Manzano Moreno Eduardo - Historia De Las Sociedades Musulmanas En La Edad Media

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HISTORIA DE LAS SOCIEDADES MUSULMANAS EN LA EDAD MEDIA Eduardo Manzano Moreno

EDITORIAL

SINTESIS

Consejo Editor: Director de la colección: Domingo Plácido Suárez Coordinadores: • Prehistoria: Manuel Fernández-Mimnda • Historia Antigua: Jaime Alvar Ezquerra • Historia Medieval: Javier Faci Lacasta • Historia Moderna: M.a Victoria López-Cordón • Historia Contemporánea: Elena Hernández Sandoica Rosario de la Torre del Río

© Eduardo Manzano Moreno . © EDITORIAL SINTESIS, S.A. Vallehermoso, 32. 28015 Madrid Teléfono (91) 593 20 98 ISBN: 84-7738-156-9 Depósito Legal: M. 20.731-1992 Fotocomposición: M.T. S. A. Impresión: Lavel, S. A. Impreso en España - Printed in Spain

índice Presentación............................................... ..................................

9

Introducción.................................................................................. I. Árabes, árabe e Islam.................. .................................... II. Nombres y titulaturas en el Islam ...................................... III. Calendario.....................................................................

13 13 17 19

1.

21 21

Los orígenes del Islam.............................. ............................... 1.1. Las fuentes y sus problemas de interpretación ............... 1.2. Arabia y el Próximo Oriente en vísperas del surgimiento del Islam ............................................................................... 1.3. La sociedad árabe en época preislámica ........................ 1.4. El HtySz y La M e c a ......................................................... 1.5. La figura de Mahoma...................................................... 1.6. La H égira........................................ ............................... 1.7. Testimonios externos....................... ........... ....................

26 29 31 34 37 41

2.

Expansión árabe y conflictos internos ...................................... 2.1. La expansión territorial................................................... 2.2. La organización de las conquistas1.... .............................. 2.3. Enfrentamiento y división ...............................................

45 46 48 52

3.

El califato Omeya...................................... !..... ........................ 3.1. La época sufyání.............................. .............................. • Los vínculos personales ................................................. • El poder de la aristocracia y la cuestión sucesoria......... 3.2. La segunda guerra c iv il........... ...................... ................. 3.3. Los intentos de centralización del im perio...................... 3.4. La segunda oleada de conquistas................................... 3.5. El fracaso de la centralización: la aparición del faccionalism o ................................................................. ................. 3.6. La desintegración del califato Omeya .............................

59 0 60 60 62 64 67 69 70 75

4. Los °Ai)básfés ....................................... 4.1. B1 título de califa........................... 4.2. El movimiento °abbasí.................. 4.3. El nuevo imperio °abbásí.............. 4.4. Las conmociones del siglo i x ........ 4.5. Las conmociones sociales............. 4.6. La aparición de los soldados turcos 4.7. La crisis del califato cabbásí......... 5.

La elaboración religiosa ............ S.l. El Corán .......................... S¡2. La tradición musulmana .... 5.3. La elaboración del derecho 5.4. La noción de autoridad..... 5.5. El desarrollo de la S^a ...... jariyismo...........................

6.

Las transformaciones del siglo x .... . 6.1. Los factores de desintegración 6.2. Los nuevos señores................ 6.3. Los movimientos sities ............ 6.4. El califato fatim í.....................

7.

La época del Califato fatimí en Egipto...................................... 7.1. La ofensiva de los califas fatimíes................................... 7.2. El expansionismo fatim í.................................................. 7.3. El auge del comercio ............. i....................................... 7j¿4. Las divisiones cismáticas................................................ • El Califato de al-Hskim y el cisma druso........................ • El cisma nizSrí......................;........................................ 7;.5. La expansión de los turcos selyuquíes ............................. 7.6. La expansión de los almorávides en el norte de África y al-Andalus............................. .........................................

8.

El mundo musulmán en la época de lás Cruzadas..................... 8.1. El impacto de la I Cruzada............................................... 8.2. La fragmentación de los territorios musulmanes............... 8.3. Siria bajo Zangíes y Ayyübíes ........................................... 8.4. La herencia dé Saladino.................................................. 8.5. Las invasiones mongolas ................................................. 8.6. Los almohades en el Occidente musulmán ......:...............

De la 9.1. 9.2. 9.3. 9.4.

«paz mongola» a la creación del Imperio Otomano......... Las secuelas del Imperio M ongol.................................. El papel de las ciudades.............................................. Tamerlán ..................................................................... Los inicios del Imperio Otomano ..................................

171 172 175 180 182

Apéndice. Selección de textos................................................

187

Bibliografía ............................................................................

195

Presentación

La audaz tarea de ofrecer ocho siglos de historia de las sociedades musulmanas en un número limitado de páginas precisa de un cierto grado de complicidad por parte del lector y ciertas dosis de su benevo­ lencia. Requerir tal actitud al público a quien se destina esta obra se justifica por el hecho de que en el curso de su elaboración el autor ha tenido que tomar ciertas decisiones, alguna de ellas ciertamente difícil, que conviene explicar y sobre las que es necesario realizar una adver­ tencia previa. La primera de ellas se refiere al propio título del libro. Los manuales al uso sobre el tema que en él se va a desarrollar, e incluso las asigna­ turas que se imparten en los departamentos universitarios, suelen llevar el título genérico de «Historia del Islam» añadiéndose a continuación el período que se intenta cubrir. Tal encabezamiento es poco convincente por una serie de razones. Escribir o impartir una «historia del Islam» implica que se describe o se explica la historia de una religión, del mismo modo que trazar una «historia del Cristianismo» equivale a anali­ zarla Iglesia, el Papado o la evolución de la reflexión teológica cristiana a lo largo de los siglos. En nuestras «historias del Islam» este no suele ser casi nunca el caso y tras ese título lo que encuentra el lector es la historia de unas sociedades y de unas formaciones políticas en las que, ciertamente, el Islam es o llega a ser la religión predominante, pero en las que también intervienen otros muchos factores que poco o nada tienen que ver con la religión. Explicar el por qué a una historia de la «Europa medieval» hoy en día a nadie se le ocurriría titularla «Historia de la Cristiandad» y en cambio ciertas regiones de gran peso en el mundo medieval tienen que identi­

ficar su historia con el de una religión, sería una tarea que nos llevaría muy lejos. No se piense, sin embargo, que es una cuestión baladí. Los títulos y nombres suelen expresar una determinada visión de las cosas y, en el caso que nos ocupa, una historiografía poco dada a plantearse problemas ha preferido definir su materia a partir de un rasgo tan evidente e ideal como es la rehgión, en lugar de hacerlo a partir de los auténticos protagonistas de la historia, los cuales, mientras no se demuestre lo con­ trario, sony han sido los hombres y no sus ideas religiosas. Naturalmeíite,: estas precisiones n
Abarcar todas estas realidades, sin embargo, sería una tarea impo­ sible y ello ha obligado a prestar más atención a unas regiones que a otras. En general, el criterio seguido ha sido el de considerar como territorios centrales los del Próximo Oriente, incluyendo Egipto, dejando como zonas periféricas Persia, por un lado, y el norte de Africa y la Península Ibérica por el otro. Aun cuando el autor es consciente de que este criterio es muy aleatorio y que incluso dentro de los territorios que se consideran «centrales» se ha dado más peso a unos que a otros dependiendo de las épocas, ésta ha sido la única vía que ha parecido posible para intentar dar a la exposición una cierta coherencia narrati­ va. La decisión de dar a la Península Ibérica, -al-Andalus-, un papel tan poco destacado es en s í poco justificable en una obra dirigida a un público español, pero queda el consuelo de que el lector puede recurrir a'una bibliografía de fácil acceso y que aparece reseñada puntualmente al final de la obra. En aras también de la claridad, y con el fin de no convertir esta obra en una amalgama de nombres, fechas y sucesos amontonados en una explicación ininteligible, ha sido igualmente necesario prescindir del espacio que en justicia debería estar reservado para describirla brillan­ te cultura que generan las sociedades musulmanas en época medieval. Evidentemente, esta cultura es un hecho histórico en sí mismo que con­ vendría ser analizado detenidamente, pero las limitaciones de espacio han obligado a dejar a un lado tales secciones que, inevitablemente, se hubieran convertido en meros catálogos de nombres acompañados de explicaciones muy sumarias. Nuevamente en este caso se remite al lector a la bibliografía que sobre estos temas se cita al final de la obra bajo un apartado especial y en la cual se han incluido alguna de las excelentes obras que sobre este tema se han publicado en castellano. El objetivo principal de esta obra, ha si,do ofrecer una visión general clara de la historia de las sociedades musulmanas medievales. Más que acumular datos, se ha intentado ofrecer explicaciones coherentes que puedan dar una idea precisa del complejo devenir de unos pueblos por lo general ignorados por la historia eurocentrista. En ocasiones, sin embargo, los problemas historiográficos planteados son de tal comple­ jidad que siguen generando hoy en día vivos debates. Más que ofrecer interpretaciones cerradas y definitivas se ha pretendido en tales casos ofrecer las líneas principales del «estado de la cuestión» dando así al lectoría posibilidad de reflexionar sobre: su contenido. En la medida en que esta obra contribuya a fomentar esta inaplazable tarea de reflexión habrá cumplido una de los principales cometidos que con ella nos hemos marcado. Eduardo Manzano Moreno

Introducción

I.

Arabes, árabe e Islam

En el lenguaje común son frecuentes las confusiones sobre ciertos conceptos que van a ser ampliamente utilizados en esta obra. Términos tales como Árabes y Musulmanes suelen ser empleados indistintamen­ te, lo que da lugar a buen número de errores de apreciación. Por otra parte, el hecho de que la lengua árabe tenga unas notables peculiarida­ des, hace muy necesaria la comprensión de lo que dicha lengua signifi­ ca en el período que aquí tratamos. Una explicación clara de todos estos conceptos resulta, por consiguiente, una tarea inexcusable antes de adentrarnos en nuestra materia. Básicamente el término «Árabes» se refiere a las poblaciones que habitaban la Península Arábiga en la época en que Mahoma comenzó su predicación. Ello no significa, sin embargo, que hasta entonces estos pueblos hubieran estado confinados en ese territorio. Desde el siglo vra antes de Cristo en adelante se puede documentar la infiltración de grupos árabes en las regiones del Creciente Fértil y de Mesopotamia. Este es el origen de los contingentes árabes en los ejércitos de los persas Aqueménidas durante el siglo vi a. C. o de las dinastías de origen árabe que gobiernan ciudades de Palestina y Siria, tales como Petra (enclavada en la actual Jordania) o Palmira (en la moderna Siria), con posterioridad a la conquista romana de estas regiones en el siglo I a. C. Obviamente, estos movimientos de pueblos árabes nunca tuvieron el alcance ni el significado que adquirirán más tarde en la época de la gran expansión posterior a la predicación de Mahoma. Fueron más bien lar­ gos procesos de emigración en la zona, que en ocasiones culminaron en la sedentarización de algunos grupos que fueron asimilados por las

poblaciones urbanas indígenas, mientras que en otros casos se traduje­ ron en el control de determinados territorios por parte de tribus en estado nómada. De esta forma, en vísperas de la predicación de Maho­ ma, fuera de la Península Arábiga existían también grupos árabes dis­ persos en zonas del norte de Siria, al sur y al este de Palestina, así como en centros urbanos tales como Damasco o Emesa (actualmente Homs). Como consecuencia de la expansión militar posterior a la aparición dél Islam, se produjo la gran emigración de pueblos árabes oriundos de la Península Arábiga que entraron en contacto con poblaciones pertene­ cientes a sustratos culturales muy variados. Persas, turcos, egipcios, bereberes del norte de África o el variado mosaico de pueblos que habitaban en el Creciente Fértil, fueron cayendo en diversos momentos dentro de la esfera del pujante imperio nacido de las conquistas. Al menos en un primer momento los árabes se diferenciaron claramente de estas poblaciones indígenas sometidas a su dominación política. A la larga, sin embargo, la propia lógica de los procesos históricos acabó imperando, y las fusiones, mezclas e interrelaciones recíprocas tendie­ ron a desvirtuar las diferencias iniciales. Hablar, por consiguiente, de pueblos árabes en sentido estricto cinco o seis siglos después de la conquista no es del todo exacto desde el punto de vista meramente étnico, ya que para entonces las posibles diferencias iniciales se habían diluido en la mayor parte de los casos. No obstante, el lector deberá tener siempre muy en cuenta un hecho de capital importancia: en estos procesos de fusión, el sustrato cultural árabe mostró siempre una gran fuerza asimiladora. Esto dio lugar a que la práctica totalidad de las sociedades en las que imperaba la religión musulmana acabaran definiéndose de acuerdo con unos «patrones» culturales que pueden ser calificados de «árabes». Ello fue debido en buena medida a que dicho sustrato cultural estaba íntimamente ligado a la propia religión musulmana. Uno de los elementos más significativos de cultura árabe, la lengua, ilustra muy bien esta ligazón. El árabe pertenece al amplio grupo de lenguas semíticas al que también se encuentran adscritas el hebreo o el arameo. Con anterioridad a la época de las conquistas esta última era en sus distintos dialectos (tales como, por ejemplo, el siriaco) la lengua hablada por gran parte de las poblaciones del Creciente Fértil. En los territorios sometidos al Imperio Bizantino el arameo coexistía con el griego que era el idioma de la administración. En Egipto, la lengua predominante entre la población fue lo que se dio en llamar después el copto, mientras que en el vecino Imperio Sasánida, era el persa o pahlavl el idioma dominante. Esta lengua nada tenía que ver con las otras que se acaban de mencionar: pertenecía al tronco indoéuropeo, que se diferencia netamente del semítico.

El hecho trascendental que marcó la historia de la lengua árabe fue la aparición del Islam. Según la nueva religión, el Corán contiene las palabras literales que Allah reveló al profeta Mahoma, las cuales le fueron comunicadas en lengua árabe. En el propio Corán aparecen pasajes en los que se subraya el hecho de que esta lengua ha sido elegida por la divinidad para comunicarse con los hombres: (Corán, 12:2; 46:11)*. En la época inmediatamente posterior a las conquistas, los árabes siguieron haciendo uso de las lenguas «oficiales» que encontraron en los territorios conquistados, fundamentalmente el griego y el pahlavl. Fue sólo en época del califa cAbd al-Malik (685-705), cuando el árabe pasó a convertirse en la lengua de la administración del nuevo imperio.. Páraieiamente, el componente religioso determinó también que el árabe adquiriera el carácter de lengua sagrada, fijada por Allah en su Corán. Ello dio a este texto un carácter normativo muy acusado: desde época relativamente temprana, los expertos en Corán consagraron ingentes esfuerzos para establecer la morfología y las reglas gramaticales del «árabe puro», la lengua sagrada que había utilizado AllSh en su revela­ ción. De esta forma acabó estableciéndose un «árabe clásico» (fusha) que se convirtió en la lengua oficial y de cultura, y que ha venido man­ teniéndose intacta hasta nuestros días en todos los «países árabes». Pese a que el árabe contó con un texto sagrado e inamovible desde sus orígenes como lengua literaria, los procesos de mezcla y de fusión con poblaciones tan diversas y tan alejadas geográficamente dieron lugar a que la lengua hablada acabara sufriendo cambios muy notables. De esta forma se operó un curioso fenómeno lingüístico que ha pervivido hasta nuestros días, y que es conocido con el nombre de disglosia: mientras que la lengua literaria y administrativa siguió apegada a las estrictas reglas fijadas en el árabe clásico, la lengua común evolucionó notablemente en aspectos tales como pronunciación, vocabulario, e in­ cluso sintaxis, de tal manera que la brecha que separaba a ambas tendió a agrandarse cada vez más. En nuestros días esta peculiar situación provoca que individuos que poseen el árabe como lengua materna, pero que han nacido en latitudes diferentes, y hablan, por consiguiente, dia­ lectos distintos, puedan llegar a tener dificultades para comunicarse, a no ser que ambos posean la educación y conocimientos necesarios para entender el árabe clásico: poco puede extrañar, por tanto, que los teóri­ cos del nacionalismo árabe contemporáneo defiendan ardientemente el

* Las referencias al Corán constan de dos números: el primero se refiere al número de la azora y el segundo al versículo. Sobre el contenido y estructura del texto coránico veáse más adelante.

recurso al árabe clásico como nexo de unión entre pueblos separados por fronteras políticas. En los siglos posteriores a la expansión árabe, el idioma de los conquistadores barrió al arameo y al copto del mapa lingüístico del Próximo Oriente con mayor o menor rapidez. En el norte de África, la lengua bereber y el latín que predominaban antes de la conquista, acabaron también siendo sustituidas por el árabe, aunque hay que seña­ lar que el bereber se ha mantenido en zonas como las montañas del Atlas en el actual Marruecos, lo que da idea de la lentitud del proceso de arabización lingüística en ciertas regiones. En cambio, el árabe no llegó a imponerse nunca en los territorios de la antigua Persia, donde el pahlavl continuó .siendo .la lengua corruínmente hablada. Pese a que adoptó los caracteres de la escritura árabe y experimentó igualmente una marcada evolución, la lengua persa ha continuado siendo hasta nuestros días una lengua completamente dis­ tinta a ésta.

II.

Nombres y titulaturas en el Islam

Para cualquier lector no especializado la gran cantidad de nombres que aparecen en las obras de historia consagradas al Islam suponen una considerable dificultad: resultan incomprensibles, y no se les puede asociar con onomásticos cercanos a nuestro entorno inmediato. Las líneas que siguen están destinadas a servir de introducción al significa­ do y sentido que tienen los nombres árabes con objeto de familiarizar al lector con una serie de onomásticos a los que habremos de referirnos repetidamente en esta obra. El nombre árabe se compone de cinco partes: 1. El nombre personal (ism) podría corresponderse con nuestro «nombre de pila». Al igual que ocurre con éste suele tener su origen en la tradición religiosa. Son muy comunes, por ejemplo, nombres de ascen­ dencia bíblica, tales como Sulaymán (Salomón), Yacqüb (Jacob) o Harün (Aaron), o bien nombres puramente árabes, que tienen una especial importancia dentro de la propia religión musulmana: este es el caso del más popular de todos ellos, Muhammad, derivado de la raíz árabe hmd («loar», de dónde Muhammad-«loado»), que es el nombre del Profeta, y que en castellano ha derivado hacia la forma «Mahoma». Otros nombres derivados de la misma raíz son Ahmad, Hamrd o Mahmüd. Las raíces de las que derivan los onomásticos árabes son muy variadas, y entre ellas se podrían citar hsn ( = bello: Hasan, Husayn), cmr ( = vida: cUmar, cAmr), etc... En otros casos,.el nombre está compuesto_por dos.partes,.

de los cuales la segunda representa alguno de los nombres de la divini­ dad: son los llamados «nombres teóforos», tales como °Abd Allah («e s ­ clavo de Dios»), cAbd al-Rahmán («esclavo del Misericordioso») o cAbd al-Malik («esclavo del Rey»). 2. Aparte del nombre personal, y generalmente antepuesto a éste, se utiliza un apelativo denominado kunya que suele reservarse para un trato respetuoso. Una kunya típica es, por ejemplo, Abü cAbd Allah; con ella se indica que el individuo en cuestión es el «padre de cAbd Allah», el cual, por lo general, suele ser su hijo primogénito. La palabra «Abü» («padre») incluida siempre en la kunya indica, pues, que el portador ha llegado_a lajnadurez, lo que constituye un.signo de honorabilidad..En aquellos casos en los que un determinado individuo no tenía hijos, se le otorgaba asimismo la kunya, pero entonces la elección del nombre era siempre más aleatoria, pudiéndose dar el caso de que «Abü», fuera seguido por un sobrenombre. 3. El nasab indica la filiación de un individuo siempre en línea pater­ na, pudiendo equipararse, salvando las distancias, con lo que nosotros conocemos como apellido. La filiación siempre se establece mediante la palabra ibn, «hijo de...», (bint en el caso de que la persona designada sea mujer) la cual aparecerá abreviada en esta obra con la forma b. De este modo tendríamos un hombre típico como Muhammad b. cAbd Allah, que vendría a significar «Muhammad hijo de cAbd Allah». El nasab puede alargarse de forma indefinida, expresando siempre la filiación patrilineal. Así, el nombre de nuestro Muhammad b. cAbd Allah llegaría a ocupar un párrafo entero si fuéramos añadiendo los nombres del abuelo, bisabuelo, y demás antecesores del individuo siempre en línea masculina. 4. La nisba es el cuarto elemento del nombre árabe, y expresa, bien la adscripción tribal de un determinado individuo, o bien la ciudad o región de la que es originario. Así, por ejemplo, al-QuiasT, implica que la persona en cuestión era, (o pretendía ser, dado que las afiliaciones ficticias son frecuentes), un miembro de la tribu árabe de Qurays; del mismo modo, al-Qurtubl, significa que la persona es originaria de Cór­ doba. 5. El último elemento del nombre árabe es el sobrenombre o laqab. Podía referirse, bien a una peculiaridad física o a un mote del individuo en cuestión (como, por ejemplo, al-TawTl, «e l largo»), o bien a un cargo u oficio que desempeñara (al-Kstib, «e l secretario»). En otras ocasiones se trataba de un título honorífico tomado por un personaje importante al

llegar a posiciones de especial relevancia: el caso de al-Mansür, el Victorioso (el conocido Almanzor de nuestra historia medieval) es parti­ cularmente claro en este sentido. Siguiendo en el caso del célebre Almanzor tendríamos, por lo tanto, que las cinco partes de su nombre completo son las siguientes: |Abü °Ámir^ Muhammad ^b. cAbd Allah b. Abr cÁmir al-Macafin| al-Mansür. ^ KUKYA

ISM

NASAB

NISBA

LAQAB

Sería ciertamente tedioso incluir los nombres conipTetos’de todos los personajes que se citan en una obra histórica. Por ello siempre apare­ cen designados con el elemento más característico de los que compo­ nen sus nombres. La elección de este elemento no se rige por reglas fijas y es, pues, siempre muy aleatoria. Así, por ejemplo, algunos sobe­ ranos Omeyas que gobernaron en al-Andalus son conocidos por su ism cAbd al-Rahman, cAbd Allah o Muhammad. En cambio, en el caso del ya citado Al-Mansür (Almanzor) es el laqab el nombre con el que este personaje ha pasado a la historia. El famoso filósofo e historiador Ibn Jaldün no es conocido ni por su ism ni por su laqab, sino por una parte de su nasab que ni siquiera corresponde al nombre de su padre, sino al de un antepasado que había dado nombre a la familia a la que pertene­ cía ante personaje. Como puede verse, las combinaciones que pueden darse entre las diversas partes que componen el nombre árabe son casi infinitas, y es sobre todo el uso lo que hace que «Almanzor» sea un nombre fácilmente reconocible,_ al contrario de lo que ocurre con Muhammad b. cAbd Allah b. Abr cÁmir.

III.

Calendario

De la misma forma que en Occidente el año del nacimiento de Cristo marca el comienzo de la era cristiana, en el mundo musulmán la predi­ cación de Mahoma sirvió para inaugurar un nuevo cómputo de años. En este caso, sin embargo, no fue el nacimiento del Profeta la fecha elegida para comenzar a datar la era, sino un'acontecimiento especialmente importante en su vida: la Hégiia, o emigración desde La Meca a Medina emprendida por Mahoma el 15 de julio del año 622 d. C. Esta fecha marca el inicio del primer año de la era islámica. En obras de historia referidas al Islam es frecuente, pues, que los acontecimientos aparez­ can datados dando el año de la era cristiana y el año correspondiente a la era islámica que va seguido de H., abreviatura de Hégira.

El calendario musulmán está basado en «años lunares», compuestos por doce meses sinódicos. Cada uno de ellos comprende el período que media entre la aparición de una luna nueva y la siguiente. Los doce meses del calendario musulmán son: al-Muharram (al comienzo del cual se produjo la Hégira), Safar, R abf I, R abf II, YumSdá I, YumSdá II, Rayab, Sa°bSn, RamadSn, SawwSl, Dü 1-Qacda yDü 1-Hiyfa. Algunos de estos meses tienen una especial significación religiosa: así, RamadSn es el mes del ayuno musulmán que culmina con la «Fiesta de la Ruptura del Ayuno» (°Id al-fitr) que se celebra en el primer día de Sawwál; por su parte Dü 1-Hiyya es el mes reservado para la peregrina­ ción canónica a La Meca que todo buen musulmán debe emprender al menos-una vez en su vida. El año lunar no tiene el mismo número de días que el calendario solar que rige nuestro calendario juliano; es casi once días más corto y ello provoca que 33 años lunares se correspondan aproximadamente con 32 años solares. Si a ello le unimos que la Hégira se produjo a mediados del año 622, podrá comprenderse que los años de la Hégira suelan «cabalgar» entre dos años de la era cristiana, y que sólo muy ocasional­ mente coincidan entre sí. Es por ello por lo que para conocer la corres­ pondencia exacta de una fecha de la Hégira con la era cristiana sea preciso conocer el día preciso del mes en que ocurrió. Para facilitar la conversión de las fechas de la Hégira a la era cristiana, y viceversa, existen tablas de conversión, cuyo uso es siempre aconsejable si se desean dataciones precisas (M. Ocaña Jiménez, 1981).

1_________ Los orígenes del Islam

1.1

Las fuentes y sus problemas de interpretación

Es un lugar común afirmar que, de todas las religiones universales, el Islam es el credo cuya aparición presenta unos perfiles históricos más acusados. La predicación profética del fundador del Islam, Mahoma, tuvo lugar, en efecto, en una época muy concreta -la primera mitad del siglo vil d. C — en un territorio que vivía unas condiciones específicas -la Arabia dominada por un medio predominantemente tribal-, y bajo unas peculiares circunstancias históricas que determinaron la actividad política del citado profeta. Más aún, una descripción de los orígenes del Islam difícilmente puede ignorar los factores históricos dado que el propio dogma musulmán hace especial hincapié en el hecho de que la revelación divina a Mahoma se desarrolló paulatinamente a lo largo de la ajetreada vida de éste. En teoría, pues, al exponer este tema el historiador posee innumera­ bles datos sobre la vida de Mahoma, y sobre las condiciones políticas y sociales que existían entonces en la Península Arábiga. Los problemas comienzan, sin embargo, cuando nos interrogamos sobre la cronología y el carácter de los testimonios que ofrecen un caudal tan extenso de informaciones. Básicamente, contamos con tres tipos de fuentes para conocer los orígenes del Islam: 1. El Corán es el libro sagrado de los musulmanes que contiene - - la revelación que Allah hizo a Mahoma a lo largo de la-vida de- éste.

Más adelante habremos de ocuparnos de su estructura y contenido. Baste ahora decir que, en lo que se refiere a su utilización como fuente histórica, su valor es muy escaso. Un lector del Corán sin conocimientos sobre el trasfondo histórico en que se produjo dicha revelación sería totalmente incapaz de discernir las circunstancias en que se desenvolvió la vida de Mahoma. Para llegar a entender éstas es preciso analizar los pasajes coránicos junto con los datos que suministran las fuentes que se detallan a continuación. 2. Una «biografía» (süa) de Mahoma fue compuesta a mediados del siglo viii (más de cien años después de la muerte del Profeta) por un tal Ibn Isháq. La obra de este atttor venía a ser un inmenso fresco de la historia de la salvación del hombre desde la Creación hasta la muerte de Mahoma en el año 632. Por desgracia, esta «biografía» no se ha conservado tal y como su autor la concibió. Tan sólo nos ha llegado una versión de sí misma realizada por un autor egipcio llamado Ibn Hisám (m. en 813). Nos consta que éste «editó» el texto de su predecesor aligerándolo de partes sustanciales. De esta for­ ma, partes de la obra de Ibn Isháq que «podrían ser materia de escán­ dalo o afligir a determinadas gentes» fueron suprimidas en la nueva versión que ha sobrevivido. Cuál era el contenido de esas partes amputadas del texto original constituye un misterio. En cambio, la confesión de Ibn Hisám deja muy claro que en el proceso de transmi­ sión de la tradición musulmana relativa a los orígenes del Islam se operó un proceso de selección que, al menos en algunos casos, nos consta que se vio acompañado de un proceso de elaboración. 3. Los dichos y hechos pronunciados y realizados por Mahoma en diversas circunstancias de su vida quedaron grabados en la memo­ ria de sus discípulos, y éstos los transmitieron oralmente a sus suce­ sores. Durante el siglo ix —esto es, dos siglos más tarde de que viviera Mahoma-, estas tradiciones orales fueron puestas por escri­ to, siendo conocidas con el nombre de hadlt. Un hadlt típico suele comenzar de la siguiente manera: He oído de A quien a su vez lo escuchó a B quien oyó a C que decía que estando un día en compañía del Profeta... Por lo general, un hadlt transmite, bien una anécdota de Mahoma, en la que la actuación de éste para a ser considerada como ejemplo, o bien un determinado comentario salido de sus labios que puede ser relevante para la exégesis religiosa. Un elemento funda­ mental en todo hadlt es la cadena de transmisores orales (el isnSd): la mayor o menor fiabilidad de los personajes que transmiten la narración en cuestión es lo que avala su veracidad. El número de hadltes que integran la tradición musulmana se cuenta-por millares,

y se refieren a cualquier cuestión divina o humana que pueda imagi­ narse. Como se verá más adelante, este inmenso corpus de anécdo­ tas ejemplares-se convirtió en una fuente de primera importancia para la elaboración del derecho y de la teología musulmana. Poco puede extrañar, pues, que fuera frecuente recurrir a la pura y simple invención de hadTtes para que la autoridad de Mahoma justificara actuaciones legales, o fundamentara ciertas opiniones en materia de religión. Este estado de cosas dio lugar a que la tradición musulmana desarrollara una ciencia encargada de verificar la autenticidad de la ingente masa de hadTtes que circulaban en el mundo islámico. De esta manera acabaron creándose diversos cánones que correspon­ d en a distintas escuelas de estudio.del hadity que difieren a veces considerablemente entre-sí a la hora de establecer qué dijo o qué hizo el Profeta en determinada ocasión.

Tomadas en su conjunto, todas estas fuentes suponen un impresio­ nante conjunto de datos sobre Mahoma y el comienzo del Islam. Sin embargo es preciso tener en cuenta que, como ya se ha visto, su puesta por escrito se produce en época relativamente tardía: concretamente, cien o ciento cincuenta años después de que viviera Mahoma. En sí misma esta circunstancia tiene poco de particular: para determinados períodos no es raro que los historiadores tengan que recurrir a fuentes compuestas mucho tiempo después de que acaecieran los sucesos que relatan. Ahora bien, en el caso de las fuentes musulmanas a su cronolo­ gía tardía se le añade otro rasgo muy peculiar: el carácter «sagrado» de la historia que narran. De hecho, lo que en estas fuentes se relata es un acontecimiento extraordinario: la revelación divina a un hombre, un suceso excepcional que da lugar a la elaboración de una auténtica «historia sagrada» profundamente condicionada por el mensaje religio­ so implícito en ella. Distinguir dónde termina la elaboración religiosa, y dónde comien­ zan los perfiles estrictamente históricos de nuestros datos es una tarea muy compleja. Un ejemplo concreto puede ilustrar esto que decimos. Cierto número de fuentes nos informa de que Mahoma nació en La Meca, la ciudad árabe situada en la región del Hi?3z, en el llamado «Año del Elefante», y que comenzó su labor profética a la edad de cuarenta años. El año del Elefante era denominado así porque en el transcurso del mismo tuvo lugar una expedición militar dirigida por un soberano del sur de Arabia contra el Hiyáz. Esta expedición tuvo gran resonancia porque en ella se utilizó un elefante. Si se tiene en cuenta que muchas fuentes afirman que Mahoma recibió su primera revelación en el año 610, puede pensarse.que la fecha de su nac.imiento.fue. el año 570.

En la práctica, el asunto resulta ser más complicado. Una serie de indicios demuestran que, en realidad, la citada expedición sudarábiga tuvo lugar en torno al año 552. Si Mahoma nació en el año del Elefante, habría que pensar entonces que comenzó su predicación casi a los sesen­ ta años, algo posible pero muy improbable ya que los datos que posee­ mos concuerdan en afirmar que Mahoma murió a una edad relativamen­ te temprana. Por otra parte, el hecho de que se nos informe de que Mahoma contaba con cuarenta años cuando inició su labor profética es un dato muy sospechoso ya que en todo el Oriente Medio el número cuarenta tiene un gran valor simbólico que se vincula, en el caso de la edad, con la consecución de la plena madurez espiritual (L.I. Conrad, 1987), Como puede verse a través de este breve ejemplo, la interpretación histórica de un dato tan fuertemente teñido por la tradición religiosa hace casi imposible fijar con exactitud la fecha de nacimiento de Maho­ ma. Otros casos podrían traerse a colación para ilustrar hasta qué punto las fuentes al referirse a la primera época del Islam abundan en contra­ dicciones, imprecisiones, o evidentes elaboraciones. Teniendo todo esto en cuenta, poco puede extrañar que ya desde el siglo pasado la historiografía que se ha ocupado del tema haya estado dominada por dos corrientes de interpretación muy diferentes: por un lado, la que representan los historiadores que juzgan genuinos los datos transmitidos por la tradición musulmana y, en consecuencia, aprovecha­ bles en su mayor parte para reconstruir la historia de los orígenes del Islam; y, por el otro, los autores que se muestran muy escépticos sobre el contenido de dichos testimonios, considerándolos inservibles para es­ tablecer una visión coherente sobre la materia. En los últimos tiempos este debate se ha reavivado con especial fuerza. En la década de los años cincuenta M. Watt realizó dos estudios sobre Mahoma que se han consagrado como textos clásicos y que reú­ nen los principales elementos de la tradición musulmana bajo la luz de una interpretación histórica moderna (M. Watt, 1953, 1956). Como estos estudios otros muchos, bien de este autor o de historiadores que siguen una metodología similar, tienen como punto en común una aceptación más o menos matizada de la tradición musulmana contenida en las fuen­ tes que se han mencionado más arriba. En las dos últimas décadas, sin embargo, esta visión está siendo ampliamente contestada por algunos autores británicos. Según éstos, es preciso ver un fuerte componente mítico en las fuentes que nos hablan de la vida de Mahoma y de los inicios de la comunidad musulmana; el objetivo de sus autores era transmitir un sólido mensaje religioso que permitiera a los árabes distinguirse de otras religiones predominantes Oriente Medio, en especial del Judaismo y del Cristianismo. En este

ambiente de polémica religiosa exacerbada se habrían creado los datos que poseemos sobre el nuevo credo y sus orígenes. Estos datos no serían meros recuerdos históricos objetivos, sino que, por el contrario, serían una especie de «envoltorio» narrativo bajo el cual se habría disfrazado el mensaje del Islam. El hecho de que el Islam naciera como resultado de una lenta elaboración religiosa es lo que explicaría que sean muy frecuentes las contradicciones que se dejan ver en las fuentes referidas a los comienzos históricos de esta religión. Como puede verse, después de más de un siglo de investigación arabista sobre los comienzos del Islam determinadas cuestiones bási­ cas siguen sin estar resueltas. Hoy por hoy, la polémica tiene mayor vigencia que nunca, e incluso puede decirse que en algunos casos se ha radicalizado: en 1977 P. Crone y M. Cook publicaban una obra titulada Hagarism: The making o í the Islamic world, en la que defendían la idea de que el Islam era la derivación de una secta judía que sólo habría tomado cuerpo como religión autónoma en el siglo ix después de un largo proceso de elaboración. La obra de Cook y Crone, escrita en un estilo apasionado y con una cierta predilección por las argumentaciones rebuscadas, ha sido objeto de amplios debates y críticas: hoy por hoy, cabe incluso dudar de que estos autores sigan manteniendo idénticos puntos de vista, pero este ejemplo permite ilustrar bien a las claras cómo la cuestión de los oríge­ nes del Islam sigue sin estar del todo resuelta. Conviene además tener en cuenta que estas interpretaciones críti­ cas centran su atención principalmente en los aspectos religiosos; a través de minuciosos análisis de la tradición escriptual musulmana se ha intentado poner en evidencia la variada procedencia de los elemen­ tos que componen lo que conocemos como Islam. En cambio, el estudio de los factores históricos propiamente dichos ha quedado algo más descuidado en dichas interpretaciones críticas, debido a los recelos que provoca en estos autores el discurso historicista de la tradición musulmana. De esta forma, el actual «estado de la cuestión» se presenta con unos rasgos extremadamente paradójicos. Por un lado, la tradición musulma­ na ofrece en líneas generales una visión histórica bastante coherente de los sucesos acaecidos en Arabia durante la primera mitad del siglo vil, pero al mismo tiempo dicha visión presenta buen número de contradic­ ciones, y además está condicionada por el mensaje religioso y salvacional implícito en toda ella. Por el contrario, las interpretaciones críticas sobre los orígenes del Islam analizan con bastante meticulosidad los mecanismos de elaboración religiosa, pero hasta el momento no han cuajado en una visión histórica alternativa de aquélla que nos ofrece la tradición que tanto denostan.

En el estado actual de nuestros conocimientos, y frente a dos pers­ pectivas tan radicalmente opuestas, la tarea de proponer una síntesis integradora es una labor prácticamente imposible: dependiendo del punto de vista desde el que se aborde el estudio de los datos de que disponemos las conclusiones variarán muy sustancialmente. Por otra parte, hay que tener presente que no estamos ante una mera cuestión erudita, sino que, muy al contrario, se trata de un tema con una carga emocional muy grande para los más de ochocientos millones de musul­ manes que viven en el mundo actual. Para la gran mayoría de ellos, la idea de que en la primera mitad del siglo vil un profeta árabe recibió la auténtica y definitiva revelación divina constituye no solo un dogma de fe, sino también una seña de identidad cult-ur-al, e incluso política.

1.2.

Arabia y el Próximo Oriente en vísperas del surgimiento del Islam

Es en buena medida erróneo creer que la península Arábiga era un territorio aislado del resto del mundo con anterioridad a Mahoma. Es cierto que grandes áreas desérticas la separaban de las zonas más fértiles del Próximo Oriente, pero no es menos cierto que, aparte de dichos desiertos, no existían otras fronteras naturales que aislaran a dicha península de Siria y Palestina por el norte, y de Mesopotamia por el este. Dueños de este desierto, los pueblos árabes podían alcanzar con cierta facilidad estas regiones más ricas, como nos consta que así lo hicieron algunos grupos con anterioridad a la aparición del Islam (cíi. supra Introducción). De igual modo, la influencia de los principales poderes políticos que dominaban en las regiones fértiles del Oriente Medio se dejó sentir también entre algunos grupos árabes. En vísperas de la aparición del Islam eran dos las potencias que rivalizaban por el dominio en la zona: por un lado, Bizancio, heredero en Oriente del antiguo imperio romano, controlaba Siria, Egipto y la alta Mesopotamia; por el otro, el Imperio Sasánida, con centro en Ctesifonte (a una treintena de kilómetros al S.E. de la actual Bagdad), dominaba la media y baja Mesopotamia junto con los extensos territorios al este del Tigris. Heredero de la gran tradición política y cultural persa, que se remontaba a los tiempos de los Aqueménidas y de los Partos, y a la que inexplicablemente los historiadores occi­ dentales no han dado la importancia que se merece, el Imperio Sasánida dejó una profunda impronta en las tierras que dominaba; una huella que habría de pervivir mucho tiempo después de la propia conquista árabe. Tanto bizantinos como sasánidas procuraron mantener buenas rela­ ciones con los árabes vecinos a sus respectivos imperios. Siguiendo un-

precedente establecido por los emperadores romanos, Bizancio re­ currió al reclutamiento de árables establecidos en las tierras limítrofes con Siria para que sirvieran como tropas encargadas .de vigilar estas areas desérticas frente a los ataques de los nómadas del interior de Arabia. En estos casos, las autoridades bizantinas concertaban pactos con la aristocracia emergente en el seno de las tribus árabes, otorgando a sus jefes el título de filarca; a cambio de subsidios, estos jefes se comprometían a proporcionar jinetes a los ejércitos del emperador y a realizar funciones de policía fronteriza. Durante el siglo vi, el principal apoyo de Bizancio en estas regiones fue una confederación de tribus dirigida por una familia llamada Banü GassSn, Este._grupo nómada controlaba .un.territorio bastante difuso, que a grandes rasgos puede identificarse con la actual Transjordania, aun­ que en ocasiones llegó a extenderse por el desierto sirio hasta el curso alto del Eufrates. El valor estratégico que para Bizancio tenía la alianza con los Banü Gassan se incrementó debido a la rivalidad con el Imperio Sasánida. Los emperadores persas habían seguido una táctica idéntica a la de sus enemigos bizantinos: no menos vulnerables a los ataques de los nóma­ das, optaron también por establecer pactos con los árabes establecidos en territorios vecinos a Mesopotamia. Estos árabes estaban regidos por la dinastía de los Banü Lajm y, al contrario de lo que ocurría con los Gassaníes, si contaban con un centro urbano de consideración: la ciu­ dad de al-Híra, situada cerca del Eufrates, la cual llegó a su apogeo durante la primera mitad del siglo vi d. C. Las relaciones de Gassaníes y Lajmíes con sus respectivos imperios distaron de ser tranquilas. Entre los años 580 y 590 surgieron diferencias entre el emperador bizantino Mauricio y sus aliados árabes que culmi­ naron en revueltas de estos últimos y en campañas imperiales de repre­ salia. Como consecuencia de todo ello, en los albores del siglo vil, en la misma época en que Mahoma comenzaba su actividad, los Gassaníes habían quedado muy debilitados. Todo parece indicar que por entonces Bizancio comenzó a buscar nuevos aliados en la zona. Poco antes de que se iniciara la gran expansión árabe, el Imperio había llegado a acuerdos con algunas tribus cuyos territorios se extendían desde los confines septentrionales de la península hasta el Hi^az. No menos difíciles fueron las relaciones entre los emperadores sasánidas y los Lajmíes de al-Híra. El entremetimiento de los soberanos árabes en las querellas internas del imperio persa dio lugar a que en el año 604 el emperador sasánida Jusraw II decidiera deponer a los Laj­ míes, e incorporar al-Híra a sus dominios. Las consecuencias de la des­ aparición de este reino-tapón no se hicieron esperar, y siete años des­ pués tribus árabes del interior infligieron a los sasánidas una resonante

derrota en la batalla de Dü 1-Q3r. Era éste un pequeño anticipo de lo que aún estaba por llegar. La intervención en la península de los dos grandes imperios orienta­ les no se limitó únicamente a estas zonas. Las regiones costeras del suroeste de Arabia (las correspondientes con el actual Yemen) aunaban una relativa prosperidad agraria con una importancia estratégica en las rutas marítimas que atravesaban el Indico y el Mar Rojo. No en vano esta región había sido bautizada por los autores romanos con el nombre de Arabia Félix, y había sido además sede de pujantes reinos en época clásica. Bizantinos y sasánidas compitieron también por extender su influen­ cia en estas zonas. En este caso, sin embargo, existía un tercer elemento en discordia: el reino cristiano de la vecina Abisinia (Axum) con el que las poblaciones sudarábigas mantenían estrechos vínculos. Durante el siglo vi los emperadores bizantinos acordaron alianzas con los monar­ cas de Axum, cuyo objetivo era asegurar una ruta marítima para el co­ mercio de la seda proveniente del Lejano Oriente que pudiera compe­ tir con la ruta terrestre a través de Asia Central, amenazada siempre por los conflictos con el Imperio Sasánida. Los reyes de Axum comprendieron el papel estratégico que desem­ peñaba el Yemen en esta ruta, y decidieron incorporar este territorio a sus dominios durante la primera mitad del siglo vi. Sin embargo, el dominio abisinio sobre el sur de Arabia no llegó a ser muy estrecho debido a que el gobernador en la región rompió al poco tiempo sus vínculos con el gobierno central. De este gobernador, Abraha, es de quien se nos dice que en torno al año 552 envió la ya mencionada «Expedición del Elefante» contra el HtySz. Su gobierno tampoco fue duradero. En torno al año 570, el emperador sasánida conquistó la re­ gión, estableciendo una especie de «protectorado» dependiente de Ctesifonte. En este flanco, los persas habían ganado la partida al impe­ rio bizantino. Fuera de la Península Arábiga, la rivalidad bizantino-sasánida expe­ rimentó un recrudecimiento durante los tres primeros decenios del siglo vil, esto es, en la misma época en que la vida de Mahoma sufría un giro trascendental, como se verá inmediatamente. En el año 605, el Imperio Sasánida pasó a la ofensiva. Durante los quince años siguientes los ejércitos persas arrebataron a los bizantinos todas sus posesiones en Siria, Palestina y Egipto. La propia existencia del imperio bizantino pareció ponerse en entredicho, y muy probablemente se hubiera consu­ mado entonces su desaparición de no haber sido por la vigorosa reac­ ción protagonizada por el emperador Heraclio (610-641). Tras una prime­ ra década marcada por derrotas en todos los frentes, Heraclio lanzó una

contraofensiva que le valió la recuperación de las antiguas posesiones entre los años 620 y 630. El ingente esfuerzo bélico de Heraclio resultó ser a la postre una victoria pírrica. Pocos años después de haber restablecido las antiguas fronteras de su imperio, tuvo que enfrentarse a la gran invasión árabe, al igual que sus archienemigos, los persas. En buena medida, la influen­ cia de los dos imperios en la Península Arábiga había sido el factor determinante que contribuyó a crear entre las tribus árabes el caldo de cultivo necesario para que de su seno surgiera un poder político bien consolidado, cuyo principal mérito fue el aunar las aspiraciones depredatorias de los jefes tribales en aras de una expansión territorial. Maho­ ma y sus sucesores fueron los encargados de llevar a cabo esta tarea.

1.3.

La sociedad árabe en época preislámica

El interior de la Península Arábiga en época preislámica estaba dominado por grupos tribales. Algunos de estos grupos eran sedenta­ rios, y se establecían en aquellos enclaves fértiles donde era posible practicar una redimentaria agricultura. Otros, en cambio, eran nómadas que vivían del pastoreo, el comercio, o el pillaje. Caracterizar a estos grupos no es tarea fácil. Las fuentes nos hablan de grandes tribus cuyos miembros se consideraban descendientes de un antepasado común. Así, por ejemplo, los componentes de la tribu de los Banü Sulaym, una de las que habitaban en el territorio del Hi^az, venían a ser «los hijos de Sulaym», y consideraban al tal Sulaym el ances­ tro de todos ellos. En realidad, es muy probable que tal pretensión fuera una mera ficción. En lugar de grandes grupos formados por parientes más o menos lejanos hay que ver a estas tribus como agrupaciones que establecían entre sí alianzas políticas que se sellaban simulando un lejano parentesco común; en otras palabras, los grandes grupos tribales árabes no estarían basados en los vínculos de sangre, sino que más bien serían confederaciones entre grupúsculos dispersos cuya legitimidad se establecía mediante la elaboración de intrincadas genealogías (H. Kennedy, 1986). En determinadas circunstancias, estas alianzas podían cristalizar en confederaciones nómadas dirigidas por una familia como es el caso de los mencionados Banü GassSn, e incluso podían dar paso a auténticas dinastías regias, como ocurría con los Banü Lajm de al-Hlra. En cambio, en el caso de grupos asentados en zonas más aisladas, como los citados Banü Sulaym, la tribu seguía funcionando como una alianza política que actuaba conjuntamente en ciertos casos bajo la dirección de una difusa aristocracia tribal.

Ver, pues, a la tribu árabe como una amalgama de elementos disper­ sos en permanente estado de integración y de desintegración, puede ser una imagen muy ilustrativa. Si acercamos la visión hasta llegar a enfocar cada uno de dichos elementos, lo que encontramos son clanes dispersos. A diferencia de los grandes conjuntos tribales, el clan sí puede ser considerado como una agrupación basada en vínculos de parentesco reales: agrupaba a familias extensas que, en el caso de los nómadas, constituían campamentos móviles que trasladaban los reba­ ños de un lugar a otro en busca de los mejores pastos. En la organización interna de estos clanes imperaba una sólida es­ tructura patriarcal en la que el papel de la mujer era subalterno con respecto al hombre. La descendencia se establecía a través de unaestricta línea paterna, y prácticas como la poligamia o la repudiación de esposas configuraban una sociedad orientada hacia la preponderancia de los varones. El individuo de la Arabia preislámica únicamente podía sobrevivir en el marco de la familia patriarcal, del clan o de la tribu. Los vínculos de solidaridad eran los que permitían a un hombre convocar a su grupo para defenderse de una agresión. De la misma forma, estos lazos se podían invocar en el caso del asesinato de un pariente por parte de un grupo rival: gracias a este apoyo, el ofendido tenía derecho a forzar una venganza basada en la ley del talión, o bien a hacerse pagar «e l precio de la sangre», que venía a ser una compensación en dinero o especie con la que se reparaba la ofensa hecha. Es muy difícil trazar un panorama uniforme de las prácticas religio­ sas de estos grupos. Ya de por sí, el Oriente Medio era un complejo mosaico de religiones y movimientos heréticos. Así, mientras el Imperio Bizantino intentaba imponer en sus territorios una férrea ortodoxia cris­ tiana con muy poco éxito, el Imperio Sasánida se aferraba al Mazdeísmo o Zoroastrismo, una religión basada en la oposición entre los principios del Bien y del Mal. Esta fascinante religión, que ha seguido contando con seguidores en algunas partes de Irán hasta épocas relativamente re­ cientes, sufrió una importante conmoción a finales del siglo v d. C. y durante buena parte del vi, como consecuencia de la predicación de un reformador religioso llamado Mazdak, quien dio vida a un movimiento social con fuertes tintes revolucionarios. Entre los grupos árabes establecidos en zonas cercanas a los gran­ des imperios el cristianismo había calado con cierta fuerza. Los ya ci­ tados Banü Gassan eran cristianos seguidores del dogma monofisita; una herejía ésta muy difundida en los territorios sirios del Imperio Bizan­ tino, y que defendía una sola naturaleza divina en la persona de Cristo. Por su parte, los Lajmíes de al-Híra habían sido ganados también por la religión cristiana, pero en este caso bajp la tendencia denominada.

«nestoriana». El nestorianismo, también condenado como herejía por la Iglesia, proclamaba la existencia de una doble naturaleza en Cristo: una divina, y la otra humana, que se habrían fundido milagrosamente en una sola persona. La propaganda nestoriana se había infiltrado también en determinadas zonas de Persia, desde donde llegó a extenderse hacia el Asia Central, así como en regiones de la costa oriental de la Península Arábiga. También el judaismo había encontrado adeptos entre los árabes del sur de la Península, así como en la región del Hiyáz. No se conoce cuál era el origen de estas comunidades judías: se ha especulado con la posibilidad de que fueran emigrantes procedentes de Palestina infiltra­ dos en estas-regiones, o bien eos que se tratara de árabes que habían adoptado el monoteísmo judío como religión. Sea como fuere, lo cierto es que estas comunidades tenían una presencia en Arabia, y desempe­ ñaron un importante papel en la vida de Mahoma. Finalmente, un importante número de árabes practicaba un paganis­ mo que tenía muchos puntos de contacto con otras religiones politeístas de origen semítico. Pese a la gran variedad de cultos locales, pueden citarse entre las divinidades más importantes a °Uzza, (a la que origina­ riamente se identificaba con el planeta Venus), al-Lát (que se correspon­ día con el Sol, que en la lengua árabe tiene género femenino) y Manát: estas tres diosas eran consideradas como hermanas, e hijas de una deidad suprema: Alláh, un dios que tenía preminencia sobre el resto, aunque también parece que algunos árabes paganos utilizaban este término para referirse a cualquier dios en general. En el culto a estas divinidades tenían gran importancia las ofrendas y sacrificios de animales. En los rudimentarios santuarios que existían en diversos lugares de la península, se albergaban estatuas trabajadas de forma más o menos tosca que servían como representaciones de los dioses. No obstante, también se consideraba que éstos podían morar en ciertos árboles o piedras sagradas. De especial interés es el culto a estas piedras -tal vez, fragmentos de meteorito-, en las que se creía que residía una determinada divinidad, y sobre las cuales se efectuaban los sacrificios rituales.

1.4. El Qiyáz y La Meca De entre todas las regiones que componen Arabia, probablemente el Hiyáz era de la que menos podía esperarse que se convirtiera en centro de una religión universal. Situada a occidente de la península, su paisaje está configurado por grandes coladas de lava estériles. Además, el-litoral carece de--buenos-puertos,-y es impracticable -debido a los

bancos de coral que salpican la costa del Mar Rojo. Tan sólo en los oasis, y en enclaves situados en zonas altas podía practicarse una agricultura rudimentaria basada en la producción de dátiles y cereales. Yatrib (la futura Medina de época de Mahoma) y al-Ta'if eran núcleos sedenta­ rios basados en este tipo de producción agraria. La Meca, la ciudad natal de Mahoma, no escapaba al carácter deso­ lado de la región. En su árido emplazamiento no era siquiera posible emprender una precaria actividad agraria, ya que el único recurso hi­ dráulico con que contaba la ciudad era el llamado pozo de Zamzam, destinado a proveer de agua a los moradores de la ciudad. Con recursos tan poco atrayentes es difícil explicarse por qué exis­ tía un asentamiento humano en este enclave. La razón que aduce la tradición musulmana es que en La Meca existía un santuario religioso fundado por el patriarca bíblico Abraham. Este santuario (haram) servía como lugar de peregrinación a los grupos de la región durante determi­ nadas épocas del año. En estos períodos, el santuario era declarado lugar inviolable y, en consecuencia, las tribus acordaban establecer treguas que interrumpían todo tipo de actividad guerrera. Pese a que Abraham había dedicado el santuario al Dios único, los árabes de tiem­ pos posteriores habían caído en la «ignorancia» (yahiliyya), cediendo a la tentación de adorar en dicho santuario a las divinidades paganas. En la época en que vivió Mahoma, La Meca había llegado a conver­ tirse en un centro urbano de considerable importancia. Nuevamente, la tradición musulmana ofrece una explicación para este peculiar desarro­ llo. Según ésta, durante largo tiempo el santuario había venido siendo controlado sucesivamente por diversas tribus. En una fecha indetermi­ nada, que podría corresponder a la primera mitad del siglo vi d. C., un individuo llamado Qusayy consiguió hacerse dueño de La Meca, y apro­ vechó esta circunstancia para engrandecer el poder de su grupo, la tribu de Qurayá, a cuyos miembros encargó la custodia del santuario. Hasta ese momento, Qurays había sido una tribu más en el complejo' mosaico humano de la Península Arábiga. Sin embargo, y siempre según la tradición musulmana, los descendientes de Qusayy consiguieron un logro sorprendente: establecer una extensa red comercial dirigida des­ de La Meca, la cual se beneficiaba de la existencia del santuario en la ciudad. Esta red ponía en comunicación Etiopía y Yemen, por un lado, y Siria e Iraq, por el otro. Ayudándose de una astuta diplomacia, los Qurases se aseguraron el apoyo de las tribus del interior de Arabia, las cuales consintieron en permitir el tráfico de caravanas cargadas con artículos de lujo, a cambio de obtener una participación en un comercio que arrojaba pingües beneficios. De creer los datos de la citada tradición musulmana el logro de los Qurasíes habría sido toda una hazaña. Contrariamente a lo que suele

suponerse, La Meca no era un punto estratégico en las rutas caravane­ ras: su emplazamiento era demasiado excéntrico, y además es difícil imaginar cómo un enclave carente de todo tipo de recursos naturales pudo llegar a convertirse en polo de atracción para las caravanas que atravesaban la zona; las encrucijadas comerciales surgen en lugares privilegiados, y no en parajes desolados como es el caso de La Meca (R. Bulliet, 1975). ¿Cómo es posible, entonces, que los Quraáíes fueran capaces de crear en La Meca un emporio comercial? La respuesta a esta pregunta no parece simple. Una razón de peso es la importancia del santuario sobre el que los Quraáíes ejercían un estrecho control. Siendo un punto de cita obligada para las tribus, era lógico que en La Meca pudieran estimularse actividades comerciales. Se ha planteado también la posi­ bilidad de que en su lucha por conseguir el control del santuario, Qusayy y sus Quraáíes hubieran sido ayudados por un Imperio bizantino deseoso de afianzar una ruta comercial estable a través del Hi?3z para los pro­ ductos de lujo procedentes del Yemen (M. Watt, 1953). Ahora bien, ¿era tan importante este comercio como para justificar una intervención bizantina en un lugar situado a un mes de distancia de Siria por la ruta terrestre? Sabemos que Arabia ofrecía una ruta terrestre -por cierto nada fácil-, para artículos de lujo como la seda procedente de la India y Extremo Oriente, o como el incienso y la mirra producidos en el sur de Arabia. Sin embargo, una investigación reciente ha intenta­ do demostrar que en el siglo vi d. C. esta ruta había perdido importancia en favor de la vía marítima a través del Mar Rojo. Según esta hipótesis, es difícil creer los datos de la tradición musulmana que nos muestran a los Qurasíes sirviendo como intermediarios en el comercio de lárga distancia, ya que sólo nos consta que desempeñaran tareas comerciales en Siria y Yemen, y siempre traficando con productos tan comunes como pieles, animales o cuero (P. Crone, 1987). La cuestión del comercio mequense sigue siendo, por tanto, muy debatida. Los últimos trabajos en este campo apuntan a pensar que tal vez su importancia haya sido exagerada. No obstante, resulta difícil negar la existencia de un comercio a mayor o menor escala en época de Mahoma debido al amplio número de datos que sobre él tenemos. Más importante que cuantificar el volumen real de dicho comercio es, sin embargo, subrayar el hecho de que, bien fuera en razón de este comercio, o a causa de factores ligados al papel de La Meca en relación con las tribus del interior de Arabia, (lo que tal vez sea más probable), esta ciudad pasó a estar en el punto de mira de los intereses de los principales poderes políticos de la zona: ya se ha citado el posible apoyo de Bizancio a Qusayy en su pugna por adueñarse del santuario; también se ha citado la expedición del gobernador del sur de Arabia, Abraha, a

mediados del siglo vi, que acabó en un sonoro fracaso. A todos estos datos se les puede añadir todavía otro: en fecha indeterminada, pero posterior al año 570, un tal cUtmán b. al-Huwáyrit intentó hacerse procla­ mar rey de La Meca, contando para ello con el apoyo de agentes bizan­ tinos que operaban en la zona. La intentona fracasó, pero este interés del Imperio Bizantino pone de relieve la importancia estratégica de La Meca, y la rapidez con que podía cambiar el panorama político en una ciudad que hasta entonces había dado poco que hablar.

1.5.

La figura de Mahoma

Según la tradición musulmana, Mahoma nació en La Meca en el seno de una familia de la tribu de Qurayá. No obstante, en la época en que nació Mahoma dicha familia había quedado relegada a un segundo plano en favor de otras familias Qurasíes, que gozaban de mayor pree­ minencia. Junto a esta poco envidiable situación familiar, Mahoma tuvo que sufrir durante su infancia la carga que suponía el ser un huérfano: su padre, un mercador que traficaba en Siria, había muerto poco antes de que su mujer diera a luz, y ésta siguió idéntica suerte cuando Mahoma contaba con seis años de edad. En tales circunstancias, el clan pasó a ser el protector del huérfano y el niño fue encomendado, primero a su abuelo y después a su tío paterno, Abü Tálib. Siguiendo la tradición familiar, el joven Mahoma ejerció como comerciante, y en sus viajes parece que llegó hasta Siria. Según las fuentes musulmanas, esta circunstancia le permitió entrar en contacto con monjes eremitas del desierto, uno de los cuales vio en el joven los signos de un profeta anunciado en las Escrituras. Este mismo episodio encontró un eco polémico en las fuentes cristianas de época medieval en las que se afirmaba que Mahoma había inventado su Corán a raíz de su contacto con un monje cristiano expulsado de Siria a causa de sus ideas heréticas. A los veinticinco años, Mahoma comenzó a trabajar para una rica mujer llamada Jadíya, cuya fortuna también se basaba en la actividad comercial. Cómo podía ser posible que en una sociedad profundamente patriarcal una mujer detentara tan considerable fortuna es algo bastante inexplicable. Secjun la tradición musulmana, Mahoma acabó casando con Jadíya, lo que le permitió obtener una situación material más desa­ hogada. De ella tuvo varios hijos, la mayor parte de los cuales murieron a edad temprana, de entre los que destaca Fátima, quien habría de tener gran importancia en la historia futura del Islam. Como ya se ha visto, las fuentes atribuyen cuarenta años a Mahoma en el momento en que recibió su primera revelación. Su costumbre de

QUSAYY

I---------°ABD MANÁF

°ABD AL-CUZZA

°ABD QUSAYY

HA§IM

°ABD SAMS

CABD AL-MUTTALIB

UMAYYA HARB

ABO-L-°AS

ABO SUFYAN

CAFFAN

MUCAWIYA

°AD AL-DAR

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AL-°ABBAS

!--------------------------------------j

ABO TALIB

MAHOMA

AL-HAKAM

MARWAN

i

I

I i OMEYAS

OMEYAS

cABD ALLAH

°ABBASÍES

Fig. 1.1. La familia de Mahoma.

SFÍES

retirarse a una colina cercana a La Meca para orar y meditar se vio un día bruscamente interrumpida por una visión. Es entonces cuando se produce una escena impresionantemente descrita en las fuentes musul­ manas. Mahoma oye una voz que le dice: Tú eres el Mensajero de Dios, a los que aquél reacciona cayendo de rodillas. A continuación la misma voz le ordena: Lee (iqra’). Mahoma contesta entonces que él no sabe leer, pero es agarrado por una fuerza que le aprieta tres veces dejándo­ le exhausto. A continuación, vuelve a repetirse el mandato: Lee: En el nombre de Tú Señor que creó. Creó al hombre de un coágulo... (Corán, XLVI, 1 y ss.). De esta forma recibió Mahoma la primera reveleción del Corán. Las dudas iniciales de Mahoma de haber sido presa de una posesión demoníaca o de una alucinación fueron despejándose poco a poco. Su mujer, Jadrya, fue quien más firmemente creyó desde el primer momento que estaba recibiendo una revelación divina por medio del Arcángel Gabriel, cuya intercesión fue siendo paulatinamente reconocida por Mahoma. Aparte de JadTya, el testimonio de Mahoma fue aceptado por diversos miembros de su entorno familiar inmediato, tales como su primo cAlr-un nombre necesario para comprender sucesos futuros-, así como por individuos pertenecientes a clanes muy diversos, pero entre los que había un predomonio de jóvenes cuya posición distaba mucho de ser la más influyente en La Meca. En cambio, Mahoma encontró muy pocos seguidores entre los Qurasíes más poderosos y ricos: entre estos sólo destaca un acomodado mercader llamado Abü Bakr, también llama­ do a tener un importante papel en la futura comunidad. Pese a estos éxitos iniciales, Mahoma comenzó a ser blanco de las críticas y la incredulidad de los mequenses. El rígido monoteísmo que Alláh imponía en su revelación, la condena sin paliativos que se hacía de las prácticas paganas, y la crítica implícita contra el poder político de los Qurasíes que aparecía en el mensaje propagado por Mahoma, fueron las causas de una oposición cada vez más patente por parte de los clanes dirigentes en La Meca. En un determinado momento parece que Mahoma pensó que si que­ ría que su mensaje alcanzara un mayor eco, tendría que llegar a un compromiso con sus oponentes. Fue entonces cuando le fueron revela­ dos los llamados Versículos Satánicos, en los que se autorizaba a sus seguidores a adorar a las diosas al-Lát, al-cUzza y Manfit. Sin embargo, poco después el propio Mahoma calificó estos versículos como inspira­ dos por Satanás y proclamó su abrogación, señalando que a partir de entonces no habría de adorarse a otro dios más que Alláh. Sin posibilidad ya de llegar a compromiso alguno, la situación de Mahoma y su grupo fue deteriorándose progresivamente. Uno de los apoyos que encontró Mahoma en ese momento fue el de su tío Abü Talib..

Pese a que éste no se convirtió a la nueva religión, si brindó a su sobrino el apoyo de todo su clan en una tesitura cada vez más tensa: aparte de reyertas ocasionales, los seguidores de Mahoma debieron afrontar un boicoteo temporal a las transacciones comerciales y a los posibles matrimonios con los clanes principales de Qurays. La situación de Mahoma empeoró a la muerte de su tío, Abü Tálib, probablemente en el año 619, en la misma época en que el Profeta también perdía a su primera mujer, Jadtya. Poco después, su clan dejó de prestarle apoyo. La hostilidad que rodeaba al grupo de adeptos de Mahoma hacía además muy difíciles las labores de proselitismo: eran pocos los que estaban dispuestos a atraerse el odio de los Qurasies para seguir a alguien que se autoproclamaba profeta, pero a quien sus ene­ migos no dudaban en acusar de estar poseído por espíritus malignos.

1.6.

La Hégira

En vista de la situación, Mahoma consideró la posibilidad de aban­ donar La Meca. Ya durante los primeros tiempos del enfrentamiento con los clanes dirigentes de La Meca, Mahoma había convencido a un grupo de sus seguidores para que se trasladaran a Abisinia. Aunque las razo­ nes para esta temprana huida están lejos de ser claras, e incluso es posible que puedan estar relacionadas con diferencias surgidas en el seno de los partidarios del Profeta, lo que sí está claro es que esta decisión constituyó un precedente para lo que acabó siendo la decisión política más importante que tomó Mahoma en su vida. Mahoma pensó primeramente en trasladarse a al-Tá'if, un próspero enclave situado cerca de La Meca, que mantenía estrechos vínculos con esta ciudad. Sin embargo, el recibimiento que encontró en esta pobla­ ción no fue mucho mejor que el que le había dispensado la mayoría de sus conciudadanos, y el Profeta tuvo que abandonar la idea. Fue entonces cuando se le presentó una oportunidad inapreciable. En el también cercano oasis de Yatrib (que en adelante sería conocido como Medina: ár. Madlnat al-Nabl = la ciudad del Profeta) existía una tensa situación motivada por disputas internas. La lucha enfrentaba a dos tribus, los Aws y los Jazray\ que competían por conseguir un predo­ minio en la ciudad. Junto a ellos existían tres grupos de religión judía: los Banü Qurayza, los Banü 1-Nadlr y los Banu Qaynüqa'. Tras un largo período de disensiones, la pugna había quedado prácticamente en ta­ blas. Exhaustos, ambos bandos convinieron entonces en recurrir al hom­ bre que en La Meca se había proclamado enviado de Dios, con el fin de que se estableciera en la ciudad y arbitrara en sus querellas. Algunas fuentes, sin embargo, señalan que la verdadera razón que motivó la

llamada por parte de Aws y Jazray se debió a su creencia de que Mahoma era el Mesías anunciado a los judíos, motivo por el cual se apresuraron a establecer buenas relaciones con él. En julio del año 622 Mahoma emprendió la Hégira (ár. hifra = emi­ gración) con buena parte de sus seguidores. Otra parte se había adelan­ tado poco antes, y todos ellos acabron siendo conocidos más tarde con el nombre de muhayirün ( = emigrantes). Largas negociaciones previas habían asegurado a Mahoma que aquellos que le habían invitado a establecerse en Medina se comprometieran a obedecerle y a luchar por su causa. Cierto número de los medineses se convirtió a su religión, prestaron hospedaje a los recién llegados y acabaron siendo conocidos por las generaciones posteriores con el nombre de Ansár ( = «auxi­ liadores»). La llegada de Mahoma y sus seguidores a Medina creó una situación muy peculiar en esta ciudad. Con el fin de regular las relaciones entre los recién llegados y los diversos grupos que habitaban en Medina se establecieron una serie de pactos, probablemente redactados en épo­ cas diversas, que fueron recogidos en un documento incluido en la obra de Ibn Ishaq (cfr. supra) que es conocido con el inapropiado nombre de «Constitución de Medina». Este documento es fundamental para com­ prender el impacto político de la predicación profética de Mahoma. Básicamente, los pactos que conforman este documento establecen una nueva confederación tribal que agrupa a los partidiarios de Mahoma y a los medineses (R. B. Serjeant, 1981). Cada uno de estos grupos man­ tiene una cierta independencia que se manifiesta, por ejemplo, en el hecho de que pagan el precio de la sangre por separado. Sin embargo, la confederación se define como una «comunidad» (ummajbien diferen­ ciada del resto de los grupos que existen en Arabia: esta comunidad acoge y da protección a cualquier persona que a título individual se convierta en musulmán y estipula que concluirá la paz o la guerra con­ juntamente contra todo enemigo exterior. Asimismo, los judíos de Medi­ na contribuyen como el resto de los coaligados en los gastos de guerra, pero manteniendo su propia religión. El papel que este documento asigna a Mahoma es el de una especie de árbitro: a Allah y a Mahoma es a quienes hay que referir las posibles querellas entre los miembros de la comunidad. Finalmente, la «constitución» consagra el carácter inviolable de Medina, declarándola un «lugar sagrado» (haram), que se funda a la sombra de la carismática figura de Mahoma. Con el apoyo de la nueva «confederación», pero con la independen­ cia que los pactos le asignaban a él y a sus seguidores, Mahoma comen­ zó su particular ajuste de cuentas con los mequenses. Grupos de muhsfiiün empezaron a atacar las caravanas de esta ciudad. El botín de estas escaramuzas permitió al Profeta ganar adeptos para nuevas campañas.

De esta forma, en 624, y contando con un número mayor de hombres, entre los que se incluían ya medineses, Mahoma decidió atacar una gran caravana que procedente de Gaza (en Palestina) se dirigía a La Meca. Todos los principales Qurasíes tenían riquezas invertidas en esta cara­ vana. Cuando se supo que Mahoma había salido con intención de atacar­ la, los mequenses enviaron un ejército de apoyo, cuyo objetivo último era acabar de una vez por todas con el molesto profeta y su grupo de seguidores. El encuentro decisivo tuvo lugar en Badr, y los musulmanes dirigidos por Mahoma alcanzaron una victoria total, aunque no pudieron capturar la caravana. El triunfo de Mahoma le permitió afianzar su posición en Medina - frente a-algunos elementos que habían contemplado-een-desconfianza-su irresistible ascensión política. Fue precisamente después de Badr cuando tuvo lugar el primer enfrentamiento con los judíos, de Medina. En» ese momento, Mahoma parece haber incrementado su presión para que éstos se convirtieran al Islam. Su llamamiento, sin embargo, tuvo muy poco eco. Los acontecimientos se precipitaron como consecuencia de un incidente en el curso del cual un judío y un musulmán resultaron muertos. El clan judío de los Banü Qaynuqá’ había sido el principal implicado en el suceso, y Mahoma decidió hacer uso de la fuerza contra ellos. Después de varias escaramuzas, los Banü Qaynuqá' fueron expul­ sados de Medina y sus propiedades confiscadas. La derrota de Badr había sido un serio revés para el prestigio de Qurays. El temor a que se produjeran nuevas emboscadas paralizó el tráfico de caravanas, y ante esta situación los Qurasíes se aprestaron a devolver el golpe recibido. En 625 un considerable ejército mequense se dirigió contra Medina. Después de algunas vacilaciones, Mahoma decidió salir contra los atacantes, y plantear batalla en campo abierto. El lugar elegido fue una colina en las afueras de Medina llamada Uhud. El combate resultó desastroso para los musulmanes. La aparición de una fuerza de caballería mequense al mando de Jálid b. al-WalTd (un jefe militar que en el futuro dará mucho que hablar) puso a las fuerzas de Mahoma en situación casi desesperada: el propio Profeta resultó herido, y los musulmanes sufrieron pérdidas significativas. No obstante, los mequenses no aprovecharon su ventaja y, finalmente, se retiraron sin realizar intento alguno por conquistar la propia Medina. El desastre de Uhud tuvo importantes consecuencias. Mahoma com­ prendió que el poderío mequense era demasiado grande para él y su grupo de seguidores y por ello decidió intentar ganarse a diversos grupos tribales del Hiyáz que hasta entonces habían permanecido neu­ trales. Por otra parte, el desastre agudizó los recelos contra aquéllos que en el interior de Medina no prestaban su apoyo incondicional a la causa de los musulmanes, Las críticas a estos elementos volvieron- a-

centrarse en los judíos: esta vez, fue el grupo de los Banü-1-Nadlr el que, bajo acusación de estar tramando una conspiración contra Mahoma, acabó siendo expulsado de la ciudad. Tras dos años de calma relativa, los mequenses intentaron asestar el golpe final contra Mahoma. En esta ocasión, consiguieron formar un ejército compuesto, según las fuentes, por 10.000 soldados. Con sólo 3.000 hombres, Mahoma se dispuso a defender Medina. Para ello, rodeó la ciudad con un foso, y dispuso que la cosecha se almacenara con vistas a resistir un asedio. Los sitiadores no estaban preparados para tal con­ tingencia, y después de dos semanas de muchos insultos mutuos y pocos combates, abandonaron el sitio. El frustrado asedio de Medina marcó el principio del fin de la supre­ macía mequense. Mahoma comenzó entonces a buscar la alianza de las tribus que ocupaban las rutas que comunicaban con Siria, probablemen­ te con el propósito de tejer una red comercial propia que contribuyera a aislar aún más a La Meca. A su vez, el último grupo judío de conside­ ración que aún quedaba en Medina, los Banü Qurayza', fue exterminado, culminándose así la.eliminación de posibles oponentes en el interior de la ciudad. En al año 628, Mahoma decidió dar un golpe de efecto. Con un gran número de partidarios emprendió una expedición a La Meca que, al contrario de todas las anteriores, fue realizada en son de paz, y con el público propósito de efectuar una peregrinación al santuario de la ciu­ dad. En esta tesitura, los Qurasies se vieron obligados a elegir entre la continuación de una guerra de imprevisible resultado, o la búsqueda de un compromiso. Finalmente prevaleció esta última postura. En el llama­ do pacto de al-Hudaybiyya’ se acordó una tregua de diez años, así como un acuerdo que permitiera a Mahoma realizar su pretendido peregrinaje al año siguiente: los mequenses abandonarían entonces su ciudad du­ rante tres días, con el fin de que los musulmanes pudieran llevar a cabo su objetivo sin ser molestados. El compromiso de al-Hudaybiyyá permitió desarbolar la resistencia mequense. Algunos miembros destacados de la ciudad, como el jefe militar Jálid b. al-Walrd comenzaron a pasarse a las filas musulmanas, mientras que en el seno de los Qurasies cada vez eran más las voces que reclamaban un acuerdo permanente con Mahoma. Después de rea­ lizar en 629 el peregrinaje acordado, Mahoma juzgó llegado el momento definitivo. Partiendo al frente de una expedición que las fuentes calcu­ lan en 10.000 hombres, se presentó ante las puertas de La Meca. Sin apenas resistencia, la ciudad se rindió, y el Profeta hizo su entrada triunfal en ella. La Kacba fue limpiada de todos los ídolos que en ella se guardaban, y sóla quedó la Piedra Negra como objeto de culto. Hubo pocas represalias: fueron sobre todo los poetas que habían osado satiri­

zar en sus versos la figura del Profeta quienes sufrieron las iras del nuevo señor de la ciudad, siendo ejecutados sin contemplaciones. Sin embargo, los Qurasíes fueron perdonados, y a partir de entonces pasa­ rían a convertirse en piezas fundamentales del nuevo orden creado por Mahoma. Los dos últimos años de su vida, Mahoma los dedicó a extender el poder musulmán por toda la Península Arábiga. El primer objetivo fueron los árabes de al-Tá’if que intentaron doblegar el formidable poder ad­ quirido ahora por Mahoma en la región. La derrota de estos árabes en la batalla de Hunayn (630) tuvo consecuencias trascendentales, dado que no sólo consagró el dominio de Mahoma sobre el Hiyáz, sino que además marcó el inicio de una serie de sumisiones por parte de las tribus árabes. El" momento para esta expansión no pudo ser más apropiado: el Imperio Sasánida comenzaba entonces un proceso de franco declive que pronto se manifestó en un debilitamiento de su posición en la península. Ante esta situación, las tribus del interior y del sur de Arabia comenzaron a enviar delegaciones hacia el nuevo poder surgido en el Hiyáz: a cambio de garantías de no agresión y defensa mutua, estas tribus se obligaban a reconocer a Mahoma como Enviado de Alláh y, en algunos casos, a remitir una contribución a Medina en concepto de limosna (sadaqa). Gracias en buena medida, pues, a las armas diplomáticas Mahoma consiguió hacer reconocer su autoridad y la de su Dios en buena parte de Arabia. Toda esta imponente obra la realizó el Profeta desde Medina, ciudad a la que se había retirado después de conquistar La Meca. En el año 632, sintiéndose enfermo, Mahoma manifestó su deseo de acudir a La Meca en peregrinación: fue la llamada «Peregrinación del adiós». En ella, el Profeta se cuidó de dejar bien establecidos cuáles habían de ser los rituales que debían desempeñarse para realizar adecuadamente el hafy, la peregrinación a La Meca que todo musulmán debe efectuar al menos una vez en su vida. De vuelta a Medina, Mahoma cayó gravemente enfermo y murió en junio de 632.

1.7.

Testimonios externos

En las páginas anteriores se ha expuesto la vida de Mahoma según los testimonios de la tradición musulmana. Pocos podrán dudar de que en conjunto resulta ser un relato muy coherente. Sin embargo, es preciso reconocer que lo que antecede es una visión muy simplificada, de la que se han limado los elementos oscuros con el fin de ofrecer una narración que se acopla en sus líneas generales al mensaje que transmite dicha tradición. El problema reside, sin embargo, en que ha sido necesario

pasar por alto gran número de contradicciones cuyo análisis puede producir cierta perplejidad. Un ejemplo muy concreto puede ilustrar esto que decimos: se ha señalado anteriormente que Mahoma fue llamado a Yatrib (Medina) debido al estado de enfrentamiento existente en esa ciudad entre Aws y Jazray, y que su llegada estuvo encaminada a actuar de árbitro en las disputas entre ambos grupos. Sin embargo, las fuentes también señalan que cuando Mahoma llegó a dicha ciudad se encontró con un jefe lla­ mado Ibn Ubayy, a quien sus conciudadanos estaban a punto de coronar como rey. Este Ibn Ubayy pertenecía a la tribu de Jazra^ y había conse­ guido que su autoridad no tuviera oposición alguna. Según dichas fuen­ tes, la llegada de Mahoma cambió este estado de cosas, y las gentes abandonaron a Ibn Ubayy pasando a reconocer al Profeta (P. Crone, 1987, p. 217). Este dato cambia sutil pero significativamente el panorama que se ha descrito. Es evidente que si Aws y Jazra? se habían puesto de acuerdo en nombrar a un rey difícilmente se podrá hablar de un estado de enfrentamiento interno en la ciudad y difícilmente podrá explicarse el por qué Mahoma fue llamado para que actuara de árbitro. La contradic­ ción es evidente y el problema reside en que no es éste el único caso en que es imposible dar una interpretación coherente a los datos de que disponemos. La perplejidad que producen estas contradicciones es resuelta de forma muy distinta por los historiadores actuales. Para algunos autores estas contradicciones no revisten mayor importancia y son fruto del peculiar proceso de transmisión de nuestras fuentes: la interpretación correcta en el caso citado sería que en Yatrib (Medina) existían disputas internas que fueron las que facilitaron que Mahoma implantara su auto­ ridad en dicha ciudad: probablemente existía un grupo que se había puesto de acuerdo para nombrar al tal Ibn Ubayy, mientras que otro grupo no aceptó este acuerdo y buscó un candidato alternativo en la persona de Mahoma. Otros autores, en cambio, son menos optimistas. Ante los puntos oscuros que plantea la tradición musulmana, han decidido recurrir a fuentes de los siglos vil y VIH escritas por cronistas cristianos y judíos, las cuales, en su opinión, están menos «contaminadas» por el proceso de elaboración que sufren las fuentes musulmanas. Lo que estas fuentes nos dicen es que, en efecto, en la primer mitad del siglo vil surgió entre los árabes un profeta llamado Mahoma al que una crónica califica de «mercader». Ahora bien, este Mahoma aparece en estas descripciones fuertemente ligado a los judíos. Dos crónicas del siglo vil señalan que Mahoma había establecido una comunidad que englobaba a Ismaelitas (es decir, los Arabes, descendientes de Ismael,

hijo de Abraham) y a Judíos. Esta alianza se habría puesto en marcha con objeto de conquistar Palestina ya que Mahoma habría proclamado ante los árabes que esta tierra les pertenecía por ser ellos también descen­ dientes de Abraham. Más aún, en estas fuentes los seguidores del Pro­ feta no aparecen designados como «musulmanes», sino como Magaritai o Mahgiaye: estos vocablos parecen ser adaptaciones del árabe muháyirün, al que hemos hecho ya mención para referirnos a los seguidores de Mahoma que le acompañaron en su hiyia o emigración (M. Cook, 1983). Se ha llamado la atención sobre el hecho de que el panorama que describen estos testimonios tal vez pueda armonizarse con algunos datos que proporciona lartradieión musulmana. Asirla estrecha-relación entrQ Mahoma y los judíos tal vez pueda vincularse con la llamada «Constitución de Medina», donde los judíos aparecen, en efecto, inte­ grados en la comunidad establecida en dicho pacto (cfr. supra). En ese caso —y siempre según estas interpretaciones—, los datos que describen la forma en que Mahoma se fue desembarazando sucesivamente de los grupos judíos de Medina, serían meros relatos apócrifos cuyo objetivo habría sido el desvincular al Islam de estos antecedentes. Estas hipótesis deben ser tomadas como sugestivos puntos de parti­ da, más que como hechos claramente probados. Nadie ha explicado hasta el momento por qué los testimonios de autores cristianos y judíos deben ser considerados como más fiables que los musulmanes: en última instancia, también sus autores estaban movidos por intereses tendenciosos, y es muy probable que intentaran catalogar la religión de los árabes recurriendo a etiquetas que ya conocían. Con todo, es difícil negar que la interpretación estrictamente histó­ rica de la figura de Mahoma está llena de puntos oscuros. Diferenciar su carrera política de lo que es estrictamente el programa religioso que enarboló, y que sin duda condicionó a aquélla, es extremadamente com­ plejo. En tanto en cuanto no se conozcan con más precisión las circuns­ tancias que influyeron y modelaron ambas facetas será imposible el conocimiento más aproximado de esta figura clave.

Expansión árabe y conflictos internos

La muerte de Mahoma dejó sin resolver el acuciante problema de su sucesión. Establecer a quién debía corresponder la herencia de su le­ gado religioso y político pasó a convertirse en una cuestión extremada­ mente conflictiva que marcó durante largo tiempo buena parte de las disputas internas entre sus seguidores. Aunque no sin tensiones, duran­ te algo más de veinticinco años pudieron establecerse compromisos que permitieron acceder al poder a los llamados «cuatro Califas Perfec­ tos»: Abü Bakr (632-634), °Umar (634-644), cUtmán (644-656), y °A1I (656-661). En la última parte de este período, sin embargo, las disensio­ nes latentes entre los árabes dieron lugar a una guerra abierta entre los pretendientes a la dignidad de califa -un título cuyo significado se verá más adelante-, lo que condujo a una ruptura total en el seno de la comunidad musulmana. Para explicar estas disensiones es preciso tener en cuenta los con­ flictos de intereses surgidos entre los diversos grupos que se habían aglutinado en torno a Mahoma: muhayiiün, ansár, qurasíes, y las propias tribus árabes que fueron sometiéndose durante este período. La rivali­ dad entre todos estos grupos se vio atizada por la vorágine de unas conquistas excepcionales por su rapidez y extensión. Las nuevas situa­ ciones creadas a raíz de esta expansión no hicieron más que aumentar y profundizar las diferencias en el seno de una comunidad que no volvió a recuperar jamás su antigua unidad.

2.1.

La expansión territorial

Abü Bakr fue proclamado califa inmediatamente después de que se conociera la noticia de la muerte de Mahoma. Fueron los muháyirün quienes más decididamente apostaron por su elección en perjuicio de otros posibles candidatos. De hecho, Abü Bakr podía presentar unas credenciales impecables: había sido uno de los primeros mequenses en seguir la causa de Mahoma, había emprendido con él la Hégira y había gozado de su entera confianza hasta su muerte. Por si todo esto fuera poco, Abü Bakr había emparentado con Mahoma: después de la muerte de Jadtya éste había casado en varias ocasiones, una de ellas con una hija de Abü Bakr llamada °A'isa, quien pasó a ser su esposa favorita. Pese a todas sus virtudes, Abü Bakr no era Mahoma, y esto fue lo que debieron de pensar las tribus árabes que se habían sometido en vida del Profeta. La desaparición de éste fue la señal para que muchas de estas tribus cortaran los vínculos que Mahoma había establecido con ellas tan trabajosamente. La naturaleza de estos vínculos era muy variada: en algunos casos aislados las tribus se habían convertido a la nueva reli­ gión, en otros se había convenido un reconocimiento de la soberanía de Medina acompañado de entrega de tributos, mientras que en los restan­ tes tan sólo se habían establecido acuerdos de alianza. A la muerte de Mahoma cada conjunto tribal también actuó por cuenta propia. Entre los grupos asentados en la parte oriental de la península surgió un profeta llamado Musaylima, que recabó para sí un papel similar al que había ostentado Mahoma en el Htyaz. Poco se sabe de su religión, aunque parece haber mezclado elementos cristianos con prácticas ascéticas. Por su parte, en las zonas centrales de Arabia fue el rechazo a enviar contribuciones a Medina la principal causa de agi­ tación. En cambio, en las regiones meridionales las querellas internas entre caudillos tribales propiciaron la formación de bandos que recha­ zaban la política de alianza con las ciudades del Hiyaz. Así pues, aunque todas estas luchas sean llamada «guerras de apostasía» por la tradición musulmana, lo cierto es que la religión desempeñó aquí un escaso papel ya que, de hecho, el Islam apenas había prendido entre la mayor parte de las tribus árabes. La respuesta de Abü Bakr a estas rebeliones fue contundente. Las tribus del centro y del nordeste de Arabia fueron fácilmente derrotadas por Jalid b. al-Walrd, el antiguo jefe militar de los mequenses que ahora pasó a convertirse en el héroe de los ejércitos musulmanes. Más proble­ mas planteó la eliminación de Musaylima. La batalla de cAqraba’ (630) sólo concluyó con la victoria del mismo general después de una cruenta lucha en la que el propio Musaylima pereció. Finalmente, la situación en

el sur pudo ser restablecida conjugando acciones militares con la di­ plomacia. Pese a estos problemas en el interior de Arabia, Abü Bakr decidió lanzar campañas contra los dominios bizantinos. De creer a la tradición musulmana, el primer califa no estaba inventando nada nuevo. Ya en los tiempos en que Mahoma buscaba el apoyo de las tribus situadas al norte del Hiyáz se habían enviado campañas hacia esas zonas con resultados, sin embargo, bastante decepcionantes. Ahora, Abü Bakr optó por reforzar estos ataques enviando hasta cuatro ejércitos con la misión de reducir a las tribus árabes situadas con las regiones limítrofes con Siria. Por la misma época, Jalid b. al-Walíd, después de derrotar a Musaylima, se encontraba en las zonas fronteri­ zas con.el Imperio Sasánida donde había conseguido un éxito resonante apoderándose de la ciudad de al-Híra. Fue entonces cuando recibió orden del califa de dirigirse a Siria. Su marcha a través del desierto constituyó una hazaña épica, ampliamente exaltada por cronistas posteriores. Una vez en Siria, Jalid unió sus fuerzas con las de los otros ejércitos. El resultado fue una serie de fulgurantes victorias que colapsaron el domi­ nio bizantino en la región: Aynadayn (634), Mary al-Suffár (635) y, sobre todo, Yarmük (636), donde la caballería enviada por el emperador bizan­ tino Heraclio fue completamente derrotada junto con los tradicionales aliados árabes que habían apoyado el Imperio en esta zona. Como con­ secuencia de estas derrotas, los centros urbanos de Siria y Palestina (Damasco, Cesarea, Tripoli, Antioquía, Alepo, y finalmente Jerusalén que se rindió en 638, tras dos años de resistencia) fueron cayendo en manos de los conquistadores. Impotente para contener este avance, Heraclio tuvo que contentarse con retroceder las fronteras bizantinas hasta Anatolia. Para entonces Abü Bakr ya había muerto, y había sido sucedido por cUmar b. al Jattab (634-644), otro qurasi que también se contaba entre los primeros seguidores de Mahoma. Los éxitos en Siria movieron a °Umar a abrir un segundo frente en la zona oriental de Arabia lindante con el Imperio Sasánida. Pese a que allí se habían producido algunas derrotas iniciales, a partir de 635 los éxitos comenzaron a sonreír a las tribus árabes que batallaban en esa región. cUmar decidió entonces capitalizar y extender estas victorias enviando como jefe militar a un qurasi llamado Sacd b. AblWaqqás, que también se había distinguido en los tiempos heroicos. A su mando fueron despachados nuevos contin­ gentes entre los que se incluían buen número de tribus árabes que habían participado en las ya citadas «guerras de apostasia». Los triunfos fueron fulgurantes y la resistencia del debilitado Imperio Sasánida se vino abajo después de la decisiva derrota de Qadisiyya (637). El emperador Yazdgird III huyó después de esta batalla, y los

árabes ocuparon sin apenas resistencia la antigua capital imperial, Ctesifonte. En los años siguientes, los restantes territorios mesopotámicos fueron incorporados a la naciente potencia árabe. El norte de Mesopotamia (lo que los autores árabes llamarán al-Yazira) fue conquistado desde Siria entre 639 y 641. Por la misma época se produjo la ocupación de las tierras del sur (Jüzistán y Ahwáz). Egipto fue la otra región anexionada por los árabes en esta época. También en este caso fue un qurasi, cAmr b. al-cÁs, quien llevó todo el peso de la campaña. Hay noticias de que este personaje había comer­ ciado en dicho país en época preislámica, y ello tal vez explique su interés personal en la expedición. Aunque no de muy buena gana, el califa cUmar acabó aceptando el proyecto enviando refuerzos que se unieron a cAmr. Al frente de esie ejército cAmr consiguió vencer a las fuerzas bizantinas en Heliópolis (640). Poco después, la ciudadela de Babilonia, situada en las inmediaciones de la actual El Cairo, acabó rindiéndose. Los invasores se establecieron en una nueva ciudad en esa misma zona, a la que llamaron Fustát. Mientras, la otra gran ciudad egipcia, Alejandría, resistía frente a los conquistadores ayudada por su carácter costero y por la protección natural que le brindaba el exuberante delta del Nilo. Fue el Patriarca de esta ciudad, Ciro, quien capitaneó esta resistencia, confiando en que el Imperio Bizantino pudiera enviar refuerzos a través del mar. Tal preten­ sión resultó a la larga inútil y la ciudad acabó capitulando en 642. Dueños de Alejandría y del valle del Nilo, los árabes habían pasado a ser los virtuales señores de Egipto.

2.2.

La organización de las conquistas

La rapidez y extensión de las conquistas árabes han producido siem­ pre un bien justificado asombro. No es de extrañar que se hayan aven­ turado hipótesis que intentan explicar el por qué de una expansión tan súbita y triunfal. Se ha especulado con la posibilidad de que la península Arábiga hubiera estado superpoblada en el siglo vil, lo que hubiera favorecido la emigración de las tribus árabes. También se ha pensado que dicho territorio sufrió en esa época un cambio climático, lo que habría hecho avanzar el desierto obligando a muchos grupos a buscar lugares más habitables en las tierras del Creciente Fértil. Finalmente, no faltan quienes achacan las conquistas al ardor religioso de unos beduinos imbuidos de unas fuertes creencias y ansiosos por someter el mundo a los dictados de su dios. Ninguna de estas explicaciones es satisfactoria: las dos primeras porque no se apoyan en ningún dato fiable, y la tercera porque es una

mera, especulación del más puro corte idealista. Es más lógico pensar que la aparición de un fuerte poder político en manos de la aristocracia del Hiyaz sirvió para aglutinar el potencial guerrero de tribus árabes hasta entonces desunidas. Hemos visto anteriormente cómo emergió esta aristocracia y qué circunstancias permitieron su formación. Bajo su dirección, las migraciones en la zona del Creciente Fértil, los ocasiona­ les conflictos con los imperios que dominaban la región o las disputas entre tribus, que habían sido la tónica dominante antes del siglo vil, quedaron relegados a un segundo plano y dieron paso a una expansión en toda la regla. Esta expansión se benefició además de una coyuntura muy favora­ ble: la extrema debilidad de los imperios bizantino y sasánida. Llama la atención el pequeño número de batallas que tuvieron que librar los conquistadores para hacerse con el control de inmensos territorios. El colapso de la administración militar de ambos imperios fue muy rápido y, de hecho, los núcleos de resistencia fueron siempre capitaneados por jefes locales que acabaron siendo abandonados a su propia suerte. El papel rector de la aristocracia qurasí y, en menor medida, de los Ansar, en la primera época de las conquistas es, pues, un dato funda­ mental para entender éstas. Contrariamente a lo que suele suponerse, los ejércitos conquistadores no eran hordas de tribus en movimiento errante: se trataba de contingentes bien organizados, despachados des­ de Medina con objetivos concretos. Estos ejércitos nunca fueron espe­ cialmente numerosos (se calcula que el mayor de todos ellos, el que enfrentó a los bizantinos en Yarmük. no sobrepasaba los 25.000 hom­ bres), y sus componentes se reclutaban aprovechando la rudimentaria administración establecida por Mahoma y sus sucesores para recaudar los impuestos entre las tribus árabes (F. M. Donner, 1981). El mando de los ejércitos era confiado, bien a Qurasíes, o bien a Ansar de los que se tenía constancia de que eran totalmente afectos al poder central. En los casos en que se decidió recurrir a contingentes formados por elementos que habían participado en las «guerras de apostasía» producidas tras la muerte de Mahoma, se puso especial cuidado en evitar que sus jefes tuvieran demasiados hombres a sus órdenes. En cambio, no está del todo claro si estos ejércitos se organi­ zaban de acuerdo con las divisiones tribales o si, por el contrario, las unidades agrupaban a soldados con independencia de su adscripción tribal. Los datos al respecto son muy contradictorios. No obstante, da la impresión de que el afán por evitar una excesiva concentración de poder en manos de la aristocracia tribal impulsó la creación de una jerarquía que en la práctica era controlada por los Qurasíes. A ello contribuyó la institución por el califa cUmar de un «registro» (dlwán) que recogía los nombres de todos aquellos que habían partici­

pado en las conquistas y que tenían derecho a recibir estipendios del naciente estado. No todo el mundo recibía la misma cantidad. En la escala que regulaba la cuantía de estos estipendios se conjugaron dos criterios: por un lado, la mayor o menor antigüedad en la fecha de conversión al Islam, y por el otro la participación más temprana o tardía en las propias conquistas. De esta forma, cobraban más aquéllos que habían participado en las conquistas desde el comienzo, mientras que quienes sólo se habían incorporado tardíamente recibían estipendios considerablemente menores. Evidentemente, esto implicaba que todos aquéllos que habían decidido subirse al carro de los triunfadores cuan­ do éste ya estaba en marcha quedaban en situación poco ventajosa. De nada valía que fueran jefes de su tribu o que tuvieran un importante número de seguidores: lo esencial era que no habían participado en las primeras conquistas, y ello reducía sus derechos en la nueva situación. El asentamiento de estos ejércitos en las zonas conquistadas, así como el de los inmigrantes que pronto llegaron desde la península se resolvió de formas diferentes según las zonas. Aunque los datos pará Siria son muy escasos, parece que en esta región los recién llegados se establecieron en las ciudades y en las zonas rurales aprovechando las tierras abandonadas por la élite bizantina en su retirada. Ello permitió a los jefes militares, en su gran mayoría Qurasies, convertirse en propie­ tarios de tierras. Es posible que las infiltraciones de grupos árabes que habían venido produciéndose con anterioridad a la conquista favorecie­ ran una mejor integración de los conquistadores con la población autóc­ tona. Con el tiempo, el territorio se dividió además en distritos militares (sing. yund) en los que se asentó al ejército, que de esta forma acabó dispersándose por todo el país. En las tierras del antiguo Imperio Sasánida la situación fue muy distinta. En primer lugar, la emigración de grupos árabes a esta zona fue más numerosa: a los Ansar y a las tribus del Htyaz que participaron en las primeras conquistas pronto se les unieron elementos procedentes sobre todo del este y sur de Arabia. Por otra parte, pese a que la fachada del edificio imperial se había desmoronado, la aristocracia y la pobla­ ción indígena se mantuvieron en sus tierras. Las fuentes atribuyen al califa cUmar la decisión de impedir que los conquistadores se mezcla­ ran con esta población. A tal fin se fundaron dos ciudades guarnición: Küfa (cercana a la antigua al-Hlra) y Basra, para que sirvieran como residencia a los ejércitos. En ambas ciudades las tropas fueron asenta­ das de acuerdo con adscripciones tribales. De momento este arreglo funcionó, pero los problemas habrían de comenzar cuando el número de emigrantes llegados a estas ciudades produjera un trastrueque de este orden primitivo y alimentara la formación de bandos enfrentados. El asentamiento de los conquistadores en Egipto fue similar. El ejér­

cito de cAmr b. al-cÁs había estado compuesto por elementos poco signi­ ficados que habían participado en la conquista de Siria, por tribus que ocupaban las zonas desérticas del noroeste de Arabia, así como por yemeníes que no se habían rebelado durante las «guerras de apostasía». Los conquistadores se establecieron en la ciudad guarnición de Fustat, mientras que Alejandría era custodiada por un contingente que era relevado cada seis meses. ¿Cuál fue la suerte de la población indígena en todas estas zonas? Un cronista sirio que escribía a fines de la centuria señalaba que los nuevos señores sólo habían exigido el pago de tributos, pero que por lo demás existía una total tolerancia en materia de religión (S. P. Brock, 1982). En líneas generales, la continuidad con la situación anterior a las conquistas parece haber sido la tónica dominante. No hubo ningún in­ tento de proselitismo religioso, y lo que los juristas posteriores llamarán «gente del Libro» (ahí al-kitab) —esto es, los cristianos, judíos y zoroastras—, pudieron seguir manteniendo sus creencias sin ser molestados. A ello contribuyó decisivamente el entendimiento que alcanzaron los conquistadores con los grupos dominantes indígenas. Esto se ve muy claramente en el caso de los territorios mesopotámicos del antiguo Imperio Sasánida: aquí la aristocracia terrateniente (los llamados dahSqín) continuó al frente de sus posesiones, comprometiéndose a entregar tributos a los recién llegados y ejerciendo una especie de papel intermediario entre los campesinos y los nuevos señores. Algo similar ocurrió en Egipto, donde el poder de la Iglesia copta se mantuvo intacto, y el antiguo sistema de recaudación de impuestos siguió en manos de funcionarios locales que colaboraron con los árabes. A la hora de fijar la modalidad de estos impuestos tampoco hubo grandes innovaciones. Pese a que la tradición musulmana intente hacer­ nos creer que en el trato fiscal de las poblaciones indígenas se aplica­ ron unos principios instaurados por Mahoma, lo cierto es que los con­ quistadores se amoldaron a las circunstancias concretas que encontra­ ron en cada región. En el antiguo Imperio Sasánida existían un impuesto territorial, que grababa las propiedades rurales, y un impuesto de capi­ tación de carácter personal. Pues bien, los conquistadores mantuvieron y adaptaron ambos tipos de tributos. Se ha apuntado la posibilidad de que su cuantía fuera aumentada: incluso, es posible que en las zonas rurales ambos tendieran a confundirse (M. G. Morony, 1984). Sea como sea, lo importante es que continuaron pagándose. En Egipto la situación parece haber sido más compleja debido fun­ damentalmente al complicado sistema tributario vigente en este país. No obstante, en este caso los investigadores cuentan con unas fuentes preciosas que, sin embargo, no han sido suficientemente aprovechadas por los arabistas: los papiros escritos aún en griego que datan de los

años posteriores a la conquista, y que se conservan en número conside­ rable. La situación fiscal que describen estos papiros está dominada por impuestos territoriales, impuestos que graban a los artesanos, y requisi­ ciones (una forma bastante espectacular de exigir tributos), que de un modo u otro ya se habían practicado en época anterior. La única posible innovación es la de una capitación que deben pagar colectivamente los miembros de las aldeas, y en las ciudades los miembros de un mismo barrio: no obstante, cabe pensar que también en este caso los conquis­ tadores se inspiraban en precedentes de época romana. Los autores de textos jurídicos de los siglos IX y x llamaron al impues­ to territorial jaráy, y a la capitación yizyá. Estos eran los tributos que debían pagar las poblaciones indígenas sometidas, que habían-decidido mantener su religión, razón por la cual eran considerados «protegidos» (dimmíes) de la comunidad musulmana. Según estos mismos textos, los musulmanes únicamente estaban obligados a pagar un diezmo (°usr) de sus propiedades. Todos los restantes impuestos eran considerados no canónicos. La práctica, sin embargo, distó mucho de la realidad: en todas las épocas se exigieron tributos de índole muy variada entre las protestas de las clases religiosas que veían en ello una transgresión de los principios fundados por Mahoma. Más aún, a medida que fueron produciéndose conversiones y que los señores árabes acapararon pro­ piedades, las primitivas distinciones tendieron a perder sentido, y el ja ra f acabó cobrándose sobre la tierras independientemente de la con­ fesión que practicara su propietario.

2.3.

Enfrentamiento y división

El califa cUmar murió asesinado a manos de un esclavo en el año 644. Según la tradición musulmana el asesinato respondió a una venganza personal, aunque como de costumbre las fuentes describen las circuns­ tancias concretas del hecho de forma contradictoria. Inmediatamente se reunió un consejo (Süra') compuesto por seis muháfirün, para nombrar un sucesor. La cuestión resultó ser ahora especialmente peliaguda de­ bido a la existencia de dos candidaturas contrapuestas: la de °AlI, el primo de Mahoma que había casado con su hija Fátima, y la de °UtmSn b. Affán, otro qurasí que también había seguido al Profeta desde fecha muy temprana, pero que pertenecía al clan de los Omeyas, una de las ramas qurasíes que más encarnizadamente se había opuesto a Mahoma. La elección era complicada. cAlr tenía su principal apoyo entre los Ansar, y proclamó su deseo de no actuar se^un las líneas de sus ante­ cesores. Este hecho tal vez decidió a los electores a inclinarse finalmen­

te por cUtmán, quien parece haber garantizado una mejor defensa de los intereses de la aristocracia del Hiyáz. Como califa, cUtman pronto se hizo acreedor de acusaciones de nepotismo al encomendar el gobierno de las provincias a miembros de su clan: los gobernadores de Egipto, Küfa y Basra fueron cesados, y en su lugar el califa nombró a hermanastros y primos suyos. En Siria no hizo falta cesar a nadie, pues allí gobernaba desde tiempos atrás un primo del califa, también perteneciente al clan de los Omeyas: Mucawiya b. Abl Sufyan. El padre de este personaje había sido un adversario declarado de Mahoma, y su conversión tan sólo se había producido cuando el Profeta conquistó La Meca. A partir de entonces, él y su familia habían pasado a ser firmes promotores de la expansión árabe en Siria, en donde al parecer tenían intereses comerciales ya desde época preislá­ mica.'’ Abü Sufyan fue el primer gobernador de esta región, y tiempo después de su muerte había sido sucedido por su hijo Muc3wiya, un personaje que dará mucho que hablar. La oposición contra el califa cUtman se fraguó en las ciudades-guarnición de Küfa y Basra. Fue aquí donde la jerarquía «musulmana» instau­ rada tras las conquistas empezó a ser puesta en evidencia por la llegada de nuevos emigrantes procedentes de Arabia, ávidos de participar en los cuantiosos beneficios que producía el sistema de estipendios milita­ res. Entre los recién llegados había jefes tribales cuyo rango y poder era muy superior al que ostentaban muchos de los que se habían «ennoble­ cido» por el simple hecho de haber tomado parte en la conquista del Imperio Sasánida. Estos se habían visto muy favorecidos por el sistema de estipendios instaurado por el califa cUmar y formaban una «vieja guardia» que ahora comenzó a sentirse lesionada en sus derechos: la propia lógica de las relaciones de poder estaba comenzando a alterar el antiguo sistema y cada vez era más patente que el califa favorecía a los jefes tribales de los recién llegados en detrimento de esta «vieja guardia». Al principio se intentó contener el descontento impulsando nuevas conquistas. Desde Basra se hicieron campañas contra los territorios iraníes del antiguo Imperio Sasánida: estas ofensivas conquistaron entre 649 y 654 los principales centros urbanos de las regiones de Fars y Jurasan, y permitieron aliviar algo la presión reinante en dicha ciudad. En cambio, las expediciones mandadas desde Küfa hacía Tabaristan y hacia la zona del mar Caspio entre 649 y 651, aparte de botín y alguna que otra derrota, no arrojaron otros resultados. Los árabes de Küfa tuvieron que contentarse, pues, con los recursos que les proporcionaban las tierras mesopotámicas. Buena parte de es­ tas tierras había quedado en manos de sus antiguos dueños, y los tribu­ tos que rendían se utilizaban para pagar los estipendios, como ya se ha

visto. Otro tipo de tierras eran las que habían pertenecido a los monar cas sasánidas. Lógicamente después de la caída del imperio habían quedado sin dueño y fueron llamadas sawáfr. Los primeros conquistado­ res decidieron no repartirlas y establecieron con ellas una especie de proindiviso cuyas rentas también iban a parar a manos de los gloriosos conquistadores. Con la llegada de nuevos emigrantes, un problema era que ahora eran más a repartir; el otro problema era que a la hora de asignar jerarquías unos insistían en su papel heroico en la conquista, y otros se amparaban en su preeminencia social. El califa se puso decididamente del lado de estos últimos. Para ello recurrió a todos los medios posibles para acabar con la antigua situa­ ción y poder acomodar así a los caudillos de los recién llegados. Con objeto de aumentar los recursos del estado para hacer frente a esta situación, no dudó entonces en reclamar un quinto de las rentas produ­ cidas en Mesopotamia y un quinto de las tierras que habían quedado sin dueño. Estas medidas y otras similares le ganaron la oposición de buena parte de los componentes de la «vieja guardia» (M. Hinds, 1971). El otro foco de descontento fue Egipto, al parecer por motivos idén­ ticos. También aquí hubo intentos de expansión hacia el norte de África aún en manos bizantinas (en 647-648), y hacia Nubia, pero sin que ello resultara en ganancias territoriales. La llegada de nuevas olas de emi­ grantes tuvo asimismo el resultado de reducir la influencia de la élite formada tras las primeras conquistas. Todo esto pronto se tradujo en oposición contra un califa que se esforzaba a través de sus gobernado­ res en incrementar el peso del poder central (M. Hinds, 1972). Era lógico que los agraviados de Küfa y Egipto acabaran poniéndose de acuerdo en contra del califa. A mediados de 656, grupos procedentes de ambas zonas marcharon a Medina para plantear sus demandas ante cUtmán. Los árabes de Egipto fueron los que más apasionadamente defendieron sus peticiones ante el califa, amenazando incluso con de­ ponerle. Aislado, cUtmán negoció con ellos y accedió a satisfacer sus peticiones. Aliviados por el arreglo, estos árabes regresaron a Egipto. Sin embargo, en el camino de vuelta interceptaron a un mensajero que, al parecer, portaba órdenes del califa para su gobernador allí, en las que le instaba a que diera muerte a los principales cabecillas. Sintién­ dose engañados, éstos regresaron a Medina. cUtmán negó entonces que hubiera mandado mensaje alguno. Los rebeldes no le creyeron. Asedia­ ron su casa, forzaron la entrada, y asesinaron al califa cuando éste se encontraba rezando, según el dramático relato transmitido por la tradi­ ción musulmana. El suceso causó una gran conmoción. El antiguo rival de cUtmán en la contienda por el califato, cAlí, se encontraba en ese momento en Medina, y fue inmediatamente proclamado califa. Esta elección dio al

conflicto unas dimensiones aún más profundas. cAlI no había ocultado nunca su preferencia por los Ans-ár, entre los que gozaba de un mayor número de apoyos que entre los-Quraáíes. Era lógico que éstos contem­ plaran ahora su nombramiento con desconfianza. Sin embargo, entre los Quraáíes eran muchos los que también se habían opuesto a la política del asesinado califa por el claro favoritismo que éste había mostrado hacia el clan de los Omeyas. Es significativo que estos elementos deci­ dieran agruparse ahora en torno a la figura de cA’isa, la hija de Abü Bakr que había casado con Mahoma: enemigos encarnizados de cAIr, lo que este grupo pretendía era volver a la situación que había propiciado el acceso al poder de los dos primeros califas. El conflicto era inevitable. El grupo-aglutinado en torno a cA ’isa decidió marchar a Basra con la intención manifiesta de buscar allí apoyos milita­ res con los que deponer al nuevo califa. cAlr no tuvo entonces más remedio que abandonar Medina y dirigirse a Küfa con idéntica inten­ ción. Esta decisión resultó a la larga fatal ya que el nuevo califa sólo pudo agrupar a duras penas al heterogéneo mosaico de intereses que se había formado en esta ciudad. Por otra parte, el papel jugado por los elementos árabes de Küfa en los sucesos que habían llevado al asesina­ to de cUtmán, permitió a los críticos de cAlr hacerle blanco de acusacio­ nes que le implicaban en dicho asesinato. De momento, sin embargo, la principal preocupación de cAlr era la amenaza miltar de los Qurasíes qüe habían marchado a Basra. Contra ellos se dirigió al mando de un importante número de contingentes reclutados en Küfa. En la llamada «batalla del Camello» (656) los Qurásíes fueron completamente derrotados, sus principales jefes muertos, y cÁ’isa fue obligada a buscar un retiro forzoso en La Meca. Parecía, pues, que la autoridad de CA1I era finalmente reconocida. Los gobernadores nombrados por él para Basra y Egipto fueron acepta­ dos, lo que puede verse como una consolidación en su situación. Sin embargo, quedaba Siria. Allí, el gobernador de esta región, el ya citado Mu°awiya b. Abr Sufyán, se había mantenido hasta entonces en un dis­ creto segundo plano. Ahora decidió pasar a la acción exigiendo vengan­ za por el asesinato de su primo, el difunto califa °Utman. Respaldado por el enorme potencial militar que había erigido en su provincia y por la fuerza de su clan, Mucawiya no tenía más remedio que enfrentarse contra cAlí, a sabiendas de que éste, tarde o temprano, intentaría desti­ tuirle de su cargo. Como califa, cAlr parecía haber seguido, en efecto, una política ba­ sada en un igualitarismo que tendía a medir a todos los musulmanes por el mismo rasero. Aunque los datos a este respecto son muy escasos, da la impresión de que aspiraba a establecer una autoridad carismática que tuviera unos sólidos fundamentos religiosos. Es indudable, pues,

que gente como Mucawiya tenía muy poco que hacer bajo un gobierno de este tipo. El problema de cAlI consistió en que para conseguir su objetivo tuvo que pactar con los árabes de Küfa, muchos de los cuales estaban muy poco interesados en que tales medidas pudieran llevarse a la práctica. La pugna desembocó en una lucha armada y los dos bandos se enfrentaron finalmente en la batalla de Siffln (cerca de Raqqa, en el curso alto del Eufrates) en el año 657. Lo que ocurrió entonces dista mucho de estar claro. Según los confusos relatos de la tradición musul­ mana, el combate fue encarnizado y muy igulado. Sin embargo, cuando la victoria parecía decantarse del lado de cAll, las tropas sirias de Muc3wiya enarbolaron. hojas de Corán sobre sus lanzas, dando así a entender que la disputa sólo podría dirimirse recurriendo a un arbitraje inspirado por la divinidad. De creer estos sorprendentes relatos, los partidarios de cAlr habrían aceptado esta propuesta, y habrían presiona­ do a su jefe para que se sometiera al dictamen de un arbitraje. Lo más probable es que el colorista episodio de los combatientes enarbolando hojas del Corán en medio del fragor de la batalla no sea más que un motivo literario extraído de tradiciones épicas orientales (A. Noth, 1973). Por otra parte, si los principales partidarios de cAlI forzaron a su jefe a iniciar negociaciones fue en realidad porque muchos de ellos habían comenzado a dudar de que este califa fuera realmente a salva­ guardar sus intereses. Los caudillos tribales que se habían establecido en Küfa más tardíamente tenían muy poco que ganar con la política de cAlr, y empezaron a ver a Mucawiya como un mejor garante de sus privile­ gios. En esta tesitura, °Alí no tuvo más remedio que ceder a las presiones que se le hacían, y aceptar el arbitraje. El contenido del arbitraje es descrito de forma muy vaga en las fuentes. Debe quedar claro, sin embargo, que lo que se discutía no era el derecho de cAlr al califato, sino su posible implicación en el asesinato de cUtman y la legitimidad o no de las reclamaciones de los Omeyas. Se fijó que dos personas de cada bando examinarían la cuestión y que al término de un año emitirían un veredicto. Después de aceptar las condiciones del arbitraje, °Alí asistió impo­ tente a la desintegración de sus apoyos. Los primeros en abandonarle fueron un grupo de lo que antes se ha definido como la «vieja guardia» que había participado en la primera conquista del Imperio Sasánida. Éstos echaron ahora en cara a cAlí el que hubiera aceptado el arbitraje a cambio de tan pocas contrapartidas; este hecho les demostró de una vez por todas que cAlr no tenía ninguna intención de volver a los buenos y viejos tiempos del califa cUmar, de ahí que decidieran desertar de su bando. cAlr se vio entonces forzado a combatirles, derrotándoles en la batalla de Nahrawan.

Pese a esta derrota, este grupo no desapareció por completo. Pasó a ser conocido con el nombre de járiyíes, palabra que significa literal­ mente «los que han salido». Se ha sugerido que en este momento estos járiyíes representaban una tendencia reaccionaria que buscaba perpe­ tuar un pasado que ya no habría de volver: muchos de ellos eran perso­ najes engrandecidos por la conquista, los cuales se habían visto suplan­ tados por los jefes tribales en los últimos tiempos (M. Hinds, 1971). Con el paso del tiempo, sin embargo, esta actitud política cuajó en un movimiento religioso de carácter radical. Sus principales señas de identidad fueron la idea de que cualquiera podía llegar a ser reconocido como califa, aunque no fuera árabe, y su feroz oposición contra otros grupos musulmanes, a los que no dudaban en calificar como infieles. Aunque siempre fueron un grupo marginal, los járiyíes consiguieron durante los siglos siguientes, éxitos locales en zonas del Golfo Pérsico y del norte de África. La defección de los járiyíes se vio pronto acompañada de otras pérdidas de apoyos con los que contaba cAlr. Muchos jefes tribales comenzaron a no acatar su autoridad, mientras que en Egipto su gober­ nador era desplazado por un viejo conocido, cAmr b. al-cÁs, quien, con el apoyo de Mucáwiya, recuperaba la tierra que él mismo había con­ quistado. No conocemos a ciencia cierta cuál fue el resultado del famoso arbitraje. Los datos de las fuentes son muy confusos a este respecto. Sea como fuere, la posición de CA1I fue debilitándose a ojos vista. Paralela­ mente, Mucáwiya mostraba cada vez más a las claras sus aspiraciones al califato. No hizo falta siquiera llegar a un enfrentamiento armado. En 661, CA1I fue asesinado por un járiyí que buscaba vengar a los suyos derrotados y masacrados en Nahrawán. Sin apenas oposición, Mucáwiya se hizo proclamar entonces califa siendo reconocido en todos los terri­ torios del imperio. Este fue el comienzo del califato omeya. Los únicos partidarios que habían apoyado a cAlr hasta el final habían sido los Ansar y grupos de la famosa «vieja guardia». Fue poco lo que pudieron hacer ahora para que el califato pasara a manos de la familia Omeya. El propio hijo primogénito de cAlr, al-Hasan, reconoció también al nuevo califa. No obstante, los partidarios de cAlr mantuvieron el re­ cuerdo de su figura carismática y lo legaron a sus descendientes: con el paso del tiempo, este recuerdo habría de convertirse en estandarte de nuevas posturas políticas, las cuales, a su vez, habrían de tener una trascendental repercusión en el ámbito religioso.

El califato Omeya

Los Omeyas no gozan de muy buena reputación en la tradición mu­ sulmana. Las fuentes son, por lo general, muy hostiles contra la mayoría de los califas de esta dinastía, cuyos gobiernos suelen describir con caracteres más bien sombríos. Dos son los principales cargos que se les imputan: el haber convertido la dignidad de califa en hereditaria y el haber perseguido y aniquilado a miembros de la familia del profeta Mahoma. Una inclinación excesiva hacia las bailarinas y el vino por parte de algunos de sus miembros añaden unos tonos aún más oscuros de irreligiosidad a la historia de esta familia. La hostilidad de las fuentes se explica por el hecho de que éstas comenzaron a ser redactadas a finales del siglo viii, esto es, después de que los Omeyas hubieran sido depuestos y sustituidos por la familia rival de los cAbbásíes. Como se verá más adelante, este cambio de dinastía se produjo en circunstancias muy dramáticas, las cuales contribuyeron a crear un recuerdo hostil contra los antiguos califas. Tal parcialidad de nuestros datos, muchas veces acompañada de imprecisión, es particularmente lamentable. Todo inclina a pensar que el período omeya (661-750) fue una época muy importante en el desarro­ llo del Islam como religión y en la consolidación del imperio surgido tras las conquistas. La provisionalidad que había rodeado a éstas en un primer momento dejó paso ahora a intentos de organización estable, pero por lo que alcanzamos a ver este proceso estuvo teñido de fuertes contradicciones: por un lado, el fuerte apoyo aristocrático en que se basaba el poder de los Omeyas resultó ser un campo abonado para la creación de facciones rivales; por el otro,.a lo largo de este período

comenzaron a manifestarse tensiones originadas por el contacto con las poblaciones indígenas de los territorios conquistados: a partir de ahora, comenzará a plantearse cada vez con mayor crudeza la cuestión de hasta qué punto el nuevo imperio iba a ser patrimonio exclusivo de los árabes, o bien si los pueblos sometidos iban a tener alguna participación en él. La época de la dinastía omeya suele dividirse en dos partes: el período Sufyání (661-684), que comprende el califato de Mucawiya b. Abr Sufyan y de su hijo Yazld, y el período marwání (684-750), durante el cual la dignidad de califa pasó a una rama distinta dentro de la propia familia omeya (véase fig. 3.2.). A caballo de ambos períodos hubo una etapa de agudas luchas internas que configuran lo que se ha dado en. llamar «segunda guerra civil».

3.1.

La época sufyání

• Los vínculos personales Mucáwiya (661-680) había llegado al poder con el apoyo de la aristo­ cracia tribal. A medida que pasaba el tiempo, era cada vez más evidente que ésta había sido la principal beneficiada de las conquistas. Existen relatos que nos hablan de la opulencia y el boato con que se revestían estos personajes, imitando en ello a los miembros de las clases dirigen­ tes de los territorios conquistados (F. Morony, 1984, 255-264). La diferenciación social entre los árabes se vio incrementada, ade­ más, por la generalización de formas de dependencia personal que permitieron a los miembros de esta aristocracia rodearse de clientelas propias. En este proceso jugaron un papel fundamental los llamados vínculos de walá’ o clientela. Estos vínculos tienen una enorme impor­ tancia para comprender la organización de la nueva sociedad; no obs­ tante, su interpretación ha dado lugar a buen número de confusiones que todavía están lejos de haber sido satisfactoriamente resueltas. Básicamente, la walá' era una relación que unía a un señor con un individuo, el cual quedaba en situación de dependencia con respecto a aquél y era llamado mawlá (plural, mawálT), término que generalmente se traduce por «cliente». Esta dependencia se justificaba por la protec­ ción que brindaba el señor a su mawlá. A cambio, el mawlá debía prestar en determinados casos diversos servicios a su señor: pago regular de ciertas sumas de dinero, entrega de regalos, prestaciones de trabajo, e incluso cesión de derechos sucesorios (P. Crone, E. I.2a, s. v. mawlá). Estas condiciones se cumplían especialmente en aquellos casos en que el mawlá era un antiguo esclavo. En tales circunstancias el señor

manumitía al esclavo otorgándole la libertad, pero ligándole estrecha­ mente a su persona mediante estos vínculos. Estos casos debieron de ser muy numerosos en la época posterior a las conquistas, ya que nos consta que en el curso de las campañas militares los árabes hicieron buen número de prisioneros de guerra que acabaron siendo convertidos en mawálL Ahora bien, se sabe que la walá’ no sólo se utilizaba para manumitir a esclavos. Los árabes también establecieron este tipo de vínculos con personas libres de las poblaciones conquistadas. Hay que tener en cuenta que en esta primera época los árabes habían pasado a convertir­ se en los dueños absolutos de su imperio, y que justificaban su preemi­ nencia por ser los recipiendarios de una religión que les diferenciaba del resto de la humanidad. ¿Qué ocurría entonces cuando un no-árabe deseaba convertirse a la nueva religión? La propia lógica de una socie­ dad organizada en términos de sumisión/protección acabó imponiéndo­ se: el converso pasaba a ser «adoptado» por un árabe, recibía la nisba de su tribu (sobre el significado de nisba , cfr. supra Introducción) y pasaba a ser su mawlá o cliente. De esta forma, el converso podía inte­ grarse en la sociedad de los conquistadores, aunque quedaba en una situación algo inferior. Como es lógico, en estos casos las condiciones en que se fijaba el vínculo de walá’ diferían mucho de las que se esta­ blecían cuando el mawlá era un antiguo esclavo (P. Crone, 1989). De hecho, era frecuente que miembros de las clases dirigentes indígenas pasaran a ser mawálT de un determinado personaje que «patrocinaba» su conversión al Islam. Así pues, en todos estos casos funcionaba una idea de dependencia aparentemente similar: cuando se trataba de un esclavo manumitido, el objetivo era ligarle a su antiguo amo; cuando se trataba de un libre perteneciente a una población que había quedado sometida por la fuer­ za de las armas, el objetivo era integrarle en la sociedad de los conquis­ tadores, pero con un status en cierta forma subsidiario. Ahora bien, la posición social de un esclavo manumitido y de un converso pertenecien­ te a la aristocracia indígena no podía ser nunca la misma, por mucho que ambos fueran llamados mawálL El primero quedaba en una situación de dependencia hereditaria, mientras que el segundo accedía a la élite de los conquistadores en la cual pronto se integraba, de tal forma que las antiguas diferencias tendían a desaparecer. Lo que no sabemos a cien­ cia cierta es lo que ocurría con los libres que, sin gozar de una alta posición social, contraían también vínculos de walá’. Lo más probable es que en tales casos las relaciones de dependencia se acentuaran relegando al mawlá a una situación cada vez más degradada.

Mucáwiya no pretendió nunca atacar los privilegios de la aristocracia que tanto le había ayudado en su ascensión al poder. Las crónicas le describen como una especie de primus ínter pares que gobernaba con tacto y diplomacia inauditos sobre una aristocracia que le estaba espe­ cialmente agradecida. Algunos de los miembros de ésta, —los llamados asráf- recibieron incluso el reconocimiento del gobierno central, el cual les confió oficialmente la autoridad política sobre los miembros de sus tribus. En su calidad de intermediarios entre el califa y sus súbditos, estos asráf pudieron acentuar su dominio social. Establecido en Siria, -la nueva sede del califato- Mucawiya se limi­ taba a nombrar gobernadores (sing. amlr = emir) para las tres grandes provincias en que se dividía el territorio: Egipto, Küfa y Ba?ra (Siria y el norte de Mesopotamia eran gobernadas directamente por el califa). Estos gobernadores eran quienes nombraban a los representantes para los distritos menores. Sus principales misiones eran la percepción de tributos, el reparto de los estipendios, el mantenimiento del orden y la dirección de las campañas militares (G. R. Hawting, 1986). Esta organización administrativa era muy laxa, y para su buen funcio­ namiento dependía del apoyo que prestaran los asráf. A lo largo del califato de Mucáwiya este apoyo fue mayoritario. Los problemas comen­ zaron cuando en sus últimos años Mucáwiya planteó una innovación sin precedentes. Hasta entonces, el califa había sido elegido por un consejo (sürá) compuesto por miembros relevantes de la comunidad musulmana que decidían a quién debía de corresponder el cargo. Ahora, el anciano califa decidió trastocar este sistema y planteó abiertamente la posibili­ dad de que le sucediera su hijo Yazrd. Consciente del rechazo que esta medida podía encontrar en amplios sectores, Mucáwiya recurrió a todos los medios para ganarse apoyos. Las fuentes describen maliciosamente cómo intentó refrenar las inclina­ ciones del presunto heredero hacia el vino y las cantoras, y cómo distri­ buyó amplias sumas de dinero entre los miembros más destacados de la aristocracia para conseguir su aquiescencia cuando llegara el mo­ mento de la sucesión. Más aún, Mucáwiya dejó bien claro que el viejo orden se mantendría y que una vez proclamado califa Yazrd gobernaría sólo nominalmente, quedando el poder efectivo en manos de la aristo­ cracia (]. Wellhausen, 1927, 143). Mucáwiya no obtuvo, sin embargo, un respaldo unánime a su medida. A su muerte, Yazrd (680-683) fue proclamado callifa, pero las rebeliones no tardaron en estallar. Especialmente importante por su repercusión futura fue la protagonizada por un hijo del califa cAlr, llamado al-Husayn. Anteriormente, se ha mencionado que el hermano mayor de éste había

hecho dejación de sus posibles derechos en favor de los Omeyas. Pues bien, ahora al-Husayn fue convencido por algunos de los antiguos parti­ darios de su padre para que marchara a Küfa, donde podría encontrar apoyos militares para reclamar el califato. La intentona resultó ser una aventura temeraria. El gobernador omeya de Küfa pronto se enteró de los planes del rebelde y mandó un destacamento que rodeó al grupo de sediciosos, derrotándoles fácilmente. Al-Husayn y buen parte de sus seguidores resultaron muertos en un lugar del actual Iraq llamado Karbalá’ el 10 de Muharram del año 61 H./10 de octubre del 680. El suceso causó una honda impresión: un descendiente directo de Mahoma prácticamente indefenso había resultado muerto por fuerzas omeyas (S. M. Jafri, 1979). Para quienes todavía simpatizaban con la figurá de cAlr, la jornada de Karbalá' pasó a convertirse en un símbolo de la frustración producida por la orientación que había tomado el imperio árabe. Estos grupos fueron los predecesores de lo que más adelante será conocido como la S fa (literalmente «partido»), una de las tendencias religiosas más importantes del Islam. En esta época, sin embargo, todavía no se puede hablar propiamente de la existencia de esta secta, ya que los principales rasgos que la configuran todavía no estaban del todo formados. No obstante, el recuerdo de Karbalá’ se mantuvo intacto entre estos grupos. Todavía en nuestros días, el 10 de Muharram de cada año es celebrado por los sfíes de todo el mundo con patéticas conmemoraciones que rememoran los sufrimientos de al-Hu­ sayn en Karbalá' mediante procesiones de flagelantes y representacio­ nes dramáticas que recrean su muerte. El otro foco de rebelión contra el acceso de YazTd al califato fue protagonizado en La Meca por un individuo conocido como Ibn al-Zubayr. Si se tiene en cuenta que éste era hijo de uno de los jefes que más activamente habían apoyado a cÁ ’isa en tiempos de la primera guerra civil (cfr. supra cap. 2), podrán entenderse sus motivos para la rebelión: su idea era que el califato no era patrimonio exclusivo de los Omeyas, ya que cualquier Qurasi estaba capacitado para ejercerlo. Con este mensaje Ibn al-Zubayr consiguió amplios apoyos en La Meca y Medina. Cuando YazTd envió contra esta última ciudad un ejército para reducir al rebelde se produjo un saqueo de la ciudad del Profeta, lo que contri­ buyó a añadir aún más oprobio a la figura de este calilfa. La inesperada muerte de Yazrd (683) se produjo cuando todavía Ibn al-Zubayr no había sido reducido. A partir de este momento su rebelión cobró nuevos bríos debido a la crisis dinástica en el seno de la familia omeya que se produjo a continuación. Yazrd fue sucedido por su hijo, pero éste apenas le sobrevivió unos pocos meses. Este hecho fue la señal para que se iniciara un violento período de luchas internas.

3.2.

La segunda guerra civil

La crisis dinástica supuso el colapso de la autoridad omeya. El siste­ ma implantado por Mucawiya se vino abajo como un castillo de naipes ante la falta de un candidato aceptable por todos, que pudiera recoger la herencia del imperio. Ibn al-Zubayr aprovechó de inmediato la oca­ sión: se autoproclamó califa y se apresuró a enviar gobernadores a Küfa, Basra y Egipto para que representaran allí su autoridad. Para quienes apostaban por mantener el califato en el seno de la familia omeya, el problema resultó ser la aparición de facciones rivales en Siria, la provincia que tradicionalmente había sido la base del poder de esta familia. Las fuentes nos presentan este faccionaiismo como el resultado de la antigua rivalidad entre tribus árabes del norte (Qaysíes), y tribus árabes del sur (Kalbíes): una rivalidad que se remontaba a época preislámica, cuando ya el odio entre estos dos grupos habría motivado innumerables guerras. i Pese a que esta interpretación ha sido aceptada por muchos invesfigadores modernos, lo cierto es que tiene muy pocos visos de verosimi­ litud. Hay suficiente número de datos como para asegurar que las dispu­ tas entre Qaysíes y Kalbíes fueron el resultado de las situaciones produ­ cidas después de las conquistas, y no el producto de antiguas querellas tribales cuyo origen se perdía en el noche de los tiempos. Los grandes grupos tribales jugaron aquí el papel de alianzas políticas que se sella­ ban estableciéndose genealogías comunes: durante estos turbulentos años no fueron raros los casos en que un determinado grupo cambió de bando, e inmediatamente modificó su genealogía para así aparecer emparentado con las tribus con las que había establecido alianzas (P. Crone, 1980). ¿Qué significaba entonces ser un Qaysí o un Kalbí en la siria del año 684? Los Kalbíes estaban mayoritariamente asentados en los territo­ rios meridionales de esta provincia. Hay razones para pensar que mu­ chos de los grupos que componían esta facción vivían ya en esas zonas con anterioridad a la propia conquista musulmana. Favorecidos amplia­ mente por los Omeyas, este grupo se inclinó ahora a buscar un candida­ to perteneciente a esta familia. Su elección recayó sobre un anciano miembro de la familia omeya llamado Marwán, quien pertenecía a una rama paralela a la que hasta entonces había venido gobernando. Los Qaysíes ocupaban las zonas septentrionales de Siria, así como el norte de Mesopotamia, en las cuales se habían asentado después de la conquista. Es más que probable que en los años precedentes a la crisis dinástica se hubieran visto progresivamente desplazados por sus rivales en los puestos de poder (A. A. Dixon, 1971). Esto motivó que al producirse la crisis dinástica decidieran que había llegado el momento

para cambiar el panorama! de forma más o menos manifiesta, este grupo se decantó por Ibn al-Zubayr. El enfrentamiento entre estos dos bandos culminó en la batalla de Mary Rahit (cerca de Damasco), en la que los Kalbíes consiguieron una aplastante victoria. Gracias a este triunfo, MarwSn pudo consolidar un poder que hasta entonces sólo había sido muy tambaleante: al poco tiempo, Egipto volvió a manos de los Omeyas. Poco después, Marwan moría (685) dejando a su hijo cAbd al-Malik como califa, pero con un imperio todavía dividido y desgarrado por luchas internas. Por suerte para cAbd al-Malik, su rival, Ibn al-Zubayr, comenzaba a tener también serios problemas en los territorios que le reconocían como califa. De nuevo fue Küfa la ciudad en la que prendió ia leoelioii. Pese a que ésta no llegó a tener una larga duración (685-687), su interés reside en que se trató de una revuelta social en toda la regla que puso en cuestión las propias bases en las que se fundamentaba la sociedad originada después de las conquistas. El cabecilla de la revuelta fue un árabe llamado Mujtar, cuya familia había participado activamente en la conquista de Mesopotamia. Descri­ to en las fuentes como un aventurero sin escrúpulos, este Mujtar se aprovechó de los descontentos sociales que existían en Küfa con el fin de apoderarse de esta ciudad. Mujtar proclamó que actuaba en nombre de un hijo del califa cAlr, llamado Muhammad b. al-Hanafiyya: este Muhammad era hermanastro del mártir de Karbalá', Husayn, ya que había sido engendrado por °All en un matrimonio posterior al que le había unido con Fátima, la cele­ bérrima hija de Mahoma. Las fuentes se muestran muy escépticas sobre la posibilidad de que este Muhammad b. al-Hanafiyya, que vivía retirado en el Hiyaz, hubiera dado realmente su respaldo al rebelde. Sea como fuere, lo cierto es que Mujtar no sólo utilizó su nombre para presentarse a sí mismo como campeón y vengador de la familia de cAlr, sino que además se atrevió a ir más lejos, anunciando que el citado Muhammad b. al-Hanafiyya era el mahdl: es éste el primer caso en que tenemos constancia de la utilización de este concepto, que habrá de tener una considerable importancia en la tradición apocalíptica musulmana. Lite­ ralmente, mahdl significa «bien guiado», y designa a un enviado divino que poco antes del fin de los tiempos vendrá al mundo con el fin de restaurar la antigua pureza de la religión musulmana, inaugurando así una especie de Edad de Oro precursora del fin (J. O. Blichfeldt, 1985). Amparado en estos principios mesiánicos Mujtar inició en Küfa una revuelta en la que él mismo se presentaba como «vengador de la familia de cAlr y defensor de los débiles», La primera parte de este mensaje le granjeó el apoyo de miembros de la aristocracia tribal que habían visto con simpatía la causa de cAlr, y que ahora so reprochaban el no haber

ABO L-CÁS

HARB

Al-HAKAM

ABO SUFYAN

MARWAN 1(684-685)

MUCAWIYA (661-680)

YAZlD I (680-683)

MUHAMMAD

CABD AL-MALIK (685-705)

CABD AL-cAZlZ

MARWÁNIIAL-WALlD I SULAYMAN YAZlDII HISAM (744-750) (705-715) (715-717)(720-724)(724-743) CUMARII (717-720) YAZlD III

IBRAHlM

AL-WALlD II MU°ÁWIYA

°ABD AL-RAHMANI

OMEYAS DE AL-ANDALUS Fig- 3.1. La dinastía de los Omeyas.

defendido con mayor ahínco a su hijo al-Husayn. Sin embargo, «la defen­ sa de los débiles» propugnada por Mujtár halló también un extraordina­ rio eco entre los sectores sociales más'désfavorecidos y muy especial­ mente entre los mawálique se encontraban en las situaciones de depen­ dencia más duras. A medida que pasó el tiempo, la revuelta de Mujtár fue adquiriendo tintes más radicales. A los mawálT les fue reconocido el derecho a recibir estipendios y montar a caballo, privilegios que hasta entonces se les habían negado. Asimismo, Mujtár proclamó que todo esclavo que se acercara a él sería libre. Medidas como éstas acabaron enfrentando a Mujtár con los miembros de la aristocracia que inicialmente le habían apoyado. Paulatinamente, éstos desertaron de'sn lado y terminaron favo­ reciendo los intentos de Ibn al-Zubayr para reconquistar la ciudad. La suma de ambos esfuerzos resultó efectiva, y finalmente Mujtár y sus partidarios fueron aplastados en el año 687 poniéndose así fin a la re­ vuelta (A. A. Dixon, 1971). No obstante, el movimiento de Mujtár todavía dará que hablar en el futuro, y aun habremos de volver a él más adelante. Ibn al-Zubayr no tuvo demasiado tiempo para saborear su victoria. Grupos de járiyíes comenzaron rebeliones en el sur de Mesopotamia y -el este de Arabia, distrayendo así la mayor parte de sus esfuerzos militares. Paralelamente, el califa cAbd al-Malik iba afianzando cada vez más su posición en Siria. Gracias a esto, en el año 691 un ejército omeya pudo por fin ocupar Mesopotamia. Al año siguiente, La Meca, el último reducto en manos de Ibn al-Zubayr, fue asediada y sometida al bombar­ deo de catapultas, un nuevo baldón en el conjunto de iniquidades come­ tidas por los Omeyas. Poco después la ciudad era tomada al asalto, e Ibn al-Zubayr caía muerto. La «segunda guerra civil» había llegado a su fin.

3.3.

Los intentos de centralización del imperio

cAbd al-Malik (685-705) había salido victorioso del largo período de guerras que marcaron el comienzo de su gobierno. Su triunfo supuso la reinstauración del poder omeya sobre todas las provincias que forma­ ban el imperio árabe. Ahora bien, al contrario de lo que había ocurrido con su antecesor y fundador de la dinastía, Mucáwiya, esta victoria no se había fraguado con el apoyo de la aristocracia, sino más bien a pesar de esta aristocracia que había tenido que ser combatida y finalmente do­ blegada. El triunfante califa intentó, por consiguiente, imponer un mayor gra­ do de centralización en su imperio. Esto se puso de manifiesto en las mayores cotas de poder asignadas a los gobernadores de provincias. Su autoridad dejó de depender de la aquiesciencia de los asráf, y pasó a

estar basada en la capacidad coercitiva de los ejércitos que mandaban. Amparados en el apoyo de estas tropas para mantener el orden en sus provincias, el principal cometido de estos gobernadores pasó a ser el envío de las contribuciones de sus respectivas provincias a las arcas del tesoro central. Las tropas sirias (el llamado yund, cfr. supra cap. 2) se convirtieron en un ejército permanente, encargado de mantener el orden en las provincias del imperio por muy alejadas que éstas estuvieran. Como ejército permanente, estas tropas estaban formadas por soldados que se alistaban voluntariamente a cambio de recibir estipendios. La propia evolución de la sociedad surgida después de las conquistas permitió con el tiem po que esto abriera el paso para el reclutamiento de elemen­ tos no-árabes en este ejército. Obviamente, esta circunstancia favoreció que los restos del pasado tribal que todavía perduraban entre los árabes fueran desapareciendo paulatinamente. Sin embargo, y por muy paradó­ jico que pueda parecer, las «etiquetas» tribales perduraron y la nomen­ clatura de las tribus árabes sirvió para designar a las facciones y bañeros que acabaron formándose en el seno de dicho ejército (P. Crone, 1980). Es muy significativo que una de las figuras más representativas de este período sea precisamente un gobernador llamado al-Hayyáy b. Yüsuf, a quien el califa cAbd al-Malik encomendó en el año 691 el difícil cargo de gobernador en Küfa y Basra, puesto en el que sobrevivió al califa manteniéndolo hasta su propia muerte en el 714. En el desempeño de su cargo, al-Hayyáy se ganó una bien merecida fama de implacable represor de disturbios. Uno de sus primeros éxitos fue la supresión de los focos de oposición járiyi que tantos quebraderos de cabeza habían dado a Ibn al-Zubayr. De la misma forma, los intentos de parte de los asráf de oponerse al nuevo estado de cosas fueron eliminados en 701, aunque no sin considerables esfuerzos. A renglón seguido, unidades del ejército sirio fueron establecidas en la ciudad de Wásit (sobre el Tigris, casi equidistante de Küfa y Basra). Como servidor incondicional de los Omeyas, al-Hayyáy parece haber tenido como prir^cipal objetivo debilitar el poder de la aristocracia. Esto se puso de manifiesto en las medidas que tomó para evitar la afluencia de campesinos a las ciudades de Mesopotamia. Huyendo del pago de tributos, estos campesinos llegaban a Küfa y Basra pasando pronto a convertirse en mawálTqu.e engrosaban las clientelas de la aristocracia árabe. El feroz gobernador tomó drásticas medidas para evitar este éxodo de las zonas rurales que provocaba una caída en los ingresos fiscales de su provincia: sin demasiadas contemplaciones decretó que estos campesinos fueran devueltos a sus zonas de origen. Los datos que tenemos sobre medidas similares tomadas en Egipto, hacen pensar que el problema fue endémico en esta época.

La centralización administrativa del califa cAbd al-Malik tuvo su plasmación en una reforma monetaria. Hasta entonces los conquistadores árabes habían utilizado las antiguas cecas imperiales bizantinas y sasánidas que ya funciona-ban en los territorios conquistados. En el antiguo Imperio Sasánida las acuñaciones habían sido de plata, mientras que en los territorios del Imperio Bizantino lo habían sido en oro y cobre. Ahora, cAbd al-Malik instauró un sistema «bimetalista», basado en una moneda de oro (el diñar, heredero directo de la antigua moneda bizantina) y en una moneda de plata (el dirham, basado en modelos sasánidas). En ambos casos, el peso de las monedas se redujo sustancialmente con respecto al de sus modelos. Por otra parte, y después de ciertas vacila­ ciones, acabó consagrándose un tipo de moneda exenta de representa­ ciones humanas:, las efigies de los gobernantes desaparecieron por completo, y tan sólo una decoración epigráfica (generalmente con fra­ ses piadosas) fue estampada en las monedas musulmanas. Finalmente, el califato de cAbd al-Malik es.también asociado con otra trascendental medida de centralización: la obligatoriedad del uso de la lengua árabe en la administración del imperio. Pese a que nos consta que esta medida no fue llevada a efecto del día a la noche, lo que sí parece claro es que durante esta época la lengua de los conquistadores comenzó a ser cada vez más utilizada en los documentos oficiales. Probablemente ello esté en relación con una progresiva arabización lingüística de las clases burocráticas indígenas que sobrellevaban el peso de la administración provincial.

3.4. La segunda oleada de conquistas En tiempos de al-WalTdl (705-715), hijo y sucesor del califa cAbd al-Malik, la dinastía de los Omeyas alcanzó su máxima expansión terri­ torial. Ya en tiempos del fundador de la dinastía, Mucáwiya, se había llevado a efecto la ocupación total de las ricas tierras de Jurásán (al este del actual Irán), anteriormente incluidas en el Imperio Sasánida, y en las que ahora se establecieron contingentes árabes procedentes de Küfa y Basra. Por su parte, las tropas asentadas en Egipto continuaron la ten­ dencia de expansión hacia el resto del norte de África. Las antiguas posesiones bizantinas en las regiones costeras de esta zona fueron cayendo una tras otra en manos de los ejércitos árabes. La fundación de Qayrawán (en el interior del actual Túnez) en el año 670 marca uno de los principales hitos de la expansión árabe en esta región. No obstante, estas conquistas se vieron amenazadas por una serie de revueltas de las tribus bereberes indígenas que a punto estuvieron de poner fin al domi­ nio árabe. Asimismo, en las tierras froníenzas cun üi imperio DÍzantino

tanto Mucáwiya como su sucesor llevaron a cabo diversas campañas que en ocasiones culminaron en asedios infructuosos de la capital, Constantinopla. Una vez concluido el período de guerras civiles, la expansión cobró nuevos bríos. En el norte de África la ocupación de Tánger en los primeros años del siglo viii llevó a los árabes a los aledaños de la Península Ibérica. En el año 711, y bajo la dirección del gobernador de la zona, Müsá b. Nusayr, el reino visigodo de Toledo fue conquistado con una facilidad pasmosa. En la conquista tomaron parte elementos árabes junto a un buen número de contingentes bereberes que pasaron a establecerse en la península. Dueños de todo este territorio, los conquistadores lanzaron expediciones hacia -zonas -más-allá de los Pirineos, en los dominios del reino franco. Estas expediciones habrían de continuar hasta que en el año 732, Carlos Martel consiguiera detener la expansión árabe en la celebérrima batalla de Poitiers. En los confines orientales, las campañas militares llevaron a los ejércitos árabes hasta más allá del río Oxus (Transoxiana). En este casa las conquistas resultaron en el establecimiento de pactos con las clases gobernantes indígenas. Es ahora cuando centros urbanos de la impor­ tancia de Bujará (tomada en 706), o Samarqanda (711) pasaron a ser definitivamente incorporadas a los territorios del Islam.

3.5

El fracaso de la centralización: la aparición del faccionalismo

Si el sueño de cAbd al-Malik había sido la consecución de un imperio centralizado y unido que aceptara la autoridad de su familia, los aconte­ cimientos posteriores a su muerte parecen a primera vista haber colma­ do todas sus expectativas. Nada menos que cuatro de sus hijos le suce­ dieron en la dignidad de califa: el ya citado al-WalTdl, su hermano Sulaymán (715-717), Yazrd II (720-724) y finalmente Hisám (724-743). Tan sólo entre los años 717 y 720 esta espectacular línea sucesoria se vio interrumpida por el aceso al califato del singular cUmar II, primo de todos los anteriores, y cuyo breve gobierno marca un paréntesis en la evolución de los acontecimientos políticos. Tras esta fachada, sin embargo, existían poderosas fuerzas de desin­ tegración interna. Se ha visto anteriormente cómo en tiempos de la «segunda guerra civil» se habían formado en Siria dos grupos rivales, los Qaysíes y los Kalbíes (árabes del norte y del sur, respectivamente), enfrentados políticamente a la hora de apoyar a un candidato para el puesto de califa. Marwán I, como también se ha visto, consiguió asegurar su poder con el apoyo de los Kalbíes después-de derrotar estrepitosa-

mente a los Qaysíes. Éstos, sin embargo, no desaparecieron: aunque humillados por la derrota, conservaron intacto su poder en las regiones del norte de Siria y en las ricas tierras del norte .de,.Mesopotamia. El propio califa cAbd al-Malik se vio forzado a pactar con ellos para asegu­ rar su autoridad a cambio de concederles privilegios en su corte. Durante los últimos años del siglo vil y la primera mitad del siglo viii la rivalidad entre ambos grupos lejos de desaparecer, aumentó de forma incontrolada. Los propios miembros de la dinastía omeya no pudieron escapar a esta oposición: dependiendo de las relaciones familiares o políticas de cada califa, sus apoyos provenían de uno u otro campo. Así, el califa al-Walíd, cuya madre era una qaysí, parece haber favorecido a este..grupor en cambio,..sulieimano SulaymSn estableció fuertes vínculos con lps Kalbíes durante los años en que ejerció como gobernador de Palestina, lo que luego dio lugar a una política en favor de este grupo cuando accedió al califato. Uno de los principales contenciosos que se decidían en esta pugna era el nombramiento de gobernadores de pro­ vincias: dependiendo de la fracción que hubiera apoyado al califa, éste elegía a los candidatos para los puestos vacantes. Tal política tuvo como consecuencia extender el ámbito de las luchas faccionalistas a todo el imperio. Pese a que las fuentes intenten hacernos ver tales luchas en térmi­ nos de rivalidad tribal, es preciso volver a insistir en el hecho de que estos grupos representaban facciones políticas, cuyas denominaciones se establecían recurriendo al elenco de nombres tribales tan recorda­ dos por los árabes. M. A. Shaban ha tratado de caracterizar a estos bandos, intentando demostrar que cada uno de ellos encarnaba dos «programas» distintos de actuación en el gobierno del imperio. Según este autor, los árabes del sur habrían sido partidarios de una política que pusiera fin a las aventuras militares y que, en cambio, intentara integrar verdadera­ mente a los elementos no árabes del imperio. Por el contrario, los Qay­ síes habrían propugnado una política de conquistas agresiva, así como una total exclusión de los no árabes en el disfrute de los privilegios y beneficios que estas conquistas reportaban (M. A. Shaban, 1976). La hipótesis de que Qaysíes y Kalbíes representaran, por así decirlo, «idearios políticos» distintos no parece, sin embargo, que sea del todo válido. Por un lado, conspicuos representantes de la fracción de los Kal­ bíes protagonizaron campañas militares de conquista, lo que en buena medida desvirtúa las tesis de Shaban. Por el otro, es difícil creer que este grupo represente una actitud igualitaria frente a los no árabes por el simple hecho de que las fuentes citen a algunos mawSlTen sus filas. Es más correcto considerar a Qaysíes y Kalbíes como grupos aristo­ cráticos que competían por parcelas de poder en el sistema centraliza­ do que se.habia.ido configurando. Estos dos. bandos cohesionaban a una_

aristocracia ávida por alcanzar el poder provincial y por apropiarse de sus recursos fiscales. Si el califa nombraba como gobernador a un miem­ bro de una de las facciones, esta elección implicaba considerables beneficios para todos aquellos que estuvieran adscritos a ella, mientras que, a la inversa, dejaba en situación muy precaria a los miembros de la facción contraria (P. Crone, 1980, 44). Los sucesos más capacitados de cAbd al-Malik intentaron mantener un inestable equilibrio a la hora de favorecer a una facción u otra. Sin embargo, el enconamiento de la rivalidad entre ambos grupos frustó a la larga el intento: la autoridad califal dependía cada vez más del apoyo de las facciones en disputa, creándose así un círculo vicioso de rebelio­ nes y enfrentamientos que condujeron a la desintegración del califato. Tan sólo el corto califato de cUmar II (717-720) parece haber marca­ do un tímido intento por salir de este círculo vicioso. La figura de este calilfa marca la excepción en la galería de Omeyas vividores e impíos que describen las crónicas: adornado de todo tipo de virtudes piadosas, su personalidad es ampliamente elogiada incluso por los escritores má$ hostiles a la dinastía, que no dudan en compararlo con su homónimo, eft «perfecto califa» cUmar I. Es muy posible que cUmar II intentara escapar de los peligros del faccionalismo tratando de ampliar la base social en la que se apoyaba su dinastía (H. Kennedy, 1986). Aparte de seguir una política de equili­ brio con respecto a Kalbíes y Qaysíes, cUmar II se propuso atraerse a los no árabes convertidos al Islam dictando unas innovadoras medidas fiscales, las cuales parecen haber estado orientadas a frenar el cada vez más amplio poder de la aristocracia. Parece claro que hasta ese momento el estatuto de musulmán lleva­ ba aparejados ciertos privilegios fiscales en comparación con los habi­ tantes cristianos, judíos y zoroastras del imperio. Un problema cada vez más acuciante resultó ser el de la conversión al Islam de miembros de estas poblaciones: ¿debían entonces pagar lo mismo que antes, o bien debían ser considerados como el resto de los musulmanes con lo que esto significaba de pérdidas para las arcas del fisco? Con la intención de unificar criterios, cUmar II envió a todos los gober­ nadores de provincia un célebre rescripto en el que se daban directrices sobre la forma de actuar en ésta y en otras materias. La interpretación de este documento no resulta fácil y ha desatado buen número de polémicas todavía no del todo resueltas. Uno de los rasgos que más llaman la atención en él - y que, incomprensiblemente, ha sido escasamente re­ saltado por la historiografía contemporánea-, es el carácter anti-aristocrático de algunas de sus cláusulas. Así, en una de ellas cUmar II esta­ blece que «las corveas impuestas sobre los campesinos deberán ser abolidas, puesto que su objeto implica ciertas cuestiones en las que

entran la injusticia y la tiranía». Una medida de tal tenor sólo puede ser interpretada como un intento de impedir que los grandes propietarios territoriales impusieran sobre el campesinado prestaciones de trabajo que, probablemente, llevaban aparejadas su entrada en la dependencia de estos señores y que debían estar muy extendidas. En una lina idéntica de imponer barreras al poder creciente de la aristocracia, cUmar I f rechaza también las prácticas de sus antecesores en el sentido de donar a particulares las tierras que el estado se había reservado para sí después de las conquistas: las rentas de tales tierras debían estar reservadas «para el beneficio de los musulmanes y no deberían convertirse en propiedad privada en detrimento de los musul­ manes, ni pasar a ser "una mercancía circulando éntre aquéllos de vosotos que sois ricos” (Corán, LIX, 7)». A la luz de esta orientación anti-aristocrática es posible interpretar las cláusulas relativas a las poblaciones sometidas que decidían conver­ tirse al Islam. El punto de partida para cUmar II estaba claro: todo aquel que lo deseara podía adoptar la religión de los conquistadores árabes y para tal decisión no podía haber ningún tipo de trabas. Más aún, el converso debía disfrutar idénticos privilegios y cumplir los mismos de­ beres que el resto de sus correligionarios. Entre otras cosas, esto signi­ fica quedar exento de la capitación o yizyá que, como ya se ha visto, gravaba a los no musulmanes. Ahora bien, ¿qué ocurría con las tierras del converso? Da la impresión de que, como veíamos anteriormente en tiempos de al-Hayyay, la conversión de un individuo implicaba muchas veces el abandono de las tierras que hasta entonces había estado culti­ vando. Al parecer esta ocasión era aprovechada por los miembros de la aristocracia árabe para acaparar estas tierras y conseguir que quedaran exentas del pago de la contribución territorial ya que ellos, como musul­ manes, no pagaban este impuesto. El resultado era un aumento del poder aristocrático paralelo a una merma de los recursos del estado. Ante esta situación °Umar II estableció en su rescripto dos medidas drásticas: por un lado, decretó que la tierra cultivada no pudiera ser vendida ya que «e l comprador compra sólo para sí», y ello resulta «en la ruina de la tierra y en la opresión de sus cultivadores»; por otra parte, si el campesino abandonaba su tierra, ésta debería ser considerada como parte del botín tomado por los musulmanes, y por consiguiente debía revertir a la Comunidad, es decir, al propio estado. El texto de este rescripto pone en evidencia las tensiones que soca­ vaban el imperio de los Omeyas y los límites que encontraba su autori­ dad frente al creciente auge de una aristocracia cada vez más poderosa. Sin embargo, las medidas tomadas por cUmar II no tuvieron ninguna consecuencia, ya que su prematura muerte en el año 720 frustró su aplicación en la práciica. Ninguno de sus inmediatos sucesores, Yazid II

(720-724) y Hisám (724-743), mostró interés alguno en proseguir el cami­ no de reformas iniciado por aquél. El largo califato de Hisám, en concreto, parece haber buscado más establecer una precario equilibrio con la situación heredada que poner los medios para cambiarla. Las fuentes se hacen lenguas de la avaricia de este califa y de sus poco contemplativas directrices para la exacción de impuestos entre sus súbditos. Es muy posible que bajo estas acusa­ ciones haya que ver un intento por parte del califa de aprovechar al máximo los recursos financieros de un imperio afectado por los males que cUmar II había intentado remediar de forma tan expeditiva. Las consecuencias de esta política de opresión fiscal pronto se dejaron sentir. Es muy significativo que fuera enias regiones'más leja­ nas del imperio (esto es, en las conquistadas más recientemente) donde estallaron violentas rebeliones motivadas por un aumento de la presión fiscal impuesta a las poblaciones sometidas. En Jurásán, las zonas de Tujaristán y Transoxiana fueron escenario de complejas y largas luchas. En ellas se mezclaron los agravios fiscales de los indígenas (en alguims casos apoyados incluso por árabes) con la presencia de pueblos turcos (los llamados Turgesh) que participaron también al lado de aquéllos. Por si todo esto fuera poco, el faccionalismo siempre latente en el ejército árabe contribuyó a dar a estas revueltas una gravedad aún mayor (G. R. Hawting, 1986). En una situación tan intrincada los ejércitos califales apenas si pudieron mantener con problemas sus posiciones en Samarqanda y Ba^. Desde el año 724 al 737 el califa Hisám sólo oyó hablar de medidas políticas que los gobernadores intentaban aplicar para apaci­ guar a las poblaciones indígenas de estas zonas (algunas de ellas en una línea muy similar a las formuladas por cUmar II) y, sobre todo, de descalabros militares. Cuando en el 737 le anunciaron que su ejército había conseguido conjurar de una vez por todas la amenaza de los Turgesh en la batalla de Jaristán, las fuentes dicen que Hisám no acaba­ ba de creérselo. Pese a todo, Jurásán seguiría siendo un foco de conflic­ tos en los años venideros y de allí habría de partir la sublevación desti­ nada a acabar con la dinastía omeya. En el otro extremo del imperio, en el norte de África, las poblaciones beréberes sometidas en los decenios anteriores iniciaron también una formidable rebelión en el año 739-740. También aquí la principal causa de la revuelta fue el aumento de la presión fiscal. A ello se le unió la actuación de agitadores járiyíes que encontraron en estas poblaciones un campo abonado para sus ideas y que dieron a la sublevación un contenido heterodoxo (M. Brett, 1978). El momento culminante de esta revuelta se produjo en el año 741. Un ejército enviado a reprimirla y compuesto por la flor y nata del yund sirio fue estrepitosamente derro­ tado por los.-rebeldes, a orillas del río Sobú. Qayrawán-fue-salvado a

duras penas y ello propició la reacción árabe que finalmente pudo acabar con la rebelión. No obstante, las consecuencias de ésta fueron importantes: er-norte-de África y al-Andalus {en donde también había prendido la revuelta beréber) se vieron progresivamente afectados por el faccionalismo latente en el seno del yund, al tiempo que sus vínculos con el poder central fuerón haciéndose cada vez más tenues. Algunos indicios muestran que Hisám intentó ponerse al abrigo del faccionalismo aristocrático buscando el apoyo de personajes ciegamen­ te afectos a la dinastía. En este sentido, la figura que domina su califato es la de Jálid al-QasrT, una especie de segunda edición de al-Hayyáy, a cuya sombra había iniciado su carrera. De procedencia algo oscura —y •por tanto sin afiliaeiones -eoneeidas—r T -de-ereeireias-r eligios-as-algo dudgsas -las fuentes le acusan de impío, judío o hereje-, este personaje se mantuvo como gobernador en Iraq durante casi quince años. Su eficacia para mandar los tributos a Siria le valió el respaldo incondicio­ nal del califa, aunque esta eficacia le sirvió también para enriquecerse notablemente adquiriendo grandes propiedades territoriales. Es posible que tanta prosperidad acabara por alarmar al califa. Tam­ bién es posible que Jálid se alejara de su señor a propósito de la cuestión sucesoria que enmarañó los últimos años del califa. Sea como sea, lo cierto es que Jálid fue depuesto en 738. Durante sus últimos años el califa pasó a favorecer a la facción qaysí y ello abrió la puerta para que las tensiones larvadas volvieran a surgir ahora con más fuerza que nunca.

3.6.

La desintegración del califato omeya

Después de la muerte de Hisám bastaron siete años para que el califato omeya se viera sumergido en una situación caótica que desem­ bocó en su extinción. Las razones de este colapso son muy variadas. Hubo, naturalmente, una presión externa motivada por el movimiento cabbásí, cuya génesis y desarrollo se verán en el siguiente capítulo. No obstante, el éxito de este movimiento en desbancar a los Omeyas estuvo propiciado por la propia descomposición interna del gobierno de esta familia en los años anteriores. Las causas reales de esta crisis, que dio origen a lo que se conoce como «tercera guerra civil», son difíciles de precisar en toda su profun­ didad. Parece que durante este período el faccionalismo aumentó de forma incontrolada alimentado por las querellas dinásticas en el seno de la familia Omeya. La sucesión de Hisám fue en este sentido especial­ mente problemática: su sobrino al-Walrd II fue inmediatamente procla­ mado califa- en contra de las- aspiracic>nes-4el-difunt© -y-de-sus propios

hijos. Sin embargo, el nuevo califa pronto se hizo acreedor de las más violentas diatribas por parte de.los opositores a la dinastía. Retirado en uno de los castillos que los Omeyas se habían hecho construir en el desierto sirio, su corte fue un nido de cantores y literatos, de cacerías y de vino abundante. La oposición contra el califa se fraguó en círculos Kalbíes, a quienes se unieron todos aquellos que detestaban las costumbres del licencioso califa. Es muy revelador el hecho de que este movimiento tendiera desde sus inicios a la simple y pura deposición del califa, lo que es un buen indicio del grado al que habían llegado los enfrentamientos faccionalistas: ya no se pugnaba sólo por aumentar parcelas de poder, sino por asegurarse el control absoluto de la institución califal. Con pasmosa facilidad los rebeldes se apoderaron de toda Siria, y sin demasiadas contemplaciones ejecutaron al desafortunado califa (744). En su lugar fue proclamado un miembro de la familia omeya, Yazld III, un califa «atípico» que parece haberse inspirado en los ideales de cUmar II, peio cuyo califato apenas duró seis meses. ^ El ajusticiamiento de al-WalTd II supuso una radicalización de las luchas faccionalistas. La persona del califa había pasado a convertirse en objetivo de los contendientes y esto no podía suponer otra cosa más que el final de la política de equilibrio que habían seguido los sucesores de cAbd al-Malik. A partir de ahora, el puesto de califa pasó a estar identificado con el de jefe de una facción y, de la misma manera, sus contendientes dentro de la propia familia omeya pasaron a convertirse en cabezas visibles de los grupos rivales. El último califa de la dinastía, Marwán II (744-750), era nieto del califa homónimo que había fundado la rama gobernante sesenta años atrás (cfr. supra). Su carrera se había iniciado durante el califato de Hisám, cuando éste le nombró como gobernador de las provincias de Azerba­ yán y de la zona del Cáucaso donde había tenido que hacer frente a las amenazas de los Jázaros, un pueblo de las estepas de origen turco. En ese puesto Marwán se había formado un ejército de origen qaysí total­ mente afecto a su persona, al que se añadían elementos armenios de la zona con los cuales nuestro personaje estableció excelentes relaciones. Al mando de estas tropas Marwán II se apoderó de Siria, haciéndose proclamar califa. Identificado plenamente con los Qaysíes, Marwán II no era en el fondo más que un jefe militar que se había impuesto en la tumultuosa escena de la época con el apoyo de un ejército que le ofrecía obediencia ciega. Por desgracia para él otros personajes podían re­ currir también a ejércitos propios para disputarle el poder. Tal era el caso de Sulaymán b. Hisám, un hijo del califa Hisám, quien, al frente de un contingente de mawálTvinculados a su persona, protagonizó diversas rebeliones contra sii pariente. No menos tenaz fue la resistencia que

jefes militares kalbíes opusieron en Siria frente al recién instaurado predominio qaysí. Como resultado de todo ello esta región, que hasta entonces había sido el principal bastión del poderío de los Omeyas, quedó diezmada tras dos largos años de luchas internas. El caos político en el centro del imperio favoreció la eclosión de otras revueltas. Jarifíes, partidarios de la familia de cAll y facciones rivales convirtieron a Iraq en una provincia casi independiente durante estos años. Cuando Marwán II acabó con la oposición en Siria en el año 747 era ya demasiado tarde. Cierto es que los ejércitos califales pudieron reducir a todos los rebeldes en Iraq instaurando gobernadores leales al califa, pero esta victoria fue más que efímera. Por esas fechas se había ya iniciado en Jurásán una rebelión que habí$ conseguido apoderarse de algunas de las principales ciudades de la zona. Los inspiradores de este movimiento eran los miembros de una antigua familia qurasi, los °Abbásíes (sobre ellos cfr. cap. 4). Impo­ tente para contener esta rebelión el gobernador de Jurásán había lanza­ do inútiles peticiones de auxilio al califa. Durante los años 748 y 749 los rebeldes avanzaron a través de las tierras del actual Irán y finalmente se apoderaron de Küfa. Marwán II no tuvo entonces más remedio que enfrentarse personalmente a la nueva amenaza. En la batalla de Zab (750) sus fuerzas fueron completamente derrotadas y él mismo tuvo que emprender la huida. Desprovisto ya de todo apoyo militar Marwán II se convirtió en un fugitivo que poco tiempo más tarde fue sorprendido y ajusticiado en una pequeña aldea de Egipto a donde se había dirigido para encontrar refugio. Mientras era proclamado un nuevo califa perteneciente a la estirpe de cAbbás, se consumó el aniquilamiento de la dinastía omeya. Las tumbas de los califas (con la significativa excepción de cUmar II) fueron profanadas y los principales miembros del linaje exterminados. Uno de ellos, sin embargo, logró escapar: se trataba de un nieto del califa Hisám llamado cAbd al-Rahman b. Mucáwiya quien se dirigió hacia el norte de África. Después de diversas peripecias este vástago de la familia omeya llegó por fin a al-Andalus. En el año 755 consiguió por fin dominar este territorio instaurando una dinastía que habría de gobernar en ese extre­ mo del mundo musulmán durante cerca de tres siglos.

4 _____ Los cAbbásíes

4.1.

El título de califa

Después de la muerte de Mahoma los soberanos que gobernaron sobre el imperio surgido a raíz de las conquistas se dieron a sí mismos el nombre de califas. Se trata de un título muy peculiar que ha sido además objeto de muchas controversias. Tradicionalmente se ha venido asumiendo que «califa» es una adaptación del título árabe jalTfat rasül Allah, cuyo significado literal sería «sucesor del Enviado de Allah»: los califas, por consiguiente, serían los sucesores de Mahoma, el fundador del Islam. Investigaciones recientes, sin embargo, han demostrado que es pre­ ciso volver a reconsiderar la cuestión (P. Crone, M. Hynds, 1986). Gran número de testimonios muestran que ya desde la época muy temprana el título que ostentaban los califas de los dos primeros siglos era el de jalTfat Allah, a secas. Según lo que acabamos de ver, esta expresión debería traducirse como «sucesor de Alláh», lo cual, naturalmente, tiene muy poco sentido. Resulta, por tanto, más apropiado traducir la palabra jalifa por otra de sus acepciones, «representante», y la expresión jalTfat Alláh como «representante de Alláh». Contrariamente a lo que se ha venido admitiendo hasta ahora esta última expresión no sería una abre­ viación de la primera, sino el auténtico título que se arrogaban los ca­ lifas de los primeros tiempos del Islam. Un «representante de Alláh» en la tierra no era desde luego un cualquiera. Quien así se autotitulaba aspiraba a ser depositario de un poder que abarcaba no sólo la. esfera de lo político, sino también de lo

religioso, ya que obedecer al «representante de Alláh» en la tierra era obligatorio para quien quisiera obedecer los designios de la divinidad. Además, como en teoría tan sólo existía un único califa, era evidente que su poder no podía ser compartido con nadie. En cambio, y más modes­ tamente, un «representante del Enviado de Allah» pretendía ostentar un poder político basado en fundamentos religiosos, pero desde luego no era el delegado de la divinidad en la tierra: a lo sumo, podría aspirar a seguir la costumbre y el ejemplo establecidos por Mahoma, el profeta enviado por Allah, pero ésta era una labor en la que teólogos e intérpre­ tes de la tradición religiosa tenían mucho que decir, y por consiguiente el califa ya no estaba solo para desempeñar esta tarea. Existe suficiente número de indicios para pensar ajiB.jalTfat. Alláh, esto es, «representante de Alláh», fue el título que se dieron los califas durante los dos primeros siglos. En cambio, «representante del Enviado de Alláh» es un título más tardío que se habría generalizado sólo en el siglo IX, coincidiendo con un momento en el que las pretensiones de los califas a ser los únicos delegados de la divinidad sobre la tierra habría! sido contestadas en círculos religiosos, tal y como se verá más adelante1 ? Por ahora, lo que más nos interesa subrayar es que durante los dos siglos posteriores a la expansión árabe decidir quién habría de ser «califa» o, lo que es lo mismo, «representante de Alláh» en este mundo, fue una importante cuestión política, y una delicada materia desde el punto de vista ideológico. Las distintas opiniones que al respecto se fueron vertiendo configuraron grupos diversos que, a la larga, acabaron cristalizando en sectas religiosas con una importante proyección políti­ ca. A medida que la dinastía de los Omeyas suscitaba una mayor oposi­ ción en sectores más generalizados, se hizo cada vez más apremiante responder a la pregunta de quién debía ostentar la dignidad de califa. Las respuestas a este interrogante eran muy variadas y combinaban elementos muy diferentes. El grupo más importante de todos los que se oponían a que el califato fuera hereditario entre los Omeyas era el que propugnaba que éste debía ser ostentado por un miembro de la familia del profeta Mahoma. En torno al siglo vm la noción de que éste era un linaje sagrado y que tai-carácter se transmitía de padres a hijos parece haber estado ya muy difundida. Ahora bien, el problema seguía siendo el saber cuál de todos los miembros de esta familia -muy prolífica, por lo demás-, era la persona más indicada para ser el «representante de Alláh» (fig. 4.1). Para quienes habían simpatizado con la causa del califa CA1T, éste y sus descendientes eran sin duda los candidatos más adecuados. Como se recordará, CA1I había tenido con Fátima, la hija de Mahoma, dos hijos Hasan y Husayn: ambos habían dejado descendencia y, sobre todo en torno a los vástagos de este último, se agruparon los precursores de lo

que’luego se llamó la sl°a, es decir, el «partido» de quienes considera­ ban que en este linaje se había transmitido la dirección de la comunidad musulmana. En el siglo vm, sin embargo, las cosas no estaban todavía tan claras y otros miembros de la familia podían reclamar para sí idéntico derecho. En este sentido, se puede recordar la ya citada revuelta de Mujtár en la que éste había proclamado que actuaba por cuenta de Muhammad b. al-Hanafiyya. Como ya se vio, este personaje era un hijo tenido por CA1T con otra mujer distinta de Fátima, lo que quiere decir que, al menos para algunos grupos, la figura de ésta era del todo irrelevante como transmi­ sora de derechos por mucho que fuera la hija de Mahoma (C. Cahen, 196.3). Otro.ejemplo, de lo poco definida que estaba la cuestión lo propor­ ciona el caso del descendiente de un hermano de cAlr que en torno a los años’ 744 y 746, en plena desintegración del califato omeya, pudo orga­ nizar en Iraq un movimiento armado que concitó amplios apoyos hasta que el califa Marwán II acabó con él. Así pues, a mediados del siglo vm proclamar que frente a los impíos Omeyas había que elegir a un miembro de la familia de Mahoma como «representante de cAlláh» no era decir demasiado, ya que ésta era una cuestión que seguía estando muy abierta. Cualquier miembro pertene­ ciente a dicha familia capaz de movilizar amplios apoyos podía llegar a ser reconocido como califa. En este ambiente fue en el que se gestó el movimiento destinado a poner fin a la dinastía de los Omeyas.

4.2.

El movimiento cabbásí

Hasta mediados del siglo vm la familia de los cAbbásíes había dado muy poco que hablar. Eran descendientes de cAbbás, un tío del profeta Mahoma que no se había distinguido especialmente en los tiempos heroicos: su conversión al Islam había sido relativamente tardía, y aun­ que los panegiristas de la dinastía califal intenten poner de relieve el trato de favor que le habría dispensado el Profeta, lo cierto es que nunca desempeñó un papel destacado. Sus descendientes habían apoyado al califa CA1T, y aunque no parece que mantuvieran relaciones cordiales con los Omeyas, se habían establecido en Humayma, una pequeña aldea de Palestina (Shaban, 1970). Pese a no estar directamente implicados en los sucesos políticos del primer cuarto del siglo vm, los cabbásíes parecen haberlos seguido muy de cerca. Especial atención les merecieron las actividades de Muham­ mad b. al-Hanafiyya: si éste podía reclamar para sí la dirección de la comunidad musulmana (como de hecho pretendió, a pesar del fracaso de la rebelión de Mujtár) ¿por qué no podían ellos proclamar idénticos

d erech o s? U n a o je a d a atenta al c u ad ro g e n e a ló g ic o (fig. 4.1) d e m u e stra qu e este razonam iento no_.era d e s c a b e lla d o .

Para afianzar estas pretensiones, los cronistas partidarios de la di­ nastía cabbásí dan cuenta de que en el año 716 tuvo lugar un suceso fundamental: el hijo de Muhammad b. al-Hanafiyya, conocido como Abü Hásim, murió sin descendencia; poco antes de expirar se habría acer­ cado a Humayma y allí habría hecho dejación de los derechos que había recibido de su padre en favor de los cabbásíes. Aunque es muy posible que este relato sea legendario, su interés reside en que servía como refuerzo para la legitimación que buscaban los cabbásíes. Más allá de las sutilezas genealógicas, el factor fundamental para comprender el movimiento cabbásí reside en el hecho de que éste supo capitalizar en provecho propio los principales grupos opuestos a los Omeyas que basaban su ideario en la necesidad de aupar al califato a un miembro de la «familia del profeta» (Wellhausen, 516). A tal fin, los cabbásíes comenzaron a tejer una conspiración cuyo primer centro fue Küfa. En esta ciudad, los propagandistas del movimiento tenían un exce­ lente caldo de cultivo entre los árabes que habían participado en ante­ riores intentonas contra los Omeyas y entre los mawálL Pero si alguna enseñanza podía extraerse de experiencias anteriores, ésta era que una ciudad tan dividida y tan estrechamente vigilada por los gobernadores omeyas nunca podría ser el centro de una sublevación armada con ga­ rantías de éxito. Fue entonces cuando los activistas que trabajaban en favor de lá familia radicada en Humayma pusieron sus miras en las lejanas tierras de Jurásán (M. Sharon, 1983). ¿Por qué Jurásan? Se trataba de una región fronteriza a la que habían emigrado grandes contingentes de poblaciones árabes. Al contrario de lo ocurrido en Mesopotamia, aquí estos árabes se habían asentado de forma muy dispersa y habían establecido vínculos con las poblaciones indígenas. En esta situación no es extraño que estas últimas se hubieran convertido al Islam con mayor rapidez que en otras latitudes. Ya vimos los problemas fiscales que esta circunstancia había acarreado cara al gobierno central y las rebeliones que este descontento había atizado a comienzos del siglo viii. Es posible también qué éste proceso estuviera acompañado de tensiones sociales: muchos de los antiguos conquista­ dores árabes que ocupaban tierras en las zonas rurales acabaron cayen­ do dentro de las redes de poder de la aristocracia indígena de origen persa, pasando a depender de ella. Esto generó una situación muy atípica que era contemplada con gran resentimiento por los propios afectados, descendientes de gloriosos conquistadores que habían aca­ bado siendo sometidos por los indígenas (M. A. Shaban, 1970). Catalizar este estado de cosas en favor de los cabbásíes fue la obra de un misterioso personaje conocido como Abü Muslim. Nada se sabe

ABO TALIB

°ABD ALLAH

°abbAs

aALl

MAHOMA

°ABD ALLAH

FÁTIMA

MUHAMMAD B. AL-HANAFlYYA

HUSAYN

HASAN

cALl MUHAMMAD

r ABO HASlM

IBRAHIM

T

AL-SAFFAH (749-754)

SFÍES

AL-MANSOR (754-775)

CALIFAS CABBASÍES La familia de los cAbbasíes.

sobre sus orígenes, ni sobre su condición social. Es muy posible que ni siquiera sus propios contemporáneos supieran a ciencia cierta si se trataba de un árabe o de un persa, de un libre o de un esclavo: «Conocer mis obras es mejor para vosotros que conocer mi genealogía», habría dicho él mismo al ser interrogado sobre la cuestión. Lo único que nues­ tros datos dejan en claro es que, enviado por los principales responsa­ bles del movimiento, en el año 746 llegó a Jurásán, donde desde hacia al menos seis años agentes cabbásíes venían trabajando ya. Abü Muslim proclamó en Jurásán un mensaje muy simple que, sin embargo, caló hondo en la población: la dinastía de los Omeyas sólo había traído la opresión, era necesario contar con un jefe de la comuni­ dad que perteneciera a la íamiiia del Profeta y que vengara las muchas atrocidades cometidas por la dinastía en el poder. En apoyo de estas ideas comenzaron a difundirse profecías y leyendas en las que se anun­ ciaba que el fin de los Omeyas estaba próximo y que el símbolo de la familia del Profeta, la bandera negra, habría de venir desde el Orienta. Con una extraordinaria habilidad, Abü Muslim no reveló nunca la perso­ nalidad del jefe del movimiento. Ésta pasó a convertirse en un secreto celosamente guardado y tan sólo se dejó filtrar que el candidato era un «miembro de la familia de Mahoma». Muy pocos, de hecho, eran los que sabían que el verdadero instigador de la revuelta era un descendiente de cAbbás, llamado Ibráhlm b. Muhammad b. cAll que esperaba ansioso en Humayma la evolución de los acontecimientos. El mensaje de Abü Muslim encontró un eco extraordinario entre sectores muy variados. Esclavos fugitivos (algunas fuentes aseguran que Abü Muslim exhortó a los esclavos a deshacerse de sus señores), mawSllde origen persa y, sobre todo, árabes insatisfechos con su suerte en el orden social instaurado en Jurásán, pasaron a engrosar las filas de un nutrido ejército que Abü Muslim organizó sobre unas bases totalmen­ te renovadas en las que las luchas faccionalistas quedaron en segundo plano en aras de los objetivos políticos, Este ejército jurásání estaba destinado en el futuro a ser la fuerza militar por excelencia de los primeros califas °abbasíes. El resto es historia militar: en 748, aprovechando la caótica situación que se vivía en el imperio de Marwán II, Abü Muslim conquistó Merv, una de las principales ciudades de Jurásán. Un año más tarde los ejércitos cabbásíes ocupaban Küfa, derrotando poco después a Marwán II en la decisiva batalla de Zab. Entretanto los agentes omeyas habían descu­ bierto que Ibráhlm b. Muhammad b. cAll era el cerebro detrás de todo el movimiento. Fue detenido y, con toda probabilidad, asesinado por orden del califa omeya. Aparentemente, antes de morir Ibráhrm habría nombra­ do heredero a_su hermano, conocido como al-Saffáh. Cuando los ejérnú

tos rebeldes entraron en Küfa, al-Saffah (750-754) fue proclamado califa. E'l suceso marca el comienzo de la larga dinastía de califas cabbasíes. El secreto por fin había sido desvelado, y tenemos constancia de que a muchos les produjo gran decepción. El nuevo califa pertenecía en efecto a la «familia del Profeta», pero dentro de ésta había otras ramas que podían exhibir un pasado mucho más glorioso que el que correspon­ día a los descendientes del oscuro cAbbas. Para contrarrestar esta pérdida de apoyos, el nuevo califa, al-Saffah, hizo todo lo posible por atraerse a los jefes militares que habían formado la espina dorsal del antiguo ejército omeya. Además, las circunstancias en que se había producido la ascensión de la nueva dinastía justificaban esa búsqueda de un mayor respaldo: el ejército de Jurásan era en realidad el ejército de Abü Muslim y para contar con él era preciso complacer a su jefe. Esta situación se hizo bien patente cuando al-Saffáh murió a los cuatro años de haber sido proclamado califa. La cuestión sucesoria enfrentó a un hermano de éste, que pasaría a ser en lo sucesivo conocido como al-Mansür, contra uno de sus tíos. La crisis se decidió por la fuerza de las armas y si al-Mansür pudo proclamarse finalmente califa (754-775) fue gracias al decidido apoyo que le otorgaron Abü Muslim y sus jurasáníes. El nuevo califa, sin embargo, no pudo permitirse el lujo de ser agra­ decido. Abü Muslim se había revelado en esta ocasión como un buen apoyo, pero nada podía garantizar que en el futuro no utilizara su enorme potencial en Jurasan para imponer su autoridad a su antojo o para aupar el califato a cualquier otro miembro de la «familia del Profeta» con mayor prestigio. Valiéndose de engaños, al-Mansür le hizo ejecutar poco después de su triunfo. Aunque la muerte de Abü Muslim no produjo grandes convulsiones -al-Mansür había sabido ganarse hábilmente a los principales jefes de su ejército-, sí hubo en Jurasan algunas suble­ vaciones inspiradas en la figura carismática de este personaje a quien tanto debía la nueva dinastía. El carácter de estos movimientos pone aún más de manifiesto la enigmática figura del personaje: entre algunos círculos iraníes, Abü Muslim pasó a convertirse en el símbolo de la resistencia frente a los árabes, se llegó a negar que hubiera muerto, e incluso algunos grupos radicales llegaron a ver en él a un reformador de la religión zoroastra. Entre todas estas informaciones, es difícil saber dónde comienza la historia y dónde termina la leyenda, pero en todo caso lo que sí parecen poner en claro es que en el movimiento °abbasí existieron elementos muy heterogéneos, algunos de los cuales es pro­ bable que estuvieran en los márgenes de lo que hoy conocemos como Islam. Como se verá más adelante, estos elementos habrían de pervivir hpQta — ~ - i¿nnpaQ - - - —- m n v nnc itorinroc

4.3.

El nuevo imperio cabbasí

El movimiento que llevó al poder a la dinastía cabbásí ha sido defini­ do en muchas ocasiones como una «revolución». Se trata a todas luces de un término inapropiado. Pese a que hubo importantes modificaciones con respecto al período omeya, el régimen que finalmente instauraron los cabbásíes no puede ser calificado de «revolucionario», ya que en muchos casos se limitó a profundizar en la evolución de ciertos aspectos que ya venían apuntándose desde la época anterior. Aupados al poder por un movimiento que tuvo en el componente ideológico y en el poten­ cial militar sus principales bazas, los cabbásíes pudieron imponer en un primer momento un alto grado de centralización en todo el imperio, con la única excepción de los territorios de al-Andalus y parte del norte de África que acabaron cortando los tenues lazos que aún les unían con el poder central. El pretender ser miembros de la «familia del Profeta» valió a l^s cabbásíes una total legitimación dinástica. Mientras que los Omeyás siempre habían suscitado una fuerte oposición por hacer hereditario el título califal, la nueva dinastía no encontró para ello más resistencia que la esporádica oposición de grupos que apoyaban la causa de los des­ cendientes de cAlí. De esta manera, al-Mansür pudo ver sus deseos cumplidos cuando a su muerte le sucedió su hijo, conocido como alMahdr (775-785). Éste, a su vez, fue sucedido por sus dos hijos, de los cuales Harün al-RasTd (786-809) fue sin duda el más afamado. Pese a que todas estas sucesiones estuvieron acompañadas de querellas familiares e intrigas políticas, de momento fueron pacíficas y mayoritariamente aceptadas. Tan pronto como estuvo consolidada en el poder, la nueva dinastía puso el mayor empeño en que los restantes miembros del linaje de cAbbás se engrandecieran. En buena medida, esto fue obra del califa al-Mansür, auténtico genio organizador de la dinastía. La herencia de los Omeyas, con sus grandes propiedades territoriales y sus vínculos con los jefes militares del ejército, estaba vacante y diversos miembros del linaje cabbasí se aprestaron a recogerla. El poder adquirido por distin­ tas ramas de la familia en Siria, Basra y Küfa es una clara señal de esto (H. Kennedy, 1981). Aparte de la familia, los primeros califas cabbásíes tuvieron otro sólido apoyo: el de los propios mawáli adscritos al linaje cabbasí que fueron empleados en la administración central y provincial, asegurando así a sus señores un completo control sobre ambas. En un comentario muy ilustrador, el califa al-Mahdr defendía este recurso a los mawáll diciendo que éstos eran, los únicos, a. quienes él podía tratar como

iguales en un momento, y al siguiente enviarles a cuidar sus caballos (j. Lassner, 1980). Unidos a sus señores por vínculos frereditaTios,"algunos de estos mawáli llegaron a formar familias de servidores de la administración civil. La más famosa de estas familias es la de los Barmakíes. Oriunda de Balj, una de las principales ciudades del Jurásán, esta familia había apoyado el movimiento cabbásí desde sus inicios. Bajo la nueva dinastía, los Barmakíes se conviertieron en servidores de la administración civil, llegando a la cima de su influencia en tiempos de al-MahdT y de Hárün al-Rasrd. Fue entonces cuando uno de sus miembros, Yahyá b. Jálid, fue nombrado visir, un cargo éste que en origen parece haber implicado la dirección de los secretarios (kuttáb) que formaban-la burocracia cen­ tral.,En el momento de su apogeo, en época de Hárün al-Rasrd, otro de los miembros de la familia, Muhammad b, Jálid, llegó a ocupar el puesto de háyib, esto es, «chambelán», el consejero más directo del califa. El poder e influencia de los Barmakíes se hicieron legendarios; su genero­ sidad para con poetas y literatos llegó a ser casi proverbial. De forma súbita, en el año 803 todo esto llegó a su fin. El califa Hárün al-Rasrd decretó el aprisionamiento de Yahyá b. Jálid, entre otros miem­ bros de esta familia, así como la ejecución del hijo de éste, Yacfar, hasta entonces uno de sus amigos más cercanos. Las razones de la especta­ cular caída de la hasta entonces todopoderosa familia son un completo misterio. Los propios contemporáneos hicieron todo tipo de cábalas atribuyéndolo bien a un mero capricho del califa, bien a turbios enredos de alcoba del ya mencionado Ya°far. Ninguna de estas explicaciones, sin embargo, es convincente. Parece más lógico pensar que los Barma­ kíes se vieron envueltos en feroces luchas políticas: no es casual que su caída se produjera justo después de que Hárün hubiera establecido los complejos términos en que habría de producirse su sucesión. Como se verá más adelante, estos términos llevaban implícita la partición del imperio entre sus dos hijos: ante una mayor debilidad de su descenden­ cia, es posible que Hárün pensara que no podría permitirse un poder tan inmenso como el que habían alcanzado los Barmakíes (H. Kennedy, 1981). En su ascenso hacia el poder los Barmakíes se habían enajenado además muchas enemistades, especialmente entre sectores del ejérci­ to que veían con desconfianza el predominio de esta familia de burócra­ tas civiles. Como ya se ha visto, la base militar del poder de los cabbásíes radicaba en el ejército del Jurásán. Este ejército estaba formado por árabes y mawalT, y su organización no se basaba en ficticias afiliaciones tribales, como en el caso del antiguo ejército omeya, sino en criterios de procedencia geográfica de la tropa. Durante la primera época cabbásí, los soldados enrolados en dicho-ejército recibían estipendios -por cier­

to muy elevados-, pagados regularmente por la administración central. Aunque la forma en que se realizaba su reclutamiento es desconocida, existen indicios para creer que esta tarea era realizada por los propios jefes militares que incorporaban soldados a sus contingentes privados. Poco puede extrañar, por consiguiente, que el poder de estos jefes militares se transmitiera hereditariamente, creándose así una serie de familias que formaban la aristocracia militar. El poder central cultivaba de forma muy especial sus relaciones con esta aristocracia militar y ve­ laba para que las tropas a su cargo recibieran puntualmente sus estipen­ dios (H. Kennedy, 1981). El importante papel jugado por este «ejército de Jurasan» se pone también de manifiesto en las disposiciones tomadas por-los primeros califas cabbásíes para asegurar su asentamiento en un barrio de la nueva capital del imperio: Bagdad. La fundación de esta nueva metrópoli supuso un cambio del centro de gravedad del imperio que ahora aban­ donó definitivamente Siria para trasladarse a Iraq. Emplazada en im lugar estratégico a orillas del Tigris, con magníficas comunicaciones fluviales y buenas vías terrestres, Bagdad fue fundada de nueva planta por el califa al-Mansür. La nueva urbe comprendía tres sectores: al norte, el barrio donde los soldados recibieron alojamientos, y al sur los distritos en los que pronto se desarrollaron los famosos mercados de la ciudad. Entre ambas partes se ubicaba la «Ciudad Redonda», en la que al-Mansür situó los edificios de la administración y una mezquita detrás de impresionantes murallas. Pese a que en un principio el propio palacio del califa también se ubicaba en este recinto, el rápido crecimiento de la urbe obligó a al-Mansür y a sus sucesores a buscar emplazamientos más apartados para sus residencias palaciegas fuera del perímetro urbano de la ciudad. Las descripciones de los autores contemporáneos se deshacen en elogios de la magnificencia y esplendor de la ciudad, cuyo núcleo erizado por las cúpulas de sus principales edificios subra­ yaba la idea de la centralización del poder del califa (J. Lassner, 1980). Hoy en día no queda ni rastro de este antiguo esplendor de Bagdad. Desde su nueva capital, los primeros califas cabbasíes gobernaron sobre un inmenso imperio, despachando regularmente los nombramien­ tos de gobernadores para las provincias. Tales nombramientos solían recaer bien en los miembros de su propia familia, bien en mawalí, o bien en personas de entera confianza. En ocasiones, sin embargo, el poder central también recurría al nombramiento de personajes de relieve dentro de la propia provincia. Los períodos de desempeño del cargo no solían ser muy largos, y con ello el poder central pretendía evitar que estos gobernadores pudieran obtener en sus puestos un excesivo poder que invitara a rebeliones. De hecho, la vida de estos gobernadores no debía de ser fácil:

obligados desde Bagdad a actuar diligentemente en la percepción de impuestos y en el mantenimiento del orden, tenían que contar también con el apoyo de las élites locales para poder desempeñar sus funciones. Las tropas de Jurásan eran el ejército imperial, pero su utilización se circunscribía a Bagdad y a aquellas regiones en las que hubieran pren­ dido rebeliones verdaderamente serias. En el resto de las provincias, los gobernadores debían contentarse con tropas reclutadas localmente, tarea para la cual el apoyo de las aristocracias provinciales era crucial. En este inestable equilibrio todo dependía de la capacidad del gobierno central para hacer sentir su autoridad. Durante la «época dorada» del califato cabbásí esta capacidad estuvo asegurada mediante un eficaz «servicio de correos» (barTd), que aparece ya plenamente configurado en época de al-Mansür, y que transmitía con regularidad al califa todo tipo de incidencias acaecidas en cada provincia.

4.4.

Las conmociones del siglo IX

El celebérrimo Hárün al-RasTd es el califa cabbásí que mejor ilustra el apogeo de la dinastía. Protagonista de diversos cuentos de las «Mil y Una Noches», durante su califato la centralización del imperio llegó a su punto más alto. De creer los datos dispersos de las fuentes, los ingresos fiscales alcanzaron por entonces cantidades astronómicas. Consciente además del rango divino de su cargo, Hárün al-Rasrd se cuidó mucho de hacer público su empeño por extender el Islam por medio de la «guerra santa» (yihád): la frontera con el Imperio bizantino en Anatolia fue reor­ ganizada, y el propio califa envió diversas campañas contra las tierras de los emperadores de Constantinopla. Si bien estas expediciones no consiguieron ganancias territoriales significativas, los cronistas afectos a la dinastía las describieron con el mismo entusiasmo fervoroso con el que daban cuenta de los muchos peregrinajes que el propio califa condujo hasta La Meca. Con todo, el aspecto más importante que marcó el califato de Hárün al-Rasrd fue la cuestión sucesoria. En el año 803, justo antes de asestar su formidable golpe contra los Barmakíes, el califa hizo públicos los términos en que habría de producirse la sucesión: uno de sus hijos, al-Amln, habría de convertirse en califa con el apoyo del ejército esta­ cionado en Bagdad; su segundo hijo, al-Ma'mün, habría de recibir la provincia de Jurásán, y aún cuando debería prestar fidelidad a su herma­ no, lo cierto es que su gobierno en la provincia habría de ser indepen­ diente en la práctica. Las razones que movieron a Hárün a establecer este reparto son oscuras. A la vista de los sucesos posteriores, puede pensarse que el

califa había llegado a la conclusión de que un imperio tan vasto era ingobernable. Es posible que Harün considerara entonces que lo esen­ cial era mantener ,bien .asegurado Jurasan en manos de la dinastía, de tal forma que el califa de Bagdad pudiera asegurarse el control de los restantes territorios. El papel estratégico que Jurasan había jugado en la revuelta que había llevado a los cabbasíes al poder justificaba el em­ peño por hacer de ella una región independiente bajo el gobierno de un miembro de la dinastía que pudiera emplear in situ los amplios recursos fiscales de la zona. Si este fue el objetivo de Hárün, los sucesos posteriores se encarga­ ron de demostrar que su idea había sido desastrosa. Apenas dos años después de su muerte,, en 811, sus dos hijos se enzarzaron en una guerra civil de catastróficos resultados. Apoyado por los elementos militares asentados en Bagdad, al-Amln intentó reducir la independencia de su hermano. Por su parte, al-Ma'mün respondió recabando los apoyos de la aristocracia local jurasaní con el objetivo más o menos encubierto d,e alzarse con el califato. El conflicto se desenvolvió de una forma muy peculiar. Un números® ejército enviado desde Bagdad para someter los territorios de alMa'mün fue inesperadamente derrotado por una pequeña fuerza al man­ do de un general cuyo nombre conviene recordar: Táhir b. al-Husayn. Las tropas que hasta entonces habían constituido el ejército imperial cabbásí no se recuperaron nunca de esta humillación. A partir de ese momento en el campo de al-Amm comenzaron a aflorar disensiones, oportunidad que aprovechó al-Ma'mün para hacerse proclamar califa. Su ejército vencedor pudo avanzar hacia Bagdad, mientras que provincias como Egipto reconocían su autoridad. El episodio culminante de esta guerra fue el asedio de Bagdad por parte de las tropas de al-Ma'mün. Privado de la mayor parte de sus apoyos militares -muchos de los cuales habían desertado al campo del enemigo—, el todavía califa al-Amln, recurrió a un expediente insólito: entregó armas a los «desnudos» de Bagdad, esto es, a las gentes que formaban las clases más desfavorecidas de la población, entre las que se incluían vagabundos, fugitivos y mercaderes ambulantes. La resisten­ cia de este plebe urbana fue más enconada de lo esperado y se alargó durante un año. En los momentos más duros del cerco el califa no dudó en autorizarles el saqueo de mansiones y palacios. Al final, el esfuerzo resultó inútil, la ciudad capituló y al-Amln fue ejecutado por los leales al nuevo califa al-Ma'mün (813). La rendición de Bagdad no trajo, sin embargo, el final de la guerra. Por razones no del todo claras, al-Ma'mün no se decidió a regresar a la capital de sus antecedores. Prefirió seguir residiendo en Jurasan, y en ello tal vez haya que ver la influencia de la aristocracia persa que tan.

activamente le había apoyado, y que tal vez estuviera buscando un nuevo desplazamiento geográfico del centro de gravedad del imperio. Esta política provocó el rechazo de dos elementos que hasta entonces habían constituido los pilares más firmes del régimen cabbasí: el resto de los miembros del linaje califal y el ejército imperial que aunque humillado, aún no había sido aniquilado. A todo esto se vino a sumar una no menos extraña decisión política del califa: en el año 817 proclamó como here­ dero a ‘cAlr b. Musa, conocido como al-Ridá («e l Elegido»), un descen­ diente directo del califa CA1I. Las razones de esta decisión, que se enmarca dentro de las complejas relaciones que los cAbbásíes mantu­ vieron con los calíes, serán examinadas más adelante. Lo que sí que - -interesa subrayar aquí es que sus consecuencias-fueron desastrosas: lar llama de la guerra civil prendió aún con más fuerza que nunca, atizada por miembros de la familia cabbasí que veían en esta transferencia del califato una amenaza contra sus intereses. La guerra se alargó hasta el año 819. Fue compleja, larga y cruenta. Su escenario no se limitó a Bagdad y Mesopotamia; también afectó a Siria y Egipto, donde partidarios y opositores del califa buscaron la alianza de las élites provinciales. Al final, y por razones algo oscuras, el propio califa puso fin a la conflagración. Tras deshacerse de los elemen­ tos persas que hasta entonces habían formado su círculo político, deci­ dió regresar a Bagdad. Al-Ridá fue «convenientemente» envenenado y la autoridad central restablecida en las provincias gracias al apoyo militar de Táhir b. al-Husayn y de su familia. Al-Ma‘mün sobrevivió hasta el año 833. Las fuentes le describen como un califa con inclinaciones intelec­ tuales que fomentó la traducción de las obras de los filósofos griegos al árabe. Lo que también está claro es que su califato marca el inicio de una radical transformación en la fisonomía del califato cabbásí.

4.5.

Las conmociones sociales

Las conmociones políticas con las que se inauguró el siglo IX no fueron las únicas que azotaron al imperio. Detrás de ellas, y a veces claramente interrelacionadas, existieron importantes convulsiones so­ ciales que ahora se manifiestan con gran virulencia y extensión geo­ gráfica. ¿Cuáles fueron las razones de estas convulsiones? Un texto escrito a comienzos del siglo ix y referido a la zona de la Alta Mesopotamia ofrece algunas claves (C. Cahen, 1954). Al describir la situación de las áreas rurales en esa zona, el autor de esta fuente dibuja un cuadro sombrío. La actuación de agentes fiscales al servicio del poder central provoca el requisamientode-propredades.- Sometidos a una-fuerte presión tríbu-

taria, los campesinos están obligados a realizar sus pagos en dinero, lo que en la práctica significa vender sus cosechas a un precio más bajo que el habitual cada vez que los agentes fiscales tienen la ocurrencia de aparecer por su aldea. La negativa o la tardanza en el pago son castigadas con una dureza ejemplar. La huida de sus tierras -nuevamen­ te volvemos a encontrar este tema-, es la única salida que se le ofrece a este campesinado. Esto origina que las comunidades rurales, que responden solidariamente del pago total al fisco de una suma fijada de antemano, se encuentren con que su número de miembros disminuye, mientras que la cantidad a pagar permanece invariable. Una consecuen­ cia de esto es que los campesinos se ven obligados a pedir préstamos a los.más poderosos o a los habitantes de las ciudades. Sin embargo, a la hora de devolver los préstamos carecen de recursos de forma que tienen que vender sus propiedades, mientras que los poderosos pasan «a poseer los hijos de los pobres como esclavos o como sirvientes». En otros casos, los campesinos se ponen bajo la protección de jefes locales al abrigo de los agentes del fisco. Su situación no cambia demasiado -siguen pagando lo mismo y, probablemente, ya ni siquiera tienen el recurso a la huida—, pero cuando menos pueden pagar sus contribucio­ nes en especie. Finalmente, y como último recurso, hay campesinos que eligen el camino de la desesperación: atacan los bienes de los habitan­ tes de las ciudades o asaltan campamentos donde buscan refugio gru­ pos de campesinos huidos. La imagen que se extrae de este cuadro, aunque no se puede gene­ ralizar indiscriminadamente, sí da un marco general de la situación que se vivía en las zonas rurales. Así, el Delta egipcio vivió a finales del siglo v iii una insurrección protagonizada por las poblaciones rurales, que requirió la intervención del gobierno central, y que probablemente tuvo sus causas en una situación idéntica. En algunos casos, las revueltas sociales adquirieron tintes de movi­ mientos religiosos. El problema reside en descifrar su verdadero carác­ ter, dado que en tales sublevaciones se mezclaron antiguas creencias preislámicas con elementos de la religión musulmana. Este es el caso de las revueltas que tuvieron como escenario Jurásan y que se basaron en el recuerdo de la carismática figura de Abü Muslim, el verdadero artífice del movimiento cabbásí (cfr. supra). La segunda mitad del si­ glo v iii y los comienzos del siglo ix están punteados en las regiones del actual Irán por revueltas esporádicas de grupos conocidos con el nom­ bre genérico de Jurrumiyya. Sus doctrinas otorgaban a Abü Muslim el rango de profeta, negaban la resurrección, creían en la transmigración de las almas y predicaban la comunidad de mujeres. Investigaciones recientes han puesto claramente de manifiesto que las creencias de estos grupos eran herederas directas del mazdakismo, el gran movi­

miento religioso y social que había conmocionado la sociedad persa en el siglo vi d. C. (Madelung, 1988; cfr. Cap. I). La rebelión más importante protagonizada por grupos adeptos a la Jurrumiyya fue la que tuvo como protagonista a un tal Babak. Su campo de acción comprendía su país natal, en la zona del actual Azerbayán. Durante más de veinte años este rebelde mantuvo en jaque a los suce­ sivos ejércitos mandados contra él, saqueó caravanas y desarticuló el comercio del país. Su derrota final y muerte sólo tuvieron lugar en el 838, ya en época del califa al-Muctasim. En la región vecina de Tabaristán, al sur del mar Caspio, la convul­ sión adquirió otras modalidades. Un miembro de la aristocracia local de origen persa, llamado Mazyfir, inició en torno al año 838 una revuelta contra el poder central. Ambicioso y dispuesto a extender su autoridad a cualquier precio, no dudó en aprovechar el descontento del campesi­ nado para conseguir sus fines. Las ciudades de la llanura en las que habitaban «los árabes y sus clientes» fueron saqueadas y gran número de sus gentes asesinadas. Mazyar animó a los campesinos a que ataca­ ran a sus señores y a que saquearan sus propiedades. En uno de sus golpes de mano Mazyar se hizo con 260 nobles y los entregó a los campesinos para que los asesinaran. Según los testimonios de las fuen­ tes, Mazyar habría propiciado la destrucción de mezquitas y de todo tipo de huellas del Islam. Su carrera, sin embargo, no fue larga: traicionado por su hermano, ávido por colaborar con el gobierno central, fue final­ mente derrotado por los ejércitos leales al califa al-Muctasim en el año 839 (Minorsky, E .I1, s. v. M azyar). La lista de movimientos sociales no acaba aquí. De cariz totalmente distinto a los ya mencionados son los que tuvieron lugar en las tierras bajas de Mesopotamia durante esta misma época. En este caso, fueron grupos foráneos los protagonistas de las revueltas; grupos que habían sido asentados en las zonas pantanosas situadas en el curso bajo del Tigris y el Eufrates en calidad de esclavos, y cuyas condiciones de vida insoportables condujeron a estallidos violentos. Así, las fuentes hablan de la revuelta de unos misteriosos Zutt a partir del año 821. Casi nada se sabe sobre ellos: se ha especulado con que pueda tratarse de un pueblo procedente de la cuenca baja del río Indo, cuyos miembros habrían sido transferidos a esta zona en calidad de mano de obra servil ya en época sasánida. Su revuelta duró hasta el 835, y en sus momentos de mayor virulencia llegó a interrumpir las comuni­ caciones entre Bagdad y Basra. Mucho más espectacular fue la revuelta de los Zany. En este caso sabemos a ciencia cierta que éstos eran esclavos de raza negra proce­ dentes de Africa oriental y asentados en las zonas cercanas a la desem­ bocadura del Tigris y el Eufrates desde época incierta. Encargados de

la puesta en cultivo de estos terrenos pantanosos, sus condiciones de vida parecen haber sido miserables y de una enorme dureza. Tenemos noticias de al menos dos sublevaciones previas de estos grupos a fina­ les del siglo vil, esto es, poco después de la conquista árabe de la región. Con todo, el año 868 es la fecha que marca el estallido de la gran sublevación de estos esclavos. Es muy significativo que el jefe de la sublevación no fuera un Zany, sino un curioso personaje llamado cAlr b. Muhammad, oriundo de una aldea cercana a Rayy, en el Irán oriental. Predicando un mensaje de contenido religioso muy confuso -en el que nuestro personaje se mos­ traba como descendiente de cAlT, pretendía tener comunicaciones con la divinidad pero, al.tiempo, negaba, ser un profeta-, CA1I, b.-Muhammad acabó recalando en las tierras habitadas por los Zany. Allí predicó un mensaje muy simple: las esclavos no deberían servir más a sus dueños, tendrían acceso a las riquezas y sus antiguos señores pronto sabrían que su hora había llegado. El éxito de cAlr b. Muhammad fue fulgurant^ Respondiendo a su llamada, miles de esclavos se levantaron en armaá y consiguieron victoria tras victoria contra los sucesivos ejércitos envia­ dos contra ellos. La reacción del gobierno central, sacudido en esta época por una profunda crisis (infra, pág. 97), fue muy poco efectiva. Los sublevados llegaron a conquistar Basra, sometiéndola a un sangriento pillaje (871). En los momentos de su mayor auge, la revuelta controló Wásit y el propio cAlr b. Muhammad, «e l señor de los Zany», llegó a acuñar moneda. Es muy probable, además, que los Zany contaran con el apoyo de las poblaciones campesinas de la zona. En el año 879, al-Muwaffaq, hermano del por entonces califa cabbásí (cfr. infra. pág. 100) inició las operaciones que llevaron al lento someti­ miento de la zona. Ayudados por la inmensa red de canales que cortaban el país, los Zany ofrecieron una resistencia que se hizo más desespera­ da a medida que al-Muwaffaq ofrecía a algunos de los jefes del ejército rebelde la posibilidad de acogerse a una amnistía. Finalmente, cAlT b. Muhammad resultó muerto en uno de estos combates y la ciudad de Mujtára, construida por los rebeldes en el territorio bajo su control, fue conquistada por las tropas cabbásíes (A. Popovic, 1976).

4.6.

La aparición de los soldados turcos

Las conmociones sociales y políticas del siglo ix pusieron en tela de juicio los fundamentos sobre los que hasta entonces se había basado el régimen cabbasí. La consecuencia más grave de todo ello fue el debili­ tamiento del antiguo ejército jurásání que había llevado al poder a la familia. Esto se puso ya de manifiesto c.uando el califa al-Ma‘mün quiso

poner fin a la rebelión de Bábak en el año 820 y no tuvo más remedio que recurrir a los servicios de un jefe local que, a cambio de hacerse conce­ der el gobierno de la región de Azerbayán y de una participación en los ingresos fiscales de la zona, ofreció al califa la posibilidad de acabar con el rebelde. El trato no llegó a cerrarse nunca, debido a que el avis­ pado jefe local fue estrepitosamente derrotado por Bábak, pero el epi­ sodio ilustra muy bien los nuevos cambios que estaba sufriendo el im­ perio. El califato de al-Ma'mün presenció la irresitible ascensión de un miembro de la familia cabbásí que fue, sin duda, quien mejor supo darse cuenta de estos cambios. Se trataba de un hermano del propio califa que duranteja guerra civil se había mantenido en un discreto segundo plano y que acabaría siendo conocido como -al-Muctasim. Este personaje había alcanzado notoriedad gracias a su habilidad en rodearse de un ejército privado compuesto por unos pocos millares de soldados. La eficacia de esta fuerza armada y la ausencia de cualquier otro candidato que con­ tara con semejante respaldo militar fueron decisivos para que alMuctasim fuera proclamado califa a la muerte de su hermano en 833. El rasgo principal de este ejército, que al-Muctasim se encargó de engrosar tan pronto como se convirtió en califa, era que estaba com­ puesto mayoritariamente por turcos que procedían de territorios situa­ dos más allá de las fronteras del imperio. En su expansión hacia el Oriente, los árabes habían llegado hasta los- confines que lindaban con las estepas de Asia Central. Estas estepas estaban pobladas por un conjunto de pueblos pastoriles que ocupaban los inmensos territorios que se extendían hasta las límites con China. Todos estos pueblos son conocidos con el apelativo genérico de «turcos», aun cuando en la práctica estaban divididos en innumerables grupos. Uno de ellos había sido, por ejemplo, el de los Hunos, cuyas devastaciones en Europa occidental durante el siglo v d. C. habían dejado un recuerdo imborra­ ble. En las zonas más orientales del antiguo Imperio Sasánida grupos turcos también habían sido un azote para las poblaciones indígenas. Cuando los árabes conquistaron estas regiones heredaron este mismo problema y tuvieron que organizar, al igual que sus predecesores, un sistema fronterizo que sirviera de contención frente a estos pueblos (Shaban, 1970). A mediados del siglo ix, sin embargo, estos turcos se habían convertido también en una cantera excelente para los traficantes de esclavos. Capturados o comprados en estas zonas, muchos de ellos eran enviados a la ciudad de Samarqanda, desde donde eran expedidos hacia las tierras del interior del imperio. Contrariamente a lo que parecen pensar algunos autores modernos, al-Muctasim no fue el «inventor» de este tráfico de esclavos turcos

(D. Pipes, 1981). Lo único que hizo fue aprovecharse de él para formar un ejército que fuera totalmente fiel a su persona. De hecho, las explica­ ciones que se han tratado de dar a este fenómeno (y que incluyen razones tan peregrinas como que al-Muctasim sentía inclinación hacia los turcos porque su madre era una concubina turca de Harün al-Rasrd, o porque admiraba la destreza militar de los jinetes de las estepas) suelen pasar por alto el hecho de que la evolución social del imperio había abocado a una situación en la que el reclutamiento de tropas fo­ ráneas era la única alternativa que le quedaba al poder califal. El predominio de los vínculos de dependencia personal o de autori­ dad en las relaciones sociales había sido hasta entonces la única forma de mantener la cohesión de dicho imperio. Con respecto al ejército, los califas intentaron también potenciar estos lazos de dependencia y de autoridad, pero en última instancia todo dependía de la buena voluntad de los jefes militares que actuaban con respecto a sus regimientos como si fueran sus propios ejércitos privados. La guerra civil había demostra­ do que en determinadas circunstancias esa buena voluntad podía a g i­ tarse y que la autoridad del califa cabbasí de nada servía frente al pode^: de los jefes del ejército. Es muy significativo el caso del único jefe militar que quedó bien parado después de la guerra civil, Táhir b. al-Husayn, a quien ya hemos citado a propósito de su victoria frente al ejército de Bagdad que había asegurado a al-Ma'mün el triunfo sobre su hermano (cfr. supra, pág. 91). Concluida la guerra este personaje y su familia recibieron su premio por haber apoyado al lado vencedor: el califa al-Ma'mün les otorgó la región de Jurasan en régimen de semiindependencia y quedaron encargados de mantener el orden en Bagdad. Si el apoyo de un jefe militar victorioso se hacía pagar un precio tan alto, los califas no tenían más remedio que formar un ejército un ejército propio que estuviera cimentado en la adhesión incondicional a sus personas. En un mundo que se desintegra­ ba bajo sus pies, los cabbasíes decidieron recurrir entonces a «escla­ vos». El término «esclavos» (gulam, pl. gilmán) aplicado a estos soldados turcos (que fueron los mayoritarios, aunque también se enrolaron tropas de otras etnias) es, sin embargo, equívoco. El lector debe hacer un esfuerzo para adaptar la idea que pueda tener sobre la esclavitud de época grecorromana a este tipo de esclavitud que va a volver a aparecer en otras épocas y otros lugares del ámbito islámico. Desde luego, estos turcos eran reclutados por compra a edades muy jóvenes y se les daba un entrenamiento militar exhaustivo. En un principio al-Muctasim siguió con respecto a ellos una política de segregación: fueron mantenidos al margen del resto de la población e incluso el propio califa se encargó de proveerles mujeres turcas. Poco familiarizados con la lengua árabe,

nos consta además que muchos de ellos ni siquiera conocían los rudi­ mentos de la religión musulmana, al menos en un primer momento. Sabemos que estos «esclavos» recibían estipendios por sus servi­ cios. Algunos de ellos tuvieron carreras meteóricas en la escala militar e incluso son frecuentes los casos de «esclavos» turcos que, con el tiempo, llegaron a poseer grandes propiedades territoriales. Más aún, como se verá en las páginas siguientes, estos peculiares «esclavos» pasaron a controlar el aparato del estado desplazando a la autoridad de los califas en pocos años. Ninguno de estos rasgos, pues, se correspon­ de con la idea que se suele tener del papel de un esclavo. Es seguro, por tanto, que o bien en algún momento de sus vidas estos eran manu­ mitidos, o bien la traducción «esclavo» el vocablo gulSm (nombre con el que se les acabó conociendo, sobre todo en el siglo x, y que originalmen­ te significaba «joven», «m ozo») es poco correcta. En todo caso, por qué estos soldados, en principio dependientes, llegaron a cobrar tanto relie­ ve se debió a un hecho muy simple: coparon por completo el aparato militar del gobierno califal, lo que les sirvió para adquirir una preemi­ nencia incontestada. En época de al-Muctasim, sin embargo, tal posibilidad parecía impen­ sable. El califa hizo uso de estas tropas para aplastar rebeliones inter­ nas y para hacer sentir al Imperio Bizantino su renovado poder militar con expediciones que, sin obtener gran cosa, fueron celebradas con entusiasmo por los poetas cortesanos. Deseoso además de abandonar Bagdad, el califa hizo construir una nueva capital, Samarra, situada a unos 100 kilómetros al norte de aquélla. Allí dispuso que se establecie­ ran su nuevo ejército y toda la administración califal. No obstante, esta nueva fundación cabbásí no habría de tener el mismo éxito que su predecesora: mal emplazada y poco dotada de recursos naturales, Sa­ marra acabaría siendo abandonada por los califas de la dinastía que, a comienzos del siglo x, decidieron regresar a Bagdad. Hoy en día, los escasos restos de este experimento revelan un inmenso complejo es­ trictamente organizado sobre un plano regular en el que se compren­ dían palacios, mezquitas, barracones para el ejército y barrios de arte­ sanos y comerciantes.

4.7.

La crisis del califato cabbásí

Al-Muctasim fue sucedido por sus dos hijos al-Watiq (842-847) y al-Mutawwakil (847-861). Fueron años relativamente pacíficos que sólo se vieron perturbados durante el califato del segundo por ciertos cambios en materia de política religiosa que se verán en el capítulo siguiente. Sin embargo, el año 861 marca un suceso clave: en esa fecha al-Mutaw-

wakil fue asesinado por sus propios soldados turcos, que habían visto en algunas de las últimas decisiones del califa una amenaza contra su po­ sición de privilegio. Este magnicidio señala un cambio profundo en las relaciones entre los califas y sus «esclavos» militares. Durante todo el período anterior los cabbásíes habían sido capaces de ejercer un control absoluto sobre estos soldados: a la menor sospecha de traición o de intrigas políticas, un jefe militar podía ser ejecutado por orden directa del califa, como de hecho ocurrió en un par de ocasiones. Ahora bien, a medida que pasaba el tiempo y los antiguos foráneos se convertían en residentes permanen­ tes del imperio con el control del aparato militar, las posibilidades de los califas de ejercer un poder absoluto sobre los turcos fueron dismi­ nuyendo. Así lo debió de entender el califa al-Mutawwakil de quien nos consta que antes de su muerte hizo intentos para reclutar un nuevo ejército formado por elementos árabes, armenios e incluso bagdadíes con los que contrarrestar la cada vez más patente influencia de ios turcos establecidos en Samarra (H. Kennedy, 1986). Su asesinato fue u^a clara señal de que tal política llegaba demasiado tarde. Durante los nueve años posteriores a este asesinato (861-870) el califato cabbásí quedó sumido en el caos más absoluto. Cuatro califas se sucedieron durante este período, de los que tres acabaron sus días asesinados, en un estado de virtual guerra civil. Los detalles concretos de estas luchas no deben detenernos aquí. Lo que sí interesa subrayar, en cambio, es que estos enfrentamientos se desarrollaron entre faccio­ nes rivales del ejército turco y entre grupos políticos que pugnaban por obtener acceso a unos recursos del estado cada vez más disminuidos. La perentoria necesidad de pagar regularmente a las tropas se convirtió en una cuestión de vida o muerte para los califas que podían verse privados del apoyo de los regimientos turcos si éstos no eran pagados en su debido momento. Muy pronto los jefes militares turcos se dieron cuenta de que, si bien eran dueños del aparato coercitivo del estado, los vitales recursos financieros eran manejados por la burocracia civil. No puede, pues, extrañar que en el marco de los constantes vaivenes polí­ ticos del período algunos de estos jefes militares se hicieran investir con el cargo de «visir» con resultados siempre desastrosos. Se ha calculado que en esta época los ingresos fiscales de la admi­ nistración califal descendieron un tercio con respecto a los que se ob­ tenían en la «época dorada» de Hárün al-Rasrd. La anarquía del período contribuyó aún más a acentuar este declive: tierras de Iraq disminuye­ ron su producción, Bagdad y sus alrededores fueron asoladas nueva­ mente a causa de las luchas que oponían a las facciones del ejército turco y, en fin, en el año 868 el inicio de ja rebelión dejos añadió.

un motivo más de exasperación a los tesoreros de la administración central. A todo esto, los recursos procedentes de Jurasan debieron de dismi­ nuir también durante esta época. Táhir b. al-Husayn y sus descendientes habían recibido de los califas el gobierno de esta zona con la condición de enviar parte de los ingresos fiscales a Bagdad. Es muy posible que ahora esta costumbre se interrumpiera debido a que los propios Táhiríes comenzaron a tener serios problemas en sus tierras. En una de las re­ giones bajo su dominio, Sistán, las dificultades de su gobierno se hicie­ ron crónicas: bandas armadas recorrían las zonas rurales desafiando el poder de los Táhiríes y atacando los centros urbanos. Ante la ineficacia de los- gobernadores,-las poblaciones- indígenas-comenzaron-ar^crear miligias locales. Una de estas milicias füe reclutada por un tal Yácqüb al-Saffar («e l Cobrero»), un persa de orígenes humildes, que no sabía una palabra de árabe, y que en pocos años consiguió hacerse con todo Sistán (861). Esto fue sólo el comienzo. Doce años después Yácqüb derrotaba al último gobernador Táhirí y pasaba a controlar los territorios de Tabaristán, Jurásán y Fárs, legándolos a su sucesor. Los califas de Bagdad no tuvieron más remedio que reconocer el fin de sus aliados Táhiríes y conceder el gobierno de la zona al nuevo poder que ya sólo dependía nominalmente del gobierno central (R. N. Frye, 1975). Otros territorios que antaño habían formado parte del vasto imperio cabbásí siguieron un camino parecido. De al-Andalus y del Magreb los califas de Bagdad no sabían ya más que lo que les contaban los viajeros que visitaban esas regiones. Durante la segunda mitad del siglo ix fue a Egipto al que le tocó el turno de ir rompiendo los lazos que le ligaban con la antigua metrópoli. Ya en tiempos del califa al-Mutawwakil se estableció el uso de nombrar a turcos como gobernadores del país del Nilo. El principal interés de estos gobernadores parece haber sido exprimir lo más rápidamente posible los recursos fiscales de la pobla­ ción. En el año 868, en plena crisis del califato, fue nombrado para este puesto un turco llamado Ahmad b. Tülün, quien mantenía excelentes relaciones con el partido entonces en el poder en Samarra que quería asegurarse los ingresos de este país sin las molestas interferencias de la administración civil. Ahmad b. Tülün pertenecía a una nueva generación de turcos asen­ tados en el imperio: nacido ya probablemente en Samarra, se sabe que había recibido una sólida formación intelectual y teológica. No en vano, uno de los restos de su paso por Egipto es la magnífica mezquita que mandó construir en El Cairo y que aún hoy es uno de los mejores ejem­ plos de la arquitectura religiosa de este período. Al contrario que sus predecesores, el nuevo gobernador intentó ser gobernante de Egipto con las miras puestas er^establecer una-dinastía propia. Pudo crearse

un ejército y pactar con el gobierno central una suma que debía remitir anualmente. Como es lógico, este acuerdo no duró demasiado y las luchas intestinas en Bagdad permitieron a Ahmad b. Tülün comportarse como dueño efectivo de Egipto. Todas estas circunstancias determinaron que, cuando por fin el ca­ lifato cabbásí pudo superar su crisis interna en los años siguientes al 870, la situación política de los territorios del Islam hubiera cambiado profundamente. A partir de ahora, los califas cabbásíes ya no podrán enviar gobernadores a las provincias y esperar tranquilamente que recauden los impuestos y mantengan el orden: ante el hecho consumado del surgimiento de poderes locales con sólida implatación en sus pro­ vincias; los califas de Bagdad no tendrán más remedio que recurrir a todos los medios para hacerse reconocer y para conseguir que estos gobernantes locales envíen parte de las recaudaciones fiscales de su zona. Utilizando estos medios militares o diplomáticos, el gobierno cen­ tral podrá obtener que en determinado año los Saffaríes o Ahmad ¿b. Tülün remitan sus contribuciones, pero el enorme esfuerzo desplegado para conseguir estas victorias tan puntuales indican que el proceso ae desintegración era ya irreversible. De hecho, un Ahmad b. Tülün podía permitirse desafiar aún más al gobierno central extendiendo su dominio no sólo sobre Egipto sino también sobre Palestina y Siria (878), mientras que los Saffaríes no tenían ningún empacho en cultivar relaciones cor­ diales con los califas de Bagdad y al mismo tiempo disputarles la pose­ sión de la región de Fárs o de las ciudades de Ispahán o Rayy. Pese a tener todos estos elementos en contra, durante los tres últi­ mos decenios del siglo ix el califato cabbásí experimentó una fugaz re­ cuperación. El artífice de este nuevo auge fue un miembro de la familia cabbásí que, paradójicamente, nunca ejerció el cargo de califa. El nom­ bre con el que llegó a ser conocido fue el de al-Muwaffaq y era un hijo del califa al-Mutawwaqil, aquél cuyo asesinato había desencadenado la crisis interna. El logro de al-Muwaffaq fue aglutinar en torno a sí a los principales jefes del ejército turco garantizándoles la total salvaguardia de sus intereses. Con astuta visión política, al-Muwaffaq permitió que su hermano al-Muctamid (870-892) ejerciera como califa, mientras él se reservaba el control de la administración, clave ésta que permitía ase­ gurar a los turcos que su posición de privilegio no se vería menoscaba­ da. Aunque esta relación estuvo llena de maniobras políticas por ambos lados para tratar de desplazar al contrario, lo cierto es que funcionó relativamente bien, sobre todo gracias a que al-Muwaffaq fue relegando cada vez más a su hermano a un mero papel de comparsa. Los éxitos del resurgido poder califal fueron resonantes. En el año 883 la revuelta de los Zany fue suprimida, como ya se ha visto. Al año siguiente, la muerte de Ahmad b. Tülün dejaba al frente de Egipto a su

hijo y esta circunstancia propició una ofensiva °abbasí que intentó recu­ perar esta provincia; pese a que esta campaña no consiguió su objetivo, el nuevo señor de Egipto hubo de comprometerse a enviar un tributo anual de 300.000 dinares al gobierno central. Los dos hermanos que habían protagonizado el resurgimiento cabbasí murieron uno después del otro entre 891 y 892. Un hijo de al-Muwaffaq, conocido como al-Mu°tadid (892-902), fue proclamado califa. Sus diez años de gobierno estuvieron marcados por luchas en todos los frentes que en algunos casos obtuvieron éxitos resonantes: Siria y el norte de Meso­ potamia, que hasta entonces habían estado bajo la influencia de los Tülüníes de Egipto volvieron a depender de Bagdad. El debilitamiento de la di­ nastía que se había instaurado en El Cairo fue a partir de entonces impa­ rable^ en el año 905, ya en tiempos del hijo y sucesor del califa, al-Muktafi, Egipto volvió a ser administrado directamente por los cabb3síes. En los territorios orientales del actual Irán también se produjeron cambios. El califa al-Muctadid luchó aquí denodadamente por incorporar a sus dominios las regiones de Fars, Yibál y Tabaristán con resultados muy desiguales y, sobre todo, efímeros. Sin embargo, el principal suceso que afectó a estas regiones fue el tercer cambio de soberanía sobre ellas. El predominio de los Saffaríes llegó a su fin en 902, al ser derrota­ dos por un tal Ismácfl b. Ahmad. Este personaje pertenecía a una familia de rancio abolengo persa, conocida con el nombre de Samaníes: sus antepasados habían jugado un importante papel en tiempos del Imperio Sasánida y en tiempos de la invasión árabe habían sabido adaptarse a los nuevos tiempos convirtiéndose al Islam. Aliados de los °abbasíes en el movimiento que llevó a éstos al poder, los Samaníes habían preserva­ do un control duradero en la región de Transoxiana. Cuando acabó con el poder de los Saffaríes, la familia persa pasó a gobernar unos extensos territorios que incluían Jurásan, Transoxiana, Jwarazm e incluso, con el tiempo, Tabaristán y Rayy. Pese a todo esto, a comienzos del siglo x, cuando estaba a punto de comenzar el siglo iv de la Hégira, el califato cabbasí parecía haber re­ cobrado sus tiempos de esplendor. Después de tres décadas de luchas incesantes los califas de Bagdad habían vuelto a hacer sentir su autori­ dad en buena parte de los territorios que componían el antiguo imperio. Incluso los propios Samaníes, pese a comportarse como gobernadores independiente de sus territorios, tenían que reconocer la soberanía califal. Con todo, este momentáneo «renacimiento» cabbasí no fue más que un mero espejismo trabajosamente erigido por una serie de califas que supieron maniobrar hábilmente en unas difíciles circunstancias para conseguir sus objetivos. Tan pronto como el califato pase a manos peor dotadas todo este imponente edificio se derrumbará definitivamen­ te con una pasmosa facilidad.

La elaboración religiosa

A lo largo del período que hemos visto en los capítulos anteriores el Islam adquirió los rasgos distintivos que lo conformaron como una reli­ gión con caracteres propios. Fue éste un proceso largo y complejo que todavía no se conoce en toda su profundidad y que ha generado vivos debates, muchos de ellos aún no resueltos. La mayor parte de estas discusiones han tenido como tema más o menos aparente el referido a la «originalidad» del Islam; hasta qué punto esta religión se gestó en un medio árabe específico, o se trató de una derivación de las grandes re­ ligiones monoteístas predominantes en el Oriente Medio. Partidarios de una y otra postura han realizado sistemáticos análisis de los elementos que componen el Islam, bien para demostrar su carácter radicalmente nuevo (para lo cual la propia tradición musulmana ofrece un buen núme­ ro de argumentos), o bien para poner el énfasis en la influencia deter­ minante que otros monoteísmos previos han podido tener en la elabora­ ción del credo islámico (para lo cual existen infinidad de detalles que muestran sorprendentes coincidencias). Aun cuando tales discusiones tocan de lleno el contenido de este ca­ pítulo —tal y como se verá en las páginas que siguen—, el principal objetivo de éstas no es tanto entrar en problemas de religión comparada como mostrar el desarrollo histórico que alumbró la creación del dogma musulmán. Siendo éste un libro de historia —y no de teología—, el fenó­ meno religioso merece ser explicado en tanto en cuanto proporciona unas claves que permiten comprender mejor la sociedad que lo genera. El Islam es una religión basada en un monoteísmo absoluto. La pro­ fesión de fe musulmana (saháda) pone el énfasis en este principio al

proclamar que «no hay más dios que Allah y Mahoma es su profeta». Esta declaración entraña por parte del creyente el reconocimiento de la omnipotencia divina y la «sumisión» (Islam) a sus mandatos. Por otra parte, también supone la aceptación de la misión divina de Mahoma, quien ha actuado como profeta enviado por Allah a la Humanidad. Según el dogma musulmán, Mahoma ha tenido en esta misión a varios prede­ cesores: Noé, Abraham, David, Zacarías, Jesús, etc... todos ellos profetas que han dado también testimonio del Dios único. No obstante, la predi­ cación de estos profetas ha sido tergiversada por los hombres de tal forma que el Judaismo y el Cristianismo —los dos grandes credos mono­ teístas que han precedido en el tiempo al Islam-, han corrompido la auténtica revelación. Ante este panorama, el Islam se presenta como una restauración del verdadero monoteísmo y como una vuelta a lo que se considera la «auténtica fe de Abraham». Estos principios tan simples fueron objeto de una notable elabora­ ción dogmática. Este dogma sirvió de base para la constitución de una comunidad de creyentes (umma) que tiene como principal señal d^ identidad la creencia en una revelación divina confiada a Mahoma. Bi núcleo central de esta revelación se contiene en el Corán y se completa con otros elementos que componen la tradición musulmana.

5.1.

El Corán

Como ya se ha visto en otro lugar, el Corán es considerado como el libro que recoge literalmente la revelación de Allah a Mahoma. Según la tradición, tras recibir cada revelación el profeta habría comunicado su contenido a sus seguidores. Algunos de éstos se habrían aplicado a aprender de memoria sus palabras o a apuntarlas por escrito sobre pedazos de cuero, omóplatos de camello o cualquier otro soporte. Como consecuencia de este proceso de transmisión tan poco sistemático, a la muerte de Mahoma habrían existido distintas versiones del texto que contenía la revelación. La tradición musulmana atribuye al califa cUtman (644-656) la deci­ sión de establecer un texto único que abrogara cualquier discrepancia y que fuera aceptado unánimemente. Para ello se creó una comisión que se encargó de cotejar todas las versiones que existían y de fijar el texto definitivo de la revelación. Aunque el resultado final de este trabajo estuvo lejos de ser aceptado por todos, —especialmente por los partida­ rios del califa cAlr que acusaron a cUtman de haber suprimido partes del texto en las que se mencionaba a aquél-, lo cierto es que esta recopila­ ción acabó imponiéndose como el texto canónico que contiene la reve­ lación comunicada a Mahoma.

Tal y como quedó establecido, el Corán es un libro sagrado destina­ do a ser recitado (qur’an = recitación). Consiste en 144 capítulos llama­ dos «azoras», cada uno de los cuales está formado por un número varia­ ble de versículos llamados «aleyas». Las azoras están ordenadas giosso modo en el libro de mayor a menor, de tal manera que las primeras azoras son más largas que las últimas. A esta regla general escapa la primera azora que es esencialmente una corta oración y es usada como tal en el ritual musulmán. La exégesis musulmana y la investigación arabista han consagrado grandes esfuerzos para establecer la cronología de cada una de las azoras tratando de vincular su contenido con sucesos concretos de la vida de Mahoma. El resultado de estos trabajos no ha sido siempre todo lo coiícluyente que se hubiera podido esperar, y aunque existe una división entre «azoras mequenses» (esto es, las que le habrían sido reveladas a Mahoma durante su estancia en La Meca) y «azoras medinesas», lo cierto es que no existe un acuerdo entre los distintos autores que han tratado este problema, sobre cuáles son unas y otras (J. Vernet, 1973). La principal razón de este fracaso se debe a que, como también se ha visto ya, el Corán da por sí mismo muy pocas claves sobre el entorno histórico en el que ha surgido. En un estilo complejo y en muchos mo­ mentos poético este libro subraya continuamente la unicidad de Alláh, su omnipotencia y omnisciencia, su generosidad para quienes sigan sus mandatos y su castigo para quienes los rechacen. Sin seguir un desarro­ llo lineal, el texto mezcla pasajes en los que se relatan de forma muy vaga las misiones de los profetas previos a Mahoma, con prescripciones legales sobre temas concretos (matrimonio, limosnas, herencias, etc.) a lo que se unen admoniciones para quienes no creen o no cumplen con los preceptos divinos. Muchas veces la comprensión del Corán exige del lector un conocimiento previo de textos bíblicos, ya que son bastante frecuentes las citas a personajes del Antiguo Testamento (José, Moisés, Jonás, etc.) cuyo conocimiento por parte del lector el texto coránico da por supuesto. Es por consiguiente muy difícil comprender todos los pasajes del Corán y por ello desde el siglo v iii comenzaron a circular comentarios (tafsir) que trataban de hacer accesible el significado del texto coránico. Un libro de tal complejidad y trascendencia ha originado muy varia­ das disputas. Ya desde fechas muy tempranas existen testimonios de polemistas cristianos que achacaban el estilo entrecortado del Corán al hecho de que era una obra escrita por distintos autores. A esto respon­ dieron los apologistas musulmanes señalando que era precisamente el peculiar estilo del Corán lo que lo hacía inimitable y, en consecuencia, rlri

i^iT n n ri

U lV illU l

Esta concepción del radical carácter divino del Corán ha influido decisivamente en las interpretaciones realizadas sobre este texto. La tradición musulmana insiste sobre el hecho de que su libro sagrado contiene las palabras textuales reveladas por Allah y que en él apenas ha intervenido la mano del hombre. Esta concepción difiere totalmente de la que se ha consagrado en el caso de las escrituras judeocristianas en la que se acepta una intervención humana, aunque, eso sí, inspirada por la divinidad. De esta forma, tales escrituras pueden ser objeto de una crítica textual de la que se pueden obtener datos sobre su fecha de composición, su procedencia, etc... Sin embargo, desde un punto de vista «ortodoxo» tal crítica textual está totalmente fuera de lugar en el caso'del Corán. No obstante, en los últimos años algunas interpretacinoes han inten­ tado aplicar nuevos métodos para el análisis del Corán. Lógicamente, los resultados que ha arrojado esta metodología han sido algo «hetero­ doxos». El Corán sería, según esta hipótesis, un conjunto de piezas diversas transmitidas oralmente, que a menudo se solapan entre sí y que tienen como tema central la figura de un profeta árabe. Surgidas en un medio de polémica religiosa en el seno del judaismo, su forma definitiva no se habría configurado hasta el siglo n después de la Hégira (T. Wansbrough, 1977). Estas ideas han recibido amplias críticas no sólo por parte de aca­ démicos musulmanes, sino también por arabistas occidentales. En el primer caso, tal rechazo es explicable por el especial carácter que ha adquirido el Corán dentro de la propia religión islámica. En el segundo, ha sido sobre todo la cronología propuesta y la caracterización del medio religioso en que se habría gestado el texto coránico lo que ha motivado las principales críticas. Con todo, es indudable que la aplica­ ción de los métodos de análisis textual -tan corrientes ya en otros campos-, puede deparar interesantes conclusiones que todavía están por explorar en el campo de los estudios coránicos.

5.2.

La tradición musulmana

Como ya se ha visto (supra, cap. 1), otro de los elementos básicos de la religión musulmana es la propia figura del profeta Mahoma. Recipendiario de la revelación divina, su vida y sus actos habrían estado también inspirados por Allah. De acuerdo con esta idea, las palabras y los hechos del Profeta tuvieron una trascendental importancia y perduraron en el recuerdo de sus compañeros, los cuales los transmitieron oralmente a las generaciones siguientes. De esta forma se habría gestado la litera­ tura del hadlt que recoge pequeñas anécdotas relativas a Mahoma, en­

cada una d6 las cual6s éste aparece emitiendo una opinión, actuando de cierta forma q condenando determinada conducta. La importancia de esta literatura reside en que tal opinión, ¿al decisión o tal condena acabaron teniendo un carácter normativo; esto es, pasaron a convertirse en la costumbre del profeta (sunnat al-nabl) y en un ejemplo. Esta con­ cepción desembocó en la formulación de una ley religiosa (sarfa) ba­ sada en una tradición que pretendía remontarse a Mahoma. El número de temas sobre los que el profeta opinó y de situaciones ante las cuales mostró aprobación o desaprobación es inmenso. Podrá entenderse, por consiguiente, que esta literatura del had.lt cubra temas tan variopintos como teología, ritual, matrimonios, herencias, relaciones económicas, buenasc.ostnmbras,j3ueños> etcw_Para.dar una idea de cuál es el. carácter de esta literatura se puede citar el siguiente hadlt: «A bü al-Yaman nos contó que Sucayb le informó de acuerdo con la autoridad de al-Zuhii quien decía que Abü Salama b. cAbd.al-Rahmán le informó de que cÁ'isa... dijo que el Enviado de Dios fue preguntado sobre "al-bitc” que es una bebida hecha de miel que los Yemeníes solían beber. Él dijo: "Todas las bebidas que causan embriaguez están prohibidas”» (cit. por A. Rippin, 1988).

Como puede verse, en este hadlt se trata sobre el carácter ilícito de las bebidas alcohólicas. Este hadlt es sólo uno de los casi 7.400 que aparecen recogidos en una de las principlaes compilaciones de esta literatura: la escrita por al-Buján (m. 870), el cual ordenó su obra según una clasificación temática. El hadlt que acabamos de ver es uno de los muchos que se citan con respecto al problema del vino y de las bebidas alcohólicas. Se habrá observado que al inicio del hadlt aparecen una serie de nombres en cursiva. Estos nombres son los que componen la cadena de transmisores (isnád) de la noticia. La última persona que aparece citada es cÁ ’isa, la esposa del profeta, que es quien, aparentemente, habría estado junto a Mahoma en ese momento y habría transmitido el episodio después. Esta transmisión se habría realizado oralmente hasta la época de al-Buján que es quien la pone por escrito. Al-Bujárl no fue el único autor que se dedicó a la penosa tarea de recoger todos los hadlt es que circulaban. Otros autores realizaron la misma labor aproximadamente por la misma época. El resultado es una serie de monumentales compilaciones con múltiples variantes en torno a los dichos y hechos del Profeta. Ante tal cúmulo de variantes, acabó creándose una ciencia específica destinada a averiguar cuáles eran las tradiciones proféticas fiables. Para ello, los eruditos musulmanes reali­ zaron ingentes esfuerzos para comprobar cada uno _de los nombres que

aparecían en las «cadenas de transmisores» con el fin de comprobar la fiabilidad de cada individuo que aparecía en ellas. De esta forma, la propia tradición musulmana acabó rechazando un buen número de hadTtes que eran demostrablemente falsos, pero mantuvo una cantidad importante de ellos considerándolos verdaderos. Estos hadTtes han pa­ sado a constituir los distintos «corpora» canónicos que las diversas escuelas tienen por auténticos.

5.3.

La elaboración del derecho

... Aparte de los datos que puede proporcionar para conocer la biogra­ fía de Mahoma, la importancia del hadlt reside én el hecho de que se convirtió en la principal fuente para la elaboración de la ley religiosa (saifa). La palabra «ley» debe ser entendida aquí con un significado muy amplio: abarca la totalidad de los mandamientos divinos que regu­ lan todos los aspectos de la vida de un musulmán y de toda la comunidafi islámica. Esto incluye, por lo tanto, aspectos rituales, políticos y estric­ tamente legales. En este último aspecto el derecho musulmán ha acaba­ do configurándose con unos caracteres muy específicos, dado que se presenta a sí mismo como directamente emanado de Allah, el cual inspiró a su profeta el modelo (sunna) en el que se inspira la práctica legal. Como puede comprenderse, en la configuración de esta «ley sagra­ da» la literatura del hadlt juega un papel fundamental dado que es la que recoge los dichos y hechos que componen la sunna. Ahora bien, también se ha visto la peculiar forma en que se transmite este tipo de literatura con una primera fase oral que se remonta hasta la época de Mahoma, pero que sólo a partir del siglo ix acaba siendo puesta por escrito. ¿Se puede aceptar que lo que los compiladores de hadlt redactaron casi dos siglos después de la muerte de Mahoma fueron realmente las palabras y las obras de éste transmitidas fielmente por varias generaciones? Esta pregunta es muy importante. Dependiendo de la fecha que se adjudique a la literatura del hadlt podrá retrotraerse la aparición de una norma legal determinada bien, como quiere la tradición musulmana, a la propia época de Mahoma (esto es, a la Arabia del siglo vil), bien a una fecha posterior y a unas circunstancias muy distintas. De hecho, crear un hadit que justificara determinada actuación legal era algo muy sim­ ple: bastaba buscar una cadena de transmisores fiable y atribuir la opinión en cuestión al Profeta para que, una vez puesta en circulación, esa opinión pudiera adquirir un aura de «respetabilidad». En Occidente, los estudios modernos sobre el hadit van unidos al nombre del arabista]. Schacht. En una serie de trabajos ya clásicos, este

autor argumentó que la literatura del hadlt sólo surgió tardíamente en el siglo viii. La práctica jurídica y administrativa que se aplicaba en tiempo de los califas omeyas no era considerada entonces como ley religiosa: se trataba más bien de una serie de normas que tenían orígenes muy diversos, los cuales abarcaban desde la ley romana, bizantina y sasáni­ da que los árabes encontraron en las tierras conquistadas, hasta las disposiciones originadas en el derecho consuetudinario que tradicional­ mente se venía siguiendo en los territorios del Oriente Medio. La admi­ nistración de esta ley recaía en unos jueces llamados «cadíes», los cuales eran nombrados por los gobernadores de cada provincia. A me­ dida que el número y la importancia social de estos cadíes aumentaba se fue creando una especie de «consenso» legal en cada una de las distintas provincias (en especial en Küfa, Basra, Medina, La Meca y Siria). Con el fin de legitimar este consenso se empezó a recurrir a la práctica de adscribir tal o cual normal legal a una destacada figura del pasado que había dejado un recuerdo de ecuanimidad y justicia. Esta práctica desató una auténtico carrera por dotar de mayor autoridad a los usos legales, y así se llegó a atribuirlos a Compañeros de Mahoma primero y al propio Mahoma después. De esta forma, en pleno siglo IX se habría producido un «movimiento tradicionista» que buscaba impo­ ner una tradición (sunna) de Mahoma mediante la atribución de hadltes atribuidos a éste (J. Schacht, 1964). La idea de una elaboración «tardía» de la literatura del hadlt ha encontrado bastante aceptación entre los arabistas occidentales, -aun­ que con notables excepciones—, y un explicable rechazo por parte de los estudiosos musulmanes. Pese a que aún en nuestros días ésta sigue siendo una cuestión que despierta buen número de discusiones y de puntos que no fueron satisfactoriamente resueltos por J. Schacht (D. S. Powers, 1986), puede decirse que en líneas generales la hipótesis de éste sigue manteniéndose en pie. Más aún, hoy sabemos que antes de que pasara a estar aceptada la tradición o sunna del profeta como fuente única de derecho, a los propios califas se les reconocía también una considerable autoridad en materias legales (M. P. Hynds & P. Crone, 1986). Obviamente, las consecuencias de esta conclusión son muy impor­ tantes: la ley musulmana se habría formado en un momento en que las conquistas habían puesto a los árabes en contacto con otras culturas del Oriente Medio, y es evidente que ello tuvo que repercutir en el conteni­ do de esta ley. En este sentido, la posibilidad de que el antiguo derecho provincial romano haya podido influir en la elaboración de algunos aspectos prácticos de la ley islámica ha empezado a ser contemplada por algunos autores (P. Crone, 1987). Sin embargo, fuera cual fuera el origen de los principios de esta ley,

a partir del siglo ix adquirió un rango muy especial al prevalecer la idea de que estaba sancionada por la divinidad. Los principales impulsores de esta concepción fueron el llamado grupo de los «tradicionistas». Hasta entonces, la opinión personal (ia ’y ) de los encargados de admi­ nistrar la justicia había sido el factor determinante en la elaboración del derecho. Frente a esto, los «tradicionistas» opusieron todo el bagaje de legitimidad que otorgaban los innumerables hadltes que se hacían re­ montar al Profeta y que en este período florecieron por doquier. El triunfo de estos «tradicionistas» trajo consigo una serie de cam­ bios. El principal sistematizador de estas nuevas prácticas fue un jurista conocido con el nombre de al-Sáficr (m. en 820).‘Autor de varios escritos redactados en forma de preguntas.y. respuestas contra sus adversarios (lo que da una idea del alto grado de polémica que se vivía en la época), al-Sáficr defendió como única fuente de derecho la sunna del Profeta. Tan sólo los hadltes que se remontaran hasta Mahoma habrían de ser válidos y, desde luego, no podrían nunca entrar en contradicción con el Corán. Para proceder de acuerdo con su sistema, al-Sáficr insistía en Ja necesidad de una reflexión metódica en detrimento de la mera opinió^L personal. No es de extrañar, por consiguiente, que a partir de la obra de al-Sáficr comenzaran a proliferar las compilaciones de hadlt a las que más arriba nos hemos referido. Hubo también otro cambio importante que consistió en que las prác­ ticas que se habían ido creando en las diversas provincias pasaron ahora a ser identificadas con la figura de un prestigioso maestro. Así por ejemplo, los juristas de la escuela de Küfa pasaron a identificarse con las enseñanzas de Abü Hanrfa (m. en 767). Por su parte, los de Medina hicieron lo propio con Málik b. Anas (m. en 795), cuya escuela habría de extenderse por el norte de África y al-Andalus. El propio al-SáficT, pese a rechazar la idea de crear escuela, no pudo evitar que sus discípulos se refirieran a él como maestro especialmente en Egipto. Más tardía­ mente, Ahmad b. Hanbal (m. en 855) también creó un grupo de seguido­ res que, pese a seguir en principio los usos de la escuela de Medina, acabaron distanciándose claramente de ésta. También en Siria llegó a crearse una escuela que, sin embargo, no llegó a tener una vida muy larga. Las escuelas hanifi, málikí, sáficí y hanbalí, representan cuatro inter­ pretaciones de la ley islámica que son consideradas igualmente válidas por la ortodoxia musulmana. En un principio las diferencias entre ellas representaban tan sólo las lógicas variantes geográficas que habían ido cuajando en la interpretación de dicha ley. Estas diferencias se fueron acentuando a medida que se desarrollaban los mecanismos de «re­ flexión sistemática» en el derecho musulmán. Junto a ello, estas escue­ las también acabaron divergiendo, en mayor o menor medida, en cues­

tiones de detalle, en la aplicación práctica de la ley o en cuestiones de procedimiento jurídico. _ Desde mediados del siglo ix comenzó a prevalecer la idea de que el período de la interpretación había quedado ya cerrado y que el papel de los cadíes habría de limitarse a seguir la doctrina de los principales artífices de la elaboración del derecho musulmán. Este seguimiento de la autoridad establecida (taqlid) fue una consecuencia lógica de la idea sobre el carácter sagrado e inmutable de la ley. Pese a ello, los cambios que tienen lugar en la historia no pudieron ser detenidos y-las nuevas situaciones obligaron a los especialistas en la ley a emitir sentencias que trataban sobre estas nuevas situaciones. Si estas sentencias, cono­ cidas con el nombre de fatwas, llegaban a ser admitidas por el consenso del resto de los especialistas, pasaban a ser incorporadas a la doctrina legal de cada escuela. De esta forma, las cuatro escuelas que se han mencionado más arriba han sobrevivido hasta nuestros días.

5.4.

La noción de autoridad

En un capítulo anterior se ha visto el significado que ostentó durante los dos primeros siglos del Islam el título de califa. Investido como «representante de Allah» en la tierra, la obediencia a sus dictados adquiría una dimensión no sólo política sino también religiosa. Precisa­ mente por esto las primeras divisiones sectarias producidas en el seno de la comunidad musulmana tuvieron como causa inmediata la cuestión del califato y alcanzaron una transcendencia que con el tiempo no hizo más que acentuarse. En el siguiente apartado se tratarán estas divisio­ nes sectarias, mientras que en el presente nos centraremos en la evolu­ ción del concepto de autoridad en lo que se ha dado en llamar Islam «ortodoxo» o sunní. La especial autoridad de los califas omeyas y de los primeros cabbásíes no se limitó a una mera cuestión de títulos. Aparte de la esfera meramente política, tenemos constancia de que los califas actuaron como jueces y como legisladores en los dos primeros siglos del Islam, esto es, antes de que el movimiento «tradicionista» impusiera los cam­ bios que se han visto en el apartado anterior. De hecho, de la misma forma que existió una sunna del Profeta que acabó imponiéndose de forma generalizada, nos consta que antes había existido una sunna de los califas que comprendía un conjunto de prácticas establecidas por estos «representantes de Allah». Ahora bien, a medida que el citado movimiento «tradicionista» iba ganando posiciones en su empeño de imponer una única sunna que tenía su origen en Mahoma, la autoridad de los califas comenzó a verse

socavada. En tiempos de los primeros cabbásíes la contradicción entre las pretensiones de los califas de hacer reconocer su autoridad hasta las últimas consecuencias y los intentos de los conocedores de la tradi­ ción musulmana —los llamados «ulemas»—, de establecer la figura de Mahoma como ejemplo normativo único, llegó a su punto más alto. Fue una batalla que los califas perdieron. Por mucho que los cabbásíes se presentaran a sí mismos como descendientes de la «familia del Profe­ ta», el grupo de los ulemas podía siempre argumentar que en realidad eran ellos los verdaderos conocedores e intérpretes de la «tradición» de ese mismo profeta (P. Crone & M. Hinds, 1986). Esta sorda contienda se libró fundamentalmente en el terreno ideo­ lógico. No obstante, alcanzó un carácter de enfrentamiento abierto en época del califa ál-Ma‘mün (813-833) y sus sucesores, inmediatamente después de la gran guerra civil (cfr. supra pág. 90), La piedra de toque de este enfrentamiento fue una cuestión teológica en la que el califa y los principales ulemas tomaron posturas opuestas. La disputa en cues­ tión giró en torno a una corriente de interpretación teológica conocid^i con el nombre de Muctazilismo. \ Esta doctrina se había originado en una época del califa, pero fue bajo éste cuando llegó a su momento de mayor auge. Básicamente, el Muctazilismo era una interpretación teológica que buscaba aplicar los métodos racionalistas de conocimiento elaborados en la filosofía griega. La traducción de las obras clásicas al árabe -un proceso de largo alcance que, andando el tiempo, facilitará el conocimiento de la antigua filosofía griega en Occidente a través de las traducciones llevadas a cabo siglos después en al-Andalus—, se estaba llevando a cabo precisa­ mente en esta época, y es lo que explica la influencia del racionalismo en este pensamiento teológico musulmán. Armada de estos principios, la reflexión de los teólogos muctazilíes se centró en temas tales como la absoluta unicidad de Dios o el concep­ to de justicia divina. De ellos se derivaron dos problemas que estaban llamados a acaparar la mayor parte de los esfuerzos interpretativos de esta corriente: el de «la creación del Corán» y el de la predestinación. Los muctazilíes hicieron del tema de la unicidad de Dios la piedra angular de toda su doctrina. Dios es uno solo y nada se le puede añadir. Ahora bien, si el Corán es la palabra de Dios, ¿quiere esto decir que ha existido desde siempre y que se trata de un tributo de este Dios al que nada se le puede asociar? Los muctazilíes negaron con vehemencia esta posibilidad y proclamaron que el Corán, como todo el resto de las cosas, ha sido creado. Por otra parte, estos teólogos también insistieron en la idea de que Dios es justo y que, como señala el dogma musulmán, habrá de castigar a los malvados y recompensar a los virtuosos. Sin embargo, para que

esta idea pueda tener auténtica validez el hombre debe de tener la capacidad de libre albedrío con el fin de decidir entre el bien y el mal. Las acciones perversas son consecuencia de la voluntad propia de los hombres y esto es algo que debe ser entendido como una muestra de que Dios ha decidido no ejercer una predestinación en los actos hu­ manos. Estos son, a grandes rasgos, los principales componentes del pensa­ miento teológico muctazilí al cual el califa al-Ma'mün se adhirió, ordenan­ do además que se convirtiera en doctrina oficial para todos sus súbditos. Este mandato era realmente extraordinario dado que implicaba que el califa se sentía capacitado para dictar cuál había de ser la interpreta­ ción teológica preponderante entre sus súbditos. De hecho, al-Ma‘mün no se contentó con ordenar, sino que fue aún más lejos: estableció una espe’cie de tribunal inquisitorial, llamado la mihna, encargado de exami­ nar las opiniones de dichos súbditos sobre el tema de la creación del Corán. Hubo una resistencia muy fuerte a las pretensiones de al-Ma'mün. El principal opositor a las creencias del califa fue Ahmad b. Hanbal, un tradicionista a quien hemos tenido ocasión de citar como uno de los fundadores de la escuela jurídica que lleva su nombre. De las posicio­ nes de este individuo da buena idea la anécdota que cuenta de él que nunca comía sandías porque no había encontrado ningún hadlt que mostrara que Mahoma había hecho tal cosa. Poco puede extrañar que un personaje de tal amplitud de miras se mostrara reacio a aceptar la idea de la creación del Corán: según él, el califa no tenía ningún derecho a pasar por encima de todas las tradiciones y textos coránicos en los que se estipulaba que Dios había «hablado» realmente al hacer la revelación a Mahoma. La oposición de Ahmad b. Hanbal parece haber gozado de amplias simpatías entre el pueblo de Bagdad. Es posible que la decisión del califa al-Mutawwakil de disolver la mihna y de renunciar al dogma de la creación del Corán estuviera motivada por un temor a posibles revueltas urbanas (S. Sabari, 1981). Sea como fuere, esta renuncia supuso el reco­ nocimiento de una derrota. La verdadera cuestión de fondo que se había ventilado en esta polémica teológica era la de los límites de la autoridad califal. Había quedado demostrado que el califa no podía dictar sin más una doctrina teológica, ya que había que tener en cuenta el poder y la influencia creciente de los ulemas, auténticos depositarios de la tradi­ ción teológica y legal. Las consecuencias de esta derrota fueron impor­ tantes: a los califas les quedó una autoridad política, que a medida que pase el tiempo tendrán que defender con mayor encarnizamiento, y una difusa autoridad espiritual. En cambio, la autoridad que confería el ser depositarios de la ley sagrada había pasado a los ulemas.

5.5.

El desarrollo de la S^a

Hasta aquí hemos visto los caracteres de la elaboración religiosa dentro del llamado «Islam ortodoxo» o sunní, que aún hoy es el mayoritario en los países musulmanes. Es ahora el momento de ver otras corrientes dentro del propio Islam a las que se suele dar el calificativo de «heterodoxas» o «sectarias» aunque, evidentemente, el uso de estos adjetivos es muy aleatorio. La corriente «sectaria» más importante den­ tro del Islam es el sI°ismo. La sfa se define a sí misma como el «partido» (sfa = «partido») de los que apoyaron al califa cAIt, primo y yerno del profeta Mahoma, en el curso de las primeras luchas que desgarraron.la primitiva comunidad musulmana. No es necesario volver a repetir aquí unos acontecimientos que han sido ya tratados extensamente (cfr. supra, cap. 2), pero sí con­ viene tener en cuenta que, según la tradición s!°í, cAlr mantuvo con Mahoma unas relaciones tan especiales que le convirtieron en su here­ dero más evidente: sólo la proverbial maldad humana había apartado i CA1T y sus descendientes de una sucesión que en derecho les corred pondía. Es muy difícil saber si esta creencia en la carismática figura de cAlr se originó en alguna característica especial que este personaje aportó al califato, o si bien el grupo que apoyó a éste y a sus descendientes tendió a revestir de un carácter religioso lo que en un principio había sido una mera opción política. En este sentido conviene tener en cuenta algo que se ha venido sugiriendo ya en páginas anteriores: «e l Islam como fenómeno religioso es posterior al Islam como realidad política» (A. A. Sachedina, 1981). Esta misma idea puede aplicarse al caso del sI°ismo, del que nos consta que sólo emergió de forma muy paulatina. El especial carisma de cAlT, o el especial hincapié en sus derechos como heredero, se transmitieron a sus descendientes. La intentona de su hijo, al-Husayn, y el triste final de éste a manos de los Omeyas (supra, cap. 2), dio nuevos bríos a una opción que buscaba devolver el califato a manos de los «familiares del Profeta» frente a la usurpación perpetra­ da por los Omeyas. Diversas rebeliones contra éstos protagonizadas por miembros del linaje de cAlI muestran hasta qué punto la figura de éste se había convertido en punto de referencia para cualquier tipo de movi­ mientos de oposición. La sublevación que desembocó en el destronamiento de los Omeyas y el advenimiento de los cAbbásíes produjo un gran cambio en esta situación. La propaganda cabbásí había jugado mucho con la idea de que el suyo era un movimiento destinado-a aupar al califato a un miembro de la «familia del Profeta» y nos consta que este programa atrajo a muchos simpatizantes de la causa de los descendientes de cAlí. La instauración

II.-HASAN (m. c. 669)

III.-HUSAYN (m. en 680)

IV.—cALl ZAYN (m. en 712)

V.-MUHAMMAD AL-BAOIR (m. en 731)

VI.-f ACFAR AL-SADIQ (m. en 765)

VII.—ISMAclL (m. en 760)

VII.-MOSÁ AL-KAZIM (m. en 799)

VIII.-CALÍ AL-RIDÁ (m. en 818)

MUHAMMAD I I Isma'Üíes I I I I Fatimíes

IX.-MUHAMMAD AL-JAWÁD (m. en 835)

x.—°ali al-hád: (m. en 868)

XI.-HASAN AL-CASKARI (m. en 874)

XII.-MUHAMMAD AL-MUNTAZAR (878)

Fig. 5.1.

Imames á i°íes.

de la dinastía cabbasí supuso una nueva decepción para estos grupos: faltos de una ideología propia y coherente que se basara en algo más que el mero recurso a la sublevación cada vez que uno de los descen­ dientes de CA1I se sentía con suficientes apoyos para cuestionar el orden establecido, los miembros de la sl°a habían porfiado por una causa que al final resultó no ser la suya. Fue por esta razón por la que en este momento —mediados del siglo v iii- , se produjo un rearme ideológico que aprovechó una serie de ideas que se habían ido gestando anteriormente y que dio al sflsmo algunos de sus caracteres específicos. La figura clave que parece haber impulsado este proceso es la de Yacfar al-Sádiq (m. en 765): un bisnieto de Husayn, el hijo mártir de °Alr (fig. 6), al que todos los testimonios concuerdan en presentar como el forjador de algunas de las señas de identidad más conspicuas del sfismo. A Yacfar al-Sádiq se le atribuye, en efecto, la formulación de la doc­ trina del imamato sfi. Según ésta, el Imam es el jefe infalible e inspirado por Dios que, desaparecido Mahoma, sirve de guía a la Comunidad. Dotado de un rango muy similar al del Profeta, la única diferencia con éste consiste en que el Imam no transmite la revelación divina; tan sólo está inspirado por Dios. A él se le debe, sin embargo, una total obedien­ cia espiritual y política, dado que ignorar al Imam es lo mismo que ignorar a Dios y a su Profeta. Pese a que en determinadas circunstancias la autoridad política haya podido ser usurpada por otros, esto no empece para que el Imam sl°í mantenga sus pretensiones ya que está al abrigo de todo error y está además facultado para practicar el «disimulo» (taqiyya) cuando las circunstancias así lo hagan aconsejable. Naturalmente, no todo el mundo podía llegar a ser ImSm. Este cargo estaba circunscrito a los descendientes directos de cAlr y de su hijo Husayn. Esto tenía la ventaja de clarificar algo las cosas: con esta fór­ mula ya no era posible que cualquier descendiente de cAlr (o de alguno de sus parientes) pudiera proclamarse a sí mismo heredero del legado de éste impulsando corrientes radicales, como había sido práctica corriente durante el primer siglo del Islam. Con todo, y pese a que es posible aceptar que a mediados del siglo viii lo que se conoce como la sl°a ostentara ya algunos de sus rasgos más característicos, el proceso de formación no estaba aun culminado. Sa­ bemos que en la propia designación del Imam dentro del linaje de Husayn hubo vacilaciones, como lo demuestran los problemas que hubo a la muerte de Ya°far al-Sádiq, a los cuales tendremos que volver de inmediato. Cabe preguntarse también cuáles eran las posturas doctrinales de este grupo en esta época. Una cosa está clara: al igual que el resto de los musulmanes, los sfi'es aceptaron el carácter del Corán como texto

sagrado revelado por la divinidad. Cierto es que acusaron a sus recopi­ ladores de suprimir pasajes en los que se hacía referencia a CA1I y a su especial papel en la primitiva comunidad, pero con todo la sl°a no desarrolló un texto sagrado propio. En cambio sí elaboró un sistema de tradiciones distinto al que preponderaba en el Islam sunní: la mayor parte del material del hadlt sl°í se basa en la autoridad de los imámes calíes. Otras creencias de este sfismo temprano son, en cambio, más con­ fusas. Fuentes «ortodoxas» del siglo x, escritas en el fragor de la polé­ mica religiosa, hablan de la existencia de grupos «radicales» o «exage­ rados» que creían en la transmigración de las almas, en el antropomor­ fismo de Dios e, incluso, en el carácter divino del propio cAlr (A. Rippin, 1990). Es muy difícil saber si se trata de falsas imputaciones, o bien de creencias que circulaban entre los grupos s fíes primitivos, y que sólo con el paso del tiempo se fueron depurando. En cambio, el sl°ismo sí desarrolló y acabó aceptando otros elemen­ tos doctrinales originales. Uno de ellos fue el que atribuía al Corán un doble contenido: el visible, que está al alcance de cualquiera, y el oculto, cuyo significado áolo es conocido por los imames. La creencia en que la línea de los imámes estaba dotada de un conocimiento esoté­ rico, se tradujo también en el poder premonitorio de los acontecimientos futuros que se les atribuía en virtud de dicho conocimiento. Finalmente, a la sombra del dogma s f í se fraguaron unas creencias mesiánicas que pasaron a ocupar un papel central en la doctrina teoló­ gica. Según estas creencias, al final de los tiempos aparecería la figura de un guía de la comunidad enviado por Dios encargado de traer a la tierra la igualdad y la justicia desterrando de ésta toda opresión y tiranía. Esta figura, conocida como el MahdT, sería un miembro de la familia del Profeta y habría de instaurar el ideal islámico, desvirtuado por los poderes terrenales. Ya se ha visto que la primera vez que aparece este concepto es en la rebelión que protagoniza Mujtár a finales del siglo vn: este aventurero habría proclamado entonces que actuaba por cuenta de Muhammad b. al-Hanafiyya, un hijo de cAll a quien el rebelde presentó como el MahdT esperado por la comunidad (supra, cap. 2). Con posterioridad, la creen­ cia en la inminente llegada del MahdT (una idea ésta que, curiosamente, no aparece en el Corán) alcanzó un eco extraordinario en el Islam, no sólo sfí, sino también «ortodoxo». De hecho, entre los sunníes acabó prevaleciendo la creencia de que el mahdThabría de ser el último califa: así, nos consta que algunos califas omeyas pretendieron ser este Mesías y no deja de ser significativo que uno de los primeros °abbasíes se hiciera llamar, precisamente, al-Mahdl (Madelung, E. I. 2a. s. v. MahdT). En el Islam sf^í, la creencia en la llegada de este redentor acabó

fundiéndose con la teoría del imámato. Existen datos que indican que después de la muerte del ya citado imam Yacfar b. Sádiq en 765 apare­ cieron grupos que proclamaron que en realidad no había muerto, y que pronto habría de volver para restablecer el orden y la justicia en el mundo. No fueron muchos, ciertamente, pero a partir de entonces y a la muerte de cada uno de los sucesivos imámes surgieron grupos similares que sostenían que el difunto imam no había muerto y sólo había entrado en una fase de «ocultamiento», de la cual saldría para poner las cosas terrenales en su sitio. Esta creencia se vio complicada además porque la sucesión de Yacfar b. Sádiq trajo algunos problemas que desembocaron en una divi­ sión del sí^ismo. Para algunos, a la muerte de Yacfár él imámato habría pasado a manos de su hijo primogénito IsmácTl. La gran mayoría, en cambio, sostuvo que Yacfar había desheredado a este primogénito por su conducta poco decorosa, nombrando como sucesor a su otro hijo. Musa al-Kázim (m. 799), en cuya descendencia habría de continuar fe línea de los imámes. Para los seguidores de Ismácfl, en cambio, éste pasó a ser el séptimo imám en la línea sucesoria. Su hijo, Muhammad b. Ismácfl, fue conside­ rado por estos grupos como el imám oculto, cuyo regreso como el mahdi era inminente. Este grupo, que se configuró plenamente a lo largo del siglo ix, pasó a ser conocido con el nombre de Ismácflíes y adquirió un fuerte carácter revolucionario que contrastó vivamente con el carácter más moderado que adquirió la otra rama del sfísmo. Durante el siglo X, los grupos ismácTlíes adquirieron un gran auge, en buena parte basado en el germen revolucionario, implícito en las doctrinas relativas al mahdi. Si la llegada de éste habría de traer el fin de la injusticia y la opresión, estaba claro que el orden social habría de cambiar. Más aún, el carácter esotérico que estaba unido a la doctrina del imámato habría de tener otras excitantes consecuencias: cuando el significado oculto de la revelación se hiciera público, la antigua ley (la sarfa) quedaría abolida, y con ella las formas de explotación, la propiedad, o el matrimo­ nio. Como se verá en el siguiente capítulo, las actividades de estos grupos llenaron buena parte de la historia del siglo x y sus creencias fueron el soporte doctrinal que aupó al poder a la dinastía de los llama­ dos califas Fatimíes, que dominaron en el norte de África y Egipto. La rama mayoritaria del sfismo, en cambio, prestó su obediencia y Müsá al-Kázim y sus descendientes. Fueron años especialmente duros para la s!°a. Los cabbásíes estaban ya plenamente consolidados en el poder y la existencia de estos imámes qué altivamente se consideraban investidos de una autoridad política y religiosa de mayor legitimidad que la suya no podía menos que causar desconfianza y rechazo por parte de

los califas. Buena prueba de esto es que el ya citado Müsá pasó la mayor parte de su vida en las prisiones del califa Hárün al-RasTd. En cambio, su hijo, el imam cAlT al-Ridá (m. en 817), fue nombrado por el califa al-Ma‘mün sucesor, probablemente en un intento de neutralizar el potencial factor desestabilizador que significaba la línea de los imámes y también de afianzar la autoridad religiosa de su cargo. El proyec­ to, como se vio en el capítulo anterior, no tuvo mayores consecuencias. Coincidiendo con el cambio de política religiosa y el abandono del muctazilismo, la actitud de los cabbásíes con respecto a la línea de los imámes se hizo más dura. Residentes hasta entonces por lo general en Medina, se les hizo venir a Samarra y Bagdad con objeto de que sus actividades pudieran-ser más fácilmente vigiladas. Esto-tuvo importan­ tes consecuencias: por un lado, anuló la capacidad de convocatoria del imam s^í, algo que se hizo evidente cuando estalló la crisis interna del califato cabbásí a partir del año 861, en la cual los s!°íes no hicieron intentona alguna de hacerse con el poder; y, por otra parte, la reclusión del imam dio lugar a que el contacto con sus seguidores se hiciera a través de agentes que actuaban como sus representantes y realizaban sus actividades en secreto, dando así a esta corriente religiosa un ca­ rácter cada vez más clandestino. Lo favorecía también la adopción de la táctica del «disimulo» (taqiyya) que invitaba a los sfíes a no mostrar abiertamente sus creencias por temor a posibles represalias (A. A. Sachedina, 1981). Es muy posible que a consecuencia de estos cambios fuera pren­ diendo la idea de que una retirada del imam era la mejor estrategia para su grupo de seguidores, cada vez más inclinados a practicar una actitud «quietista» en cuestiones políticas. Tal retirada no tenía por qué com­ portar una desaparición del grupo, dado que el movimiento estaba diri­ gido en la práctica por los mencionados agentes que actuaban por cuenta del imam. De esta forma, a la muerte del undécimo imam, Hasan al-cAskarT, en el año 874, se proclamó que su hijo Muhammad había entrado en «ocultamiento» del cual no habría de salir hasta el final de los tiempos, cuando regresaría como el. ansiado mahdTpara restablecer el orden justo sobre la tierra. Nos consta, sin embargo, que esta doctrina tardó tiempo en ser aceptada unánimemente, y que después de la muer­ te del undécimo imam hubo grupos enfrentados sobre la cuestión de a quien había correspondido la herencia del imámato (M. Watt, 1973). Sea como fuerte, la sfa duodecimana, como se la acabó conociendo, siguió una tendencia hacia la moderación: sin la existencia física de un imam que reclamara una total obediencia política y espiritual, era más fácil colaborar con las autoridades existentes. Además, la dirección del movimiento pasó a recaer en los «diputados» y hombres de religión que actuaban por cuenta del imam oculto. En este sentido, la teología s fí

acabó estableciendo dos fases en el ocultamiento del último imam: el «ocultamiento menor», durante el cual cuatro sucesivos diputados ha­ brían estado en contacto directo con el imam planteándole preguntas y recibiendo respuestas de él; y el «ocultamiento mayor», iniciado en el año 941, y en el que tal contacto pasó a ser imposible, de tal forma que los ulemas y hombres de religión pasaron a ser los únicos intérpretes de la tradición religiosa. Por esta época, pues, se puede ya hablar de la existencia de la sl°a con todos sus rasgos bien configurados. La creencia en que el profeta Mahoma habría designado a cAlr como su sucesor antes de morir, la celebración del aniversario del asesinato de Husayn o, en fin, el desarro­ llo de las tumbas de los.descendientes de cAir como -centros de peregri­ naje (Na^af, donde según una tradición que se extiende en esta época, habría estado enterrado el propio cAlí, y Karbala’), pasaron a convertirse en los signos externos que diferenciaban a los sftes del resto de los musulmanes (A. Mez, 1936).

5.6. Járiyismo Las primeras luchas internas dentro de la comunidad musulmana dieron también origen a otro grupo cismático cuyos miembros fueron conocidos con el nombre de járiyíes. Como se recordará, originariamen­ te este grupo estaba integrado por aquellos partidarios de °AlT que echaron en cara a éste que hubiera aceptado el arbitraje convenido después de la batalla de Siffín. Su decisión fue entonces desertar de las filas de éste proclamando que «no había otro arbitraje que el de Dios». Aún cuando en un principio esta postura respondió a unas motivaciones de tipo político, también en este caso acabó cristalizando en una tenden­ cia religiosa con señas de identidad propias (supra, cap. 2). El principal rasgo que caracterizó a estos grupos jariyíes fue su exacerbado carácter pietista, que se ponía ya de manifiesto en su lema fundacional: según este lema, el hombre tenía muy poco que decir ante el hecho incontestable de que Dios hubiera realizado una revelación. De ahí la creencia de que todo juicio o arbitraje debía de corresponder a Dios, el cual había anunciado todo lo que los hombres debían de saber. Esta idea dio lugar a un violento rechazo contra las pretensiones de los califas de imponer sus propias decisiones. Esto permite comprender que el mensaje jariyí encontrara su principal caldo de cultivo en medios tribales, reacios a aceptar la imposición de una autoridad central. Las revueltas tribales que tuvieron que hacer frente los Omeyas primero y los cAbbásíes después en zonas cercanas al Golfo Pérsico, en el norte

de Mesopotamia o en el norte de África tuvieron precisamente en el járiyismo su soporte doctrinal. __ La elaboración doctrinal járiyí.dio especial importancia al hecho de que el cargo de dirigente de la comunidad pudiera recaer en cualquier persona, sin atender a raza o a orígenes («incluso un esclavo negro») con tal de que fuera un buen cumplidor de los preceptos religiosos. En este sentido, el járiyismo insistió en el hecho de que para ser musulmán no bastaba con creer en el carácter único de Dios y en la misión profética de Mahoma; esta fe debía de ir acompañada de una obras rectas dado que los pecadores no debían ser considerados como musulmanes. Dentro del járiyismo se desarrollaron diversas tendencias. Una de las más radicales, la. de los azraquíes, proclamaba la necesidad de considerar al resto de los musulmanes como infieles y de combatirles hasta hacerles adoptar el credo járiyí. Bastante más moderados, los járiyíes pertenecientes a la tendencia ibádí se mostraron más transigen­ tes con el resto de los musulmanes, aceptando la convivencia con ellos. Esta última tendencia tuvo una extraordinaria acogida entre las tribus beréberes del norte de África. Contando con el apoyo de éstas, se fundó a mediados del siglo vm un principado ibádí que habría de durar un siglo y medio (761-909) en la ciudad argelina de Táhert.

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Las transformaciones del siglo x

En el año 912, al iniciarse el siglo iv después de la Hégira, Bagdad era todavía el centro de un imperio trabajosamente reconstruido por los califas cabbásíes del último tercio de la anterior centuria. En apenas cuarenta años la imponente fachada de este edificio se derrumbó defi­ nitivamente minada por las luchas internas que se produjeron en su centro y por las corrientes centrífugas que operaban en sus territorios. A partir de ahora, el califato cabbásí deja de ser el punto de referencia alrededor del cual gira toda la historia del Próximo Oriente y deja paso a una constelación de poderes y dinastías locales que se desenvuelven en un panorama muy cambiante y convulso. Es muy significativo que esta desintegración política coincida con un momento en que el soporte ideológico de las sociedades musulmanas, el Islam, es asumido por una proporción cada vez mayor de las pobla­ ciones que habitan en la zona. Los trabajos que se han realizado sobre el ritmo de conversión al Islam en época medieval han demostrado que el siglo X, con distintos ritmos según las regiones, es una centuria clave en este proceso de conversión. Minoritaria hasta entonces, dicha reli­ gión pasó a ser la predominante entre las poblaciones indígenas de las zonas que tres siglos antes habían sido conquistadas por los árabes (R. W. Bulliet, 1979). Esto tuvo importantes consecuencias. El aumento del número de musulmanes y la culminación del proceso de elaboración religiosa favorecieron una mayor uniformidad ideológica pero también acentuaron las divisiones sectarias. Asimismo, el hecho de que el Islam fuera asumido por un número creciente de grupos sociales contribuyó a

la ruptura de los antiguos moldes políticos que a partir de ahora dejarán paso a formas de gobierno más descentralizadas y cambiantes.

6.1. Los factores de desintegración La definitiva crisis del califato cabbásí se desarrolló entre los años 908 y 945. Durante este período, cinco califas se sucedieron en Bagdad, de los cuales cuatro fueron depuestos por métodos violentos. Los sucesos y vaivenes políticos que jalonaron esta crisis fueron com­ plejos y su raíz hay que buscarla en las luchas que enfrentaron a los bandos que dominaban la administración central.— — De hecho, habían sido lais intrigas de una facción de la burocracia civil las que permitieron que en el año 908 se proclamara califa a uno de los miembros más débiles y fácilmente manejables del linaje cabbasí, al-Muqtadir (908-932). Su gobierno estuvo dominado por una sucesión de visires cuyo poder sobre la administración central oscureció al ineficaz califa. Pertenecientes a un grupo muy reducido de familias de grandes propietarios, estos visires eran la cabeza visible de facciones rivales aglutinadas en torno a sus personas. Estas facciones rivalizaban por adquirir un control exclusivo sobre los sustanciosos recursos fiscales del estado. Sin embargo, a medida que la autoridad del gobierno central se veía debilitada en los territorios que dependían de él, se produjo una mengua aún mayor de los recursos por los que competían los bandos en liza. A la pugna que protagonizaban las facciones de la burocracia civil se añadieron entonces las exigen­ cias de un ejército dispuesto siempre a rebelarse a la más mínima tardanza en la percepción de sus pagas. El asesinato del califa al-Muqtadir (932) fue consecuencia de estas circunstancias y desató de forma ya imparable la espiral de la crisis interna. Las fuentes referidas a este período abundan en poco edificantes testimonios que muestran una obsesión general por adquirir recursos que alivien la desesperada situación financiera: súbditos sometidos a torturas por visires sin escrúpulos para extraerles sumas astronómicas; visires que al ser destituidos por los califas ven sus bienes confiscados; timadores que se presentan ante el califa prometiendo aumentar los recursos y que, tras ser nombrados visires, son depuestos al descubrirse que falsean las cuentas; o, en fin, califas que se ven obligados a despren­ derse de sus tesoros privados para hacer frente a las demandas de los jefes del ejército (A. Mez, 1936; H. Bowen, 1928). La falta de recursos tenía unas raíces complejas. Para hacer frente a la recaudación fiscal los califas cabbásíes tomaron la costumbre de recurrir a arrendatarios de impuestos. Éstos adelantaban el monto que

se calculaba debía tributar una determinada zona, encargándose des­ pués de recaudar los impuestos sobre el terreno. Para el gobierno central esto tenía la ventaja de permitir una mayor rapidez en la disponibilidad de los recursos. Naturalmente, el negocio de los arrendatarios consistía en que la recaudación superara con creces la suma adelantada y para ello no dudaban en recurrir a cualquier medio para extraer del campe­ sinado las sumas de dinero más altas en el menor plazo de tiempo posible. Convertidos en figura clave de la administración del imperio, los arrendatarios de impuestos adquirieron un poder que les permitió no sólo negociar a la baja las sumas que pagaban a la administración central, sino también ejercer usa considerable-influencia políticarUn caso destacado fue el de la familia de los Barrdíes que consiguió hacerse otorgar la administración fiscal de la provincia de al-Ahwáz en la que acumuló inmensas riquezas. Uno de sus miembros llegó a ostentar el cargo de visir y, en plena desintegración del califato, esta familia se alió con elementos del ejército para ocupar momentáneamente Bagdad (942). No menos influencia y poder adquirió la familia de los al-M3dara'T en el control de los impuestos en Siria y Egipto bajo los gobiernos que se sucedieron en estas regiones. Atrapado el gobierno central entre la necesidad imperiosa de hacer frente a pagos inaplazables —especialmente los que se debían al ejérci­ to-, y la falta endémica de recursos, tuvo que ceder a las presiones de los militares para que se les encomendara a ellos la recaudación directa de los impuestos en determinadas zonas. Esto dio lugar a que se exten­ diera la práctica de que el gobierno central hiciera concesiones territo­ riales a particulares que son conocidas con el nombre de iqts.c. En virtud de estas concesiones el beneficiario asumía la administración militar y fiscal del territorio apoyado por su propio ejército que él mismo se en­ cargaba de mantener. La iqtác existía desde épocas muy anteriores pero es a lo largo del siglo x cuando la denominada iqtac militar, -esto es, la iqtac concedida a miembros del ejército—, se generaliza. Existían diversos tipos de iqtac dependiendo de que fueran o no hereditarias, o del tipo de relaciones que el beneficiario mantuviera con el gobierno central. A partir del siglo x se generalizó un tipo de iqtac conocida con el nombre de ígSr que suponía la concesión de territorios en los cuales no podían ejercer su autoridad los agentes del gobierno central. En estas concesiones el beneficiario recaudaba el impuesto territorial (el jaiaf, al que probable­ mente se unían otras cargas) limitándose a enviar al gobierno central una suma fijada de antemano pero que no pasaba de ser simbólica (C. Cahen, 1953). Las tierras objeto de estas concesiones eran, bien propiedades pertenecientes al estado, bien tierras cuyos ocupantes

pagaban unos impuestos que ahora pasaban directamente a manos del concesionario de la iqtá° y sus secuaces. No fue éste el único medio que utilizaron los jefes militares para hacerse con tierras. Durante este período se hicieron cada vez más frecuentes los casos en que los campesinos se ponían bajo la protección (ilys° o himSya) de un señor cediéndole sus tierras, las cuales pasaban a estar registradas bajo el nombre del protector. Con ello los campesi­ nos buscaban ponerse al amparo de las arbitrariedades de los agentes fiscales y de las convulsiones provocadas por las frecuentes guerras. Tampoco en este caso se trataba de una práctica nueva, pero es ahora cuando su generalización contribuye, al menos en algunas regiones, a imponer una situación servil sobre las poblaciones rurales. El resultado de este proceso es ya patente en pleno siglo xi, cuando el visir persa Nizam al-Mulk (1018-1092) advierte en sus escritos a los beneficiarios de iqts° para que se limiten a recaudar los impuestos de los campesinos respetando «sus personas, dinero, mujeres, hijos, bienes y tierras»: se­ ñal inequívoca de que la actitud de aquéllos era precisamente la opues­ ta (A. K. S. Lambton, 1969). Es muy importante tener en cuenta que el régimen de la iqtác va a ser desde ahora un elemento clave en la configuración de las socieda­ des orientales. Cuando a partir del año 945 los Buyíes (sobre ellos cfr. el apartado siguiente) ocupen Bagdad y detenten el poder virtual, re­ currirán a concesiones masivas de iqtsc entre los miembros de su ejér­ cito. De esta forma, el sistema se consagró como un factor básico de organización política y social, un proceso éste que profundizaron aún más los turcos Selyüquíes, virtuales señores de todo el Oriente Medio en el siglo XI (cfr. cap. 7). La gran extensión y trascendencia del régimen de la iqts° ha llevado a algunos historiadores a preguntarse hasta qué punto puede comparar­ se con el feudalismo europeo. Por regla general, los escasos arabistas que se han ocupado del problema han solido dar una respuesta negativa. Si bien es cierto -argumentan- que la concesión de tierras a cambio de servicio militar, la existencia de ejércitos privados, la sujeción del cam­ pesinado o la descomposición política invitan a pensar en un claro paralelismo, existen otros elementos que llevan a desechar la idea. Entre ellos se cita el hecho de que la iqtsc tiene una razón de ser pu­ ramente administrativa: fue una respuesta a la crisis de la burocracia central, impotente para canalizar suficientes recursos al ejército. En este sentido, la iqts° fue una alternativa que buscaba eliminar la incómo­ da y lucrativa figura del arrendador transfiriendo la recaudación de dichos impuestos a sus destinatarios finales, es decir, a los militares. A ello se le añade otro argumento: la mayor parte de los beneficiarios de iqta° eran, «esclavos» (gilmñn; sobre ellos cfr. cap. 4) de procedencia

foránea los cuales no llegaron nunca a constituir una clase feudal sufi­ cientemente sólida, en parte porque se trataba de meros jefes militares que no consiguieron consolidarse, y en parte porque las convulsiones y conquistas que a partir de esta época sacudieron la zona imposibilitaron la creación de un grupo de señores feudales estable (A. K. S. Lambton, 1965; C. Cahen, 1960). Pese a estos argumentos, lo cierto es que los estudios realizados hasta la fecha sobre la iqtác y las sociedades que la generan han sido siempre muy generales y en ellos han primado las disquisiciones teóri­ cas sobre los estudios concretos. Por otra parte, los arabistas que se oponen tajantemente al uso del término «feudal» para dichas socieda­ des. suelen tener, en realidad, una idea bastante vaga, de-lo que es el «feudalismo» y tienden a considerarlo más una «institución» que una formación económica y social; esto es, tratan la iqts° como un mero desarrollo legal y administrativo en lugar de analizar sus consecuencias en la esfera de lo social. En este sentido no deja de ser muy llamativo que los contados autores que han intentado trazar una historia de las sociedades del Próximo Oriente hayan encontrado que rasgos como la jurisdicción de los señores sobre el campesinado y el control de las rentas campesinas son suficientes para calificar a aquéllas como feuda­ les (E. Ashtor, 1976). Lo que en cambio sí ha dejado claro el breve debate sobre la iqtS° y su posible dimensión feudal es que no es posible tomar una «plantilla» tomada de las sociedades medievales europeas y aplicarla indiscrimi­ nadamente en Oriente (Ch. Wickham, 1986). Así, se ha señalado, por ejemplo, que mientras en Occidente la clase feudal se asienta en las propias zonas rurales, alejada de las ciudades, en las sociedades orien­ tales se produce, por el contrario, una concentración de los señores en núcleos urbanos (A. N. Poliak, 1936). Esto tuvo consecuencias decisivas: la distinción entre campo y ciudad que se percibe en la Europa medieval no llegó a cuajar nunca en Oriente debido a que las clases que tenían el control de las zonas rurales residían en las propias ciudades impi­ diendo así que se desarrollara la antítesis campo-ciudad que tan impor­ tante papel acabó jugando en la definición de la sociedad feudal eu­ ropea. Tampoco es posible encontrar en Oriente un desarrollo de los víncu­ los feudo-vasalláticos similar al que se produce en lo que se ha dado en llamar «feudalismo clásico». Tampoco esto quiere decir, sin embargo, que no existieran lazos políticos de dependencia personal. Lo que ocurre es que éstos se expresan en las sociedades medievales orienta­ les de una forma bien distinta. En el Iraq de los siglos x y xi es muy frecuente la prestación de juramentos entre miembros de la clase diri­ gente, cuyo fin es el de establecer fidelidades políticas. Estos juramen­

tos iban a veces acompañados de una concesión de beneficios que entrañaba para quien los recibía la obligación de ser leal a quien se los otorgaba. Curiosamente, en unas sociedades cuyas clases dirigentes tenían una marcada procedencia tribal estas relaciones de dependen­ cia no acabaron articulándose nunca en la forma «señor-vasallo» tan extendida en Occidente, sino más bien bajo la forma «padre-hijo», en la cual el señor actuaba como un «padre» con respecto a su patrocinado (R. P. Mottahedeh, 1980). Todos estos desarrollos demuestran que la disgregación del califato °abbásí no fue tan sólo el final de una formación política, sino también de las clases que habían florecido a su sombra. A partir de ahora éstas se verán desplazadas por unas élites militares que se suceden unas a otras a un ritmo frenético y que proceden de zonas exteriores a las que hasta aquí hemos venido considerando. La historia de estas élites de conquistadores es lo que marca decisivamente la historia del Oriente Medio a partir del siglo x.

6.2. Los nuevos señores En enero del 946 un tal Ahmad b. Buya hizo su entrada en Bagdad al frente de su victorioso ejército. El califa cabbásí de turno, por entonces reducido al papel de mera figura simbólica, no tuvo más remedio que concederle el poder efectivo. Se ponía fin así a varias décadas de luchas internas, en el curso de las cuales los jefes militares habían pasado a ocupar efectivamente el poder protagonizando feroces enfrentamientos entre los diferentes bandos del ejército. Ni siquiera los antaño todopo­ derosos visires habían podido resistir este embite. De esta situación de anarquía general acabaron sacando partido Ahmad b. Büya y su familia. Eran oriundos de Daylam, una remota región montañosa al norte del actual Irán que bordea la costa meridional del Mar Caspio. Apenas afectada por las conquistas árabes, esta zona agreste sólo conoció la presencia de predicadores calíes que debieron de ser los responsables de la islamización de estas tierras. Al producir­ se la ruina de la administración cabbásí, algunos miembros de la nobleza local de Daylam aprovecharon la ocasión para extender su dominio sobre las zonas del interior del Irán, sin que los califas de Bagdad ni los Samaníes de Jurásan pudieran hacer nada por impedirlo. Los tres hermanos buyíes, cAlr, Ahmad y Hasan, a quien se debe la creación del poder de esta familia, eran hijos de un pescador enrolados en los ejércitos de esta nobleza daylamí. Supieron, sin embargo, darse cuenta de que el panorama era propicio para jefes militares ambiciosos. Tras abandonar a sus señores, reclutaron un ejército formado también

por daylamíes y penetraron con él en la región de Fars, al sudoeste del actual Irán. Los grandes señores de esta región, probablemente una de las de mayor extensión de la gran propiedad, llegaron a* acuerdos con los caudillos daylamíes para que les libraran de las molestas injerencias de los ejércitos mandados desde Bagdad que trataban de poner fin a su autonomía. A partir de entonces, los éxitos militares fueron continuos y los tres hermanos Buyíes se apoderaron en los años sucesivos de las re­ giones occidentales del actual Irán y de la propia Bagdad en 946. Habiéndose asegurado el control de la sede del califato, los Buyíes instauraron un dominio que tuvo mucho de hegemonía familiar. Obliga­ ron al califa -fuente todavía de legitimidad—, a otorgarles títulos grandi­ locuentes y a confiarles el gobierno de los territorios que habían con­ quistado. De esta forma, cÁlí se convirtió en cImad al-Dawla («Soporte del Estado») y pasó a gobernar Fars; Hasan fue Rukn al-Dawla («Pilar del Estado») siéndole otorgados los territorios de Rayy e Ispahan; finalmen­ te, Ahmad, el conquistador de Bagdad, recibió esta ciudad y su territorio, pasando a ser Mu°izz al-Dawla ««Glorificador del Estado»), Como muchos otros soberanos de este período, los Buyíes asentaron su autoridad sobre un ejército propio compuesto inicialmente por tropas oriundas de su región natal, Daylam. Sin embargo, el hecho de que fueran éstas primordialmente tropas de infantería obligó a los Buyíes a enrolar también a turcos como jinetes. El mantenimiento de este ejército se basó en la concesión generalizada de iqtSc-s y aunque la administra­ ción buyí tuvo que hacer frente a continuas luchas entre las facciones daylamí y turca, motivadas por las desigualdades de extensión y calidad de estas concesiones, lo cierto es que el sistema sobrevivió hasta la llegada de los Setyuquíes. La hegemonía buyí se basó en una especie de confederación familiar en la que los diversos troncos del linaje pasaron a ocupar distintos territorios. Este sistema no estuvo exento de luchas entre los miembros de la familia, que se precipitaron sobre todo en el último período de la dinastía, ya en el siglo XI. El único momento en el que la confederación llegó a tener una cierta unidad política fue en tiempos de cAdüd al-Dawla (949-983), un hijo de Rukn al-Dawla que había heredado el gobierno de Fars y que aprovechando una situación de crisis interna se apoderó de Bagdad en 978 y desplazó del poder a sus primos. No obstante, a la muerte de éste, sin duda el más capacitado gobernante buyí, sus hijos y el resto de los miembros del linaje volvieron a dividirse el territorio. Uno de los rasgos que más ha llamado la atención sobre los Buyíes es el hecho de que, pese a ser s f íes, no manifestaron ninguna predis­ posición contra el califato cabbasí y permitieran que sobreviviera, aun­ que evidentemente reducido a un papel simbólico. Esto es aún más paradójico si se tiene en cuenta que durante este período tuvieron lugar

en Bagdad violentas luchas sectarias que enfrentaron a los partidarios de la s fa con musulmanes sunníes y que llegaron a su punto culminante en los años posteriores al 972. Mezclados con las rivalidades existentes en el seno del ejército, estos enfrentamientos son también la consecuen­ cia lógica de una mayor definición de las diferencias sectarias, según se ha visto ya. Pese a que algunas medidas tomadas por algunos gober­ nantes buyíes puedan ser consideradas como un apoyo a la causa de los sfíes, lo cierto es que por lo general adoptaron una postura más con­ templativa tratando de erigirse como árbitros de una situación que mi­ naba sus intereses. Esta misma actitud pragmática (unida, tal vez, a una cierta tibieza en sus propias convicciones religiosas) fue lo que aseguró el mantenimiento del califato °abbasí que, paradójicamente, durante este período pasará a ser el punto de referencia espiritual de todos los musulmanes sunníes. Los sucesores de la hegemonía cabbasí no sólo tuvieron que enfren­ tarse a enemigos internos, sino también a amenazas exteriores. En el caso de los Buyíes, sus principales enemigos exteriores fueron los Hamdaníes que dominaban el norte de Mesopotamia y parte de Siria. Los orígenes de esta dinastía se remontaban a un grupo tribal árabe, los Banü Taglib, que habitaban en el norte de Mesopotamia desde épocas muy anteriores. A finales del siglo ix, los Hamdaníes se convirtieron en el principal linaje de esta tribu gracias a su política de colaboración con los ejércitos califales. Coincidiendo con la crisis del califato la posición de los caudillos de este linaje se afianzó y sin apenas resistencia se apoderaron de Mosul, ciudad que convirtieron en el centro de sus dominios y desde la que entraron en conflicto directo con los Buyíes. A esto se añadió en el año 944 la toma de Alepo, en Siria, ciudad que hasta entonces había dependido de los señores de Egipto y que ahora fue conquistada por un miembro de la dinastía Hamdání conocido como Sayf al-Dawla (m. en 967). La rama que gobernaba en Mosul sobrevivió hasta el año 979, fecha en la que fue eliminada por las tropas buyíes al mando de Adüd al-Dawla. Por su parte, la rama que gobernaba en Alepo tuvo también un destino azaroso. Sus territorios lindaban directamente con el Imperio Bizantino, formando una frontera que durante dos siglos había permanecido inal­ terable. Ahora, los emperadores de Constantinopla decidieron sacar partido de la debilidad de sus nuevos vecinos y desde el año 934 inicia­ ron una política de expansión que les permitió apoderarse de las ciuda­ des de Malatiya, Samosata (958), Tarso (965) y Antioquía (969). Sayf al-Dawla y sus sucesores no pudieron hacer frente a este avance e incluso tuvieron que consentir en pagar tributo a los bizantinos a cambio de la posesión de Alepo. El fin de esta dinastía, sin embargo, llegó a

finales del siglo x y vino provocado por un nuevo poder establecido en Egipto: los califas fatimíes.

6.3.

Los movimientos sfíes

El agitado panorama de finales del siglo IX y comienzos del x era un campo abonado para el surgimiento de grupos contrarios al orden esta­ blecido. Como no podía ser de otro modo, muchos de estos grupos ba­ saban sus pretensiones en una ideología religiosa que, ahora ya plena­ mente elaborada, se convirtió en el principal reclamo de su acción política. Los más activos fueron, sin duda, los s fie s y más concretamente los ismacílíes, aquellos que creían que Muhammad b. IsmacTl era el imám oculto que había de regresar al final de los tiempos como mahdr(supra, cap. 5). Es difícil seguir las trayectoria de este grupo debido a que sus actividades eran secretas y además ejecutadas por grupúsculos muy desperdigados geográficamente. Lo que está claro es que no permane­ cían inactivos. Desde mediados del siglo ix una red de «misioneros» (dácí-s) empezó a recorrer el Próximo Oriente predicando en nombre del imán oculto un mensaje que anunciaba que grandes cosas estaban por venir. No se sabe a ciencia cierta quiénes eran los organizadores de esta red, pero sí nos consta que dichos dsfí-s consiguieron algunos éxitos en el sur de Iraq (curiosamente la misma zona de la que había partido la revuelta de los Zan?). El principal responsable de estos éxitos fue un dácí conocido como Hamdán Qarmat, cuyos seguidores pasaron a ser conocidos con el nombre de Qarmatas. En torno al año 890 algo ocurrió en este movimiento. Uno de sus jefes, establecido hasta entonces en una aldea de Siria llamada Salamiyya, proclamó que él era el ansiado Mahdr dándose además el nombre de cAbd Alláh (o cUbayd Alláh, como le llamaron sus detractores). El grupo que operaba en el sur de Iraq bajo las órdenes de Hamdán Qarmat quedó en principio desorientado, sobre todo porque en los mensajes que llegaban del supuesto mahdr, éste parece haber mantenido una ambigüedad deliberada sobre su identidad sin llegar a aclarar nunca si él reclamaba el título de mahdr por ser (o pretender ser) el esperado Muhammad b. Ismá°rl, o bien un familiar de los imámes ismácflíes (S. M. Stern, 1983). Ante tantos interrogantes los Qarmatas decidieron no reconocer al autoproclamado Mahdr. Aunque Hamdán Qarmat murió al poco tiempo, sus seguidores lograron ganarse el apoyo de las tribus beduinas del desierto sirio y con ellas realizaron incursiones contra las principales ciudades sirias (903-904). En el desarrollo de estas incursiones la propia

Salamiyya fue destruida, señal inequívoca de la escasa simpatía que había despertado entre los Qarmatas el supuesto Mahdl: éste, sin em­ bargo, había podido escapar poco antes dirigiéndose hacia el norte de África, lugar donde todavía habremos de encontrarle. Las expediciones de los Qarmatas en Siria fueron un mero episodio sin mayor trascendencia. En cambio, los dac/s de la secta consiguieron éxitos más duraderos entre las poblaciones sedentarias y beduinas de las costas árabes del golfo Pérsico (Bahrayn), vecinas al territorio donde Hamdán Qarmat había ganado tantos adeptos. Aprovechando la crisis del califato cabbasí, los Qarmatas dirigieron las inquietudes guerreras de las tribus hacia el ataque de las caravanas de peregrinos con destino a La Meca y de los centros urbanos del sur dé Iraq. Durante él primer tercio del siglo x estos ataques se convirtieron en la pesadilla de los califas de Bagdad que se vieron obligados a pagar tributos para asegu­ rarse la paz. La suspensión del pago de estos tributos tuvo consecuen­ cias fulminantes: los Qarmatas reaccionaron lanzando una nueva ofensi­ va que incluyó no sólo pillajes de caravanas, sino también la toma y saqueo de Basra (932) y la espectacular captura de la Piedra Negra de la Kacba (930)'. A partir de entonces el movimiento entró en una fase de reflujo motivada en parte por una política de mayor colaboración con Bagdad que cristalizó en la devolución de la Piedra Negra en el 950. Tal política fue especialmente provechosa para las poblaciones sedentarias de la costa de Bahrayn, cuyos intereses comerciales se vieron muy beneficia­ dos. La ciudad de al-Ahsa' se convirtió en un próspero centro urbano que albergaba a los jefes del movimiento. Sin embargo, no parece que los ideales religiosos y utópicos que habían dado vida a éste se olvidaran por completo: los habitantes de al-Ahsa' no pagaban impuesto alguno, los más menesterosos recibían ayuda de la administración qarmat a y las transacciones comerciales en la ciudad se realizaban mediante simbó­ licas piezas de plomo. Cuando un artesano se establecía en la ciudad recibía un préstamo sin interés y los instrumentos necesarios para su labor. Las faenas en los campos estaban encomendadas a esclavos que parecen haber sido la principal fuerza de trabajo empleada por los Qarmatas. El movimiento Qarmat a se extinguió a finales del siglo x, especial­ mente después de que la conquista de Egipto por parte de los califas fatimíes provocara enfrentamientos entre las dos facciones sectarias. El golpe final provino, sin embargo, de las propias tribus beduinas del desierto de Arabia que en el año 988 conquistaron al-Ahsa’ poniendo fin a la hegemonía de la secta en la región.

6.4. El Califato fatimí cUbayd Allah al-Mahdr, al que veíamos abandonar apresuradamente Salamiyya en torno al año 900, contaba con una red propia de dá°i-s que se mostraron dispuestos a reconocer sus pretensiones. Uno de ellos, conocido como Abü cAbd Allah, llevaba ya tiempo trabajando en pro del movimiento. En el año 893 este personaje se trasladó a Ifriqlya (esto es, la región que se corresponde aproximadamente con el actual Túnez), región en la que estableció contacto con miembros de la tribu beréber de Kutáma, asentada en la región montañosa de la Pequeña Kabilia. Lo que siguió entonces fue un proceso que habrá de repetirse frecuente.mente._anJa historia, futura. deLMagreb: un líder, religioso-establece. relaciones con un grupo tirbal indígena, generalmente poco islamizado y asentado en zonas excéntricas, al que proclama un mensaje que cala hondo entre los componentes de la tribu. Con el apoyo militar de estos elementos se enfrenta al poder político que domina en la región, derro­ tándolo con enorme facilidad. La Ifriqiya de finales del siglo ix estaba gobernada por la dinastía de los Aglabíes, fundada cien años atrás por un gobernador cabbasí llama­ do Ibrahrm b. Aglab que había obtenido del califa Harün al-Rasld la administración de este lejano territorio. A cambio de reconocer nominal­ mente la autoridad de los califas de Bagdad, los Aglabíes habían conso­ lidado una soberanía hereditaria en Ifriqiya haciendo de Qayrawán su principal centro urbano. Uno de los mayores éxitos de esta dinastía había sido la conquista de Sicilia en el año 878, empresa en la que había desempeñado un papel decisivo la aristocracia militar árabe estableci­ da en la región (M. Talbi, 1966). Aprovechando un momento de crisis dinástica, Abü cAbd Allah inició en el año 902 el ataque contra los centros urbanos de Ifriqiya al frente de sus beréberes. Siete años más tarde, el dacT isma°rlí conseguía que el último soberano aglabí abandonara para siempre la región. Fue en­ tonces cuando hizo venir a su señor para que tomara posesión del te­ rritorio conquistado. cUbayd Allah al-Mahdl (910-934), que después de su huida de Salamiyya había corrido diversas y oscuras peripecias, fue recibido y reconocido como el ansiado imam. Para los seguidores del credo ismácrlí el triunfo de cUbayd Allah al-Mahdr en Ifriqiya era un mero preludio de grandes sucesos. El espe­ rado Mahdr, descendiente directo de CA1T y de su esposa Fátima (de ahí el nombre de su dinastía: fatimíes) conquistaría el mundo e impondría la igualdad y la justicia desterrando toda opresión y tiranía. Pese a que cUbay Allah consagró grandes esfuerzos para demostrar que éste era el último fin de su política, las contingencias terrenales se encargaron de poner las cosas en su sitio. Las aspiraciones de dominio universal que

abrigaba la nueva dinastía se vieron frustradas en 914 y 919-921, cuando sendas expediciones militares enviadas para invadir el vecino Egipto fueron derrotadas. De momento, el sueño de conquistar el Oriente para instaurar la soberanía universal del Mahdl tuvo que ser pospuesto. También en el resto del norte de África cUbayd Allah al-Mahdr tuvo aspiraciones expansivas. Sin embargo, en sus intentos por controlar las tierras del norte de la actual Argelia y Marruecos tuvo que enfrentarse a un doble enemigo: las poblaciones y las dinastías beréberes de la zona, por un lado, y el renacido poder de los Omeyas de al-Andalus, por el otro. Tras un largo período de crisis interna, el omeya cAbd alRahmán III (912-961) había conseguido hacer reconocer la autoridad de Córdoba en todo al-Andalus y no parece haber visto con buenos ojos que al otro lado del estrecho se implantara la autoridad de los «herejes» fatimíes que posiblemente tuvieran también aspiraciones con respecto a la propia Península Ibérica. En consecuencia, cAbd al-Rahmán III tomó sus precauciones: por un lado asumió en el áftq 929 el título de «califa» (sus predecesores se había contentado con el más modesto de «emi­ res») subrayando así su oposición a las pretensiones de los fatimíes y, por otra parte, ocupó Ceuta y Melilla iniciando tratos con los jefes de la zona para hacer frente al expansionismo fatimí. Durante algo más de cuarenta años fatimíes y omeyas libraron una encarnizada lucha a través de los aliados beréberes que cada bando logró atraer a su causa, cuyo fin era el dominio del Magreb (F. Dachraoui, 1981; E. Lévi Provenyal, 1950). Todos estos afanes expansivos no dieron, pues, los frutos inmediatos que los seguidores del movimiento hubieran deseado, ni tampoco la instauración de cUbayd Allah al-Mahdr como soberano colmó las expec­ tativas que en torno a él se habían suscitado. Naturalmente, hubo des­ contentos y entre ellos sobresalió Abü cAbd Alláh, el d3cTa cuyo esfuerzo debía la dinastía su recién conquistado poder. En 911 fue asesinado acusado de conspirar contra el Mahdr, de cuya autenticidad se había atrevido a dudar. Poco después, una fracción de los Kutama se sublevó en nombre de un mahdr rival: la rebelión no tuvo consecuencias, pero muestra la desilusión reinante entre algunos de los que habían apoyado inicialmente el movimiento. cUbayd Allah hizo frente a la contradicción latente entre la razón de ser de su autoridad y la propia realidad buscando la consolidación de su dinastía. Durante los últimos años antes de morir comenzó a referirse a su hijo, y a la postre sucesor, Muhammad al-Qa'im, como «alguien que era más grande que él mismo». El propio título que éste adoptó, «alQá'im» (literalmente, «e l que se levanta») tenía en la tradición á fí un significado sinónimo al de mahdr. Cuando Muhammad al-Qa’im por fin sucedió a su padre (934-946) imprimió un sutil cambio en las aspiracio­

nes de la dinastía que dejó de mostrarse como la encarnación de ideales mesiánicos para pasar a presentarse como el linaje de los verdaderos ¡mames destinados a guiar por el camino recto a todos los musulmanes (M. Brett, 1978). Era evidente, por tanto, que los fatimíes habían renunciado a la carta del mesianismo y que otros podían estar dispuestos a jugarla. Esto fue precisamente lo que ocurrió con un personaje llamado Abü Yazld, quien entre los años 935 y 947 dirigió una rebelión de inspiración jariyi, que se basó en el apoyo de las tribus beréberes de las montañas de Aurés. Fue una repetición del movimiento que años antes había dado la victoria a los fatimíes, con la única diferencia de que éstos pasaron a ser ahora los agredidos. En el año 944 Abü Yazld conquistó Qayrawan, ciudad en la que se presentó a lomos de un mulo blanco, un símbolo apocalíptico que pretendía subrayar el carácter mesiánico de su movimiento. El último reducto que les quedaba a los fatimíes era la ciudad de Mahdiyya, en la costa tunecina, que el padre de al-Qa’im había hecho construir y que fue sometida por Abü Yazld a un duro asedio. Para sorpresa de propios y extraños (cAbd al-Rah nmán III había mandado una flota desde al-Andalus) el califa fatimí resistió y, aunque murió al poco tiempo, su hijo y sucesor pasó a la ofensiva derrotando y dando muerte a Abü YazTd (947). La dinastía fatimí había estado al borde de la extin­ ción y no es extraño que el nuevo califa (947-953) adoptara el título de al-Mansür («e l victorioso»). Pasada la prueba de la revuelta de Abü Yazld, a quien los escritores fatimíes no dudaron en otorgar el apelativo de al-Dayyál (el equivalente en la escatología musulmana al Anticristo), la ofensiva fatimí cobró nuevos bríos. Las viejas aspiraciones de la dinastía sobre Egipto se incrementaron a consecuencia de las crisis que vivió dicho país durante estos años. Tras haber vuelto a la soberanía directa de los cabbásíes a comienzos del siglo x (cfr. supra, cap. 4) Egipto había estado gobernado de nuevo por gobernadores turcos. La crisis del califato de Bagdad propició que uno de estos gobernadores se apoderara del país y, con la aquiescencia de una debilitada administración califal, se independiza­ ra. Éste fue el origen de la dinastía de los Ijsíes (935-969), que dominó no sólo en Egipto sino también parte de Siria. El ataque que habría de llevar a los fatimíes a conquistar Egipto se produjo bajo el califa al-Mucizz (953-975). Fue una operación cuidadosa­ mente ejecutada que aprovechó un momento de crisis en el que se sucedieron una serie de años agrícolas desastrosos, rebeliones de tri­ bus que vivían en el desierto egipcio y enfrentamientos en el seno de la administración de los Ijsíes, Con gran habilidad, los agentes que traba­ jaban en favor de la causa fatimí consiguieron aprovecharse de estas rivalidades y preparar el campo a su favor. En el año 969, el general del

ejército fatimí Yawhar emprendió la expedición de conquista que esta vez no encontró apenas resistencia. Tres años después al-Mu°izz llegó desde Ifriqiya al frente de una caravana que traía los tesoros de la dinastía y los ataúdes de sus antepasados con los que hizo su entrada en al-QShira, el nuevo núcleo urbano que Yawhar había hecho construir a cuatro kilómetros al norte de la antigua Fustat, embrión del moderno El Cairo. Era evidente que los fatimíes no tenían intención alguna de volver a su antiguo territorio.

7 ___________ La época del Califato latimí en Egipto

7.1.

La ofensiva de los califas fatimíes

En el año 972, cuando el fatimí al-Mucizz hace su entrada triunfal en El Cairo, nada menos que tres soberanos reclaman en tres latitudes distintas del mundo musulmán el derecho a ostentar el título de «califa»: el propio al-Mu°izz en Egipto, el califa cabbassí al-MutI° en Bagdad y el califa omeya de al-Andalus, al-Hakam II. Pese a estas apariencias, lo cierto es que la hora de cAbbásíes y Omeyas ha pasado definitivamente. Bien es verdad que el califa de Bagdad sigue siendo fuente de legitimi­ dad y que señores que gobiernan en territorios que en la práctica son independientes buscan su reconocimiento oficial ordenando que en las mezquitas se pronuncie su nombre. Sin embargo, en la práctica los cAbb5síes ejercen su cargo bajo la tutela de los Buyíes y juegan por lo general un papel muy poco destacado en los sucesos políticos'. Por su parte, los Omeyas de al-Andalus entran después de la muerte de al-Ha­ kam II (976) en un período de crisis al ver suplantada su autoridad por el jefe militar Almanzor. De esta crisis no se recuperarán nunca. El califato omeya desaparece en el año 1031, fragmentándose al-Andalus en un mosaico de reinos de Taifas cada vez más presionados por la expansión de los reinos cristianos del norte de la Península Ibérica. En agudo contraste con esta situación el califato de inspiración s f í instaurado por los Fatimíes se consolida en Egipto (969-1171), donde paradójicamente la mayoría de su población es. s_unní._ Al igual que.

habían hecho en el norte de África, los Fatimíes no llevaron a cabo labores de proselitismo entre esta población indígena limitándose a gobernar y administrar el país. Esto no quiere decir, sin embargo, que renunciaran a la ideología que daba razón de ser a su dinastía. Antes al contrario, los califas fatimíes concebían el mundo como dividido en dos círculos concéntricos: por una parte, en el centro, los territorios de Egipto que gobernaban directamente los califas de El Cairo y, en la periferia, las regiones sometidas a otros poderes políticos, pero que pronto habrían de ser ganadas a la causa de los califas egipcios. Estas zonas eran recorridas por una activa red de misioneros (da0!-s), encar­ gados de predicar un mensaje que prepararía lo que se anunciaba como una inminente conquista.desde Egipto. De esta forma el ideario religioso que encarnaban los califas de Egipto pasó a convertirse en la punta de lanza que preparaba el camino para una ulterior expansión política. La importancia de esta organización encargada de las labores de proselitismo se pone de manifiesto en el lugar que ocupaba dentro de la propia administración fatimí. A su frente se encontraba un «misionero je fe » (ds°r ai-ducSt), directamente nombrado por el califa, y encargado de supervisar la actividad de los misioneros fuera de Egipto. En la mezquita cairota de al-Azhar, una de las primeras fundaciones de la dinastía, los dácTs recibían un adoctrinamiento sobre el credo ismá°Tlí, que después se encargaban de predicar por todos los confines del mundo musulmán. A través de cartas y emisarios mantenían un contacto continuo con la capital egipcia (Stern, 1983). El mensaje que predicaban estos dá°Ts había sufrido algunas altera­ ciones con respecto a las primitivas ideas que habían alumbrado el movimiento. Con una fuerte carga neoplatónica, la doctrina fatimí hacía hincapié en la figura del califa -descendiente directo de cAlr y su esposa Fátima-, como imam o guía de la comunidad. En calidad de tal, y como partícipe de la emanación divina que había dado luz al universo, el imám tenía autoridad para definir la doctrina tanto en su significado «explícito», abierto a todo el mundo, como en el oculto, al que únicamen­ te tenía acceso un pequeño grupo de iniciados. Pasada ya la resaca apocalíptica del movimiento, éste apostaba ahora por encarnar la vía recta que habría de guiar a todo buen musulmán: el credo fatimí dividía la historia en varias eras, cada una de las cuales había estado marcada por un profeta, a quien seguían un número de imámes encargados de custodiar su legado. Mahoma había sido el profeta de la sexta era y a él le había seguido un número de imámes que, comenzando con cAlr, se continuaban en la dinastía de los califas egipcios. El fin del mundo había quedado así pospuesto hasta el comienzo, siempre inminente, de la séptima y gloriosa era. Pese al acentuado carácter militante de la ideología fatimí, en su

práctica política los califas egipcios no se diferenciaron mucho de otros poderes más «terrenales». La lucha por la hegemonía a la que inevita­ blemente conducía la ideología fatimí no podía basarse sólo en la actua­ ción de d3cTs más o menos capaces de galvanizar los ánimos de las poblaciones, sino que también precisaba de una capacidad militar. El ejército fatimí estaba compuesto por dos grandes grupos: por un lado, los contingentes beréberes reclutados en el norte de África, llamados MagSriba («Occidentales»), cuyo concurso había sido decisivo en la conquista de Egipto, y, por el otro, elementos turcos enrolados sobre todo con posterioridad al año 969, denominados MasSriqa («Orienta­ les»). A todos ellos cabe añadir tropas negras traídas de las regiones del actual Sudán, que servían como soldados de infantería. Para el mantenimiento de estos ejércitos los Fatimíes conservaron la organización fiscal que encontraron en Egipto a su llegada. Como en otras zonas del Próximo Oriente esta organización se basaba en el recurso a arrendatarios de impuestos. A diferencia de otras regiones, sin embargo, los contratos que regulaban estos arrendamientos se ha­ cían por períodos de cuatro años, durante los cuales los beneficiarios se encargaban de percibir los tributos y de resolver los problemas con el campesinado. Tales arrendatarios no eran únicamente musulmanes, sino que también incluían a coptos y a judíos. Su posición social variaba mucho y podían ser desde campesinos enriquecidos hasta personajes con altos cargos en la administración. La ventaja de este sistema residía en que se adaptaba a las especiales condiciones del campo egipcio, donde prevalecía la tensión entre un gobierno central interesado en mantener la compleja red de regadíos, y los propietarios locales a cargo de dicha red, interesados en conseguir el mayor beneficio posible a costa de aumentar su autonomía de cara a la administración (M. Brett, 1984). Por otra parte, la peculiar fisonomía de la agricultura egipcia, alta­ mente dependiente de las inundaciones del Nilo y de su extensa red de canales, convertía las variaciones anuales del cauce del río en un factor especialmente relevante. No es casual que los califas fatimíes adopta­ ran la costumbre de prohibir cualquier anuncio en las calles de El Cairo sobre la crecida del río hasta que ésta no hubiera alcanzado dieciséis codos (algo más de ocho metros y medio). La medida estaba destinada a impedir movimientos especulativos en el precio del grano: sólo una vez que se conocía oficialmente el caudal de la crecida era cuando el califa fijaba la estimación del jaráy que habría de percibirse en ese año. La importancia que los califas fatimíes daban a la producción agraria del país se manifiesta también en la solemnidad con que era celebrada la ceremonia de apertura de los canales.

7.2.

El expansionismo fatimí

La puesta en práctica de las aspiraciones de dominio universal que abrigaba la ideología fatimí resultó más difícil de lo esperado. La época de los grandes imperios en el Próximo Oriente había pasado ya y los califas de El Cairo tuvieron que hacer frente ahora a un panorama político complejo y heterogéneo que siempre se reveló como un obstá­ culo insalvable para sus planes. Como muchos otros poderes que antes y después han venido gober­ nando Egipto, los Fatimíes no pudieron sustraerse a la tentación de implantar su poder en Palestina y Siria. Sin embargo, la enorme comple­ jidad de una región caracterizada por su enorme diversidad social y económica, acabó frustrando a la larga el intento. Las largas luchas que enfrentaron a los ejércitos fatimíes con las dinastías locales de esta región y con los emperadores bizantinos tuvieron resultados decepcio­ nantes: el sur de Siria y Damasco estuvieron gobernados desde El Cairo entre 978 y 1076, pero nada pudo impedir que el norte de esta región cayera en manos de los emperadores bizantinos de la dinastía de los Macedonios entre 968 y 1086. Durante el período en que controlaron estas zonas ni fatimíes ni bizantinos lograron implantar sólidamente su autoridad en sus respecti­ vas áreas de influencia. Rebeliones y defecciones fueron la regla más que la excepción. Particularmente activos fueron en esta sentido los grupos árabes beduinos del desierto de la actual Jordania (en especial las Banü KilSb, Banü Kalb y Banü Tayy) que merodeaban por las zonas rurales y que ocasionalmente consiguieron apoderarse de ciudades importantes como Alepo. Los sucesivos ejércitos enviados desde El Cairo contra estos grupos consiguieron resonantes victorias, e incluso efímeras sumisiones, pero no pudieron nunca acabar con ellos. Por si este panorama no fuera suficientemente complejo, a partir de la segunda mitad del siglo XI entraron en escena los turcos setyuquíes (sobre ellos cfr. pág. 50). Favorecidos por el desmoronamiento de la autoridad bizantina y por la crisis que en esa época atravesó el califato fatimí, estos turcos se apoderaron de la región estableciendo en ella un crisol de pequeños principados independientes que serán los que ten­ gan que enfrentarse a finales de esa misma centuria a la irrupción de los ejércitos de la primera Cruzada. Por su parte, los antiguos territorios del norte de África también se perdieron en el siglo xi. Después de trasladarse al país del Nilo, los califas fatimíes habían encomendado sus antiguas posesiones a la fami­ lia beréber de los Ziríes. Pese a que éstos reconocieron nominalmente la soberanía de los califas de El Cairo, los roces no tardaron en apare­ cer, a causa de conflictos motivados por la posesión de las ciudades de

Barqa y Tripoli. En el año 1051 el caudillo beréber al-Mucizz b. Bádls decidió romper definitivamente con sus antiguos señores pasando a reconocer (naturalmente, de forma nominal), la soberanía de los califas cabbSsíes de Bagdad. Este hecho tuvo dos consecuencias importantes: por un lado, los Ziríes se vieron impotentes para defender la posesión de Sicilia que después de una larga guerra fue conquistada en 1071 por un ejército normando bajo las órdenes de Roberto Guiscardo y de su hermano Roger de Hauteville, el fundador de una dinastía que habrá de gobernar en la isla durante casi dos siglos. La segunda consecuencia de este episodio fue que los Fatimíes reaccionaron enviando contra su antiguo aliado a grupos beduinos establecidos en las zonas desérticas de Egip­ to, los llamados Banü Hilál. La invasión que estos nómadas desencade­ naron en el norte de África ha sido objeto de interpretaciones muy diversas que van, desde la que ve en este episodio la ruina de los en­ claves urbanos de la zona y el comienzo de un declive que habría llegado hasta nuestros días (H. R. Idris), hasta la que niega el carácter «catastrofista» que la histografía colonial francesa ha dado a este hecho y prefiere ver en la llegada de los Banü Hilál un episodio más de la historia de la región caracterizada siempre por ser escenario de unas complejas relaciones entre nómadas y sedentarios (L. Poncet, 1967). Finalmente, y aun tratándose de una zona excéntrica, conviene men­ cionar el dominio, al menos nominal, que los Fatimíes impusieron en el Yemen donde a partir del año 1038, y durante un siglo, consigue impo­ nerse la familia de los Sulayhíes: el fundador de esta dinastía de origen local había sido «captado» por las actividades misioneras de los dacTs fatimíes, de ahí que sus miembros profesasen la fe ism3cflí.

7.3.

El auge del comercio

El dominio fatimí en Egipto coincidió con un aumento inusitado de los intercambios comerciales a través del Mediterráneo. La documenta­ ción que se posee para esta época arroja abundantes datos sobre un comercio de larga distancia que ponía en relación latitudes geográficas muy alejadas entre sí a través del canje de productos muy variados y de procedencias muy diversas. Este panorama contrasta notablemente con lo poco que se sabe sobre el comercio mediterráneo en los siglos anteriores. De hecho, el problema de este comercio durante las tres centurias subsiguientes a la expansión árabe ha generado uno de los debates más vivos de la historiografía contemporánea, que tiene su raíz en la obra póstuma de H. Pirenne titulada « Mahoma y Carlomagno» aparecida en 1937. La

esencia de las tesis de este medievalista belga venía a ser que las in­ vasiones germánicas y el fin del imperio romano en Occidente no habían afectado a la circulación comercial en el Mediterráneo. Entre los si­ glos v y vil los intercambios se habrían mantenido con la misma intensi­ dad con que se habían desenvuelto en la época en que las tierras que rodeaban el «Mare Nostrum» dependían políticamente de Roma. En opinión de Pirenne, hubo que esperar a la conquista árabe del Próximo Oriente, norte de África y Península Ibérica para que se rompiera la antigua unidad comercial del Mediterráneo, y para que este mar queda­ ra dividido en dos partes encerradas en sí mismas y con apenas vínculos comerciales entre sí. Este suceso tuvo consecuencias decisivas: como dramáticamente señalaba Pirenne, «sin Mahoma, sería inconcebible la existencia de'Carlomagno» ya que es a partir de la expansión árabe cuando Europa se retrae sobre sí misma perdiendo definitivamente la antigua tradición clásica. De esta forma se habría alumbrado una nueva era que tiene en el imperio de Carlomagno y en el triunfo de las estruc­ turas feudales sus dos principales rasgos. Los argumentos utilizados por Pirenne para defender su tesis son amplios y de muy diverso carácter. Centrándonos únicamente en los de tipo económico se puede destacar el hincapié hecho por este autor en el mantenimiento de las redes comerciales del Imperio Romano entre los siglos V y Vil, algo que, por ejemplo, se pondría de manifiesto en la conservación del sistema monetario del Bajo Imperio en los reinos ger­ mánicos. Con el declive de este «gran comercio» como consecuencia de la expansión árabe se habrían producido continuas depreciaciones monetarias, lo que habría dado lugar a la generalización de la moneda de plata en detrimento de las acuñaciones de oro en todo el occidente medieval. Éste, y el resto de los argumentos esgrimidos por Pirenne, han sido objeto de una apasionada polémica que todavía en nuestros días está lejos de haber concluido (A. F. Havighurst, 1976). Se han discutido mu­ cho los datos que aporta Pirenne para justificar su tesis de un declive comercial a partir del siglo vil: algunos autores han llegado incluso a afirmar que lejos de liaber producido un declive las conquistas árabes habrían tenido como consecuencia la creación de un ámbito comercial unitario (D. C. Dennet, 1948; M. Lombard, 1971). En esta misma línea, también se ha criticado la relación causa-efecto que establece Pirenne entre la expansión árabe y el declive comercial europeo; los datos al respecto no permiten extraer tal conclusión (R. S. López, 1943). Con todo, lo que hoy en día parece difícil negar es que entre los siglos vil y ix el comercio mediterráneo experimentó una considerable recesión. Que esta recesión tuviera el carácter catastrófico que en su día propuso Pirenne es ya algo más discutible, dado que probablemente

obedeció a unas complejas causas que la ausencia de documentación impide conocer en profundidad. En contraste con el carácter esporádi­ co que tienen por esta época los intercambios a través del Mediterrá­ neo, el comercio entre las principales ciudades de Iraq y Persia y los lejanos territorios del interior de Rusia y del Báltico parece haber flore­ cido en estos siglos como lo prueban los numerosos hallazgos de mone­ das cabbasíes del siglo ix que se documentan en estas remotas latitudes. Aprovechando probablemente las rutas naturales que ofrecían los gran­ des cursos fluviales que surcan dichas regiones, los comerciantes mu­ sulmanes se dirigían a ellas con el fin de abastecerse allí de pieles y esclavos que eran comprados con las monedas que integran estos innu­ merables tesorillos que han aparecido en zonas del noroeste de Rusia y en los territorios bálticos (E. Ashtor, 1978). Desde mediados del siglo x el comercio mediterráneo comenzó a reactivarse. Esto se ve claramente en el caso de Egipto que durante el período fatimí pasó a convertirse en uno de los principales centros comerciales del Mediterráneo. La razón de esta pujanza hay que buscar­ la en diversos factores. El primero de ellos es el control ejercido por los Fatimíes sobre las rutas del comercio transahariano; aparte de esclavos negros, este comercio proporcionaba considerables cantidades de oro procedentes de las minas existentes en Sudán. Consecuencia de esta abundancia, de la que se hacen amplio eco los cronistas, fue la acuña­ ción de dinares de dicho metal (la plata se encuentra prácticamente ausente de las acuñaciones fatimíes), con unos índices de pureza y calidad inigualados en otras latitudes. Por otra parte, la ruta del Mar Rojo pasó a convertirse en esta época en la principal vía del comercio con la India, en detrimento de la empo­ brecida ruta a través del Golfo Pérsico, que comenzó a sentir ahora los efectos de las convulsiones políticas de la zona, y de la ruta terrestre que atravesaba Asia Central, que se vio afectada por las conmociones producidas por las invasiones turcas. La importancia que adquirieron los vínculos comerciales a través del mar Rojo se pone de manifiesto, por ejemplo, en la importancia estratégica que alcanzó la alianza entre los Fatimíes y la dinastía de los Sulayhíes en el Yemen. A todo ello se vino a unir, además, la pujanza del comercio emprendido por ciudades italia­ nas tales como Amalfi, Génova y Venecia, cuyos mercaderes pronto se convirtieron en asiduos visitantes de los puertos de Damietta y Alejan­ dría, así como de los enclaves costeros de la costa siria. Ya en el siglo xi, los caracteres de este comercio son bien conocidos gracias a un afortunado accidente. La creencia extendida entre los judíos de que cualquier documento que lleve escrito el nombre de Dios tiene un carácter sagrado llevó al almacenaje de cientos de documentos comerciales cuyo encabezamiento tenía una invocación divina en habi­

taciones contiguas a sinagogas y cementerios. Estas habitaciones tie­ nen el nombre de genizas. Muchas de ellas han desaparecido, pero el azar quiso que una sinagoga de El Cairo conservara prácticamente intacta su geniza hasta su descubrimiento en época contemporánea. Ello ha permitido dar a luz una ingente cantidad de documentos relativos al pujante comercio que tuvo por centro a Egipto en época fatimí. Gracias en parte a esta documentación sabemos que los mercaderes italianos que frecuentaban los puertos fatimíes llevaban en sus barcos madera, pieles y metales como hierro, cobre o plomo. En la encrucijada egipcia se abastecían de productos procedentes del comercio de larga distancia, y muy especialmente de especias (pimienta, clavo, cinamomo, etc.) y tintes. Otros productos propios de la cuenca del Mediterráneo y que eran asimismó~objeto de transacciones comerciales eran el aceite de oliva, el jabón y la cera (procedentes de las zonas del actual Túnez), seda de la Península Ibérica y de Sicilia, así como materiales proceden­ tes de los territorios sirios y egipcios, tales como el algodón, el alumbre y el lino. Como puede verse a través de esta rápida enumeración, las princi­ pales rutas mediterráneas eran las que unían a Egipto con Sicilia, el actual Túnez y las ciudades italianas, por una parte, y las que vinculaban a la Península Ibérica con Sicilia y Túnez, por la otra. El importante papel que desempeñaba en este tráfico la zona central del Mediterráneo se deja ver a través del ejemplo que proporciona un tal Nahray b. Nisslm, oriundo de Qayrawán y activo en Egipto entre 1045 y 1096. La correspon­ dencia de este personaje revela que mercadeaba con, al menos, 120 productos diferentes entre los que se incluían, además de los ya citados, libros, joyería, azúcar o brea. Además, Nahray actuaba también como banquero que cambiaba y prestaba dinero (S. D. Goitein, 1967). La organización de un comercio de esta escala se sustentaba sobre unas bases muy precarias. Vínculos aparentemente informales permitíao que, por ejemplo, un mercader de una ciudad del sudoeste de Irán enviara un cargamento de telas a sus colegas en El Cairo acompañado de una carta en la que se especificaba una larga lista de productos tex­ tiles que, a su vez, él mismo reclamaba para sí. Los mercaderes itineran­ tes que iban y venían entre los distintos puntos eran quienes, en la práctica, garantizaban la transparencia de unas relaciones caracteriza­ das por poseer un buen número de obligaciones recíprocas perfecta­ mente ilustradas en la siguiente frase contenida en una carta comercial: tú estás en mi lugar allí, porque tú sabes bien que yo soy tu sostén aquí. Existían, sin embargo, otras fórmulas de cooperación más formales. De entre todas ellas destaca una, llamada qirad o mudaraba, en la que uno o varios socios contribuían con dinero o con bienes, mientras que la otra parte realizaba el trabajo y recibía, generalmente, una tercerajparte de

las ganancias, pero nunca participaba en las posibles pérdidas. La equivalencia de esta fórmula con los contratos de commenda conocidos en Europa, ha hecho pensar en que puedan ser-derivados de este tipo de relaciones contractuales (S. D. Goitein, 1970). Una aspecto que, finalmente, debe destacarse también de este co­ mercio es el hecho de que en él parecen haber estado implicados altos cargos de la administración fatimí. Gobernadores de provincias, e inclu­ so jefes del ejército aparecen en los documentos de la Geniza cairota como propietarios de barcos. Este extremo probablemente pueda ser puesto en relación con los indicios que existen en torno a una activa participación de la aristocracia fatimí en el control de la producción del lino,, uno de los principales.. artículos-de--exportación-desde el propio Egipto. Las noticias que existen sobre la riqueza que amasaron altos dignatarios de la corte en la manufactura de telas han hecho pensar en la posibilidad de una inversión activa en esta incipiente «industria» que sería una de las claves de la prosperidad que se documenta en Egipto en este período.

7.4.

Las divisiones cismáticas

Se ha señalado anteriormente que el fuerte componente ideológico que fundamentaba el movimiento fatimí fue hábilmente aprovechado por esta dinastía para justificar sus pretensiones de dominio político. Esto suponía en la práctica un frágil equilibrio entre las expectativas levan­ tadas por una dinastía que se presentaba a sí misma como precursora de grandes acontecimientos, y las exigencias impuestas por una reali­ dad mucho más prosaica. Dicho equilibrio era aun más precario por cuanto, como ya se ha visto, la actividad de la red de misioneros (dá°Ts) era considerada como la mejor punta de lanza para un posible control político posterior. Sin embargo, eran precisamente estos dácis, con mu­ cho los más empapados del fuerte componente ideológico que daba su aureola a la dinastía, los que podían llegar a cuestionar la validez políti­ ca de todo el sistema. Como era inevitable, este frágil equilibrio acabó desembocando en divisiones cismáticas en el seno de la comunidad ismácflí.

• El Califato de al-Hákim y el cisma druso El primero de estos cismas se produjo inmediatamente después de la muerte del califa al-Hákim (996-1021). La personalidad de este sobe­ rano fatimí es una de las más atrayentes .y conflictivas de este período.

Habiendo accedido al califato cuando era aún un niño, los veinticinco años de su gobierno están repletos de hechos aparentemente inexplica­ bles, de cambios políticos súbitos y de decisiones carentes de toda lógica. El problema para la interpretación de ese período se complica aun más por la ausencia de unas fuentes realmente fiables, ya que nos consta que a su muerte sus sucesores procedieron a una auténtica damnatio memoríae de este califa. En distintos momentos del gobierno de al-Hákim diversos grupos debieron sufrir persecuciones y medidas restrictivas. Cristianos y judíos fueron quienes más duramente experimentaron sus iras: a las prohibi­ ciones de las festividades religiosas y a la asignación de vestimentas diferenciadas les siguieron confiscaciones y destrucciones de templos que alcanzaron su punto culminante en el año 1010 con la orden de demolición de la iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén. Esta política se mantuvo hasta el año 1013, en que comenzó una era de mayor toleran­ cia puesta de manifiesto, por ejemplo, en la insólita medida de permitir a los cristianos que habían abrazado el Islam el volver a su antigua fe. No fueron, sin embargo, cristianos y judíos los únicos en ser objeto de medidas discriminatorias por parte del califa. La mayoritaria pobla­ ción sunní del país tuvo que someterse a insólitas disposiciones del califa ismacflí que ordenaban la prohibición de ciertas formas de plega­ ria propias de los sunníes o la maldición en público de los cuatro prime­ ros califas o de los Compañeros de Mahoma. Lo más singular de todo es que estas prohibiciones se mantenían durante algún tiempo, para des­ pués ser revocadas y más tarde puestas en vigor otra vez. Las fuentes se hacen lenguas además de la conducta excéntrica del califa. Las ejecuciones sumarias de altos personajes de la administra­ ción civil y militar, las escenas de violencia inaudita propiciadas por el califa, las prohibiciones de ciertos alimentos o la ordenación de matan­ zas de perros, así como la prescripción de que los mercados de El Cairo estuvieran abiertos toda la noche para alegrar las salidas nocturnas a las que al-Hákim era aficionado, configuran un extraño panorama sobre el que ni siquiera la historiografía actual no acaba de ponerse de acuer­ do. Evidentemente, son muchos los autores que no dudan en tildar a al-Hákim de «loco», pero a esta explicación se oponen otros que consi­ deran los relatos de las fuentes como muy parciales, distorsionados y hostiles, en general, a la figura del califa. Algunos autores incluso han querido ver en al-Hákim un razonable estadista cuyas medidas apa­ rentemente sin sentido deben ser comprendidas en su contexto: así, ordenar matanzas de perros sería en El Cairo una medida de higiene preventiva, por ser estos animales transmisores de buen número de en­ fermedades, mientras que las prohibiciones de ciertos alimentos habrían

estado en realidad destinadas a preservar la frágil economía agraria egipcia (Shaban, 1976). Más acertadas parecen las interpretaciones que ven en al-Hakim un califa fatimí que se tomó en serio su papel de imam intentando recuperar el componente mesiánico del movimiento ismscrlí. Para ello este califa no hizo más que poner en práctica la autoridad religiosa que su cargo le confería. El problema fue, sin embargo, que al-Hákim se vio atrapado en las crisis políticas e ideológicas de su tiempo: de ahí, por ejemplo, la necesidad de deshacerse de miembros importantes de la administración que obstaculizaban su poder y de ahí también la crisis religiosa que se desencadenó al final de su gobierno (Assad, 1974). Esta crisis religiosa se precipitó cuando en círculos ismácflíes co­ menzó a circular la idea de que al-Hakim era la encarnación de Dios en la tierra. La genésis de esta singular creencia parece haber estado en la existencia de grupos «extremistas» en las filas de los dacrs que de­ ploraban el carácter cada vez más moderado que había adquirido la dinastía. El principal abanderado de esta idea fue un «misionero» de origen persa llamado Muhammad b. Ismácfl al-Darázr. Todo apunta a pensar que al-Hákim se mostró contrario a estas ideas que propugnaban su divinidad e incluso es posible que él mismo ordenara el ajusticia­ miento de al-Darázr. Esto no impidió, sin embargo, que los seguidores de éste porfiaran en sus creencias. Tales creencias adquirieron un defini­ tivo impulso el día en que al-Hakim desapareció sin dejar rastro después de haber salido a dar un paseo (1021). Lo más probable es que fuera asesinado, pero los seguidores de al-Darázr proclamaron que no había muerto sino que había entrado en una fase de ocultamiento de la que habría de regresar al final de los tiempos. Estos grupos abandonaron Egipto estableciéndose en zonas de Siria donde su predicación consi­ guió la formación de unas comunidades conocidas con el nombre de «drusos» que han pervivido hasta nuestros días.



El cisma nizárí

Algo más de medio siglo después de la muerte de al-Hákim se produjo un nuevo cisma en las filas fatimíes. También en este caso el cisma coincidió con un momento de profunda crisis política del califato y también en él tuvo un importante papel el «brazo ideológico» de la dinastía representado por los dácrs. Para comprender este segundo cisma es preciso remontarse a las rivalidades existentes en el seno del ejército fatimí en el que el enrola­ miento de grupos de etnias muy variadas había dado lugar a la forma­ ción de facciones que rivalizaban por adquirir mayores cuotas de poder

en el seno de la administración. Esta rivalidad desembocó en 1062 en una guerra abierta que enfrentó a los soldados turcos contra los suda­ neses. Tras diversas alternativas, el conflicto se resolvió en la ocupación del Alto Egipto por parte de estos últimos, mientras que los turcos quedaban en posesión de El Cairo. Las tropas beréberes, por su parte, pasaron a controlar la zona del Delta. La crisis se agravó a causa de una serie de años de malas cosechas entre 1066 y 1074. Cuando el entonces califa fatimí al-Mustansir se vio incapaz para pagar a las tropas turcas estacionadas en la capital, éstas respondieron saqueando la ciudad y el palacio califal en 1067. Los siete años que siguieron estuvieron domina­ dos por la anarquía general y pusieron al califato fatimí al borde de la extinción, La situación sólo pudo ser controlada por al-Mustansir cuando éste decidió recurrir a los servicios de Badr al-YamSlr, un jefe militar armenio que hasta entonces había actuado como gobernador de Acre en Palestina por cuenta del califa, y que con su propio ejército consiguió reducir uno por uno los focos de los insurgentes. Nombrado visir con poderes casi absolutos por el agradecido califa, Badr al-YamSlr consiguió asegurar la continuidad de la dinastía, aunque al precio de tener que abandonar buena parte de Siria, donde la guerra civil había creado una situación caótica que fue inmediatamente apro­ vechada por el emergente poder setyuquí. Las reformas emprendidas durante sus veinte años de gobierno por este jefe militar armenio y continuadas después por su hijo y sucesor en el cargo, al-Afd3l, estuvie­ ron encaminadas a remontar la crisis, y marcaron profundamente la fisonomía de la administración fatimí. Es muy posible que la gran crisis de mediados del XI fuera en reali­ dad el reflejo de una crisis muy profunda que afectaba por entero al gobierno fatimí. El sistema de arrendamiento temporal de impuestos que se ha descrito más arriba se resquebrajó en esta época. Es difícil saber si ello fue el resultado de una degradación que se había venido arrastrando desde años atrás, o bien si fue el producto de la conjunción de una causas naturales (las hambrunas que dominaron el período) y de una caótica situación política motivada por la actuación de las facciones militares. Sea como fuere, lo cierto es que Badr al-Yámall introdujo un nuevo sistema en virtud del cual el ejército pasó a ser el arrendatario de los impuestos en las zonas rurales. La concesión de este tipo recibe el nombre de iqts°, y tenía, entre otros, un doble objetivo: asegurar la percepción de tributos, y garantizar el pago de sus soldadas al ejército. El nuevo sistema funcionó efectivamente, y parece haber permitido una recuperación de la riqueza en las zonas rurales. Sin embargo, el proble­ ma se planteará en toda su crudeza en el siglo xil cuando los jefes militares beneficiarios de los arrendamientos en las regiones más ricas se nieguen a satisfacer sus deudas con la administración central: un

desarrollo como se ve muy similar al que había afectado a las tierras del califato cabbasí dos siglos antes. •Dotado de un poder político omnímodo, Badr al-Yamalr pretendió también controlar la base ideológica del califato haciéndose nombrar «jefe de los misioneros» (d ^ I al-dücát) por el califa al-Mustansir. Este nombramiento no parece que fuera bien recibido en los círculos que proporcionaban el componente ideológico de la dinastía. Nos consta que en estos círculos existía ya un abierto rechazo a la forma en que se conducía la política de los Fatimíes y que se deploraba el hecho de que el imam estuviera rodeado «d e elementos indeseables con completo control sobre los asuntos de la dinastía». Tras el nombramiento de Badr-al-Yamall el descontento de los dacT-s fue representado por un personaje oriundo también de Persia llamado Hasan-i-Sabbfih. La 'carrera de este personaje, aunque muy desvirtuada por el carácter legendario que adorna su biografía, es interesante para dar a entender la forma -tal vez algo inexplicable para la mentalidad moderna— en que actuaba la propaganda fatimí. Nacido en la ciudad iraní de Qum en el seno de una familia sr°í duodecimana, Hasan entró en contacto con un dacr fatimí que recorría la zona y que le convirtió a la causa de los califas egipcios. En torno a 1078 el neófito llegó a El Cairo para completar su adoctrinamiento. Es más que probable que el panorama que allí contempló el converso le desagradara profundamen­ te: Badr al-Yamalr se hallaba por entonces en la cumbre de su poder y es lícito pensar que el control que este jefe militar ejercía sobre el aparato ideológico fatimí fuera mal visto por Hasan (B. Lewis, 1967). En 1081, y tras diversas peripecias tal vez legendarias, Hasan se encuentra de vuelta en Persia. Sus actividades de proselitismo cristali­ zaron nueve años más tarde en la creación de un grupo de adeptos a cuyo frente Hasan logró conquistar la fortaleza de Alamüt, un inexpug­ nable bastión ubicado en las montañas de Alburz, al sur del mar Caspio. El momento era propicio debido a la crisis que por entonces comenzaba a afectar a los dominios de los turcos setyuquíes. Cuatro años después los acontecimientos se desencadenaron en Egipto' El'califa al-Mustansir murió en El Cairo "(1104). Su primogénito Nizar parecía ser el candidato lógico a la sucesión, pero tal posibilidad era rechazada por al-Afdal el hijo y sucesor del todopoderoso Badr al-Yamall. Con el apoyo de este visir fue nombrado heredero otro hijo del difunto califa, al-Mustcalr, a la sazón casado con una hija de al-Afdal. Nizar intentó resistir y abanderó una desesperada revuelta que fue fácilmente sofocada. El rebelde fue hecho prisionero y poco después fue probablemente asesinado en prisión. El grupo que se había estable­ cido en Alamüt aprovechó entonces la ocasión para desligarse de la obediencia que hasta entonces habían venido prestando a los califas

cairotas: proclamaron que Nizar era el verdadero imam y que había desaparecido entrando en una fase de ocultamiento. Tal suceso era la señal para una «nueva predicación» que ahora había de pasar a ser liderada por Hasan i-Sabbáh y sus sucesores, auténticos representantes del imám oculto. En la época de profunda crisis que se vivió por entonces en el próximo Oriente a causa de la llegada de los Cruzados desde Europa, las actividades del grupo de Alamüt alcanzaron una especial resonan­ cia. Dueños de las regiones adyacentes a esta fortaleza, los «nizáríes» emprendieron una virulenta campaña de activismo que tuvo en el recur­ so al asesinato ritual su rasgo más destacado. Enemigos acérrimos del resto de los grupos musulmanes, los agentes enviados desde Alamüt se convirtieron en maestros consumados en el arte de infiltrarse en las comitivas de altos personajes, para después de cierto tiempo asesinar a éstos por sorpresa. Lo imprevisible de sus golpes y su perfecta orga­ nización les convirtieron en adversarios temibles en la escena política del siglo xn, donde fueron conocidos con el nombre de al-Haslsiyya, palabra que ha dado en las lenguas occidentales el vocablo «asesino». La posible relación de dicha palabra con el hecho de que los sicarios enviados desde Alamüt realizaran sus asesinatos bajo los efectos de la droga del hasís ha sido objeto de una amplia controversia que ha llevado en la actualidad a descartar dicha hipótesis (M. Hodgson, 1955). Sea como fuere, los nizáríes de Alamüt se convirtieron en un factor importan­ te en el panorama del Próximo Oriente hasta que en 1256 la fortaleza fue conquistada por los invasores mongoles y reducida a escombros. Los miembros de la secta se dispersaron pero no desparecieron: ya en época moderna se les encuentra en zonas del subcontinente hindú, y más concretamente en torno a la ciudad de Bombay. Han continuado existiendo hasta nuestros días bajo la égida, sin duda más moderada que la de sus antecesores, del Aga Ján.

7.5.

La expansión de los turcos selyuquíes

En las páginas anteriores han sido frecuentes las ocasiones en que hemos tenido que referirnos a la actuación de los turcos selyquíes que desde mediados del siglo XI se apoderan de amplias zonas del Próximo Oriente. Conviene, pues, que ahora fijemos nuestra atención en la ex­ pansión de este grupo y en las repercusiones que tuvo en la región. Las zonas más orientales del mundo musulmán a comienzos del siglo XI comprendían, a grandes rasgos, las regiones de Transoxiana (a levante del río Oxus, esto es el Amu Darya), Jwárizm, y Jurásan. Estas regiones configuraban unos territorios fronterizos, más allá de los cua­

les habitaban pueblos turcos que ocupaban las amplias estepas del Asia Central hasta sus confines con China. Como ya se ha visto, grupos aislados de turcos habían venido siendo reclutados en los ejércitos de diversas dinastías de la zona desde el siglo IX. Sin embargo, el grueso de estos pueblos continuaba habitando en los territorios exteriores al Islam, manteniendo sus modos de vida nómadas y sus estructuras tri­ bales. Los cronistas contemporáneos les designan con el nombre de Turco­ manos (árabe Turkman) para distinguirlos de aquellos elementos asimi­ lados a la sociedad musulmana, a los que nos hemos referido ya. Dedi­ cados sobre todo al pastoreo, las creencias religiosas de estos pueblos se reducían a la práctica del chamanismo. No obstante, su ubicación geográfica en una región que servía de encrucijada en las rutas que cone'ctaban el Extremo Oriente con Europa les había hecho permeables a la predicación del Nestorianismo cristiano, del Budismo, y del propio Islam. En los años cercanos al año mil, tanto los turcos del interior como los denominados «Turcomanos», se convirtieron en los principales protago­ nistas de los sucesos en estas regiones. Las dos formas en que esto ocurrió son muy ilustrativas del modo en que se fraguó la penetración masiva de estos pueblos en tierras del Islam. Dentro de las fronteras a las que nos hemos venido refiriendo, con­ cretamente en los territorios de Transoxiana y Jurasan, venía gobernan­ do desde comienzos del siglo x la familia de los SámSníes, a quienes cabe atribuir el auge de ciudades tales como Bujara, Samarqanda y Niáapür que muy probablemente debieron su auge en esta época al ya mencionado comercio con los territorios del interior de Rusia. Al igual que otras dinastías contemporáneas, los Sámaníes se vieron obligados a reclutar a elementos turcos en sus ejércitos, los cuales fueron copando los principales puestos de la administración militar y civil. Fue precisamente una familia de origen turco, y elevada al gobier­ no de la provincia de Jurasan, la que inicialmente minó las bases terri­ toriales de los Sámaníes, amputándoles dicha provincia, y la que, final­ mente, acabó con la propia dinastía en torno al año 1000. El principal representante de esta familia turca, Mahmüd (998-1030), fue quien ter­ minó con el gobierno de los Samaníes a comienzos de su reinado, ocupando Bujara, Nisapür y Samarqanda, así como todos los dominios que se extendían hasta el río Oxus. Mahmüd hizo de la ciudad de Gazna (en el actual Afganistán) el centro de una brillante corte, que sirvió de sede a la dinastía por él fundada, conocida con el nombre de «Gaznavíes». Por paradójico que pueda parecer, este turco convertido en un ferviente musulmán sunní, que incluso buscó el reconocimiento del califa cabbasí de turno, no hizo

nada por imponer un carácter especial a su gobierno. Mantuvo intacto el aparato de la administración SSmaní, que, a su vez, se había basado en unos precedentes persas que cinco siglos después de la conquista musulmana se conservaban casi intactos. Esta misma vigencia de la tradición persa en regiones tan orientales se refleja también en los logros culturales alcanzados en la época de Mahmüd de Gazna: fue en su corte en la que el poeta FirdawsT (muerto en 1020-21 ó 1025-1026) escribió su impresionante ShSh-Nama («Libro de los Reyes»), un volumi­ noso poema épico que narra la historia persa desde sus orígenes legen­ darios hasta la conquista musulmana. Por la misma época en que Mahmüd ocupaba los dominios de los Sámáníes, los pueblos turcomanos a los que antes nos hemos referido entraron también en escena. Es muy posible que en estos años la pre­ sión de otros grupos turcos situados más al este (probablemente los Mongoles), indujera a los Turcomanos situados en las regiones limítro­ fes con los territorios del Islam a acentuar su empuje contra las tierras dominadas por poblaciones sedentarias. Los efectos no tardaron en hacerse sentir. Como resultado de las correrías de los Turcomanos en Rusia, las rutas comerciales a través del Volga quedaron desorganiza­ das, y ello supuso un duro golpe para las poblaciones de Jurásán, que tradicionalmente se habían aprovechado de este comercio. Poco después se produjo la invasión en toda la regla. Aprovechando la debilidad de los Sámaníes en sus últimos años, y coincidiendo con los ataques que por la misma época les asestaba Mahmüd de Gazna, un grupo de turcomanos, los llamados Qarajaníes, aprovecharon la ocasión para ocupar Transoxiana. Allí establecieron un dominio caracterizado por estar basado en una confederación de tipo tribal. Impotente para acabar con ellos, Mahmüd de Gazna se vio forzado a establecer con ellos un pacto que fijaba en el río Oxus las fronteras de sus dominios. El establecimiento de los Qarajaníes en Transoxiana abrió el camino para la penetración de nuevos grupos de Turcomanos. Entre ellos des­ taca uno que será especialmente relevante: el de la tribu de los Guzz (u Oguz), dirigida por un linaje tribal instaurado por un tal Salyüq, los cuales se habían convertido al Islam durante la segunda mitad del siglo x. Tras una breve estancia en Transoxiana, esta tribu paso a Jurásán en 1025 a instancias del propio Mahmüd de Gazna, quien espe­ raba encontrar en ellos un firme apoyo contra sus rivales, los Qarajaníes. Sin embargo, la muerte de Mahmüd en 1030 y el desencadenamiento de una crisis dinástica entre los Gaznavíes ofreció a los Sel^uquíes la oportunidad de ocupar Jurásán. Comandados por dos hermanos perte­ necientes a la familia setyuqí, Tugrul Beg y Chagri Beg, los turcomanos se apoderaron de los principales centros urbanos de la región sin ape­ nas resistencia. En 1040, un ejército enviado por e.1. monarca gaznaví,

Mascüd, fue completamente derrotado en la batalla de Dandánqan (cer­ ca de Merv), y ello significó la pérdida definitiva de estos territorios por parte de ésta dinastía, que todavía se mantendría durante algún tiempo en los territorios que había conseguido conquistar en la India. Como consecuencia de su victoria sobre los Gaznavíes, Tugrul Beg y Chagri Beg pasaron de ser meros jefes tribales a convertirse en señores de unos amplios dominios. La profunda ruptura con el pasado que este cambio implicaba explica que los dos caudillos se apresuraran a solicitar del califa cabbásí el reconocimiento a su autoridad. En este gesto hay que ver más que un mero deseo de acatar la ortodoxia religio­ sa representada por los califas, un intento de ambos jefes por afianzar ... .... . supoder de cara a sus propios contribuios. ............. No obstante, la base del poder de ambos hermanos continuaba sien­ do eminentemente tribal, y ello es lo que explica que, impulsados por la propia dinámica de la conquista depredatoria, las conquistas de los Selyuquíes no se circunscribieran únicamente a Jurasan. Tugrul Beg decidió en consecuencia continuar las conquistas hacia el oeste. Una por una las ciudades situadas en la meseta iraní fueron cayendo en sus manos hasta que en 1055 Tugrul se plantó a las puertas de Bagdad. La resistencia que pudieron oponer los para entonces debilitados Buyíes fue inexistente y el jefe selyuquí fue calurosamente acogido por un califa que veía en Tugrul el mejor protector para su languideciente dinastía. Tugrul se hizo conferir por el califa el título de sultán que en la práctica le confería el poder efectivo, mientras que relegaba a los cabbasíes a meros portadores de una autoridad de fundamento religio­ so. A la muerte de Tugrul en 1063 el título de sultán recayó en su sobrino Alp Arslan. Pese a ser ya dueños de extensos territorios, el empuje de las tribus turcomanas continuó hacia el oeste. El resultado fue la pene­ tración en Asia Menor donde las invasores chocaron con el Imperio Bizantino. La batalla de Manzikert (1071), en la que el emperador Roma­ no Diógenes fue vencido y hecho prisionero supuso, por un lado, el fin de la dominación bizantina sobre Armenia y Capadocia, y, por el otro, el comienzo de un proceso histórico de largo alcance: la penetración turca en Anatolia. Favorecidas por el desmoronamiento de la autoridad bizantina y por la crisis que en ese momento asolaba el califato fatimí, las tribus Guzz se internaron en los territorios de Siria. Damasco fue conquistada en 1079, Antioquía y Alepo en 1085. No obstante, como no podía ser menos, la división interna de esta región potenció la eclosión de un elemento que hasta entonces había quedado larvado durante la época de grandes conquistas: la atomización del poder entre los diversos caudillos triba­ les, lo que tuvo su reflejo en la aparición de rivalidades internas en el

seno de la familia selyuquí. Después de un período de largas y comple­ jas luchas, un miembro de la familia selyuquí llamado Tutuá se apoderó de Damasco en 1079, sin que su hermano, el sultán Malik Shah, que en 1072 había sucedido a su padre Alp-Arslan en Bagdad, pudiera hacer nada por evitarlo. Malik Shah fue el último de los sultanes selyuquíes que consiguió mantener unificados sus dominios. El nombre de este personaje es significativo: Malik, árabe, y Shah, persa, son dos palabras que signifi­ can «rey», lo que parece indicar un deseo por adaptarse a las tradicio­ nes previas a la conquista turca. Su gobierno estuvo dominado por la personalidad de su visir, Nizam al-Mulk, un individuo de origen persa que consiguió controlar el aparato burocrático aplicando los principios de gobierno que él mismo formulara en su obra Siyasat-Nama («Libro del gobierno»), auténtico «espejo de príncipes», y otra de las obras cumbres de la literatura persa en este período. Figura emblemática de esta época, Nizam al-Mulk lo fue también en su muerte, causada por las heridas producidas por un «Asesino» de la secta de los Nizaríes de Alamut en el año 1092. Malik Shah le siguió algunos meses más tarde, y ello abrió un período de luchas internas en la familia selyuquí. el factor de desintegración traído por los turcos a tierras del Islam no haría más que agravarse en los años siguientes a causa de la aparición de un nuevo elemento en escena: los ejércitos cruzados,

7.6.

La expansión de los almorávides en el norte de África y al-Andalus

En época contemporánea a estos sucesos, el extremo occidental del mundo musulmán fue escenario de un movimiento de fundamentos reli­ giosos que dio lugar a la dinastía de los almorávides. En este caso, fue el contacto entre un medio tribal y unos estrictos principios religiosos originados en círculos urbanos lo que dio al movimiento su fuerza arro­ lladora. Dicho medio tribal era el de la gran confederación de los Sinháya, tribus beréberes de las zonas desérticas del Sahara occidental, las cuales controlaban las rutas comerciales que ponían en relación el norte de África con las regiones subsaharianas. La islamización de estos Sinhaya se había producido como consecuencia del contacto con mer­ caderes musulmanes que transitaban esas rutas. No obstante la conver­ sión al Islam entre estas tribus tuvo un carácter superficial, y no parece haber afectado más que a un reducido grupo de jefes tribales a quienes las fuentes nos presentan entrando en contacto con los círculos religio­ sos de las ciudades del norte de África. A petición de uno de estos jefes

tribales fue enviado un personaje llamado cAbd Alláh b. Yásin para que enseñara la auténtica doctrina musulmana entre las tribus Sinháya. Siguiendo un ejemplo que contaba con precedentes en la zona, cAbd Alláh tomó como centro de sus actividades un ribát: esta palabra origi­ nariamente designaba un puesto militar destinado al ejercicio de la Guerra Santa; sin embargo, en las peculiares circunstancias que rodea­ ban el Islam en el norte de África, el ribát se convirtió en un lugar de devoción ascética y de predicación al que acudían los miembros de las tribus beréberes atraídos por la aureola de santidad con que se reves­ tían sus moradores (al-murábitün, de donde «almorávides»). Esto fue, precisamente, lo que hizo cAbd Alláh entre las tribus Sinháya, y ello le reportó, un. buen número.de adeptos. Al mismo tiempo, cAbd Alláh predi­ có un mensaje religioso que hacía un fuerte hincapié en el estricto cumplimiento de la religión musulmana, impregnado por un rígido puri­ tanismo de carácter militante. En este sentido, no se planteaba ninguna innovación, sino que simplemente se llevaban a sus últimas consecuen­ cias los rasgos más rígidos que habían caracterizado al Islam sunní en el norte de África. Después de diversas vicisitudes, cAbd Alláh b. Yásin consiguió trans­ formar su liderazgo religioso sobre las tribus Sinháya en una jefatura política. El sur de Marruecos y las rutas transaharianas cayeron en sus manos entre 1055 y 1059. A partir de esta fecha, y después de la muerte de cAbd Alláh, el movimiento pasó a ser efectivamente dirigido por la propia aristocracia tribal de los Sinháya, y más en concreto por un jefe de la tribu de los Lamtuna llamado Yüsuf b. TásfTn. La política de con­ quistas siguió a un ritmo imparable, y ciudades como Fés, Orán y Tremecén se incorporaron al nuevo imperio. Los dos polos por los que circu­ laba el pujante comercio de oro procedente del África subsahariana quedaban de estas formas unidos políticamente. Las conquistas de Yüsuf b. Tásfm en el norte de África colocaron a su imperio frente a las costas de la Península Ibérica en donde, después de la definitiva desintegración del califato omeya en 1031, el territorio de al-Andalus se había dividido en un conjunto de reinos de taifas. La conquista de Toledo por el monarca castellano Alfonso VI en 1085 había puesto de manifiesto la debilidad de estos reinos y ello motivó la peti­ ción de ayuda a la pujante potencia almorávide por parte de los reyezue­ los andalusíes. Esta ayuda se concretó en una expedición al mando del propio Yüsuf, que culminó en una aplastante victoria contra las fuerzas cristianas en Zalláqa (Sagrajas) en 1086. A partir de ese momento las relaciones entre Yüsuf y los-monarcas de las Taifas andalusíes se hicie­ ron cada vez más difíciles. Apoyado por los círculos religiosos del país, Yüsuf decidió en 1090 incorporar al-Andalus a sus dominios. Al cabo de cuatro años, y después de v_encer .militarmente la resistencia de sus

antiguos aliados, Yüsuf convirtió este territorio en una provincia admi­ nistrada desde Marrakesh. Durante el primer decenio del siglo xn el dominio de los almorávides en al-Andalus consiguió contener el avance cristiano. En 1118, sin embargo, Alfonso el Batallador se apoderó de Zaragoza; a partir de entonces se desarrolló un proceso de desintegra­ ción acentuado por la aparición en el norte de África de un nuevo poder emergente: el de los almohades.

8 ______________ El mundo musulmán en la época de las Cruzadas

8.1.

El impacto de la I Cruzada

La aparición de la idea de Cruzada en la Europa de finales del siglo xi fue resultado de la conjunción de los deseos expansionistas de la aristocracia feudal con los ideales de supremacía universal encarna­ dos por la Iglesia después de la reforma gregoriana. Los desastres sufridos por las armas bizantinas frente a los turcos habían propiciado en Occidente la idea de que era preciso realizar algún tipo de acción para prevenir la desaparición de la Cristiandad oriental. Éste fue el ar­ gumento utilizado en 1095 por el papa Urbano II en el concilio de Clermont para predicar una expedición a la que se confirió como objetivo emblemático la conquista de Jerusalén. En una época en la que el expansionismo feudal había conseguido resonantes triunfos en Sicilia y en la Península Ibérica, la unión de señores militares procedentes de diversas latitudes para emprender una empresa de tal calibre parecía tener sentido. Año y medio después del llamamiento de Urbano II, en la primavera de 1097, la fuerza expedicionaria de los Cruzados se encontraba en Asia Menor. Atrás habían quedado los problemas surgidos en Constantinopla entre los caballeros cruzados y el emperador bizantino Alejo Comneno, que sólo se habían resuelto temporalmente al acceder aquéllos a pres­ tar juramento de fidelidad a éste, y a comprometerse a restituir al Impe­ rio las posibles conquistas de la expedición.

La marcha de los cruzados por Asia Menor se vio coronada por éxitos tales como la conquista de Nicea y la victoria de Doryleum frente a los turcos que desde la victoria de Manzikert habían venido infiltrándose en estas regiones. Fue al llegar a Cilicia cuando uno de los jefes de la ex­ pedición, Balduino de Boloña, se separó del ejército cruzado para diri­ girse a Edessa, ciudad de la que acabó apoderándose, convirtiéndose en conde independiente a despecho de las protestas bizantinas. En junio de 1098, la captura de Antioquía tras un largo asedio por el grueso de las fuerzas cruzadas trajo consigo problemas de similar índole. El normando Bohemundo de Tarento, hijo de Roberto Guiscardo soberano de Sicilia, planteó abiertamente su intención de quedarse con la ciudad, y pese a la oposición de algunos jefes de la Cruzada, que intentaban impedir que se rompieran los acuerdos con Alejo Comneno, consiguió hacer valer su propósito. Al año siguiente el ejército cruzado llegó ante Jerusalén que entre­ tanto había sido reconquistada por un ejército fatimí mandado apresura­ damente desde Egipto. Apenas después de un mes de asedio la ciudad fue conquistada en julio de 1099. La posesión de Jerusalén fue encomen­ dada a otro de los principales jefes de la Cruzada, Godofredo de Bouillon, duque de la baja Lorena, y a la sazón hermano del citado Balduino, el nuevo conde de Edessa. Godofredo tomó el título de advocatus Sancti Sepulchii («defensor del Santo Sepulcro»), con el que esperaba poder ejercer su soberanía temporal sin por ello menoscabar los derechos del papado. Este título, sin embargo, no tendría larga vida: al poco tiempo Godofredo murió, y su hermano Balduino pasó a ocupar Jerusalén ha­ ciéndose coronar como rey. Edessa pasó entonces a pertenecer a su primo, Balduino de Le Bourg. El establecimiento de los tres dominios cruzados de Edessa, Antio­ quía y Jerusalén, a los que se unió el condado de Trípoli conquistado en 1109, no provocó la unificación de los señores musulmanes que contro­ laban regiones abyacentes. Mosul, Alepo y Damasco, las principales ciudades en manos musulmanas que ahora pasaron a convertirse en territorios de frontera frente a los territorios cruzados, no sólo siguieron divididas a causa de las rivalidades internas de los Setyuqíes, sino que sus señores incluso llegaron a pactar con los cruzados cuando así lo requería la compleja lógica de la política en Siria. Para los miembros de las clases religiosas musulmanas que deploraban este lamentable esta­ do de cosas el único consuelo que podía existir era el hecho de que en el campo cristiano las divisiones eran igualmente acentuadas. Ello fue lo que les hizo especialmente vulnerables cuando del lado musulmán surja en el siglo x ii un poder lo suficientemente fuerte.

8.2.

La fragmentación de los territorios musulmanes

La desunión que tanto había facilitado la empresa de los cruzados europeos tenía causas muy profundas. La formidable expansión prota­ gonizada por los turcos durante el siglo xi la habían realizado grupos tribales lanzados a una vorágine de conquistas. Pese a que los sultanes selyuquíes trataron de conseguir por todos los medios capitalizar este movimiento en su propio provecho, su empeño fracasó debido al afian­ zamiento de jefaturas locales que lograron consolidarse sin problemas gracias a la amplitud de las conquistas territoriales. El sistema que acabó cristalizando tenía como eje central las concesiones territoria­ les en forma de iqtsF otorgadas por el poder central selyuquí, y cuya extensión podía variar desdé simples propiedades rurales hasta pro­ vincias enteras en las que el beneficiario se convertía en gobernador con prerrogativas administrativas y fiscales, por medio de las cuales podía mantener su propio ejército. Miembros de la familia selyuquí y jefes militares turcos fueron los principales beneficiarios de este tipo de concesiones que en la práctica acabaron desembocando en la formación de principados independientes a menudo enfrentados en­ tre sí. La extraordinaria fragmentación que siguió a la decadencia del po­ der selyuquí tuvo en este factor una de sus principales causas aunque no la única. En el complejo panorama de las ciudades sirias durante el siglo xii son varios los grupos que desempeñan un papel destacado en los acontecimientos. En primer lugar, son especialmente activos duran­ te esta época grupos de «Asesinos» nizáríes que desde comienzos de dicha centuria comienzan a actuar en Siria. Pronto se demostró que su presencia podía ser aprovechada interesadamente por alguno de los contendientes que se disputaban la hegemonía en la región, dándoles cobijo y consiguiendo que sus actividades se dirigieran hacia objetivos que pudieran reportarles beneficios. Ejemplos de ello no faltan: en 1103 el gobernador de Homs fue degollado por tres «asesinos» mientras rezaba en la mezquita; todo indica que el entonces emir selyuquí de Alepo (a la sazón un sobrino del antes mencionado Malik-Sháh), que se mostró más que permisivo con las actividades de los nizáríes en su ciudad, fue el instigador de este acto que acabó con uno de sus mayores rivales políticos. En 1113 el gobernador de Mosul también fue víctima de los Asesinos, como también lo fue un alto cargo de la administración de Alepo hostil a sus actividades en 1117, nuevamente en 1127 otro go­ bernador de Mosul y, en fin, en 1131 el gobernador de Damasco. Otro elemento digno de tenerse en cuenta durante estos turbulentos años es la aristocracia urbana de las ciudades sirias que en diversas ocasiones, y por causas que no siempre quedan del todo claras, se

oponen al gobierno de los jefes militares selyuquíes apoyándose en unas milicias urbanas (ahdst) reclutadas entre la propia gente de la ciudad. El verdadero carácter de estas milicias urbanas es algo oscuro: en ocasiones, parecen nutrirse de comerciantes y artesanos acomoda­ dos de las ciudades sirias, mientras que en otros casos tales milicias parecen tener un carácter más popular y extremista (C. Cahen, 1958). Sea como fuere, estos movimientos urbanos que se enfrentan tenazmen­ te a la dominación de los jefes militares juegan un papel decisivo en los confusos sucesos que se viven en la zona. Esto es lo que ocurre en Damasco durante la primera mitad del siglo xil a causa del papel de estos elementos urbanos, mientras que en Alepo el panorama se com­ plica extraordinariamente hasta el año 1128 por la existencia de faccio­ nes rivales en el seno de la propia aristocracia urbana y por el papel que desempeñan los grupos de Asesinos que actúan en la ciudad, a los que el gobierno da amparo según sus intereses. Finalmente, el último factor relevante en el complejo panorama sirio de esta época es la institución de los atabegs: los orígenes de este extraño puesto no están del todo claros, aunque es seguro que se trata de un cargo de origen turco. Un atabeg era siempre un jefe militar en­ cargado de velar por la seguridad del heredero a un principado cuando éste sucedía a su padre siendo todavía menor de edad, cosa que en la turbulenta escena siria de ese período acaecía con cierta frecuencia. Traducir este término como «tutor» sería, pues, en cierto modo ajustado, pero el vocablo castellano no da una idea precisa de la enorme impor­ tancia que adquirieron los atabegs durante este período. Por un lado esto se puso de manifiesto en el enorme poder que tales jefes militares ostentaban y que en muchas ocasiones no dudaron en perpetuar en detrimento precisamente del joven heredero al que se suponía debían proteger. Por otra parte, en el oscuro sistema de fidelidades implantado por los turcos será cada vez práctica más corriente que los sultanes selyuquíes de Bagdad otorguen el gobierno de un territorio a un jefe militar nombrándole al mismo tiempo atabeg de uno de los miembros de menor edad de su propia familia. De esta forma se pretendía salvar las formas, ya que en teoría el atabeg de turno ejercía su gobierno en nombre de un pupilo perteneciente a la familia del sultán selyuquí. Como era de esperar, sin embargo, los atabegs acabaron desplazando de la escena a sus indefensos protegidos e instaurando dinastías here­ ditarias sin que los sultanes selyuquíes pudieran hacer nada por impe­ dirlo. Esto fue lo que ocurrió en Mosul, Damasco y Alepo en distintos momentos, y ése fue precisamente el origen de la figura que comenzará la unificación de estas regiones: cImád al-Dln Zangr.

8.3.

Siria bajo Zangíes y Ayyübíes

Zangí era hijo de un antiguo gobernador de Alepo nombrado por Malik Shah que había sido víctima de las luchas que siguieron a la desintegración política del sultanato selyuquí. Convertido en uno de los muchos huérfanos que llenan la crónica de este período, Zangí pasó a ser un típico jefe militar cuya carrera culminó en 1127 cuando fue inves­ tido por el sultán selyuquí de Bagdad como atabeg de Mosul a petición de sus propios habitantes, ejerciendo su «tutela» —ficticia claro está-, sobre un hijo del propio sultán. El gobierno de Zangí en Mosul estuvo marcado por dos éxitos reso­ nantes: la captura de Alepo en 1128, lo que puso fin a la situación caótica que allí se vivía, y la conquista del condado cruzado de Edessa en 1144. Si el primero de estos hechos supuso para Zangí la creación de uno de los dominios más extensos de toda la región, el segundo le reportó la gloria de convertirle en el primer soberano musulmán que conseguía arrebatar a los cristianos un territorio importante después de la primera cruzada. En 1146 Zangí murió y fue sucedido en Alepo por su hijo Nür al-DTn, mientras que su hijo mayor quedaba al frente de Mosul. Al igual que su padre, Nür al-Dln consiguió también dos éxitos relevantes. En Occidente la pérdida de Edessa dio ocasión para la preparación de la segunda cruzada a instancias de San Bernardo, en la que tomaron parte el rey Luis VII de Francia y Conrado III de Alemania. El fracaso de esta empre­ sa en su intento de tomar Damasco fue debido en parte a la actuación de Nür al-Dln, quien apoyó militarmente al gobernador de esta ciudad frente al ejército cruzado (1149). Convertido en campeón de la causa musulmana Nür al-Dln no tuvo problemas para asegurarse él mismo la conquista de Damasco en el año 1154, cumpliendo así un objetivo que tanto su padre como él mismo habían perseguido con ahínco. De esta forma, el dividido panorama que había venido ofreciendo la escena siria desde tiempo atrás había quedado unificado. Dueño de unos dominios considerables, Nür al-Dín estableció en ellos un sistema muy similar al selyuquí: los jefes militares de su ejército recibían tierras a cambio de las cuales se obligaban a cumplir presta­ ciones militares cuando así les fuera exigido. El tamaño de las conce­ siones que recibían estos jefes variaba según su rango, y los rendimien­ tos de tales concesiones debían estar destinados al mantenimiento de las tropas que el propio beneficiario se encargaba de reclutar y man­ tener. Una característica muy peculiar de los ejércitos de los Zangíes fue, sin embargo, el enrolamiento en ellos de contingentes tribales de origen kurdo que pasaron a nutrir las tropas con las que contaba esta dinastía.

A estas alturas, la existencia de tal práctica no puede extrañar apenas, ya que se ha venido insistiendo con anterioridad en la importancia que adquirieron los elementos foráneos para la organización de los ejércitos en todo el Próximo Oriente. La importancia de los elementos kurdos reclutados por los Zangíes se pone bien de relieve en un personaje salido de sus filas, cuya figura ha adquirido caracteres legendarios en la imaginación popular oriental y occidental: Saláh al-Dln b. Ayyüb, el famoso «Saladino» de las crónicas cristianas. Los antepasados de Saladino eran kurdos que vivían al norte del río Araxes, en la región donde confluyen las fronteras actuales de Turquía e Irán. En los primeros decenios del siglo xn su familia había emigrado hacia el sur pasando a entrar al servicio de Zangr en torno al año 11-38 en calidad de topas afectas a su dinastía. Los contingentes kurdos que traía la familia la convirtieron en un factor relevante en la administración de Zangr y de su hijo Nür al-Dm: no es casual que el tío de Saladino, Srrküh recibiera la ciudad de Hims (en la actual Siria) en calidad de iqtác, mientras que el padre de nuestro personaje, Ayyüb, era encargado del gobierno de varias ciudades, entre ellas Damasco. La primacía alcanzada por la familia kurda de los Ayyübíes dentro de la administración de los Zangíes tuvo ocasión de aumentar en el año 1164. En esa fecha, las disputas internas que minaban desde tiempo atrás el gobierno de los califas fatimíes en Egipto alcanzaron su punto culminante cuando uno de los bandos en litigio solicitó ayuda al podero­ so Nür al-Dm. La situación era tanto más difícil por cuanto que el proceso de desintegración en Egipto podía convertir a este territorio en una fácil presa para cualquiera de los reinos cruzados que estaban prestos a intervenir a la menor oportunidad. El ya mencionado Srrküh fue capaz de convencer a Nür al-Dm de la necesidad de aceptar la oferta para impedir que en El Cairo se instaurara un principado cristiano: él mismo emprendería la conquista de Egipto al frente de sus propias tropas, comprometiéndose a enviar a su señor un tercio de las contribuciones percibidas en el país. Tras cuatro años de prolongadas campañas, el jefe kurdo consiguió su objetivo, pero falleció súbitamente poco tiempo después, en 1169, dejando a su sobrino, Saladino, al frente del país re­ cién conquistado. Al igual que el resto de su familia, Saladino había hecho fortuna en la administración de Nür al-Dm para quien había desempeñado diversos puestos. La administración de Egipto que ahora le caía en suerte supuso, sin embargo, el inicio de una fulgurante carrera. Musulmán sunní con­ vencido, Saladino decidió en el año 1171 abolir oficialmente el califato fatimí que su tío había respetado escrupulosamente, imponiendo a partir de entonces la obediencia nominal a los califas cabbásíes: dos siglos de predominio de califas sl°res llegaban así a su fin en Egipto.

En sus actuaciones en el país del Nilo, Saladino ejercía como vasallo de su señor Nür al-Dln. Sin embargo, su creciente autonomía y el hecho de que se dedicara a reclutar a los restos del ejército fatimí poniéndoles a sus propias órdenes, comenzaron a atizar las sospechas de Nür al-Dln. Las relaciones entre ambos se hicieron cada vez más tirantes y la ruptura completa sólo se pudo evitar por la súbita muerte de Nür al-Dln en 1174. Durante los años siguientes Saladino se concentró en recoger la herencia de su antiguo señor en Siria donde los jefes militares y los familiares del difunto Nür al-Dln entablaron un feroz contienda por ad­ quirir sus territorios. En nombre de la necesidad de mantener unidos los territorios musulmanes para hacer frente a la ainenaza cristiana, Saladi­ no emprendió la conquista de Siria. Damasco fue ocupada en 1174, mientras que Alepo escapó de sus manos hasta 1183 y Mosul hasta 1185. Dueño de Egipto y de gran parte de Siria, Saladino se convirtió en el gobernante más poderoso de la zona. Es más que probable que su aparente deseo de incentivar la unión musulmana frente a los cruzados no fuera más que un mero programa propagandístico encaminado a dar legitimidad a su deseo de satisfacer las ambiciones de su propia familia (N. Elisséeff, 1977). Ver en Saladino un campeón de la causa del Islam movido sólo por un extremado celo religioso como gustan hacer los testimonios cronísticos es simplificar las cosas e ignorar el complejo panorama político y diplomático que se vivía en la zona: a las rivalidades internas que se habían creado en el seno de los reinos cruzados, se añadían las propias tensiones internas que sufría Saladino dentro de sus propios dominios. Todos estos elementos actuaron de una forma u otra en la cadena de acontecimientos que llevaron a la fecha clave en 1187. Tres años antes de esta fecha Saladino había tenido que hacer frente a una revuelta en Egipto propiciada por una grave crisis económica. Al mismo tiempo, en el seno de su propia familia habían comenzado a desatarse luchas de poder en las que se ventilaba el control de los territorios que compren­ dían sus dominios. Por su parte, la historia de los reinos cruzados en esta época no había sido menos turbulenta. El más importante de todos ellos, el reino de jerusalén, había sufrido diversos vaivenes dinásticos motivados por la falta de herederos masculinos al trono. Esta circunstancia había llevado a que la mano de las princesas de la familia real pasara a ser la llave que facilitaba el acceso a la corona del reino. Esto fue lo que ocurrió en 1186, cuando Guy de Lusignan, un caballero del Poitou recién llegado a Tierra Santa, se convirtió en rey de Jerusalén tras casar con una descen­ diente de Balduino II. Las discordias que esta herencia suscitó motiva­ ron en buena medida un distanciamiento con el conde de Trípoli, Rai­

mundo III, que hasta entonces había asumido la regencia de Jerusalén. En este enfrentamiento parecen haberse perfilado dos bandos en el seno de los reinos cruzados: un sector partidario de una coexistencia pacífica con los vecinos territorios musulmanes, representado por Raimundo, el alto clero y los miembros de la orden de los Hospitalarios, y un sector partidario de una política agresiva que tuvo en el grupo que apoyaba a Guy de Lusignan y en los Templarios a sus principales representantes. El triunfo de esta política llevó a un enfrentamiento directo con Saladino quien, por su parte, no desaprovechó esta oportunidad para presen­ tarse ante sus propios súbditos como el campeón de la guerra santa contra el infiel. El encuentro decisivo tuvo lugar en 1187 en la llamada batalla de Hattrn en la que el soberano ayyübí derrotó a un nutrido ejército cruzado al mando de Guy de Lusignan. El desastre fue total y como consecuencia la propia ciudad de Jerusalén se rindió poco después. La magnitud de esta pérdida provocó en Europa el envío de la terce­ ra cruzada, en la que se dieron cita Felipe Augusto de Francia y Ricardo Corazón de León. Por su parte, el emperador Federico I Barbarroja, que también tomaba parte, pereció cuando su ejército cruzaba Asia Menor. El único fruto de esta expedición fue la conquista de Acre en 1191. Tras este episodio Felipe Augusto regresó a su país. El monarca inglés con­ tinuó solo la cruzada, pero aparte de dar lugar a numerosas leyendas sus éxitos se circunscribieron a la toma de Jaffa y la firma de una tregua con Saladino que venía a ser un reconocimiento de la situación creada tras la conquista de Jerusalén y Acre por uno y otro bando. Poco después Saladino moría (1193), habiendo dejado reducida la presencia cruzada en Siria a la mínima expresión.

8.4.

La herencia de Saladino

La muerte de Saladino marcó el comienzo de un período de fragmen­ tación interna de sus dominios, motivada por las tradicionales pugnas que enfrentaron a sus sucesores. Nuevamente, en este caso volvieron a aflorar las contradicciones internas de un sistema en el que la multipli­ cación de concesiones territoriales entre personajes de la dinastía go­ bernante y de la aristocracia militar contribuía a aumentar la desunión. De esta forma, y pese a que Saladino había establecido que sus tres hijos se repartieran su herencia en Damasco, Alepo y El Cairo respectivamen­ te, nada pudo impedir que los desciendentes de su tío Slrküh siguieran manteniendo intacto su poder en Hims, mientras que el propio hermano del difunto gobernante, al-cAdIl, conservaba el control sobre Egipto, lo que le permitió ejercer una especie de supremacía hasta su muerte en 1218. La existencia de disensiones internas entre los Ayyübíes fue un

acicate que impulso el envío de nuevas cruzadas desde Europa. Signifi­ cativamente, Egipto pasó a convertirse en uno de los principales objeti­ vos de los cristianos. Así ocurrió con la expedición impulsada por el papa Honorio III, que llegó a conquistar la ciudad de Damietta, en el delta del Nilo, en 1219, pero que fue finalmente rechazada por uno de los hijos de al-cAdrl llamado al-Kamil. Pese a haber conseguido conjurar el peligro cruzado, al-Kamil tuvo que enfrentarse con nuevas dificulta­ des en el seno de su familia motivadas por la posesión de Siria. Llevado por la urgencia de estos problemas, al-Kamil buscó un sorprendente apoyo fuera de los territorios del Islam: sabedor de que el emperador Federico II de Alemania había conseguido por alianza matrimonial el título (más simbólico que efectivo) de «rey de Jerusalén», le envió en 1226 una embajada en la que solicitaba su ayuda frente a sus rivales Ayyübíes, prometiéndole a cambio ganancias territoriales en Palestina. Cuando el emperador finalmente emprendió su expedición a instancias del Papado, al-Kámil y Federico II llegaron a un acuerdo en 1229, que suponía la restitución del antiguo reino de Jerusalén que Saladino había conseguido conquistar a finales del siglo xn. La solicitud de apoyo a Federico II mostró bien a las claras que los sucesores de Saladino no dudaban en recurrir a cualquier expediente para ampliar sus menguadas bases de poder. Cuando murió al-Kámil en 1238, el recurso a ayudas externas se concretó en el reclutamiento sistemático de contingentes turcos enrolados procedentes de Asia Cen­ tral en calidad de «esclavos», de ahí que fueran llamados «mamelucos» (árabe, sing. mamlük). Eso fue precisamente lo que hizo uno de los hijos de al-Kámil en Egipto para intentar extender su soberanía en Siria. En este caso, los turcos enrolados pertenecían al grupo de los Kipchaks que habían entrado durante la segunda mitad del siglo xn en la región de Jwárizm, de ahí que fueran conocidos con el nombre de Jwárizmíes. Llegados a Siria estos turcos se ganaron una fama de increíble feroci­ dad: en 1244 capturaron y saquearon Jerusalén, y de nada sirvió que una alianza entre cruzados y una facción de príncipes ayyübíes intentara hacerles frente en la batalla de Harbiyya (La Forbie, en las fuentes cristianas) cerca de Gaza, donde la coalición sufrió una desastrosa de­ rrota. Estos desastres provocaron el envío de una nueva cruzada, esta vez al mando de Luis IX de Francia, quien en 1249 se dirigió a Egipto, ocupando nuevamente Damietta. Esta vez la crisis de la dinastía de los Ayyübíes pareció presagiar un éxito definitivo del monarca franco; sin embargo, la resistencia fue asumida ahora por los jefes mamelucos del ejército, quienes no sólo obligaron al rey a evacuar la ciudad y a desistir de su empeño, sino que también se hicieron con el poder en el propio Egipto desplazando definitivamente a la dinastía ayyübí, e instaurando

un dominio que habría de durar más de dos siglos y medio. Establecidos como una oligarquía de tipo militar que dominaba por completo el país, los Mamelucos consiguieron la hazaña de detener la mayor amenaza que se cernió sobre el Oriente Medio en el siglo xm: la invasión de los Mongoles.

8.5.

Las invasiones mongolas

Las invasiones mongolas del siglo xm produjeron una de las mayores conmociones de toda la Edad Media. Las obras de los cronistas contem­ poráneos se hacen eco de la extraordinaria destrucción que estos pue­ blos sembraban a su paso, y las interpretaciones históricas contempo­ ráneas suelen coincidir en achacar a estas invasiones la decadencia que muchas tierras del Oriente sufrieron a partir de entonces. Por su parte, en la Europa cristiana del siglo xm la aparición de los Mongoles dio oportunidad para que se forjaran leyendas en torno a la posible ayuda que unos pueblos del extremo Oriente hasta entonces desconoci­ dos podían prestar a los atribulados reinos latinos en Siria. Pronto, la llegada de noticias más concretas dio paso a una idea más «ajustada» que en el ambiente de la época se tradujo en la visión de los Mongoles como las tribus de Gog y Magog profetizadas en el Apocalipsis y anun­ ciadoras del fin de los tiempos (L. N. Gumilev, 1987). La tribu de los Mongoles y otras afines que también participaron en su gigantesca expansión eran grupos asentados en las estepas adyacen­ tes con el norte de China. Su asentamiento en los territorios exteriores a la célebre Gran Muralla les había convertido en grupos bárbaros a los ojos de los emperadores chinos, cuya política fronteriza había estado siempre destinada a mantener alejados a estos grupos fuera de sus dominios. Dedicados al pastoreo de rebaños de caballos y ovejas, los mongoles practicaban largas migraciones estacionales en busca de pastos. Entre algunos grupos asentados en las inmediaciones de la Gran Muralla, sin embargo, las relaciones comerciales con la vecina China habían facilitado el surgimiento de asentamientos sedentarios. Por los datos que sobre ellos se tienen, parece ser que, aparte de los meros vínculos de parentesco, en el seno de las tribus mongolas existían formas de organización política algo más sofisticadas, que favorecían la adopción de un determinado individuo en el seno de una tribu distinta de aquella a la que pertenecía. Ello propiciaba la formación de alianzas políticas que, en determinadas circunstancias, podían permitir a los caudillos tribales extender su autoridad sobre innumerables tribus dis­ persas. Por su parte, la religión de los Mongoles incluía prácticas chamanistas mezcladas con creencias en una divinidad superior identifica­

da con el cielo azul. No obstante, religiones tales como el Budismo y el Cristianismo nestoriano también habían prendido entre grupos aislados. Lo que diferencia a las invasiones mangólas -del siglo xin de las turcas producidas cien años antes fue su carácter súbito, dando que no habían existido apenas contactos previos con ellos. En buena parte, lo inesperado de la invasión mongola se debió a la actuación de Gengis Jan (o Yingiz Jan), un personaje nacido en torno al año 1167 en el seno de una familia de caudillos tribales. Gracias a su habilidad en manejar los entresijos de la política tribal y a un creciente poderío militar, Gengis Jan consiguió en 1206 hacerse proclamar «gobernador universal» de las tribus mongolas y de otras tribus cercanas. Como ocurre en otros casos similares, es.muy difícil explicar cómo llegó § producirse la fascinante síntesis que permitó a Gengis Jan asu­ mir el liderazgo sobre un grupo de tribus y dirigir la impresionante expansión militar que protagonizaron los mongoles bajo su mando. «Un único sol en el cielo, un solo señor sobre la tierra», fue el sencillo lema con que movilizó a un pueblo entero en una vorágine de conquistas nunca conocidas hasta entonces. Por lo que se sabe, las ideas políticas de Gengis Jan no parecen haber tenido mayor contenido que el procurar a su familia y a sus contribuios la mayor cantidad posible de poder y botín. Principios tan simples tuvieron una no menos simple fundamentación religiosa, dado que Gengis Jan presentaba sus planes expansivos como inspirados por un mandato otorgado por una divinidad única repre­ sentada por el cielo azul. Es posible que en estas rudimentarias ideas tuvieran una cierta influencia las tradiciones centralistas del imperio chino que los mongo­ les conocían tan bien y la noción de ecumenismo introducida por los misioneros nestorianos que desde siglos atrás habían venido convirtien­ do a grupos de mongoles (B. Supler, 1969). Gengis Jan supo aprovechar­ se de estas tendencias convirtiéndose en organizador y rector de los instintos expansivos tribales. Esto se plasmó en el código legal conocido con el nombre de Yasa que Gengis Jan ordenó se convirtiera en ley que habría de regir a todos los mongoles. Por lo poco que se conoce de este código se sabe que en él se defendía la propiedad privada, la suprema­ cía absoluta del Jan y las obligaciones fiscales de campesinos y comer­ ciantes. Tolerante con todos los cultos monoteístas, el Yasa arremetía contra los hechiceros, al tiempo que instauraba una férrea organización militar bajo el control directo de Gengis Jan. Lo que siguió a continuación fue un desenfrenado ritmo de conquis­ tas depredatorias en las que la fuerza militar de los jinetes nómadas se impuso sobre las poblaciones sedentarias. China fue la primera zona que sucumbió, y en 1218 el imperio Chin, con su capital Yen King (cerca de Pekín) caía en manos de Gengis Jan. La conquista de este imperio

permitió a los mongoles asimilar a los elementos más preparados de la élite china e incorporar a su organización militar los avances técnicos que en este terreno había desarrollado la cultura china. Tales avances jugaron un papel destacado a partir del momento en que la atención de Gengis Ján se centró en el oeste. Despues de someter el Asia Central, los Mongoles se encontraron frente a los territorios de Jurásán dominados entonces por una dinastía turcomana de los Jwárizmsháhs que se hábía establecido allí después de la disgregación del gobierno de los Selyuquíes. Bujára, Samarqanda y Nisapür fueron con­ quistadas y sus poblaciones pasadas a cuchillo o esclavizadas entre 1219 y 1222. La destrucción de estas ciudades comenzó a propagar en territorios del Islam la.funesta fama que rodeaba las. conquistas mongo­ las. Mientras, otra expedición mongola atravesó el Cáucaso y se dedicó a llevar a cabo saqueos en zonas del sur de Rusia, en Crimea y en el curso medio del Volga. Sólo la muerte de Gengis Ján en 1227 interrumpió esta trepidante serie de conquistas. La muerte del gran conquistador produjo una cierta ralentización en las conquistas, pero no su conclusión. Heredado por sus hijos, el imperio mongol continuó su expansión en las estepas de la zona central de Rusia que fue invadida entre 1237 y 1240 por las tribus establecidas ya al sur de esta zona, dirigidas por Batu (m. en 1256), un nieto del gran conquis­ tador. Las campañas militares llevaron a dichas tribus a los territorios de Polonia y Moravia llegando a derrotar al duque de Silesia, Enrique, en la batalla de Liegnitz (1241). Pese a estas gigantescas expediciones, estos grupos tribales acabaron asentándose bajo la égida de Batu en las regiones del curso medio y bajo del Volga y en los territorios al nordeste del mar Negro formando así los territorios de la llamada Horda de Oro, nombre con el que estas tribus pasaron a ser conocidas. Por su parte, los Mongoles establecidos en Jurásán lanzaron en 1243 una expedición hacia Asia Menor, donde desde finales del siglo XI go­ bernaba una rama de la familia selyuquí que había conseguido mante­ nerse durante este turbulento período al frente del llamado «Sultanato de Rüm». La conquista de la zona fue asimismo completa, y desde en­ tonces Anatolia también pasó a incluirse en los dominios mongoles. La división del imperio de Gengis Ján entre sus hijos dio lugar a un buen número de disputas que marcaron los veinticinco años posteriores a su muerte. Estas disputas sólo se solucionaron parcialmente cuando en 1251 uno de sus nietos, Móngke, se convirtió en Gran Jan. Éste en­ comendó entonces a su hermano Hülegü la conquista de los territorios musulmanes al oeste de Irán. Fue entonces cuando el ritmo de las conquistas volvió acelerarse. En 1256 la fortaleza de Alamut fue conquis­ tada, y la secta de los Asesinos dispersada; dos años más tarde las tropas mongolas llegaban ante Bagdad. La negativa del califa cabbásí

de turno a entregar la ciudad dio lugar a que ésta fuera conquistada y sometida después a una masacre de la población. El propio califa pere­ ció y ello supuso en la práctica el fin de la dinastía que durante cinco siglos había sido punto de referencia para el mundo musulmán. A continuación Hülagü avanzó sobre Siria. El gobernador de Alepo, un anciano hijo de Saladino intentó en vano resistir antes de que su ciudad fuera tomada al asalto (1260); poco después Damasco se entre­ gó. La ofensiva mongola, sin embargo, sufrió entonces un contratiempo. Hülegü tuvo que abandonar a toda prisa la expedición ante la noticia de la muerte de su hermano Móngke. Poco después, las tropas mongolas que habían quedado en Siria sufrieron su primer revés a manos de un ejército, mandado por los Mamelucos de Egipto en la batalla de °Ayn Yalüt (1260). La derrota significó para el imperio mongol la pérdida de los territorios sirios que pasaron a ser controlados desde Egipto. Durante la gran marea mongola los dos únicos enclaves que seguían en poder de los cruzados cristianos, Acre y Trípoli, habían conseguido mantenerse e incluso tropas cristianas habían llegado a colaborar con Hülegü en su ofensiva por tierras de Siria. Después de la derrota del ejército mongol a manos de los mamelucos de Egipto y la extensión de la soberanía de éstos en Siria el destino de los dos reductos había quedado sellado. Trípoli acabó siendo conquistado por los señores de Egipto en 1289 y Acre siguió idéntica suerte en 1291. Casi dos siglos de presencia cruzada en la región habían llegado así a su fin.

8.6.

Los almohades en el Occidente musulmán

El Magreb fue escenario a mediados del siglo xn de la aparición de un nuevo poder hegemónico que arrebató a los almorávides la suprema­ cía en la zona. De la misma forma que el de sus predecesores, el movimiento almohade tuvo sus orígenes en un medio tribal y estuvo igualmente impregnado de un fuerte componente religiosos. El impulsor del movimiento fue Muhammad b. Tümart, un miembro de la tribu de los Masmüda establecida en las montañas del Alto Atlas, quien, sin embar­ go, había recibido una sólida formación religiosa. También en este caso, el contacto de un predicador con los círculos religiosos rigoristas de las ciudades del norte de África tuvo como resultado la formulación de un mensaje simple y conciso, que hacía hincapié en el seguimiento de la más estricta ortodoxia. A la prohibición del vino, de la música, o de todo tipo de lujos, se añadía una visión teológica que descartaba cualquier atributo antropomórfico en la concepción de Dios. Así, el punto central del mensaje de Ibn Tümart fue la insistencia en la unicidad de Dios (de ahí el nombre, al-Muwahhidün, «almohades», «iQSjinitarios».). Este carác:

ter único de la Divinidad había sido puesto bien de manifiesto en el Corán y las Tradiciones referentes al profeta Mahoma, de ahí que fuera innecesario buscar cualquier otro tipo de fuentes para la ley y la prácti­ ca musulmanas. Sin embargo, Ibn Tümart fue algo más lejos al proclamar también que él mismo descendía de Mahoma, poseía absoluta infalibili­ dad, y era el mahdT esperado por la comunidad musulmana. El mensaje encontró amplios apoyos entre las tribus Masmüdas. Las conquistas en la región de Sus a expensas de los almorávides no se hicieron esperar, y pronto los almohades se encontraron atacando la propia ciudad de Marrakesh. Pese a la muerte de Ibn Tümart en 1116, el movimiento no se desintegró. La dirección recayó en un jefe tribal de los Masmüda llamado Abd al-Mu’min, quien se presentó a sí mismo como califa o sucesor del mahdl. Bajo su dirección, la guerra contra los almo­ rávides entró en una fase decisiva: Marrakesh fue conquistada en 1147 y pronto todo el Magreb, incluidos los territorios de las actuales Argelia y Túnez quedaron en manos de la nueva dinastía Masmüda. La Península Ibérica no escapó tampoco al expansionismo almohade, que tuvo la virtud de dar nuevos bríos a la lucha contra los reinos cristianos, como lo prueba la derrota de Alfonso VIII de Castilla en la batalla de Alarcos (1185). El sistema de gobierno almohade tuvo que ver mucho con el que veíamos en las zonas del Próximo Oriente. La aristocracia tribal de los Masmüda pronto estuvo acompañada en sus funciones militares por con­ tingentes reclutados entre las tribus árabes de los Banü Hilal (cfr. cap. 7) que fueron incorporados al ejército del naciente imperio. La administra­ ción siguió en manos de la burocracia establecida en los territorios con­ quistados, mientras que el fuerte componente religioso del movimiento trajo consigo la superimposición de una rígida jerarquía religiosa. El principio del fin del imperio almohade puede datarse en el año 1212, fecha de la decisiva batalla de las Navas de Tolosa en la que los almohades sufrieron una completa derrota que marca el inicio de la conquista cristiana de Andalucía. A este desastre le siguió la desinte­ gración del imperio en el Magreb. Pocos años después, los Marlníes, una familia surgida de la tribu beréber de los Zanata, instauró un poder independiente en Fez (1248) que acabó apoderándose de Marrakesh (1269) desplazando así a los almohades de las zonas del actual Marrue­ cos. Por su parte, los Hafsíes, que habían gobernado en Túnez y el este de Argelia en nombre de los almohades, se hicieron independientes en 1237, ejemplo que siguieron los cAbdalwadidíes de Tremecen. En al-An­ dalus, la crisis que siguió a la desintegración del gobierno almohade estuvo acompañada de una expansión cristiana en Andalucía que se concretó en la toma de ciudades como Córdoba (1236) o Sevilla (1248). La presencia musulmana en la península quedó reducida así el reino Nazarí de Granada que habría de sobrevivir hasta 1492.

9 ____________

De ia «paz mongola» a la creación del Imperio Otomano

Las invasiones turcas del siglo xi, las sucesivas cruzadas llegadas desde la Europa cristiana, los movimientos religiosos que habían sacu­ dido el norte de África y, en fin, las grandes conmociones sufridas a consecuencia de las invasiones mongolas contribuyeron a cambiar pro­ fundamente el panorama de las sociedades musulmanas en la Baja Edad Media. Así, la llegada masiva de pueblos turcos añadió un elemento de mayor complejidad al ya de por sí rico panorama étnico de todo el área. En una región concreta, en Anatolia, este aporte humano tuvo repercu­ siones decisivas: supuso la transformación de unas tierras hasta enton­ ces sometidas a la soberanía de los emperadores bizantinos en lo que es la Turquía de época moderna, nutrida de dichas aportaciones. Por su parte, el auge y declive de la empresa de los cruzados aléntó un sensi­ ble aumento de los intercambios y contactos a través del Mediterráneo, pero también favoreció un enquistamiento ideológico en el que la irreductibilidad frente al enemigo agresor se convirtió en una de las señas de identidad más conspicuas de ambos bandos. Finalmente, las conse­ cuencias de las depredaciones mongolas fueron trágicas en algunas regiones: los frágiles sistemas de regadío en Persia sufrieron un severo golpe y aunque para las regiones de Iraq y Siria hacer un balance negativo de las conquistas parecer ser más problemático (D. O. Morgan, E.I.2 s.v. «Mongols»), todo indica que las pérdidas materiales y humanas desencadenadas por las campañas de Gengis Ján y sus sucesores fue­

ron irreparables. A todo ello se vino a añadir el carácter depredador que adoptaron los estados surgidos de estas grandes convulsiones; unos estados que hicieron de la explotación inmediata de los recursos eco­ nómicos su único objetivo.

9.1.

Las secuelas del Imperio Mongol

Los inmensos territorios conquistados en el curso de la invasión mongola quedaron pronto divididos entre los miembros del linaje de Gengis Jan. Dejando a un lado las tierras del Extremo Oriente en los que dominaba el Gran jan que, según el arreglo del fundador de la dinastía, debía ostentar la supremacía sobre el resto de los miembros del linaje, debemos concentrarnos en dos estados creados como consecuencia de dichas conquistas. Su historia posterior a la época de las grandes inva­ siones es la historia de la asimilación de sus nuevos señores en el marco de las sociedades que habían conquistado. El primero de ellos es el janato de la Horda de Oro que tuvo en la ciudad de Sarai (al nordeste de la actual Astrakan), su principal centro. Después de la muerte de Batu (1256), sus sucesores se dieron a sí mismos el título de janes, lo que equivalía a reafirmar su independencia con respecto al centro del imperio mongol (que ahora, significativamen­ te, se había trasladado desde las estepas mongolas a Pekín donde residía el Gran Jan). Buena parte de la política de los janes de la Horda de Oro estuvo orientada hacia las zonas del interior de la actual Rusia, donde principados eslavos como el de Moscú intentan ahora recuperar­ se de las catástrofes producidas tras las expediciones mongolas. En sus recién adquiridos dominios del medio y bajo Volga y del nor­ deste del mar Negro, los mongoles de la Horda de Oro se fundieron pronto con grupos turcos que desde tiempo atrás habían venido ocupan­ do la región. Al mismo tiempo, las antiguas creencias nestorianas, bu­ distas y chamanistas que habían traído los recién llegados desde el Extremo Oriente cayeron en desuso, siendo reemplazadas por el Islam. En algunas áreas, éste tuvo que convivir pacíficamente con el cristianis­ mo ortodoxo que, traído por los misioneros bizantinos, había calado en sectores de la población indígena. El otro estado surgido en el Próximo Oriente después de las conquis­ tas mongolas fue el de los Iljanes de Persia y Mesopotamia. Sometidos nominalmente a la autoridad del Gran Jan (de ahí su nombre de Iljanes: «virreyes»), los soberanos de este estado fueron los descendientes de Hülegü (m. en 1265), a quien veíamos en el anterior capítulo realizando las grandes conquistas mongolas en esta zona. La instauración de esta dinastía, responsable de la.eliminación del

califato °abbasí de Bagdad y de innumerables matanzas de musulmanes fue vista desde Europa como una oportunidad para instaurar la fe cris­ tiana en la zona, después del desvanecimiento del sueño de las Cruza­ das. Hülegü y sus inmediatos sucesores practicaban la fe budista, pero en su corte eran muy numerosos los personajes de credo cristiano nestoriano. Durante algunos años, la actitud tolerante de los Iljanes hacia los cristianos hizo concebir esperanzas al Papado y a los monarcas europeos de que las iglesias reemplazarían a las mezquitas en sus dominios. Tales esperanzas se vieron frustradas cuando en 1295 un bisnieto de Hülegü llamado Gazan se convirtió al Islam, gesto que marcó el final de la influencia que monjes budistas y patriarcas nestorianos habían disfrutado -hasta-entonces- en la eorte^------ - ... L§ política exterior de los Iljanes estuvo marcada por las relaciones hostiles que mantuvieron con los Janes de la Horda de Oro. Este enfren­ tamiento tuvo sus orígenes en los propios entresijos de las relaciones de poder entre los mongoles: no es casual que los Janes de la Horda de Oro reafirmaron su independencia frente al lejano Gran Jan, mientras que los Iljanes siguieron considerándose vasallos de éste. A este factor se unieron las disputas territoriales entre ambos poderes en la zona del Cáucaso, que motivaron un buen número de luchas centradas en el control de esta región. Lo que más llama la atención sobre esta rivalidad es su trasfondo. Los Janes de la Horda de Oro buscaron un sorprendente aliado para contrarrestar el poder de los Iljanes: los Mamelucos de Egipto que, como también se vio en el capítulo precedente, habían sido los primeros en infligir una importante derrota a las tropas mongolas. A partir de este triunfo, el poder de la aristocracia militar mameluca se había consolida­ do en Egipto y en Siria; desde este último territorio, los Mamelucos entraron en conflicto con los vecinos dominios de los Iljanes en Meso­ potamia, lo que se convirtió en uno de los factores que propiciaron el acercamiento con la Horda de Oro. A él se añadieron las relaciones comerciales entre Egipto y los territorios de la Horda. Curiosamente, tales relaciones se basaban en un elemento fundamental del régimen instaurado por los Mamelucos en Egipto: la importación de «esclavos» de los que se nutría la maquinaria militar que dominaba el país. Para entender este extremo hay que hacer algunas precisiones sobre el sistema mameluco implantado en el país del Nilo. Tal sistema no era más que un desarrollo perfeccionado del régimen de élites militares foráneas que hemos visto aparecer tantas veces a lo largo de esta obra. En principio, ningún indígena pertenecien­ te a la población egipcia podía acceder a la élite militar. Toda ella se nutría de miembros de origen extranjero, principalmente turcos y esla­ vos procedentes de las zonas costeras orientales del mar Negro. Com­

prados a edad muy joven, estos «esclavos» eran enrolados, educados y mantenidos, bien en los regimientos del sultán, o bien en regimientos pertenecientes a los principales oficiales del ejército. Un sistema de dependencias personales regulaba una pirámide de obligaciones recíprocas que iban desde el mameluco enrolado en el séquito de un jefe militar hasta el sultán con el cual aquél tenía contraí­ das sus propias obligaciones. Para el mantenimiento de esta casta mili­ tar, los sultanes mamelucos ofrecían iqtcfs a los jefes de su ejército o bien asignaciones de impuestos que eran frecuentemente redistribui­ das para evitar que la burocracia central perdiera excesivo control sobre las tierras. Este rasgo se veía reforzado por el hecho de que los jefes militares y sus guarniciones residían en las principales ciudades. Allí era donde les llegaba el producto de los impuestos que era percibi­ do y administrado por una burocracia reclutada en las filas de la pobla­ ción indígena. De esta forma, el elemento militar mameluco era mante­ nido al margen del control sobre la tierra, pero al mismo tiempo depen­ día de ella para su mantenimiento (D. Ayalon, 1979). No deja, pues, de resultar curioso que las relaciones entre Mamelu­ cos y la Horda de Oro estuvieran fundamentadas en una pieza tan esen­ cial del aparato militar egipcio. El sultán Baybars (m. en 1277), la figura heroioca que marca los inicios de la hegemonía mameluca en Egipto y Siria, era él mismo oriundo de los territorios que ahora controlaba la Horda de Oro y de los que dependía el aprovisionamiento de nuevos miembros para su casta militar. El acuerdo al que llegó con el Ján Berke (que había sucedido a Batu años antes y que, significativamente, se había convertido al Islam) en 1261 preveía una regulación de este co­ mercio en el cual la Horda de Oro importaba metales preciosos y artícu­ los de lujo. El auge del comercio en los territorios de la Horda de Oro no sólo afectó a los productos egipcios. También las ciudades italianas, y muy especialmente Génova, comenzaron a comerciar cada vez con más frecuencia con los puertos del mar Negro: pescado y pieles eran los productos de exportación a cambio de los cuales se recibían en la zona manufacturas textiles y artesanales. El período que siguió a las invasiones mongolas, y que algunos auto­ res han denominado -sin duda exageradamente y en buena medida por marcar un contraste con el turbulento período anterior-, «paz mongola», puede haber sido, por tanto, crítico para las actividades productivas, pero es evidente que marcó un importante crecimiento en los intercam­ bios a larga distancia. Contrastando con este eje Egipto-mar Negro, los Iljánes de Persia y Mesopotamia auspiciaron las relaciones mercantiles con el Extremo Oriente a través de la ruta terrestre de Asia Central. No debe olvidarse la alianza política que existía con el Gran Jan de China,

factor que sin duda favoreció este boyante comercio. No es casual que un representante del lejano Gran Jan ejerciera en Tabriz y que en esta misma ciudad operaran innumerables mercaderes venecianos. Los via­ jes que la familia veneciana de los Polo comenzó a realizar hacia el Extremo Oriente en la década de 1250 no son más que una muestra de la vitalidad de este comercio cuyas rutas nos son bien conocidas gracias a las descripciones compuestas por Marco Polo, uno de los miembros de esta familia que llegó hasta la corte de Kublai, el Gran Jan mongol que gobernaba en Pekín. Aparte de la apertura de las rutas, este comer­ cio a larga distancia produjo un crecimento de las ciudades como cen­ tros mercantiles. Analizar este fenómeno urbano en las tierras del Islam resulta, por consiguiente, obligado. o

9.2.

El papel de las ciudades

En los estudios árabes existe una actitud ambivalente con respecto al fenómeno urbano en las sociedades musulmanas: por una parte, es un lugar común afirmar que el Islam es una religión típicamente urbana, que hace hincapié en la noción de una comunidad que engloba a indivi­ duos unidos por el vínculo espiritual, lo que lleva a buscar en los medios urbanos las señas de identidad más características de lo que se ha dado en llamar «civilización musulmana». Por otra parte, sin embargo, la ciu­ dad musulmana se nos presenta con unos caracteres institucionales muy poco definidos, algo que se pone bien de manifiesto cuando se compara el papel que desempeña la «ciudad musulmana» con los cen­ tros urbanos de la Europa medieval: mientras que éstos se convirtieron en polos antitéticos del medio rural feudalizado, que desarrollaron for­ mas de gobierno autónomas y que acabaron generando la clase burgue­ sa destinada a poner fin al feudalismo, sus equivalentes orientales no parecen haber tenido un desarrollo institucional propio (las formas de autogobierno en las ciudades musulmanas son casi inexistentes; en vano se buscará en ellas concejos o gobiernos municipales), ni tampoco llegaron a alumbrar una clase social 'compacta y homogénea que asu­ miera un destino similar al de la burguesía europea. Esta falta de una identidad propia de la «ciudad islámica» -algo que llama especialmente la atención en el Próximo Oriente y el norte de África que son regiones que contaban con amplia tradición urbana pre­ via a las conquistas árabes— ha llevado a algunos autores a negar la existencia de un «hecho urbano» bien diferenciado en las sociedades musulmanas. R. Brunschvig define claramente esta postura al afirmar que «rla ley musulmana, en su honor a los privilegios dé inmunidad, no concede un status especial a la ciudad. La ley (sa rfa ) sólo tiene en

cuenta a la comunidad de los creyentes, la cual por definición es una e indivisible» (R. Brunschvig, 1947). Más recientemente S. M. Stern ha vuelto sobre este tema señalando que la ausencia de instituciones urbanas en las ciudades islámicas se debe a varios factores. En primer lugar, este autor señala que las primi­ tivas conquistas habían afectado a unas zonas en las que, si bien es cierto que la tradición urbana era muy antigua, las instituciones de gobierno municipal de época romana y bizantina habían entrado en un período de decadencia muy acentuada. Posteriormente, la existencia de poderes centralizados ahogó la posibilidad de un desarrollo autónomo de los gobiernos urbanos. En los momentos de crisis, que comenzaron a hacer­ se cada vez más frecuentes en la Plena y Baja.Edad Media, se. llegaron a constituir en algunas ciudades grupos urbanos que crearon formas embrionarias de gobierno municipal (recuérdese el caso de los ahdst que antes citábamos para las ciudades sirias). Sin embargo, estos movi­ mientos urbanos, aunque comparables con casos similares que se docu­ mentan en Occidente, no llegaron a cristalizar tampoco en la creación de municipalidades con amplias competencias propias. La razón, según Stern, se debió a que en los territorios del Islam no llegó a cuajar ple­ namente el sistema de gremios y corporaciones profesionales que tuvo tan gran importancia para articular el gobierno municipal en la Europa medieval. Bajo unas condiciones económicas muy distintas, las clases urbanas de las sociedades islámicas no alcanzaron un grado de organi­ zación y autoridad comparable al de sus homólogas occidentales (S. M. Stern, 1970). El debate sobre la ausencia de órganos de administración urbana en las ciudades islámicas ha sido calificado por algunos autores como «eurocéntrico», dado que trata de comparar realidades muy distintas que poco tienen que ver unas con las otras y que deben ser analizadas por sí mismas. De esta forma, se ha señalado, por ejemplo, que la falta de instituciones urbanas no significa que no exista una estructura cohe­ rente dentro de la ciudad musulmana. Lo que ocurre es que esta estruc­ tura se articula en torno a vínculos de obligaciones recíprocas que unen a los ciudadanos en una compleja trama de relaciones políticas, econó­ micas, o religiosas. El hecho de que tales lazos no estén institucionaliza­ dos no significa que no existieran, sino que simplemente se manifiestan de modo muy distinto a los casos que conocemos en Europa. Analizadas en sí mismas, las ciudades musulmanas de época bajomedieval presentan una estructura muy compleja. Sin duda, el estudio más completo con el que contamos hasta la fecha sobre las ciudades en época bajomedieval es el de I. M. Lapidus, centrado especialmente en las ciudades egipgicas y sirias en época mameluca (I. M. Lapidus, 1984). El panorama que describe Lapidus para estas ciudad.es nos presenta

una vida urbana muy mediatizada por el poder que ejerce el gobierno central mameluco. En dos aspectos muy visibles este poder hacía paten­ te su presencia: en el control que ejercía sobre la defensa de la ciudad y en las funciones fiscales que desempeñaba sobre la población. Sin embargo, estas actuaciones tan evidentes se ven acompañadas de otras más sutiles. Un ejemplo de esto es el control que dicho gobierno impone sobre los precios en el mercado. El grano y el resto de los productos en especie que el poder mameluco local recibe en concepto de impuestos sirven para realizar operaciones especulativas a gran escala, bien rete­ niendo estos artículos de primera necesidad, bien estableciendo mono­ polios para su compra. La influencia del poder central en la vida urbana no acaba-ahí, ya que es muy írccuentc que los miembros de dicho go bierno posean propiedades en las ciudades convirtiéndose así en miem­ bros fie las clases urbanas, aunque en cierta forma impuestos sobre ellas. Las clases urbanas propiamente dichas tenían a su frente a merca­ deres y artesanos enriquecidos. Uno de los aspectos clave para com­ prender el desarrollo de las ciudades musulmanas medievales es la alianza que estas clases dirigentes locales establecieron con los repre­ sentantes del gobierno central a los que acabamos de referirnos. Los unos se necesitaban a los otros. El gobierno central precisaba de los servicios de estos grandes mercaderes para abastecerse de artículos de lujo, para obtener dinero de ellos cuando actuaban como prestamis­ tas o, incluso, para colaborar con ellos en sus empresas comerciales. Por su parte, los mercaderes precisaban del apoyo del gobierno central y de su aparato militar con el fin de obtener la protección necesaria para el desenvolvimiento de sus actividades o el amparo diplomático que sólo el soberano podía garantizar mediante la firma de tratados con otros poderes políticos. Un medio urbano de estas características, con una intervención tan fuerte por parte de la autoridad establecida y una connivencia de inte­ reses tan grande entre los miembros más prominentes de las clases urbanas y el poder político que dominaba la ciudad, difícilmente podía desembocar en la creación de movimientos urbanos de carácter eman­ cipador. La falta de una organización gremial propiamente dicha fue también un obstáculo insalvable en este sentido. Bien es cierto que el mercado urbano (süq = «zoco») era objeto de unas regulaciones desti­ nadas a impedir abusos por parte de los comerciantes y artesanos que trabajaban en él y a velar por la calidad de los productos. Sin embargo, la inspección de estas actividades recaía en funcionarios - e l más im­ portante de todos ellos el muhtasib o inspector de mercados («almota­ cén »)—, los cuales, significativamente desempeñaban también funciones fiscales para el gobierno central, colaborando con éste en la per*

cepción de tributos. Es muy posible que a idéntico afán de controlar mejor fiscalmente el mercado urbano se deba, al menos en parte, el peculiar trazado de los zocos de las ciudades musulmanas, en los que los diversos oficios se encuentran agrupados espacialmente, sin duda para facilitar la actuación de los recaudadores de impuestos. Junto a todos estos elementos, en la ciudad musulmana bajomedieval existe también una clase muy importante que tiende a dar cohesión al entramado de relaciones sociales que se acaba de describir. Es la clase de los hombres de religión, los «ulemas», que incluye a los individuos versados en cualquiera de las muchas ramas en que para entonces se han dividido las ciencias religiosas: los conocedores de la ley musulma­ na (sarfa), los lectores del Corán, los hombres versados en las tradicio­ nes del Profeta, los maestros, jurisconsultos, etc... Pertenecientes a cla­ ses sociales muy distintas, pero poseedores de un «conocimiento» altamente respetado por todos,, los ulemas constituyen un grupo bien diferenciado que actúa como nexo de unión entre gobernantes y gober­ nados y que contribuye a articular una sociedad carente de instituciones bien definidas. El gobierno central precisaba de la autoridad espiritual de estos ulemas por un buen número de motivos: en primer lugar, sólo ellos podían justificar la exigencia de determinados tributos, de sus filas se reclutaban muchos de los miembros de la burocracia central y local (así, por ejemplo, el ya citado almotacén) y, además, de este grupo salían los candidatos que se presentaban para ocupar el puesto de juez o cadí. El Gran Cadí de una determinada ciudad era un personaje clave en la administración urbana. Nombrado por el gobierno central, era el encargado de administrar justicia, de nombrar a otros cadíes subalter­ nos que ejercían en barrios o en ciudades más pequeñas, y de velar, en fin, por los asuntos religiosos de la comunidad. Asimismo, el cadí tenía a su cargo la administración de los wuqüf (sing. waqf). Básicamente, los wuqüf eran legados píos, esto es, fundaciones inalienables puestas bajo el amparo de la ley musulmana que un particular realizaba sobre un determinado bien que poseía. Las rentas que ese bien producía se destinaban al mantenimiento de un establecimiento religioso, educativo o filantrópico. De esta forma, un particular podía, por ejemplo, constituir un waqf con una tierra que le pertenecía; bajo el amparo de la ley musulmana y administrado por el cadí, las rentas de ese terreno se destinaban al mantenimiento de una mezquita, de una escuela coránica o también, como solía ser muy frecuente, para el mantenimiento de los hijos del individuo en cuestión. Este último procedimiento era el que se seguía habitualmente para poner las propiedades de los individuos acomodados a resguardo de confiscaciones y abusos por parte de la autoridad centra!. Durante la Baja Edad Media, la institución de wuqüf

fue cada vez más común y esto tuvo como consecuencia inmediata un enorme aumento de los recursos económicos administrados por el Gran Cadí de una ciudad. Poco puede extrañar, pues, que el cargo fuera pre­ tendido por muchos y que incluso se llegara a pagar para ostentarlo. Junto a representantes de la autoridad central, notables urbanos y ulemas, existe en la ciudad musulmana una gran masa de población urbana formada por miembros de las profesiones menos honorables, pequeños artesanos y comerciantes, trabajadores manuales, etc... Su situación no es precisamente envidiable. Comparten el destino de la clase gobernante y sufren con ella las guerras, conquistas y saqueos que asolan a las ciudades durante todo este período. En tiempos de «paz» las catástrofes son de otro signo: exaccionesjiscales, carestías o alzas de precios se ceban en estas clases más desfavorecidas. Son muy frecuentes, por tanto, los motines y revueltas urbanas que se repiten a lo largo de los siglos xiv y XV en las ciudades y que son protagonizadas por estas clases desposeídas. Normalmente motivadas por una súbita alza de precios o una agobiante presión fiscal, tales revueltas a veces desembocan en la creación de bandas organizadas que agrupan a los elementos marginales de la sociedad urbana. El caso más significativo es, sin duda, el de los zucar (lit.«canallas») de Damas­ co, una ciudad que ya desde la época de las Cruzadas había contado con unas milicias urbanas (los ya mencionados ahdst). Organizados por barrios, a veces enfrentados entre sí, estos zucar son ejemplos claros de lo que E. J. Hobsbawn definió en su día como «bandolerismo primitivo»: tienen sus raíces en un descontento social, pero sus objetivos no prevén ninguna transformación de la sociedad. Simplemente son bandas de delincuentes que en momentos especialmente críticos aglutinan el des­ contento de las clases desposeídas. En otras circunstancias, sin embar­ go, actúan como bandas de maleantes dedicadas al robo, la extorsión o el asesinato. Su importancia en Damasco llegó a ser tal que las autorida­ des mamelucas intentaron neutralizar sus actividades estableciendo, relaciones de clientela con sus principales jefes e incluso incorporán­ dolos a sus ejércitos regulares, tal y como muy bien pone de manifiesto I. M. Lapidus. La fisonomía social urbana que sumariamente se acaba de describir tiene su correlato en la fisonomía espacial de la ciudad musulmana tradicional. En ella aparece en primer lugar la ciudadela amurallada que sirve de residencia y guarnición del representante del poder central. Desde allí se domina una ciudad que idealmente puede ser representa­ da en forma de círculos concéntricos. En su centro se encuentra la mez­ quita principal de la ciudad, que, con sus altos minaretes desde los que el almuédano llama a toda la población, representa el papel aglutinador de la religión. Las actividades relacionadas con la mezquita (escuelas

coránicas, libreros, escribas o fabricantes de alfombras, utilizadas éstas para cubrir la mezquita) se sitúan en su vecindad, reforzando así el carácter sagrado de este círculo interior. Rodeándolo se encuentra un segundo círculo de actividades artesanales, tales como tejedores, car­ pinteros, joyeros, curtidores o zapateros, mientras que en un círculo exterior se sitúan las pequeñas industrias que proveen de productos a la ciudad y a las zonas rurales adyacentes. Finalmente, un último círculo es el que engloba las zonas residenciales en las que es apreciable una tendencia -muy común por lo demás a todas las ciudades medievales—, a agrupar en una misma zona a las distintas comunidades (judías, cris­ tianas o musulmanas) e incluso a las poblaciones procedentes de una misma región geográfica.

9.3.

Tamerlán

Comparado con las grandes conmociones que habían marcado la centuria anterior, la mayor parte del siglo xiv fue una época de relativa estabilidad. La consolidación del dominio mameluco en Egipto y en toda Siria, dio a estas regiones un período de inusual estabilidad. Pese a eventuales luchas entre los poderes ya consolidados, el mapa político de esta región no sufrió cambios significativos a lo largo de esta época. Solamente a partir de 1335 la desintegración del poder de los Iljánes dio lugar en Persia y Mesopotamia a un período de feroces luchas faccionalistas, en las que intervinieron pequeñas dinastías locales que fragmen­ taron la antigua unidad territorial. Hay que esperar hasta el último tercio del siglo xiv para asistir a un nuevo período de crisis, que tiene bastantes similitudes con el produci­ do siglo y medio antes por las conquistas de Gengis Ján pero que parece haber tenido consecuencias mucho más funestas. Al igual que otras zonas del Próximo Oriente los territorios del Asia Central y de Transoxia­ na conquistados por Gengis Ján habían recaído a su muerte en uno de sus hijos y sus descendientes. La historia de esta dinastía no es precisa­ mente brillante: los conquistadores mongoles se habían establecido aquí como una aristocracia que todavía conservaba intactos sus rasgos de nomadismo y que a través del aparato de un rudimentario «estado» había ejercido sus actividades depredadoras sobre las poblaciones se­ dentarias a través de fuertes tributos que se cobraban en centros urba­ nos de la importancia de Samarqanda y Bujára. Los efectos de la asimilación se habían dejado notar aquí también, y la mayor parte de estas tribus mongolas habían adoptado el Islam. En el seno de una de las tribus establecidas en Asia Central nació en 1336 un tal Timür, quien era hijo de un jefe tribal que residía en Transoxiana. Su

biografía tiene como uno de sus primeros acontecimientos un accidente que le lastimó la pierna, de ahí que fuera conocido como Timür Lang (Timür «e l Cojo») o Tamerlán. A esto le siguieron hechos algo más extraordinarias que, sin embargo, configuran una secuencia ya vista en otras ocasiones: paulatinamente, Tamerlán consigue extender su jefatu­ ra sobre otras tribus mongolas de la región y una vez que ha impuesto su liderazgo indiscutible inicia un ritmo desenfrenado de conquistas, en parte movido por un deseo de consolidar una jefatura siempre suscepti­ ble de ser suplantada por otros rivales, y en parte porque la instauración de una jefatura fuerte aúna las ansias expansivas de grupos nómadas hasta entonces dispersos. Desde 1370, en efecto, Tamerlán se había convertido en señor de Transoxiana con el apoyo de los grupos tribales mongoles. A partir de entonces se sucedió un frenético ritmo de conquistas en todas las direc­ ciones, siempre bajo el mando de este caudillo. La exacerbada violencia que había marcado la anterior conquista mongola rebrotó si cabe con mayor fuerza. El célebre expediente de ofrecer a una ciudad la posibi­ lidad de rendirse respetando las vidas de sus moradores o encarar una conquista por las armas que acarreaba la matanza general de sus habi­ tantes -un eficaz método para doblegar poblaciones ya utilizado por Gengis Jan-, reapareció ahora con una renovada furia que dejó en las retinas de los cronistas la pavorosa imagen de pirámides de cadáveres levantadas tras el asalto de las ciudades. Carentes de un objetivo definido, las conquistas de Tamerlán tuvie­ ron una extensión formidable, pero errática. Persia occidental fue la primera región en sentir las destrucciones de sus ejércitos. Los territo­ rios de la Horda de Oro fueron atacados entre 1385 y 1387, quedando Azerbayán, Armenia y Georgia seriamente afectadas. Nuevas guerras con el jan de la Horda volvieron a repetirse en 1391 y 1395, siempre con resultados desastrosos para este último. En 1392 les tocó el turno a Mesopotamia y Siria, regiones que volvieron a sufrir el asedio de los ejércitos del conquistador en 1400, siendo saqueadas Damasco, Alepo, Homs y otras ciudades. Algo similar había ocurrido en la India apenas dos años antes, cuando el sultanato de Delhi sufrió un golpe del cual tardaría muchos años en recuperarse. Después de tres décadas de agotadoras campañas, Tamerlán murió en 1405 cuando se disponía a emprender la conquista de China, una empresa que había intentado realizar sin éxito años antes. Su muerte marcó el fin de un imperio que el caudillo militar ni siquiera se había tomado la molestia de organizar. Desintegrado el cúmulo anárquico de conquistas, sus sucesores apenas pudieron mantenerse en Transoxiana e Irán oriental donde fundaron la llamada dinastía Timüri. Con más pena que gloria en lo político, pero con un enorme esplendor intelectual y

artístico esta dinastía se mantuvo en la región hasta comienzos del siglo xvi. Fue entonces cuando la dinastía pasó a conquistar la mayor parte del subcontinente hindú, donde llegó a perdurar hasta época contemporánea (concretamente hasta 1857), dando a luz lo que se cono­ ce como imperio mogol.

9.4.

Los inicios del Imperio Otomano

Se ha visto ya en un capítulo anterior el gran alcance de la penetra­ ción turca en la península de Anatolia desde finales del siglo xi (cfr. supra, cap. 8).-La lenta penetración de pueblos turcos en esta zona se realizó de dos maneras: mediante la lenta ocupación del territorio por parte de grupos tribales y mediante la lucha contra el Imperio Bizantino que había venido dominando en esta región desde mucho tiempo atrás (S. Vyronis, 1971). En los relatos de los cronistas musulmanes este último aspecto aparece revestido de una ideología de Guerra Santa que retrata a los grupos turcos como abanderados de un ideal que busca someter a todos los infieles que encuentran a su paso. Esta visión épica tuvo su exponente más claro en la figura casi literaria del guerrero fronterizo turco, el llamado gSzí, a quien se atribuye la dominación militar de Asia Menor arrebatándola a una potencia - e l Imperio Bizantino-, que duran­ te toda la Edad Media había encarnado la resistencia cristiana frente al invasor musulmán. Naturalmente, esta visión ideológica de la penetra­ ción turca en Asia Menor tiene pocos visos de verosimilitud y es incluso negada por la propia realidad histórica: los turcos mantuvieron comple­ jas relaciones con el Imperio Bizantino, aliándose con él en ocasiones, y con las poblaciones cristianas que habitaban la zona. De hecho, el dominio turco en Anatolia es el fruto de la expansión de un pueblo. Como consecuencia de su lenta pero ininterrumpida penetración fueron varios los poderes políticos turcos que se formaron en esta zona. Uno de ellos fue el conocido como sultanato de Rüm, fundado por un miembro de la familia Selyuquí que se dio a sí mismo el título de sultán poco después de la batalla de Manzikert (1071). Este sultanato sobrevi­ vió a múltiples contingencias: a la rivalidad de otros poderes locales turcos instaurados en Anatolia, a las guerras contra los bizantinos, a la súbita presencia de la I Cruzada (que les arrebató Iznik o Nicea entre otros territorios de Asia Menor) y más tarde a las ansias de expansión que Zangíes y Ayyübíes de Siria habían mostrado hacia sus territorios. Habiendo salido airosos de estos envites, los sultanes de Rüm, en cam­ bio, nada pudieron hacer para detener la marea mongola. En 1243 un cuerpo de ejército enviado por Batu, el ján de la Horda de Oro, sometió el sultanato a la soberanía mongola. Poco más tarde, Anatolia pasó a

entrar en la órbita de dominio de los Iljanes y aunque los antiguos sultanes todavía subsistieron durante algún tiempo, su poder se eclipsó ante la dominación ejercida por los mongoles y ante la aparición de pequeños principados independientes regidos por cabecillas locales. De hecho, la dominación mongola no había puesto fin al proceso de penetración turca en Asia Menor. Antes al contrario, lo acentuó propi­ ciando una mayor presión en las zonas más occidentales de la penínsu­ la. La decadencia del Imperio Bizantino favoreció también esta lenta ocupación protagonizada por grupos tribales que practicaban la trashumancia y que se movían al compás de sus rebaños entre los territorios montañosos del interior y las zonas de llanura. A comienzos del siglo xiv en los territorios limítrofes del Imperio Bizantino —que apenas si domina ya en esta época la costa de Anatolia cercana a los estrechos y Constantinopla—, comenzaron a surgir peque­ ños enclaves dominados por caudillos locales turcos. Uno de ellos fue el fundado por un jefe tribal llamado Osman, cuyas andanzas se ven envueltas por una nube de leyenda, comprensible por el gran futuro que habría de tener su dinastía. El emplazamiento inicial de su principado se encontraba en pleno corazón de Anatolia, pero ya en tiempos de OrjSn (1324-1360), hijo y sucesor de Osman, había conseguido extender­ se ocupando la importante ciudad de Bursa (1326), al sur de Nicea a la que siguió poco después la toma de esta misma ciudad (1331). El Imperio Bizantino nada pudo hacer para detener esta expansión de la dinastía fundada por Osman, cuyos descendientes pronto fueron conocidos con el nombre de Otomanos. La costa de los Dardanelos fue conquistada en 1345 y de esta forma los turcos se encontraron frente a las costas de Tracia. Las disputas dinásticas que se vivían entonces en el seno del Imperio Bizantino permitieron a Orjan apoderarse de la importante fortaleza de Gallipoli (1354), auténtica llave que controlaba los Estrechos. Poner un pie en los Balcanes era ya cosa de tiempo: bajo Murad I (1360-1389) Edirne fue tomada en 1361 y a este episodio le^ siguió una expansión fulgurante en la zona con la conquista de Sofía’ (1385) y Salónica (1387). La amplitud de estas conquistas movió al propio Papa de Roma a instigar el envío de una «cruzada» para la cual se alistaron caballeros occidentales bajo la égida del rey Segismundo de Hungría, cuyos dominios estaban directamente amenazados por la ex­ pansión otomana. La iniciativa no tuyo el más mínimo éxito y la cruzada fue estrepitosamente derrotada en la batalla de Nicópolis (1396). La conquista de Macedonia, norte de Grecia y Bulgaria había estado acompañada de un dominio cada vez mayor de toda la península anatolia sometiendo a los principados turcos de esta zona. La hegemonía otoma­ na en Asia Menor sufrió sin embargo un serio revés por las conquistas de Tamerlán en tiempos del sultán BSyezId I (1389-1403). En un momento

en que éste se encontraba a punto de tomar Constantinopla, aislada por las posesiones otomanas a ambos lados de los Estrechos, la reaparición de los ejércitos mongoles en Asia Menor le obligó a presentar batalla, siendo derrotado en la batalla de Ankara (1402). Durante once años la autoridad otomana entró en crisis. Ni Tarmelán ni sus sucesores impusieron dominio alguno duradero y el panorama quedó abierto para las luchas de poder entre miembros de la familia otomana y señores territoriales. Sólo con Mehmed I y, sobre todo, Murad II (1421-1451) el gobierno otomano volvió a recobrar su unidad. Sus renovados bríos se hicieron patentes en nuevas conquistas balcáni­ cas y, sobre todo, en la victoria de Varna (1444), en la que un ejército otomano se impuso frente a una coalición propiciada nuevamente por el Papa e integrada por los reyes de Polonia y Hungría con el apoyo de Venecia y Génova. Esta victoria abrió las puertas para un futuro dominio otomano en toda Grecia, Bosnia, Herzegovina y Albania. Las conquistas y éxitos otomanos estuvieron unidas a cambios muy profundos en sus territorios. Tales transformaciones fueron especial­ mente importantes en Asia Menor, donde la colonización turca acabó para siempre con el cristianismo en una región que a finales del siglo xv era ya mayoritariamente musulmana. En cambio, los Balcanes, aunque también fueron escenario de asentamientos turcos en ciertas zonas, mantuvieron su carácter esencialmente cristiano que se vio reforzado por la poderosa presencia de la Iglesia ortodoxa que colaboró en la administración de estos territorios. Por su parte, las aristocracias loca­ les pasaron a integrarse en el Imperio Otomano mediante el sistema del Timar, en virtud del cual una tierra era cedida a un militar, un funcionario o incluso un eclesiástico a cambio de que pagara sus impuestos y pro­ porcionara al ejército un cierto número de soldados, cuyo número varia­ ba según el tamaño de la concesión. Anclado en las tradiciones medievales, el Imperio Otomano supo dotarse de unos mecanismos de centralización inéditos. Las disputas dinásticas fueron eliminadas recurriendo al expeditivo método de eje­ cutar a los posibles competidores directos cada vez que un sultán acce­ día al poder. Por otra parte, ya desde finales-del siglo xiv los sultanes otomanos recurrieron al sistema conocido con el nombre de devshirme, consistente en reclutar a jóvenes de las poblaciones sometidas con el fin de adoctrinarlos en la fe musulmana y someterles a un entrenamiento exhaustivo, bien en el aprendizaje de las prácticas militares, bien en el de los secretos de la administración. El objetivo último de este sistema era producir un grupo de élite (los llamados «jenízaros») totalmente afecto a la dinastía y que sirvió a ésta para reforzar su poder tanto en la esfera militar como en la civil. En tiempos de Mehmed II «e l Conquistador» (1451-1481) los Otoma­

nos consiguieron su gran éxito al conquistar Constantinopla, la capital y último, reducto del Imperio Bizantino (1453). Tras lograr esta hazaña que en vano habían perseguido muchos o te s ^oberaaos musulmanes duran­ te siete siglos, los Otomanos pasaron a convertirse en dueños absolutos de la mayor parte de los territorios del Próximo Oriente. El sultanato mameluco con todas sus posesiones en Siria y Egipto fue incorporado al nuevo imperio (1516-1517) cuya nueva capital había pasado a ser la antigua Constantinopla (Estambul). Igual suerte corrió poco después el norte de África con la única excepción de Marruecos. El Imperio Otomano estaba llamado a existir hasta época contempo­ ránea. Su desmembramiento definitivo sólo se produjo después de la I. Guerra Mundial, aunque previamente el auge de los colonialismos europeos en el siglo xix le habían amputado ya territorios considerables. Su existencia marca, pues, el nexo de unión entre la época medieval y un pasado reciente, lo que ha tenido consecuencias decisivas para muchos de los territorios englobados en él.

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