La Segunda Venida-john Macarthur.pdf

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Para Clarrie y Edna Pearson, amigos amados y compañeros fieles en mi ministerio durante muchos años. Aunque estamos separados geográficamente por medio mundo, estamos de pie juntos mientras aguardamos la bienaventurada esperanza y la aparición gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo.

Índice Cubierta Portada Dedicatoria Introducción 1. Por qué es necesario que Cristo regrese 2. ¿Es inminente la venida de Cristo? 3. El más grandioso discurso profético de Cristo 4. Dolores de parto 5. La gran tribulación 6. Señales en el cielo 7. ¿En realidad alguien sabe qué hora es? 8. El peligro de las expectativas insensatas 9. La tragedia de la oportunidad desperdiciada 10. El juicio de las ovejas y de los cabritos Epílogo Apéndice: El regreso inminente del Redentor Glosario Notas Créditos

INTRODUCCIÓN Creo que de forma literal Cristo regresará victorioso un día a la tierra, en forma corporal y visible. Mis convicciones en esta materia son tan firmes como mi creencia en Cristo mismo. Mi fe en el futuro regreso de Cristo es tan firme como mi certeza absoluta en cuanto a su obra redentora consumada en el pasado. Es más, estoy dispuesto a sostener que el hecho de la segunda venida del Señor es una doctrina cardinal del cristianismo. Es el fin y la meta del propósito de Dios sobre la tierra, y su clímax divino será tan preciso y lleno de propósito como todas las demás revelaciones de Dios. Quienes abandonan la esperanza del regreso corporal de Cristo, de hecho han abandonado el cristianismo verdadero. EL PELIGRO DE NEGAR LA SEGUNDA VENIDA Este es un asunto fundamental hoy día. Cada vez más y más personas que quieren que se les llamen cristianas están desaprobando cualquier expectación en torno a la segunda venida. Por ejemplo, los teólogos liberales abandonaron hace mucho tiempo su creencia en el regreso literal de Cristo. Algunos de ellos simplemente se limitan a espiritualizar todas las Escrituras proféticas al afirmar que la única «segunda venida» de Cristo ocurre cuando Él es recibido de forma personal en el corazón. Otros van todavía más lejos al tratar la esperanza de los apóstoles en el regreso de Cristo como un mito y una falsa expectativa, y rechazan en esencia la promesa bíblica de la segunda venida y toman su lugar entre los burladores (cp. 2 P. 3:3, 4). Esa clase de equivocación es precisamente la que podemos esperar de los que parten de una apreciación muy devaluada de las Escrituras, como es el caso típico de los teólogos liberales. Últimamente, incluso algunos cristianos tradicionalmente conservadores, que profesan ser «creyentes en la Biblia», han atacado la doctrina del regreso corporal y literal de Cristo. Una postura que se está haciendo rápidamente notoria es la del hiperpreterismo (llamada algunas veces preterismo pleno por sus defensores).[1] Los hiperpreteristas construyen toda su teología sobre la base de una interpretación errada de las palabras de Cristo en Mateo 24:34:

«De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta que todo esto acontezca.» Ellos insisten en que el significado de esta declaración es que todos los detalles de la profecía bíblica necesariamente debieron cumplirse del todo antes de que murieran las personas que estaban vivas cuando Él los pronunció, y que efectivamente todo se cumplió en el año 70 d.C., durante el caos y la agitación política que tuvo lugar cuando Jerusalén fue saqueada por los romanos y la mayoría de sus habitantes fueron masacrados. En otras palabras, según los hiperpreteristas, el segundo advenimiento de Cristo, la resurrección de los muertos y el juicio ante el gran trono blanco son todos eventos del pasado, de manera que no queda ninguna profecía de las Escrituras aún por cumplirse. Ellos dicen que no existe en absoluto razón para esperar una venida de Cristo en el futuro. Los hiperpreteristas incluso llegan a afirmar que el universo en el cual vivimos ahora equivale a los «cielos nuevos y tierra nueva» prometidos en pasajes como 2 Pedro 3:13 y Apocalipsis 21. Eso significaría entonces que esta tierra en la que vivimos ahora es permanente, y que el pecado y la maldad nunca serán erradicados de forma definitiva de la creación de Dios. Satanás ya ha experimentado toda la derrota que podrá jamás haber experimentado. Tampoco existe ninguna realidad tangible o existencia física más allá de la tumba. Cuando el creyente muere, simplemente se convierte por toda la eternidad en un espíritu que existe fuera del cuerpo y pasa a la presencia de Dios en un plano puramente espiritual, sin aguardar ninguna esperanza de una resurrección corporal futura. Las almas de los malvados sencillamente son expulsadas de la presencia de Dios en un estado no corpóreo. ¿Pero qué hacen los hiperpreteristas con la plétora de afirmaciones en las Escrituras que parecen contradecir su visión de las cosas? Por ejemplo, ¿qué pueden hacer con la promesa de 1 Tesalonicenses 4:16,17? «El Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor.» ¿Y qué con 1 Corintios 15:22-24? «En Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida. Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia.» ¿Qué pueden hacer con los versículos 53, 54? «Es necesario que esto corruptible se

vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria.» ¿Qué van a hacer con el espantoso juicio descrito en 2 Pedro 3:10? «El día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas.» Tomando como fundamento la información contenida en una página del manual liberal, los hiperpreteristas plantean como alegórico el significado de los anteriores y de todos los demás pasajes proféticos al afirmar que en ellos se describen realidades espirituales pero no literales. En otras palabras, motivados por la injustificada urgencia de interpretar Mateo 23:36 literalmente, están dispuestos a sacrificar el significado explícito y directo de todas las demás profecías acerca del regreso de Cristo y los eventos del final de los tiempos. Esta manera de acercarse a las Escrituras tiene consecuencias desastrosas para casi todas las doctrinas fundamentales del cristianismo. Por ejemplo, es obvio que destruye la esperanza de cualquier resurrección futura de los muertos. Los hiperpreteristas afirman que el cumplimiento completo de la resurrección de los muertos que se describe en Apocalipsis 20:4-15 y 1 Corintios 15:51, 52 ya tuvo lugar cerca del año 70 d.C. De acuerdo con ellos, se trató de una resurrección espiritual y no corporal, y es la única resurrección que jamás ocurrirá. De esta manera, los hiperpreteristas han renunciado a toda esperanza de una resurrección corporal y literal de los santos.[2] ¿Qué hay con respecto a la segunda venida de Cristo? Ellos dicen que ese también fue un evento espiritual que ocurrió en la primera generación de la Iglesia; y no hay ninguna razón para esperar un cumplimiento literal de esta profecía en el futuro. Así las cosas, no están renunciando solamente a aceptar el significado claro y directo de las Escrituras sino también de todo credo y pauta doctrinal afirmado por cualquier concilio eclesiástico, denominación o teólogo en toda la historia de la Iglesia. De esta manera niegan categóricamente que Cristo vaya a regresar alguna vez a la tierra en forma corporal. Esta postura suena tan chocante que algunos podrán preguntarse si acaso tiene méritos suficientes para ser refutada seriamente. ¿Cómo podría cualquier persona alegar que cree en la Biblia y al mismo tiempo negar que

Cristo regresará corporalmente a la tierra? Pero el hecho es que esta postura ha logrado convocar a un grupo osado e influyente de seguidores, en especial entre jóvenes creyentes con más entusiasmo que conocimiento. A juzgar por la gran visibilidad y el número cada vez mayor de personas que pregonan estas opiniones a través de Internet y en otros foros,[3] parece que están teniendo un éxito fenomenal en ganar nuevos adeptos entre otras almas que por su falta de discernimiento son proclives a ideas de ese tipo. El regreso corporal de Cristo no es un punto en el que las Escrituras sean ambiguas o confusas. Mientras los discípulos observaban ascender al cielo al Cristo resucitado, las Escrituras nos dicen que «estando ellos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, he aquí se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo» (Hch. 1:10, 11, cursivas añadidas). Él ascendió en forma visible y corporal, y regresará del cielo de la misma manera. Nada podría ser más explícito que esto. Los hiperpreteristas ya cuentan con una respuesta preparada en contra de este argumento: ellos niegan que Cristo haya ascendido realmente al cielo en forma corporal.[4] Ellos deben tomar esta posición para conservar el incuestionable paralelo establecido en las Escrituras entre la ascensión de Cristo y su regreso a la tierra. Algunos hiperpreteristas extremistas llevan la misma hipótesis deletérea todavía un paso más adelante y se atreven a negar que Cristo se haya levantado en cuerpo de entre los muertos. En 1 Corintios 15:20-23 se indica que Cristo fue «primicias» de todos los que se levantarán de los muertos. Su resurrección es, por lo tanto, el patrón y prototipo para todas las demás personas que van a ser levantadas de entre los muertos. Pero como ya han dado por sentada la noción de que los creyentes son resucitados únicamente en un sentido espiritual, muchos hiperpreteristas parecen no tener escrúpulos para concluir que Cristo resucitó en un sentido puramente espiritual de la tumba. De esta manera llegan incluso a negar la resurrección corporal de Cristo. Esto destruye el corazón mismo de toda la doctrina cristiana. «Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados» (1 Co. 15:16, 17). Parece que el apóstol Pablo tenía en mente una teología muy parecida al

hiperpreterismo moderno cuando escribió ese versículo de su puño y letra. Puesto que niegan de plano tantas doctrinas cardinales del cristianismo, no es de sorprenderse que los hiperpreteristas se deslicen sutilmente y con mucha desenvoltura para acoger ideas aún menos ortodoxas. Para dar un ejemplo, Ward Fenley (probablemente el escritor más influyente del hiperpreterismo), afirma que Cristo realmente se convirtió en un pecador en la cruz: Él no fue hecho pecado mientras vivió su vida. Pero cuando estaba en la cruz, Él se convirtió en todas las cosas más terribles e infames que hayamos cometido... Mi argumento es que en el amor inmensurable de Cristo hacia sus hijos, Él se convirtió en todo lo que nosotros éramos de una manera tan real que llegó al extremo de orar al Padre: «Tú conoces mi insensatez, y mis pecados no te son ocultos.»[5] El error hiperpreterista es exactamente el mismo de Himeneo y Fileto, quienes «se desviaron de la verdad, diciendo que la resurrección ya se efectuó, y trastornan la fe de algunos» (2 Ti. 2:18). El apóstol Pablo no vacila en hablar francamente acerca de la gravedad de ese tipo de error destructivo para el alma. Nosotros tampoco deberíamos titubear en señalar los peligros generados por un distanciamiento tan tajante de la verdad bíblica. Después de todo, negar el regreso corporal de Cristo es una herejía del peor tipo. Esta variedad en particular de tal herejía está destruyendo en la actualidad la fe de muchos. EL DESPROPÓSITO DE SER SENSACIONALISTAS CON LA SEGUNDA VENIDA

Creo que el hecho de la segunda venida es una doctrina cardinal. Sin embargo, debo apresurarme en añadir que muchos de los detalles de la profecía bíblica están rodeados de misterio, y hablar con certidumbre dogmática acerca de cosas que en realidad no son más que puras conjeturas, también es un error muy serio. Jesús mismo dijo: «De aquel día y de la hora nadie sabe, ni aun los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre. Mirad, velad y orad; porque no sabéis cuándo será el tiempo» (Mr. 13:32, 33). ¿Podría algo ser más misterioso? Sin embargo, en el otro extremo del espectro de tendencias de los hiperpreteristas hay personas que parecen tener el deseo de crear

sensacionalismo en torno a todo lo que dicen las Escrituras sobre eventos futuros. Su forma típica de hacer esto consiste en imponer la lectura de titulares modernos como marco de referencia infalible para interpretar las Escrituras. Esta manera de enfocar la profecía bíblica se ha empleado durante más de cuatrocientos años y ha crecido en popularidad últimamente, pero ha demostrado tener consecuencias desastrosas por completo. Tengo en mi biblioteca personal varios libros escritos por diversos autores, algunos de los cuales datan de principios del siglo veinte, y todos ellos consienten en la especulación infundada acerca de cómo ciertas personas y eventos del momento al parecer cumplían por completo con esta o aquella profecía. Un libro publicado cerca del 1917 sugería que los eventos conducentes a la primera guerra mundial no podían ser más que un indicativo seguro de la hecatombe apocalíptica. Ese libro proponía que los cristianos que estaban con vida en esa generación serían sin duda llevados en el arrebatamiento. Veinticinco años más tarde, otro grupo de escritores observaron el ascenso de Hitler al poder e indicaron que el Führer cuadraba perfectamente con la descripción bíblica del anticristo. Algunos de esos libros predijeron que el arrebatamiento ocurriría poco tiempo después de que Hitler adquiriera dominio sobre el mundo para dar comienzo al período de la tribulación. Otros alegaban que el anticristo era Benito Mussolini o José Stalin. Todos ellos se equivocaron. Después de la segunda guerra mundial se publicaron muchos libros en los que se afirmaba que el establecimiento del moderno estado de Israel había disparado la cuenta regresiva para el Armagedón, el que no demoraría más de cuarenta años. Todas esas predicciones se hicieron con una mezcla de fanfarria estridente y gravedad solemne. La proliferación de tales libros se intensificó hasta mediados de la década de los ochenta. La realidad demostró que todos estaban equivocados. Y ahora, al entrar a un nuevo milenio, se ha dado más especulación de ese tipo que nunca antes. Las cadenas de televisión religiosa tienen una cantidad de noticieros ficticios en los que supuestos expertos en profecía bíblica insisten en explicar los titulares de cada semana como si cada evento noticioso importante fuera el cumplimiento directo de alguna profecía específica de la Biblia. Las librerías cristianas están llenas de libros especulativos sobre profecía bíblica, incluso la última moda: novelas que fusionan sucesos actuales con profecías sacadas de las Escrituras en estilo de

ficción. Todo esto alienta todavía más a las personas a interpretar las Escrituras a la luz de los titulares noticiosos en vez de hacer todo lo contrario. Lo que es peor, a pesar de la rotunda afirmación de Jesús: «no sabéis cuándo será el tiempo», nunca escasean las especulaciones acerca de fechas (e inclusive las fechas específicas fijadas por algunos dogmáticos) en el mundo evangélico. En su libro del 1970 con gran éxito de ventas The Late Great Planet Earth [La agonía del gran planeta tierra], Hal Lindsey sugirió de manera bastante explícita que creía que Cristo regresaría en 1988: La señal más importante que nos da Mateo tiene que ser la restauración de los judíos en su tierra a través del nuevo surgimiento de Israel como nación. Cabe notar que la figura del lenguaje de «la higuera» siempre ha sido un símbolo del Israel como nación. Cuando el pueblo judío, después de casi 2.000 años de exilio y tras haber padecido persecución continua, se convirtió de nuevo en nación el 14 de mayo de 1948, la «higuera» dejó ver sus primeras hojas. Jesús dijo que éste sería un claro indicio de que Él estaba «a la puerta», listo para regresar en cualquier momento. Pero Él dijo a continuación: «De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta que todo esto acontezca» (Mt. 24:34). ¿Cuál generación? Es obvio en el contexto. La generación que vería las señales, principalmente la del nuevo nacimiento de Israel como nación. Una generación en la Biblia es algo así como cuarenta años. Si esta deducción es correcta, al término de unos cuarenta años a partir de 1948 sucederán todas estas cosas. Muchos eruditos que han estudiado la profecía bíblica durante todas sus vidas creen que esto es así.[6] El lenguaje de Lindsey en el 1970 suena moderado en comparación con los pronunciamientos más seguros que hizo al acercarse el cumplimiento del plazo límite de cuarenta años. En su libro del 1980 The 1980s: Countdown to Armageddon [Los ochenta: cuenta regresiva al Armagedón], Lindsey escribió: «Los profetas nos dijeron que el nuevo surgimiento de Israel y ningún otro evento, sería la señal inequívoca de que la cuenta regresiva había comenzado. Desde que ocurrió ese nuevo surgimiento, el resto de las profecías han empezado a cumplirse con mucha rapidez. Por esta razón estoy convencido de que nos encontramos ahora en un tiempo único pronosticado

con mucha claridad y precisión por los profetas hebreos.»[7] Lindsey se adelantó a afirmar que creía que el arrebatamiento y el inicio de la tribulación ocurriría en la década de los años ochenta.[8] Ese marco temporal de cuarenta años a partir de 1948 fue adoptado por otros que lo transformaron en un dogma todavía más explícito. A principios de 1988, Edgar Whisenant publicó un libro que alcanzó en poco tiempo un gran éxito de ventas al que tituló 88 Reasons Why the Rapture Will Be in 1988 [88 razones por las cuales el arrebatamiento ocurrirá en 1988]. Whisenant aseguró resueltamente a los lectores que él había logrado descifrar el misterio de los tiempos proféticos y que el arrebatamiento tendría lugar en algún momento entre el 11 y 13 de septiembre de 1988, durante la celebración del Rosh Hashanah, el año nuevo judío también conocido como Yom Teru’ah o día en que se hace sonar el shofar (el cuerno de carnero descrito en Números 29:1).[9] Sin perder una pizca de entusiasmo tras el paso normal de su fecha límite, Whisenant simplemente adelantó la fecha de su predicción para 1989 y escribió un nuevo libro: 89 Reasons Why the Rapture Will Be in 1989 [89 razones por las cuales el arrebatamiento ocurrirá en 1989]. El problema fue que, debido al descrédito que trajo sobre sí mismo con la anterior predicción falsa, tuvo dificultad para generar el mismo revuelo en torno a su nueva predicción (la cual, por supuesto, también resultó siendo falsa). A pesar de todo esto, los que se dedican a fijar fechas no han dejado de hacerlo. Unos cuantos años más tarde, Harold Camping, presidente y gerente general de Family Radio, publicó un libro que tituló 1994. En él predijo el regreso del Señor para el 7 de septiembre de 1994.[10] Camping basó su predicción en la numerología, la fundación del moderno estado de Israel, y otras señales de los tiempos. En sus programas radiales afirmaba reiteradamente que estaba «seguro más de un 99 por ciento» que su predicción era exacta. No lo fue. Ha habido numerosos fijadores de fechas menos conocidos en años recientes, y por supuesto todos y cada uno de ellos se han equivocado. Lo triste es que cada vez que esto ocurre se menoscaba la credibilidad del evangelio frente a los no creyentes que han escuchado acerca de las tales predicciones, al tiempo que se crea confusión en sus mentes con respecto al verdadero mensaje del cristianismo. Tal cantidad de predicciones fallidas también afecta de manera negativa la confianza que los creyentes tienen en

sus maestros. Y me temo que también subvierte en muchas personas la expectación de que el Señor en efecto podría regresar en cualquier momento. No hay duda de que la amplia difusión del hiperpreterismo refleja una reacción frente a los excesos fraudulentos y las predicciones no cumplidas de los «expertos» evangélicos en los últimos tiempos, después de tantas décadas de vaticinios desatinados. Tampoco resulta de mucha ayuda que los mismos expertos en su propia opinión vayan cambiando sus pronósticos con los tiempos, ajustando sus interpretaciones a profecías específicas para que coincidan artificiosamente con sucesos que cambian a diario. Hace unos treinta años, los gurúes de profecía bíblica declaraban con seguridad que el surgimiento de la Unión Soviética como superpotencia estaba cargado de significado profético. Muchos creían que la Biblia contenía insinuaciones de que Rusia atacaría Jerusalén, y este conflicto sería el preludio del Armagedón. Cuando, en la década de los años ochenta, no ocurrió el conteo regresivo hacia Armagedón sino que por el contrario trajo como resultado la desaparición del comunismo, la caída de la Cortina de hierro y el desmembramiento del imperio soviético, las mismas autoproclamadas autoridades en profecía bíblica sencillamente ajustaron sus predicciones de acuerdo a los acontecimientos y comenzaron a afirmar que incluso la caída del comunismo estaba claramente predicha en las Escrituras. Los eventos actuales no constituyen una pauta de orientación confiable para interpretar las Escrituras. Los que se dedican a ajustar continuamente su interpretación de las Escrituras para acomodar en su perspectiva los últimos titulares, están tratando a la Biblia como un muñeco de cera que puede cambiar de forma cuantas veces sea necesario para amoldarse a sus propios fines. Esta forma no es una manera íntegra de tratar la Palabra de Dios. Además, nuestra preparación para el regreso de Cristo no debería verse afectada en uno u otro sentido por los acontecimientos mundiales. Como veremos a lo largo de nuestro estudio de este libro, Cristo enseñó que estuviéramos expectantes y preparados para su regreso en cualquier momento. También nos enseñó a estar preparados y a permanecer fieles aunque Él se demore más de lo que suponíamos. Así que la verdadera preparación para el regreso de Cristo conlleva tanto expectación como resistencia paciente. Lamentablemente, toda la artificiosidad y el sensacionalismo que caracterizan la mayor parte de las enseñanzas modernas

acerca de profecía bíblica realmente no hace más que perjudicar ambos lados de la balanza. EL MISTERIO DE LA SEGUNDA VENIDA Quizá valga la pena destacar de nuevo que la escatología, la rama de la teología que tiene que ver con los acontecimientos futuro, está más envuelta en misterio que cualquier otra disciplina teológica. Esto es así por designio propio de Dios. Recordemos que mientras estaba en la tierra, Cristo dijo que ni Él ni los ángeles del cielo conocían el momento para la segunda venida: «Pero de aquel día y de la hora nadie sabe, ni aun los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre. Mirad, velad y orad; porque no sabéis cuándo será el tiempo» (Mr. 13:32, 33). ¿Cómo es posible que Cristo, siendo plenamente Dios aún mientras estuvo encarnado como ser humano, no supiera algo tan importante como el tiempo de su propio regreso? Ciertamente, esto no puede significar que Él literalmente haya renunciado a su omnisciencia, porque si Jesucristo realmente se hubiera despojado a sí mismo de cualquiera de sus atributos divinos, de hecho habría renunciado a ser Dios (Mal. 3:6; He. 13:8). Además, la omnisciencia de Cristo se manifiesta en muchas ocasiones importantes en los relatos del evangelio (p. ej.: Jn. 16:30; 18:4; 21:17). Pero las Escrituras también enseñan que Él no dejó de ser verdaderamente humano en todo sentido (He. 2:14-18). Parece que Cristo podía abstenerse de traer a su mente humana consciente todo el conocimiento omnisciente que poseía, cuando la voluntad del Padre así lo requería (Jn. 5:30); pero lo hizo sin tener que despojarse literalmente de su omnisciencia o de cualquier otro aspecto de su deidad. Por ejemplo, Él nunca renunció a su omnipotencia (cp. Jn. 10:18). Pero mientras estuvo en la tierra, de conformidad con el plan del Padre, Cristo se abstuvo voluntariamente de ejercer su ilimitado poder divino, a fin de que su cuerpo humano fuera sometido a las limitaciones normales de la carne (Jn. 4:6). Él sometió de manera voluntaria el uso de todos sus atributos divinos a la voluntad perfecta del Padre (Jn. 5:19; 8:28). ¡Esta verdad solamente ya es de por sí un misterio sublime e inaccesible! Pero de ningún otro tema en todas las Escrituras se dice que sea más misterioso que el tiempo del regreso de Cristo. Nadie, excepto el Padre, conoce esa fecha y esa hora; no lo supo Jesús durante su ministerio en la tierra, ni los ángeles del cielo o cualquier otra persona en la tierra, ¡y

particularmente ninguno de los que se atreven a emitir las afirmaciones más audaces sobre su supuesto conocimiento de los detalles secretos en el plan profético de Dios! Puesto que el mismo Cristo dijo que ni siquiera Él conocía el tiempo de su regreso, ¿no debemos en cuanto a este asunto manifestar una actitud de suprema humildad? También es instructivo recordar que incluso los profetas que escribieron por inspiración divina, muchas veces quedaban en un misterio en cuanto al significado exacto de lo que escribían, particularmente en lo relativo al quién, qué y dónde de las profecías de cosas futuras. El apóstol Pedro escribió: «Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron a cerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos» (1 P. 1:10, 11). Por ejemplo, ellos no entendieron cómo se podían reconciliar las profecías de sufrimiento y de gloria. Muchas de estas cosas eran misteriosas para todos, hasta que el mismo Cristo las explicó en privado a los discípulos después de su resurrección (Lc. 24:25-27). Por eso resulta oportuno que, al comienzo mismo de este estudio, reconozcamos la profundidad de los misterios que aún quedan en torno a los detalles del regreso de Cristo. Aunque el hecho de la segunda venida es, por cierto, una doctrina cardinal del cristianismo, muchos de los detalles específicos acerca del cómo y el cuándo se encuentran, según el testimonio mismo de las Escrituras, cubiertos por el manto de un misterio incomprensible. Nunca debemos perder esto de vista. Los esquemas proféticos detallados y las especulaciones escatológicas para fijar fechas nunca se deberían tratar como dogma incontrovertible o fundamental, ni se deberían establecer como prueba fundamental de ortodoxia y de comunión cristiana. Desdichadamente, esto es lo que sucede todo el tiempo. Conozco personas que quieren hacer de la escatología la prueba más decisiva de toda teología. Muchos de ellos son neófitos en la fe. Ni siquiera estarían bien preparados para rendir cuentas de la doctrina de justificación por la fe de una manera coherente. Tal vez estén mal preparados para defender cualquiera de las doctrinas fundamentales del cristianismo, pero se consideran a sí mismos expertos en el cálculo de fechas para el arrebatamiento o el significado exacto

de los siete sellos de Apocalipsis 5—7. O han llegado a convencerse de que no va a haber ningún arrebatamiento o reino literal sobre la tierra. Ellos consideran como adversario a cualquiera que no pueda ver las cosas a su manera. Parece que tales personas están buscando pelea con otros todo el tiempo para polemizar acerca de ciertos puntos delicados de controversia escatológica.[11] Otros que caen en esta trampa no son novatos. Pueden ser líderes cristianos o profesores de teología, pero pierden el equilibrio académico en su pasión con respecto a alguna perspectiva escatológica en particular y permiten que su celo por estas doctrinas se convierta en una barrera para la comunión fraternal con los hermanos que no están de acuerdo con ellos. Conozco a un hombre que insiste en que la escatología debería ser el punto de partida para la visión cristiana del mundo y todo lo demás que creemos debería estar sujeto a nuestra manera de entender el programa profético de Dios. No puedo imaginar un acercamiento más anticuado a la escatología o a la formulación de una cosmovisión cristiana. Nuestra cosmovisión debería fundarse en las doctrinas más vitales e incontrovertibles del cristianismo, aquellos asuntos de los que se habla con mayor claridad en las Escrituras y con la menor cantidad de misterio. La escatología tiene una importancia decisiva en la medida en que nos expresa el fin de la obra redentora de Dios y la culminación de su propósito salvador. Es cierto que la esperanza del regreso de Cristo es esencial dentro de la cosmovisión cristiana, pero los detalles especulativos del programa escatológico de alguna persona no constituyen un enfoque adecuado ni un punto de partida confiable. No existe ninguna razón para aislar la escatología y ponerla por encima de otras disciplinas teológicas, como si los detalles proféticos acerca del futuro fueran los temas más importantes. Mi consejo para los teólogos sistemáticos que apenas están comenzando es el siguiente: dominen los temas fundamentales de soteriología, amartiología, pneumatología, teología propia y otros puntos esenciales de la doctrina cristiana antes de establecer actitudes dogmáticas en puntos delicados de la escatología. No hay problema con mantener opiniones fuertes en estas cuestiones. Mientras las Escrituras lo permitan, mis propias convicciones escatológicas son firmes y definidas, como tendrá la oportunidad de notarlo en este libro. Pero dado el misterio que rodea gran parte de la revelación profética acerca

del futuro, no debemos ser propensos a contender y rivalizar impulsivamente en cuanto a estos asuntos. Nuestros detallados diagramas proféticos no deberían constituirse en pruebas definitivas de ortodoxia ni argumentos para separarnos de otros creyentes. Aparte de los aspectos que son esenciales para el mensaje cristiano, como el hecho del regreso corporal de Cristo, la resurrección de los muertos y el triunfo final del Señor sobre todos sus enemigos, la profecía bíblica no debe separarnos de otros cristianos con los cuales no estemos de acuerdo. Abundan las personas que son agresivas cuando se trata de defender sus opiniones sobre los misterios de la escatología bíblica. Sencillamente, todos los calendarios proféticos detallados, los gráficos dispensacionales y los debates sobre el orden y la sucesión de todos los eventos proféticos no justifican la cantidad de atención, la intensidad en los debates, ni el nivel de rencores internos que estas cosas generan entre hermanos cristianos. Lo que es peor, aunque parezca mentira, abundan cristianos que rompen el compañerismo con otros cristianos que no estén de acuerdo con ellos en asuntos escatológicos especulativos o secundarios. Pero nuestra humildad al abordar temas tan misteriosos debería verse acompañada por el amor hacia los que tienen perspectivas diferentes. Recordemos que, a pesar de la inmensa cantidad de profecías detalladas en el Antiguo Testamento acerca del primer advenimiento de Jesús, únicamente fueron unas pocas personas las que reconocieron el evento cuando sucedió. Entre ellos se encontraban los sabios de oriente, astrólogos y practicantes de ciencias ocultas que probablemente tenían un conocimiento muy limitado del Antiguo Testamento y seguramente pensaban que Jehová no era más que otra deidad extranjera. Ellos fueron guiados a Cristo por una estrella (Mt. 2:1-12). También estuvieron los pastores, a quienes les fue anunciado el nacimiento de Cristo por los ángeles (Lc. 2:8-18). De igual manera le ocurrió a Simeón, un israelita devoto que había recibido una revelación privada que le aseguró que no moriría antes de haber visto al Mesías (vv. 25-35). Y también Ana, una viuda temerosa de Dios que pudo reconocer al Cristo infante, posiblemente gracias a una revelación especial, porque las Escrituras se refieren a ella como «profetisa» (vv. 36-38). En otras palabras, a pesar de las muchas profecías del Antiguo Testamento acerca de la llegada del Mesías, tales como el hecho de que nacería en Belén (Mi. 5:2), el hecho de que nacería de una virgen (Is. 7:14), y el hecho de que

sería precedido por un precursor profético que vendría con el espíritu y el poder de Elías (Mal. 4:5, 6; Is. 40:3, 4), al parecer nadie lo reconoció en su nacimiento sobre la base de las profecías del Antiguo Testamento. Hay registros históricos de que existían grandes expectativas mesiánicas en Israel cerca del tiempo de la venida de Cristo, pero cuando llegó no satisfizo en realidad las expectativas de ellos. Bien podría ser que cada uno de los «expertos» modernos en profecía bíblica también se equivoquen con respecto a la fecha y los detalles de su segunda venida. El mismo Cristo parece que indicó esto cuando dijo: «Por tanto, también vosotros estad preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis» (Mt. 24:44; cp. Lc. 12:40). ¡ESTAD PREPARADOS! Es claro entonces que hay muchas nubes de misterio que ofuscan nuestro pleno entendimiento de muchos de los aspectos relacionados con el regreso de nuestro Señor. Pero si cree que esa es una excusa para la ignorancia, el escepticismo o la apatía con respecto al tema de la segunda venida de Cristo, es mejor que lo piense con mucho cuidado. De forma reiterada en las Escrituras se nos exhorta a discernir las señales de los tiempos, a permanecer alertas y preparados en todo momento. Al mismo tiempo que Jesús recalcó el carácter misterioso de su regreso a los discípulos, también les recordó muchas veces esta verdad: «A la hora que no penséis, el Hijo del Hombre vendrá» (Lc. 12:40). Él amonestó así los que no prestaban atención a las señales de los tiempos: «¡Hipócritas! que sabéis distinguir el aspecto del cielo, ¡mas las señales de los tiempos no podéis!» (Mt. 16:3). El apóstol Juan comenzó el registro de las visiones apocalípticas de Cristo con esta promesa: «Bienaventurado el que lee, y los que oyen las palabras de esta profecía, y guardan las cosas en ella escritas; porque el tiempo está cerca» (Ap. 1:3). De manera que estos son asuntos que debemos estudiar y acerca de los cuales debemos ser vivamente conscientes así como esforzarnos en profundizar nuestro entendimiento. No podemos darnos el lujo de guardar nuestra escatología en el armario simplemente porque tiene aspectos inescrutables para nosotros, ni alejarnos de ella por el hecho de que sea un campo demasiado fértil para el disentimiento. Tenemos el mandamiento de conocer las señales de los tiempos, permanecer vigilantes y estar preparados, bien sea que Cristo retorne de inmediato o espere otros mil años. No hay

duda que la Biblia otorga certidumbre de muchas cosas al que la estudia con diligencia. La Palabra de Dios está llena de promesas proféticas, de modo que usted no puede estudiarla seriamente sin terminar hundido hasta el cuello en escatología. Los estudiantes fieles, al reconocer por experiencia que toda la Biblia es útil para enseñar la sana doctrina, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, estudiarán los pasajes proféticos de las Escrituras con la misma diligencia y entusiasmo que tienen para con el resto de la Palabra de Dios. Creo que los pasajes proféticos de las Escrituras deberían ser considerados como cualquier otra parte de la Palabra de Dios. Lo que debe preferirse en todo momento es el significado conciso y directo de un texto. No hay ninguna razón para espiritualizar o forjar interpretaciones alegóricas de las Escrituras si el significado literal tiene sentido en la vida práctica. Sólo si el contexto de un pasaje da pie forzosamente para suponer que el lenguaje es simbólico, deberíamos buscarle un sentido figurado. Allí donde el significado llano y explícito de las Escrituras tiene sentido, no hay ninguna razón para buscar otro significado. Por esa razón, creo que el premilenarismo refleja de la mejor manera el entendimiento correcto de las Escrituras. El premilenarismo es la visión de que Cristo regresará a la tierra para juzgar al mundo y establecer su reino aquí por un tiempo de mil años, durante los cuales Satanás será mantenido atado. [12] Según parece, con la sola lectura de Apocalipsis 20 se puede establecer definitivamente esta cuestión y no sé de ningún otro pasaje de las Escrituras que indique un escenario distinto. Por el contrario, todas las profecías del Antiguo Testamento acerca del reino armonizan mejor con el premilenarismo. No obstante, existen otras dos maneras populares de abordar la escatología bíblica. Una es el amilenarismo, una interpretación que considera el reino de Cristo descrito en Apocalipsis 20 como una realidad invisible y espiritual de duración indeterminada, no un reino literal de mil años sobre la tierra. Los amilenaristas creen que el reino existe ahora mismo en un sentido espiritual y que el próximo evento en el calendario profético será el regreso de Cristo, seguido inmediatamente por el juicio final. El otro esquema conocido en el campo de escatología bíblica es el postmilenarismo. Esta perspectiva propone que la iglesia establecerá el reino

terrenal de Cristo por medio de la predicación (y según algunos por medios políticos). A diferencia de los amilenaristas, los postmilenaristas creen en un reino literal sobre la tierra, pero la mayoría de ellos creen que Cristo regirá sobre ese reino desde el cielo y después de ese tiempo Él regresará a la tierra para iniciar el juicio final. Muchos comentaristas y teólogos a quienes respeto defienden el amilenarismo o el postmilenarismo. Sin embargo, después de haber estudiado con forma meticulosa los argumentos a favor de ambas perspectivas, estoy convencido de que solamente el premilenarismo cuenta con respaldo exegético sólido. Los amilenaristas y los postmilenaristas tienden a mantener sus respectivas visiones con arreglo a consideraciones teológicas y no bíblicas. Ambas perspectivas requieren la realización de maniobras excepcionales con pasajes proféticos de las Escrituras, lo cual exige del intérprete que alegorice o espiritualice el significado de tales textos, en lugar de usar los mismos principios históricos y gramaticales de interpretación que aplicamos al resto de las Escrituras. Pero si interpretamos sencillamente los pasajes proféticos aplicando el mismo método hermenéutico que usamos para el resto de la Palabra de Dios, el premilenarismo brota del texto naturalmente. Una simple lectura de Apocalipsis 20 nos revelará esto, ya que su significado sencillo y corriente es una exposición sucinta del premilenarismo. En consecuencia, este libro no es tanto una argumentación a favor del premilenarismo con una exégesis directa y explícita de algunos textos bíblicos cardinales, entre los cuales sobresale el mensaje escatológico más extenso e importante dado por Cristo: su discurso en el Monte de los Olivos. Mi esperanza es que, a medida que la Palabra de Dios sea expuesta ante sus ojos en estos temas, en su corazón se despierte una expectación sincera y un anhelo ferviente por el regreso de Cristo. Y que esto a su vez lo motive a realizar por su propia cuenta un estudio aún más profundo.

Uno

POR QUÉ ES NECESARIO QUE CRISTO REGRESE

En las Escrituras se predice claramente un tiempo en que los escépticos harían mofa de la idea misma del regreso de Cristo: «En los postreros días vendrán burladores, andando según sus propias concupiscencias, y diciendo: ¿Dónde está la promesa de su advenimiento?» (2 P. 3:3,4). No escasean las voces que están sumándose a ese coro hoy día. Por ejemplo, un grupo de autoproclamados autoridades en las Escrituras afirma haber descubierto, mediante el empleo de técnicas de la crítica literaria moderna, que Cristo ni siquiera dijo la gran mayoría de las cosas que se le atribuyen en el Nuevo Testamento. El nombrado «Seminario acerca de Jesús», un grupo conformado por doscientos eruditos bíblicos liberales, se reunió para tratar de llegar a un consenso acerca de cuáles dichos pronunciados por Cristo son «auténticos». Se estimó que esto era necesario porque estos académicos en particular ya habían llegado a la conclusión de que la mayoría de las palabras atribuidas a Cristo en las Escrituras son añadiduras espurias a los registros del evangelio. Sus decisiones finales acerca de cuáles dichos son auténticos se establecieron por votación de la mayoría. El veredicto del Seminario no fue ninguna sorpresa para cualquiera que esté familiarizado con la forma como son abordadas las Escrituras dentro del marco de la teología liberal. Estos «eruditos» concluyeron que de las más de setecientas locuciones que se atribuyen a Jesús en los evangelios, sólo treinta y una son incuestionablemente auténticas, pero más de la mitad de esas intervenciones son en realidad declaraciones duplicadas provenientes de pasajes paralelos. Así que, al final de cuentas, de acuerdo a los eruditos del Seminario acerca de Jesús, nada más que quince de los dichos que se atribuyen a Cristo en el Nuevo Testamento son palabras pronunciadas por Él, en realidad. Además de las contadas frases que aceptaron como auténticas, los expertos

del Seminario acerca de Jesús produjeron una lista de otras locuciones adicionales que juzgaron como cuestionables pero posiblemente auténticas. Rechazaron de plano más del ochenta por ciento de las palabras de Jesús en las Escrituras, incluso, por supuesto, todos los pasajes principales en los que Cristo prometió su segunda venida. «¿Dónde está la promesa de su advenimiento?» Según los eruditos del Seminario, Jesús nunca prometió tal cosa. Esa clase de férreo escepticismo revestido con un tapiz de erudición está siendo comercializado ampliamente en estos días. La doctrina de la segunda venida es un blanco preferido por ellos. Un autor escribe: Jesús dice: «De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta que todo esto acontezca.» ¿Cómo es posible que Jesús estuviera equivocado en cuanto a su regreso? Hay un grupo de eruditos bíblicos conocidos como el «Seminario acerca de Jesús», quienes han estudiado los dichos de Jesús mediante las copias descubiertas más recientemente de antiguos manuscritos bíblicos, así como otros escritos históricos que se relacionan de manera directa con el tiempo de Jesús y la iglesia cristiana primitiva, el análisis científico de los diversos estilos de escritura y otras herramientas. Tras años de estudio intenso y muchos debates, este grupo ha alcanzado un consenso general en el sentido de que más del ochenta por ciento de las palabras que se atribuyen a Jesús en el Nuevo Testamento no fueron palabras suyas en absoluto, sino un producto de las interpretaciones y añadiduras hechas por los primeros creyentes. Es muy importante recordar que nada de lo que Jesús dijo se consignó por escrito, por lo menos durante una generación entera después de su muerte. Las historias sobre sus palabras y su ministerio circularon únicamente por vía de rumores y testimonios orales. Este hecho histórico del período exclusivamente oral no es puesto en duda por ningún erudito bíblico respetable... Por muy difícil de aceptar que pueda ser para los creyentes en la Biblia, el análisis académico objetivo ha demostrado que las palabras de Jesús han sido adulteradas en gran manera por las creencias y las palabras de los primeros creyentes cristianos.[1] En primer lugar, ese autor tergiversa y exagera el mérito de la obra realizada

por el Seminario acerca de Jesús. Los hallazgos del Seminario no cuentan en absoluto con autoridad «científica». De hecho, no son más que un amasijo de opiniones liberales que corresponden en última instancia a conjeturas basadas en una actitud pecaminosa de incredulidad y escepticismo. Resulta demasiado engañoso indicar que las conclusiones liberales del Seminario acerca de Jesús no hayan sido puestas en duda «por ningún erudito bíblico respetable». La declaración misma revela el razonamiento circular y la mentalidad cerrada que tanto caracterizan a la «erudición» liberal; cualquier académico que se atreva a cuestionar sus teorías es considerado automáticamente como no «respetable». A pesar de esto, son muchas las personas que han creído estas mentiras y parece que principalmente han sido miembros del clero. Hace pocos años leí acerca de una encuesta que se realizó a un grupo de pastores protestantes en una convención de iglesias en Evanston, Illinois. El noventa por ciento de ellos afirmaron no tener ninguna expectativa de que Cristo en realidad vaya a regresar a la tierra. El resultado de todo este escepticismo por parte de tantas personas eruditas y del clero es que un segmento completo de la sociedad considera la esperanza en la segunda venida como un disparate indocto y una fantasía fundamentalista. La arrogancia de los burladores prácticamente ha alcanzado la categoría de sabiduría convencional. Pero nada de lo que se dice en las Escrituras sobre la promesa del regreso de Cristo es vago o está equívocado. Una gran proporción (según algunos cálculos hasta una quinta parte) del contenido de las Escrituras es profético y quizás una tercera parte o más de los pasajes proféticos se refieren a la segunda venida de Cristo o a eventos relacionados con ella. Es un tema central en la profecía tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Sin importar qué digan los burladores, Jesucristo viene. La historia mundial corre a gran velocidad hacia su final, y ese final ya ha sido ordenado por Dios y predicho en las Escrituras. Podría ser pronto o podría ser dentro de otros mil años o más. De cualquier manera, Dios no es apático a su promesa. ¡Cristo regresará! Algo irónico es que vivimos en un tiempo en el que aun los burladores se encuentran en un estado de expectativa y cierto temor. El estremecedor potencial de una destrucción mundial existe en diversos niveles. Aun los secularistas más apasionados deben reconocer la posibilidad latente y real de

que el mundo tal como lo conocemos podría terminar en cualquier momento, bien sea mediante una guerra o un accidente nuclear, una crisis energética, varios desastres ecológicos, nuevos virus devastadores como el SIDA (o peores todavía) o inclusive una colisión cósmica de algún tipo. De hecho, la mayoría de las personas reconocen que este mundo no puede existir para siempre. Somos encarados a diario por cosas que nos hacen recordar constantemente esta realidad. Casi durante la totalidad del siglo XX, la consciencia pública ha sido anegada por una tromba incesante de libros, artículos, estudios científicos e incluso producciones cinematográficas de Hollywood, en las que se nos advierte que si no cambiamos colectivamente la manera como llevamos nuestra vida, dejaremos de existir al igual que nuestro diminuto planeta. De hecho, hoy día los vaticinadores más efusivos del fin de todas las cosas no son personas que esperan el regreso de Cristo, sino secularistas que han reconocido que este mundo y todo lo que tiene vida en él terminarán inevitablemente algún día. Ellos tienen razón, todo va a acabarse, pero no debido a la irresponsabilidad con el manejo de la ecología o por la capacidad destructiva del ser humano. ¿Cómo va a acabar todo? ¿Podemos saberlo? Sí podemos. La Biblia ofrece una respuesta muy clara y directa. El mundo tal como lo conocemos llegará a su fin con el regreso de Jesucristo. La historia del mundo llegará a su punto culminante en la venida literal y corporal de Cristo a la tierra. Esto es tan seguro como cualquier otra verdad en las Escrituras. He aquí nueve razones sacadas de las Escrituras por las cuales sabemos que Cristo va a venir por segunda vez: LA PROMESA DE DIOS LO REQUIERE El Antiguo Testamento está saturado con la promesa del Mesías. De hecho, es apropiado decir que el enfoque principal de todo el Antiguo Testamento fue la venida del Mesías. La primera insinuación de un Redentor mesiánico se dio en Génesis 3, precisamente después de la caída de Adán, cuando Dios prometió que la Simiente de la mujer aplastaría la cabeza de la serpiente (v. 15). En el capítulo final del último libro del Antiguo Testamento, Dios prometió que «nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación» (Mal. 4:2). Entre esas dos promesas, todo el Antiguo Testamento está lleno de profecías acerca del Libertador venidero, por lo menos 333 profecías distintivas según una enumeración que se ha hecho.

Más de un centenar de esas profecías se cumplieron literalmente en el primer advenimiento de Cristo. Aquí tenemos algunas de las más sobresalientes: • Isaías profetizó que nacería de una virgen (Is. 7:14; Mt. 1:18, 22-25). • Miqueas vio por adelantado que Belén sería el lugar de su nacimiento (Mi. 5:2; Mt. 2:1). • La experiencia de Israel en el Antiguo Testamento prefiguró gráficamente su llamamiento desde Egipto (Os. 11:1;[2] Mt. 2:13-15). • Isaías predijo que Él sería un descendiente de Isaí (el padre del rey David) y que sería ungido de una manera singular y única con el Espíritu de Dios (Is. 11:1-5; Mt. 3:16,17). • Zacarías profetizó que entraría a Jerusalén montado sobre un pollino (Zac. 9:9; Lc. 19:35-37). • El Salmo 41:9 predijo que sería traicionado por un amigo cercano con quien había compartido una comida (cp. Mt. 10:4). • Zacarías profetizó que sería herido y sus ovejas serían dispersadas, anticipando que sería abandonado por sus discípulos más cercanos (Zac. 13:7; Mr. 14:50). • Zacarías también predijo el precio exacto de la traición de Judas (treinta piezas de plata), así como dónde pararía el dinero de la traición (Zac. 11:12, 13; Mt. 26:15; 27:6, 7). • Isaías predijo muchos detalles de la crucifixión (Is. 52:14–53:12; Mt. 26:67; 27:29, 30, 57-60). • David predijo muchos detalles adicionales sobre las torturas que Cristo padeció en la cruz, incluso su último clamor al Padre, la perforación de sus manos y pies, y la repartición de sus vestiduras (Sal. 22; Mt. 27:35, 42, 43, 46; Jn. 19:23, 24). • David también predijo proféticamente que ninguno de los huesos de Cristo sería quebrantado (Sal. 34:20; Jn. 19:33). • En otra parte, David hizo alusión a la resurrección (Sal. 16:10; cp. Hch. 2:27; 13:35-37). Todas las profecías con respecto al primer advenimiento de Cristo se cumplieron literalmente y con absoluta precisión. Su entrada montado sobre un pollino, la repartición de sus vestiduras, el hecho de que fue horadado y

las vívidas profecías de Isaías 53 acerca del rechazo por los hombres, todas ellas pudieron perfectamente interpretarse en un sentido simbólico por los eruditos del Antiguo Testamento antes de la primera venida de Cristo. Pero el registro del Nuevo Testamento informa reiteradamente que ellas se cumplieron en el sentido más literal de la palabra: «para que se cumplan las Escrituras de los profetas» (Mt. 26:56; cp. 2:15; 4:14-16; 8:17; 12:17-21; 13:35; 21:4,5; 27:35; Jn. 12:38; 15:25; 19:24, 28). En algunos casos las profecías del Antiguo Testamento acerca de Cristo se cumplieron de una manera literal que no se habría podido anticipar ni siquiera por los eruditos más escrupulosos del Antiguo Testamento. Por ejemplo, el Salmo 69 parece ser un lamento de David mientras estaba siendo atacado por sus enemigos y en una profunda angustia. No hay nada en el Salmo que nos suministre una pista sobre su contenido profético. De hecho, en el versículo 5 David se refiere a su propia insensatez y a sus pecados. De modo que estas palabras brotaron del corazón de David para describir su propia congoja por el hecho de ser aborrecido sin causa. Sin embargo, tiene un sentido profético más profundo. Tipológicamente hablando, David prefiguró al Redentor. El Nuevo Testamento indica que ciertas frases en este salmo se refieren más concretamente a Cristo que al mismo David. «Me consumió el celo de tu casa» (v. 9) ha demostrado ser una profecía literalmente cumplida por Cristo en Marcos 11:15-17 (cp. Jn. 2:14-17). El versículo 21: «Me pusieron además hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre», era una profecía que se cumplió literalmente en la cruz (Mt. 27:34). Lo más razonable es, entonces, que los dos tercios restantes de profecías mesiánicas del Antiguo Testamento también se cumplan al pie de la letra. Eso hace necesario el regreso de Jesucristo a esta tierra. Cuando Cristo tomó el rollo y comenzó a leer en la sinagoga de Nazaret, su pueblo de infancia, en el tiempo perfecto de Dios, la lectura programada para esa semana correspondió a Isaías 61. El incidente se registra en Lucas 4:1721: «Y se le dio el libro del profeta Isaías; y habiendo abierto el libro, halló el lugar donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año

agradable del Señor. Y enrollando el libro, lo dio al ministro, y se sentó; y los ojos de todos en la sinagoga estaban fijos en él. Y comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros.» Si comparamos el texto con Isaías 61, vemos que Cristo se detuvo abruptamente en la lectura cuando iba en la mitad de una frase. Aquí tenemos el texto completo de Isaías 61:1-3: «El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de la cárcel; a proclamar el año de la buena voluntad de Jehová, y el día de venganza del Dios nuestro; a consolar a todos los enlutados; a ordenar que a los afligidos de Sion se les dé gloria en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado; y serán llamados árboles de justicia, plantío de Jehová, para gloria suya» (cursivas añadidas). El resto del capítulo en Isaías continúa describiendo las bendiciones del reino milenario, cuando se hará realidad que «la tierra produce su renuevo, y como el huerto hace brotar su semilla, así Jehová el Señor hará brotar justicia y alabanza delante de todas las naciones» (v. 11). Cristo se detuvo en la lectura a la mitad de la frase completa porque «el día de venganza del Dios nuestro» es algo que corresponde a su segundo advenimiento, no al primero. Por lo visto, muchas profecías del Antiguo Testamento enfocaban los eventos mesiánicos con la misma mira desde la distancia, de modo que no siempre resultaba obvio de inmediato qué parte de la profecía se refería a la primera venida de Cristo y cuál a su segunda venida. Haciendo uso sólo del Antiguo Testamento habría sido muy difícil distinguir entre los dos tipos de profecías mesiánicas. Aquí tenemos algunas profecías conocidas del Antiguo Testamento acerca de Cristo que todavía están por cumplirse para su segunda venida: Salmo 2. Sabemos que esto habla de Cristo. El versículo 7 es citado varias veces en el Nuevo Testamento y se aplica a Él: «Mi hijo eres tú; yo te engendré hoy» (cp. Hch. 13:33; He. 1:5; 5:5). Pero hay muchos aspectos de este salmo que todavía aguardan su cumplimiento en el futuro. El versículo 6 indica un reino terrenal que aún falta por hacerse realidad: «Yo he puesto mi

rey sobre Sion, mi santo monte.» El reino y el juicio que se describen en los versículos 8 y 9 también faltan por cumplirse literalmente: «Te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra. Los quebrantarás con vara de hierro; como vasija de alfarero los desmenuzarás.» Isaías 9:6, 7. Este pasaje conocido también parece tener en perspectiva ciertos aspectos combinados de la primera y la segunda venidas de Cristo: «Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado...» Claramente esto se refiere a su primer advenimiento, anticipando la promesa que el ángel le dio a María en Lucas 1:35. Pero el resto de Isaías 9:6, 7 lo describe como un rey que gobierna en gloria sobre el trono de David: «Y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre.» Cristo señaló hacia su segunda venida como el momento preciso en que tomaría posesión de ese trono en un sentido literal: «Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria» (Mt. 25:31, cursivas añadidas). Miqueas 4:3. Este pasaje hace eco de la promesa de un reino de paz bajo la potestad de Cristo: «Él juzgará entre muchos pueblos, y corregirá a naciones poderosas hasta muy lejos; y martillarán sus espadas para azadones, y sus lanzas para hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se ensayarán más para la guerra.» Aquí otra vez el cumplimiento literal de esa profecía aguarda el segundo advenimiento del Salvador. Jeremías 23:5. En este versículo la Palabra de Dios declara expresamente que el reino futuro de Cristo va a tener lugar aquí sobre esta tierra: «He aquí que vienen días, dice Jehová, en que levantaré a David renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y hará juicio y justicia en la tierra» (cursivas añadidas). Es necesario que Él regrese para poder establecer ese reino en la tierra. Zacarías 14:4-9. Zacarías describe de forma gráfica la segunda venida: «Y se afirmarán sus pies en aquel día sobre el monte de los Olivos, que está en frente de Jerusalén al oriente; y el monte de los Olivos se partirá

por en medio, hacia el oriente y hacia el occidente, haciendo un valle muy grande; y la mitad del monte se apartará hacia el norte, y la otra mitad hacia el sur. Y huiréis al valle de los montes, porque el valle de los montes llegará hasta Azal; huiréis de la manera que huisteis por causa del terremoto en los días de Uzías rey de Judá; y vendrá Jehová mi Dios, y con él todos los santos. Y acontecerá que en ese día no habrá luz clara, ni oscura. Será un día, el cual es conocido de Jehová, que no será ni día ni noche; pero sucederá que al caer la tarde habrá luz. Acontecerá también en aquel día, que saldrán de Jerusalén aguas vivas, la mitad de ellas hacia el mar oriental, y la otra mitad hacia el mar occidental, en verano y en invierno. Y Jehová será rey sobre toda la tierra. En aquel día Jehová será uno, y uno su nombre.» Esto describe la aparición gloriosa de Cristo, que aún falta por suceder, cuando Él regrese para poner todas las cosas en orden. En su primera venida no sucedió algo semejante a esto. Al igual que gran parte de lo relacionado con las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento, todavía aguarda su cumplimiento futuro con la segunda venida de Cristo. Las Escrituras dicen que Dios «no miente» (Tit. 1:2; Nm. 23:19). Él hará todo lo que ha prometido hacer. Gran parte de lo que ha prometido con respecto a Cristo hace necesario que el Salvador regrese triunfalmente a la tierra para que todas esas promesas se puedan cumplir. Lo que está en juego aquí es la veracidad de la Biblia. LA ENSEÑANZA DE CRISTO LO EXIGE También las propias palabras de Cristo afirman con claridad que Él va a regresar. Toda la enseñanza que impartió en la tierra estaba llena de referencias a su segunda venida. Fue el tema de muchas de sus parábolas. De hecho, los evangelios incluyen capítulos enteros que tratan sobre los eventos relacionados con la segunda venida (Mt. 24—25; Lc. 21). La noche que fue traicionado, Cristo dijo a los discípulos: «Voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo» (Jn. 14:2, 3). No solamente está en juego la credibilidad de Dios con respecto a la segunda venida, sino también la credibilidad de su Hijo. Si Jesucristo no regresa entonces es un mentiroso. Sin embargo, sus propias palabras constituyen la garantía divina e infalible

de que Él volverá. «Antes bien sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso» (Ro. 3:4). Cristo, en medio de un juicio de vida o muerte en su contra, defendió su deidad con una declaración valerosa de la segunda venida al hacer uso de la expresión más triunfante posible. Él le dijo al sumo sacerdote y a todos los presentes: «Veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo» (Mr. 14:62). Poco tiempo antes, mientras Jesús descorría el velo de los eventos futuros para ofrecer a los discípulos una visión panorámica desde el Monte de los Olivos, Él les dijo: «Como el relámpago que sale del oriente y se muestra hasta el occidente, así será también la venida del Hijo del Hombre» (Mt. 24:27). Luego añadió esta vívida descripción: «Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro.» —vv. 30, 31 Varias de las parábolas que Cristo contó para ilustrar su reino destacaban la verdad de la segunda venida. Él hizo esto «por cuanto estaba cerca de Jerusalén, y ellos [los discípulos] pensaban que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente» (Lc. 19:11). De esta manera Él subrayaba reiteradamente que el aspecto espiritual e invisible de su reino permanece vigente desde su primera venida hasta el presente (Lc. 17:20, 21), mientras que el aspecto visible y terrenal de su reino entrará en vigor a partir de su segunda venida. De este modo, sus parábolas presentaban muchas veces la imagen de un rey que después de haberse ido a un lugar muy lejano, regresa para encargarse de gobernar personalmente. La parábola de Lucas 19:12-27 plantea expresamente la imagen de «un hombre noble se fue a un país lejano, para recibir un reino y volver» (v. 12). A su regreso, «después de recibir el reino» (v. 15), imparte justicia y crea un gobierno múltiple dentro de su reino con sus siervos que demostraron ser fieles durante su ausencia (vv. 15-19). De forma similar, hay tres parábolas en el discurso del Monte de los Olivos: la parábola de los dos siervos (Mt. 24:45-51), la parábola de las diez vírgenes

(Mt. 25:1-13) y la parábola de los talentos (Mt. 25:14-30), todas las cuales recalcan la certeza absoluta del regreso de Cristo. Pero eso no es todo. En el libro de Apocalipsis Cristo dijo una y otra vez: «Ciertamente vengo en breve» (Ap. 22:20; cp. 2:5, 16; 3:11; 22:7, 12). La revelación apocalíptica descubre ante nuestros ojos «[las cosas] que han de ser después de estas» (1:19; 4:1). La corona y culminación de todo ello es el regreso triunfante de Cristo que se describe en el capítulo 19. Así es que Cristo nos ha asegurado reiteradamente la realidad de su venida. Él hizo estas promesas durante su ministerio en la tierra, poco antes de su regreso al cielo y además en una visión dada a Juan desde su trono en el cielo. Él quiso que tanto amigos como enemigos supieran con certeza que Él regresaría. Su credibilidad misma depende de su segunda venida. EL TESTIMONIO DEL ESPÍRITU SANTO LO RECLAMA Puesto que «Dios no miente» (Tit. 1:2), su promesa es una garantía del regreso de Cristo. Jesús es la verdad encarnada (Jn. 14:6), por esta razón su enseñanza también confirma infaliblemente el hecho de la segunda venida. El Espíritu Santo, quien es llamado «el Espíritu de verdad» (Jn. 14:17; 15:26), también da testimonio de la segunda venida de Cristo. El apóstol Pablo escribió estas palabras por la inspiración del Espíritu Santo en 1 Corintios 1:4-7: «Gracias doy a mi Dios siempre por vosotros, por la gracia de Dios que os fue dada en Cristo Jesús; porque en todas las cosas fuisteis enriquecidos en él, en toda palabra y en toda ciencia; así como el testimonio acerca de Cristo ha sido confirmado en vosotros, de tal manera que nada os falta en ningún don, esperando la manifestación de nuestro Señor Jesucristo.» Fue el Espíritu Santo quien confirmó el testimonio de Cristo en ellos, y fue el Espíritu Santo quien puso en ellos la expectación del regreso de Cristo. Es más, el Espíritu Santo como autor divino de las Escrituras confirma por ella la promesa de la venida de Cristo (2 P. 1:20, 21). En otra parte Pablo escribió: «Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo» (Fil. 3:20). Él animó a los colosenses al decirles: «Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col. 3:4). Y él tuvo bastante que decir acerca de la venida del Señor en sus epístolas a los tesalonicenses. Aquí tenemos una muestra:

«Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor.» —1 Ts. 4:16, 17 El Espíritu Santo confirmó una vez más la promesa del regreso de Cristo por medio del escritor de la carta a los hebreos: «así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan» (9:28). Encontrará que esa promesa se ratifica en la carta de Santiago: «Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor. Mirad cómo el labrador espera el precioso fruto de la tierra, aguardando con paciencia hasta que reciba la lluvia temprana y la tardía. Tened también vosotros paciencia, y afirmad vuestros corazones; porque la venida del Señor se acerca» (5:7, 8). También Pedro consignó promesas similares inspiradas por el Espíritu. He aquí una de ellas: «Ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado» (1 P. 1:13). Y otra: «Cuando aparezca el Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria» (5:4). El Espíritu también confirmó esta verdad por medio del apóstol Juan. En 1 Juan 3:2 se encuentra una de las promesas más venturosas de las Escrituras: «Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es.» Una y otra vez el Espíritu Santo testifica mediante los escritores del Nuevo Testamento que Cristo viene por segunda vez. Su testimonio expresado por los hombres a quienes usó como instrumentos para escribir la inspirada Palabra de Dios, constituye un tercer testimonio infalible que se añade al del Padre y al del Hijo. Por medio de las inerrantes Escrituras, el Espíritu Santo sigue dando testimonio de que Jesucristo volverá. EL PROGRAMA PARA LA IGLESIA LO EXIGE El plan de Dios para la Iglesia también exige el regreso de Cristo.

Actualmente Él sigue visitando a los gentiles: «para tomar de ellos pueblo para su nombre» (Hch. 15:14). Él está reuniendo a sus elegidos en un cuerpo grande que es la Iglesia. El papel de la Iglesia es ser como una novia pura para el Hijo de Dios, preparada para ser presentada ante Él en su segunda venida. Precisamente esa imagen es la que el apóstol Pablo utiliza para hablarles a los creyentes en 2 Corintios 11:2: «Os celo con celo de Dios; pues os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo.» En las Escrituras se representa de manera reiterada a Cristo en su segunda venida como un futuro esposo que llega para reclamar a su novia. La visión del cielo que tuvo el apóstol Juan incluyó una vívida descripción de la cena de bodas: «Y oí como la voz de una gran multitud, como el estruendo de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos, que decía: ¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina! Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas de los santos. Y el ángel me dijo: Escribe: Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero. Y me dijo: Estas son palabras verdaderas de Dios.» —Ap. 19:6-9 Ese simbolismo se fundamenta en el patrón cultural para las nupcias orientales que estaba en boga en la época del Nuevo Testamento. De hecho, ese patrón se basaba en tradiciones antiguas que se remontaban a los comienzos de la historia en el Antiguo Testamento. En todo matrimonio había tres elementos fundamentales, cada uno de los cuales se representa de forma simbólica en la relación de Cristo con su Iglesia: El precio de la novia. En tiempos del Nuevo Testamento, los matrimonios eran concertados por los padres. Ellos se reunían y llegaban a un contrato para que sus hijos se casaran, muchas veces antes de que el novio y la novia se hubieran visto. Estos contratos matrimoniales eran obligatorios. Para sellar el contrato, el futuro esposo o su padre tenía que pagar cierto precio o dote

por la novia.[3] Esto salvaguardaba la seguridad económica de la novia. El dinero, aunque era entregado al padre de la novia, se debía guardad para ella en caso de que su esposo muriera o la abandonara (cp. Gn. 31:15). El precio de las nupcias también incluía regalos para la novia (cp. Gn. 24:53; Jue. 1:15). Cuando la dote ya se había pagado, el contrato de unión quedaba reconocido por la ley y podía cancelarse únicamente mediante el divorcio, incluso antes del intercambio de los votos matrimoniales y la consumación física de la unión (cp. Mt. 1:18, 19). El Nuevo Testamento hace uso de esta figura para describir la relación entre Cristo y la Iglesia. Cuando Él murió en la cruz, el precio que pagó con su propia sangre fue como un pago legal, la dote, para su matrimonio con su Iglesia. Pablo se refirió de manera reiterada a la Iglesia como una posesión adquirida por el novio celestial. Este simbolismo era tan esencial que Pablo incluso lo aplicó para enseñar cómo debería ser un matrimonio que agrada a Dios. Él instruyó a los esposos: «Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha» (Ef. 5:25-27). En su discurso de despedida a los ancianos de Éfeso, Pablo les encargó: «El Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre» (Hch. 20:28). A propósito, vale la pena notar que esa dote fue la más grande y costosa jamás pagada. Y aunque el matrimonio todavía no ha sido consumado, sigue teniendo efecto legal y es irrevocable por toda la eternidad. Eso es precisamente lo que garantiza nuestra seguridad. Nada puede separarnos del amor de Cristo. El compromiso. El compromiso en un matrimonio de la antigüedad quedaba marcado oficialmente por una ceremonia en la cual la novia y el novio se reunían en presencia de testigos, para entregarse regalos mutuamente. Esta ceremonia sería muy similar a las ceremonias matrimoniales modernas, excepto que tenía lugar mucho antes de que el matrimonio se pudiera consumar, algunas veces con un año o más de anticipación. Después de la ceremonia, la novia y el futuro esposo regresaban por caminos separados a sus respectivos hogares. Durante el período entre el compromiso y la consumación del matrimonio, el hombre se mantenía ocupado en la preparación de un lugar para su novia. Por lo general esto significaba la

construcción de una vivienda que se añadía como una ampliación a la casa de su padre, con el fin de que la nueva pareja tuviera un lugar seguro para empezar sus vidas juntos. José y María ya habían pasado por esta ceremonia de compromiso antes que Gabriel le trajera a ella el mensaje celestial acerca del milagro de la concepción virginal y el nacimiento del Mesías (Lc. 1:2638; Mt. 1:18-25). De nuevo se representa bellamente a Cristo y su Iglesia. Él ya le ha entregado su regalos (Ef. 4:8) y se ha ido para prepararle a ella un lugar en la casa de su Padre (Jn. 14:2). Todo este tiempo entre su primera y su segunda venida es como el período de compromiso durante el cual la iglesia está desposada con Cristo. El precio de las nupcias ha sido pagado y los regalos han sido entregados. La unión se ha constituido en un lazo permanente e irrevocable, pero aguarda todavía su consumación definitiva. La fiesta de bodas. La fase final de un matrimonio tenía lugar cuando el novio y sus amigos iban a la casa de la novia para la ceremonia de bodas y un gran festejo. Encontramos una ilustración de este evento en el relato de las bodas de Caná (Jn. 2:1-11) y en la parábola de las vírgenes en Mateo 25:1-13. De igual forma, la cena de bodas del Cordero y su esposa será la señal definitiva de la consumación total del plan de Dios para la Iglesia. Esa fiesta no puede ocurrir sino hasta que Cristo regrese por su novia (Ap. 19:6-16). Ese es precisamente el plan de Dios para la Iglesia. Por lo tanto, es necesario que Cristo regrese. La institución misma del matrimonio es una bella metáfora que ilustra el amor de Cristo por su Iglesia. Si Él no regresara para reclamarla, esta imagen no tendría sentido. De manera que el programa de Dios para la Iglesia exige el regreso de Jesucristo. LA CORRUPCIÓN DEL MUNDO LO RECLAMA Aquí tenemos otra razón por la cual es necesario que Cristo regrese: para juzgar al mundo. Mateo 16:27 registra las palabras de Jesús: «El Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras.» Las Escrituras representan el regreso de Cristo como «la esperanza bienaventurada» de la Iglesia (Tit. 2:13). Pero para el mundo incrédulo, el regreso de Cristo es un designio aterrador porque su venida implica un juicio inmediato sobre ellos. En Juan 5:25-29 Él prometió este juicio venidero:

«De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán. Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo; y también le dio autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre. No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación.» De manera repetida, las Escrituras asocian el regreso de Cristo con un juicio definitivo y global. Judas 14 y15 dice: «He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos, y dejar convictos a todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho impíamente, y de todas las cosas duras que los pecadores impíos han hablado contra él.» Pablo dijo a los creyentes de Tesalónica: «Cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo; los cuales sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder, cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron (por cuanto nuestro testimonio ha sido creído entre vosotros).» —2 Ts. 1:7-10 La Biblia nos dice que todo juicio ha sido encomendado a Cristo (Jn. 5:22). Se le presenta una y otra vez en las Escrituras regresando a la tierra para ejecutar ese juicio. El cuadro completo de esto se encuentra en Apocalipsis 19:11-16: «Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es: El Verbo de Dios. Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos. De su boca sale una espada aguda, para

herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: Rey de reyes y Señor de señores.» Es necesario que Jesucristo regrese con el fin de aplicar la justa retribución a los pecadores y ejecutar el juicio que Él ha prometido. EL FUTURO DE ISRAEL LO REQUIERE Es claro entonces que el trato de Dios tanto con la Iglesia como con el mundo hacen necesario el regreso de Cristo. ¿Sabe usted que su plan con Israel también exige la segunda venida? Zacarías 12:10 incluye esta promesa: «Derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito.» Esa salvación de Israel aún no ha ocurrido, pero ocurrirá. «En aquel tiempo habrá un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia» (13:1). Todo el capítulo 14 de Zacarías detalla ese gran día de salvación para Israel que ocurrirá cuando el Señor regrese. Romanos 11:25-27 dice: «Ha acontecido a Israel endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles; y luego todo Israel será salvo, como está escrito: Vendrá de Sion el Libertador, que apartará de Jacob la impiedad. Y este será mi pacto con ellos, cuando yo quite sus pecados.» Queda claro que Pablo estaba describiendo una realidad futura. Estaba anticipándose a un tiempo cuando «todo Israel será salvo». Él representó al pueblo de Dios como un olivo. Israel está representado por las ramas naturales del árbol doméstico, pero al no producir el fruto deseado, Dios desgajó las ramas e injertó ramas de un olivo silvestre que corresponde a los gentiles. Parece que en el tiempo de Pablo los gentiles ya estaban siendo añadidos a la Iglesia en cantidades mayores que los conversos del judaísmo. Pablo les recordaba a los conversos gentiles: «Tú, siendo olivo silvestre, has sido injertado en lugar de ellas, y has sido hecho participante de la raíz y de la rica savia del olivo» (v. 17). Pero viene un tiempo cuando las ramas naturales van a ser injertadas nuevamente en el olivo (vv. 23, 24). Pablo vincula

explícitamente ese fenómeno con el regreso de Cristo, el Libertador que se revelará en Sion (v. 26). LA VINDICACIÓN DE CRISTO LO EXIGE He aquí otra razón importante por la que Cristo debe regresar: es inconcebible que la última impresión pública que el mundo tuviera de Jesucristo sea la imagen de un delincuente crucificado y moribundo, cubierto de sangre, escupitajos y moscas, colgado desnudo en un crepúsculo de Jerusalén. ¿Se da cuenta de que después de su resurrección, Él nunca apareció en público ante los incrédulos? Muchos creyentes lo vieron, lo tocaron y hablaron con Él, por lo cual dieron testimonio unánime de que Él se había levantado de entre los muertos. Pero no existe ningún registro de que algún incrédulo le haya visto después de su resurrección. Si así hubiera sido, esa persona indudablemente se habría convertido en creyente de inmediato. Es seguro que todas las dudas que tenían los creyentes desaparecieron por completo, como quedó ilustrado por el encuentro de Tomás con el Cristo resucitado (Jn. 20:24-29). En 1 Corintios 15:5-8 Pablo presenta una lista de las personas que fueron testigos oculares del Señor resucitado: «Apareció a Cefas, y después a los doce. Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen. Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles; y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mí.» Note que no hay un solo incrédulo en esa lista. De modo que la última vez que el mundo le vio, Él estaba humillado y sufriendo colgado de una cruz. Su gloria todavía no ha sido manifestada abiertamente al mundo. No obstante, el mundo la verá. La Biblia dice: «Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan» (He. 9:28). «He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá, y los que le traspasaron; y todos los linajes de la tierra harán lamentación por él» (Ap. 1:7). «Como el relámpago que sale del oriente y se muestra hasta el occidente, así será también la venida del Hijo del Hombre» (Mt. 24:27). Dos pasajes importantes de las Escrituras ponen lado a lado profecías sobre su humillación y su posterior exaltación pública, lo que indica que la una no puede ocurrir sin la otra. El Salmo 22:16-18 profetiza en detalle el maltrato

que recibiría a manos de quienes lo matarían: «Perros me han rodeado; me ha cercado cuadrilla de malignos; horadaron mis manos y mis pies. Contar puedo todos mis huesos; entre tanto, ellos me miran y me observan. Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes.» Pero el clímax de ese mismo salmo anticipa la gloria que habrá de ser manifestada cuando Él regrese a la tierra: «Se acordarán, y se volverán a Jehová todos los confines de la tierra, y todas las familias de las naciones adorarán delante de ti. Porque de Jehová es el reino, y él regirá las naciones» (vv. 27, 28). Mateo 26 también presenta paralelamente el sufrimiento de su primer advenimiento y la gloria de su segunda venida. Mateo 26:67, 68 describe el trato que Cristo recibió de quienes lo arrestaron: «Le escupieron en el rostro, y le dieron de puñetazos, y otros le abofeteaban, diciendo: Profetízanos, Cristo, quién es el que te golpeó.» Lo escarnecieron y se burlaron. Le arrancaron su barba y lo humillaron. Por último lo ejecutaron. ¿Es así la manera en que Jesús debe ser recordado por el mundo? ¿Será ésa su última aparición pública en la tierra? En el mismo contexto, el propio Jesús indicó claramente que esto no se quedaría así. «El sumo sacerdote le dijo: Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios. Jesús le dijo: Tú lo has dicho; y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo» (vv. 63, 64). De esta forma, la promesa de una exaltación futura fue expresada gráficamente por Jesús cuando estaba en medio de su propia humillación. La ignominia y la vergüenza de la crucifixión tuvieron lugar a plena vista de una multitud ultrajante. ¿Qué tan pública será la manifestación de su gloria? «Todo ojo le verá» (Ap. 1:7). «Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, confundidas a causa del bramido del mar y de las olas; desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra; porque las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces verán al Hijo del Hombre, que vendrá en una nube con poder y gran gloria» (Lc. 21:25-27). El Salvador que fue humillado, zaherido y muerto en un despliegue público del odio de la humanidad hacia Dios, regresará victoriosamente como Señor ante la mirada de todo el mundo. Él debe regresar. LA DESTRUCCIÓN DE SATANÁS LO REQUIERE

Hay todavía una razón más por la que es necesario que Cristo regrese: Para destruir al diablo. Satanás, aunque es un enemigo ya derrotado en lo que respecta a los cristianos, sigue ejerciendo una especie de dominio sobre el mundo. En el evangelio de Juan, por tres ocasiones Cristo se refirió al diablo como «el príncipe de este mundo» (12:31; 14:30; 16:11). En 2 Corintios 4:4 el apóstol Pablo llama a Satanás «el dios de este siglo». En Efesios 2:2 lo llama «príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia». En Efesios 6:12, él se refiere a la jerarquía de los espíritus malignos que trabajan para Satanás como «principados... potestades ... los gobernadores de las tinieblas de este siglo... huestes espirituales de maldad en las regiones celestes». En 1 Juan 5:19 dice: «El mundo entero está bajo el maligno.» En cierto sentido Satanás sigue manejando el mundo. ¿Cómo adquirió el poder para hacer esto? En la creación Dios le dio dominio a Adán sobre toda la creación. Pero cuando Adán sucumbió ante las incitaciones de Satanás y obedeció al diablo y no a Dios, lo que hizo en efecto fue dimitir de su posición de dominio y dejarle esa autoridad al diablo. Satanás ha sido el príncipe de este mundo desde entonces. Él no tiene ningún derecho legal para gobernar porque no es más que un usurpador. Pero Dios le permite seguir ejerciendo ese poder. Cuando Cristo hizo expiación por el pecado, le propinó a Satanás un golpe funesto al redimir la raza caída de Adán y destruir las aspiraciones de Satanás al dominio del mundo entero. «Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2:9-11). Cristo es el único gobernante por derecho propio de este mundo, y cuando Él regrese derrocará y destruirá a Satanás por completo. Apocalipsis 5 presenta este drama en términos gráficos. El apóstol Juan describe su visión del cielo: Dios está sentado en su trono y sostiene un rollo que tiene siete sellos. El rollo estaba escrito por dentro y por fuera (v. 1). Esa es una descripción del título de propiedad sobre este mundo. En tiempos bíblicos, tal como sucede aún en la actualidad, los títulos de propiedad eran registros imprescindibles que demostraban quién era dueño de cierta propiedad. En la época del Antiguo Testamento, la tierra no podía

cambiar de dueño de manera permanente. Los lotes de tierra se podían utilizar temporalmente como garantías para un préstamo, o se podían entregar por un tiempo como forma de pago por alguna deuda. Pero la tierra no podía venderse a perpetuidad (cp. Lv. 25:23). Durante el año de jubileo (que tenía lugar cada cincuenta años), toda la tierra que había cambiado de propietarios debía devolverse a la familia de su dueño original por derecho propio (v. 10). Inclusive, aparte de los años de jubileo, quienes quisieran recuperar las tierras de sus familias podían redimir su propiedad con el pago de un precio justo. Jeremías redimió de esa manera un terreno que pertenecía a su familia (Jer. 32:6, 7) y él mismo describe la forma cuidadosa como ese tipo de transacción quedó consignada en un título de propiedad: «Y escribí la carta y la sellé, y la hice certificar con testigos, y pesé el dinero en balanza. Tomé luego la carta de venta, sellada según el derecho y costumbre, y la copia abierta. Y di la carta de venta a Baruc hijo de Nerías, hijo de Maasías, delante de Hanameel el hijo de mi tío, y delante de los testigos que habían suscrito la carta de venta, delante de todos los judíos que estaban en el patio de la cárcel.» —vv. 10-12 Esas firmas quedaban consignadas con sellos. Una típica carta de propiedad tenía múltiples sellos, tal como los tenía el rollo de Apocalipsis 5. Cualquier persona del primer siglo que pudiera leer el registro de la visión de Juan habría entendido de inmediato que este rollo era un documento legal, un título de propiedad. Creo que se trata del título de propiedad sobre esta tierra. Nadie estaba autorizado legalmente a abrir un título de propiedad, excepto el heredero legítimo que estaba designado en el título mismo. Por esa razón había información escrita por fuera del rollo. Lo que estaba escrito por fuera era un resumen de contenido del documento, así como la identificación de la persona que tenía derecho de abrirlo. Por ley, las cartas de propiedad de los judíos debían tener la firma de tres testigos como mínimo, mediante el uso de tres sellos y algunas veces más, en dependencia de la importancia del documento. El rollo con siete sellos en Apocalipsis 5 es claramente un documento de importancia monumental, y el hecho de que Dios mismo tuviera el rollo en la mano derecha al mismo tiempo que los ángeles buscaban con urgencia a

alguien que fuese digno de abrirlo (vv. 2, 3) indica que la persona que estuviera calificada para abrir el rollo poseía una gran dignidad. La situación parece haber sido un dilema de tal magnitud para Juan que comenzó a llorar: «Y lloraba yo mucho, porque no se había hallado a ninguno digno de abrir el libro, ni de leerlo, ni de mirarlo» (v. 4). Pero en el cielo no había ninguna duda acerca de quién tenía autoridad para abrir el título de propiedad. «Y uno de los ancianos me dijo: No llores. He aquí que el León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro y desatar sus siete sellos» (v. 5). Cristo como Hijo de Dios es el Heredero legítimo de toda la creación (Sal. 2:6-8; He. 1:1, 2). Jesucristo también ganó el derecho para poseer el título de propiedad sobre la tierra porque Él redimió al mundo del dominio de Satanás. Al ya haber pagado el precio de la redención, es necesario que Cristo regrese a la tierra para establecer aquí su dominio. Apocalipsis 6—7 describe la apertura de los siete sellos, cada uno de los cuales acarreó la ejecución de un juicio específico. Con el último sello se hace silencio completo en el cielo y le siguen siete toques de trompeta. De nuevo, cada uno de los siete toques de trompeta desata una nueva ola de juicios (caps. 8–11). Después de las trompetas, siete copas que representan siete juicios finales con plagas son derramadas sobre la tierra (cap. 16). Finalmente, tras un último forcejeo de Satanás para tratar de retener su dominio ilegítimo sobre la tierra, Cristo regresa en persona. Apocalipsis 19 describe la escena cuando Él viene súbitamente y destruye a sus enemigos. En el capítulo 20 Satanás es encadenado y arrojado a un abismo sin fondo, confinado para siempre al lago de fuego eterno. Con esto queda completa la victoria final de Cristo sobre Satanás. De manera constante en las Escrituras, el regreso de Cristo a la tierra se representa como el preludio necesario para la condenación perentoria de Satanás. Por esta razón es necesario que Cristo regrese a la tierra para conseguir la destrucción final de su enemigo acérrimo. LA ESPERANZA DE LOS SANTOS LO RECLAMA Así llegamos a la última razón por la que el Señor debe regresar a la tierra: Sólo su regreso glorioso y triunfante puede hacer realidad la esperanza de los santos. Dios no crea falsas expectativas. Él conoce lo que aguardamos confiadamente, Él sabe cuál es el anhelo de nuestro corazón. Su Palabra nos

da todas las razones para anhelar la aparición de nuestro Señor Jesucristo, y Él no va a defraudar esa esperanza bienaventurada. Pedro entendió la promesa del regreso de Cristo como un gran consuelo para el pueblo de Dios en sus tiempos de prueba: «para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo» (1 P. 1:7). Pablo animó a los creyentes para que mantuvieran esa misma esperanza: «Nosotros mismos nos gloriamos de vosotros en las iglesias de Dios, por vuestra paciencia y fe en todas vuestras persecuciones y tribulaciones que soportáis. Esto es demostración del justo juicio de Dios, para que seáis tenidos por dignos del reino de Dios, por el cual asimismo padecéis. Porque es justo delante de Dios pagar con tribulación a los que os atribulan, y a vosotros que sois atribulados, daros reposo con nosotros, cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder.» —2 Ts. 1:4-7 Todos los creyentes verdaderos anhelan la llegada del día en que Jesucristo regresará a la tierra. Pablo caracteriza a los cristianos como los que «aman su venida» (2 Ti. 4:8). Juan añade: «Ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Jn. 3:2). En otras palabras, el regreso de Cristo dará inicio instantáneamente a la plenitud de nuestra glorificación. Por todas estas razones se hace necesario que Cristo regrese. A lo largo de todo el Nuevo Testamento se nos enseña que estemos pendientes de su venida, que la anhelemos y que esperemos con paciencia y expectación que suceda. Esta ha sido la esperanza bienaventurada de todo verdadero hijo de Dios desde el principio. Y el cumplimiento de esa esperanza está ahora más cerca que nunca. El apóstol Juan añade estas palabras: «Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro» (v. 3). Esta prueba sí es confiable para determinar si una perspectiva escatológica es saludable. ¿La esperanza que usted tiene ejerce una influencia santificadora en su alma? En

lugar de verse atrapado por la especulación y la histeria en torno a los eventos de la actualidad y los titulares de los periódicos, ¿es usted capaz de ver más allá de la conmoción de este mundo que en cualquier momento podría encontrarse cara a cara con Cristo? ¿Están preparados su corazón y su alma para ese momento? En lugar de perder la esperanza como algunos lo han hecho debido al tiempo que Cristo ha tardado en venir, ¿está usted lleno de esperanza y expectación? ¿Está ansioso y vigilante al saber que el tiempo sigue acercándose cada vez más? Esa actitud es a la que nos llama las Escrituras. No se debe suponer que la segunda venida sea algo que nos obligue a dejar de hacer lo que estamos haciendo para ponernos a esperar el regreso de Cristo. Tampoco debería motivarnos a enfocar toda nuestra atención en los eventos y las circunstancias políticas de este mundo. Más bien, debería enfocar nuestro corazón en Cristo, cuya venida aguardamos, y debería urgirnos a purificarnos así como Él es puro.

Dos

¿ES INMINENTE LA VENIDA DE CRISTO? Cristo podría volver en cualquier momento. Yo creo esto con todo mi corazón, no debido a lo que leo en los periódicos, sino por lo que leo en las Escrituras. Desde los primeros días de la iglesia, los apóstoles y los cristianos de la primera generación alimentaron una esperanza ferviente y una expectativa anhelante en el sentido de que Cristo podría volver de repente y en cualquier momento para reunir a toda su Iglesia y llevarla al cielo. Santiago, al escribir la que probablemente fue una de las primeras epístolas del Nuevo Testamento, dijo expresamente a sus lectores que el regreso del Señor era inminente: «Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor. Mirad cómo el labrador espera el precioso fruto de la tierra, aguardando con paciencia hasta que reciba la lluvia temprana y la tardía. Tened también vosotros paciencia, y afirmad vuestros corazones; porque la venida del Señor se acerca. Hermanos, no os quejéis unos contra otros, para que no seáis condenados; he aquí, el juez está delante de la puerta.» —5:7-9 (cursivas añadidas) Pedro se hizo eco de esa misma expectativa cuando escribió: «El fin de todas las cosas se acerca; sed, pues, sobrios, y velad en oración» (1 P. 4:7). El escritor de Hebreos citó el inminente regreso de Cristo como una razón para permanecer fieles: «Considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca» (He. 10:24-25). Él escribió: «Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará» (v. 37). El apóstol Juan hizo el pronunciamiento

más confiado de todos: «Hijitos, ya es el último tiempo; y según vosotros oísteis que el anticristo viene, así ahora han surgido muchos anticristos; por esto conocemos que es el último tiempo» (1 Jn. 2:18). Cuando Juan consignó su visión en el libro de Apocalipsis, escribió a manera de prólogo que estas cosas «deben suceder pronto» (1:1). Los escritores del Nuevo Testamento escribieron con mucha frecuencia acerca de la «manifestación» de Cristo, y nunca dejaron de dar a entender que esta aparición tendría lugar de manera inminente. «Y ahora, hijitos, permaneced en él, para que cuando se manifieste, tengamos confianza, para que en su venida no nos alejemos de él avergonzados» (1 Jn. 2:28; cp. 3:2; Col. 3:4; 2 Ti. 4:8; 1 P. 5:4). Todos esos textos indican que en la iglesia primitiva la expectación del regreso inminente de Cristo era intensa. La firme convicción de que Cristo podría regresar en cualquier momento es algo que satura todas las páginas del Nuevo Testamento. El apóstol Pablo empleaba pronombres personales cuando describía la venida del Señor por su iglesia, y esto demuestra su claro convencimiento de que él mismo se contaría entre los que habrían de ser arrebatados con vida para encontrarse con el Señor: «Nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor ... nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire» (1 Ts. 4:15, 17, cursivas añadidas). Es obvio que él estaba pendiente de que Cristo regresara en algún momento de su propia vida. Él también se adelantó a explicar que una de las actitudes piadosas que la gracia divina enseña a todos los creyentes es mantener una expectativa vigilante y esperanzada de la segunda venida de Cristo: «Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo» (Tit. 2:11-13, cursivas añadidas). ¿LA TRIBULACIÓN PRECEDERÁ A LA VENIDA DE CRISTO POR LA IGLESIA? Sin embargo, algunos estudiosos de profecía bíblica insisten actualmente en que los cristianos no deberían tener ninguna expectativa inmediata del regreso de Cristo. En lugar de eso, ellos dicen que deberíamos estar

pendientes del inicio del período de tribulación de siete años, el cumplimiento de ciertos juicios y señales preliminares, el surgimiento del anticristo o todos los eventos anteriores. Cuando hablan acerca de cosas futuras, hacen mucho énfasis en la zozobra y la ruina que esto traerá al pueblo de Dios. En lo que a ellos respecta, la «esperanza bienaventurada» únicamente es relevante después de que la Iglesia haya pasado por la tribulación. A primera vista, esta postura no parece del todo infundada o carente de respaldo bíblico. Después de todo (como veremos en los capítulos siguientes), cuando Cristo delineó los eventos de los últimos días incluyó muchas profecías acerca de tribulación y sufrimiento, y dijo que estas señales llegarían antes y apuntarían inequívocamente hacia su regreso (Mt. 24:21, 30). Las epístolas también contienen profecías de apostasía y persecución en los últimos días, las cuales precederán el regreso de Cristo. Por ejemplo, el apóstol Pablo advirtió a Timoteo con mucha anticipación acerca de los tiempos peligrosos que habrían de venir (2 Ti. 3:1-6). Él le dijo al joven pastor: «El Espíritu dice claramente que en los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe» (1 Ti. 4:1) y procedió a describir la apostasía como el preámbulo que indicaría claramente el regreso de Cristo a la tierra. Quienes creen que la Iglesia debe pasar los sufrimientos y penurias del período de la tribulación citan invariablemente 2 Tesalonicenses 2:1-3 como prueba irrefutable: «Con respecto a la venida de nuestro Señor Jesucristo, y nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que no os dejéis mover fácilmente de vuestro modo de pensar, ni os conturbéis, ni por espíritu, ni por palabra, ni por carta como si fuera nuestra, en el sentido de que el día del Señor está cerca. Nadie os engañe en ninguna manera; porque no vendrá sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición.» (cursivas añadidas) Así que por una parte, el Nuevo Testamento está saturado con un sentido de expectación anhelante y convicción firme de que la bienaventurada esperanza del regreso de Cristo es inminente. Por otra parte, se nos advierte acerca de las dificultades y aflicciones que precederán el regreso de Cristo. ¿Cómo

podemos reconciliar los extremos de estos dos hilos de revelación profética? ¿Cómo podemos cultivar una expectación diaria del regreso de Cristo si estas señales preliminares todavía faltan por cumplirse antes de que Él regrese? Se deben tener en mente varios puntos. En primer lugar, todas las «señales de los tiempos» generales que se dan en el Nuevo Testamento ya se han cumplido y se están cumpliendo ante nuestros ojos. De hecho, son características que han estado presentes a través de toda la era eclesiástica: apostasía e incredulidad, amor egoísta y pecado, guerras, rumores de guerras y desastres naturales. Todas estas cosas han sido el denominador común de toda la era eclesiástica. Prácticamente cada generación de cristianos desde el tiempo de Cristo ha tenido la convicción de estar viendo con sus propios ojos el cumplimiento de las señales de los últimos tiempos. ¿Qué tenemos que hacer nosotros para saber si el tiempo en que vivimos corresponde verdaderamente a los «últimos días» de que habla la profecía bíblica, o si por el contrario sencillamente estamos presenciando todavía más de la misma apostasía y calamidad que han caracterizado a toda la era cristiana? El apóstol Juan definió este asunto por la inspiración del Espíritu Santo cuando escribió: «Hijitos, ya es el último tiempo; y según vosotros oísteis que el anticristo viene, así ahora han surgido muchos anticristos; por esto conocemos que es el último tiempo» (1 Jn. 2:18). La iglesia ya estaba en «los últimos días» incluso antes que terminara la era apostólica. De hecho, «últimos días» es un término bíblico para definir específicamente la era cristiana (He. 1:1, 2). Todo este tiempo es un preludio a la culminación de la historia humana. Estamos en los últimos días, tanto como lo estaban los creyentes en el tiempo de la iglesia primitiva. En segundo lugar, nada en el Nuevo Testamento nos indica que debamos postergar nuestra expectativa de la manifestación de Cristo hasta después que ocurran otros eventos preliminares. La única excepción aparente se encuentra en 2 Tesalonicenses 2:1-3 (citado anteriormente), donde dice que ese día (el día del Señor) «no vendrá sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado». Es obvio que este texto sea clave para quienes creen que la tribulación es el punto más inmediato en el orden profético y que la Iglesia debería estar esperando el reino del anticristo en lugar del regreso de Cristo. En efecto, si 2 Tesalonicenses 2:1-3 significa en realidad que la venida de Cristo por su Iglesia no puede ocurrir hasta que hayan pasado siete años de tribulación, esto anula todo lo que el Nuevo Testamento enseña acerca del

inminente regreso de Cristo. No obstante, si observamos con cuidado el contexto de 2 Tesalonicenses 2 nos damos cuenta de que los cristianos en Tesalónica habían sido confundidos y trastornados por algunos falsos maestros (posiblemente personas que se hacían pasar por voceros del apóstol), quienes enseñaban que las persecuciones y los sufrimientos que estaban experimentando en ese momento eran precisamente los juicios relacionados con el día del Señor. (Esta expresión siempre hace referencia a juicio y, por lo general, a un tiempo de juicio apocalíptico; cp. Is. 13:9-11; Am. 5:18-20; 1 Ts. 5:2, 3; 2 P. 3:10; Ap. 6:17; 16:14). Muchos creyentes en la iglesia de Tesalónica que estaban pasando por el suplicio de sus propias aflicciones y penurias, creyeron esa mentira y se convencieron de que se habían convertido en objeto de la ira apocalíptica de Dios. Es obvio que esto los tenía profundamente consternados, ya que en su epístola anterior Pablo les había animado enseñándoles muchos detalles acerca del arrebatamiento (1 Ts. 4:14-17), que es la venida de Cristo por su Iglesia. Pablo incluso les había dado instrucciones para que se confortaran unos a otros con la promesa de que Cristo vendría por ellos (v. 18). Pero ahora, al pasar por un tiempo de cruenta persecución y prueba, los cristianos de Tesalónica habían caído presa de la falsa idea de que Dios ya estaba derramando su ira final y que ellos se contaban entre los destinatarios de esa ira. Es obvio que temían haberse perdido el arrebatamiento y estar a punto de ser eliminados en los juicios terminantes del día del Señor. Por eso Pablo les escribió: «Pero con respecto a la venida de nuestro Señor Jesucristo, y nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que no os dejéis mover fácilmente de vuestro modo de pensar, ni os conturbéis, ni por espíritu, ni por palabra, ni por carta como si fuera nuestra, en el sentido de que el día del Señor está cerca» (2 Ts. 2:1, 2). «La venida de nuestro Señor Jesucristo, y nuestra reunión con él» es una clara referencia al arrebatamiento. El día de Cristo es precisamente el día del Señor (de hecho, los manuscritos más antiguos emplean la expresión «día del Señor» en este versículo). El error que perturbaba a la iglesia de los tesalonicenses tenía dos facetas. Una era la noción de que habían sido dejados después del arrebatamiento. La otra era el temor que acompañaba esta noción porque supuestamente ya habían entrado a la fase de cumplimiento de los juicios apocalípticos, lo cual indicaba claramente que el día del Señor ya había llegado.

De manera que cuando Pablo dice: «[Ese día] no vendrá sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición» (2 Ts. 2:3), está hablando acerca del día del Señor y su juicio apocalíptico, no del arrebatamiento. Él no estaba sugiriendo que la venida de Cristo por la Iglesia tuviera que esperar hasta que todos los eventos de la tribulación hubieran ocurrido. Ciertamente, no estaba indicando que los tesalonicenses tuvieran que postergar hasta el fin de la tribulación su esperanza del regreso de Cristo por ellos. Pablo había dedicado toda su primera epístola a urgirles a estar vigilantes y expectantes, y a animarse unos a otros con la buena nueva del regreso inminente de Cristo (cp. 1 Ts. 1:10; 4:14-18; 5:6, 9, 11). Si después de esto el apóstol hubiera tenido la intención de enseñarles que todos los eventos de la tribulación debían cumplirse antes que Cristo pudiera regresar por ellos, entonces la primera epístola no habría sido de mucho «ánimo» que digamos. De hecho, estaría traspapelando todo lo que el Nuevo Testamento afirma con respecto al carácter inminente, confortador y esperanzador del regreso de Cristo. Por lo tanto, la enseñanza consecuente del Nuevo Testamento es que los cristianos deben estar pendientes de la venida inminente de Cristo por su Iglesia, y 2 Tesalonicenses 2:1-4 no es una excepción. ¿CÓMO PUDO HABER SIDO INMINENTE LA VENIDA DE CRISTO EN LA IGLESIA PRIMITIVA? Algunos argumentan que es imposible que la venida de Cristo hubiera sido inminente para la iglesia primitiva, dado el hecho obvio de que 2.000 años más tarde Él no ha regresado todavía. Los escépticos ridiculizan frecuentemente el cristianismo o retan la inerrancia de las Escrituras con ese simple argumento. Después de todo, los versículos citados al principio de este capítulo prueban que Santiago, Pedro, Juan, Pablo y el escritor de Hebreos, creyeron que el regreso de Cristo estaba muy cerca: «delante de la puerta» (Stg. 5:9); «el Señor está cerca» (Fil. 4:5); «el fin de todas las cosas se acerca» (1 P. 4:7); «aquel día se acerca» (He. 10:25); «He aquí, yo vengo pronto» (Ap. 3:11; 22:7). Entonces, ¿cómo es posible que 2.000 años más tarde Cristo no haya regresado todavía? ¿Acaso los apóstoles pudieron haber cometido un error en el cálculo del tiempo? Esto es precisamente lo que alegan algunos escépticos. A continuación, una típica publicación cuyo único objetivo es atacar la

inerrancia de las Escrituras: Pablo mismo demostró... que él se contaba entre los que esperaban el regreso inminente de Cristo. Pero tal como lo muestra la historia de esa era, todo fue en vano. No apareció ningún mesías... El NT dice repetidamente que el mesías regresaría en muy poco tiempo. Sin embargo, la humanidad ha esperado cerca de 2.000 años y nada ha ocurrido. Por mucho que se estire la imaginación es imposible que esto pueda considerarse como «venir pronto»... Sin duda alguna es muy desafortunado que millones de personas sigan aferrándose a esa frágil esperanza de que surgirá un mesías para sacarlos de alguna forma de todos sus problemas. ¿Cuántos años más (2.000, 10.000, 100.000) tienen que pasar para que ellos digan por fin: «Lo único que nos resta es llegar a la conclusión de que somos víctimas de una farsa muy cruel»?[1] ¿Qué vamos a hacer con esta acusación en contra de la veracidad de las Escrituras? ¿Acaso el transcurso de 2.000 años es una prueba definitiva de que la venida de Cristo no fue inminente en la era de la iglesia primitiva y que los apóstoles estaban equivocados? Ciertamente no es así. Recordemos la declaración rotunda de Cristo en Mateo 24:42: «No sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor». El tiempo exacto sigue siendo un misterio para nosotros tal como lo fue para los apóstoles. Pero no obstante, Cristo podría volver en cualquier momento. El Juez todavía está delante de la puerta. El día se sigue acercando cada vez más. No existen otros eventos que deban ocurrir en el calendario profético antes de que Cristo vuelva para que nos encontremos con Él en el aire. Él podría llegar en cualquier momento, y es en ese sentido que la venida de Cristo es inminente. En ese mismo sentido, su venida fue inminente incluso en los días de la iglesia primitiva. Supongo que también es posible que Cristo tarde en regresar otros 2.000 años o más. En vista del acelerado declive de la sociedad, no veo cómo pueda suceder eso, pero también es cierto que los apóstoles pensaron lo mismo al observar la condición del mundo en su tiempo. Sigue siendo posible que Él demore su venida; por eso es que Cristo nos enseñó a estar preparados, bien sea que Él venga de inmediato o que se tarde más de lo que creemos posible (cp. Mt. 24:42—25:13).

En cualquier caso, el paso de 2.000 años no es ninguna prueba en contra de la fidelidad de Dios o de la confiabilidad de su Palabra. Esto es precisamente lo que Pedro mostró cuando anticipó que se levantarían burladores que harían mofa de la promesa del regreso del Señor (2 P. 3:3, 4). ¿Cuál fue la respuesta de Pedro a estos burladores? «Con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día» (v. 8). La cantidad de tiempo terrenal que pase no tiene importancia. Es ciertamente irrelevante desde el punto de vista de Dios, quien es independiente por completo de cualquier consideración temporal. En su mente un solo instante es lo mismo que miles de años, y siglos pueden pasar para Él como breves momentos. Dios no está limitado por el tiempo como nosotros, y ninguna cantidad de tiempo puede abrogar jamás su fidelidad. «El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento» (v. 9). En otras palabras, la verdadera razón de la tardanza del Señor no es que Él sea negligente o descuidado en cumplir sus promesas, sino sencillamente que es paciente y bondadoso al retrasar la venida de Cristo y la ira que la acompañará, al mismo tiempo que llama a las personas a que sean salvas. Cristo no regresará antes que se cumplan por completo los misericordiosos propósitos de Dios. En lugar de indicar apatía o abandono por parte de Dios, la demora prolongada de la manifestación de Cristo sencillamente subraya la extraordinaria profundidad de su misericordia y paciencia casi inagotables. Por esta razón, el hecho de que hayan transcurrido 2.000 años es totalmente irrelevante para la doctrina del regreso inminente de Cristo. La venida de Cristo sigue siendo inminente. Podría ocurrir en cualquier momento. El mandamiento a estar preparados y vigilantes sigue siendo tan vigente para nosotros como lo fue para la iglesia primitiva. De hecho, el regreso de Cristo debería ser un asunto todavía más urgente para nosotros puesto que se acerca más con cada día que pasa. Seguimos sin saber cuándo viene Cristo, pero sabemos que estamos 2.000 años más cerca de ese evento que Santiago en los primeros días de la era cristiana, cuando el Espíritu Santo le impulsó a advertir a toda la Iglesia que la venida del Señor estaba cerca y que el Juez ya estaba «delante de la puerta». ¿POR QUÉ ES TAN IMPORTANTE EL REGRESO INMINENTE DE CRISTO? ¿Por qué es tan importante creer que Cristo podría volver en cualquier

momento? Porque, como vimos en la conclusión del capítulo anterior, la esperanza de la venida inminente de Cristo tiene un poderoso efecto santificador y purificador sobre nosotros. «Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Jn. 3:3). El hecho de saber que la venida de Cristo está cada vez más cerca debe motivarnos a estar preparados, a procurar ser más semejantes a Cristo y a despojarnos de todas las cosas propias de nuestra vida vieja cuando no teníamos a Cristo. El apóstol Pablo tomó esta misma línea de razonamiento casi al final de su carta a los romanos. Él les recordó a los creyentes en Roma acerca del deber que tenemos de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, al decirles que el amor es el principio por excelencia que cumple todos los preceptos morales de Dios (Ro. 13:8-10). Luego, haciendo hincapié en la urgencia de vivir en obediencia a este gran mandamiento, él escribió: «Y esto, conociendo el tiempo, que es ya hora de levantarnos del sueño; porque ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos. La noche está avanzada, y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz. Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne.» —vv. 11-14 Ese llamado a despertar es el que el apóstol Pablo hace a toda la Iglesia. El regreso de Cristo se acerca cada vez más. El tiempo está ahora más cerca que cuando creímos por vez primera. Cada instante que pasa nos acerca todavía más al regreso de Cristo. ¿Qué vamos a hacer para redimir el tiempo? Él hace un llamado a responder positivamente en tres aspectos fundamentales que resumen perfectamente la perspectiva apropiada del cristiano ante la posibilidad inminente del regreso de Cristo: ¡A despertar! «Es ya hora de levantarnos del sueño», nos recuerda (v. 11), y recalca con cuatro frases tanto la urgencia de atender este llamado, como la inminencia del regreso de Cristo: «es ya hora»; «está más cerca de nosotros nuestra salvación» (v. 11); «la noche está avanzada»; y «se acerca el día» (v. 12). Queda poco tiempo y las oportunidades se van volando. El Señor viene

pronto. El evento se acerca más con el paso de cada instante. Ahora es el tiempo para obedecer. El único tiempo con el que podemos contar es ahora mismo, y puesto que no hay garantía de que vamos a tener más tiempo, postergar nuestra obediencia es un acto de inconsciencia total. Consideremos esto: el apóstol Pablo estaba subrayando la urgencia de este mandamiento en su tiempo, hace 2.000 años. Él creía que la venida de Cristo estaba cerca y que se estaba acercando más a cada instante. ¿Cuánto más urgentes son estas cosas para nuestro tiempo? «Ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación» (v. 11), 2.000 años más cerca para ser exactos. Ciertamente ahora no es momento de bajar nuestra guardia o quedarnos dormidos. Aunque algunos puedan ser tentados a creer que la larga espera significa que la venida de Cristo ya no es un asunto urgente; al pensarlo bien por un momento nos daremos cuenta de que, si en realidad creemos que Cristo estaba diciendo la verdad cuando prometió volver pronto, debemos creer que el tiempo está cada vez más cerca, y el carácter urgente del evento con el aumento de la espera no tiene por qué verse aminorado. Es perfectamente natural para irreligiosos, escépticos e incrédulos pensar que la tardanza de Cristo quiere decir que Él no va a cumplir su promesa (2 P. 3:4). Pero ningún creyente genuino debería pensar de esa manera. En lugar de perder la esperanza porque Él tarde en venir, deberíamos darnos cuenta de que ahora el tiempo está más cerca que nunca antes. Cristo viene. Como vimos en el capítulo previo, su Palabra garantiza que Él volverá. Nuestra esperanza debería ser cada vez más fuerte y no disminuir mientras Él demora su venida. Cuando Pablo escribió: «Y esto, conociendo el tiempo» (Ro. 13:11), empleó la palabra griega kairos para referirse a «tiempo», un término que se aplica a una época o a una era, no al tiempo convencional (cronos) que puede medirse con un reloj. Por lo tanto, «conociendo el tiempo» tiene que ver con que seamos capaces de entender la era en la cual vivimos, de discernir como «los hijos de Isacar ... entendidos en los tiempos, y que sabían lo que Israel debía hacer» (1 Cr. 12:32). Cristo increpó a los fariseos porque les faltaba esta misma clase de discernimiento: «Cuando anochece, decís: Buen tiempo; porque el cielo tiene arreboles. Y por a mañana: Hoy habrá tempestad; porque tiene arreboles el cielo nublado. ¡Hipócritas! que sabéis distinguir el aspecto del cielo, ¡mas las señales de los tiempos [kairos] no podéis!» (Mt. 16:2–3).

Quizá Pablo había visto señales de letargo o adormecimiento espiritual entre los creyentes de Roma. Sin duda, la vida en aquella gran ciudad presentaba muchas distracciones y atractivos terrenales que podían alejar los corazones de la esperanza anhelante en la manifestación inminente de Cristo. Al igual que la sociedad en que vivimos, la vida en Roma mantenía cebada la carnalidad humana al ofrecer muchas comodidades materiales y diversiones terrenales. Quizás eran propensos a olvidar que estaban viviendo en los últimos días. Espiritualmente, se estaban quedando dormidos. A veces parece que la iglesia entera se encuentra hoy día en una condición todavía peor de somnolencia espiritual. Existe una indiferencia ampliamente difundida frente al regreso del Señor. ¿Qué pasó con el sentido de expectación que caracterizó a la iglesia primitiva? El legado que tristemente quedará registrado en la historia acerca de la iglesia de nuestra generación es que al irnos acercando a la aurora de un nuevo milenio, la mayoría de los cristianos estaban mucho más preocupados por la llegada de una traba informática conocida como «el fastidio del milenio», ¡que por la llegada del Rey del milenio! Abundan los cristianos en nuestro tiempo que se han acomodado en una postura de letargo e inactividad insensatos; es como una falta total de respuesta a las cosas de Dios. Se han vuelto como Jonás, echándose a dormir rápidamente en la embarcación mientras las inclementes tormentas de nuestro tiempo amenazan con arrasarnos (Jon. 1:5, 6). Son como las vírgenes insensatas quienes «tardándose el esposo, cabecearon todas y se durmieron» (Mt. 25:5). Ya es hora de levantarnos de ese aletargamiento. Pablo envió un llamado a despertar muy parecido para la iglesia en Éfeso: «Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo. Mirad, pues, con diligencia cómo andéis, no como necios sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos» (Ef. 5:1416). Nunca antes ha sido tan necesaria una voz de alarma de este tipo como hoy día. En palabras de nuestro Señor: «Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa; si al anochecer, o a la medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana; para que cuando venga de repente, no os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad» (Mr. 13:35–36). Cuando Pablo dice: «ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos» (Ro. 13:11), está hablando por supuesto acerca de la consumación de nuestra salvación. No estaba sugiriendo que los creyentes

romanos no fueran regenerados. No les dice que su justificación fuera una realidad futura. Les recordaba que la culminación de lo que había empezado desde el momento de su regeneración estaba acercándose cada vez más. En este contexto, «salvación» se refiere a nuestra glorificación, la meta final de la obra salvadora de Dios (Ro. 8:30). A través de todas las Escrituras esto se relaciona con la manifestación de Cristo. «Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él» (1 Jn. 3:2). Nosotros «esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya» (Fil. 3:20, 21). «Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col. 3:4). «[Cristo] aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan» (He. 9:28). Nótese que el escritor de Hebreos emplea la palabra salvar en el mismo sentido en que Pablo la emplea en Romanos 13:11. Este aspecto final de nuestra salvación es a lo que Pablo se refería en capítulos anteriores de su epístola, en Romanos 8:23: «Nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo.» Ese aspecto de nuestra salvación es el que está más cerca que cuando creímos, y sólo espera la venida de Cristo. De manera que el llamado imperioso de Pablo aquí en Romanos 13 supone que el regreso de Cristo es inminente. Si tuviera que ocurrir otra era escatológica (kairos), especialmente la tribulación, antes del regreso de Cristo por la Iglesia, Pablo seguramente habría apuntado en dirección a la perentoriedad de esa era y habría urgido a los romanos a prepararse para ella. Pero lejos de advertirles que esa era tenebrosa de tribulación estuviera en su futuro inmediato, lo que les dijo fue prácticamente todo lo contrario: «La noche está avanzada, y se acerca el día» (v. 12). El kairos de persecución, penalidades y oscuridad estaba ya bastante «avanzado» (prokopto en el texto griego, que significa «marchando rápidamente» o «siendo desalojado»). Lo que es inminente es la luz del día, la consumación definitiva de nuestra salvación cuando Cristo vuelva para llevarnos a la gloria. No tenemos idea de cuánta arena queda en la parte de arriba del reloj de la historia humana. Pero debemos darnos cuenta de que ya han pasado muchos granos de arena desde que el apóstol Pablo dijo que la luz de un nuevo día estaba a punto de rayar el alba. ¡Cuánto más urgente es este llamado a la

Iglesia hoy día para mantenernos despiertos! La oscura noche del dominio de Satanás muy pronto cederá ante la aurora de la venida de Cristo por los suyos. El apóstol Pablo empleó precisamente la misma imagen de tinieblas nocturnas y luz del día cuando escribió a los tesalonicenses: «Pero acerca de los tiempos y de las ocasiones, no tenéis necesidad, hermanos, de que yo os escriba. Porque vosotros sabéis perfectamente que el día del Señor vendrá así como ladrón en la noche; que cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina, como los dolores a la mujer encinta, y no escaparán. Mas vosotros, hermanos, no estáis en tinieblas, para que aquel día os sorprenda como ladrón. Porque todos vosotros sois hijos de luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas. Por tanto, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios. Pues los que duermen, de noche duermen, y los que se embriagan, de noche se embriagan. Pero nosotros, que somos del día, seamos sobrios, habiéndonos vestido con la coraza de fe y de amor, y con la esperanza de salvación como yelmo. Porque no nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo.» —1 Ts. 5:1-9 Dios no nos ha puesto para ira. No nos estamos preparando para la tribulación que vendrá en el día de la ira. Nuestra esperanza está en la manifestación repentina de Cristo para llevarnos a la gloria. Despertemos. Seamos sobrios. Estemos alerta. Nuestra redención está muy cerca. ¡A cambiarse! La aurora que se aproxima indica que ya es tiempo de cambiar nuestra vestimenta. «Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz.» Las palabras de Pablo evocan la imagen de un soldado que ha pasado una noche de juerga y borrachera. Aún vestido con la indumentaria de su pecado, ha caído en un profundo adormecimiento. Pero el amanecer se aproxima, ya es tiempo de despertarse, quitarse el atuendo de las tinieblas nocturnas, y ponerse la armadura de la luz. El verbo griego que se traduce «desechar» es un término que hacía referencia a ser arrojado o sacado a la fuerza. Ese vocablo griego se emplea tan sólo en otras tres ocasiones en el Nuevo Testamento, y en cada caso hace

referencia al hecho de ser expulsado de una sinagoga (Jn. 9:22; 12:42; 16:2). De modo que el término transmite la idea de renunciar al pecado y abandonarlo (o al pecador no arrepentido), con vigor y convicción. Pablo está haciendo un claro llamado a realizar un acto de arrepentimiento. Él quiere que ellos desechen, expulsen y rompan su compañerismo con «las obras de las tinieblas». Es la misma expresión que utiliza en Efesios 5:11: «No participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, sino más bien reprendedlas.» Pablo emplea con frecuencia la figura de cambiar de vestimenta para describir la necesidad que tenemos de despojarnos del pecado y del hombre viejo. «En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos» (Ef. 4:22). «Dejad también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca. No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos» (Col. 3:8, 9). Nótese que el despojarse tiene un doble aspecto: puesto que ya nos hemos «despojado del viejo hombre con sus hechos», también debemos seguir despojándonos de «todas estas» obras de las tinieblas. La imagen que esto evoca es la de Lázaro cuando fue levantado de entre los muertos y le fue impartida vida nueva, pero aún estaba atado por las mortajas del sudario con que fue sepultado y de las cuales era necesario que se despojara (cp. Jn. 11:43-44). Por medio de figuras similares, el escritor de Hebreos urge a los creyentes: «Despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante» (12:1). Aquí se muestra al cristiano como un atleta quien se ha librado de todos los impedimentos para poder correr ágilmente. Hay muchas cosas que debemos dejar a un lado si es que vamos a estar preparados para el día venidero. Santiago lo resume sucintamente: «Desechando toda inmundicia y abundancia de malicia» (Stg. 1:21). Pedro también se hace eco del mismo pensamiento: «Desechando, pues, toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las detracciones» (1 P. 2:1). ¡A vestirse! Hay otro aspecto del estar preparados para la manifestación del Señor. No vamos a estar completamente preparados para el amanecer del nuevo día a no ser que nos pongamos el atuendo apropiado: «Vistámonos las armas de la luz... vestíos del Señor Jesucristo» (Ro. 13:12, 14). De nuevo, la figura corresponde a un soldado que ha pasado la noche de

desenfreno y embriaguez. Llegó dando tumbos a su casa y se quedó dormido con su vestimenta puesta, arrugada y manchada con las evidencias de su juerga. El día estaba a punto de romper el alba. Ya era hora de despertarse, despojarse de la ropa sucia y ponerse algo limpio y dispuesto para la batalla. La expresión «armas de la luz» hace alusión a una guerra. Aunque el regreso de Cristo es inminente, esto no nos disculpa para abandonar la batalla. En las Escrituras no se sugiere una sola vez que el pueblo de Dios tenga que irse a sentar en un monte en algún lugar para ponerse a esperar el regreso del Señor. De hecho, desde ahora y hasta su regreso, estamos involucrados en una batalla «contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes» (Ef. 6:12). La cercanía del regreso de nuestro Señor no mengua la seriedad de la batalla. No es hora de aflojar en nuestra diligencia, sino precisamente de hacer todo lo contrario: debemos enfrentar la batalla con un vigor renovado al saber que el tiempo es corto. «Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes» (v. 13). En otras palabras, no somos soldados que estén fuera de servicio y libres para empinar el codo y regodearse en los placeres carnales de la vida nocturna. Estamos de servicio y nuestro General podría aparecer en cualquier momento. Por lo tanto: «Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia» (Ro. 13:13). El cristiano que no está viviendo en santidad y obediencia de acuerdo a las prioridades celestiales, es un cristiano que no ha captado la trascendencia del regreso inminente del Señor. Si genuinamente estamos esperando que nuestro Señor se manifieste en cualquier momento, esa bienaventurada esperanza debería motivarnos a ser fieles y andar como es debido, no sea que nuestro Señor vuelva y nos encuentre andando indebidamente, sin obedecerle ni honrarle. En palabras del mismo Cristo: «Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa; si al anochecer, o a la medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana; para que cuando venga de repente, no os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad» (Mr. 13:35-37). Hay más todavía: «Sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne» (Ro. 13:14). De nuevo, cuando seamos glorificados, seremos instantáneamente conformados a la imagen de Cristo, semejantes a

Él tanto como sea posible para nosotros como seres humanos. La semejanza a Cristo es por ende la meta hacia la cual Dios nos está haciendo avanzar (Ro. 8:29). Incluso ahora mismo el proceso de nuestra santificación tiene por objeto conformarnos a su imagen, y así debe ser. Al ir creciendo en la gracia, también crecemos en nuestra semejanza a Cristo. Debemos convertirnos en un reflejo del carácter y la santidad de Cristo, y eso es lo que Pablo quiere decir cuando escribe: «vestíos del Señor Jesucristo.» Tenemos que procurar la santificación, seguir a Cristo en nuestra conducta y carácter, dejar que su mente esté en nosotros y hacer que su ejemplo guíe nuestro andar (Fil. 2:5; 1 P. 2:21). Pablo comparó su deber pastoral de discipular a los gálatas con padecer dolores de parto, puesto que laboraba con grandes esfuerzos para que ellos alcanzaran la semejanza a Cristo: «Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros» (Gá. 4:19). Cuando escribió a los corintios también describió la santificación como el proceso mediante el cual serían hechos de nuevo a semejanza de Cristo: «Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (2 Co. 3:18). En otras palabras, progresamos de un nivel de gloria a otro al ir avanzando en dirección a la meta final, de modo que vestirse del Señor Jesucristo es sencillamente un mandamiento a procurar la santificación (el tema principal de Romanos 12—16). Cuando Pablo les escribió a los gálatas: «todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos» (Gá. 3:27), les quiso decir en esencia que la santificación comienza con la conversión. Desde el primer momento en que tenemos fe, somos revestidos de la justicia de Cristo. Eso es lo que significa ser justificados. En palabras del profeta Isaías: «En gran manera me gozaré en Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia» (61:10). Pero ese es apenas el comienzo de lo que significa vestirse de Cristo. La justificación es un evento que ocurre una vez para siempre, pero la santificación es un proceso continuo. La orden que dice «vestíos del Señor Jesucristo» en Romanos 13 es un mandamiento a buscar la santificación a semejanza de Cristo. La esperanza del regreso inminente de Cristo es por ende como la bisagra

sobre la que gira nuestro entendimiento adecuado de la santificación. Revisemos algunos de los textos clave en los que se habla acerca de la inminencia del regreso del Señor y notemos específicamente qué clase de deberes prácticos supone esta doctrina para nosotros: • Resistencia: «Tened también vosotros paciencia, y afirmad vuestros corazones; porque la venida del Señor se acerca» (Stg. 5:8). • Bondad: «No os quejéis unos contra otros, para que no seáis condenados; he aquí, el juez está delante de la puerta» (Stg. 5:9). • Oración: «Mas el fin de todas las cosas se acerca; sed, pues, sobrios, y velad en oración» (1 P. 4:7). • Fidelidad para congregarnos y animarnos mutuamente: «Considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca» (He. 10:24-25). • Conducta santa y piadosa: «Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir!» (2 P. 3:11) • Pureza y semejanza a Cristo: «Cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Jn. 3:2-3). Estos textos cubren categorías bastante amplias que abarcan todos los aspectos de nuestra santificación. La esperanza del regreso inminente de Cristo se constituye en catalizador e incentivo para realizar todas estas cosas, para que todo fruto del Espíritu, toda virtud cristiana, todo lo que tiene que ver con la santidad y la semejanza a Cristo, y todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad, se hagan una realidad en nosotros. Por eso es tan importante cultivar una expectación vigilante de la venida inminente de Cristo. No se trata de que nos obsesionemos con los eventos que ocurren a diario en el planeta tierra. De hecho, si su interés en el regreso de Cristo se convierte en una fascinación recalcitrante con todo lo que sucede en este mundo, es porque usted no ha entendido de qué se trata en realidad. El conocimiento de la inminencia del regreso del Señor debe hacer que nuestro corazón se dirija al cielo, «de donde también esperamos al Salvador, al Señor

Jesucristo» (Fil. 3:20). «Por lo cual, oh amados, estando en espera de estas cosas, procurad con diligencia ser hallados por él sin mancha e irreprensibles, en paz.» —2 P. 3:14

Tres

EL MÁS GRANDIOSO DISCURSO PROFÉTICO DE CRISTO Aparte

del libro de Apocalipsis, el pasaje profético más extenso e importante del Nuevo Testamento se encuentra en Mateo 24—25, y se conoce como el Discurso del Monte de los Olivos. Es el segundo mensaje más prolongado de Cristo registrado en las Escrituras. El único que lo supera en extensión es el Sermón del Monte (Mt. 5—7), que fue una alocución en público para beneficio de las multitudes en Galilea, casi al comienzo del ministerio terrenal de Cristo. Por otra parte, el Discurso del Monte de los Olivos fue un mensaje privado para sus discípulos, dado en Jerusalén y casi al final de su ministerio sobre la tierra. Él pronunció estas palabras mientras estaba sentado en el Monte de los Olivos, desde el cual se podía observar el templo a cierta distancia. De modo que el famoso nombre de este discurso es una referencia al lugar donde fue pronunciado. Desde el lugar donde estaban sentados, Cristo y los discípulos podían divisar la magnificencia de los edificios del templo. El templo fue el proyecto de construcción más insigne entre los muchos otros proyectos fastuosos de construcción ordenados por Herodes el Grande. El edificio principal del templo era una estructura espléndida construida de mármol blanco resplandeciente con ornamentaciones espectaculares de oro puro. La fachada oriental (el lado que podía verse desde el lugar donde Jesús se encontraba), estaba enchapada en oro y brillaba como un espejo con el sol de la mañana. Tal cantidad de oro proyectaba un brillo incandescente que irradiaba sobre toda la ladera oriental del Monte de los Olivos y podía verse a kilómetros de distancia. Según las estimaciones de varias fuentes históricas, era la edificación más imponente y deslumbrante del mundo. De hecho, fue precisamente la opulencia del complejo de edificios del templo lo que motivó la conversación que dio pie para el Discurso del Monte

de los Olivos. Cuando Jesús iba saliendo del monte del templo para dirigirse al Monte de los Olivos, los discípulos expresaron su asombro ante la grandiosidad del templo. El relato paralelo de Lucas 21:5 indica que estaban maravillados ante la increíble opulencia representada por las fabulosas decoraciones del templo, las cuales incluían muchas piedras preciosas y otros ornamentos suntuosos, la mayoría donados por adoradores acaudalados. Jesús les respondió con una profecía escalofriante: «¿Veis todo esto? De cierto os digo, que no quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada» (Mt. 24:2). Esa profecía hizo eco de algo que Cristo ya había dicho poco antes a los líderes judíos en el interior del templo mismo: «He aquí vuestra casa os es dejada desierta» (Mt. 23:38). Seguramente los discípulos se preguntaron cómo era posible que algo tan espectacular como el templo pudiera quedar desolado. La predicción solemne de Cristo en el sentido de que ni una sola piedra quedaría de pie los sorprendió todavía más, y sin duda los dejó confundidos. Lo que Él les estaba diciendo ahora era diametralmente opuesto a las expectativas mesiánicas que ellos mantenían. Los discípulos estaban seguros de que Él era el Mesías prometido (cp. 16:16), y tenían la plena esperanza de que Él llevaría a la nación a una gloria mayor que nunca antes, pero de ningún modo a supervisar su destrucción. Por esa razón, poco después, mientras estaban sentados al otro lado del valle del Cedrón, con la deslumbrante fachada del templo a plena vista y el panorama de todo el monte del templo ante sus ojos, «los discípulos se le acercaron aparte, diciendo: Dinos, ¿cuándo serán estas cosas, y qué señal habrá de tu venida, y del fin del siglo?» (v. 3). La respuesta de Jesús fue la más larga que Él dio a cualquier otra pregunta en todo el registro del Nuevo Testamento. El Discurso del Monte de los Olivos abarca dos capítulos en el evangelio de Mateo. Un relato abreviado aunque paralelo ocupa la mayor parte de Lucas 21. EXPECTATIVAS MESIÁNICAS DE LOS JUDÍOS Para entender las preguntas de los discípulos se requiere una apreciación de la forma como ellos y sus compatriotas vislumbraban el papel mesiánico de Jesús. En las mentes de ellos, el Mesías era principalmente una figura política que libertaría a Israel de la ocupación extranjera. Todo Israel creía que cuando su Mesías viniera, Él recuperaría por completo todas las cosas que

habían perdido en sus años de exilio en el extranjero y los siglos subsiguientes de opresión extraña. Ellos creían que el Mesías vendría para reorganizar y reafirmar todas las tribus y linajes sacerdotales, reunificar y purificar a la nación y restablecer el trono de David en Jerusalén con una gloria inimaginable y sin precedentes. Las expectativas de los discípulos no eran diferentes, incluso creían que estas cosas estaban más cerca de lo que la mayor parte de la gente en Israel creía en ese momento, porque ellos ya sabían con certeza que Jesús era el Cristo, el Ungido a quien las profecías del Antiguo Testamento habían predicho con tanta exactitud. De modo que pensaron que se encontraban en el umbral desde el cual podrían contemplar con sus propios ojos el establecimiento de su reino terrenal. Ellos de ninguna manera estaban solos en su esperanza de ver el cumplimiento inmediato de estas cosas. Israel se encontraba en ese tiempo bajo el yugo de la opresión romana. El Imperio Romano estaba en la cúspide del poder mundial, e Israel estaba justo en el interior del borde oriental de ese vasto imperio. El trono davídico había caído cientos de años atrás y ya se habían desvanecido por completo las esperanzas de revivirlo, aparte de la intervención sobrenatural del Mesías. La única monarquía que pudo ostentar poder político en la región durante la vida de los discípulos fue la dinastía herodiana, y eso gracias a que contaba con el beneplácito de Roma. Para empeorar las cosas, también los Herodes mismos eran gobernantes extranjeros, lo más probable es que hayan sido idumeos o descendientes de los edomitas, quienes descendían de Esaú. Los edomitas habían sido vecinos poco amistosos de los israelitas por mucho tiempo y con frecuencia fueron sus enemigos acérrimos, desde la época del éxodo, cuando los edomitas negaron a los israelitas el paso por su territorio (Nm. 20). De este modo, Israel estaba en efecto siendo gobernado por sus propios adversarios históricos. Además, los ciudadanos de Israel tenían la obligación de pagar impuestos a Roma, y esos impuestos eran destinados para el sostenimiento de los ejércitos de ocupación, ¡los principales opresores de Israel! Resulta comprensible que la mayoría de israelitas resintieran con amargura el pago de tales impuestos al César (cp. Mr. 12:13-17). Para empeorar las cosas todavía más, con mucha frecuencia las autoridades romanas eran deliberadamente opresivas, y de todas las regiones de ese vasto imperio, Israel se convirtió en un blanco singular de la brutalidad romana. A

diferencia de otros países que estaban bajo el Imperio Romano, la identidad nacional de Israel se definía por una relación de pacto con Jehová. Por esa razón, el politeísmo romano (particularmente la adoración del emperador) prácticamente no tuvo acogida entre los israelitas. Por esta razón, los gobernadores romanos veían el monoteísmo de los judíos como algo inherentemente sedicioso. Por su parte, los zelotes judíos hicieron todo lo posible para soliviantar entre su pueblo una rebelión contra los romanos. Las tensiones políticas eran bastante álgidas en ese tiempo, y eran exacerbadas tanto por las atrocidades de los romanos (cp. Lc. 13:1) como por las violentas insurrecciones de los judíos (cp. Mr. 15:7). A causa del pacto nacional de Israel con Jehová, los gobernantes extranjeros como Herodes y los romanos no sólo eran vistos como enemigos políticos, sino como agentes de una vergonzosa ruina espiritual para la nación que se debía al hecho de que Dios mismo estaba disgustado con su pueblo. La ocupación romana de Israel planteaba un dilema enorme para el judaísmo. (Esto explica por qué algunos judíos tenían un sentido tan profundo de orgullo nacional que ni siquiera reconocían el hecho del dominio romano: «Linaje de Abraham somos, y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Seréis libres?» [Jn. 8:33]). Todos los corazones fieles de Israel anhelaban el derrocamiento de Roma para que la nación pudiera ser verdaderamente libre otra vez, y creían que las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento hablaban de Uno que aparecería de repente y arreglaría todas esas cosas, después de lo cual se encargaría de restablecer el trono de David en la tierra a fin de gobernar para siempre sobre todos los demás reinos del mundo. PROFECÍAS MESIÁNICAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO Dado el tenso ambiente político, es fácil ver por qué los judíos estaban tan desesperados y pendientes de la pronta llegada de su Mesías. Pero esa es sólo una razón para que las expectativas mesiánicas en el tiempo de Jesús fueran tan grandes. Las profecías del Antiguo Testamento también parecían indicar que su venida sería en breve (cp. Dn. 9:25), y los expertos en profecía mesiánica tenían certeza de que al llegar por fin el Mesías, lo primero que estaba en su plan sería echar fuera a los romanos. El gran sentido de expectación mesiánica entre los eruditos bíblicos fue la razón principal para que multitudes tan grandes estuvieran dispuestas a salir

al desierto para escuchar a Juan el Bautista y después a Cristo (Mt. 3:4-6; Lc. 5:15, 16; 12:1). Ellos creían que las Escrituras prometían el surgimiento de un campeón de conquista para que los dirigiera, y no estaban esperando a un siervo sufriente que moriría, sino a un Mesías victorioso que establecería para siempre la paz y la prosperidad de Israel y de todo el mundo. Estaban dispuestos a recorrer cualquier distancia y hacer todo lo necesario para encontrar a alguien calificado que pudiera indicarles el camino que los condujera a ese Libertador. Es claro que los discípulos tenían expectativas similares. Sin duda, cuando leían las promesas mesiánicas del Antiguo Testamento tenían toda su esperanza puesta en que Cristo las cumpliera todas y pronto. Por ejemplo, ellos seguramente leyeron Isaías 9:6–7: «Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre. El celo de Jehová de los ejércitos hará esto.» Ellos sabían que el versículo se había cumplido plenamente con el nacimiento de Cristo. Es natural que esperaran completamente que Cristo estableciera pronto el reino perfecto predicho en el versículo 7. Sin duda alguna, se aferraban a la promesa de triunfo de Jeremías 23:5, 6: «He aquí que vienen días, dice Jehová, en que levantaré a David renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y hará juicio y justicia en la tierra. En sus días será salvo Judá, e Israel habitará confiado.» Al haber encontrado a Cristo y saber que Él era ese renuevo prometido, esperaban que cumpliera plenamente la promesa de un reino terrenal mientras ellos estuvieran vivos. Lo que no pudieron ver los discípulos es que algunas veces la profecía bíblica abarca eventos cercanos y lejanos en declaraciones proféticas contiguas, como quedó demostrado con claridad cuando Cristo detuvo su lectura a la mitad de Isaías 61:2 y declaró que ese pasaje se había cumplido plenamente ese mismo día y delante de los galileos que lo escuchaban (Lc. 4:17-21). La frase en Isaías 61 que sigue exactamente después del punto

donde Jesús detuvo su lectura, es una profecía acerca del día de la venganza de Dios (v. 2b). Es claro que esa parte de la profecía no se ha cumplido todavía. Desde nuestra perspectiva, es fácil ver que muchas de las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento colocaban uno al lado del otro los eventos relacionados con la primera venida del Mesías y las profecías que no se cumplirán sino hasta su regreso. Pero la distinción entre los dos advenimientos no fue tan clara para los discípulos. LAS ESPERANZAS MESIÁNICAS INMEDIATAS DE LOS DISCÍPULOS Es obvio que las muchas profecías sobre los sufrimientos y la muerte de Jesús no fueron captadas del todo por los discípulos. Ellos pudieron haber ignorado, racionalizado o espiritualizado todas esas declaraciones a fin de que se ajustaran a sus propias expectativas escatológicas. La relevancia mesiánica de muchas profecías del Antiguo Testamento, tales como el Salmo 22 e Isaías 53, siguió siendo ininteligible para ellos hasta después de su resurrección (cp. Lc. 24:25-32). Por lo tanto, incluso cuando se acercaba el momento de su crucifixión, ellos no fueron sensibles a la agonía que Jesús tenía por delante, a pesar de todo lo que Él les había dicho al respecto. Aún estaban pendientes de que Jesús se levantara como el Mesías conquistador que todo Israel esperaba, y estaban convencidos de que eso sucedería muy pronto. Los eventos inmediatamente previos al Discurso del Monte de los Olivos tuvieron lugar el miércoles de la semana de pasión. Cristo había entrado a la ciudad apenas unos días atrás, aclamado por grandes multitudes que lo adularon con entusiasmo. Prácticamente toda la ciudad lo había loado con estridentes aclamaciones de «¡Hosanna!», arrojando a su paso ramas de palmera y hasta sus propios mantos (Mt. 21:8-11). A los discípulos les debió parecer que el reino estaba casi al que Él lo reclamara para sí. En cuanto a ellos, después de esa presentación pública, el restablecimiento del trono de David era el punto siguiente en el calendario profético. Como dice Lucas 19:11: «Ellos pensaban que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente.» Así que, cuando Jesús predijo la demolición completa del templo, los discípulos se quedaron atónitos. El templo era la pieza central y el remanente más visible de la gloria nacional de Israel. ¿Por qué habría de permitir el

Mesías de Israel que ocurriera tal revés en contra de la nación? ¿Acaso no había venido para establecer el reino en toda su gloria? ¿Por qué predeciría la destrucción de la gloria de Israel? ¿No podía sencillamente derrotar a los enemigos de Israel, asumir el trono que le pertenecía por derecho propio y cumplir todas aquellas promesas de paz y prosperidad del Antiguo Testamento? La destrucción del templo no tenía ningún sentido para los discípulos. Lo que Jesús predecía sencillamente no cuadraba con sus expectativas con respecto al Mesías. Ese dilema los llevó a formular las preguntas de Mateo 24:3: «Dinos, ¿cuándo serán estas cosas, y qué señal habrá de tu venida, y del fin del siglo?» Debemos tener en cuenta que los discípulos, con mucha probabilidad, todavía estaban llenos de euforia por la acogida pública de Cristo en su entrada triunfal. Sin duda pensaron que eso era apenas el preludio de un triunfo mayor que se alcanzaba a divisar en el horizonte, cuando Cristo ascendiera a su trono. Él no les había dicho todavía (como lo haría la noche siguiente) que primero iba a regresar al Padre (Jn. 14:2; 16:16). Así que hasta este momento ellos no tenían el concepto de una «segunda venida» del Mesías. Cuando dijeron «tu venida» se estaban refiriendo a su llegada triunfal como el Mesías de Israel. Puesto que, sin duda, ellos suponían que todas las profecías relacionadas con la llegada del Mesías se cumplirían en una secuencia ininterrumpida de eventos, esperaban que la fase final de la obra del Mesías se desarrollara con rapidez. Por lo que sabían, todo lo que Él tenía que hacer era derrotar a sus enemigos y establecer su trono. Según los profetas, Él lograría esto mediante un poder sobrenatural («Herirá la tierra con la vara de su boca, y con el espíritu de sus labios matará al impío» [Is. 11:4]). Apenas empezara el cumplimiento, los discípulos creían que todas las cosas sucederían con una prontitud vertiginosa. Es posible que estuvieran pensando que el reino que había sido prometido por tanto tiempo se haría realidad ante sus ojos y en cuestión de días.[1] Pero si Jesús ahora les decía que era necesario que algo sucediera antes de que Él ascendiera a su trono, especialmente algo tan catastrófico como la destrucción del templo, a ellos les interesaba mucho saber cuándo ocurrirían estas cosas y de qué señales debían estar atentos. Por eso en la primera oportunidad que tuvieron le solicitaron en privado que les diera una

explicación de sus aseveraciones. LAS PROMESAS PROFÉTICAS DEL PROPIO MESÍAS Bien sea que se hubieran percatado o no, los discípulos en realidad formularon dos preguntas diferentes en Mateo 24:3: «¿Cuándo serán estas cosas?» se refiere a la destrucción del templo y los eventos que rodean esa catástrofe. «¿Qué señal habrá de tu venida, y del fin del siglo?» es una pregunta que tiene que ver con un tema escatológico de mayor alcance: la cuestión acerca de cómo la llegada victoriosa de Cristo como el Mesías de Israel encaja en todo el calendario profético de Dios. Como veremos en capítulos siguientes, las respuestas de Jesús no borraron por completo todo el misterio que envuelve esas preguntas. La interpretación del Discurso del Monte de los Olivos no es una tarea fácil. En los anales de historia se registra que la destrucción literal del templo tuvo lugar en el año 70 d.C., cuando los ejércitos romanos bajo el mando de Tito arrasaron toda la ciudad de Jerusalén. Los romanos la emprendieron contra el templo en particular, incendiaron la estructura principal hasta que el calor fue tal que las piedras de las edificaciones se desmoronaron. Después esparcieron los escombros para sacar todas las piedras y metales preciosos, y desparramaron todas las ruinas por los valles de alrededor. De este modo, las palabras de Jesús acerca de la destrucción del templo se cumplieron al pie de la letra. No quedó una piedra sobre otra.[2] Josefo escribió que cuando el ejército romano terminó la faena, el área del templo tenía el aspecto de un desierto totalmente despoblado. Muchas de las predicciones de Jesús acerca de persecución y aflicciones parecen anticipar ese tiempo con una exactitud extraordinaria. Pero una mirada más de cerca al discurso en su conjunto revela que los aspectos más importantes de su profecía no se cumplieron con la destrucción de Jerusalén en 70 d.C. Los elementos que faltan por cumplirse incluyen su propio regreso y la reunión de los elegidos que se describen en los versículos 30 y 31: «Aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro.» Nótese además que la gran tribulación descrita por Cristo incluye

cataclismos y sufrimientos a escala cósmica y planetaria (vv. 29, 30), no solamente un holocausto localizado en Jerusalén. Además, Él predijo de forma expresa un tiempo de angustia y sufrimiento que sería único e irrepetible en toda la historia mundial (v. 21), a diferencia del asedio de Jerusalén en el año 70, el cual a pesar de haber significado aflicción, sufrimiento y gran mortandad para la gente de ese tiempo, ha sido rebasado por cientos de calamidades y holocaustos mucho peores en los siglos que le siguieron, como es el caso de las ejecuciones sistemáticas de más de seis millones de judíos durante el régimen de Hitler en el siglo XX. La destrucción de Jerusalén fue sin duda alguna un gran desastre, pero en ningún sentido puede decirse con precisión que el ataque de los romanos a Jerusalén fue el cumplimiento de la profecía que habla acerca de una «gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá» (v. 21). Por lo tanto, hay aspectos importantes en el discurso de Jesús que aguardan su cumplimiento en el futuro. La única conclusión razonable es que las profecías de Jesús en Mateo 24 son semejantes a las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento, en el sentido de que colocan lado a lado y dentro de un mismo contexto eventos cercanos y lejanos en el tiempo. De hecho, esa conclusión parece la única posible si queremos evitar el error cometido por quienes niegan el regreso corporal de Cristo. Después de todo, la destrucción del templo pronosticada en el versículo 2 fue cumplida por el ejército romano en el año 70, pero es claro que las señales cósmicas que acompañarán el regreso del Señor y que se describen en los versículos 29-31 todavía son cosas del futuro. Además, algunas de las palabras de Jesús en el Discurso del Monte de los Olivos, al igual que otros pasajes proféticos en las Escrituras, parecen contener cierta clase de doble sentido escatológico en el que a primera vista cierta profecía parece cumplirse completa o parcialmente por algún evento, pero al mirar con más atención es claro que todavía queda su cumplimiento más completo y preciso en el futuro. Por ejemplo, en este mismo contexto Cristo menciona «la abominación desoladora de que habló el profeta Daniel» (v. 15). Él se refería a Daniel 11:31: «Y se levantarán ... tropas que profanarán el santuario y la fortaleza, y quitarán el continuo sacrificio, y pondrán la abominación desoladora.» En su contexto histórico, la profecía de Daniel parece haber sido plenamente cumplida por los eventos que tuvieron lugar bajo el mandato de Antioco

Epífanes, un rey seleúcida que conquistó Jerusalén en el siglo II a.C., cuando declaró la terminación de los sacrificios judíos y profanó el templo al sacrificar un cerdo en el altar y colocar una estatua de Zeus en el lugar santo. Esos eventos precipitaron la revuelta de los macabeos que ocurrió más de un siglo antes de Cristo. Pero Él habló claramente acerca de «la abominación desoladora» como algo perteneciente al futuro y que excedería incluso la blasfemia deliberada de Antioco Epífanes. Por ende, la «abominación desoladora» en Daniel debe referirse a una realidad todavía futura y mucho más grave que la blasfemia de Antíoco, aunque en un principio pareció cumplirse definitivamente. De una manera similar, pareciera que las advertencias de Cristo acerca de falsos mesías, guerras, rumores de guerras, hambre, pestilencia y terremotos, eran una predicción de lo que tuvo lugar a una escala circunscrita durante el sitio de Jerusalén en el año 70 d.C., pero hay muchos indicios a lo largo de todo el contexto que muestran que el cumplimiento exacto y definitivo de estas profecías todavía espera la realidad de un cataclismo futuro a escala mundial y no local, de carácter apocalíptico y no simplemente histórico. ¿Cuáles son esos indicios? Por un lado, la pregunta más importante de los discípulos tenía que ver con el «fin del siglo» (v. 3). Jesús mismo había empleado esa frase en dos de sus parábolas: la parábola de la cizaña (Mt. 13:39) y la parábola de la red (13:49). En ambos casos habló acerca del juicio final de los malvados. También utilizó esta expresión en la promesa que acompañó su Gran Comisión: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.» De manera que se trataba de una referencia clara al fin de la era escatológica, no sencillamente a los eventos que condujeron a los últimos días del templo en Jerusalén. Nótese también que los únicos comentarios explícitos de Cristo acerca de la destrucción del templo son los que se registran en el versículo 2, cuando Jesús y los discípulos se estaban marchando del templo (v. 1). En el mismo Discurso del Monte de los Olivos Él no hace alguna referencia clara a los eventos del año 70. Toda su disertación es una respuesta extensa a la pregunta más importante acerca de las señales de su venida y el fin del mundo. Casi que ignorando su pregunta inicial, Él no les dijo a los discípulos cuándo tendría lugar la destrucción de Jerusalén, debido a que esos eventos en realidad no eran pertinentes al tema en cuestión que es el fin del mundo, aunque puede decirse que fueron una pequeña muestra anticipada del juicio

mayor que tendría lugar a su regreso. Los preteristas se oponen a esta interpretación del Discurso del Monte de los Olivos. De manera invariable apuntan a las palabras de Cristo en el versículo 34 («De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta que todo esto acontezca»). Ellos insisten en que esto demuestra que Cristo hablaba acerca de eventos que tendrían lugar en el término de unos cuarenta años, lo cual significa que los sucesos del año 70 d.C. deben ser el cumplimiento de estas profecías. Si el versículo 34 debe entenderse con una literalidad así de inflexible, se hace necesario espiritualizar el resto del Discurso del Monte de los Olivos o interpretarlo en sentido figurado para poder explicar cómo todas las profecías de Cristo se pudieron cumplir en el año 70 d.C. sin que Él hubiera regresado corporalmente a la tierra. Como quedó señalado en la introducción de este libro, el manejo que los hiperpreteristas dan a este dilema es negar de plano el regreso corporal de Cristo, la resurrección de los muertos y otras doctrinas cristianas fundamentales, todo porque insisten en una interpretación excesivamente literal de Mateo 24:34. La mayoría de los preteristas asumen una postura menos extremista y se las arreglan para evitar caer en una herejía tan grave, pero lo hacen reconociendo que las profecías más importantes en el Discurso del Monte de los Olivos todavía están por cumplirse en el futuro. Así que, de todas maneras, se apartan y anulan en esencia el significado estrictamente literal de Mateo 24:34. Por lo tanto, parece más sensato y más consecuente abordar el Discurso del Monte de los Olivos desde una perspectiva futura e interpretar todo el discurso como la presentación de un cuadro profético de eventos que debían tener lugar después de la destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C. Se trata de eventos que precederán de manera inmediata a la venida de Cristo para establecer su reino, y por lo tanto, son eventos que siguen siendo futuros para nosotros hoy día. Ese parece ser el sentido transmitido por el pasaje mismo (p. ej.: los versículos 29 al 31), y es la interpretación que yo creo exige el texto. De modo que, al adentrarnos en el estudio versículo por versículo del discurso en los capítulos que siguen, esa es la perspectiva que vamos a adoptar: estos versículos describen las señales de la venida de Cristo y el fin del mundo. Son tan relevantes para nuestro futuro como lo fueron para los

creyentes en los primeros días de la era cristiana. Nos hablan de un tiempo todavía por llegar cuando Cristo regresará corporalmente a la tierra. Por esta razón definen los términos de la esperanza que todo creyente verdadero debe tener. Prepare su corazón para un espléndido banquete ya que nos disponemos a profundizar en este pasaje.

Cuatro

DOLORES DE PARTO El mensaje central del discurso del Monte de los Olivos dado por Cristo es una amonestación en dos sentidos. En primer lugar, nuestro Señor nos advierte que antes de que Él regrese, el mundo se volverá mucho más hostil hacia el pueblo de Dios. En segundo lugar, nos urge a los creyentes a estar preparados para su venida y los juicios asociados con ella. Esos son los temas predominantes en todo el discurso, incluso las parábolas de la parte final. Hay elementos específicos en las profecías de Cristo que pueden ser difíciles de interpretar, pero es imposible no captar el motivo básico: la hostilidad del mundo hacia Cristo no disminuirá, sino que por el contrario, se incrementará de forma impresionante (Mt. 24:4-20). El resultado final será un tiempo de tribulación como el mundo jamás ha conocido (vv. 21-29). Y cuando Cristo regrese al final de estos días de tribulación, nadie se perderá su venida y ningún enemigo escapará de la debida retribución divina que le corresponda (vv. 30-51). En ninguna parte sugiere nuestro Señor el tipo de escenario profético vislumbrado por los postmilenaristas, donde los esfuerzos evangelísticos y sociales de la Iglesia lograrán por fin ganar a todo el mundo para Cristo y establecer su reino sobre la tierra como una preparación del camino para su regreso. (No es sorpresa que tantos postmilenaristas estén a favor de una interpretación preterista del discurso del Monte de los Olivos; al trasponer la pertinencia de este pasaje a un suceso ocurrido en el primer siglo, están eliminando el problema de reconciliar las profecías «pesimistas» de este discurso con su visión «optimista» del futuro mundial.)[1] Recordemos que el discurso del Monte de los Olivos fue dado a un grupo de discípulos quienes «pensaban que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente» (Lc. 19:11). Cristo les estaba dejando muy claro que el reino terrenal esperado por ellos con tanto anhelo pertenecía al futuro escatológico. Aunque Él se abstuvo de revelar el tiempo o la fecha exacta de

estos eventos (Mt. 24:36), sí puntualizó muchas señales que les indicarían que el tiempo se acercaba. Todas esas señales apuntan hacia un tiempo de tribulación como ningún otro en toda la historia del mundo, un tiempo tan lleno de sufrimiento y aflicción que si Cristo no interviniera, todo ser vivo perecería en la tierra (vv. 21, 22). Las aflicciones que Cristo relata en Mateo 24 presentan un paralelo muy cercano a los temibles juicios descritos en Apocalipsis 7—19. Una comparación de ambos pasajes revela varias relaciones inequívocas. En los dos se describe un tiempo de aflicción sin precedentes que culmina con el regreso glorioso de Cristo. La única interpretación razonable es que ambos se refieran al mismo período de cataclismo, angustia y sufrimiento. Apocalipsis 7:14 se refiere a ese tiempo como «la gran tribulación» al emplear el artículo definido para dar a entender que se trata de un período escatológico específico. De igual manera, Jesús describió esta era como un tiempo de «gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá» (Mt. 24:21). Resulta obvio que Él estaba describiendo el mismo período de juicio apocalíptico que se ilustra con muchos detalles en la visión del apóstol Juan. Las relaciones que existen entre los dos pasajes de las Escrituras se harán evidentes a medida que escudriñemos el discurso del Monte de los Olivos. LA TRIBULACIÓN Y LA SEPTUAGÉSIMA SEMANA DE DANIEL Al comparar un pasaje con otro, resulta claro de manera incuestionable que el período de tribulación descrito por Cristo en el discurso del Monte de los Olivos corresponde a la misma era escatológica representada por la última de las setenta «semanas» proféticas a que hace referencia Daniel 9:25-27: «Sabe, pues, y entiende, que desde la salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas, y sesenta y dos semanas; se volverá a edificar la plaza y el muro en tiempos angustiosos. Y después de las sesenta y dos semanas se quitará la vida al Mesías, mas no por sí; y el pueblo de un príncipe que ha de venir destruirá la ciudad y el santuario; y su fin será con inundación, y hasta el fin de la guerra durarán las devastaciones. Y por otra semana confirmará el pacto con muchos; a la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda. Después con la muchedumbre de las

abominaciones vendrá el desolador, hasta que venga la consumación, y lo que está determinado se derrame sobre el desolador.» Las «semanas» de que habla Daniel son, de hecho, períodos de siete años cada uno. (La palabra hebrea es shabuwa’ que significa literalmente «sietes».) Nótese que Daniel dice que sesenta y nueve (siete más sesenta y dos) de estos períodos de siete años (es decir, 483 años) transcurrirían «desde la salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el Mesías Príncipe». «La orden para restaurar y edificar a Jerusalén» se refiere con mucha probabilidad al decreto de Artajerjes que se encuentra registrado en Nehemías 2:1-8 y que entró en vigor el mes de Nisán en el año veinte del reinado de Artajerjes (Neh. 2:1). Los registros históricos ubican ese decreto aproximadamente 450 años antes del advenimiento de Cristo, así que sesenta y nueve semanas proféticas o 483 años pudo haber sido en realidad una cifra exacta que indicaba el día y año en que Cristo entraría a Jerusalén triunfalmente (su entrada también ocurrió en el mes de Nisán, en el primer día de la semana de pascua, probablemente en el año 30 ó 33 d.C.).[2] Inmediatamente después, al Mesías le fue quitada la vida (por crucifixión), tal como Daniel lo profetizó. De esta manera concluye la semana profética número sesenta y nueve. Recordemos, no obstante, que la profecía de Daniel abarcaba un período de setenta semanas (9:24). ¿Cuándo tiene lugar la septuagésima semana? Daniel cuenta todas las setenta semanas sin mencionar algún intervalo entre la semana sesenta y nueve y la semana setenta. En la semana sesenta y nueve, al Mesías le es quitada la vida (v. 26). En la semana setenta, un malvado «príncipe que ha de venir» establece un pacto y luego interrumpe la semana con un acto de abominación. Este parece ser otro caso en que la profecía del Antiguo Testamento pone lado a lado eventos cercanos y lejanos. Es obvio que las sesenta y nueve semanas empezaron a partir del decreto para reconstruir Jerusalén y continuaron de forma ininterrumpida hasta que al Mesías le fue quitada la vida. Pero cuando comparamos la descripción que hace Daniel de la septuagésima semana con las palabras de Cristo en el Discurso del Monte de los Olivos, descubrimos que estos pasajes se refieren en realidad al mismo período escatológico del final de los tiempos. En otras palabras, la septuagésima semana de Daniel es el período de tribulación al que Cristo hizo referencia, y su cumplimiento tendrá lugar al final de la era.

¿Cómo podemos estar seguros de esto? Observe con cuidado cómo Daniel describe los eventos de aquella septuagésima semana. «Un príncipe que ha de venir... por otra semana confirmará el pacto con muchos» (vv. 26, 27). Pero algo sucede a la mitad de la semana septuagésima: «A la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda. Después con la muchedumbre de las abominaciones vendrá el desolador» (v. 27). Eso describe de una manera bastante clara la misma «abominación desoladora» que Jesús menciona en Mateo 24:15. Así que la semana septuagésima de Daniel se asocia explícitamente con los mismos sucesos descritos en el discurso del Monte de los Olivos. La semana septuagésima no es ni más ni menos que el período de siete años al que nos referimos como «la tribulación». Hay numerosos pasajes bíblicos que indican que este período de siete años está dividido en dos mitades. La primera mitad será un período de indulgencia desenfrenada en el pecado por parte de la mayor parte del mundo, pero de sufrimiento y persecución para el pueblo de Dios. Luego, repentinamente, y «a la mitad de la semana» (Dn. 9:27), sucede la abominación desoladora y el resto de la semana es el tiempo más horrendo de tribulación y sufrimiento jamás vivido en toda la historia humana (Mt. 24:21). La segunda mitad de la semana se mide de diversas formas en las Escrituras: «cuarenta y dos meses» (Ap. 11:2; 13:5); «mil doscientos sesenta días» (Ap. 11:3; 12:6); y «tiempo, y tiempos, y medio tiempo» (Dn. 7:25; Ap. 12:14). Todas esas expresiones se refieren a un período de tres años y medio de duración. Es la segunda mitad de la última «semana» profética de Daniel. Por lo general, los estudiosos de profecía bíblica hablan de todo el período de siete años como «la tribulación», y reservan la expresión «la gran tribulación» para la segunda mitad de la «semana». En el Discurso del Monte de los Olivos Cristo dice que la «tribulación» será una de las primeras aflicciones (Mt. 24:9), pero después de mencionar la «abominación desoladora» (v. 15), Él emplea la expresión «gran tribulación» (v. 21), de manera que la abominación desoladora marca el momento de cambio en el período de la tribulación. A partir de ese momento, las cosas se ponen cada vez peor y todo culmina finalmente con la manifestación gloriosa de Cristo (Mt. 24:29, 30). ¿DÓNDE ESTÁ LA IGLESIA DURANTE LA TRIBULACIÓN? Una cuestión fundamental que debe atenderse antes de adentrarnos en los

detalles específicos del Discurso del Monte de los Olivos es la siguiente: si nuestro Señor está puntualizando esta serie detallada de eventos que precederán y anunciarán su regreso en gloria, es decir, es necesario que transcurra un período de tribulación antes que Él vuelva a la tierra, entonces ¿en qué sentido podemos mantener la perspectiva de que su venida sea inminente (véase el capítulo 2 de este libro)? Las Escrituras indican que la segunda venida ocurre en dos fases: primero el arrebatamiento, cuando Él viene por los santos y ellos son llevados para encontrarse con Él en el aire (1 Ts. 4:14-17), y segundo, su regreso a la tierra, cuando vuelve con sus santos (1 Ts. 3:13) para ejecutar los juicios en contra de sus enemigos. La septuagésima semana de Daniel debe ocurrir entre esos dos eventos. Es la única manera para reconciliar el carácter inminente de la venida de Cristo por sus santos con las señales que todavía están por cumplirse y que anuncian su regreso glorioso y definitivo con los santos. En otras palabras, la Iglesia entera será sacada de la tierra antes que empiece la tribulación. La Biblia indica que durante la septuagésima semana de Daniel, el Israel nacional y no la Iglesia, será el foco central del programa de Dios sobre la tierra. Todo el período de la tribulación es un preludio para la redención nacional de que se habla en Romanos 11:26, cuando «todo Israel será salvo, como está escrito: Vendrá de Sion el Libertador, que apartará de Jacob la impiedad». El arrebatamiento, que es la remoción o traslado de la Iglesia, corresponde al final del plazo establecido en el versículo 25; «hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles». El inicio de la tribulación marca el comienzo del doloroso proceso mediante el cual toda la nación de Israel será injertada de nuevo en el olivo (cp. v. 24). Jeremías 30:7 es un texto clave para entender la naturaleza de la tribulación: «¡Ah, cuán grande es aquel día! tanto, que no hay otro semejante a él; tiempo de angustia para Jacob; pero de ella será librado» (cursivas añadidas). Es claro, entonces, que la tribulación es relevante para el Israel étnico y nacional, no para la Iglesia. En ninguna de las descripciones bíblicas del período de tribulación se menciona la Iglesia. De hecho, la descripción del cielo hecha por el apóstol Juan incluye a veinticuatro ancianos (Ap. 4:4), quienes representan la Iglesia del Nuevo Testamento, ya que «ancianos» (presbuteros en el texto griego), es la misma palabra empleada para hacer referencia a los oficiales eclesiásticos. Los eventos que se asocian con la tribulación en Apocalipsis ni siquiera empiezan hasta el capítulo 6, después

que esos ancianos ya se han avistado en el cielo. Es posible que alguna persona haga el comentario de que un tema recurrente en las profecías acerca de la tribulación en todas las Escrituras, es que los creyentes que estén vivos en esa era serán perseguidos cruentamente por su fe. Pero si la iglesia es llevada al cielo antes de la tribulación, ¿de dónde salen estos creyentes? La respuesta obvia es que en su mayoría se trata de creyentes judíos que llegan a la fe después del arrebatamiento. No cabe duda de que el arrebatamiento es inminente, podría ocurrir en cualquier momento. La segunda fase del regreso del Señor, que es su venida en gloria con los santos, es el acontecimiento hacia el cual apuntan todas las señales descritas en el Discurso del Monte de los Olivos. Ahora vayamos al texto mismo del Discurso del Monte de los Olivos y veamos cuáles son esas señales. LOS DOLORES DE UN PARTO DIFÍCIL Cristo empieza su discurso con una lista extensa de calamidades que compara con los dolores que sufre una mujer antes de dar a luz: «Respondiendo Jesús, les dijo: Mirad que nadie os engañe. Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo; y a muchos engañarán. Y oiréis de guerras y rumores de guerras; mirad que no os turbéis, porque es necesario que todo esto acontezca; pero aún no es el fin. Porque se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá pestes, y hambres y terremotos en diferentes lugares. Y todo esto será principio de dolores.» —Mt. 24:4-8 La palabra «dolores» en el versículo 8 proviene del término griego odin, que alude a las contracciones y los dolores del alumbramiento. Las aflicciones que Cristo incluye en esta lista son como dolores de parto que al principio son relativamente suaves y esporádicos, pero luego llegan por oleadas incesantes, con mayor rapidez e intensidad a medida que se acerca el fin esperado. La imagen de los dolores de parto es bastante común en la literatura judía apocalíptica. El apóstol Pablo usó una figura similar para describir la aproximación del día del Señor: «Cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina, como los dolores a la mujer encinta,

y no escaparán» (1 Ts. 5:3). Como notamos antes, el contexto indica que estas señales se aplican de forma particular al tiempo de la tribulación, pero precisamente estos mismos males (guerras y rumores de guerra, falsos cristos, desastres naturales y persecución) son aflicciones que han caracterizado toda la era cristiana. Todas estas señales están presentes ahora mismo en diversos grados de intensidad, y a nivel colectivo parecen estar empeorando cada vez más y son mucho más preponderantes que antes, tal como sucede con las contracciones de parto. Eso no quiere decir que la era en que vivimos sea la descrita por Cristo. Pero sí subraya el carácter inminente del regreso de Cristo por la Iglesia. El mundo en que vivimos ya se está disponiendo para la tribulación y las señales o contracciones de parto se está haciendo sentir cada vez más. Puede ser que las aflicciones del tiempo presente no sean más que contracciones del tipo Braxton-Hicks (espasmos prematuros en la terminología de la obstetricia), pero de todas maneras significan que el tiempo para las contracciones finales y el parto se está acercando de manera inexorable. ¿Cuáles son los dolores de parto? Cristo nombra seis señales distintas. Falsos mesías. «Mirad que nadie os engañe. Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo; y a muchos engañarán» (vv. 4, 5; cp. 2 P. 2:1-3; 2 Ti. 3:13). Los mesías falsos no son una novedad. Hubo muchos falsos cristos, incluso antes del tiempo de Jesús, y ha habido multitudes de ellos a través de toda la historia eclesiástica. En nuestra propia generación se han producido numerosos falsos mesías y engañadores religiosos bastante notorios. Sun Myung Moon, David Koresh, Jim Jones, Marshall Applewhite (el famoso «Do» de la taimada secta Puerta del Cielo) y Charles Manson, son apenas un puñado de los muchos líderes de sectas de mala reputación que han afirmado ser la encarnación de Cristo en nuestro tiempo. Ellos son falsos mesías «clásicos» que ya han engañado a muchas personas crédulas. Ese tipo de engaño alcanzará proporciones epidémicas en el período de la tribulación. Cuando la Iglesia sea sacada del mundo, los engañadores y las religiones falsas podrán trabajar con mayor libertad y capacidad persuasiva que nunca antes. En efecto, el Espíritu Santo quitará su agente de detención de la maldad, y las fuerzas del infierno harán de las suyas (2 Ts. 2:7-8). No sólo será más poderoso el engaño, sino que las personas también carecerán de discernimiento y serán más susceptibles que nunca a la mentira.

«Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira» (2 Ts. 2:11). A excepción del remanente que será salvado por intervención soberana de Dios, todos los que estén en la tierra durante la tribulación serán engañados por las mentiras de los falsos mesías (cp. Mt. 24:24). De hecho, no hay duda de que uno de los factores que hará casi irresistible a las mentiras de los engañadores será la abrumadora hostilidad hacia el evangelio verdadero. No obstante, como siempre ha sido el caso, la opinión pública no es ninguna vara de medir para definir qué es verdadero o falso. Quienes la sigan ciegamente quedarán atrapados con mayor facilidad por las mentiras de los engañadores. Por esa razón Jesús advierte al remanente fiel: «Mirad que nadie os engañe» (v. 4). Aquí Él utilizó una palabra que alude a mantener los ojos abiertos y permanecer en estado de alerta. Siempre debemos estar en guardia contra los engañadores religiosos, pero esto será algo especialmente crucial para quienes estén vivos en la tribulación, cuando el engaño y las religiones falsas se difundirán con toda libertad. De nuevo, no solamente aumentará el número de falsos mesías y engañadores, sino también el número de personas ingenuas. Habrá multitud de personas desesperadas e intentando escapar de las aflicciones de un mundo que se desintegra con rapidez ante sus ojos. Los mesías falsos aprovecharán esa oportunidad para prometer diversas formas de liberación para personas anhelantes de encontrar una vía de escape en medio de una tribulación cada vez más insoportable. El epítome de todos los falsos profetas entrará en escena representado por una bestia que sale de la tierra (Ap. 13:11-18) con una capacidad sorprendente para obrar señales y prodigios sobrenaturales (o que se las arreglará para convencer a todo el mundo de ello). Tendrá poder para hacer descender fuego del cielo (v. 13) y dar vida a objetos inanimados (v. 15). Con tal ostentación de poder, engañará a la mayor parte del mundo. Esta bestia a la que se hace referencia como «el falso profeta» en Apocalipsis 19:20 (cp. 16:13; 20:10), hará uso de sus poderes engañosos para que todo el mundo siga a otra bestia (Ap. 13:1-10). La otra bestia (designada muchas veces como la bestia para distinguirla del falso profeta), se convierte en el objeto de adoración de la religión establecida por el falso profeta (vv. 14, 15). Esta bestia también surge como el adversario principal de Cristo en la tierra (19:19). Aunque el libro de Apocalipsis nunca le aplica este título de manera explícita, la mayoría de los estudiosos en profecía bíblica asocian la bestia

con el anticristo que se menciona en 1 Juan 2:18; 4:3. Se trata del falso cristo más grande de todos. Guerras y rumores de guerras. Los dolores de parto de los últimos tiempos también incluirán guerra y amenazas de guerra a una escala sin precedentes. «Oiréis de guerras y rumores de guerras» (Mt. 24:6). Aquí el tiempo verbal indica una acción continua, literalmente «estaréis escuchando». En otras palabras, se hablará todo el tiempo con respecto a esas cosas, tanto de las que sean reales («guerras»), como de las que puedan estallar en cualquier momento («rumores de guerras»). El tema de la guerra será predominante en hablar diario, y así ha sido desde el principio hasta el final del siglo veinte. Todo el siglo se ha caracterizado por guerras mundiales, guerras frías, «acciones militares», guerras civiles, conflictos fronterizos y revoluciones de diversos tipos, así como por todas las cosas que se han dicho al respecto. Inclusive, el término mismo «misión de paz» terminó siendo en muchos casos un eufemismo para referirse a la guerra. No hay duda de que habrá todavía más de lo mismo en la tribulación. Aquí de nuevo, la analogía de los dolores de parto sugiere que el tema de la guerra será tratado públicamente con creciente frecuencia e intensidad a medida que se aproxima el regreso de Cristo. En efecto, la Biblia enseña que Cristo regresará en medio de una enorme batalla de proporciones sin precedentes, y el resultado de su aparición será el holocausto y el derramamiento de sangre más grande que el mundo jamás ha contemplado (Ap. 19:19-21). El principio de «guerras y rumores de guerras» es un paso necesario que conduce al regreso de Cristo, nada más que otra contracción que anuncia la proximidad del parto. Todo lo que se habla acerca de guerras en estos días podría hacernos creer que el fin del mundo ya ha llegado, pero esto en realidad no hace más que marcar el principio del fin: «Mirad que no os turbéis, porque es necesario que todo esto acontezca; pero aún no es el fin» (Mt. 24:6). Pestes, hambres y terremotos en diferentes lugares. El principio de dolores también traerá un aumento sin precedentes en los desastres naturales. El versículo paralelo en Lucas 21:11 añade algunos detalles significativos: «Habrá grandes terremotos, y en diferentes lugares hambres y pestilencias; y habrá terror y grandes señales del cielo.» Las «señales del cielo» que Lucas menciona podrían incluir la caída de asteroides, residuos de cometas o desastres cósmicos similares. El profeta Joel habló en repetidas ocasiones

acerca del oscurecimiento del sol y la luna (2:10, 31; 3:15; cp. Is. 13:10; Ap. 6:12), y de este modo indicó que estas señales cósmicas alcanzarán tarde o temprano proporciones épicas, a medida que se intensifican los dolores de parto. Esta tercera señal de los dolores de parto deja claro de manera irrefutable que ese aspecto de las aflicciones es una muestra directa del juicio de Dios. Debido a que los engaños religiosos y las guerras involucran actos humanos deliberados, algunos podrían vacilar en llegar a la conclusión de que representen algún tipo de juicio divino. Las pestes y el hambre son muchas veces consecuencias inmediatas del pecado, así que algunos también podrían considerar que Dios no intervino para que sucedieran. Pero los terremotos y los cataclismos a nivel cósmico constituyen actos directos e innegables de parte de Dios. (La Biblia también enseña que el engaño religioso y la guerra, así como todas las consecuencias naturales del pecado humano, corresponden muchas veces a juicios divinos. Véanse 2 Ts. 2:11, 12; Jl. 3:9, 10). Dios ejerce un control soberano y providencial sobre todas esas aflicciones y catástrofes, y su aumento repentino y terrible significará que Él está comenzando a derramar su juicio sobre la tierra. El incremento global en la enfermedad, el hambre y los desastres naturales será un gran tormento para toda la humanidad. Parecerá como si el mundo mismo se estuviera empezando a desintegrar. Y en cierto sentido eso es exactamente lo que va a suceder. Dios retirará su misericordia providencial (cp. Lm. 3:22) y permitirá que todas las consecuencias del pecado humano tengan su efecto. También permitirá que las repercusiones de la maldición se hagan sentir en los desastres naturales que ocurrirán y todas las fuerzas destructoras del mal serán desatadas. Pero se tratará sólo de los dolores de parto, del comienzo de las contracciones, del «principio de dolores» (Mt. 24:8). Las cosas se van a poner todavía peor. Estos dolores de parto son la «tribulación»; la «gran tribulación» aún falta por llegar. El estado de temor y premonición que se apoderará de un mundo incrédulo en aquellos días indescriptibles será aterrador. De nuevo, el relato de Juan en el libro de Apocalipsis presenta un paralelo exacto con lo predicho por Cristo. En la visión de Juan, cuando Jesucristo abre el cuarto sello del título de propiedad sobre la tierra, la muerte y el Hades son desatados. «Y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de la

tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad, y con las fieras de la tierra» (6:8). Todas estas cosas corresponden exactamente a las pestes y hambres de Mateo 24:7. Después, con la apertura del sexto sello, se desata un terremoto masivo, quizás una serie de grandes terremotos a lo largo de todas las placas tectónicas de la tierra, el cual ocasiona una hecatombe de proporciones planetarias. Lo que lleva a su punto máximo el sentido de pánico y terror en todo el mundo: «Miré cuando abrió el sexto sello, y he aquí hubo un gran terremoto; y el sol se puso negro como tela de cilicio, y la luna se volvió toda como sangre; y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera deja caer sus higos cuando es sacudida por un fuerte viento. Y el cielo se desvaneció como un pergamino que se enrolla; y todo monte y toda isla se removió de su lugar. Y los reyes de la tierra, y los grandes, los ricos, los capitanes, los poderosos, y todo siervo y todo libre, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de los montes.» —6:12-15 Estos versículos presentan el cuadro de una catástrofe global a una escala sin precedentes desde el diluvio de Noé. Ella incluye los «terremotos en diferentes lugares» de Mateo 24:7, así como los aterradores fenómenos cósmicos descritos en el pasaje paralelo de Lucas 21:11. Sin embargo, de acuerdo con lo dicho por Cristo en Mateo 24:8: «Todo esto será [apenas] principio de dolores.» El libro de Apocalipsis explica lo que Cristo quiso decir con esto. Juan procede a describir cómo se abre el séptimo sello y aparecen siete ángeles delante de Dios. Cada uno tiene una trompeta en su mano y esta imagen representa la llegada del juicio de Dios. Se ofrece incienso a Dios en un incensario de oro, y Juan dice que el incienso representa las oraciones de los santos. Para ser exactos, se trata de oraciones dirigidas a Dios para que se levante a administrar justicia contra sus enemigos (Ap. 8:3–4). Un ángel toma el incensario, lo llena con fuego del altar y lo arroja a la tierra, lo cual significa que esas oraciones pidiendo justicia han sido escuchadas y el juicio de Dios está a punto de caer. Luego, los ángeles con las trompetas se disponen para tocarlas (vv. 5, 6) y lo que sucede a

continuación es sobrecogedor: «El primer ángel tocó la trompeta, y hubo granizo y fuego mezclados con sangre, que fueron lanzados sobre la tierra; y la tercera parte de los árboles se quemó, y se quemó toda la hierba verde. El segundo ángel tocó la trompeta, y como una gran montaña ardiendo en fuego fue precipitada en el mar; y la tercera parte del mar se convirtió en sangre. Y murió la tercera parte de los seres vivientes que estaban en el mar, y la tercera parte de las naves fue destruida. El tercer ángel tocó la trompeta, y cayó del cielo una gran estrella, ardiendo como una antorcha, y cayó sobre la tercera parte de los ríos, y sobre las fuentes de las aguas. Y el nombre de la estrella es Ajenjo. Y la tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo; y muchos hombres murieron a causa de esas aguas, porque se hicieron amargas. El cuarto ángel tocó la trompeta, y fue herida la tercera parte del sol, y la tercera parte de la luna, y la tercera parte de las estrellas, para que se oscureciese la tercer parte de ellos, y no hubiese luz en la tercera parte del día, y asimismo de la noche. Y miré, y oí a un ángel volar por en medio del cielo, diciendo a gran voz: ¡Ay, ay, ay, de los que moran en la tierra, a causa de los otros toques de trompeta que están por sonar los tres ángeles!» —Ap. 8:7-13 Inclusive estas catástrofes masivas son apenas el preludio para un juicio aún mayor que ha de venir. Resulta sorprendente que en Apocalipsis 16 se describe un terremoto mucho peor que el de Apocalipsis 6. Los dolores de parto siguen haciéndose cada vez más intensos, «pero aún no es el fin» (Mt. 24:6). Persecución de los justos. Las personas que se conviertan a Cristo durante el período de la tribulación pagarán un precio tremendo en términos de sufrimiento y persecución. Jesús dice: «Entonces os entregarán a tribulación, y os matarán, y seréis aborrecidos de todas las gentes por causa de mi nombre» (v. 9). El verbo griego que se traduce «entregarán» es paradidomi y se empleaba con frecuencia para hacer referencia al arresto y encarcelamiento de una persona. Es la misma palabra que se utilizó para describir el apresamiento de Juan el Bautista en Mateo 4:12 («Juan estaba preso»).

También se traduce «entregado» en Mateo 10:4; 17:22 y 20:18 para describir el acto de traición de Judas en contra de Cristo. De hecho, la misma palabra se emplea en el siguiente versículo del Discurso del Monte de los Olivos. En Mateo 24:10 se traduce nuevamente «entregarán unos a otros» para dar a entender que parte de la persecución que Jesús está describiendo aquí será instigada por personas que han simulado ser simpatizantes de la fe cristiana. La traición y el encarcelamiento no son las únicas ni las peores persecuciones que los creyentes tendrán que enfrentar. Muchos serán asesinados por su fe y todos serán «aborrecidos de todas las gentes» por causa de Cristo. Un pasaje paralelo en Marcos indica que entre los perseguidores de los fieles estarán los gobiernos de la tierra: «Pero mirad por vosotros mismos; porque os entregarán a los concilios, y en las sinagogas os azotarán; y delante de gobernadores y de reyes os llevarán por causa de mí, para testimonio a ellos» (Mr. 13:9). La palabra «concilios» parece hacer referencia a los tribunales de justicia de los gentiles, y «sinagogas» alude obviamente a las autoridades judías. La persecución vendrá de ambos grupos apoyados también por «gobernadores» y «reyes». La persecución mundial de los creyentes es una expresión de odio obcecado hacia Dios. El recuento que hace Juan del terremoto en Apocalipsis 6:15-17 indica que la gente de la tierra sabe que estas señales de dolores son avisos directos del juicio de Dios, y a pesar de eso lo único que hacen es endurecer aún más sus corazones contra Él: «Los reyes de la tierra, y los grandes, los ricos, los capitanes, los poderosos, y todo siervo y todo libre, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de los montes; y decían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros, y escondednos del rostro de aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero; porque el gran día de su ira ha llegado; ¿y quién podrá sostenerse en pie?» Con pleno conocimiento de que el juicio de Dios es la fuente de sus aflicciones, ellos tratan en vano de esconderse de Él y empecinarse en su odio ciego hacia Él en lugar de arrepentirse de su propia injusticia. Como no pueden desquitarse con Dios, la emprenden contra su pueblo. Puesto que Dios se abstendrá de intervenir con su mano para impedirlo, Satanás quedará suelto para hacer todas las cosas diabólicas que quiera hacer

en el mundo. Los gobiernos de la tierra unidos entre sí solamente por su odio común hacia Dios, desecharán por completo sus leyes morales y otorgarán libertad a la gente para dar rienda suelta a su perversión con desenfreno total. Como la gente que aborrece a Dios será libre de toda restricción para procurar sus ambiciones pecaminosas, los creyentes sufrirán persecución como nunca antes la ha habido. Una vez más, las tribulaciones pronosticadas en el libro de Apocalipsis se corresponden exactamente con las palabras de Jesús. El apóstol Juan describe cómo fue abierto el quinto sello del rollo y vio en ese momento las almas de los santos martirizados que estaban debajo del altar celestial, clamando a Dios por justicia. «Y clamaban a gran voz, diciendo: ¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre en los que moran en la tierra?» (Ap. 6:10). A algunos les puede parecer que Dios no se inmuta frente al clamor de estos mártires. Ellos le ruegan que detenga el derramamiento de sangre y libre a su pueblo de una mayor aniquilación interviniendo en contra de los malhechores. Pero notemos lo que se les dice: «Y se les dijo que descansasen todavía un poco de tiempo, hasta que se completara el número de sus consiervos y sus hermanos, que también habían de ser muertos como ellos» (v. 11). A primera vista esa respuesta puede parecer fría e indiferente, pero pensemos en sus implicaciones. Indica que se ha establecido un número específico de santos que serán martirizados. Mientras continúa el sufrimiento puede parecer que la sucesión torrencial de martirios sea cosa de nunca acabar, pero sí hay un final a todo el sufrimiento y ya ha sido fijado por Dios mismo. Él ha establecido un límite más allá del cual las fuerzas del mal nunca tendrán permiso de obrar. Resulta obvio, entonces, que Dios también tiene un propósito al permitir el martirio de tantas personas. Podemos animarnos con esto porque demuestra que inclusive cuando las cosas que ocurran en la tierra parezcan estar fuera de control, cuando parece que finalmente Satanás y las fuerzas del mal están ganando la pelea, Dios sigue teniendo el control de todo. Él permitirá que los agentes del mal lleguen hasta cierto punto y de ahí no podrán pasar. Además, si Dios tiene un propósito en permitir que su pueblo sufra tanta adversidad, entonces sabemos que es un buen propósito, porque todos sus propósitos son buenos, justos y perfectos. Por lo tanto, estos martirios no son

en balde sino que cumplen algún propósito bueno, y aunque tal vez sea un misterio para quienes estén sufriendo, ellos pueden descansar en la promesa de que Dios en su amor utilizará incluso pruebas tan cruentas para el bien final de su pueblo (Ro. 8:28). También llegará el día en que los propósitos de Dios al permitir tales cosas serán claros para nosotros. Cuando eso suceda, confesaremos junto a los mártires que Dios merece recibir suprema alabanza por todo lo que ha hecho. El apóstol Juan alcanzó a ver cómo sucedía esto en su visión. En el capítulo siguiente describe a «una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos; y clamaban a gran voz, diciendo: La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero» (Ap. 7:9, 10). ¿Quiénes son todas estas personas? Uno de los ancianos retóricamente le hizo esa misma pregunta a Juan y él respondió: «Señor, tú lo sabes. Y él me dijo: Estos son los que han salido de la gran tribulación, y han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero» (v. 14). En otras palabras, incluso los mártires mismos, quienes han sido víctimas de las peores atrocidades jamás perpetradas por las fuerzas del mal, al final de todo van a glorificar a Dios en el cielo por su bondad hacia ellos. Eso nada más debería ser para nosotros un gran motivo de ánimo y un consuelo tremendo cuando pasamos por nuestras pruebas insignificantes en comparación, porque el día vendrá cuando todos reconoceremos la sabiduría y la bondad de Dios, incluso al permitir las cosas malas que nos sucedieron. Cuando veamos finalmente esas pruebas desde la perspectiva celestial, vamos a alabar a Dios por todo ello. Sin embargo, cuando estamos en medio de nuestras tribulaciones es demasiado fácil dejarnos distraer por nuestro propio sufrimiento y dolor, quitar nuestra mirada del Dios soberano, olvidar que Él nos promete obrar todas las cosas para nuestro bien, y obsesionarnos a tal punto con las pruebas mismas que terminamos completamente desanimados. Esa clase de desánimo menoscaba la fe, tal como lo revelan las siguientes señales del principio de dolores. Deserción de creyentes falsos. Las penurias de la tribulación darán pie a una persecución tan intensa y a un desprecio tan difundido hacia los creyentes, que muchos que profesan tener amor por Cristo, personas que se consideran a

sí mismas amigos de la verdad, retrocederán ante la presión. Negarán la fe, se volverán en contra de otros creyentes e incluso atacarán y torcerán la verdad misma para impedir que otras personas se acerquen al evangelio salvador de Cristo, todo después de haber aparentado ser seguidores suyos. De esta manera, el ya diezmado remanente de creyentes será cruelmente dispersado por renegados y traidores. Jesús describe de la siguiente forma este dolor previo al alumbramiento: «Muchos tropezarán entonces, y se entregarán unos a otros, y unos a otros se aborrecerán. Y muchos falsos profetas se levantarán, y engañarán a muchos; y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará. Mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo» (Mt. 24:10-13). Estos detractores no son creyentes genuinos que apostatan de la fe. Se trata de personas que tal vez tengan un interés intelectual en el cristianismo y se sientan atraídas pero Cristo. Se identifican con Él verbal y superficialmente, fingen amarle. Todas las apariencias externas hacen creer que son verdaderos creyentes, pero su fe no resiste la prueba porque tienen ciertas reservas e ideas erróneas acerca de Cristo, que en realidad es algo muy similar al tipo de displicencia clandestina que Judas tuvo hacia Él. En cierto sentido, nunca llegan a manifestar un compromiso pleno y verdadero con Jesucristo, y a medida que la persecución y el temor se intensifican, sencillamente no aguantan. Al ver que los creyentes son aborrecidos, arrestados y muertos por causa de Cristo, estos seguidores falsos abjuran, probando así que nunca pertenecieron a Él en verdad. «Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros; pero salieron para que se manifestase que no todos son de nosotros» (1 Jn. 2:19). Lo que es todavía peor, muchos de estos detractores se convertirán en los mayores perseguidores del pueblo de Dios, y lo harán de las formas más ignominiosas y deplorables. «El hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo; y se levantarán los hijos contra los padres, y los matarán» (Mr. 13:12; cp. Lc. 21:16). Entretanto, los que son verdaderamente del pueblo de Dios resistirán a pesar de la severidad de la persecución. En Apocalipsis, Juan los presenta como personas que han sido selladas con una señal en sus frentes. La impresión de sus sellos tiene lugar antes de llegar las pruebas más difíciles, así que este sello significa de antemano que estas personas pertenecen a Dios (Ap. 7:2-8).

[3] Observe entonces, que Dios no las acepta debido a su resistencia, sino que más bien su resistencia es la prueba de que son salvas. El contexto da a entender tres razones por las que todo el mundo renegará de la fe, a excepción de los creyentes genuinos: El costo será demasiado alto (Mt. 24:9, 10). Es posible que en un principio los simpatizantes tengan razones egoístas o meramente altruistas para identificarse con el pueblo de Dios, pero el costo de profesar lealtad a Cristo demostrará ser demasiado alto para ellos, dado que también se convertirán en blanco de la persecución y eso los ahuyentará. Esas personas son ejemplos típicos de lo que Cristo ilustró con la semilla que cayó entre pedregales: «el que oye la palabra, y al momento la recibe con gozo; pero no tiene raíz en sí, sino que es de corta duración, pues al venir la aflicción o la persecución por causa de la palabra, luego tropieza» (Mt. 13:20, 21). Por eso Jesús dijo a algunos seguidores entusiastas que en realidad no estaban preparados para comprometerse totalmente con Él: «Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios» (Lc. 9:62). El engaño será demasiado convincente. La abjuración de los creyentes de profesión dará lugar a una inmensa oleada de falsos profetas. Ellos saldrán en su mayoría de las filas de los detractores mismos. «Y muchos falsos profetas se levantarán, y engañarán a muchos» (Mt. 24:11). Debido quizás a que en el pasado profesaron lealtad a Cristo, esos falsos profetas tendrán una eficacia muy particular en sus engaños y atraerán a muchos hacia ellos. El aliciente del pecado será demasiado atractivo. «Por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará» (v. 12). La iniquidad será tan generalizada que la gente ya no tratará de esconder sus pecados. El pecado será practicado abierta e impúdicamente (como está ocurriendo cada vez más hoy día). Puesto que el amor es lo que cumple perfectamente la ley moral de Dios (Ro. 13:8-10; Gá. 5:14; Stg. 2:8), la abundancia de inmoralidad tendrá un efecto congelador del amor genuino. La gente será susceptible como nunca antes a los acicates del pecado, y muchas personas que carecen de raíces profundas y alguna vez afirmaron ser amigos de Cristo, demostrarán que en realidad procuran la amistad y el amor al mundo (cp. Stg. 4:4). La persecución es algo seguro para todo creyente genuino y la respuesta que se demanda de él es la resistencia hasta el fin. «Y también todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución» (2 Ti.

3:12). «El discípulo no es más que su maestro, ni el siervo más que su señor. Bástele al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su señor. Si al padre de familia llamaron Beelzebú, ¿cuánto más a los de su casa?» (Mt. 10:24, 25). El creyente verdadero debe estar dispuesto a sufrir como Cristo sufrió. «El que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí» (Mt. 10:38). Pero los creyentes verdaderos perseverarán, porque Dios mismo garantiza su perseverancia. «Pondré mi temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de mí» (Jer. 32:40). Ellos están «guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero» (1 P. 1:5). La Biblia está llena de declaraciones en las que se promete la perseverancia de todos los creyentes genuinos. Por ejemplo, Jesús dijo: «Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano» (Jn. 10:27, 28). Las personas que se dejan arrebatar sus profesiones de fe por la astucia de los engañadores no son una excepción a esa promesa. El hecho mismo de haberse apartado constituye la prueba irrefutable de que su «fe» no fue auténtica desde un principio (1 Jn. 2:19). «Mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo» (Mt. 24:13). A pesar del alto costo de ser discípulos, sin importar los engaños de los falsos profetas y pese a las incitaciones del pecado, nada puede ocasionar que los cristianos renieguen de Cristo. Él mismo los protege para que no caigan en tal retractación. El evangelio proclamado al mundo entero. La última señal del principio de dolores tiene un carácter totalmente distinto a las otras: «Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin» (v. 14). En medio de tanto engaño generado por falsos mesías, falsos maestros y falsos profetas, con tantas guerras, pestes, penalidades y desastres, al tiempo que los creyentes son eliminados y perseguidos, y los creyentes falsos reniegan de la fe, el evangelio seguirá siendo proclamado. Aunque Satanás parezca estar en su apogeo, el Señor Jesucristo no dejará de tener testigos suyos. ¿Cómo va a ser predicado el evangelio? Quizás por algún medio sobrenatural o milagroso. En el libro de Apocalipsis, poco antes del derramamiento de las copas de juicio, Dios envía un ángel que tenía «el

evangelio eterno para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo, diciendo a gran voz: Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado; y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas» (Ap. 14:6, 7). Pudiera tratarse literalmente de un ángel, un mensajero celestial y sobrenatural. También pudiera simbolizar algún otro tipo de medio extraordinario que Dios utilizará para difundir el mensaje del evangelio en todo el mundo. En cualquier caso, el mundo entero escuchará el mensaje antes que venga el fin. Tristemente, el resultado de esto, así como sucede con el resto de las señales de principios de dolores, no será otro que más juicios sobre quienes vivan en la tierra. Todos, a excepción del remanente, harán oídos sordos al mensaje. De hecho, los malvados inclusive exacerbarán su rebelión contra Dios. Pero después que el evangelio sea proclamado, llegará a su fin el día de salvación para la humanidad (cp. 2 Co. 6:2). «Y entonces vendrá el fin» (Mt. 24:14). Tras haberse agotado por completo la paciencia de Dios, Él dará inicio a su venganza santa. De esta forma termina la primera fase del alumbramiento que es el «principio de dolores». De aquí en adelante, el mundo estará en su última fase antes del regreso de Cristo para establecer su reino. Claro que, antes de que las cosas mejoren, es necesario que empeoren.

Cinco

LA GRAN TRIBULACIÓN Jerusalén será el lugar principal del conflicto mundial durante la tribulación. Cada pasaje bíblico que trata acerca de los últimos tiempos nos lo confirma. Zacarías hizo este resumen de los sucesos que tendrán lugar en el día del Señor: «He aquí, el día de Jehová viene, y en medio de ti serán repartidos tus despojos. Porque yo reuniré a todas las naciones para combatir contra Jerusalén; y la ciudad será tomada, y serán saqueadas las casas, y violadas las mujeres; y la mitad de la ciudad irá en cautiverio, mas el resto del pueblo no será cortado de la ciudad. Después saldrá Jehová y peleará con aquellas naciones, como peleó en el día de la batalla. Y se afirmarán sus pies en aquel día sobre el monte de los Olivos, que está en frente de Jerusalén al oriente.» —14:1-4 Muchos otros pasajes de las Escrituras también indican que el preludio inmediato al regreso de Cristo será la organización de los ejércitos del mundo para luchar contra Jerusalén. La visión apocalíptica del apóstol Juan comienza a llegar a su clímax cuando las fuerzas militares del mundo se reúnen en el valle de Meguido («Armagedón») para luchar contra Jerusalén. Todos los eventos en la era de la tribulación avanzan hacia una confrontación final y gigantesca. En perfecta armonía con esa antigua profecía de Zacarías, el apóstol Juan ve con anticipación el regreso de Cristo justo en medio de la hecatombe provocada por esa batalla (Ap. 19:11-14, 19). JERUSALÉN RODEADA POR EJÉRCITOS En el recuento que Lucas hace del Discurso del Monte de los Olivos, Jesús dice: «Cuando viereis a Jerusalén rodeada de ejércitos, sabed entonces que su destrucción ha llegado» (Lc. 21:20). Su consejo para los fieles durante ese

tiempo fue: «Entonces los que estén en Judea, huyan a los montes; y los que en medio de ella, váyanse; y los que estén en los campos, no entren en ella. Porque estos días son días de retribución, para que se cumplan todas las cosas que están escritas» (vv. 21, 22). «Jerusalén rodeada de ejércitos» es en realidad una visión bastante familiar. Jerusalén fue asolada por Roma en el famoso y devastador sitio del año 70 d.C. Miles de personas huyeron a las montañas, y muchos más se desplazaron como refugiados a varias partes del mundo. Josefo escribió una crónica de aquellos días horrendos. Los ejércitos de Tito rodearon y atacaron la ciudad hasta que no quedaron más personas para matar a filo de espada ni cosas para expoliar, y se detuvieron simplemente porque ya no había nada que pudiera convertirse en objeto de su furia (ellos no habrían perdonado la vida a nadie si les hubiera quedado algo por despojar). César dio órdenes para que demolieran la ciudad y el templo por completo, pero que dejaran [tres torres y un segmento de la muralla] para mostrar a la posteridad qué tipo de ciudad había sido y lo bien que estaba fortificada, puesto que había sido doblegada por el ímpetu de los romanos; pero en cuanto al resto de la muralla, quedó tan aplanada al mismo nivel del suelo por quienes la destruyeron hasta sus cimientos, que no quedó nada que hiciera creer a sus visitantes posteriores que la ciudad había estado antes habitada. (Guerras judías, 7:1:1, cursivas añadidas). Sin embargo, estas cosas no correspondieron a los «días de retribución» en que se cumplirán todas las cosas que están escritas en la profecía, para utilizar las palabras de Lucas 21:22. Cristo no regresó de forma visible en el año 70 d.C. y los ejércitos enemigos no cayeron derrotados ante su presencia. Tampoco fue salvo todo Israel y los judíos no fueron injertados de nuevo al olivo. Hay muchas cosas que pertenecen al día del Señor y su venganza contra el pecado que todavía aguardan su cumplimiento en el futuro. En la Edad Media, y principalmente durante las cruzadas, Jerusalén fue rodeada por ejércitos en muchas ocasiones. Jerusalén fue atacada una y otra vez, y el control de la ciudad cambió de manos en varias veces desde el comienzo de la primera cruzada en el año 1095 d.C. hasta el tiempo de Suleimán el Magnífico, el gran sultán otomano, a principios del siglo XVI.

(Las murallas de piedra y las barricadas que rodean la antigua ciudad de Jerusalén en la actualidad son fortificaciones construidas con mucha posteridad por iniciativa de Suleimán a principios del siglo XVI, y constituyen un recordatorio visible de que Jerusalén se veía «rodeada de ejércitos» con mucha frecuencia.) Hasta el día de hoy, Jerusalén está rodeada por naciones hostiles cuyos ejércitos se encuentran en un estado de alerta permanente para hacer guerra contra Israel. Después que se declaró el estado moderno de Israel en 1948, una guerra de independencia dejó la ciudad de Jerusalén dividida y Jordania retuvo el control sobre la ciudad antigua que incluye el monte del templo y la mayor parte de los sitios históricos. Por último, durante la guerra de los seis días en 1967, fuerzas israelíes capturaron la ciudad antigua y reunificaron la ciudad de Jerusalén, y ha estado bajo control judío por primera vez después de muchos siglos. Sin embargo, después de más de treinta años, Jerusalén permanece en el corazón del conflicto palestino–israelí y muchos líderes árabes en todo el mundo insisten en que la ciudad antigua y todo el lado occidental son territorios palestinos por derecho propio, y es necesario que sean cedidos por completo como una condición para la paz. De modo que Jerusalén está ahora mismo «rodeada de ejércitos» en un sentido figurado, y la situación política en el medio oriente es tan volátil que una reunión literal de ejércitos en contra de Jerusalén no es una perspectiva improbable en nuestros propios días. Si suponemos que la reunión de ejércitos en contra de Jerusalén es una señal, como lo indica Lucas 21:20, ¿cómo puede distinguirse esta señal de las muchas otras veces en la historia cuando la ciudad ha sido sitiada? La respuesta a esa pregunta se encuentra en el relato que Mateo hace del Discurso del Monte de los Olivos. LA ABOMINACIÓN DESOLADORA Según Mateo y Marcos, Jesús describió en estos términos el punto crucial en el período de tribulación: «Por tanto, cuando veáis en el lugar santo la abominación desoladora de que habló el profeta Daniel (el que lee, entienda), entonces los que estén en Judea, huyan a los montes» (Mt. 24:15, 16). De modo que la señal definitiva de que estas cosas están a punto de suceder será el cumplimiento de la profecía de Daniel acerca de la abominación

desoladora. Notemos la aclaración que se hace entre paréntesis: «el que lee, entienda». Eso pudo haber sido algo una aclaración que Jesús hizo y que forma parte del Discurso del Monte de los Olivos (Marcos también la incluye), o pudo tratarse de un comentario editorial inspirado por Dios y añadido entre paréntesis cuando Mateo y Marcos consignaron el texto. De cualquier forma, la frase recalca el hecho de que los eventos señalados por Jesús en este discurso pertenecen al futuro profético. Existe en el texto un importante nivel de significado que está más allá de lo obvio y se dice que el lector lo entienda. Es claro que ese mensaje no se aplica solamente a los discípulos sino que alude en particular a una generación de lectores que verá con sus propios ojos el desarrollo de todos estos acontecimientos. La palabra abominación nos trae a la mente algo repugnante, repulsivo, detestable y totalmente aborrecible para Dios. Apocalipsis 21:27 dice que no se permitirá la entrada al cielo de cualquier «cosa que hace abominación». En todas las Escrituras el término abominación se aplica a actos de idolatría, inmoralidad e impureza espiritual. Las religiones paganas eran consideradas como algo abominable en particular. En Apocalipsis 17 este calificativo se aplica al sistema más grande de religión falsa que en la visión de Juan es representado por una mujer en cuya frente se encontraba la inscripción: «Babilonia la grande, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra» (v. 5). Lo que Jesús describe corresponde a una abominación monstruosa que causa gran desolación. Lo abominable no es la desolación misma sino algo abominable como es el caso de un acto desvergonzado de idolatría que trae como resultado devastación y ruina en todo lugar, con mucha probabilidad al provocar el inicio de una cruenta guerra. Jesús se refiere a esta abominación como algo «de que habló el profeta Daniel». De hecho, Daniel menciona la abominación desoladora en tres ocasiones; una de ellas es Daniel 9:27. En el capítulo 4 examinamos ese pasaje y el contexto de la profecía de Daniel con respecto a las setenta semanas, pero también él menciona la abominación desoladora y nos ofrece más detalles proféticos en Daniel 11:31 y 12:11. Estos pasajes arrojan todavía más luz sobre lo que Jesús quiso dar a entender. El libro de Daniel contiene profecías fascinantes y detalladas acerca del surgimiento y la caída de varios imperios mundiales. Daniel escribió en el siglo VI a.C. y en estas profecías predijo de manera acertada el ascenso y

sucesión de varios imperios mundiales, a saber: Babilonia, Persia, Grecia y Roma. Todos estos temas se empiezan a desarrollar a partir del segundo capítulo de Daniel, cuando Nabucodonosor, el rey de Babilonia, tiene un sueño misterioso que deja una profunda impresión en su mente, pero después no puede recordarlo hasta que tanto el sueño como su interpretación son revelados por Dios a Daniel, que era un exiliado en el cautiverio babilónico y servía como consejero en la corte de Nabucodonosor. Daniel le reveló el sueño, que consistía de una imagen de gran tamaño con cabeza de oro, pecho y brazos de plata, vientre y muslos de bronce, piernas de hierro y pies de hierro y barro (Dn. 2:31-33). Su interpretación del sueño es un recuento detallado de toda la historia mundial hasta el comienzo del Imperio Romano. La cabeza de oro representa a Nabucodonosor (v. 38) y los otras partes de la imagen corresponden a los reinos sucesivos de Persia, luego Grecia y, por último, Roma. Los detalles incorporados por Daniel son bastante notables porque incluyen profecías que se cumplieron al pie de la letra con personajes históricos tales como Ciro (primer rey de Persia), Alejandro Magno (conquistador de Persia y fundador del Imperio Macedonio), Ptolomeo y Seleuco (dos de los generales de Alejandro), y las dinastías fundadas por ellos, a saber: los reyes ptolemáicos y seleúcidas, respectivamente. La acertada exactitud de las profecías de Daniel es una de las razones principales que ha motivado a los críticos a atacar este libro con tanta vehemencia e insistir que en realidad no pudo ser escrito por Daniel durante el cautiverio de los judíos. Daniel 11:31 queda en la mitad de una sección donde se describe un gran conflicto entre dos reyes, uno del sur y el otro del norte (11:5-45). La frase «el rey del sur» representa la dinastía ptolemáica (gobernadores de Egipto), y «el rey del norte» es una referencia a la dinastía seleúcida (gobernadores de Siria). Aunque en un principio ambas dinastías tenían relaciones amistosas, se generó tensión entre ellas por el control del territorio de Israel y terminaron enfrascados en una guerra. Daniel 11:21 describe de la manera siguiente a la persona que asciende al trono seleúcida: «Un hombre despreciable, al cual no darán la honra del reino; pero vendrá sin aviso y tomará el reino con halagos.» Casi todos los estudiosos de la Biblia reconocen este versículo como una referencia al último de los principales reyes seleúcidas, que fue Antíoco IV. Antíoco asumió el trono cuando su hermano Seleuco IV murió envenenado

por un corrupto recolector de impuestos llamado Heliodoro, quien esperaba quedarse con el trono. El justo heredero al trono era Demetrio, hijo de Seleuco IV, pero conspiradores leales a Heliodoro retuvieron a Demetrio como rehén en Roma. Antíoco IV se aprovechó de las circunstancias, expulsó a Heliodoro y reclamó el trono para sí. Tal como lo había indicado la profecía de Daniel, él tomó el trono con halagos e intrigas pero sin pelear, aunque en realidad no tenía derecho al trono. Antíoco se asignó a sí mismo el título «Epífanes» que significa «el manifestado» o «el esplendoroso» que, para fines prácticos, equivalía a pretender que era un ser deificado. Sin embargo, sus enemigos le pusieron el sobrenombre de «Epímanes» que significa «el loco». Aparentando ser el defensor de Jerusalén, Antíoco salió a hacer guerra contra Egipto y después utilizó el botín capturado en Egipto para obtener el respaldo de personas influyentes en Israel. Parece que esto es precisamente lo que Daniel profetizó en 11:24: «Estando la provincia en paz y en abundancia, entrará y hará lo que no hicieron sus padres, ni los padres de sus padres; botín, despojos y riquezas repartirá a sus soldados, y contra las fortalezas formará sus designios; y esto por un tiempo.» Los registros históricos dicen que mientras se preparaba para lanzar una ofensiva final contra Egipto en el 168 a.C., recibió órdenes de los romanos desde Chipre (donde la flota romana se había estacionado en aquel tiempo), que no hiciera guerra contra los ptolomeos. Antíoco, humillado aunque no dispuesto a arremeter contra Roma y Egipto, se retiró con vacilación de Egipto y en su camino de regreso a Siria decidió descargar toda su furia reprimida contra Jerusalén. Eso es exactamente lo que Daniel había predicho más de tres siglos antes: «Vendrán contra él naves de Quitim [Chipre], y él se contristará, y volverá, y se enojará contra el pacto santo, y hará según su voluntad» (11:30). Hay dos libros apócrifos que registran la perfidia de Antíoco: los libros de los Macabeos. Él entró a Jerusalén aparentando que venía en paz, luego esperó hasta que llegara el día de reposo y ordenó a su ejército de más de 250.000 soldados que emprendieran una matanza indiscriminada contra los judíos. A su paso encontraron muy poca resistencia debido a la estricta observancia de los judíos con respecto a todas las leyes sobre el día de reposo (2 Macabeos 5:24-26). Después, Antíoco dejó de manera deliberada la ciudad ocupada a cargo de judíos apóstatas (enemigos del pacto de Israel con

Jehová), y otra vez cumplió así la profecía de Daniel al pie de la letra: «Volverá, pues, y se entenderá con los que abandonen el santo pacto» (Dn. 11:30). Luego se propuso intencionalmente profanar el templo, y lo hizo al sacrificar un cerdo en el altar y obligar a los sacerdotes a comer su carne. Además de esto, su propósito era establecer una nueva religión centrada en él mismo; un tipo de adoración completamente pagano que se mofaba del judaísmo. El rey Antíoco publicó entonces en todo su reino un decreto que obligaba a todos formar un solo pueblo, abandonando cada uno sus costumbres propias. Todas las otras naciones obedecieron la orden del rey, y aún muchos israelitas aceptaron la religión del rey, ofrecieron sacrificios a los ídolos y profanaron el día de reposo. Por medio de mensajeros el rey envió a Jerusalén y demás naciones de Judea decretos que obligaban a seguir costumbres extrañas en el país y que prohibían ofrecer holocaustos, sacrificios y ofrendas en el santuario, que hacían profanar el día de reposo, las fiestas, el santuario y todo lo que era sagrado; que mandaban construir altares, templos y capillas para el culto idolátrico así como sacrificar cerdos y otros animales impuros, dejar de circuncidar a los niños y mancharse con toda clase de cosas impuras y profanas olvidando la ley, cambiando todos los mandamientos. Aquel que no obedeciera las órdenes del rey sería condenado a muerte. (1 Macabeos 1:41-50) En otras palabras, se prohibió que cualquier persona acatara las leyes del Antiguo Testamento con respecto a la alimentación, el día de reposo, la circuncisión y todo lo distintivo del judaísmo. Nótese que la meta manifiesta de Antíoco era obligar «a todos formar un solo pueblo». Es decir, él quería establecer una nueva religión para todo el mundo que comenzara por Jerusalén. Con la pretensión de «unidad», este demente megalómano pretendía fundar una religión a partir de una amalgama de muchas religiones en la que él fuera el objeto máximo de adoración, y no hay duda de que su verdadera meta era conquistar el mundo entero e imponer su religión en todas partes. Fue en este contexto que Antíoco cometió el acto que por lo general se asocia con la abominación desoladora: «El día 15 del mes de Quisleu del año

144, el rey cometió un horrible sacrilegio, pues construyó un altar pagano encima del altar de los holocaustos» (1 Macabeos 1:54). Según los registros históricos, se trató de una imagen de Zeus y un altar a Zeus que se construyeron justo encima del altar judío para los holocaustos y las ofrendas. Esto puso fin a los sacrificios diarios que se ofrecían a Jehová en el templo. Aquí también la historia concuerda exactamente con la profecía de Daniel: «Se levantarán de su parte tropas que profanarán el santuario y la fortaleza, y quitarán el continuo sacrificio, y pondrán la abominación desoladora» (Dn. 11:31). Daniel menciona una vez más la abominación desoladora al final de su profecía. Cuenta que escuchó cosas que no pudo entender. «Y yo oí, mas no entendí. Y dije: Señor mío, ¿cuál será el fin de estas cosas? El respondió: Anda, Daniel, pues estas palabras están cerradas y selladas hasta el tiempo del fin» (12:8, 9). Claramente, esto se refiere a los elementos de la profecía de Daniel que tenían implicaciones más allá de la era de los macabeos y corresponden al «tiempo del fin». Luego Daniel añade esta última profecía que proviene directamente del Señor: «Muchos serán limpios, y emblanquecidos y purificados; los impíos procederán impíamente, y ninguno de los impíos entenderá, pero los entendidos comprenderán. Y desde el tiempo que sea quitado el continuo sacrificio hasta la abominación desoladora, habrá mil doscientos noventa días. Bienaventurado el que espere, y llegue a mil trescientos treinta y cinco días. Y tú irás hasta el fin, y reposarás, y te levantarás para recibir tu heredad al fin de los días.» —12:10-13 Los «muchos» que serán «limpios, y emblanquecidos y purificados» parecen ser las personas que serán redimidas en la salvación final de Israel. Contando a partir de la abominación desoladora van a transcurrir 1.290 días, pero la profecía de Daniel no declara de manera explícita lo que sucede a continuación. El lapso de tiempo corresponde muy de cerca a los 1.260 días mencionados en Apocalipsis 11:3, que son exactamente tres años y medio (contando años de 360 días de acuerdo al calendario judío). Como notamos en el capítulo anterior, muchos pasajes se refieren a un período de tres años y medio al final de los tiempos, el cual incluye Apocalipsis 11:2 («cuarenta y

dos meses») y Daniel 12:7 («tiempo, tiempos, y la mitad de un tiempo»). Es evidente que todas esas referencias están unidas entre sí y se refieren al mismo período de tiempo: la segunda mitad de la tribulación que culmina con el regreso triunfal de Cristo. Pero los 1.290 días de Daniel 12:11 incluyen treinta días adicionales, y los 1.335 días del versículo 12 incluyen cuarenta y cinco días además de eso. ¿Por qué? Apocalipsis 20 indica que Cristo establecerá su reino sobre la tierra durante mil años, poco tiempo después de su regreso en gloria. Los setenta y cinco días de más reflejan simplemente el tiempo que transcurre entre el estado de guerra en que está Israel «cuando se acabe la dispersión del poder del pueblo santo» (Dn. 12:7), y la instauración del reino del Mesías desde una Jerusalén reconstruida. Algunos de esos días de más también podrían corresponder al tiempo que se va a necesitar para el juicio de las naciones y la restauración definitiva de Israel que tendrá lugar con el regreso de Cristo. En cualquier caso, dado que Cristo fue bastante claro en considerar la «abominación desoladora» como una realidad todavía futura, debemos llegar a la conclusión de que el significado escatológico último de la profecía de Daniel no se cumplió plenamente sino que apenas fue presagiado y anticipado por los eventos ocurridos en el tiempo de Antíoco IV. La gran abominación desoladora del final de los tiempos todavía espera su cumplimiento futuro a la mitad de la septuagésima semana de Daniel, durante la era de la tribulación. El anticristo, siguiendo el mismo patrón de Antíoco Epífanes, al parecer tendrá intenciones pacíficas con Israel. Aunque las Escrituras no identifican expresamente cuál es la naturaleza del «pacto» confirmado por él (cp. Dn. 9:27), algunos han especulado que el anticristo logrará suscribir un tratado de paz que le da derecho a Israel para reconstruir un templo en el monte Moriah. Ese bien podría ser el caso, dado que el templo juega un papel preponderante en todas estas profecías. A la mitad de la semana, el anticristo cometerá un acto de abominación, con mucha probabilidad mediante la profanación del templo reconstruido y la imposición de un ídolo que lo representa a él mismo. Tal escenario es señalado por la descripción de la bestia que encontramos en Apocalipsis 13. El apóstol Juan escribe que en su visión, al falso profeta «se le permitió infundir aliento a la imagen de la bestia, para que la imagen hablase e hiciese matar a todo el que no la adorase» (Ap. 13:15). El apóstol Pablo describe una escena similar al hablar sobre «el hombre de pecado, el hijo de perdición, el

cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios» (2 Ts. 2:3, 4). De esta manera, el anticristo se vuelve contra Israel, se hace pasar por Dios y exige el abandono de todas las demás formas de culto. Es difícil no captar la correlación que existe entre esto y la abominación desoladora del libro de Daniel por un lado, y la historia de Antíoco Epífanes por el otro. Sea cual sea la abominación desoladora, cuando llegue el momento y ocurra el evento como tal, tendría que ser algo bastante obvio para todos los creyentes que estén familiarizados con las Escrituras. Por eso es que Mateo 24:15 dice: «el que lee, entienda». Esta será la señal singular más importante de que la tribulación ha dado paso a la gran tribulación y que al mundo le esperan tres años y medio de aflicción y pena terribles. TRANCE Y CALAMIDAD Cuando la abominación desoladora aparezca, dará la señal para el comienzo de muchos y graves peligros, no solamente para el remanente de creyentes que deberá enfrentar un empeoramiento de las ya cruentas persecuciones, sino en particular para el resto del mundo, el cual estará a punto de ser juzgado por Dios. Por eso Jesús dice: «Los que estén en Judea, huyan a los montes. El que esté en la azotea, no descienda para tomar algo de su casa; y el que esté en el campo, no vuelva atrás para tomar su capa. Mas ¡ay de las que estén encintas, y de las que críen en aquellos días! Orad, pues, que vuestra huida no sea en invierno ni en día de reposo; porque habrá entonces gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá. Y si aquellos días no fuesen acortados, nadie sería salvo; mas por causa de los escogidos, aquellos días serán acortados.» —Mt. 24:16-22 A partir de este momento todas las señales de dolores de parto aumentan terriblemente en frecuencia e intensidad. La diferencia entre la tribulación y la gran tribulación puede compararse con la diferencia entre las contracciones y al parto. Parece que la bestia no solamente profanará el templo judío, sino que también lo convertirá en el trono permanente desde el cual va a ejercer su

poder. Pablo escribe en 2 Tesalonicenses 2:4: «Se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios.» No es necesario descartar un cumplimiento literal de esa profecía en el futuro, particularmente si se refiere a un templo reconstruido. Hay otro hecho con el que se confirma que estas cosas ocurrirán en un templo reconstruido en Jerusalén. Jesús dice que cuando ocurra la abominación desoladora, el peligro será particularmente grande para quienes vivan en Judea y sus alrededores. Durante el asalto de Roma sobre Jerusalén en el año 70 d.C., muchos judíos literalmente tuvieron que esconderse en los montes y en las áreas desérticas cercanas a Jerusalén. La famosa fortaleza de Masada con un área de casi ocho hectáreas (construida por Herodes el Grande en el siglo I a.C. como un refugio de emergencia para él y su familia), fue utilizada como escondite para una comunidad grande de judíos que huyeron de los ejércitos romanos en el año 66 a.C. Tras siete años de asaltos sin éxito a la fortaleza, la décima legión romana terminó de armar una inmensa rampa de hostigamiento hecha de roca y balasto, la cual ubicaron al lado occidental de Masada. Cuando las tropas por fin lograron ingresar por arriba de la muralla, lo que encontraron fue escalofriante. Cerca de mil judíos zelotes prefirieron suicidarse en masa antes que someterse a la captura y los atropellos de los romanos. Los acontecimientos de la tribulación serán como una reproducción de esto mismo, pero a una escala mucho mayor. Otra razón por la que la advertencia de Cristo es particularmente relevante para «los que estén en Judea», es que las atrocidades de aquellos días estarán dirigidas de forma específica contra los judíos. Zacarías 13:8, 9 al describir los eventos que tendrán lugar justo antes del regreso de Cristo (14:4) indica que se librará una campaña de genocidio contra el pueblo judío: «Y acontecerá en toda la tierra, dice Jehová, que las dos terceras partes serán cortadas en ella, y se perderán; mas la tercera quedará en ella. Y meteré en el fuego a la tercera parte, y los fundiré como se funde la plata, y los probaré como se prueba el oro. El invocará mi nombre, y yo le oiré, y diré: Pueblo mío; y él dirá: Jehová es mi Dios.» Morirán las dos terceras partes, y el resto, aquel remanente que se salvará al final, invocará el nombre del Señor. Muchos de los que mueran también podrían ser personas que llegan a la fe en Cristo durante la primera parte de la

tribulación. En Apocalipsis 7:14 se describe a una inmensa multitud de adoradores en el cielo vestidos con túnicas blancas, como «los que han salido de la gran tribulación». El apóstol Juan también se refiere a la campaña de terror de la bestia como la «guerra contra los santos» (13:7), y representa el sistema religioso falso de la bestia como una mujer que estaba «ebria de la sangre de los santos, y de la sangre de los mártires de Jesús» (17:6). A los que no sean eliminados, Dios mismo les dará refugio en las montañas. En Apocalipsis 12, Israel es semejante a una mujer («la mujer que había dado a luz al hijo varón [Cristo]», v. 13). Juan narra cómo en su visión «se le dieron a la mujer las dos alas de la gran águila, para que volase de delante de la serpiente al desierto, a su lugar, donde es sustentada por un tiempo, y tiempos, y la mitad de un tiempo» (v. 14). Aquí el vocabulario es claramente simbólico; las alas de la gran águila pueden se una referencia a algún tipo de asistencia o custodia angélica para quienes logren huir con vida. La urgencia de la situación se hace evidente en las palabras de nuestro Señor en Mateo 24. La gente no debe perder tiempo ni siquiera para recoger sus pertenencias. Las casas en el tiempo de Jesús tenían escaleras por fuera para subir al techo, que era el lugar donde la familia descansaba con la brisa de la tarde. Jesús dice que quienes estén en el techo cuando se enteren de la abominación desoladora no deben ni siquiera entrar a sus casas para sacar sus enseres personales antes de salir huyendo a los montes (v. 17). El granjero que esté trabajando en su campo no debe ni siquiera regresar al otro lado del campo para recoger su capa (v. 18). Ninguna posesión material es tan valiosa como para correr el riesgo de atrasarse en lo más mínimo. El factor tiempo es esencial. Estas son palabras únicas en toda la enseñanza de Cristo. En todo lo demás Él urge a sus seguidores a tomar su cruz y seguirle, a tener denuedo en su testimonio, a defender su fe en Él, incluso en medio de los peores tipos de hostilidad. Pero la abominación desoladora cambiará todo eso porque, en efecto, será la señal del fin del testimonio de Cristo al mundo y el comienzo de su juicio contra todos sus enemigos. Cuando suceda, Él ya no va a mandar a su pueblo a que vaya por todo el mundo predicando el evangelio, sino que los apremiará para que huyan a las montañas a protegerse. ¿Por qué razón nuestro Señor hace mención específica de las mujeres embarazadas y en período de crianza, y les da una advertencia especial (v. 19)? No solamente les será más difícil escapar, sino que si son atrapadas las

consecuencias son seguramente peores para ellas. En Oseas 13:16 se predijo un tiempo cuando los habitantes de Samaria (el territorio al norte de Judea) «caerán a espada; sus niños serán estrellados, y sus mujeres encintas serán abiertas». La situación será tan horripilante que cuando ocurra la abominación desoladora, el pueblo de Dios debe huir sin la más mínima vacilación porque cualquier demora será demasiado costosa. Cada segundo que pase cuenta, y Jesús dijo que se debe orar para que esto no ocurra en medio de un clima inclemente o en un día de reposo (v. 20). Él no estaba sugiriendo que huir para salvarse sería una violación pecaminosa del día de reposo (cp. Lc. 6:9), pero es posible que los legalistas sabáticos traten de impedir la salida o traten de apedrear a quienes crean culpables de profanar el día de reposo, tal como lo habían hecho con Jesús (cp. Jn. 7:19-23). De esta manera, Cristo presenta el cuadro con los tonos más oscuros posibles porque será un tiempo de «gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá» (v. 21). Todos los holocaustos y desastres del mundo combinados jamás podrán compararse con esto. Aunque se han acarreado incontables y horrendas vejaciones y matanzas contra los judíos a lo largo de los siglos, ninguna de ellas cuadra exactamente con la descripción que Jesús hace aquí, y esto sin duda señala en dirección a un tiempo que todavía está por venir. Jesús también dice que si esos días no fueran «acortados» (v. 22), ninguna vida sobre la tierra se salvaría. Él promete que los días serán acortados por causa de los elegidos, y lo hace empleando una expresión griega que puede hacer referencia a la idea de «truncar» en el sentido de detener algo al instante. Por eso, es posible que Él haya prometido aquí que el curso normal de los días de la gran tribulación se va a frenar abruptamente en lugar de permitir que ese tiempo llegue lenta y dolorosamente a su final. Otra posibilidad es que se refiera a que las horas de luz diurna se reducirán de manera sobrenatural, de modo que el oscurecimiento del sol y la luna de que se habla en el versículo 29 tendría el efecto compasivo de disminuir el tormento de aquellos días al hacer más fácil al pueblo de Dios esconderse de sus opresores. Sin embargo, Cristo no está sugiriendo que el tiempo de la gran tribulación vaya a durar menos de tres años y medio, puesto que la duración exacta de este tiempo se da de forma reiterada en las Escrituras y la veracidad de la Palabra de Dios exige el transcurso total del tiempo predicho.

ÁGUILAS QUE SE JUNTAN Cristo menciona de nuevo el asunto de los falsos mesías: «Entonces, si alguno os dijere: Mirad, aquí está el Cristo, o mirad, allí está, no le creáis. Porque se levantarán falsos Cristos, y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, de tal manera que engañarán, si fuere posible, aun a los escogidos. Ya os lo he dicho antes» (vv. 23-25). Esta reiteración indica que las señales de contracciones de parto se están dando por oleadas cada vez más intensas. En ese tiempo, los falsos mesías incluso, tendrán poder para realizar grandes señales y prodigios. Estos «milagros» serán tan convincentes que hasta los escogidos serán susceptibles de caer en el engaño, pero Dios lo impide porque en su soberanía Él capacita a las ovejas de Cristo para que escuchen su voz y la distingan de las voces de pastores asalariados y de ladrones. «Mas al extraño no seguirán, sino huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños» (Jn. 10:5). La advertencia de nuestro Señor parece indicar que los falsos mesías van a infiltrarse entre quienes huyan. Aunque el pueblo de Dios pueda escapar de las persecuciones del anticristo, no podrán evadirse de los mentirosos esbirros de Satanás, quienes evidentemente los seguirán hasta sus escondites. Aun en su exilio frente a la amenaza de aniquilación, los refugiados escucharán a mentirosos que afirman constantemente: «Mirad, aquí está el Cristo»; «allí está» (v. 23). «Mirad, está en el desierto», o: «mirad, está en los aposentos» (v. 26). Todos esos anuncios serán mentiras diseñadas para tratar de engatusar a los refugiados y hacerlos salir de su escondite. A los creyentes se les dan con mucha anticipación instrucciones solemnes para que no presten atención a los engañadores. Entonces, ¿cómo se sabrá en qué momento el verdadero Cristo por fin aparece? ¿Cómo puede distinguirse el Cristo verdadero de todos los falsos? Será obvio para todos: «Porque como el relámpago que sale del oriente y se muestra hasta el occidente, así será también la venida del Hijo del Hombre» (v. 27). «He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá» (Ap. 1:7). Su venida no será un secreto para nadie. Él volverá de forma repentina, pública y gloriosa, ¡su venida será vista en el universo entero! No será reconocido solamente por quienes se esconden de la persecución, sino también por sus enemigos. El Señor viene «con sus santas decenas de millares, para hacer

juicio contra todos, y dejar convictos a todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho impíamente, y de todas las cosas duras que los pecadores impíos han hablado contra él» (Jud. 14, 15). Cuando Cristo sea manifestado, su pueblo y sus enemigos intercambiarán sus lugares respectivos. Quienes se habían mantenido escondidos en los montes y en las cuevas serán librados de todo temor y peligro, mientras que sus atormentadores buscarán refugio de la ira santa de Dios al rogar a las piedras y a los montes que caigan sobre ellos para esconderlos de la ira del Cordero (cp. Ap. 6:16, 17). Para resaltar cuán obvio será para todos su regreso, nuestro Señor emplea una frase que pudo haber sido un aforismo popular de aquel tiempo: «Porque dondequiera que estuviere el cuerpo muerto, allí se juntarán las águilas» (v. 28). Cuando un animal muere y se descompone en el desierto, su ubicación puede calcularse con precisión a kilómetros de distancia debido a las aves rapaces que vuelan en círculos a su alrededor. Cristo quiere decir que de una manera similar, su regreso será obvio para todos; bien sea que estén cerca o lejos. La imagen de las aves de rapiña es una figura de juicio que recalca lo enseñado en todas las Escrituras acerca de la manifestación gloriosa de Cristo: estará acompañada de temibles juicios sobre sus enemigos. El apóstol Pablo dice que él volverá «en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios» (2 Ts. 1:8). Apocalipsis 19:11-16 presenta un cuadro de Cristo que sale del cielo montado sobre un caballo blanco, acompañado por los santos y los ángeles en toda la gloria del cielo. Viene con una espada en su mano y su vestidura está teñida de sangre porque trae juicio sobre el mundo y destrucción sobre todos los ejércitos que se juntan para batallar en su contra. De esta manera se dispone el escenario para la segunda venida. El mundo ha agotado por completo la misericordia y la paciencia de Dios. Su pueblo ya ha esperado bastante, y «cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad vuestra cabeza, porque vuestra redención está cerca» (Lc. 21:28).

Seis

SEÑALES EN EL CIELO Hace algunos años enseñé una serie completa acerca del Nuevo Testamento que se pareció más bien a una maratón con intensas sesiones diarias, en una conferencia para pastores en Ucrania. Para el jueves por la mañana ya habíamos terminado Hebreos y habíamos avanzado bastante en las epístolas generales. Durante el receso matinal de ese día, uno de los hombres que había ayudado a organizar la conferencia se me acercó. –Algunos de los pastores se preguntan cuándo es que usted va a llegar a la parte buena– me dijo. –¿Cuál es la parte buena?– pregunté. –Pues, la parte donde Jesús vuelve –respondió bastante sorprendido de que no supiera al instante cuál era «la parte buena»–. Ellos están ansiosos de escuchar acerca de la segunda venida de Cristo. Quieren estar seguros de que usted expondrá el libro de Apocalipsis antes de que termine la semana. Claro que puedo entender que las personas tengan el deseo de saltarse a «la buena parte». Es el mismo sentimiento que yo tengo cada vez que estudio el Discurso del Monte de los Olivos. Supongo que, cuando los discípulos estaban sentados en el Monte de los Olivos escuchando a Cristo mientras daba las escalofriantes pinceladas del escenario en que se desarrollarán los eventos del final de los tiempos, ellos también debieron sentir ganas de que Él se adelantara eso para llegar a «la buena parte». Hasta este punto todo el discurso ha estado lleno de profecías de condenación y zozobra. Cristo empezó pronosticando una larga lista de contracciones de parto que de por sí fueron bastante negativas, pero las cosas se pusieron todavía peor después de la abominación desoladora. Incluso ahora, cuando su discurso profético se acerca al punto culminante de la gran tribulación, el mundo todavía tiene que experimentar más tinieblas antes de poder divisar la aurora de la gloria de Cristo. LAS ÚLTIMAS GRANDES SEÑALES CÓSMICAS

Al final del capítulo anterior, vimos que Cristo prometió que su regreso sería obvio ante todos: «Como el relámpago que sale del oriente y se muestra hasta el occidente, así será también la venida del Hijo del Hombre» (Mt. 24:27). Uno de los factores que nos garantiza que nadie va a dejar de ver el regreso de Cristo es la naturaleza cósmica de las últimas señales: «Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas» (v. 29). El relato paralelo de Lucas añade algunos detalles aterradores: «Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, confundidas a causa del bramido del mar y de las olas; desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra; porque las potencias de los cielos serán conmovidas» (Lc. 21:25, 26).[1] Tales señales van a tener un efecto descomunal en el mundo entero y todas las personas en todas las naciones del mundo van a percibirlo. Lucas dice que algunos hasta experimentarán fallas cardíacas debido al intenso terror provocado por esos fenómenos y a que la atención del mundo entero se dirigirá al cielo en aquel tiempo. No nos resulta difícil imaginar la sensación de espanto y pánico que habrá a nivel mundial. Por último, saliendo de ese mismo cielo convulsionado, Dios reaparecerá en toda su gloria. Notemos con mucho cuidado cómo Cristo lleva su discurso a este punto en que las cosas por fin cambian de dirección. La secuencia de eventos. Nuestro Señor habla de manera explícita acerca del tiempo preciso en que ocurrirán estas señales. Dice que las señales cósmicas tendrán lugar exactamente al final de la gran tribulación: «Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días» (v. 29, cursivas añadidas). Estas grandes señales en el cielo son para la segunda mitad de la tribulación lo que la abominación desoladora fue para la primera mitad, una señal clara e inequívoca de que los tiempos han llegado a su fin y algo significativo está a punto de suceder. En este contexto, «la tribulación de aquellos días» puede referirse únicamente a la era que Jesús acababa de describir, y en particular al tiempo de la gran tribulación que empieza con la abominación desoladora. Nótese que estas señales cósmicas ocurren inmediatamente después de la tribulación, y esta es otra razón contundente para rechazar la interpretación preterista del Discurso del Monte de los Olivos: no se dio ninguna señal cósmica de estas

proporciones o al menos semejante en conexión con la destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C. Muchos preteristas que no se dejan disuadir por esto, simplemente se desentienden de los hechos tachando de metafórico el vocabulario usado por Jesús. Afirman que Él estaba hablando simbólicamente acerca del colapso de la era del antiguo pacto y no estaba prediciendo literalmente la presencia de señales colosales en el sol y la luna. Por ejemplo, el preterista Gary Demar escribe: El oscurecimiento del sol y la luna y la caída de las estrellas junto a la conmoción de los cielos (24:29), son formas descriptivas suplementarias para decir que «el cielo y la tierra pasarán» (24:35). En otros contextos, cuando caen estrellas del cielo es porque lo hacen sobre la tierra, y esta es una señal segura de juicio temporal (Is. 14:12; Dn. 8:10; Ap. 6:13; 9:1; 12:4). Por eso el paso del cielo y la tierra es la superación del mundo propio del antiguo pacto en el judaísmo (1 Co. 2:8).[2] En otras palabras, Demar cree que cuando Jesús dice, «El cielo y la tierra pasarán» (v. 35), no está hablando de algún tipo de juicio escatológico a nivel cósmico que implique la destrucción literal del planeta tierra. Según Demar, el paso del cielo y la tierra no es más que una figura metafórica del lenguaje que alude a la transición del antiguo al nuevo pacto. De forma similar, Demar afirma que el oscurecimiento del sol y la luna en Mateo 24:29 corresponde meramente al uso de términos metafóricos para referirse a la revocación de la dispensación judía. Demar y otros preteristas le aplican un marco interpretativo similar al Discurso del Monte de los Olivos, al hacer uso de un vocabulario alegórico y simbólico con el cual puedan establecer correspondencias forzadas entre tantas profecías como sea posible y los eventos del año 70 d.C. Al hacer esto despojan al discurso de gran parte de su significado intrínseco y convierten las grandes señales cósmicas en simples metáforas acerca de la transición temporal entre dos pactos. La mayoría de preteristas se abstienen de tratar el regreso corporal de Cristo en sentido alegórico, que es precisamente el error cometido por los hiperpreteristas.[3] Pero francamente, es difícil ver cómo cualquier preterista pueda refutar con credibilidad el hiperpreterismo a partir de las Escrituras,

dado el hecho de que el método hermenéutico empleado en ambas perspectivas es idéntico.[4] Los hiperpreteristas simplemente aplican el método preterista de manera más reiterativa a todas las profecías del Nuevo Testamento. Empiezan con el Discurso del Monte de los Olivos y espiritualizan no solamente el significado de las señales cósmicas, sino también el regreso corporal y literal de Cristo. Al imponer su marco interpretativo sobre la Biblia en su conjunto, la mayoría de hiperpreteristas pretenden desautorizar todas las referencias bíblicas a eventos que todavía estén por cumplirse en el futuro. El preterista típico está dispuesto a afirmar que el lenguaje empleado por Cristo en este pasaje justifica la interpretación alegórica, simbólica y espiritual de las señales cósmicas. Después de todo, alegan ellos, imponer una interpretación literal rígida sobre tales pasajes en toda la Biblia implicaría que la luna se convirtiera literalmente en sangre (Jl. 2:31) y que las estrellas cayeran del cielo a la tierra literalmente (Ap. 9:1). Es muy cierto que las secciones apocalípticas de las Escrituras con frecuencia están saturadas de simbolismo. Por ejemplo, en Apocalipsis 17:3 el apóstol Juan describe a una mujer montada sobre una bestia de siete cabezas y más adelante explica que «las siete cabezas son siete montes, sobre los cuales se sienta la mujer» (Ap. 17:9). Esto nos lleva a concluir que la palabra «mujer» no se refiere literalmente a una mujer sino que es una figura simbólica para representar ya sea a la ciudad de Roma (conocida en el mundo entero por estar asentada sobre siete montes) o, como Juan mismo quiere hacer entender, al sistema de maldad y perversión que se esconde tras siete imperios mundiales sucesivos (v. 10). Un lenguaje simbólico de ese tipo algunas veces es claramente explicado y en otras ocasiones no lo es, pero el contexto mismo siempre muestra que se está haciendo uso de una terminología simbólica. La mayoría estaría de acuerdo que hay un cierto grado de simbolismo en Mateo 24:29. Casi ninguna persona tiene la expectativa de ver estrellas caer literalmente del cielo a la tierra. También es posible que el cielo no se extinga literalmente, sino más bien que la luz solar va a ser obscurecida parcial o totalmente en la tierra (cp. Ez. 32:7). Por eso estoy de acuerdo que las interpretaciones literales inflexibles no transmiten necesariamente el sentido correcto de las palabras de Jesús. Incluso si concedemos cierto grado razonable de simbolismo obvio, el

sentido manifiesto de estas palabras no da cabida a la interpretación preterista. Cristo está prediciendo señales cósmicas de algún tipo, señales tan espectaculares que nadie en la tierra podrá ser ajeno a ellas. En este contexto lo que Él se propone es asegurarle a su pueblo que cuando Él regrese va a ser algo espectacular y evidente ante la mirada de todo el mundo. No habrá posibilidad alguna de confusión con respecto a si Él ha regresado o no en realidad. En cambio, la interpretación preterista despoja las palabras de Cristo por completo de esa certeza. Si los preteristas están en lo correcto, el mundo no sólo ya se perdió por completo el regreso glorioso de Cristo en las nubes, sino también prácticamente todos los que pertenecen a la Iglesia, porque con muy pocas excepciones, casi todo creyente en dos mil años de cristianismo ha creído que Mateo 24:30 hace referencia a un evento que todavía está por suceder. La Didaqué es el documento extrabíblico más antiguo que se conoce. Consiste sencillamente en una condensación de doctrina bíblica perteneciente a la iglesia primitiva. La mayoría de los eruditos creen que fue escrita a finales del primer siglo, con mayor probabilidad después del 80 d.C. Fue utilizada y citada en los primeros siglos por muchos Padres de la Iglesia (así como por el historiador Eusebio).[5] De manera que el hecho de que su existencia se remonta a los principios de la era cristiana está bien documentado. El texto completo de la Didaqué fue redescubierto hace poco más de cien años, en un códice hallado en Constantinopla en 1873. Este documento prueba que quienes vivieron en carne propia los eventos cercanos al año 70 d.C. consideraban a Mateo 24:29-31 y a todo el Discurso del Monte de los Olivos como una profecía que todavía estaba por cumplirse en el futuro. «Porque en los últimos días se multiplicarán los falsos profetas y los corruptores, y las ovejas se convertirán en lobos, y el amor se tornará en odio. Pues que al aumentar la iniquidad se odiaran entre sí y se perseguirán y traicionarán unos a otros. Y entonces aparecerá el engañador del mundo como un hijo de Dios; y obrará señales y prodigios, y la tierra será entregada en sus manos y cometerá sacrilegios que nunca se han cometido desde el principio del mundo. Después toda la humanidad creada pasará por el fuego de la prueba, y muchos serán

ofendidos y perecerán, pero los que perseveren en su fe serán salvados por la imprecación de Él mismo. Entonces aparecerán las señales de la verdad; primero la señal y una inmensa hendidura en el cielo, luego la señal de una voz de trompeta, y en tercer lugar la resurrección de los muertos; pero no de todos los muertos, sino como ya fue dicho, el Señor vendrá y todos sus santos con Él; entonces el mundo verá al Señor que viene sobre las nubes del cielo.» (Didaqué, 16:3-8) Justino Mártir nació probablemente en el siglo I y es seguro que conoció a muchos creyentes que tuvieron que pasar por todos los eventos del año 70 d.C. Él también consideraba con claridad la segunda venida de Cristo como un acontecimiento todavía futuro. En su Diálogo con Trifón, Justino escribe: «Han sido claramente anunciados dos advenimientos de Cristo: uno en el que se manifiesta sufriendo, despojado de toda honra y gloria, y finalmente crucificado; pero el otro cuando viene del cielo con gloria, cuando el hombre de la apostasía, quien habla cosas extrañas en contra del Altísimo, se atreverá a cometer actos inicuos sobre la tierra y en contra de nosotros los cristianos... El resto de la profecía se cumplirá con su segunda venida.» (cap. 110) De modo que Justino, quien no pudo haber escrito más de unos cincuenta años después de la destrucción de Jerusalén, seguía viendo un cumplimiento futuro tanto para las profecías de la tribulación como para el regreso de Cristo en gloria. Eso significa que si los preteristas modernos tienen la razón, algunos de los eruditos más avezados de las Escrituras y de los líderes de la iglesia primitiva se perdieron del todo el cumplimiento de la profecía que Jesús indicó precisamente ¡que nadie en el mundo podría perderse![6] También implica que las palabras de Jesús tienen que ser retorcidas para convertirlas en una mera alegoría. Lo que Él estaba describiendo era un evento que se había predicho en las Escrituras desde mucho tiempo atrás, un evento tan monumental que sería una señal para el mundo entero. Además, con la venida de Cristo vendría la salvación final para Israel, no el fin del Israel nacional como pueblo de Dios. La escena en los cielos. Las señales cósmicas que Jesús dio en su discurso habrían sido completamente familiares para cualquier estudioso de las

profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Estas mismas señales que involucraban al sol, la luna y las estrellas eran vaticinios bien conocidos de la liberación mesiánica que todos esperaban en Israel. Las mismas señales eran también heraldos de la retribución que Él daría a sus enemigos, así como emblemas del día del Señor. «He aquí el día de Jehová viene, terrible, y de indignación y ardor de ira, para convertir la tierra en soledad, y raer de ella a sus pecadores. Por lo cual las estrellas de los cielos y sus luceros no darán su luz; y el sol se oscurecerá al nacer, y la luna no dará su resplandor. Y castigaré al mundo por su maldad, y a los impíos por su iniquidad; y haré que cese la arrogancia de los soberbios, y abatiré la altivez de los fuertes. Haré más precioso que el oro fino al varón, y más que el oro de Ofir al hombre. Porque haré estremecer los cielos, y la tierra se moverá de su lugar, en la indignación de Jehová de los ejércitos, y en el día del ardor de su ira. Y como gacela perseguida, y como oveja sin pastor, cada cual mirará hacia su pueblo, y cada uno huirá a su tierra. Cualquiera que sea hallado será alanceado; y cualquiera que por ellos sea tomado, caerá a espada.» —Is. 13:9-15, cursivas añadidas[7] Más adelante, al describir la misma escena de juicio mundial, Isaías escribió: «Acercaos, naciones, juntaos para oír; y vosotros, pueblos, escuchad. Oiga la tierra y cuanto hay en ella, el mundo y todo lo que produce. Porque Jehová está airado contra todas las naciones, e indignado contra todo el ejército de ellas; las destruirá y las entregará al matadero. Y los muertos de ellas serán arrojados, y de sus cadáveres se levantará hedor; y los montes se disolverán por la sangre de ellos. Y todo el ejército de los cielos se disolverá, y se enrollarán los cielos como un libro; y caerá todo su ejército, como se cae la hoja de la parra, y como se cae la de la higuera. Porque en los cielos se embriagará mi espada; he aquí que descenderá sobre Edom en juicio, y sobre el pueblo de mi anatema.» —Is. 34:1-5, cursivas añadidas El contexto inmediato de Isaías 34 describe al Rey de Israel que viene en su gloria para reinar, construir a Jerusalén como una «tienda que no será

desarmada» y hacer de esa ciudad una «morada de quietud» (33:20), todo lo cual es una clara descripción del reino terrenal, en el que «se alegrarán el desierto y la soledad; el yermo se gozará y florecerá como la rosa» (35:1). «Y los redimidos de Jehová volverán, y vendrán a Sion con alegría; y gozo perpetuo será sobre sus cabezas; y tendrán gozo y alegría, y huirán la tristeza y el gemido» (v. 10). Joel predijo las mismas señales cósmicas. «Y daré prodigios en el cielo y en la tierra, sangre, y fuego, y columnas de humo. El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes que venga el día grande y espantoso de Jehová» (Jl. 2:30, 31).[8] «El sol y la luna se oscurecerán, y las estrellas retraerán su resplandor» (3:15). Esas palabras fueron escritas en medio de muchas otras profecías sobre el milenio y los últimos tiempos. Joel 2:32 es una profecía sobre la salvación del remanente judío: «En el monte de Sion y en Jerusalén habrá salvación, como ha dicho Jehová, y entre el remanente al cual él habrá llamado.» En Joel 3 abundan las referencias similares: «Porque he aquí que en aquellos días, y en aquel tiempo en que haré volver la cautividad de Judá y de Jerusalén, reuniré a todas las naciones, y las haré descender al valle de Josafat, y allí entraré en juicio con ellas a causa de mi pueblo» (vv. 1, 2). Tanto la salvación de Israel como el juicio de las naciones son temas constantes dondequiera que se encuentren profecías sobre señales cósmicas en las Escrituras. Al escuchar esa mención de las señales cósmicas, es seguro que los pensamientos de los discípulos se enfocaron de inmediato en las profecías del Antiguo Testamento acerca del día del Señor. Sabían que las Escrituras habían predicho con mucha anterioridad que llegaría un tiempo en que Dios haría estremecer los cielos, tal como Jesús lo estaba profetizando (cp. Is. 13:13; Jl. 3:16). Y sabían que esas señales estaban asociadas con el día del Señor. ¿Qué quiso decir Jesús con la expresión «las potencias de los cielos serán conmovidas» (Mt. 24:29)? No les dio una explicación, pero recordemos que Él es «quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder» (He. 1:3). Jesús podría con una sola palabra suya debilitar la fuerza de la gravedad y hacer fluctuar las órbitas de los planetas, de tal modo que pareciera como si las estrellas cayeran del cielo. Ninguna de esas cosas es algo que Él no pueda hacer con su poder soberano. De hecho, si Él suspendiera nada más que una fracción de su poder sustentador, el universo entero dejaría de funcionar

normalmente. Los cielos y todas las fuerzas energéticas perderían por completo su estabilidad. Nos es imposible conocer a ciencia cierta cuáles son todas las implicaciones de esa conmoción cósmica, pero una cosa es segura: cuando suceda será algo aterrador. Hageo escribió: «Porque así dice Jehová de los ejércitos: De aquí a poco yo haré temblar los cielos y la tierra, el mar y la tierra seca; y haré temblar a todas las naciones, y vendrá el Deseado de todas las naciones; y llenaré de gloria esta casa, ha dicho Jehová de los ejércitos» (2:6, 7). Aquí, de nuevo, los profetas del Antiguo Testamento relacionaban estas señales cósmicas, incluso la conmoción de los cielos, con la venida del Mesías para juzgar la tierra y establecer su reino. La señal en el cielo. Queda todavía otra señal venidera. Es la manifestación gloriosa de Cristo mismo. Aquí llegamos por fin a «la parte buena»: «Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria» (Mt. 24:30). Todo este discurso había empezado cuando los discípulos pidieron a Cristo que les revelara «qué señal habrá de tu venida, y del fin del siglo» (v. 3). Esta es la señal. Su venida es lo que da a entender de forma inequívoca que ha llegado el fin del siglo. Es la señal de las señales, la manifestación gloriosa del Hijo del Hombre en persona. Notemos que Cristo reitera que su manifestación será vista por todos. Toda tribu sobre la tierra le verá venir en las nubes del cielo. Los estudiosos bíblicos han cavilado por mucho tiempo con relación a cómo será esto posible. Algunos de los Padres de la Iglesia especularon que el mundo entero vería una cruz enorme y resplandeciente que partiría en dos el oscuro cielo. No tenían una idea humanamente factible sobre la manera como un solo evento pudiera ser observado al mismo tiempo por todas las personas del mundo. Los estudiosos más recientes de las profecías bíblicas no han tenido que teorizar demasiado sobre esa cuestión puesto que fácilmente su venida podría ser vista en todo el mundo por medio de la televisión. Sin importar cuál sea la explicación de esto, advirtamos que no se trata de una cruz refulgente o de la gloria shekinah o de cualquier otro símbolo de la presencia de Cristo que aparece en el cielo, sino que se trata de Cristo mismo. Él es la señal de señales. Cuando el sol y la luna se oscurezcan, cuando el temor y el odio que el mundo tiene hacia Dios se hayan elevado a

proporciones sin precedentes, Cristo mismo traspasará de repente todas esas tinieblas de pecado y volverá para lograr su triunfo definitivo. Él viene «sobre las nubes del cielo» (v. 30). Cuando ascendió al cielo, la Biblia habla acerca de «una nube que le ocultó de sus ojos» (Hch. 1:9). Luego aparecieron dos ángeles y les dijeron a los discípulos: «Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo» (v. 11). De este modo se determina que su regreso sea entre nubes. Apocalipsis 1:7 hace eco perfecto de las palabras de Jesús acerca de su venida: «He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá, y los que le traspasaron; y todos los linajes de la tierra harán lamentación por él.» Las tribus de la tierra «lamentarán» su venida más que todo porque sabrán que Él trae juicio para ellas y que ese juicio es justo. Además Él viene «con poder y gran gloria» (Mt. 24:30), lo cual se sobreentiende porque su regreso será la muestra más grandiosa de poder que haya sido visto jamás en la tierra. Zacarías 14:3, 4 la describe en los siguientes términos: «Después saldrá Jehová y peleará con aquellas naciones, como peleó en el día de la batalla. Y se afirmarán sus pies en aquel día sobre el monte de los Olivos, que está en frente de Jerusalén al oriente; y el monte de los Olivos se partirá por en medio, hacia el oriente y hacia el occidente, haciendo un valle muy grande; y la mitad del monte se apartará hacia el norte, y la otra mitad hacia el sur.» Apocalipsis 19 nos presenta un cuadro de esa escena magnífica desde la perspectiva celestial: «Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es: EL VERBO DE DIOS. Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos. De su boca sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. Y en su

vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES. Y vi a un ángel que estaba en pie en el sol, y clamó a gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan en medio del cielo: Venid, y congregaos a la gran cena de Dios, para que comáis carnes de reyes y de capitanes, y carnes de fuertes, carnes de caballos y de sus jinetes, y carnes de todos, libres y esclavos, pequeños y grandes. Y vi a la bestia, a los reyes de la tierra y a sus ejércitos, reunidos para guerrear contra el que montaba el caballo, y contra su ejército. Y la bestia fue apresada, y con ella el falso profeta que había hecho delante de ella las señales con las cuales había engañado a los que recibieron la marca de la bestia, y habían adorado su imagen. Estos dos fueron lanzados vivos dentro de un lago de fuego que arde con azufre. Y los demás fueron muertos con la espada que salía de la boca del que montaba el caballo, y todas las aves se saciaron de las carnes de ellos.» —vv. 11-21 Los ejércitos que acompañan a Cristo en el cielo incluirán sin duda tanto a los redimidos que fueron levantados en vida, como a quienes fueron resucitados de la tumba en el arrebatamiento. Cuando Pablo habla del arrebatamiento, promete que todos los arrebatados van a estar «siempre con el Señor» (1 Ts. 4:17). Muchos pasajes de las Escrituras prometen que cuando Cristo regrese va a traernos con Él: «Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col. 3:4). «Vendrá Jehová mi Dios, y con él todos los santos» (Zac. 14:5). «He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares» (Jud. 14). Notemos que Jesucristo ejecuta de inmediato su santa venganza contra el anticristo y las muchedumbres malvadas. Al anticristo, que es el inicuo, «el Señor [lo] matará con el espíritu de su boca, y [lo] destruirá con el resplandor de su venida» (2 Ts. 2:8). En cuanto al resto de los malvados, serán destruidos con la espada que sale de la boca de Cristo (Ap. 19:21), lo cual posiblemente significa que Él los juzga y castiga con la simple proclamación de la Palabra de Dios. Tanto la bestia como el falso profeta son lanzados vivos al lago de fuego (v. 20). El resto de los muertos quedan en sus tumbas durante todo el reino milenario y son resucitados después para su juicio y expulsión a perdición eterna (20:5, 14, 15).

LA REUNIÓN DE LOS ESCOGIDOS Cristo tiene más trabajo que juicios por hacer cuando se manifieste, porque no será un día de juicio solamente, sino un día glorioso cuando «todo Israel será salvo, como está escrito: Vendrá de Sion el Libertador, que apartará de Jacob la impiedad» (Ro. 11:26). Los escogidos serán reunidos por medios angelicales «de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro» y traídos a la presencia de Cristo (Mt. 24:31). Para los malvados de la tierra, el regreso de Cristo significará su juicio final. Para los escogidos será la consumación de su redención. Zacarías había profetizado este día de juicio y redención mucho tiempo antes: «Y en aquel día yo procuraré destruir a todas las naciones que vinieren contra Jerusalén. Y derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito. En aquel día habrá gran llanto en Jerusalén, como el llanto de Hadad-rimón en el valle de Meguido.» —12:9-11 Al ver con sus propios ojos Aquel a quien Israel rechazó y traspasó, y al darse cuenta plenamente de que Él había sido el Mesías prometido desde un principio, el remanente hará lamento. Pero será una lamentación de corta duración porque el Señor mismo la convertirá en una ocasión de regocijo: «En aquel tiempo habrá un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia» (13:1). «Acontecerá también en aquel día, que saldrán de Jerusalén aguas vivas, la mitad de ellas hacia el mar oriental, y la otra mitad hacia el mar occidental, en verano y en invierno. Y Jehová será rey sobre toda la tierra. En aquel día Jehová será uno, y uno su nombre. Toda la tierra se volverá como llanura desde Geba hasta Rimón al sur de Jerusalén; y ésta será enaltecida, y habitada en su lugar desde la puerta de Benjamín hasta el lugar de la puerta primera, hasta la puerta del Angulo, y desde la torre de Hananeel hasta los lagares del rey. Y morarán en ella, y no habrá

nunca más maldición, sino que Jerusalén será habitada confiadamente.» —14:8-11 Esa es una descripción del reinado milenario que Cristo establecerá de inmediato a partir de su regreso. En Apocalipsis 20 se describe como un tiempo de bendición sin precedentes para el mundo entero durante el cual Satanás es atado y los redimidos viven y reinan con Cristo sobre la tierra. Isaías 11:6-9 describe el reino sobre la tierra en términos más gráficos todavía: «Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán juntas; y el león como el buey comerá paja. Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora. No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar.» Cristo eliminará todas las enfermedades, sequías, inundaciones, cosechas malogradas y el hambre en todo el mundo. Los reveses climatológicos y los desastres naturales serán cosas del pasado. Todas las guerras, conflictos y persecuciones terminarán, y la justicia imperará en todas las cosas. ¿Qué hijo de Dios no anhela ver la llegada de ese tiempo? Siempre se han formulado toda clase de preguntas especulativas acerca del reinado milenario. Por ejemplo, si todos los malvados son eliminados, ¿qué personas van a poblar el mundo? La única opción parece ser que los hijos de los escogidos del remanente que salió con vida de la tribulación van a repoblar la tierra durante el período de mil años.[9] ¿Por qué Satanás es soltado al final del milenio y se le permite engañar de nuevo a las naciones (Ap. 20:7, 8)? La Biblia no lo dice, pero podemos tener plena confianza de que el propósito del Señor es bueno en ese sentido. Sin duda alguna, esto demostrará que incluso en un mundo perfecto, los seres humanos que nacen con corazones corrompidos no pueden evitar de forma indefinida caer en los lazos de la maldad, y que siguen teniendo la necesidad imperiosa de ser redimidos. LA PARÁBOLA DE LA HIGUERA

En el Discurso del Monte de los Olivos, no obstante, Cristo no da muchos detalles acerca del reino milenario. Una vez que ha llegado al punto culminante de su mensaje y ha declarado a los discípulos cuál es la gran señal definitiva que indica el fin del siglo, Él ofrece una breve parábola con el fin de recalcar la lección que les ha estado enseñando: «De la higuera aprended la parábola: Cuando ya su rama está tierna, y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis todas estas cosas, conoced que está cerca, a las puertas. De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta que todo esto acontezca. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.» —Mt. 24:32-35 Se han planteado muchas interpretaciones para tratar de explicar qué quiso decir Jesús aquí. Después de la fundación del moderno estado de Israel fue popular para algunos sugerir que la higuera es una referencia al Israel actual. Por lo tanto, muchos creyeron que a partir del momento en que empezaran a brotarle hojas a la higuera, lo cual correspondía al año de 1948 cuando Israel fue declarado como estado, debía contarse una generación hasta que todas las profecías del Discurso del Monte de los Olivos fueran cumplidas. Para 1988, cuando ya habían pasado los cuarenta años que se consideraban como una «generación» a partir de la fundación de Israel, esa interpretación dejó de ser tan popular. Algunos sugieren que «esta generación» no se refiere a una era en particular sino más bien a la raza judía, empleando la palabra «generación» de manera muy similar a como Jesús la utilizó en Lucas 9:41 y 16:8, para hablar de un pueblo en particular y no de un período cronológico. Esta es una interpretación posible, pero parece que entra en conflicto con el contexto, en el sentido de que Cristo está haciendo una declaración acerca de la rapidez con que se manifestarán todas estas señales. Por supuesto, los preteristas prácticamente fundamentan toda su argumentación en este versículo aislado. Ellos insisten en que es una garantía de que la generación que estaba viva durante el tiempo de Jesús sería la misma generación que habría de ver el cumplimiento pleno de todas estas señales, y lo tratan como la clave para poder descifrar el significado del Discurso del Monte de los Olivos. Pero la mente razonable ve de inmediato

lo insensato que es tratar como alegorías tantos pasajes de las Escrituras simplemente para poder interpretar un solo versículo (v. 34) de manera excesivamente rígida y literal. Sencillamente, no es necesario insistir en que Cristo haya querido decir que todas las señales del Discurso del Monte de los Olivos debieron cumplirse en la generación de su tiempo. Como hemos visto a lo largo de nuestro estudio, hay muchas pistas en el pasaje mismo, incluso las señales cósmicas y la abominación desoladora, que indican que se trata de profecías acerca de la tribulación al final de los tiempos, y no meramente de advertencias históricas para el año 70 d.C. Además, Cristo dice «cuando veáis todas estas cosas, conoced que está cerca» (v. 33). Las señales vienen en un solo paquete y cuando se cumplan en verdad lo harán todas al mismo tiempo. Parece que esa es la intención de esta parábola, así como el comentario que sigue a continuación. Por lo tanto, la interpretación más razonable del versículo 34 es que Cristo nos está diciendo que la generación que esté viva cuando empiecen los verdaderos dolores de parto será la misma generación que verá el alumbramiento. Cuando todas estas cosas sucedan no se extenderán por varias generaciones. De hecho, este es el significado exacto de la parábola de la higuera. Cuando la higuera empieza a florecer, prácticamente pueden contarse los días que faltan para que empiece el verano. De igual forma, a partir del momento en que empiecen las verdaderas señales de contracciones de parto, hay un tiempo fijo para que todas estas señales se cumplan: siete años para ser exactos. El Discurso del Monte de los Olivos abarca un período de tiempo relativamente corto, no una prolongada era escatológica. Y la generación que vea su comienzo será la misma que observe el cumplimiento de todas las cosas predichas por Cristo. Así que, cuando empiecen a darse las señales correspondientes a los verdaderos dolores de parto, cuando sean confirmadas por la abominación desoladora y den paso a las pruebas de la gran tribulación, «cuando veáis todas estas cosas», se sabrá que el regreso de Cristo está «a las puertas». Lo que se quiere mostrar con la parábola no es complicado en absoluto; hasta un niño puede saber que el verano está cerca al observar la higuera. De igual manera, la generación que vea suceder todas estas señales sabrá con certidumbre que el regreso de Cristo está cerca. La exhortación nos recuerda una reprimenda que Cristo les dio a los fariseos en Mateo 16:2, 3: «Cuando anochece, decís: Buen tiempo; porque el cielo

tiene arreboles. Y por la mañana: Hoy habrá tempestad; porque tiene arreboles el cielo nublado. ¡Hipócritas! que sabéis distinguir el aspecto del cielo, ¡mas las señales de los tiempos no podéis!» Quienes reconozcan las señales se darán cuenta de que la venida de Cristo está a las puertas. Los que vivan durante la tribulación pueden tener la confianza absoluta de que Él regresará pronto, a pesar de lo nefasto de las persecuciones o lo convincentes que puedan ser las mentiras de los engañadores, sin importar cuánto parezca que Satanás tiene el control de las cosas y no Dios. En palabras de Cristo: «Ya os lo he dicho antes» (Mt. 24:25). La confiabilidad de sus promesas proféticas está confirmada por la autoridad invariable de la Palabra de Dios. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (v. 35). «La Escritura no puede ser quebrantada» (Jn. 10:35). «Sécase la hierba, marchítase la flor; mas la palabra del Dios nuestro permanece para siempre» (Is. 40:8). Por lo tanto, quienes estén vivos cuando estas señales tengan lugar pueden saber con certidumbre inexorable que sus promesas son verdaderas, y sin importar cuán desesperanzadoras empiecen a verse las cosas en la tribulación, Cristo se levantará al fin como vencedor definitivo sobre sus enemigos.

Siete

¿EN REALIDAD ALGUIEN SABE QUÉ HORA ES? Siempre que se plantea el tema del regreso de Cristo, es inevitable que alguien pregunte: «¿Cuándo van a suceder estas cosas?» Es la misma pregunta que estaba en los labios de los discípulos poco antes que Jesús ascendiera al cielo. Sus últimas palabras para ellos mientras estaba en la tierra establecieron un límite inequívoco que no deberíamos tratar de franquear: «No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad» (Hch. 1:7). No podemos conocer el tiempo exacto porque este asunto compete exclusivamente al Padre. Es una de esas cosas escondidas acerca de las cuales las Escrituras nos instruyen que sean dejadas al fuero secreto de Dios (Dt. 29:29). No es algo que tengamos que descubrir. A lo largo de cuarenta años de predicar la Palabra he notado lo siguiente: siempre que enseño acerca de estos asuntos, alguien me ruega que especule acerca de cuánto tiempo nos queda antes que Cristo regrese. Parece ser un deseo ardiente y universal entre los cristianos el tratar de calcular con mayor precisión cuándo sucederán todas estas cosas. No obstante, Cristo fue claro al considerar tal especulación como un absoluto despropósito: «Pero del día y la hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos, sino sólo mi Padre» (Mt. 24:36). Dios conoce el día y la hora porque Él ya lo ha establecido en su plan soberano. El cuándo y el cómo del regreso de Cristo fueron predeterminados en la sabiduría soberana de Dios, pero los ángeles en el cielo no conocen el tiempo, y hasta Jesús mismo en su humanidad no tenía un conocimiento consciente del tiempo exacto de su regreso (Mr. 13:32).[1] No es más que una desconsideración arrogante de la Palabra de Dios lo que lleva a la gente a pensar que Dios les ha dado pistas suficientes para calcular y establecer el tiempo de la segunda venida. Sencillamente es algo que no nos corresponde saber a nosotros.

Algunos advierten que Cristo ya dio varias señales que indicarán con claridad su regreso. Una de las señales principales, la abominación desoladora, pone a andar el reloj en una catastrófica cuenta regresiva de tres años y medio hasta el regreso final de Cristo. Recordemos que Daniel dijo explícitamente: «Desde el tiempo que sea quitado el continuo sacrificio hasta la abominación desoladora, habrá mil doscientos noventa días» (Dn. 12:11). ¿Acaso no será obvio en el instante mismo cuando ocurra la abominación que el regreso de Cristo tendrá lugar al término de tres años y medio? ¿No es esto precisamente lo que Cristo quiso dar a entender en cuanto a la abominación desoladora? ¿Cómo se puede armonizar esto con la afirmación tajante de Jesús de que nadie conoce el tiempo? Ante todo, a pesar de todas las señales, el día y la hora exactos del regreso de Cristo no se podrán conocer. No hay duda que las señales suscitan con mayor urgencia la diligente vigilancia a medida que se acerca la hora, pero ellas no indican un día u hora exactos. Pese a todas las señales que precederán su venida, cuando Cristo aparezca la mayoría de las personas seguirán sin estar preparadas para recibirle. «A la hora que no penséis, el Hijo del Hombre vendrá» (Lc. 12:40). Pero hay un principio todavía más contundente en estas palabras. «Del día y la hora» es una frase que puede entenderse como una sinécdoque que abarca la cronología entera de la segunda venida. La cuestión acerca de cuándo empezarán a suceder todos estos eventos se deja de forma deliberada en el plano de lo misterioso. Por esta razón, Cristo estaba prohibiendo en términos generales la designación de fechas, al desalentar a los discípulos y también a todos nosotros que vivimos de este lado de la tribulación a que no nos enredemos en conjeturas escatológicas y calendarios con supuestas líneas cronológicas. Él estaba reiterando lo que enseñó de forma invariable siempre que se planteaba el tema de su regreso: «No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones» (Hch. 1:7). Él seguirá insistiendo varias veces en este mismo punto entre Mateo 24:36 y la parte final del Discurso del Monte de los Olivos. «Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor» (24:42). «También vosotros estad preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis» (v. 44). «Vendrá el señor de aquel siervo en día que éste no espera, y a la hora que no sabe» (v. 50). «Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir» (25:13).

En todos esos versículos, los términos «día» y «hora» no se refieren sólo al momento específico de su manifestación final y gloriosa, sino también en un sentido más amplio al marco temporal escatológico en que estos eventos se desarrollarán. Tal profusión de admoniciones requiere un estado general de apresto por parte de todos los creyentes de cualquier edad. Cristo está enseñando expresamente la verdad que estudiamos en el capítulo 2: su venida es inminente. Cuando decimos que su venida es inminente, por supuesto que estamos hablando en términos muy amplios. Su regreso final en gloria no es inminente en el mismo sentido que lo es el arrebatamiento. Sin duda, hay muchas señales que deben anteceder su venida final en gloria con los santos, pero el aspecto del regreso de Cristo que anticipamos ahora mismo es el arrebatamiento, su venida por los santos (1 Ts. 4:16, 17). El traslado de la Iglesia fuera de este mundo dará pie de inmediato a las señales del principio de dolores y del resto de los eventos que Cristo ha descrito hasta ahora en su Discurso del Monte de los Olivos. Por lo tanto, cuando Él declara «no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor» (v. 42), esto se aplica tanto a los que aguardamos el arrebatamiento, como también a las personas que se encuentren en medio de la tribulación en espera de su punto concluyente: la segunda venida. En cierto sentido, el llamado a estar preparados se aplica todavía más a nosotros, porque no existen señales que vayan a preceder el arrebatamiento. En otras palabras, cuando Jesús dice: «Del día y la hora nadie sabe» (v. 36), está enseñando un principio que se aplica no sólo al momento de su venida final en gloria, sino también a todos los aspectos de las profecías bíblicas con respecto a la segunda venida. La advertencia tiene una relación particular con el arrebatamiento, ya que el rapto será como la inauguración de todo el resto de eventos propios de los últimos tiempos que culminarán rápida y definitivamente con el regreso glorioso de Cristo a la Tierra. El llamamiento de Cristo a estar preparados y vigilantes es el tema central que satura todo lo que resta del Discurso del Monte de los Olivos. Todas las cosas hasta este punto han constituido una narración gráfica de eventos que ocurrirán en la tribulación. Lo que queda es la aplicación de esa primera parte del discurso. Algunos podrían verse tentados a circunscribir la aplicación inmediata de la segunda mitad del discurso a la generación todavía futura que quedará atrapada en medio de la gran tribulación. Pero esto sería un gran

error porque es claro que el requerimiento de Cristo se dirige a los creyentes de todos los tiempos. Esto es evidente, tanto por el espíritu como por las palabras que Jesús empleó en sus declaraciones. El principio que Él está enseñando ciertamente se aplica a todos nosotros. Jesucristo exhorta a su pueblo a estar preparado y expectante, bien sea que Él venga o que demore su regreso; la enseñanza es tan pertinente para quienes aguardan mientras se tarda, como lo será para quienes sean testigos de su repentino regreso. La segunda mitad del Discurso del Monte de los Olivos es una convocatoria enérgica y enfocada en una sola cosa: estar preparados. Cada declaración y cada parábola a partir de este punto hasta el final del discurso contribuye a confirmar un mensaje sencillo: estar preparados porque Cristo vendrá cuando menos sea esperado. Aquí Él resalta cuatro virtudes esenciales que los creyentes deben cultivar mientras lo esperan. HUMILDAD En primer lugar, Cristo hace mella de antemano en el orgullo de los que se dedican a fijar fechas. «Pero del día y la hora nadie sabe.» Se requiere cierto grado de humildad para admitir nuestra ignorancia acerca de un punto con una importancia tan fundamental. Por eso es que hay tantos «expertos» en profecía bíblica con su amañado estilo propio que insisten en especular y conjeturar con relación a fechas y tiempos. Su arrojo obstinado para adivinar detalles respecto a un asunto acerca del cual las Escrituras mantienen un decidido silencio, lo único que hace es revelar su propio orgullo. La tendencia que tienen a presentar sus propias suposiciones en términos sensacionalistas es todavía más oprobioso para la causa de Cristo. ¿Por qué razón Dios ha mantenido oculto a toda la Iglesia el tiempo del regreso de Cristo durante casi 2.000 años? Puedo pensar en varias buenas razones para esto. Para empezar, si todo el mundo conociera el tiempo exacto del regreso de Cristo, sin duda muchos estarían tentados a dejar su obediencia para después. Si las personas supieran que les quedan diez años exactos antes del arrebatamiento, muchas de ellas se imaginarían que cuentan con nueve años y medio para pecar, entonces planearían arrepentirse poco antes que Cristo vuelva. (De todas formas, abundan las personas que viven de esa manera.) Otros utilizarían la proximidad del fin de todas las cosas como una excusa para la pereza o la irresponsabilidad. Sin duda, multitudes enteras decidirían

vivir los días que les queden reclinados en cómodas sillas mientras esperan que llegue el fin de todas las cosas. Este tipo de situaciones siempre se da cada vez que un «profeta» moderno anuncia que ha descubierto el secreto del tiempo exacto del regreso de Cristo. Sé de una familia que vendió su casa y todas sus pertenencias para embarcarse en un prolongado viaje de vacaciones porque estaban convencidos que Cristo iba a volver en la fecha establecida por uno de estos supuestos expertos en profecía bíblica. Cuando no regresó en el momento que esperaban, este hombre y su esposa ya habían despilfarrado sus recursos y tuvieron que empezar otra vez desde cero. En el capítulo 8 examinaremos una parábola cuya enseñanza central es que nos cuidemos mucho de esa clase de necedades. Es debido en parte a la misericordia de Dios que el tiempo exacto del regreso de Cristo permanece oculto de nosotros. Si se supiera la hora del regreso de Cristo, ninguna persona, fuera creyente o no creyente, estaría en capacidad de mantener una perspectiva correcta del futuro. Sería imposible pensar o desempeñarse normalmente. Perderíamos el equilibrio necesario que debe darse entre las actitudes de expectación y paciencia, el cual Dios nos manda conservar. Además, resulta innecesario saber el tiempo del regreso de Cristo. Ninguna cosa que Dios nos exige hace imprescindible que sepamos cuándo viene Cristo. De hecho, nuestro deseo debería ser que Él nos encuentre fieles sin importar en qué momento regrese. Si supiéramos por adelantado la hora exacta, entonces nuestra motivación sería puesta en duda y se arruinaría la oportunidad de probar que nuestra devoción por Él es genuina y pura. He aquí una prueba de lo absolutamente innecesario que es para nosotros conocer el tiempo exacto del regreso de Cristo: ni siquiera los ángeles han sido informados en privado acerca de este secreto. «Del día y la hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos.» Como notamos con anterioridad, el relato de Marcos nos suministra el dato adicional de que Jesús mismo no conocía el tiempo: «De aquel día y de la hora nadie sabe, ni aun los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre» (Mr. 13:32). En su sumisión a la voluntad del Padre, el omnisciente Hijo de Dios se abstuvo de traer a su mente humana consciente esa información. ¿Acaso alguien se imagina que Cristo o los ángeles no tuvieran algún interés en el tiempo exacto de los eventos relacionados con la segunda venida? La Biblia nos dice que los ángeles tienen una explicable curiosidad

en relación con las grandes verdades espirituales que Dios no les ha revelado plenamente (1 P. 1:12). Ellos seguramente anhelan conocer esta verdad. Después de todo, van a estar directa y activamente involucrados en esos eventos al final de los tiempos (cp. v. 31). Al igual que toda la creación, aguardan ansiosamente la llegada de ese tiempo, gimen y cumplen sus tareas hasta que vean suceder todas estas cosas (Ro. 8:22, 23). También Cristo mismo debió haber tenido un deseo humano normal de conocer el tiempo de su propio regreso, pero se sometió con humildad a la voluntad del Padre en este asunto al igual que en todo lo demás (Jn. 5:30; 6:38; 8:29). Cristo requiere de nosotros esa misma actitud de humildad, y por esta razón tal actitud constituye el punto de partida para una perspectiva correcta de la segunda venida. ALERTA Cristo también nos llama a ser vigilantes y expectantes. Él asemeja la inminencia de su regreso con el carácter repentino del diluvio de Génesis: «Pero del día y la hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos, sino sólo mi Padre. Mas como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del Hombre. Porque como en los días antes del diluvio estaban comiendo y bebiendo, casándose y dando en casamiento, hasta el día en que Noé entró en el arca, y no entendieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre. Entonces estarán dos en el campo; el uno será tomado, y el otro será dejado. Dos mujeres estarán moliendo en un molino; la una será tomada, y la otra será dejada. Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor.» —Mt. 24:36-42 El diluvio es una ilustración perfecta de lo que Jesús quiere enseñar aquí. La mayoría de las personas en los días de Noé fueron tomadas del todo por sorpresa, no estaban preparadas ni dispuestas en ningún sentido. Cuando llegó el diluvio y al fin se dieron cuenta de lo que sucedía, ya era demasiado tarde para ellos. Así será cuando Cristo vuelva. Sabemos por el Antiguo Testamento que los días de Noé antes del diluvio fueron días cuando la tierra estaba llena de maldad desenfrenada. Génesis 6:5 dice acerca de ese tiempo: «Y vio Jehová que la maldad de los hombres era

mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal.» Por otro lado, lo que Jesús quiere enseñar aquí no tiene que ver en primer plano con la exorbitante maldad que era típica en aquellos días. Cuando Él dice que «estaban comiendo y bebiendo, casándose y dando en casamiento», no está describiendo actividades humanas que fueran inherentemente pecaminosas. Más bien, se trata de actividades cotidianas que la gente realiza en su vida diaria, como es el caso de las bodas que se habían programado celebrar ese mismo día. No hubo para ellos una advertencia preliminar ni un período prolongado de nubes grises que les indicara la proximidad de un juicio divino por medio de las aguas. El diluvio llegó sin algún tipo de señal previa en los cielos, pero se los llevó a todos y quedaron completamente sorprendidos cuando los empezó a cubrir. No obstante, la frase «comiendo y bebiendo, casándose y dando en casamiento» alude a aspectos claramente sensuales de la vida diaria. Las vidas cotidianas de ellos se habían degenerado hasta tal punto que todo lo que les preocupaba era procurar sus intereses mundanos. Su filosofía de la vida era precisamente lo que el apóstol Pablo dijo que podía esperarse de cualquier persona que carezca de la esperanza de la resurrección: «Comamos y bebemos, porque mañana moriremos» (1 Co. 15:32). Se olvidaron por completo de todos los deberes espirituales que tenían porque al dedicarse a saciar sus apetitos sensuales, esos mismos apetitos se convirtieron en el dios al que rendían culto. Esas personas se caracterizaban por una apatía espiritual engendrada por el pecado. Noé vivía en medio de ellos, y Pedro dijo acerca de él por inspiración del Espíritu Santo, que fue un «pregonero de justicia» (2 P. 2:5). Pedro también dice que «una vez esperaba la paciencia de Dios en los días de Noé, mientras se preparaba el arca» (1 P. 3:20). Noé estaba construyendo un arca de grandes proporciones y eso seguramente no fue un secreto para sus vecinos. Él había hallado gracia ante los ojos del Señor y sabía que el diluvio llegaría en algún momento. Su estilo de vida mismo se mantenía en pie como una advertencia para todos los que vivían a su alrededor, y sin duda alguna este «pregonero de justicia» también les hizo muchas advertencias verbales hasta el mismo día cuando el Señor cerró la puerta del arca. Si hubieran prestado atención, si hubieran tenido oídos espirituales para escuchar, habrían captado las muchas advertencias acerca del diluvio que estaba por venir.

No obstante, esa gente desatenta y displicente ignoró por completo a Noé. Prosiguieron con sus vidas tal como lo habían venido haciendo. Sin duda, muchos de ellos vivieron conforme a la misma filosofía de los burladores mencionados en 2 Pedro 3:4: «Desde el día en que los padres durmieron, todas las cosas permanecen así como desde el principio de la creación.» La vida tiene que continuar, pero sólo los necios se imaginan que tiene que continuar para siempre. El que es sabio y escucha con atención se mantendrá preparado aunque no pueda conocer el día y hora exactos. La persona promedio hoy día es inconsciente en extremo con respecto al hecho de que el regreso súbito de Cristo es algo inevitable. Es muy triste que incluso muchos cristianos vivan sin ni siquiera pensar por un instante en la posibilidad de que en cualquier momento podrían encontrarse en la presencia de Cristo. Esa clase de apatía nos hace espiritualmente torpes y perezosos. El objetivo de Cristo en esta segunda mitad del Discurso del Monte de los Olivos es inquietar nuestro corazón con el deseo de estar constantemente alertas y vigilantes mientras esperamos su regreso. Durante la tribulación, toda la humanidad estará más endurecida por el pecado y más insensible espiritualmente que nunca antes. A medida que los eventos de la tribulación se tornen más críticos y apremiantes, y los problemas en la tierra empiecen a afectar los aspectos más sencillos de la vida cotidiana, las personas se empecinarán en ser cada vez más indiferentes frente a las cosas espirituales, y con gran obstinación van a tratar más que nunca de vivir como están acostumbradas a hacerlo. Lo increíble del asunto es que al mismo tiempo que el universo colapsa literalmente a su alrededor, la gente de ese tiempo va a seguir como si nada, «comiendo y bebiendo, casándose y dando en casamiento». Aunque necesitarán acudir con más urgencia al Señor, mayor será su impasibilidad frente a la verdad de Dios. A pesar de que tendrán que sufrir las peores consecuencias imaginables del pecado humano, en su arrogancia no estarán dispuestos a arrepentirse (Ap. 9:20, 21). Todos los trances del principio de dolores, la abominación desoladora y las señales en el cielo no tendrán efecto alguno sobre la mayoría de personas que vivan durante la tribulación. Sus corazones estarán endurecidos frente a la verdad; verán las señales, pero argumentarán que se trata solamente de fenómenos naturales. Oirán el evangelio (Mt. 24:14), pero no prestarán atención al evangelio. Tendrán todas las oportunidades para arrepentirse, pero

se negarán a hacerlo y seguirán «comiendo y bebiendo, casándose y dando en casamiento», tal como ocurrió en los días de Noé. Sin embargo, como ya hemos visto, hay una multitud que se salvará durante la tribulación. Aunque aquel tiempo se caracterizará principalmente por el pecado y la incredulidad, habrá un remanente que será redimido, y Cristo señala que cuando Él regrese su venida tendrá como resultado la separación inmediata e irreversible de los creyentes con respecto a los incrédulos: «Entonces estarán dos en el campo; el uno será tomado, y el otro será dejado. Dos mujeres estarán moliendo en un molino; la una será tomada, y la otra será dejada» (vv. 40, 41). Esta imagen es una comparación con lo sucedido en los días de Noé, cuando la mayoría fueron tomados por el diluvio para ser juzgados, en tanto que ocho almas fueron «dejadas» en la tierra porque fueron salvadas en el arca (1 P. 3:20). De igual forma, cuando Cristo regrese unos serán juzgados y los otros serán salvados. La cuestión acerca de quiénes serán «dejados» y quiénes serán «tomados» es un punto que sigue debatiéndose. Algunos creen que ésta es una referencia al arrebatamiento y que los «tomados» son quienes se salvarán, pero como Cristo no ha dicho nada específico acerca del arrebatamiento a lo largo de todo este discurso, parece que el contexto mismo descarta esa interpretación. El comentarista puritano Matthew Henry propuso una interpretación similar. Él escribió: Él había dicho antes (v. 31), que los escogidos serán juntados. Aquí nos dice que para poder hacer eso, tendrán que poder distinguirse de quienes estuvieron más próximos a ellos en este mundo; los selectos y escogidos serán llevados a la gloria y los otros serán dejados para perecer por la eternidad... Cristo vendrá sin ser buscado ni esperado y encontrará a la gente ocupada con sus quehaceres usuales, en el campo, en un molino; y entonces según que sean vasos de misericordia preparados para la gloria o vasos de ira dispuestos para la ruina, así será para cada uno; los unos serán tomados para reunirse con el Señor y sus ángeles en el aire y estar así para siempre con él y con ellos; los otros serán dejados para el diablo y sus ángeles, los cuales barrerán con todo lo que quede cuando Cristo haya juntado a todos los que le pertenecen.[2]

De acuerdo con esta interpretación, la persona «tomada» es rescatada de la destrucción y la «dejada» se queda para ser juzgada. Me inclino a pensar que Cristo quiso decir que los «tomados» serán llevados lejos para ser juzgados a su regreso, y los «dejados» son personas que quedan en la tierra para tener acceso a su reino. De cualquier forma, el punto es exactamente el mismo y también es la lección que Cristo va a profundizar con la siguiente ilustración: las ovejas serán separadas de los cabritos (cp. 25:32-46). El regreso de Cristo significará la separación repentina y permanente entre los malos y los redimidos. Cristo recalca la urgencia de ser salvo ahora, durante el día de la salvación, porque este día de oportunidad pasará en breve; en otras palabras, la puerta del arca quedará cerrada y sellada por fuera. Esto sucederá sin ninguna advertencia, y las consecuencias serán instantáneas e irreversibles. No permita que esto le tome por sorpresa; manténgase alerta. Cristo lo plantea de una forma ineludible: «Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor» (v. 42). El tiempo verbal en este versículo hace alusión a un estado de vigilancia constante y a cultivar un hábito de expectación anhelante. Aquí no hay lugar para la apatía o la indiferencia. La única perspectiva adecuada para el cristiano es la que se caracterice por la vigilancia ferviente y esperanzada. PREPARACIÓN Con el fin de ilustrar la declaración «no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor», Cristo compara su venida con la irrupción de un ladrón: «Pero sabed esto, que si el padre de familia supiese a qué hora el ladrón habría de venir, velaría, y no dejaría minar su casa. Por tanto, también vosotros estad preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis» (vv. 43, 44). Si no hubiera sido Cristo mismo quien empleara tal expresión, podría parecer casi como un sacrilegio comparar su venida con la intrusión furtiva de un delincuente común. Claro que no puede haber una comparación legítima entre el carácter del ladrón y el Hijo de Dios, quien es absolutamente limpio de pecado. Pero sí existe una metáfora válida y esencial en el carácter secreto y repentino de la llegada de un ladrón, así como una lección secundaria acerca de la sabiduría que debe tener el padre de familia. La doble lección que Jesús quiere enseñar es clara y sencilla: ningún ladrón cuerdo

estaría dispuesto a anunciar previamente su propia llegada, y ningún padre de familia cuerdo deja la casa sin seguro ni protección si supiera que un ladrón viene a cierta hora. Apliquemos esta metáfora en otro sentido: si el padre de familia sabe a ciencia cierta que el ladrón va a venir, aunque no conozca la hora exacta de la llegada del ladrón, seguramente estará en guardia y preparado para cuando llegue en cualquier momento. Nosotros sabemos que Cristo viene. No sabemos a qué hora. Por lo tanto, nos corresponde mantenernos preparados a todas horas. Esta imagen de un ladrón en la noche se repite varias veces en las diversas enseñanzas del Nuevo Testamento acerca de la segunda venida: «Vosotros sabéis perfectamente que el día del Señor vendrá así como ladrón en la noche» (1 Ts. 5:2). «El día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas» (2 P. 3:10). «Si no velas, vendré sobre ti como ladrón, y no sabrás a qué hora vendré sobre ti» (Ap. 3:3). «He aquí, yo vengo como ladrón. Bienaventurado el que vela, y guarda sus ropas, para que no ande desnudo, y vean su vergüenza» (Ap. 16:15). Nótese con cuánta frecuencia se relaciona la imagen del ladrón con el juicio del día del Señor. El carácter súbito, inesperado y definitivo del regreso de Cristo es uno de los factores clave que hace del día del Señor un acontecimiento aterrador; y en lo que respecta a los impíos, la venida de Cristo será exactamente como la de un ladrón: cuando venga va a despojarlos por completo. ¿Cómo deberían prepararse las personas para el regreso del Señor? Él está llamando primero que todo a la preparación del alma. Está urgiendo a las personas para que se reconcilien con Dios, está hablando acerca de separar instantáneamente a los redimidos de los condenados y por esa razón la presteza a que está llamando empieza con la salvación. «Estad preparados» (v. 44) es prácticamente una apelación evangelística para los perdidos. En segundo lugar, Él está llamando a ser fieles a quienes ya están redimidos, y la parábola con que continúa su discurso hace esto más claro todavía. FIDELIDAD

La parábola ilustra la declaración que hay al final del versículo 44 («El Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis»). «¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, al cual puso su señor sobre su casa para que les dé el alimento a tiempo? Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, le halle haciendo así. De cierto os digo que sobre todos sus bienes le pondrá. Pero si aquel siervo malo dijere en su corazón: Mi señor tarda en venir; y comenzare a golpear a sus consiervos, y aun a comer y a beber con los borrachos, vendrá el señor de aquel siervo en día que éste no espera, y a la hora que no sabe, y lo castigará duramente, y pondrá su parte con los hipócritas; allí será el lloro y el crujir de dientes.» —24:45-51 La imagen proyectada por la parábola es bastante obvia. Cristo es representado por el señor, el siervo bienaventurado representa a los creyentes fieles, y el siervo malo a los incrédulos. La vida humana es representada como una mayordomía en la cual se asigna a los siervos la responsabilidad y supervisión del patrimonio del señor. Los «bienes» del señor son metáforas que representan el tiempo, los talentos, los recursos y las oportunidades que Dios deposita en nuestras manos. Todas las cosas que tenemos nos han sido dadas por Dios (1 Co. 4:7). Somos responsables por la manera en que administramos lo que Él nos da, y llegará el momento cuando cada uno de nosotros rendirá cuentas de todo ello (Ro. 14:12). En la parábola, el regreso del señor significa que es tiempo para que los siervos rindan cuentas. El siervo bienaventurado es aquel a quien el señor encontró haciendo lo que le había mandado hacer (Mt. 24:46). Su recompensa consiste en ser puesto a cargo de todos los bienes de su señor (v. 47). Recibe la autoridad necesaria para administrar todas las posesiones del señor. En efecto, se ve elevado a la posición más alta posible de autoridad y privilegio aparte del señor mismo. Eso representa a creyentes a quienes el Señor encuentra fieles. Ellos gobernarán y reinarán con Cristo en el reino (2 Ti. 2:12; Ap. 20:6). Se convierten en herederos con Cristo (Ro. 8:17) que heredan todos los privilegios del reino. Se les otorga el derecho de sentarse con Cristo en su trono (Ap. 3:21). El siervo malo representa a un incrédulo. Notemos que su corazón carece de

cualquier expectativa del regreso del señor; él dice «en su corazón: Mi señor tarda en venir» (v. 48). Es su falta de expectación lo que le da una falsa sensación de seguridad en medio de su conducta perversa. La verdad representada por el siervo malo es una lección muy importante: todos tendrán que rendir cuentas a Dios por los hechos de sus propias vidas, incluso las personas que se niegan a reconocer su existencia misma. Él les dio vida y todas sus posesiones y capacidades, nunca llegaron a tener algo que Dios no hubiera puesto en sus manos. Ellos también son mayordomos suyos aunque hayan sido infieles, y Él tiene todo el derecho de exigir que le rindan cuentas. En la parábola, el señor aparece súbita e inesperadamente, con lo cual encuentra desprevenido al siervo malo. La naturaleza del castigo que el siervo recibe demuestra que representa a un incrédulo porque es castigado severamente con la muerte y consignado al lugar de los hipócritas, acerca del cual Jesús dice que «allí será el lloro y el crujir de dientes» (v. 51). Esa es una referencia inequívoca al infierno (cp. 13:42, 50). Aquí Jesús ha pasado del lenguaje propio de la parábola que trataba acerca de realidades temporales de la tierra, a un lenguaje propio de la eternidad. De esta forma dejó muy claro cuál era el significado de la parábola y destacó la urgencia de la advertencia que estaba dando. «El lloro y el crujir de dientes» es una imagen bastante fuerte que alude a la pesadumbre y los tormentos interminables del infierno. El «lloro» habla de tristeza causada por el remordimiento personal que traen las oportunidades desperdiciadas, la turbación de la conciencia a causa del conocimiento de que la condenación recibida es justa, así como angustia al darse cuenta de que el juicio es definitivo y que el día de salvación ya pasó del todo. El «crujir de dientes» alude a tormento eterno, dolor, perdición y lamento interminables. Cristo recalcó muchas veces el absoluto suplicio del infierno, al mismo tiempo que apremiaba a las personas a huir de la ira venidera por medio de su reconciliación con Dios. En sus descripciones de los tormentos eternos nunca hay un dejo de crueldad sino sólo de la más profunda pesadumbre. Él tampoco ilustra el infierno en términos tan gráficos por razones puramente académicas. Hay un propósito de gracia en los cuadros que presenta del castigo eterno. Él se propone acuciar a sus oyentes a creer mientras siga vigente la oportunidad de hacerlo, y en esta parábola en particular Él está mostrando la insensatez de quienes presumen que el Señor va a demorar su

venida de forma indefinida, con lo cual eliminan la urgencia del mensaje evangélico. Sin embargo, la lección de esta parábola va más allá de un sencillo llamamiento a la fe. También es un llamado a la fidelidad. El siervo bienaventurado (vv. 45-47) es un modelo de la actitud que los creyentes deberían tener en tanto que aguardan el regreso del Señor. Ese siervo se mantuvo ocupado, estaba dedicado a la tarea que le había sido confiada. Fue leal y obediente. Cuando el señor regresó en un momento inesperado, este siervo estaba preparado porque se había mantenido preparado todo el tiempo que su señor estuvo lejos. Su empleador pudo haber regresado en cualquier momento y habría encontrado fiel a este siervo, porque no vio la ausencia de su señor como una oportunidad para declarar un descanso sabático no autorizado para su propio beneficio. Hizo más bien todo lo contrario. Tomó muy en serio su responsabilidad y permaneció constante en la tarea asignada. Consideró la ausencia de su señor como una razón más para mantenerse diligente. Esa mentalidad es la apropiada para el cristiano expectante. La demora de nuestro Señor no significa que su venida haya dejado de ser urgente. Más nos vale no atrevernos a ser laxos o perezosos. Por encima de todo, no podemos perder nuestro sentido de expectación vigilante. Él viene, y aunque puede tardar mucho más todavía, también es cierto que podría volver hoy mismo. De cualquier modo, Cristo debería encontrarnos alertas, preparados y fieles.

Ocho

EL PELIGRO DE LAS EXPECTATIVAS INSENSATAS

La parábola que se encuentra al final de Mateo 24 y la parábola que está al principio de Mateo 25 presentan un contraste muy interesante. Las dos parábolas enseñan lecciones opuestas pero complementarias. La parábola de los siervos (24:45-51) nos enseña a estar preparados para la llegada de Cristo en caso que Él venga antes de lo que pensamos. La parábola de las vírgenes (25:1-13) nos enseña a estar preparados si se da el caso que Él tarde más de lo esperado. Ambas actitudes son absolutamente esenciales para mantener una esperanza bíblica balanceada. Como consideramos en el capítulo anterior, las personas que no mantienen una expectativa con relación al regreso inminente de Cristo se inclinan a desarrollar hábitos espirituales despreocupados. Incluso llegan a obsesionarse con las cosas del mundo mientras son cada vez más apáticos ante las realidades espirituales. El problema también es que el error totalmente opuesto presenta un peligro muy similar. Hay muchas personas que fijan en sus mentes un esquema de tiempo más allá del cual presumen que es imposible que Cristo tarde más en llegar. Tal mentalidad establece una frontera artificial en todos los planes, preparativos y aspiraciones de estas personas, porque no son capaces de ver más allá de la fecha límite que ya han establecido de manera arbitraria. Por lo tanto, tienen una visión incauta e irresponsable del futuro. En efecto, estas personas también imponen un límite falso de tiempo para la esperanza misma, y muchos de los que caen en este error terminan perdiendo el ánimo cuando no ven cumplidas sus expectativas. Hubo una epidemia de expertos en fijar fechas que en las dos décadas pasadas dejó a miles de personas frustradas y con expectativas fallidas. Eso se debe a que, desde un principio, tales expectativas son de por sí insensatas. En ninguna parte la Biblia se nos promete que Cristo tenga que

regresar dentro de los límites de una frontera cronológica que sea conocida por nosotros. De hecho, en reiteradas ocasiones se nos dice que no sabemos el día ni la hora de su venida. Esa verdad se afirma de manera explícita en cinco ocasiones en el Discurso del Monte de los Olivos (24:36, 42, 44, 50; 25:13). Por eso resulta ser una absoluta insensatez fijar un marco de tiempo en nuestra mente y vivir conforme a la suposición de que es imposible que Cristo tarde en venir más allá de esa fecha límite. Sin embargo, quienes se atreven explícitamente a fijar fechas no son los únicos que cometen este error. Conozco personas que están llegando a su edad de jubilación en esta época y que no cuentan con ahorros o pensiones de cualquier tipo debido a que en las décadas de los sesenta y los sesenta estuvieron leyendo los libros populares de entonces en los cuales se daba a entender que el arrebatamiento tendría lugar dentro de los siguientes veinte años, si es que no ocurría antes. Estas personas habían sido testigos de la formación de Israel como estado nacional y percibieron la intensificación de hostilidades entre las superpotencias mundiales, muchas de las cuales estaban enfocadas en el medio oriente. De forma constante prestaron atención a autoproclamados expertos en profecía bíblica que hablaban del «cumplimiento» de ésta o aquella señal bíblica, y en su ingenuidad llegaron a la conclusión de que era imposible que alcanzaran su edad para jubilarse antes del arrebatamiento, de modo que ni siquiera se prepararon para cualquier otro escenario posible. Nunca se les ocurrió que Cristo podía tardar más de lo que habían proyectado conforme a la visión que adoptaron. Por el propio testimonio de ellos, muchas de las personas que propagan el hiperpreterismo en la actualidad que niega cualquier posibilidad de un regreso de Cristo en el futuro, son personas que alguna vez devoraron todos los libros acerca de profecía bíblica con mayores éxitos de venta y que tenían en ese entonces la plena certeza de que Cristo regresaría antes del final de este milenio. Todos ellos quedaron amargamente desilusionados cuando sus expectativas resultaron ser infundadas. Es precisamente en contra de esa clase de vanas expectativas que esta parábola hace una clara advertencia. Por supuesto que la esperanza en el regreso de Cristo no es vana en sí misma. Como hemos visto a través de nuestro estudio de la segunda venida, tener una mentalidad de expectación constante y esperanza imperturbable en su venida inminente es exactamente lo que las Escrituras requieren de

nosotros. Pero presumir que sabemos cuándo viene Cristo o condicionar nuestros planes y preparación para el futuro conforme al dictamen de un marco cronológico aproximado dentro del cual Él debe regresar con toda seguridad, no es más que tener expectativas insensatas. Con todo el énfasis de Jesús en la inminencia de su venida y la urgencia de mantenerse preparados, Él no deja de recalcar la verdad que mantiene el equilibrio: los cristianos fieles no deben dejar de ser pacientes, aun si Él tarda más de lo que creamos factible. Todos deberíamos mantenernos siempre preparados al mismo tiempo que nos alistamos para el futuro y seguimos viviendo nuestra vida mientras le aguardamos. No estaremos demostrando nuestra presteza ante su venida al subirnos a una colina de algún lugar para esperar pasivamente que se manifieste. Mientras esperamos, hemos de seguir cumpliendo todas nuestras tareas y ocupaciones en la tierra con perseverancia, paciencia y devoción anhelante, sin caer en la desesperación ni perder nada de nuestra esperanza en caso de que Él retrase su venida. Jesús ilustra este punto con una parábola que alude a una ceremonia de bodas: «Entonces el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes que tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran prudentes y cinco insensatas. Las insensatas, tomando sus lámparas, no tomaron consigo aceite; mas las prudentes tomaron aceite en sus vasijas, juntamente con sus lámparas. Y tardándose el esposo, cabecearon todas y se durmieron. Y a la medianoche se oyó un clamor: ¡Aquí viene el esposo; salid a recibirle! Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron, y arreglaron sus lámparas. Y las insensatas dijeron a las prudentes: Dadnos de vuestro aceite; porque nuestras lámparas se apagan. Mas las prudentes respondieron diciendo: Para que no nos falte a nosotras y a vosotras, id más bien a los que venden, y comprad para vosotras mismas. Pero mientras ellas iban a comprar, vino el esposo; y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas; y se cerró la puerta. Después vinieron también las otras vírgenes, diciendo: ¡Señor, señor, ábrenos! Mas él, respondiendo, dijo: De cierto os digo, que no os conozco. Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir.» —Mt. 25:1-13

Encontramos aquí una ceremonia nupcial nocturna donde todo parece salir mal. El novio está retrasado. Las damas de honor se quedan dormidas. Las lámparas se apagan. La mitad de los acompañantes en la fiesta de bodas se pierde el comienzo de la ceremonia y termina afuera debido a que el novio mismo les prohibe la entrada. ¿Acaso podríamos imaginar una boda más desastrosa? Sin embargo, cada fase de este aparente fiasco nupcial plantea una clara lección acerca de la venida del Esposo celestial. EL ESPOSO TARDA EN LLEGAR La primera cosa que nos llama la atención es la llegada tardía del novio. No se explica la razón de su tardanza, pero parece que venía de recorrer una larga distancia. Quizás el estado del tiempo u otras circunstancias le impidieron llegar a la hora anticipada. Sin importar cuál sea la razón para su demora, llega más tarde de lo que cualquier persona hubiera pensado posible. De hecho, es probable que pareciera como si no fuera a hacerse presente en absoluto. Incluso los asistentes a la fiesta de bodas se quedaron dormidos mientras le esperaban, y no llegó sino hasta la medianoche, varias horas después del tiempo habitual para una ceremonia de bodas. No se trató en absoluto de un desaire intencional; sencillamente tardó en llegar (v. 5). Fue más bien un retraso inevitable de alguna clase. Debido a su determinación para proseguir con la ceremonia tan pronto como llegó, podemos deducir que su demora no se debió a alguna indecisión de su parte con respecto a los planes de matrimonio. La prolongada tardanza no indica una falta de entusiasmo en cuanto a la fiesta de bodas ni sugiere alguna defección en su amor por la novia. Sin duda alguna, tuvo buenas razones para el retraso, aunque sus razones específicas no se mencionan como parte de la parábola. Cualquier novio que se demore tanto para presentarse a una boda moderna en nuestra cultura, sin duda encontraría al llegar que todos se fueron a sus casas y la boda quedó cancelada y punto; pero aquí se trató de un tipo diferente de ceremonia matrimonial al que no estamos acostumbrados en nuestra cultura occidental moderna. Recordará nuestra consideración en el capítulo 1 acerca de los matrimonios en los tiempos bíblicos. El matrimonio judío típico era un acontecimiento que se llevaba a cabo en tres etapas claramente distanciadas por varios meses. El

primer paso consistía en establecer un contrato legal de compromiso, que por lo general era arreglado y convenido por los padres, y sellado con el pago de una especie de dote o prenda por la novia. El segundo paso era el período en que la pareja estaba oficialmente desposada, el cual se inauguraba con una ceremonia pública en la que se intercambiaban votos y obsequios. El período en que permanecían desposados podía durar tanto como un año, tiempo durante el cual el esposo tenía la responsabilidad de demostrar que podía ganarse la vida y sostener una familia. El esposo también hacía uso del período en que estaban desposados para edificar una casa donde ambos pudieran empezar su vida de pareja. Mientras estuvieran desposados, el matrimonio equivalía a contraer lazos definitivos y únicamente podía disolverse por medio de un divorcio, incluso a pesar de que la unión física de la pareja no estaba consumada. El tercer paso consistía en un banquete de bodas que, por lo general, se celebraba en la casa de la novia. Sólo después del banquete de bodas era que la novia iba al hogar preparado por su esposo y en ese momento la unión podía consumarse definitivamente. La ceremonia específicas que se describe en la parábola es el banquete de bodas, la etapa final en las festividades matrimoniales de la época. Los banquetes de bodas eran celebraciones comunitarias que muchas veces duraban hasta una semana entera. Al comienzo de la celebración, el futuro esposo y sus acompañantes iban a la casa de la novia. Su llegada era un acontecimiento solemne que debía ser anunciado por las damas de honor. A ellas les tocaba salir al encuentro del esposo y escoltarlo en el último trayecto hasta llegar a la casa de la novia. Sin embargo, por el camino todos los asistentes a la fiesta de bodas se sumaban al desfile por las calles de la comunidad y proclamaban a todos que la fiesta de bodas estaba a punto de empezar. Tales ceremonias se realizaban con frecuencia de noche; por esa razón las que acompañaban a la novia portaban antorchas que alumbraban el camino y engalanaban la procesión. Era frecuente, sobre todo si el novio venía de una gran distancia, que no se conociera por adelantado y a ciencia cierta el tiempo exacto de su arribo. Todos los miembros de la comunidad estaban enterados de la inminencia de una fiesta de bodas y también sabían que la llegada del novio sería la señal oficial del inicio de la boda; pero esperar al novio, en especial si le era necesario recorrer cierta distancia, podía terminar siendo un asunto extenuante. Por esa razón, la gente continuaba realizando todas sus

ocupaciones habituales hasta que se escuchaba la procesión festiva de los asistentes a la boda. Ese era al anuncio oficial a toda la comunidad de que el novio había llegado por fin y el banquete iba a empezar. En cualquier cultura, la medianoche se considera como una hora bastante inoportuna para empezar una fiesta de bodas. Incluso en el tiempo de Jesús es muy probable que la mayoría de los banquetes de bodas se pospusieran automáticamente hasta el día siguiente en caso de que el novio no hubiera llegado antes de la medianoche. En la mayoría de casos, en lugar de presentarse a la medianoche, es posible que el novio prefiriera pasar la noche en las afueras del pueblo, y postergar algunas horas más su llegada a la casa de la novia con el fin de terminar su travesía en un momento en que la gente estuviera despierta y de buen ánimo para participar en la procesión. No obstante, el esposo que protagonizó esta parábola ya había esperado bastante tiempo para poder estar con su novia. Puesto que había tenido un retraso inevitable en su camino a la fiesta de bodas, no estaba dispuesto a posponer el banquete un sólo instante por cualquier razón que se presentara. Es probable que hubiera enviado mensajeros delante de él para informar a los asistentes a la boda que había sufrido un retraso, pero que apenas llegara la boda procedería sin importar la hora que fuese. Si eso implicaba que asistieran menos invitados porque la mayoría estarían dormidos en sus casas, que así fuera; pero el esposo tenía el derecho de esperar que los asistentes a su boda fueran lo bastante fieles como para mantenerse despiertos y vigilantes de su llegada. El mensaje central de esta parábola es obvio: Cristo viene. Puede ser que tarde más de lo que esperamos, de modo que necesitamos hacer preparativos en caso de que eso ocurra. También debemos permanecer alerta, incluso si parece que tarda mucho en llegar, porque cuando Él llegue no habrá más retrasos ni segundas oportunidades. En otras palabras, la verdadera preparación para el regreso de Cristo no incluye sólo la esperanza de que Él habrá de manifestarse pronto, sino también la paciencia para esperar fielmente y sin perder la esperanza, de tal modo que sin importar cuánto se demore, permanezcamos fieles, atentos y expectantes. LAS DAMAS DE HONOR SE ADORMECEN De nuevo, con el fin de entender el móvil de esta parábola, debemos realizar

nuestro mejor esfuerzo para verlo en el contexto de la cultura judía del siglo I. Cuando esto se oye por primera vez en oídos occidentales modernos, suena como si el novio fuera un mentecato que arruinó la boda al llegar tan tarde. No obstante, dado el contexto cultural, es claro que el novio era quien más anhelaba la celebración de la boda. A pesar del retraso inevitable que sufrió, estaba dispuesto y deseoso de proseguir con la boda sin importar lo avanzado de la hora. Las acompañantas de la novia fueron quienes estropearon la ceremonia. Estas damas de honor son llamadas «vírgenes» porque, según la costumbre, siempre debía tratarse de jovencitas castas que nunca se hubieran casado. Eran diez en total. Según los parámetros de nuestra cultura, esta sería una compañía de bodas muy numerosa, pero es probable que en las bodas de aquel tiempo diez acompañantas fuera lo mínimo. Conforme a un principio similar, se requería un mínimo de diez hombres para establecer una sinagoga, diez testigos eran un requisito para sellar cualquier contrato de importancia (cp. Rt. 4:2), y siempre había diez personas presentes como testigos en cada ceremonia de circuncisión. Las damas de honor representan en esta parábola a los creyentes profesos. Nótese que todas ellas son tomadas por sorpresa con la llegada del novio después de una tardanza tan prolongada, y sólo la mitad del grupo está preparado para recibirle en cualquier sentido apenas llegue. Las otras cinco no estaban preparadas en absoluto para su llegada, por lo que él les prohibió tener acceso a la fiesta de bodas. Las cinco damas de honor que estaban preparadas para la llegada del novio representan a los creyentes verdaderos. Las cinco insensatas representan a cristianos profesos cuya esperanza en la venida de Cristo, al igual que la «fe» que profesan, es sólo superficial, temporal y artificial. En otras palabras, las cinco vírgenes insensatas representan a personas que no conocen al Señor en verdad (cp. v. 12). Sus expectativas con respecto a Cristo no se fundan en las Escrituras; por eso las expectativas que tienen nunca se ven cumplidas, y cuando esto ocurre sufren un naufragio espiritual que trae como resultado su falta absoluta de preparación para salir al encuentro de Cristo cuando finalmente se manifieste. Podríamos decir que la lámpara llevada por cada virgen ilustra su identidad exterior con Cristo o su testimonio para Él. En la imagen propia de esta parábola, aquellas cuyas lámparas se apagan y no pueden encenderse de

nuevo por falta de aceite, simbolizan a personas que dejan de perseverar en la fe y por ende están demostrando que de todas maneras nunca fueron redimidas (cp. 1 Jn. 2:19). Algunos se adelantan a sugerir que el aceite representa la gracia salvadora de Dios. (Otros dicen que el aceite es la Palabra de Dios, y la luz emitida por la antorcha es el fulgor del evangelio.) Pero en realidad no es necesario columbrar el significado de todos los detalles de la parábola. De hecho, nunca es sabio tratar de exprimir demasiado significado a partir de los detalles secundarios de una parábola. Las parábolas no son alegorías en las que cada rasgo tenga algún tipo de sentido simbólico o místico. Las parábolas son más bien ilustraciones sencillas, y en la mayoría de casos transmiten una sola lección central cuyo punto único y principal corresponde al precepto enseñado mediante la parábola, el cual no se encuentra en sus detalles secundarios. Muchas personas se esfuerzan tanto en extraer significado a partir de algunos de los detalles propios de cada parábola, que se pierden por completo la lección primordial y más sencilla que ilustran. En esta parábola, la lección es completamente franca y directa: puesto que no conocemos el tiempo, Cristo puede venir más tarde de lo que creemos. Estemos preparados en caso de que Él tarde en llegar. Las «lámparas» de que se habla en la parábola son en realidad antorchas. El término griego es lampas. Es la misma palabra a partir de la cual se deriva la palabra lámpara en español, pero en el Nuevo Testamento alude normalmente a una antorcha. (cp. Jn. 18:3, donde phanos se emplea para referirse a «linterna» y lampas es «antorcha». Luchnos era el término propio del Nuevo Testamento para referirse a una lámpara como tal.) Se trataba de antorchas ceremoniales que se utilizaban para fines decorativos y también para alumbrar. Se hacían con palos largos y pintados de colores, envolviendo con firmeza una mecha de tela en uno de sus extremos, la cual se saturaba con aceite y ardía con un brillo bastante pronunciado. Cuando se consumía el aceite, la tela seguía ardiendo aunque sin llama, hasta que, finalmente, se apagaba del todo. Por esta razón era importante mantener las antorchas bien empapadas de aceite. La mitad de las damas de honor en esta parábola fueron «prudentes» porque trajeron consigo frascos llenos de aceite extra en caso de que sus antorchas necesitaran combustible adicional. No obstante, cinco de ellas eran «insensatas» porque no pensaron en la posibilidad de que tuvieran la

necesidad de mantener sus antorchas encendidas por más tiempo del esperado, por lo que no trajeron aceite de reserva. Es probable que las antorchas ya tuvieran un suministro de aceite suficiente para la procesión matrimonial por las calles, de modo que las vírgenes insensatas no habrían tenido necesidad de conseguir combustible adicional si la ceremonia hubiera comenzado más temprano. Pero al avanzar la noche y hacerse más espesa la oscuridad, es evidente que las damas de honor utilizaron sus antorchas para proveerse de luz en tanto que esperaban. No es difícil imaginarse una compañía de jóvenes adolescentes y un tanto frívolas, esperando la boda de su amiga y gastando a su antojo el aceite de las antorchas ceremoniales mientras charlaban hasta bien entrada la noche. Lo que pasó luego fue que empezaron a sentir sueño y se durmieron. La hora estaba muy avanzada y es comprensible que se sintieran fatigadas. Esto no debería interpretarse como simple pereza. Sin embargo, ya que sabían con certeza que el esposo llegaría en cualquier momento, aunque inseguras acerca de cuándo sería su arribo, alguna de ellas debió quedarse vigilando para anunciar su llegada a las otras. No había excusa para que toda la compañía de bodas se quedara sin prestar atención al evento, pero el hecho es que «cabecearon todas y se durmieron» (v. 5), incluso las vírgenes prudentes. LAS LÁMPARAS SE APAGAN Estando profundamente dormidas, las damas de honor fueron despertadas por un anuncio en voz alta y a la medianoche: «¡Aquí viene el esposo; salid a recibirle!» Ellas sabían que este anuncio se daría en cualquier momento porque se habían reunido en la casa del esposo para aguardar este acontecimiento en particular. De repente, llegó el momento para dar inicio a la procesión de bodas. Ellas sabían que llegaría en cualquier momento y debieron haber estado preparadas, pero ninguna de las vírgenes estaba completamente preparada. «Todas aquellas vírgenes se levantaron, y arreglaron sus lámparas» (v. 7). Las lámparas debían estar arregladas y listas para la ceremonia, pero es evidente que las habían dejado encendidas todo el tiempo y se fueron apagando lentamente mientras ellas dormían. Para arreglarlas era necesario arrancar los pedazos de tela carbonizada y empapar la antorcha en aceite fresco para encenderla de nuevo. No fue sino hasta ese momento trascendental que las vírgenes insensatas se

dieron cuenta de su tremendo dilema. No tenían aceite ni medios para encender de nuevo sus antorchas apagadas. No habían pensado en lo que podría suceder si el esposo tardaba en llegar y sus antorchas se apagaban. Ahora él había hecho su aparición repentina y ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto. Las vírgenes insensatas estaban desesperadas y trataron de obtener aceite de las prudentes. Quizás esto habría sido viable si solamente una de ellas careciera de aceite, pero era a la mitad de las damas de honor que les faltaba aceite. Si todas hubieran intentado compartir entre ellas el aceite disponible, sencillamente no habría habido suficiente cantidad para encender todas las antorchas (v. 9). Una antorcha con poco combustible apenas daría una luz fluctuante y escasa, pero para la procesión nocturna de una fiesta de bodas se requerían antorchas refulgentes, de modo que las vírgenes prudentes urgieron a las otras: «id más bien a los que venden, y comprad para vosotras mismas» (v. 9). Las tiendas donde se vendía aceite por lo general eran casas de familia con una fachada de almacén. A esa hora las vírgenes habrían tenido que buscar un mercader a quien pudieran despertar y que accediera a venderles aceite, a pesar de tener el negocio cerrado a esas horas de la noche. Se encontraban en un dilema irremediable y sin salida. Si les faltaba aceite no podían participar de la procesión, pero si iban a conseguir el aceite se perderían la llegada del esposo. Decidieron optar por esto último, tal vez al pensar que el novio pudiera ser persuadido para esperar a que ellas regresaran antes de reanudar la procesión. LA MITAD DE LA COMPAÑÍA DE BODAS SE PIERDE LA CEREMONIA Cuando el esposo llegó, parece que no estuvo dispuesto a retrasar la boda por más tiempo con la única razón de acomodar a cinco vírgenes insensatas. Para el tiempo en que ellas finalmente pudieron regresar, la fiesta de bodas ya estaba transcurriendo. «Y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas; y se cerró la puerta» (v. 10). En otras palabras, cuando las vírgenes insensatas volvieron después de conseguir el aceite de la medianoche, se enteraron de que ya se habían perdido la procesión, que era la parte que les correspondía hacer, y que ahora también se estaban perdiendo la fiesta. El banquete había empezado hacía tiempo y la puerta cerrada impedía por completo su entrada. Tras perder su parte en la ceremonia seguían esperando ser incluidas en la fiesta, por lo que comenzaron a rogarle al esposo que las

dejara entrar. El problema es que ellas ya habían arruinado la procesión ceremonial y él no estaba dispuesto a permitir que también interrumpieran el banquete. «Mas él, respondiendo, dijo: De cierto os digo, que no os conozco» (v. 12). De este modo, fueron excluidas de la celebración en la que debieron haber participado, por su propia falta de preparación y por la insensatez de sus corazones. Habían dado por sentado que el esposo llegaría temprano y no estuvieron preparadas para su retraso. Perdieron por completo el enfoque de su misión y quedaron dormidas cuando debieron permanecer vigilantes, así que cuando al fin se despertaron ya era demasiado tarde. Todas estas cosas sirven para ilustrar cuán insensata es la actitud de no estar preparados en caso de que el Esposo celestial demore su regreso. Las vírgenes insensatas representan a personas que profesan tener fe en Cristo pero que, en realidad, no están preparadas para esperar y velar por Él si esto implica mantener un compromiso hasta el final. Puede ser que se sientan emocionadas y hagan comentarios entre sí con respecto al regreso del Señor, siempre y cuando tengan la idea de que va a tener lugar dentro de muy poco tiempo, pero no están preparadas para esperar pacientemente si Él tarda en venir más de lo que esperan. Se cansan demasiado pronto mientras el Esposo tarda en llegar y pierden su expectación vigilante. Se desaniman con facilidad o se vuelven perezosas espiritualmente, hasta llegar al punto en que al fin de cuentas pierden toda esperanza. La parábola también cumple la función de recordarnos el hecho de que muchas personas que se consideran a sí mismas seguidores de Cristo y que profesan conocerle, no tendrán permiso de entrar al cielo cuando llegue el final de los tiempos. Cristo hizo advertencias con respecto a esto durante su ministerio terrenal. Las cinco vírgenes que fueron excluidas de la fiesta de bodas representan a personas que en el juicio final van a insistir en que debe permitírseles la entrada al cielo, pero sólo para que Cristo las deje decididamente fuera y con las escalofriantes palabras: «Nunca os conocí.» Él mismo presentó otra imagen por el estilo mediante el uso de un lenguaje marcadamente similar en Lucas 13:24-28: «Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán. Después que el padre de familia se haya

levantado y cerrado la puerta, y estando fuera empecéis a llamar a la puerta, diciendo: Señor, Señor, ábrenos, él respondiendo os dirá: No sé de dónde sois. Entonces comenzaréis a decir: Delante de ti hemos comido y bebido, y en nuestras plazas enseñaste. Pero os dirá: Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de mí todos vosotros, hacedores de maldad. Allí será el llanto y el crujir de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros estéis excluidos.» Trate de imaginarse el intenso terror que llenará el corazón y la mente de las personas que creían tener asegurada la eternidad por el simple hecho de profesar su fe en Cristo o realizar ciertas obras en su nombre, o por haberse asociado con su pueblo al hacerse miembro de alguna iglesia o algún otro tipo de adhesión meramente externa. La situación de ellos será sin salida, incurable e irreversible. Cristo ilustró vívidamente la escena casi al final del Sermón del Monte: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad.» —Mt. 7:21-23 Las cinco vírgenes insensatas en esta parábola son la epítome de todas las personas que, sin esperarlo, serán tomadas por sorpresa en este juicio que significará su destrucción. Incapaces de mantener cualquier esperanza tras no ver cumplidas sus insensatas expectativas iniciales, estas personas se apartan del Señor, o bien cayendo en el letargo espiritual, o bien consumiendo toda su atención y energía en cosas inmediatas y superficiales, no en las que tienen valor eterno. El hecho de perder la paciencia y no mantenerse preparadas mientras el Esposo demora su llegada, les costará todo. Jesús hizo serias advertencias en contra de esta tendencia específica: «Mirad también por vosotros mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día. Porque como un lazo vendrá sobre

todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra. Velad, pues, en todo tiempo orando que seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar en pie delante del Hijo del Hombre.» —Lc. 21:34-36 Puede ser que la parábola de las diez vírgenes haya sido para los discípulos una insinuación de que Cristo no regresaría tan pronto como esperaban (cp. Lc. 19:11). De todas maneras, es poco probable que alguno de ellos tuviera previsto que Él se tardara 2.000 años en volver. En un sentido muy parecido, hoy día parece sin duda que el regreso de Cristo debe estar a la vuelta de la esquina, incluso ya a las puertas, pero en medio de toda la especulación sensacionalista acerca del regreso de Cristo, necesitamos recordarnos a nosotros mismos que, en realidad, no sabemos el día ni la hora. Cristo aún podría tardar más de lo que imaginamos posible, y si lo hace, necesitamos permanecer vigilantes y expectantes al mismo tiempo que nos mantenemos ocupados y seguimos fieles en la obra que Él nos ha puesto para hacer. El Señor todavía tiene otra parábola que darnos en el Discurso del Monte de los Olivos, y es una parábola que trata precisamente sobre ese aspecto de tener una perspectiva correcta de la segunda venida: mantenernos ocupados y fieles durante su ausencia.

Nueve

LA TRAGEDIA DE LA OPORTUNIDAD DESPERDICIADA

Mientras esperamos que el Señor regrese, no podemos estar de puntillas a cada momento en espera de que aparezca. La vida debe continuar su curso y esta es la lección central de la parábola de las diez vírgenes: Cristo podría demorar su regreso, y si es así debemos mantener nuestra esperanza, seguir velando, al mismo tiempo que continuamos sirviéndole con fidelidad. Las personas que no cuentan con la posibilidad de que el Señor tarde más de lo que tenemos anticipado, tarde o temprano se verán atrapadas por el evento para el cual no estuvieron preparadas, cuando el futuro para el cual no hicieron planes las tome por sorpresa. Cuando el Señor regrese, como va a suceder, quedarán avergonzadas (cp. 1 Jn. 2:28). La única manera en que podemos estar seguros de estar preparados para el regreso del Señor es mantenernos preparados día tras día. El sentido común debería enseñarnos que, de todos modos, esta es la única perspectiva correcta que se puede tener del futuro. Después de todo, ninguno de nosotros sabe cuándo va a morir y esto podría suceder en cualquier momento, incluso si el Señor retrasa su regreso una generación más. Necesitamos estar preparados para la muerte como para el regreso del Señor, porque de cualquier modo tendremos que enfrentar un juicio inmediato. «Está establecido para los hombre que mueran una sola vez, y después de esto el juicio» (He. 9:27). Si nos mantenemos preparados para el regreso del Señor, también estaremos listos para enfrentar la muerte. Entretanto, deberíamos llevar nuestra vida, realizar nuestro trabajo y hacer planes para el futuro con sabiduría y discreción basadas en el temor de Dios. Quienes piensan que el regreso inminente del Señor suprime la necesidad de trazar planes prudentes, no entienden lo que las Escrituras demandan de nosotros. La necesidad de planear con prudencia es un tema constante en la Biblia.

«Por la mañana siembra tu semilla, y a la tarde no dejes reposar tu mano; porque no sabes cuál es lo mejor, si esto o aquello, o si lo uno y lo otro es igualmente bueno» (Ec. 11:6). Con frecuencia escuchamos a miembros de iglesias que sufren de complejo de superioridad y desprestigian la planificación para el futuro como si fuera algo antagónico al «andar por la fe», pero en las Escrituras lo que esas personas creen que es «fe» se considera una insensatez. Jesús dijo: «Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla? No sea que después que haya puesto el cimiento, y no pueda acabarla, todos los que lo vean comiencen a hacer burla de él, diciendo: Este hombre comenzó a edificar, y no pudo acabar» (Lc. 14:28-30). Es correcto hacer planes, preparativos y estrategias para el futuro. Salomón escribió: «El que recoge en el verano es hombre entendido; el que duerme en el tiempo de la siega es hijo que avergüenza» (Pr. 10:5). En particular, nos resulta esencial que permanezcamos diligentes, trabajando con empeño y siendo ingeniosos mientras aguardamos el regreso del Señor. El hecho de que Cristo pueda volver en cualquier momento no es una excusa para dejar de hacer o renunciar a lo que Dios nos ha llamado a ser y a hacer. Es posible que el día esté muy cerca de nosotros, pero ahora no es el tiempo de recoger nuestros enseres y retirarnos de todo servicio cristiano para sentarnos a esperar que el Señor se manifieste. Todo lo contrario. El conocimiento de que Cristo podría volver en cualquier momento constituye un gran incentivo para trabajar con mayor tesón, ser mucho más diligentes y mantenernos fieles en el cumplimiento de nuestras tareas. El día de la oportunidad puede estar a punto de acabarse y, ciertamente, el tiempo se acerca cada vez más, por lo cual más nos vale no atrevernos a desperdiciar la oportunidad que tenemos en nuestras manos. Debemos atender a las palabras de Jesús, quien nos dice: «Aún por un poco está la luz entre vosotros; andad entre tanto que tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas; porque el que anda en tinieblas, no sabe a dónde va. Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz» (Jn. 12:35, 36). Las dos parábolas que acabamos de examinar (la parábola de los dos siervos en Mateo 24:45-51, y la parábola de las diez vírgenes en 25:1-13), tratan acerca de la tragedia que constituye la oportunidad desperdiciada. Ahora nuestro Señor pasa a profundizar en este tema con la tercera parábola de este

grupo de parábolas trípticas que forman parte del Discurso del Monte de los Olivos. Así hemos llegado a la conocida parábola de los talentos (25:14-30), en la que un hombre acaudalado se va de viaje, tras dejar a cada uno de sus siervos una cierta cantidad de talentos para que los administran hasta su regreso. Dos de los siervos invierten sus talentos y duplican los recursos que les fueron dados. El tercero de ellos entierra su talento y no hace algo productivo con él. La imagen presentada por la parábola es bastante similar a la situación de los dos siervos al final del capítulo 24, la cual ya hemos examinado.[1] Esta parábola y las dos que la anteceden completan todo el cuadro de lo que significa estar preparados para el regreso de Cristo. La parábola de los dos siervos nos enseña a mostrar nuestra preparación para el regreso de Cristo con una actitud de vigilancia expectante por Él. La parábola de las vírgenes nos urge a probar nuestra diligencia para Cristo mediante la espera paciente. Esta parábola nos enseña a mantenernos preparados para Él por medio del trabajo diligente. Lamentablemente, gran parte de las enseñanzas populares acerca del regreso del Señor plantean un desequilibrio entre esas tres actitudes necesarias. Los enfoques sensacionalistas de la profecía bíblica hacen uso de la pomposidad y la exageración para motivar a las personas a mantenerse vigilantes, pero, en el proceso, los aspectos de espera y trabajo quedan sin ser atendidos de manera adecuada. Donde se recalca la expectación, falta la paciencia y, francamente, todos tenemos dificultad para mantener ese equilibrio tan necesario. Esa es la razón por la cual Cristo se esmeró tanto en ilustrar cada una de las perspectivas necesarias que se equilibran mutuamente. Es evidente que, para la iglesia primitiva, también fue una lucha el mantener un equilibrio adecuado. El apóstol Pablo tuvo que corregir un desequilibrio que se había presentado en la iglesia de Tesalónica. Allí los creyentes habían escuchado que el Señor venía pronto; muchos de ellos lo esperaban de pronto, lo cual ocasionó que se volvieran negligentes e indisciplinados en su vida diaria. Es evidente que algunos dejaron de trabajar en absoluto, convirtiéndose en personas entremetidas y gravosas que perturbaban seriamente al resto de la iglesia. En 2 Tesalonicenses 3:10-15, Pablo los reprendió con severidad y le ordenó al resto de la iglesia que los disciplinara si no enmendaban su conducta. Él les recordó:

«Porque también cuando estábamos con vosotros, os ordenábamos esto: Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma. Porque oímos que algunos de entre vosotros andan desordenadamente, no trabajando en nada, sino entremetiéndose en lo ajeno. A los tales mandamos y exhortamos por nuestro Señor Jesucristo, que trabajando sosegadamente, coman su propio pan. Y vosotros, hermanos, no os canséis de hacer bien. Si alguno no obedece a lo que decimos por medio de esta carta, a ése señaladlo, y no os juntéis con él, para que se avergüence. Mas no le tengáis por enemigo, sino amonestadle como a hermano.» Los burladores de los últimos tiempos que se describen en 2 Pedro 3:3, 4 sufren del problema opuesto, porque creen que la demora del Señor significa que ya no va a regresar. El reto para el creyente verdadero consiste en mantener el equilibrio adecuado entre las tres perspectivas: vigilar, esperar y trabajar. La parábola de los talentos recalca el aspecto de trabajar; ilustra cuatro puntos esenciales acerca de cómo debe ser nuestra mayordomía mientras aguardamos el regreso de Cristo: la responsabilidad que recibimos, la reacción que presentamos, el arreglo de cuentas que enfrentaremos, y la recompensa que obtendremos. LA RESPONSABILIDAD QUE RECIBIMOS En la parábola se presenta a un hombre que, evidentemente, era muy acaudalado y quien está haciendo preparativos para un viaje prolongado: «Porque el reino de los cielos es como un hombre que yéndose lejos, llamó a sus siervos y les entregó sus bienes. A uno dio cinco talentos, y a otro dos, y a otro uno, a cada uno conforme a su capacidad; y luego se fue lejos» (Mt. 25:14, 15). La imagen habla por sí sola. El hombre que sale de viaje representa a Cristo. El tiempo durante el cual está lejos en su viaje representa el tiempo que hay entre la ascensión de Cristo al cielo y su regreso corporal. Los siervos son creyentes que han profesado su fe. Los talentos representan un amplio rango de recursos espirituales que incluyen capacidades naturales,[2] dones espirituales, cosas materiales, responsabilidades espirituales y otras bendiciones que Dios nos ha concedido administrar como mayordomos suyos. Todas estas cosas constituyen una mayordomía de la cual Él nos llamará un día a rendir cuentas.

En la parábola, el hecho de que este hombre tuviera tres esclavos que se desempeñaban como sus mayordomos indica que se trataba de una persona que poseía muchas riquezas. Los esclavos a quienes se confió esta gran responsabilidad no eran peones comunes sino siervos educados que habían demostrado tener astucia y buenas habilidades para los negocios, cuyo nivel de preparación correspondería al de los empleados de más importante nivel en las grandes corporaciones de nuestra sociedad moderna. Tendrían que haber sido muy bien educados y haber recibido un gran adiestramiento en el manejo de los asuntos de su amo. En efecto, él delegó a cada uno el poder legal para actuar en su nombre con relación a las posesiones que había depositado en sus manos. El deber de ellos consistía en administrar la riqueza del amo y no en limitarse a guardarla para él hasta que regresara. El talento es una medida de peso, no una moneda o un medio de intercambio comercial. No sabemos si se trataba de talentos de oro o talentos de plata (debido a que el valor material de los talentos no era relevante para lo que Jesús quería enseñar). De cualquier manera, el talento era una medida considerable y debemos concluir que a cada uno de los mayordomos le fue encomendada una gran responsabilidad acompañada también de un gran valor monetario. Los talentos se pesaban con precisión y se introducían en bolsas. Una de las bolsas pesó cinco talentos, la otra pesó dos y la otra, uno. Notemos que el amo dio a los mayordomos responsabilidad de acuerdo a sus capacidades individuales. Al hombre que poseía las mayores habilidades administrativas le fue asignada la responsabilidad más grande. El amo tenía un conocimiento íntimo de sus esclavos y con mucho cuidado dio a cada uno sólo el nivel de responsabilidad que sabía a ciencia cierta que estaría en capacidad de cumplir. Es probable que no tenga algún significado especial el hecho de que Jesús mencione aquí solamente tres niveles de responsabilidad. En la casi idéntica parábola de las minas en Lucas 19, el hombre noble llama a diez siervos y les da diez partes iguales de dinero. En esta parábola, Cristo declara expresamente que este hombre le dio a sus esclavos una responsabilidad proporcional a sus capacidades. El que los tres recibieran cantidades diferentes sólo parece apuntar al hecho de que todas las personas tienen habilidades o dones diferentes. En una iglesia de 600 personas puede haber 600 niveles diferentes de capacidad espiritual, y Dios asigna diferentes niveles de responsabilidad a cada persona, en dependencia de los dones que les ha dado. Dios conoce íntimamente nuestras capacidades porque Él es

quien en su soberanía nos ha dotado para el servicio (cp. 1 Co. 4:7), y conforme a esto Él nos asigna de forma bondadosa cada una de nuestras responsabilidades individuales. LA REACCIÓN QUE TENEMOS La respuesta de los tres siervos revela el carácter verdadero de cada uno de ellos. «Y el que había recibido cinco talentos fue y negoció con ellos, y ganó otros cinco talentos. Asimismo, el que había recibido dos, ganó también otros dos. Pero el que había recibido uno fue y cavó en la tierra, y escondió el dinero de su señor» (25:16-18). Dos esclavos fueron fieles, acogieron la responsabilidad que se les asignó y se dedicaron a trabajar con diligencia. El tercer esclavo evidenció tanto pereza como falta de principios. No hizo nada productivo con el dinero de su amo. Lo enterró, después pudo haberse quedado cruzado de brazos sin hacer nada o haberse aprovechado de la ausencia del amo para procurar sus propios intereses egoístas. Los dos siervos fieles representan a los creyentes genuinos cuyo deseo supremo es servir a Dios. El tercer siervo representa a alguien que aparenta tener lealtad a Cristo, pero que en realidad desperdicia la oportunidad espiritual que se le da, que se niega a servir al Señor, y que se sirve a sí mismo. Los negocios realizados por estos siervos involucraban la inversión de los recursos, pero no en el mismo sentido como se hacen negocios en el mercado accionario hoy día. El tiempo verbal empleado aquí indica que estuvieron negociando con los talentos todo el tiempo durante la ausencia del señor, y no que se hubieran limitado a realizar un solo negocio exitoso para luego quedar cruzados de brazos. Se mantuvieron negociando todo el tiempo que el dueño estuvo lejos. Los negocios que hicieron fueron bastante exitosos porque ambos se las arreglaron para duplicar su inversión mientras el amo estuvo lejos. El esclavo que comenzó con cinco ganó cinco más, y el que comenzó con dos ganó otros dos. Aunque a uno de ellos se le dio menos inicialmente y por esa razón tuvo menos recursos para trabajar, tuvo la misma diligencia y esa actitud rindió beneficios en la misma proporción. Sin embargo, el tercer esclavo no hizo más que enterrar su talento. Quizás había planeado originalmente sacarlo después de la tierra y tratar de disimular

su indolencia con alguna inversión de último minuto, pero ni siquiera eso hizo. Quizá tenía la esperanza de que los esclavos que sí invirtieron perdieran dinero y que al fin de cuentas pareciera como si él hubiera hecho lo mejor en comparación. Sin importar qué estuviera pensando, es obvio que estaba más interesado en hacer todo lo que él quería, en lugar de cumplir su deber para con el amo. El hecho de haber escondido en la tierra el talento de su amo era en sí una garantía de que esos recursos jamás darían alguna ganancia. Su conducta fue «mala» (v. 26). Demostró ser muy desconsiderado con respecto al deber que tenía ante el amo, quien no le dio el dinero para que fuera a esconderlo, sino para que lo pusiera a trabajar para beneficio del amo. En lugar de eso, eligió ignorar su deber y comportarse como si ni siquiera tuviera que rendirle cuentas al amo. Pero sin lugar a dudas tuvo que hacerlo cuando el amo regresó. EL ARREGLO DE CUENTAS QUE ENFRENTAREMOS El amo estuvo lejos por «mucho tiempo» (v. 19). Quizás el siervo que enterró el talento comenzó a creer que su amo no regresaría. Entre más tiempo tardaba en volver el amo, más cómodo se sentía el siervo infiel en su desobediencia; pero el señor regresó por fin, y es evidente que lo hizo de manera repentina e inesperada. A su llegada, todos los mayordomos fueron llamados a rendir cuentas. «Después de mucho tiempo vino el señor de aquellos siervos, y arregló cuentas con ellos. Y llegando el que había recibido cinco talentos, trajo otros cinco talentos, diciendo: Señor, cinco talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado otros cinco talentos sobre ellos. Y su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor. Llegando también el que había recibido dos talentos, dijo: Señor, dos talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado otros dos talentos sobre ellos. Su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor.» —vv. 19-23 Observe que el arreglo de cuentas no es una competencia para ver quién había ganado la mayor cantidad. Aunque un hombre ganó cinco talentos y el

otro ganó dos, ambos obtuvieron la misma tasa de rendimiento. Sus ganancias eran sumas bastante diferentes, pero el porcentaje de ellas era el mismo. Aunque se les confió cantidades desiguales de dinero desde un principio, habían demostrado una fidelidad similar en la forma en que cada uno manejó su mayordomía, y ambos recibieron exactamente la misma alabanza y la misma recompensa por parte del amo: el hombre con dos talentos no recibió menos que el mayordomo de los cinco talentos. De igual manera, en el arreglo de cuentas eternas, muchos creyentes que hayan ocupado posiciones relativamente inferiores y con capacidades más escasas en la tierra, serán elogiados y recompensados por haber sido fieles con lo que tuvieron; sin duda serán elevados a las mismas posiciones de honor al lado de otros cristianos fieles que poseyeron habilidades mayores y, por lo tanto, lograron realizar cosas más espectaculares. Si el nivel de fidelidad es el mismo, la recompensa será igual. La persona que trabaja todo el día y que cuenta con muy pocos dones o talentos pero vive fielmente y gana a sus familiares y amigos para Cristo, escuchará la misma frase: «Bien, buen siervo y fiel» que habrá de escuchar el predicador con dones excepcionales que fue igualmente fiel al ser usado por Dios para ganar miles de almas para Cristo. «Cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor» (1 Co. 3:8). No conforme a sus resultados. Observe que la respuesta del amo a los dos siervos fieles estuvo llena de gentileza, bondad y generosidad. Nótese también que la recompensa de los siervos consistió en tener acceso a una esfera más amplia de servicio. Gracias a que habían aprovechado al máximo la oportunidad de servirle, los recompensó con una oportunidad todavía mayor para servirle, y se trataba de una oportunidad caracterizada por el más sublime gozo: «Entra en el gozo de tu señor» (Mt. 25:21, 23). Esa es una representación del cielo, el cual estará lleno de oportunidades de servicio todavía más grandes de las que podemos imaginar aquí en la tierra, pero el servicio en el cielo estará completamente libre de la mortificación y el ajetreo que asociamos a menudo con nuestras labores en la tierra. Esa esfera de servicio se verá saturada por un gozo no adulterado: el gozo del Señor. La respuesta del amo: «Sobre mucho te pondré» (vv. 21, 23), evoca la misma idea que se transmite en la promesa de Jesús a la iglesia de Laodicea: «Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono» (Ap. 3:21). Esto indica que seremos regentes con Cristo, no solamente en el reinado milenario

sobre la tierra, sino también, en cierto sentido, en el dominio eterno del Rey. Cristo dijo a los discípulos, poco antes de su arresto: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas. Yo, pues, os asigno un reino, como mi Padre me lo asignó a mí» (Lc. 22:28, 29). De modo que la fidelidad en la tierra trae como resultado la recompensa celestial, y la recompensa celestial tiene que ver con una esfera de servicio más amplia y mejorada, el ejercicio de una autoridad conjunta con Cristo, y el gozo puro e imperecedero del cielo. En varias parábolas de Jesús también se enseña esta misma verdad (cp. Mt. 24:47; Lc. 12:44; 19:17-19). El cielo no será aburrido en ningún sentido. El servicio que rendiremos a Cristo estará lleno de deleites imposibles de imaginar. Libertados al fin de la tiranía del pecado, descubriremos que nuestro servicio para Cristo es el privilegio más placentero, vibrante y gozoso que pueda imaginarse. Jesús indica esto cuando pone las siguientes palabras en boca del amo de esta parábola: «Entra en el gozo de tu señor.» El gozo es una parte de la recompensa de los siervos fieles, tanto como lo es el ascenso a una esfera de servicio perfeccionada. Por otro lado, para los mayordomos infieles, la historia es radicalmente distinta. En la parábola de Jesús, el carácter del tercer esclavo queda revelado con mucha claridad en la respuesta que dio al amo: «Pero llegando también el que había recibido un talento, dijo: Señor, te conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por lo cual tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra; aquí tienes lo que es tuyo» (vv. 24, 25). Esta respuesta es increíblemente arrogante e insolente; parece como si tratara de quitar el disgusto del amo al descalificarlo con una insinuación deliberada y difamatoria contra el carácter del amo. En sus palabras, presenta a su amo como un oportunista sin principios con un rasgo de carácter bastante desalmado, porque al parecer es alguien que recoge cosas sembradas por otros y a las que no tiene derecho. Luego pasa a justificar su propia inactividad echándole la culpa al temor ocasionado por la dureza de carácter del amo. En otras palabras, según este esclavo, en realidad la culpa recae sobre el amo. En lugar de rendir cuentas está haciendo una acusación. Se trataba de una acusación falsa y perversa. Es obvio que el amo era un hombre que se caracterizaba por la gracia y la generosidad. Sólo exigió de sus siervos lo que tenía todo el derecho a exigir: que fueran fieles realizando los deberes que les había delegado. La acusación del siervo prueba que no

conocía en verdad a su amo. Además de esto, su excusa fue una total mentira. Él no había escondido ese dinero en la tierra porque sintió miedo de su amo; lo enterró porque era algo que se le interpuso en el camino de su estilo de vida centrado en sí mismo. Él tenía algunas cosas que quería hacer por su cuenta, y siempre y cuando el amo no estuviera cerca de él para pedirle cuentas, se sentía muy feliz y dispuesto a buscar sus propios intereses y abandonar el cumplimiento de sus deberes. El verdadero problema era que se trataba de una persona perezosa y egoísta a quien no le importaba para nada los deberes que tenía para con su amo. Esa mentira quedó al descubierto en las propias palabras del siervo infiel. Afirmó que tuvo miedo del amo porque era demasiado aprovechado, duro y exigente. Lo que hizo fue enterrar el talento donde era seguro que no iba a rendir ganancias. Deliberadamente y con pleno conocimiento, desperdició todas las oportunidades para hacer algo con su mayordomía. Si en realidad hubiera tenido temor de su amo, lo mínimo que habría podido hacer era depositar el dinero en el banco, donde habría ganado algún tipo de interés compuesto. Aun si hubiera hecho esto, el siervo seguiría siendo culpable por no cumplir con la tarea específica que le fue asignada, pero al menos el talento estaría ganando una cantidad mínima de interés. La oportunidad desperdiciada le salió demasiado cara, porque enterrar el talento equivalía a robarle al amo. Aunque el siervo infiel no se apropió ilícitamente del dinero (como sucedió con el mayordomo infiel de Lucas 16:1-12), ni lo despilfarró en una vida licenciosa (como el hijo pródigo en Lucas 15:13), no obstante, su falta de diligencia le costó una pérdida a su amo, y en un sentido moral esto equivalía al fraude o al derroche disipado y extravagante. Aunque profesó temer al amo, se comportó de la manera más insolente y deshonesta; no sólo por haber desperdiciado la oportunidad que le fue dada, sino también al tratar de hacer de su día designado para el arreglo de cuentas, una ocasión para difamar al amo de una forma premeditada. Esta clase de cosas sucede cada día en la vida real. Hay personas que saben muy bien que han hecho cosas malas, pero en lugar de admitir con humildad sus faltas, forjan una acusación contra la persona a quien deben rendir cuentas. Como el simbolismo de la parábola lo sugiere, muchos incluso emplean esta táctica infructuosa para tratar de justificarse delante de Dios. Lo acusan de ser demasiado duro o exigente. Supongo que muchos creen hasta

que podrán hacer uso de estratagemas de este tipo delante del trono de juicio, pero eso no les funcionará porque está establecido «que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios» (Ro. 3:19). Al igual que el siervo malo, el pecador será condenado por sus propias palabras (Mt. 12:37). Las incongruencias de la defensa propia que el esclavo ingenió para justificarse tampoco se le escaparon al amo: «Respondiendo su señor, le dijo: Siervo malo y negligente, sabías que siego donde no sembré, y que recojo donde no esparcí. Por tanto, debías haber dado mi dinero a los banqueros, y al venir yo, hubiera recibido lo que es mío con los intereses» (vv. 26, 27). Desde tiempos antiguos, había en Roma un sistema bancario muy semejante al que tenemos en la actualidad. Los depósitos ganaban intereses conforme a los préstamos realizados, y aunque no era mucho, habría sido preferible a dejar el dinero escondido en la tierra. Es importante ver que el amo de ninguna forma estaba concediendo algún grado de veracidad a las acusaciones del esclavo. Sencillamente procedió a señalar con mucha claridad que si hubiera algo de verdad en la reclamación del esclavo, seguiría sin explicar su conducta, porque él desperdició de forma deliberada todas las oportunidades que se le habían dado; pero si el carácter de su amo en realidad hubiera sido tal como lo planteó el esclavo en su respuesta, el mismo miedo que el esclavo supuestamente tenía del amo, habría sido una fuerte razón para no dejar el talento enterrado. De esta forma, el esclavo quedó atrapado por su misma respuesta malévola y difamatoria. La verdad del asunto es que el esclavo no tenía ni miedo ni afecto hacia su amo. Era indiferente por completo hacia él porque no le importaban para nada los intereses de su señor y eso se demostró por su conducta. Al contrastar este siervo malvado y los otros dos, nos damos cuenta de que ellos aprovecharon la oportunidad de servir a su amo durante su ausencia; el tercer hombre aprovechó la ausencia de su amo para procurar sus propios fines egoístas. Los primeros dos estaban felices cuando vieron regresar a su amo, ansiosos de verle y preparados para rendirle cuentas. El tercer hombre se sintió avergonzado y culpable, aunque lo trató de disimular al responder con la desfachatez de una acusación falsa. Difícilmente podría ser más divergente el carácter de estos hombres. El pecado del tercer esclavo no radicó sólo en el hecho de no haber obtenido ganancia. Es posible que hubiera trabajado duro e invertido el talento, así no le hubiera ido tan bien como a los otros dos, debido a que, de todas maneras,

contaba desde el principio con una cantidad menor para trabajar. Sin embargo, lo que hacía de su conducta algo en extremo insoportable y vejatorio era la negligencia absoluta que demostró en el cumplimiento del deber. De manera indolente desperdició todas las oportunidades concedidas y nunca levantó un dedo para beneficio de su amo. Si él hubiera realizado un esfuerzo honrado y hubiera perdido dinero a pesar de ello, no habría sido algo tan pecaminoso como su indiferencia e inactividad absolutas. RECOMPENSA Y RETRIBUCIÓN Al tercer esclavo no sólo le faltó fidelidad: también le faltó fe. Su conducta demostró una completa falta de interés en los negocios de su amo, y su ataque verbal demostró una falta similar de cualquier tipo de conocimiento íntimo y verdadero de su señor. El siervo infiel representa a un incrédulo. «Quitadle, pues, el talento, y dadlo al que tiene diez talentos. Porque al que tiene, le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. Y al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes.» —vv. 28-30 Hay un contraste marcado y radical entre la recompensa para los siervos fieles y la recompensa dada al hombre infiel. Ellos escucharon las palabras: «Bien, buen siervo y fiel.» Él recibió una dura reprensión («Siervo malo y negligente», v. 26). A ellos se les concedió tener mayores responsabilidades. Él fue despojado de todo lo que tenía. Ellos fueron recibidos para entrar al gozo del Señor. Él fue echado «en las tinieblas», una expresión que denota el infierno, donde «será el lloro y el crujir de dientes». De nuevo, el Señor se aparta de la imagen temporal de la parábola y hace una referencia explícita al infierno, con el fin de dejar muy en claro cuál es la lección y el significado del simbolismo de la parábola: el siervo malo y perezoso simboliza a la persona que es arrojada al infierno, todo a causa de la oportunidad desperdiciada. Cristo, el Señor, viene pronto. Las oportunidades se van con cada minuto que pasa. Cuando Él regrese, será demasiado tarde para recuperar el tiempo perdido. Su juicio empezará de inmediato y traerá como resultado la determinación final e irreversible del lugar al que serán enviadas las almas de quienes estén con vida en el momento de su manifestación; tanto las fieles

como las infieles. Ahora es nuestro único tiempo para prepararnos y mantenernos preparados. Hoy es la única oportunidad que tenemos garantizada. Todos los recursos que tenemos pertenecen a nuestro Señor. Si fueran nuestros, podríamos hacer con ellos lo que quisiéramos, pero son suyos. Nos han sido encomendados como sus mayordomos, y tendremos que rendir cuentas cuando Él venga a ver de qué manera los hemos utilizado.

Diez

EL JUICIO DE LAS OVEJAS Y DE LOS CABRITOS Todo lo dicho en el Discurso del Monte de los Olivos ha venido progresando hacia un juicio culminante, y los motivos de juicio involucrados en la separación entre creyentes e incrédulos han estado presentes a todo lo largo del discurso. Ya hemos visto que las tres parábolas en el discurso contienen símbolos gráficos de un juicio venidero, y el tema predominante de todo el discurso es la manifestación súbita de Jesucristo: el evento crucial y definitivo que precipitará y anunciará la llegada de un juicio catastrófico y en masa. Ahora Cristo describe ese juicio en términos enérgicos: «Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones; y apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda.» —Mt. 25:31-33 Nadie en las Escrituras tenía más cosas que decir en relación con el juicio que Jesús mismo. Él advirtió en repetidas ocasiones acerca de la condenación inexorable que les espera a quienes no se arrepientan (Lc. 13:3, 5). Él habló del infierno en los términos más vívidos y perturbadores. La mayor parte de lo que sabemos acerca de la condenación eterna de los pecadores proviene de labios del Salvador. Ninguna de las descripciones bíblicas de juicio son más severas o más intensas que las dadas por Jesús. Sin embargo, Él siempre habló de tales cosas en los tonos más sensibles y compasivos. Cristo encarecía a los pecadores a que se volvieran de sus pecados, a que se reconciliaran con Dios, y a que buscaran refugio en Él a causa del juicio venidero. Mejor que nadie, Jesús conocía el grandísimo costo del pecado y la severidad de la ira divina en contra del pecador, puesto que Él

mismo tendría que sobrelleva el ímpetu pleno de esa ira por amor de quienes redimió. Por lo tanto, cuando hablaba de tales cosas siempre lo hacía con la más grande empatía y sin el más ínfimo tono de hostilidad. Incluso, lloró al ver Jerusalén y saber que la ciudad, y toda la nación de Israel, lo rechazarían como su Mesías y en poco tiempo sufrirían una destrucción completa. «Y cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella, diciendo: ¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te rodearán con vallado, y te sitiarán, y por todas partes te estrecharán, y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación.» —Lc. 19:41-44 En un cierto sentido muy importante, todo el Discurso del Monte de los Olivos es una ampliación de ese mismo reclamo compasivo. Cristo inició el discurso en el mismo punto de partida: con un lamento por la destrucción inminente de Jerusalén; lo que Él hace es ampliar su perspectiva al respecto y dar a los discípulos una lección completa que abarca todo el futuro escatológico hasta su regreso y el juicio que vendrá a continuación. El mismo espíritu que movió a Cristo a llorar por la ciudad de Jerusalén es, por ende, lo que satura y matiza a todo el Discurso del Monte de los Olivos. Mateo, quien se encontraba allí mismo escuchando todo de primera mano, lo registró en su evangelio, desde donde se mantiene de pie como un faro de luz para todos los pecadores desde el principio. En realidad, se trata de la última intimación tierna del Señor al arrepentimiento. Al volver nuestra mirada a todo el discurso, vemos que sus diversos llamamientos a ser fieles, así como todas sus amonestaciones para estar preparados, pueden sintetizarse en lo siguiente: constituyen un llamado compasivo al arrepentimiento y a la fe en Cristo. De esta manera, nos está advirtiendo que estemos preparados para su venida, porque cuando regrese, Él mismo se encargará de traer el juicio final. A continuación Él va a describir ese juicio en detalle. Esta última parte del Discurso del Monte de los Olivos es una de las advertencias más serias y solemnes acerca de juicio en todas las Escrituras.

Cristo el Gran Pastor de las ovejas es también el Juez, y Él separa sus ovejas de los cabritos. Estas palabras de Cristo no están registradas en los demás evangelios, pero Mateo, quien se propuso presentar a Cristo como Rey, lo muestra aquí sentado sobre su trono en la tierra. De hecho, este juicio constituye su primer acto inmediatamente a continuación de su regreso glorioso a la tierra, y esto indica que el juicio ocupa el primer lugar en el orden de sus actividades como gobernante terrenal (cp. Sal. 2:8-12). Por lo tanto, este evento inaugura el reinado milenario y se distingue del juicio ante el gran trono blanco que se describe en Apocalipsis 20, el cual ocurre después que la era milenaria haya terminado. En este momento preciso es donde Cristo juzga a quienes se encuentren vivos cuando Él vuelva, que se inicia con una separación entre las ovejas (creyentes verdaderos) y los cabritos (incrédulos). Los cabritos representan la misma clase de personas que son caracterizadas como los siervos malos, las vírgenes insensatas y el mayordomo infiel en las parábolas que preceden. EL JUEZ Cristo mismo es el Juez en los eventos que se describen aquí, y esto se hace de conformidad con lo dicho por Él en otra ocasión: «Porque el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió» (Jn. 5:22, 23). De manera pues, el mismo que compasivamente instó con lágrimas a los pecadores a reconciliarse con Dios, será un día su Juez soberano. El Señor juzgará con «vara de hierro» (Ap. 19:15), «los quebrantará con vara de hierro; como vasija de alfarero los desmenuzará» (Sal. 2:9; Ap. 2:27). El juicio será tremendamente intenso y se ilustra en Apocalipsis 19:1 5 con la figura de Cristo pisando «el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso». Cristo volverá acompañado por una inmensa cantidad de ángeles: «Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria» (Mt. 25:31). En varios pasajes de las Escrituras se enseña que los ángeles participarán en el juicio desempeñando una labor de asistencia. De acuerdo a 2 Tesalonicenses 1:7, 8: «Cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (cursivas añadidas).

Mateo 24:31 dice que los ángeles «juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos». Los creyentes que han muerto o que fueron llevados en el arrebatamiento también formarán parte de la compañía que va a regresar con Cristo: «He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos» (Jud. 14, 15; cp. 1 Ts. 3:13; Zac. 14:5). «Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col. 3:4). He aquí un hecho interesante: este pasaje en Mateo 25:31-46 señala la primera vez en todas las declaraciones de Cristo que se han registrado, en la que Él se refiere de manera explícita a sí mismo como Rey. A través de todo su ministerio, Él dijo muchas cosas acerca del reino de Dios, pero no se presentó a sí mismo como Rey hasta que lo hizo en este contexto, mientras les hablaba en privado a sus discípulos. El título que Cristo aplicaba con mayor frecuencia a sí mismo era «Hijo del Hombre». Incluso aquí, Él emplea esa expresión, pero sólo para decir que el Hijo del Hombre vendrá en su gloria y que a continuación asumirá su trono (v. 31). En el versículo 34, Él alude a sí mismo como «Rey» por primera vez en todo el registro del Nuevo Testamento, y lo que es más, declara que cuando ocupe su debido lugar como rey, su primer deber consistirá en ejecutar un juicio justo y determinar de esa forma quiénes tendrán el derecho de entrar a su reino. EL TIEMPO Las Escrituras hablan con mucha precisión acerca del tiempo en que ocurrirá este juicio. Tendrá lugar «cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria» (v. 31). Todo el relato apunta al hecho de que este juicio empezará en el momento mismo en que Él se manifieste (cp. 24:30-41). Esto concuerda perfectamente con la profecía acerca de su venida que encontramos en Apocalipsis 19:11-21: «Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de ropa teñida en sangre; y su nombre es: EL VERBO DE DIOS. Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le

seguían en caballos blancos. De su boca sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES. Y vi a un ángel que estaba en pie en el sol, y clamó a gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan en medio del cielo: Venid, y congregaos a la gran cena de Dios, para que comáis carnes de reyes y de capitanes, y carnes de fuertes, carnes de caballos y de sus jinetes, y carnes de todos, libres y esclavos, pequeños y grandes. Y vi a la bestia, a los reyes de la tierra y a sus ejércitos, reunidos para guerrear contra el que montaba el caballo, y contra su ejército. Y la bestia fue apresada, y con ella el falso profeta que había hecho delante de ella las señales con las cuales había engañado a los que recibieron la marca de la bestia, y habían adorado su imagen. Estos dos fueron lanzados vivos dentro de un lago de fuego que arde con azufre. Y los demás fueron muertos con la espada que salía de la boca del que montaba el caballo, y todas las aves se saciaron de las carnes de ellos.» Así que, cuando Cristo aparezca, la oportunidad para la salvación se habrá terminado para siempre. El día de la misericordia ya habrá pasado del todo y Cristo cortará a los malvados sin remedio. Al igual que el siervo malo, serán sorprendidos por el regreso del Señor cuando menos lo esperen. Al igual que las cinco vírgenes insensatas, encontrarán que la puerta está cerrada y ellos han quedado fuera. Como el mayordomo necio y perezoso, no tendrán argumentos legítimos para poder justificarse. Para todos ellos, el día de la salvación habrá llegado a su fin para siempre. Cristo vuelve para establecer un reino sobre la tierra, y a ninguna persona aparte de las ovejas se le permitirá la entrada a ese reino. EL LUGAR ¿Cómo sabemos que Cristo se sentará en un trono terrenal? Todo el contexto lo indica. Él primero viene a la tierra en gloria; «entonces se sentará en su trono de gloria» (Mt. 25:31, cursivas añadidas). Esto marca el establecimiento del reino terrenal que emana de Jerusalén y del cual se habla con tanta frecuencia en las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Él se sentará «sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y

confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre» (Is. 9:7). Él «hará juicio y justicia en la tierra. En aquellos días Judá será salvo, y Jerusalén habitará segura» (Jer. 33:15, 16). Esto significa el cumplimiento de la promesa que el ángel le dio a María: «Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc. 1:31-33, cursivas añadidas). El trono de David era terrenal, quedaba en Jerusalén y las Escrituras identifican a Jerusalén como el lugar al cual regresará Cristo, así como la ubicación geográfica de su trono: «Y se afirmarán sus pies en aquel día sobre el monte de los Olivos, que está en frente de Jerusalén al oriente; y el monte de los Olivos se partirá por en medio, hacia el oriente y hacia el occidente, haciendo un valle muy grande; y la mitad del monte se apartará hacia el norte, y la otra mitad hacia el sur... Acontecerá también en aquel día, que saldrán de Jerusalén aguas vivas, la mitad de ellas hacia el mar oriental, y la otra mitad hacia el mar occidental, en verano y en invierno. Y Jehová será rey sobre toda la tierra. En aquel día Jehová será uno, y uno su nombre. Toda la tierra se volverá como llanura desde Geba hasta Rimón al sur de Jerusalén; y ésta será enaltecida, y habitada en su lugar desde la puerta de Benjamín hasta el lugar de la puerta primera, hasta la puerta del Angulo, y desde la torre de Hananeel hasta los lagares del rey. Y morarán en ella, y no habrá nunca más maldición, sino que Jerusalén será habitada confiadamente.» —Zac. 14:4, 8-11 No existe razón plausible para interpretar esas promesas en cualquier otro sentido que no sea el literal. Tal como su ascensión fue literal y corporal, así también Él volverá en forma corporal en su regreso. Puesto que es así, no hay razón válida para ver su trono como cualquier cosa que no sea el restablecimiento literal del reino terrenal de David. Su trono estará situado en Jerusalén, y Cristo regirá sobre toda la tierra, y de esta manera cumplirá definitivamente todas las profecías milenarias del Antiguo Testamento, así como todas las promesas que Dios le hizo a Abraham y todas las promesas

que dio a David acerca del trono. Pero antes que el reino sea establecido, es necesario que ocurra un juicio temible acerca del cual escribió Joel muchos siglos antes de Cristo: «Despiértense las naciones, y suban al valle de Josafat; porque allí me sentaré para juzgar a todas las naciones de alrededor. Echad la hoz, porque la mies está ya madura. Venid, descended, porque el lagar está lleno, rebosan las cubas; porque mucha es la maldad de ellos. Muchos pueblos en el valle de la decisión; porque cercano está el día de Jehová en el valle de la decisión. El sol y la luna se oscurecerán, y las estrellas retraerán su resplandor. Y Jehová rugirá desde Sion, y dará su voz desde Jerusalén, y temblarán los cielos y la tierra; pero Jehová será la esperanza de su pueblo, y la fortaleza de los hijos de Israel. Y conoceréis que yo soy Jehová vuestro Dios, que habito en Sion, mi santo monte; y Jerusalén será santa, y extraños no pasarán más por ella.» —Jl. 3:12-17 De este modo, Dios mismo garantizó que las ovejas serían separadas de los cabritos, y a ninguna persona fuera de los que aman a Cristo se le permitirá la entrada, o siquiera el paso por su reino. LOS SUJETOS Algunos estiman que los sujetos de este juicio son entidades políticas, naciones literales. Después de todo, Mateo 25:32 dice: «Serán reunidas delante de él todas las naciones; y apartará los unos de los otros» (El pasaje de Joel citado arriba también habla de «naciones»). Sin embargo, el término griego que se traduce «naciones» en Mateo 25:32 es ethna (a partir del cual obtenemos nuestra palabra etnografía), y se refiere a pueblos, no a entidades políticas. Además, el contexto deja claro que quienes serán juzgados son personas: «Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí. Entonces los justos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te

sustentamos, o sediento, y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos? ¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti? Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis. Entonces dirá también a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis. Entonces también ellos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, o en la cárcel, y no te servimos? Entonces les responderá diciendo: De cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis. E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.» —vv. 34-46 Esto corresponde a la descripción de un juicio basado en acciones por las que las personas son responsables de manera individual. El castigo también se aplica a individuos, no a grupos. La noción de que algunas entidades políticas podrían ser los sujetos de este juicio es completamente ajena al texto. EL PROCESO El enfoque y la meta de este juicio es la separación de los rectos y los impíos. Mediante este juicio se cumplirá lo que Cristo profetizó anteriormente en el discurso cuando dijo: «Estarán dos en el campo; el uno será tomado, y el otro será dejado. Dos mujeres estarán moliendo en un molino; la una será tomada, y la otra será dejada» (24:40, 41). Este juicio también cumple lo que se representó mediante el cierre de la puerta del banquete para las vírgenes insensatas. Nótese que el juicio no tiene por objeto permitir que Cristo descubra quiénes son ovejas y quiénes son cabritos; Él sabe esto desde el inicio del juicio, cuando hace sentar las ovejas a su mano derecha (el lugar del favor divino), y los cabritos a la izquierda (el lugar de la deshonra) (25:33). «[Ya] conoce el Señor a los que son suyos» (2 Ti. 2:19). «A sus ovejas llama por nombre, y las saca» (Jn. 10:3). Por lo tanto, el propósito del juicio es

solamente pronunciar un veredicto formal de separación entre las ovejas y los cabritos. El significado de la imagen de las ovejas y los cabritos habría sido obvio para los discípulos, puesto que ya estaban familiarizados con esa escena propia del campo en que las ovejas y las cabras eran conducidas juntos en un solo rebaño. (La misma práctica puede observarse hoy día en el medio oriente.) Un solo pastor puede supervisar con facilidad a ambos tipos de animales mientras están juntos, pero el carácter de cada grupo es marcadamente disímil. Las ovejas son criaturas dóciles y mansas. Las cabras son rebeldes y muy activas la mayor parte del tiempo. Durante la noche no es tan fácil guardarlas a ambas en el mismo redil, así que el pastor se encargaba de separar los animales a la puesta del sol antes de encerrarlos en el corral. El Gran Pastor también procederá a realizar un proceso similar antes de la inauguración de su reino milenario. Las ovejas creyentes serán bienvenidas en su nuevo dominio, un reino pleno de bendiciones, mientras que los cabritos incrédulos serán enviados a un lugar más apropiado para ellos. LA EVIDENCIA Jesús, en su calidad de Juez, cita la evidencia que prueba de forma indiscutible quién es apto para el reino y quién no lo es. Se trata del testimonio de lo que las personas pensaron de Jesús, el cual quedó mostrado con claridad en la manera como trataron a sus hermanos. Muchos imaginan que en las palabras de Jesús a los fieles puede encontrarse respaldo para una doctrina de salvación por obras, pero el contexto descarta tal interpretación de forma rotunda, puesto que nuestro Señor deja muy en claro que el destino de ellos quedó determinado y que el reino fue preparado para ellos, mediante el decreto de gracia de un Dios soberano, «desde la fundación del mundo» (Mt. 25:34). En otras palabras, su herencia quedó determinada desde la eternidad, mucho tiempo antes de que hubieran hecho algo bueno o malo, «para que el propósito de Dios conforme a la elección permaneciese, no por las obras sino por el que llama» (Ro. 9:11). Así que las palabras de Cristo recalcan la verdad bíblica de la elección divina. Las ovejas son ovejas por la gracia de Dios solamente, no a causa de cualquier cosa que hayan hecho para ser dignas en sí mismas. No obstante, sus obras son una evidencia clara de su elección. Estas obras son el fruto de la fe, y por lo tanto, sus obras constituyen una evidencia

relevante para citarse, o bien a favor o en contra de ellos en el juicio (cp. Ro. 2:5-10). En efecto, lo que Cristo está diciendo es: «Vosotros sois los hijos escogidos de mi Padre, y vuestra fe quedó demostrada por el servicio que me han prestado. Sean bienvenidos a mi reino» (v. 40). Las obras que Él cita tienen que ver con la compasión mostrada a su pueblo por medio de los servicios prestados cuando estuvieron hambrientos, sedientos, alienados, desnudos, enfermos o encarcelados. Tales buenas obras son «la religión pura y sin mácula delante de Dios», la evidencia más veraz de una fe vibrante y llena de vida (Stg. 1:27). La persona que carece de tales obras demuestra tener un tipo de fe «muerta», no viva (cp. Stg. 2:15-17). El apóstol Juan dijo algo similar: «El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad» (1 Jn. 3:17, 18) De modo pues que Cristo no está indicando que las tales buenas obras puedan llegar a ser meritorias para la salvación, pero sí aclara que constituyen una evidencia importante de que el principio de la vida eterna existe en realidad dentro de una persona. Nótese que quienes reciben el elogio del Rey quedan sorprendidos (Mt. 25:37-39). Es casi como si no se hubieran dado cuenta de que sus obras constituyeron un servicio dado a Cristo, y mucho menos estaban pensando que se habrían podido ganar su favor mediante ellas. Las buenas obras no eran más que el fluir natural de un corazón lleno de fe. LA CONDENACIÓN Los cabritos son enviados al castigo eterno sobre la base de argumentos similares. Por sus obras han probado que son «malditos» (v. 41). Cristo no condena a estas personas por no haber hecho buenas obras, así como tampoco salva a los otros debido a sus obras. Los cabritos son maldecidos a causa de que han sido incrédulos perversos. Su falta de idoneidad para entrar al reino se desprende de una pecaminosidad que forma parte de su constitución, no sencillamente de la escasez de obras filantrópicas. Ellos han despreciado al Rey, y ese rechazo quedó claramente demostrado en el trato que dieron a su pueblo. Se trata de incrédulos que rechazaron a Cristo, no simplemente de personas que no fueron suficientemente altruistas durante su vida en la tierra. Ellos también quedan tan sorprendidos como los justos al escuchar el

veredicto del Señor. Protestan que no han injuriado a Cristo consciente o deliberadamente, pero Él deja al descubierto su culpabilidad al recordarles la manera como trataron a su pueblo y la total indiferencia de ellos (vv. 44, 45). Sus palabras de condenación para ellos constituyen un eco exacto, aunque a la inversa, de su encomio anterior a los justos. Los cabritos quedan separados por la eternidad de todo lo que es bueno y justo, y son mandados para siempre al «fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles» (v. 41). Cristo describe el infierno como un lugar de «castigo eterno» (v. 46) del cual no hay alivio ni tregua por la eternidad. La palabra empleada en el texto griego es aiónios, con la cual se denota algo que es perpetuo y sin fin. Con esto, Cristo quiere dar a entender que el castigo de los malvados es eterno en el mismo sentido en que lo es la recompensa de los justos. Por lo tanto, este versículo refuta la opinión de quienes creen que la existencia de los malvados va a ser erradicada mediante aniquilación. Aquí y a lo largo de todas las Escrituras, se nos enseña que los tormentos del infierno son tan interminables e inalterables como la bendición y bienaventuranza del cielo (cp. v. 41; Dn. 12:2; Mr. 9:43-48; Lc. 16:22-26; 2 Ts. 1:9; Ap. 14:11; 20:10). El reino milenario abarcará la tierra entera, de modo que a quienes sean excluidos no se les permitirá permanecer en la tierra. «Irán éstos al castigo eterno» (cursivas añadidas). Por otro lado, a los justos se les da admisión plena a la vida eterna. Esto puede significar que serán glorificados de manera inmediata e instantánea, de la misma forma en que lo serán quienes hayan sido llevados vivos en el arrebatamiento (1 Co. 15:52-54). También puede ser que entrarán al reino en un estado no glorificado, y más adelante serán glorificados, al final de los mil años.[1] De cualquier manera, su admisión al reino milenario significa para ellos pisar el umbral de la vida eterna. Incluso si entran al reino en un estado no glorificado, no existe razón para suponer que vayan a morir después. Como la tierra estará bajo el gobierno de justicia, el lapso de la vida humana será restaurado a la norma antes del diluvio, o incluso se ampliará mucho más (cp. Is. 65:20). Por esta razón, todos los que entren al reino podrán seguir con vida a lo largo de los mil años, después de lo cual serán glorificados y entrarán plenamente al estado eterno. Por esta razón se dice en el pasaje que al entrar al reino, están de hecho entrando «a la vida eterna». En cualquier caso, el futuro de los injustos y el futuro de los justos no

podría presentar un contraste más marcado. Lo que esto implica es algo bastante rotundo: el tiempo para pensar con profundidad acerca de nuestro destino individual es ahora mismo; el tiempo para prepararse para el juicio es ahora mismo. El día de la salvación es hoy mismo, y quienes se pongan a esperar hasta que Cristo regrese, se darán cuenta de que ya es demasiado tarde para ellos. No conocemos el día ni la hora de su regreso, pero el tiempo se está acercando con rapidez. Es tiempo de estar preparados. «Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa; si al anochecer, o a la medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana; para que cuando venga de repente, no os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad.» —Mr. 13:35-37

Epílogo

CÓMO ESTAR PREPARADOS PARA EL REGRESO DE CRISTO Amado lector, si no tiene certeza acerca de cómo preparar su corazón y su vida para el regreso de Cristo, este breve epílogo es para usted. Como lo hemos señalado en el libro, la única preparación adecuada para la venida de Cristo es una preparación de tipo espiritual. Es imposible que alguna ceremonia religiosa o la sola buena conducta nos preparen para el encuentro con Él. Incluso si usted fuera capaz de llevar una vida perfecta de ahora en adelante, todavía tendría que hacer frente al juicio por sus malas acciones en el pasado, de modo que la verdadera preparación para el regreso de Cristo debe incluir la plena seguridad de que su culpa pasada ha sido perdonada, y que su posición actual delante de Dios también está asegurada. Felizmente, las Escrituras revelan con mucha claridad la manera en que podemos apropiarnos de tal certidumbre. CÓMO PODEMOS SABER QUE NUESTROS PECADOS ESTÁN PERDONADOS Las Escrituras enseñan que una sola falta de su parte en el cumplimiento de los parámetros perfectos establecidos por la ley de Dios, es suficiente para condenarle por toda la eternidad: «Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos» (Stg. 2:10). Pero la verdad es que todos somos culpables de cometer un sinnúmero de faltas: «No hay justo, ni aun uno» (Ro. 3:10). «Todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (v. 23). Era necesaria una expiación por nuestros pecados, pero hacer expiación por nuestros propios pecados no es algo que esté a nuestro alcance. El precio del pecado es demasiado alto. «Porque la paga del pecado es muerte» (Ro. 6:23). Las buenas obras jamás pueden hacer expiación por las malas obras. «El alma que pecare, esa morirá» (Ez. 18:20). Aparte de recibir el castigo eterno, no hay nada que podamos hacer para impartir justicia por nuestras malas obras.

El precio del pecado es mucho más alto de lo que podamos imaginar, e infinitamente más de lo que podamos resistir. «Sin derramamiento de sangre no se hace remisión» (He. 9:22). Cristo hizo expiación por nuestros pecados al derramar su sangre cuando murió por nosotros. Él llevó la culpa de quienes depositan su confianza en Él, y sufrió en su lugar pagando el precio de sus pecados. Lo que ellos no podían soportar, Cristo lo soportó en su lugar, sufriendo la muerte más humillante y agobiante que se pueda imaginar. Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros. —Is. 53:4-6 [Dios] al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él. —2 Co. 5:21 Jesucristo derramó su propia sangre inocente como expiación por los pecados de otros. Ningún otro sacrificio de menores proporciones habría satisfecho las demandas de justicia correspondientes a nuestros pecados, puesto que es la sangre lo que hace expiación por la persona (Lv. 17:11). Dios recibió con agrado el sacrificio de su Hijo (Is. 53:10) y Cristo se levantó de entre los muertos como una clara indicación de su triunfo (Ro. 1:4). Ahora Él ofrece perdón de forma gratuita y generosa a todos los que estén dispuestos a confiar en Cristo. No es necesario algún mérito de nuestra parte para merecer tal perdón. Cristo ha comprado por un altísimo precio el perdón completo a favor de todos los que se apropian de ese perdón por la fe. Jesucristo ya ha realizado toda la obra de expiación y redención por su pueblo (Ef. 1:7; Col. 1:4). «Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley» (Ro. 3:28). Por eso el evangelio es «buenas nuevas». La obra de nuestra salvación es

algo que Dios mismo hace en nuestro favor. Nosotros simplemente nos asimos de la redención por fe. CÓMO PODEMOS ASEGURARNOS DE UNA POSICIÓN CORRECTA ANTE DE DIOS No obstante, la obra redentora de Cristo va mucho más allá del perdón de nuestros pecados pasados. Él también nos provee una posición de rectitud ante Dios. Si todos nuestros pecados fueran perdonados con un borrón y cuenta nueva, lo único que tendríamos sería un tablero en blanco; pero los creyentes en Cristo reciben mucho más que un tablero en blanco. A ellos les es imputada una justicia, una rectitud que no han ganado por méritos propios o algún otro medio; se trata de una justicia que les es acreditada por su fe solamente. Al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia. Como también David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo: Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado. —Ro. 4:5-8 Saulo de Tarso tenía la esperanza de que sus propias acciones religiosas lo hicieran merecedor de una rectitud suficiente para ser acepto delante de Dios, pero Cristo lo confrontó en el camino a Damasco y transformó a este fariseo orgulloso en el apóstol Pablo. En razón de esto, Pablo renunció a sus propias obras llamándolas «basura» (Fil. 3:4-8), y en lugar de ello colocó toda su esperanza en una rectitud que no era la suya propia. En lugar de procurar ganarse una posición de rectitud ante Dios, la única esperanza de Pablo desde ese momento era «ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe» (vv. 8, 9). Pablo estaba hablando acerca de la rectitud que le es imputada a todo el que confía solamente en Cristo para su salvación. Es la rectitud perfecta del mismo Jesucristo que se le imputa a todo el que cree (cp. Gn. 15:6). Esa rectitud es el único argumento sobre el que puede basarse nuestra confianza delante de Dios. Si usted no ha acogido a Cristo como su única esperanza de

salvación, le urjo a que lo haga ahora mismo. ...como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios. —2 Co. 5:20 QUÉ DEBEMOS HACER MIENTRAS ESPERAMOS A CRISTO Si está seguro acerca de su reconciliación con Dios, usted tiene una certeza maravillosa; pero hay mucho más que podemos hacer en tanto que aguardamos su venida. Podemos resumirlo de la siguiente manera: hemos de mantenernos ocupados sirviéndole hasta que Él venga. Esa es la lección que nos enseña la parábola de los talentos, y también fue un tema central en todas las instrucciones dadas por Jesús acerca de estar preparados. ¿Qué actividades deberían mantenernos ocupados mientras esperamos? Las Escrituras sugieren varias. Adoración. «La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren» (Jn. 4:23). La adoración es algo que debería saturar toda nuestra vida, de tal manera que procuremos hacer todas las cosas, incluso cuando comemos y bebemos, para la gloria de Dios (1 Co. 10:31). Pero la adoración colectiva también juega un papel necesario y distintivo en la vida del cristianos. Reunirse con el pueblo de Dios a adorarle es algo que no debemos descuidar mientras aguardamos la venida de Cristo. Compañerismo y ánimo. «Considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca» (He. 10:24, 25). El compañerismo cristiano también es de gran importancia gracias al equilibrio que proporciona a medida que nos exhortamos y animamos unos a otros. Por todas estas razones, todo cristiano debería desarrollar el hábito de mantener con regularidad y fidelidad su participación activa como miembro de una iglesia local. Si ha recibido a Cristo por primera vez mientras leía este libro, lo animo con urgencia a buscar el compañerismo con otros creyentes en el contexto de una iglesia donde las Sagradas Escrituras sean creídas y enseñadas. Evangelismo y discipulado. «Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu

Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt. 28:19, 20). Esta es la Gran Comisión de nuestro Señor, las instrucciones finales que dio a sus discípulos antes de ascender al cielo. Esas son nuestras órdenes para ir a la batalla y el asunto principal que nos debe mantener ocupados mientras aguardamos su regreso. Oración. «Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos» (Ef. 6:18). Para el cristiano, la oración es como respirar. Es absolutamente necesaria para nuestra vitalidad espiritual y es el vínculo espiritual definitivo que tenemos con Cristo mientras esperamos su regreso. Por lo tanto, una vida vigorosa de oración es una de las mejores formas de evitar que caigamos en la languidez y la indiferencia mientras Él tarda en volver. Estudio de la Biblia. «Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad» (2 Ti. 2:15). Si la oración es como la respiración espiritual, las Escrituras son nuestra comida espiritual. «Desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación» (1 P. 2:2). Si no queremos quedar avergonzados en su venida, necesitamos estudiar para ser sus obreros aprobados al llegar a entender correctamente su Palabra. Servicio a los demás. «El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad» (1 Jn. 3:17, 18). Si captamos la idea transmitida por las palabras de nuestro Señor con respecto al juicio de las ovejas y de los cabritos, sabremos que aún queda mucho trabajo práctico por hacer mientras esperamos la llegada de Cristo. Hay muchos necesitados y desconsolados, y nosotros contamos con los medios para satisfacer necesidades tanto físicas como espirituales, así que estamos llamados a satisfacer todas las necesidades que podamos atender. Sólo si nos mantenemos ocupados de todas estas maneras mientras esperamos por Él, podemos tener la expectativa de escucharle decir: «Bien hecho.»

Apéndice

EL REGRESO INMINENTE DEL REDENTOR por Arthur W. Pink[1]

En ninguna parte de la Biblia se da a conocer el tiempo exacto del segundo advenimiento; en lugar de esto, se presenta como un evento que puede ocurrir a cualquier hora. En otras palabras, el hecho de la manifestación del Salvador se plantea de forma invariable en el lenguaje de la inminencia. Cuando decimos que el regreso del Redentor es un evento inminente, no queremos dar a entender que ocurrirá de inmediato, sino que Él puede volver durante el transcurso de nuestra vida, que Él podría volver este año, pero al mismo tiempo no podemos decir que efectivamente lo hará. El hecho del segundo advenimiento es cierto porque es revelado expresamente en las Sagradas Escrituras. La fecha del segundo advenimiento es incierta porque no ha sido dada a conocer por Dios. Aquí tenemos entonces una verdad que es fácil de captar, y sin embargo es de una importancia fundamental y de gran valor práctico. El origen de la mayoría de los errores y herejías que se han dado alrededor de este tema, puede hallarse en el hecho de haber ignorado esta consideración elemental. Por ejemplo: si el pueblo del Señor hubiera prestado la debida atención al hecho de que las Escrituras presentan la segunda venida de Cristo como algo que puede ocurrir a cualquier hora, entonces la enseñanza postmilenarista según la cual nuestro Señor no va a regresar si pasan más de mil años, jamás habría tenido los niveles de atención y aceptación que ha recibido. Es más: si la prodigiosa verdad de que nuestro Redentor podría volver hoy se afincara con firmeza de una vez por todas en nuestro corazón, lograría revolucionar nuestra vida y nos supliría de una dinámica espiritual que es incalculable en su alcance e incomparable en su valor. Sin extenderme más en las

consecuencias generales que presenta este aspecto de nuestro tema, procedamos a mostrar que: NUESTRO SEÑOR MISMO HABLÓ DE SU REGRESO EN UN LENGUAJE DE INMINENCIA

En el Discurso del Monte de los Olivos, donde el Maestro contestó a las inquietudes de sus discípulos con respecto a la señal de su venida y del fin del siglo, Él dijo: «Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor. Pero sabed esto, que si el padre de familia supiese a qué hora el ladrón habría de venir, velaría, y no dejaría minar su casa. Por tanto, también vosotros estad preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis. ¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, al cual puso su señor sobre su casa para que les dé el alimento a tiempo? Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, le halle haciendo así. De cierto os digo que sobre todos sus bienes le pondrá. Pero si aquel siervo malo dijere en su corazón: Mi señor tarda en venir; y comenzare a golpear a sus consiervos, y aun a comer y a beber con los borrachos, vendrá el señor de aquel siervo en día que éste no espera, y a la hora que no sabe, y lo castigará duramente, y pondrá su parte con los hipócritas; allí será el lloro y el crujir de dientes. —Mt. 24:42-51[2]2 (cursivas añadidas) Un análisis del pasaje anterior revela las siguientes verdades importantes. La primera verdad: la «hora» del regreso de nuestro Señor es desconocida para su pueblo. Segunda verdad: debido a que no conocemos el tiempo exacto de su manifestación, debemos mantenernos en una actitud de expectación y vigilancia constantes. Tercera, el Señor regresará inesperadamente, incluso a una hora en la que su propio pueblo «pensará que no». Cuarta, el siervo fiel y sabio es aquel que da alimento a todos los de la casa del Señor durante el tiempo que dure la ausencia de Cristo, y quien se halle ocupado de tal manera en el momento de su manifestación, será ricamente recompensado. Quinta verdad, el que diga en su corazón: «Mi Señor tarda en venir» es un «siervo malo» que recibirá su parte de vergüenza al regreso del Señor. La parábola de las diez vírgenes deja entrever que el Señor Jesús deseaba

que todos los suyos mantuvieran una actitud de preparación constante para la aparición del esposo. Al principio de la parábola, Él presenta el cuadro de todas las «vírgenes» que toman sus lámparas y avanzan «a su encuentro». La interpretación de esta parte de la parábola es muy sencilla. En los primero días después de la salida de nuestro Señor de esta tierra, sus seguidores se desvincularon de todos los intereses mundanos y depositaron todos sus afectos en Cristo mismo, cuyo regreso era su única esperanza y mayor deseo; pero cuando el esposo comenzó a tardar en manifestarse, la expectación de su regreso repentino desapareció, y esto trajo como consecuencia inevitable la pereza y el adormecimiento espiritual, una condición que prevaleció hasta que se escuchó un grito a la medianoche: «¡Aquí viene el esposo; salid a recibirle!» El efecto de este clamor se hace evidente en la emoción que sintieron, tanto las vírgenes prudentes como las insensatas. La necesidad de preparación y vigilancia queda demostrada en la condenación que cayó sobre las que no tenían reservas de aceite. La aplicación práctica de toda la parábola la expresó el mismo Señor con estas palabras: «Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir» (25:13, cursivas añadidas). Al final del relato de Marcos del Discurso del Monte de los Olivos, se registra de forma más extensa que en Mateo el mandamiento que nuestro Señor dio a sus discípulos para velar por su regreso: «Mirad, velad y orad; porque no sabéis cuándo será el tiempo. Es como el hombre que yéndose lejos, dejó su casa, y dio autoridad a sus siervos, y a cada uno su obra, y al portero mandó que velase. Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa; si al anochecer, o a la medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana; para que cuando venga de repente, no os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad» (Mr. 13:33-37, cursivas añadidas). Una lectura atenta de estos versículos deja ver que la intención del Maestro era inculcar dos principios en la mente de los discípulos: primero, que al mismo tiempo que era cierto el hecho de que Él volvería, en ese mismo grado era incierto el cuándo de su regreso; segundo, en vista de la incertidumbre con respecto a la hora exacta de su segunda venida, los seguidores del Señor deben mantener una actitud de vigilancia constante, y estar pendientes de su regreso en cualquier momento. En otra ocasión el Señor dijo a sus discípulos:

«Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas; y vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran enseguida. Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrán a servirles. Y aunque venga a la segunda vigilia, y aunque venga a la tercera vigilia, si los hallare así, bienaventurados son aquellos siervos.» —Lc. 12:35-38 Esta comparación es bastante impresionante. El creyente es exhortado a ser como un siervo fiel que permanece de pie en el umbral con los lomos ceñidos y su lámpara encendida, aplicando sus ojos a las tinieblas para poder captar la primera señal de la llegada de su señor, y azuzando su oído para escuchar los primeros sonidos de sus pasos al aproximarse. «Así será el día en que el Hijo del Hombre se manifieste. En aquel día, el que esté en la azotea, y sus bienes en casa, no descienda a tomarlos; y el que en el campo, asimismo no vuelva atrás... Os digo que en aquella noche estarán dos en una cama; el uno será tomado, y el otro será dejado. Dos mujeres estarán moliendo juntas; la una será tomada, y la otra dejada.» —Lc. 17:30, 31, 34, 35 La fuerza de este pasaje está en plena armonía con los otros que ya hemos considerado. La manifestación del Señor no será anunciada ni esperada. Ocurrirá mientras los hombres se encuentren ocupados en sus quehaceres cotidianos, y por lo tanto nos corresponde mantenernos todo el tiempo en una actitud vigilante y en un estado de alerta y atentos al qui vive.[3] De paso, podemos observar cómo el último pasaje citado hace manifiesta la maravillosa exactitud científica de la Biblia. Se nos dice en el versículo 31 que será «de día» (en una parte de la tierra) en el momento en que Cristo «se manifieste», mientras que en el versículo 34 nos enteramos de que también va a suceder «en aquella noche» (en otra parte de la tierra), con lo cual se estaba anticipando un descubrimiento científico bastante reciente en comparación, ¡y esto demuestra que el Señor Jesús tenía pleno conocimiento de la redondez

y la rotación del planeta tierra! «Mirad también por vosotros mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día. Porque como un lazo vendrá sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra. Velad, pues, en todo tiempo orando que seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar en pie delante del Hijo del Hombre.» —Lc. 21:34-36 (cursivas añadidas) Fijémonos particularmente en las palabras «que vuestros corazones no se carguen de glotonería [autoindulgencia]... y venga de repente sobre vosotros aquel día». Lo que se nos exige no es tan siquiera un estado de alerta diaria, sino una vigilancia constante hora tras hora y minuto tras minuto. El lenguaje aquí no podría ser más explícito. Los que hablan en términos despectivos de «la teoría de en cualquier momento», deberían considerar muy seriamente la expresión «de repente» y recordar que fue dicha por el Señor mismo. La fecha exacta del segundo advenimiento se ha mantenido oculta de nosotros a propósito, con el fin de que mantengamos nuestra actitud de vigilancia y permanezcamos siempre «de puntillas» por la expectación. Es necesario llamar la atención sobre un versículo de las Escrituras en relación con esto antes de pasar a nuestro siguiente punto. Con mucha frecuencia, los postmilenaristas han afirmado que era imposible que los apóstoles estuvieran esperando que Cristo regresara durante el transcurso de sus propias vidas debido a la declaración de nuestro Señor: «Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin» (Mt. 24:14). Esta objeción puede ser refutada citando varios pasajes del Nuevo Testamento mismo. En Hechos 19:10 leemos: «Así continuó por espacio de dos años, de manera que todos los que habitaban en Asia, judíos y griegos, oyeron la palabra del Señor Jesús»; de nuevo en Colosenses 1:5, 6 se nos dice: «A causa de la esperanza que os está aguardada en los cielos, de la cual ya habéis oído por la palabra verdadera del evangelio, que ha llegado hasta vosotros, así como a todo el mundo», y en el versículo 23 del mismo capítulo: «sin moveros de la esperanza del evangelio que habéis oído, el cual ser predica en toda la creación que está debajo el cielo; del cual yo Pablo fui hecho ministro.» Al

considerar estos pasajes, queda suficientemente claro que no existía un obstáculo tan formidable como el imaginado por los postmilenaristas, entre los apóstoles y la esperanza del regreso inminente del Redentor. De esta forma, las Escrituras suministran evidencias positivas de que el evangelio había tenido una difusión tan amplia gracias al trabajo de los apóstoles mismos, que no había alguna cosa que pudiera interponerse de manera necesaria e inevitable entre ellos y el cumplimiento de su esperanza. Confiamos de este modo haber refutado de manera satisfactoria la objeción más plausible y contundente que puede presentarse en contra del regreso premilenario e inminente de nuestro Señor. Pasemos ahora a considerar que: LOS APÓSTOLES HICIERON REFERENCIA AL REGRESO DEL REDENTOR EN UN LENGUAJE DE INMINENCIA

«Conociendo el tiempo, que es ya hora de levantarnos del sueño; porque ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos. La noche está avanzada, y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz» (Ro. 13:11, 12). La «salvación» a que se refiere aquí el apóstol es el perfeccionamiento y la consumación de nuestra salvación, cuando en espíritu, alma y cuerpo seremos plenamente conformados a la imagen del Hijo de Dios. El tiempo en que esto se realizará es el tiempo del regreso de nuestro Redentor, «cuando él se manifieste, seremos semejantes a él» (1 Jn. 3:2). Ese tiempo será el «día» del creyente, aquel «día perfecto» en que la senda de los justos será «como la luz de la aurora, que va en aumento» (Pr. 4:18). La «noche» de que se habla en ese pasaje corresponde al período actual durante el cual la Luz del mundo está ausente. Observe que el apóstol, bajo inspiración del Espíritu Santo, consideró la noche como «avanzada» en tanto que el día «se acerca». «Y el Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros pies» (Ro. 16:20). La referencia aquí es a Génesis 3:15, donde encontramos registrada la promesa de Jehová dada a nuestros primeros padres, en el sentido de que la simiente de la mujer aplastaría la cabeza de la serpiente. Puesto que los creyentes gobernarán y reinarán con Cristo en el día venidero (Ap. 3:21; 19:14; 20:4), aquí se dice: «Y el Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros pies.» Con respecto al uso de la expresión «en breve», el apóstol no consideraba el cumplimiento de esta promesa como algo que estuviera en el futuro lejano, sino más bien como una realidad inexorable y

perentoria. «Gracias doy a mi Dios siempre por vosotros, por la gracia de Dios que os fue dada en Cristo Jesús; porque en todas las cosas fuisteis enriquecidos en él, en toda palabra y en toda ciencia; así como el testimonio acerca de Cristo ha sido confirmado en vosotros, de tal manera que nada os falta en ningún don, esperando la manifestación de nuestro Señor Jesucristo» (1 Co. 1:4-7). De este pasaje aprendemos, en primer lugar, que estos santos de Corinto estaban «esperando» la venida del Señor Jesús, lo cual es una prueba de que estaban pendientes de su regreso en su propia generación; en segundo lugar, que el apóstol los elogió por su actitud, al decir: «Gracias doy a mi Dios siempre por vosotros»; tercero, que esta expectación por parte de los creyentes corintios era nada más y nada menos que el bien supremo de la experiencia cristiana, por cuanto dice «nada os falta en ningún don», y añade a manera de punto culminante: «esperando la manifestación de nuestro Señor Jesucristo». «Y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca» (He. 10:24, 25). El «día» venidero con sus glorias y bienaventuranza es lo que daba forma y contenido a la visión del apóstol. El «día» prometido, el día de Cristo, que habría de seguir a esta noche oscura de tristeza mientras el Esposo está ausente, era la esperanza que afirmaba su corazón. Él podía «ver» por fe que aquel día se acercaba, y por el hecho de su inminencia exhorta a quienes son copartícipes del llamamiento celestial a comportarse en el tiempo actual de una manera apropiada para quienes son hijos de luz. De nuevo en este mismo capítulo el apóstol dice: «Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará» (v. 37). ¡Cuán claro se puede ver en estas palabras que el Espíritu Santo deseaba que los creyentes del primer siglo estuvieran «aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo»! Era tan real la esperanza del regreso del Redentor en el corazón del apóstol Pablo, y le parecía tan inminente este evento, que él se incluyó a sí mismo entre las personas que no dormirían sino que serían santos vivos que escucharían el llamado del cielo para ser reunidos de todos los rincones de la tierra. Él dijo: «He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos»

(1 Co. 15:51, 52). De nuevo: «Mas nuestras ciudadanía está en lo cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya» (Fil. 3:20, 21). Una vez más: «Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor» (1 Ts. 4:16, 17). Los enemigos de la fe se han aferrado a estas mismas declaraciones para tratar de mostrar que el apóstol Pablo estaba en un error, que escribió con sabiduría humana por su propia iniciativa, que simplemente registró en las epístolas sus propias creencias; y que estaba equivocado en muchas de ellas. El problema es que una objeción de este tipo no tiene ningún sentido para los santos que creen que «Toda Escritura es inspirada por Dios». Esperamos mostrar más adelante en este capítulo por qué el Espíritu Santo guió a los apóstoles a escribir acerca del segundo advenimiento de Cristo como un acontecimiento que podía tener lugar en el tiempo de ellos. El apóstol Pablo no estaba solo en este aspecto: encontramos que los demás apóstoles también consideraban el regreso de nuestro Señor como una cosa que podía suceder en cualquier momento. El apóstol Santiago escribió: «Tened también vosotros paciencia, y afirmad vuestros corazones; porque la venida del Señor se acerca» (Stg. 5:8). No hay ambigüedades de ningún tipo en este lenguaje. Con esa declaración no solamente se estaba confirmando la venida de Cristo antes del milenio, por cuanto era imposible decir que el evento estaba cerca si antes debía pasar todo un milenio, pero al mismo tiempo también anunciaba la inminencia de su regreso, y esto deja en claro que se trata de un acontecimiento que se puede esperar que suceda en cualquier momento. El apóstol Pedro declaró: «Mas el fin de todas las cosas [relacionadas con este sistema actual] se acerca; sed, pues, sobrios, y velad en oración» (1 P. 4:7). El apóstol estaba esperando la rápida disolución del régimen mundial y la introducción de un nuevo orden de cosas cuando su Señor regresara y asumiera el gobierno. El apóstol Juan dijo: «Hijitos, ya es el último tiempo; y según vosotros oísteis que el anticristo viene, así ahora han surgido muchos anticristos; por esto conocemos que es el último tiempo» (1 Jn. 2:18). El ímpetu de la declaración del apóstol tenía el objetivo de

recalcar que a pesar del hecho de que el anticristo no había aparecido en persona cuando él escribió su epístola, de todas maneras los santos no deben por esto llegar a la conclusión de que la segunda venida de Cristo está en el futuro distante. No, porque incluso en aquel entonces había muchos anticristos y por eso debían estar al tanto de que era «el último tiempo». Así pues, vemos que el testimonio de los apóstoles fue uniforme y explícito. Todos estaban pendientes del regreso de su Señor en cualquier momento. Esa también debería ser nuestra actitud. Ojos míos, no se nublen con lágrimas, Que se ilumine con gozo su mirada a las alturas; Levanten la mirada y vigilen, y espérenlo a Él Pronto, pronto vendrá el Señor. Pronto la vía láctea pavimentada con estrellas, Pronto la bella bóveda azul, Glorias jamás concebidas desplegarán, Pronto, pronto el Señor vendrá. Transformado en un abrir y cerrar de ojos, Investido con lozanía inmortal, Le veré sobre un trono muy alto, Y cantaré: «¡El Señor ha llegado ya!» Un rayo que sale de su rostro glorioso Consumirá estas vestiduras mortales, Y toda mácula de pecado borrará Señor Jesús, ¡ven pronto! ¡Cómo será habitar contigo, si tú mismo eres mi eterno hogar! ¡Oh gloria eterna, oh gozo inefable! Señor Jesús, ¡ven pronto! POR QUÉ SE PRESENTÓ EL HECHO DEL REGRESO DE NUESTRO SEÑOR EN UN LENGUAJE DE INMINENCIA, PERO SE OCULTÓ LA FECHA EXACTA

A primera vista pudiera parecer extraño que nuestro Señor no nos haya dado a conocer la fecha exacta de su manifestación. Él hizo que muchos detalles

asociados con la esperanza bienaventurada quedaran registrados en la Palabra. Ha dado a conocer muchas cosas que sucederán alrededor de su segundo advenimiento, y en vista del hecho mismo de que se haya revelado tanto, nos puede parecer desconcertante que haya dejado indefinido el aspecto que la curiosidad humana desea ver con más claridad. Sobra decir que no fue ignorancia por parte de nuestro Señor lo que le impidió determinar la hora de su segunda venida, aunque algunos de sus enemigos se han atrevido a traer esta acusación contra Él tratando de basar sus malignas suposiciones en Marcos 13:32: «Pero de aquel día y de la hora nadie sabe, ni aun los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre.» Estas palabras no tienen por qué presentar alguna dificultad si prestamos la debida atención al evangelio en particular en que se encuentran, esto es, el de Marcos que es el evangelio del Siervo de Jehová. El propósito del evangelio de Marcos consiste en presentar al Señor Jesús como el Siervo perfecto, el Siervo obediente, el Siervo cuya comida era hacer la voluntad de Aquel que le envió, la clase de siervo que «no sabe lo que hace su señor» (Jn. 15:15). Marcos 13:32 no pone en duda la omnisciencia de nuestro Señor, sino que más bien deja muy claro que mientras estuvo en su condición de Siervo, Él dependió siempre de la voluntad de Otro. Al reflexionar un poco en esto, cualquier persona podrá descubrir la sabiduría perfecta que nuestro Señor demostró al decir esto, porque de este modo podía abstenerse de revelar la fecha exacta de su regreso. Una razón para ello es que Él deseaba mantener a los suyos expectantes y pendientes a toda hora de su regreso. De nuevo, es necesario considerar esta pregunta a la luz de la unidad de la Iglesia de Cristo. La tendencia que todos tenemos, es ver a los creyentes en general como muchos individuos desvinculados, en lugar de considerar a los santos de todos los tiempos y lugares como «un cuerpo» (1 Co. 12:13), «todos miembros los unos de los otros» (Ro. 12:5). La Iglesia no es una organización, es un organismo vivo, un «cuerpo» del cual Cristo es la «cabeza». De ahí que la inminencia del regreso del Redentor sea para un miembro exactamente lo mismo que para todos los miembros, y por esa razón los creyentes del primer siglo tenían el mismo interés sincero en la manifestación del Salvador como los creyentes que vivimos ahora en el siglo XX. El objeto de la esperanza, entonces, es el mismo de la esperanza ahora, ya que el Cuerpo es uno; y a la inversa, el objeto de esperanza ahora necesariamente debió haber sido el mismo objeto de esperanza en aquel

entonces. En consecuencia, los primeros cristianos, por virtud de la unidad de los santos, fueron exhortados a andar en la luz de la bendición de una esperanza que es común a toda la Iglesia. El regreso de nuestro Señor pudo no haber sido revelado en absoluto, pero en ese caso la Iglesia habría sido privada de un poderoso factor dinámico para la vida cristiana piadosa. La inminencia del segundo advenimiento del Redentor fue revelada como un incentivo para la vigilancia y la preparación. Si en ese entonces no se hubiera presentado en el Nuevo Testamento el hecho del regreso de nuestro Señor como algo que podría suceder en cualquier momento, sino que en lugar de eso se hubiera planteado expresamente como un acontecimiento que estaba programado para ocurrir en algún siglo posterior en particular, todos los creyentes que hubieran vivido en los siglos anteriores a ese tiempo fijo de cumplimiento se habrían visto privados del consuelo que se encuentra en la certeza de que Cristo puede volver a cualquier hora, y se habrían perdido los efectos purificadores que tal proyección tiene. Como se ha señalado con gran acierto: «No es que desee que cada generación sucesiva crea que efectivamente Él va a regresar durante su tiempo de vida, puesto que Él no desea que nuestra fe y nuestra vida práctica se fundamenten en el error, como lo serían en ese caso la fe y la práctica de todas las generaciones a excepción de la última; pero sí constituye un elemento necesario de la doctrina sobre la segunda venida de Cristo, el hecho de que debería ser factible en cualquier momento para que ninguna generación lo considere como algo improbable durante su tiempo» (Arzobispo Trench). Aquí tenemos entonces la respuesta sencilla pero suficiente a nuestra pregunta. La segunda venida de Cristo se presenta en un lenguaje de inminencia debido a los efectos de largo alcance que tiene el propósito de producir en todos los que se apropian de la promesa: «He aquí, vengo pronto.» El regreso inminente del Redentor es una esperanza práctica. Es el motivo que impulsa todo el Nuevo Testamento, y el Espíritu Santo lo ha relacionado con todos los preceptos y prácticas del carácter y la conducta del cristiano. Como otro escritor lo ha expresado muy bien: «Pone en acción las amonestaciones, da firmeza a las instrucciones, fortalece los argumentos, vigoriza los mandatos, intensifica las súplicas, eleva el coraje, suprime el temor, estimula los afectos, aviva la esperanza, inflama el celo, separa del mundo, consagra a Dios, enjuga lágrimas, conquista la muerte» (Brookes).

Veremos en detalle esta declaración. La esperanza de la segunda venida de nuestro Señor produce lealtad y fidelidad a Cristo. «¿Quién es el mayordomo fiel y prudente al cual su señor pondrá sobre su casa, para que a tiempo les dé su ración? Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, le halle haciendo así. En verdad os digo que le pondrá sobre todos sus bienes. Mas si aquel siervo dijere en su corazón: Mi señor tarda en venir; y comenzare a golpear a los criados y a las criadas, y a comer y beber y embriagarse, vendrá el señor de aquel siervo en día que éste no espera, y a la hora que no sabe, y le castigará duramente, y le pondrá con los infieles.» —Lc. 12:42-46 El propósito moral de esta parábola (véase el contexto de la cita) es bastante manifiesto. Mientras el mayordomo mantuvo una actitud de vigilancia, se caracterizó por ser fiel y sobrio; pero cuando dijo en su corazón, «mi señor tarda en venir», empezó a golpear a sus hermanos siervos y a comer y beber y embriagarse. De modo que velar mientras esperamos la venida del Señor, es un incentivo para la lealtad y la fidelidad; mientras que, por otro lado, la falta de vigilancia trae como resultado un corazón que se llena de amor al mundo, un andar negligente y una vida plagada por la carnalidad. El regreso de nuestro Señor se presenta aquí como algo que nos motiva al amor fraternal: «Y el Señor os haga crecer y abundar en amor unos para con otros y para con todos, como también lo hacemos nosotros para con vosotros, para que sean afirmados vuestros corazones, irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos» (1 Ts. 3:12, 13). En vista del hecho de que nuestro Señor puede volver en cualquier momento, resultan en extremo perjudiciales las divisiones que se dan entre el pueblo de Dios. En breve cada uno de nosotros deberá comparecer ante el juicio (bema) de Cristo, donde todo mal será corregido y todo mal entendimiento será aclarado. El Señor está cerca y esa es una razón poderosa para dejar a un lado nuestras diferencias superficiales, perdonarnos mutuamente así como Dios nos ha perdonado por amor de Cristo, y crecer y abundar en amor los unos por los otros. La esperanza permanente en el segundo advenimiento de Cristo también

cumple la función de llamarnos a un andar piadoso: «Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo» (Tit. 2:11-13). Se puede ver con claridad, a partir de estas palabras, que la esperanza bienaventurada también tiene el propósito de someter todo espíritu de egoísmo e indulgencia en el creyente, y promover la santidad en la vida diaria. Como dice el apóstol Juan: «Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Jn. 3:3). El regreso de nuestro Señor también tiene el propósito de alentar a los corazones enlutados: «Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él. Por lo cual os decimos esto en palabra del Señor: que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras.» —1 Ts. 4:13-18 Las personas a quienes escribía el apóstol estaban afligidas por la pérdida de algunos seres queridos, pero observemos que él no procura consolarlos al decirles que en poco tiempo también ellos morirían para encontrarse en el cielo con quienes habían partido. No, puso ante ellos la posibilidad real de un Salvador que al regresar traería con Él a los santos que estuvieran durmiendo. La promesa del regreso del Redentor está calculada para desarrollar la gracia de la paciencia: «Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor. Mirad cómo el labrador espera el precioso fruto de la tierra, aguardando con paciencia hasta que reciba la lluvia temprana y la tardía.

Tened también vosotros paciencia, y afirmad vuestros corazones; porque la venida del Señor se acerca» (Stg. 5:7, 8; cursivas añadidas). Estas palabras iban dirigidas a santos que eran pobres en bienes de este mundo y que gemían bajo la opresión de empleadores injustos. ¡Cuán oportuna es esta palabra de exhortación para muchos santos del siglo XX! ¡Cuántos pobres de Dios están clamando ahora al Señor para ser libertados de sus dificultades pecuniarias, de la tiranía y de la injusticia! Todo ese clamor ya ha llegado a oídos del Dios de los ejércitos, y así como Él intervino tiempo atrás a favor de Israel en Egipto, también vendrá con rapidez para librar a su pueblo del yugo impuesto por sus crueles patronos actuales. Mientras llega ese momento, la palabra para todos nosotros es: «Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor.» La esperanza del regreso de nuestro Señor es el antídoto para la preocupación: «Vuestra gentileza sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca. Por nada estéis afanosos» (Fil. 4:5, 6). Hermanos en Cristo, ¿por qué nos atemorizamos tanto por poder pagar las cuentas del año que viene? ¿Por qué hacer planes con ansiedad y pavor del futuro? ¿Por qué nos preocupamos por el mañana? Puede ser que mañana estemos en el cielo, el grito para reunirnos puede darse antes de que amanezca. Nuestro Salvador puede volver en cualquier momento. El Señor está cerca y su manifestación significará el fin de todos nuestros problemas y tribulaciones. Por esa razón, no nos fijemos en los peligros y dificultades que nos rodean, sino en nuestro grande y poderoso Redentor. «Por nada estéis afanosos.» La posibilidad real de un pronto regreso del Salvador también se emplea para estimular una actitud de sobriedad y vigilancia: «Conociendo el tiempo, que es ya hora de levantarnos del sueño; porque ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos. La noche está avanzada, y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz» (Ro. 13:11, 12). La «salvación» de que se habla aquí es la que se menciona en Hebreos 9:28 («y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan»), es una salvación que tiene lugar con el segundo advenimiento de Cristo. Notemos en particular que esta salvación no se presenta como una esperanza distante que vaya a hacerse realidad en un período remoto, sino como un acontecimiento que está muy cerca de nosotros. Así llegamos, para finalizar este capítulo, a otra pregunta que reclama

nuestra atención. ¿POR QUÉ RAZÓN EL SEÑOR HA TARDADO HASTA AHORA? ¿Por qué el Redentor no regresó hace mucho tiempo atrás? A primera vista una pregunta así puede parecer casi irreverente, y muchos pueden sentirse inclinados a recordarnos que «las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios». Como respuesta a esto diríamos que al considerar esta pregunta no lo hacemos en un espíritu de curiosidad sin sentido o para darnos a la especulación impertinente, sino porque creemos que al examinarla con humildad recibiremos provecho para nuestra alma, puesto que la respuesta a esta inquietud pone de manifiesto la sabiduría y la gracia de nuestro Señor. En tiempos antiguos, la madre de Sísara exclamó acerca de su hijo, «¿Por qué tarda su carro en venir? ¿Por qué las ruedas de sus carros se detienen?» (Jue. 5:28). Bien podríamos aplicar estas palabras a nuestro asunto en cuestión. En la víspera de su muerte, el Señor Jesús dijo: «Voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis.» No obstante, han pasado dieciocho fatigosos siglos desde ese entonces, ¡y Él no ha venido todavía! ¿Acaso esto no es un gran misterio? Un mundo en que abunda la iniquidad más y más todos los días; un Israel sin hogar y sin rey; una iglesia fragmentada por la división y, como Sansón, desprovista de sus fuerzas; una creación que gime y una tierra maltrecha por la guerra; todos se unen al clamor de las almas que están bajo el altar: «¿Hasta cuándo, Señor...?» (Ap. 6:10). ¿Cuál es la razón para una demora tan prolongada? ¿Por qué se ha postergado por tanto tiempo la era milenaria llena de bendición y bienaventuranza? ¿Por qué no ha regresado el Redentor para tener acceso a la heredad que compró con su sangre hace tanto tiempo? Sin duda, estas preguntas nos dejan abrumados a todos. Preguntas que en ciertas ocasiones ponen a hacer ejercicio los corazones de todos los santos de Dios. ¿Es posible encontrar una respuesta satisfactoria? Una respuesta completa no, ya que «conocemos en parte»; pero sí una respuesta que por lo menos nos permita ver aunque «por espejo, oscuramente», parte del significado que tiene la tardanza de nuestro Señor. ¿Por qué se ha dado este intervalo dilatado desde el momento de su partida? ¿Por qué no regresó mucho tiempo antes? Tratemos de responder.

En primer lugar, porque Dios quiso darle al ser humano la plena oportunidad de poner sus planes en práctica y así demostrar sin lugar a dudas la necesidad que el mundo tiene de un Gobernante competente. El hombre no puede quejarse de que Dios no le haya concedido todas las oportunidades para experimentar y probar sus propios planes. Al hombre se le ha permitido desarrollar toda su potencialidad en el dominio y regeneración del mundo. Por así decirlo, Dios dejó las riendas del gobierno en las manos del hombre mientras Él se mantuvo alejado durante una temporada. ¿Por qué razón? A fin de ver si el hombre era suficiente o no para hacerlo, para mostrar si podía o no gobernarse a sí mismo, y para determinar si el ser humano era competente para luchar y sobreponerse a las potencias de maldad que hacen guerra contra su alma. A través de los siglos, los esfuerzos del hombre han estado dirigidos al dominio y regeneración del mundo. Al hombre le ha sido dado un alcance sin límites para hacerlo, ¿y con qué resultados hasta ahora? Con el resultado de que el odio incurable que el corazón tiene hacia Dios y la perversión de la naturaleza humana han quedado desplegados en mayor grado que antes. ¿De qué manera ha hecho uso el hombre de la libertad, las oportunidades, los privilegios, los talentos y todas las demás cosas de que ha sido dotado por su Hacedor? ¿Qué beneficio ha generado con todos esos recursos? ¿Han sido empleados con el propósito de glorificar a Dios o más bien de deificarse a sí mismo? El simple hecho de formular las preguntas ya es suficiente. La jactancia del hombre se ha hecho oír con estridencia, sus exigencias se han expresado con grandilocuencia, y sus alardes han sido bastante pretensiosos. Expresiones tales como mejorar, avanzar, ilustrarse, evolucionar y ser civilizado son las que forman parte de sus máximas favoritas, pero la sabiduría del mundo y la vanidad de los designios del hombre han quedado expuestas ante nuestros ojos. ¿Qué efectos ha tenido la «civilización»? Con todo nuestro así llamado progreso e ilustración, ¿qué hemos alcanzado? Que los archivos de nuestras cortes judiciales nos lo digan; que las columnas de los periódicos nos den la respuesta; que las condiciones económicas, políticas y morales de nuestro tiempo lo afirmen; que lo digan las guerras mundiales con toda su barbarie, su inhumanidad y sus atrocidades. Es necesario subrayar que tampoco puede decirse que estas cosas sean debidas a la ignorancia y falta de experiencia de los hombres, porque el ser humano no está apenas empezando a hacer historia. Estamos viviendo en el siglo XX de

la era cristiana. El hombre no puede quejarse de que Dios no le haya dado tiempo suficiente para que sus planes tengan éxito. No, Dios le ha dado tiempo en abundancia y suficiente para mostrar que los intentos del hombre son un fracaso total; tiempo suficiente para demostrar que es totalmente incapaz de gobernarse a sí mismo; tiempo suficiente para probar que si algún alivio verdadero ha de venir, tiene que hacerlo de alguna parte fuera de él mismo. Aquí tenemos, entonces, la primera parte de nuestra respuesta: el regreso de Cristo se ha retrasado con el fin de conceder amplia oportunidad para que los planes del hombre puedan llevarse a cabo. Dios espera hasta el tiempo de la cosecha. Él ha estado esperando que llegue el momento de segar los planes y esfuerzos del hombre; ha estado esperando pacientemente con la hoz en su mano, y tan pronto como los cultivos de la industria humana estén maduros, va a escucharse por todas partes el anuncio: «Mete tu hoz, y siega; porque la hora de segar ha llegado, pues la mies de la tierra está madura» (Ap. 14:15). ¿Por qué ha tardado tanto en volver nuestro Señor? En segundo lugar, a fin de que Dios pudiera desplegar plenamente el alcance de su paciencia. «Mas, oh amados, no ignoréis esto: que para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento» (2 P. 3:8, 9, cursivas añadidas). A lo largo de todos estos diecinueve siglos de historia, el Señor ha estado diciendo: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.» Desde el mismo instante en que el Salvador partió de la tierra, Dios ha venido tratando al mundo con misericordia en lugar de visitarlo con juicio. La paciencia de Dios hacia nuestra raza perversa ha sido verdaderamente maravillosa. Es sorprendente que las copas de su ira santa no se hayan vaciado sobre las naciones desde tiempo atrás. ¡Qué paciencia ha mostrado Jehová para con nosotros al soportar tantas rebeldías durante veinte siglos! ¿Cuál es la razón por la que el día de salvación ha demorado hasta el punto en que ya ha sobrepasado en extensión a todas las dispensaciones que le antecedieron? ¿Por qué la puerta de la misericordia sigue abierta de par en par y Dios continúa instando a los pecadores a reconciliarse con Él? ¿Por qué razón Cristo no volvió hace mucho tiempo en una llama de fuego para tomar venganza contra los que no conocen a Dios ni obedecen a su evangelio? ¿Por

qué razón todavía no está sentado en el trono de su gloria y diciendo a sus enemigos: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles»? ¿Por qué? Porque el Señor Dios es «paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca». Supongamos que Cristo hubiera regresado cinco, diez, veinte o cincuenta años atrás; muchos de los que leen gozosos estas líneas de que son aceptos en el Amado, ¡habrían perecido en sus delitos y pecados! Por eso los invito a unirse al humilde escritor de estas líneas para dar gracias una vez más por la paciencia maravillosa de nuestro bondadoso Dios. ¿Por qué el Señor no regresó hace mucho tiempo? En tercer lugar, a fin de que Dios pudiera poner a plena prueba la fe de su pueblo. Esta siempre ha sido su manera de hacer las cosas. ¿Para qué todos esos años de espera antes que Abraham tuviera a Isaac? ¿Por qué la prolongada servidumbre en Egipto, cuando el pueblo escogido gemía bajo las cargas impuestas por los crueles capataces egipcios? ¿Por qué esos cuatro siglos de silencio entre los ministerios de Malaquías y el de Juan el Bautista? ¿Para qué un intervalo de cuatro mil años desde que dio la promesa tocante a la Simiente de la mujer hasta su cumplimiento final? ¿Por qué? A fin de poner a prueba la fe de su pueblo. Para demostrar la autenticidad de su confianza en Él. Lo mismo sucede con esta dispensación. ¿Por qué ha tardado tanto tiempo nuestro Señor en la casa del Padre? ¿Para qué estos dieciocho siglos en que su Iglesia ha tenido que peregrinar en el desierto del mundo? ¿Por qué razón han pasado la primera, la segunda y la tercera «vigilia», y todavía falta por venir nuestro Señor? ¿Por qué Dios permitió que el conocimiento de la esperanza bienaventurada se recuperara hace casi cien años atrás, y todavía demora en llegar el Esposo? ¿Por qué esta expectación anhelante por parte de los suyos durante las tres generaciones pasadas, y hasta hoy día los cielos enmudecen? ¿Por qué se detienen las ruedas y tarda su carro en venir? ¿Por qué? Porque Dios quiso poner totalmente a prueba la fe de su pueblo. ¿Por qué se complace Él haciendo esto? Para la alabanza de la gloria de su gracia. Quizá para exhibirnos frente a los ángeles, para quienes «hemos llegado a ser espectáculo» (1 Co. 4:9), con el fin de hacerles ver que Dios tiene un pueblo que por su gracia puede confiar en Él, ¡aun en medio de las tinieblas de un misterio insondable! Los caminos de nuestro Dios son maravillosos, y aunque los burladores pregunten: «¿Dónde está la promesa de su advenimiento? y los siervos malos digan: «Mi señor tarda en venir», e

incluso a pesar de que nuestro propio corazón perverso algunas veces esté tentado a murmurar en contra de la extensa demora, un día podrá verse con absoluta claridad que Él «bien lo ha hecho todo».

GLOSARIO Amilenarismo: La visión de que el reino de Cristo durante mil años, que se describe en Apocalipsis 20, es una realidad invisible y espiritual, y no que se trata de un reino literal sobre la tierra. Los amilenaristas creen que el reino existe ahora mismo, y que los mil años no deben tomarse literalmente, de modo que el siguiente evento en el calendario profético será el regreso de Cristo, seguido de inmediato por el juicio final. Anticristo, el (véase también Bestia, la). El apóstol Juan es el único escritor bíblico que emplea este término, y solamente lo hace en sus epístolas. Él habla de «el anticristo» como un individuo en particular que aún está por venir, pero también reconoció que «muchos anticristos» o personas cuya oposición a Cristo es manifiesta, ya están presentes en el mundo. Arrebatamiento, el: Del latín rapio, «agarrar, llevarse». Se trata de la venida de Cristo en el aire por sus santos (1 Ts. 4:14-17), por oposición a su venida a la tierra con sus santos (3:13). Bestia, la: La criatura que surge en Apocalipsis 13:1-10 y se convierte en gobernante mundial y cruento perseguidor del pueblo de Dios (v. 7), así como en objeto de culto para el resto del mundo (vv. 15-18). Es el mayor enemigo terrenal de Cristo (19:19) y se identifica usualmente como «el anticristo» de 1 Juan 2:18; 4:3, «el hombre de pecado» y «el hijo de perdición» de 2 Tesalonicenses 2:3-4, y el «príncipe que ha de venir» en Daniel 9:26. Día del Señor, el: El vertimiento final del juicio apocalíptico sobre la tierra (Is. 13:9-11; Ez. 30:2-19; Jl. 1:15; 2:30-32; 3:14; Am. 5:18-20; Sof. 1:14-18; Zac. 14:1-4; Mal. 4:1, 5). El Nuevo Testamento emplea la expresión «día del Señor» al menos en cuatro ocasiones (Hch. 2:20; 1 Ts. 5:2; 2 P. 3:10; y 2 Ts. 2:2). Algunas veces se hace referencia al día del Señor como «el día de la destrucción», «el día de la ira» y «el día malo» (Job 21:30; Jer. 17:17) o «el día de venganza» (Is. 61:2; 63:4; Jer. 46:10). Otros sinónimos del Nuevo Testamento incluyen «el día de la ira» (Ro. 2:5), «el día de la visitación» (1 P. 2:12), y el «gran día del Dios Todopoderoso» (Ap. 16:14). En todos estos contextos, el énfasis se hace en un juicio y «destrucción por el Todopoderoso» (Jl. 1:15). El día del Señor está asociado con el Armagedón (Zac. 14:1-4) y también con el juicio final y la destrucción de la tierra (2 P. 3:10), aunque el libro de Apocalipsis separa estos eventos y ubica el reinado milenario en la mitad (Ap. 19:17–21:1). Discurso del Monte de los Olivos, el: Discurso profético de Cristo registrado en Mateo 24 —25 (y en Lucas 21 con un relato paralelo abreviado). Es una contestación extensa a las

preguntas de sus discípulos (Mt. 24:3) acerca de la destrucción del templo, el fin del siglo y su regreso. Escatología: La rama de la teología que tiene que ver con las cosas del futuro. Exegético: Relacionado con la exégesis, el análisis y explicación detallados de un texto bíblico, especialmente en su lenguaje original. Falso profeta, el: Apocalipsis 13 describe dos bestias que suben, la primera saliendo del mar (v. 1), y la segunda de la tierra (v. 11). La segunda bestia actúa como un falso profeta, obrando grandes señales (vv. 13-14) y haciendo que la gente adore a la primera bestia (vv. 12, 14-18). Después del capítulo 13, el apóstol Juan se refiere a esta segunda bestia como «el falso profeta» (16:13; 19:20; 20:10), y a la primera bestia simplemente se hace referencia como la bestia (véase anticristo, el; bestia, la). Glorificación: La culminación instantánea del proceso de santificación. Este es el aspecto final de la obra salvadora de Dios en favor de los redimidos (Ro. 8:30). Incluye hasta «la redención de nuestro cuerpo» (v. 23). «Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria» (1 Co. 15:53, 54). Esto ocurrirá cuando Cristo regrese y los muertos en Cristo sean levantados, y quienes queden vivos sean arrebatados para encontrarse con Él en el aire (1 Ts. 4:16, 17). Glorificación significa una adquisición instantánea de la semejanza de Cristo para todos los santos: «Cuando él se manifieste, seremos semejantes a él» (1 Jn. 3:2). Hamartiología: La rama de la teología que trata acerca del pecado. Hermenéutica: Todo lo relacionado con la metodología que empleamos para interpretar las Escrituras. Hiperpreterismo: La visión según la cual todos los eventos proféticos de que se habla en las Escrituras estaban plenamente cumplidos para el año 70 d.C. El hiperpreterismo se hace eco del error cometido por Himeneo y Fileto, quienes enseñaban que la segunda venida ya había tenido lugar, trastornando así la fe de algunos (2 Ti. 2:17, 18). Usualmente, los hiperpreteristas espiritualizan el significado del regreso de Cristo, negando que Cristo volverá en forma corporal. Lo típico que tratan de hacer es reconciliar esa afirmación con Hechos 1:11 («Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo»), negando que Cristo ascendió al cielo en forma corporal. Algunos, incluso, llegan al punto de negar que Él haya resucitado corporalmente de los muertos, con el fin de evitar el tener que explicar cómo es posible que la Ascensión no haya sido corporal. De este modo, el hiperpreterismo incluye tácitamente la negación de varias doctrinas cardinales del cristianismo. Esta visión no es la misma que el preterismo (véase más adelante), aunque ambas perspectivas se basan por igual en una comprensión errónea de Mateo 24:34 («No pasará esta generación hasta que todo esto acontezca»).

Justificación: El acto por medio del cual Dios declara justo a un pecador creyente. Esto se hace posible sin desacreditar la justicia de Dios gracias a que la justicia de Cristo es imputada a la persona justificada. En un sentido similar, la culpa del pecador fue imputada a Cristo en la cruz, y Cristo hizo completa expiación por ella. De modo que en la justificación, la culpa por el pecado es expiada mediante la muerte de Cristo, y todos los méritos de la vida perfecta de Cristo son transferidos al pecador. Milenio, el: El reinado de Cristo sobre la tierra durante mil años, que se describe en Apocalipsis 20. Pneumatología: La rama de la teología que tiene que ver con el Espíritu Santo. Postmilenarismo: La visión de que la iglesia establecerá el reino terrenal de Cristo por medio de la predicación (y según algunos por el uso de medios políticos). Los postmilenaristas creen que Cristo reinará sobre un reino literal en la tierra, pero la mayoría de ellos creen que lo hará desde un trono celestial y después de eso volverá a la tierra para instaurar el juicio final. Premilenarismo: La visión de que Cristo volverá a la tierra para establecer un reino terrenal y milenario sobre el cual reinará desde un trono en la tierra. Preterismo: La visión de que todas las profecías sobre tribulación en Mateo 24 se cumplieron con la destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C. Los preteristas sostienen que Mateo 24:34 («No pasará esta generación hasta que todo esto acontezca») prueba que todas las profecías de catástrofe en el discurso de los olivos se cumplieron con la caída de Jerusalén en 70 d.C. Esta perspectiva debe distinguirse de la visión más extremista conocida como hiperpreterismo (véase arriba). A diferencia del hiperpreterismo, el preterismo generalizado no niega el regreso corporal de Cristo a la tierra o la resurrección literal de los muertos. La variedad más conservadora de preterismo es denominada «preterismo parcial» por algunos defensores del hiperpreterismo. Preterismo parcial: Véase Preterismo. Preterismo pleno: Un eufemismo para aludir al hiperpreterismo (véase más adelante). Llamado también «preterismo consecuente» y «escatología realizada». Soteriología: La rama de la teología que trata acerca de la salvación. Teología propia: La rama de la teología que trata la doctrina de Dios. Tipo: Una figura o sombra simbólica de alguna verdad acerca de Cristo (en la que usualmente se emplean personas o eventos del Antiguo Testamento que representan con antelación algunos rasgos o incidentes correspondientes al Mesías). Por ejemplo, la servidumbre de Israel en Escritura fue una predicción gráfica de la huida a Egipto del Cristo infante con sus padres (cp. Os. 11:1; Mt. 2:13-15), la serpiente de bronce colocada sobre un asta (Nm. 21:9) también fue un tipo que prefiguraba la resurrección de Cristo (Jn.

3:14). Tribulación, la: Un período de calamidades en la tierra durante siete años que antecede de inmediato la venida de Cristo en gloria. Este período está asociado con la semana septuagésima de la profecía de Daniel, durante la cual «un príncipe que ha de venir» profana Jerusalén y el templo de Dios (Dn. 9:26, 27). Por lo general, los premilenaristas entienden los juicios descritos en Apocalipsis 6—18 como eventos que tendrán lugar durante la tribulación. El «príncipe» en la profecía de Daniel cuadra con la misma descripción de la bestia en Apocalipsis 13. Hay otros paralelos evidentes entre los eventos descritos en Apocalipsis y la profecía de Daniel (cp. Dn. 7:25; 12:7; Ap. 12:14).

NOTAS Introducción [1] A lo largo de este libro, los términos escatológicos y teológicos que se colocan en cursiva cuando aparecen por primera vez están definidos en el glosario al final. Hiperpreterismo debe distinguirse de preterismo, aunque ambos comparten un método hermenéutico similar y en términos generales interpretan las profecías bíblicas de la misma manera. El preterismo simple sugiere que las profecías de «Tribulación» en Mateo 24 y Apocalipsis se cumplieron en la historia de la iglesia primitiva. (La mayoría de sus defensores dirían que estos eventos ocurrieron en conexión con la destrucción de Jerusalén por parte del ejército romano en el año 70 d.C.) Los defensores del hiperpreterismo llevan esa misma hermenéutica a extremos de mucho mayor alcance que justifican la añadidura del prefijo «hiper». Los hiperpreteristas arguyen que no solamente las profecías sobre la Tribulación, sino todas las promesas proféticas de las Escrituras ya se han cumplido del todo. (Véase texto principal para obtener más detalles.) Estoy fuertemente en desacuerdo con la forma preterista de abordar la profecía, y es claro que la aproximación hermenéutica asumida por los preteristas estableció los cimientos para que se cayera en los errores del hiperpreterismo. No obstante, la denuncia del hiperpreterismo como una herejía subcristiana no se aplica necesariamente al preterismo simple. La negación que los hiperpreteristas hacen de doctrinas fundamentales como la resurrección literal de los muertos y el retorno corporal de Cristo es lo que hace de esa postura una herejía tan grave, no el método hermenéutico en sí aplicado por ellos. [2] Ward Fenley, «¡La resurrección de los muertos ya ocurrió!» (http://www.preterist.net/articles/index.htm). [3] El escritor cristiano con éxito de ventas David Chilton y representante del reconstruccionismo cristiano, empezó a defender ciertas tesis hiperpreteristas pocos años antes de su muerte en 1997. Quizá debido en parte a la influencia de Chilton en el movimiento reconstruccionista, y en parte a causa de que el movimiento siempre haya acogido calurosamente la aproximación preterista a la profecía bíblica, el movimiento reconstruccionista cristiano ha demostrado ser particularmente susceptible al hiperpreterismo. Walt Hibbard, fundador del servicio de ventas por correo de libros cristianos llamado Grandes Libros Cristianos (Great Christian Books, GCB), también acogió el hiperpreterismo y estaba fomentando agresivamente la venta masiva de literatura hiperpreterista en las primeras páginas de sus catálogos de libros antes de que GCB quebrara a comienzos de 1999. Una de las obras que Hibbard estaba promoviendo más vigorosamente es el manifiesto primordial del hiperpreterismo, el libro de Ward Fenley titulado The Second Coming of Jesus Christ Already Happened [La segunda venida de Jesucristo ya ocurrió] (Sacramento: Kingdom of Sovereign Grace, 1997). Varios sitios de

Internet con gran cantidad de información están promoviendo actualmente esta postura por medios electrónicos masivos. [4] Ward Fenley, «El modo postresurrección de Cristo» (http://www.preterist.net/articles/index.htm). [5] Ward Fenley, «Salmo 69: los pecados de Cristo» (http://www.preterist.net/articles/index.htm). La ortodoxia protestante histórica ha mantenido por mucho tiempo que nuestra culpa fue imputada a Cristo, y que Él pagó el castigo por ella, sufriendo la ira plena de Dios contra el pecado. Pero nosotros negamos que Cristo haya sido hecho un pecador en el sentido sugerido por los comentarios de Fenley. Recordemos que la justicia de Cristo es aplicada o imputada a los creyentes precisamente de la misma forma como nuestra culpa es imputada a Cristo. Pero nosotros no somos hechos justos automáticamente en virtud de ello. Nosotros somos justificados cuando aún somos pecadores (Ro. 4:5). De manera similar, Cristo llevó nuestra culpa sin haber sido hecho injusto. Los comentarios de Fenley constituyen una afrenta a Cristo, quien jamás podría haber sido contaminado personalmente por el pecado, aún mientras estaba cargando la culpa de la multitud de personas a quienes Él salvó (He. 7:26). [6] Hal Lindsey, The Late Great Planet Earth (Grand Rapids, Mich.: Zondervan, 1970), pp. 53-54. [7] Hal Lindsey, The 1980s: Countdown to Armageddon (Nueva York: Bantam, 1980), p. 12. [8] Ibíd., p. 43. [9] Edgar Whisenant, 88 Reasons Why the Rapture Will Be in 1988 (Nashville: World Bible Society, 1988). [10] Harold Camping, 1994 (Nueva York: Vantage, 1992). [11] El mismo día que empecé a trabajar en este libro recibí una carta de un celoso partidario de esta postura. Decía que mis libros y casetes siempre habían sido de bendición para él, pero que recientemente alguien le había informado que yo mantenía una perspectiva premilenaria en escatología bíblica, y en consecuencia él había perdido por completo su confianza en mí como maestro bíblico. Dijo haber notado que yo incluyo con bastante frecuencia citas de hombres como C. H. Spurgeon, Iain Murray, y otros líderes puritanos eminentes. Después pasó a sugerir que si yo hubiera leído atentamente sus obras y estuviera realmente de acuerdo con estos hombres, sabría que el amilenarismo es la única perspectiva bíblica que se puede defender en cuestiones escatológicas. Insinuó que no es honesto de mi parte citar a estos hombres aprobatoriamente sin acoger realmente sus posturas escatológicas, y sugirió que en el futuro cuando haga referencias a ellos debería considerar la posibilidad de añadir una nota aclaratoria en la que afirme explícitamente que difiero de la postura escatológica de ellos. [12] Pero precisamente el hecho es que estos hombre no fueron amilenaristas. Spurgeon fue un premilenarista, en tanto que Iain Murray es un postmilenarista. El libro de Murray The Puritan Hope [La esperanza puritana] sugiere que el postmilenarismo también fue la visión predominante de los puritanos. Yo me he beneficiado en gran manera por los escritos de estos hombres, pero eso no me obliga a aceptar todos los pormenores de su

teología, ni tampoco se hace necesaria la inclusión de una nota explicativa cuando los cito en aquellos puntos en que estamos de acuerdo. Todas nuestras diferencias son en torno a cuestiones secundarias, no en asuntos esenciales para la fe cristiana y la comunión fraterna. Capítulo 1: Por qué es necesario que Cristo regrese [1] Anthony L. Little, Faith, Reason, and the Reality of God: A Search for Honesty (Greenwich, Conn.: Empowerment, 1999). [2] La referencia básica de Oseas 11:1 es a la nación de Israel en el Antiguo Testamento, la cual es llamada a salir de Egipto. Pero Israel mismo es un tipo profético (una prefiguración simbólica) de Cristo, y por lo tanto en un sentido tipológico, la estadía temporal de Israel en Egipto fue una sombra profética de la huida de Cristo a Egipto. Por lo tanto, Oseas 11:1 es citado como una profecía del Cristo infante en Mateo 2:15. [3] En tiempos modernos la palabra dote usualmente transmite la idea de dinero o propiedad adquirida por la novia para su esposo como requisito para un matrimonio, pero en tiempos bíblicos la dote era por el contrario un regalo dado a la novia por el futuro esposo y su familia (cp. Gn. 34:12). Capítulo 2: ¿Es inminente la venida de Cristo? [1] Dennis McKinsey, ed., «Inminencia», en Biblical Errancy, mayo de 1990. Capítulo 3: El más grandioso discurso profético de Cristo [1] La expectativa que los discípulos tenían de un reino literal e inmediato sobre la tierra estaba tan profundamente arraigada en sus mentes que incluso después que Cristo se levantó de los muertos, ellos seguían esperando que Él estableciera su reino terrenal de manera inmediata. La última pregunta que ellos le hicieron antes de ascender al cielo fue, «Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?» (Hch. 1:6). Su muerte y resurrección no habían disminuido sino más bien acrecentado la anticipación que tenían con respecto al reino terrenal. Muy seguramente ahora que había conquistado hasta la muerte misma, Él revelaría su gloria ante todo el mundo y establecería el reino sin fin. Nótese también que la respuesta de Jesús en Hechos 1 no fue una amonestación por haber pensado que el reino fuera a ser literal y terrenal. De hecho, Él afirmó tácitamente que su reino ciertamente sería establecido sobre la tierra, pero no de acuerdo con el calendario de ellos: «No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad» (v. 7). Sin destruir la esperanza que tenían de un reino terrenal, Él los llamó a estar preparados y vigilantes mientras aguardaban el tiempo designado por Dios para su manifestación. [2] El muro occidental que se mantiene en pie hasta el día de hoy, era parte del muro de contención que se construyó cuando el monte del templo fue ampliado para darle espacio a la inmensa estructura que Herodes quería edificar. Como tal, su función era sostener el patio exterior del templo, pero no era parte del edificio del templo en sí, de manera que no es una excepción a la profecía de Cristo en el sentido de que ninguna piedra del templo quedaría en pie.

Capítulo 4: Dolores de parto [1] Los postmilenaristas muchas veces presentan sus críticas contra el premilenarismo basados en el argumento de que es demasiado «pesimista». (Algunos incluso le hacen mofa refiriéndose a esta perspectiva con el sobrenombre «pesimismilenarismo»). Sin embargo, yo niego que el premilenarismo sea pesimista en un sentido que no sea el estrictamente bíblico. Es muy cierto que los premilenaristas son pesimistas con respecto al sistema de este mundo lleno de maldad, pero esa es una perspectiva totalmente bíblica porque nada hay en el mundo sobre lo que podamos ser optimistas (1 Jn. 2:16-17). «Hermanos míos, no os extrañéis si el mundo os aborrece» (1 Jn. 3:13). El mundo aborrece a Cristo (Jn. 7:7), y precisamente por eso es que nosotros somos escogidos fuera del mundo (Jn. 15:18-19). Las Escrituras indican claramente que el aborrecimiento de este mundo hacia Cristo no solamente se mantendrá, sino que se exacerbará más todavía hasta que Él vuelva personalmente para destruir la maldad y juzgar a los injustos. De hecho, ese es precisamente el motivo principal del Discurso del Monte de los Olivos. [2] De modo que en relación con el triunfo final de Cristo sobre sus enemigos, los premilenaristas son más que optimistas. Nosotros creemos que el triunfo final será ganado por Cristo con facilidad y al instante en el momento de su manifestación, pero no esperamos que un mundo hostil contra Dios está dispuesto a capitular gradualmente a su señorío antes que regrese en gloria, y las Escrituras no enseñan que vaya a suceder alguna cosa por el estilo. Si les parece «pesimista» el hecho de que depositemos nuestra esperanza solamente en Cristo, en lugar de entretener la vana esperanza de que el mundo vaya teniendo poco a poco una relación más amistosa con Él, entonces que así sea. Por lo que puedo ver, la creencia de que este mundo vaya a mejorar antes que Cristo regrese no es «optimismo»; es una fe puesta en el lugar equivocado. [3] Nótese que todos los sellados son representantes de las tribus de Israel, lo cual indica de nuevo que durante la era de la tribulación el trato de Dios se enfoca principalmente en la nación de Israel. Una señal en la frente es la misma imagen empleada para describir la señal de la bestia (Ap. 14:9), por lo que parece que la señal de la bestia es una imitación del sello que se pone a los justos. No queda claro cuál es la naturaleza de este «sello», pero no hay razón para insistir en que vaya a ser una marca literal como un tatuaje. En el caso de los justos que son «sellados», esto podría ser una representación de la presencia del Espíritu Santo que mora en cada creyente y que es el «sello» para todos los creyentes (Ef. 1:13; 4:30). En ese caso, la marca de la bestia podría corresponder a la presencia de algún demonio, puesto que el culto a la bestia incluye algún tipo de posesión demoníaca. Capítulo 6: Señales en el cielo [1] Apocalipsis 6:12-17 y 8:6-12 describen el mismo fenómeno cósmico. [2] Gary Demar, «El paso del cielo y la tierra» (http://www.preteristarchive.com/PartialPreterism/pp-mt2425.html). [3] Varios líderes preteristas han condenado el hiperpreterismo abierta y enérgicamente como una grave herejía. [4] En una conferencia Ligonier sobre escatología dada en febrero de 1999 en la ciudad de Orlando (Florida), la visión preterista fue promovida con gran entusiasmo por una serie

de conferencistas. Durante la conferencia, Kenneth Gentry afirmó que Mateo 24:29-31, que incluye las señales cósmicas y el regreso glorioso de Jesús en las nubes, ya se había cumplido en el año 70 d.C. Gentry, un preterista cuya oposición al hiperpreterismo es bien conocida, se apresuró a añadir que con ello no pretende negar que en el futuro habrá un regreso literal y corporal de Cristo a la tierra, pero también declaró con firmeza su creencia en que Mateo 24 no es el lugar donde se enseña acerca de una segunda venida literal. Un crítico hiperpreterista que acudió al evento comentó que Gentry no había ofrecido otras referencias de las Escrituras para mostrar en qué lugar sí se enseñe acerca de alguna segunda venida en el futuro. Todd D. Dennis, «El impacto del preterismo: victoria en Orlando» (http://www.preteristarchive.com/MinistryUpdate/vr-02-99.html). Sin duda, la propia interpretación de Gentry en Mateo 24:29-31 elimina efectivamente todas las objeciones bíblicas más contundentes contra el hiperpreterismo. Si la promesa del regreso de Cristo en las nubes que encontramos en el Discurso del Monte de los Olivos es algo que pertenece a un evento espiritual que tuvo lugar en el pasado, ¿por qué no interpretar de la misma forma todas las referencias a su regreso que se encuentran en el Nuevo Testamento? Si Mateo 24:30 no es más que una metáfora en la que se describe algo que tuvo lugar durante la destrucción de Jerusalén, ¿no tendría mucho sentido interpretar todas las menciones bíblicas al regreso de Cristo como una referencia a ese mismo evento del pasado? El dilema obvio que se cierne sobre la postura de Gentry no fue desaprovechado por el crítico hiperpreterista, quien señaló que «si éste, el pasaje más estridente en todo el Nuevo Testamento sobre la segunda venida, es aplicado [por Gentry] al año 70 d.C., entonces no existe otro pasaje de la misma talla para argumentar a favor de un regreso posterior al año 70 d.C.» (Ibíd). Es obvio que los preteristas que se permiten dar una interpretación alegórica y simbólica a la profecía más significativa sobre la segunda venida de Cristo, se quedan sin una respuesta creíble para los hiperpreteristas que alegan que todas las profecías del Nuevo Testamento sobre la segunda venida son alegóricas. El escritor del artículo citado en el primer párrafo hizo mofa de la convicción de Gentry según la cual de todas maneras Cristo va a volver algún día de manera visible: «Desafortunadamente, [Gentry] no suministró algún pasaje que hablara de una tercera venida» [Íbid]. Este es el tono típico usado por los adherentes del hiperpreterismo, y precisamente hace eco del escarnio de los burladores: «¿Dónde está la promesa de su advenimiento?» (2 P. 3:4). El método hermenéutico del preterismo no hace más que atizar el escepticismo que provoca tales afrentas. [5] Eusebio, Historia de la Iglesia, 3:25. [6] Irónicamente, Kenneth Gentry se pronuncia en contra del hiperpreterismo citando la creencia de Clemente de Roma en una resurrección futura: «Clemente de Roma vivió durante los eventos del año 70 d.C., ¡y a pesar de eso siguió esperando una resurrección física! (Clemente 50:3 [sic; véase en cambio 24:1-2; 26:1])». Si la esperanza de Clemente en una resurrección futura es tan significativa para Gentry, ¿por qué no piensa que también es significativo el hecho de que desde el tiempo de la iglesia del primer siglo, pasando por la época de los padres de la iglesia y la reforma protestante hasta llegar a la actualidad, la abrumadora mayoría de creyentes se ha mantenido a la espera de un

cumplimiento futuro de las profecías del Discurso del Monte de los Olivos? [7] Esta profecía parece haber tenido una aplicación inmediata con el juicio y destrucción de Babilonia (vv. 1, 17; cp. Dn. 5:30-31). No obstante, es claro que el significado completo de la profecía va mucho más allá de Babilonia y se proyecta hacia un cumplimiento escatológico en el futuro, como queda evidenciado por dos realidades: 1) las catástrofes cósmicas a nivel planetario de que se habla en la profecía misma (vv. 1013), y 2) la referencia de Isaías al día del Señor (v. 6), al cual se alude como una realidad futura todavía que se hará sentir mucho tiempo después del juicio de Babilonia (cp. 2 P. 3:10). La única conclusión razonable es que Isaías 13 es como muchos pasajes de las Escrituras que tratan acerca de eventos tanto cercanos como lejanos en el tiempo, y en este caso, el evento cercano que era el juicio de Babilonia, fue como una especie de microcosmos que prefiguraba los juicios finales del día del Señor. [8] Soy consciente, por supuesto, de que Pedro citó este mismo pasaje en su sermón del día de Pentecostés, y dio a entender que el versículo 28 («Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones») se cumplió en cierto sentido con los eventos que tuvieron lugar ese día de Pentecostés. Al observar el contexto amplio de Joel, queda claro que este varón de Dios estaba profetizando las catástrofes asociadas con el día de Jehová (2:1). Es igualmente claro que el apóstol Pedro consideraba el día del Señor como algo que todavía estaba por venir en el futuro (2 P. 3:10). De modo que Pedro no estaba declarando que todos los aspectos de la profecía de Joel se hubieran cumplido ese día. Cuando él citó este pasaje en Pentecostés, obviamente estaba haciendo referencia al derramamiento del Espíritu en particular, y probablemente quiso dar a entender que el Pentecostés era una visión anticipada del día del Señor. [9] Esto incluirá tanto a creyentes gentiles como judíos. (Véase Zacarías 8:23.) Capítulo 7: ¿En realidad alguien sabe qué hora es? [1] La omnisciencia de Cristo fue uno de esos aspectos de la deidad, como su gloria eterna y su omnipresencia, que quedaron velados temporalmente mientras tuvo la forma humana que asumió. Como notamos en la Introducción a este libro, nuestro Señor no se desprendió irreversiblemente de ninguno de sus atributos divinos, sino que asumió plenamente la naturaleza humana. En otras palabras, su encarnación involucró la adición de una naturaleza humana, no la substracción de algún aspecto de su deidad. No obstante, Él fue plenamente humano en todos los sentidos. Hebreos 2:17 dice, «Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos», y eso significa que el conocimiento consciente que había en la mente humana de Cristo era tal, que Él pudo decir genuina y verazmente, en su humanidad, que no conocía el día ni la hora de su propio regreso. En otro sentido, hablando de su mente divina y omnisciente, Él ciertamente sabía, porque Él sabe todas las cosas (Jn. 16:30). [2] Matthew Henry, Comentario bíblico de Mateo Henry (Old Tappan, N.J.: Revell, s.f.), p. xx. Capítulo 9: La tragedia de la oportunidad desperdiciada

[1] Incluso es más similar a la parábola de las minas en Lucas 19:11-27. Las lecciones y muchos de los detalles principales son idénticos, pero la parábola de las minas y la parábola de los talentos difieren en algunos de sus detalles secundarios y es claro que fueron pronunciadas en diferentes ocasiones. [2] Nuestra palabra talento, que se emplea para hacer referencia a habilidades naturales, se deriva de la imagen presentada por esta parábola. Capítulo 10: El juicio de las ovejas y de los cabritos [1] Estoy inclinado a pensar que sucederá esto último, puesto que da razón de la manera como el planeta tierra será poblado durante el reino. Por lo tanto, los niños que nazcan a estas personas durante los mil años también tendrían necesidad de ser redimidos. Quizás por eso es que al final del reino milenario, cuando Satanás es soltado por un poco de tiempo, seguirá habiendo personas susceptibles a ser engañadas por él (Ap. 20:3). Después de ser soltado, el diablo se las arreglará para tener seguidores e intentar una última e inútil rebelión (vv. 7-9). Apéndice: El regreso inminente del Redentor [1] Este apéndice corresponde a un texto escrito por Arthur W. Pink, titulado El regreso del Redentor (Swengel, Penn.: Bible Truth Depot, 1918), pp. 157-181. [2] La cita de Mateo se refiere básicamente al regreso de nuestro Señor a la tierra, como queda evidenciado por el hecho de que Jesús se refiere a Sí mismo como «el Hijo del Hombre»; sin embargo, como sucede con todo el lenguaje profético, tiene por lo menos una doble aplicación que puede aludir también a su venida secreta en el aire. [3] Expresión en latín usada por un centinela en su turno de vigilancia, la cual se decía en voz alta y significaba «¿Quién va por ahí?» Esto quiere decir que todo el tiempo debemos mantenernos en actitud de alerta.

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Título del original: The Second Coming, © 1999 por John F. MacArthur Jr. y publicado por Crossway Books, una división de Good News Publishers, Wheaton, Illinois 60187. Edición en castellano: La segunda venida, © 1999 por Editorial Portavoz, Grand Rapids, Michigan 49501. Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación podrá reproducirse de ninguna forma sin permiso escrito previo de los editores, con la excepción de porciones breves en revistas o reseñas. Traducción: John Bernal Realización ePub: produccioneditorial.com EDITORIAL PORTAVOZ 2450 Oak Industrial Dr. NE Grand Rapids, MI 49505 USA Visítenos en: www.portavoz.com ISBN 978-0-8254-5636-7(rústica) ISBN 978-0-8254-0662-1 (Kindle) ISBN 978-0-8254-8258-8 (epub) 4 5 6 7 8 edición/año 12 11 10 09 08

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