Juliano Dolores - El Juego De Las Astucias - Mujer Y Construccion De Modelos Sociales Alternativos

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El juego de las astucias Mujer y construcción de modelos sociales alternativos

Dolores Juliano

cuadernos inacabados

Colección dirigida por Mireia Bofill Abelló Diseño de la cubierta: Irene Bordoy

O 1992, Dolores Juliano Corregido

© 1992, horas y HORAS, San Cristóbal, 17, 28012 Madrid © 2a edición, 2001

N o se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su tratamiento en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros méto­ dos, sin el permiso previo y por escrito de las titulares del copyright.

Producción y Realización: J.C. Producción Gráfica. Impresión: Grafistaff. Encuadernación: E-90. I.S.B.N.: 84-87715-12-5 Depósito Legal: M -15222-1992 Impreso en España.

INDICE

Introducción

...................................................

11

Un balance necesario .......................................... Hipótesis del trabajo ............................................ La resistencia pasiva en el ámbito doméstico . . . .

11 15 22

I. Modelos e identidad

....................................

25

Qué significa ser d ife re n te .................................... Ambito doméstico y autorreproducción social . . . . La cultura popular en ámbitos domésticos ............

25 32 42

II. La contestación femenina en la estructura de algunos cuentos tradicionales La débil voz de los grupos dominados ........ .. Los cuentos infantiles y el protagonismo femenino El modelo del “aquelarre” y la Cenicienta ............ Una viejecita que era la Madre de Dios ................ ¿También Piel de Asno es un enigma a resolver? . El relato que más nos agrada escuchar ................ Las mujeres tienen mucho cuento ........................ Erase una vez... un r o b o t .............................. .. III. Mensajes sociales y discriminación de género

..........................

Los mensajes masculinos y sus condicionantes . . Construcción de ideologías de dominación mascu­ lina en un pueblo sin Estado .............................. La desobediencia .................................................. Los enfrentamientos de género en el catolicismo . La necesidad de honrar V írg e n es .......................... Bajo la especial protección de Nuestra Señora . . . Las mujeres en el Romancero .......................... ... La edad clásica .............. .....................................

49 49 53 55 59 60 63 65 70

81 81 84 88 92 95 100 102 105

TV. Las mujeres y la fiesta: el laberinto de los mensajes disfrazados . . . .

111

La fiesta tradicional .......................................... Las fiestas de mujeres ........................................ Los ritos de paso ................................................ Los cuestionamientos indirectos ........................ Conclusiones .......................................................

111 115 118 120 123

V. Lecturas posibles de la situación de la mujer en Argentina

...

Las relaciones de género en algunos cultos folkló­ ricos argentinos ................................................. El caso de los tangos .......................................... El rol femenino tradicional como cuestionamiento: las Madres de Plaza de Mayo ........................ ..

125

125 135 147

VL Metodología de los estudios sobre la mujer .............................................

157

Bibliografía citada

171

........................................

A mis abuelas, madre, hermanas, hija, y nietas, mis amigas.

Prefacio

Este libro es el resultado de un interés prolongado, desde el punto de vista antropológico, por los temas referentes a la mujer, lo que ha hecho que a lo largo de doce años realizara varios trabajos de investigación y escribiera diversos artícu­ los sobre este tema. Estos artículos representaban aproxima­ ciones al problema desde diversos ángulos y de alguna mane­ ra se complementaban entre ellos. Es por esto que ante la posibilidad de publicar un trabajo que resumiera mis análisis sobre la situación de la mujer en la sociedad, he creído opor­ tuno incluir en el texto algunos de los trabajos ya publicados en revistas especializadas o presentados en Congresos, que por su ámbito de difusión restringido creo que son de difícil acceso. Los análisis de contenidos de los cuentos tradicionales co­ mencé a desarrollarlos en el Seminario sobre Cultura Popu­ lar que se realizó en el Instituto Catalán de Antropología durante los años 1980 y 1981. Realicé publicaciones parciales de sus resultados en el libro colectivo La cultura popular a debat (Alta Fulla y Fundació Serveis de Cultura Popular, 1985), la revista Ciencia. Revista catalana de ciencia i tecno­ logía , n2 34-35 (enero-febrero, 1984) y la revista Perspectiva Escolar, ne 102 (1986), publicada por la Asociación Rosa Sensat. Parte del tema “Modelos e identidad” fue presentado en las V II Jornadas de Investigación Interdisciplinaria de Ma­ drid, 1988, y ha sido publicado en sus conclusiones Mujeres y hombres en la formación del pensamiento occidental vol. II, trabajo colectivo que ganó el segundo premio Pardo Bazán del año 1989. Algunos aspectos del capítulo 4 fueron presentados en las IV Jornadas sobre Folklore y Fiesta Popular de Pamplona y publicados en los Cuadernos de Etnología y Etnografía de Navarra, n9 53, enero-junio 1989. Una versión más ampliada

de “El caso de los tangos” (Capítulo 5) ha aparecido en la Revista de Historia Oral, n- 6. La primera versión de la “Me­ todología” la realicé para el V Congreso de Antropología de Granada. Son nuevas la introducción y los capítulos uno, tres y el resto del cinco. Todos los trabajos han sido reestructurados y actualizados para esta edición. Al final del libro se incluye una Bibliografía de todas las autoras y autores citados en el texto. Las citas de obras en otras lenguas se han traducido para esta edición.

INTRODUCCIÓN

Oh! j ’aurais bien mauvaise opinion de la race femme, si dans l’état d’abjection oü la loi et les moeurs les ont placées, les femmes se soumettaient au joug qui pése sur elles sans proférer un murmure. Gráce á Dieu, il n’est pas ainsi! leur protestation, et déla depuis le commencement des temps, a toujours été incessante. F l o r a T r is t a n

Des moyens de constituer la classe ouvriére (1843)

Un balance necesario Con frecuencia, dentro del movimiento feminista, se hace balance de los logros obtenidos como resultado de las luchas por la liberación de la mujer, constatando que en algunos casos los avances han sido lentos o han ido seguidos de rea­ comodaciones que implicaban retrocesos en el camino anda­ do. Curiosamente, gran cantidad de esfuerzos parecen dar magros resultados y mientras otros movimientos (que plan­ tean reivindicaciones ambientales, étnicas, raciales o de cla­ se, además de reivindicaciones sectoriales como las de la juventud) han logrado a veces resultados visibles en poco tiempo, el movimiento feminista anota en su haber dos logros que no siempre se reflejan en una modificación de la vida cotidiana: la reforma de la legislación en el sentido de supri­ mir las discriminaciones formales que, desde la constitución de los estados modernos, sufría la mujer,1 y una generaliza­ 1. En el antiguo régimen las mujeres no tenían limitado legalmente el derecho a disponer de sus bienes. Las de clase noble heredaban sus prerroga­ tivas en segundo término después de los hombres, pero sin estar excluidas (discriminación posicional), y las plebeyas podían testar, comprar y vender. Muchos derechos de las mujeres, que luego quedaron reducidos a ser recono­ cidos en ámbitos locales (legislación catalana, fueros vascos) eran prácticas generales hasta el siglo XVII, que se perdieron después de la revolución fran­ cesa y la modernización de los estados (véase Duhet). Existe una polémica sobre el estatus de la mujer en la Edad Media, en la que algunos autores como Jeane Bourin y Régine Pernoud lo consideran alto, mientras que otros como Duby tienden a matizar esta opinión.

ción de la militancia, que abarca cada vez mayor cantidad de mujeres concienciadas y multiplica las organizaciones que las reúnen. Desgraciadamente, estos objetivos logrados no se corres­ ponden con un cambio claro de la conducta social al respecto. Más aún, muchas antiguas militantes ven con preocupación cómo las nuevas generaciones tienden a considerar “supera­ da” la reivindicación feminista e incluso vuelven a algunas prácticas: matrimonio por la Iglesia, idealización del amor, culto a la belleza, que se ajustan a la más ortodoxa y tradi­ cional asignación de roles sexuales. Todo sucede como si el camino que se ha recorrido en un sentido, hubiera sido si­ multáneamente desandado en otro, como si hubiera ámbitos y recursos concienciadores cuyo control hubiéramos perdido, al mismo tiempo que conquistábamos otros que nunca antes habían estado en nuestras manos. Parece como si el “mundo femenino” en lugar de ampliarse simplemente se hubiera desplazado. Quizá este resultado paradójico sea, en cierta medida, la consecuencia de haber realizado una mala lectura de la si­ tuación de la mujer tradicional y su capacidad de generar propuestas alternativas. Si consideramos que las luchas fe­ meninas comienzan a mediados del siglo pasado, con las su­ fragistas, y que las reivindicaciones posibles son sólo las ex­ plícitas, queda claro que no hay nada por estudiar en la con­ ducta de nuestras abuelas y que el “modelo” de nuestra pro­ pia reivindicación debemos tomarlo de los restantes grupos oprimidos de la sociedad (etnia, clase), todos ellos modelos desarrollados preferentemente por hombres. Se corre el ries­ go entonces de no captar la especificidad de nuestra reivindi­ cación, y pensando que no existían terrenos ganados previa­ mente, no hacer nada para conservarlos. Sin embargo, y en contra de lo que nos dice la ideología dominante, las mujeres no hemos sido nunca un sector pasi­ vo y dócil de la sociedad. Si necesitáramos pruebas de la constante (y muchas veces eficaz) rebeldía de las mujeres, las obtendríamos indirectamente del análisis de la violencia que los sectores que dominan la estructura social han creído necesario ejercer sobre ellas para mantenerlas subordinadas. En sus análisis sobre la esclavitud, Moreno Fraginals subraya que la extrema violencia ejercida sobre los esclavos, era un prerrequisito de la existencia misma de la institución. Si los esclavos hubieran aceptado (si hubiera sido posible que aceptaran) su condición de desposeimiento, los amos habrían

tratado con cuidado tan frágiles y costosas posesiones. Pero la rebeldía, latente siempre y que estallaba con frecuencia, obligaba a los amos a utilizar el terror como arma de domi­ nio. Simultánea y complementariamente se elaboraba el dis­ curso de la “felicidad del esclavo”, de su “devoción al amo” y de su “predisposición natural a la esclavitud”. Esta doble estrategia: la imposición del dominio por la fuerza y la legiti­ mación según la cual se dice que el dominado ama su situa­ ción y a sus dominadores (se le asigna una “naturaleza” dócil y pacífica) es la que utilizan siempre los grupos dominantes con respecto a los que pretenden controlar. ¿Qué tiene entonces de extraño, que sociedades en las que la primera dominación se ejerció sobre las mujeres (véase Coontz y Henderson) y que aprendieron de este ejercicio có­ mo dominar a otros grupos, hayan desarrollado durante mile­ nios un doble frente de ataque en el cual las mujeres son sistemáticamente objeto de violencia (estructural, no coyuntural) y al mismo tiempo aparecen descritas como dulces, pasivas y resignadas: “femeninas” en suma? Como subraya Revel: En la tradición occidental... y al menos desde la antigüedad griega, la mujer aparece simultáneamente como una figura de desorden y de sumisión; o más exactamente, se considera importante que sea sumisa porque representa un extraordina­ rio poder de desorden social, (p. 132) Mientras que el discurso feminista ha denunciado reitera­ damente la violencia misógina que constituye el primer as­ pecto del modelo de dominación, ha tendido a aceptar como una verdad —molesta, humillante, pero verdad al fin— la asunción plena por la mujer tradicional de los roles que le eran asignados. Así ha compartido el estereotipo de los hom­ bres militantes de izquierda según el cual “hay que despertar a las mujeres de su milenario letargo”2 y hay que “concien­ ciarlas de sus problemas”, sin tener en cuenta que en el caso de las mujeres —como en el de cualquier otro grupo oprimi­ do— hay siempre conciencia de los límites que se les ha im­ puesto, y que lo que puede ser objeto de elaboración, discu­ 2. Estas palabras eran empleadas por los delegados obreros en la huelga textil de 1913 en Barcelona, pese a que ésta había sido iniciada y mantenida fundamentalmente por las mujeres y que fueron los hombres quienes la abandonaron e hicieron fracasar, no bien vieron satisfechos sus propios obje­ tivos.

sión y cambio, son las tácticas más adecuadas para superar esa situación. Si bien la visión de la mujer como sumisa y resignada se compensó durante todo el siglo XIX con un amplio desarrollo en el imaginario masculino del temor al “poder oculto” de las mujeres,3 sólo en la década de los setenta las investigadoras feministas abandonaron la visión victimista de la historia y se dedicaron a realizar trabajos que subrayaban la presencia femenina en las distintas sociedades, la plenitud de sus roles y la existencia de su poder. Estos trabajos de los cuales los más significativos son los de Samuel, Segalen, Verdier, Illich y Rogers, tienden a dar una visión estática de la sociedad, en la cual roles complementarios se apoyan mutuamente en forma armónica. Es evidente la influencia de la Antropología en el desarrollo de esta concepción, no sólo por el modelo funcionalista en que se basa, sino por su elaboración de los géneros en términos de culturas diferentes. Este desarrollo, sin embargo, peca de ahistórico y puede terminar legitiman­ do la subalternidad, por sus presuntas compensaciones en otros ámbitos. Esto explica los recelos con que la militancia feminista ha asumido estos aportes. Sin embargo, partiendo de una visión dinámica de la so­ ciedad se pueden recuperar estos aportes que, contextualizados como estrategias en determinados momentos históricos, pueden dar una visión de las tensiones entre distintos acto­ res sociales. Así las mujeres pueden entenderse como parte integrante, no de una cultura estática y autosuficiente, sino de una subqultura en interrelación con la dominante. En re­ sumen, a priori, no hay motivos para suponer que en la histo­ ria de las luchas de todos los grupos dominados por superar su situación de desventaja, sólo las mujeres hayan estado confor­ mes y resignadas hasta una fecha reciente. Que sólo con ellas la función hegemónica de la ideología haya tenido completo éxito. Al contrario, podría postularse que, dado que la situa­ ción de subordinación de las mujeres se remonta a la organi­ zación de la sociedad patriarcal, han tenido tiempo y oportuni­ dades de intentar revertir la situación, y han provocado ante esos intentos respuestas tanto más agresivas, cuanto más riesgo ha visto el sector dominante de perder su hegemonía. 3. Este imaginario, apoyado en el mito de Eva como causante de los males del mundo, se materializa en la consigna “cherchez la femme” de la policía francesa, y toma en España la forma del recelo masculino — estudiado por Delgado— respecto a la asociación entre mujeres y poder eclesiástico.

Hipótesis del trabajo La participación femenina en el Frente Sandinista de Liberación Nacional era objetivamente mayor durante la lucha insurreccional que la que tiene ahora. D ora M. T éllez

I Encuentro de Mujeres Dirigentes de la Revolución (1981) Todo trabajo teórico se desarrolla sobre la base de ciertas premisas que son previas a la investigación y que de alguna manera constituyen los fundamentos sobre los cuales se ele­ van las especulaciones. Estas premisas no son objeto de la investigación misma, y en tanto que supuestos, no son verificables ni refutables, como señala Popper. Sobre estos presu­ puestos se elaboran las hipótesis generales, que son compro­ bables sólo a partir de su concreción en hipótesis operacionales de alcance medio. Estas últimas son las que dan lugar a in­ vestigaciones empíricas, que si están debidamente diseña­ das en relación con los objetivos teóricos, brindan el material que permite validar, rechazar o reformular los modelos teóri­ cos. En el caso de este trabajo sobre las mujeres como grupo social particular, dentro de una estructura en la que predo­ mina una cultura hegemónica, los supuestos básicos sobre los que he trabajado son los siguientes: • Toda sociedad puede entenderse como un campo de fuerzas en el que interactúan diversos sectores en oposición (Teoría general del conflicto). • La distribución de recursos económicos y de poder — en­ tendido como posibilidad de autodirigirse y de controlar a los demás, controlando también la generación y circulación de información sobre el propio grupo y los otros— es muy desi­ gual entre los distintos sectores sociales, generando lo que denominamos grupos dominantes y grupos subalternos. • La división/oposición no puede entenderse como limita­ da a las relaciones entre clases sociales, sino que abarca tam­ bién sectores tales como grupos étnicos, mujeres, personas ancianas, jóvenes, etc. • Cada grupo genera ideologías y elabora acciones ten­ dentes a mantener y aumentar su dominio, si se trata de los sectores dominantes, o a renegociar o impugnar su situación, si son sectores subalternos. En términos más generales, se

puede postular que cada grupo desarrolla estrategias para mejorar su posición en el campo de las interacciones. A partir de estos supuestos, la hipótesis general del traba­ jo es que las mujeres actúan de acuerdo a esta lógica y que, por consiguiente, son sujetos activos en el campo de las rela­ ciones sociales. Como consecuencia postulo que, en situacio­ nes de estabilidad social, los grupos dominantes pueden dar una imagen consensuada, pero en las situaciones de crisis los sectores subalternos (y las mujeres entre ellos) encuentran espacios para llevar adelante sus reivindicaciones. Pasada la coyuntura de desestructuración social —revolución, guerra, desplazamiento de población— los sectores dominantes de la sociedad reestructurada hacen esfuerzos por reafirmarse recuperando los campos que los sectores populares habían conquistado. Conviene especificar el concepto de “crisis social”. Me re­ fiero aquí a una situación dinámica en que se produce la reformulación de algunos elementos de la dominación social. Esta reformulación puede ir acompañada, o no, por un cam­ bio en los sectores que detentan el poder y por un desplaza­ miento del control económico. Es frecuente que ante un cam­ bio en el sistema productivo que exige reorganizar la mano de obra, o ante un aumento de las reivindicaciones popula­ res, los sectores dominantes modifiquen algunas de sus pro­ puestas, para evitar ser reemplazados por otros sectores más dinámicos. Es a esta secuencia de presiones, cambios y reaco­ modaciones a la que denomino crisis. A su vez, entiendo co­ mo período de estabilidad, no una etapa sin cuestionamientos, sino un lapso de tiempo en que los sectores dominantes estén tan consolidados que pueden mantener su posición sin hacer concesiones, o haciendo pocas. En cuanto a las guerras o conflictos militares abiertos, éstos se desarrollan con una lógica propia con respecto a la situación de la mujer en la sociedad. Si bien obligan a los hombres a abandonar campos que normalmente monopolizan (tareas productivas, administración local), lo que permite a las mujeres ampliar sus posibilidades de acción, al mismo tiempo generan una ideología que valora altamente todo lo masculino, lo que les permite recuperar con facilidad los campos perdidos.4 Por otra parte resulta claro que si la con­ 4, Los misóginos, desde Michelet hasta los teóricos nazis, han desarrolla­ do siempre la valoración del militarismo como la cima de los ideales “viriles”.

tienda militar se estabiliza y se transforma en manera habi­ tual de vida la posición de las mujeres sufre un descenso considerable.5 No se trata de un razonamiento circular, en el cual se derive la crisis de los cuestionamientos populares y éstos de la crisis. Lo que trato de señalar es que cualquier debilidad de los sectores dominantes (provenga ésta de sus conflictos internos, de su relación con las elites mundiales, de su falta de oportunidad para introducir cambios graduales o de la fuerza que haya acumulado cualquiera de los sectores anta­ gónicos) es aprovechada por todos los sectores subalternos, incluso los que no han influido en la generación de la crisis.6 La idea es que los sectores subalternos aprovechan siempre las coyunturas en que el poder está debilitado para hacer va­ ler sus desacuerdos, que son silenciados el resto del tiempo. Imaginando a las mujeres como actores sociales, pueden corroborarse las hipótesis anteriores si las vemos participar más activamente en las situaciones de crisis que en los perío­ dos de estabilidad. En consecuencia, la hipótesis general podría probarse a través de propuestas particulares como las siguientes: La actividad política, las posibilidades de autonomía económi­ ca de las mujeres y su visibilidad social están en relación directa con las crisis del sistema social, y en relación inversa con su estabilidad, que marca períodos de relativo retroceso de sus reivindicaciones.

Hablo de sectores subalternos y no de sectores margina­ les, porque precisamente lo que se trata de analizar son las tensiones en el seno de la estructura social, a través de los conflictos entre sus sectores constituyentes. Como señala Teresa San Román, la marginación es un proceso que se da en determinadas situaciones de competencia e implica su­ 5. Además de las interpretaciones en este sentido de las conductas de los Yanomami (Harris, Chagnon) criticadas por Lizot, es interesante analizar el caso de los Mapuches del lado argentino, entre los cuales trescientos años de resistencia armada, implicaron un retroceso de las mujeres en ámbitos ante­ riormente reconocidos en una sociedad igualitaria y matrilineal, donde las mujeres monopolizaban el culto y la medicina y compartían el poder político. El retroceso estuvo marcado por una generalización de la poligamia, paso al sistema patrilineal y desarrollo del matrimonio por compra. 6. Ya Crane Brinton señalaba en la década de 1960, que un elemento importante para permitir el estallido de un movimiento revolucionario era la debilidad relativa de las clases dominantes.

plantación y/o exclusión de unos actores por otros en los espacios sociales. En tanto que proceso, se puede dar en distintos grados y está sujeto a variaciones que provienen del propio sistema o del sector sujeto a marginación. Se acompa­ ña de estereotipos racionalizadores y justificaciones morales. Este proceso afecta a sectores de alguna manera “prescindi­ bles” dentro del sistema. Así, la ancianidad puede ser enten­ dida como una “etapa de la vida que sitúa a las personas en situaciones proclives a la marginación” en la medida en que la sociedad cuente con sectores más jóvenes que puedan asumir el relevo. O se puede marginar a determinados gru­ pos étnicos, como los gitanos o los inmigrantes africanos, si hay exceso de oferta de mano de obra autóctona. Pero las mujeres no constituyen, evidentemente, un grupo prescindible dentro de la estructura social, que depende de ellas para su autorreproducción biológica y cultural. Cum­ plen dentro de la estructura funciones políticas, económicas y sociales de la mayor importancia. Al respecto, la “invisibilidad” de este sector es una estrategia de subordinación y no un reflejo de su poco peso relativo. Por consiguiente, si se puede hablar de marginación femenina es sólo en el sentido de señalar su exclusión de las posiciones dominantes y no de la estructura social o económica misma. Este proceso genera posiciones subalternas pero no rebasa los límites de perte­ nencia. El esfuerzo de la dominación se centra entonces en mostrar la posición subalterna como complementaria y fun­ cional, y en desarrollar teorías que permitan presentarla como ahistórica. Este es el sentido de la insistencia en pre­ sentar la subordinación femenina como consecuencia de su especificidad biológica. En la medida en que la situación se presenta como natural, se mantiene con poco cuestionamiento en los períodos de estabilidad del sistema de valores. Com­ plementariamente, toda quiebra del modelo hegemónico debi­ lita los mecanismo de ocultación y hace aflorar el protagonis­ mo femenino. Por otra parte, al disminuir las posibilidades de control sobre el sector, la relativa anomia de las situacio­ nes de crisis permite que las reclamaciones latentes del sec­ tor oprimido se materialicen y hagan públicas. Pero la quiebra de la hegemonía da lugar también a que el enfrentamiento tome formas más ostentosamente agresi­ vas. Así la espiral de las reivindicaciones va acompañada normalmente del paso de la violencia simbólica a la agresión desembozada. Mencionaré a lo largo de este trabajo las for­ mas de violencia simbólica principales utilizadas dentro de la

estructura social para desalentar las reivindicaciones femeni­ nas, en las etapas de estabilidad social. Con las matizaciones antes apuntadas, las principales son: • Patrilocalidad. Separar a la mujer de la convivencia con el grupo familiar de origen e incluirla, aislada, en otro grupo familiar (el de procreación), donde es considerada una extraña y por consiguiente sospechosa.7 • Patrilinealidad. Separar a la mujer de los hijos que ha procreado asignándolos a la familia del padre (predominio del apellido paterno), dando al hombre la patria potestad y negando la participación de la mujer en la procreación (mito de la semilla masculina depositada en la mujer-tiesto). • Doble moral. Control de la sexualidad femenina, pri­ mero por los padres y hermanos, luego por el marido, como garantía del punto anterior y depositando en ese aspecto el “honor familiar”, con lo cual se desposee a la mujer del con­ trol de su propio cuerpo. • Biologización. Denigración del estatus de la mujer, de las características humanas generales a lo biológico. Aún hoy se habla en los documentos de “hombres” o “varones” en contraposición a “hembras” (nunca se usa el correlativo “ma­ chos” por considerarlo humillante). Identificación de la mujer con su especificidad sexual, mientras que se reserva al hom­ bre la representación genérica de la especie. • Confinamiento. Considerar que el único campo legíti­ mo de acción femenina es un ámbito acotado y pobre en estí­ mulos: el hogar; mientras que el hombre queda en uso del 7. Biedelman señala que entre los Kaguru (grupo étnico de Tanzania), la residencia es matrilocal y, entre ellos, los cuentos «hablan de los grandes miedos y peligros imaginarios que amenazan a los hombres que deben residir con extraños» (p. 282). Agrega que los jóvenes son a menudo violentamente opuestos a este tipo de matrimonios. Podemos pensar que también se produz­ can temor y protestas cuando son las mujeres las que se ven colocadas en esta situación desfavorable, como es el caso en nuestra propia sociedad. En la práctica, sin embargo, probablemente por su falta de poder real, hay pocas constancias de este rechazo. Hay algunos cuentos, como los catalanes “El cigronet”, “La noia lliurada al demoni”, o el clásico “Barba Azul” que sugieren los peligros de ir a vivir a casa, o con la familia, del marido. La tendencia actual a la neorresidencia es vista por muchas mujeres como una solución a estos conflictos, a pesar que aumenta el trabajo femenino.

mundo exterior. Limitar el acceso a ese ámbito-jaula de posi­ bles aliados (fundamentalmente la madre de la esposa) me­ diante sanciones formales e informales, tales como burlas y chascarrillos. • Fraccionamiento de los grupos posibles. Prohibi­ ción implícita de reunirse a conversar con sus pares, median­ te un consenso social según el cuál las mujeres “chafardean” y “pierden el tiempo” si se reúnen; mientras que los hombres pueden mantener —además de un tipo de trabajo que facilita los contactos interpersonales— el bar y los “amigos” sin sus­ citar críticas. • Desvalorización de los menssyes emitidos. Crítica de todo tema femenino como “no significativo” o “falto de interés”. Intento sistemático de reducir a las mujeres al si­ lencio. Considerar además que “hablan sin pensar” y “no saben guardar un secreto”. • Asignación de pasividad. Considerar normal la agre­ sividad masculina, que por eso debe ser comprendida y tole­ rada, y anormal o patológica la femenina, que recibe crítica social y debe ser corregida (modelo de La fierecilla domada de Shakespeare).8 • Asignación de altruismo. Considerar normal e ins­ tintivo, y por consiguiente sin mérito, el altruismo femenino manifestado en el cuidado de hijos, enfermos y ancianos. Simultáneamente considerar excepcional y meritorio el al­ truismo masculino. • En esta línea de naturalización de las conductas, considerar instintivas todas las conductas socialmente asig­ nadas -aunque difieran mucho de una sociedad a otra- lo que permite catalogar de “patologías”9 todos los intentos de re­ chazar el rol asignado. 8. Así, cuando en una disputa de pareja, el hombre sube el nivel de agre­ sividad (por ejemplo, pasa de la discusión al insulto), esto no se considera socialmente grave, no se tiene en cuenta; mientras que una mujer que haga exactamente lo mismo recibe una sanción social/familiar mucho mayor, pues se supone que al salirse de la docilidad asignada, está humillando y ofendien­ do al hombre y que eso merece especial repudio. 9. Rousseau decía «Toda mujer sin pudor es depravada, ella pisotea un sentimiento natural a su sexo» (Bologne, p. 12). Siguiendo la misma línea de

No entraré a desarrollar en este libro estos aspectos am­ pliamente tratados en muchas publicaciones, sólo insistiré en el hecho de que cada estrategia de dominación ha sido con­ testada en la práctica, incluso en períodos en que la reivindi­ cación femenina parecía estar ausente. Así, en los períodos estables, en que la correlación de fuerzas ha resultado muy desfavorable para las mujeres, las reivindicaciones han toma­ do una forma defensiva, tendente a mantener y ampliar al­ gunos espacios sin entrar en confrontación directa con la estructura de poder. La autoafirmación de las mujeres ha apuntado a algunos aspectos cruciales, especialmente a supe­ rar el aislamiento creando redes de alianza femeninas efica­ ces (ayuda en las tareas domésticas, compras hechas en con­ junto e intercambio de recursos con vecinas, visitas a enfer­ mos, ayuda rotativa en el cuidado de los niños, etc.). Estas prácticas tradicionales eran eficaces, pero estaban socialmente negadas (lo que es una forma indirecta de demostrar su vali­ dez) por la opinión masculina según la cual “las mujeres no son capaces de verdadera amistad”. Este ámbito de las redes de solidaridad femenina es uno de los que se han deteriorado con el paso del mundo rural al urbano y de la vida tradicio­ nal a la moderna, por lo que constituye un tema de estudio interesante rescatar las formas tradicionales de solidaridad, a efectos de desarrollarlas de acuerdo a las nuevas posibilidades. Otros aspectos en que se han centrado los intentos de opo­ sición de la mujer a su discriminación dentro de la sociedad tradicional han sido: romper la incomunicación generando mensajes femeninos y rescatando ámbitos para su utiliza­ ción; y crear un modelo de "cómo son las mujeres”, y cuál es su rol dentro de la sociedad, distinto del propuesto desde la óptica masculina. Las épocas de crisis (especialmente las guerras y revolu­ ciones) muestran una mayor visibilidad y especificidad de las reivindicaciones femeninas, y la disminución del control real sobre el sector va acompañada de un grado mayor de repre­ sión física: violaciones, castigos físicos, asesinatos. Veremos algunos aspectos de estas situaciones en los capítulos refe­ rentes a la situación de la mujer en Argentina. naturalización de las conductas, Freud consideraba que la naturaleza de la mujer exigía que fuese regida por el hombre y el defecto de la mujer consistía en envidiar al hombre. A esta envidia la denominó «ansiedad fálica» (Aranguren, p. 99). Señala Betty Friedan que el psicoanálisis clásico no es más que una extrapolación sexista de determinada situación cultural.

Dado que comunmente se piensa que en las épocas de resistencia latente, en realidad no han existido reivindicacio­ nes, creo que es interesante subrayar este aspecto. Para ana­ lizar las reivindicaciones femeninas desarrolladas, aunque muchas veces en forma fragmentaria, en la sociedad tradicio­ nal, partiré de aquellas reivindicaciones que se han generado dentro del ámbito doméstico. Se entiende como “ámbito doméstico” el sector social y espacialmente delimitado donde se reproduce, a través del reemplazo biológico y la continuidad ideológica, la estructura de poder existente, mediante la acción (consciente o no) de un agente desvalorizado del sistema: la mujer, que al actuar como agente reproductor de la ideología dominante autorreproduce su propia desvalorización. La ideología a través de la cual se produce la “naturaliza­ ción” del ámbito doméstico como centro de actividades feme­ nino, naturalización que se extiende también a ciertos estu­ dios (como magisterio, letras, historia del arte) y a ciertas profesiones (como empleada doméstica, peluquera, enfermera o asistenta social), implica la construcción de un modelo de “sentido común”, en su interpretación gramsciana, sobre có­ mo es ia mujer y cuáles son sus características psicológicas y sociales. Como integrantes de la sociedad que genera estos mode­ los, las mujeres se ven compelidas por presiones formales e informales a interiorizar estas pautas y ajustar sus eleccio­ nes y conductas a estas expectativas, que se tiende a conside­ rar que forman parte de su vocación “natural”. En esta interrelación se producen aceptaciones y adaptaciones (todo el campo de las transacciones sociales), pero también cuestionamientos implícitos y explícitos. Los cuestionamientos a los roles sociales profesionales femeninos, por opciones alternativas o desarrollos atípicos, o a las funciones domésticas y familiares asignadas —aban­ dono de “deberes”, negativa a formar pareja, rechazo de res­ ponsabilidades hogareñas— han ido acompañados desde siempre de ajustes más sutiles en que, tras la aparente acep­ tación de los modelos impuestos, ha habido una reelaboración que los hacía más compatibles con las aspiraciones de la mujer como ser humano: autoestima, autonomía, solidaridad entre pares. Así por ejemplo, los modelos religiosos oficiales han sufri­

do a menudo una reinterpretación por parte de las devotas (conceptualizada, claro está, como superstición e ignorancia por la ideología dominante), mientras que en el microámbito que les era asignado para que se encargaran de la transmi­ sión de los contenidos culturales del grupo (el hogar) cons­ truían y transmitían a los niños a través de su conducta, de la organización que imponían al espacio-tiempo, y también a través de la representación simbólica del mundo en los cuen­ tos infantiles, una imagen de sí mismas mucho más protago­ nista, matizada y autosuficiente de la que la sociedad les asignaba como “su naturaleza”. Analizar los acuerdos y disparidades entre los estereotipos discriminadores que la sociedad global elabora con respecto a un sector (en este caso los modelos discriminadores de géne­ ro) y las reelaboraciones que el sector estigmatizado realiza, cuestionando así de hecho, aunque tangencialmente, la es­ tructura de poder establecida, es una tarea que se puede realizar utilizando los aportes de la metodología antropológi­ ca. De hecho hay algunos trabajos interesantes, realizados en este sentido desde el estructuralismo, la antropología simbó­ lica, el interaccionismo y la antropología dialéctica-crítica. Estas aproximaciones, que subrayan la interrelación dialécti­ ca y conflictiva entre sectores con poder asimétrico dentro de la estructura social, cuestionan el “victimismo” de tantos trabajos presuntamente reivindicativos, pero que muestran a los sectores subordinados como pasivos y acríticos con respec­ to a su propia situación, y permiten ver la postulada tradicionalidad y sumisión femenina desde una perspectiva comple­ tamente diferente. Barcelona, noviembre de 1991

Capítulo I

MODELOS E IDENTIDAD

El ojo que ves no es ojo porque tu lo miras, es ojo porque te ve. A n to n io M achado

Qué significa ser diferente En una cultura que propende a la mayor uniformidad de las conductas, como la nuestra, ser “el segundo sexo”, como definió Simone de Beauvoir al género femenino, no significa ser una opción equivalente y alternativa, sino sencillamente ocupar un lugar secundario y subordinado. Contra lo que se piensa comunmente, esto no es una consecuencia necesaria de la división sexual del trabajo, sino el producto de una determinada configuración socio-cultural que, a partir de centralizar la explotación de los recursos y de las personas, termina incluyéndolas a todas en una escala jerárquica con una cúpula ocupada por los poderosos, que se transforman en el único modelo válido, y referente obligado de todos los de­ más sectores. Este proceso, según el cual confluyen en un sector la acu­ mulación de poder y el desarrollo de una ideología que lo legitima proponiéndolo como objeto de imitación, suele darse en cualquier sociedad jerarquizada, pero adquiere su mayor desarrollo y coherencia cuando coinciden grandes desigualda­ des económicas y de poder, con una valoración teórica de la igualdad. Así, en la civilización occidental hay que ser rico, blanco, fuerte, joven (y por supuesto hombre) si se quiere ser una persona “correcta”, todo lo demás es desviación de la norma y no aporta más que límites al modelo a lograr. El modelo ideológico está basado en un “arbitrario cultu­ ral” —usando la terminología de Bourdieu— que privilegia un tipo de conocimiento que excluye sistemáticamente a su contrario. Nuestra sociedad se siente entonces incómoda con

la ambigüedad, todo lo que no es sí debe forzosamente ser no. Ante esta tendencia generalizada, ni siquiera los descubri­ mientos de la ciencia (que es sin embargo el prototipo de modelo aceptado de conocimiento) que matizan y relativizan las conclusiones, consiguen flexibilizar el concepto de ver­ dad.1 Incluso nuestra concepción religiosa, basada en una idea de Dios como único e inmutable, apoya la tendencia a elabo­ raciones mentales con un modelo también único de conductas apropiadas. Al respecto es interesante señalar que la conduc­ ta que se asigna a la mujer digna de ser adorada en los alta­ res (la Virgen fundamentalmente, pero también las santas) es específicamente la docilidad y la obediencia al ser todopo­ deroso y masculino. No hay ninguna equivalencia, a nivel mítico, entre los roles de género. La especificidad femenina es reconocida como tal en tanto que subordinada, y el acto mis­ mo de la santificación es el acto de la obediencia: «He aquí a la esclava del Señor». Por consiguiente la religión cristiana no brinda, ni en su vertiente católica ni en sus desarrollos protestantes, modelos que permitan pensar las diferencias sexuales como alternativas equivalentes. No todas las elaboraciones culturales tienden de igual modo a la uniformidad. Iniesta señala que en el antiguo Kémit (nombre con el que se autodesignaba el pueblo egipcio) la idea monoteísta de Akenaton resultó «una subversión de todo el pensamiento y la estructura social africanas», ya que todas las cosmovisiones anteriores integraban siempre a las otras sin negarles los atributos an­ cestrales... el fracaso atoniano prueba que Kémit, a pesar de su debilitamiento ideológico (siglo xiv a.C.) no estaba dispues­ to a renunciar al pluralismo y a cierta tolerancia... El pueblo egipcio, africano hasta la médula, no podía aceptar aquella simplificación, aquella excomunión de la realidad plural (p. 148-49). La tradición plural propia de los sistemas politeístas generaba modelos de equivalencia no excluyentes. También 1. La consecuencia de la amplitud de la epistemología parece ser, paradojalmente, un desprestigio de los científicos que se muestran capaces de realizar interpretaciones alternativas. Así por ejemplo, se tachó publicamente en Barcelona de “frívolo” el trabajo de un antropólogo mundialmente cono­ cido, porque había aceptado que dos opiniones distintas sobre un fenómeno podían ser igualmente válidas.

podemos observar sistemas basados en pares equivalentes en el concepto oriental del “ying” y el “yang”, o en la filosofía indo-americana de la perfección de los pares, que engendran a su vez pares;2 o en el sistema sincrético de la Kabbala, desarrollada del siglo XIII al XVI en el Zohar, del cual Serouya dice: El símbolo de la sexualidad en el Zohar parece originarse en el Cantar de los Cantares y ambos elementos (hombre y mujer) constituyen la plenitud de Dios. La unión de Dios con la Chekhina (símbolo femenino) aparece a los ojos de los kabalistas como la unidad verdadera, perfecta de Dios: el Yihud. La sepa­ ración de Tiphereth (principio masculino) y Chekhina es sus­ ceptible de producir sufrimiento y discordia, mientras que su unión manifiesta la armonía del mundo, (p. 81) Por otro lado, ni siquiera la división entre los sexos es un criterio de oposición rígido en todas las culturas. Entre los Nuer estudiados por Evans-Pritchard, una mujer podía transformarse en hombre desde el punto de vista clasificatorio, y contraer matrimonio con otra mujer, si así lo exigían las necesidades del linaje. También entre los indios Piegan, mujeres fuera de su etapa procreativa podían asumir roles masculinos. A la inversa, hombres homosexuales tienen roles socialmente reconocidos entre los Guayaqui, los indios de la pradera central de Estados Unidos y entre los Mapuche, donde este rasgo les permite acceder al rol de “machi” o “cha­ mán”, tradicionalmente femenino. En todos estos casos tenemos opciones según las cuales se puede entender que en cualquier campo (incluso en la estruc­ tura social) no es necesaria la imposición de un modelo único, y ni siquiera la síntesis de los contrarios (que en última instancia los elimina), sino la preservación de una diversidad evaluada como equivalente, valiosa y fructífera. De hecho, la observación misma de la naturaleza debería llevar al desarrollo de modelos de diversidad equivalente. Entre los animales, los machos no explotan ni dominan a las 2. Véase al respecto el trabajo de Alcina Franch sobre los Aztecas y los de Grebe y Briones de Lanata y Olivera sobre los Mapuches. Alcina subraya: «Uno de los principios más ampliamente presente en los sistemas religiosos mesoamericanos ... es el principio dual ... pero si es importante el principio de dualidad no lo es menos el de la cuatripartición, que se deriva del concepto d§ las cuatro direcciones del mundo.» (p. 105-106)

hembras, ya que no las hacen trabajar para ellos, ni les im­ ponen normas restrictivas ni les disputan el derecho a sus hijos; tampoco existen entre ellos violaciones ni abusos se­ xuales. Si observamos las palomas en primavera, podemos ver que los machos dedican mucho tiempo y esfuerzo a con­ quistar la atención de las hembras, que parecen ignorarlos. Luego de formada la pareja se reparten la tarea de criar a los hijos, esto es común en gran número de aves. Pero incluso en aquellas en que sólo las hembras cuidan la prole, no hay una subordinación con respecto al macho. Si estamos acos­ tumbradas a oír decir que el gallo “tiene un harén” y que es el “rey del gallinero”, eso refleja más nuestra visión social­ mente distorsionada que la realidad del gallinero. Los gallos compiten entre ellos y establecen una jerarquía, las gallinas a su vez lo hacen entre ellas, pero eso no significa que haya una imposición de un sexo sobre el otro. En realidad las in­ terpretaciones basadas en nuestras propias jerarquías consti­ tuyen un verdadero obstáculo para entender las jerarquías animales. Cuando leemos por ejemplo en Morin (p. 40) que entre los gorilas: los machos luchan entre ellos «por el poder y el dominio» y las hembras por «celos», podemos pensar que se ha transformado la simple constatación de las ri-ñas entre animales del mismo sexo en un discurso sobre las conductas esperadas de los mismos.3 No todos los pueblos tienen imágenes tan distorsionadas del mundo natural y muchos han calcado en sus mitos la constatación de que la vida es más rica cuanto más variada. Esta diversidad tiende a negarse en las religiones monoteís­ tas, pero si salimos del ámbito pequeño — tanto desde el

3. En todo el libro El paradigma perdido abundan los presupuestos ideológicos machistas en la interpretación de la conducta de los animales, así por ejemplo en la p. 38, cuando dice «los monos jóvenes, marginados, juegan, aprenden, exploran y de vez en cuando introducen innovaciones; las hembras constituyen el núcleo de estabilidad y cohesión social», olvida que estos jóve­ nes innovadores son de ambos sexos. Cuando en la p. 50 insiste sobre este tema, directamente falsea la información sobre los macacos de la isla Kyushu, atribuyendo toda la acción innovadora a los machos jóvenes, cuando los adelantos (lavado de la comida) los inicia una hembra joven y son seguidos por los demás del grupo de edad, pasando luego a las hembras mayores y quedando excluidos de la innovación los machos maduros. Pasando a las conductas humanas, hace un subrayado exagerado de la importancia de la caza (actividad masculina) entre los pueblos primitivos, y atribuye a las mujeres prehistóricas un sedentarismo que ninguna investigación conñrma. Su trabajo, como el de Lorite Mena, que sigue sus pasos, tiende globalmente a dar una idea del varón como único agente social activo.

punto de vista temporal como espacial—, de las religiones de un solo dios masculino, vemos que en general las otras teolo­ gías abarcan parejas de dioses equivalentes. Es decir, sumi­ nistran a sus seguidores por lo menos dos modelos igualmen­ te válidos de organizar la existencia. No puedo entrar a analizar aquí lo que ha significado esta duplicidad de modelos en las distintas culturas y cómo ha permitido desarrollar a las mujeres campos más o menos autónomos, que en muchos casos implicaban sistemas de jerarquías femeninas con gran prestigio social. Sólo quiero señalar que la posibilidad de transportar a la vida diaria estas ideologías igualitarias ha estado en relación directa con la falta de concentración de poder político y económico en un sector social, y que en consecuencia los viejos moldes se han ido deteriorando a medida que la nueva jerarquización apo­ yada en los sistemas coloniales de Occidente ha reemplazado a los modos de vida tradicionales. Lo que sí quiero sugerir es que ese estado de cosas, que en Europa aún podía percibirse en la sociedad rural tradicional, ha sufrido un total colapso con el desarrollo de la óptica uniformista de la sociedad in­ dustrial. Como señalaba ya Marcuse en la década de los sesenta, la sociedad industrializada es “unidimensional” y propone la construcción de personas idénticas entre sí. Por otra parte es incapaz de tolerar tampoco la diferencia entre culturas, lo que está en la base de la legitimación de sus prácticas etnocidas: imposición a los pueblos que caen bajo su explotación y dominio de una religión (o de un tipo de religión) como única cosmogonía aceptable, de una tecnología y de una ciencia como única forma de acceder al conocimiento, de una estrate­ gia de pensamiento como la sola lógicamente correcta y de una ética (y una estética) como las únicas posibles. Jaulin señala el peligro que esto implica cuando argumenta que siempre existieron distintas culturas, y la eliminación de los modelos alternativos es tan mortal para la cultura dominan­ te como para las eliminadas. Si esta imposición de modelos hegemónicos es dramática en sus consecuencias con respecto a los otros desarrollos cul­ turales autónomos posibles, no lo es menos con referencia a la situación de las subculturas alternativas en el seno de la misma sociedad. Dentro de ellas, la constituida por el grupo de mujeres es sin duda la que se ve más afectada por la pre­ sión uniformadora de la sociedad, que tiende a desalentar su posibilidad de desarrollar modelos propios. Presionadas por

esta concepción social, algunas veces las mujeres con concien­ cia crítica rechazan globalmente la situación subordinada de nuestro sexo y el rol femenino en sí mismo, con lo que caen en un vacío entre lo que no se es (hombre) y lo que no se quiere ser (mujer tradicional). A este tipo de propuestas, inducidas por la falta de alternativas sociales, se ha dirigido preferentemente la crítica de psiquiatras como Freud y misó­ ginos en general. Pero es evidente que si la única forma de “ser diferente” imaginable en nuestra sociedad es “ser me­ nos”, muchos sectores terminarán renunciando a la diversi­ dad como una manera de superar la discriminación. En nues­ tra sociedad uniformadora, se desconoce en la práctica la posibilidad misma de desarrollar modelos alternativos que no sean estigmatiza dores (recuérdense al respecto las dificulta­ des con que tropiezan las minorías étnicas para mantener su especificidad sin marginación). Evidentemente, cuando hablo de modelos alternativos no me estoy refiriendo a ninguna forma de ser femenina basada en su especificidad biológica, sino a la posibilidad de asumir una división de roles que constituyan una subcultura espe­ cífica, en relación dialéctica de oposición y complementariedad con la dominante. Una “cultura popular” del ámbito fe­ menino, fragmentada y desconocida, cuyas bases ya existen (aunque sea difícil de captar incluso para sus propias usua­ rias). En mi opinión, a generar modelos de este tipo dedica­ ron esfuerzos muchas mujeres en la sociedad tradicional. De hecho, cuando en el apartado siguiente hablo del “ám­ bito doméstico” como lugar generador de una cultura popular específica, me refiero a dos tipos de concreciones que pueden caracterizarlo: la impugnación de los modelos dominantes y la producción de modelos alternativos. En ambos sentidos se han dado avances y retrocesos en las últimas décadas, depen­ diendo los primeros de una mejor organización feminista, y los segundos de un proceso mundial de creciente concentra­ ción del poder en manos de los detentadores de las innovacio­ nes tecnológicas. No sólo las mujeres han quedado desplazadas en esta carrera por el control de las nuevas fuentes de poder. Vemos que en el mundo industrializado, la construcción de la “opi­ nión pública” es cada vez en mayor medida una tarea espe­ cializada a cargo de técnicos, que brindan imágenes y valores aparentemente heterogéneos, pero que globalmente legitiman el sistema de poder establecido. La creciente falta de autono­ mía de los diversos sectores populares no es incompatible con

el funcionamiento de democracias formales, que sirven más para enmascarar la impotencia de los ciudadanos que para darles ámbitos de decisión propia. El crecientemente sofisticado poder represivo de los secto­ res dominantes (armamentos, policía, control de la vida pri­ vada) se ve incrementado por un igualmente desarrollado poder de convicción. Pensemos que durante milenios, la mi­ sión de legitimar la estructura de poder y convencer de la necesidad de su aceptación estuvo encomendada a la labor artesanal de la Iglesia, que disponía para ello de las funcio­ nes semanales de adoctrinamiento. Desde el siglo pasado esa función se complementó de forma sistemática y para sectores importantes de la población con la tarea endoculturadora de la escuela.4 En la actualidad radio y televisión emiten sus mensajes homogeneizadores todo el día y actúan desde el interior mismo del hogar. Es necesario insistir en que sus mensajes, aunque aparentemente variados y hasta contradic­ torios, representan versiones de un mismo modelo cultural: el valor del triunfo económico, la inteligencia superior de los blancos, la importancia del desarrollo tecnológico, la “misión histórica” de nuestra cultura de salvar o proteger a los de­ más (vistos como débiles o infantiles), y al mismo tiempo el estereotipo del hombre fuerte y hábil (series de aventuras y emisiones de deportes masculinos), inteligente y creativo (programas científicos y culturales), mientras que la mujer es presentada preferentemente como guapa (utilización sistemá­ tica del cuerpo femenino en anuncios comerciales y rol profe­ sional como presentadora decorativa) y necesitada de protec­ ción (películas y serie de aventuras en general). Este mensaje es el que conviene al mantenimiento de la estructura de poder existente, y es interiorizado en forma acrítica por niños y jóvenes de ambos sexos, que desandan así el camino de concienciación que se esfuerzan en construir los sectores alternativos. Por supuesto que esto no significa que los medios de co­ municación de masas sean el problema. Aunque disponen de cierto grado de autonomía y cumplen una función propia y específica en la autorreproducción de la estructura social, 4. Bourdieu ha acuñado el término “violencia simbólica” para subrayar la forma específica en que las instituciones encargadas de la reproducción social (como la escuela) actúan como una vertiente de la violencia general que se utiliza para mantener la subordinación de los sectores socialmente desfa­ vorecidos.

tienden a actuar como uno de los espejos (la escuela es otro) donde la sociedad de consumo autoritaria y machista se ve, se admira y se autorreproduce. En la medida en que las mu­ jeres como sector carecemos de control sobre esos medios, cada vez más concentrados en manos de empresas multina­ cionales especializadas en la producción y distribución de mensajes educativos y recreativos (Matterlart), el contenido de la programación nos es globalmente desfavorable, pese a los esfuerzos personales de algunas mujeres situadas dentro de la estructura de los medios.

Ámbito doméstico y autorreproducción social En todas las sociedades estratificadas el sector dominante se atribuye a sí mismo la representación de los intereses generales y relega a los sectores subordinados al ámbito de lo particular o específico. No es de extrañar entonces que las mujeres, que constituyen el primer grupo explotado —y por consiguiente, discriminado— de la historia de la dominación de unos grupos por otros, y cuya subordinación ha constitui­ do el modelo sobre el que se han desarrollado las distintas formas de esclavismo y servidumbre (véase Coonts y Hen­ der son) hayan sido conceptualizadas también de forma conti­ nuada como delimitadas o determinadas por su función bioló­ gica, en contraposición con los hombres, que de este modo pasan a representar conceptualmente a toda la humanidad. A este acotamiento conceptual, según el cual ser “mujer” se define por una especificidad sexual, mientras que ser “hombre” mantiene connotaciones generales, se agrega un acotamiento espacial según el cual la mujer tiene como ámbi­ to propio o natural el lugar físico de la autorreproducción biológica, el ámbito doméstico, mientras que el hombre actúa en el mundo externo, es decir en los ámbitos políticos, econó­ micos y sociales generales. No es sólo la mujer quien sufre este fraccionamiento y disminución de su ámbito “legítimo” o “natural” de aotuación, ya que la limitación y segregación de los espacios que pueden ocupar los sectores dominados es una estrategia común de los sectores dominantes (pensemos en los batustanes de Sudáfrica, en los Campamentos Palestinos del Estado de Israel, en las “Reducciones” de indios americanos o en las instituciones de recuperación social para individuos considerados peligro­ sos), pero es con respecto a las mujeres que este mecanismo

ha actuado más eficazmente y que las ideologías legitimado­ ras han tenido mayor desarrollo. La separación del ámbito de lo privado como esfera feme­ nina por excelencia tiende a mantener aisladas a las mujeres en reductos pequeños, sobre cada uno de los cuales se ejerce la presión de la sociedad global, vehículo de la ideología do­ minante. Estas presiones son formales: legislación, normas religiosas; e informales, representadas por los “mass media” y el “sentido común” en su acepción gramsciana. La insisten­ cia en la inculcación de mensajes que idealizan este ámbito como “reino femenino” y lugar de su “felicidad” tiene por objeto lograr que la conducta de la mujer se adecúe a la espe­ rada de ella, que se presenta como la conducta “normal” y acorde a su naturaleza. Al mismo tiempo se restringen las posibilidades de comu­ nicación entre ellas por diversos procedimientos: • Desvalorizar los mensajes emitidos por las mujeres y los temas que tratan, pese a ser los socialmente asignados y tener importancia para mantener el funcionamiento de las relaciones personales. • Dificultar el intercambio de informaciones entre muje­ res al no asignarles lugar ni horario en que sea aceptable.5 • Confiscar el uso de las tribunas dedicadas mayormente a las mujeres, como la iglesia dominical, y ponerlas en manos de hombres: sacerdotes católicos, rabinos, la mayor parte de los pastores protestantes. • Derivar a ámbitos especializados —y masculinos— el control de los saberes tradicionales femeninos: medicalización de la ginecología, dietética y puericultura (véase Boltanski). • Difundir por todos los medios de comunicación: novelas, prensa oral, escrita y televisiva, mensajes sustitutorios del discurso negado y que reafirman una imagen de la mujer como “esposa y madre”, dispensadora de afecto y cuidados que permiten que otros seres humanos se desarrollen como tales, sin mostrarla a ella misma como un ser humano con sus propios objetivos de autorrealización (prensa del corazón, novelas rosas, consultorios sentimentales). 5. A sí por ejemplo, en las aldeas catalanas, mientras los hombres se reúnen frecuentemente y durante horas en el bar, las mujeres deben camu­ flar sus lugares de encuentro durante el desempeño de las tareas que les son asignadas: actualmente la compra, hasta hace algunos años el lavado en fuentes públicas.

Esta confluencia sistemática de presiones hace que el modelo socialmente presentado (cuyas propuestas alternati­ vas no están suficientemente difundidas) sea interiorizado por un gran número de mujeres como el único posible. Esto les crea angustia y desasosiego si optan por una forma de vida que se aleje en algún punto del esquema “normal” y las lleva a intentar compatibilizar sus aspiraciones intelectuales y profesionales con lo que se espera de ellas, eligiendo estu­ dios y trabajos que en realidad resultan una ampliación del ámbito doméstico y sus funciones. La mayoría de los “traba­ jos femeninos”: auxiliar doméstica, modista, peluquera, se caracterizan por apoyarse en un adiestramiento previo recibi­ do en el hogar y que, por ser considerado naturaleza y no aprendizaje, permite catalogarlos como no especializados y pagarlos por debajo de lo que sería necesario en caso de reco­ nocerles su especificidad (Phillips y Taylor, Narotzky). Pero aun en los casos en que la mujer se especializa recu­ rriendo a los canales de formación profesional académica, sus opciones resultan condicionadas por los supuestos generales sobre sus capacidades y preferencias en tanto que mujer. La idea es que algunos estudios, como literatura, historia del arte (para la inclusión de estos estudios en Francia, véase Sourgen), magisterio, servicio social o enfermería, resultan más apropiados para su sexo (por su semejanza con las obli­ gaciones domésticas y su correlación con una presunta sensi­ bilidad afectiva) y a ellos se dirigen mayoritariamente las mujeres. Esto produce dos efectos. El primero, estudiado por Bordieu y Passeron, es acumular presencia femenina en cier­ tos sectores, independientemente de sus condiciones reales para desempeñarse en ellos, lo cual reduce el rendimiento medio. El segundo (estudiado por Grassi para las Asistentas Sociales) es desvalorizar las carreras mismas, a las cuales se asigna las condiciones que previamente se han atribuido a las miyeres: trabajo más afectivo que efectivo, función de complementariedad y apoyo a tareas masculinas, poca profesionalidad y escasa calidad intelectual. Estas presiones se presentan acompañadas, también insti­ tucionalmente, de propuestas presuntamente superadoras pero que en realidad cierran el círculo de autoaceptación de la discriminación. Siguiendo la línea de la especificidad “na­ tural” de la conducta femenina, se propone que la mujer está más inclinada que el hombre a la vida sentimental y, por consiguiente, es en ésta donde encontrará las compensacio­ nes por su posición secundaria y la legitimación de su exis­

tencia. Así se la endocultura desde temprano para definir sus objetivos en términos de relaciones sentimentales, cifrando sus esperanzas de autorrealización en el ámbito del amor (véase Dayan-Herzbrun). Pero en este ámbito, en lugar de darse una compensación se reproduce la asimetría, pues al transformarse en vía única de realización (mientras que para el hombre es una posibilidad entre otras) genera una posición de debilidad desde el comienzo. De este modo el propio mode­ lo sustitutivo de desarrollo de la autoestima, generado y mantenido por la prensa del corazón (autosacrificio, generosi­ dad, tolerancia) no hace más que repetir y amplificar la de­ pendencia que teóricamente tendría que compensar. Pese a estas presiones y a las transacciones y complicida­ des que obtienen en el mismo sector discriminado, las muje­ res no son ni han sido nunca simples receptoras pasivas de las ideologías y las prácticas generadas para subordinarlas. Como señala Schmukler (p. 174): «No existe un lenguaje pu­ ramente masculino y un medio familar puramente patriarcal en el que no pueda penetrar un discurso femenino disonante». Desde mi punto de vista, el aspecto más interesante de los estudios sobre la mujer, y el menos abordado, es el análi­ sis de las estrategias llevadas a cabo para compensar o rever­ tir la citada situación. Estas estrategias se han desarrollado en varios frentes y han consistido fundamentalmente en: • Intentos de superar la fragmentación espacial y comu­ nicativa creada por el ámbito doméstico, desarrollando redes de comunicación. • Intentos de redefinir los modelos socialmente asigna­ dos, produciendo autoimágenes menos desvalorizadoras: • Intentos de recuperar espacios o de utilizar para sus propias estrategias espacios diseñados para generar subordi­ nación. • Intentos de asociarse con otros sectores cuestionadores y propiciar de este modo cambios sociales que impliquen también una redefinición de los roles masculinos y femeni­ nos. • Propiciar reformas legales que mejoren su situación. De estas estrategias sólo la última ha sido siempre explí­ cita, mientras que la eficacia de las anteriores ha residido frecuentemente en su ambigüedad, en el hecho de que mo­ dificaban sutilmente el campo de relaciones, sin cuestionarlo de manera frontal.

El intento de superar la fragmentación espacial y comuni­ cativa se ha dado en la sociedad tradicional, con la creación de redes de alianzas entre las mujeres emparentadas y el sobredimensionamiento de algunas de las tareas de servicio socialmente asignadas. De la eficacia de la primera opción nos hablan los esfuerzos realizados por la cultura dominante para neutralizarla. Así podemos entender que la desvaloriza­ ción de las suegras (referida siempre a la madre de la mujer) y la abundancia de historias y bromas que la caricaturizan y la muestran como agresiva y peligrosa, agregada a los conse­ jos dados a los hombres para que eviten que trate con sus es­ posas, y a las jóvenes para que se “independicen” de sus ma­ dres, son todos indicadores indirectos de la eficacia de estas asociaciones y del peligro que representan para el manteni­ miento de la supremacía masculina.6 En cuanto a la posibilidad de usar, para obtener indepen­ dencia personal, el sobrecumplimiento de las tareas asignadas, produciendo una especie de “salto por encima de la norma”, podemos citar el ejemplo de las mujeres “caritativas” que ayudaban a los necesitados, cuidaban enfermos y asistían a entierros, transformándose en vínculos de comunicación hori­ zontal de problemas y soluciones, lo cual les permitía tejer redes de comunicación entre mujeres que superaban la limi­ tación hogareña, de ahí su desvalorización en la literatura como “metomentodo” o “celestinas”. Queda claro que en cual­ quier sociedad estratificada, la máxima desvalorización se corresponde con la mayor eficacia contestataria, de manera que muchas veces individualizar el sector que sufre más inju­ rias permite identificar a quienes resultan más difíciles de asimilar. Referente a los intentos de redefinir los modelos, produ­ ciendo imágenes de la mujer distintas de los estereotipos asignados y más autocentradas, dedicaré los* siguientes capí­ tulos a mostrar cómo las vías de comunicación menos contro­ ladas, constituidas fundamentalmente por los cuentos fantás­ ticos que las mujeres relataban a sus hijos, transmitían (has­ ta que fueron desplazados por los medios de comunicación de masas, como analizo en el último apartado: “Erase una vez... un robot”) historias en que las mujeres eran protagonistas, decidían por sí mismas y en contraposición con las órdenes 6. Ortiz Oses señala que entre los vascos no hay chistes ni refranes denigratorios de las suegras, lo que se correlaciona con una tradición menos misógina.

de padres y maridos, y se enfrentaban con sus propios recur­ sos a los “malos” (hombres o mujeres) para tratar de conse­ guir objetivos tales como poder o riqueza. En los cuentos no entran los temas que preocupan a los hombres, la infidelidad femenina por ejemplo, pero se discuten largamente la autori­ dad del padre (“Piel de Asno” o “La hija del Diablo”), la escla­ vitud del trabajo doméstico (“La Cenicienta”), la necesidad de solidarizarse con los hermanos en lugar de con el grupo de alianza (“Pulgarcito”, “El Pare Jané”), el triunfo de los débi­ les inteligentes sobre los fuertes tontos, etc. Todo esto confi­ gura un campo muy polisémico, donde la reivindicación no es obvia, pero que brinda en conjunto una autoimagen mejor que la propuesta socialmente. Incluso en el caso de las muje­ res “malas”, éstas no son las que abandonan sus “deberes” como propone la ética masculina, sino las que cumplen un rol específico: las “madrastras” —con lo que en el fondo lo que se cuestiona es el derecho del hombre a contraer nuevo matri­ monio— , pero aun así son autónomas y nunca se enfrentan con las “buenas” por celos por el amor de un hombre (según la conducta socialmente asignada) sino por ámbitos de poder. La tercera estrategia, o sea los intentos de recuperar es­ pacios o redefinirlos de acuerdo a los propios planteamientos, tiene su mejor ejemplo en la utilización de la Iglesia. La fun­ ción de la religión resulta claramente ambigua con relación a las posibilidades de autorrealización de la mujer. Por una parte, es evidente que es un mecanismo de su manipulación y que su escala de valores: obediencia, resignación, valoriza­ ción del sufrimiento, establecimiento de una jerarquía insti­ tucional y mítica donde figuras masculinas detentan todo el poder, tiende a conseguir una integración en el sistema desde posiciones subalternas.7 Pero por otra parte, también está claro que las mujeres han sabido utilizar este ámbito en mi­ ras al cumplimiento (aunque limitado) de sus propios objeti­ vos. Simone de Beauvoir señalaba que cualquier ámbito que 7. Algunos autores, como Duby, subrayan la misoginia de la Iglesia primitiva y la medieval incluso en sus vertientes heréticas. Es fácil al respec­ to recopilar citas de Pablo, que insiste en recomendar sumisión a las mujeres (Efesios V, 21; Colonenses III, 18). Pero otros historiadores, como Pernoud (p. 139-140), consideran que es a ñnes del siglo XIII, con el surgimiento de la burguesía, la recuperación del derecho romano y el redescubrimiento de Aristóteles, cuando la misoginia latente en la sociedad va tomando formas jurídicas y comienza a excluirse sistemáticamente a la mujer de los ámbitos de poder. Esta corriente discriminadora alcanzaría su pleno desarrollo con la constitución de los Estados modernos.

fuera solamente femenino, o en el cual la participación del hombre fuera restringida aunque dominante, permitía el afloramiento de sentimientos de autoestima y una mejora real de la capacidad de organización, prescindiendo del dis­ curso explícito que en su seno se desarrolle. De esta forma, cuando santa Teresa de Jesús recomienda a sus novicias (p. 4): A s í que siem pre os g u a rd a d de g a sta r el pensam iento, ni can ­ saros, que m u jeres no h an m en ester m ás que lo que p a ra su entendim iento bastare.

está abogando claramente por la pereza intelectual y la obe­ diencia a la autoridad, pero detrás de ese discurso está su propio trabajo intelectual, que lo desmiente y que sólo resul­ ta posible en el ámbito (refugio y cárcel) del convento. Más explícito en su crítica al sistema es el mensaje de la monja mexicana sor Juana Inés de la Cruz, que en el México colonial del siglo XV II decía: H o m b res necios que acusáis a la m u jer sin razón sin v e r q ue sois la ocasión de lo m ism o que culpáis.

Aunque los límites de su rebeldía queden señalados por el silencio que la jerarquía eclesiástica le impuso, y que ella no tuvo más remedio que aceptar. Pero la verdadera función de las instituciones religiosas en términos de facilitar realizaciones femeninas no se da en los mensajes que transmite, que aun en los casos más críticos resultan asimilables, sino en las actividades concretas que permite y, a través de ellas, las solidaridades internas que genera o la ampliación del ámbito de acción que posibilita. Josefina Roma ha señalado que en las muy antiguas y tradi­ cionales Confraries del Roser (cofradías femeninas que proliferaron en Cataluña desde el siglo X V ) las mujeres tenían la única oportunidad de tomar iniciativas que trascendían el ámbito doméstico y de mostrar públicamente sus habilidades y capacidad intelectual. Como majorales recorrían las casas para hacer el llevat de taula, motivo por el cual pedían apoyo material cantando canciones (muchas de ellas improvisadas) y respondiendo a pruebas de ingenio. Otras cofradías, como la del Carmen, podían funcionar en la práctica como centros

de iniciación femenina y de adquisición de prestigio. Pueden verse ejemplos actuales en la compilación de Cohén. En un trabajo reciente María Jesús Buxó, nos muestra cómo entre las mujeres Quiché de Quetzaltenango hay una correlación positiva entre afirmación y conciencia de su iden­ tidad y participación en ciertas sectas protestantes como Testigos de Jehová. Evidentemente tampoco en este caso se trata de una transmisión por parte de esta Iglesia de conte­ nidos cuestionadores sobre la discriminación femenina; al contrario, el mensaje que transmite, es el del misógino san Pablo: «El hombre es la gloria de Dios y la mujer es la gloria del hombre», y el conjunto de su prédica es claramente subor­ dinante. Pero, como señala Norman Cohn para los movimien­ tos milenaristas, hacer una opción diferente es cuestionador en sí mismo, aunque la opción sea conservadora. Y en el caso de las mujeres Quiché, su opción religiosa las pone en situa­ ción de ventaja con respecto a los padres y maridos que no la han realizado: las transforma en depositarías de un “saber” que tiene el prestigio institucional de los blancos, que les permite cierto ascenso en la jerarquía formal del grupo y que, sobre todo, les permite realizar una crítica (no indivi­ dual, no fraccionada, ni neutralizada ante el frente común masculino) de las prácticas machistas más frecuentes en la zona: alcoholismo, malos tratos, falta de distribución de la carga de las tareas domésticas, etc. La recuperación de espacios pasa también por la reivindi­ cación de tareas no tradicionales, en las que los bajos niveles de eficacia señalados para las “carreras femeninas” resultan invertidos a partir de la selección producida por el esfuerzo de superar las trabas y propuestas disuasorias. En estas circunstancias (Bordieu y Passeron lo han analizado para los estudios de Griego), las estudiantes mujeres obtienen resul­ tados comparativamente más altos que sus compañeros. El cuarto punto —los intentos de asociación con otros sectores cuestionadores— está siendo objeto en la actualidad de algunas investigaciones (Solá y Trayner y Murguialdi para Nicaragua, compilación de historias de vida de mujeres indias comprometidas con el “Red Power”, como Bobbie Lee, en Canadá, o con la revolución, como Rigoberta Menchú o las analizadas por Silvia Solorzano en Guatemala), pero, en general, la función de la mujer como promotora de cambios estructurales en la sociedad ha merecido globalmente poca atención. Sin embargo, a través de la relación privilegiada con los

hijos, las madres asumen con frecuencia las propuestas de cambio social defendidas por los jóvenes y toman su relevo cuando éstos caen. Este mecanismo, que ha funcionado clara­ mente en las Madres de Plaza de Mayo y las Abuelas en Argentina, se ha dado también en Nicaragua, en Chile y en todos los lugares donde las propuestas de cambio tuvieron que enfrentarse con una represión dura. Esta alianza inter­ generacional entre jóvenes innovadores de ambos sexos y mujeres mayores del grupo familiar no es, sin embargo, la única vía de participación femenina en la redefinición de los contenidos sociales. Cuando las mujeres toman parte directamente en el mer­ cado capitalista de trabajo como mano de obra asalariada, también actúan eficazmente en las reivindicaciones sectoria­ les. Analizando por ejemplo la huelga textil de 1913 en Cata­ luña, se puede ver que ésta fue promovida y mantenida por las obreras (y manipulada por los hombres que negociaron sus propias reivindicaciones para darla por terminada). Cris­ tina Borderías ha trabajado el tema de la participación de las mujeres en las huelgas de Telefónica, y en general se va acumulando una información que desmiente el estereotipo de la mujer como poco activa en los conflictos sociales. De hecho, su participación es tan antigua como el conflic­ to social mismo y ha tomado formas diversas cuando los estallidos han revestido formas veladas ideológicamente. Recordemos, como un ejemplo entre muchos posibles, la ac­ ción milenarista de Marguerite Porete en el s. X IV y su difu­ sión de la doctrina del “espíritu libre” (Cohn, cap. 9) o la importante participación de las mujeres en la Revolución Francesa (que finalmente traicionó su confianza y limitó los derechos femeninos más de lo que lo estaban en el antiguo régimen) (véase Paule-Marie Duhet). Pero acumular ejemplos es sólo ilustrar y no demostrar una hipótesis, además que excedería con mucho las posibilidades de este trabajo, sólo quiero agregar que investigaciones modernas, como las de Alain Labrousse para los movimientos revolucionarios en América Latina, permiten entrever una correlación positiva según la cual cuanto más “radical” (es decir cuanto más cuestionadora, violenta e inasimilable) es una propuesta, mayor número de mujeres —proporcionalmente— participa de ella. Así por ejemplo, hay mayor promedio de participación feme­ nina en la guerrilla Sendero Luminoso que en cualquier partido legal de Perú. Esta opción por la radicalidad (tan lejana al consevadurismo que se les asigna) puede estar

relacionada con la escasa identificación de algunos sectores de mujeres con el orden dominante que las margina. En cuanto a las reivindicaciones explícitas del último punto, toda la historia del movimiento feminista es una de­ mostración de la utilización de los resortes legales del siste­ ma para procurar su modificación. De hecho, muchas de las reivindicaciones que en el siglo pasado se presentaban como nuevas o “modernas”, tales como la solicitud del derecho al voto, no hacían más que recoger y actualizar una antigua tradición medieval. Pernoud señala que en el siglo XIV las mujeres votaban en las asambleas generales de los burgos y si bien este derecho en la mayoría de los casos no estaba explícitamente mencionado, había villas, como Pont á Mousson, que especificaban que los consejeros serían elegidos par commun accord des bourgeois et des bourgeoises. Esto era norma en las villas bearnesas y muy común en la época. Participaban también en Francia en la elección de diputados a los Estados Generales y, en tanto que trabajadoras de un oficio cualquiera, eran electoras de los jueces y maestros de oficio. Como cabe esperar, su papel en estas asambleas dista­ ba de ser conformista. La misma Pernoud señala: Un caso divertido puede encontrarse en Cauteres, donde en una asamblea convocada para someter a la aprobación de los habitantes una locación consentida en 1316 por el Abad de Saint-Savin, una mujer llamada Gaillardine de Fréchon fue la única en mantener un “no” enérgico, mientras que el resto de la asamblea votó “sí”, (p. 53) De este modo, la larga lucha de las sufragistas representa el esfuerzo por reconquistar ámbitos que habían sido utili­ zados tradicionalmente y que la “vida moderna” les había arrebatado. En todos los casos señalados —y en otros en que se niega a cumplir las funciones tradicionales o las transforma— la mujer no recibe pasivamente el rol que la sociedad le asigna, sino que negocia, cuestiona y redefine. Esto la sitúa como agente activo, sujeto generador de cultura y actora del cam­ bio social. Es evidente que parte importante de su actividad en ese sentido es recuperada por el sistema y resulta compatible con el mismo, pero esto ocurre con las reivindicaciones de todos los grupos oprimidos. No es una señal de la pasividad de los mismos y de su alienación, sino una muestra de la fuerza de las estructuras y de su capacidad para autoperpetuarse.

Quizá recuperar los cuestionamientos seculares realizados por la mujer (con independencia de su poca eficacia transfor­ madora) sea una forma de generar en el mundo femenino mayor confianza en sus propias capacidades. No se trata de reemplazar simplemente la historiografía oficial, que niega la presencia femenina, por otra que la haga visible. Es evidente que la mujer puede y debe aumentar su nivel de cuestionamiento del orden social y no limitarse (como teme Bartra) a releer la historia. Pero este avance será más efectivo si se apoya en su experiencia previa. Así como los grupos étnicos enfrentados con las potencias que los colonizaron procuran asentar sus reivindicaciones actuales (incluso las más revolu­ cionarias) en sus prácticas tradicionales, las mujeres también pueden recuperar de su pasado doméstico (y no forzosamente domesticado) un arsenal de estrategias y reivindicaciones capaces de servir de apoyo a las actuales. La mujer no necesita abandonar toda su historia para lograr sus derechos, muy al contrario, su pasada experiencia (releída con ojos críticos y femeninos) le permitirá desarrollar mayor confianza en sí misma y adquirir el convencimiento de que sus reivindicaciones actuales no son un salto al vacío, sino el desarrollo y maduración de la lucha de las abuelas, de aquellas ancianas que iban a misa para escapar del hogar y que contaban cuentos en los cuales eran mujeres las que enfrentaban los peligros y tomaban decisiones.

La cultura popular en ámbitos domésticos Me gustas cuando callas porque estás como ausente P ab lo N eruda

Si entendemos la cultura popular como la expresión pro­ pia de los sectores no dominantes, veremos que se manifiesta en una dispersión de ámbitos físicamente acotables y más o menos estancos (áreas rurales o ghettos étnicos en las ciuda­ des), pero con frecuencia se olvida que aún en el seno mismo de la cultura predominante, de aquella que se llama a sí misma “la cultura” de un país, existe en virtud de la división sexual del trabajo un sector de la población que no participa de muchos elementos de la cultura general. Formas de traba­ jar y de utilizar el tiempo libre, formas de sentir y de inter­

pretar la realidad, se concretan en realizaciones distintas para el sector femenino de la población, que además ha care­ cido tradicionalmente de posibilidades reales de decidir sobre sus propios intereses y necesidades; incluso la utilización del lenguaje difiere más entre hombres y mujeres que entre cla­ ses sociales (de Miguel y Moyer). Como sucede con otros grupos marginales o marginados, también en este caso a la marginación del poder corresponde la asignación de un espacio determinado, un apartheid, reino del “desarrollo por separado”. Este espacio además está frag­ mentado en múltiples unidades minúsculas, lo que dificulta captarlo como un ámbito portador de una subcultura espe­ cífica. Hablamos del ámbito doméstico, y determinar el ámbi­ to doméstico es, claramente, determinar el ámbito femenino, o por decirlo de otra manera, la parcela del mundo total a la que, por una asignación cultural, quedan limitadas las posi­ bilidades de actuación femenina. Resulta evidente que este ámbito no tiene una existencia autónoma y que está fuerte­ mente condicionado por las presiones del mundo externo. Si bien, a su vez, lo generado en el ámbito doméstico influye en el ámbito exterior (masculino), es innegable que esta influen­ cia es menor —cuantitativa y cualitativamente— que la que recibe. La distribución asimétrica de los influjos mutuos, y la posición subordinada dentro de una jerarquía en que los re­ sortes de decisión le son ajenos, configuran entonces al ámbi­ to doméstico como una concreción típica de cultura popular, en tanto que cultura de sectores dominados. Esta interpretación de la “cultura popular” como cultura de los sectores dominados es la que se ha impuesto en la escuela de antropología italiana a partir de Ernesto De Martino, y tiene su más claro representante en Lombardi Satriani; pero su concepto se ha confundido con frecuencia con el de cultura contestataria. Sin embargo, el mismo Lombardi ha señalado que en muchos casos el único elemento contestata­ rio de las culturas dominadas es su mera existencia que, por serlo, pone en duda la pretensión de universalidad de toda la cultura dominante. He analizado ampliamente este tema en un trabajo anterior (Juliano, 1985) dedicado a la “Cultura Popular”. Desde nuestro punto de vista, es el carácter no integrado de la cultura dominada el elemento que permite reconocerla como tal, y no su carácter de oposición explícita a la cultura dominante. En efecto, un sector dominado es un sector al que, por definición, se le niega su capacidad de expresarse,

de articular un sistema de valores propio y de autorreproducirlo. Se ve imposibilitado, en función de su carencia de po­ der, para articular en la práctica un sistema coherente que le permita entender, y manipular autónomamente, las relacio­ nes personales y con los objetos. No puede desarrollar esa posibilidad de asimilar el mundo exterior, transformándolo en su propia sustancia, que es característica de toda cultura integrada. Desde este punto de vista, las mujeres, integradas, en la cultura general en forma subordinada, no representan frente a la cultura dominante el papel de la naturaleza (en tanto que “no norma”), como han propuesto desde Simone de Beauvoir hasta Ortner, sino simplemente el de subcultura o cultu­ ra dominada. Por lo tanto, los elementos constituyentes de su cultura son fraccionarios, desarticulados y no se hallan sufi­ cientemente integrados en sistemas. Esta característica es común a todos los sectores de la cultura popular (Gramsci). El que tiene sistemas de valores coherentes y estructurados no es el mundo de los hombres en tanto tal, sino en tanto que cultura dominante. Los sectores masculinos marginados comparten con el mundo femenino su condición de no integración completa y por consiguiente el riesgo, para el sistema, de que se transformen en agentes de su subversión. Ante todos estos sectores, la estrategia neu­ tralizados de la cultura dominante es similar. Por una par­ te, les niega su capacidad de elaborar una visión propia del mundo y, por otra, les asigna una cosmovisión (incluida una escala de valores y una tipificación de roles) que, aunque im­ puesta desde afuera, se pretende generada en el seno del grupo dominado. Más aún, se pretende que constituye “su naturaleza”, más que su cultura. Hay múltiples trabajos que muestran cómo se desarrolla esta política asimilatoria —y en última instancia legitimado­ ra de la cultura dominante— con respecto a los sectores po­ pulares masculinos; aquí trataré de analizar brevemente cómo actúa con respecto a la “minoría” femenina. Al tratar de las relaciones entre cultura dominante y gru­ pos subordinados me refiero a relaciones complejas que im­ plican ambigüedades y complicidades en ambos sectores y que incluyen, como bien hace notar García Canclini (p. 72), «fenómenos de integración, interpenetración, encubrimiento, disimulación y amortiguamiento de las contradicciones socia­ les». Pero en última instancia estos fenómenos se refieren más a la apariencia del conflicto que al conflicto mismo. El

grupo dominante sólo lo es en la medida en que pueda man­ tener además del dominio político y económico, el control ideológico. Esto supone el control (o mejor aún el dominio) de los canales de comunicación. Los grupos subalternos, y por consiguiente las mujeres en tanto que grupo subordinado, deben carecer de voz. Esto se consigue de dos maneras: ne­ gándoles el acceso a los canales de comunicación y desvalori­ zando su expresión cuando de todas maneras se produce. El primer punto puede documentarse copiosamente a través de la historia para el grupo que nos ocupa. Las muje­ res tenían (y tienen) vedado el acceso al sacerdocio y por consiguiente a la posibilidad de predicar desde un púlpito. Si recordamos la función importantísima de homogeneización cultural que se le asignaba a esta prédica, podemos entender la utilidad que tenía esta exclusión para la conservación del poder masculino, en tanto que dominante (paralela a la fun­ cionalidad que tenía la exclusión de los campesinos para el mantenimiento del poder de la nobleza). La exclusión de las mujeres del ámbito de la enseñanza sistemática (mayor tasa de analfabetismo, menos acceso a estudios medios y superio­ res) tenía a su vez como función apartarlas de la posibilidad de expresarse o comunicarse por escrito o mediante libros. El aislamiento dentro de cada unidad doméstica, fraccionada de las otras, impedía —al menos teóricamente— el flujo de in­ formación persona a persona que constituía el canal alter­ nativo para los otros grupos dominados. Así, dado que ningún canal de expresión estaba a su alcan­ ce, no es de extrañar que la “cultura femenina” se presente más fraccionada y dispersa que las restantes culturas subal­ ternas. Pero la mujer no carecía de voz. Más aún su tempra­ no, en términos de desarrollo biológico, y fácil dominio del lenguaje ha sido siempre motivo de preocupación para los sectores dominantes. No constituían un grupo “mudo” a la manera de los indios de América en época de la conquista, sumidos en esta condición por el escaso dominio del idioma de los conquistadores, situación agravada por unas pautas culturales que enfatizaban el silencio. Con respecto a las mujeres, la cultura dominante —que, como señala Lombardi, en este aspecto incluye importantes sectores de los grupos dominados— utiliza su segunda estra­ tegia: desvalorización o negación de la validez o importancia de la expresión del grupo dominado. No entraré aquí, por bien conocida, en la recopilación de refranes, cuentos popula­ res, sentencias y chascarrillos que se centran en la desvalora­

ción del habla femenina. Han trabajado al respecto Buxó Rey, García Massaguer y de Miguel. Como ejemplo, multipli­ cable al infinito, mencionaré sólo dos refranes catalanes: Peí que la dona parlará, millor li está el callar. Dones de casa sempre parlen massa* Esta desvalorización abarca la expresión cuantitativa: “las mujeres hablan demasiado” (cuando cualquier estudio empí­ rico, como el desarrollado por Marina Subirats para la escue­ la, muestra que los hombres tienden a monopolizar las con­ versaciones), y los contenidos, que son precisamente los cul­ turalmente asignados: las relaciones personales en el ámbito doméstico. Así, pese a que los temas más frecuentemente tratados por las mujeres representan la aceptación de la pauta cultural impuesta, se desvalorizan como chismorreos. Obsérvese que en el caso de los temas culturalmente impues­ tos a los hombres (hablar de cosas en lugar de hablar de personas), la valoración es siempre positiva. Si la mujer habla de otros temas que los domésticos, la situación no mejora: se considera que invade el campo del hombre y que es “marisabidilla” (como decía Gauguin de su abuela Flora Tristan). Aun el tono de voz de la mujer es objeto de represión,8 como se puede observar fácilmente escu­ chando cualquier discusión de una pareja en un lugar públi­ co. En esos casos casi siempre el hombre se muestra muy ocupado en imponer silencio: “Calla, mujer, calla”, “No chi­ lles”, etc. Es muy difícil que se dé la situación inversa. Clara­ mente la presión social va en el sentido de neutralizar todo mensaje femenino que no puede impedir que se emita. Este proceso es paralelo al de desvalorización de los conte­ nidos de las restantes culturas subalternas (ya sean campesi­ nas, obreras, etnográficas o minorías étnicas) como supersti­ ciones o muestras de simplicidad. Pero mientras que para los hombres se reconoce que los años permiten acumular conoci­ mientos o acceder a un poder relativo (aquello del diablo que * Por lo que la mujer hablará le sienta mejor callar. Mujeres de su casa siempre hablan demasiado. 8. Ya desde temprano los niños utilizan el recurso de atiplar el tono de voz, con lo que teóricamente parodian el registro femenino, como forma de burla y desvalorización. También los cómicos en los espectáculos públicos y en las series de T V utilizan este recurso. La idea es que cualquier mensaje emitido en un tono de voz agudo es hilarante y desechable. La parodia nunca se realiza con los tonos graves, culturalmente relacionados con el varón.

sabe más por viejo), en el caso de las mujeres el control/des­ valorización se hace más fuerte y estricto a medida que la edad y la experiencia las transforman en un interlocutor más peligroso. La negación en estos casos es total. La mujer ma­ dura es catalogada como histérica, sus problemas ante los roles socialmente impuestos son desechados como menopau­ sia, mientras que, según los tiempos y el lenguaje de dominio que esté de moda, su desajuste social también puede ser leído como brujería. Por tanto, a mayor posibilidad de cuestionamiento, mayor presión disuasoria. En el Capítulo 4, trato desde esta pers­ pectiva la desvalorización de las suegras. Así, el ciclo vital de la mujer queda encerrado entre dos identificaciones, ambas ocultadoras de su plenitud de ser humano. Pasa de ser me­ nor/niña tutelable e inexperta (condición que se prolonga toda su juventud) a ser vieja/bruja. De un “no significante” a otro, sin devenir jamás persona/interlocutora válida. Es obvio que me estoy refiriendo a roles socialmente asig­ nados (y aún tradicionalmente asignados) y no a la materiali­ zación concreta de los mismos, que puede tener tanta varie­ dad como actores los desempeñen. Pero lo que interesa, desde el punto de vista de este trabajo, no es hacer el inventario de la marginación femenina, sino analizar cómo, a partir de un ámbito culturalmente asignado como ghetto: el ámbito do­ méstico, las mujeres han podido mantener algunos niveles de autoafirmación, o han manipulado algunos elementos de la cultura dominante en términos que les resultaran menos desfavorables.

Capítulo II

LA CONTESTACIÓN FEMENINA EN LA ESTRUCTURA DE ALGUNOS CUENTOS TRADICIONALES

La débil voz de los grupos dominados En una sociedad dividida en clases, la voz dominante, la que estructura la visión del mundo imperante en un momen­ to determinado, es la de los grupos que detentan realmente el poder. Ellos elaboran la ciencia y la religión, la cultura oficial y las normas aceptadas, lo que Lorite Mena denomina “saber-poder”. En contrapartida, las clases dominadas o su­ balternas se ven condenadas al silencio, pues carecen de ca­ nales propios de comunicación y se ven obligadas a limitarse a una elaboración fragmentaria de su concepción del mundo. Ésta es la que se manifiesta a través del folklore en sus dis­ tintos aspectos: canciones, cuentos, leyendas y representa­ ciones plásticas. Como los intereses de los distintos sectores sociales son contrapuestos, puede suponerse que el folklore no representa sólo un elemento particular diferenciado, dentro de la cultura global, sino que expresa de alguna manera esas tensiones internas y contiene explícitamente (o en forma implícita) elementos de cuestionamiento social. Lombardi (1979, p. 14) propone al respecto: Que el folklore sea interpretado como una específica cultura elaborada con distintos grados de fragmentariedad y de conoci­ miento, por la clase subalterna, con una función contestataria frente a la cultura hegemónica producida por la clase domi­ nante.

De hecho, si bien, como señala Rodríguez Adrados para las fábulas, ha sido posible el uso político de los relatos de transmisión oral (caso de la crítica social contenida en las fábulas cínicas), a menudo la función contestataria ha estado velada o encubierta, semejando en la superficie que el folklo­

re recogía fragmentariamente y sin cuestionamiento la escala de valores dominante (véase Prat i Caros). Lo que sucede es que la función contestataria debe ser disimulada cuando la correlación de fuerzas es muy adversa. Así, con frecuencia en los cuentos, que son la manifestación más popular de la “li­ teratura oral”, las críticas a los poderosos se enmascaran en críticas a los “malos consejeros” de reyes y príncipes, y las quejas contra la pobreza real se compensan míticamente con relatos de pobres pescadores o pastores que encuentran gran­ des riquezas. A veces la crítica toma la forma de una inver­ sión de las características necesarias para asumir un rol de poder. Ejemplo característico de esta valoración invertida lo tenemos, dentro de las rondalles catalanas, en el relato “En Filoseta”, donde el protagonista, por ser tan necio que no podía desempeñar ningún oficio, es nombrado por el rey batlle major, con la seguridad de que: regirá i governará segons el talent i ben segur que tot anirá tant bé com jo vull i desitjo... i de segur que encara deu manar i governar si no s’ha mort* (Amades, 1980, p. 58) Otras veces, en lugar de criticar las instituciones de po­ der, se critican sus modelos teóricos. Como en “L’amic de la mort” (Ibid., p. 110), en que se cuestiona lúcidamente la au­ toridad de san Pedro y el derecho de Jesús de proclamarse justo, echándoles en cara las miserias e injusticias sociales. La voz de las mujeres se escucha poco en mitos y leyen­ das. Parecería como si su situación de doble dominación: como clase subalterna y como sexo desvalorizado en el seno de ésta, hubiera sido un límite difícil de superar para sus posibilidades de expresión y algunos autores, como de M i­ guel, plantean que el lenguaje dominante impide la expresión femenina. El mismo Lombardi señala al respecto que: «Tam­ bién en el folklore encontramos la expresión de valores machistas, o sea, bajo este específico aspecto, de dominación». Se podrían multiplicar los ejemplos para corroborar este aserto. El refranero, sin ir más lejos, nos da una gran canti­ dad de refranes desvalorizadores de la mujer, de su capaci­ dad expresiva y de su prudencia. Veamos algunos ejemplos para agregar a los expuestos en el último apartado del capí­ tulo anterior, también citados en Buxó (1978): * Regirá y gobernará según su talento y seguro que todo irá tan bien como yo deseo... y seguro que aún debe mandar y gobernar si no ha muerto.

Cap home savi i discret diu a la dona un secret. La dona i el peix moren per la boca. Val més una dona cuinant que cent xafardejant* En el refranero español también abundan los dichos que justifican las prerrogativas masculinas a la infidelidad: A caballo cansado mudarle el pienso. Siempre perdices, cansan. De vez en cuando le gusta el rancho al rey. O señalan positivamente la costumbre de los hombres de con­ tar sus aventuras amorosas: Más que danzar y reírlo es danzar y referirlo. Mientras que critican la alegría, la riqueza y hasta la belleza femenina: Moza risueña o loca o parlera. A las romerías y a las bodas van las locas todas. Mucho hablar y mucho reír, locura dan a sentir. Donde hay mucha alegría hay poco seso. Si ella es mucho y tu poco, amor es loco. Mujer hermosa o loca o presuntuosa. Al mismo tiempo los refranes postulan la separación entre los sexos: Ni estopa entre tizones, ni la mujer entre varones. Y garantizan esta separación, legitimando los celos: Amor y celos hermanos gemelos. Quien bien quiere celos tiene.

* Ningún hombre sabio y discreto dice a la mujer un secreto. La mujer y el pez mueren por la boca. Vale más una mujer cocinando que cien chismorreando.

En todos estos ejemplos —que se podrían multiplicar y referir a distintos contextos culturales— aparece evidente la presión social ejercida sobre la mujer para obligarla a sufrir su dominación en silencio. Parece como si el hombre del pue­ blo, frustrado en sus aspiraciones de poder y riqueza, se autoafirmara planteando su dominación sobre otro grupo de seres humanos al cual niega, por consiguiente, el derecho a expresarse. Este doble filtro de clase y de género, hace que si queremos rastrear las reivindicaciones femeninas en el fol­ klore, nos veamos ante mayores dificultades que para encon­ trar las reivindicaciones de otros sectores; en efecto, si éstas debían estar disimuladas en términos de expresar sus con­ flictos sin provocar represalias de sus amos, las protestas femeninas debían procurar, también, no dificultar la convi­ vencia de la mujer dentro del hogar. Pese a ello no faltan, dentro mismo del refranero, expresiones desde el punto de vista femenino, a veces fuertemente críticas, sobre los hom­ bres y su conductas: Amor de asno, coz y bocado. Amor de señor, amor de hurón. A la ronda rondadores, que no hay ley en los hombres. Dios me libre de un tonto, y más si es celoso. Cuando del pie, cuando de la oreja, a mi marido nunca le falta queja. Cambié de lado, pero no de potro; si malo era el uno, peor es el otro. Bendito San Miguel; sácanos de él a mí y a mí del. {Refranes españoles, 1919) Sin embargo, para mantener la continuidad reivindicativa y su eficacia, las mujeres debían expresar sus desacuerdos sin entrar en conflicto abierto y procurando que otros subsectores se identificaran con ellas. Así, sus mensajes debían ser lo suficientemente ambiguos para que campesinos, pobres, ancianos o niños se vieran reflejados. Se podía usar al res­ pecto la polisemia del lenguaje y la tradición metafórica de los relato cortos.

Los cuentos infantiles y el protagonismo femenino Mal haya esta toca, ¡cómo me sofoca! {Refranes españoles) Los cuentos infantiles, transmitidos por una red oral fe­ menina, contados por las madres a sus hijas e hijos, y con­ siderados poco importantes por los hombres, eran una vía idónea para transmitir las reivindicaciones femeninas. De hecho, en un buen número de los más conocidos: “Blancanieves”, “La Bella Durmiente”, “La Cenicienta”, “Caperucita Roja”, la protagonista es una joven que superando diversos inconvenientes, alcanza sus propósitos. Hay, por supuesto, otros cuentos con protagonistas masculinos, sólo quiero seña­ lar que, mientras en los textos de historia tradicionales y en la literatura “mayor” las mujeres ocupaban posiciones secun­ darias o simplemente desaparecían, en la esfera mítica de los cuentos se daba una especie de compensación de la discrimi­ nación sufrida en la vida real. Podemos pensar entonces que, mientras la producción intelectual masculina (configurada como historia y literatura oficial) minimizaba la presencia femenina, haciéndola desaparecer incluso de los ámbitos productivos y políticos en que actuaba, la producción femeni­ na ampliaba e idealizaba sus posibilidades. Es bien conocido que se han propuesto otras interpretacio­ nes de los cuentos infantiles. Algunas son compatibles con la que estamos desarrollando aquí, como el análisis psicoanalítico de Bettelheim, o los trabajos de Fernández Olmos y de Zipes; pero también hay muchos análisis, como los de Ferreira, que dicen que los cuentos son una herramienta de la do­ minación masculina y un elemento de discriminación de la mujer. Pienso que estas conclusiones son la conscuencia de descontextualizar el objeto de estudio. En efecto, se parte del supuesto de que la mujer sólo recibe pasivamente los mensa­ jes y se critica que las protagonistas femeninas no tengan nombres propios —cuando los masculinos tampoco los tienen, pues se trata de prototipos— 1y que se insista en las labores 1. En los casos en que los cuentos populares asignan un nombre a sus protagonistas, estos no salen de “Juan” o “María", que son los nombres pro­ pios que pueden usarse como genéricos, muchas veces van en diminutivo “Juanito” o “Marieta”. Cuando se utilizan otros nombres, es por una exigencia de rima, como es el caso de “Riquete el del copete” o el de Patufet, para que rime con u¿on ets?”.

femeninas —cuando éstas son asumidas críticamente— . In­ cluso se malentienden las relaciones sexuales, cuando, curio­ samente, los cuentos infantiles son el único tipo de relato de nuestra cultura en que se encuentra una imagen de “hombre objeto”, entendiendo por tal el que es válido principalmente por elementos (físicos o de estatus) utilizables por la protago­ nista, prescindiendo de sus condiciones individuales. Me re­ fiero a la multitud de guapos príncipes que las heroínas reci­ ben como premio a sus desvelos. Desgraciadamente las compilaciones de cuentos que han llegado a nuestras manos: Grimm, Perrault, Andersen y, en Cataluña, Amades y Serra i Boldú, han sido realizadas siem­ pre por hombres, lo que implica un filtro, aunque éste no sea consciente, con respecto a lo que es un “buen cuento”. Los folkloristas eran comunmente hombres con estudios, y con una idea clara de lo que eran relatos bien construidos. Es posible que al enfrentarse con las creaciones populares, ha­ yan relegado algunas por absurdas sencillamente porque su lógica era distinta a la del recolector. Pienso en un ejemplo particular, el cuento de “El cigronet” [el garbancito] que se mantiene vivo en la tradición oral de la Conca de Barberá y que no ha sido recopilado por ningún folklorista. En Cultura Popular sugiero que esto se debe a que la historia resulta absurda vista desde la perspectiva masculina. Resumiendo mucho se trata de un hombre que consigue, después de reali­ zar muchos cambios ventajosos, que le entreguen una niña, a la que intenta tirar al río. La tía de la muchacha se entera y la salva, liberándola del saco en que la llevaba el hombre. Lo absurdo del relato es evidente: ¿por qué haría alguien una cosa tan tonta como matar sin ningún motivo a la joven, que tanto le había costado conseguir? Sólo cuando se considera el relato desde el ángulo de la niña, encajan las piezas y se transforma en una parábola sobre un casamiento realizado por acuerdo económico entre la familia de ella y el preten­ diente. Así, el triste destino de la joven entregada o vendida puede equipararse con la muerte. El hecho de dar nombre a la niña: “Marieta”, y no al hombre, es un recurso muy utili­ zado en los cuentos para señalar quién es el protagonista (o desde qué ángulo debe leerse la historia). ¿Cuántas historias como ésta, “disparatadas y tontas”, habrán sido desechadas por los compiladores? ¿Cuántas habrán sido modificadas? Sin embargo, aún este material empobrecido permite algunos acercamientos desde la óptica del cuestionamiento de los valores establecidos.

El modelo del “aquelarre” y la Cenicienta El protagonismo femenino en los cuentos, por ambiguo y polisémico que resulte, no se correspondía con igual protago­ nismo en la vida real. Pero hay una situación concreta en que no se les regateó a las mujeres el rol protagonista. Du­ rante los siglos XVI y XVII, en toda Europa se extendió la caza de brujas, «como otra plaga, como una creencia destructiva expuesta al peligro de desquiciar la razón» (Mary Douglas, p. 31). En Cataluña también se dio este proceso, como señala Pujiula: El siglo XVII fue en Cataluña el siglo de las brujas. Si bien el fenómeno se ha documentado en siglos anteriores (el XVI, por ejemplo, incidió con más fuerza en el País Vasco y en La Rioja) y en los posteriores, los inicios del mil seiscientos presenciaron un estallido de procesos y ejecuciones de brujas catalanas ciertamente notable. Los juicios por brujería casi siempre fueron dirigidos con­ tra las mujeres. Lisón Tolosana da las siguientes cifras para Galicia. En los años que van de 1565 a 1683, se presentaron ante el Santo Oficio ciento doce casos de brujería; de éstos, ochenta y dos correspondieron a mujeres y sólo treinta a hombres. Esto da un 73% de brujas. Con proporciones diver­ sas, este predominio femenino se dio en todo el ámbito de represión de la brujería.2 En cuanto a la clase social a la que pertenecían, el cuadro de ocupaciones resulta revelador: Mujer de soldado, 1; Ermitaña, 1; Mujer de carnicero, 1; Mujer de zapatero, 1; Costure­ ra soltera, 1; Viuda partera, 1; Pobre mendiga, 2; Soltera, 3; Mujer de labrador, 28; Viuda, 13 (op. c i t p. 170). El desamparo económico en que quedaban las viudas, y la falta de roles laborales socialmente asignados a las solteras explica que, como miembros más débiles de la comunidad, sufrieran proporcionalmente en mayor medida la agresividad del medio. Por otra parte, los inquisidores eran siempre hom­ bres y de la clase social más alta. Debido a su mayor nivel cultural tenían más interiorizados los estereotipos culturales 2. De la Torre dice al respecto: En lo tocante a la represión, la mayoría de los procesados fueron mujeres. Generalmente en una proporción que se aproxima al 80% y que varía según los períodos y las zonas: 96% Jura, 92% Essex y Namurois, 58% Países Bajos españoles, 64% Friburgo. (p. 40)

de la época y de hecho, como señala Lisón a través del análi­ sis de los interrogatorios, sin darse cuenta de que influían en las respuestas, en realidad enseñaban a las aldeanas —y les obligaban a confesar mediante torturas— todo un complicado conjunto de relaciones con el demonio. Si bien en algunos casos concretos las acusaciones podían ser muy diversas (por ejemplo, en 1427 se acusa a una mujer de haber provocado el terremoto que destruyó Aimer y otros pueblos de la comarca de la Garrotxa, y otras veces se las acusaba de provocar tormentas o inundaciones y pestes a animales y personas), parece ser que éstas eran acusaciones secundarias, dirigidas a levantar al pueblo en contra de las víctimas de la Inquisición. Para ésta, el delito mayor era el pacto con el demonio, sellado por medio de relaciones sexua­ les y concretado con la asistencia al Aquelarre. En general, el modelo de bruja incluía los siguientes ele­ mentos: Mujer aparentemente dedicada a las tareas del hogar. Por la noche de un día especial asistía a una fiesta de brujos. Se desplazaba a ella por medios mágicos, luego de ha­ berse aderezado también mágicamente. En la fiesta se relacionaba con el demonio. Bailaba o tenía relaciones sexuales con él. A la medianoche regresaba a su hogar. Nadie en su casa sabía de su salida. Obtenía de su trato con el demonio poderes especiales. Para localizarla había que realizar una cuidadosa inves­ tigación. A consecuencia de la cual se la descubría y se la casti­ gaba. Si analizamos este modelo en términos de los plantea­ mientos estructurales, veremos que sólo son significativas las acciones, y que los personajes son reemplazables unos por otros, sin cambiar sustancialmente el mito. Hagamos enton­ ces el pequeño ejercicio mental de cambiar a la mujer (imagi­ nada madura) del modelo, por una bella joven, la fiesta de brujos por una fiesta de palacio, y el demonio: "príncipe de

las tinieblas”, por un príncipe cualquiera, y tendremos la armazón estructural de la escena central del cuento de “La Cenicienta”. Algunos elementos no necesitan ninguna modificación: por ejemplo, es tan mágico el desplazamiento en una escoba como en una calabaza, y el aderezo con ungüentos como con un traje suministrado por un hada. La hora del fin del festejo está marcada con precisión para los dos casos en el momento de la medianoche. En cuanto al tipo de relación con el prín­ cipe, está claro que en “La Cenicienta” el baile resulta un paso previo al matrimonio, mediante el cual la joven obtiene poder y riqueza, que sería justamente el objetivo que procu­ rarían alcanzar las brujas con sus relaciones sexuales con el demonio. Incluso el nombre “Cenicienta” se relaciona con un elemento, la ceniza, comunmente usada en los encantamien­ tos. Así, en las Actas del Tribunal de la Inquisición, consta en un juicio por brujería: «Que aquellas mujeres hacían cier­ tas invenciones en la ceniza y se volvían en figuras de gatos» (Lisón, p. 203). Nótese que la transformación de animales también se halla en el cuento. Pero hay un punto en que el paralelismo se rompe, y es en la valoración que se da a cada uno de los personajes y de los actos. Aquí el cuento funciona como ejemplo invertido, que transforma en positivos todos los elementos negativos: la la la el el el

vieja fea mala demonio aquelarre castigo

es joven es hermosa es buena es el príncipe es la fiesta de palacio es el premio

Si bien la relación entre ambos modelos parece evidente, pueden plantarse dudas sobre cuál es la originaria. Propp, en su libro Las transformaciones del cuento maravilloso, propo­ ne que las formas fundamentales u originarias de los mitos se encuentran ligadas a las representaciones religiosas: Podemos hacer la siguiente suposición: si en un documento religioso y en un cuento damos con la misma forma, la forma religiosa es primaria y la del cuento secundaria, (p. 24) Sin descartar la hipótesis de un desarrollo paralelo, a partir de una fuente común, puede suponerse que “La Ceni­

cienta” alcanzó la extraordinaria difusión que le permitió transformarse en “el cuento” por antonomasia, por la posibili­ dad que implicaba de plantear una reivindicación, velada, del derecho de la mujer a obtener poder y riqueza por medios mágicos, ya que la sociedad le negaba los caminos legales. El cuento no niega la magia ni cuestiona abiertamente el orden establecido — evidentemente Cenicienta no es una revolucionaria en el sentido moderno de la palabra— , pero el cuento tiene cierta audacia al invertir la escala de valores aceptada en materia religiosa, en un tiempo de fuerte pre­ sión ortodoxa, tanto en la Europa reformada donde se origi­ na, como en la de la Contrarreforma. Los tribunales que juzgaban a las brujas eran temidos y odiados. Lisón cita algunos estallidos individuales contra el Santo Oficio en épocas de su actuación, y señala una perma­ nencia del rechazo en los campesinos actuales, que lo recuer­ dan como los que “ponían miedo a la gente”. En esa atmósfera el cuento no podía ser más explícito en sus reivindicaciones sin desbordar sus posibilidades de expre­ sión. Un mensaje más claro hubiera chocado frontalmente con la estructura de poder. Es curioso consignar que “La Cenicienta” parece haber sido un cuento extraordinariamente plástico, que ha incluido en sus versiones regionales elementos que permitían una mejor identificación de la narradora con el personaje. Así la versión de Amades en Barcelona, es distinta de la de Perrault, y ambas difieren de la tradición oral de algunas zonas rurales. En este último caso se agrega una larga primera parte que muestra a la Cenicienta trabajando en el campo y se suprimen (posiblemente por poco significativos en ese medio3) los trabajos domésticos a los que se veía forzada en las versiones urbanas. Hay que tener en cuenta que las versiones rurales no implican una simplificación del modelo tradicional, sino la reelaboración del mismo, manteniendo en algunos casos elementos de tradiciones más antiguas. Así los cigrons en Iq, cendra [garbanzos en las cenizas], consignados en la “Fregallot de paella”, corresponden a una tradición narrativa que se remonta a Apuleyo. 3. En una época en que las mujeres de las zonas rurales catalanas salían cada día de su casa antes del amanecer y volvían de las labores del campo cerrada la noche, el trabajo doméstico como tal prácticamente no existía. Las informantes dicen que cada uno estiraba su cama al levantarse y que se

Una viejecita que era la Madre de Dios Las versiones catalanas presentan en realidad, en compa­ ración con la versión clásica, un considerable incremento de elementos que pueden interpretarse en relación a la brujería. Así el hada madrina está transformada en una “viejecita” con poderes, encontrada en un lugar inhóspito —figura y ubica­ ción propia de una bruja— . Además es curioso que en la “Ventafocs”* hay una respuesta estereotipada con la que ella contesta cada vez que oye preguntas relacionadas con la identidad de la bella doncella del baile: Pot ser si, pot ser no, que no seria jo?** Este “sí/no” sería, según Barandarián (vol. I, p. 215), un rasgo común de las laminas, brujas vascas que se presenta­ ban diciendo: Que no somos, que sí somos, catorce mil aquí estamos. También la respuesta que recibe la ubica en esta categoría: Calla tu -la beneitona- que no ets bestia ni persona*** El tema de las brujas, manipulado para darle aceptabili­ dad, parece estar presente además en otros muchos cuentos de la tradición catalana, en forma bastante transparente. La figura dispensadora de dones es en muchos casos, como en “La Ventafocs”, “Blancaflor” o “La flor del penical”, una vieje­ cita con la cara sonriente que encuentra a la protagonista de noche en medio del bosque (Amades, p. 10) y le dice que ella, que es la Madre de Dios [la Mare de Déi/****] le solucionará (mágicamente) sus problemas. barría alguna vez a la semana. El único trabajo sistematizado era la colada de ios sábados en la fuente, ya que la comida misma era cocinada muchas veces en el campo. Es decir que ni el ámbito doméstico donde se desarrolla el cuento recogido por Perrault, ni mucho menos el “palacio” de Amades, resul­ taban significativos en el área rural como ámbito de labores femeninas. Si la Cenicienta debía mantener su caracter de símbolo femenino, debía ser opri­ mida y beneficiada en otro ámbito: lavando en el río tripas de cerdo, cruzán­ dose con un burro que rebuzna, etc. En un medio ambiente, en fin, semejante al propio. * Versión catalana de “La Cenicienta”. ** Puede que sí, puede que no, ¿no sería yo? *** Calla tú, la simplona, que no eres bestia ni persona. **** Ésta es la forma habitual de referirse a la Virgen María en Cataluña.

En otros casos en “montañas ... todas peladas”, “se le pre­ sentó una viejecita que era la Madre de Dios” (p. 28). Ante esta identificación de la viejecita mágica con la Ma­ dre de Dios, no podemos menos que sorprendernos. Los luga­ res (bosques, montañas peladas, desiertos), las horas del encuentro, ubicado muchas veces por la noche, y la misma imagen de “una viejecita” no se corresponden con la iconogra­ fía clásica de la Virgen. De hecho es imposible encontrar ninguna representación, aun las que lógicamente se refieren a su edad madura: la Dolorosa o la Asunción, que la mues­ tren vieja. Siempre mantiene la imagen de una mujer joven. ¿Qué sentido tiene entonces esta representación atípica? Si recordamos que a las mujeres viejas capaces de obrar prodi­ gios, aunque fueran los sencillos de curar con hierbas, se las catalogaba y perseguía como brujas, con una valoración nega­ tiva, la evidencia popular de las “brujas buenas” tenía que esconderse en una representación aceptada. Parece ser que aun cuando el disfraz fuera tan endeble como en este caso, servía para proteger la integridad del relato.

¿También Piel de Asno es un enigma a resolver? Pasemos a otro ejemplo. Tomaré otro de los cuentos tradi­ cionales más difundidos: “Piel de Asno”, recogido por Perrault de la tradición popular, ya que como él mismo consig­ na (p. 30), es un relato “que cuentan cada día a los niños las ayas o las abuelas”. Si realizamos en él el mismo tipo de análisis que hemos intentado antes, encontramos que presenta una sorprendente semejanza con un relato bíblico, usado seguramente con frecuencia en los sermones medievales para señalar la per­ versidad femenina. Me refiero al relato de Salomé y su parti­ cipación en la muerte de san Juan Bautista. Como ya he señalado en Cultura Popular, existe en am­ bos casos un esquema estructural concreto, que puede sinte­ tizarse en los siguientes puntos: Hay un rey de edad madura, su matrimonio está en cuestión (por haberlo contraído con su cuñada/por ha­ ber muerto su esposa). Se enamora de la hija adolescente de su esposa (su sobrina/su propia hija).

Le pide relaciones sexuales (que baile para él /que se case con él). La joven exije a cambio que le conceda lo que ella quie­ ra (un don/tres dones). El rey se lo promete bajo juramento. Le aconseja sobre lo que debe pedir, una figura materna (la madre /la madrina). La joven pide entonces un don (cabeza /piel) que impli­ ca la muerte de alguien que el rey tiene en su poder y no quiere matar. Este es valioso, no por sí mismo, sino por lo que sale de su boca (palabra de Dios/monedas de oro). Ante la insistencia de la joven, el rey accede y manda matar a la víctima. Merced a este hecho, la joven escapa a la relación se­ xual con su... (Padrastro/Padre). Si bien el esquema estructural es idéntico en ambos rela­ tos, hay una valoración distinta de cada uno de los elemen­ tos, que hace que en el relato de Salomé ésta sea culpable de un crimen —a instigación de su madre— mientras que Herodes resulta relativamente inocente; en cambio en “Piel de Asno”, la culpabilidad recae íntegramente en el rey, mientras que la hija se limita a defender su virtud por métodos social­ mente correctos. Esta transformación se da mediante tres pasos: 1. Modificando la relación entre ambos, de un parentes­ co en tercer grado (tío /sobrina), agravado por un paren­ tesco político (padrastro / hijastra), a un parentesco de primer grado (padre/hija). De esta manera se acentúa el caracter incestuoso, y por consiguiente socialmente prohibido, de la relación sexual solicitada.4 2. Explicitando el significado concreto de la expresión

4. El problema del incesto está bien representado en los cuentos de hadas, sobre todo si aceptamos la propuesta de Percebal, según la cual las madrastras reemplazan en estos relatos (a partir del siglo XVII) a los padres incestuosos de relatos anteriores, que fueron “suavizados” por la presión moralizadora de la Iglesia, que además desplazaba de esta manera hacia las mujeres las desvalorizaciones de las conductas antisociales.

“bailar para él” en términos de suponerla un prolegóme­ no de relaciones sexuales. Ya en el análisis de “La Ceni­ cienta” vimos que “bailar con” y “copular con” pueden abarcar campos semánticos idénticos. En el cuento, entonces, se prescinde del prolegómeno del baile y se encara directamente la propuesta sexual: el rey la pide en matrimonio. Esto acentúa la importancia de la de­ manda y hace caer sobre el hombre la responsabilidad sobre el alto precio exigido. 3. Desvalorizando la importancia de la víctima. Ésta no es una persona sino un animal, y su valor no es espiri­ tual sino solamente material. Sobre este último punto debemos tener en cuenta, sin embargo, que durante toda la Edad Media, el oro era a su vez un símbolo del conocimiento, por lo que decir de alguien que sacaba por su boca monedas de oro era una forma —no demasiado disfrazada— de referirse a alguien que hablaba con sabiduría. Si lo que se quería simbolizar era que esa persona no tenía su sabiduría por mérito propio, sino como iluminado, como enviado de Dios, la alegoría de un asno escupiendo oro podía ajustarse perfectamente a un profeta. Recordemos al respecto que los simbolismos animales no resultaban particularmente ofensivos, ya que tres de los Evangelistas tiene ese tipo de simbolización, y el asno mismo resulta dignificado por el hecho de estar incluido en el pe­ sebre. De este modo, parece ser que la intención al reemplazar la cabeza de Juan Bautista por la piel de un asno mágico, no es tanto desvalorizar al santo, sino minimizar la importancia de la demanda que hace la joven, es decir absolverla de la acusación de asesinato. Este desplazamiento era fácil porque el Bautista estaba relacionado conceptualmente con la natu­ raleza. San Mateo (3 :4) dice: Y ten ía J u an su vestido de piel de cam ellos, y u n a cinta a l­ rededor de sus lomos; y su com ida era n la n go sta s y m iel sil­ vestre.

En los mismos términos se expresa san Marcos (1:6). En ambos casos la descripción presenta a san Juan cubierto con una piel de animal, lo que puede haber facilitado su transfor­ mación simbólica.

El relato que más nos agrada escuchar ¿Cómo se producen estas transformaciones? No estoy pro­ poniendo una interpretación conspirativa, en la que astutas relatoras hayan manipulado adrede los mensajes. Se trata de algo más sencillo. No parece aventurado suponer que resulta más agradable escuchar, y por consiguiente se retienen me­ jor, aquellas historias que no resultan desvalorizadoras para el propio grupo de pertenencia. De esta manera, ya fueran los cuentos en sus orígenes creación individual, o el producto de adiciones y modificaciones sucesivas, de todas maneras su éxito y difusión dependía de que fueran coherentes con la ideología de sus transmisoras. Sin embargo, y complementariamente, debían evitar en­ trar en conflicto abierto con el poder establecido. Como dice en el siglo X V III una sagaz comentarista de Perrault (p. 30), refiriéndose precisamente al cuento de Piel de Asno: Y lo que m ás m e atrae e s que divierte con sutil d u lz u ra s in que m adre, m arido o señor cura le encuentren n a d a digno de censura.

Ante tales filtros puestos a las tradiciones orales, no es de extrañar que los cuestionamientos se disfrazasen de inversio­ nes simbólicas. En las próximas páginas multiplicaré los ejemplos de cuentos populares con contenido cuestionador o crítico, que atestiguan que en forma más o menos embozada este ele­ mento estaba presente con frecuencia. De momento se trata sencillamente de acotar un tipo de reivindicación: la femeni­ na, y una manera de hacerla: la inversión simbólica. Para terminar este punto quiero consignar que los cam­ bios en los relatos hechos en forma no intencional, pero que dan al episodio mayor coherencia con las ideas previas de los relatantes, constituyen un fenómeno muy frecuente. Esto ha sido analizado en Psicología Social, en su forma más amplia, como percepción diferencial o preferente, y se relaciona con las hipótesis gestálticas sobre las “buenas formas”. En efecto, tenemos una tendencia a recordar, dentro de todos los datos que recibimos o percibimos, aquellos que concuerdan con nuestras expectativas. Al mismo tiempo, tendemos a sim­ plificar los recuerdos olvidando o modificando los restantes. Como canta Nacha Guevara:

Ay, que bello es el tiem po pasado cuando la m em oria lo h a em pañado.

Un pequeño ejemplo procedente de mi trabajo de campo en áreas rurales catalanas puede ilustrar lo dicho. En mi búsqueda de tradiciones populares, me encontré con un infor­ mante (M. G., 45 años) que me dijo: H a y un relato m uy interesante aquí, pero no es un cuento, es algo que pasó v erdaderam en te d u ran te la g u e rra del francés. U n a m u je r del p u eb lo, de C a n P., co n v id a b a a b e b e r a los soldados enem igos y cuando los em b o rrach aba los m ataba. A s í term inó con siete de ellos. P ero la lle v a ré a h a b la r con sus descendientes, que le contarán la historia con m ás detalle.

Fuimos a la casa señalada y me encontré con que en el relato familiar el protagonista era el abuelo y no la abuela. Sin embargo el relato que corría por el pueblo había cambia­ do limpiamente el sexo del personaje. Comentando el caso, la gente me decía: L a historia era m ucho m ás bonita si lo h acía u n a mujer. Q u e u n h om bre dé de b eb e r a los franceses es u n a tontería.

Es decir que tenían una historia coherente con su idea de la forma de engañar a los enemigos (y con la específica valo­ ración de los roles femeninos en el pueblo) y lamentaban que el relato de los descendientes la destruyera. De hecho la historia continúa circulando en los mismos términos en que me la contaron al principio. Si sólo ciento cincuenta años bastan (aun en presencia de testimonios en contra) para modificar una historia y adecuar­ la al gusto popular, cómo no aceptar que los cuentos tradicio­ nales, que han dispuesto de un tiempo de transmisiones orales mucho más largo, hayan podido sufrir el mismo proce­ so. Pienso que es una hipótesis que puede plantearse con cierta verosimilitud y que debe tenerse en cuenta antes de considerar la tradición popular como globalmente conserva­ dora.

Las mujeres tienen mucho cuento H a b í a u n a vez u n a g a llin it a q u e se en contró un g ra n ito de trig o y pensó en p la n ta rlo p a ra o bten er m u ch a com ida. — ¿Q uién m e a y u d a rá a plantarlo? — preguntó. — Yo no — dijo el gallo. — Yo no — dijo el pato. — Yo no — dijo el pavo. — E s t á bien, lo p la n taré yo, con m is pollitos — con­ testó la gallinita. C u an d o llegó la h o ra de r e g a r la sem illita, volvió a p reg u n tar: — ¿Q uién m e ayu dará? — Yo no — dijo el gallo. — Yo no — dijo el pato. — Yo no — dijo el pavo. — E s t á bien, la reg aré yo, con m is pollitos — contes­ tó la gallin ita. E l trigo creció fuerte y ab u n d an te y dio herm osas espigas. — ¿Q uién m e a y u d a rá a cosecharlas? Tam poco entonces quisieron hacerlo el gallo, el pato y el pavo, ni a c a rre a r el grano, ni m olerlo p a ra hacer h a rin a , ni a y u d a r a hacer un g ra n pastel. P ero cu an­ do la ga llin ita preguntó: — ¿Q uién m e a y u d a rá a com er el pastel? — Yo, yo — dijo el gallo. — Yo, yo — dijo el pato. — Yo, yo — dijo el pavo. — N o , no — contestó la ga llin ita — M e lo comeré yo con m is pollitos. “L a ga llin ita roja” (cuento p o p u lar)

Tradicionalmente las mujeres tenían en sus manos y con­ trolaban autónomamente varios ámbitos importantes, que posteriormente el desarrollo de la ciencia y la tecnología ha desplazado hacia un control centralizado (y masculino). La medicina popular, preferentemente femenina por milenios, fue la primera en ser “institucionalizada” en manos de médi­ cos profesionales (siempre hombres). Sustraer este campo del control de las mujeres fue una empresa violenta, que implicó que se quemaran en Europa miles de curanderas a las que se acusó de brujería. Esta estrategia se continuó con el control de otras áreas (psicología, puericultura, dietética) (véase Bol-

tanski) con relación a las cuales el “desarrollo científico” fue el mejor manto legitimador del paso al ámbito masculino. Casi al mismo tiempo se quitó a las madres la educación de los niños y ésta pasó a la escuela, donde la ejecutaban hom­ bres desde su propia perspectiva. A las mujeres sólo les que­ daba un ámbito propio en que poder hacer escuchar sus men­ sajes: el de los relatos y juegos “para entretener a los niños”. Este poderoso mecanismo de endoculturación escapó por mu­ cho tiempo (por su dispersión y localización dentro del hogar) del ámbito institucional. Los medios de comunicación masiva han conquistado, para la estructura de poder, este último baluarte. Ya en las páginas anteriores he señalado la diferencia que presentan algunos de los más conocidos cuentos tradicionales con respecto a los modelos socialmente asignados a la mujer. Trataremos de ver aquí si esa transformación, producida en el sentido de subrayar las reivindicaciones femeninas, es significativa desde el punto de vista estadístico. Compararemos brevemente el protagonismo femenino en los cuentos tradicionales contados por madres y abuelas y en los relatos emitidos por televisión. Para hacerlo he elegido el conjunto de relatos compilados por Valeri Serra i Boldú en la década de 1920, por ser una de las escasas series en las que se deja constancia de quién ha suministrado el relato. En la colección de sesenta y tres cuentos, hay cuarenta y nueve contados por mujeres (es decir el 85%); de los restantes, hay uno no especificado y de los trece contados por hombres, seis (casi la mitad) lo son por sacerdotes. Me gustaría señalar que esta proporción no ha sido buscada por el autor, sino que al recoger cuentos, se ha encontrado con que son las mujeres las que en mayor medida los conocen y transmiten. Por su parte, entre los hombres, demuestran mayor competencia los dedicados a la Iglesia, especialistas en hablar en público y contar historias. Esta proporción de relatoras no tiene por qué ser reciente; es razonable suponer que este ámbito espe­ cífico de la tradición oral haya sido siempre preferentemente femenino. Al respecto creo que cuando Percebal señala que los cuentos tradicionales “eran contados por viajeros con toda la barba, que relataban sus aventuras”, está confundiendo el género de los relatos épicos (que eran efectivamente masculi­ nos) con los cuentos maravillosos que en todas las culturas forman parte de la tradición femenina. Basta recordar como ejemplo a Sherezade y la rica recopilación de Las m il y una noches.

Los relatos ofrecidos por Serra i Boldú pertenecen a tres clases distintas: narraciones del tipo de “cuento maravilloso”, con argumento y desenlace; anécdotas u ocurrencias (simple narración de un hecho divertido o ejemplar); y leyendas hagiográficas o de vidas de santos. En este caso hay un solo relato de este último tipo y, por su contenido, nos da una imagen esperpénticamente convencional de una mujer, santa Brígida, que se deja cortar en trocitos por su marido sin protestar ni guardarle rencor. Las anécdotas también tienen un sentido “edificante” en términos de un modelo de moral machista. Enseñan que la mujer siempre debe cocinar, lavar los platos, servir al marido y darle la mejor comida (o mayor cantidad que la que se re­ serva para ella). Los méritos que reconocen en las mujeres son “adivinar el pensamiento del hombre” para mejor servirlo y ser “tan lista” como para no enfadarse nunca, sean cuales fueren las tonterías que haga el marido. Las restantes anéc­ dotas son ocurrencias de frailes y estudiantes. Si bien entre las catorce anécdotas hay ocho contadas por mujeres (la mi­ tad de las restantes por sacerdotes) parece claro que trans­ miten siempre un tipo de mensaje homogéneo y conformista. Algunas se burlan de los campesinos por ser tontos, otras por no saber castellano, la mayoría celebran la astucia de los sacerdotes. En general, parecen calcadas de las “historias morales”, aunque se recuerdan porque tienen un punto de humor. Un panorama diferente nos presentan los “cuentos mara­ villosos”. Si analizamos quiénes los cuentan, veremos que el predominio femenino se acentúa, ya que de los cuarenta y ocho relatos de este tipo que componen la colección, sólo seis son contados por hombres, con lo que las mujeres transmiten el 88% de los relatos. En cuanto a los contenidos resultan mucho menos conformistas y en algunos casos incluso pre­ sentan con bastante claridad reivindicaciones femeninas. Sería demasiado largo analizar el contenido de todos los cuentos, por lo que me centraré sólo en un sector tomado al azar (el tomo II). Si vemos quiénes son los protagonistas de estos relatos en particular, notaremos que de los quince cuentos (cuatro contados por hombres), sólo en cuatro no hay figuras femeninas significativas (son historias de hombres) y de éstos, dos están contados por mujeres y dos por hombres; como podemos observar, en la mitad de los relatos masculi­ nos han sido suprimidas las mujeres. En contrapartida, uno de los dos relatos de este tipo contado por mujeres (“El Ba-

doc”) es una burla a un prototipo de tonto. También están contados por mujeres dos relatos de mujeres malas o tontas, pero en el 55% de los relatos femeninos (y sólo en el 25% de los contados por hombres) las mujeres son presentadas como protagonistas positivas, que destacan por su inteligencia (“La carbonera reina”, “El sabater de Torregrosa”, “El gos i la cogullada”), se ayudan entre ellas (como la tía que enseña a una joven a librarse del demonio en “La noia lliurada al di­ moni”) y actúan según sus propios designios (la protagonista de “Los blanc” y la diablesa de “El noi que nasqué per a esser rei”). Hay que señalar que en el único cuento contado por hombres en que alguien del sexo femenino es inteligente, no se trata de una mujer sino de una zorra (en “El llop de la cova”). En el conjunto de la colección, hay un tipo particular de cuentos, de fórmula repetitiva y casi ritualizada (del modelo de “La gallinita roja”) que tienen una cadencia de canción y que se rela.tan preferentemente a niños pequeños. Estos cuentos entre los que se hallan: “Compare llop i comare tru­ ja”, “La pastorilleta”, “La rateta i el gall”, “Sarronet”, y “Caterineta, Caterinó” siempre son contados por mujeres y tien­ den a diseñar un modelo de conducta femenina muy alejado de los patrones socialmente impuestos. Así, por ejemplo, en “Compare llop i comare truja”, la cerda pide al lobo que bau­ tice a los cerditos antes de comérselos, con lo cual le fuerza a una serie de trabajos, pero una vez satisfechos éstos, la cer­ da, en lugar de cumplir su palabra, empuja al lobo a una balsa, salvando a sus hijitos. En realidad, la ética de cumplir la palabra dada y respetar los tratos, cosa que asegura la estabilidad de la estructura social, no está forzosamente re­ presentada en los relatos de los sectores desfavorecidos. El cuento apoya el derecho de la cerda a engañar al lobo, pues era la única forma de salvar a los cerditos. En “La rateta i el gall”, la ratita elige libremente su prometido entre muchos candidatos, a quienes hace competir en canciones, no en fuer­ za ni en ninguna otra virtud “masculina”. En “El sarronet”, un muchacho puesto en mala situación por no escuchar a su madre, es sacado del apuro por su tía. En “Caterineta, Cate­ rinó”, no hay ningún personaje masculino: la protagonista cuida a su madre, otro grupo femenil de madre e hija brujas quieren comérsela y la salva la madre de Dios (en un contex­ to muy mágico de repeticiones y aves que hablan). Todos los cuentos de este grupo tienden a mostrar un modelo con fuerte protagonismo femenino, en el que las mu­

jeres resuelven por sí mismas sus problemas y ayudan a solucionar ios de los demás, manejando un código moral de ayuda a los débiles y de enfrentamiento astuto con los pode­ rosos que no coincide con el propuesto como único válido por la sociedad general, y cuyo referente parece acercarse a lo que se ha definido como “familismo amoral”. En el extremo opuesto, los relatos presentados a los niños a través de los medios de comunicación de masas presentan un marcado protagonismo masculino, una forma preferente de solucionar los conflictos por la fuerza y una imagen muy conformista de la estructura de poder. Así, por ejemplo, en Batman, los dos protagonistas son hombres y millonarios, que ganan por su fuerza a enemigos del orden establecido, ladrones preferentemente; en Superman no hay diferencia entre sus objetivos y los de la política de los Estados Unidos (Mattelart); en “Equipo A”, los cuatro personajes son hom­ bres, uno de ellos negro, ampliado en los últimos episodios con un chicano, pero sólo se mantuvo unos pocos capítulos la presencia de una mujer. En Johnny Quest (de Hannah Bar­ bera Productions), los protagonistas son un padre y un hijo con sus respectivos amigos, hasta el perrito que los acompa­ ña es macho. El esquema habitual de esta serie (y el de tan­ tas otras historias de aventuras) es que hombres blancos y rubios solucionan problemas a asiáticos o africanos no muy listos (pero infantilmente buenos) que luchan contra otros hombres de color muy malos. Curiosamente los salvan de lo que la misma civilización occidental que ellos simbolizan produce (contaminación de lagos, cohetes peligrosos), con lo cual invierten, a los ojos de los niños, la verdadera acción de nuestra tecnología en el tercer mundo. El rol subordinado (o inexistente) que suelen desempeñar las mujeres en estos relatos de fuerte impacto visual, las coloca en una situación más desfavorable aún que la que asigna a los grupo étnicos estigmatizados (negros, indios, chícanos, asiáticos), lo cual no hace más que reflejar la situa­ ción real de las sociedades que producen estos modelos (Esta­ dos Unidos5 y Japón) y de las que los consumen. 5. Pese a que con frecuencia ios sectores más conservadores europeos se asombran del poder femenino en EE. U U . y hablan incluso de la existencia de un ‘‘matriarcado”, el nivel de discriminación contra las mujeréfc es superior al que se dirige contra negros y judíos. En un sondeo realizado en 1983 por la cadena ABC de televisión se constató que el 16% de los norteamericanos no votarían a un judío para presidente, el 18% no votaría a un negro y el 29% no eligiría a una mujer (“El País”, 18/4/83). Aunque los jóvenes resultaban

Sólo una tarea sistemática de cuestionamiento y revisión de estos mensajes puede permitir limitar su efecto nocivo, mientras que la reformulación de las viejas técnicas de relato femeninas permitiría mantener abiertas las vías de endoculturación tradicionales. De todas maneras hay que tener en cuenta que se necesitará mucha creatividad para poder recu­ perar, aunque más no sea, los ámbitos de comunicación autó­ noma perdidos y, con ellos, la posibilidad de generar mensa­ jes alternativos. Érase una vez... un robot Q u iero cuentos, historietas y novelas pero no la s que an d an a botón, yo las quiero de la m ano de u n a ab u e la que m e las lea en camisón. M a r ía E l e n a W a l s h " M arch a de O s ía s ”

En nuestra época moderna y tecnificada, una cantidad de tareas que anteriormente eran asumidas por el grupo fami­ liar van siendo desplazadas hacia organismos especializados que cumplen de una manera más eficaz las antiguas funcio­ nes. Bienvenidos sean los adelantos que implican disminu­ ción de esfuerzo y el ahorro de tareas rutinarias y repetiti­ vas: lavar, planchar y aun cocinar son todos trabajos que pueden ser derivados con evidentes ventajas, pero no resulta igual de claro cómo podrían derivarse las tareas que concier­ nen a la autorreproducción cultural sin desvirtuarlas, y esto es lo que está pasando en cierta medida con el desplazamien­ to de la función de endoculturación de los niños —que inclu­ ye información sobre los valores de la propia comunidad y entretenimiento— a los medios de comunicación de masas. El cuento, que era la forma tradicional mediante la cual se brindaba a los niños conocimiento sobre las pautas de conducta y los conflictos de su propia cultura, ha sido reem­ plazado casi por completo por relatos ilustrados, películas, vídeo, teatro infantil, casettes, etc., que cumplen probable­ mente con mayor eficacia la función de entretener, pero que distan mucho de abarcar el mismo campo de funciones que co­ rrespondía al cuento tradicional. menos discriminatorios, estos datos muestran bien el lugar que ocupa la mujer en un país al cual con frecuencia se considera racista y pro-femenino.

Todas las culturas disponen de cierta cantidad de recur­ sos para transmitir a las nuevas generaciones sus enseñan­ zas, los conocimientos que consideran valiosos y los mitos y leyendas que configuran su especial manera de interpretar la realidad. 'IYadicionalmente son los adultos del grupo, y entre ellos muy especialmente las madres, quienes se encargan de transmitir por medio de relatos orales la visión del mundo específica que se ha ido generando a través de una experien­ cia histórica compartida. Esta transmisión se realiza aun en el caso en que el intento del relator sea sólo entretener o divertir, porque aun en esos casos los personajes y sus pro­ blemas, las desgracias y los sucesos afortunados sólo pueden ser extraídos de los modelos que el relator conoce. Esto es evidente si las narraciones son creaciones nuevas, pero esta función representativa no falta ni siquiera en los casos en que el relator se limite a repetir viejas historias: para que a él o a ella le interese contarlas y a los demás escucharlas, éstas tienen que tener significado, es decir han de relacionar­ se de alguna manera con las experiencias y conocimientos de los oyentes. Cuando el ámbito semántico de los relatos va distanciándose mucho del de los receptores, la historia se re-adecúa (suprimiendo o incorporando escenas, cambiando personajes y situaciones) o se pierde en el olvido a través de la indiferencia. Si una narración se mantiene viva es porque se nutre de ciertas peculiaridades de una cultura; por este motivo, siempre que tratamos de analizar cualquier tipo de relato transmitido por tradición oral, podemos hacerlo a par­ tir de su relación con la sociedad concreta en que mantiene vigencia. Los cuentos tradicionales, cuentos de hadas o cuentos maravillosos, cumplían esta condición impuesta por la forma oral de transmisión. Por más que aparentemente hablaban de personajes (ogros, duendes, hadas) y acontecimientos (bús­ queda de talismanes, recurso a artilugios mágicos) muy ale­ jados de la experiencia de relatores y oyentes, de hecho esta­ ban recurriendo a una visión del mundo vigente aún, sobre todo en las áreas rurales, en que esos seres y esas acciones formaban parte del universo mítico. Los elementos mágicos constituían el reflejo de un sistema de creencias alternativo y complementario al de la religión oficial del que eran usuarios los sectores menos privilegiados de la sociedad, aquellos sec­ tores carentes de poder a los que comunmente llamamos “clases populares” y que eran precisamente los que mante­ nían viva la tradición de los relatos orales. Los cuentos for­

man parte de la misma cultura que nutría la medicina popu­ lar de ensalmos y de hierbas cogidas el día de San Juan a la medianoche, y que se protegía con ajos y encantamientos de las brujas y el mal de ojo. Interesa, por tanto, saber cómo se articula un relato con una sociedad concreta, más que determinar dónde se originó o si sus raíces son muy antiguas. Las madres junto a la cu­ na, o las abuelas junto al fuego, no repetían el cuento de “La Cenicienta” porque este relato proviniera de una venerable tradición clásica, sino porque hablaba de pesadas tareas do­ mésticas de las que se podían liberar con ayuda de fuerzas mágicas, y estos problemas y estas esperanzas estaban pre­ sentes en su vida cotidiana. Por poner otro ejemplo, si el cuento “Joan de l’Os” —recogido por Amades— perdura hasta casi nuestros días, no lo hace por su presunto simbolismo paleolítico, como él sugiere, sino porque habla de dos proble­ mas de mucha vigencia en las zonas rurales catalanas hasta no hace demasiado tiempo: el poder del padre de familia sobre la mujer y el hijo, y la opción alternativa, para el que no se adecuaba a la disciplina y el trabajo familiar, de trans­ formarse en miembro de una cuadrilla de bandoleros. En esta perspectiva, los cuentos tradicionales, no sólo reflejaban una imagen más o menos idealizada o crítica de la sociedad que los generaba, sino que con frecuencia se centra­ ban específicamente en la problemática de las mujeres del grupo, ya que éstas eran sus principales transmisoras. En efecto, en sociedades cuya división del trabajo implicaba de­ jar en manos femeninas la endoculturación de los niños, el cuento debía transformarse en un vehículo preferente de la visión del mundo que este sector desarrollaba. Así vemos que en los cuentos tradicionales los protagonistas son mayoritariamente mujeres, o en los casos en que el papel principal es cumplido por hombres, éstos presentan ciertas particularida­ des que permiten la identificación de la relatora con sus vici­ situdes. Estas particularidades pueden ser laborales: los pro­ tagonistas de los cuentos son sastres, como en el caso del “Sastrecillo valiente”, o cocineros, como en “La donzella deis cabells d'or”, con lo que se identifican con tareas asignadas socialmente a las mujeres; o pueden presentar características físicas semejantes a las que se les atribuyen, como ser peque­ ños y débiles (por ejemplo, Patufet o Pere Xic o Pulgarcito). Así el cuento tradicional puede definirse como una forma preferente y codificada de transmisión de información sobre la propia sociedad y de resolución simbólica de sus conflictos.

La delicada relación entre la cultura vigente en un área determinada y los relatos que genera, sufrió una primera distorsión cuando el impulso romántico de los folkloristas del siglo XIX los descontextualiza y los imprime en colecciones seleccionadas por sus valores estéticos. El criterio mismo que preside estas recopilaciones marca una ruptura con su previa existencia oral. Los cuentos son vistos como manifestaciones atemporales del “alma de un pueblo” en lugar de ser entendi­ dos como reflejos elaborados de sus circunstancias concretas, y en el afán de que esta “alma” resulte bien representada, se seleccionan los “buenos relatos”, considerados tales por coin­ cidir con los criterios estéticos del recolector que, por su clase social, su nivel cultural y sus intereses, podían diferir mucho de los de los transmisores y receptores del cuento vivo. Esto implica que los cuentos tradicionales que llegan a nuestras manos impresos ya han sufrido un filtraje y una distorsión en términos de adecuar a los valores de hombres con formación literaria, de buena posición económica y habi­ tantes de ciudades (como lo eran prácticamente todos los recopiladores), relatos generados y transmitidos mayoritariamente por mujeres analfabetas, pobres y de áreas rurales. Es con esta última realidad y la cosmovisión que genera que se relacionaban los cuentos y es precisamente porque han sido distorsionados al recopilarlos que a veces esta relación no se nos hace evidente. Pero si comparamos (aun hoy, cuando las transcripciones literarias se han transformado en fuentes de versiones orales, invirtiendo el proceso tradicional) los relatos de viva voz con los impresos, vemos que los primeros mantie­ nen un ligamen aún fuerte con la sociedad en que se perpe­ túan; así, como ya hemos señalado, la “Ventafocs” (“La Cenicenta”) relatada en áreas rurales de Cataluña (Conca de Barberá) tiene un largo preámbulo en que se relatan sus trabajos en el campo mientras que no figuran las tareas pala­ ciegas ni domésticas descritas en las versiones de Amades y de Perrault, evidentemente tomadas de fuentes más urbanas. La lógica misma del relato y las relaciones de los persona­ jes también han sufrido con frecuencia modificaciones que actúan en el sentido de hacer que el relato tradicional, de por sí libre e inconformista (por representar la voz de sectores que poco tenían que ganar de su sujeción a las normas del poder), se ajuste mejor a la perspectiva, mucho más ortodoxa, de los grupos dominantes. Sería interesante saber, por ejem­ plo, en qué momento la anciana dispensadora de dones de los cuentos catalanes, retrato transparente de la hechicera bene-

factora de todas las culturas rurales, se transforma en “una viejecita que era la Madre de Dios”. Esta superposición del culto oficial, ¿se había ya filtrado a la tradición oral por la presión coercitiva de la Contrarreforma, o es una limpieza de fachada producida por los recopiladores e introducida por su mediación en la tradición oral? Además de esta primera distorsión, los cuentos mismos, en la actualidad, están siendo sustituidos cada vez en mayor medida por otro tipo de historias que se postulan como “más adecuadas para la mentalidad infantil”, pero que en realidad cumplen funciones muy diversas de las que asumía el cuento maravilloso tradicional. De hecho, no hay una continuidad que ligue el cuento con las historias actuales, sino una pro­ funda fisura entre ambos tipos de relatos. La sustitución no se ha realizado por un cambio paulatino de los contenidos (proceso que siempre se produjo y que comporta la posibili­ dad de adecuarlos a las cambiantes situaciones sociales), sino que ha implicado un abandono de los antiguos temas, un reemplazo de los canales de comunicación establecidos y una modificación de la estructura misma del mensaje. Si comparamos ambos tipos de relatos desde este último punto de vista, vemos que el cuento tradicional se transmitía en forma oral, de persona a persona. Esto tenía dos conse­ cuencias: En primer lugar, el lenguaje posibilitaba una in­ terpretación imaginativa, ya que el niño escuchaba las des­ cripciones y recreaba mentalmente las situaciones, así los conceptos servían de apoyo y no de límite a su creatividad. En segundo lugar, al tratarse de relatos codificados pero reelaborados por cada relator, nunca se repetían en forma idén­ tica. La petición del niño o la niña: “Cuéntame de nuevo aquel cuento....” y las preguntas con que acompañaba cada repetición del relato, servían para transformar cada versión en una variante personalizada, adecuada a los intereses del oyente en su particular nivel intelectual. El reemplazo actual se ha realizado en el sentido de susti­ tuir este tipo de relatos por mensajes gráficos: cómics, televi­ sión, cine, cuentos ilustrados; o espectáculos: teatro, títeres, marionetas. La mayor cantidad de información suministrada por la imagen deja menor campo a la interpretación personal. Sabido es que a más denotación corresponde menos connota­ ción. Así, aunque el nuevo mensaje se presente como más rico, resulta también más rígido y susceptible de menor nú­ mero de lecturas. La niña o el niño se enfrenta con un pro­ ducto terminado en sí mismo, que no requiere de su partici­

pación. Además, la repetición de estos relatos (a los cuales a efectos de abreviar llamaremos “pseudo-cuentos”) se realiza siempre en forma idéntica a sí misma. Tantas veces como el niño o la niña se siente ante el vídeo a ver su película favori­ ta, o lea su cuento ilustrado o el cómic de su preferencia, recibirá idéntico mensaje, tropezará con los mismos segmen­ tos superiores a su capacidad de decodificación, o compartirá las mismas pautas valorativas que se le proponen. El pseudocuento, a diferencia del cuento tradicional, permanece idénti­ co a través de todas las repeticiones, es un universo cerrado que tiene sentido con absoluta prescindencia de su usuario: no se modifica para adaptarse al niño o la niña, exige que éstos se adapten a él como única forma de acoplamiento po­ sible. Además de significar un tipo de mensaje diferente, el pseudo-cuento se aparta del cuento en términos de sus emi­ sores, de sus contenidos y de sus receptores. Desde el punto de vista de los emisores, ya hemos visto que el cuento era un instrumento utilizado preferentemente por las mujeres, para transmitir en un ámbito estrictamente familiar relatos que consideraban significativos, o por decirlo de otra manera, agradables y apropiados. Constituía un me­ dio de comunicación manejado por grupos carentes de poder social, que sublimaban en ellos sus frustraciones o los utiliza­ ban polémicamente. El único instrumento necesario para emitir su mensaje era el lenguaje, y éste estaba al alcance de todos los sectores. No existía tampoco gran control sobre las emisoras en términos de la adecuación o no del mensaje emi­ tido. Como la sociedad global y sus sectores dominantes coin­ cidían en considerar a los cuentos como elementos poco im­ portantes, no prestaban particular atención a controlar su emisión. Todas estas circunstancias cambian cuando pasamos a los mensajes emitidos por los medios de comunicación de masas. El monopolio femenino se rompe a favor de organizaciones complejas, dirigidas y coordinadas desde una perspectiva preponderantemente masculina, pero además, la complejidad de estas organizaciones y su costo hace que se produzca un desplazamiento en términos de los sectores sociales que lo utilizan. Si el cuento transmitido oralmente podía ser un instrumento de expresión preferente de los sectores más des­ poseídos de poder, resulta claro que el mensaje de los moder­ nos medios de comunicación está emitido por sectores con cierto nivel de poder y desde su perspectiva.

Esta diferencia de los grupos emisores condiciona fuerte­ mente una modificación de los contenidos. El mensaje más frecuentemente emitido por el cuento tradicional era un rela­ to protagonizado por personajes débiles: mujeres, niños y niñas, enanos o gatos, que ganaban (por ser más astutos) a adversarios fuertes pero menos inteligentes: ogros, gigantes, reyes o demonios. La violencia física como tal resultaba un patrimonio de los “malos” del relato, pero el mensaje general no era maniqueo. En el relato tradicional las cosas no son como parecen: el lobo cortés y amistoso en el bosque, termina agrediendo; la abuela es un lobo disfrazado, la cocinera es una princesa escondida, el sapo es un príncipe encantado, la bestia tiene buen corazón. Además el rol socialmente asigna­ do no compromete sus conductas: la mujer del ogro ayuda a los niños en lugar de comérselos, los padres los abandonan en lugar de protegerlos. Toda la estructura del relato es una invitación a pensar y valorar, a partir de pistas que el relato se cuida de no simplificar. El mundo de las relatoras incluía una dimensión esotéri­ ca, y así la organización misma del cuento estaba influida por un ambiente mágico. Éste es el motivo por el que se arti­ cula frecuentemente el relato en torno a números con sig­ nificado oculto: el tres (tres hermanos van a la aventura, hay que cumplir tres pruebas, Joan de l’Os contrata tres bandole­ ros y rescata tres doncellas, etc.) y el siete (los siete enanitos de Blancanieves, las siete princesas danzarinas, etc.). Así, los heroes —o las heroínas, que abundan más que los primeros— pueden apoyarse en recursos excepcionales. Éstos no son milagros, como postularía la religión oficial, sino simplemen­ te magia, como creía la gente del pueblo. De este modo los cuentos proponían un modelo en que los débiles podían triun­ far sobre los poderosos si, por su solidaridad con otros deshe­ redados, se hacían merecedores de disfrutar de recursos espe­ ciales. Este tipo de contenidos es en sí mismo cuestionador de la estructura de poder, aunque no haga este planteamien­ to explícito. La enseñanza que brindaba a los niños y niñas no era la resignación (que constituía la doctrina oficial de la Iglesia) ni el recurso a la violencia, sino la manipulación inteligente de la realidad. Por otra parte, coherentemente con su relación con socie­ dades precapitalistas, los móviles de la acción de los persona­ jes son presentados en términos de objetivos de amor o de prestigio, y sólo secundariamente aparecen móviles económi­ cos. Los personajes aspiran al amor del príncipe o de la prin­

cesa, o sueñan con escalar posiciones sociales, pero para ellos el dinero no es un fin en sí mismo, sino un medio para lograr otros objetivos. Los que se aferran a las riquezas son desvalo­ rizados moralmente y con frecuencia reciben burlas y cas­ tigos. Todas estas características podrían resumirse en una sola: los cuentos tradicionales reflejaban y cuestionaban los valo­ res de la sociedad que los generó, estaban ligados temporal y espacialmente a ella. Es decir que pueden identificarse con un momento histórico y un ámbito geográfico determinado, de los que resultan producto genuino. Son resultado, a seme­ janza de los frutos de la tierra, de un lento proceso de madu­ ración a través de múltiples co-autoras que los han pulido y retocado, logrando en cada momento una versión distinta pero relacionada con la anterior. A este proceso a lo largo del tiempo es a lo que se llama creación colectiva. Como una imagen invertida del modelo anterior, vemos que el relato proporcionado por los medios de comunicación de masas proporciona un mensaje mucho más directo y maniqueo. Los héroes (desde Mazzinger a Tarzán, Batman o Súperman) lo son porque son fuertes y no necesitan utilizar ninguna astucia o sutileza. El relato se desenvuelve a través de una serie de escenas más o menos violentas en que el triunfo corresponde a los que tienen más poder, con lo que se legitima la violencia y se valida a los dominadores simultá­ neamente. Dado que “buenos” y “malos” no se distinguen demasiado por sus acciones, ya que todos recurren igualmen­ te a la fuerza física, se hace necesario distinguirlos claramen­ te en las imágenes: así, los héroes son casi siempre hombres jóvenes, guapos, altos y musculosos (y normalmente rubios) mientras que los bandidos son feos, contrahechos o viejos6, sugiriendo de esta manera identificaciones del niño con los fuertes y hermosos, y proponiendo como enemigos precisa­ mente al sector que el cuento tradicional reivindicaba. La fuente de los recursos “supra-humanos” es en estos relatos tecnológica, y no se logra por méritos especiales, sino que se disfruta de ella como parte de la asociación con el poder. Así, Batman es millonario y otros héroes trabajan en 6. Sólo si la villanía es encarnada por mujeres, éstas pueden ser jóvenes y hermosas (Gatúbela, Diana, etc.); de este modo se configura un modelo desvalorizador de claro tinte racista: los buenos son siempre blancos, y sexis­ ta. Según este modelo sólo los hombres en la plenitud de sus rasgos viriles quedan exentos de la acusación de maldad.

organismos oficiales o en el ejército de los Estados Unidos. El ambiente mágico desaparece, sustituido por un poder equiva­ lente en fuerza pero desprovisto de sentido moral. El filtro mágico del cuento tradicional castigaba al que lo utilizaba sin merecerlo, pero la moderna “máquina del tiempo” o el “rayo mortal”, como cualquier otro artilugio de los pseudocuentos, son elementos técnicos que pueden ser utilizados con igual eficacia por buenos o malos. La misma triplicación de situaciones, cargada de connotaciones esotéricas, resulta reemplazada por una duplicación anodina y no significativa: dos sobrinos del ratón Miguelito, Zip y Zape, los dos detecti­ ves de Tintín, etc. Esta simplificación del esquema parece responder más a un criterio de economía del dibujo, del mis­ mo tipo que la que hizo optar a Disney por dibujar a sus personajes con cuatro dedos, que a una reelaboración del marco conceptual. Frecuentemente el mensaje es directo y sin matizaciones. En realidad, sólo en las últimas décadas se va imponiendo la imagen del anti-héroe en el cine y en el cómic, pero este pro­ ceso difícilmente alcanza a los espectáculos infantiles. Por supuesto también estos pseudo-cuentos son coherentes con la sociedad que los produce. Así, nacidos mayoritariamente en los países con más desarrollo capitalista, presentan como valores fundamentales a lograr por los protagonistas el triun­ fo individual y el dinero. De hecho proponen a todos los niños y niñas del mundo una identificación con valores generados externamente a su propia cultura, con lo que se transforman en agentes de la aculturación, en lugar de serlo de la conti­ nuidad cultural. Su forma de creación, individual o por equi­ po pero realizada para responder en forma inmediata a las necesidades del mercado, no permite que se sedimenten o adecúen a cada sociedad concreta. En realidad se necesitaría mucho tiempo de transmisión oral para que estos relatos se pulieran y remodelaran, adecuándose a la cultura que los prohijara. Así como están, resultan un elemento que dificulta a niñas y niños la comprensión de la propia sociedad y que manipula sus valores en el sentido de hacerles entender co­ mo legítima la violencia de los poderosos. Constituyen la antítesis de un modelo crítico cuestionador. Pero aún hay otro punto importante en que los cuentos difieren de los pseudo-cuentos, y éste es la relación que se establece con los receptores del mensaje. Mientras que el relato tradicional se transmitía en el medio familiar, ade­ cuándose a niños y niñas concretos, en un momento y un

ambiente considerado adecuado a la creación de vínculos personales, el pseudo-cuento es frecuentemente un elemento público, brindado como espectáculo o separado de connotacio­ nes ambientales específicas, si se actualiza en el hogar. Está dirigido a niños o niñas genéricas y ni se apoya en lazos afec­ tivos ni los genera. ' Mientras que el cuento tradicional era ofrecido como una muestra de afecto e implicaba comunicación entre las dos generaciones, el relato moderno puede ofrecerse, a lo sumo, como regalo: un casette, un libro, un vídeo, pero no crea lazos personales y resulta desprovisto de implicaciones afectivas. Es decir que de las múltiples funciones que el cuento poseía (formativas, afectivas, comunicativas, cuestionadoras, ejercitadoras de la imaginación y el juicio, endoculturizadoras), el pseudo-cuento sólo recoge y amplia la función de entreteni­ miento, abandonando o distorsionando las demás. Evidentemente esta crítica no va dirigida a todos los pro­ ductos que la moderna tecnología pone al alcance de los ni­ ños y niñas, de los cuales habría que hacer un análisis mu­ cho más pormenorizado. No brindan el mismo mensaje “El tío Gilito” que “Zip y Zape”, “El equipo A ”, “E. T.” y “La gue­ rra de las galaxias”. Hay buenos trabajos que analizan en particular sus contenidos, por ejemplo el de Dorfman y Mattelart para la producción de Disney. Sólo he querido señalar los puntos principales en que divergen del relato tradicional, porque creo que es una tarea socialmente válida procurar la revitalización de estos últimos si se pretende mantener la identidad cultural. En esta labor, casi enteramente abandonada por la fami­ lia, la escuela tiene una misión importante, pues es a través de los relatos de las maestras o maestros que las niñas y niños adquieren, muchas veces, su primer conocimiento de los relatos tradicionales. Pero no olvidemos que éstos reflejan una sociedad que ya ha cambiado y que al cortarse la tradi­ ción de la transmisión oral, no han podido modificarse con ella. Han quedado cristalizados en el momento en que los recogieron los folkloristas y se adecúan cada vez menos a las experiencias infantiles actuales. Así, el dilema se presenta entre unos relatos que se corresponden con el momento histó­ rico pero no con la especificidad de la cultura (los pseudocuentos) o unas narraciones específicas del grupo pero desfa­ sadas en el tiempo. Quizá la tarea a realizar por los maestros y maestras fuera retomar la vieja tradición y tratar de adecuarla a las

nuevas condiciones, procurando que no pierdan sus caracte­ rísticas más valiosas (reflejo de la propia realidad, capacidad de cuestionamiento, desafío a la inteligencia y a la imagina­ ción). Esta tarea significa un enorme esfuerzo en términos de conocimiento y análisis de los viejos relatos y una aventura en cuanto a los resultados a obtener. Pero si no se realiza, los antiguos relatos quedarán cada vez más lejos de las expecta­ tivas e intereses de los niños y, sobre todo, de las niñas y se convertirán poco a poco en verdaderas piezas de museo. Con ellos morirá una parte importante de la cultura tradicional.

Capítulo III

MENSAJES SOCIALES Y DISCRIMINACIÓN DE GÉNERO

Los mensajes masculinos y sus condicionantes Proponer una lectura desde las ciencias sociales de los mensajes emitidos por las mujeres, relacionándolos con las condiciones en que se generan, implica aceptar que esta es­ trategia de aproximación pueda ser válida para ayudar a decodificar mensajes emitidos por otros sectores de población y en otras coyunturas. Esto es lo que intentaré hacer con un conjunto de producciones significativas masculinas, todas ellas referentes a mujeres, analizando en qué contextos re­ producen los mensajes tradicionales de la dominación, en qué circunstancias los amplían, los modifican o incluso los invier­ ten. No dedicaré especial atención a la expresión de la ideolo­ gía masculina en la sociedad tradicional europea, por ser éste un ámbito ampliamente conocido y estudiado. Se puede resu­ mir constatando que toda la ideología de la sociedad tradicio­ nal es ampliamente misógina a través de sus elaboraciones religiosas (Biblia, sermones, libros de moral), legales, políti­ cas y de “sentido común” en su acepción gramsciana. Los mensajes emitidos por los hombres sobre las mujeres suelen bifurcarse en dos corrientes complementarias: la que les asig­ na estar en el origen de todos los males (culpabilidad de Eva, Salomé y tantas otras pecadoras en el contexto bíblico, de las brujas en el contexto social de los siglos XVI al X V III, de las “malas reinas”, desde Matilde de Inglaterra a Isabel II de España, en el contexto histórico) o la que las considera meno­ res e incapaces de actuar por cuenta propia, y por consi­ guiente necesitadas de protección. Este tipo de mensaje, en realidad complementario de la vertiente anterior, es el que se desarrolla en la jurisprudencia. En una posición aparentemente opuesta están los rituales que sitúan a la mujer como objeto de culto. Pero en su ver­

sión oficial no es la mujer sino la madre la que sube a los altares, legitimando su ascensión con un hijo macho en el regazo y a través de su obediencia al patriarca. Así esta de­ voción mariana, independientemente de que haya significado una concesión a la presión femenina popular para ser inte­ gradas en el culto, como veremos en el apartado sobre “Los enfrentamientos de género con el catolicismo”, significa tam­ bién para la Iglesia oficial la reinterpretación masculina de esta presión y el intento de anularla. Estas elaboraciones se constituyen en estereotipos resis­ tentes a las pruebas en contra, contenidos de “sentido co­ mún” que se autovalidan; así, se desecha la evidencia históri­ ca de la existencia de “buenas reinas”, por ejemplo Isabel y Victoria de Inglaterra, asignándole a la primera masculinidad y limitando a la segunda a sus funciones de procreadora, con lo que la regla se mantiene. Pero dejemos ya el tema de las manifestaciones de la ideología machista en sociedades estables, donde se utilizan en ese sentido todos los resortes del poder, y pasemos a ana­ lizar contextos diferentes: ¿Qué sucede en sociedades colonia­ les o neocoloniales? ¿Y cómo funcionan los mensajes masculi­ nos en sociedades donde procesos de inmigración cambian la correlación numérica entre los sexos? En el primer caso, que puede ejemplificarse con gran par­ te de los países de América Latina, parece evidente que la discriminación étnica y la explotación por clases sociales se “compensa” en el imaginario masculino con un plus de desva­ lorización de la mujer. Esta estrategia, en la cual un grupo con escaso poder procura “valorizarse” colocando a otro sector en el escalón más bajo, es una versión en el plano de los gé­ neros de las conocidas racionalizaciones racistas, en las cua­ les sectores con escasos recursos desarrollan un agresivo “orgullo étnico” como mecanismo compensador (como sucede entre los racistas blancos pobres del Sur de los Estados Uni­ dos, que vuelcan sus frustraciones en forma de discrimina­ ción contra los negros). Este tipo de ideología puede funcionar en forma tanto más agresiva cuanto más débil sea la base de autoafirmación del sector que la sustenta. Así, el fracaso económico de los hombres para hacer aquello que tienen socialmente asignado: responsabilizarse de mantener sus hogares, y la constitución de hecho de familias centradas en la madre (el matrifocalismo estudiado en toda América Latina) puede dar lugar a un discurso machista exacerbado en que los hombres tratan de

defender de forma más o menos violenta la imagen patriar­ cal, y en suma sus privilegios de sexo, derivando a las muje­ res todas las “culpas” de la situación de dependencia y todas las desvalorizaciones consecuentes. Creo que es en este contexto en el que puede entenderse la interpretación mexicana de Malinche, la india compañera de Hernán Cortés, personaje en el que se centra para los sectores populares modernos toda la responsabilidad de la conquista. Tal asignación, a todas luces desproporcionada con el papel histórico que cumplió doña Marina, permite amnis­ tiar a los hombres responsables de ambos bandos. Cortés y Moctezuma pueden ser comprendidos y hasta reivindicados, según los momentos y las políticas, mientras que la vergüen­ za de la derrota y la colonización se derivan a la única mujer cuyo nombre trasciende. Malinchismo se transforma en sinó­ nimo de traición y cobardía, mientras que se deja sin cuestio­ nar a los que verdaderamente traicionan, fueron cobardes o simplemente perdieron. No resulta fácil entender por qué se exije que doña Marina, que había sido hecha prisionera y esclavizada por sectores pertenecientes a su propio pueblo, tuviera que mostrar mayor lealtad (y comprensión de las consecuencias de la conquista) que los jefes y grandes sacer­ dotes, que fueron los verdaderos responsables de las decisio­ nes equivocadas que se tomaron. En realidad el mito de Ma­ linche es sólo una versión actualizada y mexicanizada del mito de Eva, la eterna patraña legitimadora de derivar a un/una representante de otro sector social la culpa de todas las situaciones negativas. En la misma línea de argumentación, los abundantes mitos nicaragüenses recogidos por Milagros Palma, que ha­ blan de personajes femeninos nefastos o diabólicos que ace­ chan a los seres humanos y que son responsables de todos los males que éstos padecen: la taconuda, la llorona, la giganta, etc., son nuevamente una estrategia desarrollada en el ima­ ginario masculino para justificar mediante la asignada mal­ dad femenina (desplazada a la historia en México y al mito en Nicaragua) la necesidad de la imposición del poder de los hombres. “¿Quién cuenta estos relatos?” —preguntaron a la compiladora durante el desarrollo de una mesa redonda en Barcelona— . “Siempre los hombres”, fue la respuesta, por otra parte perfectamente previsible. En nuestra propia sociedad europea pueden haber funcio­ nado mecanismos semejantes, al menos eso es lo que propone Manuel Delgado para Cataluña, donde él plantea que el ima­

ginario masculino relacionaba la opresión que ejercía la Igle­ sia con una especie de contubernio entre curas y feligresas, y donde él mismo interpreta el ritual taurino como un enfren­ tamiento entre los sexos, perdido por los varones. Nos en­ frentamos siempre con la misma estrategia en los distintos pueblos. Cuando algún sector de hombres no puede apoyarse en discriminaciones institucionalmente establecidas para legalizar sus privilegios, recurre al imaginario para asignar culpas en el pasado a las mujeres, lo que les permite cobrar­ las en el presente (y en el mundo real).

Construcción de ideologías de dominación masculina en un pueblo sin Estado Cuando los hombres (o los sectores populares de ellos) no están organizados en forma de Estado, o carecen del manejo de las instituciones religiosas y políticas, recurren a la elabo­ ración mítica para legitimar su poder. La dominación mascu­ lina no es un hecho “natural” en el sentido biológico, es un hecho social y se apoya en ciertas estrategias que le permiten materializarse. Algunas de ellas se relacionan con aspectos de la organización familiar, por ejemplo con la patrilinealidad y la patrilocalidad. Otras, con el poder de disposición sobre los recursos económicos. Corresponden a este ámbito la especialización de los hombres en ciertas actividades produc­ tivas, el monopolio masculino de aprendizajes útiles o presti­ giosos, la transmisión por línea masculina de los recursos o la propiedad varonil de los medios de producción (tierra o he­ rramientas). En distintas sociedades estos recursos se uti­ lizan desigualmente, acompañados de un esfuerzo de legi­ timación según el cual la distribución desigual de poder se presenta como forzosa (por asignársele base biológica) o como deseable, pues su transgresión supondría la aniquilación de la sociedad. Una versión de esta última propuesta legitima­ dora: la mítica o religiosa, es la que analizaremos de inme­ diato a través de su concreción entre los Selk’nam, grupo ya extinguido de cazadores-recolectores de Tierra del Fuego estudiados por Gusinde y por Anne Chapman. Se ha dicho muchas veces que los cazadores-recolectores forman sociedades igualitarias, y esto resulta cierto también en este caso si nos atenemos a la distribución de las riquezas y del territorio, y si atendemos al hecho que en su seno, aun los personajes de más prestigio (hombres y mujeres) deben

realizar las tareas comunes de caza y recolección. Pero si analizamos el campo del poder y del prestigio, vemos que los Selk’nam constituían una sociedad fraccionada entre los se­ xos, en la cual los hombres realizaban una política activa (y efectiva) de control y subordinación de las mujeres. Como señala Anne Chapman: Se ad m itía que u n a m u jer lle g a ra a ad q u irir prestigio siem pre y cu ando éste no se m a n ife s ta ra en la s relacio n es h o m b rem ujer. P od ía d isfru ta r de u n cierto prestigio siem pre que no in terfiriera con el de su m arido, (p. 228)

Es interesante analizar entonces cómo se construye y legi­ tima este poder masculino en una sociedad en que los hom­ bres no cuentan con el apoyo de un Estado o de una Iglesia para sostener sus pretensiones. Un ejemplo de este tipo pone al descubierto algunas de las estrategias que —juntas o por separado— han utilizado los hombres en muy distintas cir­ cunstancias para lograr los mismos objetivos. El eje de la elaboración misógina era un mito según el cual las mujeres habían dominado antiguamente a los hom­ bres. En ese pasado remoto: Sólo las m u jeres tom aban decisiones y los hom bres d ebían d a r cum plim iento a lo que ellas les im ponían. (G u sin d e , p. 839)

Se decía que para asegurar su dominio, atemorizar a los hombres y mantenerlos sujetos, las mujeres idearon ceremo­ nias en las que, disfrazadas de espíritus, asustaban a los varones y aplicaban severos castigos a los que se acercaban a la choza ceremonial dirigida por la gran chamán, la luna, llamada “Kreen”. Siempre según el mito masculino, los hom­ bres ayudados por el sol, descubrieron el engaño de las muje­ res, las mataron a todas, salvo las niñas pequeñas y mantu­ vieron en su propio provecho la organización religiosa de invención femenina. En la ceremonia de iniciación masculina: el “hain”, los hombres mayores revelaban a los nuevos iniciados ese secre­ to, bajo fuertes amenazas de castigo si lo comunicaban a las mujeres. Realizaban también distintas escenificaciones ten­ dentes a convencer a las madres de que sus hijos sufrían y morían a manos de terribles espíritus femeninos y que eran resucitados por amables espíritus masculinos. Otras come­ dias implicaban cierto maltrato a las mujeres que no habían

sido suficientemente obedientes a sus maridos, aunque éste no pasaba de lo necesario para mantenerlas alejadas y asus­ tadas. Como compensación, se practicaba una danza en que las mujeres vencían a los hombres. Tenemos aquí varios elementos interesantes desde el punto de vista de la construcción ideológica de un modelo de dominación masculina: • Atribución a las mujeres de maldad en el pasado, tira­ nía y asociación con espíritus malignos e insaciables (la luna). • Atribución a los hombres de sufrimiento y sacrificio para salvar a la comunidad, puesta en peligro (aun en el presente) por los terribles espíritus femeninos. • Organización de una hermandad masculina ritualizada y fuertemente cohesionada que dispone de los “saberes” reli­ giosos que permiten controlar el caos, y que en realidad se confabula para dominar a las mujeres. • Preocupación por romper los vínculos fraternales entre los sexos (y especialmente el amor-subordinación de los hijos por sus madres) mediante la separación de los adolescentes del contacto con las mujeres (sus madres y hermanas) duran­ te un período de iniciación considerablemente largo (varios meses), en el transcurso del cual se les revelan los “secretos” misóginos, se atiza su agresividad hacia el otro sexo —condi­ ción indispensable para ser reconocidos como hombres adul­ tos— y ocasionalmente se los hace participar en prácticas homosexuales que las mujeres deben desconocer. • Apelación al sentimiento maternal de las mujeres, pues se les dice que de su conducta (manifestada en la cantidad de alimentos que logran reunir), su docilidad y cumplimiento del ritual depende que el trato que den los espíritus a sus hijos en trance de iniciación sea absolutamente insoportable o algo dulcificado. • Invasión del ámbito femenino, aun desde el punto de vista biológico, mediante la autoatribución masculina de ca­ racterísticas propias de las mujeres. Así dicen, por ejemplo, que los hombres también menstrúan, aunque su sangre es invisible, e incluso uno de los espíritus masculinos que esce­ nifican se caracteriza por un vientre prominente, en clara alusión a un embarazo. Todo este conjunto de prácticas tiende a presentar a los hombres como víctimas y héroes de la sociedad, mientras que apela a los sentimientos femeninos (solidaridad social, amor

a los hijos) para hacerlas aceptar su subordinación. De esta forma toda actitud que no implicara una crítica radical de las bases ideológicas del sistema representativo, toda actitud que aceptara alguno de los principios religiosos del grupo, tenía que terminar aceptando la subordinación femenina. Esta estrategia, coherente en su afán de asegurar el mo­ nopolio del poder para los hombres, no puede considerarse en modo alguno patrimonio exclusivo de un pequeño grupo, ya extinguido, de cazadores-recolectores; quizás al contrario lo que más impresione de este análisis es la constatación de la difusión de prácticas semejantes en muy apartados rincones del mundo y en diferentes períodos de la historia. Quizá incluso pueda generalizarse diciendo que cada vez que los hombres han intentado imponer su dominio han recurrido por lo menos a algunas elaboraciones semejantes, y a los rituales correspondientes. Así, el primer punto (atribu­ ción a las mujeres de “culpas” en el tiempo mítico) está bien ejemplificado en nuestra cultura en la historia bíblica de Adán y Eva, estrictamente diseñada para cargar sobre el mundo femenino la responsabilidad de todas las penas y dolores de este mundo y el otro. El segundo punto (los hombres como salvadores de la sociedad a través de sufrimientos aceptados, muerte y resu­ rrección) tiene un inquietante parecido con la historia de Jesucristo y tantos otros santos varones de nuestra hagiogra­ fía. No hay más que ver la proliferación de las imágenes de Cristo azotado, coronado de espinas y crucificado que se pro­ duce durante la alta Edad Media —época en que se consolida la estratificación social medieval— para comprender la im­ portancia que tenía este llamado a la piedad y al agradeci­ miento como un medio para hacer aceptar los aspectos más injustos de 1a dominación. El tercer punto está representado en nuestro caso por la jerarquía religiosa —en la que aún en la actualidad está vedada la participación femenina— como ámbito de control y difusión de un saber religioso que apoya la dominación se­ xual establecida. Para la utilización en nuestra cultura del cuarto aspecto pueden servirnos de ejemplo los múltiples ámbitos masculi­ nos (desde las escuelas-internado para niños, al ejército, los seminarios o los “clubs”) donde tradicionalmente se ha hecho la socialización masculina, lejos de toda presencia femenina y portando una ideología misógina y homosexual. La aplicación del chantaje afectivo citado en quinto lugar

es un recurso habitual en nuestra cultura, en la que se exal­ ta la “capacidad de sacrificio” de la mujer, su ternura y pro­ pensión a perdonar, etc. El último aspecto: la asignación a los hombres de las características biológicas que hacen que las mujeres sean tales, puede verse en la negación de la maternidad en dos planos: el mítico, según el cual un hombre, Jehová, engendra a otro hombre, Adán, del cual extrae (en un parto simbólico) a la primera mujer: Eva; y el plano de la vida cotidiana, donde.esto se refleja en la patraña que atribuye al hombre el único principio activo en la fecundación y reduce a la mujer embarazada a un simple tiesto donde crece la “semillita” masculina. Pero ya hemos dicho que no en todas las sociedades se apoya de tal manera el predominio masculino. Veamos ahora algunos casos en que la mitología apoya la independencia de las mujeres.

La desobediencia Uno de sus principios es reprimir el placer que procu­ ran los actos de obediencia, pues hay en ello un vene­ no mortal. Principio de los Malámattiya (secta islámica del s. x). Las sociedades estratificadas se fundan sobre el principio de la obediencia. El poder puede imponerse por la fuerza, pero se transforma en autoridad cuando es obedecido. El ideal de todo grupo detentador de poder es imponerse con la aceptación — aunque sólo sea pasiva— de los subordinados. Es lo que Gramsci llama ejercicio de la hegemonía. Existe una correlación muy clara entre el surgimiento de las sociedades jerarquizadas y la elaboración de mitos justificatorios de la obediencia, que la imponen como modelo o que señalan los castigos a que se exponen aquellos que desa­ fian a los poderosos. Así en la Biblia, que puede considerarse la mayor colección de mitos legitimadores de que dispone nuestra sociedad jerarquizada, el problema de la obediencia es el eje mismo del que surgen todos los demás desarrollos. Los dos episodios fundadores, originarios, giran en torno a este problema. Los ángeles se transforman en demonios cuando lanzan su proclama “No serviré”, que es un equiva­

lente funcional de “No obedeceré”, y los seres humanos son arrojados del paraíso después de desobedecer a Dios y comer la fruta del árbol de la ciencia. En ambos casos estas accio­ nes parecen estar leídas en relación al grupo subordinado por excelencia: las mujeres; grupo al que se le atribuye “docilidad natural” (una especie de instinto de obediencia) y que, sin embargo, aparece caracterizado en los mitos (y castigado) precisamente por la conducta opuesta: la rebeldía, la desobe­ diencia. Si tomamos el mito de la caída de los ángeles veremos que éstos son presentados en forma tan ambigua, desde el punto de vista sexual, que han podido dar pie a las polémicas medievales sobre el sexo de los ángeles. Sin barbas y con largas cabelleras, rostros dulces y voces finas, son figuras femeninas o feminoides, pero cuando desobedecen y son ex­ pulsados la ideología patriarcal los masculiniza como una forma de señalar su fuerza y poder. Barbas, cuernos como los de los machos de los bovinos, y musculatura desarrollada, además del símbolo fálico del rabo, se incorporan en la icono­ grafía para señalar el poder de los caídos. El mito de Adán y Eva es aún más transparente, es lisa y llanamente la historia de una mujer que desobedece a un patriarca y es castigada por ello, arrastrando en el castigo al compañero “que no ha sabido imponerse” y se ha aliado a la mujer contra el padre.1 Los mitos fundadores se actualizan luego cada vez que las circunstancias concretas lo aconsejan. Por ejemplo, cuando las curanderas medievales continúan con sus prácticas tradi­ cionales pese a los intentos oficiales de masculinizar la medi­ cina, son acusadas de pacto con el demonio, es decir de aso­ ciación con el gran desobediente, y consideradas desobedien­ tes ellas mismas, ^on quemadas como brujas. De alguna ma­ nera su imagen estereotipada se presenta como la antítesis de lo que la sociedad exigía de las mujeres: obediencia, dul­ zura, belleza, fecundidad. Puesto que ellas no obedecían, se les asignaba agresividad, fealdad y la anti-fecundidad consis­ tente en matar niños. Así, la obediencia se ve como el eje a partir del cual se asignan méritos, aunque estos sean subor­ dinados y propios para mantener la subordinación, y su transgresión coloca automáticamente en el campo de lo peli­ groso. 1. También en el caso de la mujer de Lot, lo que se castiga transformán­ dola en estatua de sal, es su desobediencia.

No se trata de analizar cuál es el objeto a que se aplica la obediencia o la rebeldía, los mitos bíblicos son transparentes al respecto. No importa el objeto del desacuerdo — que no se especifica en el caso de los ángeles y es banal en el de Eva— sino la acción misma. El subordinado debe obedecer o ser castigado, cualquiera que sea la orden que recibe de su supe­ rior jerárquico. Al respecto es ejemplar el relato bíblico de Abraham y el sacrificio de Isaac. Por obedecer la absurda orden de sacrificar a su único hijo, Abraham será premiado con la suspensión en el último instante del mandato. El pre­ mio consiste, en muchos casos, simplemente en evitar el casti­ go. Este modelo de “El jefe siempre tiene razón y más cuando no la tiene” está en la base de las conductas a las que se pre­ tende amoldar a la mujer, y es el fundamento a partir del cual se le asignan epítetos desvalorizadores: harpía, marimacho,2 bruja, furia, cuando no se comporta con la docilidad exigida. Por esto es interesante analizar casos o historias en que es­ ta relación se invierte. En sociedades menos jerarquizadas, o en aquellas en que la posición de la mujer ha sido menos su­ bordinada, los mitos pueden valorizar positivamente la desobe­ diencia femenina o ponerla en el origen de logros importantes. Así, por ejemplo, el mito de los indios Thompson meridiona­ les (del grupo Utamqt), relatado por Levi-Strauss, dice así: Había una chiquilla tan desobediente que un día sus padres no pudieron más y la apalearon, la rociaron de orina y la echa­ ron. Un tío la recogió y la escondió. Sus padres, presas del remordimiento, la buscaron en vano. Abrumada por la maldad de los suyos y humillada por los tratamientos padecidos, la chica decidió suicidarse. Después de haber vagado por las montañas, llegó junto a un lago donde nadaban abundantes peces... ante sus ojos se mudaron en niños pequeños dotados de largas cabelleras, que subían a la superficie del agua para sonreírle. Eran tan encantadores y parecían tan felices que se precipitó en las ondas para reunírseles. En el acto el viento se alzó en tempestad, devastando la comarca y destruyendo la morada de sus padres. La heroína se dio cuenta de que su cuerpo no podía hundirse... puso el pie en la orilla. En el mis­ mo instante se aplacó el viento ... Se había vuelto el ama del viento ... Regresó al poblado, se casó y tuvo muchos hijos ... Algunos descendientes heredaron el dominio del viento: podían desencadenarlo a su antojo... (p. 134)

2. Para los distintos significados y el origen de la palabra marimacho, véase el desarrollo de Ortiz Osés.

Este relato puede considerarse el simétrico opuesto de los mitos bíblicos. La desobediencia pone a la muchacha en el camino de la ventura, los padres resultan castigados y ella obtiene poderes que complementan —y no impiden— su fun­ ción reproductora y su papel social. Su desobediencia la cons­ tituye en fundadora femenina de un linaje, así como a Abraham su obediencia lo transforma en patriarca del suyo. Dos modelos de sociedad elaboran entonces interpretacio­ nes opuestas del mismo fenómeno, pero aun en la nuestra podemos encontrar propuestas cuestionadoras en ese sentido, cuando se parte del punto de vista de las mujeres. Así, el cuento más conocido, “La Cenicienta”, también puede enten­ derse como un relato en que una muchacha desobedece órde­ nes explícitas: quedarse en casa, hacer tareas domésticas, y que lejos de ser castigada por ello, obtiene a consecuencia de su desobediencia un aumento de su poder social y de su reco­ nocimiento. Para ir a un caso más próximo, si analizamos la intere­ sante película En el laberinto (interesante por muchos aspec­ tos, estéticos inclusive) vemos que sigue y actualiza una línea de cuestionamiento presente en los cuentos tradicionales: protagonismo femenino, mujer capaz de afrontar peligros y tomar decisiones, etc. Pero lo más significativo desde el punto de vista que nos ocupa es el conjuro con el cual rompe el poder del temible (y atractivo) rey de los Goblins: P o rq u e m i po der es ig u a l a l tuyo y mi v o lu n ta d tan fu e rte como la tuya.

En vano él procura que no pronuncie el ensalmo que lo reducirá a la insignificancia ofreciéndole: E s tan poco lo que te pido.... obedécem e y ten d rás todo lo que q uieras.

La protagonista se niega a obedecer y triunfa. Es coherente, entonces, que muchas asociaciones de femi­ nistas encuadren la actividad de las más jóvenes bajo el rótulo de “Desobediencia”, como lo hacen las muchachas del Grup de Dones de Valencia.

Los enfrentamientos de género en el catolicismo Mientras que algunas de las tendencias dominantes den­ tro del campo del feminismo consideran que la influencia que tiene la Iglesia sobre las mujeres es un obstáculo a vencer en el camino de su liberación, hay autores que creen que el cato­ licismo es un campo tomado por las mujeres, y que la Iglesia Católica ha sido tradicionalmente una herramienta en sus manos. Esto produce argumentaciones aparentemente irre­ ductibles. En efecto, cómo compaginar la idea que ha tenido de la mujer —“el más persistente e intratable de los enemi­ gos: la Iglesia Católica Romana” (Bomay, p. 78)— y la impre­ cación de Scutenaire: «Le christianisme, cadenasseur de vulves» con la opinión según la cual: «La lucha contra la reli­ giosidad ... de signo católico ... era una lucha contra un do­ minio preferentemente femenino» (Delgado, Tesis doctoral, p. 229) y la argumentación misógina de Butler: E l c ris tia n ism o es u n a re lig ió n de m u je re s, in v e n t a d a p o r a lg u n a s m u jeres y por hom bres afem inados p a ra su uso perso­ n al. E l único p ila r de la Ig le sia no es Cristo, como h a b itu a l­ m ente se dice, sino la m ujer. Y la design ación de la V irg e n como R e in a de los C ielos no es m ás que u n a form a poética de reconocer que la s m u jeres constituyen el principal apoyo de los sacerdotes.

¿Cómo entender que las primeras reivindicaciones femi­ nistas en España y otros países católicos fueran especialmen­ te anticlericales, mientras que muchas mujeres mantenían (y mantienen) su adhesión religiosa como una parte de su iden­ tidad de mujer? Si dejamos de lado las interpretaciones basadas en el binomio manipulación/docilidad, que más que explicar situa­ ciones concretas se limita a repetir el estereotipo sobre la in­ capacidad de las mujeres para pensar por sí mismas, la única posibilidad que nos queda es considerar estas contradicciones como el resultado de los avances y retrocesos de una relación tensa y conflictiva entre la política eclesiástica, discriminadora y misógina, y las formas de religiosidad femeninas. Ha­ ciendo más complejo el campo de análisis hay que tener en cuenta también que la política religiosa ha sido sólo una parte de la estrategia general de poder, que en ocasiones ha desplazado su misoginia hacia otros ámbitos (por ejemplo el científico, en los siglos XV III y X IX ) y que a su vez la religiosi­

dad oficial ha sido sólo una parte de la religiosidad femenina, que se ha manifestado también a través de múltiples formas de cultos folklóricos o innovadores. Así se establece una rela­ ción variable que sólo puede ser entendida en forma histórica y relacionada con situaciones concretas, sin que sean válidas las generalizaciones. La religión ha cumplido tradicionalmente la función de permitir que a través de aquéllas se exterioricen relaciones sociales (Durkheim), pero en sociedades estratificadas, esto ha supuesto también la posibilidad de manipular las repre­ sentaciones simbólicas para legitimar el orden existente. Así, si bien es cierto que con frecuencia las rebeliones sociales han tomado la forma de guerras religiosas, también es cierto que en épocas de estabilidad, la religión oficial ha sido uno de los soportes más firmes del poder. De este modo, no puede extrañarnos que los teóricos decimonónicos de la revolución — y Marx entre ellos— consideraran los aspectos encubrido­ res del conflicto, inherentes a muchas prácticas religiosas, al acuñar la frase: «La religión es el opio del pueblo», pero que posteriormente se analizara también su potencial cuestio­ nados La teoría de la alienación desarrollada por Marx postula que la experiencia de la desposesión del producto de su es­ fuerzo lleva a los trabajadores a considerar como externas y autónomas fuerzas generadas por ellos mismos. Así, al feti­ chismo de las mercancías se corresponde la sacralización de las fuerzas sociales y su personalización en dioses vistos como poderosos y autónomos. Es por esto que Marx creía que la revolución social, al disminuir la alienación, disminuiría también la necesidad de explicaciones religiosas. En la prác­ tica, en el socialismo real no se han cumplido estos pronósti­ cos, aunque esto no ha significado que se cuestionaran estos marcos teóricos. Pero a pesar de la falta de elaboración teóri­ ca del tema, la verdad es que desde la década de 1920 los partidos comunistas han intentado acercamientos con los sectores obreros y campesinos cristianos. Esto se señala cla­ ramente en el V II Congreso Mundial de la Internacional Co­ munista de 1935, en que se postulan acciones comunes, en lo que luego se conoció como política de “mano tendida” (Grigulevich, p. 481-504). De este modo, actualmente aun los marxistas más dogmáticos reconocen que algunas opciones reli­ giosas como la de la “Teología de la Liberación” se sitúan objetivamente en el campo de aliados de los movimientos revolucionarios en América Latina.

El movimiento feminista no ha dado en general este paso, y tiende a considerar el laicismo como un bien en sí mismo —cosa que no se justifica en la historia del pensamiento laico, que ha sido tan discriminador con respecto a la mujer como el pensamiento religioso tradicional— y como un logro a reivindicar en cualquier circunstancia. Es posible que influ­ ya en esta valoración la intención de colocar al pensamiento feminista dentro de las corrientes modernas y avanzadas de la época y cierta admiración por los modelos intelectuales de progreso decimonónico, movimientos sin embargo todos ellos misóginos. Podemos postular, no obstante, que el campo religioso es un ámbito de actividades humanas sujeto a redefiniciones constantes y no un conjunto de contenidos fijados de una vez para siempre, y por consiguiente que también en este aspecto pueden analizarse las interrelaciones, negociaciones y tran­ sacciones que caracterizan las relaciones de género en los demás campos sociales. De esta forma puede recuperarse el importante movimien­ to que se está desarrollando en forma de Teología Feminista (con reivindicaciones semejantes en el mundo protestante y en el católico) y que no ha logrado hasta ahora el eco que merece. La Teología Feminista intenta recuperar los aspectos menos misóginos de la Iglesia y articularlos en un cuerpo coherente, y cuenta ya con abundante bibliografía: desde los trabajos de Francine Dumas en la década de 1960, hasta los de Bruns, Bynum y Dumais (véase Mollen Kott). Pero hay que tener en cuenta que, si bien sus trabajos resultan sig­ nificativos como intento de cambiar el discurso oficial de la Iglesia sin salirse de los marcos de la ortodoxia, hasta ahora no han reivindicado la religiosidad popular, ámbito en que las mujeres han tenido un protagonismo real. Excede a mis posibilidades y conocimientos desarrollar una historia de estas interrelaciones, aunque creo que es un campo muy sugerente para las historiadoras de temas de la mujer. Sólo daré algunos ejemplos sueltos de las interrelacio­ nes para subrayar el hecho de que el fenómeno religioso for­ ma parte de un lenguaje social y que en su polisemia puede vehicular significados distintos.

Todas las religiones m editerráneas anteriores al cris­ tianism o adoraban divinidades femeninas. Un a reli­ g ión sin [presencia de la ] m ujer es contra natura. E n la religión cristiana, la Virgen M a ría es la heredera de todas esas divinidades destronadas... las Vírgenes N e g ra s adoradas en las criptas de nuestras catedrales tendrían su origen en las divinidades de las p rofu n d i­ dades.

LOUIS REAU (p. 59)

El paso al monoteísmo significó en todas partes una de­ rrota histórica de las mujeres. La concepción de Dios como figura masculina dejó a las mujeres sin un modelo sagrado de identificación. Mientras que en los cultos antiguos éstas estaban siempre representadas, a medida que se afianza el ideal monoteísta se afianza también la masculinización de la imagen divina. Garaudy señala que en la religión arábiga primitiva exis­ tía una tríada de diosas femeninas, sustituidas luego por Alá. Un proceso semejante parece haberse producido en el mundo judeo-cristiano, en que la Santísima Trinidad estaba consti­ tuida en su versión hebrea por dos principios masculinos: el padre y el hijo; y uno femenino: el ánima. Esta distribución por sexos se mantuvo en la versión griega y es sólo al pasar al latín, que la tríada se hace absolutamente masculina. De la primitiva asignación de género queda un vestigio en la “Señal de la cruz” que realizan los cristianos y en la cual se dice: “En el nombre del Padre y del Hijo”, mientras se traza el gesto vertical cabeza/pecho, y se continúa: “Y del Espíritu Santo”, trazando la línea horizontal que va del hombro iz­ quierdo al hombro derecho. Si tenemos en cuenta la relación simbólica entre línea vertical con hombre y línea horizontal con mujer, podemos entender que la cruz, en su vertiente griega de brazos simétricos, era un símbolo de perfección que implicaba la complementariedad de los contrarios. La cruz latina implica una distorsión gráfica de este mo­ delo, en la que se subraya la importancia del eje vertical de la cruz, descentrando y reduciendo el horizontal, en un proce­ so que coincide con la desaparición lingüística del elemento femenino de Dios, al masculinizar al Espíritu Santo. En la gestualización del saludo islámico, en correspondencia con una concepción de Dios más monoteísta (y por consiguiente

más masculinizada) aun la referencia simbólica de la línea horizontal desaparece y la invocación se acompaña de un gesto sólo vertical: pecho/cabeza. Una poda semejante sufre el símbolo gráfico de Dios, que era para los hebreos la “Estrella de David”, formada por la superposición de dos triángulos: el apoyado sobre su base (símbolo masculino y representación esquemática del fuego) y el apoyado sobre su vértice (símbolo de la mujer y del agua).3 Al masculinizarse la trinidad, el símbolo de Dios quedó redu­ cido al primer triángulo, es decir que se le amputó la simbología femenina. Así se puede entender la idea de Dios que va cuajando a través del Antiguo y el Nuevo Testamento como el resultado de un proceso de fuerte centralización y masculinización de la religiosidad. Virginia Mollen Kott suministra datos que permiten reconstruir este proceso, mostrando que en el Antiguo Testamento existen representaciones femeni­ nas de Dios. Por ejemplo, en Isaías (42 :14), Jehová habla de sí mismo como una parturienta, y Moisés dice de Dios que ha concebido y parido a los israelitas y los amamanta (Nb 11:12-13). En la Biblia, la asignación de feminidad a cada uno de los personajes de la Trinidad es escasa, pero existe. Sólo lentamente se procede a eliminar los atributos femeni­ nos de Dios y a concentrarlos en una imagen subordinada, la Virgen. Pero esta masculinización se da en forma diferente en los círculos de los iniciados en la teología y en las clases popula­ res. Muchos investigadores están de acuerdo en señalar que la implantación del catolicismo en la Península Ibérica se hizo desplazando cultos locales mucho más centrados en una cosmovisión que incluía diosas en los puestos principales del panteón. La Mari vasca o las Matres celtibéricas parecen haber sido el centro de un culto campesino que se prolongó hasta etapas tardías, aunque bajo formas marginales.4 A partir de ello, Christian entiende que la proliferación de cul­ tos marianos en la Alta Edad Media fue el precio que tuvo 3. Como los símbolos son polisémicos no deben excluirse las oposiciones tierra/aire, e incluso algunas interpretaciones que relacionan los triángulos opuestos con la forma en que se distribuye el vello pubial en mujeres y hom­ bres, formando un triángulo invertido en el primer caso, mientras que en los hombres, al extenderse hacia lo alto del vientre, dibuja un triángulo con el vértice hacia arriba. 4. En el siglo VI san Martín Dumiense reprobaba que en los ríos se ado­ rase a las “láminas”, en las fuentes a las “ninfas” y en las selvas a las “dia­ nas”. (M aría Angels Roqué, 1990, p. 60.)

que pagar la Iglesia para ser aceptada por los campesinos. En tanto que institución, la Iglesia cedió lentamente a estas presiones. Lapierre (p. 63) señala que el Concilio de Nicea (del año 325) todavía no nombra a María, pero en el año 431, el de Efeso ya proclama su maternidad divina (Theotokos), abriendo el camino para que se le rinda culto oficial. Dado el sustrato cultural en que se apoyaba, no se requirió demasia­ da imaginación para crear la iconografía del nuevo culto mariano. La Iglesia se limitó a bautizar con el nuevo nombre las imágenes de las antiguas diosas, o a copiar los abundantes modelos existentes. Podemos citar, por ejemplo, que la diosa de la fecundidad de los galos, Belisama, se representaba co­ mo una madre con el niño; Rhea, la gran madre del panteón griego y diosa de la tierra, era adorada bajo la figura de una mujer sentada, dando de mamar a un niño; a la egipcia Isis —cuyo culto se extendió por todo el Mediterráneo durante el Bajo Imperio— también se la representaba sentada, con Ho­ ras infante sobre las rodillas. Todas estas imágenes se adap­ taban perfectamente a la nueva religiosidad. Tenemos aquí, entonces, una primera transacción en que cultos femeninos de la fecundidad, con una fuerte participa­ ción de las mujeres en sus ceremonias y que implicaban cier­ to poder y libertad sexual para sus seguidoras, fueron adap­ tados a la nueva moral mediante una “espiritualización” de las diosas de la fecundidad y su transformación en “vírgenes” que las hace asépticas y asexuadas, y de cuyo sacerdocio se excluye a las mujeres (recordemos que en la mayoría de las religiones anteriores al cristianismo, incluso entre griegos y romanos, había sacerdotisas). De todas maneras esto sig­ nificaba templar la misoginia de la Biblia y contraponer a la mujer perdición — Eva— , una mujer salvación —María— . También permitía matizar el monoteísmo patriarcal con la aceptación de un cúmulo de santos populares, entre los cua­ les diversas santas diseñaban modelos de identificación feme­ nina más favorables que los del Antiguo Testamento. En una aguda aproximación al problema, Delgado señala en su Tesis (p. 288) la relación conceptual entre predominio masculino, culto del padre, monoteísmo, religión del libro e iconoclastia, por una parte, y ámbito femenino, culto de la madre y el hijo, politeísmo, transmisión oral e iconodulia, en el polo opuesto.5 5. Tanto la Tesis doctoral de Delgado, como sus artículos de 1987 y 1989 sobre el tema, están llenos de valiosa información sobre la asociación de las mujeres con la Iglesia Católica y los inconvenientes que esto representaba pa­

Así, podemos entender que cuando la Iglesia dice que “el cristianismo dignificó la situación de la mujer”, lo que real­ mente sucedió es que la jerarquía eclesiástica tuvo que llegar a un compromiso entre su misoginia (heredada de griegos y hebreos y desarrollada por los Padres de la Iglesia) y la reli­ giosidad popular, que sólo concebía el culto a la vida en forma de culto a la mujer, poderosa dispensadora del bien y del mal. En toda Europa, pero principalmente en las zonas de frontera, la llegada de los musulmanes en el siglo VIH, obligó a su vez a un replanteamiento. Resulta claro que la única manera que tenían los señores feudales de asegurarse la fidelidad de los campesinos era convencerlos de que tenían un culto en común con sus amos y opuesto al Islam. Así, la evangelización de las zonas rurales se transformó en una estrategia prioritaria, a la que dedicaron grandes esfuerzos. Nobles y reyes rivalizaban en construir iglesias, ermitas y monasterios. Se santificaron a toda prisa los antiguos dioses locales para identificarlos con el cristianismo en avance, y se encargó a órdenes religioso-militares, como los Templarios o los Hospitalarios, del cuidado de los puestos de frontera. Si tenemos en cuenta que el Corán era una versión fuer­ temente monoteísta surgida del viejo tronco hebraico, resulta claro que el mecanismo diferenciador podía pasar por el énfa­ sis en los cultos locales que se habían incorporado al cristia­ nismo. Y entre estos cultos locales el de Vírgenes y Santas tenía realmente un lugar importante. Así, no es de extrañar que los señores de la Reconquista hayan sido grandes devo­ tos de María, y que las apariciones de imágenes de la Virgen sellaran, y trataran de hacer irreversible, la conquista de cada lugar que antes había estado en manos musulmanas. Las vírgenes “encontradas”, como la de Montserrat, o “apare­ cidas”, como la del Pilar, tendían a hacer entender al pueblo que si volvían los discípulos de Mahoma perderían su ligamen preferencial con lo sagrado. ra la estrategia masculina de completo control. Pienso que estos trabajos resultan de lectura indispensable para la mejor comprensión de este punto. De todas maneras, como su análisis se centra en la ideología de los varones, en alguna de sus interpretaciones, fundamentalmente en De la muerte de un Diosy da la sensación de ver la alianza mujer/iglesia, no como una transac­ ción de un sector con escaso poder que procura mantener ciertos ámbitos, sino como una manifestación de un poder femenino dominante. La idea de un “matriarcado” del que los hombres se defienden pasa así del imaginario masculino general (véase al respecto el primer apartado del Capítulo 4) al sistema de referencias del autor.

Hay entonces una innegable relación entre los enfrenta­ mientos contra el Islam y la expansión del culto a María. Cassagnes señala que los bizantinos poseían grandes bande­ ras con la imagen de la Theotokos (Virgen en majestad), que desplegaban a la cabeza de sus ejércitos antes de entrar en batalla contra los musulmanes y que esta tradición se exten­ dió rápidamente a Occidente. De este modo, en Francia se atribuye a la Virgen de Thuir la victoria de Carlomagno con­ tra los sarracenos, y se señala que la estatua de la Virgen negra de Rocamadur fue llevada por el rey de Aragón Pedro II en la batalla de las Navas de Tolosa «como figura de proa en la reconquista de la Península Ibérica» (p. 229). En el siglo XII se da un cambio importante en el tipo de representaciones sagradas de la Europa Occidental. Coinci­ diendo con un fuerte impulso de la Reconquista, aparecen en las fachadas de las iglesias de las zonas recientemente toma­ das al Islam —por ejemplo en Cataluña— las imágenes de la “Theotokos” (copiadas de Bizancio) que ocupan un lugar has­ ta entonces reservado al Cristo en Majestad (Delcor, p. 37). Un ejemplo de esta nueva concepción, que atribuye a una mujer poder y sabiduría (aunque sea sólo en la iconografía), lo podemos ver sobre la puerta de la iglesia de Barberá de la Conca, donde aparece en un tímpano de mediados del XII una Virgen coronada, con el niño en el regazo, rodeada por dos ángeles y enmarcada dentro de la almendra mística. Estas representaciones se generalizan en el siglo siguiente, encon­ trándose en la misma zona las portaladas del Pía de Santa María, Vállbona de les Monges y Siurana con representacio­ nes semejantes, que también se encuentran en la capilla de Santa María de Santa Coloma de Queralt (Fuguet). Resulta claro que la estrategia, preferentemente en las zonas de re­ ciente conquista, iba por el lado de priorizar el culto mariano. Así, mientras a un nivel de alta teología los teólogos de am­ bos bandos casi podían coincidir en su monoteísmo misógino, dentro de los cultos populares la mujer tenía más presencia en el lado cristiano.

Bajo la especial protección de Nuestra Señora Se sabe que el siglo XII posee el culto de la D a m a , la V irgen , la m ad re de Cristo. E n tre los poetas, la fig u ra de la m u jer aparece siem pre b a ñ a d a en luz. M. M. Davy Initiation a la sym bolique rom ane (1977, p. 157).

Hay indicios que permiten suponer que algunos de los primeros reyes castellanos manejaron esta oposición hasta hacerla casi explícita. Esto se puede deducir de la utilización de la media luna, claro símbolo islámico, como peana de tan­ tas imágenes de la Virgen. Según los casos la Virgen pisaba también a la serpiente, figura del demonio. Así se presentaba a la Virgen como vencedora del Islam y esto tenía dos conse­ cuencias políticas: afianzaba la continuidad con las tradicio­ nes precristianas en las que la luna (Diana, Selene, Astarté) era siempre una figura femenina, y la utilizaba en términos del enfrentamiento coyuntural con el Islam. Por esta confluencia de elementos resulta comprensible que: A finales de la E d a d M e d ia, M a r ía se convierte en el personaje central de la religión cristiana en Occidente. S iem pre h u m a n a y lle n a de solicitu d h a cia los pecadores, h a su bid o a l cielo, ju n t o a D io s, y o cu p a u n lu g a r im p o rta n te en la je r a r q u í a celeste. E ste nuevo culto a la V irg en que ad qu iere im portancia en el siglo XII a través del florecim iento de las estatu as ro m a ­ n a s de su M a jestad , se p ro p a g a rá en el siglo siguiente. (C a s a g nes, p. 164).

En este contexto se entiende que el juramento de los caballeros se hiciera ante la santa patrona de las mujeres, santa Agueda, la “Santa Gadea” de que habla el romance: E n S a n ta G a d e a de B u rg os do ju r a n los fijosdalgo a llí le tom a la ju r a el C id al re y castellano.

Sólo ante esta figura de mujer, aunque convertida por la Iglesia en una casi asexuada mártir sin pechos, se podía ser caballero, y la tradición abarcaba más lugares de la penínsu­ la: por ejemplo, en Barcelona, la Capilla Real también le estaba dedicada.

Pero este tipo de reconocimiento místico de la mujer no podía acompañarse con una discriminación muy marcada de las mujeres reales. Alfonso V III fundó el monasterio de Las Huelgas como panteón real y otorgó a este convento de muje­ res gran cantidad de recursos económicos, poder territorial y prerrogativas. Así indica Sancho: L a fu n dación en 1212 del H o sp ital del R ey en el recinto de L a s H u e lg a s y bajo la jurisdicción de la a b a d e s a y la de otros cinco m onasterios, filiaciones del b u rg a lé s a lo la rg o del siglo XIII, hicieron de esta señora la cabeza de un señorío espiritu al y tem p o ral sin p a ra le lo en E s p a ñ a , pu es su control sobre los m onasterios e iglesias de los pueblos a ella sujetos era m uy sem ejante al de u n obispo y de hecho no d epen día de n in g u ­ no... A s o m b r a b a tal a u to rid a d co n ferid a a u n a m ujer, “q u e nadie creería no viéndolo y sabiéndolo de cierto”.

Por esto en el siglo XVI se decía que “si el Papa se tuviese que casar, no encontría otra eclesiástica más grande ni más ilustre que la abadesa de Las Huelgas”6 para señalar que esta señora disfrutaba de un poder sólo comparable al del pontífice. Los conventos femeninos marcan bien la relación conflicti­ va de la Iglesia con las mujeres. Refugio o cárcel de las que no se casaban, donde normalmente estaban sujetas a la tute­ la de algún confesor hombre, fueron sin embargo un ámbito en que se conquistaron libertades, se cuestionaron las órde­ nes superiores y se realizó la más significativa obra intelec­ tual llevada a cabo por mujeres hasta la época moderna. Power nos cuenta que desde el año 791 la Iglesia había pro­ hibido que las monjas hicieran peregrinaciones, ya que con esta excusa salían con frecuencia del convento. Concilio tras Concilio se legisló al respecto sin conseguir que las religiosas acataran la orden. En 1300 el Papa dictó una bula prohibien­ do que abandonaran sus conventos y cuando el obispo de Lincoln entregó la orden en una congregación, fue expulsado por las monjas que «corrieron tras él hasta el pórtico y arro­ jándole la bula a la cabeza vociferaron que nunca la cumpli­ rían» (p. 120). Esta divertida anécdota nos muestra cómo una institución diseñada para controlar podía cumplir funciones bien diversas.

6. mente.

Dicho atribuido al cardenal Aldobrandini y que se vulgarizó rápida­

Las mujeres en el Romancero Todo este conjunto de prácticas dio base a la presencia literaria de mujeres fuertes, que se extiende hasta el Siglo de Oro. De hecho, da la impresión de que los roles femeninos y masculinos no estaban al principio tan rígidamente delimita­ dos como lo llegarían a estar en el siglo XVI. Así, la sensibili­ dad masculina y su capacidad de llorar no merece críticas en el Cantar del Mió Cid, en el siglo XI, cuando al ser desterra­ do de sus territorios: D e los sus ojos tan fuertem ente lloran do volvía la cabeza y estábalos catando

Pero en el más tardío Romance de la pérdida de Granada, cuando el rey Boabdil hace exactamente lo mismo y por igual motivo, recibe una dura reprimenda: Justo es q ue como m ujeres lloren y estén acuitados los que como caballeros no defendieron su estado.

En los quinientos años que separan ambos romances, llorar se había convertido en una especialidad femenina. Guerrear fue, en cambio, la especialidad masculina durante todo el período, pero aceptaba ciertas sustituciones: la doncella gue­ rrera del Romancero (versión hispana y fabulada de Juana de Arco) o aquella doncella que increpa a Ramiro I para que haga guerra a los moros en lugar de pagarle tributo de mu­ chachas: S i te acobardan la s g u e rra s la s m ism as doncellas creo que h an de v en írte la a d a r po r el m al q u e la s h a s hecho y sin d u d a vencerán si lo ponen en efecto que ellas son m u jeres hom bres y hom bres m u jeres aquellos.

Si bien esto podría simplemente ser un recurso literario para empujar a los hombres, también puede entenderse como indi­ cador de cierta fluidez en los roles. Lo que queda claro es que en la época del Cid la mayor

discriminación va ligada a la clase social y no al género. Así, cuando la toma del juramento a Alfonso VI, al poner frente a sus ojos todas las desvalorizaciones posibles, no recurre a ninguna alusión a las mujeres. Los que habían de matarlo en caso de ser perjuro eran labradores plebeyos y pobres, ex­ tranjeros a sus dominios. Lo vergonzoso era no ser noble, y las mujeres tenían el prestigio correspondiente a su rango social. Párrafo aparte merece el tema de las violaciones en el Romancero. En casi todos los casos: Rodrigo y La Cava, Vergilios y doña Isabel, don Pedro Vélez y la prima de Sancho el Deseado, la desaprobación y el castigo van directamente al agresor. No se duda de las damas (como parece ser el hábito actual de nuestros jueces) y se castiga duramente a los hom­ bres: pérdida del reino y la vida para Rodrigo, siete años de cárcel para Vergilios, y una muerte lenta y terrible para don Pedro Vélez: N o le den cosa n in gu n a donde pu ed a estar echado y de cuatro en cuatro m eses le sea u n m iem bro quitado h a sta que con el dolor su v iv ir fuese acabado.

Sólo en el primer caso, aunque no se castiga a la mujer, se atribuye responsabilidad a ambos, si bien con una matización: Si dicen q uien de los dos la m ayor cu lp a h a tenido diga n los hom bres “L a C a v a ” y la s m u jeres “Rodrigo”.

Es difícil señalar con más claridad la idea de que las mujeres forman un colectivo con solidaridad interna y sentido de per­ tenencia, al que se atribuye su propia estrategia de legiti­ mación opuesta a la que desarrollan los hombres. Estoy tratando de señalar, entonces, que no es igual pre­ dominio del catolicismo y discriminación de la mujer, ya que precisamente la reforma protestante, al suprimir el culto a María y volver a las fuentes bíblicas, hizo retroceder muchas conquistas femeninas trabajosamente logradas y dio pie al puritanismo misógino y controlador de la época victoriana.

Así puede decir Cassagnes que la nueva religión reformada rechazaba la glorificación de María que la Edad Media final había llevado a «una suerte de exasperación» (p. 242). El mis­ mo Lutero escribió en 1523: «Yo querría que se suprimiera totalmente el culto de María a causa del abuso que se ha hecho de él» (citado por Lapierre, p. 64). Los protestantes atacaron sobre todo la idea de la “Inmaculada Concepción” y procuraron recentrar el culto en sus figuras masculinas, prin­ cipalmente Cristo. Para ellos, María es una figura secundaria y no debe recibir los homenajes que se le dan en el catolicis­ mo. La sociedad española, portadora y paladín de esa ideolo­ gía religiosa no era, por lo tanto, hasta el siglo X V III más discriminadora de la mujer que otras sociedades europeas. Incluso había mantenido mejor que otras tradiciones matrilineales y ciertos ámbitos de participación femenina pública, como las fiestas de las mujeres que fueron perdiéndose a lo largo del siglo XIX. María Ángels Roqué señala al respecto que la tradición castellana de heredar los dos apellidos: pa­ terno y materno, contra la sajona y francesa en que el nom­ bre y apellido de la madre se pierden, e incluso la opción léxica de tomar la palabra hermanos (del latín germanus, hijos de la misma madre), en lugar de las más comunes en latín y tomadas por los otros pueblos: frater y soror, que se refieren a hijos del mismo padre, conforma una tradición en que la mujer tenía cierto peso (Roqué, 1988, p. 533, basándo­ se en Corominas e Isidoro de Sevilla). Hay que subrayar, sin embargo, que cuando estos mismos españoles, con su marco religioso mariano, se transforman en conquistadores de América, la función social de la religión con respecto a las mujeres se invierte. Mientras que en la confrontación con los musulmanes la Iglesia Católica cumple una función política resaltando los cultos femeninos, en el enfrentamiento con las religiones indo-americanas, casi todas ellas con mejor reconocimiento del papel de la mujer, y bas­ tante respetuosas de su libertad sexual, refuerza sus elemen­ tos coercitivos y misóginos. Esto se corresponde además con la involución que representa la Contrarreforma, que adopta muchos aspectos puritanos de sus adversarios reformados y vuelve como ellos a las fuentes de los Padres de la Iglesia, lo que presuponía una intelectualización y masculinización del culto.

Durante los siglos XV II y X V III se desarrolla una nueva concepción del mundo basada en la racionalidad. Esto impli­ caba un subrayado de lo válido que dejaba fuera —y relacio­ naba en cierta manera con la sinrazón o la locura— todo el ámbito de los sentimientos, de lo espontáneo y no sujeto a normas. La naturaleza misma se veía como algo que debía perfeccionarse mediante su sometimiento a la razón. Todo el esfuerzo teórico y artístico iba entonces en el sen­ tido de afianzar y desarrollar el conocimiento, entendido co­ mo coherencia racional. Se inscriben en el mismo horizonte el trabajo de Spinoza (1632-77) —que realiza una identificación entre Dios y la razón mediante un análisis teológico de tipo matemático— , la música de Bach (1685-1750) —-con su sub­ rayado intelectual y su contención geométrica— y el diseño de los jardines palaciegos, donde la naturaleza aparece domi­ nada y modificada y cada planta toma una forma exacta y disciplinada.7 El despotismo ilustrado, que pretende legislar de la manera más razonable en términos de premisas teóri­ cas, por encima y aparte de las presiones y pasiones popula­ res, sería entonces la concreción en política de un modelo de relación entre los que saben: los que asumen y cumplen la racionalidad profunda que es la ley de las cosas, y los que están a merced de lo accidental y lo vario. El intemamiento conjunto de los locos, los pobres, los ociosos, los desviados sociales y los molestos a sus familias o al Estado, en los que Foucault llama el “gran encierro” de los siglos XVII y XV III, demuestra a su parecer, el rechazo conjunto a toda la “sinra­ zón” que alteraba la armonía del orden social. Esta “racionalización” de la sociédad tenía consecuencias importantes para las mujeres. Ligadas tradicionalmente a la esfera de los sentimientos, vistas como más próximas a la na­ turaleza por su capacidad reproductora, y herederas de una tradición de poder oscuro y misterioso asociado a la brujería y, en forma más general, al agua y a la luna (asociadas am­ bas a la locura o mal de los “lunáticos”), las mujeres se veían como fuentes de desorden potencial, que debía ser controlado 7. El intento de someter a control la naturaleza se puede apreciar clara­ mente en la pintura, donde surge el género de las “naturalezas muertas” (la petrificación producida por la muerte y el arreglo artificial de los componen­ tes se consideran más atractivos que la espontaneidad de la vida) y los paisa­ jes bucólicos poblados de pastores-cortesanos.

legalmente. El prestigio adquirido durante las etapas ante­ riores se vuelve demérito, al cambiar la concepción misma de la vida. Al perderse el sentido dramático y sagrado de la existencia, también los locos y los santos abandonaron el ámbito de lo sagrado que les asignaba el mundo gótico, para pasar a ser encuadrados entre las patologías. En la edad clásica cada cosa debía legitimarse dando prio­ ridad a su aspecto normativo, por encima de su concreción real. Esto se daba aun en referencia al cuerpo humano que debía ser “mejorado” de acuerdo a su definición. Así, la piel blanca será empolvada, el cabello, cubierto por pelucas más cuidadosamente peinadas que cualquier cabellera real y más canosas de lo que pueda llegar a serlo ningún respetable anciano. La estatura será elevada con tacones, el talle afina* do con corsés. Esta conceptualización no se apoya en la oposi­ ción naturaleza/cultura, porque presupone que la racionali­ dad es la ley misma de la naturaleza y no una construcción cultural. De todas maneras anticipa, en su desvalorización de lo espontáneo, lo que Ortner llamaría la necesaria suprema­ cía de lo cultural. Así, la aproximación de la mujer a la biología, en lugar dp asociarla al prestigio de su fuerza, significaba recelo y desva­ lorización. Si tenemos en cuenta que éste es el horizonte teórico en que se construyen los modelos de pensamiento científico, queda claro que la mujer queda excluida de él no sólo como partícipe (al prohibírsele su acceso a las universi­ dades), sino también como sujeto de valoraciones positivas. La ciencia en sus orígenes encuadra a la mujer en el ámbito de lo no normado, y por consiguiente inferior, y fundamenta su rechazo inapelable (porque a ella no se la llama a discutir­ lo) en una asignación social: la relación preferente con el ámbito de los sentimientos, valorada como un defecto con­ sustancial que debe ser sujeto al control masculino. En un grabado del siglo XVII titulado “La doncella virtuo­ sa” se enumeran diez virtudes que deben adornar a la mujer y que constituirían los caminos para llegar a mejorar su na­ turaleza. Todas hacen referencia, en su enunciado y en sus símbolos, a la sujeción y subordinación. Encima de su cabeza la mención es explícita: hay un yugo y un rótulo con la pala­ bra “sujeta”; además ha de ser “púdica”, “casta” y “honesta” (controlar y limitar la libre utilización de su cuerpo) “silen­ ciosa” (controlar los mensajes que emite), “fiel” (limitar su capacidad de amor), “quieta” (controlar sus desplazamientos, recomendación subrayada con el símbolo de una cadena suje­

ta a sus pies), “humilde” (evitar orgullo u autoafirmación), “solícita” y “caritativa” (poner la actividad que se le tolera al servicio de los demás). La edad clásica no asigna a la mujer virtudes positivas, sino sólo obediencia y sujeción, porque le ha negado por principio el acceso a la única virtud que consi­ dera válida: la razón. Ante la necesidad de justificar en este marco la evidente capacidad femenina al respecto, se inventa una especie de sucedáneo biológico de la racionalidad: la intuición. Ésta permitiría a las mujeres acceder a interpreta­ ciones parciales acertadas, pero las dejaría fuera de la gran tarea masculina de entender y ordenar el mundo. Los enciclopedistas y los intelectuales ilustrados adoptan, así, en general, una posición erudita, laica y misógina, repro­ chándole a la Iglesia su falta de rigor teórico, es decir, a es­ tos efectos, su contacto con lo popular, de lo que lo femenino era una parte significativa. Delgado señala que: L a im agin ación an ticlerical establecía sistem áticam ente esta vinculación que... descon sidera no sólo la religió n ritu a lista y e n fa tiz a d o ra del gesto, sin o q u e tam b ién d e n ig ra lo q u e se in terp re ta b a como u n a m a n e ra específicam ente fem en in a de v iv ir y pensar... E l rechazo de lo católico deviene m ecánica­ m ente rechazo de lo fem enino. (Tesis doctoral, p. 240-245).

Así, el desarrollo del pensamiento laico, desde Michelet a Nietzsche, lo único que cambia es el contenido de los argu­ mentos que se usan para desvalorizar a las mujeres, pero se mantiene y aun se incrementa la desvalorización misma. Sólo cuando el romanticismo recupera el ámbito de los sentimientos y los impulsos y les otorga valor positivo, puede recuperarse a nivel teórico el papel de la mujer, al tiempo y juntamente con la recuperación de algunos tipos de religiosi­ dad popular. Mientras tanto las mujeres han sufrido durante casi dos siglos una legitimación teórica de su inferioridad que daba vuelo a todas las misoginias. En realidad, la misoginia científica era más excluyente que la religiosa, que aun en su versión oficial le asignaba un ámbito poderoso aunque negativo. Por esto, las mujeres se sintieron más rechazadas en el nuevo ámbito que en el reli­ gioso, en el que habían logrado además renegociaciones sig­ nificativas. Entre la Iglesia oficial e intelectualizada que las rechaza­ ba y la ciencia que les cerraba sus puertas y las estigmatiza­ ba, las mujeres del sur de Europa optaron mayoritariamente

durante el siglo pasado por mantener un apego genérico a las formas populares de culto, las únicas con las que podían tener cierto nivel de identificación. Hay un cuento popular, recogido por Serra i Boldú, que nos puede dar una idea de cómo ha funcionado la religiosidad femenina: Una muchacha ora ante una imagen de la Virgen con el niño. El sacristán se esconde, y fingiendo ser Jesús le pre­ gunta: “¿Qué quieres hija mía?”, y la devota le responde: “Calla niño, no molestes que estoy hablando con tu madre”. De este modo, las mujeres podían imaginar una relación con una divinidad de su mismo sexo y obviar los problemas teológicos de los eruditos. Hasta la actualidad, como señalo en otros apartados del libro, la vía de las apariciones permite ámbitos de religiosi­ dad femenina no controlados por la Iglesia oficial, mientras que los conventos de monjas continúan cumpliendo su rol ambiguo de ámbitos donde la Iglesia intenta controlar a las mujeres, pero donde también se genera conciencia política —como sería el caso de las monjas revolucionarias de Améri­ ca Latina— y conciencia feminista. Es interesante al respecto consignar que un muy temprano manifiesto de este signo fue elaborado por una monja mexicana, sor Juana Inés de la Cruz, en el siglo XVII. Esta lucidez crítica se ha perdido, pues aun ahora, en 1990, al preguntar a las mujeres militantes feministas catalanas sobre el origen de su conciencia de gé­ nero, muchas de ellas señalaron que fue con las monjas con quienes se iniciaron en estos cuestionamientos. Esta asociación entre el catolicismo y las mujeres plan­ teaba al feminismo decimonónico algunos problemas, que ya fueron señalados por Harriet Tylor Mili en 1851. Sólo una propaganda decididamente anticlerical podía romper este vínculo, pero hacerla significaba reducir la aceptación del mensaje de la liberación femenina a grupúsculos muy minori­ tarios. Esto lo entendió Flora Tristan, que propone apoyar la emancipación de la mujer en una educación religiosa, a la vez que critica las propuestas misóginas de los “sabios” (p. 401 a 428). En la práctica, la función de separar a las mujeres de la Iglesia la cumplieron las que tenían militancia en partidos de izquierda (e influencia de los países nórdicos), que asumie­

ron, sin embargo, una visión paternalista y pedagógica de las reivindicaciones. Por otra parte, también fracasó el intento derechista de instrumentalizar esta asociación para sus pro­ pios fines. Las mujeres practicaron mayoritariamente una religiosidad apolítica y pragmática, sin sentirse especialmen­ te inclinadas a compartir las opciones políticas de la Iglesia, pero sin adherirse al anticlericalismo masculino. Es posible que una revisión de las propuestas feministas imperantes referentes a la relación mujer-religión resulte un ámbito idóneo para revitalizar las reivindicaciones de género, permitiendo la identificación con ellas de sectores que hasta ahora no se han definido como feministas, pero que han lle­ vado a cabo una práctica de lucha por los derechos de la mujer (como por ejemplo la reivindicación del sacerdocio femenino). No comprender la complejidad del problema e identificar burdamente religiosidad con misoginia, implica subvalorar la capacidad de raciocinio y de elección de amplios sectores de mujeres.

Capítulo IV

LAS MUJERES Y LA FIESTA: EL LABERINTO DE LOS MENSAJES DISFRAZADOS

E l intercam bio de los roles sexuales se convierte en un m edio p a ra representar p úblicam ente el funcionam ien­ to de la sociedad, para enunciar la verdad colectiva, p ero expresándola al revés.

Jac q u es Revel

La fiesta tradicional La “fiesta” ha sido definida de muy diversas maneras, pero parece existir un cierto acuerdo en considerarla un acontecimiento que se separa de la vida cotidiana por su caracter lúdico (alegría, diversión), que posibilita y enmasca­ ra su capacidad de cuestionamiento de las estructuras socia­ les. Estos acontecimientos excepcionales tienen, sin embargo, fechas fijas para su celebración y una manera preestablecida de ocupar o reivindicar el espacio público. No son un desbor­ damiento de las estructuras, sino una forma de canalizar las tensiones, posibilitando así su autoperpetuación. Esta forma de aproximación al fenómeno festivo implica cierto número de problemas. En las sociedades estratificadas, como lo son todas las europeas desde hace milenios, existen diversos sectores sociales que compiten entre sí y cuyos inte­ reses entran frecuentemente en conflicto. Es necesario deter­ minar, entonces, cuál de estos sectores se expresa a través de la aparente espontaneidad de la fiesta. Teniendo en cuenta que en cualquier tipo de actividad, los sectores dominantes suelen asumir la representación de los intereses generales, reduciendo a los sectores subordinados al ámbito de lo parti­ cular o específico, podemos pensar que la fiesta sería precisa­ mente la actividad grupal en que esta constante se invertiría, y el único campo en que los discriminados podrían manifes­ tarse como representantes de la comunidad.

Si entendemos como “fiesta” un ámbito de transgresión (temporalmente acotado) de las normas establecidas, un es­ pacio de libertad que permite, por su misma existencia, la continuidad posterior de las pautas represivas, podemos pen­ sar que constituyen un ámbito en que pueden expresarse y manifestarse los grupos o sectores que normalmente no tie­ nen posibilidades de hacerlo (pobres, jóvenes, mujeres, ni­ ños). Una aproximación superficial al problema nos confirmaría esta hipótesis. Así podríamos comprobar, por ejemplo, que en “la fiesta” por excelencia, que para J. Roma está simbolizada en el carnaval, son frecuentes los casos en que sectores mar­ ginales como pastores o estudiantes abandonan el ámbito de sus actividades cotidianas y conquistan la calle, en una ocu­ pación socialmente aceptada del espacio público. También las mujeres y los niños abandonan a veces el reducto doméstico y ocupan fugazmente el espacio exterior reservado a los hom­ bres. En el estudio de Garmendia sobre el Carnaval en Nava­ rra se señalan casos como el de Beúnza, en que las chicas o neskatxek contaban con una asociación festiva propia (como los muchachos) y elegían mayordoma, o el de Ecay Araquil en que se incorporaban a la fiesta aportando huevos. Pero en realidad esos casos son absolutamente minoritarios frente a las abundantes menciones del tipo: es «muy extraña la pre­ sencia de la mujer» en la fiesta de Arbizu, o «hay ausencia femenina en el carnaval nocturno» en Puente la Reina. Lo general es que la participación de las mujeres sea claramente marginal, incluso en los casos en que se da. Así, en Beúnza hay muchas más asociaciones de muchachos que de mucha­ chas, y en Ecay Araquil las jóvenes no se disfrazan. Los verdaderos protagonistas del carnaval son los jóvenes de sexo masculino, que desafían ritualmente la autoridad adulta, demuestran su agresividad sobre otros sectores (ni­ ños, mujeres) y terminan asociándose con los hombres mayo­ res o casados. Un ejemplo claro de esto último sería el caso de Vidangoz, donde las colectas públicas realizadas por los jóvenes durante el carnaval tienen como objetivo final ofrecer una comida a los casados. Así se puede entender la razón por la cual en muchos casos (Burguete-Auritz, Dicastillo, Pueyo, Saldías) parte de la celebración consiste en agresiones a niños y muchachas: gol­ pearlos con vejigas, palos o escobas, ensuciarlos con barro u hollín, burlarse de ellos en juegos preparados al efecto. Esta actividad agresiva está generalizada en toda la península;

así, Caro Baroja señala la existencia de “máscaras fustigadoras” como las “Botargas” de Guadalajara, el “Colacho” de Burgos; también existen los “Momochorros” en Altsasua y otras muchas, con denominaciones locales, en Aragón y Cata­ luña. Si bien en algún caso, como en Pueyo, la agresión se extiende a los disfrazados de “señoritos”, con lo que incorpora algún elemento de enfrentamiento de clases, en general pare­ cen predominar las manifestaciones de autoafirmación de un grupo “en ascenso” que de este modo manifiesta su intención de incorporarse al sector dominante, demostrando su agresi­ vidad con los sectores subordinados. Dice el mismo Caro Baroja que es: «Costumbre que en Carnaval los muchachos salgan con zurriagos a azotar a los convecinos y especialmente a las mujeres» (p. 365). De este modo, lejos de significar la fiesta una alteración profunda del sistema jerárquico existente, resulta sólo una manifestación ritualizada de desafío de un grupo de aspirantes al poder: los muchachos, frente a sus detentadores: los hombres adultos, e implica mantener la sujeción de los restantes grupos. A partir de esta interpretación puede entenderse que ha­ ya cierta participación (aunque limitada a unos días y horas específicas) de los niños. A ellos les sirve de entrenamiento, puesto que finalmente llegarán a ser hombres, mientras que esta participación se les niega a las mujeres, cuyo estatus es visto como definitivamente subordinado. La ausencia de mujeres reales se “compensa” con la pre­ sencia (abundantísima en toda la península) de vestimentas femeninas llevadas por los muchachos. Éstos usurpan la representación femenina ridiculizando el aspecto y el compor­ tamiento de las mujeres en los carnavales de Aranz, Arbizu, Areso, Arrayoz, Azcona, Burguete Auritz, Vidangoz y tantos otros, dentro y fuera de Navarra. La tarea de reemplazar y ridiculizar a las mujeres va acompañada muchas veces de canciones burlescas, de claro contenido machista, en las que se les exije virginidad: E s a n ovia que tú tienes an tes la he tenido yo, D io s q u ie ra q ue te d iviertas con lo que a m í m e sobró. (L e z a u n )

M á s vale ser m ochuelo con el pico retorcido que no casarm e con u n a que ten ga el virgo rom pido. (V illa n u e v a A ra q u il)

Se denuesta a las feas o a las ancianas: A u n q u e m e d ieran tus p a d res la m u ía y la y egu a b la n ca no m e casaré contigo porque eres estrech a de anca. Yo te q u isiera q u e re r y tu m ad re no m e deja en todo se h a de m eter esa p u ñ e tera vieja.

O se manifiesta claramente el propósito, socialmente recono­ cido como legítimo, de mantener la sujeción femenina: Si m e diste calab azas, m e la s comí con pa n tierno, m ás v a le n tus c a lab a z as q u e u n a m u jer sin gobierno.

Todas coplas recogidas por Garmendia en Villanueva Ara­ quil, aunque la última está difundida por muchos pueblos de Aragón. Evidentemente este fenómeno no es exclusivo de Navarra, y si he citado tantos casos locales es sólo porque el excelente trabajo de Garmendia permite para esta área una visión de conjunto. Pero ya he señalado en otro trabajo (1987) situacio­ nes semejantes en áreas rurales catalanas, y Roma lo mues­ tra también para Aragón. En realidad, la aparente libertad de la fiesta, encubre nuevamente los viejos roles de la dominación masculina, y si bien puede servir de rito de paso para los muchachos y de aprendizaje para los niños, implica mantener intacta la su­ bordinación femenina. Esto implica mantener también margi­ nadas a las niñas, aunque en la actualidad, al organizarse la parte infantil de la fiesta desde las escuelas, se ha hecho igua­ litaria la participación entre los pequeños de ambos sexos. Que los carnavales no dieran ámbitos de participación femenina, o que lo dieran muy limitadamente, como describe

Fuguet para Barberá de la Conca (Cataluña), no implica que las mujeres carecieran de fiestas en las que detentaban pro­ tagonismo. Pero estas fiestas, en la medida en que se refieren a sectores carentes de poder, se han considerado siempre poco importantes para la comunidad en general y se relegan al ámbito de lo privado.

Las fiestas de mujeres Salvo en algunas aldeas en que existen las “fiestas de mujeres”, en que éstas toman por unas horas el poder —lo que les da la posibilidad de disponer de un ámbito público de cuestionamiento— , en todo el resto de la península las muje­ res no han tenido oportunidad de actuar colectivamente y en forma cuestionadora a lo largo de todo el ciclo festivo. Caro Baroja recoge cierto número de tradiciones de fiestas originadas en la antigua celebración de la “matronalia” y que se articulan en torno a la celebración de Santa Águeda (5 de febrero). Las fiestas oscilan entre una simple merienda feme­ nina en el campo (Alcañiz, en Aragón), hasta la práctica de elegir alcaldesas (Zamarramala, en Segovia), pasando por costumbres como la de Urgel, en que en esa fecha las muje­ res tocan las campanas, bailan solas y hacen cuestaciones, las de Seros, donde bailan alrededor de una hoguera, o la de Mequinenza, en que se disfrazan de hombres y hacen come­ dias. En general estas fiestas no se consideran “la fiesta im­ portante del pueblo” y la agresividad que se permite a las mujeres suele ser limitada. Sólo en muy pocos casos (Junco­ sa) tienen derecho a disfrazarse con la cara tapada (única forma en que la agresividad queda anónima) y acometer a los transeúntes. En el resto de los casos — aunque se prevea sancionar a los que invadan la fiesta o la molesten, con pe­ llizcos o pinchazos de alfileres—*, el control social y la norma de actuar a cara descubierta impiden que estas agresiones se materialicen. Más aún, estas fiestas han sido “recicladas” en muchos lugares como fiestas de los casados (Castronuevo, en Zamora, o Frades, en Salamanca) con lo que sus posibilida­ des de reflejar cuestionamientos femeninos queda claramente neutralizada. Hay un puñado más de fiestas dedicadas a Santa Agueda (Cedillo, Castroserna, Cabañas, Uruñela, Robres del Castillo y Agoncillo) y una fiesta de tipo laboral y de ámbito urbano, la celebración de Santa Lucía llevada a cabo el día 11 de

diciembre por las costureras en Barcelona. En ella se realiza­ ba una cena y baile y grupos de “modistillas” recorrían las ca­ lles burlándose y tratando de quitar la ropa y arrojar a las fuentes a los muchachos que encontraban solos. Un caso particularmente interesante es el del poblado navarro de Altsasua donde, a partir de encuestas realizadas a fines de 1960 y principios del 70 por el erudito local Enri­ que Zelaia, éste ha podido reconstruir la evolución de la fiesta de Santa Águeda desde el siglo XIX hasta nuestros días. La fiesta parte de una tradición mixta en que la parte pública la realizaban los hombres (elección de rey y organiza­ dores masculinos, toque de campanas, baile del xorxico) y la privada las muchachas. Estas se apoyaban en “una estructu­ ra y organización propia”: la de las cuadrillas formadas por muchachas solteras mayores de 13 años, que se reunían du­ rante todo el invierno en una casa de familia, en grupos de ocho o diez, para aprender a coser (por enseñanza mutua). Las reuniones cotidianas de 8 a 10 de la noche se prolonga­ ban una hora más los jueves y sábados con un baile y brinda­ ban un ámbito apropiado para inventar y ensayar las coplas con que salían a hacer cuestación la víspera de Santa Águe­ da. Con lo obtenido invitaban a los muchachos y el día de Santa Agueda daban una comida a sus anfitriones (a los que ofrecían también su trabajo el primer y el último día de reu­ nión de las cuadrillas). A diferencia de la de los muchachos, la fiesta de las chá­ valas no era jerárquica y tenía lugar en los ámbitos familia­ res, salvo la cuestación, en que invadían todo el pueblo y entraban incluso en las tabernas. Prácticamente todas las muchachas tomaban parte en estas cuadrillas a finales del siglo pasado (100 sobre una población total de poco más de 2 .000 ).

Mientras la fiesta pública fue decayendo hasta el punto de no celebrarse en 1905, la de las muchachas adquiría un cre­ ciente desarrollo. Ese mismo año, un incendio en un lugar de trabajo masculino se interpretó como un castigo de Santa a los hombres por haber abandonado su celebración. Ésta se retomó y poco a poco se fueron encargando de ella los quin­ tos. Simultáneamente la organización en la década de 1920 de “costureros” organizados alrededor de profesionales de la costura fue haciendo perder peso a las cuadrillas, que desa­ parecieron hacia 1930 y con ellas las cuestaciones femeninas con coros. Los quintos tomaron entonces un protagonismo absoluto

que continúa hasta nuestros días, con trajes vistosos, pañue­ los bordados por madres y novias y palos adornados por lazos también bordados, y reciben regalos de pasteles hechos por las muchachas, que venden para organizar una comilona en la que ellas no participan. Cuando en 1972 se recuperan los coros, éstos serán masculinos. Desde los quintos del 1962 hay cierto movimiento por reincorporar a las chicas, aunque de forma totalmente subordinada. Éstas son invitadas al café después de la comida que han financiado y de la que han sido excluidas. Ante las protestas de las “quintas”, se ha pro­ ducido un vivo debate en el pueblo sobre la posibilidad o no de incorporar más ampliamente a las muchachas a esta fiesta “tradicionalmente masculina”. Pueden verse aquí algunas características de un proceso que probablemente se haya dado también en algún otro sitio: • Coexistencia en el tiempo de una fiesta pública y jerarquizada masculina y una más participativa y pri­ vada femenina. • Declive de esta segunda y sustitución paulatina por una fiesta masculina excluyente que se presenta como originaria y tradicional. • Intentos femeninos de recuperar el espacio perdido e incluso de ganar el público (reivindicación de cuestacio­ nes mixtas y de bailar el xorxico). Este conjunto de fiestas son, pese a sus limitaciones reivindicativas, las únicas manifestaciones tradicionales de ocupación festiva del espacio público por mujeres de las que he encontrado constancia, y creo que merecen ser estudiadas por los grupos feministas, pues pueden brindar sugerencias sobre las que podrían desarrollarse estrategias cuestionadoras de ocupación del espacio público, es decir “fiestas femeni­ nas”. Fuera de ellas, las mujeres se han visto forzadas a desglosar el ámbito festivo y a desarrollar cada uno de sus componentes por separado, estructurando fiestas privadas (sin transgresión ni cuestionamiento) y transgresiones y cuestionamientos no festivos.

Los ritos de paso Dentro de lo que puede entenderse como ritos de paso para las muchachas (función que como hemos visto cumplía el Carnaval para los jóvenes), los principales serían la primera comunión y el matrimonio. Vestidos especiales y reconocimien­ to público en una ceremonia en que reciben regalos y muestras de afecto, marcan estos acontecimientos como hitos significati­ vos, aun cuando no cumplan todas las etapas que antropológi­ camente definen a este tipo de ceremonias. Es de observar que en ninguno de los dos casos se trata de ritos sólo para mujeres, pero aun compartidos, resulta claro que el subrayado social tiende a concederles a ellas el protagonismo. Desde el punto de vista “emic”, es decir partiendo de la opinión de las infor­ mantes, estos momentos suelen ser considerados como muy importantes, y de ellos se guardan recuerdos y fotografías. Observemos que, a diferencia de la fiesta masculina, la que se permite a las mujeres no implica transgresión, sino aceptación, de las normas. Estas ceremonias tienden a en­ cuadrar mejor a la mujer en sus roles subordinados asigna­ dos, mediante la valoración de aspectos pasivos de la conduc­ ta. Todos los aspectos del ritual tienden a conseguir este objetivo de protagonismo sin actividad: la belleza de un traje que impide moverse libremente, el modelo ideal de dulzura y silencio que la joven debe imitar, etc. Casi en todos los aspectos, estas ceremonias de paso a otro estado son, para las mujeres, la contrapartida de las ceremonias masculinas que cumplen una función equivalen­ te. La aceptación de lo feo y lo grotesco en el ámbito masculi­ no permite una libertad de conductas y una amplitud de movimientos, que el culto a la estética de las presentaciones femeninas impide por completo. Además, para los muchachos se permite y alienta la actividad en grupo, las manifestacio­ nes agresivas y la libertad expresiva y provocativa en un ámbito considerado neutro (el espacio público). En contrapar­ tida, la conducta que se exige de la mujer es la de acatar las normas y brindarse como objeto de admiración individual­ mente y en forma pasiva, en un ámbito (religioso) en que se consideraría incorrecta toda otra actividad. Es evidente entonces que tampoco estas fiestas con prota­ gonismo femenino están programadas desde la perspectiva de las mujeres como grupo con intereses propios, sino que son una manifestación más de una estructura de poder que las condiciona y margina.

Pero esta falta de aprobación social de la fiesta femenina no quiere decir que ésta no exista, o que las mujeres no ha­ yan intentado insistentemente conquistar espacios para utili­ zarlos como propios. Frecuentemente las mujeres han sabido transformar sus ámbitos de “obligaciones” en ámbitos festi­ vos, si entendemos como tales los lugares de encuentro, co­ municación y algazara, como se aprecia claramente en el caso de las “cuadrillas” de Altsasua. Las tareas que se catalogaban como exclusivas de su sexo y que implicaban abandonar el recinto-cárcel del hogar, eran las más frecuentemente redefinidas como ámbitos de libertad y encuentro con sus pares. Buscar agua en la fuente, lavar ropa en el río o en los lavaderos públicos, acudir a la compra, se transformaba en un lugar de risas y de intercambio de informaciones socialmente necesarias, además de servir para afianzar los lazos de solidaridad femenina externos al hogar. Allí se intercambiaban ropas, comidas y conocimientos sobre cuidado de la salud, se organizaban los turnos para cuidar niños y enfermos, y se gestaban las protestas o algaradas femeninas que, en caso de crisis, solían producirse antes que las masculinas (por ejemplo, en Barbera de la Conca, en 1894).1Allí también se realizaba una crítica, a menudo dura y explícita, de los pilares de la dominación masculina, se ridiculizaba a los solemnes patriarcas y se aconsejaba a las jóvenes. No es de extrañar que este ámbito, no controlado por hombres, resultara siempre objeto de la desconfianza mascu­ lina y que los hombres se empeñaran en “liberar a las muje­ 1. Trotski señala que la revolución de febrero de 1917 en Rusia (que es el antecedente inmediato de la triunfante de octubre) se inició porque las obreras textiles decidieron declararse en huelga en el “Día Internacional de la Mujer”, en contra de la opinión del Comité bolchevique de Petrogrado, el cual no tuvo más remedio que plegarse a los hechos consumados. Además, las mujeres fueron las primeras en tomar la calle, a partir de los grupos que se reunían esperando pan, y las que evitaron que los soldados tiraran contra el pueblo, logrando que se unieran al levantamiento. Señala textualmente: “La revolución de febrero empezó desde absyo, venciendo la resistencia de las propias organizaciones revolucionarias, con la particularidad de que esta espontánea iniciativa corrió a cargo de la parte más oprimida y cohibida del proletariado: las obreras del ramo textil” (p. 106). Esta situación se ha repeti­ do en muchas otras huelgas generales, entre ellas la catalana del textil de 1913. Calvo Buezas nos habla, por su parte, de la huelga de las mujeres chicanas en Texas desde 1972 a 1974, en que se movilizaron cuatro mil obreros y obreras, de los cuales el 85% eran mujeres, y que consiguieron sus reivindicaciones (subir salarios y beneficios a la maternidad) a partir de su capacidad organizativa.

res de esa carga” apenas disponían de los recursos suficientes para hacerlo. De esta manera, la incorporación masiva de los electrodomésticos cumplió la función ambigua de liberar a la mujer de ciertos trabajos pesados, pero al mismo tiempo la confinó más rígidamente en el hogar. Pero aun en los ámbitos controlados por los hombres, como la iglesia, las mujeres lograban muchas veces recortar espacios de autodeterminación. Así, Roma señala que el in­ greso en ciertas cofradías suponía un verdadero ascenso so­ cial para las jóvenes, con una ritualización específica, mientras que las cuestaciones realizadas por otras, como la del Roser, constituían la única oportunidad en que a las mu­ chachas se les permitía ir por la calle en grupos, expresarse con libertad, cantar y demostrar ingenio. Incluso en los casos en que la práctica que imponen las ceremonias religiosas se base en modelos de pasividad feme­ nina, puede dar lugar a un cuestionamiento en la práctica. Por ejemplo, el Domingo de Ramos en Cataluña los niños llevan palmones y las niñas palmas. Estas últimas son mu­ cho más adornadas y estéticas y se limitan a una función puramente decorativa, mientras que los palmones son para ser usados golpeando el suelo durante el oficio de tinieblas. Exigen una actividad, cuya comprobación se da por el trozo de tallo que resulte transformado en fibras sueltas, lo que constituye para los pequeños un motivo de orgullo y compe­ tencia. Ahora bien, resulta frecuente observar niñas con pal­ mones (mientras que no se ven nunca niños con palmas). Esto significa que muchas niñas —y sus madres— optan por la participación activa, eludiendo el atractivo de la belleza formal de las palmas. En este detalle, que podría multiplicar­ se en muchos otros ejemplos, se puede leer un cuestiona­ miento a la pasividad asignada a la mujer, dentro del contex­ to de una aceptación general del marco religioso.

Los cuestionamientos indirectos La situación asimétrica en que se encuentran las mujeres en la estructura social y su imposibilidad de enfrentarse directamente con la estructura de poder (y sus representan­ tes masculinos en el seno del propio hogar) hace que el cues­ tionamiento femenino haya tomado la mayor parte de las veces formas indirectas o veladas. En los capítulos anteriores he tratado de mostrar cómo los cuentos maravillosos, conta­

dos por madres y abuelas, daban una imagen de la mujer mucho mejor que los estereotipos sociales al respecto, y que las rondas de niñas tienden a dar una imagen del mundo desde la perspectiva femenina y a desvalorizar los patrones machistas. Quiero señalar, además, que hay otro elemento del que siempre se han servido los sectores que carecen de fuerza social, y que las mujeres han utilizado (y utilizan) amplia­ mente: me refiero a la risa, el sarcasmo o la ironía. Es una experiencia común para cualquiera que trabaja con mujeres, saber que éstas con frecuencia se escudan tras risas ante los temas embarazosos. Se tiende a interpretar esta conducta como “timidez” o “risas nerviosas”. Es en realidad una estra­ tegia cortés, pero efectiva, para evitar embarcarse en temas que no les interesan o en compromisos que no quieren asu­ mir. La mujer no ríe por condicionantes internos: encauza de ese modo socialmente aceptado sus rechazos o sus aceptacio­ nes. Es decir, utiliza la risa como un lenguaje complementa­ rio. Impedida por la ideología dominante de expresar clara­ mente sus cuestionamientos puesto que: generalm en te la s p a la b r a s en boca de m u jeres son considera­ das como u n sim ple ruido o como u n a tran sm isión in trascen ­ dente (C o ria , p. 43),

la mujer descarga su sentido crítico y su deseo de cambio en dos formas indirectas: la burla (que incluye la desvaloriza­ ción y el rechazo festivo de las materializaciones del poder, sean éstas personas o instituciones) y la asociación con los grupos políticos o religiosos más cuestionadores. En contraposición con la imagen de la mujer dulce, dócil y resignada, suele aparecer en el imaginario social el fantasma de la “furia” o “trasgo”, la mujer violenta y descontrolada que es más una imagen mítica —las bacantes que destrozan a Penteo en la tragedia de Eurípides, las fábulas sobre harpías y lamias (Caro Baroja)— que un referente real, ya que las mujeres en tanto que grupo parecen muy poco inclinadas a las acciones de violencia física. En las estadísticas del Minis­ terio de Justicia, puede verse que por cada veintidós delitos cometidos por hombres, las mujeres cometen sólo uno, y que aun este pequeño porcentaje se refiere a acciones menos violentas que las masculinas (Clemente). Así, la asignación de violencia física a las mujeres forma parte de los fantasmas masculinos, que en tanto que grupo dominante atribuye a

sus víctimas su propia agresividad. Como señala Martín Serrano (p. 382) haciendo referencia a los trabajos de Frenkel-Brunswik y Adorno: «La víctima siempre es malvada.» Sin embargo hay datos que nos permiten suponer que lo que se produce es un desplazamiento o derivación de la vio­ lencia, que se encauza como apoyo a movimientos violentos, aunque éstos no tengan reivindicaciones que las comprome­ tan directamente. En el caso estudiado por Labrousse (en Le reveil iridien, p. 116) de la participación de mujeres en el grupo guerrillero Sendero Luminoso en Perú,2 se confirma la constante de la mayor participación femenina en los movi­ mientos que preconizan la lucha armada frente a los que reivindican vías legales de acceso al poder. Además, dentro de los partidos reconocidos, suelen estar más representadas en la izquierda extra-parlamentaria que en los parlamenta­ rios de cualquier signo. Las mujeres suelen apoyar las reivindicaciones más radi­ cales y tradicionalmente han brindado amparo a integrantes de grupos violentos (guerrilleros o bandoleros). Comúnmente se interpreta esto como una prueba más de sus “condiciones femeninas” aceptadas: bondad, generosidad, comprensión, amor, que las harían tolerantes incluso con actividades que los hombres que comparten esas cualidades no tolerarían. Pero es posible que detrás de esta aceptación haya algo más que generosidad: un proyecto compartido en que se deriva a otro, cuando no se puede hacer por una misma, la “tarea sucia”. Pollak llega a señalar que las mujeres «delinquen a través del varón» y que son instigadoras y organizadoras de delincuencia, en una visión cuyo origen rastrea Smart en el mito bíblico de Adán y Eva. Pero tanto la visión benigna de la vecindad femenina con el delito, como la que la explica por sus “malas inclinaciones congénitas” colocan el fenómeno en el campo de las conductas determinadas biológicamente y no lo relacionan con la falta de entusiasmo de las mujeres por mantener intacta una estructura que las margina. Sin embargo, es precisamente por la marginación social que padece la mujer, que ésta se siente comprometida en un 2. Alain Labrousse (p. 125) dice de la guerrilla de Sendero Luminoso que «las mujeres tienen (en ese movimiento) un rol infinitamente más importante que en los otros partidos de izquierda de Perú» y puntualiza que éste es un sector milenarista, que «lleva a cabo una política de terror impuesta por las armas» y que está formado por jóvenes y marginados sociales más que por obreros y campesinos. Montoya define este grupo como «la expresión más radical de aquellos que no tienen nada a perder y todo a ganar».

grado menor del que se le asigna, en el mantenimiento del orden social establecido: no acepta al bandolero porque lo ama; ama al bandolero porque éste cuestiona de hecho la estructura de poder. Apoya a la guerrilla (y toma parte) porque le permite cuestionar la sociedad, a la que no le im­ porta ver tambalearse. Ante la conciencia de su propia limi­ tación para cambiar las estructuras, simpatiza con las pro­ puestas más radicales, a las que (amparándose en su presun­ ta ignorancia política) nunca critica en tanto que proyecto, sino solamente en términos puntuales: si son peligrosos indi­ vidualmente, o si se han excedido en tal o cual acción. Dado que las mujeres están representadas en todas las clases sociales, es claro que defienden intereses sectoriales diferentes y que, en consecuencia, es muy diverso su nivel de compromiso con el orden establecido. Esto hace que los parti­ dos de derecha siempre puedan mostrar algunas represen­ tantes mujeres capaces de compartir sus proyectos. Más aún, en la medida en que estas mujeres de clases altas o medias son las que detentan estudios y tienen costumbre de actuar en ámbitos públicos, esto oscurece la participación, mucho más callada pero efectiva, de la proporción mayor de mujeres que sólo se movilizan para cuestionar. El ejemplo de las Madres de Plaza de Mayo en Argentina, que examino en el capítulo siguiente, constituye un caso claro de la forma en que se puede utilizar un rol tradicional para ponerse en la vanguardia de los cuestionamientos del sistema.

Conclusiones Hemos partido de la fiesta como cuestionamiento y he­ mos llegado a cuestionamientos que no tienen nada de festi­ vos. Esto es el resultado lógico de tratar de seguir a los acto­ res sociales a través de sus distintas formas de expresarse, y de centrar el interés precisamente en el grupo con menos posibilidades autorizadas de expresión social: las mujeres. Así, los conflictos que también enfrentan a otros sectores, pero que se expresan en éstos en forma abierta, toman en su caso particular formas atípicas, utilizando para el cuestiona­ miento las mismas conductas que la sociedad les asigna como “naturales” y a través de las cuales se perpetúa su subordi­ nación. El paso de la vida rural a la urbana ha hecho caducar

muchas de las limitaciones sobre la ocupación del espacio público que tradicionalmente reducían las posibilidades de acción femenina, pero al mismo tiempo se han roto o invali­ dado las redes de solidaridad y los ámbitos recuperados que permitían superar la fragmentación del ámbito doméstico. La incorporación de las mujeres a las expresiones festivas ciudadanas es fragmentaria. Como contrapartida a los “ba­ res” o “tascas” masculinas, se van consolidando lentamente —en Donosti, por ejemplo— cafeterías con asistencia predo­ minantemente femenina. Hay también Juntas Vecinales y Asociaciones de Padres en que su número iguala y a veces supera al de los hombres, y esto es importante porque con frecuencia éstos son los ámbitos desde los que se generan las fiestas populares. Pero es sólo a partir de la constitución y desarrollo de los movimientos feministas que se ha llevado a cabo una verdadera y explícita reivindicación de la fiesta. Así, hay zonas de las grandes conurbaciones, como en Santa Coloma de Gramanet en Barcelona, en las que se ha consti­ tuido una verdadera tradición según la cual en determina­ das fechas las mujeres dejan el hogar y participan en cenas y bailes, a los cuales tienen el acceso vedado los hombres y que movilizan a cientos de mujeres. De todas maneras, aunque crecientes en número y fuerza, estas manifestaciones no abarcan aún al grueso de las muje­ res, para las que la opción continúa siendo una participación marginal en las ocupaciones festivo-reivindicativas de otros sectores, o un desplazamiento en ese sentido de actividades cotidianas que no son vistas como fiesta por el resto de la sociedad.

Capítulo V

LECTURAS POSIBLES DE LA SITUACIÓN DE LA MUJER EN ARGENTINA

Las relaciones de género en algunos cultos folklóricos argentinos Un pueblo como el argentino, que es el resultado de la confluencia, superposición, distorsión y desplazamiento de múltiples tradiciones, es presumible que manifieste en sus elaboraciones populares esta diversidad de influencias, si entendemos, como sugiere Iniesta, que «cada pueblo proyecta en su ideología sus tradiciones culturales» (p. 150). Pero estas elaboraciones no son estáticas (como señala Vázquez) y los diversos actores sociales, tanto los que deten­ tan el control hegemónico como los sectores populares, trans­ miten las tradiciones releyéndolas en un trabajo de autorre­ producción social que descarta, olvidándolos, los contenidos que no se corresponden con las nuevas correlaciones sociales, resignifica los antiguos mensajes y genera nuevos mitos y leyendas a partir de nuevas realidades y problemas. De este modo cada mito, cada leyenda, pueden estudiarse desde una doble vertiente: • Sus raíces históricas: dónde se originaron, qué grupo autóctono o inmigrante los aportó. • Su función social: qué significado tienen para los que los transmiten, de qué conflictos sociales hablan, por qué mantienen vigencia. Es indudable que, mientras la perspectiva histórica nos lleva al estudio de los desplazamientos y contactos de pobla­ ción, el análisis de los mitos en términos de su significación social nos lleva a enfrentamos con el complejo juego de oposi­ ciones e interacciones que se da en el seno de cada sociedad, y a través del cual se expresan sus enfrentamientos y sus acuerdos.

Así una sociedad fraccionada en clases sociales y atrave­ sada por oposiciones étnicas y de género, no puede menos que reflejar estos conflictos en su universo mítico. Este será siempre polisémico, puesto que será susceptible de diversas lecturas según los actores sociales que lo asuman, y dinámi­ co, en la medida en que reflejará la pertinencia o no de las viejas tradiciones para dar testimonio de los nuevos conflic­ tos. Desde esta perspectiva, resultan datos del mayor interés todos los que se refieren al uso de los mitos: qué sectores (populares o no) los mantienen, a qué prácticas sociales dan lugar, qué significados se les atribuyen, qué nivel de popu­ laridad tienen. Es importante, así, distinguir entre las le­ yendas recogidas por los folkloristas, pero que ya pocos re­ cuerdan en la zona, y aquellos mitos que son objeto de una reelaboración constante y que mantienen un rico bagaje de concreciones rituales. Es evidente que la mayor vigencia de estos últimos se relaciona con su mayor capacidad de reflejar estados de opinión y problemas actuales. Por otra parte es también significativo señalar en cada caso cuál es el sector social (campesinos, grupo étnico, mujeres, clases populares en general) que genera, transmite o mantiene una determi­ nada tradición, la que resulta así ligada a los intereses de ese grupo concreto. Esta forma de acercarse al problema de las tradiciones culturales implica considerarlas un lenguaje a través del cual se expresan los conflictos y los acuerdos sociales. A través de la decodificación que se haga de ellas, es posible matizar entonces algunas generalizaciones sobre la sociedad global y entender mejor los sutiles juegos de reacomodaciones me­ diante los cuales los distintos sectores sociales renegocian continuamente su lugar en la estructura social. Excede con mucho los límites de este ensayo intentar acercarme a todos los mitos argentinos o incluso agotar las lecturas posibles de los que tomo como ejemplo. Sólo preten­ do mostrar a través de unos pocos casos, cómo un determina­ do enfrentamiento — el de género— puede ser objeto de ela­ boraciones diversas, y aportar datos para sostener la hipóte­ sis de que ningún sector es pasivo, o solamente receptor de mensajes sociales, sino que todos participan en las estrate­ gias de reformulación de la imagen que se les asigna social­ mente. Me ha parecido significativo a estos efectos constatar que el tema de las relaciones entre actores sociales definidos a partir de su diferencia sexual está presente en gran número

de elaboraciones míticas populares, pero con tratamientos diferentes. Hay una versión conservadora con respecto a los roles, que se corresponde con los mitos más tradicionales (posible consecuencia de la presión religiosa colonial sobre mitos autóctonos menos misóginos) y una elaboración más permisiva que parece originarse a fines del siglo pasado y que se correspondería con cierta desestructuración de la sociedad tradicional y su asignación rígida de conductas aceptables para cada sexo. El proceso de modernización rela­ cionado con el desarrollo capitalista, la urbanización, el flujo inmigratorio, la movilidad social y la escolarización genera­ lizada, además de la escasez relativa de mujeres producida por los desplazamientos de población, pueden haber influido en la génesis de esta segunda oleada de mitos populares, que es la que mantiene mayor vigencia hasta la actualidad, con diversos niveles de ritualización. Entre las creencias populares que se recuerdan en algunas zonas del interior argentino, hay varias recogidas por los fol­ kloristas, que parecen referirse a las relaciones hombre/mu­ jer y desarrollar, en sus concordancias y oposiciones, un dis­ curso sobre las funciones socialmente asignadas a cada género. La creencia del “alma muía” o “mulánima” resume, dentro del contexto del medio campesino santiagueño, una parte significativa de la ideología patriarcal tradicional: ante rela­ ciones incestuosas o sacrilegas (mujeres conviviendo con parientes cercanos o con religiosos), la ética popular castiga­ ba sólo a la mujer, a la cual veía convertida en un animal fantasma “el alma muía” que deambulaba en la noche por lugares apartados y que sólo podía salvarse si un hombre se le enfrentaba y le cortaba una oreja con un cuchillo. La san­ gre, al correr, rompía el encantamiento y la mujer volvía a la vida normal. Ver a la mujer como pecadora, que necesita ser salvada por el hombre, era una forma de reproducir en el mito el mismo mensaje de la religión oficial, pese a que en este caso las connotaciones sexuales eran más explícitas, ya que hablar de un hombre que hace correr la sangre de una mujer parece hacer referencia a una desfloración. Probable­ mente la interpretación que mejor se corresponda con la ideología del área, se refiera al hecho de que una mujer en­ vuelta en relaciones sexuales sin futuro al no ser socialmente aceptadas (simbolismo de la muía que es un animal híbrido y estéril) puede “salvarse”, desde el punto de vista de la comu­ nidad, si un hombre valiente (capaz de sobreponerse a las murmuraciones y la desaprobación) se casa con ella.

Las otras representaciones negativas de la mujer en el folklore han tomado cuerpo tradicionalmente en “la llorona”, “la viuda” y el “kakuy”. La primera, que proviene de una tradición prehispánica, tiene un área de difusión que abarca casi toda América. Levi-Strauss señala precisamente que su gran difusión es una prueba de su antigüedad cuando dice: L o s esp íritu s so b re n a tu ra le s provistos de u n a c ria tu ra q u e llo ra o a quien h a y que h acer llorar, o bien que ch illan ellos m ism os como n iños pequeños, están m u y extendidos en A m é r i­ ca y pu ed e supon erse que constituyen u n tem a b astan te arc a i­ co p a ra h a b erse difundido por los dos hem isferios. (L a vía de las m áscaras, p. 90)

En su versión actual ha sido estudiada por Milagros Pal­ ma para Nicaragua.1 La “llorona” es portadora de desgracias y hace conocer su presencia por sus lamentos. La “viuda” descrita por Coluccio es un fantasma: alta y delgada, va vestida de blanco o de negro, según las zonas, y desvalija a los viajeros o persigue a los jinetes, a los que abraza mortal­ mente después de montar en el anca del caballo. Muestra su sonrisa a los hombres pero es esquiva con las mujeres. Como la “mulánima”, la leyenda del “kakuy” nos habla de otra mujer castigada. La “conseja” cuenta que una hermana que maltrataba a su hermano fue abandonada por éste en la copa de un árbol, donde se transformó en pájaro nocturno lastimero. Realmente las dos opciones folklóricas ante el incesto son equivalentes. Si la mujer accedía a las pretensio­ nes del familiar que quería ser su amante, era transformada en “mulánima”, si no accedía, en “kakuy”, animales ambos negros y nocturnos. Con el hombre, en cambio, el mito era indulgente: no lo mencionaba si lograba realizar la unión prohibida, y lo transformaba en “el bueno de la historia”, una especie de víctima de la maldad femenina, si ella se le resis­ tía. Además se le otorgaba la posibilidad de salvar a la mujer perdida por el pecado y transformarse en su redentor. 1. Alfonso Caso dice: «Cihuacóatl... es la madre de los dioses entre los aztecas... es una síntesis admirable de las ideas de amor y destrucción que corresponden a la tierra... es la patrona de las Cihuateteo que de noche vocean y braman en el aire; son las mujeres muertas en parto, que bajan a la tierra... En tiempos posteriores Cihuacóalt se transformó en “la llorona” de nuestra conseja popular, que carga una cuna o el cadáver de un niño y que lanza en las noches amargos lamentos en los cruceros de las calles de la ciudad, pero en tiempos antiguos sabían que había llegado porque dejaba abandonada en el mercado la cuna y dentro de ella estaba un cuchillo de sacrificio» {El pueblo del sol, p. 72 a 75).

Estos mitos y parte del refranero popular nos dan una imagen de la posición de la mujer en la sociedad tradicional, en la que convergían los estereotipos machistas propios de la sociedad española, que había aportado a sus conquistadores, administradores y sacerdotes, y la situación de las mujeres indígenas, que habían visto degradado su estatus durante la época colonial. La sociedad resultante mantenía entonces la desvalorización femenina. Pero además de este ciclo evidentemente comprometido con la ideología dominante, existe también (y con un nivel de popularidad muy superior) un ciclo mítico de mujeres “santas”, representado principalmente por tres ejes del culto popular: “la Difunta Correa”, “la Telesita” y “Almita Sivila”. Mientras que las representaciones negativas de que hablába­ mos antes, son leyendas de tipo moralizador, que se agotan en el relato mismo y que no dan lugar a ningún tipo de ri­ tual, las creencias que pasamos a describir son objeto de un culto ampliamente practicado. La Difunta Correa tiene un santuario en San Juan, pero además se le brindan ofrendas de botellas de agua, flores y velas en múltiples lugares del país, en capillitas ubicadas en ciertos puntos de los caminos. Es un culto practicado por viajeros y transportistas. La Telesita es celebrada en todo Santiago del Estero con ofrendas de baile y bebidas, a cuyo efecto se transforma temporalmente en capilla la casa del o la promesante. Almita Visitación Sivila tiene una capilla cubierta de placas conmemorativas, ex-votos, flores y velas, en Jujuy. Son tres mujeres que reciben un culto asiduo y fervoroso fuera de los canales eclesiásticos y forman, entre ellas, un triángulo de complementariedades y oposiciones, no sólo en lo referente a su distribución geográfica, sino también y principalmente por la forma en que ascienden a la beatifi­ cación popular. La Difunta Correa era, según su leyenda, una mujer que aventurándose sola por una zona desértica con su niño pe­ queño, murió de sed, pero siguió alimentando aun muerta a su hijito, que así salvó la vida.2 Resulta de esta manera un modelo maternal arquetípico de la madre que protege a su hijo aun después de la muerte. Pero a diferencia de la Vir­ gen, cuyo culto es secundario con respecto al de Jesucristo, 2. La tradición oral cuenta que el marido de la difunta Correa era un guerrero de la independencia, y señala que ella había escapado de su pueblo para evitar el acoso de sus pretendientes.

esta mujer no es salvada por su hijo como propone el modelo cristiano, sino que es ella quien le salva a él. Las estampitas la representan muerta, tendida en tierra con un brazo exten­ dido (en una imagen que recuerda la de los crucifijos) redi­ miendo con la leche de sus pechos a la humanidad represen­ tada en el niño, iluminada por un rayo de luz celestial. Cons­ tituye una propuesta de “mujer redentora” que obra, según sus creyentes, múltiples milagros. Su culto se ha ido exten­ diendo y en la actualidad abarca toda Argentina. En un estudio de Chertrudi y Newery se señala la presencia de ochenta y ocho santuarios en el país (y la lista no es exhaus­ tiva); últimamente su culto se ha extendido a Bolivia y Chile. El obispado argentino declaró “ilegítimo y reprobable” este culto el 19 de marzo de 1976. La historia de la Telesita habla de una muchacha que vivía sola en el bosque, pero que se acercaba a los “ranchos” de los pobladores cuando había baile. En esos casos bailaba toda la noche y luego se retiraba sin atender a las invitacio­ nes de quedarse. Cuando un día faltó a su tácita cita con la danza y la buscaron en el interior del bosque, encontraron sus restos carbonizados. Desde entonces se celebran en su honor las “Telesiadas”, tan populares que en 1950 el gobierno provincial las prohibió por decreto a instancias de la curia. A pesar de ello, continúan celebrándose. Para rendirle culto se prepara la casa con un pequeño altar y una figurita de trapo que la representa. Los promesantes bailan en su honor siete chácareras, seguida cada una de un vaso de bebida. Luego bailan todos los presentes “hasta que las velas no ardan”. Se le pide salud, prosperidad y ayuda para encontrar cosas perdidas. El culto a la Telesita probablemente tiene raíces indígenas, ya que está relacionado con los cultos bailados y las ofrendas de comida y bebida a la Pachamama y al Tío de que nos habla Olivia Harris para Bolivia, coincidiendo en Argentina con un área de influencia quechua.3 En otras zo­ nas de base quechua-aymara del país existen cultos pareci­ dos, como el de la finada Chabela en Jujuy, que según la leyenda bebía mucho, salía a divertirse, murió “de pobrecita nomás” y recibe ofrendas de vino y cigarrillos. El culto a Visitación Sivila (la popular “Almita” jujeña) tuvo su origen en un caso real. En 1928, esta mujer, que 3. Es necesario tener en cuenta que la provincia de Santiago del Estero constituye una bolsa de habla quechua discontinua dentro del territorio argentino.

estaba separada de su marido y vivía con otro hombre, fue asesinada y violado su cadaver al no acceder a los deseos de otro pretendiente. El asesino fue condenado a cadena perpe­ tua. El asesinato despertó enorme indignación y desde un principio la tumba de Visitación Sivila se convirtó en lugar de peregrinación y ofrendas. Sus devotos le pusieron el nom­ bre de “Almita”. En realidad el culto a Visitación Sivila forma parte de una tradición más extendida geográficamente, que se relacio­ na con la beatificación de los que han sufrido muerte violen­ ta. A todo lo largo del país abundan los casos en que se rinde culto a bandoleros, gauchos alzados o víctimas de agresiones por parte de los poderosos. A este contingente de víctimas canonizadas pertenecen numerosas mujeres, muertas todas por hombres que también las agredieron sexualmente. En Córdoba, la “Finada Ramonita”, estrangulada por celos en 1936, se transformó en patrona de los estudiantes. En Co­ rrientes, a fines del siglo pasado, el culto a “La Degolladita” canoniza a Secundina Duarte y a su hija de quince años, asesinadas ambas por el marido de la primera, que pretendía abusar sexualmente de la niña. Igual móvil lleva en Salta al asesinato y posterior santificación de Juana Layme a la que se considera especialmente milagrosa. En Salta también se rinde homenaje a Juana Figueroa, que en 1903 fue muerta por un marido que la maltrataba. En Tucumán, la “Finadita Juanita” pasa a recibir culto después de ser apuñalada en 1960 por un pretendiente. En todos estos casos, que podrían ampliarse, las víctimas de la violencia masculina pasan a los altares de la devoción popular con la misma fuerza con que lo hacen los hombres que han sido muertos por su conflicto con la estructura esta­ tal de poder. Parafraseando la creencia azteca que decía que subían derecho al cielo los hombres que morían en la guerra y las mujeres que morían de parto, podemos ver que en Ar­ gentina suben directamente a la devoción popular los que se rebelan contra el estado y las que sufren la agresión patriar­ cal. Estas “canonizaciones” son hechas principalmente por mujeres, que inician el culto y mantienen las ofrendas, pero se generalizan pronto al resto de la población y muestran una especie de solidaridad de los débiles que, identificándose con las víctimas de los poderosos y atribuyéndoles poderes y milagros, refuerzan su unidad y de este modo logran enfren­ tarse mejor a sus opresores. El hecho de que en dos de los casos más conocidos se

canonice a madres que pagan con su vida la defensa de sus hijas contra el incesto paterno, es la contrapartida del men­ saje de las leyendas de que hablábamos antes: la “mulánima” y el “kakuy” (que hacen a las mujeres responsables de las relaciones incestuosas) y subraya el esfuerzo femenino por impedirlo, contrariamente a lo que señala Milagros Palma para Nicaragua, en que habla de complicidad femenina. Jua­ na Layme y Secundina Duarte se oponen a la prepotencia sexual que sus maridos pretenden ejercer sobre sus hijas, y lo pagan con la vida, pero las mujeres anónimas del pueblo son las que levantan su ejemplo y las santifican, por lo que todas comparten el mismo enfrentamiento. En este contexto, el culto a la “AlmUa” puede ser tomado como paradigmático, aunque sólo sea porque es el más extendido y popular. Así se completa el grupo de las mujeres santas. Desde el punto de vista de su actividad sexual está formado por una casada fiel, una virgen y una mujer que vive libremente su sexualidad y que es agredida por ello. Desde el punto de vista del fin que tuvieron, dos mueren por acción de causas naturales y la tercera es asesinada. Si realizamos el análisis comparativo de los tres modelos de canonización popular de mujeres, veremos que en el más frecuentemente concretado se homenajea a aquellas que han sido víctimas directas de agresiones masculinas, y en los dos restantes a víctimas indirectas. Así, en el caso de Deolinda Correa hay hombres que tienen cierta responsabilidad en su muerte: los que la acosan y fuerzan de este modo su determi­ nación de aventurarse en el desierto. Es mucho menos clara la asignación de causalidad en la muerte de la Telesita, salvo la relación simbólica (y culturalmente bien establecida) entre mujer/agua y hombre/fuego. La pertinencia de utilizar esta decodiíicación de los elementos míticos queda al menos par­ cialmente corroborada por el culto de ofrendas de botellas de agua que se brinda a la Difunta Correa y las bebidas que se ofrecen a la Telesita. Esto parece ligarlas a ambas con la difundida tradición de los seres sobrenaturales femeninos como espíritus acuáticos.4

4. La interpretación de los espíritus acuáticos como seres sobrenaturales femeninos está ampliamente difundida en la tradición europea. Pertenecen a esta categoría las “gorgesn y las “dones d ’aigua.” catalanas, las “laymas” vascas y, en general, todas las ninfas y ondinas que se aparecen a los hom­ bres peinándose su larga cabellera. Esta representación es una imagen acuática en que se reemplaza la corriente móvil y ondulante del agua "peina-

Quizá el elemento más curioso de estas canonizaciones folklóricas es que en estos dos últimos casos, las "santas” lo son por actividades que se desarrollan en ámbitos muy dife­ rentes de los socialmente asignados a las mujeres. Una anda por el desierto, la otra atraviesa los bosques, ninguna de las dos recibe ni acepta ayuda ni trato carnal con los hombres, y pese a ello se configuran en ejes de autoidentificación popular y reciben un culto que no se limita al ofrecido por las muje­ res. En realidad, en el caso de la Difunta Correa su devoción es extendida preferentemente a través de las ofrendas que realizan en su honor los conductores de camiones (como an­ tes lo hacían los arrieros). No es un símbolo de género sino que personaliza los anhelos místicos de sectores importantes de población de distintos estratos sociales, aunque predomi­ nantemente bajos. Es la creación popular que más arraigo ha conseguido, pudiendo competir con las propuestas oficiales de culto a San Cayetano y a diversas advocaciones de la Virgen. Resulta claro que este conjunto de cultos folklóricos impli­ ca una conceptualización de la mujer distinta de la que se diseña en las leyendas de que hablábamos al principio. Es presumible entonces que este cambio en la imagen se corres­ ponda con los cambios en la estructura social que reseñára­ mos al comienzo. Hay uno de ellos que me parece especial­ mente significativo al respecto y se refiere a la gran movili­ dad de población que caracterizó a Argentina desde la década de 1880. Movilidad social, pero principalmente movilidad geográfica, por la llegada al país de la gran inmigración y por los movimientos de migración internos. Todo ese cuadro implicaba una crisis dentro del marco de la ideología tradi­ cional, al forzar a la sociedad a aceptar una multiplicidad de modelos de conducta, en lugar de los rígidos esquemas ante­ riores. Y es precisamente en las situaciones de crisis cuandó los sectores subalternos renegocian su reconocimiento social. Aunque los inmigrantes que llegaron (hombres en su mayoría) venían todos de áreas en que la mujer era desvalo­ rizada, el hecho de que provinieran de distintos ámbitos creaba un elemento de debilidad en sus concreciones ideológi­ cas al respecto. Por otra parte, los desplazamientos selectivos creaban relaciones diferentes entre los sexos: familias matrifocales en los ámbitos de procedencia de los hombres y muje­ res escasas en las áreas donde se acumulaban los recién lleda” por las rocas inmóviles, por la ondulación quieta de los cabellos "navega­ da” por el peine móvil.

gados. En cada caso el desequilibrio numérico entre los sexos producía fisuras en la forma de organización familiar tradi­ cional, que podían ser aprovechadas para redefinir los roles de género. Las crisis fueron puntuales y, como sucede con frecuencia, al estabilizarse la situación, las ventajas relativas tendieron a diluirse, pero de todas maneras este contexto permite entender la generación del conjunto de mitos de las “mujeres santas”. Los repetidos intentos de la jerarquía religiosa y de las autoridades civiles por impedir estos cultos son elementos a tener eii cuenta para analizar su significación social. Mien­ tras que los sectores dominantes continúan generando, a través de su prédica directa e indirecta (desde los sermones hasta los medios de comunicación de masas), el mismo men­ saje conservador con respecto a los roles, los sectores menos favorecidos imaginan seres benéficos que les resultan más próximos al compartir sus dolores y alegrías. Pero al elevar­ los a objeto de culto, los validan como modelo, con lo cual realizan una legitimación de sus propias opciones vitales. Esta función legitimadora de las creencias es bien conocida por las instituciones que tradicionalmente han controlado la generación de ideologías. Así, la Iglesia no solamente prohíbe o acepta las distintas elaboraciones, determinando si son o no correctas, sino que también ejerce un rígido control sobre todo mensaje que aun siendo generado dentro de su propio campo, pueda introducir cualquier matiz popular. El ejemplo más reciente lo constituyen las célebres apariciones de la Virgen en San Nicolás, donde la mujer que tiene las aparicio­ nes queda oculta tras una información oficial (y terriblemen­ te anodina) que matiza y controla esta vía libre de acceso a los mensajes divinos que son las apariciones. Como señala Josefina Roma para Cataluña, las apariciones pueden ger una vía a través de la cual sectores con poco poder: mujeres, pobres, personas con escasa cultura académica, niños, pue­ den acceder a la familiaridad con lo sagrado. Pero los mensa­ jes que transmiten tienen un potencial cuestionador por el solo hecho de saltarse las vías institucionales. En ellos entra necesariamente la idea de la vida y la experiencia social de los sectores que generan o reciben, y en la medida que estos sectores no son hegemónicos dan una idea de la realidad so­ cial distinta de la comúnmente aceptada. Si llevamos estas premisas al ámbito de las relaciones entre los sexos, vemos que la preponderancia otorgada al culto de la Virgen (que es la protagonista de casi todas las

apariciones), el hecho que quienes tienen las visiones sean preferentemente mujeres (en contraposición a la rígida exclu­ sión femenina del sacerdocio) y los mensajes mismos, cuando están poco manipulados, nos dan un modelo de religiosidad alternativa y menos rígida. De todas maneras, la posibilidad cuestionadora de los modelos de culto populares con respecto a los tradicionales se ve con mucha mayor claridad cuando éstos se desarrollan fuera del ámbito de la Iglesia oficial, en este caso no sólo cuestionan por el hecho de existir (como propone LombardoSatriani), sino que esbozan modelos alternativos y más acor­ des con la realidad social de los sectores populares, incluso en un área tan conservadora como puede parecer la de la delimitación de los roles sexuales.

El caso de los tangos A h o ra , cuesta abajo en m i rod ada Solitario y ya vencido yo m e quiero confesar: si aq u e lla boca m en tía el am or que m e ofrecía, por aquellos ojos brujos yo h a b ría dado siem pre m ás. “C u esta A b a jo ”

No siempre los hombres tienen a su favor los elementos (control político y económico, monopolio del uso de la fuerza) que les permiten desarrollar sus habituales estrategias de dominación. Si las circunstancias les son desfavorables pue­ den amoldarse a ellas, cambiando sustancialmente el conte­ nido de los mensajes que emiten como grupo. Un caso muy interesante de analizar al respecto es el que se produce en las áreas en que en escaso tiempo se registra una fuerte inmigración, lo que cambia la composición étnica de la población y la correlación numérica de los sexos, y de las edades. Esta circunstancia se dio desde mediados del siglo pasado hasta avanzado el presente, en algunos países americanos: Estados Unidos y Canadá, en el Norte, Argentina, Uruguay, sur de Brasil y centro de Chile, en el Sur, produ­ ciendo un fuerte incremento del número de hombres jóvenes, que llegaban atraídos por la perspectiva de trabajo, mientras se incrementaba en menor medida la cantidad de mujeres.

En todos estos casos, y en otros que se daban simultánea­ mente, como Australia o Sudáfrica, sociedades estructuradas en forma tradicional y con criterios patriarcales, recibían aportes de población procedentes mayoritariamente de Euro­ pa, donde también imperaba una ideología y una práctica discriminatoria de la mujer. No se producía entonces un choque ideológico, pero en cambio se presentaba una situa­ ción estructuralmente diferente. La escasez relativa de muje­ res en estas nuevas sociedades incrementaba sus posibili­ dades de elegir y, por consiguiente, favorecía el desarrollo de algunos niveles de autonomía femenina. Si bien este fenómeno alcanzó, como ya he dicho, amplias zonas, no en todas partes tuvo igual desarrollo. En la mayo­ ría de los casos había un núcleo de población previa capaz de asimilar a los nuevos llegados. Así, es interesante analizar un caso, $1 de la Argentina de fines del siglo pasado, en el que la inmigración masiva superó en número a la población nativa. Este fenómeno no era general, ya que en Estados Unidos: H a b ía claram en te u n a com unidad receptora fuerte, de dim en ­ siones considerables, que se constituía en gru p o asim ilador. A p e sa r de q u e los E stad os U n id o s recibieron, y continúan reci­ biendo, el m ay o r flujo in m igratorio en nú m eros absolutos, en n in g ú n m om ento este flu jo tu vo, en n ú m e ro s re la tiv o s, la s proporciones q ue ten ía en A rgen tin a. (Segato , p. 38)

De hecho, en algunas zonas del país, principalmente en el litoral, los extranjeros llegaron a triplicar la población nati­ va. Según datos de Germani (1971, p. 271), en 1869, en la ciudad de Buenos Aires había cuarenta y ocho mil extranje­ ros para solamente doce mil nativos. Si bien hay que tener en cuenta que a efectos del censo se habían considerado ex­ tranjeros los nacidos en las provincias, el dato, cuyas propor­ ciones se mantienen casi un siglo después, es igualmente significativo. Este flujo de población desequilibra además, en mayor medida que en los otros países de inmigración, la correlación numérica entre los sexos. La arribada masiva de hombres jóvenes provenientes de Europa produjo una situación demográfica en que el número de hombres superaba ampliamente al de mujeres. Desde 1870 en adelante, y por un período de más de cincuenta

años, se fue produciendo un aumento del índice de masculinidad, que en el censo de 1911 llegaba a 108, con la particula­ ridad de que su incidencia era mucho mayor en la zona li­ toral, que recibía además de la migración externa, algunos contingentes de inmigrantes internos. Esta coyuntura (estu­ diada comunmente como característica de una “demografía de frontera”) acumulaba en un territorio común tradiciones culturales diversas, todas ellas fuertemente machistas, dado el origen mayoritario de los inmigrantes (italianos, españoles, franceses, armenios, rusos, polacos, etc.) y la tradición cultu­ ral previa del área. Independientemente de estas tradiciones ideológicas, la abundancia de hombres permitía a las mujeres utilizarlos como parte de sus estrategias de ascenso social. Pero el fenó­ meno se circunscribía a los sectores populares (clases bajas y emergentes, sectores medios), ya que las clases altas (que habían propiciado el flujo migratorio) mantenían firmemente sus privilegios y sus costumbres. Para ellas, la inmigración era un recurso que les permitía obtener mano de obra barata y no una presencia distorsionadora. De este modo, los grupos dominantes mantuvieron su apego a las normas tradicionales en cuanto a la distribución de funciones por sexos. Así, sobre la situación de la mujer en Argentina desde la gran emigración, hay una doble lectura posible. Los represen­ tantes de los sectores con poder, de los cuales Borges es el ejemplo más lúcido, difunden la idea del machismo acérrimo de una sociedad en la cual la mujer “era una cosa” (Borges, “La intrusa”). Esto se incluye dentro de una desvalorización general de los sectores populares, descritos como agresivos, incultos e irracionales. El machismo que se les atribuye es, en este contexto, un elemento más para subrayar su “primiti­ vismo”, su pertenencia a un sector social que las élites descri­ bían como formado por hombres brutales y mujeres pasivas y estúpidas. Hay que reconocer que la ideología dominante ha tenido buen éxito en conseguir que se generalice este tipo de interpretación de las manifestaciones populares de la época, y entre ellas el tango (que nos brinda el cuadro más completo de los problemas de su tiempo, desde la perspectiva de sus actores). Pero, en la realidad, los inmigrantes provenían de grupos étnicos diferentes y se incluían en la parte más baja de la pirámide social. Si bien tenían muy clara la ideología del dominio masculino, no podían utilizar a su favor la coheren­ cia de grupo, que tradicionalmente ayuda a los hombres de

los sectores populares a imponer su dominación sobre el otro sexo. Tampoco manejaban los resortes legales ya que las “uniones de hecho” que se generalizaban en reemplazo de los matrimonios legales (y la escasez de recursos) dejaban las re­ laciones entre los sexos al margen de las especificaciones de la ley. Así, los hombres conocían y deseaban las formas de con­ ducta femenina “correctas” (sujeción, fidelidad), pero carecían de recursos para imponerlas. En estas condiciones utilizaron en forma creativa el ámbi­ to de la canción. Se estaban generando en esa época nuevas formas musicales: tango, milonga, algunos tipos de vals, que inicialmente no se acompañaban por canto, pero a las que en las primeras décadas del siglo comenzó (cada vez con más frecuencia) a asignárseles letra. Los temas y las figuras lite­ rarias provenían, en la mayoría de los casos, del viejo arsenal romántico de los amores contrariados, pero las circunstancias sociales concretas que vivían los emisores de los nuevos men­ sajes se refleja en distintas distorsiones y acomodaciones que señalan la especificidad y actualización de los antiguos te­ mas. En primer lugar, en los tangos hay un reconocimiento explícito de que es la mujer la que rompe la relación amorosa y busca un nuevo amor. La mayoría de los estudiosos de este tipo de canciones reconocen que este tema tiene absoluta preponderancia, alcanzando a un ochenta por ciento de las letras conocidas. Esto resultaba tan innovador dentro de la canción popular mundial, que se desvalorizó el tango como “el lamento del cabrón”. Ante la realidad del abandono por parte de las mujeres, los hombres inventaban diversas estrategias, entre ellas la agresiva (apoyada por las distintas tradiciones de donde pro­ venían) de imponer la fidelidad por la fuerza y castigar con la muerte la libertad femenina. Esto se refleja en algunas letras de tango, que los críticos han separado de contexto, y presentado como demostración de una indudable supremacía masculina: L a m até porqu e era m ía...

En general, las letras de los tangos desmienten esta inter­ pretación, e incluso son susceptibles de una lectura inversa. Son, eso sí, la voz de un sector masculino de la población (no hay autoras mujeres de este tipo de música o poesía hasta una época muy reciente), pero describen una coyuntura en

que los hombres de los sectores bajos han perdido su capaci­ dad de controlar a las mujeres y de ser los árbitros de la situación. Los inmigrantes extranjeros, por su origen disperso, y los autóctonos, por su reciente urbanización, no constituían un frente unido capaz de imponer sus normas por la fuerza y ni siquiera de elaborar mitos que legitimaran sus tradicionales privilegios de género. Las mujeres de clase baja, por su par­ te, se encontraban en la posibilidad de elegir entre varios hombres y les resultaba fácil encontrar nuevo compañero tantas veces como fracasaran sus intentos previos de vivir en pareja. Esto producía una sensación generalizada de que el abandono del hombre no era un problema individual, sino algo genérico, que podía pasarles (y les pasaba) a casi todos: Tomo y obligo, m án dese u n trago de las m ujeres m ejor es ni hablar. Todas, am igo, dan m u y m al pago y hoy m i experiencia lo puede probar.

Podemos intentar una primera aproximación a los resul­ tados de esta situación, a partir de la observación de algunos indicadores externos, como la ropa y el aspecto personal. Así podemos ver que mientras en México los hombres se dejaban (y siguen haciéndolo actualmente) el bigote para señalar su doble recorte identificatorio: que no son indios, ni son muje­ res, el “compadrito* del arrabal porteño usaba tacones, ropa ceñida y pañuelo al cuello, en un esfuerzo por resultar más atractivo al otro sexo (lo que no entra en contradicción con su afán de mostrarse pendenciero con sus pares). Para él, la mujer constituía más un ideal que un modelo negativo. Así podemos entender que cuando reiteradamente se que­ jan de que la vida y el amor les traicionan: N a d a le debo a la vida n a d a le debo a l am or a q u e lla m e dio a m a rg u ra s y el am o r u n a traición “Com o ab ra za o a u n rencor”

La traición a la que se refieren afecta a las antiguas nor­ mas de convivencia, que han dejado de ser efectivas. Ante la nueva situación de autonomía femenina, el hombre responde con varias estrategias. Puede reaccionar violentamente, agre­

diendo o amenazando a la compañera que lo abandona, como señalábamos antes. Pero la agresión acelera aquello que se quiere evitar: la marcha de la mujer. La violencia resultaba entonces un camino contraproducente y se transformaba en una tentación a vencer: Y le ju ro com pañero no consigo convencerm e como pu de contenerm e y ah í nom ás no la maté.

Esto hace que en la inmensa mayoría de los casos, ni si­ quiera se plantee como posibilidad y se intenten otras vías. Así, en algunos casos se trataba de restarle importancia al problema, presumiendo de indiferéncia. En esta línea entra la mayor parte de los tangos humorísticos: N o m e im porta lo que h a s hecho lo que hacés ni lo que harás... “M a n o a m an o ”

O se caía en la pasividad, asumiendo el abandono y dejan­ do que el paso del tiempo trajera olvido. O lvide am igo, d irá n algu n o s pero o lv id arla no puede ser...

En muchos casos, los hombres de que hablan los tangos, vuelven contra ellos mismos la agresividad, sintiendo que la vida carece de sentido. Éste es el caso de los que “se dejan morir”: D esd e que se fue triste vivo yo... “C am in ito”

O buscan consuelo en el alcohol, lo que constituye otra forma (en este caso la más frecuente) de autoagresión. El tema de la bebida es casi una constante en la letra de los tangos más antiguos: E sta noche m e em borrach o bien, m e m am o bien m am ao p a ra olvidar. “E sta noche m e em borracho”

Hay casos en que se acepta explícitamente la nueva situa­ ción como derrota y se manifiesta una clara conciencia de que la conducta que se está desarrollando no se corresponde con los roles tradicionales: Q u iz á no lo sepas nunca q u izá no lo p u ed as creer q u iz á te produzca risa v erm e ren dido a tus pies.

O se procura asumir como un modelo positivo y natural el nuevo rol a que la situación social les obliga: V arón , p a quererte mucho, varón, p a ra serte fiel, v aró n p a o lv id ar agravios, porque y a te perdoné.

En general reivindican una mayor sensibilidad y capaci­ dad de amar masculina, relacionadas con un destino de sufri­ miento. Aquí el tema del llanto, culturalmente reservado a la mujer, aparece claramente invertido. Muy pocas protagonis­ tas femeninas de tangos lloran, mientras que lo hacen mu­ chos hombres. Algunos lo reconocen abiertamente: Q u e no es v erg ü e n za p a u n h om bre llo ra r po r u n a mujer.

Otros lo intentan disimular: B ajo el a la del som brero cu ántas veces escondida u n a lá g rim a fu rtiv a no he podido contener.

O procuran negarlo: Y si se em p a ñ a m i voz a l cantar, ño crea q u e lloro porqu e m e en ga ñ a, yo sé q u e u n h om bre no debe llorar.

, La idea general es que los hombres se encuentran inde­ fensos ante la nueva situación que les produce dolor y señala especialmente que el sufrimiento es en tanto que varón, y no como ser humano genérico:

S a b e que es condición del varón, el sufrir...

El hombre al sentirse abandonado: ¡Solo! jIncreíblem ente solo! vivo el d ra m a de esperarte...,

fantasea con el perdón: S i p a ra tu bien te fuiste, p a ra tu bien... te tengo que perdonar.

Espera que la mujer vuelva: D e noche cuando m e acuesto no puedo c e rra r la p u erta porqu e deján dola a b ie rta m e hago ilusión que volvés. “M i noche triste”

O sueña con hipotéticas desgracias que le sucederán a la ingrata y que constituirán su venganza generosa, o la harán volver: Y m a ñ a n a cuando seas descolado m u eble viejo y no ten gas esperan zas en tu pobre corazón, si te hace fa lta u n am igo, si precisas u n consejo, acordate de este otario, que h a de ju g a r s e el pellejo p a servirte en lo que sea cuando lle gu e la ocasión. “M a n o a m an o”

Porque el problema estaba en cómo lograr que la mujer no se fuera, o en conseguir que volviera cuando ya se había ido, y ante esta situación no funcionaban los mecanismos tradicionales de imposición legal, religiosa o por la simple fuerza. Las uniones eran de hecho, la religiosidad se daba dentro de los marcos laxos de las creencias populares, que tenían poco que ver con los marcos jurídicos de la Iglesia, y

el maltrato acrecentaba las posibilidades de fuga de la mujer. Al hombre le quedaba sólo el recurso de la seducción. Debía hacerse amar si quería conservar su compañera, y ante la necesidad de utilizar este recurso comienza a mostrarse com­ prensivo y tolerante. Dentro de esta estrategia procura que la mujer se sienta ligada a él aunque sea por lástima (por ejemplo, en “Lloró como una mujer”). Pueden entenderse en este sentido muchas letras de tangos. Por otra parte, el desplazamiento de los roles va cambian­ do lentamente el modelo de mujer, de modo que en uno de los tangos ("Canchero”) se propone el siguiente tipo de rela­ ción como el ideal: Yo no quiero am o r de vento [din ero] Yo quiero am or de am istad N a d a de p a la b ra s dulces N a d a de m im os ni cuentos, Yo quiero u n a com pañera p a decirle lo que siento y u n a m u jer que aconseje con criterio y con bondad.

La “feminidad” —ese invento masculino— ha dejado de ser el principal atractivo de la pareja, y el hombre busca asegurarse la relación subrayando la amistad, el compañeris­ mo y el buen criterio (es decir la inteligencia) como los dones deseables en una mujer, a la que se le reconoce autonomía y capacidad para influir en la conducta del otro. La mujer, sin embargo, no ha ganado una batalla; la si­ tuación favorable que vive no es fruto de su combatividad sino de circunstancias socio-económicas que ella no maneja. No aprovecha, tampoco, las circunstancias para desarrollar modelos alternativos de vida familiar, ni de ascenso social. La mujer descrita en los tangos sigue encargada de las ta­ reas domésticas, su ausencia significa para el hombre que la conservación de la habitabilidad de la casa queda sin hacer: C u an d o voy a m i cotorro [habitación] lo veo desarreglado, todo triste, abandon ado, m e da n g a n a s de lloar. “M i noche triste”

Además, como madre, asume íntegramente el papel de estabilizadora emocional de los hijos.

Si no fuese que el recuerdo de m i m ad re tan q u e rid a m e acollara [retien e] en esta vida con sentida devoción... “M e da pena confesarlo”

Esto explica por qué, superada la coyuntura demográfica que da origen a la crisis, la familia argentina se reencauza dentro de los límites tradicionales. Sin embargo, esto no quiere decir que las mujeres desaprovecharan la oportunidad de obtener ciertas ventajas parciales. Vieron la nueva situa­ ción como una forma de progresar socialmente (optando por emparejarse con personas con poder) y económicamente: mu­ chos tangos hablan de la frialdad calculadora de las mujeres: Te conquistaron con p la ta pues tu a fá n de fig u ra r enferm ó tu alm a de olvido... “Tortazos”

En última instancia esto les permite una intersección rápida en el sistema capitalista que se estaba desarrollando. En la mayoría de los casos esta utilización económica de las relaciones de pareja, beneficia sólo a ella, generando en el hombre la sensación de un mundo “al revés”, en que la mujer dispone de más recursos económicos que él: L a v id a tal vez se ensañó y a san g re fr ía m e regaló la iron ía de este m u ndo hecho al revés. Tfené veinte añ os que son diqueros [ostentosos] y bien rep leta la b ille te ra p a ra g a sta rla de N o rte a Sur. “M u ñ e ca b r a v a ”

Hay casos en que el hombre se asocia a este negocio ac­ tuando de “cafishio” [macarra], pero esto se ve en pocos tan­ gos y vale un total desprecio social para “El que vive de las minas” [mujeres], desprecio que normalmente no se extiende a la prostituta misma:

N o ves que sé que por u n pa n cam biaste, como yo, tus am biciones de honradez. S iendo b u en a, eras h o n ra d a pero no te valió n a d a que otras cayeron igu al. “G a lle g u ita ” Sólo sé que al ru m o r de tus tangos, M a le n a , te siento m ás b u en a m ás b u e n a que yo. “M a le n a ”

La inestabilidad de la institución familiar de que dan cuenta los tangos es un fenómeno de clases bajas, ya que los inmigrantes no tenían acceso, salvo contadas excepciones, a los sectores altos de la sociedad. De este modo, las modifi­ caciones se dieron en el campo de las costumbres y no adqui­ rieron reconocimiento legal. Sólo en 1968, el Código Civil argentino fue modificado para incluir a la mujer como sujeto jurídico. Hasta entonces la consideraba a la par de los niños y los incapacitados. Otras conquistas, como compartir la pa­ tria potestad, se dieron todavía mas tardíamente, en 1985. Las mujeres no consiguieron (ni pidieron) en las primeras décadas del siglo ley d$ divorcio ni derecho al voto, pero vi­ vían en un medio en que la separación de las parejas era una práctica cotidiana y las familias se reorganizaban según op­ ciones no legitimadas legalmente. Como en América Latina los sectores dominantes han sido casi siempre acólitos e imitadores de las metrópolis europeas, no hay legislación específica que permita reconocer las parti­ cularidades de las organizaciones familiares en el continente. Perea Díaz muestra que en Colombia se ha considerado siste­ máticamente ilegítimas e inestables las familias afrocoiombianas establecidas sobre las bases de la selección realizada por los padres, la “sacada de la muchacha” y, en general, el “congeneo”. Pero incluso en Europa, la falta de poder de los sectores populares se refleja en la ilegalidad del “rapto de la novia” (Frigole). Así, no puede extrañar que en la Argentina de principios de siglo, florecieran formas familiares distintas de las legalizadas. Luego, parte del camino recorrido por las mujeres quedó

truncado, ya que al igualarse demográficamente la propor­ ción de los sexos disminuyó su posibilidad de elegir, al mismo tiempo que la sociedad se iba haciendo progresivamente más jerarquizada y ordenada, a medida que asimilaba o digería a sus immigrantes. Pero de todos modos, hay ciertos niveles de autodeterminación que no se perdieron del todo entre los sectores bajos y que merecieron la crítica despectiva de los sec­ tores dominantes. Estos nunca perdonan las expresiones populares que puedan poner en cuestionamiento el sistema. De este modo, el obispo Franceschi, decía del tango en la década del cuarenta: E l am oralism o sim bolizado por un G a rd e l cu alqu iera, es a n a r ­ q u ía en el sentido m ás estricto de la p a lab ra... el desprecio al trab ajo norm al, al h o gar honesto, a la v ida p u ra, el him no a la m u jer perdida... es destrucción del edificio social entero. (C it a ­ do por Cosuelo y Chierico, p. 72.)

Al irse normalizando las posibilidades masculinas de formar pareja estable, con la disminución del aporte inmigra­ torio (que de todas maneras sólo termina definitivamente en la década del cincuenta), el tango se queda sin su principal eje discursivo. Hay un intento de Enrique Santos Discpolo y de Cadícamo de inclinarlo hacia la discusión de otros proble­ mas sociales. Tal es el caso de “Yira, yira”, de “Cambalache” y de “Quevachave”. En el más logrado de estos intentos: “Yira, yira”, se mantiene aparentemente la línea argumenta! anterior. La suerte que abandona y deja en la miseria es “grela” [mujer] y “yira” [hace la calle], pero de lo que se la acusa es de que “te largue parao” [te deje]. Hay un cambio en los contenidos manteniendo el lenguaje anterior. Pero esta politización pronto confluye —y se neutraliza— en el peronismo y el tango pierde su frescura de retrato so­ cial para dedicarse las letras a una vuelta sin fin sobre el tango mismo. La iconografía del “bien perdido” se trasvasa de la pérdida de la mujer a la nostalgia de la juventud, del barrio, o de Buenos Aires mismo. Estos temas, que aparecían antes esporádicamente, se vuelven predominantes. Como señala Barreiro (p. 35): L le g a d a u n a época, el tango se au torrem eda, se can ta a sí m is­ mo o repite incesantem ente sus tem as. S e d a la fecha de 1935 por coincidir con la m u erte de G ardel.

Termina así difuminándose la relación que tenía el tango con la sociedad que lo había generado y que, reintegrada a las formas tradicionales de relaciones entre los sexos, elige en sus recuerdos selectivos los que menos cuestionan la do­ minación masculina. El mismo Barreiro en su selección de tangos prioriza los humorísticos por una “opción personal”, que es sin embargo el resultado de una “normalización” de las costumbres. Sin embargo, el prestigio femenino no había desaparecido del todo. Se mantiene en Argentina una cierta idea difusa según la cual son las “familias italianas” o las españolas, las que reprimen a la mujer (y no una tradición reconocida como propia). También es dentro de este marco implícito que pue­ den explicarse algunos fenómenos sociales argentinos, como la capacidad movilizadora de Eva Perón, su influencia en sindicatos y asociaciones obreras y la incapacidad de la oli­ garquía para desprestigiarla ante los sectores populares. Así como Malinche es la síntesis de una situación de desvaloriza­ ción femenina, Eva Perón es el símbolo del ascenso social de las mujeres de clase popular en un contexto diferente. El rol femenino tradicional como cuestionamiento: las Madres de Plaza de Mayo El movimiento feminista habitualmente ha entendido que existían dos posibilidades, opuestas entre sí, de entender la inserción de la mujer en una estructura social apoyada en modelos patriarcales: una era la de asunción del rol asignado (lo que se definía como una forma de inserción no cuestionadora) y la otra era la del rechazo del modelo de conducta impuesto, lo que iría normalmente acompañado de un discur­ so cuestionador explícito. Dentro del mismo movimiento, y en aparente contraposición con este planteamiento, el desarrollo de las “teorías de la diferencia” ha señalado que la espe­ cificidad femenina podía servir de modelo de cuestionamiento a la sociedad, pero esto implica la dificultad de precisar en qué consiste esta especificidad, sin caer en esencialismos de base biológica. Si se considera que el factor común de las conductas femeninas está dado por respuestas compartidas, desarrolladas a partir de su posición subordinada, se corre el riesgo de valorizar conductas que implican ajustes secunda­ rios (según la terminología de Goffman) y que posibilitan el mantenimiento de la subordinación.

Lo que ninguna de estas aproximaciones teóricas permite plantear, es la posibilidad de cuestionamiento al sistema utilizando como arma los roles asignados socialmente, roles que forman parte de la estructura de poder y que tienen la función de garantizar que el orden no sea alterado. Representa entonces un verdadero desafío teórico enten­ der que la aceptación plena de un rol subordinado asignado, como el de madre, con todas sus implicaciones de altruismo y supeditación de las propias necesidades y proyectos a los de otras personas, pueda ser un camino a través del cual se lle­ gue al cuestionamiento de la estructura de poder, que se apo­ ya precisamente en este tipo de asignación de roles: unos de­ ben mandar y otros obedecer, el autosacrificio es parte de la conducta deseable en los sectores discriminados, etc. Pero si analizamos en forma crítica la estructura de po­ der, veremos que ésta se apoya —como ya señalara Gramsci— no sólo en la coacción, sino también en la hegemonía de determinados sectores, entendiendo como hegemonía el meca­ nismo a partir del cual el sector con poder puede manipular los datos a fin de hacerlos aceptables para los grupos subor­ dinados. Esto implica la necesidad de revestirse de legitimi­ dad, es decir de hacer aparecer las normas que los favorecen, como normas de validez universal, que sirven por igual a todos los sectores. Así, cualquier sector con poder se legitima generando una contradicción entre su práctica (tendente a asegurar su permanencia como beneficiario de la acumula­ ción de recursos y prestigio generados socialmente) y su discurso, tendente a demostrar que no existen tales privile­ gios y que la sociedad reparte equitativamente sus dones. Este distanciamiento entre el discurso y la práctica es, entonces, un elemento integrante de todo sistema de domina­ ción y se desarrolla junto con él. Así, por ejemplo, la acumu­ lación de recursos económicos y de poder político en beneficio de la burguesía, que generó la revolución industrial, se apoyó en el discurso igualitario de la Revolución Francesa, que cumplía —y cumple— la función de hacer más tolerable y disfrazar la desigualdad económica y social. En la etapa anterior, en la sociedad estratificada por nacimiento, la dife­ rencia insalvable entre nobles y campesinos plebeyos era salvada a nivel simbólico por el discurso religioso de la igual­ dad como hijos de Dios, etc. Esto significa que siempre es posible cuestionar una socie­ dad desigualitaria enfrentando su práctica con su discurso, cosa que históricamente han hecho algunos de los críticos

sociales más conocidos. Pensemos por ejemplo, que Bartolomé De Las Casas no tuvo necesidad de cuestionar el discurso legitimador de la conquista de América para cuestionar los métodos y resultados de la misma. De hecho, era suficiente con pretender que la realidad se adecuase a su propia teoría explicativa para que se viera con claridad la verdadera cara de la empresa colonial. Así, cuando señalaba que la conquista se estaba haciendo en nombre de la fe y para salvar almas, mientras que los conquistadores sólo saqueaban, mataban y explotaban, no nos estaba descubriendo un “error” o un “ex­ ceso” del sistema colonial, por el contrario su discurso nos permite entender que la empresa de saqueo tenía que legiti­ marse con una teoría redentorista si quería conseguir algún nivel de consenso. Pero al mismo tiempo, esta legitimación no podía llevarse a la práctica si la empresa funcionaba como sistema colonial, es decir si pretendía obtener beneficios. De la misma manera, cualquier sector dominado puede constituirse en cuestionador de un sistema reclamando hasta las últimas consecuencias el cumplimiento de las propuestas legitimadoras de los dominantes. Si llevamos esto al campo de los roles, podemos ver que éstos implican modelos “idea­ les” que están explicitados dentro de cada sociedad, pero que derivan su eficacia en el mantenimiento de la estructura social del hecho de que no se cumplen. Así, el rol propuesto como modelo (y que normalmente es casi imposible de cum­ plir por los requisitos que exige5) puede derivar el descon­ tento social hacia los propios actores, colocados desfavorable­ mente en la estructura. De este modo, las evidentes injusti­ cias que son consecuencia del funcionamiento del sistema social, pueden ser vistas como provocadas por el mal cumpli­ miento individual de las normas. Esto permite que en lugar de proponerse como meta el cambio estructural, pueda propo­ nerse el “cambio personal” con argumentaciones del tipo: si cada uno de nosotros fuera mejor —es decir si cumpliéramos bien los roles que la sociedad nos asigna— , ésta cumpliría sus promesas; no es necesario pues plantearse el cambio social, o al menos no es necesario plantearlo hasta después de haber cambiado nosotros mismos. 5. El caso más claro de presentación de difíciles modelos sociales lo han constituido las “vidas de santosMque a través de la hagiografía eran propues­ tas como objeto de imitación, al mismo tiempo que se señalaba la excepcionalidad de su conducta y se recargaba la historia de detalles que contribuían a demostrar que la asunción, en la realidad, de ese modelo era imposible (ayunos y resistencia a los sufrimientos sobrehumanos, paciencia y bondad infinitas, sumisión absoluta a la voluntad divina, pureza extrema, etc.).

Es interesante constatar como, de acuerdo con esta lógica contradictoria, el que rechaza el cumplimiento de su rol (por ejemplo, los grupos de marginados sociales) en lugar de ace­ lerar el cambio de la estructura social, puede dar pie para un discurso legitimador más fuerte. Así, la existencia en una sociedad de sectores marginales (ya sean herejes, bandidos, hippies, drogadictos, delincuentes u otros, según los momen­ tos) puede utilizarse como base para articular un discurso legitimador más duro —en la línea de las reacciones de dere­ cha— y una práctica a la vez represiva y consensuada, del tipo de los operativos de seguridad ciudadana. Por el contrario, el hiper-cumplimiento de un rol subordi­ nado —aunque no fuera acompañado de discurso explícito— podría actuar, en algunos casos, como revulsivo social. Esto es posible en la medida en que pondría a la sociedad jerar­ quizada en la necesidad de enfrentarse a sus propias contra­ diciones. Si además el sector que “asume su rol” desarrolla críticamente su propuesta, exigiendo que los sectores domi­ nantes actúen de acuerdo a su propio discurso legitimador, es decir en términos de la utilidad general, a éstos puede resul­ tarles muy difícil neutralizar o combatir esta propuesta. No pueden acusar al sector cuestionador de subversivo, ni en su práctica, que es la asunción de los roles asignados, ni en su dis­ curso, que se limita a exigir el cumplimiento de lo que el propio sector dominante había propuesto como deseable. Ante esta paradoja, aun los sistemas muy represivos suelen verse frenados en su capacidad de actuar frente a la contestación, por lo que pueden optar por tratar de “ignorar” la acción y el discurso del sector contestatario o recurrir a formas no oficia­ les (por ejemplo, el empleo de grupos parapoliciales) para imponerles silencio. Esto significa que, a la inversa del caso anterior, cuanto más pública se haga esta contestación, más saca a los sectores dominantes de su propia legalidad. Quizá el ejemplo más claro de este tipo de enfrentamiento que se ha desarrollado en las últimas décadas es el de las Madres de Plaza de Mayo en Argentina. La denominación misma del grupo es un compendio de aceptación de los roles establecidos. Son mujeres que se identifican a sí mismas con el rótulo que la sociedad considera más representativo de la función femenina: madres. Además, unen a esta denomina­ ción el de un lugar que es el símbolo mismo de la patria en su versión más tradicional: la plaza en que se generó el pro­ yecto que culminó con la independencia y que por eso lleva el nombre del mes en que comenzó la historia nacional.

La reivindicación también se apoya en principio en el rol asignado: ante la “desaparición” (es decir, el secuestro y ase­ sinato) de jóvenes, todo reclamo o averigüación de paradero hecho por otros jóvenes podía ser entendido por la dictadura como una confesión de complicidad en la subversión. De hecho, la figura legal misma de “asociación ilícita” señalaba como sospechosa de un delito de apoyo a bandas armadas a toda persona que se interesara por la suerte corrida por algún detenido o detenida. Esta regla tenía una sola excepción: los familiares más directos podían interesarse, pero aun en ese caso la sospecha de complicidad (y la posibilidad de correr la misma suerte de los detenidos) se abatió frecuentemente sobre compañe­ ras/compañeros o hermanas y hermanos. Sólo los padres podían interesarse por sus hijas o hijos sin que pareciera que su interés era solidaridad política y aun en este caso, la ideo­ logía machista de los militares les hacía averiguar la existen­ cia o no de militancia política de los ascendientes varones, mientras que parecían asumir como normal el apoliticismo de las madres. La estrategia parental era, por consiguiente, la única que tenía cierta posibilidad de apoyar un trabajo conti­ nuado a favor de los perseguidos políticos. Esta estrategia ya se había ensayado con éxito unos años antes en Mar del Plata (1972) cuando, ante el asesinato de una estudiante de arquitectura en una asamblea de la facul­ tad por grupos parapoliciales apoyados por la policía, se formó una organización de “Padres de alumnos de Arquitec­ tura” que exigió el esclarecimiento de los hechos y el castigo de los culpables. Su capacidad organizativa fue suficiente para promover y conseguir que se llevara a cabo, al año del asesinato, un paro total en la ciudad en solidaridad con su exigencia. En 1976, aumentó el número de asesinatos de militantes revolucionarios y se desarrolló una nueva estrategia militar: la de negar su implicación en estos hechos y la existencia misma de los secuestros. Las reclamaciones legales por las detenciones dejaron de ser contestadas y se disfrazaron siste­ máticamente los hechos, diciendo a los familiares que el hijo o la hija desaparecidos: “habían hecho abandono del hogar”, “seguramente tendrían un nuevo/a compañero/a”, o “habrían escapado de casa por llevarse mal con los padres”. Esta mentirosa despolitización del discurso, permitía a su vez mantener una reclamación desde la familia como única opción posible. Si junto a la solidaridad familiar, las madres

mostraban solidaridad política (como fue el caso, en 1976, de la madre de Dante Güilo, detenido en 1975), ellas mismas eran objeto de represión y se las hacía “desaparecer” tam­ bién. El discurso posible de la solidaridad de las madres era, entonces, en plena dictadura, uno que prescindía de la militancia política de los hijos y se apoyaba en sus virtudes fami­ liares y sociales. La familia se interesaba por militantes políticos, pero éstos eran presentados fundamentalmente como buenos hijos/as, esposos/as, estudiantes y vecinos. Las madres, como tales, podían fingir creer que el ámbito de actividades de los desaparecidos no iba más lejos, por lo que su afán de encontrarlos quedaba despolitizado. Los militares, por su parte, aceptaban fácilmente esta interpretación que se ajustaba con exactitud a su propia idea de lo que era una madre: una persona devota de sus hijos, crédula y mal infor­ mada sobre &us verdaderas actividades. Esta asignación social de rol hizo posible que cuando las reivindicaciones particulares comenzaron a organizarse en forma colectiva, las madres asumieran la coordinación y el rótulo, pues en un momento de extrema represión (en que los abogados “desaparecían” cuando iban a presentar un habeas corpus)9 su rol asumido y reconocido les ofrecía una protec­ ción más eficaz (por endeble que fuera) que la que tenía cualquier otro sector solidario, incluidos los padres. Pero la unión de las madres generó nuevas fuerzas que permitieron aumentar el nivel de las reivindicaciones. Un primer paso se dio cuando las madres decidieron “socializar la maternidad” y pasar de la reivindicación por la aparición de sus propios hijos a la reivindicación por todos los desapa­ recidos, otro se da cuando dejan de centrar su motivación explícita en el hecho de que son sus familiares y subrayan que comparten su propuesta política. Las madres se van transformando, poco a poco, a lo largo de la dictadura en el símbolo viviente de la resistencia y la lucha por los derechos humanos. Luego, durante los gobiernos elegidos, representan la voluntad de no negociar ni olvidar, es decir la única pro­ puesta no asimilable por el sistema. Para ocupar ese lugar, las madres no podían cuestionar a la vez la estructura social y el rol. Optaron por apoyarse en este último para poner en evidencia las contradicciones de la primera y para ello desarrollaron un complejo lenguaje no verbal que cumple admirablemente bien la función de comu­ nicar sin necesidad de explicitar. Las madres, que han perdi­

do hijos adultos (y a veces nietos) se tocan con pañuelos blancos en los que llevan escritos los nombres de los busca­ dos. Estos pañuelos son pañales, es decir, la ropa que sim­ boliza la primera infancia, cuando madres e hijos aún no forman unidades independientes. El color blanco (¿paz, ino­ cencia?), la referencia implícita a una tarea asumida como maternal: lavar pañales (¿poner las cosas en claro, limpiar la sociedad de mentiras?), el utilizar los pañales como cubrecabeza (¿los hijos como obsesión o como protección?), incluso el hecho de cambiar las inscripciones pintadas e individuales de los primeros tiempos por otras generales y bordadas (lo que puede entenderse como un paso de la reivindicación personal y limitada en el tiempo a la universal y permanente), ade­ más del simbolismo femenino/tradicional del bordado y la elección misma del punto cruz para realizarlo, todo ello confi­ gura un campo semiótico polisémico, y se apoya además y se refuerza mutuamente con otros elementos simbólicos, como el color azul del bordado, que unido al blanco del pañuelo inte­ gra los colores de la bandera argentina. Dar vueltas en torno a la plaza cada jueves, semana tras semana, año tras año, anula el tiempo como devenir, tiene la función ritual de transformar los hechos recordados en un presente continuo. A partir del ritual, el asesinato de los hijos no se pierde en,el olvido, es un presente del que se mantienen vivas las responsabilidades. Pero incluso el dis­ curso explícito de los lemas tiene una función más simbólica que explicativa. La consigna: C o n v id a se los llevaron, con v id a deben devolverlos,

no se refiere a una esperanza de que esto suceda. Este men­ saje quiere decir, como lo explícita cada vez Hebe Bonafini, que los asesinos deben correr con la demostración de la muerte, y con la responsabilidad de asumirla. Ante el len­ guaje ambiguo del poder que hizo “desaparecer” a la gente, la consigna propone una clarificación de los hechos que respon­ sabilice y castigue a los culpables. En la medida en que esto no es posible sin cambios profundos en la estructura, pues los asesinos mataron para defender los privilegios de un sector que no ha sido apartado del poder y forman parte de la es­ tructura misma de la clase dominante, su mensaje, inasimila­ ble también por los gobiernos que sustituyen a la dictadura, pone en claro la continuidad profunda de los factores de poder, por debajo del paso superficial de dictadura a democracia.

Al optar por cuestionar la estructura, en lugar del rol, las madres no pueden asumir una reivindicación de tipo feminis­ ta, que estaría mucho más centrada en este último cuestiona­ miento. Pero desde puntos de vista tan alejados se produce, sin embargo, una confluencia, que se va haciendo explícita en las declaraciones públicas y que puede coincidir con algunos planteamientos de la “teoría de la diferencia”. Así, cuando se le pregunta a Hebe Bonafini por qué no hay padres en su asociación, ella lo explica por una diferencia de conducta entre los sexos — aparentemente no ligada a roles sociales— según la cual: E llo s [los h o m bres] se can san m ás rápido, no tienen la re s is ­ tencia de la s m ujeres. T am bién en el caso de los presos políti­ cos suelen ser las m ad res quienes m ás los visitan. Y los p a ­ dres, a u n q u e a lgu n o s como m i esposo m u erto en 1982, nos acom p añ aban aí principio, tuvieron b astan te miedo. (E n tre v is ­ ta en E l P a ís, 11/3/90.)

Esta propuesta, sin embargo, no puede elaborarse como teoría en el marco de su autoidentificación como madres. Su discurso mantiene que su politización es sólo un reflejo de la de sus hijos e hijas, cuando es muy probable que su práctica sea al menos tan cuestionadora como la de ellos o ellas y sin duda más eficaz. Así, subordinan su singular papel político a su presunto condicionamiento familiar, dentro de un modelo tradicional de interpretación de la conducta de las mujeres. La posibilidad de jugar políticamente los roles familiares también la han utilizado las Abuelas de Plaza de Mayo, gru­ po derivado del anterior que centra sus reivindicaciones en recuperar a los nietos nacidos en la cárcel o secuestrados junto con los padres. Pero en este caso, al tratarse de una reivindicación posible, aunque difícil, la estrategia es mucho más pragmática y se recurre a caminos legales (con lo que implica de reconocimiento del sistema). Hay, así, diferencias políticas entre la acción de las Madres, las Abuelas y otras organizaciones de Defensa de los Derechos Humanos, todas ellas limitadas en sus objetivos. En este conjunto, las madres representan el nivel máximo de cuestionamiento, por encima del de los partidos revolucionarios extraparlamentarios, y su discurso señala cada vez con mayor claridad a los enemigos de los sectores populares: el imperialismo norteamericano, la oligarquía financiera y agro-exportadora del país, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Internacional de Desarro-

lio, la cúpula militar, los mandos intermedios que se compro­ metieron en la “guerra sucia” antisubversiva, y finalmente los presidentes y los parlamentos “democráticamente elegi­ dos” que ajustan su política a las órdenes y los intereses de esos sectores. También caen bajo su crítica los sindicalistas que guardaron silencio ante el secuestro de sus compañeros y los jueces que se hicieron cómplices por omisión. Todo este planteamiento crítico se extrae —según el dis­ curso teórico de las madres— de su deseo de continuar la obra de sus hijos e hijas y como una manera de mantenerlos vivos prolongando sus ideales. Ellas dicen: N u é stro s hijos ten ían razón en sus planteam ientos y en sus luchas.

En realidad producen una síntesis nueva, que ya no está atravesada, como en la década de 1970 lo estuvo la militancia, por la oposición entre la izquierda peronista y la no pero­ nista. Así asumen una militancia que no es una transcripción sino una elaboración superadora de la de los hijos e hijas. En la entrevista antes citada, cuando se le pregunta a Hebe Bonafini dónde militaban sus hijos, contesta: E n partidos revolucionarios, pero las m ad res nun ca decimos en público en cuáles porqu e eso sería em b a n d e rarles. Todos era n opositores al régim en m ilitar y lu ch ab a n contra la dicta­ d u ra fascista.

En un período de gran desencanto político en Argentina, las Madres desdeñan transformarse en partido y tienen con­ ciencia de que han encontrado una nueva forma de lucha, capaz de atraer a su lado a muchos sectores que apoyan reivindicaciones diversas. Se constituyen, así, para el poder en un elemento irritante que ha sido objeto de denuestos (por parte de Alfonsín) o que se finje ignorar (Menem). Pero en un ámbito en que los partidos políticos han fracasado y la iz­ quierda tradicional tiene poco peso, su manera innovadora de hacer política, enfrentando al sistema con sus contradiccio­ nes, concita interés y respeto. Si la valentía es una virtud que en la sociedad machista se asigna a los hombres, las Madres son, contradictoriamen­ te, la representación más alta, coherente y continuada del valor físico y moral. Tienen, además del coraje de enfrentarse con los violentos, el valor intelectual de desarrollar formas

nuevas de cuestionamiento. Su lema podría ser aquel conoci­ do graffiti: Seam os realistas, pidam os lo im posible.

Sea cual sea el resultado de su acción en la práctica, a nivel teórico muestran la posibilidad de cuestionamiento que se puede extraer de determinadas elaboraciones de roles asignados tradicionales.

Capítulo VI

METODOLOGÍA DE LOS ESTUDIOS SOBRE LA MUJER

E l sujeto sólo se manifiesta en la oposición. Pretende afirm arse com o esencial y design ar al otro com o no esencial. SlMONE DE BEAUVOIR

En un reciente trabajo, Michelle Le Doeuff intenta la crítica de la tradición filosófica desde una perspectiva femi­ nista, y señala cómo con frecuencia la mujer ha sido el otro excluido, por oposición al cual se elevaba la construcción teórica. En muchos casos ese desplazamiento era compartido con otros marginados —por ejemplo, Hume deja fuera del “nosotros” filosófico a los animales, las mujeres y los indios— , pero ha sido con respecto a las mujeres que la primera y esencial discriminación: la de ser objeto de cosificación, algo visto como objeto y no como sujeto, ha llegado más lejos cons­ tituyéndose en la forma “normal” de aproximación teórica. Así, la tesis fundamental, el núcleo irreductible del libro de De Beauvoir, es constatar el desplazamiento que sufre toda mujer, por serlo, al ámbito de lo inesencial. Esto hace que: E l objetivo de una investigación fem inista puede definirse en térm inos de una paradoja, pues pone de relieve una p rofu nd a no significación. (L e D oeuff, p. 110.)

Este no existir en tanto que actoras no implica no existir para el discurso científico, que sobre todo durante el siglo X IX dedica mucho tiempo y esfuerzo a hablar sobre las mujeres. Pero el sentido de esta preocupación era precisamente mos­ trar la diferencia “esendal” entre los sexos, a fin de legitimar con su construcción teórica la necesidad —presentada como natural— de excluir a las mujeres del ámbito de lo público, y especialmente de lo político. El discurso erudito no ha tendi­ do, por tanto, a explicitar las conductas femeninas, sino a

sujetarlas a normas generadas externamente al grupo. Es decir a controlarlas normativamente. El propósito de*estas elaboraciones es, entonces, producir una imagen de las muje­ res, y generar en ellas determinadas conductas, apropiadas para mantener su posición subordinada dentro de la estruc­ tura de poder. Como dice Michelle Perrot (p. 11): C onstérnente in terp ela d a s, exh orta d a s p o r las a u to rid a d e s m orales y religiosas, las m ujeres son blanco de un discurso n o rm a tivo q u e co n trib u y e a ocultarlas, al re m a rc a r lo que deberían ser.

Dado que la investigación científica afina normalmente su puntería para encontrar lo importante y lo significativo den­ tro de la masa de los datos no relevantes, puede plantearse entonces una contradicción epistemológica, o al menos una paradoja, si lo que nos proponemos rescatar es un ámbito de relaciones, o un tipo de actividades que se han definido so­ cialmente como no importantes o no significativas. Esto, que ya supone un inconveniente para centrar los estudios en cualquier grupo marginal, resulta un obstáculo particularmente serio si nos proponemos como objeto de estudio a las mujeres, ya que éstas constituyen el elemento no significativo por excelencia en la imagen construida de la estructura social. Vistas por los etnógrafos como objeto pasi­ vo de cambios y transacciones entre los hombres, que inter­ cambiándolas aseguran sus propias estrategias (recordar al respecto a Levi-Strauss y sus hipótesis sobre la circulación de mujeres como medio de asegurar las relaciones entre los gru­ pos), resultan también objeto principal de la poda de los historiadores que, en su afán de subrayar lo pertinente y significativo, tienden a hacer abstracción en cada época de su aparato de mantenimiento, es decir del trabajo femenino. Las mujeres se diluyen y desaparecen en los estudios sociales, de la misma manera que el lenguaje las hace desaparecer de es­ cena, transformando en masculino cualquier colectivo feme­ nino en que haya un sólo varón. Sus aportes forman la ar­ gamasa que mantiene unido el edificio social, pero en ese edificio los estudios contabilizan sólo las piedras. Así, intentar recuperar su historia y su presente, no im­ plica sólo acercar la lupa de la investigación a un punto antes descuidado, sino revertir la estructura misma de la investigación, cambiando la relación figura-fondo. Existe un viejo juego de ilusión óptica en el que se debe tratar de des­

cubrir figuras ocultas. Éstas lo son por un proceso gestáltico que privilegia un diseño como forma y le reconoce significado, mientras que omite el otro y, al considerarlo fondo, le niega estructura y sentido. Nada hay en los diseños mismos que obliguen a uno u otro a cumplir el papel de figura o el de fondo, pero mientras consideremos a uno forma, el otro se hará invisible y sólo podremos verlo invirtiendo nuestro sis­ tema interpretativo. Pasando de este ejemplo óptico a los estudios sociales, podemos ver que éstos parten de una escala de valores, den­ tro de la cual todo lo significativo está relacionado con el mundo masculino y por consiguiente no ve —más que como un fondo borroso e informe— la actividad, el esfuerzo o el aporte femenino, salvo que éste se realice en campos conside­ rados importantes. Pero la importancia que se asigna a un campo de actividades está en relación directa con el prestigio y poder social de los actores que la ejecutan, por lo que en una sociedad de ideología patriarcal, lo importante se iden­ tifica, por definición, con lo masculino (como en toda sociedad estratificada por los valores del grupo dominante). Esto trae como consecuencia que la presencia de la mujer en la historia (en política, economía, arte, religión o ciencia) se vea como escasa o marginal. Este fenómeno ha sido señalado repetidas veces, desde Simone de Beauvoir en adelante, pero no se trata sólo de releer la historia para suplir las omisiones que se han producido en este campo. Es de temer que, como seña­ la Eli Bartra, si subsanamos las omisiones encontraríamos que, de todos modos, sólo un pequeño contingente de mujeres ha hecho aportes significativos en campos prestigiosos.1No es

1. Es sin embargo sorprendente la diferencia que puede existir entre la historia académica de un período (sobre todo en su versión vulgarizada) y la misma historia vista por ojos de mujer. El caso de Flora Tristan es esclarecedor. Ella vivió en Perú poco tiempo después de la independencia, y nos dejó en Les pérégrinations d'une paria su visión del país y los acontecimientos que lo sacudían. A través de ella podemos ver a las mujeres limeñas activas, libres y participando con mucho peso en política, y podemos conocer a algu­ nos personajes tan interesantes como doña Pencha Gamarra, capaz de condu­ cir el país, manejar el Congreso y dirigir el ejército. Incluso cuando nos describe una institución tan masculina como la militar, lo hace señalando el importante papel que cumplían las “rabasas”, mujeres que acompañaban a la tropa, la precedían al establecerse, y eran las encargadas del aprovisiona­ miento. Si estudiamos esta misma época en los textos de divulgación, sólo nos enteramos de que las limeñas iban cubiertas (“tapadas”) y que el Capitán Gamarra fue presidente de Perú, con lo que desaparece toda referencia a las mujeres.

de extrañar porque, como señalábamos antes, se les ha con­ cedido prestigio precisamente porque no eran femeninos, porque eran patrimonio de un sector que usufructúa la exclu­ sividad de lo significativo: los hombres. Cuando alguien dice: “No hay mujeres geniales, todas las mujeres genios que han existido eran hombres”, esconde detrás de la boutade, la opción social según la cuál sólo se puede reconocer importan­ cia eminente a una actividad que haya sido previamente clasificada como masculina, por lo que toda mujer destacada lo ha sido en un ámbito no femenino, y siguiendo modelos y estrategias utilizadas generalmente por los hombres. Hago hincapié en los privilegios de género porque, si bien es cierto que todos los sectores discriminados han sufrido el mismo proceso de ser relegados a comparsa no significativa, sobre la cual destacar la coherencia del discurso de los secto­ res dominantes, es el sector mujeres aquél en el cual este desplazamiento se realiza en forma más coherente y efectiva, transformando su cosificación, su ser vistas desde la perspec­ tiva y a través de los ojos de otro, en una práctica social constante.2 Es con la primera revolución industrial y el surgimiento de las democracias cuando se hace una separación estricta entre lo público y lo privado y se sistematiza la exclusión de las mtgeres y del proletariado del poder político pero, como señala Perrot, el Cuarto Estado supo hacer valer mejor sus derechos que el Segundo Sexo. Con el agravante de que, después de 1848, los trabajadores hombres fueron asumiendo casi integralmente las ideologías burguesas de segregación de la mujer de los ámbitos de poder, compartiendo por consi­ guiente las ideologías desvalorizadoras que legitimaban esta opción.3 Dado que es precisamente ésta la época en que se generan los modelos de conocimiento “científico” y se desarro­ llan las bases de las ciencias sociales, resulta fácil entender 2. No es casual que de todos los grupos oprimidos, sea el de las mujeres el único que ha tenido que realizar campañas sistemáticas y continuadas para evitar ser tratadas como “cosas”. Las denuncias feministas sobre la utilización en la propaganda comercial de la “mujer-objeto sexual” pueden ilustrar este tema. 3. Ésta era precisamente la época en que las mujeres, que cobraban menor salario por el mismo trabajo, estaban reemplazando a los hombres en el trabajo fabril. Ante esta competencia, y para evitarla, Flora Tristan propo­ nía la igualdad de derechos y salarios. Pero la derrota de las propuestas progresistas llevó a los obreros a un enfrentamiento interno acompañado de discriminación, a la manera de la conducta de los “blancos pobres” de los Estados Unidos con respecto a los negros.

que de ellas estuviera excluida toda forma de interés por la problemática femenina y que no se generasen modelos que permitieran comprenderla. No es mi intención, ni entra dentro de mis posibilidades, hacer una historia de las teorías feministas y su relación con los horizontes teóricos generales de cada época, pero es nece­ sario señalar que la ciencia social, aunque construida desde la perspectiva de otros sectores, ha servido sin embargo de base a los análisis feministas, aunque frecuentemente de for­ ma no explícita. Así, el evolucionismo del siglo XIX y su idea del progreso (tanto en su vertiente marxista como en la libe­ ral) ha servido de fundamento a los análisis que consideran a la historia como un ámbito de progresiva autorrealización, y por consiguiente, las luchas feministas que se dan en el seno de nuestra cultura, como el punto más alto logrado por las reivindicaciones de la mujer. Éste planteamiento implica una concepción etnocéntrica, que minimiza los logros realizados por mujeres de otras culturas y además, y paradójicamente, sirve de fundamento a posiciones victimistas. En efecto, si lo más que se ha logrado es lo que hay aquí y ahora, no puede menos que verse toda la historia y todo el espacio como ámbi­ tos de la mayor subordinación. Con mucho retraso con respecto a su implantación en el ámbito académico, también llegó al movimiento feminista su momento funcionalista, a partir de los aportes de la Antropo­ logía clásica. Esto se manifestó en el interés por el colectivo de las mujeres como cultura aparte y complementaria, con sus propios ámbitos de poder. La “teoría de la diferencia” reproducía el modelo funcionalista de la armonía social y fue pronto abandonado para ser reemplazada por interpretacio­ nes con mayor capacidad reivindicativa. Es en este contexto en que cuaja el modelo existencialista desarrollado en E l segundo sexo. En la actualidad, la Antropología Crítica, con sus cons­ trucciones sobre minorías, cambio social y desviación, da un panorama en el que se puede incluir de manera más matiza­ da la interrelación entre sectores y, por consiguiente, la pro­ blemática femenina. Para avanzar en la generación de teoría específica es necesario hacer explícitos estos horizontes teóri­ cos, desarrollarlos y/o cuestionarlos, pues siempre que trata­ mos de prescindir de la escala de valores aceptada, o de in­ vertirla, nos encontramos ante el problema de los modelos alternativos. Es difícil construir éstos en abstracto, y siempre se corre el riesgo de realizarlos como una inversión del mode­

lo dominante: por ejemplo, la valoración de la diferencia, que subraya todo lo que sea diferente a los roles masculinos, o de copiar los modelos dominantes, proponiendo sólo el reempla­ zo de sus actores sociales, como sería el caso de la reivindica­ ción de algún tipo de matriarcado. Creo sin embargo que este difícil problema, que atañe a la política feminista y sus reivindicaciones, puede ser posterga­ do al menos momentáneamente por las científicas sociales. El objetivo de sus investigaciones puede ceñirse al ámbito más modesto, pero también significativo, de rastrear, describir y hacer evidentes las propuestas que al respecto han ido elabo­ rando las mujeres (aisladamente o en conjunto) en su cotidia­ na interacción con los sectores dominantes. Estos trabajos, si parten del supuesto general de que las mujeres no son obje­ tos pasivos, sino sujetos activos, y que como tales continua­ mente han tratado de renegociar su situación subordinada; pueden tener un sentido político indirecto (como siempre lo tienen los estudios sociales), brindando datos e informaciones que pueden ser utilizados en el diseño de estrategias de con­ frontación, por la misma investigadora o por otras militantes. Y con esto llegamos a otro punto difícil, que es el de la implicación personal en los trabajos. Apagadas ya las eufo­ rias del 68 y en plena “postmodemidad”, parece que los estu­ dios se benefician de mayor prestigio cuanto más pueden presentar una imagen académica, presuntamente objetiva. Así, se deja sólo para algunos ámbitos (etnicidad, minorías nacionales) y algunos momentos (campañas de defensa de derechos humanos) la opción de la implicación política. Sin embargo, hay cierta expectativa referente a que todo trabajo sobre la mujer se constituya en un acto de militancia femi­ nista, abundando las críticas a los estudios que utilizan cier­ to distanciamiento profesional.4 En realidad esta pretensión, que sería legítima si se refiriera a todo estudio social, en la práctica termina excluyendo los estudios sobre mujer del ámbito de los “intereses generales” y transformándolos en discursos para conversas. Esto brinda una coartada para considerarlos una especia de uarte menor” dentro de la cien­ cia y minimizar el impacto de sus aportes. 4. Marisa Rodano, por ejemplo, en un debate sobre Simone de Beauvoir proponía que E l segundo sexo no era un libro feminista porque utilizaba la estrategia del alejamiento teórico en lugar del método, que el feminismo ha priorizado, de partir de la propia experiencia personal (citado por Le Doeuff, p. 61).

Este obstáculo externo se acompaña, contradictoriamente, con un nivel de exigencias mayor (y no menor) con respecto a los que se presentan a los estudios sobre otros temas. Como señala Le Doeuff para las mujeres filósofas, la necesidad de justificar cada palabra empleada puede llevar a una verdade­ ra paralización del discurso, mientras que se debaten proble­ mas del tipo siguiente: ¿Debe una mujer que estudia mujeres referirse a su tema de estudio como “ellas” o “nosotras”? ¿Implica el optar por “ellas” ver el problema desde una óptica masculina? ¿O por el contrario, utilizar el “nosotras” significa subjetivizar (y por tanto devaluar) la investigación? ¿Puede usarse el plural inclusivo cuando la autora está fuera del colectivo que estudia (por ejemplo, mujeres maltratadas)? Este tipo de incertidumbres léxicas no se plantean cuando el objeto de estudio y el investigador son los habituales, es decir hombres. En esos casos se considera que la inclusión del investigador en el grupo es implícita y sólo se recurre al “nosotros” cuando se quiere señalar implicación política in­ mediata. Actualmente hay algunas corrientes de la historiografía: Historia de las Mentalidades, Historia Social, Historia de la Vida Cotidiana, que subrayan elementos de la cultura no dominante y a través de las cuales se puede comenzar a conocer a los sectores tradicionalmente ignorados. Hay tam­ bién algunas técnicas como las de la Historia Oral o las His­ torias de Vida, que permiten dar la palabra a^grupos que no tenían acceso a la producción de documentos escritos, por lo que (con las fuentes de documentación tradicionales) perma­ necían mudos. La Antropología y la Sociología, por su parte, utilizando entrevistas, encuestas y observación, pueden acer­ carse a los diferentes actores sociales y dar cuenta de los procesos en el momento en que se están realizando. Todos estos instrumentos pueden utilizarse para el estudio de los sectores subordinados y por consiguiente son herramientas útiles para realizar estudios sobre mujeres. Pero el problema no se encuentra en el nivel de las técni­ cas, que siempre pueden afinarse para que nos provean de datos sobre los actores sociales de nuestra elección, sino en el nivel de las metodologías o de las bases de los planteamien­ tos teóricos de los problemas. Intentaré explicarlo a partir de un caso concreto: Es una opción válida en el análisis de una obra de arte, de un tapiz por ejemplo, estudiar el dibujo, el color, la escuela a que pertenece el diseñador y el tema trata­ do. Muy probablemente, el artista dedicó al boceto dos o tres

días y es importante conocer su aporte. Pero esto no explica por qué se consideran absolutamente no significativos los meses de trabajo que significó su realización. Desde el punto de vista de los requisitos físicos que exije, podemos conside­ rar que bordar requiere una habilidad equivalente a la que se necesita para dibujar. Pero normalmente nuestras valora­ ciones sobre los méritos relativos de diferentes tareas, están muy sesgadas por criterios de valor derivados del prestigio de los ejecutantes. Si visitamos cualquier “Museo del vestido” veremos maravillas de bordados y encajes, de alto valor esté­ tico y que son el resultado de acumular muchas horas de trabajo altamente especializado. Sin embargo, se consideran sólo como un arte menor. Siguiendo con el ejemplo del tapiz podemos aducir que finalmente es la creatividad lo que se le reconoce al artista y no los méritos de la ejecución, pero en ese supuesto faltaría explicar por qué no se valora la creati­ vidad de las bordadoras anónimas de tantos tapices, paños y vestidos que carecieron de “diseñador”. Estas opciones resul­ tan, sin embargo, claras si tenemos en cuenta que el bordado ha sido considerado en nuestra cultura, durante los últimos siglos, como una tarea esencialmente femenina. Trabajos recientes, como el de Agnés Fine, muestran cómo el bordado no sólo era una escuela de interiorización del rol femenino, sino también un ámbito de autorrealización y un símbolo de género. Así, la falta de aprecio social por este arte puede explicarse históricamente por su ligazón con un grupo huma­ no previamente desvalorizado. No es, entonces, que las muje­ res hagamos cosas poco importantes, sino que formamos parte de una sociedad que cataloga como poco importante cualquier cosa que hagan las mujeres.5 He partido de un ejemplo que me parece claro para refe­ rirme a un problema que abarca un ámbito mucho más ex­ tenso. Si hablamos de economía subrayamos siempre (desde la óptica marxista o en el modelo liberal) la actividad produc­ tiva, encomendada con frecuencia al hombre, por encima de la actividad de mantenimiento, asignada más particularmen­ te a la mujer. Si hablamos de administración valoramos más la pública que la privada. Si nos referimos a especialización, 5. Véase en Bourdieu y Passeron la desvalorizarían qu$ siguió a la feminización de ciertas carreras universitarias como Lenguas Vivas e Histo­ ria del Arte, en Francia; en Estela Grassi igual proceso referido a la carrera de Asistente Social en Argentina y en Arlette Farge, la indiferencia y el menosprecio académico por los estudios mismos de Historia de la Mujer.

hacemos referencia a la que se realiza fuera del ámbito del hogar. En general, cualquier innovación femenina en materia lingüística se considera desviación de la lengua estándar (masculina), cualquier aporte religioso femenino se ve como superstición o desviación de lo correcto, etc. Este sesgo valorativo hace que los estudios de mujer se encuentren en la disyuntiva de estudiar los aportes de las mujeres en los ámbitos definidos como prestigiosos por ser masculinos (estudios en la línea de “grandes mujeres en la política, en la guerra, en la economía, en la ciencia y en el arte”) o entrar en las arenas movedizas del análisis de lo no significativo, con el agravante de que a menudo las fuentes provienen precisamente de los sectores dominantes e infor­ man desde su perspectiva. Ante esta disyuntiva, resulta necesario reflexionar sobre los modelos teóricos que vamos a emplear. Si éstos no se explicitan corremos el riesgo de apoyarnos en un vago esencialismo de base biológica defendiendo que las mujeres "son” de tal o cual manera (solidarias por ejemplo). El riesgo de caer en estas posiciones es mayor que en el estudio de otros colectivos subordinados, porque constituye una evidencia de sentido común (gramsciano) que la diferencia entre los sexos es una diferencia física. Simone de Beauvoir ya se levantó contra esta simplificación señalando que no se nace mujer sino que se aprende a serlo, y todos los actuales estudios de “género”, en lugar de sexo, subrayan precisamente la cons­ trucción social de los sujetos. Pero reconocer que el género es el producto de determinadas relaciones sociales, tiene como consecuencia obligar a utilizar para su estudio modelos que se apoyen en esta variable y tengan en cuenta su historici­ dad, y dejar de lado las interpretaciones sólo psicológicas (o al menos concederles menor importancia). Delimitado así el campo, puede intentar aplicarse a los estudios de mujer los modelos teóricos desarrollados para analizar otros segmentos sociales explotados, discriminados o simplemente carentes de poder. Si analizamos a las mujeres como miembros de una subcultura específica, tendremos herramientas (por ejemplo, la teoría de sistemas) para ver sus interrelaciones con la cultura dominante. La circulación de información y de recursos entre ambos ámbitos puede analizarse desde esta perspectiva, viendo además dónde se sitúan los mecanismos de control. Pero si estudiamos a las mujeres como actores sociales de una cultura subordinada, el subrayado de la concreción no

significa volver a caer en este caso en los viejos debates de la especificidad femenina. Lejos de tratar de hacer visible o reivindicar el “poder oculto” de las mujeres (espejuelo ilusorio que sirve de ideología ocultadora de su subordinación real) se trata de poner en positivo sus aportes para poder leer en ellos sus reivindicaciones. Ese es precisamente el objetivo de tipificar a las mujeres como parte de una subcultura o cultu­ ra popular específica, poder analizar las interrelaciones y el nivel de cuestionamiento que ésta mantiene con la cultura dominante. Tampoco se trata de esencializar la especificidad (que es en última instancia consecuencia de la discrimina­ ción) y elevarla a categoría normativa, o de relativizar a partir de ella la norma, como se hizo durante la polémica sobre la diferencia. El problema de esta estrategia de aproximación es que nos remite nuevamente al problema metodológico en cada uno de los riiveles en que puede analizarse una cultura. Si partimos del circuito de la producción y la reproducción, la cuestión es cómo analizar la economía desde el punto de vista de la mujer. Esto incluye la polémica sobre la inserción en el trabajo asalariado, la doble jornada, la tipificación sobre los aportes económicos realizados por la mujer y los niveles de explotación que sufre, además de las reivindicaciones que a partir de su inserción específica ha planteado, y los ajustes sociales que éstas implican. En el área de las relaciones sociales es necesario analizar los ámbitos que se han dejado en sus manos y el tipo de desvaloración que han sufrido, pero también es importante subrayar los esfuerzos que han hecho para compensar el confinamiento y los ajustes secundarios que han realizado. En el área de la generación de discurso es importante estudiar qué temas se les han asignado social­ mente, cuál es su importancia social y qué desvalorizaciones padecen. Un tema crucial es indagar si existe un discurso femenino alternativo, y en ese caso a través de qué géneros literarios se manifiesta y cuáles son sus reivindicaciones. En el ámbito de las ideologías, analizar qué modelos sociales y religiosos han generado las mujeres y qué tipo de rela­ ción/conflicto mantienen con los modelos oficiales, etc. Acercarse a cada uno de estos problemas implica la difi­ cultad de la lectura de los negativos (para usar un símil fotográfico) de la realidad que estamos acostumbradas a ver. Así, cuando hablamos de trabajo femenino, nos estamos refi­ riendo principalmente al que hace la mujer que “no trabaja”. Si hablamos de redes sociales femeninas, nos referimos a las

informales, inexistentes desde el punto de vista de las formalizaciones. Si nos referimos a su discurso, estamos atendien­ do a lo que socialmente se considera parloteo no significativo. Si centramos nuestra atención en su cosmovisión, nos esta­ mos refiriendo a las reelaboraciones, muchas veces ignoradas, de la visión dominante. Esto obliga a tomar caminos sinuosos para la aproxima­ ción. Una estrategia que suele dar buen resultado para el estudio de cualquier cultura subalterna, consiste en partir del modelo socialmente asignado —que es siempre el modelo que la cultura dominante pretende imponer— y analizar las desviaciones que se producen con respecto a ese modelo. Puede presumirse entonces que estas desviaciones sean con­ secuencia de la presión del sector dominado para redefinir su posición. A falta de reivindicaciones explícitas, o para épocas en que no disponemos de información directa de los cuestio­ namientos de un sector subordinado, podemos inferirlos de sus conductas, en la medida en que éstas se aparten de las asignadas. Esta hipótesis global puede concretarse de distintas mane­ ras según el área en que se aplique. Así, si queremos recupe­ rar el discurso cuestionador femenino, que sólo se ha genera­ lizado en su forma explícita en los últimos cien años, podemos partir de tratar de identificar cuál ha sido la literatura pro­ ducida por las mujeres, para confrontarla con la literatura sobre las mujeres y para las mujeres, que constituirían el modelo asignado. Es muy posible que lleguemos a la conclu­ sión de que esta literatura femenina era una “no literatura”, en el sentido de no letrada, es decir, una literatura oral. Esto no hace más que continuar la lógica del no ser (de no ser reconocida). Mi hipótesis al respecto, expuesta en varios tra­ bajos sobre el tema, es que los cuentos y cierto tipo de cancio­ nes han sido el tipo de relato femenino por excelencia, con una tradición secular y multicultural al respecto. Es curioso constatar que cuando este género se formaliza (por ejemplo, con el trabajo de los folkloristas), pasa a manos masculinas, siguiendo la senda de todas las actividades femeninas que adquieren reconocimiento, desde la medicina al cuidado per­ sonal, pasando por la cocina y la decoración. Una estrategia útil puede consistir en observar si hay diferencias entre el modelo de mujer propuesto por la litera­ tura hecha por las mujeres mismas y el asignado, y analizar el primero como fruto del nivel de reivindicación logrado en la época en que se produjo. Si adoptamos la aproximación

teórica que considera la cultura como un lenguaje cuya fun­ ción comunicativa no se agota en la forma verbal, veremos que esta sugerente perspectiva nos permite entender el sig­ nificado social de costumbres, gestos, vestimentas y utensi­ lios. También en este caso, entender a las mujeres como parte dé una subcultura específica obliga a replantearse la relación entre los distintos ámbitos unidos por la comuni­ cación. Tanto la teoría de la comunicación, como el análisis es­ tructural, la antropología simbólica o la cognitiva, nos pue­ den dar herramientas útiles para decodificar la lógica subya­ cente de los mensajes (explícitos o implícitos). Pero es necesa­ rio tener en cuenta que estos mensajes cobran sentidos dis­ tintos según quién los emite y quién los recibe. Así, el aspec­ to crucial de esta aproximación a los estudios de la mujer, se centra en analizar las variaciones que sufre la estructura y el contenido de los mensajes, según que el grupo dominante los dirija a sí mismo o a las mujeres, y las diferencias que expe­ rimentan los discursos generados por las mujeres cuando están destinados sólo a éstas, o a toda la sociedad. No resul­ ta, entonces, suficiente analizar los sexolectos, o la discrimi­ nación de género que se opera a través del lenguaje, sino que es preciso tener en cuenta la función social que cada símbolo (lingüístico o no) asume en circunstancias históricamente determinadas, y la utilización que hace de estos símbolos el sector dominante, así como la contestación (o aceptación) simbólica de los subordinados. Un ámbito especialmente rico para el análisis de cual­ quier cultura ágrafa —y la femenina lo ha sido tradicional­ mente— es el estudio de los elementos de la cultura mate­ rial. Hay pocos trabajos sobre la mujer que exploren esta veta, pese a que podrían enriquecer mucho nuestro conoci­ miento de la especificidad cultural femenina, como lo mues­ tra el interesante análisis de Fine sobre el ajuar. Los estudios sobre la mujer que se están multiplicando en los últimos años desde perspectivas diferentes: historia, so­ ciología, antropología, filosofía, psicología, brindan la posibili­ dad de cuestionar desde ellos los viejos paradigmas de inves­ tigación y abrir el campo a aportes nuevos. Esta renovación no se refiere solamente al conjunto de datos nuevos que in­ corpora, sino también a la creatividad de sus planteamientos teóricos. Como señala Perrot para la historia, releerla desde el punto de vista de sus actores femeninos implica la necesi­ dad de replantear también la historia de los hombres, todo el

marco teórico debe ser renovado entonces. Esto también atañe a la filosofía y, por supuesto, a la antropología donde, a partir de los trabajos sobre nuevos actores sociales, ha resul­ tado necesario analizar desde una nueva óptica las distintas teorías, desde el funcionalismo a la antropología crítica. Importa mucho mantener abierta esta posibilidad innova­ dora rechazando todo tipo de dogmatismo. Es evidente que la adopción de una aproximación metodológica o tecnológica, con exclusión de cualquier otra opción, es una tentación en la construcción de todo nuevo campo de conocimiento, en su afán por alcanzar la comodidad intelectual de los “paradig­ mas” de Kuhn. Pero esta opción significa perder en flexibili­ dad, creatividad y amplitud lo que se gana en eficacia. Y es precisamente el valor intelectual de la creatividad lo que pueden aportar las nuevas disciplinas que se generan en torno a diferentes actores sociales, como la mujer.

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