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MONTAIGNE

COLECCIÓN HOMBRES INQUIETOS

M. DREAN O (de las Facultes Catholiques de l’Ouest, Angers, Francia) i

MONTAIGNE

Traducción de Clemencia Cortós Fimes

EDITORIAL

COLUMBA

COLECCIÓN H O M BRES IN QU IETOS N? 14

IMPRESO Y EDITADO EN LA ARGENTINA Queda hecho el depósito que previene la ley número 11.723. Copyright hy Columba S. A. C. E. I. I. F. A., Buenos Aires, 1967.

M. Dreano

Especializado en el estudio del famoso escéptico francés, nadie mejor que el Prof. M. Dreano para mostramos las diversas facetas de la vida y obra de Montaigne, uno más de nuestros “hombres inquietos". Profesor do Literatura Francesa en la Facultad de Letras de la Universi­ dad Católica de Angers, Francia, Dreano ha publicado además trabajos de im­ portancia, como: El pensamiento religioso de Montaigne (París, 1937), Humanisnio cristiano. La tragedia latina comentada por los cristianos del siglo XVI (París, 1937), La Pléiade. Introducción y notas (Angers, 1946), La fama de Montaigne en Francia en el siglo XVIII (París, 1952) y Bossuet. Elevación so­ bre los misterios (París). Estamos seguros de que este libro contribuirá a “redescubrir” a Montaigne, un pensador -quizá injustamente relegado entre las preferencias actuales, pero de innegable importancia en la historia del pensamiento occidental.

Imprimí potest laoques Staxck S. J. Doctor en Teología

Imprimatur A. Boirin Vio. Gen.

ÍNDICE Pág. Prólogo ........................................................................................................................

D

I.

La infancia: la familia, el colegio.........................................................

13

II.

La juventud: el parlamento. La Boétie ...............................................

18

III. La edad madura: el casamiento, su primera obra,el re tiro .............

24

IV. La primera edición de los Ensayos: contenido de uno de ellos, “La apología” .......................................................................................

31

V. V I.

El viaje, la guerra, la peste, el III de los E n say os..........................

Los últimos años: los viajes, las amistades, las notas manus­ critas ............................................................................................................. 47

V il. La ciencia del siglo XVI al través de los E n sayos................................ V III.

39

51

La conducta humana en los Ensayos: el valor del hombre, sus placeres y sus deberes ............................................................................... 59

IX .

El ciudadano en el Estado, la conciencia, lareligión...........................

68

X.

El arte en los Ensayos: estilo, composición.........................................

74

X'l. La muerte y la vidapóstuma ............................................................

80

Apéndice ...........................................................................................................•• ...

84

Bibliografía sucinta ..................................................................................................

95

“No soy melancólico por temperamento, pero sí pensativo y soñador” ( Ensayos, I, X X ). “Y a tanto llegó lo que me sucedió entonces, que por ello un ambicioso se hubiera ahorcado y lo mismo ¡hiciera un avariento” ( Ensayos, III, X II).

MIGUEL DE MONTAIGNE

PRÓLOGO

o es habitual ver a Montaigne figurando entre los hombres in­ quietos. Es, sin embargo, reconocido por todos que tuvo que hacer fren­ te a las más duras pruebas: en torno de sí, la 'peste y la guerra con todo el cortejo de crueldades y miserias; en lo relativo a su persona, su mal de piedra y sus jaquecas, que \débió soportar sin esperanza de curación, a partir dé los cuarenta años; en el terreno de las ideas, el que se hubieran puesto en tela de juicio todas aquellas verdades que se tenían por definitivamente adquiridas. Dentro de lo histórico, el período que correspondió a tales hechos se denominó el Renacimiento: un renacimiento no se daría, sin duda, sin una crisis do edad. Para apreciar cuánto pudo sufrir Montaigne por todas estas circunstancias trastornantes, no hay mejor medio que el de atenerse a sus propias confesiones. Mas no se muestra constante. Se le ve variar a menudo; cambiar, a veces, de una página a otra. Se dice entonces de él que se enmas­ cara; que es verdadero en |ésta y falso en la de más allá. Se lo somete a tortura a fin de delimitar lo que hay en él de sincero o de engañoso. Tras estas disecciones Montaigne iaparecerá más incom­ prensible que nunca. En este, como en otros casos semejantes, el lector más desprevenido será seguramente también el más perspicaz. No querramos tampoco nosotros aplicarle el "larvatus incedo” (*).

N

(■) Marcho poseído. (N. del E .)

11

Si no nos lia dicho todo lo que (quisiéramos saber de él, para completar sus confidencias, tenemos, al presente, el testimonio de los que lo han iconocido, los trabajos de los eruditos modernos que han estudiado el siglo en que vivió y los acontecimientos en los que es­ tuvo envuelto. Él mismo vio muy bien que los lectores pueden inventar con­ clusiones para cada uno de sus ensayos, pero también él nos ha prevenido diciendo: “Escribo para pocos hombres y para pocos años” (* ). Veámoslo pues, en lo posible, dentro del margen de esos pocos años y en función de esos pocos hombres. Interpretar su pen­ samiento tratando de aproximarlo a las ideas de la actualidad es correr el riesgo de prestarle un alcance que no tenía de suyo. “Las cosas siempre valen más tomadas en su fuente.” “¡Cuántos hombres entre vosotros y yol” Esta lamentación, bien lo sabemos, no es de Montaigne. Con todo, entre él y nosotros lo mejor será descartar los intermediarios. Cedámosle la palabra con frecuencia, dejémosle hablar largamente; la imagen que nos quedará de él será más viva y verdadera. E l ideal perseguido en las páginas que siguen, aun si no lo­ grado, hubiera sido el de ofrecer simplemente un hilo para tener a mano y que sirviera para unir sus diferentes teorías.

( ! ) Essais, I, XL, 252 - MI, IX, 953. Todas las referencias de los Ensayos remiten a la edición de La Pléiade, por A. Thibaudet (París, 1937). Los dos primeros números, en cifras romanas, señalan el libro y el capitulo; el último número, en arábigo, la página.

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I . LA INFANCIA: LA FAMILIA, E L COLEGIO

de Montaigne nació el 28 de febrero de 1533, en ei Périgord, no lejos de Burdeos, en el castillo de Montaigne, de una familia poblé, rica y muy numerosa. Su madre descendia de los López o Louppes, de Calatayud de España, judíos conversos que se dispersaron por -Burdeos, Tolosa, Amberes, Londres ( ‘ ). A través de éstos se vinculaba Montaigne con una de las Imás imperecederas tradiciones del mundo y con una patria que ya no tenía fronteras. Una herencia no menos preciosa le venía del lado de su -padre. Sus antepasados .paternos, los Eyquem, mantenían relación de paren* tesco con los Eyquem de Inglaterra (* ). Se ha encontrado e l calen­ dario, las E fem érides de Beuther, que sirvieron de agenda, durante mucho tiempo, ia toda la familia. E l apellido Eyquem fue borrado de él, quizá por el mismo Montaigne. Los Eyquem se habían enri­ quecido en Burdeos en el comercio de ivino, mariscos y pescado sa­ lado. “El padre de M. Montaigne —escribe Scaliger— era vendedor de arenques." (* ) No es exacto. En 1402, un tal Ramón Eyquem había adquirido la noble tierra de Montaigne. Su bisnieto, Miguel de Montaigne, podía estar orgu­ lloso yde sus “armas”, de su “estirpe”, de su “casa”; ésta se había

M

iguel

( 1) M alvezin , Michel d e Montaigne. Son origine, so famille, París, 1875, y D reano . La pensée religieuse d e Montaigne, París, 1937, p. 23.

(*) Essais, -II, XII, 565 - XI, XVI, 613. (*) Scaligerana, Colonia, 1667, p. 215.

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distinguido en el Parlamento (*) y en la Iglesia. E l padre de Miguel era un gentilhombre letrado, conocedor del italiano y el español. Había tomado parte en las guerras de Italia, de -donde regresó “inflamado de un fervor nuevo”. Quiso enseñar a su hijo a prescindir de las riquezas. Lo hizo llevar a la pila ¡bautismal por “gentes de la más ínfima fortuna”, así como lo haría, un siglo mas tarde, a pocas leguas de allí, el padre de Montesquieu. Luego lo mandó para su pri­ mera crianza a una pobre aldea de la vecindad. E l niño se crió entre campesinos ( ' ) . Cuando lo llevaron de nuevo al castillo, su gusto se había conformado enteramente con el de la gente vulgar de ta campaña; estaba, para siempre, ligado con su pueblo, hecho a compartir los sufrimientos de los débiles; las ipersonas humildes de su provincia, los desventurados caníbales del Nuevo Mundo. Según costumbre de la época fue el padre el que se hizo cargo de ¿u educación. Así como había tenido cuidado de no malcriarlo, así se propuso evitarle todo sufrimiento inútil. Hacíale despertar al son de la música, pues se había informado de los trastornos que ocasiona en las mentes infantiles él despertar bruscamente. Se re­ servó para sí mismo la enseñanza de algunos rudimentos del griego; sus lecciones se hacían a manera de juego. En cuanto al latín, dio orden a todos los de la casa de que no se ¡le hablara al niño más que en esa lengua: lo confió a un preceptor alemán que no sabía ni una palabra de francés y que no descuidaba en un punto a su dis­ cípulo. El resultado fue inmejorable. "Sin método —escribe Mon­ taigne—, sin libro, sin gramática ni reglas, sin látigo y sin lágrimas, había aprendido yo un latín tan puro como el de mi propio maes­ tro.” (•) A esta primera educación y a sus buenas disposiciones natura­ les atribuiría Montaigne todo lo mejor que en sí veía. “Debo más a mi buena fortuna que a mi inteligencia. Ella me ha hecho nacer de una raza famosa por su hombría de bien y de un padre excelente. ( 4) El Parlamento al que se alude en estas páginas era el Tribunal de Justicia de la Francia de esa época. (N. de la T.) (®) -Estos hechos son relatados por todos los que han contado la vida de Montaigne, los más importantes de los cuales son citados en la Biblio­ grafía. al final del libro. Se citará en notas sólo las páginas de los En­ sayos en que Montaigne mismo habla de su vida. Essais, 111, XIII, 10701071. i . , («) l'bid., I, XXVI, 184-185.

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No sé si éste me ha transmitido parte de su buen natural o si los ejemplos domésticos y la buena educación do mi infancia han coope­ rado sensiblemente para ello; . . . tanto es así que, instintivamente, siento horror por la mayor parte de los vicios.” ( T) A los cincuenta años pasados renovaba, en forma de voto, el compromiso que había contraído consigo mismo: “Y no quiera Dios que yo deje debilitar entre mis manos ninguna de esas maneras del vivir que me permiten reflejar la imagen de un padre tan bueno” Guarda en su torre los bastones que le ha visto llevar: como él, se viste de negro y blanco (* ). Cuando escribe sus dos grandes ensa­ yos: D e la educación d e los hijos y D el afecto d e los padres por sus lujos , .propone como modelo la benigna severidad de su padre. El recuerdo de éste ha quedado para él como una garantía y un refugio. Debió, sin embargo, pasar a manos de otros maestros. Habien­ do perdido .los buenos consejeros que tenía, su ,padre creyó conve­ niente mandarlo a Burdeos, al Colegio de Guyenne, uno de los más célebres de su tiempo. Se tomaron toda clase de precauciones para que el niño no sufriera con el cambio. Se le pusieron preceptores particulares capaces y de buen carácter. Permaneció en el colegio desde los seis hasta los trece años. Asegura no haber aprendido nada de cuanto allí se le enseñaba. Habría olvidado aun lo que sabía muy bien anteriormente; sus maestros le habrían estropeado su buen latín. Los encontraba ignorantes, vulgares de alma y de maneras; en una palabra, más perjudiciales que útiles. “En verdad, todavía vemos que no hay nada tan gentil en Francia como los niños pequeños, pero, de ordinario, defraudan las esperanzas que hicieron concebir a su respecto, ya que, llegados a hombres, no conservan ninguna excelencia. He oído asegurar a personas entendidas que es­ tos colegios adonde se les envía, y de los cuales hay tantísimo nú­ mero, los embrutecen así.” (") Por fortuna, .encontró en el colegio algunos de estos hombres de talento: Nicolás Gronchi, que escribió D e com itiis Romanorum ; Guillauine Gucrentes, que comentó a Aristóteles; George Buchanan, el gran poeta escocés; Marc Antoine Muret, en quien, tanto Francia como Italia, reconocen al mejor orador de su tiempo. Pudo admirar (•) Ibi<]., II, XI, 409. (* ) Jbid., III, IX, 921 - II, XVIII, 650 - I, XXXVI, 232. ('•) Ibicl, 1, XXVI, 175.

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al principal, André Gouvea, es decir: el director del colegio, y “sin comparación, el mayor de toda Francia”. Se muestra orgulloso de poder citar a estos ilustres maestros, orgulloso de haber desempe­ ñado los primeros papeles en las tragedias latinas que ellos com­ pusieron y que se representaban en el colegio ( ia). Llegado a hom­ bre conocerá otras celebridades que no tendrán nada de pedantes salvo su indumentaria: Adrián Turnebe, “el que todo lo sabía”; Juste Lipse, “el hombre más docto que nos queda, de un espfritu muy culto y juicioso,, verdaderamente germano para mi Turnébe” ( M). Es en el colegio donde vio por primera vez estas gentes estudiosas, humanistas pero no pedantes. Comenzó absolutamente solo a asimilar su saber. Bajo la mirada indulgente de un preceptor avisado que simulaba no ver, se puso a leer los autores latinos: Virgilio, Terencio, Plauto, luego los italia­ nos ( 1S). Sus contemporáneos acababan de descubrir, no sólo la América, sino también otro mundo, también nuevo para ellos, aun­ que fuese muy antiguo: la Grecia y la Italia clásica a través de la Italia del Renacimiento. Montaigne, a los diez años, descubre a su vez estas piara villas: es la alegre sorpresa de los Cruzados ante Constantinopla y, sin duda, la sorpresa del padre, llegando en el séquito de Francisco I, en las ciudades italianas. Por comparación, la literatura francesa de la Edad Media no es más que un fárrago que Montaigne quiere ignorar. Su espíritu comienza a buscar nuevos horizontes. Más allá de su provincia y de su patria, más allá del siglo en que vive, a la manera de los humanistas que admira, se hace ciudadano de un mundo más grande y más bello, del que Roma es entonces la capital, cuya historia lo va a apasionar. £1 se vuelve más hombre. En las horas de recreo, como no le gusta jugar, se aleja de los jugadores y solo todavía, casi como se mantenía en la sala de es­ tudio para realizar sus lecturas prohibidas, preludia las meditacio­ nes que han de ocuparlo tan a menudo en la soledad de su torre. ¿En qué piensa? ¿En sus sueños de niño? En algunos otros asuntos también, mucho más serios. “Lo que yo veía, lo veía bien y bajo esta complexión pesada alimentaba osadas imaginaciones y opiniones 0 » ) Ibid, I, XXVI, 184 y 187. ( » ) lbid., I, XXV, 151 - II, XII, 419, 505. (»») Ibid., 1, XXVI, 1186.

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que estaban por encima de mi e d a d ... Mi alma no dejaba . . . a l mismo tiempo de tener tácitamente conmociones firmes y juicios seguros y abiertos en torno de los objetos que conocía, y los digería sola sin ninguna comunicación.” ( M) Entre sus maestros y condiscípulos no hay ninguno que haya recibido sus confidencias, pero él mismo, mucho tiempo después, reveló sus secretos a sus lectores. “No soy melancólico por tempe­ ramento pero sí pensativo y soñador. No hay nada qué haya ocupado mi mente tanto y en toda ocasión como el pensamiento de la muer­ te, aun en las épocas más licenciosas de mi vida.” ( M) Piensa en la muerte, la ve próxima, aun sin haber estado nunca enfermo, antes de haber podido profundizar, si es que lo hizo al­ guna vez, en las meditaciones sobre el misterio de la existencia, so­ bre Ja angustia que posiblemente atormentaría a sus descendientes. Lo que ha sentido muy vivamente es lo precario de la vida: “Jamás hombre alguno se fió tan poco de su vida, ninguno hubo que hiciera menos ouenta de su duración. Ni la salud muy entera y muy pocas veces alterada de que he gozado venturosamente hasta el presente alargan mi esperanza, ni las enfermedades me la acortan. Me pare­ ce ser fugaz como cada minuto que pasa.'* Cuando .escribía estas líneas, había alcanzado ya la madurez. Rememorando sus primeros años, podía felicitarse de no haber cedido a ningún pensamiento deprimente; reconocía, sin embargo, que sus disposiciones naturales lo llevaban a una inquietud enfermiza. “No arrugaba mi frente por este pensamiento más que por otro alguno. Es imposible que al principio no sintamos el aguijón de estas imaginaciones, pero domi­ nándolas y considerándolas en todos sus aspectos se llega sin duda a familiarizarse con ellas. D e otra manera, en lo que a mí respecta, hubiera estado en constante terror y frenesí.” Escribió un ensayo sobre e l miedo-, conocía bien de lo que hablaba. Se nos ha mostrado, a menudo, un Montaigne amigo de la ironía. ¿Es que se olvida, quizás, a aquel alumno del colegio de Guyenne que en vez de jugar se entretiene a solas con sus osadas imaginaciones y que ha debido superar un temor instintivo, “frenético” de la muerte?

<*») Ibid., I, XXVI, 185, 187. <m ) Ibid., I, XX, 100.

17

II. LA JUVEN TUD: E L PARLAMENTO, LA BO ÉTIE

s probable que Montaigne, al salir del colegio, entrara en la Facultad de Artes, en algún curso de filosofía. Es probable también que quedara allí poco tiempo. Su familia tenía muchos consejeros del Parlamento entre parientes, allegados y amigos. En el Parlamento estaría entre los suyos, en una carrera muy honorable y que podía elevarlo a las mayores dignidades. Hizo, naturalmente, sus estudios ,previos en Burdeos o más bien en Tolosa. La enseñanza de la universidad le fue tan poco provechosa co­ mo la del colegio. Jamás se quemó las pestañas para aprender la filo­ sofía de Aristóteles, la única autorizada por aquel entonces. En cuan­ to al derecho, no era exactamente su mucho saber el que contaba para el examen de admisión en el Parlamento. Había que comprar el cargo, y,' una vez que se había pagado por él, se podía considerar admitido (* ). A Jos veintiún años pues, en 1554, Montaigne fue nombrado, en reemplazo de su padre, consejero en la Corte de Subsidios, en Périgueux, capital de su provincia. Tres años más tarde, habiendo sido suprimida esta Corte, los consejeros fueron transferidos de oficio al Parlamento de Burdeos. A Montaigne le correspondió apenas el dé­ cimo puesto en la Cámara Segunda de Instrucción. Según el testi­ monio de sus contemporáneos habría desempeñado sus funciones en forma muy concienzuda (*).

E

( l ) Sobre Montaigne magistrado, se podrá leer a Bonnefon, Montaigne, l'homm e et l’oeucre, Bordeaux y París, 1893. Strowski, Montaigne, sa vie jm~ blique et prtvée, París, 1938. (* ) Críin, L a vie publique d e Montaigne, París, 1855, p. 120.

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Lo hizo más por deber que por gusto. No había, escribe su ami­ go Etienne Pasquier, “hombre menos amigo de pleitos y de trámites que él” ( 3), y a pesar de todo no debió ocuparse de otra cosa sino de trámites rutinarios y de pleitos, de redactar informes, proveer autos, dictar sentencias, seguir aprendiendo y repasando su dere­ cho. Los más sabios no estaban jamás seguros de conocer perfecta­ mente ese terrible derecho. Cada provincia seguía sus prácticas con­ suetudinarias, que tenían fuerza de ley. A su vez el Derecho Ro­ mano subsistía siempre, al lado del Derecho Francés. Los artículos se multiplicaban, se complicaban, requerían continuamente nuevas interpretaciones. Se concluía, por fin, por hacer decir a las leyes poco más o menos todo lo que se quería. ¿Cómo desembrollar este caos? Frente a uno de esos textos imprecisos, susceptibles de ser interpretados en sentido contrario, un juez del Parlamento de Bur­ deos había escrito al margen: “Cuestión para el amigo”. Montaigne, que lo había sabido, gemía: “estamos abrumados de leyes” ( 4). Más allá de las fórmulas intrincadas, con esa audacia imagina­ tiva que había desarrollado en el Colegio de Burdeos, Montaigne se propuso desentrañar Lis exigencias de la justicia natural. El dere­ cho escrito, que era decisivo y brutal, la había proscripto. En razón de los términos de un texto, se torturaba a los encausados no ente­ ramente convictos de delito. Un condenado a muerte era, a veces, sometido a suplicios previos. La crueldad causaba horror a Mon­ taigne. Escribió uno de sus ensayos para condenarla. Queriendo sa­ ber un día cuál era el origen de uno de los procedimientos que se aplicaban sin discutir, encontró que se trataba de una simple cos­ tumbre que poco a poco se había impuesto con una fuerza tirá­ nica (°). Muchos como .él veían las arbitrariedades y las crueldades del derecho escrito. L a masa del pueblo se resignaba a ello y se limita­ ba, simplemente, a desear algunas reformas de detalle. La gente pa­ cífica o conservadora por temperamento, atada a sus costumbres, confiaba en los poderes establecidos y en el tiempo. Los más celo­ sos, los vehementes, los violentos pedían reformas inmediatas y ra­ dicales. Hubieran querido transformar toda la organización del país, ( a) E. Pasquier, Lettres, I, XVIII, a M. Pelgé. (* ) Essais, II, XII, 569 - III, XHI, 1035 ss. (») Ibtd., XXIII, 129.

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suprimir especialmente los abusos que incidían sobre la Iglesia. De las discusiones, parlamentos o provocaciones se había pasado a la guerra sin cuartel y las batallas campales. Católicos y reformados luchaban entre sí, quemaban, pillaban, mataban. En el Parlamento de Burdeos, estos dos partidos se enfrentaban en sesiones tumultuosas. En 1565, el canciller Michel de l’Hopital, ante las Cámaras reunidas, pronunció un severo discurso admoni­ torio. Montaigne se había colocado, desde tiempo atrás, del lado de los que defendían la antigua forma de gobierno. Se manifestó como uno de Jos más enardecidos al pedir la destitución del presi­ dente Lagebaston, afiliado al partido contrario y que se consideraba demasiado inclinado a la Reforma. Desde el castillo vigilaba las tro­ pas enemigas. Durante la segunda guerra civil dio aviso a su amigo, el consejero Belot, de que en las proximidades de su casa se habían observado maniobras sospechosas. E l informe a Belot concluía con esta recomendación: “Aquellos que tengan villas de la vecindad bajo su guarda harán bien, sin alterarse ni intimidarse, en custodiar sus entradas” ( a). Sus colegas del Parlamento eran “hábiles y doctos personajes”, demasiado sabios o demasiado engreídos de su saber. Algunos, por lo menos, habían sufrido la deformación profesional y Montaigne se burló de su pedantesca suficiencia. Hacía votos para que estos grandes magistrados tuvieran “tanta inteligencia y conciencia co­ mo . . . ciencia” ( 7). Por fortuna, uno de ellos respondió enteramente a sus deseos: Etienne de La Boétie. Su misma edad y su común lugar de origen los ponía en estrecha relación: La Boétie había nacido en Sarlat sólo tres años antes que Montaigne. Sus respectivas familias estaban ligadas por parentesco entre sí. La Boétie había estudiado las lite­ raturas antiguas. Había escrito también en latín y en francés. Mon­ taigne lo conocía a través de su reputación y se sentía atraído hacia él desde largo tiempo atrás, cuando se encontraron por primera vez en una gran fiesta. Su encuentro no sería para ellos un deslumbra­ miento recíproco, fulminante y pasajero, sino el comienzo de una amistad muy poco común y memorable. Es celebrada a todo lo largo del capítulo XXVI del primer libro de los Ensayos. “No es una (o) Dreano, La pensée religieuse de Montaigne, p. 140. ( í ) Bonnefon, Montaigne et ses amis, París, 1898,1, p. 65. Essais, I, XXV, 152.

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particular razón, ni dos, ni tres, ni cuatro, ni mil: es no sé qué quintaesencia de todas reunidas y que, habiendo arrollado toda mi voluntad, la condujo a sumergirse y perderse en la suya, y que a su vez, habiendo embargado toda la suya, lo llevó a sumergirse y per­ derse en la mía, en una necesidad común e idéntica correspondencia en ambos. Y digo perderse, ya que, a la verdad, nada nos reservá­ bamos como propio, ni como suyo, ni como mío” ( 8). Tanto La Boétie como Montaigne se habían declarado en con­ tra de las innovaciones. Primero en 1561 y luego en 1562, sus cole­ gas encargaron a Montaigne misiones de confianza destinadas a apaciguar los ánimos. Tenía conciencia de haber podido hacer algo mejor. “Por suerte ,no había nacido yo de tan inútil condición que no contara con medios como para hacer servicio a la causa pú­ blica.” (*) Este dicho expresado en su lecho de muerte ha sido referido por Montaigne, quien escribe, por otra parte: “Hombre de viejo cuño y que hubiera realizado grandes cosas si su fortuna lo hubiera querido” ( ’°). Su destino no lo quiso al frente de grandes hechos, pero le dio ocasión de decir lo que de ellos pensaba. En enero de 1562, el jcanciller Michel de L’Hopital, mediante un edicto especial, había acordado la tolerancia para los reformados. La Boétie des­ aprobó la medida y explicó sus razones en su M emoria sobre e l edic­

to de enero. Los dos partidos, decía él, estaban en una posición demasiado violenta para que fuera posible reconciliarlos y ni siquiera llevarlos a que se soportaran. La tolerancia iba, seguramente, a acarrear la ruina del Estado y de la religión al mismo tiempo. La religión reci­ bida por los católicos y por los reformados era la que las más anti­ guas tradiciones habían transmitido. No había pues nada que dis­ cutir ni que ¡reformar en cuanto a los artículos de la fe; eran los mismos en los dos partidos. Lo que todos estaban acordes en deplo­ rar eran los abusos introducidos en la Iglesia. E l rey podía corregir estos abusos. Todos los franceses reconocían su autoridad, todos se someterían a su decisión, el orden se restablecería por sí solo. La (*) Ibid., I, XXVIII, 198. Sobre La Boétie ver particularmente las Oetwrcs complétes cCEtienne d e La Boétie, Bordeaux - París, 1892. (o) Oeuvres compUtes d e La Boétie, p. 311. (*«) Essais, II, XVII, 646.

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Boétie no hacía más que poner en práctica dos principios que él habia escrito al margen de uno de sus libros y que hubiera podido tomar como divisa: “Pax et Lex ( n ). El programa de La Boétie no se aplicó nunca. La memoria no fue publicada sino en 1917, .pero Montaigne la conocía. En 1567, el autor del edicto de tolerancia, el gran canciller Michel de L’Hopital, caía en desgracia. Montaigne, que lo estimaba aun sin apro­ barlo incondicionalmente, le mandó en 1570 los poemas en latín de La Boétie con una dedicatoria. En ella le expresaba, en términos respetuosos, su pesar porque no hubiera utilizado, en tiempo opor­ tuno, la capacidad excepcional de su amigo ( ’*). Tuvo que defender la memoria de éste una vez más: La Boétie había escrito en la juventud, sin llegar a publicarlo, un Discurso sobre la servidum bre voluntaria. Los reformados lo publicaron en 1574 y en 1576 entre sus panfletos. Montaigne protestó contra esta utilización sediciosa (**). La Boétie murió en 1563, dejándole en sus últimos momentos una severa lección. Montaigne lo asistió en su agonía y recibió sus más íntimas confidencias. Hasta entonces no habia creído en los ejemplos de valor ante la muerte que había leído en los autores an­ tiguos: veía ahora a su amigo sufriendo y muriendo en una calma perfecta. Sin emoción aparente, en plena lucidez, el agonizante hizo las últimas recomendaciones a los suyos, reclamó la presencia de "su confesor para sus últimos deberes de cristiano”; después, ha­ biendo pedido que se rezara por él, diciendo estar seguro de que Dios le iba a conferir un nuevo ser en lugar del que perdia, se es­ trechó contra Montaigne, Jo nombró “una o dos veces, después exha­ lando un gran suspiro entregó su alma”. Es el mismo Montaigne el que ha querido conservar todos estos recuerdos y los ha consig­ nado en una carta a su padre ( u ). Heredó la biblioteca .de su amigo; hizo publicar sus obras. En su biblioteca hizo poner una inscripción a la memoria del desapa( n ) La Boétie, Dtscours sur la servitude volontaire suioi de Mémoire touchant rédit de janvier, París, 1922. i ( 1S) Oeuores complétes de La Boétie, p. 204. (»») Essois, 1, XXVIH, 204. (>♦) Oeuvres complétes. . . , pp. 307 ss.

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recido ( 18). Dieciocho años después de su muerte, en 1581, estando en Roma, anotaba en su Diario d e viaje: “esta mañana, escribiendo a M. d’ Ossat, me entregué a un recuerdo tan doloroso de M. de la Boétie y permanecí en él tanto tiempo sin poder sobreponerme, q u em e causó mucho mal” ( l&). (*)

(**) Bonnofon, Montaigne, Vhomme ei Toeuvre, p. 146. Oeuores complétet¡ d e •La Boétie, p. 427. ( “ ) Journal de Voyage, ©d. Cli. Dédóyan, p. 288.

23

III. LA EDAD MADURA: E L CASAMIENTO, SU PRIMERA OBRA, E L RETIRO

Boétie se sobrevivía en Montaigne. A título
L

a

(* ) Oeuvres completes, pp. 206, 223 ss.

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Tilomas de Beauregard, en guardia contra la herejía. Este último y su hermana Jeanne de Lcstonac habían pasado o estaban en trance de pasarse a la Reforma. En el Parlamento de Burdeos algunas mu­ jeres a las cuales se llamaba las “Madres de la Iglesia” asistían a las prédicas y arrastraban a sus maridos ( 2). Precisamente por entonces, el padre de Montaigne había reci­ bido un libro escrito en latín en donde todos los artículos de la fe estaban puestos al alcance de los profanos y demostrados racional­ mente: la 'Theologia naturalis, de Raimundo de Sebonde, autor es­ pañol. Se lo habían recomendado como una muy útil defensa de la antigua creencia. Pidió a su hijo que se lo tradujera (*). Respondiendo al pedido del padre, Montaigne podía esperar hacerse con ello una reputación. Los traductores, en aquel tiempo, eran casi ilustres; Amyot iba a hacerse prontamente célebre tradu­ ciendo a Plutarco; La Boétie había ya traducido a Jenofonte; Mon­ taigne leía latín como su propia lengua, sólo que carecía totalmente de paciencia. "Continúo en mi tarea en tanto mi deseo me impul­ s a .. . De otro m odo.. . no valgo para nada.” Ahora bien, traducir la T heologia naturalis era una verdadera penitencia: ¡verter al fran­ cés y recopiar ese grueso tratado de 1.052 páginas, a 30 líneas por página y 36 letras por renglón! Montaigne, sin embargo, no hizo nada a la .ligera. Empleó meses, tal vez años, para traducir a Sebon­ de, y tomó gusto en su trabajo. “Encontraba bellas las concepciones de este autor, la contextura de su obra bien llevada y sus intencio­ nes llenas de piedad." Sus maestros y consejeros la encomiaban más aún. Consultado, el omnisciente Turnébe “respondió que lo consideraba como una quintaesencia de la obra de Santo Tomás de Aquino” (*). Montaigne, menos entusiasta, le había hallado un defecto. Se­ bonde se jactaba, especialmente en el “Prólogo”, de demostrar clara­ mente todos los artículos de la fe, aun cuando este “Prólogo” fue puesto luego en el Index. Montaigne, que, por otra parte, tradujo con mucha exactitud, suprimió o por lo menos atenuó todas aque­ llas afirmaciones temerarias de Sebonde. Por el contrario, agregó dos o tres veces algunas líneas para criticar la razón humana y el ( 2) Dreano, La pensée religieuse ile Montaigne, pp. 46 ss. y pp. 61 y 62. (») Essais, II, XII, pp. 418 y 419. (<) lbkl., 419.

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libre examen (®). ^Así también, en el curso de Teología Natural que había seguido con el maestro Sebonde, Montaigne se permitió algunas observaciones personales en relación con las disputas de su tiempo. Dedicó la traducción a su pariré, en una carta fechada el 1S de junio de 1568. Habiendo muerto éste ese mismo día y siendo él el mayor de los hijos, heredó el nombre y el castillo de Montaigne. Se encontró así bastante rico: la señora Montaigne era una buena ama de casa, los altos estrados del Parlamento le estaban vedados a causa de los reglamentos vigentes por aquel entonces, los hono­ rarios de los juicios no le interesaban. En 1570 resignaba su cargo de consejero a favor de un ardiente controversista: Florimond de Roemond. Montaigne se retiró a su castillo, pero sin intenciones de con­ finarse en el. Quiso darse, simplemente, una mayor libertad de ac­ ción, y se ausentó de su ,casa tan a menudo como lo había hecho del Palacio de Justicia, y por idénticos motivos. Fue en la Corte de Francia donde hizo sus más frecuentes y prolongadas estadías. “Pasé allí parte de mi vida”, dijo (•). Se había hecho presente en pila ya desde los tiempos de Enrique II, de Fran­ cisco II y aun del mismo Carlos IX. El Parlamento le había conferido una delegación permanente para el servicio del Rey. En 1572, después del desgraciado episodio de la noche de San Bartolomé, el servicio del rey y la tranquilidad del país exigían la reconciliación de los dos príncipes rivales: En­ rique de Guisa y Enrique de Navarra, el futuro rey Enrique IV. El historiador de .Thou nos refiere que Montaigne los sondeó y tra­ tó de aproximarlos, mas no lo consiguió ( T). Con todo, se le reconocían sus méritos. Ya, en 1571, Carlos IX le había conferido la más alta distinción de que disponía: el collar de la orden de Saint-Michel. Ese mismo año, Montaigne era nom­ brado gentilhombre ordinario de la cámara del Rey de Francia y, en 1577, gentilhombre de la cámara del rey de Navarra (* ). Aun cuando se había definido ostensiblemente por un partido, se lo bus(•■*) (°) ( 7) («)

Coppin, Montaigne traducteur de Raymond Sébond, Lille, 1925, pp. 5 ss. Essais, III, III, 797. Crün, La vie politique de Montaigne, pp, 139 ss. Ibid., 164 ss.

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caba en las dos cortes reales. Era capaz de entender en las grandes cuestiones del Estado. ¿Por qué razón pues no se instaló definiti­ vamente en la corte? Le faltaban, sin duda, como a La Boétie, esas cualidades munda­ nas que se imponen o seducen. Pequeño de estatura, sin astucia, sin maneras cortesanas, no sabía conversar agradablemente y conser­ vaba siempre su acento provinciano. £1 mismo nos informa de todo esto (®). No se lamenta, pero debió de darse cuenta de que no podría brillar en el gran mundo. La carrera de las armas le cuadraba más. “Lo único realmente propio y esencial de la nobleza de Francia es su vocación mili­ tar.” ( ,0) Después de 1570, toda esa nobleza estaba en pie de guerra: combatía a favor o en contra /del rey. Las luchas eran frecuentes en las regiones de Périgord y Burdeos. No se conocen cuáles fueron las acciones de guerra en ,que Montaigne se vio empeñado, pero él mismo hace, muy a menudo, alusión a las guerras que vio y habla de las marchas peligrosas por países insurrectos. Un día, de soldado pasó a diplomático. En el ejército de Péri­ gord los generales se disputaban el piando. E l gobernador de Bur­ deos envió a Montaigne en misión ante el duque de Montpensier, comandante en jefe de todo el sudoeste, a fin de prevenirlo de esta rivalidad. D e regreso, Montaigne traía una carta del duque de Montpensier para el Parlamento. Fue recibido allí en asamblea, leyó su carta y según las crónicas “pronunció un importante discur­ so” ( “ )• Durante los primeros años de su retiro, así como durante los años precedentes, gozó de buena salud. A los cuarenta y cinco años, hacia 1578, fue víctima de los primeros accesos del mal de piedra, que él llamaba “sus cólicos”. Fueron éstos, desde un principio, muy dolorosos. La litiasis era hereditaria en su familia; de ella había muerto el padre. Era el mal que más temía desde la infancia: “de todas las enfermedades, la más repentina, la más dolorosa, la más fatal, la más irremediable” ( ia). ¿Cómo podía tener esperanza de curarse? Nadie en su familia, y él menos que ninguno, creía en la (») Essais, II, XVII, 025, 62«. (>«) Ibid., II, VII, 366. ( 11) Strowski, Montaigne, sa v i e . . . . p. 175. Bullctin des amis de Montaigne, No, 8, ilo. de marzo de 1940, p. 4. ( « ) Essais, II, XXXWI ,735, 737.

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medicina: “Se dice que un recién venido, llamado Paracelso, cam­ bia y trastorna todo el orden de las antiguas normas y sostiene que hasta el presente éstas no han servido más que para hacer morir a los hombres. Creo que probará esto fácilmente; pero exponer mi vida para prueba de su nueva experiencia, encuentro que no sería muy prudente” ( IS). Se burlaba de las medicinas y no tomaba más que aquellas que se acordaban a su gusto. Los baños no le desagra­ daban; fue a Bagneres, a Aigues Ghaudes; el alivio que experimen­ tó fue pasajero ( “ ). Desde entonces la 'preocupación que lo obse­ sionaba desde la infancia se reavivaba en él con crecida insistencia. Sus crisis, sus campañas, sus viajes a la corte lo retenían au­ sente “a veces durante varios meses” ( ,B). A su vuelta, encontraba siempre demasiado vacía su casa. De 1570 a 1583 le habían nacido seis niñas. Cinco murieron en temprana edad; de ellas habla con despreocupación. Y sin embargo ¿quién sabe? Cuidó anotar en sus Ephém érules d e Beuther la fecha del nacimiento y la muerte de cada una. A la única sobreviviente, Leonor, la recuerda en términos afectuosos. Desde lo más remoto de la Baviera pensaba en ella y en los paseos que ésta hubiera podido hacer allí con él ( ia). Le hacía falta un hijo; no porque deseara perpetuar su nombre, mas lo entristecía el hecho de no tener a nadie cerca de él, según dijo, “que endulzara su ,vejez y lo librara de sus preocupaciones” ( ,T). Tenía que vigilar a las personas de servicio, que eran muchas. A decir verdad, se había resignado a no molestarse demasiado a ese respecto. Como no entendía nada de los trabajos del carqpo, ni del gobierno de juna casa, les dejaba entera libertad de acción, lo cual no obstaba para que en los días de mal humor montara en cólera y, a veces, por los más fútiles motivos ( 1#). Le servían asimismo para distraerlo y le contaban historias de su tierra. El más curioso de todos era un brasileño, en realidad un brasileño nacido en Francia, pero que había estado doce años en el Brasil, en el séquito de Villegagnon. A Montaigne le gustaba hacerle hablar de ese país tan nuevo. Ya había tenido ocasión de ver caníbales, en 1562, en Rouen; (»») <“ ) (« ) ('« ) (” ) 0«)

Ibid., II, XII, 557. Ibid., II, XXXVII, 755. Ibid., 735. Ibid., II, VIII, 731. Journal de Voyage, ed. Dédéyiin, p. 156. Essais, III, IX, 923. 970. Ibid., 922, 923, 924. - II, XXXI, «99.

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los había estudiado e interrogado. Su brasileño había visto muchos otros y en su lugar de origen. Recordaba algunas de sus canciones y las cantaba delante de Montaigne estupefacto. Había llevado mu* chos recuerdos. ¡Cuán simples eran esos hombres en este Nuevo Mundo! ¡Qué extrañas eran sus costumbres! ¡El brasileño venía a ser como un comentario viviente de lo que Montaigne había leído en los libros! ( l9) Los castillos de los alrededores estaban ocupados, en su mayor parte, por parientes y amigos, casi todos relacionados entre sí. Las dos familias, Montaigne y La Chassaigne, formaban por sí solas una verdadera tribu. Montaigne se entendió siempre con todos ellos; algunos han dejado un nombre; tal su cuñado, Geoffroy de La Chas­ saigne, señor o sultán de Pressac. Era un hombre ilustrado, admi­ rador de Séneca. Tradujo las Carlas a Lucillo. Las publicó sólo en 1582, pero antes había ¿lado la .primicia a Montaigne, el cual tomó dos o tres de sus expresiones, que reprodujo en los Ensayos de 1580 ("°). La familia de Foix-Candale es más conocida. L e daba lustre, por aquel entonces, Francisco, que fue obispo, luego de haber sido consejero del Parlamento de Burdeos. Francisco ,era entendido en matemáticas y en letras. Tradujo a Euclides en latín. Entre 1572 y 1579 se ocupó en traducir y comentar, primero en latín y luego en francés, el Pimandro de Hermes Trimegisto, por encargo de Mar­ garita de Valois, la dama para la cual, ,y en la misma época, Mon­ taigne escribía la A pología d e Raimundo d e Sebonde. Según su co­ mentarista, Hermes Trimegisto habría conocido los misterios de la fe, anunciado la misma religión de Moisés y mostrado la miseria y la increíble presunción del hombre. Montaigne departió con Fran­ cisco de Foix-Candale; llevó muchas de las ideas del Pimandro a su

A pología de Raimundo d e Sebonde Las conversaciones, eruditas o familiares, no habían hecho per­ der a Montaigne su afición a la soledad. En el colegio se refu­ giaba en un rincón del patio; en el Parlamento se encerraba con la Theologia Naturalis de Raimundo de Sebonde;' en su castillo ( l#) Ibid., í, XXXI. “Essais des Caníbales”, passim. ( 2o) Strowski, Montaigne, sa c í e .. ., 103. Essais (edición municipal), t. IV, LXViil. ( !1 ) Mercurio Trimegisto, L e Pimandro, Bordcaux, 1679; prefacio. - Rcoue du XVle siéck* t. XVI, 1938, pp. 271-273 (art. de M. A. Boabe).

halló una torre que no tenía destino alguno; se la reservó para sí. De la planta baja de la misma hizo su capilla; del primer piso, su dormitorio; del segundo, su biblioteca. En lo alto, mañana y tarde, “una gran campana llama, todos los días, al Ave María”. “Paso allí —dirá Montaigne— la mayor parte de los días de mi vida y la mayor parte de las horas del d ía .. . Es ése mi reino. Trato de hacerlo de mi dominio exclusivo y sustraer este único rincón a la comunidad tanto conyugal como filial ¡y civil.” (82) En la biblioteca, de forma circular, los libros están ordenados a lo largo de las paredes. Las vigas y tirantes están decorados con cincuenta y siete inscripciones en griego, latín y francés, de las cuales una tercera parte fueron tomadas de la Sagrada Escritura y una quinta parte del filósofo escéptico Sextus Empiricus ( 2S).

( « ) Essais, >11, 111, «02. • 1, XXIII. 122. (*s) Oeiwres completes ‘d e Montaigne (ed. Amiaingaud), t. XII, pp. 421-436.

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IV . LA PRIMERA EDICIÓN DE LOS ENSAYOS: CONTENIDO DE UNO DE ELLO S, “LA APOLOGIA”

decoración favorecía la meditación y el ensueño. Mas ¿sobre qué iba a aplicar Montaigne su pensamiento? El padre había llevado un diario de sus campañas en Italia. Hacía llevar otro con los acontecimientos familiares (* ). Pero él, Montaigne, ¿qué podía hallar de interesante para ponerlo ,por es­ crito? Sobre los estantes de su biblioteca .veía muchas obras, que, bajo títulos diversos, no eran más que complicaciones. Algunas de éstas eran célebres, los Adagios de Erasmo, por ejemplo; todas habían conocido el éxito. Sus autores no necesitaron ser sabios, sino sólo disponer de una buena biblioteca y saber llenar unas fichas. Ahora bien, Montaigne había compuesto ya algunos ficheros. En el colegio, debían todos los alumnos tener tres cuadernos de papel blanco, donde estaban obligados a poner: en el primero, los temas de los ejercicios con las correcciones de los profesores; en el segundo, expresiones poéticas escogidas, y en <el' tercero, hermosas historias o pensamientos extraídos de sus autores (* ). Cuando Mon­ taigne leía a hurtadillas sus autores predilectos, en el entusiasmo de sus descubrimientos, ¡cuántos trozos escogidos encontró para copiarl ¿Perdería sus cuadernos de colegio él, que lo conservaba todo? En todo caso, conservó el hábito de leer con Ja pluma en la mano. Aún.

E

st a

(») Essais, II, II, 330. - I, XXXV, 229. (* ) Porteaux, Montaigne et la vie pedagogú/ue de son tetnps, París, 1935, p. 179.

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hoy se puede ver su Nicolás Gilíes anotado al margen por él, hacia el año 1564; Montaigne discute una afirmación, confronta los acon­ tecimientos, agrega aquí y allá una reflexión. “Lástima —escribe M. de Villey— que no se hayan conservado, a la par del ejemplar de Gilíes, otros de los historiadores que leía alrededor del año 1571: los du Bellay, los Guicliardin, Bouchet, etc. Sin duda alguna encon­ traríamos en sus márgenes el bosquejo, el plan y aun a veces la esencia misma de los (primeros) capítulos (de los Ensayos). No son éstos más que anotaciones marginales un poco desarrolladas.” (•) En efecto, son simples notas puestas una tras otra agregando aquí y allá alguna palabra para enlazarlas o completar su sentido. No se puede asegurar que ningún ensayo haya sido anterior a 1572, y sin embargo ¿quién podría saberlo? Algunos, tal vez, fueron escritos, al menos en parte, mucho antes. En todo caso, hacia 1572, escribió un capítulo: “De los nombres”, y desde las primeras líneas nos participa él mismo su sistema: “Cualquiera sea la diversidad de hierbas que haya, el todo se comprende bajo el nombre de ensalada. Así, so pretexto de tomar en consideración nombres, voy a hacer aquí una ensalada de diferentes artículos. Cada pueblo tiene, no sé por qué. ciertas palabras que se toman en mal sentid o... Ite m ... Ite m .. . ” Después de abundantes “ítem” termina así: “Para concluir nuestro cuento.. . ” y añade dos o tres consideraciones sobre la va­ nidad de la gloria humana (*). En otros capítulos acumula acontecimientos, reflexiones; son como despojos recogidos de los autores que acaba de leer: Plutarco, principalmente, y Séneca. Es allí donde se provee más a gusto. Re­ pite la lección de los viejos estoicos, todavía no nos da la suya. “Pongo algo de aquello en este papel; de lo mío, tan poco que es casi nada.” Estos primeros Ensayos “huelen un poco a lo ajeno” ( B); son ejercicios de escuela. Se sentía capaz de hacer algo mejor. Estaba próximo a traspasar la cuarentena. “Se puede continuar en cualquier edad el estudio, pero no la escolaridad; es algo un poco ridículo un viejo que dele­ trea.” A los cuarenta y cinco años se consideraba como “entrado en ( 3) Villey, Les essois de Montaigne (Les gramls événcments litteraires), París, 1932, p. 30. (*) Essais, 'I, XLVI. ( ') Ibid., I, XXVI, 157. - II, X, 394. - III, V, 848.

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los caminos de la vejez” ( ' ) . ¿Qué necesidad tenía de seguir bus­ cando en sus libros? [Había visto tantas cosas! Le contaban noveda­ des todos los días. Las reflexiones que se hacía a solas consigo mis­ mo y que hasta entonces había preferido guardarlas para sí ¿por qué no llevarlas al papel? Con la edad, había adquirido seguridad. Se había convertido en un personaje. Se lo consultaba. Leía de vez en cuando alguno de los primeros capítulos a sus amigos; éstos lo estimulaban para que continuara ( 7). A partir de 1576, aproximada­ mente, se puso a hablar libremente de todo lo que sabía o pensaba. En su memoria poco recargada de recuerdos librescos, los otros recuerdos se habían acumulado. "Yo he visto”, “he tenido”, “me han dicho”; éstas y otra suerte de fórmulas análogas alternan ahora en el curso de sus páginas. El pasado retorna por fragmentos: la in­ fancia, la juventud, la vida en el Parlamento, y evidentemente su amistad con La Boétie, a la que hizo objeto de un capitulo célebre. Montaigne piensa a menudo en sus cólicos, en sus remedios, en sus médicos, en sus padres, tan poco afectos a la medicina: son los temas de un gran capítulo con que termina el libro de los Ensayos en la primera edición, en 1580. Con sus pasadas experiencias hace un balance del beneficio obtenido, de sus cualidades y defectos. “Recuerdo pues que desde mi más tierna infancia se observaba en mí un no sé qué, en el porte y en los modales, que testimoniaba cierta vanidad y un necio engrei­ miento. Quiero decir al respecto, en primer lugar, esto: que no es malo el tener en nosotros condiciones e inclinaciones tan propias y como incorporadas a nuestro ser, que no nos sea posible sentirlas ni reconocerlas.” Tras lo cual detalla sus “condiciones y propensio­ nes” del alma y el cuerpo: es el largo capítulo de la presunción, que equivale en suma a una descripción del carácter muy completa y precisa (®). Montaigne no se rehúsa a contestar las preguntas de sus amigos. Uno de ellos, habiendo acabado de leer su capítulo sobre la pedantería, le observa que hubiera debido exponer “in extenso” sus ideas sobre la educación. Montaigne se deja convencer, escribe sobre la educación d e los hijos y, por supuesto, cuenta cómo ha («) Ibid., II, XVM, 62«. - II, XXVIII, 684. (») Ibid., I, XXVI, 159. - II, XXXVII, 761. (•) Ibid., II, XVH.

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sido educado él, qué tipo de colegial era. Al mismo tiempo propone el ideal que ha imaginado para una buena “educación”: programa restringido, lecciones de cosas, disciplina suave, ejercicios corpo­ rales, enseñanza de la virtud, debiendo contribuir todo ello a formar un gentilhombre, que será el hombre honrado del siglo x v ii . E l famoso capítulo X II del libro II, el de la “Apología de Raimundo de Sebonde”, es igualmente una respuesta a muchas consultas. La traducción de la Theologia naturális, que había sido publicada por primera vez en 1569, debió ser reeditada en 1581. Era leída hasta por las -damas, “a quienes debemos las mayores atenciones”, escribió Montaigne. Escribiría también más tarde que las damas no se entienden en absoluto con la teología (•). A menudo les había dado explicaciones sobre Sebonde; es decir que sabía hecho ante ellas y en forma oral apologías más o menos parciales de él ( 10). Una de las damas le rogó que le pusiera por escrito esta apología. Montaigne no ha dicho su nombre, pero nos hace saber que se trataba de una reina que tenía varias cortes y debía defenderse de los nuevos doctores. Era joven, nada mojigata, instruida ( l l ). El erudito Jamet, que parece bien informado, la ha identificado con Margarita de Valois, la primera mujer de Enrique IV. Era ella la que le había pedido a François de Foix-Candale la traducción y el comentario del Pimandro; leía la T héologie N aturelle. Lo que sabemos de ella, por otra parte, responde a la descripción hecha por Montaigne. En la primera edición de 1590, los Ensayos comprendían 94 ca­ pítulos; sólo el capítulo de la “Apología de Raimundo de Sebonde” ocupaba la cuarta parte de la obra entera. Estaba dividido en dos partes de extensión muy desigual; la primera es veinticinco veces menos larga que la segunda. Esta primera parte, según Montaigne, hubiera debido ser redactada por un teólogo; la segunda, por “al­ guno que hiciera de las letras su profesión”( “ ). Montaigne sabía (») Ibid., I. LVI, 315. (*>) Ibid., II, XII, 419. ( 11) Ibid., II, XII, 455, 543, 544, 545. - Coppin, Montaigne traducteur, p. 50. Notas de Jamet puestas a un ejemplar de Essais (Biblioteca Nacional, z. 1121-1123). Esta identificación no está todavía enteramente aceptada por todos. (**) Essais. II, XII, 420, 544.

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bastante de letras, pero afirma no saber nada de teología; por ello se detiene poco en la primera parte de la “Apología”. Debió responder en ella a aquellos que nosotros llamamos “fideístas”, los cuales no querían apoyar su fe en razones humanas. Montaigne les concede que la razón por sí sola no puede conocer los misterios de la religión, pero sostiene que, estando previamente iluminada por la fe, puede encontrar en el mundo ciertas analogías que ayuden a comprenderlos. Destaca expresamente que Scbonde “se empeñó en esta noble tarea”, que «us argumentos encaminan a la fe, y que éstos han convertido a un incrédulo, conocido suyo ( 1S). Pues eso es fideísmo, se dice, y yo mismo lo he llamado así; pero, en lugar de este término muy cómodo pero desconocido en el si­ glo xvi, sería más exacto decir agustinismo. Para él, como para San Agustín, no hay más que una sola e indivisible verdad. La filosofía debe ser una sabiduria que nos alcance, conjuntamente, la verdad, la dicha y la virtud. D e la misma manara, la fe de los cristianos es una gracia, fuente de luz y fortaleza: que ilumina, purifica y transforma; es la verdad única y total. Montaigne no separa lo que es revelado de lo racional, considera en conjunto todos los artículos del Credo y señala que los filósofos antiguos no los han conocido. No pide que se empiece por probar los preámbulos de la fe; éstos aparecen con una evi­ dencia tal que se imponen por si mismos a las alm^s no desnatura­ lizadas. La apologética viene después de la fe, pero necesariamente no la precede. Sebondc habia dicho o sugerido poco más o menos todo esto. A pesar de lo que haya pensado el sabio Turnébe, que al menos por esta vez se ha equivocado, la Théologie Naturétte era menas una quintaesencia de Santo Tomás que de San Agustín ( “ ). Por sus maestros, por sus propias ideas, Montaigne está del lado de los agustinianos. Fidcista pues, si se quiere, pero fideísta agustiniano, Montaigne defiende aquí no a l Sebondc latino “racionalista” que había inquie­ tado a los teólogos >de Roma, sino al Sebonde vertido al francés y corregido por él. La primera parte de la “Apología” reconoce a la razón el mismo valor y las mismas limitaciones que el Prólogo de (»») lbid., 426, 427. ( 14) A. Forest, Jievite d e sciciice» ifhlloxophiqucs ie t théologiques, enero de 1929, pp. 58-74.

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¡a T h éobg ie Naturelle traducida por Montaigne. Si Montaigne ha traicionado a Sebonde no es en sus Ensayos, que escribió hacia 1576, sino diez años antes, cuando lo traducía y lo reducía a ia ortodoxia romana. La segunda parte de la “Apología” es muy diferente. Está di­ rigida contra ciertos “racionalista^” que despreciaban a Sebonde, so pretexto de que sus argumentos no probaban nada ( ia). No es la primera vez que se trataba de refutar “el racionalismo del siglo xvi”. En 1510, Juan Francisco Pico de la Mirándola había publicado un libro en latín: Examen vanitatis doctrínete gentium et veritatis christianae (Examen de la vanidad de la filosofía pagana y la verdad cristiana). En 1531 Cornelio Agripa publicaba De incertitudine et vanitate sdenüarum (D e la incertidumbre y de la vanidad de las ciencias); en 1569, Gentran Hervet había traducido l¡*s Obras del filósofo escéptico Sexto Empírico. Estas obras eran libros de combate en los que se oponían el escepticismo o pirro­ nismo a todos los dogmatismos juzgados demasiado seguros de sí mismos ( 16). Sus principales argumentos fueron reproducidos y llevados a sus límites extremos por Francisco Sánchez, llamado el escéptico, en su Quod nihil scitur, cuyo prefacio está fechado precisamente en 1576. Sánchez no se cansa de repetir: yo no sé nada, nosotros no sabemos nada, ¿y qué? Todas sus explicaciones terminan con este estribillo: “Laus Deo Virginique Mariae, quid?” ( 17). Todos estos campeones del escepticismo eran conocidos en el siglo xvi y el más escéptico de todos, Sánchez, era el que tenía más puntos de contacto con Montaigne. Había estudiado en Burdeos, en el famoso colegio de Guyenne, y en Montpellier; después se había establecido en Tolosa, a partir de 1575. Estaba emparentado con una familia (López. ¿Sería de los López de Villeneuve, de los que procedía la madre de Montaigne? Fue médico, publicista, pro­ fesor en la Facultad de Artes (*8). Uno de sus hijos, vicario general de Tolosa, escribió con el nombre de Dom de Sainte Marie la his(is ) O ") ( ,7 ) ( 18)

Essais, 11, XII, 427. Strowski, Montaigne (Les grands philosoplies), París, 1931, pp. 125, 146. Gracias a Dios y a la virgen María, ¿y qué? (N. del E .) Barbot, Francisco Sánchez, Tolosa, 1904. Senchct, Essais sur ¡a méthode de F. Sánchez, París, 1904.

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toria de la sobrina de Montaigne, Juana de Lestonac, la santa canonizada. También Montaigne tenía muchas razones para indignarse con los ‘^racionalistas”. Estos espíritus soberbios menospreciaban un libro que él había traducido, que admiraba y defendía constante­ mente. Sobreestimaban la razón humana, que a él tan a menudo se le mostró insuficiente; en su seguridad, él no veía más que una exaltación frenética. Exasperado, para reducirlos de una vez, va a "asentarles rudos golpes”. Se complacerá en humillar su razón. Muestra a los hombros como inferiores a los animales; a los sabios por dobajo de los igno­ rantes; hasta a los más grandes filósofos, convicto^ de ignorancia o error. Luego, pasando a dar su “última estocada”, sostiene que no solamente no sabemos nada, sino que somos radicalmente incatpaces de saber nada a ciencia cierta, ya que todas nuestras facul­ tades de conocimiento son engañosas. Estos argumentos son de una aplicación peligrosa: "es un golpe desesperado con el que hacéis abandono de vuestras armas para hacer perder las suyas al adversario” ( ,#). Montaigne sin embargo acepta este riesgo. Se trata para él de reducir a sus orgullosos contrincantes, de llevarlos al extremo de una posición insostenible ( 2®). Éstos no quieren creer más que en lo que puede ser demostrado por la razón. Montaigne les prueba que ellos, como todo el mundo, creen en algo que no podrán demostrar jamás. “Es preciso saber si el fuego es caliente, si la nieve es blanca. . . En cuanto a esas respuestas que constituyen el tema de antiguas anécdotas, como la que se d io ... a aquel que negaba la frialdad del hielo de que se lo metiera en el pecho, muy indignas son de los oficios de la filosofía. Si los filósofos nos hubieran dejado en el estado de naturaleza, de manera que aceptáramos las apariencias exteriores según se presentan a nosotros por mediación de los sentidos. . . tendrían razón de hablar así, pero es de ellos mismos que nos llega esta fantasía: que la razón hu­ mana es la que tiene que verificar todo cuanto existe dentro y fuera de la bóveda celeste. . . Es necesario que me prueben si lo que yo creo sentir lo siento realmente, y por qué y cómo lo siento.. . ” ( 21) ('») Essais, II, XII, 543. («►) ilihitl., 428. ( 21) Ibid,, 525

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! :

Los “racionalistas”, evidentemente, no han aceptado jamás ese de­ safío: Montaigne los tiene convencidos al través de su silencio. Esta página de la “Apología” es característica. Este argumento de la nieve blanca es repetido varias veces ( 22); no importuna más que a los racionalistas más exaltados, los enemigos de Montaigne y de Sebonde. No podemos saber si la nieve que nos parece blanca es real­ mente blanca. El conocimiento metafísico de las cosas se nos es­ capa, pero podemos tener de ellas un conocimiento práctico. Los sentidos nos las hacen conocer por sus apariencias, y este cono­ cimiento, dice Montaigne, nos basta a nosotros, la gente sencilla, a los caníbales y a todos aquellos que han permanecido en su primitiva simplicidad. No nos hemos hundido aún en un escepti­ cismo universal. El “racionalismo” y el “pretendido saber” están abatidos, mas no así el relativismo, el positivismo. La ciencia de los fenómenos, de las causas y los efectos, no debe resentirse por ello. ( Con la “Apología de Raimundo de Sebonde” Montaigne se luí remontado hasta los temas más elevados de la filosofía. Que aquí o allá, al mismo tiempo, nos hable de lo que es él, de lo que ha visto o lo que piensa, sus capítulos no son ya deberes de un colegial. Son ensayos en un nuevo sentido: ensayos o medios de poner a prueba sus dotes naturales, su inteligencia, sus gustos. Son tam­ bién como toques o pinceladas agregadas a su retrato. A todo lo que había escrito después de su retiro, Montaigne podía dar hacia 1580 este título original de Ensayos, al que hacía seguir este comentario: “He laquí, lector, un libro de buena fe. Él te advierte, desde el comienzo, que no me he propuesto darle otro destino que el familiar o privado... Lo he dedicado al solaz de mis parientes y amigos a fin de que cuando me hayan perdido (lo que acontecerá bien pronto), puedan encontrar allí algunos ras­ gos de mi carácter y humor y por este medio mantengan más entero y más vivo el conocimiento que de mí tuvieron... Quiero que se me vea en mi manera de ser sencilla, natural, ordinaria, sin restric­ ciones ni artificio, ya que soy yo mismo el que me reflejo. Mis defectos se mostrarán a lo vivo, y mi natural espontáneo, en tanto que la consideración pública lo ha permitido.” (*2) Ibici., 48o, 509, 547 (2 voces), 586.

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V . E L VIA JE, LA GUERRA, LA PESTE, E L LIBRO III D E LOS ENSAYOS

fue a presentar sus Ensayos al rey Enrique III, a quien servia tan lealmente como había servido a todos sus predecesores. El rey le manifestó “que su libro le gus­ taba mucho”. “Señor”, respondió el autor, “debo pues necesaria­ mente ser grato a Su Majestad si mi libro le place, ya que éste no contiene otra cosa que una exposición de mi vida y de mis ac­ ciones.” ( l ) Cuando Montaigne dirigía al rey estas cumplidas palabras aca­ baba de iniciar una larga gira. Había dejado su castillo el 22 de junio de 1580. Llevaba con él toda una caravana: cuatro gentilhombres, entre ellos uno de sus hermanos, un séquito de servidores y equi­ pajes. A principios de agosto se encontró con el ejército real en el sitio de la pequeña ciudad de La Fére. Desde allí acompañó hasta Soissons el cuerpo de su amigo Philibert de Gramont, el marido de la bella Corisande, que había sido muerto durante el sitio. Después continuó por el este de Francia, Suiza, la Alta Alemania, la Italia del norte hasta Roma, para regresar por el monte Cenis, Lyon, Clermont, Limoges. Estaba de vuelta en su casa el 30 de noviem­ bre de 1581. Ha dejado un diario de su viaje en el que se pinta más al natural que en los Ensayos . No lo destinaba a nadie. No fue hallado(*) o n t a ig n e

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(* ) La Croix du Maine, ttibliothéque Française (art. Micho] de Montaigne), París, 1772, TI, p. 129.

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sino cerca de doscientos años más tarde, en 1770, olvidado en el fondo de un viejo cofre en el castillo de Montaigne (*). Son simples notas puestas una tras otra, al azar de las etapas del viaje y sin ninguna afectación. La primera mitad fue redactada por el secretario, que no siempre comprende bien al amo. E l resto es de la mano de Montaigne: parte en italiano y parte en francés. Montaigne se ha interesado por todo. No se detiene ante los paisajes ni ante las obras maestras del arte, mas repara en ellas. De los hombres se ocupa con preferencia, y en especial de los que no conoce aún. La compañía de los franceses le place menos que la de los extranjeros; hubiera deseado ir hasta Polonia, Croacia y Grecia ( s). Observa los edificios, los trajes, las costumbres, los juegos y las ceremonias. Se informa sobre las creencias de las dife­ rentes confesiones reformadas, va a oir sermones y visita bibliotecas. Las originalidades de los hombres le han interesado siempre. Sin embargo, en el curso de su viaje su antigua curiosidad adquiere por momentos un matiz diferente, que trasunta un nuevo estado de ánimo. Las diversiones han llegado a serle más que nunca nece­ sarias. Por la mañana sel levanta feliz de partir hacia lo desconocido. “Yo creo que esto lo distraía de su mal", escribe el secretario. Mu­ chas de sus noches han sido malas y muy inquietantes. Ningún comentario podría suplir aquí la lectura de su diario. “El 24 por la mañana produje una piedra que se detuvo en el canal. Desde esa hora hasta la hora de cenar estuve sin orinar, a fin de que me viniera una gran necesidad. Entonces, no sin molestias y sin sangre y antes y después, la arrojé tan grande y larga como una almendra de pino, pero con una punta gruesa como un h a b a ... Fue una gran feli­ cidad para mí echarla afuera. Nunca había despedido otra seme­ jante a ésta en tamaño. Demasiado bien había yo previsto por la calidad de mis orinas este accidente. Veré lo que ha de seguir. Será gran cobardía y debilidad de mi parte si, encontrándome todos Jos días ante un semejante peligro de muerte, y cada hora haciéndomela más ^próxima, no me ingenio tanto como pueda para sobrellevarla con menos pena, hasta que ella me sorprenda.” (<). (*) Journal d e Voyage (ed. Ch. Dédéyan), “Introduction”, pp. 7 ss. (») Journal de Vouag e (ed. citada; todas las referencias de su viaje remiten a esta edición), 163 - 164. ( 4) Jbid., 382. (Ver traducción diferente en Journal d e Votjage, ed. Lautrev, París, 1906, p. 427.)

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Joven aún y en pleno vigor, esperaba la muerte como el término inevitable
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Boma. Hizo en ésta dos estadías: se quedó una primera vez desde el 30 de noviembre de 1580 hasta el 19 de abril de 1581, la segunda desde el 1? al 15 de octubre de 1581, lo que hace un total de seis meses, o sea: la tercera parte del tiempo pasado fuera de su castillo. Boma lo atraía por doble motivo. Era la capital de aquel mun­ do desconocido en el que vivía con la imaginación desde que se había apasionado por los autores antiguos. La Boma nueva, levan­ tada sobre las ruinas de la otra, había decepcionado, irritado a un Joachim du Bellay. Muchos la miraban como la Babilonia moderna, la ciudad, a la par de Venecia, más corrompida del mundo. Mon­ taigne no se escandalizó por las costumbres romanas. De todas las ciudades, París es la única que él amó siempre “tiernamente”. Por ella se sentía orgulloso ser francés ( 8). En Boma, felizmente, no se le lúzo sentir jamás que era extranjero. Lo trataron con especiales deferencias. Según el reglamento lo exigía, el Superior del Sacro Palacio le tomó sus libros e hizo examinar sus Ensayos, que retuvo durante cuatro meses, pero al devolvérselos lo dejó en libertad de corregir él mismo lo que creyera conveniente. Lo cumplimentó por sus excelentes sentimientos, exhortándolo a continuar en sus buenos oficios por la causa de la religión (®). E l terrible ensayo “La apo­ logía de Baimundo de Sebonde” no lo asustó. Montaigne solicitó y obtuvo una audiencias del Papa, y por añadidura recibió el tí­ tulo de ciudadano romano, título vano, confiesa él, pero que hizo constar con gran satisfacción en sus Ensayos ( 10). Este honor, en todo caso, era ‘b astante raro y no se discernía sino a duras penas. Antes de acordarlo los senadores debían pedir el parecer del consejo secreto y de la curia pontificia. Se hizo jugar la autoridad del Papa, dice Montaigne. “Jamás —escribía San Francisco de Sales en 1599— estuve en lugar en donde el peso de la autoridad fuera tan grande como en esta corte. Su Santidad no concedería una gracia, ni aun la más pequeña, sin que fuera examinada una y otra vez por el con­ sejo de los señores Cardenales.” ( l l ) D e Francia, Montaigne recibía también honores, pero que en(s) (°) (">) (n )

Jbid., ,111. IX, 943. ioum al d e Vmjage, 232 v 248. Essais, III, IX, 970. Oeuvres d e S. François de Sales (ed. d’Annecy, 1893-1931), XII, p. 3.

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trañaban pesadas oargas. Durante su estadía en Lucqucs, el 1? de agosto de 1581, los conséjales municipales de Burdeos lo eligieron alcalde de la ciudad. “Me rehusé —dice Montaigne—, pero se me hizo saher que cometía un error, estando de por medio una orden del rev.” ( » ) E l poder real estaba representado en Burdeos por el alcalde; por el gobernador de la provincia de Guyenne, que en aquel enton­ ces era el rey de Navarra; por el teniente general, que estaba bajo las órdenes del gobernador; por oficiales subalternos que mandaban en los castillos fortificados; por el Parlamento, por el arzobispo. La ciudad obedecía al rey, pero era codiciada por la Liga y por los re­ formados. E l alcalde debía administrarla y mantenerla en la obe­ diencia al rey de Francia. Montaigne tenía simpatía por el rey de Navarra, y los reformados trataban de atraerlo a sus filas. Uno de sus principales jefes, Duplessis-Mornav, el confidente del rey de Na­ varra, mantenía correspondencia con él; Montaigne lo estimaba. Llegó aun a recibir en su castillo al propio rey de Navarra con un numeroso séquito; los alojó dos días. Sin embargo, no cedió jamás en nada que menoscabara los derechos del rey de Francia ( IS). En el interior de Burdeos, la Liga había conquistado un podero­ so jefe de la ciudad, Vaillac, quien ejercía el mando en un castillo sólidamente defendido, el Cháteau-Trompette. Montaigne apoyó al teniente general Matignon, que lo destituyó. Vaillac salió, pero per­ maneció en los alrededores. Habiéndose visto obligado Matignon a ausentarse, fue el alcalde Montaigne quien debió velar ,por la ciu­ dad. Éste y el teniente general se informaban mutuamente, se con­ sultaban. Las cartas de Montaigne son innumerables, insistentes. Es­ cribe el 27 de mayo de 1585: “La proximidad de M. Vaillac nos llena de alarma, y no hay día que no me las proporcione cincuenta veces al menos y muy premiosas. Os suplicamos humildemente que vengáis tan pronto como vuestros asuntos lo permitan. He pasado todas las noches o dentro de la ciudad en pie de guerra o fuera de ella, en el puerto, y aun antes de vuestro aviso había ya velado toda la noche unte la noticia de la llegada de un barco cargado de hombres armados que debía pasar. No hemos visto nada aun cuando anteayer estuvimos allí hasta después de media n oche.. . Envío esta ( ia) Grün, La vie publique d e Montaigne, pp. 207-209. ( l3) Strowski, Montaigne, sa c i é . . . , pp. 203-216.

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mañana a dos concejales a advertir a la corte del Parlamento acerca de tantos rumores que corren y de tantos hombres, sin duda, sos­ pechosos, que sabemos que están allí. Agrega en post scriptum : “No hay día en que no haya estado en Ch&teau Trompette. Encontraréis las plataformas hechas. Vov también todos los días al Arzobispa­ do” ( » ) . Reinaba tanto temor que se hablaba de suprimir el desfile de tropas por la ciudad. Montaigne, por el contrario, quiso que se hi­ ciera con “más pompa que nunca y acompañadlas de hermosas salvas y gallardetes” ( “ ). No le faltaba coraje. Muy prudente, sin embargo, habiendo la peste asediado la ciu­ dad, y debiendo él presidir la asamblea en la cual los concejales habrían de elegir su sucesor, se excusó de concurrir y se mantuvo a distancia de la zona contaminada, a extramuros de la ciudad. Su presencia en la asamblea no era imprescindible: sus contemporáneos no le reprocharon nunca haber faltado en esa circunstancia a sus deberes. En agosto de 1585, liberado del cargo después de dos manda­ tos sucesivos, otras preocupaciones, no menos graves, lo esperaban en el castillo. La guerra había recomenzado y se ensañaba particular­ mente en Périgord. El castillo de Montaigne estaba amenazado a la vez por los enemigos y por los merodeadores; al fin fue saquea­ do ( ia). El rey de Francia acababa de abarse con los de la Liga. Montaigne continuó sirviéndolo en tanto que todo el vecindario se había pasado al rey de Navarra. Víctima de su moderación, se hizo sospechoso para los dos partidos. “Fui injuriado por todos —dice él—, para los gibelinos yo era güelfo, para los güelfos yo era g ibelino... Y tanto fue lo que por entonces me sucedió, que por ello un ambi­ cioso se hubiera ahorcado y otro tanto hiciera un avariento.” Un día fue atacado en su castillo por una treintena de caballeros, a los cuales se les impuso con su actitud y se retiraron sin atreverse a ha­ cerle daño. Otra vez fue sorprendido por una banda de malhechores que le robaron y lo amenazaron de muerte ( ,T). Entretanto debía hacer frente a otras desgracias. La peste de( J<) ('« ) ('« ) (■•)

Oeuvrcs d e Montaigne (ed. Armainenud), XI, p. 230. Emite, I, XXIV, 143. Ibid., 111, XII, 1010, 1018. Ibid., 1014, 1030, 1032.

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vastaba la región. Tuvo que salir huyendo con toda la familia, y erró durante seis meses en procura de un clima más saludable. Fue la desolación general. “Los racimos quedaron suspendidos de las vi­ ñas, principal riqueza del país; todos indistintamente se preparaban y esperaban la muerte para esa tarde o para el día siguiente, con un rostro y una voz tan poco afectados por el miedo que parecía que hubieran estado comprometidos en un acontecimiento necesario y que se trataba de una condenación universal e inevitable.. . Algu­ no, sano todavía, cavaba su fosa; otros se acostaban en las suyas aún con vida. Y uno de mis jornaleros, moribundo, atraía con sus manos y sus pies la tierra sobre sí: ¿no era esto abrigarse para dormir más cómodamente?” ( 1#) ¡Cuántas experiencias dolorosas y aleccionadoras después de las que había registrado en la primera edición de sus Ensayos en 15801 Después de su vuelta de Italia, en 1582, había entregado una segunda edición del libro; no se diferenciaba de la primera más que por bre­ ves notas aclaratorias. Desde entonces, cada vez que tuvo oportunidad de retirarse a su torre, y principalmente a partir de 1585 habí-a seguido leyendo y escribiendo. Al releer los capítulos ya publicados se puso a completarlos, agregando aquí y allá citas y reflexiones nuevas. Al mismo tiempo redactaba íntegramente un tercer libro que comprendería trece capítulos. Cualesquiera sean los títulos que lleven, la ocasión y el tema le habían sido suministrados por sus propios recuerdos o por sus meditaciones. Su largo viaje le inspiró el capítulo “De la vanidad”. Alcalde de una gran ciudad, mediador en causas difíciles, piensa en los derechos no reconocidos de los débiles, en los deberes de los hom­ bres públicos o de los particulares: escribe entonces: “de lo útil y de lo honesto”, “de los coches”, “de las incomodidades de la grandeza”, “del saber regir la voluntad”, “de los cojos”. Los capítulos “de los tres comercios”, “del arte de platicar” recuerdan los goces del hombre justo y del letrado. Los placeres han desaparecido con la edad, ha llegado a la vejez, la enfermedad se le ha agravado, las fuerzas del alma y del cuerpo van declinando. Montaigne no aspira a ser mejor, quiere simplemente oponer a sus males una digna serenidad. Todos estos pensamientos y los cien más que éstos originan, se siguen, se entremezclan en los otros cinco capítulos. El tercer libro contiene P* ( « ) lbkl., 1017, 1018.

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verdaderamente los ensayos de su vida, de su juicio, y muchos ras­ gos nuevos de su fisonomía. Por muy seguro que estuviera en esos años, no dejaba de tener conciencia de la exagerada importancia que confería a su persona. ¿Merecía ofrecerse en espectáculo a todo el mundo? Había respondido de antemano a este reproche: "Expongo una vida llana y sin lustre, lo que es todo uno. Se aplica una filosofía moral tanto a una vida vulgar y privada, como a la de la más rica estofa: cada hombre lleva en sí la forma integra de la humana condición” ( 1#). "Homo stun —escribiría, tres siglos después de Montaigne, el autor de las Con­ templaciones—; cuando os hablo de mí, os hablo también de vosotros. ¿Cómo no lo percibís? ¡Aid, insensato el que no crea que yo no soy también tú.”

(>») Ibid., III, II, 779.

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V I. LOS ÚLTIMOS AÑOS: LOS VIAJES, LAS AMISTADES, LAS NOTAS MANUSCRITAS

1588 Montaigne fue a París a confiar al editor Langelier la nueva edición de los Ensayos: la cuarta —Montaigne dice la quinta—, corregidos y aumentados con 600 agregados y el tercer libro ( 1). Su viaje fue largo y accidentado. Los miembros de la Liga lo detuvieron, por primera vez, cerca de Orléans, y no le dejaron más que sus trajes y papeles ( * ) ; Ipor segunda vez, en París, adonde llegó después de la jornada de las Barricadas y de la salida del Rey. Lo encerraron en la Bastilla y no fue liberado sino gracias a la interven­ ción de la reina madre Catalina de Médicis (*). Obligado el Rey a huir, Montaigne lo siguió a Chartres, a Rouen, a Blois. En esta última ciudad debía celebrarse fe Teurrrón de los Estados Generales del Reino. Allí encontró al historiador Augusto de Thou, y conversaron sobre política. Encontró también a Etienne Pasqnier, quien le habló de sus Ensayos (*), Apenas salido Montaigne de Blois, dos acontecimientos trágicos se sucedieron con breve intervalo: el duque de Guisa fue asesinado

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i 1) Actualmente se conoce la edición de 1980, las de 1582, 1587 y 1588; para nosotros esta última es la cuarta, aun cuando dice, bajo el titulo, “quinta edición”. Ver Bulletin des milis de Montaigne, 2* serie, Nç 1. (*) Essais, III, XII, 1032. Carta en Oeuvres compíétes (ed. Armaingaud), XI, p. 256. Los dos relatos no refieren tal vez el mismo hecho. (*) Ephémérides, en Oeuvres complétes, XI, 283, 284. (*) De Thou, Mémoires (Pantheon littéraire), p. 629. E. Pasquier, Letlres, XVIII, 1 (a M. Pelgé).

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el 23 de diciembre de 1588; el rey de Francia, Enrique III, el l 9 de agosto de 1589. A partir de esta última fecha, el rey de Navarra se convertía en el rey legítimo de Francia. Montaigne había defendido la causa de Enrique III hasta el fin en contra de la Liga de Burdeos; después de su muerte pasó al servicio de Enrique IV, en favor del cual se había pronunciado en su fuero interno desde tiempo atrás. La última carta que se conserva de él es la contestación a una halagadora invitación de Enrique IV. Es muy hermosa. El rey quería confiarle una misión ante el mariscal de Matignon y le prometía cos­ tearle los gastos de viaje. Montaigne le contestó, con fecha 2 de sep­ tiembre de 1590: “Señor, si a Vuestra Majestad le place, me hará la grada de creerme que no me lamentaré jamás por mi bolsa en ocasiones en que ni aun quisiera preservar mi vida. No he recibido nunca beneficio alguno de la liberalidad de los reyes, así como tam­ poco se los lie solicitado ni hecho mérito para ello, ni percibí nin­ gún pago por los pasos que he dado en su servicio y de los cuales Vuestra Majestad ha tenido en parte conodmiento. Lo que he hecho por sus predecesores, lo haré mucho más gustoso por ella. Soy, señor, tan rico como pueda desearlo. Cuando haya agotado mi bolsa junto a Vuestra Majestad en París, tendré la osadía de de­ círselo, y entonces, si ella se digna mantenerme por más tiempo en su servicio, tendrá para ello más facilidades que para con el menor de sus oficiales” ( 6). Su postrer deseo no habría de cumplirse. No vería nunca a Enrique IV' en París. Fue en el curso de su viaje, en 1588, cuando vio a Mlle. de Gournay. Valía ella más de lo que podía creerse a través de su reputación^*). No 'era un espíritu vulgar. Era instruida; había aprendido el latín más o menos en la misma forma que Montaigne, completamente sola, “sin gramática y sin maestros”. A los veinte años, hacia 1585, leyendo los Ensayos, que había abierto por ca­ sualidad, se entusiasmó con el libro y con el autor. En 1588, encon­ trándose en París al mismo tiempo que Montaigne, lo hizo saludar, recibió su visita, primero en París y después en su casa de Gournay, en Picardía. Montaigne se dejó ganar por ella. En el capítulo “De la presunción”, el mismo en el que había escrito que en su tiempo no había conocido otro hombre verdaderamente notable que La ( * ) Oeuvres com plétes. . . , p. '265. (* ) Feugére, Les fem mes poétes att XVIe. siécle. Mlle. d e Gournay, pp. 127 $s.

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Boétie, termina diciendo: “Me he complacido en hacer pública en distintas ocasiones la esperanza que he puesto en Marie de Gournay, Le Jars, mi hija adoptiva, y ciertamente amada por mí mucho más que paternalmente, y acogida en mi retiro y soledad como una de las mejores partes de mi propio ser. No miro más que por ella en el mundo” ( 7). Cuando escribía esto, después de 1588, un vacío se había hecho o estaba en trance de hacerse en torno de él, lo que volvía más triste su retiro. Su hija única, Leonor, se desposaba con el marqués de La Tour, y el 23 de junio de 1590 Montaigne escri­ bía en sus Efem érides : ‘ un sábado, al despuntar el día, haciendo un calor extremo, Madame de La Tour, mi hija, partía de su casa para ser conducida a su nuevo hogar”. La hija adoptiva, “amada. . . más que paternalmente”, ¿le habría ayudado a soportar su soledad? Entre los admiradores y los amigos que se había hecho en sus últimos años, el más conocido de todos fue Fierre de Charron, el teólogo de Condom. Se habían visto en Burdeos, donde Charron residió desde 1576 hasta 1588. Montaigne no habla nunca de él, pero lo habría autorizado, según se dijo, a llevar después de su muerte las annas de su familia. En todo caso Charron ha querido ser, si no el heredero, por lo menos el continuador de Montaigne. Había to­ mado como divisa la frase: “Nlada sé”. Condensó las grandes ideas de los Ensayos en un tratado sistemático que intituló D e la sabidu­ ría (* ). Menos notable, pero por otra parte más discreto, Pierre de Brach se adentró más en lo hondo de la intimidad de Montaigne. Era un lrordelés, miembro del Parlamento, erudito y poeta a sus horas. Había visto a Montaigne en su último viaje a París, y había tenido ocasión de admirarlo. “Estando juntos en París, desesperando los médicos de salvarlo, y (aguardando él su propio fin, lo he visto, cuando la muerte lo cercaba, ahuyentar decididamente el terror que ésta inspira. ¡Cuántos bellos discursos para solaz del oído; cuántas enseñanzas ,para aleccionar el alma; qué resuelta firmeza en su valor para tranquilizar a los pusilánimes, desplegó entonces este hom­ bre!” (»). (* ) Essais, II, XVII, 648. (*) Bonncfon, Montaigne et ses amis, 'II, pp. 213 ss. (°) Oeuvres poétiques de Pierre de Brach, París, 1862; tomo II, Rechorch es. . . , pp. XXIII ss.; Appendice, p. 9.

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Pierre de Braeh contaba entre sns amigos a Justo Lipsio, ei humanista célebre, aquel que Montaigne ponderó en su "Apología”, y también uno de los que mantenían correspondencia con Mlle. de Goumay. Justo Lipsio llamaba a Montaigne el Tales francés. Se había convertido al catolicismo en Lovaina, bajo la influencia de Martín del Río, un primo de Montaigne con el que había tenido ocasión de conversar en 1585 ( 10). En lugar del irremplazable La Boétie, una red de amistades se había ido tejiendo en torno del Montaigne que envejecía. Tras las conversaciones con los amigos, a la vuelta de sus viajes, retornaba siempre a su biblioteca, a las ocupaciones de antaño. Des­ pués de 1588, no escribió ningún nuevo ensayo , pero tenía conti­ nuamente delante de sí un ejemplar de la última edición de su libro, el que se guarda celosamente en la Municipalidad de Burdeos y al que se llama el "ejemplar de Burdeos”. Montaigne lo relee, relee los autores que ya conoce, y lee también algunos nuevos, entre los cua­ les, Cicerón. En las márgenes del ejemplar o entre las líneas impresas introduce citas y hasta confidencias. La enfermedad, sobre todo, lo intranquiliza cada vez más. "L a obstinación de mis piedras, es­ pecialmente en la verga, me ha llevado a veces a largas suspensiones de orina hasta de tres o cuatro días, y me ha puesto en tal trance de muerte, que sería locura esperar evitarla, y aun desearlo, vistos los crueles tormentos que este estado me producía.” ( “ ) A pesar de no tener todavía sesenta años, es ya un anciano que sufre y no se encuentra muy atrayente.

(*°) Zanta, La renaissance du stoicisme du XVe. siécle, París, 1914, pp. 159 ss. Cartas de Lipsio a o «obre Montaigne, en Villey, Montaigne deoant la posterité, pp. 334, 348, 350, 352. ( ’ i) Essais, 111, IV, 810.

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V II. LA CIENCIA D E L SIGLO XVI A TRAVÉS D E LOS ENSAYOS

los primeros capítulos y los últimos agregados a la obra transcurrieron, treinta años. Durante ese cuarto de siglo, cada vez que Montaigne se puso a escribir, no dejó de reprodu­ cir ciertos dichos famosos o algunos ejemplos entresacados de sus autores. Por aquel entonces, y con más frecuencia después, se pu­ blicaban compilaciones de proverbios, de sentencias espirituales o de hechos extraordinarios. Era la manera de poner al alcance de los lectores la experien­ cia y la sabiduría de los pueblos, ya en almanaques, ya en diccio­ narios de toda índole. Un tesoro semejante es el que Montaigne había recogido en sus Ensayos. Algunas ediciones, y en particular la de M. de Villey y la eru­ dita edición llamada Municipal, llevan una lista de referencias. Los textos transcriptos en esas listas, citados o aludidos en los Ensayos, son tan abundantes y diversos que constituyen como una revista de la antigüedad clásica y del mundo moderno hasta el fin del siglo XVI. Completados así, con un índice detallado, los Ensayos pueden ser consultados como un diccionario o como una antología. Sus fichas estaban hechas con toda conciencia, mas un cerebro tan sólido como el de Montaigne no habría de contentarse con registrar lo que otros dijeron o hicieron. Reclama que un discípulo verifique, con sus propias observaciones, la lección de sus maestros. Y él, entonces, ¿qué es lo que piensa de ese cúmulo de opiniones n tr e

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que ha recogido? Su experiencia y sus conocimientos personales ¿es­ tán de acuerdo con los de los demás? No cree en la metafísica, la cual pretende conocer la esencia de las cosas, pero hay también otra ciencia más modesta que se conten­ ta con estudiar los fenómenos y buscar sus causas. Montaigne no es un sabio; no tiene disposición alguna para las ciencias exactas. “Yo no sé contar —dice—, ni con tantos ni con la pluma.” ( 1) ¿Cómo hubiera podido llevar la cuenta de sus entradas y gastos? Prefería dejarse robar. Cuando haoe mención de números que suponen una adición o una substracción, comete, las más de las veces, errores curiosos. Escribe, por ejemplo, probablemente hacia el año 1579: “Hace doscientos años, menos dieciocho, que esta prueba (de la enfermedad) se prolonga, puesto que el primero (de mis antepasados) nació en el año mil cuatrocientos dos” ( a). La suma de 1402 -f- 200 —18, no da por resultado 1579. Se embro­ lla, sin duda, con las cifras. El doctor Aimoingaud llega a suponer que no sabía contar ni hasta cinco ( 3). Montaigne intituló uno de sus Ensayos : “De cómo nuestro es­ píritu se embaraza a sí mismo”, y en él hace constar que ciertas proposiciones geométricas pueden ser controvertidas, así por ejemplo el caso de las líneas que se aproximan sin encontrarse jamás. Es Jacques Pelletier quien se lo ha dicho; él, simplemente, se limita a registrarlo sin indagar más allá. Le dijeron también que la reforma del calendario llevada a cabo en 1582 hubiera podido hacerse de otro modo. Sin duda se lo habría oído a François de Foix Cándale. Observa, además, que ni el vulgo ni la naturaleza toman en cuenta estos cálculos científicos; a él tampoco lo preocupan; se trata de un mundo vedado para él ( 4). Las ciencias de la naturaleza en cambio le interesaron siempre. Bien a menudo se las ve andar en tanteos hacia fines de ese siglo xvi. Bacon no ha hecho aún su aparición y nadie ha denunciado claramente las supersticiones que perturban el ánimo de los inves­ tigadores. Faltos de método, faltos de paciencia, se apresuran siem­ pre demasiado. “De ordinario veo que estos hombres, ante ciertos (») ( =) ( 3) (*)

E¡¡sais, II, XVII, 639. Ibid.,11, XXXVII, 741. Bulletin des amis de Montaigne, 2* sorie, N9 1, p. 12. Essais, 11, XIII. - II, XII, 577. - III, XI, 996.

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hechos propuestos a su consideración, se entretienen de preferencia buscando las causas que los originan antes que la verdad que ellos encierran... Comienzan generalmente de esta manera: Veamos có­ mo es que este hecho sucede. Pero ¿es que realmente sucede?, ha­ bría que decir.” ( 5) Un siglo más tarde, Fontenelle recomendará constantemente una idéntica prudencia elemental en su apólogo del

diente de oro. Hacia 1580 todo el mundo creyó ver hechos maravillosos. Son incontables. Dos jóvenes casados, amigos de Montaigne, creían ser víctimas de cierto maleficio que impedía el acto matrimonial y al cual se llamaba la trabazón o el anudamiento de las agujetas. Mon­ taigne los tranquilizó, les dio una moneda de oro que Jacques Peiletier le había dejado para que se curara de una insolación y que debería liberarlos infaliblemente del maleficio. Fueron liberados, en efecto; sólo padecían de un mal imaginario (°). Había también otros hechiceros, aparte los anudadores de agu­ jetas. Montaigne había visto muchas veces a estos pretendidos en­ cantadores. en especial, en una cierta ocasión en que le fueron pre­ sentados entre diez o doce juntos y pudo examinarlos a placer. Se trataba sólo de unas mentes trastornadas a las cuales les hubiera “prescripto antes el eléboro que la cicuta” (*). Algunas personas imaginativas y ociosas se dedicaban a pronos­ ticar lo venidero. Montaigne pudo verificar por sí mismo que estos pronósticos eran tan ambiguos que podían ser aplicados a toda suerte de acontecimientos ( 8). Durante su viaje, él, eterna víctima de los cólicos, encontró dos enfermos de su mismo mal que habían sido curados en circuns­ tancias extraordinarias; hizo que le contaran en detalle la curación. Siguió también con la mayor atención un exorcismo (* ). Antes de creer quería cerciorarse bien; no era “hombre de dejarse agarrotar el juicio”. Después de todas sus investigaciones escribe en 1588: “Hasta el presente, todos estos milagros v sucesos extraordinarios escapan a mi inteligencia” ( 10). («) (*) (U (») ( #) (>*)

'Ib-id., 996. 997. Ibid., I, XXI, ,112. Ibid., III, XI, 1003. ilbid., I, XI, 60. Journal d e Voy age (ed. Dédéyan), pp. 315, 261, 219. Estáis, MI, XI, 999.

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Lo que de éstos cuentan otros, si él no los ha visto, no los tiene por suficientemente probados. A menudo se lanza una novedad, se la repite, se la comenta, se le añade algo; rápidamente es agrandada y deformada. Quien pueda remontarse entonces hasta el origen de este rumor, reconocerá que no reposa sobre ningún otro fundamen­ to como no sea la imaginación, la credulidad, a veces el temor del vulgo. Entre los historiadores, Montaigne ha distinguido con mucho tino. Cuando éstos refieren hechos ordinarios se confia en los que se muestran como espíritus sencillos y sin pretensiones o en los espíritus superiores. Desconfía de los mediocres que quieren arreglar las cosas y las embrollan. Cuando tratan de hechos sorprendentes no cree en un Froissart, un Bouchet o un Nicolás Gilíes; les cree, en cambio, a César, a Plinio, a Plutarco, a San Agustín. Estos grandes testigos tienen bastante juicio y seguridad para no dejarse engañar. Condenar las historias que ellos narran sería “singular atrevi­ miento” ( l l ). Hay pues hechos maravillosos o que nos parecen tales; éstos son producidos por fuerzas que conocemos mal. Estas fuerzas exis­ ten, comprobamos su presencia, pero no podemos medir sus al­ cances. La imaginación es la menos oculta pero no la menos poderosa. Ella ha podido cambiar el sexo de una Marie Germain que Mon­ taigne vio en Vitry-le-François; actúa sobre el cuerpo del niño que está todavía en el seno de la madre; hombres y animales sufren su influencia; Montaigne vio un pájaro fascinado por un gato. La ima­ ginación produce quizá los estigmas, los éxtasis ( 12). ¡La naturaleza es capaz de tantos prodigios! Pasó por el cas­ tillo de Montaigne un niño monstruoso; otro monstruo, un pastor, vive todavía en la Gascuña. ¿Y los hombres de Heródoto que tienen los ojos en el pecho? ( ,s) Por encima de nosotros, los astros, a los que se tenía siempre como inofensivos en cuanto a nuestra herencia, ejercen sobre nues­ tras vidas una acción misteriosa. E l padre Ide Montaigne había muerto del mal de piedra, no habiendo sufrido del mismo desde que ( ” ) Essais, 1, XXVII, 191. - II, X, 398. - IH, VIII, 914. 0 a) Ibid., I, XXI. ( 1S) Ibid., II, XXX. - II, XI4, 509.

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nació el hijo; ¿cómo pudo ser que esta enfermedad se transmitiera de un cuerpo sano a otro igualmente sano? ( M) Cualquiera sea la enfermedad de que se trate, es muy difícil descubrir las causas y aplicarles los remedios eficaces. Compadez­ camos al médico. “Preciso es que él conozca la naturaleza del en­ fermo, su temperamento, su carácter, sus tendencias, sus acciones, hasta sus pensamientos y sus imaginaciones; es necesario también que tome en cuenta las circunstancias externas, la naturaleza del lugar, las condiciones del clima, del tiempo, la posición de los astros y sus influencias; que sep a .. . e tc .. . etc.” El menor error puede ser grave en esta materia; y lo que complica la investigación es el azar, que se mezcla a todo, de donde se queda siempre expuesto a confun­ dir un caso fortuito con un caso ordinario ( 1S). Si las causas son tan difíciles de descubrir y los hechos tan difíciles de observar una verdadera ciencia debe ser prudente en sus afirmaciones. Ahora bien: los sabios del siglo xvi se tienen o son tenidos como infalibles aun si invocan principios que no han anali­ zado jamás. “Se acepta tanto la medicina y la geometría como las charlatanerías, los encantamientos, los pronósticos, toda clase de mojigangas y hasta esa ridicula persecución de la piedra filosofal; todo es admitido sin discusión.” ¿Quiérese emitir una duda sobre lo bien fundado de esas suposiciones que no han sido verificadas? “En seguida sale de sus bocas esta sentencia: que no hay que dis­ cutir con aquellos que niegan los principios.” ( l0) Bacon había oído la misma “sentencia”: “con aquel que niegue los principios, discutir es sacrilegio” ( 17). Concluía éste, como Montaigne, que la ciencia de estos sabios era hija de la autoridad, mas no era la verdad ver­ dadera. En nombre de estos principios impuestos por la tradición, la ciencia oficial admitía cosas más inverosímiles. La medicina está cegada al punto de recomendar remedios de una elección “miste­ riosa y divina”, dice Montaigne: “la pata izquierda de una tortuga, el orín de un lagarto, el estiércol de un elefante, el hígado de un to{po, la sangre extraída bajo el ala de una paloma blanca, y para ( w) Ibid., II, XII, 430. - II, XXXVII, 740. (" ') Ibid., 750. - I, XXXIV. - I, XXIV, 139. - III, X III, 1057. ('» ) Ibid., II, XII, 545, 5-25. ( ,T) R. Lcnoble, “La ponsée scientifique inoderne”, en Histoire des Sciences ( Enoyc’lopedie de la Pléiade), p. 437.

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nosotros, los que padecemos cólicos (tanto abusan de nuestra mi­ seria), excrementos de rata pulverizados y otras ridiculeces seme­ jantes, que tienen más de encantamientos mágicos que de una cien­ cia sólida” ( 38). Una ciencia verdadera se acuerda con el sentido común, con la razón y además con la experiencia. Un sabio de profesión ha soste­ nido que los antiguos no sabían orientarse. Sus argumentos apare­ cían llenos de “verosimilitud”, dice Montaigne. “¿Cómo pues —le dije yo— los que navegaban bajo las leyes de Teofastro iban hacia occidente cuando enfilaban hacia el levante? ¿Iban de costado o ha­ cia atrás? Los conducía la fortuna —me respondió—; a tal punto se engañaban ellos mismos. Le repliqué entonces que prefería atener­ me a los hechos antes que a las explicaciones.” Personas entendidas aseguraban que el mal de piedra se curaba indefectiblemente con la sangre de un macho cabrío alimentado según una cierta receta. Montaigne hizo alimentar uno como se lo recomendaron; cuando lo hizo matar encontraron en su panza tres grandes piedras seme­ jantes a las de los afectados por la litiasis. “Es pues una esperanza bien vana para los enfermos del mal de piedra contar para su cu­ ración con la sangre do un animal que hubiera debido morir de un mal semejante al de ellos.” ( 1#) Montaigne es exigente. No cree que la experiencia ni la razón o por lo menos una presunta razón sean suficientes para verificar una hipótesis. En el campo de la astronomía, Copérnico acababa de sostener que la tierra giraba alrededor del sol. “Había funda­ mentado tan bien esta doctrina que se servía de ella rigurosamente para todas sus deducciones astronómicas.” Los fenómenos, esta vez, se acordaban perfectamente con la razón; y sin embargo Montaigne todavía no estaba seguro de que la teoría de Copérnico fuera verda­ dera. No es lo bastante sabio para descubrir si los supuestos sobre los cuales Co,pérnico había basado su astronomía son falsos o no; tampoco se apega al viejo sistema de Tolomeo, mas no por pereza intelectual; todo lo contrario, dice que todavía quedan muchas cosas por descubrir, que las teorías de los sabios no son más que pro­ visionales. “Cuando se nos presenta alguna teoría nueva tenemos motivos sobrados para desconfiar, considerando que antes que ella ( 38) Essais, M, XXXVII, 747. (>») Il>icl„ H,XI!, 557. - II, XXXVII, 757-758.

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se hubiera producido su contraria estaba en boga y asi como la anterior ha sido derribada por la presente, podría aparecer en el futuro una tercera que chocara igualmente con la segunda.” En estos momentos en que acaba de ser descubierta la América, los geógrafos están convencidos de que el mundo entero ha sido descubierto. Es­ peremos, dice Montaigne (*“). Hubiera podido agregar: Veritas filia temporis ( 21). No conoció a Bacon, pero Bacon ,pudo haber conocido los En­ sayos. Su hermano mayor, Antony, mantenía correspondencia con Montaigne. La última carta que éste recibió fue de Antony TJacon ( S2). Montaigne tuvo que defenderse, al igual que Bacon, para no aparecer como un espíritu aventurero o tal vez impío. Las ciencias criticadas por él no estaban ciertamente desligadas de la supersti­ ción. Investigando los secretos de la naturaleza, se creía con fre­ cuencia descubrir intervenciones sobrenaturales y los sabios asimi­ laban los acontecimientos modernos a los que están relatados en la Biblia. Montaigne, que indudablemente carecía del sentido histó­ rico, sabía por lo menos distinguir bien netamente entre lo sagrado y lo profano. “Para conciliar los ejemplos que en tales cosas —la hechicería— nos ofrece la divina palabra, muy ciertos e irrefragables ejemplos, acordándolos con los acontecimientos modernos, puesto que no vemos en ellos las causas ni los medios que los producen, tendríamos necesidad de un ingenio distinto del nuestro.” Sólo a Dios corresponde decimos cuándo É l u otros seres sobrenaturales intervie­ nen en nuestro mundo. Solamente É l lo sabe. “No creo más que en los milagros de la Fe”, escribe Montaigne (a*). Los designios de Dios son todavía más difíciles de reconocer que las intervenciones. Una apologética simplista se permite inter­ pretar en este sentido los acontecimientos. “Cuando las viñas se hielan en mi aldea el cura saca como consecuencia que es la cólera de Dios que se desata sobre la raza humana y que la pepita alcanza ya hasta los caníbales. A la vista de nuestras guerras civiles, ¿quién no clama a gritos que esta máquina se transtoma y que el día del (*<>) ( 21) ( 22) í 22)

Ibid., II, XII, 556, 558. La verdad es hija del tiempo. (N. del E.) Bulletin des Amis de Montaigne, 2? serie, Essais, III, XI, 1001. - III, V, 828.

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1, p. 10.

juicio nos toma ya por el cuello, sin darse cuenta de que muchas otras cosas peores han sido vistas y que las diez mil partes del mundo no dejan, sin embargo, de tomar ínfulas cuando llega el buen tiempo?” Católicos y reformados, cada uno a su vez, hacen hincapié en sus éxitos militares para aparecer como que el cielo aprueba su causa. Montaigne detesta “estos intérpretes, verificadores de los de­ signios de Dios”. Pone por título a uno de sus Ensayos este signifi­ cativo pensamiento: “Conviene sobriamente no juzgar las cosas di­ vinas” ( í4). Para él la ciencia no es la fe, y no se ve trabada tampoco por ella.(*)

( * ) Ibid., I, XXXII, 223. - I, XXVI, 168.

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VIH. LA CONDUCTA HUMANA EN LOS ENSAYOS: VALOR D E L HOMBRE, SUS PLACERES Y SUS D EBER ES

pues la ciencia del siglo xvi trabada por infinidad de obstáculos. Se alimenta de ilusiones varias en lugar de ob­ servar bien los hechos y tratar de descubrir sus causas verdaderas. El mundo superior, objeto de estudio de los sabios, es siempre mal conocido. Montaigne no se hace un problema por ello; el pequeño mundo, el hombre común lo preocupan ya bastante, por otro lado. En su torre de Montbard, en el siglo xvm, el sabio Buffon se dedicaría a descubrir el orden de la naturaleza: “Ingenium par naturae” (* ), según reza la inscripción que lleva su estatua. En su torre de Périgord, el sabio Montaigne ha elegido otro tema de es­ tudio. “Conócete a ti mismo.” Tal era la divisa tde Sócrates, el cual ha­ bía hecho descender la filosofía desde el cielo a la tierra. Montaigne lo cita una y otra vez; él mismo es el autor de una revolución si no tan señalada, por lo menos bastante parecida. De los secretos del cielo y de la tierra no sabe, por así decirlo, nada; pero cada uno de sus Ensayos constituye una verdadera indagatoria sobre el hombre. No busca definir el hombre en general, aquel que es siempre y en todas partes el mismo, el hombre de los clásicos o el animal ra­ cional de los filósofos. Lo descubrirá, sin duda, pero tras innumera­ bles rodeos. Empieza observando a los hombres uno por uno, o por grupos. Estudia los pueblos antiguos y los modernos; entre los pue­

V

em o s

(*) Talento es igual a la naturaleza. (N. del E.)

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blos, las profesiones o condiciones sociales, los sabios y los ignorantes, los soldados, los magistrados, los grandes y los pequeños; después la multitud innumerable de individuos, los unos celebrados por los autores, los otros anónimos y conocidos sólo por casualidad. No se desentiende de los más ínfimos, aquellos que apenas son tratados como hombres: los hechiceros, los encausados o condenados a tor­ tura y los habitantes del Nuevo Mundo. Montaigne escribió dos Ensayos sobre los caníbales: “ellos no llevan calzones”, pero valen más que sus conquistadores, los cuales, son pretexto de política o de religión, han querido exterminarlos (*). Se ofrece así, a través de los Ensayos, una especie de revista general de la humanidad. En la Edad Media se acostumbraba a re­ presentar a los hombres de cualquier condición siendo arrastrados por la mano de la muerte. En lugar de esa representación macabra, Fra Angélico pintó el coro de los elegidos. Montaigne no ha .pintado ningún coro celestial ni ninguna danza macabra; mira a los hom­ bres desfilando en el tiempo y en el espacio, precipitándose al azar y totalmente diferentes los unos de los otros. “Su característica más general es k diversidad.” ( 8) Esta frase, la última de los Ensayos editados en 1580, expresa cabalmente una de las grandes ideas de su libro. Entre esa confusa multitud, el más curioso de todos resultará siempre el propio Montaigne. No cesa de contemplarse en medio de los demás yendo de sorpresa en sorpresa con respecto a su per­ sona. Lo que era él ayer deja de serlo al' día siguiente. Cambia de un momento a otro. En él “todas las contradicciones se dan según cierta manera o circunstancia. Tan pronto tímido como audaz; la­ borioso o negligente; mentiroso o veraz; sabio o ignorante y liberal y avaro y pródigo, todo lo veo en mí” (*). El capítulo en el que ha registrado todas estas variantes tiene como título: “De la in­ constancia de nuestras acciones”. Montaigne advierte en él ciertos gustos que le parecen extra­ ños: “No soy excesivamente aficionado ni a las ensaladas ni a las frutas, salvo los melones. Mi padre detestaba toda clase de salsas; a mí me gustan todas.. . He variado del blanco al clarete y después ( 2) Ibicl., I, XXXI. - III. VI. (») Ibicl., II, XXXVll, 764. (*) Ibicl., II, I, 323.

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del clarete al blanco” (* ). Escalígero se encoge de hombros: “Buen trabajo me da el saber si Montaigne gustaba del vino blanco o del clarete” ( #). Evidentemente puede uno dispensarse de saberlo, y, sin embargo, en su diario íntimo se toleran confidencias no menos triviales. Y si todavía se quiere apreciar justamente cuán origina! es un hombre, no puede ser del todo inútil el conocer por lo me­ nudo tan singulares extravagancias. Cuando Montaigne se compara con los demás o cuando compa­ ra a los hombres entre sí, difícilmente encuentra una medida común para todos. De una bestia a un hombre hay menos diferencia que de un hombre a otro ( 7). I-Iay dentro de la humanidad seres defi­ cientes y seres de elección. Montaigne empieza por clasificar a los mejores en una especie de lista de eminencias. Destaca tres mujeres que considera excepcionales: una que presenta en forma anónima y, luego, Arria y Pompeia Paulina; tres hombres excelsos: Homero, Alejandro, Epaminondas ( 8). Una docena de otros nombres de mé­ ritos menores son citados muchas veces en los Ensayos. Por encima de todos y como fuera de toda competencia: Séneca, Catón, Sócra­ tes. Al lado de los héroes, cita algunos santos: San Carlos Borromeo, contemporáneo sujo; San Agustín; San Hilario; San Paulino. Los santos y los héroes son extraordinarios ejemplos. Hay que admirarlos. Montaigne se coloca fácilmente por medio de la imagi­ nación en lugar de aqu éllos... “Aun arrastrándome sobre el cieno no dejo de reconocer, dice hasta quedar atónito, la altura inalcan­ zable de ciertas almas heroicas.” (° ) Se deja transportar por sus ejemplos, mas no se propone imitarlos. En su capítulo “De la mode­ ración” recomienda una virtud atemperada, mediana, sin extremos ( '* ) . Los santos, en particular, nos sobrepasan de tan alto que pue­ den considerarse como pertenecientes a un orden superior al cual no nos es dable acceder. “Yo no me refiero aquí ni confundo con esta especie de niños grandes que somos los hombres ni con lo que es propio de los juicios y deseos vanos que nos entretienen, a esas almas venerables, elevadas por la religión y su devoción ardiente a (») (*) (* ) (») (®) O®)

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una constante y concienzuda meditación de las cosas divinas, las cuales, asegurándose en virtud de una viva y vehemente esperanza el disfrute del sustento eterno, objeto final y último término de las aspiraciones cristianas, único goce permanente e incorruptible, des­ deñan nuestras menesterosas comodidades, huidizas y equívocas, y niegan sin dificultad a su cuerpo el cuidado o el uso del placer sensual o corporal.” Los que pretenden elevarse a esta sabiduría supercelestial, “en lugar de transformarse en ángeles se convierten en bestias” ( ” ). Estos presuntuosos se conocen mal; no debemos juzgarnos a nosotros mismos por los héroes ni por los santos, ni medir el con­ junto por algunas excepciones. Los hombres en general son muy mediocres. ¿Son buenos? ¿Son malos? Quieren tan pronto el bien como el mal. Sus acciones “se contradicen comúnmente de tan ex­ traña manera, que parece imposible que procedan de una misma fuente” ( 12). ¿Son felices? Han hecho de la tierra un lugar habita­ ble, agradable aun a ciertas horas. Tienen placeres adecuados a sus gustos: placeres de la carne, placeres del alma. Consiguen olvi­ dar sus penas y aturdirse. Increíblemente superficiales, esta misma ligereza les es a veces provechosa, ya que tienen necesidad de dis­ tracciones: en el fondo permanecen insatisfechos. “Turbamos la vi­ da con la preocupación de la muerte y la muerte con el cuidado de la vida. La una nos regocija, la otra nos pone espanto.” (1S) Pascal, que encontraba mucho de “bueno en Montaigne”, escribía en sus Pensamientos: “Inconstancia, tedio, inquietud, grandeza, miseria” ( 14). Estas pocas palabras resumen bastante bien muchas páginas de los Ensayos. Ya que “nuestra vida, según la armonía del mundo, está com­ puesta de cosas contrarias”, hay que aprender a sufrir lo que no se puede evitar: es el primer grado de la sabiduría, según Mon­ taigne ( IS), Resistencia no significa impasibilidad. El hombre no puede transformarse en ángel, ni tampoco en piedra ni en un estú­ pido insensible. La impasibilidad no es ni posible ni deseable. E l ideal es el dominio de sí mismo; el desprendimiento tal como lo han (» ) (**) (w ) ( l*) (« )

Ibid., .111, XIII, 1057. Ibid., II. I, 319. Ibid., III, XII, 1021. Pensées, edición inteeral (Lafuma), N9 61 (p. 121). Essnís, »1, XIII, 1060.

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practicado los héroes de la antigüedad, y más próximo a nosotros un San Paulino de Ñola, un San Carlos Borromeo, Etienne de La Boétie, los apestados de Burdeos en 1585. Este estoicismo humani­ zado, Montaigne mismo lo ha practicado, según su propio testimonio y el de Pierre de Brach, su amigo ( 1#). Hostigado por sus enferme­ dades y 'bajo la amenaza reiterada de la muerte, se domina lo sufi­ ciente como para seguir gustando aún de los placeres de la vida: “En cuanto a mí, amo la vida y me entrego a ella tal como lo ha que­ rido Dios al otorgárnosla... Acepto de buen grado y reconocido lo que la naturaleza ha hecho por mí y me complazco y estoy sa­ tisfecho por ello. Se agravia a este grande y todopoderoso dador al rehusarlo, destruirlo o desfigurarlo. Esencialmente bueno, bueno es todo lo que él ha hecho” ( 1T). Montaigne no ha opuesto el epicureismo al estoicismo. La en­ señanza de las dos escuelas le parece igualmente recomendable. Complementa la una con la otra. No le sería suficiente el poder so­ portar los males, quiere también gozar de la vida. En el mismo Ensayo que lleva como título este pensamiento: Que el filosofar es aprender a vivir, escribe: “En verdad, o bien la razón nos burla, o bien no debe mirar más que a nuestra felicidad, y todo su queha­ cer tender, en suma, a hacernos vivir bien y a nuestra conveniencia, como dice la Sagrada Escritura. Todas las opiniones del mundo con­ vienen en ello. Si los placeres no son malos, ¿por qué dejarlos per­ der? En el hogar, en el estudio, en la casa y en todo otro ejercicio puede llegarse hasta los últimos límites del placer, cuidando de no ir más allá del punto en que la pena empieza a mezclárseles” ('•). Un hombre prudente se guarda de menospreciar los placeres, aun los más vituperados, el placer de beber, el de comer, el de dor­ mir: “A fin de que este del dormir no se me escapara tan estúpida­ mente, juzgué alguna vez conveniente que me lo interrumpieran a fin de poder advertirlo mejor”. Pobre placer, si se quiere; Mon­ taigne está en esto de acuerdo; en estos gustos del vivir él sólo en­ cuentra "apenas poco más que aire”. . . Pero al fin y al cabo así estamos hechos. “Nuestro cuerpo tiene una gran parte en nuestro ser.” Es la misma naturaleza la que nos incita y nos obliga a no ( 1a) Brach, O euvres.. ., II, Appendice, p. CIII. ('•) E m is, III. XIII, 1084. (>*) Il.icL, I, XX. 94,— I, XXXIX, 248.

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descartar el placer. Ella lia “maternalmente dispuesto que los actos destinados expresamente a satisfacer nuestras necesidades nos fue­ ran también voluptuosos y nos incita a ellos no sólo por la razón sino también por el apetito. Es injusto querer alterar sus normas”( lu). Sería corromperlas el tomar las voluptuosidades naturales a des­ gana o con demasiada solicitud. La razón debe frenar nuestros ape­ titos sensuales, y para mantenerlos en sus justos límites hay que asociar el alma al cuerpo, “que ella lo asista, lo favorezca y no se rehúse a participar en sus naturales placeres, ni a unirse matrimo­ nialmente con él, aportando, con su mayor prudencia, la modera­ ción necesaria, no sea que por indiscreción se transformen en dis­ gusto”. Y no sólo debe ella moderar el placer, sino, en cierta mane­ ra, purificarlo: “que él espíritu se encienda y vivifique la pesantez del cuerpo”. Si el alma renuncia a ejercer este benéfico gobierno, el cuerpo, por sí mismo, deberá suplir esta deficiencia. É l también encuentra en sí el límite de los placeres lícitos. Posee un bien que considerará amenazado por la intemperancia y demasiado valioso para sacrificarlo en aras de cualquier placer que sea. “Es cosa pre­ ciosa la salud, y la única que merece que se emplee en ella, no sola­ mente el tiempo, el sudor, los dolores, los bienes, sino la vida en­ tera para conseguirla.. . jLa salud don de Dios!” ( 2o) La salud del alma no está menos expuesta, ni es menos precio­ sa. Ésta reside en la virtud y nos hace gustar alegrías muy puras. “Hay cierta satisfacción por el bien obrar que nos llena de contento a nosotros mismos y cierto noble orgullo que no es egoísta y que acompaña a lia buena conciencia.” Esta alegría desborda del alma y hace sentir sus efectos hasta en el cuerpo. Los que no la conocen creen que cuesta demasiado cara. Se han acostumbrado a asimilar la virtud a “esta estúpida figura, triste, pendenciera, despechada, amenazante, destructora, y a colocarla en un pináculo, alejado, en­ tre las malezas, como una imagen fantasmal destinada a sorprender a las gentes”. Es una idea formada exclusivamente a través de cier­ tas lecturas. Es suficiente haber practicado la virtud para conven­ cerse de que tal idea es falsa. “Los que se han aproximado a ella la tienen, por lo contrario, alojada en una hermosa planicie, fértil y floreciente.. . Se puede acceder a ella por caminos sombreados, ('» ) Ibid., III, X III, 1078, 1079, 1083. - II, XV II, 123. i » ) Ibid., (M, XIII, 1077, 1086. - II, XVII, 626. - II, XXXVII, 742, 764.

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tapizados de verduras, perfumados, muy agradablemente, y por una pendiente suave y cultivada.” ( 21) Faltar a su deber es privarse de una alegría y cargar con un dolor que no se atenúa con el tiempo. “E l vicio deja como una úl­ cera en la carne, un remordimiento en el alma, que constantemente se hiero y se ensangrienta a si misma. Pues la razón trata de borrar las otras tristezas, pero produce al mismo tiempo el arrepentimien­ to, que es el más doloroso, puesto que se engendra a sí mismo.” El propio Montaigne ha sido testigo de esto. Ha contado la historia de aquel culpable que no podía dejar de temblar ante el recuerdo de su falta: “tan maravilloso es el poder de la conciencia” (**). La conciencia ha fijado los límites hasta de aquellos placeres legítimos de que podemos gozar en nuestras relaciones con los de­ más. Regula nuestro trato con la gente honrada, hombres y muje­ res. Montaigne tomó parte en los regocijos populares, en los bailes durante su viaje a Italia. Recomendó el teatro y defendió la causa de los comediantes. A su juicio, el gentilhombre que se propuso for­ mar debía, como él, hacer buena figura en el mundo ( as). Un apues­ to joven, un tal Spurina que se desfigura el rostro para afearlo, co­ mete una imprudencia (-*). Que se permita, por lo contrario, un tanto de coquetería; que se pueda mezclar a todos los grupos cou toda sencillez, como Alcibíades, sin hacerse el difícil, ni el escru­ puloso, sin tomar aire de pedante, de censor, ni de sermoneador. “Debemos este cuidado y esta asiduidad de corrección y enseñan­ za para con los nuestros, pero eso de ir a predicar al primero que pase y señalar la ignorancia o la ineptitud al primero que se en­ cuentre es una tpráctica que me parece censurable. Por excepción lo hago.” ( i5) Convendría aun hablar menos de devoción, o entonar cánticos o discutir de teología en medio de las ocupaciones o de las conver­ saciones profanas. Montaigne prefiere “una cierta manera laica, no clerical, pero, con todo, profundamente religiosa.. . El lenguaje hu­ mano tiene sus formas muy groseras” (*•). Montaigne no se queda (« ) <») (*>) (*♦) (*«) <«■)

Ibid., III, II, 781. - I, XXVI, 172. Ibid., II, V, 350. Journal d e Voi/age, pp. 294, 300, 320, 330. Essais, I, XXVI, 188. Esxtiis, II, XXXIII, 712. Ibid., III, VIII, 909. Ibid., I, LVI, 313.

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atrás ante estas formas de bajo estilo. Se le han reprochado “sus términos sucios”. No es sin duda un gazmoño, pero no busca com­ placerse en dichos villanos. Admitirá aun como al pasar, y sin pretensión de dar una lección, que se emitan algunos conceptos serios ( ” ). Si no piensan como nosotros, que no pertenezcan a nuestro par­ tido, pero no tenemos por qué romper con nadie. Para evitar, en rigor, a todos aquellos que tienen ideas diferentes de las nuestras, tendríamos que huir de todo el mundo, ya que “jamás se dieron dos ideas iguales” (*•). En la época de Montaigne, no solamente las opiniones eran diferentes, sino que, muy a menudo, eran opuestas. Los adversarios no deben, sin embargo, rehusar el trato, ni aun evi­ tar las discusiones. Montaigne es el “incomparable autor del arte de discurrir”; pero discurrir, en los Ensayos, no quiere decir única­ mente conversar, sino también, muchas veces, empeñarse en ver­ daderas discusiones en las que se exponen los pro y los contra ( 2#). Cuando Montaigne defendía la Theotogia naturalis, respondía a las objeciones de los “fideístas” y de los “racionalistas”. Consideraba este ejercicio de la discusión "como el más propio de nuestra inte­ ligencia y el más provechoso”. Un contrincante inflexible lo obliga, lo enardece, lo estimula (*°). No hay peligro de que Montaigne se deje sorprender. Las razones, aun las más poderosas, tienen poca acción sobre su espíritu. Si no se siente capaz de refutarlas, confía en que otros más sabios que él o las han refutado ya o las refutarán algún día. Aun cuando se desestiman las razones es posible seguir conversando. Se puede estar en desacuerdo con el sermón pero con­ tinuar en amistad con el predicador. Se lo seguirá apreciando, de todas maneras, ya que toda la razón y todo el mérito no están de un solo lado; es de estricta justicia reconocer las cualidades de los adversarios. De uno a otro partido se encuentran pues, conversan, se hacen amigos entre ellos, y ¿por qué no? Estas amistades no significan ni una deserción, ni una infidelidad (para con los suyos). No nos obli­ gan a compartir sus opiniones, ni tampoco a defender todo lo que (» ) (*») (*•) (»»)

Ibid., illl, V, 851. Ibid., M, XXXVII, 764. Porteau, Montaigne et la vie p édagogiqu e.. ., pp. 269 ss. Essais, III, VIII, 894, 895.

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ellos hagan. “Sólo son asociaciones circunstanciales mantenidas por un débil nexo.” La Boétie es el único a quien Montaigne aprobó íntegramente siempre. Para con todos los otros, el “Distingo —dice él— es el miembro más universal de mi lógica" (**). Con esta opor­ tuna distinción, no hay necesidad de huir del mundo para preser­ varse de su contagio,

(»*) Ibid., I, XXVIIII, 201. - H, I, 323. - III, X, 982, 984.

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IX. E L CIUDADANO EN E L ESTADO, LA CONCIENCIA, LA RELIGIÓN

os deberes del ciudadano obligan también a tomar ciertas pre­ cauciones. El Estado tiene muchos derechos frente a cada uno de nosotros. Nadie puede permitirse nada en contra de las le­ yes. Siendo la paz el gran bien común a todos, no hay derecho de perturbarla por conveniencias particulares. César y Antonio, entre los romanos, sostuvieron una causa muy injusta. Los que se han rebelado contra el rey de Francia son también gravemente culpa­ bles. “¿Existe un mal tan serio en un gobierno que merezca ser combatido por una droga tan fatal?” (*) ¿Es ése el medio adecua­ do para corregir los abusos? Montaigne no admite ninguna excusa como válida. “Con frecuencia dudo si, entre tanta gente que se mezcla en este asunto, no habrá alguna de entendederas tan obtu­ sas que de buena fe se haya dejado persuadir de que iba hacia la reforma ,por medio de la última de las deformaciones; que se enca­ minaba hacia su salvación por los motivos más evidentes que ten­ gamos de muy cierta condenación; que derribando la policía, la magistratura y las leyes bajo cuya tutela Dios lo ha colocado. . . pueda acudir en ayuda de la sacrosanta bondad y justicia de la pa­ labra divina.” Los cristianos, en particular, deberían pensar que sus padres han preferido sufrir las persecuciones, soportar el martirio antes que empeñarse en destruir el imperio pagano de Roma.

L

0 ) Ibid., III, XII, 1012 y 1013. Innumerables referencias, por ejemplo: II, XXXIII, 710. - II, XXXVI, 733. - MI, IX, 765, 768, etc.

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Montaigne hubiera tenido escrúpulos de decir algo que pudiera atentar contra las leyes de la más pequeña aldea. No se debe “tocar las leyes sino con una mano temblorosa”, escribirla tin siglo más tarde su compatriota Montesquieu (* ). En uno y en otro, una igual libertad de pensamiento se unía a una prudencia igual. Para Mon­ taigne, sólo se tiene derecho de interpretar una ley con el fin de darle el sentido más favorable que pueda admitir. Por excepción, y únicamente para restablecerla, y no para reemplazarla, cuando se ha formado un partido de rebeldes, si no hay otra manera de vol­ verlos a la obediencia, sería excusable emplear contra ellos medi­ das extraordinarias (*). En tal caso, los ciudadanos no deben refugiarse tampoco en la indiferencia, manteniéndose alejados del conflicto por miedo de per­ der sus ventajas personales. Nada de emigrados al interior: la paz general está antes que la tranquilidad particular ( 4). Con todo, aun cuando un ciudadano se consagre enteramente al servicio del Estado, no renuncia jamás a todos sus derechos; sal­ vará todo lo que pueda salvar. E l señor de Montaigne salvará su castillo: “Seguiré el buen partido hasta la muerte pero exclusiva­ mente en tanto .pueda. Que Montaigne se hunda si menester fuere cuando sobrevenga la ruina general, pero, si no es necesario, estaré muy agradecido a la fortuna de que pueda él librarse: y siempre que el deber me dé una posibilidad, la emplearé en su conserva­ ción” ( “). Si el servicio del Estado exige, además del sacrificio de los bie­ nes materiales, el de la propia persona, todavía está permitido re­ servarse una intimidad totalmente suya. Que se den a los demás los trajines, las palabras, el sudor, la sangre, pero “manteniendo el espíritu en serenidad y entereza, no inactivo pero sin angustias ni pasión”. Poseemos en nosotros un capital que no puede ser alienado, y del que no tenemos que rendir cuenta a nadie. “La sociedad civil no tiene nada que hacer con nuestras ideas, pero fuera de esto tanto nuestras obras, como nuestro trabajo, nuestra fortuna y nuestra pro­ pia vida, hay que ofrendárselos, poniéndolos a su servicio y some( 2) Lettres Persones, CXXIX. (») Essais, I, XXIII, 135.

(*) Ibid., 1IÍ, I, 768. ( ‘ ) Ibid., 767.

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riéndolos a juicio de la opinión pública.” ( #) Uno reserva para si sus pensamientos arraigados en la profundidad del cerebro, decía Pascal. E l hecho de sentir simpatía por algunos príncipes no obliga a apasionarse por su causa, ni siquiera a aprobarlos. “Toda reverencia les es debida, salvo la del entendimiento.. . Mi razón no está hecha para plegarse ni doblegarse, esto es asunto de mis ro d illa s...” ( 7) A los dignatarios constituidos, los honores debidos: un leal servidor no renuncia jamás a la libertad de su pensamiento. Los príncipes se encuentran a veces constreñidos a ordenar ac­ tos criminales. Los romanos, queriendo un día castigar a un traidor y no sabiendo cómo arrestarlo, lo hicieron sorprender por un tal Pomponio Flaco, que lo engañó con bellas promesas y luego lo envió bajo buena custodia a Roma. Un primer traidor había sido traicio­ nado por un segundo traidor. En todos los Estados hay empleos, no sólo viles, sino envilecedores. Otro gran señor haría más tarde el elogio del verdugo, Montaigne por lo pronto disculpa a los verdu­ gos; en cuanto a los crímenes políticos, "si bien se hacen excusables en la medida en que son necesarios y que la necesidad borra su verdadera condición, hay que dejar jugar esta partida a ciudadanos más decididos y menos tímidos que sacrifican su honor y su con­ cie n cia ... El bien público exige que se traicione, que se mienta, que se mate en masa; deleguemos esta misión en personas más su­ misas y flexibles. . . Será Pomponio Flaco el que lo querrá y habrá bastantes más que querrán hacerlo; en cuanto a m í.. . el que qui­ siera emplearme para mentir, traicionar o ser perjuro en cualquier servicio por importante que sea, aun cuando no se trate de asesinar o de envenenar, yo le diría: si he robado, enviadme antes a ga­ leras” (*). Montaigne escribía, hacia el fin de su vida, en 1588: “No es pequeño placer el de sentirse preservado del contagio de un siglo tan corrompido, y de decirse a sí mismo: el que me viera hasta el fondo del alma no me encontraría culpable ni de la aflicción ni de la ruina de nadie, ni de deseos de venganza o de envidia, ni de («) ]l>i
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agravio público a las leyes, ni de novelerías o perturbaciones, ni de faltas a mi palabra, y aun cuando las licencias de la época lo per­ miten y enseñan a cada uno, no he puesto jamás la mano ni en los bienes, ni en la bolsa de ningún francés” (”). Estaba haciendo allí, sin duda, su propio examen de conciencia. No se había hecho cul­ pable ni hacia el Estado ni hacia sus conciudadanos. No era suficiente para sentirse perfectamente en paz con su conciencia. Confiesa no pocas debilidades, las que, sin perjudicar al prójimo, tenían que producir en un alma recta un cierto malestar. En su “ensayo sobre los versos de Virgilio”, allí donde reconoce con mayor libertad el haber cedido a la atracción de los placeres del cuerpo, admite que nuestra naturaleza tendría necesidad de ser enderezada, llevando “la marca de nuestra corrupción o rigin al... de nuestra vanidad y deformación”. Sabe también perfectamente que para “enderezar una rama torcida se la tuerce en sentido con­ trario” ( 10). Ha luchado contra el temor de la muerte y de los su­ frimientos, ha soportado heroicamente su enfermedad, lo cual no es poco decir. Habla a menudo del placer y el dolor; menos frecuen­ temente de la virtud. No aconseja jamás el vicio, no aconseja tam­ poco la virtud, salvo rara vez. No está, sin duda, obligado a predi­ carla, basta con que la practique; pero, precisamente, cada vez que ella le exige un esfuerzo, confiesa él, o deja entender, que no ha res­ pondido en absoluto a sus exigencias. No es un vicioso. “Estoy bien lejos de ser de aquellos que convidan a los vicios; y no los sigo a menos que ellos me arrastren a mí.” Y precisamente, “siendo de un temperamento débil, incapaz de defenderse” ( u ), se deja arrastrar bastante fácilmente. Cuando quiere ayunar, no tiene fuerza de vo­ luntad para abstenerse de los platos prohibidos estando a la mesa en donde son servidos; debe hacerse servir apaTte para mantener su buen propósito ( ,2). Una defección inicial acarrea otra, sobre todo en él. “En cuan­ to a mí, tengo esta costumbre peor y es que, si tengo puesto un escarpín cambiado, dejo también al revés mi camisa y mi capa; (») Km la, III, II, 781. ( ’<► ) Ibhl., III, V, 851. - III, X, 976. ( « ) Ibitl., II, XII, 555. - II, XV.H, 630. (»*) Ibid., III, XIII, 1072.

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desdeño corregirme a inedias.” (**) ¡Ay! No se enmienda uno jamás sino a medias. "Arrancad punto por .punto todo aquello que esta maldita se­ milla ha producido.” Con excelentes disposiciones naturales, como dijo él; pero a fuerza de retroceder ante lo que cuesta, a fuerza de no dejar pasar ningún placer sin gustarlo hasta el final, permitió que los hábitos de complacencia se fortificaran en él. No ignoraba que los hábitos crean una segunda naturaleza, la cual ahoga a la primera; que un verdadero arrepentimiento, una verdadera reforma de sí mismo es casi imposible tras reiteradas y consentidas faltas ( 14). Él, que no cesa de examinarse, no se hace ilusiones respecto a sus virtudes. No es ni santo ni criminal. A fuer de sincero se niega a predicar lo que él no practica y a presentarse mejor de lo que es, pero ¿está satisfecho de sí mismo? “Los demás en conjunto configuran al hombre total, yo represento y hago el relato de uno en particular bastante mal formado y al cual, si tu­ viera que modelar de nuevo, lo hada, verdaderamente, bien dis­ tinto de lo que es. Pero, ¡ayl, ya está hecho.” Se resigna pues a su mediocridad: “Mi conciencia se conforma consigo misma, no como la conciencia de un ángel ni la de un caballo, sino como la que es propia de un hombre”. Entre la santidad con sus goces sobrenatu­ rales, que le parecieron demasiado elevados para él, y los vicios, con los remordimientos que los acompañan, se atuvo a las satisfac­ ciones ordinarias que se brindan a los que no son ni santos ni criminales. Esta moral tiene como objetivo la felicidad de la vida presente. Apela a la razón, a la sabiduría antigua y a esa filosofía moderada prácticamente admitida por el conjunto de la humanidad. Son los términos y las premisas de una moral laica. Sin embargo, la moral de los Ensayos no está contenida toda entera en estos estrechos lími­ tes. No rechaza todo aquello que sólo recuerda como al pasar. Este mundo en el que “ía fortuna se encuentra, a menudo, escan­ dalizando a la razón” ( “ ), en donde el mal es recompensado y el bien castigado, este mundo no está abandonado de Dios. Entre las (>») Ibid., III, IX, 917. (»*) Ibid., III, II, 779 ss. (>») Ibid., I, XXXIV.

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virtudes Montaigne cuenta la religión. La oración, el Padre Nues­ tro, en particular, puede ser un precioso auxilio para la debilidad humana ( 10). Ningún fervor místico en los Ensayos, sólo alguna vez una men­ ción de la Virgen, de Jesucristo, “Nuestro Señor” o “Nuestro Sal­ vador” ( 17). ¿Experimentó Montaigne con frecuencia la necesidad de este Salvador? En los momentos más graves de su vida, cuando cree aproximarse su fin: “Muy al comienzo de mis fiebres y de las enfermedades que me postran, lúcido aún y todavía vecino de la salud, me reconcilio con Dios mediante las últimas prácticas cris­ tianas, y me encuentro más libre y descargado, pareciéndome llegar a poder, gracias a ellas, dar mejor cuenta de mi enfermedad. De notarios y consejeros no necesito, antes sí de galenos. Lo que no hubiera arreglado de mis asuntos cuando sano, no se espere que pueda hacerlo estando enfermo. Lo que yo quiero para las cere­ monias de mi muerte, ya está establecido” ( w). Reivindica para sí la entera responsabilidad de ese último quehacer. No es una clau­ dicación, es el testimonio de una voluntad pensada, decidida desde largo tiempo atrás. Montaigne nos ha hecho innumerables confidencias. Ha referido su comunión en Loreto, su exvoto a la Virgen, su misa cotidiana, algunas otras prácticas de .piedad ( 1#), pero todo esto en su Diario d e viaje, que no estaba destinado al público. En los Ensayos habla mucho de sus lecturas y de su biblioteca, riña sola vez de su ca­ pilla (*°). Ha dicho cómo se comportaba consigo mismo y con los demás; de sus relaciones con Dios no ha dejado más que breves y raras indicaciones.

(i*) Ibid., I, LVI. ( 17) Jesucristo citado en varios pasajes; con el título de Nuestro Señor: HI, X, 987. - I, XXVII, 191; Nuestro Salvador: I, XLVI, ¡272, cerca del nombre de María: "de este nombre sacrosanto de la Virgen, madre de nuestro Salvador”. ( 18) Essais, III, IX, 953. ( ’9) Dreano, La pensée retígleuse. . . , pp. 394, 400. (*») Essais, III, III, 802.

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X . E L ARTE D E LOS ENSAYOS: ESTILO , COMPOSICIÓN

disgustaba a Montaigne que e l lector prestara preferente atención al estilo de los Ensayos. Es probable, sin embargo, que ni sus confidencias ni sus sabios consejos se leyeran si su obra no fuera una obra de arte. Además del trato con hombres probos y mujeres dignas, Mon­ taigne mantenía frecuente trato con los libros. Como hombre culto, estaba en condiciones de saborear el placer de la lectura. Fuera de las novelas de la Edad Media, Lanzarote d el Lago, Amadís, Iluon d e Bordeaux, que menospreciaba, no descartó ninguna otra clase de libros. Los de su biblioteca eran de lo más variados: antiguos, modernos, traducidos o en su lengua de origen, compilaciones, obras de historiadores, moralistas, filósofos, poetas (*). Hubiera deseado hacer conocer a un discípulo suyo los hombres de todos los países para que su cerebro tomara contacto con otros cerebros totalmente diferentes. £1 mismo se prestó a un ejercicio análogo, pasando de uno a otro autor. No se empecina con los que presentan mayores dificultades; este esfuerzo le costaría demasiado; los abandona des­ pués de una o dos tentativas. Tampoco se deja engañar, sin embargo, como esos negligentes lectores de los cuales reniega y que no son capaces de apreciar los Ensayos. Cuando el caso lo redama, sabe aún rechazar ciertas interpretaciones erróneas, profesadas corriente­ mente por otros eruditos de entonces. Estos, por ejemplo, atribuían el Axioco a Platón. Montaigne modestamente escribe: “Cuando me

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(*) Villey, Source et évolutio» des Essais, t. I.

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encuentro disgustado con el Axioco de Platón por ser una obra floja, en mérito a tal autor mi juicio no se hace fe: no es tan necio como para oponerse a la autoridad de tantos hombres famosos de la antigüedad, a quienes él tiene como sus rectores y maestros y con los cuales prefiere equivocarse” ( 9). Según los eruditos mo­ dernos este diálogo es apócrifo; es de gran importancia el hecho de que él hubiera sospechado de esta falsificación ya en el año 1578. Con frecuencia leía Montaigne con el fin de instruirse, lo que lo llevó a preferir, por lo menos durante los primeros años de su retiro, aquellos autores que ofrecían un mayor caudal de ideas o los que lo ponían en conocimiento de sucesos importantes: historia­ dores, moralistas, filósofos. Levó también por simple placer, para saborear uno de los más vivos deleites espirituales. Los pintores, escultores o arquitectos no le arrancaron jamás una exclamación de entusiasmo; en cambio se muestra profundamente emocionado con la lectura de una bella página literaria. Lo que gusta de Plutarco y de Séneca es evidentemente “su instrucción.. . la flor de la filo­ sofía”, pero al mismo tiempo su “expresión sencilla y sabia. Plutarco es más uniforme y constante, Séneca más voluble y diverso”. El paralelo termina con estas palabras: “Séneca abunda en agudezas y originalidades, Plutarco en acontecimientos; el primero os exalta y conmueve, el segundo os agrada y os satisface más. Éste nos guía, aquél nos empuja”. Cicerón, durante mucho tiempo, le desagradó por “su manera pesada de escrib ir... (sus discursos) se eternizan en circunloquios. Son buenos para la escuela, para el foro o para el púlpito, donde tenemos oportunidad para dormitar” ( 8). Una hermosa página de poesía lo transporta. La poesía “en cierto grado menor, puede ser juzgada por la preceptiva y por las reglas. Pero la que es realmente buena, la excelsa, la que toca en lo 'divino, ésa está por encima de toda norma. . . Ella no pone en juego nuestro juicio, antes lo suspende y lo arrolla”. Algunos versos de Catulo recitados por una bella voz lo ponen fuera de sí (*). En uno de sus Ensayos, cita los versos de cinco poetas en elogio del joven Catón y los comenta de esta manera: “Ahora bien, el joven bien instruido deberá hallar que, en comparación con los otros, los (* ) Essah, II, X, 391. (*) Ibid., II, X, passim, especialmente 394, 395. («) Ibid., II, X II, 580.

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dos primeros son lánguidos; el tercero más vigoroso pero rebajado por la extravagancia de la forma; estimará además que habrá lugar para uno o dos grados de invención entre éste y el cuarto; cuando llegue a éste la admiración le hará juntar sus manos. Y en el últi­ mo, que es el .primero en un orden tan superior que tendrá por casi imposible ser alcanzado por ningún espíritu humano, se transpor­ tará de asombro” (®). Cuando Montaigne se pone a escribir sufre la influencia de los autores que acaba de admirar, su tendencia a la imitación lo arras­ tra mal que le pese. Los pocos versos que escribió en latín son una vulgar reproducción del último autor que había leído. D e igual modo en sus primeros ensayos es fácil reconocer junto a la lección aprendida el estilo propio de sus maestros. Aun en el libro tercero todavía le cuesta desprenderse del todo de Plutarco ( “). Si el giro de éste es más difícil de discernir en los Ensayos, el de Séneca es manifiesto: enlaces y juegos de palabras, repetición de sonidos, antítesis, agudezas, toda clase de figuras que ponen relieve en sus ideas: “habría que hacer provisión o de una razón ¡para entenderse, o de un árbol para ahorcarse; embrutecernos para tener juicio; ve­ lamos durmiendo o dormimos cuando estamos despiertos" ( T). Se encontrarían en todas las páginas estas frases acuñadas como me­ dallas. Sin embargo, nada menos artificial que los Ensayos; nada más vivo, ni más personal. Montaigne tenía la impresión cíe que pesaba sobre el auditorio estando en conversación. Con la pluma en la mano toma su desquite. Es entonces cuando conversa verdadera­ mente. Interpreta a sus lectores, como si su opinión le importara. Ix)s autores que cita son invocados como testigos de cargo o de descargo. Abre un paréntesis y les pasa la .palabra. Es un diálogo resumido, o citado palabra por palabra, entre él, los autores y los lectores. Salvo en algunos Ensayos del comienzo, Montaigne no está jamás ausente de su libro. Aun cuando no diga “yo”, “mi”, o “me”, deja entender, por el tono de la frase, que él está allí. Toma interés por todo lo que dice, se chancea, admira, se indigna. No es un doctor que expone sus (») lbkl, I, XXXVII. 235. (<••) lbid., III. V, 848. (•) lbid., II, XII, 474, 478, 584.

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teorías, es un hombre que habla a otros hombres. Los términos abstractos son escasos y se explican por el contexto. Las ideas se presentan no solamente revestidas de imágenes, sino como fundidas y transformadas en imágenes: “yo v e o ... quienes se dan impor­ tancia hasta del hígado y de los intestinos. . . el otro tiene a me­ nudo k piedra en el alma antes que en los riñones” ( 8). Bajo su pluma las cosas adquieren una apariencia nueva. Algunas de sus metáforas son muy curiosas, barrocas, si se quiere. He aquí un solo ejemplo. De ordinario, cuando se habla de la razón humana, las metáforas se toman del sentido de la vista: de una idea se dice que es oscura, clara,brillante. Como es sabido, y según lo recuerda Montaigne, el filósofo “Zenón representaba gráficamente las tres facultades del alma mediante gestos de la mano: la imano extendida y abierta era la apariencia; la mano entreabierta y los dedos un poco doblados, el consentimiento, y el puño cerrado, la comprensión; cuando con la mano izquierda opri­ mía el puño más estrechamente significaba la ciencia” (®). De una manera semejante Montaigne describe la razón humana o el juicio mediante figuras tomadas de los gestos, los movimientos o útiles que sirven al hombre. “La razón, que es un instrumento flexible, maleable y adaptable a cualquier fin, . . . esta razón, que es un elemento de cera, extensible, plegable y acomodable a todo sesgo y a todas las medidas . . . mi juicio no va siempre adelante, flota, va y viene como las olas.” (**) Estos tres ejemplos son extraídos de las páginas contiguas a la Apología d e Raimundo d e Sebonde. Se podrían encontrar muchas otras metáforas igualmente originales en casi todos sus capítulos. Si la poesía es el don 'de crear, como lo quiere k etimología, hay pocas páginas en los Ensayos en las que no flote algún jirón de poesía. Evidentemente, Montaigne había recibido del cielo ese don misterioso que hace a los escritores, pero él no menospreció tampoco la reflexión ni el trabajo. Sobre el ejemplar de Burdeos que está reproducido por la fototipia de la Casa Hachette, y cuyas variantes son registradas en su totalidad en la edición llamada Municipal, se pueden seguir las transformaciones que Montaigne impuso a sus («) lhkl., II, XII, 472. - III, X, 982. (®) Ibicl., II, XII, 485. <>») Ibid., 524, 551, 552.

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frases desde 1580 hasta 1592. Es más bien raro que sus correcciones tengan en vista la precisión y la claridad del pensamiento; es ei estilo y el lenguaje los que son revisados más cuidadosamente. Nada ha sido desatendido, ni la puntuación, ni la colocación de las pa­ labras. Montaigne no suprime nada, añade algo las más de las veces, y corrige mucho ( ” ). De corrección en corrección, de edición en edición, los ejem­ plos concretos, las imágenes, las comparaciones se multiplican. La expresión gana en vigor, las fórmulas adquieren relieve. Montaigne se abandona a una mayor familiaridad, a juegos de palabras más accesibles. “Que llegue allí el gascón, si el francés no puede i r . . . El habla que a mí me gusta es el habla sencilla e ingenua tanto en el papel como en la boca, un lenguaje suculento y nervioso, breve y ceñido, no tanto delicado y pulido cuanto vehemente y bru sco.. . antes arduo que aburrido, libre de afectación, desarreglado, suelto y audaz; de suerte que cada frase tenga un sentido, nada pedantesco, ni frailero, ni quejumbroso, más bien soldadesco.” ( (i)12) Esta ex­ presión escrita en su mayor parte antes de 1580 y completada des­ pués de 1588 muestra bien el ideal que Montaigne perseguía con sus correcciones sucesivas. Muchas de las expresiones que se citan de él como más carac­ terísticas son tomadas de la edición de 1588 o de sus notas manus­ critas. Cada lector ha podido hacerse una colección de aquellas que estimaba como las mejor halladas. Hay para todos los gustos y sobre todos los tanas. Los Ensayos son un libro que se lee con el mismo provecho tomándolo integralmente o por trozos escogidos. Se ha reprochado a Montaigne precisamente él que hubiese des­ perdigado sus riquezas distribuyéndolas al azar, descuidando el presentarlas en un orden que realzara su valor. “Sabe él lo que dice, pero no sabe lo que dirá.” ( “ ) Esto era lo que no podía so­ portar Balzac (J . L. Guez de), el autor de cartas muy apreciadas y 'que ponía todo su empeño para componer la más insignificante esquela con todo el rigor lógico de una pieza oratoria. En efecto, Montaigne no se preocupa por esas transiciones sin aparente lógica; se diría que se divierte en desconcertar al lector. Pasa de los vehícu­ (ii ) Ver particularmente Strowski: Montaigne, sa c i é .. . , pp. 258, 265. (»*) Essals, I, XXVI, 182.
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los modernos a los coches antiguos, al Nuevo Mundo, al valor de los caníbales y, entretanto, habla también de muchas otras cosas ( ” ). Algunos capítulos parecen verdaderos mosaicos. Para no perderse convendría leer de corrido los pasajes que fue­ ron escritos en la misma época, puesto que las adiciones posteriores configuran casi inevitablemente excrecencias que ocultan el primi­ tivo plan. Puede ser también que ciertos capítulos hayan sido com­ puestos por diversos tratados, independientes entre sí, reunidos luego con un título común. Montaigne escribe después de 1588 que él había tomado el hábito de cortar los capítulos más largos. ¿Cortar? ¿Quiere darnos a entender que nos presenta trozos de sus argu­ mentos, así como otros nos ofrecen un retazo de su vida? El con­ junto de los Ensayos ¿sería entonces una serie de cortes, puestos uno tras otro, el fin de cuyo primitivo desarrollo corresponde unas veces al final, otras veces a una división interna del capítulo? ( 18) Cualquiera sea su manera de componer, con un poco de aten­ ción es fácil darse .cuenta de que, salvo tal vez muy raras excep­ ciones, Montaigne guarda en sus composiciones un orden propio de él. Sus ideas siguen una cierta línea fácilmente reconocible. Avanza desordenada y rápidamente, pero no pierde la dirección. Digresiones sobre cada punto para mostrar siempre al final su in­ tención, escribió Pascal. En el más extenso de sus ensayos, la “Apo­ logía de Raimundo de Sebonde” aquel en el cual se habría aban­ donado a mayor fantasía, sigue un orden riguroso señalando las principales etapas que ha recorrido. Se ha podido hacer de este ensayo un cuadro sinóptico sin desfigurarlo. La “Apología de Rai­ mundo de Sebonde” se desenvuelve con toda libertad, pero de una manera lógica y con gran armonía, como si se tratara de un gran poema. E l estudio de cada uno de los ensayos, pluma en mano, nos depararía una sorpresa semejante.

( “ ) Essais, III, VI. ( , 8) Ibid., IIF, IX, 967. Montaigne usa la palabra: corte. Ver Miss Norton, Stttdies in Montaigne (Estudios sobre Montaigne), Nueva York, 1904, pp.

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X I. LA M UERTE Y LA VIDA POSTUMA

duda no habría terminado Montaigne de anotar sus Ensayos en 1592 atando, tras todos sus cólicos y jaquecas, fue ata­ cado por una esquinancia de la lengua. Por última vez se preparó para morir. Uno de sus colegas del Parlamento de Burdeos, en un grueso tratado de Derecho, lo cita como un modelo de escru­ pulosidad de conciencia en el cumplimiento hasta de las más (pe­ queñas deudas: “El difunto Montaigne, autor de los Ensayos, sin­ tiendo aproximarse el fin de sus días, se levantó de la cama en ropa de dormir, y cubriéndose con una bata abrió su gabinete de trabajo; hizo llamar a todos sus criados y a otros legatarios y les pagó los legados que él les había dejado en su testamento, previendo las dificultades que pudieran oponer sus herederos para su cum­ plimiento” ( 1)'.' Desde la biblioteca, que estaba en el segundo piso de la torre, allí en donde tan a menudo lo hemos visto trabajando en sus En­ sayos, debió descender luego al primero, que constituía su dormi­ torio. Podía ver desde la cama la capilla, que estaba más abajo y en la cual su capellán acostumbraba a celebrar la misa para él. El último día lo hizo subir a su cuarto. Sus íntimos no estaban allí para asistirlo, ni Pierre de Brach, ni Mlle. de Gournny, ni posiblemente tampoco la señora de Montaigne, ni su hija Leonor. La guía breve d e los curas d e Burdeos recomendaba “no poner frente al enfermo

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( l ) Automne, Commentoires sur les coutumes d a ... Bordeaux, Bordeaux, 1728, p. (283.

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ni traer a su memoria a sus amigos carnales e igualmente en lo que fuera posible ni a su mujer ni a sus hijos”. En 'algunos relatos de la época se señala que la familia de los moribundos no estuvo a su cabecera más que de tiempo en tiempo. Los que han hablado de los últimos momentos de Montaigne no han destacado la presencia de los suyos cerca de é l (*). Su muerte ha sido relatada por Etienne Pasquier. La inflama­ ción de la lengua le molestaba “cíe tal manera que permaneció tres días enteros en pleno conocimiento sin poder hablar. Por lo cual se veía obligado a recurrir a la pluma para expresar sus voluntades. Y como sintiera aproximarse su fin, rogó por medio de una notita a su mujer que invitara a algunos gentilhombres, vecinos suyos, para despedirse de ellos. Llegados que fueron éstos, hizo decir la misa en su cuarto, y cuando el sacerdote llegó a la elevación del Corpus Domini, este pobre gran señor se incorporó cuanto pudo, en un esfuerzo desesperado, sobre su cama, con las manos juntas, y en este |último acto, bello reflejo de su interior, entregó el alma a Dios” (*). Moría como se lo había prometido treinta años atrás a su mori­ bundo amigo La jBoétie. En las Ephém érkles, una mano descono­ cida escribía esta nota fechada el 13 de setiembre de 1592: “Este año, de 1592, murió Miguel, señor de Montaigne, de 59 años y medio de edad, en Montaigne. Su corazón fue depositado en la iglesia de St. Michel, y Françoise de la Chassaigne, señora de Montaigne, su viuda, dispuso que llevaran su cuerpo a Burdeos y lo enterraron en la iglesia de Feuillants, en donde hizo iconstruir una tumba en alto sobre sus restos, para lo cual compró la fundación de la iglesia” ( 4). Montaigne había previsto y preparado la publicación de las notas que escribió sobre su ejemplar de los Ensayos. Ellas fueron copiadas y transmitidas a Mlle. de Gournay, quien con Pierre de Brach se encargó de sacar la edición de los Ensayos de 1595 (*). D e los primeros retratos que se le hicieron, los más conocidos se parecen al que él hizo de sí mismo en los Ensayos. Está el (*) Cuíde Briévc.. . , Bordeaux, 1602, p. 226. Bracli, Oeuvres.. . , II, Appcndice, p. CIII. (*) E . Pasquier, Lettres, XVIII, I (a M. Pelgé). <*) Oeuvres de Montaigne (ed. Annamgaud), XI, pp. 273-274.
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Montaigne del sombrero, conservado en el castillo de Montaigne: la fisonomía grave es la de un hombre en lia madurez. Está el Montaigne del collar, conservado en el museo de Chantilly: la frente desguarnecida, el rostro con expresión de sufrimiento; sobre la toga del magistrado pende el collar de la orden de St. Michel. La tercera reproducción de su efigie es la que se conserva en el vestíbulo de la Facultad de Letras de Burdeos. Montaigne está representado en piedra, de cuerpo yacente, las manos juntas en su armadura de caballero. Abajo, en los costados del monumento, dos inscripciones recuerdan los principales méritos del difunto: la una, en dísticos griegos, pondera la discreción admirable con que supo hacer conciliar los dogmas del cristianismo con el escepticismo de Pirrón; la otra, en prosa latina, sus cualidades morales y espiri­ tuales, su fidelidad al régimen antiguo y a sus amigos de todos los partidos, su temple. Este monumento ha quedado como el más justo y expresivo comentario de los Ensayos (®). Después de su muerte, continuó siendo discutido como lo había sido en vida. Se distinguen fácilmente tres períodos de desigual duración en su historia postuma. En los años que siguieron a su muerte, podía ser conocido no sólo por su libro sino también por el testimonio de aquellos que habían estado cerca .de él durante su vida: su mujer, su hija, su yerno, su sobrino el Jesuíta, su sobrina la Jesuítica, MÍle. de Gournay, su hija adoptiva; Charron, el heredero de sus armas; Pierre de Bracli, Florimond de Roemond y otros amigos. Todos ellos pu­ dieron completar los datos de sus Ensayos, comentarlos, fijar su semblanza con el recuerdo de lo que pudieron observar en su con­ tacto con él. Lo que de éstos ha llegado hasta nosotros está en un todo de acuerdo con las inscripciones de su tumba: es el Montaigne visto por sus contemporáneos. Alrededor de medio siglo más tarde, los últimos sobrevivientes de entre estos testigos habían desaparecido. Sólo recuerdos cada vez más vagos van quedando de lo que éstos dijeron. Para juzgar entonces a Montaigne hay que recurrir a los Ensayos. Éstos van precedidos de un largo prólogo de Mlle. de Gournay, la cual se (*) Strowski, Montaigne, sa v i e .. ., p. 275. Buüetin des Amls de Montaigne. 3* serie, N9 14.

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creía obligada a defender la memoria de su padre adoptivo. Mlle. de Goumay es un pésimo abogado: le falta autoridad, los lectores la desdeñan y se atienen sólo al texto de los Ensayos. Cada uno en­ cuentra allí lo que está de acuerdo con sus ideas y se desentiende del resto. Los mundanos y libertinos, Naudé, la Mothe L e Vayer, "los caballeros y los magistrados jóvenes hacen burla de la religión y con cuatro o cinco pasajes de Charron y de Montaigne .pretenden derribar toda la teología”. Los teólogos, los hombres de Iglesia y los cristianos serios, en Port Royal o en el púlpito, abandonan a Montaigne entre los libertinos. En 1676, los Ensayos son puestos en el Index; no serán nunca más editados en francés desde 1669 hasta 1724. Tras este medio siglo de olvido, con la publicación de los Ensayos por P. Coste, Montaigne vuelve a ser traído y llevado en todo sentido según las simpatías de los lectores y en la medida en que les es útil para las causas que ellos defienden. Será apenas mejor conocido después de la publicación de su Diario d e viaje, que es muy poco leído. En el siglo xrx, los Ensayos son objeto de una nueva interpre­ tación. So procura hacer conciliar las innumerables contradicciones, las cuales, de ordinario y hasta entonces, sólo habían sido señaladas, o simplemente ignoradas. A Montaigne le habría faltado sinceridad. Para no ser molestado, disimuló las audacias de su pensamiento, y ostentó sentimientos que no tenía. Sainte-Beuve estaría entre los primeros formuladores de esta interpretación. Ha prevalecido hasta en los trabajos de M. Villey, Strowski, Plattard. El Dr. Armaingaud las ha reactualizado en sus trabajos y en las notas de su edición de los Ensayos. Está fielmente expresada al pie de su estatua, levantada en París, en 1934, en el barrio latino, frente a la Sorbona. Montaigne está sentado, cruzado de piernas, sosteniendo un libro; bajo su calva frente su expresión es burlona. No es el Montaigne de los Ensayos, ni el de su mausoleo, ni el del sombrero, ni el del collar.

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APÉNDICE

aquellos de nuestros lectores que quisieren completar las citas precedentes ubicándolas en su contexto y en la fecha correspondiente, y que no tuvieren a mano úna edi­ ción que señale las adiciones sucesivas de los Ensayos, y para aque­ llos también que no estuvieren ¡habituados a ver en Montaigne al hombre inquieto, terminamos con estos dos extractos, cada uno de los cuales comprende muchas páginas seguidas, escritas en dos épocas diferentes e inspiradas por los más graves temas de inquietud.

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( Ensayos , I, XX. Texto escrito en 1572, sin las adiciones ni las correcciones posteriores, con la ortografía moderna, según la edición municipal, I, pp. 107-114.) No soy melancólico por temperamento, pero sí pensativo y so­ ñador. No hay nada que haya ocupado mi mente tanto y en toda ocasión como el pensamiento de la muerte, aun en las épocas ^más licenciosas de mi vida. Hallándome entre las damas y en medio de diversiones y juegos, alguien me juzgaba incapaz de sobreponerme a ciertos celos o ante la incertidumbre de alguna esperanza, siendo

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así que yo me entretenía pensando en alguno que había sido sor­ prendido en días anteriores por unas calenturas y por la muerte, a raíz de una fiesta semejante, lleno su corazón de despreocupación, de amor y de ilusiones, tal cual me encontraba yo, y que otro tanto me amenazaba a mí. No arrugaba mi frente por este pensamiento más que por otro alguno. Es imposible que al principio no sintamos el aguijón de estas imaginaciones, pero dominándolas y considerán­ dolas en todos sus aspectos se llega sin duda a familiarizarse con ellas. D e otra manera, en lo que a mí respecta, hubiera estado en constante terror y frenesí, pues jamás hombre alguno se fió tan poco de su vida, ninguno hubo que hiciera menos cuenta de su duración. Ni la salud muy entera y muy pocas veces alterada de que he go­ zado venturosamente hasta el presente alarga mi esperanza, ni las enfermedades me la acortan. Me parece ser fugaz como cada mi­ nuto que pasa. Y la verdad es que los hazares y los peligros por muy poco o por casi nada nos ponen cerca de nuestro fin; y si con­ sideramos cuántos más quedan por venir fuera del accidente que pa­ rece ser el que nos amenaza con mayor riesgo y millones de otros que pesan sobre nuestras cabezas, hallaríamos que, frescos o calen­ turientos, en el mar o en nuestras casas, lo mismo en la; batalla como en el reposo, igualmente próxima está de nosotros. Si pienso en lo que tengo que hacer en vida, todo plazo |que necesite para terminarlo se me antoja corto, así sea el de una hora. Alguien, hojeando el otro día una libreta de apuntes, encontró un recordatorio de algo que yo quería que fuera un hecho después de ¡mi muerte. Yo le dije, como era cierto, que, no estando más que a una legua de mi casa sano y vigoroso, me había apresurado a escribirlo allí, porque no tenía la certeza de llegar hasta mi casa. Es necesario estar siempre con las botas puestas, y en lo que está de nuestra parte dispuestos a partir, cuidando, sobre todo, de no mezclar asuntos ajenos a i de uno mismo. Tendremos un buen quehacer cuando llegue el momento para añadirle algún otro. Uno se queja, más que de la muerte, porque le interrumpe la marcha hacia un honroso triunfo. Otro, porque le es preciso partir antes de haber casado a su hija o porque no podrá atender a la educación de sus hijos. Otro lamenta perder la compañía de su mujer, otro la de su hijo como partes integrantes de su ser; y el constructor dice:

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Manent opera interrupta, minaeque Muronim ingentes ( ‘ )Preciso es no emprender nada de muy largo aliento, o por lo menos con un apasionado afán por ver su terminación. Hemos na­ cido para trabajar y soy de opinión que, no solamente un Empera­ dor debe morir de pie, según lo dijo Vespasiano, sino igualmente todo hombre digno. Cum moriar, médium solvar et ínter opus (- ). Soy partidario de que se trabaje, de que la muerte me encuentre plantando mis coles, pero despreocupado de ella y sin cuidado de dejar mi jardin sin arreglar. He visto morir a un hombre que es­ tando en sus últimos momentos se quejaba sin cesar de que su des­ tino cortara el hilo de una historia que tenía entre manos y que se refería al 15o. o 16o. de nuestros reyes. Hay que desprenderse de esas preocupaciones vulgares y perju­ diciales. Así como los cementerios han sido puestos al lado de las iglesias y en los lugares más frecuentados de la dudad, para acos­ tumbrar, decía Licurgo, al bajo pueb’ío, a las mujeres y a los niños a no asustarse cuando ven a un hombre muerto, y a fin de que el constante espectáculo de osarios, tumbas y convoyes fúnebres sea saludable advertencia de nuestra condición. Así también he tomado la costumbre de tener continuamente presente a la muerte, no sólo en la imaginación, sino en los labios. Y ¡no hay cosa de que me informe con tanta solicitud como de la muerte de los hombres: cuáles fueron sus palabras, cuáles sus expresiones, su actitud ante ella; ni pasajes de los libros que se refieran a este hecho a los que yo no preste la mayor atención. Se me dirá que la realidad sobrepasa de tal modo a la imagina­ ción que no hay preparación que valga para cuando llegue el"mo­ mento. No importa, dejémoselo decir. La premeditación proporciona, sin duda, ¿gran ventaja; y además ¿no es ya bastante el llegar al trance sin alteración y sin fiebre? Pero hay más aún. Conozco por experiencia que la naturaleza misma nos lleva de la mano y nos presta valor. Si de una muerte rápida y violenta se trata, no tene( 1) Quedan las obras interrumpidas y las enormes cimas de las murallas. (N. del E .). ( 5) Cuando muera, moriré en medio del trabajo. (N. del E.)

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mos ocasión de temerla; si es otra, advierto que cuando empiezo a andar en sus caminos, sumiéndome en la enfermedad, natural­ mente, por propia inclinación, siento cierto desdén por la vida. Encuentro que tengo mucha mayor dificultad para resolver la acep­ tación de la muerte cuando estoy en pleno vigor y salud, que cuan­ do estoy enfermo. No siento entonces tanto apego a la vida, en razón de que ya no puedo usar ni gozar de sus ventajas y miro a la muerte con mucho menos horror. Esto me hace esperar que, mientras ms vaya alejando de aquélla y acercándome a ésta, me será más fácil realizar el tránsito de la una a la otra. Es así como en múltiples circunstancias he podido experimentar lo que dijo César, que las cosas nos parecen a menudo más grandes ,de lejos que de cerca, ya que estando sano tenía mucho más horror a las enfermedades que cuando las he sentido: el contento en que me hallo, el placer y la salud me hacen aparecer el estado contrario, tan desproporcio­ nado con éste, que con ta imaginación agrando en una 'buena me­ dida sus incomodidades y las concibo más duras que lo que han sido cuando las he debido soportar sobre mis hombros. Espero que me sucederá lo mismo con la muerte. El cuerpo vencido y doblegado tiene menos fuerza para soste­ ner la carga; y lo mismo sucede con nuestra alma: hay que ende­ rezarla y prepararla para hacer frente a este adversario. Pues ¿cómo es posible que permanezca tranquila y en reposo mientras la tema? Si ella logra mantener la calma, cosa que sobrepuja la humana condición, puede alabarse entonces, pues es harto difícil que la in­ quietud, el tormento y iel miedo y ni siquiera el más pequeño dis­ gusto se aloje entonces en ella. Se ha hecho dueña de sus pasiones y sus concupiscencias, dueña de la indigencia, de la vergüenza, de la pobreza, y de todos tos otros agravios de la fortuna. Gane esta ventaja quien pueda: es ¡ésta la verdadera y soberana libertad, la que nos da posibilidad de reirnos de la prepotencia y de la injusti­ cia y burlamos de los ¡hierros y prisiones: “In manicis et Compedibus, saevo te sub custode tenebo.” “Tpse Deus, simul atque volam, me solvet.” Opinor, Hoc sentit: “moriar”. Mors ultima linea rerum est (*). ( 3) ‘T e tendré eon esposas y grillos, al cuidado de un fiero guardián." “Dios

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Nuestra religión no ha tenido más seguro fundamento humano que el menosprecio por la vida. No solamente el! discernimiento na­ tural nos lo hace reconocer, ya que ¿por qué temeríamos perder una cosa que luego de perderla no (podríamos lamentamos por ella? Y puesto que estamos de tan diversas maneras amenazados de muer­ te ¿no vemos nosotros que es mayor mal temerlas a todas, que hacer frente a una sola? La misma naturaleza nos fuerza a ello. Salid, nos dice, de este mundo así como Ihabéis entrado. E l mismo paso que disteis de la muerte a la vida, sin pasión y sin horror, hacedlo de nuevo de la vida a la muerte. Vuestra muerte es una de las exigen­ cias del orden del universo, es uno de los accidentes del proceso vital del mundo. II (

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)

( Ensayos, III, X II. Texto escrito en 1585, publica­ do en 1588 sin las adiciones ni las correcciones pos­ teriores, con la ortografía moderna, según la edición municipal, III, pp. 328-338.) Escribía yo esto hacia la época en que una recia carga de nuestros males se desencadenó con todo el peso, directamente sobre mí. Tenía por un lado los enemigos a mi puerta, por otra parte los merodeadores, peores enemigos; y experimentaba toda suerte de ofensivas militares a la vez. Hostis adest ilextra lasvaque a parte timendus, vicinoque malo terret utrumque latus (*). Monstruosa guerra: las otras actúan por fuera; ésta aun dentro de sí misma se corroe y se deshace por su propio veneno. Es de una naturaleza tan maligna y perniciosa que se arruina con el resto mismo, en cuanto yo quiero, me librará.” Según creo, quiere decir esto: “Moriré”. La mnerte es el límite final de las cosas. (N. del E .) ( 1) Un enemigo temible se hace presente por la derecha y por la izquierda, y con inminente daño aterroriza a uno y otro lado. (N. del E .)

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y se desgarra y se (destruye por la cólera. Con mayor frecuencia la vemos disolverse por sí misma antes que por la carencia de alguna cosa necesaria o por la fuerza enemiga. Toda disciplina la abando­ na. Viene a poner remedio a la sedición y la sedición está en ella, quiere castigar la desobediencia y da ejemplo de desobediencia; y destinada a la defensa de las leyes, hace su parte en la rebelión, yendo en contra de las suyas propias. ¿Dónde estamos? Nuestra propia medicina lleva la infección, Notre mal s’empoisonne du secours qu’on luí donne ( 2). Exsuperat rnagis segrescitque medendo ( 3). Omnia fanda, nefanda, malo permista furore, iustificam nobis mentem avertere Deorum ( 4). En estas plagas colectivas, cuando comienzan, pueden distin­ guirse en un principio los sanos de los enfermos; pero, cuando llegan a durar como la nuestra, todo el cuerpo se resiente de la cabeza a los talones; ninguna parte se libra de la corrupción. Pues no hay aire que se respire tan vorazmente, ni que se expanda y penetre como el de la licencia. Nuestro ejércitos no se ligan ni se mantienen más que sobre ibases extranjeras; con los franceses no se .puede hacer un cuerpo de armas permanente y ordenado. ¡Qué vergüenza! No tienen más disciplina que la que nos muestran los soldados mer­ cenarios; en cuanto a nosotros, nos conducimos a nuestra voluntad, cada uno según la suya y no según la de) jefe; éste tiene más que hacer con los de adentro que con los de afuera. E s él el que tiene que seguir, cortejar y plegarse, solamente a él toca obedecer; todo el resto es libre y disoluto. Me complazco en ver cuánto hay de cobardía y de pusilanimidad en la ambición, de cuánta abyección y servilismo precisa para alcanzar su objetivo. Pero lo que me dis­ gusta es ver naturalezas buenas y capaces de justicia corromperse día a día, en el manejo y comando de esta confusión.. E l sufrimiento prolongado engendra el acostumbramiento y la costumbre el consen­ t í Nuestro mal se envenena —con el socorro que le llega. ( s) Aumenta y empeora ¡con el remedio. (N. del £ .) (* ) Todas las cosas lícitas e ilícitas, mezcladas con funesta ira, nos alejaron la justa benevolencia de los dioses. (N. del E .)

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timiento y la imitación. Teníamos sobradamente almas mal nacidas sin tener que echar a perder las buenas y generosas. De suerte que, si continuamos así, difícilmente quedará alguien a quien confiar la salud del Estado, siempre que la fortuna se la devuelva algún día. Hunc saltem everso Iuvenem succurrere sedo Ne prohíbete ( 6). Pero ¿hay algún mal tan grande en un gobierno que tenga que ser combatido por una droga tan mortal? No, decía Faonius; la usurpación significa la posesión tiránica de un Estado. La ambición, la avaricia, la crueldad, la venganza no tienen por sí mismas sufi­ ciente eficacia; pero las promovemos y las excitamos dándoles el glorioso título de justicia y devoción. ¿Puede imaginarse un peor es­ tado de cosas, en el que la maldad ha llegado a ser legítima y a adoptar con la anuencia del magistrado, el manto de la ,virtud? Con todo esto sufrió ampliamente el pueblo por entonces, no sólo de daños y perjuicios en el presente, undique totis usque adeo turbatur agris ( 8), sino también para el futuro. Los vivos tuvieron que padecer: tam­ bién los que aún no habían nacido. Se les saqueó, y a mí también en consecuencia, hasta la esperanza, arrebatándoles todo aquello con que contaban para aprestarse a vivir durante largos años. Quae nequeunt secum ferre aut abducere perdunt, et cremat insontes turba scelesta casas ( r). Muris nulla fides, squalent populatibus agri ( 8). Además de esta sacudida, tuve que sufrir otras. Conocí los inconvenientes que la moderación debe soportar en circunstancias tales. Fui vilipendiado de todos lados: para el gibelino yo era güelfo, para ¡el güelfo yo era gibelino; alguno de mis poetas explica bien(• ) (•) No impidáis que por lo menos este Júpiter auxilie a este siglo trastornado. (N. del E .) ( s) A tal punto hay confusión por todas partes en todo el campo. (N. del E.) (") Lo que no pueden llevar consigo o se quedan sin quitar, y las inofensivas chozas quema la criminal turba. (N. del E.) ( ’ ) Nada de confianza en el ratón, los campos están sin cultivo por las de­ vastaciones. (N. del E.)

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esto, mas yo no sé dónde. La situación de mi casa y el trato con los hombres de mi vecindad me presentaban con un rostro; mi vida y mis acciones, con otro. No se me hacían acusaciones formales porque no había dónde morder. No descuido jamás el cumplimien­ to de las leyes y quien me hubiese querido investigar hubiera re­ sultado mi deudor. ,Todas eran sospechas mudas y disimuladas para las cuales nunca faltan apariencias, en una situación tan caótica, como tampoco faltan espíritus envidiosos e ineptos. Un ambicioso se hubiera ahorcado por ello, y lo mismo habría hecho un avariento. No tengo ninguna preocupación por enriquecerme. Sit mihi quod nunc est, etiam minus, ut mihi vivam quod superest aevi, si quid superesse volent dii ( #). Pero las pérdidas que se me ocasionan por injuria del prójimo, sea por latrocinio, sea por violencia, me duelen casi tanto como a un hombre enfermo y atormentado por la avaricia. La ofensa trae, sin ponderación, más amargura que la pérdida. Mil diversas suertes de males se desencadenaron sobre mí, uno tras otro; los hubiese soportado más airosamente si hubieran venido juntos. Pensaba yo, entre mis amigos, a quién podía encomendar una vejez menesterosa y desgraciada: después de haber paseado mis ojos por todas partes me encontré desnudo. Para dejarse caer a plo­ mo y desde tan alto preciso es que sea entre los brazos de una afección sólida, vigorosa y con bienes de fortuna; y éstas son muy raras, si es que las hay. Al fin caí en la cuenta de que Vo más se­ guro era fiarme de mí mismo, tanto acerca de mi persona como de mis necesidades; y si me sucedía estar buenamente en la gracia de la fortuna, encomendarme vivamente a la mía, aferrarme a ella y mirar por mi propio cuidado. Y consideré que eran útiles estos in­ convenientes, de la misma manera que son buenos tos latigazos a los malos discípulos cuando la razón no les basta. Yo me predico desde tanto tiempo que debo atenerme a mí mismo y alejarme de las cosas del mundo exterior; sin embargo vuelvo todavía los ojos a ellas; la distinción, la palabra amable de algún grande, un semblante propicio me tientan. ¡Sabe Dios la carencia que hay de esto en este tiempo y qué valor encierra! Oigo todavía(*) (*) Tenga yo lo que tengo ahora, aun menos, con tal quo viva para ini lo quo queda de vida, si los dioses quieren que quede algo. ( N. del E .)

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sin arrugar la frente los sobornos que me hacen para llevarme a ocupar posiciones y de ellos me defiendo tan blandamente que pa­ rece que deseara más bien el ser vencido. Ahora bien, un espíritu indócil merece que le den de palos; es necesario unir las junturas y remachar a recios martillazos esta barca que se desprende, se des­ hace, que se escapa y se sustrae a sí misma. En segundo lugar consideraba también que este accidente me servía de ejercitación >ara prepararme a cosas peores, por si yo, que por el favor de la ortuna y por la naturaleza de mis costumbres aguardaba ser de los últimos, llegaba a ser de los primeros atrapados por esta tempestad, enseñándome a tiempo a morigerar mi vida y a ordenarla para un nuevo estado. La verdadera libertad consiste en poder dominar todas las cosas en sí mismo. En momentos tranquilos y ordinarios uno se prepara a los acci­ dentes comunes, moderados; mas en esta confusión en que vivimos desde hace treinta años, todo francés en general y cada 'uno en particular se ve a cada instante a punto de perder totalmente su fortuna. Por lo tanto precisa mantener su valor provisto de mayores y más poderosas energías. Agradezcamos al hado el habernos hecho vivir en un siglo ni blando ni languideciente ni ocioso. Tal como es y como no hubiera podido serlo por otro medio, se hará famoso por sus desgracias. La verdad es que este derrumbe me animó más de lo que me aterró, con la ayuda de mi conciencia, que se mantenía no sola­ mente con serenidad, sino con altivez; y no encontré motivo para quejarme de mí mismo. Mas así como foios no envía jamás ni los males ni los bienes totalmente puros a Jos hombres, mi salud se portó a maravilla por aquel tiempo, contra lo acostumbrado, y, así como sin ella no puedo hacer nada, hay pocas cosas que no puedo hacer cuando la tengo. Me procuró los medios para despertar todas mis capacidades y poder llevar mi mano al socorro de la herida que de buena gana antes hubiera pasado por alto. Y experimentaba en mi paciencia qué podía hacer frente a la adversidad y que para hacerme perder los estribos se precisaba un golpe muy rudo. Yo no lo digo para provocar Ja fortuna y que me lleve una carga más poderosa. Soy un servidor y le tiendo las manos; mas, por Dios, ¡que ella se contente con lo hecho! ¿Que si siento sus asaltos? ¡Ya lo creo! Pero, así como aquellos a quienes la tristeza confunde y posee no dejan de cuando en cuan­

Í

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do de ensayar algún placer y alguna sonrisa se les escapa, yo puedo también bastante sobre mí mismo para convertir mi estado ordinario en apacible y descargado de sus enojosas preocupaciones, pese a lo cual, caprichosamente, me dejo sorprender por las mordeduras de estos ingratos pensamientos que me atenacean mientras me estoy armando para desecharlos o combatirlos. He aquí otra desgrada que me sobrevino a continuación de las restantes. Desde adentro y desde afuera de mi casa fui acogido or una peste tan virulenta que superó a cualquier otra. Pues, como >s cuerpos sanos están expuestos a las enfermedades más graves, siendo así que sólo pueden ser dominados por éstas, y con ser mi estado tan saludable que no tenía memoria de contagio alguno, bien que estuvo cercándome y no lograra hacer pie en mí, terminando por envenenarse a sí misma, no dejó de producirme efectos extra­ ños e inauditos.

E

Mista senum et iuvenum densantur fuñera, nullum saeva caput Proserpina fu g it(lc). Hube de sufrir, de esta curiosa situación, que la vista de mi casa me causara espanto; todo cuanto en ella había, sin custodia estaba, a la merced del que la codiciara. Yo, que soy tan hospitalario, me vi en la penosa situación de tener que buscar un refugio para mi familia: una familia extraviada que daba miedo a los amigos y a sí misma y causaba horror allí donde quisiera establecerse: teniendo que cambiar de morada súbitamente apenas uno de la comitiva empezaba a sentir dolor en la punta de un dedo. Cualquier enfer­ medad se toma como si fuera la peste misma, sin dar tiempo a re­ conocerla. Y lo bueno es que, según las reglas establecidas, ante cual­ quier sospecha de peligro hay que permanecer cuarenta días en trance de dicha enfermedad, mientras la imaginación os ejercita a su manera y os sobreexcita con perjuicio de vuestra salud. Todo esto me hubiera afectado mucho menos si no hubiera te­ nido que sufrir por el dolor de los demás sirviendo miserablemente de guía, durante seis meses, a esta caravana. Pues yo tengo mis preservativos, que son el valor y la paciencia. E l temor, que es lo que aflige particularmente en esta enfermedad, a mí no me oprime ( 10) Se multiplican las muertes mezcladas de jóvenes y viejos, ninguna cabeza se salva de la cruel Proserpina. (N. del E .)

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en absoluto. Y si, estando solo, me hubiera querido alejar, hubiera hecho una escapada mucho más airosa y a mayor distancia. Es ésta una muerte que ino me ¡parece de las peores: ordinariamente es corta, de aturdimiento, sin dolor, con el consuelo de que es un hecho colectivo, sin ceremonia, sin duelo, sin apuros. Pero en cuanto a las pobres gentes <de los alrededores, la centésima parte de las almas no pudo salvarse: videas clesertaque regna pastorum, et longe saltus lateque vacantes ( u ). En este lugar mis mejores entradas provienen del trabajo manual: lo que hacían cien hombres que trabajaban para mí estará detenido por mucho tiempo. Por otra parte, ¿qué ejemplos de valor no vimos, por aquel entonces, en medio de la simplicidad de todo este pueblo? En ge­ neral, renunciaban todos a los intereses de la vida. Los racimos quedaron suspendidos de las viñas, principal riqueza del país, -pre­ parándose todos indistintamente y esperando la muerte para esa tarde, o para el día siguiente, con un rostro y una voz tan poco afectados por el miedo que parecía que hubieran estado compro­ metidos en un acontecimiento necesario y que se trataba de una condenación universal e inevitable. E s hermosa esta actitud. Pero ja cuán pocos les dura la resolución ante la muertel La distancia o la diferencia de algunas horas, la sola consideración de la compa­ ñía nos cambian la actitud. Observad esto: ipor el hecho de que en el mismo mes mueran niños, jóvenes y viejos no hay asombro, no hay llantos. He visto algunos que temían quedar atrás como ante una horrible soledad posible; no vi por entonces más preocupación que por las sepulturas: 'les disgustaba ver los cuerpos dispersos en medio de los campos a merced de las bestias que en seguida los poblaron. Alguno, sano todavía, cavaba su fosa; otros se acostaban en las suyas aún con vida, y uno de mis jornaleros, moribundo, con sus ma­ nos y sus pies acercaba la tierra sobre sí. ¿No era esto abrigarse para dormir cómodamente? En resumen, todo un pueblo fue de golpe enrolado en una marcha que no cedía en inflexibilidad a nin­ guna resolución estudiada y consultada. ( ” ) Ve los desiertos dominios de los pastores y los campos de pastoreo vacio) a lo largo y a lo ancho. (N. del E .)

94

BIBLIOGRAFIA SUCINTA DE LAS PRINCIPALES EDICIONES O PUBLICACIONES RECIENTES O)

O bras

de

Mon taigne

|

Essais. Ediciones con todas las variantes manuscritas o impresas: — Reproducción fotográfica por Hachette, reproducción tipográfica por la Imprenta Nacional, del ejemplar de Burdeos. — Edición llamada municipal, por Strowsld, Gebelin, Villey, del ejemplar de Burdeos (5 vol. 49), 1906-1933. Ediciones con las principales variantes:

Essais, por M. Villey, 3 vol. 89, Alean, 1930-1931. —por M. Plattard, 6 vol. 129, Belles-Lettres, 1931-1932. — por |M. M. Rat, 3 vol. 89, Camier, 1942. — por M. A. Thibaudet, 1 vol. I29 (La Pléiade), 1933.

Journal de Voyage Le Journal de Voyage, por M. Lautrcy, 1 vol. 89, Hachette, 1906.I — por Ch. Dédéyan, 1 vol. 89, Boivin, 1946. — por M. de Sacy, 1 vol. 89, Le Club du Livre, 1952. La Théologie Naturelle. Lettres, notas de las Ephémérides, anotaciones de Nico­ lás Gilíes y de ¡Quinto Curdo, inscripciones de su biblioteca en el Mon­ taigne, oeuvres complétes, por el Dr. Armaingaud, 12 val. 129, Canard, tomos IX, X, XII, 1932-1941. S o bre

las f u en t es y la evolución de los

ENSAYOS

P. V il l e y , Sources et écolution des Essais, 2 vol. 8", Hachette, 1942. — Les Essais, 1 vol, 129, Malf&re, 1932. ( 1) Los títulos de las otras obras citadas se encontrarán al pie de las anteriores páginas.

95

Miss Norton, Le Plutarque de Montaigne, 1 vol. 12°, Boston, 1906. D. iM. F r a m e , Montaigne's discooenj of man, 1 vol. 89, Colombia, 1953. So bre M ontaigne

y su

época

F. S trow ski, Montaigne, 1 vol. 89, Alean, >1931. -----, 1 vol. 89, Nouvelle revue critique, 1938. J. P lattard, Montaigne et son temps, 1 vol. 8°, Boivin, 1933. P. Moreau, Montaigne, l’homme et l’oeuore, 1 vol. 89, Boivin, 1939. R. 'Sáenz H ayes, Miguel de Montaigne, 1 vol. 49, Buenos Aires, 1939. Sobre las ideas religiosas de Montaigne

H. M. M. C.

J. J ansen, Montaigne fidéiste, Niméguc, 1930. D reano , La pensée religieuse de Montaigne, 1 vol. 89, Beauchesne, 1937. jC ito leu x , Montaigne, théologien et solaat, 1 vol. 129, Lathielleux, 1937. S c l a fe r t , L’&me religieuse de Montaigne, 1 vol. 189, Nouvelles éditions latines, 1950. Sobre e l renombre y la influencia de Montaigne

P. Villev , Montaigne devant la posterité, 1 vol. 89, Boivin, 1935. A. B oa se , The fortunes of Montaigne in France, 1 ;vol. 89, Methuen, 1936. D. M. F r a m e , Montaigne in France. 1812-1852, 1 vol. 89, Coluxnbia, 1940. Cu. D édéyan, Montaigne ches ses amis anglo-saxons, 2 vol. 89, Boivin, 1946>, M. D reano, Lit renomée de Montaigne en France au XVIile. siécle, 1 vol. 89, Nizet, 1952. La Société des Amis de Montaigne (232, Bd. St-Gormain, París) publica cada trimestre un boletín en el que se mencionan los últimos trabajos aparecidos sobre Montaigne. Para una bibliografía más detallada se podrá consultar la mayor parte de las obras citadas más arriba y el Bulletin des Amis de Montaig­ ne, 1957, N9 1, “Information littéraire”, noviembre, 1956. Y en la ‘Biblioteca Nacional (París), las abundantes ediciones de Montaigne y los trabajos sobre él provenientes de las bibliotecas de los Drs. Payen y Armaingaud.

Se terminó de imprimir en los Talleres Gráficos LUMEN S. A. C. I. F., Herrera 527, Buenos Aires, en el mes de enero de 1968.

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