido o que se h; procurado a sí mismo esta herida a su capacidad de conciencia. La «nuc vida», en este sentido, es la existencia en la inconsciencia. Puede ser prc vocada con la violencia, pero también puede ser inducida con la persua sión. La «nuda vida» privada de consciencia puede parecer más «bella y hermosa» que la vida atormentada por los problemas de conciencia. Quizá, para esta condición que no prevé la violencia física, podría usarse la expresión «vida desnudada», desnuda de lo que hace a los indivi­ duos sujetos reflexivos sobre algo que no sea solo la propia materialidad. Obviamente, la distinción entre vida íntegra y existencia desintegrada en­ cuentra en la realidad grados diversos de manifestación. Debe, pues, ser tomada como indicación de una tendencia. Pero, incluso con este límite analítico que no permite pensar a través de una dicotomía, e impone pen­ sar, más bien, según una subida y una bajada a lo largo de una escala, no podríamos decir que no se ve el progreso de esta desintegración. Que es una desintegración inducida, pero felizmente aceptada. Bella nuda vida, de hecho, que es lo que practican y a lo que aspiran si no pueden prac­ ticarla, masas ingentes de individuos de nuestras sociedades avanzadas que parecen vivir «sin pensar» más que en sí mismos, en su naturaleza de seres preocupados solo del cuidado de sí como cuerpo físico, que impone prestancia, un aire juvenil y la adecuación a las modas que los canonizan, en la acumulación de cosas que participan de la propia autoconsideración autocentrada, como son las que representan el status Symbol y la búsque­ da de la propia «visibilidad», es decir, en la exposición en público de la propia existencia desintegrada, mostrada como modelo y, por tanto, ca­ paz de expandirse y hacer escuela de éxito. Quizá lo que represente mejor que cualquier investigación psicológica y sociológica esta realidad de masas de nuestras sociedades es el espectá­ culo televisivo llamado «Gran Hermano» (o «autolavado de cerebro»), el cual, en distintas formas análogas, ha invadido las sociedades con la exhi­ bición de sí. Su genialidad, indagada en profundidad de manera magistral 269

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por Zygmunt Bauman7, reside en la fingida «espontaneidad» con la que presenta sus contenidos, indicando la homologación del estilo de vida como apuesta de una competición abierta potencialmente a cualquiera, cruel en los resultados, ciertamente, pero agradable en los procedimien­ tos en los que fácilmente cae la masa de los individuos desintegrados, en gran número como espectadores y en un número mucho más limitado como actores admirados. Una invención de la que se puede decir de todo, pero no que sea banal, porque hunde sus raíces en una realidad psíquica colectiva y contribuye a difundirla en masa, no limitada a los estratos de los más simples, sino extendida también entre quienes se precian por sí mismos de formar parte de la clase dirigente, a menudo no menos reduci­ da y contraída por lo que hace al pensamiento. Esta también tiene sus ri­ tos, más costosos y más elitistas, y no menos determinados por las modas, pero no distintos, es más, a menudo más eficientes por lo que respecta a sus afectos de dominio sobre la vida de las personas y de desintegración de su unidad. No son estos los inquisidores de nuestro tiempo. También ellos son víctimas, aunque víctimas, más que los otros, responsables de serlo. Lo que denunciaba Hannah Arendt como signo de encogimiento del yo —«la falta de pensamiento, la descuidada superficialidad y la con­ fusión sin esperanza o la repetición complaciente de .‘verdades’ converti­ das en vacías y tristes»8— es una característica de la que en modo alguno está libre la parte alta, es decir, rica y potente, de la sociedad. También sus ritos habrían recogido el entusiasmo del Gran Inquisidor, dada su ca­ pacidad de modelar, por multiplicación imitativa a escala descendente so­ bre los peldaños que miden la distancia social, esa felicidad infantil que se encuentra en su programa de gobierno de los seres humanos. Ovejas y pastores La fuerza inquisitorial perfecta es la que logra producir mansa obedien­ cia. La mansedumbre es el carácter de los animales domésticos. El gobier­ no inquisitorial perfecto es el «gobierno pastoral» que tiene delante de sí solo animales domésticos. Cuando Shigaliov hablaba de la necesidad de embéter [embrutecer] (palabra que hay que tomar en su significado etimo­ lógico) a las masas, aludía a este resultado. La mansedumbre es una ca­ racterística de los animales de casa o de corral9. Su característica es la 7. Z. Bauman, La societá sotío assedio, Laterza, Roma/Bari, 2006, pp. 49-58. 8. H. Arendt, Vita activa, cit., p. 5. 9. N. Bobbio, Elogio della mitezza e altri scritti morali, II Saggiatore, Milán, 2014, pp. 33 s. 270

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: satisfacción de necesidades que son siempre iguales a sí mismas, que se renuevan tal cual una vez que han sido satisfechas. Es lo que ya se ha puesto de relieve a propósito del nihilismo, y que aquí se hace necesa­ rio profundizar: dar vueltas siempre alrededor del mismo punto, donde el movimiento puede ser, por tanto, lento o vertiginoso, pero no produce desplazamientos hacia alguna meta que merezca ser perseguida. En el caso de la manada es salir al prado, pero para volver siempre al establo. Puede tratarse de trashumancia, pero esta no excluye de ninguna manera, es más, hace más pujante la exigencia de que, en cuanto hay movimiento, este al final siempre tiene que converger en el punto común donde está el pastor. El pastor con relación a la manada, el pastor con relación al rebaño, el vaquero con relación a las vacas, son metáforas clásicas del modo d gobernar a los hombres que ya están presentes en Platón10 y, despué: en las innumerables representaciones literarias e iconográficas del pode monárquico. A lo largo de los siglos, el cetro del rey ha sido su símbolo. Con Jesús de Nazaret, la figura del pastor entra de manera predominan­ te, y en una posición central, en la visión de la vida de la Iglesia, primero con la imagen del «buen pastor» (Jn 10, 11-16), después con la del que «pace» el rebaño de Cristo. Respecto de la tradición precedente, en la que el pastor evocaba la imagen del déspota, ahora el significado se invierte en la del «buen pastor». Cristo es el pastor bueno por excelencia, preocupado por cada una de sus ovejas, por cuyo bien da la propia vida (Jn 10, 14-15), con tanta más pasión cuanto más se hayan alejado de la recta vía. No es «pastor» en sentido político, no es rey en sentido mundano (es, en cam­ bio, constante su admonición sobre el carácter ultramundano de su rei­ no y sobre el deber de obediencia a las autoridades constituidas). El es, más bien, «consejero y predicador», como dice Hobbes11, para frenar las pretensiones al gobierno temporal del poder eclesiástico y remitir el reino de Cristo-Rey al final de los tiempos, al momento de la «resurrección uni­ versal». Por una triple investidura, Simón Pedro toma su sucesión. En la última de las apariciones de Cristo, la del lago Tiberiades, Juan recuerda el contenido del mandato de Pedro con las palabras pasee agnos y pasee oves meas (Jn 21, 15-18). Jesús habla de amia, corderos, y, dos veces, de próbata, ovejas o rebaño (ápvía y apopara). En las traducciones apa­ recen generalmente las «ovejitas», oviculae (así en el vigente Catecismo de la Iglesia católica, en el n.° 553), junto a los corderos (como en la parábola del Buen Pastor): la asimilación de los creyentes a las ovejas (como sucede en la versión del siglo XVII de Giovanni Diodati), cuando 10. Platón, República, 343b. 11. T. Hobbes, Leviatán, III parte, cap. XL1. 271

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la relación es directa con Cristo, es decir, con el buen pastor, es algo aceptable; en cambio, suscitaría en el pueblo de Dios actitudes no be­ névolas hacia cualquier otro que se propusiera tratarlos como simples y meras ovejas. De todos modos, la sucesión de Pedro y de los Apóstoles participa de la misma misión de Cristo en el entretiempo que separa a la humanidad del final de los tiempos, y es por tanto también —siempre siguiendo la interpretación hobbesiana— extraña al gobierno político del pueblo de Dios. Sin embargo, el lenguaje evangélico contiene una oscilación de signi­ ficado en la palabra traducida como «pacer». Mientras póoicsiv (usado dos veces) contiene la idea de ser solícito (conducir al prado, alimentar, nu­ trir), Ttotgaíveiv (usado una vez) contiene una alusión autoritativa. Indi­ ca vigilancia, el cuidado del rebaño (Tcoipqv ya en Homero es condotiero, como en n. Xacov, jefe del pueblo, o en n. vacov, comandante de la flota). Este segundo significado le habría gustado al Inquisidor, en unión con la máxima ontne regnum divisum desolaretur [todo reino dividido queda asolado] (Mt 12, 25): un gran, universal rebaño sin contradicciones, sitie aliqua exceptione, y bajo un pastor supremo. El cardenal Roberto Bellarmino, como se dijo12, pone en primer lugar la solicitud desarmada, pero, llegado el caso, la hace seguir del gobierno armado del bastón. El «supre­ mo pastor» dispone de un triple poder: sobre los lobos, es decir, sobre los herejes, para exterminarlos; sobre los carneros, es decir, los príncipes malos, para deponerlos; sobre las ovejas, para conducirlas una por una al aprisco con la ayuda de los príncipes buenos (el «brazo secular»). Bellarmino escribía en la época de la Contrarreforma, del triunfo de la razón de Estado y de las hogueras de herejes que ardían por toda Europa. Si hubiera un modo sintético de expresar el contraste entre el pastor de Cristo y el de Bellarmino, se podría decir que el primero está dispuesto a dar su propia vida, mientras que el segundo lo está a quitar la de los demás. Así, el delicado pasee oves meas evangélico se convierte, abusivamente, en título de legitimidad del poder soberano que ha gobernado nuestro mun­ do dillo soberanía personal del monarca o como soberanía abstracta del Estado— durante cinco siglos, hasta nosotros, teniendo en el centro la idea de una relación entre subditos-ciudadanos y gobernantes análoga a la relación que no puede prescindir del bastón (autocrático o democrático, no hay diferencia desde el punto de vista de la sujeción al poder). Pero ahora ¿aún es así? ¿Qué ha sido de la soberanía, de sus pastores y de sus ovejas?

12. Véase supra, p. 46. 272

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Poder en grande y poder en pequeño

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El poder pastoral es, pues, lo suficientemente genérico como para poder abrazar las más diversas, e incluso opuestas, relaciones entre gobernan­ tes y gobernados. Mientras se trataba de príncipes y de súbditos, de súb­ ditos-ciudadanos y de soberanos, una neta distinción aclaraba el cuadro: las ovejas de una parte y los pastores de otra. Estaba siempre en marcha la eterna lucha para transformarse de ovejas en pastores y la apuesta —el poder de gobierno sobre los propios semejantes— estaba allí bien clara, visible, apetecible. Los medios y las reglas de la competición podían ser distintos —de la conjura palaciega a la confrontación electoral— pero la polaridad de las posiciones de poder no estaba en discusión y sobre ella se orientaban los pensamientos y los comportamientos tanto de lopotentes como de los impotentes. A su vez, la ciencia política y constitu cional asumía la soberanía como si fuera la estrella polar de cada una di sus categorías particulares. El carácter irrenunciable de la soberanía es la concentración. Sobera­ nía repartida o difundida es una contradictio in term'mis. El soberano es el monopolista del poder. Veamos ahora la realidad del gobierno de nuestras sociedades. Las viejas categorías orientan aún nuestros pensamientos, pero como residuos. Hoy el «poder» no es ya monopolio del soberano. Se ha difundido, di­ luido, derretido en mil sedes. El monopolio queda en las representacio­ nes simbólicas y en las prácticas formales del poder. Pero, en realidad, ya no existe, y los intentos de restauración monista, según la realidad de un tiempo pasado, parecen ser patéticos pretextos de políticos diletantes. ¿Sig­ nifica esto que ya no hay pastores? Para nada: significa que los viejos han sido sustituidos por los nuevos. Mientras que la antigua función pastoral actuaba de manera concentrada y explícita, a través de medidas dictadas caso por caso, o a través de normas generales y abstractas —aquí no hay diferencia—, la nueva lo hace con formas descentradas e implícitas. Mientras que hubo un tiempo preocupado por la macrofísica del poder, hoy asume cada vez mayor importancia la «microfísica del poder», la «nueva ciencia» política de Michel Foucault13, la cual, aceptando que existan otras dimensiones del poder al lado de las formas monopolistas, persigue analíticamente las relaciones de dominio en todos y cada uno de los pliegues donde puedan insinuarse: «Cuando se habla de poder la gente piensa inmediatamente en una estructura política, en un gobierno,

13. M. Foucault, Microfísica del f)otere> Einaudi, Turín, 1977. 273

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en una clase social dominante, en el patrón frente al esclavo, etc. Cuan­ do yo hablo de relaciones de poder en modo alguno pienso en estas co­ sas. Quiero decir que, en las relaciones humanas, cualesquiera que sean —ya se trate de comunicar verbalmente o de relaciones amorosas, insti­ tucionales o económicas—, el poder está siempre presente: me refiero a la relación en la cual uno intenta dirigir la conducta de otro. Son, pues, relaciones que pueden encontrarse en distintos niveles, bajo formas di­ versas; las relaciones de poder son relaciones móviles, es decir, pueden modificarse y no están dadas de una vez para siempre»14. El poder, o mejor, «los poderes», estando por todas partes, no están en ningún sitio en particular. Están por todas partes, no porque envuel­ van todo en un único envoltorio, sino porque crecen en todas las rela­ ciones en que haya posiciones asimétricas o jerárquicas: lo cual quiere decir que están presentes en todo tipo de relaciones entre los seres huma­ nos. Relaciones entre los sexos, codificadas o informales, establecidas u ocasionales; entré padres e hijos; entre docentes, estudiantes y familias; entre escritores y lectores; entre médicos y enfermos, y, en general, en­ tre profesionales-técnicos-burócratas de todo tipo y gente común; entre detenidos y detentores de los detenidos; entre productores, distribuido­ res y consumidores; entre empleados en las distintas tareas dentro de la función productiva: siempre que se entra en una de estas relaciones, allí está el poder. El desplazamiento de la atención del poder en grande a los poderes en pequeño deriva de la consciencia de la experiencia: el poder en grande condiciona en una medida cada vez más limitada los poderes en pequeño. O mejor: de la escasa eficacia de la ley —tanto de las leyes de los juristas como de las leyes contenidas en las tradiciones, en las costumbres, en la moral— hay siempre mayor consciencia. Baste pensar en lo poco que cada uno de los campos del poder, ahora indicados a modo de ejemplos, están hoy efectivamente modelados por la ley, es decir, por el poder en grande, y lo mucho que lo están, en cambio, por las fuerzas informales que en él actúan, es decir, por los poderes en pequeño. Las pretensiones soberanas de moldear la sociedad según modelos preconstituidos chocan cotidianamente contra la «ingobernabilidad». La búsqueda de «gobernabilidad» a través de ideaciones institucionales de re-instalación de la autoridad soberana se muestra, en mayor o menor medida, como un tra­ bajo de Sísifo.

14. Ibid., p. 184, y M. Foucault, L’etica della cura di sé come pratica di liberta, Feltrindli, Milán, 1998, p. 284. 274

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La rebelión de los individuos-masa contra la ley Al inicio del siglo pasado, la autoridad del Estado pareció amenazada por lo que se denominó «sindicalismo», no solo con respecto a las grandes organizaciones obreras, sino también a las estructuras que nosotros de­ finiríamos como «corporativas» y que estaban construyéndose de hecho, si no también de derecho, en la sociedad e incluso en las estructuras de las administraciones públicas. A la «crisis del Estado moderno»15 se respondió entonces con el intento de restauración de la autoridad soberana a través del fascismo en sus diversas variantes europeas: con el intento de trans­ formar aquellas fuerzas de disgregativas en constitutivas de autoridad. L? crisis del Estado de nuestros días ya no es como aquella. Incluso, respect al punto de partida en el que estamos, el reforzamiento de las estructura sindicales podría parecer una contribución restaurativa de alguna medid¿ de autoridad en la vida colectiva. La corrosión actual no es, como en el pasado, la rebelión de partes funcionales enteras de la sociedad. Es, más bien, el conjunto de muchas, pequeñas, muy penetrantes y difundidas rebeliones, o, simplemente, su­ cesiones individuales de la autoridad general. Las relaciones interindivi­ duales, por tanto, se establecen según el poder, es decir, la fuerza, que cada parte es capaz de ejercer sobre la otra. Esta «naturalidad» de las re­ laciones de fuerza a veces está reconocida por la ley, que, de este modo, renuncia a dictar sus modelos de relaciones sociales, es decir, renuncia a mandar o a prohibir, y se limita a permitir el ejercicio de la autonomía de los individuos. Otras veces no es así y la autonomía se manifiesta en la forma de la violación de los esquemas legales, o de maniobras que tienden a la elusión. Cuando esto se difunde de manera capilar, no se trata ya de violación de la ley, sino de caída de la efectividad de la ley. El hecho ha desbordado la norma y los raros casos en los que los aparatos destinados a aplicarla entran en juego, en este mundo al revés, aparecen no como portadores de exigencias de justicia, sino como expresiones de arbitrarie­ dad. ¿Qué otra cosa es esa deregulation que, de hecho y de derecho, está en marcha en nuestra sociedad, sino el reconocimiento de la derrota de la antigua idea del Estado modelador de relaciones sociales? La vitalidad de los individuos en rebelión contra la ley impersonal y muerta no tiene como consecuencia la anomia. No determina mezclas va­ riopintas de comportamientos heterogéneos e imprevisibles, caracteriza­ dos en negativo solo como separación de la norma. Al contrario: se trata 15. Véanse sobre esto los escritos de A. Sandulli, S. Romano, V. E. Orlando, O. Ranelletti y D. Donati en Rivista trimcstrale di diritto pubblico I (2006), pp. 77-177. 275

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de fenómenos sociales de masa. Quien actúa no es el hombre-individuo, que afirma su soberanía con respecto a otros modelos de comportamien­ to, sino el hombre-masa16, es decir, el individuo que corresponde a las fuerzas de homologación con las que cree ejercer su libertad, pero, en cambio, poniéndola al servicio de estructuras relaciónales que le preexis­ ten y le superan. La autonomía en lugar de la heteronomía parecería te­ ner que conducir a la pulverización de las conductas interindividuales y a la imposibilidad de conductas sociales regulares. Una vez desaparecida la fuerza reguladora de la norma soberana, concebida de hecho para po­ ner orden en las relaciones sociales, que de otro modo estarían turbadas por el choque de fuerzas desnudas destinadas al mero objetivo de la autoafirmación, cabría esperar el deslizamiento a situaciones de conflictividad caótica. En cambio, manifiestamente, no es así. La caída de las «re­ glas» en modo alguno ha hecho caer la «regularidad». Esta se afirma no en virtud de un poder opresor de las energías desestructuradoras, sino en virtud de la adhesión más o menos consciente al único orden admitido: no porque sea impuesto por algún poder soberano a fuerza de un acto de voluntad que excluye alternativas, sino porque se hace de modo, y se difunde la convicción, que no existan alternativas razonables, es decir, al­ ternativas no catastróficas.

La comunicación en lugar de la ley A la pregunta por aquello que, en el tiempo de la caída de la fuerza nor­ mativa de la ley, impide que las relaciones de poder no se contesten de manera difusa a partir de la dimensión micro, para llegar después a la macro; es decir, por lo que garantiza la estabilidad y la reproducción de las conexiones sociales aun en presencia de evidentes desequilibrios de la microfísica del poder, una respuesta es la siguiente: la comunicación. La comunicación, que en teoría debería poseer una fuerza neutral, a favor o en contra de la estabilidad y de la aceptación del statu quo, en la prác­ tica, cuando está en manos de las partes fuertes de las relaciones sociales, desenvuelve la función de la ley al promover la aceptación en las par­ tes más débiles. Es de la comunicación de donde procede la idea de que la adicción al presente no tiene alternativas o que las alternativas, aun en el caso de haberlas, serían catastróficas. El desarrollo de los medios técnicos, su difusión capilar entre los pliegues de los comportamientos sociales y la particularísima atención de 16. A. Granisci, cit. supra, p. 238, n. 5. 27 6

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quien ejerce el poder económico, cultural y político para apoderarse de los canales comunicativos, no son hechos casuales. La comunicación es todo, dicen los expertos del sector. Sin comunicación no eres nada y una buena comunicación puede hacer de un enano un gigante. No hay agen­ cia, empresa de una cierta importancia, ente o personaje público o priva­ do, sujeto político con alguna ambición, que, en primer lugar, no cree una «oficina de comunicación» o, al menos, reclute algún «responsable de co­ municación». La comunicación no es la información, es la circulación de noticias orientada a promover consenso y adhesión. La comunicación ac­ tual está cargada de consecuencias fidelizadoras y homogeneizadoras. En el campo comercial crea modas y clientes; en el campo cultural, tenden­ cias y biempensantes; en el campo político, partidos y partidarios. En 1 esfera política, incluso, la comunicación ha pasado de ser un instrumen to a ser un bien en sí. Seguramente se habrá observado cuántas veces > por cuántas fuentes se dice de uno u otro personaje, construido por la comunicación, que él mismo es «un gran comunicador». No importa qué comunique, incluso que no comunique; o mejor, es preferible que no co­ munique nada, porque si comunicara algo distinto de la comunicación misma podría incurrir en algún que otro incidente. Cuánto más vacío me­ jor se sabe comunicar, y más probabilidades se tiene de hacer carrera. Los clientes, los biempensantes y los partidarios, en el reino de la co­ municación, ocupan el lugar de los que, en el reino de la ley soberana, eran «los observantes»17: están todos acostumbrados al statu quo que les permi­ te ejercer la actitud de la pasividad que la comunicación incentiva; acos­ tumbrados y agradecidos. En suma: con excepción de sus potencialidades abstractas, la comunicación práctica es conservadora. Sirve —o mejor, es su principal instrumento— para cimentar los confines entre el adentro y el afuera del área de los comportamientos socialmente relevantes. Los confines son presididos por expresiones como «inaceptable», «demencial», «delirante». Obviamente existe lo inaceptable, lo demencial, lo delirante, pero el uso que hace quien dispone de los medios de la comunicación más difundida corresponde al del juicio en causa propia. Quien quisiera echar una ojeada más allá del confín, para hacerse una idea propia e imparcial, tendría que superar, sobre todo, la barrera de la comunicación. En el mundo de la comunicación se verifica, y de modo muy exagera­ do, esa asimetría de posiciones de la que hablamos anteriormente a pro­ pósito de otras relaciones y que aquí tiene que ver con el productor y el receptor. El productor es omnipotente y el receptor impotente. Todo tipo

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17. Tomado de F. Cordero, Gli osservanti. Fenomenología delle norme, Aragno, Turín, 22008. 277

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de invenciones, mentiras, demonizaciones o santificaciones, construccio­ nes o demoliciones, puede encontrar espacio, y, si esto sirve para refor­ zar los confines de lo que puede tener acceso al debate público y si sirve para predisponer las opiniones y aceptar lo inaceptable (incluso las guerras basadas en pruebas mentirosas y construidas ad hoc), entonces no hay co­ municación alternativa que valga. En otro tiempo se usaba la propaganda. Hoy ha sido sustituida por la comunicación. La propaganda le permitía a uno, al menos, poder ponerse en guardia. La comunicación no, porque parece veraz y se difunde capilarmente, casi espontáneamente, una vez empezada. Los expertos del sector, además, se encargan de revestirla de imágenes, colores y músicas, de construir alrededor de ella montones de escenas, convirtiendo en escena lo que ocurre entre bastidores de las mis­ mas escenas, voces, rumores, chismes y charlas vacías, pero que atraen con facilidad, alejan los malos pensamientos de quienes podrían ver el enga­ ño, movilizan la atención masiva hacia los más aburridos, vacíos y estú­ pidos argumentos, elevándolos a «eventos» que uno no puede perderse, que movilizan a millones de individuos y de los que no puedes separarte, pena una especie de exilio al que tú mismo te condenarías. El Inquisidor no habría podido imaginar nada mejor con vistas a su proyecto de autosujeción suave de las mentes y de las conciencias.

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Extraña atmósfera En la relación está el poder, es decir, la potencia y la impotencia que en­ tran en contacto. Esto es así porque las relaciones que no han sido equili­ bradas por una fuerza «tercera» no se basan en la justicia, sino en la fuer­ za: las fuerzas no son equivalentes sino en casos excepcionalmente raros. Vivimos en una época en la queja norma tercera, aunque en teoría aún se la invoque, en la práctica está muy desatendida. Pero la «comunicación» ha difundido la convicción de que hay que aceptar la injusticia, porque la alternativa no es la justicia, sino la catástrofe. «No hay que hacer ideo­ logía», se dice; y esto significa que no hay que imaginarse alternativas. La virtud del ser humano «no ideológico» es la aceptación del presente existente. Es la renuncia a la acción a favor del mero comportamiento18. 18. H. Arcndt, Vita activa, cit., p. 7: «La acción sería un lujo superfino, una caprichosa interferencia con las leyes generales del comportamiento, si los hombres fuesen simplemen­ te ilimitadas repeticiones reproducibles del mismo modelo, cuya naturaleza o esencia fuese la misma para todos y previsible como las de cualquier otra cosa. La pluralidad es el pre­ supuesto de la acción humana porque nosotros somos todos iguales, es decir, humanos, pero en modo tal que nadie es jamás idéntico a ningún otro que vivió, vive o vivirá»». 278

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Los individuos pueden representarse a sí mismos como individuos libres que hacen uso de la propia autonomía moral, porque el poder ins­ titucionalizado de antaño, detentor de la coerción necesaria para trans­ formar sus deseos en imposiciones categóricas, se ha ocultado. La coerción exterior se ha hecho superflua: no hay necesidad de constreñir si no hay opciones posibles que contraponer a lo que hay. Es una libertad para­ dójica, de sentido único: la libertad del conformista. Lo que hay se im­ pone por sí mismo, por el solo hecho de estar. Las sociedades en las que vivimos, tecnológicas, «avanzadas», impolíticas, han interiorizado en con­ junto el mensaje: no hay alternativas. Todo y solo lo que está permitido es adaptarse, es decir, intentar colocarse de la manera más ventajosa pos; ble, o menos desfavorable, en el gran hormiguero humano. Esto explila agitación, la competición desenfrenada, el carácter estresante de las r laciones, por un lado; y por otro, la pasividad, la renuncia, la frustración hormiguero sí, pero todo lo contrario que ordenado. La división social, que antaño tenía que ver con la división del trabajo, con las clases, con la opresión de unas por parte de las otras, hoy ha sido sustituida por la división entre emergidos y sumergidos, emergentes y hundidos, inclui­ dos y excluidos. Extraña atmósfera: nunca hemos sido tan libres; al mismo tiempo, nunca hemos estado tan oprimidos. Somos libres del albedrío, pero somos esclavos de la situación. Decir a un marginado que es libre, suena como una burla; decir a un integrado que está oprimido, parece sonar fuera de tono. Ambos reaccionarían mal a lo que parecería una irrisión para con ellos. La naturaleza de esta división tiene una consecuencia capital en las di­ námicas sociales, una consecuencia que se ve realizarse cada día más ante nuestros ojos. Mientras quien se considera libre haciendo un uso confor­ mista de su libertad, y está por tanto de la parte de los vencedores, hace masa con quienes son como él, quien se considera oprimido porque no puede hacer uso del anticonformismo de su (presunta) libertad, y está por tanto de la parte de los perdedores, no está en condiciones, a su vez, de ha­ cer masa en sentido contrario. Su condición es la frustración, y la frustra­ ción conduce a la resignación, al desaliento, incluso a la desesperación. En cualquier caso, el frustrado es un aislado, uno que no cree (ya) en el valor de algún compromiso de naturaleza colectiva para cambiar el ambiente social en el que (sobre)vive. No cree en el valor de la vida activa, y está por tanto destinado a la derrota, aun cuando el número de los que son como él supere, quizá de manera muy amplia, el número de los otros.

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Inquisición interiorizada La opresión del presente, en las tres formas que se han visto en las páginas precedentes (presente económico, cultural y político) es el proyecto del Inquisidor. Para evitar los peligros de la libertad, acogerse al inmovilismo es preferible a los riesgos que se corren en libertad. «Nosotros les convenceremos de que solo entonces serán libres, cuando renunciarán a su libertad por nosotros, y a nosotros se someterán», dice el Inquisidor19, :omo hemos visto— consiste en «apagar los deseos», cuyo proyecto es decir, en contentarse con existir así como se es, renunciando a mirar a cómo se podría ser o, incluso solo, preliminarmente, a cómo se podría querer ser. «Nosotros», dice el Inquisidor, contraponiéndose a «ellos». Él piensa en los doce mil de cada generación, grandes y fuertes para poder asumir sobre sí la libertad del resto de los demás millones, innumerables como la arena del mar. Pero el mundo ha cambiado: la distinción ya no es esa. No tiene que ver con quienes están encima y quienes están debajo, sino, mu­ cho peor, con quienes están dentro y quienes están fuera, con los que están dentro que temen ser echados afuera y con los que están fuera que inten­ tan a toda costa —mientras dura la esperanza— entrar adentro. Una vez «dentro», el cemento es la defensa de las posiciones adquiridas. Ya no exis­ ten los inquisidores como casta separada, porque todos han interiorizado su mensaje: la única libertad es la de defender (para quien está dentro) y la de padecer (para quien está fuera) lo existente. Mientras nuestras so­ ciedades interioricen, como ley de necesidad, la ausencia de alternativas, seremos inquisidores de nosotros mismos, nos prohibiremos, cada uno para sí y todos para cada uno, el uso de la libertad de la que el Inquisidor quería liberarnos. Es inútil: nos hemos liberado por nosotros mismos.

Gobierno pastoral El gobierno de los pueblos cambia de naturaleza. De los viejos gobiernos, portadores de directrices políticas, quedan solo vestigios exteriores. En vez de ser el centro propulsor de la energía política con vistas a objetivos determinados por las opciones políticas, es más bien el gestor del statu quo a través de la garantía de sus equilibrios internos y de la defensa de las perturbaciones externas. No es casual —como se ha dicho en el caso del

19.

FK 344. (HK 418 (II parte, libro V, cap. V)J.

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nihilismo— que ya ha entrado en el uso actual la palabra, muy moderna, de govemance, la «gobernanza» por la que los politólogos y los constitucionalistas á la page se sienten fascinados. La govemance es la eficaz coor­ dinación de las fuerzas en juego, su «puesta en red» (o colocación reticu­ lar) destinada a los distintos «mantenimientos»: mantenimiento de las cuentas públicas, mantenimiento de la cohesión social, mantenimiento del «sistema» económico-social en su conjunto, denominado «sistema» o «empresa». El gobierno, en su visión clásica, estaba llamado a tomar decisiones que incidían en el cuerpo social, según visiones políticas. En la govemance, no. Su función es una función de garantía de lo que existe en el vasto campo de las fuerzas que actúan en el terreno social, por tanto una función conservadora. Esta mira a la gestión del equilibrio entre los factores, a tener bajo control las situaciones críticas, a reducir las propia? intervenciones de autoridad, a extender la autorregulación de los diverso actores sociales, a volver a poner en movimiento la máquina que se habí, atrancado y evitar la implosión determinada por el crecimiento incontro­ lado de las contradicciones de los intereses. La sustitución del personal político por el personal técnico, en los equipos gubernativos, es la natural consecuencia. Los técnicos son a quienes hay que dirigirse para reparar los mecanismos averiados, para tener unidos, en régimen de compatibilidades generales, las piezas de la máquina combinatoria de los sujetos que valen: es decir, las fuerzas que representan a quienes tendrían la fuerza de incli­ nar, si lo quisieran, los tan indispensables «mantenimientos». La tarea de los técnicos, incluso cuando muestran usar técnicas innovadoras, es intrín­ secamente conservadora. Quien está fuera no cuenta, o, si la frustración y el malestar crecen hasta el punto de crear dificultades al mantenimiento, se le concede alguna atención caritativa, o bien, si no basta, queda siempre el recurso del baculum, el bastón del que hablaba el cardenal Bellarmino, tenido en reserva. Por eso puede decirse fácilmente que la govemance es un régimen de doble régimen: conciliador con quien está dentro y des­ piadado con quien está fuera. Así es todo régimen pastoral cuyo rostro benévolo se asocia a la mano correctora, es decir, represiva. Hay otro aspecto importante por considerar, que explica la crisis de legalidad que constatamos con tanta mayor frecuencia cuanto más nume­ rosas son las situaciones de dificultad que se presentan de manera impre­ visible. La govemance, como misión propia, tiene que intervenir en los ca­ sos de avería de los distintos mantenimientos antes aludidos. Las averías son los casos imprevistos, es decir, las «emergencias». En consecuencia, los remedios no son fácilmente programables a través de normas generales y abstractas. Consisten en medidas ad hoc, adecuados a las circunstancias concretas y refractarios a la legalidad. Las «emergencias» son situaciones

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excepcionales, y, para afrontarlas, se requiere que la ordinaria rutina de la ley ceda a «excepciones» pequeñas o grandes, excepciones que nor­ malmente no llegan, pero pueden llegar, al dramático «estado de excep­ ción». Se comprende por eso que en la escena de la govemance retroceda el legislador y avance el gobierno. Su legitimidad se refuerza con relación a la esencialidad de su función; en cambio, la legitimidad del legislador disminuye con relación a los obstáculos que la subordinación a la ley pue­ de comportar en el ejercicio de tales funciones. Estamos en una época de «gubernamentalidad», podría decirse tomando prestada una expresión de Michel Foucault (o incluso, también, su concepto, mucho más comple­ jo de lo que aquí se discute). Se comprende también la disfuncionalidad representada por la jurisdicción que se ejerce de la misma manera de la legalidad y de los derechos que la ley protege. La legalidad y, en grado sumo, la legalidad constitucional, son expresión de la estabilidad de las reglas y de la exigencia de tutela de los derechos. Estabilidad de las situa­ ciones jurídicas subjetivas y emergencia están la una en contradicción con la otra. Si la estabilidad representada por la ley está presidida por los jueces y la emergencia es de competencia de los gobiernos, entre los unos y los otros no pueden surgir conflictos «fisiológicos», es decir, de­ terminados por razones objetivas y no necesariamente por arrogancia de los roles o por espíritu de prevaricación. Son las respectivas tareas las que entran en conflicto. La «gubernamentalidad», entendida también como «mentalidad del gobierno», es refractaria a la ley y a los derechos, y más bien aspira a sustituir la ley con la providencia, los derechos con los do­ nes y la beneficencia para quien se la merece, y a transferir las tareas de la «fría administración» al «caluroso voluntariado». La objetividad de la ley protectora de los derechos cede así el paso a la benevolencia subjetiva que, de la misma manera que puede alargar la mano que ofrece los panes, puede también retirarla cuando es necesario reconducir a los recalcitran­ tes a la obediencia. Nada nuevo: instrumento pastoral que ya estaba en el plan de gobierno del Inquisidor20.

20. FK 337. [HK 409 (tbid.)\.

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Capítulo 7 ¿EN NOMBRE DE QUIÉN?

Mimetismo «Nosotros diremos que Te obedecemos, que dominamos en Tu nombre», dice el Inquisidor1. ¿Quién diría que «domina» en su propio nombre? Se­ ría como declarar a la luz del sol que es un tirano. El «por cuenta ajena» es una necesidad del gobierno legítimo: el otro puede ser Dios (los sobera­ nos «por la gracia de Dios»), el pueblo (los «representantes del pueblo»), la nación («por voluntad de la nación»), la patria, la estirpe, la clase, etc. La legitimación del poder de unos hombres sobre otros es siempre una máscara que esconde la presencia de otro: evidentemente un «tercero abstracto» que no puede tomar la palabra y desenmascarar a quien habla en su nombre. De hecho, el Inquisidor añade a la frase citada esta otra: «Nosotros los engañaremos otra vez, porque a ti no te permitiremos que te acerques más a nosotros»2. Todo muy bien ideado. Los idealistas ingenuos caen en la trampa, los realistas no. Trasímaco, el sofista, hace ya tiempo que ha desenmascarado el engaño tratando, precisamente, de la relación entre las ovejas y los pastores: «Tú [Sócrates] crees que los pastores y los vaqueros miran por el bien de las ovejas y de las vacas y que las hacen engordar y las cuidan por algo más que por el bien de los dueños y por el suyo propio; y así te imaginas que los gober­ nantes de la ciudad, los que verdaderamente gobiernan, tienen hacia los súbditos una disposición de ánimo distinta de la que se tendría hacia las ovejas, y que día y noche observan todo lo contrario, mirando solo al pro­ pio provecho. Y sobre lo justo y la justicia, y lo injusto y la injusticia, estás

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1. FK 338. [HK 411 (ibid.)]. 2. FK 338-339. [HK 409 (ibid.)].

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ran desorientado que ignoras que, mientras que la justicia y lo justo es en realidad un bien de otro, es lo que beneficia al más fuerte y a quien man­ da, pero el daño es, en propiedad, para quien obedece y sirve; en cambio, la injusticia es lo contrario; ella manda a los que son verdaderamente in­ genuos y justos; pues los súbditos sacan ventaja de quien manda y es más fuerte; y, sirviéndole, le hacen feliz, pero en modo alguno se hacen felices a sí mismos. Y bastará, ingenuo Sócrates, que reflexiones sobre cómo y por qué el hombre justo sucumbe siempre ante el injusto»3. Los expertos de la vida, los realistas que se proclaman tales, saben por tanto que la benevolencia de los potentes hacia los humildes, el rebaño, no es más que una máscara para ser, los primeros, felices, y los segundos, infelices. También el Inquisidor se presenta como realista: todo su discur­ so sobre la libertad y el mal que esta contiene está conducido en nombre de la mirada despiadada sobre la realidad de los seres humanos. Aquí, sin embargo, parece abrirse una contradicción entre realismo e idealismo. A diferencia de lo que dice la ley de Trasímaco, él niega ser un aprovecha­ do y quiere ser considerado un benefactor del rebaño. En efecto, es un hombre atormentado. En cierto sentido, es una víctima del deber: todo lo contrario de la idea del déspota feliz que se aprovecha de la infelicidad que él mismo inflige a su rebaño. De este modo puede presentarse contra lo que sucede según la natural propensión del ser humano al provecho, porque a su modo es un héroe, como son héroes y santos los doce mil már­ tires de cada generación que han comido langostas y raíces en el desierto, exactamente igual que Cristo. ¿Entonces por qué siente el Inquisidor la exigencia de presentarse ante su pueblo como el representante de Cristo (T«), cuando es, al contra­ rio, el representante del diablo (£/)? ¿No podría presentarse directamen­ te como lo que es, sin máscaras ni disfraces? No, podría presentarse en su verdadera esencia solo ante Cristo, como, en efecto, se hace. El Cristo si­ lente comprende perfectamente su punto de vista y carece de la envidia y del resentimiento que los seres humanos incuban siempre con relación a otros seres humanos que se elevan al reinado. Recordemos que son sier­ vos, pero con el alma de rebeldes.

En nombre de... Para domar este lado rebelde de su naturaleza es necesario que los reinan­ tes no reinen en su propio nombre, sino en nombre de otra cosa, en re3. Platón, República, 343a. 284

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presentación de algo distinto, de alguien indiscutible al que todos —do­ minadores y dominados— estén igualmente sujetos. Los pastores (con la sola excepción del «Buen Pastor», que confirma la validez de la regla para los demás pastores de pueblos) no deben admitir jamás que apacientan el rebaño en su propio nombre. Deben ocultar—so pena de su propia rui­ na— la verdad revelada por Trasímaco. Quien apacienta al pueblo en su propio nombre y por su propia cuenta no es pastor sino amo. Los hom­ bres quieren tener amos, pero, al mismo tiempo, los odian, y por tanto es bueno que no se presenten abiertamente como tales. A menos que rebaño y pastores, siervos y amos, coincidan, como en la utopía democrática total á la Rousseau o en la «democracia de la identi­ dad» entre gobernados y gobernantes; pastores y amos tienen que «repre­ sentar» necesariamente otra cosa o alguien otro distinto de sí, es decir, de­ ben actuar por cuenta ajena o «en nombre de otros», es decir, en el nombre de quien pide hacer lo que se hace y dispone de autoridad reconocida para ello, al amparo de envidias y resentimientos. No es de extrañar que duran­ te milenios esta autoridad haya sido Dios. Tampoco lo es que la pirámide se haya invertido en el curso del proceso histórico que llamamos «secula­ rización», y que Dios haya sido sustituido por el pueblo (vox populi, vox dei). Pero ha funcionado solo parcialmente, es decir, no ha funcionado, y tampoco esto debe parecer extraño. Lo que nosotros llamamos «pueblo» es un conjunto de fuerzas, de intereses, de modos de ver la vida. No ac­ túa y no piensa «como un solo hombre» de cuyo consenso se pueda dis­ poner de manera unitaria. Cada una de las partes que lo componen está inducida por su ser «de parte» a desconfiar de las otras partes. De donde se sigue la idea de que los pastores de la democracia puedan legitimarse total y exclusivamente a través de la adhesión popular, como si el pue­ blo fuese una unidad, como un rebaño; la idea de que ellos no tienen el problema del «¿en nombre de qué otra cosa?» es una idea equivocada y desmentida por la Historia. También la democracia, o mejor, quizá la democracia más que cualquier otra forma de gobierno que no se base en la mera y sola fuerza, tiene necesidad de un tercero que esté por encima tanto de los gobernantes como de los gobernados, en el que tanto los unos como los otros puedan reconocerse. Y aquí, para Dostoievski, para Iván, para el Inquisidor, y para noso­ tros con ellos, se plantea el tema de la relación entre política y religión, Estado e Iglesia.

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Iglesia y Estado Más arriba se ha recordado la actitud profundamente anticatólica de Dostoievski: actitud paralela a su antisocialismo, que lo inducía a prefigurar, en tiempos cercanos, la «alianza entre el papa y Proudhon» en un pro­ yecto perverso de dominación del mundo. La Iglesia de Roma es dibuja­ da como figura anticrística. El Inquisidor resume en sí, en el modo más explícito, la teología política de un catolicismo anticrístico cuya vitalidad reivindica como fórmula de gobierno. Una y otro hablan en nombre de Cristo, pero de un Cristo invertido que hunde sus raíces en los bajos fon­ dos del mundo y eleva la espesura de su fronda hasta el poder del mundo. En breve: la Iglesia ha traicionado a Cristo porque, a diferencia de El, ha cedido a todas y cada una de las tres tentaciones del desierto. Lo ha trai­ cionado y tiene que cubrir con la mentira su traición. Tiene que decir, así, que ella, la Iglesia, existe en nombre de Cristo y por amor de Cristo. Tiene que mimetizarse, es decir, explotar la enorme fuerza legitimadora de la invocación a Cristo para traicionarlo. Iván, al principio de la novela, entra en escena en el pequeño aparta­ mento del stárets Zosima que hospeda una absurda «reunión equivoca­ da» de la familia Karamázov, que precisamente discute sobre este punto. La premisa es que, dada la naturaleza y la pretensión totalizantes tanto de la Iglesia como del Estado, la «idea francesa» de asignar a la Iglesia, como si fuese una «asociación de personas con fines religiosos», un ám­ bito preciso y bien delimitado como a todas las «asociaciones públicas», es absurda. Los dos elementos están destinados a la «mezcla», según dos caminos históricamente divergentes. Del primero da testimonio la histo­ ria de Roma. Cuando el Estado pagano se vio obligado, por la debilidad de sus instituciones, a reforzarlas abriéndose a la cristiandad, fue inevita­ ble incluir dentro de su recinto a la Iglesia, en cierto modo estatalizando al papa y sus obispos. La sustancia estatal seguía siendo la que era, pero el clero entraba a formar parte de su administración, cambiando de natura­ leza. Así, en poco tiempo, la Iglesia de Roma cedió a las adulaciones, en­ trando en el estado y garantizando una sólida unión en la figura de una monarquía universal y de una unión espiritual que le habría permitido ejercer la soberanía en todo el mundo a través del emperador cristiano. Esto por lo que respecta a la execrable Iglesia de Roma, católica pero no cristiana4, que se ha convertido al mundo. En cambio, la bendita Iglesia 4. V. Strada, «Introduzionc» a V. Rozanov, La legenda del Grande Inqutsitore [ 1891), Marietti, Genova, 1989, p. VIII, donde el «catolicismo sin cristianismo» se acerca a la «re­ ligión positiva» cuyo gran pontífice fue Auguste Comte, y donde se recuerda el interés de286

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de Cristo, que no se desvía de sus fundamentos, está llamada a perseguir fielmente su fin, que es el opuesto: convertir en Iglesia el gobierno de la humanidad, llevar el mundo entero a Cristo, cortar las raíces paganas del Estado y renovarlas en Cristo5. Consciente o inconscientemente, en esa discusión durante la «reunión equivocada», encontramos el eco de una disputa antigua, incluso arquetípica, que se remonta a los primeros si­ glos de la era cristiana y fue históricamente resuelta en la época constantiniana, sobre la relación entre los Christiani y los Caesares: si los cristianos no podían llegar a ser Césares, los Césares bien podían hacerse cristianos6. La acusación contra la Iglesia de Roma es haber seguido el primer camino, el camino del poder mundano. Aquí no interesa cuánto, en esta visión dicotómica, haya de esquemá­ tico, cuánto de abstracto, de idealizado o de demonizado, cuánto de am­ biguo, cuánto de históricamente condicionado y cuánta independencia de las condiciones de la Rusia de su tiempo, con relación a las tendencias d occidentalización, laicas y católicas, que obsesionaban a Dostoievski. N interesa la visión, coloreada de fanatismo, de la ortodoxia en la que t :ontra toda evidencia de la Iglesia ortodoxa en la historia de Ru­ sia7— veía que podría realizarse su perspectiva del Estado que se hace Iglesia. Dostoievski introduce el tema por medio de la ironía de Miusov, un pariente de Karamázov padre naturalizado parisino: «Ultramontanismo de la peor especie»8; «ÍArchiultramontanismo! ¡Es algo que ni si­ quiera se ha atrevido a soñar el papa Gregorio VII!». Pero la ilustración de la transfiguración del Estado en Iglesia la lleva a cabo Zosima cuando habla del distinto modo de entender la relación con el delito y el de­ lincuente propio del Estado y de la Iglesia. Esta sería otra historia que

mostrado por Comte por la orden de los jesuítas, a cuyo general tuvo a bien dirigirse con la propuesta de establecer una suerte de alianza en nombre de la «religión de la humanidad». En este llamamiento, Comte se extraña de que la orden hubiera ligado su nombre al de una persona «prescindible», como Jesús, y exhorta a cambiar el nombre de «cristianos» por el de «ignacianos», en honor de Ignacio de Loyola, admirado por su entusiasmo y su capacidad de organización. 5. FK 83. [HK 107-108 (I parte, libro II, cap. V)]. 6. S. Calderone, «Prologo» a Costantino e il cattolicesimo, vol. I, Le Monnicr, Flo­ rencia, 1962. 7. La Iglesia que «ha sido siempre un sostén del knut y una favorecedora del despotis­ mo forjadora de la desigualdad, aduladora del poder, enemiga y perseguidora de la herman­ dad entre los hombres», como escribió V. Belinski en la Carta a Gógol, cuya lectura pública por parte de Dostoievski le fue imputada en el proceso que habría de conducirle a los traba­ jos forzados en Siberia (N. Gógol, Brani scelti dalla corrispondettza con gli amici (1920), Giunti, Florencia, 1996, pp. 257 ss.). 8. FK 82 y 88. IHK 106 y 117 (I parte, libro II, cap. V)].

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merecería (¿merecerá?) un desarrollo aparte, teniendo presente el gran discurso del propio Zosima sobre el juicio y sobre el perdón titulado «¿Podemos ser jueces de nuestros semejantes?»9. Lo que interesa ahora es la coincidencia del programa del Inquisidor con el perseguido, según dice Iván, por la Iglesia católica: la transforma­ ción de la Iglesia en Estado, el hecho de que empuñara la «espada del Cé­ sar», de haber cedido a la tentación de la autoridad, o mejor, del poder10. En la «reunión equivocada» este programa está explícitamente condenado como traición por parte de la Iglesia de Roma; en cambio, en el discurso del Inquisidor ese mismo programa se mantiene y se exalta con una serie de argumentos que hacen pensar que, en ese punto, tras la denuncia de las horribles injusticias a las que conduce la libertad, Iván mismo al final la haya cambiado, contradiciéndose. El nudo se resuelve al considerar que el Estado que se transforma en Iglesia es la perspectiva de la fe de Cristo (algo sobre lo que Iván, por lo que a él respecta, no se pronuncia al prin­ cipio), mientras que la Iglesia que se transforma en Estado (o se encamina a ello) es la perspectiva del ateísmo (a la cual, como «ateo práctico», no «teórico», él explícitamente adhiere al presentar la Leyenda). El ateísmo conduciría necesariamente al Inquisidor. Es lo que Aliosha, bruscamente y con rabia, saca en conclusión del discurso de su hermano: «Tu inquisidor no cree en Dios: mira en lo que consiste todo su secreto. Y tú con él»11.

Una conclusión interesante Así se llega a decir que sin la fe, obviamente, es imposible que el Estado se transforme en Iglesia, mientras que si es la Iglesia la que se transforma en Estado, entrando en sus instituciones para apoderarse de ellas, es porque no hay fe. En suma, el problema de la relación entre Iglesia y Estado está precisamente en que haya o no haya fe. Si la hay, la Iglesia no puede no transformarse en Estado (tesis de Iván, en su aparición inicial, de Zosima y del propio Dostoievski); si no la hay, es la Iglesia la que se transforma en Estado (tesis del segundo Iván y del Inquisidor). Nosotros, que vivimos en un tiempo de democracia y de pluralismo y que intentamos racionalizar las relaciones entre la política y las creencias religiosas, seguimos con esfuerzo y dificultad estos argumentos. Pero, en su radicalidad, dicen cosas que deberíamos tener presentes. Sobre todo, 9. FK 425 ss. [HK 517 ss. (II parte, libro VI, cap. III-h)]. 10. N. Berdjaev, La conceztone di Dostoevskij (1923], Einaudi, Turín, 2002, p. 154. 11. FK 348 y 349. (HK 424 y 425 (II parte, libro V, cap. V)J. 288

¿EN NOMBRE DE QUIÉN?

dicen que si a la religión se le reconoce una función en competencia con la del Estado en el gobierno de la sociedad, en la medida en que sus me­ dios respectivos son distintos, no se puede escapar de la alternativa: o la Iglesia invade el Estado o el Estado invade la Iglesia. Tertium non datur. Los concordatos en modo alguno sirven para poder salir de esta alterna­ tiva. Dicen solo que puede haber invasiones en ambos sentidos. Desde este punto de vista, son ficciones. No son instrumentos de separación, sino que son intentos de codificación de la confusión y de la mezcla de principios que, por su propia naturaleza, es decir, por su aspiración, tenderían a tener un valor absoluto. Por eso se ha dicho, con razón, que no son trata­ dos de paz, sino armisticios. El Estado abre sus puertas a la Iglesia, es de­ cir, acepta a la Iglesia que se hace Estado cuando las relaciones con los gobernados se debilitan y el Estado siente la necesidad de apoyarse en algo como en una muleta. Una vez llegado a un acuerdo con la Iglesia, puede pretender que se hable a partir de una legitimidad que no procede (solo) de él mismo, sino también de la Iglesia y de las religiones que esta representa, y así poder salvar el consenso social que explícitamente reco­ noce no poder obtener por sus propios medios12. A su vez, la Iglesia que intriga con el Estado renuncia a lo absoluto de sus pretensiones a cambio de apoyo para su acción. De todos modos, se enfrentan dos debilidades opuestas que se sujetan la una a la otra, con soluciones de compromiso de naturaleza práctica que permiten a ambas, una vez a una y otra vez a otra, poder hablar a una en nombre de la otra y a la segunda en nombre de la primera. En segundo lugar, dicen que esta necesidad de «hablar en nombre de...» nace en situaciones de debilidad, cuando no se está en condicio­ nes de hablar universalmente, de manera persuasiva y eficaz «en nombre solo de sí mismos», es decir, cuando se advierte que la propia legitimi­ dad, por sí sola, se tambalea y no es capaz de «integrar». En las demo­ cracias secularizadas de nuestro tiempo, el tiempo que alguno denomina de la «post-secularización», sucede precisamente eso, y de ello, a veces, se da testimonio oficialmente: casi como en una declaración de fracaso, par­ cial, pero no por ello menos dramática. En nuestro texto hemos evitado hasta aquí cualquier referencia explí­ cita a sucesos de la actualidad. Pero aquí, por su significado general, ha­ remos dos excepciones. 12. Sobre este punto, el vulttus en la soberanía del Estado y la función legitimadora de los Concordatos, nada se puede decir mejor ni con mayor claridad de lo expresado por A. Gramsci en su Concordatí e trattati intertiazionali, en Quademi dal carcere, vol. IV, Note sul Machiavellí, sulla política e sullo stato moderno, Einaudi, Turín, 1996, pp. 250 ss. 289

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En las palabras de Nicolás Sarkozy, entonces presidente de la Repúbli­ ca francesa, pronunciadas el 20 de diciembre de 2007, «la Iglesia tiene que ser más valiente» a la hora de intervenir en las cuestiones públicas; «yo y el papa tenemos la misma vocación» (nótese que «él», en la ocasión, había sido nombrado «canónigo honorario» de San Juan de Letrán); «no se pue­ de ser sacerdote a medias, no se puede ser presidente a medias». Parecen asombrosamente glosas de la frase, tan célebre cuanto ambigua, del empe­ rador Constantino a los obispos: «Claro, vosotros podríais ser obispos tcov eíaco Tfj<; ¿kkXtigíck; [de cuanto está dentro de la Iglesia], en cambio, yo sería obispo, constituido por Dios, tcov sktóc;» [de las cosas, o de quienes están afuera]. El otro testimonio procede del primer ministro del Rei­ no Unido, David Cameron, quien el 16 de abril de 2014, en una declara­ ción al periódico anglicano Churcb Times, habló del «poder curativo de la religión», algo que debe inspirar mayor confianza en nuestro cristia­ nismo, en su capacidad de promover la convicción de que se puede salir de las dificultades del presente, cambiar la vida de las personas, mejorar el estado espiritual, físico y moral del país, y también del mundo. «El cristianismo tiene la fuerza espiritual de transformar el mundo entero, y puesto que Gran Bretaña es un país cristiano, no está bien la severa neu­ tralidad del Estado, porque tal modo de pensar priva a la colectividad de un recurso moral vital». A continuación de la declaración, se celebraba el mérito del apoyo de su gobierno a la restauración de catedrales y a un programa de integración para personas de distinta fe religiosa que viven en contacto entre sí. Por lo demás, se ha convertido en un lugar común el dicho de un constitucionalista según el cual la vida social fundada en la libertad «vive de presupuestos que ella misma no es capaz de garantizar»13. La libertad —otro modo, acaso más distante, de decir lo mismo que el Inquisidor— crea un déficit de «fuerzas que mantienen unido el mundo», que «crean vínculos». He aquí, pues, el recurso para colmar el déficit: recurso que se cree, o que engañosamente nos imaginamos, pueda llegar a la política del «hablar en nombre de la religión». Tal movilización de la religión (o de las religiones) para un «servicio civil» (la religio civilis de Marco Terencio Varrón), además de determinar aporías y contradicciones en los contextos democrático-pluralistas14, parece destinada a quedarse en una llamada de 13. E.-W. Bóckenfórde, «La nascita dello Stato come processo di secolarizzazione» [19671, en Diritto e secolarizzazione. Dallo Stato moderno all’Europa imita, Laterza, Roma/ Bari, 2007, p. 53. 14. Véase, por ejemplo, G. Zagrebclsky, Scambiarsi la veste. Stato e Chiesa al governo deU'uomo, Laterza, Roma/Bari, 2010, pp. 61-77. 290

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JEN NOMBRE DE QUIÉN?

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I socorro de resultados inciertos, sobre todo porque ha sido contradicha y dominada por otras «voces» más potentes que tientan a las conciencias, a las convicciones, a los estilos de vida de quienes vivimos en sociedades que, al menos aparentemente, «quieren la libertad». Los individuos, si no pueden empadronarse de ellas y convertirlas en sus propias voces cons­ cientes, están destinados a convertirse en las presas, o incluso en sus vícti­ mas, en el circuito de la comunicación pública.

Cacofonía Hoy se entrecruzan y contradicen tantas voces cuantos profetas las in­ terpretan. No solo las religiones tradicionales, que más bien parecen a la defensiva y si acaso expresan la nostalgia consolatoria por un mundo de certezas perdido, en el que los creyentes encontraban ya lista y en funcio­ namiento la brújula que indicaba el sentido de sus vidas. Las liturgias con fondo religioso no corresponden ni siquiera de lejos a las prácticas cotidia­ nas, donde fe teórica y ateísmo práctico coexisten en una escisión que, en los números grandes, parece no constituir un problema. En la práctica son otras las «voces» fuertes: las de la economía, las de las finanzas, las de los mercados, las de los inversores, las de Europa, las de la ecología, las de las generaciones futuras. Obviamente, cada una de estas voces suscita y plantea problemas reales, a veces capitales. Pero lo más ca­ racterístico es el modo en que todo esto sucede. Es un modo antropomór­ fico de suscitarlos, como si detrás de las voces hubiera sujetos que hablan dotados de autoridad propia: esfinges, sibilas, vaticinadores, portado­ res de verdades obligatorias. Ellos «nos piden»: nos «lo» piden Europa, los mercados, etc. Y nosotros no podemos más que seguir obedeciendo. No podemos instaurar una confrontación con estos sujetos por la simple razón de que —como se habrá notado— son sujetos abstractos que no se lograría localizar o identificar para encerrarlos en un recinto. Son fantas­ mas que recorren las discusiones públicas y, como todos los fantasmas, a veces son persuasivos y a veces amenazadores, y en cualquier caso inquie­ tantes. Jamás se los logra enredar en un discurso fundado en argumentos de razón común, corroborados por datos de hecho verificables. Así, so­ brevuelan y escapan, vuelven y a veces golpean. Su inconsistencia no los hace carecer de consecuencias. Es más, su mismo carácter escurridizo ca­ racteriza la pública discusión como choque de prejuicios: prejuicios no en el sentido del engaño, sino en el sentido literal de su pertenencia a una esfera de pensamiento que está antes del juicio y, por tanto, se hace inde­ pendiente, incontrolable, aleatoria, arbitraria, sospechosa de intrigas y de 291

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ocultos pensamientos deshonestos. En cualquier caso, impide formular voces auténticamente expresadas «en nuestro nombre». Que una tal superposición de voces y de intérpretes cree desconcierto, en una cacofonía de lenguas disonantes y recíprocamente mudas e insig­ nificantes, y que los oyentes-espectadores que aún no se han precipitado en la astenia sean inducidos a participar en una contienda entre prejui­ cios, amplificada y distorsionada por la comunicación, no sorprende para nada. ¿Acaso no es esta la forma actual de Babel, de la que un día surgirá la invocación: «Nosotros volvemos a vosotros; salvadnos de nosotros mismos»?

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Capítulo 8 SILENCIO SOLEDAD OSCURIDAD

Escenografías No podemos saber con certeza si la ambientación de la Leyenda es —o no— resultado de elecciones conscientes. Si no hubiera sido querida para solicitar al lector e invitarlo a descifrar un mensaje implícito, y derivara, en cambio, por mera consecuencia, llamémoslo así, del hecho mismo de haber situado la acción en la España católica de la Contrarreforma del siglo XVI, «en la época más tremenda de la Inquisición»1, la escenogra­ fía elegida por Dostoievski sería aún más significativa. Ella representa el ambiente de la función inquisitorial como tal, que en cualesquiera lugares y tiempos se lleva a cabo. En ambientes diversos, la acción inquisitorial pronto se apagaría en la impotencia. El inquisidor interior, de quien ya se ha hablado antes, nada podría si la vida estuviese alimentada y soste­ nida por el silencio, la soledad, la oscuridad. Su humus y su hábitat son el ruido, la multitud, la luz que brilla. Empecemos de nuevo. La plaza está encendida; el grandioso auto de fe acaba de terminar y las ascuas aún echan humo; el rey, la corte, los caballe­ ros, los cardenales de suntuosas vestimentas que se pavonean y las damas del séquito, con su presencia, han certificado lo apropiado del aconteci­ miento, aterrador y a la vez atractivo, a la entera Sevilla, que, en muche­ dumbre innumerable, se había congregado en el lugar elegido, la plaza de la catedral inundada por un sol cegador. Luz del gran día a la que se añaden las llamas de las hogueras, exhibición del poder, multitud que, como un solo hombre, ha participado en los actos y lleva aún encima el aturdimiento colectivo del estruendo y de la emoción: estos son los fac1. FK 332. IHK 403 (II parte, libro V, cap. V)]. 293

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tores de la escena. La muchedumbre ha sido seducida por el Inquisidor con la gravedad de estos ingredientes. Cristo aparece en una atmósfera opuesta «que podría ser uno de los lugares mejores del poema», dice Iván2, quien, sin embargo, no desarro­ lla su observación y nos deja a nosotros esa tarea. La entrada en escena de Cristo adviene «en sordina», inadvertidamente, en el silencio que ha caído entre la multitud, antes de que se eleven los hosanna y las invocaciones li­ beradoras. En el silencio, él comunica con los ojos, con una leve sonrisa. En el silencio abre los ojos del viejo ciego. De sus labios sale, despacio, la fórmula que resucita de la muerte a la niña. Todo es en voz baja, íntimo, apenas perceptible. Este es el silencio fecundo. La multitud ha sido con­ quistada por Cristo con la levedad de este silencio. Es el espíritu de la multitud lo que está en juego. El Inquisidor usa la manipulación de las conciencias rellenándolas con estruendo, aglomera­ ción, fuego y llamas. Cristo conquista las conciencias vaciándolas, liberán­ dolas de todo ello. El silencio impuesto por el Inquisidor es «mortal»; el que se difunde desde Cristo es vital. Vital quiere decir provocador. Este silencio —como hemos visto— se mantiene desde el principio hasta el final, también durante su confron­ tación con el Inquisidor, quien se siente por él presionado, igual que por la mirada dulce y penetrante del prisionero, quien, a su vez, nada tiene que replicar. El aura en la que Dostoievski coloca a Cristo es silenciosa. La otredad de la verborrea del Inquisidor necesita del silencio. Las energías interiores para oponerse a la inquisición que cultivamos en nosotros mismos las encontramos haciendo silencio.

Silencio en nosotros Todo lo que es vital nace del silencio. «Si imposible es hacer tu vida como quieres / por lo menos esfuérzate / cuanto puedas en esto: no la envilez­ cas nunca / en contacto excesivo con el mundo, / con una excesiva frivo­ lidad. // No la envilezcas / en el tráfago inútil / o en el necio vacío / de la estupidez cotidiana, / y al cabo te resulte un huésped inoportuno»3: el tráfago «estropea» la vida, es homicida.

2. Ibid. 3. C. Kavafis, «Cuanto puedas» [1913], en Poesías completas, Hiperión, Madrid, 121985, p. 54. 294

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El silencio es el punto de partida por el que se puede empezar para una obra de construcción autónoma de la conciencia. El estruendo es un impedimento para esa obra. El silencio es como un vacío que se puede lle­ nar; el estruendo es como un lleno que se debe vaciar. En el silencio se puede pensar por y para sí antes que para los demás. Si no me pienso por mí mismo, serán otros los que me pensarán por y para ellos. La memoria corre algnóthi seautón que destacaba sobre el templo de Apolo, que es una fórmula rica de la descomposición-recomposición del sí mismo, que nada tiene que ver con nuestro más difundido y frívolo lema de la identidad acrítica «sé tú mismo», usado como invitación a la exaltación del ego. El «conócete a ti mismo» es una invitación a la introspección en la que un «yo» acepta convertirse en un «mí», para convertirse en objeto de ob­ servación hasta que el quién sujeto conozca al quién objeto. Operación difícil, al límite de la contradicción, pero no por ello menos indispensa ble. Solo del «quién» en el cual nos hemos conocido es posible despué abrirse con integridad hacia el mundo externo y decir: esto yo lo puede esto yo no lo puedo sin destruir mi yo, es decir, sin desintegrarme. Quien mejor ha intentado aclarar los factores de la autoconciencia es Hannah Arendt4. El «pensar el pensamiento» es quizá algo vano por la circularidad de la tarea. Pero acaso no sea vano intentar descomponer lo que hacemos cuando reflexionamos sobre nosotros mismos al preguntarnos: ¿quiénes somos? Una tarea esencial que la presión de lo que (y de quien) nos rodea aleja de nosotros. Nos preguntamos ininterrumpidamente cuál es el mundo en el que vivimos, y esto nos parece una tarea primaria de quien aspira a una vida consciente, dotada de valor en el curso de la historia de la que formamos parte, pero queremos «tener un papel». ¿Y cómo podremos cumplir con esta tarea si aun antes no nos preguntamos quiénes somos nosotros mismos y a qué papel podemos aspirar? No nos alejamos de la verdad si asumimos una distinción que, de seguro, no es solo de doctrina, sino también, y sobre todo, de experien­ cia: una experiencia en la que Arendt ha indagado en profundidad con su penetrante mirada. En la experiencia, una cosa es el conocer y otra el pensar. En el pensamiento autorreflexivo, esto equivale a la distinción entre conocerse y pensarse. Conocerse significa tomar consciencia de las propias características, las cuales, por así decir, existen independiente4. H. Arendt, La vida del espíritu [1978), Centro de Estudios Constitucionales, Ma­ drid, 1984, «¿Dónde estamos cuando pensamos?», pp. 227-247, a propósito del pensar como «estar fuera del lugar común»; véase también Responsabilidad y juicio [2003], Paidós, Barcelona, 2007, y Alcune questioni di filosofía tnorale [2003], Einaudi, Turín, 2006, sobre todo pp. 58 ss. [Some Questions of Moral Philosophy). 295

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mente de nosotros: características físicas (belleza y fealdad, vigor y debili­ dad, etc.), y psíquicas (irascibilidad o suavidad, inseguridad o seguridad de sí, carácter amistoso o displicente, susceptibilidad o bondad, conformidad o resistencia a los halagos, actitud positiva o negativa hacia los problemas de la vida, etc.). En cambio, pensarse significa colocarse, una vez conoci­ dos, en el contexto de la existencia «que deseas», dando un sentido a la propia vida con relación a la de los demás. El pensarse coincide, pues, con el apropiarse de una idea de sí. La ausencia de este elemento de la autoconsciencia es una amputación de la personalidad, que Arendt defi­ ne como ausencia de pensamiento, lo cual predispone a la aquiescencia de los factores externos, al conformismo, a la ausencia de sentido de la responsabilidad, a la rendición frente a todo lo que se te pide que ha­ gas, para bien o para mal: sin que, en el primer caso, te puedas atribuir el mérito, y que, en el segundo, alguien pueda pedirte cuentas por ello. De donde se sigue el sentido común o el orden superior como causa su­ ficiente de autoabsolución de las responsabilidades. La célebre tesis so­ bre la «banalidad del mal» está fundada precisamente en la ausencia de pensamiento. Es quizá una reminiscencia de la «caña pensante» pascaliana, cuya dignidad «consiste en el pensamiento. Estudiémonos, pues, para pensar bien. Este es el principio de la moral»5. O quizá es simplemente la misma conclusión para una vía independiente. Se comprende fácilmente que el pensarse, para no vagar en el reino estéril de los sueños y ser proficuos en la construcción de la personali­ dad, debe desarrollarse con la consciencia de las condiciones exteriores. El pensarse fecundo, que no se pierde en inútiles, pueriles o fanáticas fan­ tasías, está siempre en relación con lo otro de sí (a contrario, esto está re­ presentado por Dostoievski en la figura del monje padre Ferapon, «insigne cultivador del ayuno y del silencio»6). Sin embargo, necesita desarrollarse solo una vez que se haya hecho silencio a su alrededor. Hacer silencio no significa cortar los puentes con la realidad, con la pretensión aislacio­ nista de la total soberanía de sí mismos. Significa el esfuerzo, nunca con­ cluido de una vez para siempre, de sustraerse a la condicionante presión exterior que anula la autonomía del propio pensar y permite a otros, a los inquisidores, entrometerse y apoderarse de nuestra conciencia. Solo «quienes se hayan pensado» en silencio pueden no mentirse a sí mismos y están en condiciones de decir algún no a las solicitaciones que proceden de afuera. Solo ellos custodian esa capacidad tan escasa en nues­ tras sociedades que los regímenes totalitarios incluso excluyen y reprimen: 5. B. Pascal, Pensamientos, n.° 232. 6. FK 221. [HK 274 (II parte, libro IV, cap. I)J. 296

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esa virtud de la que el campeón es Bartleby, el escribiente desafortunado e infeliz de Hermán Melville que hemos encontrado anteriormente. La libertad del ser humano está en este pensarse. El Inquisidor tiene razón en ver en ello el lugar y el tiempo de la inquietud. El silencio es una caverna de la cual no podemos saber si saldremos iguales a como habíamos entra­ do, y tampoco podemos saber en qué vayan a consistir las novedades. Por eso, el silencio es causa de tanto miedo para las almas inciertas. Tras este momento (que en realidad es un largo y arduo proceso), la libertad hacia sí mismos decae: existe ya solo la fidelidad o la coherencia, o la infidelidad o la incoherencia, pero no la libertad. De nuevo escribe Arendt que, «después», ya no es cuestión de elecciones o de conflictos en­ tre deberes morales, y pone «el ejemplo de aquellos pocos, poquísimos, que durante el colapso moral de la Alemania nazi permanecieron inmunes a cualquier tipo de culpa... No meditaron mucho sobre problemas com­ plicados: el problema del mal menor o de la lealtad al propio país y de Ir fidelidad al propio juramento, etc... Su conciencia, si es que se trató d esto, no les habló en términos de obligación, no les dijo ‘Esto no debo hí cerlo’, sino simplemente ‘Esto no puedo hacerlo’»7. No puedo, porque, de lo contrario, ya no podría vivir en paz conmigo mismo. Mientras el «debo» o el «no debo» pueden colocarse en algún tipo de esquema ra­ cional-demostrativo, y la razón, como la historia demuestra de manera abundante, puede demostrar cualquier cosa, el «puedo» o el «no puedo» pertenecen a la esfera existencial que se impone con la evidencia que deriva de la adhesión o de la separación a la idea de sí. No son conclu­ siones de un «razonamiento». Es más, excluyen todo razonamiento, ape­ lando no al principio lógico de no contradicción, sino al principio vital de ser sí mismos. El silencio tiene muchos significados: está el silencio de los cemente­ rios, el de la ciudadela que espera aterrorizada el ataque final, el del centi­ nela alerta en la noche, el de la emboscada inminente, el de la muerte. El silencio del que hablamos es lo contrario del vacío existencial, del aburri­ miento y del tedio que invade a quien no sabe pensar. Es ingreso en la vida futura. A quien no sepa pensar, puede parecerle una terrible primicia de la nada. Por el contrario, es la premisa de la vida consciente, el momento de la purificación que puede convertirse en punto de partida de vida moral renovada. A un Cari Schmitt que, en la postración que siguió a la llama­ da a la responsabilidad por su contribución de hecho a las empresas del nazismo, veía el silencio como única vía de salvación para el pensador

7. H. Arendt, Alcunc questiom di filosofía moraley cit., pp. 35-36. 297

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político en las nuevas condiciones8, Norberto Bobbio responde de este modo: «¿Pero de verdad que en medio de todas estas ruinas no hay más vía que el silencio? ¿O este silencio es solo un momento necesario de re­ cogimiento para volver después al mundo con la conciencia más tranquila por el trabajo hecho y con nuevos y más fuertes propósitos para el trabajo que aún hay que hacer?»9.

Silencio a nuestro alrededor Solvamos otra vez a las Escrituras, no porque se deba creer necesariamen­ te que están escritas por Dios, sino simplemente porque son irrefutable­ mente un «bajorrelieve del mundo y del hombre y de los caracteres hu­ manos», según la expresión del stárets Zosima. El quizá exagera cuando añade: en ellas «todo tiene su nombre y su connotación por los siglos de los siglos»10, pero seguro que no se equivoca cuando ve en ellas represen­ taciones dotadas de un valor ejemplar y sapiencial a las cuales los seres humanos desde siempre dirigen preguntas y de las que sacan respuestas a la altura de las preguntas. Hay un pasaje muy conocido que siempre llena de asombro, quizá también por su fuerza poética, la teofanía del monte Horeb (1 Re 19, 9-15), donde se cuenta cómo el profeta Elias, desesperado, se había tumbado bajo una retama invocando la muerte, y en cambio se recuperó y volvió en sí. «Y en ese momento el Señor pasaba. Sopló un viento huracanado que partía las montañas y resquebrajaba las rocas delante del Señor. Pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, hubo un terremoto. Pero el Señor no estaba en el terremoto. Des­ pués del terremoto, se encendió un fuego. Pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó el rumor silencioso de una brisa suave. Al oírla, Elias se cubrió el rostro con su manto»11, en señal de respeto. Elias no solo encontró al Señor en «el rumor silencioso» o «ligero», sino que se encontró a sí mismo: «Me consumo de celos por el Señor». La esce­ na del desafío de los cuatrocientos cincuenta sacerdotes de Baal contra Elias (1 Re 18, 20-40), que precede a su encuentro en el Horeb, recién 8. C. Schmitt, Ex captivitate salus [1950], Trotta, Madrid, 2010. 9. N. Bobbio, «Lettera a Cari Schmitt» (20 de febrero de 1949): Lo Stato 2/2 (2014), p. 107. 10. FK 388. [HK 470 (II parte, libro VI, cap. II-b]. 11. «Voz de silencio sutil»: expresión de una sensación inefable y, por ello, traducida de muy diversas maneras, las cuales, podríamos decir, giran alrededor de esta misma inefa­ bilidad: «leve susurro», «murmullo de viento ligero», «viento de silencio sutil», «susurro de una brisa ligera», «voz calma, baja», «sonido dulce, bajo». 298

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aludido, es una contraposición entre el estruendo insensato y el recogi­ miento fecundo en el silencio. Esa expresión del silencio no es solo una maravillosa formulación poética. Quienes hayan tenido prueba de ello al menos una vez en la vida, saben que es una experiencia real: una atmósfera llena y completa, quieta y vibrante, amiga y envolvente, en la que se puede entretejer un diálogo íntimo y profundo que une lo interior con lo exterior. Es un equilibrio frágil, semejante al que Dostoievski ha descrito hablando del aura extá­ tica del que él, de vez en cuando, tenía experiencia12; un equilibrio que un rumor, una presencia extraña, un movimiento descompuesto, pueden romper fácilmente, sacando a la luz de nuevo las insuperables contradic­ ciones, los insolubles conflictos y las insalvables distancias de la condi­ ción ordinaria de la vida. Tiene que ser adecuado el lugar, adecuada h hora, adecuada la estación. La atmósfera tiene que estar inmóvil, come la de un bosque de montaña al caer la tarde, cuando todo está en solem­ ne espera. Entonces puede nacer una vibración al unísono en la que se está en sí mismo y, a la vez, sumergido en una totalidad: una totalidad que no nos es extraña y que no nos mira de manera burlona, sino que nos tien­ de una mano amiga, como una promesa, una primicia. Es el leopardiano «infinito silencio», donde es dulce «el naufragar». Todo esto, más allá de los encantamientos místicos y del humo filo­ sófico, puede existir. Basta saber cogerlo. A falta de otro nombre, a esa unidad podemos llamarla, en la lengua de nuestra cultura, dios, deussive natura, ser. El «escucha Israel» (Shema Israel, el mandamiento de Moisés antes de la promulgación de los decretos divinos, convertido en la oración ca­ pital de la fe judaica en la que el pueblo de Israel se encuentra a sí mismo) está precedido por el imperativo de hacer silencio: «haz silencio» Israel (Dt 27, 9). Es el silencio de la suspensión y de la espera, sin el que nada nuevo puede manifestarse, fuera del cual, es decir, en el estruendo, hay ese «silencio de Dios», que culmina en el «silencio de Auschwitz» y que constituye un enigma, o quizá sea más bien el enigma de la historia del «pueblo elegido»13. Una descripción de esta atmósfera de espera de la pa­ labra divina es un cuento midrásico14: «Cuando el Santo, bendito sea El, dio la Torah ningún pájaro piaba ni revoloteaba, ningún buey mugía, los 1 12. Véase supra, p. 150 y pp. 215-218. 13. A. Ncher, El exilio de la palabra. Del silencio bíblico al silencio de Auschwitz [1970], Riopiedras, Barcelona, 1997. 14. Cir. por G. Busi, I shnboli del pensiero ebraico, Einaudi, Turín, 1999, pp. 385386.

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offannim [seres de naturaleza sobrehumana, con cuatro caras y cuatro alas, al servicio del Señor, de quienes habla Ezequiel (1,4-9)] no movían las alas, ni los serafines exclamaban: ¡Santo! ¡Santo! El mar no hacía ruido y las criaturas no se movían, y todo el mundo estaba en absoluto silencio, cuando se oyó la voz: ‘Yo soy el Señor, tu Dios’». Así, el libro de la Sa­ biduría (18, 14-15) describe la irrupción de la palabra divina vengadora entre los egipcios: «Cuando un silencio apacible envolvía todas las cosas, y la noche había llegado a la mitad de su rápida carrera, tu Palabra omni­ potente se lanzó desde el cielo, desde el trono real, como un guerrero im­ placable, en medio del país condenado al exterminio. Empuñando como una espada afilada tu decreto irrevocable». Solo a partir del silencio, de hecho, las palabras y los sonidos asumen un significado. Solo a partir del silencio podemos oírlos, escucharlos, re­ cogerlos15. Si no nos lo hubiera prefigurado el Inquisidor en su programa de gobierno de los hombres en masa, reunidos todos juntos, miraríamos asombrados el multiplicarse de las fiestas litúrgicas, religiosas y no religio­ sas, con las grandes, oceánicas manifestaciones de masas, la música que no para ni un instante, los entretenimientos y los entretenedores, el terror de dejar a los individuos un solo instante consigo mismos, y, si necesa­ riamente hay que callar un instante, el potencial revulsivo de ese instan­ te se cree poder desactivar con algún pío o menos pío sonido de «relle­ no». Resultan proféticas las palabras que Amos pone en boca del Señor (5, 23-24): «Aleja de mí el bullicio de tus cantos, no quiero oír el sonido de tus arpas. Que el derecho corra [silenciosamente] como el agua, y la justicia como un torrente inagotable». De la misma perversión, incluso acentuada, somos nosotros mismos, a la vez, artífices y víctimas en esa permanente liturgia que es la existencia. Observemos nuestra ya inveterada incapacidad de hacer y de mantener el silencio, síntoma de grave malestar y de perturbación del carácter. Para quien nace hoy, se puede decir: «En el principio era el estruendo». Es más, el principio está tan arraigado en nuestra forma de vida que el silencio pa­ rece una condición antinatural o, por lo menos, innatural. En cualquier caso es insoportable. Cuando estamos con otra persona, ¿no es acaso cierto que advertimos el silencio como incomodidad e intentamos por tan­ to romperlo a toda costa para —según creemos— «hacer que se sienta más cómoda», precisamente a costa de los más insulsos, vacíos y humillantes discursos? Estar o dejar que el otro esté, aunque solo sea un momento, consigo mismo, parece una cosa deshonesta. Es una verdadera y autén-

15. Véase M. Brunello, Silenzio, ¡I Mulino, Bolonia, 2014. 300

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tica inversión de la condición originaria natural, cuando el silencio era más bien la norma que podía ser rota por palabras o sonidos, pero como excepción que confirma la regla. Hoy es justo lo contrario. Es el silencio lo que debe ser buscado, como bien raro, precioso y, sobre todo, elitista. El estruendo es la condición natural de la gran mayoría, el silencio tiene algo de innatural o artificial, y hay que buscarlo adrede y, a menudo, a un alto precio: en la vida cenobítica o en lugares apartados que lo pro­ ponen entre los lujos de pago. Llegará pronto el momento —es más, ya ha llegado— en el que se exhibirá como la peor oferta la ausencia de co­ nexiones telemáticas. Así, incluso el silencio —cuya invocación está hoy tan difundida que hace pensar que se trata de un lugar común, o quizá, más bien, de una moda— necesita que sus razones se puedan escuchar en­ tre el rumor de las palabras, donde los argumentos de los que se habla, in­ cluido el presente, caen en una suerte de círculo vicioso. ¿Nos sustraeremos entonces al deber de guardar silencio? ¿Contribui­ remos nosotros mismos al bullicio y al estruendo con palabras y discursos inútiles en el volumen sonoro que no cesa de aumentar? ¿Ayudaremos al Inquisidor a impedirnos pensar, alimentando por nuestra parte el estruen­ do? ¿Nos haremos cómplices, aunque no sea más que por ignorancia, de una fechoría contra la humanidad como el ensordecimiento? Los códigos penales no lo prevén. En cambio, las Escrituras, empezando por los libros sapienciales, están llenas de admoniciones para ser parcos en palabras, para no derrocharlas en la conversación general. Se dirigen sobre todo contra el estruendo provocado por el abuso de las palabras, contra la vacía fecundidad de la verborrea que molesta y distrae de lo que de veras im­ porta. No solo contra las que las clasificaciones medievales consideraban malas palabras: blasphemia, murmur, mendacium, periurium, contentio, maledictum, contumelia, detractio, adulatio, iactantia, ironía, derisio, turpiloquium, etc.16, sino también contra el multiloquium, el uatiiloquium, la garrulitas, la prolixitas. En el libro de los Proverbios, por ejemplo, se lee: «Donde abundan las palabras nunca falta el pecado, el que refrena sus labios es un hombre precavido» (10, 19); «El que vigila su boca prote­ ge su vida, el que abre demasiado sus labios acaba en la ruina» (13, 3). El Eclesiástico advierte: «El que habla demasiado se vuelve abominable y el que pretende imponerse [con las palabras] se hace odioso» (20, 8); «La opinión del prudente es requerida en la asamblea, y todos reflexionan sobre sus palabras. Como una casa derruida es la sabiduría para el necio, y la ciencia del insensato es una serie de incoherencias. El necio se ríe

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16. C. Casagrande y E. Vecchio, / peccati della lbiguá, Istituto deH’Enciclopedia Ita­ liana, Roma, 1987. 301

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a carcajadas, pero el hombre sagaz sonríe apenas y sin estrépito. Los la­ bios de los charlatanes hablan solo de oídas, pero los prudentes sopesan bien sus palabras» (21,17-18 y 20 y 25). El Eclesiastés también impone su ley sobre el silencio, y en ella es fundamental el orden en el que el silen­ cio precede a la palabra: «Un tiempo para callar y un tiempo para hablar» (3, 7). Después, el apóstol Santiago está obsesionado con los peligros de la palabra y de sus abusos: «Si alguien no falta con palabras es un hombre perfecto, porque es capaz de dominar toda su persona»; «la lengua es un :uego: es un mundo de maldad puesto en nuestros miembros, que conta­ mina todo el cuerpo, y encendida por el mismo infierno, hace arder todo el ciclo de la vida humana; nadie puede dominar la lengua, que es un flage­ lo siempre activo y lleno de veneno mortal» {Carta de Santiago 3, 2.6.8). Pero quien pronuncia la condena más dura es Cristo mismo. Así apos­ trofa a los fariseos: «Por eso os digo que en el día del juicio los hombres rendirán cuentas de toda palabra vana que hayan pronunciado. Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado» (Mt 12, 36-37). Solo quien conoce el valor del silencio conoce el valor del hablar, porque conoce el coste de las palabras: la ofensa al silencio. De ellas hará un uso precioso, parsimonioso y apropiado. Solo del silencio, en la raíz del silencio, pueden sacarse discursos que merezcan ser escuchados, para que así advenga cuanto está escrito: «Que vuestras conversaciones sean siempre agradables y oportunas, a fin de que sepan responder a cada uno como es debido» (Carta a los Colosenses 4, 6), y no suceda que el habla­ dor se enferme de incontinencia, lo que haría vanas incluso las palabras pronunciadas a propósito, cuando es necesario no callar frente a las in­ justicias del mundo.

Soledad El pensamiento como reflexión sobre sí implica silencio, y con el silencio, soledad exterior. El pensarse, en cambio, implica compañía interior, estar consigo mismo, ser dos-en-uno. Este desdoblamiento no es en modo algu­ no una figura retórica, una ilusión: ser observadores y testigos interiores de sí mismos y, según los casos, testificar en propio favor o en contra. No nos damos cuenta, cuando no nos ponemos ante nosotros, porque «no somos una cuestión». Pero el desdoblamiento sale a la luz tanto cuan­ do estamos en consonancia, porque estamos bien con nosotros mismos o incluso nos divertimos de manera narcisista con la delicia tentadora de la autocomplacencia, como cuando estamos turbados por el conflicto in302

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terior que, si no se recompone, lleva a la disgregación de la personalidad y al suicidio. «Si entramos en conflicto con nosotros mismos es como si tuviéramos que vivir y que pasar nuestros días con nuestro peor enemi­ go. Nadie puede querer... vivir con un ladrón, con un asesino o con un mentiroso»17. Por eso, el intento en estos casos es el de hacer callar al otro que está dentro de nosotros, o, al menos, olvidarnos de él. Al precio, sin embargo, de la reducción de la personalidad a la mitad. De todo ello da Dostoievski una vivida descripción a través del personaje de Mijail, el pasionario homicida que ya hemos encontrado anteriormente18. Al mismo tiempo, con el fin de que la tarea de estar consigo mismos sea posible (y no lo es nunca de manera integral, ni siquiera para el ana­ coreta que, pensándose y reconociéndose en el contemptus mundi, entra a pesar de todo con el pensamiento en relación, relación conflictiva, con quienes no es y no querría ser), es necesario que el mundo circunstante :ostumbres, sentido común, strepitus fori, normas de conducta exte­ rior— se haga objeto del esfuerzo de hacerle callar para poder «aislarse», hacerse isla y estar solo consigo mismo: que se sea nosotros, sin el filtro de otros, tú a tú con nosotros mismos. Es cierto que ello no es un resulta­ do realistamente concebible, porque cada uno de nosotros a pesar de todo está siempre determinado, desde el principio, desde el entramado de las relaciones en las que se está o se ha encontrado incluido19. Pero también es cierto, en el sentido de realmente experimentado como exigencia vi­ tal, el «¡dejadme solo!»: solo con mi problema, que debo intentar resol­ ver pensando a solas. Lo que no puede ser en la integridad del concepto, no por ello es ilusorio, engañoso, erróneo. Hay siempre a pesar de todo una cierta diferencia entre intentar resolver un problema que ha dividi­ do la propia conciencia en una celda monástica o en un dormitorio mi­ litar de camisas marrones. En el primer caso, el efecto es la separación de la masa y la dispersión de la masa: la imposibilidad de la genuflexión «todos juntos». Soledad y silencio, pues, se implican recíprocamente. El aislarse, in­ cluso estando en medio de la compañía de otros, es una experiencia que todos hemos llevado a cabo, cuando estamos preocupados con un pensa­ miento o cuando un pensamiento nos preocupa. El pensamiento nos distrae de lo que sucede a nuestro alrededor. Parece —pero no lo es— dis­ tracción, o bien aristocrática suficiencia, y de ahí la llamada democrática: vuelve entre nosotros. Del mismo modo, al contrario, lo que sucede a 17. H. Arendt, Alcutte questioni di filosofía morale, cit., p. 49. 18. Véase stipra, pp. 150 s. 19. S. Ford, / nuovi demoni, Feltrinelli, Milán, 2012, p. 261. 303

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nuestro alrededor nos atrae, nos distrae del pensamiento y nos hace fútiles a nuestros propios ojos, y de ahí la exigencia de estar un poco aparte. La soledad es una búsqueda de equilibrio entre estas dos llamadas opuestas, igualmente vitales. Esta búsqueda tiene como sugestivas e invasoras ene­ migas a las comunicaciones virtuales en la red. El individuo se desdobla en el mensaje lanzado al vacío a la espera de una, o de miles de respues­ tas sin rostro y sin sustancia. En la total ignorancia de nosotros mismos, triunfan la paranoia, la presunción y el narcisismo, las perturbaciones de la psique que Dostoievski, hace más de ciento cincuenta años, ya había descrito en El doble: un relato que, leído con los ojos de los actuales fre­ cuentadores de los social networks, tiene el carácter de profecía20. La integridad moral no consiste en el estar íntegramente de una parte o de otra: de formar parte para sí mismos del egoísmo; o bien de ahogarse anulándose en la masa que fagocita al individuo. También para la soledad hay que repetir lo mismo que se ha dicho sobre el silencio. No es el ob­ jetivo final. Si fuese tal, sería desolación mortífera, del mismo modo que el silencio puede ser anulación de sí para sí y para los demás. Pero es el punto inicial del que puede surgir la vida activa con los demás: la vida en la cual todos y cada uno puedan llevar a cabo la propia autónoma contri­ bución, no moldeada por la costumbre, por el conformismo, por la obe­ diencia pasiva a cualquier normalidad impuesta desde fuera.

Oscuridad La oscuridad, si es la condición de llegada, está asociada a la idea del va­ cío, de la desventura, de las eternas tinieblas. «Yo esperaba lo bueno y lle­ gó lo malo, aguardaba la luz y llegó la oscuridad», dice Job en su lamento (Job 30, 26). Así pues, la oscuridad como mal. Pero, de igual manera que el silencio y que la soledad, puede ser en cambio el inicio de todo. «Las tinieblas cubrían el abismo» cuando «Dios dijo: Hágase la luz. Y la luz se hizo» (Gn 1, 2-3). La luz es una separación de la oscuridad. Las luces, o mejor, las lucecitas, pueden encenderse solamente a partir de las tinieblas. Sin oscuridad no habría luz. Lux lucet in tenebris (Jn 1, 5). Así pues, si la luz es el bien, también la oscuridad lo es, en cuanto permite a la luz poder iluminar. Sin oscuridad podría haber solo claridad difusa sin con­ trastes y sin contornos, que deslumbra e impide ver. Nosotros podemos ver solo en la relación que hay entre luz y no luz, entre luz y sombras. Lo 20. Véase R. Inocencio Smith, «Tweets from underground: how Dostoevsky anticipated social media», en The American Reader, 18 de marzo de 2014. 304

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dice de manera magistral el mito platónico de la caverna, citado general­ mente no en el sentido de la oscuridad en la que es posible ver, sino en el opuesto, de la oscuridad en la que estamos impedidos de poder ver. Y sin embargo: «Un prisionero que fuera liberado y obligado a levantarse, a volver la cabeza, a caminar y a elevar los ojos hacia la luz, sufriría ha­ ciendo todo esto, quedaría deslumbrado y sería incapaz de mirar lo que antes veía en las sombras. Y si se le dijera que antes veía solo apariencias vanas mientras que ahora puede ver mejor, porque su mirada está más cerca del ser y está dirigida hacia las cosas reales; y si se le mostrase cada uno de los objetos que desfilan y si se le obligase con algunas preguntas a responder qué son, ¿cómo piensas tú que se comportaría? ¿No crees que se quedaría confundido y que consideraría las cosas que veía antes más verdaderas que las que ahora le muestran?»21. Una convicción difundida desde la Antigüedad, como un lugar co­ mún, es que quien está privado de la vista física está dotado de una parti­ cular capacidad de vista espiritual y poética. Los adivinos a menudo son ciegos y esto les permite ver las cosas en profundidad y adivinar el futuro. No siempre la ceguera se representa como un mal o un castigo. A veces lo es, sobre todo si se ha visto algo que no debía verse. Pero, otras, es un don o la compensación de un castigo. El ciego «ve» cosas que no tienen apariencias sensoriales. Ve las sombras. No está cegado por la luz. Sobre todo, en la oscuridad se puede distinguir la luz que indica el camino, la estrella que sirve de orientación y guía, y que, en la claridad general, no se lograría distinguir. In te ipsum redi; in interiore homine stat neritas*. Es una inquietante metáfora de la condición actual de los seres humanos sobre la tierra el hecho de vivir continuamente en la luz exterior de la con­ taminación luminosa. Lejos de ayudar, impide ver. Se levanta la mirada hacia los cielos y estos nos parecen mudos, apagados, abrumadores. Los lugares de la tierra en los que se pueda admirar la profundidad se han re­ ducido a los dedos de ambas manos, y hay que buscarlos en la soledad de los desiertos o en los glaciares polares. De ellos, ya solo nos acordamos a través de los versos de poetas que ya no nacen o de tradiciones populares que ya ni siquiera comprendemos. Demasiada luz. Sobre todo, de la oscuridad se ha perdido la fuerza vital, la concen­ tración de la espera del alba, como en el pasaje de Cana Galilaeae, antes recordado22, en el que se dice de Aliosha, inmediatamente después de su 21. Platón, República, 515b-c. * «Noli foras iré, in te ipsum redi, in interiore homine habitat ventas» (Agustín de Hipona, De vera religione, 39, 72). Véase stipra, pp. 68-69, n. 53. 22. Véase supra, p. 214. 305

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separación del stárets: «Nunca más, nunca más, mientras viva, podré olvi­ dar ese momento. —Alguien visitó mi alma en esa hora—decía después, creyendo firmemente en sus palabras...». Era la hora de la noche en la que el universo reposa y calla, tranquilo, pleno, cargado de promesas y de es­ peras por las incógnitas de la libertad: la hora cercana al surgir del sol del nuevo día. En aquella oscuridad él ya entrevé la lámpara para sus pasos, como dice el Salmista (Sal 119, 115) invocando la ley y la justicia. Los pasos que él mismo se preparaba para cumplir y poder así «establecer su morada en el mundo».

Oscuros meandros La Leyenda termina así: Cristo desaparece en el silencio, en la soledad, en la oscuridad.

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POST SCRÍPTUM

Quien haya llegado hasta aquí seguramente pensará: sí, pero todo esto tiene que ver solo con una parte del mundo, y quizá con la parte más pe­ queña en número. Dónde están la seguridad, el confort, la mansedumbre, los juegos infantiles, la ilusión del porvenir, la aceptación pasiva y conten­ ta de la propia condición, la normalización del deseo, la calma que apaga las energías y el tedio agotador de existencias sin alternativa: ¿dónde está todo esto en el mundo? Lo que a nosotros, que vivimos la condición del privilegio, nos parece un tiempo de paso hacia la decadencia de la civiliza­ ción, sería un espejismo a la vista de pueblos enteros que combaten cons­ tantemente para sobrevivir al hambre, a las enfermedades, a las perse­ cuciones políticas, religiosas o raciales, a la muerte que se encuentra por la calle o es decretada por el Estado (de lo que el pueblo en la plaza de la catedral de Sevilla puede ser una representación en pequeño); sería un espejismo para los desesperados que viven en las bidonvilles que ro­ dean a las megalópolis de decenas de millones de habitantes, en medio de la promiscuidad, la violencia, la prostitución, el analfabetismo, la ausen­ cia de cualquier estructuración social (la muchedumbre que Dostoievski mismo vio la noche de Haymarket); sería un espejismo para las madres que, trayendo hijos al mundo, no pueden alegrarse por la vida nueva que nace, sino que tienen que entristecerse por el destino inhumano que le espera (la infancia violada que Iván Karamázov describe como prólogo al Inquisidor). Para todas estas multitudes de desesperados, ¿el mundo del Inquisidor no sería efectivamente una gran esperanza? ¿Proponerles a ellos su silen­ cio, su soledad y su oscuridad no es quizá una terrible burla? Cierto. ¿Pero no será que su condición es inducida: que es una consecuencia de la victo­ ria del mundo inquisitorial en la otra parte del mundo, donde lo que pa307

UBRES SIERVOS

rece absurdo en un lado es, en cambio, sensatísimo en el otro? Una vez más, he aquí una contradicción que se autoalimenta y crece creciendo: la opresión que suscita deseo de opresión. Quien haya llegado hasta aquí acaso piense: qué idea es esta, tan in­ genuamente abstracta, de un retorno a la interioridad para oponerse a la homologación creciente de nuestras sociedades, cuando a las puertas está la transformación en ciencia de la ciencia ficción que imaginaba la crea­ ción artificial de seres de apariencia humana, adaptados y funcionales a algún tipo de paradigma social que requerirá una genuflexión universal. La tecnología y el laboratorio, alimentados por las finanzas, quizá sean la fragua donde se forja el ser humano liberado de la libertad y programado para ser dócil o agresivo, según las circunstancias. Los «doce mil por cada generación» quizá sean esos diáfanos técnicos de bata blanca que manejan probetas y dinero para invertir en laboratorios y que dicen que basta que :s dejemos hacer, porque «el nuevo paradigma social ya está preparado», alta solo juntar las piezas. En estas circunstancias ¿qué sentido tiene proponer un humanismo que los tiempos de la tecnología aplicada a la vida están listos a derrotar? Quizá ninguno, salvo el de unirse a los que, sean pocos o muchos, quieren poder decir: «Preferiría no hacerlo»; preferiría no «ser una pieza».

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ÍNDICE GENERAL

7 9 11

Contenido................ Advertencia.............. Nota a la traducción Primera parte PRÓLOGOS Capítulo 1: Imágenes de un viaje............ Años de meditación.............................. La Exposición Universal...................... «Para volver en el momento propicio» El Palacio de Cristal.............................. Baal victorioso....................................... En el subsuelo del Palacio de Cristal... Historias amenas.................................. Sin vergüenza........................................ Tedio y alcohol...................................... Los «euclidianos».................................. Del Palacio de Cristal a la «Leyenda»...

17 17 18 19 20 21 23 25 28 28 31 34

Capítulo 2: Cautelas............................................... No «razón de Estado» sino «razón de vulgo»... No «razón de fe» sino «razón de sosiego»........ No razón calculadora sino pulsión espontánea Síntesis.................................................................

37 37 43 47 50

Capítulo 3: Supremas cuestiones que esconder Cosas que tener escondidas............................. Nudos irresueltos.............................................

51 51 53

309

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LIBRES SIERVOS

Realismo del alma..................................... Nada es puro............................................. ¿Comprenderlo todo es justificarlo todo? La duda y la certeza................................... /;; interiore homine. Manchas de tinta.... ¿De qué parte estar? Remisión................. Capítulo 4: Trastornos e implicaciones Polifonía trágica.................................. Voces que se derrumban..................... La partitura.......................................... Fuga a varias voces.............................. Uno dentro de otro..............................

54 58 62 64 66 67 70 70 72 74 78 79

Segunda parte EXÉGESIS Capítulo 1: Hermandades................................................. . Hermanos...................................................................... ¿De la manera más estúpida del mundo?..................... Irrefutabilidad e intolerabilidad del mal...................... . Falsedad de la armonía «por razón»............................. Inmoralidad de la armonía «por la fe»......................... Rebelión......................................................................... «He compuesto un poema»: la entrada del Inquisidor Hermanastros y dobles................................................. Confesión....................................................................... Diálogo para una voz sola: el silencio de Cristo......... Qui pro quo....................................................................

85 85 87 88 89 91 92 93 94 95 96 101

Capítulo 2: Tres fuerzas en la tierra Universalidad.................................. Estructuras triádicas....................... Permanencia.................................... Tranquilizar las conciencias............

103 103 105 106 107

Capítulo 3: Las tentaciones

110 110 113 116 120

El pan................................ El milagro........................ El reino............................. Catolicismo y socialismo.. Capítulo 4: Antropología y visiones políticas Las divisiones de la humanidad..................... 310

125 125

Indice general

Dualismos antropológicos: Raskólnikov............... Shigaliov.................................................................. La contradicción de la naturaleza humana........... Salvarnos de nosotros mismos en el único rebaño Los bendecidos de la humanidad.......................... Infelicidad y felicidad............................................. ¿Qué felicidad?........................................................

127 129 130 133 134 135 137

Capítulo 5: Mal y bien.............. Si Dios no existe..................... Desesperación....................... ¿Existencialismo?................... El mal absoluto..................... El mal relativo....................... El mal y el bien «en persona» La mezcla de mal y de bien...

140 140 143 144 145 147 147 15

Capítulo 6: Intriga................................................................... Campo de batalla................................................................ Más acá del bien y del mal.................................................. Estupidez «pro» ética. El idiota........................................... Esteticismo «pro» moral. Stavroguin.................................. Orgullo de bien y de mal.................................................... Más allá del bien y del mal. Verjovenski y Kiríllov.......... Entre el bien y el mal, el dolor y la felicidad. La libertad Contradicciones irreducibles...............................................

15. 153 155 156 158 162 164 167 169

Capítulo 7: SUFRIMIENTOS Y MEDICAMENTOS

172 172 174 177 178 180

Tedio.......................................................... Caos........................................................... Infelicidad de la libertad.......................... Misterio del Inquisidor............................ Los anticristos sufrientes..........................

185 185 187 188 191 193 193 195 197 198 200

Capítulo 8: El beso..................... Lance imprevisto.................... ¿Triunfo?.................................. ¿Capitulación y gratitud?....... ¿Solidaridad?........................... ¿Consolación?......................... ¿Compasión?........................... ¿Alianza?.................................. ¿Prudencia política?................ Palabras últimas y penúltimas Cierre........................................

311

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LIBRES SIERVOS

Tercera parte REPERCUSIONES Capítulo 1: Esfinge

207

Capítulo 2: La belleza y el escorpión.

209

Belleza............................................... Nastasia............................................. Armonía............................................ «Mir»................................................. Aura.................................................. Salvación........................................... Perdición........................................... Madre prostituida.......................... . Desconexiones humanas.................

209 210 211 213 215 218 219 220 222

Capítulo 3: La Torre......................... Babel............................................... Símbolo católico............................ Símbolo totalitario........................ Hoy, la Torre................................. Dispersión: ¿condena o salvación? Capítulo 4: OPRESIÓN DEL PRESENTE.............

Variedad.................................................. Hombre normal..................................... Hombre nuevo....................................... Hombre nuevo normal.......................... Opresión del presente............................ Presente económico................................ Presente ideológico................................. Presente político..................................... Mega- y gigastore....................................

223 223 224 225 229 231 233 233 235 236 237 238 238 243 246 249

Tipos nihilistas....................................... «Qohéleth».............................................. Nihilismo en grande.............................. Nihilismo en profundidad.................... Nihilismo en superficie......................... . Nihilismo de necesidad......................... . Dar vueltas en redondo. Ceguera..........

252 252 253 254 256 259 263 264

Capítulo 6: Gobierno pastoral................ Coexistir sin convivir, imitar sin actuar

266 266

Capítulo 5: Nihilismo.................................

312

Indice general

Nuda vida, vida desnudada.............................. Ovejas y pastores............................................. Poder en grande y poder en pequeño............... La rebelión de los individuos-masa contra la ley La comunicación en lugar de la ley................... Extraña atmósfera........................................... Inquisición interiorizada.................................. Gobierno pastoral.......................................... . Capítulo 7: ¿En nombre de quién? Mimetismo............................. En nombre de......................... . Iglesia y Estado........................ Una conclusión interesante..... Cacofonía...............................

267 270 273 275 276 278 280 280 283 283 284

286 288 291

Capítulo 8: SILENCIO SOLEDAD OSCURIDAD

Escenografías.................................... Silencio en nosotros.......................... Silencio a nuestro alrededor.............. Soledad............................................ Oscuridad......................................... Oscuros meandros............................

293 293 294 298 302 304 306

Post scriptum

307

índice general

309

313

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OTROS TÍTULOS Étienne de La Boétie Discurso de la servidumbre voluntaria Alexis de Tocqueville La democracia en América Recuerdos de la Revolución de 1848 Jean-Jacques Rousseau Escritos políticos Cesare Beccaria De los delitos y de las penas Friedrich Nietzsche Fragmentos postumos sobre política Claude Lefort Maquiavelo. Lecturas de lo político Carl Schmitt Ex captivitate salus Teología política Tierra y Mar. Una reflexión sobre la historia universal Teoría del partisano. Acotación al concepto de lo político Hans Kelsen Religión secular. Una polémica contra la malinterpretación de la filosofía social, la ciencia y la política modernas como «nuevas religiones» La paz por medio del derecho Teoría pura del derecho. Introducción a los problemas de la ciencia jurídica

Max Horkheimer y Theodor W. Adorno Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos Dietrich Bonhoeffer Ética PlERO CALAMANDREI

Sin legalidad no hay libertad Roberto Esposito Confines de lo político. Nueve pensamientos sobre política Personas, cosas, cuerpos Ermanno Vítale Defenderse del poder. Por una resistencia constitucional Stefano Rodotá El derecho a tener derechos La vida y las reglas. Entre el derecho y el no derecho Antonio Negri Arte y multitudo. Nueve cartas seguidas de Metamorfosis Marco Revelli La política perdida Posizquierda, eQué queda de la política en el mundo globalizado? Alain Badiou Filosofía y la idea del comunismo. Conversación con Peter Engelmann SlMONE WEIL

Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social La condición obrera Escritos históricos y políticos Echar raíces

Juan-Ramón Capella Los ciudadanos siervos Entrada en la barbarie José Luis Villacañas Teología política imperial y comunidad de salvación cristiana. Una genealogía de la división de poderes Eric Voegelin Las religiones políticas Andrea Greppi Teatrocracia. Apología de la representación José A. Estévez Araújo (ed.) El libro de los deberes. Las debilidades e insuficiencias de la estrategia de los derechos Marcel Gauchet El desencantamiento del mundo. Una historia política de la religión La condición histórica. Conversaciones con Franqois Azouvi y Sylvain Pirón Zygmunt Bauman Babel. Conversaciones con Ezio Mauro Richard Rorty Cuidar la libertad. Entrevistas sobre política y filosofía Hannah Arendt Crisis de la República Lo que quiero es comprender. Sobre mi vida y mi obra



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