Hugo Herrera

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Tiempo atrás, en una entrevista en un medio local, critiqué la pobreza ideológica de la derecha chilena contemporánea. La crítica generó algunas reacciones encontradas. Podría –como siempre– matizársela, pero me parece que apunta a un hecho indesmentible, el que se vuelve claro tan pronto como se atiende a la pujanza que tuvo el pensamiento de la derecha chilena en el pasado. Pensemos sólo en el siglo XX. La derecha contó entonces con figuras intelectuales de la talla de Francisco Antonio Encina, Alberto Edwards, Mario Góngora y Jaime Guzmán. En los tres primeros casos se trata de pensadores que participaron activamente en política. En el último, en cambio, de un político con altas dotes mentales. Los cuatro se hallan encima, muy por encima de la mayor parte de quienes, luego del asesinato del senador de la UDI, intentaron tomar el relevo ideológico. En la derecha de hoy se observa, casi siempre, antes que una comprensión política densa y compleja, una preocupación preponderante por las políticas públicas, cuando no por conservar el modelo económico y político –de subsidiariedad negativa, neoliberalismo y democracia protegida–, sin advertir los problemas a los cuales se encuentra enfrentado y que lo hacen tan peculiar incluso a los ojos de partidos de derecha de otras latitudes. El de Kaiser es el ensayo de un liberal que aboga por una mayor cercanía entre la derecha y el pensamiento político, que denuncia la “anorexia” cultural de la derecha, su “fatal ignorancia” respecto de las ideas, la ideología, la teoría política, la filosofía, un verdadero alegato a favor de las humanidades en medio de lo que ha sido hasta ahora casi siempre –y desde hace décadas– el dominio de pragmáticos y economistas. En ese libro, sin embargo, no se acude, como sería esperable, al pensamiento de los filósofos o teóricos políticos liberales de la primera línea en la gran historia intelectual del liberalismo, como Hobbes, Locke, Montesquieu o Kant. Tampoco se menciona en él a los nombres más significativos de la historia intelectual de la derecha nacional. Debo aclarar que pienso que la derecha encarna efectivamente ciertas ideas y sentimientos. Aunque lo parezca a veces, no es un mero grupo de interés, por eso puede hablarse de una derecha propiamente política. Ella se identifica con nociones como las de orden, esfuerzo, nación o libertad. Identificar a toda la derecha con la derecha económica no sólo requeriría soslayar el aporte que, en su defensa de tales nociones, ese sector político le ha prestado al país, sino excluir de la derecha a corrientes que claramente son independientes de e incluso disfuncionales a los intereses económicos de las capas más ricas, como la nacional-popular (Edwards, Encina) y la socialcristiana (Guzmán en sus inicios, Góngora). La derecha ha

mostrado también que gobernando tiene una gran capacidad para mantener niveles desafiantes de crecimiento económico. Todo esto es loable, pero no alcanza, no sirve mientras no se logre organizar esas ideas y sentimientos en una totalidad discursiva sofisticada, que permita hacer luz sobre la situación concreta y servir de orientación general a las políticas públicas particulares.

Probablemente Jaime Guzmán fue el último de los políticos de la derecha que articuló un discurso a la altura del peculiar tiempo que le toco vivir, a tal punto que, aun hoy, tras casi veinticinco años de su asesinato, el suyo es el único relato vigente dentro de ese sector. Un relato que, dicho sea de paso, se nutría también de una vigorosa cercanía del ideólogo con la realidad social de su tiempo. A un cuarto de siglo de fallecido Guzmán, y cuando el contexto es fundamentalmente distinto a aquel de Guerra Fría en el que el senador desplegó su oficio político, la ausencia de una articulación de ideas actuales ha terminado conduciendo a la derecha a momentos de mutismo discursivo, tan intempestivos durante las movilizaciones del año 2011, así como en las semanas previas a los cuarenta años del golpe militar y, ahora, en los primeros meses del gobierno de la Presidenta Bachelet (Cf. J. Fermandois, “El silencio de la derecha”, en: El Mercurio. Santiago, 24 de junio de 2014, p. A3). La ausencia de un discurso a la altura de la época presente ha incidido en la pérdida continua de apoyo de este sector, evidenciada tanto en las elecciones cuanto en la disminución de su presencia en estructuras de poder legítimas. El arraigo que en los ochenta y noventa tuvo la derecha en sectores pobres de los grandes conglomerados urbanos en Santiago, Valparaíso y Viña del Mar, Concepción y Talcahuano, así como en colegios profesionales y gremios significativos, o antes, en el mundo agrario o, más atrás todavía, en los sindicatos (recuérdese que la Federación Obrera de Chile fue fundada por miembros del Partido Conservador) y durante todo el siglo XIX y parte importante del XX en la Universidad de Chile y la Administración Pública, se ha debilitado fuertemente o desaparecido. El peso electoral de la derecha se desequilibró de manera peligrosa, replegándose hacia el sector oriente de Santiago y parapetándose en el tercio histórico o de clase. Desde 2009 en adelante, como dando cuenta del problema de la falta de discurso, pero, según intentaré mostrar, también en algunos casos testimoniándolo, han aparecido varios libros de políticos y personeros de derecha. En ellos se aborda, desde diversas perspectivas, o bien la ausencia o

debilidad del discurso de la derecha, o bien el malestar y las manifestaciones sociales, especialmente intensas el año 2011. Esos libros merecen un análisis, si se quiere dar cuenta del nivel del debate que existe en la derecha y cómo ella misma comprende, en algunos casos destacados, su situación y la del país. En un futuro cercano pretendo ofrecer una exposición de los siete últimos libros de la derecha. En cambio, en esta ocasión y en las semanas siguientes, me referiré preliminarmente a tres de ellos. Los he seleccionado pues estimo que los textos evidencian, con diversos matices, algunas de las dificultades más notorias que tienen pensadores y políticos con poder en la derecha actual, para comprender la actual crisis y darle orientación.

La fatal ignorancia, de Axel Kaiser (Santiago: Democracia y Mercado, 2012, 2ª ed.) es probablemente el libro con mayores pretensiones filosóficas de los que comentaré. En él su autor da con temas, aunque generales, altamente significativos. Plantea la importancia de las ideas y la cultura en el ámbito político (pp. 18-20). Entiende que son ellas las que mueven el transcurso de los acontecimientos y a las mayorías (pp. 68 ss.). Indica, además, que esta significación de las “ideas y la cultura” es, usualmente, desconocida por la derecha (pp. 12, 17-20, etc.), a tal punto que existiría una “hegemonía cultural de la izquierda” (p. 21). A diferencia de otros diagnósticos de la situación de malestar presente, que la minimizan o simplemente declaran la imposibilidad de echar abajo el neoliberalismo chileno, Kaiser reconoce la realidad del malestar, un “resquebrajamiento del consenso en torno al sistema económico liberal” (pp. 93, 11) y el “hecho indesmentible” de que las “ideas de izquierda, es decir, aquellas contrarias al sistema económico liberal y partidarias de un Estado interventor y redistributivo, son predominantes en la población chilena” (p. 15) y ponen en riesgo la subsistencia de la economía de mercado (p. 61). Hasta aquí las cosas van, en términos generales, bien. Sin embargo, el texto da luego unos giros sorprendentes.

Los referentes históricos de la derecha nacional son, para Kaiser, Diego Portales, Andrés Bello, Jorge Alessandri y Gabriela Mistral. Que esos sean efectivamente los referentes de la derecha chilena podría ser cierto, en algún grado, no obstante que con salvedades. La lista es menos criticable por lo que dice que por lo que omite. No están Manuel Montt, Manuel Bulnes, Joaquín Prieto, Abdón Cifuentes, Carlos Ibáñez, Francisco Antonio Encina, Alberto Edwards, Mario Góngora, Jaime Guzmán y un

largo etcétera. La verdad, sin embargo, es que esta discutible reescrituración de la historia de la derecha no debe generar inquietud teórica, pues Kaiser propone usar a aquellos cuatro personajes seleccionados, no para estudiar su pensamiento político o extraer de ellos algo así como el legado que emana de las ideas contenidas en sus obras, sino que persigue, en cambio, un objetivo más bien instrumental, a saber: lograr una “transferencia de prestigio” desde esas figuras hacia la derecha actual (p. 156).

En último término, la “cultura” y las “ideas” son identificadas por Kaiser con lo que llama el “trabajo de imagen” (p. 68). Esta inusual concepción del ámbito intelectual es, probablemente, la que explica otros aspectos también notoriamente llamativos en el libro que comentamos.

Dotado de un vigoroso optimismo, Kaiser piensa que una versión estratégicamente bien planteada de las ideas liberales de derecha, nutrida con el legado de aquellos encomiables cuatro nombres (transferido su prestigio), tendría amplia recepción en el electorado. ¿La razón? A fin de cuentas, nos dice: “… todos quieren vivir en un mejor barrio, comprarse un mejor auto, mandar a sus hijos a mejores colegios, etc.” (p. 155). Así las cosas, uno se podría ver tentado a preguntar si una representación tan simple e individualista de la realización humana requiere en verdad de una “filosofía” que la sustente.

A partir de la lectura de pasajes como este, cabe inquirir, ahora más en general, sobre el talante del texto y el impulso que mueve a Kaiser. Porque se trata, al final, de un texto político. ¿O no? Sucede que en ninguna parte del libro –como no sea para descalificarlas– se encuentran referencias a la solidaridad, la colaboración social, la comunidad, el pueblo o la nación, todos aspectos de una dimensión que resulta insustituible al momento de hablar no sólo de una vida humana plena de sentido, sino también de un Estado dotado de la lealtad generosa de sus súbditos y capaz de enfrentar la crisis. Sin esa dimensión comunitaria, la vida humana, que es siempre colectiva, no se diferenciaría de la sociedad de demonios, egoístas y calculadores, como la que menciona Kant en Hacia la paz perpetua. Una sociedad tal no sólo no es deseable, sino altamente inestable, habida cuenta de que en ella se generará presumiblemente una gran diferencia entre ricos y pobres. Como dice Aristóteles: cuando esas diferencias son muy grandes, no hay ya una, sino dos póleis, vale decir, las clases tienen poco o nada en común.

Desde ahí a la situación revolucionaria –a la que tanto teme Kaiser–, y como enseña la historia, hay un camino no muy largo.

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