Peter-mcphee-la-revolucion-francesa-1789-1799-c.pdf

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Una nueva historia Desde hace unas décadas, y en especial tras el bicentenario de 1989, la historia de la Revolución Francesa ha sido sometida a una ofensiva revisionista que niega su carácter «social» y que ha creado desconcierto, sin ofrecer una visión alternativa satisfactoria. Este libro de Peter McPhee es la primera historia «postrevisionista» de la Revolución: una nueva interpretación que incorpora las líneas de investigación que se han desarrollado en las últimas décadas: una mejor comprensión de la cultura política, del papel de la mujer y de los orígenes del Terror, y un interés mayor en la experiencia de la gente común, con el propósito de «escuchar las diversas voces de la Francia revolucionaria» y recuperar su dimensión social. Como ha dicho el profesor Tackett, de la Universidad de California, ésta es «una de las mejores historias de la Revolución que han aparecido en muchos años; un excelente correctivo a muchos textos “revisionistas” recientes, que reafirma la importancia de la dinámica social antes y durante la Revolución». PETER McPHEE, catedrático de historia en la Universidad de Melbourne, es autor de numerosas publicaciones sobre la historia de la Francia modeilía, entre las que cabe destacar A Social History ofFrance, 1780-1880 (1992) y Revolution and Envirottment iti Southern France, 1780-1830 (1999).

PETER McPHEE

La Revolución Francesa, 1789-1799

La Revolución Francesa, 1789-1799

PETER McPHEE

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PETER McPHEE La Revolución Francesa, 1789-1799 Una nueva historia

T ra d u c c ió n ca stellana de Silvia F urió

CRÍTICA B arcelon a

Primera edición en B i b l i o t e c a

d e B o ls illo :

febrero de 2007

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Título original: The Frencb Revolution, 1789-1799 Diseño de la cubierta: Jaime Fernández Imagen de la cubierta: Cover/Corbis Realización: Átona, S.L. © 2002, Peter McPhee The Frencb Revolution, 1789-1799, was originally publishcd in English in 2002. This translation is published by arrangement with Oxford University Press La Revolución Francesa, 1789-1799, se publicó originalmente en inglés en 2002. Esta traducción se publica por acuerdo con Oxford University Press © 2003 de la traducción castellana para España y América: C r í t i c a , S . L . , Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona e-mail: [email protected] www.ed-critica.es ISBN: 978-84-8432-866-7 Depósito legal: B.5-2007 Impreso en España 2007. -A&M Gráfic, Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona)

La Revolución Francesa es uno de los más grandes y decisivos momentos de la historia. Nunca antes había intentado el pueblo de un extenso y po­ puloso pais reorganizar su sociedad en base al principio de soberanía popular. El drama, el triunfo y la tragedia de su proyecto, y los intentos por detenerlo o por invertir su curso, han ejercido una enorme atracción en los estudiosos a lo largo de más de dos siglos. Aunque con ocasión del bicentenario en 1989 los periodistas de derechas se apresuraron a procla­ mar que «la Revolución Francesa está terminada», para nosotros su im­ portancia y fascinación no ha disminuido un ápice.1 Desde que unos cuantos miles de parisinos armados tomaron la forta­ leza de la Bastilla en París el 14 de julio de 1789, no se ha dejado de debatir sobre los orígenes y el significado de cuanto sucedió. Todo el mundo está de acuerdo en la naturaleza trascendental y sin precedentes de la toma de la Bastilla y los actos revolucionarios vinculados a ella en­ tre los meses de mayo y octubre de 1789. No obstante, las consecuencias de aquellos acontecimientos fueron tales que el debate sobre sus orígenes no muestra señales de concluir. En los años siguientes a 1789 los sucesivos gobiernos revolucionarios trataron de reorganizar todos y cada uno de los aspectos de la vida de acuerdo con lo que según ellos eran los principios fundamentales de la revolución de 1789. Sin embargo, al no haber acuerdo sobre la aplicación práctica de aquellos principios, la cuestión de qué clase de revolución era aquélla y a quién pertenecía se convirtió en seguida en fuente de división, conduciendo a la revolución por nuevos cauces. Al mismo tiempo, los más poderosos oponentes al cambio, dentro y fuera de Francia, forzaron a 1. Stcvcn Laurcncc Kaplan, Farewell Revolution: Disputed L egad es, /•'ranee 17H9/ 1989 (Ithaca, N.Y., 1995), pp. 470-486.

V. 1111n u í í f n 111t rr 11t w t n i i t

INTRODUCCIÓN

los gobiernos a tomar medidas para preservar la revolución, que culmina­ ron en el Terror de 1793-1794. Quienes ostentaron el poder durante aquellos años insistieron repeti­ damente en que la revolución, una vez alcanzados sus objetivos, había terminado, y que la estabilidad era ahora el inmediato propósito. Cuando Luis XVI entró en París en octubre de 1789; cuando en julio de 1791 la Asamblea Nacional resolvió dispersar por la fuerza una muchedumbre de peticionarios que exigían que el rey fuera depuesto; y cuando la Conven­ ción Nacional introdujo en 1795 la Constitución del año III, en cada una de estas ocasiones se aseguró que había llegado la hora de detener el pro­ ceso de cambio revolucionario. Al final, la subida al poder de Napoleón Bonaparte en diciembre de 1799 supuso el intento más logrado de impo­ ner la anhelada estabilidad. Los primeros historiadores de la revolución empezaron por aquel entonces a perfilar no sólo sus relatos acerca de aquellos años sino tam­ bién sus opiniones sobre las consecuencias del cambio revolucionario. ¿Hasta qué punto fue revolucionaria la Revolución Francesa? ¿Acaso la prolongada inestabilidad política de aquellos años ocultaba una estabili­ dad económica y social mucho más fundamental? ¿Fue la Revolución Francesa un punto de inflexión trascendental en la historia de Francia, e incluso del mundo, tal com o proclaman sus partidarios, o fue más bien un prolongado período de violentos disturbios y guerras que arruinó millo­ nes de vidas? Este volumen es un relato histórico de la revolución que al mismo tiempo trata de responder a las trascendentales cuestiones planteadas más arriba. ¿Por qué hubo una revolución en 1789? ¿Por qué resuító tan difí­ cil lograr la estabilidad del nuevo régimen? ¿Cómo podría explicarse el Terror? ¿Cuáles fueron las consecuencias de un década de cambio revo­ lucionario? Este libro se inspira en la enorme riqueza de los escritos his­ tóricos de las últimas décadas, algunos de ellos forman parte de los reno­ vados debates con ocasión del bicentenario de la revolución de 1789, pero en su mayoría están influenciados por los cambios que se han ido produ­ ciendo en la aproximación al relato de la historia. Cuatro temas sobresalen entre la rica diversidad de aproximaciones a la Revolución Francesa de los últimos años. El primero aplica una vi­ sión más imaginativa del mundo de la política situando la práctica del poder dentro del contexto de «cultura política» y «esfera pública». Es

decir, esta aproximación sostiene que sólo podemos comenzar a com ­ prender la Revolución Francesa yendo más allá de la Corte y el Parla­ mento y tomando en consideración una amplia gama de formas de pensar y llevar a cabo la política en aquellos tiempos. Relacionada con ésta tene­ mos una segunda aproximación que examina el dominio masculino de la política institucional y la respuesta agresiva a los desafíos de las mujeres frente al poder de los hombres. Como corolario, una tercera aproxima­ ción ha reabierto los debates acerca de los orígenes del Terror de 17931794: ¿hay que buscar las semillas de la política represiva y mortífera de aquel año en los primeros momentos de la revolución, en 1789, o fue el Terror una respuesta directa a la desesperada crisis militar de 1793? Por último, y en otro orden de cosas, un renovado interés por la experiencia de la gente «corriente» ha hecho posible que los historiadores tengan en cuenta y profundicen en el estudio de la experiencia rural de la revolu­ ción. Una dimensión de aquella experiencia en la que se hará aquí hinca­ pié hace referencia a la historia del entorno rural. La década de la Revolución Francesa fue importante también por la elaboración y proclamación de ideas políticas fundamentales o ideolo­ gías, tales como la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789 y la Constitución Jacobina de 1793. Las descripciones contem­ poráneas de algunos de los episodios más espeluznantes de la revolución, como las «masacres de septiembre» en 1792, son sorprendentemente con­ movedoras. Por esta razón se reproducen aquí fragmentos clave de una amplia gama de documentos para que el lector pueda escuchar las distin­ tas voccs de la Francia revolucionaria. Mi colega Chips Sowerwinc ha concedido a este manuscrito el benefi­ cio de su visión critica y erudita: le estoy agradecido por ello, como lo estoy por su amistad y aliento. El manuscrito ha sido también mejora­ do gracias a la lectura crítica de Charlotte Alien, Judy Anderson, Glenn Matthews, Tim Tackett y Suzy Schmitz; por supuesto, ninguno de ellos es responsable de las deficiencias del presente libro. También a Juliet Flesch, Marcia Gilchrist y Kate Mustafa debo su inestimable ayuda.

I. FRANCIA DURANTE LA DÉCADA DE 1780 A 1789

La característica más importante de la Francia del siglo xvui era la de ser una sociedad esencialmente rural. La población que habitaba en pue­ blos y granjas era diez veces mayor que la actual. En 1780 Francia tenía probablemente una población de 28 millones de habitantes: si nos ate­ nemos a la definición de comunidad urbana como aquélla en la que convi­ ven más de 2.000 personas, entonces tan sólo dos personas de cada diez vivían en un centro urbano en el siglo xvm . La inmensa mayoría estaba repartida en 38.000 comunidades rurales o parroquias con una media de 600 residentes aproximadamente. Si echamos un vistazo a dos de ellas descubriremos algunas de las características principales de aquel lejano mundo. El diminuto pueblo de Menucourt era típico de la región de Vexin, al norte de París. Estaba situado entre los recodos de los ríos Sena y Oise, a unos pocos kilómetros al oeste de la ciudad más cercana, Pontoise, y a 35 tortuosos kilómetros de París. Era un pueblo pequeño: había tan sólo 280 habitantes en sus 70 hogares (pero había experimentado un fuerte crecimiento desde los 38 hogares de 1711). El «seigneur» o señor del pueblo era Jean Marie Chassepot de Beaumont, que contaba 76 años en 1789. En 1785 había solicitado y obtenido del rey el permfso y autoridad para establecer un livre terrier (libro de becerro) para sistematizar los considerables impuestos feudales que los aldeanos se negaban a recono­ cer. La granja productora de cereales dominaba económicamente el pue­ blo del mismo modo que el castillo dominaba las míseras viviendas de los aldeanos. Los campos cultivados ocupaban el 58 por ciento de las 352 hec­ táreas de la superficie de la minúscula parroquia, el bosque cubría otro 26 por ciento. Algunos habitantes se dedicaban al cultivo de la vid o Ira bajaban la madera de los castaños que había al sur del pueblo convirtién dola en toneles de vino y postes, otros extraían piedra para las nuevas

construcciones en Ruán y París. Esta actividad mercantil se complemen­ taba con una economía de subsistencia basada en el cultivo de pequeñas parcelas de vegetales y árboles frutales (nueces, manzanas, peras, cirue­ las, cerezas), en la recolección de castañas y setas en el bosque, y en la leche y la carne de 200 ovejas y 50 o 60 vacas. Al igual que en todos los pueblos de Francia, la gente ejercía varias profesiones a la vez: por ejem­ plo, Pierre Huard regentaba la posada local y vendía vino a granel, pero al mismo tiempo era el albañil del pueblo.1 Sin embargo, el pueblo de Gabian, 20 kilómetros al norte de Béziers, cerca de la costa mediterránea del Languedoc, era totalmente distinto en todos los aspectos. En efecto, gran parte de sus habitantes no podrían haberse comunicado con sus conciudadanos de Menucourt porque, al igual que la inmensa mayoría de la gente del Languedoc, hablaban occitano en su vida cotidiana. Gabian era un pueblo importante, con un cons­ tante suministro de agua de manantial, y desde el año 988 su señor había sido el obispo de Béziers. Entre los tributos que debían pagarle figuraban 100 setiers (un setier eran aproximadamente unos 85 litros) de cebada, 28 setiers de trigo, 880 botellas de aceite de oliva, 18 pollos, 4 libras de cera de abeja, 4 perdices, y un conejo. Teniendo en cuenta el antiguo papel de Gabian com o mercado situado entre las montañas y la costa, tenía también que pagar 1 libra de pimienta, 2 onzas de nuez moscada, y 2 onzas de clavo. Había asimismo otros dos señores que ejercían de­ rechos menores sobre los productos de dicha población. Como en Me­ nucourt, Gabian se caracterizaba por la diversidad de su economía mul­ ticultural, puesto que sus 770 habitantes cultivaban gran parte de los productos que necesitaban en las 1.540 hectáreas del pueblo. Mientras que Menucourt estaba vinculado a mercados más amplios debido a su industria maderera y sus canteras, la economía efectiva de Gabian estaba basada en el cultivo extensivo de viñedos y en la lana de 1.000 ovejas que pacían en las pedregosas colinas que rodeaban el pueblo. Una veintena de tejedores trabajaban la lana de las ovejas para los mercaderes de la ciudad textil de Bédarieux en el norte.2

1. Denise, Maurice y Robert Bréant, Menucourt: Un villaje du Vexin franfais pen­ dan! la Revolution 1789-1799 (Menucourt, 1989). 2. Peter McPhee, Une communauté languedocicnne dans l'histoire: (¡tibian 17601960 (Nimcs, 2001), cap. 1.

Durante mucho tiempo la monarquía había tratado de imponer una uniformidad lingüística en poblaciones com o Gabian obligando a los sacerdotes y a los abogados a utilizar el francés. Sin embargo, la mayoría de los súbditos del rey no usaba el francés en la vida cotidiana, al contra­ rio, podría decirse que la lengua que casi todos los franceses oían regular­ mente era el latín, los domingos por la mañana. A lo largo y ancho del país el francés sólo era la lengua cotidiana de aquellos que trabajaban en la administración, en el comercio y en los distintos oficios. Los miembros del clero también la utilizaban, aunque solían predicar en los dialectos o lenguas locales. Varios m illones de habitantes del Languedoc hablaban variantes del occitano, el flamenco se hablaba en el noreste y el alemán en Lorena. Había también minorías de vascos, catalanes y celtas. Estas «hablas» locales — o, dicho peyorativamente, «patois»— variaban consi­ derablemente dentro de cada región. Incluso en la Ile-de-France en torno a París había diferencias sutiles en el francés hablado de una zona a otra. Cuando el Abbé Albert, de Embrun al sur de los Alpes, viajó a través de la Auvernia, descubrió que: Nunca fui capaz de hacerme entender por los campesinos con quienes me tropezaba por el camino. Les hablaba en francés, les hablaba en mi patois nativo, incluso en latín, pero todo en vano. Cuando por fin me harté de hablarles sin que me entendieran una sola palabra, empezaron ellos ¡i hablar en una lengua ininteligible para m í.3

Las dos características más importantes que los habitantes de la Francia del siglo xvm tenían en común eran que todos ellos eran súbditos del rey, y que el 97 por ciento de ellos eran católicos. En la década de 1780 Fran­ cia era una sociedad en la que el sentido más profundo de la identidad de la gente estaba vinculado a su propia provincia o pays. Las culturas regio­ nales y las lenguas y dialectos minoritarios estaban sustentados por estra­ tegias económicas que trataban de acomodarse a las necesidades domés­ ticas dentro de un mercado regional o microrregional. La economía rural

3. Fernand Braudel, La identidad de Francia, Gedisa, Barcelona, 1993. (En la traduc­ ción inglesa — Londres, 1988— corresponde a las pp. 91-97.) Daniel Roche, France in tlie Enlightenment, trad. Arthur Goldhammcr (Cambridge, Mass., 1998), caps. 1-2, 6, pp. 488-491.

era esencialmente una economía campesina: es decir, una producción agraria basada en el hogar y orientada esencialmente a la subsistencia. Este complejo sistema multicultural pretendía en la medida de lo posible cubrir las necesidades de consumo de los hogares, incluyendo el vestir. Nicolás R estif de la Bretonne, nacido en 1734 en el pueblo de Sacy, en el límite entre las provincias de Borgoña y Champaña, nos ofrece una visión de este mundo. Restif, que se trasladó a París y se hizo famoso por sus irreverentes historias en Le Paysan pervertí (1775), escribió sobre sus recuerdos de Sacy en La Vie de m on p ére (1779). En ella rememora el ventajoso y feliz matrimonio que Marguerite, una pariente suya, estaba a punto de contraer con Covin, «un fornido payaso, un patán, el gran em­ bustero del pueblo»: Marguerite poseía tierras cultivables por un valor aproximado de 120 li­ bras, y las de Covin valían 600 libras, unas eran cultivables, otras viñedos y otras eran prados; había seis partes de cada tipo, seis de trigo, seis de avena o cebada, y seis en barbecho ... en cuanto a la mujer, obtenía los be­ neficios de lo que hilaba, la lana de siete u ocho ovejas, los huevos de una docena de gallinas, y la m antequilla y el queso que elaboraba con la le­ che de una vaca ... Covin era también tejedor, y su mujer hacía algún tra­ bajo doméstico; por consiguiente, debió de considerarse harto afortunada.

La gente de la ciudad se refería a la población rural con el término de paysans, esto es, «gente del campo». Sin embargo, este sencillo vocablo — al igual que su equivalente español «campesino»— oculta las comple­ jidades de la sociedad rural que se revelarían en los distintos comporta­ mientos de aquella población durante la revolución. Los braceros cons­ tituían la mitad de la población en áreas como la íle-de-France en torno a París, dedicadas a la agricultura a gran escala. N o obstante, en la mayoría de las regiones el grueso de la población estaba compuesto por minifundistas, agricultores arrendatarios o aparceros, dependiendo también mu­ chos de ellos de la práctica de un oficio o de un trabajo remunerado. En todas las comunidades rurales había una minoría de hacendados, a menu­ do apodados coqs du village, que eran importantes granjeros arrendata­ rios (fermiers) o terratenientes (laboureurs). En los pueblos más grandes había una minoría de personas — sacerdotes, letrados, artesanos, trabaja­ dores textiles— que no eran en absoluto campesinos, pero que en general

poseían alguna parcela de tierra, como es el caso del huerto del cura. El campesinado constituía aproximadamente cuatro quintas partes del «ter­ cer estado» o de los «plebeyos», pero a lo largo y ancho del país poseía tan sólo un 40 por ciento de la totalidad de las tierras. Esto variaba desde un 17 por ciento en la región del Mauges en el oeste de Francia hasta un 64 por ciento en Auvernia. Por muy paradójico que pueda parecer, la Francia rural era al mismo tiempo el centro de gran parte de los productos manufacturados. La in­ dustria textil en especial dependía ampliamente del trabajo a tiempo par cial de las mujeres en las zonas rurales de Normandía, Velay y Picardía. Esta clase de industria rural estaba relacionada con las especialidades regionales ubicadas en las ciudades de la provincia, como por ejemplo la de guantes de piel de carnero en Millau, la de cintas en St-Étiennc, enca­ jes en Le Puy y seda en Lyon. Existe un estudio reciente sobre la industria rural realizado por Liana Vardi que se centra en Montigny, una comuni­ dad de unas 600 personas en 1780 situada en la región septentrional de Cambrésis, que pasó a formar parte de Francia en 1677.4 A principios del siglo xviii, su población, constituida esencialmente por terratenientes y arrendatarios de subsistencia, alcanzaba tan sólo un tercio de aquel nú­ mero. A lo largo del siglo xvm , grandes terratenientes y arrendatarios monopolizaron las tierras, especializándose en el cultivo de! maíz, mien­ tras que los medianos y pequeños campesinos se vieron obligados a hilar y tejer lino para escapar de la pobreza y el hambre. En Montigny una industria rural floreciente aunque vulnerable era aquella en que los mer­ caderes «sacaban y mostraban» los productos hilados y tejidos a los dis­ tintos hogares de la población. A su vez, la industria textil proporcionaba a los granjeros un incentivo para aumentar sustancialmente el rendimien­ to de sus cosechas con el objeto de alimentar a una población cada vez mayor. Los intermediarios, mercaderes-tejedores de lugares como Mon­ tigny, que hipotecaron las pequeñas propiedades familiares para unirse a la fiebre de ser ricos, desempeñaron un papel fundamental. Estas perso­ nas continuaron siendo rurales en sus relaciones y estrategias económicas

4. Liana Vardi, The Land and the Loom: Peasants and Profií in Northern Frunce 1680-1800 (Durham, NC, 1993). Sobre la Francia rural en general, véanse Roche, Fratur in the Enlightenment, cap. 4, P. M. Jones, The Peasantry in the French Revolution (Cam­ bridge, 1988), cap. 1.

mientras que por otro lado hacían gala de un notable entusiasmo y capa­ cidad emprendedora. Sin embargo, Montigny fue un caso excepcional. Gran parte de la Francia rural era un lugar de continuo trabajo manual realizado por los labradores. Un mundo rural en el que los hogares se enfrascaban en una estrategia ocupacional altamente compleja para asegurar su propia sub­ sistencia sólo podía esperar el inevitable bajo rendimiento de las cose­ chas de cereales cultivadas en un suelo inadecuado o agotado. Tampoco las tierras secas y pedregosas de un pueblo sureño com o Gabian resul­ taban más aptas para el cultivo de los cereales que el suelo húmedo y arcilloso de Normandía: no obstante, en ambos lugares se dedicó una gran extensión de tierras al cultivo de cereales para cubrir las necesida­ des locales. Por consiguiente, muchas comunidades rurales disponían de unos reducidos «excedentes» que podían ser vendidos a las grandes ciu­ dades. No obstante, para los campesinos eran mucho más importantes las pequeñas ciudades o bourgs de los alrededores, cuyas ferias sema­ nales, mensuales o anuales constituían una ocasión para celebrar tanto los rituales colectivos de sus culturas locales com o para intercambiar productos. Las comunidades rurales consumían gran parte de lo que producían — y viceversa— , por lo que las pequeñas y grandes ciudades sufrían pro­ blemas crónicos por la falta de suministro de alimentos y por la limitada demanda rural de sus mercancías y servicios. Sin embargo, aunque sólo el 20 por ciento de los franceses vivía en comunidades urbanas, en un contexto europeo Francia destacaba por la cantidad y el tamaño de sus ciudades. Tenía ocho ciudades de más de 50.000 habitantes (París erá cla­ ramente la más grande, con aproximadamente unas 700.000 personas; a continuación le seguían Lyon, Marsella, Burdeos, Nantes, Lille, Ruán y Toulouse) y otras setenta cuya población oscilaba entre los 10.000 y 40.000 residentes. En todas estas ciudades grandes y pequeñas había ejemplos de fabricación a gran escala implicada en un marco comercial internacional, pero en la mayoría de ellas imperaba el trabajo artesanal para cubrir las necesidades de la propia población urbana y sus alrededo­ res, y una amplia gama de funciones administrativas, judiciales, eclesiás­ ticas y políticas. Eran capitales de provincia: sólo una de cada cuarenta personas vivía en París, y las comunicaciones entre la capital Versal les y el resto del territorio solían ser lentas e inseguras. El tamaño y la topogra-

fia del país eran un constante impedimento para la rápida transmisión de instrucciones, leyes y mercancías (véase mapa 1). Sin embargo, las me­ joras en las carreteras realizadas después de 1750 hicieron posible que ninguna ciudad de Francia estuviera a más de quince días de la capital; las diligencias, que viajaban 90 kilómetros al día, podían trasladar en cin­ co días a sus viajeros de París a Lyon, la segunda ciudad más grande de Francia con 145.000 habitantes. Como muchas otras ciudades, París estaba circundada por una mura­ lla, principalmente para recaudar los impuestos aduaneros sobre las mer­ cancías importadas a la ciudad. En el interior de las murallas había nume­ rosos fa u b o u rg s o suburbios, cada uno con su característica mezcla de población inmigrante y su comercio. La estructura ocupacional de París era la típica de una gran ciudad: todavía predominaba la habilidosa pro­ ducción artesanal a pesar de la emergencia de numerosas industrias a gran escala. Algunas de estas industrias, las más importantes, estaban en el fa u b o u rg St.-Antoine, donde la fábrica de papel pintado Réveillon daba empleo a 350 personas y el cervecero Santerre disponía de 800 obreros. En los barrios occidentales de la ciudad, la industria de la construcción estaba en pleno auge puesto que las clases acomodadas levantaban impo­ nentes residencias lejos de los abarrotados barrios medievales del centro de la ciudad. No obstante, muchos parisinos seguían viviendo en las con­ gestionadas calles de los barrios céntricos próximos al río, donde la población estaba segregada verticalmente en edificios de viviendas: a menudo, burgueses acaudalados o incluso nobles ocupaban el primer y segundo piso encima de las tiendas y puestos de trabajo, mientras los criados, los artesanos, y los pobres habitaban los pisos superiores y el desván. Al igual que en las comunidades rurales, la Iglesia católica era una presencia constante: en París había 140 conventos y monasterios (que albergaban a 1.000 monjes y a 2.500 monjas) y 1.200 clérigos de parroquia. Una cuarta parte de las propiedades de la ciudad estaban en manos de la Iglesia.5

5. Daniel Roche, The People o f París: An Essay on Popular Culture in the Eigliteenth Century, trad. Maric Evans (Berkclcy, Calif., 1987). Entre los numerosos estudios sobre Paris, véase David Garrioch, Neighbourhood and Community in París, 1740-179(1 (Cam­ bridge, 1986); Arlette Farge, Fragüe Uves: Violence, Power, and Solidarity in EigliteenthCentury Paris, trad. Carol Shelton (Cambridge, Mass., 1993).

F R A N C IA D U R A N T E LA D É C A D A D E 1780 A 1789

En París predominaban los pequeños talleres y las tiendas de venta al por menor: había miles de pequeñas empresas que, como promedio, daban empleo a unas tres o cuatro personas. En los oficios en que se requería una cierta especialización, una jerarquía de maestros controla­ ba el ingreso de oficiales, que habían obtenido su título presentando su obra maestra (c h e f d ’oeuvre) al finalizar su tour de France a través de centros provinciales especializados en su oficio. Este era un mundo en el que los pequeños patronos y los asalariados estaban unidos por un pro­ fundo conocimiento mutuo y del oficio, y en el que los obreros cualifica­ dos se identificaban por su profesión y también por su situación de amos u obreros. Los contemporáneos se referían a los obreros de París con el término de «canalla» (menú peu p le): no eran una clase trabajadora. Sin embargo, los desengaños que se producían entre los obreros y sus maes­ tros eran harto evidentes en aquellos oficios en los que resultaba difícil acceder a la maestría. En algunas industrias, como en el caso de la im­ prenta, la introducción de nuevas máquinas suponía una amenaza para las destrezas de los oficiales y aprendices. En 1776 los asalariados cualifi­ cados se alegraron ante la perspectiva de la abolición de los gremios y de la oportunidad de poder establecer sus propios talleres, pero el proyec­ to fue suspendido. A continuación, en 1781 se introdujo un sistema de livrels, o cartillas de los obreros, que afianzaba la posición de los maes­ tros en detrimento de los empleados díscolos. Las relaciones sociales se centraban en el vecindario y el puesto de trabajo tanto como en la familia. Las grandes ciudades com o París, Lyon y Marsella se caracterizaban por ser abarrotados centros medievales donde la mayoría de familias no ocupaba más de una o dos habitaciones: muchas de las rutinas asociadas con la comida y el ocio eran actividades públicas. Los historiadores han documentado el uso que las mujeres tra­ bajadoras hacían de las calles y de otros espacios públicos para zanjar disputas domésticas y asuntos relativos a los alquileres y a los precios de la comida. Los hombres que desempeñaban oficios cualificados encon­ traban solidaridad en las com pagnonnages, hermandades ilegales pero toleradas de trabajadores que servían para proteger las rutinas laborales y los salarios y proporcionaban una válvula de escape para el ocio y la agresividad tras trabajar de 14 a 16 horas diarias. Uno de estos traba­ jadores, Jacques-Louis Ménétra, recordaba, ya avanzada su vida, sus tiempos de aprendiz de vidriero antes de la revolución, en un ambiente

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rebelde de com pagnons que disfrutaban con travesuras obscenas, sexo ocasional, y violencia ritual con otras hermandades. Sin embargo, Mé­ nétra proclamaba también haber leído el C ontrato social, E m ilio y La nueva Eloísa de Rousseau, e incluso se vanagloriaba de haber conocido a su autor.6 En las ciudades de provincias predominaban las industrias específicas, como la textil en Ruán y Elbeuf. En torno a las grandes fundiciones de hierro y minas de carbón surgieron nuevos centros urbanos más pequeños como Le Creusot, Niederbronn y Anzin, donde trabajaban 4.000 empica­ dos. No obstante, especialmente en los puertos del Atlántico, el florecien­ te comercio con las colonias del Caribe fue desarrollando un sector eco­ nóm ico capitalista en el ámbito de la construcción de buques y del tratamiento de las mercancías coloniales, com o en el caso de Burdeos, donde la población creció de 67.000 a 110.000 habitantes entre 1750 y 1790. Era un comercio triangular entre Europa, Norteamérica y África, que exportaba a Inglaterra vinos y licores procedentes de puertos como el de Burdeos e importaba productos coloniales com o azúcar, café y tabaco. Un sector de este comercio utilizaba ingentes cantidades de barcos de esclavos, construidos para este propósito, que trasportaban cargamento humano desde la costa oeste de Africa a colonias como Santo Domingo. Allí, 465.000 esclavos trabajaban en una economía de plantaciones con­ trolada por 31.000 blancos de acuerdo con las normas del Código Negro de 1685. Este código establecía leyes para el «correcto» tratamiento de las propiedades de los dueños de esclavos, mientras que negaba a los esclavos cualquier derecho legal o familiar: los hijos de los esclavos pertenecían a su propietario. En 1785 había 143 barcos participando acti­ vamente en el tráfico de esclavos: 48 eran de Nantes, 37 de ambos puer­ tos, de La Rochela y de El Havre, 13 de Burdeos, y varios de Marsella, St.-Malo y Dunkerque. En Nantes, el comercio de esclavos representaba entre el 20 y el 25 por ciento del tráfico del puerto en la década de los años 1780, en Burdeos entre el 8 y el 15 por ciento y en La Rochela alcanzó hasta el 58 por ciento en 1786. A lo largo del siglo, desde 1707, estos barcos de esclavos realizaron más de 3.300 viajes, el 42 por cicnlo

6. Jacques-Louis Ménétra, Journal o f My Life, trad. Arthur Goldhammer (Nueva York, 1986); Roche, France in the Enlightenment, pp. 342-346, cap. 20.

de los mismos procedente de Nantes: este comercio fue esencial para el gran auge económico de los puertos del Atlántico en el siglo xvui.7 No obstante, la mayoría de las familias de clase media obtenían sus ingresos y su posición a través de actividades más tradicionales, como el derecho y otras profesiones, la administración real, y las inversiones en propiedades. Aproximadamente el 15 por ciento de la propiedad rural estaba en manos de aquellos burgueses. Mientras que la nobleza se apo­ deraba de los puestos más prestigiosos de la administración, los rangos inferiores estaba ocupados por la clase media. La administración real en Versal les era muy reducida, con tan sólo unos 670 empleados, pero en toda la red de pueblos y ciudades de provincias daba empleo a miles de perso­ nas en tribunales, obras públicas y gobierno. Para los burgueses que con­ taban con sustanciales rentas no había inversiones más atractivas ni más respetables que los bonos del Estado, seguros pero de bajo rendimiento, o las tierras y el señorío. Este último en particular ofrecía la posibilidad de acceder a un estatus social e incluso a un matrimonio dentro de la noble­ za. En los años ochenta, uno de cada cinco señores terratenientes en el área de Le Mans era de origen burgués. La Francia del siglo xvm se caracterizaba por los múltiples vínculos que existían entre la ciudad y el campo. En las ciudades de provincias especialmente, los burgueses eran dueños de extensas propiedades rura­ les de las que obtenían rentas de los campesinos y granjeros. En contra­ partida, el servicio doméstico en las familias burguesas constituía una fuente importante de em pleo para las mujeres jóvenes del campo. Las muchachas menos afortunadas trabajaban como prostitutas o en talleres de caridad. Otro vínculo importante entre el campo y la ciudad era ía cos­ tumbre que tenían las mujeres trabajadoras de ciudades com o Lyon y París de enviar a sus bebés a las zonas rurales para ser criados, a menudo durante varios años. Los bebés tenían más posibilidades de sobrevivir en el campo que en la ciudad, pero aún así, una tercera parte de aquellos niños moría mientras estaba con el ama de cría (caso contrario es el de la madre del vidriero Jacques-Louis Ménétra, que murió mientras él se encontraba al cuidado de su nodriza en el campo). Había también otra clase de comercio humano que afectaba a varios miles de hombres de las 7. Jean-Michcl Dcveau, La Traite rochelaise (París, 1990); Kochc, ¡''ranee in the Enlightenment, cap. 5.

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! tierras altas con una prolongada «temporada baja» en invierno que tenían que emigrar hacia las ciudades en determinados períodos estacionales o | durante años en busca de trabajo. Los hombres abandonaban lo que se ha j denominado una sociedad «matricéntrica», en la que las mujeres cuidai ban del ganado y producían tejidos. Sin embargo, la relación más importante que se estableció entre la ! Francia rural y la urbana fue la del suministro de alimentos, especialmen| te de cereales. Este vínculo a menudo se quebraba debido a las demandas i encontradas de los consumidores urbanos y rurales. En tiempos normales los asalariados urbanos gastaban del 40 al 60 por ciento de sus ingresos sólo en pan. Cuando en los años de escasez subían los precios, también aumentaba la tensión entre la población urbana, que dependía por com­ pleto del pan barato, y los segmentos más pobres de la comunidad rural, amenazada por los comerciantes locales que trataban de exportar los cereales a mercados urbanos más lucrativos. Veintidós de los años que van desde 1765 hasta 1789 estuvieron marcados por disturbios debidos a | la escasez de comida, bien en los barrios populares urbanos donde las ¡ mujeres en particular trataban de imponer una tdxation populaire para ¡ mantener los precios al nivel acostumbrado, bien en las áreas rurales donj de los campesinos se asociaban para evitar que las pocas existencias fue­ ran enviadas al mercado. En muchas zonas la tensión por el suministro de alimentos agravaba la sospecha de que las grandes ciudades no eran más que parásitos que se aprovechaban del esfuerzo rural, puesto que la Igle­ sia y la nobleza obtenían sus riquezas del campo y consumían de forma ostentosa en la ciudad. No obstante, en este proceso creaban empleo para la gente de las ciudades y prometían caridad para los pobres.8 La Francia del siglo xvm era un país de pobreza masiva en el que la ¡ mayoría de gente se encontraba indefensa ante una mala cosecha; Esto explica lo que los historiadores han denominado «equilibrio demográfij co», en el que tasas muy altas de natalidad (sobre el 4,5 de cada cien per8. Entre los importantes estudios sobre el comercio de cereales destacan Stevcn Kaplan, Provisioning Paris: Merchants and Millers in the Grain and Flour Trade during the Eighteenth Century (Ithaca, NY, 1984); Cynthia Bouton, The Flour War: Gender, Class, and Community in late A nden Regime French Society (University Park, Pa., 1993); Judith Miller, Mastering the Market: the State and 1989), pp. 24, 27. En lo relativo a la Iglesia en el siglo xvm véase también Roche, The Grain Trade in Northern France, 17001860 (Cambridge, 1998).

sonas) quedaban igualadas por elevadas tasas de mortalidad (3,5 aproxi­ madamente). Los hombres y las mujeres se casaban tarde: normalmente entre los 26 y 29 años y los 24 y 27 respectivamente. En las zonas más devotas sobre todo, donde era menos probable que las parejas evitasen la concepción mediante el coitus interruptus, las mujeres parían una vez cada veinte meses. Sin embargo, en todo el país, la mitad de los niños que nacían morían de enfermedades infantiles y malnutrición antes de cum­ plir los cinco años. En Gabian, por ejemplo, hubo 253 muertes en la década de 1780 a 1790, de las que 134 eran niños menores de cinco años. Aunque no resultase extraña la ancianidad — en 1783 fueron enterrados tres octogenarios y dos nonagenarios— , la esperanza de vida de aquellos que sobrevivían a la infancia se situaba alrededor de los 50 años. Después de 1750, una prolongada serie de buenas cosechas alteró el equilibrio demográfico: la población aumentó de unos 24,5 m illones a 28 millones en la década de los ochenta. A pesar de ello, la vulnerabilidad de esta población creciente no era simplemente una función de la eterna amenaza de las malas cosechas. La población rural, especialmente, sus­ tentaba los costes de los tres pilares de autoridad y privilegio en la Fran­ cia del siglo xvm: la Iglesia, la nobleza, y la monarquía. Juntas, las dos órdenes privilegiadas y la monarquía recaudaban como promedio de un cuarto a un tercio del producto de los campesinos, mediante impuestos, tributos de señorío y el diezmo. Los 169.500 miembros del clero (el primer estado del reino) consti­ tuían el 0,6 por ciento de la población. Según su vocación estaban dividi­ dos en un clero «regular» de 88.500 miembros (26.500 monjes y,55.000 monjas) de distintas órdenes religiosas y un clero «secular» compuesto por 59.500 personas (39.000 sacerdotes o curés y 20.500 vicarios o vicaires) que atendían a las necesidades espirituales de la sociedad laica. Había también otras clases de clero «seglar». En términos sociales, la Iglesia era altamente jerárquica. Los puestos más lucrativos com o los de responsables de órdenes religiosas (a menudo desempeñados in absentiá) y com o los de obispos y arzobispos estaban en manos de la nobleza: el arzobispo de Estrasburgo tenía una paga de 450.000 libras al año. Aun­ que los salarios mínimos anuales de los sacerdotes y vicarios se incre­ mentaron hasta 750 y 300 libras respectivamente en 1786, estos sueldos les proporcionaban mayor holgura y confort del que disfrutaban la mayo­ ría de sus feligreses.

La Iglesia obtenía su riqueza principalmente del diezmo (normalmen­ te el 8 o el 10 por ciento) que imponía a los productos agrícolas en el momento de la recolección, que le proporcionaba unos ingresos de 150 millones de libras al año, y de las vastas extensiones de tierras propiedad de las órdenes religiosas y de las catedrales. Con ello se pagaba en muchas diócesis una portion congrue (porción congrua) o salario al clero de parroquia, que éste complementaba con las costas que se recaudaban por servicios especiales com o matrimonios y m isas celebradas por las almas de los difuntos. En total, el primer estado poseía aproximadamente el 10 por ciento de las tierras de Francia, alcanzando incluso el 40 por ciento en Cambrésis, de las que obtenía 130 millones de libras anuales en concepto de arriendos y tributos. En las grandes y pequeñas ciudades de provincias, el clero de parroquia, monjas y monjes de órdenes «abiertas» pululaban por doquier: 600 de los 12.000 habitantes de Chartres, por ejemplo, pertenecían a órdenes religiosas. En muchas ciudades provin­ ciales, la Iglesia era también uno de los principales propietarios: en Angers, por ejemplo, poseía tres cuartos de las propiedades urbanas. Aquí, com o en todas partes, la Iglesia constituía una importante fuente de empleo local para el servicio doméstico, para artesanos cualificados y abogados que cubrían las necesidades de los 600 miembros del clero resi­ dentes en una ciudad de 34.000 habitantes: funcionarios, carpinteros, co­ cineros y mozos de la limpieza dependían de ellos, del mismo modo que los abogados que trabajaban en los cincuenta y tres tribunales de la Igle­ sia procesando a los morosos que no pagaban el diezmo o el arriendo de sus inmensas propiedades. La abadía benedictina de Ronceray poseía cinco fincas, doce graneros y lagares, seis molinos, cuarenta y seis gran­ jas, y seis casas en el campo en los alrededores de Angers, que proporcio­ naban a la ciudad 27.000 libras anuales. * En la década de 1780 a 1789 muchas órdenes religiosas masculinas estaban en vías de desaparición: Luis XV había clausurado 458 casas religiosas (en las que sólo había 509 miembros) antes de su muerte en 1774, y el reclutamiento de monjes descendió en un tercio en las dos dé­ cadas posteriores a 1770. Las órdenes femeninas eran más fuertes, como la de las Hermanas de la Caridad en Bayeux, que proporcionaba comida y refugio a cientos de mujeres agotadas por sus incesantes labores de enea je. A pesar de todo, a lo largo y ancho de la Francia rural, el clcro de parroquia era el centro de la comunidad: com o fuente de consuelo espiri­

tual c inspiración, com o consejero en momentos de necesidad, como administrador de caridad, como patrono y como portador de noticias del mundo exterior. Durante los meses de invierno, el párroco ofrecía unos rudimentos de enseñanza, aunque tan sólo un hombre de cada diez y una mujer de cada cincuenta fuera capaz de leer la Biblia. En las zonas en que el hábitat estaba muy disperso, com o sucedía en algunos lugares del Macizo Central o en el oeste, los habitantes de las granjas y caseríos más remotos tan sólo se sentían parte de la comunidad en la misa de los do­ mingos. En el área occidental los feligreses y el clero decidían todos los asuntos locales después de la misa, en lo que se ha descrito como diminu­ tas teocracias. Incluso en estos casos la educación tenía una importancia marginal: en la devota parroquia occidental de Lucs-Vendée sólo el 21 por ciento de los novios podían firmar en el registro de matrimonio, y única­ mente el 1,5 por ciento podía hacerlo de forma que permitiese suponer un cierto grado de alfabetización. La mayoría de los parisinos sabía por lo menos leer, pero la Francia rural era esencialmente una sociedad oral. La Iglesia católica gozaba de monopolio en el culto público, a pesar de que las comunidades judías, aunque geográficam ente separadas, 40.000 personas en total, conservaban un fuerte sentido de identidad en Burdeos, en el Condado Venesino y en Alsacia, al igual que los aproxima­ damente 700.000 protestantes en ciertas zonas del este y del Macizo Cen­ tral. Los recuerdos de las guerras religiosas y de la intolerancia que siguió a la revocación del Edicto de Nantes en 1685 estaban muy arraiga­ dos: los habitantes de Pont-de-Montvert, en el corazón de la región de los Camisards protestantes, cada vez más numerosos en 1700, tenían una guarnición del ejército y un señor católico (los caballeros de Malta) para recordarles diariamente su sometimiento. Sin embargo, mientras que el 97 por ciento de los franceses eran nominalmente católicos, los niveles tanto de religiosidad (la observancia externa de las prácticas religiosas, como la asistencia a la misa de Pascua) como de espiritualidad (la impor­ tancia que los individuos otorgaban a tales prácticas) variaba a lo largo del país. Por supuesto, la esencia de la espiritualidad está fuera del alcan­ ce del historiador; no obstante, el declive de la fe en determinadas áreas puede deducirse por el número cada vez mayor de novias que quedaban embarazadas (que oscilaba entre el 6,2 y el 10,1 por ciento en todo el país) y por la disminución de la vocación sacerdotal (la cantidad de nue­ vos religiosos decreció en un 23 por ciento durante los años 1749-1789).

El catolicismo era más fuerte en el oeste y en Bretaña, a lo largo de los Pirineos, y al sur del Macizo Central, regiones caracterizadas por un reclutamiento clerical masivo de muchachos procedentes de familias locales bien integradas en sus comunidades y culturas. Por otro lado, en la zona occidental las pagas de los sacerdotes estaban muy por enciroa del mínimo requerido; además, ésta era una de las partes del país donde el diezmo se pagaba al clero local en vez de hacerlo a la diócesis, facili­ tando con ello la tarea de los sacerdotes de atender a todas las necesida­ des de la parroquia. En todas partes, los feligreses más devotos solían ser viejos, mujeres y del ámbito rural. La teología a la que estaban sometidos se caracterizaba por una desconfianza «tridentina» respecto a los placeres mundanos, por el énfasis en la autoridad sacerdotal y por una poderosa imaginería de los castigos que aguardaban más allá de la tumba a los que mostraban una moral laxa. Yves-M ichel Marchais, el curé de la devota parroquia de Lachapelle-du-Génet en el oeste, predicaba que «Todo aquello que pueda calificarse de acto impuro o de acción ilícita de la car­ ne, si se hace por propia y libre voluntad, es intrínsecamente malo y casi siempre un pecado mortal, y por consiguiente motivo de exclusión del Reino de Dios». Predicadores com o el padre Bridaine, veterano de 256 misiones, informaban exhaustivamente a los pecadores acerca de los cas­ tigos que les aguardaban una vez excluidos: Crueles hambrunas, sangrientas guerras, inundaciones, incendios ... inso­ portables dolores de muelas, punzantes dolores de gota, convulsiones epi­ lépticas, fiebres ardientes, huesos rotos ... todas las torturas sufridas pol­ los mártires: afiladas espadas, peines de hierro, dientes de tigres y leones, el potro, la rueda, la cruz, la parrilla al rojo vivo, aceite hirviendo, plomo d

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Los puestos de élite en el seno de la Iglesia católica estaban en manos de los miembros del segundo estado o nobleza. Los historiadores nunca han llegado a ponerse de acuerdo sobre el número de nobles que había en Francia en el siglo xvm, en parte debido a la cantidad de plebeyos que

9. Ralph Gibson, A Social History oj Frencli Catholicism 1789-1914 (Londres, Frun­ ce in the Enlightcnment, cap. 11; y el extraordinario estudio de John McManncrs, Cliurch and Society in the Eighteenth-Cenlury France, 2 vols. (Oxford, 1998). El cap. 46 de esta última obra analiza la postura de los protestantes y de los judíos.

tasque) que se recolectaban en las tierras pertenecientes al seigneurie; esto representaba entre una doceava y una sexta parte, pero en algunas zonas de Bretaña y de la Francia central ascendía incluso a un cuarto de la recolección. A todo esto había que añadir otros derechos fundamen­ tales, com o el monopolio (banalité) sobre el horno del pueblo, sobre la prensa de las uvas y las aceitunas, y sobre el molino; impuestos económ i­ cos sobre la transmisión de tierras e incluso sobre matrimonios; y la exi­ gencia de trabajo no remunerado por parte de la comunidad en las tierras del señor en la época de recolección. Se ha calculado que el valor de es­ tos tributos constituía el 70 por ciento de los ingresos de los nobles en Rouergue (donde el cham part se llevaba un cuarto de la producción del campesinado), mientras que, al sur, en la vecina región de Lauragais, alcanzaba tan sólo el 8 por ciento. La solución a la paradoja de cómo una sociedad esencialmente cam­ pesina podía mantener a tantas ciudades importantes se encuentra en las funciones que estos centros provincialGS desempeñaban en el siglo xvm. En cierto modo las ciudades del interior dependían del campo, puesto que el grueso de los tributos de señorío, arriendos, diezmos y pagos recauda­ dos por la élite de los dos primeros estados del reino se gastaban en los centros urbanos. Por ejemplo, el cabildo de la catedral de Cambrai obte­ nía dinero de sus propiedades sitas en pueblos com o Montigny, donde poseía el 46 por ciento del área total en 1754. Al mismo tiempo era tam­ bién el señor del pueblo, a pesar de que aquélla era una región en la que el régimen feudal tenía un peso relativamente escaso. Los habitantes del campo habían nacido en un mundo marcado por manifestaciones físicas y materiales del origen de la autoridad y del esta­ tus. La parroquia y el castillo dominaban el entorno edificado y recorda­ ban a los plebeyos su obligación de trabajar y someterse. A pesar de que en la década de 1780 los señores ya no residían en sus fincas como solían hacerlo a principios de siglo, continuaban ejerciendo sus numerosas prerrogativas que reforzaban la posición subordinada de la comunidad, ya fuera reservando un banco en la Iglesia parroquial, llevando armas en público, o nombrando a los funcionarios del pueblo. No podemos saber hasta qué punto la deferencia que exigían era un sincero reconocimiento de su eminencia; no obstante, hay repetidos ejemplos de animosidad del 10. Vcase Roche, France in the Enlightenment, cap. 12. Un brillante estudio local nos lo brinda Robert Forster, The House o f Saulx-Tavanes: Versailles and Burgundy 1700- campesinado que desesperaban a los miembros de la élite. En Provenza, 1830 (Baltimore, 1977). por ejemplo, se exigía que las comunidades locales respetasen las muer­

reclamaban el estatus de nobleza en un intento por obtener posición, pri­ vilegios y rango, que estaban más allá del alcance de la riqueza. Cálculos recientes sugieren que no había más de 25.000 familias nobles o 125.000 personas nobles, aproximadamente un 0,4 por ciento de la población. La nobleza, en cuanto a orden, gozaba de varias fuentes de riqueza y poder corporativo: privilegios señoriales y fiscales, el estatus que acom­ pañaba a la insignia de eminencia, y el acceso exclusivo a una serie de puestos oficiales. No obstante, al igual que el primer estado, la nobleza se caracterizaba por una gran diversidad interna. Los nobles de provincias más pobres (hobereaux) con sus pequeñas propiedades en el campo tenían muy poco en común con los miles de cortesanos de Versalles o con los magistrados de los parlamentos (parlem ents) y los administradores superiores, aunque su estatus de nobleza fuera mucho más antiguo que el de aquellos que habían comprado un título o habían sido ennoblecidos por sus servicios administrativos (noblesse de robe o nobleza de toga). El ingreso de un hijo en una academia militar y la promesa de una carrera com o oficial era el trato de favor de que disponían los nobles de provin­ cias para conservar su estatus y seguridad económica. Su rango en el seno del ejército se vio reforzado por el reglamento Ségur de 1781 que exigía cuatro generaciones de nobleza para los oficiales del ejército. Dentro de la élite de la nobleza (les Grands), las fronteras familiares y de riqueza estaban fracturadas por intrincadas jerarquías de posición y prerrogati­ vas; por ejemplo, de aquellos que habían sido presentados formalmente en la corte había que distinguir entre los que tenían permiso para sen­ tarse en un escabel en presencia de la reina y los que podían montar en su carruaje. Sin embargo, lo que todos los nobles tenían en común era el interés personal por acceder al sumamente complejo sistema de estatus y jerarquía en el que se obtenían privilegios materiales y prom ociones.10 La mayoría de nobles obtenían de la tierra una parte significativa de su riqueza. Aunque el segundo estado poseía en total aproximadamente un tercio de las tierras de Francia, ejercía derechos señoriales sobre el resto del territorio. El más importante de estos derechos era la percepción sis­ temática de un tributo sobre las mayores cosechas (cham part, censive o

ba de una cierta autonomía respecto de Roma, pero a su vez dependía de la buena voluntad del personal de la Iglesia para mantener la legitimidad de su régimen. A cambio, la Iglesia católica disfrutaba del monopolio del culto público y del código moral. Asimismo, en reciprocidad a la obedien­ cia y respeto de sus semejantes de la nobleza, el rey aceptaba que estuvie­ sen en la cúspide de todas las instituciones, desde la Iglesia hasta las fuer­ zas armadas, desde el sistema judicial hasta su propia administración. Jacques Necker, un banquero de Ginebra que fue ministro de finanzas durante el período de 1777-1781 y ministro de Estado desde 1788, fue el único miembro del consejo de ministros de Luis XVI que no era noble. La residencia del rey en Versalles fue la manifestación física de poder más imponente en la Francia del siglo xvm. Sin embargo, la burocracia estatal era a la vez reducida en tamaño y limitada en sus funciones al orden interno, a la política exterior, y al comercio. Había tan sólo seis ministros, dedicándose tres de ellos a los asuntos exteriores, a la guerra y a la armada, mientras que los otros se ocupaban de las finanzas, de la jus­ ticia y de la Casa Real. Gran parte de la recaudación de impuestos se «cosechaba» en los ferm iers-généraux privados. Y lo que es más impor­ tante, todos los aspectos de las estructuras institucionales de la vida pública — la administración, las costumbres y medidas, la ley, las con­ tribuciones y la Iglesia— llevaban el sello del privilegio y reconocimien­ to histórico a lo largo de los siete siglos de expansión territorial de la monarquía. El precio pagado por la monarquía por la expansión de sus territorios desde el siglo xi había sido el reconocimiento de «derechos» y «privilegios» especiales para las nuevas «provincias». En efecto, el reino incluía un extenso enclave — Aviñón y el Condado Venesino— que conti­ nuó perteneciendo al papado desde su exilio allí en el siglo xiv. La constitución por la que el rey gobernaba Francia era consuetuáinaria, no escrita. Una parte esencial de la misma establecía que Luis era rey de Francia por la gracia de Dios, y que él solo se hacía responsable ante Dios del bienestar de sus súbditos. El linaje real era católico y se transmi­ tía solamente a través de los hijos mayores (ley sálica). El rey era el jefe del ejecutivo: nombraba a los ministros, diplomáticos y altos funciona­ rios, y tenía la potestad de declarar la guerra y la paz. Sin embargo, al tener los parlamentos la responsabilidad de certificar los decretos del rey, 11. Alain Collomp, La Maison du pére: Famille et vil¡age en I Íautc-Provence auxhabían ido asumiendo paulatinamente el derecho a hacer algo más que xvu* et xvm* siécles (París, 1983), p. 286. revisar su corrección jurídica; es decir, los parlamentos insistían en que sus

tes que pudiesen producirse en la familia del señor evitando cualquier fiesta pública durante un año. En esta región, un afligido noble se lamen­ taba de que, en el día de la festividad del santo patrón del pueblo de Sausses en 1768, «la gente había tocado tambores, disparado mosquetes y bai­ lado todo el día y parte de la noche, con gran boato y vanidad».11 La Francia del siglo xvm era una sociedad corporativa, en la que el privilegio era parte integral de la jerarquía social, de la riqueza y de la identidad individual. Es decir, las personas formaban parte de grupos sociales surgidos de una concepción medieval del mundo en el que la gente tenía la obligación de rezar, de luchar o de trabajar. Era una visión esencialmente estática o fija del orden social que no se correspondía con otros aspectos del valor personal, como la riqueza. El tercer estado, el 99 por ciento de la población, incluía a todos los plebeyos, desde los mendi­ gos hasta los financieros más acaudalados. Los dos primeros estados estaban unidos internamente por los privilegios inherentes a su estado y por su visión de sus funciones sociales e identidad, pero también estaban divididos internamente por las diferencias de estatus y riqueza. A la cabe­ za de toda forma de privilegio — legal, fiscal, ocupacional o regional— se encontraba siempre la élite noble de los dos primeros estados u órdenes. Estas antiguas familias nobles e inmensamente ricas en la cima del poder compartían una concepción de la autoridad política y social que manifes­ taban a través de un ostentoso exhibicionismo en sus atuendos, en sus moradas y en el consumo de lujos. El primer y segundo estado constituían corporaciones privilegiadas: es decir, la monarquía había reconocido ya tiempo atrás su estatus privi­ legiado a través, por ejemplo, de códigos legales distintos para sus miem­ bros y de la exención del pago de impuestos. La Iglesia pagaba tan sólo una contribución voluntaria (don gratuit) al Estado, normalmente no más del 3 por ciento de sus ingresos, por decisión del sínodo gobernante. Los nobles estaban generalmente exentos del pago directo de contribuciones salvo del modesto vingtiéme (vigésimo), un recargo impuesto en 1749. No obstante, las relaciones entre las órdenes privilegiadas y el monarca — el tercer pilar de la sociedad francesa— estaban basadas en la dependencia mutua y la negociación. El rey era el jefe de la Iglesia galicana, que goza­

coincidía con el de los parlamentos (parlem ents y conseils souverains). El Parlamento de París ejercía su poder sobre medio país, mientras que el conseil souverain de Aras tenía sólo una pequeña jurisdicción local. Nor­ malmente, el centro de administración, la archidiócesis y la capital judi­ cial tenían sede en distintas ciudades dentro de la misma provincia. Ade­ más, rebasando todas estas fronteras aún había otra antigua división entre la ley escrita o romana del sur y la ley consuetudinaria del norte. A am­ bos lados de esta división había decenas de códigos de leyes locales; por supuesto, tanto el clero com o la nobleza tenían también sus propios códi­ gos específicos. Los que se dedicaban al comercio y a los distintos oficios se quejaban de las dificultades que en su trabajo les creaba la multiplicidad de jurisdic­ ciones y códigos legales. También la multiplicidad de sistemas moneta­ rios, de pesos y medidas — las medidas de tamaño y volumen no estaban unificadas en todo el reino— y las aduanas internas suponían obstácu­ los insalvables. Los nobles y las ciudades imponían sus propios peajes ipéages) a los productos que se trasladaban por ríos y canales. En 1664 casi todo el norte de Francia había formado una unión de aduanas, pero seguía habiendo aduanas entre dicha unión y el resto del país, aunque no siempre entre las provincias fronterizas y el resto de Europa. Para las pro­ vincias orientales era más fácil comerciar con Prusia que con París. Todos los ámbitos de la vida pública en la Francia del siglo xvm esta­ ban caracterizados por la diversidad regional y la excepcionalidad, y la constante resistencia de las culturas locales. Las estructuras instituciona­ les de la monarquía y los poderes corporativos de la Iglesia y la nobleza estaban siempre implicadas mediante prácticas locales, exenciones y lealtades. La región de Corbiéres perteneciente al Languedoc nos propor­ ciona un interesante ejemplo de esta complejidad institucional y de*las limitaciones con las que se encontraba la monarquía al tratar de ejercer control sobre la vida diaria. Aquélla era una zona geográficamente bien de­ limitada cuyas 129 parroquias hablaban todas occitano, con excepción de tres pueblos catalanes en su frontera sur. Sin embargo, la región estaba dividida a efectos administrativos, eclesiásticos, judiciales y contributi vos entre los departamentos de Carcasona, Narbona, Limoux y Perpiñán. 12. Olwcn Hufton, «Womcn and the Family Economy in Eightccnth-Ccntury Frail­ Los límites de estas instituciones no eran fijos: por ejemplo, los pueblos ee», French Historical Sludies, 9 (1975), pp. 1-22; Hufton, The Prospect before Her: A vecinos administrados por Perpiñán pertenecían a diferentes diócesis. En History ofWomen in Western Europe, 1500-1800 (Nueva York, 1996), esp. cap. 4; Roche, Corbiéres había diez volúmenes distintos para los que se utilizaba el tér­ France in the Enlightenment, cap. 7, pp. 287-299.

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«advertencias» podían también defender a los súbditos de las violaciones de sus privilegios y derechos a m enos que el rey decidiese utilizar la se­ sión para imponer su voluntad. Los compromisos históricos a los que los monarcas franceses habían tenido que sucumbir para garantizar la aquiescencia de las provincias recién adquiridas a lo largo de los siglos se manifestaban en los compli­ cados acuerdos relativos a los impuestos en todo el país. El impuesto directo más importante, la taille (la talla), variaba según las provincias y algunas ciudades habían comprado el modo de escabullirse por completo. El principal impuesto indirecto, la gabelle (la gabela) sobre el consumo de la sal, variaba de más de 60 libras por cada 72 litros hasta sólo 1 libra y 10 céntimos. Olwen Hufton describe grupos de mujeres ostensiblemente embarazadas haciendo contrabando de sal en Bretaña, la zona en que los impuestos eran más bajos, y llevándola hacia el este, a las zonas que mayores impuestos pagaban, para venderla clandestinamente y obtener ganancias con este producto de primera necesidad.12 En cuanto a la administración, las palabras clave eran excepción y exención. Las cincuenta y ocho provincias de la Francia del siglo xvm estaban agrupadas a efectos administrativos en 33 généralités (véase mapa 2). Éstas variaban enormemente en tamaño y raramente coincidían con el territorio que cubrían las archidiócesis. Además, los poderes que los principales administradores del rey (intendants) podían ejercer varia­ ban considerablemente. Algunas de las généralités (generalidades), cono­ cidas como pays d ’état (países de Estado), com o la Bretaña, el Langue­ doc y la Borgoña, reclamaban una cierta autonomía en la distribución de los impuestos que otras zonas, los pays d ’élection (países de elección), no tenían. Las diócesis se alineaban en tamaño y riqueza desde la archidió­ cesis de París hasta los «évéchés crottés» u «obispados enlodados», pe­ queños obispados que no eran más que el producto de acuerdos políticos de siglos anteriores, especialmente en el sur durante el exilio del papado a Aviñón en el siglo xiv. El mapa de las fronteras administrativas y eclesiásticas de Francia no

mino setier (normalmente, unos 85 litros), y no menos de cincuenta me­ didas para definir un área: la sétérée abarcaba desde 0,16 hectáreas en las tierras bajas hasta 0,51 en las tierras altas. Voltaire y otros reformistas hicieron campaña en contra de lo que con­ sideraban la intolerancia y crueldad del sistema judicial, especialmente en el famoso caso de la tortura y ejecución en 1762 del protestante de Toulouse Jean Calas, condenado por el supuesto asesinato de su hijo para evi­ tar su conversión al catolicismo. El sistema punitivo que Voltaire y otros condenaban era una manifestación de la necesidad que tenía el régimen de ejercer el control sobre su inmenso y diverso reino mediante la intimida­ ción y el temor. Los castigos públicos eran severos y a menudo espectacu­ lares. En 1783, un monje capuchino apartado del sacerdocio acusado de agredir sexualmente a un muchacho y apuñalar a su víctima diecisiete veces fue quebrado en la rueda y quemado vivo en París; y dos mendigos de Auvernia fueron también despedazados en la rueda en 1778 por haber amenazado a su víctima con una espada y un rifle. En total, el 19 por ciento de los casos comparecidos ante el tribunal prebostal de Toulouse entre 1773 y 1790 acabaron en ejecución pública (alcanzando incluso el 30,7 por ciento en 1783) y otros tantos en cadena perpetua en prisiones navales. Sin embargo, para la mayoría de los contemporáneos la monarquía de Luis XVI parecía el más estable y poderoso de todos los regímenes. Aun­ que la protesta fuera endémica — tanto en forma de disturbios por la comida como de quejas sobre los atrevimientos de los privilegiados— , casi siempre se desarrollaba dentro del sistema: es decir, contra las ame­ nazas a una forma idealizada en la que se suponía que el sistema había funcionado anteriormente. Efectivamente, durante los motines populares más generalizados en los años previos a 1789 — la «guerra de la harina» en el norte de Francia en 1775— los amotinados gritaban que estaban bajando el precio del pan a los acostumbrados 2 céntimos la libra «en nombre del rey», reconocimiento tácito de la responsabilidad que tenía el rey ante Dios de procurar el bienestar de su pueblo. No obstante, en la década de 1780, una serie de cambios a largo plazo en la sociedad france­ sa comenzaron a minar algunos de los pilares fundamentales de la autori­ dad y a amenazar el orden social basado en los privilegios y las corpo­ raciones. Dificultades financieras profundamente arraigadas pondrían a prueba la capacidad de la élite para responder a los imperativos de cam­ bio. Una abrupta crisis política haría aflorar estas tensiones y problemas.

II. LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN

Una de las cuestiones largamente debatidas por los historiadores es la de si la burguesía del siglo xvm tenía «conciencia de clase»: es decir, si la Revolución Francesa fue obra de una burguesía decidida a derrocar los órdenes privilegiados acelerando con ello la transición del feudalismo al capitalismo de acuerdo con el modelo marxista de desarrollo histórico. Los términos de dicho debate se han planteado a menudo de forma harto simplificada, esto es, tratando de responder a la cuestión de si los miem­ bros más ricos de la burguesía estaban integrados en las clases gobernan­ tes. De ser así, ¿no podría argumentarse que no había ninguna crisis anti­ gua ni profundamente arraigada en el seno de esta sociedad?, ¿que la revolución tan sólo esgrimía causas recientes y por ello relativamente insignificantes? Hay pruebas evidentes a favor de este razonamiento.1 Los nobles desempeñaron un papel activo en el cambio agrícola y minero, en contraste con lo que su reputación suponía entonces y ahora, y los reyes ennoblecieron de entre los financieros y fabricantes más brillantes a indi­ viduos com o el emigrante bávaro Christophe-Philippe Oberkainpf, que había establecido una fábrica de tejidos estampados en Jouy, cerca de Versalles. Entre los objetos más codiciados por los burgueses figuraban unos 70.000 cargos venales, de los que 3.700 conferían nobleza a quiepes los ostentaban. Algunos de estos jóvenes burgueses ambiciosos que acabarían 1. La clásica formulación marxista de los orígenes de la crisis de 1789 se encuentra en Georgcs Lefebvre, The Corning o f the French Revolution, trad. R. R. Palmer (Princeton, 1947); y en Soboul, La Revolución Francesa, Crítica, Barcelona, 1994. (En la traducción inglesa —Londres, 1989— corresponde a las pp. 25-113.) Su teoría es rebatida por William Doylc , Origins o f the French Revolution, 2." ed. (Oxford, 1980); y porT. C. W. Blanning, The French Revolution: Aristocrats versus Bourgeois? (Londres, 1987). William Doylc plantea el argumento de que los nobles y burgueses adinerados formaban una élite de no­ tables en su obra, The Oxford History o f the French Revolution (Oxford, 1989), cap. 1.

estando a la vanguardia de la iniciativa militante contra los nobles después de 1789, encontraban apropiado e incluso deseable añadir un prefijo o su­ fijo noble a su apellido plebeyo: de Robespierre, Brissot de Warville, y Danton. Por otro lado, hay que señalar que los distintos grupos profesiona­ les que conformaban la burguesía no se definían a sí mismos como miem­ bros de una «clase» compacta, unida a lo largo y ancho de todo el país por los cargos que desempeñaban y por intereses socioeconómicos similares. Sin embargo, podría resultar mucho más esclarecedor el considerar a la élite de la burguesía como un grupo que buscaba ingresar en el mundo de la aristocracia trastornándolo al mismo tiempo sin darse cuenta. Los burgueses más acaudalados trataban de comprar cargos y títulos nobles, pues éstos les aportaban riqueza y a la vez un puesto en aquella sociedad. N o es de sorprender que intentasen abrirse camino en un mundo que nun­ ca habrían imaginado que pudiese terminar. Por ejemplo, Claude Périer, el adinerado propietario de una fábrica textil de Grenoble, que también poseía una plantación de azúcar en Santo Domingo, pagó un millón de libras por varios señoríos y el inmenso castillo de V izille en 1780, don­ de construyó una nueva fábrica textil. El rendimiento de sus señoríos — 37.000 libras anuales— era aproximadamente el mismo que el que po­ dría haber obtenido de haber llevado a cabo otras alternativas de inver­ sión. No obstante, aunque la burguesía más acomodada pusiera todas sus esperanzas y fortunas en lograr el ingreso en la nobleza, nunca dejaban de ser «intrusos»: sus reivindicaciones por alcanzar prestigio no sólo se basa­ ban en sus distintos logros, sino que su mismo éxito resultaba subversivo para la raison d'étre del estatus de nobleza. A su vez, los nobles que emu­ laban a la burguesía tratando de parecer «progresistas» y se uníán, por ejemplo, a las logias masónicas, socavaban la exclusividad de su orden. Otros historiadores han tildado de «infructuosas» y «zanjadas» las cuestiones acerca de los orígenes sociales y económicos de la revolución y afirman que sus orígenes y naturaleza pueden observarse mejor a través de un análisis de la «cultura política», según palabras de Lynn Hunt, del papel de los «símbolos, el lenguaje, y el ritual al inventar y transmitir una tradición de acción revolucionaria».2 Efectivamente, algunos historiado­ res han puesto en tela de juicio la idoneidad de términos com o «clase» 2. Lynn Hunt, «Prólogo» a Mona Ozouf, Festivals and the French Revolution, trad. Alan Sheridan (Cambridge, Mass. 1988), pp. ix-x; Sarah Maza, «Luxury, Morality, and

y «conciencia de clase» en la Francia del siglo xvm . David Garrioch comienza su estudio de «la formación de la burguesía parisina» afirman­ do que «no había burguesía parisina alguna en el siglo xvm », es decir, que los burgueses no se definían a sí mismos como parte integrante de una «clase» con intereses y puntos de vista similares. Los diccionarios de la época definían el término burgués por lo que no era — ni noble ni obrero manual— o utilizando «burgués» como término despectivo. No obstante, como Sarah Maza nos muestra, ello no equivale a decir que no hubiera crítica de la nobleza: al contrario, las causes célebres que ha estudiado a través de la publicación de informes judiciales de tiradas de hasta 20.000 en los años 1780 demuestran un frecuente y poderoso rechazo de un mundo aristocrático tradicional que aparece descrito como violento, feudal e inmoral, y opuesto a los valores de la ciudadanía, racio­ nalidad y utilidad.3 En el mundo cada vez más comercial de finales del siglo xvm , los nobles discutían acerca de si la abolición de las leyes de dérogeance (degradación) para permitir su ingreso en el comercio resuci­ taría la «utilidad» de la nobleza a ojos de los plebeyos. Lo que todo ello sugiere es que, aunque entre la burguesía no había conciencia de clase con un programa político, sí había sin lugar a dudas una enérgica crítica de los órdenes privilegiados y de las supuestamente anticuadas reivindi­ caciones de las funciones sociales en las que se sustentaban. Si los cambios se manifestaban en la forma en que se expresaba el debate público en los años previos a 1789, ¿no es eso indicativo de mayo­ res cambios en la sociedad francesa? Recientemente los historiadores han vuelto al estudio de lo que ellos llaman «cultura material» de la Francia del siglo xvm , es decir, de los objetos materiales y prácticas de la vida económica. No obstante, no han dado este paso para recuperar las viejas interpretaciones marxistas de la vida cultural e intelectual como «reflejos» de la estructura económica, sino más bien para comprender los significa dos que la gente de la época otorgaba a su mundo a través de su conducta y también de sus palabras. De ello se desprende que una serie de cambios

Social Change: Why there was no Middlc-Class Consciousness in Prercvolutiomiiy France», Journal o f Modern History, 69 (1997), pp. 199-229. 3. David Garrioch, The Formation o f the Parisian Bourgeosie I690-IH3I) (Cambridge, Mass., 1996), p. 1; Sarah Maza, Prívate Uves and Public Affairs: The Causes Célebres <>J Prerevolutionary France (Berkeley, Calif., 1993); y «Luxury, Morality, and Social Change».

interrelacionados — económicos, sociales y culturales— estaba socavan­ do las bases de la autoridad social y política en la segunda mitad del si­ glo xvm. La expansión limitada pero totalmente visible de la empresa ca­ pitalista en la industria, en la agricultura de las tierras del interior de París, y sobre todo en el comercio, vinculada al negocio colonial, generaba formas de riqueza y valores contrarios a las bases institucionales del absolutismo, una sociedad ordenada de privilegios corporativos y de reivindicacio­ nes de autoridad por parte de la aristocracia y de la Iglesia. Colin Jones ha calculado que el número de burgueses aumentó de unos 700.000 en 1700 a aproximadamente 2,3 millones en 1780. Incluso entre la pequeña burgue­ sía se iba gestando una clara «cultura de consumo», patente en el gusto por los escritorios, espejos, relojes y sombrillas. Las décadas posteriores a 1750 se revelaron com o una época de «revolución en el vestir», según palabras de Daniel Roche, en la que los valores de respetabilidad, decen­ cia y sólida riqueza se expresaban a través del vestir en todos los grupos sociales, pero especialmente entre las clases «medias». Los burgueses también se distinguían de los nobles y artesanos por su cuisine bourgeoise (cocina burguesa), haciendo comidas menos copiosas y más regulares, y por sus virtudes íntimas de simplicidad en sus viviendas y modales. Jones ha estudiado las diferentes expresiones de este cambio de valo­ res en las revistas de la época. En los años ochenta, salieron al mercado el Journal de santé y otras publicaciones periódicas dedicadas a la higiene y a la salud, que abogaban por la limpieza de las calles y la circulación del aire: la densa mezcla de sudor y perfume que despedían los cortesanos con sus pelucas era tan insoportable como el «hedor» de los campesinos y de los pobres en las ciudades, con su creencia en el valor medicinal de la suciedad y la orina. El contenido de los anuncios y de las hojas de noti­ cias denominadas A ffiches, que se elaboraban en cuarenta y cuatro ciuda­ des y leían unas 200.000 personas, se fue haciendo perceptiblemente cada vez más «patriótico». En dichas páginas abundaba el uso de términos com o «opinión pública», «ciudadano», y «nación» en comentarios polí­ ticos, y al mismo tiempo podía leerse en un anuncio en el A /fiche de Toulouse de diciembre de 1788 sobre «les véritables pastilles á la Neckre (sic)»: gotas patrióticas para la tos «para el bien público».4 4. Colin Jones, «Bourgeois Revolution Revivificd: 1789 and Social Change», en Colin Lucas (ed.), Rewriling the French Revolution (Oxford, 1991); y «The (¡real Chain

Coincidiendo con la articulación de estos valores y con el gradual, prolongado e irregular cambio económico, se produjo una serie de desa­ fíos intelectuales a las formas políticas y religiosas establecidas, que los historiadores denominan «Ilustración». La relación entre el cambio eco­ nómico y la vida intelectual se encuentra en el seno de la historia social de las ideas, y los teóricos sociales e historiadores permanecen divididos acerca de la naturaleza de dicha relación. Los historiadores, especialmen­ te los marxistas, para los que los orígenes de la revolución están inextri­ cablemente unidos al importante cambio económico experimentado, han interpretado la Ilustración com o un síntoma de una sociedad en crisis, como la expresión de los valores y frustraciones de la clase media. Por consiguiente, para Albert Soboul, que escribió en 1962, la Ilustración era en efecto la ideología de la burguesía: La base económ ica de la sociedad estaba cambiando, y con ella se modifi­ caron las ideologías. Los orígenes intelectuales de la revolución hay que buscarlos en los ideales filosóficos que la clase media había estado plan­ teando desde el siglo xvn ... su conciencia de clase se había visto reforza­ da por las actitudes exclusivistas de la nobleza y por el contraste entre su avance en asuntos económ icos e intelectuales y su declive en el campo tic la responsabilidad cívica.5

Esta visión de la Ilustración ha sido rebatida por otros historiadores cinc hacen hincapié en el interés que muchos nobles mostraban por la filoso­ fía. Además, mientras que una generación de historiadores intelectuales veteranos tendía a mirar retrospectivamente desde la revolución a las ideas que parecían haberla inspirado, como el Contrato social de Rousseau, otros insisten en que el interés prerrevolucionario se centraba en su nove­ la romántica, La nueva Eloísa. * of Buying: Medical Advertisemcnt, the Bourgeois Public Sphere, and the Origins of the French Revolution», American HistóricaI Review, 101 (1996), pp. 13-40; Gcorgcs Vigarelio, Lo limpio y lo sucio: la higiene del cuerpo desde la Edad Media, (Madrid, 1991), caps. 9-11. Roche trata el teína del desarrollo de una cultura comercial y de consumo de forma harto atractiva en France in the Enlightenment, caps. 5, 17, 19, y en The Culture o f Clothing: Dress and Fashion in the «Ancient Regime», trad. Jean Birrell (Cambridge, 1994). 5. Albert Soboul, La Revolución Francesa, Crítica, Barcelona, 1994. (En la traducción inglesa — Londres, 1989— corresponde a las pp. 67-74.) En The Enlightenment (Cam­ bridge, 1995) de Dorinda Outram encontramos una lúcida argumentación sobre el tema.

Al igual que la Ilustración no fue una cruzada intelectual unificada que socavara por sí sola los supuestos fundamentales del Antiguo Régi­ men, tampoco la Iglesia católica fue un monolito que sustentara siempre el poder de la monarquía. Algunos de los filósofos más prominentes fue­ ron prelados: Mably, Condillac, Raynal y Turgot, entre otros. Por su parte, Dale Van Kley insiste en la importancia del legado religioso de las no­ ciones protestantes y jansenistas de libertad política y los desafíos a la jerarquía eclesiástica. Si hacia 1730 la policía calculaba que el respaldo a las críticas jansenistas de las jerarquías eclesiásticas ascendía a tres cuartos de la población en los vecindarios más populares de París, ¿cuá­ les podrían haber sido las consecuencias a largo plazo? A pesar de la supresión del jansenismo a lo largo del siglo, su valores sobrevivieron en­ tre los «richeristas», seguidores de un canónigo jurista del siglo xvn que aseguraba que Cristo no había nombrado «obispos» solamente a los doce apóstoles, sino también a los setenta y dos discípulos o «sacerdotes» mencionados en Lucas.6 Sin embargo, había una conexión fundamental entre los temas princi­ pales de la nueva filosofía y la sociedad a la que ponía en tela de juicio. La vibrante vida intelectual de la segunda mitad de siglo era producto de aquella sociedad. N o es de extrañar que los objetivos principales de la literatura crítica fueran el absolutismo real y la teocracia. En palabras de Diderot en 1771: Cada siglo tiene su propio espíritu característico. El espíritu del nuestro parece ser la libertad. El primer ataque contra la superstición fue violento, desenfrenado. Una vez que el pueblo se ha atrevido de alguna manára a atacar la barrera de la religión, esta misma barrera que es tan impresio­ nante y a la vez la más respetada, ya es im posible detenerlo. D esde el m om ento en que lanzaron miradas amenazadoras contra la celestial majestad, no dudaron en dirigirlas a continuación contra el poder terrenal. La cuerda que sujeta y reprime a la humanidad está formada por dos ramales: uno de ellos no puede ceder sin que el otro se rompa.7

6. Roche, France in the Enlightenment, cap. 11; Dale Van Kley, The Religious Origins o f the French Revolution: From Calvin to the Civil Constituíion, 1560-1791 (New Haven, 1996). 7. John Lough, An Introduction to Eiglueenth-Century France (Londres, 1960), 317; Roche, France in the Enlightenment, caps. 18, 20.

Para muchos filósofos esta crítica quedaba restringida por la aceptación del valor social de los sacerdotes de parroquia com o guardianes del orden público y de la moralidad. También los intelectuales, resignados por lo que consideraban la ignorancia y superstición de las masas, se volvieron hacia los monarcas ilustrados com o la mejor manera de garantizar la liberalización de la vida pública. Semejante liberalización propiciaría necesariamente el desencadena­ miento de la creatividad en lá vida económica: para los «fisiócratas» como Turgot y Quesnay, el progreso del mundo residía en liberar la ini­ ciativa y el comercio (laissez-faire, laissez-passer). Al suprimir obstácu­ los a la libertad económica — gremios y controles en el comercio de los cereales— y fomentar las «mejoras» agrícolas y los cercados, la riqueza económica que se crearía sustentaría el «progreso» de las libertades civi­ les. Dichas libertades habían de ser sólo para los europeos: con escasas excepciones, los filósofos desde Voltaire hasta Helvetius racionalizaron la esclavitud en las plantaciones justificándola com o el destino natural de los pueblos inferiores. En 1716-1789 el volumen de com ercio a través de los grandes puertos se multiplicó por cuatro, es decir, creció en un 2 o 3 por ciento anual, en parte debido al tráfico de esclavos. Marsella, con 120.000 habitantes en 1789, estaba económicamente dominada por 300 grandes familias de comerciantes que constituían la fuerza que apoyaba a la Ilustración y al mismo tiempo representaban el crecimiento económ i­ co. Una de ellas dijo en 1775: El comerciante al que me refiero, cuyo estatus no es incompatible con la más rancia nobleza o los más nobles sentim ientos, es aquel que, superior por virtud de sus opiniones, su genio y su empresa, añade su fortuna a la riqueza del Estado ...8

*

En estos términos la Ilustración aparece com o una ideología de clasc. Pero ¿cuál era la incidencia social de sus lectores? Los historiadores se han acercado a valorar los cambios culturales de los años setenta y ochen­ ta, precisamente en el ámbito de la historia social de la Ilustración. Par­ tiendo de la premisa de que la edición es una actividad comercial múltiple,

8. Roche, France in the Enlightenment, pp. 159, 167.

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L A C R IS IS D E L A N T IG U O R É G IM E N

Robert Darnton ha intentado descubrir, mediante el análisis del comercio suizo clandestino de libros, lo que quería el público lector. En un régimen de fuerte censura, las ediciones pirata baratas de la Enciclopedia entra­ ban de contrabando en el país procedentes de Suiza y se llegaron a vender unos 25.000 ejemplares entre 1776 y 1789. A pesar de que las autori­ dades del Estado toleraban el com ercio de ediciones baratas de obras como la Enciclopedia o la Biblia, existía al mismo tiempo un comercio sumergido de libros prohibidos que resulta harto revelador, pues toda una amplia red de personas, impresores, libreros, vendedores ambulantes y arrieros, arriesgaba la cárcel para obtener beneficios de las demandas del público. Los catálogos suizos ofrecían a los lectores de las distintas capas de la sociedad urbana una mezcla socialmente explosiva de filoso­ fía y obscenidad: las mejores obras de Rousseau, Helvetius y Holbach competían con títulos com o Venus dans le cloitre, ou la religieuse en chem ise, y La Filie de jo ie . L ’A m our de Charlot et Toinelte empezaba con una descripción de la reina masturbándose y de sus intrigas amorosas con su cuñado, a la vez que ridiculizaba al rey: Es de sobra sabido que el pobre Señor tres o cuatro veces condenado ... por absoluta impotencia no puede satisfacer a Antoinette. De esta desgracia estam os seguros puesto que su «cerilla» no es más gruesa que una brizna de paja siempre blanda y siempre encorvada ...

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El tono subversivo de estos libros y panfletos era imitado en las cancio­ nes populares. Un empleado del departamento encargado de regular el comercio de libros acudió a su superior para pedirle que impusiese una censura más severa: «Observo que las canciones que se venden en la calle para entretenimiento del populacho les instruyen en el sistema de la liber­ tad. La chusma de la más baja ralea, creyéndose parte del tercer estado, ya no respeta a la alta nobleza».9

9. Robert Darnton, The Literary Background o f the Oíd Regime (Cambridge, Mass., 1982), pp. 200; Roche, France ¡n the Enlightenment, 671. Los orígenes culturales de la Revolución Francesa se analizan de forma convincente en la versión cinematográfica de

El tono irreverente aunque moralista de dichas publicaciones y can­ ciones hacía mofa de la Iglesia, de la nobleza y de la propia familia real por su decadencia e impotencia, socavando al mismo tiempo la mística de aquellos que habían nacido para gobernar y su capacidad para hacerlo. Poco importaba que la hija de Luis hubiese nacido en 1778, y sus hijos en 1781 y 1785. Incluso en las ciudades de provincias dominadas por los órdenes privilegiados, como Toulouse, Besangon y Troyes, la Enciclope­ dia y la osadía de la literatura clandestina encontraron un mercado ham­ briento. A partir de 1750, esgrime Arlette Farge, la clase obrera de París se implicó mucho más en los debates públicos, no porque las obras de los intelectuales de la Ilustración se hubiesen filtrado hasta el pueblo, sino en respuesta a lo que éste consideraba el gobierno arbitrario de la monarquía. La Ilustración no fue simplemente un movimiento cultural con con­ ciencia propia: se vivió de manera inconsciente, con valores cambiantes. Inventarios de propiedades realizados en París en 1700 evidenciaron que los libros estaban en manos de un 13 por ciento de asalariados, un 32 por ciento de magistrados y un 26 por ciento de nobles de espada: en la se­ gunda mitad de siglo, las cifras eran del 35, 58 y 53 por ciento respectiva­ mente. David Garrioch, el historiador del J'aubourg St.-Marcel, ha compa­ rado los testamentos de dos acaudalados curtidores. A su muerte en 1734 dejó N icolás Bouillerot 73 libros, todos ellos de religión. Jean Auffray, que murió en 1792, era menos rico pero dejó 500 libros, entre los que había obras de historia y clásicos en latín, así com o una serie de mapas y panfletos. Obviamente, esto podría no ser más que un ejemplo de los gustos literarios de dos individuos, pero para Garrioch ilustra más bien los valores e intereses cambiantes entre la burguesía para quien la Ilustra•/ * 1 0 A ción era «una forma de vida». Otra aproximación a la Ilustración se inspira fundamentalmente en el trabajo del sociólogo alemán Jürgen Habermas, que escribió en la década de los sesenta de nuestro siglo en el contexto de la historia reciente de su

1989 de la novela de Choderlos de Lacios, Las amistades peligrosas, Planeta, Barcelo­ na, 1991, de 1782, y en la película de 1997 Ridicule. 10. Garrioch, Formalion o f the Parisian Bourgeoisie, 278; Roche, France in the Enlightenment, p. 199; Arlette Farge, Subversive Words: Public Opinión in Eighteenth— Century France, trad. Roscniary Morris (Oxford, 1994).

«propiedades», y «corporaciones». Daniel Roche hace hincapié en la importancia de la «crisis cultural» evidente en una nueva «esfera pública de razón crítica» en los salones de París, sociedades eruditas y logias masónicas: «En algunos aspectos la ruptura con el pasado ya se había producido: la censura no conseguía nada, y un reino de libertad estaba emergiendo a través de un consumo de productos cada vez más intenso, rápido y elocuente».12 En el mundo del arte existía también la misma relación compleja entre el público lector y el escritor, ilustrada por la aco­ gida que el público dispensó a la obra de David El ju ra m en to tic los H oracios en 1785, con su exaltación de la conducta cívica percibida como virtuosa. Este tema halló resonancia entre la audiencia de la dasimedia educada en los clásicos. El autor de Sur la peinlurc ( 1782) atacaba la pintura convencional y la decadencia de la élite social, exhortando .1 los críticos de arte a comprometerse «en consideraciones do ca r a d a moral y político».

El inquieto mundo de la literatura en la década de los ochenta era esencialmente una fenómeno urbano: en Paris, por ejemplo, había una escuela primaria para cada 1.200 personas, y la mayoría de hombres y mujeres sabía leer. En las zonas rurales, la principal fuente de palabras impresas que los pocos alfabetizados podían leer de vez en cuando en voz alta en las reuniones nocturnas (veillées) era la Biblia, los almanaques populares de festivales y estaciones, y la Bibliothéque b leue.'1 Esta última la constituían ediciones rústicas y baratas producidas en cantidades masi­ vas, que ofrecían a los pobres del campo un escape a su miseria cotidiana para adentrarse en un mundo medieval de maravillas sobrenaturales, vidas de santos y magia. Aunque parece que se produjo una seculariza­ ción del tipo de información contenida en los almanaques, no hay prueba alguna de que los temas de lectura vendidos en el campo por los colporteurs (buhoneros) estuvieran imbuidos de preceptos «ilustrados». II. En lo relativo a los «espacios» de la vida en sociedad, véase Thomas E. Crow, N o obstante, la Francia rural estaba en crisis en la década de 1780. En Pintura y sociedad en el Paris del siglo xvm (Nerea, Madrid, 1989); Joan B. Landcs, Montigny (véase capítulo I), el tratado de libre comercio con Inglaterra Women and the Public Sphere in the Age o f the French Revolution (Ithaca, NY, 1988), cap. 1; Jack Censcr y Jeremy Popkin (eds.), Press and Politics in Pre-Revolutionary France (Bcrkelcy, Calif., 1987); Dena Goodman, The Republic o f Letters: A Cultural History o f the French Enlightenment (Ithaca, NY, 1994); Margaret C. Jacob, Living the Enlightenment: Freemasonry and Politics in the Eighteenth-Century Europe (Oxford, 1991); y Roche, France in the Enlightenment, cap. 13. En la Introducción de Prívate Lives and Public Affairs, de Maza, encontraremos una lúcida exposición del uso que los historiado­ res han hecho de Habermas.

12. Roche, France in the Enlightenment, p. 669. 13. Emmet Kennedy, /I Cultural History o f the French Revolution (New llaven, 1989), pp. 38-47. Roger Chartier duda de la práctica de la lectura en voz alta en Cultural History; Between Practices and Representations, trad. Lidia Cochrane (Cambridge, 1988), cap. 7.

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país y de los emergentes conocim ientos de la Rusia de Stalin. Para Habermas, la Ilustración tenía que ser entendida com o la expresión inte­ lectual de la cultura política democrática. Historiadores recientes han desarrollado las nociones de Habermas sobre cultura política y espacio público yendo más allá de la historia de la élite intelectual hasta los «espacios» en los que las ideas se articularon y defendieron. Por ejemplo, a diferencia de las corporaciones, el mundo privilegiado de las academias aristocráticas era mucho más abierto, las logias masónicas de librepensa­ dores eran una forma de sociabilidad masculina y burguesa que proliferó abundantemente después de 1760: a pesar de los mandamientos de varios papas (que no evitaron que 400 sacerdotes se unieran a ellas), había unos 210.000 miembros en 600 logias en la década de 1780. La expansión de la francmasonería era en parte la expresión de una cultura burguesa característica fuera de las normas de la élite aristocrática. Los hombres de negocios, excluidos de las academias de los nobles, constituían del 30 al 35 por ciento de las logias, que atraían también a los soldados, a ios funcionarios públicos y a los hombres que ejercían profesiones liberales. En París, el 74 por ciento de los francmasones procedían del tercer esta­ do. Sin embargo, Dena Goodman arguye que la francmasonería fue un espacio masculino opuesto al mundo de los salones parisinos donde las mujeres desempeñaban un papel fundamental en la creación de espacios feminizados y en los que se ejercía el libre pensamiento." La verdadera importancia de la Ilustración, pues, es la de ser el sínto­ ma de una crisis de autoridad y parte de un discurso político mucho más amplio. Mucho antes de 1789, los términos de «ciudadano», «nación», «contrato social» y «voluntad general» ya circulaban por la sociedad francesa, en claro enfrentamiento con el viejo discurso de «órdenes»,

en 1786 fue un duro revés para la industria textil; también los productores rurales se vieron sacudidos por la triplicación de los arriendos de las tierras propiedad de la Iglesia en los años ochenta y por las malas cose­ chas de 1788. En Borgoña, por lo menos, el discurso mediante el que los pueblos ponían en tela de juicio los derechos de señorío estaba salpicado de nociones de ciudadanía y de llamamientos a la utilidad social y a la razón. Hay abundantes pruebas de nobles que empleaban abogados feudistas para controlar o forzar la exacción de los tributos como medio de aumentar los ingresos en tiempos de inflación, cosa que más tarde se denominó «reacción feudal». En 1786, por ejemplo, la familia de SaulxTavanes en Borgoña utilizó su ascenso al ducado para doblar todos sus tributos durante un año, resucitando así una práctica que no se usaba des­ de el siglo x i i i . Sus inversiones en la mejora de las granjas, nunca por encima del 5 por ciento de sus ganancias, disminuyeron hasta desapare­ cer a finales de la década de los ochenta, mientras que los arriendos se duplicaron para que los nobles pudieran pagar sus deudas. Un funciona­ rio de Hacienda que viajaba por el suroeste de Francia quedó asombrado al ver que había nobles que imponían «derechos y tributos desconocidos u olvidados», como una ta lla extraordinaria que un noble magistrado del Parlamento de Toulouse hacía pagar cada vez que compraba tierras. Esta reacción se produjo en el contexto de una prolongada inflación en la que el precio de los cereales sobrepasó el de los salarios de los labradores, y las malas cosechas de 1785 y 1788 doblaron los precios. Todas estas cir­ cunstancias juntas explican la escalada de conflictos en el campo: unas tres cuartas partes de las 4.400 protestas colectivas registradas en los años 1720-1788 se produjeron después de 1765, casi todas en forma de disturbios a causa de la comida y en contra de los señoríos.14 Esto concuerda con las tesis de Tocqueville de una ingerencia estatal cada vez mayor y más poderosa que convertía a la nobleza en un colecti­ vo «disfuncional» socavando la justificación teórica de sus privilegios. Los tributos de señorío no podían ya legitimarse com o el precio que tenían que pagar los no privilegiados para el alivio de los pobres, o la pro­ tección y la ayuda de sus señores, que raramente estaban presentes en la

comunidad. Gradualmente, el sistema de señoríos se fue convirtiendo en poco más que una estafa. La respuesta de los señores a este desafio a su autoridad y riqueza — desde arriba y desde abajo— hizo que parecieran especialmente agresivos. Algunos historiadores que argumentan que el feudalismo ya había dejado efectivamente de existir a finales del s i­ glo xvm tienen razón sólo en la medida en que el concepto de noblesse oblige parecía haber perdido toda validez frente a señores ausentes que obtenían su superávit de un campesinado reticente. Si en el Rosellón y la Bretaña el régimen señorial era relativamente permisivo y bastante dis­ creto, en otros extremos del país no era en absoluto así, como ocurría en zonas del centro de Francia o del Languedoc. Este resentimiento hacia los señoríos hizo que las comunidades rurales se uniesen en contra de sus señores.15 Los campesinos no se sometían incondicionalmente al poder de aque­ llos a quienes habían aprendido a respetar. En las tierras bajas del Lan­ guedoc, en especial, tenemos evidencias de la «mentalidad» que Olwen Hufton y Georges Fournier nos describen, de jóvenes que con frecuencia rebaten la autoridad del señor, del c u r é , y de los funcionarios locales, exhibiendo una terquedad que las autoridades tachaban de «espíritu repu­ blicano». Examinemos algunos ejemplos de la región de Corbiéres en el Languedoc, al sudeste de Carcasona. Un jornalero de Albas comentó a sus compañeros mientras pasaba su señor: «Si hicierais lo que hago yo pronto pondríamos en su sitio a esta clase — de señoritos». Luego le dijo a un herrero: «Si todos hicierais lo que hago yo, no sólo no os descubri­ ríais la cabeza cuando pasáis por delante de ellos, sino que ni siquiera los reconoceríais como señores, porque por lo que a mí respecta, nunca me he descubierto la cabeza ni nunca en mi vida lo haré, no son más que un enorme montón de escoria, ladrones, jóvenes ...» . En la localidad cercana de Termes, un hombre llevó a su cuñado a los tribunales en los años pre­ vios a la revolución por haber dicho «que se comportaba como un señor, con su tono arrogante». Aquellos que los sacerdotes, nobles y personas

15. El argumento de que el «feudalismo» estaba muerto lo plantea de forma contun­ dente Alfred Cobban, La interpretación social de la Revolución Francesa (Narcea, Ma­ 14. Hilton L. Root, Peasant and King in Burgundy: Aguarían Foundatíons o f French drid, 1976; en 1999 se publicó una segunda edición en ingles con una introducción a cargo de Gwynne Lewis); y Emmanuel Le Roy Ladurie, en Georges Duby y Armand Absolutism (Berkeley, Calif., 1987); Forster, The House ofSaulx-Tavanes, ca|>. 2; Jones, Wallon (cds.), Histoire de la France rurale (Paris, 1975), vol. 2, csp. pp. 554-572. Peasantry, pp. 53-58.

acomodadas del lugar describían com o «libertinos» y «sediciosos» eran en una abrumadora mayoría jóvenes campesinos, y las tres cuartas partes de los incidentes en que estaban implicados tenían que ver con su negati­ va a mostrar «signos de sumisión». En 1780 un joven de Tuchan se mofó del señor del lugar con una canción harto provocadora en occitano, acu­ sándole de ir «detrás de las faldas» y aludiendo a una de sus conquistas:

Obviamente, resulta comprensible que un hombre en semejante posición lamente el desmoronamiento de las pautas de comportamiento idealizadas, pero hay indicios de que no estaba equivocado respecto a la erosión del respeto y la deferencia. La advertencia de Bazin de Bezons fue escrita el mismo año en que las colonias norteamericanas de Gran Bretaña declararon su indepen­ dencia, provocando la ingerencia francesa a su favor y haciendo estallar Regardas lo al front Mírala, tiene la cara una crisis financiera. Es posible que el triunfo de la guerra de la indepen­ sen ba trouba aquel homme de ir a buscar a aquel hombre dencia sufragada por Estados Unidos apaciguara de alguna manera las jusquos dins souns saloun. en su propio salón. hum illaciones sufridas por Francia a manos de Inglaterra en la India, Bous daisi a pensa Os dejo que imaginéis Canadá y el Caribe; no obstante, la guerra había costado más de mil mi­ se que naribara. lo que allí sucederá.16 llones de libras, dos veces las rentas del Estado. Cuando después de 178.1 el Estado real se tambaleó en una crisis financiera, las cambiantes cstna­ Georges Fournier distingue signos claros de creciente fricción en el Lan­ turas económ icas y culturales de la sociedad francesa provocaron res guedoc en el seno de las comunidades rurales y entre ellas y sus seño­ puestas conflictivas a las demandas de ayuda de Luis XVI. Los costes dr res en la segunda mitad del siglo xvm . Los antiguos resentimientos hacia la guerra cada vez mayores, el mantenimiento de una corte y una buró el sistema de señoríos se vieron agravados por la consistencia con que el cracia en expansión, y el pago de los intereses de una enorme deuda obli rígido y aristocrático Parlamento de Toulouse defendió los derechos de garon a la monarquía a buscar el modo de reducir la inmunidad do la los señores contra sus comunidades por el acceso a las accidentadas lade­ nobleza en lo relativo a los impuestos y la capacidad de los parlamentos ras (garrigues) utilizadas como pastos para las ovejas. En aquellos tiem­ de resistirse a los decretos reales. La arraigada hostilidad de gran parte de pos los miembros de la élite sabían también que las relaciones sociales la nobleza respecto a la reforma fiscal y social se generó a causa de dos estaban cambiando. En 1776, hacia finales de su prolongado y activo antiguos factores: primero, por las reiteradas presiones del gobierno real período como obispo de Carcasona, Armand Bazin de Bezons advirtió a que redujeron la autonomía de la nobleza y, segundo, por el desafio de sus superiores en Versalles que: una burguesía más rica, más numerosa y más crítica y de un campesinado claramente descontento de los conceptos aristocráticos de propiedad, desde hace algún tiempo el espíritu de rebelión y la falta de réspeto por jerarquía y orden social. los mayores se ha vuelto intolerable ... no hay remedio alguno para ello Los sucesivos intentos de los ministros reales por convencer a las porque la gente cree que es libre; la palabra «libertad», conocida incluso Asambleas de Notables de que eliminasen los privilegios fiscales*del se­ en las más recónditas montañas, se ha convertido en una irrefrenable gundo estado fracasaron debido a la insistencia de aquélla en que sólo licencia ... Espero que esta impunidad no nos lleve al final a cosechar fru­ una asamblea de representantes de los tres órdenes como los Estados Ge­ tos amargos para el gobierno. nerales podía aceptar dicha innovación. Al inicio, Calonne trató de con­ vencer a una asamblea de 144 «Notables», de la que sólo diez miembros no eran nobles, en febrero de 1787, ofreciendo concesiones com o el osla 16. Peter McPhee, Revolution and Environment in Southern France: Peasants, blecimiento de asambleas en todas las provincias a cambio de la intro­ Nobles and Murder in the Corbiéres, 17X0-1830 (Oxford, 1999), 36-39; Olwen Hufton, ducción de un impuesto territorial universal, de la reducción de la tulla «Altitudes towards Authority in Eighteenth-Century Languedoc», Social History, 3 y la gabela, y de la abolición de las aduanas internas. Sus propuestas li a (1978), pp. 281-302; Georges Fournier, Démocratie et vie municipale en Languedoc du milieu du xvm*' au début du xixr siécle, 2 vols. (Toulouse, 1994). casaron principalmente a causa del impuesto territorial. Tras la dimisión

de Calonne en abril, su sucesor Loménie de Brienne, arzobispo de Toulouse, tampoco logró convencer a los Notables con propuestas similares, y la Asamblea fue disuelta a finales de mayo. Brienne prosiguió con su amplio programa de reformas; esta vez, en julio, fue el Parlamento de París el que se negó a registrar un impuesto territorial uniforme. La tensión entre la corona y la aristocracia llegó a su punto álgido en agosto, con el exilio del Parlamento a Troyes. Sin embar­ go, el apoyo popular y de la élite al Parlamento fue de tal calibre que el rey se vio forzado a restaurarlo. El 28 de septiembre regresó a París en medio de un gran bullicio popular. El principio de una contribución universal quedó arrinconado. Coincidiendo con el agravamiento de la crisis entre la corona y los parlamentos en septiembre de 1787, llegaron noticias de que el día 13 tropas prusianas habían cruzado la frontera para prestar apoyo a la princesa Hohenzollern de Orange contra el partido «patriótico» de la República Holandesa. La suposición de que la intervención francesa para respaldar a los patriotas era inminente quedó desmentida cuando el go­ bierno anunció que los militares no estaban preparados. La resistencia de los parlamentos se expresaba mediante la exigen­ cia de la convocatoria de los Estados Generales, un cuerpo consultivo compuesto por representantes de los tres estados, que se habían reunido por última vez en 1614. En noviembre de 1787, Lamoignon, el garde des sceaux o ministro de Justicia, pronunció un discurso en una sesión real del Parlamento de París. Este antiguo presidente del Parlamento recordó a sus pares la preeminencia de Luis XVI rechazando su demanda de con­ vocar los Estados Generales: Estos principios, umversalmente aceptados por la nación, ratifican que el poder soberano de su reino pertenece sólo al rey; Que el rey tan sólo es responsable ante Dios por el ejercicio de su poder supremo; Que el vinculo que une al rey y a la nación es indisoluble por natu­ raleza; Que los intereses y deberes recíprocos del rey y de sus súbditos garan­ tizan la perpetuidad de dicha unión; Que la nación tiene sumo interés en que los derechos de su gobernan­ te permanezcan invariables; Que el rey es el gobernante soberano de la nación, y Jornia con ella una unidad;

Por último, que el poder legislativo reside en la persona del soberano, depende de él y no es compartido con nadie. Éstos, señores, son los principios inalienables de la monarquía francesa.

«Cuando nuestro rey estableció los parlamentos», les recordó, «éstos querían nombrar funcionarios cuyo deber fuera el de administrar justicia y mantener los edictos del reino, y no el de fomentar en sus organismos un poder que desafiase la autoridad real.»17 No obstante, esta contundente afirmación de los principios de la monarquía francesa no intimidó a los súbditos más eminentes del rey ni hizo que se sometieran. En mayo, Lamoignon publicó seis edictos encaminados a socavar el poder político y judicial de los parlamentos, provocando sublevaciones en París y en los centros provinciales. Incluso los más arraigados intere­ ses de la nobleza fueron redactados en el lenguaje de los filósofos: el Par­ lamento de Toulouse aseguraba que «los derechos naturales de los muni­ cipios, comunes a todos los hombres, son alienables, imprescindibles, tan eternos com o la naturaleza que los conforma». Este lenguaje de oposi­ ción a la realeza, los llamamientos a la autonomía provincial en centros provinciales como Burdeos, Rennes, Toulouse y Grenoble, y los vínculos verticales de dependencia económica fomentaron la alianza entre la gente obrera urbana y los parlamentos locales en 1788. Cuando en junio de 1788 el Parlamento de Grenoble fue desterrado por su desafio al golpe ministerial propinado al poder judicial de la nobleza, las tropas reales fueron expulsadas de la ciudad por una rebelión popular el llamado «Día de las tejas». El propio interés oculto tras las nobles invocaciones a la «ley natural», a los «derechos inalienables» y a la «nación» demostró que semejante alianza no podía ser duradera. De una reunión de notables locales en julio de 1788 en el recientemente adquirido castillo de Claude Périer en V izille surgió otro llamamiento para que se convocasen los Estados Generales, pero esta vez para que el tercer estado tuviera re­ presentación doble respecto a los otros órdenes en reconocimiento a su importancia en la vida de la nación. Aquel mismo mes, Luis decidió, des­ pués de todo, convocar los Estados Generales en mayo de 1789, y La­ moignon y Brienne dimitieron.

17. Archives parlementaires, 19 de noviembre de 1787, serie 1, vol. 1, pp. 265-269.

L A C R IS IS D E L A N T IG U O R É G IM E N

En septiembre de 1788, el agrónomo inglés Arthur Young se encontra­ ba en el puerto atlántico de Nantes justo seis semanas después de que Luis XVI anunciase la convocatoria de los Estados Generales. Young, agudo observador, anotó en su diario que: Nantes está tan inflam ada por la causa de la libertad com o cualquier otra ciudad de Francia; las conversaciones de las que fui testimonio muestran el importante cam bio que se ha efectuado en las mentes de los franceses, por lo tanto no creo posible que el presente gobierno pueda durar ni medio siglo más en su puesto a menos que los más preclaros y eminentes talentos lleven el tim ón.18

Nantes era un bullicioso puerto de 90.000 habitantes que había experi­ mentado un rápido crecimiento gracias al comercio colonial con el Cari­ be a lo largo del siglo xvm. Los comerciantes con los que Young conver­ saba le habían convencido de los derechos de los que tenían «talento» a participar de forma plena en la vida pública. Además, el entusiasmo de aquéllos por la reforma revela hasta qué punto la crisis de la Francia absolutista iba más allá de la fricción entre la nobleza y el monarca. Esta conciencia política tampoco se limitaba a las élites. El zapatero remen­ dón parisino Joseph Charon recordaba en sus memorias que antes de los disturbios de agosto y septiembre de 1788 el fermento político había des­ cendido «desde los hombres de mundo de los más altos rangos a las cla­ ses más bajas a través de distintos canales ... la gente adquiría y dispensa­ ba un conocimiento e ilustración tales que en vano se hubieran podido buscar en años anteriores ... y tenían nociones acerca de las constitucio­ nes públicas de los últimos dos o tres años».19 La convocatoria de los Estados Generales facilitó la manifestación de las tensiones en todos los niveles de la sociedad francesa y reveló divisiones sociales que desafiaban la idea de una sociedad de «órdenes». El considerable dinamismo del debate en los meses anteriores a mayo de 1789 se debió en parte a la suspensión de la censura en la prensa. Se calcula que se distribuyeron unos 1.519 panfletos sobre cuestiones políti-

18. Arthur Young, Travels in France during the years 1787-1788-1789 (Nueva York, 1969), pp. 96-97. En la actualidad el antiguo castillo de Périer en Vizille alberga el musco de la Revolución Francesa. 19. Roche, France in the Enlightenment, pp. 669-672.

cas entre mayo y diciembre de 1788 y durante los primeros cuatro meses de 1789 dichos panfletos fueron seguidos por una avalancha de 2.639 tí­ tulos. Esta guerra de palabras se vio estimulada por la indecisión de Luis respecto a los procedimientos que había que seguir en Versalles. Dividido entre la lealtad hacia el orden corporativo establecido de rango y privilegio y las exigencias de la crisis fiscal, el rey vacilaba ante la cuestión política crucial de si los tres órdenes debían reunirse por separado, como en 1614, o en una cámara común. En septiembre, el Parlamento de París decretó que se seguiría la tradición en este asunto; a continuación, la decisión de Luis el 5 de diciembre de duplicar el número de representantes del tercer esta­ do sólo sirvió para desvelar la cuestión crucial del poder político, pero no se pronunció en cuanto a la forma de llevar a cabo las votaciones. En ene ro de 1789, un periodista suizo, Mallet du Pan, comentaba: «el debate público ha cambiado por completo en su énfasis: ahora el Rey, el despo tismo y la Constitución son sólo cuestiones secundarias, el debate se lia convertido en una guerra entre el tercer estado y los otros dos órdenes».''" El hermano menor de Luis, el conde de Provenza, estaba dispuesto a consentir una mayor representación del tercer estado, pero su hermano más pequeño, el conde de Artois, y los «príncipes de sangre» pusieron de manifiesto su contumacia y temor en una «memoria» dirigida a Luis en diciembre: ¿Quién puede predecir dónde terminará la temeridad de opiniones? Los derechos del trono han sido cuestionados, los derechos de los dos órde­ nes del Estado enfrentan opiniones, pronto será atacado el derecho a la propiedad, la desigualdad de riquezas será objeto de reforma, la supresión de los derechos feudales ya ha sido planteada, al igual que la abolición de un sistema de opresión, los restos de barbarie ... Por lo tanto, que el tercer estado deje de atacar los derechos de los dos primeros órdenes, derechos que, no menos antiguos que la monarquía, deben permanecer tan invariables com o su constitución; que se limite a

20. Soboul, La Revolución Francesa, Crítica, Barcelona, 1994. (En la traducción in­ glesa — Londres, 1989— corresponde a la p. 120.) Jercmy Popkin, Revolutlonary Nvws The Press in France (Londres, 1990), pp. 25-26. Para contrastar con mayor detalle las historias políticas de 1788-1792 véase también, Doy le, Oxford History o f the i'rcnth Revolution', Simón Schama, Ciudadanos: Crónica de la Revolución Francesa (Huellos Aires, 1990). Ningún relato evoca de forma tan efectiva la dinámica social que siisli-iitn In política como el de Soboul.

buscar la reducción de los impuestos con los que se ve agravado; enton­ ces los dos primeros órdenes, reconociendo en el tercero ciudadanos que le son gratos, renunciarán, por la generosidad de sus sentimientos, a aque­ llas prerrogativas que tengan un interés financiero, y consentirán en so­ portar las cargas públicas en perfecta igualdad.21

En aquellos mismos días, un sacerdote de cuarenta años de origen bur­ gués, Emmanuel Sieyés, escribió el panfleto más significativo de cuantos difundió, titulado ¿Q ué es el tercer estado?22 Al censurar la obsesión de la nobleza con sus «odiosos privilegios», Sieyés hizo una enérgica decla­ ración de la capacidad de los plebeyos. No obstante, Sieyés no era ningún demócrata, pues aseguraba que no se podían confiar responsabilidades políticas ni a las mujeres ni a los pobres, pero su desafío expresaba una intransigencia radical: Memos de plantearnos tres cuestiones. 1. ¿Qué es el tercer estado? — todo. 2. ¿Qué ha sido hasta ahora en el orden político? — nada. 3. ¿Qué es lo que pide? — ser algo ... ¿Quién, pues, se atrevería a decir que el tercer estado no contiene todo lo necesario para formar una nación com pleta? Es un hombre fuerte y robusto que todavía tiene un brazo encadenado. Si se eliminasen los órde­ nes privilegiados, la nación no perdería, sino que estaría mejor. Por lo tan­ to, ¿qué es el tercer estado? Todo, pero un todo encadenado y oprimido. ¿Qué sería sin el orden privilegiado? Todo, pero un todo libre y próspero ... el temor de ver reformados sus abusos inspira más m iedo en los aristó­ cratas que el deseo de libertad que sienten. Entre ésta y unos pocos privi­ legios odiosos, eligen estos últimos ... Hoy temen a los Estados Generales a los que un día convocaron con tanto fervor.

El panfleto de Sieyés se nutría del lenguaje del patriotismo: que la no­ bleza era demasiado egoísta para comprometerse en un proceso de «re­

21. Archives parlementaires, 12 de diciembre de 1788, serie 1, vol. 1, pp. 487-489. 22. Emmanuel Sieyés, ¿Qué es el tercer estado? (Aguilar, Madrid, 1973). Véase también Jay M. Smith, «Social Categories, the Languagc o f Patriotism, and tile Origins of the French Revolution: The Debate over noblesse commerfante», Journal o f Modcrn llislory, 72 (2000), pp. 339-374; William Sewell, A Relhoric o f Bourgeois Revolution: The Abbé Sieyés and «What is the Third Estate?» (Durham, NC, 1994).

generación» nacional y por lo tanto podía ser excluida del cuerpo polí­ tico. Hay que destacar también que Sieyés aludía tan sólo a un orden pri­ vilegiado, asumiendo evidentemente que el clero estaba también dividido entre la élite noble y los párrocos plebeyos. El desapacible invierno de 1788-1789, seguido de las devastadoras granizadas en el mes de julio que arrasaron las cosechas en la cuenca de París, no contribuyó a que los campesinos pudieran pagar sus impuestos. Aquel invierno supuso también una extrema penuria en las ciudades: los contemporáneos hablan de 80.000 desempleados en París y la mitad de los telares o más estaban parados en la ciudades textiles como Amiens, Lyon, Carcasona, Lille, Troyes y Ruán. La respuesta a la crisis en el sumi­ nistro de alimentos adoptó las formas «tradicionales» de acciones colec­ tivas por parte de los consumidores para rebajar por la fuerza el precio del pan. Sin embargo, había informes de oposición al sistema señorial en muchas regiones del norte, especialmente en lo relativo a las leyes de la caza y a sus restricciones. En las propiedades del príncipe de Conti cerca de Pontoise, no lejos de Menucourt (véase capítulo 1), los campesinos y los granjeros ponían trampas a los conejos desafiando el privilegio seño­ rial. En Artois, los campesinos de una docena de pueblos se juntaban en cuadrillas para apoderarse de la caza del conde d’Oisy. En la primavera de 1789, se pidió a todos los habitantes de Francia que formulasen propuestas para la reforma de la vida pública y para ele­ gir a los diputados de los Estados Generales. Especialmente las parro­ quias y las asambleas de los grem ios, y las reuniones del clero y los nobles se enfrascaron en la elaboración de sus «listas de quejas» para guiar a sus diputados en el consejo que debían ofrecer al rey. La confec­ ción de estos cahiers de doléances (cuadernos de quejas, o libros de re­ clamaciones) en el contexto de una crisis de subsistencia, de incertidumbre política y de caos fiscal constituyó el momento decisivo de fricción social en la politización de las masas. Por lo menos en la superficie, los cahiers (cuadernos) de los tres órdenes muestran un considerable nivel de coincidencia, en particular en lo que se refiere a las circunscripciones judiciales, es decir a las senescalías o bailías (sénécliaussée o bailliage). En primer lugar, a pesar de las expresiones de gratitud y lealtad hacia el rey indudablemente sinceras, los cahiers de los tres órdenes daban por sentado que la monarquía absoluta estaba moribunda, que la reunión de los Estados Generales en mayo iba a ser la primera de un ciclo regular. Si

no hay razón para dudar de la sinceridad de las repetidas expresiones de gratitud y devoción hacia el rey, sus ministros en cambio fueron dura­ mente censurados por su ineficacia fiscal y sus poderes arbitrarios. Se le exigió al rey que hiciese público el nivel de endeudamiento del Estado y que cediese a los Estados Generales (llamados también «asamblea de la nación») el control sobre los gastos y los impuestos. En segundo lugar, también había consenso en que la Iglesia necesitaba urgentes reformas para controlar los abusos en el seno de su jerarquía y mejorar la suerte del clero de parroquia. En tercer lugar, parecía que entre muchos de los nobles, sacerdotes y burgueses había ya una aceptación general de los principios básicos de igualdad fiscal, que los nobles y el cle­ ro renunciarían a su inmunidad contributiva, o por lo menos en parte. Los cahiers de los tres estados mostraban acuerdos similares en cuanto a la necesidad de una reforma judicial: en que las leyes deberían ser uniformes en toda la sociedad y entre las distintas regiones, en que la administración de justicia debería ser más expeditiva y menos costosa, y en que las leyes fueran más humanas. Por último, las ventajas del libre comercio interno y las facilidades de transporte y comercio fueron ampliamente aceptadas. No obstante, en diversos asuntos fundamentales de orden social y po­ der político, divisiones insalvables socavarían las posibilidades de una reforma consensuada. Los contrastes más agudos de los cahiers residían en las visiones del mundo tan encontradas que sostenían el campesina­ do, la burguesía y los nobles de provincias. Incluso los burgueses de las ciudades pequeñas hablaban abiertamente de una nueva sociedad carac­ terizada por «profesiones abiertas a los talentos», por el estímulo empre­ sarial, por la igualdad contributiva, por las libertades liberales, y por la abolición de los privilegios. La nobleza respondió con una visión utópica de una jerarquía reforzada de órdenes sociales y obligaciones, de protec­ ción de las exenciones de los nobles y renovada autonomía política. Para los nobles provinciales, los derechos de señorío y privilegios de la noble­ za eran demasiado importantes para ser negociables, y de ahí surgió la intransigencia de la mayoría de los 270 nobles diputados elegidos para Versalles. Para los funcionarios orgullosos, para los profesionales y terra­ tenientes, tales pretensiones resultaban ofensivas y degradantes, opinión que quedaba reflejada en la repetida insistencia en los cahiers a nivel de baillage que los diputados del tercer estado no deberían reunirse por se­ parado. Ante la insistencia de los aldeanos para que se suprimiesen los

tributos de señorío o que por lo menos fuesen amortizables, la nobleza reafirmaba su creencia en un orden social idealizado de jerarquía y de­ pendencia mutua, reconociendo los sacrificios que los nobles guerreros habían hecho por Francia. En general, la nobleza buscaba un papel polí­ tico de mayor envergadura para sí misma en el seno de una monarquía constitucional limitada, con un sistema de representación que garantizase la estabilidad del orden social concediendo sólo un papel restringido a la élite del tercer estado. Un mecanismo retórico típico de los nobles de toda Francia era el de hacer declaraciones grandilocuentes argumentando que estaban dispues­ tos a unirse al tercer estado en el programa de reformas aceptando debe­ res comunes, pero al mismo tiempo añadían cláusulas sutiles y matizadas que negaban de forma efectiva la generosidad inicial. Así, por ejemplo, el segundo estado de la provincia de Berry reunido en Bourgcs expresó su satisfacción por el hecho de que «el espíritu de unidad y acuerdo, que siempre había reinado entre los tres órdenes, se ha puesto de manifiesto por igual en sus cahiers. La cuestión de la votación por cabeza en la asamblea de los Estados Generales fue la única que dividió al tercer esta­ do de los otros dos órdenes, cuyo constante deseo era el de que se delibe­ rase allí por órdenes». De hecho, había una serie de asuntos en los que no había acuerdo alguno. Por ejemplo, en la parroquia de Levet, 18 kilóme­ tros al sur de Bourges, donde había nada menos que diecisiete eclesiás­ ticos y nueve personas laicas que reclamaban derechos señoriales, una reunión de cuatro granjeros y treinta jornaleros decidió: Artículo 1. Que el tercer estado vote por cabeza en la asamblea de los Estados Generales ... Artículo 4. Que queden abolidas todas las exenciones, especialm ente las relativas a la talla, la capitación, el hospedaje de soldados, etc., sopor­ tadas totalmente por la clase más desfavorecida del tercer estado ... Artículo 9. Que la justicia señorial sea abolida y que aquellos que estén reclamados por la justicia puedan apelar ante el ju ez real más pró­ xim o.23

23. Cahiers de doléances du bailliage de Bourges et des bailliages secondaires de Vierzon et d'Henrichment potir les Etats-Généraux de 17X9 (Bourgcs, 1910); Archives parlementaires, États Généraux 17X9. Cahiers. Pwvince du Berry.

En calidad de miembros de una corporación, cuerpo privilegiado, los sacerdotes de parroquia imaginaban asimismo un orden social rejuvene­ cido bajo los auspicios de un monopolio católico de credo y moralidad. Sin embargo, siendo plebeyos de nacimiento, sentían inquietantes simpatías por las necesidades de los pobres, por la apertura de puestos — incluyen­ do la jerarquía eclesiástica— a «hombres de talento», y por las peticio­ nes de contribución universal. No obstante, a diferencia del tercer estado, el clero era comprensiblemente hostil a la cesión de su monopolio de credo religioso y moralidad pública. El primer estado de Bourges apeló a «Su Majestad» «para que ordenase que todos aquellos que mediante sus escritos tratasen de divulgar el veneno de la incredulidad, de atacar a la religión y sus misterios, la disciplina y los dogmas, fuesen considerados enemigos de la Iglesia y del Estado y por ello severamente castigados; que se prohibiese de nuevo e inmediatamente a los editores la publicación de libros contrarios a la religión». Aseguraba que «la religión católica apos­ tólica y romana es la única religión verdadera». Mientras que los cahiers de los nobles fueron aprobados por consenso, los del clero revelan una genuina tensión entre el clero de parroquia y los cabildos catedralicios y monasterios de las ciudades. El clero de Troyes insistía en la tradicional distinción de los tres órdenes que debían reunirse por separado, pero hacía una excepción fundamental en lo relativo a la contribución: en este tema exigían que una asamblea común adoptase un impuesto «que fue­ se asumido proporcionalmente por todos los individuos de los tres ór­ denes».24 Los cahiers de la canalla (menú peu p le) urbana se elaboraron en las reuniones de maestros artesanos, en la asambleas parroquiales y, muy ocasionalmente, en encuentros de mujeres dedicadas al comercio. La ma­ yor parte de la clase obrera era demasiado pobre como para reunir los requisitos mínimos de propiedad necesarios para poder participar: en París sólo uno de cada cinco hombres mayores de veinticinco años era elegible. Los cahiers de los artesanos, al igual que los de los campesinos, revelaron una coincidencia de intereses con la burguesía en cuestiones fiscales, judiciales y políticas, pero manifestaron una clara divergencia en lo relativo a regulación económica, pidiendo protección contra la mccani-

24. Paul Beik (ed.), The French Revolution (Londres, 1971), pp 56-6.1

zación y la competencia, y control en el comercio de cereales. «No llame­ mos egoístas a los ricos capitalistas: son nuestros hermanos», admitían los sombrereros y peleteros de Ruán, antes de exigir la «supresión de la maquinaria», así «no habrá competencia ni problemas en los mercados». El cahier del pueblo de Normandía, Vatimesnil, suplicaba también a «Su Majestad por el bien del pueblo la abolición de las máquinas de hilar por­ que causan un gran daño a la gente pobre». Un argumento semejante se esgrimía elocuentemente en uno de los escasos cahiers de mujeres, el de las floristas parisinas, que se lamentaba de los efectos de la falta de re­ gulación en su oficio: La multitud de vendedoras está lejos de producir los efectos beneficiosos que al parecer deberíamos esperar de la competencia. Al no aumentar el número de consum idores de forma proporcional al de los productores, estos no hacen otra cosa que perjudicarse unos a otros ... Hoy en día que todo el mundo puede vender flores y hacer ramos, los modestos benefi­ cios quedan divididos hasta tai punto que ya no procuran el sustento ... y puesto que la profesión ya no puede alimentar a tantas vendedoras, estas buscan los recursos de que carecen en el libertinaje y la depravación más vergonzosa.25

La autenticidad de los 40.000 cahiers de doléances rurales como muestra de las actitudes populares ha sido a menudo cuestionado: el número de aquellos que participaron en su confección no sólo variaba considerable­ mente, sino que en muchos casos circulaban cahiers modelo por el cam­ po y las ciudades, aunque frecuentemente se ampliaban y adaptaban a las necesidades locales. A pesar de todo, constituyen una fuente incompara­ ble para los historiadores. John Markoff y Gilbert Shapiro han realizado un análisis cuantitativo de una muestra de 1.112 cahiers, de los que 748 proceden de comunidades rurales. Sus análisis demuestran que en 1789 los campesinos estaban mucho más preocupados por las cargas materiales que por las simbólicas, que ignoraban por completo las trampas del esta-

25. JcíTry Kaplow (ed.), France on the Eve o f Revolution (Nueva York, 1971), pp. 161167; Richard Cobb y Colin Jones (eds.) Voices o f the French Revolution (Topsfield, Mass., 1988), p. 42; «Doléances particulieres des marchandes bouqueliéres flcuristes chapclicrcs en fleurs de la Ville et faubourgs de Paris», en Charlcs-Louis Chassin, Les Élections et les cahiers de Paris en 1789, 4 vols. (París, 1888-1889), vol. 2, pp. 534-537.

26. Sobre las limitaciones de la utilidad de los cuadernos, véase Jones, Peasantry, pp. 58-67; John Markoff, The Abolilion o f Feudalism: Peasants, Lords, and Legislators in the French Revolution (Filadelfia, 1996), pp. 25-29. 27. Peter McPhee, «“ The misguided greed of peasants”? Popular Attitudes to the Environment in the Revolution o f 1789», French Histórica! Studies, 24 (2001), pp. 247-269.

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de la ira del campesinado, tal com o se ponía de manifiesto en el artículo ampliamente repetido de los cahiers parroquiales en la zona de Amont, en el este de Francia, que insistía en que «todas las forjas, fundiciones y hornos establecidos en la provincia del Franco Condado en los últimos treinta años sean destruidas, así com o las más antiguas cuyos propieta­ rios no poseen un bosque lo suficientemente grande como para mantener­ las en funcionamiento durante seis meses al año». Otros mostraban su descontento a causa de las aguas residuales de las minas, «cuyo pozo negro y sumidero desaguan en los ríos que riegan los campos o en los que bebe el ganado» provocando enfermedades en los animales y matando a los peces. Desde Bretaña, la parroquia de Plozévet expresaba un punto de vista frecuentemente repetido: El pobre vasallo que tiene la desgracia de cortar la rama de un árbol de poco valor, pero de la que tiene gran necesidad para su casa, para un carro o para un arado, es condenado y doblegado por su señor por el valor de un árbol entero. Si todo el mundo tuviera derecho a plantar y cortar para sus necesidades, sin poder vender, no se perdería tanto bosque.

Muchos cahiers rurales hacían hincapié en que la monarquía estimulaba la deforestación de las tierras. Decretos reales de 1764, 1766 y 1770 ofre­ cían exenciones de todos los impuestos estatales y diezmos durante quin­ ce años por tierra desbrozada, informando debidamente a las autoridades. Aunque el decreto estipulaba que el Código forestal de Colbcrt de 1669 seguía en vigor y prohibía la deforestación de terrenos boscosos, márge­ nes fluviales y laderas, las parroquias se lamentaban amargamente de la erosión que causaba semejante desbrozo. En sus críticas apuntaban no sólo a sus semejantes campesinos, sino también a los señores que eran demasiado mezquinos o negligentes como para replantar las zonas deforestadas. Así, desde Quincé y otras parroquias cerca de Angers se articu­ laba la demanda de que se exigiese a los grandes terratenientes y señores la replantación de árboles en determinados sectores de las laudes; el cahier de la localidad de St.-Barthélcmy insistía en que se exigiese la reforesta­ ción a todo aquel que talase árboles «siguiendo el prudente ejemplo de los ingleses». Tal como afirma Markoff, los cahiers son una guía imperfecta de lo que a continuación había de suceder en el campo, no sólo por las circuns­ tancias en que fueron redactados, sino debido al contexto cambiante de la

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tus señorial, como la exhibición pública de armas y los bancos reservados en las iglesias, que poco les abrumaban en términos materiales. La hosti­ lidad hacia las exacciones señoriales solía ir acompañada de fuertes críti­ cas relativas al diezmo, a los tributos y a las prácticas de la Iglesia; es decir, se consideraban interdependientes dentro del régimen señorial. Los cahiers de los campesinos variaban en extensión desde muchas páginas de detalladas críticas y sugerencias hasta tres únicas frases escri­ tas en una mezcla de francés y catalán en los diminutos pueblos de Serrabone en las pedregosas estribaciones de los Pirineos. En los distritos de Troyes, Auxerre y Sens, una análisis de 389 cahiers parroquiales realiza­ do por Peter Jones muestra que los tributos señoriales y las banalités se criticaban de forma explícita en el 40, el 36 y el 27 por ciento de los mis­ mos respectivamente, dejando a un lado otras quejas harto comunes sobre los derechos de caza y las cortes señoriales. Inevitablemente, los cahiers compuestos por la burguesía urbana a nivel de circunscripción (bailia) eliminaron muchas de las quejas rurales por considerarlas demasiado provincianas y estrechas de miras; sin embargo, el 64 por ciento de los 666 cahiers a nivel de distrito en toda Francia clamaban por la abolición de los tributos de señorío. Cabe señalar el fuerte contraste del 84 por ciento de los cahiers de los nobles, que ni siquiera mencionaban el tema.26 En el campo, las tensiones acerca del control de los recursos provoca­ ban permanentes fricciones. Tal com o nos muestra Andrée Corvol, mu­ cho antes de 1789 la administración y conservación de los bosques era objeto de fuertes tensiones debido a la creciente presión por el cre­ cimiento de la población y de los precios de la madera, así como por las actitudes comerciales de los propietarios de los recursos forestales.’27 Los cahiers redactados en las asambleas parroquiales se preocupaban por la conservación de los recursos, especialmente de la madera, y tachaban de contrarias al entorno local las excesivas demandas de la industria de la zona y de los señores. Especialmente en la Francia oriental, la prolifera­ ción de industrias extractivas alimentadas con madera constituían el foco

política nacional y local una vez reunidos los Estados Generales. En cual­ quier caso, el pueblo estaba siendo consultado sobre propuestas de refor­ ma, no sobre si quería una revolución. Las exigencias de los campesinos acerca de cómo debía ser el mundo — que previamente había existido en el reino de la imaginación— se convirtieron más tarde en el foco de una acción organizada. En las comunidades rurales, los económicamente dependientes se daban perfecta cuenta de los costes que podía representar el hablar francamente acerca de los privilegios de los nobles. No obstan­ te, algunas asambleas parroquiales se atrevieron a criticar abiertamente el diezmo y el sistema señorial. En el extremo sur del país, las escasas líneas remitidas por la pequeña comunidad de Perillos expresaban su hos­ tilidad sin reservas al sistema señorial que permitía que su señor les trata­ se «como esclavos».28 De todas formas, lo más notorio era que los nobles y los plebeyos no podían llegar a ningún acuerdo sobre los procedimientos de voto en los Estados Generales. La decisión de Luis del 5 de diciembre de duplicar el número de representantes del tercer estado, mientras guardaba silencio en cuanto a la forma de llevar a cabo la votación en Versalles, sólo sirvió para poner de manifiesto la importancia del poder político. Existía el com­ promiso compartido por los tres órdenes de la necesidad de cambio, y un acuerdo general sobre una serie de abusos específicos en el seno del apa­ rato del Estado y de la Iglesia; sin embargo, las divisiones acerca de las cuestiones fundamentales del poder político, el sistema señorial, y las exi­ gencias a los privilegios corporativos eran ya irreconciliables cuando los diputados llegaron a Versalles. Durante largo tiempo los historiadores han debatido si realmente ha­ bía causas profundamente arraigadas de fricción política que emergieron en 1788, y si había líneas claras de antagonismo social. Algunos insisten en que el conflicto político era reciente y evitable, y señalan la coexistencia de nobles y acaudalados burgueses en una élite de notables, unidos como terratenientes, funcionarios, inversores e incluso por su implicación en la

industria y agricultura orientada a la obtención de beneficios. Sin embar­ go, en el seno de esta élite noble y burguesa había una clase dominante de nobles con títulos heredados que gozaba de los más altos escalafones de privilegio, cargo, riqueza y rango. Mientras que el ennoblecimiento era la ambición de los burgueses más adinerados, las recherches de noblesse del segundo estado, establecidas para investigar las peticiones de noble­ za, guardaban minuciosamente los límites. Y dentro del segundo estado había, en palabras de un contemporáneo, una «cascada de desprecio» hacia aquellos que descendían en su estatus.29 Mientras que los más altos escalafones de la nobleza y la burguesía estaban fundidos en una élite de notables, el grueso del segundo estado no estaba dispuesto a ceder sus privilegios en aras de un nuevo orden social de igualdad de derechos y obligaciones. Los intentos de reforma institucional posteriores a 1774 fracasaron siempre en los escollos de esta intransigencia y en la incapacidad del rey de dirigir los cambios básicos hacia un sistema en cuya cúspide se encontraba él mismo. Desde 1750 los cambios sociales habían ido agravando las tensiones entre esta élite y la menos eminente mayoría de las órdenes privilegiadas mientras que, por otro lado, alimentaban concepciones opuestas sobre las bases de la auto­ ridad política y social entre los plebeyos. Nombres fraudulentos com o de Robcspierre, Brissot de Warville, y Danton no engañaban a nadie, líl (ra­ to de celebridad que recibieron en París e incluso en Versalles Benjamín Franklin, Thomas Jefferson y John Adams — representantes de un gobierno republicano elegido por el pueblo— indica lo profunda que era la crisis de confianza en las estructuras jurídicas del Antiguo Régimen. La dis­ cusión sobre las disposiciones específicas para la convocatoria de los Estados Generales había servido para centrar con dramática claridad las imágenes de la nobleza, la burguesía y el campesinado de una Ft'ancia regenerada.

28. McPhee, Revolution and Environment, 49. El cuaderno está reproducido en Cobti y Jones (eds.), Voices o f the French Revolution, 40. Para un análisis detallado de los cui­ demos rurales, véase Markoff, Abolition o f Feudalism, cap. 6; Gilbcrt Shapiro y Johi Markoff, Revolutionary Demands: A Content Analysis o f the Cahiers de Doléances o/ 1789 (Stanford, Calif., 1998).

29. Roche, France in the Enlightenment, 407.

III. LA REVOLUCIÓN DE 1789

Más de 1.200 diputados de los tres estados se reunieron en Versalles a finales de abril de 1789. Las expectativas de los constituyentes eran ili­ mitadas com o se desprende de la publicación por parte de un sedicente rolurier (plebeyo) de Anjou, en el oeste de Francia, de un opúsculo de siete páginas titulado Ave et le credo du liers-état, que concluía con una adaptación del Credo de los Apóstoles: Creo en la igualdad que D ios Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, ha establecido entre los hombres: creo en la libertad que fue con­ cebida por el coraje y nacida de la magnanimidad; que sufrió bajo Brienne y Lamoignon, fue crucificada, muerta y sepultada, y descendió a los in­ fiernos; que pronto resucitará, aparecerá en plena Francia, y se sentará a la diestra de la Nación, desde donde juzgará al tercer estado y a la no­ bleza. Creo en el Rey, en el poder legislativo del Pueblo, en la Asamblea de los Estados Generales, en la más justa distribución de los impuestos, en la resurrección de nuestros derechos y en la vida eterna. A m én.1

Por supuesto, resulta difícil discernir con certeza si el autor estaba siendo deliberadamente satírico y sacrilego o si creía genuinamentc que la refor­ ma ilustrada era el evangelio de Dios. No obstante, sea cual fuere el caso, el «Ave» muestra hasta qué punto los intentos por articular un nuevo orden simbólico estaban en deuda con el lenguaje eclesiástico. La formulación de los cahiers de doléances en el mes de marzo se había completado con la elección de diputados de los tres estados para los Es­ tados Generales que habían de reunirse en Versalles el 4 de mayo de 1789.

1. Ave el le credo du tiers-état (s. p., 1789).

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Los sacerdotes se apresuraron a sacar el máximo partido de la decisión de Luis de favorecer al clero de parroquia en la elección de los delegados del primer estado: para elegir a sus diputados en las asambleas tenían que votar individualmente, mientras que los monasterios tendrían tan sólo un representante y los cabildos catedralicios tendrían uno por cada diez ca­ nónigos. Esta decisión respondía a las propias convicciones religiosas de Luis, y al mismo tiempo ejercía una mayor presión sobre la nobleza. «Como sacerdotes tenemos derechos», exclamaba un párroco de la Lorena, Henri Grégoire, hijo de un sastre, «en doce siglos por lo menos no hemos tenido una oportunidad tan favorable com o ésta ... aprovechémosla.» Su alegato fue escuchado: cuando el clero se reunió para elegir a sus diputados a principios de 1789, 208 de los 303 elegidos pertenecían al bajo clero; solamente 51 de los 176 obispos fueron escogidos delegados. La mayo­ ría de los 282 diputados nobles pertenecían a los más altos rangos de la aristocracia, pero eran menos reformistas que Lafayette, Condorcet, Mirabeau, Talleyrand, y que otros que ejercían su actividad en la Sociedad Reformista de los Treinta en París, que eran lo suficientemente ricos y mundanos para comprender la importancia de ceder por lo menos en los privilegios fiscales. En las pequeñas parroquias rurales, las reuniones de contribuyentes masculinos mayores de 25 años del tercer estado debían elegir dos dele­ gados por los 100 primeros hogares y uno más por cada centenar extra; a su vez, los delegados tenían que elegir diputados por cada una de las 234 circunscripciones electorales. La participación fue significativa en to­ das partes, pero variaba sustancialmente desde la alta Normandía, en cuyas parroquias oscilaba entre el 10 y el 88 por ciento, hasta Béziers donde iba del 4,8 al 82,5 por ciento y Artois, que abarcaba del 13,6 al 97,2 por cien­ to. Un rasgo que había de convertirse en una característica común del período revolucionario era que en las comunidades más pequeñas con un mayor sentido de la solidaridad los niveles de participación eran más ele­ vados. Para el tercer estado había un sistema indirecto de elecciones mediante el cual las parroquias y los gremios elegían delegados .que a su vez votaban a los diputados de la circunscripción. Esto garantizaba que prácticamente todos los 646 diputados del tercer estado fueran abogados, funcionarios y hombres acaudalados, hombres de fortuna y reputación en la región. Tan sólo 100 de aquellos diputados burgueses procedían del comercio o la industria. Una rara excepción en las filas de la clase media

fue Michel Gérard, un campesino de la zona de Rennes que apareció en Versalles con su indumentaria de trabajo. Una vez en Versalles, el primer y segundo habrían de vestir el atuendo apropiado a su rango particular dentro del orden al que pertenecían, mientras que el tercer estado vestiría uniformemente trajes, calzas y ca­ pas de tela negra: en palabras de un doctor inglés que a la sazón vivía en París, «peor incluso que la clase más baja de togados en las universidades inglesas». «Una ley ridicula y extraña se ha impuesto a nuestra llegada», comentaba un diputado, «por parte del gran maestro de puerilidades de la corte».2 Dejando constancia de su estatus inferior en la jerarquía de aque­ lla sociedad corporativa desde la misma inauguración de los Estados Generales, aquellos hombres, mayoritariamente de provincias y acauda­ lados, no tardaron en mostrar una actitud común. Se trataba de una soli­ daridad que, al cabo de seis semanas, había de alentarles en la organiza­ ción de un desafio revolucionario al absolutismo y a los privilegios. El resultado inmediato fue el de los procedimientos de votación: mientras que los diputados del tercer estado se negaban a votar por separado, la nobleza abogaba por ello (por 188 votos a 46) al igual que el clero, por un estrecho margen de votos (134 a 114). Por último, la aquiescencia de Luis a la demanda de la nobleza de que la votación se efectuase en tres cáma­ ras separadas agravó el ultraje de los diputados burgueses. Sin embargo, se vieron alentados en sus demandas por disidentes de los órdenes privi­ legiados. El 13 de junio tres sacerdotes de Poitou se unieron al tercer estado, seguidos de otros seis, incluyendo a Grégoire, al dia siguienle. El día 17 los diputados del tercer estado insistieron en sus pretcnsio­ nes y proclamaron que «la interpretación y presentación de la voluntad general les pertenecía a ellos ... El nombre de Asamblea Nacional es el único adecuado ...». Tres días más tarde, tras ser excluidos de la sala de * sesiones por cierre, los diputados se trasladaron a un local interior próxi­ mo, el trinquete del Juego de Pelota, y, bajo la presidencia del astrónomo Jean-Sylvan Bailly, juraron su «inamovible resolución» de continuar sus deliberaciones donde fuera necesario:

2. J. M. Thompson (ed.), English Witnesses o f the French Revolulion (Oxford, 1938), p. 58; Aileen Ribciro, Fashion in the French Revolution (Londres, 1988), p. 46. En lo rela­ tivo a las elecciones de 1789, véase Malcom Crook, Elections in the French Revolution: An Apprenticeship in Democracy, 17X9-1799 (Cambridge, 1996), cap. 1.

LA R E V O L U C IÓ N D E 1789

Habiendo sido convocada la Asamblea Nacional para elaborar la consti­ tución del reino, regenerar el orden público y mantener los verdaderos principios de la monarquía, nada podrá impedir que continúe sus delibe­ raciones en cualquier em plazam iento en el que se vea obligada a esta­ blecerse, y por último, en cualquier sitio donde se reúnan sus miembros, éstos constituirán la Asamblea Nacional. Queda decidido que todos los miembros de esta Asamblea pronuncia­ rán ahora el solem ne juramento de no separarse nunca, y de reunirse cada vez que las circunstancias lo exijan, hasta que se haya elaborado la consti­ tución del reino y consolidado en una base firme, y que una vez efectuado el m encionado juramento, cada uno de los miembros ratificará esta inque­ brantable resolución con su firma.3

Hubo sólo una voz discordante, la de Martin Dauch, elegido por Castelnaudary, en la zona sur. La resolución de los diputados del tercer estado se vio respaldada por el constante goteo a sus filas de nobles liberales y de muchos párrocos reformistas que dominaban numéricamente la representación del primer estado. El voto que el 19 de junio dieron 149 diputados del clero de unir­ se al tercer estado, contra 137, fue lo que liberó a la política del punto muerto en que se encontraba. El motivo clave de su decisión fue su enojo por el abismo que les separaba de sus compañeros episcopales. El Abbé Barbotin escribió a un sacerdote compañero suyo: Al llegar aquí todavía me sentía inclinado a creer que los obispos eran también pastores, pero todo lo que veo me obliga a pensar que no son más que mercenarios, políticos m aquiavélicos, que sólo se preocupan de sus propios intereses y están dispuestos a desplumar — incluso a devorar si es necesario— a su propio rebaño antes que apacentarlo.4

El 23 de junio, Luis trató de suavizar aquel desafío proponiendo una mo­ desta reforma contributiva que mantenía un sistema de órdenes separados 3. Gazette nalionale ou le Moniteur universel, n.° 10, pp. 20-24 de junio de 1789, vol. 1, 89. Charles Panckoucke, editor de la Encyclopédie, era el propietario de este perió­ dico, que vinculaba la Gazette prerrevolucionaria al Moniteur «patriótico». Su reedición en la década de 1840 resulta una inestimable fuente para los debates parlamentarios. 4. Dale Van Kley, The Religious Origins o f the French Revolution (New Haven, 1996), p. 349.

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sin alterar los señoríos. No obstante, el tercer estado se mantuvo inamovi­ ble y su resolución se vio reforzada por la llegada a la Asamblea, dos días después, de cuarenta y siete nobles liberales conducidos por el primo de Luis, el duque de Orleáns. El 27 de junio Luis pareció capitular y ordenó a los diputados que quedaban que se uniesen a sus colegas de la Asam­ blea. Sin embargo, a pesar de su aparente victoria, los diputados burgue­ ses y sus aliados no tardaron en ser desafiados por un contraataque de la corte. París, a 18 kilómetros de Versalles y crisol del entusiasmo revolu­ cionario, fue sitiado por 20.000 mercenarios y, en un acto de desafío sim­ bólico, Luis destituyó a Jacques Necker, el único ministro que no proce­ día de la nobleza, el 11 de julio. Los miembros de la Asamblea se salvaron de una destitución sumaria gracias a la acción colectiva de la clase obrera parisina. A pesar de que les estaba vetado por sexo o pobreza participar en la formulación de los cua­ dernos o en la elección de los diputados, desde el mes de abril la canaIIa había demostrado su convicción de que la revuelta de los diputados bur­ gueses se hacía en nombre del pueblo. En efecto, una observación hecha a la ligera sobre los salarios por parte del acaudalado fabricante Réveillon en una reunión del tercer estado el 23 de abril había provocado una rebe­ lión en el fa u b o u rg St.-Antoine durante la cual, imitando a Sieyés, se oye­ ron gritos de «¡Larga vida al tercer estado! ¡Libertad! ¡No cederemos! (véase mapa 4). La revuelta fue sofocada por las tropas a costa de varios centenares de vidas. Numerosos panfletos manifestaban la ira de la cana­ lla ante su exclusión del proceso político. Una escalada en los precios de las barras de pan de cuatro libras de 8 a 14 céntimos sustentó este m ales­ tar, que se asumió mayoritariamente como consecuencia de una retención deliberada de las existencias por parte de los nobles terratenientes. El librero parisino Sébastien Hardy, cuyos diarios constituyen una incompa­ rable fuente de información acerca de los primeros meses de la revolu­ ción, escribió que el pueblo aseguraba «que los principes estaban acumu­ lando trigo deliberadamente para poner la zancadilla a M. Necker, a quien estaban ansiosos por derrocar».5 La destitución de Neckcr, que fue sustituido por el favorito de la reina, el barón de Breteuil, supuso la señal de partida de la acción popular.

5. George Rudé, The Crowd in tile French Revolution (Oxford, 1959), p. 46.

Entre los oradores en torno a los que los parisinos se arremolinaban en busca de noticias e inspiración se encontraba Camille Desmoulins, ami­ go del diputado del tercer estado por Arras, Maximilien Robespierre, a quien había conocido durante su época escolar en el C ollége Louis-leGrand en la década de 1770. Durante los cuatro días posteriores al 12 de julio, cuarenta de las cincuenta y cuatro aduanas que circundaban París fueron destruidas. La abadía de Saint-Lazare fue registrada en busca de armas; las sospechas del pueblo de que la nobleza trataba de doblegarlo mediante el hambre quedaron confirmadas cuando se descubrieron reser­ vas de trigo allí almacenadas. Los insurrectos se apoderaron de las armas y munición que había en las armerías y en el hospital militar de los Invá­ lidos, y se enfrentaron a las tropas reales. El objetivo final era la fortaleza de la Bastilla, sita en el faubourg St.-Antoine, porque disponía de exis­ tencias de armas y pólvora y porque esta poderosa fortaleza dominaba los barrios populares del este de París. Además, era también un imponente símbolo de la autoridad arbitraria de la monarquía. El 14 de julio, unos 8.000 parisinos armados pusieron sitio a la fortaleza; el gobernador, el marqués de Launay, no quiso rendirse y, viendo que la multitud se abría camino a la fuerza hacia el patio, ordenó a sus 100 soldados que dispara­ sen a la turba, con un saldo de 98 muertos y 73 heridos. Sólo accedió a la rendición cuando dos destacamentos de Gardes Franpaises se unieron a los sublevados y situaron su cañón frente a la entrada principal. ¿Quiénes fueron los que tomaron la Bastilla? Se hicieron varias listas oficiales de los vencedores de la Bastilla, como se les llamó después, in­ cluyendo una elaborada por su secretario Stanislas Maillard. De los 662 supervivientes que figuraban en la lista, había quizá una veintena de bur­ gueses, incluyendo fabricantes, comerciantes, el cervecero Santerre, y 76 soldados. El resto pertenecían a la canalla: tenderos, artesanos y asalariados de unos treinta oficios distintos. Entre ellos había 49 carpinteros, 48 ebanis­ tas, 41 cerrajeros, 28 zapateros remendones, 10 peluqueros que también confeccionaban pelucas, 11 vinateros, 9 sastres, 7 canteros, y 6 jardineros.6 La triunfal toma de la Bastilla el 14 de julio tuvo importantes con­ secuencias revolucionarias. En términos políticos, salvó a la Asamblea Nacional y legitimó un brusco cambio de poder. El control de París por 6. Sobre el asalto a la Bastilla, véase ibid., cap. 4; y Jacqucs Godechot, The Taking o f the Bastille: July I4tli, 1789, trad., Jean Stcwart (Londres, 1970).

parte de los miembros burgueses del tercer estado quedó institucionaliza­ do mediante un nuevo gobierno municipal a cargo de Bailly y una milicia civil burguesa dirigida por el héroe francés de la guerra americana de la Independencia, Lafayette. A primera hora de la mañana del 17 de julio, el hermano más pequeño de Luis, el conde de Artois, abandonó Francia as­ queado por el desmoronamiento del respeto propiciado por el tercer esta­ do. Un goteo constante de cortesanos descontentos se uniría a su emigrada corte en Turín. Aquel mismo día, Luis aceptó formalmente lo ocurrido entrando en París para anunciar la retirada de sus tropas y llamando de nue­ vo a Necker para devolverle el cargo. Días después, Lafayette añadiría el blanco de la bandera borbónica al rojo y el azul de la ciudad de París: acababa de nacer la revolucionaria escarapela tricolor. Sin embargo, el asalto a la Bastilla planteó también a los revoluciona­ rios un dilema acuciante y espinoso. La acción colectiva del pueblo de París había sido decisiva en el triunfo del tercer estado y de la Asamblea Nacional; no obstante, algunos de los participantes en la exultante multi­ tud que tomó la Bastilla respondieron violentamente matando al goberna­ dor de la fortaleza, De Launay, y a seis soldados de sus tropas. ¿Fue éste un comprensible — e incluso justificable— acto de venganza popular ejercido en la persona cuya decisión de defender a toda costa la prisión había provocado la muerte de un centenar de asaltantes? ¿Fue acaso un mo­ mento de locura profundamente lamentable y retrógrado, el acto de una turba demasiado habituada a ios castigos espectaculares impuestos por la monarquía a la violenta sociedad que la revolución pretendía reformar? ¿O bien se trató de un acto de barbarie totalmente imperdonable, la antítesis de todo aquello que la revolución debía significar? En la primera edición de uno de los nuevos periódicos que se apresuraron a informar acerca de los recientes acontecimientos sin precedentes, Les Révplutions de Paris, Elysée Loustallot consideraba el asesinato de Launay repugnan­ te pero legítimo: Por primera vez, la augusta y sagrada libertad ha penetrado finalmente en esta morada de horrores [la Bastilla], en este temible refugio de despotis­ mo, monstruos y delincuencia ... el pueblo que estaba tan ansioso de ven­ ganza no permitió ni a de Launai, ni a los demás funcionarios llegar al tri­ bunal de la ciudad; los arrancaron de manos de sus conquistadores y los pisotearon uno tras otro; de Launai fue atravesado por innumerables esto­ cadas, decapitado, y su cabeza clavada en la punta de una lanza, su sangre

Loustallot, un joven abogado de Burdeos, debió de pensar que aquel inci­ dente sería único, pero lo peor estaba aún por llegar. El día 22, el gober­ nador real de París desde 1776, Louis Bertier de Sauvigny, fue apresado cuando trataba de huir de la ciudad. Él y su suegro Joseph Foulon, que había sustituido a Necker en su ministerio, fueron apaleados hasta la muerte y decapitados, y sus cabezas exhibidas por todo París, al parecer en merecido castigo por presunta conspiración para empeorar el largo pe­ ríodo de hambruna que atravesaron los parisinos en 1788-1789. Supues­ tamente Foulon había declarado que si los pobres estaban hambrientos que comieran paja. El informe de Loustallot acerca de aquel día «terrible y aterrador» estaba ahora marcado por la angustia y la desesperación. Tras la decapitación de Foulon, Tenía un puñado de heno en la boca, una explícita alusión a los sentimien­ tos inhumanos de aquel bárbaro ... ¡la venganza de un pueblo comprensi­ blemente furioso! ... Un hombre ... ¡Oh D ios! ¡El bárbaro! arranca el corazón [de Berthier] de sus entrañas todavía palpitantes ... ¡Qué horrible visión! ¡Tiranos, contem plad este terrible y espeluznante espectáculo! ¡Temblad y ved cóm o se os trata! ... Conciudadanos, percibo cómo os afli­ gen el alma estas espantosas escenas; al igual que vosotros, estoy conm o­ cionado por todo lo sucedido, pero pensad cuán ignom inioso es vivir com o un esclavo ... Sin embargo, no olvidéis que estos castigos ultrajan a la humanidad, y hacen que la Naturaleza se estremezca.

Simón Schama insiste en que esta violencia punitiva estaba en el corazón de la revolución desde el principio, y que los líderes de la clase media eran cómplices de tales barbaridades. Según Schama, Loustallot, que se convertiría en el periodista revolucionario más importante y admirado, había escarnecido el horror causado por la violencia para condonarla y alentarla: «mientras fingía sentirse estremecido por la extrema violencia que estaba describiendo, su prosa se revolcaba en ella». El afligido repor­ taje de Loustallot plantea argumentos difíciles de justificar.7 7. Schama, Cilizens, 446; Les Révolulions de Paris, n.° 1, 12-18 de julio de 1789, pp. 17-19, n.° 2, 18-25 de julio de 1789, pp. 18-25. Una excelente colección de artículos de

La toma de la Bastilla fue tan sólo el ejemplo más espectacular de conquista popular del poder local. En toda Francia, desde París hasta la más remota y diminuta aldea, la primavera y verano de 1789 supusieron el desmoronamiento total y sin precedentes de siglos de gobierno de la realeza. En los centros provinciales se produjeron «revoluciones munici­ pales», en las que los nobles se retiraban o eran obligados a marcharse por la fuerza, como sucedió en Troyes, o en las que nuevos hombres ac­ cedían al poder, com o en Reims. El vacío de autoridad causado por la caída del Estado borbónico se cubrió temporalmente en los pueblos y ciu­ dades pequeñas por m ilicias populares y consejos. Esta toma de poder fue acompañada en todas partes por un rechazo generalizado de las rei­ vindicaciones del Estado, de los señores y de la Iglesia, que exigían el pago de los impuestos, tributos y diezmo; por otro lado, al confraternizar abiertamente las tropas con los civiles, el poder judicial no tenia fuerza alguna para hacer cumplir la ley. Paralelamente a la revolución municipal, la toma de la Bastilla tuvo otra consecuencia todavía de mayor envergadura. Las noticias de este desafío sin precedentes al poder del Estado y a la nobleza llegaron a un campesinado en plena efervescencia, se respiraba en el campo un am­ biente de conflicto, esperanza y temor. Desde diciembre de 1788, los campesinos se habían negado a pagar los impuestos o los tributos seño­ riales, o se habían apoderado de las reservas de comida, en Provenza, en el Franco Condado, en Cambrésis y Hainaut en el noreste, y en la cuenca de Paris. Arthur Young, en su tercer viaje por Francia, plasmó las deses­ peradas ilusiones depositadas en la Asamblea Nacional, al conversar con una mujer campesina en la Lorena el 12 de julio: Mientras subía a pie por una empinada colina, para aliviar a mi yegua, una pobre mujer se unió a mí y com enzó a quejarse de aquellos tiempos que estábamos viviendo, y de lo triste que era el país; al preguntarle yo las razones de su lamento, dijo que su marido no tenía más que un pedazo de tierra, una vaca, y un pobre caballo, y sin embargo tenían que pagar un fra n c h a r (42 libras) de trigo y tres pollos por el arriendo a un señor, y cuatro J,ranchares de avena, un pollo y una libra a otro señor, además de las gravosas tallas y otros impuestos ... Ahora decían que algunas perso-

periódico nos la brinda J. Gilchrist y W. J. Murray (eds.), The Press in the French Revolution (Melbournc, 1971).

t ? f r r f f f f f r r t

manaba por todas partes ... Este glorioso día debe sorprender a nuestros enem igos, y presagiar por fin el triunfo de la justicia y la libertad.

LA R E V O L U C IÓ N D E 1789

ñas importantes iban a hacer algo por los pobres, pero ella no sabia quién ni cómo, pero D ios nos favorecerá, car les tailles et les droits nous écrasent. Esta mujer, vista no de muy lejos, aparentaba unos sesenta o setenta años, su figura encorvada y su rostro ajado y endurecido por el arduo trabajo, pero ella aseguró tener sólo veintiocho.8

El miedo a la venganza de los aristócratas sustituyó tales esperanzas a medida que llegaban noticias de la Bastilla: ¿acaso las pandillas de men­ digos que merodeaban por los campos de cereales eran agentes de los ven­ gativos señores? La esperanza, el temor y el hambre convirtieron el campo en un polvorín al que imaginarias visiones de «bandidos» prendieron fue­ go. El pánico se extendió a partir de unas pocas chispas aisladas causando incendios de violentos rumores, diseminándose de pueblo en pueblo a varios kilómetros por hora, e invadiendo todas las regiones a excepción de Bretaña y el este. Al no materializarse las represalias de los nobles, las milicias de los pueblos apuntaron con sus armas al mismo sistema seño­ rial, obligando a los señores o a sus agentes a entregar los archivos feu­ dales para ser quemados en la plaza del pueblo. Esta revuelta tan extraor­ dinaria se dio a conocer con el nombre de «gran pánico». Se eligieron también otros objetos a los que dirigir el odio: en Alsacia se ejerció la vio­ lencia contra los judíos. En las afueras del norte de París, en St. Dcnis, un funcionario que se había burlado de una multitud que se quejaba de los precios de la comida fue arrastrado desde su escondrijo en el chapitel de una iglesia, apuñalado hasta causarle la muerte y decapitado; sin embargo, éste fue un caso poco frecuente de violencia personal en aquellos días. Al igual que la canalla de París, los campesinos adoptaron el lenguaje de la revuelta burguesa para sus propios fines; el 2 de agosto, el mayordomo del duque de Montmorency escribió a su señor en Versalles que: El populacho, culpando a los señores del reino de los altos precios del tri­ go, ataca ferozmente todo lo que les pertenece. N o hay razonamiento que valga: este populacho desenfrenado tan sólo atiende a su propia furia ... Justo cuando estaba a punto de terminar mi carta, me enteré de que aproximadamente trescientos bandidos procedentes de todos los rincones, unidos a los vasallos de la marquesa de Longaunay, hablan robado los

8. 1969).

Arthur Young, Travels in France during the Yearx / 7.V7-/7
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títulos de arrendamiento y concesiones de señorío, y derruido sus palo­ mares: a continuación le dejaron una nota informándola del robo con la firma La Nación,9 La noche del 4 de agosto, en un ambiente de pánico exacerbado, abnega­ ción y extrema excitación, una serie de nobles montaron la tribuna de la Asamblea para responder al gran miedo renunciando a sus privilegios y aboliendo los tributos feudales. No obstante, una semana más tarde, hi­ cieron distinciones entre «servidumbre personal», que fue abolida en su totalidad, y «derechos de propiedad» (tributos de señorío pagaderos en cosechas) por los que los campesinos tenían que pagar una indemniza­ ción antes de dejar de pagar definitivamente: Artículo 1. La Asamblea Nacional aniquila por completo el régimen feudal y decreta la abolición sin indemnización de los derechos y debe­ res, tanto feudales como censuales, derivados de manos muertas reales o personales, y de la servidumbre personal, así como de aquellos que los representan; todos los demás son amortizables, y el precio y la manera de amortizarlos serán establecidos por la Asamblea Nacional. Aquellos dere­ chos que no sean abolidos por este decreto seguirán siendo recaudados hasta nuevo acuerdo. Así pues, la Asamblea abolió por completo la servidumbre, los palomares, los privilegios señoriales y reales de caza, y el trabajo no remunerado. Quedaron también suprimidos los tribunales señoriales: en el futuro, la justicia iba a ser administrada desinteresadamente de acuerdo con un con­ junto de leyes uniformes. El diezmo, al igual que los impuestos estatales existentes, serían sustituidos por modos más equitativos de financiar al Es­ tado y a la Iglesia, pero mientras tanto habría que continuar pagando. Más tarde, el 27 de agosto, tras concienzudos y largos debates, la Asam­ blea votó una Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Lo fundamental de dicha Declaración era la insistencia en que «la igno­ rancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del hombre son las 9. Armales historiques de la Révolution franfuise (1955), pp. 161-162. La revuelta rural constituye el tema del estudio clásico de 1932 de Georges Lefcbvrc, El gran pánico de 1789: la Revolución Francesa y los campesinos (Paidós, Barcelona, 1986). Existe un estudio reciente de Clay Ramsay, The tdeology o f the Greal Fear: The Soissonnais in 1789 (Baltimore, 1992).

únicas causas de las desventuras públicas»; la Asamblea rechazó la suge­ rencia por parte de los nobles de que se incluyese junto a esta declaración una declaración de deberes para que el pueblo llano no abusase de sus libertades. En su lugar, se establecía la esencia del liberalismo, que «la li­ bertad consiste en poder hacer todo lo que no dañe a otro». Por con­ siguiente, la Declaración garantizaba los derechos de libre expresión y asociación, y de religión y opinión, limitados tan sólo — y de forma más bien ambigua— por «la ley». Aquélla iba a ser una tierra en la que todos serían iguales ante la ley, y estarían sujetos a las mismas responsabilida­ des públicas: era una invitación a convertirse en ciudadanos de una nación en vez de súbditos de un rey. Los Decretos de Agosto y la Declaración de los Derechos del Hombre representaban el fin de la estructura absolutista, señorial y corporativa de la Francia del siglo xvm . Eran también una proclamación revolucionaria de los principios de una nueva edad dorada. En sí misma la Declaración era un documento extraordinario, una de las más poderosas afirmaciones de liberalismo y de gobierno representativo. Aun siendo universal en su lenguaje y rebosante de optimismo, no dejaba por ello de ser ambigua en su redacción y en sus silencios. Es decir, mientras proclamaba la univer­ salidad de derechos y la igualdad cívica de todos los ciudadanos, la Declaración era ambigua respecto a si los desposeídos, los esclavos y las mujeres gozarían también de igualdad política y legal, y silenciaba el modo en que se pretendía garantizar el ejercicio del propio talento a aquellos que carecían de educación o propiedades. Esta cuestión se había planteado ya en la primavera de 1789 en un cahiers de mujeres’ del País de Caux, una región situada al norte de París: V t ses p'x TEZOT) c por necesitam. i b ; itonrorEV psrmiKr> aut ;¡ü muiarís compartan su trabajo, que cultiven el suelo, que aren los campos, que se hagan cargo del servicio postal; otras emprenden largos y arduos viajes por m otivos com erciales ... N os han dicho que se está hablando de liberar a los negros; el pueblo, casi tan esclavizado com o ellos, está recuperando sus derechos ... ¿Seguirán los hombres insistiendo en querer hacernos víctim as de su

Los Decretos de Agosto tuvieron también gran importancia por otra ra­ zón: porque estaban basados en la presunción de que a partir de aquel momento todos los individuos de Francia gozarían de los mismos dere­ chos y estarían sujetos a las mismas leyes: la edad de los privilegios y excepciones había terminado: Artículo X ... todos los privilegios especiales de las provincias, principa­ lidades, condados, cantones, ciudades y com unidades de habitantes, ya sean financieros o de cualquier otro tipo, quedan abolidos sin indemniza­ ciones, y serán absorbidos dentro de los derechos comunes de todos los franceses."

La Declaración, así com o los Decretos de Agosto, afirmaba de forma explícita que todas las carreras y cargos estarían abiertas al talento, y que en lo sucesivo «las distinciones sociales se basarían solamente en la lili lidad general». Por consiguiente, se consideró político excluir cláusulas de un borrador inicial que trataba de explicar los límites de la igualdad de forma más directa: II. Para garantizar su propia conservación y encontrar el bienestar, todo hombre recibe facultades de la naturaleza. La libertad consiste en el com ­ pleto y pleno uso de dichas facultades. V. Pero la naturaleza no ha dotado a todos los hombres de los mismos medios para ejercer sus derechos. La desigualdad entre los hombres nace de ello. Así pues, la desigualdad se encuentra en la propia naturaleza. VI. La sociedad está basada en ia necesidad de mantener la igualdad de derechos en plena desigualdad de medios. 12

A Puesto que tanto los Decretos de Agosto como la Declaración constituían un conjunto profundamente revolucionario de principios fundamentales de un nuevo orden, ambos documentos se encontraron con el rechazo de Luis. Los Estados Generales habían sido convocados para ofrecerle con-

11. Moniteur universel,n.°40, 11-14 de agosto de 1789, vol. I, pp. 332-333. 12. Moniteur universel, n.° 44, 20 de agosto de 1789, vol. 2, pp. 362-363; Archives parlementaires, 2 de septiembre de 1791, pp. 151-152. En Dale Van Kley (ed.), The 10. «Cahier des doléances et réclamations des femmes par Mme. B... B..., 1789», en French idea o f Freedom: The Oíd Regime and the Declaration o f Riglits o f 1789 (Stanford, Calif., 1994) encontramos una detallada reflexión sobre la Declaración. Cahiers des doléances des femmes et aulres lexles (París, 1981), pp. 47-59. orgullo e injusticia?10

scjo sobre el estado de su reino: ¿acaso la aceptación de la existencia de una «Asamblea Nacional» le obligaba a aceptar las decisiones de esta última? Además, a medida que la crisis empeoraba y se multiplicaba la evidencia de un desprecio manifiesto por la revolución por parte de los oficiales del ejército, la victoria del verano de 1789 parecía de nuevo dis­ cutible. Por segunda vez, la canalla de París intervino para salvaguardar una revolución que había hecho suya. Sin embargo, esta vez fueron las mujeres de los mercados quienes la abanderaron: en palabras del obser­ vador librero Hardy, «estas mujeres dijeron a voces que los hombres no sabían de qué iba todo aquello y que ellas querían intervenir en el curso de los acontecimientos».13 El 5 de octubre, 7.000 mujeres emprendieron la marcha hacia Versalles; entre sus líderes espontáneos figuraba Maillard, un héroe del 14 de julio, y una mujer de Luxemburgo, Anne-Josephe Terwagne, que se hizo famosa con el nombre de Théroigne de Méricourt. Más tarde fueron secundadas por la Guardia Nacional, que obligó a su reacio comandante Lafayette a «acaudillarlas». Una vez en Versalles, las mujeres invadieron la Asamblea. Una delegación se presentó ante el rey, que inmediatamente consintió en sancionar los decretos. No obstante, no tardó en hacerse evidente que las mujeres sólo se contentarían si la fa­ milia real regresaba a París. Así lo hizo el día 6 y la Asamblea siguió sus pasos. Aquél fue un momento decisivo en la revolución de 1789. La Asam­ blea Nacional debía de nuevo su existencia y su éxito a la intervención armada del pueblo de París. Convencida de que ahora la revolución era completa y estaba asegurada, y de que el pueblo llano de París nunca más volvería a ejercer semejante poder, la Asamblea ordenó una investigación acerca de los «delitos» del 5 al 6 de octubre. Entre los cientos de partici­ pantes y observadores entrevistados se encontraba Madelaine Glain, una encargada de la limpieza de 42 años, que estableció una relación entre los imperativos de garantizar el suministro de pan a precio razonable y el destino de los decretos revolucionarios clave: acudió con las demás mujeres a la sala de la Asamblea Nacional, donde irrumpieron en tropel; tras haber exigido algunas de aquellas mujeres panes de 4 libras a 8 céntim os, y carne por el mismo precio, la.testigo ...

13. Rudé, Crowd in the French Revolution, p. 69 y cap. 5,

regresó al Ayuntamiento de París con el señor Maillard y otras dos mu­ jeres, llevando consigo los decretos que les fueron entregados en la Asamblea Nacional.

El alcalde Bailly recordó que cuando las mujeres regresaron a París el día 6, iban cantando «cancioncillas vulgares que al parecer mostraban poco respeto por la reina». Otras se vanagloriaban de haber traído consi­ go a la familia real tildándolos de «el panadero y su esposa, y el aprendiz del panadero».14 Con esto las mujeres explicitaban públicamente la anti­ gua creencia de la responsabilidad real ante Dios de proveer comida. Una vez sancionados los decretos clave, y la corte totalmente desorganizada, el triunfo de la revolución parecía asegurado; y para dar cuenta de la magnitud de lo conseguido, el pueblo empezó ahora a referirse al antiguo régimen. En toda Europa, la gente estaba impresionada por los dramáticos sucesos de aquel verano. Pocos fueron los que no se entusiasmaron con los acontecimientos: entre las cabezas coronadas de Europa, sólo los reyes de Suecia y de España y Catalina de Rusia se mantuvieron decidi­ damente hostiles desde el inicio. Otros quizá sintieran cierta satisfacción al ver humillada por su propio pueblo a una de las mayores potencias de Europa. No obstante, entre el populacho europeo general el respaldo a la revolución era mayoritario, aunque también había unos pocos «contrarre­ volucionarios» como Edmund Burke. Mientras que en Inglaterra muchos empezaron a sentirse incómodos con los informes acerca de los brutales derramamientos de sangre o cuando la Asamblea Nacional desestimó sin dilación la posibilidad de emular el sistema británico de dos cámaras, con su Cámara de los Lores, otros muchos mostraron abiertamente su entu­ siasmo. Poetas como Wordsworth, Burns, Colcridge, Southcy y Blake se unieron a sus semejantes alemanes e italianos en el mundo artístico y filosófico (Beethovcn, Fichte, Hegel, Kant y Herder) en la celebración de lo que se interpretaba como un momento ejemplar de liberación en la his­ toria del espíritu europeo. Lafayette mandó un juego de llaves de la Basti-

14. Réimpression de l'Anden Moniteur, seule histoire authentique et inaltérée de la Revolution frangaise, depuis la reunión des Etats-Généraux jusqu ’au Consulat, 32 vols. (París, 1847), vol. 2, 1789, p. 544; Cobb y Jones (eds.), Voices o f the French Revolution, p. 88.

IV. LA RECONSTRUCCIÓN DE FRANCIA, 1789-1791

La Asamblea Nacional o Constituyente de 1789-1791 fue el parlamento más numeroso de la historia de Francia, con más de 1.200 miembros del clero, de la nobleza y del pueblo llano, que previamente se habían reuni­ do en los Estados Generales en mayo de 1789. A lo largo de los dos años posteriores, los diputados se enfrascaron con extraordinaria energía en la tarea de remodelar todos los aspectos de la vida social. El trabajo de su s treinta y un comités se vio facilitado por la presteza con que colaboraron muchos nobles, denominados «patriotas», por las abundantes cosechas de 1789 y 1790 y, sobre todo, por la inmensa reserva de buena voluntad de que hizo gala el pueblo. Sin embargo, la tribuna y los comités de la Asam­ blea estaban dominados por una décima parte de los diputados aproxi­ madamente, circunstancia que nos lleva a deducir que las semillas de los posteriores recelos del sur sobre la revolución fueron sembradas en la Asamblea por hombres del norte desde el inicio. La reconstrucción de Francia se basaba en la creencia de una identi­ dad común a todos los ciudadanos franceses independientemente de su extracción social u origen geográfico. Esto constituía un cambio funda­ mental en la relación del Estado con sus provincias y ciudadanía. En todos los ámbitos de la vida pública — la administración, la judicatura, las fuerzas armadas, la Iglesia, el orden público— las tradiciones de dere­ chos corporativos, nombramientos y jerarquía cedieron a la igualdad civil, a la responsabilidad y a las elecciones en el seno de las estructuras nacionales. La estructura institucional del antiguo régimen se había ca­ racterizado por el reconocimiento de la extraordinaria diversidad provin­ cial controlada por una red de personas nombradas por el rey. Ahora la situación se invirtió: en todos los niveles los funcionarios habían de ser elegidos, y las instituciones en las que trabajaban tenían que ser las m is­ mas en todas partes.

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lia a George Washington en calidad de «tributo que debo como hijo a mi padre adoptivo, com o ayudante de campo a mi general, y como misionero de la libertad a su patriarca». A su vez, Washington, elegido presidente de listados Unidos seis meses antes, escribió a su enviado en Francia, el go­ bernador Morris, el 13 de octubre: «La revolución que se ha llevado a cabo en Francia es de tan maravillosa índole que la mente apenas puede reconocer el hecho. Si termina como ... [yo] pronostico, esta nación será la más feliz y poderosa de Europa». Junto con el potente sentido de euforia y unidad en aquel otoño de 1789 se abría paso la conciencia de cómo se había alcanzado la revolución y la magnitud de lo que quedaba por hacer. La revolución de los diputados burgueses había triunfado sólo por la intervención activa de la clase obrera de París; los recelos de los diputados se pusieron de manifiesto en la proclamación temporal de la ley marcial el 21 de octubre. Por otro lado, el hecho de que Luis consintiera en cambiar a regañadientes, quedó parcialmente disfrazado por la invención de que su obstinación se debía únicamente a la maligna influencia de la corte. Pero lo más importante de todo, la declaración revolucionaria de los principios del nuevo régimen presuponía la remodelación de todos los aspectos de la vida social. Y a esta tarea se dedicaron.

Las 41.000 nuevas «comunas», en su mayor parte formadas por las parroquias del antiguo régimen, se convertirían en la base de una jerar­ quía administrativa de cantones, distritos y departamentos. Los 83 depar­ tamentos anunciados en febrero de 1790 fueron diseñados para facilitar la accesibilidad de la administración, la distancia desde cualquier comu­ na a la capital no había de ser mayor a la de un día de viaje (véase mapa 3). La creación de este nuevo mapa de Francia fue resultado de la labor de las élites urbanas con una clara visión de la organización espacial y la jerarquía institucional. El propósito que con ello se perseguía era el de hacer realidad dos palabras clave: «regenerar» la nación mientras se cimentaba su «unidad». Había un fundamento geográfico válido para cada departamento, pero también representaba una importante victoria del nuevo Estado sobre las renacientes identidades provinciales mani­ festadas desde 1787. Sus mismos nombres, extraídos de ríos, montañas y otros accidentes naturales, cortaron de raíz las pretendidas lealtades a otras etnias y provincias: el territorio vasco se convertiría en «BassesPyrénées», no en el «Pays Basque», y no habría ninguna clase de recono­ cimiento institucional de regiones como Bretaña o el Languedoc. La Asamblea tenía también interés en acelerar «desde arriba» la sin­ cronía de la nueva nación de ciudadanos franceses extendiendo el uso de la lengua francesa. La investigación del Abbé Grégoire realizada en 1790 resulta aleccionadora para los legisladores que asumieron erróneamente que el dominio del francés era indispensable para la condición de patrio­ ta. Tan sólo quince departamentos, con tres millones de habitantes, pudie­ ron ser genuinamente calificados de francófonos. En Lot-et-Garonne, en el suroeste, donde se hablaba gascón, los sacerdotes se quejaban de que los campesinos se dormían durante la lectura de los decretos de la Asam­ blea, «porque no comprenden ni una sola palabra, por más que se lean en voz alta y clara y que se expliquen». Por consiguiente, en posteriores asambleas se acordó traducir los decretos a las lenguas locales, y en gran parte de Francia los nuevos aspectos de la vida política se dieron a cono­ cer a través de la traducción.1

1. Jones, Peasantry, 209. Martin Lyons comenta la investigación de Grégoire en «Politics and Patois: The Linguistic Policy of the French Revolution», Auslralian Journal oj French Studies, 18 (1981), pp. 264-281.

La Declaración de los Derechos del Hombre ya había adelantado la promesa de que a partir de aquel momento todos los ciudadanos tendrían el mismo derecho a la libertad de conciencia y a la práctica externa de su fe. A finales de 1789, se había otorgado la plena ciudadanía a los protes­ tantes y, en enero siguiente, a los judíos sefarditas de Burdeos y Aviñón (por sólo 374 votos contra 280). Sin embargo, la Asamblea dudó frente al antisemitismo de los diputados de Alsacia, como Jean-Frangois Reubell de Colmar, que se oponía a la concesión de la ciudadanía a los judíos del este (pero no a los del sur) con la misma vehemencia con que defendíá los derechos de la «gente de color». Esto provocó una enérgica adverten­ cia por parte de los judíos askenazíes orientales en enero de 1790: Francia tiene el deber, por justicia c interés, de garantizarles los derechos de ciudadanía, puesto que su hogar se halla en este imperio, viven aquí com o súbditos, sirven a su patria en la medida de sus posibilidades, con­ tribuyen al mantenimiento dd las fuerzas públicas igual t|ue los demás ciudadanos del reino, con independencia de los onerosos, degradantes y arbitrarios impuestos que las antiguas injusticias y prejuicios del antiguo régimen acumularon sobre sús hombros: ellos afirman que sólo puede haber dos clases de hombres en un Estado: ciudadanos o extranjeros, y demostrar que no som os extranjeros es demostrar que somos ciudadanos;'

En las últimas sesiones de la Asafnblea Nacional en septiembre de 17‘>1 quedó garantizada la total igualdad y elegibilidad de los judíos orientales. El complejo conjunto de tribunales reales, aristocráticos y eclesiásti­ cos y sus variaciones regionales fue sustituido por un sistema nacional mucho más accesible, humano e igualitario. La introducción de jueces de paz electos en cada cantón resultó inmensamente popular puesto que pro­ porcionaba una justicia barata f accesible. Por ejemplo, los delitos capita­ les experimentaron una notable reducción, y quienes los cometieran se­ rían castigados en adelante mediant; la indolora máquina presentada por el presidente del comité de sVnidadde la Asamblea, Dr. Joseph Guillotin. El principio de libertad individual se extendió también a la prostitución:

2. Moniteur universel, n.° 46; lí de febrero 1790, vol. 2, pp. 368-369; Gary Kates, «Jews into Frenchmen: Nationality and Rcprcsentation in Rcvolutionary France», en Ferenc Fehér (ed.), The French Kevolilion and the Birth o f Modcrnily (Uerkeley, Calif., 1990), pp. 103-116.

en julio de 1791, nuevas regulaciones municipales eliminaron toda referen­ cia a la prostitución y su vigilancia. Con estas medidas muchas mujeres quedaron libres de la represiva coacción que ejercían los reformatorios religiosos a los que eran enviadas bajo el antiguo régimen, y al mismo tiempo se reconoció que la prostitución y sus efectos secundarios eran elección y responsabilidad individuales. La «libertad» alcanzada en 1789 era por lo tanto una espada de doble filo en sus aplicaciones prácticas. Las unidades de ciudadanos «activos» de la Guardia Nacional de cada comuna elegían a sus líderes. Sin embargo, mientras que los puestos de oficiales en las fuerzas armadas estaban también a disposición de los que no eran nobles, la Asamblea rechazó la aplicación de la soberanía popular para su elección. El ejército y la armada se vieron sumidos en conflictos internos entre los oficiales de procedencia noble y los soldados acerca del control de los fondos del regimiento y el papel del ejército en la represión de las protestas civiles. Hubo graves rebeliones en diciembre de 1789 en la flota de Tolón y en septiembre de 1790 en la de Brest. Uno de los moti­ nes que se produjo en la guarnición de Nancy en agosto de 1790 fue cruel­ mente reprimido por el comandante Bouillé, primo de Lafayette, comandan­ te en jefe del ejército. La Asamblea respaldó las acciones de Bouillé. Para Elysée Loustallot de Les Révoluíions d e Paris, abatido por la violencia que se había instalado desde julio de 1789, la noticia de la masacre resul­ tó inconcebible: ¿Cómo puedo relatar lo sucedido con el corazón apesadumbrado? ¿Cómo puedo reflexionar cuando mis sentimientos están desgarrados por la de­ sesperación? Les veo allí, !od )s aquellos cadáveres esparcidos por las calles de Nancy ... ¡Aguardad, rufianes, la prensa que descubre todos los crímenes y desvela todos los errores os privará de vuestro gozo y de vues­ tra fuerza: qué dulce sería ser vuestra última víctima! Loustallot moría poco después, jtsto a jo s 29 años. La oración en su funeral fue ofrecida por otro proitúnpnU periodista y revolucionario, Camille Desmoulins.3 3. J. Gilchrist y W. J. Murray (cds.), The Preqswüie French Revolution (Mclbournc, 1971), p. 15. Sobre el impacto de la revolución en lasfuerzas armadas, véase Jean-Paul Bcrtaud, The Army o f the French Revolution: ¡tan Citizen-Soldiers to Instrument o f Power, trad. R. R. Palmer (Princcton, 1988), cap I; Atan Forrest, Soldiers o f the French

La Asamblea Nacional tuvo que abordar la urgente necesidad de llevar a cabo importantes reformas en tres áreas fundamentales: la reforma fis­ cal para poner en práctica el compromiso de la Asamblea respecto al principio de una contribución proporcional y uniforme; la reforma admi­ nistrativa para establecer la práctica de la soberanía popular en el seno de las estructuras institucionales reformadas; y medidas para resolver las ambigüedades relativas al feudalismo dentro de la legislación de Agosto. La Asamblea había heredado la quiebra financiera de la monarquía, agravada por la negativa popular a pagar impuestos, y tuvo que adoptar medidas para poder afrontar la crisis. En todo el país la gente respondía a las peticiones de «contribución patriótica» o donaciones. En noviembre de 1789, las tierras de la Iglesia fueron nacionalizadas y, a partir de no­ viembre de 1790, subastadas. Estas tierras sirvieron para respaldar la emisión de asignados (assignats), papel moneda que pronto empezaría a depreciarse convirtiéndose en auténtico poder adquisitivo. La necesidad de un sistema de impuestos radicalmente nuevo y universal tardó mucho más en abordarse. El 25 de septiembre de 1789, la Asamblea decretó que la nobleza, el clero y otros sectores que hasta entonces habían gozado de inmunidad fiscal pagasen una parte proporcional de impuestos directos, con efectos retroactivos para cubrir la segunda mitad de 1789. Sin embar­ go, las dificultades relativas a la elaboración de nuevas listas tributarias y estimaciones de ingresos para cada comunidad requerían demasiado tiempo, y la Asamblea se vio obligada a continuar con el sistema tributa­ rio del antiguo régimen durante 1790. El anuncio hecho por la Asamblea el 14 de abril de 1790, de que el diezmo quedaría abolido a partir del 1 de enero del año siguiente com o parte de una reforma fiscal general, signifi­ caba que todavía tendría que seguir pagándose al estado durante 1790. No obstante, el decreto fue interpretado por todas las comunidades de Francia com o algo que no era lógico seguir pagando en aquellos momen­ tos. Las comunas se negaron rotundamente a pagar el diezmo y recolecta­ ron las cosechas sin esperar al recaudador del diezmo. Finalmente, a prin­ cipios de 1791 se introdujo un nuevo sistema contributivo basado en el valor estimado de las propiedades y de las rentas obtenidas de aquéllas.

Revolution (Durham, NC, 1990), cap. 2 ; William S. Cormack, Revolution and PolíticaI Conflict in tlie French Navy, 17X9-1794 (Cambridge, 1995).

Los nuevos impuestos eran considerablemente más elevados que los que habían gravado a la población durante el antiguo régimen y, para los agricultores arfendatarios, a menudo se añadían al alquiler. En Bretaña, donde el régimen feudal y los impuestos habían sido relativamente bajos y los arrendatarios habían gozado de alquileres a largo plazo (llamados dom aine congéable), la revolución aumentó sustancialmente las cargas contributivas sin tener en cuenta las demandas de los agricultores arren­ datarios relativas a la seguridad de ocupación. Sin embargo, para la ma­ yoría de campesinos el aumento de un 15 o 20 por ciento en impuestos estatales fue más que una compensación por la supresión de los diezmos y, finalmente, de los tributos de señorío. La segunda y extensa área a la que la Asamblea debía prestar inmediata atención era la relativa al ejercicio del poder y de la soberanía popular. A la vez que rechazaban el sistema inglés de dos cámaras debido a la pro­ funda desconfianza que sentían hacia la nobleza, dotaban a Luis de am­ plios poderes ejecutivos como, por ejemplo, el de nombrar a sus minis­ tros y diplomáticos. Tenía también derecho de veto, lo cual le permitía suspender una legislación inaceptable durante varios años (aunque no en asuntos relativos a finanzas o a la constitución). La ambigüedad acerca del significado de ciudadanía en la Declaración de los Derechos del Hombre quedó resuelta con la exclusión de las mujeres y de los ciudada­ nos masculinos «pasivos», aquellos, aproximadamente un 40 por ciento de los hombres adultos, que pagasen menos de tres jornadas de trabajo en impuestos, e imponiendo complicados requisitos de propiedad a quienes podían ser elegidos electores y diputados. Habiendo como mínimo cuatro m illones de ciudadanos activos, sólo unos 50.000 pagaban suficientes impuestos com o para ser electores; los 745 diputados de la Asamblea Legislativa tenían a su vez que pagar el «marco de plata», equivalente a la contribución de cincuenta y cuatro jornadas de trabajo. En su periódico Les Révolutions de France et d e Brabant, Camille Desmoulins denuncia­ ba el nuevo «sistema aristocrático»: «Pero ¿qué significa esta palabra tan repetida de ciudadano activo? Los ciudadanos activos son los que toma­ ron la Bastilla».4 La Asamblea Nacional aprobó la ley municipal el 14 de diciembre de 1789. Ésta se inspiraba en gran medida en el intento de Calonnc de 1787 4. Doyle, Oxford History o f ¡he French Revolution, p. 124.

de reformar y uniformizar los gobiernos locales en todo el país, aunque era mucho más democrática. El alcalde, los funcionarios municipales y los notables debían ser elegidos por contribuyentes con propiedades. La ley del gobierno local representaba un cambio significativo en la autono­ mía y el electorado de los concejos municipales de los pueblos. Ahora las municipalidades quedaban libres del control de los señores. La nueva ley supuso un pesado gravamen en la responsabilidad de los aldeanos: ahora eran ellos los encargados de asignar y de recaudar los impuestos directos, de llevar a cabo las obras públicas, de supervisar las necesidades ma­ teriales de la iglesia y de la escuela y de mantener la ley y el orden. En las comunidades más pequeñas estas responsabilidades resultaban abruma­ doras, incluso imposibles. Por otro lado, en el oeste, la ley de gobierno lo­ cal creó una desconcertante separación entre la municipalidad y la parro­ quia excluyendo a muchos hombres y a todas las mujeres acostumbrados a discutir los asuntos de la comunidad después de misa. La tercera área que requería atención urgente era la relativa al señorío. Las comunidades rurales de toda Francia estaban a la espera de transcri­ bir un decreto en especial. Desde el comienzo de la revolución, la Asam­ blea Nacional se encontraba entre la espada y la pared en cuanto a las exi­ gencias radicales de la revolución campesina y sus compromisos con los principios de la propiedad privada y su apoyo a ios nobles liberales. Ade­ más, el rey, a quien las comunidades de campesinos consideraban su pro­ tector en el momento de la elaboración de sus cahiers, se había negado a dar su consentimiento para equilibrar la comprometida ley sobre el feu­ dalismo. Hubo que aguardar hasta el 20 de octubre, después de la marcha de las mujeres a Versalles, para que la legislación feudal del 4 al 11 de agosto se convirtiera en ley. Incluso entonces estaba plagada de ambigüe­ dades relativas al alcance de la abolición del señorío. « No obstante, los campesinos sólo aceptaron sin cuestionarla la frase inicial del Decreto de Agosto, que rezaba: «la Asamblea Nacional destru­ ye por completo el régimen feudal». Durante los cuatro meses siguientes a diciembre de 1789, campesinos procedentes de 330 parroquias del sur­ oeste invadieron más de cien castillos para protestar contra el pago obli­ gatorio de los tributos sobre las cosechas. Otras protestas similares, tanto mediante acciones violentas como mediante el no cumplimiento de la ley, se sucedieron en los departamentos de Yonne, Loiret, Aisne, y Oíse, y en las regiones del Macizo Central, Bretaña, Dauphiné y la Lorcna. Muchas

LA R E C O N S T R U C C IÓ N D E F R A N C IA , 1789-1791

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de estas rebeliones fueron acompañadas por lo que Mona O zouf denomina no había prueba alguna de un contrato de aceptación de su existencia: «fiestas silvestres» en las que los aldeanos empezaron a inventar nuevas éste podía adoptar la forma de un documento original o de documentos formas de celebraciones espontáneas en torno a improvisados «árboles Iposteriores aceptando dicho contrato. Finalmente, el 3 de mayo un decrede la libertad». En Picardía, las exigencias de una revolución más radical se i to establecía el valor de la amortización de los derechos señoriales. Para centraron en los impuestos y en el señorío. Por ejemplo, en el pueblo de las corvées, banalités y todos aquellos tributos pagados con dinero, el I lallivillcrs (en el departamento del Somme), la mayoría de los habitantes interés de amortización quedó fijado en veinte veces el valor anual y, para decidió que había llegado el momento de «poner fin al pago del champart | los impuestos pagaderos en especie, en veinticinco veces. y de forzar a los demás terratenientes para que se uniesen a ellos y se No tardó en hacerse notorio, a través de inquietantes informes proce­ negasen a pagar dicho impuesto». La difusión de tales protestas dio lugar dentes de los nuevos departamentos y de la correspondencia personal a un contexto propicio que favorecería el activismo del joven autodidacta recibida por los diputados, que en gran parte del país las leyes pactadas Fanpois-Noél Babeuf (nacido en 1760). Babeuf había trabajado para el ® en marzo y mayo de 1790 habían encontrado una obstinada y a veces sistema señorial antes de 1789 com o «feudista», y fue allí, aseguraba, incluso violenta resistencia. Esta acción adoptó dos formas. Primero, ya donde aprendió los más oscuros secretos del sistema. Ahora abogaba por la distribución de las tierras a los pobres («ley agraria»), por la total abo­ | que la legislación de 1789-1790 consideraba que las exacciones señorialición del señorío, y por un impuesto sobre las rentas más que sobre la ; les eran una forma legal de arriendo de la que los campesinos sólo podían desvincularse indemnizando al señor, muchas comunidades decidieron propiedad. En 1790 empezó a llamarse a sí mismo Camille, en honor a iniciar acciones legales para obligar a los señores a presentar sus títulos Camilo, que en el siglo iv a.C. defendía una paga igual para todo el ejér­ feudales para ser verificados judicialmente. Esta acción era absolutamen­ cito romano.5 te legal, pero refleja hasta qué punto las pequeñas comunidades rurales El 15 de marzo de 1790 comenzaron los debates en el Comité sobre el estaban dispuestas a cuestionar la legalidad del sistema señorial bajo el feudalismo de la Asamblea Nacional relativos a una propuesta de ley que habían estado viviendo, pues eran ellos quienes corrían con las costas integral sobre la aplicación de las decisiones de agosto de 1789. Los legales derivadas de la verificación. Este desafío legal iba a menudo comunes fueron advertidos no sólo de que el pago de tales derechos no acompañado de un segundo tipo de acción, ilegal esta vez: la negativa a podía suspenderse mientras se discutían legalmente, sino también de que seguir pagando mientras tanto los tributos feudales. En la región de Cor­ las pruebas aceptables que justificaban el pago de los mismos parecían biéres del Languedoc, por lo menos 86 de las 129 comunidades estaban decantarse hacia los antiguos señores, que requerían sólo la evidencia implicadas en acciones legales contra sus señores o se negaban abierta­ que se desprendía de «los estatutos, costumbres y normas observadas mente a pagar tributos en 1789-1792. Por otro lado, la nación se había hasta la actualidad». En otras palabras, la tarea de demostrar la arbitrarie­ colocado en una incómoda posición debido al simultáneo y parcial desdad de aquellos tributos recaía en los que pagaban. La Asamblea votaría mantelamiento del régimen señorial y a la nacionalización de las propie­ también a favor de la abolición de las banalités sin indemnización sólo si dades de la Iglesia, porque ahora se descubría propietaria de todos aque­ llos tributos de señorío no abolidos todavía y pertenecientes a antiguos 5. Bryant T. Ragan, «Rural Political Equality and Fiscal Activism in the Rcvolutioseñores eclesiásticos. nary Somme», en Ragan y Elisabcth A. Williams (cds.), Re-creating Authority in RevoluLa revolución era, y continuó siéndolo durante largo tiempo, abruma­ lionary France (New Brunswick, NJ, 1992), p. 46; Ozouf, Feslivals and llie French doramente popular: el alcance de los cambios en la vida social no puede Revolution, pp. 37-39; R. B. Rose, Gracclius Babeuf 1760-1797, the First Revolutionary Communist (Stanford, Calif., 1978), caps. 5-7. La continua revolución en el campo es comprenderse más que en un contexto de optimismo y respaldo de las analizada por Jones, Peasantry, pp. 67-85; Markoff, Abolition o f Feudalism, caps. 5-7; y masas. Michael Fitzimmons, por ejemplo, hace hincapié en la buena Anatoli Ado, Paysans en Revolution: Terre, pouvoir et jaequerie 1789-1794, trad. Scrgc voluntad nacional en cuanto a las perspectivas de armonía social y «rege­ Abcrdam y otros (París, 1996), caps. 4-6. neración» (palabra clave a lo largo de toda la revolución) cuando después

legiada relación comercial con Santo Domingo (la exclusiva)— que La Rochela. En este lugar, la revolución fue celebrada con entusiasmo, espe­ cialmente por los protestantes, que no eran más que el 7 por ciento apro­ ximadamente de los 18.000 habitantes de la ciudad, pero que dominaban lodos los ámbitos de la economía y la sociedad, excepto el poder político. En 1789 accedieron también a él. Nueve de los doce hombres que consti­ tuyeron el primer concejo municipal de La Rochela eran comerciantes, y cinco de ellos protestantes. Dichos comerciantes construyeron con asom­ brosa rapidez una iglesia protestante y pusieron sus recursos a disposi­ ción de la nueva nación. Daniel Garesché, propietario de seis buques de esclavos (negreros), y alcalde en 1791-1792, donó 17.000 libras, y des­ pués otras 50.000 más, en concepto de «contribución patriótica». El entusiasmo de los comerciantes por la revolución era tan pragmático como apasionado. Los habitantes de La Rochela siempre habían sido capaces de reconciliar sus principios con su propio interés. El cahier del tercer estado de dicha localidad era un largo y elocuente alegato a la liber­ tad y a la humanidad: se condenaba el uso del látigo con los esclavos como contrario a la piedad, como «irreconciliable con la ilustración y la humanidad que distinguía a la nación francesa». No obstante, no se hacía mención alguna al tráfico de esclavos. Los comerciantes sabían que los africanos eran seres humanos que anhelaban vivir en libertad: así pues, los esclavos eran liberados automáticamente una vez pisaban la costa fran­ cesa, por lo que había 44 negros libres en la ciudad en 1777 (y unos 750 en París). Uno de los observadores de La Rochela en los Estados Generales, Picrre-Samucl Demissy, cometió el error de unirse a los Amis des Noirs y de pedir la abolición de la esclavitud en 1789. Al año siguiente se percató del error de sus actos. Se puso de acuerdo con su compañero observador Jcan-Baptiste Nairac, que deseaba siempre que «los aspectos políticos que son tan importantes triunfen sobre las consideraciones morales». Cuando por fin la Asamblea decidió no modificar nada en su decreto del 8 de marzo de 1790, Nairac estaba exultante: «Sin llamar a las cosas por su verdadero nombre, mantiene el comercio de esclavos, la esclavitud y el régimen exclusivo». Sólo cinco diputados votaron en contra del decreto.7 La subsi­ Aimé Coiffard, La Vente des biens nalionaux dans te district de Gras (1790-1X15) guiente reacción de la Asamblea, en mayo de 1791, garantizaba el estatus

de 1789 la Asamblea Nacional se enfrascó en su ardua tarea. Aquellos que accedieron a llenar el vacío de poder que dejó el desmoronamiento del antiguo régimen y aquellos que figuraron entre los principales beneficia­ rios de la revolución eran burgueses. La dramática reorganización de las estructuras institucionales supuso la pérdida de puestos de trabajo, vena­ les o no, de miles de funcionarios y abogados. Sin embargo, éstos no sólo lograron ser elegidos para importantes cargos en las nuevas estructuras, sino que también fueron indemnizados por la pérdida de sus anteriores puestos. Así pues, el coste final del pago de indemnizaciones a los pro­ pietarios de puestos venales ascendió a más de 800 millones de libras, cosa que creó la apremiante necesidad de emitir asignados precipitando la inflación. Esta compensación llegó en un momento ideal para invertir en la inmensa cantidad de propiedades de la Iglesia puestas al mercado desde noviembre de 1790. Subastadas en grandes lotes, estas ricas pro­ piedades fueron adquiridas por la burguesía urbana y por adinerados campesinos, así como por un ingente número de nobles. En el distrito de Gras, en el sureste de Francia, por ejemplo, donde tan sólo el 6,8 por ciento de las tierras cambiaron de manos, fueron los burgueses del lugar quienes dominaron las subastas. Las tres cuartas partes de las propieda­ des fueron a parar a manos de una cuarta parte de los compradores; 28 de los 39 compradores más importantes eran comerciantes de Gras.6 No obstante, había pequeños grupos dentro de la burguesía que la­ mentaban la caída del antiguo régimen porque amenazaba su sustento. Es decir, aquéllos cuya riqueza procedía del sistema esclavista como negre­ ros o dueños de plantaciones coloniales temían que los principios que sustentaba la Declaración de los Derechos del Hombre se extendiesen a las colonias caribeñas. Un encarnizado debate enfrentó al grupo de pre­ sión colonial (el Club Massiac) con la Société des Amis des Noírs, entre cuyos miembros figuraban Brissot, Robespierre y Grégoire. No había otra ciudad más vulnerable a las vicisitudes de las relaciones internacionales — o más dependiente del comercio de esclavos y su privi­

6. (París, 1973), pp. 94-103; William Doylc, Venality: The Sale o f Offices in EigliteenthCenlury France (Oxford, 1996). Sobre el respaldo popular a la regeneración de Francia: Michael P. Fitzsimmons, The Remaking o f France: The National Assembty witli the Constitution u f 1791 (Cambridge, 1994).

7. La revolución en La Rochela tan sólo ha sido investigada por historiadores locales. Vcasc Claudc Lavcau, Le Monde rochelais des Bourbons a Bonaparte (La Rochela, 1988);

de ciudadano «activo» a los negros libres de padres libres y con las propie­ dades requeridas, pero evitaba el tema de la esclavitud: La Asam blea Nacional decreta que nunca tomará en consideración la posición de la gente de color que no haya nacido de padre y madre libres, sin el expreso deseo libre y espontáneo de las colonias; que las asambleas coloniales existentes en la actualidad seguirán funcionando; que la gente de color nacida de padre y madre libres será admitida en toda parroquia y asamblea colonial, siempre que cumpla con los requisitos necesarios. (La sala se deshace en aplausos.)8

El ejemplo de La Rochela hace hincapié en la enorme importancia de los asuntos exteriores. Los historiadores coinciden en que, antes de 1789 y después de 1791, los temas relativos a la política exterior y a la estrategia militar dominaron la agenda de las reformas internas; en general conside­ ran que los dos años de arrollador cambio revolucionario, 1789-1791, fueron una época en que la Asamblea estaba sumida en profundos y radi­ cales cambios internos. Por el contrario, Jeremy Whiteman argumenta que el principal impulso de aquella reforma revolucionaria fue el deseo de «regenerar» la capacidad de Francia para actuar como pieza comercial y militar clave en Europa y el Caribe. Una parte esencial del espíritu reformador de la Asamblea Nacional era la creencia de que la nueva nación quedaría así «regenerada» y recuperaría el estatus internacional del que había gozado antes de las sucesivas humillaciones en los asuntos exteriores desde 1763. Como en los años anteriores a 1789, tres de los seis ministerios eran el de la Guerra, la Marina y Asuntos Exteriores.9 A pesar de la preocupación por su futura prosperidad, La Rochela apoyaba firmemente la revolución. En las demás localidades el resenti-

J.-M. Dcvcau, La Traite rochelaise (Paris, 1990); y Le Commerce rochelais face á la Revolution: Correspondance de Jean-Baptiste Nairac (1789-1790) (La Rochela, 1989). 8. Moniteur universel, n.° 136, 16 de mayo de 1791, vol. 8, p. 404; Robert Forstcr, «Who is a Citizen? The Boundarics o f ‘La Patrie’ : The French Revolution and the Peoplc ofColor, 1789-1791», French Politics & Society, 7 (1989), pp. 50-64. 9. Jeremy Whiteman, «Trade and the Regeneration o f France 1789-1791: Liberalism, Protcctionism, and the Commercial Policy of the National Constituent Assembly», European History Quarterly, 31 (2001), pp. 171-204; Orville T. Murphy, The Diplomatic Retreat o f France and Public Opinión on the Eve o f the French Revolution, 1783-1789 (Washington, DC, 1998).

miento hacia la revolución surgía de numerosas decepciones, com o la de la pérdida de estatus según la reorganización administrativa, como sucedió en Vence (departamento de Var), donde ni siquiera con una enér­ gica campaña lograron conservar su obispado, trasladado a la cercana población de St.-Paul. Como muestra Ted Margadant, la ubicación de las capitales (chefs-lieux) de departamento, de cantón o de distrito abrumaba a los legisladores con una avalancha de quejas y rivalidades que podían hacer replantear el apoyo a la revolución en ciudades que anteriormente se mantenían gracias a la presencia de un laberinto de tribunales y oficinas del régimen borbónico. En los lugares donde las lealtades de denominación coincidían con ten­ siones de clase, la revolución desencadenaba hostilidades manifiestas. En algunas zonas del sur, donde la burguesía protestante había alcanzado la libertad religiosa y la igualdad civil, allanándoles el camino hacia el poder político, la negativa de la Asamblea a proclamar el catolicismo como reli­ gión estatal en abril de 1790 proporcionó el pretexto para actos violentos a gran escala en Montauban y Nimes. Aquí, com o en otras comunidades protestantes del sur del Macizo Central, los recuerdos del antiguo régimen acentuaron el respaldo de los protestantes a una revolución que les había aportado la igualdad civil. En Nimes, la hostilidad popular de los católicos por el papel político y económico de los ricos protestantes fue salvajemen­ te aplastada cuando pandillas de campesinos protestantes de las regiones cercanas de Cévennes y Vaunage entraron en la ciudad. La violencia de Nimes se dio a conocer como la reyerta o bagarre de Nimes, un nombre inapropiado para cuatro días de luchas que se saldaron con 300 católicos muertos, pero muy pocos protestantes. Las noticias de la matanza alimen­ taron las sospechas de que los protestantes estaban manipulando la revo­ lución; ¿acaso no había sido elegido presidente de la Asamblea un pastor protestante llamado Rabaut de Saint-Etienne? La gravedad de tales divi­ siones religiosas se puso de manifiesto de forma alarmante en la primera muestra de descontento popular con la revolución, cuando, a mediados de 1790, de 20.000 a 40.000 campesinos católicos de 180 parroquias estable­ cieron el efímero «Camp de Jales» en Ardéche. Sin embargo, la coalición popular del tercer estado y sus aliados entre el clero y la nobleza «patriótica» seguía, hasta bien entrado 1790, inspi­ rándose en un poderoso sentido de unidad nacional y regeneración. Dicha unidad fue representada en París por la gran «Fiesta de la Federación»,

coincidiendo con el primer aniversario de la toma de la Bastilla. En el Campo de Marte, que había sido allanado mediante trabajos voluntarios, Luis, Talleyrand (antiguo obispo de Autun), y Lafayette proclamaron el nuevo orden ante 300.000 parisinos. Esta ceremonia se llevó a cabo de distintas formas en toda Francia, un ejemplo del uso de las fiestas como elemento de la cultura política revolucionaria. En una sociedad repleta de rituales religiosos y exhibiciones del esplendor real, las ceremonias desti­ nadas a ensalzar la unidad revolucionaria se inspiraban en las viejas cos­ tumbres, aunque diferían de ellas en su sustancia e imaginería. Los mine­ ros de Montminot adaptaron una fiesta tradicional jurando por «el hacha siempre levantada para defender, aun a riesgo de la propia vida, el más bello edificio que jamás existió, la Constitución Francesa». En Beauforten-Vallée, en el valle del Loira en la Francia occidental, ochenta y tres mujeres se escabulleron durante los festejos y regresaron vestidas como los nuevos departamentos. Para las mujeres acomodadas que seguían la moda, el Journal de la m ode et du gout parisino estaba repleto de vesti­ dos recomendados para la nueva era, deliberadamente más simples y con motivos patrióticos como estampados con diminutos gorros frigios de la libertad.10 La Fiesta de la Federación celebraba la unidad de la Iglesia, de la mo­ narquía y de la revolución. Dos días antes la Asamblea había votado una reforma que había de convulsionar a estos tres elementos. El amplio acuerdo alcanzado en los cuadernos respecto a la necesidad de reformas hizo posible que la Asamblea consiguiese aprobar la nacionalización de las tierras de la Iglesia, el cierre de las órdenes contemplativas y la conce­ sión de libertad religiosa a los protestantes en 1789, y a los judíos en 1709-1711. La creciente oposición clerical a estos cambios dio lugar finalmente a la Constitución Civil del Clero, votada el 12 de julio de 1790. La separación de la Iglesia y el Estado era inadmisible: las funcio­ nes públicas de la Iglesia se consideraban parte integrante de la vida dia­ ria, y la Asamblea aceptaba que las rentas públicas sustentasen cconómi camente a la Iglesia tras la abolición del diezmo. Por consiguiente se argumentaba que, al igual que antes la monarquía, el gobierno tenía dere cho a reformar la organización temporal de la Iglesia.

Muchos sacerdotes resultaron materialmente beneficiados por la nue­ va escala salarial, y sólo el alto clero lamentaría la drástica reducción de los sueldos de los obispos. No obstante, la Asamblea redistribuyó los límites de jurisdicción de las diócesis y las parroquias, provocando una avalancha de quejas por parte de las comunidades más pequeñas y de las parroquias urbanas que ahora tenían que asistir a los oficios religiosos en iglesias de los alrededores. Sin embargo, el tema de cómo se realiza­ rían los nombramientos del clero en el futuro fue mucho más conflictivo. Ante las mordaces protestas de los diputados del clero en la Asamblea que esgrimían que la jerarquía de la Iglesia estaba basada en el principio de la autoridad divina inspirando a sus superiores en los nombramientos, diputados com o Treilhard replicaron que aquella práctica había condu­ cido al nepotismo. Sólo el pueblo tenía potestad para elegir a sus sacerdo­ tes y obispos: Lejos de socavar la religión, al garantizar que los fieles tengan los m inis­ tros más honestos y virtuosos, lo que se hace es rendirle el mayor de los homenajes. Aquel que crea que eso significaría dañar a la religión, se ha formado verdaderamente una idea falsa de la misma."

Sin embargo, al aplicar la soberanía popular a la elección de sacerdotes y obispos, la Asamblea cruzaba la delgada línea que separa la vida tempo­ ral de la espiritual. Muchos historiadores consideran que la Constitución Civil del Clero fue lo que precipitó la fatal fractura de la revolución, y se preguntan poi­ qué la Asamblea no parecía dispuesta a negociar ni a comprometerse. AI final resultó imposible conciliar una Iglesia basada en una jerarquía de ordenación divina, un dogma y la certeza de una fe verdadera con una re­ volución basada en la soberanía popular, la tolerancia y la certeza de la satisfacción mundana mediante la aplicación de la razón secular. Pero, so­ bre todo, mediante la aplicación de la práctica de la ciudadanía «activa»

11. Moniteur universel, n.° 150, 30 de mayo de 1790; n.” 151, 30 de mayo de 1790, pp. 498-499. Acerca de la Constitución Civil del Clero, véase Timothy Tackett, Religión, Revolution and Regional Culture in Eightecnth- Century France (Princeton, 1986); Jones, 10. Ozouf, Festivals and the French Revolution, 51; A i leen Klbciio, Fasliion in llit Peasantry, pp. 191-204; Dale Van Kley, The Religións Origins o f the French Revolution French Revolution (Londres, 1988). (New 1laven, 1996), pp. 349-367.

a la elección del clero, la Asamblea excluía a las mujeres y a los pobres de la comunidad de fieles, incluyendo teóricamente a los protestantes, judíos y no creyentes lo suficientemente ricos como para poder votar. No se pudo tampoco alcanzar ningún compromiso porque, con la abolición de las corporaciones en 1789, la mayoría de los miembros de la Asamblea insistían en que solamente ellos podían elaborar leyes que afectasen a la vida social: no se podía consultar al sínodo eclesiástico sobre si estaba de acuerdo con las reformas votadas por los representantes del pueblo. Frente a la oposición de la mayoría de diputados del clero, pero forza­ da por la creciente impaciencia por la intransigencia de la mayor parte de los obispos, la Asamblea trató de imponer su criterio exigiendo la cele­ bración de elecciones el 1 de enero de 1791, y haciendo que los elegidos jurasen lealtad a la ley, a la nación y al rey. Este juramento supuso para los sacerdotes de parroquia un tremendo problema de conciencia. La Constitución había sido sancionada por el rey, pero ello no les libraba de la angustia que suponía el pensar que aquel juramento traicionaba la leal­ tad al papa y a las antiguas prácticas. Muchos sacerdotes intentaron resol­ ver el dilema haciendo un juramento con reservas, como el que hizo el párroco de Quesques y Lottinghem al norte del departamento de Pas-deCalais: Declaro que mi religión no me permite prestar un juramento com o el que exige la Asamblea Nacional; estoy contento e incluso prometo atender lo mejor posible a los fieles de esta parroquia que me han sido confiados, ser fiel a la nación y al rey y observar la Constitución decretada por la Asam­ blea Nacional y sancionada por el rey en todo lo que esté en mis /nanos, en todo lo que a ella atañe en el marco de lo puramente civil y político, pero en lo relativo al gobierno y a las leyes de la Iglesia, no reconozco ningún superior ni ningún otro legislador que no sea el Papa y los obispos ...l2

Al final, tan sólo un puñado de obispos y quizá la mitad del clero de parro­ quia prestó juramento. Muchos de estos últimos se retractaron cuando en abril de 1791 el papa, contrariado por la absorción que la nueva nación hizo de sus tierras en Aviñón y sus alrededores, condenó la Constitución Civil

7 y la Declaración de los Derechos del Hombre como enemigas del cristia| nismo. Incluso aconsejó al clero de Francia que considerase herejes a los i clérigos constitucionales: Tened mucho cuidado de no prestar oídos a las voces insidiosas de esta secta seglar, pues sus voces traen la muerte, y evitad así a todo usurpador, ya se llame arzobispo, obispo o párroco, para que no haya nada en común entre vosotros y ellos, especialmente en asuntos divinos ... porque nadie puede ser miembro de la Iglesia de Cristo a menos que esté unificado con la propia cabeza visible de la Iglesia ...n i A mediados de 1791 surgieron dos Francias, que destacaban las diferen­ cias de las zonas prorreformistas del sureste, la cuenca de París, Champaña | y el centro con el «refractario» oeste y suroeste, y el sur del Macizo Central. La fuerza del clero refractario en las zonas fronterizas hizo sospe­ char a los parisinos de que los campesinos que no comprendían el francés ; podían ser presa de las «supersticiones» de sus sacerdotes «fanáticos». Los marcados contrastes regionales en cuanto a la disposición para prestar juramento sugiere que no sólo era una cuestión de elección índividual, sino también de cultura eclesiástica local. En amplios distritos regionales, el clero refractario se consideraba siervo de Dios, mientras que el clero constitucional se consideraba siervo del pueblo. Para los pri­ meros, sustentados por una fuerte presencia clerical, la Constitución Civil era un anatema para la estructura corporativa y jerárquica de la Igle­ sia y el liderazgo del papa; para los últimos, en zonas donde la Iglesia se había acomodado a desempeñar un papel temporal en la vida cotidiana, la Constitución era la voluntad del pueblo de Dios y reforzaba el galicanísmo a expensas de la jerarquía eclesiástica. „ La reacción del clero ha de considerarse como reflejo de las actitudes de una comunidad mucho más amplia, pues tan sólo una minoría de sacerdo­ tes se sentía lo suficientemente independiente de su comunidad como para hacer caso om iso de la opinión pública. En las ciudades grandes como París, los sacerdotes que se oponían a la Constitución Civil se arriesga­ ban a hacer el ridículo. El revolucionario e incisivo observador Louís-

12. Marcel Coqucrcl, «Le Journal d’un curé du Boulonnais», Annales historiques de 13. Augustin Thciner, Documents inédita rélatifi aux affaires retigieuses de la Frati­ la Revolution frarifaise, 46 (1974), p. 289. Sobre el tema de la reacción de los sacerdotes ce (París, 1857), p. 88. en general, véase Tackett, Religión, Revolution, and Regional Culture, caps. 3-4.

Sébastien Mercier describió cómo el cura de la parroquia de St.-Sulpice intentaba predicar contra las reformas de la Asamblea:

nobles paguen impuestos com o cualquier otro plebeyo, éstas fueron las palabras que pronunció el día 11 del pasado marzo, cuando se retractó, conforme a su conciencia, de todo lo que afectaba al mundo espiritual. Por otro lado, declaró que estaba dispuesto a jurar sostener a la p a trie con todas sus fuerzas y que no desea otra cosa que permanecer entre nosotros hasta el fin de sus dias para seguir ofreciéndonos su buen ejemplo y bue­ na instrucción todos los dom ingos y días festivos ...l5

Un clamor universal de indignación reverberó por los arcos de la iglesia ... De repente, el majestuoso órgano llenó la iglesia con su armoniosa música y resonó en todos los corazones la conocida melodía: A h ! f a ira! f a ir a ! ... el instigador contrarrevolucionario fue invitado a cantar f a ira. D escendió de su pulpito humillado por las risas, y cubierto de sudor y vergüenza.14

En la Francia rural, el juramento se convirtió en una prueba popular de la aceptación global de la revolución. En el sureste y en la cuenca de París, donde la vida social se había «secularizado» desde hacía tiempo y los sacerdotes tan sólo proporcionaban un servicio espiritual, la aceptación de la Constitución Civil y de la revolución en general fue masiva. Sin em­ bargo, en las regiones en las que había prominentes minorías protestan­ tes, como en Cévennes, el juramento suscitó grandes temores acerca de hipotéticos ataques a una forma de vida en la que el ritual y la caridad católica eran fundamentales. En la pequeña ciudad sureña de Sommiéres, una multitud de mujeres pobres y niños dirigieron su rabia no sólo contra los protestantes del lugar sino también contra los administradores católi­ cos prorrcvolucionaríos que, según ellos, estaban destruyendo las formas establecidas de la vida religiosa. La retractación del juramento por parte de los sacerdotes populares alarmaba a las comunidades. En las estribaciones de los Pirineos, en Missége, unos funcionarios municipales informaron con evidente disgusto en abril de 1792 que su párroco se había retractado: M. Lacaze, nuestro cura, no se retractó en absoluto de su juramento en lo concerniente a los asuntos temporales. Muy al contrario: nos exhorta a obedecer y mantenernos fieles a la ley, a la nación y al rey, y no desea otra cosa que el bien, la paz y la felicidad del pueblo. N os anima también con firmeza a seguir la religión cristiana, cosa que nos causa una profunda de­ sazón cuando pensamos en las grandes y loables cualidades de esta perso­ na que bien conocem os. Renuncia al diezm o y dice que quiere que los

En agosto, m iles de comunas se encontraron sin sacerdotes y sin las ruti­ narias costumbres de la vida parroquial. La radical descentralización del poder crcó una situación en la que las leyes revolucionarias de París se interpretaron y se adaptaron a las nece­ sidades locales. En todas partes, el nacimiento de nuevos sistemas admi­ nistrativos en el seno de un contexto de soberanía popular y agitada acti­ vidad legislativa formaba parte de la creación de una cultura política revolucionaria. En este proceso, el medio millón de hombres o más que fueron elegidos en los gobiernos locales para puestos dentro de la admi­ nistración y la judicatura desempeñaron un papel clave en el vacío que existía entre el programa nacional de la Asamblea y las exigencias de la situación local. El considerable volumen de leyes que llegaba de París, así como la esperanza de que las comunas participasen en su ejecución, contrastaba profundamente con la situación vivida bajo el antiguo régi­ men. En su empeño por ejecutar leyes cuyo contenido resultaba extraño y cuya lengua era desconocida para mucha gente, los ciudadanos «activos» —profesionales, campesinos acaudalados, empresarios y terratenien­ tes— derrocharon un inmenso caudal de tiempo y energía, aun carecien­ do a menudo de recursos. En los casos en que una ley en particular era impopular, especialmente en lo relativo a la amortización de los tributos de señorío o a la reforma religiosa, el empeño de estos ciudadanos les granjeaba incluso rencor y aislamiento. El trabajo de la Asamblea era inmenso en cuanto a posibilidades y energía. Se habían instalado los fundamentos de un nuevo orden social, sustentados por la creencia de la unidad nacional de una fraternidad de ciudadanos. Pero al mismo tiempo, la Asamblea caminaba por la cuerda

14. Laura Masón, Singing the French Revolution: Popular Culture and Politics, 1787-1799 (Ithaca, NY, 1996), p. 50.

15. McPhee, Revolution andEnvironment, pp. 77-78.

floja: ¿a quién pertenecía aquella revolución? Por un lado, había una cre­ ciente hostilidad por parte de los nobles y la élite de la Iglesia furiosa por la pérdida de estatus, riqueza y privilegios, reforzada por un clero de parroquia desilusionado y sus feligresés. Por el otro, la Asamblea se esta­ ba alejando de la base popular de la revolución por su compromiso con los tributos feudales, su antipatía hacia el clero que no había prestado juramento, la exclusión de los «pasivos» del proceso político, y su aplica­ ción del liberalismo económico. La Declaración de los Derechos del Hombre no mencionaba los asun­ tos económicos, pero en 1789-1791 la Asamblea aprobó una serie de me­ didas que revelaron su compromiso con el liberalismo económico. Supri­ m ió las fronteras internas y los controles en el comercio de los cereales con el fin de estimular el mercado nacional y alentar las iniciativas. Des­ de este punto de vista, todas las estructuras corporativas del antiguo régi­ men — desde los órdenes privilegiados hasta los teatros y gremios— se consideraban un atentado contra la libertad individual. Los obstáculos a la libertad de ejercer una profesión fueron suprimidos con la abolición de los gremios (la ley de D ’Allarde, de abril de 1790) y, lo más importante, la ley de Le Chapelier del 14 de junio de 1791 impuso un libre mercado de trabajo ¡legalizando las asociaciones de empresarios y empleados: Artículo 1. El desmantelamiento de toda clase de corporaciones de ciu­ dadanos del m ism o oficio y profesión es una de las bases fundamentales de la Constitución francesa, se prohíbe bajo cualquier concepto volver a crearlas sea cual fuere su forma. 11. Los ciudadanos del m ism o oficio o profesión, empresarios, dueños de tiendas, obreros y artesanos de cualquier ramo, no pueden, cuando están juntos, nombrar presidente, secretario o síndico, llevar registros, promulgar decretos o tomar decisiones, ni imponer normas en su propio interés com ún.16

Le Chapelier, abogado ennoblecido, había presidido la sesión del 4 de agosto de 1789 en la Asamblea Nacional, y era uno de los diputados bre­ tones radicales que habían fundado el Club Jacobino. Mientras que su ley, junto con la de D ’Allarde, fueron decisivas en la creación de una permisi­

16. Moniteur universel, n.° 166, 15 de junio de 1791, p. 662.

vidad económica, ambas apuntaban también a las prácticas «contrarrevo­ lucionarias» y a los privilegios del antiguo régimen. Ya no había órdenes concretas del clero o de la nobleza, ni gremios, ni provincias, ni ciudades que pudieran reclamar m onopolios particulares, privilegios o derechos. El viejo mundo corporativista había muerto. En el campo, la frustración por los nuevos impuestos coincidió a mediados de 1791 con un renovado malestar por la cuestión todavía sin resolver de los tributos de señorío. Mientras que las constantes negativas a pagar se manifestaron a lo largo de 1791, el nuevo año se distinguió porque las comunas, a pesar de su pobreza, tuvieron que aumentar los impuestos locales para poder iniciar una serie de litigios y acciones lega­ les mediante las cuales requerían a los antiguos señores que pusiesen a disposición de la comunidad sus títulos de propiedad para ser verificados. Además, el asunto más candente de la revolución, en el sur especialmente, no sólo concernía a los derechos señoriales, sino al acceso a las tierras. Durante largos siglos las tierras yermas (vacants) marginales habían sido usadas por las comunidades locales como pastos a cambio del pago de una cuota al señor. Por su parte, los señores habían permitido que se des­ brozase una pequeña porción acotada de los terrenos baldíos, aunque dicho desbrozo estaba limitado por la necesidad de pastos para las ovejas y porque sabían que las tierras cultivadas serían inmediatamente someti­ das al pago de tributos de señorío. La preocupación acerca de las acciones directas sobre las tierras per­ tenecientes al Estado y a los señores respaldaba las medidas de la Asam­ blea para tranquilizar a los antiguos señores y poner freno a la iniciativa popular en el campo. En octubre y noviembre de 1789, las noticias de múltiples invasiones en los bosques suscitaron proclamas reales advir­ tiendo que semejantes infracciones serían duramente castigadas. El 11 de diciembre, la Asamblea aprobó otro decreto anunciando que ahora los bosques estaban bajo el control de la nación y reiteraba la advertencia del rey. Preocupada por la masiva «destrucción» de todo tipo de bosques, la Asamblea avisó también a las comunidades de que no podían asumir el control de los bosques o de las tierras yermas por las buenas en lugar de «iniciar acciones legales contra las usurpaciones de las que tenían razón de lamentarse». No tardó en ponerse de manifiesto que tales advertencias no surtían efecto alguno. En enero de 1791 Raymond Bastoulh, el procureur-général-

syndic o administrador general del departamento del Aude, expresaba sus inquietudes a la administración de su departamento manifestando que: el pueblo se queja insistentemente y por todas partes de la torpe avaricia de los campesinos que se pasan día tras día desbrozando los bosques y las tierras baldías de las laderas de los montes sin darse cuenta de que este suelo sólo podrá ser productivo durante un año o dos ... Este pernicioso desbrozo ha acelerado la destrucción del régimen feudal porque la gente del campo imagina que los plebeyos se han convertido en los dueños de las tierras baldías, que los antiguos señores han sido despojados de ellas al igual que lo han sido del poder judicial ...l7

Señalaba también que, como ya era evidente, la grava y las piedras habían sido arrastradas hasta los arroyos congestionando sus lechos y haciendo que se desbordasen y provocasen inundaciones en las mejores tierras. Tanto las autoridades locales como las posteriores asambleas revolucio­ narías fracasaron en sus intentos por detener la extensiva tala de árboles en los bosques y la ocupación de los eriales. A pesar de las constantes misivas procedentes de París recordando a las municipalidades las leyes de protección de los bosques con fecha de 1669 y 1754 y ratificadas en 1791, la tala ilegal de árboles prosiguió con total impunidad. En respuesta a una plétora de informes similares procedentes de nu­ merosas regiones de Francia, la Asamblea Nacional, con su decreto del 22 ele febrero de 1791, trató de resolver el asunto de la propiedad de las tierras baldías. En este tema la Asamblea tuvo dificultades para solventar la contradicción entre su política sobre las tierras de acuerdo con los prin­ cipios de la propiedad privada y los antiguos supuestos populares de derechos colectivos de uso. La legislación dejaba claro que los antiguos señores ya no tenían derecho a apropiarse de las tierras yermas: a partir de entonces serían tierras de la comunidad a menos que el señor pudiese demostrar la adquisición de las mismas antes de 1789, bien habiéndolas hecho productivas durante cuarenta años antes por lo menos, bien «por virtud de las leyes, costumbres, estatutos o usos locales existentes en la época». Aun así, en el caso de que los antiguos señores pudieran justificar 17. Peter McPhee, «‘The misguided greed o f peasants’? Popular Altitudes lo llic Environment in the Revolution of 1789», French HistóricaI Stuihcs, 24 (2001), p. 247.

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su propiedad, los derechos de uso comunales — de pastos y bosques en particular— debían ser respetados. Inevitablemente la legislación generaba todavía más confusión.y protestas sobre lo que constituía una prueba válida de anterior propiedad. Los pobres y desesperados aldeanos que nada tenían se apoderaron de estas tierras marginales y no cultivadas, que sustentaban una rica fauna y flora, y las desbrozaron para hacerlas aptas al cultivo. El alcance de los desbrozos posteriores a 1789 creó ense| guída el mito de que la revolución había dado rienda suelta a la rapacidad | más arraigada de los campesinos respecto a su entorno, de que la revoluI ción era un desastre ecológico. La realidad era mucho más compleja. Los legisladores de la Asamblea Nacional se vieron atrapados entre su >; compromiso frente a la inviolabilidad de la propiedad privada, su con| ciencia intranquila del fuerte apego de los campesinos a las prácticas £ colectivas, y su horror frente al daño ambiental que se estaba causando en í muchos lugares de Francia. Esta confusión se hizo patente en dos leyes E aprobadas a finales de septiembre de 1791. En primer lugar, el 28 de sep■ tiembre, la Asamblea votó el Código Rural. En este decreto «sobre la pro* piedad y las prácticas rurales y su control», los diputados revolucioná­ is rios, en una de las últimas leyes de la Asamblea Nacional, impusieron su ; proclamación del individualismo agrario. En ella se afirmaba que las E prácticas colectivas de derecho de paso (que permitía al ganado acceder a | los bosques a través de tierras privadas) y de pasto com unal (envío de ! ganado a tierras privadas en barbecho) no podía obligar a los propietarios \ de las ovejas a considerarlas parte del rebaño comunal, ni podía impedir | que los individuos cercasen sus tierras para uso privado. No obstante, > reconocía la tradicional existencia de prácticas colectivas. Al día siguien; te, la Asamblea aprobó su largamente esperado Código Forestal, que en i esencia no era más que un replanteamiento de las principales disposiciof; nes del código de Colbert de 1669, con una reorganización administrativa : que se ajustase a los nuevos departamentos. No obstante, fiel a los princi­ pios proclamados en 1789, la Asamblea insistía en que los bosques de propiedad privada estaban a la entera disposición de los propietarios «para hacer con ellos lo que quieran». La visión que tenía la Asamblea de una nueva sociedad era ambiciosa y arrolladora, y su compromiso con la libertad política favoreció una dra­ mática revelación de los nuevos supuestos acerca de la ciudadanía y los derechos. Puestos ya de m anifiesto en algunas áreas urbanas y rurales j

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LA R E V O L U C IÓ N F R A N C E S A , 1789-1799

LA R E C O N S T R U C C IÓ N D E F R A N C IA , 1789-1791

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antes de 1789, los nuevos supuestos sobre las bases legítimas del poder bino de París fue fundado en enero de 1790 por ciertos diputados radica­ local fueron el cambio cultural más corrosivo — y discutido— del período les pertenecientes a la Sociedad de Amigos de la Constitución, y pronto revolucionario. Por ejemplo, en la pequeña comunidad de Frai'sse, al sur­ se dio a conocer con el nombre de su local de reunión en un antiguo con­ oeste de Narbona, el alcalde describió en una ocasión el terror de sus vento. Una de las actividades más comunes en los miles de clubes jacobiconciudadanos ante la conducta del señor, el barón de Bouisse, y sus so­ §f nos y en otras sociedades populares era el intercambio de cartas con otras brinos, «que hacen gala de un físico imponente y se pasean por ahí con asociaciones similares a lo largo y ancho del país. Con esta habitual palos de cuatro libras». En 1790, el barón, de 86 años de edad, se vio a su experiencia de reuniones de hombres para recabar votos en las elecciones vez amenazado por la conducta de los antaño pacíficos campesinos de quedó establecido el espectro de un nuevo tipo de espacio público.19 Frai'sse: el pueblo se había negado a pagar los tributos de señorío y el Mientras que los clubes jacobinos solían estar limitados a los ciuda­ diezmo. El barón se desesperaba: danos «activos», en París y en otros lugares se crearon foros alternativos de sociabilidad revolucionaria para los ciudadanos «pasivos». En París, el Siempre aprecié y sigo apreciando a los habitantes de Frai'sse com o si Club de los Cordeleros, dirigido por Danton y Marat, estaba abierto a to­ fueran mis propios hijos; eran tan encantadores y tan honestos en sus cos­ dos los participantes. Partiendo de la insistencia en que todos los ciudada­ tumbres, pero qué cambio tan repentino se ha producido en ellos. Todo lo nos constituían el pueblo soberano se desarrolló la idea de «democracia» que oigo ahora es «corvée, lanternes, démocrates, aristocrates», palabras como sistema político global, como en Inglaterra y Estados Unidos, más que me resultan bárbaras y que no puedo usar ... los antiguos vasallos se que com o parte de un gobierno en equilibrio entre la cámara alta y el po­ creen ahora más poderosos que los reyes.18 der ejecutivo. Los «patriotas» se referían a sí mismos como «demócratas». La participación electoral era tan sólo una parte de esta nueva cultura También las mujeres eran bien recibidas en algunos clubes. En París, política. El número de votantes en las elecciones locales era escaso en las la Sociedad Fraternal de Ciudadanos de Ambos Sexos, que reunía hasta pequeñas comunidades y vecindarios donde de sobra se sabía quién iba a ochocientos hombres y mujeres en sus sesiones, pretendía encarecida­ ganar porque ya se habían hecho públicas las preferencias, tanto en las mente integrar a las mujeres en la política institucional. Los derechos de tabernas como en los mercados o después de los servicios eclesiásticos. las mujeres eran defendidos también por activistas individuales com o En el ámbito nacional, la participación electoral era también baja en Olympe de Gouges, el marqués de Condorcet, Etta Palm, y Théroigne de general, un 40 por ciento en los Estados Generales (aunque alcanzaba el Méricourt, y el Cercle Social, que exigían el voto de las mujeres, la dis­ 85 por ciento en los pueblos de la alta Normandía). Estas cifras no impli­ ponibilidad del divorcio, y la abolición de las leyes de herencia que fa­ can apatía alguna: la proporción de votantes que ejercían sus derechos era vorecían al hijo varón primogénito. La última de estas demandas, por lo generalmente baja debido a un engorroso sistema de votos indirectos en menos, fue rápidamente aceptada, aunque más con la idea de acabar con el que el electorado votaba a electores, quienes a su vez elegían entre los el poder de los grandes patriarcas nobles que con la intención de reforzar distintos candidatos. Además, la votación era tan sólo una de las vías por la posición económica de las mujeres. El 15 de marzo de 1790, la Asam­ las que el pueblo francés ejercía su soberanía. Otra vía era el extraordina­ blea decretaba: rio volumen de correspondencia no oficial que se entrecruzaba por todo el país. Esta viajaba tanto verticalmente, entre los constituyentes y sus 19. Crook, Elecíions in the French Revolution; Timothy Tackctt, Beconiing a Revoludiputados en París, com o horizontalmente, en particular entre los clubes tionary: The Deputies o f the French National Assembly and the Emergence o f a Revolutionary Culture 1789-1790), (Princeton, 1996). Esta «cultura política», uno de los ámbitos jacobinos (o sociedades de los Amigos de la Constitución). El Club Jaco-

18. McPhee, Revolution and environment, p. 60.

más fértiles en la investigación de la historia social, se explora con detenimiento en los cuatro volúmenes de The French Revolution and the Creation o f Modern Political Culture (Oxford, 1987-1994); Miehael Kennedy, The Jacobin Clubs in the French Revolution: The First Years (Princeton, 1982); Ozouf, Festivals and the French Revolution.

Articulo 11. Todos los privilegios, aniquilado el sistema feudal y las pro­ piedades de la nobleza, los derechos de nacimiento y de varonía respecto a los feudos de la nobleza, dominios y descendencia, y desigual distribu­ ción por razones de título quedan abolidos. Por consiguiente, la Asamblea ordena que todas las herencias, tanto directas com o colaterales, personales o patrimoniales, a partir del día de la publicación del presente decreto, sin distinción de antiguos títulos nobiliarios de posesiones o personas, sean repartidas entre los herederos de acuerdo con la ley, los estatutos y las costumbres que regulan el repar­ to entre todos los ciudadanos.20

Esta legislación tendría un fuerte impacto en aquellas regiones (en gran parte del sur de Normandía, por ejemplo) donde la libertad testamentaria había favorecido siempre a los varones primogénitos; sin embargo, en las regiones de Maine y Anjou, la herencia compartida era ya una norma. La contradicción entre las promesas globales y universalistas de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y las exclusio­ nes llevadas a cabo en posteriores legislaciones no cayó en saco roto para las mujeres activistas. En 1791 De Gouges publicó un proyecto de contra­ to social para acuerdos matrimoniales relativo a los hijos y a la propiedad y una Declaración de los Derechos de las Mujeres y de los Ciudadanos: Primer Artículo: La mujer nace libre y tiene los m ism os derechos que el hombre. Las distinciones sociales sólo pueden basarse en la utilidad común ... VI: La ley debe ser la expresión de la voluntad general; todos los Ciu­ dadanos hombres y mujeres deben colaborar personalmente, o a Iravcs de sus representantes, en su elaboración; la ley debe ser la misma para todos: todos los Ciudadanos hombres y mujeres, siendo iguales a sus ojos, han de poder ser elegidos para cualquier dignidad pública, cargo o puesto según sus capacidades, y sin distinción de ninguna otra clase más que la de sus virtudes y sus talentos.21

20. Archives parlementaires, 15 de marzo de 1790, p. 173. 21. Olympe de Gouges, Les Droits de lafemm e (París, 1791). Entre lu cada ve/ más abundante literatura dedicada al movimiento por los derechos de las mujeres, véase I an­ des, Women and the Public Sphere, pp. 93-129.

Esta participación de hombres y mujeres en la vida «asociativa» de los clubes y en las elecciones no era más que uno de los medios por los que se expresaba la lucha sobre la naturaleza de la revolución. A principios de 1789, había unos ochenta periódicos en todo el país; en los años siguien­ tes surgieron otros 2.000 aproximadamente, aunque cuatro quintas partes de estas publicaciones no sacaron más de doce ejemplares. El público lector de periódicos se triplicó en tres años. La prensa contrarrevolucio­ naria contribuía al desarrollo de las mismas libertades que sus enemigos. El ultramonárquico Am is du Roi resumía la división acerca del juramento clerical en estos emotivos términos: El ala derecha de la Asamblea Nacional, o la élite de los defensores de la religión y del Trono. Todos respetables y virtuosos ciudadanos

El ala izquierda, y la monstruosa asamblea de los principales enem igos de la Iglesia y de la Monarquía, judíos, protestantes, deístas. Todos libertinos, tramposos, judíos y protestantes.

Este periódico mencionaba aquí de paso una de las más perdurables inno­ vaciones del lenguaje político de la revolución: el uso de «izquierda» y «derecha», refiriéndose a la ubicación de los bancos que ocupaban en la Asamblea Nacional los grupos de diputados con ideas afines.22 La producción de libros disminuyó: en 1788 se publicaron 216 nove­ las, pero en 1791 tan sólo 103. Por otro lado, en el mismo período el número de nuevas canciones políticas aumentó de 116 a 308, incluyendo el «Ca ira», al parecer cantado por primera vez mientras el Campo de Marte se preparaba para la Fiesta de la Federación en 1790. Aquélla era una sociedad en la que la opinión más acalorada se expresaba a través de la palabra hablada y cantada, o a través de miles de grabados baratos que circulaban por todo el país popularizando imágenes de lo que la revolu­ ción había logrado. Simultáneamente a la Fiesta de la Federación en julio de 1790, por ejemplo, se celebraron «ritos funerarios por la aristocracia» como farsas cómicas en el Campo de Marte:

22. Cobb y Jones (eds.), Voices o fthe French Revolution, p. 110.

Cogieron un leño y lo disfrazaron de sacerdote: faja, solideo, abrigo corto, no le faltaba detalle. Una larga fila de plañideros seguía el fúnebre cor­ tejo, levantando de vez en cuando las manos al cielo y repitiendo en sollo­ zos con voz ronca y cortante: M orí! M ori! 23

A través de estos medios de expresión, millones de personas aprendieron el lenguaje y la práctica de la soberanía popular y, en un período de pro­ longada debilidad estatal, llegaron a cuestionar los supuestos más profun­ damente arraigados sobre la santidad y benevolencia de la monarquía y sobre su propio lugar en la jerarquía social. A mediados de 1791 la Cons­ titución estaba casi terminada. Era una ley fundamental que mantenía el equilibrio entre el rey (con el poder de nombrar ministros y diplomáticos, de bloquear temporalmente la legislación, y de declarar la paz y la guerra) y el cuerpo legislativo (con una sola cámara, con poderes sobre la econo­ mía y derecho a la iniciativa de la legislación). Para Luis, el dilema con­ sistía en cómo interpretar las distintas voces de un pueblo soberano hasta entonces súbdito suyo, que cada vez estaba más dividido acerca de los cambios que la revolución había acarreado y sobre la dirección que había de tomar en el futuro.

V. UNA SEGUNDA REVOLUCIÓN, 1792

Desde julio de 1789 la Asamblea tuvo que hacer frente a un doble desafio: ¿cómo salvaguardar la revolución de sus adversarios? ¿De quién había de ser aquella revolución? Estas cuestiones se hicieron acuciantes a mediados de 1791. Ultrajado por los cambios infligidos a la Iglesia y las limitaciones a su propio poder, Luis huyó de París el 21 de junio, repudiando pública­ mente el rumbo que había tomado la revolución: «la única recompensa por tantos sacrificios es la de presenciar la destrucción del reino, la de ver arrinconados todos los poderes, violada la propiedad privada y puesta en peligro la seguridad del pueblo». Luis hizo un llamamiento a todos sus súbditos para que recuperasen las convicciones que antaño conocieron: Pueblo de Francia, y especialm ente vosotros parisinos, habitantes de una ciudad que los antepasados de Su Majestad se deleitaban en denominar «la buena ciudad de París», desconfiad de las proposiciones y mentiras de vuestros falsos amigos; volved a vuestro rey; él siempre será vuestro pa­ dre, vuestro mejor am igo.1

Sin embargo, al extenderse por toda la ciudad la noticia de la huida del rey, la reacción fue de conmoción más que de arrepentimiento. La desesperada huida de la familia real a Montmédy, cerca de (a fron­ tera, para ponerse a salvo, fue desde el principio un grave error. La noche del 21 de junio, Luis fue reconocido por Drouet, el jefe de correos de Saínte-Menehould, quien acudió apresuradamente a la ciudad de Várennos para arrestarle. La Asamblea no salía de su asombro: Luis fue suspendido 23. Rolf Rcichardt, «The Politicization of Popular Prints in the French Revolution», en lan Gcrmani y Robin Swales (eds.), Symbols, Myths and Images: Essays in Honour of James A. Leilh (Regina, Saskatchewan, 1998), p. 17. El desarrollo del movimiento popu­ lar ocupa un espacio prominente en R. B. Rose, The Making o f the «sans-culottes»: Democratic Ideas and Institutions in Paris, 1789-1792 (Manchester, 1983).

1. Archives parlementaires, 21 de junio de 1791, pp. 378-383. Dos versiones cinema­ tográficas distintas aunque igualmente brillantes de la huida del rey son la película 1789, de Ariane Mnouchkine de 1974, una obra del Théátrc du Soleil, y La Nuil de Varen nes, de Ettore Scola (1982).

de su rango de rey, pero se mantuvo firme la decisión de sofocar cual­ quier alboroto durante su regreso a la capital. «Quien aplauda al rey será apaleado,» se advertía, «quien le insulte será colgado.» El retorno de Luis fue humillante. En las carreteras se agolpaban colas interminables de súbditos resentidos que, según informes, se negaban a descubrirse la cabeza en su presencia. Durante esta suspensión por parte de la Asam­ blea, diputados jacobinos como el Abbé Grégoire manifestaron que había que obligarle a abdicar: El primer funcionario público abandona su puesto; se procura un pasaporte falso y, tras haber manifestado por escrito a las potencias extranjeras que sus más temibles enem igos son aquellos que pretenden sembrar dudas sobre las intenciones del monarca, rompe su palabra, y deja a los franceses una declaración que, si no es delictiva, es por lo menos — se la mire por donde se la mire— contraria a los principios de nuestra libertad. No podía ignorar que su huida exponía a la nación a los peligros de una guerra civil; y por último, en la hipótesis de que sólo quisiera ir a Montmédy, digo yo: o bien queda darse la satisfacción de amonestar pacíficamente a la Asamblea Nacional en lo relativo a sus decretos, en cuyo caso 110 tenía necesidad alguna de huir, o bien buscaba el respaldo de las armas para sus reivindi­ caciones, en cuyo caso estamos ante una conspiración contra la libertad.

No obstante, a pesar de su humillante arresto y retorno, la Asamblea decretó el 15 de julio que el rey había sufrido un «secuestro» mental y que las disposiciones monárquicas de la Constitución de 1791 seguían en vigor. Para la mayoría de los diputados el asunto estaba claro; en palabras de Barnave: en la actualidad cualquier cambio resultaría fatal: cualquier prolongación de la revolución sería hoy desastrosa ... ¿Vamos a acabar la revolución o vamos a empezar de nuevo? ... si la revolución da un paso más, sólo pue­ de ser un paso peligroso: si avanza hacia la libertad su primera acción podría ser la de la destrucción de la realeza, si avanza hacia la igualdad su primera acción podría ser la de un ataque a la propiedad ... Ya es hora de poner fin a la revolución ... ¿queda aún por destruir alguna aristocracia que no sea la de la propiedad?2

En su alocución Barnave aludía a la oleada de huelgas y manifestaciones que había sacudido la capital y en la que habían participado los asalaria­ dos y los parados, y al constante malestar que se respiraba en el campo. Por ello, Luis se había convertido en un símbolo de la estabilidad contra las cada vez más acuciantes y radicales exigencias de los ciudadanos «pasivos» y sus partidarios. El día 17, el Club de los Cordeleros organizó una manifestación des­ provista de armas en el Campo de Marte para exigir la abdicación de Luis, en el mismo «altar de la patria» en el que un año antes se había celebrado la Fiesta de la Federación. La petición original quedó destruida en el incendio del Hotel de la Ville de París en 1871, no obstante, gracias al Révolutions de Paris conocem os la esencia de la misma que instaba a: tener en cuenta el hccho de que el delito de Luis XVI ha quedado dem os­ trado, que el rey ha abdicado; aceptar su abdicación, y convocar a un nue­ vo cuerpo constituyente para que proceda de forma verdaderamente nacional con el juicio de la parte inculpada, y sobre todo con la sustitu­ ción y organización de un nuevo poder ejecutivo.’

Lafayette, el comandante de la Guardia Nacional, recibió la orden de dis­ persar a los manifestantes peticionarios. Una vez en el Campo de Marte ordenó izar la bandera roja en señal de que las tropas abrirían fuego si la muchedumbre no se dispersaba; a continuación, los ciudadanos responsa­ bles de su Guardia Nacional dispararon a los peticionarios matando cerca de una cincuentena. Evidentemente, éste no fue el primer derramamiento de sangre a gran escala de la revolución, sin embargo, por primera vez, era consecuencia de un conflicto político manifiesto en el seno del tercer estado de París, que tan decisivamente había actuado en 1789. La huida del rey y la reac­ ción de la Asamblea habían dividido al país. Varios días después de la matanza del campo de Marte, una delegación de Chartres que representaba al cuerpo gubernamental del departamento de Eure-et-Loir fue calurosa-

Emanucl Chill (cd. y trad.), Power, Property and History: Barnaves Introduction to the French Revolution and other Writings (Nueva York, 1971). Sobre esta journée, véase 2. Archives parlementaires, 15 de julio de 1791, pp. 32(> VM l u 1792-1793, Dar- Rudé, Crowd in the French Revolution, cap. 6. 3. Les Révolutions de Paris, 16-23 de julio de 1791, pp. 53-54, 60-(> 1, 64-65. nave escribió el primer análisis de la revolución hasndo on lus i lusi s socinlcs: víase

mente recibida en la Asamblea. Los delegados expresaron su satisfacción por la decisión de la Asamblea de mantener a Luis en su trono y de pre­ sentarle la Constitución: Memos venido a manifestar, con la mayor sinceridad, que este decreto que decide el destino del imperio fue recibido con gran alegría y gratitud por parte de todos los ciudadanos del departamento; que no ha hecho más que añadir a la confianza ya existente la admiración de la que por tantos moti­ vos sois m erecedores. Por últim o, estam os aquí para repetir en vuestra presencia el solem ne juramento de derramar hasta la última gota de nues­ tra sangre en el cumplimiento de la ley y en defensa de la Constitución. (A plausos.)4

El 14 de septiembre Luis promulgó la Constitución que plasmaba el traba­ jo de la Asamblea desde 1789. Francia sería una monarquía constitucio­ nal en la que el poder se repartía entre el rey, como jefe del ejecutivo, y una asamblea legislativa elegida por un restringido grupo de contribuyen­ tes con propiedades. N o obstante, cuestiones como la de la lealtad del rey y la de si la revolución había terminado no estaban ni mucho menos resueltas. Los demócratas del Club Jacobino se identificaban cada vez más con las tendencias radicales del movimiento popular, especialmente con las del Club de los Cordeleros. Fuera de Francia, los monarcas expre­ saron su preocupación por la seguridad de Luis, y sus temores de que la revolución se extendiese, en unas amenazadoras declaraciones desde Padua (el 5 de julio) y desde Pillnitz (el 27 de agosto). En el segundo ani­ versario de la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1791, agitadores par­ tidarios del «Rey y la Iglesia» destrozaron la casa de Birmingham del químico Joseph Priestley, encarnizado defensor de la revolución y adver­ sario de Edmund Burke. En el interior de Francia, la Gazette de Paris del monárquico De Rozoi pedía «rehenes para el rey», ciudadanos dispuestos a ofrecerse a cambio de la «libertad» de Luis. Recibió miles de cartas: más de 1.400 de París e ingentes cantidades procedentes de Normandía, del noreste, de Alsacia y de Guyena. En las ciudades del oeste el marqués de la Rouérie creó comités monárquicos secretos. Por otro lado, en el pueblo provenzal eminentemente protestante de Lourmarin, el cabildo apremió a

4. Moniteur universel, n.” 201,20 de julio de 1791, vol. 10, p. 170.

; laAsamblea para que sin más demora «desterrase al monstruo del feudalismo» a fin de que «el campo, tan desolado hoy en día, se convierta en el más firme baluarte» de lo que ya denominaban «la República».5 * La nueva Asamblea Legislativa fue elegida precisamente en este clima tan cargado y se reunió en París en octubre de 1791. Estaba formada por i «hombres nuevos» de acuerdo con la resolución excluyente, propuesta ; por Robespierre a la Asamblea Nacional, que inhabilitaba para su reelec! ción a quienes habían participado en la elaboración de la Constitución. Al inicio la mayoría de sus miembros intentaba consolidar el estado de la ‘ revolución tal com o se expresaba en la Constitución y abandonaron el Club Jacobino por el de los Feuillants, nombre también adoptado del Iu’ gar de reunión, un antiguo convento. N o obstante, la creciente hostilidad de los adversarios de la revolución dentro y fuera de Francia concentró la atención de los diputados en la contrarrevolución ubicada en Coblenza, donde el conde de Artois se había unido a su hermano el conde de Proven' za, emigrado allí desde el mes de julio. El cuerpo de oficiales del ejército real empezó a desintegrarse, y más de 2.100 oficiales de la nobleza em i­ graron entre el 15 de septiembre y el 1 de diciembre de 1791 y 6.000 cu total a lo largo del año. En semejante contexto los cada vez más inquietos diputados de la Asamblea Legislativa, que en un principio se habían com­ prometido con el proyecto Feuillant de estabilizar la revolución bajo el rey y la Constitución, encontraron harto convincente la retórica de un grupo de jacobinos liderados por Jacques-Pierre Brissot, que achacaba las difi­ cultades de la revolución a conspiraciones internas en contacto con los enemigos del exterior. Como ha demostrado Timothy Tackett en su análisis de los discur­ sos y cartas de los diputados, los temores a posibles «conspiraciones» aumentaron drásticamente en los meses siguientes a la huida del rey. Su retórica reverberaba incluso fuera de la Asamblea. El 16 de octubre de 1791 los partidarios de la anexión de los territorios papales de los alrede­ dores de Aviñón masacraron a sesenta adversarios encarcelados en el antiguo palacio de los papas. La rebelión de cientos de miles de mulatos y esclavos en Santo Domingo a com ienzos de agosto de 1791 hizo que 5. William Murray, The Right-Wing Press in the French Revolution, 1789-1792 (Lon­ dres, 1986), pp. 126-128, 289; Thomas F. Shcppard, Lourmarin in the Eighteenth Century: A Study o f a French Villagc (Baltimore, 1971), p. 186.

la Asamblea Legislativa extendiera la igualdad civil a todas «las personas libres de color» en abril de 1792. La importancia de las colonias caribe­ ñas para la economía francesa acabó de convencer a los diputados de las insidiosas intenciones de sus rivales, Inglaterra y España. Los partidarios de Brissot soliviantaron a la Asamblea. En un debate sobre los emigrados, Vergniaud declaraba que «un muro de conspiracio­ nes» se había levantado en torno a Francia, e Isnard expresaba sus temo­ res a que «un volcán de conspiraciones está a punto de hacer erupción, pues estamos adormecidos por un falso sentido de seguridad». El 9 de noviembre, la Asamblea aprobó una ley radical que declaraba proscritos a los em igrados que no regresasen a comienzos del nuevo año: Desde este m omento se declaran sospechosos de conspiración contra la patria aquellos franceses que se encuentren más allá de las fronteras del reino ... Si el 1 de enero de 1792 siguen todavía congregados fuera del país, serán declarados culpables de conspiración, y com o tales serán pro­ cesados y castigados con la muerte.6

que invadían la Asamblea que la mayoría de los diputados se persuadieron de que los gobernantes de Austria y Prusia en particular estaban prepa­ rando una ostensible agresión contra la revolución. Se vieron alentados en su optimismo por la apremiante insistencia de los refugiados políticos en Paris que se habían agrupado en una fuerza de cincuenta y cuatro compañías de voluntarios dispuestos a partir para liberar a sus respectivas patrias. El 20 de abril de 1792 la Asamblea declaró que: la nación francesa, fiel a los principios establecidos en la Constitución de no em prender guerra alguna con el objetivo de llevar a cabo conquistas, y de no utilizar nunca sus fu erza s contra la libertad de ningún pueblo, se levanta en armas sólo para mantener su libertad y su independencia; que la guerra a la que se ve abocada no es de ningún modo una guerra tic una nación contra otra, sino la legítima defensa de un pueblo contra la injusta agresión de un rey.7

La guerra puso en evidencia a la oposición interna, tal como esperaban los partidarios de Brissot, pero aquélla no fue ni limitada ni breve. Junto con la Constitución Civil del Clero, la guerra marca uno de los hitos más decisivos del período revolucionario, influyendo en la historia interna de Tres días después el rey utilizó su veto suspensivo para bloquear esta ley. Francia durante veintitrés años. A los pocos meses de su estallido, acarreó Los afectos a Brissot argumentaban que la revolución no estaría a sal­ una serie de consecuencias fundamentales. En primer lugar, alentó inme­ vo hasta haber destruido la amenaza externa. El golpe militar en Austria y diatamente las esperanzas y los anhelos de la contrarrevolución al añadir Prusia, de escasa duración debido a la acogida que los plebeyos de aque­ una función militar a las pequeñas y resentidas comunidades de em igra­ llos países brindaron a sus hermanos liberados, expuso a los contrarrevo­ lucionarios internos al caldo de cultivo de un conflicto armado entre la dos en el exilio en Europa, especialmente en Coblenza. En el interior de la propia Francia no sólo había miembros de la vieja élite, especialmente nueva y vieja Europa. En su decreto del 22 de mayo de 1790 en el que se la corte, que veían la derrota como un medio para aplastar la revolución, ponía en manos de la Asamblea el poder de declarar la guerra o la paz en sino que los primeros reveses que sufrieron los desorganizados ejércitos vez de otorgárselo al rey, la Asamblea declaraba que «la nación francesa renuncia a emprender guerra alguna con el objetivo de llevar a cabo con­ revolucionarios fueron celebrados por los em igrados nobles y por los quistas, y nunca utilizará sus fuerzas contra la libertad de ningún pue­ oficiales del ejército que pretendían restaurar un rejuvenecido antiguo blo». A principios de 1792 era tal la inquietud, la exaltación y el miedo régimen. En segundo lugar, mientras que la contrarrevolución podía alardear de estar combatiendo en una santa cruzada para restaurar la religión, en el 6. M oniteur universel, n.° 313, 9 de noviembre de 1791, vol. 10, p. 325; Timothy interior de Francia la guerra complicó sobremanera la posición de los clé­ Tackett, «Conspiracy Obsession in a Time of Revolution: French lilites ¡mil the Oiiginsoí rigos que no habían prestado juramento. El 27 de mayo recibieron la orden the Terror», American Historical Review, 105 (2000), pp. 691-713. Sobre el csclavismo y las colonias, véanse los capítulos de Carolyn Fick y l’ierre lloulle en I rcderick Krantz (ed.), History from Below: Studies in Popular Proles! and Popular Itleology in llonour of George Rudé (Montreal, 1985).

7. Proces Verbal (Assemblée législative), vol. 7, 355; Moniteur universel, n.° 143, 23 de mayo de 1790, vol. 4, p. 432.

de abandonar el país si eran denunciados por veinte ciudadanos, ley que fue vetada por el monarca. Aquellos que buscaban un blanco fácil al que in­ culpar de las dificultades por las que atravesaba la revolución, hallaron en el clero la diana más evidente. ¿Acaso no estaba el papa bendiciendo las tropas extranjeras que mataban a los franceses? Un antiguo sacerdote, que había estado diciendo misa en Lille para la orden de las monjas ursulinas dedicada a la enseñanza, fue asesinado el 29 de abril en sangrienta ven­ ganza cuando las tropas revolucionarias se retiraban a la desbandada tras su primera batalla contra los austríacos. Pocos meses después, las ursulinas fueron expulsadas y su orden clausurada. Mientras que la mayoría atrave­ saron la frontera y entraron en Flandes, trece de ellas, cuyo sentido del deber las indujo a permanecer en sus puestos, fueron posteriormente gui­ llotinadas por actividades contrarrevolucionarias de apoyo al enemigo.8 Una tercera consecuencia de la guerra fue la revitalización de la revo­ lución popular: tras el llamamiento de ciudadanos voluntarios para com­ batir en tiempos de gran inflación, las exigencias políticas y sociales de la clase trabajadora se incrementaron hasta hacer imposible su rechazo. Entre dichas reivindicaciones estaba la insistencia de las mujeres en poder participar activamente en el esfuerzo bélico. En la Asamblea Legis­ lativa se leyó una petición de la Société Fraternelle des Minimes con 30 firmas (incluyendo la de la activista Pauline Léon): Nuestros padres, maridos e hijos pueden ser quizá víctimas de la furia de nuestros enem igos. ¿Se nos puede prohibir el placer de vengarles o de morir a su lado? ... Deseam os tan sólo que se nos permita defendernos. No nos podéis rechazar, y la sociedad no puede negarnos este derecho que nos viene dado por naturaleza, a m enos que se proclame que la Declaración de Derechos no se aplica a las mujeres.9

La Asamblea no respondió a la petición. Los primeros m eses de la guerra fueron desastrosos para los ejérci­ tos revolucionarios que se encontraban en un estado de auténtico desor­ den debido a la deserción masiva de la mayoría de los cuerpos de oficiales.

8. Elisabeth Rapley, «‘Pieuses Contre-Révolutionnaircs’: The Experience o f the Ursulincs of Northern France, 1789-1792», French History, 2 (1988), pp. 453-473. 9. Elisabeth Roudinesco, Madness and Revolution: The Uves and Legends o f Théroigne de Méricourt (Londres, 1991), p. 95.

í' La destitución llevada a cabo por Luis de sus ministros «brissotinos» o «patriotas» el 13 de junio provocó una violenta manifestación una sema­ na después. Entre las pancartas que desfilaron ante el rey había algunas en las que podía leerse el siguiente eslogan: «¡Tremblez tyrans! ¡Voici les sans-culottes!» Desde mediados de 1791 los demócratas más activos ; entre la canalla se dieron a conocer con el nuevo nombre de sans-culottes, I que era a la vez una etiqueta política para el patriota militante y una des¡j cripción social que designaba a los hombres del pueblo que no llevaban los calzones cortos ni las medias de las clases altas. Por su parte, a las ; mujeres radicales del pueblo, que no llevaban enaguas como las mujeres de clase alta, se las conocía com o las sans-jupons. A sí pues, los elemenf tos políticamente activos de la canalla no eran la clase obrera asalariada, I sino una amalgama de artesanos, tenderos y peones. En esta misma época í el uso de los términos «ciudadano» y «ciudadana» se convirtió en un signo I de entusiasmo patriótico. Un versificador jacobino definió a los sa n s-



" culotles como: Partisanos de la pobreza, cada uno de estos orgullosos guerreros, lejos de gozar de excesos, a través de la virtud cívica, apenas le alcanza el honor de estar casi desnudo. Con el nombre de «patriotas» término glorioso que tanto les satisface, se consuelan fácilmente de no tener medias ni calzones. Esta sólida imagen física contrastaba fuertemente con las burlas difama­ torias del rey y la reina. Tal com o sostiene Antoine de Baecque, el jiuevo hombre de la revolución se representaba e imaginaba física y politica­ mente viril, con una imagen radicalmente opuesta a la de la ridicula aris­ tocracia, moral y físicamente decadente.10

10. Rose, Making o f the «sans-culottes», p. 106; Antoine de Baecque, The Body Poli tic: Corporeal Metaphor in Revolutionary France, ¡770-1800 (Stanford, C alif, 1997). Lynn Hunt estudia los orígenes de los injuriosos ataques a María Antonicta en The Family Romance o f the French Revolution (Londres, 1992); Chantal Thomas, La reina desalma da: María Antonieta en los panfletos (Muchnik, Barcelona, 1998); y Thomas E. Kaiser,

En los periódicos, las canciones, las obras de teatro y la prensa amanHa, el período de 1789-1792 constituyó una era de salvajes sátiras y alaques licenciosos especialmente contra los adversarios políticos debido a la abolición de la censura política en una época en que la literatura popular se distinguía ya por su mezcla de burla obscena, anticlericalismo y difa­ mación política. N o fueron únicamente los revolucionarios quienes hicie­ ron uso de las nuevas libertades. Escritores monárquicos como Gautier, Rivarol, Suleau y Peltier llevaron al extremo dichos abusos, calificando a Brissot de «negro Bis-sot» (amigo de los negros dos veces necio), mofán­ dose de la homosexualidad del marqués de Villette, partidario de la revo­ lución, convirtiendo a Pétion en «Pet-hion» (pedo de burro) y tachando a Théroigne de Méricourt de prostituta cuyos cien amantes diarios pagaban cada uno cien céntimos en calidad de «contribuciones patrióticas»." En este mundo febril de ataques satíricos y pornográficos, el rey y la reina constituían los blancos más vulnerables de los revolucionarios. María Antonieta, en especial, fue despiadadamente atacada por sus supuestas depravaciones sexuales y su maléfico poder político que había castrado a la monarquía. En semejante situación, la crisis militar hizo insostenible la posición del rey. Al utilizar su veto suspensivo para bloquear ciertas leyes críticas (la suspensión de la paga a los refractarios, la orden de retorno de los emigrados y de expulsión para los refractarios, la incautación de las propiedades de los emigrados y el llamamiento de voluntarios a París), el rey parecía estar actuando a favor del sobrino de su esposa, el emperador de Austria. ¿No eran prueba de ello las derrotas militares sufridas desde el m es de abril, así com o, retrospectivamente, su intento de huida en junio de 1791?

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sechas? ¿Que arrasasen nuestra patria incendiando y aniquilando? En una palabra, que os dominasen con cadenas teñidas con la sangre de aquellos a quienes más am áis.12

í A principios de agosto llegó a oídos de los parisinos un manifiesto publi| ; cado por el comandante en jefe de los ejércitos prusianos, el duque de | Brunswick. El lenguaje utilizado provocó iras e inquietud puesto que ¡¿amenazaba con aplicar justicia sumaria sobre el pueblo de París si se atreI vían a hacer daño a Luis y a su familia: impondrán una venganza ejemplar e inolvidable entregando la ciudad de París para su ejecución militar y total destrucción, y los rebeldes culpa­ bles de asesinatos serán ejecutados tal com o se merecen.13

: Esta amenaza acabó de convencer al pueblo de que Luis era cómplice de las derrotas sufridas por su ejército. En respuesta a ello, las cuarenta y ; ocho secciones de París, salvo una, votaron la formación de una Comuna de Paris para organizar la insurrección y un ejército de 20.000 sans£ culottes a partir de la recién democratizada Guardia Nacional. Los fede­ rados, voluntarios de distintas provincias de camino al frente, se unieron a estos sans-culottes que, liderados por Santcrre y comandantes de otras circunscripciones, asaltaron y tomaron el Palacio de las Tulierías el 10 de agosto. Entre las mujeres que participaron en la lucha estaba Théroigne de Méricourt, conocida junto con Pauline Léon por su defensa del dere­ cho de las mujeres a llevar armas.14 Luis se refugió en la cercana Asam­ blea mientras 600 guardias suizos, principales defensores de palacio, El 11 de julio la Asamblea fue obligada a declarar públicamente a la morían en combate o eran masacrados en justa venganza. nación que «la patria está en peligro» y pidió un apoyo total en un espíri­ Luis pudo haber salvado el trono de haber estado dispuesto a-aceptar tu de autosacrificio: un papel secundario en el gobierno o de no haber mostrado tanta inde­ cisión. No obstante, su caída fue debida también a la intransigencia ¿Consentiríais que hordas extranjeras penetrasen en vuestros campos y se de muchos nobles y a la lógica de la politización popular en un período de extendiesen com o implacables torrentes? ¿Que destruyesen vuestras cocrisis y de grandes cambios. La declaración de guerra y las posteriores derrotas militares hicieron insostenible su situación. La crisis del verano

«Who’s afraid o f Maric-Antoinctte? Diplomacy, Austrophobia and the Queen», French History, 14 (2000), pp. 241-271. 11. Murray, Right-Wing Press, caps. 11-12; Kennedy, Cultural History, caps. 5, pp. 9-10; Masón, Singing tlie French Revolution.

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12. Moniteur universel, n.° 194, 12 de julio de 1792, vol. 13, p. 108. 13. Moniteur universel, n.° 216, 3 de agosto dc 1792, vol. 13, pp. 305-306. 14. Rudo, Crowd in the French Revolution, cap. 7.

de 1792 fue un momento decisivo para la revolución. Al derrocar a la fue a su vez condenado a muerte por los mismos ejecutores por este «inmonarquía, el movimiento popular planteó un grave desafío a toda i cívico acto».16 Europa, pero en ¿1 seno de su propio país la declaración de guerra y des­ Restif de la Bretonne, quizá el más agudo e informado observador del titución de la monarquía radicalizó la revolución. La exclusión política de París revolucionario, presenció las matanzas. R estif quedó horrorizado los ciudadanos «pasivos» requeridos ahora para defender la república era por lo que vio, e intentó convencerse a sí mismo de que los «caníbales» insostenible. Si la revolución quería sobrevivir, tendría que apelar a todas í no eran habitantes de su amada ciudad. Le resultó harto difícil describir las reservas de la nación. la muerte de la princesa de Lamballe, íntima confidente de María AntoLas derrotas militares del verano de 1792 volvieron a enfrentar a los I. nieta y arrestada con ella en la prisión de La Forcé: sacerdotes con la cuestión más fundamental de sus lealtades. Muchos Por último, vi aparecer a una mujer, pálida como su ropa interior, sosteniaceptaron su nuevo papel como ciudadanos sacerdotes cuya tarea consis­ [ da por un funcionario. Con voz áspera le espetaron: «Grita: ¡Larga vida a tía en reforzar la resolución de sus conciudadanos. Sin embargo, la po­ í la nación! — ¡No! ¡no!», respondió. Entonces la hicieron trepar hasta lo sición del clero refractario era ahora insoportable. El 23 de agosto la alto de un montón de cadáveres ... Le dijeron otra vez que gritase «¡Larga Asamblea decretó la deportación de dicho clero en el plazo de siete días, vida a la nación!». Ella se negó desdeñosamente. A continuación uno de «considerando que el malestar creado en el reino por los curas que no los verdugos la asió, le arrancó el vestido y le rajó el vientre. Ella se des­ han prestado juramento constituye uno de los mayores peligros para la plomó y los demás acabaron con su vida. Nunca mi imaginación habría patria».15 sido capaz de concebir semejante horror. Intenté huir pero me fallaron las A continuación, el 2 de septiembre, llegó a París la noticia de que la piernas. Me desmayé. gran fortaleza de Verdún, a 250 kilómetros de la capital y el último gran obstáculo para el avance de la tropas invasoras, había caído a manos de Después de reflexionar sobre estos hechos, R estif dejó muy claro el los prusianos. Esta noticia generó una inmediata y dramática oleada impulso que se escondía detrás de las matanzas; no era simple e irracio popular de temor y reacción. Convencidos de que los «contrarrevolucio­ nal sed de sangre: narios» (tanto nobles, sacerdotes, com o presos comunes) aguardaban en ¿Cuál es, pues, el verdadero motivo de toda esta carnicería? Algunos prisión la llegada de los invasores para ser liberados una vez los volun­ piensan que fue porque los voluntarios, al partir hacia las fronteras, no tarios hubieran partido al frente, se apresuraron a convocar tribunales querían dejar a sus esposas e hijos a merced de los bandidos a quienes los populares que sentenciaron a muerte cerca de 1.200 de los 2 . 7 0 0 presos tribunales podían indultar, o a quienes personas malévolas podían ayudar que comparecieron ante ellos. Entre éstos había aproximadamente unos a escapar, etc. Yo quería saber la verdad y por fin la he encontrado. Tan 240 sacerdotes. Esta fue la prueba final para el clero refractario de que la sólo querían una cosa: deshacerse de los curas refractarios. Algunos que­ revolución se había vuelto atea y anárquica. Por otro lado, aquellos que rían incluso deshacerse de todos ellos.17 «juzgaron» a los presos estaban totalmente convencidos de la necesidad e incluso de la justicia de sus acciones. Uno de ellos escribió a su casa el Revolucionarios prominentes como Danton y Marat disculparon las ma­ día 2 diciendo que «la necesidad ha hecho que esta ejecución resulte tanzas, al igual que la Comuna de París: a partir de entonces serían ridicu­ inevitable ... Es triste tener que llegar a estos extremos, pero es mejor lizados por sus adversarios com o «septembriseurs». Nunca antes había (com o dicen) matar al diablo que dejar que el diablo te mate a ti». Otro de ellos, que había robado un pañuelo de entre las ropas de un cadáver,

16. Colin Lucas, «The Crowd and Politics between A nden Régime and Revolution in France», Journal o f Modern History, 60 (1988), p. 438; M. J. Sydcnham, The French

15. Moniteur universel, n.” 241, 23 de agosto de 1792, vol. 13, p. 540.

Revolution (Nueva York, 1966), p. 122. 17. Restif de la Bretonne, Les Nuits de Paris, parte XVI (París, 1794).

[ prácticas que la Asamblea dudaba en suprimir. Esta actitud duró hasta la í total abolición del feudalismo en 1792-1793. Las vacilaciones manifestadas en las sucesivas asambleas acerca de la inmediata abolición del señorío dieron pie a un complejo diálogo entre campesinos y legisladores, en el que las comunidades rurales, por medios legales e ilegales, presionaron y reaccionaron ante las sucesivas asambleas eligiendo los medios políticos para llevar a cabo las reformas. Fue un proceso en dos direcciones, en palabras de John Markoff: «Así como las insurrecciones de los campesinos ofrecieron un contexto fundamental para la legislación contra el feudalismo, también la legislación contra el feudalismo ofreció un contexto fundamental para la acción del campesi! nado». Markoff ha calculado que hubo 4.689 protestas o «incidentes» Estos argumentos minimizan el alcance de los enem igos internos y j entre 1788 y 1793, entre ellas las protestas relativas al feudalismo ascenexternos a los que se enfrentaban los republicanos, e ignoran las violentas j.dian al 36 por ciento del total. Sólo en el mes de abril de 1792, se regis­ amenazas lanzadas por los monárquicos. Mucho antes del 10 de agosto, traron por lo menos cien ataques de campesinos a castillos en el departala prensa de derechas había estado publicando listas de «patriotas» a los ; mentó del Gard. El 25 de agosto se aprobó en la Asamblea Legislativa que los prusianos habían de ejecutar cuando entrasen en París, junto con una moción para acabar con el señorío. Los tributos de señorío quedaron escabrosas imágenes del Sena infestado de jacobinos y las calles teñidas abolidos sin indemnización, a menos que pudiese probarse que aquellos con la sangre de los sans-culottes. En el verano de 1792, era mucho lo derivaban de concesiones de tierras, con un contrato legalmente válido. que estaba en juego tanto en Francia como en la Europa occidental, de En esencia, el régimen feudal estaba muerto.20 manera que una concienzuda purga de los respectivos enemigos parecía a En otoño de 1792 la revolución había pasado por una segunda revolu­ ambos bandos el único modo de asegurar o de poner fin a la revolución.19 ción más radical. Ahora estaba armada y era democrática y republicana. La radicalización de la revolución animó también a la Asamblea a ! Sin embargo, el entusiasta sentido de regeneración y resolución que la resolver por fin el asunto de la indemnización de los tributos señoriales. habían caracterizado aquellos meses estaba, en fuerte contraste con 1789, Desde el inicio del debate prerrevolucionario, las cuestiones relativas al ¡ mudo por los horrores de septiembre y la desesperada situación militar. control de los recursos del campo y a la descarga de los impuestos seño­ Un par de semanas después de las masacres, los ejércitos revoluciona­ riales que las agravaban fueron fundamentales para la política del campo. rios obtuvieron su primera gran victoria en Valmy, 200 kilómetros al este En gran parte de la Francia rural la respuesta a la prevaricación de la de la capital. Cuando llegó la noticia, la Convención Nacional, elegida Asamblea Nacional en agosto de 1789 sobre la total abolición del señorío por sufragio universal masculino (aunque en un proceso de voto en dos fue una extensión de su incumplimiento y una rebelión contra aquellas etapas), se estaba instalando en París. La crisis militar fue el principal asunto al que se enfrentaron aquellos 750 diputados, pero tenían también contemplado la revolución semejante derramamiento de sangre. Para his­ toriadores com o Simón Schama, Norman Hampson y Fran^ois Furet, esta escalada de violencia punitiva fue consecuencia de una intolerancia revolucionaria discernible ya en 1789: la contrarrevolución fue básica­ mente una creación de la paranoia revolucionaria y de la sed de sangre del pueblo. Schama describe las masacres de septiembre como «la autén­ tica verdad de la revolución». Una explicación alternativa, com o la de Hampton, hace hincapié en ideologías «milenarias» más que en conflic­ tos sociales com o causa del fracaso en el consenso. Es decir, los revolu­ cionarios estaban obsesionados con su visión de una sociedad regenerada y depurada.18

18. Schama, Citizens, 637; Norman Hampson, Pretude lo Terror. The Constituent Assembly and the Failure o f Consensus, 1789-1791 (Oxford, 1988); Franpois l'urct, The French Revolution 1774-1884 (Oxford, 1992). 19. La potencia de la contrarrevolución se destaca de distinta manera en I). M. G. Suthcrland, France 1789-1815: Revolution and Coitnterrcvolullon (Londres, 1985), caps. 4-6; y en Murray, Right-Wing Press, caps. 9, 12. Véase también el estudio de Mona Ozouf, «War and Terror in French Rcvolutionary Diseourse (179.1 1794))*, Journal of Modern History, 56 (1984), pp. 579-597.

20. Markoff, Aholilion o f Feudalism, pp. 426, 497-498, cap. 8; Jones, Peasantry, pp. 70-74; Anatolí Ado, Paysans en Revolution (I’aris, 1996), cap. 2. Según Markoff, el de­ creto de agosto terminó de forma efectiva con la protesta antifeudalista. Sobre el decreto dejunio, véase C. J. Mitchell, The French Legislativo Assembly o f 1791 (Lciden, 1989), cap. 5.

que decidir el destino de Luis y trabajar para alcanzar nuevos acuerdos canción — ahora conocida como la «Marsellesa»— a la capital en el mes constitucionales ahora que la Constitución de 1791 era inoperante. Los de agosto. A finales de septiembre el Révolutions de Paris informaba: hombres de la Convención estaban unidos por unos mismos antecedentes Los ánimos del pueblo son todavía excelentes ... hay que verles, hay que sociales y por los mismos supuestos políticos. De origen social abruma­ oírles repitiendo a coro el estribillo de la canción de guerra de la Marsedoramente burgués, se mantuvieron firmes en lo relativo al liberalismo llesa, que los cantantes les enseñan cada día con un clamoroso éxito fren­ económico y se erigieron en garantes de la propiedad privada. Eran tam­ te a la estatua de la Libertad en los jardines de las Tullerías. bién demócratas y republicanos: en su primera reunión abolieron la monarquía y proclamaron la república en Francia. En gran parte del país ¡Adelante hijos de la patria! esa noticia fue motivo de celebraciones, moderadas siempre por el reco­ El glorioso día ha llegado. nocimiento de la crítica posición militar de la nación. En Villardebelle, en Contra nosotros se alza las estribaciones de los Pirineos, el sacerdote constitucional Marcou cele­ el sangriento estandarte de la tiranía. ¿No oís rugir por la campiña bró la proclamación de la república el 21 de septiembre plantando un esta turba de feroces soldados? árbol de la libertad, que hoy todavía sigue en pie. En el puerto de Brest, A nuestro regazo se acercan se colocaron gorros frigios de la libertad de 80 cm de diámetro en los cas­ ¡para degollar a nuestros hijos y esposas! tillos de popa y se izaron gorros de madera en lo alto de los mástiles. ¡A las armas, ciudadanos, La composición de la Convención da fe de la transformación social que formad en batallón! trajo consigo la revolución. Los antiguos nobles (23) y el clero católico Marchad, marchad, (46) eran ostensiblemente pocos; en cambio, la Convención estaba forma­ que la sangre impura riegue la tierra de nuestros surcos.21 da por profesionales, funcionarios, terratenientes y hombres de negocios, junto con unos cuantos granjeros y artesanos. Uno de los pocos obreros de Fuera de París la «Marsellesa» se utilizaba para propósitos más ambicio­ la Convención era Jean-Baptiste Armonville, un tejedor de Reims que tuvo sos. El 21 de octubre los judíos de Metz, en el este de Francia, se unieron a el prurito de asistir a las sesiones con su indumentaria de trabajo. Aunque sus vecinos gentiles para celebrar la victoria de los ejércitos franceses en los diputados eran comparativamente jóvenes (dos terceras partes no Thionville. Uno de ellos, Moise Ensheim, amigo del Abbé Grégoire, había alcanzaban los 45 años), después de tres años de revolución tenían sufi­ compuesto una versión hebrea de la «Marsellesa» que utilizaba imaginería ciente experiencia en política local y nacional. Los concejos municipales bíblica y relacionaba la historia de los judíos con la revolución: eran algo más democráticos en su com posición. En ciudades importan­ tes de provincias como Amiens, Nancy, Burdeos y Toulouse predomina­ ¡Oh Casa de Jacob! Has padecido innumerables sufrimientos. Caíste sin cometer falta alguna ... ban todavía los miembros de la burguesía, pero los artesanos y tenderos ¡Feliz seas, oh, tierra de Francia! ¡Feliz seas! constituían del 18 al 24 por ciento en las cuatro ciudades. También en las Tus posibles destructores se han convertido en polvo. pequeñas comunidades rurales los años 1792-1794 fueron años de equipa­ ración social, en los que los campesinos más pobres e incluso los jorna­ De este modo la emancipación de los judíos ortodoxos un año antes podía leros estaba rcpresentados’por primera vez en los cabildos. celebrarse al mismo tiempo que una victoria republicana.22 Precisamente en esta época se hizo famoso el «Chant de guerre pour l’armée du Rhin» de Rouget de Lisie. Compuesta por este monárquico oficial del ejército de Estrasburgo para las tropas del rey, esta canción 21. Masón, Singing the French Revolution, pp. 93-103. se extendió hacia el sur y los patriotas republicanos de Marsella y Mont22. Ronald Schechtcr, «Translating the “Marscillaisc”: Biblical Rcpublicanistn and the pellier la hicieron suya. Los soldados de Marsella llevaron consigo la Emancipation of Jcws in Revolutionary France», Past & Presen!, 143 (1994), pp. 128-155.

La forma organizada más importante de diversión popular en el París revolucionario era el teatro. Un rico ejemplo de este teatro — y de la ideo­ logía política que lo inundaba— en el otoño de 1792 es una obra escrita por el «ciudadano Gamas». Em igrados en tierras australes o E l último capitulo de una gran revolución, una comedia, fue representada por pri­ mera vez en el Théátre des Amis de la Patrie en París en noviembre de 1792.23 Anteriormente, había habido en Europa dos siglos de literatura utópica sobre las «Tierras Australes»: un lugar ideal en el que los autores podían situar un mundo imaginario al revés. En Francia se había reavivado este interés gracias a los relatos del Pacífico recogidos por Bouganville. Ésta era una literatura que hacía referencia a Francia y a su descontento más que cualquier otra acerca de las tierras del sur. La breve obra de Marín Gamas, dentro de su género, tiene especial interés porque fue la primera obra teatral de todas las lenguas que versaba sobre la colonia bri­ tánica de Nueva Gales del Sur. La acción transcurría en Bahía Botánica, descrita en la obra como «un paisaje no cultivado» tapizado de «rocas y de unas pocas tiendas». La obra hace gala de la apasionada mezcla de virtudes patrióticas y odio hacia la vieja Europa de la aristocracia tan típíca de aquellos meses. Describe la lucha de un grupo de emigrados anturevolucionarios exilia­ dos en Australia para adaptarse a la vida en un «estado natural». Los per­ sonajes son estereotipos: entre ellos destacan Ciervoleal, capitán de la Guardia Nacional, y los emigrados príncipe Fanfarrón, barón Estafa, juez Metepatas, abad Zalamero, financiero Sanguijuela, y monje Codicia. Los clérigos y nobles emigrados, vestidos todavía con todo su esplendor y absolutamente recalcitrantes en sus prejuicios, aprenden a sobrevivir en un entorno natural. Oziambo, jefe de los aborígenes, es un hijo idealizado de la naturaleza, que adora a un Ser Supremo, pero que no necesita sacer­ dotes: es más, manifiesta un perfecto anticlericalismo parisino cuando confunde al abad Zalamero vestido con su sotana con una mujer. Oziambo está ansioso por aprender de Mathurin el labrador, el «benefactor de la

humanidad», y habla un perfecto francés. Mathurin, uno de «aquellos hombres verdaderamente útiles que Europa solía despreciar», es el héroe de la obra. Oziambo lo nombra líder de la colonia: «El amor hacia sus se­ mejantes, el valor, la integridad, éstas son sus obligaciones. No hay otras más sagradas ... El hombre holgazán es el mayor azote de la sociedad, y será para siempre desterrado de la nuestra». El abad Zalamero ve con esto frustradas sus maquinaciones para ponerse a sí mismo al frente de los lugareños, convirtiendo a los nativos en un nuevo tercer estado, y él y los demás emigrados son condenados a ganarse el sustento. La obra ter­ mina con una clamorosa canción condenando a «la horrible hidra del des­ potismo» y prometiendo que «nuestros vigorosos brazos liberarán al uni­ verso», cantada con la melodía de la «Marsellesa», que unos meses antes se había escuchado en París por primera vez. La Convención tenía la impresión de estar en el centro de una lucha de trascendencia internacional debido a la presencia, com o diputados elec­ tos, de dos revolucionarios extranjeros: Tom Paine y Anacharsis Cloots. Joseph Priestley fue elegido en dos departamentos, pero renunció a su escaño. Estos eran tres de los dieciocho extranjeros «que en varios países han elevado la razón a su actual madurez» que fueron nombrados ciuda­ danos franceses honorarios. Entre los demás figuraban héroes de la Revo­ lución y República Americana (James Madison, Alexander Hamilton y George Washington), radicales británicos y europeos (William Wilberforce, Jeremy Bentham y Thaddeus Kosciuszko) y los educadores alemán y suizo Campe y Pestalozzi: aquellos hombres que, a través de sus escritos y su coraje, han servido a la causa de la libertad y colaborado en la emancipación de los pueblos, 1 1 0 pueden ser considerados extranjeros por una nación que se ha liberado gracias a su conocimiento y su valor.2'1

24. Moniteur universel, n.° 241, 23 de agosto de 1792, vol. 13, pp. 540-541. Durante la revolución no había partidos políticos en el sentido moderno del concepto, y la identifi­ 23. En realidad no sabemos apenas nada acerca de Gamas excepto que escribió otrascación de las distintas tendencias políticas y sociales en el seno de la Convención ha sido tres obras en aquella misma época. El texto fue publicado por la ciudadana Toubon en motivo de debate durante largo tiempo: véase Alison l’atriek, The Men o f the First French 1794. La obra de teatro ha sido editada y traducida por Patricia ( lancy, The First «AustroRepublic: Política! Alignments in the National Convention o f 1792 (Baltimore, 1972); lian» Play: Les Emigres aux Ierres australes (1792) hy ( ill.u n (¡timas (Melbourne, Michael Svdcnham, The Gírondins (Londres, 1961); y French llistorical Studies, 15 1984). (1988), pp. 506-548.

frea

A pesar del mayoritario consenso, en el otoño e invierno de 1792-1793 la Convención tendía a dividirse en tres bloques de votos más o menos igua­ les. París estaba dominado por jacobinos (20 de sus 24 diputados) de re­ nombre como Robespierre, Danton, Desmoulins y Marat, lo cual dio lugar a la costumbre de identificar a los jacobinos con París como si de sinóni­ mos se tratase. No obstante, al igual que sus antagonistas los «girondinos», eran ante todo una tendencia política de ámbito nacional. En términos sociopolíticos, los jacobinos estaban en cierto modo más cerca del movi­ miento popular, y su hábito de sentarse juntos en los escaños superiores del lado izquierdo en la Convención les valió enseguida el epíteto de la «Montaña» y una imagen de republicanismo intransigente. La etiqueta de «girondinos» designaba a hombres cuyas simpatías iban dirigidas a la alta burguesía de Burdeos, capital de la Gironda, de donde fueron elegidos los diputados Vergniaud, Gaudet y Gensonné, y cuyo comercio colonial y de esclavos se había visto amenazado por la revolución y la guerra. Un nutrido grupo de diputados no comprometido, apodado «Llanura» o «Pantano», que incluía a Sieyés y Grégoire, brindaba su apoyo a un grupo u otro dependiendo de la cuestión discutida. Desde el principio, las actitudes adoptadas y la práctica política en una serie de asuntos cruciales dividía a los diputados. El primero de es­ tos asuntos fue el juicio del rey. El propio Luis se mantuvo digno y conci­ so durante el proceso. Una y otra vez, mientras sus acusadores repasaban la lista de las crisis a las que se había enfrentado la revolución desde 1789, como la de las matanzas del Campo de Marte el 17 de julio de 1791, Luis simplemente respondió: «Lo que sucedió el 17 de julio no tiene nada que ver conmigo». Mientras que los diputados presentes en el juicio del rey reconocían su culpabilidad, los girondinos se decantaban por que su destino se decidiera mediante referéndum, argumentaban que no debía ser condenado a muerte ni indultado. Parece que había disposiciones es­ pecíficas en la Constitución de 1791 que respaldaban su postura legalista: La persona del rey es inviolable y sagrada, su único título es rey de los fra n c eses ... Si el rey se pone al frente de un ejército y dirige sus tropas contra la nación, o si, mediante solem ne declaración, no se opone a cualquier acción llevada a cabo en su nombre, se considerará que ha abdicado del trono ...

Tras expresa o legal abdicación, el rey podrá ser calificado de ciudadaño, y com o tal puede ser acusado y juzgado por actos posteriores a su abdicación.25

Por su parte, la gran fuerza del argumento de los jacobinos durante este dramático y elocuente debate era la de que indultar a Luis equivaldría a admitir su naturaleza especial: ¿no era Luis Capeto un ciudadano culpable de traición? Robespierre, Marat y Saint-Just aseguraban que, como proscrito, sencillamente debería ser ejecutado sumariamente: «el pueblo» ya le había juzgado. Sin embargo, la mayoría de jacobinos pedía un juicio completo: la huida del rey había invalidado toda protección constitucional y ahora tenía que ser juzgado como cualquier otro presunto traidor. I I 16-17 de enero 361 diputados votaron por la pena de muerte; 360 lo hi cieron a favor de otros castigos. Finalmente, los jacobinos lograron venen la última petición de clem encia de los girondinos por 380 votos a 310, Muchas personas apoyaron la postura de los jacobinos: desde Burdeos, capital de la Gironda, la Sociedad de Ciudadanas de los Amigos de la Libertad acusó a Luis de: matar a sus enem igos en secreto, con el m ism o oro que había obtenido de su fortuna, proteger a los sacerdotes facciosos, que sembraban la discoi'dia en el interior del país ... ¡él, que dirige sus ejércitos contra la patria! él, que ordena la masacre de sus súbditos! ... ¿y era la reclusión o el des­ tierro suficiente castigo para aquel que había derramado tanta sangre? ... No: su cabeza tenía que rodar. Representantes, vosotros habéis cumplido los deseos de la República, habéis sido justos ...2<’

Luis subió al cadalso el 21 de enero, con evidente coraje. Avanzó hacia el borde de la tarima e intentó silenciar el repique de un tambor para poder 25. Moniteur universel, n." 21X, 6 de agosto de 1791, vol. 9, pp. 312-320, n." 348, I I de diciembre de 1792, vol. 14, pp. 720-721. Sobre el proceso del rey, véase l’atrick, Alón ofthe First French Republic, caps. 3-4; David Jordán, The King's Triol: The French Revo lution versus Louis XVI (Bcrkcley, Calif., 1979); Michacl Wal/.er (ed.), Regicide miil Revolution: Speeches at the Trial o f Louis XVI (Cambridge, 1974). 26. Archives dcpartcmcntalcs de la Girondc. Sobre los clubes provinciales de muje res, véase Suzanne Desan, «‘Constilulíonal Amazons’: Jacobin Womcn’s Clubs in the French Revolution», en Ragan y Williams (cds ), Re-creating Authority.

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dirigirse a la multitud allí congregada. No sabemos a ciencia cierta si su gesto fue efectivo, pero un relato recoge sus palabras: Muero siendo completamente inocente de los crímenes de que se me acu­ sa. Perdono a aquellos que son la causa de mi infortunio. Es más, espero que mi sangre derramada contribuya a la felicidad de Francia ...27

de la batalla con las tropas españolas en torno a Perpiñán, el antiguo señor Antoine Viguier, convertido en un auténtico «patriota», no estaba convencido de los voluntarios: «Los oficiales que han sido elegidos por sus compañías saben tanto de asuntos militares como del Corán. Los sol­ dados no tienen experiencia, se pasan el día buscando ranas en las márge­ nes del río».28 El entusiasmo de los voluntarios de 1792-1793 pronto iba a ser puesto a prueba.

Los girondinos se sentían cada vez más inquietos por el deterioro de una guerra que ellos, com o seguidores de Brissot, tan vehementemente habían reclamado en 1792. La «nación en pie de guerra» había ocupado en Navidades los Países Bajos, Renania y Saboya (que aceptó convertir­ se en un departamento de Francia), pero la ejecución de Luis el 21 de enero de 1793 extendió la guerra abarcando Gran Bretaña y España y alterando los resultados de la contienda. Una serie de derrotas en el sureste, suroes­ te y noreste provocaron la penetración en Francia de fuerzas extranjeras en el mes de marzo. Las sospechas de que los girondinos eran incapaces de dirigir la República a través de aquella crisis militar quedaron demos­ tradas por la deserción el 5 de abril de un prominente simpatizante giron­ dino, el general Dumouriez, que había sido el héroe de las primeras gran­ des victorias en Valmy y Jemappes. La situación militar cada vez más deteriorada exigía medidas deses­ peradas. En las zonas fronterizas especialmente, el llamamiento de volun­ tarios que hizo la Convención estuvo acompañado por la organización de batallones de voluntarios equipados por las comunidades locales. Los informes acerca de la formación de dichos batallones constituyen un elo­ cuente testimonio del cambio revolucionario que se había producido en el ámbito de la cultura política. Mientras que los principios de soberanía popular nunca llegaron a aplicarse en el ejército profesional, las unida­ des locales de voluntarios eligieron a sus propios oficiales en todos los niveles en ceremonias de exaltado patriotismo. Su entusiasmo revolucio­ nario no siempre era un buen sustituto del entrenamiento militar. En el sur del departamento del Aude, desde donde se podía ver y oír el clamor

27. John Ilardman, Louis XVI (New Ilaven, 1993), p. 232. I•n esta simpática y ex­ celente biografía se describe a Luis como «harto inteligente y bastante trabajador»: p. 234.

28. McPhee, Revolution and Environment, p. 97.

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Para Vergniaud, «la igualdad del hombre com o ser social consiste sola­ mente en la igualdad de sus derechos legales»; Brissot por su parte hizo público un A ppel á tous les républicains de France en octubre advirtién­ doles contra «la hidra de la anarquía», acusando a los jacobinos de «des­ organizadores que desean nivelarlo todo: la propiedad, el ocio, el precio de los alimentos y los distintos servicios prestados a la sociedad». Mientras Brissot exageraba los impulsos «niveladores» de los jacobi­ nos, éstos eran obviamente más flexibles en su disposición por controlar temporalmente la economía, especialmente el precio de la comida. A lina Ies de 1792 Robespierre respondió a los disturbios a causa de la comida originados en el departamento de Eure-et-Loire insistiendo en que «I I más fundamental de todos los derechos es el derecho a la existencia I a ley más fundamental de la sociedad es, por consiguiente, aquella que

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Adelante hijos de la anarquía, el vergonzoso día ha llegado ... el pueblo cegado por la ira alza el sangriento cuchillo. En esta hora de crímenes y horror, para servir a los más inicuos designios, no cuentan sus infamias, ni el número de sus presas.

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Antes de 1792 los girondinos habían culpado a Luis de los reveses milita­ res, pero ahora ¿a quién podían acusar? Consiguieron encontrar un ca beza de turco, los sans-culottes y sus aliados jacobinos, a quienes tilda ron de «anarquistas» y «niveladores». Hacia finales de año, el eminente periodista y diputado girondino Antoine-Joseph Gorsas se sirvió de unu parodia de la «Marsellesa» como villancico para atacar a los jacobinos:

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VI. LA REVOLUCIÓN PENDIENTE DE UN HILO, 1793

garantiza los m edios de subsistencia a toda persona: cualquier otra ley está supeditada a ella». Asim ism o, su joven aliado Louis-Antoine de Saint-Just, elegido para la Convención a la edad de 25 años, procedente del departamento del Aisne, en la frontera norte, declaraba que «en un solo instante se le puede dar al pueblo francés una auténtica patria dete­ niendo los estragos de la inflación, garantizándole el suministro de ali­ mentos y relacionando íntimamente su bienestar con su libertad».1 A principios de 1793, la retórica girondina sonaba cada vez más hueca en el contexto de la crisis militar externa, y la mayoría de diputados de la «Llanura» empezaron a secundar las propuestas de emergencia de los ja­ cobinos. La Convención respondió a la crisis ordenando la movilización de 300.000 reclutas en el mes de marzo. Este reclutamiento se puso en práctica fácilm ente en el sureste, en el este — dos regiones fronte­ rizas— y en los alrededores de París. En el oeste provocó una multitudi­ naria insurrección armada y una guerra civil, conocida con el mismo nombre de la región en la que se produjo, «la Vendée» (véase mapa 5). Al estallar precisamente en un momento desesperado para la joven república y desembocar en la pérdida de numerosas vidas, la insurrección dejó cicatrices indelebles en la sociedad y la política francesa. Todavía hoy sigue dividiendo a los historiadores: para algunos, la represión de la rebe­ lión fue equiparable a un «genocidio» mientras para otros fue una reac­ ción lamentable pero necesaria ante una «puñalada por la espalda» propi­ nada en el momento de mayor crisis de la revolución. Las causas de la rebelión hay que buscarlas en las características peculiares de la región y en el impacto específico que la revolución había tenido allí desde 1789. Los departamentos del sur del Loira donde estalló la violencia estaban en una región de bocage (granjas diseminadas sepa­ radas por altos setos), con escasa com unicación con el exterior, y una mezcla de agricultura de subsistencia y cría de ganado, con una produc­ ción textil ubicada en pequeños centros urbanos (bourgs). Las inmensas propiedades de la nobleza y las órdenes religiosas fueron arrendadas en

1. Estas afirmaciones sobre las actitudes de los girondinos y los jacobinos lian sido extraídas de Masón, Singing the French Revolution, p. 82; Albert Soboul, A Sliort History o f the French Revolution 1789-1799, trad. Gcoffrey Symcox (llcrkeloy, C’nlif., 1977), pp. 86-90; Soboul, La Revolución Francesa, Critica, Barcelona, 1994, (En la traducción inglesa — Londres, 1989— corresponde a las pp. 273-282, 303-313.)

sólidos contratos por granjeros relativamente prósperos a través de inter­ mediarios burgueses. Las exacciones de los señores y del Estado antes de 1789 habían sido comparativamente suaves. Un clero numeroso, activo y reclutado localmente desempeñó un papel social preponderante, con la riqueza suficiente para llevarlo a cabo: como en otras diócesis de la zona occidental, la mayoría de sacerdotes recaudaban el diezmo directamente en vez de recibir de la catedral la porción congrua asignada. Para la mayor parte de la gente que vivía en granjas y caseríos diseminados por la región, la misa del domingo era la ocasión en que, al acudir al bourg, la comunidad sentía su identidad parroquial, tomaba decisiones y se entera­ ba de las noticias que el sacerdote les transmitía. Los cuadernos de la región expresaban los innumerables anhelos de la gente del lugar, reclamando el fin de los privilegios y su participación en el poder político. Tan sólo por la falta de críticas a la Iglesia resultaban extraños aquellos cuadernos. La revolución no aportó ningún beneficio aparente a los campesinos de la Vendée. Los impuestos estatales aumenta­ ron y fueron recaudados de forma mucho más rigurosa por los burgueses de la localidad, que también monopolizaron los nuevos cargos y los ayunta­ mientos, y compraron todas las tierras de la Iglesia en 1791: en el distrito de Cholet, los nobles compraron el 23,5 por ciento de dichas tierras, los burgueses el 56,3 por ciento y los campesinos tan sólo el 9,3. El desplo­ me en la demanda de tejidos, consecuencia del tratado de libre comercio con Inglaterra en 1786 y de las dificultades económicas del período revo­ lucionario, afectó enormemente a los trabajadores del sector. Asimismo, al suponer que los arriendos a largo plazo característicos de la zona oeste no eran más que otra forma de acuerdo de alquiler, los gobiernos revolu­ cionarios hicieron más vulnerable a la clase media rural en lugar de reco­ nocerla com o terrateniente d e facto. , En la zona occidental los sacerdotes eran contrarios a la abolición del diezmo y a la imposición de un concepto cívico y urbano de sacerdocio. Estaban respaldados por sus comunidades, decepcionadas con el resul­ tado de la revolución y contrariadas por la minuciosa aplicación de la reforma de la iglesia por parte de los funcionarios burgueses. En Angers, por ejemplo, los nuevos administradores burgueses se caracterizaban por su hostilidad a las riquezas y propiedades eclesiásticas. También en el distrito de La Rochc-sur-Yon los administradores tuvieron pocas dudas a la hora de cerrar diecinueve parroquias (de un total de cincuenta y dos)

asesinados en el mes de marzo. En un principio, la Vendée no fue ni contrarrevolucionaria ni antirrevolucionaria: la revolución, tan ansiada al inicio, no había traído consigo más que problemas. La posterior participación de los nobles y del clero refractario le dio un matiz contrarrevolucionario, pero muchos campesi­ nos no estaban dispuestos a formar un ejército para invadir París ni a vol­ ver a pagar tributos ni diezmos. El terreno resultaba apto para la guerra de guerrilla, emboscadas y retirada fácil, cosa que provocaba un círculo vicioso de matanzas y represalias en ambos bandos, convencidos de la traición de unos y otros. Para las tropas republicanas, los rebeldes eran supersticiosos y crueles, manipulados en su ignorancia por los malvados nobles y clérigos. Para los rebeldes, el alcance de las represalias qur algunos historiadores describen, de forma incorrecta, com o «grnoi'í dio»— reforzaba la imagen sangrienta de París que durante el siglo pos

La comunidad rural respondió a estos agravios acumulados uno tras otro en 1790-1792 humillando al clero constitucional elegido por los ciudadanos «activos», boicoteando las elecciones nacionales y locales, y mediante repetidos actos de hostilidad hacia los funcionarios locales. El decreto del servicio militar obligatorio concentró su odio más que cual­ quier otra cosa, pues los funcionarios burgueses que lo imponían estaban exentos de su cumplimiento. Mientras que los republicanos o «azules» eran en su mayoría burgueses, artesanos y tenderos, los rebeldes repre­ sentaban una sección transversal de la sociedad rural. Las mujeres desem­ peñaron un papel fundamental en la rebelión com o intermediarias entre las comunidades eclesiástica y seglar y en el mantenimiento de sus hoga­ res mientras duró la lucha. Los republicanos despreciaban a los rebeldes por ser campesinos ignorantes y supersticiosos bajo el dominio de sacer­ dotes «fanáticos». A su vez, el lema de los insurgentes ponía de manifies­ to su apoyo a los «buenos sacerdotes» como esencia de un modo de vida amenazado, y su odio hacia los burgueses:

terior perduró en numerosas zonas rurales. Por último, la guerra civil acabaría exigiendo la atroz cifra de 200.000 vidas a cada uno de los bandos, tantas como las de las guerras externas de 1793-1794. La crudeza de la lucha en momentos de crisis militar nacional alentó una terrible represión: cuando el general Westermann informó a la Convención en diciembre de 1793 que «la Vendée ya no existe», admitió que «no hicimos prisionero alguno: habría sido preciso darles el pan de la libertad, y la piedad no es revolucionaria». Entre diciembre y mayo de 1794, tras aplastar la insurrección, «las columnas infernales» del general Turreau llevaron a cabo una venganza de «tierra quemada» en 773 comu­ nas declaradas fuera de la ley. Informó al ministro de la guerra que todos los rebeldes y presuntos rebeldes de cualquier edad y sexo serían ajusticia dos: «todos los pueblos, granjas, bosques, páramos, todo lo que pueda arder, será incendiado». Se ha calculado que en estas comunidades mtii ir ron unas 117.000 personas (el 15 por ciento de la población).'1

Pereceréis en vuestras ciudades malditos patanes (burgueses patriotas) igual que orugas patas arriba.3

2. Michel Ragon, 1793: L ’insurreclion vendéenne el les malentendus de la liberté (París, 1992), p. 180. Entre los estudios más importantes sobre la Vendce figuran el inno­ vador trabajo de Charles Tilly, La Vendée (Cambridge, Mass., 1964); Tímothy Tackctt, «The West in France in 1789: The Religious Factor in the Origins of the Counterrevolution», Journal o f Modern History, 54 (1982), pp. 715-745. Un ensayo crítico muy útil es el de Claude Petitfrere, «The Origins o f the Civil War ¡n the Vendée», French History, 2 (1988), pp. 187-207. 3. Charles Tilly, «Local Conflicts in the Vendée before the Rebellion o f 1793», French HistóricaI Studies, 2 (1961), p. 231.

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4. Cobb y Jones (eds.,), Voices o f the French Revolution, 206; Rcynald Scchcr, Le ( icno cidefranco-frangais: La Vendée-vengé (París, 1986). La proclamación de genocidio por par­ te de Sechcr es rebatida por Hugh Gough, «Gcnocide and the Bicentenary: The I;rcncl) Revolution and the Revengc of the Vendée», Historical Journal, 30 (1987), pp. 977-988.

f f f f r r f f f f f f i k i i u m n u M V i t l l Vi

Por consiguiente, los primeros objetivos fueron los funcionarios locales, que fueron asaltados y humillados, y los pequeños centros urbanos como Machecoul, donde cerca de quinientos republicanos fueron torturados y

consideradas de más según las disposiciones de la Constitución Civil del Clero. Harto extraña fue la actitud del funcionario de Vitré (departamen­ to de Dcux-Sévres) que, aun creyendo que «desgraciadamente el fana­ tismo está profundamente arraigado en este distrito», insistía en que «no debemos enfrentarnos a él directamente [por temor a] derramar dema­ siada sangre. Eduquemos, seamos persuasivos y les convenceremos a todos».2

En La Rochela, en el extremo sur de la Vendée, la revolución acarreó incertidumbre y dificultades económicas; no obstante, aquí la frustración se manifestó de otro modo muy distinto. La Rochela había vivido siem­ pre de sus relaciones comerciales privilegiadas con Santo Domingo, de su comercio con el norte de Europa y la costa, de la venta de esclavos africanos y de sus exportaciones de sal, vino y trigo. La guerra supuso un desastre para el comercio de esclavos: de veintidós expediciones en 1786, la cifra descendió a dos en 1792. Las refinerías de azúcar cerraron con el derrumbe del comercio colonial. En el mes de junio de 1792, cinco de los más acaudalados comerciantes estaban en bancarrota, entre ellos el alcal­ de Daniel Garesché. A pesar de estas vicisitudes, La Rochela se mantuvo firmemente revo­ lucionaria, en especial la élite protestante. El 16 de enero de 1793 siete muchachos y ocho muchachas de unos trece años se presentaron ante el consejo municipal de la Rochela para entregar ropas de soldado que habían comprado reuniendo sus ahorros. Una de las niñas, Nanine Weis, de una de las familias protestantes más ricas de la ciudad, habló en nom­ bre de todos los demás: Ciudadanos magistrados, se presenta ante vosotros un pequeño grupo de jóvenes patriotas, que a menudo se reúnen por la necesidad de diversión que a nuestra edad se tiene, bajo los auspicios de la amistad que une a nuestros padres. El amor por la patria ha arraigado en nuestros jóvenes corazones y nos preocupa enormemente pensar que los valientes volunta­ rios de nuestro departamento que se han alzado en nuestra defensa carecen de algunos elem entos esenciales de su equipamiento. Iniciamos una co­ lecta entre nosotros m ism os, valiéndonos de nuestros m odestos ahorros: no tenemos mucho que ofrecer. Nuestros esfuerzos han alcanzado hasta ahora sólo para la compra de 26 pares de zapatos y 29 pares de calcetines, que les rogamos envíen a nuestros generosos compatriotas en las fronte­ ras. N o dejaremos de ofrecer plegarias al cielo por el éxito de nuestros ejércitos contra los enem igos de la república.5

5. El siguiente relato procede de los registros de los Archivos Municipales de La Rochela y de los Archives Départamentalcs de la Charcntc-Maritimc; y de ( 'luudy Valin, Autopsie d'un massacre: Les journées des 21 el 22 nuns I7V.I ,i /,,/ lltichcllc (St.-Jeand’Angély, 1992).

Quince días después, tras la ejecución de Luis XVI, Francia e Inglaterra estaban en guerra. El comercio costero, más importante que el comercio colonial y de esclavos, comenzó a declinar. El bloqueo naval de los ingle­ ses supuso la ruina de las familias protestantes cuya riqueza estaba basa­ da en el comercio de ultramar, especialmente en la trata de esclavos y en productos coloniales. Entre estas familia se encontraba la de Weis, que partió hacia París tras perder las tres cuartas partes de su fortuna. En el relato que los rocheleses hacían de sus infortunios, los curas re­ fractarios eran los más flagrantes chivos expiatorios, igual que sucedió en Lille en abril de 1792 y en Paris en septiembre. No sólo personificaban las dificultades a las que se enfrentaba la revolución sino que, al menos para algunos hombres de la ciudad, al parecer fueron acusados también de causar frustraciones sexuales: una turba desenfrenada de aproximada­ mente cuatrocientos hombres irrumpió en los monasterios y conventos en mayo de 1792 destrozando todo el mobiliario con el pretexto de estar buscando sacerdotes refractarios. En pleno alboroto se les oía gritar: «Es mejor destrozar sillas y ventanas que los brazos y piernas de nuestras esposas, hace cuatro meses que no gozamos, el diablo se ha instalado en nuestros hogares». Esto nos lleva a suponer que los curas refractarios habían aconsejado a las mujeres que se negasen a practicar el sexo con los maridos patriotas. Por supuesto, en mayo de 1792 Francia estaba en guerra y el clero refractario había huido. Cuando estalló la insurrección en la Vendée, la ciudad estaba en un esta­ do de desesperación, resentimiento y hambruna. Los rebeldes de la locali­ dad eran odiados por ser la personificación de la vieja Francia católica y de Europa que, al rechazar la revolución, habían provocado la más absoluta miseria y la frustración de todas sus esperanzas. Un grupo de 2.000 volun­ tarios enviados a la Vendée el 19 de marzo fue aplastado rápidamente; a su regreso a La Rochela, los supervivientes heridos y humillados encontraron una válvula de escape para su ira. La mañana del 21, cuatro sacerdotes refractarios tuvieron que ser trasladados por su propia seguridad de la pri­ sión de la ciudad a otra lejos de la costa. En palabras del juez de paz: El pueblo, reunido en una gran multitud, se oponía a que fueran embarca­ dos cerca de la Tour de la Chaine. La efervescencia llegó a su punto álgido cuando de repente apareció un gran número de ciudadanos de esta ciudad heridos durante la desafortunada expedición a la Vendée el día 19 de aquel mismo mes.

Los sacerdotes fueron rodeados y apuñalados hasta morir. A continua­ ción, informó el juez de paz, «el pueblo se apoderó de los cuerpos y tras decapitarlos desfiló con ellos por todos los rincones de la ciudad». Éste no es más que un resumen decoroso de los deplorables actos de mutilación infligidos a los cuerpos, repetidos la tarde siguiente cuando otros dos sacerdotes tuvieron la desgracia de llegar a La Rochela procedentes de la lle-de-Ré. Los cuerpos fueron literalmente despedazados y los genitales colgados en el extremo de sendos palos. En cambio, en el rincón más alejado de París, en la pequeña localidad pirenaica de St.-Laurent-de-Cerdans, la respuesta a la crisis de la prima­ vera de 1793 fue totalmente distinta. Aquí, la revolución, inicialmente secundada por una mayoría empobrecida como preludio al fin de los pri­ vilegios, no tardó en deteriorarse debido a las crecientes dificultades del comercio legal e ilegal a través de los Pirineos y sobre todo por las refor­ mas eclesiásticas percibidas como un ultraje urbano y secular contra el catolicismo ortodoxo. El 17 de abril de 1793 los habitantes de dicha po­ blación recibieron con los brazos abiertos a las tropas reales españolas y la Guardia Nacional local disparó a los voluntarios franceses en su retira­ da. Las tropas españolas fueron recibidas con una canción en catalán que les pedía «buenas leyes», un código para la Iglesia católica que habían conocido: La bonica mozardalla es la deis fusillers bermels, ni ha pas en tot Franca de comparables a els, tots volem ser ab vosaltres, mentres nos dongueu bonas leys. ¡Qué hermosos soldados son los fusileros de la casaca roja! en toda Francia no los hay comparables a ellos, todos queremos unirnos a vosotros, siempre que nos deis buenas leyes.

Varios centenares de hombres combatieron junto a las tropas españolas durante un año hasta que los ejércitos jacobinos reconquistaron la cuenca alta del Vallespir en mayo de 1794.6 6. Pctcr McPhee, «Counter-Revolution in the Pyrénées: Spirituality, Class and Lithnicity in the Haut-Vallcspir, 1793-1794», French History, 7 (1993), pp. 313-343.

La insurrección antijacobina del mes de abril en Córcega, importante baza para la revolución debido a la popularidad de Paoli y a la larga tra­ dición republicana de la isla, supuso otro duro revés para la república. En calidad de general en jefe de la isla, Paoli había contado con una constitu­ ción liberal democrática adoptada por la Consulte Generale di Corti en 1755. Más tarde, en 1768, las tropas francesas de Luis XV invadieron la isla y terminaron con la autonomía. No es, pues, de sorprender, que a partir de 1789 Paoli fuera considerado un héroe por la Asamblea Nacional. No obstante, con la caída de la monarquía y la derrota del federalismo a media­ dos de 1793, Paoli estaba cada vez más preocupado por los imperativos centralizadores de la Convención Nacional. La sociedad corsa estaba divi­ dida entre los partidarios de Paoli y los del clan Bonaparte, estos últimos obligados a huir al continente y acusados por la Asamblea corsa de «traido­ res y enemigos de la patria, condenados a eterna abominación c infamia»,' La guerra civil en la Vendée, las pérdidas militares en las fronteras, y la cada vez más desesperada retórica de los girondinos impulsaron a la «Llanura» a respaldar las propuestas jacobinas de medidas de emergencia en tiempos de guerra. Entre marzo y mayo de 1793 la Convención puso el poder ejecutivo en manos de un Comité de Salud Pública y el poder poli tico en las de un Comité de Seguridad General, y se dedicó a supervisai al ejército a través de los «representantes en misión». Aprobó una serie de decretos que declaraban a los emigrados «civilmente muertos», que pro­ curaban el bienestar público y que controlaban los precios del pan y de los cereales. Los girondinos se vieron afectados por su pérdida de poder en la Con­ vención y por los constantes y crecientes ataques de los sans-culottes. Respondían tratando de acusar de prevaricación a Marat, «el amigo del pueblo», amenazando con trasladar la capital a Bourgcs, y atacando al gobierno municipal de París, es decir a la Comuna. Isnard advirtió a los sans-culottes con estas palabras: «Os aseguro en nombre de Francia que si estas constantes y repetidas insurrecciones llegan a perjudicar al Parla mentó elegido por la nación, París será aniquilado, y habrá que buscar en las márgenes del Sena los desaparecidos vestigios de la ciudad» listas 7. Dorothy Carrington, «The Corsican Constitution of Pascal Paoli», ICnglish Ilisio rical Review, 88 (1973), pp. 481-503; Jcan Dcfranceschi, La Corséfranfaise, 31) novan bre 1789-15 juin 1794 (París, 1980).

amenazas, en un contexto de crisis militar y de rápida inflación, resulta­ ban estremecedoras al igual que el manifiesto del duque de Brunswick de julio de 1792, y atentaban contra la clase obrera parisina. Las mujeres de los mercados empezaron a reclamar que se depurase a estos «mandata­ rios del pueblo» no revolucionarios: a mediados de abril, treinta y cinco secciones habían elaborado una lista de girondinos para ser expulsados de la Convención y establecieron un Comité Central Revolucionario. La Comuna de París ordenó la formación de una m ilicia remunerada de 20.000 sans-culottes que rodearon la Convención a finales de mayo y obligaron a los diputados reacios a acceder a su petición. Veintinueve diputados girondinos fueron arrestados.8 Al principio la Convención vaciló: ¿acaso no era aquella purga de la Convención una afrenta imperdonable al principio de soberanía nacional? No obstante, actuó para hacer frente a la crisis de una nación en peligro de desplome interno y derrota externa. En el verano de 1793 la revolución se enfrentó a su más grave crisis, que era al mismo tiempo social, militar y política. Las tropas enemigas estaban en suelo francés en el noreste, sureste, y suroeste, mientras que en el interior del propio país la revuelta de la Vendée absorbía la mayor parte del ejército de la república. Estas amenazas se vieron agravadas por la respuesta hostil que sesenta admi­ nistraciones departamentales dieron a la purga de los girondinos. Las ma­ yores ciudades de provincias cayeron a manos de una coalición de repu­ blicanos conservadores y monárquicos, y el 29 de agosto los propios oficiales entregaron el arsenal clave mediterráneo de Tolón a la armada inglesa que bloqueaba la costa. Las llamadas revueltas «federalistas» tan sólo tenían en común su coincidencia en el tiempo. Sin embargo, todas se inspiraban en fuertes tradiciones regionales. Estas revueltas resultaron particularmente podero­ sas en las grandes ciudades del sur (Burdeos, Lyon, Toulouse y Marsella) y en Normandía (localizada en Caen). En el corazón del federalismo se encontraba sobre todo el rencor de la alta burguesía, especialmente la de las ciudades comerciales, por el giro radical que había dado la revolución,

X. Soboul, La Revolución Francesa, Crítica, Harcelona, 1994. (lin la traducción inglesa — Londres, 1989— corresponde a la p. 309.) Sobre esta journéc, véase Rudc, Crowd in the French Revolution, cap. 8; Morris Slavin, The Makinn o f an Insurrcclion: Parisian Sections and the Gironde (Cambrigde, Mass., 19X6),

y la purga de sus representantes electos fue la gota que colmó el vaso. Los blancos inmediatos de las insurrecciones fueron los jacobinos y m ili­ tantes del lugar, que reflejaban la naturaleza clasista de las divisiones locales. En Tolón, el Comité General que accedió al poder estaba com­ puesto por 16 comerciantes, 8 abogados, 6 rentistas, 11 oficiales de la marina e ingenieros navales, 3 funcionarios, 3 sacerdotes y 3 artesanos. Insistía en afirmar: «Queremos disfrutar en paz de nuestros bienes, de nuestras propiedades, del fruto de nuestros esfuerzos y de nuestra indus­ tria ... En cambio, los vemos constantemente expuestos a las amenazas de aquellos que no tienen nada». También en Lyon la lucha entre jacobinos y girondinos estaba ligada a la militaneia política y sede laboral de los teje­ dores de seda, expresada a través de los clubes jacobinos a lo largo de los años desde 1789. Sin embargo, los «federalistas» no pudieron reunir en ninguna parte una fuerza militar bastante poderosa para suponer una amenaza seria para los ejércitos nacionales.9 La amenaza llegó al centro mismo de la Convención el 13 de julio cuando Charlotte Corday asesinó a Marat. Corday, procedente del baluar­ te federalista de Caen, era partidaria de los girondinos para quienes Marat personificaba los excesos de la revolución. Fue procesada el 17 y ejecutada el mismo día. Junto con Le Peletier, asesinado por un monár­ quico la noche en que la Convención votó la muerte de Luis, y Joseph Chalier, líder jacobino de Lyon asesinado por federalistas el 17, Marat formaba un triunvirato de mártires revolucionarios. Desde el punto de vista económico, la grave situación de los asalariados siguió deteriorán­ dose: en el mes de agosto el poder adquisitivo de los asignados había descendido al 22 por ciento de su valor nominal, de un 36 por ciento en junio. Para entonces la revolución, e incluso la propia Francia, estaba en peligro de desintegrarse. El objetivo primordial del Comité Jacobino de Salud Pública elegido por la Convención el 27 de julio era el de aplicar las leyes y controles

9. Malcom Crook, Toulon in War and Revolution: Frorn the A na en Redime to the Restoration, ¡750-1820 (Manchester, 1991). Entre los numerosos estudios acerca del «Federalismo», véase el de Alan Forrest, Society and Politics in Rcvolutionary Bordeaux (Oxford, 1975), cap. 5; Bill Edmonds, Jacohuusm and the Revolt oj Lyon, ¡789-1793 (Oxford, 1990); Paul Hanson, Provincial Politics in the French Revolution: Caen and Limoges, 1789-1794 (Balón Rouge, La., 1989).

L A R E V O L U C IÓ N F R A N C E S A , 1789-1799

necesarios para instalar el «Terror» en los corazones de los contrarrevolu­ cionarios. La Convención consintió que se tomasen las medidas draco­ nianas necesarias— como la creación de comités de vigilancia, la deten­ ción preventiva y el control de las libertades civiles — para asegurar la república hasta el límite máximo permitido por la Constitución democrá­ tica y libertaria de junio de 1793. La Constitución, en gran medida obra de Robespierre, era extraordinaria por sus garantías de los derechos sociales y control popular sobre una asamblea elegida por sufragio mas­ culino directo y universal: Artículo 21. Los socorros públicos son una deuda sagrada. La sociedad debe la subsistencia a los ciudadanos desafortunados, sea procurándoles trabajo o asegurando los medios de existencia a quienes no pueden tra­ bajar. Artículo 22. La instrucción es necesidad de todos los hombres. La sociedad debe favorecer con todo su poder el progreso de la razón pública y poner la instrucción al alcance de todos los ciudadanos ... Artículo 35. Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo y para cada porción del pueblo el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes.10 El resultado de un referéndum sobre la aceptación de la misma (oficial­ mente, un millón ochocientos mil «síes» contra once mil seiscientos votos en contra) se anunció en la «Fiesta de la Unidad» el 10 de agosto, primer aniversario del derrocamiento de la monarquía. La cifra final de los votos a favor del «sí» estaba próxima a los dos millones de los aproximadamen­ te seis millones de votantes masculinos. La participación oscilaba desde menos del 10 por ciento en gran parte de la Bretaña hasta el 40-50 por ciento en la cuenca del Rin y en zonas del Macizo Central. En algunas ■íreas la votación constituyó una auténtica fiesta: en St.-Nicolas-de-laGrave (departamento del Haute-Garonne) un discurso conm ovió a los presentes hasta el extremo de «ser transportados por el más sublime de los entusiasmos ... y con los ojos inundados de lágrimas de alegría, se arrojaron los unos a los brazos de los otros fundiéndose en un beso frater­ nal». Asim ism o en Lamballe (Cótes-du-Nord), «las mujeres entraron en

10. Archives parlementaires, 24 de junio de 1793, vol. 67, pp. 143-150.

LA R E V O L U C IÓ N P E N D IE N T E D E U N H IL O , 1793

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tropel en la asamblea para dar su consentimiento a la C onstitución».11 Similares acontecimientos se produjeron en Laon, donde 343 mujeres ejercieron el voto, y en Pontoise, donde votaron 175 mujeres y 163 niños. No obstante, a pesar del alcance de la libertad individual garantizada en la Constitución, ésta quedó en suspenso hasta conquistar la paz, para evi­ tar que los contrarrevolucionarios abusasen de dichas libertades. A mediados de 1793, la república estaba en guerra con gran parte de Europa, y las tropas extranjeras estaban en su territorio en el suroeste, sureste y noreste. El desafio militar supuso un extraordinario despliegue de los recursos de la nación y la represión de sus adversarios. A esta mo­ vilización hay que añadir la creación por parte del gobierno jacobino de una alianza urbanoruíal a través de una mezcla de intimidación, obliga ción y políticas destinadas a solventar las reivindicaciones populares y n poner al país entero en pie de guerra. La Convención tenía que conseguir la victoria en numerosos lientos en un momento de división interna y guerra civil, y de auténtica desispe ración: unos 35.000 soldados (el 6 por ciento del total) habían desertado en la primera mitad de 1793, y otros muchos reaccionaron con el robo de los productos locales a la falta de suministros y provisiones. Durante el invierno de 1793 un soldado escribió desde el sureste que su batallón «se encuentra en la mayor de las penurias, com o auténticos sans-culottes, puesto que todos, del primero al último, carecemos de zapatos, estamos invadidos por la sarna, y somos pasto de las sabandijas». Otro batallón de la zona informó que sobrevivían comiendo raíces.12 Las deserciones fueron mínimas en el año 1793-1794 a consecuencia de una mezcla de coacción y propaganda, y de la efectividad del Comité Jacobino de Salud Pública y de sus funcionarios que reclutaron un ejérci­ to de un millón de hombres. La exigencia de los sans-culottes de que solamente la total movilización de los ricos y pobres por igual podría sal­ var a la república insufló energías a la Convención y a sus comités: el 23 de agosto todos los hombres solteros de 18 a 25 años fueron reclutados mediante una leva masiva:

11. Crook, Elections in the French Revolution, cap. 5. 12. Alan Forrcst, Conscripts and Deserters: TheArmy and French Society dttrlnn lln Revolution and Empire (Oxford, 1989), pp. 94-95.

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Los hombres jóvenes irán a luchar; los hombres casados forjarán armas y transportarán las provisiones; las mujeres confeccionarán tiendas de cam­ paña y uniform es; los viejos serán trasladados a lugares públicos para alentar el valor de los guerreros, para difundir el odio hacia los reyes y para sostener la unidad de la república.13

Las unidades de la Guardia Nacional recibieron la orden de perseguir y dar caza a todos aquellos que evadiesen el reclutamiento o desertasen. Los reclutas de regiones de habla no francesa recibieron la instrucción básica en francés y fueron dispersados por todo el ejército para evitar la tentación de una fuga colectiva; se distribuyó propaganda de masas, com o el grosero y obsceno periódico de Hébert Le Pére Duchesne, y los «diputados en misión» de la Convención garantizaron un rápido castigo a los oficiales dudosos y a los soldados rasos poco dispuestos. La creación de un nuevo espíritu en el ejército no fue sólo consecuencia de la coac­ ción: las cartas que los soldados enviaban a sus casas estaban llenas de observaciones que ponían de relieve su entusiasmo revolucionario y su compromiso con la patria. El voluntario Pierre Cohin escribió a su fami­ lia desde la Armée du Nord: La guerra en la que estamos combatiendo no es una guerra de un rey con­ tra otro rey, ni de una nación contra otra nación. Es la guerra de la libertad contra el despotism o. N o cabe duda alguna de que saldremos victoriosos. Una nación que es libre y justa es invencible.

La cultura política de la república implicaba nuevas relaciones con la autoridad. La creación de ejércitos republicanos de masas, con unidades compuestas por «veteranos» y voluntarios, había engendrado una nueva cultura militar que constituía un microcosmos de la sociedad «regenera­ da» que prometía la Convención.14

13. Moniteur universel, 25 de agosto de 1793, vol. 17, p. 478. 14. Forrest, Soldiers o f the French Revolution, p. 160; véase también Ucrtaud, Army o f the French Revolution; John A. Lynn, The Bayoneta o f the RcpuMic:Motivation and Tactics in the Army o f Revolutionary France, 1791-1794 (Urbana, III., 1984). Pala hacerse una idea de Le Pére Duchesne véase Cobb y Jones (cds.,), Voiccs o/ lite French Revolution, pp. 184-185, y J. Gilchrist y W. J. Murray, The Press in the French Revolution (Mclbournc, 1971).

La «Ley de Sospechosos» (17 de septiembre) tenía por objeto descubrir y detener a los no patrióticos o intimidarlos por su inactividad. El arresto de los «sospechosos» por parte de los comités de vigilancia se llevaba a cabo en aquellos que, de palabra, acción o estatus, estaban relacionados con el antiguo régimen. En Ruán el 29 por ciento de los 1.158 sospechosos arres­ tados eran nobles, el 19 por ciento clérigos, y el 7,5 por ciento antiguos funcionarios. Estas personas fueron arrestadas por ser quienes eran, ade­ más de ser sospechosos de incivismo. Pero no eran los únicos detenidos: los burgueses constituían el 16,8 por ciento de los «sospechosos» y entre la clase obrera los arrestos ascendían al 27 por ciento. Muchos de estos plebe­ yos habían trabajado para el antiguo régimen, pero los arrestados eran tam­ bién acusados de actos y palabras anturevolucionarias: entre los tenderos, estos actos solían ser la especulación y el acaparamiento de mercancías. Significativamente, el 39,4 por ciento de todos los «sospechosos» eran mujeres, especialmente de la nobleza y del clero, cosa que refleja la tenden­ cia de los hombres de estos grupos a emigrar dejando a las mujeres como centro de sospechas debido a su apellido y a su apoyo a los refractarios.15 Aquellos meses marcaron el cénit de la implicación popular en la re­ volución y también de la oposición popular a la misma. Desde 1789 la representación simbólica de la libertad, y luego de la propia república, fue la de una figura femenina, probablemente porque las virtudes y cuali dades clásicas en francés son femeninas y debido también a una incons­ ciente imitación de la representación de las virtudes católicas por la virgen María. A finales de 1793 los adversarios acabaron llamando burlonamente «Marianne» a la diosa de la república, e incluso a la propia república, nombre común entre el campesinado, que significaba «del pueblo». Tal como sucedió con el epíteto sans-culottes, los republicanos adoptaron el nombre de Marianne con orgullo. El 14 de noviembre de 1793 un funcio­ nario informaba desde Narbona:

15. Gilíes Flcury , «Analyse informatique du statut socioculturcl des 1.578 personnes déclarées suspectcs á Roucn» en l’an II, en Autour des mentalités el des pratiques politiques sous la Révolution frangaise (París, 1987), vol. 3, pp. 9-23. La historia del Terror es narrada por Soboul en La Revolución Francesa, Critica, Barcelona, 1994. (En la traduc­ ción inglesa —Londres, 1989— corresponde a las pp. 259-415.) Hugh Gough, The Terror in the French Revolution (Basingstoke, 1998); y el estudio clásico de R. R. Palmer, Twclve wlio Ruled: The Year o f the Terror in the French Revolution (Princeton, 1941).

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Las iglesias, con excepción de dos, han sido aniquiladas y esta reforma tan sólo ha provocado las quejas de unas pocas mujeres fanáticas. Insisten en negarse a creer en el Dios que los sacerdotes constitucionales han creado para nosotros. Resulta divertido verlas cuando se reúnen y preguntan por la revolución. Adoptan un tono elegiaco y retuercen los ojos y los labios en una mueca piadosa: ¿Cómo está Mariannol —Ah, no está muy bien, no durará mucho— o —Está mejorando, está convaleciente.16

(

Muchas comunidades rurales y vecindarios urbanos utilizaban una rica variedad de estrategias para esquivar o para oponerse abiertamente a las exigencias del gobierno central y de sus agentes locales. La resistencia a las exacciones del gobierno revolucionario se llevaba a cabo a través del impago de los impuestos, eludiendo el m áxim o recaudado en los precios de los artículos de primera necesidad y en los salarios, y negándose a uti­ lizar los asignados. Sin embargo, la oposición política en tiempos de guerra implicaba la amenaza de la pena capital por traición. En Nantes, Carrier fue respaldado por iracundos y vengativos republicanos locales cuando ordenó ahogar a unos 1.800 rebeldes de la Vendée, entre ellos varios sacerdotes. Como en la Vendée, la represión de las revueltas federalistas fue feroz e intransigente. A pesar de que muchos federalistas eran republicanos comprometidos, estaban en peligro por dos razones: en primer lugar, por­ que habían repudiado la autoridad de la Convención en un momento en que la república se encontraba en su peor y más grave crisis militar; y, en segundo lugar, porque el apoyo que habían recibido por parte de los monár­ quicos, nobles y sacerdotes había manchado su reputación. A los jacobi­ nos de la Convención les resultó fácil presentar a los federalistas como aliados de los ejércitos de la vieja Europa. En Marsella, 499 de los 975 sospechosos juzgados por el Tribunal Revolucionario fueron declarados culpables, y 289 fueron ejecutados; en cambio en Lyon 1.880 fueron con­ denados por un tribunal menos puntilloso. Collot d ’Herbois, del Comité de Salud Pública, ordenó ejecuciones por fusilamiento para purgar la recién bautizada «Ville Affranchie». Entre los ejecutados figuraba Antoine Lamourette, obispo constitucional de Lyon, que en la famosa sesión del 16. Mauricc Agulhon, Marianne into Battle: Republican ¡magery and Symbolism in France,¡789-1880, trad. Janet Lloyd (Cambridge, 1979), pp. 32-33.

7 de julio, durante la primera crisis militar, convenció a todas las facciones de la Asamblea Legislativa para que se abrazasen (el beso Lamourette). En su declaración acerca del gobierno revolucionario del 10 de octu­ bre, el Comité de Salud Pública anunció que «El gobierno provisional de Francia es revolucionario hasta que haya paz»; todos los cuerpos del g o ­ bierno y el ejército estaban ahora supeditados al control del Comité, que tenía que informar semanalmente a la Convención. Aquel mismo mes María Antonieta precedió en la guillotina a 21 diputados girondinos expulsados en junio, a Bailly y a Barnave. Entre los girondinos ejecuta­ dos figuraba el periodista y diputado Gorsas, que había huido de la capital el 2 de junio. Había organizado una insurrección armada en Normandía, y cuando ésta fracasó se escondió. Fue arrestado cuando regresaba a París para visitar a su amante. Mientras que desde el establecimiento del Tribunal Revolucionario de París en marzo de 1793 hasta septiembre tan sólo 66 de 260 «sospecho sos» habían sido declarados culpables de un delito capital, en los últimos tres meses del año éste fue el destino de 177 de los 395 acusados. Sin eni bargo, hasta junio de 1794, la mayoría de «sospechosos» minen apaivnó ante el Tribunal y, de aquellos que si lo hicieron, el 40 por ciento fueron absueltos. Los demás tuvieron que enfrentarse a la irreversibilidad de una muerte prematura y a las despedidas de sus seres queridos. En octubre, Marie-Madeleine Coutelet, que trabajaba en una hilandería de cáñamo en París, fue arrestada a causa de unas cartas halladas en su habitación, y que criticaban las restricciones del Terror (Coutelet insistió en vano que no se trataba más que de una burla irónica). Su última carta fue para sus padres: A diós, os abrazo por última vez, yo que soy la más cariñosa de las hijas, la más afectuosa de las hermanas. Encuentro que éste es el día más her­ m oso que el Ser Supremo m e ha concedido. Vivid y pensad en mí sólo para regocijaros en la felicidad que me aguarda. Abrazo a mis am igos y estoy agradecida a todos aquellos que hablaron en mi defensa por ser tan buenos. A diós por última vez, que nuestros niños sean felices, este es mi últi­ mo deseo.

Más afortunado fue el joven empleado de 26 años Jean-Louis Laplane, que huyó de Marsella hacia el exilio a mediados de septiembre «perse-

guido», según sus propias palabras, «por esta horda de bárbaros que está sembrando Francia de sangre y luto».17 La movilización masiva de la nación entera requería que la Conven­ ción diese los pasos necesarios para forjar una nueva unidad a través de medidas positivas así com o también por la intimidación. El 5 y 6 de sep­ tiembre miles de sans-culottes, ahora en el cénit del poder, invadieron la Convención Nacional para exigir a sus «mandatarios» que adoptaran medidas económicas y militares radicales. La Convención accedió a las demandas de aquella jo u rn é e o insurrección decretando el «máximo general» del 29 de septiembre, que fijaba los precios de treinta y nueve artículos a los niveles de 1790 más un tercio, y establecía los salarios al 150 por ciento de los niveles de 1790.

I pobres del campo dividiendo las tierras comunales o conservándolas? I Una serie de medidas impulsaron el decreto del 25 de agosto de 1792 i hacia la completa abolición de los señoríos. A partir del 17 de julio a los | antiguos señores tan sólo les quedaron «las rentas y cargas puramente | sobre las tierras y de carácter no feudal». El régimen feudal estaba muer[•: to ya a mediados de 1793, no por los ataques cada vez más audaces lanza; dos por las sucesivas asambleas sobre las complejas cargas acumuladas por ■ un orden social centenario, sino porque se habían visto obligados a resf : ponder a constantes oleadas de antifeudalismo en las zonas rurales. La prolongada revolución rural contra el feudalismo había unido a las ¡ comunidades rurales. Ahora que el régimen feudal estaba muerto, las di­ visiones internas comenzaron a aflorar en la sociedad rural. Desde los La Convención se vio también obligada a responder a las oleadas de inicios de la revolución, la fricción sobre la legislación antiseñorial de disturbios rurales que afectaban a dos terceras partes de los departamen­ 1789 se había visto absorbida por un conflicto mucho más general acerca tos desde 1789. A pesar de que en marzo de 1793 se consideraba un de­ de la propiedad y control de las «tierras baldías». El régimen señorial fue lito capital el abogar por la subdivisión de los grandes latifundios o por la finalmente abolido, pero haría falta mucho más tiempo para resolver las «ley agraria», los jacobinos tomaron posteriormente una serie de medi­ cuestiones asociadas al mismo: el control de los recursos económ icos das destinadas a ganarse las masas del campo, condición indispensable colectivos, la necesidad de tierras y los desbrozos. A pesar de la buena para la victoria militar. El 14 de agosto de 1792 la Asamblea Legislativa disposición de los jacobinos por restringir las libertades individuales en aprobó un escueto pero radical decreto instando a los ayuntamientos a aras del interés nacional, no obtuvieron mejores resultados que sus prede­ dividir las tierras comunales no boscosas. El 10 de junio de 1793 la Con­ cesores liberales. En un informe escrito desde Lagrasse el 8 de diciembre vención reemplazó dicha ley por otra mucho más radical y contenciosa, de 1793, el funcionario jacobino Cailhava ponía de manifiesto en su ca­ que supuso uno de los intentos más ambiciosos del gobierno revoluciona­ racterístico y contundente estilo que el distrito «estaba antiguamente rio para solventar las necesidades de los pobres en el campo. La ley exigía cubierto por un espeso bosque de verdes encinas, pero con la revolución que los ayuntamientos procediesen a la división si éste era el deseo de un todo el mundo actúa como si fueran coles de su propio jardín». Cailhava tercio de los hombres adultos; en este caso, las tierras se dividían en por­ justificaba estas acciones por el alto precio del carbón vegetal y de la cor­ ciones iguales para todos los hombres, mujeres y niños. No obstante, el teza de árbol, aunque también los pastores tenían su parte de culpa al lle­ coste de los honorarios de los vigilantes redujo la utilización de esta ley var sus rebaños a pacer las más tiernas y suculentas plantas, talando los que pretendía resolver una cuestión que durante largo tiempo había divi­ árboles más grandes para el invierno. Un noble «tuvo la bondad de dejar dido a los habitantes del campo: ¿se defendían mejor los intereses de los 760 sétérées (unas 300 hectáreas aproximadamente) de bosque al emigrar; pues bien, han sido arrasadas, destruidas y saqueadas, las cabras pacen allí diariamente». En el distrito de Narbona había una terrible escasez de 17. Olivicr Blanc, Last Lettcrs: Prisons and Prisoners o f the Revolution, 1793-1794, madera «debido al desprecio que los habitantes muestran por los árboles trad. Alan Sheridan (Nueva York, 1987), p. 134; Jean-Louis Laplanc, Journal d'un Marque no dan más que sombra». En lo que se refiere a las encinas, seillais 1789-1793 (Marsella, 1989), p. 177. Laplanc regresó en 1795 y murió en 1845. El estudio estadístico clásico del Terror sigue siendo el de Donald ( ii eer, The Incidence of the Terror during the French Revolution: A Statistical Inlerprehition (Cambridge, Mass.,

son continuamente víctim as de los estragos, pues la corteza de sus raíces e s el mejor tinte para la preparación del cuero ... El pueblo está dispuesto

R a llevar a cabo nuevos desbrozos, y debem os estar alerta ante esta irre­ - a clubes jacobinos y sociedades populares. La Feuille villageoi.se de flexiva pasión por convertir todas las tierras en cam pos.18

i Cerutti, dirigida especialmente a un público rural, vendió entre 8.000 y \ 16.000 ejemplares. Se calcula que su audiencia pudo ascender a 250.000 [ personas en 1793, puesto que en las comunidades rurales los periódicos I se pasaban de unos a otros y se leían en voz alta. La administración de | Gers suscribió un ejemplar de este diario para cada una de sus 599 comul ñas. En el ámbito nacional había unos 6.000 clubes jacobinos y sociedaI des populares creadas durante el Terror, aunque muchas de ellas tuvieron una breve existencia. A pesar de que eran más comunes en las ciudades | pequeñas, en Provenza el 75-90 por ciento de los pueblos tenía una, sínto­ ma de la agitada vida política del sureste que también contaba con con­

Las vacilaciones de los legisladores acerca del feudalismo y del acceso a las tierras impulsaron la política rural en los años 1792-1794, exacerban­ do las divisiones causadas ya por las reformas eclesiásticas. La revolución rural tuvo su propio ritmo y dinámica interna, generada por la naturaleza específica de la localidad. La forma concreta que adoptó la política rural fue en función de la percepción de los beneficios y las desventajas que la revolución trajo consigo, de las actitudes hacia la Iglesia y de las estructu­ ras sociales locales. Por lo tanto, mientras que las actitudes políticas varia­ ban en todo el ámbito rural, lo que las sustentaba en todas partes era la trarrevolucionarios activos. hostilidad tanto hacia el antiguo régimen com o hacia el concepto burgués Entre los años 1792 y 1794 París fue el centro palpitante y tumultuoso del derecho a la propiedad privada. A las peticiones de la «ley agraria» en t de la revolución, donde gran número de civiles y soldados de paso coexis el noreste se correspondían alzamientos contra la burguesía en el oeste, tían de forma precaria con las comunidades estables de la vecindad. I I en Bretaña y en otras zonas. En Neulisse (Loira), unos jóvenes armados caos de una ciudad en el corazón de la revolución apenas podia set m uir que se habían reunido para votar la movilización de 1793 llevaron a cabo nido por el enérgico servicio de policía. En semejante situación, las noli su propia elección de los quince hombres que la comuna tenía que aportar: cias difundidas por los mil vendedores de periódicos que pululaban pm el sacerdote constitucional y catorce «patriotas» burgueses que le habían las calles eran adornadas verbalmente, creando una ciudad que bullía en sacado harto provecho a la revolución. Por otro lado, la inconfundible una potente mezcla de rumores, optimismo y sospechas. 1.a I .ey de Sos mezcla de virtudes cívicas que identificaba a los auténticos sans-culottes pechosos iba destinada a sofocar esta inseguridad: en su aplicación, l.i:. fue expresada por Antoine Bonnet, propietario de un café y secretario del secciones, y sus miles de policías, extraídos de un servicio quincenal de comité de vigilancia en Belley (departamento de Ain): todos los hombres hábiles, desempeñaron un papel fundamental. Las mentiras, las enemistades personales y las denuncias hallaron un ambien­ Hombres con más sentido común que educación, virtuosos, sensibles, hu­ te propicio; sin embargo, las actividades de las autoridades de la sección manos; hombres ultrajados por el más mínimo atisbo de injusticia; intrépi­ dos, hombres enérgicos que desean el bien común, la Libertad, la Igualdad o la muerte ...l9

Todas las comunidades rurales tenían su correspondiente grupo de fervien­ tes jacobinos que leían los periódicos locales y de París o que pertenecían

mrn

18. McPhee, Revolution and Environment, p. 134. 19. Giles MacDonogh, Brillat-Savarin: TheJudge and his Stomach (Chicago, 1992), p. 103; Jones, Peasantry, p. 225. Sobre las tendencias políticas rurales véase David Hunt, «Pcasant Politics in the French Revolution», Social History, 9 (1984), pp. 277-299; Jones, Peasantry, pp. 206-240; R. B. Rose, «The ‘Red Scare’ o f the 1790s: The French Revolu­ tion and the ‘Agradan Law’», Past & Presen!, 103 (1984), pp. 113-130.

eran tímidamente legales y «correctas». En los dieciocho meses transcurridos entre agosto de 1792 y princi­ pios de 1794, la participación política de los obreros de París alcanzó su punto más álgido. Aunque es cierto que tan sólo el 10 por ciento de los hombres asistía regularmente a las reuniones de la sección y que muchos sans-culottes militantes eran burgueses de profesión, éste sigue siendo un índice de participación popular considerable en una época de jornadas la­ borales prolongadas, de interminables colas por la comida y de preocupa­ ción por la supervivencia. Todo ello se reflejaba en la homogénea com po­ sición social sin precedentes del gobierno local: en París, por ejemplo, un tercio de los concejales de la Comuna procedían de la canalla, al igual que las cuatro quintas partes de los «com ités revolucionarios» elegidos

localidad con rapidez, pero las divisiones políticas parisinas no se refleja­ en cada una de las 48 secciones de la ciudad. Los objetivos políticos y ron allí y nadie fue guillotinado. El único incidente político local de im­ sociales de los sans-culottes se expresaban también a través de más del portancia sucedió el 20 de septiembre de 1792. El mismo día en que los cuarenta sociedades populares (con unos 6.000 miembros, de los que el ejércitos revolucionarios obtenían su primera victoria decisiva, en Valmy, en 86 por ciento eran artesanos y asalariados), y sobre todo en las sesiones de el este de Francia, y que la Convención Nacional se reunía en París, Proslas secciones locales.20 Un análisis de los clubes jacobinos provinciales | per Vacher, el jardinero del castillo, respondió al saludo de «¡Vive la de 1789-1791 comparado con los de 1793-1795 muestra que el número de Nation!» proferido por un grupo de cincuenta «Volontaires de Mort» con artesanos y tenderos había experimentado un aumento del 38,6 al 45 por un «¡Vive le Roi!» (Sin embargo, el que Vacher fuera liberado tras haber­ ciento y el de granjeros se había incrementado del 1,1 al 9,6 por ciento. se disculpado dice mucho acerca del talante de la vida de aquel pueblo). El porcentaje de comerciantes y empresarios había descendido del 12,11 Menucourt era pequeño y lo suficientemente distante com o para evitar al 8,2, mientras que el clero había disminuido del 6,7 al 1,6 por ciento. los episodios más lacerantes de la revolución. Esta situación de equilibrio Los nobles, que a principios de la revolución constituían el 0,6, habían fue obra del sacerdote, Abbé Thomas Duboscq, que llegó a Menucourt en desaparecido por completo. febrero de 1789, con 39 años de edad, y se convirtió en fuente de estabili­ A pesar de las dificultades a las que tuvieron que enfrentarse los admi­ dad como sacerdote constitucional (al igual que el 70 por ciento del clero nistradores al organizar y reclutar un ejército en el campo, los éxitos eclip-1 restante en el departamento) y funcionario público electo. En enero de saron los fracasos: gran número de voluntarios y reclutas obligatorios : 1794 renunció a su estatus sacerdotal, y al mes siguiente sus antiguos engrosaron las filas de los ejércitos, y se cubrieron los cupos de comida y | l feligreses cantaban canciones patrióticas que él mismo habia compuesto carros. N o obstante, la república jacobina de 1793-1794 era un régimen para la plantación de un árbol de la libertad. exigente: el lenguaje del patriotismo, jacobinismo y ciudadanía estaba ; En Gabian, los años revolucionarios transcurrieron menos pacífica­ mezclado con el de sacrificio, requisición y reclutamiento. Era un régimen mente que en Menucourt, pero el pueblo se hizo famoso por su republien el que sus representantes locales rechazaban todo cuanto oliese a antiguo ícanismo. Una de las razones de ello fue que la abolición del feudalismo régimen y amenazaban a los recalcitrantes. En palabras de un funcionario | ' supuso el alivio de una pesada carga; otra fue que, a diferencia de la madel sur: «Los tiempos de ridiculas pretensiones han terminado ... La Con- vyoría de sacerdotes del distrito de Béziers, Pierre Blanc, el cura de Gabian, vención honra y reconoce los talentos y las virtudes ... El árbol de la repú- í hizo juramento de lealtad el día de Año Nuevo de 1791 y se quedó en el blica será sacudido y las orugas que lo están carcomiendo caerán». ; pueblo. Parece que la rabia por el apoyo de Blanc a la revolución fue la Los dos pueblos con los que empezó este libro figuran entre les que¡| ¡j rausa c[c un prolongado episodio de transgresiones de la ley que acabó en realizaron el extraordinario esfuerzo de guerra de 1793-1794. Menucourt ; | contrarrevolución. En 1791-1793, un grupo de hombres y mujeres del lúe también uno de los miles de pueblos en los que los años de la revolu-1 :|Ugar cometió treinta robos, a menudo con violencia, mientras vivían ción transcurrieron de forma relativamente pacífica: las reformas déla como fugitivos. Disfrutaban mofándose de los oficiales revolucionarios Asamblea Nacional fueron aceptadas de buen grado y apoyadas, la requi­ que intentaban arrestarlos. Tras la ejecución de Luis XVI y de la penetrasición de hombres y provisiones durante los años de guerra se consintió .ción de las tropas españolas en el sur en 1793, amenazaron abiertamencon reticencia; las noticias de la revolución y del Terror llegaban a esta ; iecon que éstas «harían bailar a los patriotas de Gabian ... que ellos se :unirían a los españoles para ayudarles a hacer bailar a sus compatriotas y cortarles el cuello ... las cosas marchan a pedir de boca en la Vendce». 20. El estudio clásico sobre los sans-culottes es el de Albert Soboul, l.es Sans-culolta 3 fjarisiens Je l ’An // [1958], algunas partes del mismo fueron traducidas por Gwynne J ' Varios de estos «bandidos» serían guillotinados en 1794. Sin embargo, el Comité de Vigilancia de Gabian sabía que no le quedaba otro remedio Lewis bajo el título de The Parisian Sans-Cutottes and the French Revolution, 1793-1794 (Oxford, 1964). que arrestarlos en aquellos tiempos de crisis: 21. McPhee, Revolution and Environment, p. III.

H em os hecho lo correcto tanto com o hem os podido; para nosotros.es diciembre por los ejércitos de Westermann convenció a muchos de que agradable y glorioso ser parte de la sociedad, con la certeza de que conta­ Ipodían suprimirse algunos de los controles impuestos por el Terror. m os con la estim a de todos y la confianza de no sentir remordimiento : I Sin embargo, la respuesta del gobierno fue contradictoria. Por un alguno.22 ' lado, un decreto del 6 de diciembre proclamaba el principio de libertad de

culto: la descristianización se consideraba ahora como una afrenta inne­ Ambos pueblos tuvieron la suerte de que sus sacerdotes permanecieran en cesaria a los religiosos. Por el otro, dos días antes se aprobaba una ley sus parroquias, pues el papel de la Iglesia católica en la contrarrevolución muy importante sobre los gobiernos locales que declaraba la preeminen­ puso inevitablemente en cuestión la supervivencia de las estructuras reli­ cia del gobierno central a costa de la participación e iniciativa popular. El giosas en el seno de Francia. Los diputados enviados a las provincias | artículo I de la Ley del 4 de Diciembre insistía en que «la Convención como «diputados en misión» para poner en práctica el Terror, como Fouché Nacional es el único centro de iniciativas de gobierno». Para muchos el en Niévre y Javogues en los departamentos en torno a Lyon, tomaron la "gobierno central representaba ahora una represión cada vez más arbitra­ decisión de cerrar las iglesias y de vaciarlas de todo metal para colaborar ria, fuese cual fuese su papel en las victorias militares. El periodista en el esfuerzo de la guerra. En algunas zonas del país los lugareños esta­ Louis-Sébastien Mercier, elegido al igual que Antoine-Joseph Corsas por ban predispuestos a unirse a esta «descristianización», o incluso a iniciar­ el departamento del Seine-et-Oise cerca de París, fue encarcelado en oc la; no obstante, en las demás regiones provocó un amargo resentimiento. tubre de 1793 por manifestarse públicamente contra las purgas de los Esta campaña coincidió y fue a menudo identificada con las actividades girondinos. Para Mercier, «Dios me libre de vivir jamás en esta Montaña, de cuarenta y cinco ejércitos revolucionarios (de 30.000-40.000 hombres o mejor dicho en este sulfuroso y fétido cráter donde se sientan hombres en total) activos en cincuenta y seis departamentos en el otoño de 1793. de sangre y barro, bestias estúpidas y feroces».24 Sin embargo, los jaco Estas bandas de militantes sans-culottes, junto con hombres fugitivos de binos, a quienes detestaba, no se veían a sí m ismos com o hombres de la ley y otros que simplemente parecían disfrutar de la tosca camaradería, «sangre y barro», sino más bien com o representantes del pueblo a los que tenían por misión el requisar comida para las ciudades y los ejércitos, se les había confiado la tarea de salvar a la república y crear una sociedad exigir el pago de los impuestos, llevar a cabo la purga de los contrarre­ digna de ella. volucionarios, apoderarse de los metales de las iglesias para la guerra y mantener el entusiasmo revolucionario. Su tamaño oscilaba desde gru­ pos pequeños de diez hasta ejércitos democráticamente administrados de 7.000 en Aveyron y Lozére y en París.23 A finales de otoño de 1793, la marea militar parecía estar dando un vuelco. Las victorias de septiembre y octubre contra los ingleses en Hondschoote cerca de Dunkerque y contra los austríacos en Wattignies detu­ vieron la oleada de invasiones en el norte. A continuación, la derrota en Savenay de los últimos coletazos de la rebelión en la Vendée el 23 de

22. Peter McPhee, Une communauté ¡anguedocienne dans l ’histoire: Gabian 17601960 (Nimes, 2001), cap. 2. 23. Estos ejércitos son el tema de uno de los clásicos de la historiografía de la Francia revolucionaria, Richard Cobb, The People’s Armies, trad. Marianne Elliott (New I laven, 1987).

24. Ribciro, Fashion in the French Revolution, p. 143.

I

EL TERROR: ¿DEFENSA REVOLUCIONARIA O PARANOIA?

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Elprincipal objetivo del Terror era la creación de medidas draconianas y emergencia indispensables en tiempos de crisis militar. Hacia finales de 1793, la amenaza de guerra civil e invasión había sido por fin contrarresNo obstante, la Convención y el Comité de Saiud Pública aprobaron tos que iban más allá de la defensa nacional y revelaban la visión ¡na de una sociedad regenerada digna del esplendor de la Ilustración y revolución. Todo ello se llevaría a cabo a través de un sistema de educa­ ción republicano y secular y de un programa nacional de bienestar social. La política educativa de los jacobinos, especialmente la Ley Bouquier del 19 de diciembre de 1793, preveía un sistema de enseñanza obligatoria y gratuita para los niños de 6 a 13 años con un currículum que hiciera hincapié en el patriotismo y las virtudes republicanas, en la uniformidad ingüística, en la simplificación del francés formal, en la actividad tísica, yen el estudio de campo y la observación, dotando a las escuelas de un papel preponderante en las fiestas cívicas. Bouquier y su comité no iban a tolerar la actitud irresponsable ante la instrucción que los curas de parro­ quia habían mostrado bajo el antiguo régimen: Aquellos padres, madres, tutores o administradores que descuide^ inscri­ bir a sus hijos o pupilos serán castigados, la primera vez con una multa equivalente a una cuarta parte de sus impuestos, y la segunda, serán des­ pojados de sus derechos de ciudadanía durante diez años ... Aquellos jóvenes que, habiendo alcanzado la edad de veinte años, no hayan aprendido una profesión, arte u oficio útil para la sociedad, serán despojados de sus derechos de ciudadanía durante diez años.1 1. Moniteur universel, n.° 91,21 de diciembre de 1793, vol. 19, p. 6. Sobre la política ducativa véase Kennedy, Cultural History, pp. 353-362; R. R. Palmer, The tmprovement Humanity: Education and the French Revolution (Princeton, 1985), caps. 4-5.

;debido a las exigencias financieras de la guerra y a la falta de tiempo. Los El desmoronamiento de la enseñanza primaria, que bajo el antiguo régimen ianteproyectos de ley de Saint-Just de febrero y marzo de 1794, que pre­ estuvo en manos de la Iglesia, aceleró la demanda de nuevos materiales de tendían servirse de las propiedades de los «sospechosos» para «indemni­ lectura: durante la década revolucionaria se publicaron unos 700 nuevos zara los pobres», y el programa nacional de bienestar social anunciado títulos, el 41 por ciento de los mismos en 1793-1794. En la primera mitad el 11 de mayo de 1794 fueron sólo parcialmente aplicados. de 1794, se enviaron a las escuelas cinco ediciones de «Recopilaciones de Durante los dieciocho meses desde el derrocamiento de la monarquía actos heroicos y cívicos de los republicanos franceses», la tercera con [en agosto de 1792 hasta principios de 1794, una combinación de estas 150.000 copias, en sustitución del catecismo. Sin embargo, los jacobinos ; reformas jacobinas radicales y de la iniciativa popular dotaron de una ex­ nunca dedicaron el tiempo o el dinero suficiente para mejorar su política traordinaria fuerza a la «regeneración» republicana. Éste fue uno de los educativa y, ni qué decir tiene, para preparar a los maestros laicos que ] pocos períodos de la historia en que gran número de personas actuaron habían de reémplazar a los sacerdotes; por lo tanto, pocos niños asistie­ como si hubieran recreado el mundo, eran tiempos de «revolución cultu­ ron a la escuela durante el Terror. En la ciudad de Clermont-Ferrand, por ral». Se inspiraron en las imágenes de las virtudes de la antigua Grecia y ejemplo, tan sólo 128 alumnos de una población de 20.000 habitantes Roma, en las que se habían educado los jacobinos de clase media, y en la acudieron a la escuela. práctica de muchos obreros del campo y de la ciudad que vivían en una Los imperativos de la razón y la regeneración forzaron a la Conven­ revolución radical bajo asedio. La política jacobina y la acción popular ción a aceptar propuestas para la total reforma de los sistemas de medidas coincidían en el uso oficial y espontáneo de las festividades, juegos, can de peso, distancia y volumen. Anteriores intentos de aplicación de dife­ ciones, periódicos de gran formato, decoración, vestimenta y ocio. No rentes sistemas habían sido rechazados por ser desconcertantemente irra­ obstante, a menudo había una cierta tensión entre la representación sim cionales y por estar contaminados en su origen por las brumas del antiguo bélica popular de cambio total — la destrucción física de la imaginería régimen. El 1 de agosto de 1793 la Convención anunció que un sistema religiosa, de las pinturas y demás signos del antiguo régimen y la preo­ uniforme y decimal de pesos y medidas sería «uno de los mayores benefi­ cupación de los jacobinos por lo que Grégoire denominaba «vandalismo», cios que ésta puede ofrecer a todos los ciudadanos franceses». Los «artis­ que condujo a las leyes protectoras de septiembre de 1792. Listo coincidió tas» de la Academia de las Ciencias serían los responsables del diseño y con la creación de bibliotecas, archivos y muscos públicos nacionales y la exactitud de las medidas, mientras que «Las instrucciones sobre las departamentales a finales de 1793. Por otro lado, los jacobinos descuidanuevas medidas y su relación con las antiguas más usadas se incluirán en rian la aplicación de sus grandiosos planes para levantar sólidos monu­ los libros de texto de aritmética elemental que se crearán par;i las escuelas mentos revolucionarios en sustitución de los del antiguo régimen. nacionales».2 Las nuevas medidas tendrían mucho más éxito que las es­ La situación del papa y del clero refractario en el sangriento y amargo cuelas primarias de la república. conflicto interno en la zona oeste y en las guerras que se desarrollaban en La Constitución de 1793 se había comprometido como nunca lo había suelo francés provocó una airada respuesta que puso en entredicho al hecho antes con los derechos sociales y la Convención adoptó las medi­ catolicismo e incluso a la cristiandad. El 5 de octubre, la Convención ins­ das necesarias para ampliar los derechos a los niños: el 4 de julio de 1793 tituyó un nuevo calendario «republicano». La proclamación de la repúbli­ los niños abandonados se convirtieron en responsabilidad del Estado y cael 21 de septiembre de 1792 fue datado retrospectivamente el primer el 2 de noviembre de 1793 a los niños nacidos fuera del matrimonio se les dia del año I de la era republicana. El nuevo calendario combinaba la ra­ garantizaban plenos derechos de herencia. Al igual que en la política edu­ cionalidad del sistema decimal (doce meses de 30 días, con tres décadas cativa, el compromiso de los jacobinos de erradicar la pobreza fracasó de 10 días cada una) rechazando por completo el calendario gregoriano. Los días de los santos y las festividades religiosas fueron sustituidos por sombres extraídos de plantas, de las estaciones del año, de herramientas 2. Moniteur universel, n.° 214, 2 de agosto de 1793, vol. 17, p. 287.

de trabajo y de las virtudes (véase Apéndice). Este calendario se adoptó en todo el país, pero coexistió con cierta incomodidad con el viejo ritmo del culto del domingo y de los mercados semanales. Las fiestas populares expresaban una manifiesta hostilidad hacia la Iglesia a través de burlas de los sacerdotes y de otros contrarrevolucio­ narios. En Dormans, localidad por la que pasó Luis de ida y vuelta de Várennos en 1791, encaramaron la figura del primer ministro inglés William Pitt a lomos de un burro mirando hacia atrás y la pasearon por toda la ciudad. En Tulle, celebraron el entierro de un ataúd que contenía los restos de la «superstición» y lo coronaron con un par de orejas de burro y un misal; las imágenes de los santos fueron azotadas. Las ceremo­ nias de «descristianización», en particular, tenían un ambiente carnava­ lesco y catártico, y solían utilizar la prom enade des ánes (paseo de los asnos), típico de! antiguo régimen, para censurar a los transgresores de las normas de conducta de la comunidad, pero ahora sentaban en el burro y al revés a alguien vestido de sacerdote. La iniciativa popular alentada en ocasiones por los «diputados en misión», clausuró iglesias y forzó al clcro constitucional a abdicar y a casarse com o muestra de patriotismo. Hubo grandes variaciones en el número de abdicaciones, desde tan sólo 12 en los Alpes-Maritimes y 20 en Lozére hasta 498 en Saóne-et-Loire. En los veintiún departamentos del sureste las abdicaciones ascendieron hasta 4.500. En total, unos 20.000 sacerdotes renunciaron a su vocación y 5.000 de ellos se casaron. En Allier sólo 58 de 426 sacerdotes se negaron a abdicar, y a nivel nacional quizá tan sólo 150 parroquias de 40.000 celebraban misas abiertamente en la primavera de 1794. Puede que algu­ nos clérigos se sintieran como el antiguo sacerdote Duffay, que en enero de 1794 escribió a la Convención: Escuché la voz de la naturaleza y cambié mi viejo devocionario por una joven republicana ... Como siempre he considerado que el sacerdocio es un estado tan inútil com o el de un jugador de bolos, he utilizado [los títu­ los de mi iglesia] para alimentar el fuego ... Estoy trabajando en una fábri­ ca donde, a pesar del agotamiento al que uno se ve sometido, me siento muy feliz si mi sudor me saca de la pobreza.1

Sin embargo, para muchos otros sacerdotes — y para sus feligreses— aquéllos eran tiempos de desesperación en los que las formas institucio­ nales de la religión se desmoronaron casi por completo. La revolución cultural no se expresó a través de los libros: la cantidad de libros impresos en 1794 fue sólo de 371, comparado con las cifras prerrevolucionarias de más de 1.000 copias anuales, y en los dos años de 1793 y 1794 solamente se publicaron 36 nuevas novelas. La única excep­ ción fue la popularidad alcanzada por el Contrato social de Rousseau, del que se hicieron trece ediciones entre 1792-1795, entre ellas una versión de bolsillo para los soldados. De modo similar, con las crecientes restric­ ciones de la libertad de prensa tras la declaración de la guerra y el derro­ camiento de la monarquía, el número de nuevos periódicos parisinos dis­ minuyó de 134 en 1792 a 78 en 1793 y 66 en el año II. En cambio, 1792-1794 fue la época dorada de las canciones políticas: se calcula que el número de canciones nuevas ascendió de 116 en 1789 a 325 en 1792, 590 en 1793 y 701 en 1794. En su mayor parte se trataba de triviales exhortaciones al valor o caricaturas de la realeza: Han regresado a las sombras, aquellos grandes reyes, cobardes y licenciosos, bebedores infames, cazadores famosos, juguetes de las más abominables prostitutas, (repetición) ¡Oh vosotros, a quienes nada desalienta! ¡verdaderos amantes de la Libertad! estableced la igualdad sobre los despojos de la esclavitud. Franceses republicanos, conquistadores de vuestros derechos, doblegad (repetición) a todos estos tiranos, profanadores de la ley.4

Aunque muchas de las obras teatrales que se representaban habían sido es­ critas antes de 1789, los temas y los protagonistas fueron revisados y adap-

reflexiones generales de los efectos en la Iglesia: Gíbson, French Catholicism, cap. 2; McManners, French Revolution, cap. 10; Michel Vovelle, The Revolution against the Churcli: Ftom Reason to the Supreme Being, trad. Alan José (Cambridge, 1991). 4. Les Républicaines: Chansons populaires des révolutions de 1789, 1792 y 1X30, 3 vols. (París, 1848), vol.l, pp. 34-36. Sobre la «revolución cultural» véase Bianchi, Révo­ 3. Scrge Bianchi, La Révolulion culture/le de l'an II (París, 1982), p. 119; Ozouf, lulion culturelle, esp. cap. 5; Aileen Ribeiro, Fashion in the French Révolulion (Londres, Feslivals and the French Revolution, pp. 89-91. Un las siguientes obnis encontramos 1988); Kennedy, Cultural History, cap. 9, Apéndice A.

Vosotros, hombres de poca fe que solíais ver y oír al Ser Supremo, podéis hacerlo, con la moralidad en el corazón, pero tenéis que salir al campo, de dos en dos, llevando una flor. A llí, junto a las aguas cristalinas, oiréis a un D ios en vuesto corazón, al contemplarlo en la Naturaleza.5

Cuatro años de experiencia revolucionaria, de ilimitadas esperanzas, sa­ crificios y angustias, y de vivir en una cultura política revolucionaria, generaron una ideología característica de los sans-culottes en las ciudades y los pueblos. Aquél iba a ser un mundo sin aristócratas ni sacerdotes, libre de hombres ricos y de pobreza: en su lugar se levantaría una Francia regenerada de artesanos y de minifundistas recompensados por la digni­ dad y la utilidad de su trabajo, liberados de la religión, de la condescen dencia de los nacidos de ilustre cuna, y de la competencia de los empre sarios. En aquellos años, la exhibición colectiva se manifestaba a través de lo que Michel Vovelle describe como una «explosión creativa», pues las iniciativas populares en lo relativo a la organización de las fiestas y la remodelación de los antiguos rituales se añadían a los acicates que la ( on vención ofrecía para las conmemoraciones cívicas. Cuando llegaban no ticias, com o por ejemplo la de la ejecución de Luis o de una victoria mili tar, pueblos enteros improvisaban celebraciones. Estas celebraciones colectivas se inspiraban en un simbolismo prerrevolucionario, a menudo mesiánico, y en las costumbres colectivas del lugar de trabajo para visua­ lizar una nueva sociedad. En las ciudades y pueblos, las reuniones de los clubes y las secciones a menudo se inspiraban en formas religiosas en lo concernicnte a su orga­ nización, pero en cuanto a su contenido se basaban en la experiencia revolucionaria. Sus miembros solían llevar el bonnet rouge (gorro rojo) o gorro de la libertad en señal de que ya no eran galeotes esclavos; desde finales de 1793 el uso del gorro frigio, ligeramente diferente, que aludía a los esclavos griegos, se generalizó. Las reuniones empezaban normal-

5. Ozouf, Festivals and the French Revolution, p. 117; Michael Sydenham, Léonard Bourdon: The C areerof a Revolutionary, ¡754-1807 (Watcrloo, Ont., 1999).

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tados de acuerdo con los principios revolucionarios. Otras extraían su hu­ mor mofándose de la Iglesia: una de las obras más populares de París en aquellos días, entre 1792 y 1794, era Les Visitandines de Louis-Benoit Picard, en la que dos granujas borrachos confundían un convento con una posada. En enero de 1794, los teatros se subvencionaban si ofrecían una re­ presentación gratis a la semana. También la pintura quedó profundamente afectada. Jacques-Louis David contribuyó decisivamente en la apertura del antes restringido mundo del Salón: mientras que en 1787 tan sólo 63 pintores y escultores invitados habían expuesto 289 obras, en el Salón de 1793, 318 artistas tuvieron ocasión de mostrar 883 obras. El gobierno concedió 442.000 libras en premios. David contribuyó al esfuerzo de guerra, sus irreverentes caricaturas satirizando a la contrarrevolución tan sólo pudieron ser igualadas a efectos de propaganda al otro lado del canal por las representaciones de Gilroy del canibalismo de los sans-culottes, cuyos hijos masticaban satisfechos las entrañas de los sacerdotes. El triunvirato de «mártires de la revolución» (Marat, Chalier y Le Peletier) iba acompañado de la celebración del heroísmo de Fran?ois Bara y Joseph-Agricol Víala, dos muchachos de trece años que murieron luchando por la revolución. Se propuso que los grandes aniversarios del 14 de julio, 10 de agosto, 21 de enero y 21 de septiembre se conmemora­ sen con treinta y seis fiestas nacionales, una en cada década. Las fiestas nacionales eran un asunto harto complicado. El 10 de agosto de 1793, por ejemplo, el aniversario del derrocamiento de la monarquía se celebraba com o la Fiesta de la Unidad e Indivisibilidad de la República. En las pla­ zas públicas de París se quemaban los símbolos de la monarquía y a con­ tinuación, durante una inmensa comida campestre republicana de pan y pescado, miembros de la Convención bebían un líquido que fluía de los pechos de una estatua de la diosa de la libertad y que simbolizaba la leche de la libertad. Entonces, desde la misma estatua se soltaban tres mil palo­ mas, cada una de ellas con diminutas banderitas atadas a las patas en las que podía leerse: «¡Somos libres! ¡Imitadnos!» Las fiestas organizadas por el gobierno eran un asunto noble que enriquecía la revolución con invo­ caciones a la naturaleza. A veces eran sólo para aquellos que se levanta­ ban temprano, com o ponen de manifiesto los versos compuestos por el «diputado en misión» Léonard Bourdon, para los patriotas del lugar que se reunían antes del amanecer para la Fiesta de la Naturaleza en un puen­ te que cruzaba el Adour en Tarbes:

mente cantando la «Marsellesa» o el «Ca ira» y con la lectura de cartas del frente; a continuación se discutían los próximos aniversarios y proce­ siones, se procedía a la.recolección de donativos patrióticos, la denuncia de «sospechosos», y la enumeración de las «virtudes republicanas». Para romper con una vida entera de socialización fundamentada en el vocabu­ lario de la desigualdad, trataron de imponer el uso familiar del «tú» en todos los actos sociales (al igual que en la Comuna y en las reuniones de la sección), relegando el «usted» antes obligatorio para dirigirse a sus superiores como intrínsecamente aristocrático. Como rezaba en una peti­ ción del 31 de octubre a la Convención: «Con esto habrá menos orgullo, menos distinciones, menos malas intenciones, más familiaridad, un ma­ yor sentido de fraternidad: y por consiguiente más igualdad». La sección era un microcosmos de una república única e indivisible, reflejada en la práctica de la publicidad, es decir, los votos y las opiniones se emitían abierta y oralmente. Semejante práctica estaba en franca oposición con las nociones burguesas de derechos individuales y democracia represen­ tativa del mismo modo que lo estaba la imposición del control de precios frente al laissez-faire.6 La práctica de la soberanía popular en un contexto de guerra y con­ trarrevolución generó una avalancha de neologismos y cambios respecto al significado del vocabulario existente. Un estudio recoge más de 1.350 innovaciones en la década posterior a 1789, originándose la mayoría de ellas en 1792-1794. Obviamente, el neologismo más famoso fue el de «sans-culottes»; no obstante, otras apelaciones políticas inspiradas en individuos tuvieron una breve existencia: «robespierrista», «pittista», «maratista». La proliferación de clubes populares se denominó «clubinomanía», y aquellos que los frecuentaban recibieron el nombre de «clubineros». Algunas palabras nuevas expresaban una mofa vengativa de las víctimas del Terror, que solían «boire á la grande tasse» («beber en una taza grande») y estaban expuestos a la «déportation verticale», en alusión al ahogo masivo de sacerdotes en Nantes. Otros términos iban dirigidos asimismo a los jacobinos que presuntamente habían consentido las ma­

6. John Hardman (ed.), French Revolution Documents (Oxford, 1973), vol. 2, pp. 132-133. Sobre la ideología popular de París, véase Soboul, Parisian Sans-Culoltes, caps. 1-3; William Scwell, Trabajo y revolución en Francia: El lenguaje ilel movimiento obrero desde el Antiguo Régimen hasta 1848 (Taurus, Madrid, 1992), cap. 5.

sacres de septiembre de 1792 en París tildándolos de «buveurs de sang» («bebedores de sangre») o «septembriseurs».7 La certeza que tenían los revolucionarios de las ciudades y del campo de estar viviendo al borde de un cambio social se manifestaba en los cam­ bios espontáneos de los nombres que daban a las comunidades y a los recién nacidos. Los partidarios de la revolución — los «patriotas», com o comúnmente se les denominaba— mostraban su rechazo del viejo mundo intentando erradicar todos los posibles vestigios del mismo. Aparte de los cambios de nombres impuestos por los ejércitos jacobinos tras la derrota de la contrarrevolución, unas 3.000 comunas se apresuraron a eliminar por su cuenta toda connotación cristiana: St.-lzague se convirtió en Vin-Bon, St.-Bonnct-Elvert se cambió por Libertc-Bonnet-Rouge, St.-Tropez y Montmartre adoptaron el nombre de Méraclée y Mont-Marat respecti­ vamente, mientras que Villedieu se llamó La Carmagnole y ViliencuveSt.-Georges se autodenominó Villeneuve-la-Montagne. En el distrito de La Rochela, com o en los demás, los pueblos con nombres de santo se cam­ biaron para eliminar los vestigios de la Iglesia: St.-Ouen se llamó Marat, St.-Rogatien se cambió por Égalitc, St.-Soulc se convirtió en Rousseau, y St.-Vivicn en Sans-Culottes. Los habitantes de Montroy repudiaron sus connotaciones monárquicas y pidieron modificar su nombre por el de Montagne. Todas las calles de La Rochela cambiaron de nombre en honor a héroes coino Benjamín Franklin o Jean Calas. Es imposible calcular cuántos padres pusieron nombres revoluciona-, rios a sus bebés durante aquellos años: en Poitiers, por ejemplo, tan sólo 62 de los 593 niños nacidos en el año II recibieron nombres de santos al estilo del antiguo régimen. A los demás les pusieron nombres que refleja­ ban las distintas fuentes de inspiración política. Un estudio de 430 nom­ bres de bebés del distrito de Seine-et-Marne muestra que el 55^por ciento se inspiró en la naturaleza o en el nuevo calendario (Rose, Laurier, Floréal), el 24 por ciento en las virtudes republicanas (Liberté, Victoire, La Mon­ tagne), el 12 por ciento en la antigüedad (Brutus, Mucius Scaevola), y el 9 por ciento en los nuevos héroes (Le Peletier, Marat). Un niño se lla­ maba Travail y otro Fumier. En Hautcs-Alpes, la familia Lacau puso a su

7. Max Frcy, Les Transjormations du vocabulaire frangais á l'époquc de Ia Révolu­ lion (1789-1800) (París, 1925).

La costumbre de poner nombres revolucionarios variaba sustancial­ mente a lo largo y ancho del país; sin embargo, resulta difícil determinarlo con exactitud. Por ejemplo, en los distritos al sur de París, de 783 nombres inspirados en la «naturaleza» en el año II, 226 niñas se llamaban Rose. Pero, ¿hasta qué punto era deliberadamente política esta elección? Algunos no dejan duda alguna al respecto, com o el del pequeño que se llamaba Faisceau Pique Terreur de Chálons-sur-Marne. En muchas zonas rurales este fenómeno no era habitual: tan sólo el 20 por ciento de los 133 mu­ nicipios del distrito de Villefranche-en-Beaujolais tenían nombres por el estilo. También entre ciudades habían enormes diferencias: en el invierno y la primavera de 1794 por lo menos al 60 por ciento de los niños les ' pusieron nombres revolucionarios en Marsella, Montpellier, Nevers y Ruán, mientras que en Riom no hubo ningún caso y en St.-Étienne prácti­ camente ninguno. En Rennes, el primer nombre revolucionario del que se tiene conocimiento data de abril de 1791 (Citoyen Franpais), pero incluso en su momento álgido, en febrero-agosto de 1794 esta práctica afectó tan sólo a uno de cada diez niños.® El entusiasmo de gran parte de los habitantes de Gabian (véase capítu­ lo VI) por la revolución quedó reflejado en la elección que muchos padres hicieron de los nombres de sus hijos, inspirados en la naturaleza más que en los santos: en 1792-1793 los nacimientos registrados en el ayunta­ miento fueron Frangois Abricot Alengri, Jaen-Pierre Abeille Canac, Rose Eléonore Jonquille Couderc, André Aubergine Foulquier, Rose Tubéreuse Jougla, Catherine Laurier Thim Latreille, y Marie Étain [Peltre] Salase. También en La Rochela los padres expresaron sus valores en los nombres que ponían a sus hijos. Entre el 1 de enero de 1793 y el 21 de septiembre de 1794 nacieron 981 niños, de los cuales 135 recibieron nombres revolu­ cionarios. Los más populares eran Victoire y Égalité, pero había otros más imaginativos: Décadi, Minerve, Bara, Humain, Ail, Carotte y Cresson. Los ejércitos revolucionarios no hubieran triunfado — ni la insurrec­ ción de la Vendée habría sido tan tenaz— sin el respaldo activo de las

8. Los detalles de La Rochela proceden de los archivos departamentales y municipa­ les. Sobre los nombres y lugares revolucionarios, véase la publicación especial de Aima­ les historiques de la Révolulion frangaisc 322 (2000); Bianchi, Révolulion cullurelle.

mujeres. En los centros urbanos, la caída del trabajo femenino en las industrias de artículos de lujo (especialmente los encajes) y en el servicio doméstico se vio en parte compensada por la disponibilidad temporal de trabajo mientras miles de hombres partían hacia el frente. Tanto en la ciu­ dad com o en el campo, el trabajo de las mujeres cobró más importancia que nunca para el mantenimiento de la familia; aun así, en los años 17921794 una familia de cada diez estaba económica y emocionalmente diez­ mada por la muerte o incapacidad de un marido, hijo o padre. El rechazo de las fuentes de autoridad más elementales del antiguo régi­ men cuestionaba inevitablemente la posición de las mujeres en el.seno de la familia y la sociedad. Un buen número de leyes trataron de regenerar la vida familiar, hasta entonces considerada cruel e inmoral, como el propio antiguo régimen. Se establecieron tribunales familiares para solventar los conflictos de familia, por pegar a las esposas se introdujeron multas el doble de severas que las que se imponían por asaltar a un hombre, y la mayoría de edad quedó reducida de los 25 a los 21 años. No obstante, resul­ ta harto dudoso que el patrón de violencia masculina cambiase a pesar de las exhortaciones de los legisladores revolucionarios en aras de una vida familiar pacífica y armoniosa como base del nuevo orden polílico. Lo que sí cambió fue la posibilidad de que las mujeres protegiesen sus derechos dentro del núcleo familiar. La Ley de divorcio votada en la últi­ ma sesión de la Asamblea Legislativa el 20 de septiembre de 1792 dotaba a las mujeres de amplios argumentos para acabar con un matrimonio in­ feliz y sin sentido: la pareja podía ponerse de acuerdo en la separación por incompatibilidad mutua, o bien uno de los cónyuges podía iniciar el divorcio basándose, por ejemplo, en la prolongada ausencia de su pareja o en su crueldad. Las mujeres trabajadoras fueron quienes más se sirvie­ ron de esta ley: en Ruán, por ejemplo, el 71 por ciento de los pleitos de divorcio fueron iniciados por mujeres, y el 72 por ciento de los mismos procedían de mujeres del ramo textil con cierta independencia económica, a diferencia de la mayoría de mujeres del campo. En el ámbito nacional, se decretaron unos 30.000 divorcios bajo esta ley, especialmente en las ciudades: en París hubo casi 6.000 en el período 1793-1795. En Ruán se producía un divorcio de cada ocho matrimonios, y otros tantos se resolvían gracias a la mediación familiar. A pesar de que la vio­ lencia solía ser la causa más común esgrimida por las mujeres, la costum­ bre de los hombres de humillar a sus esposas mediante abusos físicos

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hija el nombre de Phytogynéantrope, que en griego significa mujer que sólo da a luz hijos guerreros.

(llamada correction m odérée bajo el antiguo régimen) se puso en tela de juicio en todos los hogares. La ley de divorcio desafiaba las relaciones domésticas en lo más fundamental. Los tribunales familiares trataban de mediar en posibles divorcios, pero no siempre lo conseguían. Sirva de ejemplo el caso de Jean-Baptiste Vilasse, un fabricante de clavos de La Rochela, que acusó a su mujer Marie-Victoire Guyon de «ser rebelde y de dudosa moralidad», y a su vez ella le acusó de «malos tratos» insistiendo en que ambos tenían caracteres incompatibles. Jean-Baptiste la había per­ donado por haber hecho el amor con otro fabricante de clavos incluso en presencia de sus hijos: ella había regresado a su lado, pero insistía en «que no abandonaría al otro hombre, al que amaba». Ahora le tocaba a JeanBaptiste ser intransigente y pidió el divorcio. Sin embargo, a diferencia de Ruán, hubo en La Rochela tan sólo 34 divorcios frente a 780 matrimo­ nios en el período del 1 de enero de 1793 al 27 de junio de 1795. En un importante y acalorado debate en agosto de 1793 se abordó la cuestión de los derechos de las esposas para dotarlas de igual papel deci­ sorio en lo relativo a la propiedad familiar. Los argumentos de Merlin de Douai según los cuales «la mujer es, en general, incapaz de administrar y los hombres, dotados de una natural capacidad superior, deben protegerla», fueron rebatidos por Georges Couthon: «La mujer nace con las mismas capacidades que el hombre. Y si todavía no ha podido demostrarlo, no es culpa de la Naturaleza, sino de nuestras antiguas instituciones». Couthon recibió el respaldo de Camille Desmoulins, que admitió que «en apoyo de mi opinión está la consideración política de que es importante hacer que las mujeres amen la revolución». Vencieron en el debate, pero la ley nun­ ca llegó a aplicarse en su totalidad.9 La naturaleza de la ceremonia del matrimonio — al igual que la del bautismo y la del entierro— también experimentó cambios. Ahora el alcalde introducía estos ritos en un «registro civil», y el sacerdote tan sólo llevaba a cabo la bendición opcional si es que había algún sacerdote

9. Andró Burguiére, «Politiquc de la famille et Revolution», en Michacl Adcoek y otros (cds.), Révolulion, Soeiety and Ote Politics o f Memory (Melbourne, 1997), pp. 7273. La ley de divorcio es tratada por Rodcrick Phillips en Family Brvakdown in l.ateEighteenth Century France: Divorces in Rouen, 1792-1803 (Oxford, 19X0); y de modo mucho más general en Putting Asunder: A History o f Divorce in Western Soeiety (Cam­ bridge, 1988).

disponible. Se hacía caso omiso de las restricciones religiosas contra la celebración de bodas en Advento, Cuaresma, en viernes y en domingos. Habia ahora buenas razones — la exención del reclutamiento obligatorio para los hombres casados— para que las parejas de fa c to y los jóvenes se casasen: comparado con el porcentaje anual del período prerrevolucionario de 240.000 matrimonios, en los años 1793 y 1794 se celebraron 325.000 bodas. A pesar del desprecio por la «superstición», los jacobinos radicales de la capital mostraban a menudo una tímida moralidad, condenando lo que ellos denominaban «moralidad laxa» como reminiscencia de la corrup­ ción y relajación del antiguo régimen. El 2 de octubre de 1793 la Comuna de Paris decretó que Queda prohibido a todas las muchachas y mujeres de baja moral pasearse por las calles, avenidas, y plazas públicas, y fomentar allí la depravación ... El consejo general pide ayuda para la aplicación y mantenimiento de este decreto a los republicanos austeros y amantes de las buenas costum­ bres, a los padres y madres de famila ... invita a los ancianos, en calidad de ministros de la moralidad, a velar por que la moral no se vea ultrajada ...l0 La prostitución se prohibió el 21 Nivoso II (10 de enero de 1794), siendo considerada por la Comuna com o una práctica del antiguo régimen y en cualquier caso innecesaria cuando había trabajo en las industrias de guerra. No obstante, siguió siendo un último recurso clandestino para más de 20.000 mujeres en París. Durante la revolución, se produjo un abismo político y de clase entre los que abogaban por los derechos de las mujeres, como Olympe de Gou­ ges y Etta Palm, ahora muertos o desacreditados por su conservadurismo político, y el apoyo de las sans-jupons a la subsistencia y a los objetivos militares del movimiento popular en su conjunto. En mayo de 1793 Thé­ roigne de Méricourt, que apoyaba a los girondinos, fue objeto de una paliza por parte de mujeres jacobinas de la que nunca se recuperó. Duran­ te los cinco m eses posteriores a mayo, las Ciudadanas Republicanas Revolucionarias, acaudilladas por Claire Lacombc y Pauline Léon, ten­ dieron un puente sobre aquel vacío entre los derechos de las mujeres y la

10. Hardman (ed.), French Revolution Documents, vol. 2, pp. 127-128.

11. R. 13. Rose, Tribunas and Amazons: Men and Women o f Revolutionary France 1789-1871 (Sydney, 1998), pp. 246-248. El razonamiento de Rose debería compararse con el de Olwen Hufton, «Women in Revolution», French Politics and Soeiety, 7 (1989), pp. 65-81; Madelyn Gutwirth, The Twilight o f the Goddesses: Women and Representation in the French Revolutionary Era (New Brunswick, NJ, 1992) cap. 7.

El 30 de octubre todos los clubes femeninos, incluyendo sesenta de las zonas provinciales, fueron clausurados.12 Era inevitable que las desesperadas demandas de movilización nacio­ nal para la guerra invirtieran la descentralización del poder de los prime­ ros años de la revolución. Las guerras civiles de 1793 sirvieron también para destacar los peligros de la autonomía local, de la misma manera que los ejércitos revolucionarios, la oleada de exigencias radicales de las mu­ jeres y la descristianización pusieron en evidencia el desafío de las inicia-

12. Este significativo episodio de la historia de la participación política de las muje­ res es analizado por Desan, «Jacobín Women’s Clubs», en B. T. Ragan y E. A. Williams (cds.), Re-creating Authority in Revolutionary France (New Brunswick, NJ, 1992); Seoll H. Lytle, «The Second Sex (Scptember, 1793)», Journal o f Modern llislory, 26 (1955), pp. 14-26; Landes, Women and the Public Sphere, pp. 140-145, 160-168; Marie ( cruti, I • Club des citoyennes républicaines révolutionnaires (París, 1966); R. B. Rose, Ihe I nra gés: Socialists o f the French Revolution? (Melbourne, 1965), caps. 5-6

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Ü LLUtlir.

! Nuestro sexo tan sólo ha producido un monstruo [María Antonieta], pero nosotras durante cuatro años hem os sido traicionadas y asesinadas por innumerables monstruos de sexo masculino. Nuestros derechos son los del pueblo, y si se nos oprime, sabremos cóm o oponer resistencia a la opresión.

camino.

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Varias secciones de la capital empezaron a admitir mujeres en sus reunio­ nes, y las secciones de Hommes Libres y Panthéon reconocían su pleno derecho al voto. Otras eran más cautas: la Sociedad Popular de la Sección Luxemburgo admitía a mujeres mayores de 21 años y a sus hijas de más de 14, pero limitaba la presencia de mujeres a una quinta parte del total de sus miembros. Sin embargo, Robespierre nunca se sintió entusiasmado por la áspera militancia de las Ciudadanas, y en determinado momento anotó en su diario «dissolution des f. r. r.» («clausurar las Mujeres Repu­ blicanas Revolucionarias»). Cuando las críticas se hicieron oír, Lacombe se enfrentó a la Conven­ ción el 8 de octubre de 1793:

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angosto espacio de sus hogares, convirtiendo a la mitad de las personas en seres pasivos y aislados ya no existe para vosotras. Estáis ansiosas por ocupar vuestro puesto en el orden social, la apatía os ofende y humilla ..."

Cada sexo está llamado a desempeñar la clase de ocupación que le es pro­ pia, su acción queda circunscrita en el interior de un círculo que no se puede romper, pues la naturaleza, que ha impuesto tales limitaciones al género humano, ordena imperiosamente ... Si pensamos que la educación política del hombre está todavía en sus inicios, que los principios mili lio están desarrollados, y que seguim os tartamudeando con la palabra «llh«‘i tad», cuán atrasadas y menos ilustradas en aquellos principios oslat'An lm< mujeres, cuya educación política es prácticamente nula. Su prcM-nciu en las sociedades populares concederá un papel activo en el gobiei no a aqur lias personas propensas a pensar de forma errónea y a ser aparlatlim de mi

Hl LiliXÍ í

Vuestra sociedad forma parte del cuerpo social y no es una de las menos importantes. La libertad ha encontrado aqui una nueva escuela: madres, esposas y niños acuden aquí para aprender, para estimularse los unos a los otros en la práctica de las virtudes sociales. Habéis roto uno de los eslabo­ nes de la cadena de los prejuicios. Aquel que confinaba a las mujeres al

Sin embargo, mientras las Ciudadanas atrajeron a 300 mujeres a sus reu­ niones, y pedían el apoyo activo de otras 4.000 más, su desafio fracasó frente a la oposición de las dueñas de los puestos del mercado para quie­ nes el control de los precios las amenazaba con la pobreza. El 24 de octu­ bre un grupo de Ciudadanas fue salvajemente apaleado por las mujeres del mercado, ofreciendo a los jacobinos y a la Convención la oportunidad de tomar partido en su contra. Un colega de Robespierre, Amar, del Comité de Seguridad General, exigió a la Convención que disolviese la sociedad apelando a los imperativos del orden de la naturaleza:

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política de subsistencia organizándose com o un grupo de mujeres autó­ nomo y haciendo campaña por los derechos de la mujer a acceder a pues­ tos públicos y a llevar armas, mientras que permanecían vinculadas al ala radical de los sans-culottes, los Rabiosos. Las reglas de las Ciudadanas proclamaban que «Los miembros de la sociedad no son más que una familia de hermanas». En una de sus visitas, una delegación de la sección de los Droits de l’Homme elogió la sociedad:

tivas locales. La contrarrevolución reforzó la desconfianza de los jaco­ binos en las lenguas minoritarias. En enero de 1794, Barére (a pesar de ser de la parte de habla occitana de los Pirineos) lanzó vituperios contra «la ignorancia y el fanatismo», palabras que la coalición extranjera mani­ puló y convirtió en «gente sin instrucción o que habla una lengua distinta a la de la educación pública».13 Olvidando los extraordinarios sacrificios que en las zonas fronterizas habían hecho los patriotas vascos, catalanes, flamencos y provenzales, Barére dio por sentado que republicanismo, civilización y lengua francesa eran sinónimos. De hecho, las reacciones a la revolución fueron muy variadas en las regiones de lenguas minorita­ rias. No obstante, el odio que muchos «diputados en misión» y miembros de los ejércitos revolucionarios sentían a las lenguas y culturas minorita­ rias exacerbó la desconfianza de París. La presión de los grupos más militantes de los sans-culottes revelaron las tensiones en el seno de la alianza popular del año II, aunque los logros de esta alianza no fueron menos impresionantes a finales de 1793. En aquellos tiempos, las fuerzas republicanas dirigidas por un joven oficial de artillería, Napoleón Bonaparte, habían vuelto a capturar Tolón y las tropas extranjeras habían sufrido importantes reveses en el noreste y en el sures­ te. A pesar de que el «máximo general» no se había aplicado del todo, el descenso económico se había invertido y el poder adquisitivo del asignado permaneció en el 48 por ciento. La rebelión de la Vendée fue sofocada y la revuelta federalista aplastada, ambas con un elevado coste de vidas. Los meses de diciembre de 1793 y de enero de 1794 constituyeron el punto álgido de las ejecuciones: 6.882 de las 14.080 personas sentenciadas por los tribunales en el año del Terror murieron durante estos meses. En este contexto de triunfo militar, pero también de excesos y de cons­ tantes restricciones a la libertad, tuvo lugar un debate crucial y profético acerca de la continuación y la dirección del Terror, cuando jacobinos «moderados» como Danton y Desmoulins exigieron el fin de los contro­ les del Terror y la aplicación de la Constitución de 1793. El 20 de diciem­ bre interrogaron al Comité de Salud Pública en Le Vieux Cordelier:

13. Citado en Roger Dupuy, De la Revolution á la chouannerie: Paysans en Bretagne (Paris, 1988), pp. 7-8; véase también Patrice Higonnet, «The Politics o f Linguistic Tcrrorism and Grammatical Hegemony during the French Revolution», Social History, 5 (1980), pp. 41-69.

¡Queréis deshaceros de todos vuestros enem igos por medio de la guilloti­ na! ¿Habráse visto alguna vez mayor locura? ¿Creéis posible que un hom­ bre muera en el cadalso sin crearos otros diez enem igos entre su familia y amigos? ... Mi opinión es completamente distinta a la de aquellos que os dicen que el terror debe seguir estando en el orden del dia.14

Sin embargo, el peligro no había pasado: en el suroeste, las tropas españo­ las seguían controlando el territorio francés; en Santo Domingo la oferta de libertad en junio de 1793 a los esclavos que luchasen por la república (seguida de una emancipación general en julio-agosto, ampliada a todas las colonias francesas mediante la ley del 4 de febrero de 1794) no consi­ guió vencer la alianza entre los plantadores blancos y la flota inglesa. En semejante situación, la Convención respondió manteniendo los comités y su personal. Además, com o ya hemos visto, para Robespierre y especialmente para sus correligionarios, el Terror tenía un propósito mucho más elevado que el de ganar la guerra simplemente. La visión de Robespierre de una sociedad regenerada, virtuosa y abnegada era, para él, la única razón de ser de la revolución. «Ya es hora de señalar con claridad el objetivo de la revolución», manifestó en la Convención el 5 de febrero de 1794: Queremos un orden de cosas ... en el que el Estado asegure el bienestar de todos los individuos, y en el que todo el mundo disfrute con orgullo de la prosperidad y la gloria de su pais. ... Queremos sustituir en nuestro pais ... la tiranía de la costumbre por el imperio de la razón ... un pueblo adorable, frívolo y desdichado por un pueblo magnánimo, poderoso y feliz: es de­ cir, todos los vicios y puerilidades de la monarquía por todas las virtudes y m ilagros de la república.15

Sin embargo, al final el pueblo francés que Robespierre veía en el espejo no era un reflejo de sí mismo.

14. Le Vieux Cordelier, n.” 4, 30 Frimario 11 (20 de diciembre de 1793). 15. R. R. Palmer, Twelve who Ruled (Princeton, 1941), p. 275. lil drama de la con­ frontación entre Robespierre y Danton —y de la lucha por el poder en Polonia a princi­ pios de los años 1980— se evoca en la película de 1982 de Andrjcz Wadja, Danton, basa­ da en la obra de 1930 de Stanislawa Przybys/.ewska.

En cambio, para la mayor parte de la Convención el objetivo del Terror era la consecución de la paz, y los controles económicos y políticos no eran más que imposiciones temporales y lamentables para alcanzar aquel fin: la habitual extensión de los poderes del Comité era un reconocimiento de sus logros y de la persistente crisis de guerra, pero no una medida de apoyo a la ideología jacobina. Por otro lado, los sans-culottes habían desarrolla­ do una visión radicalmente diferente de una sociedad de pequeñas gran­ jas y talleres creados mediante la redistribución de la propiedad y susten­ tada por la educación gratuita, por la purga de las viejas élites y por la democracia. Por último, las divisiones políticas y sociales en el seno de la alianza republicana resultaron ser irreconciliables y explican la infame política de 1794. En contraste con los crecientes llamamientos a la disminución del Terror, Hébert y sus aliados preconizaron otro alzamiento popular como la jo u rn é e del 5 y 6 de septiembre de 1793 — cuando los sans-culottes impusieron su voluntad en la Covención Nacional— para impulsar el Terror. Con ello proporcionaron al Comité de Salud Pública el pretexto para actuar contra ambas facciones: los «extremistas» y los «indulgen­ tes». La contención del movimiento popular en París y demás lugares se consumó con la ejecución de los Cordeleros (Hébert, Ronsin, Vincent, Cloots, y sus aliados) en marzo y la clausura de treinta y nueve socieda­ des populares. Esto dejó manos libres a la Convención para favorecer las ventas en el mercado líbre aumentando el margen de beneficios. Junto con el establecimiento de los salarios máximos a los niveles de septiem­ bre de 1793, aquella iniciativa supuso un fuerte revés para los asalariados y los asignados volvieron a caer hasta el 36 por ciento en el mes de julio. Los partidarios de Robespierre caminaban por un angosto sendero entre sus seguidores cada vez más desorientados dentro y fuera de la Con­ vención, y decidieron tratar de moldear la opinión pública en nombre de una voluntad y moralidad revolucionaria que aseguraban monopolizar. En este contexto, Saint-Just se inspiró en la insistencia de Rousseau de que la «voluntad general» no era una simple amalgama de opinión sino un conocimiento no corrompido del interés público: en palabras de Robes­ pierre: «une volonté une» («una sola voluntad»). El 26 Germinal del año 11 (15 de abril de 1794), Saint-Just manifestó sus preferencias por una polí­ tica de «conciencia pública ... compuesta de una inclinación del pueblo por el bien común». Por desgracia, así lo creía, esta «inclinación» estaba

pervertida por los «malos propósitos» de sus antiguos aliados: el discurso ' de Saint-Just fue pronunciado tan sólo unos días después de la ejecución de i los Cordeleros y los «indulgentes» (Danton, Desmoulins, y sus parti‘ darios), y el día anterior al arresto de Pauline Léon y Claire Lacombe i como simpatizantes de Hébert (la primera fue puesta en libertad en agosto 1 de 1794 y la segunda un año más tarde). Las divisiones entre los «patriotas» desesperaban a los dirigentes jacobinos. El 20 de abril Billaud-Varenne informó a la Convención en nombre del Comité de Salud Pública de que era preciso: recrear al pueblo que uno quiere devolver a la libertad ... por consiguiente, es necesaria una acción contundente, un im pulso vehem ente, adecuado para desarrollar las virtudes cívicas y reprimir los apetitos de avaricia, intriga y ambición.16

* Poco después, también Robespierre entregó un informe sobre la organi zación de las festividades públicas, tratando a la vez de consolidar su fun ción cívica instructiva y de controlarlas. Las festividades robcspicrrislas culminaron en la «Fiesta del Ser Supremo» (7 de mayo), en la que espera ba poder reunificar a los patriotas en torno a una creencia común en un í ser superior. Fue una espléndida escenografía a cargo de Jacques-Louis David, y con Robespierre, entonces presidente de la Convención, dírigíun do la procesión vestido con su chaqueta azul claro favorita y sosteniendo un ramillete de flores azules. No obstante, la falta de espontaneidad de la fiesta confirmó los temores de Saint-Just de que «la revolución se ha congelado». A sim ism o, las funciones policiales del Terror procuraban controlar cada vez más el contenido de las representaciones teatrales. Desdo finales de 1793, 150 obras fueron censuradas y reescritas o rotundamente prohi­ bidas; en el mes de marzo, Corneille y Racine habían desaparecido de la escena y Guillermo Tell tuvo que ser reescrita antes de reaparecer en mayo de 1794 con el título de Les Sans-culottes suisses. Se inició un encarnizado

16. John M. Burncy, «The Fcar of the Uxccutívc and the Thrcat o f Conspiracy: Billaud-Varenne’sTerrorístic Rhctoric in the French Revolution 1788-1794», French His­ tory, 5 {1991), p. 162.

debate sobre si las obras no revolucionarias eran necesariamente «no pa­ trióticas». En su defensa de la producción de la pantomima Adéle de Sacy frente a la acusación de ser contrarrevolucionaria, el director del Lycce des Arts argumentaba: El buen republicano no teme las denuncias, pues son la piedra angular de la ciudadanía, pero cada denuncia debe ser examinada a fondo y compro­ bada minuciosamente: éste es el deber de la vigilancia, porque sólo en­ tonces la estima pública hace justicia al acusador.

En mayo, Robespierre tomó cartas en el asunto permitiendo que las obras del antiguo régimen se representasen intactas, en un intento por resolverla tensión y utilizar material prerrevolucionario con fines revolucionarios. Sin embargo, al mes siguiente el debate continuaba y ahora se discutía si todas las representaciones habían de ser didácticas y «auténticas».17 La implicación directa de las artes creativas en la política del Terror iba a tener consecuencias trágicas. En 1788 David había pintado un lumi­ noso retrato de Antoine Lavoisier y de su esposa Marie-Anne. Lavoisier era hijo de un acaudalado burgués que había comprado un título nobilia­ rio, y en 1768 se convirtió en auditor particular. Fue también el científico más brillante de su tiempo, y su libro más importante fue su Tratado ele­ m ental de quím ica, publicado en 1789. Negándose a aceptar los antiguos supuestos de que el aire, el agua, el fuego y la tierra eran elementos indi­ visibles, Lavoisier elaboró métodos cuantitativos para definir los elemen­ tos químicos e inventó un sistema para denominar los compuestos quí­ micos. Descubrió, por ejemplo, que el agua está compuesta de hidrógeno y oxígeno, y los procesos químicos de la combustión. Después de 1789 Lavoisier, íntimo amigo de Franklin, dedicó sus energías a la revolución, actuando de administrador superior durante la guerra y en la comisión que estableció el sistema métrico, mientras proseguía con sus experimentos. A pesar de ello, tenía un poderoso enem igo en Jean-Paul Marat, cuyas teorías científicas había puesto en evidencia calificándolas de fraudulen­ tas cuando Marat intentó ingresar en la Real Academia de las Ciencias. Marat le denunció:

17. James H. Johnson, «Revolutionary Audícnces and the Impossiblc Imperativos of Fraternity», en Ragan and Williams (eds.), Re-creating Authoriy.

Este despreciable hombrecillo que disfruta de unos ingresos de cuarenta mil libras no tiene otro mérito que el de haber puesto cerco a Paris con una muralla que cuesta treinta m illones a los pobres. ¡Ojalá lo hubieran colgado de la farola más cercana!

En noviembre de 1793 se presentaron cargos contra todos los antiguos recaudadores de impuestos. Robespierre intervino para salvar la vida de uno de ellos. Sin embargo, David, que en septiembre se había incorpora­ do al Comité General de Seguridad, y que firmó más de 400 órdenes de detención, no hizo al parecer ningún esfuerzo por salvar al hombre cuyo retrato había pintado él mismo. Lavoisier compareció ante el tribunal revolucionario el 5 de mayo de 1794 y escribió una última carta a su esposa antes de ser ejecutado el día 8: He tenido una vida bastante larga, pero sobre todo una vida muy feliz, creo que seré recordado con cierto pesar y quizá deje también cierta repu­ tación detrás de mí. ¿Qué más podría pedir? Los acontecimientos en los que m e veo envuelto m e ahorrarán probablemente los achaques de la vejez. Moriré en plena posesión de mis facultades.18

Por lo que parece, hubo también otras muchas muertes innecesarias du­ rante aquel año, aunque ninguna tan desdichada para la humanidad como la de Antoine Lavoisier. Una revolución que había comenzado en 1789 con un entusiasmo humanitario y reformista parecía haber evolucionado hacia una pesadilla de ultrajantes afrentas a las libertades individuales y ala seguridad de las personas. Esta ha sido siempre la principal incógnita de la Revolución Francesa: ¿por qué existió el «Terror» en 1793-1794? ¿Fue la contrarrevolución la que hizo violenta a la revolución, o fue la vio­ lencia revolucionaria de 1793-1794 una reacción desmesurada a la ame­ naza de una contrarrevolución? Las respuestas a estas cuestiones han dependido siempre tanto de la perspectiva particular de los historiadores como del contexto en el que

18. Stephen Jay Gould, Bully Jór Brontosaurus (Nueva York, 1991), pp. 363-364, (hay trad. cast.: Brontosaurus y la nalga de! ministro: Reflexiones sobre historia natural. Critica, Barcelona, 1993); Arthur Donovan, Antoine Lavoisier: Science, Administration, and Revolution (Oxford, 1993).

escribían. El clásico de R. R. Palmer Twelve who ruled, escrito en 1941, en los días más negros de la segunda guerra mundial, adopta un tono indulgente. Palmer describe a Robespierre com o «uno de los seis princi­ pales profetas de la democracia»: Desde 1940 ya no resulta tan cóm ico com o antes decir que la democracia está basada en la virtud. Cuando leem os en el catálogo de cambios que Robespierre anunció que el gobierno deseaba ver en Francia, percibimos una cierta similitud con lo que podríamos haber leído en el periódico de la mañana.

En cambio, para Pierre Chaunu, el Terror evocaba las imágenes de Camboya y de las prisiones estalinistas características de la época en que escribía, en 1983: El período jacobino no puede aparecer hoy más que com o el primer acto, la primera piedra fundacional de una larga y sangrienta serie que se ex­ tiende desde 1792 hasta nuestros días, desde el genocidio franco-francés en el oeste católico hasta los gulags soviéticos, hasta la destrucción cau­ sada por la revolución cultural china y hasta el genocidio IChincr Rojo de Camboya.19

En 1804, Tom Paine, el veterano británico de la Revolución Americana que en 1792-1794 estuvo en la Convención Nacional y en la cárcel, culpa­ ba de aquella «locura» a «la influencia provocadora de las potencias ex­ tranjeras». Asimismo, la mayoría de historiadores, tanto marxistas como liberales, consideran que la revolución se basó en sinceras creencjas libe­ rales en la tolerancia y el proceso judicial hasta que se vio forzada por las circunstancias de una violenta contrarrevolución a poner en peligro algu­ nos de sus principios fundamentales. N o obstante, recientemente, histo­ riadores como Frangois Furet, Patrice Gueniffey y Simón Schama argu­ mentan que la mentalidad del Terror estuvo presente desde el inicio de la revolución en mayo de 1789 cuando, como asegura Gueniffey, los «patrio­ tas» comenzaron a estigmatizar a sus adversarios como enemigos del nue­ vo orden social en lugar de considerarlos simplemente como partidarios de puntos de vista opuestos. La extendida creencia en 1789 de un «com­ 19. Palmer, Twelve who Ruled, p. 279; Hugh Gough, «Genocidc and the Bicentcnary», Histórica! Journal, 30 (1987), p. 978.

plot aristocrático», que supuestamente pretendía matar de hambre e inacti­ vidad a los parisinos, había sustentado el asalto a la Bastilla y los Días de Octubre, y se repetía cada vez que los revolucionarios necesitaban expli­ car la oposición a sus políticas. William Reddy arguye que «la historia de la revolución no puede comprenderse sin una adecuada teoría de las em o­ ciones», que este pueblo extremadamente «sentimental» en aquella época vívía sus sentimientos de dolor, de temor y de envidia en público. Aquel «exagerado sentimentalismo» podría explicar, según él, la particular obse­ sión que tenían los revolucionarios con conspiraciones casi siempre ima­ ginarias. De acuerdo con Lynn Hunt, la conspiración constituyó «el prin­ cipio organizativo más importante de la retórica revolucionaria francesa. La narrativa de la revolución estaba dominada por los complots».20 Para Simón Schama, la violencia fue «la fuente de la energía colecti va de la revolución ... el Terror fue simplemente 1789 con un mayor ba lance de víctimas».21 El acontecimiento fundamental en su narración tío 1789— y en el que se detiene concienzudamente— fueron los homicidios colectivos de Bertier de Sauvigny y su yerno Foulon el 22 de julio. I’or supuesto, hay una gran diferencia entre estos asesinatos y el Terror di' 1793-1794: este último era una represión estatal institucionalizada y no una venganza popular. No obstante, la supuesta reacción de Antoine Bai nave ante la muerte de Foulon — Qué, ¿acaso es tan pura la sangre que se acaba de derramar?— es utilizada por Schama para afirmar que los revo­ lucionarios de cualquier formación tenían una insaciable sed de sangre. Obviamente, centrarse com o hace Schama en un incidente horripilante como éste no es más que minimizar la importancia y degradar los propó­ sitos de revolución de 1789: su esencia no eran los derechos del hombre sino la matanza de inocentes. Es cierto que hay indicios en la retórica revolucionaria — y contrarre­ volucionaria— de imágenes verbales que definían a los adversarios como

20. Estas distintas opiniones del Terror pertenecen a A. Y. Ayer, Thomas l'aine (I««li­ dies. 1988), p. 177; Patrice Gueniffey, La Politique de la Terrear: Fssai sur la viólem e révolulionnaire (Paris, 2000); William M. Reddy, «Sentimentalism and ils lirasiuv: l'lie Role ofEmotions in the Era of the French Révolulion». Journal o/ Modern llisloiy, /.’ (2000), pp. 109-152. Véase también Arno J. Maycr, The Furies: Violence and Terror in llie French and Russian Révolutions (Princeton, 2000). 21. Schama, Cilizens, p. 447.

T K |conspiradores, traidores y enemigos. No es de extrañar en una sociedad en la que hasta 1789 la política estaba dominada por las distintas faccio­ nes de la corte y sus intrigas y en la que la Iglesia expulsaba por herejes a los que causaban problemas. Cuando Jacques-Alexis Thuriot alegó su historial revolucionario com o prueba de su inocencia, Hébert replicó: «¿Qué clase de prueba son los servicios prestados a la revolución? Los conspiradores siempre adoptan este método. Para engañar al pueblo, uno tiene que haberlo servido: hay que ganarse su confianza para poder abu­ sar mejor de él».22 Sin embargo, asumir que la esencia de la revolución era por consiguiente la violencia en sí misma es no comprender el len­ guaje mucho más poderoso del liberalismo y la regeneración: el intento de escapar de la intolerancia y la violencia del antiguo régimen. Por otro lado, reducir el curso de la revolución a una corriente de intolerancia emocional y obsesión paranoide con conspiraciones que culminaron en el Terror de 1794 es no comprender las persistentes voces del liberalismo y la tolerancia y el modo en que el estallido de la guerra transformó las divisiones políticas en cuestiones de vida o muerte. Como Timothy Tackett pone de manifiesto, hasta la huida del rey en junio de 1791, y las sonoras (aunque huecas) advertencias de las demás cabezas coronadas tras su captura, en las asambleas se hablaba poco de conspiración. La contrarrevo­ lución y las emociones encontradas de pánico, agravio, orgullo y temor que suscitaba propiciaron el surgimiento de una actitud dispuesta a creer que los enemigos eran omnipresentes. El Terror no puede comprenderse simplemente com o la expresión de una paranoia revolucionaria. Mientras la amenaza militar persistiera, la existencia del Terrpr estaba justificada. En Pradial II (20 de mayo-18 de junio), 183 de los 608 de­ cretos del Comité de Salud Pública eran relativos a cuestiones de sumi­ nistro y transporte firmados por Lindet; 114 hacían referencia a municio­ nes y fueron introducidos por Prieur de la Cóte-d’Or; y 130 eran decretos de Carnot relativos al ejército y la marina. No obstante, es cierto que a finales de la primavera de 1794, la ejecución de revolucionarios popula­ res a la derecha y a la izquierda de los jacobinos, y la escalada del Terror en tiempos de triunfos militares, desconcertaba incluso a los más patrióti­ cos de los sans-culottes. Entre los encarcelados por sospechosos figuraba

EL TERROR: ¿DEFENSA REVOLUCIONARIA O PARANOIA?

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Eun héroe de 1789 y 1792, el cervecero Santerre, el marqués de Sade, _ Rouget de l’lsle y el mayor poeta de Francia, André Chcnier. Para Jacques 1 Ménétra, miembro activo de una sección pro Robespierre, aquellos meses ; evocaban imágenes de canibalismo, asesinatos, barbarie y muertes innecesarías, por lo menos retrospectivamente.23 En particular, la Ley del 22 | Pradial del año II (10 de junio de 1794) difundió ampliamente las defini-

I ciones de «contrarrevolucionario»: ! i

6. Las siguientes personas son consideradas enem igas del pueblo: aque­ llos que ... intentan menoscabar o disolver la Convención N acion al... que intentan sembrar el desaliento ... que intentan confundir las opiniones ... para mermar la energía y la pureza de los principios revolucionarios y republicanos ... 7. La pena impuesta para todos los delitos bajo la jurisdicción del Tri­ bunal Revolucionario es la muerte.

I La batalla de Floreal (26 de junio), que terminó por fin con la amenaza de las tropas autríacas en suelo francés, puso de manifiesto las contradicciones de la alianza popular del año II. La incidencia geográfica de las ejecuciones durante el Terror se concentró en departamentos donde la amenaza militar había sido mayor (véase mapa 6); ahora, a medida que la amenaza retrocedía, el número de ejecuciones por oposición política disminuía. La desaparición de la inmediata amenaza militar desveló con toda su crudeza el nuevo propósito para el que se estaba utilizando el Terror: desde marzo de 1793 hasta junio de 1794, 1.251 personas fueron ; ejecutadas en París; de acuerdo con la ley del 22 Pradial (10 de junio), 1.376 fueron guillotinadas en sólo seis semanas. Dichas semanas no fuev. ron una época de constante represión, puesto que a mediados dé julio, ■| 71 diputados girondinos, que podían haber seguido a sus correligionarios en la guillotina, fueron rehabilitados en octubre de 1793 como miembros de pleno derecho de la Convención gracias a la intervención de Robes­ pierre. No obstante, el talante de aquéllos no conocía el perdón.

22. Citado en un importante articulo de Colin Lucas, «The Theory aiul Practicc of Denunciation in the French Revolution», Journal o f Modern History, 68 (1996), p. 784,

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23. Jacques-Louis Ménétra, Journal o f My Life, trad. A. Goldhammer (Nueva York, 1986), pp. 219-220. Véase también, Nicolás Ruault, Gazette d'un parisién sous la Révo­ lulion, 1783-1796 (París, 1976) (han surgido no obstante dudas acerca de la autenticidad de estas memorias).

El discurso de Robespierre ante la Convención el 26 de julio ( 8 Termidor), con su velada amenaza a ciertos diputados cuyo nombre no se men­ cionó, proporcionó el motivo para la reacción. Entre los que tramaron su caída estaba Fouché, Collot d’Herbois, Fréron y Barras, temerosos de que Robespierre les llamase para dar cuenta de su sangrienta represión del federalismo en Lyon, Tolón y Marsella. En su arresto al día siguiente, no pudo buscar apoyo en el movimiento de los sans-culottes, abrumado por las medidas impuestas por los propios jacobinos, la muerte de sus lí­ deres y el desconcierto de los asalariados. Tan sólo 17 de las 48 secciones respondieron a los llamamientos para salvarle, pero pronto se dispersa­ ron. Robespierre se disparó en la mandíbula, al parecer en un intentó de suicidio. Subió a la guillotina agonizante el 28 de julio. Un agente de poli­ cía informó que, mientras caía la cabeza de Robespierre, un grupo de fabricantes de cepillos gritaba: «Allá va, el máximo en el cesto» y al día siguiente hicieron una huelga para conseguir un aumento salarial de un tercio. Finalmente, más de ochenta «robespierristas» fueron guillotinados. La caída de Robespierre y de sus partidarios en julio de 1794 significó mucho más que la expulsión de una camarilla instalada en el gobierno que había sobrevivido a sus objetivos. Representó también el fin de un régimen que había abanderado dos propósitos gem elos, el de salvar la re­ volución y el de crear una nueva sociedad. Había alcanzado el primero de ellos, a muy alto precio, pero la visión del abnegado y virtuoso guerrero cívico que sim bolizaba la nueva sociedad había dejado de existir. Los hombres de la Convención que se alegraron de la caída de Robespierre fueron sus viejos enem igos los girondinos, junto con sus antiguos par­ tidarios que consideraron conveniente absolver su aquiescencia en el Terror vaciando sus conciencias en la tumba de su líder.

VIII.

E f Diez días después de la caída de Robespierre el 9 Termidor, Rose de í Beauharnais fue liberada de la prisión de Les Carmes. Su marido Alexandre no tuvo tanta suerte: había dimitido del ejército en agosto de 1793, It pero luego fue juzgado, acusado de conspiración con el enemigo, y ejecu | lado el 5 Termidor. Rose era una mujer de 31 años, hija del propietario de una plantación de azúcar en la isla caribeña de la Martinica; no obstante, ¡ había sido prorrevolucionaria, y se sentía cómoda cuando se dirigían ii P' ella tratándola de tú y de ciudadana. A pesar de ello, su nombre la habla | convertido en sospechosa en la fatídica primavera de 1794. Entre los otros «sospechosos» liberados después de Termidor se con taban numerosos sans-culottes, entre ellos Franpois-Nocl Babeuf (véase capítulo IV). Babeuf fue encarcelado a com ienzos de 1793 por falsificar registros de propiedad con el objetivo de repartir las tierras entre los poi bres. Durante su estancia en prisión cambió el nombre de Camille, que f había adoptado tiempo atrás, por el de Gracchus, un reformista agrario romano del siglo n a.C. Gracchus Babeuf se movió con presteza y fundó el Tribun du peuple en el que hacía públicas las demandas de los sansculottes. Fue también uno de los muchos militantes que pensaban que el fin del Terror aportaría una nueva libertad a la iniciativa popular y la apli­ cación de la Constitución de 1793. La caída de Robespierre fue umversalmente aplaudida, pues simboli­ zaba el final de las ejecuciones a gran escala. La expresión «el sistema del Terror» fue utilizada por primera vez dos días después por Barére. Las historias del Terror — es decir, de la propia Revolución— suelen ter­ minar, por lo tanto, con la caída de Robespierre. Para los más acomodados de toda Francia, el nuevo régimen del Directorio representaba aquello que todos anhelaban: la garantía de los logros revolucionarios y la con­ tención de la política popular. Así pues, en enero de 1795 el comité de

vigilancia de Lagrasse (departamento del Aude) celebró el fin del Terror en una alocución dirigida a la Convención: La Revolución del 9 Termidor ... ha sido testigo del renacimiento de la calma y la serenidad en los corazones de los franceses, que, liberados dé­ los errores a los que el terrorismo les había conducido, y habiendo roto el cetro de hierro bajo el que el sinvergüenza de Robespierre los tenía some­ tidos, gozan ahora del fruto de vuestras sublim es obras, recorriendo con alegría el sendero de la virtud ... Antes, hombres sanguinarios mataban a víctimas inocentes por envidia, y el destino envió al patíbulo a infinidad de sufridos y honrados ciudadanos confundidos entre los cupables ... Francia es libre, feliz y triunfante.1

Sin embargo, aquellos que trataban de culpar a Robespierre de los exeesos del Terror, a menudo habían sido sus instrumentos o cómplices de ellos. Otros que celebraron el levantamiento de las restricciones a la li­ bertad estaban tan amargados por sus experiencias que dieron rienda suelta a un período de crueles represalias. Obviamente, no resultaba sen­ cillo volver a los principios y al optimismo de 1789: la Revolución había perdido su inocencia, y los hombres que ahora gobernaban Francia eran curtidos pragmatistas. Los regímenes postermidorianos tendrían todos ellos dos objetivos fundamentales. En primer lugar, serían republicanos, pero por encima de todo estaba la necesidad de terminar la revolución, suprimiendo obviamente las fuentes de inestabilidad encarnadas por los jacobinos y los sans-culottes. Los termidorianos eran hombres duros, muchos de ellos antiguos girondinos que habían sobrevivido al Terror ejer­ ciendo una silenciosa oposición, y no estaban dispuestos a que la expe­ riencia se repitiese. En segundo lugar, la justificación de la guerra ex­ presada por los antiguos líderes Brissot y Vergniaud — de que se trataba de una guerra defensiva contra la tiránica agresión que acabaría convir­ tiéndose en una guerra de liberación a la que se unirían los europeos opri­ midos— evolucionaría desembocando finalmente en una guerra de expan­ sión territorial en nombre de «la grande nation». Al cabo de un mes de la caída de Robespierre, unos doscientos clubes jacobinos provinciales manifestaron ruidosamente sus quejas por las ines­ peradas repercusiones. Junto con la restricción de los objetivos del tribu­

nal revolucionario, que finalmente quedó abolido en mayo de 1795, al mismo tiempo que se llevaba a cabo la ejecución de Fouquier-Tinville, fiscal en el año II, se dio rienda suelta a una violenta reacción social. Este «Terror blanco» fue una respuesta punitiva de las élites políticas y socia­ les frente a los controles y miedos que habían padecido. En París, los ja­ cobinos activos y los sans-culottes fueron arrestados, en las ciudades de provincias los militantes fueron asesinados, y el club jacobino, que había sido la espina dorsal de la vida política de la burguesía patriótica durante larevolución, fue clausurado en noviembre. El talante vengativo de esta reacción social quedó reflejado en una ; canción de Souriguiéres y Gaveaux «Le Réveil du peuple» («El despertar del pueblo»), en enero de 1795: Pueblo francés, pueblo fraternal, ¿puedes contemplar sin estremecerte de horror cóm o sostiene el crimen sus banderas de carnicería y terror? Tú sufres mientras una espantosa horda de asesinos y bandidos ensucia con su feroz aliento la tierra de los vivos. ¿Qué es esta primitiva lentitud? ¡Apresúrate, pueblo soberano, a devolver a todos estos bebedores de sangre humana a los monstruos de Tcnarol ¡Guerra a todos los agentes del crimen! ¡Perseguidles hasta la muerte! ¡Compartid el horror que me invade! ¡Que no escapen!

En Burdeos esta canción se hizo popular entre los monárquicos, que comenzaban a resurgir. A mediados de 1795, una multitud de jóvenes invadió el Grand Théatre para abuchear y silbar la obra anticlerical Jean Calas, exigiendo que los actores cantasen «Le Réveil du peuple » . 2 La

2. Alan Forrest, The Revolution in Provincial France: Aquitaine, 1789-1799 (Oxford, 1996), p. 334; Masón, Singing the French Revolution, cap. 5. La referencia a Ténaro alude a un rabo en el Peloponcso, y es buena muestra de la educación clásica de la clase media parisina.

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i 3. Carla Hessc, Publishing and Cultural Politics in Revolutionary Paris, I789-18Ü (Bcrkeley y Los Angeles, 1991). 4. Frangois Gendron, The Gilded Youth ofThermidor, trad. James Cookson (Montreal, 1993). La mejor visión de conjunto del periodo termidoriano sigue siendo la de Gcorga Lefebvre, The Thermidorians, trad. R. Baldick (Londres 1965). Vcase también Bronisla» Baczko, Ending the Terror: The French Revolution after Robespierre (Cambridge, 1994).

blanca y golpeando a los sans-culottes con los que se tropezaba por la [ calle. Los árboles de la libertad plantados durante el Terror no tuvieron oportunidad de alcanzar la madurez. La liberación de las restricciones sociales y económicas en la exhibición de la riqueza permitieron el resur­ gimiento del consumo ostentoso, especialmente bailes en los que los más ¿adinerados mostraban su antipatía por el Terror y simbolizaban sus rei' tientes temores presentándose con el cuello afeitado y con finas cintas rojas en torno a la garganta. Reaparecieron las prostitutas en el PalaisRoyal solicitando a sus ricos clientes. El punto de vista social de los antiguos girondinos y hombres de la «Llanura» que ahora dominaban la Convención se hizo patente en su po lítica educativa, que dio marcha atrás al compromiso jacobino de una oseolarización universal y gratuita. La ley Daunou del 3 Brumario IV (25 de octubre de 1795) preveía también que se pagase a los maestros con los i salarios de los alumnos, que se enseñase a las chicas «habilidades útiles» ' en escuelas separadas, y que solamente hubiese una escuela en cada can tónen vez de una en cada comuna. Los termidorianos estaban más inlnr sados en la educación de élite. En septiembre de 1794, se creó la Escuela Central de Obras Públicas (que en septiembre de 1795 se convirtió en Escuela Politécnica) vinculada a ingenierías especializadas y a las escul­ las militares. En octubre de 1795, las academias del antiguo régimen, abolidas en agosto de 1793 por ser corporativas y elitistas, volvieron a funcionar como el Instituí de France. Bajo el Terror se conmemoraba el heroico sacrificio de niños como Bara y Viala; ahora había que reconocer actos de virtud opuestos. En el Salón de París de 1796 se presentó una pintura de Pierre-Nicolas Legrand titulada «Una acción piadosa nunca se olvida». Se trataba de la conme­ moración de Joseph Cange, el mensajero de la prisión de La Forcé durante el Terror. Conmovido por la miseria de la familia de un prisionero a la que tuvo que llevar un mensaje, Cange les dio parte de su dinero fingiendo que lo enviaba el prisionero, y luego hizo otro tanto con el preso. Sólo después del Terror descubrió éste, reunido ya con su familia, la verdad sobre lo sucedido; es más, se enteró de que Cange estaba criando a seis hijos. El de Legrand fue uno de los varios retratos hechos a Cange y, poco después de Termidor, com o mínimo ocho obras teatrales contaban esla conmovedora historia, una de ellas era de Marin Gamas, el autor de Em i­ grados en tierras australes (véase capítulo V).

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canción fue prohibida un año más tarde, cuando el gobierno se percató de; que su sangriento llamamiento a la venganza servía de tapadera al resur-' gimiento monárquico. La revolución cultural del año II había terminado. Los acomodadosj empezaron a utilizar tímidamente el tratamiento de «Monsieur» y «Madame» en vez de «Ciudadano». Aquellos años vieron también de facloA fin de tuteo com o forma política de tratamiento, de los nombres revolu­ cionarios e incluso de las décadas en muchas zonas. Las viejas formas de comunicación volvieron a instalarse: en 1795 el número de nuevas no­ velas se duplicó — en gran parte relatos sentimentales y de misteriomientras que la cantidad de nuevas canciones políticas descendió de 701 a 137. De forma similar a la historia de la prensa y de la pintura, la histo­ ria de la industria editorial lleva el sello de la economía política del pe­ ríodo. Originalmente «emancipados» de los controles del gremio privi­ legiado de editores parisinos, los autores habían disfrutado de unos años de libertad de expresión sin precedentes desde 1789 hasta que la tenaz política del Terror les puso freno. Con el derrocamiento del Terror en julio de 1794, los autores pudieron tratar otra vez con los editores como agentes de libre contrato; no obstante, ahora el régimen ofrecía subsidios a sus partidarios literarios. El informe de Grégoire del 17 Vendimiario III (5 de octubre de 1794), que Carla Hesse describe como el «Termidor cultu­ ral», abogaba por una política deliberada de inculcación de los auténticos valores culturales y políticos . 3 Los hijos de los adinerados manifestaban un desprecio por la indu­ mentaria «mediocre» de los jacobinos desfilando como muscadins y merveilleuses, y aquella je u n e sse dorée (juventud dorada) patrullaba las calles buscando la ocasión de tomar venganza física de los sans-culottes A pesar de la ley del 2 Pradial II (21 de mayo de 1795), según la cual tan sólo se permitía la escarapela tricolor como signo de afiliación política, en Burdeos la je u n esse dorée realista se deleitaba llevando la escarapela

Sin embargo, a pesar del vigor de la reacción política contra el Terrot, el régimen seguía siendo una república en guerra con la vieja Europa. Una de las grandes virtudes de Cange era que tres de los seis hijos que estaba criando eran de un cuñado muerto en el frente. Una mezcla similar de conservadurismo social y republicanismo invadió las fiestas oficiales del Directorio, a saber, las Fiestas de la Juventud, de la Ancianidad, de los Cónyuges, y de la Agricultura, que reemplazaron a las fiestas jacobinas de la Razón y la Naturaleza. Estas fiestas oficiales carecían del respaldo popular, y el Directorio recurrió a la obligatoriedad para imponer su par­ ticular marca al republicanismo. En enero de 1796, un decreto guberna­ mental exigía que se cantase la «Marsellesa» en todos los teatros antes de subir el telón. Esporádicamente, algunas fiestas más espontáneas dieron la vuelta a la tortilla contra los jacobinos: en Bcaumont-de-Périgord el 26 Termidor V (13 de agosto de 1797) unos jóvenes quemaron «un hombre de paja al que pusieron el nombre de Robespierre»; en Blois, en la con­ memoración del 10 de agosto de 1792 en el año VI se quemó también una efigie de Robespierre . 5 De este modo Robespierre sirvió para personificar las sangrientas imágenes del Terror tanto para los republicanos modera­ dos como para los realistas. Mientras que la eliminación de los controles económicos permitióla vengativa exhibición de riquezas, el fin de los precios fijos en diciembre de 1794 desencadenó una desenfrenada inflación. En abril de 1795, el nivel general de precios estaba en torno a un 750 por ciento por encima de los niveles de 1790. Esto coincidió con un invierno muy riguroso: el Sena se congeló y el suelo se endureció hasta medio metro de profundidad En este contexto de reacción política y social, y de privación económica, los sans-culottes llevaron a cabo un último y desesperado intento de recu­ perar la iniciativa. Los levantamientos de Germinal y Pradial del año III (abril y mayo de 1795) buscaban el retorno efectivo a las promesas de otoño de 1793, paradigma del movimiento de los sans-culottes. Con la consigna de «Pan y Constitución de 1793» clavada en sus gorros, los insurgentes reclamaban la supresión de la ju v en tu d dorada y la liberación de los presos jacobinos y de los sans-culottes, exigiendo al mismo tiempo la «abolición del gobierno revolucionario». Van llcck, comandante de la

í Sección de la Cité, advirtió a la Convención: «Los ciudadanos en nombre ' de quienes hablo reclaman la Constitución de 1793, están hartos de pa­ sarse las noches a las puertas de los panaderos ... Exigimos la libertad de varios miles de padres de familias patriotas, que están en prisión desde el 9 Termidor». Las mujeres desempeñaron un importante papel en estas insurrecciones. En el período inmediatamente posterior al levantamiento | de Pradial, la Convención decretó de forma contradictoria que las muje; res habían abusado de la consideración que los hombres sentían «por la | debilidad de su sexo» y que, a menos que respetasen al instante el toque de $ queda, serían reducidas por las fuerzas armadas. 6 t El fracaso de la insurreción de mayo de 1795 dio rienda suelta a una | reacción de gran alcance. Más de 4.000 jacobinos y sans-culottes fueron arrestados, y 1.700 fueron despojados de todos los derechos civiles. Se establecieron campos de prisioneros en las Seychelles y en la Guayana. i A excepción del «Día de los collares negros» en julio de 1795, cuando los sans-culottes y algunos soldados aprovecharon el sexto aniversario de la toma de la Bastilla para vengarse de la ju ven tu d dorada, el movimiento í popular parisino quedó silenciado. En el sur del país, las «Compañías de | Jesús y el Sol» señalaban a los jacobinos. í' Semejante ambiente alentó las esperanzas de los realistas, si no de una restauración del antiguo régimen, por lo menos de una monarquía consti; tucional. Tras la muerte en prisión del delfín, ahora llamado Luis XVII, f víctima de la escrófula en junio de 1795, su tío, el conde de Provenza, asumió el título de Luis XVIII. El 25 de junio hizo pública desde Verona i una declaración en la que aseguraba que no se volvería a la Constitución de 1791, medida que garantizaba la estabilidad de la revolución. En efecto, | aludía a la restauración de los tres estados y a la posición de la Iglesia | católica, com o si la revolución de 1789 no se hubiese producido nunca. ? Teniendo en cuenta el profundo odio que los republicanos y monárquicos I sentían los unos por los otros en 1795, es harto dudoso que se produjera : un retorno a una variante de la Constitución de 1791 sin una derrota mili­ tar y otra guerra civil. En cualquier caso, la declaración de Luis ofreció esperanzas solamente a los más intransigentes monárquicos que soñaban

6. Philip Dawson (ed.), The French Révolulion (Englcwood ClilTs, N.I, 1967), pp. 152-153. Sobre estas journées, véase Rude, Crowd in the French Revolution, cap. 10; Bcrtaud, Army o f the French Revolution, cap. 12.

con un retorno al antiguo régimen. El hermano pequeño del conde de Provenza, el conde d’Artois, todavía más recalcitrante, intentó a finales de 1975 que fuerzas británicas penetrasen en Bretaña bajo su mando, pero no consiguió ponerse en contacto con Charette, líder de la Vendée, tal com o había planeado . 7 La determinación con la que la Convención resolvió responder a los desafíos tanto populares como realistas quedó claramente expresada en sus acuerdos constitucionales, pues ahora no podía siquiera plantearse un retomo a la democracia igualitaria de la Constitución de 1793. El presi­ dente de la Convención, Boissy d’Anglas, dejó muy clara la agenda polí­ tica de la Convención el 5 Messidor 111 (23 de junio 1795): Deberíamos estar gobernados por los m ejores de entre nosotros; los mejores son los que tienen mayor educación, y los que más interés tienen en defender las leyes; salvo raras excepciones, esta clase de hombres sólo se encuentra entre aquellos que, siendo propietarios, son fieles a las tierras en las que está ubicada su propiedad ... Si se concediesen derechos políticos ilimitados a hombres sin hacienda, y si tuvieran que ocupar su puesto en la asamblea legislativa, provocarían disturbios, o contribuirían a su creación sin temor a las consecuencias; impondrían o permitirían que se recaudasen impuestos fatales para el com ercio y la agricultura ...8

Los diputados que ahora dominaban la Convención buscaban un acuer­ do político que estabilizase la revolución y terminase con las revueltas populares. En palabras de Boissy d’Anglas: «Hemos vivido seis largos siglos en sólo seis años». Fue un personaje decisivo en la elaboración de la Constitución del año III (agosto de 1795), que restringía la participa­ ción en las asambleas electorales por razones de riqueza, edad, educación y sexo. La vida política quedaba limitada al mero acto de votar: se prohi­ 7. Sobre las relaciones internas y externas de la contrarrevolución, véase Maurice Hutt, Chouannerie and Counter-Revolulion: Puisaye, the Princes and the British Govern­ ment in the 1790s, 2 vols. (Cambridge, 1983); William Fryer, Republic or Restoration in France? 1794-1797: The Politics o f French Royalism (Manchester, 1965); llarvey Mitchell, The Underground War against Revolutionary France: The Missions o f William Wickharn, 1794-1S00 (Oxford, 1965). 8. Moniteur universel, n.° 281, p. 11 Messidor III [29 de junio de 1795], vol. 25, pp. 81, 92; Soboul, French Revolution, pp. 453-455.

bieron las peticiones, los clubes políticos e incluso las manifestaciones pacíficas. Los derechos sociales prometidos en la Constitución de 1793 fueron eliminados, y el significado del término igualdad quedaba ahora mermado en una sociedad en la que la propiedad era la base del orden social: 4. La igualdad es una circunstancia en la que la ley es la misma para todos ... 8 . El cultivo de la tierra, la producción, todo tipo de trabajo, y el orden social entero dependen del mantenimiento de la propiedad Para los termidorianos quedaba claro que sólo aquellos que tuvieran una participación adecuada en la sociedad podían acceder al gobierno, es decir, los hombres adinerados, educados, de mediana edad y casados. Mientras que la Constitución de 1795 concedía el derecho de volo a todos los contribuyentes de sexo masculino, los colegios electorales estaban limitados a los 30.000 más ricos de entre estos últimos, aproximadamen te la mitad de las cifras de 1791. El objetivo era evitar que se produjesen cambios políticos abruptos: tan sólo un tercio del Consejo de los Qui nientos sería elegido cada vez, el Consejo de los Ancianos (hombres mayores de 40 años casados o viudos) aprobaría la legislación, y uno de los miembros del ejecutivo de cinco Directores, electos por los Ancianos de una lista presentada por los Quinientos, sería sustituido anualmente. Un posterior decreto exigía que dos tercios de la nueva legislatura fueran elegidos por hombres de la Convención. La Constitución se presentó al electorado: aproximadamente 1.300.000 hombres votaron a favor y 50.000 en contra, una cifra considerablemente inferior a la obtenida en 1793. Sólo 208.000 se molestaron en votar a favor del decreto de los Dos Tercios. Se manifestó enojo porque el precio del orden social consistía en limitar la democracia. Una sección de votantes de Limoges se quejó de que «Estamos profundamente consternados al ver cómo los ricos suplantan todas las demás categorías de ciudadanos». Los votantes de Triel (Seine-et-Oise) insistían en que «Los diputados no

9. John Hall Stcwart (ed.), A Documeníary Survey o f the French Revolution (Nueva York, 1951), pp. 572-612.

debían llamarse Representantes de la Nación ... no son más que mandata­ Directorio: en palabras de Fournier, refiriéndose al Languedoc, «notables rios de la sección que los ha elegido y ésta puede destituirlos si lo consi­ de poca monta dominaban cantones desalmados». Este forzado abando­ dera necesario » . 1 0 no de la vida política formal por parte de campesinos y artesanos no re­ En lo fundamental, esta Constitución era un retorno a las disposicio­ presentó ninguna interrupción en la política popular. En el sur, la política nes de la Constitución de 1791: Francia iba a ser regida nuevamente por del Directorio hizo que prendieran las ya ardientes animadversiones y de­ un gobierno parlamentario y representativo basado en requisitos de pro­ sembocaran en ataques directos a personas y propiedades de los jaco­ piedad y en la salvaguardia de las libertades civiles y económicas. Obvia­ binos o a agentes locales del nuevo régimen. Aquí y en el oeste, unos mente, había diferencias entre la Constitución de 1791 y la de 1795. El 2.000 jacobinos fueron asesinados por bandas del «Terror blanco»: las régimen del Directorio era republicano, no monárquico, y las divisiones víctimas solían ser acaudalados compradores de propiedades nacionali­ religiosas habían de resolverse separando a la Iglesia y al Estado: «No se zadas, y la mayoría de las veces protestantes. 1 1 puede obligar a nadie a contribuir a los gastos de una religión. La repúbli­ Al excluir del proceso político a los monárquicos y a los pobres, y al ca no paga a ninguna». restringir dicho proceso a la participación electoral, el Directorio trataba A estas alturas el optimismo de 1789-1791 se había esfumado, y tam­ de crear un régimen republicano basado en la «capacidad» y en la inter­ bién la creencia de que con la liberación de la creatividad humana todos vención en la sociedad. Para evitar un ejecutivo fuerte con tintes jacobi­ podían aspirar al ejercicio «activo» de sus capacidades. Los hombres de nos, se celebraban con frecuencia elecciones parciales al Consejo de los 1795 añadieron a su constitución una declaración de «deberes», exhor­ Quinientos y la autoridad ejecutiva era rotatoria. Esta combinación de tando a respetar la ley, la familia y la propiedad. En este sentido, la Cons­ estrecha base social e inestabilidad interna hizo que el régimen oscilase titución marca el fin de la revolución. Por otro lado, al hacer hincapié en formando alianzas políticas entre la derecha y la izquierda con el objetivo los derechos y responsabilidades individuales, y en el liberalismo político de ampliar su aceptación y se vio obligado a recurrir a una represión dra­ y económico, puede decirse que esta constitución marcó el inicio del si­ coniana de la oposición y al uso de la fuerza militar. De ahí que el régi­ glo xix. No obstante, quedaba la incertidumbre de si después de seis años men declarase que la defensa de la Constitución de 1793 fuese considera­ de conflicto, de participación popular y de sacrificio, las exclusiones y da un delito y en marzo de 1796 coartó drásticamente la libertad de prensa limitaciones impuestas por aquellos escarmentados republicanos prag­ y de asociación, tras acudir a Napoleón Bonaparte para que clausurase máticos conseguirían alcanzar la estabilidad en contra del descontento de por la fuerza el Club del Panteón de París que había agrupado a 3.000 ja­ la clase trabajadora urbana y rural y de los realistas. cobinos. La impopularidad del régimen y el cinismo con el que se hábía exclui­ La insurrección realista el 13 Vendimiario IV (5 de octubre de 1795) do a la inmensa mayoría del pueblo quitándole voz política efectiva dio pretendía capitalizar la antipatía popular hacia la Ley de los Dos Tercios, paso a una resistencia de distinta índole, la de negarse a participar: en las pero fue sofocada por el ejército, bajo Napoleón Bonaparte, después de elecciones parciales de octubre de 1795, sólo el 15 por ciento de los i duros enfrentamientos que finalmente arrojaron un saldo de varios cente­ 30.000 electores acudieron a las urnas (y eligieron casi exclusivamente a nares de muertos. El golpe fracasó también porque los parisinos de la cla­ monárquicos). El más amplio electorado para las elecciones locales a me­ se trabajadora, a pesar de su enorme resentimiento hacia la república burnudo boicoteaba las votaciones com o signo de su oposición a la república burguesa. La consolidación electoral de las comunas en municipalidades 11. McPhee, Révolulion and Environment, p. 136. Las políticas populares del campo a nivel cantonal todavía agrandó más la distancia entre el pueblo rural y el son analizadas por Lewis, Second Vendée, cap. 3; Colin Lucas, «Themcs in Southern Violence after 9 Thcrmidor», en Lewis y Lucas (eds.), Beyond the Terror, pp. 152-194; Richard Cobb, Reactions lo the French Révolulion (Oxford, 1972), pp. 19-62; Jones, Pea­ santry, pp. 240-247.

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LA R E V O L U C IÓ N F R A N C E S A , 1789-1799

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guesa, se negaron a colaborar con los realistas. Sin embargo, en otros . celamiento o ejecución de dichos sacerdotes había favorecido la creación lugares muchos obreros llegaron a lamentar la desaparecida unión delde un ejército clerical amargado y vengativo en las fronteras de Francia. trono y el altar, o incluso la del mismísimo antiguo régimen. En 1795, La En muchas zonas el clero constitucional no fue capaz de vencer el resenti­ Rochela estaba tan empobrecida que el municipio tuvo que suspender el miento local ante la partida de los «buenos curas» y en cualquier caso eran servicio de diligencia y correo por falta de dinero para comprar comida ¡ muy pocos para poder asistir a las necesidades espirituales: en 1796, había para los caballos. El comercio comenzó a resurgir lentamente: en 1796 lle­ tan sólo unos 15.000 sacerdotes para las 40.000 parroquias de Francia. gaban a puerto 99 barcos, comparados con los 25 que lo hacían en 1792,' ¡ | Para los hombres del Directorio, el problema religioso era ante todo un entre los cuales había que contar el transporte de maíz, tabaco, algodón y problema de orden público: receloso del «fanatismo» pero consciente del azúcar de los Estados Unidos. Sin embargo, no es de extrañar que, en un anhelo generalizado por la reconstitución de una comunidad espiritual, contexto de ruina económica debida a las constantes guerras y a la aboli­ el 11 Pradial III (30 de mayo de 1795) el régimen permitió la reapertura de ción de la esclavitud, haya muchos ejemplos en La Rochela de personas las iglesias cerradas durante el Terror y accedió a que los sacerdotes emi­ que defendían abiertamente en aquellos días el retorno de la monarquía. grados regresasen mediante el decreto del 7 Fructidor IV (24 de agosto Otros lamentaban la desaparición de las costumbres de la vida prerrevode 1796), pero sólo a condición de que prestasen juramento civil. La ob­ lucionaria. El 7 BrumarioVIl (28 de octubre de 1798) veinticinco mucha­ servancia religiosa era una cuestión totalmente privada: se prohibieron chas de edades comprendidas entre los 16 y los 2 0 años, empleadas en las campanas y los signos externos de religiosidad, y el régimen prosi una hilandería en el hospicio de La Rochela, se negaron a trabajar porque guió con la separación de la Iglesia y el Estado prevista por la Conven era domingo. Aquel mismo año, cuarenta y cuatro personas, la mayoría ción. La Iglesia se mantendría con los donativos de sus feligreses. mujeres entre los 15 y los 75 años de edad, fueron arrestadas tras la cele­ No obstante, aquellos años fueron decisivos para la construcción desde bración de una misa ilegal dicha por un vendedor de zuecos, Baptiste abajo de un nuevo catolicismo. Este renacimiento muestra la extendida Chain, de 29 años. Otros protestaron eludiendo la m ovilización o ani­ resistencia de la fe religiosa, pero no es menos significativo por lo que mando a los demás a hacer lo mismo. En 1798, un cartel en La Rochela reveló en cuanto a las diferencias regionales y de género. En 1796, el cuí n advertía: de Menucourt, Thomas Duboscq (véase capítulo VI), que había renunciado al sacerdocio en enero de 1794, se trasladó a la cercana localidad de Vaux Reclutas, sois unos cobardes si os marcháis. ¿Podéis tolerar que se arre­ para reanudar sus funciones de sacerdote y permaneció allí hasta su bate a vuestras madres y a vuestros padres los brazos con vuestra partida muerte en 1825, a los 75 años de edad. Sin embargo, el gran resurgimien­ al campo de la gloria, para luchar por quién? Por hombres sedientos de to de la religiosidad popular fue ante todo labor de las mujeres, y alcanzó vuestra sangre y vuestros huesos. Éstos son los hombres por quienes vais su máximo exponente en ciertas áreas rurales (zonas del oeste, Normana luchar. Sí, unios, pero que sea para exterminar a un gobierno que resul­ día y el suroeste) donde habían emigrado una proporción muy elevada de ta odioso a todas las potencias europeas, incluso a las más bárbaras.12 sacerdotes, y en las ciudades provinciales (Bayeux, Arles, Mende, Ruán y Toulouse) donde el colapso de las instituciones del antiguo régimen había El Directorio había heredado un enorme problema religioso. La mayoría de dejado a las mujeres especialmente vulnerables al desempleo y a la desti­ clérigos no sólo se había negado o retractado de un juramento de lealtad a tución. Por ejemplo, en Bayeux en abril de 1796, una turba furiosa de la Constitución Civil del Clero de 1791, sino que el posterior exilio, encarmujeres invadió la catedral — convertida en un «templo de la razón» durante el Terror— y arrojó un busto de Rousseau al suelo al grito de «¡Cuando el Señor estaba aquí teníamos pan!». No había una correlación necesaria entre este anhelo de ritos religiosos familiares y la antipatía a la 12. Archives Départamentales de la Charente-Maritime; Jcan-Maric Augustin, Lo Révolulion frangaise en Haut-Poitou et pays Charentais (Toulouse, 1989). república: en los departamentos de Yonne y del Nord, por ejemplo, los

devotos insistían en que eran republicanos que ejercían las garantía! ¡;; a Saint-Laurent en diciembre de 1800, Sicre bautizó a 331 laurentinos; a constitucionales de libertad religiosa. Peticionarios de Chablis (Yonne) | fí muchos de ellos los traían sus padres el mismo día de su nacimiento, reivindicaban que «deseamos ser católicos y republicanos, y podemos ser íI como era habitual antes de la revolución, y celebró 158 casamientos en ambas cosas». Una petición de novecientos «católicos y republicanos» - ' los que por lo menos uno de los cónyuges era laurentino. Era harto conoprocedente del distrito de Bousbecque en el departamento del Nord exi- ». cido en aquellas lindes: llevó a cabo 124 bodas y 281 bautizos de gente gía la reapertura de su iglesia en marzo de 1795 e incluía una amenazado-- } ' de otros pueblos del Vallespir e incluso de las distantes tierras bajas de ra referencia a la Constitución de 1793: los alrededores de Perpiñán, a 60 kilómetros hacia el noreste. 1 4 Sin embargo, hacia 1796, la Iglesia católica había sido irrevocable­ Declaramos que ... Celebraremos nuestros misterios divinos en nuestra mente expoliada de sus riquezas territoriales, de sus privilegios, de su iglesia el 1 de germinal si nuestro sacerdote no huye, y si lo hace, encon­ monopolio y de gran parte de su autoridad social. Fueran cuales fueren traremos otro. Recordad que la insurrección es un deber para el pueblo, las razones de la religiosidad femenina, los hombres en general no esta­ cuando sus derechos son violados.13 ban dispuestos con tanta vehemencia a volver a la Iglesia : los chicos na­ cidos después de 1785 no habían asistido a las escuelas parroquiales, cen­ tenares de miles de jóvenes habían servido en unidades militares laicas, y En todas partes encontró el pueblo diferentes maneras de mantener las prácticas religiosas. Cuando los ejércitos jacobinos tomaron de nuevo el calendario republicano legitimaba por sí mismo una actitud hacia el St.-Laurent-de-Cerdans (véase capítulo VI) de manos de los españoles en domingo com o la de un día cualquiera. De este modo se extendió una mayo de 1794, se produjo una emigación masiva de laurentinos que ha- • religiosidad distinta según el sexo, que ya se vislumbraba antes de la re­ bían luchado contra la república, y la ciudad escapó por los pelos déla \ volución. Las mujeres, recelosas a menudo del clcro constitucional y har­ destrucción física. El cura Joseph Sicre ya había abandonado Saint-Lautas de esperar a que los sacerdotes emigrados venciesen sus escrúpulos, rent el 24 de septiembre de 1792 en lo que él denominó «las circumstan- ^ : manifestaron una religiosidad populista, profunda y autosuficiente. Las cias calamitosas de la Iglesia de la Franca»; aunque probablemente regre- í \ autoridades locales se vieron obligadas a reabrir las iglesias, lo mismo só a su parroquia con el ejército invasor español en 1793-1794, a partir de que aquellos que las habían comprado como propiedad nacional; persoentonces y hasta 1796 sus movimientos se desconocen. No obstante, des-1 K ñas laicas venerables decían «misas blancas» mientras las comadronas de el 11 de septiembre de 1796, fecha en que se celebró la bendición déla bautizaban a los recién nacidos, los domingos volvieron a ser el día de pequeña capilla de Sant-Cornélis, volvió a desempeñar un papel funda­ descanso en lugar de las décadas, y las arcas vacías de la iglesia se llenamental en las vidas de sus feligreses. Construida en un campo que atrave- í- ron de reliquias rescatadas y de venerados objetos de devoción. saba la frontera junto al río Muga, que en aquel lugar no es más que un \ ;; Conmocionado por la extendida y a menudo violenta reacción de las arroyo, la capilla se convertiría en un lugar sagrado para cientos de lau- É devotas mujeres de la autoridad cívica de los representantes locales del rentinos que caminaban durante hora y media por los abruptos senderos ; ? régimen, el Directorio intentó intimidar en 1798 a los sacerdotes «desleade los Pirineos para casarse o para bautizar a un bebé. Hasta su regreso les» para que se pasasen a la clandestinidad, sin tener apenas impacto en la religiosidad que era menos general pero más intensa que en la década ’ anterior. Junto a la inquietud por el resurgimiento del catolicismo, la preo­ 13. Suzanne Desan, Reclaiming the Sacred: Lay Religión and Popular Patitiesa cupación fundamental del régimen era la constante presencia en suelo Revolutionary France (Ithaca, NY, 1990), pp. 146, 162. Sobre la Iglesia bajo el Directorio son útiles los estudios generales de McManners, French Revolution, caps. 13-14; Olwcn Hufton, «The Reconstruction o f a Church 1796-1801», en Ixwis y Lucas (eds.), Ikyond the Terror, pp. 21-52, y Olwen Hufton, «Women in Revolution», l icnclt Politics and So■ ciety, 7 (1989), pp. 65-81.

14. Estas cifras se han obtenido de un registro que Sicre trajo consigo a St.-Laurent y que hoy en día se conserva en los archivos de la parroquia: Peter McPhee, «CounterRevolution in the Pyrenees», French History, 1 (1993).

m i i i i u i i s j r v i v i u i i i j j

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po de recolección para conseguir salarios más altos. En Attichy, en el este extranjero de gran número de emigrados y los anuncios electorales des­ concertantes que aseguraban que los hombres elegibles para luego votara .■» del departamento del Oise, las cosechas de agosto de 1795 se vieron inte­ los diputados estaban abiertos políticamente a un retorno de la monar- ja­ rrumpidas por huelgas provocadas por los recolectores itinerantes que quía. Pues, a pesar de que los ejércitos jacobinos habían logrado expulsar reclamaban pagas mayores . Conocidas desde el siglo xv como «bacana­ a las tropas contrarrevolucionarias del suelo francés, la guerra — y con les» (de las «fiestas de Baco»), estas huelgas a menudo violentas de los ella el problema de los emigrados— continuaba. recolectores muestran la importancia del cultivo comercial del trigo en la Los años más duros del Directorio se caracterizaron por fuertes ten­ cuenca parisina . 1 5 Los campesinos que habían suscrito préstamos para siones ocasionadas por el resurgimiento religioso y la desorganización adquirir otra parcela de terreno durante la venta de las tierras de los emi­ eclesiástica, por las deserciones del ejército y los intentos de eludir la grados en 1793-1794 se beneficiaron también de la inflación galopante movilización, por la abstención política y la violenta venganza por la de­ para devolver el capital. Los grandes granjeros pudieron sacar provecho vastadora política del año II. La econom ía política del Directorio, que de los precios que se pagaban por sus productos para comprar tierras, unificaba y al mismo tiempo agravaba otras antipatías hacia la república liquidar impuestos y pagar arriendos. burguesa, sustentaba dichas tensiones entrecruzadas, que tenían sus oríge­ En 1794-1795 se aprobaron cuarenta y cinco leyes y cincuenta decre­ nes en los conflictos religiosos y políticos desde 1790 y en las exigencias tos relativos a los bosques, aunque tuvieron muy poco impacto en la tala de la guerra desde 1792. La economía política del régimen excluía a la gran ilegal de árboles. Hacia 1795 los desbrozos y las talas eran tan evidentes, masa del pueblo. especialmente en el sur, que se convirtieron en cuestión de importancia En una economía todavía en pie de guerra, el abandono del control de nacional. En una serie de informes, el agrónomo jacobino y antiguo cura precios en diciembre de 1794 provocó una inflación masiva. En octubre Coupé de l’Oise argumentaba que el sur de Francia estaba ahora tan des­ de 1795, el poder adquisitivo de los asignados cayó hasta un 0,75 por nudo como otras zonas de la costa mediterránea, desde España hasta el ciento de su valor nominal; en febrero siguiente, cuando se abandonó el' Cercano Oriente. Informó que el Narbonense, «al que los romanos de­ papel moneda, su valor había descendido al 0,25 por ciento. Las dificul­ nominaban su provincia y también Italia, ya no ofrece más que áridas tades de los asalariados creadas por el desenfrenado aumento de precios montañas en su gran parte»: se vieron agravadas por la mala cosecha de otoño de 1795. Fue aquella En lo que abarca la memoria, la gente cree que el clima ha cambiado; los la peor cosecha del siglo, que, seguida de un riguroso invierno, provocó la viñedos y los olivos sufren heladas, mueren en lugares donde antes solían gran crisis de subsistencia de 1795-1796 intensificando la inestabilidad florecer, los lugareños explican la razón: antes las laderas de las colinas y de las respuestas populares al Directorio. El régimen continuó aplicando las cimas estaban cubiertas de bosques, matorrales y follaje ... llegó la codi­ las principales formas revolucionarias de impuestos — sobre las tierras ciosa furia del desbrozo, todo se ha talado sin miramientos, la gente ha des­ y las riquezas personales— , pero les añadió un impuesto de actividades truido las condiciones físicas que mantenían la temperatura de la región.16 empresariales y otro sobre puertas y ventanas. Los efectos sociales de estos nuevos tributos sobre la riqueza fueron más que una compensación El Directorio, sin embargo, no obtuvo mejores resultados que la repúbli­ por la reintroducción de impuestos indirectos sobre los productos de pri­ ca jacobina en la resolución del tema de las tierras comunitarias y de los mera necesidad, recaudados a las puertas de las ciudades. desbrozos. Definitivamente comprometido con una economía de /inv.vr. Aquellos fueron años muy duros para los asalariados urbanos, aunque no necesariamente para sus hom ólogos rurales. La desaparición de los 15. Jacques Bcrnct, «Les Grcves de moissonneurs ou “bacchanals” dans les cíimpii]’, controles sobre los precios y los salarios se hizo sentir de formas distintas nes d’ile-de-Franee et de Pieardie au xvm' siecle», Histoire et sociétés rurales, 11 (1999), en el campo. Con cientos de miles de hombres todavía en el frente, los pp. 153-186. jornaleros pudieron aprovecharse de la escasez de mano de obra en tiem­ 16. McPhee, Révolulion and Environment, p. 132.

fa ire, el régimen trataba de imponer el individualismo agrario y los dere­ chos de propiedad privada. Desde 1789 ningún gobierno se había atrevi­ do a enfrentarse abiertamente a la antigua red de controles municipales sobre los recursos forestales, la recolección del grano sobrante después de la cosecha, los ejidos, el uso de tierras no cultivadas, y derechos de acceso a través de tierras privadas. Ahora el Directorio se pronunciaba legislando a favor de los derechos del propietario individual de la propie­ dad privada en bosques y en tierras recolectadas o no cultivadas, y favo­ recía la venta de las tierras comunales en subasta. El 21 Pradial IV (9 de junio 1796), se despachó a toda prisa en el Directorio una medida provi­ sional suspendiendo la ejecución del decreto del 1 0 de junio de 1793 que dividía las tierras comunales entre los habitantes. El Directorio revocó también la política de la Convención de hospita­ les nacionalizados y la responsabilidad estatal del bienestar; en el año V se responsabilizó de la administarción a los consejos de los hospitales, y el bienestar volvió otra vez a estar en manos de la caridad privada, a pesar de las súplicas de los hospitales de que necesitaban ayuda estatal porque habían perdido el derecho prcrrevolucionario a recaudar tributos en las comunidades locales. La filosofía del régimen de apelar a responsabi­ lidad individual aumentó las antipatías de clase de manera mucho más acuciante que en ningún otro período de la revolución. Sin embargo, en marcado contraste con esta actitud de laissez-faire, introdujo de nuevo los controles del antiguo régimen sobre la prostitución, último recurso, como siempre, de las jóvenes emigrantes a París y a otras ciudades. Las prostitutas fueron declaradas proscritas, pero se les exigía que dieran par­ te a la policía y que trabajasen en burdeles cerrados y discretos para con­ trolar la difusión de la sífilis y hacer más «respetables» las calles. En cambio, no se impusieron controles a los clientes . 1 7 Los valores culturales dominantes en aquellos años, simbolizados por la construcción de una nueva Bolsa en la capital, se reflejaban en la pro­ ducción literaria. Tras el intervalo del Terror, la publicación de nuevos libros alcanzó los niveles prerrevolucionarios de 815 títulos en 1799;

17. Richard Cobb, The Pólice and the People: French Popular ProlesI 17X9-1X20 (Oxford, 1970), pp. 234-239; Colin Jones, «Picking up the Pieccs: The Politics ¡md the Personnel of Social Welfare from the Convention to the Consulate», cu Lewis y Lucas (eds.), Beyond the Terror, pp. 53-91.

entre éstos había 174 nuevas novelas, en comparación con las 99 de 1788 y las 16 de 1794. Eran en su mayoría historias de amor pastoril, intrigas sentimentales y de misterio, pero también había gran número de novelas de tono específicamente religioso, educativo o moralizante. A finales de la década de 1790 había tres veces más editores e impresores que en la década anterior. Charles Panckoucke, editor del boletín oficial para anun­ cios e informaciones parlamentarias, el M oniteur universel, tenía 800 em­ pleados. No obstante, el número de nuevos periódicos disminuyó a 42 (de 226 en 1790 y 78 en 1793) y el de canciones políticas descendió a 90 en 1799 y a 25 en 1800 (de 701 en 1794).18 A causa de su política religiosa, militar, económica y social, el Direc­ torio había apartado a una gran cantidad de personas ya excluidas de las formas legales de manifestar sus quejas. La respuesta popular frente a esta «república burguesa» varió enormemente en forma y contenido polí­ tico, pero fue visceral en todas partes. Hacia 1799, las comunidades, los individuos y los movimientos clandestinos utilizaban un amplio abanico de formas ilegales de protesta, desde la simple negativa a obedecer hasta complicados programas de cambio radical. En la pequeña ciudad de Colliure, en la frontera mediterránea con España, el 13 Germinal del año V (2 de abril de 1797), una gran multitud de mujeres que regresaba de misa de un pueblecito vecino increpó al funcionario de un almacén de cereales ubicado en una antigua capilla dominica exigiendo a la vez pan y la rea­ pertura de la capilla. Según Jaeques Xinxet, alcalde y notario local, había que culpar al «fanatismo, origen de todos nuestros problemas»: «corte­ mos el mal de raíz si queremos gozar de calma interior». La ciudad esta­ ba profundamente dividida por el cisma religioso (los diez sacerdotes y monjes de Colliure habían emigrado) y por la ocupación durante seis meses del ejército español en 1794.19 Durante el mismo mes en que las mujeres de Colliure exigían la reaper­ tura de la capilla, cientos de kilómetros al norte, en Vendóme, se celebrá­

is. La investigación sobre la «producción cultural» está convenientemente tabulada en Colin Jones, The Longman Companion to the French Revolution (Londres, 1989), pp. 260-262. Acerca de los cambios en las festividades, véase Ozouf, Festivals and the French Revolution, cap. 5. 19. Peter McPhee, Collioure 1780-1815: The French Revolution in a Mediterranean Community (Melbourne, 1989), pp. 72-73.

20. R. B. Rose, Gracchus Babeuf i 760-1797 (Stanford, Calif., 1978); J. A. Scott (ed. y trad.), The Defense o f Gracchus Babeuf before the High Court o f Vendóme (Amherst, Mass., 1967). 21. La violencia ha sido estudiada por Sutherland en France 1789-1815, cap. 8; Cobb, Reactions, cap. 5; Michcll Vovelle, «From Beggary to Brigandage: The Wanderers in

ciones y violaciones de las víctimas perpetradas por la banda y sus consi­ guientes orgías horrorizaban a la buena sociedad (al igual que las de los «chaujfeurs» [calentadores] del sur, llamados así porque asaban los pies de sus víctimas para obtener información). Cuando por fin fueron arresta­ dos en 1798, veintidós miembros de la banda fueron ejectuados. La arista más afilada de la privación económica se suavizó de alguna manera gracias a varias cosechas abundantes y a un retorno a la moneda me­ tálica en 1798, pero otras fuentes de antipatía hacia un régimen que movi­ lizaba para la guerra a los jóvenes de tierras distantes mientras negaba al pueblo los m edios para reconstruir la religión y la economía en líneas populistas todavía perduraban. Los mismos hombres que en 1792 habían defendido la guerra de liberación revolucionaria como solución a la ani­ mosidad extranjera y a la división interna ahora dirigían los asuntos exte­ riores de forma esencialmente pragmática y expansionista. Un ejército más reducido (382.000 en 1797 comparado con los 732.000 en agosto de 1794), formado básicamente por reclutas, estaba ahora dirigido por olí ciales nombrados desde arriba para poder recompensar la pericia técnii;n y para purgar a los jacobinos y a los simpatizantes de los realistas." A pesar de la suerte cambiante de la guerra, ésta seguía cobrándose un desmesurado precio: 250.000 soldados murieron en 1794-1795, la mayo­ ría de heridas y enfermedades en hospitales inmundos. La falta de los suministros esenciales provocó motines en Bélgica, Holanda e Italia, y llevó a los oficiales a hacer la vista gorda ante los robos de sus tropas. Mientras que los jacobinos de 1793-1794 habían insistido en la incompa­ tibilidad de la nueva Francia con la vieja Europa, los tratados de paz del Directorio con Prusia (abril de 1795) y España (julio de 1795), y el tratado comercial y naval firmado con ésta última en agosto de 1796, fueron redactados en términos que asumían la coexistencia de Estados soberanos. Con la creación de repúblicas «hermanas» en los Países Bajos en 1795, the Beauce during the French Revolution», en Jeffry Kaplow (ed.), New Perspectives on the French Revolution (Nueva York, 1965), pp. 287-304. 22. Sobre el ejército bajo el Directorio, véase Bertaud, Army o f the French Revolu­ tion, cap. 10-11. La cuestión de lo «liberadores» que fueron los ejércitos franceses divide a los historiadores: véanse Robert R. Palmer, The Age o f the Democratic Revolution: A Political History o f Europe and America, 1760-1800, vol. 2 (Princeton, 1964); T. C. W. Blanning, French Revolution in Germany: Occupation and Resistance in the Rhineland, 1792-1802 (Oxford, 1983).

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ba un juicio. Gracchus Babeuf junto con 48 partidarios suyos fueron acu­ sados de haber conspirado para derrocar mediante la violencia a un go­ bierno legitimo . 2 0 El propio desarrollo intelectual de Babeuf desde 1794 en el contexto parisino de miseria económ ica y represión política le ha­ bía llevado a defender la toma del poder por la fuerza para imponer la democracia política de la Constitución de 1793 y la colectivización de los medios de producción, y quizá también del trabajo. El programa se im­ pondría mediante un período supuestamente breve de dictadura a manos de un pequeño grupo de revolucionarios. La ideología y las estrategias de Babeuf son fundamentales en la historia del socialismo y del comunismo. Su «Conspiración de los Iguales» es extraordinaria por la atracción que su radicalismo político y social ejerció en los soldados, mujeres trabaja­ doras y jacobinos. N o obstante, sus seguidores estaban unidos más por su oposición al Directorio que por un comunismo revolucionario, programa que en cualquier caso no atraía demasiado a los sans-culottes, que esta­ ban empeñados en la redistribución pero no en la socialización de la pro­ piedad privada. Donald Sutherland concluye que en aquellos años gran parte del pue­ blo francés estaba enfrascado en una forma u otra de rebelión contra la república. Sin embargo, no era la república como tal lo que rechazaban, sino más bien la política de clases de su élite que se perpetuaba a sí mis­ ma. De cualquier forma, no había conexiones de organización ni ideológi­ cas — como no fuera el odio por el régimen y sus partidarios burgueses— entre la oposición en 1795-1799: conspiradores realistas y terroristas «blancos», babuvistas y jacobinos, mujeres protestando por Cristo y re­ clamando pan, y desertores del ejército. Algunos de los desafíos más inquietantes para el régimen no tenían connotaciones políticas claras. Por ejemplo, en Beauce, al sur de Paris, en 1796-1797 los viajeros estaban aterrorizados por la «bande d’Orgéres», una banda organizada y violenta compuesta por unos 150 hombres y mujeres de todas las edades cuyas 95 incursiones acabaron en 75 asesinatos . 2 1 Historias sobre las humilla­

estos tratados marcaron la transición de una guerra de supervivencia revolucionaria a otra de expansión y negociación. La aceptación general de los «ilustrados» extranjeros en 1792 dio paso bajo el Terror a la vigi­ lancia y la sospecha: ahora una serie de leyes, como la de febrero de 1798 que dotaba de poder a los oficiales para expulsar a los extranjeros de los puertos, priorizaba los derechos de estado por encima de los derechos de libre entrada y asilo . 2 3 Además, el conflicto con Gran Bretaña y Austria proseguía: mientras se firmaba una paz con este último país en Campo-Formio el 27 Vendimiario VI (18 de octubre de 1797), las hostilidades se reanudaron en Ita­ lia en 1798. Esto, junto con la extensión de la guerra con Gran Bretaña en Irlanda y Egipto, convenció al Directorio de que las levas irregulares tenían que ser reemplazadas por un reclutamiento anual de hombres sol­ teros de edades comprendidas entre los 20 y los 25 años (la ley Jourdan, 19 Fructidor VI / 5 de septiembre de 1798). Dicha ley intensificó sobre­ manera el resentimiento hacia el servicio militar que desde 1793 habia estado latente o manifiesto porque incrementaba el número de jóvenes sanos sacados de la reserva y del trabajo en sus hogares para luchar en suelo extranjero y a menudo lejano, y también porque introducía un sis­ tema de «suplencias» mediante el cual los reclutas adinerados podían comprar un sustituto entre los pobres que habían salido exentos en el sor­ teo. Aquellas regiones en las que el dominio del Estado monárquico antes de 1789 había sido débil (como ciertas zonas del Macizo Central, Bretaña y el oeste) o que habían sido incorporadas al Estado más recientemente (los Pirineos y zonas del sureste), se sintieron particularmente ofendidas por la profunda intrusión de las exacciones del Estado. La resistencia al reclutamiento a menudo se traducía en un conjunto de negativas que evi­ denciaban antipatías religiosas y étnicas: en Bretaña y en el oeste la chouannerie, una potente m ezcla de realismo y bandolerismo, resultó imposible de erradicar. 2 4 En las zonas alejadas de París, la insumisión (la negativa de los reclutas a servir en el ejército) se hizo endémica, frecuen­ temente con la aprobación tácita de la comunidad: los insumisos seguían

23. Michael Rapport, Nationality and Citizenship in Revolutionary France: The Treatment o f Foreigners, 1789-1799 (Oxford, 2000). 24. Alan Forrest, «Conscription and Crime in Rural Franco during (lie Dircclory and Consulatc», en Lewis y Lucas (cds.), Beyond the Terror, pp. 92-120.

riviendo y trabajando com o antes y sólo desaparecían cuando se presen­ taba la policía. Los jóvenes trataban también de eludir la movilización aediante automutilaciones o matrimonios de conveniencia. En ocasiones incluso hubo intentos de desbaratar la burocracia militar destruyendo los registros de nacimiento, como sucedió la noche del 5 Nivoso VII (Navi­ dades de 1799), cuando el ayuntamiento de St.-Girons (Ariége) fue des­ truido por el fuego y con él los registros civiles del distrito. La resistencia era más efectiva cuando gozaba del apoyo general de la comunidad. En las zonas rurales, donde los funcionarios y el menguante número de par­ tidarios del régimen se dedicaban a la agricultura, las amenazas, los in­ cendios provocados y demás formas de destrucción de la propiedad se utilizaban para intimidar a los funcionarios y obligarlos a intervenir. Hacia 1798, muchas zonas del oeste, del Macizo Central y de los Pirineos eran prácticamente ingobernables. El Directorio se vio obligado dos veces a proteger el régimen contra las resurgentes fuerzas políticas contrarias. Las elecciones de 1797 arro­ jaron una mayoría de realistas de diferentes matices, resultante de la anu­ lación de las elecciones de 177 diputados por parte de los directores des­ pués del llamamiento a filas del 17-18 Fructidor V (3-4 de septiembre de 1797). Se produjo una nueva oleada de represión contra el clero refrac­ tario, que tras las elecciones había regresado con esperanzas. La Paz de Campo Formio condujo la guerra comenzada en 1792 a una paz tempo­ ral, excepto con Inglaterra, nación contra la que se envió a Napoleón a lu­ char en Egipto en mayo de 1798, con desastrosas consecuencias. A conti­ nuación, el 22 Floreal VI (11 de mayo de 1798) se organizó un golpe de Estado para evitar el resurgimiento del jacobinismo: esta vez se impidió que 127 diputados ocupasen sus asientos. Varios años de política exterior plagada de triunfos condujeron al Directorio a desastrosas guerras de anexión territorial. El Directorio esta­ bleció «repúblicas hermanas» en Suiza (enero de 1798) y en los Estados Pontificios (febrero). En abril, la orilla izquierda del Rin fue incorporada a las «fronteras naturales» de lo que a partir de entonces se denominaría «la grande nation» (véase mapa 3). Las poblaciones locales no siempre estaban convencidas de que el comportamiento de las tropas expresase respetuo mutuo. Con la esperanza de desviar la atención de la marina bri­ tánica el Directorio se comprometió con los patriotas irlandeses. Desde la fundación de la organización no sectaria de los «Irlandeses Unidos» en

Belfast en 1791, las esperanzas de sus miembros se habían depositado en la ayuda de los franceses para asegurar su independencia de Gran Bretaña. Una primera invasión francesa en diciembre de 1796 se vio frustrada por una tormenta. En 1798 un segundo intento de respaldar una insurrección irlandesa — y de incapacitar a los británicos— fracasó miserablemente tras algunos éxitos iniciales. En cuestión de semanas unos 30.000 irlan­ deses murieron en matazas por represalias, la misma cifra que en el año del Terror en Francia, un país con una población seis veces mayor. En este ambiente de cinismo e inestabilidad política una extraordinaria pareja acaparaba incesantemente la atención. En 1795 la viuda Rose de Beauharnais conoció a un joven y brillante oficial del ejército, aunque de rudos modales. Ambos estaban al margen de las complicadas jerar­ quías de la sociedad aristocrática de la Francia prerrevolucionaria: la hija de un noble sin rango y sin dinero que había llevado con torpeza la admi­ nistración de sus esclavos en una plantación de azúcar en la Martinica; el estudioso y ardiente corso Napoleone Buonaparte que se había sentido desesperadamente incómodo en su academia militar francesa. «Napoléon» (como él mismo afrancesó su nombre) nació en una familia de la pequeña nobleza corsa en 1769. Enviado a la escuela militar en Francia cuando tenía 1 0 años, el muchacho meditabundo, irascible y diminuto reaccionaba con inflexible ambición y ocasionales arrebatos violentos a las mofas de sus iguales por su acento y nombre. Ninguno de los dos era físicamente atractivo: ambos eran bajitos cuando la estatura suponía un signo de belleza, y la mala dentadura de Rose (un legado de su afición por la caña de azúcar en su infancia) era tan notoria como la palidez enfermiza de Napoleón. Pero los dos podían ser encantadores, y estaban unidos por la pasión y un afecto genuino, así como por una desmesurada ambición. Josephine (como él empezó a llamarla) le proporcionó el encanto de la elegancia de la vieja nobleza a cambio él, le dio la emoción del poder. La Revolución Francesa y las guerras que ésta desencadenó ofrecieron a Napoleón y a otros jóvenes soldados ambi­ ciosos la oportunidad de un rápido ascenso: en 1793, su aplaudida recon­ quista del puerto de Tolón de manos de los británicos lo catapultó del ran­ go de capitán al de general de brigada. En aquella época Bonaparte, que había recibido de la Convención una generosa compensación com o «pa­ triota jacobino corso» tras la revuelta de la isla, era partidario de los jaco­ binos. En julio de 1793 publicó el «Souper de Beaucaire» en el que excla­

maba: «¡Marat y Robespierre! ¡Éstos son mis santos ! » . 2 5 No obstante, en tiempos del Directorio ya se había deshecho de aquella retórica revolu­ cionaria, y se concentraba en el poder militar. Su posición se vio reforza­ da cuando, a finales de 1796, recuperó Córcega para la república después de veintiocho meses de ser el Reino Anglo-Corso. El ascenso de Napoleón en la reputación popular se pone de manifies­ to en las canciones de la época. Le Caveau era una pequeña sociedad gas­ tronómica fundada en París en 1726 cuyos miembros contribuían con la creación de canciones de «vaudeville» ligeramente satíricas así como su­ fragando el coste de sus comidas. En 1796 Le Caveau resurgió con el nom­ bre de Díners du Vaudeville y adoptó una constitución que excluía la política de las contribuciones de sus miembros. Sin embargo, muchas de las canciones se caracterizaban por sus temas nacionalistas y en 1797 una de ellas elogiaba al joven Napoleón: Salve al caudillo de nuestros soldados, que, valiente y sabio al mismo tiempo, conduce a los franceses al combate o refrena su coraje. De Europa, el vencedor, y el pacificador. Gloria al gran guerrero, que sin haber cumplido los treinta, conjuga el valor de Aquiles, y las virtudes de N éstor.26

A pesar de la buena cosecha de 1798, la economía francesa estaba por los suelos: el Bas-Rhin tenía solamente 146 maestros tejedores en activo en comparación con los 1.800 de 1790, los Basses-Pyrénées tenían sólo 1 . 2 0 0 personas empleadas en la industria de la lana en comparación con

25. Evangeline Bruce, Napoleon and Josephine: An Improbable Marriage (Londres, 1995), p. 97. Dos relatos accesibles sobre el ascenso de Napoleón nos los brindan Malcolm Crook, Napoleon Comes to Power: Democracy and Dictatorship in Revolutionary France, 1795-1804 (Cardiff, 1998); y Robert Asprey, The Rise o f Napoleon Bonaparte (Nueva York, 2000). 26. De Masón, Singing the French Revolution, p. 199; Brigitte Level, A travers deux siécles. Le Caveau: Société bachique et chantante 1726-1939 (París, 1996).

las 6.000 de com ienzos de la década. El resentimiento económico y el masivo incumplimiento por parte del pueblo de las exigencias del Estado alcanzó su punto álgido en el verano de 1799, cuando se produjeron levantamientos realistas a gran escala pero sin coordinación alguna en el suroeste alrededor de Toulouse y un resurgimiento de la chouannerie en el oeste en el mes de octubre. En aquel entonces, las requisiciones, el anticlericalismo y la represión de los supuestamente liberadores ejércitos franceses provocaba el descontento y la insurrección en todas las «repú­ blicas hermanas». Esto y los éxitos iniciales de la segunda coalición for­ mada entre Rusia, Austria e Inglaterra proporcionaron el pretexto militar para un cuarto desafio al Directorio, esta vez dirigido con éxito por Napoleón, el oficial del ejército que había dispersado a los realistas insur­ gentes en 1795 y que ahora abandonaba a sus destrozadas tropas en Egipto. En esta acción estuvo apoyado por su hermano, entonces presidente de los Quinientos, Sieyés y Talleyrand, dos de los arquitectos del cambio revolucionario en 1789-1791, y Fouché, un antiguo sacerdote de la Vendée convertido en descristianizador en 1793. El 18-19 Brumario VIII (9-10 de noviembre), los furiosos miembros de los Quinientos fueron expulsados por las tropas y una década de gobierno parlamentario llegó a su fin. El 24 Frimario (15 de diciembre), los cónsules (Bonaparte, Sieyés y Ducos, que se habían sentado en la «Llanura» durante el Terror) anuncia­ ron que una nueva constitución basada en «los sagrados derechos de la propiedad, la igualdad y la libertad» terminaría con la incertidumbre:

Sin embargo, al cabo de unos pocos años Napoleón había logrado reducir las principales causas de inestabilidad. Un decreto del 29 Vendi­ miado IX (20 de octubre de 1800) permitió el regreso de los emigrados que no se hubiesen alzado en armas; a continuación, el 6 Floreal X (26 de abril de 1802) se abría el camino al retorno de todos los demás exiliados. Ello posibilitó la vuelta del grueso del clero refractario, convencido de la locura del llamamiento a la reforma secular del primer estado en 1789 y de la ardiente necesidad, tras diez años de merecido castigo divino, de que un catolicismo purificado llevase a cabo la recristianización de Francia. El 15 de julio de 1801 se firmó un concordato con el papado, celebrado formalmente en una misa de Pascua en Notre-Dame de Paris en 1802. El 21 Pluvioso IX (9 de febrero de 1801) se firmó con Austria el Tratado de Lunéville y el 5 Germinal X (25 de marzo de 1802) se selló con Gran Bretaña la Paz de Amiens. El fin (aunque temporal) de la guerra brindó a los desertores la oportunidad de ser amnistiados y los emigrados y sacer­ dotes que habían regresado fueron reincorporados a sus comunidades en un clima de reconciliación. La soleada calma del verano de 1802 creó las perfectas condiciones para el plebiscito sobre la nueva Constitución del año X, por la que Napoleón se convirtió en Cónsul vitalicio. Efectiva­ mente, la revolución había tocado a su fin.

Los poderes que ésta instituye serán fuertes y estables, tal com o debe ser para garantizar los derechos de los ciudadanos y los intereses" del Estado. Ciudadanos, la Revolución se ha establecido sobre los principios que la iniciaron: ahora ha terminado.27

El pronunciamiento se llevó a cabo por esperanza más que por confianza: muchos jacobinos de provincias compartían el agravio de los diputados de que una legislatura republicana hubiese sido dispersada por el ejército. En el plebiscito sobre la Constitución del año VII el hermano menor de Napo­ león, Lucien, casi dobló el número de «síes» desde un millón seiscientos mil a más de tres millones, supuestamente tan sólo 1.562 votaron «no»,

27. Stewart (ed.), Documentary Survey, p. 780.

.

JL

IX. LA TRASCENDENCIA DE LA REVOLUCIÓN

Una revolución que había comenzado en 1789 con ilimitadas esperanzas en una era dorada de libertad política y cambio social había terminado en 1799 con un golpe militar. No fue posible estabilizar la revolución des­ pués del derrocamiento inicial del antiguo régimen y de la proclamación de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en agosto de 1789. Por el contrario, el pueblo francés tuvo que soportar una década de inestabilidad política, de guerra civil y de conflicto armado con el resto de Europa. En 1889, en el centenario de la Revolución Francesa, Samuel Langhornc Clemens — el autor, bajo el pseudónimo de Mark Twain, de I luckleherry Finrt y de Las aventuras de Tom Saw yer— publicó Un yanqui en la curte del rey Arturo. La vigorosa novela imagina la visita de un americano del siglo xix a la Gran Bretaña del siglo vi como pretexto para analizar el pro­ greso humano e incluye una llamativa justificación de la Revolución Francesa y del Terror: Había dos «Reinos del Terror», si queremos recordarlo y reflexionar sobre ello; uno provocó crímenes con acalorada pasión, el otro con despiadada sangre fría; uno duró unos cuantos m eses, el otro había durado mil años; uno causó la muerte de diez mil personas, el otro de cien millones; pero nos estrem ecem os por los horrores del menor de los Terrores.1

Por supuesto, cualquier juicio sobre si la Revolución Francesa fue, te­ niendo en cuenta todos los factores, beneficiosa para la humanidad ha de ser más matizado que el de Twain. No cabe duda de que los 300.000 no-

1. 2 0 0 0 ).

Mark Twain, Un yanqui en la corte del rey Arturo (Alianza Editorial, Madrid

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LA R E V O L U C IÓ N F R A N C E S A , 1789-1799

i bles y clérigos considerarían aquellos días com o desastrosos en todos los aspectos. También opinarían así quienes dependían de los privilegiados para obtener empleo o caridad, y las familias de decenas de miles de jó­ venes que perdieron la vida prematuramente en el campo de batalla o en los hospitales. ¿Murieron en vano? Demasiadas veces las discusiones "¡ sobre las consecuencias de la revolución hañ nñí.H!. ^ . T V “” r ‘‘,v'Ui’,uu” ® — -J-.V.W nerxnnales a m r * ___ ...i__ ,_____ -------------------v, educidas ajuicios J personales acerca de si fue o no «algo bueno». No es lo mismo que eva­ J luar sus consecuencias para el mundo en el que vivían los franceses. ■ ¿Hasta qué punto fue «revolucionaria» la experiencia de veinticinco años í de Revolución e Imperio?

LA T R A S C E N D E N C IA D E LA R E V O L U C IÓ N

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suelta a una efusión sin precedentes de la palabra escrita: cientos de perió" r de obras de teatro, y miles de folletos y octavillas. dicos, quizá un millar mucho allá,, _ya que este material Pero esta revolución de de ideas ideas fue fue m u c h o más _______ __ i__ ; _ • * « .impreso iba acompañado de un florecimiento del arte popular revolucio­ nario en forma de grabados en madera y pinturas. M illones de personas í,a n o e n io r n ia u c e ,“uauuow“ ‘'“----- ' K------------- 7 * . se acostumbraron a la idea de que una forma de gobierno sólo podía ser de soberanía Malcolm legítima si estaba basada eni algún tipo ---------------- ,.popular. , ••* 1 1 ----- 1----- - — im/nlnrrciHnc Crook calcula que unos tres m illones de hombres se vieron involucrados en votaciones a lo largo de la década de la revolución; efectivamente, hubo tantas elecciones (varias por año) e interminables procedimientos Las respuestas a estas cuestiones van al corazón mismo de las insalva-1 de votación que provocaron un cierto hartazgo. La Constitución de 1793 bles y a menudo mordaces divisiones entre los historiadores. Desde la re- ; estableció disposiciones para realizar elecciones directas, pero nunca se volución, muchos historiadores han argumentado que, para bien o para | llevaron a cabo. mal, aquélla alteró profundamente la mayoría de los aspectos de la vida en Los historiadores también coinciden acerca de la importancia ideoló­ Francia. Sin embargo, en las últimas décadas, algunos estudiosos insisten gica política y•- divisiones que las consecuencias He i» ■ ~7 “ T ‘ “ ' “ W8W0 M gica de de la la revolución. revoiucion. Veinticinco vciiiuum w años «»**> de » agitación ---------.............■ uc > --------1— u . j,, --------matnc j,, H r- irlenlm/ias en C0 1 1 Dejaron un legauu i^uwiwv.>, -^ refiere a un verdadero cambio sochl F ^ 7 mmimas en lo clue se I dejaron un legado de recuerdos, buenos y malos, y de ideologías en .................J u a , * C,al- Fran«OIS Furct>Por ejemplo, argu- * | ~flicto que han ■ perdurado hasta u— nuestros tiempos. iLa ,, revolución fue fi un menta que hasta bien entrado el siglo x ix la sociedad fr~a “‘6“' J l“ c t 0 quc ,la“ pciuuiam,- — ................... ......... .. ____ «Amiinicmn Cíl TPÍllismO -----------------ció nráetieamont» ¡«..oí .~ 1 , . , _ancesa permane- ^ r¡co semillero de ideologías que abarcan desde el comunismo al realismo ció prácticamente igual que bajo el antiguo régimen . 2 Según su razona­ ¿ autoritario pasando por ei el uuiuiuuuiuuaiumu constitucionalismo liberal jy ------------la democracia ... ------------------ -I-» / 'o r f ' miento, hasta que Francia no pasó por su propia revolución industrial en B social. El pueblo francés permanecería dividido nacerca de qué sistema la década de 1830, las pautas de trabajo y de vida cotidiana eran muy | | í político podía reconciliar mejor la autoridad, la libertad y la igualdad. ¿El similares a las de antes de la revolución. ® : jefe del gobierno había de ser un rey, un emperador o un ejecutivo electo? Evidentemente, estos historiadores «minimalistas» coinciden con sus ¿«Libertad» se refería a las libertades cívicas y políticas o también a la adversarios en que la vida política francesa sufrió una profunda transfor- • libertad económica (una economía de libre empresa)? ¿Y cómo había que mación. Por primera vez, un enorme y laborioso país se transformaba entender la «igualdad»: como igualdad ante la ley, de derechos políticos, siguiendo pautas republicanas y democráticas. Ni siquiera la restauración de estatus social, de bienestar económ ico, de razas, de sexos? Estas cues­ ile la monarquía en 1814 fue capaz de invertir el cambio revolucionario de tiones estaban en el meollo de las divisiones sociales y políticas durante un absolutismo monárquico a un gobierno constitucional y representati­ la revolución: hoy en día siguen sin resolver. t vo. Por otra parte, la experiencia de años de debate político, de campañas Ninguna de las ideologías que se desarrollaron durante la revolución electorales y nuevos derechos políticos significaba que la idea de ciuda­ podía pretender representar las opiniones de la mayoría del pueblo francés. danía estaba ahora profundamente arraigada. Aquellas nuevas ideas se A pesar de que el bonapartismo y el jacobinismo presumían de estar fun­ habían ido extendiendo de boca en boca, a través de la palabra impresa damentados en la soberanía popular, ambos eran ambiguos acerca de la y de la imaginería, en lo que podría describirse com o una revolución en forma que había de adoptar el gobierno democrático. La memoria de «la cultura política». Los años de libertad después de 1788 dieron rienda Napoleón proyectaría una larga sombra del hombre fuerte que restauró el orden y la estabilidad pero a costa de un gobierno militar y una guerra casi continua. Retrospectivamente el período de mandato jacobino resul­ 2. Fran^ois Furct, The French Revolution 1774-1884 (Oxford, 1992). ta atractivo por su énfasis en la democracia y la igualdad social y por su

3. Peter McPhee, The Politics o f Rural Life: Political Mobilizalion in the French Countryside 1846-1852 (Oxford, 1992), p. 161.

ción de la Vendée: Jean-Clémcnt Martin y Xavier Lardiére, Le Massacre des Lucs-Vendée 1794 (Vouillé, 1992). Sobre Chanzeaux, véase Lawrence Wylic, Chanzeaux: A Village in Anjou (Cambridge, Mass., 1966). Sobre La Roche-sur-Yon, véase John M. Merriman, The Margins o f City Life: Explorations on the French Urban Frontier, 1815-1851 (Oxford, 1991), pp. 101-112.

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defensa heroica de la revolución en 1793-1794, pero al mismo tiempo j una lista de nombres de los muertos en 1793 y ofrece imágenes visuales evoca imágenes negativas del Terror y los controles sobre las libertades que hasta hoy en día han enseñado a generaciones de lugareños que el civiles. En zonas del sur con una significativa población protestante las levantamiento por parte de los devotos campesinos fue en defensa de sus terribles divisiones políticas de 1793-1795 siguieron a menudo una línea ' queridos Asimismo, el» descubrimiento __ montones de hueOS sacerdotes. S ü c c r u u ic a . rv o iiiíio m w , >✓ v iv u v w ......-------- de r — ir— j í„ a] n írm m Hp la iale.sia en 1860 acabó convirtién confesional, dejando un legado de odio que en lo sucesivo garantizó el apoyo de los protestantes a partidos d o I Y 1 ' 6 ““"“ ™ w * sos en Lucs-Vendée por el párroco de la iglesia en 1860 acabó l x____1 ___ _____a,('os y j de uv izquierdas. ií,v|Uivi uao. Un V JU J cioin ------ 1 . 1 _ 1C0S fose en otro mito, que todavía hoy sigue vigente, el del «Belén de la Vensiglo después, un jornalero del campo protestante, Jean Fontane de Anduze ;_ I dée», según el cual 564 mujeres, 107 niños y muchos hombres fueron (departamento del Gard), recordaba que, «si la mayoría de nosotros fui­ ! ÍBMiiiauuo asesinados en solo día, el 28—de febrero de 1794. En 1804, La Rochevu un un uv*v -----' m os republicanos, fue en memoria de nuestra hermosa revolución de sur-Yon, destruida por los ejércitos jacobinos en 1794 1794 fue fue reconstruida reconstruida 1793, cuyos principios que aún sobreviven en nuestros corazones nos í con el nombre de Napoléonville. La ciudad estaba organizada en torno a inculcaron nuestros padres. Ante todo, fuimos hijos de la revolución» . 3 spacios abiertos: para el mercado, frente a la Prefectura, y Por otro lado, en cambio, habría cantidad de personas para las que el de las tropas.4 N o hay quizá mejor exhibición de los valores recuerdo de la revolución evocaba imágenes negativas de sufrimiento y que sustentaban la visión napoleónica del orden social en la Francia poshorror. Los numerosos nobles y la gran masa de sacerdotes de parroquia revolucionaria: no obstante, su conquista del espacio no podía borrar los que se unieron al tercer estado en 1789 experimentaron una interminable ¡ recuerdos de su anterior papel en el corazón de la rebelión de la Vendée. pesadilla cuando la revolución abolió los privilegios y títulos de los no- j Doscientos años después, la insurrección sigue siendo el elemento cen bles y llevó a cabo cambios devastadores en la Iglesia. La mayoría de los tral de la identidad colectiva de los habitantes del oeste de Francia. diputados clericales llegaron a los Estados Generales de 1789 siendo muy Sin embrago, fuera cual fuese la importancia de estos cambios para el críticos con la monarquía y con sus propios obispos, y estaban ansiosos J--------1!*:— '>■’ ic tu u u u o , los «minimalistas» armu o, 'Ibs !ideas p o lítica s ”y *iub —___0 por participar en un proyecto de regeneración del país. Sus esperanzas tan que los elementos básicos de la vida cotidiana permanecieron prácti­ fueron barridas por programas de reforma mucho más radicales para la camente invariables: especialmente las pautas de trabajo, la posición de los Iglesia, que culminaron en la Constitución Civil del Clero. La implicación pobres, las desigualdades sociales y el estatus inferior de las mujeres. — tanto activa como de complicidad— del clero refractario en la contrarre­ En primer lugar, la gran masa de gente trabajadora en las ciudades y volución y la consiguiente proscripción y descristianización durante el en el campo continuó trabajando y subsistiendo del mismo modo que lo Terror acabaría uniendo a Iglesia y monarquía en una ideología realista había hecho antes de 1789. Muchos franceses siguieron siendo, como sus de derechas, uno de los principales movimientos políticos de Francia de padres, propietarios o arrendatarios de pequeñas parcelas de tierra. La los 150 años siguientes. abolición de los tributos de señorío, finalmente alcanzada con las refor­ Los recuerdos del Terror, de las levas masivas y de la guerra estaban mas de 1792-1793, y la compra de pequeñas porciones de propiedades de grabados en los más hondo de la memoria de cada individuo y de cada la Iglesia y de los emigrados hizo posible que m illones de campesinos comunidad. En el oeste, donde la guerra civil de la Vendée había costado terratenientes permaneciesen en sus tierras. Francia siguió siendo una unas 400.000 vidas, hubo un rechazo general del republicanismo durante un siglo o más. En el pueblo de Chanzeaux, por ejemplo, la iglesia cons­ truida en el siglo x ix sobre las ruinas de la vieja destaca en sus vitrales 4. Entre 300 y 500 de los 2.320 habitantes de Luc murieron en las luchas de la insurrec­

sociedad eminentemente rural dominada por pequeñas granjas en cuyos un importante gravamen, un impuesto indirecto, y se volvieron a erigir hogares se utilizaban antiguos métodos y técnicas para la propia subsis-'*• las casas de aduanas en torno a las ciudades y pueblos. N o hay duda algutcncia. En las áreas urbanas gran parte del trabajo continuó llevándose a f [ na de que los momentos de poder popular y de esperanza dejaron huellas cabo en pequeños talleres, donde los maestros artesanos trabajaban junto 1 indelebles en la memoria colectiva de los descendientes de los sansa tres o cuatro obreros cualificados y aprendices. Tendrían que pasar va- % culottes y en parte del campesinado. A pesar de ello, podríamos discutir rias décadas antes de que una minoría sustancial de asalariados encontra- 1 que, para los obreros, los recuerdos agradables de 1792-1794 de poco sen empleo en grandes talleres mecanizados como los que a ¡ consuelo iban a servir ante las frustradas expectativas de un verdadero A-- empezaban ----1---florecer en las nuevas ciudades industriales del norte de Inglaterra. |f cambio social. Los descendientes de los radicales de la década de 1790 En segundo lugar, fueran cuales fueren los grandes proyectos de los | tuvieron que esperar varias décadas antes de ver realizadas sus esperan­ jacobinos en 1793-1794, los desposeídos continuaron siendo una nutrida s zas: hasta 1848 para la aplicación definitiva del sufragio masculino (para clase urbana y rural a la que en tiempos de crisis se unían los jornaleros | ¡ las mujeres habría que aguardar hasta 1944), hasta 1864 para el derecho del campo y obreros urbanos en paro. La posición de los pobres había | , de huelga y veinte años más para el derecho a formar sindicatos hasta sido siempre espantosa, pues dependían de la asistencia azarosa y a me- j [ la década de 1880 para una educación laica, obligatoria y gratuita, y has­ nudo poco adecuada de la Iglesia. Pero lo peor aún tenía que llegar. En ta bien entrado el siglo XX para la implantación de un impuesto sobre la 1791, la Asamblea Nacional privó a la Iglesia de la capacidad de dispen­ renta y disposiciones de bienestar social para los enfermos, los ancianos sar caridad al abolir el diezmo y vedar las propiedades eclasiásticas. Al y los desempleados. darse cuenta de que el gobierno local no podía ofrecer alivio a los pobres, ’ En tercer lugar, Francia siguió siendo una sociedad jerárquica y pro­ el gobierno estableció una serie de programas de trabajo y medidas provi- 1 fundamente desigual, aunque en la nueva jerarquía el mejor indicador de sionales poco sistemáticas y nunca adecuadamente financiadas por los : mérito personal fuese la riqueza más que el apellido familiar. En el perío­ gobiernos siempre preocupados por la guerra. Después de 1794 la sitúa- í do revolucionario se libraron muchas batallas por la cuestión de qué sig­ ción de los pobres se hizo verdaderamente desesperada cuando los go­ nificaba en la práctica la palabra «igualdad», pero las campañas de los biernos conservadores eliminaron los controles de los precios y las medi­ sans-culottes y de los campesinos más pobres por conseguir medidas das de bienestar social de los jacobinos. A ello hay que añadir varias concretas para reducir las desigualdades económ icas fracasaron. La malas cosechas y rigurosos inviernos. En el invierno de 1795-1796 el río , Constitución de 1793 fue la primera en asumir la responsabilidad pública Sena se heló hasta solidificarse y, según informes, lobos hambrientps 1 del bienestar social y de la educación, pero nunca se llevó a la práctica. merodeaban por las calles de París entre los cuerpos de los indigentes que i e También en las colonias las jerarquías prerrevolucionarias de raza se habían muerto de inanición. Incluso después de ser restaurada en su impusieron nuevamente, con una sola excepción. En enero de 1802, puesto com o religión estatal por parte de Napoleón, la Iglesia católica ■ 12.000 soldados franceses desembarcaron en Santo Domingo para reinsnunca pudo recuperar sus recursos materiales para administrar consuelo a ;■ taurar el control colonial; tras dos años de sangrientas luchas nacía la pri­ las necesidades de los pobres ni siquiera de la forma limitada en que lo mera nación negra poscolonial, Haití. Sin embargo, Napoleón canceló en había hecho antes de 1789. todas partes la abolición jacobina de la esclavitud de 1794 y en 1802 vol­ Entre los primeros partidarios de la revolución, quizá la población obrera urbana fue la que más sacrificó y la que menos ganó. Los sansculottes de París, Marsella y otras ciudades constituyeron la espina dorsal de la revolución pero obtuvieron muy pocos beneficios tangibles. Sus exigencias en 1793 por una redistribución de la propiedad no consiguie­ ron alcanzar resultado alguno, al contrario, en 1789 se introdujo de nuevo ,

vió a introducir el «Código Negro» de 1685, que despojaba a los esclavos de recurso legal y concedía la propiedad de sus hijos al dueño. El comer­ cio de esclavos no quedaría definitivamente abolido hasta 1815-1818, pero la esclavitud persistiría hasta 1848. Además, en la nueva jerarquía basada en la riqueza que dominaría el país a partir de 1799, la mayoría de nobles del antiguo régimen siguió

das por unas treinta mil mujeres, fueron drásticamente recortadas y edificadas en 1804 por Napoleón y finalmente abolidas por completo 1816. A pesar de las enérgicas campañas de feministas individuales en 1 primeros años de la revolución, de la repetida intervención de las mufcres trabajadoras en las acciones colectivas en París y su presencia en ¿ibes y sociedades, la inmensa mayoría de políticos de cualquier signo «oponía firmemente a conceder derechos políticos a las mujeres. Durante dTerror, el periódico del gobierno, La Feuille du salut public, preguntaba: Mujeres, ¿queréis ser republicanas? Amad, respetad y enseñad las leyes que conminan a vuestros maridos y a vuestros hijos a ejercer sus derechos ... nunca asistáis a las asambleas populares con el deseo de hablar allí.

tivamente, la fuerza que representaba el desafío político de las mtijeKs puede calcularse por los frecuentes y violentos ataques que sobre se desencadenaban. Todos los políticos desde los monárquicos hasta león habrían estado de acuerdo con el jacobino Amar, del Comité de ¡uridad General, que justificaba la prohibición y disolución de la orna ación de mujeres militantes, Ciudadanas Republicanas Revoluciona ante la Convención el 30 de octubre de 1793 describiendo asi a los hombres fuertes, robustos, provistos de una gran energía, audacia y coraje ... desti­ nados a la agricultura, al com ercio, a la navegación, a los viajes, a la guerra ... tan sólo él parece apto para el pensamiento serio y profundo ... la mujeres no están hechas para pensamientos superiores ni reflexiones serias ... más expuestas al error y al júbilo, cosa que sería desastrosa en la vida pública.5

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Las ambigüedades en las actitudes de los hombres respecto a las mujeres Aspiradas en arraigados supuestos acerca de la «naturaleza de las mu­ res»— son también evidentes en la iconografía revolucionaria: la imagen rotectora de la Virgen María del antiguo régimen dio paso a la Marianne

§ 5. La Feuille du salut public, noviembre de 1793. Sobre la participación de las muje­ res en la revolución, véase Rose, Tribunes and Amazons; Landes, Women and the Public Sphere, cap. 6, Conclusión; Hufton, The Prospect before !ler, cap. 12.

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ocupando puestos preeminentes. Según Donald Greer, 13.925 hombi pertenecientes a la nobleza mayores de 1 2 años habían emigrado; en ' tal, 1.158 nobles, hombres y mujeres, fueron ejecutados durante el Tei Ahora los historiadores piensan que quizá no había más de 125.000 ng< bles en la década de 1780, muchos menos de lo que antes se pensó. Fui consiguiente, prácticamente todas las familias nobles se vieron direc­ tamente afectadas por la emigración, el encarcelamiento o la ejecuci A pesar de todo, queda claro que la revolución no fue un holocausto de la nobleza. A quellos nobles que esquivaron los problemas políticos y conservaron intactas sus tierras durante la revolución pudieron continuar desempeñando un papel económico y político preponderante en el siglo xa.' De los 281 hombres que Napoleón nombró como «prefectos» para admi­ nistrar sus provincias, el 41 por ciento procedían de antiguas familias nobles. En 1830, dos terceras partes de los 387 hombres más ricos de Francia eran nobles, y en 1846, el 25 por ciento de los diputados del Par­ lamento eran nobles de familias del antiguo régimen. El 28 Pluvioso del año VIII (16 de febrero de 1800), sólo tres meses después de su subida al poder, Napoleón hizo público un nuevo decreto administrativo que reducía drásticamente el gobierno local a un sello de goma. A partir de aquel momento, los consejos tuvieron que limitarse al manejo de las finanzas comunales y de los recursos en el marco de una rígida fórmula de administración. Los alcaldes y los tenientes de alcalde de ciudades con más de 5.000 habitantes habían de ser nombrados direc­ tamente por el primer Cónsul, mientras que los demás podían ser nombra­ dos por el prefecto del departamento. De este modo los prefectos tenían el poder de los intendants prerrevolucionarios, y los consejos locaies, ele­ gidos por veinte años teniendo en cuenta requisitos de propiedad, eran obviamente menos democráticos y tenían menos trabas que antes. Tam­ bién los jueces volvieron a ser nombrados en vez de ser elegidos. Por último, los «minimalistas» argumentan que el estatus inferior de la mujer apenas experimentó cambio alguno, al contrario, se afianzó. Las mujeres habían sido siempre el eje de la frágil economía familiar y, como tal, dotaron a la revolución de una extraordinaria fuerza y esperanza durante los primeros años. Sin embargo, como mujeres, parece que obtu­ vieron muy pocos beneficios: sólo el derecho a heredar en términos de igualdad con sus hermanos varones y de firmar contratos legales, si estaban solteras, sobrevivió al Imperio. Las leyes liberales de divorcio de 1792,

SfH f Estos historiadores «maximalistas» aducen que la revolución fue un de la república, ahora vistiendo un atuendo clásico y el gorro de la liber­ vttiunfo para la burguesía y para los campesinos terratenientes. Por otro tad, pero aun así una alegoría femenina vigilando protectora aunque íbdo, la revolución transformó las estructuras institucionales de Francia; sivamente a los hombres activos. Lynn Hunt argumenta que a pesar, a causa, del desafío político de las mujeres radicales, la transición del ab­ ¡fesmás, el significado mismo de la propia «Francia». Condujo también a cambios perdurables en la naturaleza de la Iglesia y de la familia, solutismo — bajo el que todos eran súbditos del rey— a una fraternidad í La revolución representó un abrupto cambio en las estructuras de republicana de ciudadanos varones reforzó la posición política subor | identidad cultural e institucional. Francia en 1789 era una sociedad en la nada de las mujeres. La implicación de esta visión «minimalista» de la trascendencia de 1»| | que las personas expresaban lealtad casi exclusivamente a su propia rerevolución es que los pocos cambios que implantó en la política y socie-|| fgión: la unidad de Francia se debía tan sólo a la pretcnsión de la rnonarquiade que aquél era su territorio y los habitantes sus súbditos. La mayor dad francesa no merecieron el sacrificio realizado. El terrible legado del» revolución, según Simón Schama, fue la violenta e ingenua certeza de ® parte de la gente no hablaba francés en la vida diaria y recurría a las élites que «relacionó el desencanto social con el cambio político»; el gran enw | délas ciudades de provincias como Toulouse, Rennes y Grenoble para que de Luis XVI fue pedir a las masas sus cahiers de doléances en un mo­ e les defendiesen contra las crecientes exigencias de la corona en lo relativo P * impuestos y reclutamientos. La fuerza de las lealtades locales estaba mento de hambruna y de inestabilidad política. A partir de aquel mome afianzada por prácticas económicas que trataban de solventar las necesito la revolución estaba «condenada a la autodestrucción a causa de sus desmesuradas expectativas». Para Schama, el único cambio social signi­ [ dades de los hogares intercambiando productos principalmente dentro de ficativo fue la muerte de inocentes a manos de demagogos sin escrúpulos" I los mercados locales. Desde el siglo xn, el coste que la monarquía había y de turbas enloquecidas . 5 'ífg f tenido que pagar por el establecimiento de un control territorial sobre Otros historiadores, com o Albert Soboul y Gwynne Lewis insisten ea'’ Francia había sido la aceptación de un mosaico de privilegios locales y re­ gionales, exenciones y derechos. En vísperas de la revolución, todos y cada que la revolución fue profundamente transformadora. Aunque recono-5 uno de los aspectos de las institucion cen que se produjeron importantes continuidades en la sociedad francfr - I sa, aseguran que los «minimalistas» han ignorado otras consecuencias I glistración, en las costumbres y medidas, en las leyes, en los impuestos y fundamentales. Para Soboul, la perspectiva «minimalista» surgió de una j ' en la Iglesia— estaban marcados por exenciones regionales y privilegios. antipatía política hacia las posibilidades de la transformación revolucio*| No sólo se beneficiaban de privilegios legales y contributivos el clero, la nobleza y ciertas organizaciones corporativas com o los gremios, sino naria: «los vanos intentos por negar a la Revolución Francesa — aquel peligroso antecedente— su realidad histórica». Para Soboul, la revolu­ que las provincias tenían también sus propios códigos legales, grados de autogobierno, niveles de contribución, y sistemas de moneda, pesos y ción fue profundamente revolucionaria en sus resultados a corto y a plazo: «Una clásica revolución burguesa, su intransigente abolición del medidas. * En 1789-1791 los revolucionarios remodclaron los distintos aspectos sistema feudal y del régimen señorial hacen de ella el punto de partid*; de la vida pública e institucional de acuerdo con los principios de racio­ hacia la sociedad capitalista y el sistema representativo liberal en la histo-* ría de Francia» . 7 nalidad, uniformidad y eficiencia. Un sistema administrativo de departa­ mentos, distritos, cantones y comunas respaldaba esta demoledora refor­ ma. Aquellos 83 departamentos (hoy 96), a partir de entonces, iban a ser administrados exactamente del mismo modo: tendrían una idéntica es­ tructura de responsabilidades, de personal, y de poder. Las fronteras dio­ cesanas coincidían con los límites de los departamentos, y las catedrales solían ubicarse en las capitales de los departamentos. La uniformidad de

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LA R E V O L U C IÓ N F R A N C E S A , 1789-1799

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¡principal forma de redistribución de la riqueza o excedente era el pago las estructuras administrativas se reflejaba también en la imposición :1«tributo» o «excedentes» de diversa índole al Estado, la Iglesia y a los un sistema nacional de pesos, medidas y moneda basado en las nueva lo re s en forma de impuestos, arbitrios o diezmos. Hacia 1800 las pre­ medidas decimales. Por ejemplo, el departamento del Lot-et-Garonne gones de los órdenes privilegiados estaban irremediablemente muerel suroeste abarcaba un área en la que antes de 1789 existían más tas: ahora el Estado obtenía la riqueza directamente de los productores a sesenta y cinco formas diferentes de medir la longitud y veintiséis mi ivés de estructuras económicas (rentas, mercado y trabajo). Siguiendo das para pesar el grano: ahora había sólo una forma nacional de medit [drazonamiento de Eric Wolf, ahora solamente el Estado podía recaudar el Estas mejoras evidentes para los negocios y el comercio se acentu; con la abolición de los peajes que se pagaban a las ciudades y a los nobles f § N ° de los imPuestos>reclutar hombres y reclamar obediencia, estable, y la supresión de las aduanas internas. Antes de 1789, por ejemplo, unco- I S oendo su creciente Poder y preeminencia como agente de control so c ia l" El poder emocional del Estado-nación llevó con frecuencia a los revo­ merciante que transportase una carga de madera desde la Lorena hasta I Séte en el Mediterráneo tenía que atravesar treinta y cuatro distintas lucionarios de París a proclamar que solamente el francés era la «lengua déla libertad» y que las lenguas minoritarias eran parte del arcaico anti­ barreras de peaje en veintiún lugares diferentes. A partir de entonces los guo régimen que habían derrocado. De hecho, las actitudes populares gobiernos legislaron en base a un libre comercio dentro de un mercado, respecto a la revolución entre las minorías étnicas que en total constituían nacional. Desde 1789, todos los ciudadanos franceses, fuera cual fuese su ex­ - lamayor parte de la población variaban desde el entusiasmo hasta la más rotunda hostilidad en todo el territorio y durante todo el período. Pero la tracción social y su residencia, serían juzgados según un único y uniforme revolución y el imperio tuvieron en todas partes un profundo impacto un código legal, y obligados a pagar impuestos proporcionales a su riqueza, la identidad colectiva, en la francisation (afrancesamiento) de los chula especialmente sobre sus propiedades en tierras. Éste es uno de los signifi­ danos de una nueva sociedad, tanto porque participaban en elecciones y cados clave de la palabra «fraternidad» y «unidad nacional». Los años referendums dentro de un contexto nacional com o porque, durante los de la revolución y del imperio intensificaron la unidad administrativa de años de las guerras revolucionarias, m illones de jóvenes fueron reelu Francia, sustentada por una nueva cultura política de ciudadanía y por la | lados para luchar por la patrie, para defender a la revolución y a la repii veneración de héroes nacionales sacados de la antigüedad o de la propia blica. En el año III, el general K.léber pidió que su compatriota alsaciano lucha revolucionaria. La revolución no sólo supuso un punto de inflexión Ney le acompañase al Ejército del Rin «para que ... por lo menos pueda en la uniformidad de las instituciones estatales, sino que por primera vez hablar enseguida con alguien que sepa mi lengua». El propio Napoleón, se entendía el estado com o representante de una entidad enwcional, «la nación», basada en la ciudadanía. Por esta razón los historiadores consi­ * que no tenía gran soltura en francés, quizá pensaba en ellos cuando dijo bromeando: «Dejad que estos hombres valientes hablen su dialecto alsa­ deran que la Revolución Francesa actuó com o semillero del nacionalismo ciano; siempre pelean en francés» . 1 0 * moderno, un ejemplo clásico del concepto de Benedict Anderson de En sus memorias, el eminente noble catalán Jaubert de Passa recorda­ «comunidad imaginada» como base de la identidad nacional. 8 ba con nostalgia los años anteriores a 1789 cuando «ignoraba por com­ La unidad nacional no sólo se alcanzó a expensas de los privilegios pleto el francés e ... incluso sentía una alegre repulsión por esta lengua». inherentes a los órdenes sociales, puestos y localidades, sino que también Dos parientes cercanos de Jaubert habían sido guillotinados por cola­ asumió que todos los individuos eran ahora en primer lugar y ante todo borar con los ejércitos españoles en 1793-1794. Ahora, en 1830, escribía ciudadanos franceses, miembros de la nueva nación. Antes de 1789, la

8. Benedict Anderson, Imagined Communities: Refleclions on the Origin and Spreai ofNationalism (Londres, 1983).

9. Eric Wolf, Europe and the People without History (Berkeley, Calif., 1982), cap. 3. 10. Martyn Lyons, «Politics and Patois: The Linguistic Policy o f the French Revolu­ tion», Australian Journal o f French Studies, 18 (1981), pp. 264-281.

sus memorias en perfecto francés." Tanto si los hablantes de lenguas mi­ noritarias eran entusiastas com o si eran hostiles a los cambios revolucio­ narios, los años posteriores a 1789 representaron una aceleración del pro­ ceso de francisation, por el que acabaron sientiéndose ciudadanos de la nación francesa y al mismo tiempo bretones, catalanes o vascos. Sin em­ bargo, este cambio de identidad no debería exagerarse. Esta «doble iden­ tidad» se limitaba a la aceptación de las instituciones nacionales y al vocabulario de una nueva política francesa. Hay pocas evidencias de que las culturas populares y las lenguas minoritarias sufriesen erosión alguna por ello. El francés siguió siendo la lengua cotidiana de una minoría de personas y Francia una gran tierra de gran diversidad cultural y lingüística. El argumento fundamental para la perspectiva «minimalista» acerca de la trascendencia de la revolución es que, como victoria del campesinado terrateniente y a causa de las décadas perdidas de comercio con ultramar debido a la prolongada guerra, aquellos años retardaron el desarrollo de una economía capitalista o de mercado. Del mismo modo podría argüirse que muchos de aquellos burgueses a los que Soboul considera vencedo­ res de la revolución de hecho sufrieron mientras duró. Ciertamente hubo muchos burgueses para los que la revolución y el imperio fueron períodos económicamente difíciles. Éste fue concretamente el caso de las grandes ciudades costeras donde la incertidumbre causada por las guerras y bloqueos y la temporal abolición de la esclavitud (1794-1802) asestaron un duro golpe al comercio con ultramar: hacia 1815, el comercio externo francés era tan sólo la mitad del volumen de 1789 y no recuperó los niveles prerrevolucionarios hasta 1830. Entre 1790 y 1806, el deterioro del comercio provocó una caída de la población de Marsella de 120.000 a 99.000, de la de Nantes de unos 90.000 a 77.000 y de la Burdeos de 110.000 a 92.000. En el Languedoc, las ciudades textiles de Lodéve, Carcasona y Sommieres habían ya sufrido una crisis en la década de 1780, en gran parte debido a la competencia indus­ trial inglesa, y los decenios de guerra proporcionaron tan sólo una tregua temporal a través de los suministros del ejército antes de que se hundie­ sen por completo.

Sin embargo, a pesar de las dificultades económicas que padecieron los empresarios y comerciantes de estas ciudades, hubo otras donde las i' industrias del algodón, del hierro y del carbón se vieron favorecidas durante el período napoleónico por el papel de Francia en el sistema con­ tinental y por la protección contra los importadores británicos. Una de ellas era la pequeña ciudad textil normanda de Elbeuf. Allí la burguesía fabricante había sido muy precisa en sus quejas en ios cahiers de 1789, I tronando contra: f la ineficaz administración de hacienda ... estas limitaciones, estos impedi­ ¡ mentos al comercio: barreras que alcanzan hasta el mismo corazón del reino; interminables obstáculos a la circulación de mercancías ... los 3 representantes de las industrias de fabricación y las Cámaras de Comer­ cio totalmente ignorados y despreciados; una indiferencia por parte del gobierno hacia los fabricantes ... P La «indiferencia» que tanto dolía a aquellos hombres se refería al tratado de 1786 de libre comercio con Gran Bretaña que los había dejado a mer­ ■i ced de una competencia barata. Después de 1789, aquellos industriales í en ciernes alcanzaron sus objetivos, incluyendo el nuevo reconocimiento i de su propia importancia: en el año V, se les pidió por primera vez la opi­ nión sobre una serie de tratados comerciales, y en el año IX el papel ase­ ¡j sor de la Cámara de Comercio quedó formalmente institucionalizado. : Aunque Elbeuf experimentó el duro golpe de los bloqueos comerciales y la escasez de alimentos, las décadas posteriores a 1789 marcan una ; importante fase en la mecanización y concentración de la industria textil J en la ciudad más que en el trabajo rural a destajo. Hacia 1815 la pobla­ | ción había aumentado un 50 por ciento y el número de empresas se había jj duplicado. El poder político estaba ahora totalmente concentrado en manos de aquellos fabricantes locales . 1 2 La esencia del capitalismo es una producción orientada al mercado ■ por grandes y pequeños empresarios en la ciudad y en el campo para ob: i tener beneficios. Aunque muchos empresarios, especialmente en los puer; tos de mar, sufrieron verdaderamente durante la revolución, en un sentido

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11. Pcter McPhcc, «A Case-Study of Intcrnal Colonizaron: The Francisation of Nor­ 12. JefTrcy Kaplow, E lbeuf during the Revolutionary Periud: History and Social thern Catalonia», Review: A Journal o f Ihe French Braudel Cenler, 3 (1980), pp. 399-428. Slructure (Baltimore, 1964), pp. 193-209, y caps. 3, 5

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más general, ésta aceleró cambios fundamentales para la naturaleza de la L, piedades eclesiásticas fueron subastadas lo más pronto que se pudo, y la economía francesa, cambios que facilitarían las prácticas capitalistas» ¡ansiosa burguesía local pagó el 40 por ciento más de su valor estimado. Desde 1789 hubo una serie de cambios institucionales, legales y sociales ? Además, a pesar de que la mayoría de nobles conservaron intactas sus que crearon el ambiente propicio en el que prosperaría la industria y la fierras (Robert Forster calcula que aproximadamente una quinta parte de agricultura capitalista. La ley de libre empresa y libre comercio (laissez las propiedades de los nobles fueron requisadas y vendidas), su método faire, laissez passer) de la revolución garantizó a los fabricantes, granje­ de explotación del suelo tuvo que cambiar radicalmente. La abolición ros y comerciantes el poder dedicarse a la economía de mercado sabiendo final de los tributos feudales en 1793 hizo que los ingresos que los nobles que podían comerciar sin los impedimentos de las aduanas internas y los obtenían de sus propiedades procedieran a partir de entonces de los alqui­ peajes, ni los diferentes sistemas de medidas y una infinidad de códigos leres que imponían a los arrendatarios y aparceros o de la explotación legales. La posición de los empresarios se vio fortalecida por la ley de Le directa de las tierras de los nobles por parte de capataces que contrataban Chapelier de junio de 1791, que declaraba ilegales las asociaciones de jornaleros. Ahora la base de la riqueza rural era el uso eficiente de los trabajadores, y por el restablecimiento por parte de Napoleón del livret, recursos agrícolas más que el control sobre las personas. Los campesinos que eran dueños de sus tierras fueron los beneficiarios una práctica del antiguo régimen que exigía que los trabajadores lleva­ directos y más sustanciales de la revolución. Tras la abolición de los tribu­ sen una cartilla en la que se detallaba su historia laboral y su conducta. ios feudales y del diezmo eclesiástico, ambos normalmente pagados en El cambio económ ico en el campo pudo verse acelerado por la venta especie, los granjeros se vieron en una posición inmejorable para cuneen de tierras. Las investigaciones sobre la repercusión e incidencia social de aquellas ventas durante la revolución son poco sistemáticas, pero no hay trarse en el uso de las tierras para cultivos más productivos. Por ejemplo, en el campo de los alrededores de Bayeux, el suelo duro y húmedo l'ue duda de que fue significativa en muchas zonas. Un cálculo estimado con­ rápidamente convertido en pasto una vez concluida la exigencia de la Igle­ cluiría que un 2 0 por ciento de las tierras cambió de manos a consecuencia sia de obtener un diezmo fijo en grano. En Gabian, los campesinos empe­ de la expropiación de la Iglesia y de los emigrados. En 1786, por ejemplo, zaron a extender sus viñedos a campos antes utilizados para el cultivo de la familia Thomassin de Puiseux-Pontoise (justo al norte de Menucourt) cereales. A consecuencia de la venta de tierras, las propiedades de los poseía 3,86 hectáreas y arrendaba 180 más al señor marqués de Girardin. campesinos aumentaron aproximadamente de un tercio a dos quintas par Más tarde compraron grandes extensiones de propiedades nacionalizadas tes del total de las tierras de Francia (por ejemplo, del 31 al 42 por ciento arrebatadas durante la revolución a la abadía de St.-Martin-de-Pontoise,a en el departamento de Nord estudiado por Georges Lefebvre), y ya no es­ las Hermanas de la Caridad y a otros ocho propietarios eclesiásticos: en taban sujetas a diezmos ni a los tributos de señorío. El peso de tales exac­ 1822 eran dueños de 150,64 hectáreas, el 27,5 por ciento de las tierras del ciones variaba enormemente, pero en el oeste de Francia era habitual que municipio, incluyendo gran parte de las propiedades del marqués. Estas el peso total alcanzase el 20-25 por ciento del producto de los canjpesinos tierras se utilizaron para el cultivo comercial de cereales y, finalmente, se dedicaron a la remolacha azucarera y a una destilería de azúcar. 1 3 ! propietarios (por no mencionar la corvée, ios monopolios señoriales y los pagos irregulares). Ahora los productores consevaban una parte extra de Las tierras de la Iglesia solían ser de primera calidad, se vendían en su producción que a menudo era directamente consumida por una pobla­ grandes lotes mediante subasta y las compraban burgueses urbanos y ción mejor alimentada: en 1792, sólo uno de cada siete reclutas del empo­ rurales — y muchos nobles—- con capital para así expandir las propieda­ brecido pueblo de montaña de Pont-de-Montvert (Lozére) media más de des ya existentes. En Angers y alrededores, por ejemplo, las extensas pro­ 1,60 metros; en 1830 ésta era la estatura media de los reclutas. 14 13. Albert Soboul, «Concentrations agraire en pays de grande culture: Puiseux14. Patrice Higonnet, Pont-de-Montverl: Social Structure and Politics in a French Pontoise (Seine-et-Oise) et la proprictéThomassin», en Soboul, Problemaspaysans déla Révolulion, 1789-1848 (Paris, 1976), cap. 11. Village. 1700-1914 (Cambridge, Mass., 1971), p. 97.

Las reformas y las guerras del período revolucionario tuvieron efectos dispares en las economías rurales. En el extremo norte del país, en Montigny y su región de Cambrésis, este período vio el desmoronamiento de la característica economía textil rural. El tratado de libre comercio con Inglaterra en 1786 supuso un fuerte revés para la industria textil; ahora las guerras revolucionarias e imperiales de 1792-1815, que barrieron una y otra vez la región, destruirían también el mercado del lino. Cuando las vastas tierras de la Iglesia se vendieron como propiedad nacional después de 1790, los tejedores comerciantes se apresuraron a comprarlas como un refugio de la industria que se desmoronaba por momentos. Así pues, hacia 1815 el campo era nuevamente tan rural como lo había sido un siglo antes, y la reconstrucción de la industria textil se centró en las ciudades. En cam­ bio, en el departamento del Aude, en el sur, el fin de las exacciones seño­ riales y de la Iglesia, junto con la caída de la industria textil, animó a los campesinos a regresar al vino como cultivo comercial. En los treinta años posteriores a 1789, los cálculos de los viñedos, proporcionados por los al­ caldes de la zona, en el departamento mostraron un aumento del 75 por ciento, de 29.300 a 51.100 hectáreas. El volumen de vino producido llegó a triplicarse hasta 900.000 hectolitros en el transcurso de aquellos años. Esta primera revolución del cultivo vinícola «desde abajo» constituye una importante prueba para el debate en curso acerca del alcance y natu­ raleza del cambio económ ico aportado por la revolución. Haciéndose eco de la famosa afirmación de Georges Lefebvre de que el campesinado «destruyó el régimen feudal, pero consolidó la estructura agraria de Fran cia», Peter Jones concluye que «los sumamente pobres, es decir el cam­ pesinado sin tierras o prácticamente sin ellas, casi siempre reclamaban la total restauración de los derechos colectivos...» y que «la revolución es­ timuló el “peso muerto” o el sector de subsistencia de la economía rural» . 1 5 La inexactitud de semejante argumento para un análisis marxista de la revolución com o momento decisivo en la transformación del feuda­ lismo al capitalismo resulta evidente. Obviamente, hay muchas evidencias de que los sectores más pobres de las comunidades rurales se aferraban a los derechos colectivos como

15. Jones, Peasantry, pp. 255-259; Georges Lefebvre, «La Révolution frimcjaisc ct les paysans», Études sur la Révolution franfaise (París, 1954), p. 257.

freno contra la destitución. No obstante, el historiador ruso Anatoli Ado esgrime que las coacciones hacia una transición más rápida al capitalis­ mo agrario en la Francia posrevolucionaria no provenían tanto de la conso­ lidación de la propiedad de los pequeños campesinos como de la supervi­ vencia de las grandes propiedades arrendadas en alquileres a corto plazo o por aparceros. Evidentemente, en algunas zonas cercanas a las ciudades o con buenos medios de transporte la retención de una mayor parte del producto incrementaba el margen de seguridad de los medianos y gran­ des terratenientes y facilitaba la visión de los riesgos de una espccialización de mercado. De este modo la revolución pudo haber acelerado tam­ bién la expansión del capitalismo en el campo . 1 6 No todos los sectores de la población rural se beneficiaron del mismo modo. Napoleón se sirvió del amplio apoyo que le brindaron quienes valoraban tanto la imposición del orden social com o la garantía de los logros revolucionarios. Así, por ejemplo, la familia Chartier de Gonesse, justo al norte de París, habían sido terratenientes pero se aprovecharon de la venta de las tierras de la iglesia en 1791 para adquirir grandes ex­ tensiones. Uno de los miembros de esta familia fue alcalde en 1802, dan­ do comienzo a una ascendencia en el cargo que duraría hasta 1940. Apar­ te de aquellos que pudieron beneficiarse de la desenfrenada inflación de 1795-1797 para librarse de los arriendos o para comprar tierras, los terra­ tenientes y aparceros experimentaron con la revolución unas limitadas mejoras materiales. No obstante, como cualquier otro grupo de la comu­ nidad rural, se habían visto afectados por las banalités (monopolios de molinos, panaderías y prensas de vino y aceite) y las corvées (trabajo no remunerado) y, junto con los jornaleros, habían sido los más vulnerables a los a menudo arbitrarios tribunales de justicia señoriales. El exhaus­ tivo estudio de John Markoff sobre los orígenes y curso de la revolución campesina le lleva a concluir que los «revisionistas» anglófonos, es­ pecialmente Alfred Cobban, William Doyle y George Taylor, están fun­ damentalmente equivocados al minimizar o malinterpretar el alcance de la iniciativa política campesina y la trascendencia de la abolición del feu­ dalismo.

16. Anatoli Ado, Paysans en Révolution (París, 1996), 6, Conclusión; McPhee, Revolution and Environment, cap. 7.

Los beneficios directos que la población rural, especialmente los campesinos terratenientes, extrajo de la revolución no fueron solamente a expensas de la Iglesia y de la nobleza. En muchos aspectos las ciudades provinciales, centros de las instituciones del antiguo régimen, eran pará­ sitos del campo. En ciudades com o Bayeux, Dijon y Angers los ingresos procedentes de los tributos feudales y del diezmo los gastaban el cabil­ do catedralicio, las órdenes religiosas y los nobles residentes en la con­ tratación de criados domésticos, compras a maestros artesanos, especial­ mente artículos de lujo, y en proporcionar caridad. Como consecuencia directa de la revolución, el campo se liberó en gran medida de este con­ trol por parte de las ciudades, manteniendo con ellas tan sólo relaciones de mercado y administración. Esto fue lo que tanto exasperó al conjun­ to de desposeídos en estas ciudades y que causó el empobrecimiento de aquellos que directa o indirectamente dependían de las élites nobles o eclesiásticas. Por ejemplo, antes de la revolución, el obispo de Mende, al sur del M acizo Central, daba cada año pan a los pobres por valor de 10 .0 0 0 libras, procedentes del diezmo recaudado en el campo; después de 1789, el campesinado consumía aquella parte de su producto y los indigentes de la ciudad se encontraban en una situación mucho más precaria. Las ganancias del campesinado fueron más allá de los beneficios tan­ gibles. La abolición del señorío favoreció un cambio revolucionario en las relaciones sociales rurales, expresadas en la conducta política después de 1789. La autoridad social que muchos nobles conservaban en la comu­ nidad rural estaba ahora basada en la estima personal y el poder económi­ co directo sobre los subordinados más que en las pretensiones de defe­ rencia debidas a un orden social superior. Tampoco se aceptó dócilmente a nivel local el refuerzo del poder de los notables impuesto por Napoleón: com o el prefecto del Aisne, en el noreste, le escribió en 1811: «los princi­ pios subversivos de todo orden público tan arraigados en el pueblo duran­ te la revolución no son fáciles de eliminar». En 1822, durante la prolon­ gada pelea con el alcalde, que había heredado las propiedades de los nobles en Rennes-les-Bains (departamento del Aude), los lugareños informaron al Prefecto de que ellos: consideraban al M. de Fleury sólo como su alcalde, que no puede ostentar ningún poder especial, siendo únicamente responsable de los gastos del

municipio según las asignaciones presupuestarias, y no su antiguo señor dotado de poder feudal, el arbitrario administrador del producto de su sudor. 17 Estos «principios subversivos» eran habitualmente utilizados por los administradores para justificar su incapacidad para controlar «la torpe avaricia de los campesinos» al apoderarse y desbrozar las inmensas áreas de vacants o «tierras baldías» que pasaron a ser tierras comunales duran­ te la revolución. En este punto da comienzo la leyenda negra de la revo­ lución campesina, de que el período revolucionario fue un auténtico de­ sastre para el entorno natural hasta el resurgimiento de una autoridad efectiva bajo Napoleón y la restauración. No hay duda alguna de que se produjo un desbrozo masivo durante el período revolucionario: en el de­ partamento sureño del Aude, por ejemplo, se desbrozó y limpió el 20 por ciento de la superficie de las tierras. Sin embargo, esto no hizo más que acelerar las presiones medioambientales desencadenadas en I7(>0 poi Ion decretos de Luis XV animando al desbrozo. En las décadas posteriores .1 1750, se calcula que se desbrozaron unas 600.000 arpents (250.000 lu í táreas) de suelo francés, un 3 por ciento del total del suelo. Pero tampoco fueron solamente los campesinos quienes destruyeron más bosque:, de los que plantaron: la pérdida de la mitad de la flota francesa en la batalla deTrafalgar acabaría destruyendo unos 80.000 robles de más de 150 años. No obstante, el régimen napoleónico permitió que se promulgase una serie de leyes que favorecían la reorganización del personal de la admi­ nistración forestal y el restablecimiento de una política de bosques cen­ tralizada en una línea muy similar a la de Colbert de 1669. Estas leyes representaban una inversión del liberalismo de los primeros años de la re­ volución, cuando los propietarios de bosques privados fueron autorizados de forma explícita a utilizar sus recursos a su antojo. Los bosques perte­ necientes a los municipios fueron sometidos a los mismos controles que los bosques estatales. Sin embargo, al crear un sistema de controles centra­ lizado y obligatorio sobre los recursos forestales, el Estado se granjeó dé­ cadas de resentimiento por sus intentos de acabar con el uso colectivo de los bosques.

17. McPhee, Révolulion and Environment, p. 168.

Hay pruebas, por lo tanto, de que la revolución creó los fundamentos institucionales sobre los que se desarrolló el capitalsimo. No obstante, ¿hasta qué punto representó también el acceso al poder de una nueva clase? A primera vista, la persistente preminencia económica de la vieja nobleza es significativa: un elemento fundamental de la visión «minimalista» de la revolución parece innegable. A pesar de la pérdida de los derechos de señorío y de tierras, en el caso de los emigrados, los nobles permanecie­ ron en la cúspide de la posesión de tierras y la posesión de tierras siguió siendo la mayor fuente de riqueza en Francia. Según un estudio recopilado en 1802, en la mitad del país la mayoría de los terratenientes más ricos eran nobles, y dominaban algunas de las regiones agrícolas más ricas, como la cuenca de París, el valle del Ródano, Borgoña, Picardía, Normandía, y partes de Bretaña. Sin embargo, los acaudalados supervivientes de la élite de terratenien­ tes del antiguo régimen eran ahora sólo una parte de una élite mucho más amplia que incluía a todos los ricos, fuera cual fuese su extracción social, y abarcaba a los burgueses de la agricultura, negocios y administración. La rápida expansión de la burocracia después de 1789 derribó barreras en el reclutamiento y ofreció oportunidades a los jóvenes burgueses capa­ ces. Más que en las décadas de 1780 y 1790, la clase gobernante a princi­ pios del siglo xix unió a los que se encontraban en la cima del poder eco­ nómico, social y político. David Garrioch describe a la burguesía parisina que surgió de la revolución como mucho más poderosa y orgullosa. Era una amalgama de los viejos «notables» de parroquia del antiguo régimen y de los nuevos hombres que habían aprovechado las oportunidades que la venta de las tierras de la Iglesia les brindó, la disponibilidad de contra­ tos con el ejército, y las nuevas libertades que la abolición de los gremios les ofreció. Aquellos que tomaron la iniciativa en la creación de la nueva Francia después de 1789 fueron los burgueses, ya fueran profesionales, adminis­ trativos, comerciales, terratenientes o fabricantes. Para ellos la revolu­ ción representó los cambios necesarios en las estructuras políticas y en los valores sociales dominantes para que se reconociese su importancia en la vida de la nación. La revolución fue su triunfo. Los valores cultura­ les de la Francia posrevolucionaria se caracterizarían por ser una amalga­ ma de valores burgueses y aristocráticos en una cultura de «notables». Esto quedó reflejado en infinidad de maneras. Por ejemplo, los primeros

restaurantes o «casas de salud» de París databan de antes de la revolu­ ción: desde la década de 1760 se anunciaban com o lugares para «restau­ rar» el apetito con pequeñas raciones y proporcionaban pequeños espa­ cios privados para mayor intimidad. Sin embargo, durante la revolución empezaron a servir comidas completas en comedores para la clase media, una función que ya nunca perderían. La más punzante articulación de un mundo de «esferas separadas» para hombres y mujeres de la clase media se puso de manifiesto a través de un acusado contraste entre la indumen­ taria masculina y la femenina. Los colores sobrios y el diseño liso del atuendo burgués masculino representaban un mundo de esfuerzo y serie­ dad; los trajes de sus esposas habían de ser ultrafemcninos, mostrando a través del tejido la riqueza del esposo . 18 Muchos nobles fueron lo suficientemente pragmáticos como para reti­ rarse de la vida pública y aceptar, aunque a regañadientes, los cambios institucionales de la revolución. No obstante, a pesar de la importancia que aún conservaba la nobleza más rica, sus pérdidas habían sido consi­ derables. La opinión de Robert Forster, si bien basada en un estudio ca­ suístico disperso y lleno de contrastes, es que, en términos reales, los ingresos de una familia media noble de provincias descendieron de 8 . 0 0 0 a 5.200 francos. Los tributos señoriales habían representado tan sólo un 5 por ciento de los ingresos de los nobles cerca de Burdeos, mientras que inmediatamente hacia el norte, en Aunis y Saintongc, alcanzaban hasta el 60 por ciento. Mientras que muchas familias nobles sobrevivieron con sus tierras intactas, unas 12.500 — la mitad del total de familias— perdie­ ron algunas tierras y unas pocas lo perdieron prácticamente todo. En total, aproximadamente una quinta parte de las tierras de la nobleza cam­ biaron de manos. Hasta cierto punto, la pérdida de tierras y tributos fue compensada por un aumento en los alquileres a los arrendatarios y apar­ ceros, pero los nobles ya no podían eludir el pagar los mismos impuestos que los demás. Mientras que el 5 por ciento como máximo de las riquezas de la nobleza se las llevaba el Estado antes de 1789, a partir de entonces el impuesto uniforme sobre las tierras recaudaba aproximadamente el 16 por ciento del producto anual estimado de la tierra.

18. Rebccca Spang, The lnveníion o f llie Restauran! (Cambridge, Mass., 2000); Amy Trubeck, Haute Cuisine: llow the Frettch ¡nvented the Culinary Profcssion (l’hiladelphia. 2000); Ribciro, Fashion in the Frencli Révolution, p. 141.

La pérdida de los tributos feudales, de las rentas y de los peajes (uno de ellos proporcionaba 1 2 . 0 0 0 francos al año) fue enorme: la marquesa calculaba que su familia había perdido 58.000 francos de sus ingresos anuales originales de 80.000 francos. 1 9 Incluso los nobles que lograron sobrevivir a la revolución con todas sus tierras intactas, en sus relaciones con los demás experimentaron un considerable cambio. En Lourmarin, un pueblo de la Provenza, JeanBaptiste Jéróme de Bruny, antiguo miembro del Parlamento de Aix, con­ servó sus inmensas propiedades pero se convirtió en el mayor contribu­ yente, sus impuestos ascendían a un 14 por ciento de todas las tasas que pagaba la comunidad. Sus tributos señoriales (la tasque de una octava parte de la cosecha de grano y de aceite de oliva), monopolios, y otros impuestos habían desaparecido. El valor anual estimado de su señorío había llegado a alcanzar las 16.000 libras, pero hacia 1791 la renta impo­ nible procedente de sus tierras se calculaba en sólo 4.696 libras, una caí­ da del 71 por ciento. Sus relaciones con el pueblo se equipararon rápida­ 19. Felice Harcourt (ed.), Escape from the Terror: The Journal o f Madame la Tour du Pin (Londres, 1979), pp. 93-94, 243-244. Esta mujer noble es la heroína de la conclusión de Schama: Citizens, pp. 861-866.

mente a las de un ciudadano rico con un ciudadano pobre, no eran ya las de un campesino con su señor; y todo ello debido a la velocidad con que los lugareños empezaron a litigar con el «ciudadano Bruny» después de 1789. En las décadas posteriores a 1800, libraron una prolongada y victo­ riosa batalla con Bruny por tratar de ignorar los antiguos derechos colee tivos en sus bosques: en palabras de Thomas Sheppard, «no trataban con su señor sino simplemente con otro ciudadano francés».'" Una razón del entusiasmo con que los habitantes de Lourmarin ivspiil daron la revolución — aunque estuvieron temporalmente divididos diir:m te la revuelta «federalista» de 1793— era que un 80 por ciento de ellos era protestante. Recuerdos orales de anteriores atrocidades religiosa:, contra ellos todavía seguían vivos en su comunidad. La construcción de una iglesia protestante en 1805 sería el recordatorio tangible del si|>,niti cado de la revolución paralas minorías religiosas. También pata los levo lucionarios, la libertad religiosa ejemplificaba sus logros: en umi vcimóii de 1790 del juego «serpientes y escaleras», la emancipación de lo:. |mlloh se representaba a los niños como una de las escaleras que conducían .i la nueva Francia. Para los protestantes y judíos, la legislación de 17H‘> I l'< I representaba la emancipación legal, la igualdad civil y la libertad d<- cul to. Sólo más tarde algunos de ellos lamentarían que el precio de la enmil cipación hubiera sido la presión para asimilarse a un amplio concepto de «francesismo» subordinando su identidad religiosa. La revolución marca el fin de la práctica casi universal entre los católi­ cos franceses de ir a la iglesia los domingos. Como muchos sacerdotes se negaron a aceptar las reformas de la Iglesia de 1790, miles de pueblos se encontraron sin sacerdote y sin educación eclesiástica. Una vez declarada la guerra en 1792, el respaldo que el papa dio a los ejércitos contrarrevo­ lucionarios hizo que la Iglesia fuera objeto de sospecha, e incluso de odio, por parte de los revolucionarios. La Iglesia católica fue devastada en plena guerra y durante el Terror de 1793-1794. Las frecuentes renun­ cias diezmaron las filas del clero constitucional, dejando una tierra casi desprovista de sacerdotes: en efecto, miles de parroquias carecieron de sacerdote durante una década después de 1791. Entre las 3.000 muelles

20. Sheppard, Lourmarin, p. 211 y cap. 8. El propio Sheppard prefiere hacer hincapiéen las continuidades de la vida cotidiana en Lourmarin.

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\ U i i i i U 111 u 11111 n 111111

Este decreto arruinó a mi suegro y nuestra familia nunca recuperó su for­ tuna ... Fue una verdadera orgía de iniquidades ... Desde entonces, nos hemos visto obligados a buscar un m odo de ganarnos la vida, unas veces vendiendo algunas de las pocas propiedades que nos quedan, otras acep­ tando trabajos remunerados ... Y así, pulgada a pulgada, durante largo tiempo hem os ido descendiendo gradualmente hasta el fondo de un abis­ mo del que no saldremos en nuestra generación.

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Por otro lado, nada podía compensar a los nobles por la perdida de los derechos judiciales y de poder — desde los tribunales señoriales hasta los parlamentos— o la incalculable pérdida de prestigio y deferencia cau­ sada por la práctica de la igualdad legal. El noble emigrado regresó a un mundo transformado, de litigios'con acreedores y campesinos, de erosión de la mística de la nobleza, y a la necesidad de gobernar un Estado como si fuera un negocio. Lucy de La Tour du Pin, que había huido a Estados Unidos en la década de 1790, contemplaba retrospectivamente en 1820 la abolición del feudalismo durante la revolución. Aseguraba que:

Creo que será difícil contener al campo nuevamente en los estrechos cau­ ces de la sociedad si no es devolviéndoles sus iglesias y la libertad de practicar la religión en la que fueron criados y alimentados.21

violentas de clérigos en aquellos años, com o mínimo 920 sacerdotes fue­ ron ejecutados públicamente acusados de ser contrarrevolucionarios, y probablemente entre 30.000 y 40.000 (un 25 por ciento) emigraron. El antiguo primer estado se vio pues más directamente afectado que la no­ bleza: el número de nobles emigrados (16.431) era aproximadamente el 15 por ciento del segundo estado. La adopción de nombres revoluciona­ rios para las personas y para las comunidades fue temporal, pero expresa­ ba una corrosiva antipatía hacia el estatus de autoridad eclesiástica. En 1789, la gran masa de párrocos apoyó las reivindicaciones del ter­ cer estado mientras exigía con vehemencia el monopolio católico de la moralidad y del culto. En cambio, la Iglesia católica emergió de la revo­ lución sin sus vastas propiedades, internamente dividida entre aquellos que aceptaron la revolución y los que huyeron al exilio durante años, y con varios miles de clérigos muertos prematuramente. La revolución ha­ bía creado un estado laico, y aunque la restauración proclamara que el catolicism o era la religión estatal, un importante legado de la revolución fue la creación de una escala de valores entre los funcionarios según la cual su primordial lealtad era para el ideal de un Estado laico que trascen­ día los intereses particulares. La Iglesia católica ya no podría reclamar nunca más sus niveles prerrevolucionarios de obediencia y aceptación entre el pueblo. Por consiguiente, la mayoría de sacerdotes — y muchos feligreses devotos— se opondría implacablemente al republicanismo y al laicism o. Ni tampoco lograría recuperar su antiguo m onopolio de la moralidad: por ejemplo, Napoleón prosiguió con la abolición revolucio­ naria de las leyes contra la homosexualidad, aunque la policía continuaba hostigando a los homosexuales con otros cargos, como el de «escándalo contra la decencia moral». A pesar de ello, los seglares — especialmente las mujeres— demostra­ ron su compromiso religioso en amplias zonas del campo; y también de las mujeres surgió una corriente cada vez mayor de reclutas para las órde­ nes religiosas en el siglo xix. El impacto devastador de la Revolución Francesa en las estructuras constitucionales de la Iglesia católica y la ini­ ciativa que las mujeres tomaron de reconstruir la Iglesia «desde abajo» después de 1794 cimentó las bases para unas relaciones menos autorita­ rias entre el clero y el laicado en el siglo xix. En palabras de un ciudada­ no de Sens al Abbé Grégoire en enero de 1795:

Una Iglesia católica reconciliada seria uno de los puntales del nuevo régi­ men napoleónico, el restablecimiento de la autoridad familiar sería el otro. La simpatía del nuevo régimen por los derechos del padre y de la propiedad privada como base del orden social se puso de manifiesto en los intentos por modificar los cambios revolucionarios de la transmisión de la propiedad mediante testamento. El derecho de primogenitura en las familias nobles había sido abolido el 15 de marzo de 1790 en un intento de socavar el poder económ ico y social de las grandes familias. A conti­ nuación, en una ley de herencias aprobada por la Convención Nacional el 7 de marzo de 1793, este principio se extendió a todos los testamentos, obligando a que todos los hijos heredasen por igual, disposición que a finales de aquel mismo año se hizo extensiva a ios hijos nacidos fuera del matrimonio. El régimen napoleónico trató de modificar lo que consideraba una amenaza a la autoridad paterna, así como a las propiedades de tierras económicamente viables. El 4 Germinal VIII (25 de marzo de 1800) se aprobó una ley que introducía una «parte disponible» que un padre podía dejar a su hijo favorito aumentando así su herencia. Esta disposición quedó englobada más tarde en el Código Civil napoleónico del mes de marzo de 1804, que puso fin a las reclamaciones de los hijos nacidos fue­ ra del matrimonio: a partir de entonces se inscribirían en los registros de nacimiento como «nacido de padre desconocido» y sin derecho a iniciar

¡ 3

reclamaciones de paternidad. Sin embargo, ningún gobierno — ni siquiera la restauración— interfi­ rió con el principio de igualdad de herencia. Si un hijo tenía que heredar las propiedades familiares, los demás tenían que renunciar a su parte o recibir compensación por otros medios. El hecho de poder transmitir sus propiedades en cualquier momento dotaba a los padres de una importante medida de control sobre su prole. Sin embargo, no podían amenazar con desheredar a un hijo, por ejemplo, por una elección matrimonial. En cual­ quier caso, la consecuencia social de esta legislación fue la de concentrar

21. Suzanne Desan, Reclaiming the Sacred (Ithaca, NY, 1990), p. 225.

cado. Por un lado, el código estaba basado en el supuesto revolucionario de una sociedad laica de ciudadanos iguales ante la ley: el «talento» se v&i?. i?. 'a. prrtrruua rvrjat. ; "í'.tci “Ti ‘i íso ia 'a. pro­ piedad privada individual era muestra de dicho talento. Por otro lado. e. ejercicio del talento se convertiría en el dominio del hombre: las mujeres casadas no tenían ya derecho a firmar contratos legales independiente­ mente. Estaban sometidas como antes de 1789 a la autoridad del padre, y después a la del marido. En lo sucesivo, las esposas tan sólo podrían so licitar el divorcio si la amante del marido entraba en el hogar conyugal. En cambio, el simple acto de adulterio por parte de la esposa bastaba para que el marido pudiera presentar una demanda, y la mujer adúltera podía incluso ser encarcelada durante dos años. Esta ideología de la autoridad patriarcal se extendía a los hijos, pues los padres estaban autorizados a ir clamar la detención de los hijos durante un mes si eran menores de 1 6 arto:., y durante seis meses, si tenían entre 16 y 2 1 años. Sin embargo, a pesar del conservadurismo del Código, ningún llano , adulto vivo en 1804 tenía duda alguna de que habían pasado por un levantamiento revolucionario. A pesar de que los historiadores «mínima listas» insisten en que estaban equivocados, un examen de las consecurn cias sociales, políticas y económicas de la revolución nos indica que lio era una ilusión. La vida ya no podía volver a ser la misma. Como ivvo lución por la libertad, igualdad y fraternidad, serviría de inspiración a otras tan distintas com o las luchas por la independencia nacional del Ihlei latinoamericano, Simón Bolívar (que asistió a la coronación ele Ñapo león en 1804), a uno de los primeros nacionalistas indios de la década de 1830, Ram Mohán Roy, e incluso a los estudiantes chinos de la plaza de Tiananmen en 1989. El mejor indicador de los resultados de la revolución es cpmparar los cahiers de doléances de 1789 con la naturaleza de la política y sociedad francesa en 1795 o 1804. Por último, los cambios sociales que acarreó la revolución perduraron porque correspondían a algunas de las más pro­ fundas reivindicaciones de la burguesía y del campesinado en sus cuader­ nos: la soberanía popular (aun sin alcanzar la plena democracia), la igual­ dad civil, las profesiones abiertas al «talento», y la abolición del sistema de señorío. A pesar del resentimiento popular manifestado en relación a las guerras, al reclutamiento y a la reforma de la Iglesia en muchas regio­ 22. Suzanne Desan, «War between Brothers and Sisters: Inhcritance Law and Gcndcr nes, especialmente en 1795-1799, nunca hubo la menor posibilidad de Politics in Revolutionary France», French Hisíorical Studies, 20 ( 1997), p. 628. la atención en los derechos de los hijos y en la propiedad familiar, especialmentc en Normandía y en el sur, donde la ley prerrevolucionaria había concedido plena libertad leulnmciilniin a lo» padre», lín ¡iiiiuiueiü' bles hogares después de 1790, los derechos de las hijas se convirtieron en un asunto familiar — al igual que la ley de divorcio atribuía poderes a las esposas— y éste es el cambio más significativo en el estatus de las muje­ res en aquellos años. Un estudio de 83 casos judiciales de Caen sobre tes­ tamentos impugnados entre hermanos entre 1790 y 1796 muestra que 45 los ganaron las hermanas. La ciudadana Montfreulle declaró en los tri­ bunales en 1795: «Me casaron en 1773 ‘por un ramo de rosas’, para usar la expresión normanda. Así era cómo casaban entonces a las muchachas. La avaricia se respiraba en el aire y a menudo se sacrificaba a las hijas por la felicidad de un hijo » . 2 2 Puede que las mujeres no obtuvieran derechos políticos con la revolución, y tan sólo derechos legales limitados, pero los efectos de la nueva ley de herencias y la abolición del señorío depararon a la mujer una mejor alimentación y una posición más fuerte dentro de la familia. Otra consecuencia de esta legislación fue la repentina caída de las tasas de natalidad, del 38,8 por mil en 1789 al 32,9 en 1804, pues los padres trataban de limitar el tamaño de su familia y con ello la probabili­ dad de que la hacienda familiar se viera subdividida. Aunque no hay duda de que la revolución afianzó el poder político a manos de los hombres, la causa primordial fue el malestar, y luego la rabia, que muchos clubes políticos de mujeres en París y en las provincias provocaron en los hombres. Napoleón también trató de estabilizar esto en el Código Civil de 1804. El Código había de ser la piedra angular de la administración de la sociedad civil del régimen y trataba tantb de garanti­ zar los principios revolucionarios básicos com o de consolidar un orden social basado en la riqueza y el patriarcado. La imposición autoritaria de Napoleón del orden público quedó equilibrada por el imperio de la ley y la tolerancia religiosa en el seno de una fluida jerarquía social de «talen­ to». En palabras del propio Napoleón, fue «la gran gloria de mí reinado». El Código es extraordinario por la yuxtaposición de los principios básicos de la revolución con la consolidación de la jerarquía y el patriar­

que las masas apoyasen un retorno al antiguo régimen. Al mismo tiempo, las frustradas aspiraciones de la clase trabajadora en 1795, y la potencia de la tradición revolucionaria que habían creado, hicieron que el nuevo régimen no se instalara sin oposición, como muestran las revoluciones de 1830, 1848, y 1870-1871. Este libro empezó en el pequeño pueblecito de Menucourt, al norte de París, y allí es donde debería terminar. Aunque hoy en día Menucourt haya sido prácticamente absorbido por la extensión de los barrios perifé­ ricos de Cergy-Pontoise, entonces estaba lo bastante lejos de París como para evitar verse directamente implicado en los alborotos de la capital. Mientras que el resto de su familia emigró, Chassepot de Beaumont y su esposa se quedaron en el castillo de Menucourt, aceptando la pérdida de sus tributos señoriales y prerrogativas, pero conservando intactas sus tierras. Fueron encarcelados como «sospechosos» en Pontoise a finales de 1793, pero la voluntad del municipio de responder en favor de su bue­ na conducta fue fundamental para su liberación poco después. Chassepot murió en 1803, a la edad de 90 años. Sin embargo, la revolución había cambiado drásticamente la vida en Menucourt. Ya no se pagaban tributos señoriales, los gastos de la Iglesia se recaudaban de la contribución gene­ ral, y los habitantes de Menucourt ya no pagaban el diezmo a un priorato de Evecquemont. N o obstante, aun siendo una revolución por la igualdad civil, no había alterado fundamentalmente la posición vulnerable de la mayoría asalariada de la población. Igual que antes de 1789, gran parte de los hogares de Menucourt sobrevivían trabajando com o jornaleros, extrayendo piedra en las canteras, cortando madera y labrando pequeñas parcelas. En palabras de tres de sus descendientes, que escribieron la his­ toria de este pueblo para el bicentenario de la revolución en 1989: «Los jornaleros tendrían que esperar casi dos siglos y vivir otras revoluciones — políticas, industriales y, sobre todo, culturales— para que las desigualda­ des se redujesen significativamente y para que la libertad tuviese autén­ tico sentido » . 2 3

23. Denise, Mauricc, and Robert Bréant, Menucourt (Menucourt, 1989).

MAPAS

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Principales b arreras internas d e ad uanas

50

100 millas

M apa 2. Francia prerrevolucionaria con las principales fronteras administi pa 3. Los departamentos de la Francia revolucionaria de 1790, algunas ciudavas, judiciales y fiscales. Los nombres en mayúscula y cursiva pertenecen a lit| | «tes importantes, y los departamentos creados tras las anexiones de 1791-1798. principales provincias.

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Les Sables-d’Olonne*

La Rochela*

M a p a 4. París revolucionario, en el que aparecen los principales lugares cionados en el texto y las 48 secciones del gobierno local. Á re a de op era cion es m ilitares

Secciones de París: 1 Tullerías 2 Campos Elíseos 3 Roulc 4 Palacio Real 5 Plaza Vendóme 6 Biblioteca 7 Grange Bateliére 8 I.ouvrc 9 Oratoire 10 Halle au Ble 11 Correos 12 Plaza Louis XIV 13 Fontaine Montmorency 14 Bonne Nouvelle 15 Ponceau 16 Mauconseil

Fron teras de lo s d epartam entos

17 18 19 20 21 22 23 24 25 26 27 28 29 30 31 32

Mercado de los Inocentes Lonbards Arcis Faub. Montmartre Poissonniére Bondy Temple Popincourt Montreuil Quinze Vingts Gravilliers Faub. Saint-Denis Beaubourg Enfants Rouges Roí de Sicile Ayuntamiento

33 34 35 36 37 38 39 40 41 42 43 44 45 46 47 48

Plaza Real Arsenal . íle Saint-Louis Notrc-Damc Henri IV Inválidos Fontaine de Grenelle Quatre Nations Theatro Francés Croix Rouge Luxemburgo Thermcs de Julien Sainte-Gcneviéve Observatorio Jardín Botánico Gobe lilis

»Burdeos 100 m illas

IPA

5. La «Vendée militaire» (obsérvese que no coincide con las fronteras nento de la Vendée).

CRONOLOGÍA

22 de febrero de 1787 'Junio-agosto de 1787

:

de mayo de 1788

*8

7 de junio de 1788 8

de agosto de 1788

27 de diciembre de 1788

* I

Enero de 1789 Marzo-abril de 1789

LOS ESTADOS GENERALES (5 DE MAYO DE 1789-27 DE JUNIO

■ H >10° V/A 50-100 I

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I

I <100

0

10-50

200 km

______ 1 I____ I I------- 1------- 1

0

Reunión de la Asamblea de Notables. Negativa del Parlamento de París a registrar las reformas reales; exilio de los parlamentarios. Reformas de Lamoignon para reducir el poder de los parlamentos. «Journée des Tuiles» (Día de las Tejas) en Gre­ noble. Convocatoria de los Estados Generales para el 1 de mayo de 1789. El Consejo Real decreta que se duplique el nú­ mero de los representantes del tercer estado. Sieyés publica Qu ’est-ce que le Tiers Etat? Elecciones a los Estados Generales.

¿ 5 de mayo de 1789 1 17 de junio de 1789 20 de junio de 1789 23 de junio de 1789

100 millas

M apa 6. Número de condenas a la pena capital dictadas por contabilizar las ejecuciones extrajudiciales).

DE

1789)

Apertura de los Estados Generales en Versalles. Declaración de la Asemblea Nacional. Juramento del Juego de Pelota. Declaración del rey relativa a los Estados Gene­ rales.

LA ASAMBLEA NACIONAL CONSTITUYENTE (28 d e j u n i o d e 1789 - 30 d e s e p t i e m b r e d e 1791) 11 de julio de 1789 14 de julio de 1789

Destitución de Necker. Toma de la Bastilla.

27 de agosto de 1789 11

de septiembre de 1789

5-6 de octubre de 1789 2 1 2

de octubre de 1789 de noviembre de 1789

14 de diciembre de 1789 19 de diciembre de 1789 24 de diciembre de 1789 28 de enero de 1790 13 de febrero de 1790 26 de febrero de 1790 22 de mayo de 1790 10 de junio de 1790 19 de junio de 1790 12 de julio de 1790 14 de julio de 1790 18 de agosto de 1790 29 de octubre de 1790 27 de noviembre de 1790 2 de marzo de 1791 13 de abril de 1791 15 de mayo de 1791

Revoluciones municipales, revueltas campesi- w ^

Ley Le Chapelier. 14 de junio de 1791 La declaración del rey y huida a Várennos. 20 de junio de 1791 Decretos de Agosto sobre el feudalismo. -w 5 de julio de 1791 La circular de Padua. Decreto para el establecimiento de guardias naPetición y «masacre» del Campo de Marte. 17 de julio de 1791 cionales. La declaración de Pillnitz. 27 de agosto de 1791 Declaración de los Derechos del Hombre y del Constitución de 1791. 3 de septiembre de 1791 Ciudadano. Luis XVI acepta la nueva constitución. 14 de septiembre de 1791 La Asamblea Nacional concede el veto suspensi­ Anexión de Aviñón y del Condado Venesino. 14 de septiembre de 1791 vo, que no absoluto, al rey. Concesión de igualdad de derechos a los judíos 28 de septiembre de 1791 Marcha de las mujeres parisinas a Versalles; la askenazies; Código Rural. familia real es devuelta a París. Decreto de ley marcial. Las propiedades de la Iglesia puestas a disposi­ LA ASAMBLEA LEGISLATIVA ción de la nación. (1 DE OCTUBRE DE 1791 - 20 DE SEPTIEMBRE DE 1792) Decreto estableciendo las municipalidades. Primera emisión de asignados (papel moneda re­ Decreto contra los emigrados (velado por «I ley 9 de noviembre de 1791 volucionario). el 1 2 de noviembre). Garantía de libertad religiosa para los protes­ Los sacerdotes que se niegan a preslm jilliimi'iilii 29 de noviembre de 1791 tantes. a la Constitución son suspendidos de m is Huí Concesión de igualdad de derechos a los judíos ciones. sefarditas. Decreto de nacionalización de las propiedad* 9 de febrero de 1792 Decreto de prohibición de votos monásticos en de los emigrados. Francia. Declaración de guerra a Austria. 20 de abril de 1792 Se decreta la división de Francia en departa­ Decreto de deportación de los sacerdotes reina 27 de mayo de 1792 mentos. tarios (vetado el 19 de junio). La Asamblea Nacional renuncia a las guerras de Destitución de los ministros girondinos. 12 de junio de 1792 conquista. Invasión de las Tullerías por la muchedumbre 20 de junio de 1792 Petición de Aviñón para anexionarse a Francia. parisina. Decreto de abolición de la nobleza hereditaria y Declaración de la «patrie en danger». 11 de julio de 1792 de los títulos. Publicación del manifiesto Brunswick. 25 de julio de 1792 Constitución Civil del Clero. . Asalto a las Tullerías y suspensión del rey. 10 de agosto de 1792 Fiesta de la Federación. Deserción de Lafayette a las filas austríacas. 19 de agosto de 1792 Primera asamblea contrarrevolucionaria en Jalés. Decreto sobre el feudalismo. 25 de agosto de 1792 Revuelta de esclavos y negros libres en Santo Caída de Verdún a manos de los prusianos. 2 de septiembre de 1792 Domingo. «Masacres de septiembre» en las cárceles de 2-6 de septiembre de 1792 Decreto exigiendo el juramento del clero. París. Supresión de los gremios. La bula papal Chantas. Concesión de igualdad de derechos a los hijos de los negros libres en las colonias. naS) « g ran pánico»

üiuuu u i i j i ¡ i i 111 n n i i 11111 n

Finales de julio - principios a *- jde - •1789 '»*>« de-------agosto 4-11 de agosto de 1789 10 de agosto de 1789

27 de julio de 1793 LA PRIMERA FASE DE LA CONVENCIÓN NACIONAL (20 DE SEPTIEM BRE DE 1792 - 2 DE JUNIO DE 1793) de septiembre de 1792 20 de septiembre de 1792 6 de noviembre de 1792 27 de noviembre de 1792 1 1 de diciembre de 1792 2 0

14-17 de enero de 1793 21 de enero de 1793 1 de febrero de 1793 24 de febrero de 1793 7 de marzo de 1793 1 0 de marzo de 1793 10 de marzo de 1793 1 0 - 1 1 de marzo de 1793 19 de marzo de 1793 28 de marzo de 1793 4 de abril de 1793 6 de abril de 1793 9 de abril de 1793 4 de mayo de 1793 31 mayo - 2 junio 1973 7 de junio de 1793

Primera sesión de la Convención Nacional. Victoria en Valmy. Victoria en Jemappes. Anexión de Saboya a Francia. Primera comparecencia de Luis XVI ante la Convención. Proceso de rey. Ejecución de Luis XVI. Francia declara la guerra a Inglaterra y Holanda. Decreto de reclutamiento de 300.000 hombres. Declaración de guerra a España. Creación de un tribunal revolucionario especial. Creación de comités de vigilancia. Masacres en Machecoul e inicio de la insurreción en la Vendée. Decreto de Auxilio Público. Decreto contra los emigrados. Deserción de Dumouriez a las filas austríacas. Decreto sobre la creación de un Comité de Salud Pública. Decreto estableciendo los «diputados en mi­ sión». La primera ley del Máximo. Invasión de la Convención por las secciones de París; caída de los girondinos. Revueltas federalistas en Burdeos y en Calvados.

LA SEGUNDA FASE DE LA CONVENCIÓN: EL TERROR (3 DE JUNIO DE 1793 - 28 DE JULIO DE 1794) 10 de junio de 1793 24 de junio de 1793 13 de julio de 1793 17 de julio de 1793

Decreto autorizando a los municipios a dividir por cabeza las tierras comunales. Constitución de 1793. Asesinato de Marat. Abolición definitiva del feudalismo.

1de agosto de 1793 23 de agosto de 1793 27 de agosto de 1793 5-6 de septiembre de 1793 17 de septiembre de 1793 29 de septiembre de 1793 5 de octubre de 1793 9 de octubre de 1793 10 de octubre de 1793 16 de octubre de 1793 31 de octubre de 1793 4 de diciembre de 1793 8

de diciembre de 1793

19 de diciembre de 1793 4 de febrero de 1794 3 de marzo de 1794 13-24 de marzo de 1794 30 marzo - 6 abril 1974 8 de junio de 1794 10 de junio de 1794 26 de junio de 1794 23 de julio de 1794 27 de julio de 1794 28 de julio de 1794

Robespierre nombrado miembro del Comité de Salud Pública. Se decreta el establecimiento de un sistema uni­ forme de pesos y medidas. Decreto de establecimiento de la levée en masse (leva masiva). Toulon se rinde a la marina británica. La «Journéc» popular presiona a la Convención a tomar medidas radicales. Ley de sospechosos. Ley del Máximo General. Decreto estableciendo la Era Francesa (14 Vendimiario II). Represión de la insurrección «federalista» en Lyon. Declaración del Gobierno revolucionario (19 Vendimiario II). Ejecución de María Antonieta. Ejecución de los líderes girondinos. La Constitución del Terror (Ley del 14 Primario del año II). Decreto relativo a la libertad religiosa (18 Frimario II). Decreto relativo a la Educación Pública (29 Frimario II). Abolición de la esclavitud en la colonias fran­ cesas. Los decretos de Ventoso (13 Ventaso II). Arresto y ejecución de los hebertistas. Arresto y ejecución de los dantonistas. Fiesta del Ser Supremo en París. Ley del 22 Pradial (22 Pradial II). Victoria en Fleurus. Introducción de la regulación de salarios en París. 9 Termidor: derrocamiento de Robespierre. Ejecución de Robespierre, Saint-Just y parti­ darios.

27 de mayo de 1797 4 de septiembre de 1797

LA TERCERA FASE DE LA CONVENCIÓN: LA REACCIÓN TERMIDORIANA (29 DE JULIO DE 1794 - 26 DE OCTUBRE DE 1795) 12 de noviembre de 1794 17 de noviembre de 1794 24 de diciembre de 1794 28 de diciembre de 1794 1 de abril de 1795 5 de abril de 1795 7 de abril de 1795 Abril-mayo 1795 16 de mayo de 1795 20 de mayo de 1795 8

de junio de 1795

22 de julio de 1795 22 de agosto de 1795 30 de agosto de 1795 29 de septiembre de 1795 5 de octubre de 1795 25 de octubre de 1795 26 de octubre de 1795

EL DIRECTORIO 3 de noviembre de 1795 19 de febrero de 1796 2 de marzo de 1796 10 de mayo de 1796 Diciembre de 1796 Marzo-abril de 1797

17 de octubre de 1797 11 de mayo de 1798

Clausura del Club Jacobino. Decreto sobre la Escuela Primaria (27 Brumario III). Abolición del Máximo General. Decreto para la reorganización del Tribunal Re­ volucionario ( 8 Nivoso III). Germinal: journée popular en París. Tratado de Basilea con Prusia (16 Germinal III). Decreto sobre pesos y medidas (18 Germinal III). «Terror blanco» en el sur de Francia. Tratado de la Haya (27 Floreal III). Pradial: invasión de la Convención por la mu­ chedumbre parisina. Muerte de Luis XVII; el conde de Provenza pre­ tendiente al trono de Francia (Luis XVIII). Se firma la paz con España. Constitución del año III (5 Fructidor III). Decreto de los Dos Tercios (13 Fructidor III). Decreto sobre el ejercicio de Culto (7 Vendimiario IV). Vendimiario: levantamiento realista en París. Decreto relativo a la organización de la Enseñan­ za Pública (3 Brumario IV). Disolución de la Convención.

19 de mayo de 1798 1 de agosto de 1798 5 de septiembre de 1798 Marzo de 1799 Abril de 1799 23 de agosto de 1799 9 de octubre de 1799 í 18 de octubre de 1799 10 de noviembre de 1799 13 de diciembre de 1799 28 de diciembre de 1799

'i'K Se constituye el Directorio. Retirada de los asignados. Bonaparte nombrado General en jefe del ejército de Italia. Conspiración de los Iguales; Babeuf arrestado. Fracaso de la expedición irlandesa de Hoche. Exito de los realistas en las elecciones legislativas.

|p v

Ejecución de Babeuf. 18 Fructidor: golpe de estado contra los diputa­ dos realistas. Tratado de Campo Formio (27 Vendimiario VI). 22 Floreal: destitución de los diputados republi­ canos extremistas. Bonaparte inicia la campaña de Egipto. Batalla del Nilo: derrota de la Ilota francesa, Primera ley general de Servicio Militar obligiüo rio (19 Fructidor VI). Guerra de la Segunda Coalición. Las elecciones legislativas favorecen a Ion ihm>|ii cobinos. Bonaparte embarca hacia Francia, Bonaparte regresa a Francia. Decreto sobre los francos y las Ulnas (.’lt Vendí miarioVIll). Decreto de Brumario (19 lliuinanu VIII) Constitución del año VIII (21 I nnmiio VIII) Reapertura de las iglesias para el servicio de lo . domingos.

El calendario se introdujo para señalar el primer aniversario de la proclamación de la república el 22 de septiembre de 1792. El 14 Vendimiario 11 (5 de octubre de 1793) fue el día de la introducción del calendario mediante un «Decreto estable: ciendo la Era Francesa». Dicho calendario representaba el rechazo del calendario gregoriano y de todos sus nombres de santos; en su lugar habría meses «raciona­ les» de 30 días, cada uno con tres décadas (por desgracia para los de mentalidad | | decimal, tenía que haber doce en vez de diez), y cada día tendría un nombre ins­ pirado en la naturaleza: en Frimario, por ejemplo, coliflor, cera de abejas y trufa. Los décadi o décimos días recibían nombres de aperos de labranza. El calendario _£ estuvo vigente hasta el 1 de enero de 1806. R

Otoño:

Vendimiario Brumario Frimario

(mes de la vendimia) (mes de la niebla) (mes de la escarcha)

Nivoso Pluvioso Ventoso

(mes de la nieve) (mes de la lluvia) (mes del viento)

Primavera: Germinal Floreal Pradial

(mes de los brotes) (mes de las flores) (mes de los prados)

Mcssidor Termidor Fructidor

(mes de la cosecha) (mes del calor) (mes de la fruta)

Verano:

2 2 2 2 2 1

septiembre - 2 1 octubre octubre - 2 0 noviembre noviembre - 2 0 diciembre

diciembre - 19 enero enero - 18 febrero 19 febrero - 2 0 marzo

2 1

2 0

2 1 2 0 2 0

marzo - 19 abril abril - 19 mayo mayo - 18 junio

19 junio - 18 julio , 19 julio - 17 agosto 18 agosto - 16 septiembre

Sans-culottides: 17-21 de septiembre ambos inclusive más un día extra en los años bisiestos.

GUIA BIBLIOGRAFICA

La mejor introducción a la Francia del siglo xvm es la obra de Daniel Roche, France in the Enlightenment (Cambridge, Mass., 1998). Podemos aprender mucho de la sociedad francesa en su conjunto en John McManners, Church and Society in Eighteenlh-Century France, 2 vols. (Oxford, 1998). Los estudios loca­ les nos permiten una aproximación más detallada a la sociedad francesa; enlrc ellos destacan Robert Forster, The Nobility ofToulouse in the Eighteenth Con tury (Baltimore, 1971), y The Home o f Saulx-Tavanes: Versátiles and líurgundy 1700-1830 (Baltimore, 1977); Daniel Roche, The People o f Paris: An'Essay in Popular Culture in the 18th Century (Berkeley, Calif., 1987); Tilomas Shcppard, Lourmarin in the Eighteenth Century: A Study o f a French Village (Baltimore, 1971); Olwen llufton, liayeux in the Late Eighteenth Century: A Social Study (Oxford, 1967); John MacManners, French Ecclesiastical Society under lite Anden Régime (Manchester, 1960); Patrice Higonnct, Pont-de-Montvert: Social Structure and Politics in a French Village, 1700-1914 (Cambridge, Mass., 1971), y Liana Vardi, The Land and the Loom: Peasants and Profit in Northern ¡■'ranee 1680-1800 (Durham, NC, 1993). El papel fundamental desempeñado por las mujeres en el trabajo doméstico es analizado en la importante obra de Olwen Hufton, The Prospect befare Her: A History ofWomen in Western Europe, 15001800 (Nueva York, 1996). Encontramos buenos resúmenes de los debates acerca de los orígenes de la revolución desde una perspectiva no marxista o «revisionista» en William Doyle, Origins o f the French Révolution, 2.a ed., (Oxford, 1980), mientras que Colin Jones sintetiza un montón de investigaciones recientes en una eficaz réplica en Colin Lucas (ed.), Rewriting the French Révolution (Oxford, 1991). Los*continuos intentos de reforma se analizan en Peter Jones, Reform and Révolution in France: The Politics ofTransition, 1774-1791 (Cambridge, 1995). Paulatinamen­ te se ha ido prestado una creciente atención a los orígenes culturales de la revo­ lución, muy bien sintetizados en Rogcr Charticr, The Cultural Origins o f tlie French Révolution (Durham, NC, 1991); Emmct Kennedy, A Cultural History o/ the French Révolution (New Haven, 1989); y el merecidamente influyente traba

G U ÍA B IB L IO G R Á F IC A

jo de Robert Darnton, La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa (Fondo de Cultura Económica, México, 1987), y The Lite- | rary Underground o f the Oíd Regime (Cambridge, Mass., 1982). Cuarenta años después de su publicación en francés, el clásico estudio mar­ xista de Albert Soboul, La Revolución Francesa (Orbis, Barcelona, 1987), sigue siendo un análisis enérgico y coherente. En un tono muy distinto destaca la deta­ llada historia política de William Doyle, The Oxford History o f the French Revo­ lution (Oxford, 1989); en ella se hace hincapié en los asuntos internacionales y en la contrarrevolución. Michel Vovelle, La caída de la monarquía, 1787-1792 (Ariel, Barcelona, 1979) es un relato fluido de los orígenes y primeros años de la revolución. Una reciente y lúcida visión de conjunto es la de David Andress, French Soeiety in Revolution, 1789-1799 (Manchester, 1999); incluye una sober­ bia recopilación de documentos traducidos de French Revolution Documents, vol. 1, ed. J. M. Roberts y Richard Cobb (Oxford, 1966), vol. 2, ed. J. M. Roberts y John Hardman (Oxford, 1973). Richard Cobb y Colin Jones (cds.), Voices of the. French Revolution (Topsfield, Mass., 1988) es una recopilación de documentos muy bien escogida e ilustrada. France 1789-1815: Revolution and Counterrevolution de Donald Sutherland, (Londres, 1985) es una panorámica detallada y provocadora que consigue situar la revolución desde una perspectiva nacional más que parisina. Excepto el de Andress, ninguno de estos libros presta mayor atención a la participación de las mujeres o a temas de género, para ello véase Dominique Godineau, The Women o f Paris and their French Revolution (Berkelcy, Calif., 1998); Joan Landes, Women and the Public Sphere in the Age o f the French Revolution (Ithaca, NY, 1988); R. B. Rose, Tribunes and Amazons: Men and Women o f Revolutionary France 1789-1871 (Sydney, 1998), y el innovador Revolution in the House: Family, Class and Inheritance in Southern Franci / 775-1825 (Princeton, 1989) de Margaret Darrow. A Tim Blanning debemos tres sucintas y enérgicas visiones sobre temas de recientes debates, The French Revolution: Aristocrat versus Bourgeois? (Lon­ dres, 1989); Alan Forrest, The French Revolution (Oxford, 1995), y Gwynne Lewis, The French Revolution: Rethinking the Debate (Londres, 1993). Una recopilación de artículos recientes, especialmente desde una perspectiva de la historia cultural, la encontramos en Ronald Schechter (ed.), The French Revolu­ tion: Blackwell Essential Readings (Oxford, 2001). La colección editada por Peter Jones, The French Revolution in Social and Political Perspeclive (Londres, . 1996), es más amplia y útil. Colin Jones, The Longman Companion to the French Revolution (Londres, 1988) es un tesoro lleno de valiosos detalles. Las sucesivas asambleas revolucionarias son objeto de estudio por parte de Timothy Tackett, Becoming a Revolutionary: The Deputies o f the French Natio-

261

nal Assembly and the Emergence o f a Revolutionary Culture (1789-1790) (Prin­ ceton, 1996); C. J. Mitchell, The French Legislative Assembly o f 1791 (Leidcn, 1989); y Alison Patrick, The Men o f the First French Republic (Baltimore, 1972). Peter Jones, The Peasantry in the French Revolution (Cambridge, 1988); y John Markoff, The Abolition o f Feudalism: Peasants. Lords, and Legislators in the French Revolution (Philadelphia, 1996) profundizan el clásico de 1932 de Georges Lefcbvre, El gran pánico de 1789: La revolución francesa y los cam­ pesinos (Paidós, Barcelona, 1986). Acerca de la resistencia rural a la revo­ lución, véase la innovadora obra de Charles Tilly, The Vendée (Cambridge, Mass., 1964); Donald Sutherland, The Chouans: The Social Origins o f Popular Counter-Revolution in Upper Brittany, 1770-1796 (Oxford, 1982); y Gwynne Lewis, The Second Vendée: The Continuity o f Counter-Revolution in the De­ partment o f the Gard, 1789-1815 (Oxford, 1978). Un estudio de una región prorrevolucionaria lo encontramos en Peter McPhee, Revolution and Environ­ ment in Southern France: Peasants, Lords, and Murder in the Corbiéres, 17801830 (Oxford, 1999). Aparte de los estudios locales citados anteriormente, la faceta urbana y pro­ vincial de la revolución es hábilmente reseñada por Gail Bossenga, The Politics of Privilege: Oíd Regime and Revolution in Lille (Cambridge, 1991); Alan Forrest, Soeiety and Politics in Revolutionary Bordeaux (Oxford, 1975); Bill Edmonds, Jacobinista and the Revolt o f Lyon, 1789-1793 (Oxford, 1990); David Garrioch, The Formation o f the Parisian Bourgeoisie 1690-1830 (Cambridge, Mass., 1996); William Scott, Terror and Repression in Revolutionary Marseilles (Londres, 1973); Paul Uanson, Provincial Politics in the French Revolution: Caen and Limoges, 1789-1794 (Baton Rouge, LA., 1989); Ted W. Margadanl, Urban Rivalries in the French Revolution (Princeton, 1992); y el absorbente ensayo sobre el París revolucionario de Richard Andrew en Gene Brucker (ed.), People and Communities in the Western World, vol. 2 (Homewood, III., 1979). The French Revolution and the Church (Londres, 1969) de John McManners sigue siendo una introducción perspicaz y amena a los conflictos religiosos del período revolucionario, como la obra de Ralph Gibson, A Social History o f French Catholicism, 1789-1914 (Londres, 1989). Análisis recientes y más de­ tallados los hallamos en la esclarecedora Religión, Revolution and Regional Cul­ ture in Eighteenth-Century France (Princeton, 1986) de Timothy Tackett. Colin Jones estudia la política social durante la revolución en The Charitable Imperative: Hospitals and Nursing in Anden Regime and Revolutionary France (1989); Alan Forrest, The French Revolution and the Poor (Oxford, 1981); Antoinette Wills, Crime and Punishment in Revolutionary Paris (Nueva York, 1981); y Isser Woloch, The French Veteran from the Revolution to the Restoration (Chapel Hill, NC, 1979). Un importante estudio acerca del impacto de la ley de divorcio de

1792 es el de Roderick Phillips, Family Breakdown in Late-Eighteenlh Century France: Divorces in Rouen 1792-1803 (Oxford, 1980). Los trabajos fundamentales sobre el movimiento popular parisino siguen siendo George Rudé, The Crowd in the French Revolution (Oxford, 1959), y Albert Soboul, Los sans-culottes: Movimiento popular y gobierno revoluciona­ rio (Alianza, Madrid, 1987), que han sido complementados por William Sewell, Trabajo y revolución en Francia: El lenguaje del movimiento obrero desde el Antiguo Régimen hasta 1848 (Taurus, Madrid, 1992). La revolución armada ha sido estudiada por Jean-Paul Bertaud, TheArmy o f the French Revolution: From Citizen-Soldiers to Instrument o f Power (Princeton, 1988), Alan Forrest, Soldiers o f the French Revolution (Durham, NC, 1989) y, de forma diferente, por Richard Cobb, The People’s Armies (New Haven, 1987). La vida política popular consti­ tuye el centro de interés de R. B. Rose, The Making o f the «sans-culottes»: Democratic Ideas and Institutions in Paris, 1789-1792 (1983) y, desde el punto de vista nacional, de Michael Kennedy, The Jacobin Clubs in the French Revolu­ tion, 2 vols., (1982, 1988). El período entre 1795-1799 está relativamente descuidado. Existen algunos análisis útiles realizados por Denis Woronoff, The Thermidorian Regime and the Direciory ( 1984); y por Martyn Lyons, France under the Directory (1975). Malcolm Crook relaciona hábilmente el Directorio con el Consulado, Napoleon Comes to Power: Democracy and Dictatorship in Revolutionary France, 17951804 (Cardiff, 1998). Richard Cobb tiene algunos capítulos importantes en The Pólice and the People: French Popular Protest 1789-1820 (Oxford, 1970), y en Reactions to the French Revolution (Oxford, 1972). En cuanto a la historia social de aquellos años, véase Gwynne Lewis y Colin Lucas (cds.), Beyond the Terror: Essays in French Regional m ui Social History, 1794-18/5 (Cambridge, 19X3). l'l im|VWIo social >lo la ivwluoiiM» sijíuo siendo moliw' «lo eoiiHMWism l'uln' las consideraciones «minimalistas» figura Olwen llutton, «Women in Revolu­ tion 1789-1796», Past & Present (1971); Robert Forster, en Jaroslaw Pelenski (ed.), The American and European Révolutions, 1776-1848 (1980) y las conclu­ siones a Doyle, French Revolution y Simón Schama, Ciudadanos: crónica de la Revolución Francesa (Buenos Aires, 1990). Éstas pueden ser comparadas con los capítulos finales de Soboul, La Revolución Francesa; Jones, Peasantry, y Bill Edmonds, «Successes and Exesses of Revisionist Writing about the French Revolution», European Historical Quarterly, 17 (1987), pp. 195-217. El impacto de la revolución en la «cultura política» es analizado por Lynn Hunt, Politics, Culture, and Class in the French Revolution (Londres, 1984); Carla Hesse, Publishing and Cultural Politics in Revolutionary Paris 1789-1810 (Berkeley, Calif, 1991); los colaboradores de los tres volúmenes de The French Revolution and the Creation o f Modern Political Culture (Oxford, 1987-1989);

Isser Woloch, The New Regime: Transformations o f the French Civic Order, 1789-1820s (Nueva York, 1994); y Kennedy, Cultural History. Los siguientes hacen más hincapié en la cultura urbana culta: el más amplio es el estudio de Mona Ozouf, Festivals and the French Revolution (Cambridge, Mass., 1988). Las manifestaciones musicales de la revolución son tratadas por Laura Masón, Singing the French Revolution: Popular Culture and Politics, ¡789-1799 (Ithaca, NY, 1996); Malcolm Boyd (ed.), Music and the French Revolution (Cambridge, 1990); Jean Mongrédien, French Music from the Enlightenment to Romanticism 1789-1830 (Portland, Ore., 1989). Aileen Ribeiro, Fashion in the French Revolu­ tion (Londres, 1988) es un interesante estudio sobre la política de la moda. La obra de Malcolm Crook, Elections in the French Revolution: An Apprenticeship in Democracy, 1789-1799 (Cambridge, 1996) es especialmente útil. I I trabajo de Maurice Agulhon, Marianne into Battle: Republican Imagery and Symbolism in France, 1789-1880, resulta sumamente ameno. El impacto de la revolución en las estructuras del Estado y la identidad nacional es objeto de estudio eci llín, Revolution and the Bureaucratic State: Politics and Army Adminixtration in France, 1791-1799 (Oxford, 1995), de lloward G. Brown;Clive CIhiicIi, Kevolu tion and Red Tape: The French Ministerial Bureaucracy, I770-I8Ü0 (Oxluul, 1981); y John Bosher, The French Revolution (Londres, 1989). El impacto en l.e. colonias y en las actitudes raciales ha sido objeto de análisis por parte de Carolyn Fick y Pierre Boulle en Frederick Krantz (ed.), History from Below: Sltulitw In Popular Protest and Popular ¡deology in Honour o f George Rudé (Montrcul, 1985).

ÍNDICE ALFABÉTICO

i

1

Academia de las Ciencias, 158, 176 Adams, John, 61 Ado, Anatoli, historiador ruso, 229 Aduze (Gard), 214 Affiches, hojas de noticias, 36 Aisne, departamento del, 85, 132, 230 Albert, abbé de Embrun, 13 Allardc, ley de d’, 98 Alsacia, 81 Amar, del Comité de Seguridad Gene­ ral, 171,219 Amiens, 53, 122 Amiens, tratado de paz con Gran Bre­ taña (1802) de, 209 Antis du R o í, periódico, 105 Amont, zona de, 59 Amour de Charlot et Toinette, /.’, 40 Anderson, Benedict, 222 Angers, 23, 133,226, 230 Anjou, 63, 104 Anzin, 19 Arles, 195 Armonville, Jean-Baptiste, 122 Artois, 53, 64 Artois, conde de, hermano más peque­ ño de Luis XVI, 51,69, 111, 190 Asamblea Legislativa (1791), 111, 114, 121, 148 Asamblea Nacional, 8 , 65, 6 6 , 67, 6 8 , 71,73,79, 81,83,84,85,88,98, 100101, 107, 110, 120-121, 152,216

Attichy, en el departamento de Oise, 199 Aude, departamento del, 100, 128,228, 230, 231 Auffray, Jean, 41 Austria, 204, 208; golpe militar en, 112-113; tratado de Campo-Formio con (1797), 204, 205; tratado de Lunéville (1802) con, 209 Auxerre, 58 Ave et le credo du tiers-élat, opúsculo, 63 Aviñón, 81, 94, 111

Babcuf, Fran<;ois-Nocl (Gracchus), 8 6 , 183 Baecquc, Antoinc de, 115 Bailly, Jean-Sylvan, astrónomo, 65, 69, 77 Barbotin, abbé, 6 6 Barére de Vieuzac, Bertrand, 172, 183 Barnave, Antoine, 108-109, 147 Barras, Paul-Frangois, conde de, 182 Bastilla, fortaleza de la: toma de, 7, 68-69,71,92,179,189 Bastoulh, Raymond, 99 Bayeux, 195,227, 230 Bazin de Bezons, Armand, obispo de Carcasona, 46-47 Beaufort-cn-Vallée, 92

LA R E V O L U C IÓ N F R A N C E S A , 1789-1799

Beauharnais, Alcxatidtc de, 183 Beauharnais, Rose de, 183, 206 Bcaumont-de-Perigord, 188 Bédarieux, ciudad textil de, 12 Bcethoven, Ludwig van, 77 «Belén de la Vendée», 215 Bélgica, 203 Belley (departamento de Ain), 150 Bentham, Jcrcmy, 125 Berticr de Sauvigny, Louis, goberna­ dor real de París, 70, 179 Besan<;on, 41 Béziers, 64 Biblia, 40 Dibliothéque bleue, 4 3 Billaud-Varenne, Jean-Nicolas, 175 Blake, William, poeta, 77 Blanc, Pierre, cura de Gabian, 153 Blois, 188 Boissy d’Anglas, Frangois-Antoine, presidente de la Convención, 190 Bolívar, Simón, 239 Bonaparte, Lucien, hermano menor de Napoleón, 208 Bonnet, Antoine, 150 Borgoña, 30, 44, 232 Boudon, Léonard, 162 Bouganville, Louis-Antoine, conde de, 124 Bouillé, Frangois-Claude, comandan­ te, 82 Bouillerot, Nicolás, 41 Bouisse, barón de, 102 Bouquicr, 157 Brest, puerto de, 122 Bretaña, 30, 45, 72, 80, 85, 142, 190, 232 Breteuil, barón de, 67 Bridaine, padre, 25 Brienne, Loménie de, arzobispo de Toulouse, 48, 49

IN D IC E A L F A B E T IC O

Brissot de Warvillc, Jacques-Pierre, 34 ,6 1 ,8 8 , 111-112, 113, 116, 128, 131, 184 Brunswick, Charles William Ferdinand, duque de, 117, 140 Bruny, Jean-Baptiste Jéróme de, 235 Burdeos, 24,49,81,122,126,140,186, 224, 233; población de, 16; puerto de, 19 Burke, Edmund, 77, 110 Burns, Robert, poeta, 77

Caen, 140, 238 Cailhava, funcionario jacobino, 149 Calas, Jean, protestante de Toulouse, 32, 165 Calonne, Charles-Alexandre de, 47,48 Cámara de Comercio, 225 Cámara de los Lores, 77 Cambrai, cabildo de la catedral de, 27 Cambrésis, 23, 71, 228 Campe, Joachim Heinrieh, educador alemán, 125 Campo de Marte, 105, 109, 126 Campo-Formio, tratado de paz (1797) con Austria en, 204, 205 Canadá, 47 Cange, Joseph, 187, 188 Carcasona, en el Languedoc, 53, 224 Caribe, 47, 50, 90; colonias del, 19 Carnot, Lazare, 180 Carrier, Jean-Baptiste, 146 Catalina de Rusia, 77 Caux, País de, región del, 74 Caveau, Le, sociedad gastronómica, 207 Cercle Social, 103 Cerutti, Joseph-Antoine, 151 Chablis (Yonne), 196 Chain, Baptistc, 194

:

i

i

267

vk S.cy.utuUd General. ?.ll> Chahci, Jofccph, lióer \ 41 . Comité General de Seguí id¡td, 1 77 "M 162 Comité Jacobino de Salud Pública, 141, Chanzeaux. pueblo de, 214 143, 174 Charettc, FranQois-Athanase, líder de Comité sobre el feudalismo de la Asam­ la Vendée, 190 blea Nacional, 8 6 Charon, Joseph, zapatero parisino, 50 Comuna de París, 117, 119, 139, 140, Chartier, familia de Gonesse, 229 169 Chartres, 23 Chassepot de Beaumont, Jean-Marie, Concordato con el papado (1801), 209 Condillac, Étiennc de, filósofo, 38 11,240 Condorcet, Marie-Jean-Antoinc Cari Chaunu, Pierre, 178 tat, marques de, 64, 103 Chcnier, André, poeta, 181 Consejo de los Ancianos, 19 1 Ciudadanas Republicanas Revolucio­ Consejo de los Quinientos, 191, 19.1, narias, 169, 170-171,219 208 Clermont-Fcrrand, 158 Constitución Civil del Clero (1790), Cloots, 174 92,94-95,96, 113, 134, 194,214 Cloots, Anacharsis, 125 Constitución de 1791, 108, 110, 122, Club de los Cordeleros, 103, 109, 110 126, 189, 192 Club de los Feuillants, 111 Constitución de junio de 1793,9, 142, Club del Panteón de París, 193 158, 183, 190, 191, 193, 196, 101 Club Jacobino, 98, 102-103, 110, 111 213 Club Massiac, grupo de presión colo­ Constitución del año III (1795), 8 , 19(1, nial, 8 8 191, 192 Cobban, Alfred, 229 Constitución del año X, 209 Coblenza, 113 Código Civil napoleónico, 237, 238- Consulte Generalc di Corti, 139 Conti, principe de, 53 239 Convención Nacional, 8 , 121, 126, 128, Código Forestal, 101 135, 148, 157, 159, 160, 163, 173Código Negro de 1685, 19; restableci­ 174, 182, 195 miento del, 217 Corbieres, región de, 3 1,45, 87 Código Rural, 101 Córcega, 207; insurrección antijacobi­ Cohin, Pierre, 144 na en, 139 Colbert, código forestal de (1669), 59, Corday, Charlotte, 141 101,231 Corneille, Pierre, 175 Colcridgc, Samuel Taylor, poeta, 77 Corvol, Andrée, 58 Colliure, 201 Coupé de l’Oise, agrónomo jacobino, Collot d’Hcrbois, Jean-Marie, 146, 199 182 Coutelet, Maric-Madeleine, 147 Comité Central Revolucionario, 140 Comité de Salud Pública, 146,147,157, Couthon, Georges, 168 Crook, Malcolm, 213 172, 175, 180

rauiuirsiJTm iiiuium iuui

266

Danton, Georgcs-Jacques, 34, 61, 103, 119, 126, 172, 175 Darnton, Robert, 40 Dauch, Martin, 6 6 Dauphiné, 85 David, Jacqucs Louis, 162, 175, 176, 177; El juramento de los Horacios, 43 Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), 9, 73-74, 81,88,95,98, 104,211 Declaración de los Derechos de las Mu­ jeres y de los Ciudadanos, 104 Decretos de Agosto, 74, 75, 85 Demissy, Pierre-Samuel, 89 Desmoulins, Camille, 6 8 , 82, 126, 168, 172, 175 Diderot, Denis, 38 Dijon, 230 Diners du Vaudeville, sociedad gastro­ nómica, 207 Directorio, régimen del, 183, 192-194, 195, 197-198, 202; fiestas oficiales del, 188 Dormans, 160 Doyle, William, 229 Drouet, Jean-Baptiste, jefe de correos de Sainte-Menehould, 107 Duboscq, abbé Thomas, 153, 195 Ducos, Pierre-Roger, 208 Dufiay, sacerdote, 160 Dumouriez, Charles-Frangois, general, 128 Dunkerque, puerto de, 19

Edicto de Nantes (1685), 24 Egipto, guerra con Gran Bretaña en, 204, 205, 208 Elbeuf, industria textil en, 19, 225 Enciclopedia, 40, 41

Ensheim, Moise, 123 Escuela Central de Obras Públicas, 187 España, 77, 128; tratado de paz con (1795), 203 Estados Generales, 47, 48, 49, 50, 5355, 60, 61, 63, 65, 75, 79, 89, 102, 214 Estados Pontificios, 205 Estados Unidos, 47, 194 Eure-et-Loir, departamento de, 109,131 Évecquemont, priorato de, 240

Farge, Arlette, 41 Feuille du salut public, La, periódico, 219 Feuille villageoise, La, periódico, 151 Fichte, Johann Gottlieb, 77 Fiesta de la Federación (1790), 105, 109 Fiesta de la Unidad e Indivisibilidad de la República, 162 Fiesta del Ser Supremo, 175 Filie de joie, La, 40 Fitzimmons, Michael, 87 Flandes, 114 Floreal, batalla de, 181 Fontane, Jean, 214 Forcé, prisión de La, 187 Forster, Robert, 227, 233 Fouché, Joseph, 154, 182, 208 Foulon, Joseph, 70, 179 Founier, Georges, 45, 46 Fouquier-Tinville, Antoine-Quentin, fis­ cal, 185 Frai'sse, comunidad de, 102 Franco Condado, 71 Franklin, Benjamín, 61, 165, 176 Fréron, Louis-Stanislas, 182 Furet, Frangois, 120, 178, 212

Gabian, pueblo de, 12, 13, 16, 22, 153, 166, 227 Gamas, Marín: Emigrados en tierras australes, 124-125, 187 Gard, departamento del, 121 Gareschc, Daniel, alcalde de La Ro­ chela, 89, 136 Garrioch, David, historiador, 35, 41, 232 Gaudet, diputado, 126 Gautier, Jean-Louis, 116 Gaveaux, Pierre, 185 Gazette de Paris, 110 Gensonné, Armand, diputado, 126 Gérard, Michel, 65 Gilroy, James, 162 Girardin, marqués de, 226 Glain, Madelaine, 76 Goodman, Dena, 42 Gorsas, Antoine-Joseph, diputado gi­ rondino, 131, 147, 155 Gouges, Olympe de, 103, 104, 169 Gran Bretaña, 128, 204; colonias norteamericanas de, 47; tratado de Amiens (1802) con, 209; véase tam­ bién Inglaterra Gras, distrito de, 8 8 Greer, Donald, 218 Grégoire, Henri, párroco de la Lorena, 64,65, 80, 8 8 , 108, 159, 186, 236 Grenoble, 49, 221; parlamento de, 49 Guardia Nacional, 76, 82, 109, 138, 144 Guayana, campo de prisioneros de, 189 Gueniffey, Patrice, 178 Guillotin, doctor Joseph, 81 Guyon, Marie-Victorie, 168

Habermas, Jürgen, sociólogo, 41-42 Hainaut, 71

Haití, 217 Hallivillers, pueblo de, 8 6 Hamilton, Alcxander, 125 Hampson, Norman, 120 Hardy, Sébastien, librero parisino, 67, 76 Havre, El, puerto de, 19 Hébert, Jacques-René, 144, 174, 180 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, 77 Helvetius, 39, 40 Herder, Johann Gottfried von, 77 Hermanas de la Caridad en Bayeux, 23 Hesse, Carla, 186 Hohenzollern de Orange, princesa, 48 Holanda, 203 Holbach, Paul-Henri, barón de, 40 Hondschoote, batalla de, 154 Huard, Pierre, 12 Hufton, Olwcn, 30, 45 Hunt, Lynn, 34, 179,220

Iglesia católica, 17, 22, 23, 25, 29, 36, 38, 54, 56, 58, 60, 79, 92, 107, 133, 158, 189, 196-197, 214, 216, 228, 235,237 íle-de-France, 13, 14 Ilustración, 37, 38, 39, 41, 42 India, 47 Inglaterra, 77, 208, 216; tratado de li­ bre comercio (1786) con, 43-44, 133, 228 Institut de France, 187 Inválidos, hospital militar de los, 6 8 Irlanda, 204, 206 «Irlandeses Unidos», organización no sectaria de los, 206 Isnard, Maximin, 112, 139 Italia, 203

IN D IC E A L F A B E T IC O

Jaubert de Passa, Frangois, noble cata­ lán, 223 Javogues, Claude, 154 Jefferson, Thomas, 61 Jcmappes, batalla de, 128 Jéróme de Bruny, Jean-Baptiste, 234 Jones, Colin, 36 Jones, Peter, 58, 228 Journal de santé, 36

Kant, Immanucl, 77 Kléber, Jean-Baptiste, general, 223 Kosciuszko, Thaddeus, 125

La Forcé, prisión de, 119 La Peletier, 141 La Tour du Pin, Lucy de, 234 Lacombe, Claire, 169, 170, 175 Lafayette, comandante de la Guardia Nacional, 64, 69, 76, 77, 92, 109 Lamballe (Cótes-du-Nord), 142 Lamballe, princesa de, 119 Lamoignon, Chrétien-Frangois de, mi­ nistro de Justicia, 48-49 Lamourette, Antoine, obispo constitu­ cional de Lyon, 146-147 Languedoc, 1 2 , 13, 30,45, 46, 80, 224 Laon, 143 Laplanc, Jcan-Louis, 147-148 Launay, Bernard-René, marqués de, 69 Launay, marqués de, gobernador de la Bastilla, 6 8 Lavoisicr, Antoine, 176, 177; Tratado elemental de química, 176 Le Chapclier, ley de, 98 Le Creusot, 19 Lefebvre, Georges, 227, 228 Legrand, Pierre-Nicolas, 187

Léon, Pauline, 114, 169, 175 ¡ >| Le Peletier de Saint-Fargeau, LouisMichel, 162, 165 Levet, parroquia de, 55 Lewis, Gwynne, 220 ley Bouquier (1793), 157 ley Daunou, 187 ley de Le Chapelier (1791), 226 "«a ley de los Dos Tercios, 193 ley de Sospechosos (1793), 145,151 ley del divorcio (1792), 167 ley Jourdan (1798), 204 Lille, 53, 114, 137; población de, 16 Limoges, 191 Lindet, 180 Lodéve, en el Languedoc, 224 Loiret, departamento de, 85 Longaunay, marquesa de, 72 Lorena, 13, 85, 222 Lot-et-Garonne, departamento de, 80, 222 Lourmarin, en Provenza, 1 1 0 , 234, 235 Loustallot, Elysée, abogado, 69-70, 82

Lucs-Vendée, descubrimiento de hue­ sos en, 24, 215 Luis XV, rey de Francia, 23, 231 Luis XVI, rey de Francia, 8 , 29, 32, 47, 48, 50, 51, 60, 64, 65, 6 6 , 67, 92, 106, 110, 112, 115, 117, 122, 126, 127, 131,220; arresto, 107-108, 109; ejecución de, 127-128, 137, 153, 163 Luis XVII, rey de Francia, 189 Luis XVIII, rey de Francia, 189 Lunéville, tratado de paz con Austria (1802) de, 209 Lycée des Arts, 176 Lyon, 18, 53, 140, 141; población de, 16, 17

lably, Gabriel-Bonnot de, filósofo, 38 íachecoul, matanza de republicanos en, 135 Macizo Central, 24, 85, 142, 204 ■Madison, James, 125 Maillard, Stanislas, 6 8 , 76, 77 f" ;Maine, región de, 104 Mallet du Pan, Jacques, periodista, 51 iMarat, Jean-Paul, 103, 119, 126, 127, 139,141,162,165,176,207 Marchais, Yves-Michel, 25 Marcou, sacerdote constitucional, 122 Margadant, Ted, 91 María Antonieta, 116, 119, 147 Marianne de la república, 145, 219220

Markoff, John, historiador, 57, 59, 121,229 Marsella, 18, 122, 140, 146, 216; po­ blación de, 16, 39, 224 «Marscllesa», 122-123, 164; parodia de la, 131; versión hebrea de la, 123 Maza, Sarah, 35 Mende, 195; obispo de, 230 Ménétra, Jacques-Louis, 18, 19, 20, 181 Menucourt, pueblo de, 11-12, 53, 152153,240 Mercier, Louis-Sébastien, periodista, 96, 155 Mcricourt, Théroigne de, 76, 103, 116, 117, 169 Merlin de Douai, Philippe-Antoine, 168 Metz, 123 Mirabeau, Honoré-Gabriel Riquetti, conde de, 64 Misségre, 96 Moniteur universel, 2 0 1 Montauban, 91 Montfrculle, ciudadana, 238 Montigny, 15-16, 27,43, 228 Montmartrc (Mont-Marat), 165

271

Montmorency, duque de, 72 Montpcllier, 1 2 2 Montroy, 165 Morris, gobernador de Estados Unidos en Francia, 78

Nairac, Jean-Baptiste, 89 Nancy, 122 Nantes, 146; población de, 16,164,224; puerto de, 19, 20, 50 Napoleón Bonapartc, 8 , 172, 193, 205, 206-207, 208, 209, 209, 213, 216, 218-219, 223, 226, 229, 230, 236, 238 Napoléonvillc (La Roche-sur-Yon), 2 15 Narbona, distrito de, 149 Neckcr, Jacques, banquero de Ginebra, 29, 67, 69, 70 Nculisse (Loira), 150 Niederbronn, 19 Nicvrc, 154 Nimcs, 91 Normandía, 15, 16,64, 195,232,238 Nueva Gales del Sur, 124

Oberkampf, Christophe-Philippe, 33 Oise, departamento de, 85 Oisy, conde d’, 53 «Orgéres, bande d’», 202 * Orleáns, duque de, primo de Luis XVI, 67 Ozouf, Mona, 8 6

Paine, Tom, 125, 178 Países Bajos, 128, 204 Palacio de las Tullerías, asalto al, 117 Palm, Etta, 103, 169 Palmer, R. R.: Twelve who ruled, 178

ÍN D IC E A L F A B É T IC O

Panckoucke, Charles, 201 Paoli, Pascal, general en jefe de Córce­ ga, 139 París, 17, 18,41,61,72, 126, 137, 151, 216; aduanas de, 6 8 ; ejecuciones en, 181; población de, 16 Pas-de-Calais, departamento de, 94 Peltier, Jean-Gabriel, 116 Pére Duchesne, Le, periódico, 144 Périer, Claude, 34, 49 Périllos, comunidad de, 60 Perpiñán, 31, 197 Pestalozzi, Johann Heinrich, educador suizo, 125 Picard, Louis-Benoit: Les Visitandines, 162 Picardía, 15, 8 6 , 232 Pirineos, 205 Pitt, William, primer ministro inglés, 160 Poitou, 65 Pont-de-Montvert (Lozére), 24, 227 Pontoise, 143,240 Priestley, Joseph, químico, 110, 125 Prieur de la Cóte-d’Or, Claude-Antoinc, 180 Provenza, 27, 71, 151 Provenza, conde de, hermano menor de Luis XVI, 51, 111, 189, 190; véase también Luis XVIII Prusia: golpe militar en, 112-113; tra­ tado de paz con (1795), 203 Puiseux-Pontoise, 226

Quesnay, Frangoís, 39 Quincé, parroquia de, 59

Rabaut de Saint-Étienne, Jean-Paul, pastor, 91

^.Sabcnay, batalla de, 154 Racine, Jean-Baptiste, 175 ■Saboya, 128 Raynal, Guillaume-Thomas-Fran?oís, Sacy, pueblo de, 14 filósofo, 38 Sade, marqués de, 181 Reddy, William, 179 Saint-Just, Louis-Antoine de, 127, 132, Reims, 71 159,174,175 Renania, 128 Saint-Lazare, abadía de, 6 8 Rennes, 49, 166, 221 5 Santerre, Antoine-Joseph, 117, 181 Rennes-les-Bains, en el Aude, 230 1 Santo Domingo, 89, 111, 136, 173,217 Restif de la Bretonne, Nicolás, 14,119; ; Saulx-Tavanes, familia de, 44 La Vie de mon pére, 14; Le Paysan | Sausses, pueblo de, 28 pervertí, 14 f Schama, Simón, 70, 120,178,179,220 Reubell de Colmar, Jean-Fran^ois, 81 | Seine-et-Oise, departamento del, 155 Réveillon, fabricante, 67 ■ ^ens’ ^ Révolutions de Paris, Les, periódico, Seychelles, campo de prisioneros de 69, 82, 109, 123 las, 189 Rin, cuenca del, 142 I ® ' Shapiro, Gilbert, historiador, 57 Rivarol, Antoine, 116 Sheppard, Thomas, 235 Robespierre, Maximilien, 34, 61, 6 8 , ¡I'Sicre, Joseph, sacerdote, 196-197 8 8 , 111, 126, 127, 131, 142, 170, |SÍeyés, Emmanuel, sacerdote, 52-53, 173, 174, 175, 176, 177, 178, 181I / 67, 126, 208; ¿Qué es el tercer esta­ 182, 184, 207 :-í*1 i do?,52 Roche, Daniel, 36, 43 Soboul, Albert, 37, 220, 224 Rochela, La, 89, 90, 136, 137, 138, Sociedad de Amigos de la Constitu165, 194; puerto de, 19 : ción, 103 Roche-sur-Yon, La, distrito, 133, Sociedad de Ciudadanas de los Ami­ 215 gos de la Libertad, 127 Ronceray, abadía benedictina de, Sociedad Fraternal de Ciudadanos de 23 Ambos Sexos, 103 Ronsin, Charlcs-Philippe, 174 S Sociedad Reformista de los Treinta en Rosellón, 45 Paris, 64 Rouergue, 27 íSociété des Amis des Noirs, 8 8 , 89 Rouget de Lisie, Claudc-Joseph, 122, | Société Fraternelle des Minimes, 114 181 í Sommieres, en el Languedoc, 96, 224 Rousseau, Jean-Jacques, 40, 174, 195; Souriguieres, Jcan-Maric, 185 Contrato social, 19,37, 161; Emilio, [ Southey, Robert, poeta, 77 19; La nueva Eloísa, 19, 37 Sowerwine, Chips, 9 Roy, Ram Molían, nacionalista indio, St.-Antoine, faubourg, 6 8 239 St.-Barthélemy, 59 Ruán, 167, 195; industria textil en, 19, ¡ St.-Bonnet-Elvert (Liberté-Bonnet53, 57; población de, 16, 145 Rouge), 165 Rusia, 42, 208

273

St.-Girons (Ariége), 205 St.-Izague (Vin-Bon), 165 St.-Laurent-de-Cerdans, localidad pi­ renaica de, 38, 196-197 St.-Malo, puerto de, 19 St.-Martin-de-Pontoise, abadía de, 226 St.-Nicolas-de-la-Grave (Haute-Garonne), 142 St.-Ouen, 165 St.-Paul, población de, 91 St.-Rogatien, 165 St.-Soule, 165 St.-Tropez (Héraclée), 165 St.-Vivien, 165 Stalin, Josef, 42 Suecia, 77 Suiza, 205 Suleau, Fran?ois, 116 Sur la peinture, 43 Sutherland, Donald, 202

Tackett, Timothy, 111, 180 Talleyrand, Charles-Mauricc de, 64, 92, 208 Taylor, George, 229 Termes, 45 Terror de 1793-1794, 8-9, 147, 151155, 157-158, 164, 172-182, 183188, 195, 204, 214, 218, 219, 235 Terwagne, Annc-Josephe, véase; Méri­ court, Théroigne de Thionville, batalla de, 123 Thomassin, familia, 226 Thuriot, Jacques-AIcxis, 180 Tocqueville, Alexis de, 44 Tolón, 141, 172 Toulouse, 41, 49, 122, 140, 195, 208, 221; Parlamento de, 44, 46, 49; po­ blación de, 16 Trafalgar, batalla de, 231

INDICE Treilhard, Jean-Baptiste, 93 Tribun du peuple, 183 Tribunal Revolucionario, 146 Tribunal Revolucionario de París, 147 Tricl (Seine-et-Oise), 191 Troyes, 41,48, 53, 56,58,71 luchan, 46 Tulle, 160 Turgot, Anne-Robert, barón de, filóso­ fo, 38, 39 Turreau, Louis-Marie, general, 135 Twain, Mark (Samuel Langhome Clemens): aventuras de Tom Sawyer, Las, 211; Huckleberry Finn, 211; yanqui en la corte del rey Arturo, Un, 211

Vacher, Prosper, 153 Vallespir, cuenca alta del, 138, 197 Valmy, batalla de, 121, 128, 153 Van Heck, comandante de la Sección de la Cité, 188-189 Van Kley, Dale, 38 Vardi, Liana, 15 Vatimcsnil, 57 Velay, 15 Vence, departamento de Var, 91 Vendée, insurrección de la, 132, 135, 137, 139, 146, 154, 172,214,215 Vendóme, 202 Venus dans le cloitre, ou la religieuse en chemise, 40 Vcrdún, fortaleza de, 118 Vergniaud, Pierre-Victurnien, diputa­ do, 112, 126, 131, 184

Versalles, 20, 26, 29, 46, 51, 54, 60, 61,63, 65 Vieux Cordelier, Le, 172 Viguier, Antoine, 129 Vilasse, Jean-Baptiste, 168 Villardebelle, 122 Villedieu, 165 Viilefranche-en-Beaujolais, 166 Villeneuve-St.-Georges, 165 Villette, marqués de, 116 Vincent, Frangois-Nicolas, 174 Vitré (departamento de Deux-Sévres), 134 Vizille, castillo de, 34 Voltaire, Frangois-Marie Arouet, 32, 39 Vovelle, Michel, historiador, 163

Washington, George, 78, 125 Watignies, batalla de, 154 Weis, Nanine, 136, 137 Westermann, Frangois-Joseph, gene­ ral, 135,155 Whiteman, Jeremy, 90 Wilberforce, William, 125 Wolf, Eric, 223 Wordsworth, William, poeta, 77

Xinxet, Jacques, alcalde de Colliure, 201

Yonne, departamento de, 85, 195 Young, Arthur, agrónomo, 50, 71

Introducción.............................................................................................

7

Francia durante la década de 1780 a 1 7 8 9 ............................. La crisis del Antiguo R é g i m e n ............................................... La revolución de 1789 ................................................................ La reconstrucción de Francia, 1789-1791 ............................. Una segunda revolución, 1792 .............................................. La revolución pendiente de un hilo, 1793 ............................. El Terror: ¿defensa revolucionaria o paranoia? . . . . Concluyendo la revolución, 1795-1799................................... La trascendencia de la r e v o lu c ió n .........................................

11 33 63 79 107 131 157 183 211

I. II. III. IV. V. VI. VII. VIII. IX.

Mapas 1. Mapa físico de Francia...................................................................... 2. La Francia p rer re v o lu cio n a ria .................................................... 3. Los departamentos de la Francia revolucionaria....................... 4. París revolucionario............................................................................ 5. La «Vendée m ilita ir c» ...................................................................... 6. Número de condenas a la pena capital dictadas por d e p a r ta m e n to ............................................................................

248

C r o n o lo g ía ............................................................................................. Apéndice: el calendario r e v o lu c io n a r io .........................................' Guía b ib lio g r á fic a ................................................................................. índice alfabético.......................................................................................

249 257 259 265

243 244 245 246 247

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