Lecciones De Derecho Mercantil

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LECCIONES DE DERECHO MERCANTIL. VOLUMEN I (Directores) Aurelio Menéndez Menéndez Ángel Rojo (Autores) Rodrigo Uría Aurelio Menéndez Menéndez Juan Luis Iglesias Prada Aníbal Sánchez Andrés (Autora) Mercedes Vérgez (Autores) Antonio Pérez De la Cruz Ángel Rojo Fernández-Río Ricardo Alonso Soto Ignacio Arroyo Luis Javier Cortés Cándido Paz-Ares Emilio Beltrán Javier García de Enterría Juan Ignacio Peinado

Primera edición, 2003 Segunda edición, 2004 Tercera edición, 2005 Cuarta edición, 2006 Quinta edición, 2007 Sexta edición, 2008 Séptima edición, 2009 Octava edición, 2010 Novena edición, 2011 Décima edición, 2012 Undécima edición, 2013 Duodécima edición, 2014 Decimotercera edición, 2015 Decimocuarta edición, 2016 Decimoquinta edición, 2017 Decimosexta edición, 2018 Decimoséptima edición, 2019 El editor no se hace responsable de las opiniones recogidas, comentarios y manifestaciones vertidas por los autores. La presente obra recoge exclusivamente la opinión de su autor como manifestación de su derecho de libertad de expresión.

La Editorial se opone expresamente a que cualquiera de las páginas de esta obra o partes de ella sean utilizadas para la realización de resúmenes de prensa. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45). Por tanto, este libro no podrá ser reproducido total o parcialmente, ni transmitirse por procedimientos electrónicos, mecánicos, magnéticos o por sistemas de almacenamiento y recuperación informáticos o cualquier otro medio, quedando prohibidos su préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión de uso del ejemplar, sin el permiso previo, por escrito, del titular o titulares del copyright. Thomson Reuters y el logotipo de Thomson Reuters son marcas de Thomson Reuters Civitas es una marca de Thomson Reuters (Legal) Limited © 2019 [Thomson Reuters (Legal) Limited / Aurelio Menéndez / Ángel Rojo y otros]© Portada: Thomsom Reuters (Legal) Limited Editorial Civitas, SA Camino de Galar, 15 31190, Cizur Menor Teléfono: 902404047 Fax: 902400010 [email protected] www.thomsonreuters.es Depósito Legal: DL NA 1449-2019 ISBN 978-84-9197-870-1

Contenido •





Introducción o Lección 1. Concepto, evolución histórica y fuentes del derecho mercantil (AURELIO MENÉNDEZ y RODRIGO URÍA) Primera parte. El empresario o Lección 2. El empresario (I) o Lección 3. El empresario (II) o Lección 4. El establecimiento mercantil (I) o Lección 5. El establecimiento mercantil (II) o Lección 6. La contabilidad (I). Introducción. El deber de contabilidad. El secreto contable. La contabilidad como medio de prueba o Lección 7. La contabilidad (II). Las cuentas anuales. Los principios contables y la auditoría de cuentas o Lección 8. El registro mercantil (I). Organización y funcionamiento o Lección 9. El registro mercantil (II). Registro mercantil central. La sección de denominaciones. Otras funciones del registro mercantil o Lección 10. La representación del empresario o Lección 11. La propiedad intelectual: derechos de autor y derechos afines (JUAN IGNACIO PEINADO GRACIA) o Lección 12. Derecho industrial (I). Las innovaciones o Lección 13. Derecho industrial (II). La marca como signo distintivo de los productos o servicios. El nombre comercial como distinción del empresario en el mercado o Lección 14. Derecho de la competencia (I) o Lección 15. Derecho de la competencia (II) Segunda parte. Derecho de sociedades o Lección 16. Las sociedades mercantiles o Lección 17. La sociedad colectiva y la sociedad comanditaria o Lección 18. Las sociedades de capital. Aspectos básicos o Lección 19. La fundación de las sociedades de capital o Lección 20. Las sociedades de capital. Las acciones y las participaciones sociales. Las obligaciones (I) o Lección 21. Las sociedades de capital. Las acciones y las participaciones sociales. Las obligaciones (II) o Lección 22. Los órganos de las sociedades de capital (I). La junta general

Lección 23. Los órganos de las sociedades de capital (II). Los administradores o Lección 24. Las cuentas anuales de las sociedades de capital o Lección 25. La modificación de los estatutos sociales. Aumento y reducción del capital. Separación y exclusión de socios o Lección 26. Las modificaciones estructurales de las sociedades o Lección 27. La disolución y liquidación de las sociedades de capital o Lección 28. Las Sociedades de base mutualista (MERCEDES VÉRGEZ) o Lección 29. Uniones de empresas y grupos de sociedades Plan general de la obra o



Introducción Lección 1

Concepto, evolución histórica y fuentes del derecho mercantil Aurelio Menéndez Rodrigo Uría Sumario: •







• •

I. El concepto de Derecho mercantil o 1. El Derecho mercantil como Derecho privado especial o 2. La distinción entre Derecho mercantil y Derecho civil II. El Derecho mercantil como categoría histórica: origen y evolución o 3. El «ius mercatorum» y su evolución en la Edad Moderna o 4. El Derecho mercantil anterior a la codificación III. La codificación mercantil o 5. Consideración general o 6. La codificación mercantil española IV. El Derecho mercantil contemporáneo o 7. Las características del Derecho mercantil contemporáneo o 8. La legislación mercantil española contemporánea o 9. Constitución económica y Derecho mercantil V. La «Propuesta de Código mercantil» de 2013 o 10. La «Propuesta de Código mercantil» de 2013 VI. Las fuentes del Derecho mercantil o 11. Las fuentes del Derecho mercantil en general o 12. La ley mercantil o 13. Derecho comunitario y ley mercantil o 14. Los usos de comercio: concepto, clases y prueba del uso o 15. La aplicación del Derecho mercantil

I. EL CONCEPTO DE DERECHO MERCANTIL

1. EL DERECHO MERCANTIL COMO DERECHO PRIVADO ESPECIAL El Derecho mercantil es aquel Derecho privado especial que tiene por objeto al empresario, al estatuto jurídico de ese empresario y a la peculiar actividad que éste desarrolla en el mercado. Por empresario se entiende aquella persona, natural o jurídica, que ejercita en nombre propio una actividad empresarial; y por actividad empresarial un modo especial de desarrollar, dentro del mercado, una actividad económica cualificada. Más adelante volveremos con mayor precisión a estos conceptos. Por el momento, procede señalar que el Derecho mercantil es Derecho privado, distinto y separado del Derecho civil. Ese Derecho privado especial se contiene en el ordenamiento jurídico español en el Código de Comercio de 1885 y, sobre todo, en las leyes mercantiles posteriores. En este sentido, el Derecho español pertenece a los denominados sistemas dualistas, caracterizados por la división interna del Derecho privado. A todo ello hemos de añadir que, de otro lado, la actividad empresarial se desarrolla en un determinado marco constitucional, administrativo y fiscal. Mientras en el siglo XIX en que tiene lugar la codificación del Derecho mercantil, el Derecho público relativo al empresario tenía muy escasa relevancia, en la época actual es el Derecho público el que determina el modelo constitucional en el que el empresario desarrolla su actividad (sistema de economía social y de mercado, entre nosotros), el que establece los requisitos y los límites para operar en un determinado sector económico y el que, con el régimen tributario, condiciona, en ocasiones, las opciones mercantiles de los protagonistas del tráfico. De la definición ofrecida se desprende también que el objeto de este Derecho privado especial es –como antes decíamos– el empresario y la actividad empresarial. Frente a lo que sucedió en sus orígenes, en el momento actual el Derecho mercantil es mucho más que el Derecho privado del comerciante y de la actividad comercial; lo que originariamente era específico del comerciante y del comercio se ha extendido, primero, al industrial y a la actividad de fabricación de bienes (lo que se podría calificar como la «industrialización» del Derecho mercantil de los siglos XIX y XX) y, en las décadas más modernas o recientes, a los empresarios de

servicios y a las actividades por ellos desarrolladas. A todos estos sectores comercial, industrial y de servicios se extiende, pues, la «actividad empresarial», expresión que preferimos a la de «empresa», porque si bien las leyes y los mismos profesionales del tráfico utilizan, a veces, el término «empresa» como sinónimo de «actividad empresarial», no es menos cierto que con frecuencia se habla de «empresa» para aludir al empresario, es decir, a la empresa en sentido subjetivo; y otras veces, con ese mismo término de empresa se hace referencia a lo que nosotros denominamos «establecimiento mercantil», esto es, a la empresa en sentido objetivo como conjunto de elementos materiales y personales organizados por el empresario para el ejercicio de la actividad empresarial. 2. LA DISTINCIÓN ENTRE DERECHO MERCANTIL Y DERECHO CIVIL El estudio del Derecho mercantil como un Derecho privado especial plantea inicialmente el problema relativo a su distinción del Derecho civil. Mas este problema no afecta a las instituciones específicamente mercantiles (como sucede con el Registro mercantil, la letra de cambio, las acciones, etc.), sino al Derecho de obligaciones y de los contratos mercantiles. Delimitada así la cuestión, hemos de decidir cuál es el criterio para la distinción de los actos mercantiles frente a los civiles. Dos son los sistemas seguidos para esta distinción: el sistema subjetivo que establece la distinción en atención a que el contrato se realice o no por un comerciante o empresario en el ejercicio de la profesión mercantil; y el sistema objetivo o de los «actos de comercio» que atiende a la naturaleza del acto o contrato, con independencia de la condición de comerciantes o empresarios de quienes intervengan en él. Hemos de seguir señalando que los sistemas objetivos han utilizado diferentes técnicas para determinar la «mercantilidad» de los actos o contratos: en unos ordenamientos se sigue, en efecto, el criterio de la enumeración, determinando aquella «mercantilidad» mediante el elenco de los «actos de comercio», en tanto que en otros sistemas se sigue el criterio de la definición, intentando ofrecer un concepto del acto de comercio recurriendo a sus características. Ni uno ni otro satisfacen plenamente: el criterio de la enumeración, porque deja fuera los actos de comercio que surgen en el futuro, y el criterio de la definición, por su carácter demasiado abstracto o impreciso.

El Derecho español vigente pertenece a los sistemas objetivos, pero con algunas particularidades. En realidad, ni define, ni enumera, y sigue más bien una posición intermedia. Para determinar la mercantilidad de los actos de comercio recurre a dos criterios complementarios. Por un lado, al criterio de la inclusión, entendiendo que son mercantiles todos los actos incluidos o mencionados por la Ley mercantil; y de otro lado, acudiendo a la analogía, para estimar que son también actos de comercio los que, sin estar incluidos en aquella Ley mercantil, son de naturaleza análoga a los comprendidos en ella. El párrafo 2, del artículo 2 de nuestro Código de Comercio proclama, en este sentido, que «serán reputados actos de comercio los comprendidos en este Código y cualesquiera otros de naturaleza análoga». El criterio elegido parece claro, pero las dificultades surgen tan pronto como tratamos de encontrar una noción positiva unitaria del acto de comercio buscando las «notas» que caracterizan a los actos de comercio «comprendidos en este Código»: unas veces se califican como mercantiles invocando la participación de un comerciante (arts. 239, 244, 303, 311 y 349), otras se atiende a la conexión del acto con el género de comercio a que se dedica dicho comerciante (art. 349), otras, en fin, se hace caso omiso de este dato (art. 303), y siendo todo ello así, es decir, si no es posible afirmar la existencia de unas notas comunes de los actos «comprendidos en este Código», difícil resultará saber cuáles son los actos «análogos». La insuficiencia de los sistemas legales de determinación de la «materia mercantil» pone de manifiesto que no existen diferencias ontológicas entre los contratos civiles y los contratos mercantiles. En general, para atribuir carácter mercantil a un acto o contrato no hay que atender al acto en sí, ni tampoco a la intervención de un comerciante o empresario, sino a la pertenencia del acto o contrato a la serie orgánica de actos y contratos: los actos de la organización creada y continuamente perfeccionada por el empresario. El acto o contrato es mercantil, en fin, si se realiza como acto de tráfico, esto es, como acto que sirve a las exigencias del tráfico profesional del empresario en el mercado de bienes y servicios, trátese de una actividad comercial (por ej. venta de zapatos), de una actividad industrial (por ej. fabricación de automóviles) o de una actividad de servicios (por ej. venta de bebida en un bar). Son precisamente las exigencias de esa actividad las que justificaron la aparición de este Derecho especial en un determinado momento histórico, y las que explican que aún hoy subsista.

Mientras que el Derecho civil se ocupa de las personas sin ulterior calificación de los actos jurídicos que realizan en el desarrollo de su vida particular, el Derecho mercantil se ocupa de una clase especial de sujetos, los empresarios, y de la actividad profesional ejercitada por ellos. Ciertamente, en algunos ordenamientos jurídicos –los llamados sistemas unitarios – el Derecho civil ha sabido adaptarse a esas exigencias, flexibilizando y agilizando el tráfico jurídico, produciéndose así una comercialización o mercantilización más o menos intensa del Derecho privado; hasta tal punto que, en algunos casos, el Derecho especial ha perdido la razón de ser. Pero en otros ordenamientos, como es el caso del español y, en general, de los sistemas dualistas, ese proceso apenas se ha iniciado, manteniéndose así la justificación de principios y de instituciones especiales al servicio de las exigencias del empresario y de la actividad empresarial. II. EL DERECHO MERCANTIL COMO CATEGORÍA HISTÓRICA: ORIGEN Y EVOLUCIÓN

Como sucede con otras ramas del Derecho, el Derecho mercantil se nos presenta como un fenómeno esencialmente histórico. Con ello se quiere significar que su formación como un ordenamiento autónomo, distinto y separado del Derecho privado general, tiene lugar en un momento histórico determinado y queda luego sometido a los cambios y vicisitudes propias de toda realidad de contenido histórico. El Derecho mercantil surge, en efecto, en la Edad Media (siglos XI y XII), como consecuencia de la inadaptación del Derecho común o del ordenamiento entonces vigente (Derecho romano recibido, Derecho germánico y Derecho canónico) a las necesidades de una nueva economía urbana y comercial que se va abriendo paso frente a la economía feudal y esencialmente agraria de la Alta Edad Media. 3. EL «IUS MERCATORUM» Y SU EVOLUCIÓN EN LA EDAD MODERNA Ese Derecho nuevo (ius mercatorum) aparece con unos caracteres muy peculiares que conviene destacar: a) Así, en primer lugar, es un Derecho de los comerciantes, agrupados en gremios o corporaciones, un Derecho corporativo, creado por los comerciantes para regular las diferencias o cuestiones surgidas en razón del trato o comercio que profesionalmente realizaban. b) En segundo lugar, es un Derecho usual, en el sentido de que la costumbre, el uso de

comercio (usus mercatorum), se presenta como fuente primordial de creación del nuevo Derecho. c) Por ello, el Derecho es, en tercer lugar, un Derecho de producción autónoma y un Derecho de aplicación autónoma: pues, ciertamente, el reconocimiento y elaboración de los usos comerciales a través de los tribunales de mercaderes y los estatutos de los gremios –y eventualmente de los estatutos u ordenanzas de las propias ciudades o municipios– consolidan la significación del Derecho mercantil como un Derecho surgido del tráfico mismo, bien alejado entonces de la idea de un Derecho emanado del poder legislativo del Estado. d) Un Derecho a la vez –como vemos– de aplicación autónoma: las corporaciones – que en los territorios españoles se denominaban «consulados»– instituyeron tribunales de mercaderes (jurisdicción consular), que resolvían las cuestiones o conflictos surgidos entre los asociados, administrando justicia según los usos o costumbres del comercio. e) Ese Derecho mercantil es, en fin, un Derecho sustancialmente uniforme, como consecuencia tanto de la comunidad de necesidades de los comerciantes, como de las permanentes relaciones entre ciudad y ciudad, la concurrencia general a las ferias y mercados y el constante tráfico mercantil terrestre, fluvial y, sobre todo, marítimo. La primera manifestación de ese Derecho mercantil medieval se encuentra en el llamado Derecho estatutario italiano; es obra de un gran impulso de ciertas ciudades italianas que rivalizaron en el desarrollo del tráfico comercial (Venecia, Génova, Pisa, Florencia, Amalfi, Siena, Milán). El movimiento se extiende más tarde a otros países, donde se desarrollan también las corporaciones de mercaderes y la jurisdicción consular; así sucede en las ciudades francesas del mediodía (Marsella, Arles, Montpellier), españolas (principalmente Barcelona en este momento) y posteriormente en algunas ciudades flamencas (Brujas y Amberes) y las llamadas ciudades hanseáticas alemanas (Lübeck, Hamburgo y Bremen). 4. EL DERECHO MERCANTIL ANTERIOR A LA CODIFICACIÓN Las líneas evolutivas de ese Derecho nuevo se van alterando poco a poco en la etapa más moderna y próxima a la codificación (siglos XVI a XVIII). En efecto, el Derecho mercantil de los siglos XVI a XVIII, sin dejar de ser un Derecho profesional de los comerciantes, inicia un doble proceso de objetivación y de estatalización: a) El proceso de objetivación consiste sencillamente en que el ordenamiento jurídico-mercantil se aplicará a las relaciones del

tráfico, no en función de la intervención de una persona que sea comerciante, sino simplemente de que una determinada relación del tráfico pueda ser calificada como «acto de comercio», sean o no comerciantes quienes los realicen; escondiéndose esta evolución bajo una fórmula artificiosa y formalista, cual es la de presumir la cualidad de comerciante en quien no lo era (sirve de ejemplo el noble o el clérigo) cuando realizaba alguno de los actos (actos de comercio) que debían quedar sometidos a la jurisdicción consular (por ej. una compraventa de mercancías con finalidad lucrativa). b) De otro lado, el proceso de estatalización significa que el Estado reivindica para sí el monopolio de la función legislativa, pasando el Derecho mercantil a formar parte del Derecho estatal en Ordenanzas dictadas o refrendadas por la autoridad central. Este fenómeno de centralización es gradual y de alcance variable, según los países, pero en todo caso repercute en el sistema de fuentes: la ley toma primacía sobre el uso, de tal suerte que el Derecho mercantil se presenta cada vez más como un Derecho legislativo y no como un Derecho usual o consuetudinario. Se trata de un proceso que alcanza particular significación en las dos grandes Ordenanzas francesas de Luis XIV, la del Comercio terrestre de 1673 y la de la Marina de 1681, ambas con un acento estatal muy acusado y con una gran influencia en la Codificación mercantil del siglo XIX. Es justo señalar, sin embargo, que estas Ordenanzas recogen el Derecho elaborado por el mismo tráfico mercantil; en este sentido se sigue manifestando la importancia de los usos como fuente creadora de las normas mercantiles, y se sigue mostrando la significación sustancialmente uniforme del ordenamiento mercantil sistematizado en las referidas Ordenanzas. III. LA CODIFICACIÓN MERCANTIL

5. CONSIDERACIÓN GENERAL A comienzos del siglo XIX ya es posible percibir con claridad el giro histórico del Derecho mercantil preparado en la etapa anterior y encontrar las bases de una nueva orientación en consonancia con la ideología liberal triunfante. La tendencia hacia la asunción por el Estado del monopolio de la función legislativa tiene ahora una expresión positiva de especial significación: frente a las Ordenanzas de los siglos anteriores, surge la idea de la Codificación, que se presenta como un instrumento de la unidad nacional y responde al ideal de transformar la razón en Ley escrita e igual para todos: en el ámbito del Derecho mercantil, la primera codificación de la materia se produce con el Código de Comercio francés de 1807, que tendrá

una influencia decisiva en las posteriores codificaciones mercantiles de otros países europeos y americanos. Suprimido el régimen gremial o corporativo, el Código de Comercio francés delimita la competencia de los tribunales de comercio con arreglo al sistema objetivo. Estos tribunales decidirán en lo sucesivo sobre las discusiones en orden a los «actos de comercio», sean o no comerciantes los que los ejecuten, y sin necesidad de acudir a la ficción de presumir la condición de comerciante en quien no lo sea. En atención preferente a los artículos 631, 632 y 633 del Código de Comercio relativos a «los actos de comercio entre toda clase de personas», la doctrina francesa posterior convertirá el acto de comercio no sólo en una técnica para delimitar la competencia de los tribunales de comercio, sino para ser utilizado en la delimitación de la «materia mercantil», construyendo un Derecho privado especial que encuentra en el «acto de comercio» objetivamente considerado la justificación de su existencia y de su autonomía. 6. LA CODIFICACIÓN MERCANTIL ESPAÑOLA Mientras que el Código de Comercio francés (1807) es posterior al Código Civil (1804), en España la codificación mercantil se consigue mucho antes que la codificación civil. El problema foral retrasó extraordinariamente la promulgación del primer y único Código Civil (1889), al que preceden dos Códigos de Comercio: el de 1829 y el todavía vigente de 1885. El primer Código de Comercio español, el de 1829, obra de un solo y gran jurista, Pedro Sainz de Andino, ha sido considerado como el mejor Código de su tiempo, sigue de modo notable la orientación del Código francés y fue objeto posteriormente a su promulgación de un intenso proceso de elaboración de leyes especiales complementarias que culminará en el segundo y vigente Código de 1885. Este Código se compone de cuatro libros («De los comerciantes y del comercio en general», «De los contratos especiales de comercio», «Del comercio marítimo» y «De la suspensión de pagos, de las quiebras y de las prescripciones») subdivididos en títulos, secciones, párrafos y 955 artículos. Precedido de una amplia Exposición de Motivos, en la que se dice que responde a una concepción objetiva, es lo cierto que el articulado posterior del Código exige, con frecuencia la participación

de un comerciante para calificar como mercantiles ciertos actos de comercio (arts. 239, 244, 303, 311 y 349). IV. EL DERECHO MERCANTIL CONTEMPORÁNEO

7. LAS CARACTERÍSTICAS DEL DERECHO MERCANTIL CONTEMPORÁNEO La revolución industrial, primero, y la revolución postindustrial después han influido extraordinariamente en el Derecho mercantil contemporáneo. De un lado, la globalización de la economía ha dado lugar al nacimiento de una nueva lex mercatoria que recuerda el proceso formativo del viejo ius mercatorum como Derecho consuetudinario de vigencia universal. De otra parte, en el ámbito continental, el Tratado de Roma por el que se constituyó la Comunidad Europea (CEE) y el Tratado de Maastricht de 1992, de constitución de la Unión Europea (UE), ambos modificados por el Tratado de Niza de 2001, así como el Tratado de Lisboa, firmado el 13 de diciembre de 2007, han incidido íntimamente en el Derecho mercantil de los Estados miembros (así, desde el ingreso del Reino de España en la Comunidad Europea en 1986 se han producido notables y progresivos cambios de la legislación mercantil española). De otro lado, en fin, esa tendencia a la unificación, tanto a nivel mundial como comunitario, va unida a una incesante creación de nuevas instituciones e instrumentos jurídicos. Nuevas formas societarias (como las sociedades de garantía recíproca; las agrupaciones de interés económico o la sociedad anónima europea), nuevos contratos (como el «leasing», el «factoring», los contratos de «engineering», etcétera) y, en fin, nuevos instrumentos jurídicos (especialmente los nuevos valores mobiliarios) han multiplicado los activos financieros que se ofrecen al inversor y van dando una imagen nueva del Derecho mercantil. 8. LA LEGISLACIÓN MERCANTIL ESPAÑOLA CONTEMPORÁNEA En la fecha en que se promulgó, el Código de Comercio de 1885 respondía sustancialmente a las necesidades de la vida económica de la época. El Código era, en efecto, un «Código de la tienda y el almacén»: el modelo ideal de comerciante era el comerciante individual, y el acto de comercio por excelencia era la

compraventa mercantil. Hoy, por el contrario, el Código de Comercio, vigente desde hace más de un siglo a pesar de las reformas en él introducidas, ha perdido esa correspondencia con la realidad social y económica. Para conocer el Derecho mercantil de hoy es preciso conocer las leyes, especiales o no, que se han promulgado desde entonces, y sobre todo la realidad del tráfico, que crea incesantemente nuevos instrumentos al servicio de las cambiantes necesidades de los operadores económicos. Si se compara el Código de Comercio de 1885 con una legislación especial que iremos viendo en su momento, se percibe un considerable incremento de la imperatividad de las normas. Este carácter imperativo deriva de la generación de aquel postulado por virtud del cual las normas jurídicas deben tratar de conseguir un adecuado grado de tutela del contratante más débil (sirvan de ejemplo la Ley 7/1998, de 13 de abril, sobre Condiciones Generales de la Contratación, y las Leyes 50/1980, de 8 de octubre, de Contrato de Seguro, y 12/1992, de 27 de mayo, sobre el Régimen Jurídico del Contrato de Agencia) o la tutela del consumidor (objeto fundamental del Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias, aprobado por Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre) o, en fin, una nueva disciplina sobre la insolvencia del deudor sea o no empresario (Ley 22/2003, de 3 de julio, Concursal), y sobre el derecho marítimo ( Ley 14/2014, de 24 de julio, de Navegación Marítima). Todo ello muestra la importancia de la descodificación de la «materia mercantil», algo que da lugar a que el «desguace» del Código de Comercio sea cada vez más rápido. Mas, por otro lado, el Derecho mercantil de nuestros días ofrece algunos rasgos que parecen acercarlo a su consideración como un Derecho del mercado: es decir, a la configuración del mercado como institución central de nuestra disciplina; la progresiva aproximación del régimen jurídico del empresario y de los regímenes jurídicos de los distintos profesionales, la irrupción de la figura del consumidor y de las normas que lo tutelan, la coexistencia de normas públicas y privadas de los distintos sectores del tráfico, la incidencia de los avances tecnológicos y de los bienes inmateriales en el mercado, la disciplina unilateral aplicable a la realidad del mercado único y la función de la libre competencia, la

conversión del mercado en objeto preferente de regulación parecen moverse en aquella dirección. Ha de advertirse, no obstante, que el Derecho mercantil ha sido siempre un Derecho del mercado, pero la estructura de ese mercado ha ido variando considerablemente, acentuando progresivamente su expansión, y es en cada etapa de su evolución en la que el eje central del Derecho mercantil ha tenido sus distintas manifestaciones (ius mercatorum, Derecho de los actos de comercio, Derecho de la empresa, etc.). Por eso nos parece que en este momento no es fácil determinar si ese llamado Derecho del mercado terminará por cristalizar en una categoría legislativa o, al menos, científica. Pero, en medio de la polémica doctrinal abierta sobre tan importante cuestión, no está de más constatar los nuevos hechos que parecen anunciar una evolución del Derecho mercantil que sólo el futuro está llamado a esclarecer. 9. CONSTITUCIÓN ECONÓMICA Y DERECHO MERCANTIL Hablamos de «Constitución económica» para referirnos a aquellos artículos de la Constitución de 1978 que configuran el modelo económico español. En este sentido, el artículo 38 reconoce «la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado», y al lado de ese fundamental postulado de libertad de empresa destaca también el artículo 33.1, que reconoce con carácter general el derecho a la propiedad privada. Éstas son las libertades económicas imprescindibles para que exista una economía de mercado. Mas al lado de esas dos normas básicas, el inciso final del citado artículo 38 añade que los poderes públicos garantizan y protegen el ejercicio de la libertad de empresa y la defensa de la productividad, «de acuerdo con las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación». Con todo ello se viene a significar que la declaración constitucional no delimita exclusivamente el principio de la economía de mercado, sino que ese principio deberá atemperarse o subordinarse, en su caso, a la tutela del interés general (

art. 128

CE).

Junto a estas normas básicas, la Constitución recoge normas más alejadas de una pura economía liberal de mercado y que vienen a establecer límites en la garantía y protección del ejercicio de dicha libertad. Esos preceptos van dirigidos a promover: a) las condiciones favorables a una política de estabilidad económica y pleno empleo (art. 40.1); b) la educación y defensa de los consumidores y usuarios (art. 51.1 y 2); c) el reconocimiento de la «iniciativa pública en la actividad económica» (art. 128.2); d) la

subordinación de toda la riqueza del país al interés general (art. 128.1); e) el fomento de las sociedades cooperativas y el establecimiento de los medios de acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción (art. 129.2); y, f) la facultad de planificación de la actividad económica general (art. 131). Dentro de este contexto, el artículo 51 de la Constitución otorgó rango constitucional a la protección de los intereses económicos de los consumidores y/o usuarios, motivando el desarrollo y delimitación de esos derechos por medio de la posterior Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, de 19 de julio de 1984, norma polémica que fue objeto de múltiples modificaciones posteriores, hasta su derogación por el Texto Refundido (aprobado por Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre), que incorpora a nuestro ordenamiento jurídico una serie de directivas comunitarias en el ámbito de determinadas modalidades de contratación con los consumidores, como son los contratos celebrados a distancia y los celebrados fuera del establecimiento mercantil; la regulación sobre garantías en la venta de bienes de consumo; el régimen jurídico en materia de viajes combinados, así como la regulación sobre la responsabilidad civil por daños causados por productos defectuosos. A su lado han de ser consideradas toda una serie de disposiciones generales que pretenden de modo especial la protección de determinados intereses de consumidores y usuarios en el mercado (v. entre otras las lecciones 15 en la parte relativa a la

Ley de Competencia

Desleal y Ley General de Publicidad; 30, en cuanto se refiere a la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación; y 31 en la parte referente a la

Ley de Ordenación del Comercio Minorista).

V. LA «PROPUESTA DE CÓDIGO MERCANTIL» DE 2013

10. LA «PROPUESTA DE CÓDIGO MERCANTIL» DE 2013 Por Orden de 7 de noviembre de 2006 se encomendó a la Sección de Derecho mercantil de la Comisión General de Codificación la elaboración de un «Código mercantil» para sustituir el arcaico Código de Comercio, «en el que se integrará y delimitará la legislación mercantil existente, y se modernizará y completará, en la medida que se estime oportuno, la regulación vigente que afecte a las relaciones jurídico-privadas vinculadas a las exigencias de la

unidad de mercado». Tras años de trabajo, la Sección entregó al Ministro de Justicia, con fecha 17 de junio de 2013, una extensa «Propuesta de Código mercantil», en la que la materia mercantil experimenta una muy importante ampliación al situar en el centro del sistema al «operador del mercado», sea empresario, sea cualquier otro profesional, es decir, cualquier persona que ejerza una actividad económica organizada de producción o de cambio de bienes o de prestación de servicios para el mercado (incluidas las actividades agrarias y las artesanas, así como las propias de las profesiones liberales). La «Propuesta de Código mercantil» –que se ha sometido a información pública– no es, pues, una simple modernización del Código de Comercio –que, como recuerda la Exposición de Motivos de la «Propuesta», no ha perdido vigencia, pero sí vigor– con simultánea compilación de la legislación mercantil especial dentro de un Cuerpo legal unitario, sino que aspira a configurar un nuevo sistema legal en el que, superando las concepciones tradicionales, se plasme la concepción del Derecho mercantil como Derecho privado del mercado, con inclusión de nuevos contratos y de nuevas figuras que, aunque cuentan con tipificación social, carecen de tipificación legal. De este modo, la «Propuesta de Código mercantil» se presenta como un poderoso instrumento de política legislativa para asegurar, en época de disgregación de los Derechos civiles territoriales, la imprescindible unidad del Derecho que regula la actividad económica en el mercado de bienes y de servicios. La «Propuesta de Código mercantil» divide la materia en un Título preliminar, dedicado fundamentalmente a delimitar el ámbito de este Derecho especial, y en siete Libros. El primero, que tiene por objeto al empresario y a la empresa; el segundo –el de mayor número de artículos–, a las sociedades mercantiles; el tercero, al Derecho de la competencia; el Libro cuarto, a las obligaciones y a los contratos mercantiles en general; el quinto, a los contratos mercantiles en particular; el sexto, a los títulos-valores y demás instrumentos de pago y de crédito; y el séptimo –el más breve–, a la prescripción y a la caducidad. La Propuesta se ha convertido en Anteproyecto de Ley de Código Mercantil, en mayo de 2014. VI. LAS FUENTES DEL DERECHO MERCANTIL

11. LAS FUENTES DEL DERECHO MERCANTIL EN GENERAL El sistema de prelación de fuentes consignado en el artículo 2 del

Código de Comercio establece como fuentes del Derecho

mercantil las siguientes: la ley mercantil, la costumbre mercantil y, por último, el Derecho común. Dos ideas conviene destacar aquí. De un lado, que el precepto citado del Código de Comercio no va referido a todo el Derecho mercantil, sino sólo al Derecho de los contratos mercantiles o, si se quiere, a los «actos de comercio», algo que en cierto modo está en contradicción con el hecho de que el propio Derecho mercantil codificado no se reduzca sólo a los «actos de comercio» (el Registro Mercantil, por ejemplo, es una institución que no está sometida a aquel orden jerárquico normativo). De otro lado, ese sistema de prelación de fuentes no deja de ser contradictorio: el artículo 50 del mismo Código de Comercio, al regular los contratos mercantiles, se olvida de los usos de comercio, al referirse a los requisitos, modificaciones, excepciones, interpretación y extinción, y a la capacidad de los contratantes, para situar las «reglas generales del Derecho común» inmediatamente después del Código de Comercio y demás leyes mercantiles, sin aludir para nada a los usos de comercio. Aparente contradicción entre los artículos 2 y 50 que, a nuestro juicio, debe ser resuelta afirmando la primacía del Derecho común (

arts.

1261 y ss. del CC) sobre la costumbre cuando se trate de normas imperativas y la prevalencia de la costumbre mercantil frente a las reglas del Derecho común cuando éstas no sean de naturaleza imperativa sino dispositiva. 12. LA LEY MERCANTIL En el sistema de prelación de fuentes del Derecho mercantil –como se acaba de insinuar–, el vértice está ocupado por la ley mercantil ( Código de Comercio y leyes mercantiles especiales), debiendo entenderse, de modo general, que el carácter mercantil de la ley deriva de las materias que constituyen su objeto; es la índole misma de las materias por ella reguladas la que confiere a una ley la consideración de ley mercantil. La legislación mercantil así entendida es de competencia exclusiva del Estado ( art. 149.1.6.ª CE). En materia mercantil el Estado no sólo tiene atribuida la producción de normas con rango de ley, sino también las funciones de ejecución de la normativa. De modo general, cabe afirmar que la legislación mercantil entendida como Derecho privado especial, que tiene por objeto el empresario y la actividad empresarial (SSTC de 31 de enero de 1986, 1 de julio de

1986 y 8 de julio de 1993) es, por exigencias de la misma unidad de mercado, de ámbito y carácter estatal. 13. DERECHO COMUNITARIO Y LEY MERCANTIL El ingreso del Reino de España en la Comunidad Económica Europea –ahora Unión Europea– ha modificado el planteamiento tradicional en materia de producción normativa. Esta modificación se ha realizado fundamentalmente a través de los Reglamentos, que son actos normativos generales directamente aplicables en todos los Estados miembros sin necesidad de un proceso legislativo de incorporación en cada uno de ellos. A diferencia de los Reglamentos, las Directivas no suponen una alteración del sistema de producción normativa en el Derecho interno; con esta expresión se hace referencia a actos normativos comunitarios que tienen como destinatario a los Estados miembros y cuya obligatoriedad alcanza sólo a los resultados propuestos, dejando en libertad a dichos Estados respecto de la forma y métodos para lograrlos. Frente a los Reglamentos, las Directivas han abierto un constante proceso de adaptación del Derecho interno al Derecho comunitario (sirvan de ejemplo el régimen jurídico de las sociedades mercantiles, el contrato de seguro, el sistema registral o las normas relativas a la contabilidad), aunque haya que reconocer que al lado de algunas Directivas rígidas que conceden escaso margen a la autonomía de los legisladores estatales, existen otras Directivas de mínimos y otras, en fin, que ofrecen tantas alternativas normativas a los Derechos internos que sólo de modo limitado y parcial satisfacen el propósito armonizador. Junto a Reglamentos y Directivas, el artículo 288 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (versión consolidada), en vigor desde el 1 de diciembre de 2009, reconoce otras tres categorías de actos jurídicos. Las Decisiones, normas que también son obligatorias y por tanto vinculantes, cuya peculiaridad reside en que se dirigen a destinatarios concretos, es decir, tienen carácter individual, con independencia de que ese destinatario sea cualquiera de los Estados miembros de la Unión Europea o uno de sus ciudadanos, organizaciones o empresas, motivo por el que su oponibilidad exige de notificación al interesado. La distinción con el Reglamento no resulta siempre sencilla. Sin embargo, resulta más fácil su distinción con la Directiva, que necesita –como acabamos de ver– su adaptación al Derecho interno. Por último, Recomendaciones y Dictámenes, que aún sin tener

reconocido carácter obligatorio ni fuerza vinculante, generalmente son precursores de conductas o comportamientos que se intentan armonizar en beneficio de las políticas comunes de la Unión, a la hora de interpretar las normas jurídicas vinculantes. 14. LOS USOS DE COMERCIO: CONCEPTO, CLASES Y PRUEBA DEL USO Los usos de comercio son normas de Derecho objetivo nacidas en el ámbito de la contratación mercantil y creadas por la observancia repetida, uniforme y constante de los empresarios en sus negocios, bien para suplir la ausencia de regulación legal adecuada, bien para colmar las lagunas que existan en el contenido de los contratos o bien, sencillamente, para resolver dudas que surjan en la interpretación de lo convenido. El uso es, pues, la costumbre mercantil. Originado así el uso por la práctica reiterada individual de los empresarios, termina descansando en la conciencia general de la plaza o territorio en que tenga vigencia. Quiere decirse con ello que, en rigor, la objetivación del uso, lo que le da ciertamente fuerza normativa, sólo se consigue cuando se practica de modo uniforme, general y duradero o constante, y cuando a la vez existe la convicción de su obligatoriedad o la intención de continuar un precedente cuando menos. Su importancia histórica –el ius mercatorum fue, como ya sabemos, esencialmente consuetudinario– ha decaído considerablemente. El uso no deja de tener ciertamente una función importante en defecto de ley (art. 2.I, C. de C.), pero forzoso es reconocer que en la actualidad, salvo en el comercio internacional, los usos de comercio constituyen una fuente del Derecho mercantil en franco declive. En cuanto a las clases de usos de comercio por la materia que regulan, pueden ser comunes a todo género de actividad o especiales, y por razón del espacio cabe hablar de usos internacionales, usos nacionales y usos regionales, locales o de plaza (el art. 2.I del C. de C. se refiere a los usos de «cada plaza», uso que también puede regir en otras plazas, reputándose entonces uso nacional o regional). Pero la clasificación más importante –aunque equívoca– es aquella que distingue entre usos normativos y usos interpretativos, reservando la primera denominación a los usos nacidos para suplir las lagunas de la ley, y la segunda a aquellos otros usos que ayudan simplemente a la

interpretación de los contratos, «supliendo en éstos la omisión de cláusulas que de ordinario suelen establecerse» (

art.

1287 del CC). Mas a nuestro modo de ver, todos los usos de comercio son normativos; por un lado, cuando la ley mercantil exige que los contratos mercantiles se ejecuten y cumplan de buena fe, sin tergiversar con interpretaciones arbitrarias el sentido recto, propio y usual de las palabras dichas o escritas, viene a confirmar que los usos interpretativos son también fuente de Derecho; y, de otro lado, al establecer que para resolver las dudas que se puedan originar en la interpretación de los contratos mercantiles se esté a los usos se llega a la misma conclusión (función interpretativa de la norma consagrada en los arts. 2 y 59 del C. de C. y STS de 2 de julio de 1973). En cuanto a la prueba del uso, norma consuetudinaria de Derecho no escrito, digamos que si no se trata de un uso notorio, no es dudosa la necesidad de demostrar su existencia (STS de 27 de abril de 1945) por parte de quien la alegue (SSTS de 25 de febrero de 1925, 30 de abril de 1928 y 3 de enero de 1933, entre otras). No rige, pues, para los usos de comercio, como tampoco rige para la costumbre civil, la máxima iura novit curia, criterio jurisprudencial posteriormente recogido en la reforma del

Título Preliminar del

Código Civil ( art. 1.3CC; SSTS de 28 de junio de 1982 y de 2 de abril de 1993). Para lograr esta constatación, es decir, para cerciorarse de la existencia del uso, el juez no estará obligado a atenerse exclusivamente a las pruebas que las partes hayan podido aportar al proceso, y podrá procurarse de oficio otros elementos de juicio (recopilaciones hechas por determinados organismos como las Cámaras de Comercio, Industria y Navegación, los informes dados por esos organismos y las sentencias que anteriormente hayan recogido y aplicado usos constituyen los medios habituales de acreditar la existencia del uso). 15. LA APLICACIÓN DEL DERECHO MERCANTIL a) La jurisprudencia nacional. Los juzgados de lo mercantil. Sin necesidad de entrar en la discusión acerca del reconocimiento de la jurisprudencia como fuente del Derecho, lo cierto es que el artículo 1, núm. 6 del Código civil declara que la jurisprudencia complementará el Ordenamiento jurídico con la doctrina que, de

modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho, motivo éste por el que se reconoce valor efectivo a las sentencias de aquel Tribunal, que pueden llegar a alcanzar un alto grado de eficacia, razón por la cual no debiera resultar extraño su reconocimiento como fuente indirecta del Derecho mercantil. Con independencia de ello, en el ámbito de nuestra disciplina, se da ahora la peculiaridad de que existe una primera instancia propia, pues desde que fueron creados los Juzgados de lo mercantil en el año 2003, con motivo de la reforma concursal, son éstos los que conocen de la aplicación de la legislación mercantil. En la actualidad, sin embargo, esta afirmación ya no es válida con carácter general, pues, tras la modificación de la Ley orgánica del poder judicial, en julio de 2015, el concurso de las personas físicas (empresario o no) vuelve a ser competencia de los juzgados de primera instancia (art. 85.6). Esta vuelta atrás, respecto a lo previsto por la normativa concursal instaurada en 2003, se ha justificado por la necesidad de buscar un mayor equilibrio en el reparto de las tareas entre los distintos juzgados especializados dentro del orden jurisdiccional civil. b) La jurisprudencia europea. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) es la institución sobre la que recae la potestad jurisdiccional de la Unión Europea con arreglo a lo previsto por los artículos 251 a 281 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (versión consolidada), para dirimir todo tipo de controversias que surgieran en la aplicación del Derecho comunitario, tanto por los ciudadanos como por los Estados miembros. Su régimen jurídico (composición del Tribunal, organización y funcionamiento) se desarrolla en el Estatuto del Tribunal, cuyo Protocolo es un anexo a los Tratados. c) Otros mecanismos de resolución de conflictos: arbitraje y mediación. Por regla general, la resolución de controversias en el ámbito mercantil precisa de gran celeridad, pues nos hallamos en presencia de una disciplina muy dinámica. Debido a esta circunstancia, no es infrecuente que los empresarios procuren acudir a vías más rápidas que la ofrecida por los tribunales ordinarios de justicia para resolver sus conflictos. Una de ellas es el Arbitraje, procedimiento desarrollado en la

Ley 60/2003, de

23 de diciembre, reformada por la Ley 11/2011, de 20 de mayo, que reconoce como materias susceptibles de arbitraje «las controversias sobre materias de libre disposición conforme a derecho» (art. 2). Los arbitrajes pueden ser nacionales o internacionales y se resolverán en equidad o en derecho, por medio de un laudo dictado por los árbitros. El arbitraje de derecho deberá constar por escrito y estar motivado (art. 37). El laudo firme produce efectos de cosa juzgada y frente a él sólo cabe ejercitar la acción de anulación, y, en su caso, solicitar la revisión con arreglo a lo previsto por la firmes (art. 43).

Ley de Enjuiciamiento Civil para las sentencias

Por último, hemos de hacer referencia a otro mecanismo de resolución extrajudicial de conflictos, más reciente, con importante utilidad práctica, como es la Mediación en asuntos mercantiles. Definida como «aquel medio de solución de controversias, cualquiera que sea su denominación, en que dos o más partes intentan voluntariamente alcanzar por sí mismas un acuerdo con la intervención de un mediador » ( art. 1 de la Ley 5/2012, de 6 de julio), consiste en un procedimiento sencillo, rápido, eficaz y económico, que se configura como una alternativa a los tribunales ordinarios para dirimir asuntos en sesiones conjuntas de las partes en litigio con el mediador, para solucionar sus conflictos, de manera que alcancen por sí solos un acuerdo al que se otorga fuerza de cosa juzgada, y por lo que, gozará de la misma validez de una sentencia judicial. la citada Ley 5/2012 incorpora al Derecho español la Directiva 2008/52/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 21 de mayo de 2008, y se establece para asuntos civiles y mercantiles en conflictos nacionales o transfronterizos, excluyéndose expresamente la mediación laboral, penal, en materia de consumo y con las Administraciones Públicas (art. 2). El desarrollo más significativo que, hasta ahora, se ha producido en materia de mediación, se ha dado con la denominada mediación concursal, reconocida expresamente por el art. 233 de la Ley concursal, y que ha adquirido especial relevancia por tratarse de la institución llamada a intervenir en los procedimientos para alcanzar un acuerdo extrajudicial de pagos.

Primera parte. El empresario Lección 2

El empresario (I) Sumario: •





I. El empresario o 1. Concepto de empresario o 2. Empresario y profesiones liberales II. Clases de empresarios o 3. Empresarios individuales y empresarios sociales o 4. Empresarios privados y empresarios públicos o 5. Empresarios por razón de la actividad y empresarios por razón de la forma o 6. Pequeños y grandes empresarios. El artesano o 7. Empresario aparente y empresario oculto III. La responsabilidad civil del empresario o 8. El principio de la responsabilidad patrimonial universal o 9. La responsabilidad contractual del empresario o 10. La responsabilidad extracontractual del empresario o 11. La responsabilidad extracontractual del empresario por hechos de los dependientes o 12. La responsabilidad extracontractual del empresario industrial o 13. La responsabilidad extracontractual del empresario comercial

I. EL EMPRESARIO

1. CONCEPTO DE EMPRESARIO El Código de Comercio no define al empresario, sino que comienza el articulado con la enumeración de los sujetos mercantiles –el comerciante individual y el empresario social o sociedades mercantiles– y con la definición de comerciante (art. 1). Pero, en la realidad actual, ya no existe esa correspondencia entre comercio y actividad mercantil. El comercio es sólo un sector de esa actividad; y el comerciante una clase de empresario. Es necesario, pues, ofrecer un concepto general de empresario que se desvincule de la primera manifestación histórica de esta figura, el comerciante, de modo tal que ese concepto sea válido con independencia del

sector de la actividad económica –comercio, industria o servicios– en el que el sujeto opere. De otro lado, la definición de comerciante –o, más exactamente, de comerciante individual– que contiene el Código (art. 1-1º) es una definición que peca por defecto y por exceso. En el primer sentido, porque no contiene elementos esenciales del concepto, sino sólo algunos de ellos, como es la «habitualidad»; en el segundo sentido, porque –como veremos más adelante– la referencia a la capacidad para actuar en el tráfico no es un requisito específico del concepto de empresario, existiendo empresarios que carecen de esa capacidad (art. 5). Esto no significa que, en el Derecho mercantil vigente, no sea posible encontrar un concepto jurídico de empresario. Cierto que no existe norma legal que contenga una definición completa y apropiada; pero no es menos cierto que ese concepto puede deducirse del análisis sistemático de la normativa en vigor. En este sentido, es empresario la persona natural o jurídica que, por sí o por medio de representantes, ejercita en nombre propio una actividad económica de producción o de distribución de bienes o de servicios en el mercado, adquiriendo la titularidad de las obligaciones y derechos nacidos de esa actividad. Este concepto jurídico de empresario es derivación del concepto económico o vulgar, que identifica al empresario con la persona que directamente y por sí misma coordina y dirige diferentes factores de la producción, interponiéndose entre ellos para ajustar el proceso productivo a un plan o programa determinado. En el desarrollo de esa función de intermediación, el empresario organiza y dirige el proceso asumiendo el riesgo de empresa, es decir, el riesgo de que los costes de la actividad sean superiores a los ingresos que se obtengan de la misma. En los sistemas capitalistas es precisamente la asunción del riesgo de empresa por parte del empresario lo que justifica el poder de dirección de los elementos personales y materiales integrados en el establecimiento (o empresa en sentido objetivo) y lo que legitima la apropiación de las ganancias que eventualmente se obtengan en el ejercicio de la actividad empresarial. Pero entre el concepto jurídico de empresario y el concepto económico existe una diferencia fundamental. El Derecho no exige en el empresario un despliegue de actividad directa y personal; es suficiente con que la actividad empresarial se ejercite en su nombre,

aunque de hecho venga desarrollada por personas delegadas. De ahí que puedan tener la condición de empresarios los menores, los incapacitados o los ausentes, en cuyo nombre actúan sus representantes, y las personas jurídicas, que necesariamente han de valerse de personas naturales para el desarrollo directo e inmediato de la actividad empresarial. La exigencia de que la actividad empresarial se ejercite en nombre propio permite, de una parte, separar y distinguir la figura jurídica del empresario de aquellas otras personas que en nombre de él (factor, administrador de sociedad, representante legal, etc.) dirigen y organizan, de hecho, la actividad propia de la empresa; y de otra, atribuir al empresario la titularidad de cuantas relaciones jurídicas con terceros genere el ejercicio de esa actividad. El empresario, actúe o no personalmente, es quien responde frente a terceros y quien adquiere para sí los beneficios que la empresa produzca. No hay derechos y obligaciones de la empresa, sino obligaciones y derechos del empresario. En sentido jurídico, empresario es, pues, quien ejercita en nombre propio una actividad empresarial. Esa actividad es una actividad profesional, es decir, habitual y no ocasional. En el propio Código de Comercio late esta idea al definir al comerciante individual, exigiendo la dedicación habitual al comercio (art. 1-1º) y al referirse a la «profesión mercantil» (art. 14): para el Código de Comercio habitualidad y profesionalidad son términos sinónimos. No hay ejercicio profesional si la actividad no es sistemática con tendencia a durar (una mercantia non facit mercatorem). De ahí que la realización de un singular «acto de comercio» no permita atribuir al sujeto la condición de empresario. Ahora bien, la profesionalidad no exige que la actividad se desarrolle de modo continuado y sin interrupciones: existen actividades cíclicas o estacionales (v.gr.: la explotación de un hotel durante los veranos) que son empresariales. Naturalmente, una persona puede tener varias profesiones. La actividad empresarial no tiene por qué ser única y exclusiva. Ni siquiera tiene que ser la actividad principal. Significa ello que el empresario puede ejercer al mismo tiempo una distinta actividad, salvo prohibición legal expresa. Esa actividad es también una actividad económica, esto es, una actividad que se realiza con método económico, procurando al menos la cobertura de los costes con los ingresos que se obtienen. No es, pues, la clase de actividad el criterio determinante de la

«empresarialidad» y, por ende, de la mercantilidad de la actividad, sino el modo en que se ejercita. Así, no es empresario el ente público o la asociación privada que gestiona gratuitamente o a precio simbólico un hospital o una clínica, pero lo es quien gestiona esos establecimientos sanitarios con un método apto para conseguir la autosuficiencia económica. Actividad económica no significa actividad lucrativa. Puede existir actividad económica que no sea lucrativa en cuanto que los ingresos que se obtienen no permiten la remuneración de los factores de producción y, en definitiva, la obtención de ganancias por el empresario. Por supuesto, normalmente el empresario persigue el lucro. Pero, en el Derecho español, no se niega la condición de empresario a aquella persona natural o jurídica que opera en el mercado sin ánimo de lucro. De lo contrario, las sociedades de base mutualista –que no persiguen la obtención de ganancias repartibles, sino un ahorro o una ventaja patrimonial– y algunas empresas públicas no serían empresarios en sentido técnico-jurídico. Se trata de una actividad para el mercado, en cuanto que está dirigida a la satisfacción de necesidades de terceros. No es concebible un empresario sin la existencia del mercado: la actividad de producción o de distribución de bienes o de servicios se organiza en función de un mercado concreto, que, en definitiva, determinará el éxito o el fracaso de ese empresario. Es indiferente que el empresario tenga varios clientes o que sólo trabaje para uno. En ambos casos la actividad se realiza para el mercado en la medida en que está dirigida a la satisfacción de necesidades ajenas. Precisamente por estar dirigida al mercado, la actividad debe ser actividad organizada. No es concebible la actividad del empresario sin la planificación, sin un programa racional en el que se contemplen los aspectos técnicos y económicos de esa actividad, y sin la coordinación de los elementos necesarios para el ejercicio de la misma. El hecho de que el empresario pueda no ser titular de un establecimiento mercantil no significa que no exista organización. Así, por regla general, esos elementos organizados por el empresario suelen ser bienes físicos (locales, maquinaria, mobiliario) que forman un establecimiento, pero no es imprescindible que así sea: la organización puede ser simplemente de medios financieros propios o ajenos, como sucede en determinadas actividades de financiación o de inversión. Tampoco es necesario que la organización incluya la prestación de trabajo ajeno. Es también empresario quien utiliza únicamente el propio

trabajo sin recurrir al auxilio de trabajadores o de cualquier otra clase de colaboradores. 2. EMPRESARIO Y PROFESIONES LIBERALES El profesional liberal y el empresario comparten una característica común: la actividad que ambos desarrollan es una actividad profesional. Pero los profesionales liberales (médicos, arquitectos, ingenieros, abogados, etc.) han permanecido tradicionalmente al margen del Derecho mercantil. La razón por la cual una determinada clase de profesionales (los comerciantes, primero, los industriales, después, y, en fin, quienes prestan en el mercado determinados servicios) está sometida a un estatuto jurídico especial, mientras que los demás profesionales permanecen en el ámbito del Derecho general, es exclusivamente histórica. En el momento en que nace el ius mercatorum y aun en el momento de la codificación, los profesionales liberales no coordinaban diferentes factores de la producción con la finalidad de intermediar en el mercado de servicios. La actividad que realizaban no requería el grado de organización ni tenía el mismo grado de complejidad que la que llevaban a cabo los protagonistas del tráfico mercantil; los profesionales liberales se limitaban entonces a trabajar para la propia subsistencia y la de su familia, sin ánimo especulativo, y, además, en cuanto meros prestadores de servicios, no recurrían al crédito para financiar la actividad que desarrollaban, presentándose en el mercado más como acreedores de «honorarios» por la prestación de servicios que como partes activas y pasivas de un más o menos complejo haz de relaciones jurídicas, como sucedía con los comerciantes medievales. Pero, en el momento presente, al lado de profesionales que conservan sustancialmente las características tradicionales, existen otros que coordinan y organizan los factores de la producción. Esos profesionales contemporáneos o bien se organizan de modo semejante al de los empresarios, o bien incluso asumen formas jurídicas mercantiles para el ejercicio de la actividad profesional. La Ley 2/2007, de 15 de marzo, de Sociedades Profesionales, permite la constitución de sociedades para el ejercicio en común de actividades profesionales «con arreglo a cualquiera de las formas societarias previstas en las leyes» (art. 1.2), incluidas las sociedades de capitales. Se asiste así a un proceso de convergencia que quizá en el futuro suponga la extensión del Derecho especial nacido para los comerciantes a toda clase de

profesionales o, al menos, la creación de un nuevo y alternativo Derecho especial. No deja de ser significativo que la Ley 3/1991, de 10 de enero, de Competencia Desleal, haya extendido su ámbito tradicional de aplicación para incluir también a los profesionales liberales (art. 3.1). Con todo, en el Derecho español vigente todavía permanecen nítidas las diferencias entre los sujetos mercantiles y quienes ejercen profesiones liberales. El profesional liberal que se limita a desarrollar la actividad que le es propia no es empresario, por muchos que sean los medios materiales que utilice (v.gr.: aparataje de un médico) y por muchas que sean las personas que le auxilien en el ejercicio de esa actividad; y lo mismo sucede si varios profesionales constituyen una sociedad civil con el objeto de ejercitar dicha actividad ( arts. 1665 y ss. CC). La condición mercantil únicamente se adquiere cuando esos profesionales opten expresamente por alguno de los tipos sociales que la Ley declara empresarios por razón de la forma (v. infra II.3). Ahora bien, tanto las sociedades civiles profesionales ( art. 8 LSP) como las mercantiles (arts. 19.2 y 119 C. de C.) están sujetas a inscripción en el Registro Mercantil, de manera que este último se amplía a sujetos civiles en ese proceso de convergencia antes señalado. No obstante, nada impide que un profesional liberal sea simultáneamente empresario, salvo incompatibilidad legal de ambas profesiones. A la profesión liberal se añadirá entonces la profesión mercantil, o viceversa. Así acontece, por ejemplo, en el caso del licenciado en farmacia que, previos los trámites administrativos correspondientes, abre al público una oficina de farmacia. El farmacéutico no es comerciante en cuanto farmacéutico, sino en cuanto titular de un establecimiento abierto al público en el que revende medicamentos y productos análogos y complementarios. En los últimos años, sin embargo, algunas leyes han comenzado a utilizar el término «emprendedor», con un contenido más amplio que el de empresario (así,

Ley 11/2013, de 26 de julio,

Ley

14/2013, de 27 de septiembre y RDL 16/2013, de 20 de diciembre). El emprendedor es aquella persona física o jurídica que desarrolla en el mercado sea una actividad empresarial, sea una actividad profesional (v.

art. 3Ley 14/2013, de 27 de

septiembre). En este sentido, tan emprendedor es el empresario como el profesional. De este modo, se inicia una tendencia hacia la unificación de estas dos clases de sujetos, aplicando a ambos algunas medidas de fomento de la actividad (como, por ej., la posibilidad de que el emprendedor que sea persona física limite la responsabilidad por las deudas que traigan causa de la actividad que ejercite: v. septiembre).

arts. 7 a

11Ley 14/2013, de 27 de

II. CLASES DE EMPRESARIOS

3. EMPRESARIOS INDIVIDUALES Y EMPRESARIOS SOCIALES La figura del empresario puede encarnarse en una persona natural (empresario individual) o en una persona jurídica. Con esta clasificación fundamental se inicia precisamente el Código de Comercio (art. 1). Ahora bien, el fenómeno de la persona jurídica que tiene la condición de empresario no se agota en las sociedades mercantiles. Aunque la mayor parte de los empresarios personas jurídicas son empresarios sociales –también denominados colectivos–, otras personas jurídicas distintas de las sociedades mercantiles (como, por ej., las asociaciones y las fundaciones) pueden ejercer la actividad empresarial, con carácter instrumental respecto de los fines que les son propios, y adquirir, por consiguiente, esa condición. En principio, cualquier persona natural, sin distinción de sexo, que sea mayor de edad y no esté incapacitada para regirse por sí misma, podrá adquirir la condición de empresario individual, desarrollando en el mercado una actividad empresarial (art. 1-1º C. de C.). La Constitución consagra el derecho a la libre elección de profesión y oficio (art. 35), y de ahí que cualquier persona pueda ejercer la profesión mercantil. La propia Constitución reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado, garantizando y protegiendo su ejercicio (art. 38). También por regla general es libre la creación de empresarios sociales, constituyendo al efecto sociedades mercantiles para intervenir en el mercado (art. 1-2º C. de C.). Este derecho no es sino una manifestación del más amplio derecho de asociación, cuyo carácter de derecho fundamental reconoce y tutela la Constitución (art. 22). Salvo que la ley imponga una forma social específica para el ejercicio de determinadas actividades mercantiles (como es el

caso de la actividad bancaria y de la actividad aseguradora, entre otros ejemplos), o salvo que exista una correspondencia absoluta entre forma y objeto (como sucede en las sociedades de garantía recíproca), las personas naturales y jurídicas que se asocian pueden elegir libremente entre las distintas formas sociales. Naturalmente, el empresario es la sociedad, y no las personas naturales o jurídicas que forman parte de ella, ni tampoco los administradores. Ni siquiera los socios colectivos de las sociedades colectivas y comanditarias, que responden personalmente de las deudas sociales (arts. 127 y 148.I C. de C.), ostentan por razón de esa responsabilidad la condición de empresarios. 4. EMPRESARIOS PRIVADOS Y EMPRESARIOS PÚBLICOS La Constitución no sólo reconoce a los sujetos privados «la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado» (art. 38) –en su triple manifestación de libertad de acceso al mercado, libertad de ejercicio y libertad de cesación–, así como el derecho de propiedad privada (art. 33) que es esencial para el ejercicio de la actividad empresarial, sino que reconoce igualmente «la iniciativa pública en la actividad económica» ( art. 128.2 CE). Se instaura así el principio de coiniciativa económica: en el marco de la economía de mercado, los sujetos privados pueden adquirir la condición de empresarios y constituir sociedades mercantiles, y del mismo modo la Administración pública –estatal, autonómica, provincial y local, así como institucional–, a través de sociedades públicas o de organismos administrativos, puede acceder al mercado y puede adquirir la condición de empresaria y constituir sociedades mercantiles, y competir en él actuando en régimen de paridad con los empresarios privados. El mercado es, pues, el ámbito en el que compiten los empresarios privados entre sí y con las distintas formas jurídicas empresariales de titularidad pública. Todos los sectores económicos están abiertos a esta posible coexistencia de unos y otras. Sólo mediante ley se puede reservar al sector público recursos o servicios esenciales ( ese campo la iniciativa privada.

art. 128.2CE), eliminando en

De ahí que un segundo criterio de clasificación es aquél que distingue entre empresarios privados y empresarios públicos. Mientras que todos los empresarios individuales son empresarios privados, como es obvio, los empresarios sociales, por razón de la titularidad de las participaciones sociales o acciones en que se

divide el capital social, pueden ser privados o públicos. Urge advertir, sin embargo, que el fenómeno de la denominada empresa pública es mucho más amplio que el de las sociedades «en mano pública»: existen también organismos administrativos que actúan en el mercado como auténticos empresarios. No existe, pues, un estatuto jurídico unitario de la empresa pública. Ni siquiera las sociedades públicas total o mayoritariamente propiedad del Estado forman parte de un mismo grupo. 5. EMPRESARIOS POR RAZÓN DE LA ACTIVIDAD Y EMPRESARIOS POR RAZÓN DE LA FORMA Los empresarios individuales y las sociedades mercantiles, por razón de la actividad a la que se dediquen, se clasifican en empresarios comerciales o comerciantes, empresarios industriales y empresarios de servicios. Todos ellos están sometidos al mismo estatuto jurídico. La figura del comerciante es la que ostenta la primacía histórica. La actividad de los comerciantes ha sido la que exigió un Derecho especial (arts. 1 y 2 C. de C.). La tradicional subordinación de la industria al comercio explica que incluso en el propio Código de Comercio subsista la idea de que el industrial es un mero comerciante revendedor de mercancía transformada, esto es, quien revende cosas muebles en forma diferente a aquélla con que se adquirieron (art. 325 C. de C.). Con todo, en el Código es patente la voluntad de equiparación de comerciantes y de industriales (art. 1-2º C. de C.). En la actualidad, al lado de los empresarios que desarrollan una actividad comercial o una actividad industrial, se ha producido una extraordinaria expansión de los empresarios de servicios, que igualmente se encuentran sometidos al Derecho mercantil. Junto con el empresario, individual o social, por razón de la actividad a la que se dedica –el comercio, la industria o los servicios–, existen algunos empresarios sociales que son sujetos mercantiles por razón de la forma social elegida, y no por razón de la actividad o actividades que constituyen el objeto social. Así sucede con las sociedades anónimas, con las sociedades comanditarias por acciones y con las sociedades de responsabilidad limitada, las cuales tienen carácter mercantil cualquiera que sea su objeto ( art. 2 LSC); y así sucede también, dentro de la categoría de las sociedades de base

mutualista, con las sociedades de garantía recíproca ( art. 4 LSGR). Estas sociedades son mercantiles aunque el objeto al que se dediquen no sea mercantil y, por consiguiente, tienen la condición legal de empresario, es decir, están sometidas a las obligaciones propias de cualquier empresario. A lo largo de la historia, los agricultores y los ganaderos han permanecido al margen del Derecho mercantil. Las circunstancias económicas y sociales en que nació y se desarrolló el ius mercatorum eran muy distintas de las que caracterizaban a la actividad agraria. La vinculación del agricultor a la tierra y los aspectos aleatorios del resultado de la actividad –que puede frustrarse por razones climatológicas y otras– explican la exclusión de estos profesionales del ámbito del Derecho mercantil. El propio Código de Comercio, fiel a esta tradición, considera no mercantiles las ventas que los agricultores y ganaderos hagan de los frutos o productos de sus cosechas y ganados (art. 326-2º C. de C.). Ahora bien, en la actualidad, la actividad agrícola ha ido adquiriendo progresivamente las mismas características que están presentes en el comercio y la industria. Se trata de una actividad profesional, de una actividad económica realizada no sólo como un medio de subsistencia y, en fin, de una actividad organizada, en la que la tierra y los demás elementos organizados por el empresario agrícola cumplen la misma función instrumental que el establecimiento mercantil respecto de los demás empresarios; y en la que, además, los efectos del alea sobre la producción se han podido eliminar o, al menos, paliar a través de la técnica de los seguros agrarios. El viejo agricultor ha dejado paso a profesionales de la agricultura que actúan con la mentalidad y con el método propio de los empresarios mercantiles. Por estas razones, la tradicional exclusión del Derecho mercantil de la actividad agrícola y ganadera ha perdido buena parte de su razón de ser. De ahí que proceda una interpretación restrictiva de la figura del denominado empresario agrícola o agrario, de modo tal que continúe permaneciendo fuera del Derecho de la actividad mercantil la actividad directamente ligada al fundo, pero no aquella actividad de transformación o comercialización de productos agrícolas y ganaderos, la cual, por las razones expuestas, debe calificarse decididamente como mercantil. De otra parte, cada vez es más frecuente que el empresario agrícola se estructure en forma de sociedad anónima o de

responsabilidad limitada que, según hemos indicado, son empresarios mercantiles por declaración legal. Estos empresarios mercantiles agrarios están sometidos al mismo estatuto jurídico que los demás empresarios mercantiles. Así, junto con las sociedades agrarias de transformación (regidas por el RD 1776/1981, de 3 de agosto, y la OM de 14 de septiembre de 1982) –que son sociedades civiles– y junto con las sociedades cooperativas agrarias (art. 93 LCoop) y con las sociedades cooperativas de explotación comunitaria de la tierra (arts. 94 a 97 LCoop) –que pueden ser o no mercantiles (art. 124 C. de C.), aunque generalmente lo sean–, coexisten sociedades anónimas o de responsabilidad limitada con un objeto agrícola, ganadero o forestal que, por razón de la forma social elegida, tienen siempre el carácter de sociedades mercantiles (

art. 2LSC).

6. PEQUEÑOS Y GRANDES EMPRESARIOS. EL ARTESANO A) En el Derecho mercantil español, el estatuto jurídico general del empresario es unitario. No existe distinción entre grandes, medios y pequeños empresarios: todos están obligados a llevar una contabilidad y todos cuentan con un instrumento de publicidad legal que es el Registro Mercantil, de inscripción voluntaria para los empresarios individuales (quizás por considerar que los empresarios individuales son pequeños empresarios) y obligatoria para las sociedades mercantiles. Ahora bien, en materia contable no todos los empresarios individuales y sociales están obligados a llevar la misma contabilidad. El Código de Comercio señala que la contabilidad debe ser «adecuada» a la actividad que el empresario desarrolle; y esta «adecuación» no sólo se refiere a la «clase» de actividad, sino también a las dimensiones de la empresa. De otro lado, existe una sociedad de responsabilidad limitada especial, la denominada «Nueva Empresa» (

arts. 434 a

454

LSC), de constitución muy simplificada, que, por exigencia legal, tiene que ser –al menos, inicialmente– una sociedad de pequeñas dimensiones, ya que el capital social (que sólo puede ser desembolsado mediante aportaciones dinerarias) no puede ser superior a 120.000 euros (ni inferior a 3.000; v.

art. 443LSC).

Sin embargo, estas sociedades –que sólo pueden ser constituidas por personas naturales y en número no superior a cinco– ( 437LSC), tienen importantes restricciones legales.

art.

Pero la contraposición entre grandes empresas, de una parte, y pequeñas y medianas empresas, las PYMES, de otra –o, mejor entre grandes y pequeños y medianos empresarios–, relevante desde el punto de vista económico, ha trascendido, sin embargo, a la legislación administrativa, que atendiendo a distintos criterios clasificatorios trata de proteger a los pequeños y medianos empresarios con medidas de muy distinto signo. En ocasiones, la legislación mercantil se ha dejado influir por esta distinción. Así ha sucedido al tipificar las denominadas sociedades de garantía recíproca, sociedades mutualistas que facilitan el acceso al crédito y a los servicios conexos a las pequeñas y medianas empresas. Precisamente la Ley que regula esta nueva forma social considera pequeñas y medianas empresas a aquéllas cuyo número de trabajadores no excede de doscientos cincuenta (art. 1.II de la LSGR). B) En la frontera del Derecho mercantil aparece la figura del artesano. La legislación administrativa autonómica (v. art. 148.114ª CE) contiene distintas definiciones de actividad artesana. En general, se considera artesanía la actividad de producción, transformación y reparación de bienes o prestación de servicios realizada mediante un proceso en el que la intervención personal constituye un factor predominante, obteniéndose un resultado final individualizado que no se acomoda a la producción industrial, totalmente mecanizada o en grandes series. No toda actividad puede ser desarrollada de forma artesana, sino sólo las enumeradas en el repertorio de oficios artesanos (v., por ej., en la Comunidad Autónoma de Madrid, la Ley 21/1998, de 30 de noviembre, de Ordenación, Protección y Promoción de la Artesanía, y el

Decreto 15/2000, de 3 de febrero; en Cataluña, el

Decreto 252/2000, de 24 de julio; y en Andalucía, la 15/2005, de 22 de diciembre, y el enero).

Ley

Decreto 4/2008, de 8 de

En la opción entre considerar empresario al artesano o mantenerlo fuera del Derecho especial, la legislación española se ha inclinado por la solución menos rigurosa y exigente. En efecto, el Código de Comercio declara no mercantiles las ventas que de los objetos fabricados por los artesanos hicieran éstos en sus talleres (art. 3263º); y, en base a esta exclusión de la mercantilidad, la jurisprudencia considera que no son comerciantes a efectos legales. No obstante, como cualquier otro operador económico, el artesano está sometido al Derecho de la competencia (v., por ej., la Exposición de Motivos

LCD).

7. EMPRESARIO APARENTE Y EMPRESARIO OCULTO En ocasiones, la persona en cuyo nombre se ejercita la actividad mercantil no es, sin embargo, el auténtico empresario. En esos casos, existe un ejercicio indirecto o por persona interpuesta de la actividad empresarial: el empresario permanece oculto, actuando como empresario aparente otra persona vinculada a ese empresario oculto por una relación de carácter fiduciario. El empresario aparente (que puede ser tanto una persona natural como una persona jurídica) ejercita en nombre propio la actividad constitutiva de empresa; el empresario oculto (que también puede ser una persona natural o una sociedad mercantil) facilita al primero los medios económicos necesarios para el ejercicio de esa actividad, dirige, de hecho, la empresa y se apropia de los beneficios que ésta pueda obtener. Este fenómeno no plantea especiales problemas al Derecho cuando los acreedores del empresario aparente pueden obtener satisfacción. Pero, en caso de insolvencia de éste, los terceros que contrataron con dicho empresario se encontrarán en graves dificultades para el cobro de sus créditos. En el plano jurídico, el riesgo de empresa no es soportado por el empresario real y efectivo, sino que se hace gravitar sobre los acreedores. En los supuestos más graves (como, por ej., cuando el empresario oculto es persona incompatible para el ejercicio de la profesión mercantil), la prohibición legal del fraude de ley permitirá hacer responsable de esas deudas al auténtico empresario ( art. 6.4 CC). En otros casos, será preciso acudir a la prohibición del abuso del Derecho ( art. 7.2CC) o a la norma legal sobre representación indirecta en el Derecho mercantil, que, si se prueba que el empresario aparente

ha actuado por cuenta del empresario oculto, permite que el tercero se dirija contra cualquiera de ellos (art. 287 C. de C.). III. LA RESPONSABILIDAD CIVIL DEL EMPRESARIO

8. EL PRINCIPIO DE LA RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL UNIVERSAL A) El empresario, sea persona natural o persona jurídica, está sometido al principio de la responsabilidad patrimonial universal. Al igual que cualquier otro sujeto, el empresario responde del cumplimiento de las obligaciones legales, contractuales, cuasicontractuales o extracontractuales (

art. 1089

CC) con

todos sus bienes, presentes y futuros ( art. 1911CC). El empresario individual responde con todo su patrimonio, sea civil o mercantil, sin que tenga la posibilidad de constituir un patrimonio separado, limitando a ese conjunto de bienes y derechos la responsabilidad civil derivada del ejercicio de la actividad empresarial. Y lo mismo acontece con las sociedades mercantiles, las cuales responden con el entero patrimonio social del cumplimiento de las obligaciones sociales. Cuando la sociedad mercantil revista la forma de sociedad colectiva o de sociedad comanditaria, a la responsabilidad de la propia sociedad se añade la responsabilidad de todos o de algunos socios: si la sociedad es colectiva, todos los socios responden personal, ilimitada, subsidiaria y solidariamente de las deudas de la sociedad (arts. 127 y 237 C. de C.); si es comanditaria, únicamente responden de las deudas sociales los socios colectivos, y no los socios comanditarios (art. 148 C. de C.). Por el contrario, si la sociedad es anónima o de responsabilidad limitada, los socios no responden: el beneficio de la limitación de la responsabilidad –es decir, la absoluta autonomía del patrimonio de los socios respecto del patrimonio social a efectos de responsabilidad– es principio configurador de estos tipos sociales ( art. 1.2 y 3 LSC). Pero, si bien en estas sociedades los socios no responden de las deudas de la sociedad, hay un caso en que, en concepto de sanción, responden los administradores, sean o no socios. Así sucede, respecto de las deudas posteriores al acaecimiento de una causa legal de disolución, cuando, existiendo esa causa legal, infringen los administradores los deberes que la Ley les impone para conseguir que la sociedad entre en período de liquidación (art.

367). En cuanto a las sociedades de base mutualista, los socios de una sociedad cooperativa no responden personalmente de las deudas sociales (art. 15.3 LCoop). El principio de la responsabilidad patrimonial universal significa que todos los bienes, cosas y derechos que integren el patrimonio del empresario deudor o de la sociedad deudora quedan afectos al cumplimiento de las obligaciones. En caso de incumplimiento, el acreedor puede dirigirse no sólo contra los bienes que se encontraban en ese patrimonio en el momento en que se contrajo la obligación, sino también contra todos los que entren a formar parte de ese patrimonio con posterioridad. La responsabilidad patrimonial universal del empresario frente a todos y cada uno de los acreedores finaliza con la extinción de la obligación, sea mediante el cumplimiento, voluntario o forzoso, sea mediante cualquier otro acto que tenga ese efecto extintivo y liberatorio, o cuando prescriba la acción para exigir el cumplimiento. Si se trata de sociedades mercantiles, la extinción de la responsabilidad de la sociedad extingue también la responsabilidad de los socios y de los administradores en los casos en los que, por establecerlo así la ley, sea exigible esa responsabilidad. B) Ahora bien, en el Derecho español existen algunas técnicas indirectas, plenamente lícitas, para que el empresario individual o social pueda conseguir una efectiva limitación de la responsabilidad en el ejercicio de la actividad a la que se dedique o pretenda dedicarse. a) La primera técnica –ciertamente, de alcance reducido– es específica del empresario individual casado. A tal fin, es suficiente con que el cónyuge del empresario, de acuerdo o no con éste, se oponga formalmente al ejercicio de la actividad industrial, comercial o de servicios por parte de ese empresario. Constando la oposición en escritura pública inscrita en el Registro Mercantil, y publicándose en el Boletín Oficial de ese Registro los datos esenciales de la inscripción, los únicos bienes que responden del cumplimiento de las obligaciones contraídas por el empresario casado serán los bienes propios de ese empresario y aquellos bienes gananciales o comunes que se hubieran obtenido precisamente en el ejercicio de la actividad empresarial. En tales casos, no responderán los demás bienes gananciales o comunes, así como tampoco los bienes del otro cónyuge (arts. 6 a 11 C. de C.).

b) La segunda técnica, común a los empresarios individuales y a las sociedades mercantiles –e incluso a los no empresarios–, es la de la sociedad unipersonal anónima o de responsabilidad limitada ( arts. 12 a 17LSC). Cualquier persona natural o jurídica puede constituir una sociedad anónima o de responsabilidad limitada unipersonal. Cualquier persona natural o jurídica puede también adquirir todas las acciones o las participaciones de una sociedad anónima o de responsabilidad limitada constituida por varios socios, convirtiéndola así en sociedad unipersonal y reflejando esta conversión en el Registro Mercantil. Tanto en los casos de unipersonalidad originaria como en los supuestos de unipersonalidad sobrevenida, el beneficio de la limitación de responsabilidad se consigue a través de una persona jurídica distinta de la persona natural o jurídica que es propietaria de todas las acciones o de todas las participaciones sociales. La regla general es que cualquier persona, natural o jurídica, española o extranjera, puede constituir cuantas sociedades unipersonales españolas considere necesario o conveniente: no existe número máximo de sociedades unipersonales que puede constituir una misma persona o que pueden pertenecer a ella. Por excepción, existe prohibición legal de constituir una sociedad unipersonal o de adquirir la condición de socio único a aquella persona que ya ostente la condición de socio único de una sociedad nueva empresa (

art. 438LSC).

Del cumplimiento de las obligaciones personales del socio único responde el patrimonio de esa persona, en el que figurarán todas las acciones o participaciones de las sociedades unipersonales que le pertenezcan. Pero del cumplimiento de las obligaciones de la sociedad anónima o de responsabilidad limitada unipersonal responde exclusivamente el patrimonio social, salvo que la situación de unipersonalidad sobrevenida no se hubiera hecho constar en el Registro Mercantil dentro de los seis meses siguientes al día de la adquisición por la sociedad del carácter unipersonal. Sólo en este caso excepcional establece la ley la responsabilidad personal, ilimitada y solidaria del socio único por las deudas sociales contraídas durante el período de unipersonalidad (

art. 14LSC).

Existe un caso, sin embargo, en el que se permite que una sociedad mercantil, sin necesidad de constituir sociedades autónomas e

independientes en el plano formal, establezca «patrimonios separados», con específica limitación de responsabilidad. Nos referimos a las sociedades de inversión, que son aquellas sociedades anónimas especiales ( art. 9.1 LIIC), de capital fijo o variable (dentro de los límites de capital máximo y mínimo fijados en los estatutos), cuyo objeto exclusivo es «la captación de fondos, bienes o derechos del público para gestionarlos e invertirlos en bienes, derechos, valores u otros instrumentos, financieros o no, siempre que el rendimiento del inversor se establezca en función de los resultados colectivos» (

art. 1.1LIIC). Estas sociedades de

inversión –al igual que los fondos de inversión ( art. 3.2LIIC)– pueden constituir «compartimentos». En ese caso, la parte del capital de la sociedad correspondiente a cada «compartimento» responderá exclusivamente de los costes, gastos y obligaciones atribuidos expresamente a ese «compartimento» y, en la parte proporcional que se establezca en los estatutos sociales, de los costes, gastos y obligaciones que no hayan sido atribuidos expresamente a un «compartimento» (art. 9.1.II LIIC; v. también

art. 15

RD 1082/2012, de 13 de julio).

C) Pero es que, además, la Ley 14/2013, de 27 de septiembre ha introducido en el Derecho español la figura del «emprendedor» persona física de responsabilidad limitada, sea empresario propiamente dicho, sea cualquier otro profesional. Este beneficio está sometido a un doble límite: en primer lugar, por razón de las deudas; y, en segundo lugar, por razón de los bienes. Por razón de las deudas, porque el emprendedor sólo puede utilizar esta técnica para las deudas derivadas del ejercicio de la actividad empresarial o profesional, y no para otras; y, por razón de los bienes, porque el único patrimonio separado excluido de la responsabilidad patrimonial universal es la vivienda habitual (siempre, además, que el valor de la misma no supere los 300.000 euros, con un coeficiente corrector del 1,5% en las poblaciones de más de un millón de habitantes). Es indiferente que, antes de obtener ese beneficio, el emprendedor haya hipotecado esa vivienda a favor de un acreedor propio o ajeno; y es igualmente indiferente que, después de haberlo obtenido, constituya sobre la vivienda ese derecho real de garantía.

Para la eficacia de la limitación de responsabilidad se exige, en primer lugar, la inscripción del emprendedor en el Registro Mercantil y que en la hoja abierta a ese sujeto en dicho Registro se identifique el activo no afecto a la responsabilidad patrimonial universal ( arts. 8.3 y 9.1Ley 14/2013, de 27 de septiembre); y, en segundo lugar, que la no sujeción de la vivienda habitual a las resultas del tráfico empresarial o profesional se inscriba también en la hoja abierta a esa vivienda en el Registro de la Propiedad (art. 10). La transmisión de la propiedad, voluntaria o no, de la vivienda no afecta extingue, como es lógico, el beneficio, si bien el emprendedor puede conseguirlo de nuevo con cualquier otro bien inmueble al que asigne la misma consideración de vivienda habitual, figurase ya antes en su patrimonio o haya ingresado después (art. 10.4). Naturalmente, el beneficio de la limitación de la responsabilidad opera hacia el futuro –es decir, para las deudas futuras–, y no hacia el pasado: por las deudas contraídas antes de la adquisición del beneficio, la responsabilidad patrimonial seguirá siendo universal. La Ley impone al emprendedor con limitación de responsabilidad, sea o no empresario, el deber de formular y, en su caso, someter a auditoría las cuentas anuales correspondientes a la actividad empresarial o profesional que desarrolle (art. 11.1), así como el deber de depositarlas en el Registro Mercantil (art. 11.2), sancionando el incumplimiento del deber de depósito con la pérdida del beneficio (art. 11.3 y 4). 9. LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL DEL EMPRESARIO En el ejercicio de la actividad empresarial, tanto los empresarios individuales como los sociales quedan sometidos al sistema general de responsabilidad civil. Significa ello que el empresario, cualquiera que sea su clase, responde del incumplimiento de las obligaciones contractuales que le sea imputable –sea incumplimiento definitivo, cumplimiento defectuoso o cumplimiento tardío– conforme a los principios generales contenidos en la legislación civil. Por supuesto, el empresario responde frente a los acreedores no sólo por la actividad propia, sino también por la actividad desarrollada por sus apoderados. El incumplimiento imputable al empresario deudor obliga a éste a indemnizar los daños y perjuicios causados ( 1101

art.

CC), indemnización que tendrá mayor o menor extensión

según concurra dolo o simplemente culpa ( art. 1107CC). Por el contrario, la falta de cumplimiento que sea independiente de la voluntad del empresario deudor –tenga como causa la fuerza mayor o el caso fortuito ( art. 1105CC)– no constituye incumplimiento en sentido técnico-jurídico y, por consiguiente, no genera obligación de indemnizar, salvo que la ley lo establezca así expresamente. Existen, sin embargo, algunas especialidades en materia de cumplimiento tardío: en primer lugar, en los contratos mercantiles que tuvieren día señalado para el cumplimiento, los efectos de la mora se inician «al día siguiente a su vencimiento», sin necesidad de interpelación del acreedor (art. 63.1º C. de C). Frente al requisito civil de la interpelación rige la regla del vencimiento: dies interpellat pro homine. En segundo lugar, en las operaciones comerciales que se realicen entre empresarios [en el sentido del

art. 2, letra a),

de la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales, que incorpora al Derecho español la

Directiva

2000/35/CE, de 29 de junio, y que ha sido modificada por la 15/2010, de 5 de julio, por la

Ley

Ley 11/2013, de 26 de julio y por

la Ley 17/2014, de 30 de septiembre], no sólo el plazo de pago máximo que puede pactarse es de sesenta días a contar desde la fecha de recepción de las mercancías o prestación de los servicios (art. 4.1 y 3Ley 3/2004), sino que, en caso de falta de pago dentro del plazo estipulado por las partes o, supletoriamente, dentro del máximo permitido por la ley, el interés de demora que deberá pagar el deudor será el pactado y, en defecto de pacto, se pagará un interés reforzado (la suma del tipo de interés aplicado por el Banco Central Europeo a su más reciente operación principal de financiación efectuada antes del primer día del semestre natural de que se trate más ocho puntos porcentuales), y no el interés legal (arts. 5 a 7 de la Ley 3/2004). Y, en tercer lugar, si la mora en el pago es debida a culpa del deudor, el acreedor tiene derecho a reclamar una indemnización por los costes de cobro debidamente acreditados que haya sufrido a causa de esa mora (art. 8Ley 3/2004).

10. LA RESPONSABILIDAD EXTRACONTRACTUAL DEL EMPRESARIO Fuera del campo contractual, el empresario, al igual que cualquier persona, está sometido al régimen general de la responsabilidad extracontractual: el empresario está obligado a reparar el daño causado por acción u omisión en que intervenga culpa o negligencia ( art. 1902 por culpa.

CC). Rige, pues, el principio de responsabilidad

Sin embargo, en el Derecho jurisprudencial español es manifiesta la tendencia hacia un sistema en el que, sin hacer abstracción total del factor psicológico o moral y del juicio de valor sobre la conducta del agente, se obtienen soluciones cuasi-objetivas. El incremento de las actividades empresariales que entrañan peligro para personas y cosas, como consecuencia del desarrollo de la técnica, ha impulsado a jueces y magistrados a la consolidación de un nuevo principio, según el cual debe ponerse a cargo de quien obtiene el provecho la indemnización del quebranto sufrido por el tercero, a modo de contrapartida del lucro obtenido con la actividad peligrosa (cuius est commodum eius est periculum; ubi emolumentum, ibi onus). Para llegar a esas soluciones cuasiobjetivas, la jurisprudencia procede en ocasiones a la inversión de la carga de la prueba de la culpa y, en otras, a la aplicación de la llamada «teoría del riesgo», por cuya virtud quien genera el riesgo corre con la obligación de indemnizar (en este sentido, v., entre otras, SSTS de 21 de abril y 21 de noviembre de 1982, 10 de julio y 7 de noviembre de 1985, 2 de marzo de 1990, 7 de abril de 1997 y 4 de octubre de 2006). En todo caso, es doctrina jurisprudencial constante que, para desvirtuar la imputación del juicio de responsabilidad civil extracontractual, no basta acreditar el cumplimiento de las normas reglamentarias del correspondiente sector, pues el mero hecho del acaecimiento del daño pone de manifiesto la insuficiencia de las medidas de seguridad y de garantía contenidas en los reglamentos (SSTS de 16 de octubre de 1989, 8 de mayo, 8 y 26 de noviembre de 1990, 28 de mayo de 1991, 24 de mayo de 1993, 15 de julio de 2002 y 22 de abril de 2003). Además de esta evolución jurisprudencial, es preciso señalar que, en algunos supuestos, es la propia Ley la que establece la responsabilidad objetiva del empresario, como es el caso del

explotador de centrales nucleares ( 29 de abril y art. 4 fabricante (v. núm. 5).

art. 45

Ley 25/1964, de

Ley 12/2011, de 27 de mayo) y el caso del

11. LA RESPONSABILIDAD EXTRACONTRACTUAL DEL EMPRESARIO POR HECHOS DE LOS DEPENDIENTES Pero el empresario no sólo responde frente a terceros de los daños derivados de actos propios, sino también de «los perjuicios causados por sus dependientes en el servicio de los ramos en que los tuvieran empleados, o con ocasión de sus funciones» (art. 1903.IV CC). Por supuesto, esta responsabilidad del empresario por hechos ajenos exige la culpa o negligencia del dependiente (STS de 29 de febrero de 1996). Es indiferente que el empresario sea el titular del establecimiento o que explote en dicho establecimiento la actividad empresarial en virtud de cualquier otro título jurídico (v. gr.: el arrendamiento). El fundamento de esta responsabilidad por hecho ajeno es la culpa in eligendo o in vigilando del empresario (v., entre otras, SSTS de 22 de mayo y 10 de octubre de 2007, 20 de junio de 2008 y 6 de febrero de 2009); pero esa culpa se presume, invirtiéndose así la carga de la prueba (art. 1903.VI CC). Ahora bien, la jurisprudencia española es particularmente rigurosa a la hora de considerar acreditada la diligencia del empresario, por lo que, de hecho, esta responsabilidad del empresario se aproxima mucho en la práctica a los supuestos de responsabilidad por riesgo. El Código Civil utiliza el término «dependiente» en un sentido vulgar, y no con el concreto alcance del Código de Comercio, como categoría intermedia entre los «factores» y los «mancebos» (art. 292 C. de C.). Siempre que una persona esté respecto del empresario en situación de dependencia jerárquica se puede hablar de dependiente (SSTS de 4 de enero de 1982, 3 de abril de 1984, 10 de mayo de 1986, 16 de abril, 30 de octubre, 11 de noviembre de 1991, 6 de marzo de 2006 y 6 de mayo de 2009), aunque no exista, en rigor, vínculo laboral entre ambos. El daño debe haber sido causado por el dependiente, sea en el servicio del ramo que le estuviere encomendado, sea con ocasión de sus funciones, si bien se presupone en beneficio del perjudicado que concurre alguna de estas dos circunstancias.

La responsabilidad del empresario no es subsidiaria sino directa (SSTS de 24 de junio, 6 y 9 de julio de 1984, 30 de noviembre de 1995, 6 de marzo de 2006 y 8 de abril de 2014). El dañado puede dirigir la reclamación directamente contra el empresario; puede demandar solidariamente a éste y al dependiente; o puede, en fin, dirigir la acción exclusivamente contra el causante material del daño. En todo caso, el empresario que indemniza el daño causado por sus dependientes puede repetir contra éstos lo que hubiera satisfecho (

art. 1904.ICC).

12. LA RESPONSABILIDAD EXTRACONTRACTUAL DEL EMPRESARIO INDUSTRIAL Entre las manifestaciones legales de la responsabilidad por riesgo destacan las que afectan al industrial, es decir, al empresario, fabricante o productor de bienes para el mercado, sea persona natural o sociedad mercantil. Los riesgos de la producción industrial explican que la jurisprudencia, primero, y la Ley, después, hayan establecido regímenes especiales de responsabilidad tanto por lo que se refiere a los daños causados por el proceso de producción en sí mismo (responsabilidad por daños al medio ambiente), como por los daños que ocasionan los productos fabricados con un defecto. A) Por lo que se refiere a los riesgos del proceso de producción industrial, el propio Código Civil hace responder al propietario – quizá por considerar que el empresario es propietario de las instalaciones fabriles y de la maquinaria– por la explosión de máquinas que no hubiesen sido cuidadas con la debida diligencia y por la inflamación de sustancias explosivas que no estuviesen colocadas en lugar seguro y adecuado (art. 1908-1º CC), y por las emanaciones de cloacas o depósitos de materias infectantes, construidos sin las precauciones adecuadas al lugar en que estuviesen (art. 1908-4º CC). Mientras que en estos casos el propietario responde por culpa, en otros supuestos la responsabilidad es objetiva, como sucede por los daños ocasionados por humos excesivos, que sean nocivos a las personas y a las propiedades (art. 1908-2º CC). Así, se ha obtenido indemnización por daños materiales en cultivos agrícolas a consecuencia del humo, polvo o gases emitidos por instalaciones industriales (SSTS de 23 de diciembre de 1952, 14 de abril de 1963, 19 de febrero de 1971, 12 de diciembre de 1980, 14 de julio de

1982, 27 de octubre de 1983, 3 de diciembre de 1987, 16 de enero y 17 de marzo de 1989, 24 de mayo de 1993, 7 de abril de 1997, 29 de abril de 2003 y 31 de mayo de 2007), y por los daños morales derivados del excesivo ruido de esas instalaciones, por vibraciones o por olores (SSTS de 22 de mayo y 3 de noviembre de 1995 y 14 de diciembre de 1996; v., sin embargo, STS de 12 de enero de 2011). Además, según la más reciente jurisprudencia, el ruido generado por el ejercicio de una actividad empresarial (en el caso enjuiciado, el sobrevuelo de los aviones sobre una urbanización) puede afectar, por su importancia y duración, al derecho fundamental a la intimidad domiciliaria y al libre desarrollo de la personalidad en el domicilio propio (STS [3ª] de 13 de octubre de 2008). La responsabilidad del empresario por los daños que puede ocasionar el proceso de producción se ha intensificado tras el reconocimiento constitucional del derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado ( art. 45 CE). Ciertamente, la tutela de los recursos naturales y del medio ambiente se encuentra dispersa en normas de muy distinta naturaleza. Pero, para hacer efectivo ese derecho constitucional, los supuestos más graves se han tipificado como delito ( por la

arts. 325 a

331

CP, en la redacción dada

Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio, modificados,

muchos de ellos, por la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo), con la posibilidad de que los perjudicados puedan exigir la indemnización de los daños y perjuicios causados, sea ante la propia jurisdicción penal, sea ante la jurisdicción civil ( arts. 109 y ss. CP). Pero, al lado de casos de responsabilidad civil derivada del delito, quienes sufran un daño por emisiones, vertidos, radiaciones, extracciones o excavaciones, aterramientos, ruidos, vibraciones, inyecciones o depósitos en la atmósfera, en el suelo, en el subsuelo o en las aguas, pueden acudir a las disposiciones generales en materia de responsabilidad civil para exigir al industrial indemnización de daños y perjuicios (arts. 1902 y 1903.IV CC), que serán aplicadas conforme a esa línea jurisprudencial antes señalada, favorable bien a la inversión de la carga de la prueba, bien a la aplicación del principio de la responsabilidad por riesgo (v., no obstante, la STS de 3 de diciembre de 2015, en la que se determinó la responsabilidad por culpa y no por riesgo de empresas que operaban con amianto por los daños causados a los familiares

de sus trabajadores en las labores de lavado de sus ropas de trabajo). B) El empresario industrial está sometido a un régimen especial de responsabilidad civil en cuanto fabricante de productos. Ese régimen especial se contiene en la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios (Texto refundido aprobado por el RDL 1/2007, de 16 de noviembre). La Ley entiende por producto todo bien mueble, aun cuando se encuentre unido o incorporado a otro bien mueble o inmueble, incluidos el gas y la electricidad (art. 136). Pues bien, si el producto es defectuoso –es decir, si no ofrece «la seguridad que cabría legítimamente esperar» (art. 137.1), sea por un defecto de concepción del producto o de diseño, por un defecto de fabricación (que existirá siempre que el producto no ofrezca la seguridad normalmente ofrecida por los demás ejemplares de la misma serie: art. 137.2) o por un defecto de información (STS de 10 de julio de 2014)–, el fabricante responde por los daños y perjuicios causados, salvo que pruebe alguna de las causas de exoneración taxativamente enumeradas por la Ley. Según ésta, el perjudicado, sea o no consumidor o usuario en sentido legal, tiene que probar la existencia del defecto, el daño y la relación de causalidad (art. 139). Lograda esta prueba, el fabricante sólo puede liberarse de la obligación de indemnizar los daños y perjuicios causados si prueba que no ha puesto en circulación el producto; que, dadas las circunstancias del caso, es legítimo presumir que el defecto no existía en el momento en que el producto fue puesto en circulación; que el producto no había sido fabricado para la venta o cualquier otra forma de distribución con finalidad comercial; que el defecto era consecuencia de haber elaborado el producto siguiendo normas imperativas, legales o reglamentarias; o, en fin, que el estado de los conocimientos científicos y técnicos existentes en el momento de la puesta en circulación no permitía apreciar la existencia del defecto (art. 140.1). De ese catálogo legal de causas de exoneración, la más importante es, sin duda, la relativa al estado de la ciencia y la técnica existentes en el sector industrial concreto en el momento de la puesta en circulación del producto: de los denominados «riesgos del desarrollo», los defectos que, tras la inmisión en el mercado, se individualizan en un producto como consecuencia del avance científico o técnico, el fabricante no responde si prueba efectivamente que no eran detectables en el momento de esa

inmisión. Pero ello no significa que en tales supuestos no exista a su cargo, una vez conocida la defectuosidad del producto fabricado, un deber de advertir de esa potencialidad dañosa al público de consumidores o usuarios en la forma de más segura recepción y, en los casos más graves, el deber de retirar la producción, respondiendo frente a las personas dañadas por la infracción de esos deberes ( art. 1902CC). En todo caso, en el Derecho español no se puede utilizar esta causa de exoneración respecto de los medicamentos, alimentos y productos alimentarios destinados al consumo humano (art. 140.3). La Ley establece, así pues, un sistema de responsabilidad objetiva, aunque no absoluta, en la medida en la que existe la posibilidad – ciertamente muy limitada– de exoneración de esa responsabilidad. La jurisprudencia ha acentuado ese carácter objetivo mediante una «interpretación integradora» de las normas legales (arts. 3 y 5), según la cual el dañado no tiene que probar el defecto concreto del que hubiera derivado el daño, sino únicamente que, con ocasión del uso o consumo de un producto, sufrió un accidente inesperado causado por ese producto. El dañado tiene que probar la realidad del accidente, la existencia del daño y la relación de causalidad entre éste y aquél, así como el nexo causal entre el producto y el accidente, sin necesidad de identificar el defecto de dicho producto (SSTS de 21 de febrero de 2003, 19 de febrero de 2007 y 30 de abril de 2008). La Ley garantiza, además, la efectividad de este régimen especial al declarar expresamente ineficaces frente al perjudicado las cláusulas de exoneración o de limitación de la responsabilidad (art. 130). Naturalmente, la responsabilidad del fabricante se reducirá o, incluso, en casos extremos, se suprimirá si el daño fuera debido conjuntamente a un defecto del producto y a culpa del perjudicado o de una persona de la que éste deba responder civilmente (art. 145; STS de 7 de noviembre de 2007). El sujeto responsable no es sólo el fabricante real –sea el del producto terminado, sea el de un elemento integrado en ese producto, sea el productor de la materia prima–, sino también el fabricante aparente, esto es, cualquier persona que se presente al público como fabricante, poniendo su nombre, denominación social, su marca o cualquier otro signo distintivo en el producto o en el envase, el envoltorio o cualquier otro elemento de protección o de presentación (art. 5, en relación con el art. 138.1). En el caso de

que el fabricante del producto no pueda ser identificado, será considerado como fabricante el que lo hubiere suministrado o facilitado, salvo que, dentro del plazo de tres meses a contar desde que fuera demandado o requerido para ello, indique al perjudicado la identidad del fabricante o, al menos, de quien le hubiera suministrado o facilitado a él dicho producto (art. 138.2). Esta posibilidad de exoneración no existe si hubiera suministrado el producto a sabiendas de la existencia del defecto. Si varias personas fueran responsables del mismo daño, la responsabilidad será solidaria (art. 132). Ahora bien, como contrapartida a este severo régimen de responsabilidad, la Ley introduce dos importantes limitaciones a la pretensión indemnizatoria del dañado. La primera se refiere a los daños indemnizables; la segunda a la cuantía de la indemnización. Sólo son indemnizables conforme al régimen especial los daños personales, la muerte y las lesiones, y (en determinadas circunstancias y con una franquicia de 500 euros) los daños causados en cosas distintas del propio producto defectuoso [art. 141, letra a)]. Y, además, la responsabilidad global del fabricante por muerte y lesiones personales causadas por productos idénticos que presenten el mismo defecto tendrá como límite la cuantía de 63.106.270,96 euros [art. 141, letra b)]. Si el dañado pretende indemnización de otros daños, incluidos los morales, o si se pretende indemnización una vez agotado el límite cuantitativo expresado, deberá probar la culpa del fabricante conforme a la legislación civil general (art. 128). La acción de reparación de los daños y perjuicios indemnizables conforme al régimen especial prescribe a los tres años a contar desde la fecha en que el perjudicado sufrió el perjuicio, siempre que se conozca el responsable de dicho perjuicio. La acción del que hubiese satisfecho la indemnización contra todos los demás responsables del daño prescribe al año a contar desde el día del pago de la indemnización (art. 143). En todo caso, los derechos reconocidos al perjudicado por esta Ley se extinguen transcurridos diez años a contar desde la fecha de puesta en circulación del producto concreto causante del daño, a menos que durante ese período se hubiese iniciado la correspondiente reclamación judicial (art. 144).

13. LA RESPONSABILIDAD EXTRACONTRACTUAL DEL EMPRESARIO COMERCIAL El ámbito propio de la responsabilidad civil del comerciante es el de la responsabilidad contractual. No faltan, sin embargo, algunos supuestos en que puede incurrir en responsabilidad frente a terceros. Así, por ejemplo, los daños que sufran las personas que acuden a tiendas y almacenes abiertos al público (caídas por suelo en mal estado o mojado, estanterías que se derrumban o escaleras mecánicas que aprisionan el cabello o la ropa del cliente, etc.) deben ser objeto de indemnización conforme a las reglas generales en materia de responsabilidad civil (arts. 1902 y 1903.IV CC), con inversión de la carga de la prueba de la culpa (v. STS de 22 de diciembre de 2015).

Lección 3

El empresario (II) Sumario: •





I. El empresario individual o 1. El concepto de empresario individual o 2. La capacidad para ser empresario individual o 3. El menor empresario o 4. Las prohibiciones para el ejercicio de la actividad empresarial o 5. Adquisición, prueba y pérdida de la condición de empresario individual o 6. El domicilio del empresario individual II. El ejercicio de la actividad mercantil por persona casada o 7. Consideración general o 8. El régimen legal de la responsabilidad patrimonial por deudas mercantiles del cónyuge empresario: características generales o 9. El ámbito de aplicación del régimen especial o 10. La extensión de la responsabilidad patrimonial o 11. La administración y la disposición de los bienes comunes por el empresario casado III. El empresario persona jurídica o 12. Las sociedades mercantiles o 13. El ejercicio de la actividad mercantil por asociaciones y por fundaciones

I. EL EMPRESARIO INDIVIDUAL

1. EL CONCEPTO DE EMPRESARIO INDIVIDUAL El empresario individual es la persona natural que ejercita en nombre propio, por sí o por medio de representante, una actividad constitutiva de empresa. En la técnica jurídico-mercantil moderna, este concepto tiene significación equivalente a la del comerciante en la técnica del Código de Comercio. El empresario de hoy es el comerciante de ayer. Y, en realidad, cuando el Código declara comerciante a la persona «que teniendo capacidad legal para ejercer el comercio se dedica a él habitualmente» (art. 1), deja traslucir ya la figura del

empresario: en el ejercicio habitual del comercio, peculiar del comerciante o mercader de todos los tiempos, siempre estuvo en potencia el desarrollo profesional de una actividad económica organizada para servir necesidades del mercado; en otros términos, estaba en potencia el ejercicio de una actividad empresarial, que se va haciendo cada vez más visible a medida que las nuevas exigencias de orden técnico y económico fuerzan al antiguo comerciante a desarrollar y perfeccionar la organización para el desenvolvimiento de su actividad profesional. Por otra parte, la dedicación habitual a esa actividad es tan necesaria en el empresario como lo era en el comerciante, porque sin ella no hay profesión posible, y la profesionalidad –como ya hemos visto– es característica esencial de la actividad. Tras las reformas introducidas en los Títulos II y III del

Libro

I del Código de Comercio por la Ley 17/1973, de 21 de julio, algún precepto comenzó a referirse a los «comerciantes o empresarios mercantiles individuales» como términos sinónimos (arts. 16 y 17 C. de C., en la redacción dada por la citada Ley). La muy importante reforma de esos Títulos llevada a cabo por la Ley 19/1989, de 25 de julio, significó la definitiva sustitución en ellos de la referencia al comerciante por la referencia exclusiva al empresario individual (arts. 16-1.1º, 19.1, 22.1 y 24.1). Sucede así que actualmente para referirse al mismo sujeto coexiste en el Código la añeja terminología de «comerciante» con la más nueva y mejor adaptada a la realidad de «empresario». 2. LA CAPACIDAD PARA SER EMPRESARIO INDIVIDUAL El Código de Comercio establece que «tendrán capacidad para el ejercicio habitual del comercio las personas mayores de edad y que tengan la libre disposición de sus bienes» (art. 4, en la redacción dada por la

Ley 14/1975, de 2 de mayo). Estos dos

requisitos sólo se dan en el mayor de dieciocho años (

art. 322

CC) no declarado incapaz para gobernarse por sí mismo (esto es, no sometido a tutela o curatela por alguna de las causas legales de incapacitación: art. 200CC). El mayor de edad no incapacitado, como es capaz para todos los actos de la vida civil (

art. 322CC), podrá adquirir la condición de empresario mediante el ejercicio de cualquier actividad empresarial. El menor de edad, aunque esté emancipado (

art. 314CC) o

aunque haya obtenido el beneficio de la mayoría de edad ( art. 321CC), carece de la llamada capacidad mercantil, porque, aunque pueda regir su persona y bienes «como si fuera mayor», tiene las restricciones de no poder tomar dinero a préstamo, gravar ni vender bienes inmuebles y establecimientos mercantiles o industriales u objetos de extraordinario valor sin autorización o asistencia paterna o del curador ( art. 323CC); es decir, carece de la libre y plena disposición de bienes. La posibilidad de defender otra interpretación más congruente con las conveniencias de la práctica mercantil está notoriamente dificultada por el Código de Comercio, que, con criterio absoluto, exige la mayoría de edad y la libre disposición de los bienes propios (art. 4). 3. EL MENOR EMPRESARIO Por excepción al principio general que se acaba de exponer, pueden adquirir la condición de empresario el menor de edad y el incapacitado que continúen, «por medio de sus guardadores, el comercio que hubieren ejercido sus padres o sus causantes» (art. 5 C. de C.). Esta excepción está plenamente justificada por el principio de conservación de la empresa. La Ley protege la continuidad de la actividad mercantil y, a través de ella, posibilita la continuidad misma del establecimiento. En cuanto al ámbito de la excepción, la norma que la instituye debe ser interpretada con la suficiente amplitud para comprender no sólo los casos de la minoría de edad y de la incapacitación anterior al momento de la sucesión, sino también el supuesto de la incapacidad sobrevenida a quien ya era empresario. El empresario ulteriormente incapacitado no perderá esa condición siempre que continúe en el ejercicio de la actividad empresarial representado por su tutor o por un gerente o factor. El menor y el incapacitado que continúen la actividad empresarial que hubieren ejercido sus padres o causantes pueden ser inscritos en el Registro Mercantil en concepto de empresarios individuales a solicitud de quien ostente su guarda o representación legal (

arts. 88.2 y 91 RRM). El Código establece para estos casos que si el tutor careciese de capacidad legal para comerciar o tuviere alguna incompatibilidad, estará obligado a nombrar uno o más factores que le suplan en el efectivo ejercicio de la actividad empresarial en nombre del menor o incapacitado (art. 5 C. de C.). Para proseguir ese ejercicio a nombre del pupilo no necesita el tutor autorización judicial (

arts. 271y

272

CC).

Ahora bien, ese ejercicio en nombre ajeno no atribuye al tutor la condición de empresario: el empresario es el pupilo. Ya hemos visto anteriormente (núm. 1) que para ser empresario es preciso ejercitar la actividad empresarial en nombre propio. De ahí que el representante legal del menor o del incapacitado no adquiera la condición mercantil por continuar ese ejercicio. Y así sucede que, en caso de insolvencia, es el menor quien es declarado en concurso de acreedores y no el tutor. Pero si procediera la formación de la sección de calificación para depurar la responsabilidad en la generación o en la agravación del estado de insolvencia, será el tutor, y no el pupilo, quien pueda quedar afectado por los pronunciamientos que contenga la sentencia de calificación del concurso como culpable (v.

art. 172

LC).

4. LAS PROHIBICIONES PARA EL EJERCICIO DE LA ACTIVIDAD EMPRESARIAL Existen casos en los que determinadas personas, a pesar de tener capacidad para ser empresario, tienen prohibido el ejercicio de la actividad empresarial. Las prohibiciones se clasifican en absolutas y relativas. Son absolutas las que comprenden cualquier clase de actividad comercial, industrial o de servicios; son relativas aquéllas cuyo ámbito se refiere exclusivamente a un determinado género de actividad mercantil. Por lo general, las prohibiciones, sean absolutas o relativas, no sólo lo son para actuar como empresario, sino también para ser administrador o liquidador de sociedades mercantiles (arts. 13 y 14 C. de C.); y, además, no se limitan a los casos de ejercicio directo de la actividad empresarial por el incompatible, sino que abarcan el supuesto de ejercicio a través de persona interpuesta. Las prohibiciones absolutas pueden extenderse a todo el territorio español o circunscribirse a parte de él. Entran en la primera

categoría las relativas a aquellas personas que, por leyes o disposiciones especiales, «no puedan comerciar» (art. 13-3º C. de C.), como es el caso de los miembros del Gobierno de la Nación y los altos cargos de la Administración General del Estado (

arts.

13y 14 de la Ley 3/2015, de 30 de marzo). La segunda categoría, o de prohibiciones absolutas circunscritas al territorio en el que se desempeñan funciones incompatibles, es mucho más amplia. Entre los casos más significativos de prohibición, destaca el de los magistrados, jueces y fiscales en servicio activo (art. 14-1º C. de C., art. 389-8º de la

Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del

Poder Judicial, y art. 57.7 de la Ley 50/1981, de 30 de diciembre, por la que se regula el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal). Por el contrario, los abogados no tienen prohibido el ejercicio de la actividad mercantil (v. arts. 21 y ss. del Estatuto General de la Abogacía Española, aprobado por RD 658/2001, de 22 de junio). Las prohibiciones relativa s -las limitadas a una o varias actividades mercantiles concretas y determinadas- son igualmente muy frecuentes. Así, los socios colectivos no pueden dedicarse al mismo género de actividad que el que constituye el objeto de la sociedad colectiva o comanditaria (art. 137 C. de C.); e igual prohibición rige para los gerentes o factores respecto a la actividad de su principal (art. 288 C. de C.). Por su parte, los administradores de sociedades de capital no pueden dedicarse por cuenta propia o ajena al mismo, análogo o complementario género de actividad que constituya el objeto social, salvo autorización expresa de la sociedad mediante acuerdo en junta general de socios (230.2 LSC). Si los administradores de una sociedad estuvieran en situación de conflicto, directo o indirecto, con el interés social en una concreta operación, deben abstenerse intervenir en los acuerdos o decisiones relativos a esa operación y de participar en ella [v. art. 228, letra c), LSC]. Los actos realizados por personas sobre las que pesa cualquiera de estas prohibiciones son plenamente eficaces. Las consecuencias del ejercicio de la actividad mercantil por persona incompatible son las sanciones administrativas en los casos de prohibiciones absolutas, y las sanciones civiles (exclusión del socio colectivo,

cese del factor, separación de los administradores) en algunos de los casos de prohibiciones relativas. 5. ADQUISICIÓN, PRUEBA Y PÉRDIDA DE LA CONDICIÓN DE EMPRESARIO INDIVIDUAL La condición de empresario individual está abierta a cualquier persona. Para ser empresario no se requiere tener una determinada titulación académica o profesional. Sólo en algunos supuestos excepcionales, en actividades mercantiles relacionadas con la salud (como es el caso de la apertura de una oficina de farmacia o de un negocio de óptica), se exige por la ley estar en posesión de un título habilitante. Una persona adquiere la condición de empresario dedicándose profesionalmente –o «habitualmente» (art. 1-1º C. de C.)– a una determinada actividad comercial, industrial o de servicios, aunque no se trate de la actividad principal de esa persona. En este sentido, una misma persona puede ejercer dos o más actividades profesionales y, entre ellas, la profesión mercantil. Se adquiere, pues, la condición mercantil por el ejercicio de una actividad que pueda ser calificada como mercantil. Es el carácter de la actividad lo que permite calificar como empresario a una persona natural determinada. Por esta razón, la adquisición es siempre originaria. Se puede adquirir inter vivos o mortis causa un establecimiento mercantil; pero la adquisición de ese conjunto de bienes y derechos no atribuye al adquirente la condición de empresario mercantil: se necesita que esa persona ejercite efectiva y realmente una actividad mercantil o que, al menos, la ejercite otro en su nombre. No se sucede en la condición de empresario; no hay adquisición derivativa. Ni siquiera en el caso del menor. A diferencia de lo que acontecía en épocas pasadas, la condición profesional de empresario no es transmisible: empieza y termina en el mismo sujeto. La condición de empresario individual puede acreditarse por cualquiera de los medios generales admitidos en Derecho, sean directos o indirectos. El Código presume el ejercicio habitual del comercio –y, por ende, la condición mercantil– «desde que la persona que se proponga ejercerlo anunciare por circulares, periódicos, carteles, rótulos expuestos al público, o de otro modo cualquiera, un establecimiento que tenga por objeto alguna operación mercantil» (art. 3). Con esta presunción se atribuye la

condición de empresario a quien, en rigor, todavía pudo no haberla adquirido. El acto publicitario preparatorio de la actividad es suficiente para la presunción, la cual, sin embargo, puede ser destruida mediante prueba en contrario. De otro lado, si una persona natural se inscribe en el Registro Mercantil, como el contenido del Registro se presume exacto y válido (art. 20.1 C. de C.), se considera que es empresario individual. Para obtener esa inscripción es suficiente con la solicitud del interesado (

art. 88

RRM) acompañando acreditación de haber presentado a la Administración Tributaria la denominada «declaración de comienzo de la actividad empresarial» (

art. 89RRM en relación con la

disp. ad. 5ª de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, y 1065/2007, de 27 de julio).

RD

En cuanto a la pérdida de la condición de empresario, se distingue entre pérdida voluntaria, que se produce cuando se cesa en la actividad, y pérdida involuntaria, como es el caso del fallecimiento o de la incapacitación. Ahora bien, el empresario que se retira no evita por este simple hecho las consecuencias del ejercicio anterior de la actividad empresarial, hasta el punto de que, en caso de insolvencia, puede ser declarado en concurso de acreedores como cualquier otra persona natural ( arts. 1y 2 LC); y, si falleciera, la Ley admite que la herencia pueda ser declarada en concurso en tanto no haya sido aceptada pura y simplemente ( art. 1.2LC). 6. EL DOMICILIO DEL EMPRESARIO INDIVIDUAL Por regla general, el domicilio mercantil del empresario individual coincide con el domicilio civil. En este sentido, el domicilio del empresario será el lugar de su residencia habitual ( CC).

art. 40

Salvo que una norma legal establezca otra cosa, el domicilio determina el fuero general de las personas naturales (

art. 50.1

LEC). Sin embargo, en los litigios derivados de la actividad empresarial, el empresario puede ser demandado tanto ante

tribunal de su domicilio como ante tribunal del lugar en el que desarrolle esa actividad; y, si tuviere establecimientos en distintas localidades, en cualquiera de ellas, a elección del demandante ( art. 50.3LEC). La competencia judicial para declarar el concurso de acreedores de un empresario, como el de cualquier otra persona natural o jurídica, corresponde al juez de lo mercantil en cuyo territorio tenga ese empresario deudor el «centro de las actividades principales»; pero si tuviere el domicilio en territorio español, será también competente, a elección del acreedor solicitante, el juez de lo mercantil en cuyo territorio radique aquél ( art. 10.1 LC). Y, si el «centro de los intereses principales» no se hallase en territorio español, pero el deudor tuviera en ese territorio un establecimiento, será competente para declarar el concurso el juez de lo mercantil en cuyo territorio radique ese establecimiento y, de existir varios, donde radique cualquiera de ellos, a elección del solicitante ( 10.3LC).

art.

II. EL EJERCICIO DE LA ACTIVIDAD MERCANTIL POR PERSONA CASADA

7. CONSIDERACIÓN GENERAL El matrimonio no restringe la capacidad de obrar de ninguno de los cónyuges y, en consecuencia, tampoco afecta a su capacidad para ser empresario. Suprimida por la Ley 14/1975, de 2 de mayo, la vieja exigencia de autorización marital para el ejercicio del comercio por mujer casada (arts. 6 y 9 C. de C. de 1885, en la redacción originaria), ambos cónyuges han quedado en plano de igualdad respecto del ejercicio de las actividades empresariales (v. también

arts. 14y

32.1

CE). Los cónyuges son iguales en

derechos y en deberes ( art. 66 CC) y ninguno de ellos tiene la facultad de impedir o de limitar al otro el ejercicio de una profesión y, en particular, el ejercicio de cualquier clase de actividad industrial, comercial o de servicios.

8. EL RÉGIMEN LEGAL DE LA RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL POR DEUDAS MERCANTILES DEL CÓNYUGE EMPRESARIO: CARACTERÍSTICAS GENERALES El Código de Comercio se ocupa de determinar qué bienes responden de las deudas contraídas por el cónyuge que ejerza la actividad mercantil. El régimen legal que se introdujo por la Ley 14/1975, de 2 de mayo (que dio nueva redacción a los arts. 6 a 11 del C. de C.), y que se mantiene vigente a pesar de la importante reforma de las capitulaciones matrimoniales y de la sociedad de gananciales efectuada por la

Ley 11/1981, de 13 de

mayo (v. art. 1365 CC), constituye un régimen especial: mientras que, si el cónyuge no es empresario, serán de cargo de la sociedad de gananciales las deudas contraídas en el desempeño de la profesión que ejerciere (art. 1362-4.ª CC), si es empresario la Ley permite que esa responsabilidad se limite a aquellos bienes gananciales obtenidos precisamente por el ejercicio de la actividad empresarial (arts. 6 a 11 C. de C.). La razón de ser de esta especialidad radica en el riesgo inherente a la actividad del empresario. Se trata, además, de un régimen supletorio. En el supuesto de que los cónyuges hayan otorgado capitulaciones antes o después de celebrado el matrimonio (

art. 1326CC), el régimen económico

del matrimonio será el contenido en esas capitulaciones ( art. 1315CC), y no ese régimen especial (con la excepción de la responsabilidad por los bienes propios y los comunes obtenidos por el ejercicio de la actividad empresarial que, como luego veremos, es inderogable por voluntad de los cónyuges aunque conste en capitulaciones matrimoniales). En las capitulaciones, los otorgantes podrán estipular, modificar o sustituir el régimen económico de su matrimonio ( art. 1325CC): lo estipulado tendrá primacía sobre el régimen legal especial contenido en el Código de Comercio; pero para que lo pactado sea oponible a los acreedores mercantiles que sean terceros de buena fe se requiere que las capitulaciones –que, para su validez, deben constar necesariamente en escritura pública (

art. 1327CC)– se inscriban en el Registro Mercantil (arts. 12 y

22.1 C. de C. y art. 87-6º RRM) y se publique el régimen económico del matrimonio en el Boletín Oficial del Registro Mercantil (art. 21.1 C. de C. y art. 386-6º RRM; v., sin embargo, STS de 10 de marzo de 1998). En todo caso, la esencial igualdad de los cónyuges vicia de nulidad cualquier estipulación que la limite o condicione (

art. 1328CC).

Ahora bien, la modificación del régimen económico matrimonial realizada durante el matrimonio –que debe constar necesariamente en escritura pública ( art. 1327CC), careciendo de validez la realizada en documento privado, incluso aunque los cónyuges estuvieran separados de hecho (STS de 3 de febrero de 2006)– no perjudica en ningún caso los derechos ya adquiridos por terceros ( art. 1317CC). Es muy frecuente, en efecto, que cuando uno de los cónyuges es empresario, el régimen de gananciales se sustituya por el de separación de bienes ( arts. 1435 y ss. CC) para salvar parte del patrimonio de la acción de los acreedores. Esa modificación del régimen económico del matrimonio es oponible a los acreedores mercantiles futuros desde que se inscribe en el Registro Mercantil y se publica en el Boletín Oficial; pero frente a los acreedores anteriores a esa publicación la modificación del régimen económico del matrimonio, la disolución y liquidación de la sociedad de gananciales y la adjudicación de los bienes comunes es irrelevante: los bienes gananciales –o sólo los gananciales obtenidos por el ejercicio de la actividad empresarial, si ha habido formal oposición del otro cónyuge a ese ejercicio o revocación del consentimiento prestado para ese ejercicio (arts. 6 a 11 C. de C.)– continuarán afectos a la satisfacción de los acreedores cuyos créditos hubieran nacido antes de esa publicación. Los titulares de créditos anteriores al momento de la oponibilidad de la modificación del régimen económico matrimonial no deben instar judicialmente la rescisión de las capitulaciones matrimoniales por fraude de acreedores; deben simplemente hacer efectivos sus créditos sobre los antiguos bienes comunes como si la disolución y liquidación de la sociedad de gananciales no se hubiera producido. Frente a los acreedores anteriores existe una «vinculación real» de los bienes adjudicados a cada uno de los cónyuges al liquidar la sociedad de gananciales. Los acreedores del cónyuge empresario pueden satisfacerse directamente con los bienes que, antes de la disolución y liquidación, tenían la condición de gananciales con independencia

de cuál haya sido el cónyuge adjudicatario (SSTS de 15 y 17 de febrero de 1986, 14 de octubre de 1987, 14 de noviembre de 1988, 25 de enero y 27 de octubre de 1989, 15 de junio de 1990, 7 de noviembre de 1992, 13 de octubre de 1994, 18 de marzo de 2002, 1 de marzo de 2006 y 6 de febrero de 2008, entre otras). Se trata, en fin, de un régimen aplicable a cualquier clase de deudas, y no sólo a las de naturaleza contractual. La distinta extensión de responsabilidad patrimonial que establece el Código de Comercio (v. núm. 4) incluye no sólo las deudas contractuales contraídas con terceros en el ejercicio de la actividad empresarial, sino también las deudas de origen legal, las deudas nacidas de los cuasicontratos y las deudas por responsabilidad civil extracontractual ( art. 1089CC) siempre que tengan como causa el ejercicio de esa actividad. La declaración judicial de nulidad, la disolución del matrimonio (por muerte, por declaración de fallecimiento o por divorcio) y la separación judicial de los cónyuges tienen como efecto la disolución de la sociedad de gananciales ( art. 1392CC). También concluirá por decisión judicial, a solicitud de cualquiera de ellos, si llevaran separados más de un año por mutuo acuerdo o por abandono del hogar y en los demás casos enumerados por la Ley ( art. 1393CC). Disuelta la sociedad de gananciales, respecto de las obligaciones que a partir de ese momento se contraigan por el cónyuge empresario, deja de ser de aplicación el régimen establecido en el Código de Comercio. 9. EL ÁMBITO DE APLICACIÓN DEL RÉGIMEN ESPECIAL El primer problema que plantean estos artículos del Código de Comercio sobre la responsabilidad por deudas mercantiles del cónyuge empresario es el de determinar el ámbito de aplicación de la normativa en ellos contenida. El Código nada señala a este respecto, pero la mera lectura del articulado pone de manifiesto que la disciplina en él establecida no es aplicable a los casos en los que el empresario esté casado en régimen de separación de bienes, bien por haberlo pactado así en capitulaciones matrimoniales ( art. 1325

CC), bien por ser éste el régimen legal supletorio (art.

231-10.2 CC catalán; y arts. 3 y ss. y 67 y ss. de la Compilación del Derecho civil de Baleares), así como tampoco en los casos en que el régimen económico del matrimonio sea el de participación ( arts. 1411 y ss. CC). El régimen del Código de Comercio presupone la existencia de bienes comunes o gananciales adquiridos ex lege con este carácter constante el matrimonio. Y precisamente por ello es de plena aplicación cuando el régimen económico del matrimonio del empresario –recaiga esta condición en uno u otro de los cónyuges– sea el de la sociedad de gananciales ( arts. 1344 y ss. CC), que, como es bien sabido, constituye el régimen supletorio en todos aquellos territorios españoles sometidos en materia económico matrimonial al Código Civil (

arts. 13.1 y

1316CC; v.

también art. 171 de la Ley 2/2006, de 14 de junio, de Derecho civil de Galicia). En la sociedad de gananciales, son bienes comunes o gananciales, entre otros, los obtenidos por la actividad de cualquiera de ellos (art. 1347-1º CC), los frutos, rentas o intereses que produzcan tanto los bienes privativos como los gananciales (art. 1347-2º CC) y los denominados gananciales por subrogación, es decir, los adquiridos a título oneroso a costa o en sustitución de bienes gananciales, aunque la adquisición la haga uno solo de los cónyuges. Lo que importa no es quién figura como adquirente del bien, sino el carácter ganancial del precio o de la contraprestación (art. 1347-3º CC). En todo caso, la Ley presume gananciales los bienes existentes en el matrimonio mientras no se pruebe que pertenecen privativamente a uno u otro de los cónyuges (

art. 1361CC).

El ámbito de aplicación de los artículos 5 a 11 del Código de Comercio no se reduce, sin embargo, a los casos en que el empresario esté casado en régimen de sociedad de gananciales. Será aplicable también a aquellos regímenes económicos matrimoniales que contemplen la existencia de bienes comunes, como es el caso de la «comunicación foral de bienes» del Derecho de Vizcaya ( arts. 129 y ss. de la Ley del Parlamento Vasco 5/2015, de 25 de junio, del Derecho civil foral del País Vasco); del «consorcio conyugal» del Derecho aragonés (arts. 210 y ss. del Código de Derecho foral de Aragón, aprobado por Decreto

Legislativo 1/2011, de 22 de marzo del Gobierno de Aragón); de la «sociedad conyugal de conquistas» del Derecho navarro (Ley 82 y ss. de la Compilación del Derecho civil foral de Navarra, aprobada por Ley 1/1973, de 1 de marzo); y del régimen económico matrimonial del Fuero del Bailío (v. SAP Badajoz de 10 de mayo de 1973). La primera tarea del intérprete es, pues, determinar cuál es el régimen económico del matrimonio, ya que la aplicación de lo establecido en el Código de Comercio sobre la responsabilidad por deudas mercantiles del cónyuge empresario exige que, en ese régimen, existan bienes que, por disposición legal, tengan el carácter de bienes comunes o gananciales. Naturalmente, el régimen económico del matrimonio (sociedad de gananciales, sociedad de conquistas, separación de bienes, régimen de participación, etc.) es el que convencional o legalmente corresponda en cada caso, sin que, para la determinación de cuál sea ese régimen, tenga relevancia lo que los cónyuges hubieran declarado al presentar la declaración del impuesto sobre la renta de las personas físicas. 10. LA EXTENSIÓN DE LA RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL En cuanto a la extensión de la responsabilidad patrimonial por las deudas contraídas en el ejercicio de la actividad empresarial por parte de un empresario casado, es menester distinguir entre un ámbito mínimo de responsabilidad, un ámbito medio y un ámbito máximo. a) El ámbito mínimo, es decir, aquella parte del patrimonio que siempre y en todo caso queda sujeta al cumplimiento de las obligaciones contraídas por el empresario casado, está constituido por los bienes propios o privativos de ese empresario y los bienes comunes que se hubieran obtenido precisamente por el ejercicio de la actividad empresarial. Así lo establece el Código de Comercio, al señalar que «en caso de ejercicio del comercio por persona casada, quedarán obligados a las resultas del mismo los bienes propios del cónyuge que lo ejerza y los adquiridos con esas resultas» (art. 6 C. de C.). La referencia a los bienes propios del empresario no suscita problemas de interpretación: la responsabilidad patrimonial se extiende tanto a los bienes privativos que pertenecieran a ese empresario al comenzar el matrimonio

como a los que hubiera adquirido después a título gratuito y, en fin, a los adquiridos a costa o en sustitución de bienes privativos ( art. 1346 CC). No sucede lo mismo con la equívoca referencia a los bienes comunes obtenidos por «resultas» del comercio y, en general, de la actividad empresarial. Con esta expresión alude el Código a aquellos bienes comunes o gananciales obtenidos precisamente por la actividad empresarial del cónyuge empresario y a los adquiridos con cargo a los mismos. La responsabilidad de estas dos masas patrimoniales –el patrimonio propio y los bienes obtenidos por el ejercicio de la actividad empresarial– es del mismo grado: el acreedor puede dirigirse indistintamente contra unos u otros bienes. Así, puede pretender y obtener satisfacción de los bienes comunes obtenidos como consecuencia de la actividad empresarial del cónyuge deudor sin necesidad de previa excusión del patrimonio privativo (

art. 1369CC).

Ahora bien, mientras que se presumen gananciales los bienes existentes en el matrimonio mientras no se pruebe que pertenecen privativamente a uno de los cónyuges ( art. 1361CC), no existe la presunción complementaria de que, si uno de los cónyuges es empresario, los bienes gananciales son bienes «resultas», es decir, que han sido obtenidos en el ejercicio de la actividad empresarial. La norma que establece el ámbito mínimo de responsabilidad es imperativa o de ius cogens. Salvo que el régimen económico del matrimonio sea el de separación de bienes –o, más exactamente, salvo que no existan durante el matrimonio bienes que, por disposición legal, puedan ser calificados de comunes o gananciales–, la responsabilidad de los bienes propios y de los comunes obtenidos por el ejercicio de la actividad empresarial es inderogable por voluntad de los cónyuges, aunque conste en capitulaciones matrimoniales. b) El ámbito medio de responsabilidad está constituido por los demás bienes comunes. Para que estos bienes queden obligados «será necesario el consentimiento de ambos cónyuges» (art. 6 C. de C.). La categoría unitaria de los bienes comunes o gananciales se divide así entre bienes obtenidos por resultas del comercio y los demás bienes comunes o gananciales. Los primeros están sujetos en todo caso; los segundos sólo cuando consienten ambos cónyuges.

Este consentimiento puede ser expreso o manifestarse de forma presunta. La Ley presume prestado el consentimiento en dos supuestos determinados: cuando, al contraer matrimonio, el cónyuge ejerciera el comercio y lo continuara post nuptias sin la oposición del otro (art. 8 C. de C.), y cuando, aunque no lo ejerciera en el momento de contraer matrimonio, lo ejerza con posterioridad «con conocimiento y sin oposición expresa» del cónyuge que deba prestar ese consentimiento (art. 7 C. de C.). Como consecuencia de estas presunciones, en la práctica sucede que, en la gran mayoría de los casos, todos los bienes comunes o gananciales quedan sujetos a la responsabilidad patrimonial por el ejercicio del comercio. Ahora bien, el cónyuge del empresario podrá formular oposición en cualquier momento al ejercicio de la actividad empresarial por parte del otro cónyuge, así como revocar libremente el consentimiento expreso o presunto que hubiera prestado, en cuyo caso los demás bienes comunes dejarán de estar sujetos al cumplimiento de las obligaciones que contraiga el empresario en el ejercicio de su específica actividad. Para que esa oposición o esa revocación sean eficaces frente a terceros debe constar en escritura pública, inscrita en el Registro Mercantil (art. 11 C. de C. y art. 87-6º RRM) y publicados los datos esenciales de la inscripción en el Boletín Oficial de dicho Registro (art. 21.1 C. de C. en relación con art. 3867º RRM). Si el empresario no figurara inscrito en el Registro Mercantil, el cónyuge podrá solicitar la inscripción de éste a los efectos de que sean oponibles a terceros la oposición o la revocación indicadas ( art. 88.3RRM). Naturalmente, la revocación del consentimiento no podrá, en ningún caso, perjudicar derechos adquiridos con anterioridad al momento en que sea oponible (art. 11 C. de C.). No tiene valor de oposición o de revocación la mera separación de hecho de los cónyuges. De ahí que, por ejemplo, de la restitución del préstamo concedido por una entidad de crédito, después de que hubiera tenido lugar esa separación de hecho, al cónyuge empresario casado en régimen de gananciales, responden no sólo los bienes de éste y los obtenidos por él en el ejercicio de la actividad empresarial, sino también los demás bienes gananciales, como es el caso de los obtenidos por el otro cónyuge en el ejercicio de cualquier clase de actividad o en las rentas producidas por bienes privativos o gananciales.

c) El ámbito máximo de responsabilidad es el relativo a los bienes propios o privativos del cónyuge del empresario. Para que estos bienes queden afectos al cumplimiento de las obligaciones contraídas por el empresario en el ejercicio de la actividad empresarial, se requiere el consentimiento expreso de dicho cónyuge: «el consentimiento para obligar los bienes propios del cónyuge del comerciante habrá de ser expreso en cada caso» (art. 9 C. de C.). Ese consentimiento, si hubiera sido prestado, podrá ser revocado en la misma forma y con los mismos efectos ya señalados (art. 11 C. de C.). En el supuesto de que sean empresarios ambos cónyuges y ejerzan el comercio separadamente, cada uno responderá de las obligaciones contraídas con sus propios bienes y con los obtenidos en el específico ejercicio, extendiéndose la responsabilidad a los demás bienes comunes si existiera consentimiento expreso o presunto del otro cónyuge. Mas, si los cónyuges desarrollan una empresa o negocio común, entonces habrá que entender que quedan obligados solidariamente a las resultas de ese comercio, respondiendo indistintamente los bienes propios de uno y otro, así como los comunes. Téngase en cuenta, finalmente, la posibilidad de limitar la responsabilidad que se reconoce al empresario persona física «de responsabilidad limitada» (art. 8Ley 14/2013), y a la cual se ha hecho referencia en la lección anterior. 11. LA ADMINISTRACIÓN Y LA DISPOSICIÓN DE LOS BIENES COMUNES POR EL EMPRESARIO CASADO En materia de administración y disposición de los bienes comunes o gananciales, el Código Civil establece la regla de la actuación conjunta de ambos cónyuges: en defecto de capitulaciones, la gestión y la disposición de los bienes comunes corresponde conjuntamente a ambos cónyuges ( art. 1375CC). Esta regla cuenta, sin embargo, con un amplio catálogo de excepciones en las que se declara la validez del acto de gestión o de disposición realizado por uno solo de los cónyuges sobre bienes gananciales ( arts. 1319,

1378,

1381,

1382,

1384,

1385y 1386CC). Así, por ejemplo, el cónyuge puede administrar y disponer individualmente de los frutos y productos de los bienes

privativos ( art. 1381CC), aunque tengan el carácter de bienes gananciales (art. 1347-2º CC), e igualmente son válidos los actos de administración y de disposición de dinero y títulos-valores que figuren a su nombre o que se encuentren en su poder, aunque ese dinero o esos títulos-valores pertenezcan a la sociedad conyugal ( art. 1384CC). A esas excepciones a la regla de la coadministración tiene que añadirse la que igualmente establece el Código de Comercio: sin necesidad del consentimiento de su cónyuge, el empresario puede administrar, enajenar y gravar aquellos bienes comunes que hubieran sido obtenidos por resultas del ejercicio de la actividad empresarial (art. 6 C. de C.). Significa ello que el empresario casado puede realizar actos de administración, disposición y gravamen sobre aquellos bienes comunes que hubiera obtenido ejerciendo la actividad mercantil y sobre aquellos otros que hubiera adquirido con esas resultas, mientras que, por el contrario, necesita, en principio, el consentimiento de su cónyuge para realizar esos actos respecto de los demás bienes comunes. III. EL EMPRESARIO PERSONA JURÍDICA

12. LAS SOCIEDADES MERCANTILES Al lado del empresario individual, el empresario social constituye el otro gran protagonista de este Derecho privado especial. La importancia de las sociedades mercantiles es tal que a ellas está dedicada una parte específica de esta obra, a la que nos remitimos. En este capítulo tan sólo interesa señalar cuáles son las formas sociales mercantiles y cuáles sus características esenciales. Las formas sociales mercantiles tradicionales se clasifican en sociedades de personas y sociedades de capital. Las primeras son la sociedad colectiva (arts. 125 a 144 C. de C.) y la sociedad comanditaria simple (arts. 145 a 150 C. de C.); las segundas, la sociedad anónima, la sociedad comanditaria por acciones y la sociedad de responsabilidad limitada ( art. 1.1 LSC, texto refundido aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio). A ellas deben añadirse las sociedades de garantía recíproca ( Ley 1/1994, de 11 de marzo).

La sociedad colectiva es una sociedad de carácter esencialmente personalista por estar fundada sobre vínculos de mutua confianza personal entre los socios (intuitus personae), gira bajo una denominación o razón social integrada por el nombre de todos o alguno de los socios, y ofrece como característica especial la de que todos los socios responden frente a terceros personal, solidaria y subsidiariamente, con todos sus bienes, de las resultas de la gestión social (art. 127 C. de C.). La sociedad en comandita o comanditaria simple también es de carácter personalista, aunque en grado inferior a la colectiva. Se diferencia de ésta en que, al lado de los socios colectivos – subsidiariamente responsables con todo su patrimonio de las deudas sociales–, hay otros socios, los comanditarios, que sólo responden de las deudas de la sociedad hasta la concurrencia de sus respectivas aportaciones, es decir, con el importe de los fondos que pusieron o se obligaron a poner en la sociedad (art. 148 C. de C.). La sociedad anónima, prototipo de sociedad capitalista, que no toma en cuenta las condiciones personales de los socios, sino su aportación de capital (intuitus pecuniae), tiene todo su capital dividido y representado en acciones –representadas bien por títulos, bien por anotaciones en cuenta– y sus socios no responden personalmente de las deudas sociales, quedando limitada su responsabilidad al desembolso del importe de las acciones suscritas ( arts. 1.3 y 81 a 85LSC). Un tipo derivado del de la anónima es la sociedad comanditaria por acciones –escasísima en la práctica española–, cuyo capital está representado y dividido en acciones y en la que uno de los socios, al menos, responde personalmente de las deudas sociales contraídas durante el período en que administra a la sociedad ( arts. 1.4. y 252LSC), y que se rige, en lo que no esté previsto en las escasas normas aplicables a este tipo social, por lo establecido para las sociedades anónimas ( art. 3.2LSC). La sociedad de responsabilidad limitada, que en el Derecho español se configura como una sociedad de capital, que puede girar bajo una denominación objetiva o bajo una denominación subjetiva o razón social, tiene el capital dividido en participaciones –que no tendrán el carácter de valores, no podrán estar representadas por

medio de títulos o de anotaciones en cuenta, ni denominarse acciones– y sus socios, a semejanza de los accionistas, no responden personalmente de las deudas sociales ( 1.2 y

arts.

92.2LSC).

Otras sociedades, como las cooperativas y las mutuas pueden tener carácter mercantil en algunos casos. Las sociedades cooperativas son sociedades de capital variable que asocian, en régimen de libre adhesión y baja voluntaria, con estructura y funcionamiento democráticos, a personas que tienen intereses o necesidades socioeconómicas comunes, para la realización de actividades empresariales (Ley estatal 27/1999, de 16 de julio, de Cooperativas). Según el Código de Comercio, las sociedades cooperativas son mercantiles «cuando se dedicaren a actos de comercio extraños a la mutualidad» (art. 124 C. de C.), expresión que hay que interpretar como equivalente a que realicen «actividades y servicios cooperativizados» con terceros no socios (art. 4 LCoop). Las sociedades mutuas de seguros –que pueden actuar a prima fija o variable– se caracterizan porque los mutualistas ostentan la doble condición de socios y de asegurados ( arts. 9y 10 del Texto refundido de la Ley de Ordenación y Supervisión de los Seguros Privados, aprobado por Real Decreto Legislativo 6/2004, de 29 de octubre). Las sociedades mutuas son mercantiles cuando actúen a prima fija (art. 124 C. de C.). Por el contrario, las sociedades de garantía recíproca –que son sociedades de base mutualista al igual que las cooperativas y las mutuas– tienen siempre carácter mercantil, como ya se ha señalado. Estas sociedades están dirigidas fundamentalmente a facilitar el acceso a la financiación de las pequeñas y medianas empresas, prestando garantía a favor de sus socios en las operaciones que éstos realicen dentro del giro y tráfico que les es propio (Ley 1/1994, de 11 de marzo, sobre el Régimen Jurídico de las Sociedades de Garantía Recíproca). 13. EL EJERCICIO DE LA ACTIVIDAD MERCANTIL POR ASOCIACIONES Y POR FUNDACIONES A) Las asociaciones, incluso las de utilidad pública, pueden desarrollar una actividad empresarial. Por lo general, esa actividad será marginal; pero puede suceder que el ejercicio de la actividad

empresarial se realice de modo principal o aun exclusivo. Esta circunstancia no modifica la naturaleza de la asociación misma, siempre que se realice con carácter instrumental respecto de los fines de la asociación. No es incompatible con la asociación la obtención de beneficios; lo que la Ley estatal prohíbe es que esos beneficios, una vez obtenidos, se repartan entre los asociados en lugar de destinarse a los fines de la asociación ( art. 13.2 LO 1/2002, de 22 de marzo, reguladora del Derecho de Asociación). Si ese carácter instrumental no existe, es decir, si los resultados de la actividad empresarial no se dedican exclusivamente al cumplimiento de los fines de la asociación, sino que se reparten, directa o indirectamente, entre los asociados, la originaria asociación se habrá convertido en sociedad irregular. Ahora bien, cuando una asociación ejercita una actividad empresarial con carácter instrumental respecto de sus fines, adquiere por este mero hecho la condición de empresario, y ello incluso en el caso de que la actividad empresarial que desarrolla sea secundaria o accesoria. Cualquier asociación que ejercite una actividad empresarial adquiere, como cualquier otra persona natural o jurídica que así actúe, carácter de sujeto mercantil, si bien no podrá inscribirse en el Registro Mercantil por razón del principio de numerus clausus de los sujetos inscribibles (art. 16 C. de C.). En todo caso, las asociaciones, ejerciten o no una actividad empresarial, están obligadas a llevar contabilidad «conforme a las normas específicas que le resulten de aplicación» (art. 14.1 LA). Las cuentas anuales de la asociación se deberán aprobar anualmente por la asamblea general (art. 14.3 LA). B) Las fundaciones –organizaciones sin ánimo de lucro cuyo patrimonio está afecto de modo duradero a la realización de los fines de interés general fijados por el fundador– también pueden ejercitar actividades empresariales «cuyo objeto esté relacionado con los fines fundacionales o sean complementarias o accesorias» (art. 24.1 Ley estatal 50/2002, de 26 de diciembre, de Fundaciones, y art. 23.2 del Reglamento de Fundaciones de competencia estatal, aprobado por RD 1337/2005, de 11 de noviembre), y en ese caso adquirirán la condición de empresario. Sin embargo, el ejercicio directo de actividades empresariales presenta algunos inconvenientes, entre los que destaca la

obligación legal de destinar el setenta por ciento de los ingresos netos que se obtengan (art. 27.1 LF) a la realización de los fines fundacionales, lo que excluye, obviamente, que ese porcentaje de beneficios pueda ser reinvertido para la expansión de la empresa. Pero es que, además, para evitar que el ejercicio de esa actividad pueda repercutir negativamente sobre el patrimonio de la fundación, la legislación estatal y autonómica suele restringir, a través de distintas técnicas jurídicas, la iniciación –o, incluso, la continuación– de actividades empresariales por parte de las fundaciones. Ciertamente, la fundación puede ser titular de establecimientos o empresas comerciales, industriales o de servicios por figurar éstos en la dotación fundacional –la dotación puede consistir en bienes y derechos de cualquier clase (art. 12.1 LF)– o por adquirirlos a lo largo de la existencia del ente, y puede ejercitar con ellos actividades mercantiles. Pero si pretende ejercer directamente tales actividades –que, naturalmente, tienen que guardar relación con los fines fundacionales o, al menos, estar al servicio de los mismos– las distintas Leyes autonómicas o bien exigen la previa y expresa autorización del Protectorado, o bien dar cuenta de ese ejercicio a este órgano público de control de la fundación, o bien, en fin, siguen un sistema mixto, exigiendo la autorización o la mera puesta en conocimiento según los casos. En la legislación estatal –y también en la autonómica– se permite la participación de la fundación en el capital de sociedades mercantiles en las que los socios no respondan personalmente de las deudas sociales, estableciendo que, si la participación fuera mayoritaria (v. art. 24.1.I Regl. LF), la fundación deberá dar cuenta al Protectorado «en cuanto dicha circunstancia se produzca» (art. 24.2 LF) sin que pueda superarse en ningún caso el plazo máximo de treinta días (art. 24.1 Regl. LF), obligación que también existe en el caso de adquisición de participaciones minoritarias que, acumuladas a adquisiciones anteriores, den lugar a una participación mayoritaria (art. 24.1.II Regl. LF); y se prohíbe que las fundaciones tengan participación alguna en aquellas otras sociedades mercantiles en las que los socios respondan personalmente de las deudas sociales, exigiéndose la enajenación de la cuota o de la participación social si la sociedad no se hubiera transformado en el plazo de un año en otra en la que esa responsabilidad personal no exista (art. 24.3 LF y art. 24 Regl. LF).

Lección 4

El establecimiento mercantil (I) Sumario: •



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I. El establecimiento mercantil o 1. Concepto de establecimiento mercantil o 2. La naturaleza jurídica del establecimiento mercantil II. Clases de establecimientos o 3. Establecimiento comercial, establecimiento industrial y establecimiento de servicios o 4. Establecimiento principal y establecimientos secundarios: las sucursales o 5. Establecimiento privativo y establecimiento ganancial III. El establecimiento abierto al público o 6. El establecimiento abierto al público IV. Los elementos del establecimiento mercantil o 7. Los elementos integrantes del establecimiento mercantil o 8. El fondo de comercio V. El local como elemento del establecimiento mercantil o 9. El local como elemento del establecimiento: establecimiento en local propio y establecimiento en local arrendado o 10. El arrendamiento del local o 11. La indemnización por clientela

I. EL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL

1. CONCEPTO DE ESTABLECIMIENTO MERCANTIL En sentido vulgar, con la expresión establecimiento mercantil se alude tanto a la «tienda» como al «almacén» abiertos al público en los que el empresario ejercita el comercio al por menor o al por mayor. Sin duda alguna, en esa expresión está presente una doble idea extraída de la experiencia: de un lado, la idea del comerciante ambulante que se hace estable; de otro, la idea del auxiliar dependiente que, independizándose del comerciante, se «establece», es decir, inicia la profesión mercantil en nombre propio, abriendo al público un «negocio» o una «casa de comercio». En este sentido vulgar, el establecimiento tiene como presupuesto un local: sin local no existe establecimiento, aunque el establecimiento se componga de más elementos que ese local

(instalaciones, mercancías, etc.). Con este significado se emplea preferentemente la expresión no sólo en los Códigos del siglo XIX (arts. 3, 85 a 87, 283, 285, 286 y 291 C. de C. y

art. 65

LEC 1881), sino también en leyes posteriores. Así, la Ley 7/1996, de 15 de enero, de Ordenación del Comercio Minorista (en la redacción dada por la Ley 3/2014, de 27 de marzo), define el establecimiento comercial como «toda instalación inmueble de venta al por menor en la que el empresario ejerce su actividad de forma permanente; o toda instalación móvil de venta al por menor en la que el empresario ejerce su actividad de forma habitual» (art. 2). La Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios (Texto refundido aprobado por el RDL 1/2007, de 16 de noviembre, modificado por la Ley 3/2014, de 27 de marzo), reitera esa definición [art. 59 bis, letra d)]. En sentido jurídico, sin embargo, establecimiento o establecimiento mercantil significa el conjunto de elementos materiales y personales organizados por el empresario individual o por la sociedad mercantil para el ejercicio de una o de varias actividades empresariales; o, como señala el Estatuto de los Trabajadores, «un conjunto de medios organizados a fin de llevar a cabo una actividad económica, esencial o accesoria» ( art. 44.2 del Texto refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, aprobado por el RDL 2/2015, de 23 de octubre). Desde esta perspectiva, establecimiento equivale a empresa en sentido objetivo. Y así, algunos textos legales utilizan ambos términos alternativa o indistintamente (v. arts. 166, 271-2º, 324, 1346-8º, 1347-5º, 1360 y 1389.II por la

CC en la redacción dada

Ley 11/1981, de 13 de mayo; arts. 3, 283 y 291 C. de

C.; art. 66 LSC). Con todo, esa equiparación entre «establecimiento» y «empresa» en sentido objetivo no es absoluta. El establecimiento y la empresa coinciden en aquellos casos en los que el empresario, individual o social, es titular de un único establecimiento mercantil. En tales supuestos, ese único establecimiento agota la empresa. Sin embargo, en aquellos otros casos en los que un empresario es titular de varios establecimientos mercantiles, homogéneos (v.gr.: varios establecimientos de ropa deportiva) o heterogéneos (v.gr.: una fábrica y dos o más establecimientos para comercializar los productos fabricados), con

el término «empresa» se suele aludir al conjunto de todos ellos, reservándose el de establecimiento para cada una de las unidades de producción o de comercialización. El empresario o la sociedad mercantil no pueden desarrollar su actividad sin el auxilio instrumental de un conjunto de bienes y servicios. El establecimiento mercantil es el medio o instrumento mediante el cual el empresario ejercita la actividad empresarial. Entre el establecimiento y la actividad a la que se dedica profesionalmente el empresario existe, pues, una relación de medio a fin. El establecimiento es al empresario comercial, industrial o de servicios lo que la explotación es al empresario agrícola o al agricultor. Entre el sentido vulgar y el sentido jurídico de establecimiento existen, pues, algunas diferencias significativas. En primer lugar, porque el establecimiento mercantil no es sólo el establecimiento comercial, -al por menor o al por mayor- sino también el establecimiento industrial –la «industria» o la «fábrica» en la terminología de los Códigos Civil y de Comercio– y el establecimiento de servicios. En segundo lugar, porque, mientras en el primer sentido el establecimiento es un conjunto de bienes, en el segundo, al lado de elementos materiales, se integran en el establecimiento elementos personales: los servicios del personal que presta su trabajo en el establecimiento, servicios que también tienen valor patrimonial. Y, en fin, en tercer lugar, porque, aunque, por lo general, no existe establecimiento sin uno o varios locales abiertos al público en los que el empresario se ha «establecido» o «instalado», el concepto jurídico de establecimiento no exige necesariamente que, en ese conjunto organizado, figure un local y que, además, se encuentre abierto al público. Así, existe establecimiento, aunque no exista local o instalación de carácter fijo, como en el caso de la venta ambulante o no sedentaria, realizada en «puestos» desmontables o transportables o en «camiones-tienda» (

art. 53Ley 7/1996, de 15 de enero, de

Ordenación del Comercio Minorista, y RD 199/2010, de 26 de febrero), y en el caso de algunos empresarios dedicados a la mera intermediación en la distribución de bienes o de servicios; y existe establecimiento, aunque no se encuentre abierto al público, como es el caso de muchas industrias o fábricas, que distribuyen la producción a través de empresarios autónomos vinculados por contratos de agencia, de concesión u otros de naturaleza análoga.

Ahora bien, el establecimiento mercantil no es sólo un conjunto de elementos materiales y personales: es fundamentalmente una organización, es decir, un conjunto organizado por el empresario para la producción o la distribución de bienes o de servicios en el mercado. Esos elementos no están meramente yuxtapuestos, sino que forman un todo orgánico; y esa disposición, esa organización, no es estática, sino dinámica, y ello no sólo porque, en la mayor parte de los casos, los elementos que componen el establecimiento se sustituyen –o pueden ser sustituidos– por otros o asumen nuevas funciones dentro del conjunto, sino porque la organización se encuentra, real o potencialmente, en constante refacción. La actividad de organización que realiza el empresario no se agota en el momento de crear el establecimiento, sino que continúa a lo largo de la vida de ese conjunto orgánico de elementos materiales y personales. 2. LA NATURALEZA JURÍDICA DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL Se ha discutido mucho cuál es la naturaleza jurídica del establecimiento mercantil. En esta materia existe una larga y no resuelta confrontación entre las denominadas teorías unitarias y las teorías atomistas. Las primeras consideran al establecimiento mercantil como un bien único, distinto de los singulares elementos materiales y personales de que se compone, generado por la organización de esos elementos por el empresario, un bien que se pretende incluir en la categoría de los bienes inmateriales. Como consecuencia de esta naturaleza, se defiende que el empresario, en cuanto titular de la organización, ostenta sobre ese bien unitario un derecho de propiedad, el cual coexiste con los derechos –reales o meramente obligacionales– que ostenta sobre cada uno de los elementos del establecimiento. Las teorías atomistas, por el contrario, conciben el establecimiento mercantil como una simple pluralidad de bienes funcionalmente organizados por el empresario, sobre los cuales ostenta o puede ostentar títulos jurídicos heterogéneos –propiedad, derechos reales limitados, derechos personales de uso–, y el conjunto de relaciones jurídicas creadas para el ejercicio de la actividad empresarial con esos bienes o por efecto o consecuencia de esa actividad. En realidad, en la legislación española no existe base suficiente para defender que el establecimiento mercantil constituye un bien distinto de los elementos de que se compone. Una cosa es que

esos elementos, una vez organizados, formen una «unidad patrimonial con vida propia» –según la expresión utilizada por la derogada

Ley de Arrendamientos Urbanos (art. 3.1 del Texto

Refundido aprobado por

Decreto 4104/1964, de 24 de

diciembre)–, una «unidad productiva» (en la terminología de la Ley Concursal: v., entre otros, art. 149) o, si se prefiere, una «unidad económica» que mantiene su «identidad» en caso de transmisión ( art. 44.2 ET), y otra muy distinta que esa unidad constituya por sí misma un bien diferente y autónomo. La organización no crea un bien nuevo y separado de los elementos que la integran. Cierto es, sin embargo, que esa unidad económica de elementos materiales y personales no agota su significación en el plano de los hechos, sino que trasciende al Derecho: existen normas que reconocen la unidad meramente funcional del establecimiento (v., por ej., art. 291.I C. de C., arts. 12-1º y 19 y ss. LHM, art. 592.3 LEC y art. 66 LSC y art. 70.2 LME), es decir, la unidad relativa del establecimiento que, en cuanto tal, puede ser objeto unitario de distintos contratos –como la compraventa y el arrendamiento– o de derechos reales –como el usufructo o la hipoteca mobiliaria– o ser objeto de embargo. II. CLASES DE ESTABLECIMIENTOS

3. ESTABLECIMIENTO COMERCIAL, ESTABLECIMIENTO INDUSTRIAL Y ESTABLECIMIENTO DE SERVICIOS Por razón del objeto o de la actividad empresarial a la que sirve, el establecimiento se clasifica en establecimiento comercial, establecimiento industrial o fabril y establecimiento de servicios (v., por ej., arts. 283 y 286 C. de C. y art. 70.2 LME). La clasificación tiene importancia para la legislación administrativa y para la legislación urbanística, pero no así para la legislación mercantil, por cuanto que, en las fragmentarias normas relativas al establecimiento, no se establece un régimen jurídico distinto por razón de la actividad. En todo caso, cuando una norma jurídica utiliza el término establecimiento o la expresión establecimiento mercantil –o cuando se refiere a la empresa en el señalado sentido objetivo–, debe entenderse comprendida cualquier clase de establecimiento.

4. ESTABLECIMIENTO PRINCIPAL Y ESTABLECIMIENTOS SECUNDARIOS: LAS SUCURSALES El empresario individual o la sociedad mercantil pueden ser titulares de uno o de varios establecimientos a través de los cuales ejercitan la misma actividad mercantil o actividades diferentes. Los diversos establecimientos radican normalmente en distintos lugares geográficos; pero nada se opone, y el hecho es frecuente, a la existencia de dos o más establecimientos en una misma población. Cuando la misma actividad mercantil se ejercita por un empresario individual o sociedad mercantil a través de dos o más establecimientos, uno de ellos tendrá la consideración de establecimiento principal –y en él se considerará que radica el domicilio profesional del empresario– y los demás tendrán la consideración de establecimientos secundarios o sucursales. Las sucursales nacen como una consecuencia necesaria de la dispersión territorial de la actividad empresarial. A través de ellas, el empresario extiende el ámbito de su negocio más allá de los límites propios del establecimiento principal, adquiriendo así la posibilidad de nueva clientela. En ocasiones, incluso, la sucursal cobra más importancia económica que el propio establecimiento principal; pero esa circunstancia no altera su condición jurídica de establecimiento secundario. Se denominan sucursales aquellos establecimientos secundarios a través de los cuales el empresario individual o la sociedad mercantil ejercitan la misma actividad –o, al menos, parte de ella– que la ejercitada a través del establecimiento principal. El Reglamento del Registro Mercantil utiliza una definición de sucursal que es más descriptiva y quizá también más restrictiva (y que procede de la Directiva 89/666/CEE, de 21 de diciembre). Para el Reglamento, es sucursal «todo establecimiento secundario dotado de representación permanente y de cierta autonomía de gestión, a través del cual se desarrollan, total o parcialmente, las actividades (del empresario individual o) de la sociedad» (art. 295 en relación con los arts. 87-3º y 307 RRM). La existencia de representación permanente es precisamente lo que justifica que la apertura y el cierre de sucursales –sean sucursales de empresarios individuales o de sociedades españolas, sean sucursales de empresarios individuales o de sociedades extranjeras–, se inscriban en el Registro de la provincia en la que radiquen, incluso aunque el

domicilio de la sucursal se encuentre en la misma provincia en que esté situado el domicilio del empresario individual o de la sociedad (arts. 22 C. de C. y 296.2 RRM): se trata de facilitar a los terceros que contraten con las personas que estén al frente de las sucursales el conocimiento de las facultades conferidas por el empresario individual o por la sociedad y el conocimiento de las actividades de esa sucursal, es decir, el giro y tráfico de este establecimiento secundario (art. 297.1-3º RRM). Como el Registro Mercantil no es un Registro de bienes, no se inscribe en el Registro la composición de la sucursal –es decir, los elementos que la integran–, sino únicamente aquellos datos que son útiles para las personas que pueden entrar en relación con ella (

art. 297RRM).

De la sucursal se distinguen los locales y las instalaciones accesorias en las que se realizan actividades preparatorias o complementarias de la actividad principal –como, por ej., los almacenes en los que se guardan y conservan las mercancías a la espera de trasladarlas a los establecimientos abiertos al público, o las oficinas donde se lleva materialmente la contabilidad–. En estos casos, no existe sucursal porque en esos locales y en esas instalaciones no se ejercita propiamente la actividad empresarial frente a terceros y de ahí también que carezcan de representación permanente. De la sucursal se distinguen asimismo las filiales. Mientras que la sucursal es –como hemos señalado– un establecimiento secundario de un empresario individual o de una sociedad mercantil, la filial es una sociedad dedicada a la misma o a distinta actividad que otra sociedad, la cual ostenta la totalidad o, al menos, la mayor parte de las acciones o de las participaciones en que se divide el capital de aquélla. La filial es una persona jurídica, esto es, un ente jurídicamente autónomo, aunque esa autonomía no exista o se encuentre muy limitada desde un punto de vista estrictamente económico. El concepto de filial pertenece, pues, al ámbito del Derecho de sociedades. Un empresario individual, en rigor, no puede tener filiales, aunque sí puede ser propietario de la totalidad del capital de una o varias sociedades unipersonales. La opción entre abrir sucursales o constituir filiales está en función de consideraciones económicas y jurídicas (especialmente fiscales). En ocasiones, se combinan estas dos posibilidades. Así, muchas sociedades, además de una importante red de sucursales, cuentan con una o varias filiales dedicadas a la misma o a distinta actividad.

5. ESTABLECIMIENTO PRIVATIVO Y ESTABLECIMIENTO GANANCIAL En el caso del empresario individual cuyo régimen económicomatrimonial sea el de sociedad de gananciales, el establecimiento mercantil puede ser privativo, ganancial o pertenecer pro indiviso a la sociedad de gananciales y a uno de los cónyuges. De existir varios establecimientos, puede suceder que no todos tengan el mismo carácter: unos pueden ser privativos y otros gananciales o pertenecer pro indiviso a la sociedad de gananciales y a uno de los cónyuges. El establecimiento es privativo si ya pertenecía al cónyuge antes del matrimonio o si lo adquirió posteriormente a título gratuito o a costa o en sustitución de bienes privativos (art. 1346-1º a 3ª CC). El establecimiento es ganancial si cualquiera de los cónyuges lo hubiera constituido o adquirido durante el matrimonio con fondos no privativos, aunque uno solo de dichos cónyuges sea el empresario (art. 1347-5º CC; SSTS de 28 de mayo de 1992 y 10 de julio de 1993; v. también SSTS de 17 de octubre de 1987 y 14 de mayo de 2005 en relación con el carácter ganancial de establecimientos de farmacia, y STS de 20 de noviembre de 2000 en relación con el carácter ganancial de un establecimiento de óptica). En todo caso, el establecimiento mercantil se presume ganancial mientras que no se pruebe que pertenece privativamente a uno de los cónyuges ( art. 1361CC). Si el establecimiento se hubiera constituido o hubiera sido adquirido con dinero en parte privativo y en parte ganancial, corresponderá pro indiviso a la sociedad de gananciales y al cónyuge en proporción a las aportaciones respectivas (art. 1347-5º en relación con el art. 1354CC). Cualquiera que sea la naturaleza del establecimiento, el cónyuge que lo explote tiene la obligación de informar periódicamente al otro cónyuge acerca del estado y de los rendimientos del negocio ( 20 de noviembre de 2000).

art. 1383CC; STS de

El incremento de valor de un establecimiento privativo que sea consecuencia de la dirección o de la actividad del otro cónyuge dará derecho a éste –o a sus herederos– a reclamar de la sociedad de gananciales, en el momento de la transmisión del establecimiento o en el momento de la disolución de la sociedad, una cantidad

equivalente a ese incremento de valor ( arts. 1359y 1360CC). Por el contrario, no puede tomarse en consideración el incremento de valor que experimente el establecimiento por la actividad del cónyuge al que pertenezca con carácter privativo «ya que tal dedicación responde a la buena administración que todo cónyuge procura hacer de sus bienes propios» (STS de 30 de enero de 2004, a propósito de un establecimiento de farmacia). Si se disuelve la sociedad de gananciales, bien de pleno derecho, bien por decisión judicial a solicitud de uno de los cónyuges, el establecimiento mercantil ganancial pasará a ser establecimiento de la denominada «comunidad postmatrimonial» hasta que tenga lugar la división del activo ganancial. Aquel de los cónyuges «que hubiera llevado con su trabajo» el establecimiento ganancial tiene derecho a que se incluya con preferencia ese establecimiento en su haber (art. 1406-2º CC). III. EL ESTABLECIMIENTO ABIERTO AL PÚBLICO

6. EL ESTABLECIMIENTO ABIERTO AL PÚBLICO El establecimiento mercantil puede o no estar abierto al público. Existen, en efecto, establecimientos abiertos al público –sean establecimientos comerciales, sean establecimientos de servicios– y otros que, por el contrario, no lo están, como es el caso de la mayoría de los establecimientos industriales. En la terminología del Código de Comercio, los establecimientos abiertos al público pueden ser tiendas o almacenes. Las primeras son establecimientos donde se vende al público mercancías –o «artículos», según la expresión ordinaria– al por menor; los segundos, establecimientos donde se venden mercancías al por mayor. Según la clase de venta, al por menor o al por mayor, variará el concepto de público, más amplio en el primer caso y más restringido en el segundo. Las «tiendas» o establecimientos de venta al por menor constituyen una realidad en permanente evolución: al lado de las tiendas tradicionales, instaladas en locales con acceso desde la vía pública, han proliferado en los últimos decenios los grandes centros comerciales, especializados o no especializados, en los que un único empresario o varios de ellos, en un único edificio, ofrecen al público distintos productos. Los «almacenes» al por mayor, también

han evolucionado utilizando nuevas técnicas. Así, por ejemplo, en los denominados Cash and Carry, el mayorista elimina el coste del transporte al detallista de las mercancías vendidas, debiendo ser éste el que, en el mismo momento de comprarlas y pagarlas en el establecimiento del primero, las transporte al establecimiento propio. La Ley presume que un establecimiento se encuentra abierto al público cuando el local en que se encuentra instalada la tienda o instalado el almacén permanezca abierto por espacio de ocho días consecutivos, o se haya anunciado por medio de rótulo en el local mismo o por avisos repartidos al público o insertos en los diarios de la localidad (art. 85 C. de C.). La importancia de que un establecimiento se califique como abierto al público radica en las especialidades del régimen jurídico de las compraventas realizadas en esas tiendas o almacenes, especialidades mediante las que se trata de proteger la seguridad del tráfico jurídico: a) En primer lugar, las compraventas en tiendas o almacenes se presumen hechas al contado, salvo pacto en contrario (art. 87 C. de C.). Esta regla es de aplicación tanto a las compras realizadas por el público en general como a las compras que efectúen los empresarios minoristas en los almacenes de los mayoristas. b) En segundo lugar, el Código de Comercio, recogiendo una norma de larga tradición histórica, cierra el paso a la posibilidad de que el propietario desposeído reivindique las mercancías vendidas en esos establecimientos abiertos al público, sean tiendas o almacenes, declarando que la compra «causará prescripción del derecho a favor del comprador», si bien deja a salvo las acciones que puedan corresponder a ese propietario desposeído contra quien hubiese vendido las mercancías indebidamente (art. 85 C. de C.; v. también art. 522-8 CC de Cataluña). Si el vendedor, aunque no hubiera intervenido como autor o como cómplice del robo o del hurto de las mercancías que vende, conocía la procedencia ilícita de esas mercancías, será castigado como receptador (

arts. 298 y

ss. CP), pero esta circunstancia no afecta a la adquisición efectuada por la persona que compra las mercancías robadas o hurtadas en la tienda o en el almacén que estén abiertos al público,

frente a la cual el propietario desposeído carece de acción. Las exigencias de la seguridad del tráfico justifican esta desviación de la regla general, la cual, como es sabido, permite al propietario reivindicar la cosa de quien la posea ( art. 464CC). Para que la norma especial de tutela del adquirente a non domino sea de aplicación, se requiere, además de que la adquisición tenga lugar en tienda o almacén abierto al público, que la compra tenga por objeto mercancías de las mismas o de análogas características de las que habitualmente se venden en ese local (arg. ex art. 464.IV CC), y que el comprador sea de buena fe, que, naturalmente, se presume ( art. 434CC). Paralelamente, también es «irreivindicable» el dinero con que se verifique el pago al contado de esas mercaderías (art. 86 C. de C.). Las mismas reglas especiales son de aplicación cuando la compraventa tiene lugar en feria o mercado o se realiza en un mercado secundario de valores (art. 464.IV CC). Para el Derecho penal también es relevante que el establecimiento se encuentre abierto al público: se produce agravación de la pena en caso de robo si el delito se comete en establecimiento abierto al público ( art. 241.1CP). La jurisprudencia considera, sin embargo, que sólo procede la agravación cuando el robo tiene lugar en horas de apertura (v., entre otras, SSTS [2ª] de 13 de junio de 1998, 20 de septiembre de 2000 y 20 de marzo y 20 de junio de 2001). IV. LOS ELEMENTOS DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL

7. LOS ELEMENTOS INTEGRANTES DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL La composición y la importancia del establecimiento están en función de la naturaleza y de la dimensión de la actividad del empresario o de la sociedad mercantil que lo utiliza. No existe, en efecto, un patrón único. Por lo que se refiere a la naturaleza de la actividad, es evidente que el establecimiento de una sociedad dedicada al comercio exige una composición distinta que el de una sociedad de banca, de seguros o de transportes. Por lo que se refiere a la importancia de la actividad, no es menos evidente que unas veces el conjunto organizado será muy modesto y simple, y otras, por el contrario, tendrá extraordinaria complejidad y enormes dimensiones: establecimiento es tanto la más humilde tienda o el

más modesto taller de reparaciones como la más sofisticada fábrica. Sin perjuicio de la inexcusable diversidad entre unos y otros establecimientos, en general suelen agrupar y coordinar bienes muebles (materias primas, mercancías, medios de transporte) e inmuebles (sean por naturaleza, como el local en que se encuentra instalado, los almacenes y las oficinas, sean por destino, como la maquinaria y el utillaje), corporales e incorporales, consumibles y no consumibles, derechos reales y de crédito, de propiedad industrial, etcétera, y los servicios del personal. Entre esos elementos, ocupan un lugar destacado las materias primas y los productos, en el caso del establecimiento industrial, y las mercancías –o mercaderías, como, en ocasiones, también son denominadas–, en el caso del establecimiento comercial. Las mercancías son bienes muebles, manufacturados o no, afectos al tráfico mercantil. Con el arcaísmo propio de la subordinación histórica de la industria al comercio –que era la realidad en el momento de la formación del ius mercatorum y aun en el momento de la codificación mercantil española–, para el Código de Comercio mercancías son tanto los bienes que el empresario compra para revenderlos en el mismo estado en que los ha comprado, como los bienes que el empresario compra para fabricar o producir otros distintos (art. 325 C. de C.). En este último caso, las mercancías transformadas se suelen denominar «productos» ( art. 136 del Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios). Para calificar un bien como integrante de un establecimiento mercantil es esencial el destino funcional que el empresario haya dado a ese bien. Por el contrario, es irrelevante el título jurídico – real u obligatorio– que legitime al empresario o a la sociedad mercantil para integrar ese bien en el establecimiento y utilizarlo al servicio de una actividad comercial, industrial o de servicios. Por eso, los bienes propiedad de un empresario no pueden sin más, por este solo hecho, ser considerados como elementos del establecimiento; y por eso también los bienes propiedad de terceros, a pesar de esa propiedad ajena, pueden formar parte del establecimiento cuando el empresario pueda disponer legítimamente de ellos –por ej., por virtud de un arrendamiento o de un «leasing» o arrendamiento financiero– y los haya integrado de modo efectivo en el establecimiento. Naturalmente, determinar

cuándo un bien está integrado o no en un establecimiento constituye cuestión de hecho, que deberá apreciarse caso por caso. A fin de proteger esa unidad funcional, impidiendo la disgregación de los elementos de que se compone, la Ley prohíbe que, en caso de concurso de acreedores, los acreedores con garantía real sobre bienes propiedad del deudor insolvente integrados en el establecimiento (o en la «unidad productiva») puedan iniciar la ejecución o la realización forzosa de la garantía hasta que se apruebe un convenio (cuyo contenido no afecte al ejercicio de ese derecho) o transcurra un año desde la declaración de concurso sin que se hubiera producido la apertura de la fase de liquidación de la masa activa ( art. 56.1 LC en la redacción dada por la 17/2014, de 30 de septiembre).

Ley

En relación con los elementos del establecimiento, dos son los principios generales a los que conviene hacer referencia: en primer lugar, el principio de autonomía y, en segundo lugar, el principio de mutabilidad. Por virtud del denominado principio de autonomía, los elementos patrimoniales integrados en el establecimiento no pierden por ello la propia sustantividad ni sufren alteración o cambio en el régimen jurídico respectivo. Esta autonomía debe tenerse en cuenta para la transmisión del establecimiento mercantil (v. Lección 5, apartado II.2). Por virtud del denominado principio de la mutabilidad, los elementos integrantes del establecimiento pueden ser separados del establecimiento a voluntad del empresario para ser sustituidos o no por otros, según las exigencias de la actividad empresarial a la que sirven. De ordinario, los establecimientos empiezan su vida con unos determinados elementos y la terminan con otros distintos porque el ejercicio de la actividad empresarial lo exige así. En el establecimiento se sustituyen o renuevan las cosas y los servicios, sin que por ello se rompa la unidad del mismo, en tanto no se produzca una disgregación o dispersión total que destruya la organización. Para evitar los riesgos que esa mutabilidad ocasiona cuando el establecimiento mercantil constituye objeto de garantía real, la Ley de 16 de diciembre de 1954, sobre Hipoteca Mobiliaria y Prenda sin Desplazamiento de posesión, obliga al deudor hipotecario, en caso de hipoteca del establecimiento mercantil que por pacto expreso se extienda a las materias primas o a las mercancías, a tener en el establecimiento hipotecado «mercaderías o materias primas en cantidad y valor igual o superior al que se haya determinado en la escritura de

hipoteca, reponiéndolas debidamente con arreglo a los usos del comercio» (art. 22.II). 8. EL FONDO DE COMERCIO La organización y la buena disposición de los distintos elementos integrantes del establecimiento es lo que confiere a éste su peculiar aptitud al servicio de la actividad ejercitada por el empresario. Unos mismos o similares elementos pueden ser organizados de modo muy distinto por un empresario: en unos casos, la organización atraerá a la clientela y tendrá éxito; en otros, el resultado no será satisfactorio. Esa peculiar aptitud, esa potencialidad de éxito, no constituye un bien en sentido técnico-jurídico, ni siquiera un bien inmaterial o incorporal, sino simplemente una cualidad del establecimiento que dota a éste de un mayor valor (v., sin embargo, STS de 15 de julio de 1985). La buena organización de los elementos dota al conjunto de un valor superior a la suma de los valores individuales de cada elemento. Con el nombre de «fondo de comercio» –y también de «aviamiento»– se hace referencia precisamente a esa plusvalía derivada de la organización de los elementos de toda clase que componen el establecimiento. Al adquirir un establecimiento mercantil, es muy frecuente que las partes determinen el precio atendiendo no sólo al valor neto patrimonial de los elementos –es decir, a la diferencia de valor entre el activo real y el pasivo–, sino al valor del «fondo de comercio». En los balances de ejercicio, el «fondo de comercio» sólo puede figurar en el activo si se ha adquirido de un tercero a título oneroso (art. 39.4 C. de C.). El «fondo de comercio» de un establecimiento puede depender de factores objetivos o subjetivos. El «fondo de comercio objetivo» es aquél que, por estar basado en las condiciones mismas de ese establecimiento, es susceptible de permanecer aunque cambie la persona del empresario titular del establecimiento (v.gr.: la capacidad de producción de una fábrica a determinados costes); el «fondo de comercio subjetivo» es el que está en función de la capacidad del empresario para crear, conservar y acrecentar la clientela. Mientras que el primero se transmite automáticamente con el establecimiento, el segundo no es susceptible de transmisión. Para impedir que, con ocasión de la transmisión del establecimiento, se produzca la pérdida o la disminución de la clientela, no es infrecuente que se establezcan pactos específicos

entre comprador y vendedor (obligación de facilitar listas de clientes, contratación del vendedor como empleado del comprador durante un cierto tiempo, etc.). En todo caso, aunque no existiera pacto, pesa sobre el vendedor una obligación de no competencia como medio indirecto para no desviar la clientela (v. Lección 5, apartado II.4). V. EL LOCAL COMO ELEMENTO DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL

9. EL LOCAL COMO ELEMENTO DEL ESTABLECIMIENTO: ESTABLECIMIENTO EN LOCAL PROPIO Y ESTABLECIMIENTO EN LOCAL ARRENDADO Entre los elementos del establecimiento mercantil destaca el local, que constituye el soporte físico del establecimiento. Aunque, como ya hemos señalado, existen establecimientos sin local, la inmensa mayoría se encuentra instalada en un inmueble de naturaleza urbana. El local puede ser propiedad del empresario individual o de la sociedad mercantil o pertenecer a un tercero. En el caso del empresario individual, cabe que el local pertenezca a la sociedad de gananciales o a otra clase de comunidad conyugal existente entre el empresario y su cónyuge, y también que pertenezca en parte a la sociedad conyugal y en parte a uno de los cónyuges en proporción al valor de las aportaciones respectivas ( art. 1354 CC). Si el local perteneciera a la sociedad de gananciales, el arrendamiento exige el consentimiento de ambos cónyuges ( art. 1375CC), salvo cuando ese local se haya adquirido por lo obtenido por uno de ellos en el ejercicio de la actividad empresarial (art. 6 C. de C.). Cuando el local pertenece a un tercero, el empresario puede disponer del uso del mismo en muy distintos conceptos: a título de arrendamiento, a título de usufructo, o incluso a título de mero precario. En la práctica, el título más frecuente es el arrendamiento. Se puede distinguir así entre establecimientos instalados en locales propios y establecimientos instalados en locales ajenos. El título por cuya virtud el empresario dispone del local puede variar a lo largo de la vida del establecimiento. Así, un establecimiento instalado en local propio pasará a ser establecimiento instalado en local ajeno si el empresario, al transmitir el establecimiento, se reserva la propiedad del local, arrendándolo al adquirente de ese

establecimiento. Del mismo modo, un establecimiento instalado en local ajeno pasará a ser establecimiento instalado en local propio si el empresario adquiere la propiedad de ese local, extinguiéndose entonces por confusión el arrendamiento (

art. 1192CC).

10. EL ARRENDAMIENTO DEL LOCAL El arrendamiento de local para instalar un establecimiento o en el que ya se encuentra instalado dicho establecimiento pertenece a la especie de los denominados arrendamientos para uso distinto de la vivienda. A diferencia de lo que acontecía en la legislación anterior, en la que el arrendamiento de local de negocio constituía una categoría autónoma, con importantes especialidades de régimen jurídico (v., por ej., arts. 29 a 42 del derogado Texto Refundido de la Ley de Arrendamientos Urbanos, aprobado por Decreto 4104/1964, de 24 de diciembre), en la actualidad esta modalidad arrendaticia se ha difuminado dentro de otra categoría más general, que se define con un criterio meramente negativo: mientras que el arrendamiento de vivienda es aquel arrendamiento que recae sobre una edificación habitable cuyo destino principal sea satisfacer la necesidad permanente de vivienda del arrendatario ( art. 2.1 LAU), los arrendamientos para uso distinto de la vivienda son aquéllos que, recayendo sobre una edificación, tengan un destino primordial diferente (art. 3.1), como, por ejemplo, los arrendamientos de locales para ejercer en ellos una actividad comercial, industrial o de servicios (art. 3.2). La regla general es que estos arrendamientos para uso distinto de la vivienda se rigen por lo dispuesto por la voluntad de las partes (art. 4.3), incluido tanto lo relativo a la duración del contrato como lo relativo a la renta y a su actualización. En el arrendamiento de local y, en general, en los arrendamientos para uso distinto del de vivienda no existe norma alguna sobre prórroga obligatoria del contrato por plazos anuales hasta que el arrendamiento alcance una duración mínima de cinco años (salvo que el arrendatario manifieste oportunamente la voluntad contraria a la prórroga). Por supuesto, el arrendador puede resolver el contrato por falta de pago de la renta o de cualquiera de las cantidades cuyo pago hubiera asumido o correspondieran al arrendatario (art. 35). El pago de la renta fuera de plazo después de presentada la demanda de desahucio, no excluye la aplicabilidad de la resolución arrendaticia,

aunque esa resolución se funde en el impago de una sola mensualidad de renta, ya que –como señala la jurisprudencia- el arrendador no está obligado a soportar que el arrendatario se retrase en el pago de la renta (v., entre otras, SSTS de 24 de julio de 2008, 10 de noviembre de 2010 y 18 de marzo de 2014). Sin embargo, la Ley contiene dos normas imperativas que constituyen excepción a tan amplio reconocimiento del principio de autonomía de la voluntad. Así, la relativa a la facultad indisponible del arrendador y del arrendatario de compelerse recíprocamente para la formalización por escrito de este contrato consensual (art. 37); y así también la relativa a la obligatoriedad de la exigencia y de la prestación de una «fianza» en metálico (en realidad, una prenda irregular), en el momento de la celebración del contrato, en cantidad equivalente a dos mensualidades (art. 36.1), la cual, transcurridos los tres primeros años de duración de ese contrato, podrá ser objeto de actualización (art. 36.2 y 3, en la redacción dada por la Ley 4/2013, de 4 de junio). En el momento de la extinción del arrendamiento, el arrendador está obligado a restituir la fianza al arrendatario (art. 36.4). Esta devolución no implica renuncia a la indemnización de daños y perjuicios por aquellas obras realizadas por el arrendatario que hubieran deteriorado el local. Con estas dos excepciones, la autonomía de la voluntad puede configurar el contrato en función de la mutua conveniencia de las partes. No obstante, la Ley ha establecido un régimen legal supletorio que es de aplicación siempre que las partes no hayan querido o no hayan podido establecer un régimen convencional (arts. 29 a 35). Entre esas normas supletorias –además de la especialidad relativa a la indemnización por clientela en las condiciones antes expresadas (v. infra V.3)–, destacan las siguientes: a) En el caso de que el arrendatario sea un empresario individual que ejerza en el local arrendado una actividad empresarial, el heredero o legatario que, tras la muerte de ese empresario, continúe el ejercicio de esa actividad puede subrogarse en los derechos y obligaciones del arrendatario fallecido, durante el período de duración del contrato, salvo que en el propio contrato se hubiera excluido este derecho del sucesor. La subrogación deberá notificarse por escrito al arrendador dentro de los dos meses siguientes al fallecimiento (art. 33).

b) Salvo que en el contrato de arrendamiento se disponga otra cosa (lo que sólo permite la Ley si la duración del arrendamiento es superior a cinco años), el arrendatario del local tiene derecho de adquisición preferente de ese local en el caso de que el arrendador lo venda a un tercero. Al servicio de este derecho de preferencia, se reconocen al arrendatario un derecho de tanteo antes de la perfección de la compraventa y un limitado derecho de retracto sobre el local arrendado una vez perfecto e incluso ejecutado dicho contrato (art. 31), derechos que existen aunque el arrendatario tuviera subarrendado el local (STS de 2 de noviembre de 2006). El arrendador está obligado a notificar fehacientemente al arrendatario la decisión de vender el local, expresando el precio de la compraventa y las demás condiciones esenciales de la operación. Dentro de los treinta días naturales siguientes a contar desde la notificación, el arrendatario puede ejercitar el derecho de tanteo. Transcurrido ese plazo sin que el arrendatario haya ejercitado el tanteo, el propietario arrendador queda en libertad para efectuar la compraventa al precio y a las demás condiciones esenciales notificadas, para lo cual dispone del plazo de ciento ochenta días naturales a contar desde la fecha de la notificación (art. 25.2). Cuando el arrendador no hubiere hecho esa notificación o se hubieren omitido en ella la referencia al precio o a las demás condiciones esenciales de la operación, o cuando el precio efectivamente pagado fuese inferior al notificado o menos onerosas las demás condiciones esenciales, el arrendatario podrá ejercitar el derecho de retracto dentro de los treinta días naturales siguientes a aquél en el que el arrendador vendedor hubiera notificado fehacientemente al arrendatario las condiciones esenciales en que efectuó la transmisión, mediante entrega de copia de la escritura o del documento en que se hubiere formalizado (art. 25.2). Las normas sobre derechos de tanteo y retracto en cuanto limitativas de las facultades dispositivas han sido interpretadas tradicionalmente por la jurisprudencia en sentido restrictivo (SSTS de 2 y 6 de febrero de 1991; Ress. DGRN de 5 de septiembre y 24 de julio de 1995). Significa ello que el arrendatario del local goza de estos derechos en caso de compraventa del local arrendado –y en caso de adjudicación judicial en procedimiento de ejecución (SSTS de 2 de marzo de 1959, 19 de febrero de 1968 y 23 de enero de

1971; Res. DGRN de 5 de noviembre de 1993)–, pero no en supuestos distintos a la compraventa, como, por ejemplo, en caso de división de una comunidad sobre varios locales con adjudicación del local arrendado a uno de los comuneros (STS de 22 de febrero de 1994) o en caso de aportación del local arrendado a una sociedad, salvo, naturalmente, que el arrendador aportante incurra en fraude de ley (

art. 6.4

CC).

El derecho de adquisición preferente no existe en dos casos determinados: cuando el local se venda conjuntamente con las restantes viviendas o locales propiedad del arrendador que formen parte del mismo inmueble, y cuando se venda por distintos propietarios a un único comprador la totalidad de las viviendas y locales del inmueble (art. 31 en relación con art. 25.7). El derecho de preferencia tiene especial importancia para el arrendatario del local en aquellos supuestos en los que la transmisión de la propiedad es susceptible de afectar a la continuidad del arrendamiento. En efecto, en caso de enajenación del local arrendado, se produce la subrogación del adquirente por cualquier título en los derechos y obligaciones de arrendador. Pero si este adquirente ha adquirido de buena fe el local a título oneroso de quien aparecía en el Registro de la Propiedad con facultades para transmitirlo sin que en dicho Registro constara el arrendamiento del local, la subrogación no será obligatoria sino meramente voluntaria, por cuanto que el arrendamiento no inscrito no es oponible a ese adquirente (art. 29). Con esta norma –que otorga vigor en la legislación especial de arrendamientos urbanos al viejo principio civil «venta mata renta» ( art. 1571.ICC)– se sitúa en una delicada posición al arrendatario que no haya inscrito el contrato en el Registro de la Propiedad, por cuanto que la buena fe del adquirente del local se presume. Para conservar el arrendamiento, el arrendatario deberá probar que el adquirente conocía la existencia del arrendatario o que, habida cuenta de las circunstancias, no podía desconocerla. c) El arrendatario del local en el que se ejerza una actividad profesional tiene derecho tanto a subarrendar el local como a ceder el contrato de arrendamiento sin contar con el consentimiento del arrendador (art. 32.1). El arrendador y el arrendatario pueden excluir o limitar en el contrato esos derechos o alguno de ellos, pero si no usan de esa facultad entran plenamente en juego. Tanto el

subarrendamiento como la cesión deben notificarse al arrendador en el plazo de un mes desde que se hubieran concertado (art. 32.4). En el caso de que se hubiera excluido la facultad de subarrendar el local, la jurisprudencia considera que no existe subarriendo, traspaso o cesión inconsentidos por el hecho de que el arrendatario haya estipulado un contrato de franquicia para actuar como franquiciado en local arrendado. En caso de subarrendamiento, el arrendador tiene derecho a la elevación de la renta: el diez por ciento si el subarriendo es parcial y el veinte por ciento si es total; en caso de cesión del contrato de arrendamiento del local, el arrendador también tiene derecho a esa elevación en un veinte por ciento (art. 32.2). Cuando el arrendatario es una sociedad, no existe cesión por la mera transformación o mero cambio de forma social, ya que no se produce cambio de la persona de la sociedad arrendataria. Tampoco existe cesión en los casos de fusión y de escisión de la sociedad arrendataria, ya que en tales casos tiene lugar ministerio legis la sucesión de la nueva sociedad o de la absorbente en la posición jurídica de la sociedad que se extingue por fusión o que es absorbida (arts. 22 y 23 LME; STS de 30 de abril de 2007), o de la sociedad beneficiaria de la escisión en las relaciones jurídicas correspondientes a la parte del patrimonio social dividido o separado (arts. 69 y 70 LME). No obstante, si la sociedad se transforma, se fusiona o se escinde, la Ley reconoce al arrendador el derecho a la elevación de la renta como si la cesión se hubiera producido (

art. 32.3LAU).

d) A fin de que el arrendatario pueda conservar el uso del local, impidiendo que desaparezca la base física del establecimiento, la Ley establece que el contrato de arrendamiento continúa en vigor a pesar de la declaración judicial de concurso de acreedores del arrendatario ( art. 61 LC); y que, si la acción de desahucio se hubiera ejercitado ya por el arrendador antes de la declaración judicial de concurso, la administración judicial, hasta el momento mismo de practicarse el efectivo lanzamiento, puede enervar la acción así como rehabilitar la vigencia del contrato pagando con cargo a la masa todas las rentas y demás conceptos pendientes y las costas causadas hasta ese momento (

art. 70LC).

11. LA INDEMNIZACIÓN POR CLIENTELA En el caso de que el establecimiento abierto al público se encuentre instalado en local arrendado, el empresario individual o la sociedad mercantil tienen derecho, en ciertas condiciones, a exigir al arrendador la denominada indemnización por clientela tras la extinción del contrato de arrendamiento del local por transcurso del término originariamente pactado o de cualquiera de las prórrogas convencionales, salvo que en el propio contrato las partes hubieran excluido este derecho (art. 34 en relación con

art. 4.1 y

3

LAU). Se trata de una compensación que reconoce la Ley al arrendatario por el incremento del valor del local como consecuencia de la actividad empresarial desarrollada en el establecimiento abierto al público instalado en dicho local. Los presupuestos para el nacimiento de ese derecho son dos: en primer lugar, que en ese establecimiento se haya venido ejerciendo una actividad comercial de venta al público durante los últimos cinco años y, en segundo lugar, que el arrendatario haya manifestado al arrendador, con cuatro meses de antelación a la extinción del contrato, la voluntad de prorrogar la duración del arrendamiento por un mínimo de cinco años más y por una renta de mercado, sin aceptación por el arrendador de esa oferta de prórroga o con aceptación de la oferta pero en condiciones diferentes (art. 34.I). La cuantía de la indemnización está en función de un hecho posterior a la extinción del contrato: el de que el arrendatario inicie o no el ejercicio de la misma actividad comercial, en el mismo municipio, dentro de los seis meses siguientes a la extinción del arrendamiento del local en que se encontraba instalado el establecimiento mercantil. En el primer caso, la indemnización comprenderá los gastos del traslado de ese establecimiento y los perjuicios derivados de la pérdida de la clientela, que se calcularán por la diferencia entre la cifra de negocios conseguida con el establecimiento instalado en el local anterior durante los seis meses inmediatamente anteriores al cierre y la cifra de negocios conseguida en el establecimiento instalado en el nuevo local durante los seis primeros meses a contar desde la apertura (art. 34.II.1). Para poder recurrir a esta comparación de cifras de negocio será necesario que las características de ambos establecimientos sean semejantes

(superficie de los locales, número de empleados, etc.), que, en los seis meses inmediatamente anteriores al cierre del antiguo establecimiento, el empresario no hubiera realizado una venta en liquidación, y que, en los seis meses inmediatamente posteriores a la apertura del nuevo establecimiento, no realice una venta de promoción, ya que estas circunstancias alteran o pueden alterar sustancialmente los elementos objeto de comparación. En tales casos –y en otros semejantes–, los perjuicios derivados de la pérdida de la clientela se calcularán con arreglo a equidad. En el caso de que, dentro de los seis meses siguientes, el antiguo arrendatario no iniciase actividad alguna o iniciase otra diferente a la ejercitada en el antiguo establecimiento, es preciso distinguir según que el antiguo arrendador o un tercero desarrollen o no en el mismo local la misma actividad o una afín dentro de ese mismo plazo. Si el antiguo arrendador o un tercero desarrollan en ese tiempo cualquiera de esas actividades en ese local, la indemnización será de una mensualidad por cada año de duración del contrato, con un máximo de dieciocho mensualidades. Si no desarrollan actividad alguna o si la actividad es diferente, el arrendatario que no haya iniciado actividad alguna o que haya iniciado otra diferente dentro de los seis meses siguientes a la extinción del contrato, carece de derecho a la indemnización (art. 34.II.2). En caso de falta de acuerdo entre las partes, la fijación del quantum indemnizatorio corresponde al tribunal de instancia, y no puede ser revisada en casación (STS de 18 de junio de 2001). Naturalmente, en ningún caso la indemnización podrá superar el valor del local (STS de 5 de junio de 1997).

Lección 5

El establecimiento mercantil (II) Sumario: •





I. La transmisión del establecimiento mercantil o 1. Consideración general o 2. La transmisión «inter vivos» del establecimiento mercantil o 3. Transmisión del establecimiento mercantil y transmisión de elementos aislados o 4. Los contratos en caso de transmisión del establecimiento mercantil o 5. Los créditos y las deudas en la transmisión del establecimiento mercantil II. La compraventa del establecimiento mercantil o 6. Las negociaciones previas o 7. La unidad del título de transmisión o 8. Los elementos del contrato de compraventa del establecimiento mercantil o 9. Las obligaciones de las partes en el contrato de compraventa del establecimiento mercantil o 10. La aportación de establecimiento mercantil III. El arrendamiento y el usufructo del establecimiento mercantil o 11. El arrendamiento del establecimiento mercantil o 12. El usufructo del establecimiento mercantil

I. LA TRANSMISIÓN DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL

1. CONSIDERACIÓN GENERAL El establecimiento mercantil (o empresa en sentido objetivo) es susceptible de transmisión. En ocasiones, se habla de «transmisión de la empresa» para referirse a la transmisión del conjunto de establecimientos mercantiles de que es titular un empresario individual o social, mientras que se reserva la expresión «transmisión del establecimiento» para hacer referencia a los casos en que ese titular transmite únicamente uno de los establecimientos con los que ejercita la actividad empresarial conservando todos los demás. Pero la terminología no es significativa: la determinación de cuál es el objeto de la transmisión exige analizar caso por caso.

La transmisión del establecimiento mercantil (o de los establecimientos mercantiles) puede ser inter vivos (sea a título singular –que es la regla–, sea a título universal, como sucede en la fusión) o mortis causa (a título universal, en caso de herencia, o a título singular, en caso de legado). Desde otro punto de vista, la transmisión del establecimiento mercantil puede ser directa o indirecta. Se califica de transmisión directa a aquella transmisión en la que el objeto del negocio es el establecimiento o los establecimientos del transmitente; y se califica de transmisión indirecta la transmisión de la totalidad de las acciones o de las participaciones en que se divide el capital de una sociedad cuyo patrimonio se encuentra constituido exclusiva o principalmente por uno o varios establecimientos. Mientras que en el primer caso, por virtud de la transmisión, cambia el titular del establecimiento, en el segundo el titular sigue siendo la sociedad, que es la que cambia de manos. Por supuesto, la opción entre transmisión directa o indirecta está en función de las circunstancias de cada caso. Pero, a veces, por conveniencia de las partes, una transmisión que, en principio, tendría que ser directa, se realiza como indirecta: el titular del establecimiento –sea empresario individual o sociedad mercantil– constituye una sociedad, unipersonal o no, a la que aporta el establecimiento que proyecta transmitir y, una vez inscrita esa sociedad en el Registro Mercantil, procede a la transmisión de la totalidad de sus acciones o participaciones. En los casos de transmisión inter vivos indirecta del establecimiento mercantil, procede aplicar por analogía algunas de las normas propias de la compraventa del establecimiento, como, por ejemplo, las relativas a las garantías por evicción y por vicios ocultos (v. infra II.4). 2. LA TRANSMISIÓN «INTER VIVOS» DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL Los supuestos de transmisión inter vivos se pueden clasificar en dos categorías diferentes: están, de un lado, los casos de transmisión voluntaria, que son la regla, y, de otro, los casos de transmisión forzosa, en los que la transmisión se produce sin la voluntad del titular del establecimiento o aun en contra de esa voluntad. A su vez, la transmisión voluntaria del establecimiento puede ser, bien a título oneroso (compraventa, permuta, aportación

a sociedad, dación en pago, etc.), bien a título gratuito (donación); y, por su lado, la transmisión forzosa puede producirse como consecuencia de un procedimiento de ejecución individual, sea judicial o administrativo, o como consecuencia de un procedimiento concursal. En todo caso, si se dejan a salvo algunos aspectos de la aportación del establecimiento a una sociedad de capital (

art. 66

LSC) y de la transmisión en caso de concurso de acreedores (v. especialmente arts. 148.1 y 149.1-1ª LC), se puede afirmar que estas modalidades contractuales no cuentan con un régimen jurídico específico en el Derecho español. 3. TRANSMISIÓN DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL Y TRANSMISIÓN DE ELEMENTOS AISLADOS Los supuestos de transmisión del establecimiento se distinguen claramente de los supuestos de transmisión de los elementos de que se compone. Esa transmisión de elementos aislados puede obedecer a la dinámica propia de la actividad empresarial (como acontece con la venta de la producción de un establecimiento industrial o fabril o con la venta de las mercancías de un establecimiento comercial) o puede ser consecuencia del cambio o de la mejora de las instalaciones o de otros elementos mediante la sustitución de los antiguos por otros más modernos. El titular del establecimiento puede transmitir aisladamente a una o varias personas cuantos elementos considere oportuno (v. gr.: venta de antiguas estanterías, que se sustituyen por otras más modernas; venta del pequeño local en el que se encuentra instalado el taller de reparaciones y traslado a una nave industrial, propia o arrendada). Incluso los signos distintivos del establecimiento son susceptibles de una transmisión aislada. Así sucede con las marcas y con el nombre comercial (

arts. 46.2 y

87.3

LM).

Cuando se transmiten a una misma persona varios elementos de un mismo establecimiento, no siempre es fácil determinar si el objeto de la transmisión son esos elementos aisladamente considerados o el establecimiento propiamente dicho. Las dudas que puedan suscitarse deben resolverse con arreglo al «criterio de la suficiencia»: es decir, si los elementos que se transmiten son suficientes por sí mismos para que el adquirente pueda desarrollar con ellos la actividad empresarial, se presumirá que ha existido transmisión de establecimiento (así, entre otras muchas, SSTS [4ª]

de 5 de abril de 1993, 23 de febrero de 1994 y 23 de enero de 1995), en tanto que, en caso contrario, habrá de entenderse que no ha habido transmisión del establecimiento, sino de elementos aislados del mismo. 4. LOS CONTRATOS EN CASO DE TRANSMISIÓN DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL En caso de transmisión inter vivos del establecimiento, reviste especial importancia la cuestión relativa al tratamiento que han de merecer los contratos concluidos por el empresario para la organización y para el funcionamiento del referido establecimiento (contratos de suministro, de mantenimiento, etc.). Se trata, en definitiva, de determinar si esos contratos, que son indispensables para la continuidad y el buen funcionamiento del establecimiento, se transmiten al adquirente sin necesidad del consentimiento de la otra parte contractual o si, por el contrario, quedan sometidos a los principios generales en materia de cesión de contratos, los cuales – como es sabido– impiden la sustitución inter vivos de cualquiera de las partes contractuales sin el consentimiento de la otra ( 1205

art.

CC).

Pues bien, la regla general es que el adquirente no se subroga en la posición contractual del transmitente: los contratos –o, más exactamente, los derechos y las obligaciones que en esos contratos tiene el titular del establecimiento que se cede– no se transmiten con el establecimiento. La subrogación del adquirente en la posición jurídica del transmitente del establecimiento requiere no sólo la voluntad expresa de éstos, sino también la conformidad de la persona o personas con las que hubiera contratado el titular del establecimiento. Así, por ejemplo, si una sociedad mercantil hubiera contratado el suministro de materias primas para una fábrica de su propiedad, con entregas periódicas, la transmisión a un tercero del establecimiento industrial no comporta la automática subrogación del adquirente en ese contrato de suministro. Esta regla general tiene, sin embargo, algunas importantes excepciones. En primer lugar, está el caso de la subrogación convencional, es decir, aquélla que se produce cuando las partes –transmitente y adquirente del establecimiento– acuerdan expresamente la cesión del contrato de arrendamiento del local. En este supuesto, el transmitente puede ceder al adquirente

los derechos y obligaciones derivados del contrato de arrendamiento del local en que se encuentre instalado el establecimiento sin necesidad de consentimiento del arrendador. El adquirente se subroga en la posición jurídica de arrendatario, que, hasta ese momento, correspondía al transmitente ( art. 32.1 LAU). No es menos cierto, sin embargo, que como contrapartida para el propietario del inmueble, esta cesión del contrato de arrendamiento da derecho al arrendador a una elevación de la renta en el porcentaje del 20 por 100 (

art. 32.2LAU).

En segundo lugar, están los casos de subrogación legal, es decir, aquellos supuestos en los que el adquirente queda subrogado ex lege en la posición jurídica del transmitente, con independencia de que así se hubiera previsto en el contrato o, incluso, en contra de cualquier pacto que hubieran podido concluir las partes. Esto es lo que sucede con los contratos de trabajo y los contratos de seguro. a) La transmisión del establecimiento (o, como la Ley dice, de la «empresa», del «centro de trabajo» o de una «unidad productiva autónoma» dentro de una empresa) no extingue la relación laboral de los trabajadores que presten sus servicios en ese establecimiento: el adquirente queda subrogado ope legis en los derechos y obligaciones laborales del anterior titular ( ET, en la redacción dada por la

art. 44.1

Ley 12/2001, de 9 de julio,

para adaptación del Derecho español a la Directiva 98/50/CEE, de 29 de junio). El Estatuto de los Trabajadores entiende que existe «sucesión de empresa» cuando la transmisión afecta a una «entidad económica que mantenga su identidad, entendida como conjunto de medios organizados a fin de llevar a cabo una actividad económica, esencial o accesoria» (art. 44.2). La subrogación tiene lugar tanto en aquellos casos de transmisión de la empresa en su conjunto, como en aquellos otros en los que el objeto de la transmisión es una parte de esa empresa, siempre que constituya una «unidad de producción susceptible de explotación separada» (SSTS [4ª] de 6 de octubre de 1989, 23 de septiembre de 1997, 3 de octubre de 1998 y 7 de diciembre de 2011). Como ha señalado reiteradas veces la jurisprudencia, «el trabajador se vincula a la explotación en que presta servicios, cualquiera que sea su titular, y no al empresario que lo contrató, sea cual sea el negocio que éste explote» (así, entre otras muchas, SSTS [4ª] de 19 de junio de

1989, 16 de mayo de 1990 y 21 de marzo de 1992). Esta subrogación se produce no sólo en los casos de transmisión voluntaria –sea a título definitivo, sea transmisión meramente temporal como el arrendamiento (v., entre otras muchas, SSTS [4ª] de 12 de diciembre de 2002 y 1 de marzo de 2004; y SSTCT de 30 de marzo de 1981 y 2 de septiembre de 1983)–, sino también en los casos de transmisión forzosa (ant. art. 51.11ET). Cuando la transmisión se proyecte realizar por actos inter vivos, debe ser puesta en conocimiento de los representantes de los trabajadores antes de que tenga lugar, expresando la fecha prevista, la causa de la transmisión, las consecuencias económicas, jurídicas y sociales para los trabajadores y las medidas previstas ( 8ET).

art. 44.6 a

La jurisprudencia española ha aplicado la regla de la subrogación legal en los contratos de trabajo en los casos de «transmisión directa» del establecimiento de un empresario, individual o social, a otra persona, natural o jurídica, afirmando que la mera «sucesión» en la actividad no es suficiente para que exista subrogación (v., entre otras muchas, STS [4ª] de 20 de octubre de 2004). Sin embargo, en algunas ocasiones se ha afirmado la existencia de «sucesión» en supuestos en los que no existía propiamente transmisión directa del establecimiento o empresa, sino mera «transmisión indirecta» (STS [4ª] de 2 de febrero de 1998), expresión con la que esa jurisprudencia hace referencia a los casos de mera continuación de facto por un tercero del ejercicio de la misma actividad empresarial, con los mismos medios patrimoniales con que contaba el anterior titular (SSTS [4ª] de 27 y 29 de febrero y 11 de abril de 2000). En el plano interno –es decir, en las relaciones entre transmitente y adquirente–, es válido el pacto por cuya virtud se establece, en caso de transmisión del establecimiento, a título definitivo o a título limitado, que el transmitente correrá con las consecuencias económicas de la proyectada resolución de los contratos de trabajo por parte del adquirente, aunque, obviamente, ese pacto no es oponible a los trabajadores afectados (STS de 31 de diciembre de 2003 en relación con un arrendamiento de establecimiento mercantil). b) Del mismo modo, en caso de transmisión del establecimiento o de alguno de sus elementos (v.gr.: de las mercancías, de los

medios de transporte, etc.), el comprador se subroga en los derechos y obligaciones que correspondían al anterior titular en el contrato de seguro contra daños que pudiera existir sobre el establecimiento o sobre cualquiera de los elementos de que se compone que hubieran sido objeto de transmisión ( art. 34.I LCS). Para que el adquirente pueda tener conocimiento de la existencia del contrato de seguro, la Ley impone al transmitente el deber de comunicarlo por escrito al adquirente; y, para que el asegurador pueda conocer igualmente el cambio operado, el transmitente tiene también el deber de comunicarle la transmisión en el plazo de quince días a contar desde la fecha en que hubiera tenido lugar (art. 34.II LCS). No obstante, tanto el adquirente como el asegurador tienen el derecho a resolver el contrato de seguro dentro de los quince días siguientes a contar desde aquél en que hubieran conocido la transmisión. Existe, pues, una facultad de denuncia unilateral recíproca. Si es el asegurador quien notifica por escrito al adquirente que ejercita ese derecho, el contrato no se extingue automáticamente, sino que mantiene vigencia durante el plazo de un mes a fin de dar tiempo al adquirente para contratar otra cobertura asegurativa (

art. 35LCS).

5. LOS CRÉDITOS Y LAS DEUDAS EN LA TRANSMISIÓN DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL A) La transmisión del establecimiento no implica la transmisión de los créditos de que sea titular el transmitente. La simple transmisión del establecimiento no permite presumir la cesión (arts. 347 y 348 C. de C.). En efecto, sólo se producirá esa cesión en virtud de pacto expreso entre transmitente y adquirente. En este caso, no será necesaria la notificación de la cesión de créditos al deudor para que esa cesión se tenga por realizada; pero el pago que realice el deudor al anterior acreedor se reputará pago legítimo en tanto esa notificación no se produzca o en tanto que el deudor no conozca la cesión por cualquier otro medio (art. 347 C. de C.). El deudor que, antes de tener conocimiento de la cesión del crédito, satisfaga al acreedor, «quedará libre de la obligación» ( art. 1527 CC; v. SSTS de 19 de febrero y 9 de julio de 1993, 20 de febrero de 1995, 15 y 21 de marzo de 2002, 28 de marzo de 2004 y 11 de julio de 2005). Desde que tenga lugar la notificación, «no se reputará pago legítimo» sino el que se haga al adquirente del crédito (art. 347.II C. de C.).

B) La transmisión del establecimiento no implica tampoco la asunción por el adquirente de las deudas que el transmitente hubiera contraído para la organización o el funcionamiento del establecimiento que se transmite ( art. 1205CC; STS de 25 de febrero de 1960); y así sucede incluso en el caso de que con el establecimiento se transmita también el nombre comercial. Para que exista asunción liberatoria de las deudas no basta con que las partes así lo pacten; se requiere, además, el consentimiento del acreedor, consentimiento que puede ser simultáneo o posterior a la transmisión del establecimiento. En algunos casos, con total independencia de lo que hubieran pactado las partes, a la responsabilidad del cedente se añade la responsabilidad del cesionario. Se trata de casos de responsabilidad solidaria de origen legal. El sucesor en la titularidad del establecimiento o de los establecimientos de que fuera titular un empresario individual o una sociedad mercantil, responde solidariamente con el anterior titular de ciertas deudas frente a la Hacienda pública y a la Tesorería General de la Seguridad Social, frente a los trabajadores y frente a las entidades aseguradoras. En primer lugar, el adquirente del establecimiento por actos inter vivos responde solidariamente con el anterior titular de las deudas, liquidadas o pendientes de liquidación, y de las responsabilidades tributarias derivadas del ejercicio de la actividad empresarial [art. 42.1, letra c), de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria]. Para evitar dudas acerca del importe de la responsabilidad tributaria, la Ley permite que quien pretenda adquirir el establecimiento o los establecimientos de que fuera titular cualquier persona natural o jurídica, solicite de la Administración, antes de proceder a la adquisición, y con la conformidad del transmitente, certificación detallada de las deudas y responsabilidades tributarias derivadas del ejercicio de esa actividad mercantil. En el caso de que la certificación se expida con contenido negativo o no se facilite en el plazo de tres meses, el adquirente quedará exento de responsabilidad respecto de las deudas tributarias para cuya liquidación fuera competente la Administración tributaria de la que se haya solicitado esa certificación ( art. 175.2LGT). En todos los casos de transmisión, el transmitente y el adquirente responden también solidariamente

del pago de las prestaciones de Seguridad Social causadas antes de la transmisión (art. 168.2RDL 8/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General de la Seguridad Social; v., sin embargo, en relación con una sociedad laboral, STS [3ª] de 15 de julio de 2003). El transmitente y el adquirente responden también solidariamente durante tres años de las obligaciones laborales nacidas con anterioridad a la transmisión que no hayan sido satisfechas (

art.

44.3 ET); y ello incluso respecto de aquellos trabajadores a los que no alcance la «sucesión de empresa». Y, en fin, el transmitente y el adquirente responden, también de modo solidario, del pago de las primas vencidas en el momento de la transmisión de aquellos contratos de seguro del establecimiento o de singulares elementos integrados en él (art. 34.III

LCS).

II. LA COMPRAVENTA DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL

6. LAS NEGOCIACIONES PREVIAS La compraventa es el supuesto más frecuente de transmisión inter vivos del establecimiento. Salvo supuestos marginales, la compraventa suele ir precedida de negociaciones entre las partes, asistidas por sus asesores financieros y jurídicos, o de negociaciones entre los intermediarios elegidos por ellas con esta específica función. Estas negociaciones son más o menos complejas según la importancia de la empresa que se pretenda adquirir. Cuando ésta revista cierta entidad, las negociaciones suelen seguir unas pautas, relativamente uniformes, importadas de la práctica anglosajona. Las negociaciones pueden iniciarse con una sola persona o con varias simultáneamente ofreciendo a todos los interesados la oportunidad de conocer los datos esenciales del objeto de la transmisión mediante la exposición de distintos juegos de documentación en la denominada data room. A veces quienes desean acceder a esa información deben satisfacer una determinada cantidad, que cumple así la función de disuadir a aquéllos que no tengan suficiente interés en la operación. Cuando las negociaciones se inician simultáneamente con varios interesados, existe el deber de comunicar a cada uno de ellos la

existencia de los demás; pero sin facilitar la identidad de los concurrentes, salvo que se haya establecido diversamente por el oferente al fijar las condiciones de la oferta para negociar. También es posible iniciar las negociaciones pactando la exclusividad, de modo tal que el que desea vender se obliga a no negociar con otros interesados durante un tiempo determinado o en tanto se mantengan las negociaciones con el firmante del pacto de exclusiva. En estas negociaciones, quien pretende comprar asume necesariamente un deber de confidencialidad, de manera que la información que recibe sobre el establecimiento o los establecimientos objeto posible de la compraventa (v.gr.: cifra de ventas de cada uno de ellos, renta de los arrendamientos de los locales en que se encuentran instalados, etc.) tiene que mantenerse en secreto incluso en la eventualidad de que esas negociaciones no lleguen a buen fin. La violación de este deber de secreto, al igual que la ruptura injustificada de las negociaciones, genera la obligación de indemnizar los daños y perjuicios causados ( 1902

art.

CC).

En la práctica, cuando la negociación entre las partes ha progresado adecuadamente se inicia la due diligence. Con esta expresión inglesa se hace referencia a la investigación por uno o varios especialistas en los distintos aspectos de la operación de los riesgos económicos, financieros y jurídicos –las denominadas «contingencias»– que pueden existir para el comprador de la empresa o establecimiento mercantil o de la totalidad o de la mayoría del capital de la sociedad titular de esa empresa o de ese establecimiento. La due diligence exige obviamente la colaboración del vendedor, el cual suele designar a una o a varias personas –por lo general, empleados– para que atiendan la solicitud de información, de documentación y de aclaraciones por parte de aquéllos a quienes se hubiera encomendado la realización de esa tarea, que suele iniciarse mediante la presentación de uno o varios cuestionarios. La información obtenida se somete a confirmación por terceros (v.gr.: confirmación de saldos bancarios, de saldos de los principales clientes, etc.) –para lo que, naturalmente se requiere el consentimiento expreso del vendedor– y se coteja con la ofrecida por Registros y organismos públicos.

En esas negociaciones es posible que las partes firmen una «carta de intenciones» (letter of intent) o un «acuerdo de intenciones» (memorandum of understanding) o cualquier otro documento de denominación análoga o similar. En ocasiones, en caso de ruptura de las negociaciones, se plantea la duda de si esos documentos recogen o no un auténtico precontrato. Por regla general, estos acuerdos o cartas de intenciones son meros documentos privados en los que las partes –o una de ellas, con posterior aceptación de la otra en documento independiente– manifiestan la voluntad de negociar y alcanzar un contrato de compraventa de la empresa o establecimiento mercantil –o de las acciones o participaciones sociales en que se divide el capital de la sociedad titular de ese establecimiento– y establecen el objeto y las reglas de la negociación, así como los límites temporales para negociar. Se trata, pues, de un acuerdo de voluntades que se distingue, con absoluta claridad, tanto de la figura del precontrato, como del propio contrato que las partes intentan conseguir; y que, por tanto, genera como obligación esencial la de negociar de buena fe sobre ese objeto, conforme a esas reglas prefijadas y dentro del tiempo establecido (SSTS de 4 de julio de 1991 y 3 de junio de 1998). En algunos casos, estas «cartas» o estos «acuerdos de intenciones» pueden contener el precio de la operación, excluyendo la posibilidad de discusión sobre este extremo (binding clause), pero esta circunstancia no altera la anterior conclusión. En todo caso, es habitual que estas cartas de intenciones contengan una cláusula que excluya la vinculación de las partes a realizar necesariamente la operación, lo que facilita la determinación del alcance de los compromisos asumidos. Sin embargo, existen casos en los que, bajo esa misma denominación u otra semejante, se albergan figuras que en modo alguno pueden reconducirse al modelo descrito. No faltan supuestos, en efecto, en los que el acuerdo o memorandum de intenciones recoge un «acuerdo de principio» sobre el objeto del contrato y sobre el precio, aunque pendiente de desarrollo mediante la continuación de la negociación entre las partes. Ahora bien, el hecho de que exista acuerdo sobre el objeto y el precio no siempre significa que exista acuerdo sobre todos los aspectos esenciales del contrato. Con frecuencia, determinados aspectos (contingencias fiscales, posible incidencia del Derecho de la competencia, régimen de la distribución interna de las responsabilidades por la contaminación generada por la fábrica que se proyecta transmitir,

etc.) son de tanta importancia que en modo alguno puede afirmarse que el consentimiento para obligarse sea definitivo. Sea como fuere, cuando exista precontrato, el problema fundamental consiste en determinar cuáles son los efectos que produce. En realidad, el precontrato encierra una cuestión de interpretación de la voluntad de las partes por cuanto que no todos responden al mismo propósito ni reflejan la misma voluntad de las partes. A veces, las partes celebran un precontrato precisamente porque no quieren que se produzcan los efectos del contrato definitivo; otras, por el contrario, el precontrato es manifestación de la voluntad de quedar obligadas en el futuro, de modo tal que cada una de ellas tenga la facultad de determinar el momento de exigibilidad o de puesta en vigor del contrato definitivo. En el primer caso, la ruptura injustificada de las negociaciones genera la obligación de indemnización de los daños y perjuicios causados; en el segundo, la parte que pretenda la efectividad del contrato puede solicitar del juez o del árbitro –si existiera sumisión a arbitraje– que supla la voluntad del contratante renuente. Se comprende fácilmente el alto grado de conflictividad que tiene esta materia en la práctica mercantil. 7. LA UNIDAD DEL TÍTULO DE TRANSMISIÓN Partiendo de la unidad meramente funcional del establecimiento (v. Lección 4, apartado I.2), el vendedor no tiene por qué vender uno a uno los elementos del establecimiento al comprador, sino que el objeto de la compraventa es el establecimiento en cuanto tal. Se debe partir, pues, de la unidad del título: un único contrato de compraventa, y no una pluralidad de ellos. Por supuesto, para la validez del contrato basta el consentimiento de las partes: el contrato de compraventa del establecimiento mercantil es contrato consensual y no es menester observar formas especiales (

arts.

1258 CC y 51 C. de C.) ni requisito alguno de publicidad. Y esta afirmación es igualmente aplicable a los demás supuestos de transmisión inter vivos del establecimiento (permuta, aportación a sociedad, dación en pago, etc.). Pero, si el título es único, el modo o tradición –requisito necesario para la transmisión de la propiedad (art. 609.II CC)– es plural, es decir, que está en función de la naturaleza de cada uno de los elementos que componen el establecimiento. En efecto, para la

transmisión de los singulares bienes es preciso respetar las exigencias y las formas que la Ley establece respecto de cada uno de ellos. Si la compraventa se hace en escritura pública, el otorgamiento de ésta equivale a la entrega de todos y cada uno de los elementos del establecimiento (art. 1462.II CC). En otro caso, si entre los elementos constitutivos del establecimiento figuran materias primas, mercancías y otros bienes muebles será preciso que el vendedor ponga al comprador en poder y posesión de esos bienes ( art. 1462.ICC) o que le haga entrega de las llaves del establecimiento o del lugar donde se encuentren almacenados o guardados ( art. 1463CC); y si entre esos elementos figuran bienes inmuebles, bienes muebles registrables, derechos de propiedad intelectual o industrial o derechos de arrendamiento serán de necesaria observancia los requisitos legalmente establecidos para cada una de las respectivas transmisiones. La necesidad de cumplir estos requisitos, sin embargo, no empaña la validez del contrato consensual en que se enajene el establecimiento como un todo único, y, una vez prestado el consentimiento, las partes podrán compelerse recíprocamente a cumplir con aquellos requisitos exigidos por la Ley para la transmisión de los distintos bienes que lo integran ( 1279CC).

art.

8. LOS ELEMENTOS DEL CONTRATO DE COMPRAVENTA DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL Por lo que se refiere a los elementos personales del contrato, tanto vendedor como comprador serán generalmente empresarios individuales o sociedades mercantiles; pero esta cualidad no constituye condición necesaria. Es perfectamente imaginable, por ejemplo, un supuesto en el que una persona que ha heredado de otra un establecimiento mercantil sin actividad alguna y cerrado al público, lo vende a otra persona que desea iniciarse en la actividad mercantil precisamente mediante la explotación de este establecimiento; o el caso del empresario que se jubila y transmite el establecimiento a los trabajadores (que, por lo general, constituirán una sociedad laboral para que sea ésta la que efectúe la adquisición). Más dudas puede suscitar la materia relativa a la capacidad de las partes para proceder a la enajenación en los supuestos en que ha

de contarse con la naturaleza del establecimiento como bien ganancial o con la condición de menor del empresario. Si el establecimiento es ganancial, la enajenación requerirá el consentimiento de ambos cónyuges ( art. 1375 CC), salvo cuando ese establecimiento se haya constituido o adquirido con lo obtenido por uno de ellos en el ejercicio de la actividad empresarial (art. 6 C. de C.). Si la administración de los bienes gananciales se hubiera atribuido a uno solo de los cónyuges por ministerio de la Ley o por decisión judicial, la enajenación del establecimiento mercantil requerirá autorización judicial (art. 1389.II CC). Si el establecimiento pertenece a menor no emancipado o a incapacitado, la enajenación exigirá la concurrencia de causa de necesidad o de utilidad y la autorización del juez del domicilio del menor, con audiencia del Ministerio Fiscal (arts. 166.I y 271-2º CC). Si el establecimiento pertenece a menor emancipado, la enajenación exige consentimiento de los padres y, a falta de ambos, del curador (

art. 323CC).

Cuando el titular del establecimiento sea una sociedad mercantil –y, en particular, una sociedad anónima o de responsabilidad limitada–, es tema debatido el de si la transmisión exige acuerdo de la junta general de socios o si, por el contrario, decidir la transmisión pertenece a la esfera de competencia propia de los administradores. En la enumeración de las materias que son competencia de la junta, se incluyen la adquisición, la enajenación o la aportación a ototra sociedad de «activos esenciales» [

art.

160, letra f), LSC, en la redacción dada por la Ley 31/2014, de 3 de diciembre], presumiéndose el carácter esencial del activo cuando el importe de la operación supere el veinticinco por ciento del valor de los activos que figuren en el último balance aprobado. De esta forma, cuando el valor del establecimiento que se pretenda transmitir supere dicho porcentaje, se presumirá su carácter esencial y la competencia para acordar su transmisión corresponderá a la junta. Sin embargo, nada obsta a que, cuando el valor del establecimiento cuya transmisión se pretende no supere el porcentaje anterior, la competencia también corresponda a la junta. En tales casos, sin embargo, el carácter esencial del activo (i.e., del establecimiento) deberá acreditarse. Por lo que se refiere a los elementos objetivos, la compraventa tiene como objeto el establecimiento como conjunto de bienes y de

servicios. Las partes pueden, no obstante, transmitir y adquirir respectivamente un único establecimiento, conservando el transmitente el resto de los que integran la empresa; y pueden también excluir de la transmisión algunos bienes integrados en el único establecimiento objeto del contrato, siempre y cuando no se destruya con ello la capacidad funcional del establecimiento por tratarse de elementos esenciales. En otro caso, lo que se transmitiría no sería un establecimiento como unidad compleja, sino una serie de elementos inertes, desconectados entre sí. El precio puede estar determinado en el contrato, ser determinable (pactándose el modo de la determinación o la persona que lo determine, que, por lo general, será un auditor) o tener una parte determinada y otra determinable ( arts. 1447 a 1449CC). En la práctica es muy frecuente que una parte del precio esté en función del inventario a realizar, del simple recuento de las mercancías o del resultado de la due diligence. Aunque en la mayoría de los casos la due diligence se lleva a cabo durante el período de negociaciones –cuando éstas ya han avanzado–, en otros esa labor de investigación y revisión o, al menos, una parte significativa de ella se desarrolla cuando ya la transmisión ha tenido lugar (dejando pendiente de pago una parte del precio pactado). De otro lado, en nada afecta a la unidad de la compraventa el hecho de que el precio se haya calculado elemento por elemento, y que así se especifique en el propio contrato con expresión de la cantidad correspondiente a cada uno de ellos. 9. LAS OBLIGACIONES DE LAS PARTES EN EL CONTRATO DE COMPRAVENTA DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL Como sucede en el contrato de compraventa, en la de establecimiento las obligaciones fundamentales del vendedor son la obligación de entrega del establecimiento y la obligación de saneamiento. La entrega del establecimiento implica, desde luego, la de los singulares elementos que lo integran. Esos elementos se describen, por lo general, en el contrato o se relacionan en un inventario anejo (v., respecto de la aportación del establecimiento a una sociedad, el art. 133.1 RRM). En algunas ocasiones, las partes acuerdan que el inventario se realice con posterioridad a la compraventa, bien por ambas partes de común acuerdo, bien por alguna de ellas, bien –lo que suele ser la solución preferida– por un profesional independiente. En tales casos, el inventario cumple una

función especificadora de los elementos del establecimiento objeto de la compraventa. Cuando, por el contrario, no se describen o relacionan en el contrato los elementos o no se ha previsto que un tercero confeccione el inventario, suele ser alto el grado de conflictividad entre las partes en orden a qué elementos integran el establecimiento especialmente cuando sólo se transmite uno de los que integran la empresa. Como el valor del establecimiento incluye también el de la organización como cualidad inseparable del mismo, la obligación de entrega del vendedor no se agota con la entrega o puesta a disposición de los distintos elementos integrantes de aquél, sino que comprende también la obligación de situar al adquirente en condiciones de utilizar y explotar esa organización y el crédito del establecimiento respecto de la clientela. No es suficiente con la entrega; el vendedor tiene respecto del comprador específicas obligaciones de colaboración: por un lado, el vendedor tiene la obligación de informar lealmente al comprador sobre la organización interna del establecimiento y sus posibilidades de actuación en el mercado, y, por otro, debe abstenerse de realizar actos que ocasionen o sean susceptibles de ocasionar una captación de la clientela. Sobre el vendedor pesa, pues, una obligación de no competencia, como medio indirecto para no destruir la organización y la clientela ( arts. 1258 CC y 57 C. de C.; STS de 9 de mayo de 2016, en un caso de compraventa indirecta del establecimiento, y STS de 6 de abril de 1988, en un caso de arrendamiento parcial de establecimiento). Pero esta obligación tiene sus límites. Así sucede, en efecto, porque no puede ser entendida en términos tan amplios que prácticamente impidan al transmitente toda posibilidad de actuación comercial. Existe un límite objetivo, un límite geográfico y un límite temporal. Por virtud del primero, el vendedor no puede ejercer actividad empresarial del mismo o análogo género que la que constituye el giro y tráfico del establecimiento vendido. Por virtud del segundo –es decir, del límite geográfico–, el vendedor puede abrir un establecimiento o continuar la explotación del que ya disponía en municipio distinto a aquél en que radica el establecimiento enajenado. Y, en fin, el límite temporal significa que esa prohibición de competencia desaparece una vez que haya transcurrido el tiempo prudencial necesario (que será distinto en cada caso) para que el comprador consolide la clientela, haya o no obtenido este resultado. Por excepción, existirán supuestos en que esta obligación negativa del vendedor haya sido

excluida expresamente por las partes o en los que, por distintas circunstancias, no resulte exigible al vendedor (así sucede cuando éste sea titular de varios establecimientos en la misma localidad dedicados al mismo giro y tráfico del establecimiento que vende, y así sucede también en los casos de transmisión forzosa). El vendedor de un establecimiento está sometido también a la obligación de saneamiento por evicción y por vicios ocultos ( arts. 1474 y ss. CC), tanto si la evicción o los vicios afectan a la totalidad como si afectan a alguno de los elementos esenciales para su normal explotación. También procederá el saneamiento individualizado de aquellos elementos del establecimiento vendido que sean de importancia por su valor patrimonial ( y 66.2

arts. 1532CC

LSC).

En la práctica, sin embargo, los contratos de compraventa de establecimientos o empresas –o de la totalidad o de la mayoría de las acciones o participaciones de sociedades titulares de tal clase de bienes– suelen contener determinadas «manifestaciones» y «garantías», que amplían sensiblemente los medios de tutela del comprador. Las «manifestaciones» –que suelen tener el más variado contenido (realidad de los estados financieros, situación de los libros obligatorios, situación fiscal, regularidad y suficiencia de las licencias y autorizaciones administrativas, etc.)– tratan de establecer los «presupuestos» en base a los cuales el comprador ha formado la voluntad de comprar, desplazando así sobre el vendedor los efectos de la inexactitud o de la falsedad de esos datos: el vendedor que formula determinadas «manifestaciones» garantiza al comprador que los datos en ellas contenidos o los documentos a los que las mismas se refieren son reales y veraces, de modo tal que, si esos datos no se corresponden con la realidad, habrá «no conformidad» de la empresa adquirida, pudiendo el comprador resolver el contrato de compraventa ( art. 1124CC y STS 30 de junio de 2000; v. también, sin embargo, STS de 20 de noviembre de 2008), con indemnización de daños y perjuicios ( art. 1101CC). Al igual que las «manifestaciones», las «garantías» tienen un contenido heterogéneo. Así, por ejemplo, el comprador, si ya ha pagado íntegramente el precio, suele exigir una garantía (por lo general, un aval a primer requerimiento) para cubrir futuras contingencias.

La obligación esencial del comprador es la de pagar el precio. En la práctica es frecuente que el comprador retenga parte del precio hasta que se realice el inventario o se practique una auditoría o se complete la due diligence o hasta que desaparezca el riesgo de determinadas contingencias (fiscales, laborales). Si el precio está pendiente de pago, total o parcialmente, es habitual que la cantidad correspondiente se deposite en poder de un tercero –por lo general, una entidad de crédito–, determinándose minuciosamente que la cantidad depositada deberá entregarse al vendedor en los plazos fijados, si no se producen determinadas contingencias (v.gr.: inspecciones o actas tributarias, reclamaciones de terceros dañados por productos defectuosos, expedientes de la Administración pública por daños al medio ambiente, etc.), o devolverse al comprador en caso contrario. Existen también casos en los que el «comprador» no se obliga a pagar y no paga precio alguno por el establecimiento, sino que se pacta que el «vendedor», además de obligarse a entregar el establecimiento mercantil, se obliga también a entregar al «comprador» una suma de dinero a determinar por auditor o por experto independiente, para equilibrar así el déficit que eventualmente resulte de la auditoría o de la due diligence. En tales supuestos, el contrato no puede ser calificado, en rigor, como de compraventa. 10. LA APORTACIÓN DE ESTABLECIMIENTO MERCANTIL La empresa o el establecimiento también pueden ser objeto de aportación a una sociedad mercantil, sea en el momento de constituirse la sociedad, sea en momento posterior con ocasión de una operación de aumento del capital social con cargo a esta aportación no dineraria. El titular de la empresa puede aportar a la sociedad la totalidad de los establecimientos de su titularidad; puede aportar uno o varios, conservando la titularidad de los demás; y puede, en fin, aportar, simultánea o sucesivamente, varios establecimientos a dos o más sociedades (por ej., constituyendo tantas sociedades como establecimientos). En la escritura deben describirse los bienes y derechos registrables que integran el establecimiento, mientras que es suficiente que los demás bienes se relacionen en un inventario, que se incorporará como anejo a dicha escritura. En todo caso, es necesario indicar el valor del conjunto (

arts. 133y

190.1

RRM). La aportación

se entiende realizada a título de propiedad, salvo que expresamente se estipule de otro modo ( art. 60 LSC). Si lo fuera a una sociedad anónima, la aportación del establecimiento debe ser objeto de un informe por parte de experto independiente nombrado por el Registrador mercantil a fin de verificar la realidad, la composición y el valor de esa aportación, como medio de defensa del capital social. En el informe el experto deberá describir los elementos de que se compone el establecimiento, determinar si son o no adecuados los criterios de valoración utilizados por los administradores de la sociedad y pronunciarse acerca de si existe correspondencia entre el valor de dicho establecimiento y el número y el valor nominal –y, en su caso, la prima de emisión– de las acciones a emitir como contrapartida ( art. 67LSC). El informe se incorporará como anejo a la escritura de constitución o de aumento del capital social, depositándose una copia autenticada en el Registro Mercantil al presentar a inscripción dicha escritura ( 71LSC).

art.

Si la aportación del establecimiento se efectuara a sociedad de capital, el aportante queda obligado al saneamiento del conjunto, si el vicio o la evicción afectasen a la totalidad o alguno de los elementos esenciales para la normal explotación, y al saneamiento individualizado de aquellos otros elementos del establecimiento que sean de importancia por su valor patrimonial ( art. 66.1LSC y Ress. DGRN de 23 de febrero y 18 de junio de 1998). En el caso de que el «valor razonable» del establecimiento mercantil objeto de aportación se hubiera determinado ya por experto independiente dentro de los seis meses anteriores a la fecha de la realización efectiva de la aportación y ese «valor razonable» no hubiera experimentado variaciones sustanciales, es posible prescindir de un nuevo informe emitido por experto independiente [art. 69, letra b), LSC]. En ese supuesto los administradores de la sociedad deben emitir un informe sustitutivo, con el contenido establecido por la Ley (

art. 70LSC).

III. EL ARRENDAMIENTO Y EL USUFRUCTO DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL

11. EL ARRENDAMIENTO DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL En el Derecho español, el arrendamiento de establecimiento mercantil carece de regulación legal, por lo que queda sometido a las disposiciones generales del Código Civil ( arts. 1542 y ss. CC; SSTS de 18 de marzo de 2009 y de 25 de marzo de 2011), las cuales tienen carácter dispositivo. Sólo el Derecho foral navarro cuenta con una norma en la que, con carácter dispositivo, se regulan algunos de los aspectos más relevantes del arrendamiento del establecimiento (Ley 596 de la Compilación del Derecho Civil Foral de Navarra, aprobada por Ley 1/1973, de 1 de marzo). Por la naturaleza misma del objeto arrendado (un conjunto de cosas y de servicios productivos), el arrendamiento de establecimiento mercantil es un arrendamiento especial, muy distinto del arrendamiento de cosas concretas y determinadas que constituye el modelo contemplado por el Código Civil. Por esta razón, las normas de este cuerpo legal sólo pueden ser aplicadas al contrato que nos ocupa con una cierta flexibilidad o amplitud, es decir, con un modo de proceder que permita su adaptación a las peculiares exigencias de esta figura jurídica. De ahí la conveniencia de que las partes, en uso de la autonomía de la voluntad, determinen convencionalmente, con minuciosidad, el régimen aplicable al arrendamiento. El establecimiento mercantil puede ser objeto de arrendamiento aunque no se haya explotado (SSTS de 14 de febrero de 1954, 27 de abril y 11 de octubre de 1966 y 4 de mayo y 6 de octubre de 1983) o, aunque en el momento de concluir el contrato, el ejercicio de la actividad empresarial a través de ese establecimiento se encuentre suspendida temporalmente (SSTS de 15 de noviembre de 1984 y 13 de diciembre de 1990). En todo caso, es necesario que el establecimiento pueda ser utilizado por el arrendatario para el ejercicio de la actividad empresarial que se hubiera especificado en el contrato de arrendamiento. Así, por ejemplo, si en la parte expositiva del contrato se hubiera manifestado que el establecimiento contaba con la pertinente licencia de apertura, la falta de esa licencia (o la existencia de otra distinta de la que es necesaria) es causa de resolución del arrendamiento (SSTS de 13 de enero de 1989, 27 de septiembre de 1990, 3 de noviembre de 1993 y 24 de enero de 2002); y, del mismo modo, también por ejemplo, el arrendamiento de un restaurante puede resolverse por

el arrendatario si los estatutos de la comunidad de propietarios en los que radica el local que sirve de base a ese establecimiento no permiten la instalación de cocina ni de campana extractora de humos (STS de 15 de octubre de 2002). El arrendamiento del establecimiento se distingue del arrendamiento del local (o, según terminología de la LAU, del «arrendamiento para uso distinto del de vivienda») en el que dicho establecimiento se encuentra instalado: mientras que en este último el objeto del arrendamiento es el local, en el arrendamiento del establecimiento lo que se arrienda es el negocio. En estos arrendamientos –que se suelen denominar de «industria» (por ser ésta la terminología de la derogada LAU) o de negocio–, lo cedido es «un todo patrimonial autónomo» en el que, además del local, figuran los elementos necesarios para el ejercicio de una actividad empresarial (SSTS de 20 de septiembre de 1991 y 21 de febrero de 2000; sobre la inaplicabilidad de la LAU a los arrendamientos de industria, STS de 21 de febrero de 2015). También pertenecen a la categoría del arrendamiento del local los denominados «arrendamientos de centros de negocios», en los que el objeto del arriendo son uno o varios espacios amueblados, destinados a servir de despachos o de consultorios, teniendo derecho el arrendatario, en las condiciones que se establezcan, a domiciliar las actividades en dicho lugar, a utilizar los servicios de teléfono y de telefax, las fotocopiadoras y los ordenadores que el arrendador pone a su disposición, siendo de cuenta del arrendador el pago del personal común del centro y del servicio de limpieza. La existencia de estas prestaciones accesorias no desnaturaliza el contrato, que sigue siendo básicamente un arrendamiento de local. Por lo que se refiere a las obligaciones de las partes, el arrendador tiene la obligación de entregar el establecimiento en buen estado de funcionamiento, la de hacer las reparaciones necesarias en los elementos de que se compone y la de mantener al arrendatario en el uso pacífico del mismo ( art. 1554CC). Si en todo arrendamiento es esencial que el arrendador mantenga al arrendatario en el goce pacífico de la cosa arrendada, en el de establecimiento mercantil las exigencias de la buena fe ( arts. 1258CC y 57 C. de C.) impiden que con posterioridad a la entrega pueda el arrendador desplegar actividades que perturben el buen desarrollo de la empresa del arrendatario, y, muy especialmente,

aquellas actividades que puedan ocasionar una desviación de la clientela del establecimiento arrendado. De ahí que la prohibición de hacer competencia al arrendatario deba reputarse inherente a estos arrendamientos en los mismos términos que en el contrato de compraventa del establecimiento mercantil, siempre que no se pacte lo contrario (v. STS de 6 de abril de 1988), si bien, el límite temporal de esta prohibición será el de la duración del arrendamiento. El arrendatario está obligado al pago de la renta convenida y a utilizar el establecimiento destinándolo a la actividad pactada y, en defecto de pacto, a la que se infiera de la naturaleza de dicho establecimiento ( art. 1555CC). La renta puede consistir en una cantidad determinada o pactarse que, además de una cantidad fija, el arrendatario pague al arrendador una cantidad variable en función de la cifra de negocios o en función de cualquier otro parámetro. El arrendatario no puede modificar el destino del negocio, y debe procurar mantener su normal capacidad productiva y que no desmerezcan por falta de uso los elementos que lo integran. El arrendatario del establecimiento mercantil no tiene derecho de adquisición preferente en caso de que el arrendador venda el establecimiento a un tercero (STS 18 de marzo de 2009). El contrato se extingue por las causas generales. De modo principal, por el transcurso del tiempo (STS de 24 de mayo de 1993) –si bien cabe tácita reconducción ( art. 1566CC; STS de 20 de septiembre de 1991)–, por el mutuo acuerdo de las partes, por resolución en caso de incumplimiento, sea del arrendador (como, por ej., en caso de cierre del establecimiento por resolución judicial o administrativa por no tener el establecimiento las licencias necesarias: SSTS de 3 de noviembre de 1993 y 24 de enero de 2002), sea del arrendatario. Extinguido el contrato, el arrendatario deberá devolver el establecimiento tal como lo recibió ( art. 1561CC). Ciertamente, algunos de los elementos que componían el establecimiento en el momento de pactarse el arrendamiento –así, las mercaderías– habrán sido enajenados por el arrendatario en el ejercicio de su actividad empresarial; pero, para cumplir con la obligación de devolución, deberá figurar en el establecimiento otro tanto de la misma especie y calidad.

12. EL USUFRUCTO DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL Sobre el establecimiento mercantil puede constituirse un derecho real de uso y disfrute. El usufructo del establecimiento mercantil no es frecuente en la realidad española, salvo en los casos de la pequeña empresa cuando el empresario individual lega al cónyuge viudo el usufructo sobre la totalidad de la herencia de la que forma parte una empresa o un establecimiento (ampliando así el derecho legal del cónyuge al usufructo del tercio destinado a mejora: v. art. 834 CC). Entre los usufructos especiales, el Código Civil no contiene norma alguna sobre esta modalidad, que plantea muchas y muy delicadas cuestiones. Antes de entrar en la posesión del establecimiento, el usufructuario tiene obligación de hacer inventario de los bienes y derechos que lo integran, obligación que debe cumplir con citación del nudo o de los nudos propietarios (art. 491-1º CC), así como la de prestar fianza (art. 491-2º CC), salvo que el constituyente del usufructo le hubiera dispensado de esas obligaciones «cuando de ello no resultare perjuicio a nadie» ( art. 493CC), lo que habrá que apreciar caso por caso. Si el usufructuario no prestase fianza, el nudo propietario puede retener el establecimiento, «en calidad de administrador», con la obligación de entregar al usufructuario las ganancias líquidas, deduciendo las cantidades que correspondan a la retribución por esa administración, que se fijará de común acuerdo o, en su defecto, por el juez (art. 494.III CC). El hecho de que en el momento de constitución del usufructo no se prestara la fianza no significa dispensa de esta obligación. En todo caso la fianza debe prestarse por el valor del establecimiento en usufructo, cualquiera que sea el momento de la prestación (STS de 4 de julio de 2006). El usufructuario tiene el derecho pero también el deber de ejercitar en ese establecimiento la misma actividad que venía desarrollando el constituyente del usufructo, sin modificar el nombre comercial con el que el anterior titular realizaba el giro y tráfico y sin modificar las características del establecimiento («su forma y sustancia»), salvo que el título de constitución autorizase otra cosa ( art. 467CC), percibiendo las ganancias que el ejercicio de esa actividad produzca ( arts. 471, 472y 474CC). Ese deber de explotación puede realizarse bien directamente por el usufructuario

–es decir, por el usufructuario personalmente o por un gerente o factor–, bien por un tercero: el usufructuario, en efecto, puede enajenar el derecho de usufructo sobre el establecimiento y puede también arrendar el establecimiento, si bien estos contratos se extinguirán simultáneamente con el usufructo ( art. 480CC). En caso de «menoscabo» del establecimiento por culpa o negligencia del adquirente del derecho de usufructo o del arrendatario, el usufructuario será responsable frente al nudo propietario ( art. 498CC). Naturalmente, los gastos ordinarios que comporte la explotación del establecimiento por el usufructuario serán de cargo de éste. Ahora bien, en el establecimiento mercantil coexisten bienes que es menester conservar durante toda la duración del usufructo (v.gr.: el local, las marcas, etc.) y otros que, o bien tienen una vida limitada (v.gr.: una furgoneta para reparto), o bien están destinados a consumirse (como las materias primas) o a la enajenación (los productos, en caso de establecimiento industrial, y las mercancías, en caso de establecimiento comercial). Respecto de los primeros, el usufructuario tiene el deber de conservación con la diligencia de un buen empresario (v. art. 497CC), estando obligado a indemnizar al propietario, al extinguirse el usufructo, por el «deterioro» que hubieran sufrido por su dolo o negligencia ( art. 481CC); y, respecto de los segundos, tiene la facultad de disposición y el correlativo deber de que, al finalizar el usufructo, existan en el establecimiento otros tantos de la misma especie y calidad, salvo que prefiera satisfacer el precio corriente de los mismos a la fecha en que esa extinción se produzca (

art. 482CC).

Durante el usufructo, el usufructuario tiene la obligación de poner en conocimiento del nudo propietario cualquier acto de un tercero de que tenga noticia que sea susceptible de afectar a la composición o a la capacidad productiva del establecimiento (v.gr.: la utilización de la marca por un tercero sin título alguno para ello); y, si no lo hiciere, responderá frente al nudo propietario de los daños y perjuicios causados «como si hubieran sido ocasionados por su culpa» ( art. 511CC).

El usufructo no se extingue por el «mal uso» del establecimiento mercantil, que ocasione una pérdida de valor; pero, si el quebranto fuera «considerable», el nudo propietario tiene derecho a solicitar la entrega del establecimiento, obligándose a pagar anualmente al usufructuario las ganancias líquidas, con deducción de las cantidades que correspondan al nudo propietario por la administración efectuada ( art. 520CC). En todo caso, extinguido el usufructo por muerte del usufructuario, por expiración del plazo por el que se hubiera constituido o por cualquier otra causa (v. art. 513CC), el establecimiento debe entregarse al propietario (art. 522), facilitándole toda la información necesaria para que pueda continuar sin interrupción el ejercicio de la actividad mercantil desarrollada por el usufructuario.

Lección 6

La contabilidad (I). Introducción. El deber de contabilidad. El secreto contable. La contabilidad como medio de prueba Sumario: •







I. Introducción o 1. Las funciones de la contabilidad o 2. El derecho contable II. El deber de contabilidad o 3. El deber de contabilidad o 4. Libros obligatorios y libros potestativos o 5. La llevanza de los libros de contabilidad o 6. El valor jurídico de los asientos contables o 7. El deber de conservación o 8. La inobservancia de las normas legales en materia de contabilidad III. El secreto contable y sus excepciones o 9. El secreto contable o 10. Las excepciones al secreto contable IV. La contabilidad como medio de prueba o 11. La comunicación y la exhibición de la contabilidad o 12. La eficacia probatoria de la contabilidad

I. INTRODUCCIÓN

1. LAS FUNCIONES DE LA CONTABILIDAD La contabilidad constituye un poderoso instrumento de organización y gestión al servicio del empresario. El ejercicio de una actividad empresarial como actividad organizada y planificada que persigue la obtención de una ganancia racionalmente calculada o, al menos, que los ingresos sean suficientes para la cobertura de los gastos nunca podría conseguir esos resultados sin la llevanza por el empresario de una contabilidad escrita que posibilite conocer, día a día, la marcha de las operaciones, la situación de los negocios y el rendimiento de los mismos. Además, la contabilidad permite al empresario individual y a los administradores de las sociedades mercantiles tomar correctas decisiones de gestión, previniendo

adecuadamente sus consecuencias económicas sobre el patrimonio. Sin una contabilidad regular no es posible dar pasos seguros en el terreno movedizo de los negocios. Pero la contabilidad no sólo cumple esta función interna o técnica al servicio del interés del propio empresario o sociedad mercantil. Al lado de esta función –que es la que primero aparece en el curso de la historia–, la contabilidad ha ido asumiendo una función externa, que es propiamente la que interesa al Derecho, en la medida en que la llevanza de los libros contables satisface también exigencias de terceros. De un lado, la contabilidad interesa a los socios (en el caso de que el empresario sea sociedad mercantil) y a los acreedores, que necesitan contar con la garantía de una gestión ordenada; de otro, la contabilidad también está al servicio del interés público. Al Estado le importa conocer, por razones fiscales y de otro tipo (v.gr.: subvenciones o ayudas públicas) la marcha de la empresa y los resultados de la actividad económica. Y ese interés público se manifiesta también con toda intensidad en caso de concurso de acreedores, situación en la que el examen de la contabilidad es fundamental para la determinación del activo y del pasivo, así como para la eventual depuración de responsabilidades. Éstas son las razones que condujeron a declarar obligatoria la contabilización diaria de las operaciones mercantiles y a regular esta materia con normas jurídicas de carácter necesario. Y es que, en efecto, la contabilidad debe considerarse no sólo como un método para la medición de los resultados económicos de una actividad empresarial, sino como un completo sistema de información que refleja todas las vicisitudes económicas de la empresa. Naturalmente, la contabilidad no crea una realidad patrimonial, pero sí informa sobre ella; y el Derecho atribuye a esa información importantes consecuencias jurídicas que afectan a los intereses de terceros. De ahí la necesidad de que la contabilidad se elabore de acuerdo con unas normas que garanticen que la información contenida en ella sea comprensible, relevante, fiable, comparable y oportuna. La satisfacción simultánea de estas dos funciones de la contabilidad del empresario, la función interna o técnica y la función externa o jurídica, explica que el modo de llevanza de la contabilidad no pueda quedar al arbitrio del empresario individual o de los administradores de la sociedad mercantil, y explica también que el secreto de la contabilidad no tenga carácter absoluto. Al empresario

le interesa obviamente que la contabilidad se lleve de la mejor manera posible y le interesa igualmente mantenerla secreta para que los terceros no accedan al conocimiento de sus técnicas comerciales y de gestión y de la situación de sus negocios; pero la trascendencia externa de la contabilidad justifica la existencia de normas legales en materia de forma y contenido de la contabilidad, y que el Derecho prevea los casos en que procede el acceso por parte de terceros a los libros de contabilidad de ese empresario. 2. EL DERECHO CONTABLE A) El Código de Comercio de 1829 ya contenía un detallado régimen jurídico de la contabilidad de los comerciantes (arts. 32 a 55), exigiendo que fuera llevada en determinados libros obligatorios que previamente debían ser legalizados por el Juzgado de Primera Instancia del lugar del domicilio del comerciante. El Código de Comercio de 1885 conservaba sustancialmente el régimen jurídico precedente, en el que introducía pequeñas modificaciones (arts. 33 a 49). Estas normas hubieron de ser modificadas para adaptarlas a una realidad muy distinta a la del siglo XIX. Así, la Ley 16/1973, de 21 de julio, ya modificó considerablemente las disposiciones sobre contabilidad del Código de Comercio, suprimiendo el carácter obligatorio de la llevanza de algunos de los libros tradicionales (como el Libro Mayor o el Libro copiador de cartas y telegramas) y posibilitando la mecanización contable al autorizar la realización de asientos y anotaciones sobre hojas que después debían ser encuadernadas. B) Más importante, sin embargo, ha sido la transformación del Derecho contable español experimentada como consecuencia de la adhesión de España a la Comunidad Económica Europea y la incorporación de las Directivas en materia de contabilidad de sociedades [la Directiva 78/660/(CEE), de 25 de julio de 1978, sobre las cuentas anuales de determinadas formas de sociedad, y la

Directiva 83/349/(CEE), de 13 de junio de 1983, relativa a las

cuentas consolidadas, refundidas actualmente en la

Directiva

34/2013/(UE)], por obra de la Ley 19/1989, de 25 de julio, sobre Reforma Parcial y Adaptación de la Legislación Mercantil a las Directivas de la Comunidad Económica Europea en materia de

Sociedades (arts. 25 a 49 C. de C.). La modificación parcial de esas Directivas por otras posteriores [

Directivas 90/604/(CEE) y

90/605/(CEE), de 8 de noviembre de 1990] también ha sido incorporada al Derecho español (disp. adic. 1ª y 2ª de la Ley 2/1995, de 23 de marzo). Aunque todas estas Directivas se referían al Derecho contable de las sociedades de capital, el Derecho español, al incorporarlas, ha generalizado algunas de sus normas a todos los empresarios, individuales y sociales, incluyéndolas en el Código de Comercio (arts. 34 y ss.). C) Ahora bien, el proceso de globalización económica ha impuesto a las sociedades mercantiles la necesidad de alcanzar un alto grado de comparabilidad en la información financiera que facilitan a socios y a terceros. De ahí que en el año de 1995 la Comisión Europea anunciase un cambio de estrategia contable, que consistía en la persecución de la armonización contable internacional mediante la incorporación al acervo comunitario de las entonces denominadas Normas Internacionales de Contabilidad. En la comunicación de la Comisión de 13 de junio de 2000 se definía con rigor esa nueva estrategia comunitaria que consistía, en suma, en el abandono del procedimiento tradicional de armonización contable europeo, y la correlativa adopción por los Estados de la Unión de los estándares internacionales que se denominan ahora Normas Internacionales de Información Financiera (NIIF) y que resultan definidos con sus interpretaciones por un organismo privado de carácter internacional: el International Accounting Standards Board (IASB; antes, IASC). La nueva estrategia de información financiera de la Unión Europea ha tenido su reflejo normativo en la aprobación, entre otras, de la Directiva 2001/65/(CE) del Parlamento Europeo y del Consejo de 27 de septiembre de 2001 por la que se modifican las Directivas 78/660/(CEE), 83/349/(CEE) y 86/635/(CEE) en lo que se refiere a normas de valoración aplicables en las cuentas anuales consolidadas de determinadas formas de sociedad, así como de los bancos y otras entidades financieras, más conocida como Directiva del «valor razonable»; y del Reglamento (CE) número 1606/2002 del Parlamento Europeo y del Consejo de 19 de julio de 2002 relativo a la aplicación de las normas internacionales de contabilidad, más conocido como Reglamento de aplicación de las

Normas Internacionales de Contabilidad. En este Reglamento, se recoge el compromiso de la Unión de adoptar las normas contables internacionales emitidas por el IASB. El Reglamento [que ha sido modificado por el

Reglamento (CE) 297/2008 y que se

complementa con el Reglamento (CE) 1126/2008, en el que se recogen las distintas normas internacionales de contabilidad que se han adoptado por la Comunidad Europea] es de aplicación obligatoria para la formulación de las cuentas anuales consolidadas de las sociedades cuyos valores, en la fecha de cierre de balance, hayan sido admitidos a cotización en un mercado regulado de cualquier Estado miembro. Pero este Reglamento 1606/2002 permitía que los Estados miembros exigieran a las sociedades que las cuentas anuales –individuales o consolidadas– se elaborasen conforme a esas Normas Internacionales de Contabilidad, aunque no se tratase de sociedades cotizadas (art. 5). Y ésta ha sido precisamente la opción seguida en el Derecho interno por la muy importante Ley 16/2007, de 4 de julio, de reforma y adaptación de la legislación mercantil en materia contable para su armonización internacional con base en la normativa de la Unión Europea, mediante la cual se modificaron sustancialmente las líneas maestras del Derecho contable español, dando nueva redacción a la sección segunda del Título III del Libro I del Código de Comercio (arts. 34 a 49). Esta Ley contiene un conjunto de normas legales esenciales, que combina con una muy amplia delegación reglamentaria para la regulación de los aspectos de técnica contable (disp. final 1ª), indispensable para facilitar la adaptación de la normativa a la coyuntura económica y social de cada momento. En ejecución de esa delegación, el Gobierno ha aprobado el Plan General de Contabilidad (RD 1514/2007, de 16 de noviembre) y el Plan General de Contabilidad de pequeñas y medianas empresas (

RD 1515/2007, de 16 de noviembre) que han sido

objeto de modificaciones posteriores ( septiembre; y

RD 1159/2010, de 17 de

RD 602/2016, de 2 de diciembre).

Por su parte, el Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas ha dictado una importante Resolución, con fecha de 5 de marzo de 2019 (BOE, núm. 60, de 11 de marzo), que tiene por objeto

desarrollar los criterios de presentación de los instrumentos financieros en las cuentas anuales de las sociedades de capital, y aclarar las implicaciones contables derivadas de la regulación contenida en el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital y en la Ley de Modificaciones Estructurales (art. 1). Dicha resolución es obligatoria para todas aquellas sociedades de capital que apliquen el Plan General de Contabilidad y el Plan General de Contabilidad de Pequeñas y Medianas Empresas (art. 2). II. EL DEBER DE CONTABILIDAD

3. EL DEBER DE CONTABILIDAD La Ley impone a todo empresario, sea persona natural o jurídica, la llevanza de «una contabilidad ordenada», que, además, tiene que ser «adecuada a la actividad de su empresa» (art. 25.1 C. de C.). Se trata de un deber legal que no conoce excepciones: cualesquiera que sean las dimensiones de la empresa y cualquiera que sea el sector económico en el que se desarrolle la actividad empresarial, el empresario debe llevar una contabilidad. Al regular este deber legal, el Código de Comercio establece dos exigencias que ineludiblemente la contabilidad tiene que cumplir. En primer lugar, tiene que ser ordenada. En rigor, no hay contabilidad sin orden. Si la contabilidad es desordenada no será posible lograr ese doble fin que la propia Ley trata de conseguir con la imposición del deber: el «seguimiento cronológico de todas sus operaciones y la elaboración periódica de balances e inventarios» (art. 25.1 C. de C.). En segundo lugar, la contabilidad tiene que ser adecuada a la actividad de la empresa. La adecuación se refiere tanto a la dimensión de la empresa como al género de actividad que desarrolla. En el primer sentido, porque no es la misma la contabilidad que tiene que llevar un pequeño empresario que la que es propia de una sociedad mercantil de considerables dimensiones. En los últimos años se ha tratado de profundizar en esta distinción. A) De una parte, en las normas de contabilidad para las pequeñas y medianas empresas, que son aquéllas que, durante dos ejercicios consecutivos, cumplan dos de los tres siguientes criterios cuantitativos: que el total de las partidas del activo no supere los cuatro millones de euros, que el importe neto de su cifra anual de negocios no supere los ocho millones euros, y que el número medio

de trabajadores empleados durante el ejercicio no sea superior a cincuenta (

art. 2.1

RD 1515/2007, en la redacción dada por

el RD 602/2016). No obstante, a pesar de concurrir los requisitos cuantitativos señalados, no podrán utilizar la contabilidad simplificada las empresas que hayan emitido valores cotizados, las que formen parte de un grupo que deba formular cuentas consolidadas, las que utilicen una moneda funcional distinta del euro y las entidades financieras que capten fondos del público ( art. 4.2RD 1515/2007). B) De otra parte, en las normas de contabilidad para las denominadas «microempresas», definidas como aquellas empresas que durante dos ejercicios consecutivos, reúnan y mantengan a la fecha de cierre de cada uno de ellos, al menos dos de las tres circunstancias siguientes: que el total de las partidas del activo no sea superior al millón de euros, que el importe neto de la cifra anual de negocios no sea superior a los dos millones de euros, y que el número medio de trabajadores empleados durante el ejercicio no sea superior a diez ( 1515/2007).

art. 4.1RD

En el segundo sentido, el sector económico en el que opere el empresario afecta también a la contabilidad que debe llevar. La dimensión de la empresa y el sector económico son, pues, los principales parámetros a tener en cuenta para conseguir que la contabilidad cumpla con esta exigencia legal. Pero, además, respecto de las entidades mercantiles sometidas a regímenes especiales de supervisión administrativa (entidades de crédito, entidades de seguros, sociedades y agencias de valores, etc.) existe una amplia normativa legal y reglamentaria mediante la cual se pretende hacer efectiva la exigencia de la adecuación a la actividad desarrollada. De estas exigencias legales de orden y adecuación se deduce que, cuando un empresario individual o una sociedad mercantil se dediquen a distintas actividades empresariales o tengan distintos establecimientos, la contabilidad debe llevarse de modo tal que permita la identificación de las operaciones correspondientes a cada una de esas actividades o a cada uno de esos establecimientos, así como la elaboración de específicos inventarios y balances, sin perjuicio de su refundición en el inventario y en el balance globales o generales.

En cuanto deber legal, la llevanza de la contabilidad recae sobre el propio empresario, trátese de persona natural o de persona jurídica. En el caso de las sociedades mercantiles, la llevanza corresponde a los administradores. Este deber personal del empresario individual y de los administradores de sociedades mercantiles puede ser cumplido bien directamente por los sujetos obligados, bien por medio de persona o personas autorizadas. Mientras que en el pasado era el comerciante el que por sí mismo realizaba los asientos contables, en el presente esta hipótesis es altamente excepcional. El Código contempla expresamente las dos posibilidades al establecer que la contabilidad «será llevada directamente por los empresarios o por personas debidamente autorizadas» (art. 25.2). Tales personas pueden ser dependientes del empresario, vinculados a éste por medio de un contrato de trabajo, o, por el contrario, ser profesionales independientes o sociedades profesionales, con los que se ha concluido un contrato de arrendamiento de servicios. Salvo prueba en contrario, se presumirá que quien ha confeccionado la contabilidad se encontraba autorizado para ello por el empresario (art. 25.2, último inciso). Obviamente, la llevanza de contabilidad por persona autorizada no exime de responsabilidad al empresario (art. 25.2, primer inciso, C. de C. y

art. 1903IV

CC).

4. LIBROS OBLIGATORIOS Y LIBROS POTESTATIVOS El Código de Comercio impone al empresario la obligación de llevar un libro de Inventarios y Cuentas anuales y otro Diario, sin perjuicio de lo establecido en las leyes o disposiciones especiales (art. 25.1, segundo inciso). El libro de Inventarios y Cuentas Anuales es un registro contable periódico y sistemático: se abrirá con el inventario inicial detallado de la empresa; «al menos trimestralmente se transcribirán con sumas y saldos los balances de comprobación»; y al cierre de cada ejercicio «se transcribirán también el inventario de cierre y las cuentas anuales» (art. 28.1 C. de C.). Por inventario se entiende la relación pormenorizada de las cosas y los derechos pertenecientes al empresario. Mientras que, en el caso de las sociedades, el inventario comprende la totalidad del activo con que cuenta la persona jurídica, en el caso de los empresarios individuales sólo comprende aquella parte del activo de esa persona natural adscrito al ejercicio de la actividad empresarial. Por balance se entiende la

relación sintética del valor de las cosas y los derechos que constituyen el activo del empresario, clasificados por epígrafes que se denominan partidas, y de la cuantía de las obligaciones que forman el pasivo, igualmente clasificadas por partidas (art. 35.1 C. de C.). El libro Diario es aquél en el que se recogen todas las operaciones relativas a la actividad de la empresa (art. 28.2 C. de C.). Se trata, pues, de un registro contable de carácter cronológico y analítico. Aunque el Código afirma, inicialmente, que las operaciones deben ser registradas día a día, las dificultades que ello puede acarrear para determinados negocios (por ej., bancos, grandes almacenes, etc.) justifican que se autorice al empresario a realizar en el libro Diario anotaciones conjuntas de los totales de las operaciones por períodos no superiores al trimestre, «a condición de que su detalle aparezca en otros libros o registros concordantes» (art. 28.2 C. de C.). Además de los libros obligatorios de contabilidad, los empresarios podrán llevar cuantos libros o registros estimen convenientes, según el sistema de contabilidad que adopten o la naturaleza de la actividad que desarrollen. Aunque el Código de Comercio ya no imponga obligatoriamente la llevanza de un libro Mayor, la práctica contable generalizada así lo aconseja. En el libro Mayor se agrupan y sistematizan las operaciones de la empresa en diversas cuentas. Así, las operaciones registradas en el libro Diario se reagrupan en cuentas separadas e independientes (cuenta de capital, de caja, de bancos, de mercancías, de efectos a pagar o al cobro, de maquinaria, de comisiones, etc.) abiertas por «Debe» y «Haber». Este sistema de contabilidad se basa en la técnica de la partida doble, de larga tradición en el tráfico mercantil. De acuerdo con este sistema, cada operación se registra dos veces en el libro Mayor: una, en la cuenta que reciba el valor (cuenta de «Debe») y otra en la cuenta de que haya salido (cuenta de «Haber»). Por ejemplo, si se compra al contado una mercancía, se adeudará su importe en la cuenta de mercancías y se abonará en la cuenta de caja o en la cuenta del banco que lo pagó. El libro de Inventarios y Cuentas Anuales y el libro Diario no son los únicos obligatorios a que se refiere el Código de Comercio, aunque sí los únicos libros obligatorios de contabilidad cuya llevanza se exige a toda clase de empresarios. Al lado de ellos, también como libro obligatorio, es menester hacer referencia al libro o a los libros

de actas (art. 26.1 C. de C.). Las sociedades mercantiles, cualquiera que sea la forma social, deben llevar un libro de actas, en el que transcribirán, al menos, los acuerdos adoptados por las juntas o asambleas generales o especiales de socios y por los demás órganos colegiados que pudiera tener la sociedad (consejo de administración, comisión delegada o ejecutiva). La Ley exige que toda sociedad lleve, cuando menos, un libro de actas; pero permite que, en lugar de uno, lleve dos o más (v.gr.: uno para los acuerdos adoptados por las juntas o asambleas de socios y otro para los acuerdos del consejo de administración). También son libros obligatorios para las sociedades anónimas y comanditarias por acciones con acciones nominativas el denominado libro registro de acciones nominativas ( art. 116 LSC) y para las sociedades de responsabilidad limitada el libro registro de socios ( art. 104LSC). Las sociedades unipersonales, sean anónimas o de responsabilidad limitada, deben llevar, además, un libro-registro en el que se transcriban los contratos celebrados entre el socio único y la sociedad (

art. 16LSC).

5. LA LLEVANZA DE LOS LIBROS DE CONTABILIDAD El Código de Comercio impone determinados requisitos formales en la llevanza de la contabilidad. Con estos requisitos extrínsecos e intrínsecos, no sólo se trata de garantizar que la contabilidad sea ordenada, sino que se intenta contribuir al mayor grado de claridad y de fiabilidad de esa contabilidad. Los denominados requisitos extrínsecos son la exigencia de que la contabilidad se lleve en libros y que, además, esos libros sean objeto de legalización. La contabilidad, en efecto, debe ser llevada en libros, que han de recoger, de manera sistemática, en un cuerpo continuo de páginas, las operaciones de la empresa. No es contabilidad, por tanto, aquélla que consiste en la mera acumulación de legajos y hojas en los que consten cifras relativas a las operaciones. Sólo la existencia de libros garantiza la continuidad de la contabilidad, y, en último término, representa un indicio de veracidad de la misma. Además, los libros han de cumplimentarse obligatoriamente en soporte electrónico (

art. 18.1 de la

Ley

14/2013, de 27 de septiembre, que ha derogado implícitamente el art. 27 C. de C.). En segundo lugar, esos libros deben ser presentados para su legalización en el Registro Mercantil del lugar donde el empresario tenga su domicilio: la legalización judicial –que ya exigía el primer Código de Comercio español (art. 40 C. de C. de 1829) y que continuó exigiendo el Código de Comercio de 1885 (art. 36 C. de C., en la redacción originaria) hasta que entró en vigor la Ley 19/1989, de 25 de julio– ha sido sustituida por legalización registral (art. 27 C. de C., en la redacción vigente, y

arts. 329 a

337

RRM). La legalización de los libros otorga a éstos una presunción de legitimidad en la medida que impide que la contabilidad se reconstruya por el empresario en función de la conveniencia de una situación determinada (v.gr.: la solicitud de concurso de acreedores). En cada Registro Mercantil existe un libro de legalizaciones en el que constan los datos correspondientes a los libros legalizados (art. 27.4 C. de C.; art. 27RRM). Los libros obligatorios de contabilidad se presentan por vía telemática para su legalización, tras su cumplimentación, dentro de los cuatro meses siguientes al cierre del ejercicio social ( 27 de septiembre).

art. 18.1Ley 14/2013, de

No sólo tienen que ser objeto de legalización los libros obligatorios de contabilidad: también tienen que ser legalizados los demás libros de llevanza obligatoria (art. 27.3 C. de C.). En cuanto a los requisitos intrínsecos, la Ley exige que, cualquiera que fuere el procedimiento utilizado, todos los libros y documentos contables sean llevados «con claridad, por orden de fechas, sin espacios en blanco, interpolaciones, tachaduras ni raspaduras». Los errores u omisiones de las anotaciones contables deben ser salvados en cuanto sean advertidos. En aras de la necesaria claridad de la contabilidad, no se permite la utilización de abreviaturas o símbolos cuyo significado no sea preciso con arreglo a la Ley, el reglamento o la práctica mercantil de general aplicación (art. 29.1 C. de C.).

6. EL VALOR JURÍDICO DE LOS ASIENTOS CONTABLES La respuesta a la espinosa cuestión del valor jurídico de los asientos contables está determinada por el criterio que se siga en relación a la naturaleza de la contabilidad. La contabilidad es, ante todo, un sistema de información; por ello, no constituye la realidad económica de la empresa, sino que tan sólo la refleja. A pesar de que este planteamiento parece tender a la negación del valor jurídico de la contabilidad, no puede subestimarse la trascendencia jurídica que la Ley ha atribuido a los asientos contables. En efecto, aunque los documentos contables no hacen sino informar adecuadamente sobre la realidad económica de la empresa, dicha realidad sólo despliega todos sus efectos jurídicos gracias a su reflejo contable. La contabilidad es algo más que simple aritmética. Por ejemplo, la existencia de los beneficios empresariales de una sociedad no es consecuencia de la contabilidad, sino de las operaciones realizadas por la propia sociedad. Sin embargo, para proceder al reparto o capitalización de los beneficios será preciso que éstos se deriven de los documentos contables debidamente elaborados. Los ejemplos son innumerables: la determinación contable del saldo al tiempo de cerrar una cuenta corriente lo convierte en exigible; o incluso el balance de una sociedad mercantil puede obligar a que ésta tome medidas tendentes a evitar o a acordar su disolución [art. 221-2º C. de C. y art. 363.1, letra e), LSC]. En definitiva, aunque los asientos contables contengan, fundamentalmente, declaraciones de conocimiento sobre hechos, actos o negocios jurídicos, la Ley les atribuye consecuencias jurídicas propias, diversas de las consecuencias jurídicas de los hechos, actos o negocios reflejados en la contabilidad. 7. EL DEBER DE CONSERVACIÓN El empresario no sólo está obligado a la llevanza de los libros de contabilidad. La protección de los intereses de terceros y del interés público exige que conserve los documentos contables durante un tiempo prudencial. El Código de Comercio impone a todo empresario el deber de conservación de los libros, la correspondencia, la documentación y los justificantes concernientes a su negocio, debidamente ordenados, durante seis años (art. 30.1 C. de C.). Incluso si el empresario ha cesado como tal, se verá obligado al cumplimiento de ese deber de conservación. En caso de

fallecimiento, el cumplimiento del deber de conservación recae sobre los herederos del empresario; y, en caso de disolución de sociedades, serán los liquidadores los obligados a conservar los libros y los documentos contables (art. 30.2 C. de C.). En cuanto al ámbito objetivo de este deber de conservación, es importante reparar en que la Ley no sólo impone la conservación de los libros, sean o no de contabilidad, sino también la conservación de los documentos y de los justificantes, así como de la correspondencia. Además, deben conservarse los documentos originales, sin que sea admisible conservar meras copias, así como tampoco la sustitución de esos documentos por microfilmes o por cualquier otro sistema de reproducción. De este modo será posible verificar con plena garantía la corrección de lo anotado en los libros en tanto no transcurra el período de tiempo legalmente establecido. La duración del deber de conservación se fija por la Ley en seis años «a partir del último asiento realizado en los libros» (art. 30.1 C. de C.). En cuanto al dies a quo para el cómputo del plazo, señalaremos que es común a los libros y a los documentos y justificantes. Significa ello que el empresario está obligado a conservar esa documentación no sólo durante seis años a contar desde la fecha del documento, sino durante seis años a contar desde la fecha del último asiento realizado en aquel libro en el que se hubiera efectuado un asiento contable del que ese documento o justificante constituya soporte. Naturalmente, si antes de que finalice ese plazo se hubiera iniciado un procedimiento judicial o arbitral en el que pudiera exigirse al empresario la exhibición de libros y de documentos, el deber de conservación se extiende en tanto dure ese procedimiento. Incluso aunque no se haya iniciado un procedimiento, el empresario tiene la «carga» –y no el deber– de conservar en su propio interés la documentación relativa al nacimiento, a la modificación y a la extinción de los derechos y las obligaciones que le incumban, durante el período en el que, según las normas sobre prescripción, pueda resultarle conveniente promover el ejercicio de los primeros o serle exigido el cumplimiento de las segundas. 8. LA INOBSERVANCIA DE LAS NORMAS LEGALES EN MATERIA DE CONTABILIDAD La legislación mercantil no contiene sanciones directas que contemplen el incumplimiento de las prescripciones legales relativas

a la llevanza y conservación de los libros. Pero establece sanciones indirectas de indudable gravedad en caso de concurso de acreedores: el concurso de acreedores se calificará en todo caso como culpable cuando el deudor legalmente obligado a la llevanza de la contabilidad hubiera incumplido sustancialmente esta obligación, llevara doble contabilidad o hubiera cometido irregularidad relevante en la que llevara (art. 164.2-1º LC); y, además, se presume culpable el concurso, salvo prueba en contrario, si el deudor obligado legalmente a la llevanza de contabilidad no hubiera formulado las cuentas anuales, no las hubiera sometido a auditoría, debiendo hacerlo, o, una vez aprobadas, no las hubiera depositado en el Registro Mercantil en alguno de los tres últimos ejercicios anteriores a la declaración de concurso (art. 165.1-3º LC). En cuanto a la legislación administrativa, las entidades sujetas a regímenes especiales de supervisión (entidades de crédito, aseguradoras, sociedades y agencias de valores, etc.) afrontan graves sanciones si no llevan la contabilidad en la forma y con el contenido legal y reglamentariamente establecidos. Así, por ejemplo, constituye infracción muy grave de las entidades de crédito y de las de seguros el carecer de la contabilidad exigida legalmente o llevarla con irregularidades esenciales que impidan conocer la situación patrimonial y financiera de la entidad [art. 92, letra g), de la Ley 10/2014, de 26 de julio, de Ordenación, Supervisión y Solvencia de Entidades de Crédito y art. 194.5, de la Ley 20/2015, de 14 de julio, de Ordenación, Supervisión y Solvencia de las Entidades Aseguradoras y Reaseguradoras], y constituye infracción grave el incumplimiento de las normas vigentes sobre contabilización de operaciones [art. 93, letra o), LOSSEC y art. 195.4 LOSSEAR]. Estas infracciones se reprimen con multas y otras sanciones a la entidad y a sus administradores y directores, sanciones que en los casos más graves pueden llegar incluso a la revocación de la autorización administrativa para operar en el sector económico correspondiente ( y ss. LOSSEAR).

arts. 96 y ss. LOSSEC, y arts. 198

Por último, en lo que atañe a la legislación penal, se encuentra tipificado el denominado «delito contable», si bien desde una perspectiva exclusivamente tributaria (

art. 310

CP), así como

el delito de falseamiento de las cuentas anuales de las sociedades de cualquier clase: los administradores, de derecho o de hecho, de una sociedad –ya constituida o en formación– que falsearen las cuentas anuales u otros documentos que deban reflejar la situación económica o jurídica de la entidad, de forma idónea para causar un perjuicio económico a la misma, a alguno de sus socios o a un tercero, serán castigados con la pena de prisión de uno a tres años y multa de seis o doce meses. Si se llegare a causar el perjuicio económico, las penas se impondrán en su mitad superior ( 290CP).

art.

III. EL SECRETO CONTABLE Y SUS EXCEPCIONES

9. EL SECRETO CONTABLE La Ley establece que la contabilidad de los empresarios es secreta. Lógicamente, el empresario tiene interés en que los libros y los documentos contables no sean accesibles a terceros. Y el Ordenamiento jurídico, que, a lo largo de la historia no ha sido insensible a ese interés (art. 49 C. de C. de 1829 y art. 45 C. de C. de 1885, en la redacción originaria), lo tutela ahora mediante el reconocimiento expreso del derecho al secreto contable (art. 32.1 C. de C.). En el plano penal, la tutela del secreto de la contabilidad se garantiza a través del tipo general de la revelación de secretos ( arts. 197 a 201 CP). Pero, además, las violaciones del secreto contable, en cuanto suponen violación de un secreto empresarial, pueden ser reprimidas en ciertos casos con las normas sobre competencia desleal ( art. 13 LCD). Si la violación del secreto se realiza por un trabajador, el empresario podrá proceder a la extinción del contrato de trabajo por transgresión de la buena fe contractual y abuso de confianza [art. 54.2, letra d), TRLET]. En realidad, en la medida en que la contabilidad es expresión de las operaciones de un empresario individual o social en el mercado, el secreto contable no es sólo un derecho de ese empresario, sino también un deber. Salvo en los casos establecidos por la Ley, el empresario debe mantener en secreto los asientos contables que reflejen operaciones con terceras personas.

10. LAS EXCEPCIONES AL SECRETO CONTABLE Pero la pluralidad de funciones que cumple la contabilidad explica que el derecho al secreto de la contabilidad no sea absoluto: existen casos en los que se autoriza el conocimiento total o parcial de la contabilidad del empresario, o de algunos documentos contables. Y, así, el propio Código de Comercio, inmediatamente después de reconocer el secreto de la contabilidad, deja a salvo «lo que se derive de lo dispuesto en las Leyes» (art. 32.1 C. de C.). Las excepciones al secreto contable pueden calificarse en dos categorías según operen erga omnes o frente a sujetos determinados, públicos o privados. El conocimiento de ciertos datos contables por parte de los terceros en general presupone la existencia de un deber de publicidad de esos datos a cargo del empresario. En rigor, no se accede a la contabilidad del empresario, que sigue siendo secreta, sino que se accede a datos contables publicados por ese empresario o que consten en Registros públicos. Así, por ejemplo, las cuentas anuales de las sociedades de capital tienen que ser depositadas en el Registro Mercantil, pudiendo solicitar cualquier persona certificación o nota simple informativa de esas cuentas (

arts. 279y

281

LSC).

La segunda categoría agrupa los casos en los que el secreto de la contabilidad no opera frente a la Administración pública, sea por razones fiscales ( art. 142 LGT) o por el control público a que están sometidas determinadas entidades por razón del sector en que operan (como sucede con las entidades de crédito por parte del Banco de España o con las entidades de seguros por parte de la Dirección General de Seguros). Pero también se incluyen en este grupo los casos en los que son los particulares quienes acceden al conocimiento de toda contabilidad de un empresario o parte de ella en la fase de prueba de un procedimiento judicial mediante la comunicación o la exhibición de la contabilidad. IV. LA CONTABILIDAD COMO MEDIO DE PRUEBA

11. LA COMUNICACIÓN Y LA EXHIBICIÓN DE LA CONTABILIDAD Entre los medios de prueba admitidos, figuran los «instrumentos» que permiten archivar y conocer o reproducir datos, cifras y

operaciones matemáticas llevadas a cabo con fines contables, relevantes para el proceso ( art. 299.2 LEC). En este sentido, tanto los libros de contabilidad como los soportes informáticos en los que conste dicha contabilidad constituyen medios de prueba. Cuando hayan de utilizarse como medios de prueba los libros de los empresarios, la legislación procesal civil se remite a las leyes mercantiles ( art. 327LEC). Según el Código de Comercio, la utilización en juicio de la prueba de libros y de los soportes informáticos se hace mediante la comunicación o la exhibición de los mismos (art. 32.2 y 3). El criterio distintivo básico entre estas dos figuras se funda en el ámbito del reconocimiento: la comunicación es un reconocimiento general o universal, mientras que, por el contrario, la exhibición constituye un reconocimiento parcial, es decir, de asientos o de documentos contables determinados. A) Como se ha señalado, el objeto de la comunicación es el conjunto de libros, documentos contables, justificantes y correspondencia del empresario. Dado que implica un examen o reconocimiento general rasga totalmente el secreto de la contabilidad. Precisamente por esta razón, la Ley establece con carácter taxativo los casos en que procede: el juez sólo puede decretar la comunicación, de oficio o a instancia de parte, en los casos de sucesión universal, liquidaciones de sociedades o entidades mercantiles, expedientes de regulación de empleo, y cuando los socios o los representantes legales de los trabajadores tengan derecho al examen directo de los documentos contables (art. 32.2 C. de C.). Un caso especial de comunicación es la existente en el concurso de acreedores: declarado el concurso, el deudor o los administradores de la sociedad deudora deben poner a disposición de la administración concursal, sin limitación alguna, los libros de llevanza obligatoria y cualesquiera otros libros, documentos y registros relativos a la actividad desarrollada. A solicitud de la administración concursal, el juez debe adoptar las medidas que estime necesarias para la efectividad de esta comunicación ( art. 45 LC). Se trata, pues, de una comunicación a la administración concursal, como órgano del concurso, y no de una comunicación a los singulares acreedores.

B) La exhibición, en cuanto reconocimiento parcial, se limita a los asientos o a los documentos que tengan relación con la cuestión que se ventile en el pleito: el reconocimiento –dice el Código– «se contraerá exclusivamente a los puntos que tengan relación con la cuestión de que se trate». De ahí que, al proponer la prueba, deba formularse en términos precisos y concretos lo que se pretende sea objeto de exhibición. Puede ser decretada por el juez, de oficio o a instancia de parte, cuando la persona a quien pertenezca la contabilidad tenga interés o responsabilidad en el asunto (art. 32.3 C. de C.). La solicitud de exhibición de libros, documentos y soportes contables, que habrá de fundarse en una Ley que así lo establezca, se lleva a cabo mediante un expediente de jurisdicción voluntaria, que requiere abogado y procurador. Con arreglo a este expediente, la solicitud de exhibición debe dirigirse al juzgado de lo mercantil del domicilio de la persona obligada a la exhibición o del establecimiento a cuya contabilidad se refieran los libros o documentos objeto de la solicitud. Cuando se estime la solicitud, el juez ordenará que se pongan de manifiesto los libros y documentos que proceda examinar, especificará el alcance de la exhibición, y requerirá con este fin a la persona obligada, señalando día y hora para la exhibición. La persona obligada tiene el deber de colaborar y facilitar el acceso a la documentación solicitada, y si se negara injustificadamente, obstaculizara o quebrantara este deber será nuevamente requerida por el juzgado con apercibimiento de la imposición de multa y de incurrir en un delito de desobediencia a la autoridad judicial. (v. arts. 112 a 116 de la de 2 de julio, de la Jurisdicción Voluntaria).

Ley 15/2015,

El reconocimiento, tanto general como parcial, deberá llevarse a cabo en el establecimiento del empresario, y en presencia de éste o de la persona que comisione (art. 33.1 C. de C.). No obstante, por excepción, el juez o tribunal, mediante resolución motivada, podrá reclamar que se presenten ante él los libros o el soporte informático de la contabilidad, especificando los asientos que deben ser examinados ( art. 327LEC). Si el reconocimiento se efectúa a instancia de parte, el sujeto que lo solicite podrá servirse de auxiliares técnicos en la forma y número que el juez estime necesarios (art. 33.2 C. de C.). El juez adoptará, además, las medidas oportunas para la debida conservación y custodia de los documentos contables del empresario.

12. LA EFICACIA PROBATORIA DE LA CONTABILIDAD Tanto los libros de contabilidad y los documentos y justificantes como la correspondencia del empresario pueden ser de extraordinaria importancia en los procedimientos judiciales o arbitrales que se inicien a demanda de un empresario contra otro empresario. Pero la contabilidad constituye un medio probatorio más, habiendo perdido la condición de medio de prueba privilegiado que tuvo en épocas precedentes. El Código de Comercio afirma que «el valor probatorio de los libros de los empresarios y demás documentos contables será apreciado por los Tribunales conforme a las reglas generales del Derecho» (art. 31 C. de C.). Además, la interpretación jurisprudencial del valor probatorio de los libros de contabilidad ha sido muy restrictiva. Son muchas las sentencias que afirman que la contabilidad sólo acredita hechos, y no actos jurídicos, ya que los contratos no son objeto de anotación contable (SSTS de 21 de octubre de 1943, 26 de febrero de 1945, 21 de marzo de 1963, 7 de octubre de 1986 y 22 de noviembre de 1993). Ciertamente, la contabilidad no puede cumplir la función de un medio de prueba directo para acreditar la existencia de negocios jurídicos, ya que no informa sobre el contenido exacto de éstos ni contiene firmas de las partes, lo que impide pueda ser equiparada a los documentos privados. Sin embargo, los asientos contables recogen el contenido de las prestaciones que efectúan las partes en ejecución de contratos y, en consecuencia, pueden probar hechos que tienen efectos jurídicos. La fuerza probatoria del asiento dependerá en cada caso de la forma en que venga redactado; pero no es admisible relegar a priori el ámbito probatorio de los asientos contables a los meros hechos materiales; prueban, por el contrario, hechos del tráfico, que como tales suponen o pueden suponer efectos jurídicos. En todo caso, una contabilidad llevada conforme a Derecho puede servir como indicio para probar la existencia de un determinado acto o negocio, especialmente cuando la parte que alega la prueba de los documentos contables es aquélla que no los ha redactado. En este sentido, la contabilidad se asemeja a una confesión extrajudicial, que se presume verdadera contra el confesante, salvo que se pruebe su error, y que será valorada libremente por los tribunales (STS de 24 de abril de 2014).

Lección 7

La contabilidad (II). Las cuentas anuales. Los principios contables y la auditoría de cuentas Sumario: •



• •

I. Las cuentas anuales o 1. Las cuentas anuales o 2. El balance o 3. La cuenta de pérdidas y ganancias o 4. Los demás documentos contables II. Los principios contables o 5. La función de los principios contables o 6. La enumeración de los principios contables III. El deber de formulación de las cuentas anuales IV. La auditoría de cuentas o 7. La auditoría de cuentas o 8. El estatuto jurídico del auditor o 9. El informe del auditor o 10. La responsabilidad del auditor

I. LAS CUENTAS ANUALES

1. LAS CUENTAS ANUALES La Ley impone al empresario la redacción de las cuentas anuales como medio de conocer su situación económica y de establecer periódicamente los beneficios o pérdidas experimentados en el ejercicio de la actividad empresarial (art. 34 C. de C.). La finalidad de las cuentas anuales es la obtención de la denominada imagen fiel de la situación de la empresa. El Código de Comercio, después de señalar que las cuentas anuales «deben redactarse con claridad», añade que dichas cuentas «deben mostrar la imagen fiel del patrimonio, de la situación financiera y de los resultados de la empresa» (art. 34.2 C. de C.). Con esta expresión de origen anglosajón (fair and true view), que la Ley no define, se alude a que la contabilidad debe permitir obtener una representación lo más exacta y veraz de la realidad de la empresa, tanto por lo que se refiere al activo y al pasivo y a la situación financiera como a las ganancias o pérdidas obtenidas en el ejercicio. Ahora bien, es

fundamental tener presente que la imagen fiel debe mostrarse, como el Código se encarga de recordar, «de conformidad con las disposiciones legales» (art. 34.2 C. de C.). En todo caso, el Código de Comercio establece que «cuando la aplicación de las disposiciones legales no sea suficiente para mostrar la imagen fiel, se suministrarán en la memoria las informaciones complementarias precisas para alcanzar ese resultado» (art. 34.3 C. de C.), añadiendo, incluso, que «en casos excepcionales, si la aplicación de una disposición legal en materia de contabilidad fuera incompatible con la imagen fiel que deben proporcionar las cuentas anuales, tal disposición no será aplicable» (art. 34.4 C. de C.). En el caso de las sociedades mercantiles, si las cuentas anuales no reflejasen la imagen fiel, el acuerdo de la junta general de aprobación de esas cuentas sería impugnable por contrario a la Ley ( art. 204.1 LSC), estando legitimados para ejercer la acción los administradores, cualquier tercero que acredite interés legítimo y cualquiera de los socios, siempre que hubiera adquirido tal condición antes de la adopción del acuerdo y que represente, individual o conjuntamente, al menos el uno por ciento del capital ( art. 206.1LSC). Las cuentas anuales comprenden el balance, la cuenta de pérdidas y ganancias, un estado que refleje los cambios en el patrimonio del ejercicio (ECPN), un estado de flujos de efectivo (EFE) y la memoria. A pesar de ser documentos de naturaleza esencialmente diversa, todos ellos forman una unidad (art. 34.1 C. de C.). Las perspectivas que cada uno de estos documentos ofrece sobre la situación de la empresa son complementarias, y de ahí la necesidad de esa visión conjunta. La importancia de contar con este relevante instrumento informativo justifica la obligación, impuesta a todo empresario, de formular las cuentas «al cierre del ejercicio» (art. 34.1 C. de C.). En materia de confección de las cuentas, el Código de Comercio contiene algunas reglas de gran importancia. Así, exige que, en la contabilización de las operaciones económicas, se atienda a la «realidad económica» de cada una de ellas, y no sólo a la «forma jurídica» que revistan (art. 34.2 C. de C.); establece que los valores se expresen en euros (art. 34.5 C. de C.); impone la expresión de las cifras contables del ejercicio anterior (art. 35.6 C. de C.); obliga a que la estructura y el contenido de los documentos que integran las

cuentas se ajuste a los «modelos» aprobados reglamentariamente (art. 35.7 C. de C.); y prohíbe que, salvo casos excepcionales, esa estructura se modifique de un ejercicio a otro (art. 35.8 C. de C.). 2. EL BALANCE El balance es un cuadro o representación gráfica y comparativa de los saldos de las diferentes cuentas del activo y del pasivo, que resume toda la contabilidad del ejercicio. El balance ofrece una imagen de la situación de la empresa en un momento determinado. Para ello, los datos contables se agrupan en diversas cuentas organizadas en dos columnas (activo y pasivo). Las cuentas contenidas en la columna del activo representan el valor de los bienes y derechos del empresario. Por su parte, las cuentas agrupadas en la columna del pasivo muestran la procedencia de los recursos que aparecen en la columna del activo, es decir, cuáles son los fondos propios y cuáles los fondos ajenos o deudas con acreedores (art. 35.1 C. de C.). El activo del balance comprende con la debida separación el activo fijo o no corriente y el activo circulante o corriente. Para determinar la adscripción de los elementos patrimoniales del activo a una u otra categoría, se estará al criterio de la afectación: es el empresario el que, en función de las características de la actividad empresarial, determina qué elementos se integran en el activo fijo y cuáles en el circulante. El activo circulante o corriente comprende los elementos del patrimonio que se espera enajenar, consumir o realizar en el transcurso del ciclo normal de explotación, así como, con carácter general, aquellas partidas cuyo vencimiento, enajenación o realización, se espera que se produzca en un plazo máximo de un año contado a partir de la fecha de cierre del ejercicio. Los demás elementos del activo deben clasificarse como fijos o no corrientes (art. 35.1 II C. de C.). El pasivo se integra por el pasivo no corriente y el pasivo circulante o corriente, que deben diferenciarse con la debida separación. El pasivo circulante o corriente comprende, con carácter general, las obligaciones cuyo vencimiento o extinción se espera que se produzca durante el ciclo normal de explotación, o no exceda el plazo máximo de un año contado a partir de la fecha de cierre del ejercicio. Los demás elementos del pasivo deben clasificarse como no corrientes. Las provisiones u obligaciones en

las que exista incertidumbre acerca de su cuantía o vencimiento deben figurar en el pasivo de forma separada (art. 35.1 III C. de C.). Además del activo y del pasivo, en el balance debe figurar el patrimonio neto, diferenciando, al menos, los fondos propios de las restantes partidas que lo integran (art. 35.1 IV C. de C.). Cuando no superen determinados umbrales cuantitativos, las sociedades anónimas, comanditarias por acciones y de responsabilidad limitada, en lugar del modelo ordinario, pueden formular un balance abreviado ( art. 257 LSC). Esta posibilidad no existe para aquellas sociedades cuyos valores estén admitidos a negociación en un mercado regulado de cualquier Estado miembro de la Unión Europea, las cuales no pueden formular balance abreviado (

art. 536LSC).

La importancia de la función que desempeña el balance es bien notoria. Para los empresarios individuales y para los administradores de las sociedades mercantiles es un exponente de la marcha de los negocios, de su situación económica, de sus posibilidades futuras y de su economicidad, y sirve de guía para continuar o rectificar el camino económico empezado. Para los socios que no intervengan en la gestión de la sociedad, el balance es un relevante instrumento informativo del estado de las operaciones y de los beneficios en que han de participar. A los acreedores les ayuda a conocer la solvencia de su deudor, y en orden al interés público los balances son exponente de las ganancias empresariales sujetas a tributación. El balance ofrece una visión de la situación patrimonial de la empresa correspondiente a un momento determinado. En el caso de las cuentas anuales dicho momento es el del cierre del ejercicio (balance de cierre de ejercicio). Del balance del ejercicio o balance ordinario deben distinguirse claramente los balances especiales o extraordinarios, que se confeccionan con una estructura y conforme a unos principios que, en mayor o menor medida, no son los propios del balance de ejercicio. Ejemplo de estos balances especiales es el balance final de liquidación (

art. 390LSC).

3. LA CUENTA DE PÉRDIDAS Y GANANCIAS La cuenta de pérdidas y ganancias, íntimamente unida al balance, es un complemento de éste. Comprende los ingresos y los gastos del ejercicio y, por diferencias, el resultado del mismo (art. 35.2 C. de C.). Mientras que el balance muestra la situación patrimonial y financiera de la empresa en un momento dado, la cuenta de pérdidas y ganancias ofrece una visión dinámica del ejercicio, indicando el empleo de los recursos empresariales, y cuáles han sido las causas de la existencia de beneficios o pérdidas. En la columna del «Debe» se consignarán, entre otras partidas, los gastos y los beneficios de la explotación, con separación de los ordinarios y de los extraordinarios. El Código de Comercio exige, en efecto, que se distingan los resultados de la explotación de los que no lo sean. Evidentemente, aunque un empresario obtenga beneficios en un ejercicio, los beneficios no tienen el mismo significado económico si han sido logrados mediante la venta de los productos que fabrica o comercializa o si, por el contrario, se obtuvieron como consecuencia de la venta de elementos del inmovilizado. La Ley exige que figuren de forma separada determinados importes y, entre ellos, la denominada «cifra de negocios» (art. 35.2 II C. de C.). Al igual que respecto del balance, las sociedades anónimas, comanditarias por acciones y de responsabilidad limitada pueden formular en algunos casos cuenta de pérdidas y ganancias abreviada ( art. 258 LSC). Esta posibilidad no existe para aquellas sociedades cuyos valores estén admitidos a negociación en un mercado regulado de cualquier Estado miembro de la Unión Europea, las cuales no pueden formular cuenta de pérdidas y ganancias abreviada (

art. 536LSC).

4. LOS DEMÁS DOCUMENTOS CONTABLES El denominado «estado que muestre los cambios en el patrimonio neto» (ECPN) –que es complementario de la cuenta de pérdidas y ganancias, y no será obligatorio para aquellas sociedades que puedan formular balance en modelo abreviado ( art. 257.3 LSC)– recoge el registro de ciertos «ingresos» ocasionados por las variaciones de valor derivadas de la aplicación del criterio del «valor razonable». Este documento tiene dos partes: la primera refleja

exclusivamente los ingresos y gastos generados por la actividad de la empresa durante el ejercicio, distinguiendo entre los reconocidos en la cuenta de pérdidas y ganancias y los registrados directamente en el patrimonio neto; y la segunda contiene todos los movimientos habidos en el patrimonio neto, incluidos los procedentes de transacciones realizadas con los socios o propietarios de la empresa cuando actúen como tales. Este documento también debe informar de los ajustes al patrimonio neto debidos a cambios en criterios contables y correcciones de errores (art. 35.3 C. de C.). El «estado de flujos de efectivo» (EFE) –que únicamente tiene que formularse por aquellas sociedades que no puedan formular balance abreviado ( art. 257.3LSC)– pondrá de manifiesto, debidamente ordenados y agrupados por categorías o tipos de actividades, los cobros y los pagos realizados por la empresa, con el fin de informar acerca de los movimientos de efectivo producidos en el ejercicio (art. 35.4 C. de C.). El último de los documentos que integra las cuentas anuales es la memoria. Se trata de un documento accesorio o complementario que completa, amplía y comenta la información contenida en los demás (art. 35.5 C. de C.). Frente al carácter esencialmente numérico del balance y de la cuenta de pérdidas y ganancias, la memoria es un texto que facilita información numérica y no numérica sobre algunos de los datos contenidos en los otros documentos que componen las cuentas anuales. La flexibilidad de la memoria, en comparación con la relativa rigidez de la estructura de los demás documentos, permite que puedan incluirse en ella todas las informaciones que no tienen cabida en otros documentos contables. Por excepción, la Ley impone a las sociedades de capital un contenido mínimo de la memoria (

art. 260LSC).

Las sociedades que formulen balance abreviado pueden formular también memoria abreviada (

art. 261LSC), cuyo contenido

obligatorio ha sido reformado íntegramente por el 602/2016, de 2 de diciembre.

Real Decreto

II. LOS PRINCIPIOS CONTABLES

5. LA FUNCIÓN DE LOS PRINCIPIOS CONTABLES El Derecho contable, por detalladas que sean sus reglas, no puede prever todas las situaciones que han de ser reflejadas en la contabilidad y que afectan a cada uno de los empresarios. Ello no quiere decir que, en ausencia de norma contable expresa, pueda el empresario interpretar a discreción la forma de hacer constar un determinado hecho en la contabilidad. Existen principios contables generalmente aceptados a los que las disposiciones legislativas han reconocido carácter obligatorio (art. 38 C. de C.). Se ha pasado así de un sistema de aplicación voluntaria de esos principios a un sistema de aplicación obligatoria. Se trata de instrumentos técnicos dirigidos a la consecución de la imagen fiel del patrimonio, de la situación financiera y de los resultados de la empresa. La función de estos principios contables es la de ofrecer los criterios básicos, de carácter vinculante, para la elaboración de los documentos que componen las cuentas anuales, y, al tiempo, la de facilitar la interpretación de dichas cuentas por parte de los terceros. Pero importa advertir que el objetivo de la imagen fiel prima sobre todos y cada uno de estos principios. De ahí que el Código de Comercio contenga dos cautelas al servicio de ese objetivo: la primera para el caso de insuficiencia de un principio contable y la segunda para los supuestos en los que no sea procedente su aplicación. Por virtud de esa primera cautela, cuando la aplicación de los principios contables no sea suficiente para que las cuentas anuales expresen la imagen fiel, deberán suministrarse en la memoria las explicaciones complementarias necesarias (art. 34.3 C. de C.). Por virtud de la segunda, en aquellos casos excepcionales en los que la aplicación de un principio contable, o de cualquier otra norma en materia de contabilidad, sea incompatible con la imagen fiel que deben mostrar las cuentas anuales, se considerará improcedente esa aplicación. En tales casos, en la memoria deberá señalarse esa falta de aplicación, motivarse suficientemente y explicarse la influencia que tenga sobre el patrimonio, la situación financiera y los resultados de la empresa (art. 34.4 C. de C.). Se comprende así que sea posible afirmar que la imagen fiel constituye un auténtico «superprincipio».

6. LA ENUMERACIÓN DE LOS PRINCIPIOS CONTABLES Los principios contables obligatorios son los que se enumeran a continuación (art. 38 C. de C.): 1.º Principio de empresa en funcionamiento. Se considera que la empresa tiene una duración ilimitada. Se trata de una presunción que admite prueba en contrario. Si esa prueba no se aporta, el patrimonio de la empresa habrá de ser valorado partiendo de la idea de que la empresa continúa en funcionamiento, es decir como un patrimonio dinámico, no como un patrimonio en liquidación. 2.º Principio de devengo. De acuerdo con este principio, han de imputarse al ejercicio los gastos y los ingresos que afecten al mismo, con independencia de la fecha de su pago o de su cobro. Así, la imputación de ingresos y gastos deberá hacerse en función de la corriente real de bienes y servicios que los mismos representan y con independencia del momento en que se produzca la corriente monetaria o financiera derivada de ellos. 3.º Principio de uniformidad. No se variarán los criterios de valoración de un ejercicio a otro. Una vez adoptado un determinado criterio contable, no le es dado al redactor de la contabilidad alterar dicho criterio, en tanto no se alteren los supuestos que motivan la elección de ese criterio. Con este principio se pretende evitar la confusión que supondría la alteración de criterios contables, y la manipulación de valor patrimonial que podría resultar de esa alteración. 4.º Principio de prudencia. De acuerdo con este principio –que es uno de los más importantes–, sólo los beneficios realizados a la fecha del cierre del ejercicio habrán de ser contabilizados, mientras que los riesgos previsibles y las pérdidas eventuales con origen en el ejercicio o en otro anterior deberán contabilizarse tan pronto sean conocidos aunque todavía no se hayan materializado. En las cuentas anuales existirán, así pues, dos clases de pérdidas: las ya realizadas o irreversibles y las potenciales o reversibles. La técnica contable para reflejar estas pérdidas está en función del carácter de la pérdida: en unos casos se procederá a crear cuentas de amortización y en otros cuentas de provisión (v.gr.: provisión para insolvencias). Las provisiones constituyen expresiones contables de las correcciones de valor motivadas por pérdidas reversibles, mientras que las amortizaciones corresponden a pérdidas de valor efectivamente producidas.

5.º Principio de no compensación. Salvo las excepciones previstas reglamentariamente, no pueden compensarse las pérdidas del activo y del pasivo del balance ni las de gastos e ingresos que integran la cuenta de pérdidas y ganancias. 6.º Principio del precio de adquisición. El principio del precio de adquisición señala que los activos se contabilizarán por el precio de adquisición (bienes adquiridos) o por el coste de producción (bienes producidos por la propia empresa); y los pasivos por el valor de la contrapartida recibida a cambio de incurrir en la deuda, más los intereses devengados pendientes de pago. Asimismo, las provisiones se contabilizarán por el valor actual de la mejor estimación del importe necesario para hacer frente a la obligación, en la fecha de cierre del balance. Por efecto de la inflación, las cantidades consignadas en la contabilidad, regidas por el principio del precio histórico, se sitúan cada vez más lejos de la realidad. La contabilidad ya no puede cumplir la genuina función representativa de valores homogéneos al expresarse éstos en unidades monetarias cuyo poder de adquisición ha venido variando a lo largo del tiempo. La doble condición de veracidad y exactitud que debe reunir todo balance resulta así gravemente afectada. Para corregir los efectos de la inflación en relación con la contabilidad se han ensayado a lo largo de la historia distintas soluciones: la simple revalorización contable, para reajustar las cifras contables a los aumentos de valor de los bienes; el llamado balance-oro, que reduce a moneda oro las cifras contables de cada ejercicio; el criterio de tomar el valor útil de reposición en la revalorización de los activos, etc. En el Derecho vigente las consecuencias que sobre la contabilidad tiene la inestabilidad monetaria sólo pueden corregirse cuando por disposición de rango legal se autoricen rectificaciones a los valores contabilizados con arreglo al principio del coste histórico. Se permite entonces lo que se denomina la actualización de balances. Pero estas disposiciones suelen distanciarse en el tiempo. En España la Ley 76/1961, de 23 de diciembre, de Regularización de Balances (Texto Refundido aprobado por Decreto 1985/1964, de 2 de julio), autorizó a los empresarios a revalorizar determinados activos de acuerdo con una escala de coeficientes, e incluso a incluir partidas hasta entonces no contabilizadas –y de ahí que la Ley se denominara de

«regularización»–, y sin que la revalorización de los activos o el afloramiento de los mismos se tradujese en una significativa carga fiscal. Tras la actualización autorizada por la

Ley 9/1983, de 13

de julio, de Presupuestos Generales del Estado, el Real Decreto-ley 7/1996, de 7 de junio, permitió una moderada actualización de balances con el pago de un tres por ciento sobre las revalorizaciones de activos del inmovilizado material previamente contabilizados, conforme a una tabla de coeficientes máximos de actualización ( RD 2607/1996, de 20 de diciembre, y OM de 8 de enero de 1997). Posteriormente, la Ley 16/2012, de 27 de diciembre, por la que se adoptan diversas medidas tributarias dirigidas a la consolidación de las finanzas públicas y al impulso de la actividad económica, dispuso nuevas reglas sobre actualización de balances y revalorizaciones contables, estableciendo, igualmente, una nueva tabla de coeficientes de actualización (art. 9). En todo caso, el principio de precio de adquisición está en directo contraste con el principio de valor razonable, y por ello es fundamental que se delimiten claramente sus respectivos ámbitos de aplicación. 7.º Principio del valor razonable. El Código de Comercio introduce el principio de valor razonable como principio opuesto al de precio de adquisición, y limitado solamente a ciertos elementos de las cuentas anuales (art. 38 bis C. de C.). En sustancia, el valor razonable se contrapone al precio de adquisición por su variabilidad, frente a la cifra invariable e histórica que representa el precio de adquisición. El valor razonable no es sino aquél que pueda ser calculado con referencia a un valor de mercado fiable, por lo que se acerca al concepto general de valor de mercado, y por tanto susceptible a oscilaciones. El criterio del valor razonable se aplica a los activos y pasivos en los términos que reglamentariamente se determinen, dentro de los límites de la normativa europea. En ambos casos, deberá indicarse si la variación de valor originada en el elemento patrimonial como consecuencia de la aplicación de este criterio debe imputarse a la cuenta de pérdidas y ganancias, o debe incluirse directamente en el patrimonio neto.

8.º Principio de registro: las operaciones se contabilizarán cuando su valoración pueda ser efectuada con un adecuado grado de fiabilidad. 9.º Principio de valoración de la moneda del entorno económico: los elementos integrantes de las cuentas anuales se valorarán en la moneda de su entorno económico, sin perjuicio de su presentación en euros. 10.º Principio de importancia relativa: se admitirá la no aplicación estricta de algunos principios contables cuando la importancia relativa de la variación que tal hecho produzca sea escasamente significativa y, en consecuencia, no altere la expresión de la imagen fiel del patrimonio, de la situación financiera y de los resultados de la empresa. III. EL DEBER DE FORMULACIÓN DE LAS CUENTAS ANUALES

La Ley impone al empresario individual y a los administradores de las sociedades mercantiles el deber legal de formular las cuentas anuales al cierre de cada ejercicio (art. 34.1 C. de C.). En el caso de las sociedades de capital, el plazo máximo de formulación es de tres meses a contar desde el cierre del ejercicio social ( 253.1

art.

LSC).

Las cuentas anuales deberán ser firmadas por el propio empresario, si se trata de persona natural; por todos los socios ilimitadamente responsables por las deudas sociales sean o no administradores, en caso de sociedad colectiva o comanditaria; y por todos los administradores, en caso de sociedad anónima o de responsabilidad limitada, cualquiera que sea la estructura del órgano de administración (art. 37.1 C. de C.). Mediante la firma, los firmantes asumen la autoría jurídica de las cuentas y responden de su veracidad (art. 37.1 C. de C.). Si faltare la firma de alguno de los legalmente obligados, se señalará en los documentos en que falte, con expresa mención de la causa (art. 37.2 C. de C.). En la antefirma, deberá figurar la fecha de formulación de las cuentas (art. 37.3 C. de C.). Una vez formuladas, las cuentas de las sociedades de capital –junto con el informe de auditoría, si la verificación fuera obligatoria o se hubiera realizado aun no siéndolo– se someterán a la aprobación

de la junta general de socios ( art. 272.1LSC). La junta general puede aprobar las cuentas o abstenerse de hacerlo, pero lo que no puede es modificarlas. En caso de concurso de acreedores, si el juez hubiera decretado la simple intervención de la facultad de administración, subsiste el deber del empresario individual o de los administradores de sociedades mercantiles de formular las cuentas anuales, pero «bajo la supervisión de la administración concursal» ( art. 46.1 LC). Si el juez hubiera decretado la suspensión, el deber legal de formular las cuentas anuales corresponde a la administración concursal (

art. 46.3LC).

IV. LA AUDITORÍA DE CUENTAS

7. LA AUDITORÍA DE CUENTAS Como consecuencia de la progresiva complejidad de la ciencia contable y de las cuentas anuales, se hace necesario que exista un proceso de revisión y verificación de la contabilidad a cargo de expertos, que redunde en una mayor protección de terceros y, en general, en una mayor fiabilidad de las cuentas. Este proceso de revisión y verificación de la contabilidad constituye el contenido de la auditoría de cuentas. En la Unión Europea el régimen de la auditoría de cuentas se ha tratado de armonizar por la

Directiva 84/253/(CEE), de 10 de

abril de 1984, derogada por la Directiva 2006/43/(CE) del Parlamento Europeo y del Consejo, de 17 de mayo de 2006, que ha sido modificada, a su vez, por la Directiva 2014/56/(UE), del Parlamento Europeo y del Consejo, de 16 de abril de 2014. El régimen legal español está constituido por la Ley 22/2015, de 20 de julio, de Auditoría de Cuentas. La Ley establece las garantías indispensables para que las cuentas anuales o cualquier otro documento contable que haya sido verificado por un tercero independiente sean aceptados con confianza por la persona que trata de obtener información a través de ellos. Junto a esta Ley, el régimen se completa con el Reglamento de desarrollo aprobado por el

Real Decreto 1517/2011, de 31 de octubre (reformado

por RD 877/2015, de 2 de octubre, y diciembre).

RD 602/2016, de 2 de

La auditoría de cuentas se configura por la Ley como aquella actividad consistente en la revisión y verificación de las cuentas anuales, así como de otros estados financieros o documentos contables, elaborados con arreglo al marco normativo de información financiera que resulte de aplicación, siempre que dicha actividad tenga por objeto la emisión de un informe sobre la fiabilidad de dichos documentos que pueda tener efectos frente a terceros ( art. 1.2LAC). Se trata, pues, de una actividad profesional dirigida a la emisión de un informe acerca de la fiabilidad de los documentos contables auditados. No se limita a la mera comprobación de que los saldos que figuran en las anotaciones contables concuerdan con los ofrecidos en el balance y en la cuenta de resultados, sino que la aplicación de determinadas técnicas de revisión y verificación permite con un alto grado de certeza, y sin la necesidad de rehacer el proceso contable en su totalidad, emitir una opinión responsable sobre la contabilidad en su conjunto, e incluso sobre otras circunstancias que, afectando a la vida de la empresa, no estuvieran recogidas en ese proceso (STS de 10 de diciembre de 1998). La actividad del auditor no es sino el análisis de la contabilidad del empresario y de los documentos que sirven de base a esa contabilidad para verificar los datos contables consignados (actividad de verificación) y para comprobar la regularidad de los criterios y normas contables empleados (actividad de revisión). Este análisis se materializa en el informe firmado por el auditor. La auditoría de las cuentas anuales y del informe de gestión no es obligatoria para todos los empresarios. La regla general es, pues, el carácter meramente voluntario de la verificación contable. Frente a esta regla general, existe una larga serie de excepciones legales, que determinan el carácter obligatorio de la verificación contable. Estas excepciones pueden ser clasificadas en cuatro grandes categorías. En primer lugar, por razón del género de actividad a la que se dedique la entidad, como es el caso de las cuentas anuales y del informe de gestión de las entidades de crédito y de seguros y, en general, de las entidades que se dediquen de forma habitual a la intermediación o a la actividad financiera [disp. adic. 1.ª.1, letra c), LAC]. En segundo lugar, por razón de la cotización bursátil: deben ser objeto de auditoría obligatoria las cuentas anuales y el informe

de gestión de las sociedades que tengan valores admitidos a negociación en mercado secundario oficial ( art. 118 TRLMV, aprobado por el Real Decreto Legislativo 4/2015, de 23 de octubre) y también las de las entidades que emitan obligaciones en oferta pública; en tercer lugar, por razón de subvenciones públicas o de las relaciones con la Administración pública: deben auditarse las cuentas de las entidades de cualquier clase que reciban subvenciones, así como las que realizan obras o suministros al Estado o a organismos públicos [disp. adic. 1ª.1, letra e), LAC]. Y en fin, en cuarto lugar, por razón de la forma jurídica, cualquiera que sea la actividad a la que se dedique la entidad: las cuentas anuales y el informe de gestión de las sociedades anónimas, comanditarias por acciones y de responsabilidad limitada tienen que ser revisados por auditores de cuentas ( art. 263.1 LSC). Ahora bien, esta última excepción no tiene carácter absoluto: la Ley excluye de la obligación de hacer verificar las cuentas anuales a aquellas sociedades de capital que puedan presentar balance abreviado ( art. 263.2LSC). Junto con estas excepciones legales tiene también carácter obligatorio la auditoría si así lo acuerda el letrado de la Administración de Justicia (con arreglo al procedimiento previsto en la Ley de la Jurisdicción Voluntaria, arts. 120a 123) o el Registrador mercantil (con arreglo al procedimiento previsto en el Reglamento del Registro Mercantil) del domicilio social del empresario, acogiendo la petición fundada de quien acredite un interés legítimo. El empresario solo podrá oponerse al nombramiento aportando prueba documental de que no procede o negando la legitimación del solicitante (art. 40.1 C. de C.). Tanto el letrado de la Administración de Justicia como el Registrador mercantil deben exigir al solicitante de la auditoría que adelante los fondos necesarios para el pago de la retribución del auditor. Si el informe contuviera opinión denegada o desfavorable, se acordará que el empresario satisfaga al solicitante las cantidades que hubiera anticipado. Si el informe contuviera una opinión con reservas o salvedades, se dictará resolución determinando en quién deberá recaer y en qué proporción el coste de la auditoría. Y si el informe fuera con opinión favorable, el coste de la auditoría será de cargo del solicitante (art. 40.2 C. de C.).

En caso de concurso de acreedores en el que se hubiera acordado la mera intervención de la facultad de administrar, el juez, a solicitud fundada de la administración concursal, puede acordar la revocación del nombramiento del auditor de cuentas y el nombramiento de otro nuevo ( art. 46.2 LC). Si la situación fuera de suspensión, la facultad de someter a auditoría las cuentas anuales corresponde a la administración concursal ( 46.3LC).

art.

8. EL ESTATUTO JURÍDICO DEL AUDITOR La auditoría de cuentas es una actividad que sólo puede ser realizada por aquellos profesionales titulados o por aquellas sociedades profesionales autorizadas para el ejercicio de esa actividad. Esa autorización se obtiene por la inscripción en el Registro Oficial de Auditores de Cuentas (ROAC) que se lleva por el Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas ( art. 8 LAC), organismo autónomo de carácter administrativo, adscrito al Ministerio de Economía y Competitividad, al que corresponde el control y disciplina del ejercicio de la actividad auditora y el control técnico de las auditorías de cuentas ( art. 46LAC). La Ley fija los requisitos de aptitud profesional que deben reunir los auditores personas naturales que soliciten esa autorización: haber obtenido una titulación universitaria, haber seguido programas de enseñanza teórica y adquirido una formación práctica y haber superado un examen de aptitud profesional organizado y reconocido por el Estado ( art. 9LAC). El ejercicio de la función auditora puede ser desarrollado también por sociedades de auditores de cuentas, que igualmente deberán inscribirse en el citado Registro administrativo. Se trata de sociedades profesionales especiales (v. disp. adic. 1.ª LSP) en las que la mayoría de los derechos de voto deben corresponder a auditores o a sociedades de auditoría y en las que la mayoría de los miembros del órgano de administración deben ser igualmente auditores o sociedades de auditoría (

art. 11LAC).

En el ejercicio de la auditoría los auditores y las sociedades de auditores están sometidos a dos principios básicos: en primer lugar, el principio de la profesionalidad; y en segundo lugar, el principio de la independencia.

A) El principio de profesionalidad. Escepticismo y juicio profesionales. La profesionalidad del auditor se manifiesta en el grado de diligencia exigible en el cumplimiento de la tarea encomendada; en la necesidad de acomodar su actuación en todo momento a la ética, a la normativa legal o reglamentaria vigente y a las denominadas «normas técnicas de auditoría de cuentas», que son vinculantes para todos los auditores; y en el sometimiento a las normas de control de calidad interno (

art. 2LAC).

Estas normas de auditoría -internacionales, de la Unión Europea o nacionales- son de contenido muy variado, y pueden ser clasificadas en tres grandes grupos. En primer lugar, las normas técnicas de carácter general, que son las que se ocupan de las condiciones que debe reunir el auditor, el comportamiento a seguir y el deber de secreto. En segundo lugar, las normas técnicas sobre la ejecución del trabajo, como la referente a la utilización de técnicas de muestreo (NIA-ES 530), la que se ocupa de las «manifestaciones escritas» (NIA-ES 580), la relativa a los denominados «hechos posteriores al cierre» (NIA-ES 560), la que tiene como objeto las «confirmaciones externas» (NIA-ES 505) o la que se ocupa de la utilización del trabajo de expertos independientes por los auditores de cuentas (NIA-ES 620). Y, en tercer lugar, las reglas técnicas sobre preparación de informes especiales, como, por ejemplo, las relativas a la determinación del valor razonable de las acciones, las relativas al aumento del capital de una sociedad anónima con cargo a reservas (Res. ICAC de 27 de julio de 1992), las relativas a la verificación de determinados informes que deben realizar los administradores de sociedades anónimas -así, en caso de exclusión o limitación del derecho de suscripción preferente (Res. ICAC de 16 de junio de 2004), en caso de aumento del capital social por compensación de créditos (Res. ICAC de 10 de abril de 1992) o en caso de emisión de obligaciones convertibles (Res. ICAC de 23 de octubre de 1991). La normativa concreta que, en la realización de cualquier trabajo de auditoría de cuentas, el auditor debe actuar con escepticismo, entendiéndose por escepticismo profesional la actitud que implica mantener siempre una mente inquisitiva y especial alerta ante cualquier circunstancia que pueda indicar una posible incorrección en las cuentas anuales auditadas, debida a error o fraude, y examinar de forma crítica las conclusiones de auditoría. En este sentido, el auditor debe realizar un juicio profesional, esto es, aplicar de forma competente, adecuada y congruente con las

circunstancias que concurran en cada caso, su formación práctica, conocimientos y experiencia de conformidad con las normas de auditoría (

art. 13LAC).

B) El principio de independencia. Pero, además, los auditores de cuentas son profesionales independientes respecto del empresario o de la sociedad a auditar. La Ley establece que los auditores de cuentas «deberán ser independientes, en el ejercicio de su función, de las entidades auditadas, debiendo abstenerse de actuar cuando su independencia en relación con la revisión y verificación de las cuentas anuales, los estados financieros u otros documentos contables se vea comprometida» ( art. 14LAC). La independencia del auditor es presupuesto indispensable de la actividad auditora. Las funciones atribuidas por la Ley a estos profesionales no pueden cumplirse adecuadamente si esa independencia falta o si puede verse gravemente amenazada. El Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas es el organismo encargado de velar por el adecuado cumplimiento del deber de independencia, así como de valorar en cada trabajo concreto la posible falta de independencia de un auditor de cuentas o de una sociedad de auditoría. Independencia es «la ausencia de intereses o influencias que puedan menoscabar la objetividad del auditor» (art. 43.2 Regl.). Las derogadas «normas técnicas de auditoría» definían la independencia como una «actitud mental que permite al auditor actuar con libertad respecto a su juicio profesional, para lo cual debe encontrarse libre de cualquier predisposición que limite su imparcialidad en la consideración objetiva de los hechos, así como en la formulación de conclusiones» (Norma técnica 1.3.4). Para detectar e identificar las amenazas a su independencia, los auditores deben establecer los procedimientos necesarios, aplicando las medidas de salvaguarda adecuadas y suficientes para eliminarlas o reducirlas ( art. 15LAC). Así, se prevé que dispongan de mecanismos internos de control de calidad, que deberán incluir, entre otros aspectos, medidas organizativas y administrativas eficaces para prevenir, detectar, evaluar, comunicar, reducir y, cuando proceda, eliminar cualquier amenaza a la independencia (

art. 28LAC).

También con el fin de garantizar la independencia del auditor o de la sociedad de auditoría, se ha articulado un amplio régimen de incompatibilidades legales, de modo tal que, cuando concurren, tiene que considerarse necesariamente que el auditor no goza de la «suficiente independencia» para el ejercicio de la función profesional que le corresponde (v. art. 16LAC). La actuación profesional sin suficiente independencia constituye un caso de infracción muy grave [art. 72, letra b), LAC]. Igualmente, para facilitar la rotación de auditores –y, de este modo, potenciar la independencia–, la Ley establece límites de tiempo para la contratación de los auditores cuando la auditoría es legalmente obligatoria: los auditores serán contratados por un período de tiempo determinado inicial que no podrá ser inferior a tres años ni superior a nueve a contar desde la fecha en que se inicie el primer ejercicio a auditar; y, una vez finalizado ese período para el que hubieran sido contratados, los sucesivos contratos tienen que tener como máximo tres años de duración. Si a la finalización del período inicial o de prórroga del mismo, ninguna de las partes hubiese manifestado lo contrario, el contrato se entiende prorrogado tácitamente por un plazo de tres años ( 22.1LAC).

art.

La principal obligación del auditor es la realización de la auditoría de cuentas encargada en firme. El incumplimiento de este deber es causa de resolución del contrato de auditoría, con indemnización de daños y perjuicios a cargo del auditor ( art. 1101 CC). Pero, además, constituye infracción administrativa. A fin de impedir que estas situaciones se produzcan, la Ley no sólo configura el incumplimiento contractual como falta administrativa grave, sino que establece la misma calificación para la aceptación de trabajos de auditoría que superen la capacidad media en horas del auditor de cuentas, de acuerdo con lo establecido en las «normas de auditoría de cuentas» [art. 73, letras a) y e), LAC]. La independencia del auditor queda también reforzada por la imposibilidad de rescindir el contrato que les vincula a la sociedad auditada sin que medie justa causa ( art. 264.3 LSC). En relación con la auditoría en «entidades de interés público» –entre las que se incluyen las sociedades cotizadas– (

art. 3.5LAC), se establecen reglas

particulares (

arts. 33 a

45LAC), que prevén la aplicación

del Reglamento (UE) 537/2014, de 16 de abril, sobre los requisitos específicos para la auditoría legal de las entidades de interés público. Para el desempeño de la función auditora, los auditores de cuentas nombrados tienen derecho a obtener toda clase de informaciones y hacer todas las verificaciones que estimen necesarias. Normalmente, el auditor procederá a examinar, mediante un sistema de muestreo selectivo, las anotaciones contables y los soportes documentales que han servido de base para la realización de esos asientos; y realizará cuantas comprobaciones considere necesarias u oportunas. Los métodos para corroborar la exactitud de esos asientos son muy variados, como, por ejemplo, la circulación de cartas a los acreedores solicitando confirmación de saldos, remisión de cartas a los prestadores de servicios solicitando información de determinados extremos (v.gr.: cartas a los abogados de la sociedad solicitando relación de litigios en tramitación, riesgos jurídicos existentes), solicitud de carta de manifestaciones a la propia dirección de la sociedad, etc. La fiabilidad de la evidencia obtenida por el auditor está en relación con la fuente de que se obtenga (interna o externa) y de la naturaleza de la información facilitada (visual, documental u oral), si bien el auditor debe partir de que la evidencia externa (por ej., las confirmaciones recibidas de terceros) es más fiable que la interna, y la evidencia en forma de documentos y manifestaciones escritas es más fiable que la procedente de declaraciones orales. Por supuesto, la «carta de manifestaciones de la dirección» no puede sustituir a los procedimientos normales que deben aplicar los auditores para la obtención de la evidencia necesaria y suficiente en que fundamentar la opinión técnica. En todo caso, la Ley exige la designación, conforme a criterios de calidad, independencia y competencia, de, al menos, un auditor principal responsable de la realización del trabajo de auditoría. Para la organización del trabajo, se establece la elaboración de un archivo que comprenderá, al menos, el análisis y la evaluación realizadas previamente a la aceptación o continuidad del trabajo, incluyendo los aspectos relativos al deber de independencia, así como el resto de documentación que pruebe y soporte las conclusiones obtenidas en la realización del trabajo, incluidas las que consten en el informe ( art. 29LAC).

Naturalmente, el auditor está obligado a mantener el secreto de cuanta información conozca en el ejercicio de su actividad, no pudiendo hacer uso de la misma para finalidades distintas de las de la propia auditoría de cuentas ( art. 31LAC). La documentación referente a cada auditoría de cuentas, incluidos los denominados «papeles de trabajo» del auditor que constituyan las pruebas y el soporte de las conclusiones que consten en el informe, debe ser conservada y custodiada por el auditor durante el plazo de cinco años a contar desde la fecha del informe de auditoría ( 30LAC).

art.

9. EL INFORME DEL AUDITOR Tras la verificación y revisión de las cuentas, el auditor debe emitir y firmar el informe de auditoría. El informe de auditoría de las cuentas anuales –cuyo contenido mínimo fija minuciosamente la Ley ( art. 5 LAC)– debe contener, entre otras exigencias, la identificación de la entidad auditada y de las cuentas anuales que son objeto de auditoría, así como, en el caso de sociedades, la mención de que dichas cuentas han sido formuladas por los administradores de la sociedad auditada; una descripción del alcance de la auditoría realizada; la opinión técnica el auditor; y la fecha y firma del auditor o los auditores que hubieran realizado el informe. Obviamente, la fecha del informe no puede ser anterior a la de la formulación de las cuentas anuales (art. 5.3 Regl.). La parte más importante de este informe es la opinión técnica del auditor. La opinión puede ser favorable, contener salvedades, ser desfavorable o ser denegada. La opinión favorable –o «informe limpio»– se emitirá cuando las cuentas anuales expresen la imagen fiel del patrimonio, de la situación financiera y de los resultados obtenidos en el ejercicio. La opinión con salvedades tiene lugar cuando el auditor considera que existen algunas circunstancias que pueden condicionar o limitar la conclusión de que esas cuentas expresan la imagen fiel: el informe es favorable pero se hacen constar individualizadamente las salvedades que pudieran afectar a ese juicio positivo. La opinión desfavorable o con reservas significa que el auditor manifiesta que las cuentas anuales no representan la imagen fiel de conformidad con los principios y con las normas de

contabilidad generalmente aceptadas. Por último, la no emisión del informe, u opinión denegada, se produce cuando el auditor se abstiene de emitir opinión técnica, bien por limitaciones al alcance de la auditoría, bien por incertidumbres de importancia y magnitud muy significativas (v. SSTS de 17 de mayo de 2000 y de 20 de octubre de 2011). Además de las reservas o salvedades, el informe deberá contener los denominados «párrafos de énfasis», es decir, la manifestación explícita de cualquier aspecto que, no constituyendo una reserva o una salvedad, el auditor deba considerar o considere necesario destacar en el informe conforme a lo previsto en la normativa reguladora de la auditoría de cuentas (art. 5.4 Regl.). 10. LA RESPONSABILIDAD DEL AUDITOR Sobre el auditor de cuentas confluyen distintos regímenes de responsabilidad. Está, en primer lugar, la responsabilidad civil contractual frente a los empresarios y a las sociedades auditadas por los daños y perjuicios causados por el incumplimiento de las obligaciones por parte del auditor ( art. 26.1 LAC), responsabilidad que, en las sociedades de capital, puede ser exigida no sólo por la propia sociedad sino también, en interés de ella, por la minoría de socios ( art. 271 LSC). Si la auditoría de cuentas se hubiera realizado por sociedad de auditores, responden solidariamente tanto el auditor que hubiera firmado el informe como la sociedad ( art. 26.3LAC). La acción para exigir esta responsabilidad contractual prescribe a los cuatro años de la fecha del informe ( art. 26.4LAC). Y está igualmente la responsabilidad civil extracontractual frente a los terceros que acrediten haber adoptado decisiones dañosas confiando en el contenido del informe del auditor (

arts. 26.2LAC y 1902 y

concordantes CC; SSTS de 9 de octubre de 2008 y de 15 de diciembre de 2011). De esta responsabilidad es independiente la responsabilidad administrativa por cualquiera de las infracciones tipificadas como muy graves ( art. 72LAC), graves ( art. 73LAC) y leves ( art. 74LAC). La potestad sancionadora se atribuye al Instituto de

Contabilidad y Auditoría de Cuentas, que debe ejercerla con arreglo a lo dispuesto en la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas y en la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, así como en la propia Ley de Auditoría y en los Reglamentos que la desarrollan ( arts. 68y 69LAC). Entre las infracciones graves figura el incumplimiento de las «normas de auditoría» que pudiera tener un efecto significativo sobre el resultado del trabajo y, por consiguiente, sobre el contenido del informe [art. 73, letra b), LAC]. El Tribunal Supremo ha declarado que la remisión legal a esas «normas de auditoría» no supone infracción del principio de reserva de ley de la tipificación de las infracciones, ya que cumple los requisitos exigidos para la validez de la remisión: que el reenvío normativo sea expreso, que esté justificado por razón del bien jurídico protegido por la norma tipificadora y que la Ley contenga el «núcleo» esencial de la tipificación; y ha añadido que la inobservancia por el auditor de las «normas de auditoría» evidencia una falta de diligencia, por lo que, salvo que se aporte prueba en contrario, esa inobservancia permite considerar acreditada la culpabilidad como elemento subjetivo del ilícito administrativo (STS [3.ª] de 12 de mayo de 2003). En el mismo sentido, se ha señalado que la falta de verificación de los sistemas de control interno de la sociedad auditada constituye una infracción administrativa que puede y debe ser objeto de sanción (SAN [6ª] de 23 de diciembre de 2009). Las infracciones leves prescriben al año, las graves a los dos años y las muy graves a los tres años desde su comisión. La prescripción se interrumpe por la iniciación, con conocimiento del interesado, del procedimiento sancionador, volviendo a correr el plazo si el expediente permaneciera paralizado durante más de seis meses por causa no imputable al auditor de cuentas o a la sociedad de auditoría sujetos al procedimiento ( art. 85LAC). Como es natural, las sanciones son más o menos importantes según la clase de infracción cometida. Las más frecuentes son las multas; pero, en los casos de infracciones graves o muy graves, el Instituto puede sancionar con la baja provisional o, si la infracción fuera muy grave, con la baja definitiva en el Registro Oficial de Auditores de Cuentas (v.

art. 76LAC).

Por último, cabe que la responsabilidad del auditor tenga carácter penal cuando, en el ejercicio de la actividad auditora, haya incurrido, como autor o cómplice, en alguno de los delitos o de las faltas tipificadas como tales [v.gr.: la falsedad documental ( 390 y ss.

CP)].

arts.

Lección 8

El registro mercantil (I). Organización y funcionamiento Sumario: •









I. El Registro Mercantil o 1. La publicidad legal o 2. El registro mercantil como instrumento técnico de la publicidad legal II. Sujetos y actos inscribibles o 3. Sujetos y actos inscribibles o 4. El principio de la inscripción obligatoria III. La organización y el funcionamiento del Registro Mercantil o 5. Los registros mercantiles territoriales o 6. El sistema de hoja personal: apertura y cierre o 7. El proceso de inscripción o 8. Las relaciones entre registro mercantil y registro de la propiedad IV. Los asientos registrales o 9. Las inscripciones y sus clases o 10. La publicidad de los asientos registrales: certificaciones y notas informativas V. El acto inscrito o 11. La presunción legal de exactitud y validez o 12. La oponibilidad del acto inscrito o 13. La discordancia entre inscripción y publicación

I. EL REGISTRO MERCANTIL

1. LA PUBLICIDAD LEGAL La extraordinaria importancia de la actividad que desarrollan los empresarios individuales y las sociedades mercantiles en el ámbito general de la actividad económica explica que la Ley imponga a estos sujetos la obligación de publicar determinados datos considerados relevantes. Esta publicidad se practica por declaraciones hechas en boletines o periódicos oficiales y, sobre todo, por inscripciones en los registros públicos. Ahora bien, la publicidad puede tener distinto carácter. En unos casos, lo que se persigue con la publicación en boletines o

periódicos oficiales o con la inscripción en un registro público es que los terceros puedan conocer determinados datos relativos a los sujetos a que esa publicación o esa inscripción se refieren (v.gr.: el Registro de Vehículos de la Dirección General de Tráfico). De este modo se facilita el conocimiento de esos datos por los terceros que lean la publicación o que consulten el registro. En esos supuestos, el Derecho no establece consecuencias jurídicas, positivas o negativas, para los terceros por el hecho mismo de la publicación o de la inscripción, si bien puede sancionar a los sujetos obligados a esa publicidad que incumplan el deber legal. Se trata de una publicidad legal por el origen, en cuanto derivada de un deber impuesto por la Ley, pero que carece de efectos o consecuencias jurídicas para los terceros. En otros casos, por el contrario, los datos que se ofrecen al dominio público se consideran conocidos por los terceros, con independencia de que ese conocimiento jurídico se corresponda o no con el conocimiento real. Se trata de una publicidad legal no sólo por el origen, sino también por sus efectos: los datos publicados o inscritos son oponibles a los terceros sin que éstos puedan alegar ignorancia. La cognoscibilidad, es decir, la mera posibilidad de conocer, equivale al conocimiento: por el hecho de la publicación o de la inscripción en un registro público, el Derecho considera que los terceros conocen los datos publicados e inscritos. No todo registro público constituye instrumento técnico de la publicidad legal. Para que los datos anotados o inscritos en un registro sean oponibles a terceros, con independencia de que efectivamente los conozcan, se requiere que el Ordenamiento jurídico así lo establezca de modo expreso. Entre los registros públicos dotados de publicidad legal destaca por su importancia el Registro Mercantil. Para facilitar al tercero el conocimiento de algunos datos esenciales y, en su caso, la identificación del Registro Mercantil en que el sujeto figure inscrito, el Derecho español impone a los empresarios mercantiles, a las sociedades mercantiles y a las demás entidades sujetas a inscripción obligatoria en dicho Registro el deber legal de hacer constar en toda su documentación, correspondencia, notas de pedido y facturas el domicilio y los datos identificadores de la inscripción. Las sociedades deben hacer constar, además, su forma jurídica –y, en su caso, el carácter de sociedad unipersonal que tuvieren (

art. 13.2

LSC)– y, si fuera procedente, la situación

de liquidación en que se encuentren (art. 24.1 C. de C.). El incumplimiento de este deber legal será sancionado con multa (art. 24.2 C. de C.). 2. EL REGISTRO MERCANTIL COMO INSTRUMENTO TÉCNICO DE LA PUBLICIDAD LEGAL El Registro Mercantil es aquel Registro público que tiene por objeto la publicidad de los empresarios, de las sociedades mercantiles y demás sujetos inscribibles, así como de determinados hechos y actos relativos a esos sujetos. El Registro Mercantil es una institución esencialmente dirigida a los terceros. Como las exigencias de la vida económica harían inviable un sistema en que los sujetos inscritos tuvieran que acreditar el conocimiento de los asientos registrales por esos terceros, ese conocimiento se objetiva de tal modo que la oponibilidad del contenido del registro no está en función del conocimiento real y efectivo de los asientos, sino en función de una presunción legal de conocimiento. A) El precedente del Registro Mercantil se encuentra en las listas y matrículas de mercaderes de las corporaciones y gremios medievales, en las que era preciso figurar inscrito para el ejercicio del comercio. El comerciante matriculado gozaba de los derechos de la condición mercantil y obtenía la protección de la corporación o del gremio. Se trataba, pues, de una matrícula de personas individuales, al que pronto van a acceder determinados actos de esos comerciantes, como las escrituras dotales y las capitulaciones matrimoniales, los poderes concedidos a factores y dependientes y los contratos de sociedad concertados por el comerciante con otros comerciantes o no comerciantes. La aparición del Registro Mercantil es obra del Código de Comercio de 1829. Es entonces cuando nace propiamente el Registro Mercantil, dividido en dos secciones: de un lado, la matrícula general de comerciantes, descendiente de las viejas matrículas, y, de otro, el registro de documentos (arts. 22 a 31). Aunque de modo incipiente, en el primer Código de Comercio español ya está presente la idea de que el Registro Mercantil es una institución destinada a desplegar efectos sustanciales en relación con los terceros (arts. 22, 29, 328 y 335).

Con todo, es preciso esperar a la promulgación del Código de Comercio de 1885 para que el Registro Mercantil aparezca como instrumento técnico de publicidad legal. En este Código de Comercio (arts. 16 a 32 de la redacción originaria) y en los sucesivos Reglamentos del Registro Mercantil de 1885, de 1919 y de 1956, el Registro Mercantil se concibe, al igual que en el Código anterior, como un Registro de personas –los comerciantes y las sociedades mercantiles (art. 16.I)– y de actos (art. 21), pero, además, como un Registro de bienes: los buques (art. 16.II), a los que, con el paso del tiempo, habrían de añadirse las aeronaves. Con la inscripción de estos bienes destinados o susceptibles de ser destinados a la navegación marítima o aérea, el Registro Mercantil se convirtió en un Registro mixto, incorporando algunos de los principios que hasta entonces eran específicos del Registro de la Propiedad. Pero el Código de Comercio de 1885 no sólo procede a la ampliación del objeto del Registro, sino que instaura un auténtico sistema de publicidad legal: el acto legalmente inscribible, que ha sido inscrito, se considera conocido por todos desde la fecha de inscripción, sin que pueda invocarse ignorancia, mientras que el acto inscribible y no inscrito no produce efectos respecto de terceros (arts. 24 y 26 C. de C. y art. 2RRM de 1956). B) El Registro Mercantil experimentaría una importante transformación por virtud de la Ley 19/1989, de 25 de julio, de adaptación y reforma parcial de la legislación mercantil a las Directivas de la Comunidad Económica Europea en materia de sociedades (art. 1). En efecto, la Directiva 68/151/(CEE), de 9 de marzo de 1968, obligaba a modificar el momento de producción de efectos de la inscripción en relación con las sociedades anónimas, comanditarias por acciones y de responsabilidad limitada: la oponibilidad de los actos inscritos tenía que producirse, no desde la inscripción, sino desde la publicación de esa inscripción del acto inscribible, bien íntegramente o por extracto, en un boletín nacional designado por el Estado miembro. Con buen criterio, el legislador español aprovechó la ocasión para sentar sobre nuevas bases la institución registral. Se da una nueva redacción al Título II del Libro I del Código (ahora arts. 16 a 24) y se aprueba un nuevo y muy amplio Reglamento del Registro Mercantil por Real Decreto de 29 de diciembre de 1989 el cual, tras la Ley de 23 de marzo de

1995 de Sociedades de Responsabilidad Limitada, habría de ser sustituido por el Real Decreto de 19 de julio de 1996, que, con algunas modificaciones posteriores, es el actualmente vigente. En primer lugar, con la Ley de 25 de julio de 1989, se produce la ampliación de los instrumentos técnicos de la publicidad legal. Mientras que el sistema de publicidad legal del Código de Comercio se basaba única y exclusivamente en los Registros Mercantiles territoriales, el sistema introducido por la Ley de 25 de julio de 1989 se caracteriza por la dualidad de instrumentos técnicos de publicidad: los Registros Mercantiles territoriales (art. 17.2 C. de C. y art. 16RRM), que hacen efectiva la publicidad por certificación del contenido de los asientos expedida por el Registrador o por simple nota informativa o copia de los asientos y de los documentos depositados (art. 23.1 C. de C.), y el Boletín Oficial del Registro Mercantil (art. 21.1 C. de C. y arts. 420 y ss. RRM), en el que se publican por extracto los actos inscritos en los Registros territoriales, así como anuncios y avisos legales. Como órgano de conexión o enlace entre los Registros territoriales y el Boletín, figura el Registro Mercantil central que, entre otras funciones, tiene la de ordenar los extractos de las inscripciones practicadas en los Registros Mercantiles territoriales, la de reelaborar la información recibida y la de publicar esa información en el citado Boletín (art. 17.3 C. de C. y, sobre todo, art. 379RRM). Además de esta publicidad oficial en el Boletín Oficial del Registro Mercantil, desde la entrada en vigor de la Ley 19/1989, de 25 de julio, el Colegio de Registradores ha procedido a recuperar en soporte digital el archivo histórico de todos los Registros Mercantiles territoriales, facilitando así la publicidad a través de instrumento técnico alternativo: un portal único en la red. En segundo lugar, el Registro Mercantil vuelve a ser exclusivamente Registro de personas y de actos. La Ley de 25 de julio de 1989 cierra las puertas del Registro Mercantil a los buques y a las aeronaves (que ahora se inscriben en la Sección 1ª del Registro de Bienes Muebles: v. disp. adicional única del RD 1828/1999, de 3 de diciembre). Pero es necesario añadir que este retorno a la concepción originaria va acompañado de una sustancial ampliación de los sujetos y de los actos inscribibles. No sólo acceden al Registro empresarios y sociedades mercantiles, sino también otros

sujetos a los que la Ley desea someter al mismo régimen de publicidad legal (art. 16.1 C. de C.). En tercer lugar, los efectos de la publicidad registral se desplazan desde la inscripción misma hasta la publicación del extracto del acto inscrito: los actos sujetos a inscripción, en efecto, sólo son oponibles a terceros desde la publicación de los datos esenciales de la inscripción en el Boletín Oficial del Registro Mercantil (art. 21.1 C. de C.). Esa oponibilidad frente al tercero del acto registrado no arranca ya, como en el sistema anterior, de la inscripción en sí, sino del momento ulterior de la publicación de los datos esenciales del Registro Mercantil, dilatándose de este modo, en favor del tercero de buena fe, el período de inoponibilidad del acto. En cuarto lugar, se amplían considerablemente las funciones del Registro Mercantil. Hasta la promulgación de la Ley de 25 de julio de 1989, el Registro Mercantil era sólo un Registro público. A partir de entonces, al lado de las funciones registrales tradicionales, el Registro Mercantil asume otras nuevas funciones que no son estrictamente registrales: la legalización de los libros de los empresarios, el nombramiento de expertos independientes y de auditores de cuentas y el depósito y publicidad de los documentos contables (art. 16.2 C. de C.). En tiempos más recientes, y por virtud de la Ley 15/2015, de 2 de julio, los registradores mercantiles han pasado a asumir, igualmente, funciones de jurisdicción voluntaria, ampliándose así el perfil de la institución. En este ámbito, el Registro Mercantil tiene encomendadas, entre otras funciones: la amortización, a instancia de cualquier tercero interesado, de las acciones propias adquiridas por una sociedad anónima en violación de las normas sobre autocartera (

art. 139

LSC); la convocatoria de la junta general de las sociedades de capital a instancia de los socios, cuando no fueran convocadas por los administradores dentro del correspondiente plazo legal o estatutariamente establecido o cuando éstos no atiendan oportunamente la solicitud de convocatoria efectuada por la minoría ( art. 169LSC); el nombramiento de auditor a instancia de los administradores o de cualquier socio, cuando la junta general de una sociedad obligada a auditarse no lo hubiera nombrado antes de que finalice el ejercicio a auditar (

art. 256.1LSC).

C) La configuración actual del Registro Mercantil debe servir de base para una potenciación de este Registro público, que, en rigor, tiene que orientarse en un triple sentido: en primer lugar, ampliando decididamente los sujetos inscribibles. Si pretende ser una institución útil, el Registro Mercantil debe aspirar a ser el Registro público de los «operadores económicos», es decir, de cualquier clase de personas naturales y jurídicas que participen en el tráfico como oferentes o como demandantes de bienes y servicios, con superación de la actual fragmentación registral. En segundo lugar, el Registro debe prescindir del «soporte papel» y sustituirlo por un «soporte informático». En este sentido, la Directiva 2003/58/(CE), de 15 de julio, ha procedido a modificar la Directiva 68/151/(CEE), de 9 de marzo, de modo tal que los interesados puedan acceder con mayor facilidad y rapidez a la inscripción y al conocimiento de lo inscrito. En este contexto, la citada Directiva persigue, entre otras finalidades, que las sociedades puedan elegir entre realizar la presentación de documentos en papel o por medios electrónicos; que el contenido del Registro se convierta progresivamente al formato electrónico; que los interesados puedan obtener una copia, bien en papel, bien en formato electrónico, según soliciten, del contenido del Registro y de los documentos en él depositados; que los Estados puedan decidir entre mantener el Boletín, ya sea editado en papel o en formato electrónico, o suprimir esta publicación siempre que establezcan «otra medida de efecto equivalente que implique, como mínimo, la utilización de un sistema que permita consultar las informaciones publicadas en orden cronológico a través de una plataforma electrónica central». La mayor parte de estas medidas de electronificación del Registro Mercantil ya se ha puesto en práctica en el Derecho español. En tercer lugar, el Registro Mercantil debe proporcionar la posibilidad de acceso e intercambio de información de manera transfronteriza en el ámbito de la Unión Europea. En este sentido, en un futuro próximo, el Registro Mercantil deberá estar interconectado con la plataforma registral central europea creada con el fin de facilitar a los interesados la obtención de información sobre las indicaciones relativas al nombre y forma jurídica de las sociedades inscritas, el domicilio social de las mismas y el Estado miembro en el que se encuentren inscritas y su número de registro (nuevo ap. 5 del art. 17 C. de C., introducido por la disp. final primera de la Ley 19/2015, de 13 de julio, de medidas de reforma administrativa en el ámbito de la Administración de Justicia y del Registro Civil, de

transposición de la Directiva 2012/17/UE, relativa a la interconexión de los registros centrales, mercantiles y de sociedades). II. SUJETOS Y ACTOS INSCRIBIBLES

3. SUJETOS Y ACTOS INSCRIBIBLES A lo largo de la historia, el Registro Mercantil se ha caracterizado por una continua ampliación de su contenido. Durante un largo período esa ampliación se ha limitado a los actos inscribibles. A esa expansión objetiva, se ha añadido ahora una expansión subjetiva: al lado de los empresarios individuales, herederos de los viejos comerciantes y al lado de las sociedades mercantiles, la Ley, por distintas razones, ha considerado sujetos inscribibles a otras entidades. En el Derecho vigente, el Registro Mercantil tiene por objeto la inscripción de los empresarios individuales; las sociedades mercantiles –entre las que deben considerarse comprendidas las sociedades cooperativas cuando «se dediquen a actos de comercio extraños a la mutualidad» (art. 124 C. de C.)–, incluidas también las sociedades anónimas europeas (Reglamento [ CE] 2157/2001, de 8 de octubre, por el que se aprueba el estatuto de la sociedad anónima europea, y art. 457.2 LCS) y las sociedades cooperativas europeas (Reglamento [CE] 1435/2003, de 22 de julio, por el que se aprueba el estatuto de la sociedad cooperativa europea y art. 3.1. de la Ley 3/2011, de 4 de marzo, por la que se regula la sociedad cooperativa europea con domicilio en España); las sociedades civiles profesionales; cualesquiera entidades de crédito y de seguros (así, además de las sociedades anónimas bancarias y de las sociedades anónimas de seguros y de reaseguros, las cajas de ahorro, las cooperativas de crédito, incluidas las cajas rurales, y las cooperativas y las mutuas de seguros y las mutuas de previsión social); las sociedades de garantía recíproca; las instituciones de inversión colectiva (sociedades y fondos de inversión); los fondos de pensiones (arts. 11y 11bis RDL 1/2002, de 29 de noviembre, en la redacción dada por la disp. final 13ª de la Ley 2/2011, de 4 de marzo); las agrupaciones de interés económico (incluidas las agrupaciones europeas de interés económico), así como aquellos actos de los sujetos inscritos determinados legal o reglamentariamente (art. 16.1

C. de C. y art. 81 RRM). A este catálogo legal, la Ley de Ordenación del Comercio Minorista ha añadido la inscripción de cualesquiera clase de entidades que se dediquen al comercio al por mayor o al por menor o a la realización de adquisiciones o presten servicios de intermediación para negociar las mismas por cuenta de comerciantes al por menor, cuando en el ejercicio inmediatamente anterior hayan superado determinada cifra de volumen de negocio (disp. adic. 4ª de la Ley de 15 de enero de 1996). En realidad, al lado de auténticos sujetos de derecho, en ese catálogo de sujetos inscribibles figuran algunas realidades que en modo alguno merecen esa calificación, sino que son patrimonios dotados de un grado mayor o menor de autonomía. Tal es el caso de los fondos de inversión y de los fondos de pensiones, que son patrimonios pertenecientes a una colectividad de inversores o de pensionistas ( art. 3.1 de la Ley 35/2003, de 4 de noviembre, de Instituciones de Inversión Colectiva, y art. 11.1 y 4 del RDL 1/2002, de 29 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de regulación de los Planes y Fondos de Pensiones). En cuanto a los actos inscribibles, éstos están en función de la clase de sujeto de que se trate (art. 16.1-8º C. de C. y 81.2 RRM). En el caso del empresario individual, los principales actos o resoluciones judiciales inscribibles son los relativos a la capacidad del empresario y al régimen económico del matrimonio (como el consentimiento, la oposición y la revocación al ejercicio de la actividad empresarial, las capitulaciones matrimoniales y las sentencias firmes en materia de nulidad del matrimonio, separación y divorcio), la cesión global de activo y pasivo, así como los poderes generales (incluida su modificación, revocación y sustitución), la apertura, el cierre y demás actos relativos a las sucursales, y la declaración judicial de concurso de acreedores, la intervención o la suspensión de las facultades de administración y disposición que hubiera decretado el juez y el nombramiento de los administradores concursales (art. 22.1 C. de C., art. 24.2 LC y art. 87RRM). En el caso de las sociedades mercantiles y demás entidades inscribibles, el acto constitutivo y sus modificaciones, el nombramiento y cese de administradores, liquidadores y auditores, los poderes generales (incluida su modificación, revocación y sustitución), la apertura, el cierre y demás actos relativos a las

sucursales, la rescisión, disolución, reactivación, transformación, fusión y escisión de la sociedad, la creación de su página web, la declaración de unipersonalidad sobrevenida, así como la declaración judicial de concurso de acreedores de la sociedad, la intervención o la suspensión de las facultades de administración y disposición y el nombramiento de los administradores concursales y, en el caso de sociedades de capital o entidades autorizadas para ello, la emisión de obligaciones u otros valores negociables agrupados en emisiones, salvo que la emisión se realice por sociedades cotizadas y revista determinadas características (arts. 22.2 C. de C., 11 bis.3 y 13.1 LSC, art. 24.2 LC y 94.1 RRM). Las sociedades cotizadas deberán inscribir, además, en el Registro Mercantil el reglamento de la junta general de accionistas y el reglamento del consejo de administración ( 529.2LSC).

arts. 513.2 y

La inscripción de sujetos y de actos en el Registro Mercantil está sometida al llamado principio de tipicidad: existe un numerus clausus de sujetos y de actos inscribibles (Ress. DGRN de 7 de octubre de 2002 y de 15 de noviembre de 2004). Solamente son inscribibles en los Registros Mercantiles territoriales aquellos sujetos y aquellos actos determinados por la Ley (art. 16.1 C. de C.) y por el Reglamento del Registro Mercantil [art. 2, letra a), RRM]. Así, por ejemplo, no es inscribible en la hoja abierta a una sociedad de responsabilidad limitada el embargo de participaciones sociales (Res. DGRN de 8 de abril de 2012). La limitación de los actos inscribibles es exigencia lógica de la propia finalidad del sistema registral mercantil. El Registro tiene por objeto publicar frente a terceros hechos relevantes. Si se dejase abierto el Registro a actos no previstos por norma legal o reglamentaria, no sólo se produciría gran incertidumbre acerca del contenido potencial de la hoja registral, sino que sería inadmisible, por el grave daño que ocasionaría a los terceros, dotar de oponibilidad a aquellos actos inscritos y publicados que hubieran accedido al Registro por la mera decisión del interesado. 4. EL PRINCIPIO DE LA INSCRIPCIÓN OBLIGATORIA Los sujetos y los actos inscribibles deben inscribirse obligatoriamente en el Registro Mercantil ( art. 4 RRM). Al establecer ese catálogo de sujetos y de actos inscribibles, la Ley no

autoriza la inscripción, sino que la exige. Incluso los Notarios que autoricen documentos sujetos a inscripción en el Registro Mercantil tienen la obligación de advertir a los otorgantes, en el propio documento y de manera específica, acerca de la obligatoriedad de la inscripción (

art. 82RRM).

A) En relación con los sujetos, este principio de la inscripción obligatoria tiene dos importantes excepciones: a) La primera excepción es la inscripción de los empresarios individuales. Mientras que la inscripción de las sociedades mercantiles y demás entidades inscribibles es obligatoria (art. 19.2 C. de C.), la inscripción de los empresarios individuales no tiene este carácter (art. 19.1 C. de C.). Existe, no obstante, una importante medida de fomento de la inscripción y que puede hacer dudar acerca de la significación puramente potestativa de la inscripción del empresario individual: nos referimos a la sanción impuesta a ese empresario no inscrito en el sentido de que no podrá pedir la inscripción de ningún documento en el Registro Mercantil ni aprovecharse de sus efectos legales (art. 19.1 II C. de C.). En todo caso, el carácter potestativo de la inscripción del empresario individual tiene una excepción: la relativa al carácter obligatorio de la inscripción del naviero y del armador que dedique el buque a la navegación con fines empresariales [arts. 19.1 C de C. y 81.1, letra a), RRM y

art. 146

LNM].

b) La segunda excepción es la inscripción de los fondos. Mientras que la inscripción de los fondos de pensiones continúa siendo obligatoria (arts. 11y 11bis del RDL 1/2002, de 29 de noviembre), la inscripción de los fondos de inversión, sean cotizados o no cotizados, es meramente potestativa (

art. 10.6

LIIC y art. 8.1,

letra b), RD 1082/2012, de 13 de julio) y también es meramente potestativa la inscripción de los fondos de capital-riesgo [art. 8, letra b), Ley 22/2014, de 12 de noviembre, por la que se regulan las entidades de capital-riesgo, otras entidades de inversión colectiva de tipo cerrado y las sociedades gestoras de entidades de inversión colectiva de tipo cerrado y por la que se modifica la Ley 35/2003, de 4 de noviembre, de Instituciones de Inversión Colectiva].

B) En relación con los actos, el principio de la inscripción obligatoria tiene también dos importantes excepciones: a) La primera excepción es la inscripción de los poderes. Mientras que los poderes generales y las delegaciones permanentes de facultades del consejo de administración de una sociedad mercantil en uno o varios consejeros-delegados o en una comisión ejecutiva, así como la modificación, la revocación y la sustitución de esos poderes y la modificación y la revocación de esa delegación permanente de facultades deben necesariamente inscribirse (salvo que se trate de poderes generales para pleitos), los poderes especiales –es decir, para la realización de actos concretos– y las delegaciones ocasionales o transitorias de facultades son de inscripción meramente voluntaria (arts. 87-2º y 94-5º RRM). b) La segunda excepción es la relativa a la emisión de obligaciones. Frente al carácter obligatorio de la inscripción de las emisiones de obligaciones en general (art. 22.2 C. de C.), no será necesario el requisito de la escritura pública ni el de la inscripción de la emisión en el Registro Mercantil respecto de aquellas emisiones de obligaciones (o de otros valores que reconozcan o creen deuda), cualquiera que sea la entidad emitente, «siempre que vayan a ser objeto de una oferta pública de venta o de admisión a negociación en un mercado secundario oficial y respecto de las cuales se exija la elaboración de un folleto que esté sujeto a aprobación y registro por la Comisión Nacional del Mercado de Valores» o «vayan a ser objeto de admisión a negociación en un sistema multilateral de negociación establecido en España», y salvo que se trate de obligaciones convertibles ( art. 41 del Real Decreto Legislativo 4/2015, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley del Mercado de Valores). Un caso particular es el de los denominados «protocolos familiares» estipulados entre socios de una sociedad mercantil con vínculos de familia «para regular las relaciones entre familia, propiedad y empresa» ( art. 2.1 RD 171/2007, de 9 de febrero). Se puede hacer constar en el Registro Mercantil la existencia del protocolo (art. 5.1); se puede depositar ese protocolo, total o parcialmente, junto con las cuentas anuales (art. 6); y se puede, en fin, inscribir en el Registro que un determinado acuerdo inscribible ha sido adoptado en ejecución de un protocolo familiar (art. 7). Pero el protocolo en sí no es inscribible.

III. LA ORGANIZACIÓN Y EL FUNCIONAMIENTO DEL REGISTRO MERCANTIL

5. LOS REGISTROS MERCANTILES TERRITORIALES El sistema registral mercantil español pertenece a los denominados sistemas de Registro descentralizado. El Registro es una oficina pública radicada en todas las capitales de provincia –y, además, en Santiago de Compostela, en Ceuta y Melilla y en determinadas islas (

art. 16.1

RRM)–, que está a cargo de los Registradores de

la propiedad y mercantiles ( art. 13.1RRM), y depende del Ministerio de Justicia a través de la Dirección General de los Registros y del Notariado. A diferencia de los Registros de la Propiedad, la circunscripción territorial de los Registros Mercantiles coincide con la provincia en cuya capital radica, salvo en el caso de los Registros Mercantiles antes señalados (

art. 16.2RRM).

Cada Registro Mercantil territorial tiene uno o varios titulares. En las provincias de mayor actividad económica, el Registro Mercantil cuenta con una pluralidad de Registradores mercantiles, los cuales llevarán el despacho de los documentos con arreglo al convenio de distribución de materias o sectores que acuerden, que deberá ser sometido a la aprobación de la Dirección General de los Registros y del Notariado ( art. 15.1RRM). En las provincias de menor actividad económica, el titular del Registro Mercantil suele tener también la titularidad de un Registro de la Propiedad. El Reglamento del Registro Mercantil determina qué libros y legajos debe llevar cada Registro Territorial y las formalidades comunes de esos libros (

arts. 23 a

32RRM).

6. EL SISTEMA DE HOJA PERSONAL: APERTURA Y CIERRE El Registro Mercantil se lleva por el sistema de hoja personal ( art. 3 RRM), a diferencia del Registro de la Propiedad que, en cuanto Registro de bienes inmuebles y de derechos relativos a ellos, se lleva por el sistema de hoja real. Significa ello que, al practicar la primera inscripción de un sujeto inscribible, se abre una hoja numerada en el Registro, en la que, en los folios que sean

necesarios, se practicarán todos los asientos posteriores relativos a ese sujeto. Para la apertura de la hoja registral es competente el Registrador mercantil correspondiente al domicilio del sujeto inscribible ( art. 17.1RRM). Como la circunscripción territorial del Registro Mercantil, salvo excepciones, es provincial, para el cambio de domicilio del sujeto inscrito a provincia distinta se presentará en el Registro Mercantil de destino certificación literal de las inscripciones practicadas en la hoja abierta en el Registro de origen, a fin de que esas inscripciones se trasladen a la nueva hoja que se le abra en dicho Registro (

art. 19RRM).

En cuanto a la cancelación de los asientos, cuando el Registrador mercantil practica el asiento general de cancelación de todas las inscripciones realizadas en aquella hoja, tiene lugar el llamado cierre definitivo de la hoja (así sucederá en los supuestos de muerte o cese en el ejercicio de la actividad o, en caso de sociedad mercantil, al concluir la liquidación;

art. 247RRM).

Pero el cierre de la hoja puede ser simplemente provisional, ya sea parcial, ya sea total. El cierre provisional es parcial cuando, a pesar del cierre, se autoriza la práctica de algunas inscripciones que específicamente enumera la Ley o el Reglamento. Así, en los supuestos de falta de depósito de las cuentas anuales ( art. 378 del RRM; v. Ress. DGRN de 27 de febrero de 2012 y 7 de julio de 2016) o de falta de adaptación oportuna de los estatutos de las sociedades anónimas (disp. trans. 6ª.1 de la Ley de 25 de julio de 1989). Y es total cuando ya no cabe practicar inscripción alguna en la hoja abierta a ese sujeto en tanto no se regularice la situación que motivó el cierre de esa hoja. Así, en el supuesto de inscripción de la resolución judicial por la que se reduzca el capital a una cifra inferior al mínimo legal en caso de amortización de acciones propias, permaneciendo cerrada la hoja hasta que se inscriba la escritura de aumento de ese capital en la medida necesaria, la escritura de transformación o la escritura de disolución de la sociedad ( art. 173.2RRM); o en el caso de inscripción de la sentencia que ordene a una sociedad o entidad inscrita el cambio

de la denominación, durando el cierre hasta que no se inscriba la nueva denominación (

art. 417.2RRM).

Especial consideración merece el cierre provisional del Registro Mercantil por impago de impuestos estatales. En cada Delegación de la Agencia Estatal de la Administración Tributaria se lleva un índice de entidades en el que figuran inscritas las que tengan el domicilio fiscal dentro del ámbito territorial de la Delegación (

art.

118 de la Ley 27/2014, de 27 de noviembre, del Impuesto sobre Sociedades). Cuando los débitos tributarios para con la Hacienda pública del Estado de la entidad sujeta al impuesto de sociedades sean declarados fallidos, o cuando la entidad no haya presentado la declaración correspondiente al impuesto de sociedades durante tres períodos impositivos consecutivos, la Agencia Estatal de la Administración Tributaria, previa audiencia de los interesados, dictará acuerdo de baja provisional que notificará al Registro Mercantil, si la sociedad o entidad figura inscrita en ese Registro, procediendo el Registrador al cierre provisional de la hoja mediante nota marginal en la que hará constar que, en lo sucesivo, no podrá realizarse ninguna inscripción que a dicha hoja concierna sin presentación de certificación de alta en el índice de entidades ( art. 119LIS; v. también art. 62 RGR). El cierre provisional de la hoja registral establecida en la norma legal tributaria –norma que la Dirección General de los Registros y del Notariado ha calificado como «perturbadora de la seguridad del tráfico jurídico»– cuenta, sin embargo, con algunas excepciones: pueden extenderse los asientos ordenados por la autoridad judicial y aquellos otros que hayan de contener los actos necesarios que sean presupuesto para la reapertura de la hoja, así como los relativos al depósito de las cuentas anuales ( art. 96RRM; Res. DGRN de 10 de febrero de 1999), pero no los relativos a la disolución de la sociedad y al nombramiento de liquidadores (Ress. DGRN de 7 de mayo de 1997 y 23 de octubre de 2003). 7. EL PROCESO DE INSCRIPCIÓN A) El proceso de inscripción se inicia con la presentación de los documentos en los que constan las circunstancias de los sujetos que pretenden ser inscritos o los actos objeto de inscripción. En

esta materia rigen los denominados principios de rogación y de titulación pública: el principio de rogación significa que el procedimiento dirigido a la práctica de los asientos registrales se inicia a instancia de parte legitimada y no de oficio por el Registrador mercantil. En el Derecho español, se facilita extraordinariamente la presentación de documentos inscribibles mediante una presunción según la cual quien presente un documento inscribible en el Registro Mercantil se considera representante de quien tenga la facultad o el deber de solicitar la inscripción ( art. 45.1 RRM). Por excepción, en algunos casos, el Registrador practica el asiento en virtud de mandamiento judicial (como, por ej., los relativos al concurso de acreedores: v. art. 321RRM) y, en otros, debe proceder de oficio a la práctica de determinados asientos sin previa solicitud de interesado. Así, por ejemplo, en los casos de caducidad del nombramiento de administradores de sociedades, una vez vencido el plazo para el que hubieran sido nombrados ( art. 145RRM) y en los casos de disolución de pleno derecho de sociedad por transcurso del tiempo ( art. 238RRM) o por falta de cambio de la denominación social a que hubiera sido condenada por sentencia firme como consecuencia de violación del derecho de marca (disp. adic. 17ª

LM).

El principio de titulación pública significa que la inscripción tiene que practicarse en virtud de documento público. Son documentos públicos las escrituras públicas, los documentos judiciales y los documentos administrativos. Por excepción, la inscripción se practicará en virtud de documento privado en los casos expresamente prevenidos en las Leyes y en el Reglamento del Registro Mercantil (art. 18.1 C. de C. y art. 5.1 y 2RRM). Así, por ejemplo, se practica en virtud de documento privado la inscripción primera del empresario individual, salvo que se trate de naviero, y la apertura y el cierre de sucursales ( art. 93RRM); la inscripción del nombramiento y del cese de administradores, liquidadores y auditores ( arts. 142, 245y 154RRM); y la inscripción de los reglamentos de la junta general de accionistas y del consejo de administración de las sociedades cotizadas (

arts.

513.2 y 529.2 LSC). La agrupación europea de interés económico y los actos inscribibles relativos a la misma pueden inscribirse también en el Registro Mercantil en virtud de documento privado con firmas legitimadas notarialmente ( art. 22.3 de la Ley 12/1991, de 29 de abril, de Agrupaciones de Interés Económico). Es indiferente que se trate de un documento público otorgado en España o en el extranjero. El documento extranjero, debidamente apostillado, constituye título hábil para la inscripción (

art.

5.3RRM en relación con art. 4 LH y arts. 36 y ss. RH; y Res. DGRN de 22 de febrero de 2012, en relación con la inscripción en el Registro de la Propiedad). La presentación debe hacerse en el Registro territorial del domicilio del sujeto inscribible o inscrito ( art. 17.1RRM). La presentación puede ser física, es decir, realizarse mediante la entrega o consignación material del título a inscribir, por fax o por vía telemática y con firma electrónica avanzada del Notario autorizante o responsable del protocolo ( 27 de diciembre).

art. 112 de la

Ley 24/2001, de

En los últimos años, se han aprobado distintas disposiciones que imponen la presentación telemática: a) En materia de constitución de sociedades mercantiles, la regla general es la presentación telemática; la presentación física o material es la excepción. La presentación telemática se realiza sin necesidad de acreditar la previa autoliquidación del impuesto correspondiente con alegación de exención: v. Ress. DGRN de 29 de octubre de 2011 y de 26 de enero de 2012). El procedimiento para la constitución de las sociedades limitadas se encuentra regulado pormenorizadamente, distinguiendo según los fundadores opten por constituir la sociedad conforme a los estatutos tipo o no (arts. 15y 16Ley 14/2013, de 27 de diciembre, de apoyo a los emprendedores y a su internacionalización, RD 421/2015, de 29 de mayo, por el que se regulan los modelos de estatutos-tipo y de escritura pública estandarizados de las sociedades de

responsabilidad limitada y se aprueba el modelo de estatutos-tipo, y Orden JUS/1840/2015, de 9 de septiembre, por la que se aprueba el modelo de escritura pública en formato estandarizado y campos codificados de las sociedades de responsabilidad limitada, así como la relación de actividades que pueden formar parte del objeto social). En el primer caso, la escritura de constitución se otorgará en plazo de doce horas desde el inicio del procedimiento y el Registrador procederá a su calificación e inscripción en el Registro Mercantil en un plazo máximo de seis horas hábiles desde la recepción de la escritura de constitución junto con el Número de Identificación Fiscal provisional asignado y la acreditación de la exención del Impuesto de Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados (art. 15Ley 14/2013, de 27 de diciembre). En caso de que los socios no optaran por el uso de los estatutos tipo, el registrador inscribirá la sociedad inicialmente en el Registro Mercantil en el plazo de seis horas hábiles, haciendo constar únicamente los datos relativos a la denominación, domicilio y objeto de la sociedad, además del capital social y el órgano de administración seleccionado. Desde esta inmatriculación, la sociedad se regirá por lo dispuesto en la Ley de Sociedades de Capital. En el término de calificación ordinario la escritura de constitución se inscribirá de forma definitiva, teniendo esta segunda inscripción la consideración de modificación de estatutos. Si la inscripción definitiva se practica vigente el asiento de presentación los efectos se retrotraerán a esta fecha (art. 16Ley 14/2013, de 27 de diciembre). La presentación de la escritura de constitución a inscripción en el Registro Mercantil del lugar del domicilio social se realizará por vía telemática con firma electrónica reconocida del notario autorizante, interviniente o responsable del protocolo. El Notario deberá inexcusablemente remitir la escritura a través del «Sistema de Información central del Consejo General del Notariado» debidamente conectado con el «Sistema de Información corporativo del Colegio de Registradores de la Propiedad y Mercantiles de España», dejando constancia de ello en la matriz. En los casos en los que la presentación a inscripción por vía telemática no es obligatoria, hay que entender que el plazo para la presentación telemática es el mismo que el de la presentación material, es decir, dos meses a contar dese la fecha del otorgamiento (

art. 32LSC).

El Registrador mercantil comunicará al Notario, por vía telemática y con firma electrónica reconocida, tanto la práctica del asiento de presentación, como, en su caso, la denegación de ese asiento, la nota de calificación y la realización de la inscripción. Practicada la inscripción, el notario deberá dejar constancia de la recepción de la comunicación y del contenido de ésta, en forma de testimonio bajo su fe, en la matriz y en la copia que de la misma expida ( art. 112Ley 24/2001 de 27 de diciembre, en la redacción dada por la

Ley 24/2005, de 18 de noviembre, y

art. 196

RN).

b) En materia de constitución de fondos de pensiones, la presentación telemática de la escritura pública de constitución del fondo no admite excepciones de clase alguna (art. 11 bis.2RDL 1/2002, de 29 de noviembre, introducido por la la Ley 2/2011 de 4 de marzo).

disp. final 13ª de

En todo caso, la presentación tiene que realizarse por persona legitimada o por su representante; pero –como antes hemos señalado– quien presente un documento inscribible será considerado representante de quien tenga la facultad o el deber de solicitar la inscripción, facilitándose así este trámite ( 45RRM).

art.

Si la inscripción es obligatoria, la presentación del documento tiene que realizarse dentro del mes siguiente al otorgamiento del documento o de los documentos necesarios para la práctica del asiento, salvo disposición contraria legal o reglamentaria (art. 19.2 C. de C. y 83 RRM). Entre estas excepciones destaca la relativa a los acuerdos sociales inscribibles: el documento en que consten estos acuerdos debe presentarse dentro de los ocho días siguientes a la fecha de aprobación del acta correspondiente (art. 26.3 C. de C.). Al presentar cualquier documento que pueda provocar alguna operación registral se extenderá en el Diario correspondiente oportuno asiento de presentación, haciéndose constar en el documento el día y la hora de presentación y el número y tomo del Diario ( art. 42RRM), y entregándose recibo al presentante ( art. 53RRM). La fecha de este asiento tiene especial importancia: se considera como fecha de inscripción la fecha del asiento de

presentación ( art. 55.1RRM), salvo que se trate de inscripciones constitutivas (v., sin embargo, STS [3ª] de 21 de mayo de 2012). El asiento tiene una vigencia de dos meses, excepto el relativo a la presentación de las cuentas anuales para depósito, que es de cinco meses (

art. 43RRM).

B) Presentado a inscripción un documento, rigen los principios de prioridad y de tracto sucesivo. Según el principio de prioridad, inscrito o anotado preventivamente en el Registro Mercantil cualquier título, no podrá inscribirse o anotarse ningún otro de igual o anterior fecha que resulte opuesto o incompatible con él ( art. 10.1RRM). Además, el documento que acceda primeramente al Registro es preferente sobre los que accedan con posterioridad, debiendo el Registrador practicar las operaciones registrales correspondientes según el orden de presentación ( art. 10.2RRM). Este principio de prioridad –tiene declarado la Dirección General de los Registros y del Notariado– no supone una traslación mecánica del que con el mismo nombre rige para el Registro de la Propiedad como registro de bienes (Ress. DGRN de 5 de junio y 20 de diciembre de 2012), por lo que tiene que interpretarse «en conexión con la global significación y finalidad del Registro» (Ress. DGRN de 5 de abril de 1999 y de 12 de enero de 2011) y debe ceder en beneficio de otros principios registrales de mayor trascendencia. Según el principio de tracto sucesivo –importado del Registro de la Propiedad–, para inscribir actos o contratos relativos a un sujeto inscribible será preciso la previa inscripción del sujeto ( art. 11.1RRM); para inscribir actos o contratos modificativos o instintivos de otros otorgados con anterioridad será precisa la previa inscripción de éstos ( art. 11.2RRM); y, en fin, para inscribir actos o contratos otorgados por apoderados o administradores será igualmente precisa la previa inscripción de éstos ( art. 11.3RRM). Así, por aplicación del principio de tracto sucesivo, se ha denegado la inscripción de un acuerdo de reducción del capital social que parta de una cifra que no se corresponda con la que el Registro publica (Res. DGRN de 25 de febrero de 2004). C) Una vez presentado el documento o los documentos necesarios para la práctica de la inscripción, el Registrador mercantil debe proceder a la calificación de los mismos. La calificación es el

examen que, por imperativo legal, debe realizar el Registrador para comprobar la legalidad de los títulos o documentos presentados a los meros efectos de extender, suspender o denegar el asiento solicitado. La calificación consiste, pues, en el control de la legalidad del título que se presenta a inscripción. La calificación es un control obligatorio, ya que el Registrador ha de pronunciarse necesariamente sobre el título presentado, practicando la inscripción, suspendiendo la práctica de la misma o denegándola; un control personalísimo, que no es susceptible de ser delegado (sin perjuicio de lo que más adelante señalaremos en relación con la práctica de la inscripción por parte de cotitular del Registro y de la calificación por parte de Registrador sustituto); y un control independiente, pues el Registrador no puede recibir instrucciones ni intromisiones de autoridades judiciales o administrativas, sin perjuicio de que las Resoluciones de la Dirección General de los Registros y el Notariado que estimen recursos interpuestos contra la calificación del Registrador tengan carácter vinculante para todos los Registradores mientras no se anulen por los tribunales ( 327LH).

art.

La calificación se limita a comprobar la legalidad de las formas extrínsecas de los documentos de toda clase en cuya virtud se solicita la inscripción, así como la capacidad y legitimación de los que los hubieran otorgado o suscrito y la validez de su contenido (art. 18.2 C. de C. y 58.2 RRM). Ahora bien, por lo que se refiere a la calificación de la representación legal, voluntaria u orgánica del otorgante de un instrumento público presentado a inscripción, las tradicionales facultades del Registrador han sido cercenadas. En efecto, al autorizar un documento público otorgado por representante, el Notario debe emitir con carácter obligatorio un juicio –que algunas resoluciones denominan «calificación»– acerca de la suficiencia de las facultades de ese representante para formalizar el acto o negocio jurídico de que se trate. Naturalmente, la existencia y la suficiencia del poder de representación deben acreditarse al Notario mediante exhibición de documento auténtico. El fedatario deberá hacer constar en el título que autoriza que se ha llevado a cabo ese «juicio de suficiencia» (en realidad, «juicio de existencia y de suficiencia»); que tal juicio está referido al acto o negocio jurídico documentado; y que se han acreditado al Notario dichas facultades mediante la exhibición de documentación auténtica, con expresión en el documento que autoriza de los datos identificativos del

documento del que nace la representación (es decir, la identidad del representante y del representado, la identidad del Notario, la fecha del documento y el número de protocolo). Por su parte, el Registrador, cuando se presenta a inscripción el documento, tiene que calificar, de un lado, la existencia y la regularidad de esa reseña identificativa efectuada por el Notario del documento del que nace el poder de representación y, de otro, la existencia del «juicio notarial de suficiencia» (que tiene que ser expreso y concreto, sin que pueda obviarse mediante la simple transcripción de las facultades) en relación con el acto o negocio jurídico documentado, así como la congruencia de la calificación que hace el Notario de ese acto o de ese negocio jurídico y el contenido del mismo título (v. STS de 23 de septiembre de 2011). En ningún caso, puede solicitar el Registrador que se le acompañe el documento auténtico del que nace el poder de representación, que se le transcriban facultades o que se le testimonie total o parcialmente el contenido de ese documento auténtico del que nacen las facultades representativas ( art. 98.2Ley 24/2001, de 27 de diciembre, modificada por la Ley 24/2005, de 18 de noviembre; v., entre otras muchas, Ress. DGRN de 14, 15, 17, 29, 21 y 22 de septiembre y 14, 15, 18, 19, 20, 21 y 22 de octubre y 10 de noviembre de 2004, de 10 de enero y 13, 22, 23, 24, 26, 27, 28 y 29 de septiembre de 2005 y de 2 de diciembre de 2010 y 5 de abril, 9, 10 y 11 de junio, 1 de julio, 27 de julio y 4 de agosto de 2011). A la matriz notarial sólo deben ser unidos los documentos acreditativos de la relación representativa cuando así lo exija la Ley, si bien el Notario podrá hacerlo siempre que lo juzgue conveniente ( art. 98.3 la Ley 24/2001, de 27 de diciembre). De otro lado, es menester señalar que, modificando una muy consolidada doctrina, la Dirección General de los Registros y del Notariado considera ahora que los actos realizados por un administrador cuyo cargo no esté inscrito en el Registro Mercantil pueden acceder al Registro de la Propiedad cuando conste en la escritura pública el juicio notarial de suficiencia antes señalado (Res. DGRN de 1 de agosto de 2005). En relación con la representación orgánica, el Registrador no puede exigir que conste en el documento manifestación alguna sobre la vigencia del cargo del administrador –manifestación que, sin embargo, es muy frecuente en la práctica y muy recomendable–, ya que no existe ninguna norma legal que imponga esa manifestación, la cual, en todo caso, debe entenderse implícita en la afirmación, que hace el otorgante en el momento mismo del otorgamiento de la

escritura, de que ostenta la condición de administrador con poder de representación (Ress. DGRN de 28 de mayo de 1999 y 21 de enero y 1 de agosto de 2005). Como los únicos medios o instrumentos que puede utilizar el Registrador para realizar la calificación son los propios documentos presentados y los asientos del Registro con ellos relacionados (art. 18.2 C. de C.), el Registrador, al calificar, sólo puede fundarse en lo que conste en los documentos presentados en el Registro. Naturalmente, debe tomar en consideración no sólo el documento aisladamente presentado, sino también aquellos otros que, obrando en el Registro –incluso aunque estén pendientes de calificación– tengan relación con el acto cuya inscripción se solicita, aunque sean incompatibles entre sí. Frente a aquellas resoluciones que afirman que, con el fin de lograr un mayor acierto en la calificación, el Registrador debe tomar en consideración todos los documentos presentados, aunque lo hayan sido con posterioridad (Ress. DGRN de 22 de octubre de 1945, 31 de marzo de 1950 y 28 de diciembre de 1992, 13 de febrero y 25 de julio de 1998, 28 de octubre de 1999, 28 de abril de 2000 y 31 de mayo de 2001), y por distintos presentantes (Ress. DGRN de 17 de mayo de 1986, 25 de junio de 1990, 11 de diciembre de 1991 y 2 de enero de 1992), existen otras en las que, con invocación del principio de prioridad, se afirma el carácter excepcional de la consideración de documentos presentados con posterioridad al que es objeto de calificación, limitando la posibilidad a aquellos casos de situaciones de conflicto entre socios que se traducen en documentos de contenido contradictorio que no permiten comprobar si se ha alcanzado o no un determinado acuerdo o cuál debe prevalecer entre los que se pretenden logrados por los respectivos presentantes (Ress. DGRN de 13 de octubre de 1998, 5 de abril de 1999, 13 de noviembre de 2001, y 6 de julio y 14 de diciembre de 2004). En todo caso, el conocimiento de circunstancias relativas al acto cuya inscripción se solicita, que el Registrador pudiera tener por elementos ajenos a los documentos o al Registro, no puede ser tenido en cuenta para la calificación, salvo que expresamente esté previsto por la Ley. Así, por ejemplo, entre los casos de expresa previsión legal figura el relativo a la notoriedad de la denominación social: el Registrador no puede inscribir en el Registro Mercantil sociedades o entidades cuya denominación le conste por notoriedad que coincide con la de otra entidad preexistente, sea o

no de nacionalidad española ( 10 de septiembre de 2011).

art. 407.2RRM y Res. DGRN de

En el caso de que un Registro Mercantil esté a cargo de dos o más Registradores, la Ley establece el deber de procurar, en lo posible, la uniformidad de los criterios de calificación. Con esta finalidad, exige que el despacho de los documentos se realice con arreglo al convenio de distribución de materias o sectores que éstos acuerden (convenio que, al igual que las modificaciones posteriores, está sometido a la aprobación de la Dirección General de los Registros y del Notariado). Cuando el Registrador al que corresponda la calificación apreciare defectos que impidan practicar la inscripción solicitada, tiene el deber de poner el hecho en conocimiento del cotitular o cotitulares del mismo sector o del sector único, con traslado de la documentación antes de que transcurra el plazo máximo establecido para la inscripción del título. Si el cotitular o alguno de los cotitulares considerasen que la inscripción es procedente, la practicará bajo su responsabilidad antes de que expire ese plazo. A fin de garantizar el cumplimiento de este deber, se establece que el Registrador a quien corresponda debe expresar en la calificación negativa que se ha extendido con la conformidad de los cotitulares. Si falta esta indicación, la calificación se entenderá incompleta, pudiendo los legitimados recurrirla, instar la intervención del sustituto o solicitar que se complete (art. 18.8 C. de C., en la redacción dada por la Ley 24/2005, de 18 de noviembre). El plazo máximo para practicar la inscripción es de quince días contados desde la fecha del asiento de presentación. Si el título hubiera sido retirado antes de la inscripción, si tuviera defectos subsanables o si existiera pendiente de inscripción un título presentado con anterioridad, ese plazo de quince días se computará respectivamente desde la fecha de la devolución del título, desde la fecha de la subsanación o desde la fecha de la inscripción del título previo (art. 18.4 C de C., en la redacción dada por la Ley 24/2005, de 18 de noviembre). Si la calificación no se hubiera realizado dentro del plazo señalado, el interesado puede optar entre instar del Registrador que la practique en el término improrrogable de tres días o solicitar la aplicación del cuadro de sustituciones; y, si únicamente hubiera pedido que se practique la inscripción en ese plazo improrrogable, una vez transcurrido ese plazo sin que hubiera tenido lugar, podrá solicitar la aplicación del cuadro de sustituciones (art. 18.5 C. de C., en la redacción dada por la Ley 24/2005, de 18 de noviembre). La calificación sustitutoria –

importa advertirlo– es una auténtica calificación, y no un recurso especial (Ress. DGRN de 12 de febrero de 2010 y de 26 de septiembre de 2011). Por excepción, los plazos máximos de inscripción de las escrituras de constitución de sociedades de responsabilidad limitada presentadas por vía telemática son mucho más breves [arts. 15.5, letra a) y 16.3 Ley 14/2013 de 27 de diciembre] y lo mismo sucede respecto de las escrituras de constitución de la sociedad «Nueva Empresa» (

art. 441.1LSC).

La calificación realizada fuera de plazo por el Registrador titular producirá una reducción de aranceles de un treinta por ciento, sin perjuicio de la aplicación del régimen sancionador correspondiente (art. 18.6 C. de C., en la redacción dada por la Ley 24/2005, de 18 de noviembre). Aun cuando la calificación ha de ser global y unitaria ( art. 59.2RRM), se permite en ciertos casos la inscripción parcial del título: si los defectos atribuidos por el Registrador afectaren sólo a una parte del título y no impidieren la inscripción del resto, podrá practicarse la inscripción parcial, siempre que se hubiera previsto en el título mismo o se hubiere solicitado por el interesado mediante instancia ( art. 63RRM). La inscripción parcial del título no exime al Registrador de especificar razonablemente los defectos, subsanables o insubsanables, que aprecie en la parte no inscrita. Inmediatamente después de practicar el asiento correspondiente, el Registrador mercantil territorial remitirá al Registrador mercantil central los datos esenciales de dicho asiento haciendo constar la remisión por nota al margen del asiento practicado (arts. 18.3 C. de C. y 384 y ss. RRM). El Registrador mercantil central incorpora estos datos al archivo informatizado a su cargo (

art. 385.3RRM)

y los publica en el Boletín Oficial del Registro Mercantil ( 420 y ss. RRM).

arts.

D) Cuando la calificación del Registrador es positiva no cabe recurso administrativo alguno. En ese supuesto, quien acredite interés legítimo podrá solicitar ante la jurisdicción civil la declaración judicial de inexactitud o de nulidad del asiento practicado (art. 20.1

C. de C.). Cuando la calificación es negativa (incluso aunque se trate de inscripción parcial), el Registrador debe notificarla al presentante del título y al Notario que lo hubiera autorizado o a la autoridad judicial o administrativa que lo haya expedido. La notificación puede realizarse por medios telemáticos, incluido el telefax (Ress. DGRN 29 de julio y 10 de octubre de 2009, 12 de enero, 22 y 29 de septiembre, y 16 de octubre de 2010, 24 de enero y 25 de abril de 2011 y 11 y 20 de abril de 2012). El interesado tiene una muy importante opción: dentro de los quince días siguientes al de la notificación de la calificación negativa, puede instar que el título sea calificado por otro Registrador (el que corresponda según el cuadro de sustituciones), quien asumirá la calificación bajo su responsabilidad; pero puede, por el contrario, recurrir ante la Dirección General de los Registros y del Notariado (art. 18.7 C. de C., en la redacción dada por la Ley 24/2005, de 18 de noviembre), recurso que es meramente potestativo ( art. 66LH en la redacción dada por la Ley 24/2005, de 18 de noviembre); o puede, en fin, impugnar directamente la calificación ante el juzgado de lo mercantil por los trámites del juicio verbal [ arts. 66y 324LH, en la redacción dada por la Ley 24/2005, de 18 de noviembre, y art. 86 ter.2, letra e),

LOPJ].

La legitimación para la interposición de este recurso gubernativo de reforma se reconoce no sólo a la persona a cuyo favor se hubiera de practicar la inscripción, a quien tenga interés conocido en asegurar los efectos de ésta y a los representantes legales y voluntarios de esos legitimados, sino también al Notario que hubiera autorizado el documento –incluso aunque los interesados hubiesen prestado su conformidad a la calificación–, a la autoridad judicial o al funcionario competente de quien provenga la ejecutoria, el mandamiento o el título presentado y, en ciertos casos, al Ministerio Fiscal (arts. 18.7 C. de C., 325 LH y 67 RRM). La Dirección General debe resolver y notificar el recurso en el plazo de tres meses, computados desde que hubiera tenido entrada en el Registro Mercantil cuya calificación se recurre; transcurrido este plazo sin que hubiera recaído resolución, se entenderá desestimado el recurso, quedando expedita la vía jurisdiccional ( arts. 327y 328LH, en la redacción dada por la Ley 24/2005, de 18 de noviembre; STS de 3 de febrero de 2011). El Colegio de Registradores de la Propiedad y Mercantiles de España, el Consejo

General del Notariado y los Colegios Notariales carecen de legitimación para recurrir las resoluciones de la Dirección General de los Registros y del Notariado (art. 328 IV, introducido por Ley 53/2002, de 30 de diciembre, y modificado por Ley 24/2005, de 18 de noviembre). 8. LAS RELACIONES ENTRE REGISTRO MERCANTIL Y REGISTRO DE LA PROPIEDAD En el proceso de inscripción expuesto se echa de menos una adecuada coordinación legislativa entre Registro Mercantil y Registro de la Propiedad para mayor seguridad del tráfico. El legislador debiera intervenir para superar el estado de incertidumbre en la interpretación de los textos legales y reglamentarios que se aprecia desde hace años en las resoluciones judiciales y administrativas. Entre otros ejemplos de la falta de coordinación destaca la doctrina tradicional de la Dirección General de los Registros y del Notariado según la cual el hecho de que sea obligatoria la inscripción en el Registro Mercantil del nombramiento de los administradores y de los apoderados generales no impide que éstos, aunque no estén inscritos, puedan otorgar actos y contratos inscribibles en el Registro de la Propiedad y que tales actos y contratos se inscriban en dicho Registro a pesar de la falta de inscripción del representante orgánico o voluntario (v., entre otras, Ress. de 17 de diciembre de 1997, 3 y 23 de febrero de 2001, 1 de agosto de 2005 y de 13 de noviembre de 2007). Sin embargo, es preciso tener en cuenta, en primer lugar, que alguna de las resoluciones que sientan esta doctrina ha sido anulada por los tribunales de Justicia (v. SAP Valencia [7ª] de 25 de octubre de 2006, declarada firme por ATS de 21 de abril de 2009) y también que alguna de las más recientes resoluciones de la Dirección General parece apuntar un cambio de interpretación; y, en segundo lugar, que, en Cataluña, aplicando la presunción legal de exactitud de los asientos registrales, se exige la inscripción previa en el Registro Mercantil del nombramiento del administrador con poder de representación orgánica o del apoderamiento general para poder inscribir en el Registro de la Propiedad los actos dispositivos inmobiliarios otorgados por cualquiera de ellos (Res. Dirección General de Derecho y de Entidades Jurídicas de la Generalidad de Cataluña de 22 de abril de 2010).

De otro lado, es preciso llamar la atención sobre el hecho de que, al autorizar las escrituras públicas otorgadas por administradores de sociedades mercantiles y por apoderados de toda clase, el Notario no está obligado a consultar por vía telemática el Registro Mercantil. En el Derecho vigente, el «juicio de suficiencia» se realiza, pues, al margen del Registro Mercantil. La consecuencia es que se pueden presentar a inscripción en el Registro de la Propiedad actos y contratos otorgados en escritura pública por personas que han sido cesadas como administradores de la sociedad en cuyo nombre actúan o por pretendidos apoderados cuyos poderes han sido revocados. Según la interpretación tradicional –claramente criticable–, si los Registradores de la propiedad denegasen la inscripción alegando cualquiera de estas circunstancias, procedería la revocación de la calificación, obligando al Registrador a inscribir el acto o contrato, ya que, en el ejercicio de la función calificadora, el Registrador de la propiedad no puede consultar el Registro Mercantil ( art. 18I LH). Es menester advertir que recientemente algunas resoluciones de la Dirección General no sólo autorizan, sino que parecen imponer el deber de esa consulta del Registro Mercantil, pero sin identificar en norma legal o reglamentaria el fundamento de este pretendido deber. IV. LOS ASIENTOS REGISTRALES

9. LAS INSCRIPCIONES Y SUS CLASES A) Al igual que en el Registro de la Propiedad, en los libros del Registro Mercantil se practican asientos. Se denominan asientos todas y cada una de las «inscripciones» que se practican con la firma del Registrador en los libros del Registro. En sentido vulgar inscripción equivale a asiento registral; pero en sentido técnicojurídico la inscripción constituye una clase de asientos. En efecto, en el Registro se practican inscripciones, pero también asientos de presentación, anotaciones preventivas, cancelaciones y notas marginales ( art. 33.1 RRM). La inscripción es, sin duda, el asiento de mayor importancia. Se trata, en efecto, de un asiento principal, y no accesorio como la nota marginal; es, además, un asiento que se practica en el Libro de inscripciones [art. 23.1, letra a), y art. 26RRM], a diferencia del asiento de presentación que, en cuanto asiento preparatorio de la inscripción, se practica en el Libro Diario (

art. 25.1RRM); es, asimismo, un asiento

definitivo, y no provisional como la nota preventiva; y es, en fin, un asiento positivo, a diferencia de la cancelación que es un asiento de virtualidad extintiva. Las inscripciones se clasifican en primeras y posteriores. Inscripción primera es la que abre la hoja registral. Como el Registro Mercantil se lleva por el sistema de hoja personal ( art. 3RRM) la primera inscripción es la relativa a las circunstancias del empresario individual o a la escritura de constitución de sociedad mercantil o demás entidades inscribibles ( 213,

250,

255,

256,

arts. 114, 257.2,

175, 265,

209, 271,

280y 287RRM). Las inscripciones posteriores, como su nombre expresa, son las que se refieren a aquellos actos posteriores de ese empresario o de esa sociedad o entidad que la Ley o el Reglamento consideran inscribibles. Atendiendo a la eficacia de las inscripciones se clasifican éstas en declarativas y constitutivas o, si se prefiere, en inscripciones de eficacia declarativa e inscripciones de eficacia constitutiva, según que los efectos intrínsecos o esenciales del acto inscrito se produzcan con independencia de la inscripción o dependan de ella. En el caso de las inscripciones constitutivas, el acto no produce los efectos que le son propios en tanto no se inscriba en el Registro Mercantil. En el Derecho español, la regla general es la de la eficacia meramente declarativa de las inscripciones (STS de 14 de junio de 1993). Por excepción, la inscripción es constitutiva en los casos de delegación de facultades en un consejero-delegado o en una comisión ejecutiva ( art. 249.2 LSC; v., sin embargo, art. 152RRM) y en los casos de transformación, fusión o escisión de sociedades, cesión global de activo y pasivo, y traslado al extranjero del domicilio social (arts. 19, 46.1, 73, 89.2 y 102 LME). B) Según el Reglamento del Registro Mercantil, los asientos tienen que redactarse en castellano, como lengua oficial del Estado ( art. 36.1RRM), a fin de que la publicidad registral sea accesible a todos los españoles, sin distinción. El Tribunal Constitucional tiene declarado expresamente que el Estado es competente para determinar la lengua en que deben redactarse los asientos del Registro Mercantil (STC 87/1997), por cuanto que entre las materias

reservadas a la competencia estatal figura la relativa a los Registros públicos. La inscripción se practicará, pues, en lengua castellana. En este sentido, podría ser declarada inconstitucional la norma contenida en la Ley catalana de Política Lingüística que establece la obligación de redactar los asientos en el idioma oficial en que estuviera redactado el documento ( de enero).

art. 17

Ley 1/1998, de 7

La inscripción en castellano no significa que el título que se presenta tenga que estar siempre y en todo caso redactado en esa misma lengua. El sistema registral mercantil español es el propio de un «sistema de inscripción», y no de un «sistema de transcripción». El registrador no transcribe la totalidad o parte del título, sino que inscribe la constitución de la sociedad. Cuando el título se hubiera redactado exclusivamente en lengua oficial distinta del castellano y el Registro en el que deba practicarse la inscripción radique en territorio de una Comunidad Autónoma en el que esa lengua sea oficial, el registrador debe tener un nivel de conocimiento adecuado y suficiente de esa lengua oficial o, al menos, el Registro deberá contar con los medios personales y materiales necesarios para que no se produzca ni inseguridad jurídica ni retrasos en la inscripción por razón de la lengua en que se hubiera redactado el título. Los documentos redactados en una lengua oficial en una determinada Comunidad Autónoma tienen, a efectos de inscripción en Registro público sito en el territorio de esa Comunidad, la misma eficacia y validez que los redactados en castellano. Aunque la inscripción tenga que practicarse necesariamente en castellano, los documentos redactados en cualquiera de esas lenguas no pueden verse sometidos a ningún tipo de «dificultad o retraso» (STC 87/1997). Ni la Ley ni el Reglamento del Registro Mercantil, obligan a que los documentos redactados en lengua oficial de una determinada Comunidad Autónoma que se presenten en Registro Mercantil de esa misma Comunidad se presenten acompañados de traducción a la lengua oficial del Estado. Así, por ejemplo, la escritura de constitución de una sociedad mercantil otorgada en lengua gallega en la que el domicilio de la nueva sociedad se hubiera fijado en Lugo, se podrá presentar sin traducción ante el Registro Mercantil de esa provincia; pero el registrador inscribirá la constitución de la sociedad en lengua castellana.

Por el contrario, cuando la escritura se hubiera redactado exclusivamente en lengua oficial distinta del castellano y el Registro en que deba practicarse la inscripción radique en territorio de una Comunidad Autónoma en el que esa lengua no sea oficial, la presentación del título a inscripción en el Registro Mercantil deberá ir acompañada de traducción a la lengua oficial del Estado, ya que el Registrador mercantil del lugar del domicilio social –que es el que tiene que calificar el título– no tiene obligación de conocer esa otra lengua. Así, por ejemplo, la escritura de constitución de una sociedad mercantil otorgada en Galicia en lengua gallega en la que el domicilio de la nueva sociedad se fije en una localidad de la isla de Mallorca, si no se hubiera otorgado a doble columna, deberá ir acompañada de traducción al castellano. 10. LA PUBLICIDAD DE LOS ASIENTOS REGISTRALES: CERTIFICACIONES Y NOTAS INFORMATIVAS El Registro es público y, por tanto, cualquier persona tiene acceso a él para adquirir conocimiento de cuantos asientos registrales o de cuantos documentos archivados o depositados en el Registro puedan interesarle (art. 23.1 C. de C.). A diferencia de lo que acontece respecto del Registro de la Propiedad y del Registro de Bienes Muebles, no se exige al solicitante acreditar un interés legítimo para acceder al contenido del Registro Mercantil (

art.

12 RRM y Ress. DGRN de 29 de julio de 2010 y de 16 de septiembre de 2011). En atención al soporte físico en que se facilita la publicidad, es posible distinguir entre publicidad en soporte papel –que es la tradicional– y la publicidad telemática, que se realizará de acuerdo con lo establecido en la Ley Hipotecaria para los Registros de la Propiedad (art. 23.4 C. de C.). En el Derecho vigente, los dos únicos medios para hacer efectiva la publicidad son las certificaciones y las notas informativas o copias. Las certificaciones son el único medio de acreditar fehacientemente el contenido de los asientos del Registro o de los documentos archivados o depositados en él (art. 23.1 C. de C. y art. 77.2RRM). La certificación puede solicitarse bien mediante escrito entregado directamente, bien mediante escrito enviado por correo, por telefax o por comunicación electrónica. La facultad de certificar

corresponde exclusivamente al Registrador, el cual deberá firmar y expedir la solicitud en el plazo máximo de cinco días a contar desde la fecha en que se hubiera presentado la solicitud ( 77.1 y

art.

6RRM).

Las copias –también denominadas notas simples informativas– presentan frente a las certificaciones la ventaja de que tienen que expedirse en el plazo máximo de tres días desde la solicitud ( art. 78.2RRM); pero, a diferencia de las certificaciones, no cumplen la función de acreditar el contenido del Registro. Pero los terceros, además de estos medios, pueden conocer los datos esenciales de los asientos practicados en los Registros territoriales, a través del Registro Mercantil Central y a través del Boletín Oficial del Registro Mercantil. El Registro Mercantil Central no expide más certificaciones que las correspondientes a la Sección de denominaciones (art. 23.3 C. de C.). Con esta única excepción, la publicidad de los datos esenciales que figuran en ese Registro se hace efectiva a través de copias o notas simples informativas. V. EL ACTO INSCRITO

11. LA PRESUNCIÓN LEGAL DE EXACTITUD Y VALIDEZ El contenido del Registro se presume exacto y válido (art. 20.1 C. de C. y art. 7.1 RRM). Inscrito un acto en el Registro, previa calificación de legalidad por el Registrador (art. 18.2 C. de C. y 58 y ss. RRM), ese acto se presume legítimo, es decir, dotado de exactitud y de validez. Precisamente por ello la Ley declara que los asientos del Registro «están bajo la salvaguarda de los Tribunales» (arts. 20.1 C. de C. y 7.1 RRM). Ahora bien, la inscripción no tiene eficacia convalidante o sanatoria, es decir, no convalida los actos y contratos que sean nulos con arreglo a las Leyes (arts. 20.2 C. de C. y 7.2 RRM). De ahí que la presunción de exactitud y de validez pueda ser destruida mediante resolución judicial; pero en tanto esa resolución no acceda al Registro la presunción continúa desplegando sus efectos: los asientos del Registro producen los efectos que les son propios mientras no se inscriba la declaración judicial firme de su inexactitud o de su nulidad (arts. 20.1 C. de C. y 7.1 RRM). Esa declaración de inexactitud o de nulidad de los asientos registrales no perjudica los

derechos de terceros de buena fe adquiridos conforme a Derecho ( art. 8, párrafo primero, RRM). En algunos casos, sin embargo, el juez puede suspender los efectos del acto inscrito en tanto se dilucida la validez del mismo. Así acontece en los casos de impugnación de acuerdos de sociedades anónimas, comanditarias por acciones y de responsabilidad limitada cuando, a solicitud de la minoría, se decrete por el juez la suspensión de los efectos del acuerdo impugnado. La resolución judicial firme que acuerde la suspensión de los efectos del acuerdo inscrito y, por ende, la suspensión de los efectos de la inscripción debe ser objeto de anotación preventiva en la hoja abierta a la sociedad (

art. 157RRM).

En ocasiones, aunque la inscripción carece de eficacia convalidante o sanatoria, la Ley limita las causas de nulidad del acto inscrito, consiguiendo de este modo efectos semejantes a los de la convalidación. Así, una vez inscrita una sociedad de capital, la acción de nulidad sólo puede ejercitarse por las causas taxativamente establecidas por la Ley ( art. 56 LSC). De otro lado, las modificaciones estructurales, una vez inscritas, sólo pueden impugnarse en un muy breve plazo (arts. 20, 47.2 y 90 LME). 12. LA OPONIBILIDAD DEL ACTO INSCRITO En el sistema registral mercantil que establecía originariamente el Código de Comercio de 1885, los efectos de la inscripción se producían frente a tercero desde la fecha en que ésta se practicaba. Se presumía que el contenido de los asientos era conocido por todos desde la fecha de la inscripción. Los efectos de la publicidad del Registro Mercantil se conectaban, pues, al concreto momento temporal en que la inscripción se practicaba: a partir de ese momento, el acto era oponible al tercero; antes de ese momento el acto se presumía no conocido por éste y, por consiguiente, era inoponible, salvo que se probase el conocimiento (art. 26 C. de C. y también art. 2RRM de 1956). Tras la Ley de 25 de julio de 1989, el momento de producción de efectos de la inscripción y de los asientos registrales en general frente a terceros se desplaza a un elemento externo al Registro

territorial en que se practica el correspondiente asiento y correlativamente se desplaza en el tiempo: los actos sujetos a inscripción sólo son oponibles a terceros de buena fe desde que se publican en el Boletín Oficial del Registro Mercantil los datos esenciales del asiento practicado (art. 21.1 C. de C. y

art. 9.1

RRM). En cuanto al momento de producción de efectos se pasa así del sistema de la inscripción al sistema de la publicación. En rigor, el objeto de la oponibilidad no es lo publicado, sino lo inscrito. En el Boletín Oficial del Registro Mercantil sólo se publican extractos, es decir, los datos esenciales de cada asiento practicado en los Libros de inscripciones ( arts. 386 y ss. RRM), y no la totalidad del asiento. Pero el contenido de la totalidad del asiento es oponible desde que tiene lugar esa publicación de los simples datos esenciales. Así, por ejemplo, en la hoja correspondiente a un empresario o sociedad se inscriben los poderes generales que otorguen (art. 22 C. de C.), haciendo constar en esa hoja la identidad de los apoderados, la fecha del nombramiento, las facultades conferidas, el modo de ejercitar esas facultades si son varios los apoderados y las limitaciones que, en su caso, hubiese considerado oportuno introducir el poderdante. Practicada la inscripción, el Boletín Oficial del Registro Mercantil publica únicamente la identidad del apoderado o de los apoderados y la fecha en la que el nombramiento ha tenido lugar (arts. 386-5º y 3889º RRM). El hecho de que no se publiquen las limitaciones que eventualmente se hubieran introducido en el poder no significa que esas limitaciones no sean oponibles a los terceros. La publicación determina el momento de la oponibilidad y no el contenido de lo oponible. La oponibilidad de lo inscrito a partir de la publicación del extracto o de los datos esenciales de la inscripción tiene dos excepciones. Por virtud de la primera, durante los quince días siguientes a la publicación de los datos esenciales del acto inscrito en el Boletín Oficial del Registro Mercantil, ese acto inscrito y publicado no será oponible a aquel tercero que pruebe que no pudo conocerlo (art. 21.2 C. de C.), prueba que, como es lógico, en la mayoría de los casos, será extraordinariamente difícil. Por virtud de la segunda excepción, el acto, inscrito o no, es oponible al tercero antes de la publicación si se prueba que ese tercero lo conocía. La Ley presume que el tercero desconoce el acto sujeto a inscripción y no

inscrito, del mismo modo que presume también que ese tercero desconoce el acto inscrito y no publicado (art. 21.4 C. de C.). Pero si se alega y prueba que el tercero conocía dicho acto antes de la publicación o incluso antes de la inscripción, el acto es oponible al tercero desde el momento mismo en que lo hubiese conocido. Significa ello que la oponibilidad desde la publicación tiene como presupuesto la buena fe del tercero, esto es, el desconocimiento real del acto antes de la publicación. 13. LA DISCORDANCIA ENTRE INSCRIPCIÓN Y PUBLICACIÓN La dualidad de instrumentos técnicos de publicidad –Registros territoriales y Boletín Oficial del Registro Mercantil– plantea el problema de la eventual discordancia entre lo inscrito y lo publicado. En tales casos, el tercero tiene derecho de elección: puede optar entre el Registro o el Boletín. Si no coincide el contenido de la inscripción y el contenido de la publicación el tercero de buena fe puede invocar la publicación si le fuera favorable (art. 21.3 C. de C.). Naturalmente, como ya hemos señalado, la buena fe de ese tercero se presume. Quien alegue que el tercero conocía la discordancia entre inscripción y publicación debe probarlo (art. 21.4 C. de C.). Si esa prueba se aporta, sea prueba directa o indirecta o por presunciones –es decir, si se llega a acreditar que el tercero conocía el contenido del Registro (v.gr.: por haber solicitado y obtenido certificación del asiento o simple nota informativa: art. 23 C. de C.)–, entonces prevalece el contenido del Registro sobre lo que inexactamente se hubiera publicado en el Boletín Oficial del Registro Mercantil. Si la discordancia entre el contenido de la inscripción y el contenido de la publicación hubiera causado o contribuido a causar un daño al tercero de buena fe, quien haya ocasionado la discordancia estará obligado a resarcir al perjudicado (art. 21.3, segundo párrafo, C. de C.).

Lección 9

El registro mercantil (II). Registro mercantil central. La sección de denominaciones. Otras funciones del registro mercantil Sumario: •





I. El Registro Mercantil Central o 1. El Registro Mercantil Central o 2. El Boletín Oficial del Registro Mercantil II. La Sección de Denominaciones del Registro Mercantil Central o 3. Concepto, clases y régimen jurídico de las denominaciones o 4. La composición de la denominación o 5. La Sección de denominaciones o 6. La relación entre denominación y signos distintivos registrados III. Las demás funciones del Registro Mercantil o 7. Consideración general o 8. La legalización de los libros de los empresarios o 9. El nombramiento de expertos independientes por el Registrador mercantil o 10. El nombramiento de auditor de cuentas por el Registrador mercantil o 11. El depósito y la publicidad de las cuentas anuales o 12. Competencias del Registrador mercantil en materia de jurisdicción voluntaria

I. EL REGISTRO MERCANTIL CENTRAL

1. EL REGISTRO MERCANTIL CENTRAL La Ley 19/1989, de 25 de julio (art. 1), creó el Registro Mercantil Central, al que asignó un carácter meramente informativo, sin precisar las funciones a desarrollar por este Registro. En realidad, la principal función del Registro Mercantil Central es la de ser el instrumento técnico de conexión entre los Registros Mercantiles territoriales y el Boletín Oficial del Registro Mercantil, cuya

publicación tiene encomendada [art. 18.3 C. de C., en la redacción dada por la Ley de 25 de julio de 1989 y art. 379, letras a) y c), RRM]. En efecto, el Registro Mercantil Central se concibe como un registro centralizador de aquellos datos esenciales de los asientos practicados en los distintos Registros territoriales, datos que, remitidos por estos Registros de forma inmediata una vez practicado el asiento correspondiente (

art. 384RRM) y

reelaborados, en su caso, por el Registro Mercantil Central ( 394RRM), son objeto de publicación en el Boletín Oficial del Registro Mercantil.

art.

Es ésta la función capital del Registro Mercantil Central. Colocado en el vértice del sistema registral mercantil, este Registro coordina, articula y da unidad al sistema en sí. Precisamente por la importancia de esta función, el Reglamento del Registro Mercantil regula minuciosamente la remisión y el tratamiento de datos al Registro Mercantil Central ( arts. 384 a 394RRM; v. también arts. 21 y ss. de la Orden Ministerial de 30 de diciembre de 1991). Pero, al lado de esta función básica, el Registro Mercantil Central cumple una función informativa en la medida en que esos datos remitidos por los distintos Registros territoriales son accesibles al público. Mientras que la publicidad formal de los Registros Mercantiles territoriales se hace efectiva mediante certificaciones o por simple nota informativa o copia de los asientos (art. 23.1 C. de C.), la publicidad formal del Registro Mercantil Central está limitada a las notas informativas, no pudiendo expedir certificaciones (salvo en el caso que luego se dirá: art. 23.3 C. de C. y art. 382.1RRM). Ahora bien, el Registro Mercantil Central no facilita notas informativas de las inscripciones y demás asientos que se hayan practicado en los Registros territoriales, sino de los datos esenciales de esos asientos, es decir, de lo que figura en el Registro Mercantil Central. Por eso, en las notas que se expidan existe el deber de advertir acerca de las limitaciones relativas a la información que se facilita (

art. 382.1RRM).

Además de estas dos funciones esenciales, el Registro Mercantil Central se ocupa del archivo y de la publicidad de las denominaciones de sociedades y demás entidades jurídicas [art.

379, letra b), RRM]. Para el desarrollo de esta función, el antiguo Registro General de Sociedades, dependiente de la Dirección General de los Registros y del Notariado, se ha convertido en la Sección de denominaciones del Registro Mercantil Central. 2. EL BOLETÍN OFICIAL DEL REGISTRO MERCANTIL Entre las funciones del Registro Mercantil Central figura, como hemos señalado, la publicación en el «Boletín Oficial del Registro Mercantil» del extracto de los actos inscritos en los distintos Registros territoriales [arts. 18.3 C. de C. y 379, letra c), RRM]. El Registro Mercantil Central remite los datos al organismo editor ( art. 425RRM), pero no se ocupa de la edición electrónica del Boletín, que es competencia de la Agencia Estatal «Boletín Oficial el Estado» ( art. 423RRM y art. 4 Real Decreto 1979/2008, de 28 de noviembre). Además de la edición electrónica, existe una edición impresa de unos pocos ejemplares que deben ser conservados por la propia Agencia y por la Dirección General de los Registros y del Notariado. El «Boletín Oficial el Registro Mercantil» es una publicación diaria (excepto sábados, domingos y días festivos en Madrid), en la que no sólo se publican los extractos de los actos inscritos remitidos por el Registro Mercantil Central (Sección 1ª), sino también anuncios y avisos legales remitidos directamente al organismo editor por los empresarios, sociedades y demás sujetos inscritos (Sección 2ª). La Directiva 2003/58/(CE), del Parlamento europeo y del Consejo, de 15 de julio de 2003, autorizaba a los Estados miembros a sustituir la publicación impresa del boletín «por otra medida de efecto equivalente que implique, como mínimo, la utilización de un sistema que permita consultar las informaciones publicadas en orden cronológico a través de una plataforma electrónica central» (art. 3.4). Haciendo uso de esta autorización, el Boletín se publica en forma electrónica desde el 1 de enero de 2009. Este Boletín constituye una pieza fundamental en el sistema registral mercantil, por cuanto que la oponibilidad de los actos sujetos a inscripción a los terceros de buena fe tiene como presupuesto que los datos esenciales de dichos actos, una vez inscritos, sean objeto de publicación en este periódico oficial (v. Lección 8, núm. 12). Una vez remitidos los datos esenciales –o

extractos– al Registro Mercantil Central por los distintos Registros Mercantiles territoriales y verificadas por dicho Registro la regularidad y la autenticidad de los envíos ( art. 385RRM), el Registrador mercantil central entregará diariamente al Organismo autónomo «Boletín Oficial del Estado» un soporte informático conteniendo los datos objeto de publicación ( art. 425RRM). Estos datos se publican en la Sección 1ª del Boletín, que se compone de dos apartados: «actos inscritos» y «otros actos publicados en el Registro Mercantil» (

arts. 420y

421RRM).

En la Sección 2ª se publican anuncios y avisos legales correspondientes a aquellos actos de los sujetos inscritos que no causen operación en el Registro Mercantil y cuya publicación resulte impuesta por la Ley (así, por ej., los anuncios de convocatoria de las juntas generales de las sociedades anónimas y de responsabilidad limitada, cuando la sociedad no hubiere acordado la creación de su página web o todavía no estuviera ésta debidamente inscrita y publicada, art. 173.1 LSC). Esta Sección se rige por las normas del capítulo V del Reglamento del «Boletín Oficial del Estado», en tanto no se oponga a lo establecido en el Reglamento del Registro Mercantil (

art. 422.1RRM).

II. LA SECCIÓN DE DENOMINACIONES DEL REGISTRO MERCANTIL CENTRAL

3. CONCEPTO, CLASES Y RÉGIMEN JURÍDICO DE LAS DENOMINACIONES Las personas, sean naturales o jurídicas, tienen un derecho subjetivo a la propia identidad personal y a que les sea reconocida esa individualidad en las relaciones económicas, sociales y jurídicas. Esa identificación personal se realiza fundamentalmente a través del nombre. Del mismo modo que las personas físicas o naturales tienen un nombre que las identifica –compuesto por el nombre propio y por los apellidos–, las personas jurídicas –y las sociedades entre ellas– tienen una denominación. Se llama, pues, denominación al nombre de las personas jurídicas. Pero, además de esta función identificadora o individualizadora, la denominación cumple una función de información de la forma social de la sociedad a la que identifica y, por consiguiente, de la responsabilidad de los socios por las deudas sociales.

Al igual que las personas físicas o naturales, en esta materia rige el principio de la unidad de la denominación ( art. 398.1 RRM): cada persona jurídica tiene un nombre, y sólo uno. No son admisibles sociedades o entidades con dos o más denominaciones. Pero, a diferencia de lo que acontece respecto de las personas naturales, que tienen restringido el cambio del nombre y de los apellidos ( art. 57 LRC y arts. 205 a 218 RRC), rige para las personas jurídicas el principio de la modificabilidad de la denominación –que es derivación del principio de libre elección (v. núm. 4)– de modo tal que una persona jurídica, a lo largo de su existencia, puede modificar la denominación originaria o la ya modificada, aunque la elegida no guarde relación alguna con la anterior. La denominación puede ser subjetiva u objetiva. Es denominación subjetiva –o «razón social»– la que se integra con el nombre de los socios o de alguno de ellos (v.gr.: «José Calatrava García y Cía., S.C.»; art. 401RRM); es denominación objetiva la que hace referencia a una o varias actividades económicas incluidas en el objeto social (v.gr.: «Compañía de Distribución de Bebidas, S.A.») o la que es de fantasía (v.gr.: «Reto, S.L.»; art. 402RRM). Las sociedades anónimas y de responsabilidad limitada pueden tener una denominación objetiva o una denominación subjetiva ( art. 400.1RRM). Si originariamente las sociedades anónimas eran «anónimas», es decir, tenían una denominación en la que designaba el objeto a que se dedicaban, en la actualidad se admite que estas sociedades elijan una denominación de fantasía e incluso una denominación subjetiva. Por el contrario, las sociedades colectivas o comanditarias simples deben tener una denominación subjetiva, en la que figurarán necesariamente los nombres y apellidos o sólo uno de los apellidos de todos los socios colectivos, de algunos de ellos o de uno solo, debiendo añadirse en estos dos últimos casos la expresión «y compañía» o su abreviatura «y Cía.» (arts. 126, 146 y 147 C. de C.; v.gr.: «José Calatrava y Cía., S.C.»), si bien se permite incluir en esa composición subjetiva alguna expresión que haga referencia a una actividad que esté incluida en el objeto social ( art. 400.2RRM; v.gr.: «Pérez y García, Reparación de Automóviles, S.C.»). Las sociedades comanditarias por acciones pueden tener una denominación subjetiva, en la forma

prevista para las sociedades comanditarias simples, o una denominación objetiva (

art. 6.3

LSC y

art. 400.3RRM).

Un caso especial es el de la denominada sociedad Nueva Empresa ( arts. 434 y ss. LSC). En la constitución de esta clase de sociedades, la denominación debe estar formada por los dos apellidos y el nombre de uno de los socios fundadores seguidos de un código alfanumérico que permita la identificación de la sociedad de manera única e inequívoca ( art. 435.1LSC; v. también Orden ECO/1371/2003, de 30 de mayo, por la que se regula el procedimiento de asignación del código ID-CIRCE que permite la identificación de la sociedad limitada Nueva Empresa). En el caso de las denominaciones subjetivas, el régimen es distinto según cual sea la forma social. Si la sociedad es colectiva o comanditaria, simple o por acciones, se exige que la persona o las personas cuyos nombres integren la razón social ostenten «de presente» la condición de socio colectivo, de modo tal que si alguno de ellos perdiera por cualquier causa esa condición la sociedad está obligada a modificar de inmediato la razón social (art. 126.2 C. de C. y

art. 401.3 y

4RRM); y lo mismo sucede si se trata de

una sociedad Nueva Empresa ( art. 451.2LSC). Por el contrario, si la sociedad es anónima o de responsabilidad limitada, o si se trata de cualquier otra entidad inscribible, la pérdida de la condición de socio de la persona cuyo nombre se haya tomado para la composición de la denominación no obliga a la sociedad a modificar dicha denominación. Naturalmente, en la denominación de estas sociedades de capital no puede incluirse total o parcialmente el nombre de una persona sin su consentimiento ( art. 401.1RRM; Res. DGRN de 8 de octubre de 1998); pero ese consentimiento se presume cuando la persona cuyo nombre se haya tomado para la composición de la denominación forme parte de esa sociedad (art. 401.1, in fine, RRM). Si esa persona pierde por cualquier causa la condición de socio sólo puede exigir la supresión de su nombre de la denominación social si se hubiera reservado expresamente este derecho (

art. 401.2RRM).

Un régimen especial es el de las sociedades profesionales, ya que las personas que hubieren perdido la condición de socios y sus

herederos, cualquiera que sea la forma de la sociedad, podrán exigir la supresión de su nombre de la denominación social, salvo pacto en contrario ( art. 6.3 LSP). El mantenimiento en la denominación de una sociedad colectiva o comanditaria profesional del nombre de quien hubiera dejado de ser socio, no implicará su responsabilidad personal por las deudas contraídas con posterioridad a la fecha en que haya causado baja en la sociedad profesional (

art. 6.4LSP).

En el Derecho español coexisten dos grupos de normas en relación con las denominaciones: de un lado, las fragmentarias normas del Código de Comercio y de las Leyes de sociedades sobre composición de las denominaciones sociales y sobre cambio de denominación (arts. 126, 146 y 147 C. de C.,

arts. 6y

7LSC,

art. 1.3 LCoop., art. 5 LSGR y art. 6 LAIE); y, de otro, las normas que el Reglamento del Registro Mercantil dedica a esta materia y especialmente al funcionamiento de la denominada Sección de denominaciones ( arts. 395 a 419RRM). De ahí que, al tratar del Registro Mercantil Central, sea obligado ocuparse de las denominaciones, no sin antes advertir que –como es lógico– el Reglamento no se ocupa de las denominaciones en general, sino única y exclusivamente de las denominaciones de las sociedades mercantiles y demás entidades jurídicas inscribibles en el Registro Mercantil. 4. LA COMPOSICIÓN DE LA DENOMINACIÓN La composición de la denominación está regida por el principio de libre elección. No se trata, sin embargo, de un principio absoluto. Además de las limitaciones ya conocidas, según se trate de denominaciones subjetivas o de denominaciones objetivas, existen otras importantes limitaciones a la autonomía de elección: en primer lugar, las relativas al contenido de la denominación; en segundo lugar, las referentes a la estructura; y, por último, las que atañen a la disponibilidad de la misma. A) Las limitaciones relativas al contenido se refieren tanto a los signos que se pueden utilizar en la composición como al significado de esos signos. En cuanto a los signos, las denominaciones

deberán estar formadas por letras del alfabeto de cualquiera de las lenguas oficiales españolas, aunque no formen sílabas. El idioma es indiferente: salvo la indicación de la forma social, son admisibles no sólo las denominaciones en castellano o en alguna de las demás lenguas oficiales de las distintas Comunidades Autónomas, sino también en cualquier otra lengua. Pero el principio de unidad de denominación impide que una misma sociedad o entidad tenga dos denominaciones, una en una lengua y la segunda, mera traducción de la anterior, en otra distinta. No se permite formar la denominación exclusivamente con números, pero es posible incluir en la denominación, antes, en el medio o a continuación de las letras, expresiones numéricas en guarismos árabes o en números romanos (

art. 399

RRM; v.gr.: «Velázquez 207, S.L.»).

En cuanto al significado de los signos utilizados, se prohíbe la inclusión en la denominación de términos o expresiones que resulten contrarios a la Ley, al orden público o a las buenas costumbres ( art. 404RRM), así como la inclusión de denominaciones oficiales (como los adjetivos «nacional», «estatal» o «autonómico») por sociedades o entidades que no tengan derecho a ello ( art. 405RRM). Pero, además, el contenido de la denominación está sometido al principio de veracidad que opera tanto respecto de la clase de entidad a la que la denominación identifica como por lo que se refiere al objeto social. En el primer sentido, se prohíbe la inclusión en la denominación de cualquier término o expresión que pueda inducir a error o a confusión en el tráfico sobre la propia identidad de la sociedad o entidad y sobre la clase o naturaleza de éstas ( art. 406RRM); así, por ejemplo, no se admiten las denominaciones en las que se incluyan palabras indicadoras de una clase de persona jurídica de naturaleza diferente a la que se pretenda constituir o cuya denominación vaya a ser modificada, así como tampoco palabras indicadoras de una forma social diferente a la efectivamente elegida (v., entre otras muchas, Ress. DGRN de 26 de junio de 1997, 14 de mayo de 1998, 13 de septiembre de 2000 y 2 de enero y 26 de mayo de 2003). En el segundo sentido, no puede adoptarse una denominación objetiva, o incluirse un elemento objetivo en una denominación subjetiva, que haga referencia a una actividad que no esté incluida en el objeto social ( arts. 402.2RRM y Ress. DGRN de 4 de diciembre de 1991 y de 6 de abril de 2002). En aplicación de este principio de

veracidad, la Dirección General de los Registros y del Notariado considera improcedente incluir el término «bufete» en la denominación social si la actividad social es de mero asesoramiento sobre temas jurídicos, y no la defensa de intereses ajenos ante los tribunales de Justicia (Res. DGRN de 26 de junio de 1995). Además de estas dos manifestaciones, el principio de veracidad se manifiesta también plenamente, como hemos indicado, en la composición de las denominaciones subjetivas o razones sociales de las sociedades colectivas y comanditarias (

art. 401.3RRM) y

de la sociedad Nueva Empresa ( art. 435.1 LSC), y no en la composición de las denominaciones subjetivas de las sociedades de capital por cuanto que es posible que la persona cuyo nombre se haya utilizado para la composición de la denominación subjetiva no sea socio o haya dejado de serlo (

art. 401.1 y

2RRM).

B) Las limitaciones de la estructura son las relativas a la indicación de la forma social. Por supuesto, en la denominación debe figurar la indicación de la forma social de que se trate o su abreviatura. Mientras que si la indicación es completa puede incluirse en cualquier lugar de la denominación (v.gr.: «Sociedad Anónima Carrillo»; «Sociedad Limitada Minas del Llobregat»), si se trata de abreviatura (que las Leyes especiales y el Reglamento fijan con un criterio taxativo: v., entre otros, 5ILSGR;

art. 19.2

Deporte;

art. 3.1

Laborales; y

art. 6LSC; art. 1.3 LCoop.; art.

Ley 10/1990, de 15 de octubre, del Ley 4/1997, de 24 de marzo, de Sociedades

art. 403.2RRM) tiene que incluirse necesariamente

al final de la denominación ( art. 403.1RRM; v.gr.: «Siderúrgica de Cantoblanco, S.A.», «Manufacturas Metálicas de Caspe, S.L.», «Pérez y García, S.C.», «Freudenberg S.A., S. en C.»). C) La delimitación relativa a la disponibilidad hace referencia al hecho de que la denominación esté disponible, es decir, no sea idéntica a otra que ya figure registrada, provisional o definitivamente, en la Sección de denominaciones del Registro Mercantil Central. En efecto, no pueden inscribirse en el Registro Mercantil las sociedades o entidades cuya denominación sea idéntica a alguna de las incluidas en dicha Sección (

art.

407.1RRM), ya que, en caso contrario, la denominación carecería de la necesaria función identificadora (v., entre otras, Res. DGRN de 26 de junio de 1997). Pero el concepto de identidad a estos efectos no es el concepto vulgar. Se entiende que existe identidad no sólo en el caso de coincidencia total y absoluta entre denominaciones, sino también cuando, aun faltando esa coincidencia, se utilicen las mismas palabras en diferente orden, género o número; cuando se utilicen las mismas palabras con la adición o supresión de expresiones o de términos genéricos o accesorios, o de artículos, adverbios, preposiciones, conjunciones, acentos, guiones, signos de puntuación u otras partículas similares, de escasa significación; o cuando se utilicen palabras distintas que tengan la misma expresión o notoria semejanza fonética ( art. 408.1RRM; v. Ress. DGRN de 25 de junio de 1999, 25 de abril, 10 de mayo y 10 de junio de 2000, 26 de marzo de 2003 y 12 de abril de 2005). Mientras que en los casos de coincidencia de las denominaciones existe identidad absoluta, cuando concurre alguna de estas otras tres circunstancias se puede hablar de identidad relativa. Esta ampliación del concepto vulgar de identidad no admite interpretación extensiva. Fuera de los casos mencionados, las denominaciones se consideran no idénticas, aunque sean confundibles por razón de similitud (v., por ej., Res. DGRN de 26 de mayo de 2003). Por excepción, son admisibles denominaciones con identidad relativa cuando la persona que solicite una denominación relativamente idéntica a otra ya registrada sea la titular de esta denominación o acompañe a la solicitud la autorización de la sociedad afectada por la nueva denominación que pretende la solicitante ( art. 408.2RRM). Con esta excepción se facilita que una sociedad o entidad inscrita pueda elegir como nueva denominación una relativamente idéntica a la que ya ostentaba, y también que sociedades del mismo Grupo puedan tener denominaciones muy próximas. Así, por ejemplo, al no constar esa autorización, no ha podido acceder al Registro Mercantil una sociedad denominada «Rioja Vivienda Ocasión, S.L.» por existir ya inscrita otra sociedad con la denominación «Vivienda Ocasión, S.L.» ya que el término «Rioja» es un topónimo de escasa relevancia identificadora (Res. DGRN de 12 de abril de 2005). Para determinar si existe identidad, absoluta o relativa, se debe comparar la totalidad de la denominación registrada con la totalidad

de la denominación que se pretende, pero prescindiendo de las indicaciones relativas a la forma social o de aquellas otras cuya utilización venga exigida por la Ley (

art. 408.3RRM).

Al lado de la prohibición de identidad, existe la prohibición de que la denominación coincida con otra que sea notoria aunque no figure en la Sección de denominaciones del Registro Mercantil Central, bien por no ser la propia de sujeto inscribible e inscrito, bien por ser denominación de sociedades o entidades extranjeras: son también indisponibles las denominaciones notorias no registradas (Res. DGRN de 11 a 20 de octubre de 1984). Aun cuando la denominación no conste en el Registro Mercantil Central, el Notario no puede autorizar, ni el Registrador puede inscribir, sociedades o entidades cuya denominación les conste por notoriedad que coincide con la de otra entidad preexistente, sea o no de nacionalidad española (disp. ad. 14ª LM y art. 407.2RRM; Res. DGRN de 7 de diciembre de 2004). Así, por ejemplo, se consideró que la denominación «Volvo España, S.A.» era confundible con una muy conocida marca con la que se comercializan en el tráfico determinados vehículos, por lo que, al no constar la autorización de la titular de la marca, no era posible emitir certificación negativa (Res. DGRN de 24 de febrero de 2004). 5. LA SECCIÓN DE DENOMINACIONES Entre las funciones del Registro Mercantil Central figura el archivo y la publicidad de las denominaciones de sociedades y entidades jurídicas inscritas [art. 379, letra b), RRM]. Para el cumplimiento de esta función se ha constituido en dicho Registro una Sección especial: la Sección de denominaciones ( arts. 395 a 419RRM y arts. 3 a 20 de la Orden ministerial de 30 de diciembre de 1991), que cuenta con una subsección especial para las denominaciones de las sociedades Nueva Empresa (

art. 435.3

LSC y Orden ECO/1371/2003, de 30 de mayo). La finalidad de esta Sección es la de impedir que pueda inscribirse en el Registro Mercantil una sociedad o, en general, un sujeto inscribible con una denominación idéntica a la de otro sujeto ya inscrito. Si la denominación es manifestación del derecho subjetivo que tiene toda persona jurídica a la propia identidad, lógico es que el Derecho

arbitre los medios necesarios para impedir que otra persona jurídica, al constituirse, elija la misma denominación. Ahora bien, los problemas de la homonimia de personas jurídicas no se evitan por completo con la prohibición de identidad. Y es que la Sección de denominaciones del Registro Mercantil Central sólo es operativa respecto de las sociedades y de los demás sujetos inscribibles en el Registro Mercantil, y no respecto de las personas jurídicas, societarias o no, inscribibles en otros Registros, como las sociedades cooperativas [salvo que se trate de cooperativas de crédito o de seguros: art. 16.1-3º C. de C. y art. 81.1, letra d),RRM], las asociaciones y las fundaciones, las cuales se inscriben en el correspondiente Registro administrativo, estatal o autonómico según los casos. Así, al no existir un Registro único de personas jurídicas, puede suceder que una sociedad anónima tenga la misma denominación que una sociedad cooperativa y que, a su vez, la denominación de ambas coincida con la de una asociación. Naturalmente, en el futuro el legislador deberá solucionar este problema aunque sea a través de la simple coordinación de los Registros públicos. De momento, para tratar de paliar los efectos negativos de la homonimia, se ha permitido la inclusión en la Sección de denominaciones del Registro Mercantil Central de las denominaciones de otras entidades no inscribibles en el Registro Mercantil que se encuentren inscritas en otros Registros públicos si así se solicita por representante legítimo (

art. 396RRM).

La Sección de denominaciones funciona a base de certificaciones, positivas o negativas, que, a solicitud del interesado, emite el Registrador Mercantil Central, bien en soporte papel, bien en soporte electrónico ( art. 113.1 Ley 24/2001, de 27 de diciembre, de medidas fiscales, administrativas y del orden social). Son éstas las únicas certificaciones que puede expedir este Registro (art. 23.3 C. de C.). La solicitud de certificación, que se formula en modelo oficial, puede referirse a una sola denominación o a varias hasta un máximo de tres ( art. 410.1RRM, si bien actualmente los formularios de solicitud permiten incluir hasta un máximo de cinco denominaciones). Se considera registrada –y, por consiguiente la certificación a emitir será positiva– toda denominación idéntica a otra que ya figure en la Sección de denominaciones, es decir, toda denominación que vulnere la prohibición de identidad en el sentido dado a este término por el

Reglamento del Registro Mercantil; se considera no registrada –y, por consiguiente, la certificación será negativa– toda denominación que no vulnere dicha prohibición (

art. 409RRM).

Además, desde mediados de septiembre de 2015, y con la finalidad de agilizar el procedimiento de creación de sociedades de responsabilidad limitada, está a disposición de todas aquellas personas físicas o jurídicas que quieran constituir una sociedad de este tipo la denominada «Bolsa de denominaciones sociales con reserva», creada por Real Decreto de 29 de mayo de ese mismo año (si bien la medida llevaba contemplada desde 2007, en forma de habilitación normativa al Gobierno). Se trata de una base de datos, cuya llevanza corresponde al Registro Mercantil Central, que puede ser consultada electrónicamente de forma gratuita y que contiene un conjunto de denominaciones sociales que han sido previamente calificadas y que, en consecuencia, son aptas para ser utilizadas de manera inmediata. A tales efectos, el interesado deberá cumplimentar un formulario electrónico y seleccionar alguna de las denominaciones de entre las que se encuentren disponibles, descargándose, a continuación y previo pago de los correspondientes derechos arancelarios, la oportuna certificación electrónica acreditativa de la inexistencia de entidad con idéntica denominación, que deberá contener un Código Seguro de Verificación. Dicha certificación electrónica se rige, en cuanto a su vigencia y caducidad, por las normas generales aplicables a la certificación negativa de denominación. A este respecto, debe señalarse que la certificación negativa tiene una vigencia de tres meses a contar desde la fecha en que hubiera sido expedida ( art. 414.1RRM). Transcurrido ese plazo, caduca la certificación pero no los derechos del solicitante respecto de esa denominación. En efecto, cuando la certificación es negativa, el solicitante tendrá una «reserva temporal de denominación»: durante seis meses podrá solicitar una nueva certificación negativa de la denominación y, si la primera solicitud se refiriera a varias, de la primera respecto de la cual se hubiera emitido certificación negativa. Transcurridos esos seis meses caducará la reserva, cancelándose de oficio en la Sección de denominaciones ( 412RRM).

art.

No puede otorgarse escritura de constitución de una sociedad o de cualquier otra entidad inscribible sin previa expedición de certificación negativa por el Registrador mercantil central a nombre de un fundador o promotor. No podrá otorgarse tampoco escritura de modificación de la denominación de una sociedad o de cualquier otra entidad inscrita sin previa expedición de certificación negativa por el Registrador mercantil central a nombre de la propia sociedad o entidad. Si figura en soporte papel, la certificación vigente que acredite que no figura registrada la denominación elegida se presentará al Notario que autorice la escritura de constitución o de modificación de la denominación, el cual deberá protocolizarla con la escritura matriz ( art. 413RRM); y, si figura en soporte electrónico, el Notario, previa comprobación de ese soporte electrónico, trasladará a papel en único ejemplar imprimible el contenido de aquélla, el cual incorporará a la escritura matriz bajo su fe (Ress. DGRN de 13 de septiembre y 11 de noviembre de 2004). La existencia de una certificación negativa, cualquiera que sea la forma en la que conste, no significa que el Registrador mercantil territorial tenga vedado calificar la legalidad de la denominación: el Registrador mercantil central, al expedir la certificación negativa, califica que la denominación se ajusta a los requisitos reglamentarios, y el Registrador mercantil territorial al que se presenta la correspondiente escritura pública de constitución de la sociedad o de modificación de la denominación califica por lo que resulte del título y de los asientos del Registro que la denominación elegida es conforme a la legalidad (Ress. DGRN de 1 de diciembre de 1997, 6 y 25 de abril de 2000 y 12 de abril de 2005). Una vez inscrita la sociedad o la entidad o una vez inscrita la escritura de modificación, el registro de la denominación en la Sección de denominaciones, que hasta entonces era provisional, se convertirá en definitivo (

art. 415RRM).

Para evitar que los terceros sean inducidos a error acerca de la entidad a la que corresponde la denominación, las antiguas denominaciones de sociedades y demás entidades inscritas que hubieran quedado vacantes bien por cambio voluntario de denominación, bien por cancelación de la sociedad o entidad a la que identificaban, continuarán registradas en la Sección durante el plazo de un año. Transcurrido ese plazo a contar desde la inscripción de la modificación de la denominación o desde la cancelación de la sociedad o entidad a la que habían distinguido como consecuencia de la extinción de la misma, el registro de la

antigua denominación se cancelará de oficio ( art. 416y 419RRM; Res. DGRN de 27 de diciembre de 1999) quedando desde entonces esa denominación a disposición de quien la solicite. 6. LA RELACIÓN ENTRE DENOMINACIÓN Y SIGNOS DISTINTIVOS REGISTRADOS La denominación es, según antes señalamos, el nombre de una sociedad o, en general, de una persona jurídica. Precisamente por ello cumple una función de identificar a esa sociedad o persona jurídica del mismo modo que el nombre de una persona natural o jurídica; y, al identificar, distingue a esa persona de otras que operen en el mercado. Pero la denominación no es un «signo distintivo» en sentido técnico jurídico, es decir, no es un bien inmaterial sobre el que esa sociedad o esa entidad tengan un derecho de exclusiva (v., entre otras, Res. DGRN de 12 de abril de 2005). De ahí que sea recomendable que, una vez inscrita, la sociedad registre la denominación social o el anagrama (es decir, la denominación abreviada, como, por ej., las primeras sílabas de los términos de que se compone) como nombre comercial (

art. 87.1

LM) o como marca ( art. 4.1LM) en la Oficina Española de Patentes y Marcas. De este modo, la sociedad titular de ese nombre comercial o de esa marca tiene el derecho a usarlos en exclusiva en el tráfico mercantil y el derecho a impedir que un tercero no autorizado use esa denominación u otra confundible ( 34y

arts.

40LM).

Si la sociedad o la entidad no tiene registrada la denominación como nombre comercial o como marca, cualquier titular de un signo distintivo registrado en la Oficina Española de Patentes y Marcas podrá oponerse a que esa sociedad o entidad utilice la propia denominación en el tráfico y demandar ante los tribunales de Justicia que sea condenada a modificar esa denominación si induce a confusión con el nombre comercial o con la marca que la demandante tenga registrado en esa Oficina (SSTS de 27 de diciembre de 1954, 11 de marzo de 1977, de julio de 1980, 24 de enero de 1986, 31 de marzo de 1989, 24 de julio de 1992, 26 de junio y 5 julio de 1995, 31 de diciembre de 1996 y 14 de febrero de 2000). Únicamente cuando la titular de la denominación social pueda acogerse a los beneficios reservados a los titulares de

marcas notorias o merezca la protección del titular de un nombre comercial no inscrito, podrá imponerse sobre quien tenga un signo distintivo registrado. Para garantizar la efectividad de la sentencia firme que, por cualquier causa, ordene el cambio de denominación, el Derecho español contiene dos importantes medidas. La primera es el cierre del Registro: inscrita en el Registro Mercantil la sentencia firme que ordene dicho cambio, no pueden acceder a la hoja abierta a la sociedad nuevas inscripciones en tanto no se inscriba la nueva denominación de la sociedad ( art. 417.2 RRM). La segunda –que es desmesuradamente dura– consiste en que, transcurrido un año a contar desde la firmeza de la sentencia que hubiera ordenado el cambio de denominación sin que éste hubiera tenido lugar, «la sociedad quedará disuelta de pleno derecho, procediendo el Registrador mercantil de oficio a practicar la cancelación» (disp. adic. 17ª LM). De este modo, la sociedad que no hubiera cambiado la denominación social y que continúe actuando en el tráfico, deviene irregular, con todas las consecuencias negativas que comporta esta calificación. En todo caso, para evitar los muy frecuentes problemas de conflicto entre denominaciones sociales y signos distintivos sería deseable la coordinación entre la Sección de denominaciones del Registro Mercantil Central y la Oficina Española de Patentes y Marcas (cuya inexistencia ha lamentado en reiteradas ocasiones la Dirección General de los Registros y del Notariado: v., entre otras, Ress. DGRN de 24 de febrero, 24 de junio y 25 de noviembre de 1999, 10 de junio de 2000, 4 de octubre de 2001 y 24 de febrero de 2004). III. LAS DEMÁS FUNCIONES DEL REGISTRO MERCANTIL

7. CONSIDERACIÓN GENERAL Los cambios fundamentales introducidos por la Ley 19/1989, de 25 de julio, en el régimen jurídico del Registro Mercantil no se limitaron a la sustitución del sistema de la inscripción por el sistema de la publicación. Al mismo tiempo, esa Ley procedió a la sustancial ampliación de las funciones de los Registros Mercantiles territoriales, los cuales, además de ser oficinas públicas en las que se practica la inscripción de determinados sujetos y de determinados actos de esos sujetos, asumen nuevos e importantes cometidos como son la legalización de los libros de los empresarios

(arts. 27 C. de C. y 329 a 337 expertos independientes (

RRM), el nombramiento de arts. 67.1 y

76

LSC y 338 a

349 RRM) y de auditores de cuentas ( art. 265LSC y 350 a 364 RRM) y el depósito y publicidad de los documentos contables de las entidades obligadas ( arts. 279 y ss. LSC y 365 a 378 RRM). La atribución de estas nuevas funciones no registrales ha supuesto la potenciación de la figura de los Registradores mercantiles como funcionarios especialmente cualificados y del Registro Mercantil como institución. Esta ampliación de funciones continuó con el Real Decreto-ley 3/2009, de 27 de marzo, que atribuyó al Registrador mercantil la competencia para el nombramiento de experto independiente a fin de que emita informe, entre otros extremos, sobre el carácter razonable y realizable del plan de viabilidad presentado por el deudor en el marco de los denominados «acuerdos de refinanciación» (disp. adic. 4ª

LC). En tiempos más recientes,

la Ley 15/2015, de 2 de julio, de Jurisdicción Voluntaria, parece haber culminado este proceso de expansión competencial, encomendando a los Registradores mercantiles, en competencia compartida con los letrados de la Administración de Justicia, la convocatoria, en ciertos casos, de las juntas generales (

arts.

169 a 171LSC) y la asamblea de obligacionistas ( art. 422.3LSC), así como la competencia relativa al nombramiento y separación de auditores (

arts. 265y

266LSC).

8. LA LEGALIZACIÓN DE LOS LIBROS DE LOS EMPRESARIOS A) Como sabemos, los empresarios individuales y sociales están obligados a legalizar los libros de llevanza obligatoria (art. 27 C. de C.). Se trata de una obligación legal con la que se intenta conseguir el mayor grado de autenticidad de la contabilidad y de las actas, evitando que se adapten a conveniencia en función de circunstancias posteriores. Originariamente, la legalización consistía en la diligencia del Registrador mercantil bajo su firma, extendida en el primer folio del

libro, y en el sello del Registro en todos los folios de que se compone (art. 27.1 C. de C.). En la diligencia el Registrador fundamentalmente identificaba al empresario individual o social, expresaba la clase de libro y el número de folios de que se componía y el sistema de sellado. Por su parte, el sello del Registro correspondiente podía realizarse, bien mediante impresión o estampado, o bien mediante la perforación mecánica de los folios o cualquier otro procedimiento que garantizase la autenticidad de esa legalización ( art. 334 RRM). Sin embargo, la necesaria presentación por vía telemática de los libros en formato electrónico para su legalización –a la que enseguida se hará referencia- ha comportado la consecuente adaptación del texto de estos preceptos. En este sentido, el artículo 18.3 de la Ley 14/2013, de 27 de septiembre, de apoyo a los emprendedores y su internalización señala ahora que el Registrador deberá comprobar el cumplimiento de los requisitos formales, así como la regular formación sucesiva de los que se lleven dentro de cada clase y, a continuación, certificará electrónicamente su intervención en la que se expresará el correspondiente código de validación. Si no mediaran defectos, el Registrador extenderá una certificación en la que, bajo su firma, identificará al empresario, incluyendo, en su caso, los datos registrales y expresará los libros legalizados, con identificación de su clase y número, la firma digital generada por cada uno de ellos y los datos de la presentación y del asiento practicado en el Libro-fichero de legalizaciones (Instrucción de 12 de febrero de 2015 de la Dirección General de los Registros y del Notariado, sobre legalización de libros de los empresarios en aplicación del artículo 18 de la citada Ley 14/2013). La legalización en el Registro Mercantil de los libros de llevanza obligatoria por parte de los empresarios no es la única que establece el Derecho español. Así, por ejemplo, las sociedades cooperativas deben legalizar los libros de llevanza obligatoria en el Registro (administrativo) de sociedades cooperativas estatal o autonómico que corresponda (v. art. 60.2 LCoop.); y las comunidades de propietarios deben también legalizar los libros de actas, pero la competencia para esta legalización no corresponde al Registro Mercantil sino al Registro de la Propiedad ( la

art. 19.1 de

Ley 49/1960, de 21 de julio, sobre Propiedad Horizontal, en la

redacción dada por la Ley 10/1992, de 30 de abril, de Medidas urgentes de Reforma Procesal). B) La Ley distingue entre una legalización obligatoria y una legalización facultativa. Es obligatoria la legalización de los libros de llevanza obligatoria (art. 27.1 C. de C. y art. 329.1RRM), es decir, del Libro de Inventarios y Cuentas Anuales y del Libro Diario (art. 25.1 C. de C.) y, en el caso de las sociedades mercantiles, del Libro o de los Libros de actas (art. 26 C. de C.), del Libro registro de acciones nominativas de sociedades anónimas y comanditarias por acciones (art. 27.3 C. de C. y art. 116 LSC), del Libro registro de socios de las sociedades de responsabilidad limitada (art. 27.3 C. de C. y art. 104LSC) y del Libro registro de contratos entre el socio único y la sociedad unipersonal ( art. 16LSC). Es meramente facultativa la legalización en el Registro Mercantil de los denominados «libros de detalle» del libro Diario y cualesquiera otros que se lleven por los empresarios individuales y por las sociedades como auxiliares de los libros de contabilidad ( propios de las sucursales (

art. 329.2RRM), así como los libros art. 337RRM).

En el Código se sigue distinguiendo también entre una legalización de libros en blanco y legalización de libros anotados. La regla general sería la primera (art. 27.1): los libros obligatorios habrían de presentarse a legalización antes de su utilización debiendo estar completamente en blanco y con los folios numerados correlativamente ( art. 332RRM). Por excepción se admitiría también la legalización de los libros obligatorios formados por hojas encuadernadas con posterioridad a la realización de los asientos y anotaciones, siempre que esas hojas estuviesen encuadernadas de modo que no fuese posible la sustitución de los folios y que tuvieran el primer folio en blanco y los demás numerados correlativamente y por el orden cronológico que correspondiese a los asientos y anotaciones practicadas. No obstante, estos preceptos deben entenderse derogados implícitamente por la Ley 14/2013, de 27 de septiembre, según la cual todos los libros que obligatoriamente deban llevar los

empresarios, independientemente de si son personas físicas o personas jurídicas, con arreglo a las normas legales aplicables han de legalizarse telemáticamente en el Registro Mercantil después de su cumplimentación en soporte electrónico (art. 18.1). El plazo máximo para presentar los libros a legalización es de cuatro meses, a contar desde la fecha del cierre del ejercicio, si bien la presentación tardía de la solicitud de legalización no impide que ésta se lleve a cabo, debiendo hacer constar el Registrador expresamente dicha circunstancia en la certificación que ha de extenderse a estos efectos (art. 18.1, in fine, Ley 14/2013 y art. 333.3RRM, en relación con la Instrucción de la DGRN de 12 de febrero de 2015). La preocupación por la seguridad de los archivos electrónicos que contengan los libros de llevanza obligatoria presentados por vía telemática para su legalización en el Registro Mercantil ha propiciado la aprobación por la Dirección General de los Registros y del Notariado de ciertos mecanismos de seguridad, como el borrado inmediato a la presentación y el cifrado de datos (v. Instrucción de la DGRN de 1 de julio de 2015). La legalización es competencia del Registro Mercantil del lugar del domicilio del empresario o sociedad mercantil. El posterior cambio de domicilio no afecta a la legalización: la legalización efectuada por el Registro de origen antes de ese traslado del domicilio conserva pleno valor (art. 27.1 C. de C.). La legalización se practica a solicitud del empresario o de la sociedad mercantil, acompañando los libros que pretendan legalizarse ( art. 330.1 y 2RRM). Los empresarios individuales pueden formular y obtener la solicitud aunque no se encuentren inscritos en el Registro Mercantil. Al ser meramente potestativa esa inscripción, salvo en el caso del naviero y del armador que dedique el buque a la navegación con fines empresariales (arts. 19.1 C. de C. y 146 LNM), la legalización no exige que figuren inscritos. Por el contrario, las sociedades mercantiles, en cuanto sujetos sometidos a inscripción obligatoria, sólo podrán solicitar la legalización una vez presentada a inscripción la escritura de constitución, realizándose la legalización después de que la inscripción se practique (

art. 330.3RRM).

9. EL NOMBRAMIENTO DE EXPERTOS INDEPENDIENTES POR EL REGISTRADOR MERCANTIL Entre las funciones del Registro Mercantil figura también la relativa al nombramiento de expertos independientes y de auditores de las sociedades. Se trata de una competencia que se ejerce siempre a solicitud de legitimado –y nunca de oficio– cuya finalidad es la del nombramiento de un profesional independiente –experto o auditor, según los casos–, ajeno a la sociedad, para el desarrollo de una determinada actividad fijada por la Ley, y no por el Registrador, con emisión de informe. El nombramiento de experto independiente por el Registrador mercantil procede en dos casos determinados: en caso de constitución o de aumento del capital de sociedades capitalistas para la elaboración de un informe sobre las aportaciones no dinerarias y en caso de fusión, escisión de sociedades y traslado del domicilio social a territorio español. A estos casos hay que añadir ahora el nombramiento de experto para que informe sobre el denominado «acuerdo de refinanciación» en los procedimientos preconcursales (

art. 71 bis.4

LC).

A) En las sociedades de capital, el capital social es la única garantía con la que cuentan los terceros. De ahí que la Ley se preocupe de arbitrar distintas técnicas para asegurar la realidad y la valoración de las aportaciones no dinerarias que constituyan el contravalor del capital social en la constitución de la sociedad o en los aumentos de ese capital. En las sociedades anónimas, la técnica de tutela es el informe del experto independiente, en el que se describe cada una de las aportaciones y en el que se emite un dictamen profesional sobre los criterios de valoración adoptados por los fundadores o por los administradores, expresando si los valores a que esos criterios conducen corresponden al número y valor nominal y, en su caso, a la prima de emisión de las acciones que se emiten como contrapartida ( art. 67.1 LSC). En las sociedades de responsabilidad limitada la técnica de tutela es la responsabilidad solidaria de los socios y de los administradores frente a la sociedad y frente a los acreedores sociales de la realidad y de la valoración de las aportaciones no dinerarias ( art. 73LSC); pero, para evitar el rigor de este sistema de responsabilidad, la Ley admite que los socios excluyan esa

responsabilidad solidaria cuando las aportaciones no dinerarias se sometan a informe pericial en los mismos términos establecidos para las sociedades anónimas ( art. 76LSC). En las sociedades comanditarias por acciones, aunque existen socios personalmente responsables de las deudas sociales, el informe del experto independiente, al igual que en las sociedades anónimas, es igualmente obligatorio (arg. exart. 3.2LSC). En las sociedades anónimas y comanditarias por acciones la regla de la necesidad del nombramiento de experto independiente sólo tiene como excepciones aquéllas taxativamente establecidas por la Ley, entre las que destaca la aportación de valores mobiliarios admitidos a cotización en mercado secundario oficial o en otro mercado regulado, que se valorarán por el precio medio ponderado del último trimestre ( art. 69LSC). En los aumentos de capital de sociedad anónima o comanditaria por acciones mediante compensación de créditos, la «certificación» del auditor sobre dichos créditos sustituye al informe del experto (

art. 301.3LSC).

El nombramiento del experto o de los expertos independientes es competencia del Registrador mercantil del domicilio social. La solicitud de nombramiento debe estar suscrita por, al menos, una de las personas que promuevan la constitución de la sociedad o, si ya estuviera constituida, por la propia sociedad ( art. 338.2 RRM). El Registrador designará un experto entre las personas físicas o jurídicas que pertenezcan a profesión directamente relacionada con los bienes objeto de valoración o que estén especialmente dedicadas a valoraciones o peritaciones ( art. 340.1RRM). Pero cuando los bienes a valorar sean de naturaleza heterogénea o, aun no siéndolo, se encuentren en circunscripciones pertenecientes a distintos Registros Mercantiles, el Registrador podrá nombrar varios expertos, expresando en el nombramiento los bienes a valorar por cada uno de ellos ( art. 340.2RRM). En la misma resolución en la que efectúe el nombramiento, determinará el Registrador la retribución a percibir por cada uno de los nombrados o los criterios para su cálculo ( art. 340.3RRM). Los expertos percibirán la retribución directamente de la sociedad en cuyo nombre se hubiera solicitado el informe y, si ésta no se

hubiera constituido, de quien hubiera firmado la solicitud ( 348.1RRM).

art.

El régimen jurídico sobre nombramiento de expertos trata de conseguir dos objetivos fundamentales: la independencia del experto y la celeridad de la emisión del informe. La independencia es, obviamente, el presupuesto para hacer efectiva la finalidad perseguida por la Ley al establecer esta técnica de tutela de la realidad y de la valoración de las aportaciones no dinerarias. Ciertamente, el Registrador tiene un amplísimo margen de discrecionalidad para el nombramiento ( art. 340.1RRM); pero el experto nombrado está sometido a las mismas causas de incompatibilidad que las establecidas para los peritos por la legislación procesal civil (

arts. 341.1RRM y 219

LOPJ y

arts. 124.3 y 343 LEC), debiendo excusarse inmediatamente si fuera incompatible, sin perjuicio de la posibilidad de recusación que se reconoce a cualquier interesado ( arts. 341.2 y 342RRM). Además, a fin de evitar que los nombramientos de expertos recaigan siempre en las mismas personas con los riesgos que esa práctica pudiera generar, el nombramiento de un experto que ya hubiese sido designado por el mismo Registrador dentro del último año deberá ser puesto en conocimiento de la Dirección General de los Registros y del Notariado (

art. 343RRM).

El objetivo de celeridad se consigue no sólo mediante una rápida tramitación de la solicitud ( arts. 339y 340.1RRM) y mediante la rápida aceptación del nombramiento –que tiene que producirse en el plazo de cinco días a contar desde la fecha de la notificación, so pena de caducidad de ese nombramiento ( art. 344RRM)–, sino también mediante el establecimiento de un plazo máximo para la emisión del informe escrito razonado: un mes a contar desde la fecha de la aceptación del nombramiento, que sólo podrá ser prorrogado por el Registrador, a petición del propio experto, cuando concurran circunstancias excepcionales (

art. 345RRM).

El nombramiento de experto independiente por el Registrador mercantil es igualmente obligatorio en casos asimilados a los de

aportaciones no dinerarias, como es el de adquisiciones onerosas que proyecte realizar una sociedad anónima o comanditaria por acciones dentro de los dos primeros años a partir de la constitución o a partir de la transformación en anónima de cualquier sociedad cuando el importe de la adquisición exceda de la décima parte del capital social (

art. 72LSC).

B) En el segundo grupo de casos en los que la Ley exige el informe de experto independiente figuran los de fusión y escisión de sociedades cuando la nueva sociedad que se constituya, alguna de las sociedades que se extingan como consecuencia de la fusión, o alguna de las sociedades beneficiarias de la escisión revistan la forma anónima o comanditaria por acciones (arts. 34 y 78 LME). La regla es que los administradores de cada una de las sociedades anónimas o comanditarias que se fusionan o de las sociedades beneficiarias de la escisión deben solicitar del Registrador mercantil correspondiente al domicilio social de cada una de las sociedades que se fusionan o del domicilio de la sociedad que se escinde la designación de uno o varios expertos independientes y distintos para que, por separado, en el caso de fusión, emitan informe sobre el proyecto de fusión y sobre el patrimonio aportado por las sociedades que se extinguen, y, en el caso de escisión, emitan informe sobre el patrimonio no dinerario procedente de la sociedad que se escinde. Pero los administradores de todas las sociedades que se fusionan o de todas las sociedades que participan en el proceso de escisión pueden solicitar del Registrador mercantil del domicilio social de la sociedad absorbente o del que figure en el proyecto de fusión como domicilio de la nueva sociedad o, en caso de escisión, del domicilio de cualquiera de las sociedades que se escinden, la designación un único o varios expertos para la elaboración de un único informe (arts. 34 y 78 LME; sobre la competencia para el nombramiento de un único experto en los casos en los que una o más sociedades anónimas españolas participen en la constitución de una sociedad anónima europea mediante fusión, constitución de una sociedad anónima europea holding o transformación, v. 475LSC).

arts. 467,

472y

Por excepción al carácter obligatorio del informe, no será necesaria la elaboración del mismo en los casos de fusión simplificada, es decir, cuando la sociedad absorbente fuese titular, de forma directa o indirecta de todas las acciones o participaciones sociales en que

se dividiera el capital de la sociedad absorbida (arts. 49.1-2º LME) o cuando la sociedad absorbente fuera titular directa del noventa por ciento o más, pero no de la totalidad, del capital de la sociedad que vaya a ser objeto de absorción, siempre que se ofrezca por la sociedad absorbente a los socios de la absorbida la adquisición de sus acciones o participaciones sociales, estimadas en su valor razonable, dentro de un plazo determinado que no podrá ser superior a un mes a contar desde la fecha de la inscripción de la absorción en el Registro Mercantil (art. 50.1 LME). La misma regla será de aplicación cuando la sociedad absorbente estuviera íntegramente participada, de forma directa, por la sociedad absorbida, y cuando la sociedad absorbente y la absorbida estuvieran íntegramente participadas, de forma directa, por una tercera (art. 52.1 LME). El informe de expertos será siempre necesario cuando la sociedad absorbida fuese titular de forma indirecta de todas las acciones o particiones sociales en que se divide el capital de la sociedad absorbente o cuando las sociedades absorbida y absorbente estén participadas indirectamente por el mismo socio (art. 52.2 LME). C) Por último, el nombramiento de experto independiente por el Registrador mercantil puede tener lugar en el marco de los denominados «acuerdos de refinanciación». Se trata de acuerdos celebrados entre el deudor que atraviesa dificultades económicas o financieras, pero que aún no se encuentra en situación de insolvencia, y acreedores que representen, al menos, las tres quintas partes del pasivo, con el objetivo de lograr, al menos, una ampliación significativa del crédito disponible o la modificación o extinción de las obligaciones, bien mediante la prórroga de la fecha de vencimiento o bien mediante el establecimiento de nuevas obligaciones en sustitución de aquéllas que se extingan (v. Lección 58). Cumpliéndose determinados requisitos, tales acuerdos pueden blindarse, total o parcialmente, frente a las acciones rescisorias que pudieran ejercitarse en un ulterior procedimiento concursal. Entre esos requisitos, la Ley Concursal exige que el acuerdo de refinanciación responda a un plan de viabilidad que permita la continuidad de la actividad profesional o empresarial del deudor a corto y medio plazo [art. 71 bis.1, letra a), LC]. Y añade, a continuación, que tanto el deudor como los acreedores podrán solicitar el nombramiento de un experto independiente por parte del Registrador mercantil del domicilio del deudor para que informe sobre el carácter razonable y realizable de dicho plan, sobre la proporcionalidad de las garantías conforme a condiciones normales

de mercado en el momento de la firma del acuerdo, así como las demás menciones que, en su caso, prevea la normativa aplicable ( art. 71 bis.4LC). 10. EL NOMBRAMIENTO DE AUDITOR DE CUENTAS POR EL REGISTRADOR MERCANTIL En relación con el nombramiento de auditor de cuentas, la competencia del Registrador mercantil del lugar del domicilio social exige distinguir los casos de sociedades obligadas a la verificación de las cuentas anuales y del informe de gestión y sociedades no obligadas. En el primer caso, el Registrador mercantil tiene competencia para el nombramiento cuando la junta general no hubiera nombrado al auditor antes de que finalice el ejercicio a auditar; o bien, cuando el titular y el suplente que hubieran sido nombrados por la junta no acepten oportunamente el cargo o, por cualquier causa justificada, no puedan cumplir sus funciones ( 350

art. 265.1

LSC y

art.

RRM). Esta competencia no puede ser ejercida de oficio: es

necesaria la solicitud de persona legitimada ( art. 351RRM). En el sistema legal se encuentran legitimados para solicitar del Registrador el nombramiento de auditor cualquier socio (sea cual sea su participación en el capital social), cualquier administrador (sea cual sea la configuración del órgano de administración) y, si la sociedad hubiera emitido obligaciones o bonos, el comisario del sindicato de obligacionistas ( art. 265.1LSC y 350 RRM). Si el solicitante fuera un socio de la sociedad obligada, deberá legitimarse según la naturaleza y, en el caso de acciones, el modo en que estén representadas; si el solicitante fuera un administrador o el comisario, deberán figurar inscritos como tales en el Registro Mercantil (

art. 352RRM).

En el segundo caso, cuando las sociedades anónimas, comanditarias por acciones o de responsabilidad limitada no estuvieran obligadas a la revisión, el nombramiento de auditor por el Registro Mercantil exige la concurrencia de dos requisitos. El primero de ellos es un requisito de legitimación, consistente en que el o los solicitantes deben ser titulares, al menos, del cinco por

ciento del capital social que figure inscrito en el Registro; y el segundo, se trata de un requisito temporal que exige que la solicitud de nombramiento de auditor se presente antes de que transcurran tres meses a contar desde el cierre del ejercicio social a auditar ( art. 265.2LSC y

art. 359RRM).

El nombramiento voluntario de auditor efectuado por la sociedad antes de la solicitud enerva el derecho del socio que reúna los requisitos de capital y de tiempo legalmente establecidos si concurren las dos siguientes condiciones: en primer lugar, que ese nombramiento voluntario se haya efectuado antes de la presentación de la solicitud por parte de la minoría, aunque el nombramiento lo haya hecho el órgano de administración de la sociedad y no la junta general de socios; y, en segundo lugar, que se haya garantizado o se garantice ineludiblemente a la minoría la existencia de esa auditoría, para lo cual es necesario bien la incorporación del informe de auditoría al expediente, bien la puesta a disposición del solicitante de dicho informe de auditoría, bien, al menos, la inscripción del nombramiento del auditor en el Registro Mercantil en el momento de dictar la resolución sobre la solicitud. El estatuto jurídico del auditor nombrado por el Registrador mercantil tiene algunas especialidades si se compara con el del auditor nombrado por la junta general. En primer lugar, por lo que se refiere al período de nombramiento del auditor nombrado por el Registrador, la auditoría a realizar está limitada a las cuentas anuales y al informe de gestión correspondientes al último ejercicio ( art. 360RRM); y, en segundo lugar, en lo relativo a la retribución del auditor, es el propio Registrador mercantil quien, al efectuar el nombramiento, debe fijar esa retribución para el período de nombramiento o, al menos, los criterios para su cálculo ( arts. 267.3LSC, 40 C. de C. y 362 RRM). No obstante, ante la ausencia de normas que determinen la cuantía específica de los honorarios de los auditores –ni siquiera de manera orientativa- o que establezcan criterios para su determinación, la obligación del Registrador en relación con este aspecto se entenderá cumplida con la remisión, con carácter puramente informativo, al Boletín del Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas en el que se haya insertado el último informe sobre la facturación media por hora de los auditores, advirtiendo que el importe concreto de los honorarios a devengar dependerá de la complejidad de la tarea que se le

encomiende y del número de horas empleadas en la misma (Instrucción DGRN, de 9 de febrero de 2016, sobre cuestiones vinculadas con el nombramiento de auditores, su inscripción en el Registro Mercantil y otras materias relacionadas). Los auditores designados por el Registrador mercantil disponen de cinco días a partir de la notificación para decidir sobre la aceptación del encargo ( art. 344.2RRM). Este plazo es ampliable por el Registrador a solicitud del auditor (Instrucción de la DGRN de 9 de febrero de 2016). Si el auditor nombrado por el Registrador mercantil no pudiera desarrollar su tarea por impedírselo directa o indirectamente la sociedad (como, por ej., cuando la sociedad le niega el acceso a la sede social, cuando no le facilita los antecedentes documentales necesarios, o incluso cuando no realiza la provisión de fondos solicitada por el auditor), emitirá informe con opinión denegada por limitación absoluta en el alcance de sus trabajos y entregará el original al solicitante remitiendo copia a la sociedad ( art. 361RRM). En tales casos la sociedad no podrá depositar en el Registro Mercantil las cuentas correspondientes al ejercicio que hubiera debido ser auditado ( arts. 279.1 y 280LSC y 366.1-5º RRM), lo que, además de multa, acarrea el cierre parcial del Registro (

arts. 282y

283LSC y 378 RRM).

No son éstos, sin embargo, los únicos casos en los que la Ley atribuye al Registrador mercantil del domicilio social la competencia para el nombramiento de auditor. Pero mientras en los supuestos hasta ahora señalados el Registrador procedía al nombramiento del auditor para la verificación de las cuentas anuales y del informe de gestión, estos otros casos se refieren a nombramiento de auditor para muy concretas actuaciones (v. art. 363RRM). Así, para la determinación del valor de reembolso de las acciones y de las participaciones sociales en caso de separación o de exclusión de socios ( art. 353LSC), para la determinación del valor razonable de las participaciones sociales, cuando la transmisión proyectada fuera a título oneroso distinto de la compraventa o a título gratuito y las partes no hubieran fijado de común acuerdo el precio de adquisición [art. 107.2, letra d),LSC] o para la determinación del importe a abonar por el nudo propietario al usufructuario en concepto de incremento del valor de las acciones o participaciones

sociales ( art. 128.3LSC), así como para la certificación de determinados datos contables en los casos de aumento del capital de una sociedad anónima por compensación de créditos ( art. 301.3LSC), en los casos de aumento de dicho capital con cargo a reservas (

art. 303.2LSC), en las emisiones de obligaciones

convertibles ( art. 414.2LSC) y en los casos de exclusión del derecho de preferencia en los aumentos de capital y en las emisiones de obligaciones convertibles [arts. 308.2, 417.2, letra b),LSC]. Se trata de supuestos taxativos: fuera de los casos legalmente previstos –y de los que puedan añadir los Estatutos sociales (v. art. 123.7RRM)–, el Registrador mercantil carece de competencia para el nombramiento de auditor. 11. EL DEPÓSITO Y LA PUBLICIDAD DE LAS CUENTAS ANUALES Entre las funciones del Registro Mercantil figura igualmente la relativa al depósito y publicidad de las cuentas anuales. El Registro Mercantil del lugar del domicilio del depositante asume así la doble función de oficina en la que se archivan y conservan las cuentas anuales y demás documentos complementarios y de oficina encargada de la publicidad de las cuentas y de esos documentos. Más que de «depósito» de las cuentas en sentido técnico-jurídico se trata de una presentación de las cuentas y de esos otros documentos al Registro Mercantil, presentación que puede ser obligatoria o meramente voluntaria. La presentación obligatoria ha experimentado un acelerado proceso de expansión. Cada vez son más los sujetos obligados a depositar las cuentas anuales en el Registro Mercantil. En un primer momento, esta obligación legal era exclusiva de los administradores y de los liquidadores de las sociedades de capital ( art. 279

LSC y

art. 366

RRM), así como de los de las

sociedades de garantía recíproca ( art. 54 LSGR). En las sociedades de capital, en efecto, pesa sobre los administradores y liquidadores la obligación legal de presentar al Registro Mercantil del domicilio social una certificación de los acuerdos de la junta general de aprobación de las cuentas anuales y de aplicación del resultado, adjuntando un ejemplar de cada una de dichas cuentas

así como del informe de gestión y del informe de auditoría si la sociedad estuviera obligada a someter sus cuentas a auditoría o, aun no estándolo, si se hubiera practicado a solicitud de la minoría. En el caso de consolidación de cuentas, la obligación de presentación de las cuentas consolidadas y de los documentos complementarios se impone a los administradores de la sociedad dominante (art. 42.5 C. de C. y

art. 372 y ss. RRM).

Pero la presentación obligatoria no es exclusiva de las sociedades de capital. Esta misma obligación legal de presentación se impone a los administradores y liquidadores de cualesquiera otras entidades que se dediquen al comercio mayorista o minorista, o que efectúen adquisiciones o intermedien en las adquisiciones por cuenta de comerciantes al por menor, cuando en el ejercicio inmediato anterior las adquisiciones realizadas o intermediadas o sus ventas hayan superado determinada cifra (disp. adic. 4ª de la Ley 7/1996, de 15 de enero, de Ordenación del Comercio Minorista); y a los administradores y liquidadores de sociedades colectivas y comanditarias simples cuando todos los socios colectivos sean sociedades españolas o extranjeras (art. 41.2 C. de C.). Al lado de la presentación obligatoria, se admite la presentación voluntaria: los empresarios individuales o sociales no obligados a esa presentación pueden presentar las cuentas anuales al Registro Mercantil del lugar de su domicilio siempre que figuren inscritos ( art. 365.3RRM). En cuanto a los documentos a depositar, la Ley exige que se depositen una certificación de los acuerdos de la junta general de aprobación de las cuentas anuales y de aplicación del resultado expedido por administradores con facultad certificante que tengan los cargos vigentes (Res. DGRN de 18 de marzo de 2001), haciendo constar en la certificación si algún administrador no ha firmado las cuentas y la causa de esa falta de firma (Res. DGRN de 4 de enero de 2013); un ejemplar de cada una de dichas cuentas; y, en su caso, el informe de gestión y el informe de auditoría tanto cuando la sociedad esté obligada a hacer auditar las cuentas anuales como cuando ésta se hubiera practicado a solicitud de la minoría ( art. 279LSC y art. 366RRM). Aunque se haga constar en la certificación que no se deposita el informe del auditor, siendo obligatorio, por falta de medios para pagar al auditor, el

Registrador tendrá por no efectuado el depósito por faltar dicho informe (Res. DGRN de 23 de febrero de 2013). Si la minoría ha solicitado el nombramiento de auditor, no es procedente el depósito en tanto no se resuelva definitivamente si procede o no el nombramiento, así como tampoco, cuando, una vez efectuado dicho nombramiento, el auditor designado por el Registrador mercantil no ha podido emitir el correspondiente informe por causas imputables a la sociedad. En fin, si la sociedad puede presentar balance abreviado, aunque tenga nombrado e inscrito un auditor con carácter voluntario, no está obligada a depositar el informe de auditoría (Res. DGRN de 10 de julio de 2007). Los modelos para la presentación en el Registro Mercantil de las cuentas anuales ordinarias y consolidadas de los sujetos obligados a su publicación se encuentran regulados actualmente en sendas Órdenes Ministeriales de 21 de marzo de 2018 (Órdenes JUS/318/2018 y JUS/319/2018), siendo así que la presentación de las cuentas en modelos distintos de los oficiales impide el depósito (Ress. DGRN de 30 de mayo de 1997, 15 de febrero de 1999, 29 de septiembre de 2004, 17 de febrero de 2006, 29 de enero de 2007 y 4, 7, 8, 9, 21 y 22 de marzo y 17 de mayo de 2011). En cualquier caso, las cuentas pueden presentarse en soporte papel, en soporte informático o por vía telemática ( art. 366.2RRM e Instrucción de la DGRN de 26 de mayo de 1999). En el sistema legal español, el Registrador mercantil no tiene que calificar el contenido de las cuentas y de los demás documentos presentados. La calificación se limita a determinar si los documentos presentados son los exigidos por la Ley, si están debidamente aprobados por la junta general o por los socios y si constan las firmas preceptivas ( art. 280.1LSC). Una vez verificado el cumplimiento de estos requisitos, el Registrador tendrá por efectuado el depósito, practicando el correspondiente asiento en el Libro de depósito de cuentas y en la hoja de la sociedad o de la entidad depositante ( art. 280.1LSC y art. 368.1 y 2RRM). Sin embargo, es doctrina constante de la Dirección General de los Registros y del Notariado aquélla según la cual los registradores no sólo pueden, sino que, además, deben examinar el contenido de los documentos contables presentados a depósito. Así, se ha estimado procedente el rechazo del depósito cuando la cifra del capital social consignada en las cuentas anuales no

coincida con la que figura inscrita en el Registro Mercantil (v., entre otras, Ress. DGRN de 28 de febrero de 2005, 16 y 23 de enero de 2006, 10 de diciembre de 2008 y 17 de diciembre de 2012). Los Registradores mercantiles deben conservar las cuentas anuales y los documentos complementarios durante seis años (

art.

280.2LSC y art. 377RRM). Cualquier persona puede solicitar y obtener certificación o copia simple del Registro Mercantil en el que se hubiesen depositado las cuentas y los documentos complementarios (

art. 281LSC y

art. 369RRM).

Para asegurar el cumplimiento de esta obligación legal de presentar a depósito las cuentas anuales una vez aprobadas, la Ley cuenta con dos poderosos instrumentos técnicos: en primer lugar, la multa administrativa que impondrá el Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas, previa instrucción de expediente ( art. 283.1LSC; en relación con esta sanción, si la ausencia de depósito se debe a la concurrencia de algún defecto que, a juicio del Registrador mercantil, impide el depósito, éste, a requerimiento del Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas deberá estar en condiciones de acreditar haber llevado a cabo la oportuna notificación al interesado -Instrucción de la DGRN de 9 de febrero de 2016-); y, en segundo lugar, el cierre parcial del Registro transcurrido un año desde la fecha del cierre del ejercicio social sin que se haya practicado el depósito de las cuentas anuales debidamente aprobadas. Se trata de un cierre parcial porque pueden inscribirse los títulos relativos al cese o dimisión de administradores, liquidadores, gerentes o directores generales, a la revocación o renuncia de poderes y a la disolución de la sociedad y al nombramiento de liquidadores, así como los asientos ordenados por la autoridad judicial o administrativa ( art. 282LSC y art. 378.1 a 3RRM). Si las cuentas anuales no se hubieran depositado por no estar aprobadas por la junta general, no procede el cierre registral, pero será preciso acreditar la falta de aprobación mediante certificación del órgano de administración con firmas legitimadas, con expresión de la causa de la falta de aprobación o mediante copia autorizada del acta notarial de la junta general en la que conste dicha no aprobación, debiendo justificarse la permanencia de esta situación cada seis meses por cualquiera de estos medios (

art. 378.5RRM).

12. COMPETENCIAS DEL REGISTRADOR MERCANTIL EN MATERIA DE JURISDICCIÓN VOLUNTARIA En el marco de un proceso general de modernización del sistema de tutela del Derecho privado, la Ley 15/2015, de 2 de julio, de jurisdicción voluntaria, ha encomendado a determinados órganos públicos, diferentes de los órganos jurisdiccionales, la tutela de ciertos derechos. De esta manera, se ha pretendido aprovechar la experiencia de determinados operadores jurídicos (entre los cuales se encuentran los Registradores mercantiles) con el fin de ofrecer a la ciudadanía medios efectivos y sencillos, que faciliten la obtención de determinados efectos jurídicos de una forma pronta y con respeto de todos los derechos e intereses implicados. Estos profesionales, que aúnan la condición de juristas y de titulares de la fe pública, reúnen sobrada capacidad para actuar, con plena efectividad y sin merma de garantías, en algunos de los actos de jurisdicción voluntaria que hasta ahora se encomendaban a los jueces. Si bien la máxima garantía de los derechos de la ciudadanía viene dada por la intervención de un juez, la desjudicialización de determinados supuestos de jurisdicción voluntaria sin contenido jurisdiccional —en los que predominan los elementos de naturaleza administrativa— no pone en riesgo el cumplimiento de las garantías esenciales de tutela de los derechos e intereses implicados. Entre los asuntos que han sido separados del ámbito competencial de los jueces y magistrados, destacan los expedientes atribuidos, en régimen de competencia compartida y alternativa, a los Letrados de la Administración de Justicia y a los Registradores mercantiles. Así ocurre con la convocatoria de juntas generales ( 169,

170y

171

obligacionistas (

arts.

LSC) o de la asamblea general de

art. 422LSC); la reducción de capital social,

amortización o enajenación de las participaciones o acciones ( arts. 139y arts. 265y

141LSC); el nombramiento o revocación del auditor ( 266LSC); el nombramiento y separación de

liquidadores ( arts. 377, 380, 389LSC), etc. La intervención de los Registradores mercantiles en régimen de alternatividad se justifica por la especialidad material de tales expedientes. En efecto, respecto de estas cuestiones, los

Registradores mercantiles cuales gozan de un elevado grado de preparación y experiencia técnica. Por otra parte, se ha habilitado la obtención de acuerdos extrajudiciales de conciliación al margen de la vía jurisdiccional, a través de la intervención de otros operadores jurídicos, como los Registradores ( art. 103 bis LH). En el concreto caso de los Registradores mercantiles, su competencia para conocer de un determinado acto de conciliación depende de la concurrencia de una serie de requisitos, algunos positivos y otros negativos. En cuanto a los primeros, es necesario que la controversia verse sobre una materia mercantil, o sobre hechos o actos inscribibles en el Registro mercantil que sean competencia del Registrador mercantil. Respecto a los requisitos negativos, la competencia del Registrador mercantil para conocer de un acto de conciliación queda vetada siempre que este recaiga sobre materias indisponibles, así como cuando se refiera a cuestiones previstas en la

Ley Concursal.

Lección 10

La representación del empresario Sumario: •









I. Introducción o 1. Representación voluntaria, representación legal y representación orgánica o 2. La representación voluntaria en el derecho mercantil o 3. La naturaleza de la relación entre el empresario y el personal de la empresa II. El apoderado general o factor o 4. El factor o 5. Los deberes del factor o 6. El poder de representación o 7. El ámbito del poder de representación o 8. Los efectos de la representación: eficacia directa y eficacia indirecta o 9. El factor interesado III. Los apoderados singulares o 10. Los dependientes y los mancebos o 11. Los representantes de comercio IV. La modificación y la extinción del poder o 12. La modificación del poder o 13. La extinción del poder o 14. Las especialidades de la extinción del apoderamiento del factor V. Las relaciones entre la representación voluntaria y la representación orgánica o 15. El problema de la coexistencia entre la representación voluntaria y la representación orgánica

I. INTRODUCCIÓN

1. REPRESENTACIÓN VOLUNTARIA, REPRESENTACIÓN LEGAL Y REPRESENTACIÓN ORGÁNICA La representación es una institución jurídica de gran importancia en la vida económica. Si en el ámbito particular y familiar cumple una función de indudable valor, en el ámbito mercantil la trascendencia del actuar representativo es extraordinaria. Al menos en el ámbito de la mediana y de la gran empresa, la mayoría de las relaciones

jurídicas mercantiles no se establecen personalmente por el empresario, sino a través de representantes. Como es bien sabido, atendiendo a la fuente de la representación se distingue entre representación voluntaria y representación legal. En la primera, es el propio interesado –en este caso el empresario– quien designa libremente a otra persona para que actúe por él. Al acto por el que un sujeto designa a otro para que actúe como representante suyo se le denomina apoderamiento. En la segunda, la fuente no es la voluntad del representado, sino la ley, que impone con carácter necesario esa representación para suplir la falta o la limitación de la capacidad de obrar de un sujeto. Mientras que la primera presupone la plena capacidad de obrar del representado, quien mediante el correspondiente poder legitima a otro para que actúe como su representante, en la representación legal es precisamente la falta de esa capacidad de obrar o, al menos, la limitación de la misma, lo que genera la reacción del Ordenamiento jurídico para posibilitar la realización de aquellos actos que el menor o el incapacitado no pueden realizar eficazmente. En materia de representación legal no existe especialidad alguna en el Derecho mercantil. También la representación voluntaria –que, obviamente, tiene mucho mayor relieve en el ámbito de las relaciones jurídicas mercantiles– está sometida a los principios generales del Derecho privado, si bien existen algunas especialidades legislativas fundadas en la necesaria tutela de la seguridad del tráfico, a las que más adelante nos referiremos. Al lado de la representación legal y voluntaria, juega también un destacado papel en las relaciones mercantiles la denominada representación orgánica de las personas jurídicas. Las sociedades mercantiles, como personas jurídicas que son, necesitan valerse de órganos, es decir, contar con una estructura más o menos compleja y estricta según las formas sociales, con distintas esferas de competencia. Entre esos órganos figura el órgano de administración de la sociedad. La facultad de representar a la sociedad corresponde a este órgano o a algunos de sus miembros. Salvo en los casos de administrador único y de administradores solidarios –a los que, como es lógico, corresponde la representación orgánica de la sociedad–, la condición de administrador no comporta necesariamente la facultad de representar a la sociedad: pueden existir administradores con poder de representación y administradores que carezcan de él (arts. 129

C. de C. y 233 LSC). En el supuesto específico de que la administración de la sociedad se haya organizado en forma de consejo de administración, la facultad de representación de la sociedad corresponde, en principio y salvo atribución estatutaria o delegación en uno o varios de sus miembros, al propio cConsejo, que debe actuar colegiadamente [art. 233, letra d), LSC]. Los consejeros, en cuanto tales, carecen de poder de representación, con independencia del cargo que ostenten en el seno del órgano (v.gr. : presidente del consejo) (v., no obstante, la STS de 7 de octubre de 2014, en la que, con una argumentación discutible y separándose del criterio mantenido por el Juzgado de lo Mercantil y por la Audiencia Provincial, el Alto Tribunal consideró que, atendiendo a las circunstancias del caso, la concurrencia de la condición de presidente del consejo en el administrador actuante bastó para propiciar la apariencia de apoderamiento y vincular a la sociedad frente al tercero de buena fe). 2. LA REPRESENTACIÓN VOLUNTARIA EN EL DERECHO MERCANTIL Como sucede con cualquier otra persona natural o jurídica, el empresario individual o social puede conferir poderes generales o especiales para ampliar así a través de apoderados las posibilidades de actuación en el tráfico. Estos apoderados pueden pertenecer al personal de la empresa o, por el contrario, no ser personas vinculadas al empresario por una relación laboral. Naturalmente, no todos los miembros del personal de la empresa están dotados de poder. Con la denominación de personal de la empresa se hace referencia a aquellas personas que prestan sus servicios retribuidos, de modo permanente y estable, en el propio establecimiento o fuera de él, en virtud de un contrato de trabajo, integrándose en la organización creada por el empresario, en relación de dependencia, directa o indirecta, del propio empresario. Pero esta categoría de personas no es homogénea: por un lado, están aquéllas cuya colaboración en la empresa, mediante la prestación de servicios intelectuales (v.gr.: ingenieros, químicos, economistas o empleados de oficina con contrato de trabajo) o manuales (v.gr.: mozos de almacén), se realiza sin entrar en relación contractual con terceros; y, por otro, se presentan los que participan en la actividad exterior de la empresa, entrando en relaciones contractuales con terceros por cuenta del empresario. Los primeros carecen de poder de representación, salvo que el

empresario se lo hubiera conferido expresamente; los segundos, por el contrario, están dotados necesariamente, en mayor o menor medida, de facultades representativas que les permiten realizar en nombre y por cuenta del empresario actos jurídicos integrantes del giro o tráfico del establecimiento. En esto radica precisamente la especialidad legislativa en el Derecho mercantil en materia de representación voluntaria: las personas que, por razón del puesto asignado en el establecimiento, están en relación con terceros, gozan, sin necesidad de un otorgamiento expreso, de los poderes necesarios para el ejercicio de la función a ellos encomendada. En atención a la apariencia que genera la actuación de estas personas en el tráfico, la Ley establece la presunción de que cada colaborador subordinado tiene el poder necesario para el ejercicio frente a terceros de las funciones que le hubieran sido atribuidas. En ejercicio de sus facultades de organización y dirección, el empresario –o, en el caso de las sociedades mercantiles, el órgano de administración– decide las funciones a desarrollar por cada uno de los miembros del personal, sin más limitaciones que las derivadas del objeto del contrato de trabajo que hubiera concluido con él y de las restricciones funcionales y geográficas establecidas en la legislación laboral ( arts. 39 y ss. ET). Si la posición de ese trabajador implica actividad frente a terceros, la Ley considera sin más que está dotado de las facultades necesarias para el desarrollo de esa actividad. No se requiere un otorgamiento expreso de poderes. La conducta del empresario genera la apariencia de que existe un apoderamiento tácito o presunto, y el Derecho trata de proteger eficazmente esa apariencia (v., entre otras, SSTS de 14 de mayo de 1991, 13 de mayo de 1992, 31 de marzo de 1998 y 2 de abril de 2004). En el Derecho mercantil español, esta especialidad del apoderamiento de los trabajadores que están en relación con terceros no se formula con carácter general, sino para cada uno de los tipos a que se refiere el Código de Comercio de 1885, utilizando una terminología que ya era arcaica en el momento en que fue promulgado. Esta tipificación se realiza atendiendo al mayor o menor poder de representación que corresponde a cada uno de ellos. Se distingue así entre el apoderado general o factor (arts. 281 a 291) y dos apoderados especiales o singulares: los dependientes (art. 292) y los mancebos (arts. 293 y 295).

3. LA NATURALEZA DE LA RELACIÓN ENTRE EL EMPRESARIO Y EL PERSONAL DE LA EMPRESA En el momento de la codificación, la relación interna que unía al empresario con los miembros del personal de la empresa en relación con terceros se concebía como una subespecie del mandato. El Código, en efecto, regula a estas personas bajo la rúbrica general del contrato de comisión, calificándolos expresamente de mandatarios (art. 281). Pero esa calificación legal descansa en la tradicional confusión del codificador español, civil y mercantil, entre mandato y representación, por lo que no puede ser admitida. El trabajador que está en relación con terceros es representante, pero no es mandatario, porque el mandato o la comisión –que no es sino el mandato mercantil– no podrían explicar ni las notas de permanencia y subordinación peculiares de estos miembros del personal, ni el carácter esencialmente retribuido de su función. En realidad, en el plano interno, la relación entre empresario y los miembros del personal de la empresa se encuadra en el marco del contrato de trabajo. El propio Código de Comercio dedica a estas personas algunas normas sobre duración y sobre causas de extinción del contrato (arts. 299 a 302) –hoy materialmente derogadas–, que constituyen un primer intento de regulación de una relación inequívocamente laboral. El Estatuto de los Trabajadores ofrece sólido apoyo a esta afirmación, ya que es de aplicación a todos «los trabajadores que voluntariamente presten sus servicios retribuidos por cuenta ajena y dentro del ámbito de organización y dirección de otra persona, física o jurídica, denominada empleador o empresario» (

art. 1.1ET).

Ahora bien, mientras que los dependientes y los mancebos se encuentran ligados al empresario por una relación laboral ordinaria, los factores pueden estar vinculados por una relación de las mismas características o, por el contrario, por una relación laboral especial cuando son integrantes del personal de alta dirección. En el primer caso se aplicarán las normas generales sobre el contrato de trabajo, mientras que en el segundo las que rigen esa relación laboral especial, las cuales reconocen un amplio margen a la autonomía de la voluntad ( art. 3 RD 1382/1985, de 1 de agosto). Determinar cuándo la relación laboral es general o tiene carácter

especial es cuestión que debe decidirse atendiendo a la posición jurídica del factor en la organización de la empresa. II. EL APODERADO GENERAL O FACTOR

4. EL FACTOR Con el nombre de factor se designa a aquel apoderado general colocado al frente de un establecimiento para realizar en nombre y por cuenta del empresario el giro y tráfico propio de aquél (art. 281 C. de C.), administrando, dirigiendo y contratando sobre las cosas concernientes a dicho establecimiento (art. 283 C. de C.). Éste es, en efecto, el significado histórico del término. «Factor» era quien estaba al frente de una «factoría», entendiendo por tal tanto una fábrica o establecimiento fabril o industrial como cualquier establecimiento de comercio, especialmente el situado en un territorio colonial. Por eso ha podido afirmarse que el factor es el alter ego del empresario. Aunque para el Código de Comercio la condición de factor requiere estar al frente de un establecimiento, sea principal o sucursal, no debe existir inconveniente en atribuir también esta condición a cualquier apoderado general de un empresario individual o social. En este sentido, los gerentes o directores generales de una empresa son también factores aunque no estén al frente de una tienda, almacén u oficina. Ahora bien, no todo apoderado tiene la condición de factor (STS de 11 de abril de 2011). Se requiere que esté al frente de la empresa o de uno o varios establecimientos. Un mismo empresario individual o una misma sociedad mercantil puede tener varios factores. En caso de pluralidad de apoderados generales, cada uno de ellos puede ser autónomo respecto de los demás, dependiendo directamente del propio empresario o, por el contrario, depender de otro apoderado general, también factor como él, pero con más amplias facultades. Y es que, en realidad, la condición jurídica de factor, unitaria desde el punto de vista jurídico, se puede descomponer, en la realidad económica, en figuras de muy distinta importancia. Así, por ejemplo, en aquellas sociedades mercantiles con una dirección escalonada, como suelen ser las entidades de crédito, factor no es sólo el director de la oficina bancaria abierta al público, la denominada «agencia», sino el director de la plaza, que controla a varios directores de oficinas, el director de zona, sea comarcal o provincial, y el director general.

Precisamente porque este apoderado general tiene facultades para concluir los contratos relativos al giro y tráfico de un establecimiento, la Ley exige para ser factor capacidad para obligarse y poder de la persona por cuya cuenta ha de hacer el tráfico (art. 282 C. de C.). 5. LOS DEBERES DEL FACTOR Al igual que los demás miembros del personal, el principal deber positivo del factor es el de desempeñar las funciones que el empresario le hubiera encomendado. En el desempeño de esas funciones, los factores actuarán con la diligencia de un buen empresario, por lo que responderán frente al principal de cualquier perjuicio que le causen por haber procedido con malicia, negligencia o infracción de las órdenes o instrucciones que hubieren recibido (art. 297 C. de C.). En este sentido, cabe destacar que, tras la reforma de 2014, la Ley de Sociedades de Capital extiende todas las disposiciones sobre deberes y responsabilidad de los administradores «a la persona, cualquiera que sea su denominación, que tenga atribuidas facultades de más alta dirección de la sociedad, sin perjuicio de las acciones de la sociedad basadas en su relación jurídica con ella», cuando no exista delegación permanente de facultades del consejo en uno o varios consejeros delegados ( art. 236.4LSC). Se trata, en todo caso, de deberes de cumplimiento personal. A diferencia de lo que sucede en el ámbito civil ( art. 1721 CC), el factor no puede, sin consentimiento del empresario, delegar en otro el encargo recibido. Si contraviniera esta prohibición, responderá directamente el factor de las gestiones del sustituto y de las obligaciones contraídas por éste (art. 296 C. de C., aplicable también a los dependientes y a los mancebos). En las negociaciones y contrataciones que tuvieren con terceros, los factores tienen el deber de expresar que actúan en nombre del empresario individual o sociedad mercantil que representan (art. 284 C. de C.). El empresario tiene derecho a que el tercero con el que negocia y contrata el factor conozca la condición de éste. En esa actuación por cuenta del principal, el factor no puede aprovechar para sí una determinada oportunidad de la que deba beneficiarse el principal. La Ley protege al empresario, haciendo

gravitar sobre este apoderado general la prohibición de hacer concurrencia al principal: el factor no puede realizar por cuenta propia operaciones del mismo género de las que constituyen el giro y tráfico del establecimiento, a menos que esté expresamente autorizado para ello. El incumplimiento de esta prohibición se sanciona dejando a favor del principal los beneficios que la operación produzca y dejando a cargo del factor las eventuales pérdidas (art. 288.I y II C. de C.). 6. EL PODER DE REPRESENTACIÓN En cuanto apoderado general, el factor necesita un poder general para el desempeño de las funciones que se le han encomendado. Si el apoderamiento no es general, el apoderado no tendrá el carácter de factor. Se entiende que el poder es general tanto cuando está concebido en términos generales como cuando contiene una enumeración de facultades que, consideradas globalmente, permiten la dirección de la empresa en su conjunto o, al menos, de un establecimiento, sea establecimiento principal o sucursal. Ese poder puede serle conferido de forma expresa –verbal o escrita–, o tácitamente por el simple hecho de poner a una persona, con capacidad de obrar para contraer obligaciones, al frente de un establecimiento. Si el empresario individual se encuentra inscrito en el Registro Mercantil (art. 19.1 C. de C.), el poder debe inscribirse en el Registro Mercantil (art. 22.1 C. de C.), y lo mismo sucede respecto de los poderes conferidos a gerentes o factores por los administradores de las sociedades mercantiles (art. 22.2 C. de C.). Se distingue así entre factores con poderes inscritos y factores sin poderes inscritos, distinción que es fundamental, como más adelante se dirá, respecto de la posibilidad de que las limitaciones a las facultades atribuidas sean o no eficaces frente a terceros. Naturalmente, para inscribir el poder se requiere que el empresario individual o la sociedad mercantil estén inscritos ( RRM).

art. 11.1

El empresario no inscrito no puede inscribir en el Registro Mercantil los poderes generales que hubiera conferido; y, del mismo modo, las sociedades mercantiles en formación y las sociedades irregulares –que, por definición, son sociedades no inscritas (

arts. 36, 37y 39 LSC)– tampoco pueden inscribir los poderes que se hubieran concedido por todos los socios en la escritura de constitución o por los administradores en otra posterior. Por el contrario, no hay dificultad en que accedan al Registro Mercantil los poderes otorgados por las sociedades en liquidación, que, como señala la Ley, conservan su personalidad jurídica mientras la liquidación se realiza (

art. 371.2LSC).

Para que el poder general pueda acceder al Registro Mercantil, se requiere escritura pública (arts. 18.1 C. de C. y 5.1 RRM). No obstante, como excepción a este principio de titulación pública, se permite el acceso telemático al Registro de los denominados «apoderamientos privados electrónicos», es decir, aquéllos otorgados por administradores o apoderados de sociedades mercantiles o por «emprendedores» de responsabilidad limitada en documento electrónico y con firma electrónica reconocida del poderdante ( art. 41 de la Ley 14/2013, de 27 de septiembre). Asimismo, interesa destacar que la inscripción de los poderes generales en el Registro Mercantil puede realizarse en base a una o a dos o más escrituras públicas. En el primer caso, se practica una única inscripción registral con identificación del apoderado y de las facultades que se le han conferido. En el segundo caso, se practican dos o más inscripciones: una primera para la identificación del cargo con enumeración de las facultades que le son propias y una segunda u otras ulteriores para la identificación del apoderado titular de ese concreto cargo. Este segundo sistema es muy útil cuando existe una amplia red de sucursales o una compleja estructura territorial del poderdante, como es el caso de los bancos y de las cajas de ahorro: en la primera inscripción se hacen constar las facultades de los distintos cargos (v.gr.: director regional, director provincial, director de plaza, director de sucursal) y en la segunda la identidad de los distintos apoderados. De este modo, los sucesivos nombramientos y ceses de apoderados no obligan a reproducir las facultades conferidas, sino simplemente a identificar a las personas que ostentan los cargos, remitiéndose a una inscripción precedente para la determinación de las facultades. Esa segunda inscripción no puede practicarse en base a una simple certificación de la entidad poderdante, sino que exige una nueva escritura pública (Ress. DGRN de 13 de mayo de 1976 y 26 de octubre de 1982).

7. EL ÁMBITO DEL PODER DE REPRESENTACIÓN En cuanto al ámbito del poder de representación, el apoderamiento se extiende al giro y tráfico del establecimiento. El Código de Comercio lo señala expresamente al definir al factor como gerente de un establecimiento con facultades para dirigir y contratar «sobre las cosas concernientes a él» (art. 283; v. también art. 286). Con esta añeja expresión se refiere la Ley al conjunto de operaciones propias de un negocio o empresa (v., entre otras, SSTS de 30 de septiembre de 1960, 19 de junio de 1981, 5 de abril de 1982, 5 de julio de 1984 y 25 de abril de 1986). La fórmula legal no debe interpretarse en abstracto, es decir, incluyendo todas las operaciones propias de una clase o tipo de establecimiento, sino en concreto, atendiendo a las específicas operaciones que de hecho se vengan realizando en un establecimiento determinado. En este sentido, si el empresario es una sociedad mercantil, el giro y tráfico no se puede identificar sin más con las actividades que integran el objeto social, sino con aquellas actividades que, formando parte del objeto, se realizan real y efectivamente en el establecimiento principal o en aquella sucursal a cuyo frente se ha colocado a ese apoderado general. En el caso de que el factor no esté al frente de un establecimiento determinado, sino que sea el director general, el poder de representación debe entenderse que incluye toda clase de actos u operaciones que recaigan sobre la actividad o las actividades que normalmente desarrolle ese empresario individual o social, sin necesidad de que, al conferir el poder, se realice una enumeración particularizada de facultades (Res. DGRN de 14 de marzo de 1996). Salvo que se trate de empresarios o sociedades dedicadas precisamente al tráfico inmobiliario, la realización de actos de enajenación o de gravamen sobre bienes inmuebles requiere la atribución expresa de esta facultad (art. 1713.II de 22 de abril de 1996).

CC; Res. DGRN

Por consiguiente, actuando el factor dentro del giro y tráfico del establecimiento, obliga al principal; y, a la inversa, «no podrá entenderse obligado el principal –empresario mercantil individual o social– cuando el gerente ha contratado fuera de aquel círculo de operaciones propias de la empresa, rompiendo flagrantemente los límites de una normal administración» (STS de 7 de mayo de 1993; v. también SSTS de 19 de abril y 5 de julio de 1984 y 25 de abril de

1986). Así, en los casos de la denominada «banca paralela», la jurisprudencia ha declarado que una entidad de crédito está obligada a la devolución al cliente de las cantidades ingresadas por éste de las que se había apropiado el director de la sucursal para operar al margen, aunque en paralelo, a la actividad de dicha entidad, y ello incluso a pesar de la «irregularidad» de la operación (v.gr.: utilización de impresos distintos de los que correspondían a esa operación; vencimiento del depósito a plazo en día festivo, intereses notoriamente superiores a los del mercado, etc.; v., entre otras muchas, STS de 10 de julio de 2003). En todo caso, por aplicación de los principios generales del Derecho privado (arts. 1719.I y 1727.II CC), también quedará obligado el principal, aunque el factor actúe fuera del giro y tráfico de la empresa, si «resultare que el factor obró con orden de su comitente» –es decir, siguiendo sus instrucciones–, o si hubiera aprobado su gestión «en términos expresos o por hechos positivos» (v. art. 286 C. de C.). Ahora bien, dentro de ese ámbito, el poder de representación del factor puede ser objeto de limitaciones. El empresario, al otorgar el poder o con posterioridad, puede limitar o restringir las facultades del factor, y puede también, después de establecidas esas limitaciones, suprimirlas o eliminarlas. El Código de Comercio así lo prevé cuando, refiriéndose al gerente de un establecimiento, dice que está «autorizado para administrarlo, dirigirlo y contratar sobre las cosas concernientes a él, con más o menos facultades, según haya tenido por conveniente el propietario» (art. 283). Y de acuerdo con ese precepto legal, habrá que admitir la posibilidad de que el empresario limite el poder general del factor, sin perjuicio de que el poder siga siendo general; porque poder general no quiere decir poder ilimitado, sino poder extensivo a la generalidad de las operaciones propias de un establecimiento determinado. Aun contando con la colaboración de uno o varios factores, el principal o empresario puede reservar para sí la realización de determinadas operaciones que, por su importancia o por otras razones, no considere conveniente delegar en nadie, con tal de que esas reservas no desnaturalicen la figura del factor, que siempre deberá estar dotado de aquellas facultades necesarias para desarrollar el tráfico de ese establecimiento (SSTS de 19 de abril de 1974, 26 de junio de 1978, 28 de junio de 1984, 7 de mayo de 1993 y 28 de octubre de 2001).

Naturalmente, para que las limitaciones sean oponibles al tercero de buena fe, se requiere que figuren inscritas en el Registro Mercantil (arts. 87-2º y 8º, 94-5º y 13º, 297-4º y 302-2º RRM). Como las eventuales limitaciones no son objeto de específica publicación en el Boletín Oficial del Registro Mercantil (arts. 386-5º y 10º, 388-9º y 11º y 389-1º y 2º RRM), la oponibilidad opera desde la publicación del apoderamiento mismo. Por el contrario, en caso de poder no inscrito, esas limitaciones no pueden oponerse al tercero de buena fe (art. 21.1 C. de C.; v. también art. 286 del mismo cuerpo legal). Partiendo de la distinción entre factor con poder expreso y publicado en la matrícula de los comerciantes y factor notorio – factor con nombramiento tácito que actúa con notoriedad como tal factor, sin oposición del empresario–, ya la doctrina clásica estimaba que, así como la actuación del primero sólo obligaba al principal en los términos del poder, la del segundo le obligaba en todos los asuntos pertenecientes al tráfico del establecimiento, porque el poder tácitamente conferido, al no expresar límite alguno, debía reputarse comprensivo de las facultades necesarias para llevar a cabo todos esos asuntos. Esta doctrina es la que pasó al Código de Comercio de 1829 (arts. 175 y 178) y, a través de ese primer Código, penetra en el actual (art. 286), debiendo aplicarse no sólo al factor nombrado tácitamente que notoriamente sea reconocido como tal, sino a todo apoderado general si el poder no ha accedido al sistema de publicidad registral (v. art. 21.1 C. de C.). Y la razón de que el Código siga un criterio diferente frente a un factor y otro es fácil de expresar: cuando se trata de factor con apoderamiento inscrito en el Registro, los terceros pueden conocer las limitaciones del poder y la Ley presume que las conocen; mientras que, en el supuesto del factor con poder no inscrito, los terceros no pueden conocer si existen o no limitaciones. Para proteger a los terceros es por lo que no se admiten eventuales excepciones del principal fundadas en supuestos abusos o transgresiones de facultades que no hayan tenido publicidad registral. El factor con poderes no inscritos obliga al principal en cuantos contratos incidan sobre el giro o tráfico del establecimiento. En contraste con la oponibilidad frente a terceros de las limitaciones de facultades del factor en los términos que acabamos de exponer, los administradores de las sociedades de capital que tengan

atribuido poder de representación ( art. 233.2 LSC) obligan a la sociedad en todos los actos comprendidos en el objeto social delimitado en los Estatutos ( art. 234.1.ILSC), siendo ineficaz frente a terceros cualquier limitación de las facultades representativas, aunque se halle inscrita en el Registro Mercantil (arts. 234.1.II LSC). La representación conferida a los administradores es, pues, voluntaria por su origen, y legal por su contenido respecto de terceros, los cuales, salvo que actúen de mala fe, vinculan a la sociedad cuando contratan con esos administradores incluso en los casos en los que exista inscrita una limitación al poder de representación. 8. LOS EFECTOS DE LA REPRESENTACIÓN: EFICACIA DIRECTA Y EFICACIA INDIRECTA A) Como antes hemos señalado, en los asuntos relativos al giro y tráfico del establecimiento, la Ley impone al factor el deber de actuar no sólo por cuenta o en interés del empresario –presupuesto de todo actuar representativo–, sino también a nombre de éste. Tanto para el apoderado general como para el tercero con el que negocia debe estar fuera de duda la existencia de la representación. Por eso se exige que así lo manifieste el factor al negociar y que así lo haga constar expresamente al contratar (contemplatio domini expresa): en todos los documentos que los factores suscriban en tal concepto «expresarán que lo hacen con poder o en nombre de la persona o sociedad que representan» (art. 284 C. de C.). Actuando en esta forma (alieno nomine), la actuación del factor representante tiene eficacia directa para el empresario representado. Como dice el Código, contratando los factores a nombre de sus principales «recaerán sobre los comitentes todas las obligaciones que contrajeren» (art. 285.I). En esta materia no existe, pues, desviación alguna respecto de los principios generales del Derecho privado, que pueden considerarse comunes al Derecho civil ( art. 1725 CC) y al mercantil (v. art. 247.II C. de C.). Significa ello que el empresario queda obligado frente al tercero con el que en su nombre hubiera contratado el factor. Los efectos del contrato concluido por el factor en nombre del empresario se producen de modo inmediato en el patrimonio o en la esfera jurídica de éste, como si hubiera sido realizado por el propio empresario.

Por eso, la acción para exigir el cumplimiento «se hará efectiva en los bienes del principal», y no en los del factor (art. 285.II C. de C.). Ahora bien, el Derecho mercantil conoce una excepción a la regla general según la cual el tercero con el que ha contratado el factor en nombre del empresario no tiene acción contra este representante con poder. El Código de Comercio concede acción al tercero cuando los bienes del factor «estén confundidos» con los bienes del empresario (art. 285.II). En todos los casos de confusión de patrimonios entre los del empresario y los del factor, aunque la confusión no sea total –esto es, aunque subsistan algunos bienes no confundidos–, el tercero también tiene acción contra el factor para exigir el cumplimiento de la obligación por éste contraída en nombre del empresario. B) Si infringiendo el deber legal antes señalado, el factor contrata en nombre propio (proprio nomine), y no en nombre de su principal, se obligará directamente con la persona con quien hubiese celebrado el contrato (art. 287 C. de C.). Las consecuencias de la actuación del factor se producen inmediatamente sobre el patrimonio del representante (STS de 16 de noviembre de 1993). Es el factor el que queda obligado frente al tercero, sin que se establezca relación alguna entre el empresario y ese tercero. Aunque el factor hubiese actuado por cuenta o en interés del empresario, no tiene éste acción contra las personas con quienes ese apoderado general haya contratado, ni éstas tampoco contra el empresario. La Ley impone la responsabilidad patrimonial al factor que actúa en nombre propio como si el negocio fuera suyo. En todos estos casos, el hecho de que el tercero ignore el carácter representativo con que ha actuado el factor no significa que el representado no pueda beneficiarse de esa actuación. Al empresario asisten las correspondientes acciones para exigir al representante que realice todos los actos jurídicos necesarios a fin de que los efectos de esa actuación representativa repercutan definitivamente en el patrimonio del representado; y de ahí que la forma de producción de efectos de la actuación del factor respecto del empresario se denomine indirecta o mediata. Con esta solución sigue el Código una línea inexcusable en materia de representación sin separarse de la solución civil ( art. 1717CC), que también aquí puede considerarse común a todo el Derecho privado (v. art. 246 C. de C.).

Pero la regla de la eficacia indirecta de la actuación del factor en nombre propio cuenta en el Derecho mercantil con dos excepciones. La primera excepción es la relativa al factor notorio. Ya hemos señalado que la doctrina mercantil clásica distinguía entre el factor con nombramiento expreso, inscrito en la matrícula, y aquel otro nombrado tácitamente que administra el negocio «con ciencia y paciencia del señor, sin él lo contradecir» (domino sciente et patiente), añadiendo que «esta ciencia y paciencia se prueba por la notoriedad o fama pública que de ella hay en el pueblo». Y, siguiendo esta tradición, el Código se refiere a aquel factor que «notoriamente pertenezca a una empresa o sociedad conocidas» (art. 286). Si nos atenemos a los antecedentes de la figura, resulta claro que el concepto jurídico de factor notorio no puede coincidir con el concepto vulgar. Se necesita, de un lado, la nota positiva de la notoriedad, entendida como conocimiento público, en el ámbito territorial en el que opere, de la condición de apoderado general de un determinado empresario individual o colectivo (STS de 4 de abril de 2014); y se requiere también, como característica negativa, que el apoderamiento haya sido tácito o, cuando menos, que de haber sido expreso no conste en el Registro Mercantil. Un factor inscrito, por mucha que sea la notoriedad de que goce, no es factor notorio en sentido jurídico (v., sin embargo, la ya citada STS de 7 de octubre de 2014). Obviamente, la notoriedad es siempre una característica relativa. Un apoderado general puede ser factor notorio es una pequeña población, y no tener este carácter en la capital de la provincia. Para determinar si vincula o no al empresario es necesario atender a si, por razón de las circunstancias de la operación realizada con el tercero (lugar de realización de la operación, antecedentes, etc.), conocía éste la condición de factor notorio con que actuaba el apoderado general o, al menos, si es lícito presumir el conocimiento de la notoriedad por parte de ese tercero. Pues bien, los contratos concluidos por un factor notorio en el sentido que acabamos de exponer «se entenderán hechos por cuenta del propietario de dicha empresa o sociedad, aun cuando el factor no lo haya expresado al tiempo de celebrarlos», pero «siempre que estos contratos recaigan sobre objetos comprendidos en el giro o tráfico del establecimiento o si, aun siendo de otra naturaleza, resultare que el factor obró con orden de su comitente o que éste aprobó su gestión en términos expresos o por hechos positivos» (art. 286 C. de C.). La notoriedad de la condición de

factor en persona cuyo nombramiento no consta inscrito permite reconocer eficacia directa a la actuación de este apoderado (contemplatio domini presunta o ex facta concludentia), haciendo innecesario que el factor haya expresado al contratar que actuaba en nombre del principal. Siendo notoria en quien contrata la condición de apoderado general de un empresario y recayendo el contrato sobre asuntos comprendidos en el giro y tráfico de la empresa, se producen los mismos efectos que si el factor hubiera actuado en nombre de ese empresario. Para poder dirigirse contra el empresario, al tercero será suficiente con acreditar que, a pesar de no figurar inscrito en el Registro Mercantil como factor de un empresario, se le reconoce públicamente esta condición, y acreditar igualmente la actuación del factor dentro del ámbito del poder de representación o, si el factor hubiese actuado fuera de ese ámbito, bien la existencia de órdenes o instrucciones del empresario, bien la ratificación expresa o tácita de la actuación realizada. Por virtud de la segunda excepción, el tercero contratante tiene la posibilidad de elegir entre dirigir su acción contra el factor o contra el empresario representado si prueba que el contrato se ha hecho «por cuenta del principal», es decir, si prueba la existencia de la representación aunque al contratar la hubiera silenciado el factor (art. 287 C. de C.). Mientras que en el caso anterior se exigía la prueba de la notoriedad de la condición de factor, en este segundo supuesto –precisamente porque el factor no es notorio, trátese de factor con poderes que hubieran accedido al Registro Mercantil o de apoderado general no inscrito– la prueba gira en torno a si ha actuado o no por cuenta ajena. De aportar esa prueba –sea directa o por presunciones–, a pesar de haber actuado el factor en nombre propio, los efectos jurídicos de la actuación de este apoderado general serán directos o indirectos, según convenga a ese tercero. 9. EL FACTOR INTERESADO En cuanto vinculado al empresario o sociedad mercantil por un contrato de trabajo, sea sometido al régimen general o al especial del personal de alta dirección, el gerente o factor tiene derecho a percibir el salario o la retribución correspondiente (

arts. 26 y

ss. ET). Esta retribución no constituye contraprestación por la actuación como representante, sino la contraprestación por la actividad laboral general o especial: la actuación representativa no es objeto de específica retribución.

Ahora bien, además del salario o de la retribución a la que el factor en cuanto trabajador tiene derecho, el principal, sea empresario individual o sociedad mercantil, puede interesar al factor en el negocio mismo o en alguna o varias operaciones determinadas o determinables. El «interesamiento» es un instrumento técnico para estimular al gerente o factor y, con frecuencia, suele ser antesala de una integración más intensa de este apoderado general (v.gr.: mediante la constitución de una auténtica sociedad entre el empresario y su antiguo apoderado). El Código de Comercio presta muy escasa atención a esta figura del factor interesado, limitándose a establecer que, en defecto de pacto, la participación del factor en las ganancias «será proporcionada al capital que aportare; y no aportando capital, será reputado socio industrial» (art. 288.IV C. de C.). La terminología legal –con esas referencias a la «aportación» y a la figura del «socio industrial», es decir, a aquel socio colectivo que sólo aporta actividad (v. arts. 138, 140 y 141 C. de C.)– pone de manifiesto que, para el Código, el interesamiento supone la creación de una sociedad interna entre el empresario y el factor, idea que ratifica la Exposición de Motivos del propio Código. En realidad, entre el empresario individual o la sociedad mercantil, de un lado, y el factor interesado, de otro, lo que realmente existe es un contrato muy semejante al de la asociación de cuentas en participación (arts. 239 a 243 C. de C.). Para quienes sean del criterio de que este contrato no es sino una manifestación de sociedad interna, la terminología del Código de Comercio es plenamente coherente. Por el contrario, para quienes consideren que la asociación de cuentas en participación se diferencia claramente de la sociedad mercantil (STS 29 de mayo de 2014) y que es una figura que pertenece al género de los contratos parciarios, el factor interesado no podrá ser calificado de socio del principal: la prestación del factor que se interesa en el negocio del principal o en una o varias operaciones de éste no se integra en un fondo común, sino que el dinero o los bienes con que participa el factor pasa al dominio del empresario, sin perjuicio de que aquél pueda conservar contra éste un derecho de crédito por el valor de la prestación realizada. La idea central de interesamiento es la participación en el resultado económico del negocio o de la operación y operaciones del empresario o sociedad mercantil. Esa participación en el resultado se fija, como ya hemos indicado, conforme a lo que las partes

hayan establecido. Si nada se hubiera establecido, entra en juego una compleja norma legal supletoria (art. 288.IV C. de C.): si el factor hubiese «aportado» dinero o bienes, la participación de las ganancias que pudieran obtenerse será proporcional al valor de lo «aportado», lo que lógicamente no sólo exige la determinación del valor de la prestación del factor, sino también la determinación del valor del negocio, en caso de interesamiento en ese negocio, o del valor de lo arriesgado por el principal en la operación o en las operaciones objeto del interesamiento. Si la prestación del factor no hubiera consistido en dinero o bienes, entonces, el factor interesado «será reputado socio industrial», es decir, que la participación del factor en el resultado deberá determinarse aplicando las reglas previstas para los socios colectivos que sólo aportan trabajo o actividad (art. 140 C. de C.). III. LOS APODERADOS SINGULARES

10. LOS DEPENDIENTES Y LOS MANCEBOS El Código de 1829 no reconocía más figuras de colaboradores del empresario que los factores y los mancebos, pero, en cambio, el vigente intercala entre esas dos categorías la del dependiente. La terminología es equívoca: para el Código de 1885, mancebo es aquella persona que, en terminología vulgar, denominamos dependiente de comercio, mientras que bajo este nombre se designa por dicho Código a todo apoderado singular para el desempeño constante de las operaciones propias de un determinado ramo del tráfico o giro del establecimiento (v.gr.: un jefe de ventas o un jefe de compras). A diferencia del poder del factor, el poder del dependiente es necesariamente un poder limitado. En cuanto a la forma del poder, puede ser verbal o escrito (art. 292 C. de C.), y, aunque el empresario figure inscrito en el Registro Mercantil, este apoderamiento singular o especial no es de inscripción obligatoria en ese Registro. Por toda publicidad quiere el Código que se comunique a los particulares por avisos públicos o por medio de circulares (art. 292). Las disposiciones que el Código de Comercio dedica a los llamados dependientes también son aplicables a esa tercera categoría de colaboradores del empresario denominados mancebos de comercio, con un término que en la actualidad tan sólo se conserva para los dependientes de farmacia. Los mancebos son las

personas «autorizadas para regir una operación mercantil o alguna parte del giro o tráfico de su principal» (art. 293). En consecuencia, también los mancebos tienen la condición de apoderados, si bien su poder es más restringido que el del dependiente. La función peculiar o típica del mancebo consiste en realizar operaciones de venta en tiendas o almacenes abiertos al público, y para tal supuesto declara el Código que «se reputarán autorizados para cobrar el importe de las ventas que hicieren, y sus recibos serán válidos expidiéndolos a nombre de sus principales», siempre que las ventas sean al contado y el pago se verifique dentro del establecimiento (art. 294). Pero no son las únicas operaciones que puede realizar el mancebo, y el propio Código regula expresamente el caso del mancebo encargado de recibir mercancías, declarando que la recepción hecha por él sin reparo sobre su cantidad o calidad surtirá los mismos efectos que si la hubiera hecho el principal (art. 295). 11. LOS REPRESENTANTES DE COMERCIO Los llamados representantes de comercio –y también viajantes de comercio– son aquellas personas naturales en relación laboral con el empresario encargadas de la promoción de contratos u operaciones fuera del establecimiento de ese empresario. Y es que, además de las personas que colaboran en el establecimiento en la forma que hemos visto, el empresario puede utilizar también, de un modo continuado o estable, los servicios retribuidos de otras personas cuya actividad auxiliar se desarrolla fuera del establecimiento mismo. Estos colaboradores, cuya labor es la de ensanchar constantemente el círculo de operaciones de la empresa, conservando, renovando y aumentando en lo posible la clientela de un comerciante al por mayor o de un empresario industrial, en realidad son auxiliares que ejercen su función fuera del lugar en que se encuentra el establecimiento. Precisamente por esta circunstancia, laboralmente tienen una posición especial ( RD 1438/1985, de 1 de agosto, por el que se regula la relación laboral de carácter especial de las personas que intervengan operaciones mercantiles por cuenta de uno o más empresarios, sin asumir el riesgo y ventura de aquéllas). El rasgo más característico de estos auxiliares es que la retribución puede estar constituida por un salario fijo, por comisiones en las operaciones en que hubieran intervenido o por un sistema mixto (art. 8).

A pesar del nombre con el que son designados, los representantes de comercio pueden tener poder de representación o carecer de él. Por regla general, suelen limitarse a promover pedidos por la clientela –pedidos que el empresario podrá aceptar o no–; pero en algunos casos en los que les ha sido atribuida la correspondiente facultad concluyen ellos mismos en nombre de principal los contratos que promueven. Estos auxiliares del empresario no deben confundirse con los agentes comerciales, que son auténticos empresarios dedicados de manera continuada o estable a cambio de una retribución a promover actos u operaciones de comercio por cuenta ajena o a promoverlos o concluirlos por cuenta y en nombre ajeno (

art.

1 de la Ley 12/1992, de 27 de mayo, sobre Contrato de Agencia). La distinción no se basa en el género de actividad de unos y de otros, en el sistema de retribución o en el poder de representación: tanto los representantes de comercio como los agentes pueden tener poder para concluir en nombre del empresario las operaciones promovidas. La distinción se basa esencialmente en la relación jurídica que une a unos y otros con el empresario: mientras que la relación de los representantes de comercio con el empresario es una relación de carácter laboral, aunque sometida a un régimen especial, los agentes comerciales se encuentran vinculados al empresario por un contrato de agencia, ostentando ellos mismos la condición de sujetos mercantiles como titulares de una organización empresarial autónoma [art. 1.2, letra b),RD 1438/1985, de 1 de agosto]. IV. LA MODIFICACIÓN Y LA EXTINCIÓN DEL PODER

12. LA MODIFICACIÓN DEL PODER Los poderes atribuidos por el empresario o por la sociedad mercantil, sean expresos o tácitos, pueden ser objeto de modificación, bien ampliando las facultades del apoderado más allá de las que son propias del giro y tráfico del establecimiento, bien eliminando las eventuales limitaciones existentes, bien, en fin, reduciendo las facultades representativas. Así, por ejemplo, en el caso de un dependiente que pasa a ser factor se produce de forma automática esa ampliación de las facultades representativas; y lo mismo sucede respecto del director de una sucursal que pasa a ser el director general de todas las que tiene el empresario individual o la sociedad mercantil. Mientras que la ampliación no tiene límites, la

reducción de facultades de un apoderado general o factor no puede ser de tal entidad que desvirtúe el carácter general del poder (v. núm. 7); y, además, si el poder estaba inscrito, para que sea oponible a terceros de buena fe, se exige inscripción de la misma en el Registro Mercantil y publicación del dato de la reducción en el Boletín Oficial de dicho Registro (arts. 21.1 C. de C., 87.2º y 94.5º

RRM).

13. LA EXTINCIÓN DEL PODER Los poderes otorgados por un empresario o por una sociedad mercantil pueden serlo sin duración de tiempo –como suele ser normal en el tráfico– o tener una duración concreta y determinada. Si fueran poderes temporales, se extingue transcurrido el tiempo del apoderamiento. Sean indefinidos o temporales, los poderes pueden ser revocados en cualquier momento. La extinción del poder por voluntad de empresario se denomina revocación. En principio, la forma de la revocación está en función de la forma del apoderamiento: si la concesión del poder fue verbal, la revocación también puede ser verbal; si la concesión del poder se hizo por medio de documento, la revocación necesita también de constancia documental. Los poderes otorgados en escritura pública deben revocarse mediante una nueva escritura pública. Pero no es suficiente con que el empresario revoque el poder. Es necesario, además, que esa revocación se ponga en conocimiento del apoderado. Para que surta efecto en las relaciones del apoderado con el principal, la revocación habrá de ser puesta por éste en conocimiento de aquél (art. 291 C. de C.). Al revocar un poder conferido en escritura o en cualquier otro documento, el empresario puede compeler al apoderado a la devolución del documento en el que conste (

art.

1733 CC). Respecto de los terceros, los efectos de la extinción del poder comenzarán cuando se haya inscrito y publicado la revocación, si se trata de poder inscrito (art. 291.II en relación con el art. 21.1 C. de C.). La revocación puede ser individual –es decir, de un poder determinado– o general, sea de todos los poderes concedidos a una o varias personas, sea de todos los poderes concedidos desde una determinada fecha. Así, por ejemplo, en las sociedades

mercantiles, cuando se produce un cambio del control es frecuente que los nuevos administradores revoquen todos los poderes que hubieran sido otorgados antes de que ese cambio haya tenido lugar. En estos casos, el problema que se plantea es si es inscribible esa revocación general o, si, por el contrario, el asiento tan sólo puede realizarse respecto de los poderes que figuren inscritos, y no de los que, por una u otra causa, no hayan accedido al Registro Mercantil. La cuestión tiene especial importancia porque, en el Derecho español, los nuevos administradores no tienen medios seguros de conocer todos y cada uno de los poderes que se hubieran otorgado por la sociedad antes de ese cambio de control, existiendo, pues, grave incertidumbre acerca de cuáles han sido los otorgados y cuáles de entre ellos se encuentran vigentes. Por esta razón, en la práctica es opinión generalizada que la regla general según la cual, para inscribir actos modificativos o extintivos de otros otorgados con anterioridad es precisa la previa inscripción de éstos ( art. 11.2 RRM) únicamente es de aplicación a las revocaciones de poderes singulares, y no impide la inscripción de revocaciones generales, que afectarán tanto a los inscritos como a los que, habiendo sido otorgados con anterioridad, no consten en el Registro Mercantil. En el caso de las sociedades mercantiles y, en general, de las personas jurídicas, los poderes conferidos durante la vida activa de la entidad subsisten durante el periodo de liquidación (Res. DGRN de 21 de julio de 2011). 14. LAS ESPECIALIDADES DE LA EXTINCIÓN DEL APODERAMIENTO DEL FACTOR El factor es un colaborador estable del empresario o principal. De ahí que el apoderamiento dure en tanto el factor no renuncie al apoderamiento ( art. 1732.2º CC), en tanto no sea revocado por el principal (art. 290 C. de C.) o en tanto no se enajene el establecimiento a cuyo frente se ha situado precisamente a ese factor (art. 291.I C. de C.). La renuncia es causa de extinción del apoderamiento por voluntad del apoderado, mientras que, por el contrario, la revocación o la transmisión del establecimiento son causas de extinción de ese apoderamiento por voluntad del empresario. En relación con la renuncia de un poder inscrito, para que este acto unilateral pueda acceder al Registro Mercantil, será

necesario que conste la notificación al empresario a fin de que el principal pueda adoptar las medidas necesarias. El poder del factor se extingue también en caso de enajenación del establecimiento del que sea director. Se parte de la idea de que el poder del factor descansa sobre la confianza del principal en el apoderado. Por eso, en el caso de la transmisión del establecimiento dirigido por ese factor, la Ley considera extinguido el poder a él concedido, salvo que expresamente se hubiera pactado lo contrario. En este supuesto, el mero hecho de poner en conocimiento del factor la enajenación del establecimiento produce los mismos efectos que la comunicación de la revocación (art. 291.I C. de C.). A diferencia de lo que acontece con los poderes civiles ( art. 1732CC), la muerte, la declaración de fallecimiento o la incapacitación del empresario individual no es causa de extinción del apoderamiento del factor (art. 290 C. de C.). Esta especialidad mercantil, que se explica para facilitar la continuidad de la empresa, significa que, no obstante la muerte o la incapacitación del principal o del poderdante, subsisten las facultades del factor, obligando con sus actos y contratos al patrimonio hereditario. No obstante, cabe que el poder sea revocado por los herederos, sin que la revocación tenga necesariamente valor de aceptación tácita de la herencia, pudiendo ser considerada mero acto de administración provisional (art. 999.IV CC), o que sea revocado por el representante legal del incapacitado. Además de las causas de extinción del poder por voluntad del principal o de sus herederos, el apoderamiento del factor finaliza por renuncia, muerte o inhabilitación del propio factor (v. art. 280 C. de C.). El factor puede renunciar al poder, poniéndolo en conocimiento del principal. Si éste sufriere daños y perjuicios por la renuncia, el factor estará obligado a indemnizar al empresario, salvo que la causa de esa renuncia sea la imposibilidad de continuar en el desempeño de las funciones encomendadas «sin grave detrimento suyo» ( art. 1736CC). En el caso de muerte o incapacitación del factor, los herederos o el representante legal de éste están obligados a poner el hecho en conocimiento inmediato del principal (

art. 1739CC).

V. LAS RELACIONES ENTRE LA REPRESENTACIÓN VOLUNTARIA Y LA REPRESENTACIÓN ORGÁNICA

15. EL PROBLEMA DE LA COEXISTENCIA ENTRE LA REPRESENTACIÓN VOLUNTARIA Y LA REPRESENTACIÓN ORGÁNICA Entre los problemas más delicados de la representación en el ámbito mercantil figura el de si una misma persona puede ser simultáneamente representante orgánico de una sociedad y representante voluntario de la misma. La cuestión tiene singular importancia porque, como hemos señalado (v. núm. 7), mientras que las limitaciones de las facultades de representación de los administradores de las sociedades de capital son ineficaces frente a terceros, aunque se encuentren inscritas en el Registro Mercantil (art. 234.1.II LSC), las limitaciones que figuren en los apoderamientos voluntarios concedidos a las mismas personas son oponibles a terceros si figuran inscritas ( 13º, 297.4º y 302.2

arts. 87.2º y 8º, 94.5º y

RRM).

En esta materia, la regla general es la admisibilidad de la coexistencia de la representación voluntaria y de la representación orgánica. Así, en primer lugar, el representante voluntario que es nombrado administrador con poder de representación de una sociedad mercantil ( art. 233.2LSC) no pierde por razón de este nombramiento la condición de apoderado voluntario que tenía –y que continúa conservando–, sino que a la anterior condición añade la nueva. La relación representativa derivada de ese poder general o especial anterior no queda en suspenso por el hecho de que el apoderado sea nombrado administrador de la sociedad, ni siquiera aunque se trate de un administrador único (Res. DGRN de 15 de octubre de 2007). En segundo lugar, el administrador con poder de representación de una determinada sociedad puede ser nombrado apoderado de la misma, es decir, puede acumular la doble condición de representante orgánico y la posterior de representante voluntario. Al tratar del consejo de administración, la propia Ley refuerza esta interpretación cuando señala que este órgano puede otorgar apoderamientos «a cualquier persona» ( art. 249.1LSC), expresión que comprende a los propios miembros del consejo, incluidos aquéllos que tengan poder de representación orgánica. El consejo no sólo puede otorgar poderes voluntarios a miembros del

personal de la sociedad o a terceros, sino también a miembros del propio consejo sin poder de representación orgánica y a miembros que, por el contrario, gocen de ese poder. Ahora bien, la aplicación de esta regla general exige algunas matizaciones que limitan su alcance. En este sentido, no es admisible que un administrador único otorgue un poder en favor de sí mismo (Res. DGRN de 24 de noviembre de 1998); y, si la sociedad estuviera administrada por dos administradores mancomunados, tampoco es admisible que éstos desvirtúen el sistema legal de representación [art. 233.2, letra c), LSC] otorgando conjuntamente un poder voluntario de carácter solidario a favor de cada uno de ellos (v., sin embargo, Res. DGRN de 12 de septiembre de 1994). Pero, sobre todo, cuando el tercero haya confiado legítimamente en que está contratando con la sociedad a través de un administrador con poder de representación orgánica, aunque el administrador actúe como mero representante voluntario de la sociedad –y así lo haga constar en el acto o contrato en el que intervenga en nombre de ésta–, la sociedad no podrá alegar eficazmente que ese representante se ha excedido en el uso de las facultades concedidas, ya que, en ese caso, será ineficaz cualquier limitación de las facultades representativas, aunque figuren inscritas en el Registro Mercantil. Si la condición de representante orgánico resulta del Registro Mercantil, la existencia de esa confianza legítima se presume en el tercero. El doble representante –orgánico y voluntario– podrá elegir el título de representación; pero la opción es inoperante frente a quien conozca la condición de representante orgánico de esa persona y haya confiado en ella. En fin, la extinción del poder de representación orgánica como consecuencia del cese del administrador no produce la extinción del poder o de los poderes voluntarios que la sociedad hubiera conferido a esa persona, antes o después de ser nombrado administrador. El cese no equivale a una revocación implícita de esos poderes. El cesado deja de ser representante orgánico si tuviera ese poder de representación, pero, para evitar que pueda seguir obligando a la sociedad, será preciso que se revoquen expresamente los poderes voluntarios que le hubieran sido conferidos y, además, que esa revocación se inscriba en el Registro Mercantil.

Lección 11

La propiedad intelectual: derechos de autor y derechos afines Juan Ignacio Peinado Gracia Sumario: •



I. Los derechos de autor o 1. Régimen jurídico y concepto de la propiedad intelectual en nuestro país o 2. La propiedad intelectual como propiedad inmaterial especial o 3. Sujeto y objeto de la propiedad intelectual o 4. Contenido del derecho de autor: derechos de explotación y derechos morales o 5. De los otros derechos de propiedad intelectual y de la protección «sui generis» de las bases de datos o 6. La transmisión de los derechos de autor o 7. Los límites a los derechos de autor o 8. Las entidades de gestión colectiva de derechos de autor o 9. La Comisión de Propiedad Intelectual II. Los nombres de dominio o 10. Concepto o 11. Contenido del derecho sobre un nombre de dominio o 12. Protección del nombre de dominio

I. LOS DERECHOS DE AUTOR

1. RÉGIMEN JURÍDICO Y CONCEPTO DE LA PROPIEDAD INTELECTUAL EN NUESTRO PAÍS El ordenamiento jurídico protege tanto las ideas o descubrimientos de utilidad industrial como de los signos de identificación con que un empresario se presenta a sí mismo o presenta sus productos en el mercado. Todo ello configura el conjunto de normas que pertenecen, junto con las normas sobre competencia, al Derecho industrial. Además se protegen aquellas creaciones intelectuales que reuniendo las características de originalidad y creatividad suficientes, no tienen aplicación industrial sino carácter científico, artístico o literario y que son objeto del conjunto de normas que

serán analizadas en este tema y que constituyen la Propiedad intelectual. La terminología empleada por nuestra normativa establece la diferencia entre propiedad intelectual e industrial por razones sistemáticas. Pero es que incluso, se modifican instituciones cuyas competencias abarcaban tanto el ámbito de la propiedad intelectual como de la industrial, como era la Comisión Interministerial para actuar contra las actividades vulneradoras de derechos de propiedad intelectual e industrial, y que fuera sustituida por la Comisión intersectorial para actuar contra las actividades vulneradoras de los derechos de propiedad industrial. Sustitución operada por el

Real Decreto 1224/2005, de 13 de octubre, que

se ha modificado de nuevo por el Real Decreto 54/2014, de 31 de enero, por el que se crea y regula la Comisión intersectorial para actuar contra las actividades vulneradoras de los derechos de propiedad industrial. Modificación que trae causa por un lado de la necesaria conexión de esta estructura con el Observatorio europeo para la lucha contra la falsificación, creado en el ámbito comunitario y que se espera que sea el referente en el ámbito de la protección de los derechos de propiedad industrial. Y por otro lado, la necesaria agilización de las actividades de la Comisión exige la sustitución del Comité permanente por grupos de trabajo mucho más ágiles y rápidos a la hora de proponer soluciones a los problemas planteados, grupos de trabajo que deberán tener sus propias normas de funcionamiento. Pues bien, la cada vez mayor diferenciación entre los ámbitos de la propiedad intelectual e industrial, no se aprecia en la normativa de los países de nuestro entorno, donde el término de propiedad intelectual abarca los dos ámbitos, tanto el industrial como el de derechos de autor. Así, la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), al establecer su principal objetivo: «desarrollar un sistema de propiedad intelectual internacional, que sea equilibrado y accesible y recompense la creatividad, estimule la innovación y contribuya al desarrollo económico, salvaguardando a la vez el interés público», establece dos categorías dentro de esta propiedad intelectual: la propiedad industrial y los derechos de autor. Cumpliendo funciones cercanas, teniendo idéntica naturaleza y respondiendo a las mismas estrategias e instrumentos jurídicos, nuestro ordenamiento da hasta el momento un tratamiento diferenciado a estos ámbitos. La primera ha sido incluida

tradicionalmente en el Derecho mercantil, por cuanto es el fenómeno del mercado el que da sentido a las instituciones que lo conforman. Dentro de la propiedad industrial incluimos dos tipos de derechos o intereses de diversa naturaleza y distinto nivel de protección. En cuanto a la propiedad intelectual en el sentido de derechos de autor, nada impide su inclusión igualmente en el ámbito mercantil dada la importancia que este tipo de derechos tienen en el actual entorno de mercado y debido a la configuración de estos derechos inmateriales como auténticos derechos reales de propiedad. La materia ha sufrido además un cambio en los principios inspiradores de su régimen jurídico. Sin perjuicio de su tradicional configuración como un atributo de la personalidad, cuyo titular tiene derecho a proteger, oponiéndose al plagio, la deformación etc., hoy cobra importancia el carácter netamente patrimonial al considerar la obra literaria, artística o científica como un bien con cuya explotación comercial, el autor puede obtener beneficios económicos. A su vez se empieza a presentar la materia de los derechos de autor como fronteriza, de la que también se ocupan los estudiosos del Derecho mercantil (además de los civilistas), pues, como se ha dicho con acierto, el fenómeno socioeconómico del mercado afecta en la sociedad postindustrial en que vivimos a los bienes culturales. Así, junto con la dimensión humanista de la cultura, desde mediados del siglo XX hablamos, con los pensadores Adorno y Horkheimer de industria cultural, subrayando los elementos jurídico económicos de la producción y consumo masivos de bienes culturales. Así, y citando al optimista Adorno: «Los comerciantes culturales de la industria se basan (...) sobre el principio de su comercialización y no en su propio contenido y su construcción exacta. Toda la praxis de la industria cultural aplica decididamente la motivación del beneficio a los productos autónomos del espíritu. Ya que en tanto que mercancías esos productos dan de vivir a sus autores, (...). Pero no se esforzaban por alcanzar ningún beneficio que no fuera inmediato, a través de su propia realidad. Lo que es nuevo en la industria cultural es la primacía inmediata y confesada del efecto, muy bien estudiado en sus productos más típicos. La autonomía de las obras de arte, que ciertamente no ha existido casi jamás en forma pura, y ha estado siempre señalada por la búsqueda del efecto, se vio abolida finalmente por la industria cultural. No es necesario destacar aquí una voluntad consciente de sus promotores. Más bien habría que derivar el fenómeno de la economía, de la búsqueda de nuevas posibilidades de hacer

fructificar el capital en los países altamente industrializados. Las antiguas posibilidades se hacen más y más precarias a causa de ese mismo proceso de concentración que hace posible solamente la industria cultural en tanto que institución poderosa. (...) Los productos del espíritu en el estilo de la industria cultural ya no son también mercancías, sino que lo son integralmente. Este cambio es tan enorme, que produce cualidades enteramente nuevas. En definitiva, la industria cultural ya no está obligada a buscar un beneficio inmediato que era su motivación primitiva. El beneficio se ha objetivado en la ideología de la industria cultural y hasta se ha emancipado de la obligación de vender las mercancías culturales que de todos modos deben ser consumidas. La industria cultural se mueve en public relations , o sea la fabricación de una good will a bajo nivel, sin consideración para con los productores o los objetos de venta particular. Se busca al cliente para venderle un consentimiento total y sin reserva, se hace la reclama para el mundo tal cual es, del mismo modo en que cada producto de la industria cultural es su propia publicidad». Industria cultural y consumo de masas reducen el valor añadido de la propia creación para situarlo en la reproducción y la distribución, generando un conjunto de tensiones no sólo en cuanto al aprovechamiento económico de la creación, sino a la propia función social de la creación. Creación al servicio bien de la comunicación de la percepción de la vida y su significado por el creador, bien el suministro de productos culturales al gusto medio o, incluso, en el afán de homogeneizar la sociedad o transformar aleccionando el pensamiento social. El propio concepto de industria cultural centra su atención en la distribución de los productos culturales y/o artísticos, en el proceso de mediación entre creador y consumidor. Y sin embargo, nuevos cambios pueden alterar este papel central de la mediación derivados de la evolución tecnológica. En otros ámbitos económicos la mediación poco a poco va perdiendo importancia, y productor y consumidor pueden encontrarse directamente en la red. Esto probablemente haga que la industria deba cambiar sus formas de producción a las plataformas de contenidos para lo que será necesario un proceso de concentración (al que no será ajeno el Derecho de la competencia), incluso entre diversos tipos de productos. De la misma forma, cada vez más la tecnología permitirá al consumidor participar en la propia creación o en la derivación de obras desde una primigenia creación. Por fin, la industria entorno a la reproducción en cualquier formato (papel, vinilo, etc.), razonablemente desaparecerá.

Como se decía, en nuestro país hablar de propiedad intelectual implica una remisión exclusivamente a la normativa de derechos de autor, que en concreto se regula en el Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de Propiedad Intelectual, regularizando, aclarando y armonizando las disposiciones legales vigentes sobre la materia (LPI en adelante), cuya última modificación se ha llevado a cabo por la Ley 2/2019, de 1 de marzo, por la que se modifica el texto refundido de la Ley de Propiedad Intelectual, aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, y por el que se incorporan al ordenamiento jurídico español la Directiva 2014/26/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 26 de febrero de 2014, y la Directiva (UE) 2017/1564 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 13 de septiembre de 2017. . Existían hasta hace poco normas de desarrollo sobre copia privada y el llamado canon digital. Posteriormente, la situación se complicó en el asunto de la compensación por copia privada, pues tras la Sentencia de STS, Sala de lo Contencioso-Administrativo, de 10 noviembre 2016, este Tribunal anula la norma por la que se regulaba el procedimiento de pago de la compensación equitativa por copia privada con cargo a los Presupuestos Generales del Estado. Se trataba de un sistema de financiación que no era novedoso, puesto que ya se aplicaba en algunos países de nuestro entorno europeo, y que se introdujo en el ordenamiento jurídico español con carácter transitorio hasta tener una directriz clara por parte de la Unión Europea en esta materia. Pues bien, los recientes pronunciamientos judiciales no solo nacional como la mencionada STS, sino también, europeos interpretando la Directiva 2001/29/CE, han dejado sin vigencia la regulación de la compensación equitativa por copia privada. Ahora bien, puesto que el reconocimiento del límite al derecho de reproducción por copia privada permanece en vigor y que la Directiva 2001/29/CE exige el reconocimiento de una compensación equitativa cuando se reconozca el referido límite, resultaba obligado, para cumplir con el Derecho de la UE, proceder a la regulación de un nuevo sistema que resulte conforme con la jurisprudencia europea y nacional. Y esto es llevado a cabo a través de la Ley 2/2019 mencionada anteriormente, que entre otras modificaciones referidas a diferentes aspectos de los derechos de

autor, viene a sustituir el modelo de compensación equitativa financiado con cargo a los Presupuestos Generales del Estado por un modelo basado en el pago de un importe a satisfacer por los fabricantes y distribuidores de equipos, aparatos y soportes de reproducción, y cuya regulación puede encontrarse en el artículo 25 de la LPI, así como en el

Real Decreto 1398/2018,

de 23 de noviembre, por el que se desarrolla el artículo 25 del texto refundido de la Ley de Propiedad Intelectual, aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, en cuanto al sistema de compensación equitativa por copia privada También conviene hacer referencia al Real Decreto 624/2014, de 18 de julio, por el que se desarrolla el derecho de remuneración a los autores por los préstamos de sus obras realizados en determinados establecimientos accesibles al público. Es de señalar también el Real Decreto 281/2003, de 7 de marzo, por el que se aprueba el Reglamento del Registro General de la Propiedad Intelectual. Nuestra normativa de Propiedad Intelectual como cabía esperar, se ha ido desarrollando de conformidad con todo el cuerpo normativo existente en la materia de carácter comunitario, así como por los diferentes Tratados y Convenios Internacionales de los que España forma parte, entre los que tiene un lugar destacado el Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas (Acta de París del 24 de julio de 1971), así como la Convención Universal de Ginebra de Derechos de autor de 1952; la Convención de Roma de protección de artistas y productores de fonogramas, de 1961, y los Tratados de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual de 1996, sobre derechos de autor y de intérpretes y productores de fonogramas. Más reciente es el Tratado de Beijing sobre Interpretaciones y Ejecuciones Audiovisuales, de 24 de Junio de 2012, que no ha entrado aún en vigor y que reconoce a estos artistas, derechos morales en todo el mundo (exigir que sean identificados en las obras, e impedir que se vulnere el derecho de integridad sus interpretaciones), les concede protección por vez primera en el entorno digital y salvaguarda sus derechos contra la utilización no autorizada de sus interpretaciones en televisión, cine o vídeo. En el Diario Oficial de la Unión Europea de 12/06/2013, L160/1, se publicaba Decisión del Consejo de 10 de junio de 2013

relativa a la firma, en nombre de la Unión Europea, del Tratado de Beijing sobre Interpretaciones y Ejecuciones Audiovisuales (2013/275/UE), puesto que la Unión tiene competencia exclusiva respecto de una serie de disposiciones del Tratado de Beijing sobre las cuales la Unión ha adoptado disposiciones legislativas. Al firmar el Tratado de Beijing, la Unión no está ejerciendo competencias compartidas, por lo que los Estados miembros conservan su competencia respecto de aquellos ámbitos regulados en el Tratado de Beijing que no afecten a normas comunes ni alteren el ámbito de aplicación. La transformación más relevante ha venido dada por la digitalización de los contenidos de obras protegidas por derechos de autor, las normas sobre propiedad intelectual en un entorno digital y la implantación de la sociedad de la información que han supuesto una revolución en esta rama del derecho obligando a realizar adaptaciones legales de gran calado. Las primeras reformas legales para articular soluciones a los nuevos retos que se avecinaban se produjeron en el ámbito internacional. Así, pueden citarse el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC) de la Organización Mundial del Comercio, negociado en la Ronda Uruguay y que incorporó por primera vez normas sobre la propiedad intelectual en el sistema multilateral de comercio y los Tratados de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual sobre derechos de autor y sobre interpretación o ejecución y fonogramas. La Unión Europea no fue ajena a estos trabajos y procedió a armonizar las legislaciones nacionales dando lugar a un paquete de Directivas comunitarias sobre la propiedad intelectual entre las que destaca la Directiva 2001/29/(CE), de 22 de mayo, relativa a la armonización de determinados aspectos de los derechos de autor y derechos afines a los derechos de autor en la sociedad de la información. La importancia de esta Directiva estriba en la armonización de los derechos patrimoniales de los titulares de derechos en el mundo digital en la Unión Europea y obligó a la modificación en nuestro país de la Ley de Propiedad Intelectual a través de la 23/2006, de 7 de julio.

Ley

La publicación por parte de la Comisión Europea del Libro verde sobre «Derechos de autor en la economía del conocimiento» [COM (2008) 466 final, Bruselas, 16/7/2008] supone un especial interés desde instancias europeas por el nuevo concepto de «economía del conocimiento» entendida como actividad económica no basada en

recursos naturales sino en recursos intelectuales como los conocimientos técnicos y especializados. Sin duda los conocimientos procedentes de las obras científicas y de investigación están en un lugar destacado de este tipo de recursos intelectuales, por lo que la mencionada publicación pretende promover un debate sobre el mejor instrumento para la difusión de los resultados de la investigación, la ciencia y la educación a la vez que plantea diferentes cuestiones sobre el papel que los derechos de autor tienen en esta economía del conocimiento. En este sentido se abordan los problemas que se están generando por la aplicación en los Estados miembros de las excepciones a los derechos de autor a raíz de la trasposición de la Directiva 2001/29/(CE) sobre la armonización de derechos de autor y afines, así como la Directiva 96/9/(CE) sobre la protección jurídica de las bases de datos. El principal hecho que genera la necesidad de publicar el Libro es la reflexión sobre dos aspectos diferentes pero estrechamente relacionados: por un lado, tratar de controlar si el avance de las nuevas tecnologías está conllevando de algún modo la conculcación de los derechos de autor de los investigadores, y, por otro, recabar información sobre el sentir de la comunidad investigadora en relación a las nuevas formas de entrega de los contenidos digitales. Tienen también importancia la Directiva comunitaria del Consejo 2004/48, de 29 de abril de 2004, que amplía los medios de tutela de los derechos de propiedad intelectual incorporada ya a nuestra Ley de Propiedad Intelectual. De gran importancia ha sido la Directiva 2011/77, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 27 de septiembre de 2011, por la que se modifica la Directiva 2006/116 (CE) de 12 de diciembre, relativa al plazo de protección del derecho de autor y de determinados derechos afines, donde cabe destacar la ampliación del plazo de protección de los derechos de los artistas, intérpretes o ejecutantes, y de los productores de fonogramas, que pasa de los 50 a los 70 años. También hace referencia la Directiva a los derechos de autor, para armonizar la duración de la protección de las obras musicales con letra. Así, dicha duración será de 70 años contados desde la muerte de la última de las siguientes personas en sobrevivir, sean o no consideradas como coautores: autor de la letra y autor de la composición musical. Es también destacable que intérpretes o ejecutantes gozarán de dos nuevas facultades

irrenunciables sobre alquiler, radiodifusión y comunicación pública, a los efectos de que dicha ampliación del período de protección de sus derechos se haga efectiva. Para la transposición de esta directiva a nuestro ordenamiento jurídico se elevó, el 22 de marzo de 2013, al Consejo de Ministros la propuesta de Anteproyecto de Ley de modificación del Texto Refundido de la Ley de Propiedad Intelectual, aprobado por Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, y de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil, y tras la aprobación del Consejo de Ministros, se convertiría en un nuevo Proyecto de Ley, publicado en el Boletín Oficial de las Cortes Generales, el 21 de Febrero de 2014. Finalmente se aprobó la Ley 21/2014, de 4 de noviembre, por la que se modifica el texto refundido de la Ley de Propiedad Intelectual, aprobado por Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, y la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil, entrando en vigor el pasado 1 de Enero de 2015, excepción hecha de algunas concretas disposiciones de esta normativa señaladas por la Disposición Final Quinta. Con esta Ley se arbitran una serie de medidas que pueden agruparse en tres bloques según su finalidad: por un lado el límite de copia privada a los derechos de propiedad intelectual y límite de la ilustración en la enseñanza. Por otro lado, medidas para asegurar una mayor transparencia y una mejor eficacia de la gestión llevada a cabo por las entidades de gestión de derechos de propiedad intelectual y por último la eficacia de los mecanismos para la protección de los derechos de propiedad intelectual frente a las vulneraciones que puedan sufrir en el entorno digital en línea. Muchos de estos aspectos son contemplados en una nueva Directiva que retrasó la aprobación de la nueva Ley de Propiedad Intelectual. Se trata de la Directiva 2014/26/(UE) del Parlamento Europeo y del Consejo, de 26 de febrero de 2014, relativa a la gestión colectiva de los derechos de autor y derechos afines y a la concesión de licencias multiterritoriales de derechos sobre obras musicales para su utilización en línea en el mercado interior. Esta fue transpuesta en todos sus aspectos, a través del Real Decreto-ley 2/2018, de 13 de abril que también se encarga de transponer la Directiva (UE) 2017/1564 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 13 de septiembre de 2017, sobre ciertos usos permitidos de determinadas obras y otras prestaciones protegidas por derechos de autor y derechos afines en favor de personas ciegas, con discapacidad visual o con otras dificultades para acceder a textos impresos, y por la que se modifica la Directiva

2001/29/CE relativa a la armonización de determinados aspectos de los derechos de autor y derechos afines a los derechos de autor en la sociedad de la información. El contenido de este Real Decreto-ley se recoge en la actual Ley 2/2019 quedando aquél derogado por esta. Y finalmente hay que hacer mención a que en septiembre de 2016 fue presentado por la Comisión Europea un borrador de nueva Directiva de propiedad intelectual, esto es, la Propuesta de Directiva del Parlamento Europeo y del Consejo sobre los derechos de autor en el mercado único digital, en la que se explican los principales motivos por el que se hace necesaria la actualización de la actual regulación en el sentido de que en el entorno digital, se han intensificado los usos transfronterizos, y han surgido nuevas oportunidades para que los consumidores puedan acceder a contenidos protegidos por derechos de autor y aunque los objetivos y principios establecidos por el marco de la UE sobre derechos de autor siguen siendo válidos, es preciso adaptar ese marco a estas nuevas realidades. Pues bien, con fecha de 26 de marzo de 2019, el Parlamento Europeo ha aprobado esta nueva Directiva, esto es la Directiva sobre derechos de autor en el mercado único digital, estando en el momento de la redacción de este texto, a la espera de la publicación del texto definitivo de tal Directiva en el Diario Oficial de la Unión Europea. 2. LA PROPIEDAD INTELECTUAL COMO PROPIEDAD INMATERIAL ESPECIAL Si algo caracteriza a la propiedad intelectual es la doble naturaleza de los derechos que otorga a su titular. Aquél que sea considerado autor según nuestra normativa de propiedad intelectual ostentará, por un lado unos derechos de carácter patrimonial y por otro de carácter moral. Estos últimos derivan de la vinculación existente entre la obra y la persona de su creador, vinculación que convierte a estos derechos en personalísimos con las consecuencias jurídicas que nuestro ordenamiento suele asociar a este tipo de derechos, esto es, son irrenunciables, inembargables e inalienables. Es ésta una diferencia fundamental con los sistemas de copyright como el de Estados Unidos, con un carácter más patrimonial que permite su enajenación. A su vez este carácter hace que la transmisión de estos derechos morales sólo puedan acaecer mortis causa, y solo algunos de ellos (divulgación, integridad de la obra y reconocimiento de autoría sobre la misma), pues el resto se extinguirán con la

muerte del autor. Si bien son los derechos de explotación los que centran la atención del Derecho mercantil, no cabe olvidar que la lesión de los derechos morales otorga a su titular la posibilidad de exigir la correspondiente indemnización por daño moral, cuestión de suma importancia y actualidad. Incluso en casos en los que la conculcación de estos derechos morales han entrado en conflicto con un posible interés público o general, los tribunales han optado aunque sea de un modo un tanto tímido en lo que a cuantía se refiere, por el reconocimiento a la indemnización por el daño moral sufrido. Esta dualidad de derechos es reconocida a los autores, si bien, también puede observarse aunque en menor grado, en los derechos conocidos como afines o conexos a los de autor, en la figura del artista ejecutante o intérprete quien ostentará además de los derechos patrimoniales, los derechos de paternidad, integridad y doblaje. Para el resto de sujetos de derechos de propiedad intelectual contemplados en el Libro II, sólo se reconocen derechos patrimoniales por lo que la característica de la dualidad de derechos, si bien es exclusiva de los derechos de autor, no es predicable de todos y cada uno de los sujetos de derechos que la normativa reconoce. Otra de las características esenciales de la propiedad intelectual, compartida sin duda con la propiedad industrial, es que tiene por objeto un bien inmaterial –la obra para el caso de los derechos de autor– que no se identifica con su soporte material, ni aun en los casos en que su vinculación con el mismo parezca insoslayable como pueda ser el caso de las obras plásticas. El derecho de autor recaerá sobre la obra y no directamente sobre el soporte de la misma, por mucha vinculación que pueda existir entre ambos. Esta autonomía queda bien reflejada en el artículo 56.1 del Texto Refundido de la Ley de Propiedad Intelectual en virtud del cual, el adquirente de la propiedad del soporte a que se haya incorporado la obra no tendrá, por este solo título, ningún derecho de explotación sobre esta última. En nada obsta esta inmaterialidad de la obra como objeto protegido para su consideración como derecho de propiedad, reconocido además de por la propia Ley de Propiedad Intelectual, por nuestro Código Civil en sus artículos 428y 429, eso sí como propiedad especial que ha de ser regulada por la ley sobre propiedad intelectual vigente en cada momento.

Precisamente la característica de la inmaterialidad es la que conlleva la posibilidad de disfrute de la obra por un número ilimitado de personas al mismo tiempo y en distintos lugares, debido al rasgo de la ubicuidad. Ese disfrute además se ha visto acentuado por los avances tecnológicos en el mundo de las comunicaciones, estando estos bienes inmateriales especialmente afectados por el fenómeno de la globalización, lo que hace necesaria la creación de los medios adecuados para asegurar el respeto a los derechos de propiedad intelectual reconocidos a los creadores de este ámbito. Esta universalidad en la explotación y disfrute de este tipo de propiedad, plantea el problema de la ley aplicable en cada caso. De aquí la importancia de los tratados internacionales en busca de una protección de los derechos de autor más allá del ámbito territorial correspondiente al autor de la obra. Será en el caso de que ningún tratado sea aplicable, que se considerará a la propiedad intelectual como un derecho territorial, regido en el caso de España por la Ley de Propiedad Intelectual que protege a los autores nacionales, a los nacionales de los Estados de la Unión Europea, así como a titulares residentes habituales en España o que hayan realizado en nuestro territorio la actividad causante del nacimiento de los derechos de autor. Incluso a los nacionales de terceros países se ofrece protección en virtud del principio de reciprocidad en el trato de los titulares españoles en cada uno de esos países. Como propiedad inmaterial especial, otra de las características de la propiedad intelectual, y de especial trascendencia por la diferencia que implica respecto de la industrial, es la no necesidad de acceso a registro alguno para el nacimiento del derecho de autor. El mero hecho de la creación le atribuirá la propiedad intelectual sobre lo creado, sin requisito alguno de carácter formal ni de capacidad, siempre claro está, que el objeto sobre que se pretenda el amparo de la Ley de Propiedad Intelectual reúna los requisitos por ésta exigidos para merecer dicha tutela. El propio artículo 5.1 de la Ley de Propiedad Intelectual recoge esto cuando afirma que se considera autor a la persona natural que crea alguna obra. Nuestra Ley aboga así por un criterio del todo favorable para el autor en referencia al nacimiento del derecho sobre la obra, pues nace con ella, siendo la atribución inmediata. Se convierte en el único titular originario posible mediante la creación intelectual y las posibles transmisiones posteriores jamás alcanzarán la plenitud de facultades que conlleva dicha creación pues los derechos morales

sólo a él le corresponderán (aunque sí es cierto que algunos de ellos pueden ejercerse por los herederos tras su muerte). Bien entendido esto, es necesario hacer referencia a la Ley de Depósito Legal, de 29 de Julio de 2011. Esta norma tiene entre los objetivos recogidos en su artículo 2 la recopilación, el almacenamiento y la conservación a través del depósito legal de las publicaciones que constituyen el patrimonio bibliográfico, sonoro, visual, audiovisual y digital español, con objeto de preservarlo y legarlo a las generaciones futuras, velar por su difusión y permitir el acceso al mismo para garantizar el derecho de acceso a la cultura, a la información y a la investigación. El depósito legal se configura además en el artículo 4 de la norma como una verdadera obligación legal para todo tipo de publicaciones, producidas o editadas en España, por cualquier procedimiento de producción, edición o difusión, y distribuidas o comunicadas en cualquier soporte o por cualquier medio, tangible o intangible, haciéndose algunas excepciones en el artículo 5. El responsable de dicho depósito es el editor y en algunos casos como los documentos electrónicos también el productor. Como toda obligación legal, el incumplimiento conlleva la correspondiente sanción que en estos casos y en virtud del artículo 20 de esta Ley, supone la imposición de multa que puede oscilar entre los 1.000 € y 2.000 € en caso de infracciones leves tipificadas en el artículo 18, y entre 2.001 y 30.000 € para los casos de infracciones graves tipificadas el artículo 19. La relación de esta norma con la propiedad intelectual es indiscutible, extremo que se refleja en el inciso final del artículo 1, donde se determina que este depósito legal se realizará «... de conformidad con lo dispuesto en esta Ley y en la legislación sobre propiedad intelectual». Queda claro pues, que si bien esto no tiene que ver con el propio Registro de Propiedad Intelectual, y que los derechos de autor nacen al margen de cualquier registro, desde que se da la edición de una obra protegida por derechos de propiedad intelectual o derechos afines, el depósito legal sí que será obligatorio so pena de incurrir en las infracciones previstas en la norma que acaba de mencionarse. 3. SUJETO Y OBJETO DE LA PROPIEDAD INTELECTUAL El artículo 5 de la Ley de Propiedad Intelectual, como ya se ha puesto de manifiesto, considera autor a la persona natural que crea alguna obra literaria, artística o científica. Sólo con carácter

excepcional (respecto de las obras colectivas, las obras anóninas o seudónimas y los programas de ordenador) puede legalmente considerarse autor a una persona jurídica (en realidad de los tres casos expuestos como excepcionales, sólo se da una asignación de autoría respecto de los programas de ordenador, pues en el caso de obras colectivas y la obras anónimas o seudónimas, no se considera autor a la persona jurídica sino que será ésta la que pueda ejercer los derechos de autor, cuestión bien diferente). El hecho de asignación de autoría a una persona jurídica ha sido del todo polémica, pues si bien el artículo 5 ofrecía dudas al respecto, el artículo 97.2 en sede de «programas de ordenador» deja clara la posibilidad de autoría por parte de una persona jurídica con los consiguientes problemas que ellos acarrea en relación a los derechos morales. Compárese esta regulación con la establecida por el Copyright Act de EE.UU., Sección 201, apartado b) según la cual: In the case of a work made for hire, the employer or other person for whom the work was prepared is considered the author for purposes of this title, and, unless the parties have expressly agreed otherwise in a written instrument signed by them, owns all of the rights comprised in the copyright. [En caso de obra por encargo, el empresario (empleador) u otra persona para quien la obra sea preparada, es considerado autor a los efectos de este título, y a falta de pacto expreso por escrito en contra, le pertenecen todos los derechos comprendidos por el copyright]. [Traducción propia]. En los casos de autoría compartida, la Ley distingue entre obra en colaboración, obra colectiva y obra compuesta e independiente. Precisamente a este artículo 7 se añade con la última modificación legal, un nuevo párrafo en relación expresa a las obras musicales, según el cual para los casos en que éstas incluyan letra, los derechos de explotación durarán toda la vida del autor de la letra y del autor de la composición musical y setenta años desde la muerte o declaración de fallecimiento del último superviviente, siempre que sus contribuciones fueran creadas específicamente para la respectiva composición musical con letra. La obra en colaboración constituye una comunidad de derechos de propiedad intelectual sobre un mismo objeto (por ej. en una ópera hay una colaboración entre el compositor y el libretista; las obras de teatro escritas por varios autores conjuntamente), el régimen positivo de la obra en colaboración se contiene en el artículo 7 de la Ley de Propiedad Intelectual donde se emplea la terminología de coautoría y le es aplicable subsidiariamente el

régimen de la comunidad de bienes del Código Civil. La obra colectiva es una reunión de aportaciones independientes efectuada por un editor, sin que se atribuya a los diferentes autores un derecho sobre el conjunto de la obra realizada (por ej. edición de libros-homenaje; en general, obras que sean el resultado de las aportaciones individualizadas de varios autores sin que dé lugar a un derecho separado al conjunto de la obra). En la obra colectiva, la propiedad intelectual se atribuye, salvo pacto en contrario, a la persona que figure como editora ( art. 8LPI), pues en teoría ésta lleva a cabo la labor de coordinación entre los diversos participantes. En el resultado final no siempre puede individualizarse la aportación de cada uno de los sujetos que concurrieron en la labor creativa. La obra compuesta e independiente se crea con la incorporación de obras anteriores (sin que necesariamente hayan de transformarse) y existe independencia creativa entre el autor de las obras incorporadas y el de la nueva obra resultante. Así ningún tipo de colaboración o participación se requiere de los autores de las obras incorporadas ( art. 9LPI). En cuanto al objeto del derecho de autor, pueden serlo todas las obras originales, analizándose este hecho desde dos puntos de vista: objetivo, en tanto que un resultado estético diferente a lo ya existente y subjetivo, en tanto que permite apreciar la impronta del autor sobre la obra protegida. Además será requisito indispensable la creatividad entendida como resultado del intelecto humano. No constituye requisito para la protección a través del derecho de autor que la obra haya alcanzado un determinado nivel de «calidad» o «mérito» (lo que constituye una diferencia relevante con el régimen de la propiedad industrial, en el que la utilidad del invento es condicionante para obtener la protección). La Ley enumera con carácter abierto supuestos de obras protegidas por el derecho de autor ( art. 10LPI): libros, folletos, impresos, epistolarios, escritos, discursos y alocuciones, conferencias, informes forenses, explicaciones de cátedra; composiciones musicales, con letra o sin ella; obras dramáticas y dramáticomusicales, coreografías, pantomimas, o cualesquiera obras teatrales; obras cinematográficas o audiovisuales; esculturas, pinturas, dibujos, litografías, historietas, ensayos, bocetos y obras plásticas; proyectos, planos, maquetas, diseños de obras

arquitectónicas o de ingeniería; gráficos, mapas, diseños relativos a la geografía; obras fotográficas y análogas; programas de ordenador. Este carácter abierto (no estamos ante un numerus clausus) se recoge de forma expresa por el propio artículo 10.1 de la Ley de Propiedad Intelectual, que alude a la protección en general de cualquier obra literaria, artística o científica expresada por cualquier medio o soporte actualmente conocido o que se invente en el futuro. Tienen también el concepto de obra a efectos de ser objeto de protección las obras derivadas: traducciones, revisiones, actualizaciones, anotaciones, compendios, resúmenes, extractos, arreglos musicales o, en general, la transformación de una obra ( art. 11LPI). En estos supuestos es necesario contar con el consentimiento del autor de la obra originaria, no tanto para la transformación u obtención por algún medio de la nueva obra, que estaría dentro del derecho fundamental de la libre expresión, sino para la explotación económica del resultado de tal tratamiento. Quedan excluidos de la protección por la propiedad intelectual el texto de las disposiciones legales o reglamentarias, los proyectos normativos, resoluciones de órganos jurisdiccionales y los actos, acuerdos, deliberaciones y dictámenes de los organismos públicos ( art. 13LPI). 4. CONTENIDO DEL DERECHO DE AUTOR: DERECHOS DE EXPLOTACIÓN Y DERECHOS MORALES Una de las características fundamentales de la propiedad intelectual es la dualidad de derechos que se otorgan al autor de una obra protegida por esta normativa. En efecto, se trata de derechos de naturaleza patrimonial (derechos de explotación y derechos de remuneración) y de naturaleza personal (derechos morales). Los derechos patrimoniales se denominan de explotación (

arts.

17 al 23 LPI) y comprenden: los de reproducción, distribución, comunicación pública, transformación y colección (este último con un carácter que podríamos llamar híbrido pues se reconoce a su autor y sólo a él aun habiendo cedido los derechos de explotación sobre su obra), aunque la propia Ley da a entender que estamos ante un número abierto de modalidades de explotación. De acuerdo con la naturaleza del objeto protegido, existen otros derechos patrimoniales, como el de participación en la reventa de obras plásticas (derecho que si bien se sacó fuera de la

LPI para ser regulado por la Ley 3/2008, de 23 de diciembre, relativa al derecho de participación en beneficio del autor de una obra de arte original, ha vuelto a ser introducido de nuevo en el artículo 24LPI por la Ley 2/2019, de 1 de marzo, por la que se modifica el texto refundido de la Ley de Propiedad Intelectual, quedando derogada ahora la Ley 3/2008), derecho a recibir una compensación por copia privada, reproducciones gráficas y audiovisuales, etc. Los derechos morales por su parte son enumerados en el artículo 14 de la Ley de Propiedad Intelectual y en este caso sí que ha de considerarse que estamos ante una lista cerrada. Se trataría de: 1) Decidir si su obra ha de ser divulgada y en qué forma, 2) determinar si tal divulgación ha de hacerse con su nombre, bajo seudónimo o signo, o anónimamente, 3) exigir el reconocimiento de su condición de autor de la obra, 4) exigir el respeto a la integridad de la obra e impedir cualquier deformación, modificación, alteración o atentado contra ella que suponga perjuicio a sus legítimos intereses o menoscabo a su reputación, 5) modificar la obra respetando los derechos adquiridos por terceros y las exigencias de protección de bienes de interés cultural, 6) retirar la obra del comercio, por cambio de sus convicciones intelectuales o morales, previa indemnización de daños y perjuicios a los titulares de derechos de explotación en cuyo caso si, posteriormente, el autor decide reemprender la explotación de su obra deberá ofrecer preferentemente los correspondientes derechos al anterior titular de los mismos y en condiciones razonablemente similares a las originarias y, 7) acceso al ejemplar único o raro de la obra, cuando se halle en poder de otro, a fin de ejercitar el derecho de divulgación o cualquier otro que le corresponda. En cuanto a duración, el plazo de protección de la propiedad intelectual está limitado en el tiempo. Los derechos de explotación de autor tienen una duración como norma general de toda la vida del autor y setenta años después de su muerte o declaración de fallecimiento ( art. 26LPI), estableciéndose, como fecha inicial del cómputo, el uno de enero del año siguiente. Para los casos en que confluyan más de un autor, la Ley de Propiedad Intelectual establece el modo en que el plazo de protección ha de computarse, en el artículo 28.

En cuanto a la duración de los derechos morales, hay que diferenciar por un lado aquéllos que jamás se extinguirán como son el de paternidad y el de integridad, y que en ausencia del autor podrán ser ejercidos por sus herederos o personas naturales o jurídicas designadas a tal efecto por el propio autor (art. 15.1). Por otro lado el derecho de divulgación que se extinguirá tras 70 años del fallecimiento de su autor, período en que puede ser ejercido por los mismos sujetos que acaban de mencionarse (art. 15.2). Y por último el resto de los derechos morales reconocidos en el artículo 14, que se extinguirán con el fallecimiento del autor. El transcurso del plazo de duración fijado en la Ley para los derechos de explotación, determina el ingreso de la obra en el dominio público, pudiendo ser utilizada por cualquiera, siempre que se respete su autoría e integridad (derechos morales que permanecen pese la extinción de los patrimoniales en virtud de los arts. 15y 16LPI). Al margen de la fijación de plazos de duración del derecho, la Ley establece también un régimen de acciones y medidas cautelares urgentes, recogido en los artículos 138 y siguientes, reformados por la Ley 23/2006, siendo el artículo 138 nuevamente reformado por las modificaciones operadas en la Ley de Propiedad Intelectual, por la Ley 21/2014, de 4 de noviembre, y que supone una aproximación de los derechos de autor al régimen de patentes, marcas y diseño industrial. La conculcación de los derechos morales reconocidos por los derechos de autor traen consigo el derecho de indemnización por daño moral, en cuyo caso la prueba del perjuicio económico no es necesaria y la cuantía se fijará teniendo en cuenta una serie de criterios establecidos en el propio artículo 140.2 segundo párrafo de Ley de Propiedad Intelectual (v. en este sentido la importante SAP de Vizcaya, de 10 de marzo de 2009 –asunto Zubi Zuri–, en la que se indemniza por daños morales por conculcación del derecho moral a la integridad de la obra de un famoso arquitecto, despejando al mismo tiempo las posibles dudas sobre los derechos que la LPI concede a la obra arquitectónica y no solo a los planos o maquetas que puedan anteceder a la realización de la misma).

5. DE LOS OTROS DERECHOS DE PROPIEDAD INTELECTUAL Y DE LA PROTECCIÓN «SUI GENERIS» DE LAS BASES DE DATOS La Ley de Propiedad Intelectual recoge en su Libro II los llamados derechos afines de autor así como la protección sui generis de las bases de datos. La principal diferencia de estos derechos respecto de los reconocidos en el Libro I es la ausencia de reconocimiento de derechos morales para aquéllos frente a éstos, excepción hecha de los artistas intérpretes y ejecutantes a quienes se les reconoce los derechos de integridad, paternidad (art. 113.1) y doblaje en propia lengua (art. 113.2). Los dos primeros no se extinguen jamás (art. 113.3) mientras que el último lo hace tras el fallecimiento del artista al especificar el artículo 113.2 que este derecho puede ser ejercido por el artista durante su vida. Por otro lado, los derechos de explotación se otorgan por plazos menores, concretamente de cincuenta años desde la ejecución o interpretación para artistas, intérpretes o ejecutantes, computado desde el uno de enero del año siguiente a la ejecución o interpretación ( art. 112LPI); en el de productores de fonogramas, el plazo, también de cincuenta años, se computa desde el uno de enero del año siguiente a la grabación ( art. 119LPI); lo mismo sucede respecto a productores de grabaciones audiovisuales (art. 125) y las emisiones de radiodifusión (art. 127). La protección de las meras fotografías es de veinticinco años computados desde el uno de enero del año siguiente a la fecha de la realización de la fotografía o reproducción ( art. 128LPI). Toda persona que divulgue lícitamente una obra inédita que esté en el dominio público tiene los mismos derechos que habrían correspondido a su autor durante veinticinco años desde el uno de enero siguiente a la divulgación de la obra ( arts. 129.1 y 130.1LPI); el editor de obras no protegidas que sean susceptibles de ser individualizadas por sus características tipográficas, composición, presentación, etc., tiene también un plazo de protección de veinticinco años contados desde el día uno de enero siguiente a la publicación (

art. 129.2 y

art. 130.2LPI).

No obstante, la modificación de plazos a la que se ha hecho alusión antes por parte de la

Directiva 2011/77, del Parlamento Europeo

y del Consejo, por la que se modifica la Directiva 2006/116 (CE), de 12 de diciembre, relativa al plazo de protección del derecho de autor y de determinados derechos afines, ha sido transpuesta a nuestra normativa, por

Ley 21/2014, de 4 de

noviembre, que modifica el párrafo segundo del artículo 112 de la Ley de Propiedad Intelectual, para aumentar de 50 a 70 años los plazos de protección de los derechos de explotación de los artistas intérpretes y ejecutantes cuando dicha interpretación o ejecución se publique o comunique al público lícitamente por medio de un fonograma. De igual manera, se modifica el párrafo primero del artículo 119, recogiéndose también para los productores de fonogramas la ampliación del plazo de protección de estos titulares de derechos conexos (de 50 a 70 años), para las mismas circunstancias que los artistas e intérpretes, esto es, que el fonograma se publique o comunique públicamente de forma lícita. 6. LA TRANSMISIÓN DE LOS DERECHOS DE AUTOR Los derechos de explotación de la obra pueden transmitirse mortis causa o inter vivos. Los derechos morales tienen un régimen específico de transmisión mortis causa, dependiendo de la voluntad del causante ( arts. 15y 16 LPI), según se exponía antes, correspondiendo, en defecto de disposición de última voluntad, a los herederos, y en defecto de éstos, en virtud del artículo 16 de la Ley de Propiedad Intelectual, el Estado, las Comunidades Autónomas, las Corporaciones locales y las instituciones públicas de carácter cultural están legitimadas para ejercer dichos derechos. Como es natural, no es posible transmitir inter vivos las facultades morales del autor, dado su carácter personalísimo, intransmisible e inembargable. Solamente los derechos morales de divulgación, reconocimiento de autoría sobre la obra (paternidad) e integridad de la misma, se transmiten mortis causa. El resto se extinguen con la muerte del autor. Por otro lado, señalar que al derecho moral de divulgación se le impone límite temporal (70 años desde la muerte del autor) en cuanto al ejercicio por parte de los herederos, pues se estima que existe un interés social en que la obra sea conocida y entre a formar parte del acervo cultural común.

En cuanto a los derechos de explotación, puede transmitirse la titularidad a terceros, quienes en cualquier caso están llevando a cabo una adquisición derivativa habida cuenta de que la originaria se da exclusivamente por el hecho mismo de la creación de la obra y por tanto solo concurre en la persona del autor según deja claro desde el comienzo de la Ley de Propiedad Intelectual el propio artículo 1. Autoría sólo posible con origen en una persona natural por lo que la polémica está servida cuando el artículo 8 de la Ley en sede de obra colectiva, admite la posibilidad de que una persona jurídica cree este tipo de obras. Si en este caso podría hablarse de asignación de derechos y no de autoría en relación a dicha persona jurídica, más tarde en la regulación de los programas de ordenador como obras protegibles por los derechos de autor, este hecho es confirmado si ambages con la consecuente crítica de la doctrina en general (V.

art. 97. 1LPI).

El Título V de la Ley de Propiedad Intelectual regula la transmisión de los derechos de autor a través de unas disposiciones generales seguidas de algunas normas específicas en relación con el contrato de edición (Capítulo II), y sobre el contrato de representación teatral y ejecución musical (Capítulo III). Merece una referencia especial por la frecuencia con la que se producirá esta circunstancia, la presunción del artículo 51.2 de la Ley de Propiedad Intelectual en relación al apartado 1 del mismo artículo. Así, cuando se crea una obra en sede de una relación laboral, la transmisión al empresario de los derechos de explotación de la obra creada se regirá por lo pactado en el contrato, debiendo éste realizarse por escrito ( art. 51.1LPI). Ahora bien, según el apartado 2 del mismo artículo 51 de la Ley, a falta de pacto escrito, se presumirá que los derechos de explotación han sido cedidos en exclusiva y con el alcance necesario para el ejercicio de la actividad habitual del empresario en el momento de la entrega de la obra realizada en virtud de dicha relación laboral. Se pueden encontrar reglas específicas respecto de la obra audiovisual en los 88y

artículos

89 de la Ley de Propiedad Intelectual o de los programas de

ordenador ( art. 97LPI). Todas estas normas especiales prevalecen sobre el régimen general en virtud del artículo 57 de la Ley, régimen que para estos casos tendrá carácter subsidiario. Todo lo establecido en el régimen legal de transmisión de derechos

tiene una finalidad protectora respecto de la figura del autor frente a aquellos a los que se transmitirán los derechos, y a los que por tanto se les supone en una posición predominante a la hora de negociar dicha transmisión. Es por ello que se establecen una serie de restricciones en relación al fondo e interpretación de los negocios jurídicos que instrumentalizan la cesión de los derechos de autor, considerándose irrenunciables para el autor o sus derechohabientes los beneficios que se les otorgan en este Título V. Se trata por tanto de normas imperativas. Por último, estas normas no son aplicables a los derechos conexos del Libro II de la Ley de Propiedad Intelectual ni a los contratos celebrados antes de la entrada en vigor de esta normativa tal como viene a aclarar la sentencia del Tribunal Supremo, de 24 de enero de 2000 y la disposición transitoria 3ª de la Ley. 7. LOS LÍMITES A LOS DERECHOS DE AUTOR El derecho de propiedad intelectual, como cualquier otra propiedad privada no es un derecho absoluto. Para este tipo de propiedad las limitaciones que legalmente se establecen traen causa del concepto de función social. Así el Capítulo II del Título III del

Libro I de

la Ley de Propiedad Intelectual establece una serie de límites a los derechos de explotación concedidos en exclusiva al autor, pues los derechos morales han de ser respetados en todo caso, afirmación que ha de ser matizada si se tiene en cuenta que la propia Ley se encarga de establecer ciertos límites incluso al regular los derechos morales como puede ser el caso del derecho de integridad de la obra. Así si bien pudiera pensarse que una obra no puede ser modificada en absoluto sin la autorización de su autor en el respeto de este derecho moral expresamente previsto en el artículo 14.4 de la Ley, la misma norma parece poner límite al establecer que esto no puede hacerse cuando suponga un perjuicio a la reputación o intereses del autor lo que en una interpretación en sentido contrario nos podría hacer pensar que siempre que no se dé este perjuicio dicha modificación será lícita, conclusión con la que no comulgamos en absoluto. Volviendo a los límites de los derechos de explotación hay que hacer remisión a los artículos 31 a 40.bis de la Ley de Propiedad Intelectual, donde se establecen límites a los derechos de reproducción, comunicación pública, distribución y

transformación de las obras protegidas en determinadas circunstancias. De estos artículos, el 31 y 32 son modificados y aumentados en su contenido, y el 37 bis se añade para regular las obras huérfanas, todo ello a través de la Ley 21/2014, de 4 de noviembre, así como por la Ley 2/2019. En concreto, sobre las obras huérfanas hay que destacar la reciente publicación del Real Decreto 224/2016, de 27 de mayo, por el que se desarrolla el régimen jurídico de las obras huérfanas, que tiene por objeto el desarrollo de la regulación sobre este tipo de obras, esto es, que estando protegidas por derechos de autor o derechos afines, no han sido identificados o localizados sus autores. Se establece así, el procedimiento de búsqueda diligente previo a dicha consideración, y la fijación de las condiciones para poner fin a la condición de obra huérfana y, en su caso, abonar la oportuna compensación equitativa al titular legítimo de los derechos sobre la misma. Así las obras ya divulgadas pueden reproducirse, comunicarse públicamente o distribuirse sin autorización del autor en el siguiente caso según el artículo 31 bis: 1º cuando se realiza dichos actos con fines de seguridad pública o para el correcto desarrollo de procedimientos administrativos, judiciales o parlamentarios. Por otro lado se añade un artículo 31.ter, en relación a la accesibilidad para personas con discapacidad por Real Decreto-ley 2/2018, de 13 de abril, confirmado por la Ley 2/2019. El apartado segundo del artículo 31, se modifica con la nueva Ley 21/2014, así como por el Real Decreto-ley 12/2017, de 3 de julio para aclarar en qué circunstancias ha de considerarse que se produce el límite legal de copia privada. Así mismo se añade un nuevo apartado 3 en el que precisamente se delimitan las exclusiones de casos para que éstos no puedan ser considerados como límites a los derechos de reproducción del autor. Existen previsiones específicas para el derecho de cita de fragmentos de obras ajenas en el artículo 32 de la Ley de Propiedad Intelectual, que precisamente es uno de los más reformados por la Ley 21/2014, añadiéndose tres nuevos apartados y reconociendo un nuevo derecho irrenunciable a percibir de las entidades usuarias de las obras reproducidas parcialmente, distribuidas y comunicadas públicamente una remuneración equitativa, que se hará efectiva a través de las entidades de gestión, y que tanta polémica ha suscitado, provocando la retirada por parte de Google en nuestro país de su servicio «Google news». Por su parte la Ley 2/2019 añade un párrafo al apartado 1 del

artículo 32 para hacer referencia expresa a que, en todo caso, la reproducción, distribución o comunicación pública, total o parcial, de artículos periodísticos aislados en un dossier de prensa que tenga lugar dentro de cualquier organización requerirá la autorización de los titulares de derechos. Lo que implica que, para este caso concreto, no estaría operando el límite de cita, pues es necesario siempre contar con la autorización del autor o titular de los derechos de propiedad intelectual. Se dan otras previsiones en la Ley en torno a los límites como puede ser en relación a trabajos de actualidad (

art. 33LPI); para

la reproducción de obras situadas en vías públicas ( art. 34LPI), para la reproducción sin finalidad lucrativa en museos, bibliotecas, fonotecas, hemerotecas, archivos de titularidad pública o integradas en instituciones de carácter cultural o científico, siempre que la reproducción sea para fines de investigación (

art. 37.1LPI); para

el préstamo bibliotecario ( art. 37.2LPI); para la ejecución de obras musicales en el curso de actos oficiales del Estado, de las Administraciones Públicas y ceremonias religiosas, siempre que sean de asistencia gratuita y los artistas que intervengan en las mismas no perciban una remuneración específica por su interpretación ( art. 38LPI). Otro límite al derecho de autor es la posibilidad de parodia de la obra divulgada, siempre que no implique riesgo de confusión con la misma ni se infiera un daño a la obra original o a su autor ( art. 39LPI), límite que se refiere al derecho de transformación y donde quizás el legislador no tiene en cuenta que a diferencia de los demás derechos de explotación a los que se aplican las excepciones, en el caso de la parodia se transforma una obra para crear otra que puede ser considerada obra derivada de la que se pretende obtener un lucro y del que en modo alguno se hace partícipe al autor de la obra originaria. Un tema de particular actualidad es la polémica sobre la compensación al autor por copia privada. Toda vez que se ofrece la posibilidad a los Estados por parte del Convenio de Berna –fuente de la que dimana nuestra legislación de propiedad intelectual– de establecer el límite de la copia privada, dicha posibilidad ha de venir vinculada a un sistema por el que se compense al autor por tal uso de su obra protegida. El establecimiento del mismo, así como el

sistema mediante el que ha de ser hecho efectivo (normalmente a través de entidades de gestión colectiva) nunca ha estado exento de polémica. En este contexto se sitúan las actuales sentencias del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, de 21 de octubre de 2010 y de la Audiencia Provincial de Barcelona, de 3 de marzo de 2011, así como la ya aludida anteriormente Sentencia de la Audiencia Nacional, de 24 de marzo de 2011. Las dos primeras sentencias están relacionadas, pues el pronunciamiento del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas se produce tras la petición de decisión prejudicial de la Audiencia Provincial de Barcelona sobre la interpretación del concepto de «compensación equitativa» que figura en el artículo 5.2.b) de la Directiva 2001/29/(CE) del Parlamento y del Consejo, de 22 de mayo de 2001, relativa a la armonización determinados aspectos de los derechos de autor y derechos afines a los derechos de autor en la sociedad de la información, y que se abona a los titulares de los derechos de autor en concepto de «excepción de copia privada». El Tribunal de la Comunidad Europea estima que el concepto de compensación equitativa es un concepto autónomo del Derecho de la Unión, que tiene que ser interpretado de forma uniforme en todos los Estados miembros que hayan establecido una excepción de copia privada, con independencia de la facultad de los mismos para determinar la forma, las modalidades de financiación y de percepción y la cuantía de dicha compensación equitativa. Y en lo que aquí interesa, declara que la aplicación indiscriminada del canon por copia privada en relación con todo tipo de equipos, aparatos y soportes de reproducción digital, cuando estos son adquiridos por personas distintas a las personas físicas para fines manifiestamente ajenos a la copia privada, no resulta conforme al artículo 5.2.b) de la Directiva. Teniendo en cuenta esto la Audiencia Provincial de Barcelona falla a favor de una Sociedad dedicada a la distribución de equipos, aparatos y materiales soporte que permiten la reproducción de obras sonoras y audiovisuales, pero que en toda lógica no utilizará de forma que se incurra en el supuesto de hecho que determine la obligación de compensar equitativamente. Hacer recaer el pago sobre esta Sociedad implicaría una aplicación indiscriminada del canon, lo que según la interpretación del Tribunal no es conforme a la legislación europea al respecto. Por último la Sentencia de la Audiencia Nacional declaró nulo el Reglamento por el que regula el Canon digital en nuestro país. El pago de esta compensación equitativa se reguló por el procedimiento de pago de la compensación equitativa por copia privada con cargo a los

Presupuestos Generales del Estado. El tema lejos de ser pacífico requirió, a la vista de los últimos pronunciamientos judiciales, una profunda revisión que diera como resultado un adecuado equilibrio entre los intereses, por un lado, de los autores protegidos por los derechos de autor y por otro, de muchos de los agentes sociales afectados por la necesaria y legalmente reconocida compensación por copia privada. Según se señaló anteriormente, la Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo, de 10 noviembre 2016, anuló la normativa reguladora de la remuneración por copia privada, teniendo en cuenta la Setencia de STJUE de 9 de junio de 2016, dejando abierta la puerta a cualquier sistema, siempre que cumpla el requisito esencial de que la financiación correspondiente, grave únicamente a los usuarios o beneficiarios de copias privadas, de acuerdo con su propia doctrina, hecho que no cumplía nuestra anterior regulación, por lo que el Tribunal Supremo abogó por su anulación. Finalmente el Real Decreto-ley 12/2017, de 3 de julio, por el que se modifica el texto refundido de la Ley de Propiedad Intelectual, aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, en cuanto al sistema de compensación equitativa por copia privada, sustituyó el modelo de compensación equitativa financiado con cargo a los Presupuestos Generales del Estado por un modelo basado en el pago de un importe a satisfacer por los fabricantes y distribuidores de equipos, aparatos y soportes de reproducción. Y este es el sistema recogido finalmente en la LPI tras la Ley 2/2019, con regulación y concreción del mismo por el Real Decreto 1398/2018. Por último, hay que destacar la polémica introducción de una nueva compensación equitativa a favor de editores o de otros titulares de derechos, ante la puesta a disposición del público por parte de prestadores de servicios electrónicos, de contenidos divulgados en publicaciones periódicas o en sitios Web de actualización periódica y que tengan finalidad informativa, la creación de opinión pública o de entretenimiento. Se trata de un límite a los derechos de autor al que se le hace corresponder una compensación a éstos ante la imposibilidad de oposición de tal uso por parte de los operadores a los que se acaba de hacer referencia. 8. LAS ENTIDADES DE GESTIÓN COLECTIVA DE DERECHOS DE AUTOR El Título IV de la Ley de Propiedad Intelectual, en el que se regula todo lo referente a las entidades de gestión colectiva se ha modificado, ofreciendo la Ley 2/2019 la vigente redacción de los

artículos 147 a 192 englobados en el mismo. Son entidades de las que se valen los titulares de derechos de propiedad intelectual para una más adecuada gestión de los mismos, hasta el punto de que algunos de esos derechos dejarían de ser efectivos sin la mediación de estas entidades. Los costes de vigilancia de forma individual superarían habitualmente a los beneficios generados por lo que se desincentivaría el ejercicio de derechos por parte de los autores. Es más, la complejidad que implica una adecuada administración de los derechos de propiedad intelectual convierte a estas entidades en una alternativa frente a la gestión individual por parte del autor que en la mayoría de los casos no ostenta la cualificación necesaria a tales efectos. La regulación de estas entidades corresponde individualmente a los Estados de la Unión Europea, pero desde la Directiva 2014/26/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 26 de febrero de 2014, relativa a la gestión colectiva de los derechos de autor y derechos afines y a la concesión de licencias multiterritoriales de derechos sobre obras musicales para su utilización en línea en el mercado interior, dicha regulación no puede desconocer esta normativa europea. Tal como establece el considerando noveno de dicha Directiva, ésta, tiene por objeto establecer requisitos aplicables a las entidades de gestión colectiva para garantizar un elevado nivel de administración, gestión financiera, transparencia e información. No obstante, ello no debe impedir que los Estados miembros mantengan o impongan normas más estrictas que las establecidas en el título II de dicha Directiva a las entidades de gestión colectiva establecidas en sus territorios, siempre que dichas normas más estrictas sean compatibles con el Derecho de la Unión. El objetivo de la Unión es armonizar el marco regulatorio y de funcionamiento de las entidades que llevan a cabo esta gestión. Por otro lado esta Directiva está muy orientada hacia el mundo de la música y sus licencias multiterritoriales. Sin embargo también establece una serie de principios generales de transparencia y buen gobierno para todos los tipos de sociedades de gestión que estuvieran interesadas en gestionar las licencias multiterritoriales y multirrepertorio, debiendo cumplir para ello con una serie de condiciones. Por su parte, el papel de los autores se vería reforzado por su participación en la toma de decisiones además de tener reservada la posibilidad de elegir la entidad de gestión que desean les represente. La Ley 21/2014, de modificación de la Ley de Propiedad Intelectual, no ha sido ajena a la necesidad

de reforma de las normas relativas a las entidades de gestión colectiva, pero fue finalmente el Real Decreto-ley 2/2018 el encargado de terminar de transponer de manera completa lo relacionado con las entidades de gestión colectiva modificando ampliamente el Título IV del Libro III de la LPI, encargado de regular estas entidades. Toda esta regulación ha sido confirmada por la Ley 2/2019. En virtud de lo establecido en nuestra legislación, las entidades de gestión colectiva pueden definirse como aquéllas legalmente constituidas, autorizadas por la Administración y sin ánimo de lucro (lo cual excluye la posibilidad de constituirse como sociedades), cuyo objeto es gestionar, en nombre propio o ajeno, y por cuenta e interés de varios autores u otros titulares de derechos de propiedad intelectual, los derechos de carácter patrimonial. Se constituyen como asociaciones sujetas a una doble normativa. Por un lado, la referente al tipo de asociación según la cual se hayan constituido, esto es, común o de carácter profesional o empresarial, y por otro, a lo establecido por la Ley de Propiedad Intelectual en referencia a las entidades de gestión colectiva. Para la constitución como tales se requerirá la autorización administrativa del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte (actual Ministerio de Cultura y Deporte), habiendo el Tribunal Constitucional declarado en la sentencia 196/1997, de 13 de noviembre, que dicha competencia ejercida por la Administración del Estado es conforme a la Constitución. Las entidades han de tener unos estatutos conforme a los mínimos exigidos por la propia Ley de Propiedad Intelectual, además de las exigencias que establezcan las normas reguladoras del tipo de asociación de que se traten. Una vez constituidas, estarán legitimadas para el ejercicio de los derechos confiados a su gestión y hacerlos valer en toda clase de procedimientos administrativos y judiciales ( art. 150LPI). La encomienda de la gestión de los derechos de autor la llevará a cabo su titular mediante un contrato de mandato al que son aplicables las disposiciones del Código Civil respetando lo previsto por la Ley de Propiedad Intelectual al respecto. (V. el artículo 156LPI en torno a los principios generales de representación de los titulares de derechos). Es importante tener en cuenta que no se trata de una cesión o transmisión de derechos pues en virtud de tal contrato no se faculta a la entidad de gestión para la explotación de los mismos sino para

conceder a terceros usuarios autorizaciones no exclusivas ( art. 50.2LPI). Éstos ostentarían en tal caso la condición de cesionarios. El contrato de gestión tiene una restricción temporal de tres años según la reforma llevada a cabo por la Ley 21/2014, frente a los cinco que se contemplaban antes, si bien es indefinidamente prorrogable por periodos de un año ( art. 158LPI). Además la entidad no podrá exigir que se le conceda la gestión de todas las modalidades de explotación, ni tampoco de la totalidad de la obra o producción futura, aunque sí que podrá imponer el ámbito territorial en el que la gestión se llevará a cabo (

art.157LPI).

Los derechos que administran han de ser de carácter patrimonial, es decir los derechos de explotación básicos: reproducción, distribución, comunicación pública y transformación, así como otros reconocidos en la propia Ley: derecho de participación, derecho de compensación equitativa y derecho de remuneración equitativa. Los derechos morales quedan fuera de su ámbito de actuación a no ser que sean expresamente designadas mandatarias o que se les confiera legitimación activa mortis causa vía Ley de Propiedad Intelectual.

artículo 15 de la

También podemos destacar que existen derechos de gestión colectiva obligatoria que se encuentran señalados en diferentes artículos de la Ley: 20.4.b), 25.9, 90.7, 108.6, etc., o el nuevo derecho irrenunciable a percibir de las entidades usuarias de las obras reproducidas parcialmente, distribuidas y comunicadas públicamente en los centros docentes universitarios o centros de investigación por su personal y con sus medios propios, para los casos de libros de texto, manuales universitarios, artículos de revistas o publicaciones asimiladas, que se recoge en el actual apartado 4 que se añade al artículo 32, junto a los apartados 3 y 5. También con el carácter de derecho de gestión colectiva obligatoria, se presenta el nuevo derecho a percibir una compensación equitativa por parte de los editores y otros titulares de derechos, ante la puesta a disposición del público por parte de los prestadores de servicios electrónicos mediante publicaciones periódicas o en sitios Web. Se trata de la polémica "tasa Google", según se la viene denominando por parte de los medios de comunicación y que se presenta como un nuevo límite a los derechos de autor que lleva aparejada su correspondiente compensación ante la imposibilidad de negativa del titular de los derechos sobre los contenidos

utilizados, a que éstos sean divulgados bajo las condiciones que señala la norma. En los casos de gestión colectiva obligatoria, las funciones de la entidad de gestión se ejercen sin necesidad de contrato de gestión alguno por lo que el titular está desapoderado para ejercitar de modo individual su derecho. Actualmente existen ocho entidades de gestión en nuestro país, de las que sin duda sigue siendo la más importante aunque ya no en monopolio la Sociedad General de Autores y Editores. Son además de ésta: el Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO), la Asociación de Gestión de Derechos Intelectuales (AGEDI), Artistas Intérpretes o Ejecutantes (AIE), Entidad de Gestión de Artistas Plásticos (VEGAP), Entidad de Gestión de Derechos de los Productores Audiovisuales (EGEDA), Artistas e Intérpretes Sociedad de Gestión (AISGE) y Derechos de Autor de obras Audiovisuales Entidad de Gestión (DAMA). De particular interés sobre el monopolio legal de la gestión de derechos de propiedad intelectual es la sentencia de la Audiencia Nacional, de 8 de febrero de 2008, en la que se validaban entidades gestoras voluntarias al margen de las amparadas por la Ley de Propiedad Intelectual. 9. LA COMISIÓN DE PROPIEDAD INTELECTUAL La Comisión de Propiedad Intelectual es regulada en los artículos 193 a

195 de la

Ley de Propiedad Intelectual,

añadidos por el Real Decreto-ley 2/2018 y confirmados por la Ley 2/109. Tras la modificación de la Ley a través de la disposición final 43ª de la Ley de Economía Sostenible, Ley 2/2011, de 4 de marzo, esta Comisión integrada en el Ministerio de Cultura y Deporte, pasa a tener una nueva función además de las de mediación y arbitraje. En efecto según la nueva redacción del artículo 193 de la Ley, la Comisión actuará en dos Secciones, y la Segunda asume la nueva función de velar en el ámbito de las competencias del Ministerio de Cultura y Deporte, por la salvaguarda de los derechos de propiedad intelectual frente a su vulneración por los responsables de servicios de la sociedad de información. Según establece el literal del artículo 193, reglamentariamente se determinará el funcionamiento de la Sección y el procedimiento para el ejercicio de las funciones que tiene atribuidas. Así, el Reglamento mediante el cual se da dicha determinación es el

Real Decreto 1889/2011, de 30 de

diciembre, por el que se regula el funcionamiento de la Comisión de Propiedad Intelectual, y que según establece en su disposición final cuarta, entró en vigor el 1 de marzo de 2012. Algunos de sus artículos han sido derogados por la

disposición derogatoria

única del Real Decreto 1023/2015, de 13 de noviembre. El artículo 194 se encarga de regular las funciones de la Comisión en relación a la mediación, arbitraje, determinación de tarifas y control, y en virtud del artículo 195, de la salvaguarda de los derechos en el entorno digital que ostenta esta Comisión. La polémica suscitada en relación a la Comisión gira en torno a la función de salvaguarda de los derechos de propiedad intelectual, pues la Administración a través de la Comisión tiene potestad para declarar la vulneración de dichos derechos por servicios de sociedades de la información en páginas de Internet, pudiendo exigir la interrupción al acceso a la Red o la retirada de los contenidos de dichas páginas. Como quiera que la vulneración a la que se hace referencia tiene lugar en el contexto de Internet, se implica a los proveedores de acceso a la Red para la cesión de los datos de los presuntos vulneradores y para la interrupción del acceso y retirada de los contenidos declarados ilegales por la Administración. La intervención judicial es obligada teniendo en cuenta que están en juego derechos fundamentales como la protección de datos de carácter personal, derecho de libertad de expresión y derecho de información. Pues bien, se centraliza la autorización y el control judiciales en la Audiencia Nacional, siendo los jueces centrales de lo Contencioso Administrativo los encargados de autorizar la cesión de datos personales para identificar al servicio de la sociedad de la información que está realizando la conducta presuntamente vulneradora de los derechos de propiedad intelectual. Tras la declaración de la ilegalidad de tales conductas, serán asimismo dichos Jueces Centrales los competentes para autorizar la ejecución de las medidas de interrupción de la prestación de servicios o retirada de contenidos. Como puede observarse, la intervención judicial está presente tanto durante el procedimiento administrativo como tras el mismo. Por último destacar la celeridad de que hace gala dicho procedimiento por los breves plazos establecidos tanto por los 193 a

artículos

195 de la Ley de Propiedad Intelectual como por el Real

Decreto 1889/2011, para la intervención judicial y administrativa respectivamente. II. LOS NOMBRES DE DOMINIO

10. CONCEPTO Sea cual fuere la finalidad para la que se utiliza, las páginas web se han hecho común. La navegación por internet y el acceso a páginas webs y sus contenidos precisa de la identificación y localización de la propia web. Facilitar esto es del común interés del titular de la web y del usuario o navegante. El nombre de dominio es un instrumento que permite ambas funciones de forma sencilla. En realidad los llamados nombres de dominio suponen una facilidad de uso. Cada uno de esos sitios web, interfaces, se identifica mediante un sistema numérico, el llamado número IP. Si bien técnicamente lo definitivo es el número IP que permite a un PC dirigirse al interfaz deseado, los usuarios carecen de capacidad de retentiva de estos números complejos. El llamado nombre de dominio es esa misma identificación pero en términos estables y utilizando palabras o abreviaturas con su propia sintaxis y significado. Por ejemplo: si queremos visitar la web de la entrañable población de Puerto Hurraco, es más fácil identificar y localizar www.puertohurraco.es que la dirección IP:.84.20.17.240. Si la dirección IP es esencial técnicamente, el valor comercial como signo distintivo lo tiene el nombre de dominio. Al haber consagrado el uso un sistema de claves alfabéticas libremente elegidas que pueden conformar sílabas y palabras, se abre la posibilidad de que exista conflicto entre abonados a la Red que aspiren al uso de idéntico o similar vocablo como «nombre de dominio», máxime cuando la carencia normativa ha propiciado las espurias intenciones de solicitar como nombres de dominio, marcas o nombres comerciales de notoria relevancia para obligar así al titular de éstas a negociar la adquisición onerosa. La International Corporation for Assigned Names and Numbers (ICANN, entidad encargada de la gestión de los nombres de dominio de primer nivel) sólo ha establecido normas para la fijación del llamado Top Level (el primer nivel), que contiene una agrupación por actividades, son los llamados 1) dominios genéricos: (gTLD), a cada uno de cuyos grupos asigna un sufijo precedido de un punto «.» (entre ellos, «com», para identificar webs de carácter comercial; «.org», para identificar organizaciones sin ánimo de lucro; «net», empresas relacionadas con internet; «biz», negocios; «info», para webs de

finalidad informativa; «edu», de carácter educativo), y 2) por países (ccTLD) sufijo, por ej., «.es» para España o «.af» para Afganistán, dejando luego una amplísima libertad para las ulteriores concreciones a niveles más próximos. También existen los nombres de dominio de segundo nivel, entendiendo por tal todo lo que precede al «.com» o «.es». Incluso se prevé la posibilidad de dominios de tercer nivel que crean dominios de segundo nivel bajo el del código del país. Dicha prevención se da actualmente en la Orden Ministerial ITC/1542/2005, de 19 de mayo, por la que se aprueba el Plan Nacional de Nombres de dominio de Internet bajo el Código correspondiente a España («.es»). El Capítulo III contiene la pormenorizada regulación de la asignación y requisitos para la misma, de los nombres de dominio de tercer nivel. El Plan Nacional de nombres de dominio prevé, en su apartado Séptimo, la aprobación por la Entidad Pública Empresarial Red.es perteneciente al Ministerio de Economía y Empresa, de una lista de términos prohibidos y tres listas de términos reservados. Dichas listas fueron aprobadas por Instrucción del Presidente de Red.es, de fecha 12 de septiembre de 2005, las cuales en virtud de lo dispuesto en el apartado cuarto de la misma, han sido completadas y actualizadas y pueden ser objeto de consulta en la página web de Red.es. 11. CONTENIDO DEL DERECHO SOBRE UN NOMBRE DE DOMINIO Atendiendo al nuevo Plan nacional de nombres de dominio, se puede observar una importante convergencia entre el campo de los nombres de dominio y el de los signos distintivos. La elección del nombre de dominio «.es» se ha liberalizado de tal modo que pueden solicitarlo tanto personas físicas como jurídicas e incluso entidades sin personalidad que tengan intereses o mantengan vínculos con España. La doctrina señala que a pesar de que los nombres de dominio no son más que direcciones numéricas que permiten la identificación de los ordenadores conectados a Internet, dada su actual configuración, son un elemento que permite identificar en Internet al titular del correspondiente servicio web o, al menos, los contenidos, productos o servicios ofrecidos a través de dicho sitio. Ahora bien, el posible carácter distintivo no puede afirmarse con carácter general pues dependerá en todo caso del uso que su titular quiera asignarle respecto de su propia identificación o distinción de la actividad, los productos o las prestaciones que aparezcan en la web correspondiente.

La discusión sobre la naturaleza jurídica o alcance del derecho que confiere la asignación de un nombre de dominio a su titular, gira sobre la concepción como derecho de propiedad, dentro de cuya opción no falta quien lo considere como un derecho industrial y la consideración de un derecho de uso o utilización dentro de la red de Internet. Cabría inclinarse por la segunda opción por dos razones principalmente: por un lado, según se acaba de decir, el carácter distintivo que podría hacer pensar en una especie de derecho industrial en el ámbito de los signos distintivos dependerá de si efectivamente es el uso e intención con el que se utiliza el nombre de dominio. Por otro lado, si se centra la atención en la regulación del sistema de asignación de nombres de dominio bajo el código «.es» por la autoridad pública Red.es, puede comprobarse que no se otorga ningún derecho sobre el mismo salvo el de su utilización con la finalidad de direccionamiento en el sistema de nombres de dominio de Internet. Esto implica simplemente un derecho de uso o utilización a efectos exclusivamente técnicos. Por lo demás puede observarse como en los artículos decimosegundo y decimotercero de la Orden Ministerial ITC/1542/2005, de 19 de mayo, por la que se aprueba el Plan Nacional de Nombres de dominio de Internet bajo el Código correspondiente a España («.es»), se establecen las condiciones de transmisión del nombre de dominio, así como los derechos y obligaciones del titular del mismo, que vienen a configurar el contenido del derecho. Puede apreciarse que como derecho se establece el de utilización a efectos de direccionamiento según se decía antes, mientras que el resto de apartados establecen obligaciones y límites asociados al uso del nombre de dominio. 12. PROTECCIÓN DEL NOMBRE DE DOMINIO La utilización de nombres de dominio cuando adoptan una forma genérica, ha generado una importante litigiosidad derivada de la inscripción como nombres de dominio genéricos de otros signos distintivos conocidos y con valor comercial (singularmente de marcas). El criterio de preferencias en materia de nombres de dominio es el de la primacía temporal; junto a lo anterior, la propia ICANN y la OMPI adoptaron una política común y un mecanismo de resolución de conflictos entre nombres de dominio y marcas que se han revelado como muy eficaces. Y es que el fenómeno conocido como «cyberocupación» suponía el intento de impedir el desarrollo en Internet de productos con signos distintivos bien conocidos o, en

muchas ocasiones, simplemente un abuso del derecho del criterio de prioridad temporal. Así marcas conocidas mundial o locamente eran previamente inscritas por internautas para obtener rentas derivadas de esa inscripción, del abuso de su derecho y de la dilación que los mecanismos judiciales de resolución suponían. Frente a esto la OMPI y el ICANN establecieron un sistema arbitral de resolución de conflictos que permitía en el conflicto entre marcas y nombres de dominio una resolución rápida en la que la prioridad temporal precisara también del registro y uso de buena fe para ser preferente con marcas con las que hubiese una sustancial coincidencia. El mecanismo no es perfecto pues la marca por sí misma es limitada territorialmente y también a una clase de productos o servicios, mientras que el nombre de dominio es universal e ilimitado (pues no puede haber un nombre que direccione a dos IP diferentes). Sobre este marco genérico, la legislación española ha pretendido regular la asignación de nombres con el código español «.es». Aunque la nueva legislación ha logrado en parte su objetivo, mientras subsista la anarquía en el ámbito internacional, la eficacia de estas disposiciones será bastante limitada en un espacio mercantil claramente globalizado. «Red.es» ya ha tenido oportunidad de resolver algunas controversias, haciéndolo con notorio sentido de prudencia (ver, por ej., Res. de 7/06/04, sobre uso de la expresión «vips.com.es» o Res. de 24/04/08 sobre el uso del nombre de dominio «bbvablue.es». Asimismo pueden consultarse todas las resoluciones de los expertos en esta materia en la Web Dominio.es, en el apartado de «Resoluciones dictadas». Del mismo modo, en la página Web de la OMPI, pueden consultarse multitud de casos en el apartado de «solución extrajudicial de controversias» y dentro de éste en «controversias sobre nombres de dominio», donde Grupo de Expertos de esta Organización se ha pronunciado para resolver diferentes tipos de conflictos suscitados en torno a esta cuestión. El nuevo Plan Nacional fomenta la resolución extrajudicial de los conflictos en la materia, conflictos que suelen darse entre dominios y signos distintivos, que aun teniendo diferentes funciones y basándose en el sistema de registro, se inscriben en sitios diferentes, en Red.es (o en la ICANN en caso de dominios genéricos) aquellos y en la Oficina Española de Patentes y Marcas estos. El propio texto del plan hace referencia a la resolución extrajudicial de conflictos entre dominios y los derechos de

propiedad industrial protegidos en España tales como: nombres comerciales, marcas protegidas, denominaciones de origen, nombres de empresas; o con las denominaciones oficiales o generalmente reconocibles de Administraciones Públicas y organismos públicos españoles. El procedimiento viene regulado por el Reglamento del Procedimiento de Resolución extrajudicial de conflictos, aprobado el 7 de noviembre de 2005, y se inicia mediante demanda ante alguno de los proveedores de resolución extrajudicial de conflictos de nombres de dominio «.es» que son entidades acreditadas por Red.es, con suficiente experiencia en la resolución extrajudicial de conflictos y defensa de la propiedad industrial e intelectual, lo que garantiza su imparcialidad e independencia en la tramitación de las demandas, y en el nombramiento del experto que resolverá la controversia. Actualmente son los siguientes: «Adigital» (Asociación Española de la Economía Digital), «Autocontrol» (Asociación para la Autorregulación de la Comunicación Comercial), el Consejo Superior de Cámaras de Comercio, Industria y Navegación de España y el Centro de Arbitraje y Mediación de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual. Red.es tiene autoridad para ejecutar la decisión resultante del procedimiento, excepto en el caso en que las partes en conflicto inicien un procedimiento judicial. Esto implica que el sistema arbitral no cierra la vía judicial tras la resolución de dicha entidad. Además este sistema no atiende sólo a los conflictos entre estos dos ámbitos, pues el texto se expresa en los términos de resolución de conflictos «entre otros, los de propiedad industrial...» Judicialmente la vía de protección contra un dominio que pueda afectar a un derecho de signo distintivo encuentra su fundamento jurídico en el artículo 34.3.f) de la Ley de Marcas según el cual el titular de una marca española tiene la facultad de prohibir el uso del signo registrado como marca en redes telemáticas lo que hace referencia al uso de marca ajena en páginas y portales de Internet y como nombre de dominio. Merece especial atención la sentencia del Tribunal Supremo de 26 de febrero de 2016, en la que el Alto Tribunal analiza de manera detallada, con fundamento en la doctrina del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, la infracción de derechos marcarios que supone la utilización de marcas registradas como palabra clave en motores de búsqueda en internet, así como la delimitación de los requisitos que permitirían afirmar la licitud de dicho uso.

Lección 12

Derecho industrial (I). Las innovaciones Sumario: •







I. Patente, modelo de utilidad y otras innovaciones o 1. La patente ▪ A. Regulación, concepto y clases ▪ B. Requisitos de patentabilidad y el «estado de la técnica» ▪ C. La concesión de la patente: procedimiento ▪ D. Derecho sobre la patente: facultades y obligaciones del titular ▪ E. Patente como objeto de negocios jurídicos: cesión, licencia y otras posibilidades ▪ F. Extinción de la patente: caducidad. La patente nula y sus efectos ▪ G. Las patentes internacionales II. El modelo de utilidad o 2. Concepto o 3. Requisitos para su concesión o 4. Contenido del derecho sobre el modelo de utilidad III. Otras modalidades de propiedad industrial o 5. Protección jurídica de las obtenciones vegetales o 6. Topografías de productos semiconductores o 7. Certificados complementarios de protección de medicamentos y de productos fitosanitarios IV. El diseño Industrial o 8. Regulación y concepto o 9. Características del diseño industrial o 10. El diseño comunitario: regulación y principales características o 11. El diseño internacional

I. PATENTE, MODELO DE UTILIDAD Y OTRAS INNOVACIONES

1. LA PATENTE La investigación y la innovación exigen inversión. Si el fruto de tales actividades no se asignase a quien realiza la inversión, nadie tendría estímulos para dedicar sus recursos a las mismas. La

externalidades positivas de la innovación e investigación deben ser internalizadas. El instrumento más perfeccionado que tiene el ordenamiento jurídico para internalizar algo es el someterlo a un derecho de propiedad. La patente, valga ahora esta aproximación, es un derecho de propiedad temporal sobre el fruto de la innovación y, por ello, de los frutos que genere. El sistema de patentes supone un instrumento esencial para el impulso del desarrollo económico así como para el fomento de la investigación e innovación en el ámbito de la ciencia y de la técnica. El sistema legal creado para la protección de este sector del derecho industrial será el que imponga las condiciones que han de concurrir en las creaciones del intelecto humano –en tanto que invenciones–, para que éstas puedan quedar amparadas bajo dicho sistema. Estas condiciones se justificarían por los objetivos perseguidos: fomentar el progreso técnico lo que redundará en el desarrollo económico deseable en toda sociedad actual. Progreso y desarrollo que a su vez se verán incentivados por una adecuada promoción de la innovación tecnológica y la creación de una efectiva competitividad industrial. Las condiciones que permiten que todo lo anterior sea posible, y que han de concurrir en las creaciones que aspiren a obtener la protección bajo la figura de la patente, son básicamente tres desde que ya se recogieran en el Convenio de Estrasburgo de 1963: novedad, actividad inventiva y aplicación industrial. Así, nuestra normativa se hace eco de dicho planteamiento, recogiéndose en ella tales condiciones para que una invención pueda ser patentable. Invención que ya adelantamos, no es incompatible en lo que a su protección legal se refiere, con la que se le pueda otorgar por parte de la propiedad intelectual entendida en nuestro país como aquélla por la que se regulan los derechos de autor, para lo que habrían de cumplirse a su vez los requisitos impuestos por este cuerpo normativo. Una vez protegida una invención a través del sistema de patentes, su titular ostentará un derecho de exclusiva de carácter temporal como compensación al tiempo e inversión realizado en I+D+i. Este monopolio sobre su invención lejos de favorecer de forma exclusiva el interés individual de su titular, supone el modo de fomentar el grado de desarrollo tecnológico del país a la vez que permite que la invención bajo titularidad privada se haga pública conformando el denominado estado de la técnica, concepto fundamental en el ámbito de las invenciones industriales pues permite estimar el grado de novedad que presentan éstas.

A. Regulación, concepto y clases La norma española encargada de regular la materia es la

Ley

24/2015, de 24 de julio de 2015, de Patentes, así como el Real Decreto 316/2017, de 31 de marzo, por el que se aprueba el Reglamento para la ejecución de la Ley 24/2015, de 24 de julio, de Patentes. A la regulación normativa internacional en torno a la patente que de forma directa tiene efectos sobre nuestro propio sistema, al formar parte nuestro país de diversos convenios internacionales se dedicará un apartado posteriormente (V. infra, Las patentes internacionales). En cuanto al concepto de patente y en virtud de la Ley de Patentes, éste hace referencia a las tres condiciones que quedaron ya apuntadas al principio. Más allá de que bajo el concepto de patente pueda hacerse referencia tanto al acto administrativo reglado de concesión, al título o certificado de patente como documento acreditativo expedido por la Administración o al conjunto de derechos y deberes otorgados al titular de la invención, para la obtención de una patente sobre dicha invención el legislador exige una serie de requisitos que vienen a conformar en definitiva el propio concepto de patente y que bien puede obtenerse del artículo 4 de la Ley de Patentes. De este modo, se podría hablar de patente en referencia al conjunto de derechos y deberes que se otorgan al titular de una invención nueva, que implique actividad inventiva y que sea susceptible de aplicación industrial, aun cuando tenga por objeto un producto que esté compuesto o que contenga materia biológica, o un procedimiento mediante el cual se produzca, transforme o utilice materia biológica. Puesto que más tarde se explicará con detalle el significado de cada uno de los requisitos que acaban de enumerarse, se hace referencia a continuación a las clases de patentes que pueden existir. Según el criterio jurídico utilizado, se podrán establecer diferentes clases de patentes. Si se tiene en cuenta el procedimiento de concesión, podemos enumerar las patentes nacionales que se conceden en España por la Oficina Española de Patentes y Marcas, la Patente Europea tramitada ante la Oficina Europea de Patentes con base en lo establecido por el Convenio de Múnich y por último,

aunque no todavía en vigor, la patente unificada o unitaria, que funcionaría como título único de patente con idéntico valor (unificado) en todos los países que formen parte del acuerdo para la creación de tal figura jurídica regulada hoy por hoy por los Reglamentos (UE) nº 1260/2012 del Consejo de 17 de diciembre de 2012, por el que se establece una cooperación reforzada en el ámbito de la creación de una protección unitaria mediante patente en lo que atañe a las disposiciones sobre traducción y Reglamento (UE) nº 1257/2012 del Parlamento Europeo y del Consejo de 17 de diciembre de 2012, por el que se establece una cooperación reforzada en el ámbito de la creación de una protección unitaria mediante patente. Además la Patente Unitaria se rige por el Acuerdo internacional sobre un Tribunal Unificado de Patentes (TUP). Si el criterio seguido para clasificar las patentes fuera el de la naturaleza de la regla técnica en que consiste la invención, habría que distinguir entre patente de producto y patente de procedimiento. Si bien la primera obtiene por resultado una entidad física o sustancia, la segunda tiene por objeto una sucesión de operaciones encaminadas a la obtención de un resultado industrial, esto es, el modo, forma o método para obtener un resultado útil. En cuanto a la posibilidad o no de divulgación como criterio de clasificación habría que hacer referencia a las patentes ordinarias y las patentes secretas. A éstas no se podrá tener acceso (a la invención) durante la vida legal de la misma mientras que a las primeras se tiene acceso a partir de cierto plazo desde la solicitud de dicha patente por parte de su futuro titular. Podríamos igualmente hablar de patentes principales o adicionales, donde estas segundas suponen un perfeccionamiento o desarrollo de las primeras, aunque hay que tener en cuenta que la posibilidad de adicionar patentes desaparece con la nueva Ley de Patentes. Por último, es posible hacer referencia a patentes dependientes o independientes. Aquéllas, a pesar de tratarse de patentes autónomas, requieren para el ejercicio de los derechos conferidos, de la explotación de otra invención protegida. Es preciso señalar que cuando se produce una invención patentable, no siempre se acudirá, por razones estratégicas empresariales, a la figura de la patente u otras figuras encuadrables dentro de la propiedad industrial. Esta opción es también contemplada y se provee de la correspondiente protección frente al posible aprovechamiento injustificado que terceros pudieran hacer uso de tales avances tecnológicos. En ello precisamente se centra

la reciente Directiva (UE) 2016/943 del Parlamento Europeo y del Consejo de 8 de junio de 2016, relativa a la protección de los conocimientos técnicos y la información empresarial no divulgados (secretos comerciales) contra su obtención, utilización y revelación ilícitas, publicada en el Diario Oficial de la Unión Europea, de 15 de junio de 2016. Para la transposición de esta Directiva al Ordenamiento jurídico español, contamos a día de hoy con el Anteproyecto de Ley de Secretos Empresariales, documento con fecha de 8 de febrero de 2018. B. Requisitos de patentabilidad y el «estado de la técnica» El artículo 4.1 de la Ley de Patentes establece que «son patentables, en todos los campos de la tecnología, las invenciones nuevas que impliquen una actividad inventiva y sean susceptibles de aplicación industrial» de donde se obtienen los requisitos de patentabilidad de cualquier invención: 1º ha de tratarse de innovaciones técnicas; 2º han de ser fruto de una actividad inventiva; y 3º deben ser susceptibles de aplicación industrial. 1º. Innovación técnica, novedad y el estado de la técnica. Es este uno de los requisitos fundamentales sobre el que pivota la figura de la patente. El invento es siempre fruto de la aplicación del ingenio y el estudio al logro de un resultado que ha de ser novedoso para la colectividad técnica o científica en cuyo sector de conocimientos se inserta. Del modo en que se redacta nuestro artículo 6 de la Ley de Patentes se infiere que esta novedad es absoluta y a nivel mundial pues la invención no ha podido ser divulgada antes de la fecha de solicitud ni en España ni en el extranjero. Y es así como adquiere forma el concepto del estado de la técnica como delimitador, como término de referencia para la valoración de la novedad de una invención. Podría definirse así dicho concepto como «todo aquello que antes de la fecha de presentación de la solicitud de patente se ha hecho accesible al público en España o en el extranjero por una descripción escrita u oral, por una utilización o por cualquier otro medio» (art. 6.2 LP). En el concepto quedarían incluidas las solicitudes de patentes anteriores ya que al ser éstas públicas quedarían subsumidas en el concepto tal como se ha expuesto.

2º. Fruto de una actividad inventiva : lo que implica, en virtud del artículo 8 de la Ley de Patentes, que la invención no debe deducirse de manera evidente del estado de la técnica para un experto en la materia. Es por ello que quedaría fuera de la patentabilidad aquello que no suponga un verdadero progreso técnico notable. 3º. Aplicación industrial : con este requisito se vinculan los conceptos de invención procedente del intelecto humano con el de utilidad como rasgo diferenciador de este tipo de creaciones humanas con aquéllas otras que son protegidas a través de los derechos de autor. En efecto no será patentable una creación que no tenga utilidad, la cual desde el punto de vista del derecho industrial se vincula de forma inescindible a la utilización de la invención en cualquier clase de actividad industrial y a su posible repetición o ejecución en un proceso industrial. Hay que aclarar que para cumplir este requisito ha de probarse la mera aptitud para la aplicación industrial para lo que es determinante la posibilidad de que la invención sea ejecutable de forma repetitiva con obtención de un resultado siempre cierto y similar, lo que excluiría las invenciones cuya realización industrial fuera sólo posible ocasionalmente o de forma imprevisible. Si lo apuntado hasta ahora son los requisitos positivos de patentabilidad, de igual importancia son los que podríamos llamar requisitos negativos. En este sentido cabe diferenciar entre aquello que no puede ser considerado una invención por lo que queda fuera del ámbito de las patentes por definición y por otro lado las invenciones que aun reuniendo los requisitos de patentabilidad, quedan excluidas por diversas razones especialmente relacionadas con el orden público y las buenas costumbres. En cuanto a las primeras, son recogidas por el artículo 4 de la Ley de Patentes, que en su apartado 4 excluye de patentabilidad por no considerarlos invenciones «a) Los descubrimientos, las teorías científicas y los métodos matemáticos; b) Las obras literarias o artísticas o cualquier otra creación estética, así como las obras científicas; c) los planes, reglas y métodos para el ejercicio de actividades intelectuales, para juegos o para actividades económico-comerciales, así como los programas de ordenadores; d) las formas de presentar informaciones». La exclusión de estos supuestos se fundamenta en que su protección se obtiene por los cauces de la propiedad intelectual al no darse en definitiva una aplicación industrial directa.

También se excluyen de la patentabilidad, por razón de no ser susceptible de «industrialización», o por ser contrario al orden público o las buenas costumbres según señala el artículo 5 de la Ley, los métodos de diagnóstico y tratamiento, incluido el quirúrgico, del cuerpo humano o animal (art. 5.4 LP). Además, las invenciones que aun pudiendo ser protegidas bajo la figura de la patente se excluyen legalmente son: procedimientos de clonación de seres humanos o de modificación genética germinal del ser humano, [art. 5.1 a) y b) LP respectivamente] donde se manipula el Genoma Humano para obtener una alteración del mismo que sea duradera y transmisible hereditariamente. En la misma línea de prohibición estaría la utilización de embriones humanos con fines industriales y comerciales [art. 5.1 c)] y los relacionados con modificaciones genéticas de animales del resto de apartados del artículo 5.1 de la Ley de Patentes, así como las patentes relacionadas con variedades de animales o vegetales recogidas en los apartados 2 y 3 de este artículo 5, aunque hay que señalar que estas últimas (las variedades vegetales) tienen su propia vía de protección en la Ley 3/2000 de régimen jurídico de obtención de variedades vegetales modificada por la Ley 3/2002. Por su parte en el apartado 5 del artículo 5 de la Ley encontramos prohibiciones referidas al cuerpo humano o partes de él, de donde se puede concluir que ni lo uno ni lo otro es patentable, pero las partes del cuerpo humano en tanto que obtenidas o aisladas mediante un proceso técnico, incluso cuando la estructura de dicho elemento sea idéntica a la de un elemento natural, sí podría serlo. En todos estos casos, la legislación muestra una razonable resistencia a otorgar derechos de explotación en exclusiva y con fines comerciales en materias tan relacionadas con las condiciones de existencia y subsistencia del género humano; si bien, desde una perspectiva histórica cabe apreciar la progresiva reducción del ámbito de prohibiciones amparadas en esta causa. Una buena muestra se contiene en la Ley 10/2002, de 29 de abril, sobre protección jurídica de las invenciones biotecnológicas, que admite la patentabilidad de productos compuestos o que contengan materia biológica o de procedimientos que la utilicen, siempre que se aíslen de su entorno o se reproduzcan mediante procedimientos técnicos. Como puede observarse en este ámbito la aplicación industrial en sentido clásico (el denominado efecto técnico) está en entredicho y sin embargo se ha terminado por admitir la patentabiliad. También la Oficina Europea de Múnich tiende a una interpretación restrictiva de las prohibiciones sobre variedades en plantas y animales. La Ley de

Patentes por su parte ya admite de forma explícita en el segundo párrafo del apartado 1 del artículo 4, la patentabilidad sobre un producto compuesto de materia biológica o que contenga materia biológica, o un procedimiento mediante el cual se produzca, transforme o utilice materia biológica. Asimismo, los apartados 2 y 3 del artículo 4 se centran precisamente en la materia biológica como objeto de patente. C. La concesión de la patente: procedimiento Si bien con la anterior normativa de patentes existían dos procedimientos posibles para la concesión del derecho a la patente que nace con la expedición del título correspondiente, con la actual Ley de Patentes, se reduce a uno sólo, que incluye necesariamente un examen sustantivo sobre el objeto de la patente. La solicitud y procedimiento de concesión de la patente, están regulados con sumo detalle en los artículos 1 a 35 del Real Decreto 316/2017, esto es, los artículos contenidos en el Título I, Capítulo I sobre la solicitud de la patente y Capítulo II sobre el procedimiento de concesión, así como en la Orden ETU/296/2017, de 31 de marzo, por la que se establecen los plazos máximos de resolución en los procedimientos regulados en la Ley 24/2015, de 24 de julio, de patentes. (BOE 1 DE ABRIL DE 2017). En la solicitud de patente han de constar una serie de datos recogidos en el artículo 23 de la Ley y desarrollados convenientemente en el Real Decreto 316/2017 (Reglamento en adelante), entre los que como no podía ser menos se hace obligada una descripción del invento así como las llamadas reivindicaciones a través de las que se define el objeto para el que se solicita la protección según señala el artículo 28 de la Ley. Desde este momento comienza el procedimiento administrativo regulado en los artículos 32 al 42 de la Ley de Patentes, así como el Reglamento. Tras un examen de oficio por la Oficina Española de Patentes y Marcas en el que se pondrían de manifiesto si el objeto de la patente no está manifiestamente y en su totalidad excluido de la patentabilidad por aplicación de los artículos 4.4 y 5 de la Ley, o si no se cumplen los requisitos relativos a la representación y a la reivindicación de prioridad en su caso, así como cualquier otro referido a la regularidad formal de la solicitud cuya comprobación haya de realizarse, de acuerdo con lo establecido en el

Reglamento, antes de la publicación de la solicitud, dicha Oficina (OEPM), emitirá un informe sobre el estado de la técnica donde se hará mención a los elementos que determinan la novedad y actividad inventiva del objeto para el que se solicita la patente, así como una opinión escrita, preliminar no vinculante, acerca de si la invención objeto de la solicitud de patente cumple aparentemente los requisitos de patentabilidad establecidos en la Ley, y en particular, con referencia a los resultados de la búsqueda. Dicho informe así como la solicitud, son publicados en el Boletín Oficial de la Propiedad Industrial (BOPI), ante lo que cualquier tercero podrá presentar las observaciones que considere oportunas, debidamente razonadas y documentadas, sobre la patentabilidad de la invención objeto de la misma, sin que se interrumpa la tramitación. Estos terceros no se considerarán parte en el procedimiento. Tras lo anterior, la Oficina Española de Patentes y Marcas, examinará a petición del solicitante, si la solicitud de patente y la invención que constituye su objeto cumplen los requisitos formales, técnicos y de patentabilidad establecidos en la Ley de Patentes. Es el llamado examen sustantivo, tras el cual, si la Oficina no detecta la falta de ningún requisito que lo impida, concederá la patente solicitada. En caso contrario, se comunicará al solicitante las objeciones para que éste tenga la oportunidad de contestar a éstas o incluso de modificar las reivindicaciones. Si una vez recibida la contestación del solicitante, la Oficina considera que persisten motivos que impiden en todo o en parte la concesión de la patente, se vuelve a comunicar al solicitante para darle nuevas oportunidades de corregir su solicitud o formular alegaciones, antes de resolver definitivamente sobre la concesión o denegación de la patente. Hay que señalar, que la actual Ley de Patentes presenta como principal novedad frente a la anterior normativa, la de establecer un único procedimiento de concesión para simplificar y agilizar la protección de la innovación mediante patentes y reforzar la seguridad jurídica, contemplando como único sistema para la concesión de patentes: el de examen previo de novedad y actividad inventiva, que ahora pasa a denominarse según puede apreciarse en la redacción del artículo 39, examen sustantivo y cuya implantación gradual era lo inicialmente previsto en la Ley de Patentes de 1986. Se elimina, por tanto, el sistema opcional o «a la carta», introducido en la reforma llevada a cabo por el Real Decreto-ley 8/1998, de 31 de julio, de medidas urgentes en materia

de propiedad industrial, acabándose por tanto con la concesión de patentes «débiles» y debiendo todas las solicitudes tramitarse a través del examen sustantivo de novedad y actividad inventiva llevado a cabo por la Oficina Española de Patentes y Marcas tras el informe de la técnica. Y es que nada justifica, tal como señala la Exposición de Motivos de la Ley de Patentes, en el apartado IV, la concesión de una patente cuando el informe sobre el estado de la técnica revela que la invención que es objeto de la misma no es tal, por carecer de novedad o actividad inventiva. Dentro del modelo de concesión con examen sustantivo generalizado actual se pasa directamente a la fase de búsqueda para todas las solicitudes, como ocurre en los procedimientos internacionales, de manera que su iniciación no estará sujeta a otras condiciones que las imprescindibles para la realización de la búsqueda misma. Se sustituye por tanto el anterior procedimiento por otro que integra la búsqueda con el examen técnico, y cuyas conclusiones se plasmarán en la opinión escrita. Ésta será ya una primera comunicación del examinador a cuyas observaciones y objeciones, si las hubiere, podrá contestar el interesado al pedir el examen sustantivo si decide continuar con la tramitación, modificando en su caso la solicitud en la medida necesaria para ajustarse a las exigencias legales. Con estas y otras modificaciones que se recogen en la actual Ley de Patentes, se pretende acelerar el procedimiento de concesión, así como evitar el traslado a los competidores del coste y la carga de anular patentes que nunca debieron ser concedidas, y que propician falseamientos de la competencia basados en títulos cuya presunción de validez sólo puede ser destruida en vía judicial. D. Derecho sobre la patente: facultades y obligaciones del titular Cuando a través de la actividad humana se obtiene una invención, se adquirirá una posición de dominio sobre la misma que se traducirá en la concesión de una serie de derechos que, al igual que ocurre para el caso de los derechos de autor, son de naturaleza tanto moral como patrimonial. Así el inventor ostenta el derecho moral a ser reconocido como autor de la misma y que por su propia naturaleza no puede ser transmitido. En cuanto a los derechos patrimoniales, son aquéllos que hacen posible la directa utilización de la invención o bien su transferencia a terceros. El monopolio del inventor, exclusivo y excluyente, se produce por veinte años improrrogables, comenzando dicho plazo a contar

desde la solicitud. No así los efectos de la patente que se producen desde la publicación de la concesión en virtud del

artículo 58 de

la Ley de Patentes. Téngase en cuenta la excepción en cuanto a la prórroga para el caso de los medicamentos y productos fitosanitarios, que son objeto de regulación expresa de la Ley en los artículos 45 a 47, y a los que haremos mención posteriormente. Estos requieren autorizaciones de comercialización cuya concesión demora la explotación de la patente por lo que se ha considerado oportuna la prórroga por cinco años (por una sola vez), de las patentes sobre este tipo de productos. Durante el plazo de monopolio, el titular de la patente y sólo él o aquéllos por él autorizados podrán llevar a cabo la explotación de la invención patentada, lo que supone la vertiente positiva del derecho de patente junto a la vertiente negativa que permite al titular el impedimento u oposición a que otros utilicen el objeto de la patente sin la preceptiva autorización. Esta vertiente negativa es especialmente enfatizada por la Ley y entre los actos sobre los que el titular puede ejercer su ius prohibendi podemos diferenciar los de explotación directa y los de explotación indirecta, recogidos en los artículos 59 y 60 de la Ley. En el caso del artículo 59.1, apartado c), se hace referencia a los actos que implican la entrega u ofrecimiento de entrega de medios a personas no habilitadas para la puesta en práctica del objeto de la patente relativos a un elemento esencial de la invención patentada con independencia de que finalmente tenga lugar o no la puesta en práctica de dicho elemento con empleo de tales medios. En cuanto a la explotación directa, la exclusividad se extiende a la fabricación o comercialización del producto objeto de patente, así como su importación o posesión (incluido el almacenamiento) con fines comerciales, si se trata de patente sobre producto. En la patente de procedimiento, el derecho del titular se concreta en impedir la utilización o comercialización del procedimiento y la comercialización de productos obtenidos con él (art. 59). También es conveniente hacer referencia a la facultad que, en virtud de la anterior normativa, permitía al titular de la patente proteger las invenciones que perfeccionaran o desarrollaran la invención objeto de aquélla, y que se traducía en la posibilidad de solicitar adiciones a la patente. Pues bien, con la actual Ley de Patentes, no se pueden solicitar adiciones a las patentes. Como es natural, los derechos de exclusiva concedidos por la patente no son derechos absolutos y están sometidos a unos límites

recogidos en los artículos 61 a 66 de la Ley de Patentes, entre los que podemos hablar de «agotamiento del derecho de patente» -de indudable similitud con el agotamiento sobre el derecho de marca- por el que una vez que un producto fabricado al amparo de una patente ha entrado regularmente en el tráfico mercantil, su titular no podrá esgrimir derechos derivados de la misma respecto de vicisitudes que el producto experimente en el futuro (art. 61.2). El alcance de este agotamiento se produce a nivel comunitario, por lo que la Ley de Patentes recoge expresamente el agotamiento comunitario (en el Espacio Económico Europeo), en coherencia con los pronunciamientos del Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea al respecto. También supone un límite al derecho exclusivo de patentes, no poder impedir el titular la utilización de objetos o procedimientos patentados para el propio consumo o con fines experimentales según el Ley de Patentes, modificado por la

art. 61.1 c) de la

disposición final segunda de

la Ley 29/2006, de 26 de julio, de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios, y cuyo contenido vuelve ahora a modificarse según recoge el artículo 61 de la Ley, donde se separan como supuestos distintos, la excepción de uso experimental y la llamada «cláusula Bolar», que tienen distinto origen y finalidad, como ha sido reconocido por la jurisprudencia del Tribunal Supremo. Por último se encarga también el legislador de regular diferentes casos en que la patente entra en situaciones de conflictos con terceros que venían utilizando el objeto de la patente antes de ser concedida a su titular (art. 63), conflicto con la explotación de otras patentes de fecha anterior (art. 64), posibles conflictos entre patente anterior de la que es necesario hacer uso para explotar una patente posterior (art. 65), etc. No sólo tiene derechos el titular de la patente sino que habrá de hacer frente a una serie de obligaciones cuyo incumplimiento conlleva la pérdida del derecho exclusivo sobre la misma. En concreto, la principal de las obligaciones consistiría en la explotación dentro de los tres años desde la concesión o de los cuatro desde la solicitud, con aplicación automática del plazo que expire más tarde, como contraprestación al monopolio reconocido (art. 90.2 LP) lo que tiene cierto efecto disuasorio sobre aquéllos que han hecho de los llamados patent trolls un negocio lucrativo, al adquirir derechos de patente, no con el fin de explotarla, sino de

accionar por infracción de tales derechos frente a otras empresas o forzar acuerdos beneficiosos. La explotación de la patente tal como la recoge nuestra normativa podrá llevarse a cabo bien por el propio titular, bien por tercero debidamente autorizado para ello y será efectiva tanto si se produce en territorio español como en cualquier Estado miembro de la Organización Mundial del Comercio (OMC), siempre que dicha explotación resulte suficiente para abastecer la demanda en el mercado español (art. 90.1). Si el titular de la patente no desea explotarla pero desea conservar sus derechos, puede acudir al expediente de la llamada licencia de pleno derecho, regulado en los artículos 87 a 89 de la Ley de Patentes, y que consiste en un ofrecimiento permanente, inscrito en el correspondiente Registro, para que cualquier interesado pueda constituirse en licenciatario no exclusivo de la misma, debiendo cursar su aceptación a través de la Oficina Española de Patentes y Marcas, que, salvo acuerdo directo entre las partes, actuará también como árbitro para determinar la retribución que debe abonar el licenciatario o para modificar la cuantía a lo largo de su vigencia. De no existir ofrecimiento de licencia de pleno derecho ni explotación efectiva por el titular, la Ley prevé el sistema llamado de licencias obligatorias, que permite a cualquier persona la posibilidad de solicitar la concesión de una licencia, frente a la cual no cabrá oposición por parte del titular de la patente, siempre y cuando concurra alguna de las circunstancias previstas por la Ley de Patentes en el artículo 91, y desarrolladas en los siguientes artículos 92 a 96. Así, este mecanismo puede ponerse en práctica en los siguientes casos: 1. Falta o insuficiencia de explotación de la invención patentada. 2. Dependencia entre las patentes, o entre patentes y derechos de obtención vegetal. 3. Necesidad de poner término a prácticas que una decisión administrativa o jurisdiccional firme haya declarado contrarias a la legislación nacional o comunitaria de defensa de la competencia. 4. Existencia de motivos de interés público para la concesión. 5. Fabricación de productos farmacéuticos destinados a la exportación en aplicación del Reglamento (CE) n.º 816/2006 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 17 de mayo de 2006, sobre la concesión de licencias obligatorias sobre patentes relativas a la fabricación de productos farmacéuticos destinados a la exportación a países con problemas de salud pública. Por su parte, el procedimiento de concesión de

este tipo de licencias así como su régimen, son regulados en los artículos 97 a 99 y 100 a 101 de la Ley, respectivamente. Ningún sentido tiene la concesión de una serie de derechos sin la adecuada protección judicial (ante los Juzgados de lo Mercantil para la materia que nos ocupa y que recoge sin ambages la Ley en el artículo 118) ante una conculcación de los mismos por parte de terceros. Pues bien, esta tutela es recogida por la propia Ley de Patentes que concede al titular de la patente la posibilidad de reclamación consistente, en virtud del artículo 71 de la Ley en la redacción según la Ley 19/2006 por la que se amplían los medios de tutela de los derechos de propiedad intelectual e industrial y se establecen normas procesales para facilitar la aplicación de diversos reglamentos comunitarios, en la inmediata cesación de la violación y adopción de medidas para evitar que se repita; embargo y ulterior destrucción (con posibilidad de adjudicación resarcitoria) de los objetos en que se materialice la transgresión; indemnización de daños y perjuicios y publicidad de la sentencia que se dicte. Especial atención presta el legislador en el artículo 74, al tratamiento de los daños y perjuicios causados al titular de la patente, tanto en lo que se refiere la consideración de los mismos como a los criterios para su adecuada cuantificación. Así se tiene en cuenta tanto la pérdida que se haya sufrido incluyendo los gastos de investigación para la consecución de pruebas razonables (art. 74.1), como la ganancia que haya dejado de obtener como consecuencia de la violación de su derecho. En cuanto a la fijación de la cuantía de la indemnización, la Ley da la posibilidad de elección al demandante de optar bien por las consecuencias económicas negativas que se le hayan causado incluidas las ganancias que se hubieran obtenido de no haber existido la infracción, o bien la cantidad que el infractor habría tenido que abonar al titular de la patente en concepto de licencia para la lícita explotación de la misma [art. 74.2 a)]. Además, en virtud del artículo 76 de la Ley de Patentes, se concede al titular indemnización por el desprestigio sufrido por una defectuosa realización o presentación de la invención en el mercado. Asimismo debemos destacar la protección provisional ofrecida al mero solicitante de una patente por el artículo 67 de la Ley. En este sentido, éste puede solicitar una indemnización de quien desde el momento de la publicación de la solicitud de patente al de la publicación de la concesión de la misma, hubiera actuado de forma prohibida en el caso de que la patente hubiera estado ya concedida.

La Ley de Patentes mejora en algunos aspectos la adecuación a la Directiva 48/2004/CE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 29 de abril de 2004, relativa al respeto de los derechos de Propiedad Intelectual, al establecer, para fijar los daños y perjuicios, un canon mínimo y no un canon máximo como ocurría con la anterior normativa. El plazo prescriptivo de estas acciones es de cinco años a contar desde el momento en que pudieron ejercitarse (art. 78 LP). Además, la inviolabilidad de las patentes está protegida por disposiciones de carácter penal: vigente

artículos 273 y siguientes del

Código Penal.

E. Patente como objeto de negocios jurídicos: cesión, licencia y otras posibilidades La patente es en sí misma un bien susceptible de valoración económica que puede ser objeto de tráfico jurídico. El

Título

VIII de la Ley de Patentes no sólo regula la propiedad de la patente sino otras instituciones jurídicas de las que pueden ser objeto el derecho de patente como pueden ser la cotitularidad, la expropiación, el usufructo, la constitución de una hipoteca mobiliaria, la transmisión o cesión y las licencias. La propia Ley de Patentes en sus artículos 82.2 y 79.2 respectivamente, impone con carácter general la necesidad de que los actos y negocios que tengan por objeto la patente han de constar por escrito para su validez cuando son realizados mediante negocios entre vivos y que sólo surten efectos frente a terceros de buena fe desde su inscripción en el Registro de Patentes de la Oficina Española de Patentes y Marcas. Inscripción que conlleva la previa calificación de la validez, eficacia y legalidad de los actos que pretendan acceder a dicho Registro y que es función de la propia Oficina. En el Reglamento recogido en el Real Decreto 316/2017, se regula en el Capítulo III del Título IV, en sus artículo 72 a 76, lo relativo a inscripción y calificación Registral por parte de la OEPM. a) Cesión de la patente

Al hablar de cesión de la patente se está haciendo referencia a la transmisión plena de la misma, lo que supone un cambio definitivo de titularidad así como la transferencia de todos los derechos y facultades que esta comporta y que son susceptibles de transmisión. La transmisión puede ser tanto de la solicitud de patente, como de la patente ya concedida. El transmitente a título oneroso está obligado a poner a disposición del adquirente los conocimientos técnicos que posea y que sean necesarios para la adecuada explotación del invento, esto es, el llamado know how. Responde, salvo pacto en contrario, de la legítima titularidad sobre lo que transmite y, en consecuencia, de la pacífica posesión de la patente por el adquirente, así como para los casos en que lo transmitido sea la solicitud, de que esta desembocará en la concesión de una patente según establece el artículo 85.1 de la Ley de Patentes. El artículo 85.2 de la Ley desarrolla un caso de responsabilidad donde el contratante de mala fe es siempre responsable, sin posibilidad de pacto en contra. Luego establece una presunción de esta mala fe para un caso concreto: «no dar a conocer al otro contratante, haciéndolo constar en el contrato, con mención individualizada de tales documentos, los informes o resoluciones, españoles o extranjeros, de que disponga o le conste su existencia, referentes a la patentabilidad de la inversión objeto de la solicitud o de la patente». Las acciones de responsabilidad prescriben a los seis meses, contados a partir de la fecha de la resolución o sentencia firmes en que se fundamenta su exigencia según el artículo 85.3 de la Ley) que, finalmente, remite al Código Civil sobre el saneamiento por evicción. La responsabilidad frente a terceros por defectos del producto es solidaria entre transmitente y adquirente, sin perjuicio de ulteriores repeticiones entre ellos (art. 86 LP). b) Licencia de la patente Si la cesión hace referencia a la transmisión de la patente, igualmente la Ley regula la figura que con más frecuencia se da en el tráfico jurídico de las patentes: las licencias. Por éstas el licenciatario ostentará durante un determinado periodo de tiempo las facultades que la patente ofrece a su titular licenciante, mediante las cuales, en definitiva, se lleva a cabo la explotación económica. A cambio, el licenciatario habrá de pagar una remuneración al licenciante que suele consistir en una cantidad variable, esto es, los llamados royalties, además de una cantidad fija inicial según sea el

acuerdo entre las partes. Comoquiera que anteriormente se apuntó el régimen de las licencias de pleno derecho (arts. 87 a 89 LP) así como el de las licencias obligatorias (arts. 91 y ss.), es preciso ahora hacer referencia a las licencias contractuales, a través de las cuales las partes, esto es, licenciante y licenciatario, establecen de mutuo acuerdo el contenido del contrato por el que se licenciará la patente no habiendo más límites que los establecidos al respecto por la propia Ley de Patentes. Este tipo de licencias podrán ser exclusivas o no, según se reserve el titular la facultad de conceder otras licencias sobre la misma invención en un mismo territorio o incluso reservarse la posibilidad de explotarla por sí mismo. La presunción legal es la no exclusividad de la licencia de una patente (art. 83.5 LP), por lo que si nada señalan las partes al respecto, el licenciante estará en disposición de otorgar nuevas licencias sobre su invención patentada. Otras presunciones que establece la Ley de Patentes son por ejemplo la imposibilidad de otorgar sublicencias por parte de licenciatario (art. 83.3 LP) o la relativa a la extensión a todo el territorio español de la licencia (art. 83.4 LP). Por supuesto, al tratarse de presunciones, queda abierta la posibilidad de que las partes acuerden lo contrario. F. Extinción de la patente: caducidad. La patente nula y sus efectos Tras la concesión de una patente, la vigencia de la misma tal como es regulada por nuestra Ley de Patentes, puede estar bien condicionada a la concurrencia de determinados hechos que no tengan que ver con la voluntad de su titular, o bien al cumplimiento de algunos deberes del mismo. La declaración de la caducidad de la patente se da por la Oficina Española de Patentes y Marcas que habrá de dar publicidad a tal hecho a través del Boletín Oficial de la Propiedad Industrial. Además, cuando la caducidad se deba a la falta de explotación tras los dos años de la concesión de una licencia obligatoria, la declaración de caducidad procederá tras la instrucción del correspondiente expediente administrativo (art. 108.4 LP). El efecto de dicha declaración es la extinción de la patente que hasta ese momento era plenamente válida y eficaz y se produce ante la concurrencia de alguna de las causas recogidas por el propio artículo 108 de la Ley de Patentes. La principal consecuencia es que la invención objeto de la patente pasa a ser de dominio público y por ende, de libre utilización por parte de cualquiera. Asimismo y por razones evidentes, una vez que esto

ocurra, dicha invención no podrá volver a ser nuevamente objeto de patente. El supuesto más frecuente de caducidad es la expiración del plazo de veinte años para el que la patente se concede. Pero cabe también la caducidad por renuncia, en aplicación del principio general de renunciabilidad de derechos, siempre que queden a salvo los intereses de terceros, esto es, titulares de derechos reales o licenciatarios o cuando se halle pendiente una reivindicación por tercero, como aclara el artículo 110 de la Ley de Patentes. Es también causa de caducidad la falta de pago de los derechos y tasas anuales, mas con la posibilidad del pago en el plazo dentro de los seis meses de demora en los que habrá que pagar la sobretasa o la tasa de regularización según corresponda (art. 108.3). Si bien la anterior normativa contemplaba la posibilidad de rehabilitación de la patente cuando se justificara que el impago de la tasa se debió a causa de fuerza mayor, la actual Ley de Patentes no hace referencia alguna a este supuesto. En cambio, sí que se regula en el artículo 109 la diversa casuística en que las anualidades de la patente no son pagadas: situaciones de embargo o acciones de reivindicación sobre el derecho, permitiendo el pago de dichas tasas fuera de plazo y evitándose así la caducidad de la patente. Finalmente, la falta de explotación de la patente durante los períodos que, en cada caso, marca la Ley, es igualmente causa de caducidad según se desprende del propio artículo 108.1 d) y e), mostrándose en este último punto respetuoso el legislador con las disposiciones establecidas al respecto en los Convenios internacionales. En cuanto a la nulidad hay que señalar que una vez concedida la patente tras el correspondiente procedimiento administrativo -más allá de las vicisitudes que se hayan podido dar en el transcurso de éste como pueda ser recurso ante la resolución de la Oficina Española de Patentes y Marcas o incluso procedimiento judicial contencioso-administrativo- el único modo de atacar la validez de una patente será a través de la acción de nulidad ante los tribunales del orden civil. Cuando la patente se concede tras el procedimiento de examen sustantivo, el juicio de nulidad supondrá la vuelta sobre el examen a fondo de los extremos que ya fueran analizados por la Oficina de manera especialmente exhaustiva a través del informe resultante del examen previo de novedad y actividad inventiva. Puesto que la inscripción de la patente en el Registro de la Oficina Española de Patentes y Marcas implica solamente una

presunción iuris tantum de la validez de la misma, no quedará ésta convalidada ante una concesión que adolezca de alguna de las causas de nulidad legalmente recogidas a modo de numerus clausus en la Ley de Patentes. La declaración de nulidad por la jurisdicción civil implicará que la patente a pesar de haberse concedido nunca fue válida, por lo que los efectos de esta nulidad se retrotraerán al momento de dicha concesión (art. 104.1 LP), sin que por ello el legislador deje de prestar atención a la salvaguarda de los intereses legítimos de los terceros de buena fe que pudieran ostentar algún tipo de derecho sobre la patente controvertida, como pueden ser los licenciatarios (v. art. 104.3 LP). La nulidad puede ser total, si afecta a todas sus reivindicaciones, o parcial, si sólo se refiere a algunas. En la Ley de Patentes, se suprime la prohibición de anular parcialmente una reivindicación (art. 102 LP), y prevé que el titular de la patente pueda limitarla modificando las reivindicaciones, de manera que la patente así limitada sirva de base al proceso, como ya ocurre con las patentes europeas y se extienden los efectos de la nulidad a los certificados complementarios de protección, en la medida en que afecte al derecho sobre el producto protegido por la patente de base que fundamentó la concesión de aquéllos. El artículo 102 de la Ley de Patentes, recoge también las causas de nulidad: a) carencia de los requisitos de patentabilidad recogidos en el título II de la Ley; b) la defectuosa descripción del invento en el expediente de concesión; c) la concesión que exceda de la solicitud; d) cuando se haya ampliado la protección conferida por la patente tras la concesión; e) la concesión a persona distinta del aspirante legítimo. En cuanto a la legitimación activa, la acción de nulidad es ejercitable, durante toda la vida de la patente e incluso dentro de los cinco años siguientes a la fecha de caducidad de la patente, por cualquier interesado así como por la Administración pública. La Ley en su artículo 103, reconoce la legitimación para el ejercicio de la acción de nulidad, además de a los titulares de los derechos inscritos, a quienes acrediten haber solicitado debidamente la inscripción del acto o negocio jurídico del que traiga causa el derecho que se pretende hacer valer, siempre que tal inscripción llegue a ser concedida. Cuando se trate de patente concedida a persona distinta de la facultada para obtenerla, solo esta última podrá reclamar la nulidad. La legitimación pasiva corresponde al titular según el Registro aunque de existir licencias u otros derechos inscritos a favor de tercero, deberá notificarse también a éstos la demanda interpuesta. No pueden invocarse ante la jurisdicción

mercantil, que es la competente para conocer de las acciones de nulidad, los argumentos que fueron ya esgrimidos y rechazados en vía contencioso-administrativa (art. 103.5 LP). G. Las patentes internacionales En el ámbito internacional existe una amplia regulación sobre las patentes, destacando en primer término, el Convenio de la Unión Internacional para la protección de la Propiedad Industrial, de 20 de marzo de 1883, y conocido de forma generalizada como «Unión de París» (CUP). Ha sido revisado varias veces y en España está vigente desde 1974 el texto de Estocolmo, de 14 de julio de 1967. Tiene una especial importancia el establecimiento por esta normativa de dos principios en la materia de patentes. Son los principios de trato nacional y de prioridad unionista que serán respetados por todos los países parte del Convenio. Por otro lado el Tratado de Cooperación en materia de Patentes (PCT de Washington, 1970, cuyo Reglamento de desarrollo en su última versión se da, tras las modificaciones al Reglamento del Tratado de cooperación en materia de patentes (PCT) adoptadas por la Asamblea de la Unión Internacional de cooperación en materia de patentes (Unión PCT) en su 50.ª reunión (29º Sesión extraordinaria), celebrada en Ginebra del 24 de septiembre a 2 de octubre de 2018 . Hay que incluir igualmente el Instrumento de Adhesión del Tratado sobre el derecho de patentes (PLT), Reglamento del tratado sobre el derecho de patentes, y Declaraciones concertadas por la Conferencia Diplomática relativas al Tratado y al Reglamento, hechos en Ginebra el 1 de junio de 2000 (BOE de 9 de octubre de 2013). Destacar asimismo el Convenio de Múnich, de 5 de octubre de 1973, incorporado a nuestro ordenamiento mediante Real Decreto 2424/1986, de 10 de octubre y hoy derogado por el actual Real Decreto 316/2017. Destaca la creación de la Oficina Europea de Patentes con sede en Múnich. Al presentar ante ésta una solicitud de patente, se considerarán designados en la petición de concesión de la patente europea todos los Estados contratantes que sean Partes en el Convenio en el momento de presentación de la solicitud, según reza el artículo 79.1 del Convenio en su actual redacción tras su modificación por el Acta de Revisión de 29 de noviembre del 2000. Se logra por tanto la solicitud de una patente por cada país parte del Convenio a través de un trámite único, por

lo que si bien no se está ante una certificación de patente única para todos los países miembros, sí que se conseguirá solicitar diferentes patentes nacionales de una sola vez. Una vez concedida la patente europea, varios Estados exigen la traducción y validación de la patente europea ante sus Oficinas nacionales de propiedad industrial para que la patente europea produzca efectos en su territorio. Finalizado todo el proceso, la patente europea que ha designado a los distintos Estados de la UE se traduce en un «haz de patentes», de modo que los efectos jurídicos de la patente europea en cada Estado se determinan de conformidad con la legislación nacional de esos Estados. Y de la misma manera, el titular de la patente debe entablar acciones por infracción en cada una de las jurisdicciones en que se han producido los actos lesivos, siendo igualmente preciso entablar las acciones de nulidad en cado uno de los Estados en los que se quiere anular la patente. Hoy por hoy, sobre la base de este Convenio y a través de la Oficina en Múnich, se encauzan en su mayoría las patentes que se pretenden obtener para España. No hay que olvidar el Acuerdo (ADPIC) cuyos artículos 27 a 34 incluyen disposiciones programáticas, como la que alude al período de veinte años de vigencia mínima de la patente. Distinto es lo que se pretende a través de la Patente Comunitaria contenida en el Convenio de Luxemburgo, de 17 de noviembre de 1975, pues a través de una única solicitud se obtendría una sola patente para todo el territorio de la unión Europea. El Convenio de Luxemburgo hoy es seguido por el Reglamento del Parlamento Europeo y del Consejo por el que se establece una cooperación reforzada en el ámbito de la creación de protección mediante una patente unitaria de la Comisión Europea, de 13 de abril de 2011, bajo la autorización de la Decisión 2011/167/(UE) del Consejo, trabajos conducentes a la obtención de una «patente unificada». Tras éstos, han visto la luz, el Reglamento 1257/2012 de diciembre 17 de 2012 por el que se establece una cooperación reforzada en el ámbito de la creación de una protección unitaria mediante patente. Y el Reglamento 1260/2012, por el que se establece una cooperación reforzada en el ámbito de la creación de una protección unitaria mediante patente en cuanto a disposiciones sobre traducción (DOUE 31/12/2012) y el Acuerdo internacional sobre un Tribunal Unificado de Patentes (TUP) firmado el 19 de

Febrero de 2013. La idea principal es crear una «simbiosis» entre dos sistemas: el del Reglamento de la patente comunitaria y el del Convenio de Múnich. El Reglamento viene a completar el Convenio de Múnich. La patente comunitaria será concedida por la Oficina como patente europea en la que se designa el territorio de la Comunidad en vez de cada uno de los Estados miembros. La aplicación del Reglamento requiere la adhesión de la Comunidad al Convenio de Múnich, así como una revisión de dicho Convenio para que la Oficina pueda conceder una patente comunitaria, que tendrá carácter unitario y autónomo, lo que significa que surte los mismos efectos en todo el territorio de la Comunidad. Sólo podrá concederse, transmitirse o anularse para toda la Comunidad. Los actuales Reglamentos 1257/2012 y 1260/2012 así como el Acuerdo internacional sobre un Tribunal Unificado de Patentes (TUP) de 2013, se inspiran en el sistema actual de patentes europeas, confiriendo un efecto unitario a las patentes europeas concedidas para los territorios de los Estados miembros participantes. La protección unitaria es opcional y coexistirá con las patentes nacionales y europeas. Los titulares de patentes europeas concedidas por la Oficina Europea de Patentes podrán presentar una solicitud a la citada Oficina en el plazo de un mes tras la publicación de la nota de concesión de la patente europea para que registre el efecto unitario. Una vez registrado, el efecto unitario proporcionará una protección uniforme en todo el territorio de los Estados miembros participantes. Las patentes europeas con efecto unitario solo pueden concederse, transferirse, revocarse o extinguirse con respecto al conjunto de esos territorios. Los Estados miembros participantes encomendarán a la Oficina Europea de Patentes la tarea de gestionar las patentes europeas con efecto unitario. En definitiva hay que destacar los rasgos de la patente europea con efecto unitario: carácter unitario, protección uniforme y efectos idénticos en todos los Estados miembros participantes del Acuerdo. Con ello, como puede leerse en la exposición de motivos del Reglamento 1257/2012, en su apartado 4, se pretende estimular el progreso científico y técnico y el funcionamiento del mercado interior, al facilitar el acceso al sistema de patentes y hacerlo menos costoso y en condiciones de mayor seguridad jurídica. Asimismo, implicará una mejora en el nivel de protección mediante patente puesto que posibilitará la obtención de una protección uniforme de las patentes en los Estados miembros participantes, y la eliminación de costes y trámites complejos para las empresas en toda la Unión.

Es importante señalar que España en principio no quedaría afectada directamente por la normativa referida a la patente unitaria, pues por diversas razones entre las que destaca la idiomática, nuestro país no forma parte de los acuerdos hasta ahora firmados en torno a esta patente que han dado como resultado los citados Reglamentos. II. EL MODELO DE UTILIDAD

2. CONCEPTO Al igual que la patente, el modelo de utilidad es también considerado como invención industrial, que tal como define el artículo 137.1 de la Ley de Patentes consiste en una invención nueva que implica actividad inventiva y que proporciona a un objeto una configuración, estructura o constitución de la que resulte alguna ventaja prácticamente apreciable para su uso o fabricación. La Ley de Patentes dispensa a su creador una protección semejante a la patente que se articula a través de esta figura actualmente regulada en el título XIV (arts. 137 a 150) y en los artículos 58 a 63 del Reglamento. De la definición se colige que no caben modelos de utilidad que protejan invenciones de procedimiento, lo que nos muestra una primera diferencia con la patente. 3. REQUISITOS PARA SU CONCESIÓN Puesto que ambas figuras, la patente y el modelo de utilidad, recaen sobre igual objeto, esto es, una invención, la diferencia entre ellas hay que buscarla en el ámbito de los derechos que ostenta su titular. En muchas ocasiones, desde un punto de vista teórico, la tarea diferenciadora no resulta fácil pero la misma puede ser más llevadera atendiendo al modo en que ambas quedan configuradas en la Ley de Patentes. Y es precisamente a través de las diferencias entre ambas figuras que se infieren además los requisitos para la protección del modelo de utilidad. Si bien en la anterior normativa de patentes el ámbito territorial para determinar el requisito de novedad para el caso del modelo de utilidad era el nacional frente al internacional exigible al invento patentable, la Ley de Patentes actual equipara ambas figuras en lo que respecta a este punto, mediante el requisito de novedad mundial también para el modelo de utilidad. Y es que a día de hoy, con los medios de divulgación existentes, el requisito de novedad y su valoración, no

deja de ser muy discutible, teniendo en cuenta la novedad nacional. En cuanto a la actividad inventiva, como requisito que ha de reunir, es menos exigente para con el modelo de utilidad pues es suficiente con que no resulte del estado de la técnica de un modo muy evidente para un experto en la materia, frente a la mera evidencia en el caso de las patentes. En lo referido al requisito de la aplicación industrial viene éste a coincidir con lo que ya se apuntaba para el caso de la patente. La Ley de Patentes amplía el área de lo que puede protegerse como modelo de utilidad, hasta ahora prácticamente restringido al campo de la mecánica, excluyendo tan solo, además de los procedimientos e invenciones que tienen por objeto materia biológica, que también lo estaban con la anterior normativa, las sustancias y composiciones farmacéuticas, entendiendo por tales las destinadas a su uso como medicamento en la medicina humana o veterinaria. La exclusión se mantiene para estos sectores debido a sus especiales características, pero no para el resto de los productos químicos, sustancias o composiciones, que podrán acogerse a esta modalidad de protección. Para el caso de los modelos de utilidad sólo existe un procedimiento de concesión, consistente en la llamada a oposiciones por parte de terceros que aleguen la falta de los requisitos exigidos en virtud del

artículo 144 de la Ley de Patentes.

No existe la posibilidad de otorgar adiciones sobre un modelo de utilidad. Si bien esto suponía una diferencia respecto de las patentes en la normativa anterior, con la actual Ley de Patentes, ni éstas ni aquellas pueden ser adicionadas. Una última diferencia encontramos entre ambas figuras: el ámbito temporal de protección otorgado al titular del modelo de utilidad será de diez años improrrogables frente a los veinte que se conceden al titular de la patente. Con todo, no siempre será fácil trazar la línea divisoria entre una patente de producto y un modelo de utilidad. Por ello, es frecuente que solicitudes presentadas para obtener una patente acaben logrando la protección que interesan a través del modelo de utilidad. No es solo este el caso en que se difumina la frontera con el modelo de utilidad y otra figura del ámbito industrial. Así, puesto que la forma está indisolublemente vinculada a la ventaja o resultado útil que reporta el modelo de utilidad, no siempre será fácil su distinción

del diseño industrial. Habrá de constatarse que al variar la forma se anula el resultado técnico esperado para afirmar que efectivamente estamos ante un modelo de utilidad y obtener la tutela prevista por la Ley para esta figura. En efecto, a través del diseño industrial ninguna ventaja se obtiene en cuanto al uso o fabricación del producto, sino la mera estética que lo diferencie en el mercado de otros productos similares como se verá posteriormente. Por último, no podemos por menos que señalar el punto de vista ofrecido por la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia en el Informe IPN/DP/004/14, sobre la Propuesta de Anteproyecto de modificación de la Ley de Patentes, actual Ley de Patentes, en el que centra la atención en la figura del modelo de utilidad y tras analizar las modificaciones previstas en dicho Anteproyecto, se recomendaba como primera opción, que se efectúe una evaluación del mantenimiento de la figura de los modelos de utilidad desde la óptica de los principios de necesidad, proporcionalidad y mínima restricción. En caso de que no supere dicha evaluación, de forma que quede acreditado que estemos ante un régimen de protección excesivamente intenso para una actividad inventiva de escasa transcendencia técnica, se recomendaría su eliminación. Subsidiariamente, si se considerase que el interés general justifica la concesión de una exclusiva durante diez años a invenciones de bajo nivel inventivo, y por tanto se decide su mantenimiento, se recomienda que su concesión se someta a examen previo obligatorio, al igual que las patentes. Recomendación que no se ha seguido a resultas de la redacción de la Ley de Patentes, que sigue sin contemplar examen sustantivo (o examen previo) para el modelo de utilidad. 4. CONTENIDO DEL DERECHO SOBRE EL MODELO DE UTILIDAD En cuanto al contenido del derecho del modelo de utilidad, en lo que no impidan sus diferencias esenciales, a los modelos de utilidad serán de aplicación las disposiciones sobre las patentes de invención (art. 150 LP). Por lo demás la propia normativa remite para completar el contenido del derecho del modelo de utilidad a las disposiciones relativas a la patente, ya que el artículo 148.1 de la Ley afirma que al titular del modelo de utilidad se le conceden los mismos derechos que al de la

patente de invención, hecho indicativo de hasta qué punto estamos ante figuras afines de propiedad industrial. III. OTRAS MODALIDADES DE PROPIEDAD INDUSTRIAL

A continuación se hace referencia a tres diferentes modalidades de propiedad industrial que por su idiosincrasia han sido reguladas de manera autónoma aunque su relación con el ámbito jurídico de las patentes es indudable. 5. PROTECCIÓN JURÍDICA DE LAS OBTENCIONES VEGETALES En esencia las variedades vegetales pertenecen a la categoría de invenciones biotecnológicas y según define la Ley que la regula se trata de un conjunto de plantas de un solo taxón botánico del rango más bajo conocido. Para ser protegido, la propia Ley establece las condiciones que esta variedad ha de reunir. Antes de entrar en ello es aconsejable hacer referencia al conjunto normativo que regula esta figura de derecho industrial. Actualmente su regulación nacional la hallamos en la

Ley 3/2000, de 7 de enero, de

régimen jurídico de las obtenciones vegetales, modificada por Ley 3/2002, de 12 de marzo. Así como su Reglamento de ejecución, el Real Decreto 1261/2005, de 21 de octubre, por el que se aprueba el Reglamento de protección de obtenciones vegetales. Éste a su vez se ha modificado por el

Real Decreto 593/2014,

de 11 de julio. Es imprescindible además, tener en cuenta el Reglamento 2100/94, del Consejo, de 27 de julio de 1994, relativo a la protección uniforme de las obtenciones vegetales en todo el territorio de la Unión Europea modificado por el Reglamento (CE) nº 15/2008 del Consejo, de 20 de diciembre de 2007, así como el Reglamento (CE) nº 874/2009 de la Comisión, de 17 de septiembre de 2009, por el que se establecen disposiciones de aplicación del Reglamento (CE) nº 2100/94 del Consejo en lo relativo al procedimiento ante la Oficina Comunitaria de Variedades Vegetales, modificado a su vez por el Reglamento de Ejecución (UE) No 763/2013 de la Comisión de 7 de agosto de 2013, por el que se modifica el Reglamento (CE) no 637/2009 en lo que respecta a la clasificación de determinadas especies vegetales a efectos de evaluación de la adecuación de las denominaciones de las

variedades. Al igual que ocurre con el diseño industrial comunitario o la marca comunitaria se obtiene una protección uniforme de la obtención vegetal en todo el territorio de la Unión Europea a través de una única solicitud ante la Oficina Comunitaria de Obtenciones Vegetales. De carácter internacional, también es necesaria la referencia al Convenio Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales de 1961, cuya última revisión se produjo en 1991, del que es parte España. La protección de las variedades vegetales se excluye de forma expresa por la normativa de patentes en virtud del artículo 5.1 b) de la Ley. Y una de las razones es que a pesar de que como se verá a continuación, uno de los requisitos para la protección de una variedad vegetal es la homogeneidad, no implica esto la posibilidad de repetición necesaria en las invenciones patentables. Para ser protegido por la Ley 3/2000, de 7 de enero, de Régimen Jurídico de las Obtenciones Vegetales, una variedad vegetal ha de diferenciarse por las características que se desprenden de un cierto genotipo o combinación de ellos y ser posible su propagación sin alteración. De manera concreta el artículo 5.1 de la Ley se refiere a que la variedad ha de ser nueva, distinta, homogénea y estable. La novedad es un concepto legal referido al hecho de que no se haya entregado o vendido para su explotación sin que ninguna vinculación se produzca con el criterio de lo desconocido o nuevo que tanta importancia tiene en el ámbito de la patente. Como se decía antes la homogeneidad se refiere a la suficiencia de uniformidad en cuanto a las características que presenta la variedad, esto es, a que tras su multiplicación se dé homogeneidad de características de modo que sea diferenciable de otras variedades vegetales, lo que precisamente supone el otro requisito necesario, esto es, la distintividad que supone un término relativo al valorarse respecto de las características de cualquier otra variedad vegetal notoriamente conocida en la fecha de presentación de la solicitud del certificado. A estos efectos la propia Ley de Obtenciones Vegetales se encarga de establecer lo que se considera como notoriamente conocido: una variedad vegetal será notoriamente conocida desde que se haya presentado su solicitud de inscripción en un Registro oficial llegando a inscribirse en éste, o bien desde que se haya presentado en cualquier país una solicitud de concesión de Título de Obtención Vegetal (TOV) y éste llegue a

concederse. Dándose estas circunstancias será el actual Ministerio de Agricultura y Pesca y Alimentación, el que ante la solicitud entregada directamente en la sede del órgano competente de la Comunidad Autónoma en la que esté establecido el solicitante (para la realización del examen de forma), conceda la inscripción y otorgamiento del correspondiente Título de Obtención Vegetal, que confiere el derecho para esta obtención por un tiempo de 25 años o de 30 en caso de variedades de vid y de especies arbóreas. Una vez se obtiene el Título, la Ley de Obtenciones Vegetales recoge en el artículo 12, estas facultades: a) La producción o la reproducción (multiplicación). b) El acondicionamiento a los fines de la reproducción o de la multiplicación. c) La oferta en venta. d) La venta o cualquier otra forma de comercialización. e) La exportación. f) La importación, o g) La posesión para cualquiera de los fines mencionados en los apartados a) a f). Como límites al derecho del obtentor son destacables aquéllas en beneficio del agricultor entre las que destaca la posibilidad de utilizar con fines de propagación en sus propias explotaciones el producto de la cosecha obtenido de la siembra en ellas de material de propagación de una variedad protegida que haya sido adquirida lícitamente y no sea híbrida ni sintética, beneficio que el propio artículo 14 que lo regula se encarga de someter a una serie de reglas, donde la determinación del pequeño agricultor deviene fundamental a los efectos de evitar la remuneración al obtentor por la propagación de la variedad en las condiciones previstas. Conviene tener en cuenta la anulación del Tribunal Supremo (Sala Tercera) mediante su sentencia de 5 de junio de 2007, por la que se anulan los artículos 7.1 y 18 del Real Decreto 1261/2005, de 21 de octubre, que aprobó el Reglamento de Protección de las Obtenciones Vegetales («B.O.E.» 18 diciembre), y que guarda relación directa con la necesidad de recabar la autorización del obtentor, así como con los límites a su derecho. Por último, señalar que, a pesar de que al referirnos a las obtenciones vegetales, nos situamos en el ámbito industrial de las invenciones, razón por la que se estudia esta figura jurídica en este capítulo, la reciente modificación de la

Ley de Marcas operada

por el Real Decreto-ley 23/2018, de 21 de diciembre, de transposición de directivas en materia de marcas, transporte ferroviario y viajes combinados y servicios de viaje vinculados, incluye una nueva prohibición absoluta de registro marcario, cuando lo que se pretenda registrar es un signo que consista en, o reproduzca en sus elementos esenciales, la denominación de una

obtención vegetal anterior, registrada conforme a la legislación de la Unión o al Derecho nacional, o a los acuerdos internacionales en los que sea parte la Unión o España, que establezcan la protección de las obtenciones vegetales, y que se refiera a obtenciones vegetales de la misma especie o estrechamente conexas. 6. TOPOGRAFÍAS DE PRODUCTOS SEMICONDUCTORES Este fruto de la innovación presenta, cuando nos acercamos por primera vez a él una dificultad inicial: su propio nombre no nos permite identificar apriorísticamente qué es lo que se protege. Por ello quizás sea mejor, comenzar este epígrafe diciendo que este es el título legal por el que se protegen los circuitos integrados o chips con los que el mundo de la informática tanto nos ha familiarizado (y la telefonía móvil, y los microondas...). Su protección es esencial para la investigación en el hardware y las posibilidades de procesar información, guardar memoria y realizar funciones que dependen de la capacidad de estos elementos y sin embargo en sus componentes nada hay de original pues están formados por circuitos electrónicos fotolitografiados donde se integran transistores conectados sobre una base semiconductora. La capacidad semiconductora permite la conducción de impulsos eléctricos y, por ello, en una visión simple, es idónea para trabajar con sistemas binarios. La regulación de esta figura se encuentra en la Ley 11/1988, de 3 de mayo, de Protección Jurídica de las Topografías de los Productos Semiconductores (LTPS) y modificada en algún aspecto administrativo por la

Ley 39/2010, de 22 de diciembre. A través

de la Ley 11/1988 se incorporaba en nuestro país la Directiva 87/54 (CEE) del Consejo, de 16 de diciembre de 1986. A su vez, el Real Decreto 1465/1988, de 2 de diciembre de 1988, aprueba el Reglamento para ejecución de la Ley, modificado en varias ocasiones a los efectos de ampliar el ámbito subjetivo de protección, siendo la última modificación operada por el Real Decreto 149/1996, de 2 de febrero, por el que se amplía la protección jurídica de las topografías de los productos semiconductores a los nacionales de los miembros de la Organización Mundial del Comercio. En el artículo 1 de dicha Ley se lleva a cabo una definición de producto semiconductor (art. 1.1

LTPS) así como del concepto de topografía aplicado a dichos productos (art. 1.2 LTPS). Aquél estaría constituido según la norma, por un sustrato que incluya una capa de material semiconductor y a su vez tenga una o más capas suplementarias de materiales conductores, aislantes o semiconductores, dispuestas en función de una estructura tridimensional predeterminada. Además la función ha de ser, en exclusiva o junto a otras, electrónica. En cuanto al concepto de topografía, se refiere éste a una serie de imágenes interconectadas, sea cual fuere la manera en que estén fijadas o codificadas que representen la estructura tridimensional de las capas que componen el producto semiconductor donde cada imagen tenga la estructura o parte de la estructura de una de las superficies del producto semiconductor en cualquiera de sus fases de fabricación. El objeto de protección de la topografía de este tipo de productos es la propia disposición original, la disposición tridimensional y sus conexiones (topografía gráfica) o el esquema del trazado de las piezas dentro de un circuito integrado o chip. Lo protegido es precisamente la disposición de las piezas y no éstas en sí mismas y se exige que la mencionada disposición de las piezas como resultado final sea fruto del intelecto de su autor. Se ha de presentar a registro ante la Oficina Española de Patentes y Marcas y el derecho otorgado tendrá una duración de diez años. En cuanto al contenido del derecho, se recoge en el artículo 5.1 de la Ley de Protección Jurídica de las Topografías de los Productos Semiconductores, mientras que el resto de apartados vienen a establecer los límites al mismo. Así, quien obtenga la protección de la topografía del producto semiconductor tendrá los derechos exclusivos autorizar o prohibir la reproducción de la misma (salvo la reproducción a título privado con fines no comerciales) y la explotación comercial o la importación con tal fin de una topografía o de un producto semiconductor en cuya fabricación se haya utilizado la topografía objeto de protección. Como se ha dicho los siguientes apartados establecen casos en los que el ius prohibendi del titular del derecho no podrá ser ejercido por éste, como pueden ser aquéllos en que se utiliza con fines de análisis, evaluación o enseñanza de los conceptos, procedimientos, sistemas o técnicas incorporados en la topografía (art. 5.2 LTPS), o en casos de agotamiento de este derecho que al igual que en el ámbito marcario o de patentes, es a nivel comunitario (art. 5.4 LTPS).

7. CERTIFICADOS COMPLEMENTARIOS DE PROTECCIÓN DE MEDICAMENTOS Y DE PRODUCTOS FITOSANITARIOS Los Certificados complementarios de protección suponen la ampliación de protección de una patente por un máximo de 5 años a partir de la fecha de expiración de la misma pasan a recogerse en los artículos 45 a 47 de la Ley de Patentes, aunque limitándose a regular algunas cuestiones cuya comprobación la normativa comunitaria deja al derecho interno y el régimen de tasas. El resto de la regulación está ya contenida en la normativa comunitaria que es directamente aplicable a este tipo de títulos. Estos requieren autorizaciones de comercialización cuya concesión demora la explotación de la patente, por lo que se ha considerado oportuna la prórroga por cinco años (por una sola vez), de las patentes sobre este tipo de productos. Su regulación corresponde al

Reglamento (CEE) nº 1768/92 con las modificaciones

efectuadas por el

Reglamento (CE) nº 1901/2006 y el más

actual Reglamento (CE) 469/2009 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 6 de mayo, relativo al Certificado Complementario de protección para los medicamentos y su correlativo 96/1610, para productos fitosanitarios ( Reglamento (CE) nº 1610/96 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de julio de 1996 relativa a la creación de un certificado complementario de protección para productos fitosanitarios). Esta figura para ampliar la vida de las patentes sólo opera en ciertas materias como son los productos farmacéuticos y los productos fitosanitarios. La ampliación pretende ser una compensación por el período de tiempo transcurrido desde la inscripción a las pruebas necesarias para que se autorice la comercialización de estos productos cuya concesión puede demorarse varios años. Esto supone una importante reducción del plazo restante para la explotación de la patente por lo que si no se diera la posibilidad de prorrogar el plazo de protección, las posibilidades de recuperar la inversión realizada serían menores. Y es que a diferencia de las patentes sobre productos no pertenecientes a estas materias, el titular de una patente sobre un producto farmacéutico o producto sanitario no puede explotar de forma inmediata el objeto de dicha patente, pues por razones de interés sanitario, las autoridades públicas competentes en la

materia exigen una serie de verificaciones, comprobaciones y controles, tras los cuales se obtendrá en su caso la autorización de comercialización que en España es expedida por la Agencia Española de Medicamentos y Productos sanitarios, perteneciente al actual Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social. Dicha autorización habrá de ajustarse a las disposiciones de la Ley 29/2006, de 26 de julio, de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios. Además habrá que tener en cuenta el

Real Decreto 1091/2010, de 3 de septiembre, por el

que se modifica el Real Decreto 1345/2007, de 11 de octubre, por el que se regula el procedimiento de autorización, registro y condiciones de dispensación de los medicamentos de uso humano fabricados industrialmente, y el Real Decreto 1246/2008, de 18 de julio, por el que se regula el procedimiento de autorización, registro y fármacovigilancia de los medicamentos veterinarios fabricados industrialmente. Todo lo anterior a su vez ha de respetar lo establecido por la Directiva 2010/84/(UE) del Parlamento Europeo y del Consejo, de 15 de diciembre de 2010, que modifica, en lo que respecta a la fármacovigilancia, la Directiva 2001/83/(CE) por la que se establece un código comunitario sobre medicamentos para uso humano, incorporada a nuestro ordenamiento jurídico español por la Ley 10/2013, de 24 de julio, por la que se incorporan al ordenamiento jurídico español las Directivas 2010/84/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 15 de diciembre de 2010, sobre farmacovigilancia, y 2011/62/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 8 de junio de 2011, sobre prevención de la entrada de medicamentos falsificados en la cadena de suministro legal, y se modifica la Ley 29/2006, de 26 de julio, de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios. A su vez, Real Decreto 577/2013, de 26 de julio, por el que se regula la farmacovigilancia de medicamentos de uso humano que incorpora al ordenamiento jurídico interno las novedades introducidas por la Directiva 2010/84/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 15 de diciembre de 2010, y por la Directiva 2012/26/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 25

de octubre de 2012, así como los (UE) nº 520/2012 y

Reglamentos de ejecución

nº 1027/2012.

Los requisitos del producto sobre el que recaerá el certificado complementario son los siguientes: el producto debe estar protegido mediante una patente en vigor, debe poseer la autorización de comercialización preceptiva, no puede haber sido objeto de un certificado complementario de protección anteriormente y la autorización de comercialización ha de ser la primera. El certificado complementario de protección se debe solicitar en la Oficina de Patentes que haya concedido la patente de base en el plazo de seis meses desde la concesión de la autorización de comercialización (si ya se ha concedido la patente) o bien desde la concesión de la patente (si la autorización de comercialización ha sido anterior). Por último aclarar que el certificado complementario de protección no constituye una mera prolongación de la vida de la patente de base, ya que sólo quedaría amparado por dicho certificado el medicamento para el que se ha obtenido la autorización de comercialización. IV. EL DISEÑO INDUSTRIAL

8. REGULACIÓN Y CONCEPTO Hablar de diseño es hacer referencia a la apariencia conferida a un producto para diferenciarla de otros productos competidores. La norma interpreta el término de producto como todo artículo industrial o artesanal, incluidas, entre otras, las piezas destinadas a su montaje en un producto complejo, el embalaje, la presentación, los símbolos gráficos y los caracteres tipográficos con exclusión de los programas informáticos. El hecho de que el diseño confiera la apariencia a un producto según un concepto del mismo que sugiere la fabricación seriada para abastecimiento del mercado u objetos producidos en masa en los cuales se repite dicho diseño, vendría a justificar el nombre de diseño industrial. Esta apariencia conferida no es consecuencia obligada de las condiciones técnicas o del destino del objeto a que se incorpora sino que se justifica por un deseo de singularizar ese objeto, con la intención de entrar en el mercado o lograr un mayor éxito en él.

El diseño industrial es una figura jurídica regulada actualmente por la Ley 20/2003, de 7 de julio, sobre Protección Jurídica del Diseño Industrial (LDI en adelante). A su vez esta Ley ha sido modificada en algunos aspectos de carácter administrativo por la

Ley de Patentes actual.

En virtud del artículo 2 de la LDI, el diseño industrial supone la apariencia de la totalidad o una parte de un producto que se deriva de las características de, en particular, las líneas, contornos, colores, forma, textura o materiales del producto en sí o de su ornamentación. La protección del diseño industrial es condicionada por nuestro ordenamiento jurídico, a la inscripción en el Registro de Diseños, dependiente de la Oficina Española de Patentes y Marcas, habiéndose establecido en el texto legal una exhaustiva regulación sobre la solicitud y el procedimiento de registro, contenida en los artículos 20 a 47 de la LDI, así como en los

Títulos I (artículos 1,

2, 6) y Título II (arts. 9 a 13) del Real Decreto 1937/2004. La inscripción queda condicionada a la concurrencia de una serie de requisitos que ha de presentar el diseño, requisitos que pasan a analizarse a continuación. 9. CARACTERÍSTICAS DEL DISEÑO INDUSTRIAL Los requisitos exigibles al diseño para ser protegido como tal se refieren principalmente a la novedad y el carácter singular en virtud del artículo 4 de la Ley del Diseño Industrial. La novedad es un concepto delimitado legalmente como el aspecto del diseño que no es idéntico a otro que haya sido accesible al público antes de la fecha de presentación de la solicitud de registro, o si se reivindica prioridad, antes de la solicitud de la misma. Ante esto puede surgir la duda sobre qué ha de estimarse como idéntico según la Ley, cuestión que se encarga de aclarar el artículo 6 al establecer que dos diseños son idénticos cuando sólo difieren en detalles irrelevantes, de lo que se colige que no se trata de identidad absoluta con las repercusiones que ello tiene a la hora de valorar hasta qué punto hay identidad por ser los detalles diferenciadores simplemente irrelevantes. En cuanto al requisito de la singularidad se vincula éste a la impresión general que produce el diseño a un usuario informado, de forma que permite a éste diferenciarlo de otro

diseño hecho accesible al público antes de la fecha de presentación de la solicitud de registro. Por ello puede decirse que la singularidad es siempre, no sólo un concepto provisto legalmente de un claro matiz subjetivo, sino de la relatividad que permite diferenciar un diseño de otro. La accesibilidad al público o falta de la misma que determina la novedad ha de interpretarse como la publicación, exposición, comercialización o divulgación del diseño aunque se trata de una presunción que según el artículo 9 de la Ley de Diseño Industrial permite prueba en contra para los casos en que se pueda probar que a pesar de que se han dado alguna de dichas circunstancias, el diseño no pudo conocerse por los círculos especializados en el sector. En otros casos en cambio, la propia Ley se encarga de considerar que ciertos casos en que se dan las circunstancias anteriores no implican la pérdida del requisito de la novedad. Son las llamadas divulgaciones inocuas que se dan cuando el autor del diseño, sus causahabientes o un tercero con la información facilitada por el autor, divulgan el diseño en los doce meses anteriores a la presentación de solicitud de registro según establece el artículo 10 de la Ley. Es interesante igualmente poner de relieve el régimen establecido en torno al producto complejo, cuyo diseño también es protegible pero que puede traer consigo problemas operativos entre los distintos fabricantes por lo que se encarga la Ley de prohibir de forma general el diseño sobre las interconexiones y ajustes mecánicos aunque también plantee algunas excepciones. Del mismo modo cabe el diseño sobre una pieza que se incorpora al producto complejo en cuyo caso se condiciona la protección a que la pieza una vez montada siga siendo visible y siga presentando las características de novedad y singularidad. En cuanto al registro del diseño industrial se encuentra regulado en los artículos 20 y siguientes de la Ley del Diseño Industrial. El procedimiento de registro se desarrolla en diferentes fases: solicitud ante OEPM u órgano competente de la Comunidad Autónoma, a la que se ha de acompañar representación gráfica, explicación e indicación de los productos a los que se aplicará, primer examen de forma tras el que la OEPM procede al examen de fondo para comprobar si se cumplen los requisitos exigidos por la LDI, registro y finalmente publicación en BOPI. Tras esto se da una fase de oposición y en caso de presentación de alguna alegación por parte de terceros, se da traslado al solicitante para que responda con sus propias alegaciones. A la vista del expediente, la OEPM dictará una

resolución motivada, estimando o desestimando, en todo o en parte, las oposiciones presentadas. Esta resolución es susceptible de un recurso de alzada y, una vez agotada la vía administrativa, de un recurso contencioso-administrativo. El registro se otorga por plazos quinquenales, renovables por períodos sucesivos, hasta un máximo de 25 años (arts. 43 y 44 LDI). El plazo de protección se comienza a contar desde la solicitud según especifica el artículo 43, aunque los plenos efectos se producen desde la publicación de la concesión. Aun así al mero solicitante se le concede cierta protección provisional frente a quien se hubiera notificado fehacientemente la presentación de la solicitud ante la Oficina Española de Patentes y Marcas. Protección que se materializa en la posible obtención de una indemnización de dicho tercero en virtud del artículo 46 de la Ley del Diseño Industrial. En cuanto al contenido y alcance de la protección derivada de la titularidad del derecho, regulada en el Título VI de la Ley (arts. 45 a 57 LDI), el régimen coincide con el que es común a los distintos elementos de la propiedad industrial: derecho de utilización en exclusiva del diseño (vertiente positiva) y derecho a impedirlo a terceros que no cuenten con la preceptiva autorización (vertiente negativa a través del ius prohibendi). La utilización conlleva según concreta el artículo 45 de la Ley del Diseño Industrial, la fabricación, la oferta, la comercialización, la importación y exportación o el uso de un producto que incorpore el diseño, así como el almacenamiento de dicho producto para alguno de los fines mencionados. Las acciones protectoras de este derecho pueden ser tanto civiles como penales según se regula en los artículos 52 y siguientes de la Ley del Diseño Industrial, En los artículos 53 y 55 se regulan las medidas necesarias para evitar que prosigan las actividades infractoras y, en particular, para que se retiren del tráfico económico los productos en los que se haya materializado la violación de su derecho y el embargo o la destrucción de los medios principalmente destinados a cometer la infracción (art. 53), y por otro lado a los criterios para fijar las cantidades correspondientes a los daños perjuicios causados por la conducta infractora (art. 55). De especial importancia por aplicación de la normativa europea es la protección extra registral que se otorga al diseño industrial español, según reconoce la Exposición de Motivos de la Ley de Protección Jurídica del Diseño Industrial que se expresa en los siguientes términos: «En

la aprobación de esta Ley se ha tenido en cuenta que la normativa sobre protección nacional del diseño industrial coexistirá con la comunitaria, establecida mediante el Reglamento (CE) 6/2002, del Consejo, de 12 de diciembre de 2001, sobre los dibujos y modelos comunitarios, que incluye tanto el diseño registrado como el no registrado, con efectos uniformes en toda la Unión Europea». Atendiendo a la compatibilidad que se da entre los derechos de propiedad intelectual y los de la industrial, es bastante frecuente que además de la protección de la normativa del diseño industrial, el diseñador busque reforzar la tutela a través de los derechos de autor otorgados por la Ley de Propiedad Intelectual, ya que el ámbito del diseño industrial está realmente próximo al artístico protegido por aquella y los problemas que se suscitan en los conflictos que en torno a ello pueden surgir suelen versar sobre el concepto de originalidad como elemento esencial para acceder a la protección de los derechos de autor y la difícil distinción con el criterio de novedad exigible para el ámbito del diseño en el ámbito de la propiedad industrial. Como consecuencia, se suele incidir sobre la vertiente subjetiva del concepto de originalidad donde ésta implicaría el reflejo en la obra de la individualidad de su autor, esto es, el reflejo de su impronta personal, frente a la novedad en el ámbito industrial donde bien podría vincularse a la originalidad en un sentido objetivo como aquello que de diferente tiene el diseño al compararlo el resto de los ya hechos accesibles al público, requisito que al fin y al cabo viene a coincidir con lo exigido por los artículos 6 y 7 de la Ley del Diseño Industrial en torno a la novedad y singularidad del diseño industrial. La Ley regula con disposiciones también similares a las establecidas para las restantes modalidades de propiedad industrial lo concerniente al diseño industrial como objeto de negocios jurídicos, ya que por su indudable valor económico, el diseño ha de tener la posibilidad de ser objeto de garantía (art. 59 LDI), transmisión y licencia (arts. 60 a 62 LDI), embargo, opción de compra, licencia y otros negocios jurídicos. También se regula la cotitularidad en el artículo 58 de la Ley. Como ocurría en el ámbito de las patentes, la transmisión, licencia y constitución de gravamen han de constar por escrito para su validez y que hayan sido registradas para su oposición a terceros de buena fe (art. 59.2).

Por último, la Ley del Diseño Industrial regula tanto la nulidad como la caducidad del diseño industrial en los artículos 65 y siguientes. La Ley del Diseño Industrial, en términos parecidos a como lo hace la normativa de patentes en cuanto al significado de estos conceptos y a las consecuencias jurídicas que de ellos se derivan. Así, el registro del diseño puede declararse nulo mediante sentencia judicial cuando a pesar de su concesión concurre alguna de las cusas de denegación recogidas en el artículo 13 de la Ley. El efecto de dicha declaración implica que el registro del diseño nunca fue válido, aunque el artículo 68 limita los efectos retroactivos de la declaración de forma que no incide ésta sobre los contratos concluidos antes de la misma. En cuanto a la caducidad, se estaría ante un registro válido y eficaz que se extingue por el acaecimiento de determinadas circunstancias entre las que está el transcurso del tiempo máximo por el que el derecho sobre un diseño puede concederse una vez agotadas todas las prórrogas posibles. También se da la caducidad tras la renuncia del titular del derecho o cuando el mismo deje de cumplir las condiciones de Registro recogidas en el artículo 4 de la Ley referentes a la legitimación para el registro del diseño. Para este último caso la caducidad ha de ser declarada por los tribunales mientras que en los casos anteriores dicha declaración es efectuada por la Oficina Española de Patentes y Marcas. 10. EL DISEÑO COMUNITARIO: REGULACIÓN Y PRINCIPALES CARACTERÍSTICAS El Reglamento 6/2002, del Consejo de 12 de diciembre de 2001 regula los dibujos y modelos comunitarios, que tiene su correspondencia con el diseño industrial de nuestra legislación nacional. Así, se establece en el artículo 3 de dicho Reglamento que se entiende por dibujo o modelo la apariencia de la totalidad o de una parte de un producto, que se derive de las características especiales de, en particular, línea, configuración, color, forma, textura o material del producto en sí o de su ornamentación. Es de resaltar que tal como se pretende en el ámbito de las patentes (patente unitaria), una única solicitud de registro del diseño comunitario lo protege de forma unitaria en todo el territorio de la Unión Europea. Para obtener tal amparo habrán de superarse los requisitos de novedad y carácter singular que la norma exige.

De especial importancia es la doble vía que el Reglamento ofrece como protección del diseño comunitario. Por un lado el modo habitual mediante la presentación para el registro ante la Oficina de Armonización del Mercado Interior en Alicante. Registro que otorgará un plazo de protección de cinco años (en todo el territorio de la Unión Europea según se indicaba antes), prorrogables hasta los veinticinco años. Además, y he aquí la novedad, se ofrece protección a un dibujo o modelo no registrado a partir de la fecha en que el dibujo o modelo sea hecho público por primera vez dentro de la Comunidad. Este modo de protección si bien es más restringido que el del registro al limitarse prácticamente a impedir la copia, es bastante útil como tutela provisional. Además para sectores en que se dan multitud de dibujos y modelos de vida efímera supone un reconocimiento de gran valor. Por último se ha de tener en cuenta que según reconoce la propia Exposición de Motivos de nuestra Ley de Protección Jurídica del Diseño Industrial, la protección extra registral a la que acabamos de hacer alusión se aplicará también a los diseños puramente nacionales. 11. EL DISEÑO INTERNACIONAL Más allá del ámbito comunitario, procede mencionar el denominado Diseño Internacional que se enmarca en un sistema de Registro Internacional de Diseños para países que están integrados en el Arreglo de La Haya relativo al registro internacional de Dibujos y Modelos Industriales, que comprende las Actas de 1934 (Acta de Londres), 1961(Acta Adicional de Mónaco) y Protocolo de Ginebra de 1975 y el Acta de Ginebra de 1999. Con el Arreglo de La Haya se consigue la simplificación y unificación de una serie de trámites como serían el examen formal y la publicación, con objeto de obtener en cada uno de los países designados un registro con los mismos derechos y obligaciones que si se tratara de un diseño nacional. De este modo, con una única solicitud, en un único idioma y pagando una única tasa se puede obtener protección en multitud de países. Protección que puede ser ampliada posteriormente a otros países miembros del sistema en cualquier momento, por medio de una solicitud de extensión territorial. El Registro Internacional de Diseños es más fácil de gestionar que varios diseños nacionales, tanto en caso de renovación como en cambios de titularidad o de representante. El Registro Internacional tendrá un periodo de validez inicial de cinco años contados a partir de la fecha

del Registro Internacional. El registro podrá renovarse por periodos adicionales de cinco años hasta completar el periodo establecido por la legislación de cada parte contratante designada. Se puede solicitar ante Oficina Española de Patentes y Marcas, lo que conlleva una tasa de tramitación además de las tasas que deben abonarse a la Oficina Internacional. Por último es necesario destacar las modificaciones al Reglamento Común del Acta de 1999 y el Acta de 1960 del Arreglo de La Haya sobre el depósito internacional de dibujos y modelos industriales, adoptadas en la 34ª sesión (15ª extraordinaria) de la Asamblea de la Unión de La Haya, celebrada en Ginebra del 22 al 30 de septiembre de 2014, y publicadas en BOE de 9 de Julio de 2016, así como las modificaciones de los mencionados Reglamento y Acta, adoptadas en la 38 (17.º extraordinario) sesión de la Asamblea de la Unión de La Haya, celebrada en Ginebra del 24 de septiembre al 2 de octubre de 2018.

Lección 13

Derecho industrial (II). La marca como signo distintivo de los productos o servicios. El nombre comercial como distinción del empresario en el mercado Sumario: •





I. La marca o 1. Regulación, concepto y clases o 2. Requisitos del signo para constituirse en marca. Las prohibiciones absolutas y relativas o 3. Procedimiento para el registro de la marca o 4. Titular de la marca: facultades y obligaciones. Acciones para la protección de la marca registrada o usada o 5. La marca como objeto de negocios jurídicos. La licencia y la transmisión o 6. Extinción de la marca: nulidad y caducidad o 7. La marca de la Unión Europea y su régimen jurídico II. El nombre comercial o 8. El régimen jurídico o 9. Concepto y función o 10. Nombre comercial y denominación social: ámbitos diferentes de identificación de la empresa y el empresario III. La identificación del origen geográfico como derecho de propiedad industrial o 11. Denominaciones de origen e indicaciones geográficas de productos: normativa, concepto y función o 12. Contenido del derecho

I. LA MARCA

1. REGULACIÓN, CONCEPTO Y CLASES La legislación esencial se recoge en la Ley 17/2001, de 7 de diciembre, llamada Ley de Marcas, con importantes modificaciones

operadas por el reciente Real Decreto-ley 23/2018, de 21 de diciembre, de transposición de directivas en materia de marcas, transporte ferroviario y viajes combinados y servicios de viaje vinculados.Tal como reza su Exposición de Motivos, Apartado I, «tiene por objeto el régimen jurídico de los signos distintivos, categoría jurídica que configura uno de los grandes campos de la propiedad industrial». Esta Ley ha sido objeto de ulterior desarrollo reglamentario por el Real Decreto 306/2019, de 26 de abril, por el que se modifica el Reglamento para la ejecución de la Ley 17/2001, de 7 de diciembre, de Marcas, aprobado por Decreto 687/2002, de 12 de julio.

Real

En el ámbito comunitario, la regulación marcaria se da por la Directiva (UE) 2015/2436 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 16 de diciembre de 2015, relativa a la aproximación de las legislaciones de los Estados miembros en materia de marcas (DOUE L 336, de 23 de diciembre de 2015). De especial interés para la intensificación y uniformidad de los sistemas de protección del derecho a la marca y de las demás modalidades de propiedad intelectual e industrial, es la

Directiva 2004/48 (CEE), hoy

incorporada a nuestro ordenamiento mediante la Ley 19/2006, de 5 de junio, por la que se amplían los medios de tutela de los derechos de propiedad intelectual e industrial y se establecen normas procesales para facilitar la aplicación de diversos reglamentos comunitarios. Además, y en coherencia con la mentada Directiva (UE) 2015/2436, hay que hacer mención al Reglamento (UE) nº 2015/2424 del Parlamento Europeo y del Consejo, que modifica, entre otros, al vigente Reglamento (UE) nº 207/2009 sobre la marca comunitaria que finalmente ha quedado codificado en el Reglamento (UE) 2017/1001 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 14 de junio de 2017, sobre la marca de la Unión Europea (DOCE de 16 de Junio de 2017). Ya en el ámbito internacional y con el Convenio de París siempre presente, es destacable el Arreglo y Protocolo de Madrid (el más reciente sobre Registro Internacional de Marcas, de 27/06/1989 y las modificaciones al Reglamento Común del Arreglo de Madrid

relativo al Registro Internacional de Marcas y del Protocolo concerniente a ese Arreglo, adoptadas en la 50ª sesión (29ª extraordinaria) de la Asamblea de la Unión de Madrid, celebrada en Ginebra el 11 de octubre de 2016 y publicada en el BOE núm.149 de junio de 2018, así como el Arreglo de Niza (1957) relativo a la clasificación internacional de productos y servicios a efectos del Registro de marcas; el Tratado del Derecho de marcas, auspiciado por la Organización Mundial de la Propiedad Industrial (OMPI), que data de 1994, y los acuerdos generales sobre Aranceles Aduaneros y de Comercio (GATT) de esa misma anualidad, alcanzados en la Conferencia de Uruguay. De especial importancia son los Acuerdos ADPIC (Aspectos de los derechos de propiedad intelectual relacionados con el comercio) o el Tratado de Singapur sobre el Derecho de Marcas, de 27 de marzo de 2006. Según el artículo 4 de la Ley de Marcas, la marca es el signo que sirve para diferenciar en el tráfico mercantil productos o servicios procedentes de un empresario (o grupo de empresarios) de otros, procedentes de los demás. Se colige de ello la principal función que tiene esta figura: identificación del origen empresarial de los productos y servicios, así como de la calidad de los mismos según las expectativas de los consumidores que confían en dicho signo distintivo creándose el goodwill empresarial de la persona que la utiliza. La función publicitaria es trascendental para este signo distintivo y hay que destacar además que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha sentado la realidad de una nueva función marcaria como es la de «inversión». Ésta, aun solapándose en cierto sentido con la función publicitaria, tiene unas características que la hacen diferenciable. En este sentido, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (Sala primera), en su Sentencia de 22 de septiembre de 2011 [TJCE 2011, 284] (S. TJUE C-323/09 - Interflora e Interflora British Unit., Rec. I-08625), establece que además de su función de indicación del origen y, en su caso, de la función publicitaria, una marca también puede ser empleada por su titular para adquirir o conservar una reputación que permita atraer a los consumidores y ganarse una clientela fiel. En efecto, el uso de la marca para adquirir o conservar una cierta reputación no sólo se lleva a cabo a través de la publicidad, sino también por medio de diversas técnicas comerciales. Así, cuando el uso por un tercero – como un competidor del titular de la marca– de un signo idéntico a dicha marca para productos o servicios idénticos a aquellos para los que esté registrada supone un obstáculo esencial para que dicho

titular emplee su marca para adquirir o conservar una reputación que permita atraer a los consumidores y ganarse una clientela fiel, debe considerarse que dicho uso menoscaba la función de inversión de la marca. Sin quedar recogido en la definición de marca, la referencia a la identidad o similitud de los productos respecto de otros existentes en el mercado, tiene un importante significado al configurar el principio de especialidad propio del ámbito marcario. En efecto, cuando se trata de productos o servicios de naturaleza diferente pueden distinguirse con el mismo signo, aun perteneciendo a empresarios independientes, pues la finalidad última es la información al consumidor por lo que el efecto distintivo se produce en categorías de productos o servicios determinados no siendo necesario cuando no hay peligro de confusión por parte del consumidor. Excepción hecha de la marca renombrada (dado por hecho que está registrada) para la que se da la absoluta superación del principio de especialidad de forma que no cabrá el registro de marca coincidente o similar para ningún tipo de productos por muy diferentes que sean de los identificados por la marca renombrada. Dicha superación del principio de especialidad se daba igualmente en las marcas notorias registradas, pero el concepto de marca notoria ha sido eliminado de la Ley de marcas tras las modificaciones operadas por el Real Decreto-ley 23/2018. Véase la sentencia del Tribunal Supremo (Sala de lo ContenciosoAdministrativo, Sección 3ª) por la que se anula el registro del nombre comercial «VIAJES ZARATOURS VACACIONES Y OCIO» para distinguir actividades en la clase 39 del Nomenclátor Internacional de Marcas, esto es, organización de viajes, por generar riesgo de confusión con la marca «ZARA». La marca ZARA reúne todas las circunstancias para que pueda ser considerada como marca renombrada. En tal caso, dado ese renombre de la marca prioritaria, la prohibición relativa no puede aplicarse mediante una mera comparación nominal entre los signos y gráficos enfrentados, como se hace en otros casos, para deducir si lo aportado por la marca solicitante en conflicto implica la suficiente fuerza identificadora que excluya, razonablemente, los riesgos que para el prestigio y reputación de una marca concreta el derecho de marcas trata de evitar, sino que ha de tenerse en cuenta la superación del principio de especialidad que caracteriza a las marcas renombradas. El derecho al uso exclusivo de la marca se subordina al requisito de su registro en la Oficina Española de Patentes y Marcas según

establece el artículo 2 de la Ley de Marcas. Ahora bien, tal como la propia Exposición de Motivos de la Ley recoge, el automatismo formal del nacimiento del derecho a través del Registro, no regirá a falta de buena fe, al prever el artículo 51.1 b) como causa de nulidad absoluta el hecho de que el solicitante hubiera actuado de mala fe. Por otro lado, también se ofrece protección, aun en ausencia de Registro, para las marcas y nombres comerciales que reúnan ciertos requisitos que tienen que ver con un uso tal del signo distintivo, que el legislador entiende que ha de ser protegido más allá del hecho registral [V. en este sentido el artículo 6.2 d) para las marcas no registradas, así como el 9.1 d) para el nombre comercial no registrado]. La Ley de Marcas presenta un régimen jurídico especial en su artículo 8 donde el principio de especialidad mencionado antes queda superado para aquellos signos distintivos que, registrados, gozan de renombre. En estos supuestos el titular de uno de estos signos podrá ejercitar las correspondientes acciones de infracción, de nulidad e, incluso, presentar una oposición al registro en sede administrativa aun cuando la marca que se considera infractora se refiera a productos no idénticos ni similares a los identificados por la marca notoria o renombrada. En cuanto a los tipos de marcas, pueden éstas clasificarse atendiendo a diversos criterios: por la naturaleza del signo elegido, es tradicional la distinción entre marcas denominativas, gráficas y mixtas, según que estén constituidas por palabras, por líneas, dibujos o colores o por una combinación de tales medios. En el artículo 4.2 de la Ley de Marcas se refleja un amplio margen de libertad a la hora de determinar qué signos o medios pueden constituir marca, incluyendo junto a las palabras, frases o nombres, las imágenes, figuras, símbolos y dibujos, las letras y cifras o sus combinaciones, las formas tridimensionales (envoltorios, envases, formas del producto o su presentación) y hasta el sonido, junto con sus posibles combinaciones. Desde un punto de vista teórico se ha evaluado la posibilidad de registrar marcas olfativas [en particular, Resolución de la 2ª Sala de Recursos de la OAMI, de 11 de febrero de 1999 para pelotas de tenis con «olor a hierba recién cortada», así como las STJCE de 27 de noviembre de 2003 (TJCE 2003, 397) y de 27 de octubre de 2005, del Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades

Europeas, (TJCE 2005, 321)]. Debido a que los olores no son susceptibles de representación gráfica (pues no se le reconoce esta consideración a la fórmula química de la base que produce el olor), este tipo de signos no podían acceder a los registros de marcas. Pues bien, tras la Directiva (UE) 2015/2436 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 16 de diciembre de 2015, relativa a la aproximación de las legislaciones de los Estados miembros en materia de marcas y el Reglamento (UE) 2017/1001 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 14 de junio de 2017, sobre la marca de la Unión Europea, así como en nuestra Ley de Marcas tras la reforma operada por el Real Decreto-ley 23/2018, parece abrirse la posibilidad, al registro de las marcas olfativas, pues dichos cuerpos normativos ya no contemplan el requisito de la representación gráfica de las marcas. En el caso de nuestra normativa marcaria, y teniendo en cuenta lo anterior, el artículo 4, tras su modificación, sólo exige que el signo sea susceptible de representación, sin más, en el Registro de Marcas, sin especificar el medio empleado, pero requiriéndose que esta representación permita no sólo a las autoridades, sino también al público en general determinar el objeto claro y preciso de la protección otorgada a su titular. La representación debe ser, por tanto, clara, precisa, autosuficiente, fácilmente accesible, inteligible, duradera y objetiva. Esto permitirá emplear en la representación del signo la tecnología disponible en cada momento y que sea adecuada a los efectos mencionados. Precisamente en el ámbito de la propiedad intelectual ya existen en el campo de los perfumes pronunciamientos judiciales que consideran que los mismos son objeto de propiedad intelectual al estimar que se trata de obras del espíritu, y que la legislación al enumerar las obras protegibles lo hace con carácter abierto y no resultan excluidas las creaciones cuya percepción se realice a través de otros sentidos que no sean la vista o el oído. (V. sentencia de la Cour d'Appel, de 25 de enero de 2006). Sin embargo en tanto que el sonido sí que puede representarse gráficamente a través de las notas musicales sobre una partitura, ya era admisible la marca sonora. Aún así el caso de las marcas sonoras no está exento de polémica cuando el sonido que pretende registrarse como marca, no admite ser representado a través de la grafía musical tradicional mencionada. Polémica que, tras la eliminación del requisito de la representación gráfica, parece quedar solventada. Véase en relación a esto, la decisión de la Corte Federal de Canadá, en el caso Metro-Goldwyn-Mayer Lion Corp v AG Canada, en la que

anula una decisión de la Oficina de Registro de Marcas de Canadá en la se denegó el registro por parte de Metro-Goldwyn-Mayer Lion Corp de su característico rugido de León, por no presentar los requisitos que se exigen en el artículo 30 del Trade-mark Act canadiense. La Corte Federal aprobó tal registro. A diferencia de lo que en el ámbito de la Unión Europea, según su Tribunal de Justicia, era admisible como marca sonora, esto es, sonidos que se puedan representar fielmente a través de las notas musicales en el pentagrama, parece que en Canadá ya se abrió hace tiempo la puerta al registro de marcas sonoras con sonidos de frecuencias indeterminadas –y por tanto no susceptibles de representación en un pentagrama–, siempre que se respeten las exigencias establecidas a tal efecto como son los aspectos formales. Entre ellos, la exigencia de que la solicitud de la marcas sonoras contengan un dibujo que represente el sonido (lo cual no se interpreta, a la vista del caso concreto, como las notas de un pentagrama), hecho que se solventó en el caso concreto que comentamos mediante el gráfico de ondas de sonido, esto es, a través del espectro sonoro del distintivo audible que se quiere convertir en signo distintivo. Pues bien, como decíamos, tras la exención de necesidad de representación gráfica para el registro de marcas establecidos por la Directiva (UE) 2015/2436 y el Reglamento (UE) 2017/1001 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 14 de junio de 2017, sobre la marca de la Unión Europea, así como por nuestra normativa tras la modificación del artículo 4, no se debería mantener la incertidumbre sobre la posibilidad de registrar una marca sonora, cuyos sonidos no puedan ser representados a través de la grafía tradicional musical sobre un pentagrama por tratarse de sonidos de frecuencia indeterminada. Desde que de alguna manera el sonido puede identificarse como distintivo de algún producto o servicio es susceptibe de constituirse en marca y de ser registrada como tal. En lo referente al objeto cuya identificación se pretende, la marca puede ser de productos o de servicios. Es perfectamente posible que sobre un mismo bien, ya sea antes de su llegada al consumidor o usuario final, o cuando ya lo tenga en su poder y sea objeto de una revisión o reparación, recaigan y coexistan dos o más marcas de esta diversa naturaleza (así la del fabricante y comercializador o la de ambos y el empresario que lo ha reparado por encargo del usuario).

En referencia al tipo de objetos o servicios a los que se refiere la marca, existe una clasificación denominada Clasificación de Niza, que explica en qué clase se encuadra cada uno de aquéllos. En la actualidad existen 45 clases diferentes, 34 de productos y 11 de servicios. Esta Clasificación internacional se revisa continuamente por un Comité de Expertos convocado en el marco del Arreglo de Niza. Nuestra Oficina Española de Patentes y Marcas (OEPM), viene aplicando la Clasificación de Niza (NCL), versión 11-2019, en vigor desde el 1 de enero de 2019, esto es, la NCL (11-2019). Según el ámbito de su protección, las marcas pueden ser nacionales, comunitarias o internacionales. Como regla general, cada país es soberano para determinar qué signos pueden ser marcas, los requisitos para obtener y conservar la protección, el ámbito de ésta, etc. (principio de territorialidad). Pero la internacionalidad del tráfico ha hecho sentir la necesidad de una armonización, en gran parte lograda a través de los correspondientes Tratados, a los que hemos aludido más arriba. La vigente Ley de Marcas contiene normas al respecto (arts. 79 y ss.). De tales disposiciones y de las contenidas en los Tratados vigentes, resulta lo siguiente: según el principio de prioridad, el solicitante de una marca en un país que forma parte de la Unión de París (CUP), tiene preferencia durante seis meses para reproducir su solicitud en cualquier otro país parte de dicho Tratado. Asimismo, cuando se obtiene la marca en un país del CUP, al reproducir la solicitud en otro, éste no puede negarla, salvo excepciones que ha de estar tipificadas. Por otro lado la tramitación de una solicitud de marca con validez internacional puede también realizarse mediante un único expediente ante la Oficina Internacional en Ginebra de la Organización Mundial de la Propiedad Industrial (OMPI). La resolución favorable de dicho expediente conlleva la concesión de la marca, con igual resultado al de haberlo tramitado con éxito en cada país parte del CUP. Si se hace referencia a la condición de su titular, existen marcas individuales y colectivas. Las primeras son las más usuales, y a las mismas hace referencia expresa el artículo 4 de la Ley de Marcas, cuando se expresa en términos de productos o servicios de una empresa frente a productos o servicios de otra. Su titular puede ser persona natural o jurídica, española o extranjera. La Ley de Marcas admite en virtud del artículo 46 la copropiedad, pero teniendo siempre presente la indivisibilidad de la marca. Frente a la individual u ordinaria se sitúa la marca colectiva que según el

artículo 62 de la Ley, es el signo distintivo que sirve para diferenciar en el mercado los productos o servicios de los miembros de una asociación titular de la marca de los productos o servicios de otras empresas. Por tanto la Marca Colectiva es aquélla que sirve para distinguir en el mercado los productos o servicios de los miembros de una asociación de fabricantes, comerciantes o prestadores de servicios y el titular de esta marca es dicha asociación. No podrá nunca ser una persona física sino jurídica la titular y cada uno de los miembros de la asociación podrá utilizar la marca perteneciente a la misma, para identificar sus propios productos (Un ejemplo sería, «IA Informáticos de Andalucía». Sólo un socio de esta asociación podrá utilizar esta marca para identificar el origen empresarial de sus servicios, y la marca no le pertenece individualmente, pues la titular es la Asociación de informáticos de Andalucía. Se hace necesario para completar el registro, un Reglamento de uso, que ha de ser calificado en cuanto a su legalidad (v. al respecto el Título VII de la LM, Cap. I así como el artículo 38 del Reglamento de Marcas, RD 687/2002, de 12 de julio, en cuanto al contenido). Por otro lado hay que hacer mención en estrecha relación con la marca colectiva, el caso de la marca de garantía, que podemos definir como el «signo que certifica que los productos o servicios a los que se aplica cumplen determinadas exigencias, en particular sobre calidad, componentes, origen geográfico, modo de elaborar: todo ello bajo control y autorización del titular» ( art. 68LM). Se trata de una marca individual, cuyo titular, no puede servirse de ella, ni por sí ni por persona o entidad que de él dependa (v. art. 68.2LM), sino autorizar y controlar su uso a los empresarios que lo interesen, siempre que los productos o servicios de éstos presenten las características que les hacen acreedores de su utilización con arreglo a un detallado Reglamento de uso que, al igual que para la marca colectiva, debe ajustarse al contenido que también señala el Reglamento de marcas en el artículo 38 y es objeto de publicidad registral, si bien previo informe favorable «por el Organismo administrativo competente en atención a la naturaleza de los productos o servicios a los que la marca de garantía se refiere» ( art. 69.2LM). Se trata de un signo de calidad para orientación de usuarios o consumidores y que, en la medida en que esté provisto de prestigio, aspirarán a utilizarlo los empresarios del sector. (Un ejemplo puede ser la marca de garantía «Judión de la Granja», cuyo titular es el Ayuntamiento del Real Sitio de San Ildefonso. Este

Ayuntamiento como titular no podrá utilizar esta marca para identificar sus productos. Sin embargo podrá autorizar a que cualquier empresario la utilice para identificar sus judiones, si éstos reúnen los requisitos establecidos por el Reglamento de uso de la marca, como la procedencia del producto y la producción conforme a las normas que establece dicho Reglamento. El citado Ayuntamiento se convierte así en garante de que el producto para el que se solicita la identificación con la marca de garantía, reúne todos los requisitos que aseguran la calidad y procedencia del producto). 2. REQUISITOS DEL SIGNO PARA CONSTITUIRSE EN MARCA. LAS PROHIBICIONES ABSOLUTAS Y RELATIVAS La Ley de Marcas dedica los capítulos II y III del Título II a la determinación de signos que no pueden registrarse como marcas, sea por razones de índole general (prohibiciones absolutas), sea porque lesionan derechos de terceros amparados por la legislación en la materia (prohibiciones relativas). Las prohibiciones absolutas son enumeradas en el artículo 5.1 de la Ley de Marcas. Entre los supuestos allí recogidos, cabría formular una clasificación en los términos siguientes: 1.º Prohibiciones derivadas de no ser un signo idóneo para su utilización como marca por no cumplir lo previsto por el artículo 4, esto es, no pueden ser representados en el Registro de Marcas de manera tal que permita a las autoridades competentes y al público en general determinar el objeto claro y preciso de la protección otorgada a su titular, o no tienen la capacidad de distinguir en el mercado los productos o servicios de una empresa de los de otras [apartados a) y b) art. 5.1LM] 2.º Signos que carezcan de virtud diferenciadora porque al ser utilizado no distinguen a un concreto producto o servicio, sino a una especie o clase de los mismos, a su procedencia o características, a su naturaleza o forma, o porque el signo se ha convertido en el habitual para referirse a un tipo de productos o servicios en el lenguaje común o en la costumbre, etc., según los apartados c), d) y e) del artículo 5.1. 3. En concreto se amplía el alcance de la prohibición del apartado e) con la nueva redacción ofrecida por el Real Decreto-ley 23/2018, a cualquier tipo de signo distintivo al hacer referencia expresa a «la forma u otra característica» del producto. 3º Los que sean contrarios al correcto

funcionamiento del mercado pues pueden inducir a error al consumidor sobre algún aspecto del producto o servicio como la calidad o procedencia de los mismos [apartado g) del art. 5.1]; 4.º Los que contravengan el orden público, bien por contradecir las leyes o buenas costumbres, bien porque guardan relación con símbolos identificativos del Estado, Comunidades Autónomas, etc. [apartados f), l), m), n) del art. 5.1]. 5.º Por último, y esto es fruto de la última modificación legal operada por el Real Decreto-ley 23/2018, aquellos signos que quedan expresamente excluidos del registro marcario al deber ser subsumidos dentro de otra categoría, como puedan ser las denominaciones de origen e indicaciones geográficas, los términos tradicionales de vinos, especialidades tradicionales garantizadas u obtenciones vegetales [apartados h), i), j) k)]. La casuística en relación con estos supuestos es muy abundante, viéndose obligados los tribunales a resolver multitud de conflictos entre la Administración que deniega la inscripción y el particular solicitante, cuya resolución no siempre ha dado lugar a una línea jurisprudencial uniforme. Especial interés revisten las prohibiciones absolutas que tienen por objeto impedir la protección de patentes o diseños industriales a través del Registro de Marcas. La prohibición de la protección por las normas de signos distintivos de otros bienes inmateriales tiene su fundamento en la posibilidad de renovar de forma indefinida el registro de una marca, mientras que las patentes o diseños industriales terminan pasando al dominio público una vez transcurrido el plazo legal previsto según señala el artículo 5.1.e) de la Ley de Marcas. Ahora bien, nada impide que un signo distintivo pueda ser, en ocasiones, también protegido por la normativa de propiedad intelectual (al reunir los requisitos de originalidad y creatividad necesarios y sin necesidad de estar registrado) o diseño industrial (al conferir el propio signo constitutivo de la marca una apariencia tal a un producto que facilite su comercialización) y, en menor medida, por la normativa de patentes. Véanse las diferentes sesiones del Comité Permanente sobre el Derecho de Marcas, Diseños Industriales e Indicaciones Geográficas, donde se tratan con frecuencia los conflictos surgidos de la superposición de sistemas de protección de las diferentes figuras de propiedad industrial e incluso de éstas con los derechos de autor como por ejemplo la Décimo Sexta Sesión celebrada en Ginebra del 13 a 17 de noviembre de 2006, donde unos de los temas de discusión fueron según el punto 5 de la orden del día en

sus apartados 123 y siguientes, «Las marcas y su relación con las obras literarias y artísticas». Hay que llamar la atención sobre la posibilidad de inaplicación de ciertas prohibiciones absolutas, recogidas de forma expresa en el artículo 5.2 de la Ley de Marcas, en casos como el de la «distintividad sobrevenida» (secondary meaning) donde signos que incurren en dichas prohibiciones, adquieren por su uso carácter distintivo [V. como la sentencia de 4 de mayo de 1999, consideró que la marca de Windsurfing Chiemsee, a pesar de tratarse de una denominación geográfica (el Chiemsee es el nombre de un gran lago de Baviera (sur de Alemania) hasta el punto de ser conocido como el «mar de Baviera»), ha adquirido un nuevo alcance y significado quedando justificado que se registre como marca]. En igual sentido véase la sentencia del Tribunal Supremo, de 2 de diciembre de 2013, Sala de lo Contencioso-Administrativo, donde se trata de dilucidar si es posible registrar un color delimitado por una forma geométrica simple, como marca, esto es, como signo distintivo utilizado para identificar en el mercado los productos o servicios de una empresa. En este caso el Tribunal Supremo estableció que tanto en nuestra Ley de Marcas 17/2001 como en la normativa europea, esto es, la Directiva de Marcas (tanto la anterior

Directiva 89/104/(CEE) como la nueva

Directiva

2008/95/CE) que viene a sustituirla y a su vez la Directiva (UE) 2015/2436 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 16 de diciembre de 2015, que ha sutituido a las anteriores, y el Reglamento de Marca comunitaria, como en la jurisprudencia que las interpreta, el color en sí mismo carece del carácter distintivo exigible a cualquier signo que pretenda ser registrado como marca, a pesar de que ninguna mención legal se haga sobre este extremo. Ahora bien, sí que sería esto posible para los casos en que dicho carácter distintivo se haya obtenido por el color de que se trate, mediante su uso para unos concretos productos o servicios en el mercado, en cuyo caso sería aplicable la excepción de prohibición absoluta que tanto nuestra Ley en su artículo 5.2, como la Directiva de marcas y el Reglamento de marca comunitaria, contemplan para los casos de distintividad sobrevenida. Hecho éste que ha de ser probado de forma inequívoca por quien pretenda el registro de la marca, por tratarse de una cuestión de hecho. Pues bien, una de las novedades que presenta el nuevo

Reglamento (UE)

2017/1001 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 14 de junio de 2017, sobre la marca de la Unión Europea, es la mención expresa en el artículo 4, sobre la posibilidad de registrar como marca los colores. Por su parte las llamadas prohibiciones relativas aparecen recogidas en los artículos 6 a 10 de la Ley de Marcas. Como de preferencia absoluta figuran aquellos casos en que el signo elegido guarde identidad con otra marca anterior para productos idénticos (principio de especialidad) o por razones de semejanza exista un riesgo de confusión o asociación con la marca precedente. Lo mismo se predica de la identidad o semejanza con nombres comerciales anteriores. En ambos casos, marca y nombre comercial, la Ley es minuciosa para determinar cómo debe entenderse la prioridad. Otro caso de prohibición relativa tiene lugar cuando la identidad o semejanza se produce con marcas o nombres comerciales renombrados que figuren registrados con anterioridad (v. art. 8LM). La marca renombrada es la que se conoce incluso en sectores que nada tengan que ver con el de los productos o servicios distinguidos por la misma. En estos supuestos, la protección conferida está reforzada y se extiende, incluso, a aquellos supuestos en los que los productos o servicios que identifican los signos confrontados no sean semejantes (superación del principio de especialidad para estos casos). Además, y como se ha expuesto con anterioridad, la protección de las marcas renombradas se produce incluso en el supuesto en que no haya sido objeto de registro. Así para las marcas con renombre, aun sin estar registradas -y aunque hay que reconocer que para el caso de las renombradas la Ley no contempla la falta de registro de la misma como sí ocurre para las marcas «notoriamente conocidas» en el artículo 6.2 d) de la Ley de Marcas-, cabrá oposición frente a otra posible marca idéntica para productos absolutamente diferentes. La identidad –y, con mayor frecuencia, la similitud– ha sido fuente tradicional de controversias ante los tribunales no tanto por razones de pura casualidad, sino porque del prestigio adquirido por titulares de marcas reconocidas pretenden hacerse partícipes futuros competidores, ideando alguna variante para disimular la semejanza, aunque pretendiendo mantener la confusión en el consumidor o usuario.

Nótese, en todo caso, que frente al riesgo tradicional de confusión y consiguiente prohibición del signo que incide en él, por influencia del Derecho comunitario produce igual efecto el riesgo de asociación según mención expresa del artículo 6.1.b) in fine, de la Ley de Marcas, consistente en que aun reconociéndose las diferencias entre los dos signos enfrentados o entre los bienes o servicios para los que se utiliza, cabe pensar en alguna vinculación entre los empresarios que los presentan en el mercado. Véase la sentencia del Tribunal General de la Unión Europea, de 25 de enero de 2012, donde se termina dando la razón a la Oficina de Armonización del Mercado Interior por denegar el registro de la marca «VIAGUARA» para bebidas, ya que el uso de dicho signo podría aprovecharse indebidamente del carácter distintivo de la marca «VIAGRA», cuando no hay lugar a dudas de la poca similitud entre los productos a que se refieren ambos signos. La razón no es sólo la similitud de los signos VIAGRA y VIAGUARA, sino la notoriedad adquirida por la marca VIAGRA que se extiende más allá del público interesado por los productos para los que fue registrado. Es por ello que aunque se trate de públicos diferentes para productos diferentes, ambas marcas podrían relacionarse creando confusión. El Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, ha censurado la interpretación extensiva del riesgo de asociación como factor impeditivo de la convivencia entre dos marcas que puedan producirlo. [V. la STJCE (Sala Primera), de 27 noviembre 2008 (TJCE 2008, 279)]. Conviene tener presente que, con la Ley vigente –y por su adopción del régimen comunitario–, las prohibiciones relativas (y, por tanto, las vinculadas a la posible confusión) no se aprecian de oficio por los responsables del registro, sino que han de hacerlas valer los titulares de marcas prioritarias cuya confusión se pretende evitar. El artículo 9 de la Ley de Marcas, con el título «Otros derechos anteriores», resuelve un viejo problema sobre el uso como marca de nombres o imágenes ajenas o denominaciones sociales correspondientes a personas jurídicas distintas del solicitante. Este último ha de desistir de su solicitud si el titular de aquellos prueba el uso o conocimiento notorio de sus signos distintivos y la posibilidad de que puedan generar confusión en el tráfico. En la actualidad, y de conformidad con el art. 9.1.d) de la Ley de Marcas, al titular de una denominación social le asiste una vía preventiva para evitar

la posible colisión entre ésta y un signo distintivo, en tanto que podrá oponerse al registro del mismo. Además podrá instar la nulidad relativa de la marca una vez registrada según

artículos

52.1 y 9.1.d) de la Ley de Marcas. Por su parte, la disposición adicional decimocuarta de esta Ley, se refiere a la obligación para los órganos competentes para el otorgamiento o la comprobación de las denominaciones de las personas jurídicas de denegar la denominación solicitada en el supuesto de que coincida o pueda originar confusión con una marca o un nombre comercial renombrado, salvo autorización del titular de dicho signo distintivo. Véase al respecto la sentencia del Tribunal Supremo, de 4 de junio de 2008. Asimismo la disposición adicional decimoséptima es tajante al establecer que el hecho de no rectificar la denominación social cuando existe un pronunciamiento judicial en tal sentido al haberse conculcado un derecho marcario, determina la disolución de pleno derecho de la persona jurídica que no acate la decisión judicial en el plazo de un año. Por otro lado el Real Decreto-ley 23/2018 añade un nuevo apartado tercero al artículo 9LM, donde se hace referencia expresa a la denegación del registro de la marca en la medida en que, con arreglo a la legislación de la Unión o al Derecho nacional que establezcan la protección de las denominaciones de origen y las indicaciones geográficas, concurran las siguientes las condiciones establecidas en los apartados a) y b) de este apartado, referidos por un lado, a la previa solicitud de denominación de origen o de indicación geográfica de conformidad con la legislación de la Unión o del Derecho nacional antes de la fecha de solicitud de registro de la marca o de la fecha de la prioridad reivindicada para la misma, a condición de que dicha denominación de origen o indicación geográfica quede finalmente registrada; y, por otro lado, a que la denominación de origen o indicación geográfica confiera a la persona autorizada, en virtud de la legislación aplicable para ejercer los derechos que se derivan de la misma, el derecho a prohibir la utilización de una marca posterior. El catálogo de prohibiciones relativas se completa en el artículo 10, con la concerniente a las marcas de agentes o representantes. Se sale al paso de una frecuente corruptela consistente en que, con desprecio de la debida lealtad, el agente o representante del titular de una marca no registrada en el lugar donde aquél desempeña las funciones representativas, sucumbe a la tentación de registrarla en él como propia con idea de adueñarse de la clientela local. El

precepto en cuestión establece un sistema de defensa del titular perjudicado por la infidelidad de su colaborador. 3. PROCEDIMIENTO PARA EL REGISTRO DE LA MARCA El procedimiento de solicitud y registro, regulados en los artículos 11 a

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LM, es de naturaleza administrativa, regido

supletoriamente por la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, en todo lo que no está previsto por la Ley de Marcas y su Reglamento (como pone de relieve la frecuente invocación que se hace a aquélla). Tanto en su mecánica como en sus efectos, recuerda mucho al Registro Mercantil y, quizás en mayor medida, al de la Propiedad. Por ello, se hace mención a continuación a la aplicación de los principios registrales clásicos, sobre todo los que operan con carácter previo a la inscripción. Así se sigue el principio de rogación: el mecanismo registral solo se pone en funcionamiento si así se requiere por parte de los solicitantes o sus representantes. La solicitud ha de tramitarse a través de los órganos competentes de las comunidades autónomas del domicilio del interesado o de su representante. Como expresión también de este principio, el artículo 23 de la Ley de Marcas recoge el derecho de retirar, limitar y modificar la solicitud. Por otro lado rige el principio de titulación adecuada: la solicitud ha de acompañarse de la documentación idónea, según el asiento registral pretendido. Aunque la Ley de Marcas (art. 12) no es en esto excesivamente rigurosa y abre la posibilidad de que reglamentariamente se exijan otros requisitos. Por ejemplo para el caso de una concesión habrá que hacer una completa descripción del signo. Si se trata de transmitir o licenciar la marca hay que presentar el título correspondiente, etc. Junto a los anteriores es de trascendental importancia el principio de prioridad: la prohibición de registro como marca de algún signo coincidente o similar con otro ya registrado que recoge el artículo 6 de la Ley de Marcas confiere una extraordinaria trascendencia a la prioridad registral. Ésta se determina por el momento de la presentación de la solicitud con los documentos

señalados en el artículo 12.1 de la Ley, aunque se posponga el pago de las tasas y la presentación de la documentación que requieren los Reglamentos. Por esta razón, la Ley llega al extremo de exigir que en la dependencia administrativa receptora de documentos se haga constar la hora y minuto en que se produce, presumiendo que la omisión equivale a su presentación en el último momento posible. Por último, el principio de calificación se complica en cierto modo debido a la atribución competencial a favor de las Comunidades Autónomas. Así, recibida la solicitud, se realiza un superficial control formal y de legitimación del solicitante a cargo del órgano competente de la comunidad autónoma o de la Oficina Española de Patentes y Marcas, si esta última ha sido la receptora de la solicitud. De superarse esta inicial calificación, se produce el importante efecto de adquirir la solicitud la prioridad de fecha. Acto seguido, el órgano receptor remite el expediente a la Oficina Española de Patentes y Marcas para que ordene la publicación de la solicitud en el «Boletín Oficial de la Propiedad Industrial», no sin antes comprobar si se cumple, de conformidad con el artículo 18 de la Ley de Marcas, el requisito del artículo 5.1, letra f), sobre conformidad del signo con las exigencias del orden público o las buenas costumbres. Véase la sentencia del Tribunal Supremo, Sala de lo Contencioso-Administrativo, Sección 3ª, de 7 marzo 2014, sobre la función no sólo examinadora de la Oficina Española de Patentes y Marcas en lo que al aspecto formal se refiere, sino también calificadora en cuanto a la legalidad, validez y eficacia de los actos que hayan de inscribirse, por lo que en caso de que la Oficina tuviese dudas sobre la veracidad de cualquier dato contenido en la solicitud de inscripción podrá exigir la aportación de pruebas sobre tal veracidad. Por todo ello, la Oficina, para proceder a la inscripción, debe asegurarse que los actos inscritos responden a la realidad material de los hechos -sin perjuicio de una eventual revisión jurisdiccional de su decisión-. La publicación de la solicitud en el «Boletín Oficial de la Propiedad Industrial» comporta un llamamiento a la oposición para toda persona que se considere lesionada por la concesión de la marca solicitada en cuanto pese sobre esta alguna de las prohibiciones, absolutas o relativas, recogidas en el Título II de la Ley. Sólo la superación de estos trámites, al no haberse detectado defectos ni producido oposición (o, en su caso, resueltas favorablemente las que se hayan producido), llevará al solicitante a

la obtención de la marca, acontecimiento que generará la constancia de esta en la Oficina y una nueva inserción en el Boletín, ahora ya respecto de la marca concedida. Es importante señalar la novedad introducida por el Real Decreto-ley 23/2018, según la cual, en caso de oposición por parte del titular de un marca registrada al registro de otra marca que puede infringir su derecho, el solicitante de esta última puede solicitar que el titular que se opuso, presente prueba de que, en el curso de los cinco años anteriores a la fecha de presentación o fecha de prioridad de la marca posterior, la marca anterior ha sido objeto de un uso efectivo, conforme a lo previsto en el artículo 39, o de que han existido causas justificativas para su falta de uso, siempre que en la fecha de presentación o prioridad de la marca posterior, la marca anterior lleve registrada al menos cinco años, conforme a lo previsto en el artículo 39. La falta de dicha prueba se sanciona de manera rotunda por la norma: se desestimará la oposición. Una vez registrada la marca, ésta se otorga por un período de diez años contados desde la fecha de su presentación. Al contrario que con otros derechos de propiedad industrial, como las patentes o los diseños industriales, la marca es susceptible de renovarse por sucesivos períodos adicionales de diez años y de forma indefinida siempre que se abonen las correspondientes tasas y que se dé el uso real y efectivo de la misma [v. en torno al concepto de uso efectivo la 2006, 138)].

STJCE (Sala Primera), de 11 mayo 2006 (TJCE

4. TITULAR DE LA MARCA: FACULTADES Y OBLIGACIONES. ACCIONES PARA LA PROTECCIÓN DE LA MARCA REGISTRADA O USADA El artículo 34.1 de la Ley de Marcas señala que «el registro de la marca confiere a su titular el derecho exclusivo de utilizarla en el tráfico económico». Se refiere ello al contenido positivo de la marca. A continuación, el legislador presenta el aspecto o vertiente negativa estableciendo un sistema de prohibiciones. En realidad, las facultades dimanantes de la marca son, más bien, las de prohibir la utilización por los demás (ius prohibendi) que las de autorizar dicho uso. Es destacable, en referencia a esto último, la ampliación de facultades de prohibiciones que ostenta el titular de una marca tras

la modificación por parte del Real Decreto-ley 23/2018, incluyéndose la utilización del signo en la publicidad comparativa de manera que vulnere la Directiva 2006/114/CE, sobre publicidad engañosa y comparativa (art. 34.3 g)). Conviene también recordar que aunque las facultades de prohibición nacen tras la concesión del registro, el artículo 38 de la Ley de Marcas dispensa un sistema de protección provisional cubriendo así el período transitorio de la tramitación, a partir de la publicación de la solicitud de la marca en el Boletín Oficial de la Propiedad Industrial (BOPI), pues solo a partir de este momento se da una publicidad sobre la existencia de una expectativa de concesión de la marca. Es entonces cuando dicha expectativa es oponible frente a terceros. Más limitada, pues sólo es oponible inter partes, es la notificación hecha a tercero ( art. 38.2LM) sobre la solicitud de concesión de la marca a los efectos de que éste tenga constancia de la prioridad registral y la eventualidad de que finalmente se conceda la marca. Especial importancia tienen también los temas de «agotamiento del derecho de marca» y de las limitaciones de este, extremos que aborda la Ley de Marcas en los artículos 36 y 37, respectivamente. Por «agotamiento» hay que entender la pérdida de control sobre productos distinguidos con una marca que experimenta su titular, luego de haber entrado regularmente el producto en el tráfico mercantil. Ello significa, por ejemplo, que el fabricante titular de una marca tiene derecho a organizar, pongamos por caso, el primer escalón de la distribución de los productos marcados; pero no puede inmiscuirse en las ulteriores transmisiones del producto hasta su llegada al consumidor, salvo –como expresa el párrafo 2 del art. 36LM– «cuando existan motivos legítimos que justifiquen que el titular se oponga a la comercialización ulterior de los productos», en especial cuando su estado se haya alterado respecto a la inicial puesta en el mercado. Conviene, en todo caso, precisar que el «agotamiento» del derecho a la marca se genera respecto a productos comercializados dentro del Espacio Económico Europeo. El «agotamiento del derecho de marca» ha sido desarrollado y concretado por la jurisprudencia comunitaria y su objeto es que el

derecho de marca nacional no pueda utilizarse para limitar la libre circulación de un producto que ha sido comercializado en otro Estado miembro del Espacio Económico Europeo (v. SSTJCE en el asunto Hoffman-La Roche/Centrafarm, de 23 de mayo de 1978; 8 de abril de 2003, caso Van Doren v. Q. GmBH). Desde un punto de vista territorial este agotamiento será, en cualquier caso, comunitario y no internacional (v. STS 965/2008, de 20 de octubre de 2008 (RJ 2008, 5780)), a pesar de las dudas y discusiones doctrinales mantenidas a partir de la sentencia del Tribunal Supremo de 28 de septiembre de 2001. Deben tenerse también presentes los pronunciamientos en torno al tema en dos casos fechados el mismo día (el 20 de noviembre de 2001). Uno es el caso Davidoff (caso C-414/99) y el otro es el caso Levi Strauss (caso C-416-99, Levi Strauss & Tesco Stores c./ Levi Strauss). De especial interés y en referencia a las importaciones paralelas en el ámbito de los medicamentos es la sentencia de 26 de abril de 2007, del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, Sala Segunda (proc. C-348/2004). Además y en materia de importaciones paralelas resulta de especial interés la sentencia de 13 de octubre de 2009, del Juzgado de lo Mercantil y Marca comunitaria número 1 de Alicante, en el caso Honda, así como la sentencia del Tribunal Supremo, de 18 de octubre de 2012, donde se considera que la fragmentación voluntaria de la titularidad a través de cesiones de una marca para diferentes países no implica la existencia del consentimiento exigible para el agotamiento sobre el derecho de marca, siendo posible la oposición a la comercialización de productos iguales con idéntica marca en el país en el que se ostenta la titularidad, ya que el origen empresarial de dichos productos no es el mismo, quedando desvirtuada la principal función de la marca. La limitación del derecho sobre la marca viene fijada por los usos leales del comercio y la industria, específicamente invocados en el artículo 37 de la Ley de Marcas. Con arreglo a aquellos, nadie puede ser privado de usar su nombre y dirección, tampoco de indicaciones relativas a especie, calidad, cantidad, destino, valor, origen, época de producción, etc.; ni, finalmente, incluso de la marca ajena, cuando sea necesario indicar el destino de un producto o servicio (por ej. recambios y accesorios). Además de los derechos conferidos con fundamento en la titularidad de la marca, la Ley establece varias obligaciones entre

las que la más importante es la necesidad de explotación de la misma dentro de los cinco años desde la publicación de la concesión. Explotación que comporta, en virtud del propio artículo 39 de la Ley de Marcas que establece esta obligación, la necesidad de uso de la marca bien por el titular, bien por un tercero con su consentimiento. La falta de uso o la interrupción del mismo por tiempo superior a cinco años sin causas justificativas, conlleva la caducidad de la marca en virtud del artículo 55 de la Ley. En cuanto a las acciones que protegen el derecho de marca la Ley indica las que asisten al titular de la marca y las pretensiones que puede sustentar en el marco judicial, reconociendo ( art. 40LM) que pueden ser penales y civiles. Estas últimas abarcan un amplio campo de posibilidades que incluye la cesación del acto lesivo; la adopción de medidas tendentes a su evitación en el futuro; la indemnización de daños y perjuicios y la publicación de la sentencia favorable, como instrumento para desvirtuar cualquier equívoco que se haya podido generar en el mercado (v. art. 41LM). Además, y esto es de suma importancia, el Real Decreto-ley 23/2018, no solo modifica este art. 41 en aras de una mayor protección del titular de la marca, sino que añade un apartado 3) en el que permite a dicho titular la solicitud de medidas, cuando sean apropiadas, contra los intermediarios a cuyos servicios recurra un tercero para infringir derechos de marca, aunque los actos de dichos intermediarios no constituyan en sí mismos una infracción, sin perjuicio de lo dispuesto en la Ley 34/2002, de 11 de julio, de servicios de la sociedad de la información y de comercio electrónico. Medidas que en todo caso habrán de ser objetivas, proporcionadas y no discriminatorias, tal como señala este apartado 3) del art. 41, in fine. El régimen se completa con el establecimiento de reglas sobre nacimiento y cuantificación de la indemnización por daños y perjuicios ( arts. 42 a 44LM), y con la fijación del plazo prescriptivo, que se fija en cinco años (art. 45). Nótese que la materia fue objeto de reforma, efectuada por Ley 19/2006, de 5 de junio, que da nueva redacción a los artículos 41 y 43, de manera que el titular ve reforzada la protección al incorporarse las reformas propuestas por la legislación europea en la Directiva 2004/48/(CE) del Parlamento y del Consejo de 2004, relativa a

derechos de propiedad intelectual (entiéndase propiedad intelectual en sentido amplio incluyendo tanto propiedad intelectual como industrial). 5. LA MARCA COMO OBJETO DE NEGOCIOS JURÍDICOS. LA LICENCIA Y LA TRANSMISIÓN Una vez se configura la titularidad sobre la marca como un derecho real de propiedad, no ofrece dudas la posibilidad de su transmisión (cambio del titular de la marca), así como la constitución sobre la misma de derechos reales de garantía o la celebración de contratos concernientes a su uso (licencia). Del mismo modo es posible hablar de condominio o copropiedad de la marca. La propiedad indivisa se regula en el artículo 46.1 de la Ley de Marcas, con una disposición que presenta bastante similitud con el régimen de condominio del Código Civil, al que, además, invoca como supletorio y remite para ciertos aspectos. Así la propiedad indivisa se regirá por lo acordado por las partes, en lo no acordado se hará según establezca la propia Ley de Marcas y por último y a falta de las anteriores por el Código Civil. Incluso se recogen en el propio apartado primero del artículo 46, los derechos de tanteo y retracto, con plazos para su ejercicio de un mes. En lo tocante a la transmisión, puede ésta afectar tanto a la marca una vez registrada, como a la que se halla en trámite de concesión; en el primer caso, es posible hablar de compraventa, permuta, donación, transmisión hereditaria, etc., según la naturaleza del negocio traslativo, mientras en el segundo, nos hallaremos ante un caso de cesión de derechos. Es de resaltar que el ordenamiento español, anteponiendo el interés del titular marcario al de los intereses de consumidores y usuarios, permite la transmisión «con independencia de la totalidad o una parte de la empresa» ( art. 46.2LM), acentuando con ello el carácter patrimonial del derecho sobre la marca, frente a una configuración menos subjetiva, respetuosa con eventuales intereses de consumidores y usuarios, que exigiría condicionar la facultad de transmitir la marca a la correlativa cesión del entero establecimiento o, al menos, de la maquinaria, procesos e instalaciones con los que se elaboran los productos con ella distinguidos, pues precisamente en ello se basa el derecho de marcas, en la distinción de un producto por su calidad y origen empresarial. La posición de nuestra legislación, es la

acogida en el ámbito comunitario europeo. No obstante, la transmisión total de la empresa implica, naturalmente, la de las marcas a ella ligadas ( art. 47.1LM), debiendo especificarse cuando no se quiera producir ese efecto. Aunque en orden a las formalidades de la transmisión, la Ley de Marcas no establece especiales requisitos, sí condiciona «los efectos frente a terceros de buena fe» a que «se inscriba en el Registro de Marcas» (art. 46.3), señalando, igualmente, la documentación idónea a este fin (art. 49.2) y el procedimiento de inscripción (art. 50). Por lo demás, el artículo 46 invoca respecto del Registro de Marcas la aplicación de los principios de prioridad, fe pública y publicidad formal tal como rigen en el Registro Mercantil (v. art. 46, apartados 4, 5 y 6). Otro de los negocios jurídicos de especial trascendencia en este ámbito del derecho industrial es la licencia de marca. Ésta implica cesión temporal en el uso (que no en la titularidad que sigue ostentando el licenciante) en favor de un tercero o licenciatario. Tampoco precisa de la correlativa entrega de la empresa, ni de las instalaciones necesarias para la generación del producto, ni tan siquiera de las técnicas o procesos de fabricación. El contrato de licencia varía en su naturaleza y en su contenido, aunque verse sobre el mismo objeto. Si la cesión es retribuida en función del tiempo se darán las respectivas obligaciones a cargo del licenciante de garantizar al licenciatario el uso pacífico de la cosa cedida en arrendamiento y de este último de servirse de ella con arreglo a su naturaleza, manteniendo, por la calidad y características de los productos que distingue, el prestigio que la marca hubiera consolidado en el mercado. Más cercana al concepto de contrato de colaboración es la situación en que la retribución se establece en función del número de unidades lanzadas al mercado con el distintivo objeto de licencia o consiste en una participación del cedente en los beneficios empresariales del cesionario (royalties). La cesión en virtud del artículo 48 de la Ley de Marcas, puede ser total o limitada (en función del producto o servicio o en un determinado territorio) y con exclusiva o sin ella (permitiendo, en el segundo caso, la presencia de otros licenciatarios o el uso por el propio licenciante). Este mismo artículo confiere al licenciante, frente a su licenciatario incumplidor, las mismas acciones que tendría frente a un usurpador de la marca protegida, sin que preste

el legislador especial atención al diferente carácter contractual y extracontractual de la relación entre actor y demandado según el caso. Por lo demás, la Ley de Marcas exige que los contratos entre licenciante y licenciatario accedan al Registro, al igual que los de transmisión, «para que produzcan efectos frente a terceros» (de buena fe según puntualización añadida por la actual Ley respecto de la anterior normativa marcaria). El

Real Decreto-ley 23/2018,

añade dos nuevos apartados al artículo 48LM, esto es, los apartados 7 y 8, referentes a la legitimación del licenciatario para ejercer acciones por infracción marcaria. En ellos se establece que, salvo pacto en contra recogido en el contrato de licencia, el licenciatario solo podrá ejercer acciones relativas a la violación de una marca con el consentimiento del titular de esta. Sin embargo, el titular de una licencia exclusiva podrá ejercer tal acción cuando el titular de la marca, habiendo sido requerido, no haya ejercido por sí mismo la acción por violación. Por otro lado, el apartado 8, permite intervenir a cualquier licenciatario en el procedimiento por violación de marca entablado por el titular de la marca, a fin de obtener reparación del perjuicio que se le haya causado. Por último, la marca puede ser objeto de cesión en garantía, «con independencia de la empresa», tal como recoge el artículo 46.2 de la Ley de Marcas, que a su vez hace referencia a la posibilidad de constituir sobre la misma hipoteca mobiliaria. Para todas estas situaciones, como también para el caso de embargo, ordena la Ley su registro y publicación en el Boletín Oficial de la Propiedad Industrial. 6. EXTINCIÓN DE LA MARCA: NULIDAD Y CADUCIDAD Los artículos 51 a 61 de la Ley de Marcas Ley regulan la extinción del derecho sobre la marca, distinguiendo entre nulidad y caducidad. Aquí encontramos una de las modificaciones más importantes introducidas en la Ley de Marcas por el Real Decreto-ley 23/2018. Y es que mientras que para la declaración de la nulidad o caducidad, había que acudir a un procedimiento judicial, siendo los tribunales mercantiles los competentes para tal declaración a través de sentencia declarativa, con la nueva redacción de los artículos 51, 52 y 54 y la mención expresa de la Disposición adicional primera, la nulidad o caducidad puede ser

solicitada bien vía judicial mediante una demanda de reconvención en una acción por violación de marca, o bien ante la propia Oficina Española de Patentes y Marcas. Ahora bien, téngase en cuenta que la competencia administrativa directa de la OEPM para tramitar las solicitudes y declarar la nulidad o caducidad de marcas o nombres comerciales registrados entrará en vigor el 14 de enero de 2023, en virtud de la Disposición final séptima del Real Decreto-ley 23/2018. Al seguir la distinción recogida en el Título II entre prohibiciones absolutas y prohibiciones relativas, la Ley de Marcas recoge los conceptos de nulidad absoluta y relativa, artículos 51 y 52 respectivamente, que guarda poca semejanza con los supuestos de nulidad y anulabilidad del Derecho común. La nulidad absoluta, si bien es imprescriptible en cuanto a la acción para denunciarla, no es insanable, como advierte el apartado 3 del artículo 51. La nulidad relativa sí prescribe (excepto en caso de mala fe según el art. 52.2), tras cinco años consecutivos de tolerancia de la situación por el reclamante, lo que supone introducir un elemento subjetivo de medición, altamente inseguro. Fuera de este extremo, el régimen de declaración entre los supuestos de nulidad de una y otra naturaleza no es demasiado diferente: se precisa declaración judicial mediante sentencia firme, o en su caso la resolución administrativa de la OEPM; la marca registrada declarada nula, se considerará que no ha tenido, desde el principio, los efectos señalados en la Ley (art. 60.2); la legitimación para plantearlas es amplia(

art. 58LM);

cabe anotación preventiva de demanda o solicitud de nulidad( art. 61.terLM); además el art. 61 regula los efectos de la firmeza de las resoluciones judiciales y administrativas. Es interesante señalar en este momento y relacionando la oposición con la nulidad relativa, como el Tribunal Supremo ha modificado la jurisprudencia recientemente con la sentencia núm. 520/2014 de 14 octubre, para admitir que el titular de una marca protegida en España pueda prohibir a cualquier tercero el uso en el tráfico económico de signos idénticos o similares a ella, siempre que hubieran sido registrados con posterioridad, sin necesidad de una declaración previa de nulidad -al igual que sucede con las patentes y los diseños industriales-. Se fundamenta en la sentencia de 21 de febrero de 2013, del Tribunal de Justicia, donde éste decide respecto de un supuesto en que se había alegado la infracción de una marca comunitaria por el uso de otra del mismo tipo. Señala el Tribunal que «el artículo 9, apartado 1, del Reglamento (CE) nº 207/2009 del Consejo, de 26 de febrero de 2009, sobre la marca

comunitaria, debe interpretarse en el sentido de que el derecho exclusivo del titular de una marca comunitaria de prohibir a cualquier tercero el uso en el tráfico económico de signos idénticos o similares a su marca se extiende al tercero titular de una marca comunitaria posterior, sin que sea necesaria una declaración previa de nulidad de esta última marca». Principalmente basa esta decisión en que el artículo 9, apartado 1, del Reglamento no establece una diferencia según que el tercero sea o no titular de una marca comunitaria. En cuanto a los supuestos de caducidad son recogidos en el artículo 54. Tres de ellos (falta de renovación, renuncia y falta de uso) son objeto de ulterior desarrollo en los artículos siguientes. No así los otros dos: pérdida de virtud diferenciadora, inducción a la confusión. La falta de renovación y la renuncia (parcial o total) las declara la Oficina Española de Patentes y Marcas, en virtud del art. 54 apartado 3. Los otros tres supuestos pueden ser declarados bien por la OEPM, bien por resolución judicial, en virtud del apartado 1 del art. 54. (V. por ejemplo la STS de 9 de julio de 2013, en la que se estima la caducidad de la marca «Caja del Sol» perteneciente a la entidad Unicaja, por lo que la que fuera en su momento Cajasol puede utilizar la marca «Cajasol» sin conculcar los derechos marcarios de la primera entidad). Además es posible la caducidad parcial de una marca, de modo que una marca que se registra para una serie de productos o servicios, puede ser considerada caduca para los productos o servicios para los que no se utilizó real y efectivamente, quedando vigente para aquellos otros para los que la marca cumplió su función identificativa del origen empresarial.(V. en este sentido la STS de 2 de diciembre de 2013, donde se termina por estimar la caducidad de la marca «Maestro» por desuso, excepto para «licores de orujo y aguardiente de orujo». Téngase en cuenta que la marca estaba registrada para los productos «vinos, espirituosos y licores». En cuanto a la pérdida de virtud diferenciadora, señalar que es comúnmente conocido como la vulgarización de la marca y que en nuestro país exige una actitud pasiva por parte del titular de la marca al permitir a los competidores o consumidores la utilización de la misma para referirse genéricamente a un producto o servicio, o bien que el propio titular lo haya utilizado en este sentido. Así pues, lo relevante jurídicamente no es sólo que los consumidores usen la marca generalizadamente como designación del producto o servicio (elemento objetivo), sino que además hay que analizar si el

titular ha dejado de defender su marca en caso de utilización de la misma por parte de los competidores o consumidores, o bien, si la utilización de la misma por el propio titular no se ha hecho en el sentido de preservar la distintividad del signo (elemento subjetivo). Sólo dándose cumulativamente ambos elementos, se podrá llegar a una situación de vulgarización de la marca y podrá considerarse la consecuencia de caducidad que se deriva de este hecho. 7. LA MARCA DE LA UNIÓN EUROPEA Y SU RÉGIMEN JURÍDICO La marca de la Unión Europea o marca de la Unión (antigua marca comunitaria) tiene su regulación en el nuevo Reglamento (UE) 2017/1001 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 14 de junio de 2017, sobre la marca de la Unión Europea (DOCE 16-6–2017). Tras este Reglamento, la Marca Comunitaria pasa a denominarse Marca de la Unión Europea. Una de las novedades que presenta este nuevo Reglamento como señalábamos más arriba, es la supresión del requisito de la representación gráfica de los signos que vayan a constituirse en marca, abriendo la puerta a la posibilidad ya pretendida en diversas ocasiones, de registrar olores o gustos, como marcas olfativas o gustativas respectivamente, así como de marcas sonoras, cuyos sonidos no sean susceptibles de ser representados a través de la grafía musical tradicional. Quedando esta posibilidad abierta, no pueden obviarse los problemas que aún tendrán que resolverse para la eficacia de esta vía; problemas tales como el requisito que el propio artículo 4 exige en su apartado b), esto es, que los signos sean apropiados para ser representados en el Registro de Marcas de la Unión Europea, de manera que permita a las autoridades competentes y al público en general determinar el objeto claro y preciso de la protección otorgada a su titular. O el problema que tendrán que afrontar los examinadores en relación a la distintividad de los olores o sabores para determinar si estos distinguen a unos productos sin posibilidad de confusión respecto de otros de similares características. Se trata de algo diferente a una marca internacional que se hubiera solicitado para cada uno de los países de la Unión Europea. Tiene como principio fundamental el de unidad entendiéndose por ello que sólo se puede solicitar y conceder una marca comunitaria para la totalidad del territorio de la Unión Europea. Una única solicitud, una única tasa y una sola oficina, la Oficina de Armonización del Mercado Interior ante la que se tramita el registro.

Hay que tener en cuenta que la marca de la Unión Europea se rige exclusivamente por normas comunitarias, aunque lo cierto es que para determinados aspectos no faltan las remisiones a los Derechos internos de cada Estado. En ellos se encuentran los Tribunales de marcas de la Unión Europea de primera y segunda instancia que se encargarán de resolver los posibles conflictos entre las normas de estas marcas y las internas cada Estado. Por otro lado, el registro de una marca de la Unión puede fracasar por la oposición del titular de una marca anterior en un Estado miembro, quien estaría igualmente legitimado para solicitar la nulidad de la marca de la Unión registrada. Y el principio que fundamenta estas posibilidades es el de coexistencia de las marcas nacionales con las de la Unión Europea. La posibilidad de denegación de registro de la marca de la Unión puede tener su origen en prohibiciones absolutas al carecer la marca de carácter distintivo, ya sea por estar ante signos genéricos, ya sea por estar constituidos dichos signos por formas necesarias o bien formas que afecten al valor intrínseco del producto. Junto a éstas, otras prohibiciones absolutas quedan recogidas en el artículo 7 del Reglamento 2017/1001, teniendo bastantes similitudes con las prohibiciones absolutas en nuestro país. En el artículo 8 del citado Reglamento quedan recogidas las prohibiciones relativas. Ambos artículos sufren modificaciones respecto de la antigua redacción en relación a los signos constituidos por la forma del producto en el caso de aquél y en relación a la oposición de titulares de denominaciones de origen o indicaciones geográficas en el caso del artículo 8, al que se le añade un apartado 4 bis, y se modifica el texto del apartado 5 en referencia a la marca registrada anterior que siendo, bien de la Unión o bien nacional, ostente el carácter de renombrada. El derecho sobre la marca de la Unión Europea se adquiere por el registro ante la Oficina de Propiedad Intelectual de la Unión Europea -rigiendo el principio de registro- tras un examen de oficio relativo a las prohibiciones absolutas(pues en lo que a las prohibiciones relativas se refiere se limita esta Oficina a realizar o instar una búsqueda). Además, las posibles oposiciones de terceros respecto a la concesión de una marca de la Unión han de versar exclusivamente sobre las prohibiciones relativas y en ningún caso sobre las absolutas. En cuanto al contenido del derecho sobre la marca de la Unión, es este similar al de la marca nacional. Pero además, para la defensa de este derecho dispondrá el titular de la marca de unas acciones que el Reglamento sobre la Marcade la

Unión Europea, recoge en sus artículos 122 y siguientes (que sufrió modificaciones tras el Reglamento 2015/2424 y así quedan recogidas en el nuevo Reglamento 2017/1001), remitiéndose al Derecho interno de cada Estado pues salvo disposición en contrario del Reglamento, y que serán aplicables a los procedimientos en materia de marcas y de solicitudes de marca de la Unión, así como a los procedimientos relativos a acciones simultáneas o sucesivas emprendidas sobre la base de marcas de la Unión y de marcas nacionales, las disposiciones del Reglamento (UE) n.º 1215/2012 del Parlamento Europeo y del Consejo, que deroga el Reglamento (CE) 44/2001 relativo a la competencia judicial, el reconocimiento y la ejecución de resoluciones judiciales en materia civil y mercantil y que entró en vigor en su totalidad el 10 de enero de 2015. Además en el artículo 129.2 y 3 del Reglamento puede observarse una remisión expresa a los ordenamientos jurídicos nacionales, incluidos su Derecho internacional privado, así como a sus normas procesales. Precisamente, una de las novedades del actual Reglamento 2017/1001, es la nueva redacción del artículo 192.2 mucho más concisa, en la que si bien se insiste en la aplicación del Derecho nacional vigente por parte de los Tribunales de marcas de la Unión cuando la cuestión en liza no sea regulada en materia de marcas por el Reglamento, se evita cualquier mención al Derecho internacional privado del país en que se esté dilucidando el asunto. La competencia será por tanto para los Tribunales Nacionales de marcas de la Unión que en nuestro país, en virtud de la

Ley Orgánica 8/2003, de 9 de julio, para la

reforma concursal, por la que se modifica la Ley Orgánica del Poder Judicial, se atribuye en exclusiva a los Juzgados de lo Mercantil de Alicante que conocerán de los litigios que puedan suscitarse en torno a las marcas de la Unión, extendiendo su jurisdicción a todo el territorio nacional. La marca de la Unión se concede por diez años, pudiéndose dar la prórroga indefinida por iguales períodos. Ha de usarse sin que se dé una interrupción de más de cinco años, y ha de comenzar su uso en el plazo de cinco años desde su registro. Si no se respetan estas disposiciones la consecuencia será la caducidad de la marca. Igual consecuencia se desprende de la renuncia o de la falta de renovación. Por último se puede observar la llamada caducidad «por tolerancia», que es la adaptación comunitaria de la doctrina

del estoppel que ya contemplara nuestra propia Ley de Marcas en su momento. No se trata de una caducidad en sentido estricto. Simplemente quien tolere el uso de una marca comunitaria en el Estado donde su propia marca está protegida, perderá la posibilidad de entablar las acciones defensivas que en otro caso le habrían correspondido. En cuanto a la nulidad, los motivos de denegación absolutos y relativos devienen posteriormente en motivos de nulidad de la marca de la Unión. En referencia a la nulidad absoluta, se contemplan en el artículo 59 del Reglamento los motivos de prohibición absoluta y por otro lado la falta de legitimación para ser titular de una marca de la Unión (arts. 5 y 7). Además la solicitud llevada a cabo de mala fe es asimismo causa de nulidad absoluta. La nulidad relativa regulada en el artículo 60 del Reglamento traerá causa como se decía de los motivos de denegación relativos y ciertos derechos de autor y de la propiedad industrial. Al artículo se le añade por parte del Reglamento 2015/2424, una letra d) en relación y coherencia al añadido que el propio Reglamento hace del apartado 4.bis en el artículo 8, y que con la redacción del actual Reglamento 2017/1001, se convierte en el apartado 6 de dicho artículo, sobre las denominaciones de origen e indicaciones geográficas. Obsérvese que estos derechos de autor y de propiedad industrial son causa de nulidad pero no pueden ser alegadas por terceros como causas relativas de denegación, cosa que sí es posible en nuestro Derecho español de Marcas donde pueden ser alegadas en el momento de la concesión de la marca. Por último, la declaración de la nulidad absoluta o relativa, o de caducidad, se presenta ante la Oficina, a través de una solicitud o mediante una demanda de reconvención en una acción por violación de marca, según determinan los artículos 59 y 60. En resumen, el objetivo de la marca de la Unión Europea es el de la validez y eficacia de dicha marca en el ámbito de la Unión Europea. Como en el marco de la Unión de París, el sistema descansa sobre la tramitación de un expediente unitario, con validez para todo el territorio de la Comunidad. Antes de proceder a la concesión, la Oficina de Propiedad Intelectual de la Unión Europea ha de examinar si la petición está afectada por alguna de las llamadas prohibiciones absolutas, sin pronunciarse sobre las relativas, cuya posible invocación confía a los que se consideren afectados. La

concesión de una marca de la Unión no comporta la caducidad del registro ni de la facultad de utilización exclusiva de una marca nacional preexistente en alguno de los países miembros, cuyo titular podrá seguir utilizándola dentro de las fronteras del país comunitario para el que la obtuvo. Por último, en nuestra normativa nacional de marcas, cuyo Título IX lleva por título «Marcas comunitarias» (término que habrá de actualizarse al de Marca de la Unión Europea, tal como propone el actual Anteproyecto de modificación parcial de la Ley de Marcas), se regulan en los artículos 84 a 86 que forman parte del mismo, ciertos aspectos de marca nacional respecto a la de la Unión Europea, como pueden ser la transformación de ésta en aquélla, el trámite de presentación de la marca de la Unión ante la Oficina Española de Patentes y Marcas que se encargará a su vez de transmitirla a la Oficina de Propiedad Intelectual de la Unión Europea o la posibilidad de declaración de la nulidad o caducidad de una marca nacional cuando una marca de la Unión con efectos en España se vaya a beneficiar de este hecho. II. EL NOMBRE COMERCIAL

8. EL RÉGIMEN JURÍDICO El sistema de protección del nombre comercial se recoge en el Título X de la propia

Ley de Marcas en sus

artículos

87a 91, normativa que si bien puede considerarse escueta, se completa a través de la disposición general contenida en el apartado 3 del artículo 87, que remite a la más amplia regulación de las marcas, «en la medida en que no sean incompatibles con la propia naturaleza» de este otro signo distintivo. 9. CONCEPTO Y FUNCIÓN La definición del nombre comercial se encuentra en el

artículo

87.1 de la Ley de Marcas, entendiendo por tal «todo signo susceptible de representación gráfica que identifica a una empresa en el tráfico mercantil y que sirve para distinguirla de las demás empresas que desarrollan actividades idénticas o similares». Sin alcanzar la amplitud prevista para la marca, el legislador permite que se empleen como «nombres» signos que no sean tales, puesto que basta con la posibilidad de su representación gráfica, dando entrada (como nombres) a los anagramas, logotipos, imágenes, figuras y dibujos (como confirma el propio artículo en su apartado

segundo) aunque sean impronunciables, lo que supone una importante novedad al eliminar el requisito de enunciabilidad previsto en la anterior Ley de Marcas. A la hora de precisar el tipo de actividad para el que se pretende el registro, la Ley, en ausencia de un nomenclátor internacional de nombre, semejante al de marcas, aboga por remitirse a la Clasificación Internacional de Productos y Servicios como puede apreciarse de la lectura del artículo 89.1 de la Ley de Marcas, que resulta de difusión reconocida. Esta referencia y la libre cesión del nombre, sin la correlativa transmisión de la empresa en cuya actividad se emplea (que era tradicional en nuestro sistema), constituyen las novedades más sobresalientes de la nueva regulación del nombre comercial. En cuanto a la función, mientras que la marca es el signo distintivo del producto o servicio que el empresario coloca en el mercado, el nombre comercial tiene como finalidad identificar en el tráfico al propio sujeto titular de la actividad empresarial, quedando, finalmente, el rótulo como signo distintivo de los locales en que la actividad se lleva a cabo. Esta identificación del titular empresarial en el tráfico mercantil trae algunas complicaciones desde que el titular de una organización mercantil, ya sea individual o social, posee un nombre como atributo inherente de su personalidad, que lo identifica en la globalidad de sus relaciones jurídicas y no sólo como ejerciente de una actividad mercantil. Además, si se trata de empresario social, hay que tener en cuenta que la razón social puede a su vez coincidir tanto con el nombre comercial como con el propio nombre personal por lo que se estaría ante un mismo nombre con tres regulaciones diferentes. De aquí las complicaciones que pueden derivarse de la regulación de la figura jurídica que nos ocupa. Sin embargo puede encontrarse justificación en la cotidiana realidad del tráfico ya que por las más variadas razones, son muchos los empresarios (y el fenómeno afecta también, a veces en mayor medida, al mundo artístico y literario) que acaban siendo conocidos por un apelativo no coincidente con su nombre propio, ni con el de su denominación o razón social. Cuando así sucede, la persona o entidad que ha logrado bajo esta variedad de nombres, consolidar un prestigio en el tráfico, pretende evitar intromisiones perjudiciales en su uso, provenientes de otros operadores mercantiles, que pudieran tratar de obtener beneficio de esa ventaja. Así surge el llamado «nombre comercial» y se justifica la conveniencia de articular un sistema de protección del mismo. Es evidente que por prestigioso y acreditado que resulte el nombre del

empresario, aunque solicite y obtenga su inscripción como nombre comercial, no podrá evitar que, en caso de que otro empresario tenga por nombre personal uno coincidente, no podrá aquél evitar que éste lo emplee, incluso en el desarrollo del mismo género de actividad para el que ha sido registrado. Cualquier pretensión en tal sentido chocaría siempre con la limitación establecida en el artículo 37.1.a) de la Ley de Marcas, que forma parte del bloque de disposiciones de aplicación por remisión del artículo 87.3 de la Ley, que permite a los terceros, sin necesidad de autorización del titular del signo, la utilización en el mercado de «su nombre y dirección» aunque coincida con el registrado por otra persona. Claro es que si el nombre comercial registrado incluye sólo, por ejemplo, el patronímico y un apellido, sí puede obligarse al homónimo a que utilice sus dos apellidos, con lo que se introduce un factor de diferenciación. 10. NOMBRE COMERCIAL Y DENOMINACIÓN SOCIAL: ÁMBITOS DIFERENTES DE IDENTIFICACIÓN DE LA EMPRESA Y EL EMPRESARIO Tratándose de sociedades, la denominación o razón social, cuya utilización exclusiva viene garantizada por las normas del Derecho societario, puede constituirse en instrumento suficiente de protección, sin necesidad de registrarla como nombre comercial, por cuanto de por sí será bastante para evitar que otra compañía tome idéntica denominación en el tráfico. Pero conviene hacer notar que la prohibición de identidad no excluye la similitud y, además, el mero hecho de que una sociedad tenga una denominación, excluyente de otras idénticas, no cubre la posibilidad –sin perjuicio de su impugnación, por la normativa de la competencia desleal– de que un empresario individual utilice el mismo signo que la sociedad emplea como denominación, dándole la función de marca o la de rótulo de su establecimiento. Es necesario hacer referencia al artículo 9.1.d) donde se indica que la denominación social se convierte en prohibición relativa que permite la oposición al registro de un nombre comercial por remisión de los

artículos 87.3 y

88 de la Ley de Marcas. A su vez el conflicto es causa de nulidad relativa. Además la Ley de Marcas (disp. adic. 14ª) ordena al Registro Mercantil la denegación de la razón social en los casos de coincidencia o posible confusión con una marca o nombre comercial notorio o renombrado. Hay también que tener en cuenta

que, en caso de conflicto entre signo distintivo registrado (sea marca o nombre comercial) y denominación social, la jurisprudencia, ante la posible confusión del mercado (STS de 27 de mayo de 2004) otorga prioridad al signo sobre la denominación y el titular de aquél puede exigir la modificación de este para evitar riesgo de confusión (STS de 4 de julio de 1995 y, a partir de ella, múltiples en igual sentido; v. igualmente la STJCE de 11 de Septiembre de 2007). La posición del legislador es tan rigurosa que la disposición adicional 17ª de la Ley de Marcas, si bien no resuelve los problemas de compatibilidad entre denominaciones sociales y signos distintivos, sí que insta al Registrador mercantil para que proceda de oficio a practicar la cancelación, tras declarar la disolución de pleno derecho de la sociedad, cuando tras un año desde que se la considerara infractora de derechos marcarios, no haya procedido al cambio de la denominación social para evitar tal circunstancia. Por último señalar que al igual que para el caso de la marca, también la Ley ofrece protección al nombre comercial no registrado para lo que habrá que volver una vez más al artículo 9.1 d) de la citada Ley. En efecto, el caso del nombre comercial registrado como prohibición relativa se halla en el artículo 7 de la Ley de Marcas y en el artículo 8 como nombre comercial registrado notorio o renombrado, de modo que el artículo 9.1 d) de la Ley hace referencia al caso del nombre comercial no registrado que es usado o notoriamente conocido. Este artículo 9.1 d) es además de especial importancia por su aparente asignación de carácter distintivo a la denominación social y su consecuente acercamiento en ciertos aspectos de ésta al régimen de los signos distintivos al quedar reguladas ambas figuras, esto es, la denominación social y el nombre comercial bajo un mismo apartado de la norma marcaria. III. LA IDENTIFICACIÓN DEL ORIGEN GEOGRÁFICO COMO DERECHO DE PROPIEDAD INDUSTRIAL

11. DENOMINACIONES DE ORIGEN E INDICACIONES GEOGRÁFICAS DE PRODUCTOS: NORMATIVA, CONCEPTO Y FUNCIÓN Cercanas a las marcas colectivas y de garantía, están las denominaciones de origen y las llamadas indicaciones geográficas protegidas, que abarcan una más variada gama de productos. La materia fue objeto de regulación en la

Ley 24/2003, de 10 de

julio, llamada de la Viña y del Vino (LVV), y el Real Decreto 1651/2004, de 9 de julio de 2004, por el que se establecen normas de desarrollo para la adaptación de los reglamentos y órganos de gestión. Hay que tener en cuenta que el Reglamento (CE) 479/2008 (DOUE L 148, de 6 de junio de 2008), estable la organización del mercado vitivinícola e implanta una nueva regulación para los nombres geográficos de vinos, desapareciendo los «vinos de calidad producidos en regiones determinada» (CPRD) e incorporando la «denominación de origen protegida» (DOP) y la «indicación de origen protegida» (IGP). A partir de ese momento, el reconocimiento no era realizado por los Estados miembros, sino por la Comisión. También es importante recalcar, que el procedimiento de inclusión en el registro comunitario se hace semejante al de DOP/IGP de los productos agroalimentarios, regulado en el Reglamento (UE) n.º 1151/2012, al que a continuación hacemos mención. Las denominaciones geográficas son pues signos distintivos que indican el lugar geográfico del que proceden los productos o servicios amparados por ellas. El Reglamento (UE) n.º 1151/2012 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 21 de noviembre de 2012, sobre regímenes de calidad de los productos agrícolas y alimentarios, vino a derogar los Reglamentos (CE) nº 509/2006 y (CE) nº 510/2006, estableciendo el marco jurídico referido en esta ocasión no a vinos, productos vitícolas o bebidas espirituosas (exclusión recogida en el artículo 2.2 del Reglamento),sino a productos agrícolas y alimenticios. La existencia a escala de la Unión de un marco que proteja las denominaciones de origen e indicaciones geográficas disponiendo su inscripción en un registro comunitario, tiene por objetivo facilitar el desarrollo de tales figuras ya que a través de la uniformidad se asegura una competencia leal entre los productores de los productos que lleven esas menciones y refuerza la credibilidad de éstos ante el consumidor (V. en este sentido la Exposición de Motivos del Reglamento (UE) nº 1151/2012 en su apartado 20). Por tanto, las denominaciones de origen e indicaciones geográficas se protegerán siempre que se reúnan una serie de requisitos y se inscriban en un Registro comunitario, a cuyo acceso desde España se dedica el Real Decreto 1335/2011, de 3 de octubre. En este Reglamento se incluyen tanto los nuevos

tipos de etiquetado voluntario como los tradicionales derechos de la propiedad intelectual, que vinculan la calidad al origen geográfico de los productos agrarios a través de las figuras de las DOP y las IGP, dando estabilidad a nivel europeo, mediante los preceptos principalmente del título II del citado Reglamento (UE), a estas figuras hoy protegidas también a nivel global por las normas de la Organización Mundial de Comercio y, en particular, por el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC). Posteriormente entraría en vigor el Reglamento (UE) nº 251/2014 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 26 de febrero de 2014, sobre la definición, descripción, presentación, etiquetado y protección de las indicaciones geográficas de los productos vitivinícolas aromatizados, por el que se deroga el 1601/91 del Consejo.

Reglamento (CEE) nº

En cuanto a las características que tanto los productos vitivinícolas como los agrarios o alimenticios, deben reunir para poder quedar protegidos bajo una Denominación de Origen Protegida o por una Indicación Geográfica Protegida, las podemos encontrar en los artículos 34 del Reglamento (CE) 479/2008 y artículo 5 del Reglamento (UE) n.º 1151/2012 respectivamente. Destaquemos que la diferencia entre una denominación de origen protegida y la indicación geográfica protegida, para el caso de los productos agroalimentarios radica básicamente en dos de los requisitos exigidos para cada una de ellas. Si para la denominación de origen, es necesario que la calidad o características del producto se deba fundamental o exclusivamente a un medio geográfico particular, con los factores naturales y humanos inherentes a él (art. 5.1 b), en el caso de la indicación geográfica, ha de poseer una cualidad determinada, una reputación u otra característica que pueda esencialmente atribuirse a su origen geográfico (art. 5.2 b). Diferencia sutil, como puede comprobarse, que quizás sea más evidente para el caso del requisito establecido en el artículo 5.1 c), para el producto con denominación de orgien, esto es, que sus fases de producción tengan lugar, en su totalidad, en la zona geográfica definida, mientras que en el caso de la indicación geográfica, sólo una al menos de las fases de producción del producto ha de tener lugar en la zona geográfica definida (art. 5.2 c).

Los nuevos preceptos establecidos por normativa europea en materia de control oficial y por la específica para las denominaciones de origen y las indicaciones geográficas protegidas, unidos a los múltiples cambios experimentados en el sector agroalimentario, ha dado como resultado el establecimiento de un nuevo y único marco normativo nacional a través de la Ley 6/2015, de 12 de mayo, de Denominaciones de Origen e Indicaciones Geográficas Protegidas de ámbito territorial supraautonómico. En ésta encontramos un nuevo régimen jurídico, complementario a la regulación europea, aplicable a las DOP e IGP, cuyo ámbito territorial se extienda a más de una comunidad autónoma y delimite claramente las funciones de sus entidades de gestión y el ejercicio del control oficial por parte de la autoridad competente. La Agencia de Información y Control Alimentarios, organismo autónomo del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, según establece esta nueva Ley, realizará funciones de control oficial antes de la comercialización de las denominaciones de origen y las indicaciones geográficas cuyo ámbito territorial se extienda a más de una comunidad autónoma. En definitiva, lo que se pretende a través de esta nueva norma, tal como establece el artículo 2 de la misma, es fundamentalmente: 1.Regular la titularidad, el uso, la gestión y la protección de las denominaciones de origen y las indicaciones geográficas vinculadas a un origen cuyo ámbito territorial se extiende a más de una comunidad autónoma. 2.-Garantizar la protección de las denominaciones de origen y las indicaciones geográficas como derechos de propiedad intelectual. 3.-Proteger los derechos de los productores y de los consumidores, garantizando el cumplimiento del principio general de veracidad y justificación de la información que figure en el etiquetado de los productos amparados por una denominacion de origen o o indicacion geográfica cuyo ámbito territorial se extiende a más de una comunidad autónoma y por último. 4.-Favorecer la cooperación entre las Administraciones Públicas competentes. En el artículo 10 establece lo que se considera a efectos de esta Ley como denominación de origen e indicación geográfica protegidas teniendo en cuenta como no puede ser de otro modo considerarlo determinado por la normativa europea. Así se consideran indicaciones geográficas y denominaciones de origen protegidas: 1.-Las Denominaciones de Origen Protegidas e Indicaciones Geográficas Protegidas de los productos vitivinícolas.

2.-Las Indicaciones Geográficas de bebidas espirituosas. 3.-Las Indicaciones Geográficas de vinos aromatizados, de bebidas aromatizadas a base de vino y de cócteles aromatizados de productos vitivinícolas y 4.-Las Denominaciones de Origen Protegidas y las Indicaciones Geográficas Protegidas de otros productos de origen agrario o alimentario. Para que alguno de estos productos pueda llegar a tener la consideración de denominación de origen o indicación geográfica protegidas, tendrá que ser solicitado por el productor o grupo de productores del producto concreto con las condiciones que establece la normativa europea y correspondiendo, al Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, la tramitación de la fase nacional, en el caso de las denominaciones de origen o indicaciones geográficas, cuyo ámbito territorial se extienda a más de una comunidad autónoma (art. 14). El capítulo IV de esta Ley 6/2015, de 12 de mayo, regula las entidades de gestión, denominadas Consejos Reguladores, de denominaciones de origen e indicaciones geográficas protegidas cuyo ámbito territorial se extienda a más de una comunidad autónoma, que habrán de tener personalidad jurídica propia y contar con un órgano de gobierno, donde estén representados de manera paritaria todos los intereses económicos que participan en la obtención del producto y ser autorizadas por el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación (art. 15). Por su parte los Capítulos V y VI regulan tanto los aspectos generales del sistema de control de las denominaciones de origen e indicaciones geográficas protegidas, que proporciona garantías para los operadores económicos y consumidores, como la inspección y el régimen sancionador aplicable en el ámbito de las competencias del Estado en materia de control de las denominaciones de origen e indicaciones geográficas, tipificando las infracciones que quedan clasificadas como leves, graves y muy graves, y fijando la cuantía de las sanciones aplicables en cada caso, respectivamente. Por último, en relación a esta Ley, tener en cuenta que deroga título II de la Ley 24/2003, de 10 de julio, de la Viña y del Vino, esto es, lo referente al sistema de protección del origen y la calidad de los vinos, así como otras disposiciones del mismo texto legal relacionadas con la citada materia, ya que buena parte de su contenido cabe considerar incompatible con el

Reglamento (UE)

n.º 1308/2013 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 17 de diciembre de 2013, por el que se crea la organización común de mercados agrícolas. Ahora bien seguirá vigente con rango de Ley, según las Disposiciones Segunda, Tercera y Cuarta de la Ley 6/2015, de 12 de mayo, la parte de la Ley de la Viña y el Vino correspondiente, relativa a las características de los vinos y la regulación de los términos tradicionales de los vinos, de forma coherente con lo dispuesto en las normas de la Unión Europea sobre dichas materias en los Reglamentos 607/2009 y 479/2008, de la Comisión y del Consejo respectivamente y referidos a las denominaciones de origen e indicaciones geográficas protegidas, a los términos tradicionales, al etiquetado y a la presentación de determinados productos vitivinícolas. Las dudas que se plantean en este campo se refieren principalmente a la posibilidad del empleo de denominaciones geográficas como marca. Pues bien, prácticamente no cabe la posibilidad de que sea empleada como tal a la vista de las prohibiciones absolutas que se recogen en la Ley de Marcas, entre otras, tratarse de signos que se compongan exclusivamente de aquello que indique la procedencia geográfica del producto. Esto además queda más claro tras la sistematización llevada a cabo sobre las prohibiciones absolutas de registro de marca por parte del Real Decreto-ley 23/2018, incluyendo en los apartados específicos h), i), y j), las denominaciones de origen e indicaciones geográficas, los términos tradicionales de vinos y las especialidades tradicionales garantizadas. Además en virtud del artículo 5.2LM, no se aplica la doctrina de la distintividad sobrevenida para el caso de las prohibiciones del artículo 5.1.h) i) y j) que hacen referencia a las procedencias geográficas. Así las cosas, con la nueva regulación de la Ley de Marcas es muy difícil que una denominación geográfica pueda llegar a ser registrada como marca. Ahora bien, esta Ley no excluye el carácter de marca de garantía que las denominaciones de origen tienen, y las regula en sus artículos 62 a 73, pudiendo inferirse de tal regulación la posibilidad de que una vez reconocida la denominación de origen por las autoridades agrícolas, pudiera acceder al Registro de Marcas de la Oficina Española de Patentes y Marcas como marca colectiva o de garantía. En cuanto al conflicto que pueda suscitarse entre una marca y una denominación de origen o indicación geográfica, cabe

señalar que el nuevo Reglamento 2015/2424 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 16 de diciembre de 2015, añade tal como apuntábamos anteriormente, un apartado 4 bis en el artículo 8 del Reglamento de Marca Comunitaria, que ahora es el apartado 6 del artículo 8 en el Reglamento 2017/1001, relativo a las prohibiciones relativas de registro de marca. Este apartado se incorpora para hacer mención expresa al posible conflicto entre denominaciones de origen o indicaciones geográficas con una marca que pretenda registrarse posteriormente. Según este nuevo apartado, mediando oposición de cualquier persona autorizada en virtud de la legislación aplicable para ejercer los derechos que se derivan de una denominación de origen o una indicación geográfica, se denegará el registro de la marca solicitada siempre que se cumplan las condiciones establecidas a continuación por el propio apartado 6 i), ii). Todo esto es recogido ahora, tras la modificación de nuestra Ley de Marcas por el Real Decreto-ley 23/2018, en el apartado 3 del artículo 9. Más reciente en esta materia y referido a las bebidas espirituosas, es el Reglamento de Ejecución (UE) nº 716/2013 de la Comisión, de 25 de julio de 2013, por el que se establecen disposiciones de aplicación del Reglamento (CE) nº 110/2008 del Parlamento Europeo y del Consejo, relativo a la definición, designación, presentación, etiquetado y protección de la indicación geográfica de bebidas espirituosas [DOUE L 201, de 26.6.2013]. 12. CONTENIDO DEL DERECHO La denominación de origen que se regula en la Ley de la Viña y del Vino se trata del nombre de un determinado lugar que se emplea para designar un producto obtenido en el mismo. Este producto tiene unas características diferenciadoras precisamente debidas al medio natural o a la elaboración efectuada en el lugar en cuestión. Los productores establecidos en el mismo tienen un derecho exclusivo a utilizar el toponímico como nombre distintivo de los productos de esa zona, cerrándose jurídicamente la posibilidad por los artículos 39.1.f) y 40.2.a) (téngase en cuenta que se derogan los apartados 2, 3 y 4 del art. 40, aunque podrán seguir siendo de aplicación para las comunidades autónomas que no hayan desarrollado la materia regulada en los mismos, según establece la

disp. derogatoria única.1 de la Ley 6/2015, de 12 de mayo) de la Ley de la Viña y del Vino del uso de toponímicos idénticos, similares o dotados de términos deslocalizadores. Las denominaciones de origen son controladas por el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, en coordinación con las Consejerías de Agricultura, y el uso se disciplina por reglamentos específicos y Consejos Reguladores. Una vez resuelta por el Ministerio una solicitud de inscripción en los respectivos Registros comunitarios de las denominaciones de origen y de las indicaciones geográficas de los productos agrícolas y alimenticios, incluidos los productos vinícolas, y de las indicaciones geográficas de bebidas espirituosas, tras las diferentes fases en las que se resuelven las posibles oposiciones presentadas por quien pueda considerarse afectado, el Ministerio transmitirá la solicitud de inscripción o de modificación del pliego de condiciones a la Comisión Europea, a través del cauce establecido, y que finalmente se encargará de la correspondiente inscripción en el Registro comunitario si se cumplen todas las condiciones previstas, publicándose a continuación en el Diario Oficial de la Unión Europea.

Lección 14

Derecho de la competencia (I) Sumario: • •

I. Introducción o 1. La dualidad del derecho de la competencia II. La defensa de la competencia o 2. La legislación sobre la libre competencia o 3. Las prácticas prohibidas ▪ A. Prácticas colusorias ▪ B. Abuso de posición dominante ▪ C. Falseamiento de la libre competencia por actos desleales o 4. Supuestos especiales de dispensa de las prohibiciones ▪ A. Cuando exista un amparo legal ▪ B. Cuando se trate de conductas de importancia menor ▪ C. En caso de existencia de una declaración de inaplicabilidad o 5. Órganos de defensa de la competencia ▪ A. Órganos nacionales de defensa de la competencia ▪ B. Órganos autonómicos de defensa de la competencia ▪ C. Coordinación entre los organismos de competencia nacionales y comunitarios ▪ D. La Directiva (UE) nº 2019/1 (ECN+) o 6. Procedimientos o 7. Sanciones y políticas de clemencia ▪ A. Infracciones y sanciones ▪ B. Política de clemencia o 8. Aplicación privada del derecho de la competencia o 9. El control de las operaciones de concentración económica ▪ A. Concepto de concentración ▪ B. Ámbito de aplicación de control ▪ C. Procedimiento de control o 10. El control de las ayudas públicas o 11. El derecho comunitario europeo de la competencia

I. INTRODUCCIÓN

1. LA DUALIDAD DEL DERECHO DE LA COMPETENCIA En nuestro país, al igual que sucede en la mayoría de los países de nuestro entorno, el Derecho de la competencia se ha desarrollado a través de dos diferentes sistemas normativos: a) El regulador de la libertad de competencia, cuyas normas tienen como finalidad la defensa de la libertad de competencia y, por tanto, prohíben o someten a control los comportamientos de los operadores económicos que impiden la existencia de competencia en el mercado. b) El regulador de la competencia desleal, cuyas normas persiguen la corrección en la realización de actividades competitivas en el mercado. En definitiva, la competencia es un bien que el Derecho viene a tutelar y defender desde una doble vertiente: la libertad y la lealtad. II. LA DEFENSA DE LA COMPETENCIA

2. LA LEGISLACIÓN SOBRE LA LIBRE COMPETENCIA La libertad de competencia fue regulada por primera vez en nuestro país por la Ley 110/1963, de 20 de julio, de Represión de las prácticas restrictivas de la competencia. Esta Ley, surgida fundamentalmente al amparo de los planes de desarrollo económico impulsados por el Gobierno de la época y pensada también para adaptar nuestro aparato legislativo al de la Comunidad Económica Europea, a la que España tenía intención de adherirse, no pudo, sin embargo, desplegar todos sus efectos y funcionar de una manera eficaz en el marco de un sistema económico proteccionista y fuertemente intervenido por el Estado. Diversas circunstancias acaecidas en la década de los ochenta, tales como el cambio de régimen político, la implantación de un sistema económico basado en la economía de mercado, la transformación experimentada por nuestra economía y la incorporación definitiva de nuestro país a la Comunidad Económica Europea, aconsejaban un cambio legislativo en esta materia, que finalmente se produjo con la promulgación de la Ley 16/1989, de 17 de julio, de Defensa de la Competencia, la cual se ha mantenido en vigor, con algunas modificaciones, hasta el 1 de septiembre de 2007. Finalmente, tras un largo proceso de elaboración, que ha comprendido un amplio período de información y discusión pública que se abrió con la publicación por el entonces Ministerio de Economía y Hacienda del Libro Blanco para la Reforma del Sistema Español de Defensa de la Competencia en el

mes de enero de 2005, se ha promulgado la Ley 15/2007, de 3 de julio, de Defensa de la Competencia que deroga y sustituye a la anterior de 1989. La Ley ha sido desarrollada por un Reglamento, aprobado por Real Decreto 216/2008, y modificada por la Ley 3/2013, de 4 de junio, de creación de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia. La regulación se completa con el Real Decreto 657/2013, que aprueba el estatuto orgánico de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia y el Reglamento de funcionamiento interno aprobado el 4 de octubre del 2013. La Ley 15/2007 persigue fundamentalmente la reforma del sistema español de defensa de la competencia para reforzar los mecanismos ya existentes y dotarle tanto de una mejor estructura institucional como de los instrumentos necesarios para la protección de la competencia efectiva en los mercados. Para lograr los objetivos apuntados, la Ley ha tomado como punto de partida la experiencia adquirida en la aplicación de las anteriores leyes de competencia y se ha articulado en torno a los siguientes principios, que actúan como vertebradores del sistema: Seguridad jurídica en relación con el marco normativo y los procedimientos administrativos. Independencia y predecibilidad en la adopción de decisiones. Transparencia y responsabilidad social por lo que se refiere a la aplicación de las normas de defensa de la competencia. Eficacia de las actuaciones de las autoridades de defensa de la competencia en la lucha contra las prácticas restrictivas de la competencia. Y coherencia del sistema tanto a nivel comunitario, nacional y autonómico, como a nivel administrativo y jurisdiccional. Por otra parte, en la elaboración de la Ley se han tenido principalmente en cuenta, según se desprende de su Preámbulo, los cambios que recientemente se han producido en el sistema comunitario europeo de defensa de la competencia, destacando entre ellos la consolidación de los mecanismos de aplicación privada de las normas de competencia, la supresión del sistema de autorizaciones de acuerdos y la implantación de las políticas de clemencia, así como la descentralización de la aplicación de las normas relativas a las prácticas restrictivas de la competencia en las Comunidades Autónomas con competencias en materia de comercio interior, establecida por la Ley 1/2002, de Coordinación de las competencias del Estado y las Comunidades Autónomas en materia de defensa de la competencia.

Las novedades más significativas se encuentran en el ámbito institucional donde se prevé, por una parte, la creación de una nueva autoridad de competencia de carácter independiente, y, por otra, la posibilidad de aplicación judicial de las normas de defensa de la competencia. La Ley no incorpora cambios importantes en cuanto a la regulación de los principales tipos de prácticas restrictivas, las únicas modificaciones a destacar son la supresión de las figuras de la explotación de la situación de dependencia económica y la sustitución del sistema de autorización administrativa por un sistema de exención legal que asigna a los operadores económicos la evaluación de la concurrencia de los requisitos para que un acuerdo pueda acogerse a la exención. En materia de control de las operaciones de concentración económica, se refuerza la independencia en la toma de decisiones al atribuir la facultad última de decisión a la autoridad nacional de competencia, aunque reconociendo al Gobierno un derecho de veto en función de otros intereses de carácter general. Por lo que respecta a las ayudas públicas se dota tanto a la autoridad nacional de competencia como a las autoridades autonómicas de defensa de la competencia de un mayor protagonismo en el análisis previo de las ayudas y en la evaluación de sus efectos sobre la competencia. Por último, se simplifican y agilizan los procedimientos, se establece una graduación de las infracciones y de las sanciones y se introducen mecanismos de clemencia, consistentes en la exención o reducción de las multas, para las empresas que denuncien la existencia de un cártel, que se configuran como un instrumento que habrá de favorecer el descubrimiento y la persecución de los cárteles. La Ley 3/2013, de 4 de junio, de creación de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, modifica en profundidad el sistema de supervisión y regulación de los mercados hasta ahora vigente, al proceder a la creación de un nuevo organismo, la citada Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, que integra a los siguientes organismos: Comisión Nacional de la Competencia, Comisión Nacional de la Energía, Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones, Comité de Regulación Ferroviaria, Comisión de Regulación Económica Aeroportuaria y Comisión Nacional de Sector Postal. La Ley suprime la Comisión Nacional del Juego y el Consejo Estatal de Medios Audiovisuales, que no habían llegado a constituirse. Permanecen, en cambio, como organismos de regulación y supervisión independientes el Banco de España, la

Comisión Nacional del Mercado de Valores y el Consejo de Seguridad Nuclear. Esta Ley se limita a establecer el nuevo diseño orgánico e institucional de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, dejando en vigor el contenido normativo relativo a las prácticas restrictivas de la competencia y al control de las operaciones de concentración económica y de las ayudas públicas, así como el que se refiere a los procedimientos administrativos para su aplicación. 3. LAS PRÁCTICAS PROHIBIDAS La Ley de Defensa de la Competencia prohíbe la realización de tres tipos de conductas empresariales: los acuerdos o prácticas colusorias, el abuso de posición dominante y el falseamiento de la libre competencia por actos desleales. A estos efectos, se considera empresa a cualquier persona o entidad que ejerza una actividad económica, con independencia del estatuto jurídico de dicha entidad y de su modo de financiación (disp. ad. cuarta). A. Prácticas colusorias La Ley prohíbe, en primer lugar, las llamadas prácticas colusorias, comprendiéndose bajo este concepto los acuerdos, prácticas concertadas o conscientemente paralelas entre operadores económicos o empresas que tengan por objeto o produzcan el efecto de impedir, restringir o falsear la competencia en todo o en parte del mercado nacional (art. 1.1). Tres son los elementos que configuran este tipo de prohibición: la existencia de colusión, la producción de una restricción de la competencia y la afectación total o parcial del mercado nacional. El concepto de colusión abarca una amplia gama de figuras: En primer lugar, los acuerdos, que son los pactos escritos o verbales a través de los cuales varios operadores económicos coordinan sus comportamientos para falsear o restringir la competencia; a estos efectos, habrá acuerdo siempre que exista intercambio de voluntades entre varias personas que puedan ser consideradas como operadores económicos independientes. Entre los diversos tipos de acuerdos figuran los cárteles que son acuerdos secretos entre competidores cuyo objeto es la fijación de precios, cuotas de producción o de venta, el reparto de mercados, incluidas las pujas

fraudulentas en los concursos públicos, o la restricción de las importaciones o exportaciones (disp. ad. cuarta.2). A los acuerdos se equiparan las decisiones o recomendaciones colectivas, esto es, los acuerdos adoptados por las asociaciones o corporaciones en el seno de sus órganos directivos, porque, en este caso, se considera que se trata de acuerdos adoptados por los asociados y no de actuaciones propias de dichas personas jurídicas. En segundo lugar, las prácticas concertadas, que son aquellas prácticas homogéneas que, al no justificarse de un modo natural por las condiciones de competencia que se derivan de la estructura del mercado, inducen a pensar en la existencia de acuerdos tácitos o formas de coordinación entre los operadores económicos que no pueden ser probados; se trata, en definitiva, de la utilización de la técnica procesal de la prueba de presunciones para demostrar la existencia de pactos restrictivos de la competencia. Y, finalmente, las conductas conscientemente paralelas, que consisten en actuaciones de los operadores económicos que, sin mediar ningún tipo de acuerdo, ajustan deliberadamente sus comportamientos a los de los otros con ánimo marcadamente anticompetitivo. El segundo elemento del tipo es el efecto restrictivo de la competencia. La Ley prohíbe exclusivamente aquellas prácticas colusorias que dificultan la libertad de acceso al mercado, la libre actuación de las empresas o la libre elección de los usuarios, así como las que falsean o perturban el funcionamiento concurrencial del mercado. La Ley se ha servido de este elemento para configurar un tipo de prohibición de carácter objetivo, lo que significa, de un lado, que, para que exista una infracción, bastará con la adopción del acuerdo, sin que sea precisa su puesta en práctica y, de otro, que la infracción se considerará realizada no sólo en aquellos casos en los que los operadores económicos actúen de forma intencional, sino también en aquellos otros en los que simplemente se produzca un resultado contrario a la competencia, aunque éste no haya sido buscado de propósito. La culpabilidad solamente será tomada en consideración a los efectos de la imposición de una sanción (art. 63.1). La determinación del mercado nacional como ámbito territorial donde las restricciones de la competencia producen sus efectos de un modo real o potencial conforma el tercer elemento del tipo. De conformidad con este requisito, la Ley española se aplicará exclusivamente a las prácticas anticompetitivas que produzcan o puedan producir efectos en el mercado español o en una parte

sustancial del mismo (art. 1.1), aunque dichos hechos se hayan realizado en otros países o sus autores sean operadores económicos extranjeros (efecto extraterritorial). Este requisito se convierte en un elemento decisivo para determinar, de un lado, cuándo se aplica el Derecho español o el Derecho comunitario de la competencia y, de otro, la atribución de competencia en el ámbito de nuestro país a las autoridades nacionales o autonómicas de defensa de la competencia para el enjuiciamiento de dichas prácticas, como más adelante veremos. La prohibición contenida en el artículo 1 se completa con la enumeración a título de ejemplo de una serie de supuestos de colusión que resultan prohibidos por tener una marcada finalidad anticompetitiva: la fijación de precios o condiciones comerciales, la limitación o el control de la producción o la distribución, el reparto de mercados o de las fuentes de aprovisionamiento, la aplicación de condiciones discriminatorias y la celebración de contratos anudados (art. 1.1). La Ley sanciona con la nulidad de pleno derecho a los acuerdos o prácticas descritos con anterioridad que no se encuentren amparados por alguna de las exenciones previstas en la misma (art. 1.2). Sin embargo, no todas las prácticas colusorias van a resultar prohibidas, la Ley de Defensa de la Competencia ha optado en este punto por acomodar nuestro sistema al sistema comunitario europeo implantado por el Reglamento (CE) núm. 1/2003 y declara exentos de la prohibición a aquellos acuerdos restrictivos de la competencia que contribuyan a mejorar la producción o comercialización de bienes o servicios, o a promover el progreso técnico o económico, sin que sea necesaria ninguna decisión administrativa previa al respecto, siempre que reúnan los siguientes requisitos: a) Permitan a los consumidores o usuarios participar adecuadamente de sus ventajas; b) No impongan a las empresas interesadas restricciones que no sean indispensables para la consecución de aquellos objetivos; y c) No consientan a las empresas partícipes la posibilidad de eliminar totalmente la competencia respecto de una parte sustancial de los productos o servicios contemplados (art. 1.3). La evaluación de la concurrencia en cada caso concreto de los citados requisitos para que un acuerdo pueda gozar del beneficio de la exención se deja en manos

de los propios operadores económicos (sistema de autoevaluación), aunque existirá siempre la posibilidad de un control a posteriori de la corrección de dicho análisis por parte de los órganos de defensa de la competencia. No será necesario este proceso de evaluación cuando los acuerdos o las prácticas cumplan las condiciones establecidas en los Reglamentos comunitarios de exención por categorías, que se aplican en España aun cuando las conductas a enjuiciar no afecten al comercio intracomunitario (art. 1.4), o en los Reglamentos de exención por categorías que pueda aprobar el Gobierno español (art. 1.5). Actualmente existen reglamentos comunitarios de exención por categorías para los acuerdos verticales de distribución en general y de distribución y venta de automóviles y piezas de recambio, los acuerdos de transferencia de tecnología, los acuerdos horizontales de especialización e investigación y desarrollo y para determinados acuerdos en el sector seguros. B. Abuso de posición dominante También queda prohibida la explotación abusiva por una o varias empresas de su posición de dominio en todo o parte del mercado nacional (art. 2). Con esta norma se pretende impedir que las empresas que ostentan poder de mercado lo utilicen en detrimento del funcionamiento concurrencial del mismo. Los elementos integrantes de este tipo de prohibición son: la existencia de una posición dominante, la realización de un comportamiento abusivo y la afectación total o parcial del mercado nacional. En cuanto a la existencia de una posición dominante, hay que señalar que la norma no contiene un concepto jurídico de posición dominante y deja, por tanto, su definición a la ciencia económica. Desde este punto de vista, se considera que un operador económico se encuentra en posición de dominio en un mercado cuando puede actuar de manera independiente en el mismo, sin tener en cuenta a sus competidores, proveedores o clientes. La determinación de la existencia de una posición dominante, sin embargo, no puede hacerse en abstracto ni con carácter general, sino que ha de hacerse con respecto a un supuesto concreto y pasa necesariamente, en primer lugar, por la delimitación de los mercados relevantes de producto y geográfico y, en segundo lugar, por la delimitación de la posición que ocupa la empresa en el mercado definido como relevante. A estos efectos, se considera como mercado geográfico relevante aquel que presenta unas

condiciones homogéneas y diferentes de otras áreas vecinas (por ej., en el caso de los libros, el mercado catalán a causa del idioma). Para delimitar el mercado relevante de producto, habrá que atender especialmente al grado de sustituibilidad existente entre los diversos tipos de productos que existan, de modo que se considerará que integran un mismo mercado de producto todos aquellos que son similares por la función que cumplen, el precio y los atributos (por ej., la televisión de pago por cable, por satélite y por Internet). En segundo lugar, para determinar la posición que un determinado operador económico ocupa en el mercado, no habrá que fijarse sólo en la cuota de mercado que tiene, sino que habrá que considerar también otros factores, entre los que destaca la existencia de barreras que dificulten la entrada de algún nuevo competidor que pudiera ejercer una presión competitiva (normas legales o técnicas, ventajas tecnológicas, marcas de renombre, ventajas en cuanto a costes, como es el caso de los costes de instalación o costes de transporte, recuperación de las inversiones, dificultades de acceso a materias primas o redes de distribución etc.) o la existencia de demandantes con poder de mercado. La norma contempla también a estos efectos la posibilidad de la existencia de una posición de dominio colectiva, esto es, aquella situación en la que el poder de mercado se detenta no por una sola empresa, sino por varias conjuntamente. El comportamiento abusivo equivale a una conducta antijurídica o contraria a los principios que rigen el ordenamiento económico. En este sentido, se considerará que un operador económico abusa de su posición de dominio en el mercado cuando se comporta de una manera diferente a como lo haría si estuviera en un mercado plenamente competitivo. A estos efectos, la Ley considera abusivos los siguientes comportamientos: la imposición de precios o condiciones comerciales no equitativas; la limitación de la producción, la distribución o el desarrollo técnico en perjuicio de otras empresas o de los consumidores; la negativa injustificada de venta o de prestación de servicios; la aplicación de condiciones discriminatorias; y la subordinación de la celebración de contratos a la aceptación de prestaciones suplementarias que, por su naturaleza o con arreglo a los usos de comercio, no guarden relación con el objeto de tales contratos (art. 2.2). Por último, se exige, como tercer elemento del tipo, la afectación del mercado nacional en los términos anteriormente expuestos.

C. Falseamiento de la libre competencia por actos desleales Entre las conductas prohibidas se incluyen, por último, los actos de competencia desleal que, por falsear la libre competencia, afecten al interés público (art. 3). El interés público consiste, en este caso, en la preservación del funcionamiento concurrencial del mercado. Los requisitos para que proceda la aplicación de esta norma serán los siguientes: que exista un acto de competencia desleal en los términos establecidos en las normas reguladoras de esta materia, que dicho acto afecte a la libertad de competencia en el mercado y que esta afectación cause una grave perturbación en los mecanismos que regulan la competencia en el mercado. En otro caso, los interesados deberán acudir a la jurisdicción civil en los términos que se establecen en la

Ley de Competencia Desleal.

Esta norma no trata de regular, con carácter general, la competencia desleal, sino que pretende, por una parte, coordinar la aplicación de todas aquellas leyes que tienen por objeto la regulación de la competencia (fundamentalmente la Ley de Defensa de la Competencia, la Ley de Competencia Desleal y la Ley General de Publicidad), de ahí su naturaleza de norma de habilitación, y, por otra, solucionar el problema técnico de la aplicación de la legislación de defensa de la competencia a aquellas conductas, de carácter unilateral, realizadas por empresas, que no se encuentran en posición dominante, pero que, teniendo un cierto poder de mercado, buscan a través de determinadas prácticas desleales el falseamiento de los mecanismos concurrenciales (por ej., la utilización de precios predatorios). 4. SUPUESTOS ESPECIALES DE DISPENSA DE LAS PROHIBICIONES Las prohibiciones establecidas en la Ley para las conductas de colusión (art. 1), abuso de posición dominante (art. 2) y falseamiento de la libre competencia por actos desleales (art. 3) no se aplicarán en los siguientes casos: A. Cuando exista un amparo legal Se trata en este supuesto de conductas anticompetitivas que resultan de la aplicación de una Ley, de modo que el amparo legal supondrá la exención de la prohibición (art. 4). Quedarán, sin

embargo, al margen de la citada dispensa aquellas situaciones de restricción de competencia que se deriven del ejercicio de potestades administrativas o sean causadas por actuaciones de los poderes públicos o de las empresas públicas que no tengan amparo expreso en una Ley (art. 4.2). B. Cuando se trate de conductas de importancia menor Tampoco resultarán prohibidas las conductas anticompetitivas que no sean capaces de afectar significativamente a la competencia por su escasa dimensión o importancia (art. 5). Esta nueva configuración de las conductas de importancia menor las convierte en lícitas y genera, como efecto colateral, que no puedan ser perseguidas, ni por las autoridades autonómicas de defensa de la competencia ni por la vía privada o judicial. La dimensión o la importancia de las conductas se determinará en función de los siguientes criterios establecidos en el Reglamento: 1) Se considerarán de menor importancia, sin que sea necesaria ninguna declaración previa a tal efecto, los acuerdos entre empresas competidoras (horizontales) cuando su cuota de mercado conjunta en los mercados afectados por la práctica no exceda del 10 por 100 y los acuerdos entre empresas no competidoras (verticales) cuando la cuota de mercado de cada una no exceda del 15 por 100 en ninguno de los mercados afectados por la práctica. Sin embargo, cuando en un mercado la competencia se vea restringida por los efectos acumulativos de acuerdos paralelos para la venta de bienes o servicios concluidos con proveedores o distribuidores diferentes, los porcentajes de cuota de mercado anteriores quedarán reducidos al 5 por 100. 2) En ningún caso serán considerados de menor importancia los acuerdos entre competidores que tengan por objeto: a) la fijación de precios de venta; b) la limitación de la producción o de las ventas; c) el reparto de mercados o clientes, incluidas las pujas fraudulentas en las subastas o concursos y la restricción de las importaciones o exportaciones. Tampoco tendrán esta consideración los acuerdos celebrados entre no competidores que tengan por objeto: a) el establecimiento de un precio de reventa fijo o mínimo al que deba ajustarse el comprador; b) la restricción de las ventas activas o pasivas a usuarios finales por parte de los miembros de una red de distribución selectiva; c) la restricción de los suministros recíprocos entre distribuidores pertenecientes a una misma red de distribución

selectiva; d) el establecimiento de cláusulas de no competencia cuya duración sea indefinida o superior a cinco años; e) la restricción acordada entre un proveedor de componentes y un comprador que los incorpora a otros productos que impida al proveedor vender los componentes, como piezas sueltas, a usuarios finales, talleres de reparación independientes o a proveedores de otros servicios a los que el comparador no haya encomendado la reparación o mantenimiento de sus productos (servicio oficial); y f) la restricción del territorio en el que el comprador pueda vender los bienes o servicios contractuales o de los grupos de clientes a los que puede vendérselos, excepto en los casos siguientes: La restricción de las ventas activas en el territorio o al grupo de clientes reservados en exclusiva al proveedor o asignados en exclusiva por el proveedor a otro comprador cuando dicha restricción no limite las ventas de los clientes del comprador. La restricción de las ventas a usuarios finales por parte de un comprador que opere en el mercado mayorista. La restricción de las ventas a distribuidores no autorizados por parte de los miembros de un sistema de distribución selectiva. Y la prohibición al comprador de componentes de vendérselos a clientes que los usarían para fabricar el mismo tipo de bienes que el proveedor. 3) Tampoco serán considerados de menor importancia, en ningún caso, las conductas desarrolladas por empresas titulares o beneficiarias de derechos exclusivos (monopolios) y las desarrolladas por empresas presentes en mercados relevantes, en los que más del 50 por 100 esté cubierto por redes paralelas de acuerdos verticales cuyas consecuencias sean similares. Por último, con respecto a las conductas de abuso de posición dominante o de falseamiento de la competencia por actos desleales se prevé que el Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia pueda declarar la inaplicación de la prohibición fundada en esta causa, bien por la vía de una declaración singular de inaplicabilidad o por la vía de una Comunicación. C. En caso de existencia de una declaración de inaplicabilidad La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia podrá declarar, por razones de interés público, la inaplicabilidad de la prohibición de las prácticas colusorias contenida en el artículo 1 a una determinada conducta, bien porque no reúne los requisitos del apartado 1 o bien porque cumple los requisitos del apartado 3 (art. 6). Esta declaración de inaplicabilidad podrá realizarse también con

respecto a la prohibición del abuso de posición dominante contenida en el artículo 2. La declaración de inaplicabilidad se hará siempre de oficio y previo informe del Consejo de Defensa de la Competencia 5. ÓRGANOS DE DEFENSA DE LA COMPETENCIA El modelo español de aplicación de la Ley de Defensa de la Competencia es, como consecuencia de la sentencia del Tribunal Constitucional, de 11 de noviembre de 1999, que declaró inconstitucionales varios preceptos de la Ley de Defensa de la Competencia de 1989 por no reconocer a las Comunidades Autónomas competencias de ejecución de la citada normativa, un modelo descentralizado, integrado a nivel orgánico, por una parte, por una Autoridad Nacional de Competencia (Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia) y, por otra, por las Autoridades Autonómicas de Defensa de la Competencia. A. Órganos nacionales de defensa de la competencia La Ley 3/2013 ha modificado la estructura del sistema anteriormente vigente mediante la creación de un nuevo organismo denominado Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, que sustituye a la Comisión Nacional de la Competencia, que integró, en su momento, al Servicio de Defensa de la Competencia (órgano de instrucción) y al Tribunal de Defensa de la Competencia (órgano de resolución), que eran los encargados de la aplicación tanto de la Ley 110/1963 como de la Ley 16/1989, garantizando, sin embargo, la separación entre las funciones de instrucción, que se encomendaban a la Dirección de Investigación, y las de resolución que se atribuían al Consejo de la Comisión Nacional de la Competencia (art. 12). Este esquema se mantiene con la nueva regulación ya que se prevé que las funciones de investigación e instrucción recaigan en la Dirección de Competencia y las funciones de resolución sean ejercidas por el Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia. La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia es una entidad de derecho público de carácter independiente, aunque adscrita al Ministerio de Economía y Empresa, que ejercerá el control de eficacia sobre su actividad sin perjuicio de su relación con los Ministerios sectoriales relacionados con sus funciones. Para el

cumplimiento de sus fines la Comisión actuará con autonomía orgánica y funcional, plena independencia de las Administraciones Públicas y, por lo que respecta a la competencia, con sometimiento a la Ley de Defensa de la Competencia y al resto del ordenamiento jurídico. La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia está compuesta por los órganos de gobierno, que son el Consejo y el Presidente, y los órganos de dirección, integrados por cuatro direcciones de instrucción entre las que se encuentra la Dirección de Competencia (arts. 13y 25Ley 3/2013). Las Direcciones de instrucción ejercerán sus funciones con independencia del Consejo (art. 25.2Ley 3/2013). Las funciones atribuidas a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia son las siguientes: a) Por lo que respecta a la preservación y promoción del buen funcionamiento de los mercados y la existencia en ellos de una competencia efectiva en beneficio de los consumidores y usuarios: 1) La supervisión y control de todos los mercados y sectores económicos; 2) La realización de funciones de arbitraje cuando lo soliciten los operadores económicos; 3) La aplicación de la Ley de Defensa de la Competencia en materia de conductas restrictivas de la competencia, sin perjuicio de las competencias que correspondan a las autoridades autonómicas de defensa de la competencia o a los órganos jurisdiccionales; 4) La aplicación de la Ley de Defensa de la Competencia en materia de control de concentraciones y de ayudas públicas; 5) La aplicación en España de los

artículos

101y 102 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea; 6) La adopción de medidas y decisiones para aplicar los mecanismos de cooperación con la Comunidad Europea y las autoridades de competencia de los Estados miembros de la Unión Europea previstos en el Reglamento (CE) 1/2003 y en el reglamento (CE) 139/2004; 7) La promoción y realización de estudios y trabajos de investigación en materia de competencia, así como informes generales sobre sectores económicos; 8) La realización de otras funciones que les sean encomendadas por Ley o por Real Decreto (art. 5Ley 3/2013).

b) Por lo que se refiere a los mercados y sectores regulados, ejercerá las funciones de supervisión y control del mercado de las comunicaciones electrónicas (art. 6Ley 3/2013), del sector eléctrico y de gas natural (art. 7Ley 3/2013), del mercado postal (art. 8Ley 3/2013), del mercado de comunicación audiovisual (art. 9Ley 3/2013) del sector ferroviario (art. 11Ley 3/2013) y de las tarifas aeroportuarias (art. 10Ley 3/2013), así como las de resolución de conflictos en los citados mercados (art. 12Ley 3/2013). c) En cuanto a su carácter de órgano consultivo de Las Cortes Generales, el Gobierno, los Departamentos Ministeriales, las Comunidades Autónomas, las Corporaciones Locales, los Colegios Profesionales, las Cámaras de Comercio y las organizaciones empresariales y de consumidores y usuarios, llevará a cabo las siguientes actuaciones: 1) La emisión de informes en el proceso de elaboración de las normas que afecten a su ámbito de competencia en los sectores sometidos a su supervisión, a la normativa de defensa de la competencia y a su régimen jurídico; 2) La emisión de informes sobre los criterios para la cuantificación de las indemnizaciones por los daños y perjuicios causados a terceros por la realización de prácticas anticompetitivas; 3) La emisión de informes sobre las cuestiones a las que se refiere el artículo 16 de la Ley de Defensa de la Competencia y el Reglamento (CE) 1/2003 en relación con los mecanismos de cooperación para la aplicación de las normas de competencia; 4) Cualesquiera otras cuestiones que le atribuya la legislación vigente (art. 5.2Ley 3/2013). d) Por lo que respecta a su carácter de órgano de control, la legitimación para impugnar ante la jurisdicción competente, los actos administrativos y las disposiciones generales de rango inferior a la ley de los que se deriven obstáculos al mantenimiento de una competencia efectiva en los mercados (art. 5.4Ley 3/2013), legitimación que se hace también extensiva a las autoridades autonómicas de defensa de la competencia en el contexto de sus respectivos ámbitos de actuación. e) También podrá dictar circulares vinculantes en desarrollo de las leyes, decretos y órdenes ministeriales relacionadas con los sectores sometidos a supervisión y comunicaciones que aclaren los principios que guían su actuación (art. 30Ley 3/2013).

El Presidente de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia ostenta las funciones de dirección y representación de la Comisión y además preside el Consejo (art. 19Ley 3/2013). El Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia es el órgano colegiado de decisión en relación con las funciones resolutorias, consultivas, de promoción de la competencia, de arbitraje y de resolución de conflictos anteriormente enumeradas (art. 14Ley 3/2013). En materia de defensa de la competencia es el encargado de la resolución de los expedientes sancionadores y de los expedientes de control de las operaciones de concentración económica, asimismo asume el ejercicio material de otras funciones atribuidas a la Comisión como las de interesar la instrucción de expedientes sancionadores o las de aplicar en nuestro país los artículos 101y de Funcionamiento de la Unión Europea.

102 del Tratado

El Consejo está integrado por diez miembros. Los miembros del Consejo, incluidos el Presidente y el Vicepresidente, serán nombrados por el Gobierno a propuesta del Ministerio de Economía y Empresa, entre juristas, economistas y otros profesionales de reconocido prestigio, por un período de seis años con la garantía de la inamovilidad durante su mandato y sin posibilidad de renovación (art. 15Ley 3/2013) y quedarán sometidos a un severo régimen de incompatibilidades tanto durante el período para el que fueron nombrados como durante los dos años posteriores a su cese (art. 22Ley 3/2013). Siguiendo la pauta marcada por la legislación anterior, para dotar al sistema de garantías sobre la profesionalidad de los integrantes de los citados órganos, evitar la utilización de criterios de nombramiento basados en las afinidades personales o políticas o en cupos partidistas y, consecuentemente, fortalecer la imagen de independencia de la Comisión, la Ley establece que los nombramientos irán precedidos de una comparecencia de los candidatos ante la comisión correspondiente del Congreso de los Diputados, la cual dispondrá del plazo de un mes para vetar al candidato propuesto, si se alcanza un acuerdo adoptado por mayoría absoluta (art. 15.1Ley 3/2013). El Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia actuará en Pleno y por Salas. El Pleno estará integrado por todos los miembros y presidido por el Presidente de la Comisión y conocerá de los siguientes asuntos: a) los que la Ley califica de indelegables (art. 14.1Ley 3/2013 con la excepción de lo dispuesto en el art. 5.4Ley 3/2013); b) aquellos en los que se manifieste una divergencia entre las distintas

Salas; c) los que por su importancia recabe para si el Pleno (art. 21Ley 3/2013). Las Salas serán dos, una de competencia, que estará compuesta por cinco consejeros y presidida por el Presidente de la Comisión y otra de supervisión regulatoria, que estará compuesta por cinco consejeros y presidida por el Vicepresidente de la Comisión. La adscripción de los consejeros a las Salas será rotatoria. Las Salas conocerán de los asuntos que no estén expresamente atribuidos al Pleno (art. 21Ley 3/2013). La Dirección de Competencia es el órgano encargado de la vigilancia del mercado y de la instrucción de los expedientes sancionadores en materia de prácticas prohibidas, así como de los expedientes en materia de control de las operaciones de concentración económica y de las ayudas públicas (art. 25Ley 3/2013). La Dirección de Competencia goza de facultades de investigación muy amplias, entre las que destacan: requerir todo tipo de informaciones de las personas físicas o jurídicas, examinar las memorias de los ordenadores y los libros y documentos y obtener copias de los mismos, e incluso realizar investigaciones domiciliarias, pudiendo acceder a los establecimientos mercantiles o locales empresariales con el consentimiento de sus ocupantes o, en su defecto, mediante mandamiento judicial (art. 27Ley 3/2013). El Director de Competencia será nombrado y cesado por el Pleno del Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia a propuesta de su Presidente. La selección del candidato se realizará mediante convocatoria pública y en base a los principios de igualdad, mérito y capacidad (art. 26.3Ley 3/2013). Finalmente, la Ley establece la transparencia y la responsabilidad en las actuaciones de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia al imponer la publicidad de sus actuaciones, la publicación de una memoria anual sobre su función supervisora, la evaluación de su actividad cada tres años y el sometimiento de su actividad al control del Congreso de los Diputados, que se desarrollará mediante una comparecencia anual del Presidente de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia ante la comisión correspondiente para exponer las líneas básicas de su actuación y sus planes y prioridades para el futuro (arts. 37 a 39Ley 3/2013). B. Órganos autonómicos de defensa de la competencia

Son los constituidos por las Comunidades Autónomas con competencias en materia de comercio interior. Su composición y funcionamiento se rigen por las respectivas normas autonómicas. La nueva Ley ha tratado de potenciar su actividad en el ámbito de la defensa de la competencia, equiparando a dichos organismos en cuanto a sus funciones a la extinguida Comisión Nacional de la Competencia y atribuyéndoles, en consecuencia, plena competencia sobre aquellas prácticas prohibidas que producen sus efectos en un ámbito territorial autonómico y legitimación para la impugnación de actos y disposiciones administrativas de las Administraciones autonómicas, provinciales y locales, así como competencias consultivas o de informe en los procedimientos sancionadores de carácter nacional y de control de concentraciones que afecten de forma importante al territorio de la respectiva comunidad autónoma. Asimismo se les reconoce la competencia para la emisión de los preceptivos informes sobre la apertura de grandes establecimientos comerciales en aquellos casos en los que los efectos de su instalación se produzcan exclusivamente en el ámbito autonómico. C. Coordinación entre los organismos de competencia nacionales y comunitarios La Ley 1/2002, de 21 de febrero, de Coordinación de las Competencias del Estado y de las Comunidades Autónomas en materia de Defensa de la Competencia, establece, de un lado, los criterios para proceder al reparto de competencias entre las autoridades nacionales y autonómicas de defensa de la competencia y, de otro, unos mecanismos de coordinación, colaboración e información recíproca entre las distintas autoridades de competencia que garanticen la uniformidad de la disciplina de la competencia en todo el mercado nacional. Como criterio de atribución de competencias la mencionada Ley establece que corresponderá al Estado el enjuiciamiento de las conductas anticompetitivas que alteren la competencia en el conjunto del mercado nacional o en un ámbito supra-autonómico y a las Comunidades Autónomas el enjuiciamiento de las citadas conductas cuando afecten exclusivamente al ámbito territorial de la Comunidad Autónoma en cuestión (puntos de conexión). No obstante se considerará que una conducta puede alterar la competencia en el mercado nacional aun cuando la misma se realice en el territorio de una Comunidad Autónoma: a) cuando produzca sus efectos en el conjunto del mercado nacional o en un

ámbito territorial que excede al de una Comunidad Autónoma o pueda afectar a la unidad de mercado, entre otras causas, por la dimensión del mercado afectado, la cuota de mercado de la empresa infractora, la modalidad y alcance de la restricción de la competencia o sus efectos sobre los competidores y los consumidores; b) cuando atente contra el equilibrio económico entre las diversas partes del territorio español, obstaculice la libre circulación de personas o bienes en todo el territorio nacional, suponga la compartimentación de mercados o menoscabe el principio de igualdad de todos los españoles (art. 1). Los conflictos que surjan en materia de atribución de competencias se someterán a dictamen de la Junta Consultiva en materia de conflictos, que estará compuesta por un Presidente y un secretario nombrados por la Administración General del Estado y dos representantes de la Comunidad Autónoma en cuestión (art. 3). Este dictamen no tendrá carácter vinculante. La nueva Ley de Defensa de la Competencia ha abordado también la cuestión de la coordinación de la Comisión Nacional de la Competencia con otras autoridades de competencia, como las autonómicas, las comunitarias y las de los estados miembros de la Unión Europea. En este sentido, y por lo que respecta a las autoridades autonómicas de defensa de la competencia, la Ley se limita a hacer una referencia de los mecanismos de coordinación de la Ley 1/2002 (art. 15). Sorprende, sin embargo, que no se haga mención expresa en este artículo ni en ningún otro de este capítulo al Consejo de Defensa de la Competencia, creado por la Ley 1/2002 como órgano de colaboración y coordinación entre el Estado y las Comunidades Autónomas en materia de defensa de la competencia, al que se alude en otros artículos y cuya estructura se modifica en el número 1 de la disposición adicional décima. También se contempla la coordinación con la Comisión Europea y las autoridades de competencia de otros Estados, especialmente en materia de intercambios de información, que incluye la de carácter confidencial, y de utilización de pruebas (art. 18). D. La Directiva (UE) nº 2019/1 (ECN+) El día 4 de febrero del 2019 ha entrado en vigor la Directiva (UE) nº 2019/1, encaminada a otorgar a las autoridades nacionales de competencia los medios para aplicar más eficazmente las

normas sobre competencia y garantizar el correcto funcionamiento del mercado interior. El principal objetivo de la Directiva es garantizar que las autoridades nacionales de competencia dispongan de las garantías de independencia, recursos y facultades para la aplicación efectiva de las normas de competencia de la Unión Europea y la imposición de sanciones disuasorias a los infractores. Se trata, sin embargo, de una norma de mínimos, de modo que los Estados podrán incrementar las citadas garantías y facultades de las autoridades nacionales de competencia. El plazo máximo para la transposición de esta Directiva concluye el 4 de febrero del 2021. Entre las cuestiones que aborda la Directiva, destacan: a) El reforzamiento de los poderes de inspección y registro en el domicilio e instalaciones de las empresas, de formular requerimientos de información a las personas físicas o jurídicas y de llevar a cabo interrogatorios de éstas o de sus administradores y directivos; b) La facultad de decidir sobre la existencia de prácticas anticompetitivas, de imponer ordenes de cesación de las mismas, compromisos u obligaciones que eliminen sus efectos y sancionar a sus autores; c) El establecimiento de programas atractivos de clemencia que favorezcan la detección de cárteles y su homologación en cuanto a los requisitos de acceso y los formatos de las solicitudes; d) La posibilidad de priorizar los casos, que darán lugar a la incoación de los expedientes sancionadores, en función de su incidencia en los mercados; e) La cooperación y la asistencia mutua de las autoridades nacionales de competencia, entre otros supuestos, para realizar notificaciones y cobrar las multas a las empresas de otros países; f) El impulso de la labor de promoción de la competencia; g) Una mejor regulación de los procedimientos en cuanto a los derechos de defensa de los expedientados, la práctica de la prueba, el acceso a los expedientes y la confidencialidad de su contenido y la interrupción de los plazos de prescripción. Finalmente, hay que señalar a este respecto que la práctica totalidad de las exigencias mínimas que establece la Directiva las cumple nuestra vigente

Ley de defensa de la competencia.

6. PROCEDIMIENTOS Existen tres clases de procedimientos administrativos especiales en materia de defensa de la competencia: el sancionador (arts. 49 y

ss.), el cautelar (art. 54) y el de recurso (arts. 47 y 48). Los procedimientos se pueden desarrollar ante la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia o ante el correspondiente organismo de las Comunidades Autónomas. Hay que tener presente, sin embargo, que la Ley de Defensa de la Competencia solamente regula los procedimientos que tienen lugar ante el organismo de carácter nacional. El procedimiento sancionador. Este procedimiento se inicia de oficio por la Dirección de Competencia, ya sea por iniciativa propia o a solicitud de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, o por denuncia de cualquier persona interesada o no (art. 49) y se desarrollará en dos fases: una de instrucción ante la Dirección de Competencia y otra de resolución ante el Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia. La Dirección podrá realizar una información reservada para constatar la veracidad de una denuncia o la existencia de indicios de una infracción de las normas de competencia (art. 49.2). Tras esas diligencias y en consideración a las mismas, la Dirección de Competencia procederá a incoar expediente o a proponer a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia el archivo de la denuncia (art. 49.3). Todas estas actuaciones se comunicarán a los otros organismos de defensa de la competencia que pudieran resultar concernidos (art. 2Ley 1/2002). Una vez acordada la incoación de expediente sancionador, la Dirección de Competencia practicará los actos de instrucción necesarios para el esclarecimiento de los hechos y recogerá aquellos que puedan ser constitutivos de infracción en un pliego de cargos que se notificará a los interesados para que puedan contestarlo y proponer las pruebas que consideren necesarias. Tras el período probatorio, la Dirección de Competencia formulará una propuesta de resolución que será también notificada a los interesados para que formulen las alegaciones que tengan por convenientes. Concluida la fase de instrucción la Dirección de Competencia remitirá el expediente al Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia acompañado de un informe en el que se incluirá la propuesta definitiva de resolución y, en su caso, la propuesta sobre exención o reducción de las multas (art. 50). Recibido el expediente, el citado Consejo podrá ordenar, de oficio o a instancia de los interesados la práctica de nuevas pruebas y la realización de actuaciones complementarias para aclarar las cuestiones necesarias para formarse un juicio sobre las conductas objeto del expediente. Estas

actuaciones se desarrollarán por la Dirección de Competencia y se notificarán a los interesados para que puedan formular alegaciones. Asimismo, a propuesta de los interesados, el Consejo podrá acordar la celebración de vista (art. 51). El procedimiento sancionador concluirá con una resolución del Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia en la que declarará la existencia o inexistencia de conductas prohibidas o la existencia de conductas prohibidas que por su escasa importancia no sean capaces de afectar de manera significativa a la competencia (art. 53.1). Las resoluciones del Consejo podrán contener además: a) La orden de cesación de las conductas prohibidas. b) La imposición de condiciones u obligaciones, así como también medidas estructurales contra los autores de prácticas restrictivas de la competencia, lo que significa conceder a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia la facultad de ordenar la venta de activos o incluso la fragmentación de la empresa infractora, en los mismos términos establecidos en el Derecho antitrust americano o en el Derecho comunitario europeo de la competencia. Las medidas estructurales, sin embargo, sólo podrán ser impuestas en defecto de otras de comportamiento de eficacia equivalente o cuando, a pesar de ser posibles condiciones de comportamiento, éstas resulten más gravosas para la empresa en cuestión que las condiciones estructurales. c) La orden de remoción de los efectos de las prácticas contrarias al interés público. d) La imposición de multas. e) El archivo de las actuaciones (art. 53). Antes de dictar la resolución el Consejo deberá informar a la Comisión Europea de conformidad con lo previsto en el artículo 11.4 del Reglamento (CEE) núm. 1/2003 (art. 51.5). Como novedades significativas en esta materia de procedimiento hay que señalar: El acortamiento del plazo máximo de duración del procedimiento que se sitúa en dieciocho meses (art. 36), cuyo incumplimiento motiva la caducidad del procedimiento (art. 38.1), aunque se prevé la posibilidad de suspensión o interrupción por determinadas causas tasadas (art. 37); pero la caducidad no supone la prescripción de las infracciones, de modo que mientras no se produzca ésta cabrá la posibilidad de que se abra un nuevo expediente. La regulación del procedimiento preliminar de información reservada, en el que se permite la investigación domiciliaria (art. 49), de los efectos del silencio administrativo (art. 38), de la confidencialidad (art. 42) y del secreto (art. 43) así como de la terminación convencional del procedimiento sancionador, que

podrá ser acordada por el Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, a propuesta de la Dirección de Competencia, cuando los presuntos infractores propongan compromisos que resuelvan los efectos anticompetitivos generados por su conducta y quede garantizado suficientemente el interés público, aunque resulta sorprendente y criticable que no se contemple ninguna participación en este proceso de los denunciantes o del resto de los interesados (art. 52 y la Comunicación de la CNC, de 28 de septiembre del 2011). El procedimiento cautelar tiene por objeto asegurar la eficacia de la resolución que en su momento se dicte ( art. 45LDC). A través de este procedimiento el Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia podrá adoptar, de oficio, a instancia de parte o a propuesta de la Dirección de Competencia y siempre previo informe de esta última, las medidas cautelares necesarias para alcanzar el mencionado objetivo, tales como la cesación de una determinada práctica, la suspensión de la ejecución de un acuerdo o la imposición de condiciones para garantizar el buen funcionamiento concurrencial del mercado (art. 54). La duración máxima de este procedimiento será de tres meses (art. 37.7). El procedimiento de recurso se arbitra como una garantía frente a los actos y resoluciones de la Dirección de Competencia que produzcan indefensión o un perjuicio irreparable a derechos o intereses legítimos. Dicho recurso se presentará ante el Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia en el plazo de diez días (art. 47), el cual dispondrá de un plazo máximo de tres meses para resolverlo (art. 36.5). Si el recurso fuera extemporáneo se rechazará sin más trámites. Por último, hay que hacer referencia a que las resoluciones del Consejo Nacional de los Mercados y la Competencia, actuando tanto en Pleno como en Sala, agotan la vía administrativa y, por lo tanto, contra las mismas sólo cabrá la interposición del correspondiente recurso contencioso-administrativo ante la Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional (disp. ad. cuarta núm. 3 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa). Si se trata de resoluciones definitivas de los organismos autonómicos de defensa de la competencia el recurso se interpondrá ante la Sala de lo

Contencioso-Administrativo del correspondiente Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma (disp. ad. séptima 2). 7. SANCIONES Y POLÍTICAS DE CLEMENCIA A. Infracciones y sanciones Las infracciones de las normas establecidas en la Ley de Defensa de la Competencia se clasifican, siguiendo el sistema tradicional, en leves, graves y muy graves (art. 62). La calificación como leves o graves suele guardar relación con el incumplimiento de las obligaciones legales de colaboración o de las normas procedimentales, mientras que la de muy graves se reserva fundamentalmente para las conductas anticompetitivas de colusión, abuso de posición dominante y falseamiento de la libre competencia por actos desleales (art. 62.4). Como novedad importante hay que resaltar la distinta calificación que se realiza de las restricciones horizontales y verticales de la competencia, ya que las primeras son siempre consideradas muy graves mientras que las segundas reciben solamente la calificación de graves. La Ley prevé dos tipos de sanciones: unas de carácter administrativo, esencialmente punitivas, como son las multas coercitivas o sancionadoras y la posibilidad de imponer obligaciones o medidas estructurales [arts. 67, 63 y 53.2.b)], que son impuestas por la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, y otras de carácter civil, como la nulidad de pleno derecho de los acuerdos anticompetitivos (art. 1.2) que tendrá que ser declarada por los juzgados de lo mercantil. Aunque no figura de manera explícita como una sanción, en la práctica también opera como tal la publicidad de las resoluciones sancionadoras (art. 69), fundamentalmente por los efectos que el hecho de la divulgación de que una determinada empresa ha sido multada por la realización de una práctica anticompetitiva puede generar tanto en el ámbito empresarial como desde un punto de vista social. La Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, ha dado una nueva redacción al artículo 60 del Texto refundido de la Ley de Contratos del Sector Público, aprobado por Real Decreto legislativo 3/2011, de 14 de diciembre, que introduce una nueva sanción consistente en la prohibición de contratar con las entidades del sector público a las personas o empresas que hayan

sido sancionadas con carácter firme por una infracción grave en materia de falseamiento de la competencia. En relación con las sanciones, la nueva Ley de Defensa de la Competencia trata de dar solución a dos problemas que se habían planteado con la anterior regulación: De un lado, la falta de graduación de las sanciones y, de otro, la responsabilidad de las asociaciones o corporaciones frente a la imposición de multas. Por otra parte, hay que señalar que la Ley mantiene el requisito de la intencionalidad como elemento esencial para que proceda la imposición de una multa, aunque no forme parte de los elementos del tipo de prohibición, tal y como ha venido exigiendo la jurisprudencia (art. 63.1) y considera como infractores tanto a las personas físicas como a las jurídicas, permitiendo, en este último caso, imponer sanciones complementarias a los administradores o directivos que hayan participado de forma decisiva en la infracción, consistentes en multas de hasta 60.000 euros (art. 63.2). Las infracciones se sancionan de la siguiente forma: las leves con multa de hasta el 1 por 100 de la cifra anual de negocios, las graves con multa de hasta el 5 por 100 de la cifra anual de negocios y las muy graves con multa de hasta el 10 por 100 de la cifra anual de negocios (art. 63.1). Las sanciones se gradúan en función de criterios tales como la modalidad o los efectos de la infracción, la dimensión del mercado afectado, la cuota de mercado de los infractores, la duración, la reiteración, los efectos de la práctica sobre los consumidores, los beneficios ilícitos obtenidos y otras circunstancias agravantes o atenuantes. Existen también algunas reglas especiales en esta materia: Así, en el caso de que la sanción recaiga sobre personas físicas o entidades que no tienen cifra de negocios, las multas oscilarán entre 100.000 y más de 10.000.000 de euros, dependiendo de la gravedad de la infracción, sin que se haya determinado un tope máximo para las muy graves (art. 63.3). Por otra parte, cuando los infractores sean asociaciones o uniones de empresas, la responsabilidad del pago de las multas corresponderá, en primer lugar, a la asociación y subsidiariamente a los socios por el sistema de derrama; si la multa no fuera pagada, será exigible, en tercer lugar, a cualquier empresa que forme parte del órgano de dirección y, por último, a cualquier socio (art. 61.3). La multa a imponer a los representantes legales o personas que integran los órganos directivos que intervinieron en el acuerdo o decisión objeto de sanción será una cantidad que oscilará en

función del grado de responsabilidad de dicha persona en la comisión de la infracción, sin sobrepasar el límite legal de los 60.000 euros. Las referidas sanciones se entenderán sin perjuicio de otras responsabilidades que en cada caso procedan. Especial interés tiene, en este sentido, la acción de resarcimiento de daños y perjuicios, fundada en la ilicitud de los actos prohibidos por esta Ley, la cual podrá ejercitarse por los que se consideren perjudicados ante la jurisdicción civil correspondiente aunque no exista ningún pronunciamiento previo de las autoridades nacionales o autonómicas de defensa de la competencia. Finalmente, como plazos de prescripción tanto para las infracciones como para las sanciones se establecen los siguientes: las muy graves prescribirán a los cuatro años, las graves a los dos años y las leves al año (art. 68). La extinta Comisión Nacional de la Competencia publicó una Comunicación sobre los criterios que va a aplicar en lo sucesivo para la cuantificación de las sanciones. En ella se establecía que la cuantificación de la sanción por incumplimiento de la normativa de defensa de la competencia se realizará en tres fases: En la primera se determinaría el importe básico de la sanción atendiendo a los siguientes criterios: la dimensión y características del mercado afectado, la cuota de mercado del infractor, el alcance de la infracción, su duración y sus efectos. Este importe básico se situaría entre un 10 y un 30% del volumen de ventas del infractor relacionado con la infracción durante todo el tiempo de duración de la misma. En la segunda fase, se aplicaría al importe básico un coeficiente de ajuste en función de las circunstancias agravantes y atenuantes concurrentes. Por último, en la tercera fase, se procedería al ajuste de la cantidad resultante a los límites establecidos en la Ley de Defensa de la Competencia y al doble del beneficio ilícito obtenido por el infractor como consecuencia de la infracción, cuando sea posible su cálculo. Esta Comunicación ha sido declarada inaplicable por lo que respecta al derecho español por el Tribunal Supremo en sentencias de 29 de enero y 30 de enero (tres sentencias) del 2015, el cual considera que las sanciones a imponer para las conductas anticompetitivas calificadas como muy graves han de calcularse dentro de una escala que va del cero al diez por ciento del volumen de negocios total de la empresa infractora en el ejercicio económico

anterior a la resolución (y no sobre el volumen de la parte del negocio afectada por la práctica como interpretaba la Audiencia Nacional y la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia), tomando en cuenta para su graduación los criterios establecidos en el Competencia.

artículo 64 de la Ley de Defensa de la

En aplicación de esta doctrina jurisprudencial la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia ha publicado en octubre del 2018 las siguientes Indicaciones provisionales sobre la determinación de las sanciones derivadas de infracciones de los

artículos 1,

2y

3 de la Ley de Defensa de la

Competencia y de los artículos 101y Funcionamiento de la Unión Europea:

102 del Tratado de

I. Sistema de determinación de las sanciones. El método de determinación de las sanciones por infracciones de la normativa de competencia se divide en dos fases: En primer lugar, se determina un tipo sancionador generalen función de las características de la infracción, entendiendo como tipo sancionador un porcentaje sobre el volumen total de negocios de la entidad infractora en el año anterior a la sanción. Este tipo sancionador se sitúa en el arco sancionador que tiene como extremo superior los límites establecidos en el artículo 63 de la LDC. Con carácter general, este tipo supone en torno al 60% del tipo sancionador total. En segundo lugar, se determina un tipo sancionador individualen función de la concreta conducta de cada empresa, que tiene un peso en torno al 40% del tipo sancionador total. Finalmente, el tipo sancionador totalse obtiene agregando el tipo sancionador general y el tipo sancionador individual. La multa en euros se calcula aplicando el tipo sancionador total al volumen de negocios total de cada empresa en el año anterior al de la imposición de la multa. Una vez determinado el tipo sancionador total para cada entidad infractora, se realiza una comprobación final para asegurar que la sanción en euros resultante es proporcionada a la efectiva dimensión de la infracción. II. Calculo de los tipos sancionadores: a) Determinación del tipo sancionador general

Se parte de un tipo sancionador inicial atendiendo al tipo de conducta. Este tipo es superior para las conductas más perniciosas, es decir, los cárteles de fijación de precios y reparto de mercados. Este tipo inicial se incrementa o se reduce en función de los aspectos objetivos y subjetivos, contenidos en el artículo 64 de la LDC, que hacen referencia a las circunstancias generales de la conducta, es decir, las que son aplicables a todas las entidades infractoras por igual: 1. Características del mercado afectado por la infracción (Art. 64.1.a).En este punto se toman en consideración circunstancias relacionadas con el mercado afectado, como –entre otras– la presencia de efectos en cascada, el tipo de bienes afectados por la conducta, la importancia del sector para la economía, o que la infracción haya tenido lugar en el marco de una licitación pública y haya generado un quebranto en las finanzas públicas. 2. La cuota de mercado de la empresa o empresas responsables (art. 64.1.b).Cuanto más elevada sea la cuota conjunta de las empresas infractoras en el mercado relevante, mayor habrá sido el perjuicio causado, porque habrá habido menos posibilidades de que los consumidores eviten la infracción acudiendo a proveedores alternativos. 3. El alcance de la infracción (Art. 64.1.c).El tipo inicial se modifica también en función del ámbito geográfico afectado por la infracción, siendo la modificación mayor cuanto más amplio sea el ámbito geográfico. 4. El efecto de la infracción sobre los derechos y legítimos intereses de los consumidores y usuarios o sobre otros operadores económicos (Art. 64.1.e) y los beneficios ilícitos obtenidos como consecuencia de la infracción (Art. 64.1.f).5. La adopción de medidas para imponer o garantizar el cumplimiento de las conductas ilícitas (Art. 64.2.c).Se corresponde con la circunstancia agravante prevista en la LDC, cuando es aplicable globalmente a las empresas infractoras. Si sólo es aplicable a algunas de las empresas, se tiene en cuenta en la fase de individualización. b. Determinación del tipo sancionador individual Para la valoración individual de la conducta de cada empresa se tienen en cuenta, principalmente, tres criterios, de los que los dos primeros suponen aproximadamente los dos tercios de la valoración total en la fase de la individualización: 1. La duración de la infracción (Art. 64.1.d).Se valora la duración de la participación de cada una de las empresas en la conducta. 2. La dimensión del mercado afectado por la infracción (Art. 64.1.a).A partir de los datos

de volumen de negocios en el mercado afectado por la infracción, aportados por las infractoras a requerimiento de la CNMC, se calcula la cuota de participación de cada una en el total del volumen de negocios afectado durante la infracción. El tipo sancionador de cada entidad se incrementa en función de su cuota de participación cuando esta sea significativa. 3. Las circunstancias agravantes y atenuantes que concurran en relación con cada una de las empresas responsables (Art. 64.1.g).Se aplican, cuando proceda, las circunstancias agravantes y atenuantes previstas en los artículos 64.2 y

64.3 de la LDC. En el caso de una infracción

del artículo 2 de la LDC, cuando se trate de una sola empresa que ha abusado de su posición de dominio, se tienen en cuenta los mismos criterios de valoración de forma análoga, pero sin referencia a la cuota de participación en el volumen de negocios en el mercado afectado por la infracción. III. Comprobación final de proporcionalidad El método descrito en el apartado II garantiza que el tipo sancionador total asignado a cada entidad infractora se adecua a la gravedad y demás circunstancias de la infracción, y a su participación en ella. A pesar de eso, la sanción en euros puede resultar desproporcionada en relación con la efectiva dimensión de la conducta de la entidad infractora cuando su actividad en el mercado afectado por la infracción es relativamente pequeña respecto a su volumen de negocios total. Para comprobar que la multa derivada del tipo sancionador total es proporcionada a la efectiva dimensión de la infracción, debe estimarse un valor de referencia de lo que se considera una multa disuasoria y proporcional, al que se denomina límite de proporcionalidad. Si la multa en euros derivada del tipo sancionador total (obtenido según lo descrito en el apartado II) supera significativamente ese límite de proporcionalidad, es probable que sea desproporcionada. En este caso, procede reducir la sanción hasta ese límite. Para estimar el límite de proporcionalidad, primero es necesario realizar una estimación del beneficio ilícito que la infractora podría haber obtenido durante la infracción. Si en el expediente sancionador no hay información que permita obtener directamente el beneficio ilícito, este se estima aplicando un porcentaje al volumen de negocios en el mercado afectado por la infracción de cada empresa durante la infracción. Este porcentaje se determina,

fundamentalmente, teniendo en cuenta el margen bruto de explotación del sector en el que actuó la empresa durante la infracción, salvo que las circunstancias específicas del caso aconsejen otra cosa. En segundo lugar, para que la sanción impuesta sea disuasoria debe ser igual o superior al beneficio que la entidad infractora espera obtener de la infracción (sin perjuicio de los límites establecidos en el art. 63 de la LDC). Por ello, el límite de proporcionalidad es igual al beneficio ilícito estimado multiplicado por un factor entre 1 y 4 que varía en función de la duración de la infracción y del tamaño de la entidad infractora. Si la multa en euros obtenida para cada entidad infractora, de acuerdo con el sistema de determinación explicado en el apartado II, es inferior al límite de proporcionalidad estimado, se considera que la sanción no resulta desproporcionada respecto de la dimensión de la infracción efectivamente cometida. En cambio, si la multa en euros es superior al límite de proporcionalidad estimado para la entidad infractora, la sanción sería desproporcionada en relación con la dimensión de la infracción. En este caso, procede reducir la sanción hasta el límite de proporcionalidad. B. Política de clemencia Bajo esta denominación de política de clemencia (leniency) se engloban aquellas estrategias administrativas o medidas normativas cuya finalidad es otorgar un tratamiento favorable en materia de sanciones a aquellos operadores económicos autores o coautores de prácticas colusorias, prohibidas por el derecho de la competencia, que se arrepienten de su conducta y ponen en conocimiento de las autoridades de defensa de la competencia la existencia de dichas prácticas. Las medidas de clemencia a favor de los delatores han demostrado ser uno de los instrumentos más eficaces para luchar contra los cárteles ya que, a medida que aumenta y se consolida la cultura de competencia entre los operadores económicos, los cárteles son cada vez más difíciles de detectar porque, por una parte, se articulan a través de formas o mecanismos más sutiles y, por otra, sus miembros extreman las precauciones para no dejar pruebas tangibles de sus actuaciones. La Ley española, siguiendo las pautas marcadas por la Comisión Europea y, en buena medida, forzada por aquélla, ha establecido un sistema similar al comunitario europeo que se articula en torno a los siguientes ejes: En primer lugar, se limita su ámbito de aplicación a

algunos tipos de acuerdos horizontales de especial gravedad desde el punto de vista de la restricción de competencia (cárteles). En segundo lugar, se arbitran dos mecanismos alternativos y complementarios de clemencia: la dispensa del pago de las multas y la reducción del importe de las multas. Dispensa del pago de las multas: Este primer mecanismo supone eximir completamente a una empresa infractora del pago de la sanción pecuniaria que le hubiera correspondido si ésta coopera con la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia aportando elementos de prueba suficientes de la existencia de un cártel de los anteriormente descritos (art. 65). En este sentido, para que una empresa pueda beneficiarse de la dispensa del pago de las multas será necesario que concurra alguno de los siguientes presupuestos: a) Que la empresa sea la primera en aportar elementos de prueba que, a juicio de la Comisión, permitan iniciar una investigación en relación con un presunto cártel. b) Que la empresa sea la primera en aportar elementos de prueba que, a juicio de la Comisión, permitan constatar una infracción. Pero, para que proceda la exención será preciso que la Comisión, en el momento de aportarse los citados elementos, no disponga de elementos de prueba suficientes para establecer la existencia de la infracción y que no se haya concedido, además, una dispensa condicional de pago a ninguna otra empresa de conformidad con el presupuesto anterior. En definitiva, será necesario que la empresa en cuestión aporte material probatorio sustancial del que no dispone la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (pruebas de cargo o datos o indicios que permitan obtener pruebas de cargo a través de una acción de verificación) y además que sea la primera en aportarlo. Además de los presupuestos y condiciones enumeradas será necesario también que se cumplan los siguientes requisitos, que se exigen con carácter cumulativo: a) Que la empresa en cuestión coopere plena y diligentemente con la Comisión durante todo el procedimiento administrativo y facilite todos los elementos de prueba que obren en su poder o se hallen a su disposición y que estén relacionados con la presunta infracción de la normativa de la competencia. b) Que la empresa ponga fin a su participación en la infracción a más tardar en el momento de facilitar las pruebas. c) Que la empresa no haya destruido pruebas o haya revelado a

terceros su intención de solicitar clemencia. d) Que la empresa no haya sido la inductora del cártel o no haya adoptado medidas para obligar a otras empresas a participar en la infracción. Reducción del importe de la multa : A diferencia del anterior, este segundo mecanismo no exime del pago de la sanción a la empresa infractora que colabora con la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia en la detección y desmantelamiento de un cartel, pero la permite beneficiarse de una reducción del importe de la multa que le hubiera correspondido (art. 66). Pero, para que una empresa pueda acogerse al beneficio de la reducción de la cuantía de la sanción pecuniaria, será necesario que facilite a la Comisión elementos de prueba que aporten un valor añadido significativo a los que anteriormente ya tenía la Comisión. Además, al igual que sucedía con el mecanismo anterior, se exigen también, como requisitos imprescindibles, que la empresa en cuestión coopere en la investigación, ponga fin a su participación en la presunta infracción como máximo al tiempo de aportar las pruebas y no destruya pruebas ni comunique a terceros su intención de solicitar clemencia. Se considera que una prueba tiene valor añadido cuando aumenta la capacidad de la Comisión para probar los hechos relativos a la infracción de las normas de competencia bien sea por la propia naturaleza de la prueba o bien por su nivel de detalle o por ambos conceptos. La cuantía de la reducción será la siguiente: La primera empresa que aporte elementos de prueba con valor añadido significativo se beneficiará de una reducción de entre el 30 por 100 y el 50 por 100 del importe de la sanción. La segunda empresa que aporte elementos de prueba con valor añadido significativo se beneficiará de una reducción de entre el 20 por 100 y el 30 por 100 del importe de la sanción. Por último, las siguientes empresas que aporten elementos de prueba con valor añadido significativo se beneficiarán de una reducción de hasta el 20 por 100. Por otra parte, la normativa establece que las exenciones o reducciones que se concedan a las empresas infractoras arrepentidas beneficiarán también a sus administradores y directivos, lo que supondrá un importante incentivo para que dichas personas contribuyan a impulsar las solicitudes de clemencia. Sin embargo, el hecho de que la concesión de una exención o de una reducción del importe de las multas no exima a las empresas de las consecuencias civiles o penales que puede acarrear su

participación en la realización de las prácticas prohibidas, operará en el sentido contrario. El procedimiento para la obtención de la dispensa o la reducción del pago de las multas, se regula en el Reglamento (arts. 46 a 53 y Comunicación de la CNC de junio de 2013). 8. APLICACIÓN PRIVADA DEL DERECHO DE LA COMPETENCIA A diferencia de lo que sucede en el sistema antitrust de los Estados Unidos de América en el que la aplicación de las normas de competencia se encomienda a la jurisdicción ordinaria, tanto el Derecho comunitario como el Derecho español habían optado, en un primer momento, por atribuir la aplicación de las normas de competencia a un organismo administrativo especializado en lugar de a uno jurisdiccional. Sin embargo, el hecho de que las normas comunitarias de la competencia tuvieran como principal característica la de su «efecto directo», que permitía el poder ser invocadas por los particulares ante las instancias tanto administrativas como judiciales en defensa de sus propios intereses privados, motivó que muy pronto se planteara la posibilidad de la aplicación de este derecho por los jueces y tribunales de los distintos Estados miembros de la Unión Europea. La cuestión de la aplicación judicial del Derecho de la competencia alcanza realmente una gran relevancia cuando se advierte que, en la aplicación de las normas de la competencia, junto al interés público que defienden las autoridades administrativas existe también un interés privado, representado por los derechos subjetivos de los particulares que resultan vulnerados por las conductas anticompetitivas, cuya protección no puede garantizarse por la vía administrativa y solamente puede lograrse a través de la vía jurisdiccional. En este sentido, hay que recordar, por una parte, que la sanción de nulidad de los acuerdos anticompetitivos solo puede hacerse efectiva en la mayoría de los ordenamientos jurídicos a través de una declaración judicial y lo mismo sucede con el derecho a la indemnización que tiene la víctima de una conducta anticompetitiva por el perjuicio sufrido, al amparo del principio general de responsabilidad civil que impone al autor de un daño la obligación de repararlo, y, por otra, que la única forma de conseguir estos resultados pasa necesariamente por el ejercicio de las correspondientes acciones ante la jurisdicción civil ordinaria. Así pues, para lograr una protección jurídica verdaderamente eficaz

tanto de los intereses públicos como de los privados, resulta preciso articular una doble vía de actuación, administrativa y jurisdiccional, que cubra todos los posibles efectos de las infracciones de las normas de competencia y facilitar a los particulares su acceso a ellas. Como consecuencia de las reflexiones anteriores, se inicia, primero en el ámbito del Derecho comunitario (STJCE de 18 de septiembre de 1992, As. Automec) y posteriormente en el del Derecho español (STS de 2 de junio de 2000, As. DISA), una línea interpretativa que permite considerar que los jueces del orden civil pueden aplicar las normas de competencia contenidas en los artículos 81 y 82 Tratado de la Comunidad Europea (actualmente arts. 101y 102 TFUE), aunque solamente a título incidental cuando se les presente una demanda en la que se solicite la declaración de nulidad de un acuerdo anticompetitivo o bien la indemnización de los daños y perjuicios causados por un acuerdo de esa naturaleza o una conducta de abuso de posición dominante. La posibilidad de la aplicación judicial a título sustancial de las normas comunitarias de control de las conductas anticompetitivas no se establece definitivamente en el Derecho comunitario europeo hasta la promulgación del

Reglamento (CE) núm. 1/2003 (art. 6) y en el

Derecho español hasta la Ley Orgánica 8/2003 para la Reforma Concursal [art. Segundo.7.2.f)]. Esta aplicación implica, por una parte, la necesidad de congruencia entre las sentencias dictadas por los jueces civiles y la jurisprudencia comunitaria (que a estos efectos está integrada tanto por las decisiones de la Comisión Europea como por las sentencias del Tribunal de Justicia de la UE) y, por otra, el establecimiento de una cooperación entre la Comisión Europea, las autoridades nacionales de competencia y los jueces y tribunales nacionales, que deberá operar tanto a instancia del juez como a instancia de las autoridades de competencia comunitarias y nacionales. Para alcanzar estos objetivos, la Comunicación de la Comisión Europea, de 27 de abril de 2004, sobre cooperación de la Comisión Europea con los órganos jurisdiccionales de los Estados miembros, establece las siguientes pautas de actuación: a) Los órganos jurisdiccionales nacionales no podrán aplicar «de oficio» estas normas porque, en virtud del principio de justicia rogada que preside el procedimiento civil, tienen el deber de pasividad; b) La aplicación

de las normas comunitarias de competencia por los órganos jurisdiccionales nacionales se hará según la ley procesal nacional y siempre en función de un interés privado; c) Si surgiera un conflicto entre lo dispuesto en una norma nacional y el Derecho comunitario, prevalecerá este último; d) La sentencia que dicten los jueces o tribunales nacionales en aplicación de los artículos 81 y 82 Tratado de la Comunidad Europea (actualmente arts. 101y 102TFUE) deberá ser coherente con el Derecho comunitario; e) En el caso de aplicación concurrente por parte de la Comisión Europea y un órgano jurisdiccional nacional, se establece una doble regla: Si el órgano judicial prevé anticiparse en su resolución a la Comisión Europea, deberá consultar su decisión con ésta o bien suspender el procedimiento hasta que la Comisión adopte la correspondiente decisión para evitar la contradicción entre los pronunciamientos; por el contrario, si la Comisión resolviera antes que el órgano judicial, la sentencia que dicte este último no podrá ser contraria a la Decisión de la Comisión y, si el juez no compartiera el criterio de la mencionada Decisión, deberá plantear una cuestión prejudicial. Asimismo, la Comunicación arbitra una serie de mecanismos de cooperación procesal entre los órganos jurisdiccionales nacionales y las autoridades nacionales y comunitarias de competencia que se resumen en los siguientes: a) Tanto la Comisión Europea como las autoridades nacionales de competencia de cada país pueden intervenir en los procesos civiles de aplicación de los artículos 81 y 82 del Tratado de la Comunidad Europea (actualmente

arts.

101y 102TFUE), como amicus curiae, presentando, en defensa del interés público y siempre de forma neutral y objetiva, observaciones escritas u orales que, en ningún caso, tendrán carácter vinculante; b) El órgano jurisdiccional nacional podrá solicitar a la Comisión Europea un dictamen sobre cuestiones no resueltas anteriormente por la jurisprudencia comunitaria; c) La Comisión Europea tiene la obligación de transmitir al órgano jurisdiccional nacional, en el plazo de un mes, toda la información y los documentos, incluidos los de carácter confidencial, que éste les requiera, salvo cuando se trate de información confidencial y no haya suficientes garantías de que permanecerá secreta; d) Los órganos jurisdiccionales nacionales deberán comunicar sus sentencias a la Comisión Europea. A partir de la entrada en vigor de esta norma se produjo en nuestro país la paradoja de que los juzgados de lo mercantil podían aplicar

los artículos 81 y 82 del Tratado de la Comunidad Europea (actualmente arts. 101y 102TFUE) pero no podían, en cambio, aplicar los correspondientes artículos de la Ley española puesto que la Ley 16/1989, entonces en vigor, les impedía dicha aplicación (art. 13 y 25). La Ley de Defensa de la Competencia de 2007 abre definitivamente la vía de la aplicación judicial directa de las normas nacionales de defensa de la competencia relativas a la prohibición de las prácticas colusorias y del abuso de posición dominante (disp. ad. primera) y establece asimismo los mecanismos de cooperación necesarios para hacerla posible (art. 16), incluyendo una modificación parcial de la Ley de Enjuiciamiento Civil en lo relativo a la intervención de las autoridades de competencia, tanto comunitarias como nacionales o autonómicas, en los procesos civiles, a la comunicación a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia de los autos por los que se admitan las demandas y de las sentencias que se dicten sobre esta materia y a la suspensión del plazo para dictar sentencia cuando se desarrollen simultáneamente procedimientos civiles y administrativos sobre los mismos hechos (disp. ad. segunda), que se había demostrado imprescindible para poder aplicar el Derecho de la competencia por esta vía. Nuevas normas reguladoras de las acciones de daños por infracciones del derecho de la competencia. La publicación de la DIRECTIVA 2014/104/UE relativa a determinadas normas por las que se rigen las acciones por daños en virtud del Derecho nacional, por infracciones del Derecho de la competencia de los Estados miembros y de la Unión Europea supone la culminación de un proceso normativo en torno al derecho al pleno resarcimiento que tiene cualquier persona física o jurídica que haya sufrido un perjuicio ocasionado por una infracción del Derecho de la competencia, que se inició con la doctrina jurisprudencial sobre el efecto directo de los artículos 101y 102 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, se consagró legislativamente en el Reglamento (CE) 1/2003 (arts. 5 y 6) y se completó con la Recomendación de la Comisión Europea, de 11 de junio del 2013, sobre los principios comunes aplicables en los Estados miembros a los mecanismos de recurso colectivo de cesación o de

indemnización en caso de violaciones de los derechos reconocidos por la normativa de la Unión Europea y la Comunicación de la Comisión Europea, de 13 de junio del 2013, sobre la cuantificación del perjuicio en las demandas por incumplimiento de los artículos 101y Europea.

102 del Tratado de Funcionamiento de la Unión

La Directiva 2014/104/UE tiene por objeto el establecimiento de normas para garantizar que cualquier persona que haya sufrido un perjuicio ocasionado por la infracción por parte de una empresa o una asociación de empresas del Derecho de la competencia pueda ejercer eficazmente su derecho a reclamar el pleno resarcimiento de dicho perjuicio y para coordinar la aplicación de la normativa sobre competencia por parte de las autoridades comunitarias y nacionales de la competencia y las normas sobre acciones de indemnización por daños y perjuicios ejercitadas ante los órganos jurisdiccionales nacionales. La transposición de la Directiva al ordenamiento español se ha llevado a cabo por medio del Real Decreto-ley 9/2017, de 26 de mayo, por el que se transponen directivas de la Unión Europea en los ámbitos financiero, mercantil y sanitario, y sobre desplazamiento de trabajadores (La utilización de esta fórmula legal se justifica por el retraso acumulado en el proceso de transposición y la necesidad de lograr el cierre de los procedimientos de infracción abiertos por dicha causa y evitar la imposición de sanciones económicas). El Título II del citado Real Decreto-ley se refiere al ejercicio de las acciones de daños por infracciones del derecho de la competencia y comprende dos artículos: El primero de ellos (artículo tercero del RDL) se refiere a la parte sustantiva del ejercicio de la acción de daños y el segundo (artículo cuarto del RDL) a la parte procesal relativa a la práctica de la prueba y especialmente al acceso de las pruebas en poder de la Administración, el demandado o los terceros. El artículo tercero modifica la Ley 15/2007, de 3 de julio de defensa de la competencia en los siguientes términos: Uno. Se modifica la letra c) del número 3 del artículo 64 que queda redactada como sigue: c) La realización de actuaciones tendentes a reparar el daño causado. Se considerará atenuante calificada el

efectivo resarcimiento del daño con anterioridad a que se dicte la resolución. Dos. Se añade un nuevo Título VI, De la compensación de los daños causados por las prácticas restrictivas de la competencia, que regula las siguientes cuestiones: a) Infracciones. Se consideran infracciones a estos efectos la realización por parte de las empresas de prácticas prohibidas por los

artículos 101y

102TFUE y 1 y 2 LDC (art. 71.2.a).

Derecho al pleno resarcimiento. Se reconoce a las víctimas el derecho al pleno resarcimiento, que consiste en reinstaurar a la víctima en la situación en la que habría estado de no haberse cometido la infracción. Por tanto, dicho resarcimiento abarcará el derecho a una indemnización por el daño emergente y el lucro cesante, más el pago de los intereses. El pleno resarcimiento no conllevará una sobrecompensación por medio de indemnizaciones punitivas, múltiples o de otro tipo (art. 72). b) Legitimación para reclamar. El pleno resarcimiento de los daños y perjuicios podrá ser reclamado a los infractores por cualquier persona que los haya sufrido con independencia de que se trate de un comprador directo (adquirió los bienes o servicios del infractor) o indirecto (adquirió los bienes o servicios de un operador económico que, a su vez, los adquirió del infractor). Ahora bien, cuando el reclamante sea un comprador directo, el autor de la práctica anticompetitiva contra el que se dirija la acción de daños podrá invocar en su defensa que dicho reclamante (comprador directo) ha repercutido la totalidad o una parte del sobrecoste obtenido con la práctica ilegal sobre otras personas (compradores indirectos). La carga de la prueba de la repercusión recaerá en el infractor. Se consagra de este modo la teoría de la denominada «passing on defence », que operará de la siguiente forma: Si el que reclama es el comprador directo, la carga de la prueba de la repercusión corresponderá al infractor que la invoque en su defensa. Si el que reclama es el comprador indirecto, la carga de la prueba de la repercusión corresponderá al demandante, pero se presume su existencia si se demuestra: a) que el demandado ha realizado una práctica anticompetitiva; b) que la citada práctica tuvo un sobrecoste para el comprador directo; y c) que adquirió los bienes o servicios al comprador directo. El infractor podrá desvirtuar esta presunción probando que los costes no se repercutieron (arts. 78, 79 y 80).

c) Cuantificación de los daños. La carga de la prueba de los daños sufridos corresponderá al demandante. Se presumirá, sin embargo, que los cárteles causan daños y perjuicios, salvo prueba en contrario. Si resultara imposible o excesivamente difícil cuantificarlos, los tribunales están facultados para estimar su importe (art. 76). d) Responsabilidad solidaria. Las empresas que hayan infringido el Derecho de la competencia serán conjunta y solidariamente responsables por los daños y perjuicios ocasionados por la infracción, con dos excepciones: la primera referida a las pequeñas o medianas empresas (pyme) y la segunda aplicable a los beneficiarios de los programas de clemencia. En ambos casos su responsabilidad se limitará a los daños causados a sus propios compradores directos e indirectos (art. 73). La actuación de una empresa será también imputable a las empresas o personas que la controlan, excepto cuando su comportamiento económico no venga determinado por alguna de ellas (art. 71.2.b). e) Efecto de las resoluciones de competencia o de las sentencias de los tribunales. La constatación de una infracción del Derecho de la competencia hecha en una resolución firme de una autoridad española de la competencia o de un órgano jurisdiccional español se considerará irrefutable a los efectos de una acción por daños derivados de una práctica anticompetitiva ejercitada ante un órgano jurisdiccional español. En cambio, se presumirá, salvo prueba en contrario, la existencia de una infracción del Derecho de la competencia cuando haya sido declarada en una resolución firme de una autoridad de competencia u órgano jurisdiccional de cualquier otro Estado miembro de la Unión Europea, todo ello sin perjuicio de que se puedan alegar y probar hechos nuevos de los que no se tuvo conocimiento en el procedimiento originario (art. 75). f) Plazo de prescripción. La acción para exigir la responsabilidad por los daños y perjuicios sufridos como consecuencia de las infracciones de las normas de competencia prescribirá a los cinco años (art. 74.1). Tres. Se modifica el apartado 2 y se establece un nuevo apartado 3 en la disposición adicional cuarta de la Ley de defensa de la competencia, con la siguiente redacción:

2. A efectos de lo dispuesto en esta ley se entiende por cártel todo acuerdo o práctica concertada entre dos o más competidores cuyo objetivo consista en coordinar su comportamiento competitivo en el mercado o influir en los parámetros de la competencia mediante prácticas tales como, entre otras, la fijación o coordinación de precios de compra o de venta u otras condiciones comerciales, incluso en relación con los derechos de propiedad intelectual e industrial; la asignación de cuotas de producción o de venta; el reparto de mercados y clientes, incluidas las colusiones en licitaciones, las restricciones de las importaciones o exportaciones o las medidas contra otros competidores contrarias a la competencia. 3. A efectos de lo dispuesto en el Título VI de esta ley se entenderá por: 1. «acción por daños»: toda acción conforme al Derecho nacional, mediante la cual una parte presuntamente perjudicada, o una persona en representación de una o varias partes presuntamente perjudicadas cuando el Derecho de la Unión o nacional prevean esta facultad, o una persona física o jurídica que se haya subrogado en los derechos de la parte presuntamente perjudicada, incluida la persona que haya adquirido la acción, presente ante un órgano jurisdiccional nacional una reclamación tendente al resarcimiento de daños y perjuicios; 2. «programa de clemencia»: todo programa relativo a la aplicación del artículo 101 del TFUE o una disposición análoga de la legislación nacional según el cual un participante en un cártel secreto, independientemente de las otras empresas implicadas, coopera con la investigación de la autoridad de la competencia, facilitando voluntariamente declaraciones de lo que él mismo conozca del cártel y de su papel en el mismo, a cambio de lo cual recibe, mediante una decisión o un sobreseimiento del procedimiento, la exención del pago de cualquier multa por su participación en el cártel o una reducción de la misma; 3. «declaración en el marco de un programa de clemencia»: toda declaración, verbal o escrita, efectuada voluntariamente por una empresa o una persona física, o en su nombre, a una autoridad de la competencia, o la documentación al respecto, en la que se describan los conocimientos que esa empresa o persona física posea sobre un cártel y su papel en el mismo, y que se haya elaborado específicamente para su presentación a la autoridad con

el fin de obtener la exención o una reducción del pago de las multas en el marco de un programa de clemencia, sin que esta definición incluya la información preexistente; 4. «información preexistente»: las pruebas que existen independientemente del procedimiento de una autoridad de la competencia, tanto si esa información consta en el expediente de una autoridad de la competencia como si no; 5. «solicitud de transacción»: toda declaración efectuada voluntariamente por una empresa, o en su nombre, a una autoridad de la competencia en la que se reconozca o renuncie a discutir su participación y responsabilidad en una infracción del Derecho de la competencia, y que haya sido elaborada específicamente para que la autoridad de la competencia pueda aplicar un procedimiento simplificado o acelerado; 6. «sobrecoste»: la diferencia entre el precio realmente pagado y el precio que habría prevalecido de no haberse cometido una infracción del Derecho de la competencia; 7. «comprador directo»: una persona física o jurídica que haya adquirido directamente de un infractor productos o servicios que fueron objeto de una infracción del Derecho de la competencia; 8. «comprador indirecto»: una persona física o jurídica que haya adquirido no directamente del infractor sino de un comprador directo o de uno posterior, productos o servicios que fueron objeto de una infracción del Derecho de la competencia, o productos o servicios que los contengan o se deriven de ellos.» El artículo cuarto modifica la Ley 1/2000, de 7 de enero, de enjuiciamiento civil, introduciendo una nueva Sección 1ª bis, dentro del Capítulo V (De la prueba: disposiciones generales) del Título I (De las disposiciones comunes a los procesos declarativos) del Libro II (De los procesos declarativos), en la que, para garantizar la efectividad del derecho a la compensación, se establecen unas normas sobre la exhibición de pruebas en poder de los demandados o terceros y sobre el acceso a las pruebas que obran en un expediente administrativo sancionador incoado por una autoridad de competencia. En cuanto a las primeras, se reconoce la institución procesal del «discovery » al establecer que los órganos jurisdiccionales nacionales podrán ordenar que la parte demandada o un tercero exhiban las pruebas pertinentes que tengan en su

poder a solicitud de una parte demandante (art. 283 bis a). Con respecto al acceso a las pruebas que obran en un expediente administrativo, se establece que los órganos jurisdiccionales nacionales podrán ordenar la exhibición de las pruebas contenidas en un expediente de una autoridad de la competencia, con las siguientes limitaciones: a) que la autoridad de competencia haya dado por concluido su procedimiento mediante la adopción de una resolución o de cualquier otra forma; b) que no se trate de declaraciones hechas en el marco de un programa de clemencia; y c) que no se trate de una solicitud de transacción (art. 283 bis i). Los órganos jurisdiccionales nacionales podrán imponer sanciones a las partes, terceros y sus representantes legales en caso de incumplimiento de la orden de exhibición, infracción de la obligación de confidencialidad o destrucción de pruebas (art. 283 bis k). Finalmente, el Real Decreto Ley incorpora las siguientes disposiciones sobre esta materia: Disposición adicional primera. Ámbito de aplicación territorial de las modificaciones introducidas por los artículos tercero y cuarto del RDl. Las disposiciones contenidas en los citados artículos serán de aplicación a los casos en que el ejercicio de las acciones de daños corresponda realizarlo en territorio español, con independencia de que la infracción del Derecho de la competencia hubiera sido declarada por la Comisión Europea o el Tribunal de Justicia de la Unión Europea o por una autoridad de la competencia u órgano jurisdiccional españoles o de otro Estado miembro de la Unión Europea. Disposición adicional segunda. Principios de efectividad y equivalencia. En materia de compensación de daños serán de aplicación los principios de efectividad y equivalencia. El principio de efectividad exige que las normas y procedimientos aplicables al ejercicio de las acciones de daños no hagan prácticamente imposible o excesivamente difícil el ejercicio del derecho al resarcimiento de los daños ocasionados por una infracción del Derecho de la competencia. El principio de equivalencia exige la equiparación de las normas y procedimientos aplicables al ejercicio de las acciones de daños derivadas de las infracciones del Derecho europeo y del Derecho nacional de la Competencia, de modo que las normas nacionales aplicables a las reclamaciones por infracciones de las normas europeas no sean menos favorables

para los perjudicados que las que regulan las reclamaciones por infracciones de las normas nacionales. Disposición transitoria primera. Régimen transitorio. Las previsiones recogidas en el artículo tercero del RDl no se aplicarán con efecto retroactivo y las recogidas en el artículo cuarto del RDl serán aplicables exclusivamente a los procedimientos incoados con posterioridad a su entrada en vigor. 9. EL CONTROL DE LAS OPERACIONES DE CONCENTRACIÓN ECONÓMICA La Ley de Defensa de la Competencia aborda la cuestión del control de las operaciones de concentración empresarial exclusivamente desde la óptica de la estructura competitiva del mercado, dejando a otras disposiciones legales la regulación del resto de los aspectos que presentan las operaciones de esta naturaleza. El sistema presenta como principales características generales las siguientes: la consagración del principio de que la concentración empresarial es libre y, por tanto, no queda sometida a la previa autorización administrativa, aunque establece el sometimiento a control de aquellas operaciones de concentración que, por su dimensión o su trascendencia en el mercado, puedan afectar gravemente a la competencia y la atribución en exclusiva a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia de la potestad para autorizar las operaciones de concentración u oponerse a ellas. La nueva Ley ha tratado de reforzar el carácter técnico y la independencia del control que se ejerce en este ámbito mediante la atribución del poder de decisión sobre las operaciones de concentración económica de dimensión no comunitaria a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia. En efecto, a diferencia del sistema anterior en el que el Gobierno era la autoridad a la que correspondía adoptar la decisión definitiva, será ahora la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, a través de su Consejo, la que decidirá si se autoriza o se prohíbe una operación de concentración, aunque esta atribución de competencias no ha sido del todo plena puesto que se faculta al Gobierno para intervenir excepcionalmente y por razones de interés general cuando la Comisión haya decidido prohibir la concentración o someterla a condiciones o compromisos, pudiendo en estos casos confirmar la resolución de la Comisión o autorizar la concentración con o sin condiciones (art. 60.3).

A. Concepto de concentración Por concentración se entiende toda operación que suponga un cambio estable de la estructura de control de la totalidad o parte de una o varias empresas como consecuencia de la fusión de varias empresas anteriormente independientes, la adquisición por una empresa del control sobre la totalidad o parte de una o varias empresas o la creación de una empresa en común (empresa en participación o joint venture) o la adquisición del control conjunto sobre una o varias empresas, cuando éstas desarrollen de manera permanente las funciones de una entidad económica autónoma (art. 7). B. Ámbito de aplicación de control El sistema de control se aplica a todo proyecto u operación de concentración de empresas que afecte o pueda afectar al mercado español y que reúna los dos siguientes requisitos que se exigen con carácter alternativo: a) Que, como consecuencia de la operación, se adquiera o se incremente una cuota igual o superior al 30 por 100 del mercado relevante de producto o servicio en el ámbito nacional o en un mercado geográfico definido dentro del mismo. Quedan exentas del procedimiento de control todas aquellas concentraciones económicas en las que, aún cumpliendo lo establecido en la letra a), el volumen de negocios global en España de la sociedad adquirida o de los activos adquiridos en el último ejercicio contable no supere la cantidad de 10 millones de euros, siempre y cuando los partícipes no tengan una cuota individual o conjunta superior al 50% en cualquiera de los mercados afectados, en el ámbito nacional o en un mercado geográfico definido dentro del mismo (disp. final tercera de la Ley de Economía Sostenible). Por lo tanto, no tendrán que someterse a control ni ser notificadas a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia aquellas operaciones de concentración de escasa significación económica, pese a sobrepasar la cuota de mercado fijada por la Defensa de la Competencia.

Ley de

b) Que el volumen de negocios global en España del conjunto de los partícipes supere en el último ejercicio contable la cantidad de 240 millones de euros, siempre que al menos dos de las empresas

partícipes en la operación realicen individualmente en nuestro país un volumen de negocios superior a 60 millones de euros (art. 8). Quedan excluidas, sin embargo, de la aplicación de esta normativa las concentraciones de empresas que tengan «dimensión comunitaria», salvo cuando hayan sido objeto de reenvío por la Comisión Europea a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (art. 8.2). También se someten a este procedimiento de control de concentraciones las operaciones de creación o de toma de control de empresas en participación (joint ventures) de naturaleza cooperativa, aunque en este caso la valoración de las mismas se hará en función de lo establecido en los artículos 1y Ley de Defensa de la Competencia (art. 10.4).

2 de la

C. Procedimiento de control Frente a la legislación anterior, la Ley ha optado por regular el procedimiento administrativo de control, destacando como novedades más importantes, de un lado, la obligación de notificación (art. 55) y, de otro, la estructuración del procedimiento en dos fases (arts. 57 y 58). La notificación de las operaciones de concentración que reúnan cualquiera de los requisitos anteriormente expuestos se hará a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia mediante un formulario aprobado al efecto (también se contempla en el artículo 56 la posibilidad de utilizar un formulario abreviado). Están obligados a notificar las operaciones de concentración todas las empresas que intervengan en ellas, salvo en aquellos casos en los que se trate de una toma de control, en los que sólo lo estará la parte que adquiera el control (art. 9.4). La notificación deberá presentarse previamente a la realización de la operación de concentración y producirá un efecto suspensivo sobre la misma, que podrá ser removido por el Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia. Este efecto suspensivo no se producirá, en cambio, en el caso de que la concentración se lleve a cabo a través de una oferta pública de adquisición de acciones (OPA), si bien, en este supuesto, no se podrán ejercitar los derechos políticos de las acciones adquiridas hasta la aprobación definitiva de la operación por parte de las autoridades de defensa de la competencia. En caso de incumplimiento de la obligación de

notificación, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia podrá requerir a las empresas partícipes en la operación de concentración para que la notifiquen en un plazo de veinte días y, si éstas no lo hicieran, podrá iniciar de oficio un expediente de control e imponer además una multa (art. 9.5). Con carácter previo a la notificación se podrá formular una consulta a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia sobre si una determinada operación puede considerarse una concentración a los efectos de la aplicación de la Ley de Defensa de la Competencia o sobre si una operación de concentración supera los umbrales establecidos para la notificación (art. 65.2). El Real Decreto Legislativo 8/2011 ha eliminado la sanción de la privación de los beneficios del silencio administrativo positivo para los incumplidores de las normas sobre notificación de las operaciones de concentración o sobre contestación a los requerimientos de información en el curso del procedimiento. Una vez notificada la operación, la Dirección de Competencia procederá a la formación de un expediente de control que se tramitará en dos fases. En la primera fase, que tendrá una duración máxima de un mes, la mencionada Dirección de Competencia analizará la operación y elaborará un Informe que contendrá una propuesta de resolución. A la vista del Informe, el Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia resolverá: a) Autorizar la concentración; b) Subordinar la autorización al cumplimiento de compromisos propuestos por los notificantes; c) Acordar la iniciación de la segunda fase del procedimiento; d) Acordar la remisión a la Comisión Europea de conformidad con lo dispuesto en el artículo 22 del Reglamento (CEE) núm. 134/2004 si la concentración tuviera dimensión comunitaria; e) Proceder al archivo de actuaciones (art. 57). Si se acordara el paso a la segunda fase del procedimiento, la Dirección de Competencia hará pública una nota sucinta sobre los pormenores de la operación y la remitirá a las personas que puedan resultar afectadas y al Consejo de Consumidores y Usuarios para que formulen alegaciones en el plazo de diez días (art. 58.1) y, si la concentración presentara una especial incidencia en el territorio de una Comunidad Autónoma, se solicitará informe a la correspondiente autoridad de competencia de la misma. En esta segunda fase del procedimiento, que tendrá una duración máxima de dos meses, la Dirección de Competencia vendrá obligada a formular un «pliego de hechos» que recoja los obstáculos a la competencia detectados en

la operación de concentración, que será puesto en conocimiento de los interesados para que puedan alegar en torno al mismo (art. 58.2). A la vista del citado pliego, los notificantes podrán presentar compromisos tanto por iniciativa propia como a instancia de la Comisión, los cuales podrán ser objeto de consulta con terceros (art. 59). Asimismo a solicitud de los notificantes se podrá celebrar una vista oral ante el Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (art. 58.3). El procedimiento finaliza mediante la adopción por el Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia de una resolución autorizando la concentración, prohibiéndola o subordinándola al cumplimiento de condiciones o compromisos (art. 58.4). A la hora de adoptar esta resolución la Comisión valorará fundamentalmente si la operación de concentración obstaculiza el mantenimiento de una competencia efectiva en el mercado nacional (criterio de los efectos), atendiendo, entre otros, a los siguientes elementos: la estructura de los mercados relevantes, la posición en los mercados de las empresas afectadas, la existencia de competencia real o potencial, las posibilidades de elección de proveedores y consumidores, la existencia de barreras de acceso a dichos mercados, la evolución de la oferta y la demanda de los productos o servicios de que se trate, el poder de negociación de la demanda o de la oferta y las eficiencias económicas generadas por la operación y la repercusión de las mismas en los consumidores intermedios y finales, especialmente en la forma de una mayor y mejor oferta y de una reducción de los precios (art. 10.1). Las resoluciones del Consejo habrán de ser notificadas al Ministerio de Economía y Empresa, que dispondrá de un plazo de 15 días para acordar la intervención del Gobierno, que sólo procederá en aquellos casos en los que la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia haya decidido prohibir la concentración o someterla a condiciones o compromisos (art. 58.5 y 6) y exclusivamente por razones de interés general distintas de la defensa de la competencia, entre las que la Ley enumera las siguientes: la defensa y seguridad nacional, la protección de la seguridad o salud públicas, la libre circulación de bienes y servicios dentro del territorio nacional, la protección del medio ambiente, la promoción de la investigación y el desarrollo tecnológicos y la garantía del adecuado mantenimiento de los objetivos de la regulación sectorial (art. 10.4). Si el Gobierno decidiera intervenir en el procedimiento de control, dispondrá de un plazo máximo de un mes para adoptar y notificar su acuerdo definitivo (art. 36.3).

El transcurso de los plazos máximos establecidos en las distintas fases del procedimiento sin que se haya producido una resolución administrativa, motivará la autorización de la operación de concentración por silencio administrativo (art. 38). 10. EL CONTROL DE LAS AYUDAS PÚBLICAS El marco normativo de la Ley de Defensa de la Competencia se completa con una regulación de las ayudas públicas, que trata de paliar los efectos anticompetitivos que las mismas producen, tales como la distorsión del mercado y las discriminaciones injustificadas de las empresas. A estos efectos se establece, de un lado, que la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia de oficio o a instancia de las Administraciones Públicas podrá analizar los criterios que se han utilizado en la concesión de las ayudas públicas en relación con sus posibles efectos sobre el mantenimiento de la competencia efectiva en los mercados a fin de emitir informes con respecto a los regímenes de ayudas o a las ayudas individuales o de dirigir propuestas a las Administraciones Públicas para que restablezcan las condiciones de competencia (art. 11); y, de otro, que la citada Comisión deberá emitir y hacer público un informe anual sobre las ayudas públicas concedidas en España. Para lograr una mayor efectividad en esta tarea la Ley impone al organismo administrativo responsable de la comunicación de las ayudas de estado a la Comisión Europea la obligación de comunicar a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia los proyectos de ayudas incluidos en el ámbito de aplicación de los

artículos

107y 108 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (antiguos arts. 87 y 88 del Tratado de la Comunidad Europea) y las ayudas públicas concedidas al amparo de los reglamentos de exención por categorías sobre la materia. Por otra parte, los órganos de defensa de la competencia de las Comunidades Autónomas podrán elaborar igualmente informes sobre las ayudas públicas concedidas por las administraciones autonómicas o locales en su respectivo ámbito territorial (art. 11.5). Estos informes serán remitidos a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia para su incorporación al mencionado informe anual.

Lo establecido en esta norma se entiende, claro está, sin perjuicio de las competencias de la Comisión Europea y de los órganos jurisdiccionales comunitarios en materia de control de las ayudas públicas (art. 11.6). 11. EL DERECHO COMUNITARIO EUROPEO DE LA COMPETENCIA La incorporación de España a la Unión Europea ha traído también como consecuencia la aplicación directa de la normativa comunitaria de la competencia. Esta normativa, que se contiene fundamentalmente en los artículos 101 a 109 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, puede dividirse en dos grandes grupos: el derecho aplicable a las empresas, que está integrado, a su vez, por las normas que prohíben las prácticas colusorias y el abuso de posición dominante y las normas sobre control de las operaciones de concentración económica; y el derecho aplicable a los Estados, que comprende la prohibición y el control de las ayudas públicas concedidas a las empresas. Las normas del Tratado aplicables a las empresas se completan con el de aplicación de los

Reglamento (CE) núm. 1/2003,

artículos 101y

102 del Tratado de

Funcionamiento de la Unión Europea y el Reglamento (CE) núm. 139/2004, de control de concentraciones entre empresas y las disposiciones que los desarrollan. El Derecho Comunitario de la Competencia se aplica principalmente por la Comisión Europea. Las normas relativas a los comportamientos empresariales anticompetitivos (prácticas colusorias y abuso de posición dominante) pueden ser también aplicadas en cada país por las autoridades administrativas encargadas de la defensa de la competencia y por los órganos jurisdiccionales. A estos efectos, se consideran en nuestro país autoridades de competencia tanto la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia como los juzgados de lo mercantil creados por la Ley Orgánica 8/2003, de 9 de julio y las Audiencias Provinciales o Tribunales que revisan sus sentencias.

La coexistencia de los dos ordenamientos, nacional y comunitario, plantea el problema de su respectivo ámbito de aplicación. En materia de control de conductas y de ayudas públicas, el ámbito de aplicación de cada una de las normas vendrá determinado por el mercado que resulte afectado por la realización de la práctica contraria a la libre competencia. En efecto, si la práctica anticompetitiva limita su alcance al mercado nacional, se aplicará la legislación del Estado afectado, pero si sus efectos se extendieran más allá de dicho ámbito, afectando de forma importante a los intercambios comerciales entre los Estados miembros, se aplicará el Derecho comunitario; finalmente, en el caso de que la práctica afectara a los dos mercados conjuntamente se aplicarán simultáneamente ambos Derechos (teoría de la doble barrera). En materia de control de concentraciones se aplica, en cambio, una regla diferente de reparto de competencias que consiste en atribuir a la Comisión Europea el control de aquellas que, por el elevado volumen de negocios de los partícipes a escala mundial y a escala europea, tengan dimensión comunitaria y reservar el resto a las autoridades nacionales de competencia, sin perjuicio de la existencia de mecanismos de reenvío entre ellas.

Lección 15

Derecho de la competencia (II) Sumario: •

I. La competencia desleal o 1. La lealtad en la concurrencia mercantil y la Ley de Competencia Desleal o 2. Finalidad y ámbito de aplicación de la Ley de Competencia Desleal (RCL 1991, 71) o 3. Concepto de competencia desleal: La cláusula general de prohibición y la tipificación de los actos de competencia desleal o 4. Clasificación y análisis de los actos de competencia desleal ▪ A. Actos de engaño ▪ B. Actos de confusión ▪ C. Prácticas agresivas ▪ D. Actos de denigración ▪ E. Actos de comparación ▪ F. Actos de imitación ▪ G. Actos de explotación de la reputación ajena ▪ H. Actos de violación de secretos ▪ I. Actos de inducción a la ruptura contractual ▪ J. Actos de violación de normas ▪ K. Actos de discriminación ▪ L. Actos de explotación de la situación de dependencia económica ▪ M. Actos de venta con pérdida ▪ N. Publicidad ilícita o 5. Prácticas comerciales desleales en relación con los consumidores ▪ A. Prácticas engañosas ▪ B. Prácticas de venta piramidal ▪ C. Prácticas agresivas o 6. Acciones derivadas de la competencia desleal o 7. Cuestiones procesales ▪ A. Legitimación activa para el ejercicio de las acciones de competencia desleal ▪ B. Legitimación pasiva ▪ C. Prescripción ▪ D. Procedimiento

o

8. Códigos de conducta ▪ A. Fomento de los códigos de conducta ▪ B. Acciones frente a los códigos de conducta

I. LA COMPETENCIA DESLEAL

1. LA LEALTAD EN LA CONCURRENCIA MERCANTIL Y LA LEY DE COMPETENCIA DESLEAL Sin perjuicio de la libertad de concurrencia, la lucha por la conquista del mercado tiene que ser leal. Cada empresario tiene derecho a ampliar el ámbito de sus negocios y el círculo de sus clientes compitiendo libremente en el mercado, aunque con ello perjudique a otros empresarios, pero la ley procura que esa competencia se desarrolle de una forma debida y no de modo incorrecto en perjuicio del mercado. En una primera etapa, la regulación de la competencia desleal se ajustaba a un modelo de carácter profesional, dirigido a ofrecer protección frente a la eventual deslealtad en la lucha entre empresarios. Ese modelo, consagrado en los artículos 10 bis y 10 ter del Convenio de la Unión de París de 1883 y todavía presente en algunas legislaciones, tenía como principal finalidad la tutela de los intereses privados de los empresarios frente a las actuaciones desleales de sus competidores, y se articulaba en torno al establecimiento de una cláusula general prohibitiva, en la que el parámetro que se utilizaba para apreciar la deslealtad era la consideración como desleal de todo acto de competencia contrario a «las normas de corrección y buenos usos mercantiles». Esta cláusula general se completaba con la enumeración de una serie de conductas empresariales que tradicionalmente habían sido consideradas desleales: confusión, denigración, utilización de falsas indicaciones de procedencia y uso de falsas denominaciones de origen. Pero la moderna doctrina, superando ese marco estrictamente profesional de la competencia desleal, amplía la noción de competencia desleal, extendiéndola a cualquier abuso en el ejercicio del derecho a la libre iniciativa económica dentro del mercado y a la protección de cuantos intereses concurren en él. La normativa de la competencia desleal se presenta así, cada vez más, como una exigencia general de ordenación del mercado, que, desde luego, reprueba la deslealtad frente al competidor, pero también frente al consumidor y, en general, frente al propio orden concurrencial del mercado, que debe ser especialmente tutelado para que no sea falseado por los comportamientos de los

operadores económicos. Aparece de este modo un modelo nuevo, el denominado modelo social de la competencia desleal, que ha inspirado a las leyes más progresistas en esta materia, entre las que se cuenta la española. La Ley española 3/1991, de 10 de enero, de Competencia Desleal supone un avance decisivo hacia ese modelo social, que, además de ofrecer los mecanismos necesarios para salvaguardar la lealtad en la lucha competitiva entre los empresarios, tiene muy presentes los intereses colectivos del consumo y pretende evitar cualquier práctica que venga a falsear el principio de libertad de competencia o a perturbar eventualmente el funcionamiento competitivo del mercado. Establece, en definitiva, un marco de protección que contempla los diversos intereses afectados por la competencia: el interés privado de los empresarios, el interés colectivo de los consumidores y el propio interés público del Estado en el mantenimiento de un orden concurrencial no falseado. Constituye, por ello, una Ley que viene no sólo a atender las exigencias de nuestra Constitución económica, sino también a satisfacer la necesidad de homologar en el plano internacional nuestro ordenamiento concurrencial con el de los demás países miembros de la Unión Europea. La Ley de Competencia Desleal ha sido modificada por la Ley 29/2009, de 30 de diciembre, para adaptarla a las exigencias del Derecho comunitario europeo, representadas en este caso por la Directiva 2005/29/(CE), relativa a las prácticas desleales de las empresas en sus relaciones con los consumidores en el mercado interior y a la

Directiva 2006/114/(CE) sobre publicidad

engañosa y comparativa que codifica las modificaciones de la Directiva 84/450/(CE). Por último, hay que señalar que la Ley tiene una vocación unificadora, en el sentido de establecer una normativa general y unitaria de la competencia desleal, incluyendo la que se realiza a través de la publicidad, aunque este propósito se ha visto traicionado por la Ley 7/1996, de 15 de enero, de Ordenación del Comercio Minorista (recientemente modificada) y por diversas leyes de comercio de las Comunidades Autónomas, que han regulado diversas cuestiones relacionadas con la competencia

desleal, tales como las ventas promocionales, la venta a pérdida o las rebajas, y lo han hecho en muchas ocasiones de forma contradictoria con lo establecido en la Ley de Competencia Desleal. 2. FINALIDAD Y ÁMBITO DE APLICACIÓN DE LA LEY DE COMPETENCIA DESLEAL La finalidad y el ámbito de aplicación de la Ley aparecen delimitados en las disposiciones generales. En efecto, el artículo 1 de la Ley de Competencia Desleal nos indica que «esta Ley tiene por objeto la protección de la competencia en interés de todos los que participan en el mercado, y a tal fin establece la prohibición de los actos de competencia desleal, incluida la publicidad ilícita en los términos de la Ley General de Publicidad». La Ley persigue, por tanto, la protección de todos aquellos intereses que se ven afectados por la competencia, que, como se ha indicado con anterioridad, son principalmente: el interés privado de los empresarios, el interés colectivo de los consumidores y el propio interés público del Estado en el mantenimiento de un orden concurrencial no falseado. Por lo que se refiere al ámbito de aplicación, la Ley delimita en dos normas separadas los ámbitos objetivo y subjetivo. En relación con el ámbito objetivo, la Ley establece una doble condición para poder hablar de acto de competencia desleal: en primer lugar, que el acto se realice «en el mercado» y, en segundo lugar, que se realice «con fines concurrenciales» (art. 2.1); aclarando, acto seguido, que se presume la finalidad concurrencial del acto cuando se revele objetivamente idóneo para promover o asegurar la difusión en el mercado de las prestaciones propias o las de un tercero (art. 2.2). Ha de tratarse pues de un acto típicamente competitivo que se realiza en el mercado y que puede afectar al funcionamiento de éste; por el contrario, no pueden ser considerados actos de competencia desleal los actos aislados desarrollados con una finalidad distinta de la concurrencial. Además, la reciente reforma normativa ha añadido una precisión que completa el ámbito objetivo al establecer que la ley será de aplicación a cualesquiera actos de competencia desleal, realizados antes, durante o después de una operación comercial o contrato, con independencia de que éste llegue a celebrarse o no (art. 2.3). En cuanto al ámbito subjetivo, hay que indicar, por una parte, que la Ley se aplicará «a los empresarios, profesionales y a cualesquiera otras personas físicas

o jurídicas que participen en el mercado» (art. 3.1), lo que significa que quedan, por tanto, sometidos a esta normativa los denominados operadores económicos, concepto más amplio que el de empresario y que comprende a todas aquellas personas que intervienen en el mercado con posibilidad de incidir sobre el mismo, como por ejemplo, los profesionales liberales (v. en este sentido la Ley 7/1997, de 14 de abril, de Medidas Liberalizadoras en materia de Colegios Profesionales), los entes públicos, los sindicatos, etc. y, por otra, que esa aplicación «no podrá supeditarse a la existencia de una relación de competencia entre el sujeto activo y el sujeto pasivo del acto de competencia desleal» (art. 3.2); esto es, que, para que pueda calificarse una conducta de desleal, no será preciso que el perjudicado sea un competidor directo o indirecto del autor del acto desleal, sino que podrá serlo tanto un consumidor como otro empresario que no compita con el autor de la conducta. 3. CONCEPTO DE COMPETENCIA DESLEAL: LA CLÁUSULA GENERAL DE PROHIBICIÓN Y LA TIPIFICACIÓN DE LOS ACTOS DE COMPETENCIA DESLEAL Siguiendo la pauta marcada por las legislaciones más modernas sobre la materia, la Ley 3/1991 delimita conceptualmente la competencia desleal acudiendo, por un lado, a la formulación de una cláusula general prohibitiva (art. 4) y, por otro, a una extensa tipificación de los actos de competencia desleal (arts. 5 a 18). La necesaria transposición a nuestro ordenamiento jurídico de la Directiva 2005/29, ha motivado que, en la reciente modificación normativa, se haya ampliado, por una parte, el alcance de la cláusula general y, por otra, la tipificación establecida añadiendo una nueva categoría de prácticas desleales: las prácticas comerciales engañosas o agresivas con los consumidores y usuarios (arts. 19 a 31). La cláusula general de prohibición se establece en el artículo 4.1 en los siguientes términos: «Se reputa desleal todo comportamiento que resulte objetivamente contrario a las exigencias de la buena fe». Dada la amplitud de su configuración hay que entender, en principio, que la cláusula extiende su área de protección a los intereses de los competidores y de los consumidores y al saneamiento general del orden concurrencial, sin tomar como referencia, como anteriormente se ha indicado, un estándar de

conducta meramente profesional («corrección profesional», «usos honestos en materia comercial o industrial», por poner algún ejemplo de cláusulas tradicionales propias del modelo profesional), sino el respeto al principio general de la buena fe universalmente reconocido y legalmente consagrado, que además ha de ser interpretado, en este contexto, como la inadecuación a los principios del ordenamiento económico (libertad de competencia, tutela del consumidor y competencia por eficiencia) o, lo que es lo mismo, como un abuso del derecho de libertad de empresa. Esta estimación conduce también a incluir dentro del ilícito concurrencial no sólo las conductas culposas, sino cualquier comportamiento que resulte objetivamente contrario a las exigencias de la buena fe. La Ley 29/2009 ha tratado de precisar el alcance del concepto de la buena fe cuando se trata de actos de competencia relacionados con los consumidores y usuarios, estableciendo que se entenderá como contrario a las exigencias de la buena fe el comportamiento de un empresario o profesional que no se corresponda con la diligencia profesional exigida, con carácter general, a este tipo de operadores económicos (art. 4.1 pár. 2). Por diligencia profesional se entiende el nivel de competencia y cuidados especiales que cabe esperar de un empresario conforme a las prácticas honestas del mercado, que distorsione o pueda distorsionar de manera significativa el comportamiento económico del consumidor medio o, en el caso de que se trate de una práctica comercial dirigida a un grupo concreto de consumidores, del miembro medio del grupo de consumidores destinatario de la práctica. Por comportamiento económico del consumidor se entiende la decisión por la que éste opta por actuar o no hacerlo en relación con: (i) la selección de una oferta o de un oferente; (ii) la contratación de un bien o un servicio y la forma y condiciones de contratarlo; (iii) el pago del precio, total o parcial, o cualquier otra forma de pago; (iv) la conservación del bien o servicio; (v) el ejercicio de los derechos contractuales en relación con el bien o servicio. Por distorsionar de manera significativa el comportamiento económico del consumidor medio se entiende utilizar una práctica comercial que sirva para mermar, de manera apreciable, su capacidad de adoptar una decisión con pleno conocimiento de causa, haciendo que tome una decisión sobre su comportamiento económico que de otro modo no hubiera tomado. No se define legalmente, en cambio, al consumidor medio (art. 4.2); sin embargo, se específica que aquellas prácticas que únicamente sean

susceptibles de distorsionar de forma significativa, en un sentido que el empresario o profesional pueda prever razonablemente el comportamiento económico de un grupo claramente identificable de consumidores o usuarios especialmente vulnerables a tales prácticas por presentar una discapacidad, por tener afectada su capacidad de comprensión o por su edad o credulidad, se evaluarán desde la perspectiva del miembro medio de este grupo. Todo ello sin perjuicio de la práctica publicitaria habitual y legítima de efectuar afirmaciones exageradas o respecto de las que no se pretenda una interpretación literal (art. 4.3). Así pues, en materia de prácticas dirigidas a los consumidores los parámetros que servirán para apreciar la deslealtad serán fundamentalmente, de un lado, la diligencia con la que ha actuado el empresario y, de otro, el efecto distorsionador del comportamiento económico del consumidor. La diligencia profesional se configura de manera objetiva, es decir, al margen de la intención del comerciante y del conocimiento y previsibilidad de los efectos, y además utilizando como referencia un criterio extrajurídico como es la conformidad a los usos honestos imperantes en materia comercial, lo que supone un cierto regreso al modelo corporativo o profesional. Frente a las opciones que ofrecía la Directiva, que permitía distinguir entre el ámbito armonizado y el no armonizado, la ley española ha optado por la integración de los dos criterios dando lugar al establecimiento de dos estándares de conducta según el tipo de prácticas y los destinatarios de las mismas: la buena fe y los buenos usos bastando la infracción de cualquiera de ellos para que haya deslealtad. Con ello se corre el riesgo de que una conducta eficiente se pueda prohibir por considerarse contraria a los buenos usos comerciales. Por otra parte, se exige que la distorsión del comportamiento económico del consumidor, que no se utiliza como elemento valorativo de contraste sino como parámetro para medir la aptitud real o potencial de la conducta empresarial para producir el citado efecto, sea significativa o importante. Finalmente, el sistema seguido por la Ley de Competencia Desleal plantea el problema de la relación entre la cláusula general y los actos tipificados. Evidentemente la citada cláusula es la que da sentido a la normativa y no sólo marca la pauta general de la prohibición sino que viene a cubrir también todos los supuestos de comportamientos desleales que no se encuentran expresamente regulados. Esta interpretación no debe llevarnos, sin embargo, a desvirtuar el sentido de la regulación de los actos que

específicamente se enumeran en la citada Ley. De este modo, la cláusula general no podrá utilizarse para sancionar como desleales aquellos actos de competencia que la propia Ley se ha preocupado de declarar que son lícitos y no perseguibles y, por tanto, conformes a la buena fe. Asimismo tampoco resultará aplicable dicha cláusula a aquellos actos que no reúnan todos los requisitos expresamente exigidos para ser calificados como desleales. Ahora bien, esta solución exige que se analice con exquisito cuidado si dichos actos resultan verdaderamente idénticos o análogos a los comprendidos en la norma o, por el contrario, son de naturaleza diferente; y, si se llegara a esta última conclusión, proceder a valorar la conducta empresarial en función de la eficiencia económica de la misma y sus efectos reales o potenciales sobre el mercado. 4. CLASIFICACIÓN Y ANÁLISIS DE LOS ACTOS DE COMPETENCIA DESLEAL La Ley de Competencia Desleal, en su capítulo II, considera ilícitos una serie de actos que, sin duda, pueden ser considerados como los más habituales o los que más frecuentemente se presentan en la práctica: actos de confusión, engaño, denigración, comparación, imitación, explotación de la reputación ajena, violación de secretos, inducción a la ruptura contractual, violación de normas, discriminación, explotación de la dependencia económica y venta con pérdida, así como también determinadas prácticas agresivas y conductas publicitarias. Cabe preguntarse, sin embargo, la razón de esta larga enumeración cuando el legislador se ha preocupado previamente, en las disposiciones generales, de precisar la finalidad y el alcance de esta normativa, de definir lo que se entiende por acto de competencia desleal y de establecer tajantemente su prohibición. Aunque, en principio, pudiera aducirse, como razón justificativa de la enumeración, el seguimiento de los modelos normativos imperantes en el Derecho comparado en el que las leyes de competencia desleal son fundamentalmente leyes de actos prohibidos, sin embargo –como pone de manifiesto el «preámbulo» de la propia Ley– el motivo determinante de esa amplia enumeración no ha sido otro que el de dotar de certeza o de seguridad jurídica a esta nueva legislación; una materia que, en nuestro país, no tiene una gran tradición comercial y ha estado siempre insuficientemente regulada. Así pues, podemos decir que resultaba necesario y conveniente que se clarificaran en nuestro Derecho los comportamientos ilícitos y los términos en que ha de

operar su prohibición. Hemos de destacar también a este respecto una característica singular de la Ley de Competencia Desleal, consistente en que junto a la lista de los actos prohibidos, aparece una declaración negativa de comportamientos que no se consideran desleales per se. En efecto, tan importante como la enumeración de los actos de competencia desleal resulta la declaración que se realiza en diversos preceptos de la Ley sobre determinadas conductas empresariales –como por ej., la comparación (art. 10), la imitación de prestaciones ajenas (art. 11.1), la aplicación a los usuarios de diferentes condiciones de venta (art. 16.1) o la venta con pérdida (art. 17.1)– que son perfectamente lícitas y no impugnables, por tanto, a través de los mecanismos procesales establecidos en la misma, salvo cuando se da alguna de las circunstancias que en la propia norma se señalan. Se trata de evitar con ello que cualquier acto o práctica que pueda resultar incómodo para los integrantes de un sector o para los comerciantes o usuarios en general, pueda ser calificado como desleal y sancionado como tal. Entre los diversos criterios de clasificación de los actos de competencia desleal se ha optado por aquel que hace referencia a las funciones que cumple la Ley o, lo que es lo mismo, que tiene en cuenta los diferentes intereses jurídicos protegidos. Partiendo de este punto de vista, se pueden establecer tres categorías normativas en las que se englobarían los variados actos de competencia desleal enumerados en la Ley: (i) Actos de deslealtad frente a los competidores: denigración, imitación, explotación de la reputación ajena, violación de secretos e inducción a la ruptura contractual. (ii) Actos de deslealtad frente a los consumidores: confusión, engaño, comparación, discriminación y prácticas agresivas. (iii) Actos de deslealtad frente al mercado: violación de normas, explotación de la situación de dependencia económica y venta con pérdida. No hay que ocultar que algunos de estos actos pueden lesionar simultáneamente diversos intereses jurídicos protegidos, por lo que en rigor deberían ser también encuadrados en las otras rúbricas, pero se ha preferido situarlos, tan sólo a efectos sistemáticos, en el lugar donde el juicio de deslealtad en relación con el interés tutelado resulta prevalente. A. Actos de engaño El artículo 5 de la Ley de Competencia Desleal los define como «cualquier conducta que contenga información falsa o

información que, aun siendo veraz, por su contenido o presentación induzca o pueda inducir a error a los destinatarios, siendo susceptible de alterar su comportamiento económico, siempre que incida sobre alguno de los siguientes aspectos: a) La existencia o la naturaleza del bien o servicio; b) Las características principales del bien o servicio, tales como su disponibilidad, sus beneficios, sus riesgos, su ejecución, su composición, sus accesorios, el procedimiento y la fecha de su fabricación o suministro, su entrega, su carácter apropiado, su utilización, su cantidad, sus especificaciones, su origen geográfico o comercial o los resultados que pueden esperarse de su utilización o los resultados y características esenciales de la pruebas o controles efectuados al bien o servicio; c) La asistencia postventa al cliente y el tratamiento de las reclamaciones; d) El alcance de los compromisos del empresario o profesional, los motivos de la conducta comercial y la naturaleza de la operación comercial o el contrato, así como cualquier afirmación o símbolo que indique que el empresario o profesional o el bien o servicio son objeto de un patrocinio o una aprobación directa o indirecta; e) El precio o su modo de fijación, o la existencia de una ventaja específica con respecto al precio; f) La necesidad de un servicio o de una pieza, sustitución o reparación; g) La naturaleza, las características y los derechos del empresario o profesional o su agente, tales como su identidad y su solvencia, sus cualificaciones, su situación, su aprobación, su afiliación o sus conexiones y sus derechos de propiedad industrial, comercial o intelectual, o los premios y distinciones que haya recibido; h) Los derechos legales o convencionales del consumidor o los riesgos que éste pueda correr». Esta modalidad de actos no ha alcanzado realmente notoriedad y trascendencia hasta la generalización de la actividad publicitaria en el mundo empresarial. Asimismo, cuando el empresario o profesional indique en una práctica comercial que está vinculado a un código de conducta, el incumplimiento de los compromisos asumidos en dicho código se considerará desleal siempre que concurran los siguientes requisitos: (i) que el compromiso sea firme y pueda ser verificado; (ii) que la conducta, en su contexto fáctico, sea susceptible de distorsionar de manera significativa el comportamiento económico de sus destinatarios (art. 5.2). En definitiva, para que un acto de esta naturaleza sea calificado como desleal será preciso que concurran las siguientes circunstancias: En primer lugar, que se realicen unas aseveraciones

o indicaciones que no correspondan exactamente con la realidad, es decir, que sean incorrectas o falsas; el punto de referencia en este caso será la verdad o la realidad objetivamente demostrable; sin embargo, será considerada lícita la denominada publicidad superlativa, esto es, la utilización de determinadas exageraciones o extravagancias publicitarias que pretenden simplemente llevar al ánimo del consumidor la excelencia o superioridad de unos determinados productos sin llegar a afirmar una situación de hecho precisa (tal es el caso del anuncio de un producto como el mejor del mundo, el único en su género, etc.). En segundo lugar, se precisa de un acto externo de utilización o difusión de esos datos (lo que puede hacerse con o sin publicidad) para que la conducta sea relevante. Por último, se requiere también que las aseveraciones que se formulen sean capaces de inducir a error a las personas a las que las mismas se dirigen o alcanzan; en este sentido cabe indicar, una vez más, que el supuesto no sólo incluye la difusión de datos falsos, sino también de aquellos que, siendo verdaderos, pueden inducir a error por su forma de presentarlos (citemos, como ejemplo al respecto, la banda de un libro que dice PREMIO X y en letra muy pequeña «finalista».). Omisiones engañosas. A diferencia de lo que sucedía con la norma anterior, que regulaba en un mismo precepto los actos de engaño tanto por acción como por omisión, se dedica ahora específicamente un precepto a regular las omisiones engañosas (art. 7). La norma, sin embargo, comprende junto a la falta de la información relevante, otras prácticas relacionadas con ella como la ocultación de esa información, o su transmisión de forma poco clara o ambigua, la inoportunidad del momento en el que se transmite la información o la no facilitación del propósito comercial del acto (publicidad encubierta). Se trata de proporcionar la información pero de una forma que no pueda servir para que el consumidor la utilice para tomar su decisión. En este sentido, se considera desleal la omisión u ocultación de la información necesaria para que el destinatario adopte o pueda adoptar una decisión relativa a su comportamiento económico con el debido conocimiento de causa; también será desleal el hecho de ofrecer información poco clara, ininteligible o ambigua, o de no ofrecerla en el momento adecuado; así como el no dar a conocer el propósito comercial de la práctica cuando no resulte evidente por el contexto. Para que la práctica comercial sea considerada engañosa la información que se omite deberá ser sustancial, es decir, necesaria para tomar una decisión de compra con pleno conocimiento de causa, lo que significa

contener los elementos básicos que el consumidor medio considera habitualmente en este tipo de transacciones. Para la determinación del carácter engañoso de este tipo de actos se atenderá al contexto fáctico en el que se producen, teniendo en cuenta todas sus características y circunstancias y las limitaciones del medio de comunicación utilizado. Cuando el medio de comunicación imponga limitaciones de espacio o de tiempo, para valorar la existencia de una omisión de información se tendrán en cuenta estas limitaciones y todas las medidas adoptadas por el empresario o profesional para transmitir la información necesaria por otros medios (art. 7.2). B. Actos de confusión La Ley los define de modo tautológico, en su artículo 6, al referirse a ellos como comportamientos que resulten idóneos para crear confusión con la actividad, las prestaciones o el establecimiento ajenos. Por confusión habrá que entender el riesgo de asociación por el consumidor respecto de la procedencia de la prestación, o lo que es lo mismo, la dificultad en la identificación del empresario, del establecimiento mercantil o del producto. Definida de este modo la confusión, los actos más frecuentes de este tipo de conducta se darán principalmente en relación con los llamados «signos distintivos», esto es, el nombre comercial con respecto al empresario, la marca con respecto al producto y el rótulo en relación con el establecimiento mercantil. Pero la actividad de confusión no debe quedar reducida sólo a estos supuestos, sino que debe extenderse a otros signos identificadores, cualquiera que sea su naturaleza, tales como insignias, embalajes, uniformes, fachadas, escaparates, logotipos, etc., así como también a determinados elementos publicitarios como folletos, carteles, slogans, catálogos, etc. La regulación legal de estos actos presenta además, como nota destacable, la presunción de la deslealtad. En efecto, la confusión, por el mero riesgo que crea, se considera ya desleal sin que sea preciso recurrir a otras notas o elementos para fundamentar su ilicitud. La deslealtad se produce, por tanto, en cuanto se da la identidad o similitud de los distintos elementos que se utilizan para diferenciar a las empresas, a sus actividades o a sus productos (imagen, nombre, efecto visual, efecto sonoro, etc.) y no desaparece por el hecho de que el error se desvanezca si se observan simultáneamente ambas imágenes o se escuchan

seguidamente los dos sonidos, pues el consumidor no puede realizar habitualmente estas comparaciones por no tener ante sí todos los elementos. Como ya se ha indicado, este tipo de comportamientos se enmarca preferentemente entre los que atentan contra los consumidores porque, si bien es cierto que la protección que la norma brinda puede encontrar su fundamento en el derecho que todo empresario tiene a que su actividad quede claramente diferenciada de la de sus competidores (y de ahí deriva la utilización por los empresarios de signos distintivos), no lo es menos que la observancia de la función distintiva de los nombres comerciales, marcas, rótulos, envases, logotipos, etc., viene también impuesta por el propio funcionamiento del mercado y por la exigencia de facilitar una elección certera a los consumidores y usuarios. C. Prácticas agresivas Se trata de una nueva modalidad de actos de competencia desleal, introducida por la Ley 29/2009, que comprende todo comportamiento que, teniendo en cuenta sus características y circunstancias, sea susceptible de mermar de manera significativa, mediante acoso, coacción –incluido el uso de la fuerza– o influencia indebida, la libertad de elección o conducta del destinatario en relación con el bien o servicio y, por consiguiente, afecte o pueda afectar a su comportamiento económico (art. 8). Para determinar la existencia de una práctica de esta naturaleza será preciso, por tanto, acreditar, en primer lugar, la existencia de una conducta de las que se califican de reprobables (acoso, coacción o influencia indebida) y que dicha conducta ha influido de forma significativa en el comportamiento económico del consumidor. En este sentido, una conducta de acoso consistirá en perseguir e incomodar al consumidor para obtener una decisión de compra, como sucederá en los casos de envío de publicidad o de objetos no deseados, de requerimientos improcedentes para que el consumidor pueda ejercitar sus derechos o de una utilización de las relaciones personales de amistad, vecindad, parentesco o trabajo que colocan al consumidor en una situación embarazosa. La coacción consistirá en una actuación que comporta el uso de fuerza física, psíquica o de otro tipo para determinar el comportamiento económico del consumidor, como por ejemplo, en el caso de utilización de un lenguaje amenazante o de creación de una

sensación de que no se podrá abandonar el establecimiento sin la realización de una compra. Finalmente, se considera influencia indebida la utilización de una posición de poder en relación con el destinatario de la práctica para ejercer presión, incluso sin usar fuerza física ni amenazar con su uso. La Ley establece que, para determinar si existe acoso, coacción o influencia indebida se tendrá en cuenta; a) El momento y el lugar en que se produce, su naturaleza o su persistencia; b) El empleo de un lenguaje o un comportamiento amenazador o insultante; c) La explotación por parte del empresario o profesional de cualquier infortunio o circunstancia específicos lo suficientemente graves como para mermar la capacidad de discernimiento del destinatario, de los que aquél tenga conocimiento, para influir en su decisión con respecto al bien o servicio; d) Cualesquiera obstáculos no contractuales onerosos o desproporcionados impuestos por el empresario o profesional cuando la otra parte desee ejercitar derechos legales o contractuales, incluida cualquier forma de poner fin al contrato o de cambiar de bien o servicio o de suministrador; e) La comunicación de que se va a realizar cualquier acción que legalmente no pueda ejercerse (art. 8.2). Por otra parte, será preciso que la conducta influya en la decisión del destinatario de la misma, lo que exige que merme su libertad de elección o pueda incidir en su comportamiento. D. Actos de denigración Se consideran actos de denigración los consistentes en la realización o difusión de manifestaciones sobre un competidor que sean aptas para menoscabar su crédito o buen nombre en el mercado (art. 9). La regulación de estos actos que, tradicionalmente, habían sido considerados como prohibidos por sus connotaciones desleales, contiene ahora una importante salvedad en relación con la valoración que se realiza de estos comportamientos, consistente en afirmar su licitud cuando las citadas manifestaciones sean exactas, verdaderas y pertinentes. Dicha valoración se completa con una doble referencia a la separación que ha de hacerse siempre entre la actividad comercial y la esfera privada del empresario y a la posible explotación por los comerciantes de los sentimientos o pasiones de los consumidores y usuarios, para establecer expresamente, en consonancia con lo afirmado, que no tendrán la consideración de pertinentes y por tanto habrán de ser calificadas siempre como desleales, aunque sean

veraces, las manifestaciones que tengan por objeto la nacionalidad, las creencias y las ideologías, o la vida privada o cualesquiera otras circunstancias estrictamente personales del afectado. E. Actos de comparación Son aquellos actos en los que un empresario para promocionar su actividad, establecimiento o productos, contrapone la propia oferta a la del competidor con la finalidad de mostrar que la suya es superior. Esta modalidad de actos había sido tradicionalmente encuadrada entre los calificados como desleales, sin embargo, la Ley de Competencia Desleal, ante la opción de declarar lícitos este tipo de actos en base a la función que cumplen para los consumidores y usuarios puesto que les facilitan su elección, o considerarlos desleales en cuanto suponen la difusión de indicaciones sobre los competidores que los dejan en peor posición que el anunciante, ha tomado partido por la primera de las alternativas, haciendo prevalecer los intereses de los consumidores, aunque estableciendo unos límites a la actuación de los empresarios. En efecto, los actos de comparación o la publicidad comparativa, mediante una alusión explícita o implícita a un competidor no estarán prohibidos si cumplen los siguientes requisitos: a) Que los bienes y servicios objeto de la comparación tengan la misma finalidad o satisfagan las mismas necesidades; b) Que la comparación se realice de modo objetivo entre una o más características esenciales, pertinentes, verificables y representativas de los bienes o servicios, incluido el precio; c) Que, cuando se trate de productos amparados por una denominación de origen o indicación geográfica, la comparación se haga solamente con otros productos de la misma denominación; d) Que no se presenten los bienes o servicios como imitaciones o réplicas de otros protegidos por una marca o nombre comercial; e) Que la comparación no contravenga lo establecido por los artículos 5, 7, 9, 12 y 20 en materia de engaño, denigración y explotación de la reputación ajena (art. 10). F. Actos de imitación Se encuentran regulados en el artículo 11 de la Ley, en el que, como ya se ha indicado con anterioridad, se sienta el principio de que la imitación de iniciativas y prestaciones empresariales ajenas

es libre, esto es, que todo empresario puede copiar o imitar las iniciativas de sus competidores. Ahora bien, los actos de imitación dejarán de ser lícitos y se reputarán desleales cuando atenten contra los derechos de exclusiva otorgados por una Ley (es el caso, por ej., de las patentes o de las marcas), cuando generen el riesgo de confusión por parte de los consumidores (actos de confusión), o cuando supongan el aprovechamiento indebido de la reputación o el esfuerzo ajeno. Sólo en estos casos podrán, pues, ejercitarse las acciones derivadas de la competencia desleal con base en un acto de imitación. Asimismo se establece que la concurrencia parasitaria, consistente en la imitación sistemática de las iniciativas de un competidor, sólo podrá ser calificada de desleal cuando constituya una estrategia empresarial para tratar de impedir la consolidación en el mercado de un competidor o cuando exceda de lo que pueda resultar una respuesta natural del mercado. En materia de marcas resulta procedente hacer una distinción entre actos de imitación, que buscan una similitud con una marca existente, y actos de falsificación de marcas de productos de reconocida calidad, los cuales son objeto de una diferente regulación jurídica: los primeros se consideran como actos constitutivos de competencia desleal y se sancionan como tales por infringir el deber de concurrir lealmente en el mercado o por integrar una conducta de abuso del derecho, mientras que los segundos, se califican como delitos de defraudación de un derecho de propiedad y se sancionan por violar los derechos de exclusiva derivados de la titularidad de una marca. G. Actos de explotación de la reputación ajena Se trata de una modalidad especial de los actos de engaño o confusión, que aparece regulada en el artículo 12 de la Ley, y que consiste en el aprovechamiento indebido de las ventajas de una reputación industrial, comercial o profesional adquirida por otra persona en el mercado. En particular, se encuadran en esta clase de actos el empleo de signos distintivos ajenos, denominaciones de origen falsas, indicaciones inexactas sobre la naturaleza y cualidades del producto o sobre homologaciones o marcas de calidad, o el uso de expresiones tales como «modelo», «sistema», «tipo», «clase» y similares. H. Actos de violación de secretos

Los inventos no patentables son de dominio público y los inventos no patentados no gozan de una especial protección jurídica. Sin embargo, el divulgarlos sin autorización o el apropiarse de ellos o llegar a conocerlos por medios incorrectos, tales como la utilización de informaciones confidenciales, el espionaje industrial o la actuación de un trabajador infringiendo el deber de fidelidad para con su empresa, constituyen actos de competencia desleal según el artículo 13; y lo mismo sucede con los datos relativos a la estrategia o política comercial de una empresa (precios, costes, clientes, lanzamiento de nuevos productos, etc.). La Disposición final segunda de la

Ley 1/2019, de 20 de febrero,

de secretos empresariales, que transpone la Directiva (UE) 2016/943 sobre protección de los conocimientos técnicos y la información empresarial no divulgada contra su obtención, utilización y revelación ilícitas, da una nueva redacción al artículo 13 del siguiente tenor: Violación de secretos. «Se considera desleal la violación de secretos empresariales, que se regirá por lo dispuesto en la legislación de secretos empresariales». La finalidad perseguida por la ley es otorgar al titular del secreto, que es la persona física o jurídica que ejerce el control sobre el mismo, una tutela jurídica que consiste, de un lado, en la prohibición de los actos ilícitos de obtención y de utilización o revelación del secreto y, de otro, en el derecho a ejercitar acciones jurídicas en defensa del mismo. Por secreto empresarial se entiende «cualquier información o conocimiento, incluido el tecnológico, científico, industrial, comercial, organizativo o financiero, que reúna las siguientes condiciones: a) Ser secreto, en el sentido de que, en su conjunto o en la configuración y reunión precisas de sus componentes, no es generalmente conocido por las personas pertenecientes a los círculos en que normalmente se utilice el tipo de información o conocimiento en cuestión ni es fácilmente accesible para ellas; b) Tener un valor empresarial, ya sea real o potencial, precisamente por ser secreto, y c) Haber sido objeto de medidas razonables por parte de su titular para mantenerlo en secreto». No se considera, en cambio, secreto empresarial «la información de escasa importancia, como tampoco la experiencia y las competencias adquiridas por los trabajadores durante el normal transcurso de su carrera profesional ni la información que es de conocimiento general o fácilmente

accesible en los círculos en que normalmente se utilice el tipo de información en cuestión» (art. 1 de la Ley). La violación de un secreto se producirá cuando se accede sin consentimiento del titular a documentos, objetos, materiales, sustancias, ficheros electrónicos u otros soportes que contengan el secreto empresarial o permitan deducirlo (art. 3). Habrá utilización o revelación del secreto cuando se haga sin el consentimiento del titular y la lleve a cabo quien haya obtenido el secreto empresarial de forma ilícita, quien haya incumplido un acuerdo de confidencialidad o cualquier otra obligación de no revelar el secreto empresarial o quien haya incumplido una obligación contractual o de cualquier otra índole que limite la utilización del secreto empresarial. También habrá una obtención ilícita del secreto cuando la persona que lo obtiene sepa o debiera saber que lo está adquiriendo de quien lo utilizaba o revelaba de forma ilícita. No se considera ilícita, en cambio, la obtención de la información cuando tenga lugar como consecuencia de alguno de los siguientes hechos: a) un descubrimiento o creación independiente; b) la observación, estudio o desmontaje de un producto u objeto que se haya puesto a disposición del público o esté lícitamente en posesión de la persona que realiza estas acciones sin tener la obligación de guardar secreto; c) el derecho de los trabajadores y sus representantes a ser informados; d) cualquier otra actuación que resulte conforme con las prácticas comerciales leales. (art. 2.1). Tampoco se considerarán actos lícitos y, por tanto, no prohibidos la obtención, divulgación o utilización del secreto: a) en ejercicio del derecho a la libertad de expresión y de información; b) con la finalidad de descubrir, en defensa del interés general, alguna falta, irregularidad o actividad ilegal que guarden relación directa con dicho secreto empresarial; c) cuando el secreto ha sido divulgado por los trabajadores a sus representantes en el marco del ejercicio legítimo de sus funciones de representación siempre que tal revelación fuera necesaria para ese ejercicio; d) a efectos de cumplir una obligación no contractual, o e) a efectos de proteger un interés legítimo reconocido por el Derecho europeo o español (art. 2.2). Para la tutela del secreto se podrán emprender las siguientes acciones judiciales, ante el juzgado de lo mercantil del domicilio del demandado o del lugar donde se hubiera producido la infracción o

sus efectos: la acción declarativa de violación del secreto y las acciones de prohibición, de cesación, de remoción, de prohibición de fabricar o comercializar mercancías producto de la infracción, de aprehensión de las mercancías infractoras, de indemnización de daños y perjuicios y de difusión de la sentencia (art. 9); también se podrá solicitar una indemnización coercitiva a favor del demandante por día transcurrido hasta que se produzca el cumplimiento de la sentencia. Por otra parte, teniendo en cuenta que el ejercicio de las citadas acciones puede conllevar la revelación del secreto, la ley introduce una serie de medidas para mantener la confidencialidad de la información secreta a lo largo del procedimiento judicial y una vez concluido el mismo. Existe asimismo la posibilidad de sustituir las medidas en defensa del secreto por una indemnización pecuniaria siempre que ésta resulte razonablemente satisfactoria, la ejecución de dichas medidas hubiera de causar a la parte demandada un perjuicio desproporcionado y el demandado sea un tercer adquirente de buena fe. La indemnización pecuniaria que sustituya a la cesación o prohibición no excederá del importe que habría habido que pagar al titular del secreto empresarial por la concesión de una licencia de uso durante el periodo en el que su utilización hubiera podido prohibirse. Además, se prevé la posibilidad de solicitar diligencias de comprobación de hechos y medidas de acceso a fuentes de prueba, así como también la imposición de una multa al demandante que actuara de mala fe o con abuso del derecho. La prescripción de las acciones de defensa de los secretos empresariales se produce por el transcurso de tres años desde el momento en que el legitimado tuvo conocimiento de la persona que realizó la violación del secreto empresarial (art. 11). I. Actos de inducción a la ruptura contractual Se trata de una categoría de actos que se presenta bajo tres diferentes modalidades: la inducción a trabajadores, proveedores o clientes para que incumplan un contrato con un competidor, la inducción a la terminación regular de un contrato y el aprovechamiento en beneficio propio o de un tercero de una infracción contractual ajena. Las principales manifestaciones de este tipo de actos se dan, de un lado, en relación con los contratos personales de trabajo o de arrendamiento de servicios y, de otro, con referencia a contratos empresariales de obra, prestación de servicios o suministro. Por lo que respecta a estas modalidades de

comportamiento hemos de tener en cuenta que, en un mercado libre ningún operador económico tiene un derecho a retener a sus empleados, clientes o proveedores; antes al contrario, éstos pueden acudir al reclamo de unas mejores condiciones contractuales. La atracción por parte de un empresario de trabajadores, directivos o clientes es lícita siempre que no se utilicen procedimientos incorrectos para ello, como por ejemplo, el soborno, la incitación a la ruptura del contrato en vigor o la apropiación de las listas de clientes. Cuando se produzcan estas últimas circunstancias habremos pasado de lo lícito a lo desleal. En consonancia con estas ideas, el artículo 14 considera desleal la inducción a trabajadores, proveedores o clientes para que infrinjan los deberes contractuales básicos que han contraído con los competidores. Pero la inducción a la terminación regular de un contrato o la explotación en beneficio propio o de un tercero de una infracción contractual sólo será desleal cuando tenga por objeto la difusión de un secreto industrial o comercial o vaya acompañada de circunstancias tales como el engaño, la intención de eliminar a un competidor del mercado u otras análogas. J. Actos de violación de normas Según el artículo 15 de la Ley, este tipo de acto de competencia desleal consiste en la adquisición de ventajas competitivas por parte de un empresario a través de la infracción de normas de Derecho público que son relevantes en el ámbito económico, sirva de ejemplo a este respecto, la llamada economía sumergida. La deslealtad en estos casos viene dada por la ruptura del principio de igualdad en las condiciones de acceso al mercado; como consecuencia de ello se van a establecer importantes diferencias en la situación competitiva de las empresas concurrentes de las que podrá beneficiarse claramente el infractor. El precepto se completa con una referencia a que la simple violación de normas que tengan por objeto la regulación de la actividad concurrencial tendrá también la consideración de desleal a los efectos de esta Ley, algo que parece dar a entender que el legislador ha querido atribuir dicho carácter, tanto a las infracciones de las normas sobre ordenación del comercio (como, por ej., en materia de horarios comerciales o rebajas) o las que regulan sectores concretos de la actividad mercantil (banca, transporte, seguros, etc.), como a las específicas de defensa de la competencia.

La Ley Orgánica 14/2003, de 20 de noviembre, ha introducido un nuevo supuesto de competencia desleal por violación de normas, consistente en la contratación de trabajadores extranjeros que no dispongan de permiso de trabajo (art. 15.3), cuya inclusión resulta criticable por tratarse de un supuesto comprendido entre los prohibidos del apartado 1. K. Actos de discriminación Los actos de discriminación aparecen regulados en el número 1 del artículo 16 de la Ley. El legislador ha limitado la regulación de esta conducta a dos aspectos: de un lado, se ocupa tan sólo de las materias relacionadas con los precios y las condiciones de venta, quizá por ser las que habitualmente plantean mayores problemas; y, de otro, sólo hace referencia a los consumidores como destinatarios de dichos comportamientos desleales, lo que induce a pensar que cuando los actos de discriminación se dirijan contra determinados empresarios u otro tipo de operadores económicos deberán ser enjuiciados con arreglo a las normas de la Competencia.

Ley de Defensa de la

La discriminación consiste en tratar de manera diferente a quienes se encuentran en igualdad de condiciones. La discriminación encierra en sí misma un elemento de injusticia que es el que determina su calificación como acto de competencia desleal. Sorprende por tanto la norma legal cuando establece que la discriminación sólo será desleal cuando no medie una causa que la justifique. Con esta redacción el legislador probablemente ha querido disipar cierta confusión existente en el mundo comercial sobre el tema, que se traduce en considerar como discriminatoria la simple aplicación de condiciones contractuales diferentes, sin tener en cuenta que eso sólo sucederá cuando los destinatarios de las mismas se encuentren en situaciones equivalentes (así, por ej., no será discriminatorio aplicar distintos precios en función de la capacidad de compra y de los plazos de pago). L. Actos de explotación de la situación de dependencia económica El artículo 16.2 de la Ley, bajo la rúbrica común de discriminación, engloba también los actos de explotación de una situación de dependencia económica. Se trata de un supuesto de naturaleza diferente a la discriminación, puesto que dicha explotación no

siempre se produce a través de aquélla. La explotación de la situación de dependencia es una práctica que, a diferencia de la anterior, se refiere fundamentalmente a las relaciones comerciales entre las pequeñas y las grandes empresas. Supone, de un lado, la existencia de una situación de dependencia o subordinación de los clientes o de los proveedores de una empresa con respecto a la misma, situación que se da cuando no tienen en ese mercado una alternativa equivalente hacia la que poder canalizar sus pedidos o sus suministros (citemos, como ejemplos ilustrativos de esta situación, el reparador de aparatos frente al proveedor de recambios o componentes, el distribuidor en régimen de exclusiva frente al fabricante o concedente de la exclusividad, o el empresario que fabrica sus productos con marca blanca con respecto a la gran superficie o cadena de distribución titular de dichas marcas); y exige, de otro, una explotación abusiva de esa situación, es decir, una actuación contraria a derecho como sucede, por poner algunos ejemplos, en la imposición de la compra de gamas o surtidos completos de productos, la exigencia de reducción de los precios pactados, el requerimiento de prestaciones gratuitas o la dilación excesiva de los plazos de pago. La Ley 52/1999 ha añadido un tercer apartado a esta norma, que califica de desleales otros dos tipos de comportamientos que tienen la misma justificación que la figura de la explotación de la situación de dependencia económica y que deben considerarse relacionados con ella: (i) la ruptura de una relación comercial sin preaviso escrito con una antelación de seis meses, salvo que se deba a incumplimientos graves de las condiciones pactadas o a fuerza mayor [art. 16.3 a)] y (ii) la obtención de ventajas económicas adicionales a las pactadas en las condiciones generales de venta bajo amenaza de ruptura de las relaciones comerciales [art. 16.3. b)]. M. Actos de venta con pérdida La venta con pérdida es la venta de mercancías o servicios realizada por un fabricante o productor a un precio que se sitúa por debajo del coste de producción, o por un comerciante cuando el precio de venta es inferior al de su adquisición. La venta con pérdida no siempre constituye un acto de competencia desleal. En efecto, la norma que regula esta modalidad de actos se inicia con una declaración positiva que sanciona el principio de la libertad de precios: «Salvo disposición contraria de las leyes o de los

reglamentos, la fijación de precios es libre» (

art. 17.1

LCD;

una norma similar se contiene en el art. 13 LOCM, que además establece los supuestos excepcionales en los que el Gobierno puede fijar los precios y los márgenes comerciales o someterlos a autorización previa) y, acto seguido, añade que la venta con pérdida sólo será desleal en los siguientes casos: a) Cuando sea susceptible de inducir a error a los consumidores acerca del nivel de precios de otros productos o servicios del mismo establecimiento. b) Cuando tenga por efecto desacreditar la imagen de un producto o de un establecimiento ajenos. c) Cuando forme parte de una estrategia encaminada a eliminar a un competidor o grupo de competidores del mercado. Así pues, la fijación de precios anormalmente bajos o la venta con pérdida es un comportamiento empresarial que únicamente será sancionable, como acto de competencia desleal, cuando induzca a error a los consumidores, cuando trate de deteriorar la imagen de calidad de un producto o de un establecimiento (porque, bien no puede venderse a esos precios o bien no puede ofrecerlos en condiciones normales de mercado) o cuando constituya una política comercial tendente a eliminar a los competidores o impedirles asentarse en un mercado (precio predatorio). En estos casos la prohibición de la venta con pérdida se justifica además porque sólo transitoriamente puede considerarse ventajosa para los consumidores o la economía nacional. Tampoco debe confundirse la situación descrita anteriormente con los supuestos de venta por debajo del coste o del precio de adquisición que se dan en casos de lanzamiento de nuevos productos (promoción), liquidación por exceso de stocks o cierre del negocio (liquidación), ventas de mercancía defectuosa u obsoleta (saldos) o fuera de temporada (rebajas), en las que concurren circunstancias objetivas que las sustraen a la calificación de desleales (la mayoría de estos supuestos se encuentran regulados en la Ley 7/1996, de 15 de enero, de Ordenación del Comercio Minorista). La Ley de Ordenación del Comercio Minorista ha regulado también la venta con pérdida en los siguientes términos: en primer lugar, define la citada venta como aquella en la que el precio aplicado a un producto sea inferior al de adquisición según factura (deducida la parte proporcional de los descuentos que figuren en la misma), al de reposición si éste fuese inferior a aquél o al coste efectivo de

producción si el artículo hubiese sido fabricado por el propio comerciante, incrementados en las cuotas de los impuestos indirectos que graven la operación ( art. 14.2LOCM). Se trata de un concepto, que podríamos denominar matemático, al que se llega partiendo de un precio base: el precio de adquisición según factura o el coste de producción si la mercancía ha sido fabricada por el comerciante (se trata de evitar, en este último supuesto, que el comerciante fije arbitrariamente los precios internos de transferencia, desplazando de este modo la pérdida al precio de fabricación). Excepcionalmente se tomará como precio base el precio de reposición si éste es inferior al de adquisición o al coste de producción. A este precio base se le restan los descuentos realizados por el vendedor con respecto a la mercancía en cuestión, pero únicamente si figuran en la factura y siempre que no sean consecuencia de una retribución o compensación por determinados servicios prestados por el comerciante ( art. 14.3LOCM), y, finalmente, se le suman los impuestos indirectos que graven la compraventa. Pues bien, si el precio resultante de estas operaciones matemáticas es superior al de venta aplicado al producto, existirá venta a pérdida. En segundo lugar, se prohíbe esta modalidad de venta salvo en los siguientes casos: ventas de saldos, ventas en liquidación, ventas de artículos perecederos en las fechas próximas a su inutilización y ventas realizadas con la finalidad de alcanzar los precios de uno o varios competidores con capacidad para afectar, significativamente, a su negocio ( art. 14.1LOCM). Esta última excepción, al introducir el elemento subjetivo de la intencionalidad en la realización de las ventas a pérdida y determinar, en consecuencia, que la prohibición no se aplica a aquellos casos en los que la actuación del comerciante no pretende alterar el mercado ni expulsar a los competidores del mismo, sino que se debe pura y simplemente a una pérdida de competitividad que le impide establecer un precio equivalente al de sus rivales, legitima la venta con pérdida como una estrategia competitiva más de las que dispone el empresario para hacer frente a sus competidores. En tercer lugar, se establece la prevalencia de la Ley de Competencia Desleal sobre la nueva regulación del comercio minorista ( art. 14.1, in fineLOCM), lo cual no deja de resultar sorprendente ya que la única justificación que se ha dado a la reiteración de la regulación de la venta a pérdida en la Ley de Ordenación del Comercio Minorista es precisamente la insuficiencia

de la anterior legislación. Esta prevalencia significa, como ya se ha indicado, la licitud de la venta con pérdida salvo en los casos de precios predatorios. En cuarto lugar, se prevé también, como cautela, que, en ningún caso, las ofertas conjuntas o los obsequios a los compradores podrán utilizarse para evitar la aplicación de lo dispuesto en el presente artículo (

art. 14.4LOCM).

La sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 19 de octubre del 2017, en respuesta a una cuestión prejudicial planteada por un juzgado de Murcia, considera que una norma nacional no puede prohibir con carácter general la venta con pérdida dado que dicha práctica no es desleal per se conforme a lo establecido por la Directiva 2005/29/CE. La venta con pérdida beneficia a los consumidores, de modo que solamente podrá ser considerada como una práctica desleal y, en consecuencia, ilícita en aquellos supuestos en que, siendo contraria a la diligencia profesional exigible a un empresario, distorsione el comportamiento económico del consumidor o integre una conducta engañosa, agresiva o de acoso, coacción o influencia indebida para con los consumidores. La doctrina de la sentencia convalida, en cierta medida, el artículo 17 de la Ley de competencia desleal que establece el principio de libertad de fijación de precios y, por tanto, la licitud de la venta con pérdida salvo en los tres supuestos concretos a los que anteriormente se ha hecho referencia. En aplicación de esta doctrina jurisprudencial se ha modificado el artículo 14 de la Ley de ordenación del comercio minorista que, de una manera redundante e innecesaria, queda redactado en los siguientes términos: Artículo 14. Venta con pérdida. 1. No obstante lo dispuesto en el artículo anterior, no se podrán realizar ventas al público con pérdida si éstas se reputan desleales. Las ventas con pérdida se reputarán desleales en los siguientes casos: a) Cuando sea susceptible de inducir a error a los consumidores acerca del nivel de precios de otros productos del mismo establecimiento. b) Cuando tenga por efecto desacreditar la imagen de un producto o de un establecimiento ajeno. c) Cuando forme parte de una estrategia encaminada a eliminar a un competidor o grupo de competidores del mercado. d) Cuando forme

parte de una práctica comercial que contenga información falsa sobre el precio o su modo de fijación, o sobre la existencia de una ventaja específica con respecto al mismo, que induzca o pueda inducir a error al consumidor medio y le haya hecho tomar la decisión de realizar una compra que, de otro modo, no hubiera realizado. 2. A los efectos señalados en el apartado anterior, se considerará que existe venta con pérdida cuando el precio aplicado a un producto sea inferior al de adquisición según factura, deducida la parte proporcional de los descuentos que figuren en la misma, o al de reposición si éste fuese inferior a aquél o al coste efectivo de producción si el artículo hubiese sido fabricado por el propio comerciante, incrementados en las cuotas de los impuestos indirectos que graven la operación. Las facturas se entenderán aceptadas en todos sus términos y reconocidas por sus destinatarios, cuando no hayan sido objeto de reparo en el plazo de los 25 días siguientes a su remisión. En el caso de que no sean conformes se dispone sobre la anterior un plazo adicional de 10 días para su subsanación y nueva remisión de la correspondiente factura rectificada. N. Publicidad ilícita El

artículo 18 de la

Ley de Competencia Desleal establece

que se reputará desleal la publicidad considerada ilícita por la Ley General de Publicidad. La Ley 29/2009 ha integrado ambas regulaciones al considerar la publicidad ilícita como uno más de los actos de competencia desleal (arts. 1 y 18), fragmentando la regulación establecida en la Ley General de Publicidad que, sin embargo no se deroga. Además, la disposición adicional única de la citada Ley de Competencia Desleal define la publicidad en los siguientes términos: «A los efectos de esta Ley se entiende por publicidad la actividad así definida en el artículo 2 de la Ley 34/1988, General de Publicidad». Por su parte, el citado artículo 2 define la publicidad como toda forma de comunicación realizada por una persona física o jurídica, pública o privada, en el ejercicio de una actividad

comercial, industrial, artesanal o profesional, con el fin de promover de forma directa o indirecta la contratación de bienes muebles e inmuebles, servicios, derechos y obligaciones. En consecuencia, según la Ley 34/1988, General de Publicidad, modificada por la Ley 29/2009, se considerará ilícita y, por consiguiente, desleal: a) La publicidad que atente contra la dignidad de la persona o vulnere valores o derechos reconocidos en la Constitución, especialmente aquellos a los que se refieren los artículos 14, 18 y 20 apartado 4. Se entenderán incluidos en la previsión anterior los anuncios que presenten a las mujeres de forma vejatoria o discriminatoria, bien utilizando particular y directamente su cuerpo o partes del mismo como mero objeto desvinculado del producto que se pretende promocionar, bien su imagen asociada a comportamientos estereotipados que vulneren los fundamentos de nuestro ordenamiento coadyuvando a generar la violencia de género [art. 3. a)

LGP].

b) La publicidad dirigida a menores que les incite a la compra de un bien o servicio, explotando su inexperiencia o credulidad, o en la que aparezcan persuadiendo de la compra a padres o tutores. Este tipo de publicidad no deberá inducir a error sobre las características de los productos, ni sobre su seguridad, ni tampoco sobre la capacidad y aptitudes necesarias en el niño para utilizarlos sin producir daño para sí o para terceros. Asimismo no se podrá, sin un motivo justificado, presentar a los niños en situaciones peligrosas [art. 3. b)LGP]. c) La publicidad subliminal. Se considera publicidad subliminal la que mediante técnicas de producción de estímulos de intensidades fronterizas con los umbrales de los sentidos o análogas, pueda actuar sobre el público destinatario sin ser conscientemente percibida [art. 3. c) y

art. 4LGP].

d) La publicidad que infrinja lo dispuesto en la normativa que regule la publicidad de determinados productos, bienes, actividades o servicios [art. 3. d)LGP]. En este sentido, se prohíbe la publicidad en televisión de bebidas de graduación alcohólica superior a 20 grados centesimales y la publicidad de bebidas alcohólicas en aquellos lugares donde esté prohibida su venta o consumo. Además

se establece que podrán ser objeto de una regulación especial: (i) La publicidad de materiales o productos sanitarios y de aquellos otros sometidos a reglamentaciones técnico-sanitarias. (ii) La publicidad de productos, bienes actividades y servicios susceptibles de generar riesgos para la salud o seguridad de las personas o de su patrimonio. (iii) La publicidad de los juegos de suerte, envite o azar. (iv) La publicidad de los medicamentos y de los estupefacientes y productos psicotrópicos (

art. 5LGP).

e) La publicidad engañosa, la publicidad desleal y la publicidad agresiva, que tendrán el carácter de actos de competencia desleal en los términos contemplados en la Ley de Competencia Desleal [art. 3. e)LGP]. Finalmente, hay que señalar que frente a la publicidad se podrán ejercitar exclusivamente las acciones establecidas con carácter general para los actos de competencia desleal (

art. 6.1.LGP).

5. PRÁCTICAS COMERCIALES DESLEALES EN RELACIÓN CON LOS CONSUMIDORES Como ya se ha indicado con anterioridad, la Ley 29/2009, de modificación del régimen legal de la competencia desleal, ha introducido una nueva rúbrica que se ocupa de las prácticas desleales con los consumidores (Capítulo III). Aunque se aduce como justificación de este hecho la necesidad de la transposición de las Directivas Comunitarias, especialmente de la Directiva 2005/29/(CE), no deja de resultar sorprendente que la transposición se haya realizado incorporando las prácticas desleales para con los consumidores en la Ley de Competencia Desleal en lugar de en la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios. Una posible explicación de esta elección se podría encontrar en la finalidad de lograr una tipificación uniforme de este tipo de prácticas en todo el territorio nacional, objetivo que solamente resulta alcanzable si la materia regulada es de índole mercantil, ya que, en caso contrario, habría que enfrentarse al hecho de que las Comunidades Autónomas disponen de competencia de desarrollo normativo en materia de consumidores y usuarios.

En este sentido, el

artículo 19 de la Ley de Competencia

Desleal dispone que, sin perjuicio de lo establecido en los artículos 19y 20 del texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias, únicamente tendrán la consideración de prácticas comerciales desleales con los consumidores y usuarios las previstas en los artículos 4, 5, 7 y 8 y en los artículos 19 a 31 de la Ley de Competencia Desleal. En definitiva, la Ley de Competencia Desleal establece que determinadas infracciones de consumo tendrán la consideración de prácticas comerciales desleales. La regulación de las prácticas comerciales desleales en relación con los consumidores presenta dos características fundamentales: en primer lugar, ser consideradas desleales per se, esto es, que son ilícitas en todo caso y en cualquier circunstancia ( art. 19.2LCD). Y, en segundo lugar, que frente a ellas cabe también el ejercicio de reclamaciones administrativas de consumo. Las principales prácticas comerciales desleales con los consumidores y usuarios son las siguientes: A. Prácticas engañosas Son prácticas que consisten en la utilización o difusión de indicaciones incorrectas o falsas, la omisión de las verdaderas y cualquier otro tipo de actuaciones que, por las circunstancias en que tengan lugar, sean susceptibles de inducir a error a las personas a las que se dirigen sobre la naturaleza, cualidades, calidad y cantidad de los productos vendidos, su precio y las ventajas realmente ofrecidas. Se trata, como ya se ha indicado, de prácticas desleales per se, cuya característica principal es que no precisan de un análisis para determinar la concurrencia de los elementos del tipo que configuran el acto desleal de engaño. Si una de estas prácticas no encajara estrictamente en alguna de las modalidades reguladas en los artículos 21 a

27 de la Ley de Competencia Desleal, antes de

declarar su licitud habrá que ver si encaja en el tipo general de los actos de engaño regulados en el artículo 5 de la Ley. La Ley de Competencia Desleal regula las siguientes modalidades de prácticas engañosas: (i) Prácticas engañosas por confusión. Pueden revestir las tres modalidades siguientes: - Prácticas comerciales, incluida la publicidad comparativa, que, en su contexto fáctico y teniendo en cuenta todas sus características y circunstancias, creen confusión, incluido el riesgo de asociación, con cualesquiera bienes o servicios, marcas registradas, nombres comerciales u otros signos distintivos de un competidor, siempre que sean susceptibles de afectar el comportamiento económico de los consumidores y usuarios (

art. 20LCD).

- Prácticas de promoción de un bien o servicio similar al comercializado por un determinado empresario o profesional para inducir de manera deliberada al consumidor o usuario a creer que el bien o servicio procede de dicho empresario o profesional, no siendo cierto (

art. 25LCD).

- Prácticas de incluir como información en los medios de comunicación, mensajes o noticias para promocionar un bien o un servicio, pagando el empresario o profesional por dicha promoción, sin que quede claramente especificado en el contenido o mediante imágenes o sonidos fácilmente identificables por el consumidor o usuario que se trata de publicidad o que tienen un contenido publicitario ( art. 26LCD). Esta modalidad de prácticas engañosas exige la concurrencia de dos requisitos: Que la comunicación publicitaria se presente como información, lo que excluiría, por ejemplo, la aparición de productos o marcas en películas o series de televisión. Que se pague un precio por la inclusión de la noticia o mensaje en un medio de comunicación, lo que excluiría las notas de prensa que las empresas envían a los medios de comunicación. (ii) Prácticas engañosas sobre códigos de conducta. Se reputan también desleales por engañosas aquellas prácticas comerciales que afirmen sin ser cierto:

- Que el empresario está adherido a un código de conducta. - Que un código de conducta ha recibido el refrendo de un organismo público o cualquier otro tipo de acreditación. - Que el empresario o profesional, las prácticas comerciales que éstos desarrollan o los bienes o servicios que comercializan han sido aprobados, aceptados o autorizados por un organismo público o privado, así como hacer esa afirmación sin cumplir las condiciones para la aprobación, aceptación o autorización ( 21.1LCD).

art.

La exhibición de un sello de confianza o de calidad o de un distintivo equivalente sin haber obtenido la necesaria autorización, es igualmente una práctica comercial engañosa en todo caso ( 21.2LCD).

art.

(iii) Prácticas señuelo y promocionales engañosas. También se consideran desleales por engañosas las prácticas comerciales que consistan en: - Realizar una oferta comercial de bienes o servicios a un precio determinado sin revelar la existencia de motivos razonables que hagan pensar al consumidor o usuario que dichos bienes o servicios u otros equivalentes no estarán disponibles al precio ofrecido durante un período suficiente y en cantidades razonables (las denominadas ofertas vacías), teniendo en cuenta el tipo de bien o servicio, el alcance de la publicidad que se le haya dado y el precio de que se trate (

art. 22.1LCD).

- Realizar una oferta comercial de bienes o servicios a un precio determinado para luego, con la intención de promocionar un bien o un servicio diferente, negarse a mostrar el bien o servicio ofertado, no aceptar pedidos o solicitudes de suministro, negarse a suministrarlo en un período de tiempo razonable, enseñar una muestra defectuosa del bien o servicio promocionado o desprestigiarlo (

art. 22.2LCD).

- Anunciar ventas en liquidación cuando no sea cierto que el empresario se encuentre en alguno de los supuestos previstos en el artículo 30.1 de la Ley 7/1996, de Ordenación del Comercio

Minorista, así como afirmar que el empresario o profesional está a punto de cesar en sus actividades o de trasladarse sin que sea cierto (

art. 22.3LCD).

- Ofrecer un premio, de forma automática o en un concurso o sorteo, sin conceder los premios descritos u otros de calidad y valor equivalente (

art. 22.4LCD).

- Describir un bien o servicio como «gratuito», «regalo», «sin gastos» o cualquier fórmula equivalente, si el consumidor o usuario tiene que abonar dinero por cualquier concepto distinto del coste inevitable de la respuesta a la práctica comercial y la recogida del producto o del pago por la entrega de éste (

art. 22.5LCD).

- Crear la impresión falsa, incluso mediante la utilización de prácticas agresivas, de que el consumidor o usuario ya ha ganado, ganará o conseguirá un premio o cualquier otra ventaja equivalente si realiza un acto determinado cuando, en realidad, no existe tal premio o ventaja equivalente o la realización del acto relacionado con la obtención del premio o ventaja equivalente está sujeto a la obligación por parte del consumidor o usuario de efectuar un pago o incurrir en un gasto (

art. 22.6LCD).

(iv) Prácticas engañosas sobre la naturaleza y propiedad de los bienes. Se consideran asimismo desleales por engañosas las siguientes prácticas comerciales: - Afirmar o crear por otro medio la impresión de que un bien o servicio puede ser comercializado legalmente no siendo cierto ( art. 23.1LCD). - Alegar que los bienes o servicios pueden facilitar la obtención de premios en juegos de azar (

art. 23.2LCD).

- Proclamar falsamente que un bien o servicio puede curar enfermedades, disfunciones o malformaciones (

art. 23.3LCD).

- Afirmar no siendo cierto, que el bien o servicio sólo estará disponible durante un período de tiempo muy limitado o que solo

estará disponible en determinadas condiciones durante un período de tiempo muy limitado a fin de inducir al consumidor o usuario a tomar una decisión inmediata, privándole de la oportunidad o el tiempo suficiente para hacer su elección con el debido conocimiento de causa (

art. 23.4LCD).

- Comprometerse a proporcionar un servicio postventa a los consumidores y usuarios sin advertirles claramente antes de contratar que el idioma en el que dicho servicio estará disponible no es el utilizado en la operación comercial (

art. 23.5LCD).

- Crear la impresión falsa de que el servicio postventa del bien o servicio promocionado está disponible en un Estado miembro distinto de aquel en el que se ha contratado su suministro ( 23.6LCD).

art.

(v) Otras prácticas engañosas. Se consideran igualmente desleales por engañosas las prácticas comerciales que: - Presenten los derechos que otorga la legislación a los consumidores y usuarios como si fueran una característica distintiva de la oferta del empresario o del profesional (

art. 27.1LCD).

- Realicen afirmaciones inexactas o falsas en cuanto a la naturaleza y la extensión del peligro que supondría para la seguridad personal del consumidor o usuario o de su familia el hecho de no contratar un bien o un servicio (

art. 27.2LCD).

- Transmitan información inexacta o falsa sobre las condiciones de mercado o sobre la posibilidad de encontrar el bien o servicio, con la intención de inducir al consumidor o usuario a contratarlo en condiciones menos favorables que las condiciones normales de mercado (

art. 27.3LCD).

- Incluyan en la documentación relativa a la comercialización una factura o un documento similar de pago que de al consumidor o usuario la impresión de que ya ha contratado el bien o servicio sin haberlo solicitado (

art. 27.4LCD).

- Afirmen de forma fraudulenta o creen la impresión falsa de que un empresario o profesional no actúa en el marco de su actividad empresarial o profesional (

art. 27.5LCD).

- Sirvan para presentar de forma fraudulenta a un profesional o empresario como consumidor o usuario (

art. 27.5LCD).

B. Prácticas de venta piramidal Se considera una práctica desleal el crear, dirigir o promocionar un plan de venta piramidal en el que el consumidor o usuario realice una contraprestación a cambio de la oportunidad de recibir una compensación derivada fundamentalmente de la entrada de otros competidores o usuarios en el plan y no de la venta o suministro de bienes o servicios (

art. 24

LCD).

Esta modalidad de venta había sido prohibida por la Ley de Ordenación del Comercio Minorista, que la definía como venta en la que se acuerde ofrecer productos o servicios al público a un precio inferior a su valor de mercado o de forma gratuita, a condición de que se consiga la adhesión de otras personas (art. 23). La

Ley

29/2009 ha modificado el artículo 23 de la Ley de Ordenación del Comercio Minorista, en el siguiente sentido: se mantiene la prohibición de las ventas en pirámide; la definición de las prácticas de venta piramidal se realiza por remisión al artículo 24 de la Ley de Competencia Desleal; y se declaran nulas de pleno derecho las condiciones contractuales contrarias a lo dispuesto en la citada norma de la Ley de Competencia Desleal. C. Prácticas agresivas Se trata de prácticas comerciales que utilizan una presión indebida sobre el consumidor para que adquiera determinados bienes o servicios o que, sin utilizar dicha presión, resultan especialmente incómodas o molestas para el consumidor. El fundamento de la deslealtad de esta modalidad de prácticas se encuentra, en el primero de los supuestos, en la incidencia que la mencionada presión tiene sobre la conducta del consumidor en el mercado y, en el segundo de ellos, en la invasión de la esfera privada del

consumidor al convertir el ámbito privado de su vida, su domicilio o su trabajo en un escenario apto para la pugna competitiva. Para que pueda afirmarse la existencia de una práctica agresiva será preciso que concurran los siguientes requisitos: Un medio o instrumento a través del cual se canalice la presión sobre el consumidor, como por ejemplo, el acoso o la coacción. Una finalidad o aptitud para menoscabar la libertad de elección del consumidor. Las prácticas agresivas están también conceptuadas como desleales per se. La Ley de Competencia Desleal regula las siguientes modalidades de prácticas agresivas: (i) Por coacción. Se consideran agresivas las prácticas comerciales que hagan creer al consumidor o usuario que no puede abandonar el establecimiento del empresario o profesional o el local en el que se desarrolle la práctica comercial hasta haber contratado, salvo cuando dicha conducta sea constitutiva de una infracción penal ( art. 28LCD). (ii) Por acoso. También se consideran desleales por agresivas las siguientes prácticas de acoso: - Realizar visitas en persona al domicilio del consumidor o usuario, ignorando sus peticiones para que el empresario o profesional abandone su casa o no vuelva a personarse en ella ( 29.1LCD).

art.

- Realizar propuestas no deseadas y reiteradas por teléfono, fax, correo electrónico u otros medios de comunicación a distancia, salvo en las circunstancias y en la medida en que esté justificado legalmente para hacer cumplir una obligación contractual. En este caso, el empresario deberá utilizar en estas comunicaciones sistemas que permitan al consumidor dejar constancia de su oposición a seguir recibiendo propuestas comerciales de dicho empresario. Para que el consumidor pueda ejercer el citado derecho de oposición a recibir propuestas comerciales no deseadas, cuando éstas se realicen por vía

telefónica, las llamadas deberán realizarse desde un número de teléfono identificable (

art. 29.2LCD).

La disposición transitoria única de la Ley 29/2009 establece que el empresario o profesional que realice propuestas comerciales por teléfono, fax, correo electrónico u otros medios de comunicación a distancia dispondrá de un plazo de dos meses, a contar desde la entrada en vigor de la presente Ley, para tener en funcionamiento los sistemas oportunos que debe utilizar para que el consumidor pueda dejar constancia de su oposición a seguir recibiendo propuestas comerciales de los mencionados empresarios. (iii) Por su relación con menores. Se reputa desleal por agresivo incluir en la publicidad una exhortación directa a los niños para que adquieran bienes o usen servicios o convenzan a sus padres u otros adultos de que contraten los bienes o servicios anunciados ( art. 30LCD). (iv) Otras prácticas agresivas. Son asimismo prácticas agresivas: - Exigir al consumidor o usuario, ya sea tomador, beneficiario o tercero perjudicado, que desee reclamar una indemnización al amparo de un contrato de seguro, la presentación de documentos que no sean razonablemente necesarios para determinar la existencia del siniestro y, en su caso, el importe de los daños que resulten del mismo o dejar sistemáticamente sin responder la correspondencia al respecto, con el fin de disuadirlo de ejercer sus derechos (

art. 31.1LCD).

- Exigir el pago inmediato o aplazado, la devolución o custodia de los bienes o servicios suministrados por el empresario, que no hayan sido solicitados por el consumidor, salvo cuando el bien o servicio en cuestión sea un bien o servicio de sustitución suministrado de conformidad con lo establecido en la legislación vigente sobre contratación a distancia con los consumidores o usuarios (

art. 31.2LCD).

- Informar expresamente al consumidor de que el trabajo o el sustento del empresario o profesional corren peligro si el

consumidor o usuario no contrata el bien o el servicio ( 31.3LCD).

art.

6. ACCIONES DERIVADAS DE LA COMPETENCIA DESLEAL Siguiendo la pauta de los ordenamientos técnicamente más avanzados, la Ley de Competencia Desleal ha prestado particular atención a la materia relativa a las acciones que se pueden ejercitar contra los actos de competencia desleal, regulando en su artículo 32 seis distintas acciones: a) La acción declarativa de la deslealtad del acto. Esta acción tiene por objeto la obtención de una sentencia judicial que confirme la deslealtad y consiguiente ilicitud del acto de competencia en cuestión. Su finalidad, por consiguiente, es conseguir que el juez reconozca que un determinado empresario está realizando actos de competencia desleal. Aunque la Ley permite su ejercicio de forma autónoma, hemos de reconocer, sin embargo, que se trata de una acción de carácter adjetivo que generalmente sólo se utilizará como presupuesto para el ejercicio de otras pretensiones o cuando no puedan utilizarse otras acciones. Para el ejercicio de esta acción será necesario, de un lado, que el acto se haya realizado o esté a punto de realizarse y, de otro, la persistencia de sus efectos. Por último, señalaremos que en nuestro Derecho no cabe la acción negatoria, esto es, una acción solicitando una declaración negativa de que el acto en cuestión no es desleal. Esta acción resultaría un medio de defensa particularmente útil en aquellos casos en los que los competidores o los consumidores acusan a un empresario de la realización de actos desleales. b) La acción de cesación de la conducta desleal o de prohibición de su reiteración futura. Esta acción se dirige a evitar que el comportamiento desleal continúe realizándose en el mercado o a lograr la prohibición del mismo, si todavía no se ha puesto en práctica. Puede decirse que es la acción fundamental en materia de protección contra la competencia desleal, tanto por su efectividad al impedir que la perturbación del mercado continúe, como por su marcado carácter preventivo al poder ser ejercitada también ante el simple riesgo de que el acto se produzca. Los presupuestos necesarios para el ejercicio de esta acción serán que se haya producido o se vaya a producir un acto de competencia desleal en

el mercado y que haya riesgo de repetición o de puesta en práctica. No se tomarán en consideración, en cambio, las circunstancias relativas a la culpabilidad y el daño. La doctrina distingue dos modalidades de acción de cesación: la provisional que puede obtenerse a través de una medida cautelar y la definitiva que se configura como una orden de hacer o de no hacer dirigida al demandado para poner fin a los actos ilícitos o para evitar que se produzcan. c) La acción de remoción de los efectos producidos por el acto de competencia desleal. Esta acción pretende que el juez ordene las medidas necesarias para que se eliminen los efectos producidos por el acto de competencia desleal y se reestablezca, en la medida de lo posible, la situación anterior. Esta acción va más allá que la anterior, aunque sólo podrá ejercitarse si subsisten los medios o soportes materiales a través de los cuales se incurrió en competencia desleal (por ej., las etiquetas, folletos publicitarios, carteles, etc.). La Ley concede una amplia discrecionalidad al juez en relación con la parte dispositiva de la sentencia que puede incluso sobrepasar lo pedido por la parte demandante. Como resultado de esta acción el juez podrá obligar al demandado a destruir los citados materiales y a cambiar los envases, las etiquetas o la presentación de las mercancías. Los efectos de esta acción no alcanzan, sin embargo, a los terceros. d) La acción de rectificación de las informaciones engañosas, incorrectas o falsas. Se trata de una acción que trata de paliar los efectos residuales de los actos de competencia desleal sobre los clientes, competidores y consumidores. En relación con esta acción se mantiene un amplio debate doctrinal sobre si la misma tiene sustantividad propia o si, por el contrario, es una modalidad de las acciones de cesación o remoción que se singulariza por la importancia que revisten los actos de deslealtad cuando se realizan a través de la publicidad en los medios de comunicación. En nuestra opinión, pese a la regulación legal, la acción de rectificación debe considerarse como un subtipo de la actividad de remoción consistente en la reparación o rectificación pública de las informaciones engañosas, incorrectas o falsas, que debe también diferenciarse, por otra parte, de la llamada publicidad correctora que se contempla expresamente en la normativa publicitaria. e) La acción de resarcimiento de los daños y perjuicios ocasionados por el comportamiento desleal. Aunque se considera, sin duda, una

de las acciones procesales más relevantes de las que se enumeran en esta Ley, no se diferencia en nada de la acción general de responsabilidad civil extracontractual regulada en el

artículo

1902 del Código Civil. Así pues, al igual que sucede con respecto a ella, presenta el inconveniente de que solamente resultará ejercitable si ha existido dolo o culpa del autor del acto, se ha producido un daño efectivo y media relación causal entre el acto realizado y el efecto producido. Esta acción se diferencia de las anteriores en la exigencia, como presupuestos procesales para su ejercicio, de la culpabilidad y el daño que se añaden, claro está, al relativo a la ilicitud o deslealtad del acto, que se requiere con carácter general. Por esta razón y fundamentalmente por la dificultad de probar las pérdidas y el lucro cesante realmente sufridos por las víctimas de los comportamientos desleales, esta acción resulta en gran medida inoperante. f) La acción de enriquecimiento injusto. Es una acción que sólo procede contra la persona que ha obtenido un beneficio económico injustificado como consecuencia de la realización de determinados actos que violan los derechos de exclusiva o los monopolios legales (por ej., los derechos de autor, las patentes o el desarrollo de actividades reservadas por Ley a determinados operadores económicos, como la venta minorista de tabaco o de medicamentos). Los presupuestos necesarios para que pueda ejercitarse dicha acción serán, de un lado, que se haya realizado un acto de competencia desleal que lesione una posición jurídica amparada por un derecho de exclusiva u otra de análogo contenido económico y, de otro, que no exista una causa lícita de enriquecimiento. Finalmente, hay que señalar que en las sentencias estimatorias de las acciones declarativas, de cesación, de remoción y de rectificación, el juez o tribunal, si lo estima procedente, podrá acordar la publicación total o parcial de la sentencia a cargo del infractor o una declaración rectificadora cuando los efectos de la infracción puedan mantenerse a lo largo del tiempo.

7. CUESTIONES PROCESALES En materia de competencia desleal existen importantes particularidades de orden procesal entre las que destacan, como más significativas, las siguientes: A. Legitimación activa para el ejercicio de las acciones de competencia desleal La Ley de Competencia Desleal amplía, por una parte, notablemente el círculo de personas a las que se les dota de esa legitimación pero, por otra, limita el tipo de acciones que pueden ejercitar dichas personas (art. 33). En efecto, mientras en el modelo profesional de competencia desleal se atribuía esa legitimación tan sólo a los empresarios, en la actualidad la legitimación para el ejercicio de las acciones declarativa, de cesación, de remoción, de rectificación y de daños y perjuicios se extiende a cualquier persona que participe en el mercado, cuyos intereses económicos resulten perjudicados o amenazados por el acto de competencia desleal. Por otra parte, frente a la publicidad ilícita están legitimados para el ejercicio de las acciones anteriormente mencionadas las personas físicas o jurídicas que resulten afectadas y, en general, quienes ostenten un derecho subjetivo o interés legítimo. La acción de resarcimiento de daños y perjuicios ocasionados por la conducta desleal podrá ejercitarse también por los legitimados conforme a lo previsto en el artículo 11.2 de la Ley de Enjuiciamiento Civil. Por excepción, la acción de enriquecimiento injusto sólo podrá ser ejercitada por el titular del derecho de exclusiva violado. Pero, además, se presenta como novedad que junto a la legitimación individual de cualquier partícipe en el mercado, se reconoce una legitimación colectiva para el ejercicio de las acciones declarativa, de cesación, de remoción y de rectificación (no, en cambio, de la acción de daños y perjuicios) en defensa de los intereses generales o difusos de los consumidores y usuarios a: (i) las asociaciones, corporaciones profesionales o representativas de intereses económicos, cuando resulten afectados los intereses de sus miembros; (ii) el Instituto Nacional del Consumo y los organismos o entidades correspondientes de las Comunidades Autónomas y de las Corporaciones Locales; (iii) las asociaciones de consumidores y usuarios que reúnan los requisitos legalmente

establecidos; y (iv) las entidades de defensa de los consumidores de otros Estados miembros de la Unión Europea que estén habilitadas para ello. El Ministerio Fiscal podrá ejercitar la acción de cesación en defensa de los intereses generales colectivos o difusos de los consumidores y usuarios. B. Legitimación pasiva Las acciones de competencia desleal se dirigirán contra cualquier persona que haya realizado u ordenado la conducta desleal o haya cooperado en su realización (art. 34). La acción de enriquecimiento injusto solamente podrá dirigirse contra el beneficiario del enriquecimiento. Si el acto de competencia desleal hubiera sido realizado por trabajadores o dependientes en el ejercicio de sus funciones, las acciones de competencia desleal deberán dirigirse contra el principal (art. 34.2). Con respecto a las acciones de resarcimiento de daños y de enriquecimiento injusto se estará a lo dispuesto por el Derecho civil. C. Prescripción Las acciones de competencia desleal prescriben por el transcurso de un año desde el momento en que pudieron ejercitarse y el legitimado tuvo conocimiento de la persona que realizó el acto de competencia desleal y, en cualquier caso, por el transcurso de tres años desde el momento de la finalización de la conducta ( 35LCD).

art.

La norma recoge la moderna doctrina jurisprudencial unificada sobre la prescripción de los actos de competencia desleal continuados en el tiempo, estableciendo un dies a quo (el momento de la finalización) que se va renovando mientras persista la conducta. La prescripción de las acciones en defensa de los intereses generales, colectivos o difusos de los consumidores y usuarios se rige por lo dispuesto en el

artículo 56 del

Texto Refundido

de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios (

art. 35LCD).

D. Procedimiento En relación con esta materia hay que destacar las siguientes particularidades: (i) Que la tramitación de los procesos en materia de competencia desleal se hará con arreglo a lo dispuesto por la Ley de Enjuiciamiento Civil para el juicio ordinario, siendo competentes los juzgados de lo mercantil [art. 86 ter 2. a) de la 6/1985, modificada por la concursal].

Ley Orgánica

Ley Orgánica 8/2003 para la reforma

(ii) Que, como consecuencia de la inclusión de la publicidad ilícita entre los actos de competencia desleal, la Ley 29/2009 ha procedido a unificar las acciones que se pueden ejercitar contra los actos de competencia desleal, derogando la normativa específica existente en materia publicitaria y, suprimiendo, por tanto, las exigencias extrajudiciales de procedibilidad que se contenían en la

Ley General de Publicidad.

(iii) Que, aunque no se mencione expresamente en la Ley de Competencia Desleal, existe la posibilidad de adopción de medidas cautelares con arreglo a lo dispuesto en la Ley de Enjuiciamiento Civil. (iv) Que, en garantía del demandante afectado por el acto de competencia desleal, se consagra una especialidad procesal consistente en la posibilidad de solicitar al juez la realización de determinadas diligencias preliminares dirigidas a facilitar al demandante la comprobación de aquellos hechos cuyo conocimiento resulta objetivamente indispensable para preparar el juicio ( art. 36LCD). Estas diligencias sólo proceden a solicitud de parte interesada, entendiéndose por tal la persona legitimada para el ejercicio de la acción de competencia desleal de cuya preparación se trate, y deberán ser solicitadas antes de presentar la

demanda. Las diligencias preliminares se sustanciarán de conformidad con lo previsto en los artículos 129 a 132 de la Ley 11/1986, de Patentes y podrán extenderse a todo el ámbito interno de la empresa. Por otra parte, hay que añadir que corresponderá al solicitante probar su necesidad y proporcionalidad y además, si se conceden, deberá prestar la correspondiente caución para responder de los daños y perjuicios que su adopción pudiera causar al demandado. (v) Que, de forma simultánea a su consideración como actos de competencia desleal, este tipo de actos podrán ser conceptuados como prácticas restrictivas de la competencia y sometidos al régimen sancionador previsto en la Ley 15/2007, de Defensa de la Competencia, cuando falseen la libre competencia y afecten de manera significativa al interés público (

art. 3

LDC).

8. CÓDIGOS DE CONDUCTA La Directiva comunitaria sobre prácticas comerciales desleales, recogiendo la práctica existente en algunos países de la Unión Europea y reconociendo las ventajas de los sistemas de autorregulación, ha otorgado carta de naturaleza a los denominados «códigos de conducta», que son una recopilación ordenada, realizada por una asociación empresarial o profesional, de las normas deontológicas aplicables a la comercialización de productos o servicios en un determinado sector de actividad económica, así como de las que regulan las consecuencias de su incumplimiento y las que establecen los órganos encargados de su aplicación. La Directiva deja, sin embargo, libertad a los Estados miembros de la Unión Europea para fomentar los sistemas de autorregulación. Siguiendo a la Directiva el legislador español ha incorporado a la Ley de Competencia Desleal un nuevo capítulo dedicado a la regulación de los códigos de conducta (Capítulo V). Las líneas generales de esta regulación se pueden sintetizar en los siguientes puntos: - Se reconoce la legalidad del sistema de autorregulación en materia de prácticas comerciales con los consumidores, aunque se recuerda que los códigos de conducta deberán respetar la normativa de defensa de la competencia (

art. 37.1LCD).

- Se afirma la legitimidad de la posibilidad de resolver conflictos en relación con las prácticas comerciales desleales en el seno de estos sistemas de autorregulación a través de los organismos previstos en ellos, siempre que no se excluyan las vías de reclamación administrativas y judiciales (

art. 37.4LCD).

- Se sanciona como práctica comercial engañosa el incumplimiento de los compromisos asumidos en virtud de un código de conducta cuando se haya dado publicidad a este hecho (

art. 5.2LCD).

- Se considera desleal per se la afirmación falsa de ser signatario de un código de conducta (

art. 21LCD).

- Se establece un régimen procedimental especial para el ejercicio de las acciones de competencia desleal frente a los códigos de conducta que fomentan conductas desleales ( art. 38LCD) y frente al incumplimiento de un código de conducta por los operadores económicos adheridos voluntariamente al mismo, incurriendo, de este modo, en prácticas comerciales desleales ( art. 39LCD). A. Fomento de los códigos de conducta La actividad de fomento de los códigos de conducta o de buenas prácticas comerciales podrá ser realizada tanto por las asociaciones empresariales o profesionales como por las distintas Administraciones Públicas. En este sentido, el artículo 37 de la Ley de Competencia Desleal establece que las corporaciones, asociaciones u organizaciones comerciales, profesionales y de consumidores podrán elaborar códigos de conducta relativos a las prácticas comerciales con los consumidores, que eleven el nivel de protección de estos últimos. Asimismo, las Administraciones Públicas promoverán la participación de las organizaciones empresariales y profesionales en la elaboración a escala comunitaria de códigos de conducta con este mismo fin. Los códigos de conducta deberán cumplir los siguientes requisitos: (i) Garantizar la participación en su elaboración de las organizaciones de consumidores; (ii) Respetar la normativa de defensa de la competencia; (iii) Permitir que sean asumidos

voluntariamente por los empresarios o profesionales; (iv) Dotarse de órganos independientes de control para asegurar el cumplimiento eficaz de los compromisos asumidos por las empresas adheridas; (v) No imponer la renuncia a las acciones judiciales previstas en el artículo de la 32 Ley de Competencia Desleal ni impedir o dificultar su ejercicio; (vi) Disponer de una publicidad suficiente para su debido conocimiento por los destinatarios. Los códigos de conducta podrán incluir, entre otras, medidas individuales o colectivas de autocontrol previo de los contenidos publicitarios y deberán establecer sistemas eficaces de resolución extrajudicial de reclamaciones que cumplan los requisitos establecidos en la normativa comunitaria y sean notificados, como tales a la Comisión Europea de conformidad con lo previsto en la Resolución del Consejo de 25 de mayo de 2000, relativa a la red comunitaria de órganos nacionales de solución extrajudicial de litigios en materia de consumo o cualquier disposición equivalente ( art. 37.4LCD). B. Acciones frente a los códigos de conducta Frente a los códigos de conducta que fomenten, recomienden o impulsen conductas desleales o ilícitas podrán ejercitarse las acciones de cesación y rectificación previstas en el artículo 32.1, 2.ª y 4.ª de la Ley de Competencia Desleal. Las acciones se dirigirán contra los responsables de los códigos de conducta que reúnan los requisitos establecidos en el art. 38.1LCD).

artículo 37.4LCD (

Con carácter previo al ejercicio de estas acciones, como requisito de procedibilidad, deberá instarse del responsable de dicho código la cesación o rectificación de la recomendación desleal, así como el compromiso de abstenerse de realizarla si la recomendación todavía no se hubiera puesto en práctica. El requerimiento deberá realizarse por cualquier medio que permita tener constancia de su contenido y de la fecha de su recepción. El responsable del código de conducta estará obligado a emitir el pronunciamiento que proceda en el plazo de quince días a contar de la presentación del requerimiento, plazo durante el cual, quien haya iniciado este procedimiento previo, no podrá ejercitar la correspondiente acción judicial. Transcurrido dicho plazo sin que se haya notificado al

requirente una decisión o cuando ésta sea insatisfactoria o bien fuera incumplida, quedará expedita la vía judicial (

art. 38.2LCD).

(i) Acciones previas frente a operadores económicos adheridos a códigos de conducta. La Ley de Competencia Desleal ha establecido dos distintos regímenes procedimentales para el caso de infracción de un código de conducta por parte de un operador económico que esté adherido de forma pública al mismo: - Cuando se trate de un acto de engaño de los regulados en el artículo 5.2 de la Ley de Competencia Desleal, se deberá instar con carácter previo al ejercicio de las acciones judiciales correspondientes (las del art. 32.1 2.ª y 4.ªLCD), ante el órgano de control del código de conducta, la cesación o rectificación del acto o de la práctica comercial desleal o el compromiso de abstenerse de realizarla si aún no ha sido puesta en práctica. El citado órgano de control estará obligado a emitir el pronunciamiento que proceda en el plazo de quince días a contar de la presentación de la solicitud, plazo durante el cual, quien haya iniciado este procedimiento previo, no podrá ejercitar la correspondiente acción judicial. Transcurrido dicho plazo sin que se haya notificado al reclamante una decisión o cuando ésta sea insatisfactoria o bien fuera incumplida, quedará expedita la vía judicial (

art. 39.1LCD)

- Cuando se trate de cualquier otra conducta desleal, la actuación previa ante el órgano de control prevista en el apartado anterior, será potestativa (

art. 39.2LCD).

Segunda parte. Derecho de sociedades Lección 16

Las sociedades mercantiles Sumario: •





I. Caracterización del contrato de sociedad o 1. Concepto y elementos del contrato de sociedad o 2. Naturaleza y efectos del contrato de sociedad ▪ A. La eficacia obligatoria ▪ B. La eficacia organizativa o 3. Vicios del contrato de sociedad. La doctrina de la sociedad de hecho o 4. El sistema de tipos societarios ▪ A. Tipos generales y tipos especiales ▪ B. Tipos personalistas y tipos corporativos ▪ C. Tipos universales y tipos particulares II. La mercantilidad de las sociedades o 5. Distinción entre sociedad mercantil y sociedad civil ▪ A. Planteamiento ▪ B. La mercantilidad objetiva ▪ C. La mercantilidad subjetiva ▪ D. Recapitulación ▪ E. Régimen jurídico de la sociedad mixta o 6. La cuestión del «numerus clausus» de los tipos societarios mercantiles o 7. Las sociedades irregulares III. La personalidad jurídica de las sociedades mercantiles o 8. Los atributos de la personalidad jurídica ▪ A. Concepto de personalidad jurídica ▪ B. Denominación social ▪ C. Nacionalidad ▪ D. Domicilio o 9. Los límites de la personalidad jurídica o 10. Las cuentas en participación ▪ A. Caracterización ▪ B. Constitución y efectos ▪ C. Extinción

I. CARACTERIZACIÓN DEL CONTRATO DE SOCIEDAD

1. CONCEPTO Y ELEMENTOS DEL CONTRATO DE SOCIEDAD Llamamos contrato de sociedad a cualquier agrupación voluntaria de personas que se obligan entre sí a contribuir para la consecución de un fin común ( art. 1665 CC). Así, frente a los contratos sinalagmáticos donde la el interés de una parte se satisface y se opone al de su contraparte –p. ej., en una compraventa–, los contratos asociativos suponen la agregación de los esfuerzos de sus miembros para conseguir un fin que satisface el interés de todos: el socio –se diría– no va a obtener sus beneficios a costa de los otros socios, sino del reparto del resultado obtenido en común. De esa definición se desprenden los tres elementos esenciales de la sociedad y que vienen a ser los propios de todo contrato ( art. 1261CC): a) el consentimiento manifestado en la voluntad de asociarse; b) el objeto, consistente en la aportación que hacen los socios; y c) la causa, cifrada en el fin común que se persigue con la sociedad. Toda sociedad se constituye para conseguir un fin común, que normalmente será la obtención por la sociedad de un beneficio económico a repartir entre ellos (arts. 116 I C. de C. y 1665 CC). Para que sea común, el fin social debe establecerse en interés de todos los socios; de ahí, por ejemplo, que no sea admisible excluir a uno de ellos de todas las ganancias (v. art. 1691CC). No obstante, y aunque así lo da por supuesto el Código Civil, el fin común puede ser no lucrativo, como lo ponen de manifiesto las sociedades que persiguen la ayuda mutua entre sus socios (p. ej., las cooperativas y las mutuas de seguros), o el auxilio de la actividad principal de aquéllos (como en las agrupaciones de interés económico o las sociedades de garantía recíproca). Luego, ese fin genérico –lucrativo, mutualista o consorcial– se concretará en el objeto social, esto es, la actividad económica o empresarial específica que se ha programado desarrollar para la consecución del fin común (p. ej., la producción de energía eléctrica, la venta de calzado, la fabricación de muebles, etc.). Finalmente, el contrato de sociedad exige que todos los socios contribuyan a la consecución del fin común, lo que se traduce en que todos ellos deban obligarse a realizar una aportación idónea para alcanzarlo. Esa aportación puede tener un contenido concreto

muy variado ( art. 1088CC): la nuda propiedad (STS de 10 de marzo de 1949), la garantía de solvencia, el good-will subjetivo o la imagen de una persona, una lista de clientes o de proveedores, el compromiso de no competir con la sociedad, etc. Normalmente esas aportaciones generarán un patrimonio común, aunque no necesariamente, como cuando todos los socios sólo aportan su trabajo, caso de una orquesta (SAP Ciudad Real, de 6 mayo 2002). No obstante, junto a ese deber de aportación específico se debe incluir otro más genérico y de contornos más difusos, derivado del deber de buena fe (cfr. arts. 1258CC). Se trata del deber de fidelidad del socio a la sociedad, que le obliga a observar un comportamiento conforme con el fin social pretendido, renunciando a obtener ventajas propias a costa del sacrificio de la sociedad. La traducción de ese principio, que es muy variada (p. ej., prohibición de competencia del socio con la sociedad), encuentra su correlato del lado de la sociedad es el principio de paridad de trato. No es por el contrario elemento del contrato de sociedad la observancia de una forma concreta. De acuerdo con el principio general del artículo 1278 del Código Civil, el contrato de sociedad no precisa para su existencia de ninguna forma especial. La forma sólo será necesaria para la validez del contrato (forma ad solemnitatem) cuando la Ley lo exija para algún tipo especial [p.ej., para las sociedades de capital]. Otra cosa será la prueba de existencia del contrato (ad probationem), lo que lógicamente será carga de los contratantes. En consecuencia, siempre que en un contrato se encuentren esos elementos antes apuntados, estaremos ante un contrato de sociedad, incluso aunque las partes del mismo no hayan sido conscientes de ello al contratar o incluso lo hayan calificado de otro modo; así, serán sociedades, por ejemplo los casos de una explotación apícola (SAP Burgos de 20 de septiembre de 2005), una caseta de feria (SAP Sevilla 24 de julio de 2003), o los pactos de compra de cupones o loterías (SAP Málaga núm. 261/1999, de 9 abril). Otro tanto cabe sostener de figuras más sofisticadas como los pactos parasociales o los protocolos familiares, que en su naturaleza responden a una lógica societaria, e incluso de las llamadas comunidades de bienes empresariales –las conocidas en el tráfico con las siglas C.B.–, que aunque reconocidas como tales en los ámbitos laboral o tributario, a efectos jurídico privados son

verdaderas sociedades mercantiles. En estos casos la normativa a aplicar será la prevista de forma supletoria, que el caso de sociedades con objeto o actividad empresarial será la sociedad colectiva (arts. 121 y ss. C de C) y en el caso –más raro– de un objeto o actividad económica no empresarial será la sociedad civil ( arts. 1665 y ss. CC). 2. NATURALEZA Y EFECTOS DEL CONTRATO DE SOCIEDAD La regulación básica del contrato de sociedad se encuentra en los artículos 1665 y siguientes del Código Civil. Esa normativa, aunque de forma inmediata regula el tipo específico de la sociedad civil, ha trascendido esa función para ser una suerte de parte general del Derecho de sociedades, constituyendo el referente último en cuestiones de principios societarios o en reglas de complemento e integración contractual de todo el derecho de la organización societaria. Como todo contrato, el de sociedad despliega una eficacia obligatoria entre las partes del mismo, pero, y esto es característico del mismo, despliega además una eficacia organizativa, más o menos acusada según la función que las partes asignen a esa sociedad. A. La eficacia obligatoria En tanto que contrato obligatorio, del de sociedad surgen derechos y obligaciones de contenido patrimonial, que, no obstante, y dada su causa asociativa no se rigen por las reglas propias de las obligaciones sinalagmáticas. Así, por ejemplo, y puesto que la aportación se debe a la sociedad y no a los otros socios, un socio no puede negarse a realizar su prestación en tanto su consocio no la realice (v., art. 1100 CC, en cuanto a mora, o art. 1124CC, sobre resolución por incumplimiento). Supuesto lo anterior, formar parte de una sociedad determina el nacimiento de un complejo haz de derechos y obligaciones que integran lo que se conoce como condición de socio. Con carácter general, las obligaciones principales de los socios son la de aportar, la de administrar y la de contribuir a sufragar las pérdidas. Los derechos son de dos tipos: administrativo y económico. Entre los primeros se encuentran los relativos a la gestión y al control (derecho a administrar, a la rendición de cuentas, de información y de voto). Entre los segundos figura el derecho al beneficio, a la cuota de

liquidación y el reembolso de gastos. Este catálogo de derechos y obligaciones ha de estudiarse a la luz de dos valores centrales del Derecho de sociedades: el ya citado deber de fidelidad, que completa las obligaciones que derivan del propio contrato ( art. 1258CC), y modula el ejercicio de los derechos en él reconocidos ( art. 7CC) y el principio de igualdad de trato entre socios concreción de la buena fe ( 97

arts. 7y

1258CC y

art.

LSC).

B. La eficacia organizativa El de sociedad es también un contrato de organización, en el sentido de que unifica el grupo y le dota de capacidad para tener relaciones externas. Es lo que se conoce como personalidad jurídica de la sociedad y que depende y surge de la voluntad de las partes de actuar y presentarse como un grupo unificado en el tráfico ( arts. 1669 CC y 116 C. de C.). Un recto entendimiento de la noción de personalidad jurídica hace que pierda gran parte de su dramatismo, reivindica su carácter jurídico privado y contractual y la desvincula del cumplimiento de formalidades o requisitos administrativos. Para comprender su significado baste pensar en un sencillo ejemplo: un grupo de alumnos que proponen a un profesor hacer un trabajo en grupo: desde el momento en que se deciden presentarse así, como grupo, manifiestan su voluntad de que no ser tratados individualmente sino de que esa agrupación sea tratada como una persona distinta de sus miembros: frente al docente el grupo hablará a través del representante que elijan, aquél comunicará a éste las condiciones del trabajo, las modificaciones en los plazos de entrega, etc., y la nota que se imponga al grupo se aplicará a cada uno de sus miembros, sufriendo todos ellos, por ejemplo, el incumplimiento de uno de ellos que impida su entrega a tiempo. Como es patente, es la voluntad de ser grupo y de manifestarse como tal lo que hace que al exterior ese grupo se unifique y forme una elementalísima persona jurídica. Ahora bien, si la voluntad de los socios es la de colaborar entre sí para obtener un fin común pero sin constituir en el tráfico un grupo unificado, la sociedad existirá pero será una sociedad sin personalidad jurídica o sociedad interna. En efecto, del mismo modo que en el caso anterior es posible que esos alumnos propongan al

profesor hacer un trabajo, colaborando entre ellos para su realización, pero dejando claro al docente que cada uno entregará su propio trabajo; es decir, que aunque colaboren en la recolección de datos, material bibliográfico, uso de equipos informáticos etc., su voluntad es que esa colaboración sea irrelevante frente a terceros, en este caso el profesor, que además es perfectamente consciente de que los alumnos colaboran entre sí con ese fin. En consecuencia, el profesor se comunicará con cada uno de ellos por separado, no habrá representante común y cada uno recibirá su propia nota. Como se ve, es la voluntad de los alumnos de configurar su colaboración en esta forma la que impide que el grupo se personifique en sus relaciones con terceros. De lo anterior se deduce con claridad que existen dos tipos de sociedades: de una parte, la externa o personificada, que se estructura como una organización y que es la más habitual en el tráfico –civil, colectiva, anónima, limitada, etc.– y de otra la interna, que sólo tiene efectos obligatorios –p. ej., sociedades de medios o de mero reparto o puesta en común de ganancias–. En este último supuesto, las relaciones externas no son relaciones unificadas del grupo, sino relaciones disgregadas o individuales de los socios que, como relaciones «particulares», se rigen por el Derecho común. Esas son precisamente las sociedades a que refiere el artículo 1669 del Código Civil al decir: «No tendrán personalidad jurídica las sociedades cuyos pactos se mantengan secretos entre los socios, y en que cada uno de éstos contrate en su propio nombre con los terceros. Esta clase de sociedades se regirá por las disposiciones relativas a la comunidad de bienes». Y eso, se ha de insistir, sin relación con la publicidad o el conocimiento de los terceros: aunque el Código Civil habla en tales casos de «pactos secretos», eso hay que leerlo en clave actual como pactos reservados o irrelevantes frente a terceros: recuérdese que el profesor sabía de los pactos entre los alumnos y no por eso dejan de ser “secretos” o reservados en el sentido del Código. No obstante, las sociedades sin personalidad jurídica plantean otro problema: el de su relación con la comunidad de bienes. En efecto, el artículo 1669 del Código Civil indica que las sociedades sin personalidad jurídica se regirán por las reglas de la comunidad de bienes. No obstante, el alcance de esa remisión debe ser limitado. En efecto, las reglas de la comunidad de bienes se aplicarán a la sociedad interna en todo lo relativo a los aspectos jurídico reales

que se puedan plantear con ocasión de la relación societaria, pero no a los obligacionales, que se regirán por las normas del contrato de sociedad. En efecto, al no tener personalidad jurídica y no ser por tanto sujeto de derechos, la sociedad interna no puede tener un patrimonio propio; de ahí que los elementos patrimoniales usados para obtener el fin social deban ser titularidad inmediata de cada uno de los socios; eso sí, las relaciones de los socios entre sí serán las pactadas, es decir, las propias del contrato de sociedad al que han llegado. Supóngase que varios abogados concluyen una sociedad de medios y resultados por la que compran a medias los equipos que necesitan para su actividad y pactan las reglas de su uso y el reparto de las ganancias: la fotocopiadora que puedan comprar no será propiedad de la sociedad, que es interna y carece de personalidad, sino que será propiedad por cuotas de cada uno de ellos; ahora bien, las reglas de su uso y las de reparto de las ganancias serán las propias del contrato de sociedad que han pactado. 3. VICIOS DEL CONTRATO DE SOCIEDAD. LA DOCTRINA DE LA SOCIEDAD DE HECHO La doble vertiente organizativa y obligacional del contrato de sociedad tiene un extraordinario interés a la hora de analizar la problemática de su nulidad. En las sociedades internas, el tratamiento de los vicios del contrato puede confiarse a las reglas generales de nulidad ( arts. 1300 y ss. CC), pero en las sociedades externas la aplicación de esas reglas generales plantea serias dificultades. El problema fundamental reside en que el ordenamiento no puede hacer tabla rasa de los hechos producidos y de los intereses surgidos al amparo de la sociedad viciada que de facto ha venido funcionado en el tráfico (p. ej., obligaciones contraídas por la sociedad). Para hacer frente a tales cuestiones se elabora la doctrina de la sociedad de hecho. Su núcleo puede resumirse en los siguientes términos: una vez puesta en marcha e inserta en el tráfico, la sociedad no puede ser extraída retroactivamente del ambiente en el que ha actuado mediante el ejercicio de la acción de nulidad. En esos casos, la sociedad nula o anulable será tratada mediante técnicas que surtan efectos desde ahora (ex nunc). A tal fin hay que considerar el motivo de nulidad como causa de disolución. Entonces, la sociedad viciada será, en principio, válida tanto ad extra como ad intra, pero podrá solicitarse su disolución por cualquiera que se halle legitimado para interesar

la nulidad. Instada la disolución, se procederá a liquidar la sociedad viciada de conformidad con las normas generales sobre liquidación y la liquidación la hará desaparecer del tráfico. 4. EL SISTEMA DE TIPOS SOCIETARIOS A. Tipos generales y tipos especiales Definido el concepto amplio de sociedad, hemos de determinar qué figuras legales se incluyen en él. De entrada se puede distinguir los llamados tipos generales; es decir, los tipos básicos o más elementales de sociedad y que serían la sociedad civil (

arts.

1665 a 1708CC) para las sociedades que luego veremos no tienen la condición de empresario y la sociedad colectiva (arts. 125 a 144 C. de C. y también, arts. 170 a 174 y 218 a 237 C. de C.) como tipo elemental de sociedad que asume la condición de empresario. Sobre esos tipos fundamentales, poco usados y residuales en la práctica, surgen los llamados tipos especiales, más complejos y sofisticados y que son los preferidos por diversos motivos por los operadores jurídicos a la hora de organizar una actividad económica. Así, y sin ánimo de exhaustividad, se puede formar el siguiente elenco: las cuentas en participación (arts. 239 a 243 C. de C.); el condominio naval (arts. 589 y ss. C. de C.); la unión temporal de empresas (arts. 7-10 de la Ley 18/1982, de 26 de mayo, de régimen fiscal de las agrupaciones y uniones temporales de empresas); la agrupación de interés económico ( Ley 12/1991, de 29 de abril, de agrupaciones de interés económico); la sociedad comanditaria simple (arts. 145 a 150 C. de C.); la asociación ( Ley Orgánica 1/2002, de 22 de marzo, reguladora del Derecho de Asociación); las sociedades anónima, limitada y comanditaria por acciones (Ley de Sociedades de Capital de 1 de julio de 2010,); la sociedad agraria de transformación (disp. adic. del Decreto-ley de 2 de junio de 1977 y estatuto regulador de las sociedades agrarias de transformación aprobado por el

RD

1776/1981, de 3 de agosto); la sociedad de garantía recíproca ( Ley 1/1994, de 11 de marzo, sobre el Régimen Jurídico de las Sociedades de Garantía Recíproca), la cooperativa ( Ley 27/1999, de 16 de julio, de Cooperativas, a la que se añade la

legislación autonómica) y las mutuas y entidades de previsión social (arts. 13-17 de la Ley 30/1995, de 8 de noviembre, de Ordenación y Supervisión de los Seguros Privados y Reglamentos de desarrollo). Los tipos especiales pueden tener, a su vez, subtipos, fruto de la introducción de especialidades en el tipo básico (p. ej., las sociedades anónimas y de responsabilidad limitada laborales, las sociedades anónimas deportivas, las cooperativas de crédito, las sociedades y agencias de valores, etc.). B. Tipos personalistas y tipos corporativos En función de cuál sea la estructura societaria que originen, nos encontramos, bien con tipos personalistas o sociedades de personas, o bien con tipos corporativos o sociedades de estructura corporativa. Las sociedades de personas se constituyen en atención al vínculo personal de los socios y, en buena medida, dependen de la identidad de sus miembros. El intuitu personae representa presupuesto básico tanto en su génesis como en su funcionamiento y explica los rasgos básicos de su configuración. Éstos son cuatro: 1) intransmisibilidad de la condición de socio; 2) personalización de la organización (p. ej., principio de unanimidad en la adopción de decisiones, disolución de la sociedad en caso de muerte del socio, funcionamiento informal, etc.); 3) descentralización de la administración (autoorganicismo, no hay separación entre propiedad y gestión, tampoco hay separación entre los órganos, etc.); y 4) comunicación patrimonial (autonomía limitada del patrimonio, responsabilidad personal e ilimitada de los socios, etc.). Las formas sociales que se integran en la categoría son: la sociedad civil, la colectiva, la comanditaria simple, la agrupación de interés económico, cualquier sociedad interna, incluyendo las cuentas en participación, así como las uniones temporales de empresas y el condominio naval, formas las dos últimas a medio camino entre la sociedad interna y la externa. Las sociedades de estructura corporativa se caracterizan por la autonomía de la organización respecto de las condiciones y vicisitudes personales de sus miembros. Las características más salientes de su estructura jurídica son: 1) movilidad de la condición de socio; 2) estabilidad de la organización (principio mayoritario,

régimen estatutario, objetivación de las causas de disolución, formalización de la organización, etc.); 3) centralización de la administración (separación entre propiedad y gestión, diferenciación de órganos, heteroorganicismo u organicismo de terceros, etc.); y 4) aislamiento patrimonial (responsabilidad limitada de los socios). Las formas sociales que obedecen a este modelo son: la asociación, la sociedad de responsabilidad limitada, la anónima, la comanditaria por acciones, la agraria de transformación, la de garantía recíproca, la cooperativa y las mutuas de seguros. C. Tipos universales y tipos particulares Desde el punto de vista de su funcionalidad o campo de aplicación, los tipos especiales societarios pueden agruparse en otras dos categorías: universales y particulares. Los tipos universales pueden emplearse con independencia de las actividades a desarrollar y de los fines perseguidos. Es el caso de las sociedades colectiva, comanditaria, de responsabilidad limitada y anónima. La sociedad civil es un tipo cuasi-universal, pues no puede emplearse para realizar actividades mercantiles (v. infra § 3.I). Son tipos particulares aquellos que se han construido por el legislador para alcanzar finalidades específicas. Los más significados son la asociación (fin no lucrativo), la agrupación de interés económico (fin consorcial), y la cooperativa (fin mutualista). II. LA MERCANTILIDAD DE LAS SOCIEDADES

5. DISTINCIÓN ENTRE SOCIEDAD MERCANTIL Y SOCIEDAD CIVIL A. Planteamiento La mercantilidad de la sociedad –es decir, la determinación de la naturaleza civil o mercantil de una concreta sociedad– es una cuestión compleja que presenta dos vertientes. La mercantilidad objetiva o carácter civil o mercantil que tiene la sociedad como contrato dentro de nuestro sistema dualista de derecho privado –al igual que se plantea la cuestión, p. ej., con la compraventa o el depósito–, y la mercantilidad subjetiva o mercantilidad de la sociedad como persona jurídica –al igual que se plantea–. Obviamente, esta última sólo tiene sentido respecto de las sociedades externas o personificadas y nos ayudará a determinar qué sociedades tienen la condición de empresario y, por lo tanto, quedan sometidas a su estatuto.

B. La mercantilidad objetiva En principio se puede decir que es mercantil cualquier contrato de sociedad contraído «con arreglo a las formalidades» del Código de Comercio (art. 116 C. de C.). Ahora bien, la expresión «formalidades de este Código» no debe interpretarse en el sentido de que serán mercantiles aquellas sociedades que simplemente adopten cualquiera de las formas o tipos societarios recogidos en el Código de Comercio (art. 122 C. de C.)]. La referencia a «las formalidades de este Código» hay que entenderla no sólo en el sentido de usar una forma mercantil sino además en el de exigir que la actividad sea mercantil, implicándose una y otra de forma recíproca: la adopción de una forma o tipo mercantil se reserva al desarrollo de una actividad mercantil (art. 136 C. de C., así como los ya derogados arts. 117 II y 123 IX C. de C.) y, viceversa, el desarrollo de una actividad mercantil exige la adopción de un tipo o forma mercantil (art. 122 C. de C.). C. La mercantilidad subjetiva La cuestión de la mercantilidad subjetiva sólo se entiende desde la evolución que ésta ha experimentado a lo largo de los últimos ciento veinte años. En el Código de Comercio el criterio para la atribución de la condición de comerciante a una sociedad se encuentra en el ejercicio de la actividad mercantil: son comerciantes las sociedades constituidas con arreglo a un tipo mercantil (art. 1.II C. de C.). Tiene lógica que esto sea así, pues, como acabamos de ver, el tipo mercantil se reservaba en principio para la actividad comercial y el desarrollo de la actividad mercantil exigía la adopción de un tipo acorde con ella. Queda, entonces, la mercantilidad del tipo vinculada a la mercantilidad del sujeto y el legislador asegura la coherencia entre los dos apartados del artículo 1 del Código de Comercio (son comerciantes quienes ejercen habitualmente el comercio; y lo son las sociedades con forma mercantil pues sólo éstas se encuentran en disposición de ejercer habitualmente el comercio). Esta correlación inicial entre mercantilidad del tipo y mercantilidad del sujeto se flexibiliza con la entrada en vigor del

Código civil,

cuatro años después que el de comercio. El artículo 1670 del Código Civil pone al servicio del tráfico económico civil –que, como

sabemos, comprende las actividades agrícola, ganadera, pesquera, extractiva y profesional– las organizaciones del derecho mercantil, técnicamente más perfectas (sociedad colectiva, sociedad comanditaria, etc.). El Código Civil permite así que la actividad civil adopte para su desarrollo los tipos o formas del Código de Comercio. Se rompe entonces la correlación inicial entre tipo mercantil y actividad mercantil, pero en un único sentido: la actividad mercantil sigue exigiendo para su desarrollo la forma mercantil, pero la forma mercantil ya no está reservada para la actividad mercantil pues puede utilizarse para el desarrollo de la actividad civil. El resultado de esta ruptura es la aparición en el tráfico de las llamadas sociedades mixtas: sociedades objetivamente mercantiles, pues su forma es mercantil y subjetivamente civiles, pues no pueden ser comerciantes al no ejercer el comercio, esto es, al no desarrollar una actividad mercantil (art. 1.2 C. de C.). Por fin, la legislación especial posterior al Código de Comercio y al Código Civil termina vinculando la mercantilidad subjetiva a la adopción de ciertos tipos societarios. En concreto, éstos son la sociedad anónima, la sociedad de responsabilidad limitada, la sociedad comanditaria por acciones, la sociedad de garantía recíproca y la agrupación de interés económico (

art. 2

LSC; art. 4 LSGR; art. 1.I LAIE). Se consagra así la doctrina del comerciante por razón de la forma, en virtud de la cual las sociedades referidas se consideran comerciantes con independencia de la actividad a la que se dediquen. De este modo, los terceros pueden confiar en el dato inequívoco de la forma para saber si la sociedad en cuestión es comerciante, sin tener que averiguar a qué tipo de actividad se dedica. D. Recapitulación Después de esta evolución, la cuestión de la mercantilidad queda como sigue: (i) Una sociedad que se dedique a una actividad mercantil –p. ej., la distribución de bebidas refrescantes– tiene que adoptar necesariamente una forma o tipo mercantil (mercantilidad objetiva [arts. 119 y 122 C. de C.]). El sujeto que nace de ese contrato de sociedad es siempre un comerciante, pues desarrolla una actividad

mercantil de forma habitual (mercantilidad subjetiva [arts. 1.1 y 2 C. de C.]). (ii) Una sociedad que se dedique a una actividad civil (p. ej., auditoría, consultoría, explotación artesanal, etc.) puede adoptar bien una forma civil, o bien una forma mercantil (sociedad mixta; mercantilidad objetiva). El sujeto que nace de ese contrato no será en ningún caso un comerciante. (iii) No obstante lo anterior, serán siempre comerciantes, con independencia de cuál sea su actividad u objeto, las personas jurídicas que nazcan de los siguientes tipos societarios: sociedad anónima, sociedad de responsabilidad limitada, agrupación de interés económico, sociedad de garantía recíproca y sociedad comanditaria por acciones (mercantilidad por razón de forma). E. Régimen jurídico de la sociedad mixta Para cerrar el tratamiento de la cuestión de la mercantilidad, hay que determinar cuál es el régimen jurídico de las sociedades mixtas o sociedades civiles con forma mercantil. Éstas se rigen por las reglas de los tipos societarios del Código de Comercio que adopten. En concreto, si han acogido la forma de sociedad colectiva, les serán de aplicación las reglas de este tipo societario. Ahora bien, como ya hemos señalado, las sociedades mixtas son sujetos civiles y por ello, deberán quedar sustraídos del estatuto del comerciante. Éstas son precisamente «las reglas que se oponen a lo dispuesto en este Código (civil)» cuya aplicación expresamente se excluye en el artículo 1670 del Código Civil. En concreto, ello significa que las sociedades mixtas no son empresarios a pesar de su forma y por tanto no vendrán obligadas a inscribirse en el Registro Mercantil, ni deberán observar el deber de llevanza de contabilidad, etc. 6. LA CUESTIÓN DEL «NUMERUS CLAUSUS» DE LOS TIPOS SOCIETARIOS MERCANTILES El Código de Comercio dispone que «por regla general» las compañías mercantiles se constituirán adoptando alguna de las formas siguientes: 1) regular colectiva; 2) la comanditaria simple o por acciones; 3) la anónima; 4) la sociedad de responsabilidad limitada. La duda que plantea esa norma es si los socios en

ejercicio de la libertad contractual pueden crear tipos mercantiles distintos a los anteriores, lo que es tanto como preguntarse si en nuestro sistema jurídico existe un numerus clausus o un numerus apertus de tipos societarios. La doctrina más autorizada se decanta por el principio del numerus clausus, ya que desde el punto de vista de la seguridad del tráfico, el principio de numerus apertus resulta altamente perturbador. En efecto, del mismo modo que con los derechos reales, si se permitiese la invención de nuevos tipos sociales los terceros con los que la sociedad contrata o en general entra en relación no sabrían a qué atenerse, en especial en cuanto a su régimen de responsabilidad: la proliferación de figuras societarias nuevas generaría una confusión tal en el tráfico societario que lo colocaría al borde del colapso. En contra de ello no puede invocarse la expresión «por regla general...» utilizada en el artículo 122 del Código de Comercio, mención debe interpretarse en el sentido de permitir la constitución de sociedades con arreglo a tipos distintos de los tipos universales allí mencionados pero que gocen de reconocimiento legal, esto es, que sean formas típicas. Así, no habrá ningún problema para constituir sociedades bajo la forma de tipos particulares que no se mencionan en el artículo 122 del Código de Comercio pero que se recogen en otras leyes, como la agrupación de interés económico, sociedad de garantía recíproca, etc.; pero sí que lo habrá para crear ex novo un tipo societario distinto. Ya dentro de las formas típicas, la elección de una u otra vendrá determinada por las conveniencias, las circunstancias y las preferencias de los socios. Eso sí, el corsé de tener que elegir un tipo social preestablecido se contrapesa por la libertad de configuración interna del tipo elegido, de forma que si bien es cierto que la autonomía de la voluntad no puede crear tipos nuevos, es igualmente cierto que la organización interna de los mismos, aspecto que sólo interesa y afecta a los socios (cfr. art. 1255 CC), es de una maleabilidad y disponibilidad total; por ejemplo, en cuanto al reparto de beneficios, reglas de adopción de acuerdo, peso y poder de cada socio dentro de la sociedad, etc. Eso sí, con los límites lógicos de las normas imperativas de la contratación dirigidas generalmente a la protección de partes débiles (p. ej., pactos leoninos, 1696CC).

art.

7. LAS SOCIEDADES IRREGULARES Llamamos sociedad irregular a la sociedad mercantil que no cumple con la obligación de inscribirse en el Registro Mercantil, tal como se establece en el artículo 119 del Código de Comercio. La sociedad civil, en consecuencia, que no está sujeta en su constitución a requisitos de forma no podrá ser en rigor irregular, aunque en ocasiones se pueda indebidamente usar ese epíteto. El problema que plantea este tipo de sociedad está en determinar si tiene personalidad jurídica o no. La respuesta entendemos que ha de ser afirmativa puesto que, como se vio, la publicidad no tiene virtualidad para atribuir personalidad jurídica a ninguna sociedad, incluidas las mercantiles; ésta depende, en última instancia, de la voluntad de los socios manifestada en el contrato. Pero es que, además, negar la personalidad jurídica de la sociedad irregular perjudica precisamente a quienes supuestamente se pretende beneficiar (a los terceros). En efecto, si se mantiene que la sociedad carece de personalidad jurídica habría que entender que los actos celebrados entre la sociedad y los terceros serían nulos (art. 118 C. de C., a contrario) y que sólo se podría exigir responsabilidad a los administradores por lo actuado, pues la sociedad no tendría patrimonio propio con el que responder (art. 120 C. de C.). Una lectura sin prejuicios del derecho vigente, en concreto del artículo 116 del Código de Comercio avala esta argumentación: la sociedad mercantil, una vez constituida, tendrá personalidad jurídica. En contra no se puede invocar la referencia de ese mismo precepto a la constitución «con arreglo a las disposiciones de este código». Como sabemos, en esa mención no se está aludiendo a la observancia de las «formalidades» contempladas en el artículo 119 del Código de Comercio (v. gr.: escritura pública e inscripción en el registro mercantil), sino, más bien, a la adopción de uno de los tipos societarios previstos en el mismo (v. supra I.2). Y ésta es también la solución que se ha seguido en la legislación especial para las sociedades de capital y las agrupaciones de interés económico no inscritas ( 22

arts. 36 y ss.

LSC y

arts. 1y

LAIE).

En realidad, la no inscripción en el Registro Mercantil de una sociedad sólo plantea un problema de falta de publicidad. De ahí

que la no inscripción de las sociedades mercantiles tenga unas consecuencias particulares vinculadas a esa falta de publicidad: la primera, respecto de los pactos no inscritos [v. infra a)]; la segunda, respecto de la responsabilidad de los gestores [v. infra b)]. a) La consecuencia fundamental de la no inscripción es la inoponibilidad de los pactos sociales. Ésta se explica por el juego del llamado principio de publicidad negativa: los actos sujetos a inscripción no inscritos (y no publicados en el BORME) no será oponibles a los terceros de buena fe (art. 21.1 C. de C.). En el caso concreto de las sociedades irregulares, no serán oponibles a los terceros de buena fe los contenidos del contrato que se desvíen del régimen dispositivo del tipo social. Se protege así la apariencia que el silencio del Registro deja subsistir. Así sucede si en una sociedad colectiva irregular se atribuye a uno solo de los socios la administración social. Este pacto no tendrá eficacia alguna frente a terceros de buena fe, pues no es público y los terceros no tienen medio de conocerlo. Frente a ellos operará la regla dispositiva del Código de Comercio que atribuye la administración de la sociedad a todos los socios (art. 129 C. de C.). b) También el régimen de responsabilidad de los gestores se hace más riguroso en las sociedades irregulares. En efecto, la no inscripción de la sociedad en el Registro Mercantil activa la responsabilidad solidaria (entre ellos y con la sociedad) de los administradores por la actuación de la sociedad en el tráfico (arts. 120 C. de C., 32.1 LSC y 7.2 LAIE). Esta respuesta del ordenamiento se explica desde dos razones: necesidad de proteger a los terceros que se relacionan con sujetos no inscritos y necesidad de incentivar la inscripción de las sociedades. Esta responsabilidad no es sustitutiva de la correspondiente a la sociedad, sino añadida o adicional respecto de la que asumen la propia sociedad y sus socios. III. LA PERSONALIDAD JURÍDICA DE LAS SOCIEDADES MERCANTILES

8. LOS ATRIBUTOS DE LA PERSONALIDAD JURÍDICA A. Concepto de personalidad jurídica Ya sabemos que la personalidad jurídica de las sociedades nace con la perfección del contrato de sociedad. Ahora bien, sólo de forma metafórica se puede decir que nazca o surja un nuevo sujeto

de derecho. En rigor, lo que hace el derecho es que ad extra se aúne la actuación de las personas físicas que forman parte de la sociedad y ad intra se produzca la separación del patrimonio de los socios a favor de uno común, el social ( art. 38CC). La personalidad jurídica no pasa de ser en realidad más que un mecanismo de imputación de derechos y obligaciones que siempre desemboca en los únicos y verdaderos sujetos de Derecho que pueden existir, los seres humanos. Así, en el ejemplo planteado al inicio, el grupo recibe la calificación pero es realmente cada alumno quien la ve reflejada en su expediente. El uso del concepto «persona jurídica» simplemente es una forma de ahorro lingüístico. De ahí que en gran medida hablar de los atributos de la persona jurídica no sea más que una forma de hablar antropomórfica, ciertamente muy expresiva pero que técnicamente presenta, como se verá, sus limitaciones. B. Denominación social El primer atributo de la personalidad jurídica es la denominación social. La denominación tiene una función identificadora y habilitadora: permite identificar al grupo y, a la vez, le permita actuar como tal en el tráfico externo. La regulación detallada de los requisitos formales y materiales que han de reunir las denominaciones sociales se encuentra en las respectivas normas que regulan cada tipo social y, en el caso de las mercantiles, en el

Reglamento del Registro Mercantil.

(i) Requisitos formales. Para garantizar su función de identificación, la configuración de la denominación se somete a tres principios: unidad, visibilidad y novedad. La sociedad sólo puede tener un nombre o denominación, que deberá estar formado por letras o números para que sea susceptible de expresión en el lenguaje oral o escrito. El principio de novedad se instrumenta a través de la prohibición de identidad en lo sustancial (p. ej., Valencia Cementos/Cementos Valencia; Refrescos Coca-Cola/Coca-Cola; Cerámicas San José/Cerámicas de San José; Smith/Esmiz, etc.). En este punto la mera semejanza entre denominaciones no basta. Tampoco cabe apreciar identidad entre denominación social y nombre comercial coincidentes. El titular de la denominación, como el titular del nombre civil, no puede verse privado de ésta porque un

sujeto lo haya registrado previamente como marca o como nombre comercial (ver sobre esto Lección 8.ª). (ii) Requisitos materiales. Los requisitos materiales de la denominación social varían según estemos ante una denominación objetiva (formada con expresiones elegidas arbitrariamente) o subjetiva (formada con nombres de personas físicas). La composición de las denominaciones subjetivas se rige por el principio de voluntariedad. Eso significa que el nombre o el sobrenombre de una persona natural sólo puede pasar a formar parte de una denominación cuando aquélla lo haya consentido ( art. 401RRM). El consentimiento se presume prestado cuando la persona natural cuyo nombre se integra en la denominación es miembro de la sociedad. Si la sociedad es personalista, la pérdida de la condición de socio exige retirar el nombre. Si es sociedad de capitales, la retirada del nombre sólo será posible cuando el socio saliente se haya reservado tal derecho ( art. 401.2 y 4RRM). La composición de las denominaciones objetivas exige que éstas sean congruentes con los principios del ordenamiento y las normas de corrección social (v. gr.: no ofender a la ley, al orden público o a las buenas costumbres [ art. 404RRM]). Además, las denominaciones no pueden aprovecharse de expresiones dotadas de valor oficial, ni pueden inducir a error en la naturaleza de las entidades (v. gr.: denominaciones que hagan referencia a una actividad no incluida en el objeto social). Para asegurarse de que en la práctica se observan los principios establecidos, el Reglamento del Registro Mercantil adopta una serie de cautelas: obligación de obtener del Registro Mercantil Central certificado que garantice su originalidad, prohibición de que se autoricen escrituras societarias sin aportar esa certificación, etc. Si se infringen tales reglas, la denominación será nula, pero no lo será la sociedad –v., no obstante, la disp. adic. XVII de la Ley 17/2001, de 7 de diciembre, de Marcas, que establece la disolución de pleno derecho de la sociedad cuando haya una sentencia judicial que imponga el cambio de denominación por violación de un derecho de marca–. C. Nacionalidad

La nacionalidad en el ámbito de las personas jurídicas tiene el significado particular de actuar como mecanismo de selección de normas aplicables al contrato de sociedad tanto en su dimensión obligatoria como en su dimensión organizativa (lex societatis). Así, decir que una sociedad es española no es más que indicar que esa sociedad se rige por el derecho español del tipo social correspondiente. El criterio para la atribución de la nacionalidad a las sociedades es el de la constitución: la sujeción a la ley española viene determinada por la constitución de la sociedad con arreglo a las normas españolas ( arts. 28CC y 15 C. de C.), lo que sólo exige que su domicilio estatutario o formal esté en España, con independencia de dónde tenga la sociedad su centro efectivo de explotación o administración. Así, una sociedad constituida en Vigo, con sede estatutaria en esa ciudad pero administración en Oporto deberá será una sociedad española sometida a nuestro derecho. Dicho esto, hay que reconocer que gran parte de la doctrina entiende que la nacionalidad de las sociedades anónimas y a las sociedades de responsabilidad limitada se atribuye en atención al criterio del domicilio efectivo o sede real. Según éste sólo serían españolas aquellas sociedades que no sólo tengan su domicilio estatutario en España, sino además su domicilio efectivo o sede real en territorio español, o lo que es lo mismo, aquéllas cuyo principal centro de explotación se encontrara en España (

arts.

8y 9LSC). Sin embargo, esta solución no es admisible al chocar con los principios de derecho comunitario. En efecto, si la legislación especial optara por el modelo del domicilio o sede real, sus preceptos deberían considerarse materialmente derogados por las normas de Derecho comunitario (arts. 43 y 48 del Tratado de Amsterdam, antes 52 y 58 TCEE). Así lo confirma el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas (sentencias «Centros» «Inspire Art» y «Uberseering»), según las cuales el artículo 58 del Tratado de las Comunidades Europeas exige el reconocimiento por los Estados miembros de las sociedades válidamente constituidas con arreglo al Derecho de cualquier otro Estado miembro, con independencia de su domicilio efectivo o sede real y sin que el interés general pueda justificar la denegación de tal reconocimiento. Así, una sociedad constituida en Alemania, con domicilio estatutario en Berlín pero sede real en Mallorca será una sociedad alemana y

se deberá reconocer como tal. De acuerdo con esta exigencia, los artículos 8y 9 de la Ley de Sociedades de Capital han de ser releídos en función del criterio de la constitución y reservados, si acaso, a aquellos supuestos excepcionales en los que la sociedad anónima y la sociedad de responsabilidad limitada realizan todas sus actividades económicas en nuestro país y, por lo tanto, carezcan de todo rasgo de internacionalidad (pseudo-foreign companies). Se evita así el fraude de ley que supondría someter a Derecho extranjero un contrato de sociedad sin que exista elemento alguno de internacionalidad en el mismo. Y no obstante, incluso en este último caso, el Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea parece haberse inclinado en el caso «Inspire Art» de 2003 por aplicar incluso a estas falsas sociedades extranjeras la ley de constitución. D. Domicilio La sede de las sociedades es el lugar elegido contractualmente por las partes para localizar su actividad jurídica y a él anuda el ordenamiento múltiples funciones (p. ej., lugar de cumplimiento de las obligaciones [art. 1171.II

CC], el lugar de reunión de la

asamblea o de otros órganos sociales [ art. 175 LSC], etc.). El domicilio ha de consignarse en el contrato de sociedad y referenciarse en toda su documentación (art. 24 C. de C.). El domicilio no es sólo una población o término municipal; es una finca o lugar concreto donde se sitúa la sede social (no obstante, v. STS de 9 de marzo de 1994). Los principios que rigen la determinación del domicilio son tres: territorialidad, unidad y libertad. (i) Principio de territorialidad. De acuerdo con el principio de territorialidad, el domicilio estatutario de una sociedad española – esto es, constituida conforme a derecho español– ha de estar localizado en España ( arts. 9LSC; y 3 LGC, etc.). Esta exigencia decae en los supuestos de existencia de un convenio internacional vigente en España que autorice a nuestras sociedades a trasladar el domicilio a otro país manteniendo su nacionalidad (arts. 92 y 93 LME y 20.2 y 379 RRM). Excepcionalmente pueden entonces existir sociedades españolas con domicilio fuera de España (art. 94 LME) y, a la inversa.

(ii) Principio de unidad. En virtud del principio de unidad, la sociedad tiene vedada la posibilidad de establecer varios domicilios ( art. 41CC; art. 9LSC; art. 3 LGC, etc.). El tráfico jurídico requiere de certidumbre acerca de la localización de las actividades de las sociedades. Además, las funciones que está llamado a desempeñar el domicilio son incompatibles con la posibilidad de desdoblamiento (p. ej., determinar la competencia registral [ art. 17RRM]). Tampoco cabe admitir los domicilios rotatorios, pues contradice el principio de estabilidad que responde a las mismas exigencias de certeza que el de unidad. (iii) Principio de libertad. En virtud del principio de libertad, los socios pueden fijar el domicilio social en función de su conveniencia y sin estar vinculados por la necesidad de coincidencia del domicilio social con un centro de intereses efectivos de la sociedad (domicilio real). No obstante, en caso de divergencia entre el domicilio real u operativo y el domicilio estatutario «los terceros podrán considerar como domicilio cualquiera de ellos» ( art. 10LSC). Este criterio es aplicable a cualquier sociedad (v. SSTS de 29 de marzo de 1967 y 28 de noviembre de 1998). 9. LOS LÍMITES DE LA PERSONALIDAD JURÍDICA Mantener a ultranza la separación entre socios y sociedad puede conducir a situaciones que repugnan al sentido jurídico. El argumento de que los socios son terceros extraños respecto de la sociedad al gozar ésta de personalidad jurídica independiente no puede servir de pretexto para la consumación de ningún fraude. Por ello, doctrina y jurisprudencia han reconocido la necesidad en esos casos de levantar el velo, esto es, desconocer la personalidad jurídica. Sin embargo, lo cierto es que para solucionar estos casos no hace falta, en puridad, levantar el velo. Bastará con analizar la finalidad de la regla objeto de aplicación para concluir que resulta extensible a la sociedad ( art. 1258 CC). Esto es lo que llamamos extensión de la imputación, así, por ejemplo, entenderemos que se viola la prohibición impuesta a los extranjeros de comprar determinados terrenos en territorio nacional cuando son adquiridos por una sociedad española de la que forman parte exclusivamente tres socios alemanes. En otros casos, en particular cuando los socios no responden por las deudas de la sociedad,

como en las sociedades de capital, hay que extender a los socios la responsabilidad por dichas deudas. Entonces habrá que acudir a fundamentos autónomos de responsabilidad. Esto es lo que llamamos extensión de responsabilidad. La doctrina reconoce la existencia de cuatro fundamentos autónomos en los que apoyar esta extensión de responsabilidad: (i) infracapitalización, que se produce cuando una sociedad opera con un capital manifiestamente menguado para el objeto social que practica, pero, en rigor, sólo legitima la extensión de la responsabilidad frente a aquellos acreedores que no han podido anticipar y neutralizar en sus contratos tal situación, p. ej., exigiendo una garantía (acreedores extracontractuales y acreedores ignorantes, básicamente); (ii) confusión de patrimonios, que tiene lugar cuando el único socio o la sociedad dominante tienen confundido o mezclado su patrimonio con el de la sociedad por haber contravenido las obligaciones contables que aseguran la conservación del capital (arts. 25 y 28 C. de C.); (iii) confusión de esferas, que se produce cuando se desdibuja hacia fuera la separación entre la sociedad o el socio utilizando, por ejemplo, adoptando nombres similares, utilizando las misma oficinas, etcétera y se crea la apariencia frente a terceros de que quien actúa es el socio; y (iv) dirección externa o dominación, que se manifiesta cuando de hecho, una sociedad no es gestionada por sus órganos, sino directamente por los órganos de la sociedad dominante o, en su caso, el socio de control. Con todo, ha de observarse que éste es un supuesto más problemático, como tendremos ocasión de comprobar con más detalle al analizar los grupos de sociedades (v. infra, Lección 28). 10. LAS CUENTAS EN PARTICIPACIÓN A. Caracterización Las cuentas en participación (art. 239 C. de C.) son el único tipo de sociedad interna que conoce el Derecho Mercantil. Se trata de una fórmula asociativa entre empresarios individuales o sociales que hace posible el concurso de uno de ellos (el partícipe) en el negocio o empresa del otro (gestor), quedando ambos a resultas del éxito o fracaso del último. Su condición de sociedad no ofrece dudas: el fin común perseguido es la obtención de ganancias mediante la explotación del negocio del gestor y ambas partes contribuyen a su consecución. Por lo que respecta al origen negocial, éste se

encuentra fuera de toda duda a la vista de lo dispuesto en los artículos 239 a

243 del

Código de Comercio.

La cuenta en participación es un tipo mercantil, no por razón de la materia, sino de los sujetos. En efecto, del artículo 239 del Código de Comercio se desprende que las cuentas en participación son mercantiles y, por tanto, sujetas a la disciplina del Código de Comercio, siempre que se constituyan entre comerciantes. No vemos, sin embargo, dificultad para que se recurra a ellas en el tráfico civil, creando una forma análoga usando de la libertad contractual o utilizando las mismas cuentas para posibilitar que un tercero no comerciante se interese en la actividad de un profesional liberal, por ejemplo. B. Constitución y efectos El Código de Comercio sigue el principio de libertad de forma en la constitución de las cuentas en participación. Por lo demás, las partes gozan de la más amplia libertad para establecer las condiciones de la relación. En la esfera interna, las relaciones patrimoniales se asientan sobre el deber de aportación. El partícipe queda obligado a entregar al gestor o dueño del negocio el capital convenido que podrá consistir en dinero o bienes y lo aportado pasa al dominio del gestor, salvo que otra cosa se diga en el contrato. No se crea, por tanto, un patrimonio común entre los partícipes. El gestor, por su parte, vendrá obligado: (i) a gestionar el negocio con la diligencia de un buen comerciante y, aunque el Código no lo diga responderá del dolo y de la culpa lata pues la gestión se hace en interés ajeno, como en las sociedades personalistas; (ii) a rendir cuentas de su gestión y a liquidar al participe en la proporción que se haya convenido al cierre del ejercicio (art. 243 C. de C.). Si nada se pacta será anualmente. En cuanto a la esfera externa, la cuenta en participación no da lugar a la creación de un ente jurídico con personalidad; por ello tampoco trasciende a las relaciones con terceros. C. Extinción No están previstas en el Código las causas de extinción de las cuentas, pero dada su naturaleza societaria serán de aplicación las

reglas sobre disolución de sociedades ( art. 1700CC y concordantes). A título de ejemplo pueden indicarse las siguientes: mutuo disenso, transcurso del tiempo señalado en el contrato, muerte o incapacidad del socio gestor, de no existir pacto de continuar la cuenta con sus herederos, quiebra del socio gestor en razón a su inhabilitación para el ejercicio del comercio subsiguiente a la misma, etc. La extinción de la relación jurídica de cuentas en participación implicará, en todo caso, la liquidación de ésta conforme a lo convenido en el contrato.

Lección 17

La sociedad colectiva y la sociedad comanditaria Sumario: •













I. Introducción o 1. Evolución y actual configuración o 2. Caracterización de la sociedad colectiva ▪ A. Concepto ▪ B. Constitución de la sociedad colectiva II. La administración de la sociedad colectiva o 3. Concepto de administración o 4. Régimen jurídico III. Posición del socio en la sociedad o 5. Participación de los socios en la vida social o 6. La distribución de pérdidas y ganancias IV. Relaciones externas de la sociedad colectiva: representación y responsabilidad o 7. La firma o razón social o 8. La representación en la sociedad o 9. La responsabilidad de los socios V. Cambio de socios o 10. La transmisión de la parte de socio o 11. La disolución parcial de la sociedad VI. Disolución y liquidación de la sociedad colectiva o 12. La disolución o 13. La liquidación VII. La sociedad comanditaria simple o 14. Introducción o 15. Las relaciones internas o 16. Las relaciones externas

I. INTRODUCCIÓN

1. EVOLUCIÓN Y ACTUAL CONFIGURACIÓN La actual sociedad colectiva es una forma societaria heredera de la compañía o sociedad general de mercaderes medieval. En origen, esa sociedad agrupaba exclusivamente a personas unidas por parentesco –no en vano, etimológicamente, compañía proviene del latín cum panis–, abriéndose luego a extraños, pero siempre sobre

la base de una estrecha confianza recíproca y comunidad de trabajo. En nuestro Derecho histórico, la sociedad general de comerciantes aparece en las Ordenanzas de Bilbao de 1737 y, desde allí, llega a los Códigos de Comercio de 1829 y 1885, donde adquiere la forma que conocemos hoy. La sociedad colectiva es la primera y más genuina representación de lo que se suele calificar como sociedades personalistas; es decir, sociedades basadas en el intuitu personae o consideración y confianza recíprocas de las personas de los socios. Muy utilizada en otras épocas, se halla hoy, sin embargo, en franco declive. Todavía a principios del siglo XX, el 85 por 100 de las sociedades registradas eran colectivas; a mediados de siglo, el número cae hasta el 15 por 100, y en la actualidad han desaparecido en la práctica, no llegando a representar ni el 0,1 por 100 de las sociedades inscritas. De ahí que su interés práctico radique hoy en ser la sociedad general del tráfico mercantil, cuyas normas se aplican por defecto. En ese sentido, sus normas no sólo se aplican a las escasas sociedades expresamente constituidas como colectivas, sino, sobre todo, a las contraídas informalmente sin elegir tipo o forma concretos (p. ej., dos amigos que montan un bar a medias sin preocuparse de darle una forma legal) y a las sociedades anónimas y limitadas devenidas irregulares por no llegar a constituirse debidamente. En el primer caso, el ordenamiento dispone que no habiendo elegido los socios un tipo legal específico para su actividad empresarial, el régimen aplicable será por defecto el de la colectiva. En el segundo caso, cuando una sociedad anónima o limitada en formación no llega a culminar su proceso de creación con su inscripción en el Registro Mercantil, aquella se convierte en sociedad colectiva, si es que los socios optan por seguir con su actividad empresarial (

art. 39.1

LSC).

Otra manifestación de su uso como tipo residual o por defecto es su aplicación a figuras asociativas anómalas como las llamadas comunidades de bienes empresariales, (conocidas en el tráfico por las siglas «C.B.»), que surgen por motivos fiscales y se regulan en normas tributarias o administrativas pero que para el derecho privado de la contratación se reconducen al tipo de sociedad colectiva. 2. CARACTERIZACIÓN DE LA SOCIEDAD COLECTIVA A. Concepto

Llamamos sociedad colectiva a aquella sociedad con personalidad jurídica que tiene por objeto la explotación de una actividad mercantil bajo una razón social unificada y en la que los socios responden de modo ilimitado de las deudas sociales. Las notas características de la sociedad colectiva son las siguientes: (i) La sociedad colectiva explota una actividad mercantil que deberá ser duradera o permanente. Las sociedades ocasionales no tienen cabida en el tipo de la sociedad colectiva. Ahora bien, conviene recordar que una vez publicado el Código Civil, la forma colectiva también puede adoptarse para el desempeño de actividades civiles o mercantiles ocasionales ( art. 1670CC). En esos casos, estaremos ante sociedades colectivas que carecerán de la condición de comerciante. (ii) La sociedad colectiva tiene un nombre o una razón social común bajo la que se produce la explotación de la actividad desarrollada. Esa razón social constituye una manifestación del carácter externo de la sociedad, es decir, de su capacidad y personalidad jurídica propias ( art. 38CC) (iii) En la sociedad colectiva los socios responden ilimitadamente por las deudas sociales. Esta responsabilidad, que es subsidiaria frente a terceros (beneficio de excusión), se impone de manera imperativa por la Ley y no puede ser limitada frente a terceros en el contrato de sociedad. (iv) La sociedad colectiva es, en fin, una sociedad personalista. Eso supone que su régimen de funcionamiento, adopción de decisiones, cambio de socios se basa en una relación de confianza y colaboración estrecha entre los socios, que participan en la sociedad en atención a sus cualidades personales propias. Sin embargo, nada impide que las partes en el contrato puedan configurar la estructura societaria quitando relevancia a la persona de cada socios y dándosela a otros factores como, por ejemplo, los económicos, haciendo así que las decisiones se adopten por mayoría de capital aportado o que la gestión no se reserve a los socios y se pueda contratar a un tercero ajeno a la sociedad para que la administre (organicismo de terceros). B. Constitución de la sociedad colectiva La fundación de la sociedad colectiva y la adquisición de su personalidad jurídica no requiere de elementos distintos de los

generales del contrato de sociedad (v. Lec. 11). Basta recordar que los socios de la sociedad colectiva no están sujetos a las normas de capacidad para el ejercicio del comercio (arts. 4 y 5 C. de C.), ya el comerciante lo es la persona jurídica societaria y no los socios que la componen, por mucha que sea su implicación personal en la gestión del día a día del negocio. Aunque la exigencia de forma y publicidad del

artículo

119 del Código de Comercio no se establece ad solemnitatem, ni tiene efectos constitutivos, lo normal es que se constituya formalmente. A tal efecto se recogen en el artículo 125 del Código de Comercio las menciones que ha de contener la correspondiente escritura fundacional (nombre y domicilio de los socios, razón social, identificación de los administradores, descripción de las aportaciones, fijación de las cuotas de capital, etc.). La falta de escritura pública o de inscripción registral determinan la irregularidad de la sociedad, lo que no le priva de validez ni personalidad jurídica pero le impide valerse del registro; así, el socio que administra la sociedad irregular frente a terceros pierde el beneficio de excusión (art. 120 C. de C.) y los pactos del contrato que gozan de publicidad registral son inoponibles frente a terceros de buena fe –p. ej., las derogaciones pactadas al régimen legal de administración– (art. 21 C. de C. Precisamente, como ya se apuntó, las así llamadas comunidades de bienes empresariales creadas por motivos fiscales y reconocidas incluso por el artículo 1 del Estatuto de los Trabajadores no son para el Derecho privado más que sociedades colectivas irregulares. II. LA ADMINISTRACIÓN DE LA SOCIEDAD COLECTIVA

3. CONCEPTO DE ADMINISTRACIÓN a) La administración comprende tanto la celebración de negocios con terceros (actuación en la esfera externa), como la realización de operaciones con relevancia meramente interna (dirección de la organización, llevanza de la contabilidad, etc.).

b) El Código de Comercio contempla la administración de la sociedad colectiva desde tres planos distintos: cuantitativo, funcional y estructural. (i) Desde el punto de vista cuantitativo, la administración puede encomendarse a todos los socios o reservarse a una parte de ellos. Si el contrato guarda silencio sobre el particular, la administración corresponderá a todos, incluidos los socios industriales, es decir, aquellos que aportan su trabajo a la sociedad (ex art. 129 C. de C.). En efecto, el artículo 138 del Código de Comercio no excluye al socio industrial de la administración de la sociedad colectiva; sólo establece para éste una obligación de no concurrencia. (ii) Desde el punto de vista funcional, la administración confiada a una pluralidad de socios puede organizarse de forma conjunta o separada. El sistema de administración conjunta tiene que pactarse expresamente y exige que los socios se pongan de acuerdo para todo acto o contrato que interese a la compañía. La adopción de acuerdos requiere, en principio, la unanimidad. Si falta, la actuación de los gestores no vincula a la sociedad al tratarse de acto realizado sin poder (art. 1259.II CC). Si nada se pacta, la administración será separada o solidaria: cada administrador tendrá competencia para gestionar, sin más limitaciones que el derecho de oposición de los demás socios administradores ( arts. 1693y 1695CC y art. 130 C. de C.), y ello en aras del principio de igualdad, que impide que en la gestión un socio pueda imponer a otro sus criterios (art. 130 C. de C.). El ejercicio del derecho de oposición presupone la información. El cumplimiento de la carga de informar a los demás socios sólo se excusa en los casos de urgencia ( art. 1694CC, analógicamente). La actuación de los gestores en contra del veto constituye un abuso de poder y no afecta a los terceros de buena fe (por ej., al proveedor que contrata con la sociedad y que desconoce la oposición de algunos administradores). El administrador incumplidor deberá indemnizar a la sociedad el daño ocasionado por su comportamiento abusivo y su incumplimiento será causa de remoción. (iii) Desde el punto de vista estructural, la administración puede ser privativa (nombramiento de personas), no privativa (nombramiento

para cargos) o legal (administradores natos). La administración privativa atribuye mediante pacto expreso a uno o varios socios el derecho de administrar la sociedad. Por lo general, esto se hace en el contrato de sociedad (art. 132 C. de C.). La especialidad de la administración privativa reside en que se atribuye al socio designado un monopolio o derecho de exclusiva sobre la administración, que excluye al resto de los socios de la gestión social y les prohíbe toda injerencia en la misma (art. 131 C. de C.). La posición de los administradores privativos es constitucional: nace del propio contrato y, por tal motivo, se halla sometida al principio de intangibilidad de los pactos. Esto significa que la posición de administrador sólo puede ser puesta en entredicho mediante la modificación del contrato social o la designación de un coadministrador o la exclusión del socio de la sociedad en caso de incumplimiento de su función de administrar (art. 132 C. de C.). La administración funcional o no privativa configura la gestión de la sociedad como un cargo o como una función para cuyo cumplimiento los socios se reservan la facultad de libre designación. Habrá, entonces, que entender que la administración es funcional cuando los administradores se nombren con posterioridad al otorgamiento del contrato de sociedad ( art. 1692CC y art. 132 C. de C. a contrario). Sin embargo, nada impide que se designen en el contrato social siempre que se revele tal circunstancia (p. ej., cuando se deduzca del contrato que lo esencial no son las personas elegidas sino la configuración de los cargos). La administración funcional se caracteriza por la inestabilidad de los administradores, que pueden ser revocados en cualquier momento, y por su falta de autonomía respecto de los demás socios, que podrán darles instrucciones en el desempeño de sus tareas. La administración legal, en fin, constituye el régimen supletorio: a falta de pacto, todos los socios son administradores (art. 129 C. de C.). Al igual que la administración privativa, la administración legal es constitucional. En este caso, es la ley la que atribuye a los socios de modo originario el derecho a administrar la sociedad, y de ahí que en el caso de una sociedad colectiva irregular, cualquier socio pueda vincular a la sociedad frente a un tercero de buena fe aunque el régimen de administración previsto en el contrato sea otro (art. 21 C. de C.).

4. RÉGIMEN JURÍDICO a) Las normas del Código de Comercio en materia de administración son dispositivas: pueden ser alteradas por los contratantes (art. 121 C. de C.). De ese modo, el principio del intuitu personae no sirve para limitar las posibilidades de designar administrador a un extraño. Tampoco sirve el argumento de que, siendo los socios quienes responden ilimitadamente del endeudamiento social, son ellos también quienes han de tener la iniciativa en la gestión. Tanto la revocabilidad como la posibilidad de dar instrucciones precisas permiten a los socios controlar de forma efectiva tal riesgo si la administración se confiara a un extraño. Es decir, a través de un sistema de administración funcional se haría posible que los administradores pudieran no ser socios de la sociedad. b) Los poderes de los administradores son, en principio, ilimitados dentro del objeto social, pero no pueden traspasar éste en su actuación. Así, no pueden realizar actos ajenos o contrarios al mismo. Los poderes de los administradores son limitables cuantitativa y cualitativamente, siempre que ello no entrañe vaciarlos prácticamente de contenido. En todo caso, los límites sólo tienen eficacia interna; no son, pues, oponibles a terceros (v. infra § 4.II). La administración tiene que desempeñarse personalmente, aunque los administradores puedan servirse de auxiliares en su desarrollo. Deberán también rendir cuentas de su gestión a los socios (

art.

1720 CC, analógicamente). Desde la perspectiva del socio, es un derecho que les corresponde frente a los administradores; desde la perspectiva de los administradores, se trata de una obligación personal que cada administrador contrae por su actividad. Los administradores han de desempeñar su cargo con la diligencia de un ordenado empresario ( art. 225 LSC). Su estándar de culpabilidad se define expresamente en el artículo 144 del Código de Comercio, donde se exige que concurra dolo o culpa grave. Eso significa que los administradores no se responsabilizan por los actos cometidos mediando culpa leve o normal. Esta falta de responsabilidad por culpa leve se justifica por la necesidad de aliviar la responsabilidad de los administradores, pues, de otro modo, se

dificultaría el proceso ordinario de toma de decisiones en un ámbito, como el económico, donde no existe una lex artis consolidada y donde es preciso no poner cortapisas a la innovación y toma de riesgos. Todos los administradores a los que sea imputable la actuación reprochable responden solidariamente ante la sociedad, dada la conexión interna que existe entre las tareas que prestan. Ahora bien, los administradores a los que no sea imputable el acto no responden. Para ejercitar la acción de responsabilidad están legitimados tanto los administradores inocentes, pues se trata de una acción destinada a reintegrar el patrimonio social, como los propios socios que actúen en interés de la sociedad (actio pro socio). La retribución de los administradores se fijará en el contrato. Si nada se dice, habrá que distinguir entre administradores constitucionales y funcionales. Los constitucionales no recibirán en principio retribución, pues su actuación forma parte de su deber de aportación. Los funcionales se rigen en este punto por las reglas del mandato (

art. 1711CC).

III. POSICIÓN DEL SOCIO EN LA SOCIEDAD

5. PARTICIPACIÓN DE LOS SOCIOS EN LA VIDA SOCIAL a) En la vida de la sociedad el protagonismo corresponde a los administradores. Pero existen muchos supuestos en que las decisiones a adoptar reclaman la colaboración de los socios. Aunque no existe procedimiento preestablecido para la formación de la voluntad social, se ha de admitir cualquier forma de agregación de las voluntades individuales, sea mediante declaración escrita, sea de palabra o incluso mediante hechos concluyentes (v. Res. DGRN de 2 de noviembre de 1975). El acuerdo quedará cerrado cuando reciba la última declaración de voluntad; entre tanto, cada socio podrá revocar la ya emitida ( art. 1262 CC analógicamente). A falta de previsión en el contrato, los acuerdos habrán de adoptarse por unanimidad. Para participar en este proceso de formación de la voluntad social a cada socio le corresponde un voto, que salvo pacto en contrario habrá de ejercitarse personalmente.

Los socios tienen reconocido un derecho de información (arts. 133 y 173 C. de C.), que equivale a un derecho de inspección o examen. De este modo, pueden comprobar el «estado de la administración y de la contabilidad», lo que en la práctica significa inspeccionar las dependencias de la sociedad y revisar toda la documentación, incluidos los justificantes contables. Cuando la información solicitada no pueda obtenerse del soporte documental y contable, los socios pueden preguntar a los administradores para obtener las aclaraciones pertinentes. b) La participación en una sociedad colectiva limita en alguna medida las actividades que cada socio puede realizar fuera de la sociedad. El deber de fidelidad a la sociedad les prohíbe obtener ventajas propias a costa del sacrificio de la sociedad y, más concretamente, les obliga a abstenerse de competir con la sociedad (arts. 137 y 138 C. de C.). Desde el punto de vista objetivo, este deber de abstención ha de entenderse limitado al mercado material y geográficamente relevante para la sociedad. Eso significa que el socio podrá realizar actos que pertenezcan al objeto social cuando no compitan efectivamente con la actividad social por no coincidir, por ejemplo, con su ámbito territorial. Desde el punto de vista subjetivo, la obligación de no competencia obliga a todos los socios, sean o no administradores. La especialidad prevista en el artículo 138 del Código de Comercio para los «socios industriales» no se explica en función del deber de no competencia, sino en función de deber de aportación, que configura la prestación de sus servicios a la sociedad en régimen de dedicación exclusiva. Las sanciones por infracción de la obligación de no competencia son tres: exclusión del socio (art. 218.5 C. de C.), devolución del enriquecimiento injusto, que consiste en la transferencia a la sociedad de los beneficios obtenidos por las operaciones infractoras, e indemnización de daños y perjuicios (art. 144 C. de C.). La configuración del deber de no competencia es enteramente dispositiva. Puede incluso ampliarse hasta afectar a los socios más allá de su pertenencia a la sociedad. Tal posibilidad debe admitirse siempre y cuando se establezca de manera razonable para satisfacer el interés de la sociedad a que el socio saliente no arrastre parte del valor del llamado goodwill empresarial.

Finalmente, hay que señalar que estos pactos constituyen acuerdos restrictivos de la competencia (Res. TDC de 20 de junio de 1963). El artículo 2 de la Ley de Defensa de la Competencia los ha dejado fuera de su ámbito de aplicación y hay razones para ello. Se trata de previsiones contractuales implícitas sin las cuales la sociedad colectiva, por la fuerte integración personal entre sus miembros, no podría ser una organización eficiente. c) La posición del socio en la sociedad depende de la medida de su parte o participación. Salvo pacto en contrario, las participaciones sociales se configuran en función de cada socio y, por ello, son divisibles y no acumulables (un socio puede transmitir su participación escindida dando lugar a dos partes; puede comprar una parte de otro socio y ésta acrece a la primera). Existe, pues, una única participación por socio, que a falta de modificación del contrato, es permanente. La función de la participación social es determinar la posición relativa de cada socio dentro de la sociedad y, en esa medida, refleja el grado de influencia de cada socio en la determinación de la vida social (derechos administrativos) y la cuota que le corresponde en sus rendimientos (derechos económicos). El Derecho codificado establece la distribución igualitaria o «por cabezas» de los derechos administrativos (todos tienen derecho a administrar o a votar: «un hombre un voto») y una capitalista, esto es, en función de la parte de capital, de los económicos: el reparto de beneficios y cuota de liquidación. Ahora bien, nada obsta a que contractualmente se pueda establecer un régimen distinto. La parte de capital se representa mediante una cifra expresiva del valor que corresponde a cada socio en el capital formado por las aportaciones. En principio, coinciden parte de capital de cada socio y el valor de su aportación; pero no necesariamente tienen que coincidir, pues el valor asignado a cada aportación no ha de coincidir con su valor real. A diferencia de lo que sucede en las sociedades de capital , las partes son libres de asignarle el valor que tengan por conveniente dentro de los límites derivados de las normas de contabilidad. 6. LA DISTRIBUCIÓN DE PÉRDIDAS Y GANANCIAS a) El Código de Comercio establece los criterios, pero no un procedimiento para la distribución de pérdidas y ganancias en la sociedad. La regla coherente con la buena fe y con los usos resulta

ser el reparto por ejercicios económicos. A falta de otra previsión, tendrán que considerarse anuales y coincidentes con el calendario general [

art. 26

LSC].

La determinación del resultado se ha de hacer mediante la formulación de un balance y de una cuenta de explotación. Su confección tendrá que realizarse con arreglo a la normativa contable general (arts. 35 a 39 C. de C. y disposiciones de desarrollo) cuando la sociedad colectiva esté sujeta al deber de contabilidad propio del estatuto del comerciante. La formulación del balance es responsabilidad de los administradores. No obstante, para que surta efectos ha de ser aprobado por el conjunto de socios y, salvo que el contrato haya dispuesto otra cosa, la aprobación requiere la unanimidad. Los socios no sólo están facultados para aprobar el balance, sino que vienen obligados a hacerlo. La infracción injustificada de tal deber (p. ej., a resultas de prácticas obstruccionistas, abstencionistas, etc.) puede ser fuente de responsabilidad contractual (art. 144 C. de C.). En el caso de que el balance no llegue a ser aprobado por los socios, puede ser homologado judicialmente (STS de 14 de diciembre de 1994). Además, los socios se encuentran obligados a firmar el balance (art. 37.2 C. de C.). Se trata de una obligación externa cuyo cumplimiento o incumplimiento en nada afecta a la validez del balance aprobado. El balance aprobado pondrá de manifiesto cuál ha sido el resultado del ejercicio para la sociedad; esto es, si ha habido ganancias o pérdidas. La distribución del beneficio no requiere ulterior acuerdo de aplicación del resultado. La simple aprobación del balance y cuenta de explotación implica el nacimiento a favor de los socios de su derecho concreto al beneficio de inmediata exigibilidad. Naturalmente, se podrán constituir reservas voluntarias, pero para ello precisan la unanimidad. Salvo disposición contraria del contrato, los beneficios no pueden atesorarse contra la oposición de uno sólo de los socios. A diferencia del beneficio, las pérdidas sólo se distribuyen en el momento final de la liquidación de la sociedad. Esto es tanto como decir que los socios no vienen obligados a cubrirlas periódicamente. b) El beneficio se distribuye entre los socios de capital «a prorrata de la porción de interés que cada cual tuviere en la compañía». Se consagra, así, el principio de proporcionalidad entre beneficios y

participación en el capital (arts. 140 C. de C. y 1689.II CC). El socio industrial, que aporta sólo su trabajo, se sujeta a un régimen especial: salvo pacto en contrario, se le asigna una cuota de participación equivalente a la del socio capitalista que menos haya aportado. Esta norma es claro exponente del trato privilegiado que dispensa el legislador al factor capital respecto del trabajo. Si toda la sociedad estuviera integrada por socios industriales (por ej., una sociedad entre abogados), hay que entender que, a falta de pacto, el problema tendría que ser resuelto por el juez. Éste habrá de fijar un criterio de reparto según equidad que integraría el contenido del contrato de sociedad (

art. 1258CC).

Salvo pacto en contrario, la distribución de pérdidas entre los socios de capital se rige por los mismos patrones que la distribución de beneficios (art. 141.I C. de C.). Los socios industriales no participan en las pérdidas, esto sólo quiere decir que no están obligados frente a sus consocios en sus relaciones internas a cubrirlas. No quiere decir que no respondan ilimitadamente frente a terceros ni que no participen en el riesgo de la empresa (art. 141.II C. de C.). En este último sentido hay que tener en cuenta que los socios industriales pierden la renta que podrían haber obtenido alternativamente si hubieran prestado sus servicios en otro lugar (ingreso de oportunidad). Si las pérdidas de la sociedad son mayores que el capital, surge un deber de nivelación o contribución para los socios del que queda eximido el socio de industria. Los pactos a los que puedan llegar los socios en materia de distribución de pérdidas y ganancias no tienen más límites que los generales y los derivados de la prohibición de pactos leoninos, esto es, de aquellos pactos que excluyan injustificadamente de las pérdidas o de las ganancias a alguno de los socios ( 1691CC).

art.

c) El Código de Comercio contempla en varios preceptos la posibilidad de que en el contrato se prevea la asignación a los socios de una cantidad para sus gastos particulares, que se detraerá de la caja social a lo largo del ejercicio (arts. 125.VI y 139 C. de C.). Estas reglas tienen su lógica desde la comprensión de la sociedad colectiva como una comunidad de trabajo. Las cantidades así detraídas tendrán la consideración de anticipo o dividendo a cuenta de beneficios futuros.

IV. RELACIONES EXTERNAS DE LA SOCIEDAD COLECTIVA: REPRESENTACIÓN Y RESPONSABILIDAD

7. LA FIRMA O RAZÓN SOCIAL La función de la denominación social es proporcionar un nombre a la sociedad que permita identificarla como persona jurídica y, por lo tanto, como sujeto responsable. La denominación, en el caso de la sociedad colectiva, persigue una finalidad adicional, que es facilitar la identificación de los socios. De ahí que imperativamente se configure como denominación subjetiva: la razón social debe formarse con «el nombre de todos los socios de algunos de ellos o de uno solo», debiéndose añadir en estos casos la mención «y compañía» (arts. 126.I C. de C. y 400 RRM). El ordenamiento cuida especialmente de que la razón social sea exacta y veraz, prohibiendo que se incluya o siga incluido en ella el nombre de la persona que no pertenezca a la sociedad ( art. 401RRM). Quienes no perteneciendo a la compañía permitan ser incluidos en la razón social, quedarán sujetos a responsabilidad solidaria por las deudas sociales, sin perjuicio de la penal que pueda derivarse de dicha práctica (art. 126.III C. de C.). La gravedad de sanción se explica porque la sociedad se beneficia del crédito de que gozan los socios, y los terceros que cuentan con la responsabilidad ilimitada de éstos resultarían defraudados si, girando la sociedad bajo el nombre de personas extrañas a ella, no se les impusiera la responsabilidad peculiar del socio. La responsabilidad sólo podrá ser exigida por los terceros de buena fe. 8. LA REPRESENTACIÓN EN LA SOCIEDAD a) La regla general es que, a falta de pacto, la representación corresponde al socio encargado de la administración. Asimismo, y salvo disposición diversa del contrato, las características de la posición del administrador –constitucional o funcional– y del sistema de administración –conjunta, separada, única, etc.– han de predicarse también de la representación. Lo anterior significa que el modelo legal de representación equivale al modelo legal de administración: representación separada de todos los socios. Cada socio puede, entonces, por sí solo obligar a la sociedad y el derecho de oposición no afecta a la validez de los actos celebrados con terceros (art. 130 C. de C. in fine). Ahora bien, si se ha pactado en el contrato un modelo de administración distinto, la representación habrá de sujetarse a él. Cabe, incluso, que en el contrato se quiebre

la correspondencia entre administración y representación. Para que todas estas modificaciones contractuales puedan ser opuestas a terceros deberán figurar en el Registro Mercantil. b) El ámbito del poder de representación se circunscribe al objeto social y dentro de él es ilimitado. Si los administradores tienen por cometido gestionar el fin social parece lógico que los poderes de representación que se les atribuyan deban cubrir los actos necesarios para realizarlo. En cuanto a la posibilidad de limitar el poder de representación hay que distinguir entre esfera externa e interna. En la primera, estas limitaciones carecen de toda virtualidad: los terceros pueden confiar válidamente en la capacidad del administrador de obligar a la sociedad en todo el ámbito del objeto social; se favorece así la seguridad del tráfico. En cambio, en el orden interno estas limitaciones sí tienen eficacia: el administrador que las viole responderá frente a la sociedad por su incumplimiento. c) Para que la sociedad quede vinculada deberá existir además contemplatio domini, esto es, que el administrador manifieste que actúa en nombre de la sociedad. La contemplatio puede ser expresa o tácita. Ahora bien, los administradores también pueden actuar en nombre propio y por cuenta de la sociedad (art. 1698.II CCab initio). En tal caso su actuación producirá los efectos de la representación indirecta, que es también representación. Esto significa que los terceros no tienen acción frente a la sociedad (art. 1717.II CC) y que el obligado a cumplir es el administrador. Ahora bien, la sociedad deberá dejarlo indemne, pues las obligaciones contraídas frente a terceros por cuenta de la sociedad constituyen gastos de la sociedad. 9. LA RESPONSABILIDAD DE LOS SOCIOS a) La nota definitoria de la sociedad colectiva es el riguroso régimen de responsabilidad de los socios por las deudas sociales (art. 127 C. de C.). Es una responsabilidad ilimitada: no está circunscrita a la aportación, sino que puede hacerse efectiva sobre todos los bienes presentes y futuros del socio ( art. 1911 CC). Es, además, una responsabilidad que recae sobre todos los socios, incluido el socio industrial. En contra de lo anterior no puede invocarse la literalidad de los

artículos 141y

138 del

Código de

Comercio, pues el primer precepto está regulando la distribución de pérdidas y no la responsabilidad de los socios industriales, mientras que el segundo, como ya hemos visto, no sirve para excluir al socio industrial de la administración de la sociedad ni, por lo tanto, para exonerarle de cualquier responsabilidad. También responden de las deudas sociales los socios entrantes y salientes. Los socios entrantes responden por las deudas anteriores a su ingreso en la sociedad, pues la estructura de este tipo social no permite separar relaciones jurídicas para anudarlas a socios determinados. Por su parte, los socios salientes responden en todo caso de las deudas anteriores al momento en que se produce su cese, pues otra solución –que pasa por el cambio del deudor– no es posible sin el consentimiento de los acreedores (ex art. 1205CC). También responden de las deudas posteriores cuando hayan sido contraídas por terceros de buena fe (desconocedores de su cese), en el período que va desde su baja hasta que esa circunstancia sea oponible con su inscripción en el Registro Mercantil. b) La responsabilidad de los socios colectivos es una responsabilidad subsidiaria, provisional y solidaria. (i) Como es subsidiaria, los acreedores no pueden proceder contra el socio sin haberlo hecho antes contra la sociedad y acreditado su insuficiencia patrimonial para hacer frente a la obligación. Goza, pues, el socio del llamado así beneficio de excusión, salvo en el caso del gestor de la sociedad irregular, que responde solidariamente con la sociedad de las deudas sociales (art. 120 C. de C.). (ii) La responsabilidad del socio colectivo es provisional. En el orden interno, la responsabilidad corresponde exclusivamente a la sociedad. De hecho, el socio que satisface las obligaciones sociales goza de un derecho propio de regreso frente a la sociedad (art. 142 C. de C.). Asimismo, podría subrogarse en la posición del acreedor para reclamar el pago a la sociedad ( arts. 1210.3 y 1839CC, analógicamente). Ahora bien, no desconocemos que una vez acreditada la insuficiencia del patrimonio social, es probable que a los socios no les sea de utilidad regresar contra la sociedad y que lo hagan frente a sus consocios por la parte de cada uno.

(iii) En punto a la solidaridad, la disciplina aplicable es la general de la solidaridad pasiva. El efecto más importante es el contemplado en el artículo 127 del Código de Comercio: la posibilidad que se le abre al acreedor de reclamar de cada socio el cumplimiento íntegro de la deuda social ( art. 1137CC). En el ejercicio de la reclamación el acreedor puede dirigir su acción contra todos los socios simultáneamente, pero no está obligado a ello y goza de ius electionis. El socio que ha satisfecho la deuda de la sociedad puede regresar frente a sus consocios pro quota (arts. 1145.II y 1844 CC). La cuota que ha de satisfacer cada uno es igualitaria, a no ser que el contrato haya establecido otra medida para la participación en las pérdidas. En caso de insolvencia de uno de los socios, la cuota a satisfacer se acrecienta en la misma proporción a fin de suplir al fallido. V. CAMBIO DE SOCIOS

10. LA TRANSMISIÓN DE LA PARTE DE SOCIO a) Las vías de ingreso de nuevos socios en la sociedad colectiva son en esencia dos: inter vivos, el contrato de admisión, y mortis causa, la sucesión. (i) Inter vivos, el ingreso de nuevos socios requiere el consentimiento de los antiguos (art. 149 C. de C.). Normalmente se expresará en el contrato de admisión celebrado entre el socio entrante y los demás. El contrato de sociedad puede prever condiciones más flexibles para el ingreso de nuevos socios. Así, nada obsta que se someta al principio mayoritario e incluso se atribuya a uno o varios socios la potestad de decidir sobre la admisión. (ii) El ingreso de un nuevo socio también puede tener lugar por sucesión hereditaria, si el contrato de sociedad ha previsto que en caso de muerte de uno de los socios, la sociedad continúe con sus herederos (art. 222.1 C. de C.). En tal caso, los herederos ingresan automáticamente en la sociedad sin declaración de voluntad de ellos ni de los anteriores socios. En ambos casos, el nuevo socio ingresa con todos los derechos y obligaciones que le corresponden como tal. Los derechos que no se

distribuyen por cabezas (v. gr.: los económicos) se calcularán en función de su aportación (arts. 140 y 141 C. de C.). b) En ocasiones, la entrada de un socio coincide con la salida de otro. Tal operación puede llevarse a cabo bien a través de un doble contrato celebrado por el saliente y el entrante con el resto, bien a través de la transmisión de la condición de socio. En el primer caso, la sustitución del socio antiguo por el nuevo se produce a través de un contrato de admisión entre el socio entrante y los demás socios, que se acompaña de un contrato entre el saliente y la sociedad por el que se extinguen así los vínculos con ella. El socio entrante adquiere ex novo su condición de tal y, salvo prescripción diversa, las vicisitudes de uno y otro contrato son independientes. En el segundo caso, la sustitución de un socio por otro se lleva a cabo a través de una auténtica transmisión de la condición de socio celebrada entre saliente y entrante. Es lo más frecuente en la práctica, ya que la condición de socio no es esencialmente intransmisible. El intuitu personae impone ciertos condicionantes, especialmente, el consentimiento de los demás socios, pero cumplidos éstos no hay dificultad en admitirla. En este caso, el socio entrante pasa a ocupar la posición del saliente con todas sus peculiaridades (v. gr.: proporcionalidad en la participación), excepción hecha de las personalísimas. 11. LA DISOLUCIÓN PARCIAL DE LA SOCIEDAD a) La salida de un socio provoca la extinción del vínculo societario con los demás. Al margen de la transmisión, el cauce para hacer efectiva la baja de socio es la disolución parcial de la sociedad. En las primeras etapas de su desarrollo, el Derecho de sociedades sólo conocía la disolución total: el contrato se veía como una unidad indivisible y las vicisitudes que afectaban a una de las partes se comunicaban a la totalidad. La organización quedaba sujeta a un elevado riesgo de inestabilidad: cualquier circunstancia que impidiese a un socio permanecer en la sociedad determinaba inexorablemente su desaparición y, con ella, la de los activos intangibles afectos a la empresa en funcionamiento (reputación, capital humano, etc.). Los perjuicios a ello inherentes estimularon la reconversión de las causas legales de disolución total en causas de disolución parcial. Ésta no afecta a la identidad de la sociedad, cuya personalidad jurídica y entramado contractual subsisten entre los socios que permanecen. Único efecto es la amortización de la

participación del socio saliente, al que se le liquida su cuota, a partir de cuyo momento queda desvinculado de la sociedad. b) Al margen del acuerdo contractual entre el socio y los que permanecen, en la disolución parcial podemos distinguir dos figuras: la exclusión (que se produce forzosamente en virtud del acuerdo de los socios que permanecen), y la separación (que tiene lugar en virtud de la voluntad del socio saliente). (i) En la primera modalidad, el socio afectado resulta separado forzosamente de la sociedad (art. 218 C. de C.). Las causas de exclusión se fundan en el incumplimiento por el socio de sus obligaciones sociales generales [p. ej., infracción del deber de aportar (art. 218.4 C. de C.), de no hacer competencia a la sociedad (art. 218.5 C. de C.), de no usar para fines propios los fondos ni la firma social (art. 218.1 C. de C. y STS de 16 de julio de 1992), de administrar lealmente (art. 218.3 C. de C.)], o de las particulares [p. ej., deber de no injerencia en las tareas administrativas (art. 218.2 C. de C.), o el de no ausentarse cuando estuviere obligado a prestar «oficios personales» (art. 218.6 C. de C.)]. Dada la gravedad de la sanción, la exclusión no puede predicarse de cualquier incumplimiento: es preciso que sea grave. El sistema de causas de exclusión se cierra con una general de exclusión por justos motivos. En ella tiene cabida cualquier comportamiento o circunstancia personal que determine la puesta en peligro del fin común o que de cualquier modo haga inexigible para los demás su permanencia en la sociedad. Su fundamento legal reside en la buena fe, y más concretamente, en el deber de fidelidad que, como sabemos, es su traducción en el Derecho de sociedades. Éste exige que los socios acepten ser excluidos cuando en sus personas concurren circunstancias que ponen en peligro la consecución del fin común [p. ej., en el caso de agresiones o insultos entre los socios (STS de 26 de junio de 1959); en caso de condena penal que afecte al crédito de la sociedad; en caso de divorcio de un socio que ha entrado en la sociedad familiar por razón de su matrimonio; o incluso en el supuesto más remoto de la declaración de ausencia de un socio, etc.]. (ii) La segunda modalidad de disolución parcial contemplada en el Código de Comercio es el derecho de separación (art. 225 C. de C.), en cuya virtud el socio queda facultado para denunciar unilateralmente su relación con la sociedad por las mismas razones por las que puede disolver (totalmente) la sociedad. Así, podrá

abandonarla cuando lo estime oportuno (si ha sido concertada por tiempo indefinido) o cuando medie justo motivo (si ha sido contraída por tiempo determinado). La asignación a los socios de un derecho de separación evita la disolución total y permite su subsistencia entre los socios que deseen permanecer en ella. Por eso ha de verse como una restricción del derecho del socio a disolver la sociedad cuando concurra causa legítima para ello. La defectuosa regulación del derecho de separación en el Código de Comercio – limitada a la alternativa establecida en el art. 225 entre separación y disolución total– aconseja su previsión en el contrato de sociedad. Para ello es necesario que en éste se reconozca a los socios la posibilidad de sustituir la disolución total por la separación en el momento en que concurra causa de disolución. VI. DISOLUCIÓN Y LIQUIDACIÓN DE LA SOCIEDAD COLECTIVA

12. LA DISOLUCIÓN a) La disolución es el comienzo del fin de la sociedad: es el momento en que se abre el proceso extintivo de la organización y de las relaciones obligatorias puestas en pie por el contrato de sociedad. Ahora bien, las sociedades no se extinguen uno actu. La extinción propiamente dicha no se produce hasta el momento en que se han realizado todas las operaciones necesarias para desvincular a la sociedad del tráfico en el que se halla inserta. Por ello, dentro del proceso extintivo hemos de diferenciar tres momentos: la disolución, que consiste en la concurrencia de una causa que determina la apertura de la liquidación; la liquidación, que es el proceso a través del cual se libera a los socios y al patrimonio social de los vínculos contraídos con motivo de la sociedad; y la extinción en sentido estricto, que se produce al cierre de la liquidación, con la distribución del remanente, si lo hubiera, entre los socios. La disolución no provoca ninguna alteración en la naturaleza de la sociedad. La sociedad permanece con su misma personalidad jurídica. Lo mismo ocurre con sus relaciones jurídicas internas: continúan vigentes las normas legales y contractuales que gobiernan la sociedad sin más modificaciones o adaptaciones que las que sean secuela del cambio de objeto (p. ej., subsiste el deber de fidelidad, aunque reestructurado conforme al nuevo fin; el derecho de reparto de los beneficios decae; no pueden exigirse las aportaciones pendientes, salvo que éstas sean necesarias para cancelar el pasivo de la sociedad, etc.). La sociedad disuelta

subsiste durante el proceso de liquidación, pues simplemente ha cambiado su objeto. No hay, por ello, dificultad para revocar la disolución a través de nuevo acuerdo que restablezca el fin de explotación primitivo u otro similar. Para ello son precisas algunas condiciones: en primer lugar, la remoción del hecho o circunstancia que ha provocado la disolución, para lo cual será preciso el acuerdo unánime de los socios; y, en segundo lugar, que no se haya repartido el patrimonio social, porque si el proceso de liquidación está cerrado y el remanente dividido, no es posible la reactivación. b) Los artículos 221 a 224 del Código de Comercio contienen una lista meramente enunciativa de motivos de disolución. En este elenco faltan algunas causas que necesariamente han de considerarse disolutorias y que, en consecuencia, han de ser tomadas en consideración para completarlo: por ejemplo, el acuerdo unánime de los socios de disolver la sociedad; o la reunión en una sola mano de todas las participaciones sociales que hace desaparecer un elemento esencial de la sociedad colectiva, la pluralidad de socios. La lista de causas de disolución es de derecho dispositivo: no hay duda de que las partes pueden introducir nuevas causas de disolución. La dificultad está en determinar si se pueden suprimir las ya existentes. En principio, no pueden excluirse las causas objetivas contempladas en el artículo 221 del Código de Comercio, pero sí las subjetivas previstas en los artículos 222 y 224 (muerte, incapacidad o quiebra del socio, así como la denuncia unilateral). Éstas se convertirán, en unos casos en motivos de exclusión (art. 222 C. de C.) y en otros en motivo de separación (art. 224 C. de C.). Las causas de disolución sólo operarán automáticamente cuando su concurrencia pueda acreditarse de manera fehaciente e indubitada (por ej., la muerte del socio, mediante el certificado del Registro Civil; el transcurso del plazo de duración, por simple consulta al almanaque). c) Las causas de disolución se agrupan en dos categorías: objetivas y subjetivas. Son causas objetivas aquellas que el artículo 221 califica de comunes a todos los tipos societarios: el vencimiento del plazo, la conclusión de la empresa que constituya su objeto y la el concurso de la sociedad. Son causas subjetivas las incluidas en los artículos 222 y 224: la muerte del socio, la incapacidad del socio

administrador, la insolvencia del socio colectivo y la denuncia unilateral de un socio. De especial interés es el examen de la denuncia unilateral. Se trata de un derecho de poner término al vínculo societario que corresponde a cada uno de los socios. Puede ser ordinaria y extraordinaria. La ordinaria opera en relación a las sociedades constituidas por tiempo indeterminado y puede ejercitarse libremente. Ésta es la que contempla el artículo 224. Pero también puede ser extraordinaria y operar sólo en relación con las sociedades constituidas por tiempo determinado si concurre justa causa [p. ej., el incumplimiento de las obligaciones sociales (

art.

1707 CC)]. Ésta es una potestad desconocida en el Código de Comercio, y por ello los socios colectivos sólo podrán recurrir a ella subsidiariamente, esto es, cuando no se haya previsto otra solución, por ejemplo, la exclusión del socio para aquellas circunstancias que puedan frustrar el interés negocial (p. ej., la crisis financiera de un socio no declarada, su condena penal o un escándalo que disminuya su imagen pública). 13. LA LIQUIDACIÓN a) La aparición de una causa de disolución determina la apertura de la liquidación de la sociedad. Su fin es desafectar el patrimonio social para que pueda volver a los socios. No es preciso, en cambio, su desintegración (liquidación de empresa). De ahí que pueda haber liquidación de la sociedad sin liquidación de empresa. Sus fases pueden resumirse del siguiente modo: la primera es preparatoria y se abre automáticamente con la disolución. Su objeto es programar la liquidación y, en su caso, transferir la función gestora a los liquidadores. Salvo disposición contraria del contrato, desempeñarán la función de liquidadores los administradores (art. 229 C. de C.); si alguno de los socios se opusiera, deberán resolver por mayoría acerca del nombramiento de nuevos liquidadores. Si no se alcanza acuerdo, la cuestión deberá resolverse judicialmente (v. art. 1708 CC). La segunda fase es la de ejecución, cuyo objeto es la realización de la actividad liquidadora en sentido estricto, que incluye las llamadas operaciones de liquidación: extinción de las relaciones jurídicas pendientes, liquidación de pasivo y activo. Y la tercera fase es la de extinción. El procedimiento de liquidación concluye, en efecto, con la extinción

final de la sociedad. La normativa que rige la liquidación de la sociedad colectiva (arts. 228 a 237 C. de C.), es de Derecho dispositivo y por consiguiente, puede ser sustituida libremente por los pactos introducidos en el contrato. b) El proceso de liquidación concluye con la división entre los socios del patrimonio neto remanente. Los liquidadores han de rendir cuentas de la actividad llevada a cabo y del estado patrimonial resultante. El inventario o balance deberá acompañarse de una propuesta de división o reparto. Por lo general, éste se practicará una vez realizadas las operaciones de liquidación de activo y pasivo (art. 235 C. de C.). Pero ésta es una regla dispositiva que responde al interés de los socios a no sufrir ulteriores reclamaciones de los acreedores sociales que, luego, les obligarían a repetir frente a sus consocios y a soportar el riesgo de que éstos resultaran insolventes. Efectuado el reparto y cerrada formalmente la liquidación, se extinguirá la sociedad, pues la extinción no puede anticiparse al agotamiento de las relaciones pendientes. El hecho de que con posterioridad al cierre formal de la liquidación se advierta la existencia de obligaciones con terceros no satisfechas (pasivo sobrevenido) no significa que haya que considerar subsistente la sociedad. La responsabilidad de los socios es suficiente para garantizar la protección de los terceros. En el caso de que se descubran nuevos bienes o derechos de la sociedad (activo sobrevenido), se creará una situación de comunidad entre los socios que será preciso liquidar. Los liquidadores convertirán estos bienes en dinero y entregarán a los socios la cuota de liquidación que les corresponda. Si la publicidad registral de la sociedad no es constitutiva en el momento de la fundación, tampoco lo será en el momento de la extinción. En efecto, la extinción se produce aunque no se inscriba su cancelación y puede sobrevivir aunque ésta se inscriba. VII. LA SOCIEDAD COMANDITARIA SIMPLE

14. INTRODUCCIÓN a) La sociedad en comandita es, como la colectiva, una forma asociativa medieval. Su genealogía exacta es discutida: unos la sitúan en el ámbito de las antiguas prácticas mercantiles de la «commenda» (en cuya virtud se asociaban un comerciante o «tractator» que actuaba en nombre propio y un capitalista o

«commendator» que le proporcionaba dinero o mercancías para acometer su empresa); otros la emparentan directamente con la sociedad colectiva, de la que sería simple fórmula evolutiva, a la que se llega por la necesidad de ofrecer a los socios de segunda generación –p. ej., los herederos de los colectivos– una posición de riesgo limitado. Su atractivo se mantiene hasta finales del siglo XIX y principios del XX. El declive histórico se inicia en nuestro país en el momento en que se extienden las formas societarias que limitan la responsabilidad de todos los socios (sociedad anónima y sociedad de responsabilidad limitada). Sin embargo, esta vieja figura todavía podría tener hoy una notable virtualidad funcional, como lo prueba la experiencia comparada. La comanditaria de hoy ha de abrirse nuevos caminos como instrumento de evolución de las sociedades profesionales (de hecho, algunas de las firmas más significativas en nuestro país ha adoptado esta forma), como vehículo para el saneamiento financiero de determinadas empresas (no es dudoso que, en muchas ocasiones, es más eficiente que los préstamos participativos o las deudas subordinadas), o como base para el desarrollo de las nuevas combinaciones de tipos. b) La comanditaria se nos presenta como una modificación de la colectiva, caracterizada por existir, junto a socios colectivos, otra clase especial –los comanditarios–, que tienen limitada su responsabilidad (v. art. 148 C. de C.). Como se ha dicho, es una sociedad colectiva con un injerto capitalista. Las características generales del tipo se resumen en tres notas. (i) Es una sociedad personalista, es decir, su organización resulta en buena medida dependiente de las condiciones personales de los socios colectivos y comanditarios. Nada obsta, sin embargo, para que se configure contractualmente con los atributos propios de las formas corporativas. (ii) Es una sociedad externa que gira en el tráfico bajo una razón social unificada. La personalidad jurídica es un atributo esencial del tipo, de ahí que haya que reconocérsele incluso a la comanditaria irregular. (iii) Es, por fin, una sociedad mercantil. La naturaleza mercantil se manifiesta necesariamente en el plano objetivo (mercantilidad del tipo), pero no necesariamente en el plano subjetivo (mercantilidad del sujeto) dado que la forma comanditaria puede ser adoptada para objetos civiles (v.

art. 1670

CC).

15. LAS RELACIONES INTERNAS a) Salvo prescripción en contrario del contrato, todos los socios, sean colectivos o comanditarios, comanditario, participan en las ganancias y en la cuota de liquidación a prorrata de la porción de interés que tenga en la sociedad (art. 140 C. de C.). El comanditario también participa en la distribución de las pérdidas que de soportarlas en la forma prevista en el contrato y, en su defecto, a prorrata de su participación en el capital (art. 141 C. de C.). Pero a diferencia del socio colectivo, no le alcanzan las pérdidas más allá de su aportación (art. 148.3 C. de C.). Al socio comanditario no se le impone la obligación de no hacer competencia a la sociedad, tal vez por su condición de socio capitalista privado de poderes de gestión. Pero sí está sujeto a un deber general de fidelidad, que según su intensidad, podría obligarle a no competir con ella. b) Ad extra, los socios comanditarios están excluidos de la gestión y de la representación de la sociedad (art. 148.IV C. de C.). Ni siquiera pueden actuar como apoderados –generales o especiales– de los socios gestores. Pero ad intra, nada impide que los socios comanditarios participen en la gestión de la sociedad (p. ej., estableciendo para los socios gestores un deber de consultar previamente a los comanditarios). En contrapartida, el Código de Comercio les atribuye un derecho de información o control, cuyo alcance puede ampliarse contractualmente [p. ej., creando un órgano de supervisión o vigilancia (art. 150 C. de C.)]. Fuera de las actividades de administración, la intervención de los socios comanditarios es obligada en materias constitucionales o estructurales de la sociedad (fusión, escisión, transformación, nombramiento de factor, nombramiento o revocación de administradores, exclusión de socios, disolución, etc.). Permitir la modificación del contrato por la exclusiva voluntad de los colectivos sería tanto como dejar a su arbitrio los derechos de los comanditarios, lo que sería inadmisible (v. art. 1256 CC). A los comanditarios ha de reconocérseles también el derecho a participar en el resto de las deliberaciones de los socios, incluidas las que versen sobre asuntos de gestión, y un derecho de participar en la aprobación del balance.

c) En materia de cambio de socios, disolución y liquidación rigen, por regla general, las mismas normas aplicables a la sociedad colectiva. Las especialidades en este punto son mínimas. 16. LAS RELACIONES EXTERNAS La sociedad en comandita, como la colectiva, gira en el tráfico bajo una denominación subjetiva o razón social. Pero así como la razón social de las colectivas puede formarse con el nombre de todos los socios, la de la comanditaria no puede incluir el nombre de los comanditarios (art. 147 C. de C.). La denominación se forma exclusivamente con el «nombre de todos los socios colectivos, de alguno de ellos o de uno solo, debiendo añadirse en estos dos últimos casos, al nombre o nombres que se expresen, las palabras «y compañía», y en todas las demás de “sociedad en comandita”» (arts. 146 C. de C. y 365 RRM). El comanditario que contraviniendo la prohibición legal incluya o tolere la inclusión de su nombre en la razón social «quedará sujeto, respecto a las personas extrañas a la compañía, a las mismas responsabilidades que los gestores, sin adquirir más derechos que los correspondientes a su calidad de comanditario» (art. 147 C. de C.). La ratio de esta regla es la misma que la consagrada para la colectiva en el artículo 126.III del

Código de Comercio.

Como en la sociedad colectiva, la facultad de representación implica la de usar la firma social y corresponde, en principio, a todos los socios gestores. Como los comanditarios carecen de las facultades de gestión y representación, tienen también vedado el uso de la firma. La sociedad en comandita y sus socios colectivos están sujetos al régimen de responsabilidad que estudiamos para las sociedades colectivas (art. 148.I C. de C.). La especialidad comanditaria reside en la limitación de responsabilidad de los socios comanditarios. El Código establece que la responsabilidad de esta clase de socios queda limitada «a los fondos que pusieren o se obligaran a poner en comandita» (art. 148 C. de C.). La responsabilidad no se limita por referencia a la suma de aportación, sino a la denominada suma de responsabilidad, aunque de ordinario coincide con el valor atribuido en el contrato a la aportación.

La responsabilidad del socio comanditario desaparece cuando realiza la aportación debida a la sociedad y ésta queda integrada en el patrimonio de la sociedad. Esto es tanto como decir que el socio comanditario queda liberado de su responsabilidad en la medida en que la aportación realizada cubra objetivamente el importe de la suma de responsabilidad. La responsabilidad del socio comanditario renace cuando la aportación se retira del patrimonio social y es restituida al socio. Esto es una consecuencia lógica de lo expuesto en el apartado anterior. La responsabilidad reaparece en el momento en que se restituyen las aportaciones (p. ej., en el caso de la separación del socio o de su exclusión, cuando éste recibe su cuota de liquidación).

Lección 18

Las sociedades de capital. Aspectos básicos Sumario: •





I. Introducción o 1. Las sociedades de capital. Caracterización general. Clases y régimen legal o 2. Sociedad anónima, sociedad de responsabilidad limitada y sociedad comanditaria por acciones: concepto y particularidades tipológicas ▪ A. Sociedad anónima ▪ B. Sociedad de responsabilidad limitada ▪ C. Sociedad comanditaria por acciones o 3. La sociedad anónima europea o 4. La sociedad nueva empresa II. Principios fundamentales o 5. El capital social o 6. La personalidad jurídica III. La sociedad unipersonal o 7. Concepto, función económica y clases o 8. Particularidades de régimen jurídico

I. INTRODUCCIÓN

1. LAS SOCIEDADES DE CAPITAL. CARACTERIZACIÓN GENERAL. CLASES Y RÉGIMEN LEGAL Con la expresión sociedades de capital se hace referencia a tres clases de sociedades mercantiles que, no obstante poseer en cada caso una identidad propia derivada de ciertas peculiaridades tipológicas y de régimen jurídico, responden todas ellas a una caracterización común frente a las denominadas sociedades personalistas o de personas. Todas son, en efecto, sociedades capitalistas, en el sentido de que en principio no interesan en ellas las condiciones personales de los socios, sino las aportaciones que éstos hagan a la sociedad, en función de las cuales se determina el grado de su participación en el capital social. La configuración legal de estas sociedades descansa básicamente, por ello, en la noción del capital social, en cuanto

reflejo estatutario de la suma de los valores nominales de la participación de cada socio en la sociedad y representativa de sus aportaciones; una noción que es distinta, como veremos, de la de patrimonio, entendido éste como el conjunto de derechos y obligaciones de contenido económico atribuibles en cada momento a la sociedad. Todas ellas, también, tienen su capital dividido en partes alícuotas que atribuyen a su titular la condición de socio y que, según la clase de sociedad de que se trate, reciben una determinada denominación –acciones o participaciones sociales–, tienen o no la consideración legal de valores «mobiliarios» o «negociables» y están sometidas a un diferente régimen de transmisibilidad. Asimismo, todas son sociedades de responsabilidad limitada, en el sentido de que el socio se obliga a aportar el importe de las partes alícuotas del capital social que le correspondan, pero sin asumir ninguna responsabilidad personal por las deudas sociales (excepto en el caso de los socios administradores de la sociedad comanditaria por acciones, al que posteriormente nos referiremos). En consecuencia, los acreedores de la sociedad no pueden dirigirse contra los socios y, salvo en el caso indicado, sólo pueden contar con el patrimonio de la propia sociedad para la satisfacción de sus créditos. De este modo, la responsabilidad limitada permite que los socios que invierten en la sociedad no arriesguen más que el importe de sus aportaciones o, en su caso, el que hubieran satisfecho al adquirir su participación en ella a otro socio. Además, la responsabilidad limitada es un presupuesto esencial de la transmisibilidad de las acciones y participaciones, que pueden circular como bienes fungibles desvinculados de la capacidad patrimonial de sus sucesivos titulares, a la vez que facilita la concentración de las facultades de gestión en el órgano de administración, como es característico de las sociedades de capital. Y, en fin, se trata de sociedades mercantiles cualquiera que sea el objeto al que se dediquen, conforme al criterio acogido por el legislador de la mercantilidad por razón de la forma. Ello comporta su sometimiento al conjunto de obligaciones y deberes que integran el estatuto jurídico del empresario e impide que puedan existir sociedades civiles con cualquiera de las formas de sociedades de capital.

Las tres clases de sociedades de capital son la sociedad anónima (incluida la sociedad anónima europea), la sociedad de responsabilidad limitada (con su variante denominada sociedad nueva empresa) y la sociedad comanditaria por acciones. Hasta época reciente la regulación legal de la sociedad anónima estaba sustancialmente contenida en el Texto refundido de la Ley de Sociedades Anónimas, aprobado por el Real Decreto Legislativo de 22 de diciembre de 1989. Por su parte, la regulación de la sociedad de responsabilidad limitada estaba contenida en la Ley de Sociedades de Responsabilidad Limitada, de 23 de marzo de 1995, mientras que la disciplina legal de la sociedad comanditaria por acciones se comprendía en los artículos 151 a 157 del Código de Comercio. Pero todas estas disposiciones fueron sustituidas por el Texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital, aprobado por Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio (LSC), que las ha integrado en un único cuerpo legal regulador de esta clase de sociedades y que entró en vigor el día 1 de septiembre de 2010. Se ha de señalar, no obstante, que el régimen legal básico aplicable a las sociedades de capital no se contiene exclusivamente en la referida Ley de Sociedades de Capital, sino que ha de ser completado con el que para las modificaciones estructurales (transformación, fusión, escisión y cesión global de activo y pasivo) y el traslado internacional del domicilio social se establece en la Ley 3/2009 sobre Modificaciones Estructurales de las Sociedades Mercantiles, que es de aplicación a todas las sociedades mercantiles. Por otra parte, a ese régimen legal básico de las sociedades de capital ha de añadirse el que con cierta frecuencia viene dispuesto por una abundante legislación especial singularmente referida, aunque no de modo exclusivo, a la sociedad anónima y a la que la propia Ley de Sociedades de Capital (art. 3.1) reconoce prioridad de aplicación, al establecer que «las sociedades de capital, en cuanto no se rijan por disposición legal que les sea específicamente aplicable, quedarán sometidas a los preceptos de esta ley». De este modo, en cuanto se refiere en particular a las sociedades anónimas, para conocer con mayor detalle su marco jurídico se ha de tener en cuenta la existencia de muchas otras disposiciones normativas de carácter sectorial que se ocupan de tipos concretos de esta clase de sociedades (sociedades anónimas de seguros, bancos, sociedades anónimas deportivas, sociedades

de inversión colectiva, sociedades de capital-riesgo, etc.) y que las someten, por la índole específica de su actividad o por operar en mercados intensamente regulados, a determinadas especialidades de régimen jurídico más o menos sustantivas respecto del régimen general, al que en todo caso quedan sometidas de forma supletoria. 2. SOCIEDAD ANÓNIMA, SOCIEDAD DE RESPONSABILIDAD LIMITADA Y SOCIEDAD COMANDITARIA POR ACCIONES: CONCEPTO Y PARTICULARIDADES TIPOLÓGICAS A. Sociedad anónima Históricamente, la sociedad anónima ha sido el modelo de sociedad de capital con mayor presencia en la actividad económica, tanto por su especial aptitud para canalizar recursos hacia iniciativas empresariales de una cierta dimensión, como por su mayor tradición jurídica. Hasta la promulgación de la vigente Ley de Sociedades de Capital, la regulación de la sociedad anónima se contenía en el

Texto refundido de la Ley de Sociedades Anónimas de 1989.

Esta norma a su vez refundió la vieja

Ley de Sociedades

Anónimas de 1951 con la Ley 19/1989, de 25 de julio, que en esencia vino a trasponer al ordenamiento español las numerosas directivas aprobadas por la Unión Europea en materia de sociedades anónimas. Tras la referida reforma de 1989, y como consecuencia fundamentalmente de la exigencia de un capital social mínimo para la constitución de las sociedades anónimas (cuestión sobre la que volveremos), el grado de difusión práctica de este tipo social se ha visto notablemente disminuido y la sociedad de responsabilidad limitada se ha convertido en el modelo más utilizado en el tráfico. La sociedad anónima, con todo, se presenta como el modelo de sociedad predispuesto por el ordenamiento para atender a las peculiares exigencias organizativas y funcionales de las grandes empresas, entre las que continúa siendo el tipo social más empleado. En particular, la sociedad anónima es la forma característica de las sociedades cotizadas o bursátiles, que agrupan en su seno a grandes cantidades de accionistas y que por lo general comprenden a las empresas de mayor tamaño y relevancia económica. La propia Ley de Sociedades de Capital incluye numerosas especialidades de régimen para las «sociedades

anónimas cotizadas» (Título XIV) y las concibe como un tipo singular de sociedad anónima, en atención a sus particulares características organizativas y funcionales. Pero esto no quiere decir, sin embargo, que en nuestro sistema la sociedad anónima no pueda ser empleada para el desarrollo de cualquier otro tipo de actividad empresarial, ya que la flexibilidad y ductilidad de gran parte de su régimen jurídico la convierten en un tipo societario de gran polivalencia, que se adapta por igual a las sociedades de pocos socios (incluso uno solo, cuando se trata de una sociedad anónima unipersonal) o de reducida trascendencia económica. Aunque de forma incompleta o insuficiente, el propio legislador proporciona la definición de esta sociedad al decir que «en la sociedad anónima el capital, que estará dividido en acciones, se integrará por las aportaciones de todos los socios, quienes no responderán personalmente de las deudas sociales» ( art. 1.3LSC). Como sociedad de capital, pues, participa de la caracterización común a todas las de esta categoría, que anteriormente ha sido descrita: sociedad capitalista, con su capital dividido en partes alícuotas, de responsabilidad limitada y de naturaleza mercantil. Pero además, posee una peculiaridad tipológica consistente en que esa división del capital en partes alícuotas se materializa en las acciones, que son susceptibles de representación «por medio de títulos o por medio de anotaciones en cuenta» ( art. 92.1LSC), que en principio son libremente transmisibles (lo que explica la habitual caracterización de la anónima como una sociedad abierta) y que tienen la consideración legal de valores mobiliarios ( art. 92.1LSC) o valores negociables, lo que las diferencia de forma significativa –como veremos– de las participaciones de la sociedad de responsabilidad limitada. Esto explica la especial aptitud de la sociedad anónima para agrupar cantidades ingentes de recursos de una multitud de inversores, pues la consideración de las acciones como valores mobiliarios junto a la ausencia de responsabilidad de los accionistas por las deudas sociales la convierten en el tipo idóneo para operar y financiarse a través de los mercados de valores. Así ocurre en particular cuando las acciones sean admitidas a negociación en un mercado secundario oficial de valores, como sería el caso de las Bolsas de Valores, en cuyo caso la sociedad tendría la consideración legal de sociedad cotizada (

art.495.1LSC) y

quedaría sometida al régimen especial previsto para estas sociedades. B. Sociedad de responsabilidad limitada A diferencia de la sociedad anónima, cuyos orígenes se sitúan por la doctrina en las compañías coloniales del siglo XVII, la sociedad de responsabilidad limitada surge en la segunda mitad del siglo XIX como una forma social esencialmente orientada a proporcionar a las empresas de pequeña o mediana dimensión económica un modelo societario alternativo al de aquélla, en el que con una mayor simplicidad y flexibilidad organizativa se mantuviera inalterado el principio de la responsabilidad limitada de los socios. Sin embargo, esta forma social no obtuvo carta de naturaleza en nuestro ordenamiento hasta la promulgación de la Ley de 17 de julio de 1953, posteriormente sustituida por la Ley de 23 de marzo de 1995, que con diversas modificaciones se ha mantenido vigente hasta la integración de su contenido en el Texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital anteriormente mencionado. También de forma incompleta o insuficiente, la Ley pretende proporcionar un concepto de esta sociedad cuando establece que «en la sociedad de responsabilidad limitada, el capital, que estará dividido en participaciones sociales, se integrará por las aportaciones de todos los socios, quienes no responderán personalmente de las deudas sociales» ( art. 1.2LSC). Se trata, pues, de una forma social que igualmente participa de las características comunes a todas las sociedades de capital ya mencionadas. No obstante, se ha de señalar que en su configuración legal se advierte una mayor consideración de la figura del socio, que se manifiesta en la presencia o influencia de algunas reglas o principios característicos de las sociedades personalistas y que permite situar a la sociedad limitada en una cierta posición intermedia entre éstas y la sociedad anónima, como prototipo de sociedad capitalista. Reflejo de esta ubicación es la exigencia de que su capital esté dividido en partes alícuotas, denominadas participaciones sociales, que no tienen la condición de valores mobiliarios y que –como también dice la Ley– «no podrán estar representadas por medio de títulos o de anotaciones en cuenta, ni denominarse acciones, y en ningún caso tendrán el carácter de valores» (

art. 92.2LSC). Las participaciones carecen

así, a diferencia de las acciones, de la aptitud necesaria para ser objeto de negociación en los mercados de valores, lo que permite añadir a la caracterización de la sociedad limitada su menor capacidad para recurrir al ahorro colectivo como medio directo de financiación. Así lo evidencian, por ejemplo, las mayores limitaciones de esta sociedad para emitir –o garantizar- obligaciones u otros valores que reconozcan o creen una deuda ( 401.2LSC).

art.

Al decir de la Exposición de Motivos de la Ley de 23 de marzo de 1995, la regulación de este tipo social ahora incorporada al Texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital descansa o se inspira en tres postulados generales: el carácter mixto o híbrido de la sociedad limitada, su configuración como una sociedad esencialmente cerrada y la flexibilidad de su régimen jurídico. El primero de ellos se traduce en el propósito de construir un modelo societario en el que convivan con el equilibrio conveniente elementos característicos de las sociedades de capital y de las personalistas. De este modo, la relevancia del capital y el principio de no responsabilidad personal de los socios por las deudas sociales que singularizan a las primeras no impiden la adecuada consideración de la condición personal de los socios y su particular entendimiento del modo de participar en la vida social conforme a las circunstancias concurrentes en cada caso. El segundo de esos postulados se manifiesta esencialmente en la necesaria existencia, ya sea por vía estatutaria ya mediante la aplicación supletoria de las previsiones legales en la materia, de un régimen restrictivo para la transmisión o circulación de las participaciones sociales (

arts.

107 a 112LSC). Y, finalmente, la flexibilidad del régimen jurídico propio de este tipo social, que contrasta con el mayor grado de imperatividad de la disciplina de la sociedad anónima y que se relaciona sin duda con el carácter híbrido ya mencionado, se evidencia en la configuración preferentemente dispositiva de sus normas reguladoras. Esa flexibilidad implica la atribución de un particular protagonismo a la autonomía de la voluntad de los socios, a quienes mediante el instrumento de la autorregulación estatutaria se les proporciona un amplio margen de ordenación de sus relaciones entre ellos y con la sociedad, para facilitarles la construcción de la organización social más adecuada a sus necesidades.

Ciertamente, con esta regulación no ha quedado plenamente resuelta la cuestión tipológica que suscita la convivencia en nuestro ordenamiento de dos modelos societarios próximos en su configuración, como son la sociedad anónima y la limitada. En concreto, la realidad práctica evidencia un vasto campo en el que ambas formas societarias se solapan abiertamente y son usadas por los operadores de manera indistinta. La sociedad anónima, lo hemos visto, es la forma característica de las sociedades cotizadas, por ser la única (junto a la sociedad comanditaria por acciones, aunque la relevancia práctica de ésta es nula) cuyo capital se divide en valores –las acciones– susceptibles de ser negociados en los mercados de valores. La sociedad limitada, por su parte, es la forma característica de las empresas de dimensiones económicas más reducidas y, en particular, de aquellas que no alcanzan el capital social mínimo exigido para la sociedad anónima (60.000 euros). Pero entre ambos extremos, las empresas pueden decantarse tanto por la sociedad anónima como por la sociedad limitada, sin que la opción por una u otra –remitida a la libre decisión de los socios– comporte en términos generales diferencias organizativas o de funcionamiento particularmente significativas. Como destaca la Exposición de Motivos del Texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital, en la realidad económica se produce «una superposición de formas sociales, en el sentido de que para unas mismas necesidades –las que son específicas de las sociedades cerradas– se ofrece a la elección de los particulares dos formas sociales diferentes, concebidas con distinto grado de imperatividad, sin que el sentido de esa dualidad pueda apreciarse siempre con claridad». De ahí que la principal distinción práctica entre las formas societarias y la que mayores diferencias de régimen comporta sea, no tanto la relativa a la sociedad anónima y a la sociedad limitada, sino la que contrapone a las sociedades cerradas (sean anónimas o limitadas) y a las sociedades cotizadas, por los distintos problemas jurídicos y necesidades de ordenación que suscitan unas y otras. C. Sociedad comanditaria por acciones Regulada con anterioridad en el

Código de Comercio (arts. 151

y ss.), su régimen jurídico se halla actualmente integrado en la Ley de Sociedades de Capital, cuyo artículo 3.2 establece que «las sociedades comanditarias por acciones se regirán por las normas específicamente aplicables a este tipo social y, en lo que no esté en ellos previsto, por lo establecido en esta ley para las sociedades

anónimas». Esta previsión legal es plenamente coherente con la naturaleza y características de esta forma social, pues en realidad, y en contra de lo que parece sugerir su propia denominación, esta sociedad no se concibe legalmente como una clase o modalidad de la sociedad comanditaria, perteneciente como tal a la categoría de las sociedades personalistas. El legislador, en efecto, la considera más bien como una sociedad anónima especial que, con independencia de alguna peculiaridad menor (por ej., en materia de denominación: art. 6.3LSC), solamente se distingue de la anónima ordinaria –como veremos– por el peculiar estatuto jurídico al que quedan sometidos sus administradores. Por esta razón, la Ley de Sociedades de Capital, al definir esta forma de sociedad, nos dice que «en la sociedad comanditaria por acciones, el capital, que estará dividido en acciones, se integrará por las aportaciones de todos los socios, uno de los cuales, al menos, responderá personalmente de las deudas sociales como socio colectivo» (art. 1.4). Ciertamente, este último inciso podría inducir erróneamente al entendimiento de que en estas sociedades existen, como en las comanditarias simples, dos clases de socios, unos comanditarios y otros colectivos, sometidos como tales a un estatuto o régimen distinto. Pero en realidad la exigencia legal de que alguno de los socios responda como un socio colectivo no obedece a su incardinación en la categoría de las sociedades personalistas como una suerte de comanditaria simple especial, sino que se relaciona directamente con la peculiar configuración del régimen de administración de la sociedad. En la sociedad comanditaria por acciones la Ley exige, como hemos visto, que la totalidad del capital esté dividido en acciones y, en consecuencia, todos los socios tienen la condición de accionistas. Pero en el caso de aquellos socios que accedan al órgano de administración, y en atención exclusivamente a su designación como administradores, se les atribuye la condición legal de socios colectivos, lo que se traduce básicamente –de acuerdo con el régimen de responsabilidad general de estos socios dentro de la sociedad colectiva y comanditaria simple– en la asunción de una responsabilidad personal e ilimitada por las deudas sociales. No se trata, por tanto, de que existan unos socios colectivos con capacidad exclusiva para ejercer la administración social, sino de que los administradores, por el simple hecho de desempeñar el cargo y mientras lo ocupan, quedan sometidos a un régimen de responsabilidad más severo que el resto de los

accionistas, los cuales responden solamente –como en cualquier sociedad anónima– hasta el importe de la aportación realizada o comprometida. Así se deduce con claridad de lo establecido en el artículo 252 de la Ley de Sociedades de Capital, que es el precepto que formula la especialidad característica de este tipo social. Al mismo tiempo, y a cambio de este agravamiento de la responsabilidad, los administradores de la sociedad comanditaria por acciones disfrutan de unas facultades y poderes mucho más extensos que los de una sociedad anónima (v. art. 294LSC, que les atribuye un derecho de veto sobre varias y relevantes decisiones sociales), así como una mayor estabilidad en el cargo ( 252.2LSC).

art.

3. LA SOCIEDAD ANÓNIMA EUROPEA Muchos aspectos sustanciales de la ordenación jurídica de las sociedades anónimas han sido objeto de armonización en los distintos Estados de la Unión Europea, por medio de la incorporación a sus ordenamientos internos de las numerosas directivas sobre sociedades. Pero a pesar de ello, la persistencia de legislaciones nacionales diferenciadas se ha erigido tradicionalmente en un obstáculo a la actuación de las empresas que desarrollan su actividad en el conjunto del mercado comunitario. Con el fin de evitar estos problemas, y después de un largo proceso de elaboración, se promulgó por la Unión Europea el Reglamento número 2157/2001, de 8 de octubre, por el que se aprueba el estatuto de la sociedad anónima europea, completado con la Directiva 2001/86, de 8 de octubre, en lo que se refiere a la implicación de los trabajadores. Y en nuestro ordenamiento, las normas requeridas para completar y desarrollar esta regulación se contienen en el la

título XIII (art. 455 a 494) de

Ley de Sociedades de Capital y en la

de octubre (modificada por la transpuso la citada directiva.

Ley 31/2006, de 18

Ley 3/2009, de 3 de abril), que

La sociedad anónima europea (SE) se concibe legalmente como una genuina sociedad anónima, con todos los caracteres que definen a ésta dentro del sistema de las sociedades de capital

(división del capital en acciones, responsabilidad limitada de los accionistas, etc.), pero creada y regida por el propio Derecho comunitario. Con todo, la sociedad está obligada a registrarse y domiciliarse en un Estado miembro, cuyo ordenamiento interno se declara de aplicación supletoria en relación con aquellas materias que no estén reguladas en el Reglamento o –cuando éste lo autorice de modo expreso– en los estatutos de la sociedad (art. 9 del Reglamento y art. 455LSC). No existe, por tanto, un régimen jurídico unitario y completo que se aplique por igual a todas las sociedades anónimas europeas, pues ese régimen se integra tanto con normas de naturaleza comunitaria –las contenidas en el Reglamento y las que puedan ser adoptadas para su desarrollo– como con las normativas nacionales de los distintos Estados miembros, que serán de aplicación en numerosas materias (acciones y obligaciones, disciplina y modificaciones del capital, etc.). Dada la finalidad a que responde, la sociedad anónima europea sólo puede constituirse por empresas que no limiten su actividad al territorio de un Estado miembro y que operen en distintos mercados europeos. Esto se trasluce claramente en los diversos procedimientos previstos para la constitución de la sociedad, que se vinculan de una u otra forma a la existencia de ese elemento transnacional (constitución de la sociedad mediante fusión, cuando las sociedades participantes estén sujetas al ordenamiento de Estados miembros diferentes; constitución de una sociedad europea holding o filial, por sociedades de distintos países o por una que tenga filiales en otro Estado miembro; transformación en sociedad europea por una sociedad con una filial sujeta al ordenamiento de otro Estado). 4. LA SOCIEDAD NUEVA EMPRESA Con el propósito de configurar, dentro del marco tipológico de la sociedad limitada, una subespecie societaria que por la mayor singularidad de su régimen sustantivo y más ágiles trámites en su proceso constitutivo pudiera servir para estimular la creación de pequeñas y medianas empresas y, consiguientemente, para fomentar por esta vía el desarrollo de actividades productivas y la generación de empleo, la Ley 7/2003, de 1 de abril, adicionó a la entonces vigente Ley de Sociedades de Responsabilidad Limitada un nuevo capítulo destinado a regular la

denominada sociedad nueva empresa. En la actualidad, esta disciplina se contiene esencialmente en el 454) de la

título XII (arts. 434 a

Ley de Sociedades de Capital.

No se trata en este caso de un nuevo tipo social que haya de sumarse a las formas que «por regla general» (art. 122 C. de C.) pueden adoptar las sociedades mercantiles. Se trata, simplemente, de una variante o modalidad singular del tipo sociedad de responsabilidad limitada (como «especialidad» la califica el art. 434.1LSC), caracterizada por la introducción –en ocasiones, con una defectuosa técnica legislativa– de ciertas particularidades en su régimen jurídico general, relativas no sólo a aspectos relacionados con la constitución de la sociedad, sino también con su régimen de funcionamiento. En lo que se refiere a las primeras, esto es, a las particularidades en materia de constitución, se mantienen las exigencias de escritura pública como forma del negocio constitutivo y de la inscripción registral para la adquisición de la personalidad jurídica correspondiente al tipo social elegido (en este caso, la sociedad limitada), que son propias de todas las sociedades de capital ( arts. 20y 33LSC). Sin embargo, con el fin de simplificar y abreviar el proceso constitutivo, la Ley de Sociedades de Capital prevé que los trámites necesarios para el otorgamiento e inscripción de la escritura pueden «realizarse a través de técnicas electrónicas, informáticas y telemáticas», mediante un sistema en el que se confía un singular protagonismo al notario autorizante de la escritura (arts. 439 a 442). Por lo demás, la sociedad nueva empresa también ofrece otras muchas particularidades en cuanto a su régimen constitutivo, que ilustran la voluntad del legislador de reservar este tipo social a las empresas de menor tamaño y complejidad. Así, entre otras que cabría mencionar, se exige que los socios sean personas físicas y se limita a cinco el número máximo de los fundadores (número que podrá superarse posteriormente mediante transmisión de las participaciones) (art. 437); se fija un capital máximo no superior a 120.000 euros y un capital mínimo no inferior a 3.000 euros, cuyo desembolso sólo podrá ser realizado mediante aportaciones

dinerarias ( art. 443LSC); se impone un modo específico de formar la denominación social que inicialmente adopte la sociedad ( art. 435.1LSC); y se admite una configuración estatutaria para el objeto social integrada por una o varias actividades legalmente descritas en términos muy genéricos, sin perjuicio de la posibilidad de incluir en él cualquier otra actividad singular distinta, con la finalidad de facilitar el desarrollo de las más diversas actividades económicas sin tener que modificar los estatutos. Respecto de las particularidades relativas al funcionamiento de la sociedad, se explican también por el propósito de flexibilizar y simplificar determinadas reglas previstas para las sociedades limitadas o para el conjunto de las sociedades de capital. A modo de ejemplo, se amplían y liberalizan las formas de convocatoria de la junta general ( art. 446LSC), se prescinde de la exigencia de incluir en los estatutos el plazo de duración del cargo de administrador (

art. 448.3LSC) y se suprime la exigencia de

llevanza del libro-registro de socios ( arts. 104.1 y 445.1LSC). Y se incluyen también otras muchas especialidades en cuestiones como transmisión de las participaciones, estructura y composición del órgano de administración, modificaciones estatutarias y disolución de la sociedad, siempre con el fin de servir a los referidos objetivos perseguidos por el legislador. Por lo demás, estas particularidades de orden sustantivo se complementan con ciertos beneficios de carácter fiscal durante los primeros años de vida de estas sociedades (disp. adic. sexta LSC). Debe destacarse, en todo caso, que la sociedad nueva empresa ha encontrado un uso muy limitado en nuestra práctica societaria, probablemente por la propia sencillez y flexibilidad que ofrece ya el régimen de la sociedad limitada de la que procede. II. PRINCIPIOS FUNDAMENTALES

5. EL CAPITAL SOCIAL La ordenación jurídica de las sociedades de capital –hemos tenido ya ocasión de destacarlo– descansa en gran medida sobre la noción del capital social. Todas ellas han de constituirse con una cifra de capital que, en principio, puede ser fijada libremente por los socios (aunque respetando en todo caso el mínimo exigido por la

Ley para las distintas clases de sociedad, como veremos), y que ha de recogerse necesariamente en los estatutos de la sociedad [art. 23. d) LSC]. El capital social, que representa la suma de los valores nominales de las acciones o participaciones sociales en que está dividido, despliega un importante papel de orden jurídico y organizativo en el funcionamiento de la sociedad. Entre otras cosas, la participación de los socios en el capital social, que resultará del número de acciones o participaciones sociales poseídas y del valor nominal de éstas, es la medida normalmente empleada, salvo excepciones legalmente permitidas, para la determinación de sus respectivos derechos en el seno de la sociedad. Pero además, el capital también desempeña una importante función de garantía de los acreedores sociales, que se presenta en cierta forma como una contrapartida por la limitación de responsabilidad de los socios; y es que el legislador procura por medio de una serie de medidas –que veremos– que la cifra del capital cuente en todo momento con una cobertura patrimonial adecuada, lo que explica que aquélla cumpla una importante función de retención de bienes y activos dentro de la sociedad. El capital social no debe confundirse con el patrimonio. Mientras que el capital es una categoría jurídica que alude a esta cifra fija y convencional recogida en los estatutos, suma de los valores nominales de las acciones o participaciones sociales en que se divide, la noción de patrimonio se refiere al conjunto de bienes, derechos y obligaciones de contenido económico que pertenecen a la sociedad en cada momento. La cifra del capital tiene así un carácter estable y constante, y sólo mediante un acuerdo formal de la sociedad de aumento o de reducción de esa cifra –adoptado de acuerdo con el procedimiento exigido para la modificación de estatutos– puede ser incrementado o reducido el capital. El patrimonio, en cambio, como concepto eminentemente económico que alude a los bienes y obligaciones de los que en un momento dado es titular una persona, oscila permanentemente en función de los resultados de la actividad social, porque las vicisitudes de ésta tienen lógicamente una incidencia directa y permanente sobre la situación patrimonial de la sociedad. De ahí que la relación entre el capital y el patrimonio sea normalmente reveladora del estado económico en que se encuentra una sociedad: a medida que el valor del patrimonio rebase la cifra del capital, la situación será más sólida, mientras que lo contrario significará que las pérdidas han ido absorbiendo los fondos aportados por los socios en concepto de

capital. Esto explica que capital y patrimonio suelan coincidir en el momento de constitución de la sociedad, cuando ésta no cuenta más que con las aportaciones realizadas –o comprometidas– por los socios, pero que dicha equivalencia desaparezca con el comienzo de la actividad social, pues el patrimonio irá oscilando en función de los resultados positivos o negativos de los distintos actos y operaciones que se vayan realizando. La Ley obliga a las sociedades de capital a tener un capital mínimo. Éste no puede ser inferior a 60.000 euros en el caso de la sociedad anónima ( art. 4.3LSC) y, por extensión, de la sociedad comanditaria por acciones. Y en la sociedad de responsabilidad limitada la regla es que no puede ser inferior a 3.000 euros ( arts. 4.1 y 443.1LSC), aunque con la excepción de las sociedades limitadas «en régimen de formación sucesiva», que pueden constituirse con una cifra de capital inferior (pero que quedan sujetas a un conjunto de restricciones en materia esencialmente de dividendos o de retribuciones a socios o administradores mientras no alcancen el referido capital mínimo, según resulta de los arts. 4.2 y 4bis LSC). La exigencia de un capital mínimo elevado para la sociedad anónima se presenta como un elemento de ordenación de los diversos tipos sociales dentro del sistema general del Derecho de sociedades, que sirve para excluir a las actividades empresariales de menores dimensiones del ámbito jurídico de la sociedad anónima y para reconducirlas hacia otras formas sociales alternativas que el legislador ha predispuesto para atender a las necesidades específicas de este tipo de empresas, como es el caso en particular de la sociedad de responsabilidad limitada. Pero no es función del capital mínimo, sin embargo, garantizar la constitución de un patrimonio suficiente para el desarrollo del objeto social, pues la Ley no exige en ningún caso que el capital sea adecuado o suficiente en atención al nivel de riesgo de las actividades económicas que la sociedad pretenda acometer. De ahí que en la práctica sean frecuentes las sociedades «infracapitalizadas», ya sea por carecer de fondos suficientes para el desarrollo de su objeto social («infracapitalización material»), ya sea por disponer de medios financieros aportados por los socios pero a título de crédito y no de capital propio («infracapitalización nominal»).

Por lo demás, hay que destacar que el establecimiento por la Ley de una cifra de capital mínimo tiene en el caso de la sociedad anónima simplemente el carácter de regla general, pues existen numerosas sociedades anónimas especiales que quedan sometidas –de acuerdo con su normativa propia– a la exigencia de capitales mínimos notablemente superiores (bancos, sociedades de seguros, sociedades de capital riesgo, etc.). En estos casos, y a diferencia del régimen general, la elevación del capital mínimo sí que busca garantizar en gran medida la existencia de una dotación patrimonial mínima o suficiente en este tipo de sociedades, en atención a las peculiares características de las actividades empresariales que desarrollan. 6. LA PERSONALIDAD JURÍDICA Las sociedades de capital –como todas las demás sociedades– dan nacimiento a una persona jurídica, con capacidad para mantener sus propias relaciones jurídicas y para operar como sujeto de derecho. La sociedad se constituye mediante escritura pública, que deberá inscribirse en el Registro Mercantil (

art. 20

LSC), y

con esta inscripción –como establece el art. 33LSC– «adquirirá la personalidad jurídica que corresponda al tipo social elegido» (sociedad anónima, de responsabilidad limitada, etc.). Pero como veremos más adelante, antes de la inscripción existe ya una sociedad personificada, al reconocer la Ley la aptitud de la sociedad en formación y hasta de la sociedad no inscrita (sociedad devenida irregular) para mantener relaciones externas o con terceros plenamente válidas. De ahí que deba entenderse que la inscripción en el Registro Mercantil determina el nacimiento, no de la sociedad, sino el de una genuina o verdadera sociedad anónima, de responsabilidad limitada o comanditaria por acciones, con todos los rasgos y elementos que en cada caso las definen y, por tanto, con «la personalidad jurídica que corresponda al tipo social elegido», como dice la Ley. La personificación jurídica de las sociedades de capital, y la consiguiente imputación a ellas de las relaciones jurídicas que se generen con ocasión del desarrollo de las actividades propias de su objeto social, determina que tengan atribuida en nuestro ordenamiento la consideración legal de empresarios y que queden sometidas, por tanto, al conjunto de deberes y obligaciones que conforman el estatuto jurídico de éste. Y es que, como ya hemos

indicado, todas las sociedades de capital, cualquiera que sea el objeto al que se dediquen –industrial, comercial, cultural, etc.– tienen carácter mercantil ( art. 2LSC), lo que implica que no pueda haber sociedades civiles con forma de sociedad de capital. Un atributo inherente a la personalidad jurídica consiste en la necesidad de la sociedad de capital de operar bajo su propio nombre o denominación. Esta denominación social, que en principio es de libre elección por los socios (en el momento fundacional o por medio de una modificación posterior), puede consistir por regla tanto en una denominación subjetiva o razón social, cuando se forme con uno o varios nombres de socios actuales o antiguos, como en una denominación objetiva, cuando consista en un nombre de mera fantasía o alusivo a la actividad económica de la sociedad. La Ley de Sociedades de Capital exige, no obstante, que en la denominación figuren necesariamente en cada caso las indicaciones «sociedad anónima» o su abreviatura «SA», «sociedad de responsabilidad limitada», «sociedad limitada» o sus abreviaturas «SRL» o «SL», y «sociedad comanditaria por acciones» o su abreviatura «S. Com. por A.» (art. 6), a la vez que prohíbe la adopción de una denominación idéntica a la de otra preexistente y autoriza el establecimiento por vía reglamentaria de ulteriores requisitos para la composición de la denominación social (art. 7). Al amparo de esta habilitación legal, el régimen de la denominación social se completa con las previsiones generales del Reglamento del Registro Mercantil (arts. 407 y 408) que, además de precisar las circunstancias que implican una identidad entre denominaciones, incluye otra serie de reglas generales sobre la posible conformación de éstas (por ej., prohibición de denominaciones que induzcan a error o confusión sobre la identidad o naturaleza de la sociedad o que hagan referencia a una actividad que no esté incluida en el objeto social). También como cualquier otra persona jurídica, las sociedades de capital tienen una nacionalidad y un domicilio, que pueden ser, y de hecho suelen serlo, diferentes de los de sus socios. La Ley de Sociedades de Capital dispone que son españolas y se regirán por dicha Ley todas las sociedades de capital que tengan su domicilio en territorio español, cualquiera que sea el lugar en el que se hubieran constituido (art. 8); pero además, esta regla se completa con la obligación impuesta a las sociedades de capital de fijar su domicilio en territorio español cuando tengan en él su principal

establecimiento o explotación (art. 9.2), con el fin de que el domicilio coincida con el territorio en que la sociedad desarrolla de forma efectiva su actividad empresarial (criterio de la sede real). Para el legislador, pues, las sociedades de capital que tengan su principal establecimiento o explotación en España han de fijar su domicilio en territorio español y constituirse de acuerdo con la ley nacional, ostentando así la nacionalidad española. Con todo, debe tenerse en cuenta que este esquematismo legal ha de ceder en el ámbito comunitario ante el principio de libertad de establecimiento y de libre prestación de servicios, que obliga a los Estados miembros a reconocer a las sociedades constituidas válidamente con arreglo a un Derecho extranjero aunque desarrollen su actividad efectiva en territorio propio (como han declarado, entre otras, las SSTJCE de 9 de marzo de 1999, de 5 de noviembre de 2002, de 30 de septiembre de 2003, de 16 de diciembre de 2008, de 12 de julio de 2012 y de 25 de octubre de 2017). Y si a ello se añade que la Ley 3/2009, sobre Modificaciones Estructurales de las Sociedades Mercantiles, regula tanto el traslado al extranjero de las sociedades mercantiles españolas como el traslado a nuestro territorio del domicilio de las sociedades extranjeras (arts. 92 y ss.), se podrá advertir cómo la «movilidad societaria» que –en los términos de su preámbulo– se pretende facilitar de este modo ha venido también a alterar significativamente los elementos de conexión empleados por la normativa de la Ley de Sociedades de Capital. Además, y en lo que hace a los criterios que presiden la fijación del domicilio social dentro del territorio español, esa fijación ha de establecerse en el lugar en que la sociedad tenga su centro efectivo de administración y dirección o su principal establecimiento o explotación económica ( art. 9.1LSC). Dada la trascendencia del domicilio en numerosos órdenes (civil, procesal, tributario y hasta societario, pues las juntas generales deben celebrarse por regla – salvo disposición contraria de los estatutos– en el término municipal en que la sociedad tenga su domicilio), el legislador quiere evitar su posible fijación en lugares desvinculados de la efectiva actividad jurídica o económica de la sociedad. Las sociedades de capital pueden disponer igualmente de una página web corporativa ( arts. 11bis y 11terLSC), a los efectos de difundir determinada información societaria (convocatoria de juntas, proyectos de fusión o escisión, etc.). Con carácter general se trata de una simple facultad, salvo en el caso de las

sociedades cotizadas (art. 11 bis.1 LSC), que legalmente están obligadas –y sobre ello volveremos– a disponer de una página web que además ha de tener un contenido determinado. III. LA SOCIEDAD UNIPERSONAL

7. CONCEPTO, FUNCIÓN ECONÓMICA Y CLASES Se denomina unipersonal a la sociedad que tiene un solo socio, bien porque desde su mismo origen la titularidad de todo el capital corresponde a una sola persona (sea el fundador único o un tercero posteriormente adquirente), bien porque teniendo varios socios (desde su constitución o con posterioridad a ella) una sola persona llega a adquirir la participación de todos y cada uno de ellos en el capital social. Tradicionalmente, la admisibilidad de las sociedades unipersonales fue discutida en nuestra jurisprudencia y en nuestra doctrina. En lo esencial, el debate se suscitaba porque, frente al dato empírico de su existencia en la práctica, se alzaba el obstáculo que representaban, de un lado, la exigencia legal de que concurrieran al menos dos personas para constituir una sociedad (incluso tres, en el caso de la anónima, hasta la reforma de 1995) y, de otro lado, la ausencia de un tratamiento normativo para la situación que se producía cuando, una vez constituida con pluralidad de socios, todo el capital de la sociedad era adquirido por una sola persona que, de este modo, se convertía en su único socio. Pero la adaptación de nuestro ordenamiento a las disposiciones de la 12.ª Directiva comunitaria (hoy sustituida por la Directiva 2009/102/CE, de 16 de septiembre de 2009), que tuvo lugar con ocasión de la promulgación de la Ley de Sociedades de Responsabilidad Limitada, puso fin a ese debate, al menos en lo que se refiere a las sociedades de capital unipersonales, dando carta de naturaleza en nuestro ordenamiento a las sociedades de capital de un solo socio, ya sean originaria o derivativamente unipersonales, y dotándolas de una regulación específica, que actualmente se contiene en los artículos 12 y siguientes de la

Ley de Sociedades de Capital.

De este modo, se ha venido a atender indirectamente una vieja aspiración de los empresarios individuales a poder ejercitar su actividad profesional con responsabilidad limitada frente a sus acreedores, ya que podrán lograrlo constituyendo por sí solos una

sociedad limitada o anónima y también desarrollando su actividad por medio de una sociedad de esta naturaleza de cuyas participaciones o acciones lleguen a ser los únicos titulares. Al propio tiempo, el otorgamiento de plena legitimidad a las sociedades de capital unipersonales, además de poner a disposición de la pequeña y mediana empresa individual un efectivo instrumento de limitación de responsabilidad, permite que puedan albergarse en él otras iniciativas de mayores dimensiones, como sería el caso en particular de los grupos societarios, «sirviendo así – como decía la Exposición de Motivos de la LSRL– a las exigencias de cualquier clase de empresas». Conforme a lo dispuesto en el artículo 12 de la Ley de Sociedades de Capital, se considera sociedad unipersonal «la constituida por un único socio, sea persona natural o jurídica», y también «la constituida por dos o más socios cuando todas las participaciones o las acciones hayan pasado a ser propiedad de un único socio». Resulta así que, en nuestro sistema, el dato identificador de la unipersonalidad de una sociedad de capital es la concentración de la titularidad de todas sus participaciones o acciones en una sola mano, siendo indiferente que esa concentración se produzca en el momento fundacional (unipersonalidad originaria) o durante la vida de la sociedad (unipersonalidad sobrevenida) e, incluso, que el socio único sea una persona natural o jurídica (aunque con alguna particularidad para la sociedad nueva empresa, como resulta de los ( arts. 437.1 y 438.1LSC). El legislador parece haber acogido puesun concepto formal de unipersonalidad, en el sentido de que la simple pluralidad de socios determina el carácter no unipersonal de la sociedad. 8. PARTICULARIDADES DE RÉGIMEN JURÍDICO Como se puede advertir, la unipersonalidad es una mera situación de hecho –por lo demás, no infrecuente en la práctica– en la que pueden hallarse las sociedades de capital. Por ello, no determina la existencia de un nuevo o específico tipo de sociedad de capital, sino que simplemente comporta ciertas particularidades de régimen jurídico para la sociedad en la que concurra esa situación, que conviven con su sometimiento a la disciplina general propia del tipo (sociedad anónima o de responsabilidad limitada) de que se trate.

En efecto, la sociedad unipersonal no tiene un régimen legal propio y diferenciado del establecido para las sociedades de capital (fundación, aportaciones, órganos, etc.). Lo que en realidad sucede es que, de un lado, esa disciplina general no resultará aplicable en determinados extremos por razón de la existencia de un solo socio (por ej. limitaciones a la transmisibilidad, reuniones de la junta general, etc.) y, de otro lado, se verá complementada con algunas previsiones legales específicamente previstas para esta concreta situación. Esas particularidades de régimen jurídico, que se contienen actualmente en el capítulo tercero del título I de la Ley de Sociedades de Capital, son las que reseñamos a continuación. Así, en primer término, las sociedades unipersonales se hallan sometidas a un peculiar sistema de publicidad, más amplio y puntual que el dispuesto con carácter general para las sociedades de capital. En este sentido, el artículo 13 de la Ley de Sociedades de Capital, además de reiterar el requisito general de que la sociedad se constituya en escritura pública que deberá ser inscrita en el Registro Mercantil ( art. 20LSC), exige: a) que consten de este mismo modo las situaciones de unipersonalidad sobrevenida, mediante la realización, con esa misma forma y publicidad, de una declaración de que una sola persona ha devenido propietaria de todas las participaciones sociales o acciones, exigencia ésta cuyo incumplimiento acarreará para el socio único la sanción prevista en el artículo 14 (salvo que se trate de sociedades unipersonales de capital público, conforme a lo dispuesto en el art. 17); b) que, tanto en el caso de unipersonalidad originaria como en el de unipersonalidad sobrevenida, se exprese en la inscripción registral la identidad del socio único; c) que también se hagan constar en escritura pública inscrita la pérdida de la unipersonalidad o el cambio de socio único; d) que mientras subsista la situación de unipersonalidad, la sociedad deje constancia de esta situación «en toda su documentación, correspondencia, notas de pedido y facturas, así como en todos los anuncios que haya de publicar por disposición legal o estatutaria» (exigencia no aplicable a las sociedades unipersonales de capital público, conforme a lo previsto en el art. 17).

Por otra parte, si bien la unipersonalidad no afecta a la subsistencia de la estructura orgánica propia del tipo social de que se trate, esta situación también comporta alguna particularidad en el funcionamiento de los órganos sociales. Así, en lo que se refiere a la junta general, se prevé que «el socio único ejercerá las competencias de la junta general» (

art. 15.1LSC), a través de

las oportunas decisiones que habrán de consignarse en acta ( art. 15.2LSC). Y así también, aunque en principio subsistan el ámbito competencial de la junta y todas las reglas de funcionamiento preordenadas al correcto ejercicio de su competencia (incluidas las que se refieren a la impugnación de los acuerdos sociales) o las relativas a la documentación, certificaciones y prueba de los acuerdos (ahora decisiones del socio único), la situación de unipersonalidad comporta lógicamente la inaplicación de las reglas que sean incompatibles con esa situación (reglas de convocatoria, constitución y votación, aprobación del acta, etc.). En cambio, la unipersonalidad no afecta a las exigencias legales relativas a la constancia en la escritura de constitución y estatutos sociales del nombramiento de los primeros administradores y de la estructura del órgano de administración ( arts. 22y 23LSC), ni en general a las reglas legales o reglamentarias aplicables al estatuto personal de los administradores o a la competencia, configuración y funcionamiento del referido órgano. En definitiva, pues, la administración social podrá confiarse a un órgano de composición pluripersonal o unipersonal sometido a las mismas reglas de funcionamiento que el órgano administrativo de una sociedad de capital con pluralidad de socios. Finalmente, son también merecedoras de consideración aquellas particularidades de régimen que responden a la lógica preocupación del legislador por el riesgo de los conflictos de interés inherentes al establecimiento de relaciones contractuales entre la sociedad y su socio único. De un lado, y como medida protectora del patrimonio social, se prevé que el socio único responderá frente a la sociedad de las ventajas que directa o indirectamente hubiera obtenido en perjuicio de ésta como consecuencia de los contratos que hubiera celebrado con ella, durante un plazo de dos años a contar desde la fecha de su celebración ( art. 16.3LSC, que sin embargo no es de aplicación –conforme a lo establecido en el art. 17– a las

sociedades unipersonales de capital público). De otro lado, con la finalidad cautelar de facilitar la prueba de estas relaciones contractuales, dificultar la manipulación de sus características y favorecer su transparencia en beneficio de los terceros, se exige también que los correspondientes contratos consten por escrito o en la forma documental propia de su naturaleza, que sean transcritos a un libro-registro de la sociedad y que en la memoria integrante de las cuentas anuales se haga referencia individualizada a ellos «con indicación de su naturaleza y condiciones» ( art. 16.1LSC). Ciertamente, si nos atenemos al criterio restrictivo predominante en la jurisprudencia y la doctrina acerca del efecto constitutivo de la forma en las relaciones contractuales, el incumplimiento de estas exigencias no afectará a la validez de los correspondientes contratos. Pero, en cambio, ese incumplimiento tendrá relevantes consecuencias en caso de concurso del socio único o de la sociedad, pues en este caso no serán oponibles a la masa aquellos contratos «que no hayan sido transcritos al libro-registro y no se hallen referenciados en la memoria anual o lo hayan sido en memoria no depositada con arreglo a la Ley» ( art. 16.2LSC, que, conforme a lo previsto en el art. 17, tampoco es aplicable a las sociedades de capital público).

Lección 19

La fundación de las sociedades de capital Sumario: •





I. La fundación o 1. Requisitos formales: la escritura pública y la inscripción en el registro mercantil o 2. Contenido de la escritura de constitución o 3. La sociedad en formación y la sociedad devenida irregular o 4. La nulidad de la sociedad II. Las aportaciones sociales o 5. Concepto, desembolso y clases de aportaciones o 6. Responsabilidad por la realidad y valoración de las aportaciones no dinerarias III. Las prestaciones accesorias o 7. Concepto y contenido o 8. Aspectos esenciales de su régimen jurídico

I. LA FUNDACIÓN

1. REQUISITOS FORMALES: LA ESCRITURA PÚBLICA Y LA INSCRIPCIÓN EN EL REGISTRO MERCANTIL La constitución de una sociedad de capital exige, como ya se ha indicado, el cumplimiento de unos requisitos formales imperativos, que son la escritura pública y la inscripción en el Registro Mercantil ( art. 20 LSC), sin los cuales no hay verdadera sociedad anónima, de responsabilidad limitada, comanditaria por acciones o, en su caso, sociedad nueva empresa. La escritura pública, que constituye el primer acto jurídico fundacional en toda clase de sociedades mercantiles, es también la forma solemne y necesaria del negocio constitutivo de las sociedades de capital, que, como dice el artículo 19.1 de la Ley de Sociedades de Capital «se constituyen por contrato entre dos o más personas» (contrato plurilateral o con varios socios fundadores) «o, en caso de sociedades unipersonales, por acto unilateral» (declaración de voluntad unilateral del fundador único). Por ello,

siendo un auténtico requisito de forma del negocio, el contrato de sociedad que no conste en escritura solamente podría valer como contrato preparatorio o compromiso preliminar de constituir aquella sociedad de capital a la que se refiera (anónima, etc.) o, en su caso, como sociedad de hecho. Y la escritura pública, una vez otorgada, ha de ser objeto de inscripción en el Registro Mercantil, que es el acto posterior que completa el proceso fundacional y que da nacimiento –como vimos– a una verdadera sociedad de capital con la personalidad jurídica que corresponda al tipo social elegido. En todo caso, una vez perfeccionado el proceso fundacional en escritura pública y antes de la inscripción registral, la Ley reconoce ya –como veremos– la aptitud de la organización así creada para actuar en el tráfico y para mantener relaciones jurídicas propias, ya sea durante el proceso normal de fundación (sociedad en formación), ya sea en caso de ausencia efectiva de inscripción (sociedad devenida irregular). Como se ha indicado, las sociedades de capital se constituyen mediante un contrato o acto unilateral. Pero además, el artículo 19.2 de la Ley de Sociedades de Capital establece que «las sociedades anónimas podrán constituirse también en forma sucesiva o por suscripción pública de acciones». En ambos casos, no obstante, el negocio constitutivo requiere, conforme al artículo 20, el otorgamiento de escritura pública que posteriormente deberá inscribirse en el Registro Mercantil. Esta singularidad legalmente prevista sólo para la sociedad anónima permite identificar en nuestro ordenamiento la existencia de un doble procedimiento fundacional para las sociedades de capital: uno, conocido comúnmente como procedimiento de fundación simultánea o por convenio, que es aplicable a todas ellas, y otro, conocido como procedimiento de fundación sucesiva o por suscripción pública de las acciones, que sólo se permite para la constitución de sociedades anónimas, aunque en realidad no es objeto de utilización alguna en nuestra práctica societaria. El primero de ellos –de fundación simultánea –, que es el que han de seguir en todo caso las sociedades de capital que no sean anónimas, se verifica cuando los socios fundadores (o el fundador único, en caso de sociedad unipersonal) concurren –por sí o por medio de representante– al otorgamiento de la escritura y en ese mismo acto asumen la totalidad de las participaciones sociales o suscriben la totalidad de las acciones en que esté dividido el capital

( art. 21LSC). En este procedimiento los fundadores comparten con los primeros administradores, cuya designación ha de efectuarse en la escritura de constitución, la obligación de presentar ésta a inscripción en el Registro en un plazo de dos meses desde la fecha del otorgamiento (art. 32.1). Pero además, la Ley también hace solidariamente responsables a los fundadores frente a la sociedad, los socios y los terceros de la constancia en la escritura de las menciones exigidas por la Ley, de la exactitud de las declaraciones contenidas en ella y de la adecuada inversión de los fondos destinados a los gastos de constitución (art. 30). En el procedimiento habitual, pues, los fundadores concurren al otorgamiento de la escritura de constitución, que posteriormente debe presentarse por aquéllos o por los administradores al Registro Mercantil para su inscripción. Pero en los últimos tiempos, con el fin de agilizar y de simplificar el proceso de constitución de las sociedades mercantiles, especialmente de las de menor tamaño y complejidad, el legislador ha adoptado distintas medidas destinadas a permitir su realización por medios telemáticos e informáticos y el cumplimiento simultáneo de todos los demás trámites (fiscales, laborales, etc.) exigidos para la creación de una empresa. La propia Ley de Sociedades de Capital prevé expresamente la posible utilización de estos medios en relación con el otorgamiento e inscripción de la escritura de constitución de la sociedad nueva empresa (art. 439). El instrumento esencial a estos efectos es el denominado Documento Único Electrónico (DUE), que permite la realización y cumplimiento por esta vía de diversos trámites relacionados con la constitución de la sociedad (cumplimiento de obligaciones tributarias y de seguridad social relativas al comienzo de la actividad empresarial, registro de nombre de dominio «.es», solicitud de registro de marca y nombre comercial, etc.) (v. disp. ad. 3ª LSC). Pero la misma posibilidad de constitución telemática se ha extendido a todas las sociedades de responsabilidad limitada por la Ley 14/2013, de apoyo a los emprendedores, que prevé a estos efectos dos procedimientos distintos que varían en función de que se utilicen o no unos «estatutos tipo», (arts. 15 y 16), cuyo contenido ha sido desarrollado por el 29 de mayo.

Real Decreto 421/2015, de

En el procedimiento de fundación simultánea merece también tener en cuenta alguna particularidad referida a la sociedad anónima. En relación con ésta, la Ley permite que, como compensación por su

idea creadora y los servicios prestados a la sociedad en la fase de constitución, los fundadores se reserven determinadas ventajas particulares, que se conciben como derechos especiales de contenido económico que consistirán generalmente en una participación en los beneficios de la sociedad. Estas ventajas, que habrán de constar en los estatutos, están legalmente sometidas a un límite cuantitativo y temporal (no podrán exceder del 10 por 100 de los beneficios netos y por un período máximo de diez años) y, por otra parte, pueden ser incorporadas a unos títulos distintos de las acciones –los conocidos en la práctica como «bonos de fundador»– con el fin de facilitar su posible transmisión (art. 27). El segundo procedimiento fundacional, exclusivamente establecido para la constitución de las sociedades anónimas, es, como se ha indicado, el de fundación sucesiva o por suscripción pública de las acciones. En principio, este sistema está legalmente pensado para la constitución de grandes sociedades, cuando no es posible suscribir inicialmente la totalidad del capital social por un número reducido de socios y se realiza una apelación o llamamiento público a los inversores con el fin de lograr la suscripción de las acciones. La Ley obliga a utilizar este procedimiento siempre que se realice una promoción pública de la suscripción de las acciones a través de cualquier medio publicitario o de intermediarios financieros con anterioridad al otorgamiento de la escritura de constitución (art. 41). Pero en la práctica es un sistema de nula vigencia, pues incluso la constitución de las sociedades de mayor envergadura económica suele hacerse por el sistema de fundación simultánea, con la intervención de otras sociedades o empresas que asumen en un solo acto todo el capital (en su caso, con la idea de desprenderse posteriormente de la totalidad o de parte de su participación, una vez consolidada la sociedad). Se trata de un procedimiento largo y complejo, regulado en la Ley de forma minuciosa ( arts. 41 y ss. LSC) y que debe completarse con el régimen general sobre ofertas públicas de suscripción de valores ( art. 33 y ss. de la LMV y normativa de desarrollo), que a nuestros efectos puede exponerse en sus trámites esenciales. El procedimiento se inicia con la preparación por los promotores del denominado programa de fundación y de un folleto informativo (art. 42), que han de depositarse en la Comisión Nacional del Mercado de Valores y en el Registro Mercantil con anterioridad a la realización de cualquier publicidad sobre la

sociedad proyectada (art. 43). Tras el período de suscripción de las acciones (arts. 44 y ss.), y en un plazo máximo de seis meses a contar desde el depósito del programa en el Registro Mercantil, los promotores convocarán a los suscriptores a una junta constituyente, que ha de adoptar una serie de acuerdos necesarios (arts. 47 y ss.) y que incluso podría modificar el programa fundacional, aunque sólo con el voto unánime de todos los suscriptores concurrentes (art. 49.3). En el mes siguiente a la celebración de la junta, habrá de otorgarse la escritura pública de constitución de la sociedad por las personas designadas al efecto, debiendo presentarse la escritura a inscripción en el Registro Mercantil dentro de los dos meses siguientes (art. 51). De no producirse la inscripción en el plazo de un año desde el depósito del programa de fundación en el Registro Mercantil, y al margen de la eventual responsabilidad de los otorgantes de la escritura (art. 52), los suscriptores podrán exigir la restitución de las aportaciones realizadas con los frutos que hubieren producido (art. 55). En la fundación sucesiva, pues, cobra especial relieve la actividad de los promotores, que son quienes promueven la constitución de la sociedad. De ahí que puedan reservarse ventajas particulares en los mismos términos que los socios fundadores en la fundación simultánea ( art. 27LSC) y que queden sometidos también a un régimen de responsabilidad similar al de éstos, tanto por los gastos en que incurran con la finalidad de constituir la sociedad ( art. 53LSC) como por las eventuales irregularidades que puedan cometer durante el proceso fundacional (

art. 54LSC).

2. CONTENIDO DE LA ESCRITURA DE CONSTITUCIÓN En la escritura de constitución de las sociedades de capital han de recogerse una serie de menciones obligatorias establecidas por la Ley. Las menciones necesarias de la escritura, que en esencia van referidas a los elementos esenciales del negocio jurídico que está en el origen de toda sociedad, son las siguientes: la identidad del socio o socios; la voluntad de constituir una sociedad de capital, con elección de un tipo social concreto; las aportaciones que cada socio realice o, si se trata de una sociedad anónima, la que se haya obligado a realizar, y la numeración de las participaciones o acciones atribuidas a cambio; los estatutos de la sociedad; la identidad de la persona o personas que se encarguen inicialmente

de la administración y de la representación social ( art. 22.1 LSC). Además, debe determinarse el modo concreto en que inicialmente se organice la administración, en caso de que los estatutos prevean diferentes alternativas para su organización (art. 22.2) y, si se trata de sociedad anónima, la cuantía, al menos aproximada, de los gastos de constitución (art. 22.3). De todas estas menciones obligatorias, son las tres primeras las que en realidad expresan el contenido esencial del contrato de sociedad y conforman el verdadero negocio constitutivo, por lo que en general agotan su eficacia en el propio acto fundacional. En la escritura también han de figurar incluidos, como hemos visto, los estatutos de la sociedad, que recogen las normas de organización y funcionamiento por las que va a regirse la sociedad y delimitan al propio tiempo la posición jurídica de los socios, dentro siempre de los límites permitidos por la Ley. De este modo, la escritura da forma al negocio de constitución e incorpora como parte del contenido de éste los estatutos, que vienen a ser una especie de norma constitucional ordenadora de la vida de la sociedad. Es precisamente por esta función «constitucional» por lo que se exige que el acuerdo inicial de los socios fundadores recaiga también sobre los estatutos, en tanto que parte integrante de la escritura. Los estatutos tienen también un contenido obligatorio establecido por la Ley ( art. 23LSC), aunque este contenido tiene carácter mínimo pues –como veremos– el legislador deja a los fundadores libertad para incorporar en ellos todas las demás menciones que estimen convenientes. Ese contenido mínimo, que el Reglamento del Registro Mercantil complementa en numerosos aspectos, es el siguiente: a) la denominación de la sociedad; b) el objeto social, determinando las actividades que lo integran y entendiendo por tales aquellas de carácter económico que la sociedad se propone llevar a cabo, que constituye una mención estatutaria de gran relevancia al determinar las posibilidades de actuación de los órganos sociales (básicamente –como veremos– de los administradores) y al operar como elemento delimitador de toda la actividad social, que ha de encaminarse hacia su desarrollo o realización; existen con todo limitaciones derivadas de algunas normas que en nuestro ordenamiento imponen la necesaria utilización de la forma de la sociedad anónima para el desarrollo de

determinadas actividades (bancarias, de seguros, etc.); c) el domicilio social, fijado conforme a lo establecido en el artículo 9 de la Ley; d) el capital social, a cuya significación ya nos hemos referido (v. Lec. 18, núm. 5), las participaciones o las acciones en que se divida, su valor nominal y su numeración correlativa, con las concretas especificaciones que se exigen en el artículo 23. d) de la Ley; e) el modo de deliberar y adoptar sus acuerdos los órganos colegiados de la sociedad; y f) el modo o modos de organizar la administración de la sociedad, expresando además el número de administradores o, al menos, el número máximo y el mínimo, así como el plazo de duración del cargo y el sistema de su retribución, si la tuvieren; y en la sociedad comanditaria por acciones, la identidad de los socios colectivos. Además, también pueden incluirse en la escritura y en los estatutos aquellos pactos y condiciones que los socios juzguen convenientes, siempre y cuando «no se opongan a las leyes ni contradigan los principios configuradores del tipo social elegido» ( art. 28LSC). Normalmente, esta libertad de pactos se hará expresiva en el contenido de los estatutos con el objetivo de singularizar las normas de organización y de funcionamiento de la sociedad. Pero el carácter preferentemente imperativo de la disciplina legal de la anónima dará lugar a que sea en el ámbito de la sociedad limitada donde en la práctica sea más frecuente el recurso a esta manifestación de la autonomía de la voluntad de los socios. En efecto, el carácter meramente dispositivo de buena parte de las normas reguladoras de este último tipo social –que a menudo recogen previsiones de carácter alternativo, de carácter mínimo, aplicables salvo disposición estatutaria en contrario o a falta de ella, etc.– permite que esos pactos constituyan el cauce a través del cual los socios pueden dotar a la sociedad de la disciplina convencional más conveniente a sus propósitos y necesidades y acomodar la configuración de la sociedad a las características de la actividad que pretenden desarrollar. Ahora bien, la exigencia legal de respeto a los principios configuradores del correspondiente tipo social puede suscitar, por su naturaleza sumamente imprecisa, algunas dificultades interpretativas. En la práctica esos «principios configuradores» operan como un instrumento puesto a disposición de los operadores jurídicos (notarios, registradores y, a la postre, jueces y tribunales) para rechazar posibles innovaciones estatutarias que, sin estar prohibidas por norma alguna, resulten de difícil concordancia con la naturaleza y configuración legal del tipo

social de que se trate, algo que entrañará particular complejidad en el caso de las sociedades limitadas por la naturaleza híbrida que, según hemos indicado, las caracteriza. Por otra parte, es muy frecuente que los fundadores o los socios celebren acuerdos que no se recogen en la escritura ni en los estatutos y que, sin embargo, afectan directamente a materias relacionadas con el funcionamiento y la operativa de la sociedad (pactos de adquisición preferente en caso de transmisión de acciones o participaciones sociales, opciones de compra o venta de ellas, convenios sobre ejercicio del derecho de voto, compromisos de no adoptar determinados acuerdos sociales o de no hacerlo sin el consentimiento de un determinado socio, acuerdos sobre nombramiento de administradores, etc.). Son los denominados pactos reservados o pactos parasociales, o acuerdos entre socios, que generalmente se emplean para regular cuestiones que la ley no permite incluir en los estatutos y que sirven así para prevenir o eliminar posibles elementos de conflictividad dentro de la organización social; al propio tiempo, estos pactos permiten sustraer de los efectos de la publicidad registral –a la que sí están sujetos los estatutos– reglas de organización y funcionamiento que por cualquier motivo no interese divulgar frente a terceros. En lo que hace a la validez y eficacia jurídica de estos pactos, la Ley se limita a establecer que «no serán oponibles a la sociedad» ( art. 29LSC). Así pues, la eficacia de estos pactos parasociales, que no tienen más límites en su contenido que los generales de la autonomía de la voluntad, se circunscribe únicamente al ámbito de las relaciones entre las partes que los celebran; en consecuencia, la sociedad, en su condición de tercero, no resulta jurídicamente afectada por estos acuerdos y tiene que ajustar en todo momento su conducta a lo que resulte de las reglas legales o estatutarias (un acuerdo social contrario a los pactos reservados sería plenamente válido, pero el socio que lo hubiera incumplido incurriría en responsabilidad contractual frente a los demás socios contratantes). Además, en el caso concreto de las sociedades cotizadas, los pactos parasociales que afecten al ejercicio del derecho de voto en junta o a la libre transmisibilidad de las acciones quedan sujetos a un régimen especial de publicidad, en virtud del cual deben comunicarse a la propia sociedad y a la Comisión Nacional del Mercado de Valores y depositarse en el Registro Mercantil ( 530 y ss. LSC), con el fin de que puedan ser conocidos por el conjunto de los accionistas e inversores.

art.

Por lo demás, esa mera eficacia inter partes es también la propia de las previsiones de los protocolos familiares que no hayan sido incorporadas a los estatutos. Estos documentos gozan de cierta difusión en la práctica de las denominadas «sociedades familiares», combinando normalmente meros principios éticos o axiológicos con auténticos pactos suscritos por los socios entre sí o con terceros relacionados con ellos por vínculos familiares, mediante los que se pretende dotar a la sociedad de un marco regulador estable para la organización corporativa y el desarrollo de las relaciones entre la familia, la propiedad y la empresa. Pero jurídicamente son una simple clase o modalidad de los pactos parasociales, por lo que sólo poseerán eficacia erga omnes en aquellas disposiciones que figuren incluidas en los estatutos. Esta conclusión no resulta alterada por la circunstancia de que el Real Decreto 171/2007, de 9 de febrero, relativo a la publicidad de los protocolos familiares, prevea distintos mecanismos voluntarios para difundir y dar a conocer la existencia y el contenido de estos protocolos (publicación en la página web de la sociedad, depósito en el Registro Mercantil, etc.). En todos estos casos, y también en los relativos a las sociedades cotizadas a que anteriormente nos hemos referido, se trata de actuaciones generadoras de mera información o publicidad noticia. 3. LA SOCIEDAD EN FORMACIÓN Y LA SOCIEDAD DEVENIDA IRREGULAR La Ley establece un régimen especial para los actos y contratos que puedan celebrarse en nombre de la sociedad una vez otorgada la escritura y antes de la inscripción de ésta en el Registro Mercantil (sociedad en formación). Este régimen procura conciliar el habitual interés de la sociedad en comenzar el ejercicio de las actividades propias de su objeto social de forma inmediata con la necesidad de tutelar a los terceros que contratan con una sociedad en formación que, por tanto, se encuentra en proceso de fundación y no está plenamente constituida. La regla general a estos efectos consiste en la responsabilidad solidaria de quienes celebren actos y contratos en nombre de la sociedad antes de su inscripción en el Registro Mercantil. Cuando los administradores –que han de ser designados en la escritura– o cualquier apoderado de la sociedad actúen de hecho en nombre de ésta con anterioridad a la inscripción, concertando relaciones con terceros, la responsabilidad corresponde en principio únicamente y

a título personal a quienes hayan intervenido en el acto o negocio, sin comprometer, por tanto, a la sociedad ni al patrimonio de ésta («responderán solidariamente quienes los hubiesen celebrado, a no ser que su eficacia hubiese quedado condicionada a la inscripción y, en su caso, posterior asunción de los mismos por parte de la sociedad», dice el art. 36 LSC). En todo caso, y de acuerdo con la posibilidad general de ratificar los actos realizados por otra persona, es claro que una vez inscrita la sociedad siempre puede asumir y aceptar voluntariamente estos actos y contratos celebrados en su nombre durante la fase fundacional (art. 38.1), en cuyo caso quedará extinguida la responsabilidad personal y solidaria de los celebrantes (art. 38.2). Pero existen varios supuestos en los que la Ley reconoce la plena capacidad jurídica de la sociedad en formación para obligarse –sin necesidad, pues, de ratificación posterior– y en los que la responsabilidad correspondería a la propia «sociedad en formación» con el patrimonio que tuviere (art. 37.1), estando en este caso los socios obligados a responder personalmente hasta el límite de lo que se hubieren obligado a aportar (art. 37.2). Entrarían aquí, además de las obligaciones que resulten jurídicamente indispensables para la inscripción de la sociedad (gastos de escritura, liquidación de impuestos, etc.), todos aquellos actos y contratos que puedan realizar los administradores o cualquier apoderado cuando sean expresamente habilitados para actuar con anterioridad a la inscripción, ya sea en la escritura de constitución o en virtud de un «mandato específico» de todos los socios. Pero al margen de estos supuestos, cuando la fecha de comienzo de las operaciones sociales se haga coincidir con la de otorgamiento de la escritura, la regla –salvo que la propia escritura o los estatutos dispongan otra cosa– es que «los administradores están facultados para el pleno desarrollo del objeto social y para realizar toda clase de actos y contratos» (art. 37.3). Son hipótesis, por tanto, en las que se reconoce la existencia, no de una genuina sociedad de capital (anónima, limitada o comanditaria por acciones), pues ésta adquiere su propia personalidad jurídica –como vimos– con la inscripción, pero sí de una organización personificada con capacidad plena para actuar de forma inmediata en el tráfico y para asumir relaciones jurídicas frente a terceros. En todo caso, con el fin de garantizar que en el momento de la inscripción el capital de la sociedad cuente con una adecuada cobertura patrimonial, la Ley obliga a los socios fundadores a cubrir

las eventuales pérdidas que pueda haber experimentado el patrimonio de la sociedad por causa de los actos y contratos celebrados durante este período de formación (art. 38.3). A diferencia de lo que sucede con la sociedad en formación, que alude a las actuaciones realizadas por una sociedad durante el proceso normal de fundación y antes de su inscripción registral, la Ley habla de sociedad devenida irregular para referirse a la sociedad que no se inscribe en el Registro Mercantil por no existir la intención de inscribirla. La Ley presume que concurre esta situación cuando se verifique la voluntad de no inscribir la sociedad y, en todo caso, dada la dificultad de probar esa voluntad, siempre que transcurra un año desde el otorgamiento de la escritura sin que se solicite la inscripción (art. 39.1). Habida cuenta de que, como ya sabemos, la falta de inscripción impide la existencia de una sociedad de capital con la personalidad jurídica correspondiente al tipo social elegido en cada caso y, con ello, la realización del propósito negocial perseguido por los socios (constituir una sociedad anónima, limitada o comanditaria por acciones), la Ley faculta a éstos para instar en este caso la disolución de la sociedad no inscrita y obtener así, tras la liquidación del patrimonio común, la cuota que les corresponda, que «se satisfará, siempre que sea posible, con la restitución de sus aportaciones» (art. 40). Pero además, al no poder descartarse que la sociedad devenida irregular o no inscrita pueda intervenir en el tráfico contratando con terceros y manteniendo relaciones jurídicas externas, se dispone que le sean aplicadas las normas de la sociedad colectiva o, en su caso, las de la sociedad civil (art. 39.1), en función de la naturaleza mercantil o civil de su objeto social. Esto supone que la sociedad irregular es una sociedad personificada, con capacidad para intervenir en el tráfico y para obligarse por sí misma, pero que no se rige como tal por la disciplina propia de las sociedades de capital, dado que la falta de inscripción le priva de uno de los requisitos constitutivos de éstas. Mientras que tradicionalmente solía negarse personalidad jurídica a las sociedades irregulares y se partía, en consecuencia, de la nulidad de todas sus actuaciones, la Ley ha optado claramente por afirmar la plena validez jurídica de los actos y contratos que puedan celebrar, con el evidente propósito de tutelar a los terceros que contratan con una sociedad de capital no inscrita confiando, sin duda, en la apariencia de regularidad que se deriva de su propia actuación en el tráfico.

4. LA NULIDAD DE LA SOCIEDAD A pesar del control preventivo que desempeñan notarios y registradores en la constitución de las sociedades de capital, siempre es posible que el proceso fundacional de una sociedad anónima debidamente inscrita en el Registro Mercantil adolezca de vicios o defectos que afecten a su validez y respecto de los que la inscripción registral no posee efectos sanatorios o convalidantes. Pero, al mismo tiempo, la inscripción de la sociedad en el Registro y el ejercicio de las actividades propias de su objeto social, además de generar una apariencia externa de legalidad, da lugar a una organización que puede intervenir activamente en el tráfico y concertar una multitud de relaciones jurídicas con terceros confiados en esa apariencia y a quienes el ordenamiento debe proteger. De ahí que la Ley se ocupe de la posible ineficacia del acto fundacional estableciendo un régimen específico de la nulidad de las sociedades de capital, que se aparta abiertamente de los principios y categorías generales propios de la nulidad de los negocios jurídicos e implica un cierto reconocimiento de la eficacia del negocio constitutivo. Por ello, dentro del marco establecido en esta materia por la Primera Directiva comunitaria, el artículo 56 de la Ley de Sociedades de Capital enumera siete causas de nulidad que, en atención al objetivo de conservación de la organización empresarial inspirador de esa Directiva, se hallan tasadas («la acción de nulidad sólo podrá ejercitarse por las siguientes causas», dice el referido precepto) y que incluso deben ser objeto de una interpretación restrictiva (STJCE de 13 de noviembre de 1990). Las seis primeras, comunes a todas las sociedades de capital, son las siguientes: a) no haber concurrido en el acto constitutivo la voluntad de al menos dos socios fundadores (o del único fundador cuando se trate de sociedad unipersonal); b) la incapacidad de todos los socios fundadores; c) no expresarse en la escritura de constitución las aportaciones de los socios; d) no expresarse en los estatutos la denominación de la sociedad; e) no expresarse en los estatutos el objeto social o ser éste ilícito o contrario al orden público; y f) no expresarse en los estatutos la cifra del capital social. La séptima causa de nulidad se delimita de forma diferente para la sociedad anónima y la de responsabilidad limitada, en atención al distinto régimen que rige en ellas para el desembolso de su capital al que posteriormente nos referiremos. Y así, mientras que en la anónima es causa de nulidad no haberse realizado el desembolso del capital

que como mínimo exige la Ley (una cuarta parte del valor nominal de cada una de las acciones en que se divida el capital: art. 79), en la limitada la nulidad se concreta en la falta de desembolso íntegro del capital (porque la Ley exige el íntegro desembolso del valor nominal de cada participación: art. 78). A partir de esta delimitación de las únicas posibles causas de nulidad, la pieza fundamental del régimen específico que para el caso establece la Ley está constituida por la previsión ( art. 57.1LSC) de que la sentencia que declare la nulidad de la sociedad, aunque no constituya propiamente una causa de disolución, opera como si lo fuera y abre su liquidación, que se practicará siguiendo el procedimiento legalmente establecido para los supuestos generales de disolución. La nulidad de la sociedad, que ha de declararse necesariamente por resolución judicial, se configura así como una nulidad especial o sui generis, que nada tiene que ver con las reglas generales sobre ineficacia de los negocios jurídicos: si éstas conciben la nulidad como una ineficacia radical y de pleno derecho de la que no puede resultar consecuencia jurídica alguna, la nulidad de las sociedades de capital se concibe como una simple causa de disolución que obliga a la liquidación de la sociedad defectuosamente constituida y que por tanto no afecta, como dice la Ley, «a la validez de las obligaciones o de los créditos de la sociedad frente a terceros, ni a la de los contraídos por éstos frente a la sociedad, sometiéndose unas y otros al régimen propio de la liquidación» (art. 57.2). Este régimen singular es común para todas las sociedades de capital. Pero tiene, no obstante, una particularidad diferencial según la declaración de nulidad se refiera a una sociedad anónima o a una limitada. En efecto, mientras que para el primer caso se dispone que los accionistas estarán obligados al desembolso de la parte de capital que pudiera estar pendiente cuando fuera necesario para que la sociedad satisfaga las obligaciones que tuviese contraídas con terceros, si se trata de la nulidad de una sociedad limitada por falta de desembolso íntegro de su capital la Ley establece la obligación de entregar la parte de capital que no se hallare desembolsada (a lo que, de todos modos, ya estaban obligados), sin condicionar esta entrega a la circunstancia de que así lo requiera la liquidación de las obligaciones contraídas por la sociedad con terceros (art. 57.3).

II. LAS APORTACIONES SOCIALES

5. CONCEPTO, DESEMBOLSO Y CLASES DE APORTACIONES La suscripción o asunción originaria de acciones o participaciones sociales, tanto en la constitución de la sociedad como, en su caso, en los aumentos posteriores del capital, obliga a los socios a realizar aportaciones a la sociedad, que permiten a ésta formar su propio patrimonio y cubrir adecuadamente su cifra de capital social. La Ley exige que las acciones en que se divida el capital de una sociedad anónima y las participaciones sociales en que se divida el de una sociedad limitada habrán de estar íntegramente suscritas, en el primer caso, e íntegramente asumidas, en el segundo. Además, exige que los socios desembolsen el valor nominal de las acciones o participaciones (en su totalidad en la sociedad limitada – art. 78

LSC–, al menos en una cuarta parte de cada una de

las acciones en la sociedad anónima – art. 79LSC–), algo que en ambos casos han de hacer aportando a la sociedad dinero u otros bienes o derechos patrimoniales susceptibles de valoración económica (bienes muebles o inmuebles, derechos reales y de crédito, de propiedad industrial y comercial, establecimientos mercantiles, títulos de crédito, etc.). Como acabamos de ver, mientras que el valor nominal de todas las participaciones de las sociedades limitadas ha de hallarse enteramente asumido y desembolsado tanto en el momento fundacional como a lo largo de la vida social, en las sociedades anónimas la Ley permite que el valor nominal de las acciones, cuyo importe también ha de hallarse totalmente suscrito, pueda estar parcialmente desembolsado aun cuando deba estarlo, al menos, en una cuarta parte de ese importe. Por ello, y aunque la sociedad siempre puede exigir el pleno desembolso de sus acciones en el momento de la suscripción, en la práctica no es infrecuente – fundamentalmente en las pequeñas sociedades– que se requiera a los socios un simple desembolso parcial, al no precisarse de la totalidad de las aportaciones de forma inmediata o por no convenir a los accionistas un desembolso íntegro de su importe. En estos casos, al verificarse un aplazamiento parcial de la obligación de aportación que contraen al suscribir sus acciones, los accionistas quedan obligados a aportar posteriormente a la sociedad «la porción de capital que hubiera quedado pendiente de desembolso» (art. 81.1).

Esta porción de capital, denominada en la Ley desembolsos pendientes aunque habitualmente conocida en la práctica como dividendos pasivos, cuya entrega a la sociedad viene a ser, en realidad, la obligación fundamental o casi única del socio de una sociedad anónima, debe ser aportada «en la forma y dentro del plazo máximo que prevean los estatutos», aunque la decisión social de exigir su pago, bien en su totalidad o bien en pagos fraccionados, habrá de ser comunicada a los afectados con una antelación mínima de un mes (art. 81). Por otra parte, aunque el sistema legal parezca ideado para aportaciones dinerarias, pueden existir también desembolsos pendientes o dividendos pasivos no dinerarios cuando se aplace parcialmente el desembolso de aportaciones de esta naturaleza, en cuyo caso el plazo para su pago no puede exceder de cinco años desde la constitución de la sociedad, si las acciones se suscriben en el momento fundacional, o desde el acuerdo de aumento de capital en el que se hayan suscrito (art. 80). En todo caso, los desembolsos pendientes o dividendos pasivos constituyen una deuda del socio que no podrá ser condonada por la sociedad (aunque sí podría ser eliminada –como veremos– mediante un acuerdo de reducción de capital), porque la integridad del capital social cumple una función de garantía de los acreedores sociales. Por esta última razón, para asegurar el cumplimiento de la obligación de satisfacer su importe, la Ley prevé un conjunto de medidas frente a los accionistas que estén en mora, situación ésta que se verifica de forma automática –sin necesidad, pues, de intimación alguna– una vez vencido el plazo fijado por los estatutos para el pago o, en su caso, por los administradores (art. 82). Así, el accionista moroso queda sujeto a un conjunto de sanciones, que se condensan esencialmente en la privación o suspensión de su derecho de voto en la junta general, del derecho a percibir los dividendos activos cuya distribución pueda acordar la sociedad y del derecho de suscripción preferente en la emisión de nuevas acciones u obligaciones convertibles (art. 83). Así también, se atribuye a la sociedad un conjunto de remedios excepcionales para obtener la reintegración de los desembolsos pendientes o dividendos pasivos no satisfechos por el accionista: además de poder reclamar el cumplimiento de la obligación de desembolso, la Ley faculta a la sociedad para enajenar las acciones de que se trate por cuenta y riesgo del socio moroso (art. 84.1), otorgando a la sociedad de este modo una especie de facultad de ejecución privada de su propio crédito, mediante un procedimiento sencillo (v. art. 84.2), con el fin de que pueda aplicar el precio obtenido al pago de los desembolsos pendientes. Y así, en fin, en el caso de que las

acciones que no estén íntegramente desembolsadas sean transmitidas, su adquirente responderá solidariamente con todos los transmitentes que le precedan, y a elección de los administradores sociales, del pago de la parte no desembolsada, pudiendo el adquirente que se vea obligado al pago reclamar posteriormente de los adquirentes posteriores la totalidad de lo pagado hasta llegar en último término, de este modo, al socio actual. En otro orden de cosas, se ha de indicar que el desembolso de las aportaciones a las sociedades de capital ha de realizarse siempre mediante entrega a la sociedad de dinero u otros bienes o derechos patrimoniales susceptibles de valoración económica (v. art. 58.1LSC) y que cubran el valor nominal de la acción o participación social que cada socio suscriba o asuma, no pudiendo ser objeto de aportación –a diferencia de lo que sucede en las sociedades personalistas– el trabajo o los servicios (art. 58.2). Naturalmente, el trabajo y los servicios podrán constituir el objeto de prestaciones accesorias de los socios, a las que nos referiremos más adelante, pero la Ley se ocupa de aclarar expresamente que éstas son «distintas de las aportaciones» y que en ningún caso podrán integrar el capital social (art. 86.1 y 2). En principio, y salvo que expresamente se estipule de otro modo, las aportaciones se entienden realizadas a título de propiedad (art. 60), de tal forma que el socio aportante transmite a la sociedad –que adquiere– la plena titularidad del bien o derecho de que se trate. No siempre la aportación a título de propiedad coincidirá con la aportación de la propiedad de un bien, al poder aportarse quo ad dominium la titularidad de derechos reales limitados (por ej., un derecho de usufructo o de servidumbre) o de derechos personales frente a un tercero (por ej., un contrato de arrendamiento). Pero los términos de la Ley también permiten la realización de aportaciones a título de uso, cuando se aporta a la sociedad el mero uso o goce de un bien o derecho cuya propiedad conserva el socio aportante; estas aportaciones, cuya validez depende como en todas de su idoneidad para ser valoradas económicamente, vienen así a instaurar un vínculo jurídico de carácter duradero –similar al que originaría una relación arrendaticia– entre el aportante y la sociedad, que permite a ésta beneficiarse durante un período de tiempo del uso del bien o derecho de que se trate. Por razón de su objeto, hemos de distinguir dos clases de aportaciones sociales: las dinerarias, cuando consistan en dinero, y las no dinerarias o in natura, cuando recaigan sobre cualquier otro

bien o derecho distinto del dinero y susceptible de valoración económica. De las primeras se ocupan los artículos 61y 62 de la Ley de Sociedades de Capital. Las aportaciones dinerarias habrán de establecerse en euros y, si se realizan en otra moneda, «se determinará su equivalencia en euros» ( art.61LSC). Para que se considere efectivamente realizado el desembolso de estas aportaciones, la regla general es que éste debe acreditarse ante el notario autorizante de la escritura fundacional (o, en su caso, de la ejecución de aumento de capital), bien mediante certificación expedida por una entidad de crédito en la que conste que se ha depositado en ella y a nombre de la sociedad la cantidad a desembolsar, bien entregándole esta cantidad al propio notario para que él efectúe el depósito ( art. 62.1LSC). El plazo de vigencia de la certificación bancaria se fija en dos meses a contar de su fecha ( art. 62.3LSC), de tal modo que durante este plazo «la cancelación del depósito por quien lo hubiera constituido exigirá la previa devolución de la certificación a la entidad de crédito emisora» ( art. 62.4LSC). Este régimen se flexibiliza para la constitución de las sociedades limitadas, en las que se permite no acreditar la realidad de las aportaciones dinerarias aunque solo cuando los fundadores asuman en la escritura una responsabilidad solidaria frente a la sociedad y frente a los acreedores sociales por dicha realidad (

art. 62.2LSC, introducido por la Ley 11/2018).

Por lo que se refiere a las aportaciones no dinerarias, que pueden resultar convenientes en atención a la actividad económica a desarrollar por la sociedad o cuando ésta se cree para explotar bienes o elementos patrimoniales hasta entonces en poder de los socios, el artículo 63 de la Ley exige que en la escritura de constitución (o, en su caso, en la de ejecución del aumento de capital) se describan con sus datos registrales, si existieran, y se exprese además la valoración en euros que se les atribuya, así como la numeración de las acciones o participaciones asignadas en contrapartida de ese valor. Es de tener en cuenta, no obstante, que cuando se trata de la aportación de una empresa o establecimiento, es posible simplificar estos requisitos de identificación sustituyendo la descripción individualizada de aquellos bienes o derechos

integrantes del establecimiento cuya titularidad no haya de constar en un registro público (por ej., mercancías, mobiliario, maquinaria, etc.) por la incorporación a la escritura pública de una relación o inventario de esos bienes y la indicación en la propia escritura del «valor del conjunto o unidad económica objeto de aportación» ( arts. 133.1 y 190.1 RRM). Por otra parte, el régimen de obligaciones y responsabilidades del aportante (entrega, transferencia del riesgo, saneamiento, etc.) en los casos de aportación de bienes muebles o inmuebles, derechos de crédito y empresas o establecimientos es el siguiente: si se trata de bienes muebles, inmuebles o derechos asimilados a ellos, la entrega y saneamiento se rigen por las reglas del compraventa y por las del

Código Civil para la

Código de Comercio en lo que se

refiere a la transferencia del riesgo ( art. 64LSC); en la aportación de derechos de crédito, el aportante responderá de la legitimidad de ellos y de la solvencia del deudor (art. 65); y si lo aportado es un establecimiento, procederá el saneamiento de su conjunto cuando el vicio o evicción afecten a la totalidad o a alguno de los elementos esenciales para su normal explotación, así como el saneamiento individualizado de aquellos que tengan un valor patrimonial importante (art. 66). 6. RESPONSABILIDAD POR LA REALIDAD Y VALORACIÓN DE LAS APORTACIONES NO DINERARIAS La cuestión fundamental que suscitan las aportaciones no dinerarias es la de su valoración, por la necesidad de determinar su auténtico valor económico de forma segura y objetiva. De esta valoración depende, en efecto, no sólo la fijación de la cuota de participación que ha de corresponder al socio que efectúa la aportación, sino también la correcta integración de la cifra del capital social y la adecuación de ésta al patrimonio realmente aportado. Pero, como veremos inmediatamente, la Ley aborda esta cuestión de modo diferente según las aportaciones se realicen a una sociedad anónima o a una limitada. En el caso de la sociedad anónima, la Ley exige que las aportaciones no dinerarias, cualquiera que sea su naturaleza e importancia económica, sean objeto de valoración por uno o varios expertos independientes «con competencia profesional» que han de

ser designados por el registrador mercantil del domicilio social; los expertos han de elaborar un informe que contendrá la descripción de la aportación y su valoración, con indicación de los criterios seguidos para realizarla, en el que habrán de expresar si esa valoración se corresponde con el valor nominal y, en su caso, con la prima de emisión de las acciones que se emitan como contrapartida de la aportación ( art. 67 LSC). De este régimen general quedan exceptuadas ciertas aportaciones, como las que consistan en valores mobiliarios cotizados en un mercado oficial o regulado (que se valorarán conforme indica la propia Ley), las aportaciones que ya hubieran sido valoradas por experto independiente no designado por las partes dentro de los seis meses anteriores a la fecha de realización efectiva de la aportación, y determinadas aportaciones que se verifican –según veremos– en algunas operaciones de modificación estructural o de oferta pública de adquisición de acciones (art. 69). En todos estos casos en los que no se exige el informe de un experto independiente designado por el Registro Mercantil, los administradores de la sociedad deberán elaborar un informe describiendo y valorando la aportación en los términos que exige la Ley (art. 70). Por último, la Ley (art. 72) también establece algunas cautelas, en cierto modo semejantes a las anteriores, para las adquisiciones de bienes a título oneroso realizadas por las sociedades anónimas dentro de los dos años siguientes a la inscripción registral de la escritura de constitución o de transformación de cualquier sociedad en este tipo social, cuando el importe de esas adquisiciones exceda de la décima parte del capital social: habrán de ser valoradas por uno o varios expertos independientes en los mismos términos ya indicados y su informe, junto con otro de los administradores justificando la operación, habrán de ponerse a disposición de los accionistas con la convocatoria de la junta general, a la que habrá de someterse la operación para su aprobación. Este régimen, habitualmente conocido como «fundación retardada», trata básicamente de prevenir la posible realización de aportaciones no dinerarias encubiertas, con elusión de los mecanismos legales de control. Quiere evitar que pueda ser burlado el requisito de la valoración de las aportaciones no dinerarias, cuando un socio convenga con los fundadores o, en caso de transformación, con la propia sociedad, la suscripción de las acciones en metálico y la ulterior venta a la sociedad de los bienes que realmente se quieren aportar, recibiendo como precio o contraprestación el importe

anteriormente desembolsado. En todo caso, y con el fin de no entorpecer indebidamente el funcionamiento de la sociedad, se excluyen de este régimen las adquisiciones comprendidas en las operaciones ordinarias de la sociedad, así como las que se realicen en un mercado secundario oficial o en subasta pública (art. 72.3). Pero aunque la finalidad básica de este régimen consista en evitar posibles maniobras destinadas a eludir el régimen de valoración de las aportaciones in natura, lo cierto es que los términos generales en que se formula le otorgan un alcance práctico mucho mayor; porque habida cuenta de que sus reglas se aplican a las adquisiciones efectuadas de cualquier persona, y no sólo de quienes sean fundadores o accionistas de la sociedad (único supuesto en que podría existir una maquinación como la expuesta), esas reglas vienen a operar de hecho como una norma de tutela del capital social durante el período inmediatamente posterior a su creación o, en su caso, de la existencia de la sociedad anónima a consecuencia de la transformación en ella de otra sociedad. En el caso de la sociedad de responsabilidad limitada, el tratamiento legal de la cuestión relativa a la valoración de las aportaciones no dinerarias es diferente. En efecto, seguramente con el propósito de reducir costes en la constitución de la sociedad (o, en su caso, en los aumentos de capital), el legislador ha optado por no recurrir al sistema de valoración de las aportaciones por experto independiente para asegurar la plena cobertura patrimonial de la porción de capital así desembolsada, separándose en este punto de lo establecido para las sociedades anónimas. En su lugar, ha dispuesto un régimen especial de responsabilidad por la realidad y valoración de esta clase de aportaciones que por su rigor puede propiciar una adecuada fijación del valor de los bienes aportados y, en su caso, debe permitir la subsanación de las insuficiencias patrimoniales inherentes a una excesiva valoración de estos bienes, de modo que se alcance la necesaria integridad del capital que con ellos se desembolsa. La Ley, en efecto, hace solidariamente responsables frente a la sociedad y los acreedores sociales de la realidad de las aportaciones sociales, y del valor que se les haya atribuido en la escritura pública, a los fundadores, a las personas que tuvieran la condición de socio en el momento de acordarse un aumento de capital a desembolsar con esa clase de aportaciones y a quienes adquieran alguna participación que hubiera sido desembolsada con ellas (

art. 73.1LSC). De este modo, el sistema establecido para

velar por la correcta valoración de las aportaciones in natura descansa sobre la imposición a ese triple conjunto de sujetos de un especial deber de diligencia en la verificación de que esas aportaciones llegan a ser efectivamente realizadas y de que el valor que se les atribuye en la escritura queda cubierto por el valor patrimonial de lo que se aporta. Un deber del que deriva para esos sujetos una responsabilidad personal no sólo en los casos en que la aportación no se haya realizado, sino también cuando la cobertura patrimonial del valor escriturado resulte realmente insuficiente. La responsabilidad de todos los fundadores, incluidos aquellos que no hayan realizado esta clase de aportaciones, se explica porque – como vimos– todos ellos han de prestar su consentimiento al contenido de la escritura fundacional y, al prestarlo, manifiestan también su conformidad con la valoración atribuida en ella a las aportaciones in natura y con la efectividad de su realización. Por su parte, la aplicación de este mismo régimen de responsabilidad a quienes sean socios en el momento de acordarse un aumento de capital, aunque no asuman en él participación alguna, obedece a que el problema de la realización efectiva y suficiente de estas aportaciones no es diferente en este caso del que se puede suscitar en el proceso fundacional, razón por la que el legislador ha establecido una disciplina común para las aportaciones cualquiera que sea el momento de la vida social en que se realicen. Por ello, y del mismo modo que la responsabilidad de los fundadores deriva de haber consentido el contenido de la escritura fundacional, que incluye la descripción de lo que se aporta y la valoración que se le atribuye, la de los socios en caso de ampliación del capital deriva de no haber hecho constar en el acta su oposición al acuerdo de aumento o a la valoración atribuida a la aportación, pues éste es el único instrumento liberatorio de su responsabilidad que el ordenamiento les proporciona (v. art. 73.2LSC). Y finalmente, para reforzar este régimen de responsabilidad, la Ley también hace responsables solidarios a quienes con posterioridad a la fundación o al aumento de capital adquieran cualquier clase de participaciones que hayan sido desembolsadas mediante aportaciones no dinerarias, por lo que será aconsejable que quienes pretendan adquirirlas analicen previamente el valor que en su día se les atribuyó (lo que será posible a partir de los datos obrantes en el Registro Mercantil) y comprueben la efectividad de su realización. Este sistema de garantía de la realidad y valoración de las aportaciones no dinerarias en la sociedad limitada se complementa

con la adición, sólo para el caso de aumento de capital, de una responsabilidad también solidaria de los administradores por la diferencia entre su valor real y el que éstos hubieran establecido en el informe que habrán de emitir y poner a disposición de los socios cuando el contravalor del aumento consista en esa clase de aportaciones (v. arts. 73.3 y 300.1LSC). Y se completa con la determinación de los sujetos legitimados activamente para el ejercicio de las correspondientes acciones de responsabilidad (art. 74) que, por otra parte, prescribirán a los cinco años contados desde el momento en que se hubiera realizado la aportación (art. 75). Ha de advertirse, no obstante, que el artículo 76 de la Ley de Sociedades de Capital establece que «los socios cuyas aportaciones no dinerarias sean sometidas a valoración pericial conforme a lo previsto para las sociedades anónimas quedan excluidos de la responsabilidad solidaria a que se refieren los artículos anteriores». Esta exclusión legal es a todas luces imperfecta, pues parece alcanzar únicamente a los socios aportantes y no a las demás personas legalmente responsables, cuando el régimen de responsabilidad que acabamos de describir alcanza, en cambio, a fundadores, socios, adquirentes de participaciones e incluso administradores, sin tomar en consideración la circunstancia de que hayan o no realizado aportaciones in natura. De ahí que deba interpretarse que la exención de responsabilidad prevista en dicho artículo 76 es aplicable a todos los sujetos responsables conforme al artículo 73, a cuyo efecto cualquiera de los fundadores (o cualquier socio o administrador, en el caso de aumento) podrá solicitar que se recurra al sistema de valoración, con informe de experto independiente o sin él, previsto para las sociedades anónimas. La valoración por un experto independiente es además obligatoria en el caso de las sociedades limitadas que habiendo emitido obligaciones realicen un aumento de capital con aportaciones no dinerarias ( art.401.2LSC, introducido por la Ley 5/2015). De este modo se refuerzan las garantías de correcta integración del capital de las concretas sociedades limitadas que hayan acudido al mercado a través de este instrumento de financiación, en defensa de los intereses de los propios obligacionistas.

III. LAS PRESTACIONES ACCESORIAS

7. CONCEPTO Y CONTENIDO Al margen de las aportaciones sociales que necesariamente han de hacer los socios, en los estatutos de las sociedades de capital se pueden establecer prestaciones accesorias o, lo que es lo mismo, obligaciones a cargo de todos o algunos de los socios que son distintas de la principal de realizar las aportaciones comprometidas por cada uno de ellos y, por tanto, no integran el capital social. La característica legal que mejor las define es, en efecto, que no constituyen una aportación en sentido jurídico ( art. 86.1 LSC) ni pueden integrar el capital social (art. 86.2). Además, como su propia denominación indica, tienen por naturaleza un carácter accesorio, al tratarse de prestaciones que sólo pueden ser asumidas por los socios (no por terceros) en conexión con la obligación esencial e inderogable de realizar una aportación al capital social. Por otra parte, siendo de más frecuente recurso las prestaciones accesorias en las sociedades de responsabilidad limitada, nada impide su establecimiento en las anónimas, como así sucede también con frecuencia en la práctica de las de carácter «familiar». Normalmente, su configuración definitiva vendrá precedida de tratos y compromisos entre la sociedad y el socio o socios afectados. Pero esta circunstancia no permite considerar a las prestaciones accesorias como unas obligaciones que traigan causa de un negocio directamente concluido entre el socio y la sociedad. Se trata, en efecto, de obligaciones de naturaleza social y origen estatutario que se amparan en el principio de libertad de pactos sociales reconocido por la propia Ley, lo que implica que, cuando menos, su condición de tales ha de poder deducirse con claridad del contenido de los estatutos. Por razón de este carácter estatutario, impuesto por la Ley (art. 86.1), su creación (salvo cuando tenga lugar en el acto constitutivo), modificación y extinción anticipada han de ser acordadas con los requisitos previstos para las modificaciones estatutarias y, además, en atención a su carácter obligacional, requieren el consentimiento individual de los obligados ( arts. 89.1 y 291LSC), quienes han de ser necesariamente socios. De otra parte, el establecimiento de prestaciones accesorias no está sometido al principio de igualdad, pudiendo afectar, como hemos indicado, a todos los

socios o sólo a algunos de ellos y siendo posible, como también admite la Ley (art. 86.3), que los estatutos no prevean que la obligación de realizarlas incumbe a uno o varios socios, sino que simplemente vinculen esa obligatoriedad a la titularidad de una o varias participaciones sociales o acciones específicamente determinadas cualquiera que sea el socio titular de ellas. En lo que se refiere a su contenido, también en este caso se halla abierto a una amplia gama de posibilidades, de tal modo que las prestaciones accesorias pueden consistir en todo lo que pueda ser objeto de obligación según el artículo 1088 del Código Civil: dar, hacer o no hacer alguna cosa. Las primeras comprenden toda dación de dinero, bienes o derechos de cualquier clase a favor de la sociedad, e incluso simples cesiones de uso o de goce, y su utilidad radica en que pueden servir para fortalecer la situación patrimonial de la sociedad, complementando al capital, pero sin someterse al régimen jurídico de éste. Por su parte, las prestaciones de hacer ofrecen un particular interés, porque, permitiendo imponer a todos o a alguno de los socios la obligación de realizar para la sociedad determinados trabajos o servicios, pueden servir para sustituir en su función a las aportaciones de capital consistentes en mera industria o trabajo que, como hemos indicado, no son admitidas por la Ley. Por último, las de no hacer consisten, obviamente, en puras obligaciones de abstención y entre ellas tal vez las que pueden suscitar mayores problemas sean las de no realizar actividades competitivas con la sociedad, en la medida en que habrán de acomodarse, en su caso, a la disciplina sobre defensa de la competencia. Partiendo de estas premisas, la Ley no somete las prestaciones accesorias a ninguna limitación por razón de su contenido o finalidad, que pueden ser muy diversos (por ej. proveer financiación a la sociedad, cubrir pérdidas, prestar asistencia técnica o una actividad profesional, etc., e incluso hasta desempeñar el cargo de administrador), ni tampoco por razón de la modalidad de cumplimiento (instantáneo, periódico, a plazo, continuado, etc.). Únicamente exige que en los estatutos se exprese «el contenido concreto y determinado» de la prestación debida (art. 86.1), lo que no debe impedir la posibilidad de que ese contenido sea determinable conforme a lo establecido en el artículo 1273 del Código Civil, ni tampoco el sometimiento de la obligación a una condición o a un plazo.

8. ASPECTOS ESENCIALES DE SU RÉGIMEN JURÍDICO Las prestaciones accesorias pueden ser gratuitas o remuneradas y, aunque la Ley deja amplia libertad para configurarlas o no como relaciones jurídicas de cambio, lo normal será que los socios pretendan obtener alguna ventaja como contraprestación a sus propias prestaciones. Tal vez por ello, el legislador no se ha ocupado de las de carácter gratuito y sólo ha tomado en consideración las remuneradas disponiendo al efecto, de un lado, que en los estatutos habrá de determinarse la compensación a recibir por los socios que las realicen y, de otro lado, que la cuantía de esta compensación no podrá exceder del valor que corresponda a la prestación ( art. 87 LSC), para evitar que por esta vía pueda llegar a producirse una devolución de aportaciones encubierta. En todo caso, la determinación de su carácter gratuito o retributivo o, cuando proceda, de las garantías previstas en su cumplimiento es una mención que ha de constar necesariamente en los estatutos, pues, si bien la Ley no se expresa con claridad en este punto, así lo exige el Reglamento del Registro Mercantil (art. 187.1). Y en cuanto se refiere a la constancia estatutaria de la compensación a recibir por los socios que, como hemos indicado, sí viene legalmente exigida, no parece necesario que se traduzca en una expresión concreta de su cuantía, debiendo considerarse suficientemente cumplimentada esta exigencia cuando los estatutos establezcan con precisión un sistema de retribución (fija o variable, indiciada o no, dineraria o no, mediante participación en resultados, etc.), el órgano social competente para determinarla y los criterios (porcentajes, límites, etc.) con arreglo a los cuales habrá de ser fijada y satisfecha su cuantía en cada caso. En otro orden de cosas, y aun cuando es lo cierto que las prestaciones accesorias no han nacido para circular, no se puede descartar que pueda llegar a interesar su transmisión por actos inter vivos. La Ley no contempla, sin embargo, la posibilidad de transmitir la sola prestación accesoria sin transmitir al mismo tiempo alguna participación o acción (lo que podrá suceder cuando la prestación accesoria haya sido establecida con carácter personal y, por tanto, no vinculada a una o varias participaciones o acciones concretas), aunque nada debería impedirlo siempre que quien se subrogue en la obligación del transmitente tenga la condición de socio (las prestaciones accesorias sólo pueden ser a cargo de socios) y la transmisión de la prestación sea autorizada por la junta general con

la mayoría prevista para las modificaciones estatutarias. Sí considera, en cambio, la posibilidad de que se pretendan transmitir por actos inter vivos de carácter voluntario participaciones o acciones que lleven expresamente vinculada la obligación de realizar alguna prestación accesoria, lo que implicaría la transmisión de esta última, y la posible transmisión de alguna participación o acción perteneciente a un socio que se halle personalmente obligado a realizar prestaciones accesorias, requiriendo en ambos casos que la transmisión sea autorizada por la sociedad mediante acuerdo que, salvo disposición estatutaria en contrario, deberá adoptar la junta general (art. 88). Por último, hemos de indicar que, independientemente de las acciones que las sociedades de capital puedan ejercitar frente a los socios que no cumplan la obligación de realizar las prestaciones accesorias a su cargo, el incumplimiento de esta obligación es una de las causas legales que permiten acordar la exclusión de los socios en la sociedad de responsabilidad limitada ( art. 350LSC), aunque no en la anónima por no haberlo dispuesto así el legislador. Ahora bien, la adopción de este acuerdo sólo parece posible, en principio, cuando se trate de un incumplimiento voluntario, porque con carácter general y, por ello, tanto cuando se trate de una sociedad limitada como anónima, el artículo 89.1 de la Ley de Sociedades de Capital establece que, salvo disposición estatutaria en contrario, en caso de incumplimiento por causas involuntarias no se perderá la condición de socio.

Lección 20

Las sociedades de capital. Las acciones y las participaciones sociales. Las obligaciones (I) Sumario: •



I. Las acciones y participaciones en general o 1. La acción y la participación como parte del capital social. Valor nominal, valor razonable y precio de emisión o 2. La acción y la participación como expresión de la condición de socio ▪ A. Derechos atribuidos por la acción y la participación ▪ B. Clases de acciones y participaciones. Las posibles desigualdades de derechos ▪ C. Las acciones y las participaciones sin voto ▪ D. Las acciones rescatables o 3. La representación de las acciones y participaciones ▪ A. Consideraciones generales ▪ B. La representación de las acciones. Títulos y anotaciones en cuenta ▪ C. La representación de las participaciones sociales II. La transmisión de las acciones y de las participaciones sociales o 4. El carácter esencialmente transmisible de acciones y participaciones o 5. Formas de transmisión ▪ A. Acciones ▪ B. Participaciones o 6. Las restricciones estatutarias a la libre transmisibilidad ▪ A. Diferencias tipológicas entre la sociedad anónima y la limitada ▪ B. Modalidades o clases de restricciones ▪ C. El régimen legal supletorio en la sociedad limitada

I. LAS ACCIONES Y PARTICIPACIONES EN GENERAL

1. LA ACCIÓN Y LA PARTICIPACIÓN COMO PARTE DEL CAPITAL SOCIAL. VALOR NOMINAL, VALOR RAZONABLE Y PRECIO DE EMISIÓN Mientras que en la sociedad anónima el capital social se divide en acciones (

art. 1.3

LSC), en las sociedades limitadas se

divide en participaciones sociales ( art. 1.2LSC). Tanto las acciones como las participaciones representan por ello partes alícuotas del capital social ( art. 90LSC). La parte que corresponde a cada acción o participación en el capital constituye el denominado valor nominal, que se refleja en un importe aritmético – expresado en euros, como el capital– que debe recogerse necesariamente en los estatutos [art. 23. d)LSC]. El valor nominal es de libre determinación por cada sociedad, al no establecer la ley ningún importe máximo ni mínimo y al no exigirse tampoco que el valor nominal represente un múltiplo o divisor de una determinada cantidad. En la práctica el valor nominal suele fijarse en importes relativamente reducidos (1 euro, 2 euros,...), con el fin de facilitar las posibilidades de transmisión de las acciones y participaciones. Lo más habitual es que todas las acciones y participaciones de una sociedad tengan el mismo valor nominal, pero no necesariamente ha de ser así. Dentro de una misma sociedad pueden existir acciones y participaciones con distinto valor nominal (que reciben la denominación de series en el caso específico de la sociedad anónima: art. 94.1LSC), que por tanto atribuirían a sus titulares cuotas o intereses distintos en el capital social. Pero en todo caso, y por definición, siempre ha de existir una correlación entre la suma de los valores nominales de las acciones o participaciones en que se divide el capital y el importe de éste. El valor nominal –al tener el mismo carácter fijo y convencional que la cifra de capital– no suele coincidir con el valor real o valor razonable, que suele ser el único valor relevante a efectos de la transmisión de las acciones o participaciones. Este valor real o razonable representa el mejor indicador del auténtico valor económico de las acciones o participaciones, al reflejar los derechos o expectativas que indirectamente corresponden a cada acción o participación sobre el patrimonio de la sociedad, en

función, no sólo del valor contable de éste, sino también de las reservas latentes y de las expectativas o rendimientos esperados de la actividad social. De ahí que el valor real o razonable tampoco suela coincidir con el valor contable o valor neto patrimonial, que al atender solamente a los valores contables o teóricos del patrimonio social tiene una naturaleza convencional y no valora a la sociedad como empresa en funcionamiento con capacidad para generar ganancias en el futuro. La relación entre el valor razonable y el valor nominal viene determinada por su distinto significado: el primero será superior al segundo cuando el valor económico de la sociedad sea superior al capital, e inferior en caso contrario. El valor razonable es por tanto una categoría esencialmente económica. En el caso de las sociedades anónimas cotizadas el legislador presume que se corresponde –salvo que se justifique lo contrario– con el valor de la cotización bursátil ( art. 504.2LSC), esto es, con el precio al que en cada momento se negocian o transmiten las acciones en el mercado de valores. Y en las demás sociedades, el valor razonable será el valor que previsiblemente tendrían las acciones o participaciones en transacciones ordinarias de mercado entre partes independientes (v. art. 38 bis.2 C. de C.). Una sociedad nunca puede emitir acciones o crear participaciones por debajo de su valor nominal ( art. 59.2LSC), de tal forma que éste marca la aportación mínima que puede exigirse por la suscripción; en caso contrario, como el valor nominal refleja la porción que corresponde a cada acción o participación dentro del capital, una parte de éste quedaría al descubierto y sin la debida cobertura patrimonial. En cambio, es posible emitir las acciones o participaciones con prima ( art. 298.1LSC), es decir, con la obligación de pagar por ellas un precio superior al importe nominal. En caso de aumento del capital, es habitual que la sociedad exija una prima para ajustar el precio exigido por las nuevas acciones o participaciones a su verdadero valor razonable o de mercado, con el fin de robustecer el patrimonio social y de evitar la posible desvalorización –o «aguamiento»– de las antiguas (cuando la contraprestación recibida por las nuevas acciones o participaciones no incrementa el patrimonio en la misma medida o proporción en que se aumenta la cifra de capital, se produce una dilución del contenido o sustancia patrimonial de las antiguas). Pero la prima puede ser empleada también como un mecanismo ordinario de financiación de la sociedad, si por ejemplo los socios se obligan a

desembolsar por las nuevas acciones o participaciones una cantidad superior a lo que sería su valor razonable. En todo caso, la Ley no obliga por principio a emitir las acciones o participaciones con prima o a fijarla en un determinado importe, pues la posible dilución patrimonial que pueden experimentar los antiguos socios como consecuencia de un aumento de capital se ve compensada – como veremos– con la atribución a los mismos de una preferencia para suscribir las nuevas acciones o asumir las nuevas participaciones (el derecho de suscripción preferente en la sociedad anónima, el derecho de asunción preferente en la sociedad limitada). Precisamente por ello, como veremos, La ley sólo obliga a emitir las nuevas acciones o participaciones con prima en aquellos supuestos en que la sociedad acuerde la exclusión de dicho derecho [art. 308.2. c)LSC], con el fin de garantizar que los terceros que las suscriban o asuman lo hagan a su verdadero valor razonable y sin menoscabar la posición económica de los antiguos socios. Siendo la prima de emisión o de asunción un sobreprecio o excedente en relación al valor nominal, su importe no se adscribe ni forma parte del capital social, sino que queda reflejado en una cuenta separada del pasivo que, en principio, se caracteriza por ser de libre disposición para la sociedad. Tanto las acciones como las participaciones sociales son indivisibles ( art. 90LSC). Se denota así que el socio no puede fraccionar sus acciones o participaciones en otras de menor valor nominal por su propia iniciativa, al igual que tampoco puede reagruparlas. El valor nominal y la determinación del número de acciones o participaciones en que se divide el capital son menciones obligatorias de los estatutos sociales, por lo que sólo mediante un acuerdo de modificación de éstos adoptado por la junta general –en los términos que veremos– puede una sociedad realizar cualquiera de dichas operaciones. En el caso de las sociedades anónimas cotizadas, por ejemplo, no son infrecuentes las operaciones de división del valor nominal de las acciones existentes sin alteración de la cifra global del capital (las conocidas como operaciones de split), que comportan la división de éste en un mayor número de acciones con el fin de facilitar sus posibilidades de transmisión y, por tanto, su liquidez bursátil; también son habituales las operaciones de signo contrario, cuando las acciones existentes se agrupan en acciones de mayor valor nominal (las denominadas operaciones de contrasplit). La indivisibilidad implica también que los derechos inherentes a la condición de socio, que

van asociados –como veremos– a la titularidad de al menos una acción o participación, tampoco pueden ser escindidos, por lo que no pueden ser cedidos o negociados por separado en caso de transmisión de la acción o participación. Las acciones y participaciones, en cambio, son acumulables ( art. 90LSC). Sin perjuicio de la individualidad y autonomía jurídica de las acciones o participaciones en que se divida el capital social, un socio puede ser titular de varias e, incluso, de todas ellas, como en el caso de las sociedades unipersonales. Y esta acumulación puede verificarse tanto en el momento de constitución de la sociedad como en cualquier otro posterior mediante la adquisición por el socio de nuevas acciones o participaciones, ya sea a título originario (suscripción de nuevas acciones o asunción de participaciones en un aumento de capital) o derivativo (adquisición por cualquier título de acciones o participaciones de otro socio). En términos generales, el número de acciones o participaciones poseídas –o, para ser más precisos, el valor nominal conjunto de estas acciones o participaciones cuando no todas tengan el mismo valor nominal– suele determinar la medida o extensión de los derechos de un socio dentro de la sociedad, aunque también este principio admite –como veremos– ciertas excepciones. 2. LA ACCIÓN Y LA PARTICIPACIÓN COMO EXPRESIÓN DE LA CONDICIÓN DE SOCIO A. Derechos atribuidos por la acción y la participación La condición de socio va indisolublemente unida a la titularidad de la acción en la sociedad anónima y de la participación en la sociedad limitada. La acción y la participación, además de encarnar el singular vínculo o relación jurídica que se deriva del contrato de sociedad y de la consiguiente pertenencia a ésta, refleja también un derecho subjetivo de naturaleza compleja, pues atribuye a su titular una posición jurídica –la condición de socio– con un determinado contenido patrimonial y personal que puede ser objeto de negocios jurídicos (compraventa, prenda, etc.). La Ley de Sociedades de Capital (art. 93) formula una enumeración expresa de los derechos del socio. Estos derechos son el de participar en el reparto de las ganancias sociales, el de participar en el reparto del patrimonio resultante de la liquidación, el

derecho de suscripción preferente en la emisión de nuevas acciones (u obligaciones convertibles en acciones) o el de asunción preferente en la creación de nuevas participaciones, el de asistir y votar en las juntas generales, el de impugnar los acuerdos sociales y el derecho de información. Mientras que los tres primeros son fundamentalmente derechos de naturaleza económico-patrimonial, los tres últimos tienen un carácter esencialmente político y funcional. En todo caso, el alcance de esta enumeración legal debe ser relativizado. De un lado, se trata aquí de derechos mínimos, dado que distintos preceptos legales reconocen otros derechos sustanciales que también integran el contenido jurídico-económico de las acciones y participaciones, como el de transmisión, el derecho de separación de la sociedad, el de asignación gratuita de acciones o participaciones en los aumentos de capital con cargo a reservas, etc. Y de otro lado, los derechos enumerados tampoco son derechos absolutos, pues su alcance y condiciones de ejercicio han de determinarse de acuerdo con lo previsto en la propia Ley (que incluso permite en ocasiones la exclusión o limitación de algunos de ellos) y, en su caso, cuando se trate de derechos de naturaleza dispositiva, en los estatutos de la sociedad de que se trate. B. Clases de acciones y participaciones. Las posibles desigualdades de derechos Aunque tanto la acción como la participación confieren un conjunto de derechos, ello no significa que éstos tengan que ser necesariamente iguales dentro de una misma sociedad, en el sentido de guardar una rigurosa equivalencia proporcional con el valor nominal de la acción o de la participación. Lo más habitual en términos prácticos es que en una sociedad todas las acciones o participaciones atribuyan unos mismos derechos, en cuyo caso no habrá más diferencias entre los socios que las que puedan derivarse de su distinto grado de participación en el capital. Pero es posible que una sociedad agrupe a socios con intereses divergentes (gestores, empleados, financiadores, etc.), por lo que la Ley permite que los estatutos sociales puedan crear acciones o participaciones con un diverso contenido de derechos. No obstante, existen diferencias significativas entre la sociedad anónima y la limitada en relación con el contenido y alcance de estas posibles desigualdades.

En el caso específico de la sociedad anónima, el legislador denomina «clase» a las acciones que atribuyan los mismos derechos ( art. 94.1 LSC). Ello permite distinguir también entre las acciones «ordinarias» o comunes, que son aquellas que atribuyen a sus titulares el régimen normal de derechos y obligaciones integrantes de la condición de socio, y las acciones «privilegiadas» o preferentes, cuando se trate de acciones que concedan ventajas o privilegios económicos en relación a las ordinarias. Pero la misma categoría de «clase» puede ser trasladada –pese al silencio legal– a las participaciones sociales, cuando en una concreta sociedad limitada los socios opten por crear participaciones con un distinto contenido de derechos (aunque en este caso, al ser mayores los derechos –como vamos a ver– que la Ley permite regular de manera desigual o no proporcional, no necesariamente unas participaciones tienen que ser privilegiadas en relación a otras, pues podrían existir varias clases que atribuyeran preferencias o privilegios distintos). Tanto en la sociedad anónima como en la limitada la ventaja o preferencia frente a las restantes acciones o participaciones puede ir referida al derecho de participación en las ganancias –al cobro de dividendos– o al derecho de participación en el patrimonio resultante de la liquidación –a la cuota de liquidación–. Estos derechos económicos pueden ser configurados en los estatutos sociales de manera desigual, tanto en lo que se refiere a la proporcionalidad entre el valor nominal de la acción o participación y la medida de atribución de dichos derechos, como mediante el reconocimiento de prioridades para su ejercicio, y todo ello mediante el recurso a las más variadas combinaciones. Así, es posible que las acciones o participaciones de una misma sociedad tengan atribuido un derecho a percibir dividendos, la cuota de liquidación o ambos a la vez de una forma que no sea rigurosamente proporcional a su valor nominal ni tenga igual medida para todas ellas, de la misma forma que esos derechos pueden estar sometidos a diferentes órdenes de preferencia o prioridad en su ejercicio (derecho a percibir un dividendo preferente, sin perjuicio de concurrir con las otras acciones o participaciones al reparto de los beneficios restantes; derecho exclusivo sobre una parte de los beneficios de cada ejercicio; derecho de preferencia para recuperar el valor nominal de las acciones o participaciones en caso de liquidación de la sociedad; etc.). La configuración precisa de estos derechos corresponde a los estatutos, que deben determinar su

alcance y contenido dentro de los márgenes legales que en su caso resulten aplicables (v. art. 95LSC en relación con los dividendos preferentes y art. 392 en relación con la cuota de liquidación, con algunas especialidades –art. 498– para las sociedades cotizadas). Con todo, el privilegio no puede consistir en ningún caso –como precisa el art. 96.1LSC– en el «derecho a percibir un interés, cualquiera que sea la forma de su determinación», pues una sociedad no puede obligarse a repartir dividendos, aunque sean preferentes, si no se cumplen los requisitos legalmente exigidos – que veremos– para proceder a cualquier reparto de beneficios entre sus socios. Y es que tanto las acciones como las participaciones se caracterizan precisamente por vincular su rentabilidad a los resultados económicos de la sociedad (por contraposición a los llamados valores de renta fija o de deuda, como serían las obligaciones, que típicamente incorporan el derecho a percibir un interés periódico que es independiente de los resultados positivos o negativos de la sociedad). A diferencia de los derechos económicos, la posibilidad de que la libertad estatutaria para configurar el régimen de derechos de las acciones y participaciones incida o no sobre los derechos políticos ofrece una significativa diferencia entre las sociedades anónimas y las sociedades limitadas. En el caso de la sociedad anónima se prohíbe de forma terminante la emisión de acciones «que de forma directa o indirecta alteren la proporcionalidad entre el valor nominal y el derecho de voto» ( arts. 96.2 y 188.2LSC). El derecho de voto, por tanto, ha de atribuirse en todo caso de forma rigurosamente proporcional a la participación en el capital (con la única excepción –que veremos– de las acciones sin voto). Pero no ocurre así en la sociedad de responsabilidad limitada, pues en este caso no existe ninguna prohibición similar (v. art. 96.3LSC) y el reconocimiento de un voto proporcional a la participación social opera sólo –en los términos del art. 188LSC– «salvo disposición contraria de los estatutos». En consecuencia, en las sociedades limitadas –a diferencia de las anónimas– es posible establecer clases de participaciones que, a igualdad de valor nominal, atribuyan un diferente número de votos. Y ello puede hacerse atribuyendo a algunas de ellas un voto plural en sentido estricto (v.gr., atribución a determinadas participaciones de un derecho de voto doble o triple) o mediante cualquier otra fórmula indirecta que

permita obtener el mismo resultado (como la atribución a un grupo de socios integrantes de una clase de participaciones de igual número de votos que al resto de las participaciones, el otorgamiento de un voto por cabeza con independencia del número o valor nominal de las participaciones poseídas, el reconocimiento de un mismo voto a participaciones de distinto valor nominal, etc.). Además, los privilegios en materia de voto pueden reconocerse con carácter general o, por el contrario, limitarse en cuanto a su alcance objetivo (en el sentido de preverse sólo para la aprobación de determinados acuerdos previstos en los estatutos) o temporal (si por ej. se atribuyen, no de forma indefinida, sino para un período de tiempo limitado). Por lo que se refiere a los restantes derechos de socio, tanto en la sociedad anónima como en la limitada se prohíben expresamente posibles desigualdades o privilegios en relación con el derecho de preferencia para la suscripción de nuevas acciones o la asunción de nuevas participaciones (art. 96, apdos. 2 y 3, LSC). Como veremos, este derecho de suscripción o de asunción preferente trata de proteger a los socios frente a los efectos lesivos que puede comportar un aumento de capital (pérdida de poder político en la sociedad y, eventualmente, dilución del contenido patrimonial o económico de las acciones o participaciones poseídas), y de ahí que el mismo deba corresponder necesariamente a todos los socios en proporción al valor nominal de sus acciones o participaciones, por ser éste el factor determinante del grado de participación en la sociedad. Por las mismas razones, y a mayor abundamiento, tampoco cabe admitir posibles desigualdades en relación con el derecho de asignación gratuita de las nuevas acciones o participaciones en caso de aumento de capital con cargo a reservas, pues éste –como veremos– se traduce en una simple transformación de reservas o beneficios que figuran en el patrimonio social y que, como tales, se integraban ya en la posición económica de los socios. En relación con otros derechos, como pudiera ser el de separación, la Ley admite un amplio margen de configuración estatutaria del propio derecho, por lo que cabría prever reglas desiguales entre distintas clases de acciones o participaciones (por ej., estableciendo una causa estatutaria de separación a favor únicamente del titular de una o varias acciones o participaciones determinadas). Y tratándose de otros derechos de naturaleza más instrumental, como los de información o –en el caso de la sociedad limitada– el de

inspección contable, parece que debería admitirse la posibilidad de que, sin privar a ningún socio del contenido esencial que la ley atribuye a estos derechos y consideradas las circunstancias concurrentes en cada caso, ese contenido esencial pudiera ser ampliado o mejorado por vía estatutaria para algún socio. A esta conclusión debe conducir la libertad de configuración legalmente admitida para otros derechos más relevantes, como los de participación en los beneficios y en la liquidación o –en el caso específico de las sociedades limitadas– en el de voto, así como la relevancia que el propio legislador otorga a la autonomía de la voluntad para establecer el contenido de los estatutos. Por lo demás, las clases de acciones o participaciones privilegiadas no deben confundirse con una modalidad de valor, de incierta naturaleza jurídica, que ha encontrado una gran difusión –y polémica– en la práctica española, representada por las denominadas «participaciones preferentes» (que regula la disp. adic. 1.ª de la Ley 10/2014). A pesar de su denominación, no se trata propiamente de participaciones sociales emitidas por sociedades limitadas, sino de valores que sólo están autorizadas a emitir las entidades de crédito (bancos, cajas de ahorro, etc.) y las sociedades cotizadas. Son valores «híbridos» entre el capital y la deuda, cuya remuneración –que puede ser cancelada discrecionalmente por el órgano de administración– se vincula a la existencia de beneficios o reservas distribuibles, aunque no otorgan derechos políticos ni derecho de suscripción preferente respecto de futuras emisiones y pueden ser amortizados o rescatados a partir de cierto plazo por la sociedad emisora. C. Las acciones y las participaciones sin voto Como hemos visto, el derecho de voto –que se concibe como un derecho inherente a la cualidad de socio– no puede ser objeto de ningún tipo de privilegio o preferencia en la sociedad anónima, aunque sí en la sociedad de responsabilidad limitada. Sin embargo, en ambos tipos sociales la Ley permite la posible creación o emisión de participaciones o acciones sin voto, aunque sólo hasta un importe equivalente a la mitad del capital social ( LSC).

art. 98

Estas acciones o participaciones tienen un carácter privilegiado, al caracterizarse por la atribución de unos mayores derechos económicos a cambio de la supresión del derecho de voto. En el

caso concreto de las sociedades anónimas, las acciones sin voto podrían servir teóricamente a las necesidades de financiación de las grandes sociedades cotizadas, atrayendo a los pequeños accionistas que conciben su participación en la sociedad como una simple inversión económica y que prácticamente no otorgan valor alguno a los derechos políticos (aunque lo cierto es que las acciones sin voto apenas han encontrado difusión práctica en nuestro mercado de valores). Pero además, las acciones o participaciones sin voto podrían emplearse también para configurar o consolidar situaciones de control sobre la sociedad, reservando aquéllas a quienes inviertan en la sociedad con un interés puramente financiero y concentrando los derechos políticos en los socios directamente interesados en la gestión social. El carácter privilegiado de estas acciones o participaciones se manifiesta básicamente en el derecho que atribuyen a percibir un dividendo anual mínimo ( art. 99LSC), que la sociedad ha de determinar en los estatutos sociales con carácter fijo o variable, y que viene a añadirse o acumularse al derecho a recibir el mismo dividendo que pueda repartirse a las acciones o participaciones ordinarias; además, para garantizar la efectividad de este dividendo mínimo, la Ley obliga a la sociedad a repartirlo siempre que existan beneficios distribuibles (y en caso de no poder hacerlo por falta de beneficios, la regla –aunque dispositiva para las sociedades cotizadas: art. 499.2LSC– es que el dividendo insatisfecho debe satisfacerse en los cinco ejercicios siguientes y que, mientras tanto, las acciones o participaciones sin voto atribuyen este derecho en las mismas condiciones que las ordinarias). Aparte del privilegio del dividendo mínimo, que es el más significativo, la Ley concede a las acciones o participaciones sin voto otra serie de beneficios en caso de liquidación de la sociedad (preferencia para obtener el reembolso del valor desembolsado antes de que se distribuya cantidad alguna a las demás acciones o participaciones: art. 101LSC) y de reducción de capital por pérdidas (derecho a no verse afectadas por esa reducción mientras no supere el valor nominal de las restantes acciones o participaciones:

art. 100LSC).

Pero aparte de estos privilegios, se trata de auténticas acciones y participaciones, que atribuyen a sus titulares la condición de socios y que otorgan, con exclusión del derecho de voto (y en su caso del derecho de suscripción preferente, aunque solo sí se trata de

sociedades cotizadas:

art. 499.2LSC), todos los demás

derechos inherentes a dicha condición (

art. 102LSC).

El régimen legal de las acciones y participaciones sin voto se cierra con la exigencia de un acuerdo mayoritario de las mismas para las modificaciones estatutarias que lesionen directa o indirectamente los derechos que les corresponden ( art. 103LSC); se evita así, lógicamente, que el régimen de derechos de estas acciones o participaciones pueda ser modificado a través de un acuerdo adoptado por los titulares de las restantes acciones o participaciones reunidos en junta, lo que constituye una manifestación del principio general aplicable en las sociedades anónimas a las modificaciones de estatutos que perjudiquen a una clase de acciones (

art. 293LSC).

D. Las acciones rescatables Las acciones rescatables –o redimibles– son una clase de acciones, que la Ley limita en su emisión a las sociedades anónimas cotizadas ( art. 500 LSC). Se definen en esencia por el hecho de emitirse para ser rescatadas o amortizadas por la sociedad en unas condiciones predeterminadas, que han de establecerse en los estatutos. Aunque todas las acciones y participaciones pueden ser amortizadas por la sociedad a través de un acuerdo de reducción de capital (en los términos que veremos), lo que define a las acciones rescatables es precisamente el hecho de ser emitidas con esta característica, pues su rescate se encuentra previsto de antemano y bajo unas condiciones predeterminadas. Todo ello supone que la aportación del accionista, y con ello el vínculo societario establecido, tiene un carácter temporal y no indefinido, al comportar el rescate de las acciones una restitución de la inversión realizada. Las acciones rescatables pueden servir así a una diversidad de funciones. Con carácter general, la emisión de estas acciones se justifica para las sociedades que por las características de la actividad desarrollada tengan interés en obtener fondos propios de forma temporal (fondos que se restituirían a los accionistas a través del rescate) o en atraer a inversores ofreciéndoles una determinada rentabilidad (por la posibilidad de prever que el rescate se realice a

un precio prefijado). Además, la cláusula de rescate encuentra una clara justificación económica en las emisiones de acciones privilegiadas o de acciones sin voto, pues la sociedad puede reservarse así la facultad de amortizarlas para refinanciarse, en su caso, mediante la emisión de nuevas clases de acciones (éste es el caso –como vimos– de las denominadas «participaciones preferentes», que pueden ser rescatadas por el emisor a partir de cierto plazo). La principal exigencia legal consiste en la obligación de fijar las condiciones del rescate en el acuerdo de emisión ( art. 500.1LSC). La facultad de rescate puede reconocerse a la sociedad emisora, a los titulares de las acciones o a ambos. Pero al margen de poder remitirse a la voluntad del emisor o del accionista, debe admitirse también la posibilidad de vincular el rescate de las acciones al simple cumplimiento de un determinado plazo o condición. Además, entre las circunstancias que han de preverse en el acuerdo de emisión se encuentra el precio que habrá de abonarse por las acciones rescatadas, fijándolo de forma rígida y predeterminada o mediante cualquier otro criterio que permita establecerlo de forma objetiva y sin necesidad de acuerdo ulterior (v.gr., cotización bursátil en un determinado período anterior al rescate). La Ley se encarga también de establecer un régimen especial para la amortización de estas acciones ( art. 501LSC), que en esencia se corresponde con la disciplina general –que veremos– de la reducción de capital. 3. LA REPRESENTACIÓN DE LAS ACCIONES Y PARTICIPACIONES A. Consideraciones generales La principal diferencia entre las acciones y las participaciones, y uno de los más importantes rasgos tipológicos que distinguen a la sociedad anónima y a la sociedad de responsabilidad limitada, radica en la forma de representación de unas y otras. En efecto, en la sociedad anónima las acciones pueden estar representadas por medio de títulos o de anotaciones en cuenta, teniendo en ambos casos la consideración de «valores mobiliarios» (

art. 92.1LSC)

o, por emplear la categoría propia del mercado de valores, de «valores negociables» ( art. 2 LMV). En cambio, en las sociedades de responsabilidad limitada se prohíbe expresamente que las participaciones sociales puedan estar representadas mediante títulos o anotaciones en cuenta o denominarse acciones, no teniendo tampoco el carácter de valores (

art. 92.2LSC).

Esta diferencia se corresponde con el carácter abierto que estructuralmente caracteriza a la sociedad anónima, como tipo societario predispuesto por el ordenamiento para atender a las exigencias organizativas y funcionales de las grandes empresas, y con la naturaleza esencialmente cerrada que por el contrario define a las sociedades de responsabilidad limitada, como forma ajustada para las empresas de esencia personalista que en principio otorgan una mayor consideración a las circunstancias personales y a la estabilidad de sus socios. La representación de las acciones en títulos o anotaciones –como veremos– es un instrumento que básicamente sirve para facilitar las posibilidades de transmisión de aquéllas y el ejercicio de los derechos de socio frente a la sociedad, que como tal se justifica especialmente para las sociedades que agrupan a un gran número de socios y cuyas acciones son objeto de intensa circulación (aunque no todas las sociedades anónimas respondan a este modelo, como hemos visto). En concreto, la consideración legal de las acciones como valores mobiliarios o negociables determina que sólo las sociedades anónimas (y en su caso las comanditarias por acciones, aunque éstas tienen una presencia marginal en nuestra realidad societaria) puedan cotizar en bolsa y financiarse a través de los mercados de valores. En cambio, las participaciones sociales, no siendo valores, carecen de la aptitud necesaria para ser objeto de negociación en los mercados de valores, lo que refuerza el carácter cerrado de las sociedades limitadas y su limitada capacidad de recurso al ahorro colectivo como medio directo de financiación (rasgo éste que se acentúa – como veremos– con las mayores restricciones impuestas a estas sociedades para emitir obligaciones y valores de deuda). B. La representación de las acciones. Títulos y anotaciones en cuenta Las acciones pueden representarse de dos formas distintas: mediante títulos y mediante anotaciones en cuenta (

art.

92.1LSC). Mientras que en el primer caso la acción se incorpora a un título o documento, en el segundo se representa a través de un simple apunte o anotación en un sistema informático. En principio, cualquier sociedad anónima puede optar libremente por uno u otro sistema, haciendo constar en sus estatutos la modalidad escogida [art. 23. d)LSC]. Pero esta libertad no existe para las sociedades cotizadas o bursátiles, aquellas que se encuentran admitidas a cotización en un mercado de valores, que están obligadas a representar sus acciones mediante anotaciones en cuenta ( 496.1LSC), por ser éste el único sistema que se adapta a las exigencias de agilidad y de rapidez de las transacciones que imponen los modernos mercados financieros.

art.

La incorporación de las acciones a títulos, que es la forma tradicional de representación, permite atender a una doble finalidad. De un lado, desempeña una función probatoria, en la medida en que la posesión del título opera como elemento de legitimación para el ejercicio de los derechos de accionista frente a la sociedad. Y de otro lado, en conexión con lo anterior, se atiende así a una permanente función dispositiva, al permitirse que la transmisión de la condición de socio se produzca con la simple entrega o tradición del documento (que es la forma de circulación propia de los valores, que se corresponde a su vez –por contraposición al régimen común de la cesión de créditos– con la de los bienes muebles). Los títulos representativos de las acciones –que deben contener en todo caso unas menciones obligatorias: art. 114LSC– pueden ser nominativos o al portador: mientras que los primeros expresan directamente el nombre de la persona a quien corresponde la acción, los segundos no designan titular alguno o –a decir mejor– indican como titular del derecho de participación en la sociedad al simple «tenedor» o poseedor del documento. En principio, una sociedad puede optar entre una u otra forma de representación, aunque la propia Ley de Sociedades de Capital impone la nominatividad en determinados supuestos que exigen que la sociedad pueda tener conocimiento de las eventuales transferencias de las acciones y de la identidad de los adquirentes ( art. 113.1LSC: acciones no enteramente desembolsadas, con transmisibilidad sujeta a restricciones o que lleven aparejadas prestaciones accesorias, o cuando así lo exijan disposiciones especiales en atención al objeto a que se dedican las

correspondientes sociedades –bancos, sociedades de seguros, deportivas, sociedades profesionales, etc.–). Las acciones representadas por títulos nominativos deben figurar en un libro-registro llevado por la sociedad, en el que se inscribirán las sucesivas transferencias y la constitución de derechos reales u otros gravámenes sobre ellas ( art. 116LSC). La inscripción no tiene efectos constitutivos, al no exigirse para la válida transmisión de las acciones, sino de mera legitimación, pues en principio la sociedad sólo puede reputar accionista –y permitir por tanto el ejercicio de los derechos atribuidos por la acción– a quien se halle regularmente inscrito en dicho libro (

art. 116.2LSC). El libro-

registro (que tiene derecho a examinar cualquier socio: art. 116.3LSC) permite por principio que la sociedad pueda tener conocimiento de la identidad de sus accionistas, a diferencia de lo que ocurre con los títulos al portador. En la práctica, no es infrecuente que las sociedades no procedan a imprimir y a entregar a los socios los títulos de las acciones, aunque sea ésta la forma de representación prevista en los estatutos. Así suele ocurrir en las sociedades anónimas de pocos socios, pues en estos casos, al no ser habituales las transmisiones de acciones, la documentación de éstas no sirve en realidad a ningún interés práctico. Las acciones tendrán entonces la consideración, no de valores, sino de simples derechos subjetivos patrimoniales, al igual que las participaciones de las sociedades limitadas (y de ahí que deban transmitirse también –como veremos– de acuerdo con las reglas generales de la cesión de créditos). Al lado del título-acción, la otra forma de «representación» de las acciones es la anotación en cuenta, que es un sistema regulado con carácter general por la

Ley del Mercado de Valores (y de ahí la

remisión que hace a ésta el art. 118.1LSC en cuanto al régimen de estas acciones). En este caso, el derecho de participación en la sociedad anónima se representa mediante su anotación en un registro contable informatizado, de cuya gestión se encarga una entidad especializada (que en el caso de las sociedades cotizadas ha de ser el denominado «depositario central de valores», que en España es la Sociedad de Sistemas, más conocida como Iberclear: arts. 8 y disp. adic. 6ª de la LMV). La legitimación

para el ejercicio de los derechos correspondientes a la condición de socio, que en el caso de los títulos se vincula a la posesión y exhibición de éstos, viene determinada aquí por la inscripción en el registro, presumiéndose titular legítimo a la persona que aparezca legitimada en los asientos del registro contable ( art. 13LMV). Y la transmisión de la condición de socio, que en el caso de las acciones documentadas se vincula a la propia circulación del título, se verifica en este caso mediante la denominada «transferencia contable», atribuyéndose a la inscripción de la transmisión los mismos efectos que la tradición de los títulos (

art. 11LMV).

En ambos casos, tanto si se representan por medio de títulos como de anotaciones en cuenta, las acciones tienen la consideración de valores mobiliarios ( art. 92.1LSC) o de valores negociables ( art. 2LMV). Se significa con ello, esencialmente, que las acciones son valores emitidos en serie, con unas características homogéneas, que por su especial nota de fungibilidad pueden ser objeto de negociación en los mercados de valores. Este carácter negociable de las acciones no alude tanto al dato de su mera transmisibilidad, que en principio es predicable respecto de cualquier derecho ( art. 1112 CC), como a su especial aptitud para ser objeto de tráfico generalizado en los mercados financieros, en los que las transacciones se efectúan de forma impersonal y con atención exclusiva a variables económicas (precio y cantidad). C. La representación de las participaciones sociales En contraste con la sociedad anónima, en las sociedades de responsabilidad limitada se prohíbe expresamente que las participaciones puedan estar representadas por medio de títulos o de anotaciones en cuenta o denominarse acciones, por lo que tampoco tienen el carácter de valores (

art. 92.2LSC).

Esta diferente caracterización de las participaciones, que separa tipológicamente a la sociedad de responsabilidad limitada de la sociedad anónima, determina que las participaciones sólo puedan gozar de formas indirectas de representación o documentación. Ésta resultará, en función del origen o procedencia de las participaciones, de la obligatoria constancia de su titularidad en la escritura pública fundacional [art. 22.1. c)LSC], en la escritura

pública de aumento del capital social ( art. 314LSC), en el documento público en el que se formalice su transmisión y, en su caso, en los asientos del libro-registro de socios (

arts.

106.1 y 104LSC). Desde esta perspectiva, la documentación o representación de las participaciones de una sociedad limitada se aproxima más a la propia de la cuota o parte de interés en las sociedades personalistas, fundada exclusivamente en la escritura social, que a la que es propia de las acciones; algo que resulta singularmente expresivo en la sociedad nueva empresa (v. Lec. 18), al exigirse en este caso que la condición de socio se acredite mediante el documento público en que conste su adquisición (v. art. 445.1LSC). Pero sobre todo, la negación del carácter de valor a la participación social y la prohibición de representarla mediante títulos o anotaciones en cuenta produce, entre otras, dos importantes consecuencias. De un lado, que no se puede aplicar a la circulación de las participaciones, y en definitiva a la de los derechos inherentes a ellas, el régimen especial propio de los valores (Lec. 44, núm. 1). Por tanto, en materia de transmisión de las participaciones sociales rige –de forma análoga a las participaciones de las sociedades de personas y a las acciones no documentadas– el régimen general de la cesión de créditos y demás derechos incorporales ( arts. 1256 y ss. CC, y 347 y 348 C. de C.), que es menos ágil, más complejo y menos protector del adquirente que aquél; así, el adquirente de la participación, aun siendo de buena fe, no verá protegida su adquisición frente a la falta de titularidad del transmitente, podrá ser objeto de cualesquiera excepciones de que dispusiera la sociedad frente a éste, etc. Y de otro lado, que, al no ser posible aplicarles ese régimen especial, las participaciones carecen de la aptitud circulatoria imprescindible para ser objeto de transmisiones masivas e impersonales, como las que tienen lugar concretamente en los mercados de valores. Es cierto, finalmente, que el hecho de que las participaciones no puedan estar representadas por medio de títulos o de anotaciones en cuenta no impide su documentación por algún otro medio, aunque los documentos que sean emitidos no podrán denominarse acciones, no incorporarán derecho alguno y poseerán un carácter meramente informativo y, en su caso, probatorio. Tal es el supuesto de la certificación de las participaciones registradas a nombre de

cualquier socio en el libro-registro de socios ( art. 105.2LSC). Su naturaleza, aunque discutida, no puede ser ajena a la consideración de que, en nuestro sistema, las anotaciones en el libro-registro que sirven de base para la certificación no poseen eficacia constitutiva respecto de la adquisición de la condición de socio, sino que cumplen una función meramente informativa y probatoria. No pudiendo, pues, considerarse título legitimador para disponer de las participaciones, la utilidad de estas certificaciones en la práctica es más bien reducida. II. LA TRANSMISIÓN DE LAS ACCIONES Y DE LAS PARTICIPACIONES SOCIALES

4. EL CARÁCTER ESENCIALMENTE TRANSMISIBLE DE ACCIONES Y PARTICIPACIONES Tanto las acciones como las participaciones, a pesar de sus diversas formas de representación y de sus distintas aptitudes circulatorias, son por esencia transmisibles ( art. 1112 CC). Ello permite que los socios puedan desvincularse de la sociedad a través de la transmisión de sus acciones o participaciones, ya que con carácter general no pueden pretender la restitución de las aportaciones efectuadas ni la liquidación de su participación (salvo en los supuestos en que disfruten –como veremos– de un derecho de separación). De esta forma se garantiza además que los cambios de socios no afecten a la base y estabilidad patrimonial de la sociedad, que permanece inalterada por importantes o frecuentes que sean las transmisiones de las acciones o participaciones (siendo paradigmático el ejemplo de las grandes sociedades cotizadas, cuyas acciones son objeto de transmisiones masivas en los mercados de valores). Al margen de permitir o de imponer posibles restricciones estatutarias a la transmisión de acciones y participaciones, la Ley sólo prohíbe la transmisión antes de la inscripción de la sociedad, o en su caso del acuerdo de aumento del capital, en el Registro Mercantil ( art. 34 LSC). Esta prohibición se ha justificado tradicionalmente por el carácter constitutivo de la inscripción de la sociedad en el Registro, aunque esta explicación no justifica la prohibición de enajenar las acciones o participaciones procedentes de un aumento de capital con anterioridad a la inscripción de éste. En todo caso, la misma no impide la posible celebración durante

este período de acuerdos con plena eficacia obligatoria para la enajenación de las futuras acciones o participaciones, ni impide tampoco posibles cambios de socios que puedan verificarse mediante técnicas distintas de la transmisión (como podría ser la modificación subjetiva del negocio fundacional, cuando la sociedad se halle en formación, o del negocio de suscripción o asunción de las nuevas acciones o participaciones, cuando se trate de un aumento pendiente de inscripción). 5. FORMAS DE TRANSMISIÓN A. Acciones En el caso de las acciones, la forma requerida para su transmisión no es uniforme, sino que depende del modo en que estén representadas. En el caso de las acciones representadas por títulos al portador, la transmisión se verifica por principio con la simple tradición o entrega de los títulos ( art. 120.2LSC, que se remite a estos efectos al art. 545 del C. de C.), cuando vaya acompañada – como es lógico– de un contrato con eficacia traslativa (

art. 609

CC), en consonancia con el régimen de circulación característico de los valores; la Ley impone además otro requisito formal, fundado en simples razones de control fiscal y de seguridad jurídica, consistente en la intervención de un fedatario público o en la participación o mediación de una sociedad o agencia de valores o entidad de crédito ( art. 11.5LMV). Tratándose de acciones nominativas, además de la entrega del documento (y de un negocio causal válido), se exige también que la transmisión sea notificada a la sociedad, para que pueda ser anotada en el libro registro de acciones nominativas (

arts. 120.1LSC); estas acciones pueden

circular también mediante endoso ( art. 120.2LSC), cuando la transmisión se hace constar en el propio documento a través de una cláusula que no exige por principio más que la firma del transmitente –o endosante–, aunque también en este caso la legitimación para el ejercicio de los derechos de accionista se vincula a la inscripción de la transmisión en el libro-registro. Cuando las acciones se representen por medio de anotaciones en cuenta, la transmisión tiene lugar por transferencia contable, que se verifica con la inscripción de la transmisión a favor del adquirente en el

correspondiente registro informático; en este caso, la inscripción produce los mismos efectos que la tradición de los títulos ( art. 11LMV). Y, por último, en el caso de las acciones que no estén representadas ni en títulos ni en anotaciones (que como vimos no son infrecuentes en la práctica), la transmisión ha de realizarse de acuerdo con las normas del Derecho común sobre la cesión de créditos y demás derechos incorporales ( art. 120.1LSC), que es también la forma de transmisión –vamos a verlo– de las participaciones sociales. B. Participaciones Tratándose de participaciones sociales, al no estar documentadas, se exige que su transmisión se haga constar en documento público ( art. 106.1LSC), entendiéndose por tal –como es sabido– todo aquel autorizado «por un notario o empleado público competente, con las solemnidades requeridas por la Ley» ( art. 1216CC). Se trata, en todo caso, de un requisito ad probationem y no ad solemnitatem, lo que quiere decir que el documento público no es forma esencial de la declaración de voluntad transmisiva, sino tan sólo la forma de hacer valer el negocio de transmisión en el tráfico. Y por ello, una vez concluido el negocio, las partes podrán compelerse recíprocamente a cumplimentar la forma legalmente exigida (

art. 1279CC).

Complementariamente, la Ley dispone también que las sucesivas transmisiones de las participaciones (así como la constitución de derechos reales y otros gravámenes sobre ellas) se harán constar en el libro-registro de socios que debe llevar la sociedad ( art. 104.1LSC); de este régimen queda exceptuada la sociedad nueva empresa (v. Lec. 18), que no está obligada a llevar dicho libro y en la que se prevé a cambio la obligación del órgano de administración de notificar la transmisión (o, en su caso, la constitución del gravamen) a los «restantes socios» en cuanto tenga conocimiento de ella (v. art. 445.3LSC). Aun cuando este libro es de llevanza obligatoria para la sociedad y debe ser legalizado conforme a lo establecido para los libros de los empresarios (art. 27.3 C. de C.), la inscripción en él es voluntaria

para el adquirente de las participaciones, por lo que, sin perjuicio de los inconvenientes que su falta pudiera comportarle, no podrá ser compelido a ella por la sociedad ni ésta podrá practicarla de oficio. En este sentido, debe tenerse en cuenta que las anotaciones practicadas en el libro registro de socios –al igual que en el libro registro de acciones nominativas ( art. 116LSC)– no constituyen el único instrumento de legitimación del socio frente a la sociedad, pues la Ley declara que el adquirente de las participaciones podrá ejercer los derechos de socio frente a la sociedad desde el momento en que ésta tenga conocimiento de la transmisión ( art. 106.2LSC). En definitiva, se puede decir que este libro es un mero registro privado al que únicamente tienen acceso los socios ( art. 105.1LSC) que, como ya se ha indicado, cumple una mera función informativa y probatoria, sin que su contenido genere una confianza protegible al modo de la información proporcionada por los registros públicos ni tampoco sea un medio de legitimación imprescindible en las relaciones socio-sociedad. A todas estas consideraciones generales hemos de añadir, finalmente, alguna más específica que afecta al régimen de transmisión de las participaciones de la sociedad nueva empresa (v. Lec. 18). En esta subespecie de la sociedad limitada, en efecto, la transmisión voluntaria por actos inter vivos sólo puede tener lugar a favor de personas físicas ( art. 444.2LSC); a este respecto, la Ley impone una obligación de enajenar las participaciones en el caso de que lleguen a adquirirlas personas jurídicas «como consecuencia de la transmisión», salvo que se prefiera que la sociedad continúe su funcionamiento sometida al régimen general de las sociedades de responsabilidad limitada. 6. LAS RESTRICCIONES ESTATUTARIAS A LA LIBRE TRANSMISIBILIDAD A. Diferencias tipológicas entre la sociedad anónima y la limitada En principio, una sociedad puede tener interés en que sus acciones o participaciones no puedan ser libremente transmitidas a cualquier persona, con el fin de evitar la posible entrada de terceros indeseados y de preservar cierta homogeneidad y estabilidad en la composición personal de la sociedad. Pero este interés social, que es muy frecuente en el caso de las sociedades cerradas, debe

armonizarse con el interés de los socios en poder disponer de sus acciones, para no verse obligados a permanecer en la sociedad de forma indefinida y en contra de su voluntad. Este conflicto es resuelto por la Ley de forma distinta para la sociedad anónima y para la sociedad de responsabilidad limitada. Y esta diversidad de criterios revela una de las principales diferencias tipológicas existentes entre ambas formas societarias, al fundamentar el carácter estructuralmente «abierto» que caracteriza a las primeras y el carácter esencialmente «cerrado» que, por el contrario, define a las segundas. Así, en el caso de la sociedad anónima, al tratarse de una forma social idealmente pensada para las necesidades de las empresas con un gran número de socios, que en principio no otorgan relevancia a las circunstancias personales de éstos y que descansan como tales sobre un presupuesto natural de libre circulación de las acciones, el principio general es la libre transmisibilidad de éstas. Con todo, se trata aquí de un simple rasgo tipológico que no estructural, pues el propio legislador permite que los accionistas opten por «cerrar» el capital de la sociedad anónima mediante la incorporación a los estatutos sociales de cláusulas limitativas de la libre transmisibilidad ( aunque con el límite de que no «hagan

art. 123.1LSC),

prácticamente intransmisible la acción» ( art. 123.2LSC). Estas posibles restricciones o limitaciones estatutarias sólo están expresamente vedadas para las sociedades cotizadas en bolsa ( art. 33.3LMV y art. 9.4 del RD 1310/2005), dado que la libre transmisibilidad de las acciones es una condición ineludible para su negociación en las Bolsas de Valores (en este caso, las restricciones podrían ser acordadas contractualmente por algunos socios mediante un pacto parasocial, que sin embargo –como vimos– no sería oponible a la sociedad). En las sociedades de responsabilidad limitada, en tanto que tipo societario predispuesto para las sociedades de esencia personalista y carácter cerrado, se requiere por el contrario que exista alguna restricción a la transmisión de las participaciones, hasta el punto de predicarse la nulidad de las cláusulas estatutarias «que hagan prácticamente libre la transmisión voluntaria de las participaciones sociales por actos inter vivos » (

art. 108.1LSC). En

consecuencia, la transmisibilidad de las participaciones ha de estar necesariamente sometida a limitaciones, por lo que ni siquiera los estatutos sociales tienen la opción de decantarse por un régimen de libre circulación. Y ello explica que el propio legislador prevea en este caso un régimen restrictivo de carácter supletorio, que resulta aplicable –como veremos– en defecto de reglas estatutarias ( art. 107LSC), y que contribuye a garantizar la caracterización de esta forma social como una «sociedad esencialmente cerrada». En último término, pues, son dos los grandes modelos o sistemas que existen en materia de transmisión. De un lado, el de las sociedades anónimas que carecen de cualquier limitación estatutaria y en el que las acciones pueden ser objeto de libre transmisión, que tienen su paradigma en las grandes sociedades cotizadas o bursátiles. Y de otro lado, el de las sociedades que de una u otra forma limitan o condicionan la libre circulación de la posición de socio; dentro de éstas se incluyen necesariamente las sociedades limitadas, pero también las sociedades anónimas –no cotizadas– que voluntariamente opten por «cerrar» su capital mediante la incorporación a sus estatutos de un régimen restrictivo. De hecho, la realidad societaria muestra que la gran mayoría de las sociedades anónimas no cotizadas incluye en sus estatutos cláusulas limitativas de la libre transmisibilidad, lo que revela que las necesidades específicas de las sociedades cerradas también pueden encontrar acomodo en esta forma societaria. Así lo destaca la exposición de motivos de la Ley de Sociedades de Capital, cuando afirma que, «como la realidad enseña, la gran mayoría de las sociedades anónimas españolas –salvo, obviamente, las cotizadas– son sociedades cuyos estatutos contienen cláusulas limitativas de la libre transmisibilidad de las acciones», lo que produce una «superposición de formas sociales» para atender a las necesidades específicas de las sociedades cerradas. B. Modalidades o clases de restricciones Aunque en principio los estatutos de la sociedad anónima y de la sociedad limitada pueden configurar libremente las restricciones a la libre transmisibilidad, existen tres tipos o modalidades fundamentales. La primera consiste en las denominadas cláusulas de consentimiento o autorización, que subordinan la validez de las transmisiones a la aprobación de la sociedad. En el caso de la

sociedad anónima, se exige expresamente que se precisen en los estatutos sociales las causas que permiten denegar la autorización ( art. 123.3LSC), con el fin de evitar que una excesiva discrecionalidad de los órganos sociales pueda comprometer las posibilidades efectivas de transmisión de las acciones. Pero en la sociedad limitada, en coherencia sin duda con su carácter estructuralmente cerrado, no se exige que los estatutos determinen causas específicas para la denegación del consentimiento, aunque lógicamente nada impide que se establezcan. En todo caso, para evitar incurrir en arbitrariedad, lo que sería inadmisible, debe entenderse que la decisión negativa habrá de someterse a los límites generales del abuso del derecho y de la buena fe y que la decisión de la sociedad, además, deberá respetar el interés social y el principio de paridad de trato entre los socios. Además, en la sociedad anónima la facultad de autorizar o consentir la transmisión debe corresponder a la sociedad (en concreto, a los administradores, salvo disposición contraria de los estatutos: art. 123.3LSC) y no puede ser atribuida a un tercero (

art. 123.2

RRM). Pero esta limitación no resulta aplicable a la sociedad limitada, en la que no parece existir ningún impedimento para que dicha facultad pueda atribuirse, además de a la sociedad, a todos o alguno de los socios o a un tercero. La segunda modalidad consiste en las cláusulas que reconocen un derecho de adquisición preferente o de tanteo a favor de los socios, de la propia sociedad o, eventualmente, de terceros. En estos casos, debe tratarse de cláusulas completas, que expresen con precisión las transmisiones en las que existe la preferencia, las personas que podrán ejercitarla, el plazo para su ejercicio y el sistema para fijar el precio de adquisición ( arts. 123.3 y 188.2RRM); en concreto, la preferencia puede configurarse como la facultad de adquirir la titularidad de las acciones o participaciones pagando por ellas el precio previsto en la operación de transmisión proyectada, o como la facultad de adquirirlas por el valor que resulte de acuerdo con los criterios prefijados en los estatutos (que en el caso de la sociedad anónima encuentran un límite en el derecho del accionista a obtener en todo caso el valor real de las acciones: art. 123.6RRM).

Finalmente, también se pueden incorporar a los estatutos restricciones que establezcan un derecho de opción o rescate a favor de los socios, de terceros o de la propia sociedad, por el que se reconozca a su beneficiario la posibilidad de adquirir las acciones o participaciones de un socio en caso de concurrencia de ciertas circunstancias (por ej., en caso de cambio de control de la sociedad que tenga la condición de socio, de sanción penal a un socio, de pérdida por un socio de la condición de empleado de la sociedad o de cumplimiento de la edad de jubilación, etc.). La admisión de esta clase de restricciones, que en términos prácticos constituyen supuestos de exclusión de socios, requiere que los estatutos determinen de forma clara y precisa las circunstancias que hayan de concurrir para su operatividad. Aunque en principio sólo son válidas las restricciones o limitaciones a la transmisibilidad, excepcionalmente cabe prever en los estatutos auténticas prohibiciones de transmisión, aunque son sujeción a ciertos límites. Así, en la sociedad anónima sólo se permiten las cláusulas que prohíban la transmisión voluntaria durante un plazo no superior a los dos años desde la constitución de la sociedad ( art. 123.4RRM), lo que puede servir para garantizar el compromiso y estabilidad de los socios durante los primeros años de vida social. En la sociedad limitada, en cambio, esta misma prohibición puede establecerse por un plazo máximo de cinco años ( art. 108.4LSC) e, incluso, con carácter indefinido, aunque en este caso –con el fin de evitar que el socio quede «encerrado» de forma permanente en la sociedad– sólo cuando los estatutos reconozcan al socio el derecho a separarse de ésta en cualquier momento (

art. 108.3LSC).

La aplicación de estas restricciones estatutarias a las transmisiones de acciones o participaciones que se verifiquen mortis causa o por sucesión hereditaria requiere que así se prevea de forma expresa en los propios estatutos ( arts. 110y 124.1LSC). A falta de previsión, pues, las restricciones contenidas en estatutos para las transmisiones inter vivos no serían aplicables y el heredero o legatario adquiriría la condición de socio. Y es que en estos casos, el legítimo deseo de la sociedad de evitar que puedan ingresar en la misma, personas extrañas o indeseadas ha de conjugarse con los derechos sucesorios de los causahabientes del socio fallecido, que reciben las acciones o participaciones ex lege como parte de la

herencia. Con todo, los estatutos pueden prever un derecho de adquisición –un derecho de rescate– de las acciones o participaciones del socio fallecido a favor de los restantes socios o de la propia sociedad, siempre que se garantice al heredero o legatario la obtención del valor razonable de aquéllas ( 110.2 y

arts.

124.2LSC).

Problemas similares se plantean en otros posibles supuestos de transmisión forzosa, cuando ésta se produce, no por la libre decisión del socio, sino por hechos o acontecimientos ajenos a su propia iniciativa, como sería el caso en particular de los procedimientos judiciales o administrativos de ejecución. En la sociedad anónima, estas formas de transmisión quedan sometidas al mismo régimen de la transmisión mortis causa ( art. 125LSC). Pero no ocurre así en la sociedad limitada, pues en este caso el legislador establece para la transmisión un complejo sistema de carácter imperativo que, en lo esencial, consiste en insertar una restricción de la transmisibilidad en el desarrollo del propio procedimiento de enajenación forzosa (

art. 109LSC).

C. El régimen legal supletorio en la sociedad limitada Como ya hemos indicado, la prohibición –fundada en razones de caracterización tipológica– de que las participaciones de una sociedad limitada queden sometidas a un principio de libre transmisión ha llevado al legislador a establecer un régimen restrictivo de carácter supletorio para el caso de que los estatutos sociales carezcan de previsiones al respecto. Se trata de un régimen, por tanto, que sólo entrará en juego si los estatutos no contienen un régimen de transmisión específico, pues éstos tienen prioridad para regular las transmisiones como tengan por conveniente. Y este régimen legal, que procura hacer compatible el interés económico del socio que desea transmitir sus participaciones en determinadas condiciones con el interés de los demás en controlar los cambios de socios, está integrado por las reglas que, en síntesis, se exponen a continuación. En primer término, se declaran libres las transmisiones voluntarias de participaciones por actos inter vivos realizadas entre los socios o a favor del cónyuge, ascendiente o descendiente del socio –cuando sea persona física– o de cualquier sociedad perteneciente al mismo

grupo que la transmitente –cuando el socio sea una sociedad– ( art. 107.1LSC), bajo el entendimiento de que estas transmisiones son generalmente inocuas para la subsistencia del intuitu personae que las restricciones a la libre transmisibilidad aspiran a preservar (aunque los estatutos –como hemos visto– siempre podrían optar por restringir también estas concretas transmisiones). En relación con las transmisiones realizadas a favor de cualquier otra persona, la regla es que el socio que pretenda transmitir deberá comunicar su propósito al órgano de administración mediante escrito en el que consten la identidad del adquirente o adquirentes y las condiciones de la operación (número de participaciones, precio, etc.), entre las que podrá incluirse un aplazamiento del pago del precio, en cuyo caso será preciso para la adquisición que una entidad de crédito garantice el pago de la parte aplazada. Estas condiciones son vinculantes para el socio que proyecta transmitir, tanto cuando obtenga el consentimiento expreso o tácito [v. art. 107.2. f)LSC] de la sociedad para la transmisión como en el caso de que la sociedad le imponga un distinto adquirente en los términos que permite la Ley [art. 107.2, letras c) y d), del LSC]. Seguidamente, la sociedad, previa inclusión del asunto en el orden del día, decidirá mediante acuerdo de su junta general acerca de la conveniencia o no de la transmisión proyectada [art. 107.2. b)LSC]. En caso de rechazo, se deberá asimismo acordar, en la misma junta o en otra posterior, la designación y presentación de uno o varios adquirentes alternativos (socios o terceros) que se consideren aceptables y que cubran la totalidad de las participaciones afectadas, teniendo preferencia a estos efectos los socios concurrentes a la junta que deseen adquirirlas (y si son varios, a prorrata de su participación en el capital), pero no pudiendo la propia sociedad decidir adquirirlas ella misma. Esta exigencia de presentación de adquirentes alternativos para la totalidad de las participaciones que el socio pretenda transmitir no es susceptible de derogación o alteración alguna y, por ello, con el fin de facilitar su cumplimiento, la Ley llega a admitir la posibilidad de que la propia sociedad, mediante acuerdo de su junta general, intervenga como adquirente de aquellas participaciones –y sólo de ellas– que no quiera adquirir ningún socio o tercero aceptado por la propia junta, de modo que así puedan resultar adquiridas todas las participaciones que el socio pretenda transmitir [art. 107.2. c)LSC]. Una vez adoptadas por la junta las decisiones anteriores, si se ha optado por consentir o autorizar la transmisión, la sociedad podrá

ponerlo en conocimiento del socio que pretende transmitir, quien a su vez podrá proceder de inmediato a la formalización de la operación en las condiciones en su día comunicadas. En caso contrario, es decir, si se ha decidido denegar el consentimiento, la sociedad está obligada a comunicarle notarialmente el nombre de los adquirentes alternativos interesados en la adquisición, salvo que el transmitente hubiera concurrido a la junta en que se acordó su designación (porque la ley presume que en este caso ya conoce su identidad), debiendo formalizarse la transmisión en documento público y en las mismas condiciones en el plazo de un mes [art. 107.2. e)LSC], a cuyo efecto los adquirentes y el transmitente podrán compelerse recíprocamente a la formalización. En todo caso, transcurridos tres meses desde que el socio informó a la sociedad de su propósito de transmitir sin que ésta le hubiera comunicado su consentimiento a la operación o, en su caso, la identidad de los adquirentes alternativos, operará en su favor un silencio positivo, es decir, quedará el socio en libertad para realizar la transmisión proyectada [art. 107.2. f)LSC]. Por último, se ha de señalar que, en los casos de transmisiones gratuitas u onerosas distintas de la compraventa (donación, permuta, aportación a sociedad, etc.) y, obviamente, para el supuesto de que la sociedad decidiera no consentir la transmisión y presentar un adquirente alternativo, la Ley ha previsto la sustitución del negocio pretendido por una compraventa. A tal efecto, se preocupa de establecer el precio de la operación, ya sea el fijado de común acuerdo por las partes o, en su defecto, el valor razonable de las participaciones afectadas determinado pericialmente [art. 107.2. d)LSC]. En todo caso, siendo ésta una vía apta para resolver la complicada situación que se puede plantear en estos casos, no es menos cierto que la solución legal conducirá a que quien pretendía donar, permutar o aportar sus participaciones pasará a ser vendedor de ellas, lo que puede resultar insatisfactorio no sólo para quien acaba comprando para evitar la transmisión (por ej., los socios que deseen impedirla), sino sobre todo para quien acaba vendiendo sin querer vender (el socio transmitente que deseaba permutar, donar, etc.).

Lección 21

Las sociedades de capital. Las acciones y las participaciones sociales. Las obligaciones (II) Sumario: •





I. Los negocios de una sociedad sobre sus propias acciones y participaciones o 1. Consideraciones generales o 2. La suscripción o adquisición originaria de acciones y participaciones propias o 3. La adquisición derivativa de acciones y participaciones propias ▪ A. La adquisición de las propias acciones en la sociedad anónima ▪ B. La adquisición de las propias participaciones en la sociedad limitada o 4. Aceptación de acciones y participaciones propias en garantía, prohibición de asistencia financiera y participaciones recíprocas o 5. Régimen sancionador II. Copropiedad y derechos reales sobre las acciones y las participaciones o 6. Copropiedad o 7. Usufructo y prenda o 8. Embargo III. Las obligaciones o 9. Concepto y características o 10. La emisión de obligaciones ▪ A. Régimen y formalidades ▪ B. El sindicato de obligacionistas ▪ C. El reembolso de las obligaciones o 11. Las obligaciones convertibles en acciones

I. LOS NEGOCIOS DE UNA SOCIEDAD SOBRE SUS PROPIAS ACCIONES Y PARTICIPACIONES

1. CONSIDERACIONES GENERALES La posibilidad de que una sociedad adquiera sus propias acciones o participaciones (la generalmente conocida como «autocartera») se ha visto tradicionalmente con desconfianza por el ordenamiento, en atención a las posibles consecuencias lesivas que esta práctica puede comportar. Desde un punto de vista patrimonial, esta adquisición de acciones o participaciones propias puede encubrir una restitución de aportaciones a los socios y una liquidación encubierta del patrimonio social, que afectaría gravemente a la función de cobertura y de garantía que desempeña el capital. Y desde una perspectiva corporativa, estas operaciones también son idóneas para amparar conductas irregulares de los administradores, que podrían distorsionar de esta forma las reglas de formación de la voluntad social (reduciendo el número de acciones o participaciones en circulación para incrementar el peso relativo de la participación de un socio, sirviéndose de aquéllas en las juntas, etc.) y, en su caso, afectar negativamente a la paridad de trato de los socios (v.gr., adquiriendo las acciones o participaciones a unos socios y no a otros, o aplicándoles distintas condiciones de compra). Se añaden a ello los peculiares problemas que suscitan estas prácticas en el caso de las sociedades cotizadas, fundamentalmente desde la perspectiva de la posible alteración o manipulación de la cotización bursátil, aunque esta preocupación es ajena a la disciplina del Derecho societario y se aborda por las normas sobre «abuso de mercado» que son específicas de los mercados de valores (v. art. 12 y ss. del

Reglamento (UE) nº 596/2014 de 16 de abril de

2014, sobre el abuso de mercado, así como LMV y

art. 231

RD 1333/2005).

La posible adquisición derivativa de las propias acciones o participaciones es la operación de mayor trascendencia práctica y la más relevante en el sistema legal, aunque la misma se regula de forma distinta –por razones no del todo justificadas– en la sociedad anónima y en la sociedad limitada. Pero además, el legislador se ocupa también de otro conjunto de operaciones o «negocios» sobre las propias acciones o participaciones que suscitan riesgos similares.

2. LA SUSCRIPCIÓN O ADQUISICIÓN ORIGINARIA DE ACCIONES Y PARTICIPACIONES PROPIAS Tanto en la sociedad anónima como en la sociedad limitada se prohíbe de forma absoluta y en todo caso la posible suscripción o adquisición originaria por una sociedad de sus propias acciones o participaciones ( art. 134 LSC). La prohibición se extiende también a la suscripción por una sociedad de las acciones o participaciones emitidas por su sociedad dominante, con el fin de evitar que ésta pueda servirse de una filial para realizar la operación de forma indirecta («autocartera indirecta»). Esta regla, que encuentra un claro paralelismo con el principio de íntegra suscripción del capital social ( art. 21LSC), trata de garantizar la realidad y efectividad de éste en sede de constitución o de cualquier aumento posterior, en el sentido de que la emisión de acciones o participaciones se corresponda con la realización de una aportación patrimonial efectiva. En todo caso, la infracción de esta prohibición comporta consecuencias dispares en ambos tipos societarios. En la sociedad limitada, la asunción de las propias participaciones es nula de pleno derecho ( art. 135LSC), sin perjuicio de las eventuales responsabilidades sancionadoras –que veremos– en que además puedan incurrir los fundadores o los administradores. Pero en la sociedad anónima, del incumplimiento de esta prohibición no se deriva la nulidad de la autosuscripción. Las acciones que se suscriban en contravención del régimen legal pertenecen a la sociedad, aunque la obligación de desembolsarlas se atribuye a los administradores o fundadores ( art. 136LSC); se garantiza con ello la correcta integración del capital, evitándose que la liberación de las acciones se realice con cargo al patrimonio social. 3. LA ADQUISICIÓN DERIVATIVA DE ACCIONES Y PARTICIPACIONES PROPIAS A. La adquisición de las propias acciones en la sociedad anónima En la sociedad anónima, y a diferencia de la autosuscripción, la compra o adquisición derivativa de acciones propias –o de la sociedad dominante, en el caso de las filiales– no se prohíbe con carácter general, ya que la misma puede responder a finalidades

plenamente legítimas (facilitar la salida de un socio, destinar las propias acciones o participaciones a un inversor determinado o a los empleados de la sociedad, aplicar una cláusula restrictiva de la libre transmisibilidad de las acciones para evitar su transmisión a un tercero, etc.). Pero estas adquisiciones se someten a un conjunto de requisitos y condiciones legales, procedentes en su mayoría del Derecho comunitario, que en esencia tratan de desactivar los potenciales riesgos patrimoniales y corporativos que comportan. Estas operaciones se someten antes que nada a un límite cuantitativo, al exigirse que el valor nominal de las acciones adquiridas (sumando las acciones poseídas por la sociedad emisora –autocartera directa– y por sus filiales –autocartera indirecta–) no exceda del 20 por 100 del capital (

art. 146.2

LSC) o, en el

caso de las sociedades cotizadas o bursátiles, del 10 por 100 ( art. 509LSC). Además, cualquier adquisición de acciones propias debe ser autorizada por los accionistas reunidos en junta general, a través de un acuerdo que debe precisar los extremos más relevantes de la operación proyectada, como el contravalor mínimo y máximo, el plazo (que no podrá exceder de cinco años) o las modalidades de la adquisición [art. 146.1. a)LSC]. Para desactivar sus posibles riesgos patrimoniales, se exige también que la adquisición no produzca el efecto de que el patrimonio neto resulte inferior al importe del capital más las reservas de carácter indisponible [art. 146.1. b)LSC]; ello supone que la sociedad sólo puede realizar la adquisición con cargo a beneficios o reservas de libre disposición, sin comprometer el patrimonio que esté afecto a la cobertura del capital y demás reservas indisponibles. Y, por último, la adquisición se excluye por completo en ciertos casos, como las acciones que no estén íntegramente desembolsadas (pues la adquisición podría suponer una condonación indirecta de la deuda por dividendos pasivos) o las que lleven aparejadas prestaciones accesorias (en atención seguramente al peculiar régimen de transmisión al que están sometidas estas acciones) ( 146.4LSC).

art.

La Ley exige que los administradores controlen «especialmente» el cumplimiento de estos requisitos legales ( art. 146.3LSC), lo que revela la trascendencia que les atribuye. También destaca aquí la exigencia de preservar el principio de igualdad de trato de los

accionistas ( art. 97LSC), que es de aplicación general al conjunto de relaciones de una sociedad con sus accionistas pero que ofrece una particular relevancia en las operaciones de autocartera, por su carácter potencialmente discriminatorio. Estos requisitos y condiciones no se exigen en algunos supuestos excepcionales de «libre adquisición» ( art. 144LSC), en los que la sociedad puede adquirir libremente sus propias acciones (o las de su sociedad dominante), y que generalmente se explican por la inexistencia de cualquier riesgo específico o por la presencia de otro interés jurídico predominante. En caso de incumplimiento del régimen legal, la regla general es que las adquisiciones no son nulas (aunque sean adquisiciones realizadas en contravención de una norma imperativa), pues sólo se obliga a la sociedad a enajenar las acciones indebidamente adquiridas en un plazo máximo de un año; a falta de tal enajenación, la propia sociedad (o eventualmente el secretario judicial o el registrador mercantil, a solicitud de los administradores o de cualquier interesado) deberá proceder a la amortización de dichas acciones y a la consiguiente reducción del capital (

arts.

139y 147LSC). Y es que la enajenación es un mecanismo sencillo y de fácil aplicación, idóneo para contrarrestar las consecuencias nocivas de la adquisición ilegal, que además evita la grave inseguridad jurídica que la sanción de nulidad comportaría para la circulación de las acciones y el tráfico bursátil (la nulidad sólo se declara para las adquisiciones prohibidas, las de acciones que no estén íntegramente desembolsadas o que lleven aparejadas prestaciones accesorias – art. 146.4LSC–, pues en estos casos la simple obligación de enajenación no evitaría el resultado que la Ley quiere prevenir). En todo caso, al margen de estas consecuencias civiles, las adquisiciones contra legem también sujetan a los administradores de la sociedad infractora –como veremos– a un peculiar régimen sancionador de carácter administrativo, que en esencia aspira a reforzar la efectividad del régimen legal. Por último, mientras las acciones propias se encuentren en poder de la sociedad, y con independencia de que su adquisición haya sido o no regular, quedan sometidas a un régimen especial, que en

esencia afecta a su contenido de derechos. Así, se suspende el ejercicio del derecho de voto y de los demás derechos de carácter político incorporados a estas acciones, con la finalidad básica de evitar su posible utilización por los administradores en las juntas de accionistas; en cuanto a los derechos económicos –como el derecho a los dividendos– se atribuyen por regla general de forma proporcional al resto de las acciones ( art. 148LSC). Además, la Ley trata también de garantizar una completa información a los accionistas en relación con estas operaciones, al obligar a los administradores a dar cuenta detallada de las adquisiciones de acciones propias en el informe de gestión [arts. 148. d) y 262.2 LSC]. Esta información se refuerza en el caso de las sociedades cotizadas, que por razones de transparencia quedan sometidas a un régimen especial de comunicación al mercado de las operaciones que realicen sobre sus propias acciones (

art. 126

LMV y normativa de desarrollo). B. La adquisición de las propias participaciones en la sociedad limitada A diferencia de la sociedad anónima, en la que se permite la adquisición derivativa de las propias acciones –o de la sociedad dominante– siempre que se cumplan los distintos requisitos y condiciones legalmente previstos, en la sociedad limitada la adquisición de las propias participaciones –o de las participaciones o acciones de la sociedad dominante– se prohíbe con carácter general y sólo se permite en determinados supuestos excepcionales. En concreto, estas «adquisiciones derivativas permitidas» van referidas a cuatro supuestos distintos ( 140.1

art.

LSC).

En primer término, cuando las participaciones o acciones formen parte de un patrimonio adquirido a título universal, sean adquiridas a título gratuito o se adquieran a consecuencia de una adjudicación judicial para satisfacer un crédito de la sociedad contra el titular de ellas (supuestos previstos también como de «libre adquisición» de las acciones en la sociedad anónima: art. 144LSC). En segundo lugar, cuando las participaciones propias se adquieran en ejecución de un acuerdo de reducción de capital aprobado por la junta

general, para cuya adopción habrá de observarse toda la disciplina relativa a la reducción de capital (y de ahí que esta excepción legal vaya referida únicamente a la adquisición de participaciones propias y no de las acciones o participaciones de la sociedad dominante). En tercer lugar, cuando las participaciones se adquieran en aplicación del derecho de adquisición preferente de la sociedad en caso de ejecución forzosa (excepción igualmente referida sólo a las propias participaciones), al que ya nos hemos referido (v. art. 109.3LSC). Y, finalmente, cuando se trate de adquirir las participaciones de socios separados o excluidos de la sociedad, así como cuando la adquisición por la propia sociedad sea procedente conforme a lo establecido en el régimen de transmisibilidad voluntaria por actos inter vivos o mortis causa que les sea aplicable, siempre además que la adquisición haya sido autorizada por la junta y se efectúe con cargo a beneficios o a reservas de libre disposición. La sociedad no puede mantener por tiempo indefinido en su patrimonio las participaciones propias adquiridas al amparo de estas excepciones legales (en los restantes casos la adquisición no se produce, por resultar nulo el negocio prohibido: art. 140.2LSC). En concreto, en analogía con lo previsto para la sociedad anónima, se prevé que en el plazo de tres años habrán de ser enajenadas conforme a las reglas legales o estatutarias de transmisibilidad que en cada caso procedan o bien habrán de ser amortizadas ( art. 141.1LSC), plazo que se reduce a un año para la enajenación de las acciones o participaciones de la sociedad dominante ( art 141.3LSC). Obviamente, esta alternativa general y el referido plazo para usarla no resultan de aplicación al supuesto anteriormente descrito en segundo lugar, toda vez que, al adquirirse las participaciones en ejecución de un acuerdo de reducción de capital, su amortización va implícita en la propia naturaleza de la operación, lo que excluye la posibilidad de enajenación. Además, mientras las participaciones propias –o las participaciones o acciones de la sociedad dominante– permanezcan en poder de la sociedad adquirente, quedan en suspenso todos los derechos de aquéllas ( art. 142.1LSC). Y de no acordarse la enajenación de las propias participaciones en el referido plazo, la sociedad está obligada a acordar inmediatamente su amortización y la consiguiente reducción de capital, medida que puede también ser

acordada por el secretario judicial o alternativamente por el registrador mercantil a solicitud de los administradores o de cualquier interesado ( Ley 15/2015).

art. 141.2LSC, en la redacción dada por la

4. ACEPTACIÓN DE ACCIONES Y PARTICIPACIONES PROPIAS EN GARANTÍA, PROHIBICIÓN DE ASISTENCIA FINANCIERA Y PARTICIPACIONES RECÍPROCAS Entre los demás negocios sobre las propias acciones o participaciones contemplados en la Ley se encuentra la posibilidad de que éstas sean aceptadas en prenda o en otra forma de garantía por la sociedad. Y es que los negocios de aceptación en garantía pueden ser empleados con fines de elusión de la disciplina sobre adquisición de acciones o participaciones propias, al margen de suscitar unos riesgos parecidos (la sociedad que ejecutase la garantía en caso de incumplimiento de la obligación principal podría terminar adquiriendo sus propias acciones o participaciones). Por esta razón, en la sociedad anónima la aceptación de acciones propias (o de la sociedad dominante) en prenda o en otra forma de garantía se permite, aunque siempre que se respeten los límites y requisitos aplicables a la adquisición de las mismas (

art. 149.1

LSC). De este régimen se exceptúan las operaciones hechas por las entidades de crédito en el ámbito de sus actividades ordinarias ( art. 149.2LSC), que por tanto pueden ser libremente realizadas; se busca así no perjudicar a estas empresas mediante una limitación de los bienes susceptibles de ser obtenidos en garantía, dado que las mismas tienen precisamente como objeto o actividad la concesión de crédito a terceros. Pero en la sociedad de responsabilidad limitada, en consonancia con la prohibición general de la adquisición de las propias participaciones, la posibilidad de aceptar éstas en garantía se excluye en todo caso ( art. 143.1LSC, que por razones poco claras extiende la prohibición a los supuestos de aceptación en garantía de acciones o participaciones emitidas por cualquier sociedad del grupo al que pertenezca, y no sólo –como en la sociedad anónima– por la sociedad dominante). Otro de los negocios sobre acciones y participaciones propias regulados en la Ley consiste en la posibilidad de que una sociedad anticipe fondos, conceda préstamos, preste garantías o facilite

cualquier otro tipo de «asistencia financiera» para la adquisición de sus acciones o participaciones por un tercero ( art. 150.1LSC, que extiende la prohibición a la adquisición de acciones o participaciones de la sociedad dominante, y art. 143.2LSC, que por razones también poco justificadas la refiere por igual a la adquisición de acciones o participaciones de cualquier sociedad del grupo). Al margen de reforzar la efectividad de la disciplina sobre adquisición de acciones o participaciones propias, esta prohibición quiere evitar los peligros que la asistencia financiera comporta por sí sola: en un plano patrimonial, el adquirente de las acciones o participaciones se estaría financiando con cargo al propio patrimonio social; y en el orden administrativo, los administradores podrían facilitar la adquisición de la condición de socio a terceros de su confianza, con el consiguiente riesgo de actuaciones discriminatorias. En todo caso, y dejando de lado los supuestos más meridianos y flagrantes (v.gr., la sociedad que otorga financiación directa a un socio o a un tercero para que pueda adquirir las acciones o participaciones a título originario o derivativo), lo cierto es que en la práctica se suscitan muchas dudas sobre la posible extensión de esta prohibición a operaciones más complejas en las que la sociedad despliega alguna actividad accesoria con el fin de facilitar o promover la adquisición de sus propias acciones o participaciones, o en las que el patrimonio de la sociedad acaba respondiendo indirectamente de las deudas incurridas por un socio para la adquisición de su participación (v. por ej. el art. 35 de la Ley 3/2009 sobre Modificaciones Estructurales de las Sociedades Mercantiles, respecto de la «fusión posterior a una adquisición de sociedad con endeudamiento de la adquirente»). Por lo demás, mientras que esta prohibición tiene carácter absoluto en el caso de la sociedad limitada, en la sociedad anónima existen algunas excepciones; en concreto, de la prohibición de asistencia financiera quedan exceptuadas las operaciones ordinarias de las entidades de crédito ( art. 150.3LSC), por las mismas razones que hemos visto antes, así como los negocios dirigidos a facilitar la adquisición de acciones por el personal de la sociedad ( art. 150.2LSC), al objeto de no entorpecer la posible participación en el accionariado de los trabajadores de ésta. Por último, la Ley se ocupa también de las denominadas «participaciones recíprocas» entre sociedades, que se dan cuando

dos sociedades participan recíprocamente en sus respectivos capitales sociales (la sociedad A participa en el capital de la sociedad B, que a su vez participa en el de A). Y es que estas participaciones recíprocas generan problemas similares –aunque menos intensos– a los de la adquisición de acciones o participaciones propias: en el plano patrimonial, pueden incidir negativamente sobre el principio de integridad del capital, pues el patrimonio de las sociedades participadas estaría formado de forma mediata por acciones o participaciones propias (cada sociedad participaría indirectamente en sí misma); y en el ámbito político o administrativo, pueden afectar también a la correcta distribución de competencias dentro de cada sociedad, por el riesgo de que los administradores de las dos sociedades utilicen los derechos de voto de las respectivas participaciones de forma consensuada (los administradores de A votan en B en un determinado sentido, previo acuerdo para que los administradores de B voten en A en otro). Como ocurre con la adquisición de acciones propias, el legislador somete las participaciones recíprocas a un conjunto de límites y requisitos aunque sin llegar a prohibirlas, ya que pueden emplearse con finalidades plenamente legítimas (v.gr., facilitar la integración o la colaboración entre dos empresas), con una regulación que además es común para las sociedades anónimas y limitadas. La regla básica consiste en la prohibición de establecer participaciones recíprocas –incluyendo aquí las posibles participaciones circulares que puedan constituirse a través de filiales– que excedan del 10 por 100 de la cifra del capital de las sociedades participadas ( art. 151LSC); por debajo de este límite, pues, las participaciones recíprocas son plenamente regulares, seguramente porque en este caso los riesgos de la operación resultan poco significativos. Además, para garantizar la plena efectividad de este régimen legal, se prevé un deber de notificación a cargo de las sociedades que superen el límite del 10 por 100 en el capital de otra ( art. 155LSC). En caso de superación de este límite legal –y en clara analogía con lo previsto para la adquisición de acciones propias– no se decreta la nulidad del negocio de adquisición, sino que se establece la obligación de la sociedad que reciba antes dicha notificación de proceder a la enajenación de las participaciones excedentes en el plazo de un año ( art. 152.1LSC). El incumplimiento de esta obligación de reducción faculta a cualquier interesado para instar la venta judicial

de las participaciones excedentes, a la vez que determina la suspensión de los derechos correspondientes a las participaciones poseídas por la sociedad infractora en la otra sociedad ( 152.3LSC).

art.

5. RÉGIMEN SANCIONADOR Como vimos, la efectividad de la disciplina en materia de negocios sobre acciones o participaciones propias y participaciones recíprocas se refuerza con la previsión de un sistema de sanciones administrativas, que básicamente trata de compensar el limitado efecto disuasorio y preventivo que han de tener las consecuencias civiles asociadas al incumplimiento de las prescripciones legales en este ámbito (obligación de enajenación, nulidad del negocio, suspensión de derechos, etc.). Estas sanciones, que se aplican a cualquier administrador, directivo o apoderado que actúe por cuenta de la sociedad y que lleve a ésta a incumplir las obligaciones o prohibiciones legales (incluyendo en su caso a los administradores de la sociedad dominante que hayan inducido a una filial a cometer la infracción), consisten en multas, que han de graduarse en función de la entidad y efectos de la infracción (art. 157, apdos. 2 y 3, LSC). En la sociedad anónima, la competencia para iniciar y resolver los expedientes sancionadores por estas infracciones corresponde a la Comisión Nacional del Mercado de Valores ( art. 157.6LSC), aunque no se trate de sociedades cotizadas. Y en la sociedad limitada, la competencia para instruir el procedimiento se atribuye al Ministerio de Economía y Empresa (

art. 157.5LSC).

II. COPROPIEDAD Y DERECHOS REALES SOBRE LAS ACCIONES Y LAS PARTICIPACIONES

6. COPROPIEDAD La posible existencia de una situación de copropiedad o de derechos reales sobre las acciones o las participaciones se aborda por la Ley desde la perspectiva de la incidencia de estas situaciones sobre el ejercicio de los derechos que las mismas atribuyen. Conforme a una generalizada tradición en el ámbito de las sociedades de capital, la Ley admite las situaciones de cotitularidad tanto de las acciones como de las participaciones. En estos casos, cuando dos o más personas compartan la propiedad de la acción o

de la participación, ésta se mantiene indivisa y se obliga a los copropietarios a designar una sola persona o representante común para el ejercicio de los derechos de socio ( art. 126 LSC), con el fin de preservar la función de la acción o participación como unidad de medida de derechos en la sociedad y de simplificar la vida interna de ésta. Por tanto, esta exigencia no guarda relación propiamente con el carácter indivisible de la acción o participación ( art. 90LSC), sino que se fundamenta en el principio de unificación subjetiva del ejercicio de los derechos inherentes a la posición de socio, que se establece en interés de la sociedad. Pero todos los copropietarios responden solidariamente del cumplimiento de las obligaciones sociales (como podría ser la obligación de desembolso o las eventuales prestaciones accesorias), de tal forma que la sociedad puede optar por dirigirse contra cualquiera de ellos. 7. USUFRUCTO Y PRENDA En cuanto a la constitución de derechos reales limitados sobre las acciones o participaciones, no se somete a requisitos especiales, sino que procederá de acuerdo con las normas del Derecho común. La regla general, pues, es que la prenda o el usufructo se constituirán en virtud del negocio o título correspondiente. Pero en el caso de las acciones, por su condición de valores, la constitución de la prenda o del usufructo debe ir acompañada de la entrega o tradición de las acciones o, si estuvieran representadas por anotaciones en cuenta, de la oportuna inscripción en el registro contable (con alguna especialidad en relación a las acciones nominativas, pues en este caso, al tratarse de títulos a la orden y según prescribe el art. 121.2 LSC, la constitución de los derechos reales podría hacerse también a través de un endoso «en garantía» o «en usufructo»). Además, como vimos, la constitución de derechos reales deberá inscribirse en el libro registro de acciones nominativas ( art. 116.1LSC) y, tratándose de una sociedad de responsabilidad limitada, en el libro registro de socios ( art. 104.1LSC). El usufructo de las acciones o participaciones presenta delicados problemas desde una perspectiva societaria, por la disociación que comporta entre la titularidad de aquéllas y las facultades de uso y de aprovechamiento económico de las mismas, algo que explica la

atención que la Ley le dedica. La regla básica a este respecto consiste en la atribución de la condición de socio al nudo propietario, a quien corresponde por principio el ejercicio de todos los derechos de socio, salvo el derecho a los dividendos acordados por la sociedad durante el usufructo, que se atribuye al usufructuario ( art. 127.1LSC). Debe tenerse presente, en todo caso, que estas reglas disciplinan las relaciones externas del nudo propietario y del usufructuario frente a la sociedad y, por tanto, la forma de ejercitar los diversos derechos que dimanan de la acción o participación, pero sin prejuzgar en absoluto las relaciones internas que medien entre aquéllos ni la titularidad material de los diversos derechos. La Ley trata de unificar el régimen de ejercicio de los derechos de socio, con el ánimo de garantizar el funcionamiento ágil de la sociedad y de evitar que a ésta puedan serle opuestas las disposiciones particulares que sobre la titularidad o el ejercicio de los diversos derechos puedan contenerse en el título constitutivo del usufructo. Pero la atribución o el reparto de los derechos entre el usufructuario y el nudo propietario es una cuestión ajena a la sociedad, que habrá de regirse –según dispone el art. 127.2LSC– por lo que determine el título constitutivo del usufructo, en su defecto por lo previsto en la propia Ley de Sociedades de Capital y, supletoriamente, por el

Código Civil.

Por lo demás, al margen de su derecho sobre los dividendos acordados, y en defecto siempre de lo que pueda disponer el título constitutivo del usufructo, el usufructuario también tiene derecho a percibir en sede de liquidación del usufructo los beneficios que no hayan sido objeto de distribución por destinarse a reservas ( art. 128.1LSC). Y el mismo derecho le corresponde en la hipótesis de que la sociedad se disuelva durante el usufructo, en cuyo caso podrá exigir del nudo propietario la parte de la cuota de liquidación que corresponda al incremento experimentado por el valor real de las acciones o participaciones por causa de la constitución de las reservas sociales ( art. 128.2LSC). En ambos casos, a falta de acuerdo entre las partes, el importe a abonar debe ser determinado por un auditor designado por el Registro Mercantil ( art. 128.3LSC, aunque existe alguna especialidad a este respecto en el caso de las sociedades anónimas cotizadas:

art. 502LSC).

La Ley se ocupa, además, del posible usufructo de acciones no liberadas, algo que sólo es posible –como sabemos– en el caso de las sociedades anónimas, declarando la obligación básica del nudo propietario de realizar los desembolsos pendientes ( art. 130LSC). Y se establece también un régimen especial en relación con el derecho de asunción o de suscripción preferente que corresponda a las acciones o participaciones usufructuadas en caso de realización de un aumento de capital, facultando para su ejercicio sucesivamente al nudo propietario y al usufructuario ( art. 129LSC). En caso de prenda de las acciones o participaciones, la incidencia que pueda tener sobre la titularidad de los diversos derechos sociales es también una cuestión que ha de resolverse por principio en el propio título por el que se constituya. Pero en analogía con el usufructo, la Ley disciplina las condiciones de ejercicio de dichos derechos (no las relaciones internas entre el propietario de las acciones o participaciones y el acreedor pignoraticio, que habrán de regirse preferentemente por el título constitutivo de la prenda), con el ánimo de garantizar el funcionamiento ágil de la sociedad y de evitar la oponibilidad frente a ésta de los distintos acuerdos que puedan contenerse en los títulos constitutivos. Y la regla general a este respecto es que el ejercicio de los derechos de socio corresponde, salvo disposición contraria de los estatutos, al propietario de las acciones o participaciones ( art. 132.1LSC). En caso de ejecución de la prenda, además, en la sociedad limitada se aplicarán las reglas previstas para los supuestos de transmisión forzosa (

art. 109LSC), mientras que en la sociedad anónima

habrá que estar a lo que dispongan los estatutos (

art. 125LSC).

8. EMBARGO Aunque propiamente no constituya un supuesto de constitución de un derecho real sobre las acciones o participaciones, hemos de referirnos finalmente a la traba de un embargo sobre ellas, supuesto para el que la Ley dispone que se observarán las disposiciones relativas a la prenda, «siempre que sean compatibles con el régimen específico del embargo» ( art. 133 LSC). Por razones obvias, esta remisión implica la aplicación del régimen de

las transmisiones forzosas en el caso de las participaciones y, tratándose de una sociedad anónima, del régimen estatutariamente previsto para las transmisiones de acciones que se verifiquen en un procedimiento de ejecución; pero en cambio, resulta más dudosa la posibilidad de que, conforme a lo permitido para la prenda, los estatutos puedan atribuir al embargante legitimación para el ejercicio de los derechos de socio o, al menos, para el de algunos de ellos (por ej., el derecho de separación). III. LAS OBLIGACIONES

9. CONCEPTO Y CARACTERÍSTICAS Las obligaciones –o bonos– son valores emitidos en serie o en masa, mediante los cuales la sociedad emisora reconoce o crea una deuda de dinero en favor de quienes los suscriben (

art.

401.1 LSC). Son valores de financiación, con los que el emisor allega recursos financieros a título de crédito que, por tanto, deberá restituir en el momento de su vencimiento. En esencia, la emisión de obligaciones puede verse como una modalidad de préstamo mutuo, que compromete a la entidad emisora a la restitución de las sumas recibidas junto con los correspondientes intereses. Pero es en la forma de documentación, y no en el contenido del contrato, donde radica lo característico de la operación: el derecho de crédito del obligacionista frente a la sociedad emisora se incorpora a un valor, representativo de una parte alícuota de la cantidad total del empréstito, que se caracteriza por su negociabilidad y por su aptitud para ser transmitido libremente, sin necesidad –a diferencia del régimen común de la cesión de créditos– de notificación al deudor. El crédito se fracciona así en una pluralidad de valores que incorporan unos derechos comunes y uniformes frente a la sociedad emisora, y que pueden ser fácilmente negociados en mercados organizados. De hecho, al igual que las acciones, las obligaciones tienen la consideración legal de valores mobiliarios o negociables y pueden estar representadas por medio de títulos o de anotaciones en cuenta ( art. 412.1LSC), aunque esta última forma de representación es obligatoria –por las mismas razones que vimos en relación con las acciones– para las obligaciones que coticen en un mercado de valores (

art. 496.1LSC).

Así pues, la acción o la participación es una parte alícuota del capital que atribuye al titular derechos corporativos o de socio, y entre ellos el de participar en los eventuales beneficios sociales (lo que en el caso de las acciones explica su habitual caracterización como valores de «renta variable» o «participativos»). En cambio, la obligación es una parte alícuota de un crédito que confiere a su titular la condición de acreedor, y que incorpora el derecho a percibir un interés periódico y a obtener la restitución del principal (y de ahí que se definan como valores de «renta fija», de «deuda» o «no participativos»). Existen con todo, clases de valores en los que se difuminan algunas de estas diferencias (v.gr., acciones privilegiadas con derecho a un dividendo fijo u obligaciones con participación en beneficios) o que permiten el tránsito entre ambas categorías (como las obligaciones convertibles en acciones, que veremos). La emisión de obligaciones o de otros valores negociables agrupados en emisiones se permite a todas las sociedades de capital ( art. 401.1LSC), incluyendo pues a las sociedades de responsabilidad limitada. Tradicionalmente, estas últimas tenían expresamente prohibido acordar o garantizar la emisión de obligaciones. Esta prohibición constituía de hecho uno de los principales elementos ordenadores y de diferenciación entre las sociedades de capital, que básicamente dejaba reducida la posibilidad de financiación mediante este particular instrumento a las sociedades anónimas, en su condición de forma societaria característica de la gran empresa ideada para operar en los mercados de valores. Pero la Ley 5/2015, de Fomento de la Financiación Empresarial, que modificó el régimen de la Ley de Sociedades de Capital y de la Ley del Mercado de Valores en materia de obligaciones, eliminó dicha prohibición, con el fin de permitir que las sociedades limitadas puedan también financiarse a través de los mercados de capitales emitiendo obligaciones y demás valores de renta fija, aunque con mayores restricciones – como veremos- que las sociedades anónimas. Junto a las sociedades de capital, existen otras sociedades y personas jurídicas con capacidad para emitir obligaciones (sociedades de garantía recíproca, agrupaciones de interés económico, asociaciones, cajas de ahorro, etc.) que, al margen de alguna especialidad de régimen, se rigen supletoriamente por la disciplina de la Ley de Sociedades de Capital (disp. adic. 5ª de la Ley 5/2015). En cambio, la emisión

de obligaciones se prohíbe a las personas físicas, sociedades civiles, colectivas y comanditarias simples (disp. adic. 1.ª LSC). 10. LA EMISIÓN DE OBLIGACIONES A. Régimen y formalidades Históricamente, el legislador sometió la emisión de obligaciones por las sociedades anónimas a un límite cuantitativo, referido al importe del capital social y de las reservas, con el fin de buscar cierto equilibrio entre los recursos propios de una sociedad y los recursos ajenos recibidos a través de este instrumento de deuda. La dudosa racionalidad general de dicho límite, que no aplicaba a las restantes formas de financiación (por ej. bancaria) y que por tanto penalizaba por razones formales las emisiones de obligaciones y las posibilidades de financiación a través de los mercados de valores, hizo que el mismo fuera mereciendo con el tiempo sucesivas y significativas excepciones. Así, al margen de algunas entidades que tradicionalmente han estado exentas de cualquier límite de emisión, como las entidades de crédito, en los últimos años el mismo se declaró inaplicable con carácter general a las sociedades cotizadas ( art. 510LSC, todavía vigente) o a las emisiones de obligaciones que estuvieran dirigidas a inversores institucionales o cualificados (por contraposición a los inversores minoristas). Tras la reforma operada por la Ley 5/2015, de Fomento de la Financiación Empresarial, el límite de emisión ha sido eliminado con carácter general para las sociedades anónimas, pero no para las sociedades de responsabilidad limitada. Con el fin declarado por el legislador –según el preámbulo de dicha Ley- de «evitar un endeudamiento excesivo», las sociedades limitadas no pueden emitir obligaciones por un importe superior al doble de sus recursos propios ( art. 401.2LSC). Aun así, este límite no opera en el caso de las emisiones garantizadas, cuando la entidad emisora constituye garantías específicas al servicio de sus compromisos de pago (bajo cualquiera de las formas admitidas por el art. 404LSC). Y es que la finalidad protectora que subyace a dicho tope legal se hace innecesaria cuando el emisor afecta bienes o derechos específicos al cumplimiento de sus obligaciones económicas y cuando los obligacionistas, pues, garantizan sus

posibilidades de cobro al margen de la situación económica de aquél. Hasta la Ley 5/2015, la emisión de obligaciones era una decisión reservada a la junta general, que en todo caso podía delegar la facultad en los administradores. Pero en la actualidad la facultad se atribuye directamente al órgano de administración, salvo disposición contraria de los estatutos ( art. 406LSC), en consonancia con la competencia general de los administradores sobre la política de financiación ajena. Con carácter general, se exige que la emisión de obligaciones se haga constar en escritura pública ( art. 407LSC). Pero esta exigencia formal se exceptúa para las obligaciones que vayan acompañadas -según las exigencias impuestas por la normativa del mercado de valores- de la publicación de un folleto informativo sujeto a verificación y registro por la Comisión Nacional del Mercado de Valores, ya sea porque las obligaciones son objeto de una oferta pública de venta o suscripción o porque se admitan a cotización en un mercado secundario oficial (como podría ser AIAF), así como para las obligaciones que se admitan a negociación en un mercado «no oficial» o sistema multilateral de negociación establecido en España (en particular, el MARF) ( art. 41LMV). El legislador ha considerado sin duda que el control de legalidad que garantiza la escritura pública resulta redundante y carece de justificación desde la perspectiva de la protección de los inversores cuando la emisión de obligaciones es intervenida por la referida Comisión o por la autoridad supervisora del correspondiente sistema multilateral de negociación. La Ley 5/2015 ha eliminado también la necesidad de proceder a la inscripción de las emisiones de obligaciones en el Registro Mercantil, de la que anteriormente se hacía depender incluso la propia puesta en circulación de los valores. Al margen de otras consideraciones, los efectos generales de la publicidad registral (art. 21 del C. de C.) carecen de cualquier significado práctico en relación con emisiones que encierran simples operaciones de financiación y que no tienen efecto alguno sobre la estructura u organización del emisor.

Por lo demás, las obligaciones y demás títulos de deuda pueden ser emitidos por las sociedades españolas –al decir poco preciso del artículo 405.1LSC- «en el extranjero». Se da así cobertura legal expresa a la práctica generalizada de las sociedades españolas más relevantes de realizar sus emisiones en mercados extranjeros (como Irlanda, Inglaterra o Luxemburgo) y con sujeción típicamente al Derecho inglés, de conformidad con las prácticas habituales de los mercados internacionales. En estos casos, los términos y condiciones de las obligaciones (tipo y plazos de pago de interés, condiciones de amortización y reembolso, etc.) se regirán por la ley a la que se haya sometido la emisión ( art. 405.3LSC), mientras que la ley española aplicaría sólo a las cuestiones relativas a la capacidad, competencia y condiciones de adopción del acuerdo de emisión (

art. 405.2LSC).

En la práctica no es infrecuente que las emisiones de obligaciones se realicen de forma indirecta. Lo habitual en estos casos es que la sociedad se sirva al efecto de una filial 100% -en ocasiones extranjera- cuyo único objeto es operar como vehículo específico de emisión, que es la que formalmente emite las obligaciones y que transfiere a su matriz los fondos obtenidos a través de un préstamo «espejo» que replica los términos y condiciones de aquéllas. La sociedad dominante, que materialmente es la que obtiene la financiación y la que atiende en último término al servicio económico de la emisión (pago de intereses, reembolso, etc.), se limita en estos casos a garantizar frente a los inversores las obligaciones asumidas por su filial en tanto que emisor. Esta práctica no es desconocida para el legislador, que reconoce la facultad de las sociedades de capital de emitir pero también de «garantizar» obligaciones y demás valores de deuda ( 401.1LSC).

art.

B. El sindicato de obligacionistas Con carácter general, en cualquier emisión de obligaciones la sociedad debe constituir el denominado sindicato de obligacionistas, que ha de integrarse por todos los suscriptores de los valores ( art. 419LSC) y que se concibe como una asociación que tiene por finalidad la defensa de los intereses comunes o colectivos de los obligacionistas.

El sindicato tiene como órgano representativo y de gestión al «comisario», que inicialmente debe designarse por la sociedad ( arts. 403y 421.1LSC) y al que la Ley atribuye importantes facultades, como -entre otras- la convocatoria de la asamblea de obligacionistas ( arts. 422.1LSC), el ejercicio de las acciones que correspondan al sindicato (art. 421.6), el derecho de asistir a la junta general de la sociedad emisora y de requerir de ésta los informes que interesen a los obligacionistas (art. 421.4), o el derecho a ejecutar las eventuales garantías en caso de incumplimiento de la sociedad (

art. 429LSC).

Como órgano deliberante del sindicato se encuentra la asamblea general de obligacionistas, que constituye el órgano soberano de decisión en las materias que afectan a los intereses comunes de éstos. Con carácter general, la asamblea está capacitada para acordar todo lo necesario a la mejor defensa de los legítimos intereses de los obligacionistas frente a la sociedad emisora, como la modificación de las garantías establecidas, la destitución o nombramiento del comisario, el ejercicio de eventuales acciones judiciales (

art. 424LSC) y hasta la modificación de las

condiciones del préstamo ( art. 425.1LSC). La convocatoria de la asamblea puede ser efectuada por los administradores de la sociedad o por el comisario, que está obligado a hacerlo cuando lo soliciten obligacionistas que representen por lo menos la vigésima parte de las obligaciones emitidas y no amortizadas ( art. 422.1LSC). La Ley exige además determinados quórum y mayorías para la adopción de acuerdos por la asamblea ( art. 425.1LSC), a la vez que permite la impugnación de éstos por los obligacionistas (

art. 427LSC).

No obstante, el ámbito de aplicación de la regulación del sindicato de obligacionistas está sometido a importantes limitaciones. De un lado, no aplica a las emisiones –ya referidas– realizadas por sociedades españolas «en el extranjero», pues en este caso será la ley nacional aplicable a la emisión la que determinará las «formas de organización colectiva» de los bonistas ( art. 405.3LSC). Y de otro lado, incluso para las emisiones que se sometan al Derecho

español, el sindicato sólo se requiere cuando las obligaciones sean objeto de una oferta pública de suscripción en territorio español o sean admitidas a negociación en un mercado secundario oficial o en un sistema multilateral de negociación también españoles (art. 30 quáter LMV). A sensu contrario, no será necesario constituir el sindicato cuando las obligaciones se coloquen fuera del régimen de oferta pública, por ejemplo entre inversores cualificados (v. art. 42LMV), y además no se admitan a negociación en ningún mercado -oficial o no- español. C. El reembolso de las obligaciones El reembolso de las obligaciones deberá realizarse por la sociedad emisora en el plazo convenido, de acuerdo con el plan o cuadro de amortización fijado en el momento de la emisión. Puede acordarse aquí el pago de la totalidad de las obligaciones en una única fecha, u optarse por un reembolso gradual y progresivo, que permita al emisor diluir en el tiempo los costes de la restitución del empréstito. En este caso, cabe prever el abono parcial y escalonado de todas las obligaciones o el pago total de cierto número de valores, que – con el fin de garantizar la igualdad de trato de los obligacionistas– habrían de determinarse por sorteo (

art. 432.2

LSC).

Pero existen otras formas posibles de recogida o de rescate de las obligaciones que, por tener lugar al margen del plan de amortización o en fecha distinta a la de su vencimiento normal, podrían catalogarse de impropias o extraordinarias. Se trata del pago anticipado de las obligaciones, que puede haberse previsto en la escritura de emisión como facultad de la sociedad emisora o resultar de un convenio celebrado entre la sociedad y el sindicato de obligacionistas; de la compra en bolsa de las obligaciones a efectos de amortizarlas; o de la conversión de las mismas en acciones, aunque en este caso –al mudarse la condición de acreedor por la de accionista– se exige el consentimiento individual de los obligacionistas (

art. 430LSC).

11. LAS OBLIGACIONES CONVERTIBLES EN ACCIONES Las obligaciones convertibles en acciones son valores para cuya emisión sólo están autorizadas las sociedades anónimas, que por el contrario están vedados -a diferencia de las obligaciones ordinarias-

a las sociedades de responsabilidad limitada (que «en ningún caso» puede emitir ni garantizar obligaciones convertibles en participaciones sociales, en los términos del art. 401.2 LSC). Las obligaciones convertibles son, antes que nada, una simple modalidad de obligaciones, que incorporan un derecho de crédito frente a la sociedad emisora y que, en caso de no ser convertidas, deben reembolsarse en la fecha de su vencimiento. Su característica definitoria, sin embargo, consiste en la facultad que otorgan a sus tenedores para optar, como alternativa a la restitución de la suma prestada, por la conversión de las obligaciones en acciones, en los períodos y de acuerdo con la relación de conversión que la sociedad emisora haya establecido. La conversión se concibe legalmente como una facultad del obligacionista, que puede optar entre conservar su originaria posición de acreedor, esperando a la normal amortización de los valores, o integrarse en la sociedad como accionista, mediante la conversión de los mismos en acciones (aunque nada impide –algo que cada vez es más habitual en la práctica– configurar la conversión en términos forzosos u obligatorios, en cuyo caso la emisión de obligaciones convertibles opera en realidad como un aumento de capital diferido en el tiempo). La emisión de las obligaciones convertibles debe ser acordada por la junta general de accionistas ( art. 406.2LSC), aunque ésta puede delegar la facultad para emitir –al igual que en los aumentos de capital- en el órgano de administración. Al acordar la emisión, la sociedad debe aprobar simultáneamente un aumento del capital «en la cuantía necesaria» ( art. 414.1LSC), con el fin de garantizar desde el inicio la existencia jurídica de las acciones necesarias para atender a las eventuales solicitudes de conversión. Ello explica que los administradores estén obligados a ir emitiendo las acciones correspondientes a los obligacionistas que soliciten la conversión y a inscribir en el Registro Mercantil el aumento de capital que resulte de las acciones emitidas ( art. 418.1LSC). Los administradores se limitan en este caso a ejecutar el aumento de capital previamente acordado por la sociedad, en la medida que resulte necesaria para atender a las peticiones de conversión que vayan produciéndose. Con todo, el aumento de capital no es preciso en el supuesto de las conocidas como obligaciones «canjeables», que se dan cuando el derecho de conversión –o de

canje– se reconoce, no sobre acciones de nueva emisión, sino sobre acciones propias poseídas por la sociedad emisora en autocartera (o sobre acciones de una tercera sociedad poseídas por el emisor de las obligaciones). Es esta una modalidad de obligaciones que no está expresamente contemplada en la Ley de Sociedades de Capital (sí lo está en otras normas del mercado de valores), pero su admisibilidad no resulta dudosa al amparo de los principios de autonomía de la voluntad y libertad de emisión. Los antiguos accionistas tienen un derecho de suscripción preferente de las obligaciones convertibles emitidas por la sociedad ( art. 416.1LSC), al igual que en los aumentos de capital. Y es que la emisión de un empréstito convertible puede dar lugar indirectamente –en caso de ejercitarse el derecho de conversión– a un aumento de capital e incidir por tanto sobre la posición de los antiguos socios de la misma forma que cualquier otro supuesto de emisión de acciones. Este derecho de suscripción preferente opera respecto de las obligaciones convertibles, pero no de las acciones que emita la sociedad para atender a las solicitudes de conversión ( art. 304.2LSC), pues lo contrario equivaldría a condicionar la efectividad del derecho de conversión a la falta de suscripción por los socios de las acciones que se emitiesen. Además, al igual que en las emisiones de acciones, este derecho puede ser excluido cuando «el interés de la sociedad así lo exija» ( art. 417.1LSC), lo que en principio ocurrirá siempre que la sociedad obtenga algún beneficio por el hecho de ofrecer las obligaciones convertibles a determinados inversores y no a los accionistas; en el caso específico de las sociedades cotizadas, en analogía también con lo previsto respecto de los aumentos de capital, la decisión sobre la exclusión del derecho de suscripción preferente puede atribuirse a los administradores cuando se les delegue la facultad de emitir obligaciones convertibles (

art. 511LSC).

Al constituir un procedimiento indirecto de aumento de capital, las obligaciones convertibles no pueden emitirse por una cifra inferior a su valor nominal ni ser convertidas cuando este valor nominal sea inferior al de las acciones que correspondan según la relación de cambio ( art. 415LSC). Se garantiza así el principio de integridad del capital social, al evitarse que las acciones puedan acabar

emitiéndose (en contra de lo prevenido por el una cifra inferior a su valor nominal.

art. 59.2LSC) por

Junto a las medidas de protección atribuidas con carácter general a todos los obligacionistas, los tenedores de obligaciones convertibles disfrutan de otros instrumentos de tutela específicos, que tratan de salvaguardar su posición de socios in fieri o potenciales y de evitar que la sociedad pueda alterar el contenido económico del derecho de conversión realizando operaciones que tengan un efecto reflejo e indirecto sobre el valor de las acciones destinadas a los obligacionistas. De esta forma, si la sociedad emisora realiza un aumento de capital con cargo a reservas, se exige la modificación de la relación de cambio de las obligaciones por acciones en proporción a la cuantía del aumento ( art. 418.2LSC); en consecuencia, la sociedad deberá ofrecer al obligacionista que convierta un mayor número de acciones, o bien el mismo número pero con el valor nominal incrementado, según que el aumento tenga lugar mediante emisión de nuevas acciones o por elevación del valor nominal de las antiguas. Del mismo modo, la sociedad no puede acordar una reducción de capital con devolución de aportaciones, salvo que con carácter previo reconozca a los obligacionistas la facultad de ejercitar su derecho de conversión ( art. 418.3LSC). En cambio, tras las modificaciones operadas por la Ley 3/2009, no se prevé ningún instrumento legal de protección de los obligacionistas convertibles en relación con los aumentos del capital social con emisión de nuevas acciones, a pesar de que éstos pueden diluir el valor político y eventualmente económico de las acciones reservadas a quienes conviertan y, por tanto, incidir negativamente sobre el derecho de conversión (anteriormente, la LSA atribuía un derecho de suscripción preferente a los obligacionistas convertibles –junto a los antiguos accionistas– en las emisiones de acciones o de nuevas obligaciones convertibles, pero la sentencia del TJUE, de 18 de diciembre de 2008, declaró que la atribución de ese derecho a los obligacionistas era incompatible con el Derecho comunitario). En consecuencia, será la sociedad emisora la que deberá encargarse de prever en las condiciones de la emisión los oportunos mecanismos de protección de los obligacionistas en caso de aumento de capital, a través por ejemplo de fórmulas de ajuste de la relación de conversión.

En todo caso, debe tenerse en cuenta que este régimen de protección de los obligacionistas no aplica a las emisiones de obligaciones convertibles que se realicen –como no es infrecuente en la práctica, al igual que con las obligaciones ordinarias- con sujeción a un Derecho extranjero, pues en estos casos el contenido del derecho de conversión y los mecanismos de ajuste del mismo se regirán «por la ley extranjera que rija la emisión» ( art. 405.4LSC) y, con carácter general, por los términos y condiciones de esta última.

Lección 22

Los órganos de las sociedades de capital (I). La junta general Sumario: • •





I. Concepto y clases de órganos sociales II. La junta general. Competencia y clases o 1. Características o 2. Competencia de la junta o 3. Clases de juntas III. Convocatoria, celebración y adopción de acuerdos o 4. Convocatoria ▪ A. Competencia para convocar ▪ B. Forma y contenido de la convocatoria ▪ C. El complemento de convocatoria o 5. La Junta universal o 6. Constitución, mayorías y sistema de adopción de acuerdos o 7. Asistencia y delegación del voto o 8. El derecho de información o 9. Emisión del voto y conflicto de interés IV. La impugnación de los acuerdos sociales o 10. Causas de impugnación o 11. Personas legitimadas o 12. Plazos de caducidad o 13. Normas procesales

I. CONCEPTO Y CLASES DE ÓRGANOS SOCIALES

Las sociedades anónimas y limitadas responden a un mismo modelo de organización corporativa, que en esencia descansa sobre la existencia de una dualidad de órganos: de un lado, la junta general, como órgano deliberante que reúne a los socios y que expresa con sus acuerdos la voluntad social; y de otro lado, los administradores, que son el órgano ejecutivo encargado de la gestión de la sociedad y de representarla en sus relaciones con terceros. En el modelo legal, la junta general viene concebida como el órgano supremo y soberano, al que queda subordinado el órgano de

administración. La necesidad de que la junta se pronuncie sobre las materias sociales más relevantes (aprobación de cuentas, modificación de estatutos, fusión o disolución, etc.), así como su competencia para nombrar y para destituir a los administradores, determinan que la misma ocupe un lugar preeminente dentro de la estructura organizativa tanto de la sociedad anónima como de la limitada. Esta situación normativa de supremacía se refuerza además por la posibilidad expresamente reconocida de reservar competencias en materia de gestión social a la propia junta, así como por la facultad que se atribuye a ésta para impartir instrucciones a los administradores o para someter a autorización alguna de sus decisiones. En términos generales, cabría decir que este modelo legal se verifica de forma más o menos precisa en las sociedades de pocos socios (sociedades cerradas en general, como sociedades limitadas y anónimas de carácter familiar o personalista). Pero este esquema carece de correspondencia con el equilibrio real de poderes que suele prevalecer en las grandes sociedades cotizadas. En éstas, la dispersión de los accionistas y su habitual absentismo y desinterés por el ejercicio de los derechos políticos, junto al control por los administradores de los mecanismos de delegación de los derechos de voto, determinan generalmente que el órgano de administración ostente un poder casi absoluto sobre el proceso de formación de la voluntad social y sobre la marcha de la sociedad. Este dato está en el origen de la separación de propiedad y gestión que caracteriza a muchas de las grandes sociedades que cotizan en bolsa, toda vez que el poder social tiende a concentrarse en grupos reducidos de administradores que carecen a menudo de cualquier participación significativa en el capital social. Se explica así, en atención a la relevancia adquirida por este fenómeno, que el control de este poder autónomo de dirección y de gestión se haya erigido en una de las cuestiones más candentes del moderno Derecho de sociedades, a las que más atención ha dedicado en los últimos tiempos tanto el legislador (como evidencian las numerosas especialidades de régimen previstas para las sociedades cotizadas en materia de órganos sociales) como en general el movimiento del buen gobierno corporativo.

II. LA JUNTA GENERAL. COMPETENCIA Y CLASES

1. CARACTERÍSTICAS La junta general (de accionistas en la sociedad anónima, de socios en la sociedad de responsabilidad limitada) es el órgano de formación y expresión de la voluntad social, cuyas decisiones obligan a los administradores y a todos los socios, incluso a los disidentes y a los que no hayan participado en la junta (

art. 159

LSC). La junta supone generalmente una reunión de socios, aunque no necesariamente debe ser así; al margen de la hipótesis de las sociedades unipersonales, en que las competencias de la junta son ejercitadas por el socio único, incluso en sociedades con una pluralidad de socios podría uno de ellos constituirse en junta y adoptar acuerdos cuando su participación en el capital le permita cumplir por sí solo los requisitos de quórum y mayorías exigidos para la válida formación de la voluntad social. La junta es además una reunión convocada (con la única excepción –que veremos– de la junta universal), ya que su celebración debe ir precedida por una convocatoria efectuada de acuerdo con el procedimiento legal o, en su caso, estatutario. Y es además un órgano necesario, en cuyo seno ha de adoptarse cualquier acuerdo expresivo de la voluntad social, al no existir ningún otro procedimiento alternativo para la toma de decisiones por los socios. Aunque la regulación básica de este órgano sea común para todas las sociedades, existen numerosas especialidades en relación con las sociedades cotizadas. De un lado, estas sociedades están obligadas a aprobar un reglamento específico para la junta general, en el que deben regularse –respetando siempre el marco legal y estatutario– todas las cuestiones relativas a su operativa y funcionamiento ( arts. 512y 513LSC). El reglamento sirve para agrupar y difundir a través de un único texto el conjunto de reglas atinentes al desarrollo y celebración de las juntas, incluyendo las que dimanen de la Ley y de los estatutos, pero también todas las restantes normas de carácter procedimental y organizativo de que se dote cada sociedad para disciplinar su funcionamiento. De esta forma, al obligar a las sociedades cotizadas a integrar todas estas reglas en el reglamento, se busca esencialmente facilitar la participación de los accionistas –sobre todo de los pequeños– en

las juntas generales, evitando que su posible inasistencia pueda venir motivada por razones de simple ignorancia o desconocimiento en cuanto a la forma de ejercicio de sus derechos. El reglamento, que tiene que ser aprobado por la propia junta general, debe ser objeto de comunicación a la Comisión Nacional del Mercado de Valores e inscribirse en el Registro Mercantil (

art. 513LSC).

De otro lado, la propia Ley de Sociedades de Capital incluye dentro de su Título XIV sobre «Sociedades anónimas cotizadas» un Capítulo VI sobre «Especialidades de la junta general de accionistas» (arts. 511 bis a 527), con un conjunto de reglas –que iremos viendo– que básicamente vienen a reforzar y desarrollar el régimen general en atención a las singularidades de estas sociedades en cuestiones como publicidad de la convocatoria, información a los accionistas, formas de participación en la junta o ejercicio del voto por medio de representante. 2. COMPETENCIA DE LA JUNTA Las facultades decisorias de los socios se extienden a los «asuntos propios de la competencia de la junta» ( arts. 159.1 LSC). Las principales competencias de la junta general resultan de la propia Ley, que requiere expresamente un acuerdo de este órgano en relación con numerosas materias. Entre éstas sobresalen las relativas a la aprobación de las cuentas anuales, el nombramiento y la separación de los administradores, las modificaciones de estatutos (incluyendo el aumento y la reducción de capital), las modificaciones estructurales o la disolución de la sociedad ( art. 160LSC), materias que se amplían en el caso de las sociedades cotizadas (art. 511 bis). Además de las competencias legales, la junta también puede deliberar y acordar sobre cualquier otro asunto que determinen los estatutos (art. 160. jLSC), al margen de estar capacitada en términos generales para acordar todo lo necesario para la marcha de la sociedad y la defensa de sus intereses. Pero la junta, aun siendo soberana, no tiene un poder ilimitado. Al margen de los límites que se derivan del necesario respeto a la Ley y a los estatutos (pues mientras no los modifique, no puede tomar decisiones que atenten contra ellos), la junta debe garantizar la paridad de trato de todos los socios ( art. 97LSC y, en relación específicamente con las juntas de las sociedades cotizadas, art.

514) y respetar los derechos individuales de éstos, que por su carácter sustancial operan como límites objetivos al poder de la mayoría. Además, sus decisiones deben orientarse a promover el interés social y no el posible interés particular de algunos socios o terceros, pues en caso contrario –como veremos– los acuerdos podrían ser impugnados. Otra limitación al poder de la junta dimana de la existencia necesaria del órgano de administración, al que la Ley encarga la función de administrar y de representar a la sociedad en todos los actos comprendidos en el objeto social ( art. 209LSC). Aun así, la propia Ley reconoce a la junta determinadas facultades relacionadas con la gestión de la sociedad, que es el ámbito propio y natural de las competencias de los administradores, lo que determina que exista aquí un cierto margen de concurrencia y de solapamiento entre ambos órganos. Por un lado, la decisión de adquirir o de enajenar un activo, o de aportarlo a otra sociedad, que en principio corresponde a los administradores, tiene que autorizarse por la junta general cuando vaya referida a los denominados «activos esenciales», condición que leglamente se presume cuando el importe de la operación supere el 25 por 100 del valor de los activos que figuren en el último balance aprobado ( art. 160.fLSC). Ello supone que los negocios de disposición que afecten a los activos de mayor relevancia económica (la compra de una empresa, la venta de un activo esencial para la explotación del negocio, etc.) deben ser aprobados por la junta general, en atención a los efectos de estas operaciones sobre la situación patrimonial de la sociedad y su similitud con los que son propios de las modificaciones estructurales. En casos extremos, además estas operaciones podrían comprometer incluso las posibilidades prácticas de la sociedad de seguir desarrollando su objeto social o encubrir una liquidación encubierta de la misma, como en el caso de que los administradores dispusieran de todo el activo de la empresa. Nada dice la Ley sobre el alcance o eficacia jurídica del acuerdo de la junta. Aun así, debe entenderse que su eventual omisión no afectaría a validez del negocio jurídico que pudieran celebrar los administradores, de conformidad con las reglas generales –que veremos– sobre facultades de representación de éstos y protección de los terceros de buena fe.

Por otro lado, aunque la junta no pueda realizar directamente y por sí misma actos de gestión o de representación, es posible también que se reserve una intervención en estas materias. No se trata sólo de la posibilidad de que los estatutos reserven a la competencia de la junta determinados asuntos de gestión, de acuerdo con el régimen general ( art. 160.jLSC). Es que incluso en ausencia de habilitación estatutaria, la junta está capacitada con carácter general para intervenir en este ámbito por una doble vía: puede impartir instrucciones a los administradores, requiriéndoles para que realicen o no determinados actos en materias propias de su competencia o instruyéndoles sobre las pautas o criterios a seguir; y puede también someter a autorización determinadas decisiones de los administradores, en el sentido de requerir la aprobación de los socios para decisiones de gestión que de otra forma corresponderían a aquéllos (compra o venta de activos por encima de ciertos umbrales, operaciones de financiación, etc.). Con todo, esta facultad de intervención de la junta en asuntos de gestión, que hasta hace poco se circunscribía a las sociedades limitadas y que fue extendida a todas las sociedades de capital por la Ley 31/2014, se reconoce «salvo disposición contraria de los estatutos» ( art. 161LSC); se trata de una exclusión que podría justificarse en las sociedades en las que existe una mayor centralización y especialización de la función de administración y en las que la junta resulta menos ágil y operativa, como sería el caso de las sociedades cotizadas. 3. CLASES DE JUNTAS Tanto en la sociedad anónima como en la limitada existen juntas que han de celebrarse por obligación legal y con carácter periódico (juntas «ordinarias»), y otras que por el contrario pueden ser convocadas por iniciativa de la sociedad o de los socios y que como tales tienen un carácter extraordinario (juntas «extraordinarias»). De esta forma, la Ley obliga a ambos tipos de sociedad a celebrar dentro de los seis primeros meses de cada ejercicio una junta ordinaria, con el objeto de censurar la gestión social, aprobar en su caso las cuentas anuales del ejercicio anterior y resolver sobre la aplicación del resultado ( art. 164.1 LSC). Se trata, por tanto, de una junta de celebración imperativa, caracterizada por un doble elemento: por su carácter periódico, en atención a la obligación de

celebrarla durante los primeros seis meses de cada ejercicio (aunque el incumplimiento de este plazo no afecta a su validez, como precisa el art. 164.2LSC, al poder existir circunstancias excepcionales que justifiquen su celebración extemporánea); y por tener un contenido mínimo e inderogable, pues debe resolver necesariamente sobre las referidas materias, sin perjuicio de su competencia plena para adoptar acuerdos sobre cualquier otro asunto. Además de esta junta general ordinaria, cabría también que los estatutos impusieran la obligación de celebrar alguna otra junta adicional de forma periódica o en fechas o supuestos concretos. Pero al margen de estas juntas de celebración forzosa, una sociedad anónima o limitada también puede convocar juntas extraordinarias en cualquier otro momento en que convenga a los intereses sociales, tanto si es para resolver sobre asuntos de gran relevancia como para tratar materias intrascendentes o de mero trámite (

art. 165LSC).

Los administradores, están capacitados para convocar una junta extraordinaria siempre que lo estimen conveniente o necesiten recabar el acuerdo o la opinión de los socios para cualquier asunto ( art. 167LSC). Pero, además, están obligados a convocarla cuando lo soliciten uno o varios socios que sean titulares al menos del 5 por 100 del capital social -o del 3 por 100 en las sociedades cotizadas (

art. 495.2LSC)- y siempre que expresen en la

solicitud los asuntos a tratar en la junta ( art. 168LSC). En este caso, al tratarse de un derecho reconocido a los socios (un «derecho de minoría», pues se atribuye únicamente a aquellos que ostenten dicha participación social y no a cualquier socio), la convocatoria de la junta es obligada para los administradores, que no pueden entrar a valorar la conveniencia o el interés de su celebración; de ahí que estén obligados a convocarla para su celebración en un plazo de dos meses cuando sean requeridos para ello y a incluir en el orden del día aquellos asuntos que hubieren sido objeto de la solicitud, sin perjuicio de la posibilidad de añadir otros adicionales. Debe destacarse, en todo caso, que todas las juntas tienen la misma competencia (con la única excepción de la aprobación de las cuentas anuales y de la aplicación del resultado del ejercicio social, que son materias legalmente reservadas a la junta ordinaria) y se

rigen por unas mismas reglas generales en materia de convocatoria, celebración, adopción de acuerdos sociales e impugnación. III. CONVOCATORIA, CELEBRACIÓN Y ADOPCIÓN DE ACUERDOS

4. CONVOCATORIA A. Competencia para convocar La convocatoria de la junta, que es requisito indispensable para su válida celebración, corresponde en todo caso a los administradores ( art. 166 LSC). En concreto, la decisión de convocar cualquier junta, tanto ordinaria como extraordinaria, debe ser necesariamente acordada por el órgano de administración de conformidad con las reglas de funcionamiento que resulten de su configuración (por ej., conjuntamente por los administradores mancomunados o mediante un acuerdo del consejo de administración, por tratarse en este caso de una facultad indelegable –

art. 249 bis.jLSC–).

Sin embargo, para suplir la posible inactividad -culpable o no- de los administradores, la Ley ha previsto un sistema alternativo en el que la convocatoria puede solicitarse tanto del secretario judicial del Juzgado de lo mercantil mediante un expediente de jurisdicción voluntaria ( arts.117 a 119 de la Ley 15/2015, de la Jurisdicción Voluntaria) como alternativamente del registrador mercantil del domicilio social. Así, tratándose de la junta general ordinaria, cualquier socio -con independencia de su grado de participación en el capital social- está legitimado para instar su convocatoria cuando no se celebre en el plazo legal ( art. 169.1LSC); y cuando se trate de juntas extraordinarias cuya celebración haya sido solicitada por socios que ostenten la participación mínima requerida (5 por 100 con carácter general y 3 por 100 en las sociedades cotizadas), estos mismos socios pueden también solicitar la convocatoria cuando los administradores no hayan dado curso a su solicitud ( art. 169.2LSC). En ambos casos, la convocatoria podrá realizarse por el secretario judicial o el registrador mercantil, previa audiencia de los administradores, cuando estimen que no existe ningún motivo fundado que justifique el incumplimiento de la obligación legal.

La posibilidad de recurrir a este mismo sistema de convocatoria se contempla también para los supuestos de inoperancia –que no de inactividad– del órgano de administración, cuando éste se encuentre objetivamente incapacitado para acordar la convocatoria por fallecimiento o cese de alguno o varios de sus miembros. En estos casos, cualquier socio puede solicitar del secretario judicial o del registrador mercantil la convocatoria de la junta con el único objeto de proceder al nombramiento de nuevos administradores, sin perjuicio de que la convocatoria pueda hacerse con la misma finalidad por cualquier administrador que permanezca en el ejercicio de su cargo (

art. 171LSC).

B. Forma y contenido de la convocatoria En lo que hace al procedimiento y a los requisitos de la convocatoria de las juntas generales, existen importantes diferencias según se trate de sociedades cotizadas o no. Con carácter general, la convocatoria de las juntas de las sociedades anónimas y limitadas debe hacerse mediante anuncio publicado en la página web de la sociedad y, si ésta no existiera, en el Boletín Oficial del Registro Mercantil y en uno de los diarios de mayor circulación en la provincia en que esté situado el domicilio social ( art. 173.1 LSC). Pero este régimen tiene carácter dispositivo, por la posibilidad legalmente reconocida de prever en estatutos sistemas alternativos de convocatoria. En concreto, los estatutos pueden establecer que la convocatoria se realice mediante cualquier otro «procedimiento de comunicación individual y escrita, que asegure la recepción del anuncio por todos los socios» ( art. 173.2LSC). Y los estatutos pueden acordar también «mecanismos adicionales de publicidad» a los legalmente previstos, como sería en particular la gestión telemática por la sociedad «de un sistema de alerta a los socios de los anuncios de convocatoria interesados en la web de la sociedad» ( 173.3LSC).

art.

Pero esta flexibilidad, pensada lógicamente para las sociedades de pocos socios, no rige en el caso de las sociedades cotizadas, que agrupan a cantidades ingentes de accionistas y que quedan obligadas por ello a servirse de medios que aseguren la mayor difusión pública de la convocatoria; en particular, se exige que el

anuncio de convocatoria se difunda, al menos, en su página web (que recordemos es obligatoria para estas sociedades), en la página web de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (lo que suele hacerse mediante un «hecho relevante» de los regulados en el art. 228 LMV), así como en el Boletín Oficial del Registro Mercantil o, alternativamente a éste, en uno de los diarios de mayor circulación en España (

art. 516LSC).

En la sociedad anónima, la convocatoria debe hacerse con un mes de antelación, cuando menos, a la fecha fijada para la celebración de la junta ( art. 176.1LSC; el art. 515LSC prevé una posible reducción de este plazo en relación con las juntas extraordinarias de las sociedades cotizadas, aunque las condiciones exigidas para ello hacen que tenga una limitada utilidad práctica). En la sociedad limitada, por el contrario, la antelación mínima para la convocatoria se reduce a quince días ( art. 176.2LSC), por el entendimiento de que esta forma social suele acoger a empresas de menor complejidad y de reducido número de socios. El anuncio de convocatoria debe contener, entre otras menciones, una relación comprensiva de todos los asuntos que han de tratarse en la junta ( art. 174LSC). Esta relación, denominada orden del día, reviste una gran importancia, no sólo porque informa a los socios de los asuntos que van a ser objeto de deliberación y acuerdo, a efectos por ejemplo de que decidan sobre su asistencia o el posible ejercicio de su derecho de información, sino también porque fija y predetermina las materias sobre las que puede válidamente pronunciarse la junta, que no podrá adoptar ninguna decisión sobre extremos distintos de los anunciados (con las únicas excepciones legales –que veremos– de la destitución de los administradores y del ejercicio contra éstos de la acción social de responsabilidad). El contenido del anuncio de convocatoria se amplía notablemente en las sociedades cotizadas. En estos casos, el anuncio debe informar -entre otras menciones- del lugar y la forma en que puede obtenerse el texto completo de los documentos y propuestas de acuerdo, de la dirección de la página web de la sociedad en que estará disponible la información, del sistema y procedimiento para la emisión del voto por representación, y de los requisitos y trámites a

cumplir por los accionistas para poder participar y emitir su voto en la junta general ( art. 517LSC). Además, desde la publicación del anuncio de convocatoria y hasta la celebración de la junta, estas sociedades están obligadas también a difundir a través de su página web una extensa información en relación con la junta general, entre la que se incluyen las propuestas de acuerdo sobre los distintos puntos del orden del día, los informes de administradores, auditores o expertos independientes que en su caso se presenten a la junta, o los formularios para poder votar por representación o a distancia (

art. 519LSC).

C. El complemento de convocatoria En el caso específico de la sociedad anónima, la Ley reconoce el derecho de los accionistas que sean titulares del 5 por 100 del capital o del 3 por 100 en las sociedades cotizadas a completar el orden del día fijado por los administradores incluyendo uno o más puntos en el mismo; a estos efectos, pueden solicitar que se publique «un complemento a la convocatoria» mediante notificación dirigida a la sociedad dentro de los 5 días siguientes a la publicación del anuncio de convocatoria, complemento que debe ser publicado por la sociedad –so pena de nulidad de la junta– al menos 15 días antes de la fecha prevista para su celebración (art. 172 y, en relación con las sociedades cotizadas, art. 519.1 LSC, que limita este derecho a las juntas ordinarias). Se permite así que los socios intervengan en la determinación del orden del día de la junta general, de tal forma que ésta pueda deliberar y decidir sobre materias y asuntos que puedan interesar a aquéllos por añadidura a los previstos por los administradores. Al margen de solicitar la inclusión de nuevos puntos en el orden del día, los socios también disponen por principio del derecho a formular propuestas distintas a las de los administradores en relación con los asuntos o materias que ya figuren en el mismo (v.gr., que se reparta un mayor dividendo, que se nombre a un administrador distinto, que un aumento de capital se acuerde por un importe superior, etc.). Este derecho se regula específicamente en relación con las sociedades cotizadas, al reconocerse a los accionistas que sean titulares del 3 por 100 del capital social el derecho a presentar propuestas de acuerdo sobre los asuntos que figuren en el orden del día de la junta, alternativas a las formuladas

por los administradores; en estos casos, la sociedad debe garantizar la difusión de estas propuestas entre los demás accionistas, incluyéndolas en particular en su página web junto a las propuestas de los administradores ( art. 519.3LSC). Cabe entender que los accionistas de las sociedades cotizadas que no alcancen la referida participación en el capital, al igual que los socios de cualquier otra sociedad de capital, también disfrutan del derecho a formular propuestas de acuerdo distintas a las de los administradores, incluso dentro de la propia junta, aunque en estos casos no se beneficiarían del derecho a que las mismas sean públicamente difundidas por la propia sociedad. 5. LA JUNTA UNIVERSAL El requisito de la previa convocatoria de la junta, así como la necesidad de realizar la convocatoria de acuerdo con el procedimiento legal o estatutario, decaen en un único supuesto: cuando estando presente todo el capital social los asistentes acepten por unanimidad la celebración de la junta. Se permite así la válida celebración de juntas que no hayan ido precedidas de ninguna convocatoria o, lo que es más importante en términos prácticos, que hayan sido convocadas de manera informal y sin dar cumplimiento a los requisitos legales o estatutarios. Porque estableciéndose estos requisitos en garantía de los socios, es claro que pierden todo su significado cuando los propios socios acuerden unánimemente constituirse en junta general con el fin de tratar cualquier asunto. Esta posibilidad ofrece una enorme trascendencia práctica, hasta el punto de representar la forma más habitual de celebración de las juntas en las sociedades de pocos socios, que pueden obviar así las exigencias legales o estatutarias en cuanto a forma, antelación y publicidad de la convocatoria. Para la válida celebración de una junta universal, es necesaria una doble condición: que asista la totalidad del capital social, sin excepción alguna, pero también que los concurrentes acepten por unanimidad la celebración de la junta ( art. 178.1 LSC). Aunque no se exija de modo expreso, debe entenderse que los socios tienen que aceptar adicionalmente el orden del día, pues toda junta ha de celebrarse para tratar materias o asuntos determinados. En cambio no es preciso que los socios concurran personalmente a la junta universal, ya que pueden delegar su voto y

hacerse representar en la misma cuando tengan un conocimiento previo de la pretensión de celebrar una junta con tal carácter y de los asuntos a tratar (como sería el caso típicamente de las juntas universales convocadas de manera informal). La constitución de la junta universal puede tener lugar en cualquier lugar, ya sea en territorio español o extranjero ( art. 178.2LSC). Y la competencia de esta junta es absoluta y total «para tratar cualquier asunto» ( art. 178.1LSC); todos los asuntos propios de la competencia de la junta pueden ser decididos en junta universal, incluyendo, por tanto, los relativos a la aprobación de las cuentas anuales y a la aplicación del resultado que la Ley reserva a la junta ordinaria que debe celebrarse dentro del primer semestre de cada ejercicio social. 6. CONSTITUCIÓN, MAYORÍAS Y SISTEMA DE ADOPCIÓN DE ACUERDOS El sistema requerido a efectos de la válida adopción de acuerdos sociales por la junta general varía significativamente entre la sociedad anónima y la limitada. En la primera, para que la junta de accionistas pueda celebrarse y adoptar acuerdos, es necesario que concurran los quórum de constitución legalmente exigidos, en el sentido de requerirse la asistencia de accionistas que sean representativos de determinadas cuotas del capital social. De ahí que la Ley adopte un sistema de doble convocatoria, ya que los quórum de constitución o de asistencia en primera convocatoria (25 por 100 del capital social para los acuerdos ordinarios y 50 por 100 para acordar una modificación de estatutos y otros acuerdos de especial trascendencia, según resulta de los arts. 193y 194 LSC) son más elevados que en segunda convocatoria (ningún quórum especial para los acuerdos ordinarios y 25 por 100 del capital para los de modificación de estatutos y asimilados, de acuerdo con los mismos preceptos). De esta forma, sólo cuando asistan -presentes o representados- estos porcentajes de capital podrá la junta constituirse y celebrarse válidamente, al operar estos quórum como presupuesto previo para la deliberación y aprobación de cualquier acuerdo. Y una vez constituida la junta, los acuerdos se adoptan por una mayoría de los votos de los accionistas presentes o

representados, que con carácter general se entiende como mayoría simple (más votos a favor que en contra) pero que se eleva a mayoría absoluta para los acuerdos de modificación de estatutos y asimilados ( art. 201LSC). En el sistema legal, pues, la toma de decisiones en la sociedad anónima se vincula al voto favorable de la mayoría, no del capital social, sino de los votos de los accionistas que participen en la junta válidamente constituida. Con todo, este régimen legal puede ser reforzado –nunca rebajado o debilitado– estatutariamente. Es posible, en consecuencia, elevar tanto los quórum de asistencia como las mayorías de votos legalmente previstos ( arts. 194.3 y 201.3LSC), ya sea con carácter general o para acuerdos determinados, pero sin que pueda exigirse en ningún caso la unanimidad. Los estatutos podrían así prever mayorías reforzadas, que además podrían ir referidas, no al capital presente o representado en la junta, sino al capital total o emitido, de tal modo que la voluntad social tuviese que ser necesariamente expresiva de un porcentaje absoluto del capital social. Por lo demás, en la sociedad anónima, el derecho de voto que corresponde a cada accionista ha de corresponderse estrictamente -como vimos- con el valor nominal de su participación (

arts.

96.2 y 188.2LSC). Como única excepción a esta regla de proporcionalidad, la Ley permite que los estatutos limiten con carácter general el número máximo de votos que puede emitir un mismo accionista ( arts. 188.3 y 527LSC), con independencia pues de su verdadera participación en el capital. Esta posible limitación del voto puede servir, en la intención del legislador, para diluir el poder de los grandes accionistas y reforzar así en términos relativos el derecho de voto de los minoritarios. Pero lo habitual, en la práctica, es que la limitación sea empleada por las grandes sociedades cotizadas de capital disperso como medida anti-OPA y para dificultar posibles operaciones indeseadas de toma de control, pues en virtud de la misma el socio que se hiciese con una participación mayoritaria o significativa del capital no tendría garantizada en junta una mayoría de los votos. En la sociedad limitada, el sistema legal de formación de la voluntad social descansa sobre principios parcialmente divergentes. En este

caso, la Ley exige con carácter general para la adopción de cualquier acuerdo el respaldo de determinadas mayorías de los votos «correspondientes a las participaciones sociales en que se divida el capital social» ( arts. 198y 199LSC, que imponen distintas mayorías –un tercio, más de la mitad o dos tercios de los votos– para diversas clases de acuerdos). Se explica así que en relación con las sociedades limitadas no se establezca ningún quórum de constitución ni un sistema de doble convocatoria para la junta general, pues ésta sólo podrá celebrarse cuando asistan socios que sean titulares de participaciones que atribuyan el número de votos exigido por la Ley para adoptar el acuerdo de que se trate. Cabría decir, pues, que las mayorías de voto operan en este caso a modo de quórum de asistencia, pues sólo cuando concurran aquéllas podría la junta tomar acuerdos y, por tanto, celebrarse válidamente. Estos porcentajes legales de votos tienen un carácter mínimo y pueden también ser reforzados estatutariamente para todos o determinados asuntos, aunque «sin llegar a la unanimidad» ( art. 200.1LSC). Además, y con el fin de reforzar la configuración personalista de la sociedad limitada, se permite en este caso que los estatutos exijan, junto a la mayoría de votos, una mayoría personal, de tal forma que los acuerdos deberían adoptarse también con «el voto favorable de un determinado número de socios» (art. 200.2). Y en lo que hace a la medida de atribución del derecho de voto, en la sociedad limitada el reconocimiento del derecho a emitir un voto por cada participación social tiene un simple carácter dispositivo, al establecerse «salvo disposición contraria de los estatutos sociales» ( art. 188.1LSC). En consecuencia, como vimos al abordar las clases de acciones y participaciones, y a diferencia de la sociedad anónima, en la sociedad limitada es posible configurar estatutariamente participaciones de voto plural, ya sea con carácter general (igual valor nominal y diferente número de votos, otorgamiento de un voto por cabeza, etc.) o para acuerdos determinados.

7. ASISTENCIA Y DELEGACIÓN DEL VOTO En principio, todos los socios (incluyendo a los titulares de acciones o participaciones sin voto) tienen derecho a asistir a las juntas generales. En la sociedad anónima se permite sin embargo limitar este derecho, exigiendo en los estatutos la posesión de un número mínimo de acciones para asistir a la junta general, número que con carácter general no puede ser superior al uno por mil del capital social ( art. 179.2 LSC) y, en el caso específico de las sociedades cotizadas, a mil acciones (art. 521 bisLSC). Se trata de una posibilidad que puede ayudar a agilizar la celebración de las juntas de las sociedades que reúnan a grandes cantidades de accionistas (típicamente, las sociedades cotizadas), lo que explica sin duda que se prohíba expresamente para las sociedades limitadas (

art. 179.1LSC).

Los socios no están obligados a asistir personalmente a la junta y tienen derecho a hacerse representar por otra persona para el ejercicio de su derecho de voto. En la sociedad anónima, la representación puede conferirse por principio en favor de cualquier persona, aunque los estatutos pueden limitar -no excluir- este derecho ( art. 184.1LSC), exigiendo por ejemplo que el representante sea necesariamente otro accionista; pero esta facultad estatutaria no alcanza a las sociedades cotizadas, en las que para garantizar y facilitar el la participación de los accionistas en las juntas generales se prohíbe limitar de cualquier forma el derecho de aquéllos a hacerse representar por cualquier persona ( art. 522.1LSC). En la sociedad limitada, por el contrario, en atención a su carácter estructuralmente cerrado, la regla es que los socios solamente tienen derecho a hacerse representar por otro socio, y lo que se permite a los estatutos es autorizar la representación por medio de otras personas ( art. 183.1LSC). En ambas sociedades, sin embargo, los socios tienen un derecho incondicional a hacerse representar por un familiar o apoderado general (

arts. 183.1 y

187LSC).

En cuanto a la forma, es necesario que la representación se otorgue por escrito; en el caso concreto de la sociedad anónima, aunque sólo cuando así se prevea en sus estatutos, cabe también conferirla

por medios de comunicación a distancia que garanticen debidamente la identidad del socio ( arts. 184.2, 521y 522.3LSC). Se exige además que la representación se confiera con carácter especial para cada junta, en el sentido de ir referida a una junta concreta y determinada, para evitar sin duda que el socio se desentienda de manera indefinida del uso de sus derechos políticos ( art. 184.2LSC; en la sociedad limitada, en cambio, esta exigencia puede evitarse otorgando la representación en documento público –art. 183.2–). Este régimen básico se completa en el caso de la sociedad anónima con la denominada «solicitud pública de representación» ( art. 186LSC), que está pensada para la realidad de las grandes sociedades cotizadas con una multitud de pequeños accionistas despreocupados de la vida social que tienden a delegar su voto en los administradores o en las entidades depositarias de sus acciones. En estos casos, y en general siempre que la solicitud de representación afecte a más de tres accionistas, se exige que el documento del poder incluya el orden del día y la solicitud expresa de instrucciones para el ejercicio del derecho de voto, así como el sentido en que votará el representante en caso de no impartirse ninguna indicación. Lo que se busca, obviamente, es que los accionistas tomen en estos casos la decisión de delegar su derecho de voto de una forma reflexiva e informada, sabiendo la utilización que va a hacerse del mismo en caso de no impartir instrucción alguna. Además, en atención siempre a esta realidad, la Ley prohíbe a los administradores de las sociedades cotizadas ejercitar los votos que tengan delegados en aquellos puntos del orden del día en que se encuentren en una situación de conflicto de interés, como serían -entre otros- los acuerdos relativos a su nombramiento, destitución o al ejercicio de la acción social de responsabilidad (

art. 526LSC).

En el caso de la sociedad anónima, y pensando fundamentalmente en las grandes sociedades cotizadas, se prevé también que los accionistas puedan asistir a la junta por «medios telemáticos» ( art. 182LSC) e incluso que puedan participar en ella sin necesidad de asistir, cuando ejerciten su derecho de voto «mediante correspondencia postal, electrónica o cualquier otro medio de comunicación a distancia» que garantice debidamente la identidad del socio (

arts. 189.2 y

521LSC); con todo, la admisibilidad

de ambos derechos y sus posibles formas de ejercicio quedan remitidas a los estatutos, que podrán determinar lo que estimen conveniente a este respecto. 8. EL DERECHO DE INFORMACIÓN Tanto en la sociedad anónima como en la limitada los socios disponen de un derecho de información en relación con los asuntos sometidos a la decisión de la junta, que les permite recabar los elementos de juicio necesarios para poder ejercitar su derecho de voto de forma reflexiva y, en general, para tener un conocimiento preciso de la marcha de la sociedad ( LSC).

arts. 196y

197

Este derecho puede ejercitarse de dos formas: por escrito y con anterioridad a la reunión de la junta, en cuyo caso los administradores deberán facilitar al socio la información solicitada también por escrito y con carácter previo a la celebración de aquélla; o verbalmente en la propia junta, debiendo entonces los administradores suministrar la información requerida durante la celebración de la misma o, si no fuera posible, en los días inmediatamente siguientes (v. arts. 196, 197y 520.1LSC). Las sociedades cotizadas, además, están obligadas a incluir las solicitudes escritas de información y las respuestas facilitadas por los administradores en su página web ( art. 520.2LSC), para garantizar su conocimiento general y la igualdad informativa de todos los accionistas. El derecho de información opera en términos generales como un simple «derecho de pregunta», pues en principio no ampara la solicitud de entrega de documentos y sólo permite solicitar aclaraciones o informaciones sobre los asuntos incluidos en el orden del día (o, en el caso específico de las sociedades cotizadas, sobre cualquier otra información que hubiera sido facilitada por la sociedad a la CNMV desde la celebración de la última junta o sobre el informe del auditor de cuentas, según previene el art. 520.1LSC). Al ir referido por regla a los asuntos incluidos en el orden del día, el derecho de información desempeña una importante función instrumental y accesoria del derecho de voto, pues permite que los socios recaben los elementos de juicio necesarios para formarse criterio sobre el ejercicio de este último. Pero tiene

también un significado propio y autónomo mucho más amplio, al representar en términos generales un instrumento de transparencia y de control de la gestión de la sociedad realizada por los administradores. Los administradores están obligados a suministrar la información solicitada, y sólo pueden denegarla cuando consideren que la información podría utilizarse para fines extrasociales o que su publicidad perjudica a la sociedad ( arts.196.2 y 197.3LSC); aun así, esta excepción no procederá cuando la solicitud provenga de socios que representen al menos la cuarta parte del capital social, o el porcentaje menor que puedan fijar los estatutos ( arts. 196.3 y 197.4LSC), al estimarse que en este caso ha de prevalecer la efectividad del derecho de información de la minoría sobre el posible riesgo de perjuicio al interés social. Debe tenerse en cuenta que este derecho de información general se completa con un derecho de información «documental» en relación a determinados asuntos en los que la Ley exige poner ciertos informes y documentos a disposición de los socios desde la convocatoria de la junta, como los relativos a aprobación de cuentas anuales, modificación de estatutos o modificaciones estructurales de la sociedad (en los términos que veremos). Pero además, la operatividad del derecho de información se refuerza con carácter general en el caso concreto de las sociedades cotizadas, que están obligadas –lo hemos visto– a disponer de una página web en la que debe incluirse una extensa información sobre la propia sociedad (estatutos, reglamentos de la junta y del consejo, informes de gobierno corporativo, etc.) y sobre la junta general (propuestas de acuerdo, formularios para el voto a distancia o la delegación del voto, etc.), y que deben habilitar en dicha página un «foro electrónico de accionistas», con el fin de facilitar la comunicación entre éstos con carácter previo a la celebración de las juntas (v. art. 539LSC). 9. EMISIÓN DEL VOTO Y CONFLICTO DE INTERÉS Los socios pueden ejercitar su derecho de voto con plena libertad, en la forma que estimen más conveniente para sus propios intereses. A diferencia de los administradores, que están obligados a promover el interés de la sociedad por encima de sus intereses

personales (y que quedan sometidos por ello –como veremos– a un estricto régimen en materia de conflicto de interés), los socios no representan ningún interés distinto del suyo propio y pueden votar como consideren oportuno en uso de su autonomía privada y derecho de propiedad. Existen con todo algunos supuestos en los que el socio puede tener un interés personal directo en el asunto sometido a la decisión de la junta, y en los que por tanto se suscita el riesgo de que el acuerdo se adopte anteponiendo dicho interés al interés social. Para prevenir este riesgo, la Ley (art. 190) establece la prohibición de ejercer el derecho de voto en una serie de supuestos en los que el socio es portador de un interés particular susceptible de entrar en conflicto con el interés de la sociedad y de interferir indebidamente en la correcta formación de la voluntad social se trata, en concreto, de los acuerdos que autoricen al socio a transmitir sus acciones o participaciones cuando exista una restricción a su transmisión, que excluyan al socio de la sociedad, que le liberen de una obligación o le concedan un derecho (como podría ser el establecimiento o la extinción de una prestación accesoria en su favor), que le otorguen créditos, préstamos u otra asistencia financiera, o que dispensen al socio-administrador de las obligaciones derivadas del deber de lealtad) conforme al artículo 230 LSC. En atención a la esencialidad del derecho de voto y al carácter excepcional del deber de abstención del socio, se trata de una relación de supuestos exhaustiva o numerus clausus, que como tal no puede extenderse por vía interpretativa a casos distintos de los expresamente previstos. En todo caso, estas prohibiciones legales no agotan las posibilidades de reacción contra otras eventuales hipótesis de conflicto de interés de los socios en las que éstos impongan con su voto una decisión incompatible con el interés social, pues el correspondiente acuerdo podría ser impugnado a posteriori -como veremos- siempre que se adopte en beneficio de uno o varios socios o de un tercero y en perjuicio del interés de la sociedad. En estos supuestos, de impugnarse el acuerdo, se produce una inversión de la carga de la prueba: si con carácter general es el socio que impugne el que habrá de acreditar el carácter lesivo del acuerdo, cuando el voto del socio o socios incursos en conflicto de interés haya sido decisivo para la aprobación del mismo, se traslada

a la propia sociedad y en su caso a dicho socio o socios la carga de probar su conformidad al interés social (

art. 190.3LSC).

Es posible, además, que un socio limite de forma voluntaria su libertad de voto y se obligue contractualmente con otros socios a votar en las juntas generales de una manera coordinada o concertada (dando lugar a los llamados «sindicatos de voto»). Estos pactos -cuya validez general no es actualmente objeto de discusiónpueden establecerse con la finalidad de consolidar una mayoría social que imponga su criterio en las juntas y que garantice la estabilidad de la administración o, en su caso, para agrupar a socios de escasa participación y tutelar así, mediante la combinación de sus votos, el interés de las minorías. Se trata de acuerdos que pueden articularse bajo diversas formas (que van desde la mera asunción por el socio de la obligación de votar en las juntas generales en el sentido previamente acordado por el sindicato hasta las fórmulas más estrictas que obligan a los socios a delegar su voto en un mismo representante) y que jurídicamente constituyen una simple modalidad de los pactos «reservados» o «parasociales» ( art. 29LSC): tendrán pleno valor jurídico entre los socios que los estipulen, pero no son oponibles a la sociedad, por lo que no podrán ser invocados frente a ésta (pretendiendo, por ej., la invalidez del voto que un socio pudiera emitir en contravención de lo pactado). Además, como vimos, en el caso de las sociedades cotizadas los pactos parasociales que regulen el ejercicio del derecho de voto en las juntas generales –al igual que los que restrinjan o condicionen la libre transmisibilidad de las acciones– quedan sujetos a un régimen especial de publicidad ( art. 530 y ss. LSC), que aspira a facilitar su conocimiento por el conjunto de los accionistas e inversores. Una vez adoptados, los acuerdos deben recogerse en un acta, con el fin de dar fe de su contenido y de otros extremos relativos al desarrollo de la junta (v. arts. 202LSC y 26 C. de C.); el acta puede ser notarial, cuando se levante por un notario a solicitud de los administradores, quienes pueden requerirlo en cualquier caso pero que están obligados a hacerlo siempre que lo soliciten socios titulares de un mínimo del 1 por 100 del capital en la sociedad anónima y del 5 por 100 en la sociedad limitada ( art. 203LSC). Las sociedades cotizadas, además, están obligadas a difundir los

acuerdos aprobados y el resultado de las votaciones a través de su página web (

art. 525.2LSC).

IV. LA IMPUGNACIÓN DE LOS ACUERDOS SOCIALES

10. CAUSAS DE IMPUGNACIÓN El carácter soberano de la junta general y el postulado de la sumisión de los socios al voto de la mayoría no es incompatible con la posibilidad de impugnar los acuerdos sociales ante los tribunales, con el fin de solicitar que sean anulados o privados de efectos a través del ejercicio de la correspondiente acción judicial. De esta forma se garantiza un control judicial de los acuerdos sociales desde la perspectiva de su adecuación al régimen legal y estatutario y en general de la sujeción de las sociedades al marco normativo por el que han de regirse. Pero las acciones de impugnación constituyen al tiempo uno de los principales instrumentos de defensa de los socios minoritarios, que pueden combatir así los eventuales acuerdos que sean impuestos por los mayoritarios en su beneficio y en perjuicio del interés de la sociedad y de los demás socios. A estos efectos, la Ley establece un régimen de impugnación de los acuerdos sociales que es común para las sociedades anónimas y limitadas, al margen de alguna especialidad para las sociedades cotizadas. Los acuerdos impugnables son aquellos que sean contrarios a la Ley, se opongan a los estatutos o lesionen el interés social en beneficio de uno o varios socios o de terceros ( art. 204.1 LSC); además, pueden impugnarse también los acuerdos que se opongan al reglamento de la junta, aunque este documento sólo es obligatorio en el caso de las sociedades cotizadas ( art. 512LSC). Cabe impugnar por tanto los acuerdos que contravengan una regla de carácter imperativo de la Ley de Sociedades de Capital o de cualquier otra norma jurídica que sea vinculante para la sociedad; la impugnación puede basarse en la ilicitud del contenido del acuerdo (a modo de ejemplo, la inexistencia de cualquier interés social que justifique la exclusión del derecho de preferencia de los socios en un aumento de capital), pero también del procedimiento seguido para su aprobación (así, aunque se justifique la exclusión del referido derecho, la sociedad incumple los requisitos formales exigidos a efectos de poder acordarla). La impugnación también es posible cuando el acuerdo contravenga cualquier regla de los

estatutos (o del reglamento de la junta), pues aunque la junta tenga competencia para modificarlos, está obligada a cumplirlos mientras no lo haga. Por último, destaca también la posibilidad de impugnar los acuerdos que, sin violar propiamente la Ley o los estatutos, impliquen una lesión del interés social en beneficio de uno o varios socios o de un tercero, al permitirse así el control de la posible actuación abusiva o desleal de los socios mayoritarios que utilicen su poder de voto para imponer acuerdos en su propio interés y en detrimento injustificado de los demás socios. Los supuestos más característicos de estos acuerdos impugnables son aquellos en que los socios mayoritarios se valen de sus votos en la junta para imponer de forma abusiva acuerdos que les benefician de forma directa o indirecta y que comportan un correlativo perjuicio para la sociedad y para los demás socios (por ej., venta de activos a otra sociedad vinculada a los mayoritarios o los administradores, acuerdo de reembolsar acciones o participaciones a un socio por encima de su valor real, aprobación de retribuciones excesivas a administradores vinculados al socio mayoritario, asunción por la sociedad de gastos personales de éste, etc.). Pero también puede existir una lesión al interés social cuando el acuerdo, aun sin causar daño alguno al patrimonio social, se imponga de forma abusiva por la mayoría, lo que legalmente se presume cuando no responda a una necesidad razonable de la sociedad y se adopte en interés propio y en detrimento injustificado de los restantes socios (art. 204.1.II LSC). Ejemplos de estos acuerdos abusivos podrían ser los aumentos de capital que no respondan a una necesidad real de financiación de la sociedad y que tengan como finalidad diluir o devaluar la participación de los minoritarios (v.gr., excluyendo el derecho de preferencia para que las nuevas acciones o participaciones sean suscritas o asumidas por el mayoritario u otra persona afín, o acordando un aumento a un tipo de emisión muy bajo sabiendo que los minoritarios no van a poder participar en el mismo), o los acuerdos reiterados de la junta de no repartir dividendos pese a la existencia de beneficios que resulten especialmente lesivos para los minoritarios (como podría ocurrir cuando el mayoritario obtenga por otras vías recursos de la sociedad, como salarios, retribuciones o contratos con ésta). En todo caso, en atención a los graves efectos que puede tener una impugnación desde la perspectiva de la estabilidad y seguridad jurídica de los acuerdos sociales y de la propia actuación de la sociedad en el tráfico, y con el fin también de evitar posibles impugnaciones interesadas o innecesarias que no respondan a

ningún fin ni interés legítimo, la Ley excluye la posible impugnación de los acuerdos en distintos supuestos. Este es el caso, de un lado, de los acuerdos que sean dejados sin efectos o sustituidos válidamente por otros. Así, cuando el vicio sea meramente formal (v.gr., defectos de convocatoria de la junta), no procederá la impugnación de un acuerdo cuando éste haya sido ratificado o convalidado a través de otro posterior que, reiterando su contenido, corrija o evite el defecto inicial. Si la irregularidad fuese material o de contenido, por el contrario, la impugnación queda sin objeto cuando la sociedad adopta un nuevo acuerdo que elimina o que sustituye al acuerdo previo irregular. La revocación o sustitución del acuerdo puede producirse antes de la interposición de la demanda de impugnación, en cuyo caso ésta será directamente improcedente; si por el contrario tiene lugar en un momento posterior a la interposición, «el juez dictará auto de terminación del procedimiento por desaparición sobrevenida del objeto» ( art. 204.2LSC). De otro lado, la Ley también excluye la posible impugnación de los acuerdos sociales cuando se fundamente en infracciones formales de escasa relevancia, con el insistente fin de combatir el posible uso abusivo y oportunista de las acciones de impugnación. En concreto, la impugnación será improcedente cuando se invoque la infracción de requisitos procedimentales que no tengan carácter relevante o defectos no esenciales en la información suministrada por la sociedad en respuesta al derecho de información ejercitado por el socio (la conocida como «regla de la relevancia»), o cuando en la junta participen personas no legitimadas o se emitan votos que sin embargo no sean determinantes para la formación de la mayoría (la «regla de la resistencia»). A estos efectos, la cuestión sobre el carácter esencial y determinante de los motivos de impugnación invocados por el demandante debe resolverse como cuestión incidental de previo pronunciamiento una vez presentada la demanda ( art. 204.3LSC), con el fin de cerrar el paso a las impugnaciones que no comprometan ningún interés o bien jurídico mínimamente relevante. 11. PERSONAS LEGITIMADAS La legitimación activa para la impugnación de los acuerdos sociales se reconoce a distintos grupos de personas ( art. 206.1 LSC). En primer lugar, a cualquiera de los administradores, que están legitimados individualmente y no sólo como órgano (no siendo

necesario, en consecuencia, que concurran los administradores mancomunados o que el consejo adopte un previo acuerdo para el ejercicio de la acción). En segundo lugar, la legitimación corresponde a los socios; pero en relación con éstos, la legitimación no se reconoce a todos ellos, sino sólo a aquellos que representen, individual o conjuntamente, el 1 por 100 del capital ( art. 206.1LSC) o, en el caso de las sociedades cotizadas, el 1 por 1.000 (art. 495.2. bLSC), y siempre además que tuvieran la condición de socios antes de la adopción del acuerdo. Se excluye así que las acciones de impugnación puedan ejercitarse por socios con participaciones muy reducidas y por tanto con una limitada exposición económica a la sociedad, con el fin de evitar posibles conductas oportunistas o abusivas y en atención a la incertidumbre que estas acciones comportan para la estabilidad y seguridad de los acuerdos sociales; en todo caso, para evitar una eventual situación de desprotección, dichos socios podrían solicitar a cambio el resarcimiento de los daños que pudieran haber padecido por causa del acuerdo impugnable ( art. 206.1LSC). Y en tercer lugar, la legitimación se atribuye también a los terceros, pero no con carácter general, sino sólo a aquellos que «acrediten un interés legítimo»; en concreto, debe entenderse que los terceros solamente estarán legitimados para impugnar aquellos acuerdos que les afecten de manera directa y objetiva en su esfera personal o patrimonial (por ejemplo, un acreedor respecto de acuerdos que afecten negativamente a la situación patrimonial de la sociedad). Los requisitos de legitimación se amplían en relación con los acuerdos que «por sus circunstancias, causa o contenido resultaren contrarios al orden público», pues en estos casos aquélla se reconoce a cualquier socio (con independencia aquí de su participación o del momento en que hubiera adquirido dicha condición), así como a cualquier administrador o tercero (art. 206.2, en relación con el art. 205.1, de la LSC). De esta forma, el legislador amplía las posibilidades de combatir los acuerdos impugnables que considera de mayor gravedad, por contravenir, no ya una simple norma legal o estatutaria, sino cualquier principio o bien de especial significación jurídica (como podrían ser -según ha entendido una extensa jurisprudencia- los acuerdos simulados o adoptados en supuestas juntas que en realidad nunca se celebraron).

12. PLAZOS DE CADUCIDAD La acción de impugnación está sujeta a un plazo de caducidad de un año ( art. 205.1 LSC), aunque en las sociedades cotizadas -sin duda porque sus acuerdos sociales afectan a grupos muy amplios de interesados y precisan por ello de una mayor exigencia de estabilidad- el plazo se reduce a tres meses (art. 495.2. cLSC). Al fijar plazos de caducidad tan breves, y al prever por tanto la convalidación de los acuerdos impugnables por el simple transcurso de dichos plazos sin que se ejercite la acción de impugnación, la Ley trata básicamente de facilitar la consolidación y certidumbre de las situaciones jurídicas y de evitar que la actividad social pueda verse perturbada con impugnaciones tardías e intempestivas, que pudiesen afectar a relaciones y actos ya perfeccionados y, de esta forma, a la propia seguridad del tráfico jurídico. Los referidos plazos de impugnación sólo se exceptúan para los acuerdos que sean contrarios al orden público (arts. 205.1 y 495.2. cLSC), que en consecuencia no quedan sometidos a plazo alguno de caducidad o prescripción y que podrían ser impugnados sin sujeción a ningún límite temporal. El legislador quiere evitar así que de la firmeza o convalidación de los acuerdos sociales que se deriva del mero transcurso del plazo de caducidad se beneficien también los que se opongan a algún principio o bien jurídico esencial, de carácter prevalente en relación con las razones de seguridad jurídica que subyacen a la fijación de dicho plazo, por los mismos motivos por los que amplía –lo hemos visto– el círculo de personas legitimadas para su impugnación. 13. NORMAS PROCESALES Desde el punto de vista procesal, las demandas sobre impugnación de acuerdos sociales deben dirigirse contra la sociedad ( 206.3

art.

LSC) y se tramitan de acuerdo con las reglas del juicio

ordinario ( art. 207.1LSC y art. 249.3.º LEC). La Ley de Enjuiciamiento Civil incluye algunas medidas cautelares específicas para estos procesos: junto a la posible anotación preventiva de la demanda de impugnación en el Registro Mercantil (art. 727, núms. 5 y 6, LEC), cabe solicitar también la suspensión de los acuerdos impugnados cuando los demandantes representen el 1 o el 5 por

100 del capital social, según que la sociedad demandada sea cotizada o no (

art. 727.10.ªLEC).

Merece destacarse también que la impugnación de los acuerdos sociales puede someterse a arbitraje, mediante la incorporación a los estatutos de una cláusula arbitral. Con todo, se exige que esta cláusula sea aprobada -por razones difíciles de entender, que en todo caso parecen tributarias de la desconfianza con que históricamente se ha contemplado la posible sumisión a arbitraje de las acciones de impugnación- por una mayoría reforzada (dos tercios de los votos correspondientes a las acciones o participaciones en que se divida el capital) y que la administración del arbitraje y la designación de los árbitros se encomiende a una institución arbitral (art. 11 bis de la

Ley de Arbitraje

Lección 23

Los órganos de las sociedades de capital (II). Los administradores Sumario: •







I. El órgano de administración o 1. Significado y estructura o 2. Competencias o 3. El nombramiento de los administradores o 4. La separación de los administradores o 5. La retribución de los administradores ▪ A. Régimen general ▪ B. Sociedades cotizadas o 6. La función de representación de la sociedad II. El consejo de administración o 7. Organización y funcionamiento o 8. Delegación de facultades o 9. Impugnación de acuerdos o 10. El consejo de administración de las sociedades cotizadas: Especialidades normativas y reglas de gobierno corporativo ▪ A. Consideración general ▪ B. Clases de consejeros ▪ C. Las comisiones del consejo ▪ D. Los cargos del consejo III. Los deberes de conducta de los administradores o 11. Significado o 12. El deber de diligencia o 13. El deber de lealtad IV. La responsabilidad de los administradores o 14. Presupuestos o 15. La acción social de responsabilidad o 16. La acción individual de responsabilidad

I. EL ÓRGANO DE ADMINISTRACIÓN

1. SIGNIFICADO Y ESTRUCTURA Además de la junta general, que es un órgano de carácter deliberativo y decisorio, la estructura corporativa de las sociedades anónima y limitada se completa con el órgano de administración,

que se ocupa de la gestión ordinaria de la sociedad y de representarla en sus relaciones jurídicas con terceros. La actuación de los administradores se proyecta así en un doble plano: en el orden interno, por ser el órgano encargado de administrar la sociedad, al que corresponde la realización de los actos de gestión necesarios para el desarrollo de las actividades empresariales que constituyan el objeto social; y en el orden externo, por tratarse del órgano facultado para intervenir en el tráfico jurídico por cuenta de la sociedad, representándola y vinculándola en todos sus contratos y relaciones con terceros. La Ley no configura el órgano de administración con una estructura rígida y predeterminada. Antes bien, con carácter general faculta a las sociedades para optar entre varias formas alternativas (

art.

210.1 LSC), con el fin de que cada sociedad pueda decantarse por la configuración que mejor convenga a sus necesidades organizativas y funcionales en función de su tamaño, de la complejidad de su actividad y de otros eventuales factores. Es posible así nombrar a un administrador único, cuando el órgano de administración se encarna en una sola persona que en consecuencia concentra todas las facultades y competencias del mismo. Cabe también designar a varios administradores solidarios, con facultades individuales por tanto de cada uno de ellos para tomar decisiones y obligar a la sociedad de manera independiente entre sí. Lo contrario sucede cuando la administración se atribuye a varios administradores con facultades conjuntas o mancomunadas, pues en este caso cualquier acto requiere por principio el concurso y acuerdo de todos ellos. Y, por último, es posible también que el órgano de administración revista la forma de un consejo de administración, que es un órgano de carácter colegiado en el que las decisiones se adoptan por mayoría de sus miembros, y que es característico de las sociedades de mayor tamaño y complejidad organizativa (en el caso específico de las sociedades anónimas, es obligatorio constituir el consejo cuando la administración se confíe de forma mancomunada a más de dos personas — art. 210.2LSC—, pero esta exigencia no opera para las sociedades limitadas, que por tanto podrían tener un número ilimitado de administradores mancomunados). Con carácter general, una sociedad debe optar expresamente en sus estatutos por una determinada estructura del órgano de administración [art. 23. e)LSC], de tal modo que cualquier cambio posterior exigiría

proceder a la correspondiente modificación de aquéllos. Sin embargo, es posible también que los estatutos prevean al mismo tiempo distintos modos de organización del órgano de administración (por ej., previendo dos, tres o incluso las cuatro formas legalmente previstas), en cuyo caso la junta general estaría capacitada para optar alternativamente por cualquiera de ellos, sin necesidad por tanto de proceder a una modificación estatutaria [art. 23. e) y, en relación con la sociedad limitada,

art. 210.3LSC].

Existen con todo algunas sociedades en las que no se reconoce esta libertad para configurar la estructura del órgano de administración y en las que se impone la existencia de un consejo de administración. Este es el caso de numerosas sociedades anónimas especiales que operan en sectores regulados, como las entidades aseguradoras o los bancos. Y lo mismo ocurre singularmente con las sociedades cotizadas, que están obligadas a disponer en todo caso de un consejo de administración (art. 529 bis. 1 LSC). El consejo resulta en efecto la forma más compleja y articulada que puede revestir el órgano de administración, pues garantiza que las labores de administración sean el resultado de un proceso de deliberación, confrontación e integración del criterio de una pluralidad de consejeros. Pero además, la imposición del consejo de administración en las sociedades más relevantes, aquellas que afectan a mayores círculos de intereses, es también un trasunto de la creciente conversión del mismo en un órgano al que tienden a asignarse funciones, no tanto de gestión y administración, sino de supervisión y control de los equipos directivos y ejecutivos de la sociedad. 2. COMPETENCIAS En lo que se refiere a la competencia de los administradores, existen algunas facultades y deberes que la Ley les encomienda directamente, como la de convocar las juntas generales, someter a éstas determinados informes y propuestas, atender al ejercicio del derecho de información de los socios, formular las cuentas anuales, depositarlas en el Registro Mercantil una vez aprobadas, etc.). Pero además, los administradores han de entenderse facultados con carácter general para realizar todas aquellas actividades u operaciones que sean idóneas para el desarrollo de las actividades integrantes del objeto social, tanto desde el punto de vista interno y organizativo de la empresa como de las actuaciones de ésta frente a terceros en el mercado o tráfico económico.

La actividad de gestión de la empresa comprende tanto los actos que podrían considerarse de gestión corriente u ordinaria como aquellos que por su trascendencia o excepcionalidad tengan un carácter extraordinario; pero en este ámbito, lo hemos visto, las competencias de los administradores no son del todo excluyentes, por la posibilidad de que los estatutos reserven a la junta determinadas decisiones de gestión, por la necesidad de someter las operaciones de disposición de los denominados «activos esenciales» a la aprobación de la junta general (art.160. f LSC) y por la competencia general de ésta para impartir instrucciones o para someter a autorización las decisiones de los administradores sobre determinados asuntos de gestión ( art.161LSC). En cambio, la función de representación de la sociedad en sus relaciones con terceros es –sobre ello volveremos– una competencia exclusiva de los administradores, vedada a la junta general, de la que aquéllos no pueden ser desposeídos en ningún caso. 3. EL NOMBRAMIENTO DE LOS ADMINISTRADORES Así como los primeros administradores deben ser designados al constituirse la sociedad y figurar en la escritura fundacional [art. 22.1. e)

LSC], la regla general es que todos los nombramientos

ulteriores han de hacerse necesariamente por la junta general ( art. 214.1LSC). En esta facultad de nombramiento de los administradores, que ha de ponerse en relación con la correlativa facultad de destitución ad nutum, radica uno de los presupuestos esenciales del carácter soberano y preeminente de la junta dentro de la estructura orgánica de la sociedad. Este principio de elección de los administradores por la junta tiene un carácter absoluto en la sociedad limitada, en la que no existe ningún procedimiento o mecanismo alternativo de designación. Pero el referido principio cuenta con dos significativas excepciones en la sociedad anónima, específicamente referidas al nombramiento de los miembros del consejo de administración (por lo que no son aplicables con las otras posibles configuraciones del órgano de administración). La primera surge al instaurar la Ley un sistema de representación proporcional de los accionistas en el consejo de administración, que

aspira a garantizar el derecho de los socios más relevantes o significativos de la sociedad a intervenir en la designación de sus miembros y por tanto a poder acceder al mismo. De esta forma, el accionista o los accionistas agrupados que representen una cifra de capital igual o superior al cociente de dividir la cifra de capital por el número de vocales del consejo dispondrán de la facultad de designar a un miembro de éste (

art. 243LSC, que es objeto de

desarrollo por el RD 821/1991, de 17 de mayo); a modo de ejemplo, en un consejo integrado por diez vocales, los accionistas con una participación superior al 10 por 100 del capital tendrían derecho a designar directamente a uno de ellos, sin necesidad de votación o aprobación de la junta general. Con carácter general, este sistema condensa un principio habitualmente seguido en la práctica y que de hecho recomiendan las propias reglas de buen gobierno corporativo de las sociedades cotizadas, consistente en que exista una correspondencia o proporcionalidad entre la participación en el capital social y la presencia o representación en el consejo (en concreto, en el caso de las sociedades cotizadas a través de los denominados consejeros «dominicales», que veremos). Pero este principio tiende a cumplirse de manera voluntaria y sin necesidad de que los accionistas ejerciten como tal el derecho de representación proporcional, que tiene una muy limitada vigencia práctica, y que sólo suele ejercitarse propiamente en los casos en que un accionista se ve incapacitado para designar a un consejero por la oposición de los demás accionistas o consejeros. Mucha mayor trascendencia práctica tiene la segunda excepción, que va referida al llamado sistema de cooptación que la Ley contempla para la cobertura de las vacantes anticipadas que puedan producirse por cualquier causa (dimisión, fallecimiento, etc.) en el consejo de administración ( arts. 244y 529 deciesdeciesLSC). En estos casos, con el fin de evitar la siempre costosa y compleja convocatoria de una junta, se faculta al propio consejo para designar a las personas que hayan de ocupar dichas vacantes, aunque sólo hasta la reunión de la siguiente junta general, que deberá pronunciarse necesariamente sobre la ratificación o no del referido consejero. Con carácter general, este régimen se concibe como un mecanismo excepcional en relación con la competencia de la junta en materia de designación de consejeros, que como tal debería ser objeto de una aplicación

limitada y restrictiva. Pero no ocurre así en el caso de las sociedades cotizadas, en las que la cooptación constituye el cauce habitual de nombramiento de los administradores, y no tanto o no sólo por razones de auténtica necesidad, sino fundamentalmente porque en estos casos es el propio consejo de administración el que en términos prácticos suele resolver sobre la selección y el nombramiento de sus propios integrantes (y por eso la Ley obliga al consejo de estas sociedades a disponer de una específica comisión de nombramientos y retribuciones –art. 529 quindeciesLSC– a la que corresponden numerosas competencias en este ámbito). La propia Ley otorga carta de naturaleza a esta realidad práctica, al equiparar para las sociedades cotizadas la competencia de la junta con la del propio consejo en relación con el nombramiento de sus miembros (art.529 decies.1 LSC) y al dispensar o flexibilizar en este caso algunos de los requisitos generales de la cooptación, como la necesidad de que el administrador designado tenga que ser necesariamente accionista de la sociedad (art. 529 decies. 2 LSC). Para ser nombrado administrador no se exige ninguna condición especial (el art. 213LSC se limita a establecer ciertas «prohibiciones» negativas), y ni siquiera es preciso, salvo que los estatutos dispongan lo contrario, ostentar la cualidad de socio ( art. 212.2LSC). Es posible incluso nombrar como administrador a una persona jurídica ( arts. 212.1 y 212bisbisLSC), en cuyo caso ésta debe designar necesariamente a una persona natural como representante para el ejercicio permanente de las funciones propias del cargo. Aunque en estos casos la condición de administrador recaiga sobre la persona jurídica y no sobre su representante persona física, la Ley exige que éste reúna los requisitos legales establecidos para los administradores y le somete a los mismos deberes que a éstos (

art.236.5LSC).

En la sociedad anónima, el nombramiento de administrador tiene carácter temporal. El plazo de duración del cargo, que deben fijar los estatutos y que ha de ser igual para todos los administradores, no puede exceder de seis años con carácter general y de cuatro años en las sociedades cotizadas, aunque la misma persona puede ser reelegida indefinidamente ( arts. 221.2 y 529 undeciesundeciesLSC). Al limitar el mandato de los administradores, se garantiza que la junta tenga que renovar

periódicamente su confianza en quienes ocupan los puestos de administración, lo que explica también que el plazo se reduzca en las sociedades cotizadas. Pero en la sociedad limitada, por su condición de sociedad cerrada de mayor carácter personalista, el legislador prima la estabilidad y permanencia en el ejercicio del cargo y la regla es que el nombramiento se hace por tiempo indefinido, salvo que los estatutos establezcan un plazo determinado, en cuyo caso también podrían ser reelegidos por períodos de igual duración (

art. 221.2LSC).

Es posible también que la junta nombre «administradores suplentes», con el fin de cubrir las vacantes que puedan producirse de forma sobrevenida en el órgano de administración sin necesidad de proceder a un nuevo nombramiento (

art. 216LSC), aunque

esta posibilidad se excluye en las sociedades cotizadas ( 529 deciesdeciesLSC).

art.

Por último, debe destacarse que el nombramiento como administrador debe ser objeto de aceptación, momento en el cual surte efecto ( Mercantil (

art.214.3LSC), e inscribirse en el Registro art. 215LSC y arts.138 y ss. y 191 y ss.

RRM).

4. LA SEPARACIÓN DE LOS ADMINISTRADORES Con independencia del tiempo por el que hayan sido nombrados, los administradores pueden ser separados del cargo en cualquier momento por libre decisión de la junta general ( art. 223.1 LSC). Este principio de libre destitución o de revocabilidad ad nutum de los administradores se justifica por la relación de confianza que subyace a la designación de una persona para el órgano de administración, lo que implica que la junta no necesite invocar o justificar causa alguna para la remoción. De hecho, es posible acordar la destitución de un administrador —y el consiguiente nombramiento de su sustituto, según suele entenderse— aunque tal cuestión no figure en el orden del día; se trata de una de las contadas materias sobre las que puede decidir la junta sin figurar en el orden del día (junto a la aprobación de la acción social de responsabilidad), que se justifica porque la elaboración de éste corresponde a los propios administradores y

porque la pérdida de confianza podría llegar incluso a manifestarse y concretarse durante la propia junta, En la sociedad anónima, caracterizada por su mayor diferenciación y especialización orgánica, es tradicional configurar esta regla como un genuino elemento estructural o «principio configurador» del tipo, del que resultaría la invalidez de cualquier cláusula estatutaria o convencional que de una u otra forma limitase o condicionase el ejercicio de esta facultad de separación por parte de la junta (v.gr., exigencia de quórums o mayorías reforzados para los acuerdos de destitución, limitación de las posibles causas de remoción, etc.). Pero en la sociedad limitada, que tiene una separación de órganos menos marcada, el principio de libre revocabilidad no excluye la posible previsión en los estatutos de mayorías reforzadas para adoptar el acuerdo de separación, con el fin de fortalecer la estabilidad del cargo de administrador ( art. 223.2LSC, que, sin embargo, prohíbe que dicha mayoría sea superior a los dos tercios de los votos). Al margen del principio de libre destitución, la Ley impone la remoción forzosa de los administradores que realicen actividades en competencia con la sociedad, y en general de aquellos que tengan un conflicto de interés permanente con ésta, cuando exista un riesgo relevante de perjuicio para el interés social. En estos casos, la junta de socios debe pronunciarse sobre el cese del administrador afectado «a instancia de cualquier socio» ( art. 230.3LSC) y, de darse el referido riesgo, estaría obligada a acordarlo, por lo que de no hacerlo el acuerdo social podría ser impugnado. 5. LA RETRIBUCIÓN DE LOS ADMINISTRADORES A. Régimen general Con carácter general, el cargo de administrador es gratuito, salvo que los estatutos establezcan lo contrario (217.1 LSC). A estos efectos, no es preciso que los estatutos precisen la cuantía concreta de las retribuciones, pues sólo se requiere la determinación concreta del «sistema» o sistemas de remuneración (asignación fija, dietas de asistencia, participación en beneficios, retribución variable, u otros posibles sistemas que enumera a título enunciativo

el art.217.2LSC). En cuanto a la fijación del importe o cuantía de la retribución, se requiere por principio la intervención de los dos órganos sociales; la junta general debe aprobar el importe máximo global de la remuneración anual del conjunto de los administradores «en su condición de tales» (lo que incluye, en función de cuál sea la configuración del órgano de administración, al administrador único, a los administradores solidarios o mancomunados y, en el caso del consejo de administración, a los consejeros por las labores propias del cargo), importe que se mantiene en vigor mientras la junta no acuerde su modificación; y una vez determinada esta retribución máxima, su distribución o reparto entre los distintos integrantes del órgano de administración corresponde por principio —salvo que la junta disponga otra cosa— a los propios administradores, atendiendo a estos efectos a sus respectivas funciones y responsabilidades (

art. 217.3LSC).

De los posibles sistemas de retribución, la Ley se ocupa específicamente del consistente en la participación en los beneficios sociales, exigiendo que los estatutos fijen la participación o el porcentaje máximo de la misma y con distintas reglas para las sociedades anónimas y limitadas que en esencia procuran evitar que la misma pueda anular o limitar de forma excesiva los derechos económicos de los accionistas ( art. 218LSC). Y en el caso de la sociedad anónima, presta también especial atención a las formas de remuneración que incluyan la entrega de acciones o de opciones sobre acciones (stock-options) o que de cualquier forma vayan referenciadas al valor de éstas, en consideración a la controversia que ha solido acompañar a estas retribuciones en relación sobre todo con las sociedades cotizadas; con el fin de garantizar un mayor control de los accionistas sobre este sistema retributivo, se exige, no sólo que se prevea expresamente en los estatutos sociales, sino también la adopción de un acuerdo expreso por la junta general, que debe aprobar, su aplicación práctica en cada caso, así como los extremos más relevantes del mismo (número de acciones, precio de ejercicio, plazo de duración, etc.) (

art. 219LSC).

Estas reglas se completan con una importante especialidad cuando el órgano de administración reviste la forma de consejo de administración. En este caso, la Ley establece una diferenciación entre dos clases de retribuciones: de un lado, las que correspondan a los administradores por su condición de tales, que en el caso del

consejo serían aquellas asociadas a las funciones y cometidos de cualquier consejero (asistencia a las reuniones del consejo, participación en su caso en las comisiones de éste, ejercicio de labores de control y supervisión, etc.); y de otro lado, las remuneraciones que puedan corresponder al consejero o consejeros que desempeñen funciones ejecutivas y se ocupen de la gestión efectiva de la sociedad, como típicamente sería el caso del consejero delegado, que por el contrario se justifican como retribución por estas labores de dirección adicionales o superpuestas a las de simple consejero. La primera categoría de retribuciones se sujeta al régimen general, por lo que los sistemas retributivos deberán preverse en estatutos y su cuantía será la que corresponda en función del importe máximo global aprobado por la junta y de la distribución acordada por el consejo. En cuanto a la segunda categoría, la Ley parece configurarla como un régimen distinto o alternativo, en el sentido de que su determinación – cualitativa y cuantitativa- correspondería al propio consejo de administración, que por tanto podría fijar la retribución del consejero delegado y demás consejeros ejecutivos libremente como si se tratase de cualquier otro trabajador o directivo; pero el Tribunal Supremo (sentencia de 26 de febrero de 2018) ha entendido que estas retribuciones también han de someterse al régimen general, por lo que los conceptos retributivos habrán de figurar en estatutos y su cuantía tendrá que desenvolverse dentro del importe máximo aprobado por la junta. En cualquier caso, todas las remuneraciones por las que se retribuya el ejercicio de dichas funciones ejecutivas han de recogerse en un contrato que ha de celebrar la sociedad con los consejeros ejecutivos, que debe ser aprobado por el propio consejo de administración con una mayoría reforzada de dos terceras partes de sus miembros y con abstención de los consejeros afectados(art. 249, apdos.3 y 4, LSC). La Ley establece también unos principios generales en relación con la remuneración de los administradores, al exigir que guarde una proporción razonable con la importancia de la sociedad y su situación económica y que se oriente a promover la rentabilidad y sostenibilidad de la sociedad a largo plazo ( art.217.4LSC). Se trata de un conjunto de criterios de carácter esencialmente programático e incierto contenido jurídico, que sin embargo podrían servir en casos extremos para impugnar y anular retribuciones excesivas que no guarden la debida proporción con la situación de la empresa o con los beneficios obtenidos por los socios.

B. Sociedades cotizadas Este régimen general se completa con importantes singularidades en relación con las sociedades cotizadas, que fundamentalmente tratan de reforzar la transparencia de las retribuciones percibidas por los consejeros y de garantizar una mayor capacidad de control y de decisión de los accionistas. Antes que nada, en las sociedades cotizadas se presume —en contraposición a las restantes sociedades de capital— que el cargo de administrador es retribuido (art. 529 sexdecies LSC), en atención a la responsabilidad y dedicación que en estos casos se exige a los consejeros y a la propia realidad práctica de estas sociedades. Pero de esta presunción no resulta que no se requiera aquí ninguna previsión estatutaria, al ser necesario, de acuerdo con el régimen general, que los sistemas de remuneración de los administradores «en su condición de tales» vengan recogidos en los estatutos sociales. La principal especialidad va referida con todo a la necesidad de que cualquier retribución percibida por los administradores sea conforme con la «política de remuneraciones de los consejeros». La política de remuneraciones, que ha de ser acorde con las previsiones estatutarias, debe ser aprobada por la junta general al menos cada tres años como punto separado del orden del día, a propuesta motivada del consejo de administración y previo informe de la comisión de nombramientos y retribuciones (art. 529 novodeciesLSC y disposición transitoria de la Ley 31/2014). Esta política debe determinar la remuneración que corresponda a los consejeros por su condición de tales, a cuyos efectos debe incluir –en línea con lo previsto por el art.217.3LSC– el importe máximo de la retribución anual que corresponda a los consejeros por este concepto (art. 529 septdeciesLSC); pero debe determinar también los principales elementos de la retribución que pueda corresponder a los consejeros por el desempeño de funciones ejecutivas (cuantía máxima de la retribución fija, parámetros de la retribución variable, indemnizaciones por cese anticipado, etc.), de tal forma que el contrato que suscriba la sociedad con estos consejeros –según el régimen que hemos visto– habrá de ajustarse necesariamente a la política de remuneraciones aprobada por la junta (arts. 249.4 y 529 octodeciesLSC).

Además, las sociedades cotizadas también están obligadas a difundir y someter a votación de la junta general ordinaria, aunque con carácter meramente consultivo, un informe anual sobre remuneraciones de los consejeros ( art. 541LSC). Este informe, que busca garantizar la transparencia de las retribuciones percibidas por los consejeros, debe incluir –entre otras menciones– una información completa sobre la política de remuneraciones aplicada durante el ejercicio en curso y durante el ejercicio anterior, así como el detalle de todas las retribuciones percibidas por cualquier concepto por cada uno de los consejeros durante este último ejercicio. Estas previsiones se completan con la obligación del consejo de administración de estas sociedades de disponer —como veremos— de una comisión de nombramientos y retribuciones (art. 529 quindeciesLSC), a la que se atribuyen importantes funciones en este ámbito. 6. LA FUNCIÓN DE REPRESENTACIÓN DE LA SOCIEDAD La Ley confiere a los administradores la función de representar a la sociedad en juicio o fuera de él ( art. 233.1 LSC) y, por tanto, la capacidad de servirse de la firma social y de vincular a la sociedad en sus relaciones con terceros. Se trata de una facultad exclusiva e inderogable, que en ningún caso puede ser asumida por la junta general ni sustraída al órgano de administración. Las formas de atribución del poder de representación varían en función de la configuración del órgano de administración (v. art. 233.2LSC), aunque la Ley procura que exista una correspondencia entre las facultades de gestión y las funciones representativas, en el sentido de someter a unas y otras a un mismo régimen de ejercicio; así, en caso de administrador único corresponderá a éste el poder de representación, en caso de administradores solidarios a cada uno de ellos por separado, si los administradores fueran mancomunados aquél habrá de ejercitarse de esta misma forma, etc. Se favorece así la seguridad del tráfico, al permitirse que los terceros que se relacionen con la sociedad puedan identificar más fácilmente a las personas legalmente capacitadas para vincularla, eximiéndoles de la necesidad de tener que indagar en cada caso cuáles de los administradores tienen facultades expresas para

hacerlo. La posibilidad más significativa de alterar esta correlación natural entre gestión y representación se verifica en relación al consejo de administración, en cuyo caso el poder de representación, además de corresponder al propio consejo de manera colegiada, puede atribuirse también por los estatutos a uno o varios consejeros a título individual o conjunto [art. 233.2. d)LSC], como podría ser el caso del presidente del consejo o del consejero delegado; esta excepción se justifica por elementales razones de agilidad, toda vez que las exigencias de la actividad representativa se avienen mal con las reglas de funcionamiento propias de un órgano colegiado. En lo que hace al ámbito o extensión del poder de representación, éste se extiende imperativamente a todos los actos comprendidos en el objeto social delimitado en los estatutos, hasta el punto de que cualquier eventual limitación de este contenido mínimo —aunque figurase inscrita en el Registro Mercantil— no sería oponible frente a terceros (

art. 234.1LSC).

De ello se deriva, en consecuencia, la vinculación orgánica de la sociedad por todos los actos que los administradores lleven a cabo en el ejercicio de sus competencias y que guarden una relación objetiva con el desarrollo del objeto social. Si las eventuales limitaciones de este contenido legal (v.gr., cláusulas estatutarias que requieran la aprobación de la junta para determinados asuntos de gestión, la decisión de la junta de someter a autorización o de impartir instrucciones sobre cualquiera de estos asuntos, cualquier eventual limitación por los estatutos o por la junta de las facultades representativas de los administradores, etc.), disfrutan de una eficacia meramente interna y no pueden hacerse valer frente a terceros, es por elementales razones de seguridad del tráfico jurídico, pues de este modo los terceros se ven descargados de la necesidad de tener que indagar y valorar en cada caso si las facultades representativas de los administradores con los que contratan resultan o no suficientes a los efectos de poder celebrar el contrato y de vincular a la sociedad. De hecho, este mismo principio explica también que la sociedad quede incluso obligada frente a los terceros que obren de buena fe y sin culpa grave por los actos ajenos o contrarios al objeto social que puedan realizar los administradores, con extralimitación por tanto de sus facultades (

art. 234.2LSC); si una sociedad queda

vinculada por estos actos (al margen de las consecuencias internas que puedan derivarse de la conducta de los administradores) es también por razones de apariencia y de seguridad del tráfico, al excluirse así que quienes se relacionan con aquélla tengan que proceder igualmente a valorar la mayor o menor adecuación de los actos realizados por los administradores con las actividades integrantes del objeto social. II. EL CONSEJO DE ADMINISTRACIÓN

7. ORGANIZACIÓN Y FUNCIONAMIENTO Una de las formas que puede revestir el órgano de gestión y de representación —que como vimos resulta obligatoria entre otras sociedades para las cotizadas (art. 529 bis LSC)— es el consejo de administración, que se define por ser un órgano pluripersonal de carácter colegiado que adopta sus decisiones por mayoría de sus miembros. En la sociedad anónima, se impone la constitución del consejo siempre que la administración de la sociedad se confíe de forma mancomunada —no solidaria— a más de dos personas ( art. 210.2LSC), para evitar sin duda que la existencia de tres o más administradores obligados a actuar conjuntamente pueda entorpecer el proceso de toma de decisiones. Pero en la sociedad limitada, caracterizada por la mayor flexibilidad de su régimen jurídico, no se restringe el número de administradores que pueden tener facultades mancomunadas, por lo que el consejo de administración se presenta como una simple opción organizativa que con carácter general permite someter a los administradores a un régimen de actuación colegiada (aunque en este caso —y a diferencia de la sociedad anónima— se limita el número máximo de consejeros a doce:

art. 242.2LSC).

El consejo, como órgano colegiado, exige unas reglas de organización y de funcionamiento (en materia de convocatoria, de constitución, de adopción de acuerdos, etc.), que en principio deben recogerse en los estatutos sociales y que, en defecto de éstos, podrían ser acordadas por el propio consejo, al amparo de sus amplias facultades autoorganizativas. En el caso concreto de las sociedades cotizadas, se exige que estas reglas se recojan en un reglamento del propio consejo, que contendrá —de acuerdo siempre con el marco legal y estatutario— las medidas «tendentes a

garantizar la mejor administración de la sociedad» (

art. 528LSC)

y que se sujeta a un particular régimen de publicidad ( art.529LSC), con el fin de garantizar su difusión y conocimiento por los accionistas e inversores. Con todo, mientras que las sociedades limitadas disponen de una amplia autonomía estatutaria para regular el régimen interno del consejo ( art. 245.1LSC), en la sociedad anónima existe un mayor número de reglas de carácter imperativo, que restringen y condicionan esta libertad autoorganizativa; así, y entre otros extremos, destaca la necesidad de que el consejo sea convocado por el presidente (o por un tercio de los consejeros, cuando el presidente no lo convoque sin causa justificada previa solicitud de aquéllos), la previsión de un quórum de constitución mínimo consistente en la mitad más uno de sus componentes o la exigencia general —que también podría reforzarse estatutariamente— de que los acuerdos del consejo se adopten por una mayoría absoluta de los consejeros concurrentes a la reunión (

arts. 246 a

248LSC).

8. DELEGACIÓN DE FACULTADES Dado que las pautas de funcionamiento de un órgano colegiado no suelen ser compatibles con las exigencias operativas que impone la gestión cotidiana de una sociedad, es posible —y muy frecuente en la práctica— que el consejo de administración delegue el grueso de sus facultades de gestión y de representación en alguno o en varios de sus miembros. Esta delegación, que se permite siempre que los estatutos no dispongan lo contrario, puede revestir distintas modalidades, en función de las necesidades operativas de cada sociedad: cabe designar a un único consejero delegado o a varios de ellos, que a su vez podrían tener facultades solidarias o mancomunadas; y adicionalmente, el consejo puede también delegar parte de sus funciones en una comisión ejecutiva o comisión delegada, que se caracteriza por ser un órgano colegiado ( art. 249.1 LSC). En cualquiera de los supuestos en que se desprende de una parte significativa de sus facultades, el consejo deja de ser desde una perspectiva funcional un genuino órgano de gestión de la sociedad para asumir una función preponderante de control y de supervisión de la actividad desplegada por los cargos delegados o, en la categorización propia de las sociedades cotizadas, por los denominados consejeros «ejecutivos».

En principio, la fijación del alcance concreto de la delegación queda remitida a la decisión del propio consejo, que puede enumerar de forma particularizada las concretas facultades afectadas o –como es más habitual en la práctica– expresar que se delegan todas las facultades legal y estatutariamente delegables ( art. 149.1 RRM). Con todo, para garantizar la efectiva dedicación e involucración del consejo y evitar que pueda desentenderse de las decisiones más relevantes de la sociedad, existen numerosas facultades que la Ley considera indelegables, que en consecuencia deben ejercitarse por el consejo en pleno; entre las mismas sobresalen la determinación de las políticas y estrategias generales de la sociedad, la supervisión de la actuación de los órganos delegados y de los directivos que hubiera designado, la formulación de las cuentas anuales y su presentación a la junta general, la convocatoria de esta última y la fijación de su orden del día, su propia organización y funcionamiento, así como las facultades que la junta hubiera delegado en el propio consejo, salvo que le hubiera autorizado para subdelegarlas (art. 249 bisLSC). Las facultades indelegables se amplían en el caso de las sociedades cotizadas, por la especial relevancia orgánica que tiene el consejo en esta clase de sociedades (en gran medida por la habitual dispersión de los accionistas y la falta de operatividad de la junta general) y por el propósito normativo de procurar que desempeñe de manera efectiva las funciones de dirección y de supervisión que le corresponden; así, es el propio consejo el que debe aprobar en todo caso —entre otros asuntos— las principales políticas de la sociedad (plan estratégico o de negocio, políticas de inversiones y de financiación, de dividendos, de gobierno corporativo, etc.), la información financiera que debe publicar como sociedad cotizada, la estructura del grupo del que la sociedad sea entidad dominante o las operaciones vinculadas con consejeros o accionistas significativos (art. 529 terLSC). Por la trascendencia que presenta la delegación permanente de facultades del consejo y la propia designación de los consejeros que han de ocupar dichos cargos, se exige que estos acuerdos se adopten con el voto favorable de las dos terceras partes de los consejeros (

art. 249.2LSC).

Por lo demás, no es preciso destacar que el consejo de administración —al igual claro que las demás modalidades del órgano de administración— puede también otorgar apoderamientos

generales o singulares a cualquier otra persona, al margen de estas delegaciones permanentes de facultades en sus propios miembros ( art. 249.1LSC); a diferencia de la delegación permanente de facultades, que tiene carácter orgánico, estas personas representarían a la sociedad de acuerdo con las reglas generales de la representación voluntaria. 9. IMPUGNACIÓN DE ACUERDOS En clara analogía con lo previsto para los acuerdos de la junta general, la Ley también prevé la posibilidad de impugnar los acuerdos del consejo de administración o de cualquier otro órgano colegiado de administración, como podría ser la comisión ejecutiva ( art. 251 LSC). Se trata de un régimen vinculado a la naturaleza colegiada del órgano, que por tanto no rige cuando la gestión social se atribuya a un órgano de distinta configuración (administrador único, administradores solidarios, etc.), ni cuando la decisión de que se trate sea adoptada por un único consejero delegado o por varios consejeros delegados con facultades conjuntas o solidarias. Las posibles causas de impugnación son las mismas que para los acuerdos de la junta general, con la particularidad de que en este caso la impugnación puede fundarse también en la infracción del reglamento del consejo ( art. 251.2LSC). La legitimación para impugnar corresponde en todo caso a los administradores y a los socios que representen un 1 por 100 del capital; y en ambos casos, la acción de impugnación queda sometida a un breve plazo de caducidad de treinta días desde que tuvieren conocimiento de los acuerdos y siempre que no hubiera transcurrido más de un año desde su adopción ( art. 251.1LSC). La previsión de un plazo tan breve responde al afán normativo de garantizar la certidumbre y consolidación de las situaciones jurídicas y de evitar que la actuación del consejo de administración al frente de la sociedad pueda verse comprometida en el tráfico con impugnaciones intempestivas o tardías.

10. EL CONSEJO DE ADMINISTRACIÓN DE LAS SOCIEDADES COTIZADAS: ESPECIALIDADES NORMATIVAS Y REGLAS DE GOBIERNO CORPORATIVO A. Consideración general Como ya se ha destacado, la relevancia y preeminencia práctica que reviste el consejo de administración dentro de la estructura corporativa de las grandes sociedades anónimas cotizadas, en gran parte por la habitual inoperancia de las juntas de accionistas como órgano de control, está en el origen de la creciente preocupación por el «gobierno corporativo» de estas sociedades. Se explica así que la propia Ley incluya un extenso conjunto de normas en relación con el consejo de administración de estas sociedades, que en esencia lo conciben como un órgano, no de gestión, sino de control y supervisión del primer ejecutivo y de los equipos directivos de la sociedad (consejero delegado, altos directivos, etc.). Algunas de estas especialidades normativas, como las relativas a la facultad de cooptación, la duración del mandato del consejero, la obligación de aprobar y difundir un reglamento del consejo o la atribución a éste de un conjunto de facultades indelegables adicionales a las generales ya han sido destacadas. Pero es importante rasaltar que este conjunto de especialidades normativas se completa con la existencia de un «Código de buen gobierno de las sociedades cotizadas», aprobado en 2015 — después de otros muchos antecedentes— por la Comisión Nacional del Mercado de Valores. Este Código incluye un extenso conjunto de recomendaciones sobre numerosas cuestiones atinentes sobre todo a la estructura y funcionamiento del consejo de administración y sus comisiones (estructura y composición, funcionamiento, cargos, etc.), que en esencia vienen a desarrollar y complementar el régimen legal condensando las que se consideran mejores prácticas en materia de gobierno corporativo. Se trata con todo de recomendaciones de carácter voluntario carentes de eficacia jurídica vinculante, que las sociedades son libres de seguir o no en función de sus propias características organizativas y funcionales, fundadas como tales en el principio de «cumplir o explicar»: las sociedades son libres de cumplirlas, pero de no hacerlo deben explicar al menos las razones que fundamentan su decisión.

Todo este régimen se completa con distintas medidas destinadas a garantizar la difusión y transparencia de las reglas internas de organización y funcionamiento del consejo de administración de las sociedades cotizadas, con el fin de que puedan ser conocidas —y valoradas— por los inversores. Destaca a este respecto (entre otras normas específicas que hemos ido viendo, como la obligación de disponer de una página web, de elaborar sendos reglamentos de la junta y del consejo o de difundir un informe anual sobre remuneraciones de los consejeros) la obligación que se impone a estas sociedades de hacer público un «informe anual de gobierno corporativo», en el que debe incluirse información sobre numerosas cuestiones como la estructura de propiedad de la sociedad, los pactos parasociales comunicados a la sociedad, las operaciones vinculadas de ésta con sus administradores y accionistas, la estructura y composición del órgano de administración, o el grado de cumplimiento de las recomendaciones voluntarias de buen gobierno, entre otras muchas ( desarrollo).

art. 540LSC y normativa de

B. Clases de consejeros Dada la relevancia que corresponde al consejo en estas sociedades y la necesidad de que pueda desarrollar de manera efectiva las funciones que se le asignan, el movimiento del gobierno corporativo se ha preocupado tradicionalmente por la cuestión relativa a la composición cualitativa de aquél, desde la perspectiva de la distinción o diferenciación de distintas clases de consejeros. La contraposición fundamental a estos efectos es la que distingue a los consejeros en ejecutivos o internos, de un lado, y en no ejecutivos o externos, de otro, categoría esta última que a su vez se divide en independientes y en dominicales. La Ley no obliga a las sociedades a componer el consejo con consejeros de las distintas categorías o a designar un determinado número o proporción de cualquiera de ellos, sino que se limita a definirlos. Pero estas definiciones tienen carácter vinculante, por lo que las sociedades cotizadas están obligadas a cumplirlas a efectos de la información que suministren al mercado (en el informe anual de gobierno corporativo, en su página web o de cualquier otra forma) sobre la composición de su consejo. Así, son consejeros ejecutivos aquellos que desempeñen funciones de dirección dentro de la empresa, como típicamente sería el caso del consejero delegado o de cualquier otro consejero al que se atribuyan

funciones ejecutivas en virtud de cualquier otro título (art.529 duodecies.1 LSC), como podría ser una relación laboral o de apoderamiento. Los consejeros dominicales son aquellos que representan a un accionista significativo dentro del consejo y que son designados por iniciativa de éste (art.529 duodecies.3 LSC). Por su parte, los consejeros independientes son aquellos que pueden desarrollar sus funciones sin verse condicionados por relaciones con la sociedad, sus accionistas relevantes o directivos y que son designados en atención a sus condiciones personales y profesionales; la Ley no establece los requisitos o condiciones que ha de reunir un consejero para ser calificado como tal, sino que por el contrario establece distintos supuestos en los que un consejero no podría ser considerado «en ningún caso» como independiente (art.529 duodecies.4 LSC). Estas categorías se completan además con la de «otros externos», que es una clase residual que engloba a los consejeros que sin ser ejecutivos no puedan calificarse tampoco como dominicales o como independientes. C. Las comisiones del consejo Con carácter general, el consejo de administración de cualquier sociedad se encuentra capacitado para crear en su seno comisiones especializadas, con las funciones o cometidos que considere convenientes. Pero en las sociedades cotizadas, el consejo de administración está obligado a constituir al menos dos comisiones: la comisión de auditoría y la comisión –que podrían ser dos distintas– de nombramientos y de retribuciones (art. 529 terdecies.2

LSC).

La comisión de auditoría (que se requiere también para las entidades emisoras de valores distintos de las acciones admitidos a negociación en mercados secundarios oficiales –disp. adic. 9.ª de la LSC– y para las conocidas por la legislación de auditoría como «entidades de interés público» –disp. adic. 3.ª LAC–, que comprenden también entre otras a las entidades de crédito y aseguradoras) disfruta de numerosas funciones en materia de cuentas anuales, información financiera, relación con los auditores y sistemas de control de riesgos (art. 529 quaterdeciesLSC). Por su parte, las funciones asignadas a la comisión de nombramientos y de retribuciones van referidas a estas dos materias, al corresponderle un importante cometido en relación tanto con la selección y el nombramiento de los consejeros (debe, por ejemplo, elevar al

consejo las propuestas de nombramiento o reelección de los consejeros independientes e informar las propuestas relativas a los restantes consejeros) como con la retribución de los propios consejeros y altos directivos (así, entre otras facultades, proponiendo al consejo la política de retribuciones de los consejeros y, en particular, de los consejeros ejecutivos) (art. 529 quindeciesLSC). Con el fin de garantizar su independencia, ambas comisiones deben estar integradas exclusivamente por consejeros no ejecutivos nombrados por el consejo de administración, de los cuales al menos dos han de ser independientes, y presididas por uno de estos últimos. De esta forma, la mayor especialización en el ejercicio de las funciones de control y supervisión que persigue la existencia de las comisiones se refuerza con la necesidad de que se compongan solamente por consejeros externos, al garantizarse así que puedan desempeñar sus funciones al margen de posibles presiones o interferencias de los consejeros ejecutivos. D. Los cargos del consejo La Ley presta también una especial atención a determinados cargos del consejo que, siendo característicos de este órgano en cualquier clase de sociedad, revisten sin embargo una singular trascendencia en el caso de las sociedades cotizadas, por la relevancia que se les atribuye a efectos del correcto funcionamiento del consejo de administración y del cumplimiento efectivo por éste de las funciones que se le asignan dentro de estas sociedades. Sobresale a estos efectos la figura del presidente del consejo, en su condición –en los expresivos términos del art. 529 sexies.2 LSC– de «máximo responsable del eficaz funcionamiento del consejo de administración». Además de las facultades más tradicionales, como la de convocar las reuniones del consejo y presidir tanto éstas como –salvo disposición estatutaria en contra– las de la junta general, el presidente tiene entre sus funciones principales las de velar por que los consejeros reciban toda la información oportuna sobre los puntos del orden del día y estimular el debate y la libre toma de posición por parte de los consejeros. En principio, el cargo de presidente puede recaer tanto en un consejero ejecutivo como en un consejero externo, aunque los estatutos podrían disponer otra cosa (exigiendo por ejemplo que tenga que designarse como tal a un consejero de una determinada categoría,

como podría ser un independiente). Pero en el caso de que el nombramiento recaiga en un consejero ejecutivo, se establecen dos importantes cautelas legales, que buscan compensar la excesiva concentración de poder en manos del presidente y el correlativo riesgo de que el consejo deje de desempeñar por ello la función de control y de supervisión de los ejecutivos que le corresponde en estas sociedades. De un lado, la designación del presidente, que con carácter general se concibe como un acuerdo ordinario del consejo, se somete en este caso a una mayoría reforzada de dos tercios de los miembros del consejo (art.529 septies.1 LSC). Y de otro lado, cuando el presidente tenga al mismo tiempo la condición de consejero ejecutivo, el consejo debe designar un denominado «consejero coordinador» entre los consejeros independientes (art. 529 septies.1 LSC), al que se atribuyen importantes funciones como la de poder solicitar la convocatoria del consejo o la inclusión de nuevos puntos en el orden del día, o la de coordinar y reunir a los consejeros no ejecutivos (art. 529 septies.2 LSC). También destaca la figura del secretario del consejo, que entre otras funciones debe velar por que las actuaciones del consejo se ajusten a la normativa y a los estatutos sociales (art. 529 octiesLSC). III. LOS DEBERES DE CONDUCTA DE LOS ADMINISTRADORES

11. SIGNIFICADO El cargo de administrador comporta la sujeción de quien lo ocupa a un conjunto de «deberes». Estos deberes delimitan las pautas o criterios de actuación que han de cumplir los administradores en el desempeño de sus funciones y sirven, en caso de incumplimiento, para fundamentar su eventual responsabilidad. Son deberes de actuación o de conducta, conocidos a menudo bajo el término anglosajón de deberes «fiduciarios», que se reducen a dos deberes básicos: el deber de diligencia o de cuidado y el deber de lealtad o de fidelidad. 12. EL DEBER DE DILIGENCIA El deber de diligencia o de cuidado se condensa en la necesidad de que los administradores actúen «con la diligencia de un ordenado empresario » ( art.225.1 LSC). Este estándar jurídico alude al nivel de dedicación, de competencia, de previsión y de conocimientos que requiere la gestión de cualquier empresa. Es un

modelo equivalente al del «empresario razonable» empleado por algunos instrumentos internacionales, que debe valorarse en función del tamaño de la empresa, del sector en que opera y de la actividad desarrollada. El deber de diligencia se relaciona con la creación o maximización de valor, por la condición de los administradores como gestores de un patrimonio ajeno. El deber general de diligencia de los administradores debe ponerse en relación con «la naturaleza del cargo y las funciones atribuidas a cada uno de ellos» ( art. 225.1LSC), lo que ofrece una especial relevancia en el caso del consejo de administración. Aunque éste tenga carácter colegiado y todos sus integrantes respondan por regla de forma solidaria ( art. 237LSC), se atiende así a la diferenciación o especialización de funciones que en la práctica es característica de las formas más complejas de administración, como en el caso de las sociedades cotizadas. El nivel de competencia y de dedicación –la diligencia requerida– no puede ser el mismo para un consejero ejecutivo, al que se confía la dirección efectiva de la empresa, que para un consejero externo, cuyas funciones se desenvuelven sobre todo en el plano del control y de la supervisión. El cometido de cada administrador, y por extensión la conducta exigible, puede verse también condicionado por las comisiones del consejo en que participe o las funciones que se le encomienden y por la consiguiente división del trabajo dentro del órgano. Todos los administradores quedan sometidos a un deber de diligencia. Pero este no es único y uniforme para todos, sino que debe delimitarse por relación a las funciones efectivamente desempeñadas por cada uno. La regla más relevante en materia de diligencia es la relativa a la «protección de la discrecionalidad empresarial» ( art. 226LSC), que incorpora a nuestro Derecho el principio procedente del Derecho anglosajón, y en particular del estadounidense, conocido como «business judgement rule ». Esta regla es de aplicación a los actos de gestión de la sociedad. Se entienden por tales las decisiones estratégicas y de negocio, cuya adopción está presidida por criterios de discrecionalidad técnica y a través de las cuales se canaliza la innovación y asunción de riesgos que es propia de la actividad empresarial (una adquisición o inversión, el lanzamiento de un nuevo producto o servicio, etc.). Siempre que se cumplan determinados presupuestos, estas decisiones se presumen

congruentes con el estándar legal del ordenado empresario. Por tanto, aunque con el tiempo se revelen como erróneas y hasta ruinosas para la sociedad, no pueden considerarse como negligentes ni, en consecuencia, fundamentar responsabilidad jurídica alguna de los administradores. Se consagra así un espacio de inmunidad judicial en relación con estos actos, fundamentado en la suposición de que en estos casos los administradores actúan de buena fe y en la creencia de hacerlo en el mejor interés de la sociedad. El fundamento de la regla de protección de la discrecionalidad empresarial se encuentra en consideraciones de distinto orden. Se quiere evitar que un régimen severo de responsabilidad por negligencia opere como un freno u obstáculo a la asunción de riesgos que es propia de cualquier actividad empresarial. Esta circunstancia se ve realzada considerando las dificultades que suelen existir para discernir al cabo del tiempo si los hipotéticos perjuicios económicos derivados de una decisión empresarial deben atribuirse al mero riesgo o a una actuación negligente. Y ello debe ponerse en relación también con los peligros asociados al enjuiciamiento de estas decisiones, por la inexistencia de unas reglas técnicas (lex artis) que permita evaluarlas de forma objetiva, la habitual falta de capacitación técnica de los jueces y el flagrante riesgo de que su revisión incurra en sesgo retrospectivo, asociando la causación de pérdidas económicas al carácter negligente de la decisión que las motivó. La aplicación de esta regla, con todo, se condiciona al cumplimiento de distintos presupuestos, que formula el artículo 226.1 de la Ley de Sociedades de Capital: (i) el administrador debe haber actuado con información suficiente, en el sentido de tratarse de una decisión tomada con elementos de juicio adecuados y suficientemente meditada y razonada; de hecho, la obtención de la información necesaria para el correcto desempeño de sus funciones por un administrador no sólo es un derecho de éste, sino también — como precisa el art. 225LSC— un auténtico deber; (ii) el administrador debe actuar en el marco de un procedimiento de decisión adecuado, esto es, de conformidad con las reglas societarias que regulen el proceso de toma de decisiones; y (iii) el administrador debe actuar de buena fe y sin interés personal, lo que excluye las decisiones en las que tenga un interés directo o

indirecto así como las que afecten —según precisa el art. 226.2LSC— a otros administradores o personas vinculadas; en estos casos en que se ve comprometida la imparcialidad del administrador, su actuación habrá de enjuiciarse según los parámetros, no del deber de diligencia, sino del deber de lealtad, que son más estrictos y rigurosos. Del incumplimiento de estos presupuestos no se deriva sin más, en todo caso, la responsabilidad del administrador. Simplemente, desaparecerá la inmunidad judicial que protege a los actos de gestión, por lo que el juez recuperará la plenitud de sus facultades para enjuiciar el fondo de la decisión que generó el daño económico a la sociedad. 13. EL DEBER DE LEALTAD El otro deber de conducta que configura el contenido del cargo de administrador es el deber de lealtad o de diligencia, que se condensa en la obligación de los administradores de actuar «con la lealtad de un fiel representante, obrando de buena fe y en el mejor interés de la sociedad» ( art. 227 LSC). Fiel representante, o representante leal, es el que orienta toda su actuación a promover y defender los intereses de las personas a las que representa y el que antepone estos intereses por encima de los suyos propios, en particular cuando unos y otros entran en conflicto. Así como el deber de diligencia se centra en la creación de valor, el deber de lealtad se ocupa del reparto o distribución del valor, con el fin de evitar que los administradores puedan ejercitar sus funciones con ánimo de beneficiarse personalmente en perjuicio de los accionistas. La Ley formula y sistematiza las principales manifestaciones o concreciones del deber de lealtad, distinguiendo (i) distintas obligaciones «básicas» o sustantivas derivadas de este deber ( art. 228LSC), que configuran verdaderas prohibiciones absolutas e incondicionales, y (ii) un conjunto de obligaciones instrumentales, referidas al «deber de evitar situaciones de conflicto de interés» ( art. 229LSC), que por el contrario encierran prohibiciones relativas que como tales pueden ser objeto de dispensa «en casos singulares» (

art. 230.2LSC).

Las obligaciones sustantivas incluyen (i) el deber de secreto sobre las informaciones y datos a los que el administrador tenga acceso en el ejercicio de su cargo (art. 228. bLSC); (ii) el deber de abstenerse en la deliberación y votación de los acuerdos o decisiones en los que tenga un conflicto de interés directo o indirecto (art. 228. cLSC), como sería el caso de cualquier operación o transacción que la sociedad pudiera realizar con el administrador o una persona vinculada; (iii) el deber general de no ejercitar las facultades «con fines distintos de aquellos para los que le han sido concedidos» (art. 228. aLSC), lo que engloba cualquier supuesto de abuso de facultades o —por emplear un término propio del Derecho público— de desviación de poder; y (iv) la obligación de actuar en todo momento «bajo el principio de responsabilidad personal con libertad de criterio o juicio e independencia respecto de instrucciones y vinculaciones de terceros» (art. 228. dLSC), que es una regla de especial relieve en el caso de los consejeros dominicales y en general de aquellos que presenten cualquier vinculación con un accionista o con un tercero. Además de las obligaciones básicas que configuran el núcleo inderogable del deber de lealtad, éste impone, ya ha sido destacado, otra serie de obligaciones instrumentales que se derivan del deber genérico de los administradores de no colocarse en situaciones en las que sus intereses puedan entrar en colisión con el interés de la sociedad (art. 228. eLSC). Entre estas obligaciones instrumentales se encuentran (i) la prohibición de realizar –con determinadas excepciones– transacciones con la sociedad (art. 229.2. aLSC); (ii) la prohibición de utilizar el nombre de la sociedad y de invocar la condición de administrador para beneficiarse indebidamente en la realización de operaciones privadas; (iii) la prohibición de usar los activos sociales con fines privados (art. 229.2. cLSC); (iv) la prohibición de aprovecharse personalmente de las oportunidades de negocio de la sociedad (art. 229.2. dLSC); (v) la prohibición de obtener ventajas o remuneraciones de terceros asociadas al desempeño del cargo (art. 229.2. eLSC), y (vi) la prohibición de desarrollar por cuenta propia o ajena actividades que supongan una competencia efectiva con la sociedad o que de cualquier forma coloquen al administrador en una situación de conflicto permanente con los intereses de la sociedad (art. 229.2. fLSC).

Con el fin de garantizar el posible conocimiento y control de estas situaciones de conflicto por los demás administradores y por los socios, los administradores afectados están obligados a comunicar a los restantes miembros del órgano de administración, y en su caso a la junta, cualquier situación de conflicto directo o indirecto con el interés de la sociedad ( art. 229.3LSC). Además, la sociedad debe informar de estas situaciones en la memoria de las cuentas anuales ( art. 229.3LSC) y, en el caso de las sociedades cotizadas, en el informe anual de gobierno corporativo. Dado su carácter instrumental y accesorio, estas obligaciones —a diferencia de las obligaciones «básicas» formuladas por el art. 228LSC— pueden ser objeto de dispensa, aunque nunca con carácter general y sólo para «casos singulares» ( art. 230LSC). La junta general en unos casos, y en otros el órgano de administración (aunque en este caso sólo cuando se garantice la independencia de los miembros que conceden la dispensa), pueden por tanto autorizar al administrador a realizar la operación en la que se produce el conflicto de interés. Sería el caso, a título de ejemplo, de la autorización para usar los activos sociales, para realizar una transacción con la sociedad o para aprovechar una oportunidad de negocio en caso de ser desestimada por la sociedad. IV. LA RESPONSABILIDAD DE LOS ADMINISTRADORES

14. PRESUPUESTOS El incumplimiento de estos deberes de conducta, y en general la realización de cualquier acto en contravención de la ley o de los estatutos, somete a los administradores a un peculiar régimen de responsabilidad, que busca el resarcimiento de los daños patrimoniales que puedan derivarse de su actuación incorrecta o negligente. Se trata de una responsabilidad de naturaleza civil, que no debe confundirse, por tanto, con la responsabilidad administrativa (como la prevista en el art. 157 LSC en relación con el incumplimiento del régimen relativo a los negocios sobre las propias acciones o participaciones, o la aplicable en las sociedades cotizadas por la comisión de cualquier infracción bajo la LMV), fiscal, penal o de cualquier otro orden a que puede dar lugar su actuación al frente de la sociedad. En concreto, la

responsabilidad de los administradores se vincula a los daños que causen por actos u omisiones que sean contrarios a la ley o a los estatutos o que supongan un incumplimiento de los deberes inherentes al ejercicio del cargo, siempre y cuando intervenga dolo o culpa ( art. 236.1LSC). Así, cualquier incumplimiento —aunque sea meramente culposo o negligente— por los administradores de este estándar de actuación generará la pertinente obligación de resarcimiento por los daños patrimoniales que causen, tanto si se trata de la realización de actos lesivos como de supuestos de negligencia por omisión, cuando sea su inhibición en el ejercicio de las funciones propias del cargo lo que propicie la causación del perjuicio. Ello no implica en ningún caso —lo hemos visto— que esta responsabilidad pueda exigirse por los actos de gestión que puedan acabar resultando inadecuados y perjudiciales para la sociedad. La responsabilidad se vincula a los daños que los administradores ocasionen a través de un ejercicio abusivo o negligente de sus competencias, pero no al mayor o menor éxito de su gestión al frente de la sociedad. En todo caso, la Ley se fundamenta en el principio de que el régimen de responsabilidad de los administradores debe ser benigno y tolerante con las infracciones del deber de diligencia, o con lo que sería el problema de la negligencia (y de ahí la regla de la protección de la discrecionalidad empresarial), pero estricto y severo con las infracciones del deber de lealtad, que se condensan en las conductas desleales (lo que explica por ejemplo que en estos casos se permita –como veremos– el ejercicio directo por la minoría de la acción social de responsabilidad contra los administradores sin necesidad de someterlo al previo acuerdo de la junta). Las razones tienen que ver sobre todo con la distinta gravedad objetiva que se atribuye a ambas conductas y, en el orden práctico, con la mayor o menor probabilidad de su realización. Las infracciones del deber de diligencia no sólo no reportan ningún beneficio a quien las comete, sino que en general son más visibles y pueden ser conocidas y sancionadas por los socios y por el mercado. La consecuencia, pues, es que los administradores carecen por principio de incentivos para realizarlas. Las conductas desleales, por el contrario, se caracterizan precisamente por reportar a los administradores un beneficio o ganancia personal, aunque sea a costa de los socios, por lo que su puesta en práctica resulta más probable o previsible. Y por su propia naturaleza tienden a

enmascararse bajo transacciones corrientes y formalmente correctas, lo que dificulta también su identificación y persecución. La Ley declara la responsabilidad solidaria de todos los miembros del órgano de administración que realizó el acto o adoptó el acuerdo lesivo, salvo de aquellos que prueben la concurrencia de una causa legal de exoneración (para lo cual —en los términos del art. 237LSC— deben acreditar que desconocían la existencia del acto, que se opusieron expresamente a él o que hicieron todo lo conveniente para evitar el daño). Ello no equivale a instaurar una responsabilidad colectiva que recaiga sobre el órgano de administración como tal, pues la responsabilidad tiene en todo caso un carácter personal y debe individualizarse para cada uno de los administradores. Antes bien, esta previsión comporta una mera inversión de la carga de la prueba en relación con el elemento de la culpabilidad, al presumirse que todos son igualmente culpables mientras no prueben la concurrencia de alguna de las causas de exoneración legalmente previstas. Entre estas posibles causas de exoneración no se incluye la adopción, autorización o ratificación del acto o acuerdo lesivo por la junta general ( art. 236.2LSC; la misma regla se prevé por el art. 238.4LSC en relación con la aprobación de las cuentas anuales, que no impedirá el ejercicio de la acción de responsabilidad). Se evita así que los administradores intenten descargar su responsabilidad a través de un acuerdo expreso o tácito de exoneración por parte de la junta (junta que entre otras cosas podrían controlar de forma directa o indirecta o que podría no disponer de toda la información necesaria), a la vez que se refuerza la independencia y autonomía con que aquéllos han de ejercitar las competencias que legalmente les corresponden. Además, la responsabilidad se impone, no sólo a los integrantes del órgano de administración, sino también a los «administradores de hecho» de la sociedad ( art. 236.3LSC). Esta categoría comprende tanto a los administradores irregulares, aquellos que desempeñen el cargo con un título jurídico defectuoso (administradores incorrectamente designados, con cargo caducado, etc.), como a los administradores ocultos, entendiendo por tales aquellos bajo cuyas instrucciones actúen los administradores de la sociedad. Y la responsabilidad se extiende también a la persona

que desempeñe las funciones de más alta dirección cuando no exista una delegación permanente de facultades a favor de uno o varios consejeros delegados (

art. 236.4LSC), así como a la

persona física que represente al administrador persona jurídica ( art. 236.5LSC). 15. LA ACCIÓN SOCIAL DE RESPONSABILIDAD Cuando sea la sociedad la que padezca las consecuencias lesivas de la conducta negligente o dolosa de los administradores, la responsabilidad de éstos puede exigirse a través de la denominada «acción social de responsabilidad» ( art. 238 LSC), que busca la protección y defensa del patrimonio de la sociedad mediante el resarcimiento del daño sufrido. Ello explica que la legitimación para el ejercicio de esta acción se atribuya en primer término a la propia sociedad, que puede decidir entablarla mediante un acuerdo de la junta general ( art. 238.1LSC, que además permite la posible adopción de éste sin necesidad de que el asunto figure en el orden del día). Subsidiariamente, la legitimación se atribuye a los socios, en su condición de titulares de un interés indirecto o derivado en la defensa del patrimonio social: en los términos legales, los socios que representen un mínimo del 5 por 100 del capital social o del 3 por 100 en las sociedades cotizadas pueden entablar por sí mismos la acción social de responsabilidad cuando no lo haga la propia sociedad; si la acción se fundamenta en la infracción del deber de lealtad, no obstante, estos mismos socios pueden ejercitarla directamente, sin necesidad por tanto de someterla a la previa aprobación de la junta general ( art. 239.1LSC). Además, la legitimación corresponde también a los acreedores sociales cuando la acción no se ejercite por la sociedad o los socios y el patrimonio social resulte insuficiente para la satisfacción de sus créditos ( art. 240LSC). Y, por último, en el caso concreto de las sociedades que estén en concurso de acreedores, la legitimación se atribuye por igual a los administradores concursales ( art. 48.2 LC). En todos estos casos, cuando la acción es ejercitada subsidiariamente por los socios, los acreedores o los administradores concursales, debe tenerse presente que no reclaman para sí, sino que actúan en

interés y defensa de la sociedad, con el fin de lograr la reintegración del patrimonio de ésta. 16. LA ACCIÓN INDIVIDUAL DE RESPONSABILIDAD Esta última circunstancia es precisamente la que permite distinguir la acción social de la «acción individual de responsabilidad», que corresponde a los socios y acreedores por los actos de los administradores que lesionen directamente los intereses de aquéllos ( art. 241 LSC). Mientras que la acción social busca el resarcimiento de los perjuicios causados al patrimonio de la sociedad, los daños que los socios y los acreedores padezcan directamente en su propio patrimonio como consecuencia de la conducta dolosa o negligente de los administradores han de exigirse a través de la acción individual. En este caso, el perjudicado reclama para sí —no para la sociedad— la indemnización del daño sufrido directamente en su propio patrimonio.

Lección 24

Las cuentas anuales de las sociedades de capital Sumario: • •



I. Consideraciones previas y régimen legal II. Las cuentas anuales o 1. Concepto y significado o 2. Los documentos integrantes de las cuentas ▪ A. El balance ▪ B. Cuenta de pérdidas y ganancias ▪ C. Estado de cambios en el patrimonio neto ▪ D. Estado de flujos de efectivo ▪ E. La memoria ▪ F. El informe de gestión o 3. La formulación de las cuentas o 4. La verificación de las cuentas por auditores ▪ A. Introducción ▪ B. Los auditores de cuentas ▪ a. Régimen general ▪ b. Nombramiento y revocación ▪ c. Remuneración ▪ d. Responsabilidad ▪ e. El informe de auditoría ▪ f. Nombramiento voluntario o 5. La aprobación de las cuentas o 6. Depósito y publicidad de las cuentas III. La aplicación del resultado del ejercicio o 7. Consideración general. La constitución de reservas o 8. La distribución de beneficios o 9. Los dividendos a cuenta

I. CONSIDERACIONES PREVIAS Y RÉGIMEN LEGAL

La obligación legal de todo empresario de llevar una contabilidad ordenada y adecuada a la actividad de su empresa (art. 25.1 C. de C.) es objeto de un desarrollo específico para las sociedades de capital en el Título VII («Las cuentas anuales») de la Ley de Sociedades de Capital. Esta disciplina es común para las sociedades anónimas y para las sociedades de responsabilidad

limitada, que cuentan con un régimen jurídico común en materia de obligaciones contables. Este régimen contable de las sociedades de capital, y en general el aplicable a cualquier otro empresario, ha sido objeto de una profunda reforma en los últimos años, como consecuencia fundamentalmente de la política de armonización internacional de la información contable emprendida por la Unión Europea. En efecto, la gran trascendencia adquirida por la información económica y financiera de las sociedades en una situación de globalización e integración de los mercados contrastaba con la tradicional disparidad de los sistemas contables existentes en el ámbito internacional e, incluso, en el propio continente europeo, lo que comprometía seriamente las posibilidades de comprensión y de comparación de la información suministrada por las sociedades de los distintos países. Esta circunstancia llevó a la Unión Europea a buscar una integración de la normativa contable con la que impera en los principales mercados internacionales, y singularmente en los países anglosajones, con el fin de propiciar la homogeneización y convergencia internacional de dicha información contable. De esta forma, a partir del ejercicio de 2005 se impuso la obligación a las sociedades que cotizan en los mercados de valores de elaborar sus cuentas anuales consolidadas de conformidad con las denominadas «normas internacionales de contabilidad» (NIC) o «normas internacionales de información financiera» (NIFF), que son unas normas contables elaboradas por una organización privada (la International Accounting Standard Board). Esta obligación, que se deriva directamente del Derecho comunitario ( Regl. 1606/2002, de 19 de julio, que ha sido completado por numerosos Reglamentos posteriores que proceden a adoptar algunas de dichas normas) y que también impone nuestro ordenamiento (art. 43 bis C. de C.), se limitó en todo caso a las cuentas consolidadas de las sociedades cotizadas, con el fin de favorecer la armonización de su información financiera y de evitar que las grandes empresas que operan en distintos países puedan verse obligadas a elaborar o reformular sus cuentas de acuerdo con sistemas contables diversos. Al limitarse inicialmente a las cuentas consolidadas de las sociedades cotizadas, la adopción de las NIC no afectó ni a las cuentas individuales de éstas ni a las cuentas anuales –individuales y consolidadas– de las restantes sociedades, que debían

elaborarse según las normas nacionales de contabilidad. Pero esta disparidad de regímenes contables se superó extendiendo la misma normativa al sistema contable nacional y, singularmente, a las cuentas del conjunto de sociedades y empresarios mercantiles. Ello se produjo con la Ley 16/2007, de 4 de julio, de reforma y adaptación de la legislación mercantil en materia contable para su armonización internacional con base en la normativa de la Unión Europea, que dio nueva redacción al régimen sobre cuentas anuales contenido en el

Código de Comercio y en la entonces

vigente Ley de Sociedades Anónimas (y actualmente en la Ley de Sociedades de Capital). Dicha Ley, que entró en vigor el día 1 de enero de 2008, ha sido objeto de desarrollo por el Plan General de Contabilidad (RD 1514/2007). En esencia, la misma vino a ajustar el régimen contable a los criterios de las NIC adoptados por la Unión Europea, aunque lo cierto es que éstos no siempre se acogen en su integridad y son objeto en ocasiones de ciertas adaptaciones o variaciones. Para delimitar las obligaciones contables de las sociedades de capital, debe tenerse presente también que muchos tipos especiales de sociedades anónimas (cotizadas, de crédito, de seguros, eléctricas, etc.) quedan sometidos a un régimen especial y reforzado en materia jurídico-contable, adaptado a las particulares características de las actividades económicas que desempeñan o a sus peculiares exigencias de publicidad y transparencia, que de ordinario viene a completar las normas generales del Código de Comercio y de la Ley de Sociedades de Capital. Al mismo tiempo, aunque en sentido inverso, el legislador se ha preocupado también tradicionalmente por flexibilizar y aligerar las cargas contables de las sociedades de menores dimensiones económicas; a estos efectos, se aprobó también un Plan General de Contabilidad de Pequeñas y Medianas Empresas ( RD 1515/2007), que en esencia simplifica los criterios de valoración y de registro de las operaciones así como la propia información a suministrar. Por lo demás, es obvio que la normativa contable de las sociedades de capital responde a los mismos fines que con carácter general justifican el deber legal de contabilidad de los empresarios (v. Lec. 7). En esencia, se busca así ofrecer un marco jurídico que

garantice una información contable exhaustiva y fiable sobre estas sociedades y sobre las actividades que realizan, con el fin de que los socios y los terceros que se relacionen con ellas –y en su caso el Estado– puedan formarse una opinión fundada sobre su situación económica y financiera a efectos de tomar cualquier tipo de decisión (en materia de inversiones, de adquisición o venta de las acciones o participaciones, de concesión de créditos, etc.). Al mismo tiempo, es claro también que estos deberes contables son indisociables del ejercicio organizado de cualquier actividad empresarial, ya que la elaboración de las cuentas anuales permite a las sociedades conocer tanto su situación económica como los resultados de cada ejercicio, a efectos de tomar una decisión fundada sobre su aplicación y destino. II. LAS CUENTAS ANUALES

1. CONCEPTO Y SIGNIFICADO La obligación de todo empresario de formular las cuentas anuales de su empresa al cierre del ejercicio (art. 34 C. de C.) rige también para las sociedades anónimas y limitadas –como no podía ser menos, considerando que por definición tienen carácter mercantil–, las cuales están sujetas a un régimen equivalente al general aunque más amplio y completo. Las cuentas anuales se integran con varios documentos, que son el balance, la cuenta de pérdidas y ganancias, el estado de cambios en el patrimonio neto del ejercicio, el estado de flujos de efectivo y la memoria ( art. 254.1 LSC; art. 34.1 C. de C.). Y estos documentos, que forman una unidad, deben redactarse con claridad y mostrar la imagen fiel del patrimonio, de la situación financiera y de los resultados de la sociedad, de acuerdo siempre con las disposiciones legales (

art. 254.2LSC; art. 34.2 C. de C.).

Tanto el Código de Comercio como la Ley de Sociedades de Capital consagran, en primer lugar, el principio de unidad de las cuentas. Y es que éstas, dentro de su diversidad, constituyen a efectos legales un conjunto o unidad contable, pues cada uno de los documentos que las integran ofrece una información específica que se complementa para ofrecer una visión global y completa de la situación financiera y patrimonial de la sociedad. De ahí que los cinco documentos (aunque el estado de flujos de efectivo –como

veremos– no siempre es obligatorio) sean partes o piezas de un mismo sistema de información contable, que por este motivo –para su mayor claridad informativa– deben ajustarse a los modelos aprobados reglamentariamente ( art. 254.3LSC; art. 35.7 C. de C.) y mantenerse invariados en su estructura de un ejercicio a otro, salvo en casos excepcionales (art. 35.8 C. de C.). De esta forma se propicia la estandarización, no sólo de las cuentas que una sociedad formule en los sucesivos ejercicios económicos, lo que resulta esencial para poder valorar la evolución de su actividad y situación económica, sino también de las cuentas que presentan las distintas sociedades, para facilitar así la comprensión y comparación de la información contable de todas ellas. No se trata, sin embargo, de normas rígidas e inflexibles, pues bajo determinadas condiciones se permite tanto la separación o inserción de nuevas partidas (

art. 255LSC), como la posible

agrupación de algunas partidas legalmente previstas ( art. 256LSC), atendiendo a las particularidades de la actividad de cada sociedad y siempre que se propicie así una mayor claridad contable. Y en segundo lugar, ambas normas afirman también la exigencia fundamental –a cuyo cumplimiento se orienta de hecho toda la disciplina contable– de que las cuentas sean claras y veraces. Los distintos documentos contables deben redactarse con claridad y mostrar esa «imagen fiel» de la situación patrimonial y financiera de la sociedad, a la que se refieren el Código y la Ley. Este principio general de la «imagen fiel», cuyo origen se halla en la tradición jurídica anglosajona («true and fair view»), lejos de expresar un simple propósito ideal carente de contenido normativo, constituye en nuestro ordenamiento un objetivo que se condensa básicamente en la obligación de formular las cuentas anuales conforme a las normas y principios contables que en cada caso sean aplicables, en la medida en que las normas singulares son un reflejo del propio principio y concretan su significado. Pero además, este principio suministra un elemento de interpretación y de integración en relación a las cuestiones que no sean objeto de una previsión legal específica o en las que se reconozca un margen de discrecionalidad a las sociedades. De hecho, por la función dominante de este principio de la «imagen fiel» dentro del conjunto del sistema informativo legal, se establece la obligación de ofrecer «informaciones complementarias» a las legalmente previstas

cuando sean necesarias para alcanzar ese resultado, a la vez que se prevé incluso la posible inaplicación excepcional de cualquier disposición legal en materia de contabilidad cuando la misma impida o dificulte la imagen veraz que deben proporcionar las cuentas anuales (art. 34 C. de C., apdos. 3 y 4). Por lo demás, debe tenerse presente que el principio de integridad y de veracidad de la información recogida en las cuentas anuales, que lógicamente opera respecto de todas las sociedades (v. art. 37.1 C. de C.), merece una especial atención normativa en el caso de las sociedades cotizadas, por la obligación impuesta a los administradores de formular declaraciones específicas de responsabilidad por su contenido ( art. 124 LMV). Y el mismo principio se beneficia incluso de una protección jurídico-penal, al sancionar el artículo 290 del Código Penal a los administradores «que falsearen las cuentas anuales u otros documentos que deban reflejar la situación jurídica o económica» de una sociedad. 2. LOS DOCUMENTOS INTEGRANTES DE LAS CUENTAS A. El balance El documento contable de mayor importancia es el balance, que consiste en la cuenta general de la sociedad correspondiente a un ejercicio económico en la que han de figurar «de forma separada el activo, el pasivo y el patrimonio neto» (art. 35.1 C. de C.). El balance refleja así la situación y composición exacta del patrimonio social, de forma estática y en relación con una fecha determinada. En el activo se recogen los bienes, derechos y recursos controlados económicamente por la empresa o, lo que es lo mismo, el uso o destino que ha dado a sus recursos (los elementos patrimoniales de su propiedad, pero también otros gastos e inversiones a los que se atribuye un valor económico por su idoneidad para generar beneficios en el futuro). Por su parte, en el pasivo aparecen, además de los fondos propios de la sociedad, incluyendo la cifra de capital y las reservas, sus deudas y obligaciones, lo que refleja la fuente o procedencia de dichos recursos (incluyendo aquí, pues, tanto las aportaciones realizadas por los socios como los fondos generados por la propia empresa o aportados por terceros a título de crédito).

Por otro lado, debe destacarse que, junto al denominado «balance de ejercicio», que es el que debe elaborarse al cierre de cada ejercicio social y que se integra en las cuentas anuales, la Ley se ocupa en ocasiones de otros tipos de balances que responden a finalidades específicas, como pueden ser los de «situación» (que determinan la situación económica y financiera de la sociedad en un momento anterior al cierre del ejercicio, y que la Ley exige en ocasiones para ciertas operaciones) o los de liquidación (que básicamente fijan el valor de liquidación del patrimonio de la sociedad a efectos de su eventual reparto entre los socios, y que, por tanto, no valoran a la sociedad como una empresa en funcionamiento). No es preciso analizar separadamente las distintas partidas agrupadas en el activo y el pasivo, que conforman el esquema legal del balance. En todo caso, en el activo figura un conjunto de partidas relativas a elementos patrimoniales que, fundamentalmente por estar destinados a la explotación de la empresa, se caracterizan por su permanencia y estabilidad (concesiones, patentes, marcas, el fondo de comercio, terrenos y construcciones, instalaciones y maquinaria, participaciones en otras empresas y otros bienes similares) y que constituyen el denominado en términos contables activo fijo o no corriente, por tratarse de bienes empleados como factores de producción en la actividad empresarial. Y existen otras partidas del activo que, por ir generalmente referidas a bienes que entran y salen del patrimonio social en función de la actividad y de las operaciones ordinarias del tráfico de la empresa, se agrupan bajo el llamado activo circulante o corriente (así, créditos frente a terceros, existencias, inversiones a corto plazo, efectos mercantiles, tesorería) (v. art. 35.1 C. de C.). En lo que hace al pasivo del balance, que como hemos visto refleja la organización financiera de la sociedad, comprende tres grandes partidas, que son el patrimonio neto, en el que a su vez se incluyen los fondos propios (capital desembolsado, primas de emisión, reservas, resultados del ejercicio y de ejercicios anteriores, otras aportaciones de los socios), el pasivo circulante o corriente, entendiendo por tal las obligaciones cuyo vencimiento o extinción ha de producirse durante el ciclo normal de explotación o en el plazo máximo de un año (deudas a corto plazo, provisiones a corto plazo), y el pasivo no corriente, que comprende las demás obligaciones (v. art. 35.1 C. de C.). El asiento del capital como primera partida del pasivo resulta fundamental –lo hemos visto– en

tanto que elemento de retención de patrimonio en el activo, al evitar que la sociedad pueda repartir beneficios con cargo a bienes que estén afectos a la cobertura patrimonial de aquél. El mismo significado, tienen las partidas o cuentas relativas a las reservas, que lógicamente deberán equilibrarse con la presencia de otros elementos patrimoniales en el activo con un valor suficiente para cubrir su importe. Pero junto al balance ordinario, está también el «balance abreviado», que básicamente aspira a simplificar los deberes contables de las empresas de menor tamaño. La formulación de balance abreviado es una facultad pensada por la Ley de Sociedades de Capital para las empresas de menor relevancia económica, limitada a las sociedades que durante dos ejercicios consecutivos cumplan un conjunto de condiciones en relación con el importe de las partidas del activo, la cifra anual de negocios y el número de trabajadores (v. art. 257; la posible formulación de balance abreviado se excluye en todo caso –según prescribe el art. 536LSC– para las sociedades cotizadas). La principal especialidad del balance abreviado estriba en su mayor sencillez, ya que las sociedades facultadas para formularlo no quedan sometidas a los desgloses de las partidas del balance que se exigen para el balance ordinario y pueden presentarlas agrupadas. Se añade a ello que las sociedades que presentan balance abreviado no tienen obligación de formular –y sobre ello volveremos– el estado de flujos de efectivo ni el informe de gestión. Pero además, como también veremos, la formulación del balance abreviado, al estar prevista para las sociedades de menor relevancia económica, coincidirá a menudo con la falta de obligación de someter las cuentas anuales a revisión por auditores de cuentas (aunque los criterios o condiciones exigidos en ambos casos no son del todo coincidentes, tras la reforma del 263.2LSC por la Ley 14/2013).

art.

B. Cuenta de pérdidas y ganancias El siguiente documento contable es la cuenta de pérdidas y ganancias. Mientras que el balance refleja la situación patrimonial de la sociedad en un momento dado, este documento recoge los resultados económicos generados por la actividad social a lo largo de un ejercicio. En esencia, esta cuenta debe comprender, también

con la debida separación, tanto los ingresos como los gastos del ejercicio social y distinguir los resultados de explotación de los que no lo sean; en concreto, dentro de esta cuenta debe figurar la cifra de negocios, que comprende básicamente los importes de la venta de los productos y de la prestación de servicios u otros ingresos correspondientes a las actividades ordinarias de la empresa (art. 35.2 C. de C.). Al igual que ocurre con el balance, la Ley establece también una cuenta de pérdidas y ganancias abreviada para las sociedades de menores dimensiones económicas, con el siempre recurrente propósito de aligerar sus cargas contables. Este esquema puede ser empleado por las sociedades que cumplan una serie de requisitos referidos al importe de las partidas del activo, la cifra de negocios y el número de trabajadores, más elevados que los previstos en relación con el balance abreviado ( art. 258 LSC; la facultad de formular cuenta de pérdidas y ganancias abreviada también se excluye para las sociedades cotizadas, según dispone el art. 536LSC). La cuenta abreviada implica básicamente la agrupación de una serie importante de partidas que de otra forma deberían presentarse desglosadas, lo que simplifica considerablemente su confección. C. Estado de cambios en el patrimonio neto El tercer documento que integra las cuentas anuales, que es una novedad introducida por la Ley 16/2007, es un estado que refleje los cambios en el patrimonio neto del ejercicio. El patrimonio neto, que se define como la parte residual de los activos de la empresa una vez deducidos todos sus pasivos [art. 36.1. c) C. de C.], es una magnitud a la que el legislador societario atribuye una gran relevancia, pues determina –como veremos– las posibilidades de distribución de beneficios de una sociedad y la eventual obligación de ésta de reducir su capital y hasta de disolverse por la existencia de pérdidas. De ahí la relevancia de este documento, que se integra de dos partes distintas: una que refleja los ingresos y gastos generados por la actividad de la empresa durante el ejercicio, distinguiendo entre los reconocidos en la cuenta de pérdidas y ganancias (como el resultado del ejercicio o las transferencias realizadas a esta cuenta) y los registrados directamente en el patrimonio neto, y otra que comprende todos los movimientos habidos en el patrimonio neto, incluyendo en su caso los

procedentes de operaciones realizadas con los socios y los derivados de cambios en los criterios contables (art. 35.3 C. de C.). De forma equivalente a lo previsto para el balance y la cuenta de pérdidas y ganancias, y pensando siempre en las necesidades de las pequeñas y medianas empresas, existe también un modelo abreviado del estado de cambios en el patrimonio neto, al que pueden acogerse las mismas empresas que cumplan los requisitos para formular balance abreviado (

art. 257

LSC).

D. Estado de flujos de efectivo El siguiente documento contable, que también fue creado por la Ley 16/2007, es el estado de flujos de efectivo, que sin embargo no es obligatorio para las sociedades autorizadas a formular en modelo abreviado el balance y el estado de cambios en el patrimonio neto ( art. 257.3 LSC). La finalidad de este documento es la de informar sobre las variaciones experimentadas en el ejercicio por el efectivo y demás activos líquidos de la empresa, precisando tanto su origen como su aplicación; a estos efectos, debe poner de manifiesto los cobros y los pagos realizados por la empresa, debidamente ordenados y agrupados por categorías o tipos de actividades (art. 35.4 C. de C.). E. La memoria El último documento integrante de las cuentas es la memoria. Es un documento contable que tiene por objeto completar y aclarar la información incluida en los demás documentos integrantes de las cuentas anuales (art. 35.5 C. de C.; art. 259 LSC) y que cumple por ello una importante función complementaria en relación con el objetivo básico de que las cuentas reflejen la imagen fiel (aunque la Ley obliga también a incluir en la memoria otras informaciones adicionales que no tienen propiamente un carácter financiero y contable). Entre las menciones obligatorias que debe contener destacan –entre otras muchas– la relativa a los criterios de valoración aplicados a las diferentes partidas de las cuentas anuales y los métodos de cálculo de las correcciones de valor; el importe de las deudas de la sociedad con duración residual superior a cinco años, así como todas las que tengan garantía real; el importe global de las garantías comprometidas con terceros; las transacciones significativas con terceros vinculados a la empresa; la

distribución del importe neto de la cifra de negocios por actividades y mercados geográficos; el número de empleados y los gastos de personal; o el importe de las remuneraciones de cualquier clase concedidas a los altos directivos y a los miembros del órgano de administración de la sociedad, así como el importe de los anticipos y créditos que se les hayan concedido ( art. 260LSC). Además, la memoria debe informar sobre las actividades de los administradores que puedan entrar en conflicto con el interés de la sociedad ( art. 229.3LSC) y, en el caso concreto de las entidades cotizadas, sobre las operaciones realizadas por aquéllos con la propia sociedad cuando sean ajenas al tráfico ordinario de ésta o no se realicen en condiciones normales de mercado ( 118.3

art.

LMV).

Al igual que ocurre con los demás documentos que integran las cuentas, la amplitud legal de la memoria ha llevado al legislador a permitir la reducción y simplificación de su contenido en el caso de las sociedades que están autorizadas para formular balance y estado de cambios en el patrimonio abreviados ( art. 261LSC), y que pueden así preparar una «memoria abreviada» con omisión de varias de las informaciones que de otra forma serían obligatorias. F. El informe de gestión En fin, existe también otra pieza documental que en rigor no forma parte integrante de las cuentas anuales, sino que las complementa, que es el informe de gestión. Es un documento cuya formulación corresponde también a los administradores ( art. 253.1 LSC), en el que éstos deben exponer fielmente la evolución de los negocios y la situación de la sociedad, junto con una descripción de los principales riesgos e incertidumbres a los que se enfrenta, así como aquellos acontecimientos relevantes para la sociedad que hayan tenido lugar tras el cierre del ejercicio, la evolución previsible de aquélla o las actividades desarrolladas en materia de investigación y desarrollo; además, la Ley también exige que, en su caso, se incluyan en él determinadas informaciones relativas a las adquisiciones de acciones propias (

art. 262LSC).

Este contenido se amplía en el caso de las compañías cotizadas, que deben incluir en una sección separada del informe de gestión el informe anual de gobierno corporativo ( art. 538LSC). Y se amplía también para las denominadas por la legislación de auditoría de cuentas «entidades de interés público» (que comprenden en esencia a las sociedades cotizadas, a las entidades de crédito y aseguradoras –v. art.3.5 de la Ley de Auditoría de Cuentas-) y para las sociedades de capital de mayor significación económica por el volumen de sus activos, cifra de negocios o número de empleados, por la obligación de incluir en el informe de gestión un «estado de información no financiera» con información relativa a los riesgos y políticas aplicadas por la sociedad en cuestiones medioambientales y sociales, personal, respeto a los derechos humanos y lucha contra el soborno y la corrupción ( art. 262.5LSC, introducido por la Ley 11/2018, así como art.49, apdos.5 a 9, C. de C., en relación con las sociedades que formulen cuentas consolidadas). La elaboración del informe de gestión, en todo caso, no es obligatoria para las sociedades que puedan formular balance y estado de cambios en el patrimonio neto en modelo abreviado, por el recurrente propósito de simplificar las cargas contables exigidas a las sociedades de menor tamaño económico (

art. 262.3LSC).

3. LA FORMULACIÓN DE LAS CUENTAS En las sociedades anónimas y limitadas, las cuentas anuales pasan por varias fases o etapas con la intervención sucesiva de los administradores y de la junta general: aquéllos han de encargarse de su formulación, mientras que ésta disfruta de competencias exclusivas para proceder a su aprobación. Además, en las sociedades que están obligadas a someter las cuentas a revisión o verificación contable, este proceso se completa con la intervención de los auditores de cuentas, que cronológicamente se produce entre las actuaciones de los dos órganos sociales. La formulación de las cuentas anuales de la sociedad – acompañadas del informe de gestión y de la propuesta de aplicación del resultado y, en su caso, de las cuentas y el informe de gestión consolidados– corresponde a los administradores de la sociedad, que disponen para ello de un plazo máximo de tres

meses a contar del cierre del ejercicio social ( art. 253.1 LSC); transcurrido este plazo, la formulación de las cuentas seguirá siendo obligatoria, aunque los administradores podrían tener que responder de los eventuales perjuicios causados a la sociedad –o a los socios– en caso de serles imputable el incumplimiento. Este deber de formulación de las cuentas anuales no debe entenderse en su significado material, comprensivo de la actividad – normalmente desarrollada por los servicios administrativos o de contabilidad de la sociedad– de redacción y confección de los documentos contables. Ha de interpretarse en su significado jurídico tanto de asunción del contenido de esos documentos, que expresan la situación patrimonial y financiera de la sociedad y los resultados del ejercicio, como de concreción del deber general de rendición de cuentas que incumbe a todo administrador. Por esta razón, y sin perjuicio de que las cuentas anuales deban aprobarse en cada caso por el órgano de administración de acuerdo con sus reglas de funcionamiento propias (por ej., cuando exista consejo de administración el cumplimiento de este deber legal exigirá que dicho órgano adopte un acuerdo mayoritario en tal sentido), aquéllas han de ir firmadas por todos los administradores ( art. 253.2LSC). La Ley da mucha importancia a esta circunstancia –aunque no constituya propiamente un requisito de validez–, considerando que las cuentas reflejan y condensan los resultados de la gestión social y que ésta es responsabilidad de todos los integrantes del órgano de administración; de ahí que se prevea incluso que, cuando falte la firma de alguno de los administradores, deba señalarse este hecho en cada uno de los documentos en que falte, con expresa indicación de la causa. Por lo demás, merece destacarse que las sociedades cotizadas están obligadas a tener una «comisión de auditoría», que debe ser designada por el consejo de administración exclusivamente con consejeros no ejecutivos, y a la que se atribuyen importantes competencias en materia de información contable y de relación con los auditores (art. 529 quaterdecies de la LSC). La misma obligación se extiende por la legislación de auditoría de cuentas a todas las consideradas «entidades de interés público», que incluyen entre otras a las sociedades cotizadas, a entidades de crédito y aseguradoras y a otras entidades de especial significación

económica ( de Cuentas).

disposición adicional tercera de la Ley de Auditoría

4. LA VERIFICACIÓN DE LAS CUENTAS POR AUDITORES A. Introducción Por regla general, las cuentas anuales, una vez formuladas por los administradores de la sociedad, tienen que ser verificadas o revisadas por auditores de cuentas (

arts. 263.1LSC).

Históricamente, hasta la Ley de Sociedades Anónimas de 1989, la censura de las cuentas se encomendaba a accionistas designados por la junta general. Pero en la actualidad la función de revisión y de verificación de las cuentas se confía a los auditores, en su condición de profesionales independientes y externos a la sociedad que han de reunir una específica formación técnica y capacidad profesional, a los que corresponde la tarea de comprobar si la información contable presentada por la sociedad refleja de forma fiel la verdadera situación económica y patrimonial de ésta. De la obligación legal de revisión por auditores quedan exceptuadas, sin embargo, las sociedades que no alcancen unos umbrales mínimos sobre valor del activo, cifra anual de negocios y número de trabajadores ( art. 263.2LSC); de esta forma, la Ley trata de aliviar las cargas jurídico-contables de las pequeñas sociedades, limitando la intervención preceptiva de los auditores a las empresas que, por su mayor dimensión económica, ofrezcan una contabilidad más compleja y afecten en su actividad a mayores círculos de intereses. B. Los auditores de cuentas a. Régimen general Los auditores, que pueden ser tanto personas físicas como jurídicas (sociedades de auditoría), tienen que desempeñar su labor de conformidad con las normas legales y profesionales que rigen la auditoría (básicamente, la

Ley 22/2015, de 20 de julio, de

Auditoría de Cuentas, y el Reglamento (UE) nº 537/2014, de 16 de abril de 2014, sobre auditoría legal de las denominadas

«entidades de interés público», que comprenden entre otras a las sociedades cotizadas y a los emisores de valores cotizados, a las entidades de crédito y a las compañías aseguradoras). Han de ser, por ello, personas con la capacidad profesional y formación técnica exigidas por la Ley de Auditoría de Cuentas, debiendo estar inscritas en el Registro Oficial de auditores de cuentas del Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas (

art. 8LAC).

Al regular la verificación contable de las cuentas anuales, la Ley de Sociedades de Capital se ocupa fundamentalmente de las cuestiones relativas a la relación entre la sociedad y los auditores, bajo el dominante propósito de garantizar la independencia y objetividad de éstos en el ejercicio de su labor. Y es que la tarea legalmente encomendada a los auditores de cuentas, centrada en la consecución de la fiabilidad y transparencia de la información contable de las sociedades, exige y presupone necesariamente una situación de independencia en relación a éstas, que garantice su libertad de criterio y el ejercicio regular de sus funciones revisoras (el art. 14.1 de la LAC dispone que los auditores de cuentas y las sociedades de auditoría «deberán ser independientes, en el ejercicio de su función, de las entidades auditadas», a cuyos efectos establece un severo régimen de incompatibilidades). b. Nombramiento y revocación Esta preocupación se manifiesta antes que nada en el régimen de nombramiento de los auditores de cuentas por la sociedad. Así, la competencia ordinaria para el nombramiento no corresponde a los administradores, que son quienes formulan los documentos contables que han de someterse a revisión, sino a los socios o accionistas reunidos en junta. Además, la junta de socios debe designarlos necesariamente antes de que finalice el ejercicio a auditar (antes, por tanto, del cierre de éste y de la propia formulación de las cuentas) y por un determinado período de tiempo que no podrá ser inferior a tres años ni superior a nueve; una vez finalizado este período inicial, la junta general puede reelegirlos, pero habrá de hacerlo entonces por períodos máximos de tres años ( art. 264.1 LSC y art. 22 LAC). Al exigirse que el nombramiento se haga por un número de años predeterminado, se permite que los auditores puedan alcanzar un conocimiento preciso de la situación económica y empresarial de la sociedad auditada a

la vez que se refuerza su independencia profesional, pues la estabilidad de que disfrutan debe contribuir por principio –en la presunción legal– a reforzar su libertad de criterio. La junta general puede designar uno o varios auditores, que en este último caso actuarán conjuntamente y, en el caso de que los auditores sean personas físicas, ha de nombrar tantos suplentes como titulares ( art. 264.2LSC). En las sociedades legalmente obligadas al nombramiento de auditores de cuentas, es posible que la junta general retrase o incumpla la obligación de designarlos o que aquellos que hayan sido elegidos no puedan cumplir sus funciones por cualquier motivo; en estos casos, una vez transcurrido el plazo que marca la Ley para el nombramiento (v.gr., por haber finalizado el ejercicio a auditar), la designación de la persona o personas que deban realizar la auditoría de cuentas deja de ser competencia de la junta y deberá solicitarse del secretario judicial o del registrador mercantil del domicilio social por los administradores o por cualquier socio ( art. 265.1LSC; del procedimiento de nombramiento de los auditores por el Registro Mercantil se ocupan los

arts. 350 y ss.

RRM,

y del nombramiento por el secretario judicial los arts. 120 y ss. de la Ley 15/2015, de la Jurisdicción Voluntaria). Dado que la falta de nombramiento de los auditores o la incapacidad de éstos para cumplir su labor impediría la realización de la preceptiva auditoría de las cuentas, que constituye una auténtica exigencia legal, se establece así un procedimiento supletorio para la designación de aquéllos, del que pueden servirse tanto los administradores como, en caso de inactividad de éstos, cualquier accionista. Si a pesar de todo, ninguna de las personas legitimadas instase el nombramiento del auditor, la falta de elaboración del preceptivo informe de auditoría viciaría de nulidad al eventual acuerdo de aprobación de las cuentas que pudiese adoptarse por la sociedad. Una vez nombrados los auditores de cuentas, la junta general –que como hemos visto es el órgano competente para designarlos– puede también revocarlos, pero no de forma libre o ad nutum, sino únicamente cuando concurra justa causa ( art. 264.3LSC). También en esta previsión se trasluce el propósito legal de garantizar que los auditores puedan ejercitar sus funciones desde una situación de independencia, que podría resentirse si la

sociedad dispusiese de la facultad de destituirlos libremente. Se añade a ello que la revocación sólo puede acordarse por los socios reunidos en junta y en ningún caso por los administradores, ya que éstos –que son quienes preparan y formulan las cuentas anuales– siempre podrían mostrarse más propicios a destituir a los auditores por simples diferencias de criterio. Y en el supuesto de que concurra una causa justa pero la junta general no acuerde la revocación, los administradores y cualquiera de las personas que están legitimadas para solicitar el nombramiento del auditor podrán pedir su revocación al secretario judicial o al registrador mercantil y el nombramiento de otro (

art. 266LSC).

La relación de auditoría establecida entre la sociedad y el auditor en virtud del nombramiento de éste, que tiene naturaleza contractual, puede extinguirse también por otras causas distintas de la revocación. Entre ellas cabe destacar, además del transcurso del plazo de nombramiento sin producirse la reelección por la junta general, la renuncia unilateral por el auditor cuando el desarrollo de su función se haga imposible por causas ajenas a su voluntad, así como el mutuo acuerdo entre la sociedad y el auditor, que no requeriría entonces la concurrencia de justa causa. c. Remuneración Es preciso también que la remuneración de los auditores –o los criterios para su determinación– venga fijada antes del comienzo de sus funciones y para todo el período de éstas, prohibiéndose además que puedan percibir cualquier otra remuneración o ventaja de la sociedad auditada ( art. 267 LSC y art. 24 LAC). La exigencia de que el acuerdo económico con el auditor se verifique antes del inicio de sus actividades profesionales y para todo el período de nombramiento aspira también a reforzar la independencia de éste, al evitarse así que su libertad de juicio pueda quedar condicionada por la necesidad de ir acordando las retribuciones para cada uno de los sucesivos ejercicios a auditar. Además, con el fin de garantizar la transparencia de esta remuneración, la sociedad está obligada a informar en la memoria de las cuentas anuales sobre los honorarios satisfechos a los auditores, distinguiendo los que correspondan a servicios de auditoría y a otros posibles servicios (

art. 260.11.ªLSC).

d. Responsabilidad En caso de incumplir las normas técnicas y profesionales que rigen la labor de auditoría de cuentas, los auditores de cuentas –que están sujetos a un particular régimen de supervisión administrativa– pueden ser objeto de sanciones disciplinarias por parte del Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas ( arts. 68 y ss. LAC). Pero además, y de forma añadida, los auditores responden también «por los daños y perjuicios que se deriven del incumplimiento de sus obligaciones según las reglas generales del

Código Civil» (

art. 26.1LAC). De esta forma, además de la responsabilidad contractual en la que pueden incurrir frente a la sociedad en caso de incumplimiento de las obligaciones dimanantes de la relación de auditoría (falta de entrega del informe, inclusión en éste de errores u omisiones, violación del deber de secreto, etc.), los auditores de cuentas pueden tener que responder también frente a terceros por los perjuicios que lleguen a causarles con su conducta profesional dolosa o negligente; la cuestión más incierta a este respecto suele plantearse en el caso de las sociedades aparentemente solventes que cuentan con informes favorables de auditoría y que de forma más o menos inmediata se manifiestan en estado de insolvencia, en el sentido de determinar si los acreedores de éstas –aun no siendo propiamente los destinatarios naturales de dichos informes– pueden exigir responsabilidades al auditor, por no haber advertido la verdadera situación económica de la sociedad y haber contribuido indirectamente a generar una falsa apariencia de solvencia. La Ley de Auditoría de Cuentas establece en todo caso alguna limitación a esta posible responsabilidad civil de auditores y sociedades de auditoría, al exigir que sea proporcional a la responsabilidad «directa» por los daños y perjuicios económicos causados (art. 26.2). e. El informe de auditoría La función de los auditores consiste en comprobar –siempre de acuerdo con las normas legales, técnicas y profesionales que disciplinan la labor auditora– si las cuentas anuales ofrecen o no la imagen fiel del patrimonio, de la situación financiera y de los resultados de la sociedad, así como la concordancia del informe de gestión con las cuentas anuales del ejercicio ( art. 268 LSC). Han de comprobar, en definitiva, la veracidad y fiabilidad de los

documentos contables, garantizando que éstos reflejan de forma fidedigna el verdadero estado económico de la sociedad. A estos efectos, los auditores de cuentas han de exponer su juicio u opinión técnica en un informe escrito detallado (el «informe de auditoría») en el que, aparte de otros extremos, han de recoger su opinión sobre si las cuentas ofrecen esa «imagen fiel», de acuerdo con el marco normativo de información financiera que resulte aplicable y, en concreto, con los principios y criterios contables contenidos en el mismo. La opinión puede ser favorable, desfavorable o con reservas; estas reservas o salvedades pueden ir referidas a cuestiones menores, de tal forma que no impidan que el informe en su conjunto sea favorable, o presentar tal envergadura que comprometan el principio de «imagen fiel» de las cuentas, en cuyo caso la opinión global habría de ser desfavorable. Es posible también que el auditor se vea incapacitado por cualquier motivo para emitir un juicio fundado sobre las cuentas sometidas a su consideración, en cuyo caso habría de emitir un informe con opinión «denegada» [art. 5.1. c)

LAC].

El plazo mínimo del que disponen los auditores para emitir su informe es de un mes desde el momento de la entrega de las cuentas anuales firmadas por los administradores ( art. 270.1LSC). Además, si a consecuencia del informe los administradores se vieran obligados a modificar las cuentas anuales, los auditores habrían de ampliar su informe con los cambios producidos (

art. 270.2LSC).

f. Nombramiento voluntario Las sociedades que no formulan balance completo y que pueden presentar un balance abreviado están eximidas –lo hemos visto– de la obligación de someter sus cuentas anuales a verificación por auditores, y no quedan sometidas a ningún otro sistema general de control o de censura de las cuentas. En estos casos, una sociedad siempre puede optar por designar a un auditor de cuentas, incluso en ausencia de previsión estatutaria y de forma puramente voluntaria. Pero además, y entendiendo sin duda que la verificación de las cuentas puede convenir a los intereses de la sociedad y de los socios, se ha previsto también en la Ley la facultad de determinadas minorías cualificadas de instar el nombramiento de un

auditor para que revise las cuentas de la sociedad (

art. 265.2

LSC). Este derecho se reconoce al socio o socios que representen, al menos, el 5 por 100 del capital social, que pueden solicitar del secretario judicial o del registrador mercantil del domicilio social el nombramiento de un auditor con cargo a la propia sociedad (este procedimiento es objeto de desarrollo en los 120 y ss. de la Ley 15/2015 de la Jurisdicción Voluntaria y en

arts.

los arts. 359 y ss. del RRM, en función de que el nombramiento se solicite del secretario judicial o del registrador mercantil). El nombramiento del auditor no se hace en este caso para un determinado período de tiempo más o menos extenso, como ocurre con las sociedades obligadas a verificación contable, sino únicamente para que efectúe la revisión de las cuentas anuales de un determinado ejercicio (de ahí, precisamente, que el art. 265.2LSC exija que el nombramiento se solicite en los tres meses siguientes a la fecha de cierre de dicho ejercicio). Esta facultad legal constituye un instrumento esencial de defensa de los socios minoritarios, que pueden servirse de ella por su propia iniciativa y sin necesidad de invocar causa o interés alguno, con el fin de obtener una revisión por auditores de los documentos contables de la sociedad. 5. LA APROBACIÓN DE LAS CUENTAS Las cuentas anuales, acompañadas en su caso del informe de auditoría, deben someterse al conocimiento y aprobación de la junta general ( art. 272.1 LSC); tanto en las sociedades anónimas como limitadas, la Ley obliga a celebrar una junta ordinaria a tal efecto dentro de los seis primeros meses de cada ejercicio social ( art. 164LSC). Dado que las cuentas anuales reflejan la situación económica y los resultados obtenidos por la sociedad en un determinado ejercicio, y con el fin de permitir que los socios puedan valorarlas adecuadamente y tomar una decisión reflexiva e informada sobre ellas, la Ley les atribuye un derecho de información reforzado en relación con el ordinario o general (derecho cuya violación sería por principio –según una constante jurisprudencia– motivo de nulidad del eventual acuerdo de aprobación de las cuentas).

Tanto en la sociedad anónima como en la sociedad limitada, los socios tienen derecho a obtener de la sociedad, «de forma inmediata y gratuita», una copia de los documentos que deben someterse a la aprobación de la junta, incluyendo, en su caso, el informe de gestión y el informe de los auditores de cuentas (en el caso concreto de las sociedades cotizadas, estos documentos deben también ponerse a disposición de los accionistas e inversores a través de la página web: art. 539LSC y normativa de desarrollo); además, para reforzar la efectividad práctica de este derecho, debe hacerse una mención expresa del mismo –a modo de recordatorio– en el anuncio de la convocatoria de la junta ( art. 272.2LSC). El socio puede así realizar un examen directo y personal de las cuentas anuales, pero, además –de acuerdo con el régimen ordinario del derecho de información ( arts. 196y 197LSC)–, podrá solicitar también las aclaraciones o informaciones adicionales que considere pertinentes en relación con los documentos presentados, antes de la reunión de la junta o verbalmente durante la misma. Al margen de este derecho, en el caso concreto de las sociedades de responsabilidad limitada los socios que representen al menos el 5 por 100 del capital social disfrutan también del derecho a examinar directamente –por sí o en unión de un experto contable– todos los documentos que sirvan de soporte y de antecedente de las cuentas anuales, con el fin de comprobar la corrección y veracidad de éstas ( art. 272.3LSC); mientras que en la sociedad anónima los accionistas sólo tienen derecho a obtener un ejemplar de las cuentas anuales y a solicitar de los administradores eventuales aclaraciones o informaciones («derecho de pregunta»), en la sociedad limitada los socios pueden acceder por sí mismos y de forma directa a todos los documentos y antecedentes que justifican y respaldan los resultados reflejados en dichas cuentas (en clara analogía con el derecho de examen de la contabilidad que el art. 133 C. de C. reconoce a los socios de una sociedad colectiva). En todo caso, este derecho de minoría –que es independiente del derecho a solicitar del registrador mercantil el nombramiento de un auditor para que revise las cuentas de un ejercicio social, en el sentido de que ambos se complementan– no se impone de forma imperativa, pues la Ley, pensando seguramente en las sociedades de muchos socios e importante

actividad económica, lo atribuye «salvo disposición contraria de los estatutos». La junta general es libre y soberana en lo que hace a la aprobación o no de las cuentas anuales sometidas a su consideración. De no aprobarlas, los administradores estarían obligados a revisarlas o reelaborarlas, al objeto de someterlas nuevamente a la junta. Y en caso de aprobación, la junta general deberá resolver además sobre la aplicación del resultado –positivo o negativo– del ejercicio, de acuerdo con el balance aprobado ( art. 273.1LSC), determinando en particular el uso o destino de las eventuales ganancias obtenidas por la sociedad. Aunque el tema es discutido, no parece que la competencia de la junta se extienda a la posible modificación o alteración de las cuentas presentadas (salvo que se trate de la corrección de simples errores materiales), por lo que en caso de discrepancia debería rechazarlas para que los administradores se encarguen de revisarlas y de someterlas a la aprobación de una nueva junta. 6. DEPÓSITO Y PUBLICIDAD DE LAS CUENTAS Dentro del mes siguiente a la aprobación por la junta general, las sociedades están obligadas a depositar en el Registro Mercantil un ejemplar de cada una de las cuentas (balance, cuenta de pérdidas y ganancias, estado de cambios en el patrimonio neto, estado de flujos de efectivo y memoria) y, en su caso, del informe de gestión (que incluirá el estado de información no financiera cuando proceda) y del informe de auditoría, junto a una certificación acreditativa de los acuerdos de aprobación y de aplicación de resultados ( art. 279 LSC). El informe de auditoría, en particular, debe depositarse también por las sociedades que no estén legalmente obligadas a verificación contable, en los supuestos en que aquél haya sido elaborado por un auditor designado por el registrador mercantil a solicitud de los accionistas minoritarios (

art. 366.1.5.º

RRM).

El registrador, en el momento del depósito, no efectúa ningún enjuiciamiento ni valoración material sobre la corrección o fiabilidad de los documentos presentados y se limita a hacer un control meramente formal y externo, calificando si los documentos presentados son los que exige la Ley y si han sido debidamente

aprobados por la junta general ( art. 280.1LSC y art. 368RRM); esta calificación, pues, no prejuzga en absoluto el contenido y la veracidad de las cuentas depositadas. El Registro Mercantil no cumple en este caso ninguna de las funciones propias de la publicidad registral, al no haber calificación como tal de los documentos contables de la que se deriven efectos jurídicos de ningún tipo; por el contrario, el Registro opera aquí como la oficina pública a través de la cual se garantiza la difusión de la referida información contable y a la que se encarga, pues, una función de publicidad meramente material. Con esta obligación de depósito de las cuentas anuales, que procede del Derecho comunitario, la Ley quiere garantizar la publicidad material y la libertad de acceso a los documentos contables de las sociedades, con el fin de que los terceros que se relacionan con ellas puedan formarse un juicio fundado sobre su situación económica y financiera. De ahí que se reconozca el derecho de «cualquier persona» de obtener información del Registro Mercantil de todos los documentos depositados, sin necesidad por tanto de invocar ninguna legitimación o interés especial (

art. 281LSC; y sobre las formas de hacer efectiva esta

publicidad, v. art. 369RRM). Para reforzar este derecho, además, se establece la obligación del Registro Mercantil de conservar los documentos depositados durante un plazo de seis años (

art. 280.2LSC).

Una de las cuestiones jurídicas más relevantes que suscita esta disciplina es la referida al régimen sancionador, considerando que la práctica tiende a mostrar un importante grado de incumplimiento de la obligación de depósito. A estos efectos, la Ley prevé la imposición de sanciones administrativas en forma de multas a las sociedades que incumplan esta obligación, multas que se impondrán por el Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas en función de la dimensión de la sociedad, del importe total de las partidas del activo y de su cifra de ventas ( art. 283LSC). Pero además, y con el ánimo de reforzar este régimen sancionador, la Ley ha previsto también el denominado «cierre registral» para las sociedades incumplidoras. Y es que el incumplimiento de la obligación de depósito de los documentos integrantes de las cuentas anuales dentro del plazo legal produce el cierre del

Registro para la sociedad incumplidora, de tal forma que no podrá inscribirse ningún documento referido a la misma mientras persista el incumplimiento; de este cierre registral quedan excluidas, sin embargo, determinadas inscripciones, como las relativas al cese o dimisión de administradores, gerentes, directores generales o liquidadores, la revocación o renuncia de poderes, así como la disolución de la sociedad y el nombramiento de liquidadores y los asientos ordenados por la autoridad judicial o administrativa ( arts. 282LSC y 378 RRM). Ello implica, pues, que cualquier otro título o acuerdo (de nombramiento de administradores, de modificación de estatutos, de fusión, etc.) no podría ser inscrito por la sociedad, que en consecuencia no estaría en condiciones de beneficiarse en relación con los mismos de los efectos que comporta la inscripción en el Registro Mercantil y que se encontraría así con graves problemas operativos en su funcionamiento jurídico (y frente a terceros, por la publicidad negativa que siempre se deriva del cierre del Registro). En todo caso, estas sanciones administrativas y civiles sólo se prevén para el supuesto de que la falta de depósito en el Registro afecte a unas cuentas anuales debidamente aprobadas; en consecuencia, el cierre registral no procede cuando las cuentas no son depositadas porque no han sido formuladas o aprobadas ( art. 378.5RRM). Además, al margen de estas sanciones generales, la falta de depósito de las cuentas en el Registro Mercantil también merece otras sanciones específicas en la normativa concursal, en caso de que la sociedad incumplidora sea declarada en concurso de acreedores ( Concursal).

arts. 105.1.2º y

165.1.3º de la

Ley

Por último, ha de tenerse en cuenta que este régimen societario de publicidad se completa en el caso de las sociedades cotizadas con unas obligaciones especialmente reforzadas de transparencia y de comunicación al mercado de su información contable; destaca aquí, en particular, la obligación de estas compañías de difundir en un plazo máximo de cuatro meses desde el cierre del ejercicio el denominado «informe financiero anual», que comprende las cuentas anuales y el informe de gestión revisados por el auditor de cuentas y las declaraciones de responsabilidad de los administradores por su contenido (

art. 118

LMV), así como

informes financieros semestrales ( intermedias o trimestrales de gestión (

art. 119LMV) y declaraciones art. 120LMV).

III. LA APLICACIÓN DEL RESULTADO DEL EJERCICIO

7. CONSIDERACIÓN GENERAL. LA CONSTITUCIÓN DE RESERVAS Como vimos, la junta general que aprueba las cuentas anuales debe resolver también, en su caso, sobre la aplicación del resultado del ejercicio ( art. 273.1 LSC), determinando, por tanto, el uso o destino de los beneficios obtenidos por la sociedad. Aunque la «aplicación del resultado» es un concepto que incluye la posible distribución de beneficios a los socios, tiene un contenido mucho más amplio, ya que la sociedad puede disponer de las ganancias del ejercicio de muy distintas formas. En efecto, incluso cuando el resultado del ejercicio sea positivo, cabe que la sociedad destine una parte de las ganancias a la constitución de reservas, ya sea por exigencia legal o estatutaria o, en su caso, por libre decisión de la junta general. En esencia, las reservas son partidas del pasivo que recogen fondos propios, que al operar como cifras de retención añadidas al capital social refuerzan la consistencia económica y patrimonial de la sociedad. Pero al igual que el capital, son simples cuentas o partidas contables: permiten sujetar una parte abstracta del patrimonio al riesgo de pérdidas, pero carecen como tales de cualquier entidad real, ya que no se incorporan ni materializan en ningún activo o elemento patrimonial en particular. Antes que nada, la sociedad está obligada a constituir la denominada «reserva legal», que viene impuesta por la Ley y que grava necesariamente el beneficio líquido del ejercicio económico. A este efecto debe destinarse a la reserva legal una cifra igual, al menos, al 10 por 100 del beneficio del ejercicio, hasta que la misma alcance el 20 por 100 del capital social ( art. 274.1LSC). La obligación legal de dotar esta reserva con cargo a los beneficios cesa, pues, cuando haya alcanzado la quinta parte del capital social, pero resurge en caso de descender por debajo de este límite por cualquier causa. La función de la reserva legal viene marcada por la Ley, ya que mientras no supere el límite del 20 por 100 del capital sólo puede ser destinada a la compensación de pérdidas, en

caso de no existir otras reservas disponibles que sean suficientes para este fin ( art. 274.2LSC). Es una reserva que tiene por misión absorber y compensar las eventuales pérdidas padecidas por la sociedad en años desfavorables, evitando que éstas incidan directamente sobre la parte del patrimonio afecta a la cobertura del capital (adicionalmente, y como veremos, la reserva legal podría emplearse también para aumentar el capital; de esta forma, la parte de la reserva legal que fuese imputada a capital seguiría sujeta al régimen de indisponibilidad que caracteriza a éste, al margen de que la sociedad debería incrementar aquélla para adaptarla a la nueva cifra del capital). Esta denominada «reserva legal» debe constituirse por todas las sociedades anónimas y limitadas cualquiera que sea su objeto y «en todo caso» ( art. 274.1LSC); no debe confundirse, por tanto, con las demás reservas que la propia Ley de Sociedades de Capital obliga a constituir en determinados supuestos (v.gr., la reserva que impone el art. 142.2 por el importe de las participaciones propias computado en el activo, o la reserva de participaciones recíprocas prevista en el art. 153) ni con las demás reservas obligatorias que se exigen de numerosas sociedades especiales, de acuerdo con su normativa específica. Es posible también que existan reservas estatutarias, cuando los estatutos obliguen a la sociedad a mantener una parte de las ganancias en concepto de recursos propios a través de la correspondiente cuenta de pasivo. En este caso, las reservas se regirían en cuanto a su constitución y destino por lo previsto en los estatutos, que en todo caso siempre podrían ser modificados por la sociedad. Por último, las reservas facultativas o voluntarias, que son creadas por el simple acuerdo de la junta general, ofrecen como especial característica jurídica la de su libre disponibilidad, en el sentido de no quedar afectas a ninguna finalidad predeterminada. Por este motivo, se crean por lo general para que la sociedad pueda disponer posteriormente de ellas en la forma más conveniente para los intereses sociales (por ej., para reinvertirlas en la actividad social, evitando la necesidad de recabar nueva financiación de los socios o de terceros, o como previsión para un posible reparto de dividendos en ejercicios sociales desfavorables). Y al igual que se constituyen por libre decisión social, la junta general podrá también

disponer generalmente de ellas, atendiendo a motivos de simple conveniencia. 8. LA DISTRIBUCIÓN DE BENEFICIOS Una vez cubiertas las atenciones previstas por la Ley o los estatutos, la junta general debe fijar el dividendo repartible, que podrá pagarse con cargo al beneficio del ejercicio social o, cuando éste sea inexistente o insuficiente, con cargo a reservas voluntarias de libre disposición (esto es, con cargo a beneficios no repartidos de ejercicios anteriores). En la distribución de dividendos se materializa el derecho del socio a participar en el reparto de las ganancias sociales, que constituye uno de los derechos básicos atribuidos por la titularidad de la acción y de la participación social [art. 93. a) LSC]. Pero legalmente no existe un verdadero derecho subjetivo del socio al reparto anual de beneficios, en el sentido de que la sociedad tenga que repartir forzosamente las ganancias obtenidas en cada ejercicio. La sociedad puede destinar una parte de las ganancias repartibles – acabamos de verlo– a la constitución de reservas voluntarias, y hasta suspender del todo la distribución de dividendos cuando las necesidades de la empresa lo requieran, incluso durante varios ejercicios. De ahí que deba distinguirse el derecho a participar en las ganancias, como derecho abstracto que no atribuye al socio ninguna acción de pago de cantidad, y el derecho al dividendo repartible en un determinado ejercicio económico, que deriva del anterior, pero que es el único que hace nacer en favor de los socios un crédito concreto sobre la parte proporcional de los beneficios que la junta general haya acordado repartir. Aun así, para evitar que la facultad soberana de la junta en materia de aplicación del resultado pueda hacer ilusorio el derecho de los socios a participar en el reparto de las ganancias sociales, la Ley atribuye a éstos un derecho de separación en el supuesto de que la sociedad, a partir del quinto ejercicio social desde su constitución, no acuerde repartir un dividendo mínimo de al menos el 25 por 100 de los beneficios obtenidos durante el ejercicio anterior que sean legalmente repartibles y siempre que la sociedad haya obtenido beneficios durante los tres ejercicios anteriores (art. 348 bisLSC, en la redacción dada por la Ley 11/2018). Este derecho no es de aplicación a determinadas sociedades, como las cotizadas, las sociedades en concurso o las sociedades anónimas deportivas (art.

348 bis,apdo.5, LSC), ni tampoco a las entidades de crédito y otras entidades financieras (disp. adic. 11ª LSC). Pero además puede ser excluido por los estatutos sociales, aunque para la supresión o modificación del mismo se requiere el consentimiento de todos los socios (apdo.2). Se trata de una regla que busca combatir posibles conductas abusivas de «opresión económica» de los minoritarios por parte de los mayoritarios, evitando que estos puedan negarse de forma infundada y reiterada al reparto de dividendos cuando la sociedad obtenga beneficios de forma recurrente. Pero la misma ha generado desde su promulgación una notable controversia (como revela que su vigencia fuera objeto de sucesivas suspensiones hasta el 31 de diciembre de 2016), como consecuencia fundamentalmente de la rigidez y generalidad con que se formula y de su incapacidad para atender a la infinita variedad de supuestos que pueden verificarse en la práctica; es posible, por ejemplo, que sociedades que obtengan beneficios carezcan sin embargo de liquidez para poder abonar este dividendo mínimo o menos aún para hacer frente al ejercicio del referido derecho de separación, con la consiguiente incertidumbre que puede comportar en casos extremos en cuanto a la propia continuidad de la empresa. En cualquier caso, y en consonancia con la función de garantía que cumple el capital, la Ley prohíbe que puedan repartirse dividendos en el supuesto de que el valor del patrimonio neto [entendiendo por tal la parte residual de los activos de la empresa, una vez deducidos todos sus pasivos, según resulta del art. 36.1. c) del C. de C.] sea o, a consecuencia del reparto, resulte ser inferior al capital social; de esta forma, si la sociedad arrojase pérdidas de ejercicios anteriores que hubiesen colocado el valor del patrimonio neto por debajo de la cifra del capital social, «el beneficio se destinará a la compensación de estas pérdidas» ( art. 273.2LSC). La Ley quiere evitar así –en consonancia con la función primigenia del capital como cifra de retención– que las sociedades que se encuentren en situación de desbalance patrimonial puedan repartir a los socios los eventuales beneficios obtenidos en un ejercicio social, mientras no sean enjugadas las pérdidas acumuladas de los años anteriores y no se restablezca, pues, el correspondiente equilibrio entre capital y patrimonio neto. También prohíbe la Ley repartir beneficios mientras el importe de las reservas disponibles no sea igual o superior al importe de los gastos de investigación y desarrollo que figuren en el activo del

balance ( art. 273.3LSC). Además, la sociedad debe también dotar una reserva indisponible equivalente al fondo de comercio que aparezca en el activo del balance, a cuyo efecto debe destinar una cifra del beneficio (o de las reservas disponibles, en caso de inexistencia o insuficiencia de aquél) que represente al menos un 5 por 100 del importe del citado fondo de comercio ( 273.4LSC).

art.

La Ley, pensando en los accionistas o socios ordinarios, prevé como regla la distribución de dividendos en proporción a su participación en el capital social ( art. 265LSC). Pero es claro que cuando existan acciones o participaciones que otorguen algún privilegio en el reparto de los beneficios, éste habrá de hacerse de acuerdo con el régimen legal o estatutario que resulte aplicable. Además, de acordarse la distribución de dividendos, la junta general deberá fijar la forma y el momento del pago, dentro del plazo máximo de un año (no siendo infrecuente que la fijación de estos extremos se delegue en los administradores); de no acordarse nada al respecto, se entiende que el dividendo será pagadero a partir del siguiente día al del acuerdo en el propio domicilio social (art. 276LSC, en la redacción dada por la Ley 11/2018). Por supuesto, el acuerdo de la junta general que decida repartir dividendos cuando no se cumplan los presupuestos legalmente exigidos (por falta de aprobación de las cuentas, por insuficiente dotación de la reserva legal, por una situación de desbalance patrimonial, etc.) sería nulo. Pero además, la Ley trata de garantizar en estos casos la correcta reintegración del capital social, obligando a los accionistas a restituir las cantidades percibidas con el interés legal correspondiente, aunque solamente cuando la sociedad pruebe que los perceptores eran conocedores o no podían ignorar la irregularidad de la distribución (art. 278LSC). De este modo, el legislador parece proteger a los accionistas que perciban los dividendos ficticios de buena fe, quienes podrían incluso haber dispuesto de las cantidades recibidas, eximiéndoles de la correspondiente obligación de restitución. 9. LOS DIVIDENDOS A CUENTA Aunque la decisión sobre el reparto de dividendos corresponde con carácter general a la junta de socios que aprueba las cuentas del

ejercicio, la Ley admite la posibilidad de que cualquier otra junta general o –lo que es más relevante– los propios administradores distribuyan entre los socios, antes del cierre y aprobación de los resultados del ejercicio social, «cantidades a cuenta de dividendos» (art. 277 LSC). Estos llamados dividendos a cuenta se presentan como meros anticipos o adelantos, que son repartidos a los socios con anterioridad a la aprobación de las cuentas del ejercicio y «a cuenta», pues, de los dividendos que la junta general acuerde repartir en su momento. De esta forma se atiende al posible interés de los socios en adelantar el cobro de una parte de los dividendos y en percibir un rendimiento a su inversión con una frecuencia inferior a la anual. Ello explica que la distribución de dividendos a cuenta se encuentre particularmente difundida entre las grandes sociedades anónimas cotizadas (que en ocasiones realizan incluso varias distribuciones en cada ejercicio), al garantizarse así una política de remuneración más constante y continuada en el tiempo que contribuye por principio a reforzar el interés financiero de las acciones como instrumento de inversión. Con todo, la Ley somete esta práctica a dos condiciones, para intentar conjurar los principales riesgos que suscita. De un lado, los administradores tienen que formular con carácter previo un estado contable (que se incluirá posteriormente en la memoria), en el que se ponga de manifiesto que existe liquidez suficiente para la distribución «a cuenta»; con este estado contable, que debe reflejar la situación patrimonial de la sociedad y, en particular, la existencia tanto de ganancias –y su cuantía– durante el ejercicio en curso como de fondos suficientes para realizar el pago, se impide esencialmente que la sociedad pueda proceder a la enajenación de elementos de su activo para hacer frente al pago de estas cantidades, en el supuesto de carecer de la liquidez necesaria. Y de otro lado, la Ley limita también el importe por el que pueden acordarse estos dividendos, que no podrá exceder de la cuantía de los resultados obtenidos desde el fin del último ejercicio previa deducción de las cantidades que legalmente no sean distribuibles (pérdidas procedentes de ejercicios anteriores y cantidades necesarias para la dotación de las reservas obligatorias por ley o por disposición estatutaria, así como la estimación del impuesto a pagar sobre dichos resultados); de esta forma se garantiza que las cantidades «a cuenta» recaigan sobre beneficios realmente obtenidos y de los que la sociedad puede por principio disponer libremente.

El incumplimiento de estas condiciones legales obligaría a la restitución de los dividendos indebidamente percibidos, en los términos que ya hemos visto (art. 278LSC).

Lección 25

La modificación de los estatutos sociales. Aumento y reducción del capital. Separación y exclusión de socios Sumario: •







I. La modificación de los Estatutos Sociales o 1. Concepto y significado o 2. Requisitos generales o 3. Supuestos especiales. Exigencia de consentimiento de los socios o de la clase afectada II. El aumento del capital o 4. Concepto, requisitos y procedimientos o 5. Modalidades y función económica ▪ A. Consideración general ▪ B. Aumento del capital con aportaciones dinerarias ▪ C. Aumento del capital con aportaciones no dinerarias ▪ D. Aumento del capital con cargo a reservas ▪ E. Aumento del capital por compensación de créditos o 6. La delegación del aumento en los administradores o 7. Ejecución del aumento; el aumento incompleto o 8. El derecho de suscripción y de asunción preferente de los socios o 9. La exclusión del derecho III. La reducción del capital o 10. Concepto, modalidades y función económica o 11. Procedimientos y requisitos o 12. Reducción de capital con restitución de aportaciones o 13. Reducción de capital por pérdidas o 15. Reducción y aumento de capital simultáneos IV. Separación y exclusión de socios o 15. Causas legales de separación en las sociedades anónima y limitada o 16. Causas estatutarias de separación o 17. La exclusión de socios

o

18. Aspectos comunes del régimen de separación y exclusión de socios

I. LA MODIFICACIÓN DE LOS ESTATUTOS SOCIALES

1. CONCEPTO Y SIGNIFICADO Al regular los estatutos numerosos aspectos de la organización y del funcionamiento de las sociedades, éstas pueden verse inducidas a su modificación con el fin de adaptarlos a las nuevas necesidades de la actividad social o económica. Esta modificación de los estatutos es objeto de una especial atención por el ordenamiento, que en esencia procura conciliar la posibilidad de alterar los estatutos a través del acuerdo mayoritario de los socios con el respeto de los derechos individuales de éstos (sólo en el caso de la sociedad nueva empresa se limitan legalmente las posibilidades de modificación estatutaria:

art. 450

LSC).

Por modificación de estatutos debe entenderse cualquier alteración de éstos, con independencia de que afecte a su contenido o forma y de su verdadero alcance y trascendencia. Una sociedad puede modificar los estatutos, pero mientras no lo haga debe regirse necesariamente por ellos (en caso contrario, sus acuerdos tendrían la consideración legal de anulables y podrían ser impugnados: art. 204.1LSC). 2. REQUISITOS GENERALES Dada la trascendencia de los acuerdos de modificación estatutaria, la Ley los somete en todo caso a unos requisitos imperativos de distinta naturaleza. a) Tanto en la sociedad anónima como en la limitada, la competencia para modificar los estatutos se atribuye a la junta general ( art. 285.1 LSC), como órgano soberano en el que se forma y expresa la voluntad social. Este principio no tiene más excepción general que el cambio del domicilio social dentro del territorio nacional, que en principio –salvo disposición contraria de los estatutos– puede ser acordada por los administradores (

arts.

285.2LSC, en la redacción dada por el RDL 15/2017). Además, en la sociedad anónima se permite también que la junta delegue la

decisión sobre el aumento de capital en el órgano de administración, en los términos que veremos. b) La modificación de estatutos queda sometida también a unos requisitos especiales de forma y publicidad, que en esencia pretenden reforzar el derecho de información de los socios y que tienen por ello un marcado carácter imperativo (su cumplimiento sólo podría obviarse en los supuestos de junta universal, pues las condiciones exigidas para la válida constitución de ésta permiten garantizar en mayor medida los derechos de los socios). Antes que nada, la convocatoria de la junta debe expresar, «con la debida claridad», los extremos de los estatutos que quieran modificarse ( art. 287LSC), con el fin de que los socios puedan conocer el alcance o trascendencia de la modificación propuesta. Una vez convocada la junta, los socios disponen de un derecho de información reforzado, consistente en el derecho a examinar el texto íntegro de la modificación propuesta y, en el caso concreto de la sociedad anónima, el informe justificativo de la modificación que en este caso deben elaborar los administradores o los accionistas autores de la propuesta ( arts. 286y 287LSC); tratándose de sociedades cotizadas, los distintos documentos deben ponerse además a disposición de accionistas e inversores a través de la página web de la sociedad ( art. 539LSC). En la junta, los acuerdos de modificación deben adoptarse con los quórum o mayorías exigidos por la Ley –o los estatutos, cuando los refuercen– para cada clase de sociedad ( arts. 194y 199LSC). Y una vez adoptados, los acuerdos quedan sometidos a un régimen especial de publicidad, pues han de hacerse constar en escritura pública, inscribirse en el Registro Mercantil y publicarse en el Boletín Oficial del Registro Mercantil ( art. 290LSC); en la sociedad anónima, además, esta publicidad legal se refuerza en relación con determinadas modificaciones estatutarias de relevancia para terceros, como el cambio de denominación, de domicilio o de objeto social, que deben divulgarse a través de la página web de la sociedad o, en defecto de ésta, anunciarse en dos periódicos de gran circulación en la provincia o provincias respectivas ( 289LSC).

art.

3. SUPUESTOS ESPECIALES. EXIGENCIA DE CONSENTIMIENTO DE LOS SOCIOS O DE LA CLASE AFECTADA a) Tanto en la sociedad anónima como en la limitada hay determinadas modificaciones de estatutos que no pueden adoptarse con un simple acuerdo mayoritario y que exigen adicionalmente el consentimiento individual y expreso de los socios afectados. Así ocurre con las modificaciones que impliquen «nuevas obligaciones» para los socios ( arts. 291 LSC), como podría ser la obligación de efectuar nuevas aportaciones a la sociedad. Y por motivos similares, también se exige el consentimiento de los interesados para la creación, modificación y extinción anticipada de la obligación de realizar prestaciones accesorias ( art. 89.1LSC), al tratarse de acuerdos que no pueden imponerse a un socio por decisión de la mayoría. Aunque en ambos supuestos la Ley parece erigir el consentimiento de los socios afectados en presupuesto general de eficacia del acuerdo en su conjunto, de tal forma que la oposición de cualquiera de ellos impediría a la sociedad llevar a cabo la modificación acordada, cabe entender que aquellos acuerdos que resulten inocuos para el socio disconforme serían válidos, aunque inoponibles frente a éste. b) Al margen de las modificaciones que implican nuevas obligaciones para los socios, puede haber otras que afecten de forma negativa a los derechos de éstos dentro de la sociedad, como en el caso de alterarse las reglas estatutarias que determinen el régimen de las acciones o participaciones dotadas de algún privilegio. De esta forma, y para evitar que los derechos de los socios puedan anularse o alterarse por simples decisiones mayoritarias, también en este caso el cambio estatutario debe ir acompañado del asentimiento de los afectados, aunque bajo fórmulas distintas para las sociedades anónimas y limitadas. En estas últimas, la necesidad de recabar el consentimiento individual –en los términos que hemos visto– se extiende también a las modificaciones que afecten a los «derechos individuales» de los socios ( art. 292LSC), por lo que cada uno de éstos deberá prestar su aquiescencia por separado. Pero en la sociedad anónima, por el contrario, los cambios de estatutos que incidan

negativamente sobre los derechos de una clase de acciones -o incluso de una parte de las acciones de una misma clase- no exigen más que el acuerdo de la mayoría de las acciones afectadas ( art. 293LSC; éste es también el régimen previsto para las modificaciones estatutarias que lesionen directa o indirectamente los derechos de las acciones o participaciones sin voto, en los términos del art. 103). En consecuencia, las modificaciones que alteren los privilegios reconocidos en favor de una clase requieren un doble acuerdo: el de la junta de accionistas, y otro que deben tomar separadamente –en la misma junta o en otra junta especial– los titulares de las acciones que resulten afectadas. II. EL AUMENTO DEL CAPITAL

4. CONCEPTO, REQUISITOS Y PROCEDIMIENTOS Por aumento de capital hay que entender la operación jurídica consistente en elevar la cifra de capital social que figura en los estatutos. Al ser el capital una mención indispensable de éstos, cualquier elevación de dicha cifra implica antes que nada una modificación estatutaria, que deberá adoptarse, por tanto, con los requisitos generales de esta clase de acuerdos ( art. 296.1 LSC). Pero estos requisitos generales se completan con otros, que dependen de las distintas modalidades que pueden revestir los aumentos. El aumento de capital –cualquiera que sea su finalidad económica– puede realizarse a través de un doble procedimiento: mediante la emisión o creación de nuevas acciones o participaciones, o elevando el valor nominal de las ya existentes ( art. 295.1LSC). Porque al reflejar la cifra de capital la suma de los valores nominales de las acciones o participaciones en que se divide, el incremento de aquélla puede efectuarse incidiendo sobre cualquiera de estos dos factores. Aunque en principio la sociedad es libre de decantarse por una u otra modalidad, la elevación del valor nominal de las acciones o participaciones ya existentes se condiciona expresamente al «consentimiento» de todos los socios ( art. 296.2LSC), dado que éstos quedarían obligados a efectuar nuevas aportaciones al patrimonio social para desembolsar el nuevo valor nominal aumentado; sólo cuando el aumento se haga íntegramente con cargo a reservas o beneficios de la sociedad –de acuerdo con

la fórmula que veremos– puede la sociedad elevar el valor nominal de las acciones o participaciones sin necesidad de recabar la aprobación de todos los socios, ya que éstos no tendrían entonces que efectuar ninguna aportación. Además, cualquiera que sea el procedimiento seguido, en sede de aumento deben cumplirse también las reglas legales sobre desembolso del capital: así, mientras que en la sociedad anónima el valor nominal de cada una de las acciones, una vez efectuado el aumento, debe estar desembolsado en al menos un 25 por 100 ( art. 296.3LSC, que reproduce la regla del art. 79), en la sociedad de responsabilidad limitada es preciso que la nueva cifra de capital sea totalmente desembolsada (

art. 78LSC).

5. MODALIDADES Y FUNCIÓN ECONÓMICA A. Consideración general Normalmente una sociedad recurre al aumento del capital para obtener nuevos fondos e incrementar, de esta forma, su patrimonio. Y es que las sociedades necesitadas de financiación disponen por regla general de dos posibilidades: acudir al crédito, obteniendo recursos ajenos que deberán restituir en su momento, o aumentar el capital, para recabar nuevos recursos propios que por principio quedan afectos de manera permanente a la explotación de la actividad social. Con todo, es importante aclarar que no siempre la ampliación de capital comporta un correlativo aumento del patrimonio de la sociedad, al ser posible que los fondos o aportaciones con que se desembolsa el nuevo capital –el contravalor del aumento– estén integrados en el patrimonio social con anterioridad a la operación. De ahí que existan distintas modalidades de aumento, en función de que su contravalor consista en nuevas aportaciones dinerarias o no dinerarias, en la aportación o compensación de créditos contra la propia sociedad, o en la transformación de reservas o beneficios que ya figuraban en el patrimonio (

art. 295.2

LSC).

B. Aumento del capital con aportaciones dinerarias Es el supuesto más frecuente en la práctica, al que acuden las sociedades que aumentan su capital con fines de financiación. Desde el punto de vista material, la realización de estas

aportaciones en sede de aumento se rige por las mismas normas – que vimos– aplicables al desembolso del capital fundacional. Existe con todo una particularidad para la sociedad anónima, en la que esta clase de aumento requiere el total desembolso de las acciones anteriormente emitidas ( art. 299 LSC, que, sin embargo, dulcifica el rigor de esta regla permitiendo la existencia de una cantidad pendiente de desembolso mientras sea inferior al 3 por 100 del capital). De este modo, se trata básicamente de evitar que una sociedad pueda requerir nuevas aportaciones a través de una ampliación de capital mientras existan dividendos pasivos y, por tanto, aportaciones ya comprometidas pendientes de desembolso. C. Aumento del capital con aportaciones no dinerarias Cuando el contravalor del aumento esté formado por aportaciones no dinerarias, éstas deberán someterse al régimen que resulte aplicable en función del tipo social de que se trate. Así, en la sociedad anónima habrán de ser objeto por principio de un informe pericial elaborado por uno o varios expertos independientes (

art.

67 y ss. LSC), al igual que en fase de constitución. En la sociedad limitada, en cambio, regirá el particular régimen de responsabilidad de aportantes, socios y administradores por la realidad y valoración de estas aportaciones, responsabilidad que en todo caso podría excluirse –de acuerdo siempre con las reglas generales– sometiendo la aportación voluntariamente a valoración pericial (

art. 73 y ss. LSC).

Al margen de este régimen material, y con el fin de reforzar la información de los socios, se exige que los administradores pongan a disposición de éstos al tiempo de convocar la junta que haya de deliberar sobre el aumento un informe describiendo las aportaciones proyectadas, las personas que vayan a efectuarlas, así como el número de acciones o de participaciones a entregar a cambio (

art. 300LSC).

D. Aumento del capital con cargo a reservas A diferencia de las anteriores, esta modalidad de ampliación no comporta la entrada de nuevos bienes en la sociedad ni afecta, por tanto, a la situación patrimonial de ésta. La operación se reduce a

una transformación de reservas sociales en capital mediante un simple traspaso o transferencia contable, verificándose en consecuencia una reestructuración –pero no un incremento– de los recursos propios de la sociedad. Aunque este aumento carezca de efectos económicos sobre el patrimonio social (y, por tanto, sobre el patrimonio de los socios, pues el valor real o razonable de su participación global se mantiene inalterado), sin embargo comporta notables consecuencias jurídicas, ya que los fondos transformados –que en principio serían de libre distribución– quedan imputados a capital y se convierten por ello en indisponibles. Es habitual hablar en estos casos de aumento «gratuito» del capital, ya que los socios no tienen que realizar ninguna aportación y el desembolso de las nuevas acciones o participaciones es realizado por la propia sociedad con cargo a reservas integradas en su propio patrimonio. Para la realización de esta modalidad de aumento, cabe utilizar las reservas de libre disposición e incluso –aunque con algunas diferencias entre la sociedad anónima y limitada– la reserva legal (v. art. 303 LSC). Además, con el fin de garantizar la realidad de los fondos o partidas que son traspasados a capital, es necesario que la ampliación se realice en atención a un balance aprobado dentro de los seis meses inmediatamente anteriores que, en el caso específico de la sociedad anónima, debe ser objeto de verificación por auditores de cuentas ( art. 303.2LSC). En caso de realizarse el aumento mediante la creación de nuevas acciones o participaciones, los socios disponen del derecho de asignación «gratuita» de las mismas ( art. 306.2LSC); y de llevarse a cabo mediante elevación del valor nominal de las acciones o participaciones antiguas, como vimos, el aumento podría acordarse sin necesidad de recabar el consentimiento de todos los socios. E. Aumento del capital por compensación de créditos Esta modalidad de ampliación, generalmente conocida como capitalización de deuda, implica compensar el derecho de crédito de la sociedad frente al suscriptor de las acciones o participaciones por la obligación de aportación con alguna deuda preexistente de la propia sociedad frente a éste. Este aumento, que permite convertir en socios a los acreedores que estén dispuestos a sustituir su derecho de crédito por una participación social, presenta como principal especialidad la relativa a su desembolso, que tiene

lugar mediante compensación y sin necesidad de efectuar aportación alguna. Aunque no comporte propiamente la obtención de nuevos fondos, esta operación puede resultar muy beneficiosa para la sociedad, que verá reducido su pasivo por la cantidad que sea compensada y que podrá disponer así libremente de los recursos que en caso contrario habría tenido que emplear para atender al pago de sus obligaciones (lo que explica que la Ley Concursal contemple la conversión de los créditos en acciones o participaciones como posible contenido tanto del convenio –art. 100.2- como de los acuerdos de refinanciación –disp. ad. 4ª-). En consonancia con el distinto régimen sobre desembolso de capital, los requisitos que debe cumplir este aumento varían en la sociedad anónima y en la limitada; en la primera los créditos a compensar deben ser líquidos, vencidos y exigibles en al menos un 25 por 100, con el fin de preservar el régimen general sobre desembolso mínimo de las acciones (de tal forma que los sucesivos desembolsos del accionista se irían compensando con los vencimientos de su propio crédito); pero en la segunda, al exigirse que la sociedad tenga el capital desembolsado en su integridad, es preciso que los créditos sean totalmente líquidos y exigibles ( 301.1

art.

LSC).

Además, con el fin de garantizar la realidad de los créditos a compensar y de reforzar la información de los socios, se exige poner a disposición de éstos un informe de los administradores ( art. 301.2LSC), que en el caso concreto de la sociedad anónima debe ir acompañado de una certificación del auditor de cuentas que justifique la exactitud de los datos empleados para la realización del aumento (

art. 301.3LSC).

En la sociedad anónima, una particular modalidad de aumento por compensación de créditos se verifica en los supuestos de conversión de obligaciones en acciones (pues la sociedad limitada – como hemos visto– tiene prohibida la emisión de obligaciones convertibles). Y es que en estos casos el desembolso de las nuevas acciones se hace con cargo a los créditos incorporados a las obligaciones que son objeto de conversión y sin necesidad, pues, de efectuar ninguna aportación.

6. LA DELEGACIÓN DEL AUMENTO EN LOS ADMINISTRADORES En la sociedad de responsabilidad limitada, la exigencia de un acuerdo de junta para «cualquier modificación de los estatutos» ( art. 285.1 LSC) no encuentra ninguna excepción en materia de aumento de capital. Éste deberá acordarse por los socios reunidos en junta, sin que sea posible en ningún caso delegar la decisión sobre la realización del aumento en el órgano de administración. Pero no ocurre así en la sociedad anónima, que consagra la institución del denominado «capital autorizado», permitiendo a la junta general delegar en los administradores la facultad de acordar el aumento [art. 297.1. b)LSC]. En este caso, los administradores pueden ampliar el capital una o varias veces sin necesidad de consultar a la junta general, y en el momento y en la cuantía que – dentro de los márgenes fijados por la junta– libremente decidan. Esta delegación de facultades, al permitir a los administradores elegir el momento más propicio para el aumento, resulta de especial utilidad en las sociedades cotizadas, que se benefician así de una mayor flexibilidad para adaptar los procesos de captación de recursos a la evolución y situación de los mercados. Esta delegación, además de sujetarse a un límite cuantitativo (su importe no puede exceder de la mitad del capital de la sociedad en el momento de la autorización) y temporal (sólo puede otorgarse por un plazo máximo de cinco años), requiere también que el contravalor del aumento que puedan acordar los administradores consista necesariamente en aportaciones dinerarias; el «capital autorizado» se concibe así como un mecanismo de financiación de la sociedad, al que no cabe acudir para los aumentos de significado más complejo. En el caso específico de las sociedades cotizadas, se permite que la junta pueda delegar, junto a la decisión sobre el aumento del capital, la facultad de excluir el derecho de suscripción preferente de los antiguos accionistas ( veremos.

art. 506LSC), en los términos que

Al margen de la posibilidad de delegar la decisión sobre el aumento, cabe también que la junta general adopte el acuerdo de ampliar el

capital y delegue en los administradores la fijación de determinadas condiciones del mismo [art. 297.1. a)LSC, que somete esta delegación a un plazo máximo de un año]. Si en el «capital autorizado» los administradores son libres de servirse o no de la autorización, pudiendo hacer uso de ella en el momento y la cuantía que estimen oportunos, en este caso la delegación va referida a la ejecución de un acuerdo de aumento adoptado por la propia junta, que por regla vincula a los administradores y que éstos han de limitarse a completar en los extremos no fijados (fecha, precio de emisión, plazo de suscripción, etc.). De hecho, debe entenderse que esta posibilidad también es posible en la sociedad limitada, a falta incluso de cualquier previsión legal específica, mientras la junta general fije las condiciones esenciales del acuerdo de ampliación y delegue en el órgano de administración la determinación de sus aspectos accidentales. 7. EJECUCIÓN DEL AUMENTO; EL AUMENTO INCOMPLETO El aumento de capital, una vez acordado, comprende una fase de ejecución, en la que se verifica la suscripción y desembolso de las nuevas acciones o participaciones y que culmina con la inscripción en el Registro Mercantil. En relación con esta última, la regla general es que el acuerdo de aumento y la ejecución del mismo deben inscribirse simultáneamente en el Registro Mercantil ( arts. 315.1 LSC). Se quiere evitar así que se beneficien de los efectos de la publicidad registral acuerdos tomados pero pendientes de ejecución, pues sólo con ésta adquiere plena efectividad el aumento y el consiguiente incremento de la cifra del capital. Sin embargo, este principio es objeto de una excepción para las emisiones de acciones que sean autorizadas o verificadas por la Comisión Nacional del Mercado de Valores, que bajo ciertas condiciones pueden inscribirse antes de su ejecución ( art. 315.2LSC); y es que, al hacerse depender la transmisibilidad de las acciones de la inscripción del aumento ( art. 34LSC), con el adelantamiento de ésta en el tiempo se busca agilizar la admisión a cotización en bolsa de las acciones de nueva emisión y permitir su negociabilidad inmediata –su liquidez– una vez cerrado el período de suscripción.

Al propio tiempo, y con el fin de garantizar la inscripción de los aumentos una vez ejecutados, se reconoce el derecho de las personas que hayan suscrito la ampliación de capital a solicitar la resolución de su obligación y la restitución de las aportaciones realizadas en caso de que los documentos acreditativos de la ejecución no se presenten por la sociedad en el Registro Mercantil en los plazos legales (

art. 316LSC).

Por lo demás, dado que los aumentos de capital tienen que acordarse por una cifra determinada, se suscita la cuestión relativa a la efectividad de aquellos que no sean suscritos íntegramente dentro del plazo fijado para ello. A este respecto, existen reglas dispares para la sociedad anónima y para la limitada: mientras que en aquélla la suscripción incompleta determina que el aumento quede sin efecto, a menos que en la emisión se hubiera acordado lo contrario ( art. 311LSC), en la sociedad limitada el principio es el opuesto, de tal forma que el aumento se ejecutará en la cuantía desembolsada salvo previsión contraria de la junta ( art. 310LSC). En último caso, dado que ambas reglas tienen un carácter dispositivo, es claro que cualquier sociedad –sea anónima o limitada– puede decantarse libremente por el régimen que estime más conveniente, en el sentido de vincular la suerte del aumento a su íntegra colocación y de excluir la posibilidad de una suscripción parcial o, por el contrario, de prever la ejecución y efectividad de la ampliación incluso cuando no sea enteramente cubierta. 8. EL DERECHO DE SUSCRIPCIÓN Y DE ASUNCIÓN PREFERENTE DE LOS SOCIOS Los socios tienen derecho a concurrir a los aumentos de capital antes que cualquier tercero, en virtud del «derecho de suscripción preferente» de las nuevas acciones que les corresponde en la sociedad anónima y del «derecho de preferencia» o de asunción preferente de las nuevas participaciones que rige en la sociedad limitada ( art. 304 LSC). En todo caso, este derecho sólo se reconoce en los aumentos de capital que se realicen «con cargo a aportaciones dinerarias», por lo que no opera en las restantes modalidades de aumento, como serían en particular los aumentos con cargo a aportaciones no dinerarias o por compensación de créditos. Ello se explica porque estas últimas modalidades de aumento suelen ser incompatibles por su propia naturaleza con la

atribución de un derecho de preferencia a los socios, pues las nuevas acciones o participaciones se destinan a quienes vayan a realizar la aportación no dineraria de que se trate o a los titulares de los derechos de crédito frente a la sociedad. La función de este derecho consiste en proteger a los socios frente a los efectos de una ampliación de capital, evitando que ésta pueda diluir el valor relativo de su participación social. Esto se advierte fácilmente en el plano corporativo, pues a través de este derecho los socios pueden mantener invariado el porcentaje de capital poseído (y, con ello, la extensión de sus derechos políticos). Pero la misma protección se verifica en el terreno económico y patrimonial, ya que los derechos latentes o indirectos de los socios sobre el patrimonio y las reservas sociales –el valor real o razonable de su participación– podrían verse perjudicados si las nuevas acciones o participaciones son emitidas o creadas a un precio que no se corresponda con el verdadero valor económico o patrimonial de las antiguas (éstas padecerían un «aguamiento», pues pasarían a representar una cuota inferior sobre un patrimonio que en términos relativos habría aumentado en menor medida que el capital). El valor de las acciones o participaciones nuevas que corresponde a cada socio ha de ser rigurosamente proporcional al valor nominal de las que posea, sin que quepa atribuir posibles privilegios en este terreno a determinados socios (así se formula expresamente por el art. 96, apdos. 2 y 3, LSC, tanto para las sociedades anónimas como limitadas). Para el ejercicio de este derecho de preferencia, la sociedad debe fijar un plazo que por regla general no puede ser inferior a un mes ( art. 305.3LSC). Este plazo mínimo se reduce, sin embargo, a quince días para las sociedades cotizadas ( art. 503LSC), al objeto de que éstas puedan beneficiarse de un acortamiento de los plazos de colocación del aumento y reducir los riesgos económicos derivados de la volatilidad de la cotización bursátil (pues el aumento previsiblemente fracasaría si ésta cayese y se situase por debajo del tipo de emisión fijado para las nuevas acciones). Con el fin de prevenir una posible falta de suscripción o de asunción íntegra del aumento, es posible que las acciones o participaciones que puedan quedar pendientes sean ofrecidas –a modo de «segunda vuelta»– a los socios que hayan ejercitado su derecho

preferente; y además, cabe también habilitar al órgano de administración para que de forma subsidiaria pueda adjudicar a terceros aquellas acciones o participaciones que no hayan sido adquiridas por los socios (así lo previene expresamente el art. 307.1LSC para las sociedades limitadas, «salvo que los estatutos dispongan otra cosa», pero el mismo régimen puede preverse por una sociedad anónima en el acuerdo de aumento). El derecho de preferencia de los socios tiene carácter transmisible. Como el ejercicio de este derecho y la consiguiente participación en el aumento implica la obligación de efectuar nuevos desembolsos, la Ley faculta a los socios que no quieran realizarlos para transmitir al menos el derecho que les corresponde, con el fin de movilizar el valor patrimonial de éste y de compensar así la dilución que pueda experimentar su participación social por causa del aumento (en las sociedades cotizadas, por ej., los derechos de suscripción preferente son objeto de negociación en bolsa). Con todo, la enajenación de estos derechos debe hacerse por principio de acuerdo con las reglas –legales o estatutarias– a que esté sujeta la transmisión de las acciones o participaciones de la sociedad de que se trate, particularmente en lo que hace a las posibles restricciones que pudiesen existir para la circulación de éstas (

art. 306LSC).

9. LA EXCLUSIÓN DEL DERECHO El derecho de preferencia de los socios viene excluido por la propia Ley en ciertos supuestos de aumento de capital, en los que las nuevas acciones o participaciones se crean con unos destinatarios determinados. Al margen de los supuestos ya vistos de los aumentos con cargo a aportaciones no dinerarias o por compensación de créditos, lo mismo ocurre con los aumentos que tengan como objeto atender a la conversión de obligaciones en acciones o con los que se deriven de la fusión por absorción de otra sociedad ( art. 304.2 LSC), en los términos que veremos. Pero al margen de estos supuestos, y de los previstos en otras leyes especiales [como los aumentos que sirvan de cauce a la promoción profesional en las sociedades profesionales –art. 17.1. b) de la Ley 2/2007–], es posible también que una sociedad acuerde la supresión total o parcial del derecho preferente de suscripción o de asunción en relación a aumentos determinados del capital.

En la sociedad anónima, la decisión de excluir el derecho de suscripción preferente sólo es posible «en los casos en que el interés de la sociedad así lo exija» ( art. 308.1LSC). Y es que pueden existir supuestos en que una sociedad, por razones de política empresarial, esté interesada en incorporar a su capital social a determinados terceros y, por tanto, en ofrecer a éstos las acciones de nueva emisión (alguien que aporte oportunidades de negocio a la sociedad o que vincule a ésta a un grupo empresarial relevante, los trabajadores de la empresa, etc.). De ahí que deba entenderse que el requisito material relativo al «interés social» se cumple cuando la sociedad justifique la mayor razonabilidad o conveniencia de la supresión del derecho para alcanzar un determinado objetivo en relación a otras eventuales alternativas, sin que sea necesario que dicha medida sea la única posible. Pero en la sociedad limitada, por el contrario, los acuerdos de supresión no quedan sometidos a ningún requisito material equivalente; en consecuencia, aunque esta divergencia legal entre ambas formas societarias pueda resultar de difícil justificación (considerando además que la sociedad limitada se define por su carácter estructuralmente cerrado), debe entenderse que en ésta la junta general está capacitada para apreciar libremente la conveniencia de la supresión aunque no venga propiamente exigida por motivos específicos y concretos de interés social. En cualquier caso, el acuerdo de supresión del derecho preferente debe adoptarse con un conjunto de requisitos. Así, se exige una mención especial a la propuesta de exclusión en la convocatoria de la junta [art. 308.2. b)LSC] y la elaboración de un informe justificativo por los administradores [art. 308.2. a)LSC], que en el caso concreto de la sociedad anónima debe ir acompañado de otro informe específico de un auditor de cuentas distinto del auditor de la sociedad y nombrado a estos efectos por el Registro Mercantil. Pero el principal requisito tiene que ver con el tipo o precio de emisión de las nuevas acciones o participaciones, que por regla general debe corresponderse con su valor real o razonable [art. 308.2. c)LSC], entendiéndose por tal en las sociedades cotizadas el valor de mercado establecido por referencia a la cotización bursátil ( art. 504.2LSC). De esta forma se pretende evitar la posible dilución económica –el «aguamiento»– de la participación ostentada por los antiguos socios, que en caso contrario perderían parte de sus derechos latentes e indirectos sobre las reservas y sobre el

patrimonio de la sociedad en favor de las personas que suscribiesen o asumiesen las nuevas acciones o participaciones. Debe destacarse, por lo demás, que este régimen general encuentra dos importantes matizaciones en relación con las sociedades cotizadas, que pretenden básicamente simplificar y agilizar las posibilidades de exclusión. Porque si en las sociedades cerradas la supresión de este derecho es una decisión que en términos generales comporta graves riesgos, por la posibilidad de que se produzca una alteración o dilución irreversible de las participaciones poseídas por los distintos socios, en las sociedades cotizadas, además de exigirse una mayor flexibilidad para poder ajustar los procesos de emisión de acciones a las exigencias económicas de los mercados de valores, los accionistas disponen en todo momento de la posibilidad de reconstruir o de incrementar su participación comprando en bolsa y, además, a un precio fijado objetivamente por el mercado. De esta forma, si con carácter general la decisión sobre la exclusión debe tomarse por la junta general, en las sociedades cotizadas ésta puede confiar a los administradores la facultad de suprimir el derecho de suscripción preferente en relación a los aumentos de capital que sean objeto de delegación ( art. 506LSC), al amparo de la figura –ya examinada– del «capital autorizado». Y además, en estas sociedades también se matiza la exigencia general de que las nuevas acciones se emitan por su valor «razonable» (aunque sólo cuando la exclusión se acuerde por la junta, no por los administradores), al permitirse la emisión de las nuevas acciones a cualquier precio, siempre que sea superior al que se conoce como «valor neto patrimonial» o valor contable de la acción ( art. 505.1LSC), entendiendo por tal el que arroje la contabilidad de la propia sociedad. La Ley trata de flexibilizar así el requisito relativo a la fijación del precio de las nuevas acciones, considerando que éste resulta indisociable de la finalidad del aumento de que se trate (financiación de la sociedad, ofrecimiento de las acciones a los empleados o a determinados inversores, etc.) y que se encuentra también condicionado por la existencia de un valor de cotización o de mercado que, lógicamente, predetermina y constriñe cualquier posibilidad práctica de ajustar el tipo de emisión (en términos prácticos, la sociedad deberá fijar el precio de las nuevas acciones por referencia al que tengan las antiguas en el mercado secundario).

III. LA REDUCCIÓN DEL CAPITAL

10. CONCEPTO, MODALIDADES Y FUNCIÓN ECONÓMICA La reducción de capital se presenta lógicamente como una operación de signo inverso al aumento, consistente en la rebaja o disminución de la cifra de capital que figure en los estatutos. Y al igual que ocurre con el aumento, esta reducción puede responder a distintas finalidades o razones de orden económico-financiero, que en esencia se reducen a dos. a) Hay ocasiones en que el capital suscrito o asumido resulta excesivo para las necesidades de la empresa social (v.gr., por un cambio de objeto o por el agotamiento de un negocio) y en las que puede resultar conveniente devolver a los socios una parte de las aportaciones realizadas. Suele hablarse entonces de reducción real o efectiva del capital, porque la rebaja de éste comporta una disminución correlativa del patrimonio de la sociedad. De ahí que en estos casos la reducción tenga como «finalidad» o función económica la devolución o restitución del valor de las aportaciones ( art. 317.1

LSC).

En la sociedad anónima, esta modalidad de reducción también puede articularse a través de la «condonación de la obligación de realizar las aportaciones pendientes» ( art. 317.1LSC), cuando la reducción implique, no una devolución de aportaciones, sino la condonación o liberación de la obligación de realizar aportaciones previamente comprometidas por los accionistas (en la sociedad limitada, en cambio, esta modalidad de reducción es incompatible con el principio de desembolso íntegro del capital que consagra el

art. 78LSC).

Además, también se traduce en una reducción efectiva del capital aquella que tenga por objeto la constitución o el incremento de reservas voluntarias; porque aun no verificándose en estos casos un desplazamiento patrimonial en favor de los socios, la conversión de capital en reservas implica alterar el régimen de disponibilidad de parte del patrimonio, que de estar afecto a la cobertura del capital pasaría a ser libremente distribuible entre los socios. b) Otras veces, sin embargo, la operación de reducción responde a motivos de saneamiento financiero, en los casos en que las

pérdidas padecidas por una sociedad sitúen su patrimonio neto por debajo de la cifra de capital. En estos casos de desbalance, puede ser conveniente rebajar el capital hasta una cifra que coincida con el valor del patrimonio neto, al objeto de enjugar las pérdidas acumuladas y de restablecer el «equilibrio entre el capital y el patrimonio neto de la sociedad disminuido por consecuencia de pérdidas» ( art. 317.1LSC). Se trata aquí de la denominada reducción de capital nominal o contable –o reducción por pérdidas–, pues carece de incidencia sobre el patrimonio de la sociedad y se limita a una simple operación contable, consistente en rebajar el importe de la cuenta de capital. También hay reducción meramente nominal cuando se reduce el capital con la finalidad de constituir o de incrementar la reserva legal; en este caso la reducción no implica restitución o liberación de aportaciones realizadas por los socios, ya que la reserva legal –a diferencia de las reservas voluntarias– se caracteriza legalmente por su naturaleza indisponible. La distinción entre estos dos tipos de reducción comporta –como veremos– significativas diferencias de régimen jurídico, fundamentalmente en lo que hace a los mecanismos de defensa de los acreedores sociales. Además, debe destacarse que junto a estas modalidades básicas de reducción de capital, que responden a circunstancias sobrevenidas e imprevistas con que se encuentra una sociedad, existen otras que en cierta forma se presentan como una consecuencia o efecto accesorio de algunas operaciones societarias de significado más complejo (v.gr., amortización de acciones rescatables por una sociedad anónima cotizada – art. 501LSC–, reducción de capital por amortización de acciones o de participaciones propias –

arts. 139,

141y

147LSC–,

reducción en caso de separación o exclusión de socios – 358LSC–, etc.).

art.

11. PROCEDIMIENTOS Y REQUISITOS Cualquiera que sea su finalidad, una reducción de capital puede articularse tanto a través de la amortización de acciones o participaciones como de la disminución del valor nominal de unas u otras. Porque siendo el capital social el producto de la suma de los valores nominales de las acciones o participaciones en que se

divida, la reducción de aquél puede efectuarse respetando el número de éstas y rebajando su valor nominal o, por el contrario, manteniendo éste y amortizando una parte de dichas acciones o participaciones. También cabe combinar ambos procedimientos cuando se acuerde la agrupación de acciones o participaciones para sustituirlas por otras que en conjunto tengan un valor nominal inferior al de las antiguas (

art. 317.2

LSC).

La facultad de una sociedad para optar por cualquiera de estos procedimientos de reducción se ve condicionada por el tipo de sociedad de que se trate y por la propia modalidad de la reducción. En efecto, en la sociedad limitada, la regla general es que cualquier reducción de capital que no afecte por igual a todas las participaciones (v.gr., por preverse sólo la amortización de algunas de ellas) únicamente es posible cuando medie el consentimiento individual de todos los socios ( art. 292LSC), evitándose así una posible desigualdad de trato entre éstos. Pero en la sociedad anónima, por el contrario, las reglas varían en función de la modalidad de reducción. De esta forma, los supuestos de reducción por pérdidas deben efectuarse necesariamente mediante reducción del valor nominal de las acciones ( art. 320LSC), con el fin de que todos los accionistas padezcan el menoscabo patrimonial sufrido por la sociedad en unos mismos términos. Pero los acuerdos de reducción de capital efectiva con reembolso a los accionistas que no afecten a todas las acciones por igual se condicionan, no a la aprobación individual, sino al acuerdo de la mayoría de los accionistas interesados ( art. 338.2LSC); bastaría, pues, el consentimiento mayoritario de los tenedores de las acciones afectadas para que la reducción pudiese recaer de forma desigual sobre las distintas acciones en que se divida el capital. En cuanto a los requisitos generales de la reducción de capital, cabe destacar: a) Los acuerdos de reducción, al implicar una alteración de la cifra de capital recogida en los estatutos, deben tomarse por la junta general (sin que exista aquí –a diferencia de lo previsto en la sociedad anónima para el aumento– posibilidad alguna de delegación en el órgano de administración), con los requisitos generales de la modificación de estatutos (

art. 318.1LSC).

b) Estos acuerdos, además, deben pronunciarse sobre los extremos sustanciales de la reducción acordada, precisando el importe de la reducción, la finalidad perseguida, el procedimiento escogido para efectuarla, y cualquier otra mención que resulte imprescindible para delimitar su contenido y naturaleza (

art. 318.2LSC).

c) En la sociedad anónima, además, los acuerdos de reducción – por su trascendencia para los acreedores sociales– quedan sometidos a un régimen especial de publicidad, debiendo publicarse en el Boletín Oficial del Registro Mercantil y en la página web de la sociedad o, en defecto de ésta, en un periódico de gran circulación en la provincia del domicilio social ( art. 319LSC). Al no distinguir la Ley, debe entenderse que este requisito es aplicable a cualquier modalidad de reducción del capital, incluyendo, por tanto, las que no afectan propiamente al patrimonio social. d) También se prevén unos requisitos especiales para el supuesto de que la reducción se articule mediante la adquisición de acciones o participaciones propias a efectos de su amortización ( art. 339LSC). Este régimen se aplica sólo cuando la sociedad formula una oferta a los socios para adquirir sus acciones o participaciones y amortizarlas, pero no en las demás hipótesis de reducción mediante amortización de acciones o participaciones que no vayan precedidas de dicho llamamiento (v.gr., amortización de acciones o participaciones propias poseídas por la sociedad en «autocartera»). La principal exigencia en este caso estriba en la necesidad de ofrecer la adquisición «a todos los socios» ( art. 338.1LSC), con el fin de preservar la igualdad de oportunidades de éstos y de evitar un posible trato discriminatorio. La sociedad debe dirigir a los socios una oferta de adquisición de sus acciones o participaciones (sometida en el caso de las sociedades cotizadas a la normativa sobre OPAs; v. art. 12 del RD 1066/2007) que, al margen de cumplir con un régimen especial de publicidad, ha de garantizar el debido prorrateo entre los socios cuando las acciones o participaciones ofrecidas excedan del número fijado por la sociedad (

art. 340LSC).

12. REDUCCIÓN DE CAPITAL CON RESTITUCIÓN DE APORTACIONES En cualquiera de las modalidades de reducción real o efectiva del capital se produce una disminución correlativa del patrimonio, susceptible de afectar negativamente a la garantía de los acreedores sociales. Porque al operar la cifra de capital –primera partida del pasivo– como factor de retención de bienes y elementos en el patrimonio, la reducción de aquélla permitirá a la sociedad disponer de unos bienes o activos que de otra forma contribuirían a reforzar la garantía de sus deudas frente a terceros. De ahí que la Ley instaure un régimen de protección de los acreedores sociales en relación con estas modalidades de reducción, aunque con significativas diferencias entre la sociedad anónima y la sociedad limitada. a) En la sociedad anónima, los riesgos potenciales de cualquier reducción de capital con devolución del valor de las aportaciones (incluyendo las que resulten de la amortización de acciones rescatables:

art. 501.3

LSC) se abordan con la atribución a

los acreedores sociales del llamado derecho de oposición ( art. 334LSC). A estos efectos, los acreedores ordinarios –no aquellos cuyos créditos se encuentren suficientemente garantizados, que lógicamente no se ven afectados por la disminución patrimonial– tienen el derecho a oponerse a la reducción en el plazo de un mes desde la publicación de los anuncios relativos a ella, mientras la sociedad no les garantice los créditos no vencidos. De ejercitarse esta oposición, la sociedad debe prestar garantía a satisfacción del acreedor o, en otro caso, notificarle la prestación de una fianza solidaria por la cuantía del crédito en favor de la sociedad y por parte de una entidad de crédito ( art. 337LSC). El derecho de oposición decae, pues, cuando el crédito de quien lo ejercita resulta garantizado (o satisfecho), momento en el cual la reducción podría llevarse a término. Debe destacarse, en todo caso, que la sociedad puede evitar el derecho de oposición de los acreedores, cuando se sirva de beneficios o de reservas disponibles para la restitución de aportaciones a los socios y constituya una reserva indisponible por el importe de la reducción de capital [art. 335. c)LSC]. Si los acreedores carecen entonces del derecho de oposición, es porque

bajo estas condiciones la reducción no puede producirles ningún perjuicio: de un lado, al exigirse que la sociedad se sirva de fondos libres, sobre los que ostenta por principio un derecho de disposición y reparto, se evita que la operación pueda suponer una merma de los recursos afectos a la cobertura del capital; y, de otro lado, la constitución de una reserva indisponible por un importe equivalente al de la propia reducción permite garantizar la permanencia en el pasivo de la cifra de retención del patrimonio social que existía en el momento en que los acreedores adquirieron sus derechos (pues esta reserva compensa o anula la disminución experimentada por el capital). b) En la sociedad limitada, por el contrario, el sistema legal de tutela de los acreedores en los supuestos de reducción de capital por restitución del valor de las aportaciones es más complejo, al preverse al tiempo un régimen de protección legal y otro de protección voluntario, que puede ser adoptado por cualquier sociedad a través de una previsión estatutaria expresa. El régimen de protección legal se traduce en la imposición de una responsabilidad personal a los socios a quienes se hubiera restituido la totalidad o una parte del valor de sus aportaciones por las deudas sociales anteriores a la reducción ( art. 331LSC). Esta responsabilidad patrimonial de los socios, que tiene como límite la cantidad que hayan percibido en concepto de restitución de aportaciones y que prescribe a los cinco años, se adiciona lógicamente a la responsabilidad de la propia sociedad, que al fin y al cabo es la titular de las deudas y que por ello quedaría sujeta a la acción de regreso que –en el ámbito de las relaciones internas– pudiese ejercitar el socio que se viese obligado a pagar al acreedor. Por lo demás, y de forma similar a lo previsto para la sociedad anónima, una sociedad limitada puede también excluir este peculiar régimen de protección legal si al acordar la reducción dota voluntariamente una reserva con cargo a beneficios o reservas libres por un importe equivalente al de las aportaciones restituidas a los socios ( art. 332.1LSC). Sin embargo, así como en la sociedad anónima la reserva equivalente queda sujeta de forma permanente al régimen de indisponibilidad que caracteriza al capital social [art. 335. c)LSC], en la sociedad limitada el carácter indisponible de esta reserva se establece por un plazo máximo de 5 años, que se reduciría incluso si con anterioridad fuesen satisfechas

todas las deudas sociales existentes en la fecha de oponibilidad de la reducción (

art. 332.2LSC).

Pero junto a este sistema legal de tutela de los acreedores, se permite también que los estatutos de una sociedad se decanten por un régimen distinto de carácter voluntario ( art. 333LSC), que en esencia viene a coincidir con el derecho de oposición que de forma general rige en la sociedad anónima (al margen de algunas diferencias menores, como la obligación de notificar personalmente la reducción a los acreedores o el plazo de ejercicio del derecho de oposición, que en este caso se establece en tres meses). Aunque la Ley no lo aclare, debe entenderse que este sistema de protección – de establecerse estatutariamente– no tiene un carácter complementario o cumulativo respecto del régimen de protección legal, sino alternativo o sustitutivo, en el sentido de excluirlo. La introducción de este derecho de oposición por vía estatutaria sirve así para desactivar el régimen más severo de responsabilidad personal de los socios por las cantidades que sean objeto de restitución, que tiene en consecuencia un carácter meramente dispositivo. 13. REDUCCIÓN DE CAPITAL POR PÉRDIDAS Se trata aquí de los supuestos que tienden a equilibrar la cifra del capital social con el valor del patrimonio neto reducido por consecuencia de pérdidas (o en su caso a la constitución o incremento de la reserva legal), y en los que, por tanto, no se verifica restitución de aportaciones a los socios ni alteración del régimen de disponibilidad de parte del activo social. La reducción se traduce entonces en una operación contable (rebaja de la cifra estatutaria del capital en el primer caso, acompañada en el segundo del incremento correlativo de la partida de la reserva legal), que no afecta como tal a la situación patrimonial de la sociedad. Es precisamente la falta de incidencia de esta modalidad de reducción sobre el patrimonio de la sociedad lo que explica que en este caso no resulten aplicables los mecanismos de protección de acreedores previstos para las hipótesis de reducción real o efectiva [art. 331.1 y 335. a) LSC], al no verificarse ningún acto de disposición patrimonial que pudiese afectar negativamente a la garantía de pago de las deudas sociales.

Dadas las especiales características de esta modalidad de reducción, la Ley la somete a ciertos requisitos que básicamente tratan de garantizar el respeto de su auténtica finalidad y significado legal. Así, de un lado, se prohíbe la posibilidad de realizar una reducción nominal del capital cuando la sociedad disponga de cualquier clase de reservas ( art. 322LSC), pues en este caso las pérdidas sociales deberían enjugarse previamente con cargo a esas reservas y sin necesidad de alterar la cifra de capital. Y, de otro lado, con el fin de garantizar la realidad de las pérdidas que dan lugar a la operación de reducción, se exige que ésta se realice sobre la base de un balance –el de ejercicio o uno de situación– que debe ser verificado por un auditor de cuentas y aprobado por la junta general (

art. 323LSC).

Por lo demás, aunque cualquier sociedad puede adoptar voluntariamente un acuerdo de reducción del capital por pérdidas, en la sociedad anónima esta reducción tiene carácter forzoso u obligatorio cuando las pérdidas hayan disminuido el patrimonio neto por debajo de las dos terceras partes de la cifra del capital social y transcurra un ejercicio social sin haberse recuperado el patrimonio neto ( art. 327LSC). De esta forma, la Ley trata de evitar que las sociedades con pérdidas acumuladas puedan mantener cifras de capital carentes de una suficiente cobertura patrimonial, que en el límite podrían inducir a error a los acreedores en cuanto a la solvencia de la sociedad (el RDL 10/2008 permitió con una vigencia temporal inicial de dos años -que fueron siendo prorrogados hasta los ejercicios sociales cerrados en el 2014- no computar las «pérdidas por deterioro» a los efectos -entre otros- de esta obligación de reducción por pérdidas, como medida temporal destinada a hacer frente a las pérdidas de valor experimentadas por muchas sociedades en numerosos activos -como los inmobiliariospor causa de la crisis económica). Pero en la sociedad limitada, sin embargo, falta cualquier obligación equivalente, por lo que la reducción por pérdidas resultará, por principio, de una decisión voluntaria de la sociedad y vendrá motivada por motivos libremente apreciados de saneamiento financiero. 15. REDUCCIÓN Y AUMENTO DE CAPITAL SIMULTÁNEOS Una sociedad no puede adoptar un acuerdo de reducción que sitúe su capital por debajo de la cifra mínima legal, a no ser que acuerde

de forma simultánea la transformación de la sociedad o el aumento del capital hasta una cantidad igual o superior a dicha cifra mínima ( art. 343.1

LSC).

La hipótesis de reducción y de aumento de capital simultáneos, que se conoce en la práctica como «operación acordeón», atiende generalmente a un propósito de saneamiento financiero y de reintegración del capital. De esta forma, a través de la reducción la sociedad restablece el equilibrio entre el capital y el valor del patrimonio neto (en el límite, reduciendo el capital a cero) y enjuga las pérdidas acumuladas, mientras que con el aumento recaba nuevas aportaciones y reconstruye con ellas su patrimonio neto. Pero la «operación acordeón» podría emplearse también en cualquier otro supuesto en que una sociedad se vea obligada a reducir su capital por debajo del mínimo legal (v.gr., como consecuencia de la exclusión o separación de socios) o, incluso, en hipótesis de reducción efectiva, si, por ejemplo, se amortizan las acciones o participaciones de un socio que quiera desligarse de la sociedad y se compensa esta reducción con un aumento para allegar nuevas aportaciones. En cualquiera de estos supuestos, la reducción del capital por debajo del mínimo legal puede ir acompañada, no de un aumento simultáneo, sino de la transformación de la sociedad, cuando ésta acuerde adoptar una nueva forma societaria que no requiera ninguna cifra mínima de capital (v.gr., sociedad colectiva o comanditaria) o –lo que será más frecuente– que lo exija, pero por un importe inferior (por ej., sociedad anónima que por causa de pérdidas se ve obligada a reducir su cifra de capital por debajo del mínimo legal y que opta por transformarse en sociedad de responsabilidad limitada). En cualquier caso, debe tenerse presente que esta reducción de capital y el aumento o la transformación simultáneos no integran propiamente dos operaciones distintas, que se sucedan en el tiempo, sino un todo unitario e indisoluble, en el que ambos acuerdos aparecen recíprocamente vinculados y enlazados. Así se encarga de subrayarlo la Ley, que condiciona la eficacia del acuerdo de reducción a la ejecución del acuerdo de aumento del capital ( art. 344LSC), y que obliga a inscribir simultáneamente en el Registro Mercantil el acuerdo de reducción de capital y el acuerdo de transformación o de aumento, así como, en este último

caso, su ejecución ( art. 345LSC). Y es que la cifra de capital mínimo debe respetarse a lo largo de toda la vida de la sociedad, lo que explica que no pueda darse eficacia a un acuerdo de reducción del capital por debajo de dicha cifra si no se acredita al tiempo la ejecución de un acuerdo simultáneo de aumento o la decisión de adoptar una forma social distinta. Además, en los supuestos en que la reducción del capital a cero o por debajo de la cifra mínima legal se integre con un aumento simultáneo del capital, es necesario mantener el derecho de preferencia de los socios para la suscripción o asunción de las nuevas acciones o participaciones ( art. 343.2LSC); se evita así que esta operación pueda emplearse para alterar la composición personal de la sociedad, al garantizarse el derecho de los socios a concurrir al aumento y a mantener invariada su cuota de participación en el nuevo capital reconstruido (en caso contrario, de reducirse el capital a cero y suscribirse las nuevas acciones o participaciones por un tercero, los antiguos socios quedarían excluidos de la sociedad). IV. SEPARACIÓN Y EXCLUSIÓN DE SOCIOS

15. CAUSAS LEGALES DE SEPARACIÓN EN LAS SOCIEDADES ANÓNIMA Y LIMITADA Tanto en la sociedad anónima como limitada existen determinados acuerdos de modificación de estatutos que comportan el derecho de los socios que no hayan votado a favor de los mismos a separarse de la sociedad. No se trata aquí del derecho a «separarse» mediante la transmisión de las propias acciones o participaciones, derecho del que en principio se disfruta en cualquier caso, sino del derecho a obtener de la sociedad el reembolso o liquidación del contenido patrimonial de la propia participación. El ejercicio de este derecho trae consigo la disolución del vínculo jurídico societario del socio que se separa, a la vez que obliga por regla a la sociedad a reducir su cifra de capital en la medida correspondiente (aunque la Ley permite obviar esta reducción del capital cuando la junta general acuerde adquirir las acciones o participaciones del socio afectado: art. 358LSC). El derecho de separación opera así como una corrección del principio mayoritario, pues la posibilidad de la junta general de adoptar cualquier acuerdo por mayoría se ve

contrapesada por el derecho de los socios disconformes a abandonar la sociedad. Entre las causas legales de separación, existen algunas que son comunes a la sociedad anónima y a la sociedad limitada: a) La «sustitución o modificación sustancial del objeto social» [art. 346.1. a)LSC], que, al suponer un cambio en cuanto a las actividades a desarrollar por la sociedad, puede afectar profundamente a las bases que tuvieron presentes los socios para ingresar en la misma. Se incluye aquí, no cualquier modificación del objeto social estatutariamente previsto (adición de nuevas actividades, por ej.), sino el cambio de éste por otro nuevo y distinto o, en su caso, la alteración «sustancial» del mismo, cuando se vean afectadas las actividades principales o dominantes de la sociedad. b) La «prórroga de la sociedad» [art. 346.1. b)LSC]. Como veremos al tratar de la disolución de las sociedades, la prórroga es el acuerdo tomado por una sociedad para prolongar el término o plazo de duración por el que se constituyó. c) La «reactivación de la sociedad» [arts. 346.1. c) y 370.3 LSC]. Como también veremos, la reactivación tiene lugar cuando una sociedad disuelta opta por remover la causa de disolución para continuar desarrollando su actividad. Junto a la prórroga, ambas decisiones implican modificar un extremo importante de la vida de la sociedad y pueden frustrar legítimas expectativas de los socios disconformes, algo que justifica que la Ley les atribuya el derecho de separación. d) La «creación, modificación o extinción anticipada de la obligación de realizar prestaciones accesorias, salvo disposición contraria de los estatutos» [art. 346.1. d)LSC]. También en este caso los términos legales parecen dar a entender que el derecho de separación opera en relación a cualquier modificación estatutaria que afecte a dichos extremos, incluso cuando ésta no implique ningún perjuicio para la sociedad ni para el socio que pretenda separarse. Quizás por ello esta causa legal no tenga un carácter inderogable, al prever la Ley expresamente la posibilidad de que los estatutos la supriman total o parcialmente. También se concibe como causa común de separación –según vimos– el hecho de que una sociedad, a partir del quinto ejercicio social a contar desde su constitución, no acuerde repartir un

dividendo mínimo de al menos un tercio de los beneficios del ejercicio anterior que sean legalmente repartibles (art. 348 bisLSC, que sin embargo tiene su vigencia suspendida hasta el 31 de diciembre de 2016 por la disposición transitoria de la LSC). El legislador busca así dotar de efectividad al derecho de los socios a participar en el reparto de las ganancias sociales [art. 93. a)LSC], facultando a los socios minoritarios para separarse cuando la junta general que resuelva sobre la aplicación del resultado decida destinar todos o la mayor parte de los beneficios sociales a fines distintos de la distribución de dividendos. Pero esta causa de separación no opera en las sociedades cotizadas (art. 348 bis.3 LSC), seguramente porque en estos casos el accionista disconforme con la política de dividendos de la sociedad dispone siempre de la facultad de liquidar su inversión y de «separarse» de aquélla mediante la venta de sus acciones en el mercado. Hay además otras causas legales de separación específicas de la sociedad limitada, como es el caso en particular de la «modificación del régimen de transmisión de las participaciones sociales» ( art. 346.2LSC). Aunque es evidente que las modificaciones de este régimen pueden tener muy distinto alcance y trascendencia, los términos en que se expresa el legislador permiten entender que el derecho de separación se activa con cualquier modificación estatutaria que afecte a dicho régimen, con independencia de su verdadera relevancia objetiva y de su sentido. En lo que hace a la forma de ejercicio del derecho de separación, debe destacarse que éste corresponde a los socios «que no hubieran votado a favor» del acuerdo, quienes deben ejercitarlo en el plazo de un mes desde la publicación del acuerdo en el Boletín Oficial del Registro Mercantil o –en el caso específico de la sociedad limitada– de la comunicación que les dirija el órgano de administración (

art. 348LSC).

Estas causas legales de separación deben completarse con las que prevé para todas las sociedades mercantiles la Ley sobre modificaciones estructurales de las sociedades mercantiles. Como veremos más adelante, el derecho de separación se reconoce a los socios disconformes en los supuestos de transformación de la sociedad (art. 15.1 LME), de fusión transfronteriza intracomunitaria cuando la sociedad resultante tenga su domicilio en otro Estado miembro distinto del español (art. 62 LME) o de traslado del

domicilio social al extranjero (art. 99 LME). Y al margen de estos supuestos generales, existen otros –aunque análogos– que son específicos de los procedimientos de constitución de una sociedad anónima europea (

arts. 461,

468y

473LSC).

16. CAUSAS ESTATUTARIAS DE SEPARACIÓN Tanto en la sociedad anónima como en la limitada, junto a las causas legales se permite expresamente que los estatutos puedan establecer «otras causas de separación» distintas o adicionales ( art. 347.1 LSC). Los estatutos podrían así reconocer este derecho en caso de adopción de cualquier modificación estatutaria distinta de las previstas en la Ley. Pero, además, debe admitirse la posibilidad de vincular el derecho de separación a la adopción de cualquier otro acuerdo social e incluso a la producción de determinados hechos que se consideren relevantes para la vida social y la posición de los distintos socios (como podría ser, por ej., la adquisición por cualquier socio de una posición mayoritaria en el capital social), al no exigirse que la causa determinante de la separación tenga que ser necesariamente un acuerdo social. En todos estos casos, los estatutos deben determinar el modo de acreditar la existencia de la causa (exigencia que adquiere una especial importancia cuando ésta no se vincule propiamente a la adopción de un acuerdo), así como la forma de ejercitar el derecho de separación y el plazo de ejercicio. Además, la incorporación, modificación o supresión de cualquier causa estatutaria de separación exige, junto a los requisitos generales de cualquier modificación estatutaria, el consentimiento de todos los socios ( art. 347.2LSC). 17. LA EXCLUSIÓN DE SOCIOS Junto al derecho de separación, que es un instrumento de defensa de los socios minoritarios, la Ley regula también la figura de la exclusión de socios, que opera básicamente como un mecanismo de protección del interés de la mayoría frente a la conducta de determinados socios que incumplan las obligaciones derivadas de su pertenencia a la sociedad. Al igual que con el derecho de separación, existen unas causas legales de exclusión que, en su caso, podrían completarse con la previsión de otras causas

estatutarias. Mientras que las primeras son de aplicación exclusiva a las sociedades de responsabilidad limitada, la posibilidad de incorporar a los estatutos supuestos concretos de exclusión se reconoce con carácter general para todas las sociedades de capital. Las causas legales, que aparentemente se configuran en términos imperativos e inderogables y que sólo operan respecto de las sociedades limitadas, son tres: a) el incumplimiento de la obligación de realizar prestaciones accesorias; b) la violación de la prohibición de competencia por el socio-administrador, cuando el administrador que contravenga la prohibición de competencia sea al tiempo socio de la sociedad afectada; y c) la condena a un socio-administrador a indemnizar daños y perjuicios a la sociedad, de acuerdo con el régimen de responsabilidad a que están sujetos los administradores en el desempeño del cargo (

art. 350

LSC).

Pero junto a estas causas legales, tanto en la sociedad limitada como en la anónima se permite que los estatutos puedan prever otras causas de exclusión de socios, siempre que se determinen «concreta y precisamente» ( art. 207.1 RRM). La única exigencia a este respecto consiste en la necesidad de obtener el consentimiento de todos los socios para la previsión de nuevas causas o la modificación –o supresión– de las existentes ( art. 351LSC); se garantiza así, lógicamente, que los socios no vean alterada por una decisión mayoritaria la disciplina sobre exclusión de socios que tuvieron presente al ingresar en la sociedad. Por lo demás, y con el fin de salvaguardar los derechos de los socios excluidos, merece destacarse que la exclusión –tanto si se deriva de una causa legal como estatutaria– debe decidirse en todo caso mediante acuerdo de la junta general, que en determinados supuestos debe incluso ir acompañado de una resolución judicial firme (v.

art. 352LSC).

18. ASPECTOS COMUNES DEL RÉGIMEN DE SEPARACIÓN Y EXCLUSIÓN DE SOCIOS Al margen de su distinto significado, el hecho de que tanto la separación como la exclusión de socios impliquen por principio la liquidación de las acciones o participaciones del socio afectado

hace que ambas figuras queden sujetas a una disciplina común a este respecto. A) Desde el punto de vista de la valoración de las acciones o participaciones del socio separado o excluido, deberán reembolsarse antes que nada por el valor que éste pueda convenir con la sociedad; pero, a falta de acuerdo, será un auditor de cuentas –distinto del auditor de la sociedad y designado por el Registro Mercantil– quien determine el valor «razonable» de las acciones o participaciones (

art. 352

LSC).

B) En el sistema legal, la separación o exclusión de un socio se traduce generalmente en la amortización de sus acciones o participaciones y, por consiguiente, en la reducción de capital por el valor nominal de éstas. Así, la regla es que, una vez efectuado el reembolso de las acciones o participaciones del socio separado o excluido, los administradores pueden otorgar escritura pública de reducción de capital, «sin necesidad de acuerdo específico de la junta general» ( art. 358.1LSC). Sin embargo, es posible también que la junta general autorice la adquisición por la sociedad de las acciones o participaciones de los socios afectados, en cuyo caso no se verificaría una reducción de capital (

art. 359LSC).

C) Por último, dado que el reembolso de las acciones o participaciones de los socios separados o excluidos implica una restitución de aportaciones y, por consiguiente, una disminución patrimonial de la sociedad, la Ley se ha preocupado también por extender a estas hipótesis los instrumentos de protección de los acreedores sociales que son propios de la reducción efectiva del capital. De esta forma, cuando los acreedores de la sociedad tuvieran derecho de oposición, el reembolso sólo puede efectuarse una vez transcurrido éste (

art. 356.3LSC).

Lección 26

Las modificaciones estructurales de las sociedades Sumario: • •









I. Consideración general II. La transformación o 1. Concepto y significado o 2. Supuestos de transformación o 3. Procedimiento y requisitos de la transformación o 4. Los efectos de la transformación III. La fusión o 5. Concepto, modalidades y régimen legal o 6. Presupuestos y efectos legales de la fusión o 7. El procedimiento de fusión o 8. El proyecto de fusión o 9. El informe de los expertos o 10. El balance de fusión o 11. Los acuerdos de fusión o 12. La ejecución de la fusión. El derecho de oposición de los acreedores o 13. Impugnación y nulidad de la fusión o 14. Las fusiones transfronterizas intracomunitarias IV. La escisión o 15. Concepto y modalidades o 16. Presupuestos o 17. El procedimiento de escisión o 18. La ejecución de la escisión. La tutela de los acreedores V. La cesión global de activo y pasivo o 19. Concepto y significado o 20. Procedimiento VI. El traslado internacional del domicilio social

I. CONSIDERACIÓN GENERAL

Por modificaciones estructurales se entienden ciertas decisiones u operaciones de reestructuración que comportan una alteración sustancial del contrato de sociedad, por afectar a la organización patrimonial o personal de ésta. A diferencia de las modificaciones

de estatutos, que limitan sus efectos al marco estatutario por el que se rige una sociedad pero sin afectar propiamente a su identidad o naturaleza, las modificaciones estructurales de las sociedades se caracterizan por suponer un cambio en la estructura de éstas y, por extensión, en la posición jurídica –patrimonial y administrativa– de los socios. De estas operaciones se ocupa la Ley 3/2009, de 3 de abril, sobre Modificaciones Estructurales de las Sociedades Mercantiles, que ofrece –por vez primera en nuestro ordenamiento– un tratamiento unitario y orgánico de la figura aplicable al conjunto de las sociedades mercantiles (art. 2). En concreto, la Ley incluye dentro de esta categoría a la transformación, la fusión, la escisión y la cesión global de activo y pasivo, aunque se ocupa también –por sus relevantes efectos sobre el régimen jurídico aplicable a la sociedad– del traslado internacional del domicilio social (art. 1). Se trata de un conjunto heterogéneo de supuestos cuya regulación conjunta se justifica por su incidencia sobre los elementos estructurales de las sociedades, pues ello determina que susciten cuestiones similares en materia de procedimiento y de protección de socios y acreedores. II. LA TRANSFORMACIÓN

1. CONCEPTO Y SIGNIFICADO En virtud de la transformación, una sociedad cambia de forma o tipo legal (v.gr., una sociedad colectiva se transforma en anónima, una sociedad anónima se transforma en limitada, etc.), aunque conservando su misma identidad o personalidad jurídica (art. 1 LME). Supone el abandono por una sociedad de su anterior forma jurídica para adoptar un tipo social distinto, que a partir de entonces será el que rija su estructura y funcionamiento. Y aunque formalmente la transformación se circunscriba a un simple cambio de forma, ésta determina en muchos extremos la organización de poderes de la sociedad y la naturaleza de sus relaciones con los socios y con los terceros, lo que justifica su consideración normativa como modificación estructural. Así entendida, la transformación se justifica normalmente por el ánimo de acogerse a un marco societario que resulte más ventajoso para los socios o que se ajuste mejor a las exigencias de la actividad o de la vida social. En atención a las disparidades estructurales existentes entre los diversos tipos societarios y a las

diferencias que de ello resultan en cuestiones como la organización o las reglas internas de funcionamiento, una sociedad puede optar voluntariamente por cambiar de forma para adaptarse a nuevas circunstancias de la empresa o para adoptar una estructura organizativa que satisfaga más adecuadamente los intereses de los socios. En algunas ocasiones, sin embargo, la transformación viene impuesta por el legislador –aunque ello no exima de la necesidad de adoptar el correspondiente acuerdo social de transformación–, con el fin de evitar que puedan mantener una determinada forma social las sociedades que pierdan alguno de sus elementos definitorios (v.gr., sociedad anónima o limitada que reduce su capital a cero o por debajo del mínimo legal sin realizar un aumento simultáneo –

art. 343.1

LSC–).

2. SUPUESTOS DE TRANSFORMACIÓN Históricamente, la transformación sólo se permitía cuando el tránsito se producía entre sociedades de una misma naturaleza (civiles o mercantiles); a este modelo respondía por ejemplo la Ley de Sociedades Anónimas, que limitaba las posibilidades de transformación de este tipo social a las otras formas clásicas de sociedades mercantiles (colectiva, comanditaria y de responsabilidad limitada). Pero la Ley de Modificaciones Estructurales, de acuerdo con la tendencia que ya marcó la Ley de Sociedades de Responsabilidad Limitada, amplía notablemente los distintos supuestos de transformación, en el sentido de permitirla incluso cuando se vean involucrados tipos de distinta naturaleza. De esta forma, las sociedades mercantiles pueden transformarse en cualquier otro tipo de sociedad mercantil (art. 4.1 LME), así como en agrupación de interés económico (art. 4.2 LME, que prevé también la transformación de signo inverso). Pero además, se permiten también los procesos de transformación en ambos sentidos entre las sociedades mercantiles y las sociedades cooperativas (arts. 4.5 y 7 LME), de la misma forma que se reconoce la posible transformación de las sociedades civiles en cualquier tipo de sociedad mercantil (art. 4.3 LME, que parece excluir en cambio –al no contemplarlo– el proceso contrario de transformación de sociedades mercantiles en sociedades civiles). Y a estos supuestos se añaden los de transformación de sociedad anónima en sociedad anónima europea y viceversa, que en todo caso quedan sometidos a su normativa específica (art. 6 LME).

Bajo esta admisión de las transformaciones heterogéneas o mixtas subyace la tendencia a desdibujar los elementos causales que tradicionalmente han informado el sistema de ordenación de los tipos societarios y a convertir a éstos en técnicas neutras de organización predispuestas por el legislador para el ejercicio de actividades económicas, que prácticamente pueden escogerse y descartarse por motivos de oportunidad o conveniencia. 3. PROCEDIMIENTO Y REQUISITOS DE LA TRANSFORMACIÓN Con carácter general, la transformación exige seguir un procedimiento corporativo que combina las reglas del tipo social que se abandona, que son las que determinan el proceso de aprobación del acuerdo de transformación, con las del nuevo tipo social que se adopta, por la necesidad de garantizar el cumplimiento de los requisitos de constitución de este último. La Ley de Modificaciones Estructurales establece a estos efectos un procedimiento que se aplica con carácter general a todas las sociedades mercantiles, aunque el mismo habrá de completarse con lo que resulte del régimen específico de cada tipo social. A) La transformación exige antes que nada el acuerdo de la junta de socios (art. 8 LME), que deberá adoptarse con los requisitos y formalidades del tipo de sociedad que se transforma (art. 10.1 LME). Por ejemplo, en la sociedad anónima el acuerdo de transformación debe adoptarse por la junta general con los requisitos –de quórum o mayorías– de la modificación de estatutos ( art. 194 LSC), mientras que en la sociedad de responsabilidad limitada se exige una mayoría reforzada –más elevada a la exigida para las modificaciones estatutarias– de dos tercios del total de los votos [art. 199. b)LSC]. Los socios disfrutan de un derecho de información reforzado en relación con la adopción del acuerdo, con el fin de que puedan formarse un juicio fundado sobre la oportunidad y conveniencia de la transformación. Se exige así que los administradores elaboren un informe explicando y justificando los aspectos jurídicos y económicos de la transformación; y este informe, junto a un balance de la sociedad a transformar y al proyecto de estatutos de la nueva sociedad, deben ponerse a disposición de los socios a partir de la convocatoria de la junta (art. 9.1 LME). Estos requisitos sólo decaen cuando el acuerdo de transformación se adopte en junta universal y por unanimidad (art. 9.3 LME), pues esta doble exigencia garantiza

mejor que cualquier otra la corrección del proceso de formación de la voluntad social. El acuerdo de transformación deberá incluir –entre otros extremos– las menciones exigidas para la constitución de la sociedad cuyo tipo se adopte (art. 10.2 LME). Además, cuando en conexión con la transformación se adopten otras modificaciones estatutarias que no vengan propiamente exigidas por ésta (v.gr., sustitución del objeto, cambio de domicilio o modificación del capital), deberán cumplirse también los requisitos específicos de las mismas, conforme a la normativa aplicable al nuevo tipo social (art. 17.2 LME). B) El hecho de que la transformación se apruebe por acuerdo mayoritario y no requiera el consentimiento individual de los socios se compensa con la atribución a éstos de un derecho de separación (art. 15.1 LME). Este derecho se reconoce en cualquier hipótesis de transformación, con independencia de cuales sean los tipos sociales involucrados y, por tanto, de su mayor o menor afinidad estructural. Aunque no todos los supuestos de transformación inciden por igual sobre la posición de los socios (no es lo mismo, por ej.. que una sociedad anónima se transforme en limitada o en colectiva, por el distinto régimen de responsabilidad de los socios por las deudas sociales), el legislador ha considerado sin duda que la modificación de la forma jurídica de la sociedad ofrece la suficiente relevancia estructural como para justificar en todo caso la atribución del derecho de separación a los socios que no la aprueben. El derecho de separación se atribuye a los «socios que no hubieran votado a favor del acuerdo» (art. 15.1 LME), quienes deberán ejercitarlo de acuerdo con el régimen previsto para las sociedades de responsabilidad limitada ( art. 346 y ss. LSC). Es necesario por tanto que el derecho de separación sea ejercitado activamente por los socios, pues de no hacerlo seguirán perteneciendo a la sociedad transformada. Pero esta regla se invierte en el caso de los socios que hubieran de asumir una responsabilidad personal por las deudas sociales por efecto de la transformación (v.gr., en caso de transformación de una sociedad anónima o limitada en colectiva); y es que en este supuesto el derecho de separación se activa de forma pasiva, pues los socios que no hayan votado a favor del acuerdo quedarán automáticamente separados a menos que se adhieran expresamente al mismo (art. 15.2 LME). En cualquiera de estos casos, la sociedad deberá por regla –como vimos– liquidar la

participación de los socios que se separen y reducir el capital en la medida correspondiente. C) Una vez adoptado, el acuerdo de transformación queda sometido a un régimen específico de publicidad (art. 14 LME), con el fin de que los socios y demás interesados puedan ejercitar las medidas de tutela que les corresponden. Posteriormente la transformación debe hacerse constar en escritura pública, que habrá de contener la relación de socios que hubieran hecho uso del derecho de separación y el capital que representen, las acciones o participaciones que se atribuyan a cada socio en la sociedad transformada, así como las menciones exigidas para la constitución de la sociedad resultante, con el evidente propósito de evitar que a través de la transformación puedan eludirse los requisitos para la creación de esta última (art. 18.2 LME). Esta misma finalidad explica que se exija incorporar a la escritura de transformación el informe de los expertos independientes sobre el patrimonio social no dinerario, cuando así lo exijan las normas de constitución del nuevo tipo social (v.gr., sociedad limitada que se transforma en sociedad anónima). Y una vez otorgada, la escritura pública debe presentarse a inscripción en el Registro Mercantil, momento en que concluye el proceso de transformación. En clara analogía con el régimen de constitución de la sociedad, la inscripción tiene efectos constitutivos (art. 19 LME), por lo que sólo a partir de ese momento adquirirá plena eficacia el cambio de forma jurídica. 4. LOS EFECTOS DE LA TRANSFORMACIÓN Los principales efectos jurídicos de la transformación pueden sintetizarse como sigue: A) Continuidad de la personalidad jurídica. La transformación no supone la extinción de una sociedad y la subsiguiente constitución de otra, sino un simple cambio de forma jurídica que no afecta – como vimos– ni a la identidad ni a la personalidad jurídica de la sociedad transformada (art. 3 LME). En consecuencia, al seguir subsistiendo la misma sociedad aunque bajo una nueva forma, la transformación no implica ningún tipo de cambio en las relaciones jurídicas de aquélla, por lo que no se exige el consentimiento de los acreedores por sustitución del deudor. Evidentemente, esta continuidad de la personalidad no se produce si una sociedad acuerda, no la transformación, sino la disolución y la posterior constitución de una nueva sociedad de distinta forma.

Pero en esta hipótesis no hay propiamente transformación ni cambio de forma, sino dos operaciones sucesivas de disolución y de constitución de nueva sociedad que habrían de regirse, es claro, por su normativa específica. B) Invariabilidad de la participación social. Para evitar que el cambio de forma pueda alterar la posición jurídica de los socios dentro de la sociedad, la transformación exige preservar la equivalencia o invariabilidad de la respectiva proporción con que cada uno de ellos participe en el capital. De ahí que el acuerdo de transformación no pueda modificar la participación social de los socios, salvo que sea con el consentimiento de todos los que permanezcan en la sociedad (art. 12.1 LME). Los socios, pues, deberán recibir en la nueva forma social acciones, participaciones o cuotas de forma rigurosamente proporcional a las que poseían con anterioridad a la transformación. Es éste un principio consustancial al significado mismo de la transformación, que rige cualquiera que sea la amplitud de la transformación y las modificaciones que comporte en el contrato social. C) Responsabilidad de los socios por las deudas sociales. La Ley se ocupa también de los efectos de la transformación sobre la responsabilidad de los socios por las deudas sociales, cuando aquélla involucre a formas sociales que tengan regímenes diversos en este terreno. Así, cuando en virtud de la transformación los socios pasen a responder de forma personal e ilimitada por las deudas sociales (si, por ej., una sociedad anónima o limitada se transforma en colectiva o en agrupación de interés económico), la regla es que esta responsabilidad alcanza no sólo a las deudas que surjan con posterioridad a la transformación, sino también a las anteriores (art. 21.1 LME); de esta forma se busca proteger a los acreedores sociales anteriores a la transformación, que pierden las garantías ofrecidas por la disciplina del capital que es propia de las sociedades capitalistas, pero que a cambio se benefician del nuevo régimen de responsabilidad de los socios. Y en los procesos de transformación de signo inverso (por ej., sociedad colectiva o comanditaria que se transforma en anónima o limitada), los socios que respondían personalmente de las deudas sociales siguen respondiendo por aquellas que sean anteriores a la transformación, salvo que ésta sea consentida expresamente por los acreedores sociales y durante un plazo de cinco años (art. 21.2 LME); también de este modo se protege a quienes contrataron con la sociedad

antes de la transformación, que pudieron hacerlo contando con la responsabilidad personal de los socios. III. LA FUSIÓN

5. CONCEPTO, MODALIDADES Y RÉGIMEN LEGAL En una aproximación económica, la fusión no es sino una manifestación del fenómeno de concentración de empresas, que permite a éstas combinar e integrar sus actividades con el fin de alcanzar una mayor dimensión y de adaptarse a las exigencias cambiantes del mercado. Pero en su concepción legal, la fusión es una operación jurídica que, afectando a dos o más sociedades, comporta la extinción de todas o de algunas de ellas y la integración de sus respectivos socios y patrimonios en una sola sociedad, que puede ser tanto una de las sociedades afectadas como una sociedad de nueva creación (art. 22 LME). De aquí se infiere ya la existencia de dos modalidades o procedimientos de fusión: la fusión por creación de nueva sociedad, cuando dos o más sociedades se fusionan en una sociedad nueva (art. 23.1 LME), y la fusión por absorción, cuando una sociedad existente absorbe a una o más sociedades (art. 23.2 LME). Pero la diferencia entre estos dos procedimientos es puramente externa y formal, pues en ambos casos se produce el mismo fenómeno jurídico de unificación de patrimonios, de socios y de relaciones jurídicas que es propio de la fusión. Así entendida, debe destacarse que la Ley de Modificaciones Estructurales establece una disciplina general de la fusión, que resulta aplicable –como la Ley en su conjunto (art. 2)– a todas las sociedades mercantiles. Esta Ley, además, vino también a disciplinar por vez primera en nuestro ordenamiento las fusiones transfronterizas intracomunitarias, entendiendo por tales las que involucren a una o más sociedades españolas con otra u otras sociedades del Espacio Económico Europeo, trasponiendo la correspondiente normativa comunitaria. El régimen de la Ley en materia de fusión habrá de completarse con las reglas propias de las formas societarias que se vean afectadas, que serán por ejemplo las que presidan el proceso de formación de la voluntad social de fusionarse. Además, existen también reglas aplicables a la constitución de una sociedad anónima europea mediante fusión ( art. 467 y ss. LSC), que en todo caso ofrecen una clara analogía con las aplicables a las fusiones transfronterizas comunitarias.

Por otra parte, en la medida en que –como se ha indicado– la fusión es una manifestación del fenómeno de concentración de empresas, debe tenerse en cuenta que en determinados casos las operaciones de fusión pueden verse sometidas a las normas de la Ley de Defensa de la Competencia sobre concentraciones económicas (v. Lec. 14, núm. 9) o, en función del sector económico afectado, a la legislación sectorial que en su caso resulte aplicable (art. 29 LME). 6. PRESUPUESTOS Y EFECTOS LEGALES DE LA FUSIÓN Jurídicamente, la fusión descansa siempre –tanto en los supuestos de fusión por creación de nueva sociedad como en los de fusión por absorción– en tres presupuestos distintos, que pueden considerarse al tiempo como efectos legales de la misma al producirse ministerio legis. Son los siguientes: A) Extinción de alguna sociedad. La fusión exige en todo caso la extinción de alguna –al menos– de las sociedades participantes en la operación. En la fusión por creación de nueva sociedad se extinguen todas las sociedades fusionadas (art. 23.1 LME), ya que éstas integran sus socios y patrimonios en la nueva sociedad resultante. Y en la fusión por absorción se extinguen únicamente la o las sociedades absorbidas (art. 23.2 LME), de tal forma que la absorbente –que pasa a integrar a los socios y patrimonios de aquéllas– sobrevive al proceso con su propia identidad y personalidad jurídica. Esta extinción, en todo caso, es distinta de la extinción ordinaria que tiene lugar a través de la disolución y liquidación, pues la misma se inscribe en el propio proceso de la fusión y comporta –como veremos– una sucesión universal en el conjunto de relaciones jurídicas de la sociedad extinguida. La necesaria extinción de al menos una sociedad es una circunstancia que permite distinguir la fusión de otras figuras que, aun comportando unos efectos económicos parecidos, revisten un distinto significado jurídico. Sería este el caso, en particular, de la adquisición por una sociedad de todas o de la mayoría de las acciones o participaciones de otra: en este caso, la operación se reduce a un simple cambio de titularidad de las acciones o participaciones de una sociedad que no afecta como tal a su subsistencia o personalidad jurídica, por mucho que

económicamente pase a estar dominada por la sociedad adquirente. B) Transmisión en bloque de los patrimonios de las sociedades extinguidas. En cualquier supuesto de fusión, los patrimonios de las sociedades que se extinguen en el proceso se transmiten en bloque a la nueva sociedad (fusión por creación de nueva sociedad) o a la sociedad absorbente (fusión por absorción). Lo característico de esta transmisión es que se produce a título universal, de tal modo que la sociedad resultante sucede a las extinguidas en el conjunto de sus relaciones jurídicas (art. 23 LME). En consecuencia, los distintos bienes, derechos y obligaciones integrados en el patrimonio de la sociedad extinguida se transmiten uno actu y en virtud de la propia fusión, sin necesidad de servirse de los negocios precisos para la transmisión de cada uno de dichos elementos (compraventa, cesión de créditos, endoso, etc.). La sucesión universal se produce en el momento en que se cumplen todos los requisitos de forma y publicidad requeridos para la válida realización de la fusión y, en particular, la inscripción de ésta en el Registro Mercantil, que –como veremos– goza de eficacia constitutiva. C) Incorporación de los socios de las sociedades extinguidas a la sociedad nueva o absorbente. La fusión no sólo implica la confusión de los patrimonios de las sociedades participantes, sino también la unión o integración de sus respectivos socios o accionistas. Los socios de cada una de las sociedades fusionadas se reagrupan así en la sociedad nueva o absorbente, como consecuencia natural de la propia operación. Y esta agrupación personal sólo puede lograrse por un procedimiento: la entrega o atribución a los miembros de las sociedades extinguidas de acciones o participaciones de la sociedad nueva o absorbente, en proporción a las que tenían en aquéllas (art. 24.1 LME). Lo característico de la fusión es que la contraprestación por la transmisión del patrimonio de las sociedades extinguidas la reciben directamente los socios de ésta, en forma de acciones o participaciones de la sociedad nueva o absorbente. No existe por ello fusión cuando una sociedad transmite la totalidad o una parte de su patrimonio a cambio de dinero u otros activos (como en el caso de la cesión global de activo y pasivo, que veremos) o de una participación en el capital de la sociedad beneficiaria (como ocurre en la segregación, que también veremos), pues en cualquiera de estos casos la contraprestación es recibida por la propia sociedad cedente y no se verifica ninguna integración de los socios de ambas entidades.

Evidentemente, al producirse con la fusión la agrupación de los socios de las sociedades fusionadas, es necesario determinar los criterios por los cuales éstos van a participar en el capital de la sociedad nueva o absorbente. Esto se produce a través del tipo de canje, que expresa la relación de cambio de las acciones o participaciones de la sociedad extinguida por las de la sociedad nueva o absorbente (v.gr., 1 acción de ésta por cada 3 acciones de aquélla), y que al determinar la posición que ha de corresponder en esta sociedad a los socios de las distintas sociedades fusionadas constituye una de las cuestiones más relevantes y delicadas de cualquier fusión. La principal exigencia legal a este respecto es que la relación de canje se establezca sobre la base del «valor real» del patrimonio de las sociedades participantes (art. 25.1 LME), por lo que el reparto del capital de la sociedad nueva o absorbente entre los socios de las distintas sociedades fusionadas debe hacerse atendiendo exclusivamente al valor patrimonial de cada una de ellas (prescindiendo, pues, de posibles criterios alternativos, como cifras de capital, números de socios, valores contables, etc.). Por su importancia, la relación de canje no sólo debe incluirse como mención obligatoria en el proyecto de fusión, sino que además – como veremos– debe ser objeto de valoración especial en el informe de los administradores y, en su caso, en el informe de los expertos independientes sobre dicho proyecto. Aunque en la fusión la contraprestación que reciben los socios de las sociedades extinguidas debe consistir en acciones o participaciones de la sociedad nueva o absorbente, es posible ajustar o completar el tipo de canje con una compensación en dinero, que no puede exceder del 10 por 100 del valor nominal de las acciones o participaciones atribuidas (art. 25.2 LME). Con ello se permite salvar la posible falta de correspondencia entre las acciones o participaciones de la sociedad disuelta y las de la sociedad nueva o absorbente, cuando la proporción entre sus respectivos valores patrimoniales no pueda reducirse a una cifra exacta; con todo, para evitar que se desvirtúe la esencia jurídica de la fusión, se limita el metálico que cabe utilizar para compensar estos posibles restos o picos de la relación de canje. Por lo demás, estas reglas legales encuentran una especialidad en varios supuestos especiales de fusión. El primero consiste en la absorción de una sociedad íntegramente participada, cuando la sociedad absorbente sea titular de forma directa o indirecta de todas las acciones o participaciones de la sociedad absorbida (arts.

49 y 53 LME); porque en este caso, al no tener la sociedad absorbida más socio que la propia sociedad absorbente, no se requiere ninguna relación de canje ni la realización de un aumento de capital (en caso contrario, la sociedad absorbente debería entregarse a sí misma sus propias acciones o participaciones), ni tampoco la elaboración de los informes de administradores y expertos sobre el proyecto de fusión. A esta hipótesis se equiparan otras dos: cuando la sociedad absorbida sea titular de forma directa o indirecta de todo el capital de la absorbente (la conocida como «fusión inversa»), pues en este caso los socios de la sociedad absorbida se convierten en titulares directos de las acciones o participaciones de la sociedad absorbente que anteriormente correspondían a aquélla; y la hipótesis en que las sociedades fusionadas estén íntegramente participadas de forma directa o indirecta por un mismo socio, dado que éste seguirá siendo el único socio de la sociedad nueva o de la absorbente (art. 52 LME). Y también se verifica una especialidad en relación con el canje en el supuesto de que existan acciones o participaciones de las sociedades que se fusionan en poder de cualquiera de ellas (art. 26 LME); en estos casos, se prohíbe el canje por acciones o participaciones de la sociedad nueva o absorbente (v.gr., si esta última tiene una participación en el capital de la sociedad absorbida, no puede canjearla por acciones o participaciones propias), por lo que debería procederse a su amortización de acuerdo con el régimen general aplicable a las acciones y participaciones propias. 7. EL PROCEDIMIENTO DE FUSIÓN Cualquiera que sea la modalidad de fusión, ésta comprende tres fases o etapas sucesivas. En la primera fase, esencialmente preparatoria, priman las decisiones de los administradores de las sociedades que pretendan fusionarse, que deben preparar el proyecto de fusión, los balances de fusión y los informes sobre dicho proyecto. La segunda fase va referida a la aprobación de la fusión por los socios de las sociedades participantes, a través de los correspondientes acuerdos de fusión que han de tomar sus respectivas juntas generales. Y la tercera fase tiene una naturaleza ejecutiva, con el cumplimiento de distintos requisitos que culminan con la inscripción de la fusión en el Registro Mercantil, que es el momento en que ésta adquiere plena eficacia jurídica. Se trata en todo caso de un procedimiento general, que se simplifica o modula en determinados supuestos de fusión, como las «fusiones especiales» (absorción de sociedad íntegramente participada o

participada al 90 por 100 y supuestos asimilados; v. art. 49 y ss. LME) o las fusiones que sean aprobadas por acuerdo unánime de todos los socios (art. 42 LME). 8. EL PROYECTO DE FUSIÓN Aunque la aprobación de la fusión corresponda a los socios, la preparación de la misma se encomienda legalmente a los administradores de las sociedades participantes, que están obligados a redactar y suscribir «un proyecto común de fusión» (art. 30 LME). Este documento debe incluir una serie de menciones obligatorias, referidas básicamente a los principales términos y condiciones de la fusión proyectada. Destaca a este respecto –entre otras menciones– el tipo de canje de las acciones o participaciones y la compensación complementaria en dinero que en su caso pueda establecerse, los estatutos de la sociedad resultante de la fusión, la información sobre la valoración del patrimonio transmitido a esta última por las sociedades extinguidas o las fechas de las cuentas empleadas para establecer las condiciones de la fusión (art. 31 LME). Estas menciones obligatorias no agotan el contenido del proyecto de fusión, ya que los administradores siempre pueden incluir en él cualesquiera otras menciones, pactos o condiciones. Pero la Ley exige en todo caso que el proyecto sea «común» a todas las sociedades, por la necesidad de que la fusión se plantee sobre unas mismas bases y presupuestos. El proyecto de fusión, que debe ser formulado y suscrito por los órganos de administración de todas las sociedades involucradas, no vincula propiamente a éstas mientras no sea aprobado por sus respectivas juntas generales. Pero ello no implica que no comporte ningún tipo de efecto jurídico, pues obliga a los administradores a actuar de conformidad con lo acordado y, en particular, a llevar a cabo todos los actos necesarios para que los socios puedan resolver en su momento. De ahí que, una vez suscrito el proyecto común de fusión, los administradores deban abstenerse de realizar cualquier acto o contrato que pudiera comprometer la aprobación del proyecto o implicar una modificación sustancial de la relación de canje acordada (art. 30.2 LME), como podrían ser operaciones susceptibles de afectar negativamente a la situación patrimonial de la sociedad o que impliquen especiales riesgos económicos.

Una vez formulado, los administradores deben insertar el proyecto de fusión en la página web de las sociedades participantes o, en su defecto, depositarlo en el Registro Mercantil correspondiente a cada una de éstas, debiendo publicarse el hecho de la inserción o del depósito en el Boletín Oficial del Registro Mercantil (art. 32 LME). Pero además, para mayor garantía de socios y terceros, el proyecto de fusión debe ser objeto de dos clases de informes escritos, que deben ponerse a disposición de los socios de las distintas sociedades. El primero se elabora por los administradores de cada una de las sociedades que se fusionen, y en él deben explicarse y justificarse detalladamente los aspectos jurídicos y económicos del proyecto de fusión, con especial referencia al tipo de canje de las acciones y a las dificultades de valoración que en su caso pudieran existir (art. 33 LME). Este informe no se exige en varios supuestos, como la absorción de sociedad íntegramente participada y demás «fusiones especiales», pues en estos casos –como vimos– no hay tipo de canje ni por tanto necesidad de fijar los valores reales de los patrimonios. En cambio, el contenido del informe se amplía en los supuestos de «fusión posterior a una adquisición de sociedad con endeudamiento de la adquirente» (art. 35 LME). Este supuesto se verifica típicamente cuando una sociedad se sirve de financiación a crédito para adquirir el control de otra con la que posteriormente se fusiona, de tal forma que el patrimonio de ésta –por la subrogación de la sociedad resultante de la fusión en el conjunto de relaciones jurídicas de las sociedades extinguidas– acaba respondiendo de las deudas contraídas por la adquirente (ejemplos paradigmáticos son los conocidos como «leveraged buy-outs» o «adquisiciones apalancadas», en los que el control se adquiere empleando una sociedad instrumental creada específicamente con tal objeto, que se endeuda para realizar la adquisición, y que de forma más o menos inmediata se fusiona con la adquirida). En estos casos, al margen de ampliarse el contenido del proyecto de fusión, se exige también –con el fin de reforzar la información a los accionistas– que el informe de los administradores se pronuncie sobre las razones justificativas de la adquisición del control –o de los activos esenciales– y de la propia fusión. Y el segundo informe debe elaborarse por uno o varios expertos independientes designados por el Registrador Mercantil, aunque sólo cuando alguna de las sociedades que participen en la fusión

sea anónima o comanditaria por acciones (art. 34 LME), en los términos que se analizan a continuación. 9. EL INFORME DE LOS EXPERTOS La designación del o de los expertos que han de emitirlo ha de hacerse por el Registrador Mercantil correspondiente al domicilio social; en principio, cada sociedad debe solicitar la designación de uno o varios expertos para que emitan por separado un informe sobre el proyecto común de fusión, aunque los administradores de todas las sociedades pueden pedir la designación de uno o varios expertos para la elaboración de un único informe (art. 34.1 LME). En su informe, los expertos independientes deben pronunciarse en primer lugar sobre la justificación del tipo de canje previsto en el proyecto de fusión, valorando la idoneidad de los métodos seguidos para establecerlo y las eventuales dificultades de valoración que pudiesen existir. Pero además, en segundo lugar, los expertos deben manifestar también si el patrimonio aportado por las sociedades extinguidas se corresponde, al menos, con la cifra de capital de la nueva sociedad o con el importe del aumento de la sociedad absorbente, en clara analogía con las normas de valoración de las aportaciones no dinerarias que rigen en la sociedad anónima (art. 34.3 LME). Mientras que la valoración del tipo de canje se realiza en interés de los socios de las entidades que se fusionan, garantizando que el mismo se fije sobre la base del valor real del patrimonio aportado por cada una de ellas, esta segunda parte del informe aspira esencialmente a garantizar la correcta integración del capital social de la sociedad nueva o absorbente. Además, en el caso específico de la «fusión posterior a una adquisición de sociedad con endeudamiento de la adquirente», se exige también que los expertos determinen «si existe asistencia financiera» (art. 35.3.ª LME); este juicio debe interpretarse en su significado económico, en el sentido de determinar si la sociedad adquirente genera recursos suficientes para atender por sí sola a la deuda de adquisición o si ésta va a terminar recayendo en todo o en parte sobre el patrimonio de la sociedad adquirida, pero no a los efectos de la prohibición general de los negocios de asistencia financiera ( arts. 143.2 y 150 LSC). En atención a la relevancia de este informe, la Ley faculta expresamente a los expertos para realizar verificaciones y para recabar y obtener de las sociedades participantes todas las informaciones y documentos que

crean convenientes (art. 34.2 LME), al objeto de poder cumplir adecuadamente la función que les corresponde. En todo caso, este informe se exige, no en cualquier supuesto de fusión, sino sólo cuando alguna de las sociedades que participen en la misma sea anónima o comanditaria por acciones. En consecuencia, el informe no se precisa si todas las sociedades participantes revisten una forma distinta, como sería el caso en particular de las sociedades de responsabilidad limitada, sin duda por el propósito de simplificar el procedimiento de fusión aplicable a los tipos societarios que son característicos de las empresas de menor complejidad organizativa. Pero además, incluso cuando alguna sociedad participante sea anónima o comanditaria por acciones, el informe de los expertos se simplifica al tener que integrarse sólo con la valoración del patrimonio no dinerario de la o las sociedades extinguidas cuando así se acuerde por la totalidad de los socios con derecho de voto de las sociedades participantes (art. 34.4 LME). En este caso, pues, los expertos no deben pronunciarse sobre el tipo de canje, toda vez que el consentimiento unánime de los socios hace innecesaria su verificación. 10. EL BALANCE DE FUSIÓN Entre los distintos documentos e informes que los administradores de las sociedades participantes en la fusión deben poner a disposición de los socios se encuentra el balance de fusión (art. 36 LME). Este balance desempeña una función esencialmente informativa, pues a través suyo los socios podrán tomar conocimiento de la situación económica y financiera de la sociedad y, con ello, valorar la justificación y fundamento de la relación de canje que haya sido prevista. Ello explica que este balance no tenga que ser específicamente elaborado para la fusión, al poder utilizarse como tal el último balance anual aprobado siempre que haya sido cerrado dentro de los seis meses anteriores a la fecha del proyecto de fusión; en caso contrario, deberá elaborarse un nuevo balance, de acuerdo con los métodos y criterios de presentación del último balance anual (art. 36.1 LME). En las sociedades cotizadas, además, se permite sustituir el balance de fusión por el denominado informe financiero semestral (art. 36.3 LME), que es un informe exigido -junto a otras obligaciones de información periódica en materia contable- por la normativa del mercado de valores (

art. 119

LMV y normativa

de desarrollo). El balance de fusión debe someterse a verificación por el auditor de la sociedad cuando exista obligación de auditar y someterse a aprobación de la junta general que resuelva sobre la fusión, hasta el punto de tener que mencionarse expresamente en el orden del día (art. 37 LME; sobre la posible impugnación de este balance, v. art. 38 LME). 11. LOS ACUERDOS DE FUSIÓN Una vez culminada la fase preparatoria, es necesario que la fusión sea aprobada por las juntas generales de cada una de las sociedades participantes (art. 40 LME), en un plazo máximo de seis meses desde la fecha del proyecto de fusión (art. 30.3 LME). Las juntas generales, evidentemente, son soberanas para aprobar o no la fusión; pero en caso de aprobarla deben ajustarse estrictamente al proyecto común de fusión, hasta el punto de que cualquier modificación de éste equivaldría a su rechazo (art. 40.1 LME) y obligaría a reiniciar el proceso. Dada la trascendencia de los acuerdos de fusión, es necesario que los administradores, al convocar la junta general, inserten en la página web de la sociedad o, en su defecto, pongan a disposición de los socios –así como de los obligacionistas y de los representantes de los trabajadores– una extensa serie de documentos, que refuerzan notablemente el contenido ordinario del derecho de información. Entre estos documentos sobresalen el proyecto común de fusión, los informes de los administradores y en su caso de los expertos independientes, las cuentas anuales de los tres últimos ejercicios y los balances de fusión (o informes financieros semestrales) de cada una de las sociedades, los estatutos de la sociedad nueva o absorbente, así como la identidad de los administradores de las sociedades participantes y de aquellos que eventualmente vayan a ser propuestos como consecuencia de la fusión (art. 39.1 LME). Pero además, y siempre con el fin de ofrecer a los socios toda la información necesaria para valorar la operación de fusión y, en particular, la justificación de la relación de canje, los administradores están obligados a informar a las juntas generales de todas las sociedades que se fusionan de las modificaciones importantes que puedan haberse producido en el activo o pasivo de cualquiera de ellas entre la fecha del proyecto de fusión y la celebración de las juntas (art. 39.3 LME).

También la convocatoria de la junta que debe aprobar la fusión está sujeta a un régimen más estricto en relación al ordinario, no sólo porque debe hacerse en todo caso con un mes de antelación como mínimo a la fecha de celebración de la junta, sino también porque debe incluir –entre otros elementos– las menciones mínimas legalmente exigidas para el proyecto de fusión (art. 40.2 LME). El acuerdo de fusión habrá de aprobarse por cada sociedad de conformidad con los requisitos de quórum y mayorías que le sean aplicables. Pero se exige también el consentimiento individual de todos los socios que, en su caso, pasen a responder ilimitadamente de las deudas sociales (si, por ej., una sociedad limitada es absorbida por una colectiva) y de aquellos que hayan de asumir obligaciones personales en la sociedad resultante (art. 41 LME). Además, si la fusión se aprueba con el acuerdo unánime de los socios de todas las sociedades participantes, se simplifica el procedimiento, pues no se exige el informe de administradores ni se aplican tampoco las reglas sobre convocatoria de la junta e información de los socios (art. 42 LME). 12. LA EJECUCIÓN DE LA FUSIÓN. EL DERECHO DE OPOSICIÓN DE LOS ACREEDORES Una vez que la fusión ha sido acordada por todas las sociedades participantes, es preciso cumplir ciertos requisitos de publicidad y de forma de los que depende su eficacia jurídica. A) Antes que nada, el acuerdo de fusión queda sujeto a un régimen reforzado de publicidad, que básicamente trata de facilitar su conocimiento por los terceros que se relacionen con las sociedades afectadas y, en concreto, por sus acreedores. Debe publicarse en el Boletín Oficial del Registro Mercantil y en un diario de las provincias en las que cada una de las sociedades tenga su domicilio, haciendo constar tanto el derecho de los socios y acreedores de obtener el texto íntegro del acuerdo adoptado y del balance de fusión como el derecho de oposición que la Ley atribuye –en la forma que veremos– a estos últimos (art. 43 LME, que en todo caso permite sustituir la publicación del anuncio por una comunicación escrita a todos los socios y acreedores). Esta publicidad desempeña una función esencial, pues la fusión acordada no puede realizarse antes de que transcurra un mes desde la fecha del último anuncio o comunicación (art. 44.1 LME), con el fin de garantizar el posible ejercicio por los acreedores sociales de su derecho de oposición.

B) Durante este plazo de un mes, los acreedores de cada una de las sociedades participantes cuyo crédito sea anterior a la fecha de inserción del proyecto de fusión en la página web o a la del depósito de éste en el Registro Mercantil pueden oponerse a la fusión hasta que se les garanticen debidamente sus créditos (art. 44.2 LME), en unos términos equivalentes al supuesto –que vimos– de reducción de capital con restitución de aportaciones. Se trata de un derecho que corresponde a los acreedores de las distintas sociedades afectadas, tanto si continúan subsistiendo como si se extinguen por causa de la fusión, que trata de proteger a aquéllos frente a las consecuencias que se derivan de la agrupación patrimonial propia de estas operaciones. La fusión, al implicar la transmisión en bloque del activo y del pasivo de las sociedades que se extinguen en favor de la sociedad nueva o absorbente, puede alterar la situación considerada por los acreedores de aquéllas en el momento de contratar y, con ello, afectar negativamente a la situación jurídica y al riesgo económico de sus derechos de crédito. Este derecho de oposición, que tiene su causa en la aprobación de la fusión por las juntas generales de las sociedades que se fusionan, deja en suspenso la efectiva realización de la fusión aprobada en tanto no se garanticen los créditos de los acreedores que, en su caso, se opongan a la misma. La Ley atribuye también el derecho de oposición en unos mismos términos a los obligacionistas, a menos que la fusión hubiese sido expresamente aprobada por la asamblea de obligacionistas (art. 44.2 LME). C) Una vez transcurrido el citado plazo de un mes o, en su caso, satisfechos los derechos de los acreedores que se hubiesen opuesto a la fusión, es necesario otorgar la escritura pública de fusión e inscribirla en el Registro Mercantil. La escritura debe contener el acuerdo de fusión aprobado por las juntas de las sociedades que se fusionan e incorporar el balance de fusión o –en el caso de las cotizadas– el informe financiero semestral de todas ellas (art. 45.1 LME). Además, el contenido de la escritura viene en parte determinado por el procedimiento utilizado: en caso de fusión mediante creación de nueva sociedad, debe incluir las menciones legalmente exigidas para la constitución de ésta; y en caso de fusión por absorción, debe incluir las modificaciones estatutarias acordadas por la sociedad absorbente con motivo de la fusión e identificar las acciones o participaciones que vayan a entregarse a los nuevos socios (art. 45.2 LME).

La escritura pública debe entonces inscribirse en el Registro Mercantil. Esta inscripción tiene carácter constitutivo, ya que la eficacia de la fusión se hace depender legalmente de la inscripción de la nueva sociedad o de la absorción (art. 46.1 LME). En consecuencia, es con la inscripción cuando la fusión despliega los efectos jurídicos que le son propios en relación con la existencia de las distintas sociedades (y de ahí que con la inscripción deban cancelarse los asientos registrales de las sociedades extinguidas, según previene el art. 46.2 LME), sus respectivos patrimonios y los socios de cada una de ellas. 13. IMPUGNACIÓN Y NULIDAD DE LA FUSIÓN La Ley de Modificaciones Estructurales no atribuye un derecho de separación a los socios disconformes para el caso de fusión, a diferencia de otras modificaciones estructurales como la transformación o el traslado del domicilio social al extranjero (o incluso las fusiones transfronterizas intracomunitarias, como veremos). En consecuencia, este derecho solamente existirá cuando así se haya previsto estatutariamente (v. art. 347.1 LSC) o, en su caso, cuando la fusión vaya acompañada de alguna modificación estatutaria que opere en sí misma como causa legal de separación (v.gr., sustitución o modificación sustancial del objeto social). Cabría decir que el sistema legal de tutela de los socios en los procesos de fusión descansa en el conjunto de requisitos de carácter material y formal exigidos para la realización de estas operaciones, que en su mayor parte aspiran a preservar los legítimos intereses de aquéllos. En este sentido, el sistema de protección de los socios de las sociedades que se fusionan se completa con un régimen especial de impugnación de la fusión, basado en consideraciones de seguridad del tráfico relacionadas con la imposibilidad de ignorar o deshacer las consecuencias jurídicas de un proceso de fusión ya consumado. En efecto, con anterioridad a la inscripción de una fusión en el Registro Mercantil, es posible ejercitar una acción de impugnación contra los actos y acuerdos adoptados por los diferentes órganos de las sociedades participantes en la fusión (v.gr., el acuerdo de la junta general), de conformidad con el régimen general. Pero una vez inscrita la fusión, y producidos por tanto los efectos jurídicos que le son propios (extinción de alguna sociedad, agrupación de los socios en la sociedad nueva o absorbente, transmisión a ésta del patrimonio de las sociedades

extinguidas), la regla es que la fusión no puede ser impugnada, «siempre que se haya realizado de conformidad con las previsiones de esta Ley» (art. 47.1 LME). En estos casos, pues, la regla es que los socios o acreedores no podrán pretender la nulidad de la fusión inscrita (salvo que aleguen que no se ha realizado de conformidad con las previsiones de la LME), aunque a cambio tendrán derecho a ser resarcidos de los daños y perjuicios que se les puedan haber causado (art. 47.1 LME). E incluso en los supuestos en que la impugnación sea posible, por no haberse realizado la fusión de acuerdo con las previsiones legales, el plazo para hacerlo se reduce a tres meses (art. 47.2 LME) y se limitan los efectos de cualquier posible sentencia estimatoria, de modo que la nulidad de la fusión no afectará por sí sola a la validez de las obligaciones surgidas tras la inscripción de la fusión a favor o a cargo de la sociedad resultante de la fusión (art. 47.3 LME), con la evidente finalidad de preservar la seguridad del tráfico y de tutelar a quienes contrataron con una sociedad que estaba debidamente inscrita en el Registro Mercantil. Existe, en consecuencia, una clara división temporal en cuanto al régimen de impugnación aplicable en materia de fusión: antes de la inscripción en el Registro Mercantil se aplican las normas generales sobre impugnación de acuerdos sociales ( art. 204 y ss. LSC), por lo que es posible impugnar de forma individualizada los distintos acuerdos adoptados por los órganos sociales a lo largo del proceso, pero una vez practicada la inscripción registral decae la posibilidad de impugnar estos acuerdos por separado y hasta la fusión misma, aunque sólo cuando ésta se haya realizado de conformidad con las previsiones de la Ley. Cabe asumir, en todo caso, que esta última cuestión podría constituir a menudo el objeto mismo de una acción de impugnación, cuando quien la ejercite considere que la fusión en cuestión ha incumplido requisitos esenciales o no se ha ajustado al procedimiento legalmente previsto. 14. LAS FUSIONES TRANSFRONTERIZAS INTRACOMUNITARIAS La Ley de Modificaciones Estructurales se ha ocupado por vez primera en nuestro ordenamiento de los procesos de fusión que comprometan a una sociedad española y a otra u otras sociedades extranjeras. El principio general es que la fusión de sociedades mercantiles de distinta nacionalidad se regirá por lo establecido en sus respectivas leyes personales (art. 27.2 LME), que serán por tanto las que determinen el régimen aplicable. Pero al margen de

este principio general, la Ley prevé un régimen específico – procedente del Derecho comunitario– para las fusiones transfronterizas intracomunitarias, entendiendo por tales las fusiones entre sociedades constituidas de conformidad con la legislación de un Estado parte del Espacio Económico Europeo, cuando al menos dos de ellas se rijan por legislaciones diferentes y una sea española (art. 54.1). Se trata con todo de un régimen al que sólo pueden acogerse sociedades de capital, entendiendo por tales desde el punto de vista de la legislación española las sociedades anónimas, comanditarias por acciones y de responsabilidad limitada (art. 54 LME). Con carácter general, el procedimiento aplicable a estas fusiones es el mismo que el de las fusiones nacionales, cuyo régimen resulta de aplicación supletoria (art. 55 LME). La principal especialidad tiene que ver con la atribución a los socios de las sociedades españoles que voten en contra del acuerdo de fusión de un derecho de separación, en aquellos casos en que la sociedad resultante de la fusión –la sociedad nueva o absorbente– tenga su domicilio en otro Estado miembro (art. 62 LME). La atribución del derecho de separación a los socios disconformes de la sociedad española, que ofrece una clara analogía con el previsto para los supuestos de traslado del domicilio social al extranjero (art. 99 LME), se justifica porque la fusión afecta en estos casos a un elemento estructural tan relevante para la posición jurídica de los socios como es la nacionalidad –y con ella el Derecho aplicable– de la sociedad en la que participan. La Ley se ocupa también del control de legalidad de los trámites de fusión relativos a la sociedad española y de su coordinación con el que afecte a la o las sociedades extranjeras. La verificación de la legalidad de la fusión transfronteriza se articula así –desde el punto de vista del Derecho español– por medio de un doble control. El primero va referido al proceso de preparación de la fusión y a la adopción de los correspondientes acuerdos por las sociedades españolas, al exigirse que el registrador mercantil –en el momento en que se presente la escritura de fusión– expida un certificado declarando «la correcta realización de los actos y trámites previos a la fusión» por parte de aquéllas (art. 64 LME). Y el segundo control tiene lugar en la fase de ejecución de la fusión. De esta forma, si la sociedad resultante de la fusión es española, el registrador mercantil del domicilio social de ésta deberá verificar la legalidad del procedimiento de fusión en su conjunto y –en función de la

modalidad de fusión– de la constitución de la nueva sociedad o de las modificaciones acordadas por la absorbente; a estos efectos, como el control de legalidad del registrador mercantil español no puede extenderse al proceso de fusión seguido por las demás sociedades extranjeras, se exige que éstas remitan a aquél el certificado antes referido expedido por sus respectivas autoridades nacionales (art. 65.1 LME). Además, el mismo registrador mercantil del domicilio de la sociedad resultante está capacitado también para verificar la legalidad del procedimiento de fusión seguido por cualquier otra sociedad española que pueda extinguirse en el proceso (art. 65.3). En cambio, si la sociedad resultante de la fusión fuera extranjera, el proceso sería lógicamente el inverso: la autoridad nacional de ésta será la que deberá calificar la legalidad del proceso en su conjunto, y para ello deberá recibir de la o las sociedades españolas que se extingan el correspondiente certificado expedido por el registrador mercantil sobre la correcta realización de los actos y trámites previos a la fusión. IV. LA ESCISIÓN

15. CONCEPTO Y MODALIDADES En una primera aproximación, cabría decir que la escisión es una operación inversa a la fusión: mientras que ésta implica una combinación o integración de sociedades y, por tanto, de sus respectivas actividades económicas, la escisión se singulariza como figura jurídica por cumplir una función de reparto o disgregación patrimonial en procesos de reestructuración empresarial de muy diverso significado. La escisión sirve por lo general a objetivos de desconcentración empresarial (típicamente, para buscar una mayor especialización o para separar el riesgo jurídico de las distintas actividades económicas realizadas por una misma sociedad mediante su traspaso a sociedades distintas), aunque la misma no tiene por qué resultar necesariamente opuesta a la finalidad de concentración y unificación que caracteriza a la fusión, al ser posible que la parte o partes escindidas de una sociedad sean transmitidas a sociedades preexistentes. La escisión puede revestir tres tipos o modalidades. El denominador común de todos ellos consiste en la transmisión en bloque por una sociedad de todo o parte de su patrimonio a cambio de una contraprestación, que debe consistir necesariamente en acciones o participaciones en el capital de la o las sociedades beneficiarias (radicando aquí la principal diferencia entre la escisión y la cesión

global de activo y pasivo, pues en esta última –como veremos– la transmisión del patrimonio se realiza a cambio de una contraprestación distinta de acciones o participaciones de la o las sociedades cesionarias, por ej., dinero). Pero al margen de este elemento común, existen diferencias sustanciales entre las tres modalidades. Así, en la denominada escisión total, la sociedad escindida se extingue y su patrimonio se divide en dos o más partes que se traspasan en bloque a otras tantas sociedades beneficiarias (que pueden ser preexistentes o de nueva creación), recibiendo los socios a cambio un número de acciones o participaciones de estas últimas proporcional a las que tenían (art. 69 LME). En la escisión parcial, por el contrario, la sociedad escindida, que no se extingue, traspasa en bloque una o varias partes de su patrimonio –cada una de las cuales debe formar una unidad económica– a una o más sociedades beneficiarias (que pueden ser también existentes o de nueva creación), recibiendo los socios acciones o participaciones de estas últimas en proporción a las que tenían (art. 70 LME). Y en la segregación se verifica también una transmisión en bloque por una sociedad –que no se extingue– de una o varias partes de su patrimonio –cada una de las cuales debe formar una unidad económica– a una o más sociedades beneficiarias (que pueden ser también existentes o de nueva creación), aunque en este caso –a diferencia de la escisión parcial– las acciones o participaciones de estas últimas se atribuyen a la propia sociedad escindida o segregada, en lugar de a sus socios (art. 71 LME). Además, y aunque no se trate propiamente de una modalidad autónoma de escisión, las normas de ésta se declaran también aplicables –«en cuanto procedan»– a las conocidas como operaciones de «filialización», en las que una sociedad transmite en bloque su patrimonio a otra sociedad de nueva creación a cambio de todas las acciones o participaciones de esta última (art. 72 LME); de esta forma una sociedad operativa se convierte en sociedad holding o de cartera, para pasar a desarrollar las actividades integrantes de su objeto social de manera indirecta a través de una filial íntegramente participada. De esta caracterización se infiere ya que dentro de la escisión existe una amplia variedad de supuestos, que además pueden ser objeto de muy diversas combinaciones. Así, existen diferencias entre las distintas formas de escisión en función de que la sociedad escindida se extinga, como en la escisión total, o de que por el contrario sobreviva al proceso, como ocurre en la escisión parcial o en la segregación. Además, en todas las modalidades de escisión

las sociedades beneficiarias pueden ser sociedades nuevas creadas con motivo de la escisión con el patrimonio escindido o segregado, o sociedades preexistentes, que absorben ese patrimonio (o de ambas clases, si distintas partes del patrimonio de la sociedad escindida se traspasan al tiempo a una o varias sociedades ya existentes y a otra u otras de nueva creación). Y también existen importantes diferencias estructurales en función de los destinatarios de las acciones o participaciones de la o las sociedades beneficiarias, pues en la escisión total o parcial son los socios de la sociedad escindida y en la segregación esta última. Todas estas combinaciones ilustran, en definitiva, la gran versatilidad de la escisión, por la posibilidad de poner esta figura al servicio de una multitud de finalidades o propósitos económicos y societarios. Así definida, la escisión presenta en su estructura y naturaleza un claro paralelismo con la figura de la fusión de sociedades. Esta circunstancia determina que desde el punto de vista de su regulación ambas figuras planteen problemas similares, tanto en lo que hace a la articulación de su procedimiento como a los mecanismos de tutela de los intereses afectados por la operación. Y ello explica que la escisión, al margen de ciertas especialidades de régimen que se derivan de su propia naturaleza y singularidad, se rija en todo lo demás de forma supletoria por las normas de la fusión, entendiéndose que las referencias de éstas a la sociedad resultante de la fusión equivalen a referencias a las sociedades beneficiarias de la escisión (art. 73.1 LME). 16. PRESUPUESTOS La caracterización jurídica de la escisión puede hacerse sobre la base de ciertos presupuestos, que permiten al tiempo definir a la figura y diferenciar sus distintas modalidades. Pueden formularse como sigue: A) Transmisión en bloque del patrimonio escindido. En cualquier supuesto de escisión, la sociedad escindida transmite una parte o la totalidad de su patrimonio a una o varias sociedades beneficiarias, produciéndose esta transmisión en bloque y por sucesión universal. Al igual que en la fusión, esta transmisión del patrimonio escindido tiene lugar en un solo acto, por causa precisamente de la escisión, y sin necesidad de realizar una multiplicidad de negocios de

transmisión para los distintos elementos integrados en dicho patrimonio. En los supuestos de escisión parcial y de segregación se exige por el legislador que la parte del patrimonio que se divida o segregue por la sociedad escindida forme una «unidad económica» (arts. 70.1 y 71 LME), a la vez que se permite, en los supuestos de transmisión de una o varias empresas o establecimientos, atribuir a la sociedad beneficiaria las deudas contraídas para la organización o puesta en funcionamiento de la empresa que se traspasa (art. 70.2 LME). Se denota así que los elementos patrimoniales que integran la parte escindida o segregada deben ofrecer una cierta unidad o congruencia funcional, en el sentido de tratarse de elementos, no desvinculados o heterogéneos, sino afectos al ejercicio de una misma actividad económica. Pero el requisito de unidad económica del patrimonio transmitido, que sólo se formula de forma expresa para los supuestos de escisión parcial y segregación, debe reputarse exigible también en el caso de la escisión total. Esta exigencia no sólo se deriva de la propia caracterización económica de la operación, que postula que la parte escindida tenga una cierta autonomía económica, sino que así lo imponen también razones de coherencia del propio sistema legal, considerando la unidad conceptual de la figura. Por lo demás, el legislador ha previsto también para los supuestos de escisión total –únicos en los que se produce la extinción de la sociedad escindida– determinadas reglas sobre el destino a dar a los elementos del patrimonio de ésta cuyo reparto se omita en el proyecto de escisión (en caso de escisión parcial o segregación, en cambio, los elementos que no sean objeto de transmisión seguirían perteneciendo a la sociedad escindida). Así, los elementos del activo que no se atribuyan a ninguna de las sociedades beneficiarias deben distribuirse entre todas éstas, de manera proporcional al activo atribuido a cada una de ellas en el proyecto de escisión (art. 75.1 LME). Y en el caso de elementos del pasivo no repartidos, se declara la responsabilidad solidaria de todas las sociedades beneficiarias (art. 75.2 LME), con la evidente finalidad de tutelar a los acreedores afectados. B) Contraprestación consistente en acciones o participaciones de las sociedades beneficiarias. Como hemos visto, la contraprestación por la parte o las partes del patrimonio que se transmiten ha de consistir necesariamente en acciones o participaciones de la o las

sociedades beneficiarias (a diferencia –como veremos– de la cesión global de activo y pasivo). Pero mientras que en la escisión total y en la escisión parcial los destinatarios de estas acciones o participaciones son los socios de la sociedad escindida, en la segregación es esta última –y no sus socios– la que recibe la participación de las sociedades beneficiarias. En la escisión total y en la escisión parcial, pues, se produce la incorporación de los socios de la sociedad escindida a la o las sociedades beneficiarias. En ambos casos, la contraprestación por la atribución de una parte o de la totalidad del patrimonio de la sociedad escindida corresponde directamente a sus socios, que han de recibir a cambio acciones o participaciones de las sociedades beneficiarias de acuerdo con los criterios que se prevean en el proyecto de escisión (art. 74.2.º LME). Si la sociedad beneficiaria es de nueva creación, los socios pasarán a tener en ésta la misma participación que tengan en la sociedad escindida. Si por el contrario la sociedad beneficiaria es una sociedad preexistente, deberá establecerse una relación de canje –al igual que en la fusión– sobre la base de los respectivos valores patrimoniales, a efectos de determinar la participación que ha de corresponder a los socios de la sociedad escindida en el capital de la beneficiaria. Cuando existan dos o más sociedades beneficiarias, la regla general es que los socios de la sociedad escindida deben recibir acciones o participaciones de todas ellas. Sin embargo, es posible atribuir sólo acciones o participaciones de una o varias de las sociedades beneficiarias, aunque únicamente cuando medie el consentimiento individual de los socios afectados (art. 76 LME). Se garantiza así la defensa de los intereses de los socios de la sociedad escindida, que tienen derecho a mantener su participación en el conjunto de las sociedades beneficiarias. Pero la posible renuncia a este derecho puede ser de gran utilidad en determinados supuestos de escisión, que podrían emplearse de este modo para dividir el patrimonio de una sociedad entre varias sociedades beneficiarias que pasarían a englobar a distintos grupos de socios de aquélla (v.gr., al objeto de superar una situación de enfrentamiento entre éstos). En la segregación, por el contrario, los socios de la sociedad escindida no se incorporan al capital de la o las sociedades beneficiarias, dado que las acciones o participaciones de éstas se atribuyen directamente a aquélla. En estos casos, la sociedad

escindida experimenta una simple alteración en la composición de su patrimonio, al sustituir la parte o partes del patrimonio que segrega por una participación en el capital de la o las sociedades beneficiarias, sin que sus socios experimenten cambio alguno en su situación jurídica. C) Diversidad de efectos respecto de la extinción de la sociedad escindida. A diferencia de la fusión, la extinción de alguna sociedad no constituye un presupuesto general de la escisión, al ser posible que ésta no afecte a la subsistencia de la sociedad escindida. La extinción de esta última es un auténtico presupuesto de la escisión total (art. 69 LME), cuando una sociedad divide todo su patrimonio en dos o más partes que se transmiten a las sociedades beneficiarias, pero no de la escisión parcial ni de la segregación, que se definen precisamente por el hecho de que la sociedad escindida sobrevive al proceso conservando su personalidad jurídica (arts. 70.1 y 71 LME). De ahí que la extinción de la sociedad escindida no sea un presupuesto general de la operación ni un elemento integrante de su concepto. Este mismo dato pone de manifiesto, además, que en la escisión total la existencia de una pluralidad de sociedades beneficiarias constituye un presupuesto necesario del proceso, al producirse la extinción de la sociedad escindida y la consiguiente transmisión de su patrimonio en favor de tantas sociedades como en partes se divida. Pero no ocurre así en la escisión parcial ni en la segregación, pues al subsistir la sociedad escindida con parte de su patrimonio puede existir una única sociedad beneficiaria, que absorba la parte del patrimonio escindida o segregada o que se constituya como sociedad resultante de la escisión. 17. EL PROCEDIMIENTO DE ESCISIÓN El procedimiento de la escisión coincide en sus principales fases con el de la fusión, hasta el punto de que la Ley de Modificaciones Estructurales se limita a prever –lo hemos visto– un conjunto de especialidades y se remite en lo demás al régimen legal de esta última (art. 73.1 LME). A) El proceso de escisión propiamente dicho se inicia –como en la fusión– con el proyecto de escisión, que deben redactar y firmar los administradores de las distintas sociedades que intervengan en la operación. En el proyecto deben incluirse obligatoriamente, además de las menciones exigidas con carácter general para el proyecto de

fusión, otras que son específicas de la escisión, en tanto que operación de división societaria y patrimonial. Estas menciones van referidas a la designación y reparto de los elementos patrimoniales que han de transmitirse a cada una de las sociedades beneficiarias y, en el caso específico de la escisión total o parcial, al criterio de reparto entre los socios de la sociedad escindida de las acciones o participaciones que les correspondan en el capital de las sociedades beneficiarias (art. 74 LME). Esta última mención no se exige lógicamente en la segregación, dado que en ésta los socios de la sociedad escindida no se incorporan al capital de las sociedades beneficiarias. B) El proyecto de escisión debe someterse a informe de los administradores de las sociedades que participen en ella (art. 77 LME), en analogía también con lo previsto para la fusión. Pero, además, cuando las sociedades que participen en la escisión sean anónimas o comanditarias por acciones, el proyecto de escisión deberá someterse al informe de uno o varios expertos independientes designados por el registrador mercantil (art. 78 LME). Este informe, además de valorar –en su caso– los criterios de reparto de las acciones o participaciones de las sociedades beneficiarias, deberá comprender también una valoración del patrimonio no dinerario que se transmita a cada sociedad (art. 78.1 LME), con el fin de garantizar la correcta integración de su capital social. Pero este informe, que no es exigible cuando las sociedades participantes no sean ni anónimas ni comanditarias por acciones, tampoco se requiere cuando así se acuerde de forma unánime por los socios de cada una de las sociedades que participen en la escisión (art. 78.3 LME), en clara analogía con lo previsto en materia de fusión (art. 34.4 LME), ni tampoco cuando la escisión sea por constitución de nuevas sociedades y la participación de los socios en cada una de éstas sea proporcional a la que tenían en la sociedad escindida (art. 78 bis LME, que exime también en estos casos del informe de administradores y del balance de escisión). C) En relación con el balance de escisión, al no contemplarse de forma expresa por la Ley, deberán aplicarse las normas previstas para la fusión en orden a la confección, verificación por auditores y aprobación por la junta general que delibere sobre la escisión. Al igual también que en la fusión, la función de este balance ha de considerarse meramente informativa.

D) La aprobación de la escisión por las juntas generales de cada una de las sociedades que intervengan en la misma es condición indispensable de la operación. A falta de disposiciones especiales, habrá que estar también al régimen previsto para la fusión. En todo caso, los administradores están obligados a informar a su junta general sobre cualquier modificación importante del patrimonio que pueda haber acaecido con posterioridad a la elaboración del proyecto de escisión (art. 79 LME, que reproduce lo previsto por el art. 39.3 LME respecto de la fusión). Esta información, que debe proporcionarse por los administradores de la sociedad escindida y, en caso de escisión por absorción, por los de las sociedades beneficiarias, no puede utilizarse para promover una modificación del tipo de canje propuesto (que ha de aprobarse o rechazarse por la junta general en sus propios términos), pues su función es la de orientar a los socios a efectos de emitir su voto favorable o desfavorable sobre la operación. De ahí, por tanto, que esta información deba proporcionarse en el curso de la reunión de la junta y antes de proceder a la votación del acuerdo de escisión. 18. LA EJECUCIÓN DE LA ESCISIÓN. LA TUTELA DE LOS ACREEDORES A) En lo que hace a las formalidades necesarias para la ejecución de la escisión acordada, se aplican también las disposiciones de la fusión: publicación del acuerdo, escritura pública e inscripción en el Registro Mercantil. B) También en la escisión se establece un riguroso régimen de tutela de los acreedores de las sociedades participantes en la escisión, con el fin de evitar que la separación o disgregación patrimonial que caracteriza a estas operaciones pueda operar en su perjuicio. Este sistema descansa sobre dos piezas fundamentales. La primera de ellas está constituida por el derecho de oposición de los acreedores, que resulta aplicable por el carácter supletorio de la disciplina de la fusión (art. 73.1 LME). En consecuencia, los acreedores de las sociedades participantes en la escisión (los de la sociedad escindida, pero también los de las sociedades beneficiarias que no sean de nueva constitución) podrán oponerse a la misma, en los mismos términos que en una fusión. Pero el sistema de tutela se integra con un segundo elemento característico de la escisión, que trata particularmente de proteger a

los acreedores de la sociedad escindida cuyos derechos y créditos sean transmitidos a alguna de las sociedades beneficiarias (pues de no atribuirse a ninguna, la responsabilidad continuaría siendo – como vimos– de la sociedad escindida y, en caso de extinción de ésta, de todas las sociedades beneficiarias). De acuerdo con este régimen, cuando una sociedad beneficiaria no cumpla una obligación que haya asumido en virtud de la escisión, del cumplimiento de la misma responderán solidariamente las restantes sociedades beneficiarias y, en caso de escisión parcial o segregación, la propia sociedad escindida; pero mientras que ésta responde por la totalidad de la obligación, la responsabilidad de las sociedades beneficiarias opera solamente hasta el importe del activo neto atribuido a cada una de ellas en la escisión (art. 80 LME). Se compatibiliza de este modo la subsistencia de la garantía que el patrimonio de la sociedad escindida proporcionaba a sus acreedores (que podrán perseguirlo a pesar de su división entre las sociedades beneficiarias) con el efecto de separación patrimonial que es propio de la escisión. C) Por último, la remisión general a las normas de la fusión comporta que también deba extenderse a la escisión el particular régimen de impugnación y nulidad previsto para aquélla, con los peculiares efectos que la Ley atribuye a la inscripción registral de la escisión en orden al régimen de impugnación aplicable. V. LA CESIÓN GLOBAL DE ACTIVO Y PASIVO

19. CONCEPTO Y SIGNIFICADO Junto a la fusión y la escisión, la cesión global de activo y pasivo es otra modificación estructural que puede ser empleada para la transmisión de una empresa. Con anterioridad a la Ley de Modificaciones Estructurales, esta cesión se regulaba exclusivamente en relación con la liquidación de las sociedades de capital, como un procedimiento «abreviado» de liquidación que permitía sustituir los distintos actos de liquidación del patrimonio de la sociedad disuelta por un negocio unitario de cesión de todos los bienes, derechos y obligaciones de ésta en favor de uno o varios socios o terceros. Pero la referida Ley ha superado esta concepción restrictiva y parcial de la cesión global de activo y pasivo, al concebirla como una modificación estructural más de la que con carácter general pueden servirse las sociedades mercantiles con fines corrientes de reorganización empresarial.

En la cesión global, una sociedad transmite en bloque y por sucesión universal la totalidad de su patrimonio a uno o varios socios o terceros, a cambio de una contraprestación que no puede consistir en acciones o participaciones del cesionario (art. 81.1 LME). De esta caracterización legal cabe colegir los presupuestos que delimitan la figura. De un lado, la contraprestación recibida por la transmisión patrimonial debe consistir, no en acciones o participaciones del cesionario (que podría ser incluso una persona física y no una sociedad), sino en dinero u otra clase de activos. Aquí radica precisamente –como vimos– la principal diferencia estructural entre la escisión y la cesión global. En esta última la transmisión de todo o partes del patrimonio tiene lugar a cambio de una contraprestación dineraria o de otro tipo, por lo que no se verifica una atribución de acciones o participaciones del cesionario a la sociedad cedente –como en la segregación– o a sus socios –como en la escisión total o parcial–. Ello determina que la cesión global comporte un cambio radical en la estructura patrimonial de la sociedad, que sustituye la empresa de la que era titular por dinero u otros activos, de los que a partir de entonces deberá servirse para el desarrollo de su objeto social o, en su caso, para acometer un cambio de éste. También es presupuesto esencial de la cesión global, de otro lado, la transmisión en bloque y por sucesión universal de la totalidad del patrimonio de la sociedad cedente. La transmisión puede hacerse en favor de un único cesionario o de varios, aunque en este caso se exige –al igual que en la escisión– que cada parte del patrimonio que se ceda constituya una «unidad económica» (art. 82 LME). Esta transmisión global –que es característica de todas las modificaciones estructurales– singulariza a la cesión global frente a lo que sería la compraventa o cesión de un bien o derecho singular, pues el cesionario se subroga por causa de la cesión global en el conjunto de relaciones y de obligaciones jurídicas que anteriormente pertenecían al cedente (o, en su caso, de aquellas que estén afectas a la «unidad económica» cedida). Y esta transmisión –al igual también que las demás modificaciones estructurales– puede realizarse sin necesidad de contar con el consentimiento expreso de las contrapartes de esas relaciones u obligaciones, al sustituirse las reglas generales sobre novación de los contratos ( art. 1205 CC) por el reconocimiento de un simple derecho de oposición.

Por lo demás, la Ley, que regula la cesión global como una genuina modificación estructural, contempla también la posibilidad de que la misma pueda ser utilizada dentro del proceso de liquidación y de extinción de la sociedad cedente. De esta forma, la posibilidad de proceder a una cesión global se reconoce expresamente a las sociedades en liquidación, aunque «siempre que no hubiera comenzado la distribución de su patrimonio entre los socios» (art. 83 LME). La realización de la cesión global por una sociedad disuelta –lo hemos visto– simplifica enormemente el proceso de liquidación, pues permite sustituir las tareas singulares de liquidación por un único acto de enajenación de todo el patrimonio con carácter previo al reparto del haber social entre los socios. Pero al margen de esta posibilidad, la Ley prevé también que la contraprestación por la transmisión del patrimonio pueda atribuirse, no a la sociedad cedente, sino a los socios, en cuyo caso «la sociedad cedente quedará extinguida» (art. 81.2 LME). En este caso la contraprestación no se destina a la sociedad disuelta para que proceda a su posterior distribución entre los socios, sino que se atribuye «total y directamente» a estos últimos, en concepto de cuota de liquidación. Y ello determina que en este supuesto la realización de la cesión global comporte la extinción automática de la sociedad, sin necesidad de proceder por tanto a la apertura de fase de liquidación alguna. 20. PROCEDIMIENTO La cesión global de activo y pasivo queda sometida a un procedimiento que coincide básicamente con el previsto para la fusión y la escisión. A diferencia de estas últimas, sin embargo, en la cesión global no se requiere en ningún caso el informe de los expertos independientes. Porque al exigirse que la contraprestación sea en dinero u otros activos, en este caso no hay relación de canje alguna ni se verifica una aportación de patrimonio no dinerario al capital del cesionario (cuando sea una sociedad, pues podría ser también una persona física), que son las cuestiones sobre las que versa dicho informe. De este modo, los administradores de la sociedad tienen que elaborar un «proyecto de cesión global» (art. 85.1 LME), que debe ser depositado en el Registro Mercantil (art. 85.2 LME), así como un informe explicando y justificando detalladamente dicho proyecto (art. 86 LME). El acuerdo de cesión global, una vez adoptado por la junta general de la sociedad cedente, queda sometido a una

especial publicidad (art. 87 LME), al igual que los acuerdos de fusión. Los acreedores de la sociedad cedente y los del cesionario o cesionarios disponen entonces de un plazo de un mes para oponerse a la cesión global, en términos también coincidentes con los de la fusión (art. 88 LME). Posteriormente, la cesión global debe hacerse constar en escritura pública (art. 89.1 LME) e inscribirse en el Registro Mercantil, que es el momento en que adquiere eficacia jurídica (art. 89.2 LME). Además, en clara analogía con el régimen de responsabilidad solidaria que opera en la escisión (art. 80 LME), en la cesión global también se prevé –en defensa de los intereses de los acreedores de la sociedad cedente– un particular régimen de responsabilidad para el caso de incumplimiento por un cesionario de las obligaciones que haya asumido. La regla es que de las obligaciones incumplidas por un cesionario responden solidariamente los demás cesionarios, hasta el límite del activo neto atribuido a cada uno de ellos, y, según los casos, la propia sociedad cedente cuando no se hubiera extinguido o, en caso contrario, los socios hasta el límite de lo que hubieran recibido como contraprestación por la cesión (art. 91 LME). VI. EL TRASLADO INTERNACIONAL DEL DOMICILIO SOCIAL

Aunque no constituya propiamente una modificación estructural, la Ley de Modificaciones Estructurales se ocupa también del posible traslado internacional del domicilio social de las sociedades mercantiles, por la trascendencia que tiene este cambio sobre el ordenamiento o lex societatis aplicable a la sociedad y, por extensión, sobre la posición de sus socios y acreedores. Se trata de un régimen que encuentra un claro antecedente en el previsto para las sociedades anónimas europeas (v. art. 458 y ss. LSC respecto de las que tengan su domicilio en España), que se generaliza así al conjunto de las sociedades mercantiles. Estas operaciones, en su doble manifestación de traslado al extranjero del domicilio de las sociedades españolas y de traslado a España del domicilio de sociedades extranjeras, quedan sometidas a «lo dispuesto en los Tratados o Convenios internacionales vigentes en España» y en la propia Ley de Modificaciones Estructurales (art. 92). La operación de traslado al extranjero del domicilio social con mantenimiento de la personalidad jurídica, en efecto, sólo es posible cuando la misma se permita tanto por el

ordenamiento de origen como por el de destino. Al margen de la ley española, pues, será preciso que el ordenamiento extranjero en cuestión autorice también este traslado, ya sea a efectos de acoger a la sociedad española que pretenda someterse al mismo o de permitir que una sociedad de su nacionalidad se traslade a España. Y para ello no es necesario que exista un tratado o convenio internacional que ofrezca cobertura específica a estas operaciones, en contra de lo que parece sugerir la Ley de Modificaciones Estructurales, al ser suficiente con que el ordenamiento extranjero las contemple en su normativa interna. De esta forma, el traslado al extranjero del domicilio de una sociedad española sólo se permite «si el Estado a cuyo territorio se traslada permite el mantenimiento de la personalidad jurídica de la sociedad» (art. 93.1 LME). Y en relación con la operación inversa, cuando sea una sociedad extranjera la que traslade su domicilio al territorio español, se distingue según se trate de una sociedad constituida conforme a la ley de otro Estado parte del Espacio Económico Europeo o no, pues en el primer caso se permite en todo caso ese traslado sin afectar a la personalidad jurídica de la sociedad (art. 94.1 LME), mientras que en el segundo se condiciona a que su ley personal lo permita (art. 94.2 LME). Desde el punto de vista del procedimiento aplicable al traslado al extranjero del domicilio social de una sociedad española (único del que se ocupa la Ley de Modificaciones Estructurales, pues el traslado a España del domicilio de una sociedad extranjera habrá de regirse por el ordenamiento nacional de ésta), el mismo coincide sustancialmente con el de las demás modificaciones estructurales. Se exige así la elaboración de un «proyecto de traslado» (art. 95 LME), que debe ser objeto de un informe de los administradores (art. 96 LME) y aprobarse por la junta general (art. 97 LME). Los acreedores sociales pueden ejercitar el derecho de oposición en los mismos términos que en la fusión (art. 100 LME), mientras que los socios que hayan votado en contra del acuerdo de traslado del domicilio social tienen reconocido un derecho de separación (al igual –como vimos– que en las fusiones transfronterizas intracomunitarias cuando la sociedad resultante tenga su domicilio en otro Estado miembro), por la incidencia que puede tener el cambio de ordenamiento aplicable sobre su posición jurídica. Además, y en analogía también con el procedimiento previsto para las fusiones transfronterizas, se prevé que el Registrador mercantil del domicilio de la sociedad española debe expedir una certificación

acreditando el correcto cumplimiento por ésta de los actos y trámites necesarios (art. 101 LME), a efectos de facilitar su inscripción en el Registro del nuevo domicilio, que es el momento en que el traslado surtirá efectos jurídicos (art. 102 LME).

Lección 27

La disolución y liquidación de las sociedades de capital Sumario: •



I. La disolución o 1. Consideración general. Formas de disolución de las sociedades de capital o 2. Disolución por acuerdo de la junta general o 3. Disolución de pleno derecho o 4. Disolución por concurrencia de causa legítima ▪ A. Causas legales y estatutarias de disolución ▪ B. Efectos de la concurrencia de una causa de disolución o 5. Efectos de la disolución o 6. La reactivación de la sociedad disuelta II. La liquidación o 7. Concepto de liquidación o 8. La figura jurídica de los liquidadores o 9. Nombramiento y cese de los liquidadores o 10. Funciones de los liquidadores o 11. Las operaciones de la liquidación o 12. La insolvencia de la sociedad durante la liquidación o 13. La aprobación por la junta de las operaciones de liquidación: el balance final o 14. División del patrimonio entre los socios y cuota de liquidación o 15. La extinción de la sociedad. Activo y pasivo sobrevenidos

I. LA DISOLUCIÓN

1. CONSIDERACIÓN GENERAL. FORMAS DE DISOLUCIÓN DE LAS SOCIEDADES DE CAPITAL El proceso de extinción jurídica de una sociedad comprende tres fases o momentos, que tienen lugar de forma sucesiva. Dicho proceso se inicia con la disolución, en virtud de la cual la sociedad sigue subsistiendo con su misma personalidad jurídica, pero padece una modificación de su fin o actividad, pues abandona la explotación empresarial de su objeto social para dedicarse a una

actividad meramente conservativa y liquidatoria. La disolución abre así el período de liquidación, durante el cual la sociedad disuelta lleva a cabo las operaciones necesarias para saldar y liquidar todas las relaciones jurídicas a que haya dado lugar su actuación en el tráfico. Y sólo al cierre de la liquidación, con la distribución a los socios del remanente patrimonial que pudiera existir, se produce propiamente la extinción de la sociedad, con la desaparición de ésta del mundo del Derecho. Aunque en supuestos excepcionales estas tres fases podrían llegar a coincidir, cuando la sociedad disuelta carezca de relaciones jurídicas que liquidar y se extinga uno actu, se trata en todo caso de figuras de distinto significado que no deben confundirse. En las sociedades anónima y limitada la disolución no tiene una estructura homogénea ni se produce de acuerdo con un único procedimiento, sino que existen varias formas de disolución, en atención a las circunstancias y requisitos exigidos para que ésta se produzca y para la consiguiente apertura de la liquidación. Con el fin de precisar de forma clara y segura el momento en que la sociedad abandona el período de vida activa para entrar en la fase liquidatoria (en interés de los terceros, pero también de los socios y de los propios administradores), la Ley prevé distintos supuestos de disolución que no operan de un modo uniforme y que pueden clasificarse, por tanto, en función de la forma en que la disolución se produce. Así, y en primer lugar, la sociedad se disuelve por decisión de los socios mediante un acuerdo social adoptado en junta general, sin necesidad de que concurra ninguna causa particular. En segundo lugar, se disuelve automáticamente o de pleno derecho por el transcurso del término eventualmente fijado en los estatutos (o, en el caso específico de las sociedades declaradas en concurso, por la apertura de la fase de liquidación). Y en tercer lugar, se disuelve por la concurrencia de una causa legal o estatutaria de disolución, cuando esa causa sea debidamente constatada por la junta general o, en su defecto, por el juez. En unos casos, pues, la disolución resulta de la mera concurrencia de un acto (acuerdo de la junta) o de un hecho jurídico (transcurso del plazo de duración de la sociedad o apertura de la fase de liquidación en el concurso), mientras que en otros la disolución ofrece una estructura compleja y se integra por dos elementos distintos (concurrencia de una causa legítima de disolución y acuerdo social o resolución judicial que la constate).

Con todo, aunque existan diferentes formas de disolución, debe tenerse presente que ésta tiene siempre el mismo significado, pues produce en todo caso la apertura del período de liquidación. 2. DISOLUCIÓN POR ACUERDO DE LA JUNTA GENERAL Una sociedad puede disolverse por acuerdo de la junta general, adoptado con los quórum y mayorías requeridos para la modificación de estatutos ( art. 368 LSC). Mientras que en las sociedades personalistas la disolución exige por regla general – salvo previsión en contra del contrato– el acuerdo de todos los socios, en las sociedades de capital la misma se vincula a un simple acuerdo mayoritario adoptado en junta, que puede tomarse en cualquier momento y sin necesidad de que exista ninguna causa o razón concreta que la motive. 3. DISOLUCIÓN DE PLENO DERECHO La disolución opera, en cambio, ipso iure o de pleno derecho en una serie de supuestos. El primero se plantea en relación a las sociedades que hayan previsto en sus estatutos un plazo o término de duración (aunque lo habitual es que las sociedades se constituyan por un período indefinido), pues en ese caso el vencimiento de dicho término comporta la disolución de pleno derecho [art. 360.1. a) LSC]. La disolución se produce aquí de forma automática, incluso frente a terceros, y sin necesidad, por tanto, de que se adopte ningún acuerdo específico de disolución por la junta general. Esta forma de disolución podría evitarse por los socios prorrogando la vida de la sociedad, por medio de un acuerdo de modificación del término estatutario de duración; la única exigencia legal a este respecto es que el acuerdo de prórroga se adopte e inscriba en el Registro Mercantil antes del vencimiento de dicho plazo, pues en caso contrario se producirían los efectos automáticos de esta forma de disolución. El segundo supuesto va referido a la hipótesis en que una sociedad se vea legalmente obligada a reducir su capital por debajo del mínimo legal (por ej., en caso de amortización obligatoria de acciones o participaciones propias adquiridas por la sociedad o de separación o exclusión de socios); en este caso, queda disuelta de

pleno derecho si en el plazo de un año desde la reducción no inscribe en el Registro Mercantil el correspondiente acuerdo de transformación, de disolución (que en este caso sería voluntaria) o de aumento de capital hasta una cantidad igual o superior a dicho mínimo legal [art. 360.1. b)LSC]. Se admite así que las sociedades puedan incumplir de manera transitoria el deber de mantenimiento del capital mínimo, aunque solamente cuando se vean impelidas a reducirlo por causa de una obligación legal; pero, a cambio, de no eliminarse esa situación irregular en el plazo de un año a través de la recomposición del capital o de cualquier otra forma, la sociedad se disuelve de pleno derecho por el simple transcurso de dicho plazo. Y existe otro supuesto específicamente referido a las sociedades que hayan sido declaradas en concurso de acreedores, que se disuelven de pleno derecho en caso de apertura de la fase de liquidación ( art. 361.2LSC, en relación con el art. 145.3 LC). Con carácter general, la declaración de concurso no constituye por sí sola un motivo de disolución, que opere automáticamente o que obligue a la sociedad –al modo de las causas legales o estatutarias de disolución– a adoptar el correspondiente acuerdo disolutorio; mientras el procedimiento concursal esté en la fase común o desemboque en la fase de convenio, la sociedad concursada –como veremos– puede continuar ejercitando las actividades propias de su objeto social (aunque siempre podría disolverse de acuerdo con cualquiera de las formas ordinarias, incluso de pleno derecho si el término de duración expirara durante el concurso). Pero en el supuesto de que el concurso desemboque en la fase de liquidación, en atención a las reglas que veremos, la sociedad queda automáticamente disuelta, sin necesidad, por tanto, de que se adopte acuerdo social alguno. La principal especialidad de esta disolución radica en el hecho de no colocar a la sociedad en el estado ordinario de liquidación societaria (y de ahí que –según disponen dichos preceptos– no se nombren liquidadores), sino de sujetarla al procedimiento de liquidación que regula la Ley Concursal. 4. DISOLUCIÓN POR CONCURRENCIA DE CAUSA LEGÍTIMA A. Causas legales y estatutarias de disolución Así como las anteriores formas de disolución se vinculan a la concurrencia de un único acto o hecho jurídico, existen otras de

estructura más compleja que se verifican por la concurrencia de una causa legítima de disolución y de un acuerdo social o decisión judicial que la constate. Estas causas de disolución pueden ser legales o estatutarias, según vengan impuestas por la Ley o, en su caso, por los estatutos. Las causas legales de disolución son las siguientes: a) El cese en el ejercicio de la actividad o actividades que constituyan el objeto social, entendiéndose que concurre esta situación tras un periodo de inactividad superior a un año [art. 363.1. a) LSC]. Cabe entender que la falta de desarrollo del objeto social puede deberse tanto a la mera inactividad de la sociedad, cuando ésta deje sin más de operar en el tráfico, como a la sustitución de hecho de aquél, cuando la sociedad pase a dedicarse de manera efectiva a actividades distintas de las recogidas en sus estatutos. b) La conclusión de la empresa que constituya el objeto social [arts. 363.1. b)LSC y 221.1.ª C. de C.]. Esta causa ha de operar cuando la sociedad se constituya para desarrollar una actividad o negocio determinado (v.gr., explotación de una concesión administrativa), que por cualquier motivo se agote o desaparezca. c) La imposibilidad manifiesta de conseguir el fin social [art. 363.1. c)LSC]. Esta causa se produce cuando por cualquier motivo (natural, técnico, etc.) una sociedad se ve incapacitada de forma insuperable –no meramente transitoria– para desarrollar su actividad. d) La paralización de los órganos sociales, de modo que resulte imposible su funcionamiento [art. 363.1. d)LSC]. Cabría decir que también en esta hipótesis se manifiesta la imposibilidad de conseguir el fin social, aunque en este caso por motivos internos, cuando las diferencias o disensiones entre los socios paralicen la actividad de la sociedad. Esta causa de disolución se reduce en realidad a la paralización de la junta general (cuando ésta se vea imposibilitada para adoptar acuerdos, típicamente por una situación de enfrentamiento entre socios que impida alcanzar las mayorías o los quórum exigidos legal o estatutariamente), ya que la eventual inactividad del órgano de administración siempre podría ser paliada por los socios mediante el nombramiento de nuevos administradores.

e) Las pérdidas graves. Mientras que las sociedades personalistas se disuelven por la «pérdida entera del capital» (art. 221.2.ª C. de C.), en las sociedades de capital el régimen de disolución por pérdidas es más estricto y riguroso, por la función de garantía que desempeña el capital social. De ahí que en estas sociedades la causa de disolución se produzca cuando las pérdidas dejen reducido el patrimonio neto a una cantidad inferior a la mitad de la cifra del capital, salvo que ésta se aumente o se reduzca en la medida suficiente (y siempre que las pérdidas no hayan conducido a la sociedad a una situación de insolvencia, pues entonces debería solicitarse –de acuerdo con lo previsto en la declaración de concurso) [art. 363.1. e)LSC].

Ley Concursal– la

Para constatar o reconocer la concurrencia de esta causa de disolución no es preciso esperar al cierre del ejercicio social y, por consiguiente, a la formulación o aprobación de las cuentas anuales. Antes bien, debe estimarse que la causa concurre en el momento en que los administradores conozcan (o hubieran debido conocer, de acuerdo con el nivel de diligencia legalmente exigible) la existencia del referido desequilibrio patrimonial. En todo caso, una sociedad siempre puede evitar la disolución removiendo o eliminando esta situación de desbalance, para lo cual dispone de una doble vía: aumentar el capital, con el fin de reintegrar el patrimonio neto por medio de nuevas aportaciones, o reducirlo, para enjugar las pérdidas y restablecer el equilibrio entre el capital y el patrimonio neto disminuido por consecuencia de pérdidas (aunque reducción y aumento también podrían combinarse, cuando se realice –según la fórmula que vimos– una operación «acordeón»). f) La reducción del capital por debajo del mínimo legal, cuando no sea consecuencia del cumplimiento de una ley [art. 363.1. f)LSC]. Las sociedades anónima y limitada no sólo tienen que constituirse con un capital mínimo, sino que deben también mantenerlo a lo largo de toda la vida social. Y ello explica el fundamento de esta causa de disolución, al no ser concebible la existencia de sociedades con cifras estatutarias de capital inferiores a las que impone la Ley. Pero lo cierto es que esta causa apenas debe encontrar operatividad práctica, pues los requisitos formales que deben cumplir los acuerdos de reducción de capital –con la calificación y control de legalidad que realizan tanto el notario en la escritura de elevación a público del acuerdo como el registrador con motivo de la inscripción registral de éste– hacen poco probable la

adopción y consumación de un acuerdo que sería manifiestamente ilegal. Al margen de las causas legales de disolución, que por su carácter mínimo e imperativo no pueden ser excluidas en sede estatutaria (aunque sí cabría vincular la disolución a circunstancias menos exigentes que las legales, como podría ser –a modo de ejemplo– la disolución en caso de pérdidas de un tercio del capital o, en el caso de una sociedad limitada, de inactividad durante un único año), los socios pueden incorporar a los estatutos otras causas distintas de las legales [art. 363.1. h)LSC]. Esta habilitación estatutaria encuentra en todo caso un límite en el respeto a los denominados «principios configuradores» del tipo social de que se trate ( art. 28LSC), que deben fijarse y valorarse en función de las características tipológicas de la sociedad anónima y de la limitada. Por ejemplo, la previsión de causas estatutarias de disolución vinculadas a circunstancias personales de los socios (v.gr., fallecimiento, inhabilitación, etc.), que no parece posible en una sociedad anónima por ser ésta el arquetipo de sociedad de estructura corporativa desvinculada de las vicisitudes de sus miembros, puede admitirse sin problemas en el caso de una sociedad de responsabilidad limitada, ya que los principios configuradores de ésta permiten introducir mayores grados de personalización en la organización social (en las sociedades personalistas, de hecho, la regla es que la muerte de uno de los socios colectivos comporta la disolución de la sociedad, salvo previsión en contra: art. 222.1.ª C. de C.). Al mismo tiempo, el principio mayoritario que rige tanto en la sociedad anónima como en la limitada excluye la posibilidad de prever como causa estatutaria de disolución de estas sociedades la simple denuncia de cualquiera de los socios o de un determinado porcentaje del capital social (a diferencia también de lo que ocurre en las sociedades colectivas y comanditarias constituidas por tiempo indefinido, en las que cualquier socio tiene derecho a denunciar el contrato de sociedad y a exigir la disolución: art. 224 C. de C.). B. Efectos de la concurrencia de una causa de disolución La concurrencia de una de estas causas legales o estatutarias de disolución no opera de forma automática y suficiente (a diferencia

de la disolución de pleno derecho), sino que debe ser necesariamente constatada por la junta general de la sociedad o, en su defecto, por el juez. Cabría decir, incluso, que la concurrencia de una de estas causas ni siquiera obliga propiamente a la sociedad a disolverse. Lo que hace la Ley es establecer un riguroso sistema que en esencia trata de evitar que una sociedad incursa en causa de disolución pueda mantenerse indefinidamente en esta situación, con el fin de que se disuelva o de que adopte al menos las medidas necesarias para salir de ella. Y a estos efectos se establece un sistema común para las sociedades anónima y limitada, que se compone de tres elementos básicos: la necesaria celebración de una junta general que acuerde la disolución o la remoción de la causa (salvo que lo procedente sea solicitar la declaración de concurso, por estar la sociedad en situación de insolvencia); la posibilidad de acordar la disolución judicialmente cuando la junta no lo haga, y la responsabilidad solidaria por las deudas sociales de los administradores que incumplan cualquiera de los deberes legales que se les imponen a estos efectos. a) Para lograr el acuerdo social de disolución, que tiene carácter necesario, los administradores deben convocar la junta general en un plazo de dos meses desde la concurrencia de cualquiera de las causas previstas en la Ley o en los estatutos, pudiendo cualquier socio requerir a los administradores para que convoquen cuando, a su juicio, exista un motivo legítimo para la disolución (

art. 365.1

LSC, que prevé la obligación de instar la declaración de concurso en lugar de acordar la disolución cuando la situación sea de insolvencia). Al tener carácter necesario, y a diferencia de los supuestos de disolución por decisión voluntaria de la junta general (que como vimos deben aprobarse con los quórum y mayorías de las modificaciones estatutarias), la disolución puede acordarse en este caso con los quórum o mayorías exigidos para los acuerdos ordinarios (

art. 364LSC).

La junta general no está obligada a acordar la disolución (ni a instar la solicitud de concurso, en su caso), sino que puede también adoptar los acuerdos necesarios para eliminar o remover la causa que la provoque (v.gr., aumento del capital en el supuesto de existencia de pérdidas graves o sustitución del objeto social en caso de conclusión de la empresa originaria). Esta posibilidad, en todo

caso, requiere que dichos acuerdos figuren en el orden del día de la junta (

art. 365.2LSC).

b) Cuando la junta general no adopte el acuerdo de disolución ni el de remoción de la causa de disolución, ésta puede ser declarada judicialmente (algo que en principio será necesario cuando la causa radique precisamente en la imposibilidad de adoptar el correspondiente acuerdo de disolución por paralización de los órganos sociales). Para ello se atribuye a cualquier interesado la legitimación para solicitar la disolución judicial de la sociedad en caso de falta de convocatoria de la junta solicitada, de imposibilidad de alcanzar un acuerdo o de adopción de una decisión contraria a la disolución ( art. 366.1LSC). Los administradores no sólo están facultados para instar la disolución judicial, sino que están obligados a hacerlo en un plazo de dos meses cuando el acuerdo de la junta sea contrario a la disolución (salvo que lo acordado sea, lógicamente, la remoción de la causa) o cuando el acuerdo no pudiera ser logrado ( art. 366.2LSC). La disolución judicial ha de tramitarse según lo previsto en la Ley 15/2015 de la Jurisdicción Voluntaria (art. 125 y ss.) c) Por último, con el fin de reforzar la efectividad de este régimen legal y de forzar a los administradores a adoptar las medidas necesarias para su cumplimiento, el sistema se completa con una previsión que reviste una extraordinaria importancia práctica: la imposición a los administradores que incumplan cualquiera de los deberes legalmente impuestos (esto es, convocar la junta general cuando concurra una causa de disolución, solicitar la disolución judicial cuando la junta no adopte el correspondiente acuerdo o, en caso de insolvencia, solicitar el concurso de acreedores) de una responsabilidad solidaria por las deudas sociales ( art. 367LSC). No se trata aquí de un supuesto de responsabilidad por daños, como en el caso de las acciones de responsabilidad que pueden ejercitarse contra los administradores que de forma dolosa o negligente produzcan un perjuicio al patrimonio de la sociedad o al de socios o terceros ( art. 236 y ss. LSC), sino de una sanción o pena civil que se impone a los administradores por el hecho de incumplir los deberes que la Ley les atribuye ante la concurrencia de una causa de disolución, y consistente en hacerles personalmente responsables de las deudas de la propia sociedad.

La responsabilidad nace, pues, por el simple incumplimiento de estas obligaciones legales, sin que los acreedores tengan que justificar o probar ninguna otra circunstancia (como podría ser la causación de un daño, la insuficiencia patrimonial de la sociedad, o la relación de causalidad entre la conducta de los administradores y el posible perjuicio padecido). Aunque esta responsabilidad de los administradores se vincule al incumplimiento de cualquier causa legal o estatutaria de disolución, su importancia se manifiesta fundamentalmente en los supuestos de pérdidas graves que reduzcan el patrimonio neto por debajo de la mitad del capital social [art. 363.1. d)LSC]. Y es que esta responsabilidad opera como un importante mecanismo de tutela de los acreedores sociales, que pueden dirigirse así contra los administradores de sociedades insolventes o con graves pérdidas económicas que sigan operando en el tráfico sin adoptar las medidas precisas para lograr la disolución o la remoción de la situación de desbalance (o que no soliciten oportunamente la declaración de concurso, en su caso). Cabría decir, por ello, que esta norma opera como un instrumento preconcursal, que aspira a garantizar que las sociedades se disuelvan mientras mantengan un patrimonio suficiente para hacer frente a todas sus deudas (mientras el capital cuente con una cobertura patrimonial, aunque sea parcial) y a evitar, en consecuencia, que acaben deslizándose hacia una situación irreversible de insolvencia. La sanción se impone a todos aquellos que integren el órgano de administración de la sociedad en el momento en que la junta debió ser convocada o la disolución judicial instada, salvo a los que prueben que el incumplimiento del deber no les es imputable. Además, esta responsabilidad por las deudas sociales tiene carácter ilimitado y solidario (entre los propios administradores y en relación con la sociedad), aunque sólo alcanza a las obligaciones sociales que sean posteriores a la concurrencia de la causa legal de disolución (v. art. 367.2LSC, que traslada a los administradores la carga de probar que las deudas reclamadas son de fecha anterior). 5. EFECTOS DE LA DISOLUCIÓN El hecho de que existan varias formas de disolución no implica – como vimos– que los efectos de ésta varíen en cada caso. Y es que la disolución, cualquiera que sea el modo en que se produzca,

comporta como principal efecto –y sin solución de continuidad– la apertura del período de liquidación (

art. 371.1

LSC).

Además, dado que –como vimos– la extinción de la sociedad sólo tiene lugar al cierre del proceso de liquidación, la sociedad disuelta sigue subsistiendo y mantiene su personalidad jurídica ( art. 371.2LSC), con todos los atributos que le son propios (domicilio, denominación, autonomía patrimonial, etc.). Pero aunque la sociedad subsista con su personalidad durante el período de liquidación, no dejan de operarse en ella ciertos cambios de orden interno: a) la actividad social, consistente en la explotación o desarrollo de una empresa, se suspende para dejar paso a una actividad puramente liquidatoria, centrada en la realización de las operaciones que permitan conseguir la liquidación y posterior extinción de la sociedad; por lo tanto, la sociedad debe tender a abandonar el ejercicio del objeto social, aunque en rigor éste no desaparece ni se sustituye; b) se modifica la estructura orgánica de la sociedad: los administradores son sustituidos por los liquidadores, quienes como órgano de administración y de representación de la sociedad en liquidación asumen la totalidad de sus funciones ( arts. 374y 375LSC); en cuanto a la junta general, se mantiene inalterada como órgano social y queda encargada de acordar lo que convenga al interés común en relación con la marcha de la liquidación ( art. 371.3LSC); c) por último, se mantiene sustancialmente el régimen de la contabilidad social, pues en caso de que la liquidación se prolongue por un plazo superior al previsto para la aprobación de las cuentas anuales, los liquidadores quedan obligados a presentar a la junta dentro de los seis primeros meses de cada ejercicio las cuentas anuales de la sociedad, junto a un informe pormenorizado sobre el estado de la liquidación ( 388.2LSC).

art.

La disolución también produce –como veremos– algunos efectos en relación a los socios: el derecho a participar en el reparto de las ganancias sociales se sustituye por el derecho a participar en el patrimonio resultante de la liquidación. Pero la disolución –a diferencia del concurso de acreedores– no modifica la posición jurídica de los acreedores sociales: no hace exigibles las deudas sociales no vencidas, no extingue ni modifica los contratos

concluidos con la sociedad y no priva a los acreedores de los medios ordinarios de protección de sus derechos. 6. LA REACTIVACIÓN DE LA SOCIEDAD DISUELTA Dado que la sociedad disuelta subsiste durante el período de liquidación, es posible que aquélla decida revocar la disolución y retornar a la vida activa para continuar con el ejercicio de las actividades propias de su objeto social. Pero las condiciones de validez de esta posible reactivación no son comunes para cualquier supuesto de disolución, al depender en gran medida de la forma en que ésta se haya producido. Antes que nada, la posibilidad de que una sociedad salga del estado de liquidación para reanudar su actividad comercial se excluye en las hipótesis de disolución de pleno derecho, como sería el caso del cumplimiento del término de duración fijado en los estatutos (o en el supuesto de las sociedades declaradas en concurso, y a mayor abundamiento, cuando se produzca la apertura de la fase de liquidación). La imposibilidad de acordar la reactivación en estos supuestos (que declara expresamente el art. 370.1 LSC) se deriva del peculiar rigor de esta forma de disolución, que produce sus efectos de forma automática y al margen de la propia voluntad de la sociedad. Y en las demás formas de disolución, en las que en principio debe admitirse una posible reactivación, ésta debe cumplir un conjunto de requisitos (que establece el art. 370.1LSC). El primero va referido a la desaparición de la causa de la disolución, de tal forma que el propio acuerdo de reactivación debe adoptar, cuando sea procedente, las medidas necesarias para su remoción; así, cuando la sociedad se disuelva por acuerdo de la junta general, la causa de disolución dejará de actuar si este acuerdo se revoca con otro posterior tomado con los mismos requisitos legales; y si la disolución se deriva de la concurrencia de una causa legítima de carácter legal o estatutario, la reactivación exigirá que previamente desaparezca o se elimine dicha causa (v.gr., modificación del objeto social en caso de conclusión de la empresa, adopción de un acuerdo de aumento o de transformación cuando la disolución provenga de la existencia de pérdidas que hayan reducido el patrimonio por debajo de la mitad del capital social, etc.). En

segundo lugar, la posibilidad de acordar la reactivación queda sujeta a un límite temporal, pues sólo se permite mientras no haya comenzado el pago de la cuota de liquidación a los socios; en caso contrario, la sociedad habría dispuesto ya del patrimonio resultante de la liquidación en favor de los socios y el derecho de éstos sería irreversible. Y, por último, se exige también que el patrimonio contable de la sociedad que se reactiva no sea inferior al capital social, con el fin de garantizar la integridad o cobertura patrimonial de éste en el momento en que la sociedad retorna a su vida activa. La cuestión más importante que suscita la reactivación es, con todo, la relativa a la tutela de los socios disconformes. A estos efectos, la Ley reconoce expresamente –como vimos– el derecho de separación a los socios que no hayan votado a favor del acuerdo [arts. 346.1. c) y 370.3 LSC], con el fin de que sus expectativas de obtener la cuota de liquidación no se vean frustradas por una reactivación acordada sin su aquiescencia. Además, también se reconoce una protección a los acreedores sociales, que podrán oponerse al acuerdo de reactivación en las mismas condiciones que en los supuestos de reducción del capital (

art. 370.4LSC).

II. LA LIQUIDACIÓN

7. CONCEPTO DE LIQUIDACIÓN La liquidación de la sociedad disuelta comprende la realización de las operaciones necesarias para satisfacer íntegramente a los acreedores sociales y, en su caso, repartir el patrimonio resultante entre los socios, al objeto de conseguir así la extinción de la propia sociedad. La liquidación es un procedimiento que comprende un conjunto de operaciones materiales y jurídicas encaminadas a dicho fin (procedimiento que en todo caso no debe confundirse con la liquidación que la Ley Concursal prevé como una de las posibles soluciones del concurso del acreedor insolvente, que se rige por sus propias reglas). Pero es también un estado jurídico, que se inicia con la disolución y que acaba con la inscripción en el Registro Mercantil de la extinción de la sociedad, durante el cual ésta queda sujeta a un régimen especial en relación al período de vida activa; y es que aunque la sociedad disuelta subsista con su misma personalidad jurídica, la modificación que padece en su fin social comporta numerosos cambios tanto en el orden interno como en el externo (y de ahí que las sociedades disueltas deban incluir en

su denominación la expresión «en liquidación» – art. 371.2 LSC–, con el fin de dar a conocer este hecho a los terceros). 8. LA FIGURA JURÍDICA DE LOS LIQUIDADORES Los liquidadores son el órgano de gestión y de representación de la sociedad disuelta, y ocupan una posición jurídica semejante a la de los administradores durante el período de vida social activa. Con la disolución, éstos cesan en sus cargos ( art. 374 LSC) y son sustituidos por los liquidadores, que asumen así las funciones gestoras y representativas de la sociedad que resultan necesarias para llevar a cabo las operaciones de liquidación (

art. 375LSC).

De hecho, al margen de las diferencias que puedan existir entre ambos órganos por causa de la diversa situación de la sociedad que gestionan, la similitud sustancial de sus respectivas funciones lleva incluso a la Ley a extender el régimen legal de los administradores a los liquidadores, en todo aquello que no se encuentre expresamente previsto y que no sea incompatible con su especial naturaleza (

art. 375.2LSC).

En particular, el órgano de liquidación podrá adoptar las distintas estructuras o formas de organización que se permiten para los administradores, pudiendo consistir por tanto en un liquidador único, en varios liquidadores con facultades conjuntas o solidarias, o en un órgano colegiado, que adopte sus decisiones por mayoría. 9. NOMBRAMIENTO Y CESE DE LOS LIQUIDADORES La designación de las personas que hayan de ocupar el cargo de liquidador puede estar regulada en los estatutos, que podrían prever una designación nominal o per relationem (v.gr., nombramiento como liquidadores de quienes sean administradores al tiempo de la disolución, de los socios de mayor antigüedad, etc.) o establecer las condiciones subjetivas que deberían reunir (por ej., que sean socios o profesionales de la auditoría). A falta de previsión estatutaria, la regla es que el nombramiento de los liquidadores corresponde a la junta general, que en su caso debería ser aquella que acuerde la disolución (

arts. 376.1

LSC).

Pero estas previsiones básicas se completan con otra que trata de prevenir la posibilidad de que la designación no se realice por cualquiera de estos dos modos y, por tanto, una posible situación de vacío en el órgano de liquidación. De esta forma, a falta de nombramiento por los estatutos o por la junta, se prevé con carácter supletorio la conversión automática en liquidadores de quienes fueran administradores de la sociedad al tiempo de la disolución ( art. 376.1LSC), sin necesidad de ningún requisito especial de designación o de aceptación. Además, con carácter general se contempla también la posibilidad de solicitar del secretario judicial o del registrador mercantil del domicilio social la convocatoria de una junta general para el nombramiento de los liquidadores, en los supuestos en que el órgano de liquidación existente quede inoperativo por cualquier motivo ( art. 377.1LSC), y hasta la posibilidad de solicitar de dichos profesionales la designación cuando ésta no sea realizada por la junta (

art. 377.2LSC).

En principio, el nombramiento como liquidador se hace por tiempo indefinido y dura hasta la extinción de la sociedad, salvo que los estatutos dispongan otra cosa ( art. 378LSC). Pero con independencia del período de nombramiento, y en clara analogía con lo previsto para los administradores, el hecho de que los liquidadores ocupen un cargo de estricta confianza permite que puedan ser separados o destituidos en cualquier momento por la junta general, que podría adoptar el acuerdo sin necesidad de que concurra ninguna causa concreta y aunque la separación no figure en el orden del día (

art. 380.1LSC).

Estas causas generales de cese de los liquidadores se completan con otra específica, que en esencia trata de evitar que el período de liquidación pueda prolongarse durante un período de tiempo excesivo. De esta forma, cuando transcurran tres años desde la apertura de la liquidación sin que se someta a la junta general la aprobación del balance final de liquidación (aprobación que, como veremos, cierra las operaciones liquidatorias), se faculta a cualquier socio o persona con interés legítimo para solicitar del secretario judicial o del registrador mercantil la separación de los liquidadores (

art. 389LSC); en estos casos, el juez debería acordar el cese cuando estime que no existen motivos que justifiquen la dilación y, al mismo tiempo, proceder al nombramiento de unos nuevos liquidadores. 10. FUNCIONES DE LOS LIQUIDADORES Como en el caso de los administradores, las funciones de los liquidadores son de dos clases: funciones de mera gestión referidas al orden interno de la sociedad, y funciones de representación que afectan a la esfera externa de la sociedad. Todas estas funciones, en todo caso, están preordenadas al interés final de los socios y acreedores de la sociedad disuelta, consistente en la realización de las oportunas operaciones de liquidación de las relaciones jurídicas pendientes, la división y distribución del patrimonio resultante entre los socios y la cancelación final de los asientos registrales de la sociedad. En concreto, corresponde a los liquidadores la representación de la sociedad en todo aquello que sea necesario para los fines de la liquidación ( art. 379 LSC). Esta representación legal –similar a la que corresponde a los administradores– implica que los liquidadores deben considerarse investidos de las más amplias facultades representativas para la realización de todos los actos que sean precisos para el desarrollo de las operaciones de liquidación. Por ello, y en consonancia también con la configuración legal del poder de representación de los administradores, cabe entender incluso que la sociedad quedará obligada frente a los terceros de buena fe por los actos de los liquidadores que excedan de su ámbito de representación (v.gr., realización de operaciones nuevas que no vengan requeridas por la liquidación), al margen de la posible responsabilidad de éstos en el orden interno. En lo que hace a las modalidades de atribución del poder de representación entre los integrantes del órgano de liquidación, la regla es que el mismo se atribuye individualmente a cada liquidador, con independencia de cuál sea la estructura adoptada por el órgano, y salvo disposición contraria de los estatutos ( art. 379.1LSC); de esta forma, lógicamente, se pretende agilizar la realización de las operaciones de liquidación, atribuyendo a cada liquidador las facultades precisas para la válida realización de éstas.

Como ocurre también con los administradores, la representación legal de los liquidadores no excluye la posibilidad de servirse al tiempo de formas de representación voluntaria, cuando la sociedad confiera apoderamientos aislados a cualquier persona para la realización de actos concretos dirigidos a facilitar la realización de la liquidación. Por lo demás, en la sociedad anónima es posible que la labor de los liquidadores en el ejercicio de sus funciones sea objeto de fiscalización por parte de interventores, cuyo nombramiento puede realizarse por el secretario judicial o por el registrador mercantil del domicilio social a instancia de accionistas que representen más de un 5 por 100 del capital social o del 3 por 100 en las sociedades cotizadas ( arts. 381.1 y 495.2LSC) o, en su caso, por el Gobierno, cuando se trate de liquidaciones que afecten a patrimonios cuantiosos o a un gran número de accionistas y obligacionistas o que por cualquier otro motivo revistan una especial importancia ( art. 382LSC). Estos interventores tendrán una misión de vigilancia permanente y están facultados para fiscalizar la actuación de los liquidadores, ocupando una posición similar a la de un órgano de control durante el período de liquidación. 11. LAS OPERACIONES DE LA LIQUIDACIÓN Las operaciones de liquidación comprenden tanto actuaciones orientadas a la conservación del patrimonio de la sociedad durante el estado de liquidación, como otras de carácter dispositivo que tratan fundamentalmente de facilitar la posterior distribución del eventual haber sobrante entre los socios, una vez saldadas todas las relaciones jurídicas pendientes. Estas operaciones pueden sintetizarse como sigue: A) Conservación del patrimonio y llevanza de la contabilidad. Dado que los liquidadores reciben los bienes sociales con la finalidad de repartirlos entre los socios previa satisfacción de los acreedores, la primera obligación que les corresponde es la de velar por la integridad y conservación del patrimonio social durante el período de liquidación ( art. 375.1 LSC). Aunque esta actividad de los liquidadores tenga que ser esencialmente conservativa, es claro que habrá de desarrollarse de acuerdo con unos elementales

criterios de dinamismo y de eficiencia empresarial, con el fin de evitar cualquier menoscabo en el valor del patrimonio. Además, como complemento de esta labor conservativa del patrimonio se encuentra la obligación de los liquidadores de llevar la contabilidad de la sociedad ( art. 386LSC). De hecho, la sociedad sigue obligada durante el período de liquidación a llevar una contabilidad ordenada, adecuada a la actividad desarrollada y que permita un seguimiento cronológico de sus operaciones (art. 25.1 C. de C.), lo que exige que todos los actos propios de la liquidación tengan necesariamente su oportuno reflejo contable. Este deber legal se manifiesta antes que nada en la obligación de los liquidadores de confeccionar un inventario y un balance inicial de la sociedad al tiempo de comenzar la liquidación ( art. 383LSC). Mientras que el inventario tiene como finalidad establecer la relación de todos los bienes, valores y efectos que quedan confiados a los liquidadores, el balance –balance inicial o de apertura de la liquidación– deberá reflejar la situación económica de la sociedad al inicio del período liquidatorio. Y en los supuestos en que la liquidación se prolongue por un plazo superior al previsto para la aprobación de las cuentas anuales, los liquidadores quedan obligados a presentar a la junta general dentro de los seis primeros meses de cada ejercicio las cuentas anuales de la sociedad, junto a un informe pormenorizado sobre el estado de la liquidación ( art. 388.2LSC). Estas cuentas anuales deberán elaborarse de conformidad con las reglas generales aunque con las adaptaciones que vengan impuestas por las especiales características del periodo de liquidación, por lo que habrán de reflejar con exactitud la situación contable de la empresa de acuerdo con el valor de realización (prescindiendo del criterio de «empresa en funcionamiento»). B) Conclusión de operaciones pendientes y realización de las nuevas que sean necesarias para la liquidación. Los liquidadores deben concluir las operaciones iniciadas y no terminadas al tiempo de disolverse la sociedad, pues el hecho de que ésta entre en liquidación no interrumpe ni afecta de ningún modo a la ejecución y desarrollo de los contratos que estén en curso (a diferencia –como veremos– de lo que ocurre en la liquidación concursal, que produce

efectos sobre los contratos en vigor). Pero, además, los liquidadores pueden también concertar operaciones nuevas, cuando sean necesarias para la liquidación ( art. 384LSC). Esta facultad debe interpretarse por principio en sentido amplio, admitiendo la posible realización de cualquier operación nueva que, desde una perspectiva económica, facilite o agilice de cualquier modo la liquidación de la sociedad. En el límite, cabe admitir incluso la posibilidad excepcional de que los liquidadores continúen ejercitando el objeto social de forma provisional, cuando ello sea necesario para los fines de una mejor liquidación (v.gr., cuando se pretenda realizar una transmisión de la empresa o cuando resulte muy gravosa una cesación brusca de actividades). C) Cobro de los créditos y pago de las deudas sociales. Con el fin de formar la masa o patrimonio que será objeto de distribución entre los socios, los liquidadores deben proceder al cobro de los créditos que la sociedad tenga contra terceros ( art. 385.1LSC), utilizando para ello todos los medios que el Derecho ofrece. En el caso de la sociedad anónima, la labor de cobro se extiende también a los propios accionistas en relación a los desembolsos que puedan tener pendientes, aunque solamente cuando éstos sean necesarios para satisfacer a los acreedores (

art. 385.2LSC).

En conexión con esta labor de cobro, los liquidadores deben proceder también al pago de las deudas de la sociedad ( art. 385.1LSC), considerando que las mismas no sufren ninguna modificación –ni en su integridad o vencimiento– por el hecho de la liquidación. Cuando se trate de deudas vencidas, deberán satisfacerse por los liquidadores sin sujeción a orden ni prelación alguna, del mismo modo que durante el período de vida social activa. Y en el supuesto de que se trate de deudas no vencidas, es claro que la sociedad no puede imponer a los acreedores un reembolso anticipado (aunque obviamente siempre podría negociarlo); pero en este caso, para evitar que la subsistencia de créditos contra la sociedad pueda demorar excesivamente la conclusión de la liquidación, se admite la posibilidad de que los liquidadores procedan a consignar el importe de dichos créditos en una entidad de crédito ( art. 391.2LSC), con el fin de que el proceso liquidatorio pueda continuar sin esperar al vencimiento de las deudas.

D) Enajenación de los bienes sociales. El verdadero núcleo de la liquidación, y la principal manifestación de la actividad de carácter dispositivo de los liquidadores, consiste en la enajenación por éstos de los bienes sociales ( art. 387LSC). Todos los bienes integrantes del patrimonio social (muebles e inmuebles, derechos de propiedad industrial, efectos mercantiles, etc.) podrán ser realizados, con el fin de convertirlos en numerario y de facilitar así la posterior labor de división del haber social entre los socios. En todo caso, y al margen de la posibilidad de acordar una cesión global del activo y del pasivo (v. Lec. 26, núm. 19), esta enajenación de los bienes no constituye propiamente una obligación, pues siempre sería posible –como veremos– que todo o parte del patrimonio social fuese objeto de una división en especie entre los socios. En relación con la sociedad anónima, el legislador ha exigido tradicionalmente que la enajenación de los bienes inmuebles se hiciera por medio de subasta pública. Pero esta exigencia ha sido recientemente derogada (mediante la

Ley 25/2011, que ha dado

nueva redacción al art. 387LSC), no sólo por la mayor complejidad procedimental de la subasta, sino también porque ésta no siempre garantiza la obtención de las mejores condiciones económicas. En consecuencia, tanto en la sociedad anónima como en la limitada los liquidadores podrán servirse del procedimiento que consideren más adecuado para enajenar los bienes inmuebles, al igual que los restantes bienes sociales, con el fin en particular de tratar de maximizar el precio de venta. E) Comparecer en juicio y concertar transacciones y arbitrajes. Se trata de una manifestación de las facultades representativas de los liquidadores, que pueden tanto comparecer en juicio para la defensa de la sociedad como concertar transacciones y arbitrajes ( art. 379.3LSC), cuando ello convenga a los intereses sociales y a los fines de la liquidación. 12. LA INSOLVENCIA DE LA SOCIEDAD DURANTE LA LIQUIDACIÓN Al realizar las operaciones de liquidación, los liquidadores adquirirán un claro conocimiento de la situación económica de la sociedad y podrán comprobar si ésta dispone de patrimonio suficiente para

satisfacer todas las deudas que tenga contraídas. De no ser así, cuando adviertan que la sociedad se encuentra en estado de insolvencia por no poder cumplir regularmente sus obligaciones, los liquidadores deberán instar la declaración de concurso de acuerdo con las reglas generales (art. 3.1.II LC), dentro de los dos meses siguientes a la fecha en que hubieran conocido o debido conocer dicho estado ( art. 5.1LC). En caso contrario, de incumplirse este deber, el concurso podría ser calificado como culpable ( art. 165.1.ºLC), con la consiguiente posibilidad de que los liquidadores quedaran sujetos a las correspondientes sanciones legales (v.

art. 172LC).

Declarado el concurso, la regla es que los liquidadores continúan desempeñando sus funciones, aunque sujetos –de acuerdo con el régimen general– a las medidas de suspensión o de intervención por los administradores concursales que pueda acordar el juez ( art. 48.1LC). Pero de producirse la apertura de la fase de liquidación dentro del procedimiento concursal, se verifica automáticamente el cese de los liquidadores, que serán sustituidos entonces por la administración concursal ( art. 145.3LC). En estos casos, como vimos, lo característico es que la liquidación debe realizarse, no de acuerdo con el régimen societario, sino de conformidad con el procedimiento de liquidación que regula la propia Ley Concursal (art. 142 y ss.). 13. LA APROBACIÓN POR LA JUNTA DE LAS OPERACIONES DE LIQUIDACIÓN: EL BALANCE FINAL Una vez terminadas las operaciones de liquidación, los liquidadores están obligados a redactar un balance final, un informe completo sobre dichas operaciones y un proyecto o propuesta de división del haber social entre los socios, que deben someter a la aprobación de la junta general (

art. 390.1

LSC).

El balance final de liquidación en realidad no constituye un verdadero balance, sino una cuenta de cierre que deberá reflejar con exactitud y claridad el estado patrimonial de la sociedad tras la realización de las distintas operaciones de liquidación. Y el proyecto de división del activo no deja de ser como un apéndice del balance

final, pues extrae las consecuencias que se derivan de éste para realizar la división del patrimonio remanente entre los socios. Por su parte, el informe completo de los liquidadores sobre las operaciones que hayan realizado busca ofrecer a los socios una rendición de cuentas y una explicación detallada de la gestión realizada. Dada la importancia del acuerdo de la junta general que apruebe estos documentos y, con ellos, la propia liquidación realizada, se reconoce la posibilidad de los socios disconformes –pero no de los terceros, que deberían servirse de sus medios de defensa ordinarios– de impugnarlo, de acuerdo con el régimen ordinario de impugnación de acuerdos sociales ( art. 390.2LSC, que fija sin embargo a estos efectos un plazo de caducidad de dos meses, más reducido que el plazo general de un año que rige para la impugnación de los acuerdos nulos, para evitar sin duda impugnaciones tardías que pudiesen comprometer o demorar la extinción de la sociedad). 14. DIVISIÓN DEL PATRIMONIO ENTRE LOS SOCIOS Y CUOTA DE LIQUIDACIÓN Una vez extinguidas las relaciones jurídicas con los terceros, la sociedad puede proceder a la división del patrimonio resultante entre los socios. El principal presupuesto sustantivo para acordar este reparto, en todo caso, consiste en la necesidad de satisfacer previamente a todos los acreedores o, cuando menos, de consignar o asegurar el importe de sus créditos ( art. 391.2 LSC), ya que sólo entonces existiría un verdadero remanente patrimonial de libre disposición. Pero, además, para el reparto se exige también que transcurra el término de impugnación del balance final ( art. 394.1LSC), con el fin de garantizar la firmeza jurídica del acuerdo aprobatorio de la junta; de ahí que este plazo pueda evitarse cuando la aprobación del balance final y de la división del activo se realice con el voto unánime de todos los socios, pues en este caso no habría por regla ninguna persona legitimada para ejercitar una posible acción impugnatoria. En principio, la fijación de la cuota de liquidación correspondiente a cada socio debe hacerse en proporción a su respectiva participación en el capital. Pero esta regla tiene un simple carácter dispositivo, al ser posible que los estatutos prevean privilegios para

determinadas acciones o participaciones, que podrían tener derecho a una mayor cuota de liquidación o una preferencia para ser reembolsadas con anterioridad a cualquier otra ( art. 392LSC). Al margen de la libertad de los estatutos para configurar el contenido de estos privilegios, un ejemplo de privilegio legal se encuentra en las acciones o participaciones sin voto que pueden emitir las sociedades anónimas y limitadas, que entre otras cosas confieren a su titular el derecho en caso de liquidación de la sociedad a obtener el reembolso del valor desembolsado con anterioridad a la distribución de cualquier otra cantidad al resto de las acciones o participaciones ( art. 101LSC). En la propia sociedad anónima, además, en la que pueden existir acciones que no estén íntegramente liberadas, la distribución a los socios debe hacerse descontando esta circunstancia, con el fin de ajustar las cantidades repartidas en función de la aportación que haya sido efectivamente realizada por cada accionista (

art. 392.2LSC).

Por lo demás, aunque la cuota de liquidación se conciba en principio como el derecho a una suma de dinero, debe admitirse – como vimos– la posibilidad de realizar una división in natura o en especie. Pero esta posibilidad se condiciona legalmente al acuerdo unánime de todos los socios ( art. 393.1LSC), al margen de que los estatutos también pueden reconocer el derecho de los socios a obtener en sede de liquidación –bajo ciertas cautelas legales– la restitución de las aportaciones no dinerarias que hayan podido realizar o la entrega de cualquier otro bien social ( 393.2LSC).

art.

15. LA EXTINCIÓN DE LA SOCIEDAD. ACTIVO Y PASIVO SOBREVENIDOS Una vez satisfecha la cuota de liquidación a los socios, los liquidadores deben otorgar la escritura pública de extinción de la sociedad ( art. 395 LSC), en la que en esencia deben recogerse todos los presupuestos que permiten poner de manifiesto la regularidad –cuando menos formal– del proceso de liquidación. Esta escritura debe entonces inscribirse en el Registro Mercantil, en el que deben depositarse también los libros y documentación de la sociedad (

art. 396LSC). Y es con la cancelación de los asientos

registrales de la sociedad cuando se produce propiamente la extinción de ésta, sin que sea posible una posterior reapertura de la liquidación ni siquiera en los casos en que la extinción no haya ido precedida de una liquidación real de la totalidad de las relaciones jurídicas mantenidas por la sociedad. En efecto, una vez cancelada la sociedad, es posible que existan activos y pasivos sobrevenidos, cuando aparezcan bienes no repartidos o deudas que hayan quedado sin satisfacer. Pero ni siquiera en estos casos, que obviamente denotan la comisión de defectos u omisiones en la liquidación, se permite la reapertura de ésta, pues el legislador ha dispuesto otras medidas que salvaguardan la consolidación de la liquidación y extinción de la sociedad. Así, cuando aparezcan bienes que no hayan sido objeto de reparto, los liquidadores deberán adjudicar a los antiguos socios la cuota adicional que les corresponda, en su caso previa enajenación de los bienes y su conversión en dinero ( art. 398LSC). Y en caso de pasivos sobrevenidos, cuando lo que existan sean deudas no satisfechas, se prevé la responsabilidad frente a los acreedores de los antiguos socios hasta el límite de la cantidad que hubieran recibido como cuota de liquidación ( art. 399LSC), sin que se obligue por tanto a aquéllos a solicitar la anulación de las operaciones de liquidación y de la consiguiente cancelación de la sociedad. Adicionalmente, además, los acreedores podrían ejercitar también una acción de responsabilidad por daños contra los liquidadores ( art. 397LSC), considerando que la existencia de pasivos sobrevenidos podría ser indicativa de una negligencia en el ejercicio de sus funciones. Al margen del régimen general, existe también un supuesto de extinción de la sociedad que es característico de la normativa concursal. En efecto, cuando la sociedad haya sido declarada en concurso de acreedores y el procedimiento concluya por inexistencia de bienes y derechos de la sociedad concursada, la propia resolución judicial que declare la conclusión acordará la extinción de la sociedad y la cancelación de sus asientos registrales ( art. 178.3 LC); en este caso, de producirse la eventual reapertura del concurso, ésta se limitaría a la liquidación de los bienes y derechos que hubieran aparecido y al pago de los correspondientes créditos (

art. 179.2LC).

Lección 28

Las Sociedades de base mutualista Mercedes Vérgez Sumario: • •



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I. Consideraciones generales II. Las sociedades cooperativas o 1. Significado, concepto y características de la sociedad cooperativa o 2. Constitución de la sociedad cooperativa o 3. Posición jurídica de los socios de la sociedad cooperativa o 4. Estructura organizativa de la sociedad cooperativa o 5. Régimen económico y contable o 6. Modificación de los estatutos sociales. Transformación, fusión y escisión de la sociedad o 7. Disolución y liquidación de la sociedad cooperativa o 8. La sociedad cooperativa europea domiciliada en España III. Sociedades mutuas de seguros o 9. Concepto, características y clases: mutuas y sociedades de previsión social IV. Sociedades de garantía recíproca o 10. Concepto y características V. Sociedades laborales y sociedades participadas o 11. Concepto y características

I. CONSIDERACIONES GENERALES

Al lado de las formas sociales contempladas en los capítulos anteriores, hemos de contar también con las tradicionalmente consideradas como sociedades de base mutualista. El Código de Comercio no regula ciertamente estas entidades, pero no deja de referirse a dos viejos tipos de sociedades de base mutualista: las

sociedades cooperativas y las mutualidades de seguros (art. 124). Junto a ellas cabe incluir también la sociedad de garantía recíproca incorporada a nuestro ordenamiento por el 15/1977, de 25 de febrero.

Real Decreto-ley

Todas estas sociedades ofrecen unos rasgos comunes: el ejercicio y desarrollo de la empresa social, tiene como finalidad propia la satisfacción de determinadas necesidades comunes a todos los socios; como consecuencia de ello son sociedades de capital variable que permiten la entrada y salida de los socios, sin necesidad de acudir a los correspondientes procedimientos de modificación de los estatutos sociales. De otro lado –como hemos de ver–, presentan características especiales en relación con la posición jurídica de sus socios dentro de la estructura social. Por lo demás, pueden considerarse próximas a estas formas sociales las sociedades laborales, reguladas hasta ahora por la Ley 4/1997, de 24 de enero, derogada por la vigente ley 44/2015, de 14 de octubre, de sociedades laborales y sociedades participadas, pues si bien carecen de una base mutualista realizan también una función de promoción social. Hoy día estas sociedades se integran junto con otras, calificadas también como entidades de «economía social» dentro del concepto de economía social, y, sin perjuicio de su regulación específica se incluyen en el marco general de la nueva Ley 5/2011, de Economía Social, de 29 de marzo, cuya finalidad fundamental es la de determinar las medidas de fomento a favor de estas entidades en consideración a los fines y principios que les son propios. Se trata, en todo caso, de entidades que realizan una actividad económica y empresarial, pero cuyas reglas de funcionamiento vienen determinadas por unos principios orientadores que responden a la primacía de la persona y del objeto social sobre el capital, la adhesión voluntaria y abierta, el control democrático por sus integrantes, conjunción de los intereses de las personas usuarios y el interés social, aplicación de los principios de solidaridad y responsabilidad, y el destino de los excedentes a la consecución de fines de interés social.

II. LAS SOCIEDADES COOPERATIVAS

1. SIGNIFICADO, CONCEPTO Y CARACTERÍSTICAS DE LA SOCIEDAD COOPERATIVA Las sociedades cooperativas tienen un reconocimiento específico en nuestro ordenamiento, en nuestra propia Constitución, como instrumentos de promoción social. Pero de otro lado, es importante señalar que al haber asumido todas las Comunidades Autónomas (con la salvedad de las Ciudades autonómicas de Ceuta y Melilla) competencia exclusiva en esta materia, se trata de una forma especial de empresario social regulada por diferentes leyes autonómicas. Es más, en este momento, prácticamente todas las Comunidades Autónomas han aprobado ya su propia Ley; de ahí que, no obstante su limitado ámbito de aplicación (art. 2), la Ley estatal de Cooperativas, de 16 de junio de 1999, haya de servir de punto de referencia básico en el examen de esta forma social frente a esa pluralidad legislativa autonómica. Estamos, por otro lado, ante una Ley que, si bien no supera plenamente ciertas deficiencias de técnica jurídica, ofrece importantes innovaciones en su tratamiento positivo. La Ley estatal de la Sociedad Cooperativa, en efecto, no sólo ha tratado de incorporar este tipo de sociedad a los cambios introducidos por las Directivas comunitarias en materia de sociedades, sino que intenta favorecer su consolidación económica, abriendo por primera vez estas sociedades a nuevas formas de captación de recursos patrimoniales en el mercado financiero; así sucede con la nueva figura de las «participaciones especiales», y las llamadas partes sociales con voto propias de las llamadas cooperativas mixtas, que podrán emitirse en serie para negociarse en el mercado de valores; y así sucede también con la propia figura de los «socios colaboradores», o con el reconocimiento expreso de la fusión o la transformación de la sociedad cooperativa en otras formas sociales, rompiendo con el criterio tradicional de su reconocimiento en el ámbito exclusivamente cooperativo. El régimen de financiación de las sociedades cooperativas se ha flexibilizado últimamente a través de la Ley de 27 de abril de 2015, de fomento de la financiación empresarial, que modificando la Ley de Sociedades Cooperativas, establece que por acuerdo del consejo rector, salvo disposición contraria de los estatutos, la sociedad podrá emitir obligaciones. Así mismo, el consejo rector, podrá también acordar, cuando se trate de emisiones en serie, la admisión de financiación voluntaria de los socios o de terceros no socio bajo cualquier modalidad jurídica y

con los plazos y condiciones que se establezcan. La emisión de obligaciones se regirá por el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital, aprobado por Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio, con las adaptaciones que resulten necesarias. En materia de concepto, la Ley define este tipo de sociedad de una manera descriptiva, señalando un doble dato: por un lado, su significado como entidad al servicio del «movimiento cooperativo», desarrollado a través del asociacionismo cooperativo (título III de la Ley), cuya promoción, difusión, formación, inspección y control se encomienda fundamentalmente al Ministerio de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social; y, por otro lado, estableciendo que la sociedad cooperativa, capaz de organizar y desarrollar cualquier actividad económica lícita, se constituye por personas que se asocian en régimen de adhesión y baja voluntaria para la realización de actividades empresariales encaminadas a satisfacer sus necesidades económicas y sociales, con estructura y funcionamiento democrático, conforme a los principios de la Alianza Cooperativa Internacional (art. 1.1 de la Ley). Entendida en estos términos, tres son los principios fundamentales que caracterizan a la sociedad cooperativa: a) el principio de puerta abierta, que se hace efectivo a través de la técnica del capital variable y que en buena medida ha sido atemperado con las modificaciones que sobre la constitución del capital social ha establecido la disposición adicional cuarta de la Ley 16/2007, de 4 de julio, de reforma y adaptación de la legislación mercantil en materia contable para su armonización con base en las normas de la Unión Europea y que se ha proyectado sobre el derecho del socio al reembolso en caso de baja de la sociedad; b) el principio de fundamentación no capitalista de la condición de socio; y c) el principio de autogobierno, gestión, y control democrático. Mas estas características no excluyen su calificación como sociedades mercantiles. Así lo prevé el artículo 124 del Código de Comercio para las cooperativas que desarrollen actividades con terceros; pero, además, y con carácter general, cabe señalar que de acuerdo con su propia regulación la sociedad cooperativa realiza una actividad de empresa integrada en las reglas del mercado y en sus esquemas de rentabilidad y competitividad, sometida al estatuto del empresario mercantil a través de las normas que establecen y regulan su deber de

contabilidad y su sumisión antes de la generalización del concurso a los procedimientos de suspensión de pagos y quiebra. En cuanto se refiere a las clases de cooperativas, la Ley establece una clasificación extensa y no cerrada, algo que viene a representar la proyección del movimiento cooperativo sobre los distintos sectores de la actividad económica (art. 6); añadamos que algunas de esas cooperativas, como sucede con las cooperativas de crédito y las de seguros, están sometidas a una regulación específica. De otro lado, las cooperativas pueden ser de primero y segundo grado, estando estas últimas constituidas por al menos dos cooperativas, y pudiendo integrarse también en ellas en calidad de socios otras personas jurídicas públicas o privadas, incluso empresarios individuales (art. 77). 2. CONSTITUCIÓN DE LA SOCIEDAD COOPERATIVA De acuerdo con lo que dispone la Ley estatal (art. 7), la sociedad cooperativa se constituye a través de un proceso de fundación simultánea, en escritura pública otorgada por todos los promotores y que deberá inscribirse en el Registro de Cooperativas llevado por el Ministerio de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social, cuyo Reglamento ha sido aprobado por Real Decreto 136/2002, de 1 de febrero. A partir de ese momento, la sociedad adquiere su personalidad jurídica y su calificación como sociedad cooperativa, de la que podrá ser privada por las causas y a través del procedimiento previsto en la propia Ley (art. 116, debe tenerse en cuenta, no obstante que los artículos 114 y 115 relativos al régimen de infracciones y sanciones han sido derogados por el Texto Refundido de la Ley sobre Infracciones y Sanciones en el Orden Social, aprobado por Real Decreto Legislativo 5/2000, de 4 de agosto). Las cooperativas de crédito y las de seguros deberán además inscribirse en el Registro Mercantil (

arts. 254 a

258

RRM). Para la constitución de una sociedad cooperativa son necesarios al menos tres socios si se trata de una cooperativa de primer grado y dos si es de segundo grado (art. 8).

3. POSICIÓN JURÍDICA DE LOS SOCIOS DE LA SOCIEDAD COOPERATIVA Las características de la sociedad cooperativa explican las peculiaridades propias de la condición de socio, tanto por lo que se refiere a la forma en que se establece la relación socio-sociedad, como en cuanto atañe al contenido de la condición de socio. Por lo que se refiere a la forma en que se entabla la relación del socio con la sociedad, cabe señalar como característica específica que dada la función social de la sociedad cooperativa, no sólo es necesario que los socios reúnan determinadas condiciones objetivas y subjetivas en función de la actividad que constituye el objeto social, sino que se produce también una especial relación de subordinación del socio a la sociedad; hasta tal punto que a través de los acuerdos sociales se le pueden imponer nuevas obligaciones (art. 14.4 de la Ley), quedando incluso sometido al poder disciplinario de la sociedad (art. 18). En cuanto atañe al contenido de la posición del socio, sus obligaciones y derechos, cabe destacar, como característica específica, que el socio no sólo está obligado a efectuar el desembolso de sus aportaciones sociales, sino que está obligado también a desarrollar una amplia colaboración en la vida económica y corporativa de la sociedad. Por lo que se refiere a sus derechos, enumerados en el artículo 16 de la Ley, ofrecen las características siguientes: en primer lugar, la igualdad de los derechos políticos expresada fundamentalmente (no obstante sus limitaciones) en el conocido principio general de «un hombre, un voto»; en segundo lugar, las peculiaridades de sus derechos económicos que vienen dadas, tanto por las especialidades que ofrece la aplicación de los llamados excedentes como por el singular reparto del retorno cooperativo (forma especial de participación en los beneficios de la sociedad), como, en fin, por la forma especial y limitada en que se prevé la participación del socio en la adjudicación del haber social; en tercer lugar, el derecho del socio a participar en la actividad económica cooperativizada de la sociedad y la especial relevancia que se concede al derecho de información del socio, así como el no menos importante derecho a la baja voluntaria del socio afectado de forma relevante por la ya citada modificación de la Ley. Cerremos esta apretada referencia a sus obligaciones y derechos señalando, aunque no se trate de una característica especial del

tipo, que tal como se configura la sociedad cooperativa en nuestra Ley los socios no responden personalmente de las deudas sociales. La Ley prevé que al lado de los socios puedan existir también los llamados socios colaboradores, sean personas físicas o jurídicas. Estos socios colaboradores, que han venido a sustituir a la figura de los asociados prevista en la Ley anterior, constituyen una vía para estimular la aportación de recursos económicos a la sociedad; de ahí la peculiaridad de su situación dentro de la cooperativa, en la que se les reconoce una integración mayor en su condición de socios que lo que tradicionalmente se les permitía a los asociados. Sus aportaciones no podrán exceder, sin embargo, del 45 por 100 del total de las aportaciones al capital social, ni la totalidad de votos de esta categoría de socios podrá superar el 35 por 100 del total de votos en los órganos sociales. 4. ESTRUCTURA ORGANIZATIVA DE LA SOCIEDAD COOPERATIVA Las sociedades cooperativas desarrollan su actividad interna y externa a través de cuatro órganos sociales: a) La asamblea general. Es el órgano supremo de expresión de la voluntad social, cuyos acuerdos se imponen a todos los socios, incluso a los disidentes, y a los que no hayan participado en la reunión. Está regulada por normas paralelas a las que se establecen para la convocatoria, constitución, funcionamiento, impugnación de acuerdos y clases de juntas generales en las sociedades mercantiles de capital, aunque con características propias. La asamblea general presenta, en efecto, peculiaridades que derivan de la necesidad de hacer efectivo el principio de máxima democratización y participación activa del socio en la vida social. Conviene advertir también que frente al poder tradicionalmente más amplio de la asamblea general, su regulación actual establece que únicamente podrá tomar acuerdos obligatorios en materias que la propia Ley no considere competencia exclusiva de otros órganos. En esta misma línea, es de destacar que la asamblea general funciona con arreglo al principio de un hombre un voto; por lo demás, se establece un riguroso régimen de limitaciones al ejercicio del voto por representación, y se consagran unos quórum mínimos de asistencia y de votación para determinados acuerdos (arts. 25,

26, 27 y 28). Característica peculiar de estas sociedades es, asimismo, la existencia de las llamadas asambleas generales de delegados, previstas en atención a que pueden darse circunstancias que dificulten la presencia de todos los socios en la asamblea general y que aconsejan su celebración por medio de delegados (art. 30). b) El consejo rector. Es el órgano al que corresponde el gobierno, gestión y representación de la sociedad cooperativa. En las sociedades cooperativas con un número de socios inferior a diez, este órgano podrá tener carácter unipersonal, atribuyéndose todas las competencias y funciones de gestión y representación de la sociedad a un administrador único, que habrá de ser persona física y tener la condición de socio. En materia de representación, ha de tenerse en cuenta además que la Ley establece expresamente que, en todo caso, las facultades representativas del consejo rector se extienden a todos los actos relacionados con las actividades de la cooperativa, sin que surtan efecto frente a terceros las limitaciones que en cuanto a ellos pudieran contener los estatutos (art. 32). En consonancia con las peculiaridades de este tipo de sociedades, y lo que tradicionalmente han sido las características propias del consejo rector (integrado por consejeros socios y retribuidos en función de los resultados sociales), la Ley actual da también un paso más de flexibilización hacia planteamientos de mayor apertura, permitiendo, dentro de ciertos límites, el nombramiento como consejeros de personas cualificadas y expertos aunque no ostenten la condición de socios, y la posibilidad de que los consejeros no socios sean retribuidos en la forma y con arreglo a los criterios previstos en los estatutos de la sociedad. Siguiendo la línea del autogobierno propio de estas sociedades, se prevé, no obstante, que los socios están obligados a aceptar los cargos sociales [art. 15.2. d)], prohibiendo a los consejeros que se hagan representar en el consejo (art. 36.2). Por otro lado, se establece la posibilidad de que los estatutos sociales reserven determinados puestos de vocales para su designación por determinados colectivos de socios, e incluso se reconoce la presencia de un vocal en representación de los trabajadores, cuando el número de esos trabajadores sea superior a cincuenta y esté constituido el comité de empresa (art. 33). La Ley recoge una regulación detenida, tanto sobre el funcionamiento del consejo, como sobre la duración, revocación y

renovación del cargo de consejero, previéndose el mismo régimen de responsabilidad para los consejeros de la sociedad cooperativa que el establecido en la Ley de Sociedades de Capital para los administradores de estas sociedades (art. 43). Siguiendo de cerca lo previsto para las sociedades de capital, se regula también el régimen de impugnación de los acuerdos del consejo rector (art. 37). c) Los interventores. Las funciones de fiscalización de la sociedad cooperativa, en el caso de que no esté obligada a auditar las cuentas, corresponden a los interventores, que tienen, además de otras funciones que les confieran la Ley o los estatutos, la función específica consistente en la censura de las cuentas anuales (art. 38). El número de interventores, que en principio deberán ser socios, será el establecido en los estatutos y nunca superior al de miembros del consejo. Los interventores quedan sometidos al mismo régimen de responsabilidad que los consejeros, con la diferencia importante de que su responsabilidad no tiene carácter solidario (art. 43). d) El comité de recursos. En caso de que esté previsto en los estatutos, las cooperativas podrán constituir un comité de recursos, que tramitará y resolverá los recursos contra las sanciones a los socios y los demás supuestos en los que así lo prevean la Ley o los estatutos (art. 44). 5. RÉGIMEN ECONÓMICO Y CONTABLE Aunque en la sociedad cooperativa el capital social carece del significado jurídico que tiene en las sociedades capitalistas como instrumento de organización corporativa y económica de la sociedad, no deja por ello de tener importancia jurídica: la sociedad cooperativa debe determinar en los estatutos sociales su cifra de capital mínimo, que deberá estar totalmente desembolsado, y su disminución puede ser causa de disolución de la sociedad (art. 45, modificado por la disp. ad. cuarta de la Ley 16/2007, de 4 de julio, de reforma y adaptación de la legislación mercantil en materia contable para su armonización con base en la normativa de la Unión Europea). El capital social de la sociedad cooperativa está integrado por las aportaciones obligatorias y por aportaciones voluntarias de los

socios, incluso por las ya mencionadas participaciones especiales. Las aportaciones obligatorias representan la aportación mínima al capital social para poder adquirir la condición de socio, distinguiéndose después de la modificación que ha sufrido la ley entre aportaciones con derecho a reembolso en caso de baja del socio y aportaciones cuyo reembolso en caso de baja del socio será decidido libremente por el Consejo Rector. Ha de advertirse, no obstante, que las aportaciones al capital social no son las únicas prestaciones que el socio puede estar obligado a realizar a la sociedad; los estatutos sociales o, en su caso, la asamblea general pueden establecer igualmente el pago de cuotas que no integran el capital social (art. 52). La sociedad cooperativa, como toda sociedad mercantil, está obligada a formular sus cuentas sociales y a llevar una contabilidad ordenada y adecuada a su actividad, que se regirá por los principios más generales establecidos en la anteriormente citada Ley de reforma y adaptación de la legislación mercantil en materia contable. La contabilidad de la sociedad cooperativa está sometida a las normas generales de contabilidad establecidas en el Plan General de Contabilidad aprobado por Real Decreto 1514/2007, de 16 de diciembre, y a las especiales que establece su propia Ley, debiendo llevar además de los libros sociales establecidos en ella, el de inventarios y cuentas anuales y el diario, y los libros especiales exigidos para cada clase de cooperativas. Todos estos libros sociales y contables deberán ser previamente diligenciados por el Registro de Sociedades Cooperativas, en el que deberán depositarse y publicarse las cuentas anuales (art. 60 de la Ley y arts. 27 y 28 del RRSC). Características propias del régimen económico de la sociedad cooperativa son las siguientes: 1) La distinción entre los resultados de la actividad cooperativizada con los socios y los resultados extracooperativos derivados de su actividad con terceros (art. 57.3). 2) La necesidad de destinar en primer lugar los excedentes o beneficios de la sociedad, en la forma y porcentajes establecidos, a la constitución de un fondo de reserva obligatorio y un fondo de educación y promoción, que serán irrepartibles entre los socios (art. 58.1).

3) El hecho de que el llamado retorno cooperativo (es decir, los excedentes y beneficios disponibles que la asamblea general decida repartir entre los socios en cada ejercicio económico), se distribuirá en proporción a las actividades cooperativizadas que cada socio realice con la cooperativa y no a sus aportaciones al capital social (art. 58.3 y 4). Se presenta también con características propias el régimen de imputación y satisfacción de las pérdidas sociales que se establece en la Ley (art. 59). 6. MODIFICACIÓN DE LOS ESTATUTOS SOCIALES. TRANSFORMACIÓN, FUSIÓN Y ESCISIÓN DE LA SOCIEDAD De especial interés son igualmente todos aquellos aspectos de la vida social que introducen modificaciones en su estructura y exceden de lo que puede considerarse su funcionamiento normal. Éste es el caso de la modificación de los estatutos, y de aquellas otras figuras más complejas como son la transformación, la fusión o la escisión, que ofrecen ciertas peculiaridades en este tipo social, y que han sido respetadas por la Ley de 3 de abril de 2009 sobre modificaciones estructurales de las sociedades mercantiles (art. 2 párrafo segundo de dicha Ley). En lo que toca a la modificación de estatutos, la Ley realiza únicamente una regulación fragmentaria, destacando tres aspectos fundamentales: primero, que cualquier modificación de los estatutos sociales se hará constar en escritura pública que se inscribirá en el Registro de Cooperativas, concediéndose un derecho de separación a los socios cuando la modificación consista en un cambio de clase de cooperativa (art. 11.3); segundo, que la modificación debe ser decidida por la asamblea general a través de un acuerdo adoptado por mayoría de dos tercios de los votos presentes o representados (art. 28.2); y tercero, que será competencia del consejo rector la modificación de estatutos que consista en el cambio de domicilio social dentro del mismo término municipal (art. 32.1). En relación con las otras figuras más complejas como son la transformación, la fusión y la escisión de la sociedad, cabe señalar con carácter general, y como dato relevante, el cambio de posición de la nueva Ley, ya que mientras con anterioridad estas figuras solamente se habían venido reconociendo, salvo algunas excepciones, dentro de un proceso de integración entre sociedades que actuaran en un ámbito cooperativo o mutualista, ahora el giro

ha sido total. La nueva Ley prevé claramente las fusiones mixtas, declarando que las sociedades cooperativas podrán fusionarse con sociedades civiles o mercantiles de cualquier clase siempre que no haya una norma legal que lo prohíba (art. 67). Por otro lado, cualquier sociedad, asociación o agrupación económica que no tenga carácter cooperativo puede transformarse en sociedad cooperativa, y las sociedades cooperativas pueden transformarse en sociedades civiles y mercantiles de cualquier clase, sin que sea necesaria su disolución y la creación de otra nueva sociedad. Por lo que se refiere a estos procesos especiales, su regulación específica se realiza en la Ley de acuerdo con las normas generales y las garantías formales y sustanciales establecidas para la sociedad anónima o para la sociedad de responsabilidad limitada, con aquellas peculiaridades que supone la intervención en ellas de una sociedad cooperativa. Se trata de especialidades que afectan fundamentalmente al régimen de las mayorías exigidas, al derecho de separación que en estas sociedades se concede también a los socios en los supuestos de fusión y de escisión, y al destino que habrá que dar, en su caso, a aquellos fondos patrimoniales que como los propios de la reserva obligatoria, el fondo de educación y cualquier otro fondo o reserva que estatutariamente esté establecido, no sean repartibles entre los socios. 7. DISOLUCIÓN Y LIQUIDACIÓN DE LA SOCIEDAD COOPERATIVA Estas materias están reguladas en la Ley con un sistema de normas claramente inspiradas en las que rigen para las sociedades anónimas. Cabe destacar, no obstante, estos tres aspectos generales: 1º La formulación de las causas de disolución se adapta a las características y finalidades propias de estas sociedades (art. 70.1). 2º Se prevé expresamente la posibilidad de reactivación de la sociedad cooperativa en liquidación (art. 70.5). 3º Se somete a unas normas especiales el reparto del haber social. Estas normas especiales suponen una importante modificación respecto de la regulación tradicional de estas sociedades, permitiendo a los socios, por la vía de la liquidación del haber social, participar en los resultados de la gestión social de forma más flexible que la permitida en la legislación anterior (art. 75). Finalizada la liquidación, la Ley prevé que los liquidadores otorguen la escritura de extinción de la sociedad en los términos establecidos

en ella. La referida escritura se inscribirá en el Registro de Sociedades Cooperativas, debiendo solicitar los liquidadores la cancelación de los asientos registrados (art. 76). 8. LA SOCIEDAD COOPERATIVA EUROPEA DOMICILIADA EN ESPAÑA En la consideración de la sociedad cooperativa es imprescindible hacer una referencia a la sociedad cooperativa europea con domicilio en España, regulada por la Ley 3/2011, de 4 de marzo, sobre la sociedad cooperativa europea domiciliada en España, considerándose como tal aquella cooperativa europea cuya administración central se encuentre dentro del territorio español. Esta regulación responde a la necesidad de ofrecer una adaptación del régimen de la Sociedad Cooperativa Europea (SCE) a la legislación española. El Estatuto de la sociedad cooperativa europea, dentro de la política general de la Comunidad Europea de ofrecer instrumentos jurídicos adecuados que permitan facilitar el desarrollo de actividades transfronterizas, lo que ha pretendido ha sido dotar a las sociedades cooperativas de una forma jurídica de alcance europeo que se base en principios comunes pero que tenga en cuenta las características especiales de estas sociedades y que les permita actuar fuera de sus fronteras nacionales en todo o en parte del territorio de la comunidad. A esta idea responde el Reglamento (CE) nº 1.435/ 2003 del Consejo, de 22 de julio de 2003, que regula los aspectos societarios de la sociedad cooperativa europea, y la Directiva 2003/72/(CE) del Consejo, de 22 de julio de 2003, que contempla la implicación de los trabajadores en la sociedad cooperativa europea. La Directiva fue transpuesta a nuestro derecho interno por la Ley 31/2006,de 18 de octubre, sobre implicación de los trabajadores en las sociedades anónimas y cooperativas europeas; pero el Reglamento, aunque de aplicación directa, remite en varios aspectos al desarrollo de la legislación aplicable por la que corresponda al Estado miembro de que se trate, lo que hacía necesaria la correspondiente adaptación, y a ello responde la Ley sobre Sociedad cooperativa Europea con domicilio en nuestro país. Con carácter general cabe decir que se ha elaborado un texto normativo que respeta la estructura específica de la sociedad cooperativa en nuestro país, con competencia atribuidas a las

comunidades autónomas, manteniendo como norma específica única, respecto de todo el derecho europeo, la de la principalidad de la actividad cooperativa en la determinación de la legislación interna aplicable. Por otra parte se reconoce la competencia del Registro Mercantil en materia de inscripción de la sociedad cooperativa europea con domicilio en España y se establece la necesidad de cooperación con los registros de cooperativas competentes. III. SOCIEDADES MUTUAS DE SEGUROS

9. CONCEPTO, CARACTERÍSTICAS Y CLASES: MUTUAS Y SOCIEDADES DE PREVISIÓN SOCIAL Las sociedades mutuas de seguros constituyen una forma especial de organizar la empresa de seguros; de acuerdo con su carácter mutualista, esa especialidad supone que se asegura a sus propios socios, quienes contribuyen a su financiación. Están reguladas en los artículos 41y 43 de la nueva Ley 20/2015, de 14 de julio, de Ordenación, Supervisión y Solvencia de las entidades aseguradoras y reaseguradoras, como lo han estado en el Texto Refundido de la Ley de Ordenación y Supervisión de los Seguros Privados de 2004 y su Reglamento, distinguiendo, en atención a su diferente objeto social, entre mutualidades de previsión social y mutuas de seguros en sentido propio. Unas y otras sociedades mutuas están sometidas a distinta regulación, pero unas y otras tienen unas características comunes. En efecto, fundadas ambas sociedades en el principio de ayuda mutua, y carentes de ánimo de lucro, sus socios ostentan la doble condición de socios y asegurados, lo que determina una doble relación asociativa y aseguradora. Por otro lado, su estructura jurídica responde, como sucedía con las sociedades cooperativas, a unas características propias. Se trata de sociedades que están sometidas al principio de igualdad de derechos y obligaciones de sus socios, sin que puedan establecerse privilegios, organizándose su estructura sobre la base del principio «un hombre un voto». En la medida en que desarrollan una actividad aseguradora, ambas sociedades están sometidas también a los requisitos generales que establece la legislación mercantil de sociedades: constitución en escritura pública e inscripción en el Registro Mercantil (art. 28 de la nueva Ley y

art. 254

RRM), todo ello con independencia de

su necesaria autorización administrativa y la inscripción de la sociedad en el correspondiente registro administrativo. Las mutualidades de previsión social se caracterizan por ejercer una actividad aseguradora de carácter voluntario, complementaria al sistema de la seguridad social obligatoria, dentro de un ámbito y unos límites de cobertura que pueden superar, si están autorizadas para ello, con el cumplimiento de determinadas garantías financieras, señalándose, también, que aquellas mutualidades de previsión social que se encuentran reconocidas como alternativas a la Seguridad Social, en la

disposición adicional decimoquinta de

la Ley 30/1995, de 8 de noviembre, de Ordenación y Supervisión de los Seguros Privados, ejercen además una modalidad aseguradora alternativa al alta en el Régimen Especial de la Seguridad Social de los trabajadores por cuenta propia o autónomos. Las características generales de las mutualidades de previsión social están reguladas en los artículos 43, 44 y 45 de la nueva Ley de Ordenación, Supervisión y Solvencia. Las mutualidades de previsión social presentan como característica propia, tal como se reconoce en el artículo 43 de la nueva Ley, el hecho de que en ellas, dentro de ciertos límites, al lado de los socios mutualistas, puede haber personas o entidades que no son destinatarios de sus prestaciones, pero son titulares de ciertos derechos y obligaciones. Las mutuas de seguros en sentido propio se reconocen en la Ley de Ordenación, Supervisión y Solvencia como una forma social de ejercicio de la actividad aseguradora por entidades privadas. Estas sociedades están reguladas junto con las cooperativas de seguros en los artículos 41 y 42 de la mencionada Ley. El artículo 41 establece que las mutuas de seguros son sociedades mercantiles sin ánimo de lucro, que tienen por objeto la cobertura a los socios, sean personas físicas o jurídicas, de los riesgos asegurados mediante una prima fija pagadera al comienzo del periodo en riesgo. Las mutuas podrán constituir grupos mutuales conforme a los requisitos que reglamentariamente se establezcan.

IV. SOCIEDADES DE GARANTÍA RECÍPROCA

10. CONCEPTO Y CARACTERÍSTICAS Estas sociedades constituyen un tipo social de creación relativamente reciente. Introducidas en nuestro ordenamiento por el

Real Decreto-ley 15/1977, de 25 de febrero, su marco legal

vigente está establecido en la con el

Ley 1/1994, de 11 de marzo, junto

Real Decreto 2345/1996, de 8 de noviembre.

Se trata de sociedades integradas por pequeños y medianos empresarios individuales o sociales, que se asocian para buscar mayores posibilidades de financiación a través de garantías o avales prestados a sus socios por la propia sociedad, que además puede proporcionarles también servicios de asistencia y asesoramiento financiero. Ha de advertirse que la eficacia real de la función económica propia de estas sociedades se hace efectiva a través de un sistema de reafianzamiento de las mismas en el que participa la Administración pública; esa actividad se lleva a cabo a través de las llamadas sociedades de reafianzamiento, cuya finalidad es precisamente la de reforzar la solvencia de las sociedades de garantía recíproca. La nueva Ley de Fomento a la Financiación Empresarial ha flexibilizado también el régimen de la financiación prestada por estas sociedades eliminando formalidades, y ha fortalecido la garantía de los avales de refinanciación, previendo además que podrá constituirse hipoteca de máximo a favor de las sociedades de garantía recíproca De acuerdo con su propia función económica, se explica que la propia Ley califique a estas sociedades como entidades financieras sometidas al registro, control, vigilancia e inspección del Banco de España (arts. 1 y 66); es más, las propias reglas de contabilidad de estas sociedades se aproximan a las previstas para las entidades de crédito, así lo dispone el artículo 4 del Real Decreto 2345/1996, de 8 de noviembre, relativo a las normas de autorización administrativa y requisitos de solvencia de estas sociedades, estando prevista su regulación específica por la Orden EHA/327/2009, de 26 de mayo, sobre normas especiales para la elaboración, documentación y presentación de la información contable de las sociedades de garantía recíproca. De ahí también el significado especial que en estas sociedades tiene el patrimonio

social como garantía de terceros, algo que se hace efectivo a través de una serie de disposiciones como son fundamentalmente las siguientes: las que sometiendo el capital social a unos principios semejantes a los que se siguen para las sociedades anónimas, resaltan su función de retención de valores en el activo; las que prevén la necesidad de que la sociedad constituya un fondo de provisiones técnicas, y todas aquellas normas que, limitando el reparto de beneficios, someten a control la distribución de las reservas de libre disposición y aquellas otras que para garantizar un mínimo de solvencia de estas sociedades regulan la composición de sus recursos propios y el régimen de los mismos.. Así como también las exigencias que la reciente Ley de fomento a la financiación ha establecido, exigiendo que todos los miembros del consejo de administración de estas sociedades sean personas de reconocida honorabilidad comercial y profesional, posean conocimientos y experiencia adecuados para ejercer sus funciones y estén en disposición de ejercer el buen gobierno de la entidad. Honorabilidad, conocimiento y experiencia que deberán concurrir también en sus directores generales y asimilados, así como en los responsables de las funciones de control interno y de las personas que ocupen puestos clave para el ejercicio diario de la actividad de la entidad. La valoración de esta idoneidad se someterá a los procedimientos establecidos con carácter general para las entidades de crédito, y las propias sociedades establecerán los procedimientos adecuados para llevar a cabo la selección y la evaluación continuada. De otro lado, cabe señalar que las sociedades de garantía recíproca constituyen un tipo social en el que, por una parte, el capital social, el régimen de responsabilidad de sus socios y la estructura y funcionamiento de sus órganos sociales se rigen por normas semejantes a las de las sociedades anónimas; y, por otra parte, que respecto de la posición de los socios prevalece su carácter mutualista. Ese carácter mutualista de las sociedades de garantía recíproca se pone de manifiesto en las finalidades propias de estas sociedades, bien alejadas de la obtención de un beneficio repartible entre los socios. Al propio tiempo, se da en ellas la nota de variabilidad de su capital social, algo que permite la continua incorporación y separación de socios como una forma clara de hacer efectiva su finalidad social. Es importante también la proclamación como principio general de la igualdad de derechos de todas las participaciones sociales y un régimen de representación en la junta general en el que sólo se admite la representación por medio de

otro socio, a la vez que se ponen limitaciones al número de representaciones y a los votos delegados. Característica propia de estas sociedades es igualmente el hecho de que en ellas aparece como dato esencial que los socios partícipes de la sociedad son al propio tiempo clientes exclusivos de la misma; doble condición de socio y cliente que se refleja en la estructura de las relaciones sociales y que la Ley tiene buen cuidado de que no se proyecte de forma abusiva sobre el régimen de los avales y de las garantías que prestan. Las sociedades de garantía recíproca, en cuya denominación social debe figurar necesariamente la indicación de «sociedad de garantía recíproca», o bien la abreviatura SGR, se constituirá mediante escritura pública que se inscribirá en el Registro Mercantil, debiendo acompañar para ello la correspondiente autorización del Ministerio de Economía y Empresa (art. 13). V. SOCIEDADES LABORALES Y SOCIEDADES PARTICIPADAS

11. CONCEPTO Y CARACTERÍSTICAS Las sociedades laborales no son ciertamente, como ya se ha dicho, sociedades de base mutualista, pero –como ya hemos indicado– responden también a una finalidad de promoción social. Nacidas en los años 70 como una vía alternativa al autoempleo colectivo por parte de los trabajadores, tuvieron su reconocimiento en el artículo 129.2 de la Constitución y reguladas hasta el momento por la Ley 4/1997, de 24 de marzo, que las configuró como sociedades que pueden adoptar la forma de sociedad anónima o de responsabilidad limitada con un régimen especial para facilitar el acceso de los trabajadores de la empresa social a la titularidad del capital social, es preciso señalar que aunque con esta ley se logró un avance importante en su regulación, desde hace tiempo se ha venido poniendo de manifiesto la urgencia de su actualización normativa, para lograr su necesaria adaptación a las últimas reformas de las sociedades de capital, en cuya estructura se integran, y por supuesto para que puedan servir mejor y de forma más útil a las necesidades promocionales que ellas deben cubrir. A esta idea responde su nueva regulación en la Ley 4/2015, de 14 de octubre, cuya finalidad fundamental en relación con la regulación anterior ha sido la de flexibilizar y favorecer al máximo los requisitos especiales que deben cumplir estas sociedades para facilitar su utilización como instrumento del autoempleo colectivo.

La Ley establece una serie de requisitos que se han exigido siempre pero que han sido parcialmente remodelados y que son constitutivos de la calificación de estas sociedades como laborales. Estos requisitos se refieren al concepto mismo de sociedad laboral, a la constitución del capital social y a la formación de un fondo especial de reserva. En primer lugar, por lo que se refiere al concepto de sociedad laboral, en su artículo 1, la Ley define a las sociedades laborales como aquellas sociedades anónimas y de responsabilidad limitada que cumplan los requisitos siguientes: -que al menos la mayoría del capital social sea propiedad de los trabajadores que presten en la sociedad servicios retribuidos de forma personal y directa en virtud de una relación laboral por tiempo indefinido. -que ninguno de los socios sea titular de acciones o participaciones que representen más de la tercera parte del capital social; salvo que la sociedad se constituya inicialmente con dos socios con contrato por tiempo indefinido, en la que tanto el capital social como los derechos de voto estén distribuidos al cincuenta por ciento, y con la obligación de de ajustarse al límite establecido anteriormente en el plazo 36 meses; o salvo que se trate de socios entidades públicas, de participación mayoritariamente publica, entidades no lucrativas o de la economía social, en cuyo caso su participación podrá superar el límite fijado sin alcanzar el cincuenta por ciento. -que el número de horas- año trabajadas por los trabajadores con contrato por tiempo indefinido que no sean socios, no sea superior al cuarenta y nueve por ciento del conjunto global de horas-año trabajadas en la sociedad laboral por el conjunto de los trabajadores. Se excluye del cómputo el trabajo realizado por los trabajadores con cualquier clase de discapacidad igual o superior al treinta y tres por ciento. Si los límites no fueran alcanzados, se dan unos plazos en la Ley con sus consiguientes prórrogas para lograrlos. En segundo lugar, por lo que se refiere al capital social de la sociedad laboral, habrá de estar dividido en acciones nominativas o en participaciones, que tendrán todas el mismo valor nominal y conferirán los mismos derechos económicos sin que sea válida la creación de acciones o participaciones sin derecho de voto.

Las acciones y participaciones se dividirán en dos clases, las que sean propias de los trabajadores cuya relación laboral sea por tiempo indefinido, y que constituyen las acciones o participaciones correspondientes a «la clase laboral», y las restantes que constituyen «la clase general». La propia sociedad laboral podrá ser titular de acciones de una y otra clase. En tercer lugar, por lo que se refiere a la reserva especial, la sociedad deberá constituir una reserva propia de estas sociedades, a parte de las legales o estatutarias. Esta reserva se dotará con el diez por ciento del beneficio líquido de cada ejercicio hasta alcanzar al menos una cifra superior al doble del capital social. Dicha reserva solo podrá destinarse a la compensación de pérdidas, en el caso de que no existan otras reservas disponibles para este fin, y a la adquisición por la sociedad de sus propias acciones o participaciones que deberán ser enajenadas a favor de los trabajadores de la sociedad con contrato indefinido. La calificación de sociedad laboral corresponde al Ministerio de Trabajo, Migraciones y Seguridad Socialo a las Comunidades Autónomas que hayan recibido el correspondiente traspaso de funciones y servicios ( RD 2114/1998, de 2 de octubre) y se inscribirá en un registro de sociedades laborales creado a efectos administrativos en dichos organismos. La sociedad gozará de personalidad jurídica desde su inscripción en el Registro Mercantil, aunque para la inscripción en este registro como sociedad laboral deberá aportarse el certificado que acredite su calificación como tal y su inscripción en el registro administrativo correspondiente. Ha de advertirse que la calificación de una sociedad como laboral podrá solicitarse tanto si es de nueva constitución, como si se trata de una sociedad anónima o limitada ya constituida, entendiéndose en este caso que no hay transformación, ni se aplicarán las normas de la transformación. En la denominación de estas sociedades deberá figurar la indicación «sociedad anónima laboral», «sociedad limitada laboral», o «sociedad de responsabilidad limitada laboral» o sus abreviaturas «SAL» «SLL» o «SRL». Cabe señalar, finalmente, en cuanto a su régimen jurídico, que las peculiaridades en la regulación de estas sociedades se proyectan de una manera especial sobre el régimen propio de la transmisión de las acciones y de las participaciones sociales y sobre el ejercicio

del derecho de suscripción preferente, así como también sobre la incidencia de la extinción de la relación laboral del socio trabajador sobre la titularidad de sus acciones o participaciones. En todos estos supuestos la ley realiza una regulación muy precisa, en la que tratando de no perjudicar la posición de los socios titulares de las acciones o participaciones y por supuesto ofreciendo garantías sobre su valoración económica, trata de potenciar al máximo su adquisición por parte de los trabajadores por tiempo indefinido que no sean socios de la sociedad. Se trata de sociedades a las que se les atribuye un sistema especial de beneficios fiscales. La Ley 44/2015 de 14 de octubre, ha regulado junto a las sociedades laborales las llamadas sociedades participadas por los trabajadores. En este caso no puede decirse que se haya configurado una categoría especial de sociedades con algunos rasgos estructurales, sino sencillamente de consagrar una política social de participación de los trabajadores en la empresa social aunque no lleguen a los términos ya flexibilizados al máximo de las sociedades laborales. La idea es promover la creación y el desarrollo de sociedades que presente una especial sensibilización hacia la participación del trabajo en la empresa y hacia compromisos de igualdad de trato, inserción social y otros propios de la economía social. Se trata de sociedades anónimas y de responsabilidad limitada que cuenten con trabajadores que tengan participación en el capital o en los resultados de la sociedad, participación en los derechos de voto, o en la toma de decisiones de la sociedad, y que adopten una estrategia que fomente la incorporación de los trabajadores a la condición de socios. Estas sociedades serán reconocidas como tales por el Ministerio de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social de acuerdo con el procedimiento que se establezca.

Lección 29

Uniones de empresas y grupos de sociedades Sumario: •





I. Tipología de las vinculaciones entre empresas o 1. Consideraciones generales o 2. Uniones consorciales o 3. Sindicatos y cárteles o 4. Alianzas estratégicas, comunidades de intereses y grupos de sociedades o 5. Referencia a la joint venture o sociedad conjunta II. Significado general de los grupos de sociedades o 6. La noción de grupo de sociedad: unidad doctrinal versus variedad legal o 7. Tipología básica de los grupos de sociedades o 8. Función económica de los grupos de sociedades III. Problemática jurídica de los grupos de sociedades o 9. Planteamiento de la cuestión: el desfase entre el derecho de sociedades y la realidad de los grupos de sociedades o 10. La formación del grupo de sociedades y la protección de los accionistas de la sociedad dominante o 11. La protección de los socios externos de las sociedades filiales o 12. La protección de los acreedores de las sociedades filiales o 13. Referencia a la consolidación contable

I. TIPOLOGÍA DE LAS VINCULACIONES ENTRE EMPRESAS

1. CONSIDERACIONES GENERALES La fenomenología de las uniones o vinculaciones entre empresas que registra la vida de los negocios presenta tal riqueza y variedad que no es posible clasificarla con arreglo a un único criterio o explicarla en atención a un único factor. Ni siquiera la idea de concentración económica, que suele adoptarse como rúbrica genérica para el encuadramiento de todos estos fenómenos, cumple satisfactoriamente ese cometido. La experiencia muestra, en efecto, que no todas las vinculaciones son concentrativas en el

sentido de dirigirse a una integración empresarial de sus miembros. A menudo, obedecen a propósitos de otra naturaleza: de cooperación (agrupación de esfuerzos para mejorar las actividades propias); de coordinación (regulación de las relaciones de competencia); o de simple racionalización (reestructuración de la organización empresarial). No hay que descartar, sin embargo, que en muchos casos esos objetivos –cooperación, coordinación, racionalización y concentración– se solapen o superpongan. Partiendo de esta premisa, y renunciando de antemano a definir un cuadro cerrado de las formas de vinculación empresarial, podemos ensayar una ordenación descriptiva de su fenomenología en función de la intensidad del vínculo establecido entre las empresas agrupadas. Si definimos la intensidad del vínculo atendiendo al grado de unificación de la política empresarial que entraña, observaremos que, normalmente, las uniones que tienen una finalidad estrictamente cooperativa son más débiles que las inspiradas en una finalidad de coordinación; y éstas, a su vez, suelen ser menos fuertes que las motivadas por razones de integración o de reorganización empresarial. 2. UNIONES CONSORCIALES Las denominadas uniones consorciales son probablemente las formas de vinculación empresarial menos intensas. No tienen por objetivo unificar las políticas empresariales de las empresas agrupadas, sino arbitrar mecanismos de cooperación aptos para promover o facilitar el desarrollo de sus propias actividades. Los consorcios se constituyen, en efecto, para abaratar determinados costes de explotación de las empresas asociadas (por ej., los costes relativos a la comercialización de un producto o a la implantación de un sistema informático) o para afrontar inversiones que exceden de la capacidad financiera o del nivel de riesgo que puede asumir cada una de ellas (por ej., un programa de investigación en I + D o la apertura de una oficina común en el extranjero). La causa que los anima es de apoyo mutuo, y ello con independencia de la forma jurídica que adopten, que puede ser muy variada: a) El ordenamiento societario cuenta con algunas figuras ad hoc, específicamente pensadas para cumplir fines consorciales. Una de ellas es la cooperativa de empresarios (por ej., las cooperativas farmacéuticas o de minoristas); pero aquí hemos de destacar sobre

todo la agrupación de interés económico, cuya finalidad legal típica es precisamente «facilitar el desarrollo o mejorar los resultados de la actividad de sus socios» ( art. 2.1 LAIE). Piénsese en ese sentido, por ejemplo, en una Agrupación de Interés Económico que agrupando a empresas y entidades públicas tenga por finalidad la elaboración y desarrollo de acciones de promoción y potenciación de la actividad y competitividad de un puerto o de un sector económico regional. b) Otra figura que merece ser recordada en este contexto es la unión temporal de empresas (UTE). Prevista en el

artículo

7 de la Ley 18/1982, de 26 de mayo, sobre Régimen Fiscal de Agrupaciones y Uniones Temporales de Empresas, su cometido es arbitrar un «sistema de colaboración entre empresarios (...) para el desarrollo o ejecución de una obra, servicio o suministro». Dentro de las distintas formas de consorcios, la unión temporal está orientada a facilitar aquellas modalidades de cooperación interempresarial necesarias para llevar a cabo obras que, por su envergadura, sobrepasan las capacidades individuales de quienes la forman. No es de extrañar, por ello, que se hayan desarrollado especialmente en el sector de las obras públicas y construcción de grandes infraestructuras. c) Como figura consorcial, cabe destacar igualmente la sociedad civil, que ofrece cobertura a las modalidades de cooperación interempresarial más rudimentarias y también más difundidas en la práctica: las ocasionales y las no necesitadas de una organización compleja (v.gr., el acuerdo de dos empresas para realizar conjuntamente una campaña publicitaria o para adquirir y usar en común maquinaria muy costosa). La vida de los negocios registra, en efecto, una incontable variedad de acuerdos de cooperación entre empresas que, no obstante el silencio de los contratos, debe reconducirse al esquema de la sociedad civil interna (

art. 1669

CC). Por su interés para el estudioso del Derecho mercantil, habría que destacar los llamados «créditos sindicados» y los «consorcios de emisión», cuyas variantes fenomenológicas son innumerables. Se trata básicamente de supuestos en que dos o más bancos se asocian a fin de realizar operaciones propias de su actividad: por ejemplo, la concesión de un crédito por lo general muy cuantioso o la colocación de emisiones de acciones u

obligaciones. Aun cuando no siempre se reconoce así, la naturaleza societaria de estas operaciones parece indiscutible a la vista del fin común consorcial que las anima y de la circunstancia de que el resultado negocial perseguido sólo puede alcanzarse mediante la colaboración de todos. En todo caso, se trata de una sociedad interna sin personalidad jurídica, meramente ocasional y que carece de patrimonio común. d) Finalmente, ha de recordarse que las uniones consorciales pueden arbitrarse, además, a través de cualquiera de los tipos societarios generales que conoce el Derecho mercantil, desde la sociedad colectiva a la sociedad anónima. 3. SINDICATOS Y CÁRTELES Los sindicatos y cárteles entrañan un grado mayor de unificación de las políticas empresariales de las sociedades que los suscriben, puesto que sus objetivos típicos son coordinar las estrategias de las empresas con el fin de regular y, en definitiva, de reducir o excluir la competencia entre ellas. Las modalidades de aparición son muy variadas, en función de que busquen establecer precios (cárteles de precios) o condiciones de venta unitarias; limitar la producción o asignar a cada empresa una determinada cuota de producción (cárteles de contingentación); distribuir territorialmente los mercados (cárteles de reparto de mercados); estandarizar los productos (cárteles de racionalización); repartirse la actividad dentro de un proceso productivo (cárteles de especialización); organizar la venta en el extranjero (cárteles de exportación); etc. Bajo el cártel se esconde normalmente, aunque no necesariamente, un contrato de sociedad. La razón de esta calificación se halla en la existencia de un fin común, que se cifra en la intención de influir sobre el mercado (el hecho de que cada partícipe aspire a obtener una ventaja individual no es incompatible con la existencia de un fin común stricto sensu). La sociedad civil (interna) constituye la forma usual de los cárteles simples dirigidos a fijar precios y condiciones unitarias o a repartirse los mercados a través de acuerdos meramente obligatorios que no trascienden al exterior. No obstante, en algunas ocasiones, cuando el cártel está llamado a tener relaciones externas, las partes suelen recurrir a formas societarias con personalidad jurídica y, en especial, a la sociedad anónima y la sociedad limitada. Esto ocurre normalmente cuando el cártel o sindicato se constituye con un órgano central de vigilancia y control,

de distribución de productos, de centralización de ventas, etc. En tales supuestos, el grado de unificación de las empresas vinculadas es mayor, puesto que su autonomía se supedita a las directrices y consignas de ese órgano central. No hace falta decir que la sociedad normalmente será nula por infracción de la prohibición de las prácticas colusorias contenida en el artículo 1 de la Ley de Defensa de la Competencia. Quedan a salvo, no obstante, las hipótesis en que el cártel se halle autorizado o exento en los términos previstos en los artículos 2 a 5 de la citada Ley (v.

art. 1.2LDC).

4. ALIANZAS ESTRATÉGICAS, COMUNIDADES DE INTERESES Y GRUPOS DE SOCIEDADES De todas las figuras anteriores han de separarse aquellas uniones de empresas directamente establecidas con el fin de influir en la gestión y, por tanto, con el efecto de reducir la autonomía económica y organizativa de sus miembros. Aun cuando el objetivo explícito de estas uniones es la unificación de las políticas empresariales, pueden distinguirse diversos grados de intensidad. Cabe mencionar, en primer lugar, las comunidades de ganancias o pools, en cuya virtud dos o más empresas acuerdan poner en común sus ganancias durante un determinado período contable o de manera indefinida y distribuirlas de conformidad a determinados criterios. Las ganancias objeto del acuerdo pueden ser todas, aunque a menudo se limitan a las generadas en una determinada rama de actividad. Frecuentemente, también se complementa la pura comunidad de ganancias con acuerdos de intercambio de información, de clientes o de tecnología, con el establecimiento de participaciones recíprocas, con el nombramiento de administradores cruzados e incluso con el compromiso de gestionar en común las distintas empresas. De esas comunidades de ganancias y comunidades de intereses no es fácil separar lo que en medios financieros acostumbran a denominarse alianzas estratégicas, cuya finalidad consiste normalmente en sentar las bases de políticas empresariales – sectoriales o generales– comunes. Los acuerdos que están en la base de dichas alianzas, especialmente conocidas en el caso de líneas aéreas, suelen reforzarse con intercambios de información, de administradores, de participaciones o de activos industriales

especialmente valiosos y, con frecuencia, constituyen el primer paso en el camino hacia una mayor integración a través de la fusión o de la creación de un grupo de empresas. Desde el punto de vista jurídico, todas estas combinaciones – comunidades de ganancias, comunidades de intereses, alianzas estratégicas, etc.–, en la medida en que normalmente se reflejan en acuerdos puramente obligatorios entre las partes, deben calificarse como sociedades civiles internas. No hay que descartar, sin embargo, que se recurra a tipos societarios externos, sean consorciales (por ej., la agrupación de interés económico) o generales (sociedad anónima o limitada), con el fin de crear un órgano de gestión común. En el tramo final de la escala de las vinculaciones empresariales encontramos el grupo de sociedades, que se caracteriza precisamente por un mayor grado de unificación de la política empresarial de las empresas agrupadas. De esta figura nos ocuparemos por extenso en las secciones II y III de la presente lección. 5. REFERENCIA A LA JOINT VENTURE O SOCIEDAD CONJUNTA Las distintas formas de integración empresarial que hemos descrito para ordenar las vinculaciones entre empresas son parte de una tipología fluida donde no es fácil trazar fronteras. De hecho, según advertíamos, los fines buscados con las distintas formas de vinculación a menudo se solapan o superponen. Una muestra muy ilustrativa de esta polivalencia funcional de las formas de vinculación nos la ofrece la joint venture o sociedad conjunta, que puede constituirse tanto con fines de cooperación, como de coordinación, como de concentración stricto sensu. Por esta razón, desde el punto de vista del Derecho de la competencia, el problema característico que presentan las sociedades conjuntas consiste en determinar si están fuera de la disciplina protectora de la libre competencia, si quedan comprendidas en el ámbito de las prácticas colusorias o si caen bajo el control de concentraciones (resulta instructiva a este respecto la Comunicación de la Comisión Europea sobre operaciones de concentración y de cooperación de 2 de marzo de 1998).

La figura de la joint venture abarca una gama amplísima de acuerdos de colaboración entre empresas y puede dar lugar a acuerdos de naturaleza puramente contractual o dar origen a una nueva sociedad. Éste último es el caso de lo que se conoce como filiales comunes. En su expresión más típica, la filial común constituye una sociedad –generalmente una sociedad anónima o de responsabilidad limitada– constituida y participada al 50 por 100 por dos empresas o grupos de empresas con el objeto de introducirse en un nuevo mercado (por ej., una compañía extranjera se asocia con un socio «local» para aprovechar su red de distribución); para desarrollar un nuevo producto (dos compañías automovilísticas se asocian para desarrollar un nuevo prototipo); o para cualquier otro fin de interés común. La sociedad conjunta constituye a menudo un reto para el abogado o profesional del Derecho, pues ha de elaborar los estatutos de la sociedad y, en su caso, los pactos parasociales de los socios, con el fin de reglamentar el reparto de los poderes de gestión, de los beneficios (que a menudo no coinciden con la proporcionalidad del voto), los derechos de veto y las formas arbitrales para salir de las situaciones de bloqueo en las votaciones. La constitución de la joint venture viene precedida de ordinario por un acuerdo entre las partes en el que establecen las bases de la colaboración (joint venture agreement). El acuerdo recoge la decisión de crear la nueva sociedad, sus objetivos y las reglas básicas de su organización y funcionamiento. Este acuerdo preliminar –un verdadero precontrato– debe calificarse como sociedad civil interna, que tiene por objeto la fundación de la sociedad conjunta. La sociedad civil se extingue, como es natural, cuando se cumple el fin social, es decir, cuando se constituye la joint venture, aun cuando es posible que esa sociedad pueda subsistir en cuanto contenga pactos parasociales referidos al funcionamiento y gestión de la filial común. II. SIGNIFICADO GENERAL DE LOS GRUPOS DE SOCIEDADES

6. LA NOCIÓN DE GRUPO DE SOCIEDAD: UNIDAD DOCTRINAL VERSUS VARIEDAD LEGAL Como hemos anticipado, la figura prominente dentro de la fenomenología de las vinculaciones empresariales es, sin duda alguna, el grupo de sociedades, que puede definirse como la organización de varias sociedades jurídicamente independientes bajo una dirección económica unitaria. Los elementos básicos de esta definición son dos. El primero viene dado por la independencia

jurídica de las sociedades que forman parte del grupo; las sociedades agrupadas mantienen, en efecto, su autonomía jurídica tanto en el ámbito patrimonial como en el ámbito organizativo. El segundo elemento –el elemento verdaderamente decisivo– consiste en la unidad de la dirección económica de las sociedades agrupadas; sólo cabe hablar de grupo, en efecto, cuando la diversidad de sus miembros está efectivamente sujeta a la unidad de dirección, de tal modo que, en realidad, existe una estrategia general del conjunto fijada por el núcleo dirigente que articula la actividad de todas las sociedades. La dirección unitaria determina la sujeción de las empresas agrupadas a una política empresarial común, que puede afectar a uno o más aspectos de la actividad (política de producción, política comercial, política de personal, etc.) en función de los grados de centralización o descentralización del grupo, que en la práctica son muy variados. En todo caso, para que efectivamente pueda hablarse de una dirección unitaria parece necesario que al menos se hallen centralizadas las decisiones financieras (decisiones sobre necesidades de capital y modos de cubrirlas, sobre políticas de dividendos y reservas, sobre redistribución de recursos financieros del grupo entre unos y otros proyectos presentados por las distintas sociedades, etc.). Conviene advertir que, con arreglo a este planteamiento, que en general es pacífico en la doctrina, lo específico del grupo de sociedades no se halla propiamente en la existencia de una situación de dominio o control de unas sociedades por parte de otras (sociedades dominantes y sociedades dependientes), sino en la existencia de una efectiva dirección económica unitaria. Es cierto, sin embargo, que los textos legales más relevantes que delimitan en nuestro ordenamiento la noción de grupo no exigen la «dirección económica unitaria», sino que se conforman con la existencia de una «relación de dominio o control». Es ilustrativo en este aspecto el Capital o el

artículo 18 de la artículo 42 del

Ley de Sociedades de

Código de Comercio después de

la reforma obrada por la Ley 16/2007, de 4 de julio. La noción de grupo que recoge esta última norma no se funda ya –como sucedía en la versión anterior– en la dirección unitaria (o en la «unidad de decisión»), sino en la mera posibilidad de dirección unitaria que brinda la existencia de control. Así se deduce del tenor

de la norma que vincula la existencia de grupo al hecho de que una sociedad «ostente o pueda ostentar directa o indirectamente el control de otra u otras». La existencia de control se presume en aquellos casos en los que una sociedad –la sociedad dominante– se encuentra en alguna de las siguientes situaciones en relación con otra sociedad –la sociedad dependiente–: a) poseer la mayoría de los derechos de voto; b) tener la facultad de nombrar o destituir a la mayoría de los miembros del órgano de administración; c) poder disponer, en virtud de acuerdos celebrados con terceros, de la mayoría de los derechos de voto; o d) haber designado con sus votos a la mayoría de los miembros del órgano de administración, que desempeñen su cargo en el momento en que deban formularse las cuentas consolidadas y durante los dos ejercicios inmediatamente anteriores. En particular, se presumirá esta circunstancia cuando la mayoría de los miembros del órgano de administración de la sociedad dominada sean miembros del órgano de administración o altos directivos de la sociedad dominante o de otra dominada por ésta. Otros preceptos, sin embargo, delimitan la noción de grupo atendiendo al criterio de la dirección unitaria efectiva. Son paradigmáticos en este sentido el Defensa de la Competencia, el

artículo 7 de la

Ley de

artículo 78.1 de la

Ley de

Cooperativas o el antiguo artículo 4 de la Ley del Mercado de Valores, antes de la modificación operada en su redacción por la

Ley 47/2007, de 19 de diciembre.

7. TIPOLOGÍA BÁSICA DE LOS GRUPOS DE SOCIEDADES Si reservamos la noción de grupo para referirnos, con las cautelas antes establecidas, a aquellos supuestos en que una pluralidad de empresas queda sujeta a una dirección económica común, resulta claro que la tipología básica de los grupos de sociedades ha de ordenarse en función del origen y naturaleza de esa dirección económica común o unitaria. Bajo esta perspectiva, pueden ensayarse varias clasificaciones. a) La primera distingue entre grupos de derecho y grupos de hecho. Los grupos de derecho serían aquellos que resultan de la adopción de los cauces jurídicos específicos eventualmente previstos para la creación del grupo (por ej., un contrato de dominación), y a cuya

organización y funcionamiento se ha de aplicar un régimen jurídico excepcional que deroga ciertas reglas generales del Derecho de sociedades (se legitima el poder de dirección de la sociedad dominante; se subordina el interés de las sociedades al interés del grupo), estableciendo, en contrapartida, mecanismos de protección para los socios minoritarios y los acreedores sociales. A diferencia de lo que sucede en otros ordenamientos, en nuestro Derecho no están regulados estos cauces con carácter general y, por tanto, en rigor, tiene poco sentido hablar de grupos de derecho –hecha excepción del «grupo de cooperativas» ya referido o sobre su modelo, de los llamados Sistemas Institucionales de Protección (SIP) en el caso de las cajas de ahorro previstos en el Real Decreto-ley 6/2010–. En realidad, la única figura relevante en nuestro tráfico es la del grupo de hecho. Los grupos de hecho, como se ha dicho con acierto, se definen negativamente por fundarse en circunstancias de variada índole –participaciones mayoritarias, acuerdos parasociales, uniones personales, etc.– a los cuales la Ley no asocia, en principio, ningún régimen jurídico específico sobre esos grupos. b) Más significativa es la clasificación basada en la naturaleza de las relaciones de las que nace o en las que se apoya la dirección común. Bajo esta perspectiva, pueden distinguirse los grupos dominicales, los grupos contractuales y los grupos personales. Los más importantes son, sin vacilación alguna, los grupos dominicales, así llamados por fundarse el control y la efectiva dirección de la sociedad matriz en la propiedad de las participaciones de las sociedades dependientes. Lo distintivo en ellos es que la sociedad dominante ostenta, directa o indirectamente, la titularidad del paquete de control. Los grupos contractuales se caracterizan porque en ellos la dirección común o unitaria tiene su origen en relaciones contractuales entre la sociedad dominante y las sociedades dependientes. La tipología de esos contratos es muy variada. De un lado, han de incluirse en esta categoría los denominados contratos de empresa, como el contrato de atribución de ganancias (por el cual una sociedad se obliga a transferir sus ganancias a otra sociedad, a cambio de que aquélla le asegure ciertos rendimientos), el contrato de arrendamiento o cesión de la explotación de la empresa (por el cual una sociedad cede a otra la explotación y disfrute de la empresa contra un determinado precio), el contrato de gestión de empresa (por el cual una sociedad se obliga a gestionar

los negocios de otra sociedad en nombre y por cuenta de ésta), entre otros. De otro lado, también pueden integrarse en esta categoría aquellos contratos ordinarios que, en casos concretos, son igualmente susceptibles de crear relaciones de dependencia o sumisión a una dirección económica única entre sociedades (contratos de licencia, contratos de suministro, contratos de préstamo, contratos de distribución, etc.). Y, del mismo modo, deben incluirse en esta categoría los contratos que están en la base de buena parte de los llamados grupos de coordinación, a los que aludiremos en seguida. Los grupos personales se distinguen, en fin, por tener su origen en relaciones personales. La dirección económica unitaria se funda en la identidad o comunidad de los administradores. No es que los administradores coincidan porque hay grupo. Antes al contrario: hay grupo porque los administradores coinciden. La coincidencia se basa normalmente en razones familiares o financieras. Algunos preceptos de nuestra legislación contemplan esta hipótesis al presumir, adecuadamente, la existencia de un grupo cuando se produce una comunidad de la mayoría de administradores (v. arts. 42.2 C. de C. y el derogado 4.II

LMV, ambos in fine).

c) Una tercera clasificación, fundada en la estructura de la dirección común, distingue entre los grupos de subordinación y los grupos de coordinación. El grupo de subordinación –o grupo vertical– es el grupo por excelencia y, de hecho, la mayor parte de la fenomenología que nos muestra la práctica se ajusta a este modelo de organización. Estos grupos se caracterizan por hallarse las sociedades agrupadas en una relación jerárquica de dependencia entre sí. Hay una sociedad dominante y, por debajo, están las sociedades dependientes. En cambio, lo específico de los grupos de coordinación –o grupos horizontales– es su estructura democrática o, si se prefiere, paritaria. En este caso, en efecto, las sociedades agrupadas, aun cuando se hallan sujetas a una dirección económica unitaria, se mantienen independientes y, como tales, participan en la definición de la política empresarial común. Las sociedades transfieren voluntariamente las competencias decisorias a una instancia superior de dirección de la que forman parte en pie de igualdad. Y la forma de articulación de esa instancia central, a la que se responsabiliza de la coordinación de las actividades de las sociedades agrupadas, puede traducirse en la creación de una sociedad, que actuará como órgano especial de dirección o asumirá modalidades más discretas con eficacia

meramente interna, en cuyo caso nos hallaremos nuevamente ante una sociedad civil interna. 8. FUNCIÓN ECONÓMICA DE LOS GRUPOS DE SOCIEDADES En muchos casos, la formación del grupo de sociedades es el resultado de un proceso de concentración económica (integración lateral, vertical u horizontal). Así sucede, desde luego, cuando el grupo se forma externamente, es decir, cuando una sociedad adquiere el control sobre otras sociedades mediante la adquisición de la mayoría del capital (por ej., mediante una OPA) o mediante otras técnicas contractuales o personales. Sin embargo, no hay en rigor integración o concentración económica cuando el grupo se origina internamente, mediante la reorganización de una sociedad en filiales (filialización o segregación de activos) o por medio de la paulatina constitución de nuevas sociedades para diversificar el crecimiento de la empresa y encauzar la explotación de las nuevas oportunidades de negocio que van presentándose. Por tanto, frente a lo que a menudo se afirma, el fenómeno de los grupos no puede asociarse exclusivamente a la concentración económica. De hecho, incluso en los supuestos de génesis externa, el grupo no se caracteriza específicamente por su función concentrativa, ya que ésta puede realizarse o alcanzarse a través de otras vías alternativas y, señaladamente, a través de la fusión. Es de observar, por ello, que la especificidad del grupo de sociedades no radica tanto en la concentración de activos empresariales (el grupo no es una cuestión de tamaño), sino en la racionalización de la estructura de la empresa (el grupo es una cuestión de organización). En este sentido, el grupo de sociedades ha de verse sobre todo como una forma de empresa –la empresa policorporativa– y, bajo ese punto de vista, entenderse como una respuesta organizativa de las fuerzas del mercado a las exigencias de racionalización que impone el crecimiento de las empresas en dimensión, complejidad, nivel de actividades e implantación territorial. Los factores que intervienen en ese proceso de racionalización son de muy diversa índole. Entre ellos destacan, en primer lugar, la diversificación de riesgos. Los grupos se forman a menudo con el fin de reducir el riesgo empresarial: fragmentando la empresa en distintas unidades, con personalidad jurídica propia, se crean compartimentos estancos y se aminora el riesgo general de insolvencia (el concurso de una unidad no contagia a las demás). No obstante, la diversificación de riesgos puede ser también

geográfica. Y en este caso, la organización del grupo mediante sociedades «nacionales» o «regionales» limita los riesgos asociados a cada de una de las economías nacionales o regionales a las filiales que operan en ellas. Otro factor a tener en cuenta en la génesis de los grupos es la especialización de actividades. Las estructuras de grupo se revelan, en efecto, especialmente indicadas para los llamados «conglomerados empresariales», pues las exigencias de dirección y gestión de las múltiples y distintas actividades económicas pueden atenderse mejor mediante estructuras jurídicas independientes. Y, finalmente, también suele ser determinante en la formación de los grupos la flexibilización de la organización. Ello es así, de modo especial porque la división de la empresa en unidades jurídicas independientes facilita la descentralización de la administración (la cercanía de las decisiones a los centros de interés). III. PROBLEMÁTICA JURÍDICA DE LOS GRUPOS DE SOCIEDADES

9. PLANTEAMIENTO DE LA CUESTIÓN: EL DESFASE ENTRE EL DERECHO DE SOCIEDADES Y LA REALIDAD DE LOS GRUPOS DE SOCIEDADES Una vez delimitados los contornos económicos del fenómeno de los grupos, hemos de analizar su problemática jurídica, y la primera cuestión que se presenta en este ámbito consiste precisamente en discernir por qué resulta jurídicamente relevante el grupo de sociedades. La respuesta a este interrogante tiene que ver con el desfase existente entre la estructura del Derecho de sociedades y la realidad organizativa y patrimonial de las sociedades que forman parte de un grupo. El Derecho de sociedades ha sido construido tradicionalmente bajo el modelo de una sociedad independiente, con una voluntad social propia formada en el seno de sus órganos y actuando en persecución de un interés social autónomo. Al introducirse el grupo en este escenario, se producen algunas distorsiones que es necesario reajustar y algunas deficiencias que es necesario suplir. Un buen ejemplo de las primeras son las distorsiones contables, que –como veremos más adelante– tratan de reajustarse o corregirse mediante la obligación de consolidar las cuentas (v. núm. 13). Pero es probablemente en el terreno de las deficiencias donde se sitúan los problemas más graves. La intervención del grupo determina importantes lagunas de protección que, como frecuentemente sucede en la experiencia jurídica, están llamadas a ser colmadas por la doctrina y la jurisprudencia en el ámbito del desarrollo del Derecho secundum legem. Las

mencionadas lagunas de protección se registran tanto en el centro como en la periferia del grupo: a) En el centro –en la sociedad dominante–, porque la organización de la empresa bajo la estructura de grupo erosiona intensamente las competencias de la junta general y, por tanto, el papel de los accionistas. La razón de ello se comprende fácilmente: la transferencia de la explotación empresarial a sociedades filiales desapodera a la junta general de accionistas de la sociedad matriz de las decisiones de su incumbencia sobre esos activos. Las competencias pasan al órgano de administración de esa sociedad dominante, órgano que concurre a las juntas generales de las sociedades dependientes en representación de la matriz. Esta circunstancia determina la necesidad de configurar instrumentos de protección de los accionistas de la sociedad matriz (v. núm. 10). b) En la periferia del grupo, las lagunas de protección surgen como consecuencia de la quiebra de la autonomía de las sociedades filiales. Esta quiebra se advierte tanto en el plano organizativo como en el plano patrimonial. En el plano organizativo, porque la sociedad se ve sujeta a una dirección externa, cuya determinación queda en buena medida fuera de la esfera de influencia y decisión de sus órganos de gobierno. La junta general queda vaciada de contenido; es como un órgano fantasma, la longa manus del órgano de administración central. Algo similar ocurre con el órgano de administración, que queda muy limitado o mediatizado por su dependencia jerárquica de la dirección del grupo. También corre riesgo de alterarse la ley que preside la organización y gestión de la sociedad filial –el interés social– a manos de la ley que preside la organización y gestión del conjunto –el interés del grupo–. En el plano patrimonial, la autonomía de cada sociedad queda también expuesta al riesgo permanente de resultar desbaratada por las políticas de transferencias que tienen lugar en ese mercado interno que surge dentro del grupo: transferencias de activos de una sociedad a otra; transferencias de capitales; transferencias de actividad; transferencias de personal; transferencias de pérdidas o de ganancias. Es sabido que, de manera abierta u oculta, los grupos suelen ajustar los intercambios y transferencias en función de conveniencias estratégicas, que generalmente coinciden con los intereses de la sociedad dominante. Por ejemplo, los beneficios aflorarán allí donde convenga hacerlos aflorar, que puede ser en la sociedad dominante o en otra sociedad filial.

Esta ruptura de la autonomía organizativa y patrimonial desemboca en la imperiosa necesidad de buscar mecanismos de protección para los socios externos de las sociedades filiales (es decir, para los socios minoritarios de las sociedades filiales) y, en ocasiones también, para los propios acreedores de las sociedades filiales. Y éstos son los retos o desafíos que plantea al jurista el Derecho de grupos. Con frecuencia, nuestros tratadistas se muestran pesimistas respecto a la capacidad de la doctrina y de la jurisprudencia para construir mecanismos de protección eficaces en los intersticios del Derecho en vigor y, por ello, reclaman insistentemente la intervención de legislador. Nuestro punto de vista es algo más optimista respecto de la labor de la doctrina y también algo más desconfiado acerca de la capacidad del legislador para regular de manera precisa y correcta cuestiones tan complejas. 10. LA FORMACIÓN DEL GRUPO DE SOCIEDADES Y LA PROTECCIÓN DE LOS ACCIONISTAS DE LA SOCIEDAD DOMINANTE Como ya hemos insinuado, la formación del grupo de sociedades tiene lugar a menudo mediante la fundación de nuevas sociedades o la adquisición de otras ya preexistentes que explotan negocios incluidos en el objeto social. El crecimiento de la empresa por esta vía determina una cierta limitación de las competencias de la Junta General y, por tanto, de los derechos administrativos de los accionistas de la sociedad matriz, toda vez que las decisiones soberanas en relación a esas sociedades del grupo quedan de hecho transferidas al órgano de administración. Consciente de los riesgos que pueden entrañar estas prácticas, el ordenamiento disponía hasta hace poco de una cautela ad hoc, a decir verdad más formal que material. Nos referimos a la denominada cláusula de objeto indirecto recogida en el artículo 117.4 del Reglamento del Registro Mercantil de 1989, en cuya virtud la posibilidad de desarrollar la empresa mediante sociedades filiales quedaba supeditada a la existencia previa de la correspondiente autorización estatutaria. Pero la cláusula fue suprimida en la reforma reglamentaria de 1995, por lo que ahora ha de entenderse –de conformidad con la doctrina tradicional– que el órgano de administración está sin más facultado para fundar o adquirir sociedades filiales, siempre y cuando su objeto coincida con el de la sociedad dominante (v. STS de 9 de mayo de 1986; Ress. DGRN de 6 de diciembre de 1954 y de 18 de mayo de 1986). La reforma

de la reforma, controvertida sobre todo por aquellos que veían en el viejo artículo 117.4 del Reglamento del Registro Mercantil una pieza adelantada del Derecho de grupos por venir, ha de considerarse acertada. Los inconvenientes prácticos que ocasionaba la cláusula de objeto indirecto eran muy superiores a sus ventajas. El problema que trataba de atajar no reviste, por lo demás, especial gravedad, puesto que al fin y al cabo la formación del grupo por esa vía no afecta al corazón del negocio, que continúa en manos de la sociedad matriz. El verdadero problema se presenta cuando la formación del grupo afecta al corazón del negocio, es decir, cuando conduce a hurtar a la sociedad matriz y, por tanto, a sus accionistas el control directo de partes sustanciales de la explotación. El supuesto paradigmático se presenta con las llamadas operaciones de «filialización», que tienen lugar cuando una sociedad operativa se reestructura como sociedad holding. La estrategia empleada a tal fin consiste en segregar los activos industriales o comerciales que constituyen la base de la explotación a favor de una o varias filiales de nueva constitución. La sociedad aporta sus activos y, a cambio, obtiene las acciones o participaciones de las filiales. Los riesgos asociados a estas operaciones de reorganización son manifiestos. El origen de todos ellos, según se ha recordado ya, radica en la alteración material de la distribución de competencias entre los órganos de la sociedad que traen consigo. Dicha alteración se traduce en el incremento de los poderes del órgano administrativo y en el correlativo debilitamiento de las facultades de la junta general, a la que de este modo se sustraen, por ejemplo, las decisiones sobre política del capital o sobre política de dividendos. En efecto, si la sociedad matriz queda reducida a una pura sociedad holding, la captación de recursos para acometer nuevos proyectos de inversión a través de las oportunas ampliaciones de capital se decidirá en las sociedades industriales operativas y, por tanto, la decisión quedará en manos de los administradores, que son los encargados de gestionar las participaciones de la sociedad matriz. Lo propio sucederá con la política de dividendos. Si el órgano de administración pretende no distribuir dividendos, le bastará con reservar en la filial todos sus beneficios. De esta manera, no lucirán en el balance de la holding y, por tanto, no podrán ser distribuidos. Los accionistas quedan privados de su facultad de aplicar el resultado.

Esta notable laguna de protección debe ser colmada por la doctrina del Derecho de grupos, y a tal efecto parece imprescindible devolver a la competencia de los accionistas de la sociedad matriz las decisiones de filialización. En este sentido, es obligado entender que la segregación de activos sustanciales de la explotación no es un simple acto de gestión empresarial que pueda ser decidido por los administradores de la sociedad. Es un acto de reorganización empresarial y, siendo así, las más elementales exigencias de la razón jurídica están a favor de que sea la junta general el órgano competente para aprobarlo, máxime si se tienen en cuenta sus consecuencias limitativas de los derechos y poderes de los accionistas. Así lo tiene reconocido ya, aunque sea obiter dicta, la propia Dirección General de los Registros y del Notariado (v. Ress. DGRN de 10 de junio y 4 de octubre de 1994). No obstante, una adecuada protección de los accionistas exige, a nuestro modo de ver, alguna garantía adicional. Conscientes de ello, algunos tratadistas han considerado que la filialización, en la medida en que determina la transformación de una sociedad operativa en sociedad holding, comporta una alteración radical del objeto social –la sustitución de un objeto de explotación industrial por un objeto de administración de participaciones– y que, por tanto, hace merecedores a los accionistas de la protección dispensada por el ordenamiento para el caso de sustitución del objeto social. De acuerdo con este planteamiento, a los accionistas ausentes o disidentes debería reconocérseles el derecho de separación en los términos previstos por los artículos 346 y siguientes de la Ley de Sociedades de Capital. Es de advertir, sin embargo, que este punto de vista, aun cuando ciertamente se halla bienintencionado, presenta algunos flancos a la crítica. Resulta artificioso, en efecto, considerar que la conversión de una sociedad operativa en holding entraña una sustitución del objeto social. El objeto sigue siendo el mismo, aunque se desarrolle de modo indirecto. Esto no quiere decir, sin embargo, que la operación pueda ser acordada por los administradores al amparo de la cláusula de objeto indirecto o que no merezca más garantías que las de un simple acuerdo de la junta general. El problema ha de discutirse en otra sede que guarde relación material con la sustancia de la operación. Y puesto que la filialización mediante la segregación de los activos esenciales de la explotación constituye una reorganización empresarial, esa sede no puede ser otra –a nuestro juicio– más que

la de las denominadas modificaciones estructurales de la sociedad. La Ley de Modificaciones Estructurales de las Sociedades Mercantiles ha contemplado expresamente algunas de estas modificaciones (fusión, escisión, transformación, cesión global de activo y pasivo, etc.), pero guarda silencio sobre otras que igualmente implican una mutación sustancial de la estructura de la empresa y, entre ellas, sobre la que aquí nos ocupa. Y siendo ello así, el silencio o la inadvertencia del legislador ha de suplirse, de conformidad con los procedimientos analógicos establecidos en el Código Civil (art. 4.1), recurriendo a esta normativa y observando, en particular, las garantías de convocatoria, publicidad y quórum establecidos para el supuesto similar de la fusión ( arts. 194LSC y 39 a 44 LME). Éste es, por lo demás, el punto de vista que parece ir afianzándose en nuestra doctrina. 11. LA PROTECCIÓN DE LOS SOCIOS EXTERNOS DE LAS SOCIEDADES FILIALES El segundo problema fundamental del Derecho de grupos viene dado por la laguna de protección de los socios de la sociedad filial y, en particular, de los denominados socios externos. Los grupos de sociedades se caracterizan por la heterogeneidad de su masa social: de un lado, están los socios internos o socios de control, cuyo interés es maximizar el beneficio del grupo y, de otro, los socios externos, normalmente apartados de la gestión, cuyo interés consiste en maximizar el rendimiento de la sociedad en la que han hecho sus inversiones. Todos los problemas que se presentan en este contexto tienen su origen, en última instancia, en las dificultades existentes para conciliar el interés social y el interés del grupo. Es cierto que en muchos casos no tiene por qué haber oposición: una manera de maximizar el interés del grupo es maximizando el interés de todas sus unidades. Pero no lo es menos que en muchos otros surgirá la tensión, y cuando ello suceda la junta general y el órgano de administración de la sociedad filial se verán inclinados, cuando no impelidos, a adoptar acuerdos o a realizar transacciones – v.gr.: transferencias intragrupo– que, por más que beneficien al grupo, resultan lesivos para la sociedad filial y, consiguientemente, para los socios externos. Por ello, es también misión de la doctrina de los grupos de sociedades ponderar el alcance de estos posibles conflictos y elaborar los remedios de que echar mano cuando se presenten. En nuestra opinión, hay que considerar por lo menos las siguientes posibilidades:

a) La primera se funda en las acciones de impugnación de los acuerdos y en las acciones de responsabilidad de los administradores reconocidas en el Derecho de sociedades anónimas. Es obvio, en principio, que los socios externos pueden recurrir a estos mecanismos generales de protección para instar la anulación de las decisiones de la junta contrarias al interés social ( art. 204

LSC) o para exigir de los administradores los daños

causados por los actos lesivos para la filial ( arts. 236 y ss. LSC). El hecho de que tales actuaciones perjudiciales para la sociedad puedan justificarse en atención al interés del grupo no excluye la procedencia de los remedios generales, aunque quepa condicionarla o constreñirla en algunos casos. En este aspecto, pueden distinguirse dos grandes tipos de acuerdos o de actos contrarios al interés de la sociedad filial: los puramente distributivos, es decir, aquellos que no incrementan el valor del conjunto, sino que se limitan a desplazarlo de la filial a la sociedad dominante u otras sociedades del grupo (por ej., la fijación de precios de transferencia fuera de criterios de mercado), y los realmente productivos, que se caracterizan por incrementar el rendimiento total del grupo, de tal manera que el perjuicio que experimenta la filial es inferior al beneficio que se logra en otras unidades (por ej., la decisión de cerrar una fábrica rentable por existir otras dentro del grupo que operan de modo más eficiente). Las normas de impugnación y responsabilidad deben aplicarse incondicionadamente a los primeros, pero no a los segundos. El propio reconocimiento legislativo de la realidad de los grupos de sociedades apunta hacia la necesidad de reconocer alguna relevancia al interés del grupo. No quiere decirse con ello que los actos productivos contrarios al interés de la sociedad filial y, específicamente, lesivos de los intereses de los socios externos no sean impugnables o no hagan surgir la responsabilidad de los administradores. Lo que se pretende significar es que, bajo determinadas condiciones, la eficacia de tales acciones de impugnación o de responsabilidad puede quedar enervada. Esas condiciones vienen dadas por la previsión de medidas adecuadas de compensación de la sociedad filial o incluso de los socios externos (por ej., el pago de una indemnización de los daños o incluso el ofrecimiento a los socios externos de la posibilidad de canjear sus acciones por acciones de la sociedad dominante). El fundamento dogmático de esta solución puede

encuadrarse en las exigencias de la buena fe y en la doctrina del abuso del derecho ( art. 7 CC). En casos de esta naturaleza bien puede afirmarse, en efecto, que la existencia de medidas de compensación adecuadas hace decaer el interés del socio externo a litigar y, consiguientemente, convierte en abusivo el ejercicio de las acciones de impugnación o de responsabilidad. b) Los remedios ordinarios proporcionados por las acciones de impugnación y de responsabilidad no son siempre suficientes para satisfacer cumplidamente los intereses de los socios externos. En muchos casos, la única tutela efectiva es la que va directamente a la raíz del problema, es decir, la que se dirige contra la sociedad dominante (que es el socio que controla las decisiones de la junta de la sociedad filial) o contra los administradores de la sociedad dominante (que es la instancia que de hecho dirige la gestión de la sociedad filial). Las técnicas que pueden articularse a tal efecto se fundan en el deber de fidelidad del socio de control y en la doctrina de los administradores de hecho. En el primer aspecto, conviene no olvidar que también en el Derecho de las sociedades de capital pesan sobre los socios – específicamente, sobre los socios de mayoría– deberes de lealtad o fidelidad, que les impiden ejercitar sus prerrogativas desconsiderando los intereses de la sociedad y de sus consocios. El alcance de estos deberes, cuyo fundamento normativo reside en el artículo 1258 del Código Civil, debe definirse con cierta generosidad en el Derecho de grupos, y así lo tiene establecido la jurisprudencia comparada, que ha abierto la posibilidad de que por esta vía los socios externos de la sociedad filial puedan dirigirse contra el socio interno o de control –contra la sociedad dominante– con el fin de que les indemnice directamente los daños ocasionados por algunas de sus decisiones o incluso con el fin de que cese en algunas actividades. El remedio parece especialmente indicado para combatir las transferencias intragrupo hechas en perjuicio de los socios externos. Adicionalmente, ha de reconocerse también la posibilidad de que los socios externos puedan ejercitar la acción social –y, en su caso, la acción individual– de responsabilidad contra los administradores de la sociedad dominante. La base para ello reside en la consideración de tales administradores como administradores de hecho de la sociedad filial. Es de advertir a este respecto que el

administrador de la sociedad dominante puede administrar la sociedad filial bien de forma indirecta, impartiendo instrucciones al órgano de gestión de la filial, bien de forma directa, al decidir los asuntos de la filial en el curso ordinario de la administración de la dominante. El cauce a través del cual puede lograrse dicho resultado en el ordenamiento vigente ha de ser, como viene sosteniendo la más reciente doctrina, un entendimiento amplio de la noción de administrador empleada por el artículo 236 de la Ley de Sociedades de Capital, en la que tengan cabida también los administradores de hecho. Las reservas que pudiera suscitar una interpretación de esta índole han de considerarse disipadas en el momento actual, en el que la noción de administrador de hecho ha obtenido el respaldo del Derecho positivo (v.

art. 236LSC y, ya

antes, v. art. 290 CP). Sería un contrasentido admitir la responsabilidad penal de los administradores de hecho y, en cambio, negar su responsabilidad civil. 12. LA PROTECCIÓN DE LOS ACREEDORES DE LAS SOCIEDADES FILIALES El tercero de los problemas clásicos del Derecho de los grupos es el que suscita la protección de los acreedores de las sociedades filiales. Sin embargo, a diferencia de los anteriormente considerados, constituye en buena medida un falso problema o, mejor dicho, un problema que no es específico de los grupos de sociedades. La tendencia que se registra en las discusiones legislativas, que aflora en buena parte de las más recientes decisiones judiciales y que, ciertamente, cuenta con un amplio apoyo de la doctrina consiste en reconocer a los acreedores de las sociedades filiales un derecho prácticamente ilimitado o incondicionado a recuperar sus créditos frente al propio grupo y, específicamente, frente a la sociedad dominante (son reveladoras al respecto, entre otras, las SSTS de 25 de enero de 1988, 16 de octubre de 1989, 3 de julio de 1991, 13 de diciembre de 1996 y 7 de abril de 2001). Se trata, sin embargo, de una tendencia para la que no es fácil encontrar una justificación plausible. En efecto, ¿por qué ha de tratarse mejor al acreedor de una sociedad que forma parte de un grupo que al acreedor de una sociedad normal?; ¿por qué se hace de peor condición a la sociedad dominante que a cualquier otro socio o socios que ostenten posiciones de control en compañías independientes? En ocasiones, estos interrogantes

pretenden resolverse apelando al interés del grupo. La responsabilidad ha de comunicarse –se afirma– porque la sociedad filial no es gestionada en interés propio (interés social), sino en interés del conjunto del que forma parte (interés del grupo). Justo es, por tanto, que, de acuerdo con la vieja máxima ubi commoda, ibi incommoda, sea también el conjunto –el grupo– el que soporte el riesgo financiero y, en definitiva, las deudas de las sociedades insolventes. La tesis, sin embargo, no resulta del todo convincente, y ello porque los acreedores no tienen frente a los administradores de la sociedad ni frente a sus socios una pretensión a que la sociedad se conduzca de conformidad con el interés social. La única pretensión que tienen los acreedores es a que la sociedad observe las normas sobre defensa del capital (evitando su descapitalización). De hecho, si los socios están de acuerdo en que la sociedad actúe en beneficio del grupo, los acreedores nada pueden reprocharle. Siendo ello así, la comunicación generalizada de responsabilidad no resulta fácilmente comprensible ni admisible (es acertado, en este sentido, el flamante art. 78.6 LGC). La razón fundamental se halla, en última instancia, en su contradicción con los principios de separación patrimonial y de responsabilidad limitada de cada sociedad, que es lo que –salvo circunstancias especiales– toman en consideración los acreedores en el momento de contratar. Es más, en este contexto, la comunicación de responsabilidad –y su corolario, la extensión del concurso dentro del grupo– representan una transferencia injustificada de riqueza de los accionistas a los acreedores. Nada de lo anterior debe entenderse, sin embargo, en el sentido de que resulte siempre improcedente la comunicación de responsabilidad. Antes al contrario, son muchas las ocasiones en que la medida se revela adecuada, pero ello poco tiene que ver con la existencia de un grupo de sociedades, sino con la concurrencia de circunstancias específicas –ciertamente frecuentes en la vida de estas organizaciones– que justifican el levantamiento del velo de la persona jurídica: infracapitalización, confusión de esferas, confusión de patrimonios, etc. La jurisprudencia ha acertado en numerosas ocasiones al excluir un principio general de comunicación de responsabilidad y condicionar la extensión de responsabilidad a la efectiva verificación de los presupuestos generales de la doctrina del levantamiento del velo. Es significativa en este aspecto la reciente sentencia del Tribunal Supremo de 26 de enero de 1998

(dictada por la Sala de lo Social, tradicionalmente más proclive a la comunicación indiscriminada de responsabilidad). En ella, el alto Tribunal considera que la imputación de responsabilidad solidaria a varias sociedades requiere no sólo que todas ellas se encuentren sometidas a una dirección común o unitaria –es decir, que formen parte de un grupo–, sino también que exista «confusión de plantillas y de patrimonios entre ellas, así como prestaciones de trabajo comunes, simultáneas o sucesivas de los empleados para varias empresas, así como una apariencia externa de unidad de empresa» (son también muy ilustrativas las SSTS de 30 de junio de 1993 y 29 de octubre de 1997, ambas pronunciadas por la Sala de lo Social en sendos recursos de casación para la unificación de doctrina). 13. REFERENCIA A LA CONSOLIDACIÓN CONTABLE El último problema del grupo de sociedades al que haremos referencia en esta lección es el relativo a la información financiera, que, al igual que el resto de los anteriormente analizados, tiene su origen en los desfases o desajustes que origina la coexistencia de autonomía jurídica en cada sociedad y de integración económica entre todas ellas. El instrumento de que dispone en este caso el ordenamiento para paliar el problema es la consolidación contable. Las normas que imponen el deber de consolidación (art. 42 C. de C.) y que regulan los principios y técnicas con arreglo a los cuales debe llevarse a efecto (arts. 44 a 49 C. de C.) constituyen la única parte del Derecho de grupos que ha logrado codificarse legislativamente en nuestro país, y ello por imperativo de la Séptima Directiva comunitaria en materia de sociedades. El objetivo buscado mediante la consolidación contable es corregir las distorsiones que genera la contabilidad separada de cada sociedad, la cual, por sí sola, no es idónea para reflejar la realidad económica del grupo. La suma de las cuentas anuales correspondientes a cada una de las sociedades integradas en un grupo no ofrece, en efecto, la imagen fiel de la situación patrimonial y financiera del grupo. Para ilustrarlo de un modo inmediatamente visible podemos servirnos del ejemplo que proporciona el capital. Imaginemos que una sociedad con un capital de cien mil euros constituye una filial con un capital de otros cien mil euros y que ésta, a su vez, constituye una nueva sociedad con un capital del mismo importe. Es manifiesto que, en este caso, el capital del grupo no es de trescientos mil euros (la suma de la cifra de capital que figura en el pasivo de cada una de las tres sociedades). El capital

del grupo es sólo de cien mil euros. Los otros doscientos mil no son más que papel: su único respaldo es la partida del activo en la que figuran las participaciones en las sociedades dependientes. La contabilidad separada genera, pues, una ilusión óptica –lo que con acierto se ha denominado el «efecto telescopio»–, que la consolidación contable trata de prevenir (v. art. 46.1.ª C. de C.). La consolidación se lleva a cabo mediante métodos y técnicas contables de gran complejidad, en cuyo estudio detallado no procede detenerse ahora. La lógica de la consolidación es, sin embargo, muy simple. De lo que se trata es de ofrecer la situación patrimonial y financiera del grupo como si fuera una única empresa, y para ello es preciso dejar fuera de consideración las relaciones económicas internas o relaciones entre las sociedades del grupo. La consolidación consiste en la eliminación de los efectos de las operaciones y transacciones intragrupo. Bajo este punto de vista, la consolidación aspira a que la contabilidad del grupo refleje solamente las relaciones externas, es decir, las relaciones del grupo con terceros, y a tal fin, por ejemplo, sustituye el importe de la participación que ostenta una sociedad en el capital social de otra por el valor del patrimonio neto de dicha sociedad correspondiente a la participación (en otras palabras, el patrimonio de la sociedad dependiente se incorpora al balance de la sociedad dominante: v. art. 46.3.ª C. de C.). Algo similar se hace en materia de pérdidas y ganancias, cuyo cálculo se lleva a cabo comparando los ingresos y los gastos conjuntos del grupo (art. 46.4.ª C. de C.). Los créditos y deudas y los ingresos y gastos derivados de transacciones entre las sociedades del grupo simplemente se cancelan, como hemos dicho ya (v. art. 46.5.ª C. de C.). Naturalmente, la parte correspondiente a los socios externos del grupo no es objeto de consolidación y, a efectos informativos, deberá figurar en una partida específica. El deber de consolidación recae sobre la sociedad dominante o matriz del grupo. El concepto de sociedad dominante a estos efectos se define en el artículo 42.1 del Código de Comercio, en los términos que ya hemos examinado (v. núm. 6). Aun así, la obligación de consolidación no se aplica en algunos supuestos: por ejemplo, cuando el conjunto de las sociedades integradas en el grupo no sobrepasa los límites legalmente establecidos para la formulación de cuenta de pérdidas y ganancias abreviada o cuando la sociedad dominante española sea, a su vez, filial de una sociedad sujeta a la legislación española o de otro Estado miembro de la Unión Europea (v., para más detalles, art.

43.2.ª C. de C.). En todo caso, las cuentas consolidadas han de ser revisadas por el auditor nombrado al efecto por la junta general de la sociedad dominante (art. 42.4 C. de C.); deben ser sometidas a la aprobación de la junta de esta sociedad, sin perjuicio del derecho de los socios externos a obtener los documentos sometidos a la consideración de la junta (art. 42.5 C. de C.) e incluso de su derecho a impugnarlas, según mejor criterio; y, en fin, deben ser depositadas en el Registro Mercantil (art. 42.5 C. de C.). Como es natural, el deber de consolidar no exime a la sociedad dominante y al resto de las sociedades del grupo de formular cada una sus propias cuentas anuales (art. 42.2 C. de C.).

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