Poggi, Ginfranco - El Desarrollo Del Estado Moderno

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UNIVERSIDAD NACIONAL DE QUILMES Rector Ing. Julio M. Villar Vicerrector Lic. Ernesto Villanueva

COLEGIO LOYOLA ARCA SEMINARII

Gianfranco Poggi c .i

El desarrollo del estado moderno Una introducción sociológica

Traducción: Horacio Pons

U n iv e r s id a d ALBERTO hurtado

b íb u o t s c a

UNIVERSIDAD NACIONAL DE QUILMES

CU/ Qojo. OGsWÍ-

Intersecciones Colección dirigida por Carlos Altamirano

Diseño de portada: Sebastián Kladniew

Título original: The Development of the modem State. A Sociological Introducción © Stanford University Press. 1978 © Universidad Nacional de Quilmes. 1997 Roque Sáenz Peña 180, Bemal (1876) Buenos Aires ISBN: 987-9173-09-0 Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723

Para Tom Bums, que merece más

Agradecimientos

Estoy agradecido a mis colegas Tom Bums, Tony Giddens, David Holloway, Michael Mann, Pierangelo Schiera y Harrison White por sus comentarios y críticas de versiones previas de secciones de este libro. Debo un agradecimiento especial al profesor Janos Bak del Departa­ mento de Historia de la Universidad de British Columbia por inten­ tar salvarme de los peores errores en los capítulos 2 y 3; si en mi ignorancia frustré en algunos aspectos ese intento, le pido disculpas. En el frente doméstico, estoy una vez más muy en deuda con mi es­ posa Pat y nuestra hija Maria por la invalorable ayuda que prestaron a mi trabajo en este libro.

índice

P refacio................................................................................................

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i.

Introducción: la tarea de gobernar................................................ La política como distribución. La política como nosotros contra el otro. Contraposición de los dos puntos de vista. Conciliación de los dos puntos de vista. La teoría de la dife­ renciación institucional

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II.

El sistema feudal de gobiern o....................................................... El ascenso del feudalismo. La naturaleza de la relación feudal. Tendencias en el sistema. El legado político del sistema feudal

41

III. El Stándestaat................................................................................

67

El surgimiento de las ciudades. Stand, Stande y Stándestaat. El dualismo como principio estructural. Los grupos compo­ nentes. El legado político del Stándestaat IV. El sistema absolutista de gobierno................................................

Las ciudades y la declinación del Stándestaat. El elemento feudal y la declinación del Stándestaat. El gobernante y su

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corte: Francia. Nuevos aspectos del gobierno. El gobernante y su burocracia: Prusia. La emergencia de la sociedad civil. El desafío político de la sociedad civil El estado constitucional del siglo XIX ............................................. La soberanía y el sistema de estados. La unidad del estado. La “modernidad” del estado. Legitimidad legal racional. Garantías constitucionales. Rasgos significativos del proce­ so político. Tipos significativos de cuestiones políticas

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Vi. Estado y sociedad bajo el liberalismo y después............................. La presión de los intereses colectivos. Desarrollos capitalis­ tas: efectos sobre el sistema ocupacional. Desarrollos capita­ listas: efectos sobre el sistema de producción. La búsqueda de legitimidad. Presiones internas en favor de la expansión de la autoridad. Consecuencias de las presiones del estado y la sociedad

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índice analítico y de nombres

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V.

Prefacio

Desde no hace mucho, los sociólogos de los países occidentales han comenzado a preocuparse cada vez más por diversos problemas funda­ mentalmente relacionados con la noción de estado. Uno de ellos es el de identificar los rasgos estructurales del estado, y el alcance y signifi­ cación de sus variaciones a lo largo del tiempo y de país en país. Otro es el de entender las causas, modalidades y efectos de la participación aparentemente cada vez más creciente del estado en todo tipo de asuntos societales. Un tercer problema es el de evaluar las causas y efectos de las políticas estatales, sus relaciones con otros complejos institucionales y con diversas fuerzas y agencias internacionales. Hasta hace muy poco, dichos temas eran generalmente considera­ dos ajenos, o a lo sumo periféricos, al dominio de la sociología. Esto fue así al menos por tres razones.1 Primero, la sociología había surgi­ do en sociedades en que se daba generalizadamente por supuesta una distinción institucional entre el ámbito “político” y el propiamente “social”; al elegir este último como su área de interés, la sociología, en sustancia, decidió ignorar el reino político, que desde luego se centraba en tomo del estado. Segundo, en sociedades como los Estados Unidos y Gran Bretaña, en las que el estado y la sociedad civil no se 1 Véase mi artículo de reseña “Political Sociology”, Cambridge Review, 9 (1973), pp. 33-37.

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distinguían, tan explícitamente, los sociólogos habían definido en gran medida su misión como la de la exploración de los aspectos más humildes, espontáneos, terrenales - a menudo ocultos y desagradables- de la vida social. Su interés radicaba en las fuerzas y procesos latentes en oposición a los manifiestos, los dispositivos informales en oposición a los formales, las instituciones “naturales” en contraste con las “planificadas”, la parte oculta en contraste con la parte ofi­ cial y conspicua de la sociedad. Dichos intereses necesariamente apartaban su atención de un complejo institucional tan visible y ofi­ cial como el estado. Por último, en la mayoría de los países occiden­ tales la sociología tenía que luchar por su aceptación como disciplina académica contra disciplinas tan establecidas y respetadas como la fi­ losofía política, el derecho constitucional y las ciencias políticas. Cuando se trataba de definir dominios, el estado, que ocupaba un lu­ gar tan central en estas otras materias, estaba “fuera de los límites” de la sociología. Dado este contexto, la sociología no puede extraer de su propia tradición todos los elementos que necesita para abordar el problema del estado. De los más grandes sociólogos, sólo Max Weber hizo de los fenómenos políticos, y señaladamente del estado, un tema central de su obra. Sin embargo, no vivió lo suficiente para escribir su “sociolo­ gía del estado”; sus escritos sobre la materia son mayormente artículos o borradores; y la mayoría de los sociólogos, por más que sea erróneo, consideran la tipología de la dominación legítima como su principal contribución al estudio sociológico de la política.2 Otro gran sociólogo con fuertes e importantes puntos de vista so­ bre el estado fue por supuesto Karl Marx; y debemos gran parte de la actual bibliografía sobre la materia (tanto en sociología como en

2 Véanse A. Giddens, Folíacs and Sociology in tke Thought o f Max Weber (Londres, 1972) [Política y sociología en Max Weber, Madrid, Alianza], y D. Bentham, Max We­ ber and the Theory ofModem Polines (Londres, 1974).

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otras ciencias sociales) a estudiosos que buscan primordialmente en él su inspiración.3 Aunque en varios puntos apela a las intuiciones marxistas, hay que señalar enfáticamente que este libro no se imagi­ na como una contribución a esa literatura. Por un lado, los textos de Marx (y Engels) que abordan directamente fenómenos políticos, y el estado en particular, no son tantos y con frecuencia se ocupan de cuestiones específicas y muy contingentes; prefiero dejar el cotejo y el comentario de dichos textos a los marxistólogos expertos.4 Por otra parte, el esfuerzo actual por hacer que la “crítica [marxista] de la economía política” se aplique a las políticas de los estados occidenta­ les contemporáneos, por más valioso que sea, es de ayuda limitada para los sociólogos que buscan ante todo una manera de entender la naturaleza y los orígenes del estado. En gran medida, Marx y Engels dieron por sentados tales proble­ mas; y lo mismo hicieron y hacen la mayoría de sus seguidores. Su interés no son los rasgos institucionales del estado o los procesos po­ líticos per se, sino la manera en que el poder estatal afecta, si lo hace, la lucha de clases, la acumulación y expansión del capital y las lu­ chas por el mercado mundial. Tales cuestiones bien pueden tener más peso que las que nos interesan en este libro. Pero estas últimas me parecen significativas no sólo en vista de la tarea de construir una sociología del estado, sino también de la de elaborar una crítica radical, que “baje del pedestal” los usos que se dan hoy al estado. Después de todo, supongo, el primer deber de un iconoclasta es co­ nocer sus iconos.

3 Para una revisión de algunas obras actuales sobre el escado inspiradas en Marx, véase J. Esser, Einführung in áie materialistische Staatstheorie (Francfort, 1975). Ofrecí una descripción muy sucinta de los puntos de vista del propio Marx sobre el estado en Imflges o f Society: Essays on the Sociological Theories o f Tocqueville, Marx, and Durkheim (Stanford, Calif., 1972), pp. 139-143. 4 Véase, por ejemplo, K. Marx y F. Engels, Staatstheorie: Materiakn zur Rekonstruktion der marxistischen Staatstheorie (Francfort, 1974).

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La tendencia de los marxistas a discutir las estructuras políticas sólo desde la perspectiva (por más iluminadora que sea en sí misma) de la “crítica de la economía política”, ha tenido algunas desafortunadas consecuencias pragmáticas para los movimientos políticos que recu­ rren a Marx como su principal inspiración. Pero aun si dejamos éstas a un lado, los sociólogos que pretendan remediar la tradicional falta de interés de su disciplina por el estado no deberían procurar ayuda exclusiva o primordialmente en la tradición marxista. ¿Dónde, enton­ ces, deben buscarla? Hay varias alternativas, de las cuales este libro explora sólo una. Decidí discutir las fases principales del desarrollo del estado mo­ derno hasta el siglo XIX, después de lo cual consideré sumariamen­ te algunos cambios posteriores en su relación con la sociedad. Mi enfoque se concentra exclusivamente en la evolución de los dispo­ sitivos institucionales internos del estado, no en sus políticas, la manera en que éstas afectan otras estructuras sociales o cómo con­ tribuyeron a la emergencia de sociedades nacionales separadas. Hi­ ce uso fundamentalmente de dos cuerpos de literatura: la historia de las instituciones políticas occidentales y, en menor medida, él derecho constitucional. Además, me basé casi exclusivamente en obras continentales, y en particular en publicaciones en alemán. Me incliné por los escritores alemanes (y austríacos y suizos) por varias razones. Una es que escri­ ben con más frecuencia en términos generales y desde una perspecti­ va comparativa, en vez de ocuparse únicamente de esta o aquella variante individual de un desarrollo institucional dado. Otra razón, relacionada con la primera, es que las obras alemanas hacen contribu­ ciones más frecuentes y explícitas al tipo de argumentación concep­ tual que me interesa llevar adelante. Una tercera razón es que en las obras alemanas la historia de las instituciones políticas y sus análisis jurídicos se consideran más a menudo como interrelacionados. Una limitación de mi enfoque es que no toma en cuenta los planteamientos de la teoría política y la ideología que acompaña-

ron la formación del estado moderno.5 No tiene lugar para Marsilio de Padua, Locke o Hegel, o para la interacción entre su pensamien­ to y la política de su época. En sí misma, esa interacción es del ma­ yor interés, y lamento no poder darle cabida en la concepción de este libro.6 Por último, la organización de mi argumentación como una se­ cuencia de construcciones tipológicas la sitúa en discrepancia con un tratamiento propiamente histórico. De la continuidad y diversi­ dad de los procesos históricos se extraen unos pocos modelos alta­ m ente abstractos, cada uno de los cuales se trata como una aproximación más precisa al estado constitucional del siglo XIX, que considero la encarnación más madura de “el estado moderno”. Esco~ gí este enfoque, con sus responsabilidades obvias, como un compro­ miso entre un análisis histórico plenamente desarrollado, en el que un tumulto de variantes individuales y condiciones transicionales oscurecerían la distintividad y unidad de inspiración de cada mode­ lo sucesivo, y el tipo de tratamiento abiertamente generalizado (que se analizará brevemente ai final del primer capítulo) que vería los últimos mil años de la historia política occidental como el desen­ volvimiento inevitable delun modelo evolutivo universal1. Natural­ mente, los tipos ideales que empleo no deberían juzgarse como instrumentos explicativos por derecho propio. Antes bien, conceptualizah'los cambiantes patrones de adaptación entre los intereses contrastantes de grupos que en sí mismos cambian y se erigen en los

5 Para una investigación de estos acontecimientos, véase A. Passerin d’Entréves, The Modem Notion o f the State (Oxford, 1965) [La noción del estado, Madrid, Euroamérica, 1970]. 6 Sobre la interacción entre pensamiento político y práctica política en general, véase R. M. Unger, Knowledge and Politics (Nueva York, 1975); con respecto al impac­ to específico de esa interacción en la construcción del estado, véase N. Matteucci, Organizzazione del potere e. liberta. (Turín, 1976).

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protagonistas últimos del proceso histórico. De tal modo, los_estados modelo que describo se introducen para hacer más inteligible el proceso; no lo explican por sí mismos. Mis elecciones de tema, enfoque y fuentes podrían contraponerse fácilmente con alternativas a las que he renunciado. No tengo dudas de que los sociólogos interesados en el estado podrían aprovechar, en particular, el examen de las contribuciones de otras disciplinas, como la antropología, las ciencias económicas (incluida la crítica marxista de la economía política) y las ciencias políticas. Pero por mi parte no hice ningún esfuerzo por recurrir a ellas. La antropología me parece aburrida. No entiendo las ciencias económicas. En cuanto a las cien­ cias políticas, creo que durante los últimos treinta años, poco más o menos, han hecho esfuerzos increíbles a fin de olvidar el estado; y en­ tre los científicos políticos para los cuales esto no es cierto, una mayo­ ría está probablem ente com prometida con el(lo s) enfoque(s) márxista(s) que decidí no adoptar. Al contrario de estas alternativas, considero afín la historia de las instituciones políticas, y, en rigor de verdad, por momentos completamente fascinante, en especial los mejores escritos alema­ nes en la materia. En cuanto al derecho constitucional, que puede ser tan aburrido como la antropología y casi tan difícil como las ciencias económicas, aprendí a evitar a los escritores menos gratifi­ cantes y a concentrarme en aquellos que en sí mismos están socio­ lógica o históricamente moldeados, y cuyo interés por el análisis jurídico no les impide sino que los ayuda a captar las estructuras políticas más amplias. Cualquiera pueda ser en definitiva el valor de esta combinación de énfasis y aversiones, por.lo menos debería llenar graves lagunas en los intereses e información de muchos sociólogos, y en el mejor de los ca­ sos proporcionar un marco manuable para una descripción coherente de los procesos seculares mediante los cuales, desde comienzos del si­ glo IX, la autoridad sobre vastos territorios occidentales llegó a ejer­ cerse dentro de y mediante el complejo institucional que llamamos

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estado modemcfiXa gran cuestión para los sociólogos es desde luego obtener una comprensión más clara del funcionamiento del estado en las sociedades contemporáneas. Este pequeño ejercicio está concebido sólo como un prolegómeno a esa amplia y difícil tarea.

7 En cierto sentido, “moderno” es superfluo, dado que la noción misma de estado implica las características (en especial la intensificación, continuidad e institucionalización acentuada de la autoridad) que el gobierno sobre poblaciones más grandes adquirió por primera vez en el Occidente moderno. Para un argumento filológico en este sentido, basado en una detallada reconstrucción de los orígenes del término “es­ tado” en varias lenguas europeas, véase W. Mager, Zur Entstehung des modernen Staatsbegriffes (Wiesbaden, 1968).

Capítulo I Introducción: la tarea de gobernar

Es posible que la mejor forma de ver el estado moderno sea considerar­ lo un conjunto complejo de dispositivos institucionales para gobernar^ que opera a través de las actividades continuas y reguladas de indi­ viduos que actúan como ocupantes de cargos. El estado, como la su­ ma total de dichos cargos, se reserva a sí mismo la tarea de gobernar una sociedad territorialmente limitada; jrtonapoliza,-de derecho y enj f la mayor medida posible deshecho^todas las facultades e instrumen-l ^ l tos corresp_ondientes_a_esa-tarea. Y en principio se consagra exclusi­ vamente a esa misma empresa, según la percibe a la luz de sus propios intereses y reglas de conducta. Pero, ¿cuál es la tarea de gobernar? ¿El estado moderno es un con­ junto de dispositivos institucionales para hacer qué? Esas preguntas son la preocupación de este capítulo. En su título utilicé la expresión “gobernar” [rule], como lo haré a lo largo del libro (aunque pocas ve­ ces en este capítulo), porque transmite apropiadamente la naturaleza asimétrica de las relaciones sociales a las que se refiere, y apunta al hecho de dar y obedecer órdenes de mando como la sustancia cotidia­ na de esas relaciones. Una formulación alternativa y más frecuente de nuestras preguntas emplea las expresiones “la política” o “político”. De tal modo, podríamos preguntar: ¿cuál es la naturaleza de la políti­ ca? O bien, quizás: ¿de qué se trata toda la actividad política? En este capítulo consideraremos dos definiciones significativas, y significativamente diferentes, de la naturaleza de la política. Una se

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origina en una discusión del problema planteada en los años cincuen­ ta por el científico político estadounidense David Easton. La otra fue formulada en la década de 1920 por el temible teórico legal e ideólo­ go político derechista alemán Cari Schmitt.1

La política como distribución Para comenzar, las dos formulaciones difieren en la imagen de la vida social que les sirve como telón de fondo.$E1 análisis de Easton2 pro­ yecta una visión del proceso social como un flujo continuo de diver­ sas actividades mediante las cuales un número limitado de objetos valiosos se transfieren a y de individuos interactuantes, cuyo interés primordial consiste en adueñarse y disfrutar de ellos!'Los objetos pue­ den ser desde bienes materiales hasta abstracciones como el poder y el derecho a la deferencia. Además, el proceso de distribución no es aza­ roso. Si la vida social ha de tener algún patrón y continuidad, el pro­ ceso, en una medida considerable, debe estar institucionalizado. Debe producir o dar validez a la asignación de ciertos objetos, tanto con va­ lor como sin él, a ciertos individuos. Consideremos tres modos básicos de estructurar este proceso de dis­ tribución, de hacerlo relativamente predecible y estable. Uno es la costumbre: una noción universal o ampliamente compartida de acuer­ do con la cual las cosas valoradas o desvaloradas corresponden justifi-

1 El lector interesado tal vez desee complementar mí elección con la considera­ ción de tratamientos contemporáneos de la naturaleza de la política, tales como J. Freund, VEssence du psíirique (París, 1965); B. de Jouvenel, The Puré Theory o f Poli­ nes (Cambridge, Ing., 1963) [La teoría pura de la política, Madrid, Revista de Occiden­ te, 1965]; J. Y. Calvez, Jntroducrion á la vie politique (París, 1970) [Introducción a la vida política, Barcelona, Estela, 1969]; y H. P. Platz, Vom Viesen dar politischen Machí (Bonn, 1971). 2D. Easton, The Political System (Nueva York, 1953), cap. 5.

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cadamente a ciertas personas o posiciones. (“Un cartel en la puerta te indica dónde estás parado.”) Otro es el intercambio: una transacción por la cual una parte entrega un objeto valorado a otra a cambio de al­ gún otro objeto valorado. (“Elija, el que pone el dinero es usted.”) El tercero es el un mecanismo por el cual los objetos valorados se distribuyen por el arbitrio de alguien. (“El que manda aquí soy yo.”) Easton interpreta que todo el reino de la política está relacionado con esta última modalidad; la distribución por el mando. En su opi­ nión, dentro de un contexto de interacción dado hay “política” en la medida en que se producen al menos algunas asignaciones de valor por vías distintas de las de la costumbre y el intercambio. Típicamente, las distribuciones consuetudinarias reflejan un consenso-entre todos los participantes, no la sumisión a la voluntad de alguien. También es característico que las partes que realizan un intercambio sean iguales; más que someterse una a otra, acuerdan entre sí. Las distribuciones políticas, en contraste, implicarLne.cesariamente la sumisió^deuna.parte_a_la_voluntad-de.Qtra. No obstante, como los objetos en cuestión tienen valor y son esca­ sos, las asignaciones políticas no pueden basarse exclusivamente en la voluntad de alguien. Las distribuciones efectivas sólo pueden producirse cuando los mandatos son vinculantes: esto es, cuando mi sumi­ sión a uno de ellos no depende de mi buena voluntad o indiferencia espontánea sino que es exigible pese a mi oposición. El dador de la orden debe estar en condiciones de respaldar su autoridad con sanciones, típicam ente castigos por el incum plim iento más que recompensas por el cumplimiento. La política, entonces, se ocupa de la distribución y el manejo de un recurso (la aptitud de emitir órdenes exigibles y sancionadas) que a su vez puede usarse para hacer más distribuciones de otros objetos valo­ rados. En caso de que la política se entienda así, se deduce que se tra­ ta de una actividad mundana y poco fascinante, que lleva a cabo sus asignaciones de a poco y por doquier. Sin embargo, intuitivamente sentimos que, al contrario, se trata de un orden significativo y vital de

la actividad social, que involucra a grandes actores y tiene lugar en el centro mismo de la sociedad. Easton emprende la tarea de conciliar estos puntos de vista estableciendo que no cualquier distribución ba~ sada en una orden puede considerarse política, sino únicamente las que se producen dentro de contextos sociales relativamente amplios y perdurables con auditorios definidos en términos generales. Las órde­ nes de un padre, las resoluciones del presidente de un club e incluso las decisiones del directorio de una corporación no son verdadera­ mente políticas. La pertenencia a agrupamientos locales es muy a me­ nudo voluntaria; y, voluntaria o no, con frecuencia un miembro desafecto puede renunciar a ella sin experimentar serias pérdidas. Pe­ ro dichos agrupamientos forman a su vez parte de uno mucho más amplio, a cuya pertenencia no puede renunciarse ni es posible pres­ cindir de ella con facilidad. Llamemos “sociedad” a este agrupamiento general, que por lo co­ mún está limitado territorialmente. Easton, entonces, aplicaría el tér­ mino “político” sólo a las distribuciones basadas en órdenes cuyos efectos son directa o indirectamente válidos para la sociedad en su conjunto. Así entendida, la empresa política implica relaciones parti­ cularmente visibles, multifacéticas y exigentes de superioridad-infe­ rioridad, y en general utiliza como sanción última la singularmente apremiante de la coerción física. En cualquier caso, en la perspectiva de Easton la política tiene lugar esencialmente dentro de contextos de interacción limitados, que desde luego pueden considerarse como existentes lado a lado con otros contextos semejantes.. Por otra partep\ como hemos visto, la política se ocupa de un problema funcional (asignar valores entre unidades interactuantes) que en principio puede abordarse de por lo menos otras dos maneras institucionales: m e j diante la costumbre y el intercambio. Dadas estas alternativas teóricas, ¿hay razones para pensar que algunas asignaciones de valor deben estar basadas en órdenes? O bien, para reformular la pregunta, ¿es la política un rasgo necesario e inte­ grante de la vida social? La respuesta es, sin duda, que sí, excepto tal

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vez en los contextos interaccionales más simples. Es manifiestamente evidente que ni la costumbre ni el intercambio, y tampoco ambos juntos, pueden realizar todas las distribuciones que hay que hacer. Es inevitable que haya contingencias que no puedan enfrentarse excepto mediante asignaciones basadas en el mando. ¿Por qué? Porque un cuerpo generalizado y rígido de costumbres, que distribuya minuciosamente valores, no puede, por su naturaleza misma, permitir la movilización de recursos, la superación de rutinas, la exploración de nuevas líneas de acción, que de vez en cuando se toman necesarias si una sociedad ha de persistir, preservar su caudal de valores y vigilar y mantener sus límites con la naturaleza y otras so­ ciedades. Una sociedad completamente controlada por la costumbre sólo puede perdurar frente a nuevas contingencias si sus costumbres autorizan a algunos miembros a movilizar a otros en respuesta a ellas, a idear nuevas rutinas, a escoger entre pautas de acción alternativas y a hacer que sus decisiones sean aceptadas. Pero esto, por supuesto, es aceptar la necesidad del mando.3 En cuanto al intercambio, Durkheim mostró hace mucho que aun el sistema más sofisticado y flexible presupone la existencia de normas exigibles y supervisables.4 En sus términos, los contratos reales dependen de la existencia de la institU' ción del contrato, que en sí misma no puede ser contractual sino que debe ser establecida e impuesta obligatoriamente. Volvemos aquí a la necesidad del mando. El argumento de que algunas distribuciones deben producirse me­ diante el mando (en términos de Easton, la necesidad de la política) d$ja abierta la cuestión de la mezcla entre los tres modos de distribu­ ción, una mezcla que evidentemente variará en diferentes circunstan­ cias. Lo que importa aquí es simplemente que, más allá de cierto nivel . 3 Véase M. S. Olmstead, The Smalí Group (Nueva York, 1959), pp. 62 y siguientes [El pequeño grupo, Buenos Aires, Paidós, 1981]. 4 É. Durkheim, De la división du travail soáal (9a edición, París, 1967), Libro [, cap. 7 [La división del trabajo social, Madrid, Akal, 1982].

de complejidad, duración y tamaño, los contextos interaccionales de­ ben tener un mecanismo de asignación de por lo menos algunos valo­ res sobre la base del mando. Y de ello se deduce que la sociedad debe tomar algunas disposiciones permanentes para recurrir, aunque sea in­ termitentemente, a ese mecanismo.

La política como nosotros contra el otro Por más plausible que pueda parecer la posición de Easton, sigue siendo cuestionable que la política deba definirse exclusiva o aun primordialmente con referencia a repartos de valor dentro de con­ textos interaccionales. Algunos argumentos de peso en contra de ello son propuestos por Schm itt en su provocativo libro El concepto de lo político.5 En 1927, cuando éste se publicó por primera vez, Schmitt era un representante respetado aunque polémico de “la teoría del estado”, una rama del saber jurídico alemán que limitaba con las ciencias políticas. Su libro pretendía impugnar lo que él consideraba como la definición enloquecedoramente circular que sus colegas da­ ban del estado como una entidad política, y de la política como la esfera del estado. Schmitt sostenía que para definir la naturaleza de la política era necesario identificar un ámbito distintivo de decisiones al cual pu­ diera aplicarse legítimamente el término “político”. Según su pers­ pectiva, esto exigía encontrar dos términos contrapuestos que limitaran ese ámbito de la misma manera que el reino de las decisio­ nes éticas lo está por “bien/mar*, el de las decisiones económicas por

5 Una edición reciente de este texto es C. Schmitt, Der Begriff des politischen (Ber­ lín, 1963) [E/ concepto de h político, Madrid, Alianza, 1991]. Un breve pasaje de esta obra está traducido en S. N. Eisenstadt (comp.), Poiiticüi Sociology (Nueva York, 1971), PP. 459-460.

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“lucrativo/no lucrativo” o el de las decisiones jurídicas por “legal/ile­ gal”. Todavía no se había encontrado ningún par semejante de tér­ minos para la política, acusaba Sch m itt, porque los prejuicios liberales y humanitarios de sus colegas les impedían ver la verdadera naturaleza del problema. Aquí debemos detenemos un instante para comparar la imagen bá­ sica de Schmitt sobre la vida social con la de Easton. Éste, como he­ mos visto, consideraba una serie de contextos de in teracción limitados, cada uno de ellos con ciertos conjuntos vigentes de procesos de distribución relativamente ordenados, de los cuales algunos, si bien funcionalmente equivalentes a los demás, se caracterizaban mejor co­ mo políticos. Para Schmitt, en contraste, la vida social es intrínseca­ mente desordenada y amenazante. Las interacciones relativamente ordenadas sólo pueden mantenerse dentro de contextos o sociedades separadas, cada una de las cuales debe primero y principalmente man­ tener a raya la amenaza de desorden y .desastre permanentemente planteada por otras sociedades exteriores que son enemigas de sus inte­ reses y propensas a expandirse a sus expensas. Las experiencias legales, religiosas, económicas, científicas y otras son potencialidades perma­ nentes de la existencia humana; pero sólo pueden realizarse con la condición de que la actividad política preserve los frágiles límites (frá­ giles por ser históricamente producidos) que separan a una sociedad de la otra. Aunque actividades ocasionales involucran a participantes de más de una sociedad, en términos generales la vida social ordenada se desarrolla dentro de sociedades individuales, ninguna de las cuales es cpextensa con la humanidad. Consecuentemente, la política se consa­ gra al establecimiento y mantenimiento de los límites entre colectivi­ dades, y en particular a la protección de la identidad cultural de cada una de éstas contra las amenazas exteriores. De manera correspondiente, Schmitt considera que su reino polí­ tico se define por la distinción “amigo/enemigo”. La función políti­ ca qu in taesen cia! de una co lectiv id ad es d ecidir qué otras colectividades son sus amigas y cuáles sus enemigas. En la confron­

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tación entre Nosotros y el Otro,6 definimos como amigas a las colectividades cuya propia definición de todas las demás, incluida la nuestra, como amigas o enemigas, parece compatible en las circunstancias dadas con nuestra preservación como sociedad autónoma e integral; definimos como enemigas a aquellas cuya existencia o acti­ vidad política amenazan nuestra integridad o autonomía. Estas son preocupaciones capitales; puesto que sólo si las preservamos pode­ mos llevar a cabo otras actividades que sean apropiadas al espíritu de nuestra colectividad. Pero si esto es así, algunos enfoques ampliamente aceptados de la empresa política (y de la “teoría del estado”) son insostenibles, en especial la equiparación de la actividad política y el derecho como la pregonan los defensores del R echtsstaatJ En la perspectiva de Schmitt, las decisiones políticas propiamente dichas no mantienen ningún tipo de relación con las normas legales o la distinción “legal/ ilegal”. Puesto que el derecho sólo puede ocuparse de las decisiones que están o pueden ser normadas; y las determinaciones de amigos y enemigos -resultantes como lo son de la confrontación entre colec­ tividades independientes y autosuficientes que actúan al margen de todo sistema incluyente de gobierno- son demasiado vitales, dema­ siado impredecibles, demasiado abiertas para ser sometidas a nor­ mas. Cada decisión propiamente política, entonces, es de manera inhe­ rente una decisión sobre una emergencia, una situación inestable y preñada de consecuencias en la que una necesidad y una convenien­ cia rápidamente aprehendidas dictan la acción. Lo que cuenta es la efectividad, no la legalidad. Si algo puede decirse de la política, es

6 La significación de la “otredad” también es resaltada por Jouvenel y, siguiendo a éste, por Calvez en las obras citadas antes en la nota 1. 7 Véase, por ejemplo, H. Ryffel, Gnmdprobleme der Rechts- und Suiats-philosophie (Neuwied, 1969), pp. 228 y siguientes y 371 y siguientes.

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que es anterior al derecho y no a la inversa, y la teoría legal debe re­ conocer la prioridad intrínseca de la emergencia sobre la rutina de la existencia social.8 Tampoco debemos permitir que la manipulación conceptual o la discusión ideológica confundan las decisiones políticas con otros ám­ bitos de decisión. Un enemigo puede o no ser también una colectivi­ dad con la que no podemos entablar transacciones económicas fructíferas, o una que sea moralmente mala: no importa. La determi­ nación de amigos y enemigos es distintiva y dominante. Para enfrentarla adecuadamente, quien toma las decisiones políticas debe apartar de su mente todas las consideraciones secundarias (jurídicas, morales, económicas, etcétera), por más significativas que puedan ser dentro de sus respectivos ámbitos no políticos. La decisión política última es existencial, no normativa: una respuesta a una condición impuesta a Nosotros por el Otro. Si el Otro nos define como enemigos y actúa como tal frente a No­ sotros -no importa por qué lo haga-, lo único que podemos hacer es contestarle de la misma manera. Y nuestra respuesta debe entrañar forzosamente, si no la realidad, sí al menos la posibilidad de un con­ flicto armado: Cuando todo se ha dicho y hecho, el verdadero sentido del concepto de enemigo, de conflicto político, etcétera, ha de encontrarse en la posibilidad del ejercicio real de la violencia física, que culmine en la aniquilación física del enemigo. [...] La guerra no es sino la realización consecuente del carácter de enemigo. [...] La guerra no es el conteni­ do, el fin o el medio exclusivo de la política, sino una condición cuya posibilidad real ésta presupone. El “elemento político” no radica en la guerra misma, que tiene técnicas propias, sino en la conducta relacio­

8 Una interesante discusión en inglés sobre las ideas de Schmitt -G . Schwab, The Challenge o f the Excepáon (Berlín, 1970)- se concentra en la relación entre emergen­ cia y rutina en la actividad política.

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nada con su posibilidad real, en el reconocimiento de la situación que crea para la colectividad.9 De tal modo, la política implica una preparación continua para el po­ sible conflicto con los Otros enemigos. Además, aunque es sólo una de muchas formas distintivas y mutuamente irreductibles de la activi­ dad humana, es intrínsecamente superior a todas las demás porque su preocupación central es la preservación de la colectividad sin cuya existencia todas las otras actividades verdaderamente no podrían te­ ner lugar. Las decisiones políticas se ocupan de la naturaleza intrínse­ camente desordenada y por lo tanto preñada de amenazas de las relaciones entre colectividades. Ninguna otra decisión se les compara en importancia. Lo que Easton ve como política Schmitt lo consideraría a lo sumo como una variedad derivada y de baja calidad de la experiencia políti­ ca. No hay duda de que mientras se enfrenta a otras colectividades como amigas o enemigas, una sociedad se topará necesariamente con algunos problemas distributivos internos. Alguien tendrá que dicta­ minar, por ejemplo, qué órganos se encargarán de qué decisiones, cuá­ les serán sus facultades, quién las atenderá y cómo afectarán la distribución de qué valores sociales entre individuos y grupos. Pero ay de la colectividad que reduce su política exclusivamente a estos pro­ blemas. Puesto que, ¿cómo va a decidir normativamente una colecti­ vidad así quién es su enemigo, o a enfrentarlo con la invocación de reglas? Independientemente de lo que pueda ocurrir dentro de las co­ lectividades, las relaciones entre ellas se producen en un vacío nor­ mativo; la celeridad lo es todo. En opinión de Schmitt, el hecho de que el mundo esté constituido de manera pluralista, en el sentido de que está formado por más de una entidad política, hace imperativo que ninguna colectividad per­

9Schmitt, op. cit., pp. 33,34, 37.

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mita ningún pluralismo político interno, ninguna multiplicación o dispersión de los centros de decisión política. Dentro de cada colecti­ vidad, sólo un centro puede tener derecho a tomar esas decisiones, y ese derecho debe ser celosamente guardado. A decir verdad, quien tiene que tomar en última instancia las decisiones propiamente polí­ ticas es un solo individuo, dado que sólo una única mente puede so­ pesar efectivamente las contingencias vitales que implica zanjar la cuestión capital de quiénes son los amigos de la colectividad y quié­ nes sus enemigos. Las consideraciones normativas, por más caras que sean a la mentalidad liberal, son intrínsecamente irrelevantes para la desesperada empresa en cuestión: La guerra, la disposición de los combatientes para morir, la aniquila­ ción física de otros hombres del bando enemigo: todo esto no tiene significación normativa, sino puramente existencial; y ésta radica en la realidad de la verdadera lucha, no en ningún ideal, programa o norma. No hay meta tan racional, norma tan correcta, programa tan ejemplar, ideal social tan atractivo, legitimidad o legalidad tan exi­ gentes para justificar que los hombres se maten unos a otros. [...] Una guerra no tiene sentido en virtud de librarse por ideales o con respec­ to a derechos, sino en razón de librarse contra un enemigo real.10 Schmitt, desde luego, está decididamente dispuesto a ir más allá de una mera dureza de carácter, hasta desarrollar una franca mentalidad sanguinaria. Pero antes de que imputemos esta disposición exclusiva­ mente a su innegable irracionalismo fascista, debemos admitir que la historia moderna no ofrece absolutamente ningún ejemplo en que la aplicación de criterios morales, ideológicos o jurídicos a la conduc­ ción de los asuntos internacionales haya refrenado efectivamente las tensiones entre las naciones o moderado la ferocidad de los conflictos militares.

10 Ibid., pp. 49 y siguientes.

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Contraposición de los dos puntos de vista Consideremos ahora algunos contrastes importantes entre las perspecti­ vas de Easton y Schmitt sobre la tarea de gobernar. En primer lugar, la visión de Easton se dirige hacia adentro, y se preocupa sobre todo por los intereses internos de la organización política. La de Schmitt es exte­ rior, y se concentra en los intereses externos. Segundo, el aspecto últi­ mo de la condición humana para Easton es la escasez; para Schmitt, el peligro. Tercero, Easton expone lo que podríamos llamar una perspecti­ va economicista de la política: los procesos políticos, según él los inter­ preta, se ocupan de asignar a los individuos cosas que éstos pueden disfrutar en su carácter privado. En opinión de Schmitt, la única fun­ ción de la política, preservar la seguridad e integridad de la colectivi­ dad, sólo puede ser de importancia para los individuos en la medida en que compartan la pertenencia a la colectividad. La política de Easton se sintetiza en las deliberaciones de una asamblea legislativa o las resolu­ ciones de un juez: simbólicas, discursivas, civiles. En la visión de Schmítt, tales aspectos de la política son secundarios con respecto al hecho objetivo de la fuerza armada como fundamento último de la aptitud de la colectividad de montar o contrarrestar una amenaza militar. Finalmente, estas dos concepciones representan un eco en el siglo XX de un largo debate intelectual europeo sobre la naturaleza de la po­ lítica.11 El punto de vista de Easton, que hace eco al de Tomás Moro en Utopía, responde a la experiencia política distintiva de la Inglate­ rra posnormanda. En un país protegido por el mar de la amenaza di­ recta y constante de vecinos agresivos, el pensamiento y la praxis política naturalmente se vuelven hacia adentro, adoptando como norma el bienestar de la comunidad [commomvea/t/i] (la misma expre­ sión “comunidad” es significativa) y la configuración de jerarquías in­ ternas de honor y ven taja. A quí, la controversia pública, la

11 Aquí sigo a G. Ritter, Die Dámonie der Macht (Munich, 1948).

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salvaguardia de los derechos y la creación e imposición de las leyes

aparecen como la esencia misma de la empresa política. Schmitt, en contraste, reafirma una concepción característicamente continental, enunciada por primera vez y de la manera más aguda por Maquiavelo en el siglo XVI como código operativo de los estados soberanos emer­ gentes de Europa occidental y central. Aquí, el hecho primordial de la experiencia política es la amenaza constante, potencial o real, que cada país plantea a los límites de su vecino y la resultante lucha per­ manente en busca de un equilibrio aceptable para todos los países en­ vueltos. En estas condiciones, el pensamiento y la praxis política necesariamente se vuelven hacia afuera, y conceden la más alta prio­ ridad a la diplomacia y la guerra. Sean cuales fueren las imperfecciones de las perspectivas de Easton y Schmitt, dudo de que haya en este nivel conceptual alguna otra concepción de la política moderna que merezca igual consideración. En particular, el punto de vista marxista, centrado en el uso de una coerción organizada y de alcance social generalizado para asegurar (o poner fin a) el predominio de una clase propietaria de los medios de producción, probablemente pueda verse como una variante de la perspectiva de Easton. Aunque la marxista, con su énfasis en la coer­ ción y el conflicto de clases, tiene una dureza de carácter que falta en la de Easton, ambas comparten una referencia primordial a los proce­ sos distributivos que se producen dentro de una colectividad, entendi­ dos en primera instancia como una división del trabajo. ■¿ Qonciliación de fos dos puntos de vista Encontraste extremo entre las concepciones de Easton y Schmitt ha­ ce mucho más sorprendente su acuerdo en un rasgo estructural básico de la empresa política, a saber, que cualquiera sea la agencia responsa­ ble de esa empresa, debe tener un acceso privilegiado a los instrumen­ tos de la coerción física. Sin duda, Easton insiste menos que Schmitt

en que ese acceso debe ser exclusivo, y considera que lo característico es que el ejercicio de la coerción se produzca más interna que exter­ namente. Pero su énfasis común en la necesidad de coerción sugiere que en cierto modo ambos puntos de vista pueden concillarse: que, en rigor de verdad, tal vez puede estimarse que cada uno de ellos afirma un aspecto de la política en vez de ser una concepción autosuficiente e integral de la totalidad. En principio, podría parecer razonable conciliar las dos perspecti­ vas aceptando simplemente la de Schmitt y otorgando a la de Easton una especie de validez de segunda línea. Después de todo, la preocu­ pación directa por preservar la integridad territorial y cultural y la continuidad histórica de una colectividad asume, al parecer, una pre­ cedencia tanto lógica como cronológica sobre la mera distribución in­ terna de los valores producidos por sus miembros. Parece casi absurdo, en contraposición, subordinar la concepción de Schmitt a la de Bas­ tón: deducir el mantenimiento mismo de la existencia independiente de la colectividad de la tarea de distribución interna de valores* Pero las cosas no son tan simples. Aun si hacemos totalmente a un lado sus repulsivos matices morales, la perspectiva de Schmitt padece de demasiadas inadecuaciones serias para servir como un punto de partida conveniente. Su principal error es tomar la colectividad de re­ ferencia (Nosotros) como un dato, en el que se basa para destacar su fragilidad, las amenazas que lo acechan y su carácter condicional. Pe­ ro constituir la colectividad, concederle la distintividad o el sentido de un destino común que la política, según la entiende Schmitt, tiene el designio de salvaguardar, todo esto es, con seguridad, una empresa po­ lítica del orden más elevada. La colectividad no es un dato. En sí mis­ ma es producto de la política, que primero debe crearla y sólo después defenderla. Y al crear ante todo la colectividad, es difícil que la políti­ ca pueda prescindir precisamente de los procesos públicos simbólicos que Easton pone de relieve y Schmitt desdeña. Donde Easton, por su parte, se equivoca, es al ver esos procesos co­ mo equivalentes a la política sólo en la medida en que se refieren a las

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distribuciones de valores. Como hemos visto, éstos deben ser generados antes de poder distribuirlos; y es muy posible que la generación sea más importante que la distribución. Por otra parte, algunos de los valores así creados -por ejemplo una plaza pública, el derecho al voto - no pueden asignarse a individuos, sino que sólo pueden poseerse y disfrutarse colectivamente. Si hay algo de brutal y demoníaco en el concepto de lo político de Schmitt, hay algo de mezquino y filisteo en el de Easton. La política es sin duda algo más que un proceso de reparto de objetos valorados lle­ vado a cabo ante miradas ávidas por las manos codiciosas de una muíüitud de “colaboradores antagónicos”. Catlin se acerca más cuando define la política como “interesada en las relaciones de los hombres, asociación y competencia, sumisión y control, en la medida en que ^ocuran, no la producción y consumo de algún artículo, sino encon#ár su lugar en la convivencia con sus semejantes”.12 No obstante, es ‘ífícil ver de qué manera, como no sea a través de los procesos desta­ j o s por Easton -la creación y sanción de decisiones colectivamente Aculantes, el modelado explícito de la interacción, la conquista y el ^ntenimiento del orden interno-, pueden las colectividades alcanzar nina vez la identidad distintiva que Schmitt considera su esencia. ¿Tal vez en cierto sentido éste tenga razón al señalar que las colectidades sólo pueden definir su identidad negando a otros lo que juz"Gomo suyo. ¿Pero cómo puede una colectividad discriminar entre Jigo y enemigo si no es por referencia a una concepción que nos tfvierte en Nosotros? ¿Y cómo puede generarse tal concepción, eo­ lio sea ordenando de alguna manera distintiva su vida interna? >si esto es así, ¿por qué negar el término “político” a los procesos ianté los cuales esa concepción se produce y se mantiene contra enaza de desorden interno?

G. E. C. Catlin, Science and Mechod of Polines (Nueva York, 1927), p. 262 [La l&la jjolftica, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1962].

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En suma, si despojamos a la concepción introspectiva de Easton de su énfasis excesivo en la distribución y la extendemos hasta abarcar valores centrales para la colectividad que sus miembros sólo pueden poseer en conjunto y no individualmente, obtenemos una perspectiva que apunta con tanta seguridad como la de Schmitt a un aspecto pri­ mordial, distintivo y esencial de la política. En sustancia, las dos con­ cepciones son complementarias. Por más que uno pueda desechar la de Schmitt como demoníaca o fascista,13 la historia la confirmó repe­ tidamente. Una vez que se reconocen el peligro y el desorden último de la vida social, sus implicaciones siguen siendo completamente amorales y -hoy más que nunca- absolutamente aterradoras. Pese a todos los adelantos de los dos últimos siglos, tenemos hoy tantas razo­ nes como Adam Smith para esperar, y tan pocas para creer, que “los habitantes de todas las diferentes regiones del mundo puedan llegar a esa igualdad de coraje y fuerza que, al inspirar un temor mutuo, será la única que pueda imponer a la injusticia de las naciones independien­ tes alguna clase de respeto por sus derechos recíprocos”.14

La teoría de la diferenciación institucional Hasta ahora hemos procurado identificar algunos requerimientos bási­ cos de la existencia social que implica actividades que puede tener sentido calificar de “políticas”. No hemos examinado cómo se presta atención a esos requerimientos y cómo se modelan esas actividades, excepto al señalar que la autoridad siempre entraña una disposición más o menos exclusiva de los medios de coerción. Éstas son cuestiones que ocuparán el resto del libro. A la luz del concepto general discutido en este capítulo, nuestra tarea consistirá en examinar el desarrollo a lo

13Véase K. Lówith, Gesammeice Abhandlungen (Stuttgart, 1960), pp. 93 y siguientes. 14 Citado en el Times HigJier Education Supplement, 27 de agosto de 1976, p. 13.

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largo del tiempo de los rasgos estructurales distintivos de un sistema de gobierno, el estado moderno. Como corresponde a la naturaleza misma del estado moderno que haya muchos estados, y como éstos exhibieron históricamente una enorme variedad de dispositivos institucionales, está claro que se ha­ bla del estado moderno como un sistema de gobierno sólo en un ele­ vado nivel de abstracción. En ese nivel, a algunos sociólogos les parece apropiado considerar su formación como un ejemplo de “dife­ renciación institucional”, el proceso mediante el cual los grandes pro­ blemas funcionales de una sociedad dan origen en el transcurso del tiempo a varios conjuntos de dispositivos institucionales cada vez más elaborados y distintivos. En esta perspectiva, la formación del estado moderno es paralela a y complementa varios procesos similares de di­ ferenciación institucional que afectan, digamos, la economía, la fami­ lia y la religión. & Este enfoque tiene ilustres defensores, tanto entre los grandes so­ ciólogos del pasado, que lo utilizaron para obtener un dominio conÉptual de la naturaleza de la sociedad moderna, como entre sus jfgonos contemporáneos.15 También tiene vínculos atractivos con ittós disciplinas que abordan el cambio evolutivo. Y se lo puede apliItren varios niveles. De tal modo, uno podría decir que el fenómeno llave en el desarrollo del estado moderno fue la institucionalización, íMritro de las sociedades occidentales “modemizadoras”, de la distin-

f** Entre los sociólogos clásicos, los partidarios más influyentes y explícitos de este íue teórico son tal vez Spencer y Durkheim. (Por alguna razón, la contribución Jimmel se señala con menos frecuencia.) Notables entre las exposiciones conteralineas son T. Parsons, Societies y The System ofM odem Societies (Englewood Cliffs, y 1971) [La sociedad. Perspectivas evolutivas y comparativas, México, Trillas, El sistema de las sociedades modernas, México, Trillas, 1974]; N. Smelser, Essays 1 Explanation (Englewood Cliffs, NJ, 1968), Parte II; y N. Luhmann, “Sysieoretische Argumentationen”, en J. Habermas y N. Luhmann, Theorie der Geftoder Sozialtechnologie (Francfort, 1971), en especial pp. 361 y siguientes.

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ción entre el ámbito privado/social y el ámbito público/político, y que el mismo proceso se llevó luego más adelante dentro de cada dominio. En el ámbito público, por ejemplo, la “división de poderes” asignó di­ ferentes funciones de gobierno a diferentes órganos constitucionales; en el ámbito privado, el sistema ocupacional se diferenció aún más de, digamos, la esfera de la familia. Y así sucesivamente. Así, un partidario de este enfoque tiene la considerable ventaja de aplicar un modelo único más o menos elaborado del .proceso de dife­ renciación, con las especificaciones y los ajustes oportunos, a una am­ plia gama de sucesos, mostrando cómo opera en cada caso la misma “lógica”. Y en efecto en varios puntos de este libro lo consideré fructí­ fero. Pero en términos generales no lo adopté, por tres razones. Primero, por su afinidad (a menudo explícitamente declarada) con el evolucionismo biológico, el enfoque parece pretender el estatus de una teoría científica propiamente dicha, en especial la aptitud de ex­ plicar los fenómenos que analiza. Sin embargo, y completamente al margen de la cuestión de si los sociólogos pueden aspirar legítima­ mente a una meta semejante, nadie señaló todavía mecanismos de evolución social con al menos una parte de la capacidad explicativa de los elaborados por Darwin o Mendel para la evolución natural.16 Segundo, cualesquiera sean sus fortalezas o debilidades, la teoría postula un proceso acumulativo e irreversible de diferenciación. De tal modo, no puede arrojar luz, explicativa o de otra clase, sobre los fenómenos recientes que tienden a desplazar la distinción entre esta­ do y sociedad, y que sugieren con ello no un proceso de diferencia­ ción sino de desdiferenciación. Por último, cualquier intento de traducir la historia institucional del estado moderno puramente en términos de una teoría general del

16 Véase la aguda crítica a las viejas y nuevas formas de “evolucionismo social” que formulan B. Giesen y M. Schmid en “System und Evolution”, Somle Weit, 26 (1975), pp. 385 y siguientes.

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cambio social puede, a lo sumo, rastrear la difusión del estado como entidad existente desde su núcleo europeo hasta áreas remotas. Pero eso no es suficiente para nuestros objetivos en este libro. Una teoría general de ese tipo no puede incluir los orígenes del estado. No puede identificar dentro de una sociedad dada las fuerzas e intereses distinti­ vos (“materiales e ideales”, en los términos de Weber) de cuya interac­ ción surgió ese nuevo sistema de gobierno. Tampoco puede comenzar a hacer justicia a componentes de tanto peso en el desarrollo del esta­ do moderno como la concepción griega del proceso político, con su dualidad característica de discusión pública en un extremo y ley im^ponible en el otro;17 el individualismo y universalismo religiosos del istianismo;18 y el punto de vista germánico de que la usurpación de derechos puede resistirse legítimamente aun contra las personas de go superior al nuestro.19 No puedo afirmar que el tratamiento tipológico intentado en los caruíos siguientes da a tales factores toda la relevancia que merecen, lo espero que con el empleo de un esquema en que tienen su sitio, Üeda llevar al lector más allá de la noción relativamente superficial -la “diferenciación institucional” y hacer que alcance una compren¿n más profunda de la complejidad de los sucesos históricos que parhiparon en la creación del estado moderno.

I1? Véase M. I. Finley, Democracy AncientandModem (Londres, 1973) ¡Vieja y nuei, Barcelona, Ariel, 1980]. 'Véanse las páginas iniciales de L. Ranke, The History o f the Popes (Londres, vol. I, pp. 1-16 [Historia de ios papas en la época moderna, México, Fondo de Culmómica, 1988]; también F. Ruffini, Rela&oni era stato e chiesa (Bolonia, 1976). f Véase O. Brunner, “Freiheitsrechte ín der altstandischen Gesellschaft”, en E.-W. jcjsnfórde (comp.), Swat und Gesellschaft (Darmstadt, 1976), p. 30.

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Bapitulo n ■*
01 sistema feudal de gobierno fe p -

.te capítulo y los dos siguientes analizarán una secuencia histórica ¡Ibtres tipos de sistemas de gobierno: el feudalismo, el Standestaat y el bsolutismo. Esta tipología fue utilizada a menudo por investigadores ¡&los aspectos históricos y jurídicos de las instituciones políticas que .piaban dentro de la tradición alemana; los estudiosos de las tradiñes francesa y angloamericana han estado menos familiarizados ella o se mostraron menos inclinados a admitir la distintividad ictural del Standes taat (un término que se explicará más adelante) ino sistema intermedio entre el feudalismo, por un lado, y el absotíismo por el otro.1 Una objeción adicional a esta tipología plantea"indudablemente los muchos historiadores que se oponen a reducir vastedad y diversidad de los acontecimientos e instrumentos huma-

tPor ejemplo, los notables y valiosos libros de P. Anderson, Passages from Anciquity tolism y Lineages o f the Absolutist State (Londres, 1975) [Transiciones de la Anu­ al feudalismo, Madrid, Siglo XXI, 1980; El estado absolutista, Madrid, Siglo xxi, :4]i aunque emplean (entre otras) algunas fuentes secundarias utilizadas en esta j no admiten que el Standestaat haya sido tan distintivo como yo creo que fue. Y poco todas las obras alemanas siguen la tipología que utilizo; véase, por ejemplo, v/itteis, The State in the Middle Ages: A Comparative Constitutional History o f Feudal -r- (Amsterdam, 1975). Por otro lado, para una importante exposición de la signión del Standestaat por parte de un historiador británico, véase A. R. Myers, “The iaments of Europe and the Age of the Escates”, History, 61 (1975), pp. 11-26. ■i.

nos (para gobernar, en este caso) a unos pocos artificios conceptuales pronunciadamente contrapuestos. No obstante, una práctica de esta naturaleza es inevitable en una obra de sociología que aspira a hacer exposiciones comparativas o alguna clase de síntesis evolutiva, y sigo algunos precedentes notables al tratar aproximadamente mil años de historia de las instituciones políticas occidentales a través de una se­ cuencia de sólo tres construcciones, que se aproximan cada vez más al “estado moderno maduro” del siglo XIX.2 Mi punto de partida es la creación del imperio carolingio, al que tomo como contexto del ascenso del sistema feudal de gobierno. El paso al sistema del Standestaat lo sitúo, en la mayoría de las regiones en consideración, entre fines del siglo XII y principios del XIV; el del Standestaat al sistema absolutista, entre los siglos XVI y XVII. A princi­ pios del siglo XVlll, el absolutismo ya estaba en decadencia en algunos países importantes bajo la presión de acontecimientos -muchos de los cuales de una naturaleza no específicamente política- que designaré como “el ascenso de la sociedad civil”. (La expresión ancien regime, en todo caso en el sentido restringido que tiene en Tocqueville,3 puede considerarse otra denominación de esta última transición.) El centro geográfico del análisis es la Europa occidental continen­ tal, en especial las regiones que hoy constituyen Alemania y Francia.

2 El precedente más importante es, desde luego, M. Weber, Econonvy and Society ■ (Totowa, N j, 1968), vol. 3, pp. 1075-1111 [Economía y sociedad. Esbozo de soáologfa comprensiva, México, Fondo de Cultura Económica, 1944]; empero, entre sus con- , temporáneos véase también F. Oppenheimer, System der Soziologie, vol. 2 (Der Staat) (2a edición, Stuttgart, 1964), sec. 5. Entre los tratamientos contemporáneos, véanse . R. Bendix, Nation-Bu¡U¡ng and Citizenship (Nueva York, 1964), cap. 2 [Estado nació' rwi y ciudadanía, Buenos Aires, Amorrortu, 1974]; y, más recientemente, R. M. Unger, Law in Modem Society (Nueva York, 1976), cap. 3. Véase también mi Images q f , Society..., op. cit., sec. 1. j 3 Para el significado más amplio, véase P. Goubert, L ‘Ancien Régime (París, 1969), ; vol. 1 [El Antiguo Régimen, Madrid, Siglo X X I, 1979].

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(.OYOLA « g g ’i a s a

U n iv e r s id a d ALBERTO HURTADO

BIBLIOTECA'.

Incluyo también tendencias presentes en la península ibérica, pero en general dejo a un lado las de la península itálica. El "caso inglés”, parti­ cularmente después del feudalismo, no encaja con facilidad en la argu­ mentación, aun en los términos altamente abstractos en que la planteo. tEn menor medida, puede decirse lo mismo de Escandinavia. Por otro Jado, es posible considerar que el planteamiento "abarca” partes de Eu­ ropa oriental -en especial Prusia, las regiones bálticas y las áreas progre:yamente incorporadas a la dominación de los Habsburgo- durante Algunos períodos y en algunos aspectos de su historia política. Sin emtgo, presto poca atención a las variantes regionales y nacionales de ^.-sistemas de gobierno en cuestión, y sólo me refiero a acontecimienen países determinados cuando doy ejemplos generales.4

ascenso del feudalismo *nque la tipología presentada al comienzo de este capítulo concierl desarrollo de instituciones políticas occidentales, cada sistema de temo debe verse contra un telón de fondo más general de fenóme¿culturales, económicos, sociales y tecnológicos. Todos estos fenóos estuvieron en cambio constante durante el período que 'finamos aquí (desde fin es d e l siglo VIII hasta principios del XIV), t podemos comenzar por considerar los rasgos característicos de la ín£ra parte del período y relacionarlos con el establecimiento del alismo como sistema de gobierno.5 Antes del comienzo de nuestro 'o, tres acontecimientos habían desorganizado profundamente el

no de los aspectos más fructíferos de los dos libros de P. Anderson mencióna­ la nota 1 es la sostenida atención que prestan a las variantes “nacionales” de >que analizan. jfe lo que es todavía una discusión de gran valor sobre el ambiente en el que Ifeudalismo, véase M. Bloch, Feudal Society (Londres, 1961), vol. 1, partes 1 y l feudal. La formación de los vínculos de dependencia, México, Uteha, 1958].

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paisaje material e institucional de Europa occidental: (1) el colapso del Imperio Romano de Occidente, a la vez como sistema centralizado de gobierno y sistema administrativo centrado en las municipalidades; (2) el traslado masivo de poblaciones en las Vólkenvanderungen; y (3) el alejamiento con respecto al Mediterráneo de las principales líneas de comunicación y comercio entre las poblaciones de Europa occi­ dental y entre ellas y las demás. De estos acontecimientos se derivaron algunos rasgos del contexto histórico cuya significación para el establecimiento y la administración de un sistema de gobierno es bastante evidente: la difundida desorga­ nización, falta de reparación e inseguridad de las líneas de transporte y comunicación; la descomercialización generalizada de los procesos económicos, ahora casi exclusivamente limitados a emprendímientos rurales aislados que funcionaban con niveles muy bajos de productivi­ dad y no estaban en condiciones de contar con el respaldo y la de­ manda de los centros urbanos, que, por su parte, se encontraban en su mayoría en un estado de abandono y eran económicamente débiles; un nivel extremadamente bajo de alfabetismo, en el que la lectura y la escritura eran prácticamente un monopolio del clero y estaban res­ tringidas al latín, que fuera de la Iglesia estaba dejando de ser una ííngua franca; y una población que a lo sumo alcanzaba niveles muy ] pobres de nutrición, salud, confort y seguridad, con el resultado de que la expectativa de vida era pasmosamente baja y la densidad de­ mográfica estaba en muchas áreas por debajo de los niveles viables. Si se considera todo esto, no es irrazonable aplicar la denomina- ' ción de “Edad Oscura”, aunque tenga una tonalidad prejuiciosa, a este contexto histórico. No obstante, dentro de él, en la última parte del siglo VIII, la dinastía carolingia emprendió la ambiciosa (y durante al­ gunas décadas exitosa) tarea de reconstruir un marco de autoridad ge- ; neral y translocal. Procuraba con ello recuperar el por entonces difusamente percibido legado romano de orden y unidad, y conferir a la existencia social de la cristiandad occidental un nivel de coheren­ cia y seguridad contra las invasiones, el bandidaje, la opresión abierta

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.^miseria más elevado que el que podía ofrecer por sí solo el sistema

j&iástico de conducción. célebre suceso que marca la culminación de este intento -la coro¿ión de Carlomagno, rey de los francos desde el 768, como emperador, | | ?ad a por el papa en la Navidad del 800'6 revela visiblemente dos agrandes componentes: la referencia a la Roma imperial y la estre^ jsociación con el cristianismo y la Iglesia. A éstos corresponden ¡Jaspectos significativos del sistema de gobierno que los carolingios iutaban instaurar. Primero, el intento de estructurar vertícalmente atondad mediante el establecimiento de dos cargos distintivamente flieosj me refiero a la designación de los comités (condes) y missi do^.(enviados del gobernante); estos últimos tenían la responsabili­ c e poner en marcha y controlar en determinados momentos, de sedo con directivas centrales, la tarea gubernativa llevada a cabo Imente por los primeros. Segundo, el basamento en obispados y lías (cuyos límites corresponden a menudo a los de las municipali¡,y las grandes haciendas romanas, respectivamente) como prinles elementos horizontales de la estructura administrativa, ifero un tercer componente del plan carolingio original no tuvo jévidencia tan notoria como el romano y el eclesiástico en la cere|tia de la Navidad del año 800. Sin embargo, este elemento, de sn bárbaro y en particular germánico, iba a tener un impacto prolo, y a largo plazo destructivo, sobre el nuevo sistema de gobierno, ¡trataba de la relación de Gefolgschaft, “séquito”, un lazo personal ¡Lealtad y afecto mutuos entre un jefe guerrero y su comitiva selecgrada de íntimos asociados, sus confiables compañeros en el honor, ^ventura y el mando.^ Ya difundidas en el 800, estas relaciones típi| Véa$e R. E. Sullivan (comp.), The Coronation o f Charlemagne: What Did it Sigf|í$ueva York, 1972). Idéase W. Schlesinger, "Lord and Follower in Germaníc Institutional History”, íCheyette (comp.), Lordship and Community in Medieval Europe (Nueva York, ¡)¿.pp. 64-99.

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camente estrechas y muy personales entre casi pares iban a convertir­ se en un componente institucional indispensable del imperio carolingio, sobrevivirían a su desaparición y afectarían profundamente los dispositivos occidentales de gobierno durante varios siglos. ¿Por qué fue así? Reconsideremos el contexto histórico antes esbo­ zado, en particular la inseguridad e irregularidad de las comunicacio­ nes; la imposibilidad, en condiciones que se acercaban a la noción de una economía “natural” (en contraposición a la “dineraria”), de cons­ tituir mediante impuestos un tesoro con el cual financiar un aparato gubernativo verdaderamente manejado desde el centro; y la necesidad, frente a las invasiones y el bandidismo, de orientar la empresa de go­ bierno primordialmente a las actividades militares. Es evidente que en tales condiciones era imposible mantener un sistema político unitario basado exclusivamente en condes y missi dominici, y en el cual estos úl­ timos fueran tratados como poseedores de facultades de autoridad pú­ blica, otorgadas y controladas desde el centro, sustentadas por fondos públicos y sujetas a la rotación territorial, la revocación, la responsabi­ lidad y la destitución. Esos cargos (y hasta cierto punto también los eclesiásticos) tenían que ser limitados y complementados por nociones e instrumentos derivados esencialmente de la Gefolgschaft, de la idea de la comitiva escogida de guerreros agrupados en tomo del jefe.

La naturaleza de la relación feudal Para convertirse en un componente vital del sistema feudal de gobier­ no, la Ge/oígsc/w/t misma tuvo que ser enriquecida y moderada por rasgos institucionales que en sí mismos no eran de origen germánico o bárbaro, sino más bien tardorromano. La mejor forma de indicarlos es mediante la designación en latín de tres importantes dispositivos. Commendado. Originalmente se trataba de una relación muy asi' métrica por la cual un inferior (aunque normalmente libre) se confia­ ba a la protección de un superior, un poderoso, y contraía con él

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feberes de sumisión (si no un franco sometimiento) y, cuando fuera ¡cesario, de ayuda personal. ¡Beneficium (más adelante fevum, luego feudum; de allí “feudo”). Era concesión de derechos, principalmente a la tierra pero que in$a su población (esclavos, siervos o libres) y los accesorios agríco«¿con ceb id a para proveer a las necesidades materiales de un íividuo o una comunidad que se hacían cargo de alguna responsabi¿d eclesiástica o gubernamental, ímmwnitos. Aquí, la casa y los bienes de un individuo o una colecté jad (en este caso, generalmente eclesiástica) quedaban exentos de Apoderes fiscales, militares y judiciales normalmente ejercidos por seedor de un cargo público sobre un territorio que los incluía. ln el sistema feudal de gobierno, estos tres dispositivos se integraÍ con la Gefolgschaft, modificándola y siendo modificados por ella, fésultado fue una profunda (y durante mucho tiempo irreversible) teación del eje vertical del plan carolingio original: la relación el emperador, en un extremo, y los condes y missi en el otro, ios cómo ocurrió. |Sómo resultado de la influencia de la Gefolgschaft, la commendatio eüdal perdió parte de su asimetría, por así decirlo; su gradiente se 'menos empinada. Tanto en su contenido típico como en las for>rituales de su ejecución, gradualmente se la llegó a percibir como iglo conveniente para dos partes que eran en principio casi pa^(como en la Gefolgschaft). Esto no significa decir que la nueva vnendado feudal supuso la igualdad total entre las partes, o que hi‘sus obligaciones respectivas totalmente simétricas o equivalentes jtros aspectos. No obstante, había suficiente igualdad para indicar la parte que se “encomendaba” (el vasallo) y la que recibía la itio (el señor) pertenecían en principio ál mismo mundo sojyrSxclusivo. Lo característico era que ambos guerrearan de la mis^manera, que requería una gran habilidad y era económica y miente exigente: el choque entre guerreros montados y con pesaíaduras. La relación entre las partes en la commendatio compro­

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metía al señor a proteger al vasallo, a éste a prestar su ayuda y su consejo a aquél, y a ambos a demostrarse afecto y respeto mutuos. Cori ello se reconocían uno a otro como compañeros, del mismo modo qu¿ se esperaba lo hicieran entre sí y con el jefe al que seguían en conjun­ to los miembros de la Gefolgschaft. Así entendida, la commendatio feu­ dal es algo más que una relación a la vez contractual (esto es, que; descansa en la elección libre y recíproca de los socios y genera obliga, ciones mutuas) y jerárquica (vale decir, que reconoce cierto grado de desigualdad entre las partes); también está, en su forma típica, colorea­ da por un contenido emocional (lealtad, afecto, confianza, camarade­ ría) que no se encuentra a menudo ni en las relaciones contractuales ni en las jerárquicas. De tal modo, se trata de una relación intensa­ mente personal, que comprende a dos socios que se eligen, se ayudan y se respetan uno al otro como individuos. El beneficium (feudo) resultó afectado por la noción de Gefolgschaft al ser incorporado a los instrumentos de la commendatio feudal. El se­ ñor otorgaba un feudo al vasallo con la condición de que éste, con su¿ explotación económica, pudiera prestar los servicios que debía al se-; ñor: equiparse con armas y cabalgaduras; entrenar, equipar, remunerar y conducir un escudero y el pequeño equipo de subalternos necesarios para apoyar a un guerrero montado en el campo; unirse a la hueste del; señor o a su consejo cuando se lo solicitaran; mantener un hogar digno, de quien era un casi par del señor, y a menudo su huésped o anfitrión;; y así sucesivamente. De tal modo que la tierra otorgada era implícita-/ mente, y con frecuencia explícitamente, un corolario de la lógica de la. commendatio: en rigor de verdad, llegó a constituir una expresión mu-* cho más significativa del favor del señor que la simple promesa de pro-: tección y amistad hacia el vasallo. De hecho, el otorgamiento del feudo tenía precisamente la intención de permitir que el vasallo se. ocupara de su propia protección y de la de sus dependientes, y si era necesario ayudara al señor. En cuanto a la immunitas, en el origen su significación era principal- , mente negativa: un hogar y una propiedad “inmunes” constituían sim-

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énte una excepción dentro del alcance territorial de los poderes 'mente ejercidos por el otorgante, un enclave en que su manda¡¿ ra válido. El feudalismo asoció una significación positiva al misómeno. En la medida en que quedó vinculada a ía commendatio Sqrgamiento de tierras, la inmunidad implicó que al vasallo no ,le permitiera sino que se esperara de él que ejerciera sobre su luna serie de prerrogativas de la autoridad: la recaudación de buciones (en especie, en trabajo, posiblemente en numerario), aración y ejecución de la ley, la defensa y la vigilancia de la Re­ conducción de dependientes armados en la batalla, etcétera. Se ía que el vasallo iba a hacer todo esto en su propio nombre, ¡ >sus prerrogativas como un medio de explotar económicamente - que mantenía en concesión.y a sus dependientes residentes. El ‘ de que así lo hiciera era interpretado como un aspecto vital de |Cio al señor; era un medio de descentralizar, de extender a la ÍSi las propias actividades de gobierno del señor, eremos entonces que el feudo llegó a incorporarse a la comf~; la obligación del señor de dejar al vasallo en paz (“inmune”) ~esión y gobierno se convirtió en la contrapartida más signifi'dé la obligación del vasallo de ayudar y aconsejar a su señor, y er. y ser mediador de sus poderes en el plano local. Al mismo •el feudo constituía la fuente del autobastecimiento económiVasallo y el marco espacial del ejercicio de sus derechos (y deele mando. Éste modo, por un lado la relación construida en tomo del feudo -en una compleja elaboración de la Gefolgschaft original a dos uos que pertenecían, por nacimiento o vocación probada, al ‘trato social elevado de conductores y guerreros (y que también . tistas, dado que sus preocupaciones militares y posición social i compatibles con el hecho de que tuvieran una participación do activa en el manejo de sus posesiones). Por el otro lado, la ^voluntariamente entablada por los dos casi pares tuvo imporefectos sobre un vasto número de personas más humildes (cam­

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pesinos, villanos, dependientes domésticos, siervos, y a veces esclavos), que simplemente tenían que someterse a esos efectos. Desde luego, es­ tas personas constituían la gran mayoría de la población, excepto en las pocas regiones donde el campesinado estaba instalado principalmente en allodia, es decir, tierras no sujetas a cargas feudales. Para el grueso de la población, entonces, la “asimetría” en las relaciones de autoridad que los desarrollos feudales habían “achatado” entre los participantes de la commendatio, se incrementó agudamente. Tales personas se vieron pn> fundamente afectadas por la relación feudal sin ser parte de ella; las par­ tes mismas las consideraban en esencia como los objetos del gobierno, y ocasional e incidentalmente como sus beneficiarios, pero nunca como los sujetos de una relación política. También el aspecto económico de la relación feudal estaba fundamentalmente orientado al provecho del vasallo como rentista y consumidor. Así, pues, la relación señor-vasallo -la célula, por así decirlo, del sis­ tema feudal de gobierno- debe verse como en el borde mismo de una empinada gradiente que separa a ambas partes de los grupos sociales más bajos. Lo empinado de la gradiente se derivaba de las pronuncia­ das desigualdades en la relación entre el vasallo y sus dependientes e inferiores sociales, una relación denotada por el término seigneurie.8 Los derechos del vasallo inherentes a la seigneurie, de conducir, con­ trolar, explotar y a menudo oprimir a sus dependientes, presuponían (y reforzaban) una desigualdad entre las partes que estuvo ausente du­ rante mucho tiempo en la commendatio. Las relaciones señoriales no estaban completamente despojadas de reciprocidades, algunas de las cuales tenían el mismo contenido y matices emocionales que las feu­ dales (en particular el intercambio de protección por lealtad). Pero eran de una naturaleza diferente de las relaciones señor-vasallo; des-

8 Véase R. Boutruche, Seigneurie etféoáaUté (Parts, 1970), vol. 2, libro 1 [Señorío y feudalismo, Madrid, Siglo XXI, 1979], para una discusión general del seigneurie en el apogeo del feudalismo.

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pues de todo, a menudo vinculaban a un guerrero con siervos de un grupo étnico y lingüístico diferente. Los abusos a los que con frecuencia conducían las relaciones seño­ riales fueron amargamente señalados por Estienne de Fougéres, él mismo miembro del estado caballeresco: El caballero debería tomar la espada a fin de hacer justicia y rechazar a quienes causan mal a otros. Pero la mayoría escapa a estas obligacio­ nes. [...] Recaudan las rentas que les pertenecen, [...] y luego se dedican a molestar y engañar [a la gente], y ni se acuerdan de la protección que les deben. [...] Y no obstante deberíamos apreciar a nuestros hombres, dado que los villanos cargan con el peso del que depende la subsisten­ cia de todos nosotros, caballeros, clérigos y amos.9 Si consideramos que la relación feudal entrañaba (para bien o para mal) efectos significativos para quienes no eran parte de ella, pode­ mos ver entonces que funcionaba como el principal componente es­ tructural de un sistema de gobierno más amplio y general, que se extendía a poblaciones más grandes al reproducirse y ampliarse hacia arriba: el caballero que protegía y explotaba a los villanos lo hacía co­ mo vasallo de un señor que, a su tumo, podía ser vasallo de un señor aún más elevado. En dos o tres pasos esta ampliación y reproducción de la relación feudal llegaría a un señor supremo que típicamente lle­ vaba un título de origen romano (rex, princeps, dux); este jefe supremo reclamaba un cúmulo de facultades más grandes que las normalmente asignadas a través de la relación feudal propiamente dicha, y procura­ ba ejercerlas en referencia a un territorio más que a sectores individua­ les de tierras mantenidas en posesión feudal. (En el resto de este capítulo y en los que siguen me referiré a este tipo de señor supremo como “gobernante territorial”.)

9 Citado en M. Pacaut, Les Structures poliríques de l’Ocádent médiéval (París, 1969), p. 158.

Históricamente, sin embargo, la elaboración de la relación señorvasallo se movió en su mayor parte hacia abajo. Lo característico era que un gobernante territorial, al comprobar que era imposible hacer funcionar un sistema de gobierno constituido por roles impersonales y oficiales, procurara salvar la brecha entre él mismo y los objetos últi­ mos de la autoridad -e l populacho- basándose primordialmente en el séquito de guerreros de su confianza. Con este fin, los dotaba con feu­ dos del dominio de tierras a su cargo (que trataba como patrimonio de su dinastía); pero sus vasallos directos a menudo sacaban de sus pro­ pios feudos algunos más pequeños para los miembros de sus séquitos. En otras ocasiones, el gobernante territorial podía usar la relación feudal para fortalecer sus lazos con los poseedores de cargos (como los condes y, debajo de ellos, sus delegados o vicarii). Pero sus sucesores tal vez comprobaran entonces que en la posición de tales individuos (y en la de sus sucesores) el componente feudal había pasado a predominar sobre el componente oficial, con sus obligaciones de servicio imperso­ nal y responsabilidad; en otras palabras, el feudo, con sus lucrativos de­ rechos señoriales, era ahora un rasgo de sus relaciones con el señor mucho más saliente que el cargo. En otras oportunidades, señores ricos y poderosos podían forzar a su superior nominal a entablar con ellos relaciones feudales un poco restringidas, en las que actuaban como va­ sallos simplemente para hacer que sus posesiones fueran más seguras.10

Tendencias en el sistema En diferentes circunstancias, y con ritmos diferentes en regiones dife­ rentes, entre mediados del siglo IX y mediados del XI la relación feudal se convirtió en el componente clave del sistema de gobierno en la

10 Véase G. Fourqum, Lordship and Feudalism in the Middle Ages (Londres, 1976), partes 1 y 2 [Señorío y feudalismo en ía Edad Media, Madrid, Edaf].

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mayoría de los territorios abarcados por mi argumentación. En la ma­ yor parte de los lugares también dejó su huella en el sistema de cargos eclesiásticos; en muchos, proclamó contundentemente su exclusivi­ dad en la máxima nulle terre sans seigneur, significativa no sólo con respecto al fenómeno de la autoridad como tal, sino también al marco superpuesto de relaciones de propiedad y modo de producción. La pertinencia de este acontecimiento para mi planteo es que transformó una red de relaciones interpersonales en la principal es­ tructura portante del gobierno. Para usar la expresión un poco ana­ crónica de Theodor Mayer, equivalía a construir “el estado como una asociación de personas”.11* Pero el “estado” así constituido tenía una tendencia inherente a trasladar hacia abajo el asiento del poder efec­ tivo, el punto de apoyo del gobierno, a los eslabones más bajos de la cadena de relaciones señor-vasallo. En esta medida, el “estado feu­ dal”, al hacer cada vez más difícil el gobierno unificado sobre grandes zonas, se socavaba a sí mismo. La excelente monografía de Georges Duby sobre Macón -un área en lo que hoy es el centro-oeste de Francia- proporciona un ejemplo de este fenómeno de largo plazo.12 En esa zona, donde el rey de Francia era una figura vagamente percibida y políticamente ineficaz, el principal cambio en el sistema de gobierno durante los siglos XI y XII fue el debili­ tamiento de la posición del conde y el traspaso de su poder a señores

* Las referencias de notas seguidas por un asterisco indican notas que contienen material de importancia además de las citas. 11 Véase T. Mayer, “I fondamenti dello stato moderno tedesco nell’alto medioevo”, en E. Rotelli y P. Schiera (comps.), Lo stato moderno. 1: Dal medioevo all’etá moderna (Bolonia, 1971), pp. 21-50. Aludo a un anacronismo porque me parece que Mayer (con otros respetados eruditos, por ejemplo H. Mitteis) adhiere al lado equivocado en la prolongada disputa sobre si se debe aplicar el término “estado” al sistema de gobier­ no feudal. Para una sucinta reseña de este debate, véase la Introducción a H. H. Hofmann (comp.), Die Entstehung des modemen souveranen Staates (Colonia, 1967). 12 G. Duby, La Société aux xic et xue siécles dans la región maconnaise (París, 1953).

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más pequeños, en particular los que habían erigido o entrado en pose­ sión de castillos (los castellani, o castellanos). Hacia fines del siglo XI, el plaid (tribunal) del conde se había convertido en un órgano pseudojudicial y patrimonial de significación exclusivamente privada. Los caste­ llanos habían dejado de asistir a él, puesto que ya habían incorporado a sus patrimonios los poderes sobre la población rural originalmente dele­ gados a ellos por el conde. De tal modo que éste ya no podía ejercer la con d u cció n directa de los hombres libres de su territorio. Cada castillo de la región se había convertido en “un centro de au­ toridad independiente del castillo principal [del conde]; el asiento de un tribunal que zanjaba las disputas al margen del tribunal del conde; el.lugar de reunión de una clientela de vasallos que competía con el que se centraba en el conde”. Cada castellano poderoso explotaba en su propio provecho prerrogativas de gobierno sobre los campesinos de la comarca, desde levas y exacciones militares hasta ía jurisdicción penal y civil. Como resultado: La naturaleza misma de la autoridad se transforma. Ya no se distingue entre el poder del ban que, debido a sus orígenes en el poder del rey, se consideraba anteriormente una forma más elevada de mando, y la do­ minación de facto que disfrutaban los individuos sobre sus propios de­ pendientes privados. [...] Se considera que todos aquellos que protegen y conducen están en el mismo plano. La jerarquía de los poderes es reemplazada por un patrón entrecruzado de redes rivales de clientes. Los deberes generales y precisamente definidos hacia la comunidad en su conjunto son reemplazados por arreglos individuales para servicios limitados y diferentes: el compromiso del vasallo con su señor, la sumi­ sión del humilde dependiente con respecto a su dommus.13 Como lo mostraron Duby y muchos otros, la principal tendencia a lo largo de la mayor parte del período feudal (aunque no todo) fue la

* Ib id ., pp. 170-171.

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fragmentación de cada gran sistema de gobierno en muchos sistemas más pequeños y cada vez más autónomos que diferían ampliamente en la manera en que llevaban a cabo la empresa de gobernar y que a menudo estaban en guerra unos con otros. Veamos qué es lo que hay detrás de esta tendencia. En primer lugar, desde el comienzo fue normal que cada señor tu­ viera más de un vasallo. Como en principio cada relación feudal se entablaba intuitw personae, es decir, tomando en consideración la indi­ vidualidad de los participantes, las obligaciones mutuas de señor y va­ sallo podían diferir considerablemente de una a otra relación. Como resultado, la relación de los señores con el objeto último de la autori­ dad, el populacho, era dirimida de modo diferente por cada vasallo. Así como variaban aspectos de la relación básica como el tamaño del feudo, los términos exactos en que se otorgaba, los derechos de go­ bierno sobre él que mantenía el señor o eran conferidos al vasallo, también lo hacían las modalidades y el contenido del ejercicio de la autoridad. De tal modo que sus rutinas diarias tal vez difirieran consi­ derablemente, aun entre feudos adyacentes sacados de la tenencia de tierras del mismo señor. Las diferencias en los términos según los cua­ les un señor enfeudaba a sus varios vasallos podían aumentar aún más de acuerdo con los diversos términos en que aquél, en su carácter de vasallo, poseía la tierra recibida de un señor de superior jerarquía. Segundo, un hombre podía convertirse en vasallo de más de un señor, lo que incrementaba todavía más la diversidad de modos en que se poseían, explotaban y gobernaban los feudos. Por otra parte, en ca­ so de que los varios señores de un vasallo disputaran entre ellos y soli­ citaran la ayuda y el apoyo de éste, el vasallo podía usar esta confusa situación como pretexto para suspender sus obligaciones con respecto a todos ellos y afirmar su independencia. Puede tenerse una vislumbre de la complejidad que tales dispositivos podían generar en el patrón de relaciones feudales en la declaración emitida por Roberto, conde de Gloucester, ante una investigación efectuada en 1133 en nombre de Enrique I de Inglaterra, con respecto a “los feudos en propiedad de

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barones, caballeros y wwassores de la Iglesia de la Santísima Virgen de Bayeux” en Normandía: Soy uno de los barones de la Santísima Virgen, mi señora, y heredé el derecho de ser su portaestandarte, y poseo los feudos de diez caballe­ ros de Evreux. Debo el servicio de un caballero en beneficio del rey de Francia. Para beneficio del señor de Normandía debo el servicio de dos caballeros en las marchas durante cuarenta días, siempre del mis­ mo feudo. Además, por el feudo de Roger Suhart, que es un feudo de ocho caballeros, y por el de Malfiliátre, que es un feudo para siete ca­ balleros que poseo por concesión del obispo de Bayeux, debo al servi­ cio del rey un caballero y medio, y para el servicio en las marchas de Normandía tres caballeros durante cuarenta días. Y cuando el duque convoca la hueste, le debo a través del obispo todos los caballeros cu­ yos feudos poseo por concesión de éste.1'*

Tercero, si un vasallo otorgaba a su vez partes de su feudo a uno o más vasallos inferiores, no creaba una relación directa entre su propio se­ ñor y éstos.15* Así, pues, lo que podríamos llamar la coherencia de arriba hacia abajo del sistema era baja: eran escasas las posibilidades de que los intentos de un señor dado fueran apoyados unánimemente y de manera coordinada por los vasallos que en última instancia “de­ pendían de él” con varios grados de distancia. Desde este punto de vis­ ta, la Inglaterra posterior a la invasión fue una excepción significativa, dado que allí el rey hizo valer en términos generales su pretensión de ser considerado y obedecido (en asuntos específicos) como jefe supre­ mo de todos los señores y vasallos del país, sin importar cuántos fueran

14 Citado en Boutruche, op. cit., vol. 2, p. 418. 15 Mitteis resalta correctamente la significación política del hecho de que el señor supremo (particularmente el gobernante territorial) estuviera o no en condiciones de establecer una relación directa con los vasallos inferiores. Para un análisis general y de orientación jurídica de la relación feudal, véase H. Ganshof, Feudalism (3a edi­ ción, Londres, 1964) [Eí feudalismo, Barcelona, Ariel, 1963].

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los eslabones que los separaran en la cadena de las subenfeudaciones. Pero en el continente, pese a la existencia de la oscura y discutida no­ ción de suzeranía [suzerainty], por la cual, desde el siglo XI en adelante, ciertos señores sostenían que podían hacer demandas a los vasallos de sus vasallos, la fragmentación de la autoridad continuó. Estos tres factores que debilitaban el control efectivo de los pode­ res feudales más elevados sobre los más pequeños se vieron reforzados por tres desarrollos vitales en el vínculo señor-vasallo. Primero, la du­ ración de ese vínculo dejó de ser contingente de ciertas prestaciones por parte del vasallo. Las circunstancias en que éste tenía que entre­ gar el feudo a su señor se redujeron a la franca traición y la inobser­ vancia flagrante de los deberes, y aun entonces el vasallo podía resistirse con éxito a la toma por la fuerza. Segundo, donde tenía vi­ gencia la máxima nulle ierre sans seigneur, ésta a menudo imponía al señor una “compulsión a ceder” un feudo devuelto a él por cualquier razón; en otras palabras, tenía que otorgarlo a otro vasallo y no podía conservarlo como pertenencia propia.16 Por último (y lo más impor­ tante), el feudo llegó a considerarse parte del patrimonio del linaje del vasallo, y por lo tanto susceptible de división, herencia y a veces enajenación. Dos de estas tendencias (la restricción de la “condicionalidad” del título feudal y la posibilidad de heredarlo) fueron expresamente san­ cionadas por el emperador Conrado II en 1037, mientras ponía sitio a Milán, con referencia a sus propios vasallos italianos: Para reconciliar los espíritus de señores y vasallos, y con el fin de que estos últimos nos sírvan fielmente a nosotros mismos y a sus señores con constancia y devoción, decretamos y establecemos firmemente

16 Véase H. Goez, Der Leih.ezwa.ng (Tubinga, 1962), que examina la significación de la “compulsión a ceder” en el contexto de las relaciones entre el rey y los feudata­ rios superiores.

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que ningún vasallo que posea un feudo -y a provenga de obispos, aba­ des, abadesas, marqueses, condes o cualquier otra persona- de nues­ tras propiedades públicas o de las de las iglesias y que haya sido injustamente despojado de uno, debe perder su feudo sin una falta cierta y demostrada, sobre la base de los estatutos de nuestros ances­ tros y el juicio de los pares. Decretamos también que cuando muere un vasallo, grande o pe­ queño, su feudo debe destinarse a su h ijo .17

De este modo, las facultades de gobierno que cuando se ejercían sobre las.poblaciones rurales dependientes constituían la expresión cotidia­ na más significativa del sistema feudal de gobierno, y que desde el principio habían estado estrechamente vinculadas con la tarea de ob­ tener de los subordinados trabajo, productos, rentas e impuestos para beneficio de su amo, pasaron a ser cada vez más otros tantos aspectos de los derechos del propietario sobre la tierra. Desde luego, en el período que se analiza la propiedad de la tierra era algo muy diferente cuando ésta se poseía a título feudal que cuando se poseía de otra forma (por ejemplo como aUodium, sin las trabas de las cargas feudales), y era aún más diferente de lo que iba a ser con la comercialización del campo en la era moderna. Como hemos visto, las tierras feudales estaban entrecruzadas por una multiplicidad de juris­ dicciones superpuestas generadas por una “mescolanza” de relaciones señor-vasallo; por otra parte, las aldeas y las iglesias a menudo reclama­ ban por tradición el uso de la tierra y sus productos. No obstante, los desarrollos antes citados de la relación feudal habían fusionado en ge­ neral de tal manera las prerrogativas político jurisdiccionales y las económicas y de propiedad de los tenedores de los feudos que el com­ ponente puramente patrimonial se hizo cada vez más dominante, has­ ta que los mismos bienes raíces llegaron.a verse como los portadores

17 Citado en Pacaut, op. cit., p. 162.

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intrínsecos de prerrogativas semipolíticas y antes públicas, conferidas a su poseedor simplemente en virtud del hecho de que los poseyera, y a lo sumo con una referencia ritual a un señor otorgante y a los térmi­ nos e intenciones originales de la cesión.18 El desarrollo de una autonomía cada vez mayor por parte de los te­ nedores de feudos generó una cantidad creciente de rivalidades juris­ diccionales y disputas de límites, que fueron difíciles de zanjar con la apelación a los derechos cada vez más nominales de señores y suzeranos superiores. En estas condiciones, las partes enfrentadas a lo que veían como violaciones de sus derechos consideraron legítimo em­ prender por sí mismas su reparación forzada, en formas que variaron desde duelos judiciales ajustadamente regulados (entre los causantes o sus campeones) hasta salvajes y prolongadas “guerras privadas”.19 Esto se deducía de la naturaleza misma de la relación feudal, que original­ mente reunía a dos guerreros profesionales, cada uno de ellos obligado por un código de honor a defender sus derechos -y combatir por ellos, si fuera necesario- aun contra el otro. Además, como se esperaba que cada señor o vasallo aportara sus propios medios de mantener el or­ den entre sus dependientes y defenderlos contra los foráneos, era na­ tural comprobar que de vez en cuando esos medios se volvían contra otros señores o vasallos. De hecho, como lo he señalado, se esperaba que se empleara la coerción (o, más a menudo, que se amenazara con emplearla) para obtener excedentes de los propios siervos y campesi­ nos; su utilización contra los de otra persona no era más que una am­ pliación (frecuente) de esa noción. Estas son las raíces institucionales de lo que a menudo se menciona como la “anarquía feudal”. Ésta surgió del hecho de que el sistema de

18 Para un análisis sucinto aunque sólidamente fundamentado y notable de este proceso, véase J. Dhondt, L ’alto medioevo (Milán, 1970) [La alta Edad Media, México, Siglo xxi, 1972]. 19 Véase en especial O. Brunner, Land und Herrschaft (4a edición, Viena, 1959), pp. 1-110.

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gobierno se basaba, tanto para el mantenimiento del orden como para la puesta en vigor de los derechos y la reparación de los males, en una coerción autoactivada ejercida por una pequeña clase privilegiada de guerreros y rentistas en su propio interés. Los extremos de opresión y violencia generados por semejante enfoque de la ley y el orden pueden inferirse del texto de un juramento que los obispos de Beauvais y Soissons, que actuaban en nombre de los fieles de sus respectivas diócesis, solicitaron prestaran los feudatarios de la zona de Reims en 1023: No entraré por la fuerza en ninguna iglesia ni en los depósitos de nin­ guna iglesia, excepto con la intención de apresar a un canalla viola­ dor de la paz o a un asesino. No encarcelaré a ningún campesino ni a su esposa, y tampoco a ningún mercader; no me apoderaré de su dine­ ro ni los obligaré a liberarse con el pago de un rescate. No pretendo que pierdan sus posesiones en razón de alguna guerra local librada por su señor, ni los haré azotar a fin de apoderarme de sus medios de sub­ sistencia. No destruiré ni quemaré sus casas. No arrancaré las raíces de sus viñedos, ni siquiera con la afirmación de que es necesario para la conducción de la guerra; ni usaré el mismo pretexto para apoderar­ me de su vino.20

El legado político del sistema feudal Por las muchas razones antes expuestas, el designio de emplear la rela­ ción feudal como el componente clave en una estructura de gobierno complementaria de la basada en los cargos públicos (y eclesiásticos) no fue históricamente exitoso.21 El desarrollo del feudalismo condujo, en la mayor parte de Europa occidental, a una drástica erosión del pa­

20 Citado en Dhondt, of). cit., pp. 284-285. 21 Boutruche, op. rit., vol. 1, pp. 230-233, subraya este aspecto, que en todo caso es una acusación de larga data contra la entropía política del sistema feudal.

trimonio en tierras de los gobernantes territoriales, que otorgaban feudos a fin de vincular a sí mismos a hombres que a su vez reprodu­ cían el proceso hacia abajo, con vasallos de menor jerarquía. Los ras­ gos feudales se extendieron a tal punto sobre la estructura oficial, que se centraba en los gobernantes territoriales y sus hogares, que esa es­ tructura perdió su carácter distintivo y su efectividad. Como hemos visto, el centro de gravedad política se desplazó hacia centros de auto­ ridad aún más restringidos y de raíces más locales, que se desarrolla­ ron cada vez más independientemente unos de otros. De allí que se plantearan agudos problemas de coordinación, crisis de orden y una violencia recurrente y aparentemente anárquica. Por otra parte, como lo he indicado, la misma relación feudal so­ brellevó un cambio en su estructura interna que hizo que perdiera aun las virtudes de sus propios defectos: el desarrollo de la heredabilidad y otras tendencias mencionadas antes debilitaron la apelación a la leal­ tad mutua de dos casi pares, vinculados por una commendatio, que en un principio se había considerado como un lazo confiable, emocional­ mente poderoso y culturalmente estimable entre un gobernante y sus socios personales en el gobierno. La relación feudal, podría decirse, se hizo despersonalizada, pero no por institucionalizar nociones y patro­ nes de autoridad más generales, abstractos y racionalmente ordena­ dos; antes bien, quedó atada al particularismo exclusivo de un linaje, su orgullo dinástico, su ardoroso compromiso por mantener y aumen­ tar su patrimonio y afirmar su estatus.22*

22 La terminología alemana asocia esta despersonalización no con la “objetiva­ ción” (Vmachíic/mng) sino con la “reificación” (Verdinglichung) de la relación feudal. Véase esta formulación en O. Hintze, “Wesen und Verbreitung des Feudalismus”, en O. Hintze, Feudalismus-Kapitalismus (Gotinga, 1970), p. 15 [Feudalismo y capitalismo, Barcélona, Laia], y en H. Mitteis, Der Staat des hohen Mittelalcers (7a edición, Wcimar, 1962), p. 4. El pasaje anterior no figura en la traducción inglesa de la obra de Mitteis mencionada en la nota 1.

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Por todo esto, como sistema de gobierno el feudalismo no repre­ senta enteramente el “año cero” en la historia del estado moderno.23 Constituyó un primer intento por imponer un marco gubernamental firme y viable a regiones que habían sufrido muchas devastaciones e inseguridad; y aunque no pudo oponerse a su propia entropía interna, nunca negó del todo el designio original ni eliminó por completo la distintividad y superioridad de los viejos títulos, cargos y prerrogativas imperiales, reales y principescos, por más remotos que hayan sido en términos del gobierno cotidiano. Además, el feudalismo enraizó en la tierra (para explotar, pero al mismo tiempo gobernar y proteger a su población) una clase guerre­ ra que a menudo había venido de lejos y tenía fuertes tendencias nómades. Esta clase recibió del feudalismo poderes que iban más allá de los de una naturaleza puramente militar, y en el ejercicio de ios cuales estos guerreros aprendieron, lenta pero progresivamente, a considerar criterios de equidad, a respetar las tradiciones locales, a proteger a los débiles y a ejercer la responsabilidad. La nobleza euro­ pea que surgió lentamente de la feudal ización de la clase guerrera original se convirtió en el estado primordial del futuro Standestaat, un estado de hombres entrenados en la conducción y la iniciación de acciones colectivas, destinado por su posición altamente privile­ giada a promover actividades y normas de realización estética y exis­ tencia civilizada con las cuales la cultura europea en general tiene una gran deuda.24

23 Sobre este punto, véase J. R. Strayer, On the Medieval Origíns o f the Modem Sta­ te (Princeton, N J, 1970). 24 Véanse O. Brunner, Adeífges Landleben und europüischer Geist (Salzburgo, 1949), caps. 1 y 2; N. Elias, Über den Prozess der Ziviüsation (2a edición, Berna, 1969), vol. 1 [El proceso de ¡a civilización, México, Fondo de Cultura Económica, 1989]. No hice re­ ferencias en el texto a la institución de la caballería, que tiene una importancia con­ siderable en este contexto. Véanse, por ejemplo, las secciones sobre “The Growth of the Noble Class” y “The Aristocratic Mind” en Cheyette, op. cit.

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Por otra parte, aun previa e independientemente del redescubrímiento del derecho romano y la sofisticada elaboración del derecho canónico, el feudalismo estableció la noción de qüe la discusión (aun­ que se realizara irracional y violentamente) sobre los derechos y la justicia (por más particularistamente que se entendieran) constituía la manera normal de fijar los límites del gobierno y de enfrentar y co­ rregir el desgobierno: además, obligó a que el recurso a la fuerza arma­ da se justificara en esos términos.25 Si bien como miembros de una minoría restringida, exclusiva y ex­ plotadora, los individuos adquirieron títulos que podían sostener le­ galmente con su propia fuerza unos contra otros y aun contra sus superiores,26 En una carta de 1022 a Roberto de Francia, por ejemplo, Eudes, conde de Blois, explica que ha decidido no asistir a una sesión tribunalicia convocada para ser juzgado por el rey, porque se ha ente­ rado de la decisión de éste de no aceptar ninguna sentencia que pue­ da hacer a Eudes, digno de obtener sus beneficios en el futuro. (En el extracto que sigue, el término “honor” significa probablemente tanto una carga de origen público con posesiones concurrentes como el ho­ nor en el sentido en que nosotros lo entendemos.)

:

Mucho me sorprende que vos, oh señor, me hayáis juzgado indigno de vuestros beneficios tan precipitadamente, sin discutir la causa. De he­ cho, si se considera la condición de mi linaje, cualquiera admitiría que soy digno de heredar. En cuanto al beneficio que poseo de vos, es evidente que no es parte de vuestras posesiones reales sino de aquellas que, gracias a vuestro favor, recibí por herencia de mis ancestros. Y si está en cuestión la importancia de mi servicio, vos bien sabéis cómo os he servido en la paz, en la guerra y en vuestros viajes, mientras dis-

25 Este aspecto es destacado en las páginas iniciales de Brunner, Adeliges Lañóleben..., op. cit. 26 Sobre la significación del derecho a resistirse a un superior, véase F. Kern, ísTingshif) and Latu in the Middle Ages (Oxford, 1939), parte 1.

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Por todo esto, como sistema de gobierno el feudalismo no repre­ senta enteramente el “año cero” en la historia del estado moderno.23 Constituyó un primer intento por imponer un marco gubernamental firme y viable a regiones que habían sufrido muchas devastaciones e inseguridad; y aunque no pudo oponerse a su propia entropía interna, nunca negó del todo el designio original ni eliminó por completo la distintividad y superioridad de los viejos títulos, cargos y prerrogativas imperiales, reales y principescos, por más remotos que hayan sido en términos del gobierno cotidiano. Además, el feudalismo enraizó en la tierra (para explotar, pero al mismo tiempo gobernar y proteger a su población) una clase guerre­ ra que a menudo había venido de lejos y tenía fuertes tendencias nómades. Esta clase recibió del feudalismo poderes que iban más allá de los de una naturaleza puramente militar, y en el ejercicio de los cuales estos guerreros aprendieron, lenta pero progresivamente, a considerar criterios de equidad, a respetar las tradiciones locales, a proteger a los débiles y a ejercer la responsabilidad. La nobleza euro­ pea que surgió lentamente de la feudalización de la clase guerrera original se convirtió en el estado primordial del futuro Standestaat, un estado de hombres entrenados en la conducción y la iniciación de acciones colectivas, destinado por su posición altamente privile­ giada a promover actividades y normas de realización estética y exis­ tencia civilizada con las cuales la cultura europea en general tiene una gran deuda.24

23 Sobre este punto, véase J. R. Strayer, On the Medieval Origins o f the Modem Sta­ te (Princeton, N J, 1970). 24 Véanse O. Brunner, Adeliges Landleben und europaischer Geist (Salzburgo, 1949), caps. 1 y 2; N. Elias, Über den Prozess der Zivilisation (2a edición, Berna, 1969), vol. 1 [El proceso de la civilización, México, Fondo de Cultura Económica, 1989]. No hice re­ ferencias en el texto a la institución de la caballería, que tiene una importancia con­ siderable en este contexto. Véanse, por ejemplo, las secciones sobre “The Growth of the Noble Class” y “The Aristocratic Mind” en Cheyette, op. cit.

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Por otra parte, aun previa e independientemente del redescubrímiento del derecho romano y la sofisticada elaboración del derecho canónico, el feudalismo estableció la noción de que la discusión (aun­ que se realizara irracional y violentamente) sobre los derechos y la justicia (por más particularistamente que se entendieran) constituía la manera normal de fijar los límites del gobierno y de enfrentar y co­ rregir el desgobierno: además, obligó a que el recurso a la fuerza arma­ da se justificara en esos términos.25 Si bien como miembros de una minoría restringida, exclusiva y ex­ plotadora, los individuos adquirieron títulos que podían sostener le­ galmente con su propia fuerza unos contra otros y aun contra sus superiores.2ÓEn una carta de 1022 a Roberto de Francia, por ejemplo, Eudes, conde de Blois, explica que ha decidido no asistir a una sesión tribunalicia convocada para ser juzgado por el rey, porque se ha ente­ rado de la decisión de éste de no aceptar ninguna sentencia que pue­ da hacer a Eudes, digno de obtener sus beneficios en el futuro. (En el extracto que sigue, el término “honor” significa probablemente tanto una carga de origen público con posesiones concurrentes como el ho­ nor en el sentido en que nosotros lo entendemos.) Mucho me sorprende que vos, oh señor, me hayáis juzgado indigno de vuestros beneficios tan precipitadamente, sin discutir la causa. De he­ cho, si se considera la condición de mi linaje, cualquiera admitiría que soy digno de heredar. En cuanto al beneficio que poseo de vos, es evidente que no es parte de vuestras posesiones reales sino de aquellas que, gracias a vuestro favor, recibí por herencia de mis ancestros. Y si está en cuestión la importancia de mi servicio, vos bien sabéis cómo os he servido en la paz, en la guerra y en vuestros viajes, mientras dis­

25 Este aspecto es destacado en las páginas iniciales de Brunner, Adeliges Landleben..., op. cit. 26 Sobre la significación del derecho a resistirse a un superior, véase F. Kern, Kíngship and Law in the Middle Ages (Oxford, 1939), parte 1.

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fruté de vuestro favor. Pero una vez que me lo retirasteis y procuras­ teis privarme del honor que me habíais concedido, si hice algo que es­ timasteis ofensivo mientras me defendía a m í mismo y mi honor, me vi empujado a ello por el mal recaído sobre mí y bajo el apremio de la necesidad. Por cierto, ¿cómo podía dejar de defender mi honor? Pon­ go a Dios y mi propia alma por testigos de que antes preferiría morir con honor que vivir privado de él. Pero si vos no insistís en despojar­ me de mi honor, nada deseo más en el mundo que tener y merecer vuestro favor.27

Cabría argumentar que, al establecer de ese modo el derecho de algu­ nos individuos a oponerse a un gobernante prevaricador, el feudalis­ mo creó (o tal vez recibió de una herencia germánica y transmitió) una concepción legal característicamente occidental, destinada a un largo y glorioso futuro. Por último, debería señalarse que en el esbozo anterior en cierto modo enfaticé excesivamente el cambio descendente del centro de gravedad política, al considerar sobre todo las tendencias del desarro­ llo del sistema feudal de gobierno en sus fases temprana y media -des­ de el imperio carolingio, digamos, hasta mediados o fines del siglo X I-. En una fase ulterior, hubo una lenta y vacilante resistencia a esas tendencias, que incluso se invirtieron, en última instancia en benefi­ cio de los gobernantes territoriales (especial pero no exclusivamente en Francia). Como hemos visto, estos gobernantes llevaban títulos de origen romano; con frecuencia, su cargo estaba rodeado por un aura distintiva y sagrada que les impartía el ritual (véase el Kdragsiueihe germánico o el sacre du roi francés), que en sí misma no era original­ mente de naturaleza feudal; a menudo eran asistidos por un pequeño cuerpo de consejeros y ayudantes íntimos (parientes, clérigos, altos dependientes de la casa), que tampoco estaban unidos por lazos feu­

27 Citado en Boutruche, op. rit., pp. 416-417.

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dales. No obstante, es interesante señalar que estos gobernantes, al justificar sus campañas contra la “anarquía feudal” y la “insubordina­ ción de los barones”, emplearon con frecuencia el lenguaje feudal de los derechos, y en particular la noción de suzeranía (que con ello que­ dó confusamente asociada con la noción emergente de soberanía).28 Duby, una vez más, documenta con claridad este fenómeno de la se­ gunda mitad del siglo XII, cuando el rey de Francia volvió a surgir por detrás del horizonte del verdadero gobierno en Macón. En un princi­ pio, las guerras que libraba para refrenar la independencia de este o aquel señor local eran “guerras privadas”; las alianzas que constituía para dividir y reinar eran acuerdos feudales entre casi pares; el recono­ cimiento y apoyo que reclamaba de los diversos potentes eran los debi­ dos al suzerano.29 En general, los gobernantes territoriales utilizaron el lenguaje feudal (aunque lo modificaron) al procurar establecer dentro de la clase feudataria una jerarquía relativamente coherente, coexten­ sa con sus territorios. En particular, elaboraron y enriquecieron lo que originalmente era un vocabulario feudal para idear una generalizadamente entendida “ley del más fuerte” de títulos nobiliarios, cada uno de los cuales pasó lentamente a asociarse con paquetes específicos de privilegios, prerrogativas, derechos de honor y precedencia, y respon­ sabilidades concurrentes. El uso de dispositivos feudales en el contexto de lo que retrospecti­ vamente parece haber sido un intento histórico distintivamente “transfeudal”30 -la construcción de estados modernos por y en tomo de los gobernantes territoriales- no debe considerarse como indicati­ vo de una duplicidad intencional de parte de esos gobernantes. Mu­

28 Véase J. Lemarignier, La Franee médiévde: fnstíturions et sociéíé (París, 1971), p. 234. 29 Duby, op. cit., pp. 549, 553, 557-559, 564-566. 30 Tomo esta expresión del título del capítulo “Transfeudale Krafte der Hochkulturen”, en A. Rüstow, Ortsbestimmung der Gegenwart (Berna, 1950), vol. 1, p. 205.

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chas de sus dinastías habían sostenido durante generaciones una defi­ nición cabalmente feudal de sus propias prerrogativas; y así como los vasallos habían llegado a considerar sus feudos como parte de su patri­ monio, del mismo modo las dinastías principescas habían aprendido a imaginar los territorios que gobernaban como parte de ios suyos. Una obsesión por el engrandecimiento territorial a través de matri­ monios, herencias, particiones, trueques, reversiones de feudos y ad­ quisiciones de tierras iba a seguir siendo característica de esas dinastías durante muchos siglos.31 Pero esto no impidió que expusieran con la misma insistencia sus reclamos a un monopolio de los derechos clara­ mente “reales”: la justicia superior, la acuñación de moneda, el nom­ bramiento de obispos y abades, la concesión de cartas a las ciudades o la regulación de las cada vez más importantes actividades económicas de estas últimas. Pero dentro del marco de mi argumentación, este úl­ timo fenómeno apunta más allá del feudalismo, hacia el siguiente tér­ mino en nuestra tipología de sistemas de gobierno.

31 Véase F. L. Carsten, Princes and Parliaments in Germany (Oxford, 1959), pp. 426 y siguientes.

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Capítulo III El Standestaat

El contexto socioeconómico en el que, en el capítulo anterior, situé el surgimiento del sistema feudal de gobierno en el siglo VIII, había sufrido numerosos y profundos cambios en el siglo XIII. Entre ellos destacaré, a causa de su importancia tanto dentro como fuera del marco político, el desarrollo de las ciudades. Como mencioné en el comienzo del ca­ pítulo anterior, sigo una costumbre alemana al denominar el sistema de gobierno que en el siglo XUI estaba difundido en las regiones en consideración como Standestaat, que podría traducirse como “la orga­ nización política de los estados”. Aunque su evolución no se asoció claramente en todos lados con el desarrollo de las ciudades -así ocu­ rrió en España, por ejemplo, pero no en Hungría-, hablando en gene­ ral la emergencia (o resurgimiento) de éstas arroja considerable luz sobre el “cambio de tipo” del feudalismo al Standestaat.1

El surgimiento de las ciudades Para ver por qué fue así, consideremos algunos aspectos políticos del ascenso de las ciudades a comienzos del segundo milenio d.C. En el 1 Véase, por ejemplo, W. Náf, “Frühformen des modernen Staates im Spacmittelalter”, en H. H. Hofmann (comp.), Die Entstehung des modernen souveránen Staates, op. cit.y p. 110.

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Occidente medieval, las ciudades se desarrollaron no sólo como ámbi' tos ecológicamente distintivos, como densos asentamientos de persoñas que se consagraban a actividades productivas y comerciales específicamente urbanas, sino también como entidades políticamente autónomas.2 A menudo obtuvieron su autonomía contra la oposición expresa y la resistencia visible del gobernante territorial y sus rapresentantes (con frecuencia obispos en Italia y Alemania) o del ele­ mento feudal, o de ambos. Así, el ascenso de las ciudades señaló la entrada de una nueva fuer­ za política en un sistema de gobierno dominado hasta entonces, en cualquier nivel que se considerara, por las dos partes de la relación se­ ñor-vasallo. Como mínimo, una fuerza tal tenía que ser tomada en cuenta en el inestable equilibrio entre el gobernante territorial y sus feudatarios, aunque sólo fuera como un posible aliado que cada uno podría emplear contra el otro. Pero había más que eso, porque lo ca­ racterístico fue que las ciudades se afirmaron - o se reafirmaron, des­ pués de siglos de decadencia y abandono- de una manera que era novedosa, si bien no carecía totalmente de precedentes, en el sentido de que implicaba la creación o reactivación política de centros de ac­ ción solidaria por individuos que por sí solos carecían de poder. De tal mo­ do, las ciudades reclam aron derechos que eran de naturaleza corporativa, es decir, que se asociaban a los individuos sólo en virtud de su pertenencia a una colectividad constituida capaz de operar co­ mo una entidad unitaria. Había en este aspecto un elemento de con­ tinuidad con la inspiración institucional básica del sistema feudal, en la medida en que las prerrogativas de gobierno se reclamaban y apro­ piaban como una cuestión de “inmunidad”, como “franquicias” (a menudo formalmente reconocidas en cartas emitidas por el gobernan­

2 La mayoría de los argumentos planteados en esta sección se derivan de la discu­ sión comparativa de Max Weber sobre la ciudad occidental en relación con la clásica o la oriental que figura en Ecortonry and Society, op. cit., vol. 3, cap. 16.

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te territorial y formuladas en lenguaje feudal). Pero como estas franquicias se poseían colectivamente, sancionaban o contribuían a la formación de comunidades relativamente amplias. Jan Dhondt distinguió tres patrones en la relación entre la franqui­ cia como un conjunto reconocido (aunque a menudo previamente usurpado) de facultades de gobierno y las comunidades que unían a sus poseedores. El primero concierne a Italia, donde la formación de una conciencia colectiva precede cronológicamente a la concesión de las franquicias. El segundo se refiere a las “nuevas ciudades”, que se fundan y son do­ tadas de cartas con la intención expresa de atraer una población con la promesa de ciertos privilegios. Aquí, el privilegio mismo sirve en gran medida como la base para el desarrollo de la conciencia colecti­ va, dado que la concesión a los residentes de la ciudad de un estatus legal distintivo los separaba del medio rural circundante. En el tercer patrón (probablemente el más frecuente [...]), los habitantes desarro­ llaron una conciencia colectiva sobre la base de intereses comparti­ dos. Esa conciencia era presupuesta por la concesión de franquicias, aunque podía ser fortalecida por ésta. Probablemente fue sobre la base de intereses comunes, e independientemente de los privilegios, que los ciudadanos se vincularon unos a otros en esas “ligas de amistad” (amitiés) sobre las que tanto leemos en las fuentes.3 Me gustaría poner de relieve la novedad conceptual de esta evolu­ ción, eñ todas sus variantes, cuando se la ve contra el telón de fondo del sistema feudal de gobierno. Hemos visto que la relación feudal co­ nectaba típicamente dos partes que, para comenzar, eran potentes, y que el feudo se otorgaba al vasallo no para hacerlo poderoso sino para permitirle preservar y ejercer su poder anteriormente adquirido. Ade­ más, la relación señor-vasallo era jerárquica, por más moderado que

3 J. Dhondt, fa l t o medioevo, op. cit., pp. 335-336.

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haya sido su “sesgo” por la presunción de que las partes eran casi pa­ res. Por último, una vez que se había sellado su vínculo mediante el homenaje ritual, y otorgado el feudo, ambas partes de la relación feu­ dal esperaban cumplir, y en una medida aun mayor cumplieron, sus respectivas obligaciones separadamente; cada una se mantenía firme en su poder, el cual podía ser convocada a ejercer ocasionalmente en nombre de la otra. En contraste, las ciudades adquirieron poder y autonomía política como formas asociadas, mantenidas constantemente en vigencia por la coalición voluntaria de las inclinaciones -y reunión de los recur­ sos- de iguales que individualmente carecían de poder.4 Una vez más, una institución bárbara inspiró con frecuencia el acuerdo original y reguló su ejecución: no se trata esta vez de la Gefolgschaft, “séquito”, como en el caso del feudalismo, sino de la Genossenschaft, “compañe­ rismo”, “confraternidad”. En las zonas de lenguas romances, la natura­ leza del acuerdo y de sus productos colectivos se indica mejor con el término communís y sus derivados. Estos señalan una conciencia com­ partida de ciertos intereses que sobrepasan las facultades de acción de cualquier individuo y que requieren por ello la asociación voluntaria de recursos materiales y morales. Uno de esos intereses era la paz, en nombre de la cual un arzobispo de Arles, en el siglo XII, reconoció mediante una carta el derecho de los hombres de la ciudad a adminis­ trarla por sí mismos a través de doce “cónsules”: Este consulado traerá la paz, el retomo de los buenos tiempos de anta­ ño, el restablecimiento de la sociedad. Las iglesias, los monasterios y todos los lugares santos consagrados a Dios; las calles y los caminos públicos; las aguas y la tierra: todo será gobernado por esta paz. La paz

4 Sobre la significación de este fenómeno (no sólo con referencia al ascenso de las ciudades), véase R. Fossier, Histoire sociüíe de Voccident médiéval (París, 1970), pp. 186 y siguientes.

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se jurará por un período de cincuenta años, y cada cinco todos los ex­ tranjeros y recién llegados jurarán respetarla.5

Significativa como era, la proeza institucional de crear un potero co­ lectivo mediante un acuerdo voluntario tenía que ser respaldada por el poder militar. Para hacer valer y defender las franquicias de que dis­ frutaban, las ciudades disponían de dos recursos militares importantes: las murallas y otras fortificaciones, y la milicia urbana. Aunque las primeras eran puramente defensivas, la última podía emplearse con propósitos defensivos u ofensivos; ambas eran sostenidas por la cre­ ciente fortaleza económica de las ciudades. Pero así como el miembro típico de una milicia urbana no era un soldado profesional, del mismo modo los ciudadanos típicos no se consagraban primordial y constantemente a afanes políticos, ni de­ pendían de ellos para su posición socioecónómica general. Antes bien, lo que los reunía y asociaba a una división del trabajo más com­ pleja y dinámica que la conocida en el campo eran los intereses co­ merciales y productivos; y fundamentalmente fue para construir un contexto de gobierno y un ámbito jurídico que hicieran posibles y provechosos la realización del comercio y el ejercicio de los oficios que las ciudades procuraron la autonomía política y la autosuficiencia militar. Ésta es una novedad más con respecto a los gobernantes terri­ toriales y el elemento feudal, para quienes la conducción, el ejercicio de la autoridad y la práctica del gobierno constituían la vocación ori­ ginal, el punto central de su identidad y de su modo de vida. Aun sus fuertes y exigentes intereses económicos se orientaban en principio a la consecución de esa vocación, el mantenimiento de ese modo de vi­ da, y encontraban expresión en un modo de producción en que el mando y la coerción desempeñaban un papel económico directo.

5 Citado en J. Le Goff, II basso medioevo (Milán, 1967), p. 80 [La baja Edad Media, México, Siglo xxi, 1971].

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Los ciudadanos, por su lado, exigían el derecho de no gobernar a na­ die más que a sí mismos, y aun entonces sólo en la medida de lo reque­ rido para la elaboración y salvaguardia de un modo de vida que giraba en tomo de intereses adquisitivos y productivos, no de la práctica de la conducción y la experiencia de la guerra. No obstante, esta misma exigencia planteaba un desafío que el sistema feudal de gobierno no podía enfrentar. A lo largo de los siglos, el elemento feudal (y, de ma­ nera subordinada, las comunidades aldeanas) había desarrollado un vasto y complejo cuerpo de normas jurídicas centradas en la tierra. Estas normas reglamentaban la tenencia de tierras, los grupos sociales asentados en ellas y las maneras en que las explotaban. Dirigían la al­ dea, la parroquia y el uso de bosques, pasturas y tierras comunes; se ocupaban de la corvée y la censive, derechos señoriales y derechos de los aldeanos. Pero a lo sumo ese cuerpo de normas podía abarcar la fe­ ria y el mercado local como adjuntos a la economía señorial; sus prin­ cipios no podían dar origen a las normas ahora requeridas por la nueva economía basada en las ciudades, con su pronunciada división del trabajo, sus nuevas destrezas e instrumentos de producción y su nueva manera de suscribir y llevar a cabo las transacciones y manejar los emprendimientos comerciales. Una preocupación primordial ma­ nifestada en las primeras cartas de ciudades -y en otros documentos constitucionales, ya otorgados por el gobernante o autónomamente elaborados por aquéllas- fue la creación de un espacio jurídico distin­ tivo, “inmune” a las normas sustantivas y procesales características del sistema feudal. Por ejemplo, se prohibió la resolución de disputas legales mediante los duelos judiciales; se vedó a los tribunales que funcionaban fuera de la ciudad que reclamaran jurisdicción sobre los habitantes de ésta; se proclamó la inviolabilidad de las viviendas de la ciudad; y, sobre todo, se otorgó el estatus de hombres libres a todos los ciudadanos, condición que a menudo se extendió a quienes residieran en la ciudad durante un año y un día (Stadtluft macht frei) .6 6 Dhondt, op. cit., pp. 335-336.

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Pero hay que señalar que los intereses económicos distintivos de los grupos socioeconómicos de las ciudades ponían a éstas en una po­ sición compleja y casi contradictoria con respecto al problema del go­ bierno. Puesto que aunque las ciudades podían ser jurídica y políticamente autónomas, lo eran dentro de un contexto guberna­ mental más amplio que podía modificarse para darles cabida pero del que no era posible prescindir; en rigor de verdad, no les interesaba impugnar y “quebrar’’ ese contexto más amplio hasta el punto de con­ vertirse en entidades políticas autosostenidas y soberanas. En otras palabras, la ruta “clásica” a la formación de ciudades estados no fue la que recorrieron típicamente las ciudades medievales occidentales. (Las excepciones más significativas son las ocurridas en Italia.) La principal razón de la existencia de esta compleja situación fue que la división del trabajo sobre la que he insistido como característi­ ca de la economía interna de la ciudad presuponía y estaba inscripta dentro de otra más amplia entre la ciudad y el campo, en la cual este último suministraba a la primera población, alimento y materias pri­ mas, y a su vez absorbía los productos de la ciudad. Por otra parte, aun entre las ciudades mismas se desarrolló una división del trabajo: el tráfico fluía no sólo entre cada una de ellas y los campos circundan­ tes, sino también hacia y desde otras ciudades y regiones. En estos extensos espacios, sin embargo, eran necesarios marcos de gobierno más amplios que los que las ciudades mismas podían desarro­ llar y operar autónomamente. En respuesta a esta necesidad, ciudades que eran individualmente poderosas se agruparon principalmente no tanto para prescindir del marco más general de la autoridad feudal ya existente como para configurar sus estructuras y políticas a fin de ha­ cerlo más manejable para sus intereses. El ejemplo que más viene al caso es el de la “alianza juramentada” suscripta por las ciudades del país de Flandes cuando el conde Carlos el Bueno fue asesinado en 1127 sin dejar herederos, y los barones más poderosos por un lado, y las ciudades más ricas y pujantes por el otro (Brujas, Gante, Ypres, Lille y unas pocas más) actuaron para resolver la cuestión de la sucesión

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y establecer los términos de acuerdo con los cuales gobernaría el nue­ vo conde. Dhondt comenta: En el fondo, la razón fundamental para la formación de estas alianzas (tanto la de los barones como la de las ciudades) es ejercer influencia en la elección del nuevo cónde. ¿Y por qué deben los barones y las ciudades procurar tener voz en este asunto? Evidentemente, del con­ de dependerá la política general del país. S i ha de ser débil o tener au­ to rid ad ; si se in c lin a rá p rin c ip a lm e n te h a c ia F ra n c ia o h a c ia Inglaterra; si favorecerá a las ciudades o apoyará las pretensiones de los caballeros: todos éstos son problemas extremadamente concretos, y los diferentes grupos socioeconómicos del país tienen intereses en sus diversas y distintas implicaciones. Influir en la elección del conde entraña de hecho un medio, aunque primitivo, de influir en la políti­ ca general del país.'’

Hablando en general, los intereses de las ciudades se veían favoreci­ dos cuanto más amplio y uniforme fuera el contexto de gobierno en que actuaban -e n todo caso, en la medida en que en ese contexto co­ rrespondiera controlar el tráfico, suministrar una moneda confiable, hacer cumplir las transacciones mercantiles, etcétera-. Es por eso que, entre las dos fuerzas cuyas relaciones definían el sistema feudal de go­ bierno -e l gobernante territorial y los poderes feudales-, las ciudades tendieron a favorecer al primero. Pero la complejidad de los intereses políticos de las ciudades no po­ día encontrar expresión únicamente en sus maniobras entre las fuer­ zas dominantes en el medio político existente. Tenían que generarse nuevas estructuras que les dieran, además de autonomía política, el derecho a participar efectiva y permanentemente en el manejo del sistema más general de gobierno. Los Stande -las asambleas, parla­

7 J. Dhondt, “‘Ordini o ‘potenze’: Pesempio degll Stati di Fiandra”, en E. Roteíli y P. Schiera (comps.), Lo stato moderno, op. cit., vol. 1, p. 252.

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mentos, dietas, cuerpos de los distintos estados [órdenes] y otros orga­ nismos característicos de fines de la Edad Media- fueron las más sig­ nificativas de esas estructuras. Desde luego, no abarcaban sólo a las ciudades; a decir verdad, en esas instituciones el clero y el elemento feudal tenían precedencia sobre ellas. Pero gradualmente el mismo elemento feudal adquirió una identidad corporativa a través y a los efectos de su participación en estas estructuras; y en la medida en que así sucedió, las propias relaciones de los feudatarios con los gobernan­ tes comenzaron a diferir de la típica relación feudal del vasallo con el señor, o del señor con el suzerano (como lo veremos más adelante). Y esta diferencia transmite en gran parte el impacto destructivo que el ascenso de las ciudades tuvo sobre el sistema feudal de gobierno.

Stand, Stande y Standestaat La entrada de las ciudades en la política, la modificación del equili­ brio de poder entre el gobernante territorial y los feudatarios en favor del primero, y el cambio en los términos y estructuras de la participa­ ción del elemento feudal en el sistema más amplio de gobierno mar­ caron el ascenso del Standestaat. En mi opinión, éste fue un sistema de gobierno distintivo, novedoso e históricamente único.8* Analicemos su constitución. 8 Aunque además del Occidente medieval hubo otras civilizaciones donde tam­ bién se produjeron fenómenos políticos que puede tener sentido calificar como “feu­ dales” (véase, por ejemplo, R. Boutruche, op. cit., vol. 1, libro 2, y la bibliografía), no parece haber habido ningún sistema paralelo al Standestaat. Véase M. Weber, The Protestant Ethic and the Spirít ofCapitalism (Londres, 1931), p. 16 [La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Buenos Aires, Hyspamérica, 1988]. Para una discusión de es­ ta tesis, véanse R. Myers, “The Parliaments of Europe and the Age of the Estates”, art. cit., pp. 11 y siguientes; y D. G. Gerhardt, “Regionalismus und Stándeswesen ais eín Grundthema europáíscher Geschichte”, en su Alte und neue Welt in vergleichender Geschichtsbe trach tung (Gotinga, 1962), cap. 1.

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Para comenzar, el término Stand, como su equivalente inglés aproxi­ mado, “estáte” [estado u orden, en el sentido en que se habla, por ejem­ plo, del Tercer Estado (T.)], tiene un significado sociológico que indica un tipo específico de unidad de estratificación, como se manifiesta en el siguiente enunciado de T. H. Marshall: “Un estado puede definirse co­ mo un grupo de personas que tienen el mismo estatus, en el sentido en que usan la palabra los abogados. En este aspecto, un estatus es una po­ sición a la cual se asocian un conjunto de derechos y deberes, privile­ gios y obligaciones, capacidades e incapacidades legales, que son públicamente reconocidos y pueden ser definidos e impuestos por la au­ toridad pública y en muchos casos por los tribunales”.9 Ahora bien, un grupo de este tipo posee necesariamente cierta importancia política, ya que el hecho de que disfrute de algunas ventajas o padezca de algu­ nas desventajas ha sido públicamente reconocido. Dentro del contex­ to histórico de mi planteamiento, esta significación política se veía realzada por el hecho de que los estados no tenían tanto derecho a re­ clamar de un poder exterior una garantía perentoria y, en caso de ser necesario, coercitiva de su posición socioeconómica distintiva (mo­ nopolio de oficios, pautas exclusivas de consumo, etcétera) como a autorizarse a sí mismos a dictar e imponer normas concernientes a los derechos y obligaciones de sufr propios miembros, y prohibir o reparar la usurpación por extraños de sus ventajas específicas. Sin embargo, estas implicaciones políticas no eran directamente significativas para el sistema más general de gobierno, el Standestaat en desarrollo. Éste no entrañaba la existencia de “estados” en el senti­ do arriba mencionado, sino el funcionamiento de “Estados”, Stantíe, cuerpos constituidos con la finalidad específica de confrontar con el gobernante y cooperar con él. Se consideraba que estos cuerpos eran capaces de una alquimia política particular, por la cual las prerrogati­

9 T. H. Marshall, “The Nature and Determinants of Social Status”, en su Class, Citizenship and Social Development (Garden City, NJ, 1965), p. 193.

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vas políticas menores de cada uno de los estados integrantes se fusio­ naban y transformaban en derechos más importantes y prerrogativas más amplias. Al reunirse en cuerpos constituidos, los Stande se presentaban ante el gobernante territorial como preparados para asociar­ se con él en los aspectos del gobierno que se entendían como característicamente públicos y generales. Esto es lo que convierte al Standestaat en un sistema distintivo de gobierno, no la mezcla de gru­ pos corporativos, cada uno de ellos facultado a ejercer la autoridad, dentro de su propia esfera, sobre sus propios miembros y ocasional­ mente sobre terceros. Después de todo, dichos grupos simplemente eran paralelos y complementaban a los potentes individuales que ya ejercían esas facultades bajo la dispensa feudal. En el Standestaat, los individuos y grupos poderosos se reunían con cierta frecuencia, perso­ nalmente o mediante delegados, en asambleas de diversa constitu­ ción, en las que trataban con el gobernante o sus agentes, hacían oír sus protestas, reafirmaban sus derechos, planteaban sus consejos, esta­ blecían los términos de su colaboración con aquél y asumían su parte en la responsabilidad de gobernar. El Standestaat característico tenía varias de dichas asambleas, que diferían en sus límites (siempre eran translocales pero a menudo pro­ vinciales o regionales más que territoriales), en la frecuencia con que se reunían, en las formas de sus deliberaciones y en las prerrogativas específicas que reclamaban.10 Por otra parte, un Standestaat también podía incluir cuerpos constituidos que, propiamente hablando, no eran asambleas, pero que poseían una existencia más continua que las asambleas standisch* y funcionaban de manera diferente de éstas. Di­

10 Para un admirable tratamiento general y tipológico de las variantes más impor­ tantes, véase O. Hintze, “Typologíe der stándischen Verfassungen des Abendlandes”, en su Feudalismus-Kapitalismus, op. cit., pp. 48-67. A. Marongiu, Medieval Parliaments (Londres, 1968), es una excelente investigación. * Empleo el alemán standisch, dado que el inglés carece de un adjetivo comparable para la palabra “Estado”.

chos cuerpos estaban menos directamente relacionados con uno o más estados como sus grupos constituyentes; entre los ejemplos se cuentan las universidades, las grandes fundaciones religiosas, y en Francia y los territorios adyacentes los Parlements, esto es, cuerpos ju­ diciales instruidos y semiprofesionales. Tomemos como ejemplo de un Standestaat maduro el dispositivo gubernativo del Franco Condado en la primera parte del siglo XVI. En esa época, el Franco Condado era una provincia del Sacro Imperio Romano, y por lo tanto estaba bajo la autoridad del emperador Habsburgo Carlos V. Este era un príncipe ausente, sin embargo, y goberna­ ba a través de representantes personales; por otra parte, permitió al Condado conservar sus estructuras stándisch de gobierno mucho des­ pués de que sus equivalentes en las provincias francesas hubieran de­ jado en gran medida de funcionar. En el ejercicio del gobierno sobre el Condado, el representante del emperador y el pequeño cuerpo de bons personnages que lo rodeaban se encontraban enfrentados y aso­ ciados con dos centros de poder independientes y stándisch: un Parlement y los Estados. El primero realizaba largas sesiones regulares en Dole. Tenía alrede­ dor de 25 miembros, la mayoría de los cuales tenía formación jurídica, dado que su función primordial era servir como corte de apelaciones. En el siglo XVI, sin embargo, su competencia se había extendido hasta incluir la supervisión regular de otros cuerpos judiciales menores; y había reclamado con éxito prerrogativas adicionales, de una naturales za administrativa más evidente. Por ejemplo, el Parlement había esta­ blecido su derecho a solicitar informes de los agentes del gobernante, enviar a sus miembros a verificar asuntos de interés público relaciona­ dos con el territorio, y ordenar acciones urgentes en esa materia. Co­ mo resultado, todo se exponía ante los consejeros que formaban el Parlement: cues­ tiones de seguridad general, delictivas, de herejía; los diversos aspec­ tos de la vida rural; las regulaciones de pasturas, caza y pesca, y de los

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bosques, prados y viñedos; el control sobre los oficios; el manteni­ miento de caminos, puentes y [la navegación de los] ríos; la revisión de los impuestos; el mantenimiento de una moneda uniforme; la vigi­ lancia de ferias y mercados; la exportación de sal, hierro, vino y trigo; y los precios de las comidas en las posadas. Sobre todas estas cuestiones, “el Pavlement decidía todo, por sí solo, como soberano”. Constituía “un gobernador colectivo, fuerte en sus tradiciones, en el favor del príncipe y en su inmortalidad”.11 Los Estados del Condado tenían tres cámaras: del clero, la nobleza y las ciudades. Los miembros de los dos primeros Estados estaban au­ torizados a tomar parte personalmente en las sesiones de sus cámaras; la tercera se componía principalmente de los alcaldes y altos funcio­ narios de las ciudades, jueces incluidos. “Las tres cámaras deliberan separadamente, toman sus propias resoluciones internas por el voto mayoritario y se relacionan entre sí mediante delegados. Sus derechos son los mismos.”12 Las principales prerrogativas de los Estados eran fi­ nancieras. Aunque considerables, los ingresos que el gobernante ex­ traía de sus propios dominios en el Franco Condado no bastaban para remunerar a sus representantes y agentes y financiar la exoneración de sus propias tareas de gobierno. Como el Condado se enorgullecía de no estar sometido a impuestos regulares, los representantes del go­ bernante tenían que solicitar a los Estados que complementaran esos ingresos mediante la concesión periódica de un “subsidio no obligato­ rio” (don gratuit). Con el paso de los años, los Estados aprendieron a hacer un uso ex­ celente de esta prerrogativa. Aunque no se sentían verdaderamente libres para rechazar la solicitud del gobernante, al aceptarla por lo co­ mún se reservaban el derecho de hacer los arreglos necesarios para su

11 L. Febvre, Philippe ll et la Franche-Comcé (2a edición, París, 1970), pp. 47 y si­ guientes. (La primera edición de este libro se publicó en 1912.) n Ibid.

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cobro: el monto a recaudarse y los medios para reunirlo; la proporción de la carga entre las tres jurisdicciones del Condado; y el mecanismo para considerar las objeciones. Para supervisar todas estas cuestiones nombraban una comisión integrada por nueve de sus miembros, responsable de toda la operación. Por otra parte, “como decidían el im­ puesto y controlaban su exacción, los Estados, poco a poco y como cosa corriente, llegaron a ejercer una supervisión sobre su gasto”.13 En cada sesión, presentaban al gobernante sus reclamos, que esperaban serían tratados como manifestaciones de las necesidades y demandas del territorio, y por lo tanto como directivas para la acción adminis­ trativa del gobernante. Para contrarrestar las restricciones resultantes a su libertad de ac­ ción, éste, a través de su poder de convocar a los Estados, intentaba hacer que sus sesiones fueran más breves y menos frecuentes, y hacía que voceros influyentes les dirigieran la palabra en su nombre. Tam­ bién el Parlement se oponía a las pretensiones de los Estados cuando consideraba que usurpaban sus propias prerrogativas.

El dualismo como principio estructural Para simplificar el argumento, consideraré en esta sección sólo los Esta­ dos como asociados del gobernante en el mando, y dejaré a un lado cuerpos relativamente especializados como los Parlements. Como hemos visto, los Estados eran asambleas, reuniones de elementos individual o corporativamente poderosos. ¿Cómo diferían entonces, desde un punto de vista constitucional, de las asambleas del período feudal en las que se reunían los feudatarios para ofrecer su consejo a su señor?14 Al margen 13 Ibid. 14 Sobre la relación entre las asambleas feudales y standisch, y los casos interme­ dios, véase T. N. Bisson, Assembiies and Representación in Languedoc in the Thirteenth Century (Princeton, Nj, 1964).

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del hecho de que los Estados también incluían al clero y las ciudades, había tres diferencias principales. Primero, una reunión de los barones feudales era en general una cuestión más ad hoc que una sesión de los Estados; en tanto los primeros actuaban con competencias y procedi­ mientos de decisión en su mayor parte vagamente determinados por la costumbre, los últimos funcionaban por lo común con detalladas reglas escritas, que disponían cómo debían realizarse las deliberaciones den­ tro de cada cámara, cómo había que hacerlas conocer “a través de las cámaras” y cómo tenían que fusionarse en las decisiones colectivas de los Estados y comunicarse al gobernante. Segundo, en una reunión de barones la dilatada red de vínculos que conectaba a un señor y sus vasallos, en varios grados, estaba, por así decirlo, “tirada hacia adentro” y concentrada; sin embargo, esto no alteraba su naturaleza esencial de complejo elaborado de conexio­ nes personales entre individuos poderosos. En principio, una asamblea feudal seguía siendo una reunión de personas que eran individual­ mente potentes y que, para emplear una vez más la expresión de Theodor Mayer, constituían en conjunto “el estado como una asociación de personas”- Los cuerpos constituidos standisch, por su parte, tenían una referencia territorial más o menos explícita; eran, como se indicó antes, reuniones de los Estados de un territorio -ya fuera provincia, pays, condado, principado, país, Land o reino- entendido como una unidad con límites físicos identificables.15* Tercero, una reunión feudal típica servía no tanto para en/rentar al gobernante con sus barones como para concentrar a éstos en tomo de

15 O. Brunner, en uno de los muchos escritos en que desarrolla este punto de vista ~“Die Freiheitsrechte in der altstándischen Gesellschaft”, en Aus Vetfassungs-und Landsgeschichte: Festschrift Theodor Mayer (Thorbecke, 1954), vol. 1, pp. 290 y si­ guientes-, se refiere específicamente al argumento conceptual de Theodor Mayer que cité en el capítulo anterior. El argumento considera el estado feudal como “una aso­ ciación de personas” y ai estado moderno maduro como una asociación “institucio­ nal' territorial”. Véase nota 10 al capítulo 2.

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él, puesto que tendían a verlo más como un señor supremo o suzerano, y por lo tanto un primus inter pares, que como el ocupante presen­ te de un cargo distintivamente público. La asamblea característica de los Estados, en cambio, se plantaba frente al gobernante, representaba ante él al territorio. Implícitamente, esa asamblea de los Estados reco­ nocía y afirmaba la peculiaridad de la posición del gobernante frente al territorio que aquéllos encamaban. Estos tres aspectos que distinguen los cuerpos standisch con respecto a las reuniones feudales caracterizan al Standestaat en su conjunto, da­ do que aquéllos eran el componente más distintivo del nuevo sistema de gobierno. En síntesis, entonces, el Standes taat difería del sistema feudal esencialmente en el hecho de tener un funcionamiento más ins­ titucionalizado, tener una referencia territorial explícita y ser dualista, da­ do que enfrentaba al gobernante con los Stande y asociaba los dos elementos en el gobierno como centros de poder diferenciados. Esta última noción -e l “dualismo” del Standestaat- ha sido muy destacada en la literatura desde su formulación en el siglo XIX por el gran jurista alemán Otto von Gierke. La idea sugiere que el gober­ nante territorial y los Stande constituyen conjuntamente la organiza­ ción política, pero como centros de poder separados y recíprocamente reconocidos. Ambos la conforman a través de su acuerdo mutuo;16 pero aun durante la vigencia del acuerdo siguen siendo distintos, ya que cada uno ejerce poderes propios, en lo que difieren de los “órga­ nos” del estado moderno maduro y “unitario” (véase el capítulo 5). Que los Stande abordan problemas de gobierno como socios, como poseedores autosustentables de derechos y facultades, no como de­ pendientes sumisos, es evidente en la lectura del siguiente pasaje, en el cual el cronista de los Estados Generales franceses de 1357 da a co­

16 El historiador suizo W. Náf ha reunido y editado numerosos documentos histó­ ricos que contienen “pactos de gobierno”; para una síntesis de sus descubrimientos, véase su ensayo citado en la nota 1.

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nocer el discurso de Robert Le Coq, obispo de Laon y principal voce­ ro de los Estados para la “reforma”: D ijo que últimamente el Rey y el reino habían sido pobremente go­ bernados, de donde muchos males habían surgido tanto para el reino como para sus habitantes, en particular por las modificaciones en la moneda y por las recaudaciones de impuestos, así como por la mala administración y gobierno de los dineros que el Rey había recibido del pueblo; de esos dineros a menudo se habían dado sumas conside­ rables a quienes no lo merecían. Y todas estas cosas, dijo el obispo, se habían hecho con el consejo del canciller y otros, así como de otros más que en el pasado habían influido sobre el Rey. El obispo dijo ade­ más que el pueblo ya no podía tolerar tales cosas; y con este fin ha­ bían deliberado en conjunto y decidido que los funcionarios abajo mencionados [...] deben ser despojados a perpetuidad de todos los car­ gos reales. [...] ítem, el mismo obispo solicitó también que los funcio­ narios del rein o de F ran cia fueran suspendidos y se nom braran reformadores, a ser designados por los tres Estados; dichos reformado­ res deberán tener conocim iento de todo lo que decidan exigir de los antedichos funcionarios.17

El éxito de esta iniciativa constitucional de los Estados Generales sólo fue temporario. Pero incluso documentos muy posteriores de este y otros cuerpos, tanto de Francia como de otras partes, dan testimonio de la insistencia de los Stande en su papel de poderes independientes. Al mismo tiempo, hay que subrayar que los Stande y el gobernante se reunían como las dos mitades de un único sistema de gobierno. Juntos generaban, por decirlo así, un solo “campo de autoridad” atravesado por un proceso político unitario que tenía sus polos en ambos. Eviden­ temente, para que fuera compatible con y conducente a dicha unidad, el dualismo del Standestaat tenía que traslucirse en dispositivos institu­ 17 Tomado de M. Pacaut, Les Structures politiques de Voccident médiéval, op. cit., pp. 391 y siguientes.

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cionales mucho más sofisticados y complejos que los característicos del sistema feudal. En esta medida, el dualismo exponía y era moderado por otra característica antes mencionada, el alto grado de institucionalización del nuevo sistema. Más adelante volveremos a esto.18 Concentrémonos por el momento en la relación entre el dualismo del Standestaat (en el sentido de Gierke) y su otra característica arriba señalada, su territorialidad. Los Estados tenían una facultad de supervi­ sión en oposición al gobernante, como he dicho, en cuanto represen­ taban al territorio ante él; o bien lo reconocían y complementaban específicamente en su condición de gobernante territorial, o bien le recordaban el papel que le correspondía.19 Según Carsten, esta última función fue particularmente significativa en el ascenso al poder de los Estados en Alemania. A fines de la Edad Media, los numerosos gober­ nantes de las regiones alemanas se embarcaron en políticas dinástico patrimoniales que condujeron a que sus tierras fueran vendidas, divi­ didas, hipotecadas o invadidas, con ruinosos efectos para sus súbditos. En varios territorios alemanes los Estados se reunieron por primera vez y comenzaron a actuar a fin de oponerse y moderar dichas políti­ cas. Se veían a sí mismos como encamación del “pueblo del territo­ rio”, y en este carácter podían fortalecer considerablemente la pretensión a la autoridad de una dinastía contra otra. Además, podían usar este poder, y lo usaron, para afirmar la unidad de cada territorio y tomar parte en su gobierno.20

18 Sobre este y otros aspectos del Standestaat como un paso en el desarrollo del es­ tado moderno, véanse dos artículos de P. Schiera, “Socteta per ceti” y “Stato moder­ no”, en N. Bobbio y N. Matteucci (comps.), Di^onaWo di política (Turín, 1976), pp. 961 y siguientes y 1006 y siguientes [Diccionario de política, México, Siglo X X I, 1984/1988]. 19 Véase P. Schiera, “L’introduzione delle ‘Akzise’ in Prussia e i suoi riflessi nella dottrina contemporánea”, Annaii della Fondazione italiana per la storia amministrativa, 2 (1965), p. 287. 20 F. L. Carsten, Frinces and Parl/aments in Germán^, op. cit., pp. 425 y siguientes.

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Pero el hecho de que en una diversidad de circunstancias los Scan­ de se presentaran, tanto en Alemania como en otras partes, como en­ camación o representación del “pueblo” o el “territorio” o de ambos, y que en este carácter confrontaran y cooperaran con el gobernante, no debe ocultar un significado diferente del “dualismo”. El Standestaat, como el sistema feudal antes que él y el sistema absolutista des­ pués, también era dualista en el sentido más amplio de excluir a la gran mayoría de la población de cualquier posición de importancia política. En la medida en que reclamaban y ejercían un derecho ex­ clusivo a conducir conjuntamente la empresa del gobierno, tanto el gobernante territorial como los Estados constituían el mismo polo de este dualismo más amplio. La fragmentación aparente de la soberanía entre una serie de sujetos individuales y colectivos de gobierno en el Standestaat; las a menudo tensas relaciones entre los Estados y el prín­ cipe; los diferentes paquetes de derechos y privilegios, incluidos los del gobierno y autogobierno, que podían reclamar los diferentes gru­ pos: todas estas cosas no deben cegamos al hecho de que todo el siste­ ma descansaba económica y políticamente sobre la espalda de una mayoría oprimida y sin voz. Los Estados “representaban” los intereses del pueblo y el territorio sólo en la medida en que podían identificar esos intereses como propios, como los de una minoría privilegiada. Los meliores terrae se veían a sí mismos como si fueran el territorio. No obstante, cuando se reunían en los Estados no se representaban sino a sí mismos; proclamaban e insistían en sus propios derechos. Desde luego, debido a que sus medios de vida se basaban en última instancia en las fatigas del populacho, los meliores comprobaron a me­ nudo que era de su propio interés protestar e intervenir en nombre del pueblo: protegerlo de las incursiones y pillajes de señores enemistados entre sí, de las depredaciones de tropas mercenarias acantonadas en el campo, de los estragos de la “peste, el hambre y la guerra”, de la codi­ cia de eclesiásticos inescrupulosos y de la fijación de impuestos extorsivos por los gobernantes. Además, había otros lazos, morales, entre esta o aquella minoría privilegiada y la parte dél populacho que en cierto

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modo “incorporaba”. Pero, políticamente hablando, la gran mayoría de la población no aparecía como constituyente o participante del sis­ tema de gobierno, sino meramente como el objeto de éste. En este aspecto, entonces, el “dualismo” significaba que el populacho -en su mayor parte aún asentado en la tierra en una diversidad de esta­ tus subalternos, y encerrado dentro de relaciones exigentes y abarcativas de dependencia con respecto a sus “mejores”- dependía de la actividad política de esos “mejores” para salvaguardar sus intereses. Y éstos podían proclamarse y defenderse en términos verdaderamente políticos -es de­ cir, diferentes de las insurrecciones efímeras, los disturbios urbanos, el abandono de las aldeas, etcétera- sólo en la medida en que coincidieran con los de uno u otro de los Stánde privilegiados, que tratarían entonces de afirmarlos a través del cuerpo constituido correspondiente.

Los grupos componentes Hemos examinado dos elementos del dualismo distintivo del sistema del Standestaat, las relaciones entre los Stánde y el gobernante, y entre los gobernantes unidos y los gobernados. Para dar aún mayor peso al término “dualismo”, podría señalarse que cada uno de los dos compo­ nentes clave del sistema de los Estados, el elemento feudal y el ele­ mento urbano, se consagraba a gobernar “dualmente": ejercían la autoridad dentro del estrecho ámbito de su propia autonomía (el go­ bierno y la explotación del feudo “inmune”; el gobierno interno de la ciudad “con carta”), y también sobre uña unidad territorial más am­ plia a través de los Estados. El proceso político en el Standestaat giraba en gran medida en tomo de cuestiones sobre las cuales los elementos feudal y urbano estaban en desacuerdo, y en los que cada uno de ellos estaba embarcado con el otro y con el gobernante en una lucha de poder vital y tripartita. En esta sección analizaré esta lucha exclusivamente mediante la caracteri­ zación de sus principales actores. Comencemos con el gobernante.

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Al volver a la noción de Gierke sobre el dualismo del Standestaat, deberíamos señalar que las dos partes, Stande y gobernante, no estaban en el mismo plano. Como en la relación feudal, había entre las partes del “pacto de gobierno” standisch suficiente proximidad para hacer que éste fuera moralmente obligatorio y mutuamente honroso. Pero tam­ bién como en la relación feudal, había entre ellos una asimetría que fa­ vorecía al gobernante. Además, en este contexto la superioridad de éste no era de naturaleza feudal, la de un señor principal o suzerano, si­ no distintivamente pública, territorial y real. Desde luego, en la posi­ ción del gobernante persistían legados conspicuos del feudalismo. Típicamente, aún era el seígneur de grandes dominios, sobre los cuales se basaba en la mayor medida posible para sostener su casa y financiar sus políticas. Y, como hemos visto en el caso de las tierras alemanas, algunas dinastías reinantes todavía asociaban una significación exten­ samente patrimonial a todos los territorios que gobernaban, y no sólo a sus dominios señoriales. En líneas generales, sin embargo, el gober­ nante actuó cada vez más, y los Stande así lo consideraron, como el poseedor del título no feudal y público de rey, príncipe o duque. Co­ mo tal estaba por encima de los Estados, aunque éstos eran sus asocia­ dos en el gobierno. “El príncipe era gobernante antes del pacto, sin el pacto.”21 Los individuos o cuerpos poderosos aún podían relacionarse con él en términos feudales; pero los Stande por fuerza se dirigían a él en términos que lo reconocían como soberano, como la encamación de una majestad y un derecho más elevados y exigentes. Los Estados ofrecían corporativamente al gobernante así considerado tanto su res­ paldo como su resistencia. Como este último fenómeno —la resistencia de los Estados- se des­ taca con frecuencia en los análisis de su papel,22 debería quedar claro, en primer lugar, que la resistencia en cuestión era legítima (implica­

21 Náf, op. cit., p. 112. 22 Para una síntesis de esas discusiones, véase Carsten, op. cic., cap. 6.

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ba, como lo señalé antes, la “insistencia [de los Estados] en sus dere­ chos”) y, segundo, que muy a menudo los Estados surgieron debido a la iniciativa del mismo gobernante en busca de apoyo financiero. Puesto que cuando los ingresos de sus dominios señoriales resultaban insuficientes para cumplir sus compromisos y financiar sus empresas -e n especial las militares-, se dirigía a los elementos feudales y las ciudades y los urgía para que se constituyeran en asambleas de los Es­ tados a fin de que, con su consentimiento, pudiera tener acceso a re­ cursos económicos a los que de otra forma no tendría derecho legítimo. Los Estados, desde luego, negociaban su consentimiento a cambio del derecho a dirigir las mismas operaciones fiscales concomi­ tantes. A veces, como en el caso del Franco Condado, incluso recla­ maban el control sobre el gasto del producido resultante. Pero éste era para el gobernante un precio a pagar necesario y no exorbitante; des­ pués de todo, los Stanáe manejaban sus instrumentos administrativos sin ningún costo para él. Esta conexión entre las necesidades del gobernante y el ascenso de los Estados se prueba a veces a contrario con la “extinción” de éstos tras el advenimiento del gobierno absolutista. En Prusia, en especial, el paso clave en la marcha del gobernante hacia el absolutismo fue la creación (con el consentimiento inicial de los Estados) de un nuevo impuesto, la excisa, tasa urbana a los bienes de consumo; la adminis­ tración de este tributo se colocó no en manos de los Estados sino de un aparato bajo el control personal del gobernante, y los ingresos re­ sultantes se destinaron principalmente al establecimiento y manuten­ ción de su ejército permanente. Tras haber pasado por alto a los Estados tanto en la apropiación de un flujo fiscal como en su destino para un uso militar, el gobernante estuvo cada vez más en condiciones de prescindir de su apoyo e ignorar su resistencia.23

23 Este caso prusiano se relata de una manera muy instructiva en P. Schiera, “L’introduzione delle ‘Akzise’ in Prussia...”, art. cit.

Tal vez valga la pena explicitar en este momento que en el planteo previo “el gobernante” no puede considerarse de manera realista ex­ clusivamente como la persona física del jefe supremo de una dinastía reinante. Puesto que en el entorno inmediato del gobernante así en­ tendido, compartiendo completamente sus intereses y buscando la afirmación de éstos, se encontraba no sólo su familia extensa sino tam­ bién una amplia casa de conocidos y dependientes que no eran parien­ tes suyos pero que a veces se transformaban en sus íntimos aliados, confiables y muy bien retribuidos. Progresivamente, esta casa pasó a ser el centro de un nuevo cuerpo aún más grande de personal político administrativo, cuyos miembros, aunque de posición elevada y gene­ rosamente recompensados, mantenían todos una relación de mayor dependencia y sumisión con respecto al gobernante de lo que nunca sucedió con el vasallaje feudal.24 Dentro de este cuerpo de personal es posible distinguir tres catego­ rías (que a veces se superponen): clérigos, abogados con educación universitaria y nobles en busca de ascender en la corte. Todos servían al gobernante como sus designados y delegados personales más que como poseedores independientes de prerrogativas jurisdiccionales. Llevaban títulos que a menudo revelaban el humilde origen doméstico de las funciones que ahora comenzaban a dignificarse y a ser respeta­ bles. Eran mantenidos directamente con los fondos del gobernante o indirectamente con los ingresos asociados a sus títulos u otros disposi­ tivos patrimoniales, a menudo formalizados en términos feudales. Eran los servidores del gobernante en la tarea de gobernar: sus envia­ dos en el extranjero, las cabezas de sus unidades administrativas emer­ gentes, los miembros de sus consejos más íntimos, sus defensores ante los Stande, los jueces en sus tribunales y los conductores de sus ejérci­

24 El componente administrativo patrimonial-burocrático del Stárufestoat es desta­ cado en O. Brunner, “Feudalism: The History of a Concept”, en F. Cheyette (corap.), Lordship and Communicy in Medieval Europe, op. cit., pp. 51-53.

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tos. Con su ayuda, el gobernante podía llevar a cabo la misión diná­ mica característica del naciente estado moderno: la conquista de la soberanía tanto externamente (frente al emperador, el papa u otros gobernantes con pretensiones a su territorio) como internamente (frente a los magnates feudales y, cada vez más, los Staruáe). Si nos volvemos hacia el elemento feudal, observamos claramente una división dentro de las múltiples facultades de gobierno que ejer­ cía. Por un lado, en el nivel local los feudatarios individuales siguie­ ron ejerciendo la mayoría de sus poderes jurisdiccionales tradicionales sobre la población rural. Pero estos poderes eran valorados cada vez más por la contribución que hacían al bienestar económico de los li­ najes feudales individuales, al mantenimiento de su posición social elevada; en suma, a los intereses “privados” de estos rentistas nobles. Por otro lado, en un nivel más alto, translocal, la participación en los cuerpos standisch se había convertido en el modo principal de activi­ dad política para el elemento feudal, así como lo era para otros grupos privilegiados. Aquí los feudatarios actuaban como una entidad corpo­ rativa, confiriendo derechos a individuos (o, mejor, linajes) en su ca­ rácter de miembros de tales cuerpos, no como particuliers poderosos por sí solos. En este sentido, podemos decir que el elemento feudal había aprendido la lección de las ciudades en el ejercicio corporativo del poder político. Los feudatarios más ambiciosos, sin embargo, te­ nían otro camino hacia el poder (y a menudo hacia la riqueza): po­ dían entrar al círculo de consejeros y compañeros íntimos que la mayoría de los gobernantes construían en tomo de sí mismos, y a cu­ yos miembros seleccionaban a menudo entre los magnates feudales. También en el caso de las ciudades podemos ver una división entre los niveles local y translocal de actividad política. Si bien en principio en ninguno de ellos se conferían facultades de gobierno a los individuos como tales (a menos que incluyamos entre esas facultades las de natura­ leza patriarcal ejercidas por los jefes de familia sobre los hogares urba­ nos), y aunque incluso localmente los individuos ejercían el gobierno como poseedores de cargos colectivos, algunos de éstos fueron monopo­

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lizados desde el comienzo por fuertes subgrupos corporativos (oficios o comercio económicamente dominantes), y otros empezaban a ser ab­ sorbidos por los patrimonios de linajes urbanos acaudalados. Similares tendencias “oligárquicas” y “plutocráticas” pueden detectarse en el ni­ vel translocal con referencia a la cuestión de quién debía representar a las ciudades en las asambleas de los Estados. Dentro de las ciudades in­ dividualmente consideradas, estas tendencias se vieron interrumpidas de vez en cuando por vuelcos hacia gobiernos de amplia base popular. Es digno de señalarse que las constituciones políticas urbanas pro­ porcionaron un ámbito para la experimentación con nuevos dispositi­ vos políticos, administrativos y legales que progresivamente penetraron en el contexto más general del gobierno. En particular, el tamaño cre­ ciente de las ciudades y el hecho de que grupos sociales distintivamente urbanos se entregaran primordialmente a empresas económicas, como lo mencioné antes, condujeron a la formación de cuerpos representati­ vos electos que “gobernaron” con frecuencia mediante la promulgación de estatutos, una innovación trascendental. Complementarios de estos cuerpos, y formalmente dependientes de ellos, llegaron a establecerse roles políticos específicos con competencias diferenciadas y exigencias para su desempeño; se los concibió como separados de la persona de sus ocupantes designados o electos, a quienes se encargaba la atención constante de los asuntos políticos. Además, fue en el nivel de la políti­ ca urbana donde se presentaron en gran número personas seculares ins­ truidas y abogados de formación universitaria para servir como un nuevo tipo de personal político administrativo.25*

25 Véase, por ejemplo, L. Martines, Lawyers and Statecraft in Renaissance Florence (Princeton, Nj, 1963), aunque se refiere a un caso atípíco, dado que en el período que consideramos aquí Florencia fue una ciudad estado. Adviértase, sin embargo, que muchos de los instrumentos político-administrativos característicos de las organiza­ ciones políticas urbanas no fueron desarrollados por primera vez por y para ellas, sino por y para los cuerpos eclesiásticos, y especialmente monásticos. Véase E. Schmitt, Representación und Revoluáon (Munich, 1969), p. 37.

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Ya he destacado que en el Standestaat la gran mayoría de la pobla­ ción aparecía puramente como objeto del gobierno. No obstante, ha­ cia el final del período feudal las poblaciones rurales habían experimentado en diversos lugares con los medios de generar solidari­ dades políticamente efectivas entre iguales sin poder. Las poblaciones urbanas, como lo hemos visto, dieron más adelante un buen uso, un uso “agresivo” a sus resultados; pero en el campo sus metas habían si­ do mayormente defensivas; la iniciativa y el liderazgo provenían esen­ cialmente del clero y las principales consecuencias fueron “ligas” temporarias concebidas para proteger la paz rural contra su ruptura por los barones feudales. Aunque estos experimentos rurales fueron un componente importante en la transición del sistema feudal al sis­ tema standisch de gobierno,26 una vez establecido este último la signi­ ficación política de tales iniciativas entre la población rural pasó a ser marginal. En el nivel local existían aún comunidades rurales que re­ clamaban derechos distintivos para sus miembros; pero los órganos de esas comunidades funcionaban en su mayor parte de manera intermi­ tente, y se esperaba que limitaran sus actividades a proclamar sus que­ jas por violaciones a sus derechos ante el gobernante o los cuerpos standisch pertinentes, quienes proporcionarían un remedio contra se­ ñores prevaricadores o ciudades usurpadoras. La situación de los estra­ tos urbanos más bajos, que, incapaces de monopolizar destrezas o herramientas, no podían encontrar lugar en el sistema interno de es­ tados de la ciudad, era en cierto sentido peor, porque ni siquiera po­ dían apelar a antiguas costumbres en defensa de sus intereses, como lo hacía a menudo el populacho rural.

26 Este aspecto fue resaltado en H. Spangenberg, Vom Lehnstaat *um Standestaat (Aalen, 1964), cap. 6. (La primera edición de este libro se publicó en 1912.)

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El legado político del Standestaat Hemos visto que los elementos constituyentes del Standestaat estaban preponderantemente interesados en cuestiones de privilegios y dere­ chos: derechos del gobernante contra los de los Stande, y a la inversa; o los derechos respectivos de cada estado frente a los otros. En este as­ pecto hubo una continuidad esencial entre el Standestaat y el sistema feudal de gobierno. Por ejemplo, vale la pena señalar que a menudo se denominó como “libertades” a los derechos diferenciados de los esta­ dos, un concepto cuyo significado básico tenía mucho que ver con la noción antigua de “inmunidad”.27 Pero también hubo importantes di­ ferencias entre los dos sistemas. La reparación a la fuerza de los derechos violados por parte de quienes los afirmaban (“autodefensa”) se hizo menos frecuente bajo el sistema del Standestaat, dado que el gobernante, que a menudo actua­ ba en respuesta a protestas contra la inclinación mutua de los feuda­ tarios a expoliar y masacrar a los dependientes de sus rivales como una manera de afirmar sus propios derechos impugnados, llegó a obs­ taculizar la autodefensa con condiciones y restricciones y se mostró dispuesto y capaz de descargar su propia ira sobre cualquiera de los transgresores. En varios territorios, los gobernantes establecieron tam­ bién sistemas de tribunales para impartir justicia sobre la base de su propio nuevo derecho “ilustrado”. Así, tanto el ejercicio normal como la reafirmación ocasional de derechos (aun derechos de gobierno) se hicieron menos rudimenta­ rios, menos abiertamente coercitivos y amenazantes de la seguridad del orden, más letrados y legalistas. Gran parte de la tarea política im­ plicaba ahora aceptar y dar consejos antes de dar y promulgar órde­ nes; consultar a las partes interesadas, los documentos oficiales y las

27 Véase K. V. Raumer, “Absolute Staat, korporative Libertan, personliche Freiheit”, pp. 173 y siguientes de la compilación hecha por H. H. Hofmann y citada en ía nota 1.

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autoridades calificadas; y tomar decisiones, o proclamar objeciones o reservas a ellas, con fundamentos expresos. En estas muy novedosas modalidades del proceso político (a menudo brutalmente interrumpi­ das por la agresión, la usurpación o la represión francas) podemos ver prefigurado el temperamento predominantemente discursivo y siste­ mático de los procesos políticos internos del estado moderno. Por úl­ timo, como gran parte de la controversia sobre los derechos giraba ahora no en tomo de las relaciones feudales sino de las prerrogativas “públicas” respectivas del gobernante y los Stande, discurría cada vez más en el lenguaje del derecho ilustrado, romano y canónico, más que en el del derecho “bárbaro” consuetudinario y la tradición jurídica popular. Una vez más, esto contribuyó a “civilizar” el proceso político en el sentido recién señalado. Las antedichas indicaciones conciernen a las modalidades, las for­ mas del proceso político. Su contenido fue principalmente generado, por un lado, por la relación gobemante-Stamie, y por el otro por las relaciones transversales entre el gobernante territorial, el elemento feudal y los grupos de base urbana. Como lo indiqué repetidamente, los tres compartían una supremacía irrebatible y políticamente no problemática sobre la masa de la población; pero sus intereses, las ba­ ses culturales y económicas del poder social de cada grupo, diferían lo suficiente para generar sostenidos conflictos entre ellos. Los alinea­ mientos de las partes variaban de acuerdo con las cuestiones. Por ejemplo, una vez estabilizadas las relaciones de las ciudades con las economías rurales circundantes, los estados urbanos llegaron a com­ partir la resistencia del elemento feudal a las políticas del gobernante orientadas a difundir uniformemente su control sobre todo el territo­ rio; juntos, ciudadanos y feudatarios procuraron defender tradiciones y autonomías locales o regionales. Al mismo tiempo, las preocupacio­ nes de estatus distintivas y la fisonomía cultural de los feudatarios y las dinastías reinantes como componentes de una clase noble terrate­ niente los unieron en una oposición común a ios avances económicos y de estatus de los grupos urbanos.

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Pese a una diversidad de alineamientos entrecruzados entre los tres protagonistas, hubo una tendencia generalizada a que los grupos urba­ nos, una vez conquistada una posición legítima dentro del sistema de gobierno, apoyaran la campaña del gobernante territorial por restrin­ gir la importancia política del elemento feudal. Lo hicieron prestán­ dole su respaldo financiero y militar y, cada vez más, aportando hombres a su creciente aparato administrativo. Esta tendencia básica interactúa de diversos modos (1) con otras tendencias, particular­ mente el rechazo de los gobernantes de la subordinación efectiva al emperador o el papa, y a veces al rey, y (2) con el cambiante equili­ brio militar y diplomático entre los gobernantes territoriales. Bockenfórde proporcionó una útil síntesis de las consecuencias más significativas para la historia occidental de los múltiples conflic­ tos y adaptaciones que resultaron de esta interacción.28 En Francia, una dinastía territorial reinante centralizó progresivamente el poder y debilitó políticamente a los Estados, construyendo un aparato de go­ bierno cada vez más efectivo alrededor del monarca. En Inglaterra, una monarquía que había comenzado con una posición muy fuerte en los siglos XII y XIII se topó con una oposición cada vez más vigorosa de los Estados. Al fin, después de la caída de los Estuardo, el impulso centralizador continuó, pero con el Parlamento como su foco. En Alemania, la centralización fue llevada a cabo en niveles comparati­ vamente bajos por gobernantes territoriales que se opusieron con éxi­ to a los intentos de fuerzas de mayor nivel de hacer del Imperio mismo un estado. En la mayoría de las regiones alemanas, el fracaso de la centralización de alto nivel significó el retraso en todos los nive­ les del establecimiento de fuertes estructuras político-administrativas de gobierno. La principal excepción fue Prusia.

28 E.'W. Bockenfórde, “La pace di Westphalia e U diritto d’alleanza dei ceci deIPlmpero”, en E. Rotelli y P. Schiera (comps.), Lo stato moderno, vol. 3 (Bolonia, 1974), p -339.

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A los efectos de nuestro tratamiento tipológico, las consecuencias francesas y prusianas (tardías) son más significativas que las inglesas, porque encaman mejor el sistema absolutista de gobierno, el tema de nuestro próximo capítulo.

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Capítulo IV El sistema absolutista de gobierno

En el capítulo anterior, sugerí que el ascenso de las ciudades en el Oc­ cidente medieval diferenció pronunciadamente el contexto social, económico y cultural del Standes taat emergente con respecto al del precedente sistema feudal de gobierno. No parece haber habido un cambio contextual igualmente dramático que se asociara de manera significativa a la transición al sistema absolutista de gobierno entre los siglos XVII y XVIII en países como Francia, España, Prusia y Austria. En lugar de ello, creo que este “cambio de tipo” se relaciona mejor con un nuevo conjunto de demandas y oportunidades específicamen­ te políticas que confrontan los sistemas existentes de gobierno. Desde esta perspectiva, la dinámica causante del cambio actuó no tanto dentro de cada estado aisladamente considerado como dentro del sis­ tema de estados. El fortalecimiento de la autoridad territorial y la ab­ sorción de territorios más pequeños y débiles por otros más grandes y más fuertes —procesos que se habían producido a lo largo de la evolu­ ción histórica del Standestaat- condujeron a la formación de un nú­ mero relativamente pequeño de estados mutuamente independientes, cada uno de los cuales se definía como soberano y libraba con los de­ más una lucha de poder inherentemente abierta, competitiva y preña­ da de riesgos. Este patrón extremadamente novedoso de relaciones entre entida­ des políticas más grandes (que se analizará con más detalle en el pró­ ximo capítulo) atribuyó una importancia considerable a la aptitud de

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un estado para ajustar su ordenamiento político interno y estructurar la autoridad a fin de hacerla más unitaria, constante, calculable y efectiva. Si un estado dado pretendía sostener o mejorar su posición frente a otros, un centro en su interior tendría que monopolizar cada vez más el gobierno sobre su territorio y ejercerlo con la menor me­ diación e intervención posibles de otros centros al margen de su con­ trol. Cada estado tendría también que perfeccionar las herramientas de gobierno para transmitir pronta, uniforme y confiablemente la vo­ luntad del centro a todo el territorio, y movilizar de acuerdo con lo exigido los recursos correspondientes de la sociedad. Así, las nuevas tensiones, amenazas y desafíos que cada estado soberano generó y confrontó externamente se incrementaron y favorecieron la tenden­ cia del gobernante territorial a reunir todos los poderes de gobierno -una tendencia ya visible y significativa dentro del Standestaat- hasta dar origen internamente a un sistema gubernativo cualitativamente diferente.1 Por otro lado, si bien todavía ponemos de relieve los deter­ minantes políticos de este fenómeno, podemos ordenar al revés las re­ laciones entre sus aspectos internos y externos: es posible considerar como primum mobile la tendencia del gobernante hacia un gobierno más efectivo y exclusivo, y ver la postura mutuamente desafiante y autocentrada de cada uno los estados con respecto a los demás como el resultado y no la causa de esa tendencia.2 Cualquiera sea la elección que hagamos entré estas dos interpreta­ ciones, también deberíamos señalar que el desarrollo del gobierno abso­ lutista se vio favorecido por otros fenómenos políticos internos, que tal vez lo hicieron inevitable; un ejemplo es la necesidad de refrenar las confrontaciones belicosas que se produjeron entre facciones polítíco-re-

1 J. Vicens Vives, “La strutmra amrainistrativa statale nei secoli XVI e X V Il” , en E. Rotelli y P. Schiera, Lo stato moderno, op. cit., vol. 1, pp. 226 y siguientes. 2 Para esta línea de interpretación, véase, por ejemplo, B. de Jouvenel, On Power (Boston, 1962) [El poder, Madrid, Editora Nacional, 19743-

ligiosas dentro de un único territorio como secuelas de la Reforma. De hecho, un erudito italiano ha situado el fin del Standestaat francés alre­ dedor de 1614-1615 y rastreó su causa hasta el impacto provocado por el asesinato de Enrique IV por un fanático religioso en 1610.3 Por últi­ mo, la comercialización acelerada de la economía, resultado tanto de la dinámica interna del sistema productivo urbano (que ahora avanzaba irresistiblemente hacia el establecimiento del modo capitalista de pro­ ducción) como de los metales preciosos que afluían a Europa desde ul­ tramar, también desempeñó un papel significativo en la transición al absolutismo. Sin embargo, mi principal interés en este capítulo no es adentrarme en las complejas cuestiones causales sino describir simple­ mente la desaparición del Standestaat y caracterizar el nuevo sistema ab­ solutista de gobierno, al que en gran medida se considera como la primera encamación madura del estado moderno.

Las ciudades y la declinación del Standestaat En 1629, el cardenal Richelieu escribió lo siguiente en una síntesis de las principales directivas de la política real que dirigía a su señor, Luis XIII: “Reducir y restringir los cuerpos que, debido a sus pretensiones a la soberanía, siempre se oponen al bien del reino. Asegurar que vues­ tra majestad sea absolutamente obedecida por grandes y pequeños”.4 El blanco al que apuntaba era sobre todo la nobleza más elevada, y su­ perar su resistencia exigió varias décadas de una política determinada e inflexible. Pero el carácter despiadadamente dinámico de esa políti­ ca queda señalado por el hecho de que entre sus objetivos posteriores se encontraban cuerpos -com o el Parlamento de París, compuesto en 3 A. Negri, “Problemi di storia dello Stato moderno: Francia, 1610-1650”, Rivista criticad! sioriadella filosofía, 22 (1967), pp. 195 y siguientes. 4 Citado en W. F. Church, The ¡mpact o f Absolutism on Franee (Nueva York, 1969), p. 30.

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gran medida por elementos burgueses ennoblecidos- que antes habían sostenido vigorosamente al poder real contra la nobleza feudal. No sólo la nobleza vio progresivamente confiscadas sus facultades de go­ bierno por el avance del absolutismo. Pero el choque abierto entre el monarca y los Estados es sólo la parte más visible y dramática de la historia. Mi intención es argumen­ tar que la resistencia de los Estados también resultó debilitada, y en gran medida, desde adentro, y que las tendencias sociales y económi­ cas los privaron de la voluntad y la capacidad de desempeñar un papel político independiente, ya fuera como opositores al poder real o como sus socios. Por razones principalmente internas a sus grupos constitu­ yentes, los niveles superiores, públicos y verdaderamente políticos de las prerrogativas jurisdiccionales de los Estados habían dejado de ac­ tuar efectivamente antes de que éstas fueran derogadas. Observemos cómo sucedió esto, comenzando con el elemento urbano. Como lo señalé antes, los intereses que habían llevado a los grupos urbanos a buscar la autonomía política y participar en los cuerpos constituidos standisch no habían sido específicamente políticos, expre­ sión de una vocación inherente de gobierno, sino más bien comercia­ les y productivos, en procura de una garantía política. La intención predominante de los esfuerzos políticos originales de las ciudades ha­ bía tenido dos aspectos: por un lado, obtener un reconocimiento for­ mal de su articulación interna en grupos privilegiados y corporativos; y por el otro, construir con el gobernante y el elemento feudal, me­ diante los Estados, marcos más amplios para la puesta en vigor de la ley y el mantenimiento del orden conducentes a la seguridad y el pro­ greso de sus empresas comerciales. Ambos objetivos habían sido alcanzados. Pero el gobernante territo­ rial había desempeñado un papel cada vez más preponderante en asegu­ rar el segundo aspecto a través del uso de un aparato fiscal, militar y administrativo exclusivamente dependiente de él (aunque a menudo dotado con personal de extracción burguesa). No obstante, los grupos urbanos dominantes se sintieron satisfechos con este hecho. A decir

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verdad, consideraban que lo mejor era contar con ulteriores ampliaciones y elaboraciones de las facultades gubernativas cfcl soberano como respuesta a las perturbaciones residuales de la “ley y el orden” que aho­ ra, debido a que se había negado al elemento feudal el derecho a em­ barcarse en disputas y guerras privadas, se originaban en otros desafíos a la soberanía del gobernante, en la forma de la disidencia religiosa y los conflictos interestatales. En lo que se refería a dichos grupos, el gober­ nante podía asegurar la construcción y el mantenimiento de marcos ca­ da vez más grandes, uniformes y abarcadores de todo el territorio para la regulación y el sostén de las actividades económicas urbanas de una manera que ningún otro cuerpo -n i siquiera los organismos standisch, con sus bases preponderantemente regionales- podía emular. También desde el punto de vista del sistema emergente de derecho internacional estaba el gobernante en una posición única para proteger y promover el interés creciente de los grupos más acaudalados de las ciudades en la expansión de los mercados extranjeros, la explotación de los recursos de ultramar o la prevención de la competencia foránea.5 De tal modo, más que a ejercer su fuerza política (y militar), las ciudades estaban dispuestas a renunciar a la mayor parte de los pode­ res de los cuerpos constituidos regionales o territoriales.6* Al respecto, algunos grupos urbanos crecientemente importantes ya no estaban ni siquiera interesados en mantener la autonomía interna de las ciuda­ des. Después de todo, la regulación corporativa de la producción y el comercio de los oficios no había seguido el ritmo de los cambios en la tecnología material y social de producción y se interponía en el cami­

5 Véase I. Wallerstein, The Modem World System (Nueva York, 1974), cap. 3 [Eí sistema mundial moderno, Madrid, Siglo Xxi]. 6 Aunque en general las ciudades italianas son atípicas, el ejemplo de Lucca, se­ gún lo examina M. Berengo, Nobili e mercanti nella Lucca del Cinquecento (Turfn, 1965), es muy instructivo y no especialmente atfpico. Incidentalmence, el “vigor mi­ litar” de las ciudades había sido fatalmente debilitado por eí desarrollo de ía artillería, que hizo obsoletas las formas menos sofisticadas de fortificación urbana.

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no de los elementos urbanos deseosos de usar su riqueza como capital y hacer que rindiera beneficios utilizándola para comprar fuerza de trabajo como una mercancía. Las oportunidades de este tipo distraían a algunos ciudadanos de las preocupaciones políticas, y oscurecían sus intereses como miembros de la ciudad o de determinadas corporacio­ nes al mismo tiempo que hacían que tuvieran mayor conciencia de sus intereses puramente individuales como propietarios de capital. Para estas personas, tanto la política interna de la ciudad como su parti­ cipación activa en el sistema de gobierno más general se convertían cada vez más en una molestia; de nuevo, al menos en la medida en que la ley y el orden se preservaran dé otra manera. El gobernante territorial estaba efectivamente dispuesto a preser­ varlos, y a regular y sostener antiguas y nuevas empresas productivas y comerciales. En su aspecto interno, el fundamento del mercantilismo, la política económica característica de los regímenes absolutistas, consistía principalmente en reducir la autonomía de los órganos de regulación económica de asiento local, ya fuera suprimiéndolos o, más a menudo, integrándolos a un sistema estatal uniforme que era más sofisticado técnicamente, estaba menos atado a la tradición y se supervisaba con mayor eficacia que esos órganos locales.7 Por ejem­ plo, aunque la mayoría de los gremios y agrupaciones de oficios siguie­ ron en funcionamiento, lo hicieron como órganos de control que actuaban de acuerdo con elaboradas normas, dictadas ahora por el so­ berano. En Francia, edictos de Francisco II y Carlos IX, de 1560 y 1563, respectivamente, eliminaron los tribunales independientes de los mercaderes y traspasaron su jurisdicción al sistema judicial estatal; pero los antiguos miembros de los tribunales suprimidos fueron toma­ dos como asesores de los del estado. Las ordenanzas promulgadas por los reyes franceses para regular las relaciones comerciales a menudo deducían gran parte de su contenido de estatutos y costumbres que

7 G. N. Clark, The Severaeem/i Centura (Londres, 1927), p. 21.

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mercaderes y comerciantes habían elaborado antes para su propio uso y aplicado de manera autónoma.8 La vitalidad y autonomía (y credibilidad, como cabría decir hoy) de las instituciones políticas urbanas disminuyeron aún más a consecuen­ cia de ásperas rivalidades internas en tomo de determinados derechos y privilegios jurisdiccionales. Ahora era posible que un individuo o una familia obtuviera del gobernante un derecho exclusivo y hereditario a esta o aquella parte de las prerrogativas colectivas de la ciudad, a esta o aquella exención fiscal o privilegio honorífico; como lo señalé en el ca­ pítulo anterior, esto significaba que los derechos urbanos distintivos es­ taban perdiendo su naturaleza corporativa y pasaban a ser absorbidos por los patrimonios de linajes “patricios” individuales. Pero esto perver­ tía su naturaleza; impedía su ejercicio como parte de un sistema político autónomo y abierto; y sobre todo provocaba disensiones que paraliza­ ban el cuerpo político de la ciudad, y a veces incluso los cuerpos consti­ tuidos translocales en los que estaban representadas las ciudades. Expresiones visibles de la pérdida de finalidad y fortaleza políticas por parte del elemento urbano fueron la competencia por el ennoble­ cimiento dentro de la burguesía (en Francia esto condujo al estableci­ miento de una noblesse de robe, que se distanció odiosamente del elemento urbano plebeyo sin ser aceptada nunca como su par por la noblesse d’épée feudal); el remedo de los modales feudales por los bur­ gueses más acaudalados; y el trazado de más y más líneas notorias (y también esta vez odiosas) de demarcación de estatus entre grupos ad­ yacentes dentro de la población de la ciudad. Los contrastes económi­ cos de clase desempeñaron un papel cada vez más importante -si bien tal vez menos evidente—en el mismo proceso.9

8 F. Gaígano, “La categoría storica del diritco commerciale”, en G. Tarello (comp.), Materiali per una storia della cultura giuridica, vol. 6 (Bolonia, 1976), pp. 48 y siguientes. 9 Esta breve relación de la pérdida de vigor político del elemento urbano se inspi­ ra en gran medida en L ’Ancien Régime, de Tocqueville (Oxford, 1904) [El Antiguo Régimen y la Revolución, Madrid, Alianza, 1993].

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El elemento feudal y la declinación del Standestaat En lo que se refiere al elemento feudal, su posición económica se de­ terioró extremadamente en el período en consideración, debido a la comercialización creciente de la economía. Por ejemplo, el influjo de •los metales preciosos devaluó la moneda y con ello disminuyó en tér­ minos reales los ingresos monetarios de los grupos terratenientes, que con frecuencia eran fijos. Y el código de honor de la nobleza (a veces respaldado por la sanción formal de la pérdida de estatus noble) les impidió a menudo que aprovecharan plenamente las oportunidades de obtener ganancias abiertas por la comercialización.10 Esto debilitó al elemento feudal frente al monarca y la burguesía. Los burgueses más ricos, en particular en Francia, aprovecharon la práctica real de vender ciertos cargos y ofrecieron más que los nobles por ellos, con lo que se apropiaron en forma exclusiva de los beneficios generalmente lucrativos que traían aparejados. Frente a los ostentosos gastos de los burgueses más ricos, a la nobleza le resultó cada vez más difícil mante­ ner su estilo de vida distintivamente opulento, ocioso y honorable. Naturalmente, esto no contribuyó al entendimiento y la cooperación política entre los grupos privilegiados más antiguos y más recientes. La vida en la corte del monarca llegó a ser vista como un modo de que la nobleza feudal pusiera de relieve su carácter distintivo, y por lo demás a veces podía resultar en ganancias económicas. Pero en su mayor par­ te era ruinosamente costoso y colocaba a la nobleza en una posición de dependencia con respecto al soberano, como lo veremos; también condujo al aumento de las rivalidades entre los mismos cortesanos. Otro problema fue que el elemento feudal había perdido en gran me­ dida su importancia militar, y con ello una de sus tareas políticas origi­ nales. Desde luego, hacía tiempo que la efectividad militar de la hueste feudal propiamente dicha -una pequeña élite de guerreros montados y

10 Véase D. Bitton, The French Nobility in Crisis 1560-1640 (Stanford, Calif., 1969).

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con pesadas armaduras- había llegado a su fin. Pero durante algunos si­ glos la nobleza había conservado otro tipo de funciones militares. Co­ mo parte de su educación general, el noble recibía entrenamiento para conducir al combate, en nombre del gobernante, pequeñas tropas de sus propios dependientes. Por lo común, éstos eran apresuradamente re­ clutados para expediciones relativamente cortas, y libraban un tipo de operaciones bélicas poco sofisticadas y rudimentarias, con armas ele­ mentales de su propiedad o suministradas por su conductor noble. En el nuevo contexto de la política interestatal, sin embargo, avances trascendentes en la tecnología material y social de la guerra habían hecho imperativo que los estados que pretendían sobrevivir y prosperar mantuvieran un ejército permanente y, en los casos perti­ nentes, una flota de guerra, ambos financiados, equipados y dotados de oficiales por iniciativa del gobernante.11 Este nuevo hecho de la vida política tuvo varias implicaciones importantes: una fue que la as­ cendencia y educación aristocráticas ya no calificaban por sí mismas a un individuo como conductor militar competente y confiable; una se­ gunda, que en su nueva forma la guerra ya no fue fácilmente compati­ ble con el mantenimiento de un estilo de vida noble; la tercera, que dejó de estar al alcance de los recursos de un noble medio equipar personalmente una unidad militar de la clase que ahora se requería; y la cuarta, que se deduce de la anterior, que el noble que quería seguir desempeñando tareas militares tenía que hacerlo en nuevos términos, los del gobernante.12 Si consideramos además que el sistema tribunalicio expandido y profesionalizado del gobernante había hecho que las facultades judi-

11 Véase M. Howard, War in European History (Oxford, 1976), capítulos 2-4 [La guerra en la historia europea, México, Fondo de Cultura Económica, 1983]. 12 Hubo otras implicaciones significativas de naturaleza fiscal, como ya lo señalé en un capítulo anterior. Véanse N. Elias, Über den Prozess der Zivilisation, op. cit., vol. 2, pp. 279 y siguientes; y A. Rüstow, Ortsbestimmung der Gegenwart, op. cit., vol. 1, pp. 239 y siguientes.

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cíales del elemento feudal fueran menos importantes incluso en el plano local, resulta claro que la nobleza simplemente no podía haber mantenido su influencia política anterior, ya fuera a través de cuerpos standisch o por los poderes señoriales. Aun localmente, los derechos tradicionales de autoridad de los feudatarios perdieron progresiva­ mente casi toda su significación económica y de estatus. Con la avari­ ciosa puesta en vigor de todos los derechos de que aun disfrutaban, los grupos terratenientes siguieron librando sus acciones de retaguardia contra el poder usurpador de los intereses móviles, comerciales y mo­ netarios, y trataron de preservar su modo distintivo y ocioso de exis­ tencia y sus prerrogativas sociales. Para el elemento feudal hubo otra manera de asociarse con las em­ presas políticas del gobernante: nobles individuales podían unirse a la corte de éste y procurar entrar en sus consejos más íntimos. Pero te­ nían que hacerlo en el terreno del gobernante y también esta vez de acuerdo con sus términos, no según los antiguos del ejercicio de los derechos y deberes corporativos tradicionales de ayuda y asesoramiento. Era inevitable que cualquier intento renovado que hiciera el ele­ mento feudal por desempeñar un papel político serio a través de los viejos cuerpos standisch se considerara un desafío al poder real y se lo tratara de manera consecuente.13

El gobernante y su corte: Francia He sugerido algunas poderosas tendencias a largo plazo que socavaron los poderes de los Estados, tanto de resistencia efectiva a la hegemonía creciente del gobernante como de intervención positiva en la tarea de 13

Clark, op. cit., pp. 86 y siguientes. Para los ejemplos de Prusía y Austria, véase

H. O. Meissner, “Das Regierungs- und Behordensystem María Theresas und der

preussische Staat”, en H. H. Hofmann (comp.), Die Entstehung des modernen souveranen Staates, op. cit., pp. 210 y siguientes.

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gobernar; por otra parte, señalé que la mayoría de estas tendencias ya estaban en marcha durante el apogeo del Standestaat. Si a ellas, que no eran obra directa del monarca, les agregamos las propias políticas de és­ te, que preveían específicamente alcanzar el mismo fin -en Francia, por ejemplo, la exclusión deliberada de príncipes de la sangre de la tenen­ cia de gobernaciones militares-, podemos ver de qué manera elimina­ ron en conjunto el dualismo característico del Standestaat (en el sentido de Gierke). En el estado absolutista, el proceso político ya no está es­ tructurado primordialmente por la tensión y colaboración legítimas y continuas entre dos centros de autoridad independientes, el gobernante y los Stande; se desarrolla sólo alrededor y a partir del primero. En la mayoría de los casos los cuerpos constituidos stándisch no se su­ primieron formalmente: los Estados Generales franceses, por ejemplo, simplemente no fueron convocados entre 1614 y 1789. Muchos cuer­ pos siguieron “representando” los paquetes diferenciados de derechos e inmunidades de sus grupos constituyentes mucho después de que hubie­ ran dejado de cumplir un papel político efectivo.14 Pero, lo repito, los derechos e inmunidades que reclamaban implicaban cada vez menos poderes públicos de gobierno, excepto algunos insignificantes (en parti­ cular exenciones fiscales) que beneficiaban a los individuos que disfru­ taban de ellos exclusivamente como componentes de patrimonios, como puntos en las partidas de menosprecio y envidia mutua que juga­ ban unos con otros. Pero el poder que los Stande habían perdido era el de gobernar: la aptitud de iniciar acciones colectivas, participar en la determinación de la política pública y supervisar su ejecución, asistir a las necesidades de la sociedad más general y dar forma a su futuro. El gobierno estaba ahora exclusivamente en las manos del monarca, que había hecho suyas todas las prerrogativas públicas efectivas (en oposición a las formales). Para ejercerlo, en primer lugar tuvo que au­ 14 Véase el lugar ocupada por las instíLuciones stándisch en [a investigación sobre las estructuras constitucionales europeas prerrevolucionarias en R. R. Palmer, The Age o f the Democratic Revolution (Princeton, NJ, 1959), vol. 1.

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mentar su propia prominencia, magnificar y proyectar la majestad de sus poderes con el engrandecimiento de su corte, e intensificar su en­ canto. La corte del gobernante absoluto ya no era el sector más elevado de su casa, un círculo de parientes, colaboradores íntimos y dependien­ tes favorecidos. Era un amplio mundo, artificialmente construido y re­ gulado y altamente distintivo que se manifestaba ante quienes no pertenecían a él (y ante los extranjeros) como una encumbrada altipla­ nicie, un escenario elevado en el centro del cual estaba el gobernante en una posición de superioridad irrebatible. Para comenzar, su persona era constantemente exhibida en el fulgor del mundo “público'’ condensado y realzado que encamaba la corte. Consideremos este fenómeno en la corte francesa del siglo XVII, que es la que mejor lo ejemplifica. El rey de Francia era en su integridad, sin reservas, un personaje “público”. Su madre lo daba a luz en público, y desde ese momento su existencia, hasta en sus momentos más triviales, se representaba ante los ojos de asistentes que eran poseedores de cargos dignificados. Comía en público, se iba a la cama en público, se despertaba, era vestido y acicalado en pú­ blico, orinaba y defecaba en público. No se bañaba mucho en público; pero en ese entonces tampoco lo hacía en privado. No tengo pruebas de que copulara en público; pero estaba bastante cerca de hacerlo, si se consideran las circunstancias en que se esperaba que desflorara a su au­ gusta desposada. Cuando moría (en público), su cuerpo era urgente y chapuceramente cortado en público, y sus partes amputadas ceremo­ niosamente distribuidas entre los personajes más elevados que lo ha­ bían asistido a lo largo de su existencia mortal.15*

15 A esta manera de entender la posición del monarca podría oponerse, desde luego, el famoso dicho “l’état, c’est moi”, atribuido a Luis XIV y a menudo interpretado como la afirmación de una identificación estrecha entre el estado y la persona física del go­ bernante individual. A juzgar por recientes escritos sobre la cuestión, sin embargo, parece que puede concluirse lo siguiente’, probablemente, Luis XIV nunca lo dijo; si lo dijo, no pretendía que se entendiera de ese modo; y si pretendía que se entendiera de ese modo, entonces no sabía de qué estaba hablando. Véanse F. Hartung, “L’état,

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La corte que lo rodeaba estaba, de tal modo, constituida para mag­ nificar y exhibir esa existencia. Era un mundo visible de privilegio. Sus ámbitos físicos; los modales y atuendos de los cortesanos; su ruti­ na altamente simbólica, ritualizada y dispendiosa: todo transmitía una imagen de esplendor, gracia, lujo y ocio. La “encumbrada altiplani­ cie”, como la he llamado, estaba cuidadosamente terraplenada, y se elevaba hasta la figura del gobernante a través de múltiples gradacio­ nes -gradaciones en los títulos de los cortesanos, en su proximidad al monarca, en la frecuencia y naturalidad de su acceso a él, en sus pre­ cedencias ceremoniales y en las señales de estatus codificadas en sus vestimentas y posturas.16 Adviértase que este contexto artificial, con tantas características que realzaban el sentido del estatus de los cortesanos, forzosamente los hacía mutuamente envidiosos, desconfiados y hostiles. Facilitaba la emergencia de camarillas, intrigas y alineamientos furtivos y cam­ biantes de asociados que recelaban unos de otros; prosperaba en el chisme y el espionaje. Así, las inquietudes de los cortesanos (que a menudo no tenían otra opción que concurrir a la corte) pasaron a concentrarse en cuestiones cuyos resultados podían a lo sumo tener consecuencias para la posición de este o aquel individuo, pero que no podían cambiar su condición compartida de aislamiento, dependen­ cia e impotencia doradas.17

c’est moi”, en su Staatsbildende Krafte der Neuzeit (Berlín, 1961), pp. 93 y siguientes; y E. Schmitt, Reprasentation und Revolution, op. cit., pp. 67 y siguientes. 16 Véase la sobresaliente reconstrucción sociológica del ámbito cortesano y de su significación política en N. Elias, Die hófische Gesellschaft (Neuwied, 1969) [La socie­ dad cortesana, México, Fondo de Cultura Económica, 1982]. 17 Como fuente de primera mano referente a la corte absolutista francesa, sigue siendo inigualado el duque de Saint-Símon; véase L. Norton (comp. y trad.), The Historical Memories o f the Duc de Saint-Simon (Londres, 1970-1973), 3 volúmenes [en español hay selecciones traducidas y anotadas por Consuelo Berges: Memorias, Barce­ lona, Bruguera, 1983, y Retratos proustúmos de cortesanas, Barcelona, Tusquets, 1985].

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Al construir y mantener una corte semejante, el gobernante absoluto se aseguraba contra los intentos serios del elemento feudal por recuperar sus derechos corporativos de gobierno.18 Al mismo tiempo, en cierto modo lo compensaba por la pérdida con su exaltación por encima de la sociedad circundante y el ofrecimiento individual a los cortesanos de la posibilidad de ascenso o la esperanza de asegurarse una pensión o una sinecura. Además, al rodearse de la nobleza en la corte, el gobernante reafirmaba el hecho de que aún compartía, como un primus inter pares, su posición cultural, jerárquica y económica dis­ tintiva, aunque no, por supuesto, la política. El soberano, entonces, gobernaba desde su corte más que a través de ella. La corte constituía el aspecto expresivo de su gobierno, por decir­ lo así, pero esto tenía que complementarse con un aspecto instrumen­ tal. De allí que en intersección con la corte (más que enteramente envuelto por ella) hubiera otro ámbito, que se situaba en una relación más directa y material con la empresa de gobernar y funcionaba como el medio del poder personal del gobernante (al menos en el caso de Luis X iv ). Este ámbito comprendía unos pocos consejos gubernativos, cada uno con un pequeño número de miembros, pero conectados con una gran cantidad de agentes y ejecutores por vínculos que, en última instancia, eran instituidos y activados por la orden personal del go­ bernante. Tal como los utilizó Luis XIV, los consejos asistían al monar­ ca en la formación de las decisiones de éste, y eran responsables ante él de su puesta en práctica. Los miembros eran personalmente designados por el soberano y actuaban como sus servidores, aunque a menudo eran de origen noble. En esta etapa, los poderes discrecionales que los servidores del gobernante tenían que ejercer necesariamente a fin de mantener en funcionamiento la maquinaria administrativa y liberar

18 Siguiendo a N. Elias en La sociedad cortesana, W. Lepenies analiza con gran pe­ netración algunas consecuencias psicológicas de la posición restringida de los nobles cortesanos en su Metanchoíie und Gesellschafc (Francfort, 1972).

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al monarca de las decisiones cotidianas les eran asignados por la pro­ pia orden de éste, y no eran establecidos y controlados por la ley.19 Este sistema de consejos superpuestos culminaba en un pequeño número de ministros que llevaban diversos títulos, y no en uno solo que, al “representar” al sistema ante el gobernante, pudiera ser media­ dor del control de éste sobre él. En su base, el sistema se ramificaba hasta incluir una multitud de agentes menores, desde los oficiales del ejército y la armada permanentes hasta quienes disponían y supervisa­ ban las obras públicas y los intendentes encargados de inspeccionar todas las actividades gubernamentales y administrativas en una locali­ dad dada. Los roles de estos agentes, por más diferentes que fueran sus títulos y competencias, se modelaban sobre el del commissarius. Este era un cargo de origen militar, cuyas características define Hintze de la siguiente manera, a fin de destacar su diferencia con respecto a los cargos stándisch y patrimoniales: Sin un derecho establecido en su puesto; sin lazos con las fuerzas loca­ les de resistencia; sin el obstáculo de concepciones anticuadas del de­ recho y de una conducta oficial consagrada por el tiempo; sólo un instrumento de la voluntad más alta, de la nueva idea del estado; comprometido sin reservas con el príncipe, comisionado por éste y dependiente de éste; ya no un officier sino un fonctionnaire, el Commissarius representa un nuevo tipo de servidor del estado, de confor­ midad con el espíritu de la razón absolutista de estado.20 La mayoría de las personas que ocupaban estos puestos inferiores eran de origen burgués o de la pequeña nobleza, y muchas eran abogados de

19 Sobre el instrumento prototípico para seleccionar, conferir autoridad y contro­ lar este tipo de funcionariato, véase O. Hintze, “Der Commissarius und seine geschichtliche Bedeutung für die allgemeine Verwaltungsgeschichte”, en su Staat und Verfassungi2a edición, Gotinga, 1962), pp. 264 y siguientes. 20Ibid.,p. 275.

llí

formación universitaria. Se esforzaban por desempeñar su función de una manera que “compensara” un nacimiento humilde y/o aumentara un patrimonio familiar insuficiente. Por lo común, esto los impulsaba a actuar con gran celo, y con frecuencia a sentir una intensa animosi­ dad contra quienes poseían prerrogativas jurisdiccionales tradicionales, standisch o feudales, ya porque eran miembros de cuerpos de estados, ya porque ellos o sus ancestros habían comprado los cargos a la corona.

Nuevos aspectos del gobierno Los dos componentes de la transición al absolutismo hasta ahora considerados -la declinante capacidad de iniciativa y resistencia de los Stande y la ofensiva del gobernante- deben relacionarse con las nece­ sidades y oportunidades para la acción política surgidas del cambiante ambiente societal, que respectivamente debilitaban la influencia de los Stande e incrementaban la del soberano. Tengo en mente, prime­ ro, la necesidad de nuevas formas de acción política cuya novedad misma “cercenó” a los Estados. Por ejemplo, las nuevas exigencias mi­ litares de la política europea de la fuerza (cada vez más centrada en la conquista y explotación de tierras en ultramar), además de reducir la significación de las habilidades tradicionales de conducción del ele­ mento feudal, hicieron necesario obtener acceso a nuevas fuentes de riqueza que las recaudaciones y los tributos tradicionales no podían cubrir adecuadamente. Ya hemos visto de qué manera el gobernante prusiano, con la introducción de las exdsas urbanas, estableció una nueva base tributaria para su aparato militar y administrativo y la apartó del control de los Estados. También tengo en mente la deman­ da de una regulación uniforme y que abarcara todo el territorio en di­ versas materias. Por ejemplo, entre 1665 y 1690 Luis XIV promulgó ordenanzas y códigos que reglamentaron uniformemente para toda Francia cuestiones tales como los procedimientos tribunalicios civiles y penales, el manejo de bosques y ríos, los barcos y la navegación, y la

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trata de esclavos negros. También en Prusia se elaboró un inmenso cuerpo de normas legales de alcance territorial en nombre del gober­ nante, en la forma de estatutos policiales. Habría sido imposible, en ambos casos, llevar a cabo tales empresas mediante procedimientos “dualistamente” negociados y standisc/i de creación de normas. Adviértase, empero, que la promulgación de dicha legislación por el gobernante afectaba no sólo los intereses y actividades específicas en cuestión sino el significado mismo de la ley. En el Standestaat, “la ley” eran en esencia los paquetes característicos de derechos y privile­ gios tradicionalmente reclamados por los estados y sus cuerpos consti­ tuyentes, así como por el gobernante; existía en la forma de autorizaciones legales diferenciadas, generalmente de antiguo origen, y en principio estaba dentro de las facultades corporativas de sus be­ neficiarios sostenerlas, en caso necesario por la fuerza. Esa ley podía ser modificada por los Stande cuando suscribían o renovaban pactos con el gobernante, o mediante deliberaciones compartidas y ajustes mutuos entre aquéllos y el soberano, o entre Stande individuales. Pero en principio no podía modificarse por la voluntad exclusiva de ningu­ na de las partes, dado que, ante todo, no se la consideraba como un producto de la voluntad unilateral. Como lo hemos señalado, los de­ rechos y obligaciones de este o aquel individuo o cuerpo eran la cues­ tión típica del proceso político del Standestaat. Pero en su integridad, ese proceso consideraba la ley como un marco, como un conjunto de elementos dados, aunque se los impugnara en su significación precisa. Se estimaba que la validez de la ley descansaba en última instancia en la agencia sobrehumana de la Deidad, que funcionaba mediante la lenta sedimentación de la costumbre y las nociones negociadas de los legítimos poseedores de las facultades de gobernar.21

21 Véase O. Brunner, “Vom Gottesgnadentum zum monarchischen Prinzip”, en H. Hofmann (comp.), op. cit., pp. 115 y siguientes.

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En este contexto, la idea de que el gobernante podía, por cualquier acto de su voluntad soberana, producir una nueva ley y hacerla poner en vigor por su sistema tribunalicio cada vez más abarcativo y efectivo, fue completamente revolucionaria. Transformó la ley de un marco del gobierno en un instrumento para éste. Por otra parte, como dicha ley estaba concebida para aplicarse uniformemente en todo el territorio, los Stande provinciales y regionales perdieron la capacidad de adaptar­ la a las condiciones locales. Mediante esa nueva ley, el gobernante se dirigió cada vez más clara y precisamente a toda la población del terri­ torio. Disciplinó las relaciones en términos crecientemente generales y abstractos, aplicables “donde y cuando fuere’*. Al expresar su voluntad soberana en la forma de la ley, el gobernante concebía a los Estados (a lo sumo) como una audiencia privilegiada a cuyos integrantes indivi­ duales podía eximirse graciosamente de los efectos desagradables (en especial los fiscales) de las nuevas normas. Pero los Stande ya no esta­ ban en condiciones de modificar o interponerse seriamente en su vo­ luntad, y de proteger de ésta al conjunto de la sociedad. Este nuevo enfoque de la ley y sus relaciones con el gobierno parece aún más significativo a la luz de dos hechos. Primero, paralelamente al aumento de la legislación promulgada por el gobernante y puesta en vigor por sus tribunales se produjo el vasto fenómeno de la “recepción del derecho romano”, por la cual los principios y normas legales del Corpus juris civilis de Justiniano adquirieron validez en varios territo­ rios.22 Aunque no del todo coincidente con el ascenso del absolutismo ni geográfica ni cronológicamente, este acontecimiento estaba muy en consonancia con el espíritu del sistema absolutista de gobierno23 (y

22 El mejor tratamiento de la “recepción”, si bien centrado en el caso alemán, es F. Wieacker, Privatrecfitsgesc/ucJite der Neuzeit (2a edición, Gotinga, 1967), parte 2 [Historia del derecho privado en la Edad Moderna, Madrid, Aguilar, 1957]. 23 Véase el famoso (aunque a veces discutido) juicio de Tocqueville sobre las ten­ dencias autoritarias intrínsecas del derecho romano en su primera nota a L'Anden Régime, op. de., pp. 229-231.

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con el progreso de la comercialización y el individualismo en las esferas socioeconómica y cultural). Con la “recepción”, llegó a regularse una enorme y diversa gama de relaciones sociales, de maneras que a menudo diferían ampliamente de las de la “buena vieja ley”, con fre­ cuencia de origen germánico y feudal, que en ocasiones había sido elaborada y modificada por corporaciones urbanas.24 Segundo, aun­ que los gobernantes se colocaron cada vez más en el papel de fuentes del derecho, ya fuera directa o indirectamente por referencia al dere­ cho romano, no se consideraron atados por éste. Uno de los significa­ dos originales de la noción misma de “absolutismo” es que el propio gobernante es legibus solutus: el derecho, al ser un producto de su po­ der soberano, no puede obligarlo o poner límites a ese poder. El gobernante tiene ahora en el derecho un instrumento flexible, indefinidamente extensible y modificable para articular y sancionar su voluntad. Como resultado, su poder deja de concebirse como una colección de distintos derechos y prerrogativas, como había sido bajo el Standestaat, y pasa a ser en cambio más unitario y abstracto, más po­ tencial, por decirlo así. Como tal, comienza a apartarse conceptual­ mente de la persona física del gobernante; podríamos expresarlo de otro modo y decir que subsume al gobernante dentro de sí mismo, irradiando su propia energía a través de él. Esta es parte de la significa­ ción de la corte de Luis XIV, en la que, aunque la figura del rey se exaltaba hasta proporciones sobrehumanas y difundía una luz de in­ tensidad no terrenal ( “le Roi soled"), representaba un proyecto, una entidad, un poder mucho más grande que el monarca mismo. El gobernante y su burocracia: Prusia En la fase en que se encontraba en el siglo XVlll el sistema absolutista de gobierno, cuyos mejores representantes son en Prusia Federico

24 Véase Galgano, “La categoría storica...”, are. cit.

Guillermo I (1713-1740) y Federico el Grande (1740-1786), la corte perdió gran parte de la importancia política que tenía en la Francia de Luis XIV. En Prusia, la función de proyectar la superioridad del poder estatal sobre el propio “rey físico” pasó al aparato militar y adminis­ trativo. Como ya lo dije, Luis XIV había reinado desde una corte en­ cumbrada y resplandeciente de la cual él era el pináculo, con la asistencia de unos pocos y pequeños consejos de asesores y ministros personales. Federico Guillermo I y su sucesor reinaron a través y en el centro de un cuerpo mucho más grande y más elaboradamente cons­ truido y reglamentado de órganos públicos consagrados a actividades administrativas que eran más continuas, sistemáticas, abarcativas, vi­ sibles y efectivas que cualquier cosa que Luis XIV hubiera imaginado. Un componente esencial de esta evolución fue un nuevo cuerpo de derecho -e l “derecho público”—específicamente referido a la construc­ ción y funcionamiento del sistema administrativo.25 Los miembros del sistema no actuaban inmediatamente ante un encargo del gobernante, ni como ejecutores directos de sus órdenes personales, sino más bien con la guía y control de un cuerpo de normas promulgadas que articu­ laban el poder del estado (unitariamente concebido) en una serie de funciones, cada una de las cuales se confiaba a un órgano, esto es, un conjunto de cargos coordinados habilitados para tomar y poner en vi­ gor decisiones perentorias. Cada órgano poseía competencias delimita­ das con precisión, normas mediante las cuales evaluar su ejercicio, y facultades formales y materiales para su funcionamiento. Los individuos que formaban el personal de dichos órganos eran funcionarios (Beamte) debidamente designados para los cargos de ca­ da uno de ellos y supuestamente capacitados y probados en su desem­

25 Véanse H. Rosenberg, Bureaucracy, Aristocracy and Autocracy (Cambridge, Mass., 1958); H. Jacoby, The Bureaucrañzation o f the World (Berkeley, Calif., 1974), cap. 2 [La burocrati^acitín del mundo: una contribución a la historia del problema, Buenos Aires, Siglo xxi, 1972].

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peño. No poseían derechos de propiedad sobre sus puestos y no podían tener pretensiones a ningún ingreso que pudiera incrementarse como resultado de su trabajo; se los remuneraba, en cambio, con los fondos centrales de acuerdo con una escala fija. La ley regulaba los poderes más elevados de mando, supervisión y disciplina á los que es­ taban sujetos los funcionarios. Excepto en el nivel más alto, en que se tomaban decisiones característicamente “políticas” sobre cuestiones concernientes a la seguridad interna y externa del estado o los rumbos más generales de su política, todas las decisiones individuales debían alcanzarse a través del razonamiento jurídico, con la aplicación de disposiciones legales generales a circunstancias cuidadosamente com­ probadas y documentadas. Por otra parte, todas esas actividades eran asentadas por escrito y registradas en expedientes. De tal modo, se pretendía que el estado funcionara como el instru­ mento de sus propias leyes promulgadas, lo que hacía que sus activida­ des fueran sistematizadas, coordinadas, predecibles, maquinales e impersonales. Se preservaba, sin embargo, el principio de que la ley no obliga al poder soberano que la produce. El “derecho público”, en­ tonces, era un conjunto de dispositivos internos del sistema, y como tal regulaba el funcionamiento de los cargos inferiores frente a los su­ periores; pero no confería derechos accionables a sujetos individuales en su carácter privado. Podía mantenerse un sistema semijudicial para verificar el impacto de las actividades de la administración sobre los legítimos intereses privados pero, una vez más, en ese caso se trataría en gran medida de un dispositivo interno que no autorizaría a los in­ dividuos privados, en su condición de ajenos al sistema, a obstaculizar o frustrar las decisiones administrativas. En esencia, entonces, en el “modelo prusiano” el estado trascendía a la persona física de su cabeza a través de la despersonalización y ob­ jetivación de su poder. El derecho público configuraba el estado como una entidad artificial y organizativa que funcionaba por conducto de individuos que, en principio, eran intercambiables y de los que se es­ peraba que en sus actividades oficiales emplearan sus aptitudes com­

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probadas con una lealtad obsequiosa hacia el estado y un compromiso con sus intereses. Schiera resume de la siguiente manera el proceso de construcción de la administración que culmina con Federico el Grande: El príncipe se las arregló para reemplazar el sistema administrativo standisch por uno propio, basado en funcionarios que dependían direc­ tamente de él, le eran fieles y ocupaban cargos de origen comisarial. Aunque ligados personalmente al príncipe, los funcionarios consti­ tuían al mismo tiempo una entidad unificada, dotada de una dinámi­ ca interna propia, que no descansaba íntegramente sobre la persona del mismo príncipe. Siempre era éste quien coordinaba las activida­ des de las diversas ramas de la administración; pero ésta funcionaba por sus propios medios, gracias a su estructura organizativa. Había un lazo entre la administración y el príncipe: un estrecho lazo, en rigor de verdad; pero sus efectos se filtraban, por así decirlo, a través del concepto ahora central de “salus publica”, o bien común. Formalmen­ te, la relación con el príncipe seguía siendo personal, pero la persona misma de éste había comenzado a tener importancia principalmente en la medida en que se lo consideraba el primer servidor del estado.26 Mientras Luis XIV había reinado rodeado de nobles cortesanos empe­ ñados en una ostentación de estatus (ostentación que implicaba la exaltación del estatus del rey), Federico el Grande reinó como el pri­ mero de un vasto número, de funcionarios. Muchos de éstos eran no­ bles pero, una vez más, sólo mantenían su posición privilegiada con la aceptación de los nuevos términos: los del gobernante. Tanto en Fran­ cia como en Prusia la resistencia de los Stande disminuyó tan franca­ mente bajo el absolutismo que ya no pudo decirse que el proceso político giraba en tomo de la asignación de facultades de gobierno dentro del estado. Todas las facultades importantes se concentraron en las manos del soberano, y las cuestiones políticas primordiales pasaron 26 P. Schiera, “L’introduzione delle ‘Akzise’ in Prussía...”, art. cit., p. 294.

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a ser las referidas a cómo aumentar (en términos absolutos más que re­ lativos) su poder y cómo usar ese mayor poder interna y externamente. Entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, ambas cuestiones, significativamente, encontraron una nueva solución en un tipo nové' doso de sistema de gobierno, que por un lado continuaba las principa­ les tendencias en la constitución y organización del estado, ya evidentes bajo el absolutismo (aunque de una manera modificada y selectiva), pero por el otro cambiaba (mucho más considerablemen­ te) las relaciones entre éste y la sociedad en su conjunto. Ahora debe­ mos señalar brevemente las tendencias y contradicciones inherentes a esas relaciones bajo el absolutismo.

La emergencia de la sociedad civil Como hemos visto, el gobernante absolutista había hecho suyas las facultades de gobierno que bajo el Standestaat estaban dispersas entre varios individuos y cuerpos privilegiados. Había concentrado esas fa­ cultades, junto con las de antiguos orígenes reales, en un aparato uni­ tario para el establecim iento y ejecución de políticas estatales, organizado como una maquinaria cada vez más eficaz para ejercer por sí sola todos los aspectos del gobierno, y que funcionaba en nombre y en pro de los intereses de la soberanía. También vimos que, como consecuencia, los individuos y cuerpos privilegiados se habían convertido, con más y más exclusividad, en po­ seedores de facultades privadas legalmente concedidas, los procuradores privilegiados de intereses privados. Pero en el pasado, las prerrogativas políticas de los Stande habían sido el pegamento que mantenía unidos a sus componentes: Stand con Stand y familia con familia dentro de cada Stand. Así, cuando esas prerrogativas políticas fueron efectivamente confiscadas por el gobernante, los Stande comenzaron a “despegarse”.27 27 Una vez más, esta perspectiva se inspira primordialmente en Tocqueville.

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Por otro lado, las instituciones del estado (en primer lugar particu­ larmente el sistema tribunalicio, luego el ministerial y administrati­ vo) se habían hecho cada vez más públicas: es decir, oficiales, muy características y relativamente visibles. Los códigos y estatutos del es­ tado, desde luego, tenían que promulgarse y publicarse oficialmente, imprimirse en la lengua vulgar y difundirse con amplitud. En varios países, la adopción de uniformes tanto para los funcionarios militares como para los funcionarios civiles del estado significó el mismo énfa­ sis en la distintividad y unidad del aparato estatal. De tal modo, el estado, por así decirlo, se había alejado del conjun­ to de la sociedad y ascendido a un nivel propio, en el que se concen­ traban el personal y las funciones específicamente políticas. Al mismo tiempo, tenía capacidad para afectar con su acción a toda la sociedad. Ésta, desde las cumbres del nivel estatal, parecía estar poblada exclu­ sivamente por una multitud de pardculiers, de individuos privados (aunque a veces privilegiados). El estado se dirigía a ellos en su carác­ ter de súbditos, contribuyentes, potenciales reclutas del ejército, etcé­ tera; pero no los consideraba calificados para tomar parte activa en su propia tarea. Contemplaba la sociedad civil exclusivamente como un objeto idóneo para ser gobernado. Y en rigor de verdad, uno de los intereses primordiales del gobierno absolutista fue precisamente la regulación y promoción autoritarias de las inquietudes privadas de los individuos, principalmente las econó­ micas. En el siglo XVII, como hemos visto, este interés llevó al estado a adoptar, uniformar y modificar según fuera necesario las reglas que en los siglos anteriores los gremios y otros cuerpos corporativos urbanos habían impuesto autónoma y localmente a las actividades comerciales y productivas: reglas que fijaban precios y normas para las mercaderías, especificaban procesos productivos, regulaban la capacitación de los aprendices, controlaban la competencia y la innovación. Otros aspec­ tos del mercantilismo -y en particular la preocupación por un saldo comercial positivo y la constitución de reservas en metales precio­ sos- sugieren que tal vez no debería considerárselo como exclusiva y

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ni siquiera principalmente interesado en la promoción del bienestar económico del país (o de la burguesía). Antes bien, se fomentaba la ac­ tividad económica (1) para mantener a la población ocupada, pacífica y despreocupada de las empresas políticas, y (2) para generar la riqueza imponible necesaria para solventar tanto los aspectos antieconómicos del sistema de gobierno (en lo fundamental, su corte a menudo desas­ trosamente dispendiosa) como sus cada vez más costosas empresas in­ ternacionales. En el siglo XVIII, este último objetivo de la política absolutista se tenía aún más persistente e imperiosamente en consideración que en el siglo XVII. En esa época, sin embargo, las políticas mercantilistas propiamente dichas habían sido en gran medida abandonadas, en fa­ vor de las que constituyeron la política económica del así llamado “despotismo ilustrado”.28 Estas últimas políticas, empero, marcaron y a menudo promovieron sin saberlo el inicio de un cambio notable en la configuración interna y la significación política de la sociedad civil. A largo plazo, dicho cambio transformaría el sistema de gobierno al dar realidad a la exigencia de la sociedad civil en pos de un papel ac­ tivo y decisivo en el proceso político. Encaremos ahora la cuestión de identificar los grupos sociales cuyos “intereses ideales y materiales” distintivos los condujeron a articular esa exigencia.

El desafío político de la sociedad civil Durante el período histórico del absolutismo, un sector cada vez más importante de la burguesía europea -los empresarios capitalistas- había redefinido su identidad como la de una clase, y ya no la de un estado. Es­ te fenómeno, un aspecto intrínseco del avance del modo capitalista de

28 Véanse F. Hartung, “Aufgeklarter Absolutismus”, en H. Hofmann (comp.), op. cit., pp. 149 y siguientes; y J. Gagliardo, Enlightened Despotism (Londres, 1967).

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producción, había sido de vez en cuando favorecido y acelerado por las políticas públicas. Como iba a tener consecuencias políticas decisivas, es necesario que lo caractericemos brevemente aquí. Una clase es una unidad colectiva más abstracta, impersonal y dis­ tintivamente translocal que un estado. Sus límites visibles no los fijan un estilo de vida o un modo específico de actividad, sino la posesión o la exclusión de los recursos del mercado que dan a sus propietarios derecho a la apropiación de una parte desproporcionada del producto social, parte que, como consecuencia, puede acumularse y volver a desplegarse en el mercado. En el caso de los grupos que estamos con­ siderando, el recurso en cuestión es el capital, de propiedad privada. La unidad de una clase, a diferencia de la de un estado, no es mantenida por órganos internos de autoridad que preservan los derechos tradicionales, particulares y comunes, de la colectividad e imponen la disciplina a sus integrantes individuales. Una clase presupone y admi­ te la competencia por la ventaja entre sus componentes, todos los cuales son individuos privados y con intereses propios. Sin embargo, se presume que esa competencia se autoequilibra; con ello, limita y legitima la ventaja de un integrante dado sobre otros. Además, la competencia dentro de una clase está limitada por el reconocimiento de ciertos intereses compartidos por todos los miembros frente a cíases antagónicas en el mercado. Así, las necesidades políticas de una clase que posee recursos crítieos del mercado son diferentes de las de un estado. Una clase semejante no precisa que se le confieran directamente poderes de gobierno, dado que el ejercicio de éste desde su interior daría ventajas arbitra­ rias (y por lo tanto ilegítimas) a algunos competidores sobre otros e interferiría tanto en la supuesta capacidad del mercado para el autoequilibrio como en el proceso de acumulación. Por otro lado, dicha clase no puede prescindir por completo del gobierno: le es necesaria cierta capacidad de acción para ejercerlo, a fin de salvaguardar el fun­ cionamiento autónomo del mercado y garantizar la apropiación co­ lectiva de la clase de sus recursos característicos (y su reparto para el

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control privado de los individuos) contra cualquier ataque por parte de una clase antagónica; también necesita esa capacidad de acción para ejercer el gobierno desde un centro unitario estructuralmenté al margen y por encima de todas las clases en una esfera propia, distinti­ va, “pública” y soberana. Ahora bien, el sistema absolutista constituía precisamente esa con­ centración distintiva, “pública” y soberana de facultades de gobierno, y de ahí que fuera un medio político idóneo para la transformación en clase de una parte de la burguesía. Sin embargo, el énfasis absolutista sobre la intervención intencional en cuestiones de negocios, sobre los monopolios, las restricciones a la competencia y la dirección del co­ mercio interfería en la autonomía y fluidez del mercado; y éste es el lugar donde una clase modera sus contrastes internos mediante la competencia y mantiene su ventaja colectiva con la acumulación y utilización de los recursos de los que se ha adueñado.29* Por lo común se sostiene que el interés de la burguesía como clase en la autonomía del mercado la condujo a plantear un desafío político radical al absolutismo. Sin embargo, una noción semejante es sin duda demasiado simplista. Podría argumentarse que, cualesquiera fueran los efectos negativos de la “interferencia en el mercado” del absolutismo

29 R. Kühnl, Due forme di dominio borghese: liberalismo e fascismo (traducción italia­ na de Formen bürgerlicher Herrschaft, vol. 1; Milán, 1973), pp. 25 y siguientes, sostie­ ne, desde un punto de vista marxista, que el absolutismo favoreció el desarrollo del capitalismo; pero admite que algunas políticas absolutistas eran ampliamente discre­ pantes con exigencias y valores de clase particulares de la burguesía. Para una inter­ pretación sofisticada de un punto de vista alternativo, que también apela al marxismo pero destaca las conexiones entre el absolutismo y los intereses de la no­ bleza como clase y estado, véase P. Anderson, Lineages o f the Absolutist State, op. cit., caps. 1-2. Aparentemente, desde un punto de vista marxista se puede sostener o bien que la monarquía “trabajó para” la burguesía, o bien que “trabajó para" la nobleza; lo que por una u otea razón parece fuera de la cuestión es que puede haber “trabajado para” sí misma, lo que desde luego no incluye sólo al monarca y su dinastía sino tam­ bién a todo el aparato de gobierno que lo rodeaba.

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sobre los intereses de la clase en cuestión, es probable que se viesen ampliamente compensados por políticas internas y externas en favor de la acumulación y la preservación del control privado sobre la mayor parte del capital de una nación. Además, las exigencias políticas bur­ guesas, corrientemente resumidas en la expresión “laissez-faire, laissezpasser”, de hecho no se planteaban tanto contra el sistema absolutista como dirigidas a él, que en su última fase hizo los mayores esfuerzos por darles cabida. Esas demandas podían ser ampliamente satisfechas al mismo tiempo que se mantenía a toda la sociedad civil, incluida su cla­ se económicamente en ascenso, como un “objeto idóneo para ser go­ bernado” (como lo expresamos antes). En una fecha tan tardía como el fin del siglo XIX, el caso de Alemania muestra que una burguesía po­ día extraer la mayoría de los beneficios de la industrialización capita­ lista sin reclamar agresivamente sus propios derechos de nacimiento. Es necesario que evaluemos factores adicionales para explicar por qué la mayoría de las burguesías nacionales sí plantearon un franco desafío a sus respectivos anciens régimes. En mi opinión, dichas bur­ guesías fueron políticamente radicalizadas y “dinamizadas” pOT algu­ nos de sus miembros que no pertenecían a los grupos empresariales que hasta ahora hemos considerado (aunque a veces se superponían con ellos). Estos componentes estaban consagrados particularmente a búsquedas intelectuales, literarias y artísticas, y habían desarrollado una identidad social distintiva, la de un público, o más bien, al princi­ pio, la de una diversidad de “públicos”.30 Habían realizado sus activi­ dades de manera creciente en ámbitos y medios característicos (desde sociedades científicas, salones literarios, logias masónicas31 y cafés

30 A partir de aquí, me apoyo abundantemente en J. Habermas, Struíctummdeí der Úffentlichkeit (5a edición, Neuwied, 1971) [Historia y crítica de la opinión pública, Méxi­ co, Ediciones G. Gilli, 1986]. 31 R. Koselleck, Kritiíc und Krise. Ein Beímag *ur Pathogenese der bürgerUchen Wek (Friburgo, 1959), es particularmente iluminador sobre el papel cumplido por la francmaso­ nería internacional que, en cierto sentido, era a la vez una institución secreta y pública.

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hasta editoriales y la prensa diaria y periódica) que eran públicos en el sentido de ser accesibles a todos los interesados, o al menos a aquellos que poseían las calificaciones adecuadas y objetivamente comproba­ bles, como instrucción, competencia técnica, información pertinente, elocuencia persuasiva, imaginación creativa y capacidad para el juicio f crítico. Por otra parte, se permitía que todos los participantes contri­ buyeran al proceso abierto y relativamente irrestricto de discusión, que pretendía producir una “opinión pública” ampliamente sostenida y críticamente establecida sobre cualquier tema dado.32 En una etapa temprana del desarrollo de tales públicos, sus tópicos habían sido sobre todo científicos, literarios y filosóficos; sus plantea­ mientos se habían limitado a áreas como la evolución del gusto, la conquista y difusión del conocimiento sobre fenómenos naturales y los refinamientos de la sensibilidad moral tanto en ios participantes directos como, a través de ellos, en un público instruido más amplio. Cuando no se vieron obstaculizados por la censura y la represión, sin embargo, los temas cambiaron progresivamente hasta transformarse en cuestiones característicamente políticas: las virtudes y los vicios cí­ vicos típicos de “la nación”; los caminos y los medios para promover su bienestar; la mejora de la legislación; las relaciones entre la iglesia y el estado; la conducción de los asuntos extranjeros. De esta manera, ciertos grupos sociales -predominantemente bur­ gueses, aunque a veces mezclados con elementos de la nobleza y el clero bajo- se presentaron gradualmente como una audiencia califica­ da para criticar el propio funcionamiento del estado. Procuraban, por decirlo así, complementar la “esfera pública” construida desde arriba con un “ámbito público” formado por miembros individuales de la so­ ciedad civil que trascendían sus intereses privados, elaboraban una

32 Con respecto a la medida en que, particularmente en Francia, '‘la burguesía se politiza antes de tener un papel político que desempeñar”, véase G. Durand, États ec institutions: xvie-xvme siécles (París, 1969), pp. 291 y siguientes.

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“opinión pública” sobre asuntos de estado y la aplicaban a las activi­ dades de los órganos estatales. Ahora bien, cualquier intento de institucionalizar la crítica y la controversia, y de asignar a ambas un papel en la conducción de las acciones del estado, planteaba al sistema absolutista un desafío más di­ recto que la exigencia de “clase” de que debía respetar la capacidad de autorregulación del mercado. Un “público razonante” podía conducir a la sociedad civil a la ruptura con la posición pasiva y sometida en la cual procuraba confinarla el poder oficial. El público razonante no sólo se atrevía a abrir el debate sobre cuestiones que esos poderes siempre habían ,tratado como arcana imperii sino que amenazaba extenderlo a círculos sociales cada vez más amplios a fin de aumentar su apoyo. Más amenazador que esos desafíos en gran medida potenciales, sin embargo, era el ataque burgués contra la noción de privilegio, de de­ rechos adscriptos y particulares asociados a determinados rangos. Esto golpeaba directamente la política absolutista de compensar a los esta­ dos tradicionales por sus pérdidas políticas con el mantenimiento de sus ventajas de estatus y el apuntalamiento de su posición económica. El compromiso de grandes sectores de la opinión burguesa con la ilus­ tración secular -con su racionalismo agresivo, su antitradicionalismo y su énfasis en la emancipación- amenazaba la “alianza del trono y el altar” típica de muchos estados absolutistas. Los formadores de opi­ nión que sugerían que los intereses nocionales33* y el bienestar público debían guiar las políticas exteriores e internas eran un estorbo para

33 A lo largo del libro, deliberadamente presté poca atención al concepto de “na­ ción” y a su considerable conexión histórica con el de “estado”. Un argumento en fa­ vor de la separación de los análisis de estos dos conceptos, y de los procesos históricos concomitantes, ha sido presentado recientemente por C. Tilly en su introducción a C. Tilly (comp.), T/ie Formaíion o f National States in Western Eicrope (Princeton, Nj, 1975). Para una discusión introductoria sobre la “nación” y el “nacionalismo” véase E. Lemberg, Natiomilismus (Reinbek, 1964), en especial vol. 1, sección 2.

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monarcas residualmente atados a intereses dinásticos y aún rodeados por la absurdamente dispendiosa pompa de sus cortes. Por otro lado, algunos aspectos del desarrollo de la “opinión públi­ ca sobre asuntos públicos” eran compatibles con las políticas absolu­ tistas y constituían respaldos ideológicos a ellas. La existencia misma de un ámbito público era en sumo grado la consecuencia de la políti­ ca del estado absolutista de pasar por alto a los Stande y encarar direc­ tamente a la generalidad de sus súbditos mediante sus leyes, su sistema fiscal, su administración uniforme y abarcativa, su creciente apelación al patriotismo. El público burgués tampoco reclamó para sí 'mismo facultades de gobierno independientes, autosostenidas y autoimpuestas, como lo habían hecho los Stande. Reconocía las preten­ siones de soberanía del gobernante y la distintividad de la empresa de gobernar. Se apresuraba a apoyar su compromiso declarado con la grandeza nacional y la promoción del bienestar del pueblo. Conside­ raba problemas importantes de la agenda del gobernante -desde la re­ forma legislativa hasta la promoción de la industria- y les aplicaba recursos de sentido, competencia e interés, así como una capacidad para el juicio informado y crítico que al propio soberano le interesaba movilizar y aprovechar. Además, entre los miembros del público bur­ gués y el personal del aparato del gobernante había una creciente se­ mejanza de antecedentes sociales, inquietudes morales e intelectuales, instrucción y calificaciones académicas. Tales convergencias de intereses y aspiraciones entre la burguesía como público y el estado absolutista sugieren que la primera no plan­ teó, necesariamente un desafío cabal al segundo. Tampoco lo hizo, sos­ tuve antes, la burguesía como clase. Sin embargo, era inevitable que esta última juzgara atractiva la perspectiva de un sistema de gobierno de nueva concepción que institucionalizara y colocara en su mismo centro una nueva noción del “público” como un ámbito abierto a los miembros individuales de la sociedad civil, sensible a sus puntos de vista e intereses, y que funcionara mediante la confrontación abierta de opiniones.

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En esta nueva concepción, el ámbito público no sólo supervisaría críticamente las actividades del estado sino que las iniciaría, dirigiría y controlaría. Su legitimidad para hacerlo provendría de su representa­ ción de las opiniones prevalecientes en la sociedad civil, que por la misma razón se transformaría en el constituyente del sistema de gobier­ no más que en su mero objeto. El ámbito público -una vez conforma­ do como una asamblea electa situada en el centro mismo del estado- serviría a ese constituyente y daría impulso al estado en su nombre mediante la configuración como leyes generales y abstractas de las orientaciones de opinión prevalecientes sobre cuestiones dadas, según se reflejaran en la formación de mayorías y minorías entre los representantes electos. Como la clase burguesa era la fuerza dominante dentro de la socie­ dad civil, la representación reflejaría ese predominio al inclinarse en favor de las opiniones “ilustradas” y “responsables”. Esto se haría a través del funcionamiento objetivo de los mecanismos de representa­ ción, y en particular a través de las calificaciones imparcialmente exi­ gidas de electores y representantes, no con la atribu ción de prerrogativas políticas a miembros individuales de ninguna clase, lo que los despojaría de su calidad esencial como individuos privados. Por ser generales y abstractas, las leyes promulgadas por la asam­ blea respetarían y salvaguardarían la autonomía y capacidad de autorregulación del mercado, y al mismo tiempo defenderían las ventajas mercantiles de la clase propietaria del capital, pero, una vez más, sin singularizarla como políticamente privilegiada. Otras leyes habilita­ rían a los órganos del estado (de nuevo abstracta y generalmente) pa­ ra llevar a cabo actos individuales de gobierno. Esta visión de un nuevo diseño constitucional del estado, que pro­ yectaba en gran medida los reclamos y las aspiraciones distintivas de la burguesía como público, fue lo que en mi opinión “dinamizó” polí­ ticamente a la burguesía como clase y generó la creciente tensión en­ tre ambos sectores burgueses y el ancien régime del absolutismo tardío. Los acontecimientos históricos a través de los cuales se resolvió esta

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tensión -principalmente mediante la realización de la concepción antes mencionada- son demasiado variados y complejos para ser reseña­ dos aquí. No obstante, vale la pena citar dos de sus dimensiones: primero, la importancia de las ideas de nacionalidad y soberanía na­ cional; y segundo, la medida en que el proletariado emergente, pese a su antagonismo inherente con la clase burguesa, se descubrió luchan­ do en nombre de la concepción política de la burguesía. En muchos países occidentales el progreso del nuevo sistema de go­ bierno fue marcado por revoluciones políticas; pero esto no debería conducimos a sobreestimar la “ruptura” entre el sistema absolutista y el que lo siguió (tema del próximo capítulo). Como lo estableció Toequeville en su estudio de la más grande de esas revoluciones, había numerosos y significativos elementos de continuidad entre los siste­ mas políticos prerrevolucionario y posrevolucionario. Dos eran las razones principales de esa continuidad, una externa y la otra interna. Por un lado, la importancia de las relaciones de poder entre estados no sólo persistió sino que se vio realzada por las ideas de nacionalidad y la “riña” europea por los mercados y recursos de otras partes del mundo. Por el otro, estaba la creciente complejidad de la misma sociedad civil, y la intensidad en aumento de sus conflictos de clase. Por ambos motivos, a la clase burguesa le interesaba mantener e incluso fortalecer el potencial estatal para la conducción social, la de­ fensa de las fronteras nacionales y la moderación o represión del con­ flicto, aspectos del gobierno que a lo largo de los siglos se habían incorporado al aparato del estado. Había que lograr que ese aparato fuera susceptible de control por el ámbito público institucionalizado, y no desmantelarlo, debilitarlo o perjudicarlo seriamente en su aptitud para ejercer la autoridad sobre la sociedad. Por las mismas razones, la burguesía, al exponer y realizar su programa político, tenía que preve­ nirse contra las potenciales implicaciones democrático populistas de ideas tales como la soberanía popular o la igualdad de ciudadanía.

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Capítulo V El estado constitucional del siglo XIX

Hasta ahora, nuestra argumentación ha extraído la mayor parte de su guía conceptual y respaldo empírico de los escritos de historiadores de las instituciones políticas. En este capítulo, en cambio, me basaré sobre todo en bibliografía del campo del derecho constitucional. Aun­ que estas dos tradiciones del saber -la histórica y la jurídica- a veces se superponen, es posible que el lector perciba un cambio de énfasis, que justificaré de la siguiente manera. Ya señalé que a través de todo el desarrollo del argumento legal del estado moderno, la apelación a nociones de justicia y la legitimidad de los propios derechos constituyeron un componente distintivo y significativo (aunque rara vez decisivo) del proceso político. En los sistemas de gobierno feudal y stándisch, dicho argumento asumió prin­ cipalmente la forma de la afirmación y- la confrontación con respecto a derechos diferenciados; vale decir, cada parte exponía determinadas pretensiones, basadas en la tradición, a prerrogativas e inmunidades específicas. Este tipo de argumentación no se prestaba con facilidad al modo altamente abstracto y formal de discurso jurídico que se hizo posible cuando comenzó a considerarse que el derecho estaba primor­ dialmente constituido no por derechos diferenciados sino por manda­ tos generales y abstractos, cuya validez se derivaba simplemente de la voluntad expresa del soberano, y cuyo efecto consistió en formar un

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sistema de normas unitario, lógicamente homogéneo y coherente y sin lagunas.1 Esta última concepción del derecho -ya presente en la “recepción” del derecho romano, las codificaciones absolutistas y el “derecho públi­ co” burocrático- triunfó a fines del siglo XVIII y en el XIX. Sobre la base de esta noción, las universidades continentales elaboraron un nuevo cuerpo de pensamiento jurídico que tenía al derecho constitucional y administrativo como sus principales componentes y al estado como su referente fundamental. En sus mejores productos, esta forma de pensa­ miento jurídico constituye un nuevo y sofisticado tipo de “discurso so­ bre el gobierno”, caracterizado por un impulso hacia la sistematización de su tópico y por una inclinación al análisis conceptual sostenido. En las manos de algunos de sus partidarios, este enfoque del estudio del gobierno a menudo alcanza niveles de abstracción sofisticada que a lo sumo lo hacen irrelevante para nuestros presentes intereses, y en el peor de los casos decididamente engañoso y mistificador. A mi jui­ cio, sin embargo, estos excesos no hacen que el enfoque sea menos merecedor de una atención selectiva y crítica dentro de un tratamien­ to sociológico. Por consiguiente, este capítulo, que esboza los rasgos institucionales generales del estado constitucional del siglo XIX (algu­ nos de los cuales ya eran evidentes en sistemas de gobierno anterio­ res), recurrirá liberalmente a formulaciones propuestas por legistas constitucionalistas y ocasionalmente pondrá de relieve consideracio­ nes sociológicamente pertinentes que éstos tienden a ignorar. Más consideraciones semejantes se introducirán en el capítulo siguiente, que plantea la cuestión de la relación entre el estado y la sociedad. En términos generales, la argumentación se expresará en un alto nivel de abstracción, e ignorará las diferencias considerables en las es­ tructuras constitucionales de, digamos, la Gran Bretaña decimonóni­ ca y la Alemania de fines de ese siglo, a fin de destacar los rasgos que 1 Para un sofisticado tratamiento contemporáneo del sistema legal moderno, véase R. M. Unger, Law in Modem Society (Nueva York, 1976), cap. 2.

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tenían en común entre sí y con la mayoría de los restantes estados oc­ cidentales. La soberanía y el sistema de estados Comencemos señalando algunos aspectos importantes del sistema de estados tal como había evolucionado en el siglo XIX. Antes que nada, todo estado existe ante la presencia y la competencia de otros estados como él. Juntos, conforman un sistema fundamentalmente diferente de un imperio antiguo, con sus componentes heterocefálicos y semisoberanos atados a un centro imperial por relaciones de subordinación. El sis­ tema de estados modernos está constituido por unidades soberanas coordenadas y yuxtapuestas. Los estados individuales no son los órganos del sistema, porque no son postulados y autorizados por éste; no extraen sus facultades gubernativas del sistema de estados, sino que las poseen más bien en igualdad de condiciones y en su carácter de autoestablecidas. Los estados no presuponen el sistema, lo generan. Cualquiera sea el ordenamiento existente en las relaciones entre tales unidades, no resul­ ta de una sujeción compartida a un poder que esté por encima de ellas sino de la observancia concurrente y voluntaria de ciertas reglas de con­ ducta mutua en la búsqueda que cada estado emprende de sus propios intereses. Si por “orden” damos a entender la existencia de uniformida­ des de conducta generadas por el cumplimiento de normas obligatorias establecidas mediante directivas y legítimamente impuestas por una fuente y centro dominante y ordenador, entonces no puede decirse que exista ningún orden dentro de este sistema de estados. Puesto que aquí el universo político está intrínseca e irremediablemente “abierto en la cima”: es altamente contingente e inherentemente peligroso.2

2 Véase el artículo de 1957 de H. Jahrreiss, “Die Souveranitat des Staates. Ein Worcmehrere Begriffe-viele Missverstándnisse”, en H. Hofmann (comp.), Die Entstehung des modemen souveránen Staates, op. cit., pp. 35 y siguientes (en especial pp. 37-41).

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Dentro del sistema de estados, entonces, cada estado es una unidad que se origina y autoriza a sí misma y funciona exclusivamente en la búsqueda de sus propios intereses. Pero la definición de éstos se modifi­ ca constantemente en respuesta a cambios en el medio demográfico, militar, económico y político interno y externo; esto, a su vez, implica que el equilibrio del sistema es precario y necesita continuos reajustes, los cuales, como lo indiqué, no pueden ser efectuados por la operación de normas obligatorias, dado que, estrictamente hablando, entre los es­ tados tales normas no existen. Esta configuración de las relaciones en­ tre grandes entidades políticas -que, como lo vimos en el capítulo I, es central para la concepción de la política elaborada por Schmitt- es his­ tóricamente exclusiva del Occidente posmedieval. Antes, cada área de alta cultura había estado dominada por un imperio que en lo esencial se consideraba solo en el mundo conocido, y que trataba a cada gran enti­ dad política dentro de su propia área como una subordinada.3 Como lo expresó un autor, “en la cumbre de su grandeza, el Imperio Romano compartía el mundo con otros tres igualmente poderosos, y podría de­ cirse que igualmente importantes: el han, el kushana y el parto”.4 En el Occidente posclásico, tanto la Iglesia cristiana como el Sacro Imperio Romano habían tratado, juntos o separados, de funcionar co­ mo el centro de un marco jerárquico e imperial de esa naturaleza. Pero a causa o a pesar de sus amplias semejanzas y dependencia mutua, lle­ garon a un estancamiento que se contó entre los motivos de la emer­ gencia de un nuevo patrón, drásticamente diferente, de relaciones entre estados cada vez más autónomos.5 Este patrón fue consagrado 3 Véase el artículo de 1902 de O. Hintze, “The Formation of States and Constítutional Development”, en F. Gilbert (comp. y trad.), The Historical Esstrys of Otto Htmte (Nueva York, 1975), pp. 158 y siguientes (en especial pp. 164-167). 4 J. Kenyon, en su reseña de ManJcind and Mother EartJi: A Narrative Hmorj o f the World, de A. Toynbee, en The Observer, 11 de julio de 1976, p. 23. 5 El papel de las relaciones entre el imperio y el papado en el surgimiento del sis­ tema de estados modernos es particularmente destacado por H. Mitteis en The State in t/ie Middle Ages..., op. cit.

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por la Paz de Westfalia (1648), piedra angular del sistema moderno de relaciones internacionales. En palabras de Leo Gross, la Paz resultó en un nuevo sistema caracterizado por la coexistencia de una multiplici­ dad de estados, cada uno de ellos soberano dentro de su propio terri­ torio, iguales entre sí y libres de cualquier autoridad terrenal externa. La idea de una autoridad u organización por encima de los estados so­ beranos ya no existe. [...] Este nuevo sistema se basa en el derecho in­ ternacional y el equilibrio de poder -un derecho y un poder que actúan entre los estados más que por encima de ellos-. [...] La idea de una comunidad internacional se convierte prácticamente en una fra­ se vacía, y el derecho internacional llega a depender de la voluntad de estados interesados en la preservación y expansión de su poder.6 La extensión de este sistema más allá de su núcleo europeo hasta cu­ brir todo el planeta ha sido un proceso profundamente contradictorio. Por un lado, políticamente hizo del mundo un único oikoumene;7 por el otro, lo fragmentó en muchos estados, a menudo fisiparos, cada uno de los cuales reclama una autoridad soberana definitiva sobre un seg­ mento del globo. En el siglo XIX, sin embargo, este proceso distaba de haberse completado. A través de diversos dispositivos coloniales e “imperiales” (y adviértase el significado extremadamente novedoso del término “imperial”), el “concierto de las naciones” se difundía a tierras distantes de su núcleo; pero no era todavía coextenso con el planeta, y económica, cultural e ideológicamente era menos heterogéneo de lo que habría de ser en el siglo siguiente. Dentro de este contexto, la no­

6 L. Gross, “The Peace of Westphalia: 1648-1948”, en R. A. Falk y W. F. Hanrieder (comps.), International Law and Organization: An lntroductory Reader (Filadelfia, 1969), pp. 53-54. 7 Los componentes económicos de este fenómeno han sido notablemente explica­ dos por I. Wallerstein en The Modem World System: CapitaUst Agriculture and the Origins o f the European World Economy in the 16th Century (San Francisco, 1974).

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ción abstracta y esencialmente ficticia de la igualdad de todos los esta­ dos en su soberanía tenía una credibilidad considerable. Después de todo, como lo demostraron Cavour y Bismarck, aun estados más débiles y periféricos podían mejorar de manera drástica su fortaleza y posición mediante astutas y audaces acciones diplomáticas y militares. El sistema de estados era intrínsecamente dinámico debido a la persistente tensión entre, por un lado, el carácter absoluto de las no­ ciones de soberanía y raison d’état (que articulaban y legitimaban el esfuerzo de cada estado por su engrandecimiento) y, por el otro, la presencia continua e ineludible de otros estados que restringían esa “voluntad de soberanía”. Una y otra vez, cada estado chocaba con li­ mites a su soberanía en la forma de estados rivales que se empeñaban en satisfacer sus propios intereses autodefinidos. De allí que en este sistema toda adaptación fuera condicional, toda alianza temporaria y toda pretensión sólo imponible, en última instancia, por la coerción -llegado el caso, en el campo de batalla- Bajo capas cada vez más gruesas de justificaciones especulativas y elaboración jurídica, la no­ ción de soberanía se redujo en esencia a las meras realidades de hecho, como lo reconoció el derecho internacional en el “principio de la efectividad”: vale decir, se consideraba que los límites a la soberanía de un estado eran los límites a su aptitud de hacer valer una pretensión particular. Por ejemplo, no tenía sentido que un estado reclamara la soberanía sobre un territorio que no podía controlar efectivamente ni impedir que fuera controlado por otros.8 “La fuerza da derechos” es una formulación menos chocantemente cruda que sorprendentemente sucinta de tal estado de cosas. La ines­ tabilidad inherente del sistema de estados se vio agravada por la cre­ ciente elaboración, en la Europa decimonónica, de dos criterios a menudo contradictorios con que se podían plantear pretensiones de soberanía (ya fuera a los organismos de derecho internacional, a los

6 Hintze, “The Formation of States...”, art. cit.

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aliados potenciales o a la “opinión mundial”). Uno era el principio de “nacionalidad”, mediante el cual un estado afirmaría que poblaciones sometidas en ese momento a un estado vecino eran de igual “naciónalidad” que las del propio demandante, por lo que tenían que unirse a éstas en un solo sistema de gobierno. El otro era el clamor por las “fronteras naturales”, límites físicos que proporcionarían al estado una defensa militar factible y una idea de integridad y plenitud. Ambas nociones podían proponerse o rechazarse según pareciera convenien­ te en circunstancias particulares, y no era infrecuente que un estado hiciera en un caso demandas sobre la base de la “nacionalidad” mien­ tras rechazaba la apelación del estado rival a las “fronteras naturales”, y en otro (y tal vez contemporáneo) hiciera exactamente lo opuesto: emplear las “fronteras naturales” como base para una demanda en contra de argumentos de “nacionalidad”.9 Durante el siglo XIX, cientos de disputas territoriales, incidentes di­ plomáticos, choques coloniales y conflictos armados limitados, regio­ nales o de otro tipo, dieron testimonio de las tensiones incorporadas a la estructura del sistema de estados. Fue entonces un logro considera­ ble, que necesita alguna explicación, el hecho de que antes de 1914 las naciones occidentales conocieran “cien años de paz”,10 esto es, la ausencia de una guerra generalizada europea o mundial. Aquí sólo pueden señalarse unos pocos aspectos de la explicación aludida. Pri­ mero, la hostilidad entre los miembros del “concierto de las naciones” europeas encontró expresión principalmente en otras partes del mun­ do, que estaban siendo colonizadas o explotadas de otra manera. Se-, gundo, las experiencias de las guerras revolucionarias y napoleónicas de 1792-1815 habían demostrado tanto la naturaleza desastrosamente sangrienta y costosa de las operaciones bélicas modernas, sostenidas y

9 Véase E. Lemberg, Nationalismus, op. cit., vol. 1, pp. 102 y siguientes. 10 K. Polanyi, Origins o f Our Time: The Great Transformación (Londres, 1945), cap. 1 [La gran transformación, Madrid, Endymion, 1989].

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en gran escala, como la amenazante relación entre la guerra y la revo­ lución social. Tercero, eran los intereses de las burguesías nacionales los que determinaban cada vez más las políticas de los estados en el si­ glo XIX, y los orientaban ante todo a la promoción de la industria, el comercio y la expansión colonial más que a la guerra. Por último, des­ de la Paz de Westfalia se habían elaborado sofisticados dispositivos di­ plomáticos y semijudiciales para evitar, moderar y resolver los conflictos interestatales. No obstante, la enormidad del colapso del sistema de estados en 1914 revela la magnitud, multiplicidad y aspereza de las tensiones que había generado y permitido acumularse. En particular, la competencia entre secciones nacionales de la burguesía occidental por los recursos de zonas no estatales, semiestatales o pseudoestatales del mundo había dejado de constituir una válvula de escape para el sistema de estados y pasado a ser, en realidad, la fuente de sus tensiones y desequilibrios más agudos.11 En síntesis, la soberanía de los estados occidentales, originalmente conquistada a expensas del imperio y el papado, se estableció gradual­ mente hasta el punto de poder decirse no tanto que en el siglo XIX esos estados vivían dentro de un mundo intrínsecamente abierto, lle­ no de riesgos y cargado de tensiones como que ellos mismos lo consti­ tuían. Varios instrumentos confirieron cierto ordenamiento a ese mundo: la conducción de una diplomacia constante, muy profesiona­ lizada y en gran medida secreta; el lanzamiento deliberado de “campa­ ñas de opinión” por parte de un estado para ejercer presión sobre otro; la provisión institucionalizada de la mediación y el arbitraje de terceros; y finalmente, la amenaza o el desencadenamiento de la gue­ rra. Cada estado se esforzaba por usar estos u otros instrumentos en

11 W. Mommsen reconstruyó el papel cumplido por estos fenómenos'en la evolu­ ción del pensamiento político de Max Weber en Max Weber und die deutsche Politik 1890'1920 (2a edición, Tubinga, 1974).

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defensa de su soberanía, porque ninguno podría sobrevivir mucho a menos que estuviera preparado para defender cualquier derecho que afirmara poseer.

La unidad del estado Hasta ahora hemos observado algunas implicaciones de la soberanía que son externas a un sistema dado de gobierno, esto es, que afectan las relaciones de un estado con otros. Pero una de las características del estado del siglo XIX es que cada uno actúa en su propio territorio como la única y exclusiva fuente de todos los poderes y prerrogativas de gobierno. Esta conquista de la soberanía unitaria interna (en algunos lugares alcanzada bajo el absolutismo), después de siglos de evolu­ ción en esta dirección, es una característica destacada del estado constitucional del siglo XIX. Para emplear la terminología de David Easton, todas las actividades sociales que implican directamente la “asignación autoritaria de valor” en el nivel de la sociedad son desem­ peñadas por un único centro de decisión -e l estado mismo-, sin im­ portar cuán internamente diferenciadas y extensamente ramificadas puedan ser. Ningún individuo o cuerpo colectivo puede desempeñar tareas gubernativas excepto como órgano, agente o delegado del esta­ do; y éste asigna y determina por sí solo la extensión de esas activida­ des de acuerdo con sus propias normas, respaldadas por sus propias sanciones. Los estados pueden tener constituciones internas muy dife­ rentes -pueden, por ejemplo, considerar o no a la ciudadanía como su constituyente último y el asiento de la soberanía; pueden convertir a la cabeza del estado en un primer mandatario o en un figurón- pero, independientemente de las variaciones, ningún estado del siglo XIX está constituido y funciona “dualistamente”, en el sentido que da Gierke al término, como ocurría en el caso del Standestaat con su contraposición característica de rex et regnum, cada uno de los cuales poseía poderes de gobierno distintivos e independientes. Los estados

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modernos maduros son intrínsecamente “monistas”, y representan en esto un retomo a la tradición romana, según la cual el poder del prin­ ceps se derivaba de la voluntad del populus.12 La construcción jurídica continental del estado como una persona es una manera característi­ camente sofisticada de expresar este principio. Observemos otras expresiones más prosaicas del mismo, todas ca­ racterísticas, en mayor o menor medida, del estado decimonónico. Hay unidad territorial del estado, que llega a estar limitado lo más po­ sible por una frontera geográfica continua que puede defenderse mili­ tarmente. Hay una sola moneda y un sistema fiscal unificado. En general, hay una sola lengua “nacional”. (A menudo, ésta se superpo­ ne artificialmente a una diversidad de lenguas y dialectos locales, que a veces son duramente suprimidos pero con mayor frecuencia desarrai­ gados lentamente mediante un sistema expansivo de educación públi­ ca que emplea la lengua nacional.) Por último, hay un sistema legal unificado que sólo permite que las tradiciones jurídicas alternativas conserven su validez en áreas periféricas y con objetivos limitados. Algunos estados occidentales alcanzaron estas metas progresivamen­ te durante algunos siglos. En el siglo XIX, todos los estados procuraban obtenerlas autoconsciente y explícitamente, a menudo en relación con ideas de nacionalidad. Desde luego, esta tendencia hacia la unidad en­ contró resistencias, que a veces tuvieron éxito: las excepciones más sig­ nificativas al principio de unidad fueron los estados federales; pero aun en ellos el principio se encamaba en una constitución federal y un gobierno federal, encargado (como mínimo) de la conducción de las relaciones exteriores. En otros casos, la resistencia logró a lo sumo de­ sacelerar la marcha hacia la unidad. El reclutamiento local de anti­ guas unidades militares, por ejemplo, dio paso a un sistema de conscripción que destinaba a los reclutas dentro del territorio estatal de una forma tal que se encontraban estacionados en localidades que

12 G. Jellinek, Aíígememe Stoatsle/ire (3a edición, Berlín, 1928), pp. 319 y siguientes.

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a menudo no sentían como partes integrantes de su país.13* Los dialec­ tos y las lenguas minoritarias retrocedieron ante los crecientes sistemas de educación pública, que celebraban las virtudes y los logros de mo­ narcas y estadistas que con frecuencia no sólo eran desconocidos sino literalmente extranjeros para los alumnos. Los proceres y notables loca­ les que querían preservar su posición en la comunidad como hombres de juicio e influencia tenían que aprender nuevos y desconcertantes juegos políticos, explorar nuevos caminos de acceso a diferentes centros de poder y actuar de acuerdo con normas desconocidas. Más significativas que las resistencias y adaptaciones al impulso unificador de los estados decimonónicos son tal vez dos de sus contra­ dicciones internas. Primero, pese a sofisticados mecanismos legales de delegación, designación y responsabilidad utilizados para conectar el centro de poder del estado unitario con su crecientemente ramificado aparato administrativo y hacer que sus órganos respondan a instruc­ ciones centrales, hay en acción dentro del sistema poderosas contra­ tendencias que hacen que algunos de sus sectores sean cada vez más autónomos. Diferentes ministerios dentro del mismo gobierno cen­ tral, por ejemplo, tienen o desarrollan diferentes estilos administrati­ vos, clientelas, tradiciones políticas e inclinaciones en la selección y capacitación de su personal. Así, se crean entre ellos rivalidades y di­ ferencias políticas que hacen difícil la coordinación. El ejército, la po­ licía, el servicio diplomático y a veces los cuerpos judiciales superiores sostienen líneas y tradiciones de acción política sustancialmente au­ tónomas, con el resultado de que en algunos casos cada uno actúa co­

13 Véase, por ejemplo, G. Rochat, “L’esercito e il fascismo”, en G. Quazza (comp.), Fascismo e soríetá italiana (Turín, 1973), pp. 89 y siguientes (en especial pp. 93-94). Este modelo de conscripción a veces tenía desventajas desde un punto de vista mili­ tar, dado que privaba a los nuevos conscriptos del sentimiento de solidaridad y nocio­ nes compartidas característico de las antiguas unidades regionales. Por otro lado, si una unidad debía emplearse para reprimir la agitación civil, a menudo convenía que íiiera étnica y culturalmente diferente del lugar en que operaba.

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mo “un estado dentro del estado”, como el poseedor de jacto de pre­ rrogativas políticas autónomas. Segundo, la naturaleza del capitalismo como un sistema de poder entre clases también afecta, de maneras menos visibles pero no menos sustanciales, la noción de unidad del poder estatal. Esta noción, parti­ cularmente en la tradición jacobina, implicaba que en el estado mo­ derno la5 relaciones “verticales”, centradas en el poder y activadas por él, sólo podían existir entre el estado mismo y los individuos privados; se suponía que todas las relaciones entre estos últimos eran “horizonta­ les”, contractuales y libres del poder. Pero la posesión de capital es un medio legal y políticamente protegido para la creación y reproducción de relaciones de dominación de facto entre individuos pertenecientes a di­ ferentes clases. La contradicción es evidente: un estado que pretende ser la fuente de todas las relaciones de poder actúa de hecho como el garante de unas que no se originan en sí mismo y que no controla, las engendradas por la institución del control privado del capital.14

La “modernidad” del estado Pese a toda su complejidad estructural y la vastedad y continuidad de sus operaciones, el estado moderno -com o cualquier otro complejo institucional- se resuelve en última instancia en procesos sociales modelados por ciertas reglas. Por lo tanto, puede obtenerse cierta comprensión conceptual de su naturaleza -e n contraste con la de otros sistemas de gobierno en gran escala- si se indaga qué tienen de distintivo sus modelos. El perfil institucional del estado moderno lo-

14 H. Heller, Scoatsíe/ire (3a edición, Leiden, 1963), pp. 109 y siguientes [Teoría del estado, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1992]. Este importante libro fue publicado por primera vez en 1934 en una edición postuma e incompleta. El autor había muerto el año anterior, poco después de dejar Alemania. Sobre Heller, véase W. Schluchter, Entscheídung/ür den socalen Rechtsstaac (Colonia, 1968).

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COLEGIO L O Y O U ARCA SEMINARJJ grado de esta forma hace hincapié, en términos generales, en su “mo­ dernidad”, dado que sus patrones parecen ser los productos de un pro­ ceso avanzado y sofisticado de diferenciación social. Para comenzar, el estado moderno aparece como un complejo ins­ titucional artificial y planeado, y no como un desarrollo espontáneo por acrecentamiento. Es un marco deliberadamente construido. Co­ mo lo sugirieron los capítulos anteriores, el desarrollo de estados par­ ticulares -n o importa cuán prolongado y diferente en ritmos, secuencias y etapas concretas según los distintos lugares- en líneas ge­ nerales confirma con claridad nuestra imagen contemporánea de •construcción estatal, con sus connotaciones de esfuerzo deliberado y conformidad consciente con un plan. Conceptualmente hablando, el estado de fines del siglo XVIII y el siglo XIX, en particular, con frecuen­ cia debe su existencia a un acto de voluntad y deliberación (colecti­ vas), a veces encarnado en sanciones constitucionales explícitas. Pero aun en los siglos anteriores la formación de diversos estados occiden­ tales parece imputable a algo que los académicos alemanes -incluso los de mentalidad menos fantasiosa, como Hermann Heller- gustan llamar Wille zum Staat, la voluntad de dar origen a un estado.15 En otras palabras, el estado moderno no es otorgado como regalo a un pueblo por parte de Dios, su propio Geist o fuerzas históricas ciegas; es una realidad “construida”. Sin embargo, una vez “construido” un estado actúa constantemente con referencia a alguna idea de un fin o función para los cuales es ins­ trumental. No es una invención sólo en el sentido de que detrás de él se encuentra una acción deliberada, por decirlo así, en el proceso de su emergencia; por delante también hay una tarea compleja aunque dis­ tintiva que constituye la justificación de su existencia y la razón de su funcionamiento. Ahora bien, esta imputación de un fundamento teleológico al estado es polémica, aunque sólo sea porque, si se la usa

15 Heller, Staatslehre,

op. cit., p. 203. u n iv e r s id a d

ALBERTO hurtado

B IB L IO T E C A

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para definirlo, se deduce que un estado deja de serlo en la medida en que no dirige de hecho su actividad hacia su objetivo particular. Así, pues, a menudo se sugiere que la definición de un “estado moderno” debería referirse no a algún conjunto finito de fines que éste podría tener, sino únicamente a sus rasgos estructurales (entre los cuales la mayor parte de las veces se ha considerado como el más distintivo el monopolio de la violencia legítima).16 De manera alternativa, en oca­ siones se señala que, de hecho, el estado posee, por su misma natura­ leza, un telos, pero que éste es completamente interno a él y consiste exclusivamente en la expansión continua de su propio poder. Sin embargo, lo que buscamos aquí no es definir el estado, sino simplemente caracterizar los patrones institucionales que gobiernan su funcionamiento; en este aspecto, parece plausible convenir con Heller en que su “función” es “la organización y activación autóno­ mas del proceso social en el territorio del estado, fundadas en la nece­ sidad histórica de alcanzar algún modus vivendi entre los intereses contrapuestos que actúan en un sector dado del planeta”.17 Adviérta­ se que este enunciado deja abierta la cuestión de cuáles, entre los “in­ tereses contrapuestos”, son o pueden ser sistemáticamente favorecidos por el “modus vivendi” que sustenta el estado. Otra característica de éste, íntimamente conectada con su naturale­ za “planeada” y teleológica, es su “especificidad funcionar1: vale decir, el estado no pretende ni intenta abarcar la totalidad de la existencia social. Esta se contempla (y se atiende, de acuerdo con el argumento funcional antes mencionado) desde un punto de vista específico, con referencia a algunos de sus aspectos distintivos, abstractos y diferen­ ciados. El estado presupone y complementa una realidad social múlti­ ple (que comprende, por ejemplo, la posición social, las filiaciones religiosas y los recursos económicos de los individuos) que bajo dispo­

16 M. Weber, Economy and Society, op. cit., vol. 1, p. 65. 17 Heller, Staatslehre, op. cit., p. 204-

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sitivos previos afectaba y era afectada directa e inmediatamente por las actividades de gobierno; ahora, sin embargo, un conjunto de fil­ tros de importancia, normas de mediación y codificaciones y decodifi­ caciones cierra el paso a esos efectos mutuos directos.18 El estado ya no se identifica, como en la poíiteia griega, directamen­ te con la sociedad en su conjunto. El compromiso de los ciudadanos con el bienestar y la seguridad de aquél ya no es impulsado por la leal­ tad personal a un jefe. Los puestos que conllevan responsabilidades y facultades políticas específicas ya no se asignan directamente en razón de la riqueza, el rango o la posición religiosa. Las actividades cada vez más vastas y costosas del estado se financian con una reserva distinti­ vamente pública de riqueza, reserva que vuelve a abastecerse median­ te la recaudación impersonal de impuestos sobre los ingresos y los gastos de ios ciudadanos, y no con la exacción de donaciones, la ven­ ta de cargos o la participación en las utilidades de las empresas milita­ res o coloniales del estado, o mediante el recurso a su riqueza privada.19 El estado, como lo veremos más adelante, establece el mar­ co para que sus ciudadanos procuren satisfacer los más diversos intere­ ses privados.20 Sus exigencias a los individuos pueden ser gravosas (a menudo incluido el servicio militar en guerras devastadoras); pero, una vez más, se dirige a los individuos en su carácter diferenciado y abstracto de ciudadanos. Como lo sugiere este último aspecto, hay un tono distintivamente universalista en la relación del estado con su ciudadanía. Esta misma se adquiere principalmente en virtud del nacimiento de un individuo den­ tro del territorio del estado; en principio, es una condición igual y no particularista. Las leyes, que como veremos son el lenguaje mediante el cual el estado se dirige a los ciudadanos, son típicamente directivas gene­ 18 N. Luhmann, Machí (Stuttgart, 1975), p. 103. 19 La significación de los impuestos como el principal medio de financiar las acti­ vidades del estado fue destacada por Hegel en el par. 299 de su Filosofía del derecho. 20 E. Durkheim, Professional Ethics and Civic Moráis (Londres, 1957), p. 81.

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rales que no tienen en cuenta las condiciones individuales al margen de las que ellas mismas establecen abstractamente como pertinentes. Finalmente, el estado está internamente estructurado como una or­ ganización formal y compleja. Está compuesto por órganos -esto es, ámbitos interdependientes y nunca completamente autónomos para decidir, controlar y ejecutar las políticas- cuyas esferas de competen­ cia, recursos y modalidades de funcionamiento son determinadas des­ de afuera por otros órganos de rango superior (hasta que se llega a uno que carga con la autoridad definitiva). Cada órgano, a su vez, está constituido como un conjunto de cargos diferenciados y complemen­ tarios, en su mayor parte jerárquicamente dispuestos. La ocupación de estos cargos se reglamenta mediante criterios universalistas que a su vez asignan a quienes los ocupan poderes y responsabilidades no apropiables, impersonales y “públicas”. La competencia por el poder políti­ co y su ejercicio en una sociedad constituida como un estado moderno implica típicamente la búsqueda y dotación de “cargos” y el ejercicio de influencia sobre su funcionamiento. (Adviértase que, por su natura­ leza misma, es muy difícil que la “influencia” se distribuya y aplique de acuerdo con términos universalistas.) Por lo común, los cargos funcio­ nan por referencia a criterios de decisión y normas de ejecución públi­ camente sancionadas, y no se basan en justificaciones ad hoc. En suma, el estado se concibe y se pretende que opere como una máquina cuyas partes encajan con precisión, una máquina impulsada por energía y dirigida por información que mana de un único centro al servicio de una pluralidad de tareas coordinadas. Esta imagen ma­ quinista es más plausible cuando se aplica al aparato administrativo del estado que a otras partes del sistema de gobierno. No obstante, la trillada imagen de los “controles y equilibrios” aplicada a la división de poderes entre todos los órganos constitucionales de mayor jerar­ quía es igualmente mecánica. El estado no es sólo un artificio: es un artificio complejo y sofisticado, constituido por numerosas partes di­ minutas, cada una de las cuales, al funcionar, suministra recursos o pone restricciones al funcionamiento de otra.

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Hasta ahora, podríamos sintetizar la argumentación de esta sección con la sugerencia de que, si se le aplica la dicotomía Gemeinschaft/Gesellschaft de Tónnies, el estado moderno parece estar en gran medida en su extremo Gesellschaft.21* No obstante, esta obvia (si no muy útil) caracterización plantea algunas objeciones, ¡cuya importancia podría resumirse diciendo que en él hay algo gemeínscha/cíidi! Para comenzar, ¿cuán plausible es la noción de que el estado se “ha' ce” o se “construye”? ¿Quiénes se encargarían de “hacerlo” o “cons­ truirlo”? La respuesta podría ser “una sociedad nacional”, es decir, una población geográfica, lingüística, étnica y culturalmente distintiva que busca una garantía política y la expresión de ese carácter distintivo. No obstante, hay muchos casos en los que no puede mostrarse que esa entidad haya existido antes y ni siquiera en la época de sus presuntas actividades de construcción del estado. Por ejemplo, el absolutismo francés “hizo” la nación francesa al menos en la misma medida que la nación francesa “hizo” el estado moderno francés. 21 Ferdinand Tónnies formuló esta dicotomía en su obra más importante, Gemeinschci/t und Gesellschafc ( I a edición, 1887) [Comunidad y asociación, Barcelona, Ediciones 62], como una ayuda conceptual para la categorización de formas básicas de vínculo social. Para una versión inglesa, véase S. Loomis (trad. y comp.), Community and Association (East Lansing, Mich., 1957). Entre las Gemeinschaften prototípicas se cuentan las comunidades de parentesco, un grupo de amigos de toda la vida, la aldea medieval (idealizada) -agolpamientos espontáneos y duraderos que abarcan to­ da la individualidad de sus miembros y contemplan una pluralidad abierta de intere­ ses compartidos-*. Entre las Gesellschaften prototípicas están las sociedades comerciales y las organizaciones “formales" de gran escala -agrupamientos creados ar­ tificialmente, con finalidades específicas y que sólo afectan segmentos diferenciados de la existencia de sus miembros-. Véase la “Note on Gemeinschaft and Gesellschaft" en T. Parsons, The Structure o f Social Action (Nueva York, 1937), pp. 686-696 [La es­ tructura de la acción social, Barcelona, Labor]. La mayor parte de las caracterizaciones sociológicas del estado moderno hechas por Simmel son compatibles con mis propias afirmaciones sobre su “modernidad”. Véase por ejemplo G. Simmel, Philosophie des Geldes (6a edición, Berlín, 1958), pp. 526-527 [Filosofía del dinero, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1977].

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Por otra parte, los procesos históricos concretos conducentes a la emergencia de un estado han sido característicamente prolongados, tentativos y tortuosos, y exhibieron amplias discrepancias entre las promesas y los resultados. Aspectos o fases similares de estos procesos recibieron de los participantes, en diferentes circunstancias, justifica­ ciones e interpretaciones extremadamente diferentes: aquí una apela­ ción a los intereses dinásticos, allá a la integridad nacional, más allá a la necesidad de crear mercados más grandes. Todo esto hace dudosa la imagen de “construcción del estado”, la noción de que los sucesos his­ tóricos involucrados actualizaron un propósito consciente, un desig­ nio explícito. De manera más significativa, tanto los procesos por los cuales surge el estado como el ser profundo de éste a menudo evocan en los inte­ grantes individuales resonancias emocionales, honduras de compromiso y participación que son más gemeinschaftlich que gesellschaftlich. De vez en cuando, parecen implicar un rechazo del razonamiento instrumen­ tal, utilitario y “maquinista”; una búsqueda de la autotrascendencia; la entrega a una identidad elevada, espiritual y supraindividual. Aun Hermann Heller -para ser alemán, un erudito inusualmente pragmáti­ co - argumenta que “por su voluntad o de otra manera, el individuo se encuentra implicado en el estado en niveles vitalmente significativos de todo su ser. [...] La organización estatal llega hondo a la existencia personal del hombre, forma su ser”.22 Y Max Weber, cuya obra La polí­ tica como vocación transmite bien (a menudo para consternación de sus lectores de mentalidad liberal) lo fascinosum et tremendum, los aspectos titánicos y demoníacos de la experiencia política, llega al extremo de atribuir a las entidades políticas más grandes, incluido desde luego el estado moderno, una aptitud que sólo comparten con la religión: otor­ gar significado a la muerte. La muerte del guerrero en el campo de ba­ talla, sugiere Weber, está santificada, es una consumación que vibra

22 Heller, Staatslekre, pp. 250-251.

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con elevados sentimientos.23 ¿Acaso el estado decimonónico no apeló con demasiada frecuencia y demasiado éxito a tales motivos para en­ viar a jóvenes bien dispuestos a morir (y a matar) ? El punto de vista de que el estado es geseííscha/tíích por ser “funcional­ mente específico”, el producto de un proceso de diferenciación que en definitiva concentra todas las actividades estatales en sólo un aspecto o dimensión de la vida social, tampoco puede concillarse con facilidad con algunas implicaciones de la noción de soberanía insidiosamente elaborada por Cari Schmitt. Si se considera que el estado se dedica al interés social capital y último (preservar la existencia e integridad mis­ mas de la colectividad), y si en la búsqueda de ese interés puede inclu­ so enviar a sus ciudadanos a una muerte prematura y dolorosa, con seguridad hay algo condicional, para no decir ficticio, en su “especifi­ cidad funcional”. ¿No está el destino total de la colectividad constitui­ do como estado, y con ello la totalidad de los intereses de sus miembros, directamente afectados por las demandas y azares de aquél? Por otra parte, la relación del estado moderno con su ciudadanía bien puede parecer universalista, pero, ¿qué pasa con el particularis­ mo irreductible que se deriva del hecho de que el mundo está total­ mente conformado por estados soberanos, cada uno de los cuales discrimina pronunciadamente entre sus propios ciudadanos y todos los otros seres humanos y obliga a los primeros a mantener un lazo fe­ rozmente exclusivo y exigente con él? Por último, la concepción del estado como una máquina no es más que una variante de la perspecti­ va anglosajona tradicional que lo considera como un mero “mecanismo.de conveniencia”, es decir, una realidad gesellschaftlich. ¿Qué ocurre, empero, con la concepción continental del estado como “una entidad”, como El Estado? Hay poco de gesellschaftlich en ella.

23 M. Weber, “Religious Rejcctions of the World and Their Directions”, en H. H. Gerth y C. W. Mills (trad. y comp.), From Max Weber: Essays in Sociology (Nueva York, 1958), pp. 323 y siguientes (en especial pp. 333-340).

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No veo razones para extraer de estas objeciones la conclusión de que después de todo el estado es una Gemeinschaft. Tal vez, todo lo que hacen es enfatizar las limitaciones inherentes de la dicotomía de Tónnies, en particular cuando se la aplica a formas sociales más gran­ des. Quizás sea posible sacar una conclusión alternativa de algo que Weber escribió en 1916: “Cuando se dice que el estado es la cosa más elevada y capital del mundo, se dice algo completamente correcto una vez que se lo entiende con propiedad. Puesto que el estado es la organización del poder más alta de la tierra, tiene poder sobre la vida y la muerte. [...] Cometemos un error, sin embargo, cuando hablamos sólo, de él y no de la nación”. 24 Este párrafo sugiere que el estado es indudablemente geselbchaftlich, y que la mejor forma de tomar los as­ pectos que parecen refutar esta caracterización es considerarlos referi­ dos no al estado como tal sino a una realidad más amplia (ya se quiera o no seguir a Weber al designarla como “la nación”). En este argu­ mento, el estado es una máquina deliberadamente construida y fun­ cionalmente específica, pero que apela a y moviliza sentimientos y emociones más profundos y exigentes en la medida en que atiende a una realidad más incluyente y menos artificial.

Legitimidad legal racional Como sistema de gobierno, el estado confronta el problema de la legi­ timidad. Vale decir, quiere que los ciudadanos acaten su autoridad no por la inercia de una rutina no razonada o el cálculo utilitario de una ventaja personal, sino a partir de la convicción de que la obediencia es correcta. Con este fin, cada sistema de gobierno debe presentar no­ ciones que, una vez compartidas por los ciudadanos, confieran a sus directivas una calidad de obligación moral. Como lo expone Weber,

24 Citado por Mommsen en Max Weber und die deutsche PoüriJc.. op. cit., p. 216.

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en dichas nociones se distinguen tres tipos básicos, que caracterizan respectivamente la legitimidad tradicional, la carismática y la legal racional. Sólo la última es apropiada para el estado moderno. En este tipo, a las directivas individuales se asocia una pretensión a la obe­ diencia con motivaciones morales, en virtud del hecho -comprobable mediante el razonamiento jurídico- dé que aquéllas se emiten dé con­ formidad con normas generales válidas. A su vez, la validez de éstas se basa en que se han elaborado de acuerdo con reglas de procedimiento incorporadas a la constitución del estado.25 Así, el ideal moral que en última instancia legitima al estado mo­ derno es la domesticación del poder a través de la despersonalización de su ejercicio. Cuando el poder se engendra y regula mediante leyes generales, la posibilidad de que se ejerza arbitrariamente se minimiza; consecuentemente minimizado está el elemento de sometimiento personal en las relaciones de los individuos en general con quienes ejercen las facultades de gobierno, dado que éstos sólo lo hacen como ocupantes de puestos determinados y legalmente controlados. En el fondo, en sus relaciones políticas los individuos no se obedecen unos a otros sino al derecho. La relación del estado moderno con el derecho es particularmente estrecha. Ya no se lo concibe como un montaje de reglas jurídicas consuetudinarias, desarrolladas desde tiempos inmemoriales, o como prerrogativas e inmunidades tradicionales sostenidas corporativa­ mente; tampoco como la expresión de principios de justicia que se basan en la voluntad de Dios o los dictados de la “Naturaleza” a los cuales se espera que el estado simplemente preste la sanción de sus poderes de promulgación. El derecho moderno es, en cambio, un cuerpo de leyes en vigor; es derecho positivo, dispuesto, conformado y validado por el estado mismo en el ejercicio de su soberanía, princi-

25 Sobre los supuestos e implicaciones de este tipo de legitimidad, véase N. Luhmann, Legúimation durch Verfakren (2a edición, Neuwied, 1975).

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pálmente a través de decisiones públicas, documentadas y en general recientes.26 De hecho, de acuerdo con algunas interpretaciones decimonónicas (y de principios del siglo XX), hay una relación de casi identidad entre el estado y su derecho. Las áreas libres de éste sólo se permiten en unas pocas actividades estatales, particularmente en referencia a inte' reses estrictamente políticos (seguridad externa, el mantenimiento del orden público) o a consideraciones estrechamente prácticas y no normativas de necesidad o conveniencia en la administración; pero estas mismas áreas deben ser especificadas y circunscriptas por la ley. En cualquier caso, dentro del sistema de gobierno el derecho es el modo estándar de expresión del estado, su lenguaje mismo, el medio esencial de su actividad. Se puede visualizar al estado como un con­ junto legalmente dispuesto de órganos para la creación, aplicación y promulgación de leyes. La teoría y la práctica legal continental consideran que este último aspecto de la relación del estado con el derecho está encamado en la primera mitad de la división convencional del derecho estatal entre derecho público y privado (aunque todo derecho es derecho estatal). Como lo sugerí en la sección anterior, el estado está constituido y funciona como una organización formal; dentro de él, los individuos y sus decisiones representan y actualizan las competencias y facultades de órganos y cargos. Pero para que así suceda, normas generales deben establecer y regular dichas competencias y facultades y las operacio' nes que las expresan. La preocupación constante del estado por la coordinación y dirección de sus propios actos requiere una vez más la formulación y promulgación de reglas generales que definan normas para esos actos, expongan las consideraciones pertinentes, etcétera. Como resultado de este proceso indispensable de elaboración de reglas, prescripción de directivas, establecimiento de criterios y dictado

26 Véase N. Luhmann, fíechtsso^obgie (Reinbek, 1972), vol. 2, pp. 207 y siguientes.

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de orientaciones para la acción, se da origen a un vasto cuerpo de dere­ cho público: “El derecho es técnicamente (no siempre políticamente) la forma más acabada de dominación, dado que de manera caracterís­ tica y a largo plazo hace posible la más precisa y efectiva orientación y ordenamiento de la actividad política, y el cálculo y la imputación más seguros de la conducta que constituye y actualiza el poder del es­ tado”.27 La otra mitad de la división, el derecho privado, no da directivas para el funcionamiento de los órganos estatales sino que, más bien, fi­ ja marcos para la actividad autónoma de individuos que procuran sa­ tisfacer sus propios intereses privados. En la medida en que los individuos consideran beneficioso entablar relaciones recíprocas, el estado, a través de la legislación, proporciona los medios con los cua­ les, en caso necesario, aquéllos pueden garantizar el interés en cues­ tión con el recurso al aparato judicial y de ejecución de las leyes del estado. Al tomar esas disposiciones, el estado determina (en general, y a primera vista con imparcialidad) qué clases de intereses son dig­ nos de su apoyo. Establece las condiciones en que puede procurarse la satisfacción de esos intereses -por ejemplo, el grado de madurez men­ tal y conciencia requerido para que el individuo pueda comprometer sus recursos, las normas de buena fe que deben observarse en las tran­ sacciones y las formalidades exigidas para que éstas sean valederas- y las consecuencias que se derivarán de las transacciones implicadas en esa búsqueda. Por otra parte, el estado fija los deberes y las prerrogati­ vas que se siguen de la propiedad de bienes y otros derechos, o de condiciones como la de esposo, heredero o tutor. En la medida en que cumplen las condiciones fijadas en términos generales por esas leyes, se dice que los individuos tienen derechos, deberes y obligaciones: pueden producir o deben someterse a determi­ nadas modificaciones en sus relaciones mutuas. Las reglas antes indi­

27 Heller, Staatsíe/ire, op. cit., p. 242.

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cadas, y otras que las complementan, expresan evidentemente la autoridad del estado frente a sus ciudadanos; pero están concebidas para apoyar y controlar la búsqueda individual de la propia ventaja al ha­ cer precisas y predecibles las relaciones con otros individuos y por lo tanto transparente, calculable y no coercitiva la interacción de “cola­ boradores antagónicos”.

Garantías constitucionales La inspiración predominantemente liberal y antiautoritaria del estado constitucional del siglo XIX se revela en dos instrumentos superpues­ tos que son característicos de su derecho público. En primer lugar, como todo derecho positivo es modificable, existe el peligro de que la nueva legislación destruya derechos establecidos o perturbe a sus poseedores en su pacífico e irrestricto goce de ellos* Pa­ ra evitarlo, algunos principios legales sustantivos se mantienen en una posición legal especial y más elevada, como normas “constitucio­ nales”; se niega validez a las leyes que los violan o limitan, o sólo se las reconoce como válidas si en su creación se cumplen requisitos de procedimiento particularmente exigentes. En segundo lugar, los ciudadanos gozan de derechos en la esfera pú­ blica del mismo modo que en la privada (una vez más, principalmen­ te a través de normas constitucionales). Los órganos estatales, incluidos en algunos casos los legislativos, tienen directamente prohi­ bido inmiscuirse en esos derechos. Por otra parte, como veremos en­ seguida, algunos de éstos permiten a los ciudadanos individuales que cumplen los requisitos de elegibilidad controlar y tomar parte en la creación de decisiones públicas, en particular la sanción de leyes (a través de elecciones y legislaturas representativas) y procedimientos judiciales (mediante la institución del jurado). De esta manera, el ciudadano individual queda “conectado” a las operaciones del estado, de una manera sin embargo mediada; con esto se pretende otorgarle

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una garantía tanto de sus derechos contra el abuso como de sus intereses legítimos contra la inobservancia de los órganos públicos. Habermas clasifica del siguiente modo los derechos que las consti­ tuciones del siglo XIX y normas similares atribuyen más frecuentemen­ te al individuo: derechos correspondientes a la esfera de lo que llama “el público raciocinante” (libertad de expresión, opinión, reunión, asociación) y a las prerrogativas políticas de individuos privados (de­ rechos electorales, derechos de petición, etcétera); derechos que constituyen el estatus de un individuo como una persona Ubre (invio­ labilidad de su residencia, su correspondencia, etcétera; prohibición de las transacciones que disponen de la libertad personal); y derechos referentes a las transacciones de poseedores de propiedad privada en la esfera de la sociedad civil (igualdad ante la ley, libertad con respec­ to al control, protección de la propiedad privada, protección de los derechos de herencia, etcétera).28 Ahora bien, estos derechos tenían implicaciones más positivas que la en cierto modo negativa de limitar el poder del estado a la elabora­ ción de leyes.29* Esta última significación surgía de la intención de comprometerlo legalmente con sus propias leyes, algo muy diferente de y no fácilmente de conformidad con el aspecto antes señalado de que el

28 J. Habermas, Strukturwandel der Óffentlichkeit, op. cit., p. 105. 29 Me concentro aquí en un aspecto funcional de los derechos públicos de la ciu­ dadanía, la defensa contra los peligros inherentes en la abierta y creciente regulación estatal de los asuntos sociales. Pero debería tenerse presente que esa regulación fue en gran medida una respuesta a la veloz erosión de las normas existentes, principalmente consuetudinarias y locales, para conducirse cotidianamente frente al cambio socioe­ conómico y cultural. Por consiguiente, sólo un mecanismo supralocal y racional para la toma de decisiones públicas podía llenar el vacío “anémico” resultante mediante la elaboración de nuevos marcos abstractos y flexibles de regulación, que luego pondría en vigor. Desde esta perspectiva, los derechos públicos de los ciudadanos aparecen no como barreras contra el abuso estatal de sus facultades regulatorias sino como instru­ mentos vitales de retroalimentación para activar y encauzar el ejercicio de esas facul­ tades en nombre de la sociedad civil y sus componentes dominantes.

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derecho era el lenguaje mismo del estado, el principal medio de su funcionamiento. Puesto que esa noción entrañaba que el estado pu­ diera “hablar” o producir absolutamente cualquier derecho; y lo peli­ groso desde el punto de vista liberal era precisamente esa mutabilidad intrínseca del derecho. Pero poner límites legalmente válidos al derecho positivo era lógi­ camente imposible. La constitución podía “obligar” a la legislación normal, y esta última establecer salvaguardas de los derechos (públicos y privados) de los ciudadanos; pero la constitución misma, por más elevada que fuera, era un elemento de legislación positiva, y como tal inherentemente modificable cualesquiera fuesen las restricciones. Para enfrentar este dilema, los teóricos jurídicos usaron varios artificios, por ejemplo ideas extraídas de la noción de derecho natural (como la exis­ tencia de derechos del hombre anteriores a y por encima de los del ciu­ dadano), o interpretaciones de la elaboración constitucional que recordaban la teoría del contrato social. Pero estos intentos de solu­ ción se contraponían al temperamento predominantemente secular e interesado en el progreso de la época, que en el “positivismo legal” ha­ bía celebrado una victoria sobre las teorías del derecho natural y el contrato social. Además, estas últimas tenían implicaciones igualita­ rias que las hacían un arma de uso inconveniente para la burguesía. En última instancia, hasta un pensador tan vigoroso y lúcido como Georg Jellinek (estrechamente asociado a Max Weber en Heidelberg a fines del siglo XIX, y un destacado teórico del derecho público) se li­ mitó a declarar su firme convicción -aunque no con argumentos sa­ tisfactorios- de que el estado estaba en realidad limitado por y a su propio derecho y tenía que respetar ciertos derechos del ciudadano.30 En los párrafos siguientes, he subrayado los lugares en que la debilidad de su razonamiento me parece particularmente evidente. 30 Véase C. Roehrssen, “II diritto pubblico verso la ‘teoría generale’. Georg Jelli­ nek”, en G. Tarello (comp.), Materiali per una storia della cultura giuridica, op. cit., vol. 6, pp. 291 y siguientes.

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El derecho penal no da simplemente instrucciones al juez; el derecho tributario no da simplemente instrucciones al inspector impositivo. Entrañan una seguridad dada a los sujetos en el sentido de que esas le­ yes se respetarán. Todas las normas crean una expectativa de que, a menos que exista una ra^ón legal válida para su suspensión, serán cumpli­ das [por los funcionarios públicos]. [...] Sin esa seguridad, el individuo no podría calcular sus propios actos y sus consecuencias. [...] Cuando crea el derecho, el estado se obliga frente a los sujetos a aplicarlo e imponerlo. Las personalidades (ya sean individuos o grupos) que actúan den­ tro del estado poseen derechos que les son propios, no a discreción del estado soberano ni como una concesión de éste, y tampoco como sus delegados. Poseen sus derechos porque, como personas, se las consi­ dera portadoras de derechos, una calidad cuya eliminación está comple­ tamente al margen del verdadero poder del estado.31 Como muestra esta última frase, la garantía definitiva del respeto del estado por los derechos del individuo, como no puede ser ni jurídica (si debe evitarse el razonamiento circular) ni metafísica (dado que tienen que descartarse el derecho natural y construcciones similares), debe ser sociológica; de allí la referencia al “verdadero poder” del estado. No hay nada de malo en ello, salvo que la de Jellinek es una sociología muy pobre: de hecho, está íntegramente dentro del “verdadero poder” del estado tratar a los individuos de otra forma que como portadores de derechos. Esto era notorio en los sistemas de gobierno anteriores al si­ glo XIX, de los cuales Jellinek sabía mucho- No obstante, pasó por alto esa evidencia, presuntamente porque no consideraba esos sistemas co­ mo estados “propiamente dichos”. Parece haber percibido (aunque no pudo sostenerlo satisfactoriamente) que el estado, en cierto modo por su naturaleza misma y tal como había llegado a una realización plena a fines del siglo XVIII y el siglo XIX, era incapaz de hacer ciertas cosas.

31 Jellinek, AUgemeíne Staatslehre, op. cit., p. 372.

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Volvamos ahora brevemente al problema de la legitimidad, con el cual comenzamos esta sección. Cuando se refiere a la tipología de la legitimidad de Weber, Cari Schmitt sostiene que el énfasis del estado moderno (y Weber) en la legalidad -es decir, en la observancia de nor­ mas de procedimiento expresas para la formación y ejecución de las decisiones estatales- no encama tanto un tipo distintivo de legitimi­ dad (como creía el mismo Weber) sino que prescinde de la legitimi­ dad propiamente dicha, la suplanta.32 De acuerdo con Schmitt, la idea misma de legitimidad se refiere a cierta idea de bondad moral, a cierto ideal sustantivo intrínsecamente válido y dominante que de al­ gún modo transmite validez a las directivas individuales a las que se considera sus reflejos; en tanto que las normas de procedimiento que supuestamente validan las directivas en la “legitimidad legal racional” son puramente formales y no poseen ni pueden transmitir ninguna rectitud intrínseca, y por lo tanto ninguna auténtica legitimidad, a di­ rectivas fundadas en última instancia en ellas. (Podría aducirse que el mismo Weber aceptó esto cuando distinguió entre racionalidad legal formal y material, y consideró que sólo la primera era característica de los sistemas legales modernos.) Hay que admitir que la argumentación de Schmitt tiene cierta fuerza. No obstante, me parece que dentro de la cultura occidental, en todo caso, el principio de la despersonalización del poder -que se­ gún sugerí está implicado en la noción weberiana de la legitimidad le­ gal racional- posee efectivamente una significación moral distintiva, y por ello es una verdadera, aunque quizás débil, fuerza legitimadora. Lo mismo ocurre con la noción, encamada en la característica prefe­ rencia liberal por las decisiones colectivas surgidas de la confronta­ ción pública de opiniones en un debate abierto, de que en la medida de lo posible el derecho debería ser el producto de la ratio (razón) más

32 C. Schmitt, Legalitat und Lcgirimitat (Munich, 1932) [Legalidad y legitimidad, Ma­ drid, Aguilar, 1971].

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que de la voluntas (voluntad). Esto implica una concepción moral dis­ tintiva según la cual, en palabras de Hegel, se hace que la validez del derecho se base “ya no en la fuerza, ni primordialmente en los usos y costumbres, sino en las intuiciones y los argumentos”.33

Rasgos significativos del proceso político En las primeras fases del desarrollo del estado moderno, como hemos visto, el tema primordial del proceso político interno fue la cinchada entre centros de poder autónomos (individuales o corporativos, secu­ lares o eclesiásticos) con respecto a la extensión y seguridad de sus respectivas prerrogativas e inmunidades jurisdiccionales. A raíz de los logros del absolutismo, el estado decimonónico parece haber zanjado esta cuestión política con la institucionalización del principio que antes llamamos “unidad” o “soberanía interna”. Ahora, el problema político principal pasa a ser el contenido y dirección de los poderes de gobierno monopolizados por el estado, en especial en lo que se refiere a la distribución del producto nacional y el control de los medios de su producción. En la sección siguiente dividiré esa cuestión en una serie de partes integrantes; aquí, sin embargo, quiero señalar algunos rasgos generales del proceso político interno en el es­ tado del siglo XIX. “Civilidad”. El gobierno siempre implica el control sobre los medios de coerción. En comparación con otros sistemas de gobierno, el esta­ do del siglo XIX construye este aspecto mediante el fortalecimiento de su monopolio de la coerción legítima y haciéndola técnicamente más sofisticada y formidable. Sin embargo, también la diferencia y la sepa­ ra de otros aspectos del proceso político interno, lo que da como re­ sultado que éste se vuelva más “civil”.

33 Citado por Habermas en Struktunvandelder Óffentlichkeit, op. cit., p. 144.

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Dentro del cada vez más vasto y ramificado aparato estatal, sólo dos sectores del poder ejecutivo -los militares y la policía- siguen estando directamente encargados de la coerción. Pero las decisiones clave acerca de su organización y finaneiamiento y sobre el desplie­ gue de su poderío se confieren a otros órganos (legislativo, ejecuti­ vo). De tal modo, la coerción legítima se convierte en un aspecto del gobierno menos difuso, penetrante y visible y más controlado y especializado. (Para el caso, en la vida social en general puede ob­ servarse una reducción similar de la preponderancia de la coerción. El modo capitalista de producción, en particular, no implica su uso directo.) Otra manifestación de la “civilidad” es la adopción generalizada, en todo el sistema de estados con centro en Europa, de formas más humanas de procesamiento y castigo penal. Por otra parte, en condi­ ciones normales, las formas violentas de expresión política se hacen menos frecuentes. A ejemplo de Inglaterra, muchos estados institu­ cionalizan la oposición a la conducción política actual o a las políti­ cas vigentes, y hacen que la ocupación de muchos puestos políticos sea objeto de una competencia regulada y pacífica. Los “derechos pú­ blicos” antes analizados hacen posible el disenso organizado, y la eli­ minación constitucional de ciertas cuestiones de la arena política -en particular las religiosas, que en el pasado habían sido muy incendia­ rias- reduce el alcance y la intensidad de ese disenso. Los órganos legislativos, que normalmente actúan como el asiento visible de la soberanía del estado, funcionan en esencia como “ámbi­ tos discursivos” con regías elaboradas y formales para ordenar el deba­ te; participan en ellos cada vez más miembros de las clases profesional y empresaria, en su mayoría hombres de disposiciones pacíficas. Tanto aquí como aún más en los órganos administrativos, quienes negocian los asuntos cotidianos del estado son en su mayor parte hombres con capacitación en el derecho. Así, esos asuntos son encarados en gene­ ral de una manera sobria y discursiva; el estado se maneja cada vez más sobre la base de juicios prácticos y un razonamiento sofisticado y

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capacitado, y cada vez menos sobre la base de la fuerza, la pompa ce­ remonial.y el despliegue bélico. En contraposición a esta civilidad interna, hay que recordar que las guerras libradas entre los estados se vuelven más y más masivas y san­ grientas; por otra parte, su desencadenamiento despierta y expresa, en círculos cada vez más amplios de la población, pasiones de una feroci­ dad inusual y alarmante. Además, en las dependencias coloniales que constituyen una parte integrante del sistema productivo de muchos es­ tados occidentales, la coerción sistemática y brutal desempeña un papel abierto y directo, no sólo para mantener sometidas a las poblaciones nativas sino para explotarlas económicamente. Por último, interna­ mente los estados a veces despliegan abierta y duramente su potencial de coerción, en particular cuando la disidencia política o la resistencia a la explotación de estratos subalternos parecen amenazar la distribu­ ción interna del poder político y económico. En tales circunstancias, a menudo se viola incluso la distinción entre las fuerzas militares y poli­ ciales; se convoca al ejército para romper huelgas, sofocar disturbios y a veces encargarse de la vigilancia de regiones enteras.34 Multiplicidad de focos. Aunque unitariamente constituido, el estado decimonónico también se articula en muchos órganos y cargos, con variadas competencias e intereses. De tal modo, el proceso político se diferencia consecuentemente; pasa a concentrarse en una serie de ór­ ganos, capas de regulaciones, cuestiones, cuerpos organizados de opi­ nión y conjuntos de intereses colectivos. Los numerosos nudos y empalmes de la estructura del sistema ofrecen muchos puntos de en­ trada al proceso. Con la esperanza de ejercer influencia sobre la formulación de los rumbos de acción, sectores progresivamente más amplios de la pobla­ ción comienzan a participar en el proceso político; y su creciente par­ ticipación, a su vez, genera muchos alineam ientos, a menudo

34 Véase, por ejemplo, Rochat, “L’esercito e il fascismo”, art. cit.

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superpuestos. Por ejemplo, el conjunto de intereses, perspectivas y personas que compiten por el poder y la influencia en el nivel nacio­ nal generalmente difiere de los que lo hacen en los niveles regional o municipal. Los alineamientos de opinión en tomo de cuestiones de política exterior con frecuencia atraviesan los centrados en las políti­ cas fiscal, de bienestar social o educativa. Apertura. Hemos visto que en las primeras etapas del desarrollo del estado era típico que individuos y cuerpos proclamaran sus pretensio­ nes tradicionales a tomar parte en el proceso político, y que articularan sus demandas principalmente mediante la apelación a privilegios con­ sagrados por el tiempo. Así, sus luchas, por más persistentes y ásperas que fueran, se llevaban adelante con el supuesto de que había existido en el pasado y podía restablecerse en el presente una condición de equilibrio entre los diversos privilegios y pretensiones. Ningún supuesto de esa naturaleza se aplica al estado decimonóni­ co. Aquí la empresa política se negocia (continua y públicamente) por referencia no a prerrogativas tradicionales, diferenciadas y autó­ nomamente sostenidas de las partes, sino al potencial abierto del po­ der unitario del estado, una entidad cabalmente secular capaz en principio de una elaboración, definición y expansión indefinidas. Co­ mo también hemos visto, el derecho positivo, el lenguaje mismo del estado, es intrínsecamente modificable y puede orientar y autorizar una variedad indefinida de actos de gobierno. Consecuentemente, el proceso político comenzó a orientarse hacia objetivos abstractos y siempre lejanos: fuera la promoción del poder del estado en el concierto de las naciones, el bienestar del pueblo o la bús­ queda individual de la felicidad. En nombre de estos objetivos (según se definen y ajustan mutuamente a través de la competencia política), es legítimo hacer cambios en cualquier momento en el equilibrio de los intereses individuales y colectivos. Aun si se deja a un lado el carácter dinámico de la sociedad a la que complementa, un sistema político tal siempre debe generar, por necesidad, nuevos temas para el interés público y la acción perento­

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ria. Por consiguiente, tiende a exigir para su funcionamiento recursos siempre nuevos, y nuevas facultades e instrumentos de gobierno a aplicar a sus fines abiertos. Controversia. Lo que acabo de llamar apertura no es una peculiaridad del estado decimonónico; como lo muestra el Anc/en Régime de Tocqueville, ya era claramente evidente en la Francia de fines del ab­ solutismo, con su urgencia constante por ampliar los límites de la ac­ ción estatal, para regular aspectos y áreas siempre más nuevos de la actividad social. Sin embargo, el “anoten régime” era semidespótico. No existía un foro constituido para la discusión y el control públicos de la acción estatal, que recibía todos sus impulsos desde arriba. El es­ tado del siglo XIX, por otro lado, se construye de una forma que no só­ lo permite sino que exige el debate público, la confrontación de opiniones. El conflicto, aunque limitado; la controversia, aunque re­ gulada: éstos son los rasgos no incidentales sino esenciales para el fun­ cionamiento del sistema político.35 L a centralidad de las instituciones representativas. Muchas de las ca­ racterísticas ya analizadas -por ejemplo la importancia clave del dere­ cho y el papel de la controversia en su form ación- encuentran expresión en la posición central de las instituciones representativas en el proceso político del siglo XIX. Naturalmente, lo que llamo “centrali­ dad” es una cuestión de grado, y por lo tanto de conflicto. El parla­ mento, desde luego, es más central para un sistema parlamentario de gobierno que para un sistema presidencial o uno donde la confianza personal de un monarca, y no la composición política de la legislatura, decide quién encabezará el ejecutivo. No obstante, es necesariamente en el parlamento (no importa cómo esté organizado) donde se crean las leyes; por otra parte, representa el ámbito público por excelencia, no meramente como un foro para la discusión sino como la sede de vitales procesos de toma de decisiones. 35 C. Schmitt, “Die Prinzipien des Parlamentarismus”, en K. Kluxen (comp.), Parlamentarismus (Colonia, 1967), pp. 41-53.

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El parlamento debe mediar entre la “variedad” de las opiniones in­ dividuales (a cada una de las cuales los “derechos públicos” aseguran alguna expresión) y la necesidad de directivas unívocas y generales para resolver y reducir su diversidad. Para hacerlo, el parlamento no puede funcionar simplemente como un reflejo condensado de la dis­ tribución de la opinión entre el público; también debe simplificar esa distribución, concentrarla en determinadas cuestiones y generar ali­ neamientos, mayorías y oposiciones. Al mismo tiempo, debe “aco­ plar” y “desacoplar” la sociedad y el estado: la primera como el lugar donde los individuos privados se forman y expresan libremente pun­ tos de vista y preferencias, el segundo como una máquina para formu­ lar y ejecutar directivas obligatorias. Con este fin, se considera que cada miembro del parlamento está provisto de un mandato abierto que no surge de los votantes indivi­ duales y ni siquiera de todo su distrito electoral, sino del público polí­ ticam ente significativo en general. Se espera que se una a un alineamiento relativamente estable de colegas de similar opinión, y se da por sentado que con este objetivo tendrá que restar importancia a algunas de sus perspectivas personales y atribuirla a otras que el ali­ neamiento sostiene en común. Con el mismo fin, la mayoría de los parlamentos tienen una duración fija o en todo caso relativamente larga con una composición dada, con el objeto de permitir que los miembros se distancien de los movimientos demasiado fluidos de la opinión entre el público en general y que o bien los “encabecen” o bien “se rezaguen” con respecto a ellos. Este espectro de opiniones y voluntades políticas representadas por el parlamento es necesaria­ mente más estrecho que el existente entre el electorado; lo reducen aún más los compromisos y alianzas, y sobre todo la tendencia a que las controversias dentro de él se concentren en la formación de una mayoría, en el contraste entre los “oficialistas” y los “opositores”. De todas estas maneras el parlamento adquiere autonomía frente al público en general, y mantiene o procura obtener la primacía con res­ pecto al ejecutivo. El parlamento es central para el sistema porque no

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transmite simplemente los impulsos políticos que se originan en otras partes; produce impulsos políticos con el procesamiento de las orienta­ ciones del electorado al que representa. También es central en el he­ cho de que, al comentar y criticar los actos del gobierno y los desarrollos sociales en curso, retroalimenta con información al electo­ rado y con ello aumenta la conciencia de la gente sobre las cuestiones públicas, así como las decisiones que éstas dejan abiertas y las cargas y oportunidades que implican. Por último, es central porque y en la me­ dida en que forma y selecciona lideres, individuos capaces de formular problemas, proyectar soluciones, proclamar y formar la opinión públi­ ca y asumir responsabilidades.36

Tipos sigTií/iicativos de cuestiones políticas Sólo intentaré aquí la clasificación superficial de los tipos más signifi­ cativos de cuestiones que se presentan más frecuente y materialmente en el estado decimonónico. Cuestiones constitucionales. Entre éstas, encontramos la de si la cabe­ za del estado debe ser un presidente electo o un monarca hereditario, y cuáles deben ser sus poderes específicos. También están presentes las cuestiones de la distribución de poderes entre los órganos legislativos, ejecutivos y judiciales, y la asignación de tareas y recursos a los orga­ nismos administrativos centrales y locales. Por último, encontramos una diversidad de temas referentes a las relaciones entre el estado y la(s) iglesia(s), la posición constitucional del ejército y la extensión de los derechos políticos. Cuestiones de política exterior. Entre estas cuestiones, el debate de la “pequeña Inglaterra contra la gran Inglaterra” es la más agudamente 36 Una vez más, esta importancia potencial del parlamento es una preocupación central del pensamiento político de Max Weber, como lo muestra Mommsen en Max Weber und die deutsche Poütífc...

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perfilada y ejemplar, ya que implica problemas de alianzas, aranceles, armamentos y ritmos y direcciones de la expansión colonial. Estas son, en rigor de verdad, las cuestiones centrales del sistema de estados del siglo XIX, y provocan su desastroso colapso en 1914La “cuestión social”. En el siglo XIX, esta expresión designaba un conjunto de problemas surgidos de la comercialización e industrial iza* ción de las economías nacionales. Concernía a fenómenos tan dispa­ res como la presión demográfica; la proletarización de las capas subalternas; las epidemias urbanas; la criminalidad; la indigencia; los accidentes industriales; la descristianización masiva; el crecimiento del, sindicalismo organizado y el socialismo; el analfabetismo; el “vi­ cio” en la forma de prostitución, delincuencia juvenil, ilegitimidad, alcoholismo, etcétera; el desarraigo social y la subversión política; y las huelgas y la desocupación. De ningún modo se aceptaba universalmente que todas esas cues­ tiones (y ni siquiera una de ellas, según algunas corrientes de opi­ nión) fueran políticas, en el sentido de que para su solución debían aplicarse acciones estatales distintas de las meramente policiales. Pero, como veremos en el capítulo siguiente, varios de estos problemas quedaron progresivamente encerrados en el proceso político, en gran medida por (1) la concesión de derechos políticos a grupos que espera­ ban que el estado se ocupara de tales cuestiones, (2) el surgimiento re­ sultante de la noción de derechos “sociales” de ciudadanía, y (3) el hecho de que el estado se atribuyera alguna responsabilidad en el mejoramiento de los fenómenos en cuestión. Pero las decisiones implicadas en esta prolongada evolución se discutieron áspera y ampliamente. Dentro de la compleja historia de las relaciones entre el liberalismo, la democracia y el socialismo en el siglo XIX, muchas cosas giraron en torno de ellas. Cuestiones de administración económica. La acción estatal concer­ niente a la “cuestión social’* tal vez pueda considerarse como el aspec­ to más dramático y visible del papel que desempeñó en la última parte del siglo XIX en el sostenimiento y promoción del capitalismo y

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la distribución del producto nacional entre varios intereses preten­ dientes. Otro conjunto de temas menos conspicuos, referidos esen­ cialmente al mismo problema, podría clasificarse como “cuestiones de administración económica”. La razón por la cual estos temas (y la acción estatal concomitante) fueron menos conspicuos es doble. Primero, a través de la mayor parte del siglo XIX, en la mayoría de los estados la acción pública sobre estas materias consistió en gran medida en la construcción y administra­ ción de marcos legales, fiscales, monetarios y financieros para el fun­ cion am ien to au tón om o y autorregulado de los m ecanism os distributivos constituidos por los mercados de tierras, trabajo y capi­ tal. Segundo, el estado cumplió un papel positivo, pero una vez más relativamente no obstructivo, en la acumulación y reproducción de capital y en la moderación de los desequilibrios económicos que el sistema del mercado no podía controlar adecuadamente. Este segundo tipo de acción implicó cosas tan diversas como la concesión de tierras a las empresas ferroviarias; la flotación y el servicio de la deuda nacio­ nal; la erección de barreras arancelarias; el otorgamiento de patentes y prerrogativas corporativas a las compañías; el financiamiento públi­ co de grandes emprendimientos industriales; la represión, contención o regulación de los sindicatos y las negociaciones colectivas; y el res­ paldo diplomático, militar y financiero, abierto o encubierto, a las empresas coloniales. Podría aducirse que los cuatro tipos de cuestiones que hemos anali­ zado en esta sección representan para el estado decimonónico el lega­ do de diferentes fases de su desarrollo histórico. En cierto sentido, las cuestiones constitucionales proyectan en el marco unitario del estado del siglo XIX las disputas sobre la asignación de poderes independien­ tes de gobierno que hemos visto librarse muy activamente bajo los sis­ temas de gobierno feudal y standisch. Las cuestiones de política exterior giran en tomo de las implicaciones que tenía para el estado decimonónico el sistema de estados consagrado originalmente por la Paz de Westfalia. Y podemos ver las cuestiones que llamé de adminis­

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tra c ió n e c o n ó m ic a c o m o el legad o del m e rca n tilism o ab so lu tista, aunque m odificado y disfrazado p or la teo ría y la p rá c tica liberales prevalecientes e n el siglo XIX.

Sin embargo, los problemas que constituyen la “cuestión social” son casi totalmente nuevos en su multiplicidad, imposibilidad de abordaje y significación política. De hecho, en gran medida son co­ locados en la agenda del estado por obra del modo capitalista de pro­ ducción, cuando ingresa en su fase industrial avanzada; con ello, reflejan la influencia siempre creciente de ese modo de producción sobre la totalidad de la vida social durante el siglo XIX. En realidad, puede considerarse que el predominio del modo capitalista de pro­ ducción dicta en gran medida la forma en que se formulan todos los otros tipos de cuestiones, al mismo tiempo que limita su espectro de soluciones posibles. Los problemas de administración económica, en todo caso en los estados donde el capitalismo alcanzó su fase indus­ trial relativamente pronto, tenían que confrontarse dentro del marco establecido por las instituciones de la empresa privada y el mercado, y por la lógica de la acumulación capitalista; estos elementos excluían necesariamente el énfasis mercantilista en los metales precio­ sos, la empresa estatal y la regulación autoritaria de las actividades comerciales. La naturaleza privada de los intereses económicos domi­ nantes y su aparente relación no coercitiva con los subalternos, fijó límites a las luchas constitucionales; éstas, como lo he indicado, se desarrollaron por consiguiente como una competencia por ei acceso a y la influencia sobre los órganos del poder estatal (unitario), y no asumieron la forma de pretensiones abiertas a la apropiación de pre­ rrogativas políticas. Por último, las tensiones interestatales se mode­ ran hasta cierto punto, y se agudizan más allá de él, al concentrarse en la competencia, entre centros metropolitanos de acumulación de capital, por los mercados y recursos de zonas no estatales o pseudoestatales del mundo. Pero si es cierto, como he sugerido, que el modo dominante de producción configuró en alto grado la agenda misma de la acción es-

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tatal y los contrastes políticos concurrentes, esto apunta con claridad a una estrecha relación de complementariedad entre el estado decimonónico y la sociedad civil burguesa de la época. La importancia de esta relación y sus modificaciones en el siglo XX son los temas del úl­ timo capítulo.

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Capítulo VI Estado y sociedad bajo el liberalismo y después

Si consideramos en conjunto el imponente edificio institucional ana­ lizado en el último capítulo y la sociedad que el avance del modo ca­ pitalista de producción generó en Occidente entre fines del siglo XVIII y el siglo XIX, en un primer momento tal vez nos sorprendan las dife­ rencias en los principios institucionales y la naturaleza de los intereses que típicamente actúan en cada uno. El estado es primero y primordialmente una entidad unitaria. Externamente, en su búsqueda de ventajas frente a otros estados soberanos, obedece a una imperiosa “razón” propia, inaplicable a ninguna otra búsqueda social. Interna^ menteT-habla-eHenguaieL.abstracto y general del derecho, con la ela- ! boración e imposición de decisiones supuestamente orieñtadáslHacia i intereses no dmsionistas v ampliamente compartidosjjixe.unión en sí \ mismo d e todas las facultades e instrumentos de gobierno y el no re- \ conocimi^tp_de.ningúri.suj etoxomo.su. igual, exceptoen sus relacio- j nes^externas. La sociedad, por su parte, aparece como una vasta aunque limitada multitud de individuos separados, interesados en sí mismos y autoimpulsados, que se relacionan unos con otros primordialmente a través de una decisión privada. Tales relaciones pueden generar efectos le­ galmente exigibles, pero se considera que éstos son responsabilidad del individuo, y se basan en su aptitud autónoma para obligarse a sí mismo a cambio de los beneficios buscados. Por otra parte, la imposi­ ción real de tales efectos, aunque iniciada por los individuos en su

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propio interés (típicamente a través de acciones judiciales), no es asunto individual sino del estado. Puesto que, como lo hemos visto, en el estado moderno los individuos no pueden ejercer como tales po­ deres de gobierno unos sobre otros, y deben reconocerse recíprocamente como jurídicamente libres e iguales. Sus relaciones mutuas son incesantemente estructuradas y desestructuradas por los múltiples im­ pactos de sus decisiones y expresiones interesadas de preferencias a través de las operaciones neutrales y automáticas del mercado y los foros de opinión e inclinaciones. Para los individuos así concebidos, la activación de sus capacidades públicas en contraposición a las privadas -e l paso de los intereses del homo ceconomicus a los del ciudadano- constituye una reorientación radical del yo, una ardua proeza de autotrascendencia. Para hacerla posible, como hemos visto, complejos y sofisticados dispositivos polí­ ticos “acoplan” y “desacoplan” a la vez la sociedad y el estado. Tocqueville afirmó haber visto a los estadounidenses realizar esa proeza con frecuencia y facilidad, en especial mediante la participación en asociaciones cívicas voluntarias.1 Y podría sostenerse que dentro de la esfera de la sociedad misma la creciente diferenciación institucional exigió de la mayoría de los individuos, de manera cotidiana, cambios de rol de una magnitud casi comparable. La transición del hombre de negocios codicioso al padre o esposo devoto, por ejemplo, fue casi tan radical como la del hombre de negocios al miembro de una organiza­ ción cívica. Marx, sin embargo, no estaba muy equivocado en su obcecada sos­ pecha de que el deber impuesto a los miembros de la “sociedad civil” de que periódicamente experimentaran “éxtasis”2 -que sublimaran sus intereses mundanos y egoístas a fin de actuar como ciudadanos- era a

1 Véase, por ejemplo, Dcmocracy in America (Londres, 1969), vol. 2, p. 698 [La de­ mocracia en América, México, Fondo de Cultura Económica, 1957], 2 K. Marx, Earty Writings (Harmondsworth, Ing., 1970), p, 181.

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ir lo sumo una pomposa abstracción idealista, y en el peor de los casos una cobertura engañosa de las continuidades y congruencias sustan­ ciales entre los intereses perseguidos en cada esfera. Ya fuera a pesar de o debido a las diferencias en sus principios institucionales, en la era liberal el estado y la sociedad eran de hecho intrínsecamente compatibles, y en rigor de verdad realidades necesariamente com­ plementarias, Lo que es más, en el designio liberal el estado debía ser un instrumento de la sociedad y no a la inversa -u n instrumento especializado en el ejercicio del gobierno sobre la sociedad-. Sí esta concepción encierra una contradicción implícita (¿cómo puede el .estado servir a la sociedad y a la vez regir sobre ella?), su explicación reside en el hecho de que la sociedad no era una realidad fusionada sino dividida. En esencia, el estado liberal se construyó para favorecer y sostener a través de sus actos de gobierno la dominación de clase de la burguesía sobre la sociedad en su conjunto. Este era el fin hacia el que se di­ rigían en última instancia sus principios institucionales, así como la razón de su contraste aparente con los de la sociedad. Por ejemplo, el estado atribuía a todos los individuos facultades abstractamente igua­ les para disponer libremente de sus propios recursos; la razón de ello era que el modo capitalista de producción requería que la fuerza de trabajo se vendiera por salarios mediante contratos de empleo indivi­ duales. Una vez más, se prohibió que el estado interviniera en el mer­ cado, excepto de maneras tan generalizadas como la de regular el sistema monetario o los instrumentos para la ejecución de los contra­ tos; el motivo era que el mercado del siglo XIX era capaz de hacer en sus propios términos casi todas las distribuciones necesarias, y al ha­ cerlo encauzaba automáticamente el proceso de producción y acumu­ lación en beneficio de los propietarios del capital. La igualdad de todos los individuos ante la ley tenía sentido como principio consti­ tucional porque como cosa corriente la protección legal de la propie­ dad privada hacía que el mantenimiento del orden, la imposición de la ley y las actividades represivas de la policía y los tribunales favore-

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cieran los intereses de los grupos propietarios.3 Los rasgos distintivos del derecho moderno como cuerpo de normas expresas, sostiene Habermas, reflejan las preferencias morales y culturales específicas de la burguesía: dichas normas autorizan un ámbito libre para la “introspección” burguesa porque son externas, para su individualidad porque son generales, para su subjetividad porque son objetivas, y para su carácter concreto porque son abstractas.4 En suma, en opinión de Habermas, como en otras interpretaciones críticas de la distinción estado/sociedad inspiradas en Marx, los prin­ cipios institucionales del estado son instrumentales para el predomi­ nio de clase burgués dentro de la sociedad; las estructuras políticas son primordialmente sensibles a las exigencias del modo capitalista de producción, y expresan y ocultan al mismo tiempo la subordinación funcional del poder político al poder económico.5 Tales argumentos me parecen correctos pero un poco parciales. Después de todo, la dis­ tinción estado/sociedad no se originó en la relación entre el poder polí­ tico y el económico. Había encontrado una expresión fundamental anterior en la lenta pero inexorable separación del estado occidental

3 A. Gouldner, The Corning Crisis o f Western Sodoíogy (Nueva York, 1970), pp. 304-313 [La crisis de la soáofogía occidental, Buenos Aires, Amorrortu, 1973], ofrece una excelente exposición de este aspecto. 4 J. Habermas, Strw/uurwarKÍel der ÓffendichUeit, op. cit., pp. 74-75. Mi deuda con este libro (y con otros escritos de Habermas) es particularmente considerable en las primeras secciones de este capítulo. El lector podría advertir, sin embargo, que algu­ nos de los planteamientos de Habermas han sido controvertidos; véase, por ejemplo, W. Jáger, Óffentlichkeit und Parlamentarismus: Eine Kritik an Jürgen Habermas (Stuttgart, 1973). 5 “Aunque idealmente la política se coloca por encima del poder del dinero, en los hechos se ha convertido en su garante.” K. Marx, Frühe Schriften (Stuttgart, 1962), vol. 1, p. 483. Para una exposición general de esta posición, que destaca no obstante hasta qué punto la naturaleza del modo capitalista de producción prohíbe el otorgamiento directo de poder público a la clase capitalista como tal, véase U. K. Preuss, Bildungund Herrschaft (Francfort, 1975), pp. 7-44.

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con respecto a la(s) Iglesia(s) y el cristianismo por intermedio de la tortuosa historia que conduce del cuius regio eius religio, a través de la tolerancia religiosa y la libertad de conciencia, hasta el “estado secu­ lar”. En esa historia, parecería que el papel crítico fue desempeñado por la raison d’état y un desarrollo trascendente y autónomo de la con­ ciencia religiosa y moral, y no por los intereses económicos. Las cues­ tiones del credo y el culto, no las de la propiedad y los contratos, habían sido las primeras en pretenderse “privadas” con respecto al es­ tado, y era adecuado que éste las ignorara o protegiera imparcialmente. No obstante, por más trascendental que hubiera sido, la dimensión religiosa de la distinción estado/sociedad había puesto contra el estado una fuerza social -e l cristianismo militante de la Reforma protestante y la Contrarreforma católica- que pese a su vigor superficial era histórica­ mente recesiva. Cuando más adelante esa distinción se institucionalizó, la contrapartida del estado fue, en cambio, una fuerza en ascenso, intrín­ secamente dinámica y vigorosamente expansiva, ya se la llamara Dine­ ro, Economía, Mercado o Capital. Se puede reconocer que en la historia de la “separación” entre el estado y la sociedad el aspecto reli­ gioso había actuado antes y de manera independiente y significativa, y aceptar no obstante el punto de vista marxista hasta el punto de admi­ tir que el aspecto económico implicó para el estado mismo un desafío mucho más serio. En tanto la religión, una vez separada de él, iba a en­ frentarlo con pretensiones menguantes y cada vez más débiles, la eco­ nomía capitalista estaba ampliamente en condiciones de dictar los términos y determinar la significación de su propia separación. Pata expresarlo de otra manera, bajo el capitalismo la economía no opera dentro de la esfera societal simplemente como un “factor” entre otros y coordinado con éstos; antes bien, subordina imperiosamente o de lo contrario reduce la importancia independiente de todos los de­ más factores, incluyendo la religión, la familia, el sistema de estatus, la educación, la tecnología, la ciencia y las artes. El modo capitalista de producción conquista una influencia cada vez más amplia y firme sobre el proceso social en su conjunto; los “valores de cambio” expul-

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san progresivamente a los “valores de uso”; todo tipo de intereses hu­ manos se procesan a través del mercado y se someten a sus reglas. Pa­ ra expresarlo con Marx, la “economía política” no constituye un aspecto o fase sino “la anatomía” misma de la sociedad civil.6 Para ver qué desafío implicó esto para el estado, basta con señalar que a menudo se había considerado (por ejemplo, en la tradición hegeliana) que la misión social de éste involucraba la homogeneización y hegemonía, por decirlo así, de una sociedad concebida como inheren­ temente fragmentaria, atomizada y sin centro. No obstante, al haber de hecho tanta “homogeneización y hegemonía” a cargo del sistema eco­ nómico capitalista, ¿qué le queda por hacer al estado? ¿Le permitirá su separación institucional con respecto a la sociedad suficiente influencia para mantener su autonomía, o tal vez incluso para “devolver golpe por golpe” y conquistar autoridad sobre el proceso económico mismo? Estas preguntas sugieren dos contendientes que luchan por la supe­ rioridad al mismo tiempo que cada uno mantiene una identidad sepa­ rada y una base firme en su territorio distintivo. Sin embargo, la imagen que desarrollo en este capítulo considera principalmente, an­ tes bien, la progresiva compenetración de los dos territorios, el des­ plazamiento y erosión de la línea que separa al estado de la sociedad. Volveré a enunciar y sintetizaré conocidos argumentos, de acuerdo con los cuales la diferenciación institucional entre los procesos socioculturales y económicos por un lado y los procesos políticos por el otro, que fue característica de Occidente en el siglo XIX, ha dejado en gran medida de actuar en nuestro propio siglo. Sin embargo, el estado aún funciona en nuestra época dentro y a través de formas políticas y jurídicas derivadas de la constitución liberal democrática decimonó-

6 Para dos exposiciones de diferente origen sobre la supremacía societal de la eco­ nomía y sus intereses distintivos, véase la sección sobre la “sociedad civil” en G. W. E Hegel, P/iiíosophy o f Right (Oxford, 1942), pp. 122 y siguientes [Filosofía del derecho, Madrid, Ediciones Libertarias-Prodhufi, 1993]; y E. Troeltsch, The Soaal Teachings of the Christian Churches (Nueva York, 1960), p. 28.

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nica; lo hace en la medida suficiente para disimular y limitar en parte los cambios en la sustancia del proceso político, pero al mismo tiempo modifica y distorsiona las formas mismas.7 En una próxima sección, tomaré como ejemplo de este último as­ pecto el desplazamiento inexorable pero formalmente encubierto de las legislaturas electas con respecto al centro del estado. Pero antes de discutir esta consecuencia de la compenetración de los ámbitos políti­ co y societal, debemos considerar una gama de fenómenos que pue­ den verse como causas y/o manifestaciones de ese desarrollo.

La presión de los intereses colectivos En primer lugar consideraré, en esta sección y las dos siguientes, algu­ nas presiones sobre la línea estado/sociedad originadas en el lado de la sociedad y que condujeron a un mayor envolvimiento entre uno y otra de lo que admitía el modelo constitucional clásico. Me concen­ traré en fenómenos que reflejan la dinámica en desarrollo del sistema económico capitalista. El capitalismo es un sistema de poder. Implica un predominio que se perpetúa a sí mismo de la clase propietaria del capital sobre los grupos sociales cuya subsistencia y posición social dependen de la venta de fuerza de trabajo; y en esta medida genera conjuntos contrastantes de intereses típicos en las dos clases clave. El medio más seguro de mante­ ner esta faceta central de la sociedad occidental moderna en la esfera del.estado es excluir del proceso político constitucional las pretensiones y demandas de grupos en cuyo interés puede estar la abolición de la propiedad del capital, la modificación de su distribución o la interferen­ cia en sus posibilidades de ganancia o su control sobre la acumulación. En el siglo XIX y principios del XX, el principal medio de excluir de la arena política a los grupos cuyos intereses podían ser incompatibles con 7 J. Habermas et a i, Student und Poiitik (Neuvvied, 1961), p. 23.

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el mantenimiento y la prosperidad del sistema capitalista fue la restric­ ción del sufragio.8 Sin ese derecho electoral, dichos grupos se veían limi­ tados al ejercicio de derechos civiles que no tenían una significación política directa, o a formas anticonstitucionales de disenso político que podían refrenarse mediante la policía y otros tipos de acciones represivas. Una vez “filtrados” de este modo del proceso político los intereses in­ compatibles, las instituciones públicas, y señaladamente el parlamento, podían prestar atención a la solución de intereses contrapuestos como los generados dentro del marco de las instituciones y valores capitalistas burgueses.9 Por consiguiente, los derechos al voto y a los cargos oficia­ les se restringieron a los hombres que poseían propiedades y/o califica­ ciones educacionales. La justificación de ello se planteó en los términos de que la aptitud para deliberar sobre asuntos característicamente públi­ cos y políticos (directamente o a través de representantes) de una mane­ ra ilustrada y crítica sólo podía atribuirse a individuos que tuvieran intereses en el sistema del mercado: empresarios, profesionales, rentistas, a lo sumo los trabajadores autónomos mejor establecidos. Para usar de nuevo la imagen irónica de Marx, podríamos decir que para experimen­ tar “éxtasis”, para saltar, por decirlo así, del propio pellejo privado al en­ cumbrado foro donde una ciudadanía informada y de espíritu cívico debatía cuestiones de importancia general, era necesaria una plataforma segura en un hogar adecuado, con una familia debidamente constituida y de manejo patriarcal, un patrimonio respetable, un capital para arries­ gar o destrezas sofisticadas a las que darle un uso independiente.10

8 Sobre la significación de este principio para la organización política burguesa li­ beral, véase L. Kofler, Staat Gesellschaft und Elite Zwischen Htmumismus und Nihilismus (Ulm, 1960), pp. 126 y siguientes. 9 T. Geiger, Saggi suíla societá industrióle (Turín, 1970), pp. 613 y 617 y siguientes. Se trata de la traducción italiana de Demokrade ohne Dogma (1964). 10 Véase A. Guuldner, Díaíecrics o f Ideology and Technology (Londres, 1976), pp. 101 y siguientes [La dialéctica de la ideología y la tecnología: los orígenes, la gramática y el futuro de la ideología, Madrid, Alianza, 1978].

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Poco importa si tomamos o no seriamente estos argumentos y sus múltiples variantes en el pensamiento liberal. Lo importante es que las mismas personas privadas de derechos políticos los tomaron en se­ rio. Fue expresamente a fin de introducir en la arena política intereses contrapuestos a los de la clase propietaria del capital y no fácilmente “equilibrables” con ellos que procuraron obtener esos derechos, final­ mente los conquistaron y los emplearon (con variados resultados) pa­ ra aplicar el poder del estado a su condición y reducir o mejorar su inferioridad económica.11 Por diversas razones, no pudo impedirse du­ rante mucho tiempo que los estratos subalternos obtuvieran sus dere­ chos y procuraran darles uso. Las crecientes necesidades fiscales y militares del estado lo llevaban a comprometer a sectores cada vez más grandes de las masas en una relación cada vez más directa con él; y cierto grado de participación legítima en el proceso político del país pareció una contrapartida adecuada a las cargas impuestas.12 Además, la posesión por parte de las masas de derechos civiles básicos, que se­ gún hemos visto era una necesidad del modo capitalista de produc­ ción, dio a quienes estaban privados de derechos políticos un punto de apoyo en la sociedad más general y un medio de tomar parte en “actividades públicas” con el fin de obtenerlos.13 De manera similar, una tecnología industrial cada vez más sofisticada hizo que al menos una alfabetización básica fuera un requisito de la fuerza de trabajo; pe­ ro el establecimiento resultante de sistemas de educación pública

11 El argumento presentado aquí y más adelante sobre la contraposición de intere­ ses “equilibrables” e “inequilibrables” se basa en W. Hofmann, "Staat und Politisches Handeln Heute”, en su Abschied vom Bürgertum (Francfort, 1970), pp. 179 y siguien­ tes. Sobre el éxito variable de los estratos subalternos, véase R. Bendix, Nation-Buiídíng and Citizenship, op. cit., pp. 74 y siguientes. 12 Véase, por ejemplo, L. Charnay, Société militaire et suffrage polidque en Franee depuis 1789 (París, 1964). 13 Véase C. B. Macpherson, The Real World ofDemocracy (Oxford, 1966), pp. 8 y siguientes.

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constituyó una invasión de la línea estado/sociedad y aumentó la ap­ titud de los trabajadores para organizarse y movilizarse. Por último, donde existía aunque fuera un sistema rudimentario de partidos que implicara la competencia por los votos, los “opositores” se vieron lle­ vados con frecuencia a promover la ampliación del electorado a fin de ser recompensados en las elecciones por los recientes beneficiarios de derechos políticos.14 La existencia del “ámbito público” liberal, donde podían debatirse las cuestiones y formarse asociaciones entre individuos que compar­ tían intereses y puntos de vista, fue utilizada no sólo por las clases más bajas para agitar en favor de los derechos electorales sino por los acto­ res económicos privilegiados y no privilegiados a fin de organizar coa­ liciones que promovieran sus ventajas económica y de estatus. El funcionamiento de estas coaliciones -típicamente sindicatos y asocia­ ciones patronales- introduce elementos de coerción y “negociación” en los procesos de distribución del producto social entre el trabajo y el capital o entre diferentes sectores de cada uno. Esto, a su tumo, tiene el efecto de modificar o suspender las reglas clásicas de acuerdo con las cuales se supone que funcionan los mercados (a través de ajustes no planeados y mecánicos entre millares de decisiones individuales). El impacto de este desarrollo sobre la línea estado/sociedad puede verse en el hecho de que las normas sobre asuntos tales como las negociacio­ nes colectivas y la pertenencia a los sindicatos, junto con una abun­ dante legislación referida al “bienestar social”, forman un cuerpo (denominado derecho “laboral”, “industrial” o “social”) que está a hor­ cajadas de la divisoria entre derecho privado y derecho público. Por otra parte, esas mismas coaliciones u organizaciones represen­ tan y movilizan intereses de tal magnitud que se toman capaces de embarcar a diversos organismos estatales en un juego distintivo de poH Para un tratamiento sofisticado de este y otros aspectos de la entrada de las clases bajas en la política, centrado en una variante históricamente significativa de este fenó­ meno, véase G. Roth, The Social Democrats iri Imperial Germany (Totowa, N J, 1962).

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lítica de “presiones” o “intereses” jugado al margen del ámbito público y sin la mediación del parlamento. De tal modo, se comprueba que in­ tereses que a primera vista son puramente privados -dado que las orga­ nizaciones en cuestión se forman y manejan en su mayor parte bajo la autoridad del derecho consuetudinario, sin reconocimiento y control públicos- activan u obstruyen políticas públicas que los afectan direc­ tamente. Lo hacen con tanta efectividad que el estado constata con frecuencia que va en su propio interés asociar a dichas organizaciones a sus operaciones,15 nombrando a sus líderes para órganos que delibe­ ran sobre políticas administrativas, consultándolos sobre la legislación y contando con que llegado el caso disciplinen a sus miembros o con­ tengan sus demandas a fin de asegurar el éxito de ciertas iniciativas estatales.16 Además, de esta manera la distribución del producto so­ cial a través de actos de gobierno (formalmente aún originada en la soberanía indivisa del estado) se transforma ostensiblemente en la cuestión clave del proceso político. Por consiguiente, en éste se da abiertamente voz a intereses de naturaleza privada, o bien se permite de modo encubierto que lo afecten, y a veces se les brinda la oportu­ nidad de participar por sí mismos en acciones de hecho de gobierno.

Desarrollos capitalistas: efectos sobre el sistema ocupacional En la sección anterior, vinculé ciertas intrusiones en la línea estado/ so­ ciedad con la naturaleza del capitalismo en su forma conceptualmente mínima, un sistema productivo en el que la ganancia es apropiada por una clase propietaria del capital que compra en el mercado la fuerza de trabajo de los que carecen de propiedades. Pero tanto esas intrusiones

15 Véase T. Lowi, The End o f Liberalism (Nueva York, 1969), cap. 4, para algunos ejemplos estadounidenses de este fenómeno y una crítica de sus consecuencias. 16 C. Offe, Leistungspringp und industrielle Arbeit (Francfort, 1970), p. 13.

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como otras pueden considerarse derivadas de desanollos del modo capi­ talista de producción, en la estructura de las unidades de producción dominantes, la distribución de la propiedad del capital, etcétera. En particular, la tendencia a largo plazo hacia niveles más altos de capitali­ zación de las empresas industriales produce, más o menos directamente, varios efectos pertinentes para nuestra argumentación. Una serie de és­ tos se dirimen a través de una estructura ocupacional cambiante. En es­ pecial, una base industrial más avanzada exige una fuerza de trabajo cada vez más diferenciada, alfabetizada, calificada y mejor motivada. Como resultado, la composición de la fuerza de trabajo cambia y su cre­ ciente nivel de educación incrementa su conciencia política y la lleva a hacer cada vez más reclamos en favor de la acción del estado. Aquí me gustaría concentrarme brevemente en los cambios ocupacionales ocurridos dentro de los estratos de clase media: los tradícionalmente asociados con la burguesía en términos de estatus, estilo de vida, concepción de sí mismos, preferencias culturales y orientación política. El fenómeno clave es el desarrollo de una gran clase media de empleados, cuya posición en el sistema de producción (aunque no en el de consumo) llega a parecerse a la de la clase obrera manual. Es­ te desarrollo tiene dos efectos. Primero, hace insostenible la autosufi­ ciencia económica como requisito para poder votar, dado que como resultado de ello grupos cada vez más grandes perderían los derechos políticos; y ya hemos visto que la tendencia es la inversa: su conce­ sión a un número creciente de individuos. Segundo, conduce a la cla­ se media de empleados a imitar y superar a la clase obrera manual en sus presiones sobre el estado para que proteja sus intereses “privados”. A través de la acción estatal, procura preservar la seguridad económi­ ca y posición social que ya no puede basar en la posesión de un patri­ monio familiar (véase la “eutanasia del rentista” de Keynes) ni en la aptitud de mantener su independencia al mismo tiempo que coloca en el mercado servicios valiosos y sofisticados. No obstante, aun cuando el estrato de empleados encuentre en el mercado laboral una demanda suficiente para sus servicios, y aunque

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sus ingresos les permitan mantener un nivel de vida de clase media, todavía buscan en el estado, fuera del sistema del mercado, la satisfac­ ción de sus aspiraciones de seguridad. Habermas delinea los resultados a largo plazo de estos desarrollos de la siguiente manera, en un análi­ sis de su impacto en la configuración institucional de la familia urba­ na moderna: A medida que los bienes familiares se reducen al ingreso proveniente del empleo de un único sostén, la familia pierde su capacidad de ocu­ parse de sí misma en las emergencias y hacer sus propias previsiones para la vejez. [...] Los riesgos de la desocupación, los accidentes, la en­ fermedad, la vejez y la muerte del sostén de la familia deben ser cu­ biertos en gran medida mediante disposiciones estatales de bienestar social. [...] El miembro individual de la familia cuenta con garantías públicas para sus exigencias básicas, en tanto la familia burguesa solía asumir privadamente el riesgo. Por encima y más allá de tales necesi­ dades resultantes de situaciones de emergencia, también se establecen disposiciones públicas para otros varios aspectos de la existencia, des­ de la vivienda hasta los servicios de empleo, el asesoramiento ocupacional y educativo, el con trol de la salud, etcétera. [...] La familia burguesa, ya innecesaria como el lugar típico de la formación del ca­ pital mediante los ahorros, también pierde cada vez más las funciones de crianza y educación, protección, apoyo y guía moral, tradición y orientación elementales. Pierde la capacidad de modelar el comporta­ miento incluso en esferas que en la familia burguesa (clásica) se con­ sideraban com o el asiento más íntimo de la privacidad. En cierto modo, a través de dichas garantías públicas sobre su estatus, la familia ■ misma, ese residuo privado, se desprivatiza.17

A medida que progresa la industrialización y se elevan el nivel de vi­ da y las expectativas de toda la población trabajadora, los efectos de los fenómenos enumerados por Habermas se extienden más allá de la

17 J. Habermas, Strukturtvandel der Offentlichkeit, op. cit., pp. 187 y siguientes.

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familia de clase media hasta la familia occidental contemporánea en su conjunto, y tienen un impacto consecuentemente más grande so­ bre la línea estado/sociedad.

Desarrollos capitalistas: efectos sobre el sistema de producción Efectos cualitativamente similares pero aún más masivos que los antes mencionados pueden rastrearse en los cambios en las dimensiones y estructuras de las unidades de producción dominantes cuando la so­ ciedad anónima y la corporación se convierten en protagonistas de la economía industrial en expansión. Para comenzar, la concesión mis­ ma de estatus corporativo a los esfuerzos económicos conjuntos de in­ dividuos es de dudosa legitimidad para la ideología liberal, y tiene fuertes antecedentes preliberales, así como antiliberales.18 El hecho de que en el lenguaje estadounidense a menudo se califique de “públi­ cas” a las corporaciones (como en “venta pública de acciones”) y que se requiera una compleja y de ningún modo automática decisión polí­ tico legal para conferirles una condición legal distinta de la de los propietarios individuales, señala hasta qué punto son embarazosos es­ tos sujetos artificiales desde el punto de vista de la distinción entre derecho público y privado. El mismo aspecto está implícito en las complejas (aunque en su mayor parte ineficaces) disposiciones por las cuales diversos organismos gubernamentales o semigubemamentales -desde tribunales hasta comisiones de seguridad- controlan la legali­ dad de algunas operaciones corporativas. Además, en el siglo XX ha habido en los países occidentales (con la excepción parcial de los Es­ tados Unidos) una fuerte tendencia hacia la formación de corporacio­ 18 Lowi, The End o f Liberalism, op. cit., p. 6. Para una exposición más técnica de la naturaleza “privilegiante” de dichas operaciones legales, véase F. Galgano, Storia del diritto commerciale (Bolonia, 1976), capítulos 3 y 6 [Historia del derecho mercantil, Bar­ celona, Laia, 1987].

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nes industriales de propiedad total del estado o al menos controladas por éste, que puede financiar sus inversiones con fondos públicos. El parlamento o el gobierno pueden nombrar a sus máximos directivos y determinar y dirigir sus políticas industriales.19 Muchas grandes unidades económicas, aun cuando su base de capi­ tal formalmente “privado” les permita tener a raya cualquier control público efectivo de sus inversiones y estrategias industriales, funcio­ nan de hecho como entidades semipúblicas o cuasipúblicas frente a sus empleados, y en menor medida frente a sus clientes. Esto es parti­ cularmente claro cuando se embarcan (como lo hacen a menudo) en actividades que en el mejor de los casos están lejanamente relaciona­ das con su objetivo industrial central. Esta es la forma en que Bhardt se expresa sobre este aspecto: Hay empresas industriales que construyen casas y departamentos para sus empleados o establecen convenios por los cuales éstos pueden comprar sus propias viviendas. Construyen plazas públicas, escuelas, iglesias y bibliotecas; organizan conciertos y salidas al teatro; dirigen cursos de educación para adultos; cuidan a los ancianos, las viudas y los huérfanos. En otras palabras, una gama de funciones originalmen­ te desempeñadas por instituciones públicas no sólo en el sentido jurí­ dico sino también en el sociológico son abordadas por organizaciones cuyas actividades son no públicas. [...] La esfera “privada” de opera­ ción de una gran empresa atraviesa directamente la existencia de la ciudad en la que está ubicada, y da origen a un fenómeno al que justi­ ficadamente se puede atribuir el rótulo de feudalismo industrial.20

Efectos aún más significativos de esta clase se derivan del hecho de que las grandes empresas constituyan para sus empleados una “cuasior-

19 Sobre algunos de estos dispositivos, véase A. Schofield, Modem Capitalism (Ox­ ford, 1966). 20 H. P. Bahrdt, Die modeme Grosstadt (Rowohlt, 1962), pp. 43 y siguientes.

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ganización política”, un sistema constitucional y legal propio, efecti­ vamente preservado de la interferencia y control de los órganos esta­ tales verdaderamente políticos.21 Las decisiones administrativas y sem ijudiciales de un sistema tal a veces se negocian entre los directi­ vos y los representantes de los empleados. No obstante, su enorme impacto sobre la existencia de estos últimos (y no meramente los as­ pectos ocupacionales de ese impacto, como nos recuerda Bhardt) no se dirime dentro y a través del ámbito público propiamente dicho, y toma escasamente en consideración los derechos de los empleados co­ mo ciudadanos. Por otra parte, el empleado individual por lo común ni siquiera tiene mucho control sobre las personas u organizaciones que supuestamente lo representan ante su empleador. Por último, donde el tratamiento del personal (remuneraciones, seguridad, condi­ ciones laborales, derechos de pensión, beneficios adicionales) es com­ parativamente generoso, los costos son asumidos sobre todo por el público en general, como consumidores o contribuyentes. Esta última observación apunta a otro muy importante resultado del predominio de las grandes empresas en las economías industriales avanzadas. Las operaciones de estas empresas modifican profunda­ mente el funcionamiento del mercado, dado que pueden establecer entre sí, con empresas más pequeñas, con los proveedores y con los consumidores relaciones incompatibles con el modelo competitivo. Por ejemplo, es habitual que las grandes corporaciones puedan finan­ ciarse con las ganancias y así escapar al control de los mercados exter­ nos de capital; o si acuden a éstos en busca de financiamiento, comprueban que están controlados por unos pocos grandes inversores corporativos más que por una multitud de pequeños ahorristas e in­ versores. Además, las grandes compañías capaces de generar demanda mediante nuevos productos, publicidad y estrategias de precios invier­

21 Para una discusión de esce fenómeno desde la perspectiva de la sociología del derecho, véase P. Selznick, Lawt Society and Industrial Justice (Nueva York, 1969).

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ten efectivamente la “secuencia clásica” según la cual el consumidor soberano generaba oportunidades de ganancia para las empresas que competían por sus preferencias. Pero el mercado competitivo no sólo era el único mercado ade­ cuado; también era el ambiente económico presupuesto por la distin­ ción liberal estado/sociedad. Había dos razones para ello. Primero, el mercado competitivo se autoequilibraba, de tal modo que podía prescindir de las regulaciones ad hoc y la intervención estatal. Se­ gundo, no parecía tolerar la emergencia de relaciones de poder entre los actores económicos, con lo que aparentemente dejaba al estado como la única entidad que esgrimía el poder dentro de y para una sociedad nacional dada. El predominio creciente de grandes empre­ sas que maximizan no sólo sus ganancias sino también su control so­ bre los mercados, su propio crecimiento y su poder sobre las demás y sobre la sociedad en su conjunto contradice los supuestos antes mencionados y agudiza ilimitadamente el desafío que, según sostuve más atrás, el modo capitalista de producción siempre plantea al po­ der del estado. El control que las grandes empresas ejercen sobre el proceso econó­ mico, y por lo tanto sobre todo el ámbito societal les permite influir sobre el estado mismo, convencerlo, como mínimo, de que no “inter­ fiera” en sus actividades, y como máximo de que ponga a su disposi­ ción algunas de sus facultades de gobierno. En el siglo XX, la empresa capitalista ha logrado un éxito masivo (aunque no uniforme) con esta estrategia, y afectó exhaustivamente las actividades estatales al mag­ nificar su alcance, modificar sus formas y orientarlas hacia intereses que en el siglo XIX no se habrían reconocido como cuestiones verda­ deramente públicas. Por ejemplo, con la intención de poner en mar­ cha, fortalecer o modernizar unidades que actúan en las ramas avanzadas de la industria, el estado asigna hoy fondos colosales a las empresas, extraídos de los ingresos públicos, para que se empleen de acuerdo con la lógica de la ganancia, una lógica aún intrínsecamente “privada”, sean cuales fueren los términos según los cuales actúan las

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ganización política”, un sistema constitucional y legal propio, efecti­ vamente preservado de la interferencia y control de los órganos esta­ tales verdaderamente políticos.21 Las decisiones administrativas y semijudiciales de un sistema tal a veces se negocian entre los directi­ vos y los representantes de los empleados. No obstante, su enorme impacto sobre la existencia de estos últimos (y no meramente los as­ pectos ocupacionales de ese impacto, como nos recuerda Bhardt) no se dirime dentro y a través del ámbito público propiamente dicho, y toma escasamente en consideración los derechos de los empleados co­ mo ciudadanos. Por otra parte, el empleado individual por lo común ni siquiera tiene mucho control sobre las personas u organizaciones que supuestamente lo representan ante su empleador. Por último, donde el tratamiento del personal (remuneraciones, seguridad, condi­ ciones laborales, derechos de pensión, beneficios adicionales) es com­ parativamente generoso, los costos son asumidos sobre todo por el público en general, como consumidores o contribuyentes. Esta última observación apunta a otro muy importante resultado del predominio de las grandes empresas en las economías industriales avanzadas. Las operaciones de estas empresas modifican profunda­ mente el funcionamiento del mercado, dado que pueden establecer entre sí, con empresas más pequeñas, con los proveedores y con los consumidores relaciones incompatibles con el modelo competitivo. Por ejemplo, es habitual que las grandes corporaciones puedan finan­ ciarse con las ganancias y así. escapar al control de los mercados exter­ nos de capital; o si acuden a éstos en busca de financiamiento, comprueban que están controlados por unos pocos grandes inversores corporativos más que por una multitud de pequeños ahorristas e in­ versores. Además, las grandes compañías capaces de generar demanda mediante nuevos productos, publicidad y estrategias de precios invier-

21 Para una discusión de este fenómeno desde la perspectiva de la sociología del derecho, véase P. Selznick, Law, Society and Industrial Justice (Nueva York, 1969).

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ten efectivamente la “secuencia clásica” según la cual el consumidor soberano generaba oportunidades de ganancia para las empresas que competían por sus preferencias. Pero el mercado competitivo no sólo era el único mercado ade­ cuado; también era el ambiente económico presupuesto por la distin­ ción liberal estado/sociedad. Había dos razones para ello. Primero, el mercado competitivo se autoequilibraba, de tal modo que podía prescindir de las regulaciones ad hoc y la intervención estatal. Se­ gundo, no parecía tolerar la emergencia de relaciones de poder entre los actores económicos, con lo que aparentemente dejaba al estado como la única entidad que esgrimía el poder dentro de y para una sociedad nacional dada. El predominio creciente de grandes empre­ sas que maximizan no sólo sus ganancias sino también su control so­ bre los mercados, su propio crecimiento y su poder sobre las demás y sobre la sociedad en su conjunto contradice los supuestos antes mencionados y agudiza ilimitadamente el desafío que, según sostuve más atrás, el modo capitalista de producción siempre plantea al po­ der del estado. El control que las grandes empresas ejercen sobre el proceso econó­ mico, y por lo tanto sobre todo el ámbito societal les permite influir sobre el estado mismo, convencerlo, como mínimo, de que no “inter­ fiera” en sus actividades, y como máximo de que ponga a su disposi­ ción algunas de sus facultades de gobierno. En el siglo XX, la empresa capitalista ha logrado un éxito masivo (aunque no uniforme) con esta estrategia, y afectó exhaustivamente las actividades estatales al mag­ nificar su alcance, modificar sus formas y orientarlas hacia intereses que en el siglo XIX no se habrían reconocido como cuestiones verda­ deramente públicas. Por ejemplo, con la intención de poner en mar­ cha, fortalecer o modernizar unidades que actúan en las ramas avanzadas de la industria, el estado asigna hoy fondos colosales a las empresas, extraídos de los ingresos públicos, para que se empleen de acuerdo con la lógica de la ganancia, una lógica aún intrínsecamente “privada”, sean cuales fueren los términos según los cuales actúan las

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empresas y se asignan los fondos. Por otra parte, el costoso esfuerzo del estado por extender y modernizar el sistema educativo público, cualesquiera sean las metas expresas que lo motiven, sirve al fin (no siempre alcanzado) de proporcionar a la industria el insumo de mano de obra capacitada y el sofisticado conocimiento científico, tecnoló­ gico y gerencial que necesita para funcionar y progresar. En el aspecto de la producción, el interés del estado en el “crecimiento estable”, el “pleno empleo”, etcétera, lo obliga a gastos masivos con la intención de apoyar la demanda de productos industriales, presumiblemente con efectos colaterales inflacionarios. Recientes interpretaciones ra­ dicales consideran incluso la mayoría de los así llamados gastos en bienestar social del estado occidental contemporáneo -gastos que an­ teriormente señalamos se hacían como resultado de la recién adquiri­ da vigencia política de los estratos más bajos- como maneras en que el estado asegura (en gran medida a expensas de esos estratos más ba­ jos en su carácter de contribuyentes) los tremendos costos de las ope­ raciones de las corporaciones privadas.22 El abogado constitucionalista alemán Bockenforde sostiene que al embarcarse en tales actividades el estado occidental se ha subordina­ do al proceso económico. (Adviértase que, al no ser marxista, no es­ pecifica la significación de este fenómeno para las relaciones de clase.) El hecho de que el estado contemporáneo se haya identificado con la economía da como resultado que actúe en gran medida al servicio del proceso económ ico industrial. La gama de las tareas económicas del estado crece, pero en el mismo grado se debilita su capacidad de auto­ determinación. Desempeña funciones de regulación y control, pero no en el carácter de un “tercero de superior jerarquía” que tiene las riendas; antes bien, simplemente se hace cargo de funciones'comple­ mentarias al proceso económ ico industrial. N o es el estado mismo el

11 Véase, por ejemplo, J. O’Connor, The Fiscal Crisis o f the State (Nueva York, 1973) [La crisis fiscal del estado, Barcelona, Península].

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que determina qué aspectos del proceso económico se promoverán y regularán; antes bien, reacciona ante datos y tendencias que se origi­ nan automáticamente en ese mismo proceso. El control global no es ejercido por el estado, sino más bien por el mismo proceso económico industrial.23

En mi opinión, es una exageración (aunque no alocada) ver al estado únicamente como un participante pasivo en el desarrollo que antes analizamos. El estado no reacciona simplemente ante impulsos origi­ nados en su contrapartida, ya la llamemos “el proceso económico in­ dustrial” con Bockenfórde, o Capital o de algún otro modo. Algunas intrusiones en la línea estado/sociedad no son el resultado de que el estado sea “tirado” por encima de la línea, sino de que él mismo “se empuja”, por decirlo así, por sobre ella. Lo que hace que la tendencia a la borradura de la divisoria estado/sociedad sea tan poderosa es pre­ cisamente el hecho de que varios fenómenos, distintivos y en otras circunstancias incluso recíprocamente contradictorios, la causan al unísono. Ya hemos visto, por ejemplo, de qué manera la dinámica pecu­ liarmente política de los “oficialistas” contra los “opositores” favore­ ció la extensión de los derechos políticos y por consiguiente la activación de la política estatal en beneficio de estratos sociales ca­ da vez más bajos. Pero otros fenómenos discutidos en este capítulo pueden relacionarse con la búsqueda estatal de sus intereses distinti­ vos. Consideremos el tema (quintaesencialmente político, en opi­

23 E.-W. Bockenfórde, “Die Bedeutung der Unterscheidung von Staat und Gesellschaft im demokratischen Sozialstaat der Gegemvart”, en Rechts/ragen der Gegenwart (Stuttgart, 1972), pp. 11 y siguientes (este párrafo corresponde a la p. 28). La obra de V. Ronge y G. Schmieg, Restriktionen politischer Planung (Francfort, s.f.), pue­ de verse como un respaldo al principal argumento de Bockenfórde desde una perspec­ tiva diferente, al mismo tiempo que lo aplica a los usos del “planeamiento” como una técnica de gestión política administrativa.

nión de Cari Schmitt) del compromiso de cada estado de preservar y agrandar su propio poder entre los demás. Es evidente que en las condiciones modernas este compromiso requiere que un estado se dé una base industrial apropiada- Pero en la era industrial avanzada, crear y mantener esa base exige recursos financieros, tecnológicos, empresariales y organizacionales que sólo pueden poseer las corporaciones más grandes o el estado.24 Y como las corporaciones más grandes son multinacionales, y como tales clientes muy embarazosos para un estado dado,25* a menudo recae exclusivamente en éste la tarea de tomar la delantera en el auspicio de la formación de empre­ sas productivas convenientemente grandes y poderosas. Es significa­ tivo que Alemania y Japón, que dieron inicio a dos de las más exitosas variantes no liberales de industrialización capitalista, fue­ ran también países con fuertes tradiciones político militares e incli­ naciones a la agresividad; países de mentalidad muy scKmittiana, por así decirlo. Y el dingisme francés mostró avances significativos con De Gaulle -entre los estadistas occidentales de su época, proba­ blemente el más sinceramente comprometido con la especificidad y supremacía de “lo político”- . Es posible que Bóckenfórde tenga razón al sostener que el estado (en Occidente, en todo caso) se subordina a la lógica apolítica del “proceso económico industrial” al verse excesivamente envuelto en tareas económicas. Pero a veces el estado mismo se pone en ese aprie­ to mientras persigue la satisfacción de intereses de naturaleza no eco­ nómica. En rigor de verdad, sólo podría evitar el problema si dejara ai país en un subdesarrollo industrial o abandonara su desarrollo a una o

24 Véase P. Saraceno, “Le radici della crisi economtca”, II Mulino, 25, n° 243 (enero-febrero de 1976), pp. 3 y siguientes. 25 En este capítulo, como en otras partes, evité deliberadamente toda discusión del problema, considerable pero hoy en cierta forma demasiado de moda, de la rela­ ción entre los estados nacionales, por un lado, y las corporaciones multinacionales y organizaciones supranacionales por el otro.

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más corporaciones multinacionales; ambas soluciones amenazarían la existencia política independiente de la nadón.

La búsqueda de legitimidad En el capítulo anterior seguí a Max Weber al sugerir que la forma es­ pecífica de legitimidad del estado moderno es la pretensión de que sus directivas sean reconocidas como obligatorias por ser legales, vale de­ cir, emitidas de conformidad con normas generales debidamente pro■mulgadas. Sin embargo, también seguí a Cari Schmitt hasta el punto de admitir que la fuerza motivadora de una noción semejante es relati­ vamente débil porque no evoca un vigoroso ideal sustantivo, una nor­ ma universalmente compartida de validez intrínseca, sino que se refiere en cambio a consideraciones puramente formales y sin conteni­ do sobre la corrección de los procedimientos. Esta debilidad inherente de su legitimidad se convierte en una responsabilidad progresivamen­ te más grande para el estado moderno en la era posliberal, en dos as­ pectos. Primero, como lo veremos más adelante, algunas premisas y expresiones institucionales de la racionalidad legal (por ejemplo, la centralidad del parlamento, la supremacía y generalidad del derecho, la división de poderes) sufrieron una erosión. Segundo, algunos desa­ rrollos que desplazan la línea estado/sociedad aumentan la influenci: política de fuerzas sociales (desde los estratos desamparados hasta las nuevas asociaciones corporativas de poder socioeconómico) que no están en condiciones de obtener ganancias de la estricta observancia de las normas de procedimiento y que, si tuvieran la oportunidad, preferirían tomarse libertades con el imperio de la ley. De tal modo, por un lado la significación legitimadora de la racio­ nalidad legal sigue siendo débil o se debilita aún más, mientras que por el otro los progresos industriales y la creciente complejidad de la sociedad (para mencionar sólo dos factores) hacen más y más extensi­ va y gravosa esa “red de normas”, o bien directamente producida por

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el estado o bien sancionada en última instancia por él, y que envuel­ ve en todos sus aspectos a la vida social.2^ De allí que se tome urgente para el estado encontrar un medio de renovar su arrendamiento de la legitimidad, generar una nueva fórmula legitimadora para sí mismo. Hacia el final de la era liberal (fines del siglo XIX y comienzos del XX), cuando los contrastes de clase eran relativamente fuertes y ame­ nazantes, la mayoría de los estados occidentales apuntalaron su legiti­ midad concentrándose en las ganancias imperiales y coloniales y los conflictos internacionales relacionados- Desde la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, las naciones occidentales dejaron de jugar unas con otras la política de la fuerza con la misma urgencia y visibili­ dad que antes; formaron un bloque bajo la conducción militar y di­ plomática de los Estados Unidos y crearon alianzas atlánticas y europeas y organizaciones supranacionales. En una fase temprana, desde luego, esta adaptación mutua fue acompañada por las tensiones de la “Guerra Fría” con el bloque oriental, que en cierta medida re­ producían -con el añadido de nuevas tonalidades ideológicas- anti­ guos énfasis en el interés nacional. Pero a la larga el estado encontró una nueva y diferente respuesta al problema de la legitimidad: consi­ deró cada vez con más vigor que el crecimiento industrial per se tenía una significación política intrínseca y dominante y constituía una norma necesaria y suficiente del desempeño de cada estado, con lo que justificaba nuevos desplazamientos de la línea estado/sociedad. Durante las décadas de 1950 y 1960, en especial, un ideal bautiza­ do de diversas maneras - “desarrollo industrial”, “crecimiento econó­ mico” o “abundancia”- conquistó una autoridad abrumadora sobre la imaginación pública. Fue unánimemente respaldado (en todo caso en su retórica) por líderes políticos de todas las convicciones, que por un lado consideraron que se autojustificaba completamente y por el otro

26 Tomo la expresión “red de normas” de C. Kerr et al., Industría/ism and Industrial Man (Londres, 1962), p. 76.

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que daba validez a cualquier carga que el estado pudiera imponer a la sociedad. Probablemente es correcto ver en este fenómeno otra ex­ presión de la influencia tiránica del modo capitalista de producción sobre la existencia social contemporánea en general. (Pero como algo muy similar ocurrió más o menos al mismo tiempo en Europa orien­ tal, tal vez deberíamos hablar de la tiranía del industrialismo.) No obstante, como lo he señalado, este fenómeno también puede verse como “codeterminado” por desarrollos de la esfera política: puesto que una vez que la experiencia de dos guerras mundiales y la perspec­ tiva aterrorizadora de un desastre nuclear hicieron del planteo de una política de la fuerza a la antigua entre los estados occidentales una propuesta inaceptablemente perturbadora, la búsqueda no de poder en el exterior sino de prosperidad doméstica se convirtió en la princi­ pal justificación para la existencia del estado y el norte de sus actidades (al menos exteriormente). Así, es posible que Bockenfórde tenga razón cuando afirma que al involucrarse excesivamente en el proceso económico industrial el es­ tado se subordina a la lógica de ese proceso; empero, su misma partici­ pación puede verse como un intento de respuesta a problemas específicamente políticos concernientes a su legitimidad. De hecho, A. Gehlen27 ha sostenido que los rumbos en discusión agregan a los tres tipos de legitimidad de Max Weber un cuarto y contemporáneo, rotulado como “eudemonía social” y característico de los estados que buscan la legitimidad a través de actos de gobierno que asisten al sis­ tema económico en su producción de un flujo siempre creciente de bienes y servicios para el consumidor. Nótese cuán directamente apunta a nuestro tema original esta manera de entender la legitimi­ dad: cuando lo que originalmente eran asuntos “privados” de consu­ midores individuales pasan a tener una significación “pública” crítica y directa, la línea estado/sociedad se borra.

27 A. Gehlen, Studien zur Anthropologie und Soziologie (Neuwíed, 1963), p. 255.

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Presiones internas en favor de la expansión de la autoridad También debemos considerar la manera en que la naturaleza misma y la constitución interna del estado moderno lo “empujan” hacia lo que en términos liberales era el territorio societal. Como en otros aspectos de la división social del trabajo, la forma­ ción de una organización política especializada genera un conjunto de intereses distintivos y autorreferenciales que compiten con otras partes de la división del trabajo para maximizar sus propias utilidades prove­ nientes del funcionamiento de la totalidad. En la concepción liberal, la creación de desequilibrios excesivos en la distribución resultante de oportunidades y recompensas se limita de tres maneras: mediante me­ canismos de oferta y demanda (en esencia, con consumidores que sa­ tisfacen su demanda en otro lado cuando corren el riesgo de ser explotados por algún proveedor); mediante sentimientos difusos de so­ lidaridad que dominan sobre los intereses egoístas; y a través de dispo­ sitivos legales que impiden que las partes integrantes de la división del trabajo obtengan demasiado en sus tratos recíprocos y con la totalidad. Pero la naturaleza misma del estado moderno socava la eficacia de estas restricciones cuando se aplican a sus propias relaciones con las otras partes de la división social del trabajo. El estado monopoliza una facultad crucial -e l poder coercitivo generalizado, que abarca toda la sociedad- y en esa medida está exento de los frenos del tipo del mer­ cado, como la oferta y demanda. Actúa en sí mismo como el principal referente de los sentimientos de solidaridad interindividual e intergrupal,28 y considera la sumisión a sí mismo como la expresión nor­ mal de esos sentimientos. Por último, produce e impone por sí mismo el derecho, el principal garante institucional de la solidaridad. En su­ 28 Véase la significación atribuida a las ceremonias y símbolos políticos en los análisis sobre el papel de los rituales comunitarios en la sociedad contemporánea en R. Bellah, “Civil Religión in America”, en su Beyond Belief (Nueva York, 1970), pp. 168 y siguientes.

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ma, el estado se constituye para ejercer el gobierno sobre la sociedad, ya sea en nombre de parte de ella o de su totalidad. De allí que tienda a incrementar su poder con la ampliación del campo de acción de sus actividades y la extensión de la gama de intereses societales sobre los cuales se aplica la autoridad.29 En el liberalismo, se esperaba que tres dispositivos constitucionales superpuestos protegieran la distintividad y autonomía del ámbito societal frente al estado: primero, la división de poderes, según la cual el poder del estado se desagregaba en paquetes separados de facultades de gobierno entrelazadas pero mutuamente limitantes, confiadas a di­ ferentes órganos; segundo, el “ámbito público” liberal a través del cual se suponía que la sociedad misma otorgaba mandato y controlaba el ejercicio del poder; y tercero, el sometimiento del estado a su propio derecho. La erosión y el derrumbe de la concepción liberal se origina­ ron principalmente en inadecuaciones de los dos últimos dispositivos. Como lo señalé en el capítulo anterior, en última instancia el estado no podía ser limitado por su propio derecho precisamente porque era su propio derecho, derecho positivo, y como tal intrínsecamente modificable, con restricciones únicamente formales y de procedimiento a la posibilidad de cambios. Por otra parte, “la” sociedad estaba de hecho inherentemente fisurada por conflictos; y en éstos siempre habría par­ tes cuyo interés inmediato, más que en oponerse, consistía en favore­ cer e invocar alguna extensión de la autoridad a nuevos dominios societales. Una vez que estos dos factores hicieron jurídica y política­ mente plausible que el estado en su conjunto violara y empujara hacia adelante el límite con la sociedad, ésta no pudo ser adecuadamente protegida por el restante dispositivo constitucional, la división de po­ deres. Puesto que, ¿cuál es la utilidad de distinguir cuidadosamente

29 Esto se deduce de la noción misma de "campo de acción” como componente de la influencia o el poder. Véase, por ejemplo, H. Lasswell y A. Kaplan, Power and Society (New Haven, Conn., 1950), pp. 73 y 77.

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poderes de gobierno entre órganos estatales de manera que puedan “controlarse y equilibrarse” unos a otros, si esos órganos pueden aumentar sus prerrogativas a expensas de la sociedad más que entre sí? Lejos de ayudar a contener al estado dentro de sus límites, de he­ cho la división de poderes lo lleva a aumentar la totalidad de sus pre­ rrogativas a través de la competencia engendrada entre todas sus unidades y subunidades con respecto a sus prerrogativas respectivas. Puesto que por más que la articulación del sistema de gobierno en ór­ ganos, ramas, departamentos, secciones, etcétera, pueda haber sido concebida como parte de un plan organizativo unitario y armonioso, los elementos integrantes de éste se convirtieron con bastante rapidez en asiento de intereses egoístas que luchaban por incrementar su auto­ nomía, su posición recíproca y su autoridad sobre los recursos. Y esta lu­ cha recompensó la aptitud de una unidad para definir un nuevo interés societal como el objetivo legítimo de su actividad, y por lo tanto como la justificación de su existencia y su posición relativa con respecto a otras unidades. Por otra parte, no puede esperarse que los individuos elegidos o designados para los cargos estatales actúen exclusivamente en representación de los intereses constitucionalmente asignados a ca­ da puesto; y tampoco, para el caso, que lo hagan exclusivamente en re­ presentación de los intereses micropolíticos, constitucionalmente dudosos pero exigentes, que adquieren en la autonomía y posición de la unidad de la cual forma parte su cargo. En cambio, todos los individuos orientan al menos parte de su conducta hacia intereses estrictamente privados, en particular el de aumentar los ingresos y el estatus a partir de la ocupación del cargo, y hacer carrera con él. Ahora bien, estos intereses individuales no ejercen tanto una pre­ sión directa sobre la línea estado/sociedad como añaden urgencia a los intereses que sí lo hacen. Por ejemplo, la pretensión de que una nueva fase o aspecto de los asuntos sociales debería ser “administrado” por una unidad del servicio civil puede utilizarse a menudo para argu­ mentar en favor de un incremento del personal de esa unidad. A su tumo, ese incremento puede generar nuevas aperturas a niveles de su­

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pervisión, y con ello favorecer los intereses profesionales de los agen­ tes que constituyen la unidad. En esas condiciones, cabe esperar que la fuerza de los intereses privados ayude a impulsar la realización de la pretensión. No hace falta suscribir la demonología popular acerca de los “buró­ cratas ávidos de poder” o compartir el “pathos metafísico” relacionado para admitir que las presiones sobre la línea estado/sociedad se origi­ nan efectivamente de esta forma (a menudo, desde luego, asociadas con presiones desde el lado de la sociedad) y son particularmente in­ tensas dentro del aparato administrativo dél estado.3? Consideremos seriamente los cinco enunciados siguientes. • El examen del funcionamiento de los órganos estatales a la luz de la teoría económica indica que tales órganos tienden a maximizar sus presupuestos antes que la proporción entre unidades de servicio y unidades de recursos gastados.31 En última instancia, esto significa que procuran disponer de montos siempre crecientes de recursos so­ cietales. • La magnitud y la complejidad mismas del aparato administrativo de un estado contemporáneo tienden a aislarlo (o a aislar a partes indi­ viduales de él) de las contrapresiones directas de la sociedad, lo que rompe el ciclo cibernético entre la administración y el medio societal.32 • Las agencias públicas a menudo se extienden a la sociedad y, o bien incorporan sectores de ésta, o bien los convierten en el objeto de actos de gobierno; lo hacen a fin de reducir la complejidad y turbu­ lencia del medio ambiente societal, estabilizarlo y estabilizar sus rela­

30 Véase A. Gouldner, “Metaphysical Pachos and the Theory of Detnocracy”, en S. M. üpset y N. Smelser (comps.), Socíoiogy; The Progress o f a Decade (Englewood Cliffs, NJ, 1961), pp. 80 y siguientes. 31 W. Niskanen, Bureaucracy: Semmt or Máster? (Londres, 1973), pp. 20 y si­ guientes. 32 M. Crozier, The Bureaucratic Phenomenon (Chicago, 1964) [El fenómeno buro­ crático, Buenos Aires, Amorrortu].

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ciones con él. Para una agencia es más cómodo y “natural” adoptar una postura de control administrativo sobre un interés societal dado que tratarlo como una entidad autónoma o una parte interviniente en una relación de negociación. • Dentro de las agencias públicas altamente profesionalizadas, el reclutamiento selectivo, la intensa socialización de los ingresantes, el fuerte esprit de corps y una filosofía administrativa compartida y valo­ rada de larga data y gran prestigio pueden preservar las tradiciones institucionales con respecto a las influencias exteriores. Pero algunas de esas tradiciones pueden tener un origen preliberal y una inspira­ ción antiliberal; si es así, necesariamente confieren a las políticas de la agencia una propensión a no respetar la línea estado/sociedad. Si las tradiciones “despóticas” de algunos sectores veteranos de la buro­ cracia francesa sobrevivieron a la misma revolución (como lo sostuvo Tocqueville), es probable que aún estén activas, no importa cuánto hayan mutado, en la Quinta República. Y el legado administrativo prusiano heredado por el Obrigkeitsstaat guillermino -y cuya influencia sobre el servicio civil alemán Weimar no pudo quebrar pero fue bien utilizada por Hitler- probablemente todavía está vivo y con buena sa­ lud en Bonn (¡y en Berlín oriental!).33 Finalmente, las tendencias bor­ bónicas -e n verdad, más favorables al parasitismo y la corrupción burocrática que a una intrusión agresiva en la autonomía de la socie­ dad- aún actúan con vigor dentro de la burocracia italiana. • Por último, dos experiencias críticas y novedosas del estado del si­ glo XX -la guerra y la dictadura totales- imprimieron en la mentalidad oficial a lo largo de todo el mundo el recuerdo indeleble y posiblemen­ te tentador de cuán rápida, cruel y eficazmente (y con qué buena con­ ciencia) puede el estado aumentar su dominio sobre la sociedad.

33 A. Górlitz, Demolcratie im Wandel (Colonia, 1969), p. 84.

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Consecuencias de las presiones del estado y la sociedad Hasta ahora he señalado algunas grandes causas y manifestaciones -e n ambos lados- del desplazamiento progresivo de la divisoria esta­ do/sociedad en el siglo XX. En esta sección consideraré algunas de las consecuencias para la estructura del estado occidental contemporá­ neo. Las más visibles son probablemente las cuantitativas: por ejem­ plo, grandes incrementos en la cantidad de empleados públicos y en la proporción del producto social controlado por el estado a través de actos de gobierno y absorbido en sus actividades; o la proliferación de organismos administrativos. Prefiero referirme brevemente a algu­ nos cambios cualitativos, que afectan en particular las instituciones parlamentarias y los procesos electorales y legislativos. Pese a su magnitud considerable, con frecuencia dichos cambios no son clara­ mente registrados en las estructuras constitucionales formales del es­ tado, que siguen siendo las concebidas entre fines del siglo XVIII y principios del siglo XX. Como lo vimos en el último capítulo, el parlamento tenía necesa­ riamente una posición clave en el estado decimonónico, cualesquiera fueran el nombre y la forma organizativa que adoptara. Ya fuese o no formalmente la sede de la soberanía, y al margen de la naturaleza de sus relaciones con el ejecutivo, el parlamento tenía la responsabilidad de traducir en leyes -es decir, en el lenguaje y el medio esenciales de todas las operaciones estatales- las demandas políticas expresadas me­ diante el sistema electoral. Ahora bien, prácticamente todos los fenó­ menos que desplazan la línea estado/sociedad tienen impacto sobre esta posición singular del parlamento. En especial, la extensión gra­ dual de los derechos políticos no sólo permite que intereses no fácil­ mente “equilibrables” con los de la clase propietaria del capital fijen los temas de los procesos electorales y legislativos, sino que también modifica las modalidades de esos procesos. Anteriormente, los contrastes entre intereses “equilibrables” po­ dían zanjarse mediante el debate abierto entre corrientes de opinión

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parlamentaria,34 cada una de las cuales procuraba aumentar su apoyo entre una mayoría de miembros relativamente no comprometidos dei parlamento. De acuerdo con la teoría liberal (y en menor medida con la práctica), cada miembro debía responder ante la nación en su con­ junto, no ante su electorado inmediato. Este último, al ser anónimo y no constituido, no podía otorgar mandatos y controlar estrechamente la actividad parlamentaria de los miembros (en todo caso entre elec­ ciones); se suponía que confiaba en su juicio, según se formaba y ex­ presaba en el debate parlamentario, en vez de esperar que respetaran un programa preestablecido y limitado. Esto disminuía la responsabi­ lidad y dependencia del miembro electo con respecto a intereses societales específicos, y por consiguiente aumentaba el margen de acción para la controversia y el compromiso en la(s) cámara(s) legisla­ tiva^). De tal modo, el parlamento funcionaba “creativamente” (por hacerlo abiertamente) y producía decisiones políticas y legislativas que no estaban preprogramadas. Desde luego, en ambos lados de la diviso­ ria gobierno/oposición existían alineamientos amplios y bastante esta­ bles entre los miembros del parlamento. Pero en gran medida eran internos al parlamento mismo y no se concentraban en intereses so­ cietales estrechos y contrastantes sino en temas específicamente polí­ ticos y filosofías generales de la acción estatal. Sin embargo, a medida que conglomerados cada vez más amplios de la población obtuvieron sus derechos políticos, sólo los partidos or­ ganizados pudieron movilizar efectivamente este nuevo, vasto e inex­ perto electorado. Pero la afiliación y la fidelidad electoral a tales partidos correspondían al mapa de los clivajes societales más estre­ chamente de lo que la teoría liberal estimaba conveniente; y los inte­ reses específicos que esos partidos representaban no podían “equilibrarse” tan fácilmente con los establecidos. Por otra parte, de­

34 La significación de la discusión para el parlamentarismo clásico es muy resaltada por C. Schmitt, “Die Prinzipien des Parlamentarismus”, art. cit., pp. 41 y siguientes.

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bido a que estaban organizados, los partidos podían dirigir y controlar bastante estrechamente la conducta de sus miembros en el parlamen­ to. En la(s) cámara(s), los miembros partidarios se constituían en el “bloque del partido dentro del parlamento”, con una división del tra­ bajo y una estructura jerárquica, lo que estabilizaba los alineamientos mayoritarios y minoritarios en un grado desconocido hasta entonces. Como los partidos organizados seleccionan a los candidatos que co­ locan en sus listas, y ordenan y controlan sus acciones cuando son ele­ gidos, a primera vista podría parecer que esto da a sus militantes de base una considerable influencia política, lo que difundiría la conciencia y la efectividad políticas dentro de la población (cualquiera sea el costo pa­ ra la teoría liberal de la representación). Sin embargo, sean cuales fue­ ren las constituciones internas de los partidos mismos, su dinámica organizativa refrena progresivamente la influencia real de las bases e in­ crementa la de la conducción partidaria.35 Esta última, como la mayo­ ría de los partidos son asociaciones “privadas”, no es responsable ante el público general; y su control organizativo sobre el partido la hace cada vez más independiente incluso de sus afiliados y el electorado. Es cierto que la mayoría de los líderes partidarios se cuentan tam­ bién entre los miembros del parlamento, y en este carácter reciben una investidura pública. Pero el otorgamiento de una posición públi­ ca puede manipularse cada vez más mediante dispositivos partidarios internos, ya que el electorado de cualquier partido dado es en gran medida un electorado “cautivo”. Por otra parte, como frecuentemente surgen conflictos entre la organización partidaria y el bloque dentro del parlamento, la primera elabora lincamientos ideológicos y plata­ formas legislativas relativamente específicas que procura hacer obliga­ torios para el segundo.

35 Sobre este punto, la exposición de R. Michels en Political Parties (Londres, 1915) [Los partidos políticos, Buenos Aires, Amorrortu, 1969, 2 volúmenes] sigue sien­ do fundamental.

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De tal modo, disminuyen el carácter abierto y la creatividad del proceso parlamentario. El parlamento se reduce cada vez más a un es­ cenario visible en que se llevan a la práctica confrontaciones orales y ritualizadas entre alineamientos preconstituidos, jerárquicamente controlados e ideológicamente caracterizados. Es muy posible que ca­ da bloque parlamentario esté desgarrado por controversias internas y se embarque en una cinchada con su organización partidaria, pero en el parlamento presenta en general un frente unido, que apoya cual­ quier posición propuesta por la conducción como política del partido sobre una cuestión dada. En tales condiciones, el parlamento ya no desempeña un papel crítico y autónomo como mediador entre intereses societales; en lugar de ello, su composición y funcionamiento registran simplemente la distribución de preferencias dentro del electorado y determinan a su tumo qué partido encabezará el ejecutivo. La manera en que los miembros parlamentarios de un partido votarán en un te­ ma dado la decide la coloración ideológica de éste y su conexión con la importantísima cuestión de si el partido permanecerá en el poder o en la oposición. En comparación con estos dos factores determinan­ tes, los méritos del tema son relativamente insignificantes y no tienen un verdadero peso en el debate. Hacia mediados del siglo XX, como hemos visto, el proceso político en los países occidentales comienza a girar en tomo de la cuestión de cómo promover el “desarrollo industrial”, la “abundancia”, etcétera, y éste se considera como el único gran tema (aparte de la guerra, fría o caliente) que podría sentar las bases para una conciliación de intere­ ses societales durante mucho tiempo percibidos como “inequilibrables”. Este desarrollo (además de tener efectos directos sobre la línea estado/sociedad, como ya se indicó) disminuye la pertinencia de la herencia ideológica de los partidos, dado que el problema en cuestión -cómo aumentar el producto nacional- se considera en última ins­ tancia más “técnico” que político. El aflojamiento consiguiente de los amarres ideológicos del partido incrementa aún más la autonomía de su conducción con respecto a su base organizativa y electoral; pero no

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hace nada en absoluto por restaurar la importancia del proceso elec­ toral y el parlamento. Las elecciones, libradas entre partidos cada vez más englobadores, pretenden en esencia producir un mandato plebiscitario para uno de ellos; una vez garantizada su mayoría parlamentaria, éste puede desarro­ llar pragmáticamente sus políticas al mismo tiempo que obedece un nú­ mero menguante de compromisos doctrinales.36 De tal modo, las campañas se convierten en extrema medida en rituales de investidura, y se caracterizan cada vez más por técnicas de marketing, con el tráfico de un cúmulo de imágenes y la pseudopersonalización de las cuestiones mediante la concentración en el “carisma” del candidato. Al elaborar o justificar sus políticas entre elecciones, tanto el partido (o coalición de partidos) en el poder como sus opositores apelan cada vez menos a cri­ terios ideológicos (con frecuencia despectivamente calificados como “política partidista”) y cada vez más a los razonamientos de “expertos” en la gestión macroeconómica y administrativa. Esto es lo apropiado, dado que el conjunto de la sociedad se concibe cada vez más como una empresa dedicada a maximizar u optimizar la proporción de su produc­ ción con respecto a sus insumos. Por consiguiente, se considera que la tarea del estado es la de administrar esa empresa a la manera de la gran corporación contemporánea, con una “tecnoestructura” que construye y opera múltiples sistemas “sociotécnicos” superpuestos. Una vez así (erróneamente) concebido el proceso político, el par­ lamento tiene poco de importancia distintiva con que contribuir a él. El vacío dejado por la desvalorización de la ideología (o en todo caso de ciertas ideologías) no es llenado por una renovación del discurso abierto sino por la apelación a la “pericia” económica, tecnológica y gerencial. Y proporcionar esa pericia o controlar su empleo en la con­ ducción del gobierno no parece una tarea que el parlamento pueda

36 Véase O. Kirchheimer, Polines, Law and Social Change (Nueva York, 1969), pp. 245-371.

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hacer adecuadamente. En lugar de ello, el trabajo recae principal­ mente en el servicio civil profesional, que se asegura el respaldo de institutos de investigación, unidades de planeamiento y cuerpos con­ sultivos dotados de personal sobre todo por el “orden científico” y vo­ ceros de las corporaciones más grandes y otros grupos de interés. Como resultado, las decisiones administrativas se enuncian cada vez más en un lenguaje que las ampara efectivamente de la crítica parla­ mentaria y el debate público, y que con frecuencia suministra una co­ bertura conveniente a los intereses que verdaderamente las dictan. Los medios parlamentarios clásicos para controlar y auditar las opera­ ciones del ejecutivo (desde el voto del presupuesto al pedido de infor­ mes) pierden efectividad frente a este fenómeno y otros relacionados con él. Por ejemplo, surgen muchas nuevas agencias administrativas al margen del marco de la organización ministerial y ni siquiera en términos formales resulta fácil hacerlas responsables ante el parla­ mento mediante el derecho de éste de interpelar a los ministros. De manera paradójica, el crecimiento gigantesco de los ingresos y gastos públicos hace que el control parlamentario sea más necesario que nunca pero también cada vez más imposible; la magnitud y compleji­ dad aturullantes de los presupuestos y otros instrumentos contables exigen y prohíben a la vez la supervisión del parlamento. Por otra parte, la sobrecarga legislativa que supera la capacidad de trabajo de la mayoría de los parlamentos reduce la cantidad de tiempo disponi­ ble para actividades de control. Estos últimos aspectos no deben sugerir que los parlamentos pueden defender efectivamente su muy amenazada supremacía sobre el ejecuti­ vo y la administración mediante sus prerrogativas legislativas. De he­ cho, el ejecutivo y la administración controlan en gran medida el volumen y contenido de la legislación que ellos mismos procesan a tra­ vés del parlamento. A los ojos de los ministros y los funcionarios públi­ cos de máxima jerarquía, la legislación se ha convertido en demasiado importante para dejarla en manos de los legisladores. Las leyes se redac­ tan casi exclusivamente fuera de los parlamentos; en gran medida, se

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ocupan de asuntos de significación primordialmente administrativa; y en su mayor parte sirven para dar validez en ténninos formales a deci­ siones tomadas por los funcionarios públicos de acuerdo con su sabidu­ ría tecn ocrática (con gran asistencia de los grupos de presión interesados). La legislación contemporánea, además, ha perdido en buena parte los rasgos de generalidad y carácter abstracto que hicieron de la legislación “clásica” el instrumento por excelencia de la suprema­ cía parlamentaria. Muchas leyes son en la práctica medidas ad hoc de naturaleza intrínsecamente administrativa a las que se da la forma de aquéllas a fin de legalizar los gastos que implican y evitar que los minis­ tros y funcionarios públicos tengan que asumir responsabilidad política o personal por éstos. En vista de las enormes tareas de “gestión societal” con que cargan los gobiernos contemporáneos, la acción administrativa no puede programarse intencionadamente a la manera clásica, vale de­ cir, por medio de una ley que exponga las condiciones generales en las cuales debe tomarse una medida administrativa dada. En lugar de ello, los programas que encargan a una agencia, digamos, el incremento de la capacidad de producción de acero del país en un x por ciento, o la re­ ducción de la contaminación industrial en un río determinado en un y por ciento en z años, deben dejar las medidas a tomarse para lograr el objetivo en cuestión a la discreción administrativa, supuestamente in­ formada por una apropiada experiencia extralegal.37 Se hace entonces imposible para el parlamento (o para un organismo judicial o, llegado el caso, una agencia de superior jerarquía)38 controlar la conducta de la agencia verificando si corresponde a normas abstractamente expre­ sadas, dado que no existen ni pueden existir muchas de esas normas.

37 Para la distinción entre programación “condicionada” y “con objetivos” de la acción administrativa, reformulada aquí, véase N. Luhmann, “Opportunismus und Programmatik in der óffentlichen Verwakung", en su Polítísche Planung (Opladen, 1971), pp. 165 y siguientes. 38 Véase R. Mayntz y F. Scharpf (comps.), Planungsorganisation (Munich, 1973), cap. 4.

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El impacto acumulativo de todos estos fenómenos -a los cuales po­ drían agregarse otros como las actividades de empresas multinaciona­ les y organizaciones supranacionales- hace que el parlamento se aparte del centro efectivo de la vida política de un país, lo que deja el control a los órganos ejecutivos del estado, y en especial a su aparato administrativo, ahora exhaustivamente “entrelazado” con esas diver­ sas fuerzas no estatales de control No obstante, el parlamento sigue siendo el principal vínculo institucional entre la ciudadanía y el esta­ do. Si deja de actuar como un vínculo efectivo, ¿qué o quién puede di­ rigir, controlar y .moderar políticam ente el siempre creciente envolvimiento mutuo del estado y la sociedad? Los partidos exigen del electorado un mandato cada vez más ge­ nérico y menos vinculante; no obstante, verdaderamente no se los puede hacer responsables de su ejecución, dado que cualesquiera sean sus diferencias en otras cuestiones, todos atesoran su monopo­ lio compartido de la representación política institucionalizada. La magnitud y complejidad mismas del aparato administrativo lo aíslan del control político. Los así llamados medios de comunicación ya no son canales relativamente abiertos para la expresión política y foros para el debate público (como lo fueron originalmente los diarios). Durante los años sesenta y setenta, los tribunales de varios países occidentales disfrutaron de éxitos ocasionales en la reafirmación de las muy golpeadas ideas de la legalidad en la conducción de los asuntos públicos; pero la suya es una acción de retaguardia, limitada en su alcance por su referencia primordial a las leyes penales. Tam­ poco es plausible esperar que las organizaciones económicas y otras monten una defensa eficaz de la distintividad y autonomía del ámbi­ to societal; al contrario, la mayoría de ellas sólo parecen ansiosas por “colonizar” el ámbito político, con la apropiación abierta o en­ cubierta de recursos públicos y la usurpación de facultades de go­ bierno a fin de ponerlas al servicio de intereses sociales sectoriales (en el mejor de los casos) o de las reducidas oligarquías que los ma­ nejan (en el peor).

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Estas consideraciones, deliberadamente exageradas, apuntan a los que parecen haberse convertido en datos estructurales del proceso po­ lítico y sus relaciones con la sociedad en su conjunto en el Occidente contemporáneo. Sus implicaciones resultan aún más ominosas cuan­ do se consideran también algunos hechos coyunturales concernientes a los países en cuestión en el período que va desde mediados de los años sesenta hasta mediados de los setenta. La importancia general de estos hechos consiste en que el aparato institucional del estado, siem­ pre al margen de la cuestión de si respeta o no su designio constitu­ cional original y por lo tanto su límite con respecto a la sociedad, tiene serias dificultades con una serie de problemas amenazantes. Es­ tos están interconectados, y también vinculados con los fenómenos analizados en las secciones anteriores. Aquí, sin embargo, haré caso omiso de las conexiones y me limitaré a enumerar los problemas. • A lo largo del período mencionado, la disidencia política se ma­ nifiesta con frecuencia en formas anticonstitucionales y a veces delic­ tivas; sus metas son en ocasiones el rechazo y la subversión totales del sistema político establecido o la secesión con respecto a éste. Por lo menos en algunos casos, estos rumbos son el resultado de la clausura de los medios constitucionales de expresión política para el público en general, lo que hace que el sistema sea impenetrable e insensible a las demandas legítimas. Por otra parte, la reacción de las autoridades establecidas a menudo viola a su vez principios constitucionales, lo que aumenta la alienación política de ciertos grupos sociales. • El así llamado “sistema de bienestar social” de varios estados pa­ rece tanto incapaz de remediar ninguna forma de deprivación econó­ mica y social salvo las más extremas como imposibilitado de reducir efectivamente la gama de desigualdades socioeconómicas más am­ plias; además, sus costos directos y administrativos representan una carga fiscal cada vez más gravosa para la población y el sistema pro­ ductivo. • Los drásticos y repetidos fracasos de los estadistas y del discerni­ miento político, así como los “escándalos” y “asuntos” clamorosos, re­

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velan que en la cumbre misma de algunos estados las cualidades inte­ lectuales y morales de la conducción política son desmoralizadoramente bajas. • El aparato estatal de imposición de la ley demuestra ser cada vez más incapaz de garantizar la seguridad de los ciudadanos en los lugares públicos y en sus hogares, la salubridad y amenidad de su medio am­ biente físico y la prevención y represión de las depredaciones en gran escala del público (como consumidor y contribuyente a la vez) por las empresas comerciales. • En general, el aparato administrativo de la mayoría de los esta­ dos, aunque absorbe una cuota creciente del producto nacional, exhi­ be una menguante capacidad para la gestión social eficaz. • Lo más importante, la maquinaria estatal para controlar, apoyar y guiar la economía nacional demuestra una y otra vez ser inadecuada para la tarea. A mediados de los años setenta, en la mayoría de los países occidentales el aparato keynesiano y poskeynesiano de política económica se encuentra en un estado de confusión frente a una des­ concertante combinación de obstinadas tendencias inflacionarias y recesivas. Este último fenómeno (sean cuales fueren sus causas) es política­ mente significativo, en especial en cuanto afecta la legitimidad del es­ tado. Antes señalé que la legitimidad legal racional es inherentemente débil como fuente de motivaciones morales para la obediencia, que los acontecimientos analizados en este capítulo la debilitaron aún más, que en las décadas de 1950 y 1960 todos los estados occidentales pro­ curaron contrarrestar el déficit resultante de legitimidad con la afirma­ ción de que la autoridad se ejercía principalmente a fin de sostener el desarrollo industrial, etcétera. Pero en los años sesenta algunas mino­ rías de dimensiones considerables comenzaron a cuestionar la signifi­ cación moral de lo que parecía ser el avance constante de las poblaciones occidentales hacia un mejor nivel de vida y la validez mo­ ral de la pretensión de obediencia leal que el estado fundaba en ese progreso. En los años setenta, como hemos visto, ese avance se hizo

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más laborioso e incierto; la distribución de sus beneficios demostró ser mucho más desigual de lo que se había creído; y en algunos estados, por lo menos, parece haberse interrumpido completamente, tal vez pa­ ra siempre. De tal modo, la fórmula de la legitimidad en cuestión (co­ mo cualquier otra fórmula en una situación comparable) amenaza con “ir marcha atrás” y aumentar más que llenar el vacío de legitimidad. Considerado desde el punto de vista del estado, este fenómeno da acceso a tres posibilidades principales. Primero, el estado puede tratar de prescindir de una fórmula legitimadora y basarse en la intimida­ ción y represión de los sectores desafectos de la ciudadanía y favore­ cer al resto a fin de mantener el control sobre la sociedad. Segundo, puede recurrir a la anterior fórmula legitimadora de la política de la fuerza, procurando crear un consenso más amplio con el señalamiento de la amenaza real o imaginaria planteada a un estado o coalición de estados por otros estados o coaliciones. O, tercero, puede tratar de “venderle” una nueva fórmula a la sociedad, de preferencia una que superficialmente sea lo bastante atractiva para generar una amplia aclamación (con la ayuda de los medios) y lo bastante general para no comprometer al estado con nada en particular. (A principios de los años setenta, “La Calidad de Vida” parecía ser un candidato plausible para cumplir esa función.) Cualesquiera sean sus respectivas probabilidades de éxito, ninguno de estos resultados (y ni siquiera posibles combinaciones de ellos) pa­ rece atractivo. Todos procuran llevar adelante la tendencia básica del desarrollo institucional del estado moderno -la reunión de facultades e instrumentos de gobierno cada vez más amplios y formidables- a pe­ sar de la conciencia de que, paradójicamente, esa tendencia lo hace cada vez más incapaz de ejercer efectivamente la autoridad y estable­ cer un control racional sobre el proceso social. Por otra parte, todos estos resultados abandonan más o menos abiertamente dos ideas polí­ ticas que, aunque sostuvieron la tendencia básica del desarrollo del estado durante los dos últimos siglos, le otorgaron al mismo tiempo una justificación y un correctivo: la idea liberal del imperio de la ley y

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la idea democrática de la participación de los gobernados en el proce­ so de gobierno. Sólo estas dos ideas conectan la evolución pasada del estado moderno con la herencia moral de Occidente, y por lo tanto con una visión ética más amplia de la humanidad como la protagonis­ ta colectiva de una aventura moral universal.39 Personalmente, creo que al buscar tanto inspiración moral como una guía estratégica, la oposición occidental a las perturbadoras ten­ dencias actuales de las relaciones estado/sociedad debe recurrir una vez más a esas (y quizás a algunas otras) ideas liberales y democráti­ cas.40 Soy consciente de que por una serie de motivos esto parece un consejo desesperado. Podría argumentarse que tanto el liberalismo co­ mo la democracia han sido probados y demostraron deficiencias, o que en verdad fueron en el pasado una parte tan sustancial del proble­ ma que hoy no podemos considerarlos seriamente una parte de la so­ lución. También se pueden señalar los contrastes inherentes y posiblemente insolubles entre el liberalismo y la democracia, y dudar de la posibilidad de incorporar institucionalmente a ambos, excepto al precio de compromisos que debilitarían y desfigurarían a uno y otra. O bien se puede sugerir, con mayores esperanzas, que el socialis­ mo es una alternativa que trasciende tanto al liberalismo como a la democracia al plantear con vigor los problemas determinados por la estructura económica de la sociedad. Sin embargo, en mi opinión el socialismo es menos pertinente que el liberalismo y la democracia para los dilemas que enfrenta la socie­ dad occidental contemporánea como resultado de tendencias en la estructura y funcionamiento del estado. El liberalismo y la democra­

39 La tesis de que la particularidad paradójica de Occidente consiste en hacer que sus logros culturales distintivos adquieran significación universal se expone en las frases iniciales de la “Einleitung” a M. Weber, Gesammeite Aufsatze zur Religionssoziologie, vol. 1 (Tubinga, 1920), pp. 1-5 [Sociología de ía religión, Buenos Aires, La Pléyade, 1978]. 40 Véanse, por ejemplo, N. Matteucci, II liberalismo in un mondo in transformazione (Bolonia, 1972); y K. O. Hondrich, Theorie der Herrschaft (Francfort, 1975).

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cia tienen sobre el socialismo la ventaja de abordar directamente al­ gunos problemas clave que surgen de la necesidad de la autoridad, en vez de rebajarlos a la condición de cuestiones técnicas que deberán zanjarse sin inconvenientes después de una revolución en el control de los medios de producción.41 Es posible, tal vez, que el liberalismo y la democracia (en su versión actual) propongan soluciones erróneas a esos problemas; pero las soluciones erróneas a los problemas correctos pueden ser más valiosas, teórica y pragmáticamente, que un intento descaminado de ignorarlos. Así, pues, en la medida en que la gama de fuentes de inspiración disponibles en las sociedades occidentales todavía se limita hoy al li­ beralismo, la democracia y el socialismo (con sus diversas variantes) -y yo por lo menos no puedo ver más allá de esos límites-,42 una re­ consideración imaginativa e innovadora de las tradiciones de los dos primeros parece ser una condición necesaria, aunque desde luego no suficiente, para una acción positiva.

41 Para una vigorosa reexposición contemporánea de las inadecuaciones políticas de las tradiciones socialistas y particularmente marxistas, véase N. Bobbio, Quale so­ cialismo? (Turín, 1976) [¿Qué socialismo?, Barcelona, Plaza y Janés]. Sobre las agitadas relaciones entre las tradiciones socialista y democrática, véase A. Rosenberg, Dentókratie und Sozialismus (Francfort, 1964). 42 Knowledge and Politics, op. cit., de R. M. Unger, se distingue entre otras cosas por la combinación de erudición, lucidez y pasión con que critica la tradición liberal y busca proyectar una manera radicalmente nueva de entender los actuales aprietos políticos de Occidente que trascienda también algunos de los supuestos y limitacio­ nes de la teoría democrática.

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índice analítico y de nombres

Abogados, 76, 89,91,111,160 Acumulación de capital, 15,122, 168, 173, 177, 183 Acuñación, véase Moneda Alemania, 42, 68,84, 95, 124, 132, 190. Véase también Prusia Alianzas: entre ciudades, 69, 73; de paz, 92 Allodium, 50, 58 Ámbito público, 124-129,163, 180, 186, 195 Anden régime, 42, 124, 128, 163 Anderson, Perry, 41n, 43n, 123n Artificialidad del estado, 143,146-148 Asambleas feudales, 80-82 Asociaciones de empleadores, 180 Austria, 97 “Autodefensa”, 59, 63, 76, 93, 113. Véase también Guerras privadas; Resis­ tencia legítima al gobernante Bahrdt, Hans: citado, 185 Ban, 54 Beneficium, 47-48. Véase también Feudo Bismarck, Otto von, 136 Bockenfórde, Emst-Wolfgang, 95, 190,193; citado, 188-189 Burguesía, 182-184; en el sistema absolutista, 100, 104, 121-125, 123n, 125n, 127; elemento empresarial en la, 102, 122-123; como estado en el Stándestaat, 120; como clase, 120-123, 127, 173; como público, 124ss,

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128; el elemento intelectual y profesional en la, 124-127, 178; en el estado constitucional, 138, 173 Burocracia, 115-119, 132, 196-198, 204 Caballería, 62n Cabeza del estado, 139, 163 Capacidades privadas de los individuos: en el sistema feudal, 49-50, 52, 57-58; en el Standestaat, 90; en el sistema absolutista, 117, 119, I21ss, 128; en el estado constitucional, 142, 153, 168ss; en el estado contemporáneo, 184, 193, 196 Capacidades públicas de los individuos, 107, 116-117, 146, 151 Capitalismo, 128, 175-176, 177, 181-182, 189; en el sistema absolutista, 99103, 121-122; en el estado constitucional, 142, 166-167, 173-174; y el modo capitalista de producción, 160, 168, 171-177 passim, 179, 186-187, 193; en el estado contemporáneo, 181-188. Véase también Corporaciones Carácter abstracto de las leyes, 114, 128, 131, 145, 205-206 Cargos públicos, 45-46, 51-52, 62, 91,116-117, 146,152,161,196 Carlomagno, 45 Carlos V, emperador, 78 Carlos IX, rey de Francia, 102 Carsten, F. J., 84 Cartas de ciudades, 69, 72 Castellani, 54 Catlin, G. E. C.: citado, 35 Cavour, Camillo Benso di, 136 Censura, 125 Ciencias económicas, 18, 197 . Ciudad estado, 73, 91n Ciudadanía; en el estado constitucional, 139, 145, 155n, 172, 178; en el es­ tado contemporáneo, 154, 155n, 203, 208 Ciudades, 44,67-75 passim, 79, 90-91,97,102. Véase también Grupos urbanos Civilidad, 94,159-161 Clase, 122-123. Véase también Burguesía; Capitalismo; Clase obrera; Relacio­ nes de clase Clase obrera, 129,'180ss Clero, 44-45, 60, 75, 79, 89

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Coerción, 24, 33, 136, 180; en el sistema feudal, 59, 71; papel económico de la, 71, 160; en el Standestaat, 94; monopolio de la legítima, 144, 159-160, 194; en el estado constitucional, 159-160 Colonialismo, 1 3 5 ,166ss Comerciali2ación, 99, 104, 114-115, 166 Commendatio, 46-50 Commissaríus, 111 C om peten cia econ óm ica, 120ss, 122, 187 Componentes germánicos en el desarrollo del estado, 39, 45, 64, 115 Componentes romanos en el desarrollo del estado, 44-45, 140. Véase también Derecho romano Concejos de gobierno, 111, 116 Concepto de estado, 15, 18-19, 21, 144 "Concierto de las naciones”, 135, 162 Condes, 45ss, 52, 73-74

Conducción: de grupos de interés, 206; de partidos, 165, 201-202 Conflicto armado, 29-30,32-33 Conrado II, emperador, 57 Conscripción, 120, 140, 141n, 145, 149, 179. Véase también Dispositivos mi­ litares; Ejército; Guerra Construcción del estado, 17n, 143, 147-148 Contrarreforma, 175 Contrato, 25,48,142,156,171,173, 175 “Controles y equilibrios”, 146, 196 Controversias, 163, 199-200 Corporaciones, 167, 184, 187ss Corporaciones multinacionales, 190, 190n Corpus juris civilis, 114 Corte, 89; en el sistema absolutista, 104,106-111, 116, 121, 127 Costumbre, 22-23, 24,113 Cristianismo, 39, 45, 174-175. Véase también Clero; Iglesia y estado; Organi­ zación eclesiástica; Papado Cuestión social, 129,166,195 Cuestiones constitucionales, 165, 167 Cuestiones políticas, 118-119,146,159,165-169,181, 202-203 Cuius regio eius religio, 175

215

Darwin, Charles, 38 De Gaulle, Charles, 190 Decisión, ámbitos distintivos de, 26, 29-31 Decisiones políticas, 26-31, 117 Democracia, 129, 166, 176-177, 210-211 Derecho, 28-30; en el sistema feudal, 49-50, 72; en el Standestaat, 72, 101, 113; en el sistema absolutista, 113-114; en el estado constitucional, 128, 131-132, 139, 140, 152-153; penal, 160, 206; en el estado contemporáneo, 194-195, 204-205. Véase también Derecho positivo; Derecho privado; De­ recho público; Derechos; Derechos constitucionales; Derechos corporati­ vos; Legislación; Sistema legal Derecho administrativo, 132 Derecho canónico, 63, 94 Derecho constitucional, 14, 18, 131 Derecho internacional, 101, 135, 136 Derecho laboral, 180 Derecho natural, 151, 156 Derecho positivo, 151-152,156, 162,174,195 Derecho privado, 145,153,167,180,184 Derecho público, 116-117,132,146,152ss, 180,184 Derecho romano, 63, 94, 114, 132 Derechos, 59, 63, 76-77, 92, 153, 154, 155-156. Véase también Derechos constitucionales; Derechos corporativos Derechos civiles, véase Derechos constitucionales Derechos constitucionales: en,el estado constitucional, 143, 145, 154-156, 164, 166, 173, 176ss, 195; en el estado contemporáneo, 186, 195-196, 199, 207 Derechos corporativos, 68, 103, 139, 151, 162; en el Stándestaat, 77, 85, 90, 106,110,113,159 Derechos reales, 66, 87, 119 Desarrollo industrial, 192, 202, 208 Desigualdad, 207. Véase también Cuestión social; Estratos inferiores Despersonalización, 61, 61n, 151, Despotismo ilustrado, 121 Dhondt, Jan: citado, 69, 74 Dictadura, 198

216

Diferenciación institu cional, 17,36-39,141, 149, 159-160, 172, 176

44 de los Borbones, 198 D inastía de los Estuardo, 95 D iplom acia, 33, 9 0 ,136ss, 141,167,192 Dirigísme, 190 D isidencia p olítica, 161,166, 177-178, 207 Dispositivos adm inistrativos: en el Standestoat, 89-90; en el sistem a absolu­ tista, 110-111, 112, 120, 127; en Prusia, 115-119; en el estado constitu­ cional, 141, 146; en el estado contemporáneo, 196-198, 204-205. Véase también Burocracia; Derecho público Dispositivos militares: en el sistema feudal, 46, 47ss, 52, 59ss; en el Standeswat, 71, 100; en el sistema absolutista, 104-105, 111; en el estado consti­ tucional, 136, 140-141. Véase también Conscripción; Ejército; Guerra Distribución: y la naturaleza de la política, 22-26, 27, 34-35, 139; y el estado, 173,181,199 División de poderes, 38, 191, 195-196 División del trabajo, 33, 73, 194 Dualismo: Stande versus gobernante, 80-83, 107, 139; poderes constituidos versus populacho, 85-86; local/interno versus translocal/extemo, 86, 90, D inastía caro.lingia, D inastía

101-10 2

Duby, Georges, 65; citado, 53-54 Durkheim, Émile, 25, 25n Easton, David, 22-25,33-36 passim, 139 Educación, como calificación electoral, 128, 178 Ejército: en el sistema feudal, 48, 105; en el sistema absolutista, 88-90, 105, 111; en Prusia, 116; en el estado constitucional, 141, 160, 161, 165. Véase también Conscripción; Dispositivos militares; Guerra Electorado, 164, 200 Elemento feudal, 61-63, 71, 81¿ 104; en el Standestaat, 68, 75, 86, 89;en el siste­ ma absolutista, 104-107,110,118. Véase también Modo feudal de producción Empleados, 182-183,185 Empresas, 182,184,185-186. Véase también Corporaciones; Empresas públicas Empresas públicas, 184-185 Engels, Friedrich, 15

217

Enrique I, rey de Inglaterra, 55 Enrique IV, rey de Francia, 99 Escandinavia, 43 Esfera pública, 108,123, 125, 154 España, 67, 97 Especificidad funcional del estado, 144,149 Estado decimonónico, 17,42 Estado y sociedad, 16, 38, 149; en el sistema absolutista, 119-120; en el esta­ do constitucional, 132, 145, 162-163, 171-177, 187; en el estado contem­ poráneo, 175, 209 passim Estados federales, 140 Estados Generales franceses, 107 Estados [órdenes], véase Stanáe Estados Unidos, 13, 172, 184,192 Estatus, 76,103,106, 109, 118,126, 196 Estratos inferiores: en el sistema feudal, 49-50, 55, 58, 92; en el $tandestüat> 85-86, 92; en el estado constitucional, 161, 166, 177ss, 189; en el estado contemporáneo, 188, 191. Véase también Clase obrera Eudes, conde, 63 Excisa, 88,112 Familia, 38, 175,178,183 Fascismo, véase Dictadura Federico el Grande, 115, 118 Federico Guillermo I, rey de Prusia, 115-116 Feudo, 48-51,55-58, 59 Flandes, 73 Formalidad de las leyes, 158 Fortificaciones, 71, lOln Fougéres, Estienne de: citado, 51 Francia, 42, 53, 65, 74, 82-83, 95, 97,102,106-112,190,198 Francisco II, rey de Francia, 102 Francmasonería, 124,124n Franco Condado, 78-80, 88 Fuerza, véase Coerción Funciones del estado, 144, 176

218

Gefolgschaft, 54-48, 70 Gehlen, Amold, 193 Gemeinschaft, 147-150, 147n G eneralidad de las leyes, 114,128, 131, 145-146,151,152, 171, 191, 205 G enossenschaft, 70 Geseílscha/t, 147-150,147n Gierke, Otto von, 82, 87, 107, 139, Gobernante territorial, 65, 68, 95; en el sistema feudal, 51, 61, 64; en el Standeswat, 77, 86-90, 113; en el sistema absolutista, 98, 107. Véase tam­ bién Cabeza del estado; Monarquía Gobernante, véase Cabeza del estado; Gobernante territorial; Monarquía Gobierno, véase Concejos de gobierno; Dispositivos administrativos; Órga­ nos ejecutivos Gobierno local, 141, 162, 165 Grecia antigua, 39, 145 Gremios, véase Grupos corporativos Gross, Leo: citado, 135 Grupos corporativos, 77, 91, lOOss, 115,120 Grupos de interés, 177-181, 204 Grupos urbanos, 72, 74-75, 90-91, 94, lOOss. Véase también Burguesía Guerra, 45-46, 47-48, 85, lOln, 137-138, 145, 148-149, 161. Véase también Conscripción; Dispositivos militares; Ejército Guerra Fría, 192 Guerras mundiales, 138, 166, 192 Guerras privadas, 59, 65, 85, 101

Habermas, Jürgen, 155, 174; citado, 183 Hegel, Georg Friedrich, 17, 159, 176 Heller, Hermann, 143; citado, 148, 153 Hintze, Otto: citado, 111 Historia de las instituciones políticas, 16ss, 131 Hitler, Adolf, 198 Homenaje, 70 Honor, 59, 63-64, 104 Hungría, 67

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Ideologías políticas, 201ss. Véase también Democracia; Liberalismo; Socialismo Iglesia y estado, 125, 165, 174-175 Igualdad, 129,156,172 Imperialismo, véase Colonialismo; Relaciones económicas exteriores Imperio carolingio, 42, 45, 46,47, 64 Imperio de la ley, 155-157, 191, 195-196, 209-210 Imperio Romano, 44, 134 Imperios antiguos, 44,133 Impuestos, 46, 49, 54, 85, 88, 107, 112, 114. Véase también Instrumentos fis­ cales Industrialización, 124, 138, 166-167, 183-184, 189ss; avanzada, 182, 183184, 185ss Inflación, 188, 208 Influencia, 146,161,168,185 Inglaterra, 13, 43, 55, 74, 95-96, 132,165 Inmunidad, 47-49, 68, 72, 93 Instrumentos fiscales, 49; en el sistema absolutista, 107, 112, 120, 127; en el estado constitucional, 140, 157, 162, 167; en el estado contemporáneo, 199, 205. Véase también Impuestos Instrumentos judiciales: en el sistema feudal, 54, 58-59; en el Standestaat, 72,7778, 89; en el sistema absolutista, 105, 114-115, 116-117; en el estado consti­ tucional, 140-141,160,165,173-174; en el estado contemporáneo, 205 Integridad de la colectividad, 27, 32,149 Intercambio, 23, 24 Intereses colectivos, véase Grupos de interés Italia, 43,68, 73,198 Japón,190 Jellinek, Georg: citado, 157 Keynes, John Maynard, 182, 208 Le Coq, Robert: citado, 83 Legislación, 91; en el sistema absolutista, 100-101, 114-115, 117, 119, 127; en el estado constitucional, 145-146,151-152,153-154, 163; en el estado contemporáneo, 199, 205

220

14,151,158,191-193, 208 150-151,158,191-192, 208-209 Liberalism o, 156,158,166,173, 176-177, 184,191-196, 200, 209-211 Libertad, 72, 155, 172. Véase también Derechos constitucionales Legitim idad,

Legitimidad legal racion al,

Límites, 137,140

Locke, John, 17 Lucha de poder en tre estados,

112, 119; y el

26-31 passtm, 97, 129; y el sistem a absolutista, 129, 133-139 passim, 171; y el estado

estado con stitu cion al, contem poráneo, 189-190, 191-192 Luis L u is

XIII, 99 XIV, rey de Francia, 108-109n, 110, 112, 116, 118

Mando, 21, 23-26,133 Maquiavelo, Niccoló, 33 Marshall, T. H., 76 Marsilio de Padua, 17 Marx, Karl, 14-15, 18,33,174,174n; citado, 172,176, 178 Mayer, Theodor, 5 3 ,53n, 81n Medidas de bienestar social del estado, 162, 180, 182, 188, 207-208 Medios de comunicación, 124-125, 206 Mendel, Johann Gregor, 38 Mercados, 72, 74, 122-124, 126, 128, 148, 173, 181; en el estado constitu­ cional, 167,172,178,187,194 Mercantilismo, 101, 120ss, 168 Metales preciosos, 99,104,120,168 Ministros de estado, 111, 141, 204. Véase también Órganos ejecutivos Missi dominici, 45ss Mitteis, Heinrich, 53 n Modernidad del estado, 142-146 Modo feudal de producción, 49, 50-51, 53, 58ss, 71, 104, 106. Véase también Feudo Monarquía: inglesa, 95; francesa, 95, 99, 107-111; en el sistema absolutista, 99, 104ss, 108-109n, 112, 115-116, 127; significación de la persona del gobernante en la, 108, 109n, 115, 117; prusiana, 115-119; en el estado constitucional, 163. Véase también Cabeza del estado; Gobernante territo­ rial

221

Moneda, 66, 74,140, 173 Moro, Tomás, 32 Nación, 126-127,126n, 129, 136,140,147,150 Nacionalidad, véase Nación Negociación, 180, 199 Nobleza, 65, 79, 99, 103. Véase también Elemento feudal Normas de procedimiento, 151, 154, 158, 191, 195 “Nosotros”, como preocupación política, 27-31,34-35 Nulle terre sans seigneur, 53, 57 Obispos, véase Clero “Oficialistas” y “opositores”, 164, 180, 189, 200 Opinión pública, 125, 161ss, 172, 206 Oposición, 160, 164, 200. Véase también Disidencia política; “Oficialistas” y “Opositores” Organización eclesiástica, 45, 91n Organizaciones supranacionales, 190n Organos del estado, 82, 116-117; en el estado constitucional, 139, 141, 146, 152, 155, 161, 168; en el estado contemporáneo, 185, 195. Véase también Organos ejecutivos; Órganos legislativos; Parlamento Órganos ejecutivos: en el estado constitucional, 130-140, 154, 160, 164-165, 199; en el estado contemporáneo, 184-185, 204 Órganos legislativos, 160, 165 Órganos representativos, 91,163-164,178. Véase también Órganos legislativos “Otro”, como preocupación política, 27-31» 28n Pactos de gobierno, 82, 82n, 87, 113 Papado, 90, 95,134,134n, 138 Papel económico del estado, 15, 120-121, 159, 166-169, 182, 187-189, 207208. Véase también Acumulación de capital; Colonialismo; Mercantilismo Parlamento: inglés, 95; en el estado constitucional, 154, 163-165, 178, 199; en el estado contemporáneo, 181, 185, 199-206 Paríements, 78-80, 99 Participación, 179, 210. Véase también Estratos inferiores; Proceso electoral; Representación; Sufragio

222

178, 200-201 164, 192,199-201 Paz, 70-71, 92,137; de W estfalia, 135,138,167 Península ibérica, 43 Partidos organizados, Partidos p olíticos,

Personal administrativo: en el sistema absolutista, 111-112, 116; en el estado constitucional, 141, 160; en el estado contem poráneo, 196-198. Véase también Burocracia Pleno empleo, 188 Poder económico, 174, 177, 184ss P olicía, 79, 113, 208; e n el estado con stitu cion al, 141, 152, 160, 161, 166, 1 7 3 ,1 7 8

•Política exterior, 126, 161, 165-166, 167. Véase también Lucha de poder en­ tre estados Política, naturaleza de la, 21-22, 22n, 134, 191 Políticas dinásticas, 61, 66, 84, 8 7 , 123n, 127, 148 Presupuesto, 197, 204 Principio de la efectividad, 136

180; en el estado con stitu cion al, 154-155, 164, 180, 199; en el estado contemporáneo, 199, 200-203, 206. Véase también Sufragio Proceso feudal, 15, 32ss, 131, 159; en el sistema feudal, 62-63; en el Standes­ taat, 86, 94; en el sistema absolutista, 103, 107, 118-119; en el estado constitucional, 146, 159-165, 176-177; en el estado contemporáneo, 176ss, 202-203 Procesos económicos, 176,187-189,193, 208 Propiedad, 57-58, 128, 142,145, 153, 155, 175. Véase también Capitalismo Prusia, 43, 84n, 88, 95ss, 113,115-119,198

Proceso electoral,

Racionalidad del derecho, 158-159 Razón de estado, 111,136,171,175 Razonamiento jurídico, 136, 140 Reforma, 99, 175 Relación feudal, véase Relación señor-vasallo Relación señor-vasallo, 45,46-52, 54-59, 56n, 60-61, 69-70, 81 Relaciones de clase, 15, 33, 122, 129; en el sistema absolutista, 103, 126; en el estado constitucional, 142, 173, 177, 192; en el estado contemporá­ neo, 188

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Relaciones económicas exteriores, 101, 112, 121, 123, 129, 138, 165-166. Véase también Colonialismo Relaciones internacionales, véase Política exterior; Sistema de estados Religión, 37,98-99, 101,113, 144, 148, 160, 175. Véase también Cristianismo Representación, 84-85, 107, 128, 199-200 Represión, 129,141n, 161, 173-174,178, 207 Resistencia legítima al gobernante, 39, 63, 87, 100, 106, 112 Revolución, 129, 138, 198 Richelieu, cardenal: citado, 99 Roberto, conde de Gloucester, 55 Roberto, rey de Francia, 63 Sacro Imperio Romano, 95, 134, 138. Véase también Imperio carolingio Schiera, Pierangelo: citado, 118 Schmitt, Cari, 26-36 passím, 134, 149, 190; citado, 29-30,31, 158 Secularismo, 126, 156, 175 Seigneurie, 50-51, 72, 87. Véase también Modo feudal de producción Señores supremos, 51,52, 56-57, 56n, 82 Servicio civil, véase Dispositivos administrativos; Personal administrativo; Burocracia Simmel, Georg, 37n, 147n Sindicatos, 166, 180, 186 Sistema de estados, 97-98, 105, 126, 133-139, 167, 171, 190n. Véase también Lucha de poder entre estados Sistema educacional, 141, 162, 175, 179, 188 Sistema legal, 131, 140, 158, 185 Sistema ocupacional, 38, 182-184 Soberanía, 90, 97-98, 101, 123, 133-139 passim, 149; en el Stándestaat, 65, 85; en el sistema absolutista, 119, 127; en el sistema constitucional, 129, 133-139 passim, 151, 159-160 Soberanía popular, 129 Socialismo, 166,178-179, 210-211 Sociedad, 24, 27,107,110,114,120,187,191-192 Sociedad civil: en el sistema absolutista, 42, 119-129 passim; en el estado constitucional, 155n, 168-169,172-173 Spencer, Herbert, 37n

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I

Stande: en el Standestaat, 74-83 passím, 87, 113, 119; en el sistema absolutista, 1 0 0 ,1 0 7 ,112ss, 127 Standestaat, 41n, 4 2 ,6 2 , 67-96 í?ossim, 75n, 9 7 ,1 0 7 ,1 1 9 , 131, 139, 167 Sufragio, 164, 1 7 8 ,1 8 0 , 1 8 9 ,1 9 9 -2 0 0 Suzeranía, 57, 65, 82 T ecn o cracia, 203ss T ecn ología, 43, 7 2 ,1 0 1 ,1 7 9 , 188 T eo ría m arxista, 1 5 n ,3 3 , 123n, 174-175 Territorio, 78ss, 97-98, 1 0 1 -1 0 2 ,1 1 4 ,1 3 6 ,1 4 0 , 144 Tilly, C., 126n Tocqueville, A léxisde, 42, 129, 163, 172, 198 Tónnies, Ferdinand, 147, 147n, 150 Tradición jacobina, 142

Unger, Roberto M ., 211n Unidad del estado, 98, 1 1 9 ,1 3 9 -1 4 1 , 159, 1 6 2 ,1 7 1 Universidades, 78, 127, 132 Valores, 2 2 -2 6 ,3 4 -3 5 Vasallos, véase Relación señor-vasallo Venta de cargos, 104, 112, 145 Weber, Max, 1 4 ,3 9 , 138n,148, 156, 158, 165n, 191, 193, 210n; citado, 150

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